Jorge Ruiz Nació en Sucre en 1924

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Jorge Ruiz nació en Sucre en 1924, pero creció en La Paz.

Al terminar la secundaria en
el colegio Alemán, pasó a estudiar en la escuela de agronomía de Casilda, Argentina. En
algún momento de su último año, allá por 1944, empezó a interesarse en el cine gracias
a su amistad con uno de sus compañeros, Juan Gerardo Bechis, que tenía una filmadora
de 8 milímetros para aficionados.
A su retorno a Bolivia, a principios de 1945, ya tenía muy adentro la espina de la
cinematografía, y empezaron a surgir los documentales. Viaje al Beni (1947), Frutas en
el mercado (1948) y El látigo del miedo (1948) fueron los primeros.
Vuelve Sebastiana (1953) se convirtió en su máxima obra. Se trata de un
semidocumental sobre la vida y costumbres de la antigua etnia de los uru chipayas.
En 1965 hizo media docena de documentales en Perú y en los años 80 filmó una
veintena de videos educativos, culturales y documentales.

Luis Ramiro Beltrán primer guionista profesional del cine boliviano y uno de los
intelectuales más destacados en Bolivia y con mayor relevancia en el exterior. Nacido
en Oruro en 1930, hizo periodismo desde muy joven. Escritor y comunicador, además
de periodista, trabajó fuera de Bolivia entre 1955 y 1990 –en la OEA, en el Gobierno de
Canadá y en la UNESCO- en comunicación educativa para el desarrollo. Tras obtener
en 1970 un doctorado en Estados unidos, alcanzo renombre internacional como
investigados y teórico de la democratización y del planeamiento de la comunicación.
Autor de varioslibros y numerosos ensayos y artiluos fdue galardonado en 1983 con el
Premio Mundial de Comunicación “Mc Luhan” y con el Condor de los Andes de
Bolivia.
Obtuvo en 1987 el Premio Único de Teatro del Ecuador y en 1997 el Premio Nacional
de Periodismo de Bolivia. Es miembro de nùemro de la Academia Boliviana de la
Lengua.

Jorge Ruiz El Gran Artesano del Cine Boliviano


Publicado en 30 julio 2012
Publicada en Página Siete y Los Tiempos el 29 de julio de 2012
Lo conocí en el final de los años setenta. Tenía entonces poco menos de sesenta años y
era aún un mar de vitalidad. Algo que me impresionó mucho de él es que parecía no
tener conciencia de la trascendencia de su obra, una falta total de sentido de la historia, a
diferencia del otro gran cineasta coetáneo, Jorge Sanjinés.
Es que jorge Ruiz era y se consideraba un artesano, un término que durante mucho
tiempo estuvo devaluado por quienes desde una mirada intelectual creyeron que el único
cine valioso era el de autor.
Dijo siempre que lo que hacía eran películas “de a perro”, extraña frase. Probablemente
lo que quería expresar eran dos cosas, que no le daba demasiada importancia a su rol, y
que cada trabajo cinematográfico valía solo en el momento en que se hacía.
Lo que me queda claro es que su alma estaba en los ojos, tenía una capacidad
extraordinaria para mirar el mundo a través del lente, para saber cómo definir un
encuadre, como mover la cámara, como integrarla a sus personajes, como hacerla
invisible y lograr resultados de una belleza plástica inconmensurable. No era un estilista
y menos un esteticista. Nada de lo que hacía era gratuito, era funcional al guión, a la
narración y sus ritmos.
Ruiz comenzó a filmar antes de cumplir los veinte años. Pasó de los estudios de
agronomía a la mágica camarita familiar de 8mm y no paró. Su tándem con Augusto
Roca –un indagador impenitente de las técnicas y posibilidades del cine- fue
inestimable. De la mano del “gringo” Kenneth Wasson entró al mundo de las cámaras
de 16mm y al trabajo profesional. Quizás el periodo que media entre 1948 y 1958 es el
fundamental de su obra cinematográfica y del documentalismo boliviano, a despecho de
películas posteriores como Mina Alaska (1968) o Volver (1970).
Ruiz realizó su trabajo con gigantes de nuestro cine como el inolvidable guionista Óscar
Soria o Luis Ramiro Beltrán; filmó fuera del país y se codeó real y figuradamente con
grandes documentalistas. Acompañó por ejemplo a Harry Watt en la película Miles
como María y es evidente que la sombra de Robert Flaherty o del Einsenstein de ¡Qué
Viva México! planean sobre su obra. Construyó bajo esas influencias y sobre su propio
talento, un estilo personal cuyo punto más alto es Vuelve Sebastiana (1953).
La historia de Sebastiana es una metáfora que crece con los años, tiene que ver con la
complejidad del mundo andino, con el inevitable punto de quiebre entre tradición y
modernidad, a la vez que con un premonitorio momento de congelamiento histórico. El
filme se cierra con las sombras alargadas de las viviendas circulares de los chipayas
proyectadas por el sol poniente de las alturas, que parecen cubrir a la pequeña niña
protagonista. Mientras, una voz le dice “Sebastiana, los siglos te están contemplando”.
Vuelve Sebastiana es un retrato intenso y descarnado del encuentro de dos pueblos
indígenas, el chipaya y el aymara, con sus propios miedos, su mutua desconfianza, su
visión encontrada en un mundo entonces subterráneo que anuncia el tiempo venidero y
sus desafíos. Más de medio siglo antes de 2009 y como producto del proceso histórico
que le es contemporáneo, Ruiz adelanta en esta película la existencia de culturas que
parecían entonces enquistadas en algún otro planeta, infinitamente lejanas al mundo
urbano “civilizado”. Probó entonces cuán fuertes eran ya las lecturas que permitirían la
reunión de los fragmentos del gran rompecabezas boliviano.
Hombre de hablar pausado, de notable humor y de una gran vitalidad, nunca hizo
cuestión con las ideologías. Para él hacer cine estaba más allá de todo. Dirigió el
Instituto Cinematográfico en tiempos del MNR, hizo la serie Aquí Bolivia en el
gobierno de Barrientos, realizó documentales para Banzer, participó en la producción de
videos para Paz Estenssoro en los ochenta, y contribuyó con imágenes a la campaña de
Sánchez de Lozada en 1989. No en vano había hecho cine junto al expresidente en los
años cincuenta, con ejemplos tan notables como Un poquito de diversificación
económica (1955), el docu-ficción emblemático del cine de propaganda política.
Estar detrás de la cámara lo era todo para él. Cuando a fines de los noventa la edad y los
achaques lo obligaron a dejar La Paz, este chuquisaqueño de nacimiento y paceño de
espíritu, comenzó a apagarse. Tuvo que dejar de hacer lo que era la razón de su vida,
mirar su entorno pensando en encuadrarlo para que las imágenes se hicieran
movimiento a veinticuatro cuadros por segundo
Ruiz ha dejado una lección mayor a las nuevas generaciones. La pasión por el trabajo, la
idea del cine como una obra artesanal, el desprecio por las pretensiones de grandeza,
algo que el medioevo tenía claro. No había grandes arquitectos diseñando las
magníficas catedrales góticas que hoy admiramos, había dedicados artesanos que se
empeñaban en hacer lo que sabían hacer. Nunca se les pasó por la cabeza que ellos
terminarían en el edificio, simplemente edificaban la parte que les tocaba.
Ruiz, el gran artesano del cine boliviano, contribuyó de manera decisiva a labrar una
historia que sus herederos debieran respetar de una sola manera, haciendo bien su
trabajo.

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