El Sentimiento Religioso en Tres Pintores Franceses Contemporaneos

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EL SENTIMIENTO RELIGIOSO EN TRES

PINTORES FRANCESES CONTEMPORANEOS

El tema de lo religioso ha suscitado siempre, en épocas


sucesivas y en diverso grado, la atención y el cultivo de los
plásticos de todo el mundo. El arte: escuela de idolatría y de
inmortalidad, núcleo así desde una primera época, primaria
en sus principios, fuertemente intuitiva en sus vínculos for-
males, a artesanos y artistas en una cernida búsqueda tras
el espíritu y la corporización de Dios.
Desde el arte helenístico adoptado en las Catacumbas,
desde el Cristianismo desarrollado bajo diversas expresiones
entre los siglos I y III, una confusa pero siempre continua
lucha de principios y de inflexiones estéticas, formó algo así
como una representación —simbólica e histórica a la vez— d«4
arte religioso. Si bien desde el punto de vista puramente teo-
logal las diferencias entre el arte cristiano y el pagano según
técnicas, procedimientos y módulos expresionales no eran de
una oposición radical, de sustancia notoriamente opuesta, los
hilos principales de un esteticismo ideal, concebido como men-
seja de culto, como belleza tendiente a una formulación ma-
yor que la puramente estética, estaban lanzados al aire con
sabiduría. Entonces, asuntos totalmente paganos como los del
mito de Psique o de Orfeo; personajes tales como Ulises, las
Estaciones, o la clásica silueta del pastor llevando una ove-
ja sobre sus hombros, significaban una realidad distinta a la
pintada por los artistas cristianos. Y así, donde el no iniciado

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veía el mito de Orfeo, los cristianos, en cambio, descubrían
al Cristo; ahí donde un contemplador pagano veía a un hom-
bre con una oveja, los cristianos sentían la presencia del
Buen Pastor. Así también, los simples adornos ateos del pavo
real, la paloma, el pez, el cordero, las ramas de palmera, las
de olivo o las hojas de vid, tenían en el cristiano un valor
esencialmente simbólico en su pureza, mantenido en el trans-
curso de los siglos.
A partir de entonces, la imagen, en el arte cristiano, se-
rá doblemente imagen: no sólo representación visual, sino
también representación simbólica. Más allá del asunto expre-
sado por líneas, colores o piedra, la historia elegida, la mito-
logía, la escena o el objeto tomado de la naturaleza circun-
dante, incitará a ir al encuentro de otra realidad. El arte, en-
tonces, se hace realmente lenguaje, un segundo lenguaje. Y
en esto, como ya observara alguien, imita a la pedagogía di-
vina y se emparenta con la parábola, que también instruye
por la imagen.
Si se observa en conjunto lo que ha sido el arte sagrado
del cristianismo, es posible pensar que su particular módulo
de expresión lo constituye el servirse de una imagen concre-
ta, para alcanzar las realidades espirituales. Es decir, y como
lo recuerda Régine Pernoud, no librar esas realidades espiri-
tuales, por sublimes que sean, sino bajo la apariencia de la
vida cotidiana. Desde su aparición, el arte cristiano incita
inmediatamente a traspasar las apariencias materiales; plan-
tea la primera, la más fundamental de las exigencias cristia-
nas: pedir que "vean aquellos que tienen ojos para ver, que
oigan los que tienen oídos para oir".
Todo lo anterior se nos ocurre pensar, traer a colación,
antes de dar entrada a un somero análisis de la obra de tres
pintores franceses contemporáneos, vinculados, en diverso gra-
do, en intensidad distinta, por el tema religioso. Si bien Geor-
ges Rouault, Henry Matisse y Marc Chagall tienen distinta
estatura artística, fluyen al espacio de lo estético armados
de disímiles voluntades y estilos, uno de sus temas predomi-

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liantes, hecho de símbolos y de imágenes incontrovertiblemen-
te propias, puede llegar a nuclearios, a posibilitar la razón de
una unidad analítica. En los tres se puede señalar: con exac-
titud, sin vacilaciones auscultables, el paso de un arte "que
representa" a un arte "que significa".
En los tres, también, Rouault, Matisse o Chagall, la fal-
ta de una sujección a los cánones formales, de un constreñi-
miento a las necesidades del espacio y de sus tres dimensio-
nes, les faculta para alcanzar: por el arte sagrado o sus su-
blimaciones, el soporte de una realidad interna, más que una
realidad suficiente de por sí- Porque un arte sagrado digno
de este nombre, no puede contentarse con ser un arte pura-
mente descriptivo. Cuanto se más se agota definiendo lo que,
siendo infinito, escapa de antemano a toda definición, tan-
to menos corresponde a la realidad que, por el contrario, pro-
claman fácilmente los gestos y palabras litúrgicas.
El arte sagrado reclama cierta densidad incompatible con
la pintura frivola y la estatutaria indiscreta. Así lo compren-
dió Georges Roualt en su dura lucha de búsquedas de ele-
mentos, en su calvario de caídas y crucifixiones humanas. Así
también lo maduró Matisse, después de mucho buscarse a sí
mismo. O Marc Chagall, un hombre hundido en los abismos
interiores del ser, en los inexplorados mundos de sus fuerzas
oscuras, en los laberintos del instinto y en los profundos me-
canismos del pensamiento y de las voliciones inexplicables.
En Rouault todo se alcanza despaciosamente, como a tra-
vés de una gradual suma y resta de recompensas y de casti-
gos. En función de la más alta y profunda personalidad, su
arte ha nacido no sólo en unidad de sentimiento, sino también
de pensamiento y de acción. Llegado al primer cuarto de si-
glo cuando el movimiento fauvista lanzaba sus clarinadas más
estridentes, Rouault comenzó por adoptar una posición anár-
quica frente a los grupos constituidos. Su vehemente volun-
tad de rebeldía, le llevó a integrar algo así como una fusión
de lo puramente expresivo con lo simbólico. El conceptismo
de la realidad y la mera reacción de lo sensible, sumaron

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en él el haber de un subjetivismo lírico, fuertemente suge-
rente. Lo que se dio en llamar entonces como "expresionis-
mo", no fue más que una de sus formas de extrema libertad,
de entrega a sí propio antes que a los otros, para poder brin-
dar: enteramente, la potencia de un mundo ancho, visto sin
ojos limitados.
Rouault es un hombre que no se conforma nunca con ser
testigo. Parece entregarse con pasión a sus congéneres, pues
se irrita ante la injusticia, se conmueve en el amor, lucha por
la ingnominia, afirma lo espontáneo, y tiembla ante el mis-
terio de lo divino y de la muerte. Aunque pinte Cristos, cru-
cifixiones, patéticos descendimientos, payasos, prostitutas o
personajes bíblicos, una confesión de fe universalista, de so-
ledad expresada dignamente, sin eufemismos, fluye pareja-
mente de toda su obra.
Porque Rouault es un romántico. Mezcla de humildad y de
soberbia, de modestia y orgullo, parece tener desde el comien-
zo la vocación de salvar al romanticismo, dando a la deses-
peración y a la angustia el necesario tono épico de la gran-
deza sobrehumana. Por eso, en lugar de los pequeños temas,
acude y revitaliza los grandes, tal vez uno sólo: el de la re-
dención por el sacrificio de Jesús, con su cara cómica y su
cara trágica. En él, en su particularísimo romanticismo, pue-
den ubicarse desde las obras de los artistas medievales, hasta
el romanticismo explícito de los cultores de lo grotesco: nom-
bremos a Goya, Daumier o Toulose-Lautrec.
Sin embargo, y como ha dicho Jorge Romero Brest, co-
mo muchos creadores del siglo, Rouault no ha querido ser si-
no Rouault, y a fe que lo ha conseguido, hasta consustancial'
ese yo histórico y episódico que es el suyo, con el yo eterna-
mente renovado del cristianismo. Sin embargo, Rouault nunca
es puramente religioso o místico- A la inversa de quienes sien-
ten la alegría de construir la vida, no sólo en unidad de sen-
timiento, sino de pensamiento y acción, como veremos más
adelante que es Matisse, Georges Rouault se encierra en sí
mismo para desentrañar las raíces divinas y metafísicas del

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mundo. El ha dicho que " l a pintura es un medio como cual-
quier otro de olvidar la vida". Quizás en esa fórmula esté
encerrada toda la verdad de su obra de creación.
Desde su primer contacto con el tema litúrgico: aquella
época en que era operario en un taller de arreglos de vitra-
les, Rouault dejó transcurrir dentro de sí las sucesivas y abs-
tractas etapas de la lucha por la creación artística. Así, sus-
tituyó el plomo de la vidriera por el famoto contorno negro,
—que se hizo ineludible en sus obras—, para dar carácter a
la composición de luminosidad cuadriculada. Y las oposicio-
nes de rojos, azules y amarillos en las gamas bajas, y un di-
bujo de simplicidad primaria, de gruesos trazos deforman-
tes de los motivos naturales, fueron dando atmósfera, fueron
creando el tono necesario para su mensaje de fuerte expresión
plástica y humana.
De sus figuras —sean mujeres o Cristos lascerados— se
desprende siempre un espíritu sombrío, desgarrado, dramáti-
co. Desde su primera época de 1900, en que pintaba jueces,
prostitutas, payasos, y señoras burguesas, para dar, por medio
de ásperos planteamientos algo así como una forma de críti-
ca social, su figura irá cobrando, en sucesivas escalas, una di-
mensión transfigurada, como si fuera en búsqueda de una
perduración distinta: plácida en sus contornos, patética en
su contenido. Desde 1917 a 1927. produce la serie de gra-
bados que integran su "Miserere". Alguien ha dicho que, des-
de entonces, la cólera santa que animara a Roualt, es sus-
tituida por una comprensiva piedad. Entonces, es cuando se
justifica su actitud de pintar una belleza moral absoluta-
mente opuesta a toda belleza física, actitud en la que no se
le aproxima ningún otro pintor contemporáneo. El amor a los
pobres y la habilidad de descubrir en ellos un valor moral
absoluto, se debieron, más que nada, a su fuerte sentimiento
cristiano, que contribuyó a la creación de un arte religioso
auténtico, aunque nunca fuera reconocido como tal por la Igle-
sia Católica.

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El hecho de buscar entre los pobres la encarnación mis-
ma de Dios, de considerar al hombre del pueblo como verda-
dera criatura de Dios, distingue a Rouault como el único re-
presentante de un gran arte que sea a la vez arte religioso.
Su pintura, frente a las obras del siglo anterior que exalta-
ban las virtudes del hombre del pueblo, tiene menor signifi-
cado social, sí, pero logra en cambio valores de universalidad
religiosa. En su rebelión, Rouault se rehusó a degradar su
arte y su personalidad pintando figuras refinadas de serafi-
nes, ángeles o vírgenes que fueran aceptables para una Igle-
sia demasiado encerrada en sus principios dogmáticos. Rouault,
que vio el mundo que le rodeaba tal como realmente era, y
respondiendo a la honestidad hacia sí mismo, pintó la feal-
dad y el delito donde el delito y la fealdad intentaban ocul-
tar sus caras.
De la violencia, de la fuerza y el sentido universal de
su pintura, el gran expresionista francés llegó al tema sere-
namente y sin buscarlo: del mismo modo que la condena se
torna religiosa.
Y aquí llegamos a algo fundamental en la pintura de
Rouault. Es este un pintor en quien el tema no es el último
medio para llegar al contemplador; hecho de sublimaciones,
de transmutaciones de temas, toca la verdad sin pronunciar-
la, simplemente sugiriéndola. De él se ha dicho —con entera
razón— que su fe no es solamente una elección iluminada:
es también una fuerza natural. Fuerza natural que le facul-
ta para ser un psicólogo penetrante, que ve hondo en lo ín-
timo de la naturaleza humana, y posee un sutil discernimien-
to para todo cuanto sea hipócrita, farisaico o falso-
Alguna vez, después de tantas rebelaciones que no eran
más que formas de llegar a una autenticidad sin resguardos,
se le oyó decir que, en esto del arte religioso, era "solitario
como el león del desierto". Porque todo en él estaba sugerido
por su íntimo impulso, por su mirada penetrante y la nece-
sidad de aproximarse a lo religioso, libre de convenciones hi-
pócritas. El acabado, la belleza, el fino contorno, el matiz, el

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claroscuro, la ilusión del espacio, todo era falso para él y su
ímpetu creacional. Así, desde sus payasos hasta sus crucifi-
xiones o cabezas de Cristos, como veremos, están expresados
directamente a través de la imagen de Dios. Tal vez los ros-
tros se parezcan muy poco a rostros humanos, pero desde ahí,
desde la actitud acentuada por anchas líneas negras, casi
en formas abstractas, emanará una intensidad emotiva difícil
de resistir, una expresión suficiente y cálida a la vez, una
casi resignación por lo adverso, resaltado por la armonía re-
verencial de cuatro o cinco colores madres.
Porque hasta en sus colores, no sólo en las formas, nada
alude a la existencia; todo es un fluir agónico hacia inexpre-
sables valores absolutos, que él no puede sentir sino en la car-
ne macerada por el dolor. Por eso Rouault concibe en grande
y huye del detalle: porque quiere ser más expresivo de una
verdad que siente, no de una verdad que piensa. Al contem-
plador de sus obras se le aprieta el alma ante los dolores de
Jesús, o de sus hombres y mujeres que tanto se le parecen.
En su propio tormento, el contemplador descubre que el ar-
tista es dominado por una urgencia catártica de expiación,
que le lleva a moralizar con furor y sobreabundante energía.
Esa doble faz de su espíritu —espada de fuego del que in-
crepa, dulce caricia del que consuela— recuerda por muchas
razones a Pascal, a Unamuno y a Kierkegaard.
De aquí su grandeza y su monumentalidad. Los antiguos
maestros elevaron la Cruz en sus pinturas, para dar mayor
vigor y sustancia espiritual a la imagen. Rouault no; su Cris-
to está a ras del suelo, como bien lo signara Lionello Venturi,
dando monumentalidad a toda la figura únicamente el pecho
ancho y la cabeza erguida. Es el Rey, el Salvador, y sus bra-
zos parecen abrirse, no por estar clavados a la Cruz, sino
por el impulso de proteger a los fieles. '
La gran sencillez de la forma artística de Rouault, reve-
la la extrema intensidad de su sentimiento, de su emotiva par-
ticipación en el dolor universal del género humano y de su
reverencia de hombre ante Dios. Esta sencillez —con pureza

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de primera agua— es el resultado de una gran rebelión con-
tra un mundo ficticio y contra una artificiosa tradición ar-
tística. La rebelión de Rouault contra las tradiciones social
y plástica, es la raíz misma de su descubrimiento de una nue-
va forma. Con la energía del creyente y la pureza del arte-
sano, que prodiga la riqueza de una intuición sin caídas,
Rouault ha logrado, —a través de finas armonizaciones y con-
trastes violentos— el verdadero tono de un arte que, como el
religioso, estaba muriendo lientamente por su propio dog-
matismo.

Diferenciábamos anteriormente a Georges Rouault de


quienes sienten la alegría de construir la vida. Y citábamos
entonces a Henry Matisse. El caso de Matisse tiene relieves
propios dentro de la secuencia de escuelas y artistas france-
ses contemporáneos- Nacido en Chateau-Cambrésis en 1869,
superó la mitad de nuestro siglo hasta 1954, año de su muer-
te. Matisse es, por tanto, el artista históricamente más repre-
sentativo de nuestro tiempo, y que estilísticamente puede in-
ducir, también, a un verdadero "balance" del arte contem-
poráneo.
En él se da como fórmula "la alegría de vivir". Raras
veces se entregó una obra con más franqueza, más aparente
espontaneidad, acaso porque nunca se concibió una obra con
más lucidez y certidumbre internas.
Muy cerca del tierno cielo de París, en el penúltimo piso
de una casa del boulevard Montparnasse, buscaba Matisse
su discreto refugio para la intimidad. Desde ahí, desde su
ingenuo y a la vez severo departamento burgués, retrataba
un mundo particular, sonriente y sereno. A través de un sor-
prendente sistema de signos —aligerando las cosas pesadas y
dando peso a las ligeras— comenzó a componer un extraño
universo: sabidamente familiar, pero dominado, sin embargo
y siempre, por un orden soberano, por una armonía segura.
De París saltaba a Niza, donde el vasto Mediterráneo
subía azul y plácido al rectángulo de su ventana. O a Vence,

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la gran villa perdida en medio de flores y de palmeras, un
poco para perderse: él mismo, entre un color rabioso de fres-
cura, entre una luz sin posibilidades de sombras.
La magia de recorrer todo eso, de transportarlo en co-
lores carnales a su cartón, a un cuadrado propio y adueña-
ble con las manos, era parte y todo de su felicidad. En al-
guna oportunidad él mismo escribió: " U n artista no debe
ser nunca prisionero de sí mismo, prisionero de una manera,
prisionero de una reputación, prisionero de un éxito". Y
agregaba, preguntando: " ¿ N o han escrito los Goncourt qué
los artistas japoneses de la gran época cambiaban de nombres
muchas veces en sus vidas? Yo amo esto: ellos querían sal-
vaguardar sus libertades".
Porque Matisse ama la vida y la vive intensamente: a
todo lo largo y ancho de sus costumbres, de su universo inani-
mado, de sus transparencias mágicas. Todo en él parece ex-
pandirse en ramo, participar de una fiesta secreta de encanto
y de gozo para la vista y el espíritu. Porque Matisse ha sa-
bido siempre realizar ese segundo milagro de estar a la vez
dentro y fuera de sí mismo; de asumir la continuidad de su
obra y de sus investigaciones, de procurar a un tiempo la
estabilidad y la aventura: es decir, de asegurar a su arte un
perpetua espíritu de renovación.
Esa renovación —suma de búsquedas y de desencuen-
tros— le llevó a suponer, hacia 1905, la posibilidad de un
nuevo medio de expresión. Lo que dio en llamarse entonces
fauvismo por la exclamación de un crítico: ' ' Mirad a Donate-
11o entre las fieras", fue la base de un movimiento de firme
perduración. Desde dicho hito, Matisse y las otras cuantas
fieras que pintaban en reconocido parentesco (Albért Mar-
quét, Maurice Vlamink, Kees Van Dorgen, Raoul Dufy, An-
dré Derain, etc.) comenzaron por impugnar el pasado. De-
vueltos a una libertad cómoda y sobre todo saludable, opu-
sieron al equilibrio, a la medida de los clásicos y al refina^
miento de los impresionistas, un arte de violentas oposicio-

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nes tonales y de valores, de dibujo recio y desnudo, vigoroso
y atrevidamente expresivo«
Matisse supo desde entonces de la imponderabilidad de
la síntesis. También del ritmo: modo de vincular elementos
temporales sin tomar en cuenta el carácter especial de cada
uno. También de la condensación, de la armonía concreta,
del equilibrio, de la pureza, de la tranquilidad.
A esta altura, y según lo expuesto, podrá preguntarse
qué tiene de religiosa, de iconográfica, la obra de este
gran precursor de la pintura francesa contemporánea. Ante
todo, recordemos que Matisse llega a una condensación del
mundo a fuerza de pensamiento. Pero no piensa por medio
de esquemas racionales o conceptuales, sino por medio de es-
quemas abstractos que crea su imaginación, y que le permi-
ten alcanzar la expresión virginal. El intelecto vigila para
que el espíritu se libere de resabios sentimentales y de los
caminos hechos del instinto, pero no mata la emoción. De
este modo, su pintura tiene una honda raíz metafísica. Como
bien dijera Romero Brest, " e s una especie de aleluya son-
riente, la de un hombre que ve, por encima de la contienda
dramática, un equilibrio de esencias sin contenido psicoló-
gico".
Ese "puro estar de las cosas" tan armónicamente resuel-
to, no es un estar vacío, sin alma, sin espíritu iluminado. Muy
por el contrario: en sus interiores de atmósfera bullente y
plácida, en sus grandes plantas verdes, en sus libros, en sus
ramos de flores y sus pieles, en sus preciosas cerámicas y te-
las orientales, muebles y chimeneas, está latente el otro lado
de lo inanimado, la otra fuerza de lo aparentemente estático,
la vida de lo inerte. Y sus figuras, como también acierta en
afirmar Romero Brest, parecen poseer el mismo carácter que
los angelitos que pintaban los primitivos en el Medioevo, y
que siguió pintando en el Quatrocento Fra Angélico. Hasta
por su anacronismo frente a la seriedad de la mayoría de los
pintores del siglo, la vinculación de Matisse con Fra Angélico
parece legítima. "Ambos carecen de misticismo psíquico, y sin

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embargo ambos practican una mística de la irresponsabilidad,
que engendra una verdadera ética de la despreocupación".
Matisse dijo en alguna oportunidad que quería un arte
de equilibrio y de pureza, que no inquietara ni perturbara;
quería que el hombre fatigado, enervado, que ha trabajado
con exceso, encontrara en su pintura la calma y el reposo.
De haber sabido decirlo a su debido tiempo, no hubieran sido
diferentes las palabras de Fra Angélico.
Porque por otra parte, y abogando siempre en el sen-
tido de lo religioso en la obra de Henry Matisse, digamos
que cuanto más definido es un asunto y miás estrechamente se
ajusta la obra a un programa dogmático, menos mensaje per-
sonal y artístico aporta. Hoy nos interesa la pintura en sí,
la invención pictórica, la audacia de ejecución, más que el te-
ma. En el Cristo crucificado del Greco, la previsible figura
del Cristo nos habla menos intensamente que la expresión de
los donantes y el asombroso cielo de tormenta y de mármol-
Porqué el arte depende siempre de la capacidad aprehendente
del contemplador. El arte requiere participación dramática,
y el artista crea bajo dicha ineludible condición. Quien no
sea capaz de esta actitud comprometida, verá en toda ma-
nifestación artística, aún en la más accesible, un elemento de-
corativo. La supuesta clasificación decorativa del arte abstrac-
to, por ejemplo, no radica tanto en su calidad, como en la
calidad de sus contempladores. Limitación que todos debemos
poner a nuestro juicio sobre la pintura que no alcanzamos a
comprender, o a vivir.
Siguiendo con Matisse, digamos que la fuerza simbólica-
mente mística de sus interiores, de sus improvisaciones, de sus
trasmundos de raíz cotidiana, fue prolongándose progresiva-
mente desde la primera presentación fauvista de 1905. Asen-
tado cada vez más en los secretos del color, anhelando tam-
bién cada vez más conocer los otros secretos: los de las for-
mas y sus contenidos, fue estimulando su curiosidad con un
trabajo cernido y sin descanso.

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Esa algo escondida pero latente religiosidad que le des-
tacáramos, le incita a sondear hasta lo último el espacio, la
luz, la pureza. No se ocupa sino de traducir un espacio " p u -
ramente espiritual" —según la percepción que se desarrolla
en él al contacto de la realidad visual— y de encontrar así,
intuitivamente, la gran ley que domina la mayor parte de las
civilizaciones antiguas y casi toda la Edad Media. De ahí
que no extrañe, hacia 1950, la inauguración de la capilla
D'Assy, donde Matisse ha realizado un Santo Domingo de
profunda dimensión cristiana. Y en 1951, el 25 de junio
para ser más exactos, la inauguración de la Capilla del Ro-
sario de las hermanas dominicas, en Vence.
Esta capilla, concebida enteramente por Matisse, puede
considerarse como una de las expresiones de mayor belleza, de
mayor integración estético-iconográfica, del arte sagrado con-
temporáneo. Ayudado por los consejos de Auguste Perret, el
gran pintor francés se mostró preocupado al extremo, en esta
obra, de utilizar al máximo el sitio de que disponía, en fun-
ción de las exigencias del culto, y de las necesidades de la
pequeña comunidad religiosa a la que su obra estaba des-
tinada.
Cada elemento pensado en vista a su propia finalidad, en
armonía con el marco total, en dicha capilla todo ha sido con-
cebido, diseñado y dirigido por el propio Henry Matisse.
Desde los vitrales hasta los pisos, desde las casullas que usa-
rán los sacerdotes para la misa hasta la patena de comu-
nión, todo ha sido hecho bajo el rigor y el continuo amor del
gran artista galo.
Es curioso comprobar, a propósito de esta capilla, que
Matisse utilizó por instinto, para un edificio religioso, los
temas de ornamento. Estos ornamentos no parecen, a primera
vista, especialmente religiosos. En realidad, el uso de un te-
ma de ornamento: una hoja de encina, por ejemplo, posee
en sí algo de religioso, de sagrado, porque el ornamento así
entendido desborda forzosamente los límites de lo humano, de
lo racional, de lo reconocible, o sea del dominio al cual se

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había de antemano limitado el arte académico. Y también
por que, mucho más fácilmente que una representación figu-
rada, aquel transfigura, da alma a los elementos funcionales.
Se ha dicho que Matisse ha realizado, con esta obra,
lo que probablemente todo gran artista de nuestro tiempo anhe-
la realizar: una obra utilitaria, enteramente concebida para
un fin preciso, animada en plenitud- Recordemos que el jue-
go de los blancos y de los negros, armonizados por el más
sabio juego del color que proyectan sobre el muro los refle-
jos del vitraux, dan al conjunto una luz incomparable qué
sólo puede calificarse como eterna.
La concepción de todos los elementos, en fin, siempre
dados en armonía para la función propuesta, destacan a la ca-
pilla de Vence como un ejemplo único en la historia del arte
sagrado contemporáneo. Decir que hasta los grafismos en ne-
gro y blanco del mismo, responden a los trajes blancos y ne-
gros llevados por las religiosas en los sitiales que le dan fren-
te, no es más que dar uno de los tantos detalles de una obra
hecha con amor, de una obra eterna para lo eterno, de una
obra sagrada en sus concepciones estilísticas, para lo sagrado.

Para cerrar nuestra trilogía de pintores franceses con-


temporáneos consustanciados directa o indirectamente con lo
religioso (admítase que no decimos con el tema religioso),
nos pareció feliz introducir al artista ruso Marc Chagall.
Porque —aunque nacido en Vitebsk, Rusia— Chagall' es
considerado por todos como un artista galo en su entera pa-
tencia. Incluido dentro de la Escuela de París, y naturali-
zado moralmente como ciudadano francés, todas las antologías
y estudios críticos lo integran en tal sentido, máxime que su
obra la ha hecho y continúa haciéndola en París.
Todo en Chagall es imprevisto, fantástico, mágico, pri-
mitivo, dulce. Después de recorrer, estudiar y sentir desde el
expresionismo hasta el cubismo, de conocer a Apollinaire, Max
Jacob, Modigliani, Delaunay, encuentra la fortuna de su pro-
pia voz. Lo irreal, el diverso orden de cosas y de seres que

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están dormidas u oprimidas en las profundidades del subecon-
ciente, fueron la materia de esa fortuna. De las desnudas su-
gerencias del sueño, de las fantasías e imaginaciones no con-
troladas por la raaón, y del abandono al automatismo lite-
rario o gráfico, sacó Marc Chagall todos los universos de su
arte.
Su surrealismo, dueño por sobre todas las cosas de una
serenidad inconmovible, tiene el privilegio sorprendente de
llegar a las calidades del mito, a metáforas de ternura o de
tragedia, a través de fábulas y paraísos de elemental factu-
ra. Con una libertad desconcertante, Chagall suprime las ba-
rreras que existen entre los diferentes reinos de la naturaleza,
y los hermana con una sabiduría de creador. Lo humano, lo
vegetal y lo animal se confunden así y se abrazan en un uni-
versalismo de ternura, en una poética simple y monstruosa
a la vez: de Apocalipsis.
Porque la piedad que Chagall siente por la miseria de
su pueblo natal y por los animales domésticos, el misterio de
las leyendas populares y su natural tendencia al vuelo de la
fantasía, dan en él una suma total, un realismo fragmentario
que le faculta para llegar a una "dimensión del alma", como
diría Lionello Venturi. Los orígenes de su arte están en los
iconos rusos, en la atmósfera de la Biblia, para cuyo conoci-
miento viajara por Oriente en 1931, en una sabiduría del do-
lor, que penetra hasta la misma intensidad de sus colores:
serenamente depositados sobre la tela.
Sus temas están ligados siempre a la obsesión: plácida
o violenta, que se apodera indefectiblemente de cada uno de
sus contempladores. El Asno, la Cabra, el Gallo, el Pez Pája-
ro o la Mujer Sirena, tienen cada uno carácter y fuerza de
símbolos; son mucho más que la apariencia carnal y espiri-
tual depositada por el pigmento, mucho más que el voto pa-
ciente y analizado de sus confrontaciones compositivas. El
mundo de Chagall, confundido un poco con su sueño de vi-
sionario, podría ser el mundo del cielo, un mundo igualita-
rio en el que nadan por igual peces, asnos con candelabros en

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las patas, vírgenes intemporales, enamorados idos para siem-
pre en un abrazo irrompible. La imagen de un cielo común
y posible, un cielo hecho de calma para la calma del remo-
lino, que reúne todo a través de la magia que está más allá
de la quimera y más acá de lo soñado-
Porqué —aun sin considerar esta posibilidad, o el con-
traste entre su realismo fragmentario y los vuelos fantásti-
cos— un sentido místico trasciende de gran parte de sus obras.
Hijo de familia judía, Chagall conoce los pasajes bíblicos y
los interpreta con amor y obediencia. En su figura del "Már-
tir", por ejemplo, realizada en 1940, representa a través de
una crucifixión el martirio del pueblo hebreo en Polonia,
y otros países de Europa. En él, a la par que ofrece el sím-
bolo de un acontecimiento verosímil de la guerra reciente,
da también un símbolo religioso recordando a Cristo crucifi-
cado. Y la armonía del color, un color sabio, hartamente me-
dido, complementan el propósito histórico, simbólico y fan-
tástico a la vez. El amarillo del cuerpo del mártir, interrum-
pido por el blanco y negro de su camisa, entona el sentido de
la tragedia que se desprende de la pintura, mientras que el
rosa del velo y de la blusa de la mujer que está a los pies
del mártir, y el azul, el verde y el anaranjado de su falda,
sugieren un color dulce, resignado y melancólico. Para dar la
parte de fantasía, contrastan con esta resignación los verdes
y el anaranjado del violinista, y el rosado y el celeste bri-
llante del violín, como para sugerir una evasión de la tra-
gedia. O sea que, en Chagall, todos estos colores son como
protagonistas del drama, recortados contra un fondo impar-
cial de humo y aldea.
En este artista, las imágenes guardan siempre entre sí
una relación de orden psicológico: la muerte, la catástrofe, el
dolor, el miedo, la ley, la vida que transcurre, los monstruos
del Apocalipsis, todo en fin, marcha en su pintura en pos del
encuentro de un Dios ideal, de su corporización a través de
los misterios naturales. Encontrar a Dios a través de la na-
turaleza, interpretarlo por medio de sus realidades domésti-

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cas, pareciera ser la fórmula final de Marc Chagall. Su pa-
raíso perdido, la transformación de lo conocido: no sólo ma-
terialmente, desde afuera, sino también ideológicamente, des-
de adentro, pareciera ser la base de su leyenda pictórica. Le-
yenda porque —desde el plano de la contemplación de su
larga serie de mundos— su pintura también pareciera que-
rer saltar hacia un divino idealismo de formas, vínculos y
colores.
Y de emoción. No olvidar la emoción, que en Chagall es
carne y vínculo de su probada originalidad, de la imprevis-
ta y sorprendente actualidad de su pintura. Porque en un
punto preciso y agudo donde la imagen plástica se revela
bruscamente como doble en su más peligrosa y natural ambi-
güedad, la ternura de este pintor, la emoción más emocionan-
te, despliega sus alas. Ese plano que cultiva, que es por ex-
celencia el plano de la metáfora, y por vía de consecuencia
el plano de la más alta poesía, le facultan para unir: casi
impunemente, el humor con lo dramático, el nacimiento con
la muerte, un paraíso perdido con un cielo posible, fatalmen-
te necesario.
Dulce, resignado, melancólico, Marc Chagall continúa pin-
tando. De los tres miembros de nuestra trilogía: Rouault,
Matisse y él, es el único que continúa en este mundo de crea-
ciones para los hombres. Una de las últimas noticias de la
prensa, nos lo destaca creando vitrales para una iglesia de
barrio de París- En dichos vitrales nadan, bajo la calma de
una luz obediente y progresiva, ángeles violinistas, madonas
de conmovedora placidez en la mirada, gallos y animales de
todas las especies en una comunión igualitaria. Cristos azu-
les y descendimientos de patética fuerza. Después de finali-
zar los mismos, continuará con otra obra similar en Norte-
américa.
Pensamos que su arte, —de claridad meridiana—= va to-
mando la categoría esperada, el dulce avasallamiento de la
luz de Dios atravesando los cristales hechos por el hombre.

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Pensamos también, —recordando a través de Matisse, el
fauvista, Rouault, el expresionista y este Chagall surreal, a
todos los artistas del mundo— que el arte torna a dar su
vuelta de ley. Antes, el arte nacía de lo sagrado. Hoy, el
arte por sí mismo suscita más amor y curiosidad del que ha-
ya suscitado jamás, y es practicándolo, ahondando sus carac-
teres propios, cómo el artista descubre en él un sentido y una
función sagrados. Realizado con plena conciencia, con entera
humildad, este camino es, seguramente, único en la historia
de la humanidad.
Porque toda pintura que sea obra de arte, contendrá
siempre un sentimiento moral o religioso. Esto no significa
que deba abogar por un determinado sistema moral o reli-
gioso, sino que ha de participar de la armonía universal que
el sentimiento o religión auspician. De lo contrario, el arte
perderá —indefectiblemente— dicho carácter de universali-
dad. El peligro de introducir dentro de la estética leyes mo-
rales o religiosas, no depende del hecho de que éstas sean
morales o religiosas, sino de la razón de que son leyes, y toda
ley impide la espontaneidad de la creación, que es condición
esencial para el arte. De tal modo que una obra que no sea
espontánea, podrá, resultarnos inmoral, aunque predique un
principio moralista.
Estos peligros, estas realidades, las descubrieron a su
debido tiempo y en sendos valores esenciales, Rouault, Matis-
se y Chagall. Tres artistas que, sintiendo la presión de un
común denominador metafísico en sus vidas, dieron a la obra
el sentido de una confesión de conciencia, transmutada a los
misterios divinos.

J. M. TAVERNA IRIGOYEN
Mendoza 3030, Santa Pe

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