Bajo El Fuego y La Sal - Jose Soto Chica

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 320

En el año 846 d. C.

, la que fuera capital del gran Imperio se ha convertido en


una ciudad arruinada y semiabandonada. Aun así, Roma sigue siendo eterna,
pues en ella gobierna el Papa y en ella descansan, rodeados de inmensas
riquezas, los cuerpos de los apóstoles de Cristo: Pedro y Pablo. Grandes
tesoros oculta la Iglesia. Y por ello, piratas y corsarios sarracenos allende los
mares se confabulan para asaltar y saquear la ciudad.
Entretanto, de fondo, junto a los tronos de reyes, califas, emires y
emperadores de todo el Mediterráneo se escuchan susurros de conjuras y
trompetas de guerra. El mundo parece haber enloquecido, y en medio de esa
locura el único objetivo común es medrar y sobrevivir. Y así viven y
malviven desde el Papa a una bailarina bizantina, un caudillo vikingo tan
ambicioso como implacable o un alquimista dispuesto a vender al mejor
postor el secreto más codiciado del mundo conocido: la fórmula del fuego
griego.
Bajo el fuego y la sal es, sencillamente, una novela trepidante. Ambición,
aventura, amor, traición y guerra se mezclan en sus páginas, escritas con vigor
y emoción; al momento, el lector quedará asombrado y subyugado ante el
acontecimiento más dramático vivido nunca por la cristiandad medieval: el
saqueo del Vaticano.

Página 2
José Soto Chica

Bajo el fuego y la sal


ePub r1.0
Titivillus 15-05-2023

Página 3
Título original: Bajo el fuego y la sal
José Soto Chica, 2022

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1

Página 4
Para Mari y Antonio. Siempre a mi lado, incluso bajo el fuego
y la sal y fuera cual fuera mi hado. Una hermana formidable y
un cuñado que es como un hermano.

Página 5
Página 6
CAPÍTULO 1

Abril de 846. En algún lugar de la costa del sur de Italia

Las manos le tiemblan. ¿Cómo no van a temblarle las putas manos? Pero, le
tiemblen o no, tiene que agarrar con fuerza el tubo de bronce y dirigir su boca
de dragón contra el navío sarraceno que se les echa encima.
—¡Más rápido, más rápido! —grita a los dos hombres que completan su
pequeña escuadra.
Que fácil es gritar y dar órdenes, y qué difícil es que se cumplan cuando
hace falta. Y hace falta. El šīnī sarraceno está a punto de embestirlos, y a
través de los tablones del pseudopation bajo el cual se resguardan, puede ver
una masa informe y terrorífica de guerreros que disparan sus arcos o que
agitan lanzas y espadas mientras aúllan disponiéndose al abordaje.
Que aúllen. Por suerte, los piratas no parecen contar con ningún anabib,
esos ineficaces sifones lanzadores de fuego. Pero en torno a su mástil central
hay una plataforma repleta de arqueros y honderos que ya barren con sus
disparos la cubierta superior del dromon.
—¡Más rápido, condenados hijos del infierno! —vuelve a gritar, mientras
gira la cabeza para ver qué hacen Juan y Teodoro.
¿Pues qué van a hacer? Verter a toda prisa la resina de pino y la pissa
líquida en la caldera del sifón, mezclarlas y arrojar balas de lino al brasero
para calentar el combustible antes de activar los fuelles como locos. Las
válvulas, los cilindros y los pistones deben comprimir el aire y propulsar
aquel líquido infernal por el largo tubo de bronce que él empuña con manos
temblorosas.
—¡A punto y bombeando! —grita ahora Teodoro.
Ha llegado el momento.
El jodido momento de jugársela. El que puede preceder a su muerte. Una
muerte hecha de fuego pegajoso que penetrará hasta sus huesos y entrañas
antes de robarle el último aliento igual que ya le robó una mitad del rostro.

Página 7
Pero es un sifonario. Un maldito sifonario del Imperio. Así que alarga la
mano hasta la bolsa forrada de asbesto que le cuelga del cinturón y extrae uno
de los paquetitos que contienen el componente secreto del fuego brillante o
«fuego griego». Casi se le cae al depositarlo en la boca de dragón del
strepton, el largo tubo de bronce que escupirá la mezcla inflamada de resina y
nafta preparada por sus hombres. Apunta al šīnī, que está a sólo cuarenta
codos de distancia, y grita con fiereza:
—¡Ahora!
Y entonces brota el infierno. Los fuelles se activan, el líquido corre por el
tubo de bronce y la mezcla se prende en una ensordecedora deflagración. Un
largo chorro de fuego brillante y atronador surgiendo de la boca del dragón y
cayendo sobre la nave enemiga. Y hombres ardiendo como teas, y la locura y
la muerte agarradas de la mano, tornándose hoguera.
Tiembla. Todo le tiembla. Las rodillas, las manos, hasta los puñeteros
huevos le tiemblan. Por mucho que uno se adiestre una y otra vez, nunca se
acostumbra a aquello.
—¡Preparad otra carga! —ordena.
Y es una buena idea, pues aunque han regado con fuego la proa del šīnī, y
los piratas sarracenos que allí se agolpaban son ahora un montón de carne
consumida, y aunque el kentarca ha girado a tiempo el timón y ha ordenado a
los remeros que recogieran remos para evitar el choque, ahora tienen ante
ellos uno de los costados del barco moro. Y no se puede perder una
oportunidad así.
Por eso, Teodoro y Juan rellenan otra vez la caldera del sifón, calientan la
mezcla a toda prisa y bombean un nuevo chorro de matanza ígnea por el
strepton, justo en el momento en que él coloca otro paquetito en la broncínea
boca de dragón y la dirige contra la embarcación enemiga.
Más fuego. Y la sal de un mar que ya no sabe si sus olas se coronan de
espuma o de lava hirviente.
La misma que hace que la cara de Mohamed se derrita ante los ojos de
Al-Aarbi ibn Muley ibn Iuliani al-Hayin hasta descubrir el blanco de los
huesos.
Aullidos y dolor. Los compañeros de Al-Aarbi mueren comidos por un
fuego que no pueden apagar las olas del mar. Que se te pega al cuerpo y te
achicharra hasta disolverte las entrañas. Mueren mientras él patalea, nada,
llora y pugna por alejarse del infierno.
—¡Alá! —grita. Pero Alá no va a apagar aquello.

Página 8
Así que sigue gritando y llorando, e intenta ignorar las gotas de fuego
griego que lo han alcanzado en el brazo izquierdo y le devoran la carne.
Demetrio Troglita, sifonario del dromon Medusa, siente como el calor
traspasa la máscara de cuero que le cubre el rostro. Le falta el aire mientras el
barco sarraceno se quema a apenas treinta y cinco codos. Por un instante, se
pregunta si debe ordenar una nueva carga y enviar sobre el enemigo otro
chorro de fuego griego. Pero ¿qué enemigo? El enemigo es una tea que se
consume rápidamente. Así que, después de todo, han vuelto a vencer. Todo ha
terminado. El šīnī sigue ardiendo y sus marineros también, aunque busquen la
protección del agua del mar. Aquel fuego no se apaga ni vertiendo encima
todos los océanos.
Demetrio y sus dos ayudantes se quitan las rígidas máscaras y se miran
con ojos enrojecidos y asustados.
Luego, como despertando de una pesadilla, esbozan una forzada sonrisa.
Al fin y al cabo, son otros los que han muerto ese día.
Al-Aarbi se agarra a un tablón y cierra los ojos. Reza y se muerde los
labios. Le duele espantosamente el brazo izquierdo quemado, y su hermoso
šīnī, el magnífico navío que capitaneaba, se ha convertido en humo y muerte.
Al cabo, abre los ojos. El dromon romano se aleja de la destrucción que
ha sembrado en el mar con su sifón de fuego. ¡Que se vaya y que se lo trague
el infierno! Medusa: ése es el nombre de la embarcación que puede leer
mientras tiembla de dolor y rabia; y si él, Al-Aarbi el Mestizo, sobrevive,
armará otro navío y se cobrará venganza.
León Keraunos, kentarca del Medusa, sonríe a su segundo al mando, que
le devuelve la sonrisa. Lo han hecho condenadamente bien todos; los
doscientos hombres: ocho oficiales, cien remeros, cuarenta marineros,
cincuenta soldados y dos servidores de sifón que llenan las cubiertas de su
dromon, uno de los ciento ochenta que integran la flota imperial. Pero, sobre
todos ellos, los hombres del sifón: Demetrio y sus dos muchachos se han
portado como dragones. Así que da la orden de que se suban a la primera
cubierta los toneles de vino de Samos y se sirva un sextario a todo el mundo.
Luego, mira al sol, calcula cuánta luz queda y ordena poner rumbo a Otranto,
el puerto romano más próximo.
Lejos, muy lejos, en el remoto Occidente, Ingvar Bjorson hace sonar su
bronco cuerno en la bruma. A su llamado responden los de los otros tres
langskip que comanda, y los sesenta remeros de su dreki bogan con fuerza,
haciendo que la rugiente cabeza de dragón que adorna la proa abandone la
niebla y salga a un mar teñido de malva. El sol agoniza, y allí, frente a él, se

Página 9
alzan las grandes columnas que separan los continentes y que guardan la
entrada al mar Romano.
Hace casi año y medio, él era uno más entre los muchos jefes de la flota
de ochenta barcos provenientes de Noirmoutier, la pirática base vikinga en
tierra de los francos, que navegaron hasta Hispania para arrasar sus costas e
incendiar sus ciudades. Alcanzaron Sevilla, y también la gran ciudad de
espléndidas riquezas cayó ante el hierro norteño. Pero su alegría y su triunfo
duraron poco. El emir de Córdoba envió a sus tropas y los hombres del norte
fueron derrotados y expulsados. Sin embargo, Ingvar ya tenía lo que quería: el
conocimiento de la ruta hasta la boca del estrecho que separa el océano del
mar. Un mar que guarda un tesoro oculto, cuyo secreto él conoce y que pronto
será suyo. Tendrá suficiente para comprarse un reino propio.
Ingvar sueña por enésima vez con «su» tesoro y deja escapar una
carcajada, pues navegan hacia donde nace el sol, y los últimos fulgores del día
tiñen de rojo los negros cascos de sus cuatro drakkar.

Página 10
CAPÍTULO 2

Siete años antes. En algún lugar de la costa del sur de Dalmacia

Ingvar Bjorson tiene frío. No es de extrañar: cae la noche y está empapado.


Pero una tiritera es poca cosa comparada con lo que ha recibido la mayoría de
sus compañeros: la muerte.
Todo se había ido al infierno justo cuando el sol alcanzaba su cénit. En
ese momento, como si aquella luz despertara a los demonios de la tempestad,
el cielo se cubrió de nubes que pronto iluminaron los relámpagos. El dromon
en el que navegaban era uno de los dos que componían la comitiva del obispo
Teodosio y el espatario Teófanes, embajadores del emperador ante el rey de
los francos, y fue lanzado por el furioso vendaval hacia la costa que había a
sotavento. Fue zarandeado, empotrado en los escollos afilados y
despanzurrado contra las olas; luego fue arrancado y arrojado
miserablemente, como un informe montón de desechos, a la playa de
guijarros que se extendía tras las rocas.
Había supervivientes, sí. Siempre hay quien se empeña en sobrevivir a
cualquier maldita calamidad. Incluso a una tormenta y su correspondiente
naufragio. Sobre la playa, entre los restos del dromon, más o menos
ensangrentados y rotos, muertos o medio muertos, quedaron unos cuantos
cuerpos empapados. Uno de ellos era el suyo y, gracias a Odín, no estaba
entre los más machacados.
Ingvar se levanta. Tiene un feo corte en la frente y le duelen todos los
huesos. Pero está vivo. Mira a un lado y a otro, intentando aguzar la vista para
traspasar la cortina de lluvia y viento, y comprueba que hay poco de lo que
alegrarse. Al menos, su obsesión por no separarse de su larga espada le parece
ahora un consuelo y no una manía de lunático.
Una hora después, cuando deja de llover, los treinta y siete supervivientes
se han organizado un poco. Han arrastrado a los heridos hasta un refugio
improvisado, un simple abrigo bajo la pared de un farallón; han recogido y

Página 11
alineado a los muertos escupidos hacia la playa por las olas, y han salvado y
amontonado todo lo que les puede resultar útil. No es mucho.
La noche es terrible. Gemidos de hombres con huesos rotos y músculos
aplastados, con heridas abiertas, con un resto de vida que se les escapa… Frío
y hambre. Y miedo. Están en la salvaje costa de Kravunia; y aunque fuera
otra, los habitantes de cualquier costa siempre han asesinado y robado a los
náufragos.
Cierto es que poco podrían robarles ahora, pero eso no es un gran
consuelo en el lugar más bárbaro y olvidado de la costa dálmata. Aquí, desde
hace dos siglos, sólo hay ruinas de ciudades romanas y clanes de brutales
eslavos que se mueven entre ellas como lobos hambrientos. Gentes extrañas,
paganas y violentas.
Paganas y violentas. Ingvar sonríe torcidamente al escuchar esa definición
de boca de un oficial romano. ¿Acaso no le cuadra también a él? Sí, él,
Ingvar, es pagano y es violento. Pero al fin y al cabo también es un rhos, un
varego al servicio del emperador, y eso dignifica. Y, sobre todo, tranquiliza
mucho a un oficial romano.
La mañana no trae nada nuevo, salvo que luce el sol. Aparte de eso hay
poco que celebrar. Entierran a los muertos y el kentarca, capitán del dromon
(¿por qué habrá sobrevivido el muy cabrón?), organiza en escuadras a los
supervivientes: una es enviada al interior en busca de comida y agua, otra se
queda en el campamento cuidando a los heridos, y una tercera, encabezada
por el propio kentarca, se dirige a la playa para tratar de alcanzar los afilados
escollos en los que se ha quedado clavada, literalmente, la mitad del barco.
La idea es simple: nadar hasta esos restos y salvar lo que pueda servir para
algo.
Ingvar está junto al kentarca y lo sigue cuando éste se arroja a las olas.
Nadan junto a otros seis hombres hasta los escollos, pero no es fácil ni seguro.
El mar bate con fuerza y bastaría con un mal cálculo, con un golpe de mala
suerte, con una leve imprudencia, para terminar con la cabeza abierta y el
agua salada llenándote los pulmones.
Pero nadie calcula mal, nadie tiene mala suerte, nadie es imprudente. Así
que abordan los restos de la proa del dromon y media hora más tarde han
reunido todo lo que valía la pena reunir: un puñado de armas y herramientas,
clavos, cuerdas, alimentos mojados, un ánfora intacta con aceite de oliva y
otra que contiene vino… y dos problemas. Dos grandes y complicados
problemas que se atisban en la penumbra húmeda de lo que fueron la bodega
y el pseudopation del dromon: un pesado cofre que a saber cómo van a sacar

Página 12
a la cubierta superior, y el puñetero strepton. El armatoste que dispara ese
rayo llameante que los romanos llaman fuego brillante y todos los demás
fuego griego.
Ingvar y los demás se aprestan a comenzar por el strepton. Pero el
kentarca los frena. Sólo él y el sifonario se meterán bajo los astillados restos
del pseudopation para sacar de ellos el sifón. Y así lo hacen, provistos de un
hacha. Era de esperar. Ingvar Bjorson lleva suficientes años sirviendo en la
guardia imperial como para saber cuánto les preocupa a los romanos mantener
a salvo su secreto. Una vez, en una taberna próxima al barrio del arsenal, en
donde se decía que vivían aislados los trabajadores implicados en la
fabricación del puñetero fuego griego y de todo lo que tenía que ver con él,
Ingvar escuchó que se daba de inmediato muerte a cualquiera que intentara
cruzar siquiera una palabra con alguno de aquellos desdichados. «Sólo pueden
hablar entre sí y con un sacerdote juramentado que, una vez al día, les ofrece
misa y confesión», le había dicho su acompañante.
Ingvar piensa que aquello debe de funcionar mientras atisba, a través de
los partidos tablones del pseudopation, como el sifonario y el capitán
destrozan a hachazos el strepton, la caldera y todos los materiales y
herramientas que manejaba la pequeña escuadra de tres hombres encargada
del sifón. Y es que nadie sabe realmente cómo funciona o de qué está hecho
el maligno fuego. Cierta vez, Ingvar lo recuerda de otra conversación de
taberna, los piratas sarracenos se apoderaron de todo un dromon provisto de
sifón y combustible de fuego griego, pero no les sirvió de nada. Por más que
lo intentaron no pudieron entender qué hacía de aquel fuego un arma tan
superior a sus propios ingenios. Tampoco les sirvió de nada a los búlgaros del
zar Krum, veintisiete años atrás, hacerse en la fortaleza de Mesemvria con
toda una batería de sifones romanos. ¿Cómo era eso posible? ¿Por qué,
aunque tuvieran en su poder los tubos y el combustible, no lograban los
enemigos del Imperio conocer el secreto del fuego brillante? Ingvar no puede
responder a esa pregunta, pero clava su mirada en el sifonario y el kentarca
mientras reducen a chatarra y astillas el infernal artilugio.
Los restos del largo tubo de bronce son arrojados al mar por el sifonario e
Ingvar cree advertir cierta tristeza en su cara quemada y deforme. Los
romanos están locos. Siempre lo ha sabido, de veras que sí. Lo sabe desde que
hace diez años llegó a Constantinopla en busca de gloria y riqueza. Ahora ha
perdido su oro en el naufragio; y en cuanto a la gloria, no quita el frío ni
calma el hambre.

Página 13
—¡Ahora vamos por el cofre! —ordena el kentarca soltando el hacha y
pasándose la mano por la empapada frente.
Se apresuran a cumplir la orden, pero, mientras emprende el descenso a la
bodega, Ingvar ve por el rabillo del ojo lo que hace el sifonario: cuando cree
que nadie lo está observando, y con un movimiento furtivo y rápido, se saca
de debajo de la túnica una bolsa forrada con una extraña tela y la arroja al mar
mientras todos están ocupados en bajar a la bodega inundada. ¿Qué ha tirado
al agua el muy cabrón?
Por el momento hay que concentrarse en sacar a la cubierta el jodido
cofre, que pesa como un buey ahogado. Se necesitan la fuerza y la habilidad
de seis hombres, y el apoyo de otros dos despejando el camino de subida, para
izarlo a la cubierta superior.
Lo logran, y todos ven entonces como el sol arranca chispas doradas y
argénteas de los herrajes y adornos del gran cofre. Oro y plata embelleciendo
un arca de cedro ricamente tallada. Por sí solo aquel cofre es un tesoro, y
todos saben lo que contiene: los regalos del emperador de los romanos,
Teófilo, al rey de los francos, Ludovico Pío, que como hizo su padre antes
que él se empeña en llamarse también emperador.
Regalos del soberano del Imperio a un poderoso rey al que quiere
proponer una alianza contra los sarracenos. Una proposición que se resume en
poner ante el monarca franco riquezas suficientes como para que envíe a Italia
y Constantinopla unos cuantos miles de guerreros que luchen por Teófilo.
¿Qué contendrá el cofre? Ingvar deja volar su imaginación: miles y miles de
áureos nomismas histamenon recién acuñados en Constantinopla, mantos de
púrpura real bordados en oro, diademas de perlas y piedras preciosas, armas
ricamente adornadas, cruces y cálices de oro… Los tesoros que contiene
aquella espléndida caja deben de valer un reino. Sí, un reino entero. Los
marineros murmuran, excitados y con un febril brillo en los ojos, mientras su
kentarca apoya la mano sobre la empuñadura de la corta espada que ha tenido
la sensatez de traer consigo.
Se hace el silencio y el kentarca ordena que se reúnan maderos y se
sujeten entre sí con cuerdas y clavos. Luego, con cuidado, se coloca y amarra
el pesado cofre sobre la balsa improvisada y se empuja penosamente hasta la
playa.
Esa noche, la segunda de frío y miedo, mueren dos heridos más. Los
hombres enviados en busca de alimento y agua sólo han encontrado la
segunda. Así que comen las galletas mojadas y el tocino empapado que han
rescatado de los restos del dromon.

Página 14
Una nueva mañana. El kentarca reúne otra vez un grupo de hombres. Los
que tienen armas deben llevarlas consigo; los que no las tienen reciben las
rescatadas del dromon o, simplemente, se proveen de palos y piedras. Luego,
el capitán ordena cargar el cofre y adentrarse en el bosque.
El bosque es húmedo y denso, casi sofocante. No hay sendas. Es una selva
casi impenetrable. Se abren camino con dificultad, y cuando llegan ante un
gigantesco fresno el kentarca ordena detenerse. Patea el suelo entre las
grandes raíces; busca el cielo sobre su cabeza y lo atisba entre las enormes
ramas. Observa la posición del sol y su vista vuelve a bajar y a sondear la
lejanía hasta dar con una colosal y redondeada peña. El peñasco apenas se
entrevé a través de la espesura, pero en su cima, como un par de arbóreos
cuernos, crecen dos acebos. Descolgándose una bolsa de cuero que lleva atada
al hombro izquierdo, el kentarca saca de ella un extraño objeto. Un marinero
susurra la palabra «astrolabio». Sea lo que sea aquel objeto metálico y
misterioso, Ingvar ve como el kentarca ajusta una aguja sobre la
circunferencia llena de muescas que le sirve de base, y como mueve una
segunda circunferencia. Luego, con calma, hace girar hasta determinada
posición los dos discos que se insertan en la parte delantera del ingenio.
Alzándolo primero en dirección al sol y luego hacia la gran peña coronada por
dos acebos, el capitán dedica su atención a la parte trasera del astrolabio,
adornada con los símbolos del zodiaco y dotada de una aguja y de dos
mirillas. Tras algunas manipulaciones más, murmura algo entre dientes, baja
el artefacto y lo guarda en la bolsa de cuero. Luego extrae de su cinto un
pedazo de cerámica, un óstracon, y, tomando su puñal a modo de punzón,
garabatea algo en la superficie ligeramente cóncava del fragmento antes de
devolverlo a su cinturón. Por último, chasquea la lengua y ordena a los
hombres que vuelvan a cargar el cofre y se pongan de nuevo en marcha.
Ahora caminan hacia el norte. Avanzan mil pasos más y vuelven a
detenerse, esta vez junto a un roble hendido en su base por un rayo. De nuevo,
con gesto reflexivo y sin apresurarse, el kentarca extrae de su bolsa el
astrolabio, mide la altura del sol y la de otro punto situado en una lejana línea
de colinas, guarda el ingenio, saca el óstracon, observa detenidamente en
torno y anota algo antes de girar hacia el oriente para retomar la marcha.
Ingvar se pone a contar los pasos, pero pierde la cuenta cuando ya han
dado más de tres mil quinientos. El terreno se está volviendo cada vez más
abrupto y se interrumpe por un riachuelo que cruzan con el agua por las
rodillas. Ahora giran hacia el oeste y se detienen en una zona despejada para
que el kentarca pueda repetir sus operaciones.

Página 15
Bosque y más bosque; colinas bajas y chatas; quebradas y un claro medio
comido por la selva donde se yergue una torre a medio desmoronar junto a la
que el kentarca mide otra vez. Y luego, más bosque y más colinas. De repente
ven una pared de roca semioculta por la maleza sofocante. El kentarca ordena
parar y la explora con cuidado hasta encontrar un punto en el que la pendiente
se suaviza; luego hace señas a sus hombres para que lo sigan y asciendan por
ahí a la cima. No es muy elevada; apenas sobrepasa las copas de los árboles
más altos del bosque. Sin embargo, desde arriba divisan una extensa
panorámica del territorio. Hacia el oeste ven el mar azul y la acantilada y
recortada costa; al norte, el bosque ondulante e infinito, y lo mismo hacia el
sur y el este, aunque en esta última dirección el terreno asciende y asciende
hasta terminar en una sombría cordillera. Más allá de esas montañas, supone
el capitán, debe de estar la vieja Ascruvium y su protegido puerto, pero para
ellos es tan inalcanzable como la luna.
El kentarca toma de nuevo su instrumento, realiza más comprobaciones y
anota cifras, ángulos y letras sobre la ya casi repleta superficie del óstracon.
Ingvar no sabe escribir ni leer, pero acaba de decidir que ya es hora de
aprender. Mientras tanto, mira con reverencia lo que hace su kentarca.
Escribir es algo mágico; él sabe cuánta magia y poder pueden contener las
runas y, sin duda, hay poder en los signos que el kentarca traza sobre el trozo
de barro cocido. Pero Ingvar ha pasado suficiente tiempo en el Imperio de los
romanos como para saber que, además de magia, los signos que emplean para
escribir atrapan números, historias y descripciones. Seguramente es lo que el
kentarca está trazando sobre el óstracon: la descripción de la ruta que siguen
hasta enterrar el gran cofre. Porque de eso, de que van buscando un lugar
donde enterrar y esconder la hermosa arca, no le queda ya duda. Ni a él ni a
ninguno de los ocho hombres que componen la pequeña escuadra que
encabeza el kentarca.
Tras descender la pétrea colina por su lado norte, ascienden otra
elevación, empinada pero más baja, y allí dan con una cueva. Su boca es muy
estrecha y de poca altura. No va a ser fácil meter allí el cofre.
No lo es. En la caverna hay tan poco espacio que sólo pueden penetrar en
ella dos hombres a la vez, y ambos de rodillas. El capitán afronta la tarea con
disciplinada resignación y solicita el concurso del sifonario. Tras un buen rato
de empujar, maldecir y resoplar, se dan por rendidos. El capitán es un tipo
fuerte y de anchas espaldas, pero el sifonario vacilaría bajo el peso de un
ternero recién nacido. El kentarca mira en torno suyo y examina a sus
hombres hasta detenerse en Ingvar. Sin duda, aquel jodido rhos, aquel tipo del

Página 16
norte, es el más fuerte de todos; así que le hace un gesto y se dispone a volver
a empujar el cofre con su ayuda.
Ingvar se coloca en el suelo junto al capitán y ambos hombres necesitan
de toda su fuerza para ir metiendo, palmo a palmo, el cofre en la cueva. Pero
lo logran. El interior de la gruta es sofocante. Apenas hay sitio para ellos y el
cofre, pero lo encajan en el fondo y luego reptan hasta el exterior.
Ingvar aún está sacudiéndose el polvo y quitándose restos de telarañas y
de excrementos secos de quién sabe qué alimaña, cuando el kentarca se mete
de nuevo en la cueva para empujar una roca. Repite la operación varias veces,
apilando piedra tras piedra ante el cofre. Terminada su tarea de ocultamiento
se yergue, recupera el aliento y los sorprende a todos.
Pues ahora, el capitán del dromon extrae de una bolsa que lleva al cinto
unas aguzadas puntas de hierro. Son abrojos, Ingvar los conoce bien. Pero
éstos tienen la punta extrañamente reluciente y de color anaranjado. Ingvar
comprende de súbito: han sido untados con algún tipo de veneno. El kentarca
no se recata en mostrarlos, al contrario; en la entrada de la cueva y bajo el
brillante sol de la tarde, los sujeta bien alto para que la luz les saque
amenazantes chispas.
—Las he untado con un potente veneno. Bastará un rasguño para que el
hombre que se hiera con una de ellas agonice entre espantosos sufrimientos
—dice con deliberada lentitud.
Luego, se inclina y entra solo en la caverna.
Ingvar y los demás lo oyen cavar, resoplar, maldecir… y un buen rato
después lo ven salir, moviéndose con sumo cuidado. Ha plantado los nueve
lirios, así llaman los soldados romanos a los abrojos, que llevaba consigo. Si
alguien se arrastrara ahora por el interior de la caverna sin saber dónde apoyar
su peso, se clavaría una de las puntas y eso sería su sentencia.
El kentarca se sacude el polvo y ordena apilar rocas y tierra hasta taponar
la boca de la diminuta cueva. Sudorosos, contemplan su troglodítica obra y
esperan la siguiente orden del capitán.
—¡Volvemos a la playa! —les dice. Y los lleva de vuelta al campamento
tomando una ruta distinta a la que han seguido para llegar hasta la cueva. Es
evidente que no quiere darles la oportunidad de memorizar algún hito o señal
que les permita regresar a aquel lugar.
Libres del peso del gran cofre, avanzan rápido en dirección a la playa.
Todos, aunque no hablen, piensan que lo que acaban de hacer los une, en
cierto modo, a su salvación. Si el kentarca se ha tomado tantas molestias para
esconder el cofre que contiene el tesoro enviado por el emperador Teófilo al

Página 17
rey de los francos, es porque tiene la esperanza de volver a por él y
reembarcarlo en un navío imperial. Y entonces, como si el capitán escuchara
sus pensamientos, responde en voz alta:
—Si todo va bien, si el otro dromon de la embajada sobrevivió a la
tempestad y regresa a recogernos, volveremos a por el cofre. Mientras tanto, y
en previsión de que aparezcan los eslavos, nuestra obligación como hombres
del emperador era ponerlo a buen recaudo.
Los eslavos aparecen esa noche. El ulular de un falso búho, el chasquido
de una rama, el destello apagado de una moharra de lanza a la luz de la luna…
Tan sólo esas cosas anuncian su llegada.
Pero ellos, los salvajes kravunios, anuncian a la muerte.
Vuelan las flechas envenenadas. Hombres feroces y toscos con el torso
desnudo, barbas largas y cabezas a medio afeitar surgen de la espesura
blandiendo lanzas cortas y hachas. Gritan, aúllan, matan. Ingvar desenvaina
su larga espada y la hace fulgurar. Mata a uno, a dos, a tres, mientras la
confusión y la sangre empapan la noche y los cuerpos de los náufragos
romanos que van sucumbiendo. Caen ante los flechazos a bocajarro, los
terribles lanzazos y los implacables golpes de hacha que separan
extremidades y cabezas esparciendo entrañas.
Ingvar escapa de una lanza eslava con una finta. Luego se alza como un
rayo y su espada abre el vientre de su enemigo. Mientras el kravunio trata de
no pisarse las tripas, Ingvar clava la punta de su arma en la garganta de otro
eslavo. Luego se gira y se encuentra, espalda con espalda, junto al kentarca
León Keraunos. Los dos hombres apenas han cambiado veinte palabras en
toda su vida, pero ahora se sienten hermanos. ¿Cómo no sentirse así cuando
en torno a ti yacen tus compañeros con la barriga abierta o la cabeza
reventada, y lo único que impide que te unas a ellos es el filo del hombre que
te guarda la espalda?
Ambos, León e Ingvar, son buenos con la espada. Los guerreros eslavos
se abren en círculo para evitar las afiladas hojas y tomar un espacio que les
permita usar sus arcos.
Así que ha llegado la hora de la muerte. León Keraunos se santigua con la
mano izquierda; uno no puede ser ortodoxo con esas cosas cuando está
rodeado de eslavos asesinos. Ingvar invoca a Odín y se lleva la mano al
martillo de Thor que cuelga de su cuello. El primer paso hacia la muerte es
siempre un religioso paso.
Los arcos kravunios se tensan. Una mierda de arcos, piensa Ingvar antes
de morir. Para arcos los de los romanos o los de los magiares: recurvos y

Página 18
potentes, y no aquella curva simple que hasta un niño de teta podría tensar.
Pero bastarán. Sí, bastarán para hacer que las flechas envenenadas penetren en
sus cuerpos y expandan el veneno. No será una buena muerte. En el suelo, a
dos pasos de él, un par de camaradas aún agonizan entre convulsiones. Puto
veneno.
—¿Rhos?
—Di, kentarca.
—¿Qué tal si te vuelves y me atraviesas con la espada?
Ingvar sonríe aviesamente y vuelve a mirar al hombre que yace a su lado
lanzando espumarajos por la boca entre insoportables dolores.
—¿Qué tal si me atraviesas tú a mí?
León Keraunos estalla entonces en una carcajada. Ingvar se le une. Van a
morir, y eso, a veces, da mucha risa. Una risa nerviosa, histérica, una risa
patética. Hace vacilar a los arqueros. ¿De qué se ríen esos dos? Pero es sólo
un segundo. Luego, tensan de nuevo sus arcos.
De la noche surgen entonces flechas largas y negras que atraviesan
cuerpos eslavos. Tras ellas, soldados romanos y un puñado de rhos. Ingvar
grita de incredulidad y luego de júbilo, antes de caer sobre un kravunio
desconcertado al que corta la cabeza.
Son los hombres del primer dromon y han venido a rescatarlos. Pero, tras
la sorpresa inicial, los eslavos se rehacen. Y son muchos. Así que ha llegado
el momento de correr hacia la playa, con los otros aullando tras ellos y
lanzándoles flechas.
Alcanzan la playa, y allí, bajo la pálida luz nocturna, se ven un dromon
fondeado cerca de los escollos y un par de barcas varadas sobre los guijarros.
Cuando la masa de perseguidores irrumpe en el arenal, se oye un seco
chasquido y las toxobolistres del dromon disparan muerte sobre los enemigos
del Imperio. Los kravunios son aniquilados bajo la lluvia de férreos dardos
lanzados por las máquinas de guerra romanas, mientras Ingvar, León y sus
rescatadores abordan las barcas y bogan hasta el dromon.
León Keraunos ríe, esta vez de alivio y alegría. Su risa es liberadora e
Ingvar se le suma y le palmea la espalda. Ahora son amigos y se abrazan con
efusión.
La barca se pega al costado del dromon y les lanzan una escala. León sube
primero. Algo se le cae del cinto: el trozo de cerámica donde apuntó cómo
llegar hasta el lugar en que enterraron el cofre. Ingvar ve el pedazo de barro
cocido y lo recoge de inmediato para guardárselo bajo el calzón. Luego,
aborda la escala y sube al barco con la certeza de que algún día será tan rico

Página 19
como pueda soñar cualquier jarl del lejano norte. Ante él tiene a León
Keraunos, que le sonríe. El capitán, con los ojos brillantes, le tiende el jarro
de vino que acaban de poner en sus manos. Ambos sacian su sed y encienden
su entusiasmo con el elixir rojo.

Página 20
CAPÍTULO 3

Siete años más tarde. Otranto, sur de Italia

León Keraunos, kentarca del Medusa, está borracho. Es estupendo, piensa y,


aunque algo lo advierte de que la resaca será dura, quiere disfrutar del
momento. Por lo pronto, abrazado a Demetrio, el sifonario de su dromon,
canta con entusiasmo una canción rodia mientras intenta alcanzar otra jarra de
vino.
Una hora después, con la espalda apoyada contra la pared y una gran
sonrisa de tonto en los labios, hace uno de sus gestos característicos: llevarse
la mano al cinto y palpar el lugar que antaño ocupara el óstracon que siempre
iba con él. En aquel hueco está su futuro soñado: una casa grande y lujosa
rodeada de una extensa propiedad en algún lugar tranquilo de los alrededores
asiáticos de Constantinopla. Y tiempo y dinero para disfrutar de ella. No está
nada mal como sueño.
La música es estridente, y tan desafinada que uno no puede dudar del
grado de borrachera que han alcanzado los músicos. León sonríe al recordar
cómo engañó a Ingvar, el rhos que sobrevivió con él al naufragio en la costa
dálmata. Pobre imbécil. Sin duda, estará en su lejana tierra boreal rascándose
la cabeza mientras se pregunta, por enésima vez, por qué no encontró el cofre.
Aunque también es posible que Ingvar nunca regresara a por el tesoro, e
incluso es probable que esté muerto y criando malvas. Al fin y al cabo, él
mismo, León, no ha ido todavía a por el condenado cofre. ¿Por qué? Por
prudencia. Pues, aunque ni él ni Ingvar contaron nada del cofre a sus
rescatadores, tanto el kentarca del dromon que los recogió como el obispo
Teodosio, jefe de la embajada del emperador, los interrogaron a fondo al
respecto. Por tanto, no hubiese sido conveniente que León Keraunos, capitán
de la flota imperial, viajara a la costa en que había naufragado sin tener
razones de peso para ello.
Sí, tanto él como Ingvar guardaron silencio respecto al rescate del cofre de
los restos del dromon naufragado, y, por supuesto, respecto a su ocultamiento

Página 21
en una gruta dálmata. De hecho, el supuesto despiste de León al dejar caer el
óstracon para que Ingvar lo recogiera tenía ese propósito: que el condenado
rhos se callara como una tumba al creer que podía volver por su cuenta y
llevarse el cofre. Sin duda, como pensó León en el momento de llevar a cabo
su plan, Ingvar supondría, al verlo guardar silencio, que su capitán no quería
revelar su torpeza al perder el óstracon. El perro incluso debió de creer que le
estaría agradecido por su propio silencio, que corroboraba la versión oficial
del incidente: el cofre que contenía la gran suma de monedas de oro y los
espléndidos regalos que el emperador Teófilo enviaba a Ludovico, primero de
su nombre e hijo del glorioso Carlomagno, yacía bajo las agitadas aguas de
una escollera dálmata.
León no había estado ocioso durante los últimos siete años. Había
recibido un nuevo dromon para capitanear, el Medusa, y entre misión y
misión, entre combate y combate, fue haciendo averiguaciones aquí y allá. Se
enteró de que el cofre contenía veintiocho mil ochocientos nomismas
histamenon, es decir, cuatrocientas libras de oro, una suma que bastaba para
pagar la soldada anual de tres mil jinetes francos; también espléndidos
adornos dignos de un emperador y tan cuajados de perlas y piedras preciosas
que los ojos se entrecerraban al contemplarlos. Pero el cofre guardaba muchas
otras maravillas: un cuerno de unicornio que, engastado en oro, servía de
fabulosa empuñadura a una espada forjada con acero indio; un manto de
púrpura bordado en oro y recamado de perlas; un anillo de sello con una
enorme esmeralda grabada con el monograma de Ludovico; una áurea
diadema que portaba una gran y llameante espinela roja, y un sinfín más de
espléndidos objetos. Aquel cofre contenía una fortuna que sería suya. Porque
él, León, tenía la astucia y la paciencia necesarias para hacerse con ella.
Astucia y paciencia. La astucia le había dicho que sería prudente poner a
salvo las indicaciones que llevaban al cofre. Por eso tomó su único libro, un
gastado ejemplar que recogía los poemas épicos con los que el poeta Jorge de
Pisidia cantara las hazañas de su gran héroe, el emperador Heraclio, y
cometió el sacrilegio de raspar unas líneas para copiar allí las indicaciones
garabateadas en el óstracon antes de quebrarlo. Después, siguiendo con la
prudencia, buscó un lugar donde poner a salvo el libro que ahora custodiaba
sus preciosas y secretas anotaciones. Ese lugar fue Roma. Porque a Roma se
marchaba su hermano, el bueno de Juan, que se había hecho monje después
de toda una vida dedicada al estudio, o, como decía su padre, a «perder el
tiempo».

Página 22
Pues bien: Juan se había decidido al fin a no seguir «perdiendo el
tiempo», y había dejado sus estudios de medicina, alquimia, astronomía y
óptica en Constantinopla. Y precisamente allí, en Constantinopla, se
encontraron los dos hermanos. Fue grande la alegría del reencuentro, pues
ambos se querían y confiaban en el otro más que en nadie sobre la tierra.
León confesó a Juan lo del cofre y le confió el libro con las anotaciones.
Juan marchó a Roma con la promesa de que custodiaría aquel ejemplar de los
poemas de Jorge de Pisidia hasta que su hermanastro se lo reclamara.
Iba a ser bibliotecario del nuevo papa de Roma, y cuando llegó allí
escribió a León dándole noticia de que su nueva vida había empezado, y de
que la proximidad de los sepulcros de los apóstoles Pedro y Pablo había
mejorado su frágil salud. La misiva terminaba con una frase que sólo los
hermanos podían entender: «Los versos del nuevo Noé te aguardan junto a las
hijas de la espada de Roma». León sonríe al recordar aquellas palabras. A los
dos les gustaban los acertijos.
Astucia y paciencia. Ha tenido la astucia, tiene la paciencia. Tras siete
años de servicio lejos de las aguas del Adriático, lo han enviado a luchar
contra los piratas sarracenos que asedian las plazas romanas de Sicilia y del
sur de Italia, y eso significa navegar también por la ribera adriática y por la
cercana costa dálmata. Su momento ha llegado.
Teodoro Paflagonio, uno de los dos hombres que integran la escuadra de
Demetrio Troglita, sifonario del Medusa, contempla a su borracho kentarca
León Keraunos. Piensa que su capitán es un hombre extraño: duro pero
afable, austero pero juerguista. Y siempre astuto y taimado. Debe tener
cuidado, mucho cuidado con él. Sobre todo si quiere escaparse con el secreto
del fuego brillante y vendérselo a los piratas sarracenos.
También tendrá que tener cuidado con su compañero, el buen Juan
Carabisiano, y con su sifonario, Demetrio Troglita. En realidad, a este último
tendrá que matarlo para poder robar una muestra del comburente. Es una
pena. Le cae bien Demetrio, y le debe la vida. Formar parte de la tripulación
de un dromon y manejar un strepton es algo realmente arriesgado, y ellos
llevan siete años sirviendo juntos en el Medusa. Pero la vida es así de
asquerosa, y él necesita una salida porque está harto de pasar miedo, harto de
dejarse el poco dinero que cobra en tabernas y cuarteles de todo el Imperio;
porque quiere vivir como viven los ricos, porque está hasta los cojones de
obedecer órdenes, porque no quiere acabar con el rostro achicharrado como
su sifonario y por un montón de cosas más que piensa todos los días, o que no
ha llegado a pensar pero que están ahí, jodiéndole la vida.

Página 23
Por todo eso, cuando un supuesto mercader de Benevento se acercó a él
en el puerto de Otranto para ofrecerle sus mercancías, y le deslizó un pedacito
de papiro en el que había escrito una cifra, «Cien nomismas de oro», y dos
palabras, «El Oso» (por entonces la taberna más infesta de Otranto), Teodoro
acudió. Tras recibir los cien nomismas, que representaban doce años de su
paga, quedó en secreto al servicio de Abu Massar al-Asturqi, pirata y jefe
sarraceno que desde 842 era, de hecho, el auténtico señor de Benevento.
Porque aunque Massar al-Asturqi recibía paga del estúpido y desleal príncipe
Radelchis de Benevento, éste no se atrevía ni a mear sin pedirle antes permiso
al jefe de sus mercenarios.
Teodoro nunca había visto a Massar al-Asturqi, pero sabía que era un
renegado cristiano procedente de Hispania, de su rincón más norteño y
salvaje; de un reino montañés y belicoso llamado Asturias. Qué había llevado
a un cristiano del fin del mundo a hacerse musulmán y terminar siendo un jefe
de piratas y mercenarios sarracenos era algo que sobrepasaba a Teodoro y
que, en realidad, no le importaba. Pero el oro de Massar al-Asturqi sí le
importaba, y desde hacía un año no paraba de llenar su bolsa. Oro en cantidad
tal que Teodoro había tenido que enterrarlo, y hasta que depositarlo en los
cofres de un judío de Otranto que instalaba su puesto de cambio y préstamo
entre los edificios de la parte alta de la ciudad. Era ese oro, el que ya tenía y el
que todavía tendría que darle Massar, el que lo tenía atrapado y por el que
mataría a su sifonario. Ese puto y bendito oro.
Demetrio Troglita se hace el borracho. No se fía de León Keraunos; hay
algo raro en su capitán. Tampoco se fía de Teodoro, su servidor de sifón. De
hecho, está seguro ya de que anda en algo sucio, pues el día anterior lo siguió
hasta la parte alta de la ciudad y, resguardado tras una esquina, vio como un
nervioso Teodoro Paflagonio entregaba al judío del puesto de cambio y
préstamos una pesada bolsa. Demetrio sabe que algo va mal. Pero sospecha
que León Keraunos puede andar en todo aquello, y eso son palabras mayores.
Así que, como no tiene claro nada, espera, vigila y se muestra descuidado. Y
por eso acepta otra ronda de vino y se acerca a su kentarca, que está sentado
en el suelo con la espalda apoyada en la pared, y le pasa la jarra de vino.
León le sonríe y, tras reprimir sin éxito un hipido, lo invita a sentarse.
Demetrio no se hace de rogar.
—¿Por qué me espías desde hace días? —le suelta sin más un súbitamente
sobrio León Keraunos.
Demetrio casi se atraganta. Luego, con la cara tan colorada como un
atardecer en Siracusa, se queda mudo. Totalmente mudo.

Página 24
—Si piensas que estoy en connivencia con ese perro tuyo de Teodoro
Paflagonio, estás equivocado —le espeta el capitán.
—¿Connivencia?
—Sé que lo has seguido porque yo también lo hice. Tu servidor de sifón
tiene últimamente mucho oro. He hecho averiguaciones. Se ve con cierta
frecuencia con un mercader de Benevento.
—¿Benevento?
—Veo que tu oído es un poco deplorable, sifonario —le dice ensanchando
una sonrisa y mirando de reojo a Teodoro Paflagonio, que, a su vez, no les
quita ojo.
—¿Los sarracenos? —Es lo único que se atreve a articular Demetrio.
—Sí.
—¿Y qué pueden querer de Teodoro?
León sonríe ahora con gesto de: «¿De verdad puedes ser tan idiota?». Y
Demetrio comprende: el fuego, el secreto… No hace falta que lo diga. León
no espera que lo haga. Bebe vino y le pasa la jarra. Eso es todo. Eso y lo que
le susurra a continuación:
—No le quites el ojo de encima, pero no le des motivos para que
desconfíe. Tengo un plan. Lo atraparemos cuando llegue el momento, y de
paso le gastaremos una pequeña broma a ese cerdo renegado de Abu Massar
al-Asturqi.
Eso dice León Keraunos, y luego, tambaleándose como un buen borracho,
da un par de traspiés hasta llegar a donde está Teodoro Paflagonio. Tras
propinarle una palmada en el hombro, le ofrece su propia jarra de vino y ríe a
carcajadas cuando su servidor de sifón la apura de un trago.
Teodoro Paflagonio se pregunta, mientras trata de no ahogarse con el vino
que le acaba de ofrecer su kentarca, cómo es posible que este mundo sea tan
perro como para que uno tenga que traicionar a hombres tan buenos como su
capitán y su sifonario. Luego, limpiándose el líquido que le empapa cara y
cuello con la manga de la túnica, le devuelve la jarra vacía al kentarca y se
suma a sus carcajadas; y mientras ríe sabe que el mundo no tiene sentido, pero
que puede entenderse un poco mejor si uno lo pone bajo el brillo del oro.

Página 25
CAPÍTULO 4

Esa misma noche. En la fortaleza de Abu Massar al-Asturqi, en Benevento

Abu Massar al-Asturqi no es un buen creyente. No lo fue como cristiano y no


lo es ahora como musulmán. Massar al-Asturqi no quiere ser un buen
creyente, eso es todo. Porque cuando quiere ser algo no sólo es bueno, sino
que es el mejor.
No hay, en efecto, hombre que sepa combatir mejor que él, ni capitán
pirata que sepa guiar mejor una escuadra de guerra, ni jefe de bandidos capaz
de sembrar mejor la desolación. A veces, no le gusta reconocerlo, es bueno.
Una limosna, una gracia concedida a un condenado a muerte, un regalo a un
amigo o, incluso, a un asombrado desconocido; un gesto de generosidad con
una viuda, un mendigo, un artesano o uno de sus hombres… Ser bueno está
bien cuando te conviene. Pero lo que siempre hay que ser, siempre, es
implacable y astuto. Eso lo aprendió con los lobos, cuando era un pastorcillo
de esos que echan todo el día en el monte guardando ovejas y pasando
hambre y miedo… Los lobos bajaban a por sus ovejas y, en invierno, también
a por su propio y escuálido cuerpo de niño. ¿Cómo sobrevivió? Como todos:
siendo más astuto que los lobos y liquidándolos con malicia cada vez que
tenía oportunidad: envenenando despojos, tendiéndoles lazos, tirándoles
cantos de río con la honda para reventarles el cráneo… Nunca olvidará el día
en que su amo le entregó una trampa para lobos. La puso junto a un
abrevadero, y, cuando regresó y encontró a un lobo atrapado en ella, se quedó
allí mirando como el animal se desangraba y se mordía su propia pata en su
desesperación por librarse de aquellos dientes de hierro. Cuando el lobo logró
amputarse a mordiscos la pata, Massar, que entonces se llamaba Aurelio, lo
golpeó con su garrota y le fue quebrando todos los huesos que pudo hasta
dejarlo muerto. Después, con su cuchillo oxidado, le cortó la cabeza y la
plantó en una estaca alzada junto a la puerta del aprisco donde guardaba las
ovejas. Los lobos tardaron en volver.

Página 26
Un buen día, cuando era ya un hombre, una algarada de moros pasó cerca
de su guarida. Llevaban una cuerda de cautivos y viajaban deprisa, pues los
hombres del rey Alfonso II los perseguían e iban a atraparlos. Ellos no
conocían bien aquella tierra. Massar aún se pregunta por qué, pero cuando los
treinta y cuatro jinetes musulmanes que componían la pequeña aceifa pasaron
al pie de su refugio, les hizo señas. Hablaban bien la lengua de la tierra, y él
les hizo comprender que si seguían por aquel camino los hombres del rey
Alfonso les darían alcance. El jefe moro lo contempló largo rato, y luego,
lentamente, desenvainó su espada, la sopesó y dirigió su mano izquierda a su
bolsa, de donde extrajo un dinar de oro. Con la moneda en una mano y la
espada en la otra, el moro frunció el ceño, se pasó la lengua por los labios y
de repente, sin mediar palabra, le entregó el dinar y envainó la espada.
Él, Massar o Aurelio, nunca había visto oro hasta aquel momento. No lo
quiso entonces: se lo devolvió al moro y le señaló un caballo y el sur. Eso fue
todo. Ese día nació Massar al-Asturqi, y, como todos los nacimientos, no
necesita de más explicaciones.
Con los moros de la aceifa viajó hasta Mérida, y el azar lo acabó llevando
al mar, que es el camino que reúne todos los caminos. Eso lo hechizó. Poco se
puede añadir al respecto: su alistamiento en la tripulación de un barco pirata
andalusí, saqueos, asaltos, guerras y años que pasan y lo llevan hasta el
emirato de Iqritiya. Allí, en la Creta donde gobiernan los andalusíes exiliados
de Córdoba, su fama de hombre duro y afortunado le abre camino y lo
convierte en capitán de barco; y pronto, su astucia, su habilidad y su
implacable ambición lo elevan hasta ser señor de muchos hombres y navíos, y
a capitanear, junto a Khalfûn, la conquista de Tarento.
Ese perro moro de Khalfûn, ese esclavo hijo de esclava. Debe tener
mucho cuidado con él. Con él y con otra media docena de jefes piratas con los
que pacta un día y se enfrenta al siguiente. Pero si de algo sabe es de
enfrentamientos, traiciones y combates. Y por eso, ahora, el auténtico dueño
de la rica Benevento da gracias a los lobos por haberle enseñado lo que es
realmente importante en la vida.

Página 27
CAPÍTULO 5

A la mañana siguiente, en la costa meridional de al-Andalus

Mohamed ibn Ibrahim ruega nuevamente a Alá por su salvación. El extraño


barco con cabeza de serpiente se les echa encima. El choque lo desequilibra,
suelta la caña del timón y al caer se muerde la lengua y se golpea la cabeza.
Para cuando logra ponerse en pie, su embarcación es un matadero. Hombres
grandes, pálidos y rubios, de enmarañadas barbas y largos cabellos, saltan
desde el barco serpiente a la cubierta del mercante andalusí. Esgrimen
espadas de doble filo, lanzas y hachas, y muchos llevan yelmo y se cubren
con cotas de malla. No ofrecen piedad a los marineros de Mohamed ibn
Ibrahim. Éste, con la boca llena de su propia sangre, abre mucho los ojos al
ver como uno de los guerreros va hacia él hacha en mano. Es el hombre más
alto y fuerte que haya visto en su larga vida. Lleva la cabeza descubierta, y los
ojos incrustados en su rostro ancho y duro son de un azul imposible: oscuro y
brillante, casi metálico.
Su sonrisa, la del gigante que se le acerca con el hacha, es también
imposible. Como de una fiera, de un diablo, de…
El hacha silba.
La enorme hoja del arma de Ingvar Bjorson se clava a una uña de
distancia del cráneo del tipejo. El sarraceno se ha quedado quieto, pero no del
todo. Tiembla y lo mira con ojos desenfocados.
—¿Eres el capitán de este barco? —le pregunta al fin en griego.
Mohamed no puede creer que aquella bestia pueda hablar. Él, como buen
comerciante, conoce el griego, pero tarda en contestar. Los guerreros del
barco serpiente siguen asesinando a sus marineros. Uno de ellos, el buen
Hissam, está siendo descuartizado por un diablo con trenzas rojas que
bailotean en su espalda cada vez que lanza un golpe de hacha y amputa un
miembro. Mohamed quiere llorar; quiere dejar de mirar y de oír los gritos de
Hissam.
Pero Hissam deja de gritar. Está muerto. Todos están muertos.

Página 28
—¿Eres idiota? —le espeta el gigante mientras desclava el hacha y la
vuelve a alzar.
No, Mohamed no es idiota. Así que traga saliva y habla.
—Sí, soy el capitán de este barco. Somos… Soy comerciante de Al Yazira
al-Hadra y…
—¡Puedes ser del jodido infierno, y si no lo eres, puedo enviarte allí!
A Ingvar le importa una condenada mierda que el tipo tembloroso sea de
tal o cual impronunciable ciudad. A Ingvar sólo le importa una cosa de aquel
imbécil, y la va a averiguar. Sujetando el hacha con la mano derecha, lleva la
izquierda a la bolsa que cuelga bajo su axila y saca un astrolabio.
—¿Sabes usar este chisme?
Mohamed no entiende nada. ¿Qué hace aquel monstruo descerebrado con
un astrolabio? Valen una pequeña fortuna y pocos capitanes poseen uno.
—Sí, sé usarlo. Tenía uno.
—¡Ja! ¡Eso está bien! —grita el guerrero de metálicos ojos azules—. ¡Por
lo pronto, vuelves a tener una vida! ¡Una vida y un astrolabio! —Y, tras
espetarle aquello, lo pone en pie de un tirón y le palmea la espalda como si
fueran viejos amigos.
Mohamed trata de no caerse con las entusiastas palmadas del salvaje.
Vuelve a mirar los cadáveres de sus marineros. ¿Está pasando todo aquello?
Sí, está pasando.
—¡Pero qué buena suerte tengo! —ruge ahora el gigante—. Verás, tengo
un negocio entre manos que requiere la participación de alguien que sepa usar
un astrolabio… ¡Y vas tú y te me echas encima, como aquel que dice! ¿No te
parece increíble? Y es que al ver tu barco, un barco bien bonito, pensé que su
capitán debía de ser un hombre rico e instruido… Por cierto, ¿la piedra de ese
anillo de plata que llevas en el pulgar es una semiret[1]? —Mientras pregunta,
le quita de un tirón el anillo a Mohamed y lo coloca en su meñique izquierdo
—. ¿Por dónde íbamos? ¡Sí, ya recuerdo! Pues pensé que debías de ser un
hombre instruido, como el desdichado al que robé este astrolabio en Ixbilia…
¿Se dice así, verdad? En un viejo mapa vi que también se la llamaba
Hispalis… No me mires así, sé leer. Me enseñó un monje irlandés antes de
que se me muriera de frío y hambre. Pero me vuelvo a desviar. Pues bien, el
pobre desgraciado al que le quité el astrolabio en Ixbilia se vino conmigo y,
perra suerte la mía, se me murió también a los pocos días. ¡Qué desgracia!
¡Raptas a un sabio, te lo llevas con su astrolabio y va y se te muere por un par
de puñetazos de nada! Pero, tras echar el cadáver al mar, guardé su aparato, y

Página 29
mira por dónde, aquí tengo a un nuevo sabio que lo usará para mí. Aguantas
bien los puñetazos, ¿verdad? Y, por cierto, ¿cómo te llamas?
Mohamed sabe ya que aquel gigante está loco y repleto de maldad. Sin
duda es un sayatin, un demonio de los mares siervo de Iblís, así que se
apresura a contestarle.
—Mohamed ibn Ibrahim…
—¿Por qué os empeñáis en tener nombres tan largos? Mohamed es
suficiente. En fin, celébralo, Mohamed, tu fortuna y la mía se dan la mano
hoy. O dicho de otra manera: no te voy a matar y te vienes conmigo.
Eso es todo. Mohamed es empujado hasta la cubierta del barco serpiente y
desde su borda ve como los hombres de Ingvar, ya reconoce el nombre del
gigante, vacían de mercancías su nave antes de prenderle fuego. Mohamed
cierra un momento los ojos y piensa en su Fortuna mientras se le escapan
algunas lágrimas.
Ingvar no ve la pena de su cautivo andalusí. Está feliz. Así que le propina
una nueva palmada en la espalda y se da la vuelta para ir a popa y hacerse con
la caña del timón de su drakkar. Al llegar a ella guiña el ojo a su timonel, Leif
Rompehuesos, y lo releva.
Es un buen día: abordar un barco, matar a sus tripulantes, apoderarse de su
carga… La vida es bella. Al menos la suya, porque la de Marcos el Griego va
a dejar de serlo pronto. Ante tal perspectiva, Ingvar lanza otra estentórea
carcajada y saborea la venganza. Venganza y oro: las dos cosas que se va a
cobrar cuando atrape a Marcos el Griego. Nadie se burla de Ingvar Bjorson.
Además, Marcos vale una fortuna, y ¿quién despreciaría una fortuna aunque
vaya en busca de otra? «Nunca dejes de ir a pescar salmones por haber cazado
un ciervo». Eso dicen en su lejana aldea natal de Vestrogotia, en las tierras
orientales del país de los Gotar; y bien cierto es. Así que saborea el momento,
se imagina vendiendo a Marcos el Griego al emir de Creta y lanza un grito de
pura alegría. Luego se lleva la mano al cuello, del que pende el óstracon junto
al martillo de Thor, y comienza a cantar una fiera canción vikinga.

Página 30
CAPÍTULO 6

Abril del 846. Tahert

Al-Aarbi no había nacido en Tahert, sino en Fez, pero le gustaba Tahert


porque nadie preguntaba a nadie de dónde venía, adónde iba, en qué creía o
qué tenía. Los ibadíes eran así, austeros y centrados en sus cosas. Por eso
florecía la ciudad; porque los comerciantes sabían que nadie les robaría ni se
metería en sus asuntos, y porque los piratas podían esperar otro tanto de Abu
Said Aflah, imán y califa rustamita de Tahert.
Tahert estaba en las montañas. Una parte considerable de la población del
califato gobernado por los rustamíes seguía integrada por afariqas y bereberes
cristianos, y el resto, más o menos la otra mitad, por bereberes musulmanes
adscritos al ibadismo. También había un puñado de árabes y persas, y otro, no
menos numeroso, formado por esclavos negros, eslavos y francos,
comerciantes y banqueros judíos, y renegados sin hogar llegados de todo el
mundo conocido en busca de quién sabe qué. A Al-Aarbi también le gustaba
eso: que en las calles de Tahert pudiera uno ver gentes de colores, lenguas,
religiones y costumbres tan diversas. Ahora camina hacia la casa de su socio
comercial, el distinguido y rico mercader y banquero judío Jacobo al-Tamani,
y sopesa su extraordinaria baraka: diez días atrás se hallaba en el mar, muerto
de sed, tiritando de frío y esperando a que alguno de los tiburones que
saciaban su hambre con los cadáveres medio quemados de sus compañeros se
fijara en su rastro de sangre, junto al tablón que lo mantenía a flote, y
decidiera llevarse a la boca algo de carne fresca.
Pero Alá, clemente y misericordioso, le envió auxilio. Un barco mercante,
procedente de Creta y con rumbo a Mostaghanem, acertó a pasar junto a los
restos de su carbonizado navío y lo rescató.
El capitán conocía la fama de Al-Aarbi y, lo que era aún mejor, el crédito
y la riqueza de su socio Jacobo al-Tamani. Eso le valió respeto y un trato
especial.

Página 31
Y ahora está allí, a punto de entrar en la casa de al-Tamani y deseando
fletar, con su ayuda, un nuevo šīnī. Quiere echarse con él al mar para buscar
al condenado Medusa y cobrarse justa venganza.
Los criados de Jacobo al-Tamani le franquean el paso y lo conducen hasta
el patio ajardinado que ocupa el centro de la gran casa. Allí, cómodamente
sentado junto a una cantarina fuente y saboreando uvas, queso y buen vino
servido en copa de plata, está Jacobo. Pero Al-Aarbi advierte que su socio no
está solo: a la oscura sombra de los naranjos se sienta un hombre moreno y
afilado.
En ese momento, mientras Al-Aarbi trata de distinguir al visitante, el
banquero judío se levanta sonriente para recibirlo.
—Que Dios te bendiga, Al-Aarbi. Te doy la bienvenida y te ruego que
aceptes mi hospitalidad. Mandaré que dispongan la cena y escucharé con
sumo placer el relato de tus aventuras y trabajos. Pero antes, socio mío,
permíteme que te presente a un nuevo amigo: Marcos Tersites, al que todos
llaman el Griego.

Página 32
CAPÍTULO 7

Abril del 846. Roma

Juan Keraunos, bibliotecario del santo papa de Roma Sergio II, es un hombre
ocupado. Trabaja mucho, y cuando le queda algo de tiempo retoma su antigua
pasión por la alquimia y las demás ciencias profanas. También dedica largas
horas a arrepentirse y pedir perdón. Siempre fue un redomado cabrón, y ha
tardado mucho en dirigir su vida al sendero de la contrición y la santidad,
aunque en el fondo de su alma sabe que no logrará transitarlo por entero. Pero
siempre es mejor intentar algo que no hacerlo. Por lo pronto, tiene ante él una
carta de su buen amigo Marcos Tersites. Se conocen desde que, veinte años
atrás, coincidieron en las aulas, bibliotecas y jardines de la basílica Illus, allá
en Constantinopla, cuando eran dos jóvenes estudiantes ansiosos por
aprenderlo y desvelarlo todo. Buenos días aquéllos y buen amigo éste, lo que
no quita que Marcos, el buen Marcos, sea un magnífico hijo de puta. Así que
Juan se toma con cautela lo que lee. Tersites lo informa de muchas cosas: de
sus últimas investigaciones, de un antiquísimo libro de magia que consultó en
la biblioteca de la abadía de Fulda, de un astrolabio que compró a un
comerciante de Nápoles, de sus largos viajes por países extraños, de cómo
entró al servicio del príncipe Radelchis de Benevento y de su deseo de viajar
hasta la antigua Mauritania Cesariense para corroborar la noticia de que en
ella puede hallarse magnesia alba. Pero también le pide algo; que custodie su
última obra y guarde copia de ella en la biblioteca: Liber ignium ad
comburendos hostes, esto es, Libro sobre los distintos tipos de sustancias
inflamables usadas en la guerra. Por lo visto, medita Juan, todos aquellos a
quienes ama le piden que les guarde un libro. Y por muy cabrón que sea
Marcos, aquello, que copie y le guarde su última obra, no puede hacer daño a
nadie. ¿O sí? El tema sobre el que versa el libro es sensible. Será mejor, pues,
leerlo con atención antes de copiarlo y guardarlo. No sea que Marcos revele
algo que no debe ser revelado o que, andando el tiempo, caiga en manos que
perjudiquen al Imperio o al santo papa de Roma. Así reflexiona, y a

Página 33
continuación pliega con cuidado la misiva, toma el paquete que contiene el
libro de Marcos y lo lleva al scriptorium para leerlo. Luego, antes de iniciar el
trabajo, redacta una respuesta para su amigo en la que lo pone al corriente de
sus propias novedades. Tendrá que arrepentirse muchas veces, durante mucho
tiempo, de haber contestado esa misiva y, sobre todo, de haber aceptado
custodiar esa obra.

Página 34
CAPÍTULO 8

Abril del 846. Otranto

Aretí de Pafos gira y gira. Los hombres gritan, chillan y jadean a su alrededor.
Pero ella no los oye ni los ve. Ella danza sobre la mesa de la taberna y su
cuerpo es perfume para los ojos y locura envuelta en piel suave y morena.
Alguien arroja su copa de vino, y uno de los perjudicados por el acto de
exaltación se vuelve y le endosa un puñetazo. Aretí sigue girando y el caos
parece surgir de sus pies y envolver la sala. Pero es el momento de
escabullirse, así que salta ágilmente de la mesa y se refugia tras el corpachón
del tabernero que la ha contratado y que acaba de enviar a uno de sus criados
a por los mílites.
Los guardias que vigilan las calles de Otranto tardan en aparecer, y un
marinero veneciano de cara cortada y ojos enrojecidos por el vino y la lujuria
amenaza ya al gordo tabernero con su cuchillo. Le grita que quiere a la chica.
Ella se lleva la mano a los largos y oscuros cabellos, y, con disimulo,
suelta de ellos un alfiler de plata tan largo, fino y aguzado que atravesará el
pecho o el rostro de quien trate de hacerle daño. No es la primera vez que
tiene que refrenar el entusiasmo de su público.
—¡Quiero a esa zorra! —ruge el veneciano con voz bronca y soltando, de
paso, un espumarajo de sucia saliva.
Un taburete estalla entonces sobre su espalda. El golpe es tan brutal y tan
inesperado que uno no puede distinguir el chasquido de la madera del que ha
producido la espalda del borracho al romperse. Aretí se queda mirando al
guiñapo que yace en el suelo y que sólo un momento antes era un marinero
veneciano. Luego levanta los ojos hacia su salvador.
—Demetrio Troglita, sifonario del basileus y su rendido admirador.
Aretí calibra al tipo: de mediana estatura, anchos hombros y fuerte pecho,
manos pequeñas, ojos del color de la miel de naranjo y… la mitad de la cara
deformada por una horrible quemadura. La otra mitad, sin embargo, es

Página 35
perfecta y hermosa como el rostro de un dios de los días antiguos. Ahora le
ofrece el perfil bueno y Aretí logra esbozar una sonrisa.
—Gracias —susurra.
Un grupo de guardias acaba de llegar y ya está repartiendo golpes con las
astas de las lanzas y el plano de las espadas.
Mientras trata de salir con bien del jaleo, Demetrio echa un último vistazo
a Aretí. Es la criatura más bella y maravillosa que sus ojos hayan
contemplado. Sabe que no puede ser, que esas cosas sólo pasan en los poemas
y las canciones. Sabe que no le conviene. Sabe bien que ninguna mujer lo va a
amar. Pero está enamorado, sí, y por si acaso se recuerda que es idiota. No
sirve de nada. Cuando llega a su dromon luce una espléndida sonrisa y hasta
ha olvidado que la mitad de su rostro es un estropicio.

Página 36
CAPÍTULO 9

Abril del 846. Otranto

León Keraunos, kentarca del Medusa, está seguro de que esa noche correrán
la muerte y la sangre por las cubiertas de su dromon. Ha estado siguiendo a
Teodoro Paflagonio, que al contrario que el resto de los marineros de Otranto
no fue a la taberna del Gordo, donde iba a bailar una chica recién llegada de
Constantinopla. Teodoro enfiló hacia la sucia y aburrida taberna del Oso para
verse con el condenado mercader beneventano. Allí, en una mesa mugrienta y
compartiendo una jarra de vino campano y un plato de aceitunas, el mercader
y él estuvieron cuchicheando un buen rato mientras León los observaba desde
un rincón oscuro. No pudo oír nada, pero sí vio como el de Benevento le
pasaba, furtivamente y bajo la mesa, una pesada bolsa a Paflagonio.
León tuvo el presentimiento de que sería aquella misma noche, con toda la
maldita tripulación del dromon borracha tras haber asistido al espectáculo de
la danzarina, cuando Teodoro intentaría robar el comburente: el verdadero
componente secreto del fuego brillante.
Robar el comburente implica asesinar al sifonario Demetrio Troglita, a
quien todos llaman Caraquemada aunque él no lo sepa. Porque los sifonarios
custodian el comburente, y lo hacen guardándolo en un arcón de hierro
anclado bajo el pseudopation del que sólo ellos poseen llave. Una llave que
deben llevar siempre colgada al cuello.
Por eso Teodoro tendrá que cortarle el cuello a Demetrio. Y por eso él,
León Keraunos, se lo cortará a Teodoro.
Pero lo hará cuando llegue el momento. Pues puede que su presentimiento
no se cumpla.
Sin embargo, se está cumpliendo. León está agazapado en el krabattos, la
plataforma elevada donde se sitúa el timón y desde donde el kentarca de un
dromon dirige su barco. La embarcación duerme, y las estrellas brillan muy
altas sobre los ronquidos de los borrachos. Pero algo se mueve. Un hombre da
furtivos pasos por la cubierta en dirección al pseudopation.

Página 37
Demetrio Troglita también duerme. Le gusta soñar porque en los sueños
nunca tiene la cara quemada. Su sueño es profundo pese a la incomodidad del
pseudopation, el oscuro y diminuto fortín en la proa del barco donde se hallan
el strepton con sus calderas, los recipientes de resina y pissa líquida, el arcón
del comburente y todo lo necesario para convertir a otro barco en un infierno.
En el lugar apenas hay espacio para dormir, pero él es un sifonario, y un
sifonario duerme junto a su sifón. Ésa es la ley, y eso hace. Y lo hace feliz,
pues sueña con Aretí.
Teodoro Paflagonio está frente a la entrada al pseudopation. Desde allí
oye los ronquidos de su sifonario. No le gusta aquello. No le gusta lo que va a
hacer. ¡Pero por Cristo bendito que lo va a hacer! Porque ya no aguanta más y
porque el comerciante de Benevento le ha dejado claro que esa noche es la
noche, y que, si no lo es, alguien le rebanará el pescuezo.
Así que aprieta los dientes y da los últimos dos pasos.
Ya está dentro. En el suelo, junto al arcón de hierro encadenado a una
cuaderna de la proa, duerme Demetrio. ¿Duerme? Sí, ronca suave y
plácidamente. Y va a dormir para siempre.
El cuchillo de Teodoro es afilado y ya está a un palmo de la garganta de
Demetrio. Teodoro no aparta sus ojos de la cadena que Troglita lleva al
cuello. Sólo mira a la cadena de la que pende la llave que cambiará su vida.
Sólo mira a la cadena y no verá la garganta abierta por el cuchillo, no verá los
ojos desorbitados y agónicos de su sifonario buscando la causa de su
repentino ahogo, no verá la sangre… No, sólo la cadena y la llave.
Demetrio sigue soñando con Aretí. Es maravilloso. Muchas veces ha
soñado con su propia muerte. En esos sueños se ve consumido por el fuego
brillante, arrojándose al mar o colgándose de una soga. Así que soñar con
Aretí es un bonito modo de pasar la noche y un cambio muy agradable.
La hoja toca su garganta y la sangre empieza a brotar aún antes de que él
sienta la primera punzada de dolor. Pero la aguda punta de la espada de León
Keraunos se apoya en la nuca de Teodoro Paflagonio, quien siente ahora
como su propia sangre le corre por la espalda.
—Muévete una puta pulgada y te saco la punta de la espada por la boca —
le susurra su kentarca. Y Teodoro sabe que todo ha terminado.
Aunque no del todo. Demetrio Troglita, su sifonario, lo está mirando a los
ojos con un gesto en el que el desconcierto y el dolor que causa la traición
parecen haberse mezclado más allá de lo posible.
—¿Por qué? —le pregunta.

Página 38
Teodoro baja la mirada, la vuelve a alzar y contempla el rostro medio
desfigurado de Demetrio. Ese hombre que tiene enfrente, un hombre bueno y
valiente que le salvó una vez la vida, es la respuesta:
—No quiero terminar así —le contesta al fin, clavándole los ojos en
aquella cara destrozada.
Demetrio se encoge como si hubiera recibido un puñetazo.
—¿Sabes cómo vas a terminar tú, cabrón? —interviene el kentarca.
Sí, Teodoro lo sabe. A través de los fuertes tablones del pseudopation se
filtra un poco de luz. La guardia del dromon se ha percatado de que algo
ocurre y acude. Pero, antes de que lleguen, Demetrio vuelve a buscar la
mirada de Teodoro y le sonríe.
—Yo no he terminado, Teodoro. Yo siempre sigo adelante. ¿Sabes por
qué? Porque soy más que una cara quemada.
—¡Vamos a ponerte cadenas hasta en los párpados! —exclama León
Keraunos justo cuando la guardia se asoma por la estrecha entrada del
pseudopation y se cuadra al comprobar que su kentarca está allí—. Pero,
antes de que te lleven a la celda, me vas a decir dónde ibas a encontrarte con
tus compinches de Benevento.
Y eso, dicho muy serenamente, muy bajito, pero con una mirada de esas
que hielan como una mañana de enero, da a Teodoro la certeza de que le va a
decir a su kentarca todo lo que él quiera oír.

Página 39
CAPÍTULO 10

Esa madrugada

Pablo Longo sonríe en esta madrugada oscura. En unos minutos aparecerá


Teodoro Paflagonio con el secreto comburente. En Benevento se hará cargo
de la muestra un alquimista griego para poder estudiarla, separar los
elementos que la componen y, una vez comprendido todo, ponerse a fabricar
auténtico fuego griego. Su señor, o sus dos señores, Massar al-Asturqi y el
príncipe Radelchis de Benevento, lo cubrirán de oro.
Pero, como Longo es un hombre que cuida los detalles, no entregará sin
más el secreto al bastardo de Massar al-Asturqi, sino que lo hará
acompañándolo de un presente que le muestre cuán astuto y cuidadoso es y
cuánto le conviene seguir contando con él: le llevará también la cabeza de
Paflagonio. Así se asegurarán de que el desgraciado mantenga la boca
cerrada, y aunque en el Medusa se darán cuenta de todo y se lo comunicarán
al duque de Calabria y al estratego de Sicilia, nadie sabrá quién ordenó el
robo. Por tanto, cuando Massar al-Asturqi y sus amigos corsarios armen sus
šīnī, ghurãb y shakhtûr con anabib provistos de auténtico fuego griego, le
darán a todo el mundo una incendiaria sorpresa.
Pero ya ha llegado el momento. Se oyen pasos. El imbécil de Teodoro se
está acercando. Puede ver su sombra embozada aproximándose con cautelosa
lentitud, así que palmea con despreocupación el cuello de su mula toscana. Es
la señal que ha convenido con sus hombres, una estupenda colección de
asesinos que ya se aprestan para matar.
—¿Teodoro? —pregunta con un susurro a la sombra que se acerca.
—Aquí me tienes, Pablo —contesta Teodoro.
Pablo Longo sonríe torcidamente. La voz de Teodoro tiembla. Todavía
está aterrorizado, pero ha logrado lo que convinieron. Un hombre de palabra,
este Paflagonio. Lástima que en unos instantes ya no podrá volver a
pronunciar ninguna.

Página 40
—¿Lo traes contigo? —lo interpela Pablo cuando el otro aún está a tres
pasos de él. ¿Por qué camina tan despacio el imbécil?
—Lo traigo.
Entonces Pablo escucha el tintineo y su mirada se posa sobre las cadenas
que traban los tobillos de Teodoro. Y empieza a comprender.
La explicación que Longo necesita llega en forma de flechas, dardos y
sombras armadas. Hay gritos, vibrar de cuerdas de arco, golpes de lanzas y
espadas sobre carne herida… Los esbirros de Pablo apenas aguantan un
minuto la súbita embestida de los soldados del Medusa. Durante ese minuto,
Pablo Longo, comerciante, espía y mala persona, no puede abrir la boca. No
es que no tenga ganas de gritar, pero por alguna razón se concentra por
completo en mirar las cadenas que sujetan los pies de Teodoro, y en alzar los
ojos de tanto en tanto para ver como sus hombres son aniquilados.
—Vas a venir conmigo —le espeta un hombre decidido que acaba de
tomar por la brida a su mula toscana.
Pablo deja de mirar las cadenas de Teodoro y mira a León Keraunos.
Sigue sin poder gritar. Tampoco puede hablar.
—¿No dices nada? No importa, el duque tiene una cura para eso.

Página 41
CAPÍTULO 11

Atardecer de ese mismo día, en la cubierta superior del Medusa

Un kentarca no sólo capitanea un dromon, sino que también decide sobre la


vida y la muerte de sus hombres cuando éstos cometen un crimen. Teodoro ha
cometido el peor crimen que un servidor de sifón de fuego brillante pueda
cometer: intentar robar su secreto. Ese secreto y el poder que contiene
salvaron al Imperio ciento veintiocho años atrás, cuando los ejércitos del
califa de Damasco asediaban Constantinopla y el fuego griego devastó su
flota y sembró el terror entre sus guerreros. La derrota árabe fue de tal
magnitud que se contaba que el califa sopesó seriamente la idea de evacuar su
más lejana posesión: Hispania, a la que los árabes habían comenzado a llamar
al-Andalus. No contaba ya con los barcos ni con los hombres necesarios para
sostenerla.
León Keraunos sabe que lo que tiene que ordenar es ineludible. Esa
misma mañana, cuando el sol surgía de oriente, se presentó ante el duque de
Calabria llevando con él a Pablo Longo y Teodoro Paflagonio encadenados.
Luego informó de todo lo que había pasado y entregó a Longo a los guardias
del duque. El comerciante y espía beneventano iba a tener el peor día de su
vida, y a León no le quedó asomo de duda sobre ello: mientras aún estaba
informando al duque, se oyeron los primeros gritos de terror y tormento
arrancados a Longo por el verdugo.
—Ese perro tiene mucho de lo que hablar y mucho de lo que arrepentirse
antes de que mande descuartizarlo. El Imperio ha sufrido mucho aquí, en
Occidente. Hemos perdido muchas plazas en Sicilia y Calabria. Como sabes,
hasta la propia Reggio fue asaltada, y por eso nos hemos visto obligados a
situar aquí, provisionalmente, la capital del ducado. Hasta Otranto parece
amenazada… Pero volveremos. Volveremos a controlar toda Italia —dijo el
duque mientras le ofrecía una copa de vino de Reggio e invocaba a un futuro
que se parecía mucho a un imposible.

Página 42
Sí, Pablo Longo hablaría y luego tendría una muerte horrible. Pero la de
Teodoro Paflagonio le incumbía a él, al kentarca del dromon donde Teodoro
servía. Por eso, cuando volvió a su barco, ordenó que todos, oficiales,
remeros, marineros y soldados, formaran en la primera cubierta.
Y allí están todos, los doscientos hombres que integran la tripulación del
Medusa. En primer lugar, los ocho oficiales: el epistolenios, o segundo al
mando; el hecatontarca, a cargo de los cincuenta soldados de infantería
pesada y que en combate dirige también a los cincuenta remeros de la primera
cubierta; los dos pentoskontarcas, que mandan sobre los cincuenta remeros
que bogan en cada una de las dos cubiertas del dromon; los dos timoneles, el
sifonario y el portaestandarte. Tras ellos forman, con sus armas, los ciento
noventa y dos guerreros, marineros y remeros del dromon: cincuenta soldados
de infantería pesada, treinta y ocho marineros que se ocupan de los aparejos,
cincuenta thranitai de la primera cubierta, cincuenta zygioi de la segunda, y,
por último, donde deberían formar los dos ayudantes del sifonario está un
abatido Juan Carabisiano, ahora único ayudante de Demetrio Troglita.
Teodoro tiembla. Morir, después de todo, no va a ser fácil. Lo han
desnudado y le han puesto un taparrabos de cuero negro. El que se coloca a
los peores criminales para exhibirlos antes de ejecutarlos.
Su ejecución va a ser horrible, para qué engañarse. Primero le amputarán
el brazo derecho a la altura de la articulación del hombro, y luego le cortarán
la cabeza y arrojarán su cuerpo al mar. Esto último es un gesto de piedad por
parte del kentarca, pues lo habitual es que, tras amputar al sentenciado el
brazo derecho, se lo agarre por la boca con un gancho y se lo arrastre hasta
una hoguera para quemarlo allí antes de que se desangre.
—Qué suerte tengo —se dice Teodoro entre dientes, tratando de
convencerse—. Mejor decapitado y en el fondo del mar que quemado vivo.
—Pero no halla consuelo.
Demetrio y Juan, los compañeros de sifón de Teodoro, están juntos y
miran a su camarada. León Keraunos busca a su epistolenios y da la orden. El
epistolenios se acerca a Teodoro con su hacha y, a una señal suya, dos
marineros acuden y sujetan al desgraciado. Lo ponen de rodillas, obligándolo
a estirar el brazo derecho sobre un tocón de roble. El hacha sube y baja. Una,
dos veces, y el brazo de Teodoro se separa de su cuerpo mientras él grita y
grita de dolor, de pánico, de desesperación, y la sangre mana a borbotones.
¿Cómo puede un hombre tener tanta sangre dentro?
Teodoro Paflagonio está dejando de tenerla. Ve su brazo en la mano del
epistolenios y ve como éste lo alza para que toda la tripulación del Medusa

Página 43
pueda contemplarlo, y como lo arroja al mar.
Teodoro llora. Uno de los marineros lo obliga a poner la cabeza en el tajo
y el epistolenios ya está de nuevo junto a él, con el hacha preparada.
—¡Lo siento mucho, Demetrio! ¡De veras que lo siento, sifonario! —grita,
tragándose el dolor y buscando los ojos de su antiguo compañero—.
¡Perdonadme, muchachos! ¡Por la sagrada madre de Cristo, perdonadme! —
exclama ahora, paseando sus aterrorizados ojos por la tripulación que
contempla como se desangra—. ¡Yo… Yo no quería causaros mal a ninguno
de vosotros! ¡Yo no quería asesinarte, Demetrio! ¡Ha sido esta puta vida que
llevamos! ¡La que lleváis todos vosotros! ¡Siempre con la muerte posada en el
hombro! ¡Siempre sin más horizonte que la próxima jarra de vino en el
siguiente puerto! ¡Yo sólo quería escapar! Escapar… —Y mientras grita,
mientras se atraganta con sus propias lágrimas, Teodoro recorre con su
mirada las miradas de sus camaradas.
—¡Perro del infierno! ¿Te atreves a decir semejantes mentiras? ¡Habrías
degollado a tu sifonario sin dudarlo, y no por escapar a tu destino, a tu deber,
sino por un puñado de oro! ¡Oro a cambio de la vida de tus compañeros! ¡Oro
a cambio de la seguridad del Imperio, y con ella la de todos nosotros y la de
nuestras familias! —le replica, con furia y asco, León Keraunos.
—Escapar… Yo, os lo juro, sólo quería vivir de otra manera…
—¡Vete al infierno, traidor! —grita León. Y un hacha se abate sobre
Teodoro.
El hacha golpea. La cabeza de Paflagonio rueda por el suelo. Sus ojos
parpadean, y quizá, sólo quizá, pueden ver su propio cuerpo decapitado antes
de quedar muertos ellos también.

Página 44
CAPÍTULO 12

Abril del 846. Tahert

Al-Aarbi sabe cuándo ser prudente. Por eso cena en silencio junto a su
anfitrión y socio, el banquero y comerciante judío Jacobo al-Tamani. Es una
cena frugal pero exquisita: dátiles rellenos con almendras, miel, pimienta y
carne, queso fresco azafranado y sembrado de pistachos y tayín de ternera.
Todo regado con vino de Lemnos que Al-Aarbi no rechaza ni mezcla con
agua, y que bebe tan en silencio como come.
Están solos. Marcos Tersites no participa esa noche en la cena, y eso
quiere decir que, al fin, Jacobo va a ponerlo al corriente de sus verdaderos
planes. La ocasión requiere prudencia, y la prudencia se lleva bien con el
silencio.
—Los hombres como tú, Al-Aarbi —comienza a decirle el judío—,
siempre deben ser amigos de los hombres como yo.
Al-Aarbi arquea su ceja derecha en señal de interrogación y aguarda a que
su socio hebreo se explique.
—Verás, tu astucia es la del león. El león sabe cuándo aguardar a su presa
y cuándo arrojarse sobre ella. Caza y devora. Es el más fuerte, pero no sabe
por qué lo es, o, por mejor decir, no sabe quién es. Eres un gran guerrero y un
excelente capitán, ambos sabemos eso. Pero yo sé por qué lo eres. Yo sé
quién eres tú realmente.
—¡Soy Al-Aarbi, hijo de Muley ibn Iuliani! —replica Al-Aarbi sin poder
controlar su genio. Sabe que ya ha perdido la partida.
—Sí, pero debajo de ese nombre, Al-Aarbi, «el Árabe», hay un ser
orgulloso y duro. ¿Sabes por qué? Porque nunca olvidas que tu padre no era
árabe, como lo era tu orgullosa madre. Tu nombre trata de ocultar que él era
un muladí, un converso afariqa que renegó de su fe para adoptar el islam y así
poder medrar. Tú nunca olvidas como se burlaban de ti, en las calles de Fez,
cuando eras niño y los demás críos escuchaban a tu padre llamándote en la
vieja lengua de los romanos. ¿Recuerdas? Sí, claro que lo haces. Cada hora de

Página 45
cada día. Y si lo olvidas, te lo recuerda tu sobrenombre: al-Hayin, «el
Mestizo». Tampoco olvidas que tu padre tuvo que pagar con oro tu entrada en
la guardia del califa de Fez Idrís II, ni que cuando te enamoraste de una rica y
noble mujer árabe, ella te despreció y te viste obligado a dejarla atrás para ir a
Tahert en busca de fortuna y renombre, y que eso te llevó a hacerte corsario…
Sí, tú nunca olvidas, y por eso, en silencio y maldiciendo, te repites una y otra
vez tu sobrenombre: al-Hayin, «el Mestizo». ¿No es curioso que tu
sobrenombre te lo impusiera tu propia madre? Al-Hayin, «el Mestizo». Lo es,
¿verdad? Pero supongo que ella se avergonzaba del fruto de su vientre.
—¡Cállate, judío del infierno!
—Yo podría callarme, pero ¿quién callará a la verdad que te repites en el
silencio de las noches? No, Al-Aarbi, o debería quizá decir tu nombre
completo, Al-Aarbi ibn Muley ibn Iuliani al-Hayin. Yo voy a recordarte quién
eres y a recordarte también lo que eres si olvidas: sólo una espada. Afilada,
bien templada, de hermosa factura. Pero una espada. Mi espada. Porque
aunque a un judío no se le permite llevar armas, siempre las tiene, y tú eres la
mía. No eras nadie cuando llegaste a Tahert. Yo te convertí en el capitán de
un magnífico šīnī que ahora es sólo madera carbonizada y que tripulaban
doscientos hombres que ahora están muertos. Pero tú estás aquí, conmigo,
cenando exquisiteces y con la confianza de que, pese a tamaño desastre,
sigues siendo un hombre con posición y riqueza. Pues bien, todo me lo debes
a mí.
—¿Y por eso un hombre como yo necesita a uno como tú? —responde
Al-Aarbi tratando ahora de controlar su rabia.
—No, no por eso, sino porque un hombre como yo sabe sacar el mayor
partido de uno como tú; y eso, que te hagan ser el mejor, es lo único que
calmará tu rencor y tu angustia… Lo único que hará que dejes de recordar que
sólo eres el hijo de un afariqa renegado; lo único que te permitirá mirarme de
igual a igual y tratarme como a tu socio y no como a tu señor. Pues aunque tú
te empeñes en pensar que somos socios, y aunque en esta ciudad todos te den
el gusto de decirte que lo somos, tú y yo sabemos que no es así. Y que yo,
Jacobo al-Tamani, un judío que se ufana de mantenerse fiel a la fe de sus
mayores, soy tu señor.
Al-Aarbi al-Hayin tiembla de furia. Sabe que lo que Jacobo le ha dicho es
cierto, y eso le resulta insoportable. Como insoportable es el recuerdo de
Fátima, tan noble, tan bella, tan rica, tan orgullosa… Él no la merecía, no
podía aspirar a tenerla como esposa… Por eso le juró que volvería con tanto
oro y tanta fama que ella le suplicaría. Pero han pasado veinte años y sólo

Página 46
quedan recuerdos y amargura. Y esa maldita calma del judío, que sabe cómo
sacarlo de quicio.
Jacobo, sin prisa, se lleva otro dátil a la boca y mastica sin dejar de mirar
a los ojos de Al-Aarbi.
—Soy el mejor… —comienza a decir Al-Aarbi.
—El mejor capitán pirata del califato de Tahert. Pero…
—¡Soy el mejor capitán de todo el jodido mar Romano! —lo interrumpe
Al-Aarbi sin hacer ya esfuerzos por contenerse.
—Y si dejas que un hombre como yo te muestre el camino, serás el héroe
de todo el islam. Un hombre poderoso, quién sabe si un emir. Piensa en eso y
modérate. Porque si quieres llegar a ser ese hombre, el aclamado por todos los
fieles del profeta, será mejor que me escuches y obedezcas hasta que, por fin,
puedas ser verdaderamente mi socio.
Al-Aarbi al-Hayin sabe, en realidad, refrenarse. Es un arte que practica
desde que tiene uso de razón. Refrenarse cuando los otros niños musulmanes
lo apedreaban por acompañar a su abuela afariqa hasta la puerta de la iglesia;
refrenarse cuando, al salir de la mezquita, un árabe lo llamaba muwallad con
gesto de desprecio; refrenarse cuando Fátima le dijo que no volvería a verla;
refrenarse cuando, sin una moneda en la bolsa, tuvo que mendigar su pan
hasta toparse con Jacobo al-Tamani. Así que se refrena y ruega a Dios que un
día pueda partirle la cara a puñetazos al viejo cabrón que tiene enfrente y a
quien, por qué negarlo, admira como no ha admirado a ningún hombre.
—¿Y para qué todo este discurso, señor? —dice, masticando con rabia
cada palabra y poniendo en ellas una pizca de ironía.
—Veo que recuperas el humor y la sensatez. Pues para que valores en su
justa medida, y desde la perspectiva adecuada, lo que voy a contarte y
proponerte.
—Escucho.
—Llamaré antes al músico. No me fío ni de la noche. —Y, dando una
palmada, ordena que el tañedor de laúd se acomode a seis pasos de ellos y
comience a tocar su instrumento. La música fluye y se mezcla con el sonido
de la fuente. Los naranjos desprenden la primera esencia de azahar y Jacobo
al-Tamani comienza a asombrar a Al-Aarbi al-Hayin, «el Mestizo».

Página 47
CAPÍTULO 13

Abril del 846. Fez

Fátima bint Mohamed Al Fihri no es joven, y quizá, aunque no quiera


reconocerlo, tampoco sea ya bella. En otro tiempo, otra Fátima, una que lleva
muerta dentro de sí misma, fue bella porque amaba. Pero ahora esa Fátima ya
no está… También ella, la sombra de Fátima, la que aún sobrevive, la que
todos alaban y respetan, la generosa Fátima bint Mohamed Al Fihri, la que
hace fluir sus riquezas en Fez para que los sabios acudan a ella y los
huérfanos no pasen hambre, amó a un hombre. A uno que no debía amar; a
uno que sigue amando de esa manera terrible e implacable con que se ama en
silencio y sin esperanza.
Por enésima vez en ese día, como todos los días desde hace años, Fátima
bint Mohamed Al Fihri se pregunta si Al-Aarbi al-Hayin está vivo. Pero con
esa pregunta, incesante, dolorosa, guarda otra que no se atreve a formular y
que le abrasa las entrañas: «¿Seguirá amándome?». Se siente estúpida. A lo
lejos se oye el canto del muecín. De minarete en minarete se acerca y se
amplifica, como las preguntas que ella se hace una vez y otra.
Fátima bint Mohamed Al Fihri cierra los ojos y las lágrimas brotan. Se
coloca con cuidado el hiyab y se dispone a orar.

Página 48
CAPÍTULO 14

Mayo del 846. Costa del califato de Tahert

Ingvar ve como la playa se acerca a la proa de su drakkar. La quilla se desliza


tan limpia y fácilmente como el sol por el azul del cielo. A su lado, temblando
como siempre, está Mohamed. A veces debe hacer un gran esfuerzo para no
partirle la cabeza en dos con el hacha. Pero, tiene que reconocerlo, el viejo
sabe usar el astrolabio y conoce el mar Romano como una abeja conoce su
panal.
—Si lo que hemos averiguado es cierto, Mohamed, Marcos el Griego está
en Tahert. ¿Has estado alguna vez en ese sitio?
Mohamed toma aire antes de contestar a su salvaje dueño. Sigue
aterrorizándolo como el primer día que lo vio.
—Sí, mi señor. He comerciado allí.
—Eso dices de toda jodida ciudad, isla o incluso playa que avistamos.
—Soy viejo y siempre fui comerciante, y antes que yo lo fueron mi padre
y mi abuelo.
—¿Es fuerte el señor de Tahert?
—El imán y califa de Tahert, Abu Said Aflah, es poderoso. Allí reinan los
ibadíes, que constituyen una secta…
—¡Te pregunto si es fuerte, no en qué coño cree!
—Es fuerte, pero a menudo está en guerra con Alí el Idrisí, califa de Fez,
y con el emir de Kairwán, Mohamed el Aglabida. Hay perpetua rivalidad
entre ellos y a veces, en sus luchas, se inmiscuyen el emir Abderramán II, que
rige al-Andalus desde Córdoba, y el emir de Sicilia, Ibrahim ibn Abd Allah.
—Eso es bueno. La guerra hace fuertes a los hombres, y un hombre sin
enemigos no sirve de nada.
Pero, si es fuerte, no puedo llegar a su ciudad y llevarme por las buenas al
cerdo de Marcos. ¿Qué me recomiendas tú?
Mohamed casi entra en pánico. Recomendar algo a un bárbaro irascible y
cruel siempre es peligroso, pero si además se trata de un loco, la cosa es casi

Página 49
suicida.
—¿Y bien?
Mohamed se prepara y se encoge como para recibir un golpe.
—Yo haría un trato.
—¡Pues claro, un trato! ¿Qué otra cosa puede sugerir un comerciante?
Bien, dime qué ofreceremos al señor de Tahert.
—No, no, mi señor, no al califa de Tahert, es demasiado poderoso para…
—¿Para tratar conmigo? —El rostro de Ingvar se ensombrece
terriblemente.
—Yo…
—¡Pues claro, ja, ja, ja! ¡Casi te meas encima! ¿Verdad? —le espeta
pasando de un sombrío ceño a la carcajada y regresando luego a la cólera—.
Nunca me engaño, Mohamed, ¡nunca! ¡Sé que sólo soy un perro rabioso al
mando de unos cuantos hijos de puta! ¡Pero eso va a cambiar, por el gran
Thor que va a cambiar! —Estrella su puño contra la regala del barco—. Bien,
dime: ¿con quién vamos a tratar?
Mohamed da gracias a Alá por controlar la ira del bárbaro y luego
responde:
—Ofreceremos un trato a Jacobo al-Tamani. Es un rico comerciante y
banquero judío con quien he tenido tratos. Él sabrá cómo abrirnos el camino
que lleva hasta el tal Marcos el Griego.
Ingvar se encoge de hombros y asiente antes de girarse y buscar con la
mirada al timonel de su drakkar. Ambos hombres se comprenden sin
necesidad de hablar. Ingvar ensancha aún más su sonrisa y la última luz
arranca chispas a su barba. El sol se hunde a su izquierda y, al doblar un rojo
promontorio, una playa se abre ante la proa del barco serpiente.
—¡Vamos a dormir en tierra! —grita Ingvar. De inmediato, uno de sus
hombres trepa por el mástil y estira el brazo haciendo ondear un trozo de tela
roja que transmite la orden a los otros barcos serpiente.
Las quillas de los largos navíos abren surcos en la arena dorada. Hombres
salvajes y duros pisan la tierra de Tahert para iniciar una frenética actividad
que Ingvar organiza: envía un grupo de guerreros al interior para explorar el
terreno, y un segundo a aprovisionarse de agua dulce en las riberas del gran
río que desemboca a unos tres mil pasos de la playa. También aposta guardias
en el promontorio que cierra la ensenada y en las colinas que la dominan, y
grita órdenes para levantar un campamento fortificado en torno a los cuatro
barcos. Porque van a quedarse durante algunos días, y en tierra extraña es
buena cosa tener un lugar seguro en el que poder dormir. Y si hay en el

Página 50
mundo una tierra extraña es ésta: el sol brilla, pero hace frío, y las colinas que
los cercan son sombrías y de espesuras infinitas. Entre ellas corre un río que
parece parido por montañas furiosas, pues sus aguas son oscuras y
amenazantes y se desparraman en la desembocadura formando marismas y
tremedales.
—¿Hay alguna ciudad cerca de aquí? —pregunta Ingvar a Mohamed.
—Sí, estamos a cinco millas de Mostaghanem, y ese río de ahí es el
Chelif. Si seguimos el curso de sus aguas nos internaremos en las montañas, y
si las tribus y los bandidos lo permiten, llegaremos hasta su confluencia con el
Wadi Rhiou. Remontando este último alcanzaremos el valle del Wadi Tiaret,
y en cuatro o cinco días llegaríamos a Tahert.
—¿Cuatro días?
—Tres, si contásemos con caballos, o dos, si además de contar con ellos
forzáramos la marcha.
—La forzaremos.
—Pero no tenemos caballos.
La respuesta de Mohamed hace brotar en el rostro de Ingvar una
desdeñosa mueca.
—Los tendremos… Y ahora, dime, ¿cuántos hombres deberían
acompañarnos?
Mohamed medita. No es fácil dar respuesta a eso. El camino a Tahert
atraviesa densos bosques y despoblados interminables donde abundan los
leones y los osos; y, más fieros aún que ellos, los bandidos bereberes.
Además, está sembrado de pequeños castillos y aldeas en los que cada tribu
bereber, cada jefe y hasta cada guerrero, querrán saber a dónde van y qué
pretenden hacer. Según las respuestas, exigirán un pago por dejarles paso
libre y permitirles aprovecharse de sus pastos, de su agua e incluso del aire
que respiren. Así que necesitarán hombres, pero no tantos como para inquietar
a los naturales o atraer la sospecha del califa.
—Yo llevaría con nosotros a siete hombres —responde al fin.
Ingvar asiente, se mete la mano derecha por debajo de la kirtle, una
colorida túnica de lana que lleva sobre la camisa de lino, y se rasca con ganas
el duro abdomen mientras reflexiona. Ha hecho sus propios cálculos y
coinciden con los de Mohamed. Pero necesitarán caballos y no los tienen.
—¿Cinco millas hasta Mostaghanem?
—Sí, señor.
—¿Y está muy habitada esta tierra?

Página 51
—No. La gente se refugia tras los muros de las ciudades y fortalezas, y no
suele vivir en alquerías o aldeas pequeñas.
—Gente sensata. Condenadamente sensata… —Mientras lo dice, Ingvar
se atusa la barba y mira a Mohamed largamente hasta ponerlo muy nervioso
—. ¿Te gustaría volver a ser mercader por un día?
Le guste o no le guste, lo va a ser. Una hora más tarde, Mohamed
asciende las colinas seguido de dos hombres de Ingvar cargados con pesados
fardos y con largos puñales ocultos bajo las mangas de sus túnicas. Tras ellos,
a prudente distancia y armados hasta los dientes, van Ingvar y otros veinte
hombres.
Es ya de noche cuando dan con una senda que muestra todos los indicios
de ser muy transitada. Ingvar se arrodilla sobre el camino y observa las
muchas huellas dejadas por asnos, camellos y caballos. Es un buen comienzo.
Entre los árboles, a doscientos pasos del camino, pasan la noche en torno
a tres hogueras cuya luz oculta la vegetación y cuyo humo dispersan las ramas
de los cedros bajo los que arden. La mañana llega sin que los guardias
apostados junto a la senda den señal alguna de alarma. Pero a la tercera hora
del nuevo día se oyen voces y trotar de bestias, y todos corren a ocupar los
puestos que Ingvar les ha asignado.
El de Mohamed está en el camino. Encabeza a los dos guerreros de Ingvar
«disfrazados» de porteadores y camina en dirección al ruido, que proviene de
siete hombres montados sobre pequeños caballos encabezando una recua de
doce asnos. Son hombres delgados, de largos y fibrosos miembros, ojos
penetrantes y rostros quemados por el sol. Dos de ellos empuñan largas lanzas
y los otros tres llevan espadas rectas de dos filos cuyas vainas de cuero
reposan a sus costados.
Mohamed traga saliva. Los siete bereberes que se le acercan son duros y
él es el cebo de la trampa que Ingvar ha tendido. El cebo suele acabar entre
los dientes del pez, y los dientes de esos bereberes parecen afilados y de buen
acero.
El que encabeza la pequeña caravana detiene a su caballo a doce pasos de
Mohamed. El viejo mercader andalusí saluda con cortesía. El bereber guarda
silencio y, lenta y amenazadoramente, baja la punta de su lanza y enfila con
ella el pecho de Mohamed.
—Ningún mercader de al-Andalus viajaría por este camino —le espeta el
bereber a Mohamed—. Ninguno iría a pie; ninguno llevaría sus mercancías a
hombros de porteadores; ninguno se estaría meando de miedo como tú. Esto

Página 52
es una trampa y tú estás muerto. —Y, diciendo esto, talonea a su caballo y
carga sobre el aterrorizado Mohamed.
Mohamed no puede correr ni respirar. Sólo puede ver la vibrante punta de
lanza que le va a atravesar el pecho y, tras ella, el hombre que la empuña y el
caballo sobre el que galopa.
Pero el guerrero de Ingvar que va detrás de Mohamed sí puede moverse.
Y lo hace rápido y con habilidad. No en vano es Leif Rompehuesos, un
hombre hecho para la guerra, el saqueo y la matanza.
El bereber que carga sobre Mohamed también es de ese tipo de hombres,
sin duda, pero no esperaba algo tan rápido ni tan contundente. Leif ha
arrojado contra la cabeza del caballo moro el fardo que llevaba sobre los
hombros, y, con un nuevo y veloz movimiento, saca de la manga izquierda de
su túnica el largo cuchillo que ocultaba en ella.
El caballo, asustado por el impacto del fardo, trastabilla y corcovea
desequilibrando a su jinete y casi desmontándolo. Eso salva a Mohamed. La
punta de la lanza no impacta en su pecho, sino que vuela, sin tino, por el aire.
Leif Rompehuesos ya tiene su cuchillo preparado y salta sobre el
espantado caballo, que se derrumba ante su acometida. Es un revoltijo de
cuerpos lo que rueda por el camino, y de esa confusión emerge Leif con el
filo ensangrentado y una nueva vida humana en su macabra y personal cuenta.
¿Y los demás? Los demás están demasiado preocupados por matar y no
morir: los hombres del norte saltan desde las sombras del bosque sobre los
bereberes, y éstos tratan de repeler su ataque o de forzar el paso para huir.
Pero la muerte se impone siempre, e Ingvar le echa una mano. La larga
espada es acero relampagueante en sus manos, y la sangre brota entre huesos
astillados y músculos cortados cuando la blande con furia. Y tiene mucha. Es
un hombre con prisa y ambición, y su codicia lleva fuego a sus venas y frío
hielo a su alma bárbara.
Los siete bereberes y un vikingo están muertos. Ocho vidas que no
sumarán más días; ocho cuerpos de los que aún mana sangre sobre el polvo
del camino.
Ingvar aún respira agitadamente. Su espada está roja y sus ojos giran y
cuentan: seis caballos. El séptimo se ha escapado junto a dos asnos; los otros
diez están en su poder. Nota que la risa se le agolpa en la garganta y no
intenta retenerla.
—¿De qué te ríes? —se atreve a preguntar Mohamed con un leve tono de
reproche que, de inmediato, trata de ocultar bajando el rostro.

Página 53
—¡De la pinta que tendrá Leif Rompehuesos montado en uno de esos
asnos!
Leif mira ceñudo a su jefe y no tarda en replicar:
—¿Y por qué tengo yo que ir en un asno?
—Porque tú y Ragnakar seréis los sirvientes de Mohamed, y los sirvientes
van en burro.
—¿Y tú y los demás?
—Seremos vuestra escolta.
—Yo quiero ser escolta —se queja, tozudo, Leif.
—Tu madre me encargó que hiciera de ti un hombre de provecho.
—¿Y qué tiene que ver eso con ir en burro?
—Un hombre de provecho no replica a su jefe, y todavía menos cuando su
jefe resulta ser su tío.
Leif gruñe algo, pero acepta la autoridad de Ingvar, y Mohamed se vuelve
a extrañar ante aquellos hombres del norte. Lleva con ellos muchos días; no
les ha quitado ojo de encima, y sin embargo no ha observado la menor
muestra de cariño o familiaridad entre Ingvar y Leif. Pero estos bárbaros,
piensa, no son como nosotros. No son hombres, sino bestias, y ¿qué lazos de
familia o de honor pueden tener entre sí las bestias?
Los nórdicos limpian y envainan sus armas, se cuelgan a la espalda sus
grandes y redondos escudos y se encaraman a lomos de los animales que
acaban de robar. Parecen hombres sin piedad; hombres de hacha, espada,
cuchillo y lanza que son como el rayo cuando golpea la tierra: poderosos e
implacables.
Ingvar envía a la mayor parte de su gente hacia el campamento de la
costa, y organiza su pequeña banda guerrera tratando de que parezca la
caravana de un comerciante. Luego, ya sobre el caballo, mira atentamente la
larga hoja de su espada. Mohamed puede ver que ya no tiene restos de sangre,
que el acero es casi blanco y está habitado por volutas que semejan el aliento
de un helado dragón. Tres acanaladuras longitudinales aligeran el peso del
arma, y el metal muestra extraños signos grabados en un alfabeto que el
comerciante desconoce; contienen poderosos encantamientos de protección
junto al nombre del herrero que forjó la soberbia espada: Ulfberht. Ingvar,
aparentemente ajeno a la curiosidad de Mohamed, envaina su gran espada de
empuñadura forrada de plata y se ajusta el largo cuchillo de un solo filo que
lleva también al cinturón. Luego, con deliberada lentitud, se asegura de que el
hacha a dos manos que acaba de atar en una de las perillas de la silla de

Página 54
montar esté bien sujeta, empuña la lanza de fresno y se gira hacia Mohamed
para preguntarle:
—¿Y qué le vamos a ofrecer a ese tal Jacobo al-Tamani a cambio del
perro de Marcos el Griego?
Mohamed le da la respuesta de un buen comerciante:
—Le daremos lo que desea, y sabremos qué desea cuando hablemos con
él.
Ingvar se queda un tanto desconcertado. ¿Se está burlando de él aquel
tipejo? No, no se está burlando. Simplemente conoce su oficio, y por Thor y
su martillo que un hombre puede confiar en otro que conozca bien su oficio.
Así que Ingvar guiña un ojo a Mohamed y le hace un regalo:
—Eres un estupendo comerciante. En serio, no me burlo de ti, sé apreciar
a un hombre que conoce bien su oficio. Verás, yo he sido muchas cosas:
campesino, mercader, mercenario… Me he dedicado a todas esas cosas y las
he hecho bien, pero no negaré que lo que hago mejor es el íviking.
—¿Íviking?
—Sí. El saqueo. Nosotros, los del norte, sabemos cómo saquear. Dame un
barco lleno de guerreros y yo te daré un buen puñado de iglesias, monasterios
y aldeas saqueadas como manda Odín.
—¿Odín es tu dios?
—¡Ja! Los vikingos, los que nos dedicamos al íviking, no nos
conformaríamos con un solo dios. Vosotros, los romanos, los francos, los
sarracenos, le rezáis a uno solo; y yo te pregunto: ¿si sólo tienes un dios al
que rezar, que harás cuando no quiera escucharte? Por el contrario, nosotros,
los del norte, cuando rezamos a Odín y no nos escucha, nos dirigimos a Thor,
a Ivi, a Vé, a Regir, a Rán, a Freyr, a Freyja o, incluso, a la sosa de Frigg o la
repulsiva Hel. Al final, siempre encuentras a un dios dispuesto a escucharte, y
si ninguno de nuestros dioses quiere hacernos caso, rezamos a cualquier otro
que tengamos a mano. Y si todos ellos nos vuelven la espalda… ¡los
mandamos al infierno! Tú eres comerciante. Un buen hombre. Seguro que
tienes esposa e hijos, y hasta nietos. Tu vida ha sido prudente y amasaste una
fortuna. Estoy también seguro de que eres un hombre piadoso, ¿se dice así?
Te veo rezar cinco veces al día… Demasiadas, o eso pienso yo, porque dime:
¿para qué dedicar tanto tiempo a un dios que no te escuchó cuando más lo
necesitabas? Ese dios no te libró de mí, ¿verdad? Pero tú eres como eres y eso
está bien, porque si este mundo estuviera lleno de hijos de puta como yo todo
sería más difícil para mí y para los míos. Así es, a los lobos no les convienen
los lobos, sino las ovejas, y vosotros, los del sur, sois nuestras ovejas. Pero me

Página 55
pierdo… Lo que quería decirte es que tú te has pasado la vida sin meterte en
problemas, sin luchar, sin buscar la batalla y la gloria. Tu vida ha sido buena,
pero ¿quién te recordará cuando mueran tus hijos y tus nietos? ¡Nadie! El
ganado muere, los parientes mueren, al final tú morirás, pero la gloria,
Mohamed, nunca muere para el hombre que la alcanza. El tonto piensa que
vivirá para siempre si se mantiene alejado de la lucha; pero la vejez no le dará
tregua, aunque se la hayan dado las lanzas. Es por eso que yo estoy aquí.
Busco oro, sí, y venganza, pero, por encima de todo eso busco la gloria,
mantener mi reputación, acrecentar mi honor… Un hombre sin esas cosas no
es nada. Yo cosecho gloria y fama, y por eso, Mohamed, cuando tú sólo seas
polvo, las gentes seguirán cantando mis hazañas y recordando mi nombre. Yo
viviré para siempre, porque nunca dejé de ir al combate y nunca evité las
lanzas ni la muerte que llevan con ellas. Ése, Mohamed, es el timón que guía
mi vida. Pues, escúchame bien, los dioses no hicieron el mundo con ningún
elevado propósito, ni por razón alguna, sino que lo crearon por puro egoísmo.
Les gusta la sangre de los sacrificios, les gusta la batalla, la aventura, el
valor… ¡Por eso nos crearon! ¡Para que les entregásemos sangre y diversión!
No, los dioses no necesitan propósitos, pero el hombre sí que los necesita, y
yo tengo el mío. Seré un hombre respetado y recordado… ¡Y por Yggdrasil y
los siete mundos que une que mi nombre será puesto en canciones!
Mohamed sabe que Ingvar es un urdumaniyin, un bárbaro hombre del
norte, y un sucio pagano privado de razón y moral; pero sabe también que es
el hombre más fiero y libre que ha conocido en su larga vida.
—Voy a confesarte una cosa —le dice ahora Ingvar—. Es algo importante
para ti. De hecho, es un regalo que sabrás apreciar, el mejor que nunca hayas
recibido —añade, y Mohamed siente como su cuerpo se tensa y sus oídos se
afinan para escuchar bien lo que va a decir su gigantesco e iracundo amo—.
Ayer decidí que no te mataré cuando dejes de serme útil. No, no me des las
gracias, yo soy así: generoso y de corazón tierno. Por eso te lo cuento, para
que valores más mi estima por ti. Una estima que me lleva a hacerte hoy y
aquí un juramento, y un voto a tu dios: si logro hacerme con Marcos el Griego
o con el tesoro que busco, no sólo respetaré tu vida, sino que volveré a darte
un barco como el que te arrebaté. Eso juro y eso haré. Que tu dios y mis
dioses sean testigos.
Mohamed no sabe qué decir. No lo sabe. Si estuviera ante otro musulmán,
o incluso ante un romano, un asturiano, un franco o cualquier otro tipo de
hombre civilizado, fuera cristiano, judío o zoroastriano, entonces sabría cómo
responder. Al final, opta por ser sincero, y eso, volver a decir lo que piensa, se

Página 56
le antoja el mayor acto de rebeldía de toda su vida; su último rastro de
hombría.
—Gracias. Pero te tengo miedo, ¿para qué mentir? Te odio porque me
privaste de mi libertad, porque quemaste mi barco y mataste a mis hombres,
porque me has convertido en un pobre esclavo y porque me has separado de
mi familia. Pero, aunque te odio y me haces temblar de miedo, te diré una
cosa: juro por Alá que te serviré bien, y que, si cumples tu palabra, rogaré a
los yunún y a los malaika que te auxilien en tus empresas y en tu propósito.
Por un momento, Ingvar se queda quieto y callado. Su nervioso caballo
bereber parece ridículamente pequeño bajo su enorme corpachón, y en su
mirada azul y burlona hay chispas de reconocimiento.
—Nunca pensé que lo harías.
—¿Hacer qué?
—Decir lo que piensas. Al final, ya lo verás, tendrás que entregarme una
montaña de oro por hacer de ti un hombre de verdad. —Y diciendo aquello, al
tiempo que una carcajada se abre en su rostro, Ingvar talonea a su montura y
enfila el camino a Tahert seguido por un desconcertado Mohamed, Leif
Rompehuesos y el resto de su pequeño y singular grupo de einherjar.
A lo lejos, de entre la densa floresta que los rodea, llega el apagado y
lejano rugido de un león. Los caballos se inquietan y caracolean nerviosos,
pero Ingvar sujeta bien al suyo y tranquiliza a sus hombres. Él conoce a la
bestia. Tiempo atrás, en Constantinopla, la vio pelear contra un toro en la
arena del gran hipódromo. Es una terrible fiera, pero no atacará a un grupo de
hombres decididos como el que ellos forman. Eso es lo que les dice a sus
hombres. Mohamed no está tan seguro de ello, pero sí sabe que el verdadero
león no es el que ruge en la espesura, sino el que los lleva a Tahert.

Página 57
CAPÍTULO 15

Ese mismo día. Otranto

Van a levar anclas. Cuando llegue la mañana, León Keraunos los llevará de
nuevo al mar y a la guerra. Demetrio Troglita nunca ha temido echarse al mar,
pero ahora vaga por la madrugada de Otranto fatigando callejuelas y visitando
tabernas. Tiene la estúpida esperanza y el irrefrenable deseo de volver a verla.
Por eso entra en El Potro Encabritado, la única posada de Otranto que aún no
ha visitado, y se sienta en una mesa a tomar la enésima copa de vino aguado
de la noche.
Tiene suerte. Aretí está allí. Sentada en un rincón y envuelta en un pesado
manto con capucha, toma un temprano desayuno mientras su sirviente, un
maduro armenio de hombros encorvados, vigila el escaso equipaje de su
dueña y apura unas gachas.
Aretí ha visto entrar a Demetrio Troglita. La escasa luz de las ascuas de la
chimenea deja entre las sombras el deforme rostro del sifonario. Ella no
quiere sentir pena por aquel hombre. ¿Pero qué puede sentir por él?
¿Agradecimiento? Ni siquiera eso. Así que se concentra en su desayuno:
huevos con trigo sarraceno.
Demetrio no se atreve ni a mirar a Aretí. Es tan hermosa como la mañana
que inauguró el mundo. Percibe que la chica, deliberadamente, mantiene los
ojos fijos en su plato. No quiere entablar una conversación con él, y no es
extraño. ¿Qué mujer querría hablar con un monstruo? Pero a él le basta con
mirarla. Con soñar que aquella madrugada podría haber sido el inicio de algo.
Aretí no sabe por qué levanta los oscuros ojos y trata de atravesar con
ellos las sombras que, misericordiosas, envuelven el destrozado rostro de
Demetrio. Pero lo hace y, como si la luz de las brasas las uniera, sus miradas,
la de Demetrio y la suya, se encuentran. Él trata de sonreír, pero la mitad
izquierda de su boca es una ruina retorcida por las quemaduras. Ella intenta
no apartar los ojos ante aquella visión horrenda.
—Mi señora, ¿partís de Otranto? —pregunta él con reverencia y dulzura.

Página 58
Aretí siempre ha vivido al borde del peligro y el desastre. Su padre murió
cuando ella tenía seis años y su madre la abandonó para irse con su nuevo
hombre. Se quedó en la calle. Fue mendiga, ladrona y prostituta, y luego
aprendió mímica y danza y comenzó a ganar algo de dinero. No le duró
mucho. Se enamoró de un cabrón que la hacía trabajar sin descanso y que le
pegaba con cualquier excusa, o sin ninguna. No quería ni recordar su nombre.
Había dejado Constantinopla para huir de él y ahora iría adonde fuera. Al
siguiente puerto, a la siguiente taberna, adonde fuera. Moverse, no pensar, no
recordar, sobrevivir… La vida le había enseñado a hacer eso para pasar de un
día a otro sin tener la tentación de dejarse morir, o de atarse una cuerda al
cuello y arrojarse por la ventana.
Demetrio no ha obtenido respuesta. Aretí, aunque sigue mirándolo a los
ojos, parece estar en un lugar muy lejano. Demetrio lo conoce, pues también
él lo frecuenta. Así que no retiene el impulso: se levanta, da los cuatro pasos
que lo separan de la mesa de Aretí y su sirviente armenio y toma la mano
izquierda de la chica. La aprieta con cariño y se despide con un gesto de
cabeza y un amable remedo de sonrisa.
Aretí no ha podido reaccionar. No esperaba aquello. Él la ha tomado de la
mano, y ha puesto tanta complicidad y comprensión en aquel sencillo gesto
que ella ha sentido como si un río de calor recorriera sus venas. Aretí quiere
decirle algo, darle las gracias. ¿Pero por qué? Y, de todas formas, él ya ha
salido. Ya ha cerrado la puerta y ella está llorando. De alguna manera, tiene la
certeza de que lo único que desearía en ese momento es que él volviera a
apretarle la mano.

Página 59
CAPÍTULO 16

Dos horas más tarde. Otranto

León Keraunos da la orden, y el Medusa, lentamente, como un monstruo


marino de los días antiguos, se va adentrando en el mar y alejándose de
Otranto a cada golpe de remos. León no puede evitar preguntarse si aquélla
seguirá siendo una ciudad del Imperio cuando regresen. Antaño, en los días
del gran Justiniano, toda Italia era romana. Luego, del norte llegaron los
longobardos y se apoderaron de buena parte de ella; después los francos, y
tras éstos la pesadilla sarracena. Desde las costas de Hispania a las de Creta,
el mar parece hervir de corsarios y piratas sarracenos. Veinte años atrás, los
aglábidas de Túnez iniciaron la conquista de Sicilia y los moros emigrados
desde Hispania a Egipto, la de Creta. Con los francos envueltos en feroces
luchas internas y con ellos, los romanos, acosados por los ejércitos del califa
de Bagdad y del zar de los búlgaros, los corsarios de Córdoba, Creta, Túnez,
Palermo y Tahert cayeron sobre Italia como una bandada de cuervos. Tarento,
Brindisi, Ancona y Bari fueron saqueadas, y una partida de piratas se asentó
permanentemente en la primera. Para colmo, los principados y ciudades del
sur de Italia, envueltos en furiosas guerras intestinas, enrolaron a bandas de
mercenarios sarracenos para que combatieran a su lado. Nápoles, Capua,
Benevento, Salerno… todas ellas cuentan con ejércitos mercenarios de
musulmanes que vagan por los campos asaltando aldeas y monasterios, o que
toman ciudades y fortalezas al menor descuido de sus habitantes. Y en medio
de ese caos están las últimas posesiones imperiales en Occidente: Siracusa y
otro puñado de ciudades sicilianas, y, en Italia, Reggio, Otranto y algunas
plazas menores. Eso es todo, y no es mucho.
León suspira y observa como la fortaleza y las murallas de Otranto se
vuelven horizonte. Otranto es una puerta, piensa; sería la puerta de Italia si
recuperan la fuerza necesaria para regresar a reconquistarla; pero también
puede ser la puerta de Oriente si los sarracenos la toman y desde ella quieren
pasar a Grecia o a Dalmacia. Otranto debe ser defendida a toda costa, pero su

Página 60
defensa compete ahora a otros, pues ellos, los del Medusa, tienen una nueva
misión. Han de navegar hasta Nápoles y luego hasta Roma, para alertar al dux
y magister militum de la primera y al señor de la segunda, el papa, de una
amenaza. Por increíble que pueda parecer, los piratas sarracenos de
al-Andalus, Tarento, Sicilia y Tahert parecen haber forjado una alianza con
Abu Massar al-Asturqi, de Benevento, para atacar en verano las costas
Italianas del Tirreno y caer luego sobre la mismísima Roma. O al menos eso
es lo que confesó el malnacido de Pablo Longo al verdugo del duque de
Calabria mientras le pasaban el «gato» al rojo vivo por el pecho, la barriga, el
pene y los testículos. ¿Quién no confesaría todo lo confesable bajo las
metálicas y ardientes uñas del «gato»? Pablo Longo, tras sufrir semejante
martirio, fue cortado en pedacitos y terminó confesando también que Massar
al-Asturqi quería hacerse a toda costa con el secreto del fuego brillante, y que
había contratado los servicios de un sabio griego llamado Marcos para que
viajara a Benevento y fabricara allí auténtico fuego. Esa última revelación
intranquilizó sobremanera a León, pues el tal Marcos el Griego sólo podía ser
Marcos Tersites, amigo y compañero de estudios de su hermano Juan. De ser
así, y sólo así podía ser, el Imperio tenía un problema.
Pero, por lo pronto, lo que él tenía era una orden muy clara: navegar hasta
Nápoles, de allí a Roma y regresar a toda prisa. ¿Y después? Después, la
guerra, siempre la guerra. Y, en la guerra, la oportunidad de terminar
haciendo vela hacia el Adriático. Una vez allí, con las anotaciones en su
poder, atracar en la costa de los kravunios y adentrarse en su país para recoger
el cofre que guarda el oro y los imperiales regalos enviados por Teófilo al rey
de los francos, Ludovico Pío. Ese rey que se había hecho llamar emperador de
romanos, aunque cualquier romano auténtico lo llamaba, simplemente,
bárbaro rey de bárbaros.
Quedaban, eso sí, muchos cabos sueltos. ¿Cómo justificar su singladura
por la costa kravunia? Y, sobre todo, ¿cómo manipular y engañar a su
tripulación para que no se percatara de lo que iba a hacer? Tenía que pensar
en eso… Pero navegar por aguas infestadas de piratas no da mucha tregua
para pensar, si es que uno quiere seguir teniendo cabeza con la que hacerlo.
Así que debía mantener la paciencia hasta llegar a Roma. Allí podría meditar
sobre esas cuestiones y planear sus siguientes movimientos.
—¡Izad velas! ¡Recoged remos! —grita el kentarca. Su orden es
transmitida por el epistolenios y pasada a los pentoskontarcas para que éstos
la griten a los remeros que sirven en las dos cubiertas del Medusa.

Página 61
El viento sopla desde el levante y en la boca de Keraunos hay sal y una
sonrisa.

Página 62
CAPÍTULO 17

En algún lugar de las montañas de Tahert

Marcos nunca fue un buen chico. Hijo de un próspero comerciante que se


había enriquecido hasta lo indecible en los días del emperador Nicéforo,
jamás se había preocupado por el oro. En realidad, nunca se había preocupado
por nada que no fuese él mismo.
Su pasión era el saber. Había devorado libro tras libro desde que se hiciera
con el bendito arte de la lectura y la escritura, y aprendido latín, árabe, siriaco,
hebreo y hasta el olvidado caldeo para poder acceder a nuevos saberes. A
nuevos mundos, como le gustaba decir a su único amigo, Juan Keraunos.
Juan era bueno. El muy imbécil no lo sabía y eso era, paradójicamente, lo
que lo convertía en un ser especial. Marcos lo había conocido en la estoa de
Illus, a la que también llamaban basílica de la Cisterna; el gran centro de
enseñanza y saber que los antiguos romanos conocían como auditorium. Era
una vieja escuela que ya funcionaba en los días de Constantino I el Grande,
pero cuya carta de fundación le había sido dada en el 425 por Teodosio II a
instigación de su esposa Athenais, que adoptó el nombre imperial de Eudocia
y que nunca olvidó que era hija del sofista ateniense Leoncio. Allí, en la
basílica de Illus, se podían culminar estudios superiores de filosofía,
medicina, astronomía, derecho, alquimia, matemáticas, geometría, óptica…, y
todo sin la asfixiante tutela que ejercía en la otra gran escuela
constantinopolitana, la de Magnaura, el filósofo aristotélico León el
Matemático. El califa al-Mamun le había ofrecido dos mil libras de oro para
que se trasladara a Bagdad a enseñar, pero había preferido quedarse entre los
romanos y, de paso, decirle a todo el mundo lo que era o no era posible, lo
que se podía creer y lo que se podía estudiar. Así que fue en la estoa más
antigua y menos famosa, pero más libre, donde terminó Marcos.
Se había encontrado con Juan Keraunos en su primer día de asistencia allí.
Se tropezaron, literalmente, en la gran escalinata que daba acceso al enorme
complejo de aulas, atrios, soportales y bibliotecas que componían el

Página 63
auditorium de Illus. Desde ese día fueron inseparables. Juntos asistían a las
clases, pasaban horas leyendo viejos papiros y pergaminos, observaban las
evoluciones de los cuerpos celestes; juntos forjaron sus respectivos discos de
Hécate para intentar poner en práctica sus conocimientos de la vieja magia
caldea, y juntos experimentaron con todo tipo de sustancias buscando
transmutaciones y efectos de la materia y de la esencia de las cosas que
componen el universo físico. A veces, como dos niños soñadores, bajaban al
acuático dédalo de columnas y bóvedas que era la gran cisterna de Justiniano
y que se extendía, parecía que infinitamente, bajo la estoa. Allí, a la luz de
una antorcha y sobre una precaria barca, navegaban las aguas que el
emperador había traído hasta la gran Constantinopla para abastecer a sus
innúmeras gentes.
Eran buenos días en los que ambos, jóvenes y de ambiciosa sabiduría,
estudiaban el universo bajo la atenta mirada de la estatua de Salomón. El rey
sabio dominaba la ciudad sentado sobre una alta columna, y miraba en
dirección a Hagia Sophia para recordar a todos dónde se hallaba la única y
verdadera sabiduría.
Hacia esa única y verdadera sabiduría se había querido dirigir Juan al
hacerse monje. Pero él era diferente. Él no se cansaba de aprender, de buscar,
de indagar, de ambicionar el mágico estremecimiento que uno sentía al
desvelar secretos y misterios. Por eso estaba allí, en Tahert, porque en aquella
bárbara ciudad de bandidos y piratas moros cuyo nombre significaba «Leona»
se ocultaba un secreto que él necesitaba desentrañar. Un secreto escondido en
las montañas y llamado magnesia alba, sustancia que sólo se había hallado
hasta entonces en Tesalia y en Asia Menor y que, según sospechaba, era uno
de los enigmáticos componentes del comburente del fuego brillante.
Fuego brillante, fuego procesado, fuego marino… Eran nombres dados
por los entendidos al prodigioso elemento que hacía a los romanos tan
superiores en la guerra naval, y también en la defensa o el ataque de fortalezas
y ciudades. Los demás, los legos, los extranjeros, lo llamaban fuego romano,
fuego griego, rayo ígneo, rayo celeste o incluso aliento de dragón. Pero
cualquiera que fuera su nombre, sólo los Lambros, esto es, los «brillantes»,
los integrantes del clan de descendientes del misterioso ingeniero Callínico,
inventor de la mezcla doscientos años atrás, conocían por completo su
fórmula y su proceso de fabricación. Por eso vivían aislados en su propio
barrio de Constantinopla, dedicados de por vida a la fabricación del fuego
brillante. Ricos y tratados como sabios y príncipes, estaban sin embargo

Página 64
condenados a una reclusión perpetua, generación tras generación, en un
reducido mundo que custodiaban celosamente los guardias del emperador.
Que algo fuera tan secreto había sacado de quicio a Marcos. Sabía que era
un necio al dejarse arrastrar por semejante pasión, pero él era como era: si
tenía conocimiento de un secreto, de un enigma, se consumía hasta poder
esclarecerlo. Y ahora se añadía otro estímulo a su búsqueda: riquezas
suficientes para vivir una vida de lujo y placer que, aunque no correspondía a
las supuestas aspiraciones de un sabio como él, le parecía de lo más
apetecible.
Por eso estaba allí, en las montañas de Tahert, como huésped de un
poderoso comerciante judío que tenía negocios y alianzas confesables e
inconfesables con Abu Massar al-Asturqi, el renegado jefe de mercenarios
que controlaba Benevento y que aspiraba a controlar mucho más. Para
convertirse en el jefe sarraceno más poderoso del mar Romano, Massar
necesitaba conocer el secreto del fuego griego. Ése era su afán, o al menos
uno de ellos, pues su ambición no conocía límite alguno. Había atraído a su
guarida de Benevento a célebres alquimistas y sabios, y fue así como Marcos,
siempre necesitado de un patrón generoso, terminó entrando a su servicio.
Marcos no era novato en cuestión de armas incendiarias. De hecho, había
escrito en latín una estupenda obra sobre el tema: Liber ignium ad
comburendos hostes, esto es, Libro sobre los distintos tipos de sustancias
inflamables usadas en la guerra, que, por supuesto, no dio a conocer, sino
que extractó convenientemente. Con esos jugosos extractos se presentó, unos
meses atrás, en la fortaleza beneventana que ocupaban Abu Massar al-Asturqi
y su banda de asesinos.
Massar, por supuesto, comprendió que lo que Marcos le ofrecía era algo
muy valioso. Y como buen pirata y bandido trató de apoderarse de ello sin
pagar una sucia moneda de oro. A Marcos no le sorprendió. Abu Massar
al-Asturqi, como todo en este universo, se sometía a su naturaleza, y su
naturaleza era la violencia, la codicia y el latrocinio. Pero Marcos había
tenido la precaución de dejar su libro a buen recaudo, y así se lo dejó claro al
mercenario. Y, por si eso no bastara para refrenarlo, le señaló el anillo de
sello que llevaba en el anular de su mano derecha y lo informó de que le
bastaría con morderlo para envenenarse y morir en cuestión de segundos. ¿Y
de qué sirve un sabio muerto? De nada. Massar lo comprendió y comenzó
entonces su beneficiosa relación comercial.
Y aquí se encuentra, a dos días de la vieja ciudad de Cirta, escoltado por
un grupo de hombres al servicio de Jacobo al-Tamani, buscando un depósito

Página 65
de magnesia alba del que tuvo noticia durante sus muchos vagabundeos y que,
al parecer, es el único en el mundo conocido que no está custodiado por los
soldados del emperador de los romanos.
Al-Aarbi no le quita ojo a Marcos el Griego. El hombre es pequeño,
delgado, de rostro huesudo y barba afilada. Debe de rondar los cincuenta
años, pero se desliza por la pendiente del barranco con la agilidad de un gato
callejero y la ansiedad de una fiera hambrienta.
Marcos tironea y logra soltar su manga de la zarza. Se ha hecho un buen
rasguño, pero ya está donde quería llegar. Pues, a medio camino entre la cima
y el fondo de la abrupta quebrada de roca oscura, se aprecian capas
superpuestas de blanco yeso y de algo más… Magnesia alba. Es una suerte,
porque sólo en Tesalia, en la lejana Grecia y en la no menos lejana Magnesia
de Asia Menor hay yacimientos conocidos de esta sustancia. Y uno no puede
ir a Tesalia, o a Asia Menor, y decir a los soldados del emperador: «Vengo a
por un poco de magnesia alba para fabricar fuego brillante». Así que, tras
años de viajes y pesquisas, acaba de dar con su propio yacimiento. Las capas
de yeso y magnesita destacan entre la roca basáltica como el hueso blanco
entre el desgarrón sangriento de una herida mortal. Y mortal será aquel
mineral cuando lo someta al arcano tratamiento que ha ido deduciendo y
perfeccionando a lo largo de años de estudio, y que no debe de ser muy
diferente al que usan los alquimistas del basileus en sus enclaustrados talleres
de Constantinopla: fuego, sílice y cuarzo, hasta lograr su depuración y
transmutación en un purísimo polvo que, sometido a la llama, se transforma
en rayo cegador. Ese rayo es, debe de ser, una de las sustancias que componen
la mezcla del misterioso comburente del fuego brillante. Marcos está seguro
de ello. Pero no lo está del resto de componentes. ¿Azufre? Puede ser, y quizá
también salitre. Y algo más… ¿Qué más? Cuando vuelva a Benevento con la
magnesia alba, Massar ya tendrá en su poder una muestra del comburente, y
entonces, con paciencia, arte y suerte, él logrará encontrar ese algo más.
—¿Has encontrado lo que buscas?
El grito de Al-Aarbi le llega a Marcos como desde el otro lado del mundo.
No se fía del corsario de Jacobo al-Tamani. Pero eso no es una novedad. Él,
Marcos Tersites, no se fía de nadie a excepción de Juan Keraunos.

Página 66
CAPÍTULO 18

Esa misma noche. Roma

Juan Keraunos está borracho. Un monje, especialmente uno que es el


bibliotecario del papa, no debería emborracharse. Ese reproche parece formar
parte del tremendo dolor que está empezando a notar en torno a su globo
ocular izquierdo. Pero, con reproches o sin ellos, se ha emborrachado y se ha
ido a la cama con una prostituta. No hay duda de que el camino a su salvación
es empinado y lleno de obstáculos.
Sin dejarse atrapar por la modorra, se levanta, besa en el hombro a la
chica que duerme sobre la desvencijada litera y se pone la camisa, el calzón,
las calzas, la túnica y el manto. Luego se ata las sandalias y deja una moneda
de plata extra junto al rostro de la muchacha antes de volver a besarla con
ternura en la frente y salir de la miserable habitación.
Fuera está Roma. Medio abandonada, medio derruida, medio olvidada,
pero Roma. Juan siente el frío de la madrugada como una bendición y una
penitencia. «La vida está llena de paradojas», piensa, y se encoje de hombros.
Las calles se ven vacías y sembradas de basura, escombros y maleza.
Trescientos años atrás, Roma aún pasaba de los doscientos mil habitantes, y
en su momento de mayor esplendor, en los días de los Antoninos y los
Severos, superaba ampliamente el millón. Un millón de personas… ¿Adónde
fueron? Adonde va todo en este mundo. Los grandes edificios que
asombraban a los viajeros son ahora ruinas semicubiertas por la vegetación, o,
peor aún, canteras que surten de materiales a los albañiles del presente. Y el
presente es oscuridad, piensa Juan. Sabe que está deprimido y que, en buena
parte, esa depresión es fruto del vino, del pecado y del arrepentimiento, pero
lo cierto es que la ciudad de Roma agoniza. Sin embargo, aún es Roma y
hacia ella se dirigen las miradas y las ambiciones de muchos.
El frío lo va liberando de los últimos abordajes de la borrachera. La Caput
Africae lo lleva desde Coelimonti, en la segunda región eclesiástica, hasta la
tercera, donde se alza la mole inmensa del anfiteatro Flavio. Las calles

Página 67
aledañas son ahora un lugar peligroso. Juan se encoge todo lo que puede al
pasar junto a las ruinas de los Ludi Magnus y los Ludi Dacicus, donde antaño
se adiestraban los gladiadores y que ahora son un amasijo de cabañas
destartaladas y tabernas de mala reputación. Un par de malandrines lo miran
hoscamente desde la puerta de una de ellas. Un poco más allá, en lo que fue el
Castra Misenetum, unos marineros borrachos alientan una pelea entre uno de
sus camaradas y un carnicero, también borracho, que esgrime torpemente un
pesado cuchillo de su oficio. Juan los deja atrás y el Coliseo se alza ante él
como un recordatorio de la vanidad de los hombres. Ajenos a esas
reflexiones, tenderos, alfareros, vinateros y panaderos se apresuran hacia el
anfiteatro para abrir los talleres, tiendas, panaderías, bodegas y almacenes
dispuestos entre las grandes arcadas del edificio, o bajo sus gradas. Juan
deambula entre los puestos, y en uno de ellos compra un panecillo recién
horneado. Luego pasa a las gradas y se detiene. Todo es desolación. Nada
queda del esplendor de otros tiempos, cuando en aquel lugar se reunían
ochenta mil romanos a contemplar los más fastuosos y crueles espectáculos.
Mientras come el panecillo trata de imaginar cómo fue el Coliseo antes de
su ruina. A unos cuarenta pasos, incrustada en la magna estructura, hay una
pequeña iglesia construida tres siglos atrás; y abajo, en las arenas, un
cementerio levanta sus cruces y sus lápidas donde antaño murieron mártires,
fieras y gladiadores. La mirada de Juan Keraunos se enreda en los estrechos
pasillos que separan los sepulcros: su mundo, el mundo que habita, es un
crepúsculo, una larga agonía. Pero quizá tras la agonía y la muerte venga la
resurrección.
Animado por ese pensamiento, se dirige a la iglesia, esquivando
escombros y enredadas malezas, y se postra junto al altar para rezar. Cuando
sale del Coliseo, su paso es firme. Pasa junto a la arruinada fuente de
Domiciano sin dedicarle un ápice de nostálgica atención. Juan ha tomado una
decisión: ha leído y copiado el manuscrito de Marcos sobre las sustancias
inflamables utilizadas en la guerra, y no guardará el secreto de su amigo. El
libro es demasiado precioso para que sólo beneficie a Tersites. Lo conoce
bien y sabe que venderá su sabiduría sobre tan terribles armas al mejor postor.
Él, Juan Keraunos, el único amigo de Marcos, lo librará de tal tentación
entregando el libro al papa. El santísimo obispo de Roma sabrá qué hacer con
él.
Sí, los tiempos son oscuros y temibles. En el sur de Italia, Radelchis de
Benevento y Sikenulfo de Salerno se combaten con saña y han puesto su
suerte en manos de mercenarios sarracenos que, entre batalla y batalla,

Página 68
saquean todo lo que se les pone a tiro; y lo que a ellos se les escapa lo toma el
intrigante Guy de Spoleto, que extorsiona a todos y cambia continuamente de
partido aumentando el caos. Nápoles, Amalfi, Gaeta y Sorrento no obedecen
ya al basileus y pactan y comercian abiertamente con los sarracenos, mientras
bandas de campesinos y pastores desesperados vagan por los montes como
desharrapados ejércitos de mendigos y ladrones. Por el mar, codiciosos e
implacables, llegan piratas musulmanes desde Hispania, África y Sicilia.
Ninguna isla, país, urbe o aldea parece estar a salvo de semejante plaga:
Palermo, Mesina, Tarento, Bari, Brindisi, Ancona y una docena más de
ciudades han sido conquistadas o saqueadas, y las cosas no son mucho
mejores en el norte. Allí, en el antaño poderoso reino de los francos, todo es
división y disputa, y a su calor han acudido los normandos con sus barcos
serpiente para sembrar la ruina y la desolación. Sólo el Imperio, el verdadero
Imperio, parece sostenerse, aunque a duras penas. Pues las hordas búlgaras y
los ejércitos del califa de Bagdad asedian sus fronteras, y los piratas de Creta
atacan todas sus costas mientras en Italia sólo Venecia sigue obedeciendo al
basileus, y sólo Otranto y Reggio continúan bajo su dominio directo. Pero
Constantinopla resiste.
Constantinopla… Si Roma es un montón de ruinas por las que vaga el
recuerdo de la gloria, Constantinopla es la gloria en su esplendor. Pero es el
débil, no el fuerte, el que necesita auxilio, y por eso, en cuanto se le pasen los
últimos efectos de la borrachera y la vergüenza del pecado, se presentará ante
su señor y pastor, el santo papa Sergio II, y le entregará el libro de Marcos
Tersites.
Sus pies pisan ya las piedras del puente Eliano. Al otro lado, vigilada por
la mole marmórea de la tumba de Adriano, más allá de las murallas, emerge
la gran basílica del apóstol pescador entre las ruinas del santuario de Cibeles y
del circo de Calígula. Juan se detiene en el centro del puente, fascinado, como
siempre, por aquella visión: la pesada masa de ladrillo y mármol de San Pedro
flanqueada por el mausoleo de la familia del augusto Honorio y acompañada
por las otras dos basílicas extramuros, San Pablo y San Lorenzo, y por una
multitud de pequeñas iglesias, capillas y monasterios. Todo se alza entre
restos de monumentos paganos y sobre los tejados de las chozas de los
extranjeros instalados en Roma. Juan también es un extranjero aquí. Un
extranjero que sabe y recuerda… Recuerda que la basílica de San Pedro se
levanta sobre un templo del viejo dios Apolo. ¿Servirán algún día los restos
de esa basílica como fundamento del templo de una divinidad que sustituya a
Cristo? No, eso no pasará. No debe pasar… Lentamente, dirige su mirada a

Página 69
las oscuras aguas del Tíber. Ocho puentes, algunos ruinosos e impracticables
desde hace generaciones, cruzan esas aguas y comunican las dos partes de la
urbe que un día gobernó el mundo. Esos puentes, medita Juan, son lo que
nosotros debemos ser: una senda que comunique la gloria que tuvimos con la
que debemos volver a tener.

Página 70
CAPÍTULO 19

Junio del 846. Golfo de Tarento

León Keraunos da la orden y la tripulación del Medusa se apresta para el


combate.
Combatir. No ha hecho otra cosa desde que se alistó en la marina imperial
como uno de los tessarakontarioi del emperador Miguel II. Había combatido
por mar y por tierra. Nueve años atrás, en el 837, había sido uno de los
hombres encabezados por el estratego Constantino Condomites que se
vengaron de los sarracenos de Creta por el saqueo del sagrado monasterio de
Latros. Los piratas andalusíes venían de atacar la isla de Lesbos y luego
fondearon en las costas del thema de los tracesios, desde donde cayeron sobre
los desprevenidos monjes. Ya volvían a sus naves con el botín y los cautivos
hechos entre los religiosos cuando los romanos los sorprendieron. La lucha
fue terrible y se libró tanto en tierra como sobre el mar. Aquel día, León lo
recordaría siempre, la muerte no lo soltó de la mano ni un momento. Una y
otra vez se vio en situaciones desesperadas, y una vez y otra salió de ellas
derrochando valor. Fue así como se ganó el ascenso a kentarca y como recibió
su primer dromon.
Luego vinieron más combates y más batallas. En el 839 escapó por un
pelo de la parca durante la espantosa derrota que la flota imperial sufrió en
Tasos a manos de los moros. Cuatro años después participó en la malhadada
expedición contra los piratas de Creta que encabezó el logoteta Teoctistos, y
al año siguiente formó parte del contingente naval destacado en tierra para
combatir a los ejércitos del califa de Bagdad en Mauropótamo. Aquello sí que
fue una batalla. Docenas de miles de hombres con un solo propósito: matarse
unos a otros. Si cerraba los ojos, aún podía ver las infinitas filas de los
abasíes: una línea de acero y furia, rutilante bajo el sol. Una línea de la que
brotaron antorchas humanas: hombres enloquecidos, cubiertos con trajes y
capuchas de asbesto y empapados con nafta, a los que se había prendido
fuego y que corrían hacia los romanos aullando como posesos. Muchos

Página 71
fueron abatidos en su llameante carrera con tiros de arco y honda, pero
algunos, unos pocos, lograron estrellarse contra la línea romana y sembrar el
pánico.
Fue el comienzo. Luego hubo más: cargas de caballería que se
estampaban contra las formaciones de infantería dejando tras ellas un manto
de caballos agonizantes y hombres moribundos, descargas de flechas que
ensombrecían el mediodía, gritos y órdenes apresuradas para que tal o cual
unidad sostuviera su posición o avanzara sobre el enemigo… Esas cosas. La
guerra tal y como la imaginan los hombres cuando se sientan junto al fuego y
hablan sobre ella. Pero en aquel momento, en mitad del caos de la batalla,
para León y los suyos sólo hubo rabia, miedo, sangre y confusión.
Fueron derrotados. El logoteta Teoctistos abandonó a uña de caballo el
campo de batalla. Muchos soldados y oficiales romanos se pasaron a los
árabes, y otros muchos, como el propio León, apenas lograron escapar
internándose en los bosques próximos. Aquella noche, mientras los lobos
aullaban y se peleaban por los cadáveres, León se planteó si aquella espantosa
derrota sufrida por los romanos tras el restablecimiento del culto a las
imágenes no era sino la clara señal del desagrado de Dios. ¿Pero qué podía
saber él sobre esas cosas? Se las compuso para huir, y unas semanas más
tarde ya estaba sobre la cubierta de su dromon. Como ahora.
Pisando la cubierta del Medusa, él es la fuerza y la victoria; así se siente y
así se lo transmite a sus hombres, que acaban de arriar velas y se apresuran a
armarse y ocupar sus puestos.
Los pentoskontarcas gritan la orden y un centenar de remeros hace que el
dromon se sacuda y estremezca como una fiera al pasar a la boga de ataque.
El hecatontarca revisa rápidamente el armamento y la disposición de sus
cincuenta hoplitas, y, bajo el pseudopation, Demetrio Troglita tiene preparado
el strepton para que vomite fuego mortífero.
León Keraunos sonríe enseñando los dientes, como si fuera la fiera cuyo
nombre lleva. ¡Dios santo, cómo le gusta aquella vida! Luego, durante un
instante, siente una tristeza extraña y un pensamiento fugaz lo recorre: sabe
que echará de menos todo aquello cuando logre su sueño y se retire a disfrutar
del tesoro. Al momento, sacudiendo la cabeza y recordándose a sí mismo que
es un jodido necio, estalla en una carcajada que desconcierta a su epistolenios.
León ríe aún más ante la mirada atónita de su segundo y se excusa: «¡Río
porque esos desgraciados de ahí enfrente van a mearse encima!». Pero los
«desgraciados» de enfrente tienen ideas distintas. Los almajaneques
instalados en el šīnī sarraceno lanzan dos grandes piedras que por poco no

Página 72
revientan la proa del Medusa, y que levantan una gran rociada de agua al
tiempo que una granizada de flechas repiquetea sobre la cubierta del dromon.
Aquí y allá, algunos de los hombres del hecatontarca gruñen o gimen bajo los
dardos que impactan en sus escudos, y una de las flechas va a clavarse a tres
dedos de la mano que León tiene apoyada en el pasamanos de la regala. El
juego ha comenzado.
Demetrio siente como el candente líquido sube por el tubo de bronce que
empuña, y como prende al entrar en contacto con el comburente en la boca
del dragón. Un largo rayo ígneo dibuja un arco de fuego y alcanza al šīnī, uno
de los dos barcos que tratan de abordarlos. El otro, un ghurãb más pequeño y
más ágil, maniobra para atacar al Medusa por el otro lado.
Demetrio se olvida del ghurãb y se concentra en el šīnī. Observa que éste
lleva, además de dos almajaneques, un anabib lanzador de fuego líquido.
Demetrio sabe que esos ingenios no son tan eficaces como un strepton
romano, y que el fuego que lanzan es una broma comparado con el que él
acaba de proyectar. Pero aun así es muerte, y la ve venir.
El largo chorro propulsado por el anabib prende en la proa y el tajamar
del Medusa, pero sólo salpica al pseudopation tras cuyos gruesos tablones se
parapetan Demetrio y sus hombres. Aquello basta para meterles miedo, y al
miedo se le gana con rabia. Así que Demetrio aúlla, ordena una nueva carga y
sus hombres calientan y bombean la mezcla para que su sifonario la prenda.
Los sarracenos que manejan el anabib quedan envueltos en llamas, y en un
instante todo son gritos, carne consumida y sangre burbujeando en las
entrañas que estallan por el insoportable calor.
Pero sigue la batalla. Desde el šīnī y el ghurãb llueven flechas, dardos y
ardientes proyectiles rellenos de nafta. La cubierta del Medusa es un caos
cuando el ágil ghurãb logra aproximarse y, tras arrojar sus pasarelas de
combate, vomita cien guerreros hambrientos de batalla sobre los cincuenta
hoplitas del hecatontarca.
León Keraunos maldice y grita al pentoskontarca de la primera cubierta
que ordene a sus hombres dejar los remos y tomar las armas para ayudar a los
soldados del hecatontarca. Los remeros no van equipados como los hoplitas,
con cotas de malla, yelmos, escudos y lanzas; sólo con capacetes de cuero,
gambesones de lino y armas ligeras. Aun así, son capaces de igualar la batalla
sobre la cubierta del dromon.
Pero no por mucho tiempo. Ardiendo y todo, el segundo de los barcos
enemigos, el enorme šīnī, ha logrado pegarse al otro costado del dromon y lo
está abordando. Marineros y guerreros sarracenos iracundos saltan de su

Página 73
incendiado navío al Medusa. Ahora, los musulmanes superan ampliamente en
número a los romanos.
Se combate con la desesperación y la ferocidad que da saber que se vence
o se muere. Demetrio ve como una docena de sarracenos carga sobre el
pseudopation corriendo sobre la cubierta. Tiene el strepton a punto y ordena
hacer fuego. Es un disparo a bocajarro. Una jodida locura. Los enemigos
arden, pero también lo hace el dromon, y algunos de los enloquecidos
atacantes, envueltos en llamas, se les echan encima. Demetrio salta a un lado
para evitar una de aquellas teas vivientes y, en el mismo movimiento, le da
una patada y la arroja por la borda. Ya tiene la corta espada en la mano y
junto a él están Juan y Manuel, sus sirvientes de sifón, con las lanzas
dispuestas. ¿Van a morir? Puede, pero lo harán matando.
Muchos mueren y matan. León Keraunos no tiene reparos en hacer esto
último. Su espada es un azote de acero y los piratas que tratan de encaramarse
al krabattos del dromon ven amputadas sus manos, sus cabezas, sus vidas.
León chilla, ríe y hasta canta incomprensibles canciones. Pero, aun así,
mantiene el control y da órdenes: «¡Hecatontarca, forma a tus hombres en un
muro de escudos y barre hacia proa!».
El muro de escudos de la infantería de marina romana acuchilla, alancea y
empuja a los sarracenos que tiene enfrente hacia la proa. Allí están Demetrio
y sus muchachos, que, rechazado el primer ataque, han soltado las lanzas y
vuelven a tener preparado el strepton.
Los sarracenos comprenden. Antes de que el fuego brote de la boca del
dragón, arrojan las armas y se rinden. El hecatontarca no pierde el tiempo:
deja que Demetrio los mantenga bajo control apuntándoles con el strepton,
cuyo bronce está tan caliente que brilla con fuerza aún en pleno día, y hace
girar a su muro de escudos hacia la popa.
Aquello va a ser más duro. Los moros de ese lado no pueden ser
empujados contra la boca de ningún strepton, y además hay que darse prisa:
el šīnī que está ardiendo amenaza con incendiar por completo al Medusa.
León grita a su epistolenios que formen una escuadra y apaguen los
incendios que ya consumen la cubierta. El segundo al mando se apresura y
dirige a los improvisados bomberos para que viertan vinagre y orines viejos
sobre los fuegos o los asfixien golpeándolos con esteras de esparto. Ésa es su
lucha, y la de León está junto a su hecatontarca. De un salto se coloca a su
lado en la primera fila del muro y embraza el escudo que alguien le tiende.
Están a nueve pasos de los primeros enemigos, y sus ojos se clavan en los del

Página 74
que parece el jefe de los sarracenos. Es un hombre duro. León Keraunos
también lo es.
Chocan escudos, lanzas y espadas. Las entrañas se derraman sobre la
madera y hombres salvajes se matan sin tregua sobre un barco en llamas.
Matan y matan. El muro de escudos romano va ganando terreno y los
oponentes retroceden. Es el final. O el principio, según se mire. León aúlla
por el triunfo y clava la larga hoja de su espada en el rostro de un sarraceno.
Los romanos cantan un peán de victoria, y los moros son encadenados
mientras el epistolenios termina de sofocar los incendios. León Keraunos
ordena que se aprese el ghurãb amurado al Medusa y que se empuje lejos al
šīnī para que sus llamas no prendan en el dromon.
No está mal: un barco enemigo destruido, otro apresado y dos
tripulaciones corsarias que no asolarán más los mares ni las costas del
Imperio. Han perdido veintisiete hombres, pero los sarracenos se han dejado
sesenta y seis sobre el Medusa y un par de docenas más que flotan en las olas
o se consumen sobre el šīnī. El resto, doscientos cuarenta y dos hombres, son
ahora sus cautivos, y León, como todos los demás, ya no tiene cabeza para
pensar en el miedo que ha pasado; sólo para calcular a cuánto ascenderá su
parte cuando los piratas sean vendidos como esclavos. Así de ligero es el
aleteo de la diosa Victoria, que con su brillo hace olvidar a los hombres el
pálido rostro de la muerte.

Página 75
CAPÍTULO 20

Ese mismo día. Tahert

—Cuentan que la ciudad nueva, Tahert o Tiaret, la Leona, recibió su


nombre del imán y califa Abderramán el Rustamita. Dicen que estaba orando
en mitad de la floresta del cerro donde ahora se levanta la ciudad, y que al
terminar y levantar los ojos vio a un león que había estado observándolo, y
que en ese momento, con el eco de las últimas palabras, desapareció en la
espesura. Entonces, Abderramán exclamó: «¡He aquí una ciudad en la que la
sangre no dejará de fluir y desde la que podré guerrear sin descanso!».
Ingvar aprecia una buena historia. Ciertamente, el lugar es tan imponente
como un león, y su aspecto, fuerte y amenazador, no deja duda sobre su
propósito de hacer la guerra contra quien se enfrente a sus señores.
Pero no se trata de una ciudad, sino de dos: la nueva y la vieja. La vieja se
alza en la empinada ladera de la montaña que queda a su derecha; por ésta
baja un rumoroso río que penetra en la ciudadela y sale de ella
tumultuosamente, despeñándose en pequeñas cascadas, para luego serenarse
en un estrecho valle cerrado por un segundo cerro. En ese cerro, que queda a
la izquierda, se levanta la ciudad nueva, más grande pero menos imponente.
La vieja posee grandes murallas con cimientos antiguos, de sólida piedra, y
elevadas torres equidistantes que son escoltadas por torrecillas semicirculares.
Mohamed señala a Ingvar las puertas de la vieja ciudad, defendidas por
albarranas con adarves. Luego dirige su atención al valle, un vergel regado
por el ahora sereno Wadi Tiaret donde abundan las huertas y los frutales.
Pasado el río se elevan el cerro y la ciudad nueva, cuyos muros aparentan
menor robustez.
—La ciudad nueva acoge los zocos más ricos, y en ella viven la mayoría
de los comerciantes, artesanos y campesinos —explica Mohamed.
—¿Y la vieja?
—Allí vive el imán y califa Abu Said Aflah, quien gobierna a los ibadíes
de Tahert desde hace veintitrés años. Junto a él están sus familiares, sus

Página 76
nobles, sus guardias y los hombres más opulentos y estimados del reino.
—¿Dónde vive Jacobo al-Tamani?
—En la ciudad vieja. Pero no creo que sea prudente que nos dirijamos
directamente a ella. Yo iría primero a la nueva.
—¿Por qué? —pregunta Ingvar, suspicaz.
—Porque es lo que haría un comerciante recién llegado de al-Andalus, y
se supone que yo soy eso.
—¡Ja, eres tan astuto como un lobo en mitad del invierno!
Mohamed reprime un gesto de hartazgo. ¿Qué hay de astuto en actuar
como se supone que uno debería actuar? Luego se recuerda que su señor es un
bárbaro del septentrión y que, al parecer, el sombrío norte no engendra
hombres especialmente sabios. De inmediato, se da cuenta de que en su
pensamiento se ha formado, sin coacción alguna, la palabra «señor», y se
maldice por ello.
—Entraremos en la ciudad nueva, depositaremos las mercancías que
traemos y nos alojaremos junto a otros comerciantes —explica pacientemente
—. Luego preguntaremos por Jacobo al-Tamani, le enviaremos un mensajero
pidiéndole que nos reciba y trataremos de llegar a un acuerdo con él.
—¿Trataremos?
Mohamed se tensa al ver como se oscurecen los azules ojos de Ingvar,
pues sabe que eso suele anteceder a su cólera.
—Jacobo al-Tamani es un hombre rico e influyente. El califa Abu Said
Aflah lo tiene en estima y le pide consejo. Aquí, en Tahert, debe de haber no
menos de tres mil soldados al servicio de Abu Said Aflah, y nosotros somos
sólo nueve. Si la cuenta no fuera lo bastante clara, añadiré que el propio
al-Tamani tiene a su servicio numerosos hombres de armas, pues entre sus
negocios está el de ser armador de barcos corsarios.
Mohamed se vuelve a sorprender de su propia osadía. ¿Es que tiene prisa
por morir? Pero Ingvar lo mira con una chispa de picardía en los ojos y una
sonrisa que se abre paso en su enmarañada barba.
—Cada día me gustas más, viejo Mohamed. Eres astuto, lo creas o no. De
hecho, probablemente eres más astuto de lo que crees, pero menos de lo que
yo sé que eres. Eso es importante, Mohamed. Reflexiona sobre ello. Vivirás
más.
Y, sin decir más, deseoso de romper el silencio haciendo algo, Mohamed
los encamina hacia la ciudad nueva. Los campos que atraviesan parecen el
paraíso: higueras, ciruelos, cerezos, melocotoneros, membrillos, granados,
naranjos y limoneros crecen por doquier, y las huertas, bien cuidadas, ofrecen

Página 77
todo tipo de verduras. Avanzan y cruzan el Wadi Tiaret, y luego enfilan la
pendiente del cerro.
Ahora no están solos. Un río de gente ocupa con ellos el camino que
asciende: campesinos con sus burros cargados de legumbres o fruta, mujeres
y niños arreando ovejas, cabras o gallinas, comerciantes voceando sus
mercancías o vigilando a los camellos y mulas que las transportan… Un
enjambre de personas y animales trepa hacia las puertas de la ciudad.
La pequeña comitiva, formada por Mohamed y sus falsos sirvientes y
guardias, dobla el último giro del camino que lleva a las puertas. Ingvar
observa que la multitud está formada por gentes de muchos pueblos y razas:
nervudos campesinos y nómadas bereberes; esclavos y hombres libres negros
como la noche; viajeros árabes llegados de Siria e Iraq; cristianos coptos de
Egipto parloteando en su incomprensible idioma; afariqas, también cristianos,
pero procedentes de las montañas cercanas y que aún hablan la vieja lengua
latina; comerciantes andalusíes de brillantes vestiduras; judíos llegados de
todos los países de la Tierra; esclavos eslavos de claros ojos, piel y cabellos;
mercaderes romanos venidos desde Constantinopla para vender seda, libros,
vino y aceite… Todo el mundo parece querer ir a los zocos de Tahert y, de
paso, armar un escándalo que aturda los oídos de Ingvar, que lo mira todo con
atención y maravilla. De tanto en tanto, de reojo y con satisfacción, echa una
rápida mirada a su boquiabierto sobrino Leif, y siente como se le alegra el
espíritu: Leif está viendo mucho mundo, y eso, con el tiempo, hará de él un
buen jefe de hombres. Pero ahora, el bullicio crece a cada paso y las torres de
Tahert se alzan sobre el cielo enfurecido con los rojos del ocaso.
—¿Siempre va tanta gente a comerciar a Tahert? —pregunta Ingvar a
Mohamed.
—Es una ciudad próspera, y su señor, Abu Said Aflah, garantiza
seguridad e impuestos moderados.
Ingvar asiente mientras repasa con los ojos bien abiertos la marea humana
que los envuelve y empuja.
—Cuando yo sea rey, allá lejos, en el norte, haré otro tanto: ofreceré
seguridad y bajos impuestos a todos los mercaderes que vengan a comerciar a
mis tierras.
—Si así lo haces, señor, prosperarás.
—Sé que estoy un poco loco, pero un buen rey tiene que estarlo si quiere
ganarse un trono desde el que reinar, ¿no te parece?
Por un instante, Mohamed está a punto de lanzar una pulla y replicar: «Me
parece que, efectivamente, estás loco de remate». Pero se contiene a tiempo y

Página 78
dice algo más prudente:
—Las empresas arriesgadas requieren arrojo, señor.
—¿Empresas arriesgadas? ¿Así llamas tú a la locura? ¡Ja, ja, ja! Debajo
de esa mollera tuya hay un sabio taimado.
Mohamed no contesta. Están cerca de la puerta de la ciudad y los guardias
los observan. Sin duda, el tamaño y el aspecto de Ingvar y los demás norteños
les han llamado la atención.
Lo que le llama la atención a Ingvar son las defensas de la nueva Tahert.
Las dos grandes torres que flanquean las puertas están unidas por un lienzo de
muralla que no ofrece una superficie plana, sino que se ha construido a partir
de dos arcos apuntados y ciegos. Arriba, el camino de ronda está cubierto y en
las torres se abren troneras que permitirían a los defensores repeler ataques
contra su base.
Los guardias interpelan a Mohamed y éste se enreda con ellos en una
larga conversación. Ingvar, que lleva días tratando de aprender de Mohamed
algo de árabe, trata de seguirla, pero abandona el intento. Entre risas,
exclamaciones, saludos y monedas de plata diestra y disimuladamente
distribuidas entre los guardias, Mohamed logra al fin que los dejen pasar y
todos se apresuran a seguirlo. Las puertas dan acceso a un pasaje curvo, e
Ingvar se asombra del ingenio de los constructores: si alguien violara la
entrada, se vería obligado a girar y a desproteger su flanco, y allí se
encontraría con la muerte, pues, desde las troneras de los muros que ciñen el
pasaje, los defensores coserían a flechazos a los atacantes. Éstos estarían
obligados a reducir la velocidad de su ataque para encarar el último tramo del
paso, al final del cual se toparían con una segunda e inesperada puerta. Una
trampa mortal.
Pero la trampa está abierta gracias a las sonrisas y las monedas de
Mohamed. Ingvar sonríe también, pues al fin y al cabo sabe que ahora mismo,
mientras entran en Tahert, están en manos de Mohamed. Y el peligro siempre
lo hace sonreír. ¿Qué podría impedir a Mohamed ponerse a gritar que está
rodeado por una banda de paganos salteadores, y hacer que cayera sobre ellos
toda la jodida guardia del califa? Se lo impide sólo una cosa. Algo que él
mismo no sabe, pero que Ingvar, como buen jefe que es, sí conoce: Mohamed
es ahora su hombre. Un hombre que no lo traicionará y al que él, Ingvar,
recompensará con tantas riquezas que el viejo comerciante llorará de pura
codicia. Porque Mohamed ya no es su cautivo, sino uno de los suyos, y el
honor de un señor se mide por lo que es capaz de repartir entre los suyos.
Ingvar Bjorson es un hombre que ansía el honor.

Página 79
CAPÍTULO 21

Al día siguiente. Cerca del estrecho de Mesina

El barco que lleva a Aretí es un keletes napolitano, un mercante tan apto para
comerciar como para combatir. Sobre el papiro, el dux y magister militum de
Nápoles es un fiel servidor del basileus de los romanos; sobre la realidad, un
pergamino menos fácil de rellenar; es un señor que ha creado un principado
independiente sobre un diminuto pedazo del Imperio.
Independiente y rico. Nápoles, al igual que sus vecinas, Amalfi, Gaeta,
Sorrento y Salerno, se ha enriquecido con el comercio y suele aprovecharse
de todos los mercados: los de la Italia más o menos sometida a los francos, los
imperiales y los de los sarracenos. Se dice que el oro no tiene patria ni rey, y
los napolitanos han medrado al amparo de dicha máxima.
Aretí también quiere medrar. Otranto es pobre y Nápoles rica, según le
han dicho. Desde ella podrá llegar a Roma, y Roma, pese a su estado ruinoso,
sigue siendo la mayor ciudad de Italia. Por tanto es un lugar donde la plata
tiene los pies ligeros.
El viento sopla fuerte. Las velas del barco están tensas, y las salpicaduras
de espuma alcanzan el rostro de Aretí mientras el sol, que decae, se le enreda
en los cabellos.
Por el rabillo del ojo ve al caballero franco de anchos hombros y elevada
estatura que, como ella, tiene pasaje. Ha preguntado su nombre a los
marineros: Hrodland. Es un peregrino que regresa de Jerusalén tras haber
expiado un crimen. Unos dicen que un asesinato, el de su propio hermano;
otros aseguran que en realidad mató a su vecino, y otros que no asesinó a
nadie, sino que saqueó una iglesia; según algunos, su crimen fue violentar a
una virgen del Señor. Quizá, piensa Aretí, no sea uno solo de esos crímenes,
sino todos a la vez, los que ha expiado el franco de ojos de hielo que, como
ella, mira al mar. ¿Quién puede saberlo? Aretí es buena observadora, y lo que
sí sabe es que aquel silencioso caballero es un hombre acostumbrado a matar
y al que no le falta la plata. Sus manos, enormes, están llenas de cicatrices, y

Página 80
su pálido rostro está cruzado por una línea aún más pálida que dejó allí un tajo
de espada. Un manto negro bordado en oro, un jubón de piel de marta, una
túnica corta de lino con flecos de seda roja, unas calzas negras sujetas con
ligas cruzadas y unas botas de hebillas plateadas proclaman que es un noble; y
si no lo proclamaran las elegantes prendas, lo haría la gran espada de
empuñadura de plata que duerme en una vaina guarnecida de oro y sujeta a un
rico cinturón.
Aretí se obliga a no seguir espiando al guerrero franco y mira al vinoso
mar. Entonces ve algo: una vela latina que navega de bolina y se les
aproxima. No es la única que la ve. Arriba, en lo alto del mástil principal, el
vigía grita su sorpresa y su miedo: «¡Sarracenos! ¡Piratas sarracenos!».
Las manos de Aretí se crispan sobre la madera que le sirve de resguardo y
se apresura a ponerse a cubierto. Pero no hay sitio donde hacerlo en un barco
mercante a punto de ser abordado por los piratas. Está paralizada. A lo lejos,
como mandíbulas de monstruos de piedra, se ven las tierras junto al estrecho
de Mesina. A un lado y otro del peligroso paso están Mesina y Reggio. La
primera es un nido de corsarios; la segunda aún se mantiene en manos de los
romanos, pero arruinada tras un duro saqueo y sin apenas guarnición que la
defienda o que mantenga abierto el estrecho para las naves cristianas. Aretí lo
sabe, el capitán de su barco lo sabe, todos lo saben… Pero, aunque todos lo
saben, también saben que Nápoles comercia bajo mano con los sarracenos de
Sicilia que comanda el emir Ibrahim ibn Abd Allah, con los aghlabidas
tunecinos que encabeza el emir Mohamed y hasta con los ingobernables
piratas bereberes de Tarento, liderados por Khalfûn. Por eso se supone que
sus barcos no son atacados por los musulmanes. Eso supuso ella también, y
por eso compró su pasaje a Roma en un navío napolitano: porque era seguro.
Pues parece que ya no lo es. El barco sarraceno ayuda al viento con sus
remos y ella sigue allí, estúpidamente paralizada, con las manos crispadas
sobre la madera y los ojos tan abiertos que le duelen.
Puede que pronto dejen de dolerle. El navío pirata brinca sobre las olas y
los marineros napolitanos dejan de hacer ondear los estandartes del dux de
Nápoles, inútiles para protegerlos del inminente abordaje, y empuñan arcos,
lanzas y hachas.
Entonces, alguien le posa una pesada mano sobre los hombros y eso
rompe su parálisis. Gira la cabeza y sus ojos se encuentran con la mirada del
guerrero franco. El rostro del hombre es como acero congelado. La fea
cicatriz que lo parte parece palpitar, y sus largos cabellos están salpicados de
agua marina.

Página 81
—Mi señora, será mejor que te pongas tras de mí —le dice en un latín
duro y apenas comprensible. Al comprobar que ella sigue quieta y con las
pupilas dilatadas, insiste en un griego todavía más lastimoso—: Ponte detrás
de mí. Vamos a retroceder hasta la popa.
Mientras lo hacen, los sarracenos embisten al barco y los elementos
parecen confundirse. El cielo y las olas se tornan un mismo sinsentido
atravesado por gritos de guerra y de muerte. El tiempo se vuelve tan espeso
como los charcos de sangre que los pies pisotean, o se acelera al estruendo del
acero. Pues el tiempo ya sólo es lo que antecede a la muerte.
Un sarraceno, el mismo que acaba de abrirle el vientre al sirviente
armenio de Aretí, carga sobre ellos lanza en ristre. Hrodland, el caballero
franco, desenvaina su larga espada: una llamarada blanca que recoge el fulgor
del sol y que gira y silba, como si tuviera vida propia, antes de abatirse sobre
la lanza enemiga y desviarla para luego destrozar el rostro del pirata.
Hrodland se ha criado así: matando. Nació en Sajonia, de padre sajón y
madre franca. Su padre fue consagrado a Wodan y Thor en los días en que el
pueblo sajón combatía a muerte contra Carlomagno. Luego, cuando el
emperador se impuso, fue bautizado y creció bajo la cruz y la espada.
Heredero de un extenso dominio, se casó con la hija de un obispo franco y de
esa unión nació Hrodland, el guerrero. Hrodland, uno de los caballeros de la
comitiva armada de Lotario, hijo de Ludovico y nieto de Carlomagno.
Aventuras, batallas, viajes…, y también plata, tierra y honores. ¿Y luego?
Luego una mujer, y la traición, la condena y el exilio. Así llegó a Roma,
donde su espada mostró otra vez lo que valía y terminó siendo el capitán de la
Schola sajona del papa Gregorio IV. Hrodland era de nuevo un hombre rico y
temido, pero no podía olvidar, y el santo padre lo envió entonces a Jerusalén.
Para que olvidara. Su nombre y el nombre de la mujer que amó, que lo
traicionó, que lo llevó al crimen y al deshonor. Cristo lo ha perdonado, y él,
Hrodland, se sabe limpio aunque no logra olvidar. Pero mata con el alma
serena.
Y lo hace bien. Matar, como todo en este perro mundo, se puede hacer
bien o mal. Hrodland lo hace bien, eficientemente, implacablemente, sin
titubeo. Pronto, a sus pies, se juntan los cadáveres y se arrastran los
agonizantes y los heridos, y los sarracenos dejan de lanzarse sobre ellos para
observarlos con recelo. Ahora, como una manada de lobos, los rondan sin
atreverse a pasar al ataque, y Hrodland les escupe en desafío.
A ella, a Aretí, no le queda saliva para tragar, así que ni se le pasa por la
cabeza escupir. Los marineros napolitanos están muertos, o se mueren, o son

Página 82
empujados al barco moro. Sólo ellos, la danzarina romana y el guerrero
franco, se oponen todavía al destino que parece haberles sido reservado:
muerte o esclavitud.
—Ríndete.
La exigencia no ha sido gritada, sino dicha en un tono normal, mesurado
incluso. Aretí mira al hombre que la ha pronunciado: un sarraceno de rostro
anguloso y pálido. Se sorprende; siempre había imaginado a los sarracenos
morenos y de mirada ardiente, pero aquél, el que ha ordenado a Hrodland que
se rinda, es tan blanco y de ojos tan fríos como el franco.
—Te he dicho que te rindas. Hazlo u ordenaré que os cosan a flechazos.
—¿Y quién me lo ordena? —pregunta, desafiante, Hrodland.
—Abu Massar al-Asturqi.
Hrodland conoce ese nombre. Aretí también. Es el jefe de mercenarios del
príncipe Radelchis de Benevento. ¿Qué hace allí? Aretí sabe que Massar no
sólo es un mercenario, es también un jefe pirata con barcos propios anclados
en Tarento. Se cuentan muchas cosas sobre Massar al-Asturqi en las tabernas.
Pero no se van a quedar a conocer más cosas sobre él. Hrodland,
súbitamente, se vuelve hacia ella, la carga en brazos y saltan al mar.

Página 83
CAPÍTULO 22

Ese mismo día. Basílica de San Juan de Letrán, Roma

Sergio II, centésimo segundo obispo de Roma, santo entre los santos
patriarcas, es un hombre agotado y enfermo. Apenas puede andar, pues la
artritis y la gota lo están matando. Pero allí, en el altar de la gran iglesia, con
finas vestiduras blancas bordadas en oro, con los hombros cubiertos por una
estola con tachuelas doradas y teñida con púrpura de Tiro, y con el báculo en
la mano, aún parece lo que es: uno de los poderes de este mundo y una de las
llaves del otro.
El aire y los mármoles de la basílica de Letrán parecen temblar a la luz de
las incontables velas. Entre las columnas que soportan las bóvedas y separan
las naves del áureo edificio, hay tendidos ricos lienzos de seda blanca y
púrpura bordada con hilos de oro. Sobre el altar penden coronas votivas y
relucen cálices, patenas y jarras de oro adornadas con amatistas y ópalos. Se
dice que, bajo ese altar espléndido, se custodian el arca de la alianza del
templo de Jerusalén y otros tesoros jerosolimitanos que fueron depositados
allí por Constantino el Grande cuando cedió Letrán al obispo de Roma. Debe
de ser cierto, pues la buena fortuna y el poder han acompañado a los obispos
romanos desde entonces, y, conforme a ello, el altar está rodeado por
resplandecientes imágenes de oro que representan a Cristo Salvador, a su
Madre y a san Juan Bautista, y por telas aún más deslumbrantes donde las
perlas y las piedras preciosas mezclan su brillo con los destellos de la plata de
los evangelios que reposan en los ambones.
No lejos del santo padre vigilan sus guardias. Ser obispo de Roma implica
convivir con el peligro. El propio Sergio comenzó su pontificado, veintiocho
meses atrás, con sangrientas luchas callejeras. El mismo día en que los nobles
de Roma lo eligieron papa, una turba de mendigos y labradores proclamó
también papa a un archidiácono llamado Juan. Hubo riñas y peleas, y, al cabo,
combates a espada, hasta que el tal Juan fue capturado y Sergio consagrado
pontífice apresuradamente.

Página 84
Sergio era astuto. Había nacido en una casa noble de Roma y medrado
desde chico en la iglesia. Primero en la Schola Cantorum, donde su potente y
dulce voz llamó la atención; y luego, paso a paso, a través de toda la jerarquía
eclesiástica hasta llegar a cardenal presbítero de San Martín y San Silvestre.
Por eso mismo, porque había vivido mucho, sabía que las prisas no eran
buenas. En el 824, uno de sus antecesores se había sometido al emperador de
los francos en la cuestión de la elección y aceptado que, para que ésta fuera
legal, necesitaba de la aprobación del emperador antes de que el elegido fuera
consagrado papa. Así que, según la constitución romana, él, Sergio, segundo
de su nombre en la sede de San Pedro, podía ser tenido por un usurpador de la
cátedra episcopal. Mejor ser prudente y no castigar con la muerte a su rival
Juan, al que mostró su piedad salvándolo de ser despedazado y enviándolo al
exilio.
No fue suficiente. En el norte reinaba el emperador Lotario, nieto de
Carlomagno, y envió a Roma a su hijo, Luis el Joven, rey de los lombardos, al
frente de un ejército que recordara al nuevo papa que sólo él, el emperador de
Occidente, tenía derecho a sancionar su elección y permitir su consagración.
Fueron días duros para Roma y para su obispo. Luis el Joven vino a la
cabeza de una tropa formada por caballeros francos y lombardos que se abatió
sobre los campos robando, violando y asesinando, como si en vez de en la
tierra del papa estuvieran en país conquistado.
Sergio tuvo beatífica paciencia. Se la sugería el hecho de que los catorce
numeri de la milicia romana y los tres de la Schola Saxonum, la Schola
Francorum y la Schola Frisonorum sumaban seis mil ochocientos hombres,
mientras que las fuerzas reales reunían un ejército que pasaba de los doce mil.
Las matemáticas son así: inspiradoras de súbita tolerancia y bonhomía.
Para colmo, llegaron al poco Guy de Spoleto y Sikenulfo de Salerno, un
duque y un príncipe de la Longobardia Menor que afirmaban, cuando les
convenía, ser vasallos del emperador Lotario y de su hijo Luis, y que sumaron
sus tropas a las de este último.
Sergio, santo entre los santos, mantuvo su paciencia y su virtud incluso
ante Drogo, arzobispo de Metz, hijo de Carlomagno y la bestia más diabólica
que imaginarse pueda. Drogo acompañaba al rey Luis, y junto con el obispo
Ebbo de Reims hizo todo lo posible para que le fuera arrebatada la sede de
San Pedro. Pero hasta con él pudieron la paciencia y la santa astucia de
Sergio. Pues, aunque Drogo y Luis lo instaron a prestar juramento al
emperador y al propio rey, se mantuvo firme y evitó hacerlo excusándose con
esto y con lo otro, y soportando los saqueos, las amenazas y las presiones…

Página 85
Al cabo, cansado e inquieto por volver al norte, Luis aceptó lo que Sergio
ofrecía: jurar como emperador a su padre, Lotario, y coronarlo y ungirlo a él,
Luis, como rey de Italia y de los lombardos. A cambio, Sergio sería aceptado
por Lotario como papa debidamente consagrado.
Así se hizo. El 15 de junio de 844, Sergio esperó a Luis en lo alto de la
escalinata que llevaba a las puertas de plata del atrio de San Pedro. Los
numeri de la milicia romana y de las scholae de guardias extranjeros
formaban haciendo ondear sus estandartes, mientras que los duques, condes y
tribunos de la nobleza romana y los proceres cleri, los siete hombres que
auxiliaban al papa en el gobierno de Roma, se disponían a ambos lados del
pontífice. Sergio estaba apoyado en su báculo de plata y alentaba a Luis con
una beatífica sonrisa cargada de maliciosa satisfacción mientras el monarca
subía la escalinata tal como lo hiciera su bisabuelo, el gran Carlomagno, en el
774: besando cada uno de los escalones que lo llevaban hasta el santo obispo
de Roma. Cuando el rey de los lombardos llegó ante el pontífice y pudo
alzarse, tenía la cara roja de cólera, y Sergio, ensanchando la sonrisa y
haciéndola pasar de la beatitud a la soberbia, lo abrazó y lo tomó de la mano
para conducirlo a través de las argénteas puertas hasta el Paradisus, el
columnado atrio cubierto por una cúpula de bronce donde rumoreaba una
fuente. Allí, bajo la cúpula, se detuvieron ante la gran puerta que daba acceso
a la nave principal de la basílica.
La puerta se abrió y Luis y el papa entraron. La Schola Cantorum entonó
himnos de alabanza y el esplendor de San Pedro aturdió al rey. Cinco naves se
desplegaban ante sus ojos. Ciento cinco grandes columnas de mármol
sostenían las bóvedas. Arriba se abrían, a cada lado del magno edificio, once
grandes ventanas de medio punto, y la luz que se colaba por ellas jugaba con
los coloridos mosaicos y mármoles que pavimentaban el suelo. Avanzaban, el
obispo y el rey, entre arcaicos fragmentos de estatuas e inscripciones romanas
incrustadas en las paredes, entre piedras preciosas, oro y plata que destellaban
y se enredaban con los cantos y el incienso. Ante ellos se alzó el arco triunfal
en que desembocaba la nave principal y que recordaba el triunfo de san Pedro
a través del martirio. Tras él se hallaba el ábside, adornado con mosaicos que
representaban a Constantino entregando la basílica a san Pedro, y el gran altar
rodeado por seis columnas salomónicas de pórfido que habían sido traídas
desde las ruinas del templo de Jerusalén. Bajo el altar, una escalera llevaba a
la sagrada cripta donde se hallaba el sarcófago de bronce dorado que
albergaba los restos de Pedro. Sobre él relumbraba una gran cruz de oro
macizo, alta como un hombre, donada por Constantino y su madre, santa

Página 86
Elena. La cripta estaba revestida de bronce y en ella había lámparas siempre
encendidas, además de tanta plata, tanto oro y tantas piedras preciosas que los
sentidos se confundían. En aquel fabuloso lugar se postró Luis, y oró guiado
por el sucesor del santo que yacía bajo el sarcófago y la cruz. Luego emergió
de la cripta tras el papa, y junto al altar, entre las columnas de pórfido,
amedrentado por tal grandiosidad, fue coronado por la mano del pontífice con
la corona de los lombardos, y ungido con santo óleo para manifestar la
condición sagrada de su monarquía. Por último, el papa le ciñó una larga
espada en vaina de oro y piedras preciosas. Luis, casi en éxtasis, bajó los ojos
hacia la formidable arma: la espada que Pedro le entregaba para que
defendiera Italia de los ataques de los infieles sarracenos, y para que con ella
guardara a la verdadera y única iglesia: la que él, Sergio, dirigía como buen
pastor. Un pastor que le había puesto sobre la frente la corona y ceñido al
costado la espada, dejándole claro que era él, Sergio, quien elegía reyes, y no
los reyes quienes elegían papa.
Ese día, justo ese día, llegó Juan Keraunos a Roma. Y fue en ese
momento, con la basílica de San Pedro atestada de bárbaros guerreros francos
y lombardos, iluminada por innúmeras velas y adornada por las riquezas de la
tierra y los cantos celestiales, cuando supo que serviría fielmente a aquel
anciano gotoso y artrítico que era Sergio II. Lo decidió así porque Luis era
soberbio y poderoso, un rey en la plenitud de su fuerza, mientras que Sergio
sólo era un sacerdote, un obispo de una ciudad arruinada. Y, sin embargo, él
se había impuesto.
Juan se sintió entonces en paz y también en éxtasis. Mientras la Schola
Cantorum seguía bañando con cantos los mármoles de la basílica, Sergio,
renqueante, tomado de las manos por el primicerius y el secundicerius, fue
llevado hasta su silla: una antiquísima silla gestatoria romana adornada con
placas de marfil donde se habían representado los trabajos de Hércules.
Sentado en ella, el papa recordó al rey Luis sus deberes para con Dios, la
Iglesia y los hombres.
Juan Keraunos no era lego en ceremonias. Había asistido a la Magnaura y
a la sala del trono de Salomón en el sacro palacio de Constantinopla, y allí
había visto más riquezas, maravillas y gloria de las que pudieran imaginarse
siquiera en la arruinada Roma. Pero no eran el oro ni la plata los que hacían
emocionante la coronación del rey Luis, sino el místico poder que parecía
vibrar en los acuosos ojos del anciano y en sus manos deformadas.
Juan, después de casi dos años, sigue sintiendo que aquel místico poder
continúa habitando en su señor, el papa Sergio. Ahora, en el interior de otra

Página 87
basílica, la de Letrán, Omnium urbis et orbis ecclesiarum mater et caput, la
seda y la púrpura parecen fluir a lo largo de los intercolumnios como para
significar que Dios sigue haciendo emanar su gloria de las inútiles y
retorcidas manos de un anciano empeñado en proclamar que Roma, aun
arruinada y débil, perdurará mucho más allá que los poderosos reinos que la
agobian y amenazan.
Keraunos espera a que todo termine y luego se acerca a un gigantesco
miembro de la Schola Frisonorum, a quien pide que avise a su oficial para
que lo dejen pasar al vestidor del papa. No es fácil: nobles, obispos y abades
rodean al pontífice o aguardan el momento de hablar con él. La luna ya
emerge cuando al fin puede postrarse ante el santo Sergio. El anciano está
agotado y tiene la mirada perdida mientras su vestiarius se afana en guardar
en los cofres las vestiduras, las joyas y los objetos usados durante la
ceremonia. Juan saluda al vestiarius con una profunda inclinación antes de
que el papa repare en su presencia y le sonría. El anciano lo estima y no se
dirige a él en latín, sino en el griego natal de Juan Keraunos.
—¿Cómo están mis niños? —le pregunta con una traviesa sonrisa. Sergio
llama así, «mis niños», a los innumerables libros que se acumulan en la
biblioteca de la antigua residencia del obispo de Roma.
—Reposan y aguardan ojos ávidos —responde Juan con complicidad.
—Los hallarán, siempre los hallan. Los tuyos, por ejemplo. Los míos ya
están cansados.
No es cierto. Es la queja de un anciano que en el fondo no se siente viejo
por mucho que su cuerpo se empeñe en recordárselo. Sergio es un ansioso
lector y, a menudo, le pide que le traiga tal o cual obra de la biblioteca.
—Tenemos un niño nuevo, santo padre; uno muy especial.
—¿Especial?
—Lo ha escrito un amigo. Un sabio entre los sabios que estudió conmigo
en la estoa de Illus, en la Nueva Roma.
El papa se adelanta en su silla. Sabe que algo importante va a ser dicho, y
en sus ojos se despierta una chispa que se transforma en llama al escuchar lo
que sigue.
—Mi amigo me envió su obra pidiéndome que la guardara. Es un libro…,
cómo decirlo…, que no debe ser leído por ojos ajenos al buen sentido y la
prudencia, y que ha titulado Liber ignium ad comburendos hostes. Por tanto,
versa sobre las distintas sustancias inflamables que se usan en la guerra.
—¿Quieres decir el fuego procesado?

Página 88
El papa ha elegido uno de los nombres que los romanos de Oriente usan
para designar al que los demás llaman fuego romano o fuego griego. Sus
arrugadas manos se aferran con fuerza a los brazos de su silla de roble y
marfil, y la boca se le retuerce en una mueca de ansiedad.
—No, santidad, no revela el secreto del verdadero fuego brillante, pero sí
muestra las fórmulas y usos de otras sustancias igualmente peligrosas y casi
tan poderosas como él.
Al escuchar la respuesta, el papa afloja las manos y la desilusión asoma en
unos ojos que recuperan vida cuando Juan continúa:
—Pero…
—¿Pero?
—Si mi amigo, Marcos, estuviera aquí, si tuviera lo necesario para
trabajar, creo que podría fabricar fuego procesado. He copiado su tratado para
nuestra biblioteca y ya sabéis, santo padre, que estudié el arte de la alquimia
en Constantinopla… Creo que Marcos está a un paso de lograr la fórmula y
que con oro y paciencia, sólo un poco de oro y de paciencia, podríamos tener
auténtico fuego brillante para defender Roma.
Sergio está ahora arrebolado. Su boca desdentada deja escapar un hilillo
de saliva y su mirada se clava en la de Juan mientras trata de dominarse y
pensar.
—¿Y el emperador?
Sergio no se molesta en aclarar si se refiere al franco Lotario, que rige en
Occidente, pues para todo el que sabe algo en este mundo sólo hay, en
realidad, un emperador: el basileus de Constantinopla.
—Se enfurecerá, desde luego, y enviará embajadores, pero… si tenemos
el fuego, si los barcos de su santidad se arman con él y las murallas de Roma
se refuerzan con su poder…
Sergio asiente, pues no hace falta decir más. ¡Ah, si lo tuvieran! Si
tuvieran fuego brillante, entonces Roma sería de nuevo temida e
inconquistable. Si él, Sergio, papa de Roma, lo hubiera tenido veinte meses
atrás, ese cabrón de Luis no se habría atrevido a humillarlo, a humillar a
Roma, a humillar a Cristo. Más aún, si él, santo entre los santos patriarcas,
hubiese tenido auténtico fuego brillante, el rey Luis y el resto de la inmunda
turba bárbara que invadió Roma, no lo habrían obligado jamás a entregar la
corona de los lombardos, ni a reponer en sus sedes episcopales a dos perros
sarnosos como Drogo y Ebbo.
—¿Dónde está tu amigo?

Página 89
El ansia y la urgencia que dominan al santo padre asustan un poco a Juan,
pero ya está hecho.
—La última vez que se puso en contacto conmigo se hallaba al servicio
del príncipe de Benevento.
—¿Benevento? —En la voz de Sergio aparecen la inquietud y el miedo.
—Pero no creo que siga allí —responde Juan, tratando de llevar calma al
obispo.
—¿Por qué?
—Porque en su carta me comentaba que tenía noticias sobre cierto
yacimiento de una sustancia que él cree necesaria para fabricar auténtico
fuego brillante, y…
El papa no lo deja terminar. Sergio II tiene una mente ágil y mucha prisa
y, desde que Juan Keraunos le ha mostrado la simple posibilidad de hacerse
con fuego brillante, sólo piensa en conseguirlo.
—¿Dónde se encuentra ese yacimiento?
—Marcos es muy críptico, pero lo conozco bien y sus alusiones me llevan
a pensar que se encuentra en las montañas de la antigua Mauritania
Cesariense, no lejos de la vieja ciudad de Cirta.
Sergio es un hombre erudito y, sobre todo, es papa. Así que su mente
trabaja aprisa y encuentra lo que busca: Tahert. Así se llama el reino de
infieles sarracenos que ocupa ahora el espacio que antaño los romanos
llamaron Mauritania Cesariense. El papa resopla contrariado. Tahert es un
nido de corsarios y piratas. Un lugar peligroso. Bien lo sabe él, que tiene ojos
en todas partes. Sabe también que encontrar al tal Marcos Tersites no va a ser
fácil, y cuando algo no es fácil necesitas a hombres temerarios que se ocupen
del asunto.
La mente del papa sigue funcionando a toda velocidad. Busca nombres,
analiza posibilidades, calcula peligros, tasa beneficios… Todo en un instante.
—Dentro de unos días debería de llegar Hrodland a Roma. ¿Lo recuerdas?
¿Cómo no recordar al sombrío Hrodland, jefe de la guardia sajona? Sí,
Juan lo recuerda, aunque, Cristo y la Virgen lo perdonen, esperaba que
hubiera muerto en Jerusalén o en algún lugar olvidado de los países agarenos.
—Lo recuerdo.
—No hay tiempo que perder, hijo mío. Una tempestad se acerca a
nosotros. Me llegan extraños informes desde Hispania, Sicilia, África,
Benevento… Desde todas partes. Se están tramando planes oscuros contra
nuestra bendita Roma. Planes de destrucción y saqueo.
—¿Los sarracenos?

Página 90
—Sí. Una gran alianza forjada por ese perro renegado de Abu Massar
al-Asturqi, que es quien realmente gobierna en Benevento y Tarento. Como
ya habrás comprendido, es él quien está detrás de la búsqueda que tu amigo
está haciendo en las montañas de Tahert, y eso sólo nos deja una conclusión
posible: Abu Massar al-Asturqi quiere hacerse con el secreto del fuego
brillante, y tu amigo, Marcos Tersites, está dispuesto a venderle ese secreto.
No, Juan no lo había comprendido. Pero ahora lo entiende, y su idea de
que Marcos es un cabrón se ve reforzada. Da gracias a Dios por haberlo
inspirado a sincerarse con el santo padre, que ya está ocupando su mente en
otra cosa.
—¿Sabes? Hrodland no sólo recibió mi permiso para peregrinar a
Jerusalén y postrarse allí, arrepentido, en el Santo Sepulcro, sino que tenía
que cumplir una misión secreta que le encargué. Lo envié también a Oriente
para conseguir el apoyo del califa de Bagdad y así atemperar los ataques de
los piratas sarracenos. No creo que lo haya logrado, pero ahora, si
conseguimos el fuego brillante, quizás atemperemos con él a esos salvajes.
Así que vas a ir a Ostia, tomarás allí una de mis galeras y navegarás hasta
Nápoles, donde debería de arribar Hrodland en unos días. Lo pondrás al
corriente y de inmediato zarparéis hacia las costas de Tahert para ir a buscar a
tu amigo Marcos y traerlo aquí antes de que pueda regresar con Massar. Sin
duda, confía en ti. Ni que decir tengo que tú no debes confiar en él y que
debes usar el cariño que te tiene para atraerlo a nuestro servicio. ¿Entendido,
Juan? Miente, roba, asesina, pero trae a tu amigo ante mi presencia antes de
que se cumplan dos meses. Necesitamos su saber. Cristo, Roma y yo lo
necesitamos, pues necesitamos el fuego.

Página 91
CAPÍTULO 23

Estrecho de Mesina

Aretí sabe nadar y también sabe que van a matarla. Así que bucea todo lo que
puede antes de emerger de nuevo a la superficie. Hrodland, el guerrero sajón,
parece haber tenido idénticos pensamientos. Ambos se alejan todo lo que
pueden bajo las olas. Pero hay que respirar, es así de simple. Así que, pese a
las flechas que les pasan rozando y que indican que aún están a tiro de los
piratas sarracenos, suben a la superficie en busca de aire.
Hrodland decide que ella no avanza lo bastante rápido. Con su manaza
izquierda la agarra y, dando poderosas brazadas, nada entre flechas que
penetran en las olas con un singular chapoteo. «Es curioso», piensa Aretí con
esa claridad que da a veces el miedo, «en qué idioteces se fija uno cuando está
a punto de morir».
Y ella está a punto de hacerlo. El navío sarraceno se ha librado ya del
mercante napolitano y sus remeros bogan ya hacia los fugitivos. No hay nada
que hacer.
Pero, a veces, alguien lo hace por ti. Una vela azul marino aparece ante
ellos. Los moros también la han visto.
—¿Qué hacemos? —logra decir Aretí entre jadeos y tragos de agua
salada.
—Aguantar.
—¿Aguantar?
Hrodland no le da más explicaciones y la sumerge otra vez. Bajo el agua,
Aretí ve acercarse la enorme mole del šīnī que taja el mar y amenaza con
arrollarlos.
No lo hace por poco. El violento paso del barco propulsa a la joven, que
se salva de ser destrozada por los remos. Su cuerpo es ahora un muñeco
desmadejado que termina saliendo a flote mientras ella intenta respirar algo
que no sea agua salada y de fijar la vista en algo que no gire y gire.

Página 92
No hay nada bueno en lo que fijar la vista. El šīnī proyecta la sombra de
tres mástiles y las zarpas de madera de docenas de remos se hunden a palmos
de su rostro. Nuevamente, Hrodland emerge junto a ella y la vuelve a
sumergir a la fuerza mientras las flechas de los piratas buscan su cuerpo.
No van a poder seguir aguantando. Los sarracenos han echado una barca
al mar y los están cercando como si fueran atunes en una almadraba.
Hrodland se resiste. Ya no lleva manto, ni jubón, ni botas, pero de algún
modo se mantiene a flote con su espada y sin soltar a Aretí.
—¡Aguanta! —vuelve a gritarle, y a ella le gustaría que se callara. Quiere
dejar de tragar agua, dejar de ahogarse, dejar de ser el blanco de docenas de
proyectiles.
Los deseos raramente se cumplen. Un remo, empuñado por uno de los
piratas que bogan en la barca que se les aproxima, golpea el hombro de
Hrodland, pero el sajón logra agarrarlo y tira con fuerza de él echando al agua
al remero. Por el rabillo del ojo, Aretí advierte que la vela que hace un rato
vieron surgir a lo lejos es ahora un barco, un dromon que se aproxima al šīnī
plegando a toda prisa sus velas, hundiendo sus remos en boga de combate y
disparando sus toxobolistres. A Aretí se le atraganta el grito de júbilo que va a
lanzar cuando la boca se le llena de agua salada, pero Hrodland sí logra gritar:
de rabia, de furia, de triunfo, pues mientras ella traga agua, el gigantesco
caballero sajón nacido en el Imperio de los francos ha logrado derribar a otro
marinero, destrozarle el rostro a cabezazos, aferrarse al borde de la barca,
clavarle la espada a un pirata y volcar la embarcación.
El dromon está ya sobre el šīnī. Ambos navíos se disparan dardos y
piedras. El šīnī posee dos almajaneques y los hace funcionar a toda prisa. Pero
Aretí observa que, en realidad, los sarracenos están tratando de retirarse sin
que el dromon haga presa en ellos.
Lo logran. Al contrario que los romanos, no han plegado velas, así que el
viento las hincha y sus remeros bogan con fuerza para alejarse en dirección a
la segura y cercana Mesina.
A Aretí no le preocupa eso, sino el sarraceno que la ha cogido del pelo y
trata de ponerle un cuchillo al cuello. Se retuerce y logra soltar el largo alfiler
de plata que siempre lleva sujeto al pelo, y de algún modo consigue clavárselo
en el ojo al pirata. Se aleja sólo para tropezar con otro enemigo que le agarra
la mano en la que aún tiene el alfiler, se la retuerce y le mete la cabeza bajo el
agua. Ella trata de agarrarlo por los testículos, pero sólo consigue que el moro
le clave una rodilla en el estómago. Va a morir.

Página 93
Hrodland embiste entonces al pirata que ahoga a Aretí. Está agotado,
magullado por los golpes de las olas y por las peleas, así que está también
furioso, y lo demuestra saltándole los dientes al sarraceno de un puñetazo. El
hombre pierde el conocimiento y Hrodland saca a flote a una Aretí medio
ahogada que se le aferra al cuello con la desesperación de una niña.
—¡Está bien, está bien, ahora estamos a salvo! —Trata de tranquilizarla,
y, mientras lo intenta, el dromon se les echa encima.
No los despedaza por muy poco. Mientras la estela del navío los zarandea
con fuerza, los dos gritan y gritan tratando de atraer la atención de los
marineros del barco imperial. No lo consiguen. Y si lo consiguen no les sirve
de nada, pues los del dromon están concentrados en volver a desplegar velas
para alcanzar al šīnī antes de que se refugie en el puerto de Mesina.
Aretí no pierde la esperanza, no le queda más que eso. Eso y mucho frío,
miedo y agotamiento. Así que grita, y entonces, sobre la borda cercana a la
proa, ve un rostro que resulta inconfundible por lejos que esté: el desfigurado
rostro de Demetrio Troglita, sifonario del Medusa.

Página 94
CAPÍTULO 24

A bordo del Medusa

Demetrio Troglita está seguro: la mujer que acaba de ver tratando de no


ahogarse bajo las olas levantadas por la estela del Medusa es Aretí de Pafos,
la bailarina que conoció en Otranto. No sabe cómo es eso posible, pero sabe
que el alma se le encoge y atraviesa la cubierta gritando como un poseso en
busca del kentarca.
León Keraunos está exultante. Apenas dos días atrás atracaron en Siracusa
y el estratego del thema de Sicilia los recompensó con una bonita suma a
cuenta de los cautivos, el barco apresado y el resto del botín tomado durante
su último combate contra los corsarios moros. Le encanta distribuir plata
entre sus hombres, y también le entusiasma llenar su propia bolsa. Y ahora,
para que luego digan que la suerte es inconstante, se topan con otro barco
sarraceno justo cuando iban a franquear el siempre peligroso estrecho de
Mesina.
—¡Kentarca, kentarca!
Quien grita como un descosido es su sifonario, Demetrio Troglita. ¿Qué le
pasa? Debería estar bajo el pseudopation con el strepton preparado. ¿Es que
el muy imbécil no ve que están a punto de atrapar al šīnī y que van a necesitar
el fuego brillante para detenerlo?
—¿Estás borracho? —lo interpela—. ¿Por qué no estás en tu puesto?
—¡Tenemos que detenernos y echar un bote al agua!
—¿Un bote al agua?
—¡Sí, hay dos personas en el mar y una de ellas es Aretí!
—¿Aretí?
—¡Aretí de Pafos, la danzarina! Creo que los sarracenos estaban tratando
de capturarla cuando los sorprendimos.
León no sabe si darle un puñetazo a su sifonario o echarse a reír. ¿De
verdad le está pidiendo que suspenda la persecución de un jodido šīnī por

Página 95
rescatar a una bailarina de puerto? Pues sí, a juzgar por la desesperación que
se ve en su rostro, es eso lo que quiere.
—¡Vuelve a tu puesto, sifonario!
—¡No podemos dejarlos en el mar! ¡Morirán!
—¡Vuelve a tu puesto!
Aretí ve alejarse al dromon. Reza y recuerda la calidez de la mano de
Demetrio Troglita tomando la suya. Ese recuerdo es lo único cálido que
parece existir. Hace frío. Ahora que no está ahogándose ni luchando siente
como su cuerpo tiembla. A su lado, el caballero franco se está sujetando la
larga espada a la espalda y zarandea la barca sarracena que volcó tratando de
ponerla de nuevo a flote. No lo va a conseguir. Es demasiado grande y
pesada.
Pero lo hace. Hrodland lo consigue. Al parecer, hoy es el día de los
imposibles.
—¡Sube! —la invita sin mirar atrás mientras trepa a la barca.
Con la ayuda del gigante y de sus piernas de danzarina, Aretí se encarama
a la pequeña embarcación. Hrodland está aprestando remos, y sin más, como
si no acabaran de salir del mismo infierno, se pone a remar en dirección a la
costa contraria a Mesina, alejándose de los barcos romano y sarraceno.

Página 96
CAPÍTULO 25

Tahert

Encontrar un lugar donde pasar la noche en Tahert fue más fácil de lo que
esperaba Mohamed. También fue fácil encontrar quien llevara un mensaje a
casa de Jacobo al-Tamani, pues todo el mundo parece conocer al comerciante
y armador judío. La respuesta del hebreo no se hizo esperar, y ellos, tampoco:
abandonan la ciudad nueva tras vender los asnos y comprar caballos para
todos. No tienen intención de volver y puede que necesiten salir a toda prisa
de la vieja Tahert si los negocios con Jacobo al-Tamani no van bien.
El valle del Wadi Tiaret se empina y el río se vuelve rápido y juguetón.
Salta, se precipita en cascadas y los lleva hasta las enormes murallas de la
vieja ciudad. Son de buena piedra romana en su base, y de ladrillo y
mampostería hasta la parte superior. Mohamed distribuye de nuevo palabras,
sonrisas, alabanzas y monedas entre los guardias de la puerta y pronto
transitan por el dédalo de callejuelas guiados por un rapaz moreno y ágil que
los lleva hasta detenerse ante un muro blanco. Asoman copas y ramas de
naranjos, higueras, ciruelos y melocotoneros, y hay una soberbia puerta de
madera de cedro tachonada de latón. Mohamed se acerca y llama. Al poco,
una voz le pregunta quién es y a qué viene. Mohamed responde y todos
aguardan.
La puerta se abre. Un sirviente desdentado los invita a pasar y la sombra
que les ofrecen los frutales les parece el dosel de un sueño. Se oye a lo lejos el
rumor de acequias y fuentes, y al girar en el camino de tierra apisonada que
lleva a la casa comprueban que, además de frutales y huertas, la propiedad
cuenta con hombres de armas.
Los guardias de Jacobo al-Tamani se hacen cargo de sus caballos y los
informan de que sólo dos de ellos, Mohamed e Ingvar, podrán pasar a ver a su
señor. Mientras les hablan, Ingvar los cuenta: una docena. Es un número que,
en caso necesario, él y sus siete hombres podrán igualar con un poco de buena
lucha.

Página 97
Mohamed e Ingvar avanzan ahora escoltados por dos guardias y penetran
en un patio porticado en el que otros seis guardias les cierran el paso y les
piden las armas. Dieciocho, suma Ingvar, y el número ya no le parece
alentador. Demasiados.
Abandonan el patio y pasan a un resguardado jardín, y de éste a un arco
custodiado por dos nuevos guardias que da acceso a un emparrado que rodean
construcciones blancas y gobierna una cantarina fuente. A su vera, sentado
sobre cojines de seda, hay un hombre anciano y bien vestido que les sonríe
amigablemente.
—Bienvenido, Mohamed ibn Ibrahim. ¿Es ese hombre alto, barbudo y
pálido que te acompaña el jefe de los extranjeros que llegaron ayer a Tahert y
quieren hacer negocios con este pobre anciano?
Mohamed se inclina y corresponde al saludo de su anfitrión antes de
contestar.
—Éste es Ingvar Bjorson, un señor de los hombres del norte. Posee plata y
barcos, y le gustaría hacer tratos beneficiosos para ti y para él.
—¿Son estos hombres esos al-Majus norteños de los que todos hablan y
que hace unos años saquearon Sevilla?
—Pertenecen a ese pueblo, mi señor Jacobo, pero son comerciantes como
nosotros, no saqueadores.
Jacobo se encoge de hombros dando a entender que eso no le importa. Lo
que le importa no tardará mucho en saberse.
—Soy viejo y curioso, eso es todo. La plata, decía mi padre, no tiene
lengua, ni patria, ni dios. Vengan de donde vengan y sean lo que sean, yo los
juzgaré por el negocio que cerremos… Si es que cerramos alguno.
Mohamed estudia un momento el arrugado y astuto rostro de Jacobo
al-Tamani. El mensaje que envió al viejo judío lo informaba de que sus
«socios» estaban deseando hacer un negocio ventajoso con él y que la plata
abundaba en sus cofres. Cuando uno recibe un mensaje como ése, no suele
hacer muchas preguntas.
Jacobo no las hace. Da una palmada y un sirviente dispone más cojines y
pequeñas mesas sobre las que se colocan copas generosamente llenas y
platillos con aceitunas, pistachos y almendras.
Comen, se observan, beben y siguen observándose. Mohamed relata
algunos de sus viajes y habla de la fabulosa Córdoba, mientras que Jacobo
al-Tamani les regala una larga historia de un socio suyo que viajó hasta
Egipto y de allí hasta Abisinia para comprar oro en polvo, marfil y cuernos de
rinoceronte, y que encontró en sus viajes a una tribu de negros cuyas mujeres

Página 98
se deformaban los labios introduciéndose platos de barro en la boca. Ingvar
escucha a Mohamed traducir aquellas extrañas historias y se pregunta cuándo
comenzará realmente el juego.
Lo hace sin avisar. Jacobo detiene abruptamente su narración y guarda
silencio. Mohamed comprende.
—Queremos a un hombre.
—Los zocos de Tahert están llenos de esclavos que se pueden comprar.
Podéis elegir.
—Nuestro hombre tiene nombre.
Jacobo asiente y sus pequeños ojos se estrechan.
—Se llama Marcos Tersites.
Mohamed ha pronunciado el nombre con deliberada lentitud para observar
la reacción del viejo judío. Jacobo no ha podido evitar una chispa de sorpresa
en sus ojos. La disimula con una beatífica sonrisa antes de hablar.
—Conozco a ese hombre. Es mi huésped. Es un sabio. Un hombre al
servicio de un poderoso señor. ¿Crees que vendería a alguien así?
Mohamed mide su respuesta y se controla para no mirar a Ingvar. El
bárbaro no ha entendido nada. Mejor así.
—Una vez escuché que todos los hombres tienen un destino y un precio, y
que lo realmente notable es hacer coincidir a ambos.
Jacobo sonríe ante aquella cuidada, sagaz e incitadora réplica. Mohamed
ibn Ibrahim es un hombre que sabe caminar por la cuerda floja.
—¿Coincidir? ¿Crees posible tal maravilla?
—Mil dinares son eficaces hacedores de prodigios.
Es una buena oferta, piensa Jacobo. Mil dinares de oro es una bonita
suma. Así que da una palmada y su atento sirviente, su viejo y fiel Bilal, corre
a buscar algo.
Mientras, guardan silencio y la fuente suple la conversación. La brisa
mueve las ramas de los frutales y de la parra. Nadie bebe ahora, nadie come;
todos callan y aguardan.
Bilal regresa con cuatro guardias. Ingvar y Mohamed se tensan. Los
guardias traen un cofre que parece pesado y que depositan entre ellos y
Jacobo al-Tamani. El viejo, sin prisa, se saca un cordón de oro que lleva al
cuello y acerca la llave que pende de él a la cerradura del cofre. Entonces, el
brillo del oro hace su magia y hasta la fuente parece quedar en silencio.
Ingvar nunca ha visto tanto junto. Allí debe de haber veinte mil monedas
de oro. A su lado, Mohamed respira profunda y lentamente mientras Jacobo

Página 99
al-Tamani sigue sonriendo y sus cuatro guardias apoyan las manos en las
empuñaduras de las espadas.
—No necesito vuestro oro. Tengo de sobra. Pero sí necesito saber por qué
queréis a Marcos el Griego. Y cuando necesito algo, lo consigo.

Página 100
CAPÍTULO 26

En ese mismo momento, en las afueras de Tahert

A Marcos Tersites le duelen las posaderas y los muslos. No es de extrañar; los


tiene en carne viva. Él es un erudito, un sabio, y los sabios no están hechos a
cabalgar sin descanso durante días. Pero Abu Massar al-Asturqi tiene prisa, y
hacer esperar a alguien así es, a la larga, más doloroso que un trasero
ampollado. Así que no han parado de cabalgar desde que Jacobo al-Tamani
les hizo llegar un mensaje que los informaba de que Massar arribaría en unos
días a Mostaghanem, el puerto de Tahert. ¿Por qué tanta prisa? Marcos no es
uno de esos estudiosos incapaces de levantar los ojos de los códices que
escudriñan, sino que es también un hombre de mundo y sabe que su auténtico
patrón, Abu Massar al-Asturqi, está poniendo en pie una gran alianza:
corsarios andalusíes más o menos sujetos al emir de Córdoba, bereberes de
Tahert y de Sicilia al servicio, respectivamente, de su califa y de su emir,
piratas de Tarento sin más señor que sus feroces capitanes y los propios
hombres de Massar, mercenarios de Benevento. Algo así, algo tan grande,
exige un gran objetivo. Un objetivo lo suficientemente tentador como para
que gentes tan diversas, y que habitualmente se matan entre sí con tanto
entusiasmo, dejen a un lado sus rencillas y se unan bajo un mismo estandarte.
¿Cuál será ese objetivo? Marcos ha ido estudiando y descartando
posibilidades, y al final ha quedado una sola candidata: Roma. Los corsarios y
piratas sarracenos se reunirán si se les ofrece semejante presa. Massar lo sabe,
y sabe también que, una vez saciados con el oro y la plata de las iglesias y
monasterios romanos, sus aliados se dispersarán si no les da una muestra de
poder. Uno que sólo él posea: el fuego griego. Es por eso, sin duda, que
Massar tiene tanta prisa como para navegar personalmente hasta
Mostaghanem.
¿Y cómo sabe eso? Porque Al-Aarbi, el vigilante capitán pirata de Jacobo
al-Tamani, no ha podido evitar dejar caer aquí y allá palabras, alusiones y
fragmentos de conversaciones con sus hombres. A partir de ellos ha podido

Página 101
Marcos entender que se prepara una flota de corsarios de Tahert, y que en
julio se unirá a otras procedentes de Palermo y Tarento para atacar la isla de
Ponza, desde donde luego caerán sobre Miseno. Ponza y Miseno han sido ya
repetidamente saqueadas por los piratas y por sí solas no atraerían a tres flotas
sarracenas, pero están en la ruta que lleva de África y Sicilia a Ostia y Porto,
los puertos de Roma, y eso las hace valiosas. Así que, sin duda, serán los
puntos de reunión desde los que zarpar hacia un objetivo aún más grande…
Marcos, es verdad, tuvo en ese momento que reprimir el deseo de escapar y
llevar tan alarmantes noticias a Roma. Él es romano, súbdito del basileus, y
aunque la vieja Roma ya no está gobernada desde Constantinopla, sigue
siendo la raíz, la semilla del Imperio de los romanos. Además, él está
bautizado, es cristiano… Y si las anteriores no fueran razones suficientes, hay
una todavía mayor: en Roma está su único amigo, Juan Keraunos.
Sin embargo, todo ello sólo le ocupó la mente un instante. Luego,
pragmático, recordó que el destino de los hombres está sellado en las
estrellas, que él no es responsable de los avatares que hacen ascender o
declinar a los reinos de este mundo y que su única y verdadera fe, la que él ha
elegido, es la del conocimiento. Una fe que le exige descifrar el secreto del
fuego brillante. Lo que luego hagan otros con ese secreto no le incumbe.
Al-Aarbi aparta los ojos del silencioso Marcos y los fija en los montes que
sostienen a las dos Tahert, la vieja y la nueva. Sonríe. Esa noche dormirán en
casa de Jacobo al-Tamani, y luego, al día siguiente, partirán a Mostaghanem
para llevar a Marcos el Griego al encuentro con Abu Massar al-Asturqi, y,
bendito sea el profeta, para que él se ponga al mando de un nuevo šīnī, un
ghurãb y dos ligeras shakhtûr. Cuatro barcos y cuatrocientos veinte hombres.
Será la flotilla más poderosa que nunca haya comandado. Jacobo al-Tamani
ha puesto mucho oro en la apuesta y no es el único. También el califa de
Tahert, Abu Said Aflah, y muchos emires, jefes y hombres acaudalados están
aparejando naves, y no menos de treinta partirán de Tahert con rumbo a
Ponza y Miseno para reunirse con los barcos del emir de Sicilia y con la
escuadra de Tarento. Para ese entonces, si lo que al-Tamani le ha contado se
confirma, una poderosa flota andalusí habrá atacado Cerdeña y Córcega y
navegará luego hasta la desembocadura del Tíber, donde todos, piratas
andalusíes, africanos y sicilianos, se unirán para remontar el río y saquear
Roma.
¡Roma! Sobre ella se dice maravilla tras maravilla en los zocos de Tahert,
de Mostaghanem, de Túnez, de Fez, de Córdoba…

Página 102
—Cuéntanos otra historia sobre Roma. —Quien así ruega es un joven
bereber que acaba de alistarse. Se lo pide a Zuhair ibn Rumi, uno de los
hombres más veteranos de cuantos sirven a Al-Aarbi y que no se hace de
rogar.
—Escuchadme todos. Cuento ya cincuenta inviernos y he pasado treinta y
dos de ellos en el mar. Yo no he visto Roma con mis propios ojos, pero sí he
conocido a muchos que la visitaron y que comerciaron en sus mercados. Os
contaré la verdad sobre tan magnífica ciudad. Su rey se llama el papa. Se dice
que está rodeada de vergeles y olivares, y que la atraviesa un río cuyo cauce
está recubierto por planchas de cobre. La vieja Roma está cercada por dos
murallas, y en ellas se abren dos grandes puertas: la puerta de Oro y la puerta
del Rey. Entre la una y la otra se extiende un gran mercado con pórticos
sostenidos por columnas de latón romano, y con innumerables tiendas donde
se pueden hallar todas las riquezas de la tierra. Este maravilloso mercado está
conectado con el río por un canal también forrado de cobre, de forma que los
barcos pueden llegar hasta su interior y descargar allí sus mercancías. Dentro
de la ciudad hay una gran iglesia edificada en honor de los apóstoles de Jesús,
Pedro y Pablo, que reposan en sarcófagos de oro. Dicen que la iglesia tiene
trescientos codos de largo por doscientos de ancho y ochenta de alto, y que no
hay en el mundo edificio semejante en dimensiones ni esplendor, pues las
columnas, los arcos, las vigas y hasta las tejas, son de bronce. Además, en la
ciudad hay otras mil doscientas iglesias llenas de tesoros. Pero entre todas
ellas hay una que los cristianos llaman Letrán, y que tiene un altar de veinte
codos hecho con una sola y gigantesca esmeralda; sobre él se alzan dos
estatuas de oro, altas como hombres, cuyos ojos son rubíes tan luminosos que
alumbran las naves de la iglesia.
Marcos no da crédito a lo que oye. ¿Cómo se puede ser tan idiota? Luego
se retiene y recuerda las historias que se cuentan en los mercados de
Constantinopla sobre Bagdad o Córdoba, ciudades que conoce bien y que las
gentes de su urbe natal describen como si fueran prodigios de otro mundo.
Así que calla y sigue escuchando el cuento de Zuhair ibn Rumi. El viejo
corsario cabalga con los ojos cerrados, como si pudiera ver la Roma
imaginaria y mágica que está describiendo a sus camaradas. Avanzando hacia
Tahert, la luz que se filtra entre los cedros y los pinos los envuelve en una
atmósfera que parece querer contribuir a aquella fantasía.
—Cuéntanos más de esa iglesia, Zuhair.
—La gran iglesia tiene veintiocho puertas de oro puro y un millar de
cobre dorado. ¿Os parecen muchas? Pues no estoy poniendo en la cuenta las

Página 103
talladas en ébano, en marfil y en mármoles de colores. Roma, escuchadme
bien, es la ciudad más rica de la tierra. Por eso los cristianos la guardan con
tanto celo.
—¿Crees que se podrá conquistar semejante ciudad? —Quien interroga
ahora al viejo Zuhair es otro joven recién alistado. Un renegado copto huido
de Túnez por quién sabe qué crimen.
—¿Conquistarla? ¡Por supuesto que puede ser conquistada! Pero no es
fácil. Roma no sólo cuenta con murallas y soldados, también tiene hombres
santos. Se dice que en torno a los muros, viviendo sobre mil doscientas
columnas de bronce, hay mil doscientos hombres entregados al ayuno, la
meditación y la oración. A esos monjes los llaman estilitas, y rezan todo el día
para fortalecer a Roma. Por eso, Alá sea alabado en su grandeza y
misericordia, sólo a nosotros, a los verdaderos creyentes, se nos abrirán las
puertas de Roma. Pero, para que eso ocurra, nuestra fe debe de ser fuerte.
Todos asienten ante palabras tan ciertas y sabias. Un jilguero canta su
alegría y salen del pinar para internarse en las bien regadas huertas de Tahert.
—Cuéntanos más —ruega de nuevo el joven bereber a Zuhair.
—Pues bien, os diré que la mayor maravilla que Roma posee es un árbol.
—¿Un árbol?
—Un árbol hecho de cobre y con tanto arte que las hojas, las ramas, el
tronco y las raíces parecen recoger el sol, el agua y la tierra para transmitir a
quienes lo admiran la vida que contienen. En su copa vive un estornino
también forjado en cobre, y digo que vive porque la magia del papa, rey y
obispo de Roma, lo hace cantar cuando llega el tiempo de la cosecha de las
aceitunas. Dicen, y hombres piadosos así me lo han jurado, que al llamado de
su canto acuden todos los estorninos del país llevando cada uno tres
aceitunas: una en el pico y dos en las patas; y que tras rendir pleitesía al
estornino de cobre, las depositan a los pies del árbol. Se cuenta que la cosecha
así recolectada abastece de aceite, sin esfuerzo alguno, a toda la ciudad. Tal es
el poder de la magia del obispo de Roma.
—¿Y cómo venceremos a un mago tan poderoso?
Zuhair menea la cabeza con una singular mezcla de tristeza y fastidio
antes de contestar.
—¿Acaso no me habéis escuchado antes? Con la fe, muchachos, con la fe
de los verdaderos creyentes.
Al-Aarbi el Mestizo no está tan seguro de eso. No cree en las historias que
cuenta el viejo Zuhair. Ha interrogado a muchos hombres que sí han estado en
Roma y sabe que la ciudad es una inmensa ruina. Edificios gigantescos

Página 104
abandonados entre los que se alzan docenas de espléndidas iglesias. Pero,
aunque arruinada, Roma sigue siendo grande y en esas iglesias se amontona el
oro y la plata de los cristianos. Sí, también se lo contó así su abuela, cuyo
abuelo había peregrinado a Roma… Su abuela era cristiana y también lo fue
su padre. Y al recordar eso, Al-Aarbi siente un estremecimiento: se dispone a
saquear la ciudad donde descansan los apóstoles, los santos seguidores de
Cristo, a quien su padre, su abuela, y antes que ellos sus antepasados durante
muchas generaciones, adoraron como a Dios. Pero aparta esos pensamientos y
se centra en las riquezas y la fama. Las tendrá cuando Roma sea conquistada,
y con ellas, con la fama y la riqueza, viajará hasta Fez y se presentará ante
Fátima bint Mohamed Al Fihri; y la orgullosa y noble señora árabe se
arrepentirá de haberlo rechazado. Le suplicará que la tome por esposa, pues
él, Al-Aarbi el Mestizo, el hijo de Muley ibn Iuliani, será el héroe del islam y
un poderoso emir del mar.
Marcos mira de reojo a Al-Aarbi y se pregunta en qué estará pensando
aquel duro corsario, pues el sarraceno tiene lágrimas en los ojos. Así que,
después de todo, el muy perro tiene sentimientos. Jamás lo habría imaginado.
Luego se pregunta por qué él no es ya capaz de llorar.

Página 105
CAPÍTULO 27

En ese mismo momento, en la casa de Jacobo al-Tamani

Ingvar no se lo puede creer. Jamás habría imaginado que lo pudieran apresar


con tanta facilidad. Pero lo han hecho. Ese zorro de Jacobo al-Tamani los ha
engañado como a simples cachorros de lobo sin destetar.
—Hablad. Contadme por qué buscáis a Marcos el Griego —les dijo el
viejo judío mientras sus guardias apoyaban las puntas de las espadas en sus
gargantas. No era cuestión de no contestar.
—Mi señor Ingvar tiene una cuenta pendiente con él —contestó
Mohamed.
—¿Qué clase de cuenta?
Mohamed se giró entonces con cuidado, con mucho cuidado, pues la
espada que tenía en la garganta era afilada, hacia Ingvar. Y el vikingo contó
su historia.
Jacobo disfrutó con ella. Cuando se tienen setenta y un años se disfruta
con pocas cosas, y una de ellas es una buena historia. Ingvar habló de como
militó durante diez años en la guardia de los rhos que sirve al emperador de
los romanos, y de como, cumplido su contrato en Constantinopla, fue enviado
junto con otros rhos como parte de la escolta del obispo Teodosio, embajador
del basileus ante el emperador de los francos. Los rhos, tras custodiar al
obispo, tendrían licencia para volver a sus tierras con el oro ganado en
Constantinopla.
Pero todo se torció. Tras un naufragio en el que Ingvar salvó la vida por
poco, la embajada llegó a Venecia y de allí viajó hasta Ingelheim, donde
radicaba la corte de Ludovico Pío. Fueron recibidos con esplendor y se les
agasajó con generosidad.
Un día, en una taberna, Ingvar conoció a un sabio griego que acababa de
llegar a Ingelheim. Se llamaba Marcos Tersites y simpatizó con él. Al nórdico
siempre le había fascinado el estudio del arte de la navegación, y sabía que los
más afamados capitanes romanos y árabes se servían de un objeto maravilloso

Página 106
para conocer su posición en el mar. De ese objeto, el astrolabio, oyó Ingvar
hablar a su nuevo amigo Tersites. Éste le contó que sabía fabricar un
astrolabio, y cuando Ingvar le ofreció oro a cambio convinieron un precio de
cuarenta y dos nomismas de oro por adelantado y otros tantos a la entrega del
ingenio. Era mucho oro. De hecho, era todo el oro que Ingvar poseía y que tan
duramente había ganado en sus años de servicio en la guardia de los rhos.
Pero aceptó el trato, y entregó el primer pago a Marcos en ansiosa espera de
recibir su astrolabio y los conocimientos necesarios para usarlo.
Ambos habían convenido volver a verse una semana más tarde, pero, al
día siguiente, Ingvar y los demás rhos escoltaron nuevamente a los
embajadores a la corte de Ludovico. Ingvar se sorprendió de ver allí a
Marcos, y su sorpresa aumentó al comprobar que Ludovico escuchaba con
atención al Griego. El muy hijo de puta susurró al oído del emperador que
aquellos rhos eran parientes de los vikingos que saqueaban las costas de
Francia y que su presencia como escoltas de los romanos era un simple
engaño. Pues no se proponían regresar pacíficamente a sus guaridas norteñas
cuando terminara su servicio, sino que tenían un plan: una noche abrirían las
puertas de Ingelheim a sus primos del norte.
Ludovico ordenó entonces que arrestaran a aquellos hombres. Los
embajadores romanos protestaron, desde luego, pero eso no impidió que
Ingvar y sus camaradas fueran despojados de todas sus pertenencias y
arrojados a una fría celda.
Marcos Tersites ni siquiera se privó del regocijo que proporciona un
engaño logrado a plena satisfacción: visitó la celda donde malvivían los
nórdicos y agitó una bolsa de oro, el oro de Ingvar, todo su oro, ante las
narices del rhos. Ingvar, lleno de justa ira, le gritó su juramento de venganza.
Una venganza que había esperado poder cumplir en Tahert.
Era una buena historia, Jacobo lo reconoció. Pero no era toda la historia.
—¿Para qué quería un astrolabio un bárbaro como tú? —preguntó al
concluir el relato.
—Me gusta navegar. Somos un pueblo marinero y yo soy señor de barcos.
—Sí, pero vosotros, como la mayoría de cuantos navegan, os apañáis muy
bien para hacerlo sin la ayuda de un astrolabio. ¿Para qué lo querías?
Ingvar guardó silencio. Jacobo sonrió y ordenó que los llevaran a las
celdas. Mientras se ponían de pie, les espetó, sin dejar de sonreír:
—Esta noche llegará Marcos el Griego. Es un sabio alquimista y conoce
muchas cosas. Cosas que pueden producir mucho dolor. Quizá le podamos
pedir que te ayude a recordar bien vuestra interesante historia. Quizás él

Página 107
también quiera vengarse… Sería divertido, ¿verdad? Tú vienes a mí para que
te entregue a Marcos y poder hacer lo que quieras con él, y serás tú el
entregado a Marcos para que él haga lo que quiera contigo. Seguro que tiene
ideas originales.
Se está haciendo de noche. Marcos llegará de un momento a otro, y él,
Ingvar Bjorson, estará en manos de esa sabandija inmunda y mentirosa.
Marcos, bien lo sabe, no dudará en darle la peor de las muertes.

Página 108
CAPÍTULO 28

Estrecho de Mesina. Costa de Calabria

Hrodland abandona la barca en la playa y, sin pausa, echa a correr hacia el


cercano bosque. Aquella tierra es, desde hace quince años, territorio de caza
de los traficantes de esclavos sarracenos, y cuanto antes se internen en las
montañas, antes podrán tener una oportunidad de escapar con vida y llegar a
Roma.
Aretí es fuerte. Una niña que sobrevive abandonada en las calles de
Constantinopla se transforma inevitablemente en una mujer fuerte. Pero
aquello es demasiado. Lleva horas huyendo por mar y tierra junto a un
bárbaro silencioso. Tiene frío, tiene sueño, tiene hambre, tiene miedo y está
agotada. Así que se deja caer sobre la pinaza del bosque y ve como Hrodland
se aleja.
Hrodland se detiene. Durante un instante, antes de girarse, sopesa la idea
de abandonar a la chica. Sabe que si se gira y la mira no podrá hacerlo. Pero
se gira y la mira. Una mujer menuda, morena, bella, extenuada.
—Levántate —le dice, sin alzar la voz, mientras se aproxima a ella.
—No puedo más.
—Ésta es tierra de traficantes de esclavos. ¿Sabes lo que harán con una
mujer como tú? Primero te violarán y luego te venderán a un viejo lascivo que
te encerrará hasta el último día de tu vida. ¿Es eso lo que quieres?
Aretí no contesta. Casi le dan ganas de reír. Le gustaría decirle al bárbaro
que a ella la llevan violando desde los ocho años, y que si está allí, tirada en el
suelo de un bosque de Calabria, es porque huyó de Constantinopla para que
un cerdo, su propio esposo, no la enterrara en vida. Pero supone que todo eso
no ayudará mucho. Así que se pone a llorar.
Hrodland se detiene junto a la chica. Sabe que se está ablandando. Hace
un año, le hubiera dado una bofetada y la hubiera agarrado del pelo para
ponerla de pie y obligarla a correr. Más aún, hace un año ni se hubiese
molestado en volver a por ella. Pero ahora es distinto, ahora es un hombre

Página 109
nuevo. Ahora está pagando su deuda. Una deuda que reconoció ante el
sepulcro de Cristo. Así que se agacha junto a Aretí, la besa en la frente y la
coge en brazos para echar a andar con ella. La mujer apoya la cabeza en su
hombro y se duerme antes de avanzar diez pasos. Por la noche, entre cantos
de lechuza, aullidos de lobo y ramonear de ciervos, Hrodland se detiene junto
a un gran roble, deposita a la chica entre sus raíces y se tiende junto a ella.
Hace frío y ambos se abrazan sin más intención que conseguir algo de calor.
Amanece. La niebla se enrosca en los árboles y el hambre muerde sus
estómagos vacíos. Echan a andar, y una hora más tarde encuentran un
riachuelo donde beben y donde Hrodland logra pescar tres barbos a base de
pedradas. De la bolsa encerada que lleva al cinto saca pedernal y yesca, y el
fuego les da algo de paz mientras los pescados se asan sobre las llamas.
—¿Por qué no encendiste fuego anoche?
Hrodland tarda en contestar. Da la vuelta al pescado y lo sazona con
salvia, lo mejor que ha podido encontrar.
—Estábamos demasiado cerca de Reggio. Allí hay griegos, desde luego,
pero siempre se encuentran acosados por los sarracenos, y éstos envían de
continuo destacamentos en busca de esclavos que podrían haber visto nuestro
fuego.
—¿Y ahora?
—Ahora estamos progresando hacia Constantia. Allí también hay una
guarnición griega, y no muy lejos de ella destacamentos de longobardos
salernitanos. Ésta es tierra de nadie o, por mejor decir, tierra disputada en
batallas constantes. Todos se matan con entusiasmo: sarracenos, salernitanos,
beneventanos y griegos, o, como a ellos les gusta llamarse, romanos. Tú
también eres griega, ¿verdad?
—Ego romiá —responde orgullosamente en griego Aretí. Y, por si no
queda claro, lo repite en latín.
Hrodland sonríe. La chica es bella y altiva. Tiene arrestos.
—Todo el mundo quiere ser romano. El rey de los francos se ufana en
llamarse emperador de los romanos, y también lo hace tu basileus, allá en
Constantinopla. Y en la vieja Roma, el papa y los nobles que todavía gustan
de llamarse a sí mismos senadores y cónsules, afirman que ellos, y nadie más,
son los auténticos romanos. Yo soy sajón, un sajón de Nordalbingia, o, si lo
prefieres, un franco. A mí me da lo mismo. Soy Hrodland y con eso me basta.
Aretí extiende sus morenas manos para tomar el pescado que Hrodland le
tiende. El gigante es hermoso a su manera. Rubio, de largos cabellos, barba

Página 110
tupida, ojos glaciales y sonrisa lenta, pero franca. Sus manos son enormes, y
su nariz y su boca se parecen a las de las estatuas de los antiguos griegos.
—Yo soy Aretí de Pafos. Nací en Chipre, pero desde pequeña viví en
Constantinopla. Soy bailarina y he sido cosas peores. Iba a Roma para hacer
fortuna.
Hrodland escucha atento mientras come. La chica no debería ir contando
esas cosas. Quizá ya no le importe nada. Eso no es bueno. Las cosas siempre
importan.
—En Roma nadie hace fortuna con las piernas. Ni moviéndolas ni
abriéndolas. Cuando te vi en el barco pensé que eras una señora. La mujer o la
viuda de un noble o de un comerciante. Vestías ricas ropas y tenías contigo a
un sirviente. Eso pensé y eso voy a seguir pensando, ¿entiendes?
Aretí baja la mirada. Ve sus ropas desgarradas y arruinadas, y entiende.
—No sé ganarme la vida de otra manera. Crecí sola, y sola me las he
arreglado como he podido. Sobrevivo, aunque a veces no entiendo para qué.
—Yo me la gano con esto. —Hrodland palmea la hoja de su espada, que
reposa junto a él—. Eso no me hace mejor que tú, pero en este mundo los
hombres respetan el acero; y yo haré que este acero gane respeto para ti.
—¿Por qué? ¿Qué quieres de mí?
—Nada. Dios te ha puesto en mi camino. Estás bajo mi protección.
Protegerte me hace un poco mejor, y yo, te lo aseguro, necesito mucho ser un
poco mejor.

Página 111
CAPÍTULO 29

Tahert

Ingvar está sentado en el suelo y a su lado está Mohamed. No hablan. No hay


nada que decir. Por el miserable ventanuco de la celda ya no se filtra la luz del
día. ¿Qué habrá sido de su sobrino, Leif Rompehuesos, y del resto de sus
einherjar? O están muertos o están en otra celda.
La desesperación intenta apoderarse de él, pero Ingvar la rechaza una y
otra vez. Debe de existir alguna salida a aquella situación, se repite. Luego,
mira a la recia puerta, al exiguo ventanuco y a los muros de adobe y vuelve a
batallar con la desesperación.
—Tenemos que ofrecerle algo a Jacobo al-Tamani —dice tranquilamente,
sorprendiéndolo, Mohamed.
—¿Algo?
—Sí, algo que nos haga valiosos y que impida que te entregue a tu
enemigo.
—¿Por qué tratas de ayudarme?
El viejo Mohamed sonríe tristemente y menea la cabeza antes de
contestar.
—Míralo como una inversión.
Ingvar olvida por un instante su situación y suelta una carcajada. ¡Por
Thor y su martillo que aquel viejo nunca dejará de sorprenderlo!
—Tienes razón… ¿Tú ya sabes qué podemos ofrecer, verdad?
—El tesoro. El tesoro que buscas y para el que necesitas el astrolabio.
Ingvar sabe que Mohamed tiene razón. Sabe que debería haber pensado en
ello antes, pero sabe también que no lo ha hecho porque le hierve la sangre
sólo de pensarlo.
—No tenemos por qué entregárselo, señor —sugiere Mohamed—. Sólo
usarlo como cebo para que nos libere.
—¿Y cómo haremos tal cosa?

Página 112
—¿Recuerdas lo que te dije sobre cómo sabríamos lo que desearía Jacobo
al-Tamani?
Ingvar asiente, y juntos, entre susurros, preparan el cebo.
La luna asciende hacia las estrellas cuando la puerta de la celda se abre.
Cuatro guardias entran a por ellos y los empujan con las astas de las lanzas al
exterior; los conducen al emparrado de la fuente. Allí, como si el viejo judío
no se moviera nunca, está Jacobo al-Tamani, y junto a él, dos hombres y otros
seis guardias.
Ingvar se tensa. A la derecha de Jacobo ve a Marcos Tersites. El cabrón le
está sonriendo.
—¡Ah, aquí están los invitados que faltaban! —saluda, con falsa alegría,
Jacobo—. No hace falta que te presente a Ingvar, ¿verdad, Marcos?
—No, no hace falta. Tuvimos la ocasión de conocernos en Ingelheim,
hace siete años.
—¿Y podrías contarnos tu versión de tal encuentro? —pregunta Jacobo,
deseando satisfacer de nuevo su gusto por las buenas historias.
Marcos asiente. Se lava los dedos en una jofaina de plata y mira con una
mezcla de dureza y burla a Ingvar.
—Este bárbaro pagano llegó a Ingelheim como parte de la embajada que
el emperador Teófilo envió a Ludovico Pío, emperador de Occidente. Yo
estaba en la corte de este último. Había llegado allí en busca de cierto libro, y
para ganarme la vida tracé la carta astral de Ludovico. Aquello me atrajo su
estima y continué en su corte como astrólogo y médico. Pues bien, el bárbaro
que tienes ante ti se me acercó una noche, durante un banquete celebrado en
palacio, y entabló conversación conmigo. Yo tenía interés por saber si era
cierto que, en el lejano norte, las noches de invierno podían durar días y días
sin interrupción. Él me lo confirmó y me contó otras muchas historias
interesantes.
—¿Es eso cierto? —interrumpe Jacobo—. ¿Lo de la noche de invierno
que dura muchas jornadas?
—Lo es, mi señor Jacobo. Y en esas mismas latitudes, en verano, ocurre
lo contrario: el sol luce a medianoche y ésta no se presenta del todo durante el
estío.
—Eso es un cuento —interviene Al-Aarbi.
—No, eso es astronomía —le replica Marcos.
—Bueno, no nos apartemos de la historia que estás contando —apacigua
al-Tamani. Mohamed piensa que, después de todo, el mundo acoge más locos
de los que puedan contarse.

Página 113
—Llevas razón, mi señor Jacobo. Pues bien, cuando el banquete terminó,
me retiré a mi habitación y me dispuse a dormir. Pero en mitad de la
madrugada noté que algo me cortaba la garganta. Era el cuchillo de Ingvar.
Me obligó a vestirme, a coger mi astrolabio y a seguirlo.
—¡Eso es mentira! —grita Ingvar con furia, fingida o no, que reprimen
los guardias de Jacobo al-Tamani dándole un golpe con el asta de sus lanzas.
Jacobo mira severamente al bárbaro. No soporta que le arruinen una
buena historia. Luego alienta a Marcos a continuar.
—Me llevó fuera del palacio y me obligó a subir a un caballo. Yo estaba
aterrorizado, y entonces recordé que en la bolsa que llevaba bajo la túnica no
sólo portaba monedas, sino también una pizca de sales de fénix.
—¿Sales de fénix? —pregunta Jacobo con irrefrenable curiosidad.
—Son difíciles de encontrar, pero tratadas de forma adecuada y frotadas
contra una superficie rugosa, liberan una súbita, breve y cegadora llama.
—¡Ese perro es un jodido brujo! —grita ahora, sin temer los golpes, un
enfurecido Ingvar.
—Es un sabio. Así que cállate, bárbaro —lo reprende Jacobo.
—Y eso fue lo que hice. Froté las sales de fénix contra el estriado arzón
de la silla de montar y el fuego brotó asustando a los caballos, que nos
derribaron. Yo aproveché para salir corriendo y el bárbaro me persiguió. Me
alcanzó y empezó a golpearme. Me saltó dos dientes. —Aquí, Marcos abre la
boca para mostrar los huecos—. También me rompió la nariz y el pómulo. —
Jacobo y el resto de oyentes se percatan ahora de que la mejilla derecha del
sabio griego está ligeramente hundida y de que su nariz está, efectivamente,
rota—. Y me habría matado a golpes si en ese momento no hubiera acudido la
guardia.
—¡Eres un cerdo mentiroso!
Jacobo, hastiado, hace un gesto y los guardias muelen a palos a Ingvar. A
su lado, serio e inmóvil, Mohamed busca sus ojos. Ambos mercaderes, el
cautivo musulmán Mohamed y el poderoso comerciante judío Jacobo, se
mantienen sus ojos hasta que Marcos Tersites retoma su relato.
—El bárbaro fue arrojado a una celda y yo me cobré, conforme a la ley de
los francos, una compensación en plata por el daño sufrido a sus manos. Eso
es todo. Y, puesto que ya cobré, sería injusto por mi parte querer ahora
vengarme. Si de mí depende, señor Jacobo, libéralos.
Ingvar, hecho un ovillo en el suelo con la esperanza de que los guardias
no vuelvan a pegarle, casi se atraganta al escuchar aquello.
—¿No quieres vengarte? —pregunta, extrañado, Jacobo.

Página 114
—No hay nada de lo que vengarme.
—Pero este bárbaro quería que yo te entregara para saciar sus deseos de
venganza hacia ti. Estoy seguro de que te hubiera dado una muerte horrible.
Esperaba que tú… —Jacobo se interrumpe desilusionado y quizá algo
avergonzado.
—Es normal que el bárbaro quisiera vengarse. Estos hombres del norte
son bestiales. Sirven para el combate y poco más. Su mente es confusa, y no
van más allá de la satisfacción de sus necesidades básicas. Nosotros somos
seres racionales y podemos permitirnos la magnanimidad.
Jacobo asiente, y mientras lo hace vuelve a mirar a Mohamed. El
comerciante andalusí está tan desconcertado como él. Luego, al-Tamani toma
un trago de vino y deja la copa más tiempo del necesario en los labios. Está
confuso. Algo no cuadra. ¿Pero qué? No tiene tiempo de averiguarlo. Abu
Massar al-Asturqi llegará en unos días a Mostaghanem y se llevará a Marcos
el Griego, y con él la extraña sustancia que éste ha traído de su viaje a las
montañas y con la que se supone que obtendrá, aunque eso ya se verá,
auténtico fuego griego. Jacobo ha facilitado mucho oro a Abu Massar
al-Asturqi. El renegado es muy ambicioso y hay que reconocer que sabe hacer
bien las cosas. Por lo pronto, ha sido capaz de poner en pie la mayor alianza
de corsarios y piratas que jamás se haya visto en el mar Romano. Y el oro de
Jacobo ha facilitado en buena medida la empresa. Al-Tamani necesita que
todo vaya bien y que Roma sea saqueada. Así rentabilizará su inversión.
Luego, si lo que Massar cuenta es cierto y Marcos Tersites consigue fabricar
fuego griego, será también un buen negocio. Por supuesto, no se fía de Abu
Massar al-Asturqi, pero ya resolverá ese asunto. Por el momento hay que
dejar que los dados rueden sobre la mesa, y ayudarlos un poco a que lo hagan
de forma conveniente. Pero ahora mismo, ante él, tiene un dilema menor y
debe resolverlo de manera que no afecte a los grandes planes. ¿Es que no hay
alivio en este mundo para un anciano? El nuevo día se acerca y parece que la
noche no va a acabar como a él le hubiera gustado.
—Poned en pie al bárbaro —ordena al fin, sin levantar la voz.
Ingvar no se lo puede creer. Marcos lo mira con una beatífica sonrisa en
los labios. Luego, para mayor pasmo del norteño, se levanta y le tiende la
mano.
Durante un instante, Ingvar no sabe qué hacer. Luego, sin estar muy
seguro, toma el antebrazo de Marcos el Griego y lo estrecha sin poder evitar
sentirse más y más asombrado.

Página 115
—Podéis iros. No me importa a dónde. Pero cuando salga el sol estaréis
fuera de Tahert —los advierte el viejo hebreo.
Eso es todo. Los guardias los empujan y los llevan a través de patios,
huertos y jardines hasta un pabellón. Allí, encerrados, están Leif
Rompehuesos y el resto de sus einherjar.
Sus hombres tienen muchas preguntas que hacer y mucha alegría que
mostrar por el reencuentro y la inesperada libertad. Se abrazan, se palmean la
espalda y la algarabía cesa bruscamente cuando escuchan el siseo de las
espadas saliendo de las vainas.
Ingvar se gira y ve a los guardias de Jacobo al-Tamani disponiéndose a
darles muerte.

Página 116
CAPÍTULO 30

Desembocadura del río Cratis, en la costa de Calabria

El dromon está varado en la arenosa playa. En torno a él pululan pequeñas


figuras. Hay hogueras encendidas, y en dos de ellas se han instalado grandes
calderos de los que sale espeso humo negro: van a calafatear el barco y
necesitan brea. Hrodland sigue espiando a los romanos mientras evalúa sus
dos opciones: acercarse a los soldados, revelarles su identidad y pedirles que
los lleven hasta Nápoles o algún otro puerto seguro, o seguir ocultos, regresar
al bosque y continuar su marcha a pie.
—¿Por qué no bajamos y les pedimos protección? —le susurra Aretí.
—Son muchos y están armados. Cuando veas a mucha gente con armas,
piénsalo muy bien antes de ponerte en sus manos.
Aretí piensa que aquella advertencia es ridícula. Son romanos, hombres
del basileus, y ella es súbdita del muy sagrado emperador Miguel III. Estar en
un barco romano le parece algo mucho más seguro que andar perdida en los
bosques de Calabria y poder toparse en cualquier momento con un oso, una
partida de saqueadores sarracenos o una banda de ladrones longobardos.
León Keraunos no ve el momento de empujar al Medusa al mar. Allí,
varados en la playa, están peligrosamente expuestos. Calabria, Campania y
Apulia son el caos. Los longobardos de Salerno y Benevento llevan
matándose entre sí siete años, y ambos partidos, el del príncipe Sikenulfo de
Salerno y el de Radelchis de Benevento, tienen a su servicio bandas de
mercenarios sarracenos que vagan por la región entregándose al saqueo y la
matanza. Y, por si eso fuera poco, el dux y magister militum de Nápoles,
Sergio, se desliga cada vez más del Imperio, contrata también mercenarios,
impone su hegemonía a otras ciudades y comercia abiertamente con Egipto y
con los emiratos aghlabidas de Túnez y Palermo. Allí envía esclavos
cristianos con total desfachatez e impiedad, ignorando por igual las
amonestaciones del papa, las del basileus y las del rey de los francos. Todos
los príncipes y ciudades se empeñan, pues, en hacerse la guerra y pactar con

Página 117
los sarracenos o usarlos en sus disputas, con lo que la violencia y el asalto
empujan a grupos de campesinos y pastores a huir a los montes y
transformarse en bandidos. Así que Calabria no es un buen lugar para pasar el
rato en la playa. Además, desde su experiencia como náufrago en Dalmacia,
León odia saber que su barco está inerme.
¿Pero qué podía hacer? Apenas se habían puesto a perseguir al šīnī con el
que se habían topado en el estrecho de Mesina cuando se percataron de que
tenían una vía de agua: una de las piedras lanzadas por los almajaneques
musulmanes les había acertado justo bajo la línea de flotación, donde el agua
lame las cuadernas del dromon al enlazarse con la quilla, y las había
reventado abriendo en el maderamen un agujero tan grande como la cabeza de
un hombre.
Así que hubo que interrumpir la caza y poner vela a Calabria para buscar
un lugar seguro donde reparar el Medusa. Pero ¿un lugar seguro? ¿Dónde
coño se encuentra eso en el condenado mar Romano? En ningún sitio. Desde
las Baleares a Chipre y desde la costa de Francia a la de Sicilia, todo puerto,
ciudad, aldea o monasterio vive bajo la amenaza de los corsarios sarracenos.
Desde hace más de cincuenta años no hay lugar seguro para los cristianos. Ni
para los romanos, ni para los francos, ni para los longobardos. Pues desde los
puertos musulmanes de Hispania, África, Sicilia, Creta, Egipto y Siria parten
constantemente escuadras de saqueadores y cazadores de esclavos.
Sin embargo, el peor sitio, el más amenazado, es Italia. Allí chocan todos
los imperios y todos los reinos, y allí arriban todos los corsarios y piratas:
francos en el norte, principados longobardos en el sur, aisladas ciudades
romanas en Calabria, Apulia y Sicilia occidental, las rebeldes Nápoles,
Amalfi, Gaeta y Sorrento, la cada vez menos sumisa Venecia, el señorío del
papa en la Italia central, los bandidos de Palermo, de Tarento, de Túnez y de
Tahert, los de al-Andalus y de Creta; todos ellos combaten en Italia y todos se
esfuerzan por someterla.
Por eso León apremia a sus hombres a terminar la reparación del dromon
y empujarlo de nuevo al agua.
Demetrio Troglita no deja de pensar en Aretí, indefensa en el mar. Debe
de haber muerto. Sin duda. Su cuerpo debe de estar flotando, pálido e
hinchado, mordisqueado por los peces, o quizás ha ido a parar a una playa
donde las gaviotas estarán saciándose. No puede evitar imaginarla y siente tal
angustia que no entiende como puede seguir allí, sentado en la playa,
arrojando piedras a las olas. Y tampoco entiende como no se pone en pie y se
va a por el kentarca y lo muele a palos.

Página 118
Pena, desesperación, incredulidad, rabia… Son muchos sentimientos, y él
no está acostumbrado a tales cosas. Desde que sobrevivió al fuego, desde que
se le achicharró media cara y medio cuerpo, se ha habituado a la paciencia, a
la resignación y a la mesura. Y ahora no hay mesura, ni resignación ni
paciencia. Sabe que aquello no tiene sentido. Que León Keraunos dio la orden
que cualquier kentarca hubiera dado, y que él es un idiota por sentir lo que
siente por una mujer que está muerta y que, aunque no lo estuviera, no
sentiría por él más que pena o asco.
Pero no hay consuelo en ello. Así que se levanta y, para no ir a reventarle
la cabeza a su kentarca, se dirige a la colina que domina la playa.
Aretí lo ve venir. Demetrio Troglita es inconfundible. Se sorprende no
sólo por volver a verlo, y en un lugar tan inesperado como aquél, sino
también porque vuelve a sentir la extraña calidez, la rara seguridad que la
mano del sifonario le transmitió aquella madrugada en la taberna de Otranto.
—Conozco a ese hombre. Es un buen hombre; podemos confiar en él y en
sus compañeros.
Hrodland apenas escucha a Aretí; no le quita el ojo al hombre que camina
hacia ellos. El rostro del desgraciado está arruinado en su lado izquierdo por
una horrenda quemadura que se extiende por la mitad de su cuello y que sólo
la piadosa túnica oculta en el resto de su recorrido. Hrodland supone que es
un sifonario, pues cuentan que la mayoría terminan muertos o quemados. Pero
aquél se dirige directo hacia ellos. Hrodland decide que sólo les queda ya una
opción y se pone en pie seguido de Aretí.
Demetrio se queda helado. Ante él, a diez pasos, entre los arbustos, está
Aretí de Pafos.
Aretí sonríe. El rostro de Demetrio es casi cómico. Su expresión de
asombro, de gozoso asombro, es tan grande y sincera que una puede olvidar
las quemaduras que deforman su expresión.
—¡Mi señora Aretí! —exclama, al fin, Demetrio. Y ella, como una niña y
sin poder reprimirse, da unos pasos ligeros y le tiende las manos.
Manos de sifonario, quemadas y duras, y manos de bailarina, suaves y
ligeras, se estrechan. Y, de nuevo, la calidez, el abrigo.
Hrodland no sabe qué hay entre aquellos dos. ¿Debería importarle? Lo
cierto es que tampoco es momento de averiguarlo.
—Soy Hrodland de Nordalbingia, tribuno de la Schola sajona del santo
obispo de Roma, Sergio II. Mi señor, el papa, espera mis noticias y vosotros
repararéis pronto vuestro barco. ¿Nos podemos confiar a vosotros?

Página 119
Demetrio no presta atención al gigante. Sólo ve a Aretí. Sólo siente el
tacto suave de sus manos. El mundo tiene ahora nuevas razones y él,
Demetrio, sifonario del Medusa, las conoce todas.
León Keraunos sí escucha a Hrodland. Había ido tras Demetrio y ahora,
tres pasos por detrás de su alelado sifonario, contempla al hombre alto y duro
que habla y sospecha que hay una buena historia tras todo aquello.
—Soy León Keraunos, kentarca del dromon Medusa, y navegamos hacia
Roma para llevar noticias urgentes a tu señor. Podéis estar seguros a nuestro
lado. O, al menos, tan seguros como puede estarse en estos tiempos de
tribulación.
Hrodland fija su mirada en el hombre que se dirige a él. Concentrado en el
rostro deformado del otro, no ha visto venir al kentarca. Pero todo parece
estar bien. Los llevarán a Roma.
—¿Podéis participarme esas noticias urgentes que lleváis a mi señor, el
papa?
—¿Por qué no? Pronto las sabrá el orbe entero: los sarracenos de todos los
puertos del mar Romano se han aliado para conquistar y saquear Roma.
Hrodland se queda helado. Él lleva al santo padre la noticia de su fracaso
ante el califa de Bagdad, y ahora esto… Roma está perdida. ¿Dónde se hallará
una fuerza lo bastante poderosa como para detener a los infieles? Sólo le
queda regresar junto al obispo Sergio y morir a su lado.
De repente, desde la playa, les llegan los gritos de los marineros. Un barco
sin estandarte navega hacia ellos.

Página 120
CAPÍTULO 31

Tahert

Ingvar no piensa. Ingvar mata. El cuchillo que Marcos le deslizó bajo la


manga al estrechar su antebrazo está ya en su mano, y lo clava con fuerza en
el asombrado rostro del guardia de Jacobo al-Tamani que se disponía a darle
muerte.
Luego recoge su espada y, con un giro de cintura, la hunde en el pecho de
un segundo guardia al tiempo que arroja su cuchillo a Leif Rompehuesos.
Leif agarra el cuchillo y una espada le pasa junto a la boca. Se deja caer al
suelo, rueda y se levanta agarrando con una mano la garganta de un guardia
mientras apuñala hacia atrás al que ha intentado matarlo.
La estancia es un matadero. Los hombres del norte están desarmados, pero
no se dejan destripar fácilmente, y el desconcierto de los guardias al ver a
Ingvar armado ha equilibrado un tanto la desigual lucha.
Un tanto, pero no mucho. Tres hombres del vikingo ya están muertos
cuando Leif se pone a su lado y cargan juntos para lograr algo de espacio.
Dos de sus compañeros se han hecho con armas, y Mohamed, recuperándose
de la sorpresa, pero no del terror, aprieta su espalda contra un rincón mientras
mira con ojos desorbitados la carnicería.
Sólo quedan cuatro vikingos: los que han conseguido armas. Ingvar y sus
tres compañeros han formado un arco protector en una de las esquinas.
Mohamed bendice su suerte, porque esa esquina que protegen los norteños es
la que él ha elegido para fundirse con las paredes. En el suelo se amontonan
heridos y cadáveres, y más guardias entran en la habitación.
—¡Tenemos que salir de aquí! —grita Ingvar. Mientras grita se sorprende
de su propia tontería y le da por reír. ¡Pues claro que hay que salir de allí! La
cuestión es cómo.
Entonces se oye un estruendo, y una pared se viene abajo entre humo y
polvo mientras algo parecido a una mano gigantesca e invisible los derriba a
todos.

Página 121
—¡Corred!
Es Marcos el Griego quien los apremia, y no se hacen de rogar. Incluso el
viejo Mohamed corre como el viento ayudado por Ingvar y Leif
Rompehuesos.
Jardines, huertas y sus caballos amarrados cerca de la puerta, y el viejo
portero desdentado con la boca abierta de pura sorpresa, y la espada de Leif
alzándose para destrozar aquella boca sin dientes, y un venablo volando para
clavarse en la espalda de Olaf Sigurson y otro hundiéndose en la grupa de uno
de los caballos, y el portón abriéndose, y ellos galopando como locos por las
calles de Tahert.
Jacobo al-Tamani está temblando de rabia. Si hay algo en este mundo que
no soporta es que lo engañen. ¡Que Dios maldiga a los griegos! ¿Pero por qué
lo ha traicionado ese perro de Marcos Tersites?
Al-Aarbi no sabe qué ha pasado. Sólo sabe que tiene que perseguir a los
que huyen. Monta de un salto en un caballo que trata de huir y pronto hay
otros hombres a su lado. Todos galopan como demonios tras los fugitivos.
Ingvar sigue riendo. El mundo es un lugar maravilloso y no hay tiempo de
comprenderlo. A su lado, tratando de no caerse, está Mohamed con su mejor
cara de susto, y un poco más allá, Leif, Ragnakar y Marcos el Griego.
—¿Por qué nos has salvado? —pregunta al fin al Griego.
Marcos se lo piensa un momento antes de responder. Luego, tras tirar con
fuerza de las riendas para evitar estamparse contra un puesto de melones, y
taloneando con saña a su montura para recuperar velocidad, grita la respuesta
mientras su caballo brinca sobre el estrecho cauce del Wadi Tiaret.
—¡Porque soy un imbécil!
Ingvar ríe con más fuerza mientras su caballo vuela también sobre las
agitadas aguas. La respuesta de Marcos el Griego le gusta. Es lo más sensato
que un hombre puede gritar.
El caballo de Ragnakar resbala y se estrella contra una casa levantada a
diez pasos de la ribera. Leif se detiene para dar la vuelta y ayudar a su amigo,
pero advierte que los guardias de Jacobo ya están allí.
Al-Aarbi brinca sobre el Wadi Tiaret, el río que serpentea por la ciudad
vieja. Ante él, a poca distancia, uno de los bárbaros norteños se estampa tras
patinar su montura. Al-Aarbi es bueno con las armas, y su caballo aún no ha
aterrizado cuando ya tiene un venablo en la mano. El proyectil vuela y se
clava en el pecho de Ragnakar.
—¡Odín! —brama Leif al ver morir a su camarada. Luego, tira fuerte de
las riendas y galopa tras los demás.

Página 122
Al-Aarbi espolea a su caballo. Otros cinco guardias cabalgan junto a él.
Es una locura. Las calles son resbaladizas y estrechas, empinadas y llenas de
obstáculos.
Ingvar ve las puertas de Tahert. Los guardias que las custodian se giran al
escuchar el estruendo de cascos de caballos lanzados al galope. Ingvar grita
como un loco y carga sobre ellos, derribándolos.
Están fuera. Sus caballos resbalan, trastabillan, tropiezan, pero no caen.
Bajan como una exhalación por la ladera hacia las huertas del estrecho valle y
giran al sur mientras, a su espalda, Al-Aarbi continúa la caza.
Pero la pata de su montura se tuerce, y el bravo pirata sale lanzado por los
aires para aterrizar sobre un plantel de berenjenas. Cuando logra ponerse en
pie, Ingvar, Marcos, Mohamed y Leif son una mancha en la lejanía.
No por mucho tiempo. Al-Aarbi da órdenes a toda prisa, otro caballo sale
de no se sabe dónde y nuevos hombres se suman a la partida. Pronto cabalgan
de nuevo. Los fugitivos no podrán escapar, él conoce bien esa tierra. Por Alá
que no verán el mar. Antes de que lleguen allí, él, Al-Aarbi, tendrá sus sucias
cabezas colgadas de la silla de montar.

Página 123
CAPÍTULO 32

Desembocadura del río Cratis. Costa de Calabria

León Keraunos observa al barco que se aproxima. Es una galea, la más ligera
de las naves cristianas de guerra. En el mar, su Medusa destrozaría a aquel
tablón flotante en un abrir y cerrar de ojos, pero el dromon está varado sobre
la playa, y a la ágil galea que viene con los remos azotando las olas le bastaría
con virar en el último momento y ofrecer a sus arqueros un bonito ángulo
para coserlos a flechazos sin el más mínimo riesgo. Así que lo mejor sería
retirarse de la playa.
Repentinamente, el barco sin estandarte deja de serlo, pues en su palo
mayor se despliega la bandera de Roma y de su obispo.
Hrodland casi no puede creerlo. Ahora tiene la convicción de que Dios
está con él. Entorna los ojos, y sobre la cubierta de la pequeña galera ve a un
hombre delgado con hábito monacal. Algo en su postura, en su cuerpo
menudo, le dice que conoce a aquel monje.
Juan Keraunos es un tipo con suerte. Siempre lo ha sabido. Cuando en
Nápoles lo informaron de que los sarracenos ya no respetaban a los barcos
mercantes napolitanos, supuso que Hrodland no podría pasar el estrecho de
Mesina en un simple carguero, y puesto que él tenía a su disposición uno de
los barcos de guerra del papa, decidió ir en busca del sajón.
Juan conocía a Hrodland, ¿quién no en Roma? Su fama de cruel, de
implacable y de insondable era legendaria. Los sacerdotes no siempre guardan
los secretos de las confesiones que les confían los fieles, y fue uno de esos
indiscretos quien contó a Keraunos la historia de Hrodland.
Era una historia larga. Hrodland había crecido en Nordalbingia, el
condado más septentrional de la salvaje Sajonia, nieto de un noble que había
combatido a Carlomagno y perecido en la inmisericorde matanza de paganos
que el emperador franco llevó a cabo en el 782, junto al río Aller. Cuatro mil
quinientos jefes sajones fueron allí decapitados. El padre, Horsa, apenas un
muchacho, huyó a tierras danesas para continuar la lucha y no aceptó la paz ni

Página 124
siquiera cuando el rebelde Widukind se rindió y se bautizó. Sólo en el 804,
cuando los bárbaros nordalbingios fueron definitivamente derrotados, el padre
de Hrodland aceptó lo inevitable y se sometió, bautizándose y manteniendo a
cambio sus posesiones. Hrodland tenía entonces cuatro años. Era el segundo
de los hijos de Horsa y pronto destacaría por su valor y su fuerza. Pero no era
a él a quien estaba destinado el señorío de su padre, sino a su hermano, que
para colmo también obtuvo la mano de la muchacha a quien amaba Hrodland.
Llevado por la ira, el joven cayó bajo el influjo de un antiguo sacerdote
pagano que vivía escondido en los bosques adorando a los abominables y
viejos dioses sajones. Quizá Hrodland aún recordaba de su primera infancia
los antiguos sacrificios y ritos a los que había asistido en los bosques
sagrados, o quizás el paganismo seguía vivo en el corazón de todos los
miembros de aquel pueblo feroz, que tanto había batallado contra el
cristianísimo Carlomagno.
Sea como fuere, Hrodland se puso en manos del viejo sacerdote y llevó a
cabo un ritual pagano en el que sacrificó un caballo blanco a cambio de
obtener el amor de la joven destinada a su hermano. Quiso el demonio que
aquel impío sacrificio funcionara y Hrodland logró yacer con ella. Era la
prometida de su hermano y sabía que aquella abominación no les sería
perdonada, así que pidió a la joven que huyera con él. La chica se echó a reír.
¿Huir? Ella se casaría con su prometido y sería la señora de aquellas tierras, y
él, si quería, podría ser su amante, pero nada más. Hrodland se sintió
engañado. Ardió de cólera, y al ver que ella seguía burlándose la estranguló
llevado por la rabia. Fue descubierto y apresado, y su propio padre dictó
sentencia contra él renegando de aquel hijo apóstata y homicida. Hrodland
logró huir de la celda donde lo habían encerrado, y en su fuga quiso el destino
que se enfrentara a su hermano, al que dio muerte con sus propias manos.
Luego huyó a Italia, donde tomó parte en muchas guerras hasta llegar a
Roma. Para entonces, su fama de hombre sin piedad y de brutal guerrero lo
precedía, y le valió un puesto en la Schola sajona del papa. Estaba constituida
mayoritariamente por sajones y anglos llegados a Roma como peregrinos
desde Britania, pero las expulsiones de sajones germánicos ordenadas por
Carlomagno en el 799 y el 804 habían llevado también a muchos de ellos
hasta la vieja capital del mundo. Fueran de Britania o de Germania, todos
temían y admiraban a Hrodland de Nordalbingia, y el implacable norteño
pronto se convirtió en su tribuno.
Hrodland era culpable de apostasía, pues había acudido a los antiguos
dioses de su pueblo en demanda de ayuda para lograr sus fines. También era

Página 125
culpable de fornicación y adulterio, pues yació con la prometida de su
hermano, que ya había celebrado sus esponsales, y de asesinato, pues mató a
la joven y a su propio hermano. Por tanto, tria peccata capitalia, los tres
pecados capitales: el alma de Hrodland tenía que ser tan negra como la noche
en la que aúllan los lobos del infierno.
Pecados de tal gravedad exigen una penitencia pública o especialmente
dura. Por eso, cuando Hrodland los confesó al santo papa, éste, compadecido,
le mostró el camino a Jerusalén. Y de paso le encargó una misión casi suicida:
ir a Bagdad y proponer al califa abasí que usara su influencia en favor de
Roma.
Pero Dios es incomprensible para el hombre, y ahora, allí, en una playa
olvidada de Calabria, Hrodland y Juan se encuentran para que juntos puedan
dar cima a la obra que el Señor ha propuesto al pontífice.
Los pies de Juan Keraunos se hunden en el agua y se asientan sobre la
arena. Su barco, la galea del papa, acaba de encallar en la playa y él chapotea
para dirigirse al encuentro del tribuno de la Schola Saxonum.
A Hrodland no le gusta aquel monje. Por muy bibliotecario que sea del
santo padre, sabe que es aficionado al vino y a las mujeres. No es que él,
Hrodland, sea un hombre piadoso, pero un monje debería serlo. Además, Juan
Keraunos tiene fama de astrólogo y mago, y Hrodland, tras su experiencia con
el brujo sajón de los bosques, huye de la magia como del diablo.
—Mi señor Hrodland —saluda el bibliotecario.
Hrodland no devuelve el saludo. Aguarda a que el kentarca se les
aproxime y hable.
León Keraunos llega junto al gigante y el monje y se queda estupefacto:
allí, medio metido aún en el agua, está su hermanastro Juan.
Juan Keraunos tampoco da crédito: el capitán del dromon varado es su
hermano León. Las lágrimas acuden a sus ojos y, dando un grito, se echa a los
brazos del kentarca.
Hrodland no esperaba algo así. Verdaderamente, Dios se complace en
dejar perplejos a los hombres. Un poco incómodo, contempla la alegría de los
dos hermanos y recuerda otros abrazos y otros hermanos… Hengest y él, por
ejemplo. Hengest, su hermano, a quien mató por una mujer que se burló de
ambos.
León y Juan ríen y lloran. Es grande la alegría del reencuentro, y en torno
a ellos se congregan marineros y soldados entre los que prende aquel
contagioso alborozo.

Página 126
Cuando logran dejar de reír y abrazarse, los hermanos se contemplan.
León observa que Juan está más delgado, más encorvado, y Juan se regocija
al ver que León sigue de una pieza: fuerte, alto y duro como un abeto de
Bitinia.
—¿Cómo es que tú también te has hecho kentarca, hermano? —bromea
León.
—¡Ja, siempre fui un poco envidioso! Estaba en Roma entre una montaña
de libros y me dije: ¿por qué no correr aventuras como hace León?
—¡En el mar sólo se corren peligros!
Y todos ríen ante bromas tan simples, pero dichas con tan fraternal
regocijo.
—El papa tiene miedo, hermano mío. Le llegan noticias tenebrosas sobre
una alianza sarracena y me envió a recoger en Nápoles al tribuno Hrodland.
Allí me dijeron que ningún mercante atravesaría el estrecho de Mesina, y
como el asunto que me encargó el papa corría prisa, me apresté a pasarlo yo e
ir en busca del tribuno.
—Eso fue una locura por tu parte. Esta galea que traes no es barco capaz
de enfrentarse a un navío sarraceno.
—Dios está conmigo.
—Dios nunca está con los barcos pequeños cuando son atacados por los
grandes.
—Pues ahora lo necesitamos. Así que espero que no se ponga a medir
barcos y me eche una mano —bromea Juan, tan rápido y malicioso como
siempre.
Hrodland tuerce el gesto. Aquella manera impía de hablar de Dios le
desagrada. Se ha pasado la vida blasfemando, es cierto, pero todo cambió para
él en Jerusalén. A su lado, callada y atenta, se coloca Aretí, y Hrodland siente
una satisfacción que lo toma por sorpresa.
—¿Adónde iréis? —pregunta León.
Juan duda. Se supone que su misión es algo que no debe saberse, pues
Massar al-Asturqi tiene oídos en todas las ciudades de Italia y del mar
Romano. ¿Pero dónde hay por allí una ciudad? En aquella playa sólo hay
hombres buenos. Guerreros de la Roma antigua y de la nueva, y todos tienen
por enemigos a los moros. Además, no tiene que contarlo todo.
—A las costas de Tahert. Allí tenemos que buscar a un hombre sabio. Un
hombre al que el papa estima y cuya información es vital para frustrar los
planes de los sarracenos.

Página 127
—¿Un hombre sabio? ¿Un hombre al que el papa quiere junto a él para
frustrar los planes de los sarracenos?
—Así es, León.
—Marcos Tersites, ¿verdad?
Juan abre la boca tanto como le permiten sus mandíbulas mientras mira,
asombrado, a su hermano.
—Marcos es un traidor. Está al servicio de Abu Massar al-Asturqi, que
quiere el secreto del fuego brillante. Si lo logran, si ese hijo de puta de
Marcos lo ayuda a conseguirlo, no sólo Roma, sino Constantinopla y el
mundo entero, estarán condenados. Nadie excepto el Imperio puede custodiar
ese secreto, Juan.
Juan cree que sí debe haber alguien, además del Imperio, que custodie ese
secreto. Y, porque está firmemente convencido de ello, mira ahora a su
hermano con otros ojos. La prudencia acude a él y se disfraza de astucia.
—Así es y así debe seguir siendo —afirma con falso asentimiento—. El
obispo de Roma quiere que Marcos expíe sus pecados en una celda monacal y
que sus conocimientos no hagan daño a nadie. Ya sabes que él y yo somos
amigos. El papa también lo sabe y por eso me confió esta misión, pues supone
que Marcos entrará en razón y abandonará a los sarracenos. El tribuno
Hrodland debe ser mi escolta. Treinta y tres de sus hombres están en la galea.
Quizá León Keraunos esté tramando recoger su tesoro y retirarse de todo
aquello, pero es un hombre del Imperio, un kentarca de la flota. Y sopesa todo
lo que acaba de escuchar. Su hermano le está mintiendo. El papa también va
detrás del fuego brillante.
—Hermano, no podemos permitir que Massar tenga consigo a Marcos
Tersites, y tu barco es demasiado pequeño para impedirlo. Navegaremos junto
a vosotros y os ayudaremos en vuestro cometido.
Juan no sabe si dar gracias a Dios o echarse a llorar. Confía en su
hermano como en nadie y sabe que León también confía en él. ¿Acaso no le
confió sus planes para apoderarse del tesoro que el emperador Teófilo envió
al rey de los francos? Lo siente en el alma, de veras que sí. Pero va a usar a su
hermano para dar cumplimiento a las órdenes de su santo obispo.
—¡Que Dios te bendiga, hermano!
Se ponen en marcha. León ordena que se apresuren los trabajos de
calafateo del dromon, y la galea de Juan es arrastrada a la playa para pasar la
noche junto a ellos. Pronto se alzan alegres hogueras y el vino desembarcado
calienta sus corazones.

Página 128
Mientras cenan, Pando de Ostia, uno de los marineros del navío papal, se
aleja para orinar. Pero no volverá a la playa. Corre por el bosque. Massar
al-Asturqi lo cubrirá de oro.

Página 129
CAPÍTULO 33

Tahert

Cabalgan hasta reventar a los caballos. Luego, sin detenerse junto a las
extenuadas bestias, continúan a pie. Pero Mohamed no puede seguir ese
ritmo. Ingvar se plantea abandonarlo y luego se arrepiente: eso no estaría
bien, Mohamed es su hombre. Así que se plantea matarlo. Pero puede seguir
siéndole valioso, así que se lo carga a las espaldas y camina con el viejo
abrazado a su cuello.
El sol declina. En lo alto de un cerro, vuelven las cabezas y ven la
nubecilla de polvo que levantan sus perseguidores. Quince minutos como
mucho, calcula Ingvar. La noche viene ya, pero es poca su ventaja y apresura
el paso entre los pinos y matorrales. Tras él van Leif y Marcos el Griego. Si
Leif y él estuvieran solos, y no arrastrando a dos enclenques como Mohamed
y Marcos, tendrían una oportunidad de escapar y alcanzar a los muchachos
que los aguardan en la costa.
Al-Aarbi sabe que pronto terminará todo. Delante de él va un cazador
masmuda. Los masmuda son hombres de bosque y monte, hombres hechos a
seguir la pista de las bestias entre la maleza que conocen las montañas como
su propia e implacable mano. El cazador ha desmontado para estudiar las
huellas. Abre los ojos con sorpresa y sonríe antes de hablar.
—Son tuyos.
—¿Por qué estás tan seguro?
—Uno de ellos ya no puede caminar, se lo han cargado a la espalda. Y
además van derechos al marjal de los leones.
—¿El marjal de los leones?
—Han enfilado el descenso al valle donde confluyen el Wadi Tiaret y el
Wadi Rhiou. Ahí el agua se derrama y anega la tierra, y crecen cañaverales,
acebuches y sauces. Es una espesura impenetrable en la que abundan las
fieras. Yo no entraría solo en ese lugar, y no creo que ellos salgan vivos.

Página 130
Al-Aarbi medita lo que acaba de oír. Una idea va tomando forma en su
cabeza.
—¿Qué sugieres que hagamos?
El masmuda se rasca la barba y piensa con la mirada perdida en el bosque
por donde han huido Ingvar y sus compañeros.
—¿Los necesitas vivos?
El Mestizo vuelve a quedar pensativo. Marcos el Griego vale una
fortuna…, pero le tiene inquina a ese cabrón pretencioso, y esa fortuna está
destinada sólo a las manos de Massar al-Asturqi y del viejo Jacobo. A él le
basta con el oro que sacará de Roma cuando la saqueen. Toma su decisión, y
una sonrisa maliciosa aflora a sus labios.
—No.
—Entonces, cabalguemos hasta Marj al-Zafra. Sólo por allí se puede salir
del marjal de los leones. No creo que lo consigan, pero si alguno sobrevive
tendrá que pasar por Marj al-Zafra y estaremos allí para terminar el trabajo de
las fieras.
Ingvar descarga a Mohamed. El comerciante ha recuperado algo de fuerza
y camina de nuevo, aunque con paso vacilante. Junto a ellos marchan Leif y
Marcos. El paisaje está cambiando por momentos: han salido de los cerros
cubiertos de bosque y descendido a un valle donde la tierra, paso a paso, va
formando tremedales y marismas llenos de cañaverales entre los que emergen
zonas más altas con sauces, acebuches y chopos.
La espesura les da sensación de seguridad y, en una de las zonas elevadas,
una especie de isla que se alza sobre la marisma, sacan los pies del agua y del
barro, toman aliento y descansan.
Marcos sopesa lo que viene. Sabe que el impulso que lo ha llevado a hacer
lo que ha hecho es irracional. Pero sabe también que esa irracionalidad era la
última brizna que quedaba del Marcos que puede salvarse. Pensar en su amigo
Juan Keraunos, allá en Roma, inerme ante la tormenta de muerte y saqueo que
Massar al-Asturqi está convocando, era demasiado. Una cosa es hallar el
secreto del fuego brillante y vendérselo a ese malnacido renegado para que
conquiste y destruya a gentes que él no conoce, y otra muy distinta quedarse
sin hacer nada ante lo que se abatirá irremediablemente sobre su amigo… Su
único amigo. A menudo, cuando el vértigo del saber no lo consume, en esas
noches demasiado largas para ser llenadas con libros, se ha preguntado por
qué en toda su vida sólo ha tenido un amigo. Las respuestas a esa pregunta
son aterradoras y suele descartarlas para que no lo dañen, al menos no

Página 131
todavía. Pero se esconda o no de ellas, lo cierto es que un hombre con un
único amigo no puede permitirse perderlo sin hacer nada por evitarlo.
Ingvar no le quita ojo al Griego. Sabe que no puede fiarse de él. Aunque
le acabe de salvar la vida, sólo lo ha hecho porque su salvación es una parte
necesaria de un plan más amplio. Un plan cuyo propósito, como siempre, será
ofrecer a Marcos un beneficio. Cumplido ese propósito, se librará de él
aplastándolo como a una pulga si le da la oportunidad.
Ninguno de los dos contó la verdad en Tahert. La historia que los enlaza
es una historia de mutuas traiciones y, de algún extraño modo, parece querer
unir sus destinos. Pero lo que el destino une lo puede cortar el acero.
Mohamed siente como hasta el último rincón de su viejo cuerpo se queja.
Si tienen que reemprender la marcha no podrá hacerlo por su propio pie, o no
al ritmo que habían seguido; y no puede esperar que Ingvar continúe cargando
con él hasta la costa. Mohamed no se engaña, sabe que si Ingvar lo ha llevado
sobre sus espaldas es porque todavía lo necesita. Pues, aunque Marcos el
Griego sabría usar el astrolabio y acaba de salvarles la vida, ambos hombres,
el nórdico y el Griego, desconfían uno del otro y se odian con idéntica pasión.
¿Por qué? No lo sabe, y desde luego no ha creído una palabra de lo que cada
uno de ellos contó al respecto ante Jacobo al-Tamani. Es extraño, piensa, se
halla al borde de la muerte y su mente se ocupa con el misterio que encierra la
extraña relación de esos dos hombres que recuperan el aliento junto a él.
Leif está confuso. Por supuesto, ha visto muchas veces la muerte y ha
perdido a muchos amigos y familiares, pero ver caer a Ragnakar ante sus
narices, y en un momento en que a él mismo lo rondaba la parca, le ha
causado una extraña conmoción. Quizá no sea el hombre más sabio de la
tierra, pero conoce desde niño el arte de la caza y sabe que ellos son una presa
fácil: a pie, agotados y en un territorio desconocido, no tardarán mucho en ser
cazados.
—¿Por qué me diste el cuchillo?
Marcos mira a Ingvar y le sostiene largamente la mirada antes de
contestar.
—Ya te lo dije; tengo cierta habilidad para hacer el imbécil cuando menos
me conviene.
—Eso es una constante en tu miserable vida, Griego, y no algo
excepcional. Así que dime ahora la verdadera razón.
—No la creerías.
—Prueba.

Página 132
Marcos se saca una de las botas, la sacude para limpiarla un poco y se la
vuelve a poner.
—Me enteré de que los sarracenos han formado una gran alianza para
saquear la vieja Roma. Se reunirán barcos y hombres llegados desde
Hispania, Sicilia, Tarento y también desde aquí, desde los puertos de Tahert.
Caerán juntos sobre Roma.
—¿Y a ti te importa eso? No, te conozco lo bastante para saber que algo
así te importaría tanto como la cagarruta de un ratón.
Marcos sonríe. Una extraña sonrisa la suya, mezcla de tristeza,
asentimiento y rabia.
—En Roma vive la única persona que me importa. La única de la que me
fío. Tengo que ponerla a salvo antes de que los asesinos de Massar al-Asturqi
lo arrasen todo.
Ingvar es ahora quien sonríe. ¿Es que a aquel maldito Griego no se le
acaban nunca las historias? Ni siquiera él puede mentir con tanta soltura y
convicción.
—Te conozco bien, Marcos. Me engañaste una vez y no vas a hacerlo una
segunda.
—Te hubiera podido engañar una docena de veces, así que no te quejes
porque te engañara una.
—¿Qué me impide darte muerte ahora?
—Tu codicia. Por eso me siento a salvo contigo, rhos.
—¿Por qué me engañaste en Ingelheim?
—Porque sabía que me matarías en cuanto tuvieras lo que deseabas, y
porque nunca creí tu historia.
Es una buena respuesta, admite Ingvar. Y allí, entre la cambiante sombra
que ofrecen las ramas de los sauces, su mente viaja siete años atrás, a
Ratisbona, de camino a Ingelheim; cuando él y el resto de sus camaradas de la
guardia de los rhos escoltaban a los embajadores del basileus Teófilo a la
corte del emperador de los francos, Ludovico Pío.

Página 133
CAPÍTULO 34

Siete años antes

Ratisbona es una ciudad que dejó de serlo hace siglos. Ahora, en su cotidiana
y secular decadencia, es un montón de chozas y casas de madera que se
alternan aquí y allá con ruinosas construcciones de la época romana, cuando
se llamaba Augusta Regia y era la capital de la provincia de Raetia. De
aquellos días quedan domus con los techos medio desmoronados y reparados
con ramas y helechos, y algunos quebrantados muros y edificios que ya es
difícil saber para qué se construyeron. Queda todo eso y el recuerdo de que el
mundo es un lugar peligroso.
Ellos lo sabían bien. Desde que se habían separado del dromon que los
desembarcó en Venecia, no habían hecho otra cosa que sortear y enfrentar
peligros. El obispo Teodosio de Calcedonia tuvo que convencer al dux
veneciano, Pietro Tradonico, de que le proporcionara regalos con los que
sustituir a los perdidos en el naufragio del otro dromon. Fue una empresa
difícil. Se suponía que Venecia era una posesión del basileus de los romanos,
pero desde hacía más de un siglo actuaba en realidad como ciudad
independiente, y cada vez más poderosa. Cierto era que los venecianos
seguían proclamando su fidelidad al Imperio y que a menudo enviaban sus
flotas a combatir a los sarracenos junto a las escuadras imperiales, pero
también que poseían sus propios barcos, no pagaban impuestos y no
aceptaban funcionarios ni gobernadores, mirando ante todo por su comercio y
su poder. Así que a Teodosio le costó mucho que los venecianos le entregaran
una cantidad de oro y de regalos mínimamente aceptable, y ello sólo tras
prometer que el Imperio compensaría a Venecia por tales dispendios. De ese
modo se obtuvieron ciento cuarenta libras de oro en moneda acuñada, cálices,
fuentes, copas y adornos de vidrio de brillantes colores, así como algunas
túnicas y mantos de seda bordados con oro. Nada comparable a lo perdido en
las aguas de Dalmacia, pero lo suficientemente rico para lograr la buena
voluntad de Ludovico Pío.

Página 134
Esa buena voluntad era muy necesaria para el Imperio. Los abasíes
presionaban en Asia Menor, y los piratas de Creta, al-Andalus, Sicilia, Túnez
y Tahert asaltaban de continuo las ciudades costeras e islas imperiales. El
emperador Teófilo quería que Ludovico Pío le enviara un ejército para que lo
auxiliara en su lucha contra los musulmanes; bien en Italia, para sostener las
posiciones que allí quedaban a los romanos, o bien en los Balcanes y Asia
Menor, para combatir a búlgaros y abasíes.
La misión de la embajada de Teodosio era, pues, vital, y el grave
contratiempo sufrido por la pérdida del oro y los regalos la ponía en serios
aprietos.
Pero todo aquello le parecía a Ingvar un confuso eco. Para sus sesenta
compañeros, lo que importaba era proteger a los embajadores y a su séquito,
y, una vez en Ingelheim, cobrar su último sueldo y conseguir del rey franco
paso libre hacia los asentamientos vikingos en la desembocadura del Rin.
Desde allí regresarían a sus hogares en Escandinavia.
Él había tenido ese mismo propósito antes del naufragio: cumplir su
última misión y regresar a casa para disfrutar del oro ganado en
Constantinopla. Compraría una hermosa granja, criaría buenos caballos y
buenas vacas e incluso armaría un pequeño barco. En verano, con sus
familiares y los hombres que trabajasen en sus tierras, haría pequeñas
incursiones de saqueo aquí y allá… Esas cosas se las podría permitir con los
ciento cincuenta y siete nomismas de oro que su bolsa tendría en Ingelheim.
Pero el naufragio lo cambió todo. No se podía quitar de la cabeza el
tesoro; el gran cofre que allí habían dejado. Y él tenía el óstracon, la guía para
regresar a por él y ser un hombre inmensamente rico. Un hombre que podría
aspirar no a poseer una hermosa granja, sino a regir su propio reino.
Todo eso rumiaba mientras, junto a los demás rhos, atravesaba las ricas
tierras del norte de Italia. Allí abundaban las ciudades opulentas y los campos
bien cultivados y, tras pasar por Pavía, residencia del rey Luis, siguieron hacia
los Alpes. Pero cada día, cada noche, Ingvar sólo podía pensar en que se
alejaba de su tesoro, y en que para volver junto a él necesitaría un barco y
hombres en los que confiar. Uno de ellos, uno muy particular, tendría que
saber leer las indicaciones que León Keraunos había anotado en el óstracon.
No era un necio. Sabía que no debía precipitarse. Sopesó la oportunidad
de revelárselo todo a sus compañeros de la guardia, pero en ese caso debía
contar con dos posibilidades: que alguno de ellos revelara a su vez el secreto a
Teodosio, jefe de la embajada, bien por fidelidad o bien por la promesa de
obtener una recompensa más fácil; y que, dado que él no era el jefe de la

Página 135
guardia, sino uno más, contar su secreto a sus camaradas supusiera aceptar un
papel subordinado y conformarse con una pequeña fracción del tesoro.
Así que optó por aguardar. Aguardar a la vuelta a su tierra natal y, una vez
en ella, con el brillo del oro que ya llevaba consigo y el prestigio por su
regreso triunfal tras años de aventuras en países lejanos, enrolar en la empresa
a sus familiares y vecinos. Entonces él sería el jefe y el único que realmente
sabría adónde iban y cuánto hallarían.
Pero ¿adónde irían? Ése era el jodido problema. Ingvar sabía que el
naufragio había tenido lugar en el sur de la costa dálmata, en el país de los
kravunios. No era lego en el arte de capitanear un barco y sabía que, si tenía
oportunidad de volver a navegar por aquella costa, encontraría el lugar exacto
donde se estrelló el maldito dromon. ¿Pero cómo volver al mar Romano desde
la norteña Escandinavia? No tenía ni idea. Sabía que había mapas que
mostraban los contornos del mundo conocido, pero esos mapas estaban en
libros que él no poseía y que tampoco podría leer ni entender.
Además, ésa no era la mayor dificultad. Pues, aunque consiguiera hallar el
camino al mar Romano y navegar hasta la costa dálmata, logrando
desembarcar en la misma playa a la que habían sido arrojados los
supervivientes del dromon, ¿cómo alcanzar la cueva donde el gran cofre había
sido ocultado? Para eso necesitaba que un hombre sabio leyera en el óstracon
y, astrolabio en mano, recompusiera el complicado camino por el bosque y las
colinas.
Así pasaba sus días: cabalgando, prestando servicio como guardia, viendo
pasar ciudades y aldeas que no le importaban y fijando su voluntad en su
destino: ser rey. Y para serlo tenía que conseguir el cofre.
La embajada dejó atrás la gran llanura padana. Los Alpes fueron un
desafío para todos con sus montañas altas y bravías. En los pasos acechaban
los ladrones, y los rhos se vieron a menudo peleando entre cumbres y
precipicios aterradores, tratando de que los embajadores del basileus no
murieran despeñados o atravesados por una lanza.
Ingvar pensó más de una vez que morirían todos. Pero de alguna manera
pasaron los Alpes y llegaron a un lugar llamado Augusta Regia, o eso les dijo
el obispo. Los habitantes del sitio lo llamaban Ratisbona, pero cualquiera que
fuera su nombre era un lugar miserable.
Contaba, eso sí, con tabernas, e Ingvar terminó en una, aferrado a su jarra
de cerveza y meditando, por centésima vez, cómo lograr su propósito. Un
poeta ambulante cantaba canciones al son de un pequeño tambor, y la entrada

Página 136
en el local de un grupo de boyeros que acababa de vender su rebaño en el
mercado animó mucho la velada.
Se animó tanto que comenzó una pelea. A Ingvar no le desagradaban.
Ésta, por lo pronto, se había armado al chocar un enorme boyero con un
monje, o eso parecía, que acababa de bajar del piso superior para llevarse su
cena. El monje, o lo que fuera, era un enclenque que estaba sangrando por la
boca y la nariz antes de decir amén. Pero cuando el boyero, jaleado por sus
compañeros, se aprestaba a agarrarlo y arrojarlo a la noche lluviosa, todos
quedaron helados de miedo. Pues aquel hombrecillo hizo surgir llamas de sus
manos y le achicharró la cara al otro.
Antes de que se recuperaran del susto, el hombre ya había desaparecido
escaleras arriba. Y cuando los compañeros del imbécil que había quedado con
la cara quemada reunieron suficiente valor y subieron a buscarlo, no lo
hallaron.
No podían hacerlo. El monje había saltado por la ventana y corría ya por
las calles de Ratisbona llevando en una bolsa de fieltro encerado sus escasas
pertenencias. Pero Ingvar estaba tras él. ¿Por qué? Pues porque un hombre
capaz de hacer brotar fuego de sus manos debía de ser, necesariamente, un
sabio o un poderoso brujo, y alguien así debía de saber usar un astrolabio.
Ingvar le cortó el paso en un callejón donde un perro medio muerto de
hambre se guarecía bajo un saledizo. El hombrecillo miró a Ingvar y luego al
perro, y se encogió de hombros antes de hablar en griego.
—Marcos Tersites a tu servicio, mi señor. Veo que sois un miembro de la
afamada guardia de los rhos. Sin duda acompañáis al señor Teodosio, el santo
obispo de Calcedonia enviado como embajador del basileus a la corte del rey
Ludovico Pío.
Ingvar había pasado suficientes años en Constantinopla como para
reconocer el acento de un hombre culto y rico. ¿Qué hacía allí, en aquella
olvidada y decrépita ciudad de los francos?
—Soy Ingvar, y, en efecto, sirvo en la escolta del obispo Teodosio y del
espatario Teófanes. Deja de correr. Llueve y estás tan flaco como ese perro.
Puedes venir conmigo.
Caminaron bajo la lluvia. El perro iba con ellos y el barro se les pegaba a
las botas. Al pasar cerca de la taberna, los vieron. Los boyeros salieron en
tromba, y con ellos muchos paisanos que gritaban que Marcos era un brujo y
que había que colgarlo. Se organizó un buen jaleo. La gente debería aprender
a razonar. Ingvar era bueno razonando, así que se descolgó el hacha, la
empuñó y se echó atrás el manto para dejar a la vista la espada corta que le

Página 137
colgaba del hombro derecho y la larga ceñida al costado izquierdo. Fueron
buenas y suficientes razones, y los dejaron pasar. El perro echó una desdeñosa
mirada a los boyeros y siguió tras ellos. Ingvar rebuscó en la bolsa y le lanzó
un trozo de tocino que el animal cogió antes de que cayera al suelo.
Al llegar, Ingvar dejó que ambos, Marcos y el perro, se acomodaran en la
gran casa romana que el obispo de Ratisbona había dispuesto para la comitiva
del patriarca Teodosio.
Pasaron entre rhos sentados en el suelo y sirvientes que distribuían
comida entre ellos. Ingvar, buscando sitio, miró de reojo al escuálido
personaje al que había ofrecido protección y se sorprendió al ver en sus ojos
el singular brillo de la victoria.

Página 138
CAPÍTULO 35

Marjal de los leones

Marcos espanta una mosca, echa un vistazo al cañaveral que los rodea y se
pregunta en qué está pensando Ingvar. A veces, las mentes de dos hombres
pueden discurrir por un mismo sendero, y Marcos, sin saberlo, también
recuerda Ratisbona.

Página 139
CAPÍTULO 36

Siete años atrás. Ratisbona

Llueve a cántaros y Marcos bendice su suerte al penetrar en la gran domus


semiarruinada. El perro vagabundo que los sigue se sacude el agua y se
acomoda en un rincón de lo que tuvo que ser un elegante triclinium. Aquí y
allá, bajo esteras de junco, el suelo aún conserva partes del espléndido
mosaico que, quinientos años atrás, el legado de la Legio III Itálica mandó
colocar para impresionar a sus invitados. Marcos se sienta sobre las esteras y
levanta el borde de una de ellas para ver un fragmento de mosaico que,
aunque opacado por el polvo y la suciedad, muestra la rutilante viveza de una
escena de caza en la que un jabalí es apresado por un perro. Es tan magnífico
que el artista supo representar no sólo el movimiento y el terror del jabalí,
sino también la ansiedad asesina del perro. La escena le impresiona y
desagrada. Está agotado, así que extiende su manto junto al can y espera a que
vuelva Ingvar.
El rhos regresa con un cuenco de sopa y una hogaza de pan. Se sienta a su
lado y aguarda. Marcos come en silencio y deja que el perro se lleve a la boca
un pedazo de pan mojado en la sopa. Medita lo que va a decir y cómo lo va a
decir. No puede evitar pensar que esa noche los viejos dioses deben de estar
riéndose a carcajadas. Y, mientras ríen, la mente de Marcos viaja seis meses
atrás, a Constantinopla, cuando acababan de cesarlo como profesor de la estoa
de Illus.
Aquel día, un miembro de la vigla, la unidad de caballería pesada de la
guardia imperial, se le acercó. Marcos no entendió cómo era posible que
supiera que él se disponía a abandonar la ciudad para viajar al bárbaro
Occidente, pero aquel oficial disfrazado de simple soldado, pues de inmediato
Marcos lo reconoció como Constantino Maniaces, el poderoso akolouthos de
la vigla, lo sabía. Y, en la penumbra que proporcionaban los atestados
anaqueles de la biblioteca Illus, le habló como hablan las gentes de guerra: de
forma directa.

Página 140
—Abandonáis los trabajos en esta estoa y marcháis a Occidente —le dijo,
no preguntando, sino afirmando—. No lo hacéis de buen grado, sino movido
por el odio que os tiene el patriarca Juan el Gramático y la censura que
impone a vuestros estudios.
Juan el Gramático era el patriarca iconoclasta de Constantinopla y uno de
los hombres de confianza del basileus Teófilo. Había prohibido a Marcos
seguir con sus clases y trabajos en la estoa de Illus, y con ello había puesto fin
abrupto a su carrera como profesor de la misma. Juan el Gramático era un
hombre de afilada retórica y conocimientos vastísimos, pero de soberbia y
vanidad igualmente inabarcables, y Marcos había cometido el error de
ponerlo en evidencia durante uno de los debates que se celebraban en la estoa.
Desde ese día, Juan maniobró para hacerle la vida imposible. Lo tenía fácil,
pues además de patriarca de Constantinopla había sido el maestro del
emperador, y era, sin duda, el hombre más influyente en sus decisiones.
—En efecto. Marcho a Italia, y luego, quizá, al país de los francos —
contestó con suma prudencia.
El akolouthos sonrió con estudiada lentitud. Era evidente que trataba de
pasar inadvertido, pues no llevaba su uniforme, una vistosa túnica bordada en
oro y un pesado sago rojo cubriéndole los hombros, sino un sencillo manto y
una túnica militar.
—Es un largo viaje el que emprendéis. Los viajes cuestan oro.
—El oro no es un problema.
—No debería serlo; vuestra familia es rica. Pero hace tiempo que vuestro
padre está enemistado con vos.
Marcos se tensó. En efecto, hacía casi un año que su padre no le daba ni
un miliaresio de plata.
—Puedo apañármelas.
—No lo dudo. Pero a veces, para hombres como vos, Marcos Tersites, el
oro y la plata no bastan. A veces deben ir acompañados de algo más. Algo
que permita resarcir el daño injusto que se os causa.
—La venganza es algo indigno de hombres sabios y cristianos.
Constantino Maniaces sonrió con sorna. Cerró el códice que Marcos
estaba leyendo y le levantó la barbilla con brusquedad.
—Puedes ser muy sabio, no lo dudo, pero eres muy poco cristiano. De
hecho, no sería difícil acusarte de hereje, pagano o brujo, o de todo ello a la
vez, y resultar creíble en dicha acusación.
Tras el intento de soborno, la tentación, y tras ésta, la amenaza. ¿Qué cosa
oscura iban a pedirle?

Página 141
—El Imperio está, cómo decirlo, en una situación delicada. Nuestro
sagrado emperador, Dios cuide de él, se halla muy enfermo… y la mente de
un hombre enfermo suele estar poco clara. Pero tiene una esposa inteligente
que vela por él y que, puedes estar seguro, no permitirá que su sagrado esposo
cometa errores.
Marcos comprendió: la emperatriz Teodora. La bella y ambiciosa mujer
de Teófilo estaba detrás de Constantino Maniaces. El peligro era mayor de lo
que creía.
—Como sabes, Marcos, un imperio dividido es un imperio amenazado.
Nuestro sagrado emperador se empeña en mantener la prohibición de la
veneración de las imágenes, pero el pueblo, en su mayor parte, quiere el
regreso de los iconos. Nuestra madre, la emperatriz Teodora, es consciente de
todo esto con suma claridad, y aboga por la restauración del culto de los
iconos, pero el pobre emperador está bajo la influencia de su antiguo maestro,
el patriarca Juan el Gramático. ¿Se puede confiar en alguien que anatemiza la
veneración de los iconos cuando en su juventud los pintaba? No se puede,
pero nuestro sacro emperador lo hace, y yerra. Por eso, la emperatriz y
cuantos con ella velamos por el bienestar del Imperio, tratamos de corregir,
pues ésa es la palabra, los errores del emperador. Por supuesto, lo hacemos y
lo haremos con tacto y discreción.
Marcos se atrevió a preguntar:
—¿Y en qué debe ser corregido ahora nuestro sagrado emperador?
—Veo que, además de libros, sabes leer situaciones complicadas. El
emperador ha sufrido graves derrotas, y eso ha menguado la solidez de su
posición teológica. ¿Por qué Dios permite que los romanos sean derrotados
tan duramente por los infieles? Muchos comienzan a pensar que ese enfado
celestial se debe a que el emperador se niega a venerar las imágenes, así que
las derrotas merman la fuerza del partido iconoclasta. Y queremos que siga
siendo así.
Marcos casi se atragantó con su propia saliva al escuchar aquello. Pero
Constantino Maniaces siguió explicándose y, por fin, le soltó la barbilla.
—Se está preparando una embajada. Nuestro emperador quiere lograr la
alianza con el rey de los francos, ese perro de Ludovico Pío, que, al igual que
hizo su padre, se hace llamar emperador de romanos. Tras asegurar la
continuidad del actual tratado entre ambos imperios, se quiere conseguir que
Ludovico Pío envíe un ejército en nuestro socorro, o al menos que lo envíe a
Italia para luchar contra los sarracenos y así poder liberar nuestras fuerzas
destacadas allí para volcarlas en Oriente. Si nuestro basileus logra semejante

Página 142
alianza, todo podría cambiar y las derrotas tornarse en victorias. Y, de ser
así…
—La posición de los iconoclastas se fortalecería —completó Marcos.
—En efecto. ¿Y quién es el alma de los iconoclastas?
—El patriarca Juan el Gramático.
—El mismo hombre que te ha privado de tu posición aquí de forma
injusta. El que te obliga a exiliarte entre los bárbaros de Occidente. ¿No te
gustaría contribuir a su caída?
Marcos sopesó aquello. Una cosa era vengarse de Juan el Gramático, y
otra muy distinta intrigar contra el emperador y debilitar al Imperio.
Constantino Maniaces era un hombre hecho para la acción y las largas
pausas lo exasperaban. Un hombre así se vuelve peligroso cuando se
exaspera.
—Esto puede hacerse contigo o sin ti. Si debe hacerse sin ti, no eres
necesario, y ya sabes qué ocurre cuando uno es innecesario.
Marcos asintió, o lo intentó. Constantino lo seguía mirando con fijeza y
dureza. La penumbra parecía mayor a cada instante. Un poco más allá, a
alguien se le habían caído unos libros.
—¿Qué tengo que hacer? —preguntó al fin, sabiendo que no le quedaba
otra alternativa.
—Eres verdaderamente sabio. Verás: partirán dos barcos. Uno llevará el
oro y los regalos que el basileus ofrece al rey de los francos a cambio de la
alianza, y el otro llevará al obispo de Calcedonia, Teodosio, jefe de la
embajada. No tenemos acceso a este segundo barco, pero sí al primero. Nos
vamos a asegurar de que naufrague de forma discreta. Nunca llegará a
destino. Pero, aunque es probable que la embajada fracase al carecer de oro y
regalos que ofrecer a los bárbaros, no podemos estar seguros, pues Teodosio
es un hombre muy hábil en cuestiones diplomáticas. Así que el oro y los
regalos no llegarán a la corte de Ludovico Pío en Ingelheim, pero el obispo
tampoco debe hacerlo. Tú te asegurarás de ello.
—¿Pero por qué yo? No soy un asesino. No tengo experiencia en…
—¿En matar? No te preocupes, es más fácil de lo que imaginas. Todo el
mundo se sorprende cuando lo comprueba. Recurrimos a ti porque el patriarca
Teodosio te conoce, y hasta te aprecia. Sabe que vas a exiliarte en Occidente
y no le sorprenderá demasiado encontrarte allí. Cuando lo haga, todo debe ser
casual y tú debes encontrarte en la miseria y la desesperación. Él es un
hombre piadoso; se compadecerá de un sabio caído en desgracia y te
incorporará a su comitiva. Teodosio, de tan elevada cultura, se alegrará de

Página 143
tener a su lado a alguien con quien conversar en las largas noches del norte.
Cuando llegue el momento, hazlo como consideres. Pero que parezca natural
y que ocurra lejos de territorio imperial.
—¿Y qué gano yo con esto?
—¿Aparte de la satisfacción de ver dañados los intereses de Juan el
Gramático? Vamos…, te creía un hombre más espiritual. Pero, al final, los
sabios no sois diferentes de los simples soldados como yo, ¿verdad? Doce
libras de oro: ochocientos sesenta y cuatro nomismas. Una pequeña fortuna.
La mitad ahora, antes de que partas de Constantinopla. La otra se te entregará
en Nápoles cuando tengamos la confirmación de que Teodosio ha
abandonado este mundo. Todo eso y también, si así lo quieres, una plaza
como profesor en la estoa o en la Magnaura cuando caiga Juan el Gramático.
Venganza, oro y fama como hombre sabio y docto. Es un buen precio.
Sí, era un buen precio. Además, los mejores precios son aquellos que no
se pueden rechazar, y a él no le daban opción alguna de hacerlo.
Y allí está ahora, en Ratisbona, haciéndose pasar por un sabio hambriento
y desesperado que, casualidad de casualidades, se va a encontrar con el buen
obispo Teodosio.

Página 144
CAPÍTULO 37

Marjal de los leones

Se oye un sonido bronco y aterrador. Un rugido de león. Uno sabría que sólo
puede ser eso aunque nunca hubiera escuchado nada semejante. ¿Qué hay tan
pavorosamente atávico y primario? En algún lugar, todos ellos, Ingvar,
Marcos, Mohamed y Leif, guardan la memoria de innúmeras generaciones de
hombres perecidos bajo las garras de fieras como la que ahora ruge y espanta
a las aves acuáticas. Ingvar desenvaina la larga espada y Leif hace otro tanto,
mientras que Marcos descubre un cuchillo y Mohamed ruega al
Misericordioso que lo proteja de una muerte tan terrible.
Marcos se pone en pie, y con él todos los demás. El cansancio ha sido
repentinamente olvidado y reemprenden la marcha en dirección contraria a
aquella de donde parece proceder el espantoso sonido.
Zumban las moscas y tres jabatos cruzan ante ellos apresurándose tras su
madre. El cañaveral ha regresado al terror y ellos forman ya parte de él. La
muerte se les aproxima con fauces terribles y es un buen momento para
recordar los peores pecados.

Página 145
CAPÍTULO 38

Siete años atrás

Amanece. Los rhos se ponen en pie, se arman y comen algo. Marcos no se


aparta de Ingvar, y cuando éste cambia unas palabras con su oficial recibe un
cuenco de leche agria y un trozo de pan moreno.
—¿Cómo has terminado aquí? —le pregunta al fin el gigantesco vikingo.
—Es una larga historia.
—El camino es también largo. Tendrías tiempo de sobra para contármela.
—¿Podría acompañaros?
—Mi hecatontarca no ve problema en que te sumes a la cola de la
comitiva.
—Gracias. Estaba desesperado. Solo en esta tierra extraña y sin plata con
la que sobrevivir… Me robaron y sólo contaba con un par de monedas cuando
me alojé en la taberna… ¿Cómo podré agradecértelo?
—En mi tierra se dice que siempre se encuentra la forma de devolver un
favor. Ya la hallaremos.
—Estaré siempre dispuesto a devolverte este favor.
—¿Sabes hacer algo de utilidad?
—En Constantinopla fui profesor en la estoa de Illus.
Ingvar se felicita por su suerte cuando escucha aquello. Sus sospechas se
confirman.
—¿Y qué enseñabas allí?
—Astronomía, matemáticas, alquimia y medicina.
En ese momento, el jefe de la guardia llama a sus hombres. Es hora de
partir e Ingvar lo agradece.
—Ponte atrás. No hemos podido hacernos con embarcaciones para
descender por el Rin, así que deberás caminar. Al menos hoy. Pero trataré de
conseguirte una mula en cuanto sea posible —dice mientras va a montar en su
caballo y ocupar su puesto en la columna. Marcos sabe que algo no va del
todo bien. Demasiado amable, demasiado oportuno.

Página 146
El día es agotador. Siguen una vieja calzada romana que hace tiempo que
dejó de merecer ese nombre. Siglos atrás, antiguas tierras de cultivo volvieron
a ser bosques y antiguos bosques se expandieron y se hicieron aún más
impenetrables, de modo que el camino es un sendero sombrío y cada vez más
estrecho por el que tienen que marchar en una larga fila.
Caminar, tratar de abrigarse con las raídas ropas y no pensar en el hambre
ni en las ampollas de los pies. Eso es el día para Marcos.
En un inesperado claro acampan para almorzar. El Rin, a su derecha, es
una ancha franja sombreada por las florestas y salpicada de aldeas y prados.
Marcos busca a Ingvar y éste lo recibe con una sonrisa y consigue para él un
poco de comida.
—¿Y el perro? —pregunta el rhos.
—Fue más sensato que yo y se quedó en Ratisbona.
Ingvar estalla en una carcajada y, ante la sorpresa de sus compañeros,
explica la broma y presenta a Marcos. Es como presentar un etíope troglodita
a un hiperbóreo. Para aquellos hombres de guerra y septentrión, el sabio
profesor de la estoa de Illus venido a menos resulta incomprensible. Pero todo
cambia cuando Marcos realiza ante ellos varios trucos de magia infantil: entre
risas, sorpresa y admiración es adoptado como nueva «mascota» de la
guardia.
En la siguiente aldea, Ingvar le compra una mula y la desconfianza de
Marcos aumenta.

Página 147
CAPÍTULO 39

Marjal de los leones

El miedo mete mucha prisa. Uno siente que el aire se condensa y se niega a
entrar en los pulmones, y que algo parecido a un calambre le recorre el cuerpo
y amenaza con paralizarlo o llevar su mente a la locura. Corren. Hasta el viejo
Mohamed corre como un galgo. Corren pisando cañas, ignorando el azote de
las ramas de sauce y chapoteando entre el barro y el agua estancada. Pues tras
ellos crece el rugido, y a éste se suman un segundo, algo más bajo y a su
derecha, y un tercero, que truena a su izquierda. Los están cazando.
—¡Corred! —grita Mohamed, y al instante se da cuenta de que no es
momento de perder el poco aliento que le queda.
Detrás de él, cañas que son aplastadas con violencia y otro rugido que le
presta nuevo aliento.
Ingvar acelera. A su lado está Leif, y algo más atrás, Marcos; a Mohamed
no lo ve ya. Siente una pequeña punzada de culpabilidad, quizá sólo es su
ambición diciéndole que no puede abandonarlo. Pero los leones están tan
cerca que no hay ambición que valga. Marcos jadea y trata de ir más deprisa.
Lo que consigue es tropezar y estamparse contra el barro. Mohamed pasa a su
lado y el Griego se pone en pie azuzado por el sonido cada vez más cercano
de las cañas aplastadas. Corre de nuevo y sigue pidiendo perdón por muchas
cosas, sobre todo por su primera traición.

Página 148
CAPÍTULO 40

En la ruta hacia Ingelheim

Un nuevo día. Más camino, más bosques, más lluvia. El Rin está crecido por
el violento deshielo y las abundantes lluvias de primavera; no es seguro
navegarlo. Así que continúan viajando por tierra, siguiendo la calzada romana
que comunicaba los puestos de avanzada en el limes renano del viejo imperio.
Ingvar se pregunta cuándo comenzará a sondear a Marcos. Hasta ahora se lo
ha ido ganando con amabilidad y generosidad, pero ¿puede confiar en él? Lo
necesita. Sin duda que ese esmirriado sabe usar un jodido astrolabio y
descifrar las anotaciones que el kentarca dejó en el óstracon.
—¡Ingvar! —le gritan desde la cabeza de la columna. Tiene que dejar
atrás sus reflexiones para acudir a la llamada de su hecatontarca—. ¿Señor?
—El señor Teodosio quiere conocer al hombre que adoptaste en
Ratisbona. Le han dicho que sabe hacer entretenidos trucos de magia.
Ingvar asiente y se da la vuelta para llegar a la cola de la columna, donde
cabalga Marcos.
—El obispo Teodosio quiere que te unas a él en la cabeza de la columna.
Marcos esperaba aquello sin dejar de temerlo. No se fía de Ingvar, y
además sabe que a partir de ese momento, cuando esté ante el obispo,
comenzará el verdadero y peligroso juego que Constantino Maniaces puso en
marcha en Constantinopla. El juego por el que le han llenado la bolsa de oro y
el futuro de esperanza.
Talonea a su mula tras el caballo de Ingvar y se prepara. Teodosio lo
conoce bien, y aunque Marcos se ha esmerado en adelgazar y estar sucio y
descuidado, lo reconocerá sin duda.
Teodosio es un hombre viejo pero de excelente porte y salud. Debe de
tener sus buenos sesenta años, pero se mantiene erguido sobre la silla de
montar y sus espléndidos ropajes dan fe de que es un poderoso señor. A su
lado está el otro embajador, el espatario Teófanes. Un hombre silencioso y
hosco, de frente huidiza y ojos mezquinos. El obispo sonríe al ver acercarse al

Página 149
desaliñado jinete de la mula. Pero, cuando llega ante él, le hace una
reverencia y alza el rostro, lo reconoce de inmediato.
—¿Marcos Tersites? ¡Por la santa madre de Cristo! ¿Qué hacéis en este
lugar?
—Mi señor Teodosio —saluda Marcos—. Ya sabéis que fui expulsado de
la estoa de Illus y que marché a Occidente.
—Os imaginaba en Italia o en Sicilia, no en el reino de los francos. Veo
que la fortuna no se ha encariñado con vos.
Marcos sonríe con resignación.
—Esa diosa no suele acompañar mucho rato a los estudiosos. Pero, a
cambio, solemos contar con la compañía del errante Hermes.
Teodosio aprecia el ingenio y la alusión erudita a la alta sabiduría de los
antiguos misterios. Hace frío, y la lluvia, que no traspasa su grueso manto de
piel de castor, empapa a un Marcos que tirita sobre su mula.
—¡Un manto de piel para el señor Marcos Tersites! —ordena Teodosio.
Marcos sabe que está un paso más cerca de su propósito y que el embajador
del basileus está un paso más cerca de su muerte.

Página 150
CAPÍTULO 41

Marjal de los leones

Leif es el primero en llegar a la pequeña elevación. Apoya la mano izquierda


en el tronco de un gran sauce y se pregunta si estaría a salvo trepando a su
copa. Entonces la leona brota como un rayo de arena y cae sobre él, y ambos
ruedan por el suelo entre rugidos y gritos. Ingvar, rabioso y desesperado, salta
y golpea con la espada.
—¡Maldita bestia del infierno! —brama.
Leif ha sentido su espalda desgarrarse hasta el hueso bajo las zarpas del
gran felino, y ahora, con el brazo metido en las fauces del monstruo, oye el
chasquido de sus huesos rotos.
La leona recibe el tajo de lleno. La espada es pesada y afilada, y el brazo
de Ingvar fuerte como cuello de toro. Las vértebras ceden y el animal salta de
dolor, perdiendo el control de sus patas traseras. Herida de muerte, se gira
rugiendo y lanzando dentelladas y zarpazos. Ingvar esquiva como puede, pero
alguno le da de refilón y su túnica queda hecha jirones y enrojecida con su
propia sangre y con la de la leona, que termina con dos palmos de acero
hundidos en la boca.
—¡Thor! —exclama Ingvar poniéndose en pie y acudiendo junto a su
malherido sobrino.
Leif es un destrozo sangrante. Su espalda parece un amasijo informe de
piel desgarrada, músculos despedazados y huesos asomando entre borbotones
de sangre, mientras que su brazo izquierdo cuelga como un guiñapo.
—Mi espada… —balbucea Leif. Siente que la vida se le escapa y quiere
estar listo para entrar en el Valhalla.
—¡Déjate de idioteces! —le grita su tío—. ¡Aquí no se muere nadie!
¿Entiendes? ¡Nadie! ¿Acaso quieres que tu madre me deje como te ha dejado
a ti la puñetera leona?
Leif sonríe, o lo intenta. En ese momento llegan junto a ellos Mohamed y
Marcos, los dos trastabillando y con los ojos desenfocados por el terror; y tras

Página 151
ellos viene el terror mismo.
Un león enorme. Un macho de melena negra que, al irrumpir desde el
cañaveral, se detiene y despliega su gran corona de pelo azabache
mostrándose descomunal y magnífico. Su rabo azota el barro. Se prepara para
saltar.
Ingvar se tensa para enfrentarlo. ¿Que por qué no echa a correr? Porque es
Ingvar, y también porque no hay ya tiempo de correr ni adónde hacerlo. Así
que alza la espada y desenvaina el sæx de un solo filo.
El león salta y cae sobre el nórdico, que logra recibirlo con la punta de la
espada y clava la larga hoja en el pecho del felino hasta la empuñadura. Bajo
el peso de la fiera moribunda, Ingvar trata de evitar las dentelladas y siente
como las zarpas traseras destrozan sus botas y le desgarran las piernas. Negra
sangre mana de la boca del gran león mientras Ingvar aúlla y le hunde una y
otra vez su cuchillo en el cuello. Sigue haciéndolo, obsesivamente, cuando ya
hace rato que el animal está muerto.
—¡Thor de los cojones! ¿Por qué me pasan a mí estas cosas?
Mohamed y Marcos aún están paralizados. No dan crédito a lo que ven: el
león muerto e Ingvar tratando de zafarse de su inerte corpachón.
—¿Podéis dejar de mearos encima y echarme una mano?
Al fin reaccionan. Juntos logran darle la vuelta al león y liberar a Ingvar.
Luego, se arrodillan ante Leif. El chico mira con orgullo a su tío y tirita de
frío y dolor. Ingvar lo anima con una sonrisa. Luego, levanta los ojos, los
clava en los de Marcos y el fuego que ha llevado a sus manos a dar muerte a
la gran bestia danza en su rostro.
—Vas a salvarlo —le espeta—. ¡Vas a salvarlo o te meteré a patadas
dentro de la boca del siguiente león!
Y Marcos se dispone a hacer lo que pueda con aquel despojo. Se
descuelga la bolsa de fieltro encerado y rebusca en ella. Siempre lleva sus
cosas con él. Nunca se sabe cuándo puede uno necesitar sanar… o matar.
Cuando toma el primer frasco, recuerda que hace siete años usó su contenido
para asesinar al obispo Teodosio.

Página 152
CAPÍTULO 42

Siete años atrás. En la ruta hacia Ingelheim

La aldea está a una jornada de Maguncia y es sólo un amontonamiento de


chozas, pero sobre ellas se alza un castillo de madera cuya torre ha
aprovechado una antigua construcción romana para servir de defensa y
vivienda del noble del lugar. El sitio no ofrece muchas comodidades, pero el
obispo Teodosio ha insistido en que comparta con él la única habitación con
chimenea que les han cedido.
El fuego crepita con alegría. Fuera, como siempre, llueve y hace frío. Un
brasero de hierro suma su calor a la estancia, y sobre él, en un trípode de
bronce, se calienta una jarra con vino mezclado con miel y especias. Marcos
lleva once días junto al obispo Teodosio y no han parado de hablar. Dos
hombres entusiasmados por el saber y viajando por un país deprimente se
aferran uno a otro como náufragos a una tabla.
A Marcos le cae bien Teodosio. Es un buen hombre. Un hombre sabio y
de mente más abierta que la mayoría. Un hombre fiel al Imperio y al
emperador, afable y generoso… El hombre que él debería haber sido. Marcos
sabe que eso, la envidia y un cierto rencor, le echarán una mano cuando
llegue el momento.
Y el momento ha llegado. Debe ser esa noche. Están a tan sólo dos días de
marcha de Ingelheim, no puede esperar más. Sin dejar de hablar, se acerca al
trípode que sostiene la humeante jarra y siente que las manos van a temblarle.
Pero se impone a sus manos y aprovecha que Teodosio se ha girado para
sacar el frasquito que lleva en la manga y volcar su contenido en la jarra. Es
un veneno potente de acción lenta. Él ha tomado ya el antídoto.
—Aún le queda un poco —dice como si comprobara lo caliente que está
el vino especiado—. ¿Esperamos a la cena?
Teodosio asiente. Está limpiando el delicado mecanismo de su astrolabio.
La cena llega de inmediato. Marcos ha esperado a que entre el sirviente
porque necesita que un testigo lo vea beber del mismo vino que va a beber

Página 153
Teodosio. Y también necesita que sea otro quien sirva el vino.
El sirviente personal del obispo les ofrece pan recién horneado, lechón
asado y rábanos. Teodosio arruga la nariz y luego se encoje de hombros. No
se pueden pedir exquisiteces en países bárbaros.
—¿Qué piensas sobre el movimiento del Sol? —pregunta a Marcos
mientras mastica un bocado de lechón y su sirviente le escancia la primera
copa de vino.
Marcos espera a que le llenen también su copa y bebe de ella rogando que
el antídoto sea efectivo. Sonríe a Teodosio y lanza una mirada a la lluvia que
cae sobre los campos francos.
—Creo que es la Tierra la que gira alrededor del Sol, y que el tamaño de
éste debe de ser, necesariamente, mayor que el de la Tierra.
Teodosio asiente y da otro sorbo.
—Estoy de acuerdo en que es la Tierra la que gira alrededor del Sol y no
lo contrario, pero disiento en la cuestión del tamaño. No creo que el Sol sea
mayor que el Peloponeso.
Es el inicio de una larga velada de buena conversación. Teodosio no lo
sabe, pero está muerto.

Página 154
CAPÍTULO 43

Marjal de los leones

Tres. Seguro que eran tres. Mohamed no puede quitarse eso de la cabeza.
Sabe que debería compadecerse del joven que gime de dolor bajo las manos
de Marcos el Griego, o centrarse en las apresuradas y desastrosas curas que él
mismo está realizando a Ingvar, pero sólo puede pensar en eso: en que eran
tres leones los que los perseguían lanzando rugidos. Y allí, sobre el barro y
bajo la sombra del gran sauce, sólo hay dos felinos muertos.
Ingvar no presta atención a Mohamed, sino a su sobrino y a Marcos. El
Griego ha tumbado boca abajo al guerrero y, tras empapar su manto en el
agua salobre del tremedal, le ha limpiado la destrozada espalda. Una y otra
vez ha ido a mojar la prenda para luego escurrirla sobre el muchacho, dejando
que el agua cayera a chorro y arrastrara sangre y barro. Leif se ha quejado,
pero sin abandonar el estado de sopor en que lo ha sumido una de las pócimas
de Marcos. Después, el Griego ha vertido y extendido sobre la espalda
desgarrada, con sumo cuidado, el fármaco de otro de sus frascos, y a
continuación ha sacado hilo de tripa de gato y comenzado a coser lo que
podía ser cosido.
Ingvar lo ve trabajar. Hay que reconocer que el cabrón es un gran médico.
Sus manos son hábiles, ligeras y rápidas. Las de Mohamed, que le está
limpiando y vendando sus propias heridas, no lo son tanto.
Marcos termina de coser. Aquello es un desastre, pero es todo lo que
puede hacer. Saca un tercer frasco de alabastro y extiende su contenido sobre
las heridas recién cosidas, dejando un poco de líquido para el brazo. Luego
corta la capa en tiras y venda con ellas la espalda de Leif lo mejor que puede.
Ahora se centra en el brazo. Es una calamidad. Nunca recuperará el
movimiento y en ese estado es muy posible que se gangrene.
—Hay que cortarlo —dice mirando a Ingvar.
Ingvar aprieta los dientes. Mira largamente el brazo destrozado y luego a
Marcos.

Página 155
—¿Por dónde?
Seis dedos por debajo del codo.
—Es la mano izquierda y Leif es diestro —sopesa con terrible
pragmatismo—. ¿Tú o yo?
—El golpe debe ser rápido y certero.
Ingvar aparta a Mohamed, se levanta y empuña la espada. No hay que
decir nada más. Marcos estira el brazo de Leif. El muchacho, medio
inconsciente, se queja. La espada se alza y el brazo es amputado seis dedos
por debajo del codo. La sangre vuelve a manar con fuerza y Marcos se
apresura a hacer un torniquete, limpiar la herida y preparar el siguiente paso
mientras Leif, brutalmente sacado de su sopor comatoso, grita y grita.

Página 156
CAPÍTULO 44

Marj al-Zafra. Salida del marjal de los leones

Los alaridos son horribles. Al-Aarbi no es un hombre cruel salvo que sea
necesario. Han escuchado el eco de los rugidos de león y luego los gritos, y
ahora, de nuevo, más altos y más desgarrados chillidos de dolor. Mira al
cazador masmuda, que sonríe con esa complacencia que da al experto el haber
acertado en sus predicciones.
—Los han cazado. Los fugitivos son ahora alimento para los leones —
concluye.
—¿Estás seguro? —lo interpela Al-Aarbi.
—Los rugidos que escuchamos al principio eran los que emiten esos
demonios cuando están cercando a su presa. Luego vinieron los del combate y
los gritos de los cazados, y eso que has escuchado ahora sólo puede ser la
agonía del último de esos desgraciados.
—¿Qué aconsejas?
—No sabemos si los tres han muerto. Aunque creo que sí, no tenemos la
certeza. Pero, si alguno ha escapado, no tardará en morir; y aunque evite a las
fieras, tal y como te dije, sólo podrá salir de las marismas por este sitio.
Aguardemos aquí hasta la noche. Cuando la oscuridad llegue habrá que irse.
Ni siquiera hombres armados como nosotros estarían seguros aquí durante
toda una noche.
Al-Aarbi asiente. Está cansado de todo aquello. Su mente vuela ya hacia
sus nuevos barcos. Hacia el mar y hacia una Roma preparada para colmarlo
de riquezas. Y también de venganza, porque tiene una cuenta pendiente con
un dromon llamado Medusa.

Página 157
CAPÍTULO 45

Marjal de los leones

Marcos ha vertido un extraño polvo blanco sobre la herida abierta del


antebrazo amputado, y con pedernal hace saltar chispas. Una súbita llamarada
asusta a Ingvar y a Mohamed, y el fuego cauteriza la herida de Leif. De
inmediato, Marcos la inspecciona. Afloja el torniquete y respira aliviado al
ver que ya no hay hemorragia. Leif ha perdido el sentido por completo y no se
queja cuando el Griego vacía sobre el muñón el líquido que aún quedaba en el
frasco que antes ha usado para curar la espalda. Luego le aplica sobre el
mismo espantoso lugar una sustancia aceitosa y lo venda con el último trozo
de manto que queda.
—Es todo lo que puede hacerse —dice Marcos secándose el sudor y
dejando un manchurrón de sangre en su frente. La marca de Caín, piensa.

Página 158
CAPÍTULO 46

Siete años atrás

El obispo Teodosio enfermó gravemente a mediodía del día siguiente.


Primero sintió una extraña somnolencia, luego notó que las piernas se le
agarrotaban y las manos se le debilitaban. Después llegó la tos, una tos
espasmódica y agotadora, y luego un mareo que le hizo caer del caballo.
Marcos se afanó en cuidarlo. Hizo realmente todo lo posible, podría haberlo
jurado. Pero no se puede hacer nada para salvar a alguien que ha sido
envenenado con veneno de stellion. Ni siquiera una cocción de polvo de ágata
y coral diluidos en una mezcla de teríaco, orégano, salvia y ruda lo hubiera
logrado.
Teodosio se puso gris y sus articulaciones se quedaron rígidas entre
dolores espantosos y ataques de tos. Marcos lloraba. No le costó hacerlo.
Teodosio trató de consolarlo y se despidió de todos los que lo rodeaban,
repartiendo sus posesiones entre ellos. A Marcos le regaló el astrolabio, los
libros con los que había viajado y una bolsa con treinta monedas. Eran de oro.
Se sintió como Judas cuando los ojos del obispo se pusieron vidriosos y el
hálito vital lo abandonó.
Enterraron allí mismo a Teodosio. Y, en cuanto le echaron la última
palada de tierra encima, comenzaron las sospechas.
El espatario Teófanes, el segundo embajador, era ahora el jefe de la
misión. Mandó que le llevaran a Marcos y al sirviente, y los interrogó. El
interrogatorio se centró en la cena que precedió al inicio de tan extraña
enfermedad. Marcos dijo que, en su opinión, se trataba de una fiebre maligna,
fruto de los días de incesante lluvia y humedad y del aire viciado de los
pantanos atravesados durante el trayecto. El espatario no lo creía así. Preguntó
al sirviente qué había cenado el patriarca Teodosio y si alguien más había
comido de los mismos alimentos. El sirviente temblaba de miedo y dijo la
verdad: el difunto Teodosio y Marcos Tersites habían comido la misma
comida y bebido el mismo vino.

Página 159
—¿Estabas tú delante cuando se sirvieron los alimentos y el vino? —
inquirió Teófanes.
—Sí, mi señor. Yo les serví a ambos y luego retiré copas y platos.
—¿Dónde echaste los restos?
—Los apuré yo mismo. Yo terminé el lechón, mi señor… Torturaron al
pobre hombre. Gritó y gritó mientras dos rhos de la guardia lo azotaban con
varas de avellano. Luego le cortaron dos dedos de cada mano y una oreja, y lo
llevaron de nuevo ante el espatario.
—Di la verdad o seguirás sufriendo —le espetó al pobre diablo.
Pero no había nada que decir. El sirviente gimoteaba de dolor y Marcos
supo que tenía que buscar una salida. Se suponía que la muerte debía ser
tenida por natural. Eso fue lo que le remarcó Maniaces en Constantinopla.
Una cosa era hacerse con una coartada comiendo del mismo plato ante un
testigo, y otra muy distinta dejar que se iniciara una investigación que llegase
hasta Constantinopla y terminase sacándolo todo a la luz. Había que
tranquilizar al necio de Teófanes.
—Mi señor Teófanes, ¿puedo hablar?
El espatario lo miró con desconfianza pero asintió con la cabeza.
—Yo creo que sólo ha actuado la mano de la naturaleza. Sabéis que soy
médico y que enseñé medicina en la estoa de Illus. Todo aquí apunta a unas
fiebres. A un enfriamiento de los humores que ha provocado la inflamación
del estómago y de los pulmones. Pero, si no fuera así, yo no buscaría la causa
en ningún veneno. ¿Acaso no comí y bebí yo del mismo plato y de la misma
jarra? ¿Acaso este desdichado sirviente no hizo otro tanto?
Teófanes meditó. Algo no le cuadraba. Era cierto lo que estaba oyendo,
pero… Marcos rogó por que el espatario no cayese en la cuenta de que,
aunque el sirviente había comido los restos del lechón, no había probado el
vino.
—Lo que decís se apoya en la lógica —concluyó Teófanes. Y luego,
rascándose la barba, añadió—: Seguiréis con nosotros, ¿verdad? Decidme,
Marcos, ¿esas fiebres de las que habláis pueden causarnos algún mal a los
demás?
Marcos se contuvo para no soltar el aire de puro alivio. Se inclinó ante el
nuevo jefe de la embajada y trató de olvidar al pobre Teodosio y pensar en el
oro, en la futura caída de Juan el Gramático y en su regreso triunfal a
Constantinopla.
—Seguiré a vuestro lado, mi señor Teófanes.

Página 160
Tres pasos más atrás, entre los que rodeaban a Teófanes y a Tersites,
estaba Ingvar. Se metió la mano en la bolsa y contó monedas mientras
sonreía. La noche anterior había pasado junto a la cocina y había visto al
sirviente del difunto Teodosio en animada charla con el cocinero. Sobre la
mesa estaba la jarra de vino casi vacía, pero aún con un buen sorbo de
excelente vino de Samos. Ingvar había alargado la mano para llevársela. ¿Por
qué no completar con tan excelente bebida el vinagre que a ellos les daban?
Al regresar con los demás había dejado la jarra en el suelo, y cuando volvió a
mirarla un perro estaba lamiéndola. Le había propinado una patada al tiempo
que lo maldecía, provocando risas y chanzas de sus compañeros. Y, por la
mañana, el perro estaba muerto bajo un árbol.
Cuando la columna se puso en marcha, Ingvar buscó una excusa para
cabalgar hasta la posición de Marcos. Lo saludó con afabilidad y, durante
unos momentos, puso su caballo a la altura de la mula del Griego.
—El sirviente no bebió vino. —Fue lo único que dijo.
A Marcos se le escapó el color del rostro. Pero se dominó y miró a Ingvar
con aire de superioridad.
—Yo sí.
—Tú eres médico. Hace días registré tu bolsa de fieltro encerado. La
llevas llena de pócimas. Dicen que los médicos hábiles pueden preparar con la
misma facilidad un veneno que un antídoto, ¿no es verdad, amigo? Es
curioso… Pasé por la cocina y me hice con la jarra de vino de la que tú y el
difunto obispo bebisteis. ¿Y sabes qué? Aún le quedaba un sorbo. Iba a
beberlo cuando se me adelantó un perro. En serio, ¡un perro! Uno que murió
después de beber de esa jarra.
Marcos apartó la mirada. Aquel sucio bárbaro era tan astuto como una
serpiente. Una serpiente que no quiere soltar su presa.
—Yo sé guardar secretos. Guardaré éste, no temas. A cambio de un
pequeño precio.
Tersites continuó en silencio. Algo le decía que sería difícil engañar a
aquel rhos. Tenía claro que no buscaba oro, pero ¿qué buscaba entonces?
—¿Cuál es ese precio?
—Así me gusta. Ahora ya no eres lo que finges ser, sino tan sólo un
hombre desesperado. ¿Sabes? Un hombre desesperado es un hombre con el
que es bueno llegar a un trato.
—Nos están mirando demasiado. Dime lo que quieres y vuelve a tu
puesto.

Página 161
—¿Nervioso? Imagínate lo nervioso que estarías si me diera por contarle
al señor Teófanes lo de la jarra de vino y el perro muerto. Pero llevas razón,
es hora de decir lo que quiero de ti. No soy un necio, sé que no te tragaste que
me apiadara de ti en Ratisbona. Necesito que descifres algo para mí y que me
acompañes a un lugar para buscar algo. Pero ahora no es momento de decir
más. Simplemente recuerda que tu vida está en mis manos.
Marcos no dijo nada. Ingvar tampoco. Tiró de las riendas de su caballo y
galopó de vuelta a su posición en la columna. Mientras lo veía alejarse,
Marcos tuvo la certeza de que dejar la vida de uno en manos de aquel maldito
rhos no era sensato.

Página 162
CAPÍTULO 47

Marjal de los leones

Ingvar se carga sobre la espalda y lo mejor que puede a su sobrino. Leif es


grande y pesado, y Marcos ha improvisado, con los mantos de Ingvar y
Mohamed, una especie de arnés para facilitar la tarea. Vacilante, pero resuelto
pese a sus heridas, el norteño comienza a andar.
La tercera leona los derriba en ese mismo instante. Ingvar alza el brazo
tratando de defenderse y la fiera muerde con rabia justo en el grueso brazalete
de plata que lleva el vikingo, que clava el sæx una vez y otra mientras las
zarpas desgarran el aire buscando carne.
La bestia muere. Mohamed, agarrando la empuñadura con las dos manos,
le ha clavado en la nuca el largo acero de Ingvar que había caído al suelo con
la embestida del animal.
Ingvar no da crédito. Mohamed tampoco. Jamás se había atrevido a hacer
algo semejante. Pero lo ha hecho. Por Dios clemente y misericordioso que lo
ha hecho. Nunca sabrá cómo. Sólo sabe que aún aferra la empuñadura de la
gran espada con las dos manos.
Marcos tampoco da crédito. Pero mientras sale de su asombro se arrodilla
sobre Leif. El chico aún respira. No ha sufrido nuevas heridas.
Ingvar siente como si le hubieran golpeado el brazo con un martillo de
herrero. El brazalete está deshecho, pero su extremidad sólo ha sufrido
magulladuras y la insoportable presión que ha destrozado la ancha y gruesa
cinta de plata.
—Hoy, Ingvar, tus dioses deben de estar muy pendientes de ti —le espeta
Marcos con sorna.
—Pues los cabrones podrían estar muy pendientes de otro. Yo ya tengo
bastante atención. ¡Thor y Odín y la leche que mamaron!
Pero está vivo. No debería ser así, pero está vivo y se lo debe a Mohamed.
—Gracias. —Es lo único que acierta a decir—. Eres libre.
Mohamed sonríe con amargura.

Página 163
—¿Aquí? ¿Para qué me sirve ahora ser libre? Además, señor, tienes que
cumplir tu palabra y cubrirme de oro. Tanto como para devolverme el valor
de lo que perdí y compensarme todo esto.
—¡Ja! ¡Habrá canciones sobre esto! ¡Ahora no eres un comerciante
destinado al olvido, sino un hombre de fama y honor, viejo Mohamed!
A Mohamed le sientan bien hasta las palmadas que le da Ingvar. Sabe que
es un necio, claro que lo sabe. Pero se siente valiente, como un chiquillo. Y
cuando un viejo se siente así, como un chiquillo, el mundo es, de repente y
durante un instante, un lugar maravilloso.

Página 164
CAPÍTULO 48

Siete años atrás

Todo se ha torcido. La embajada ha entregado regalos y hecho peticiones. Los


primeros fueron aceptados, las segundas no. Quizá, sólo quizá, si el hábil e
inteligente Teodosio hubiera manejado las negociaciones las cosas habrían
sido de otro modo. Teófanes, su accidental relevo, carece de la astucia y la
experiencia del difunto, y, para colmo, tiene mal genio. Eso no conviene a un
diplomático.
Marcos debería estar satisfecho: el plan trazado meses atrás en
Constantinopla por la emperatriz Teodora y Constantino Maniaces, y del que
él forma parte como necesario peón, se ha cumplido a la perfección. Pero
siente que tan sólo ha dejado atrás un problema para meterse en un laberinto
aún más peligroso. Ingvar lo acosa constantemente. Poco a poco, le ha ido
revelando lo que quiere. Hace dos noches le enseñó un trozo de ánfora, un
óstracon garabateado con letras, números, ángulos y líneas, y le contó la
historia del naufragio y del ocultamiento del cofre que contenía los regalos y
el oro inicialmente enviados por el emperador al rey de los francos. Marcos se
quedó mudo de asombro. Su primera idea fue sumarse al plan y acompañar
sin más a Ingvar en aquella aventura. Le duró poco. Sin duda, el nórdico lo
asesinaría en cuanto encontraran el cofre. Luego se centró en descifrar el
óstracon y se dio cuenta de algo sorprendente que lo desconcertó y que
después le produjo un secreto regocijo: aquello era un sinsentido. El kentarca
le había tomado el pelo al idiota de Ingvar. Lo sabía porque éste le había
detallado la zona de la costa dálmata donde habían naufragado, y al
comprobar la latitud y la longitud que el óstracon señalaba vio que se
correspondían con algún lugar muy al sur del mar Eritreo, en la ruta que lleva
de Egipto a la India. Casi le dieron ganas de reír a carcajadas, pero supo
contenerse y guardó para sí aquel hilarante hallazgo. Disimuló y continuó con
supuestas mediciones, y hasta llevó a cabo el hipócrita esfuerzo de visitar la
pequeña biblioteca con la que contaba el complejo palatino de Ingelheim para

Página 165
consultar allí viejos itinerarios romanos. Ingvar, codicioso, lo seguía a todas
partes y lo observaba con una mezcla de admiración y recelo.
Para Marcos, una vez comprobado que el tesoro no podría hallarse con los
falsos datos contenidos en el óstracon, sólo quedaba librarse de Ingvar, salir
de Ingelheim e ir hasta Nápoles para cobrar el resto del precio de su traición.
¿Pero cómo hacerlo?
La idea le llegó de repente. Estaba contemplando desde Ingelheim la
magnífica vista de los campos que se extendían hasta el Rin, cuando se le
sumaron Rabano Mauro y su discípulo Rodolfo, abad y director de la escuela,
respectivamente, del gran monasterio de Fulda. Fulda era el centro de
conocimiento más brillante de Occidente. Situado en plena Germania, había
sido fundado casi cien años atrás por el santo Bonifacio y su discípulo, san
Esturmio. Marcos había oído que Fulda era un monasterio
extraordinariamente rico que tenía entre sus muros a seiscientos monjes
custodiados por una guardia de arqueros francos; y que su biblioteca guardaba
dos mil viejos manuscritos romanos. Cuando Rabano Mauro y Rodolfo se
ufanaban de su biblioteca monástica, Marcos sonreía con fingida
complacencia y se burlaba en silencio de la vanidad de los monjes: en la estoa
de Illus y en la Magnaura, los libros no se contaban por miles, sino por
docenas de miles. Pero, aun así, aquellos dos monjes eran doctos y tenían
buena conversación. Los caligramas en forma de estrella y de cruz de Rabano
Mauro eran ingeniosos, y los pasajes que le había mostrado de su obra más
ambiciosa, De universo libri XXII, aun siendo una variación de las
Etimologías de san Isidoro de Sevilla, no carecían de mérito. Él y su discípulo
se hallaban en Ingelheim por una disputa de límites de su monasterio con las
tierras de un conde, pero Ludovico Pío, el emperador, tenía en gran estima a
Rabano Mauro y de continuo le pedía su parecer sobre todas las cuestiones
que debía afrontar.
Sentados al sol en la ladera sobre la que se alzaba el complejo palatino de
Ingelheim, los tres, Rabano Mauro, Rodolfo de Fulda y Marcos, debatían
animadamente sobre esto y aquello, cuando la conversación dio un giro.
Rodolfo comenzó a narrar los saqueos y matanzas perpetrados por los
normandos en los monasterios y ciudades situados aguas abajo del Rin y en
las riberas del Weser. Temía que, en sus barcos dragón de escaso calado,
terminaran alcanzando la confluencia del Weser con el Fulda y, remontando
este último, cayeran sobre su abadía. En ese momento, todo se iluminó para
Marcos mientras Rodolfo seguía hablando.

Página 166
—Ellos se llaman a sí mismos de muchas maneras —aclaraba Rodolfo sin
que Marcos le prestara ya mucha atención, pues su mente urdía un plan—.
Vikingos, daneses, noruegos, gautas, swedes… ¡Que Dios nos libre de ellos!
Asesinaron a todos los monjes del monasterio de San Winebaldo excepto al
pobre Quintilio, que escapó porque la misericordia de Dios quiso que se
hallara en el bosque recogiendo plantas medicinales. Cuando regresó lo
encontró todo en llamas, y los cadáveres mutilados de sus hermanos en Cristo
desperdigados entre los cuerpos acuchillados de vacas, cerdos, cabras y
caballos.
Los tres se santiguaron mientras Rodolfo seguía con su relato sobre la
furia pagana de los hombres del norte. Marcos esperó a que terminara, y
luego, como quien no da importancia a la cosa, deslizó el veneno con su
lengua.
—Los rhos de nuestra escolta son en su mayor parte swedes, gautas y
daneses… Es decir, hombres de la misma raza que esos paganos de los que
hablas. Mañana, el señor Teófanes rogará al emperador Ludovico Pío que les
dé permiso para atravesar sus tierras y volver así a sus países de origen en el
lejano norte. Son hombres violentos y seguro que no tardarán en regresar a
sus costumbres depredadoras. Algunos han alabado las riquezas de esta
bendita tierra que nos acoge y he visto en sus bárbaros ojos la codicia. Ojalá
yo pudiera…
Rabano Mauro y Rodolfo de Fulda escuchaban atentamente. Rabano se
mesó la barba blanca y puso una mano cómplice y arrugada en el hombro de
aquel amable sabio llegado de la legendaria Constantinopla.
—Sois un hombre bueno, Marcos Tersites. Decidme, por la amistad que
ha nacido entre nosotros: ¿creéis en las buenas intenciones de esos paganos?
Marcos aparentó dudar. Miró a un lado y a otro, como asegurándose de la
confidencialidad de lo que iba a decir, y luego dedicó una mirada compasiva
al abad.
—No debería decir esto. Son hombres que han servido a mi señor, el
basileus, y el espatario Teófanes aboga por ellos… Pero los conozco bien.
Son paganos y mentirosos, y cuando se emborrachan se les suelta la lengua.
Si yo fuera el muy piadoso emperador Ludovico, los apresaría y les impediría
seguir viaje. Creo ciertamente —llevó la mano hasta la cruz de plata que
colgaba del cuello de Rabano Mauro— que esos bárbaros que nos escoltan no
piensan en regresar a sus casas, sino que han tramado un plan con sus
parientes apostados en las bocas del Rin para tomar este gran palacio. Ni el
palacio ni el asentamiento dispuesto junto a él disponen de murallas… Para

Página 167
una banda de salvajes sería fácil remontar el río y, con la ayuda de sus
compatriotas…
Los ojos del abad se abrieron tanto que parecían querer irse a otro lugar,
y, a su lado, Rodolfo de Fulda volvió a santiguarse mirando hacia el conjunto
palatino. Como si ya pudiera ver a los normandos asaltándolo y prendiendo
fuego a sus magníficos edificios.
—Os ruego que no digáis a nadie que yo os he hecho esta revelación
sobre las intenciones de esos bárbaros.
Rabano y Rodolfo asintieron y besaron las cruces que descansaban sobre
sus flacos pechos. Cuando se despidieron de Marcos, el Griego sabía que
Ingvar pronto dejaría de ser un problema.

Página 168
CAPÍTULO 49

Marjal de los leones

La tarde se está volviendo noche. Las marismas son como un laberinto que
los obliga a seguir un estrecho sendero para evitar meterse hasta la cintura en
el agua y hundirse en el fango. Cañas, sauces, moscas, miedo… ¿Quién les
dice que no serán olfateados por más leones?
Leif delira. Marcos observa el rostro empapado en sudor de Ingvar y se
maravilla de que pueda seguir cargando con su sobrino. Pero lo hace.
Mirando al frente y apretando los dientes.
Mohamed se sabe al borde de sus fuerzas, pero le aterroriza quedarse solo.
Así que sigue caminando más allá de la pura extenuación.
—El terreno se va elevando —advierte Ingvar.
Y tiene razón. Las marismas están dejando paso al bosque. Marcos
suspira. Quizá logren escapar, después de todo.

Página 169
CAPÍTULO 50

Marj al-Zafra. Salida del marjal de los leones

—Debemos irnos, mi señor.


Es la tercera vez en cinco minutos que el masmuda dice eso. El hombre
tiene miedo. ¿Quién no lo tendría? Pero Al-Aarbi sabe dominar su miedo y
también el de los demás.
—He oído que esos hombres norteños son difíciles de matar —observa,
reflexivo y transmitiendo tranquilidad a la veintena de guerreros que lo
rodean—. Hace dos años, esos malditos al-Majus cayeron sobre al-Andalus
como una manada de lobos y saquearon Sevilla. No me fío de que éstos estén
realmente en el estómago de los leones. Haremos fuego y aguardaremos.
Ningún león se acercará a veinte lanzas y una hoguera. ¡Dos dinares extra
para todos por acampar aquí! ¡En vuestra vida habréis ganado un oro tan
fácil! —bromea, y el miedo se evapora del rostro de sus hombres.
Al-Aarbi desmonta, y cuando las primeras llamas se alzan escuchan un
nuevo rugido.

Página 170
CAPÍTULO 51

Marjal de los leones

Mohamed casi se cae al escuchar el rugido. Marcos se detiene paralizado.


Ingvar, no; Ingvar sigue caminando con Leif a la espalda, terco como un perro
de presa y ajeno al dolor de sus piernas, de su brazo machacado, de su
espinazo roto de cargar con el peso de su sobrino. Si ha de morir, lo hará
tratando de salvar a Leif.
Siempre ha tenido claro que sólo valía la pena arriesgar el pellejo por su
propia sangre y por la fama. Ha sufrido muchos quebrantos y pruebas y de
todos ha salido. Muchos quebrantos y pruebas.

Página 171
CAPÍTULO 52

Siete años atrás

La corte de Ludovico Pío tiene el esplendor heredado de su padre


Carlomagno. El palacio de Ingelheim destaca como una esmeralda depositada
sobre la paja de un estercolero. Patios, columnatas, un aula regia, una capilla
palatina… Son edificios de buena piedra, y, aunque parecen poca cosa si se
los compara con las monumentales construcciones de Constantinopla o las
ruinas que aún se yerguen en la vieja Roma, lo cierto es que en el bárbaro
Occidente no hay nada tan espléndido y rico como aquello.
La sala del trono es de planta basilical. Al fondo, tras un arco y
ascendiendo por una escalinata de mármol, un ábside acoge el trono del
emperador de los romanos y rey de los francos: Ludovico Pío. La luz teñida
de colores, que se filtra por las numerosas vidrieras dispuestas en el piso
superior de la gran estancia, crea una atmósfera irreal y juega con los brillos y
reflejos de los mármoles que revisten el suelo y las paredes. Adosados a éstas
hay largos bancos donde aguardan abades, obispos, condes y margraves… La
armada comitiva imperial se dispone a ambos lados del arco anterior a la
escalinata que conduce a la plataforma del trono. Sentado en él está Ludovico,
vestido pomposamente y flanqueado por Rabano Mauro, el poderoso abad de
Fulda.
Marcos, situado tras el grupo de dignatarios que acompaña al embajador
Teófanes, puede ver bien a Rabano Mauro, pues las cortinas de seda teñida
con púrpura de Tiro que penden del monumental arco están corridas, y la
posición elevada del abad lo hace bien visible para todos los que abarrotan la
sala del trono.
Un rey emperador cubierto de oro los mira con el ceño fruncido. Allí
están los sesenta rhos de la guardia imperial que quieren regresar a sus casas
en Ghotar y Suecia, en Dinamarca y Noruega, en Escania y las demás tierras
del norte. Permanecen tras el espatario Teófanes, embajador del basileus ante
Ludovico.

Página 172
Un embajador sin suerte: Ludovico no concede el ejército que Teófilo le
pide desde Constantinopla y tampoco quiere dejar pasar a aquellos nórdicos
por sus tierras.
—No puedo dejarlos pasar —dice con severidad Ludovico.
—Son hombres que han servido como guardias del basileus de los
romanos —insiste, con poco tacto, Teófanes el espatario—. Hombres que me
han protegido y aún me sirven. Sería descortés por vuestra parte negarles algo
tan sencillo como el paso libre.
Ludovico Pío tiene fama de hombre afable. Pero también de tozudo. Hoy
le toca ser terco y su bonhomía no aparece por ninguna parte. A su lado sigue
Rabano Mauro, que vuelve a hablar al oído del rey emperador. Marcos,
situado tras Teófanes y los desconcertados rhos, comienza a disfrutar viendo
como los norteños se agitan inquietos.
—Lo que aquí, en la tierra de los francos, es descortés o no, lo decido yo.
La desabrida respuesta del rey cae sobre el desanimado Teófanes como la
sacudida de un látigo. Pero no es todo lo que el viejo monarca tiene que decir.
—Tengo ojos y oídos muy atentos —dice, y mira de reojo a Rabano
Mauro, que a su vez clava su mirada en Marcos—. No dudo que estos
hombres os sirvieran bien y que guardaran fidelidad al muy glorioso
emperador Teófilo, pero aquí, en Occidente, sufrimos sus ataques de continuo
y sabemos de sus mañas y maldades. Son hombres traicioneros y ruines.
Salvajes paganos que no conocen la nobleza ni la piedad, y que nunca
guardan la palabra dada. No les daré paso hasta que me demuestren su buena
voluntad. ¡Apresadlos!
Marcos casi se muerde la lengua para no reírse. Cuando las palabras
dichas en latín por el rey son traducidas a los rhos, cuando los guardias se les
echan encima y se los llevan, sus caras de asombro son tan cómicas como
patéticas, y la más patética de todas es la de Ingvar. El bárbaro le lanza una
mirada angustiada y él, sin poder evitarlo, le guiña un ojo y le sonríe.
Esa noche se da el gusto de bajar a las mazmorras donde los rhos han sido
encerrados. Rabano Mauro se ha tragado la historia de que debe cobrarse la
deuda que uno de esos bárbaros ha contraído con él. Pues, aunque desarmados
y presos, por el momento no han sido despojados de sus posesiones. ¿Y no es
acaso cierto que debe cobrarse una deuda?
Ingvar está en el suelo. Allí hay poco espacio. Donde deberían estar veinte
hombres, han empujado a sesenta. Huele mal, hace frío y apenas les han dado
agua y pan. Todos tienen los rostros ensombrecidos ante aquella inesperada
injusticia.

Página 173
Marcos mira a través de la rejilla y ve a Ingvar con el rostro entre las
manos. Es la imagen de la desesperación. Que se joda ese bárbaro engreído.
El perro lo manipuló, lo engañó, lo espió y lo chantajeó, y sin duda se habría
librado de él a la menor oportunidad. Durante un momento, Marcos piensa en
reírse del rhos y revelarle que el óstracon que lleva colgado del cuello no
contiene ninguna ruta hacia un tesoro, sino una burla de un kentarca imperial.
Pero se contiene. ¿Puede haber mejor castigo que ése? Que siga soñando con
su tesoro. Seguramente no salga de aquel sucio lugar, pero, si lo hace, el
estupor del muy cabrón cuando descubra que lleva años tras un espejismo
será digno de ver.
Ingvar levanta la cabeza y ve a Marcos sonriéndole a través de la reja.
Sabe que es estúpido por su parte, pero aún conserva la esperanza de
conseguir su ayuda.
—¡Ayúdame! —le grita mientras corre hacia los barrotes.
Marcos no se mueve. No deja de sonreír. No se aparta. Los rostros de
ambos, el del Griego y el del rhos, están muy juntos y sólo los separa el frío
hierro.
—¿Ayudarte? ¿A ti? ¿Acaso aún no has comprendido que os encontráis
aquí gracias a mí?
—¡Contaré todo lo que sé!
—Cuéntalo.
—¡Maldito seas, te salvé la vida en Ratisbona!
—Sólo querías que te ayudara con la búsqueda de tu tesoro.
—¡Te daré la mitad!
—No la quiero. Quédatelo todo. Aunque claro, quizá no salgas nunca de
aquí.
—¡Sucio asesino!
—No te pongas así. Puede que salgas y logres tu propósito. Te deseo
suerte, Ingvar; seguro que hallarás ese tesoro —y, diciendo esto, Marcos
ensancha su sonrisa y se da la vuelta.
—¡Maldito seas, hijo de puta! ¡Saldré, sí, pero para ir a buscarte y
arrancarte la cabeza! ¡Lo juro por Thor y Odín! ¡Lo juro por mi sangre!
Los gritos de Ingvar resuenan en el húmedo pasillo mientras el Griego se
aleja de la celda donde el rhos está encerrado. Marcos siempre ha tenido
gusto por los pequeños placeres. Aquél, ciertamente, lo es.

Página 174
CAPÍTULO 53

Marj al-Zafra

Ingvar mira a través de la maleza y cuenta hombres a la luz de las fogatas.


Cuatro hogueras, veintiún hombres bien armados y veintiún caballos.
Caballos nerviosos. Desde el marjal que acaban de dejar a la espalda siguen
llegando rugidos de león. ¿Es que todas las jodidas fieras de África viven allí?
La noche se está cerrando y tienen que salir de aquel pantano infernal.
—¿Qué hacemos? —le susurra marcos el Griego.
A Ingvar, por lo pronto, no se le ocurre nada. Nada, aparte de lo que se le
viene ocurriendo desde que encontró a Marcos: hundirle la cara a puñetazos.
Pero Leif necesita de los cuidados del Griego. Así que paciencia.
—Tengo una idea. —Es Mohamed quien susurra ahora.
El viejo es una caja de sorpresas. Ingvar se gira y lo anima a hablar.
—Aguardemos aquí.
El vikingo se queda perplejo. Como idea es una mierda. Mohamed se da
cuenta de que debe explicarse mejor.
—Los leones siguen nuestro rastro. Cada vez se oyen más cerca sus
rugidos. Cuando los tengamos encima, corramos hacia los caballos. Todo será
confusión y quizá podamos huir.
—Es demasiado sencillo —dictamina Ingvar.
—¿Demasiado sencillo?
—Las cosas sencillas nunca salen bien.
Pero no hay alternativa. Tras ellos se escuchan ruidos en la maleza y
ninguno tiene ganas de quedarse a ver de qué se trata. Así que se levantan,
cargan con Leif y echan a correr hacia las hogueras.
Al-Aarbi oye el escándalo antes de verlo. Gente corriendo, leones
rugiendo y sus hombres gritando como viejas asustadas. Luego los ve. Ve a
uno de los bárbaros norteños cargando con otro, ve al viejo y al maldito
Griego, y, sobre todo, ve un gran león macho saltando tras ellos.

Página 175
Es un caos. Caballos que relinchan y cocean tratando de romper sus
ataduras, hombres que huyen aterrorizados o que tratan de empuñar sus
lanzas, cuatro fugitivos y una fiera.
Ingvar choca con un moro y lo derriba; un caballo enloquecido casi le
destroza la cabeza de una coz y una rociada de chispas salta de la hoguera en
la que acaba de caer un hombre. A su lado, chillando como un poseso, corre
Mohamed, y entre ambos, dando zarpazos y dentelladas a diestro y siniestro,
el león. Marcos está más adelante y se aferra ya a la crin de una yegua que
tiene los ojos en blanco de puro terror.
—¡Matadlos! —grita Al-Aarbi. Pero ¿quién puede poner orden en tal
confusión?
Tersites logra subirse al lomo de la yegua y la talonea. No es momento
para esperar a nadie.
—¡Será cabrón! —brama Ingvar, aunque él, naturalmente, habría hecho lo
mismo.
Se interna en la espesura alejándose de los fuegos y del león. A su lado
corre Mohamed.
—¡Tu plan ha funcionado! —le grita al viejo. Mohamed sonríe. Hay
cierto brillo en sus ojos, como si estuviera disfrutando a pesar de la peligrosa
locura que los rodea. Pero la noche los cobija y alcanzan un claro en el que se
ha detenido Marcos. Está sobre la yegua y sujeta a un caballo de la brida.
—¡Aquí! —los llama.
Ingvar actúa rápido. Acomoda lo mejor que puede a Leif y salta sobre el
lomo del caballo mientras Mohamed se encarama a la yegua de Marcos.
—¿Por qué? —Es lo único que pregunta Ingvar.
—No quiero perdérmelo —le responde el Griego con una enigmática
sonrisa. Luego emprenden el galope por las colinas, ayudados por la luz de la
luna.

Página 176
CAPÍTULO 54

Costa de Tahert

León Keraunos avista la costa africana. Están muy cerca de la desembocadura


del río que los sarracenos llaman Wadi Chelif. Su dromon se ha portado bien.
A su lado, a babor, navega la galea del papa de Roma y desde ella lo saluda su
hermano Juan. Es una gran alegría la de aquel reencuentro inesperado.
Menos alegre es girarse y ver como, tras ellos, a lo lejos, flamean las velas
de cuatro šīnī sarracenos. Parece que ese perro de Abu Massar al-Asturqi no
se tomó bien el pequeño susto que le dieron en el estrecho de Mesina.
Va a ser complicado quitárselo de encima. Lo único que se le ocurre es
escoltar a su hermano hasta alguna playa discreta, próxima a la
desembocadura del Chelif y no demasiado cerca del nido de corsarios de
Mostaghanem, para que desde allí inicie la búsqueda de Tersites. Luego virar,
enfrentar a Massar al-Asturqi y provocarlo para que los persiga y deje en paz
a Juan. Si todo va bien y se libran de Massar, virarían de nuevo y regresarían
para esperar a Juan y a sus compañeros de búsqueda. Eso es todo lo que se
puede hacer.
Sobre el krabattos, el kentarca indica a su portaestandarte que haga
ondear la gran enseña del Medusa, donde brillan los colores del Imperio junto
a los de su dromon, para atraer la atención del piloto de la galea de Juan.
Debe aproximar su nave para que León pueda vocearle el plan a su hermano.
Junto a Juan está ese gigantesco tribuno sajón, Hrodland, que es como una
estatua de hielo. No le gusta, pero será el encargado de proteger a su hermano
durante la búsqueda de Marcos Tersites. Cuanto más piensa en todo aquello,
más locura le parece. Pero locura o no, tiene clara una cosa: debe asegurarse,
por doloroso que sea para Juan, de que Tersites no llega a Roma. Ni a ningún
otro lugar. Marcos es ahora un peligro para el Imperio, y el secreto del fuego
brillante debe ser salvaguardado a toda costa.
Abu Massar al-Asturqi está furioso. No porque tuviera que huir ante un
dromon romano, sino por las noticias que, al poco de refugiarse en Mesina, le

Página 177
transmitieron mediante señales luminosas. Noticias funestas procedentes de
uno de sus espías, que servía en uno de los barcos del obispo de Roma y había
desertado para poder dar el aviso: el papa estaba al tanto de los intentos de
Massar por hacerse con el fuego griego y había enviado una de sus naves,
precisamente la galea en la que servía el espía, a localizar a Marcos el Griego
en Tahert y llevarlo a Roma. Massar no podía permitir aquello. Por suerte, se
encontraba en ese mar, navegando hacia los puertos sarracenos de Sicilia para
coordinar el futuro ataque a Roma, cuando le llegó la noticia. Sus agentes,
que los tenía en todas las ciudades del sur de Italia, se habían apresurado a
transmitir las nuevas mediante espejos y hogueras, empleando un código
cifrado, y él, nada más descifrar lo transmitido, se había echado al mar con
todos los barcos disponibles para cortar el paso a la galea papal. Había
perdido la carrera por poco, y la galea y el dromon que ahora la escoltaba, el
mismo que cuatro días antes lo había puesto en fuga, le pasaron delante de las
narices. Desde entonces los perseguía con las velas al viento, pero los barcos
cristianos eran rápidos y no había podido abordarlos.
León Keraunos ordena a sus pilotos que hagan virar el dromon para dejar
a estribor la costa africana, y busca una playa donde su hermano pueda
desembarcar rápido mientras el Medusa cubre la maniobra. Un promontorio
se alza ante ellos, y tras él debe de hallarse lo que busca. La galea sigue su
estela y, en el horizonte azul que ahora se extiende a babor, asoman ya las
velas de los sarracenos. La proa del Medusa levanta rociadas de espuma, y el
promontorio parece retirarse como un telón pétreo para descubrir una amplia
playa. Pero una batalla se libra allí en tierra y mar. Pues la ensenada está
invadida por cuatro naves sarracenas que impiden que otras cuatro extrañas y
largas embarcaciones, varadas en la arena, puedan echarse al agua, mientras
en tierra se combate con furia en torno al foso y el terraplén que protegen a
los barcos. Aquello es un matadero y León se ha metido de lleno en él. No
hay espacio ya para virar antes de enredarse con las naves que acosan a los
barcos dragón, y, tras el Medusa y la galea, acuden ya a cerrar la inesperada
trampa los cuatro šīnī de Abu Massar.
Ingvar refrena a su caballo y no da crédito a lo que ve: allá abajo, en la
playa donde había dejado a sus hombres, se está librando una batalla. Y la
están perdiendo los suyos.
Al-Aarbi grita de puro júbilo guerrero. Ha sorprendido a los malditos
al-Majus. Los paganos norteños no esperaban ser atacados por tierra y por
mar. Sin duda, son los camaradas de ese perro de Ingvar al que, por fin, va a
cortar el paso aniquilando a sus barcos y guerreros. Los cuatro navíos paganos

Página 178
varados en la playa están bloqueados por su gran šīnī, sus dos potentes
ghurãb y su rápido shakhtûr. Su destrucción es segura, pues los nórdicos
están siendo también atacados por los hombres de Mostaghanem a los que
Al-Aarbi dio aviso.
Al-Aarbi está orgulloso de su astucia. Tras verse burlado en Marj al-Zafra,
galopó tras los fugitivos con la rabia espumeándole en los labios, pero su guía
masmuda le hizo notar que huían en dirección a la pequeña ensenada que se
abría cerca de la desembocadura del Wadi-Chelif. Entonces, Al-Aarbi pensó
que si hacían eso debía de ser porque esperaban obtener allí ayuda, y el sitio
era bueno para varar barcos… Pidió al masmuda que los llevara por el camino
más rápido a Mostaghanem, y se adelantaron a los fugitivos que marchaban
por sendas más largas y difíciles. En Mostaghanem todo fueron gritos, prisas
y velas al viento, pero ahora es el momento de la batalla.
Y también del asombro, pues uno de los vigías de su šīnī está dando
gritos: tras ellos, entrando en la ensenada, han aparecido dos barcos
cristianos.
Al-Aarbi se gira con furia en los ojos y se queda perplejo al reconocer a
uno de los dos navíos enemigos: el Medusa, el dromon que hundió su barco
meses atrás. El que aniquiló a su tripulación y desde el que partió el fuego que
casi lo mata y le achicharró el brazo.
Marcos Tersites se queda de piedra. Sobre su yegua, detenido junto a
Ingvar, con los brazos del viejo Mohamed rodeándole la cintura, su cuerpo se
ha puesto rígido como una tabla: ante sus ojos se libra una confusa batalla en
la que todos, sarracenos, vikingos y romanos, están matándose o intentándolo.
Los barcos dragón son acosados por los sarracenos, y en los bajeles de estos
últimos ondea la bandera de Tahert junto al emblema de Al-Aarbi, el capitán
de Jacobo al-Tamani. Tras ellos hay dos naves cristianas dirigiéndose a un
inevitable choque.
Entonces, mira un poco más allá del dromon y la galea y ve doblar el
promontorio a un šīnī en cuyo mástil ondea el estandarte de Abu Massar
al-Asturqi. La sangre se le congela en las venas.
—¡Odín y Thor se están divirtiendo! —exclama Ingvar con cara de
desesperación.
—¿Y ahora qué hacemos? —balbucea Mohamed sin apartar la mirada de
la caótica batalla que se libra en la playa.
Ingvar sólo piensa una cosa: sus drakkar y sus einherjar están a punto de
ser destruidos por una marea de enemigos. Así que desmonta con cuidado a

Página 179
Leif y lo tiende sobre la hierba, bajo la sombra de los árboles. Le pone la
espada en la mano derecha. Si él no vuelve, Leif morirá.
El joven se queja en su letárgica inconsciencia, y su tío le acaricia los
cabellos empapados en sudor. Luego, con el eco de la cercana batalla
empujándolo a la cólera y la matanza, Ingvar vuelve a montar, prepara sus
armas y mira a Mohamed y Marcos con el ceño fruncido.
—Quedaos aquí cuidando de Leif. Si todo va bien… —dice, echando otra
mirada al combate y sabiendo que no va a ir bien— volveré a por vosotros.
—Suerte —le responde Mohamed. Ingvar esboza una sonrisa y encara a
Marcos.
—¿Tú no me deseas suerte?
Marcos hace una mueca maliciosa.
—La suerte no se fija en hombres como nosotros. Si sales vivo de ésta,
Ingvar Bjorson, será gracias al filo de tu espada.
Ingvar lanza una carcajada como respuesta, y, tirando de las riendas de su
caballo, desciende la colina y hace galopar a su montura en cuanto pisa la
arena de la playa. Un largo y brutal alarido sale de su garganta y los
sarracenos se vuelven, sorprendidos por la exigua carga que llega sobre su
retaguardia.
—¡Fuego! —grita León Keraunos junto al pseudopation de su dromon.
Demetrio Troglita repite la orden para que sus ayudantes bombeen la mezcla
y él pueda disparar un rayo abrasador hacia el bajel cuya popa tiene ante sí.
Un ghurãb repleto de piratas que ya estaba abordando a uno de los varados
barcos dragón.
—¡Virad! —ordena ahora León. La orden es transmitida de proa a popa
por varias voces, y los timoneles se echan sobre los grandes remos de
espadilla para hacer girar el pesado dromon justo antes de estrellarse contra el
ghurãb incendiado, cuando su quilla ya rozaba el fondo de arena.
El barco en llamas se estrella a su vez contra el drakkar que pretendía
abordar. Es otro sangriento desastre, y la resistencia de los hombres de Ingvar
se quiebra. Desde el lado de tierra, los guerreros de Mostaghanem logran
saltar al fin el foso y sobrepasar el terraplén.
Es entonces cuando Ingvar Bjorson llega. Su larga espada siega el cuello
de un enemigo al tiempo que su caballo se estrella contra otros dos, a los que
empuja al foso. La bestia se encabrita, y su jinete, antiguo miembro de la
guardia imperial de los rhos, salta a tierra, envaina la espada y agarra su gran
hacha a dos manos. Es un segador. Un colérico recolector de vidas. Y así,
esparciendo terror, haciendo brotar chorros de sangre y desparramando

Página 180
entrañas, salta el foso y asciende el terraplén. Al verlo, sus einherjar gritan de
júbilo, pues su señor, Ingvar el Viajero, el hombre capaz de hazañas
increíbles, ha llegado para combatir a su lado.
Juan Keraunos está paralizado. Nunca había visto una batalla, y ahora
tiene delante una que supera sus peores pesadillas. Mire donde mire ve terror.
Su galea sigue la estela del dromon de su hermano, que acaba de achicharrar
un bajel sarraceno y que ahora gira para evitar la colisión y embarrancar en la
playa. Juan es un buen hombre, y un buen hombre no debería ver a otros
arrojándose al agua como teas ardientes. Hombres cuyos rostros consumen las
voraces garras del fuego brillante. ¿Es eso lo que el papa le ha enviado a
buscar? El horror le atenaza el estómago. A pocos metros de él, el barco
incendiado se estrella contra un extraño navío que parece una larga serpiente,
y sarracenos y paganos se enzarzan en una horrísona batalla entre llamas que
saltan y se extienden. Su propio barco, su galea, está ya virando para seguir la
estela del Medusa y escapar. Juan ve todo eso, y alza los ojos mirando lejos, a
la colina más próxima a la playa. Y entonces se le corta la respiración, pues
allí está Marcos Tersites.
Marcos no puede creerlo. En la popa de la pequeña galea que seguía al
dromon está el único hombre al que respeta y ama: su amigo Juan Keraunos.
No, no puede ser cierto lo que ve. Pero Juan alza las dos manos saludándolo,
llamándolo con desesperación. Y Marcos ya no puede dudar: verdaderamente,
aquel loco es su amigo.
Juan Keraunos empuja al timonel. El hombre, que no esperaba aquello,
suelta el gran remo de espadilla y la galea da un brinco, como si fuera una
bestia viva y no una cosa hecha de madera. Así pierde la estela del Medusa y
enfila nuevamente la playa, y antes de que los timoneles puedan arreglar el
desaguisado provocado por Juan, la embarcación hunde su quilla en la arena y
abre en ella un surco hasta frenarse en seco junto a un barco dragón.
Marcos ve a su amigo pelear con los timoneles y ve como la galea
embarranca en la playa. ¡Bendito Juan! ¿Cómo no quererte? El idiota acaba
de varar su barco en mitad de una batalla espantosa para darle a él la
oportunidad de huir. Marcos grita de alegría. No tanto por esa oportunidad,
sino porque aquélla es una prueba mayúscula de que en este mundo hay quien
está dispuesto a jugarse la vida por él, y eso es algo muy importante. Tanto
que da sentido a su vida, lo purifica de algún modo. Así que se gira, monta en
su yegua y, ante la atónita mirada de Mohamed, talonea a la bestia y baja la
colina a galope tendido.

Página 181
León Keraunos maldice todo lo maldecible. ¿Qué coño hacen los de la
galea? Los imbéciles acaban de encallar en la arena de la playa en mitad de
esta locura, y Abu Massar al-Asturqi ya llega. Están perdidos. Los de la galea
están perdidos. A ellos, a los del Medusa, les queda una oportunidad. Tienen
ante sí un nuevo viraje y luego el mar libre.
Pero no va a abandonar a su hermano.
—¡Proa a la playa! —grita ante la sorpresa de todos—. ¡Proa a playa!
¡Demetrio, prepara el strepton! ¡Hecatontarca, que tus hombres se apresten
para el combate!
Las órdenes de un kentarca no se discuten. Demetrio Troglita echa una
rápida mirada al krabattos antes de volver a meterse en el pseudopation. Debe
de ser el único hombre del Medusa al que no desagradan las órdenes del
kentarca, pues en la galea que ahora pretenden rescatar está Aretí. Y Aretí es
lo único que le importa.
Hrodland de Nordalbingia, tribuno de la Schola Saxonum del santo obispo
de Roma, no sabe por qué el bibliotecario ha embarrancado la galea.
Tampoco le importa. Su misión es ahora proteger a aquel necio enclenque y
ayudarlo a encontrar a un tal Marcos Tersites, a quien el pontífice quiere tener
en Roma; y cuando un hombre tiene una misión clara que cumplir, no debe
pensar en nada más. Así que desenvaina la espada y salta junto al atribulado
Juan, que no para de gritar y de señalar algo. Hrodland sigue la dirección que
marca el dedo de Keraunos, y, a través del caos de barcos, fuego y guerreros
que tiene ante sí, ve a un hombre galopando sobre una yegua castaña.
—¡Es Marcos, mi amigo Marcos Tersites! —le explica Juan. Y Hrodland
sabe que ahora sí tiene un problema: el de ir a buscar a Tersites en medio del
infierno.
No lo duda. Vocifera órdenes, deja tras de sí a catorce de sus treinta y
cuatro sajones y salta con el resto al agua. Ante ellos hay hombres
combatiendo y cadáveres mecidos por las olas. Hrodland evita a uno de ellos,
que flota con una herida en la garganta, y encara al primer enemigo: un
sarraceno que acaba de abrirle las entrañas a un vikingo y se vuelve hacia él
con ojos desorbitados. La lanza le busca el rostro y Hrodland la desvía con un
golpe lateral que, sin dificultad aparente, se vuelve una ráfaga que destroza el
costado del moro y astilla su columna vertebral. Desde los dos barcos que
tiene a su izquierda, uno vikingo y otro sarraceno, se alzan llamas cada vez
más altas y violentas, y desde la playa llegan confusos gritos de hombres
enzarzados en luchas a muerte.

Página 182
Hrodland alcanza la arena. Aúlla con furia y sus veinte sajones forman
una cuña tras él. Grita en su lengua materna, que se parece un poco a la que
emplean los vikingos, y espera que baste para que éstos no se les echen
encima. Los sarracenos, por su parte, no distinguen entre nórdicos y sajones,
y cada vez más de ellos se dirigen contra la cuña que, lenta y ferozmente,
progresa hacia el interior de la playa.
Hrodland estampa su escudo en la cara de un moro y alza la vista. Sobre
el terraplén está Marcos Tersites gritando como un loco. Lo van a matar. Un
vikingo, desorientado por el humo de los barcos incendiados, levanta su hacha
para segarle la cabeza a Marcos.
Tersites oye el silbido del arma antes de verla. Acaba de tropezar y el filo
dirigido a su cuello le roza los cabellos.
—¡Santo y luminoso Cristo! —exclama, haciéndose un ovillo en el suelo
mientras su agresor vuelve a levantar su hacha.
Hrodland corre hacia ellos. Ha tirado el escudo, ha arrollado a un
sarraceno que le cerraba el paso y, al tiempo, ha sacado su sæx y lo ha tomado
por la punta para lanzarlo.
El cuchillo se clava en la cara del vikingo que iba a descargar un hachazo
sobre el caído Tersites.
Marcos gime en el suelo, esperando un golpe que no llega. Lo que sí llega
es una mano gigantesca y ruda que lo levanta como si no fuera nada.
—¿Eres Marcos Tersites?
Marcos apenas puede enfocar la mirada. Se ha meado encima y su lengua
le parece de trapo.
—¿Eres Marcos Tersites? —le vuelve a gritar el gigantesco guerrero, y
logra asentir—. ¡Vamos! ¡Rodeadlo con los escudos! —A esa orden, los
hombres del papa de Roma forman un muro protector en torno a Marcos.
Al-Aarbi ve como aquellos soldados protegen al Griego. Él está
combatiendo con saña y ha ordenado que el anabib de su šīnī escupa fuego
sobre el barco dragón que tienen al lado. El fuego líquido y pegajoso alcanza
la cubierta de los al-Majus y todo comienza a arder.
—¡Treinta hombres conmigo! —brama, dispuesto ahora a apoderarse de
Marcos o darle muerte.
Abu Massar al-Asturqi no deja de soltar órdenes y maldiciones. Sus
cuatro šīnī sumarán ochocientos hombres a la batalla e inclinarán el resultado
del lado de los sarracenos, pero eso es secundario, lo que importa es Marcos
el Griego. ¿Dónde estará ese cabrón? Supone que en Tahert, con el zorro de
Jacobo al-Tamani, pero ver los estandartes del corsario del judío, ese sucio

Página 183
mestizo de Al-Aarbi, lo enfada. Se supone que Al-Aarbi se iba a ocupar
personalmente de la custodia del Griego.
—¡Preparaos para la batalla! —ruge. Sus šīnī están a punto de tocar tierra.
A su izquierda, a saber por qué, el dromon romano parece regresar con
intención de sumarse al caos. Y, ahora, la galea ofrece la popa a su propio
barco: van a destrozarla. Massar lanza un aullido y se prepara para el
abordaje.
Aretí grita y grita porque un gigantesco bajel sarraceno va a embestirlos.
A su lado, también gritando, está Juan Keraunos. Y los guerreros sajones
dejados por Hrodland se apresuran a cubrirlos con los escudos, pues desde el
barco enemigo llueven ya flechas y piedras sobre la cubierta de la galea. El
navío cristiano se estremece violentamente al recibir el golpe del šīnī. Todos
ruedan por el suelo, y desde la proa del barco musulmán comienzan a saltar
docenas de guerreros.
Aretí logra incorporarse. Entonces lo ve. Ve a Massar al-Asturqi y las
piernas le fallan.
Juan Keraunos también logra ponerse en pie. A su lado está Aretí de Pafos
temblando como una hoja. Logra coger a la muchacha por el codo y dar unos
pasos atrás. Ante ellos quedan las espaldas protegidas por cota de malla de los
sajones que intentan rechazar el abordaje.
Demetrio siente el fuego haciendo vibrar el largo tubo del strepton. Un
nuevo retumbar, un nuevo destello y una nueva nube de humo negro lo
envuelven. En la playa hay ya cuatro barcos ardiendo. Aquello es una
matanza y el Medusa se ha sumado a ella.
León Keraunos lo ha mandado todo al diablo. Ahora está junto a sus
hoplitas, y cuando el Medusa surca la arena bajo las olas, logra mantener el
equilibrio, correr hacia la borda y saltar a la batalla seguido por cincuenta de
sus romanos. El agua le llega al pecho. Asienta los pies y comienza a avanzar
mientras los hombres de su hecatontarca lo rodean como una pared de hierro.
No sabe quién está ganando, si los rhos o los sarracenos, pero sabe que él va a
sacar de allí a su hermano. Así que empieza a luchar contra todo el que se
cruza en su camino hacia la galea papal mientras grita el nombre de Juan.
Entonces, avanzando en dirección a la misma galea abordada por los
moros, ve la cuña sajona dirigida por Hrodland; y en medio de ella,
destacando como un perro en una manada de leones, a Marcos Tersites.
Debe matar a ese hombre. Debe hacerlo. No sabe por qué está allí, pero
debe morir. Así que todo se complica. Salir de allí con vida y con Juan era ya

Página 184
un asunto jodido, pero añadir a todo eso la muerte de Tersites parece un
imposible. Aunque habrá que intentarlo.
Ingvar no para de reír. Matar y reír. No ha hecho otra cosa desde que
coronó el terraplén que mandó alzar para proteger sus drakkar. Dos están
ardiendo, y en torno a ellos, en la arena de la playa, combaten sus hombres
contra un enjambre de sarracenos. Ahora se añaden romanos a la batalla. En
tierra, un grupo de hombres que le recuerdan a los francos que conoció en la
corte de Ludovico Pío se lleva a Marcos el Griego. No sabe adónde ni para
qué, pero sabe que si todo el mundo allí quiere llevarse a Marcos ha de ser
porque vale una fortuna.
—¡Conmigo, muchachos, seguidme! —grita a los guerreros que combaten
junto a él, y los conduce tras la cuña sajona que progresa hacia la galea.
Demetrio Troglita hace algo que ningún sifonario debe hacer: abandonar
su strepton. Ha lanzado una última carga de fuego brillante sobre una masa de
sarracenos que pretendía abordar desde tierra el Medusa, y a continuación,
arrojando a sus servidores el caliente tubo y desenvainando su espada, salta al
agua en llamas.
Se sumerge. Su pecho roza la arena y emerge justo detrás del fuego que el
agua no puede apagar. Se pone en pie para detener el golpe de una espada
sarracena, le propina a su enemigo una patada en la entrepierna y luego le
parte la nuca de un tajo. Se gira y se agacha para esquivar una lanzada y
atravesar el vientre de otro oponente, y finalmente logra espacio para salir del
agua y correr por la playa en dirección a Aretí.
Mientras corre, esquiva grupos de sarracenos y rhos enzarzados, y ve la
cuña acorazada que Hrodland de Nordalbingia conduce de vuelta a la galea.
Busca con la mirada la nave papal, y en la proa, rodeada de espadas y
hombres cargados de furia y muerte, distingue a Aretí junto al hermano del
kentarca. Los sajones que los defienden están sucumbiendo y Hrodland no
logrará llegar a tiempo. Así que corre más; corre y grita.
Aretí oye a Demetrio. Lo ve avanzar por la playa, con la espada
ensangrentada y su deforme rostro angustiado. Viene a por ella. Jugándose la
vida, abandonando su puesto, enfrentándose al mundo entero por protegerla.
Vuelve a recordar la sensación de la mano del sifonario sobre la suya, días
atrás, en la taberna de Otranto.
—¡Aretí!
Quien le grita ahora es Hrodland de Nordalbingia, el colosal guerrero
cuyo semblante está rojo por el esfuerzo y la angustia. Acaba de reventarle la

Página 185
cara a un sarraceno con su escudo, y sus pies ya penetran en el agua salada y
oscurecida por la sangre. Nueve pasos más y estará en la galea.
—¡Aretí! —le grita Demetrio, que se encarama a la nave trepando con la
agilidad de un mono y clavando su espada en la garganta de un sarraceno.
Ya está junto a ella. Justo a tiempo. Porque ante ellos está Abu Massar
al-Asturqi, y su cara parece la de la misma muerte.
Massar al-Asturqi ha visto antes a esa mujer. Ahora lo recuerda: días
atrás, en el estrecho de Mesina, cuando abordó un barco mercante napolitano.
¿Qué hace ella allí? Saltó al mar y debería estar muerta. Pero no hay tiempo
para eso. Junto a la mujer hay un hombre, un monje que blande patéticamente
una lanza que acaba de recoger del suelo. A Massar casi le dan ganas de reír.
Avanza un paso y, de un espadazo, le arrebata el arma al monje.
Demetrio rueda por la cubierta y se alza entre el aterrado Juan Keraunos y
el pálido sarraceno que tiene enfrente. El jefe musulmán no se esperaba
aquello, y tampoco tener a un palmo de sus ojos la quemada cara de
Demetrio. Eso da a este último un instante precioso para parar el golpe
destinado al hermano de su kentarca y ganar algo de espacio.
Juan Keraunos se ve empujado por la borda y cae al agua. No sabe nadar,
y el terror vivido en la cubierta de la galea casi le parece poco ante el que
siente cuando el mar se cierra sobre su cabeza. Pero están junto a la playa y el
agua apenas le sobrepasa el pecho. Así que, manoteando y echando algún
trago salado, emerge y comprueba que se puede poner de pie.
—¡Bendita Virgen María! —exclama con los ojos muy abiertos e irritados
por la sal.
Ante esos mismos ojos aparece Hrodland, espada en mano, y tras él, su
amigo Marcos Tersites.
Hrodland de Nordalbingia lo deja atrás y, seguido por sus sajones, se
encarama a la galea para iniciar su reconquista. En mitad de un hueco de
incierta seguridad, mientras en torno suyo se matan los hombres y arden las
naves, dos amigos se abrazan. Porque, después de todo, los hombres son algo
único. Y, aunque hay maldad, mentira, traición, envidia y egoísmo en sus
corazones, a veces son capaces de sobreponerse a cualquier cosa por abrazar a
un amigo.
León Keraunos barre la playa con sus guerreros. Ha visto a Demetrio
salvar a su hermano, y a este último abrazarse con ese cabrón traidor de
Marcos Tersites; y ahora, con sus cincuenta infantes acorazados, aniquila
sarracenos y rhos dispersándolos a su paso y abriéndose camino para dar fin a
aquella locura y salir de ella con la cabeza sobre los hombros.

Página 186
Al-Aarbi reagrupa a sus hombres en la confusión. La cantidad de ataques
y de bandos ha convertido la batalla en un caos en el que romanos y rhos han
roto las filas sarracenas. Dos barcos dragón arden, sí, pero también lo hacen
uno de sus ghurãb y uno de los cuatro šīnī llegados con Abu Massar
al-Asturqi. Sobre la playa y sobre las olas hay cientos de cadáveres y cuerpos
agonizantes. Debe reunir fuerzas y abrirse paso hasta la galea junto a la que el
Griego se abraza con un monje. En ese pequeño barco hay una furiosa batalla
entre guerreros que lucen los colores del obispo de Roma y los lobos de
Massar, que acababan de abordarlo. Si logra sumarse a estos últimos, Marcos
será suyo, la batalla volverá a tener orden y será el fin de todos sus enemigos.
Sobre todo del kentarca del Medusa, que también trata de avanzar hacia la
galea al frente de un sólido grupo de soldados romanos.
—¡Alá es grande! —chilla justo antes de lanzarse sobre los hombres del
Medusa que encabeza su kentarca, y cien de sus guerreros gritan junto a él.
Hrodland es el combate. El mismísimo espíritu del combate si éste tuviera
tal cosa. Pero él no dedica tiempo a pensar en algo así. Hrodland,
simplemente, sabe matar con una eficiencia aterradora, y ante su bárbaro
empuje retrocede Massar al-Asturqi.
La espada silba buscando el pecho de Massar, que, dando un paso atrás,
toma por el cogote a uno de sus hombres y lo empuja hacia delante. Hrodland
destroza al desgraciado, pero ese instante permite a Massar seguir
retrocediendo e interponer más piratas entre él y aquel hombre diabólico que
siembra muerte como un campesino siembra trigo.
La llegada de los sajones supervivientes de Hrodland ha cogido por
sorpresa a los hombres de Massar, que entran en pánico y reculan hacia la
popa de la galea para volver a la cubierta de su šīnī. Es la oportunidad que el
de Nordalbingia buscaba y no va a desaprovechar.
Demetrio siente a su espalda a Aretí de Pafos. Hrodland y sus sajones los
han salvado al pasar como una tormenta sobre los sarracenos de Massar
al-Asturqi.
—¿Estás bien? —le pregunta a Aretí sin volverse ni bajar la guardia.
Aretí se aferra a su cintura. Es una buena respuesta, y el rostro del
sifonario se ilumina de pura alegría.
Hrodland está gritando órdenes sin parar. Rechazados momentáneamente
los piratas de Massar, y mientras en la playa chocan las huestes de León
Keraunos y Al-Aarbi, el tribuno de la Schola Saxonum alienta a sus hombres
y a los escasos marineros de la galea que han sobrevivido a que empujen la
pequeña nave a aguas profundas.

Página 187
León cruza su espada con la de un sarraceno delgado y flexible como el
acero bien templado. Cree conocerlo de algo. Su enemigo le refresca la
memoria.
—¡Soy Al-Aarbi ibn Muley ibn Iuliani al-Hayin y tú hundiste mi barco!
¡Mataste a mis hombres!
—¡Yo hundo todos los jodidos barcos sarracenos que me encuentro! ¡Soy
León Keraunos y acabaré aquí lo que dejé a medias en el mar!
Aunque la frase es redonda como bravata, llevarla a término es más
complicado. Pues Al-Aarbi es un experto hombre de espada, y sus guerreros
son oponentes duros que frenan el avance de los romanos y dan oportunidad a
los moros de Mostaghanem y al resto de musulmanes de rehacerse en torno
suyo.
—¡Vamos, vamos, vamos! —grita Hrodland a Juan y a Tersites mientras
los izan a bordo.
Marcos suspira aliviado cuando sus pies tocan la cubierta de la galea y
comprueba que ésta se está librando de la arena para tratar de salir de aquella
ratonera. Entonces mira a tierra y ve a Ingvar.
El vikingo ha logrado abrirse paso hasta el revoltijo que ahora forman
sarracenos y romanos y que lo separa del barco donde ha visto subir a Marcos
el Griego.
—¡Marcos! —le grita.
—¡Así te pudras, Ingvar! —Es la alegre respuesta que escucha.
Ingvar odia a aquel tipejo. Tras lo vivido en Tahert y en el marjal de los
leones había llegado a creer que podría ser algo mejor. Pero no.
—¡Te haré un regalo, Ingvar Bjorson! —grita de nuevo un exultante
Marcos sobre el barco que avanza hacia aguas más profundas—. ¿Sabes una
cosa? ¡Ese que ves ahí, el kentarca León Keraunos, te engañó como a un
idiota! ¡Lo que anotó en el óstracon era una burla! ¡Te engañó, Ingvar, igual
que te engañé yo! ¡Ese sucio tesoro nunca será tuyo!
Ingvar mira hacia donde señala el entusiasmado Marcos y ve que, en
efecto y aunque parezca imposible, el kentarca León Keraunos está allí, a
escasos pasos de él. El hombre a quien creía haber engañado y que, por lo
visto, lo engañó a él, está combatiendo a muerte contra el capitán pirata de
Jacobo al-Tamani.
—¡Por el pálido culo de Frigg! —exclama. Verdaderamente, los dioses
deben de haberse emborrachado y han montado una juerga desenfrenada en la
que el mundo de los hombres va a ser consumido.

Página 188
Al-Aarbi logra desequilibrar al kentarca, y sólo un soldado romano que
acude en ayuda de León evita su muerte. Hay un nuevo grupo que se une
ahora al combate: los salvajes de Ingvar. Al-Aarbi retrocede y da órdenes para
reorganizar a sus hombres y encarar un nuevo ataque.
León Keraunos recupera el equilibrio. Ha escapado por poco. Mira a la
galea papal, que se está librando de la arena, y sobre su proa ve a Marcos
Tersites, gritando y riendo como un loco, y a su hermano Juan, que le
devuelve la mirada con preocupación. Entonces sigue la dirección de las
burlas de Marcos y se topa con Ingvar.
Los ojos del vikingo y los suyos se encuentran. Los siete años
transcurridos se difuminan y vuelven a ser dos hombres desesperados
luchando por sobrevivir. La boca de Ingvar se abre de pura sorpresa y la suya,
la de todo un kentarca de la flota imperial, lo hace todavía más. No hay otra
explicación para aquello que una broma del destino. Ingvar sabe que las
burlas de Marcos son ciertas. Lo sabe por la cara de León Keraunos, su
antiguo kentarca. Ciego de furia, se lleva la mano al cuello y se arranca el
óstracon con las falsas anotaciones. Ha llevado aquella mierda durante siete
jodidos años y ha sembrado la tierra y el mar de cadáveres por descifrar su
contenido. Y ahora sabe que todo es un maldito engaño.
—¡Hijo de puta! —Es lo que consigue gritar mientras arroja a León
Keraunos el óstracon.
León no responde. Su hermano está a salvo, y aunque Tersites queda, por
ahora, fuera de su alcance, lo mejor que puede hacer es volver a su barco y
salir de allí como pueda. Así que da la orden y sus disciplinados infantes de
marina retroceden con los escudos bien levantados y las lanzas y espadas
bañadas en sangre. Paso a paso se van acercando al Medusa.
Ingvar comprende lo que pasa. Y tiene una súbita y alentadora revelación:
puede que el óstracon sólo contenga falsedades, pero en la mente de ese
condenado Keraunos está la verdad; y si todavía no ha ido a por el tesoro, y
no debe de haberlo hecho porque sigue siendo un condenado kentarca
imperial, bastará con pegarse a su culo para dar con el cofre.
—¡A los barcos, muchachos! ¡A los barcos! —ordena a sus hombres.
También ellos alzan escudos y se dirigen hacia los dos drakkar
supervivientes.
Demetrio besa a Aretí. Los labios de ella no lo rechazan, y por un
momento, los gritos, la sangre y todo lo demás desaparece. Luego la mira a
los ojos y le sonríe. Es su sonrisa. La de verdad, no la que forma su boca

Página 189
medio arruinada por las quemaduras. Y Aretí, la hermosa y dulce Aretí, se la
devuelve y le acaricia aquel torturado rostro.
—Quédate aquí —le susurra él—. Te buscaré en Roma. Ahora tengo que
volver. Me necesitan.
Ella lo ve saltar al agua y nadar a grandes brazadas hacia el Medusa, y se
pregunta qué le está pasando.
Los servidores del sifón ven avanzar hacia ellos a su sifonario y le lanzan
una cuerda. Demetrio ha intentado no pensar por qué coño está haciendo
aquello. No tiene respuesta. Lo que debería haber hecho es quedarse junto a
Aretí. Pero en el fondo sabe que sí hay respuesta, y que está en lo que
semanas atrás le dijo a su traidor servidor de sifón, Teodoro: lo ha hecho
porque él, Demetrio Troglita, es mucho más que una cara quemada.
Sobre la colina que domina la playa, Mohamed contempla la matanza. No
sabe qué hacer. A sus pies está el muchacho destrozado por el león, y allí
abajo Ingvar capitanea a sus paganos seguidores en una batalla sin sentido ni
orden comprensibles.
Ingvar ve a Mohamed. Él y Leif no van a ser abandonados. Puede que sea
un cabrón traicionero y sin misericordia, pero aquel viejo le ha salvado la vida
y junto a él está su sobrino.
—¡Cinco de vosotros, conmigo! —grita, abandonando el muro de escudos
y echando a correr.
Mohamed casi baila de alegría. Siempre había creído que el mundo
consistía en ser más astuto que el otro y contar beneficios. Ahora comprende
que quizás haya otras cosas.
—¡Vamos! —ruge Ingvar. Todos juntos corren ahora hacia la playa.
La tarde agoniza. No es nada original por su parte. También lo hacen
docenas de hombres sobre la playa cubierta de sangre.
Ingvar logra alcanzar su drakkar y, junto al otro barco serpiente
superviviente, consiguen sacar los remos. Delante de ellos, bogando ya con
fuerza y soltando velas, está el dromon de León Keraunos, y algo más allá, el
pequeño navío en el que escapa Marcos el Griego.
Al-Aarbi está ya sobre la cubierta de su šīnī. Su magnífico barco se
esfuerza por huir del apocalíptico embrollo de embarcaciones y fuego que es
la ensenada, y junto con el ghurãb y el shakhtûr se dispone a salir a mar
abierto.
Massar al-Asturqi hierve de ira. Ha perdido a Marcos el Griego y su šīnī
aún lucha por librarse del fuego que ha prendido en la arboladura y amenaza

Página 190
con extenderse a cubierta. Es fuego brillante, otra pequeña broma del destino:
el mismo fuego que Marcos tenía que fabricar para él.
—¡Maldición! —brama, escupiendo saliva con ira.
Pero sabe a dónde va Marcos. Va a Roma, a la vieja Roma; y él, Abu
Massar al-Asturqi, el renegado, ha convocado a todos los corsarios y piratas
sarracenos para devastar esa ciudad. Ese malnacido de Marcos el Griego
sufrirá de verdad cuando esté en sus manos.

Página 191
CAPÍTULO 55

6 de agosto del 846

Sergio II, obispo de Roma, lucha contra los dolores que atenazan su cuerpo.
Sus manos están tan retorcidas y tan apresadas por la artritis que es un
milagro que pueda usarlas para algo, pero en la derecha brilla su gran anillo.
La carta que ha dictado a su protoscriniarius ya está lista. El jefe del scrinium
ha preparado el sello de plomo y lo ha prendido con un cordón de seda al
papiro… Antaño todo se escribía sobre papiro: las cartas privadas, los apuntes
de la administración, las anotaciones de los tributos… Hasta lo más cotidiano
se destinaba al papiro. Luego llegaron las flotas de los infieles agarenos de
Damasco y disputaron el mar a los romanos de Oriente; y, tras esas grandes
guerras, los corsarios y piratas sarracenos, esos lobos hambrientos. Con ellos
llegó la carestía de todo lo que adorna la vida de los hombres: las especias, los
perfumes, la seda y el marfil comenzaron a escasear, y también el papiro. En
la tierra de los francos hace un siglo que no se encuentra, y en Italia sólo el
papa y las oficinas de los príncipes y duques siguen usándolo… ¿Pero por qué
divaga así su mente? Se recrimina su falta de atención: Roma está a punto de
morir y él se enreda en pensamientos sobre la falta de papiro. Está viejo, viejo
y chocho, y el mundo se acaba.
La prueba de que se acaba la tiene ante sí, en forma de carta. Una enviada
el primero de agosto por el conde Adalberto, marcensis y guardián de la isla
de Córcega y de la Marca Toscana, quien lo informa de que setenta y tres
barcos sarracenos procedentes de Hispania, con once mil hombres y
quinientos caballos a bordo, se dirigen hacia ellos con el objetivo final de
remontar el Tíber y saquear Roma. Adalberto aconseja que se pongan a salvo
los santos cuerpos de los apóstoles Pedro y Pablo, y que la ciudad se apreste
para la defensa congregando tras sus murallas a las milicias de todas las
ciudades del ducatus romanus.
Milicias. La carta que su protoscriniarius acaba de sellar habla de eso, y
es la décima que dicta. Todas demasiado intranquilizadoras como para

Página 192
dictárselas a un simple scriniarius, todas con el mismo contenido, todas con
la misma demanda: «Vienen los sarracenos, enviad vuestras milicias a
defender Roma». Aún le quedan unas pocas por dictar y sabe, bien lo sabe,
que todas tendrán la misma respuesta: el silencio. Pero también puede recibir
algo aún más hiriente: una negativa. Hiriente porque el papa es el señor de
todas esas ciudades, las que integran el ducatus romanus y se extienden desde
la desembocadura del río Marta, al sur de Toscana, hasta la del Astura y el
cabo de Circe, en los límites de la Campania; y hasta Bomarzo, Viterbo,
Perusia, Rávena y Ancona en la Umbría, el Piceno y la costa adriática. Esas
tierras, en las que hay una treintena de ciudades, forman la republica
romanorum, cuyo señor demanda ahora a sus vasallos una ayuda que no va a
recibir. Ciertamente, reflexiona, él tampoco enviaría ayuda a Roma si fuera el
tribunus magnificus, el comes, el dux o el marqués de tal o cual lugar tan
amenazado como la propia urbe eterna. Son tiempos duros, de supervivencia.
Y la supervivencia es señora más exigente que cualquier obispo de Roma.
¿Pero quién sobrevivirá a tal desolación? Adalberto lo informa de la flota
que llega desde el oeste y el norte; la que viniendo desde Hispania ha pasado
junto a Córcega y tocado las costas de Toscana, y ahora, seguramente, deja
atrás una aterrorizada Centumcellae y se dirige a Portus y la orilla norte de la
desembocadura del Tíber. Pero desde el sur, desde Nápoles, le llegan noticias
igualmente terribles: en Palermo se ha reunido una segunda gran flota
sarracena, compuesta por barcos llegados desde Tahert y Tarento que se han
sumado a los que ya fondeaban en Palermo y Mesina. Una flota que zarpará
con igual destino que la otra: Roma.
Sergio vuelve a recordar la fecha en la que se encuentran: 6 de agosto, día
de la transfiguración del Señor. El día en que Moisés, ante la zarza ardiente en
cuyas llamas se materializaba Dios, sintió sobre sí y sobre el monte Sinaí la
gloria infinita del Creador. Y también el día en que Cristo, en otro monte, el
Tabor, se mostró a sus apóstoles revestido de su naturaleza divina. ¿Acaso no
es una señal? Lo es, sin duda. Sobre la misma mesa en la que reposa la carta
del margrave Adalberto se halla aún el oro, dos mil monedas, que acaba de
recibir por la venta de un obispado. El oro y las terribles noticias llegaron a la
par. El pecado y el castigo en perfecta y justiciera correspondencia.
Sergio sabe que sus pecados son muchos. Ha vendido obispados y
atesorado riquezas para sí, para su familia y para la Iglesia con la avaricia del
usurero. Por su causa, y siguiendo sus órdenes, se ha vertido sangre a mares
por las calles de Roma y ante Luis el Joven, ¿qué sentido tendría negarlo? No
fue el honor de Pedro, sino su vanidad y su ambición las que prevalecieron.

Página 193
Pecado y castigo, pecado y castigo. Allí están el oro que denuncia su
simonía y la carta que anuncia su castigo. ¿Es lícito escapar a él?
—Santo pontífice, ¿no deberías también ordenar que los tesoros y los
cuerpos de los apóstoles se pusieran a salvo, tal como aconseja el margrave
Adalberto?
La voz de su secretario le llega como a través de un velo. Alza la mirada
del oro y de la carta y la clava en el atribulado protoscriniarius. El hombre,
sin saber qué hacer ni qué decir, baja los ojos y aguarda una respuesta.
—No. Si Dios desea que el castigo caiga sobre nosotros, nadie podrá
impedirlo. Pero si tiene a bien perdonarnos y protegernos, ni todos los moros
de la tierra podrán profanar las santas iglesias y tumbas de los apóstoles Pedro
y Pablo. Estamos en manos de Dios.
El protoscriniarius, jefe de los secretarios del papa, se santigua mientras
piensa que las manos de Dios, como las ramas de la zarza, pueden ser de
fuego.

Página 194
CAPÍTULO 56

6 de agosto del 846

Abu Massar al-Asturqi contempla su gran empresa. Contempla las seis


decenas de naves que salen del puerto de Palermo tras su gran šalandī. Una
flota con ocho mil hombres hambrientos de matanza y botín.
Las velas están desplegadas y los marineros se esfuerzan con el aparejo
mientras que los hombres de guerra aguardan, silenciosos, a que se
desencadene el torbellino donde probarán y serán probados.
Van al norte y al este, hacia la isla de Ponza. Allí echarán amarras y
esperarán la noticia que ansían recibir: que la flota de los corsarios y piratas
de al-Andalus ha atravesado los estrechos que separan Córcega y Cerdeña, y
que bordea la costa Italiana en dirección a la desembocadura del Tíber.
Massar siente un ligero estremecimiento. No es el viento ni el roción de
espuma que levanta la proa de su gigantesco šalandī, sino esa semilla maldita
que aún anida en lo hondo de su alma. Si es que tiene alma. Massar recuerda
los movimientos de su mano al santiguarse, la penumbra de la iglesia en la
que entró un día de Navidad, allá lejos, en Asturias, y el eco de las palabras
del cura retumbando bajo las bóvedas. Massar siente todo eso palpitar en su
interior como se siente una herida vieja palpitar en un día de lluvia. Se
recuerda niño, hambriento y atemorizado… Y también se recuerda
extrañamente a salvo y reconfortado entre los muros de piedra de la iglesia.
¿Es acaso el mismo ser? A veces percibe que no puede serlo. Que entre el
pastor astur y el jefe de mercenarios del príncipe de Benevento hay mucho
más que años y cambios. Quizás el joven pastor nunca siguió a los moros
hacia el sur. Quizá nunca renegó de su fe para abrazar la del profeta. Quizá
continúa allí, en los montes de Asturias, temiendo a los lobos y aguantando el
hambre, o quizá, simplemente, murió aquel día en que el sarraceno que
encabezaba la algarada sopesó en sus manos la espada y el oro.
El oro. Massar escupe al agua. Hay sangre en su saliva. Sin darse cuenta,
se estaba mordiendo los labios. ¿Pero de qué sirve todo esto? De nada. El

Página 195
joven astur no importa. Importa él, Abu Massar al-Asturqi, el hombre que no
se rinde, que no perdona, que no olvida y que no confiesa a nadie sus dudas ni
sus heridas.
Y por eso, porque lo que importa es él, lo mejor que puede hacer es vigilar
bien a ese perro de Khalfûn y a sus demonios tarentinos. Y, de paso, a todos
los demás jefes corsarios y piratas que componen la escuadra.
Seis semanas atrás aún creía poder apoderarse del secreto del verdadero
fuego griego, pero por más que navegó tras la galea en la que iba ese perro de
Marcos, no logró darle alcance; y cuando la tormenta se desencadenó frente a
las costas de Marsala, en Sicilia, toda posibilidad quedó borrada. ¡Ojalá ese
cerdo se haya hundido en lo más profundo de los abismos!
Massar mira al sol y calcula la hora. El viento es bueno. Las velas latinas
se hinchan y el mar se parece a un zafiro. Sonríe con amargura y reza por que
la batalla comience pronto. No hay nada mejor para apartar las dudas, el
recuerdo y los remordimientos.

Página 196
CAPÍTULO 57

Porto, en la orilla norte de la desembocadura del Tíber

La tormenta arrastró la galea papal hasta las Baleares. Allí malvivían unos
cristianos, supuestamente súbditos del Imperio de los romanos, pero
realmente abandonados a su suerte desde hacía un siglo. Parecían condenados
a mendigar seguridad ante la corte del rey de los francos, o ante cualquier otro
poder capaz de protegerlos de las continuas incursiones de corsarios y piratas
de al-Andalus y de los califatos de Fez y Tahert.
El mismo día que la galea logró echar ancla en Pollentia, la ciudad más
grande de Maiorica, una nave corsaria procedente de Denia, en la cercana
costa andalusí, pasó a una milla de distancia haciendo ostentación del botín
hecho en Menorica, la otra gran isla del archipiélago: un barco mercante
apresado con toda su tripulación y cargado con cautivos que ahora, una vez
desembarcados, serían vendidos como esclavos.
Aretí se sentía como los habitantes de aquellas desgraciadas islas: sola,
aterrorizada y desvalida. La tormenta había rugido durante una semana entera,
y habían estado a la deriva otra semana hasta que lograron abordar una playa
en Menorica y hacer en ella reparaciones de urgencia. Pero, cuando se
echaron de nuevo a la mar, la presencia de piratas sarracenos los obligó a
navegar hacia el oeste, buscando refugio en el puerto de la medio arruinada
Pollentia. Allí, los romanos de Maiorica, que así seguían llamándose a sí
mismos los de la isla, los auxiliaron en lo que pudieron y les dieron noticias
alarmantes: poco antes de llegar ellos, habían avistado la flota sarracena más
grande que jamás hubieran visto sobre el mar. Y esa flota se dirigía al este.
A Juan Keraunos, aquellas noticias le quemaron las entrañas como el
fuego. Y de eso trataba su misión. Debía llevar ante el pontífice al único
hombre capaz de desvelar el secreto del fuego brillante y ponerlo al servicio
de la defensa de la vieja Roma. Así que no había tiempo que perder, y en
cuanto terminaron las reparaciones y cargaron agua y víveres, se despidieron

Página 197
del infortunado archipiélago y zarparon rumbo a Cerdeña siguiendo la
ominosa estela de la gran flota sarracena.
La avistaron a la quinta jornada: docenas y docenas de velas latinas en la
lejanía. Hrodland de Nordalbingia ordenó al capitán de la galea que arriara las
suyas y que aguardase a la noche para izarlas y tratar de adelantarse a la flota
de los moros de Hispania. Era una locura.
Pero salió bien. La sobrepasaron entre las sombras, y cuando la mañana
parió un sol triunfante que coloreó las oscuras olas, la nave papal tenía su
proa apuntando a la costa de Cerdeña y la popa azuzando a los infieles.
No hacía falta que los azuzaran. Navegaron tras ellos como si compitiesen
por ver quién lograba la recompensa de apresarlos y arrojar sus cabezas al
mar. Cada día fue una angustiosa búsqueda del viento, y cuando éste no se
presentaba, un agónico bogar para mantener la corta distancia que los
separaba de la muerte que venía tras ellos.
En esos días, Aretí pensaba en Demetrio. ¿Qué era aquello? Siempre se
había imaginado el amor de otra manera, y quizá por ello nunca lo había
sentido hasta el momento en que él, Demetrio Troglita, la besó en aquella
playa africana rodeados de caos y muerte. Aretí traía a su mente, una y otra
vez, al sifonario de rostro destrozado por las quemaduras, y se sorprendía
sonriendo. Ella, la danzarina, la prostituta, la mujer que se había abierto paso
en un mundo brutal a base de dureza, astucia y cinismo, sentía sus mejillas
enrojecer al recordar el beso de un hombre con la boca deformada. Pero no
podía negarlo. No podía. A veces, cuando Hrodland se acercaba a ella y le
preguntaba si necesitaba algo o si se sentía bien, se decía a sí misma que
aquel otro hombre, alto, fuerte, noble, le convenía más; y que, tal como le
decía su femenina intuición, bastaría una sonrisa o una simple caricia para que
el tribuno sajón se rindiera a su deseo.
Pero Aretí no le ofreció a Hrodland de Nordalbingia aquella sonrisa ni
aquella caricia, y los días pasaban entre el miedo y el recuerdo. El miedo de
morir y no volver a ver a Demetrio, y el recuerdo de un único beso que le
había revelado que ella, Aretí de Pafos, estaba enamorada por primera vez en
su vida.
Marcos Tersites era feliz. Y eso le resultaba una revelación dolorosa.
Porque no había sido consciente de cuánto tiempo llevaba sin serlo hasta que
se fundió en un abrazo con su amigo Juan Keraunos. Ahora sabía que no
estaba solo, y que el conocimiento y el saber no bastaban.
El destino era un señor caprichoso. Mientras la tormenta los zarandeaba
jornada tras jornada, Juan y él pasaban los días enzarzados en ágiles

Página 198
conversaciones y amistosas polémicas que sólo el mareo y los ocasionales
vómitos interrumpían. Sabían, con la certeza de los sabios, que un encuentro
tan sumamente azaroso e increíble no podía terminar en muerte, y quizá por
eso fueron los únicos seres a bordo de la galea que no temieron por sus vidas.
Juan le reveló su misión, o al menos lo que podía revelarle. Marcos no se
engañaba: sabía que Juan estaba haciendo uso de su amistad, de su influencia
sobre él, para convencerlo de que se pusiera al servicio del papa. Y también
sabía que, si se negaba, Juan lo apresaría para impedirle ofrecer sus servicios
a cualquier otro señor.
Pero a Marcos no le importaba. No le importaba que su amigo Juan
Keraunos lo engañara un poco o lo manipulara un tanto, porque una y otra vez
venía a su recuerdo la imagen de Juan saltando sobre los timoneles de su
galea para embarrancar en la playa.
Sí, se dejaría manipular y engañar por Juan, se pondría al servicio del
papa Sergio II y trataría con todas sus fuerzas de fabricar fuego brillante con
el que defender Roma de los sarracenos que a ella se dirigían. ¡Dios, cuánto le
gustaría ver arder a ese perro de Abu Massar al-Asturqi!
Hrodland de Nordalbingia sabía dónde estaban. En la mañana del día
anterior, habían dejado Centumcellae a su izquierda, y por tanto esa
desembocadura sólo podía ser la del Tíber. En ella estaba Porto, uno de los
dos puertos de Roma, así que dio la orden y la galea afrontó la corriente
enfilando las aguas dulces y turbias del río romano.
Tras ellos, inadvertidas, dos velas rojas y blancas se alzaban sobre el
horizonte. Las cuadradas velas de los dos drakkar supervivientes comandados
por Ingvar Bjorson, y detrás de ellos, a seis millas al norte, setenta y tres velas
andalusíes besadas por el viento e impulsadas por la codicia y el deseo de
destrucción.
Hrodland gritó a los remeros que se esforzaran. Debían llegar cuanto antes
a Roma y no anclarían en Porto. Si todo iba bien, Marcos Tersites estaría esa
misma noche ante el papa Sergio, y él, Hrodland de Nordalbingia, recibiría la
bendición del obispo romano y volvería a estar presto a morir por el Dios al
que traicionó por el amor de una mujer.
Una mujer… Hrodland se giró y buscó con la mirada a Aretí. Aquella
chica despertaba cosas extrañas en él. Cosas que creía muertas, que creía
estúpidas y vanas, cosas que le recordaban que existía algo más que el pecado
y el perdón. Hrodland se recordó por enésima vez que Aretí de Pafos sólo era
una bailarina de taberna, y luego, por enésima vez también, que él sólo era un

Página 199
asesino y un pecador. Pero lo que le quedaba tras tanto recordatorio era la
misma inquietante y poderosa sensación: estaba enamorado.
Aretí cruzó su mirada con la de Hrodland de Nordalbingia y no le quedó
ya duda: aquel hombre la amaba. Y ella amaba a otro hombre, a uno que,
quizá, estaba sepultado bajo las saladas aguas del mar.
Hrodland caminó por cubierta hasta Aretí de Pafos y se detuvo a un paso
de ella. La muchacha era tan bella que robaba el aliento. Hrodland alzó su
manaza con una delicadeza que creía imposible en él y acarició la mejilla de
la chica. Aretí no apartó el rostro.

Página 200
CAPÍTULO 58

Tres horas más tarde. Ostia, en la orilla sur del Tíber

Demetrio Troglita, sifonario del Medusa, mira la ribera sur del Tíber y no la
ve. Lo único que ve es el rostro de Aretí. Dios quiera en su misericordia que,
como ellos, sobreviviera a la tormenta.
Suspira y se concentra lo indecible en recuperar el sabor de aquellos
labios. La ama. ¡Dios, cómo ama a esa mujer!
León Keraunos no da crédito a lo que ve: a un lado del ramal principal del
río, tras pasar ante ruinas de vetustos templos paganos y viejas instalaciones
portuarias, se alza una fortaleza, Gregoriópolis, construida años antes para dar
asilo a los habitantes de Ostia e impedir a las naves sarracenas remontar el
Tíber. Este último ha cambiado su curso y ya no lame las piedras de los
muelles del puerto de Ostia. Pero eso da lo mismo. Pues en Ostia, o en
Gregoriópolis, o como coño quieran llamarla los romanos, sólo hay viejas
asustadas.
¿Qué otro nombre merecen, si no, esos perros atemorizados? En cuanto
vieron las velas, abandonaron sus casas, sus barcas y sus tenderetes, y echaron
a correr hacia la fortaleza que Gregorio IV alzara con los sillares, estatuas y
ladrillos de la arruinada Ostia. Y allí siguen. Se asoman por encima de las
murallas y se niegan a prestarles ayuda o a darles una simple hogaza de pan.
Y buena falta les hacen las dos cosas.
Desde que la tormenta los sorprendiera tras escapar de la caótica batalla
en la ensenada, no habían hecho otra cosa que sobrevivir. Y no es que él se
quejara por eso; sobrevivir siempre es una opción aceptable cuando una
tormenta está empeñada en echarte a pique. Pero la verdad es que habría
preferido alternativas más amables.
Cuando la tempestad los lanzó contra la costa del oeste de Sicilia, León
tuvo que echar mano de toda su pericia marinera para evitar el desastre, y al
zafarse por fin de las rocas y adentrarse en el mar fue como si el vacío se los
tragara. Durante diez días no vieron tierra, y cuando la vieron se llevaron la

Página 201
sorpresa de que habían ido a parar al litoral de la antigua Carthago Spartaria.
Fue un descubrimiento muy desagradable, sobre todo porque varias naves
andalusíes se presentaron con intenciones más bien agresivas que no era
momento de atender. El Medusa, maltratado por la tormenta, hacía agua por
dos vías y tenía serios daños en el aparejo, así que León puso rumbo al sureste
y días después arribaron a las costas africanas en el lugar donde el río Muluya
desemboca. Hallaron una cala resguardada y pasaron allí una semana,
reparando el sufrido dromon y haciendo provisión de agua sin que los moros
los importunaran. Pero cuando hicieron vela hacia Italia, los sorprendió una
segunda tempestad que esta vez casi los estampa contra la parte noroccidental
de Sicilia. Pasaron ante Palermo, y allí, mientras eran empujados por los
últimos restos de la tormenta, avistaron la enorme flota de Massar al-Asturqi.
No había ganas de saludar al renegado y pusieron rumbo hacia la bahía de
Nápoles, pero el mal estado del Medusa obligó a arribar al puerto de Amalfi.
Amalfi era una ciudad agazapada en la boca de una profunda garganta al
pie del monte Cerreto. Un lugar inexpugnable y aislado, rodeado de
pavorosos acantilados y enclavado en el golfo de Salerno, a un día largo de
navegación al sur de Nápoles. En teoría era una urbe del basileus sujeta a la
autoridad del dux y magister militum napolitano, pero en la pura y
desalentadora realidad no era lo uno ni lo otro. Se trataba de una ciudad
fieramente independiente que había logrado zafarse de la dominación de
todos sus supuestos señores, romanos, napolitanos y longobardos
beneventanos por igual, y constituir una república marítima que, bajo el
gobierno de un prefecto, comerciaba sin restricción alguna con los sarracenos.
Sólo cuando le interesaba recordaba que el basileus Miguel III era su
emperador.
Pero la suerte quiso que cuando el Medusa llegó al puerto de Amalfi, sus
habitantes estuvieran en uno de esos días. León Keraunos supuso que la
noticia de que Massar al-Asturqi y el resto de los piratas de Tarento, Palermo,
Mesina y Tahert se dirigían a sus costas, había tenido algo que ver en tan
repentino retorno de su fidelidad. Y es que los amalfitanos creyeron que el
dromon era la avanzadilla que precedía a una flota de rescate enviada por el
estratego del thema de Sicilia.
Fue una pena sacarlos de su error. Pero los amalfitanos buscaron pronto
alternativas para superar su decepción y se volvieron hacia los emisarios del
dux Sergio de Nápoles, que les ofrecían una alianza en la que también
participarían las galeas de Gaeta y Sorrento para proteger a las ciudades
marítimas de la Campania del vendaval que se avecinaba.

Página 202
Y el vendaval llegó. León Keraunos no se quedó a combatir. Su misión,
dar aviso al papa, seguía vigente, y si no seguía vigente él debía, al menos,
asegurarse de que Marcos Tersites no llegaba ante el obispo romano para
ofrecerle el secreto del fuego brillante. Así que puso rumbo a Roma el mismo
día que los navíos sarracenos se enfrentaron a los de Nápoles, Amalfi, Gaeta y
Sorrento en la isla de Ponza y en el cabo Licosa.
Fue una dura batalla. Pero León no supo de ella hasta semanas más tarde.
En el cabo Licosa, el cónsul, dux y magister militum Sergio obtuvo una
victoria incompleta, pero suficiente: las ciudades de la costa de Campania
quedaron a salvo de saqueos y la flota sarracena sufrió sensibles bajas.
Pero no fue aniquilada ni detenida, sino que pudo apoderarse de Miseno,
reparar sus barcos, reponer fuerzas y poner rumbo al Lacio y la
desembocadura sur del Tíber.
Fue así como León arribó a Ostia, Gregoriópolis o como coño se llamara
ahora: con los sarracenos tras su estela. Pero no iba a quedarse a ver qué
hacían. Roma estaba río arriba y él tenía una misión que cumplir allí.

Página 203
CAPÍTULO 59

El mismo día. Porto, en la desembocadura norte del Tíber

Ingvar Bjorson da gracias a Odín y a Thor por el regreso de su suerte. ¿Dónde


habría ido la muy perra? Pero lo que importa es que ya la tiene de nuevo junto
a él. Pues allí, unas millas por delante, están las velas de la galea que lleva a
ese cerdo de Marcos el Griego; y, si no lo engaña su olfato, León Keraunos no
andará lejos en caso de que haya sobrevivido a la tormenta.
La tempestad los tuvo a la deriva días y días. Al principio casi la bendijo:
sus dos drakkar no estaban para combates, y menos contra los siete barcos
sarracenos que los perseguían. Pero, cuando se hizo más intensa y rabiosa,
Ingvar casi habría preferido enfrentarse a todos los jodidos navíos moros del
mar Romano. Durante una semana, fueron arrastrados por los vientos, y sólo
su pericia y el hábito norteño de navegar con mal tiempo los pudieron
mantener a flote. Al fin, cuando menos lo esperaban, hallaron refugio en una
bahía recogida.
Cuando el temporal amainó, Mohamed sacó el astrolabio y tomó la altura
del sol, o eso dijo él. Tras hacer unos cálculos y observar largo rato la costa y
el paisaje que se extendía más allá, determinó que estaban en una gran isla a
la que los árabes llamaban Qûranus y los cristianos Córcega. Según afirmó el
comerciante, la isla tenía doscientas millas de contorno y estaba bajo la
autoridad de un margrave del rey de los francos que la gobernaba y defendía
de los piratas de al-Andalus y Tahert.
Los defensores francos no tardaron en llegar: tres galeas aparecieron en la
boca de la ensenada y los drakkar vikingos lograron zafarse de ellas por poco.
También por poco no se metieron de lleno en la enorme columna de
barcos sarracenos que atravesaba en ese momento el estrecho que separaba
Córcega de Cerdeña, la gran isla que tenía al sur. Pero, pasado el susto, Ingvar
bendijo su suerte. Porque, al tocar tierra en Italia, pudo ver en la lejanía las
velas de la galea papal, y tras ellas aproaron. Y allí estaban, remontando el río
de Roma, y, entretanto, se hacían una pregunta:

Página 204
—¿Y ahora qué? —le dice Ingvar a Mohamed.
El viejo mercader andalusí se acaricia la barba y sonríe con picardía antes
de contestar.
—Ahora haremos un trato.
Ingvar pone los ojos en blanco, pero aguarda a escuchar lo que tiene que
decir Mohamed.
—Mi señor Ingvar, vosotros sois paganos y yo musulmán. No seremos
bienvenidos en esta tierra. Aquí gobierna el papa, y ya debe de saber que los
corsarios y piratas de todos los reinos del islam se disponen a atacar su
ciudad. Desconfiará de nosotros; y, por otro lado, Marcos el Griego parece ser
amigo de los hombres que mandaban la galea papal, así que no tendremos
ninguna oportunidad de hacernos con él en Roma.
—¿Con quién haremos el trato entonces?
—Con los corsarios de al-Andalus. Con los hombres de mi tierra que
navegan en la gran flota que avanza tras nosotros.
—Pero son los mismos que nos acosaron en Tahert.
—No, los andalusíes tienen como señor al emir Abderramán II, y, aunque
hoy son aliados de los corsarios de Tahert, Palermo y Tarento, mañana
pueden ser sus enemigos. No tienen nada contra nosotros, y yo, señor, tengo
muchos amigos entre ellos.
—¡Por el recatado culo de Frigg, eres tan ingenioso como Loki!
Mohamed tiene un plan; sabe que le va a gustar a su señor y que, de paso,
llenará la bolsa de todos.
—Mi señor Ingvar, vamos a dedicarnos al íviking en Roma.
—¿Al íviking?
—Sí, en Tahert me dijiste que era lo que realmente se te daba bien.
—¡Ja! ¡Muchachos, el viejo Mohamed se está transformando en un
vikingo!
Las bárbaras risas norteñas se mezclan con la de Mohamed y el
comerciante andalusí vuelve a sentir ese gozo extraño que experimentó en
Tahert: el de saberse parte de una hermandad de hombres audaces.
—Sugiero, mi señor Ingvar, que escondamos los drakkar aquí y que
esperemos a que lleguen los corsarios andalusíes. Sin duda saquearán Porto, y
entonces, cuando estén ahítos de botín, me acercaré a ellos y les propondré
que nos acepten como compañeros de saqueo.
Ingvar entorna los ojos y los clava en Mohamed.
—¿A cambio de qué?
—De Marcos el Griego.

Página 205
Ingvar pone cara de asombro y Mohamed se explica.
—Les contaremos como Abu Massar al-Asturqi lo quiere para que le
fabrique fuego griego. Eso bastará. Si hay alguien de quien todo el mundo
desconfía en el mar Romano es Abu Massar al-Asturqi, y si hay algo que todo
el mundo quiere es fuego griego. Y nosotros, mi señor, nosotros sabemos
quién puede fabricarlo y dónde se encuentra. Te aseguro que eso es muy
valioso si se sabe comerciar con ello; y yo sé comerciar.
Ingvar asiente, complacido, y Mohamed se felicita a sí mismo en silencio.
Ha sido fácil manipular a su salvaje señor. Pues si Marcos el Griego debe
fabricar fuego griego para alguien, ese alguien ha de ser el emir de Córdoba y
sólo él. A Ingvar le bastará con el oro de Roma y con el del tesoro. Mohamed,
por supuesto, se llevará su parte de todo ello, pero será una minucia
comparada con la recompensa que el emir de Córdoba Abderramán le
entregará por haber puesto a Marcos en sus manos.
Cuando Ingvar ordena arrastrar los drakkar a la orilla y esconderlos, mira
de reojo a Mohamed y sonríe. Lo más astuto que un hombre puede hacer es
dejar que otro lo tome por tonto. Marcos, al igual que el oro de Roma y el del
tesoro, será suyo. ¿Por qué tanta ambición? Porque, después de todo, y como
dicen en su tierra, no debes dejar de ir a pescar salmones por haber cazado un
ciervo. Y porque antes de vender al cerdo del Griego al mejor postor, le
cortará la lengua y le sacará un ojo. ¿Acaso un sabio como él no será capaz de
fabricar fuego brillante sin lengua y con un ojo menos? Seguro que lo será.
Él, Ingvar Bjorson, se dará el gusto de cobrarse venganza del muy cabrón
antes de venderlo como a un puerco bien cebado.

Página 206
CAPÍTULO 60

Atardecer del mismo día. Orillas de la desembocadura del Tíber

Al-Aarbi es el primero en bajar a tierra. Espada en mano, conduce a sus


leones de Tahert con la furia de quienes han sobrevivido a una azarosa
travesía y al fin alcanzan el objetivo soñado. Aquello no es Roma, pero es uno
de sus puertos.
Cientos de corsarios y piratas de Tahert, Palermo y Tarento están
haciendo lo mismo que ellos: desparramarse por la arruinada Ostia en busca
de botín y cautivos. No lo van a tener fácil. Ostia es un montón de ruinas, y
buena parte de lo que merecería ser saqueado está a resguardo de los muros
de la fortaleza que quince años atrás construyó el papa Gregorio IV:
Gregoriópolis. Allí, acobardados, están los soldados destacados por el
pontífice para custodiar la entrada al Tíber. Pero no custodian nada más allá
de los muros de Gregoriópolis, y sólo hacen dos cosas: mirar como los
sarracenos incendian lo que queda de la población y rezar para que se vayan
pronto río arriba.
Al-Aarbi avanza por las calles de Ostia y alcanza lo que siglos atrás fue su
capitolio. Allí, entre los restos de antiguos templos paganos y alzada con
materiales extraídos de ellos, hay una iglesia.
Se detiene ante su entrada y da órdenes que se cumplen de inmediato: sus
hombres echan abajo una casa y se hacen con una viga que usan a modo de
ariete para derribar las puertas de la iglesia. Entran y corren hacia el altar. Los
cristianos refugiados en Gregoriópolis se han llevado los libros sagrados, las
jarras, los cálices y las lámparas valiosas, pero el ambón forrado de plata
permanece en su sitio, y bajo el altar se topan con reliquias guardadas en
cofrecillos de marfil y oro o estuches de plata decorados con gemas.
Enfebrecidos por la codicia, los piratas sacan las reliquias de sus cofres y
estuches. Los huesos de santos y mártires son esparcidos y pisoteados,
mientras que las arcas son partidas a golpe de hacha o espada para engordar
las bolsas de los saqueadores. Uno de ellos, exaltado, arrima una antorcha a

Página 207
las cortinas de seda que cuelgan del intercolumnio del pequeño templo. El
fuego se alza y salta de la seda a los huesos desparramados por el suelo.
Un poco más allá, Al-Aarbi, también excitado por el saqueo, da una
patada a la puerta de una casa menos desvencijada que el resto. Debe de ser la
de un comerciante o un jefe de la guarnición, o la del obispo de Ostia, y en
ella se han dejado algunos muebles de valor, ollas de hierro, adornos de mujer
y lo mejor de todo: una bolsa grande de cuero negro con diez nomismas de
oro, sesenta monedas de plata y dos copas de bronce dorado que han tratado
de ocultar bajo una losa suelta de un dormitorio. Al-Aarbi sonríe con
satisfacción. Aquello es sólo el comienzo. Arroja las copas a uno de sus
hombres, guarda las diez monedas de oro y lanza la bolsa con las sesenta de
plata a otro de sus guerreros. Luego, antes de dejar la casa, se vuelve y arroja
una antorcha que prende en la madera vieja. En los colores de las nacientes
llamas, Al-Aarbi evoca por un fugaz instante el hermoso rostro de Fátima bint
Mohamed Al Fihri, y sabe que su momento, el momento de presentarse ante
ella cubierto de fama y riquezas, está un poco más cerca.
A Abu Massar al-Asturqi sólo le falta matar para sentirse en plenitud. Por
lo pronto, se consuela viendo los incendios que se multiplican por doquier y
que consumen a la arruinada Ostia. Su mirada se fija en los muros de
Gregoriópolis y se pregunta otra vez si merecerá la pena tratar de asaltarla.
No, no merece la pena. El premio, el tesoro, está río arriba, en Roma, y no
hay tiempo que perder. Sobre todo cuando en la ribera norte del río, en Porto,
los andalusíes están haciendo lo mismo que ellos en Ostia: saquear e
incendiar.
Walid Abd al-Malik nació en Algeciras y jamás había soñado con llegar a
saquear Roma. Aún no lo ha hecho, pero está cerca. Tanto que ahora mismo
prende fuego a uno de sus puertos: el de Porto.
Parece que han cogido por sorpresa a unos pocos habitantes de la ciudad,
quizá demasiado confiados o demasiado incrédulos para dar crédito a las
noticias que anunciaban la llegada de los andalusíes. En los deshechos
muelles de Porto ya se congregan pequeñas cuerdas de cautivos llorosos,
magullados y atemorizados. Un botín humano que pronto será embarcado y se
venderá a buen precio en los mercados de al-Andalus, Túnez o Egipto.
Los jefes corsarios de al-Andalus forman una hermandad de hombres bien
avenidos. Han acordado desembarcar a sus quinientos caballos y lanzar a sus
jinetes sobre la rica campiña romana. Pronto, cuando los campos y aldeas de
Roma sean arrasados por el pillaje, miles de cautivos llenarán sus šīnī, ghurãb
y shakhtûr. Pero eso sólo será el comienzo. Dicen que Roma es la ciudad más

Página 208
rica de la tierra, y él, Walid Abd al-Malik, está deseando comprobar esos
rumores.
Por el momento, lo que comprueba es que la vida es una sorpresa
constante: a escasos pasos de él, saliendo de entre un montón de ruinas y
acompañado por tres gigantes de pálido rostro y claros cabellos, está
Mohamed ibn Ibrahim, el comerciante más astuto y rico de Algeciras y, de
paso, uno de sus mejores amigos.
—¡Por las luminosas alas de los malaika y los oscuros cuernos de los
sayatin! ¿Eres realmente tú, Mohamed ibn Ibrahim?
Mohamed trata de sonreír, pero hay demasiados llantos, gritos de terror y
llamas alrededor, y sólo le sale una mueca. Parece que es suficiente, pues
Walid Abd al-Malik da una orden y los piratas que se disponían a cerrarles el
paso se detienen y los dejan pasar.
Mohamed se acerca al jefe corsario de Algeciras. Caminando a su lado
con las armas preparadas, Ingvar, Leif Rompehuesos y Thorkel Barba partida
se relajan un tanto. Está bien que así sea, porque si algo ha aprendido
Mohamed en los cinco meses largos que lleva junto a los al-Majus es que son
hombres nerviosos y violentos, y eso, ante gentes numerosas y bien armadas,
es un mal asunto.
—¡Soy yo, Walid Abd al-Malik! ¡Que Alá y su profeta bendigan tu
nombre y la dicha de este inesperado encuentro!
Los viejos amigos se estrechan las manos y se abrazan. Son paisanos, han
hecho negocios juntos y tienen parientes comunes, así que están muy unidos.
Mohamed oye gruñir tras él a Leif Rompehuesos. Le ha cogido cariño al
muchacho y hasta le ha enseñado algo de árabe. Se sigue maravillando de que
sobreviviera a sus horribles heridas, e incluso se restableciera lo suficiente
como para volver a empuñar la espada. Ahora, el muñón de su mano
izquierda va sujeto con correas a un escudo, y el joven está enseñando los
dientes a un corsario andalusí que trata de impedirle que siga aproximándose
a su jefe con la espada desenvainada.
—Muchacho —le susurra Mohamed—, envaina la espada y tranquilízate.
Leif mira a su tío antes de obedecer a Mohamed. Ingvar asiente y hace lo
propio con su larga arma de empuñadura argéntea.
—¿Quiénes son estos gigantes? —pregunta Walid Abd al-Malik. Sus
castaños ojos estudian con desconfianza a Ingvar, Leif y Thorkel—.
¿Pertenecen al pueblo de los al-Majus salvajes que saquearon Sevilla hace
dos años?
Mohamed mira a los ojos de su pariente y amigo antes de contestar.

Página 209
—Son hombres del norte y paganos, pero no pertenecen al grupo de
al-Majus que atacó Sevilla —miente prudentemente.
—¿Y qué haces tú con ellos aquí, a las afueras de Roma?
—Es una larga historia. Pero en esa historia hay algo que nos puede cubrir
a ti y a mí de oro.
Los ojos de Walid Abd al-Malik se dilatan. Las llamas de un incendio
cercano bailan en su mirada. A lo lejos se oyen los gritos de una mujer a la
que están violando y el relinchar de caballos galopando entre gentes
aterrorizadas.
—¿Oro?
—El que nos entregará nuestro bendecido emir, Abd al-Rahman ibn
al-Hakam, cuando le llevemos a Córdoba el secreto del fuego griego.

Página 210
CAPÍTULO 61

En ese mismo momento. Palacio de Letrán, Roma

Aretí no se atreve a levantar la mirada. A su lado, arrodillado como ella, está


Hrodland de Nordalbingia, y junto a éste, Juan Keraunos y Marcos Tersites.
El papa Sergio está sentado en la silla de roble y marfil del apóstol Pedro; sus
acuosos ojos de anciano y sus manos artríticas manifiestan lo mismo:
ansiedad.
Aretí no lo sabe, pero aquel palacio de Letrán fue el de una mujer tan
hermosa como ella: Fausta, augusta de los romanos y esposa de Constantino I.
Ahora, quinientos años más tarde, es la residencia del obispo de Roma y el
centro de su gobierno. Pero la ciudad está a punto de ser atacada por los
sarracenos que ya saquean a placer Ostia y Porto, y que no tardarán en
remontar las escasas millas de río que los separan de su gran presa.
El papa Sergio no se esperaba aquello: que su bibliotecario Juan Keraunos
y el tribuno de la Schola Saxonum, Hrodland de Nordalbingia, triunfaran y
trajeran a su presencia al hombre que puede entregarle el secreto del fuego
brillante justo en el momento de mayor necesidad y peligro. Ha sido un
pequeño milagro. Pero un milagro, pequeño o grande, es una señal de Dios, y
las señales divinas avivan la llama de la esperanza y traen fuerza a sus venas
envejecidas. Cada latido de corazón le recuerda que aún hay posibilidad de
redención, de salvación, de victoria.
Sergio levanta su temblorosa mano y los bendice a los cuatro,
esforzándose por calmar su ansia y su urgencia con una sonrisa beatífica.
—Os bendigo y os doy las gracias en nombre de Cristo y de su Iglesia.
Las tinieblas que nos acechan han menguado ante la luz que me traéis. Luz de
esperanza. Hrodland de Nordalbingia, seréis recompensado con largueza:
desde hoy no sólo sois tribuno de la Schola Saxonum, sino también dux de
Sutrium y de todo su territorio. Juan, hermano, desde hoy dejáis de ser
bibliotecarius para ser mi nomenculator. Ahora sois uno de los siete iudices
palatini. Portaréis el anillo de oro, estaréis por encima de los cardenales y

Página 211
ostentaréis la dignidad de cónsul. Os encomiendo el cuidado de los huérfanos,
las viudas, los enfermos y los desvalidos de Roma. Lleváis la bolsa de Pedro
y con ella aliviaréis las penalidades de los pobres.
A Hrodland de Nordalbingia le han cogido por sorpresa las palabras de
Sergio: ha sido nombrado dux de Sutrium. Una ciudad, una fortaleza, que es
una de las llaves de Toscana y que guarda el camino que desde el norte lleva a
Roma. No estaba preparado para algo así. Tierra, riqueza, gentes de guerra a
su servicio… Un señor de los hombres para servir al santo obispo de Roma.
Juan Keraunos tiene la boca seca. No quiere aquello. Él quiere seguir
siendo bibliotecarius del papa, no su nomenculator. Pero un nomenculator
puede hacer mucho bien. Es uno de los siete hombres que gobiernan Roma
junto al pontífice, y de él dependen los pobres de la ciudad. A cada limosna, a
cada huérfano rescatado de las calles, crecerán sus posibilidades de alcanzar
el cielo, de librarse de sus pecados o, al menos, de lograr perdón por ellos. Y
será rico. Un cónsul, uno de los iudices palatini a cargo de las siete regiones
eclesiásticas de Roma. Un hombre respetado que llevará en la mano el anillo
de oro de la nobleza romana. ¿Es vanidad lo que está empezando a sentir? Lo
es, pero sonríe: aunque no se librará de cometer muchos pecados, podrá hacer
tanto bien, dar tantas limosnas, que será perdonado por todos ellos.
El papa deja que le besen la mano y luego mira a la chica que tiene
delante. Es bellísima y joven.
—¿Y tú, hija mía, qué puedo hacer por ti?
Aretí está tan nerviosa que habla en griego.
—Soy sólo una bailarina…
Sergio sonríe por la sinceridad atribulada de la chica y alza la mano para
hacerla callar.
—También la Magdalena tuvo que danzar y hacer cosas aún más
pecaminosas para sobrevivir. Yo te bendigo. Juan, mi hermano en Cristo, me
ha dicho que sois valiente, y aquí en Roma no será necesario que dancéis para
ganaros la vida. Mi nuevo nomenculator, el hermano Juan Keraunos, os
entregará veinte monedas de oro para que podáis llevar una vida respetable
durante los próximos meses. Luego, quizá debáis pensar en entrar a formar
parte de una comunidad…
Hrodland levanta la mirada y Sergio se da cuenta de su deseo. Al fin y al
cabo, Sergio también es un hombre.
—O quizá sea mejor que quedéis bajo la protección del dux Hrodland de
Nordalbingia.

Página 212
Aretí besa la mano del papa y mira de reojo al iluminado rostro de
Hrodland. Sigue sintiendo el extraño calor de la mano de Demetrio Troglita
sobre la suya, pero él es un recuerdo; quizás el recuerdo de un muerto.
Hrodland es un hombre poderoso y fuerte; y la protegerá.
—Y ahora tú, Marcos. —Aquí, el aplomo del papa comienza a flaquear, y
un temblor que no proviene de la artritis ni de la ancianidad obliga al obispo a
dejar caer su brazo y depositarlo sobre el regazo—. ¿Qué puedo darte yo a ti?
Marcos sonríe. Sabe que la cuestión no es qué puede darle el papa a él,
sino qué puede darle él al papa. ¿Para qué seguir con aquella impostura?
—No sé si seré capaz de fabricar fuego brillante en tan poco tiempo —
responde con cruda sinceridad, haciendo que Juan dé un respingo y que
Hrodland frunza el ceño.
Sergio II es demasiado viejo para alterarse por una respuesta desabrida.
Aquel griego, Marcos, tiene algo que él quiere. Eso es todo. Eso y el tiempo.
—¿Tiempo? El tiempo es sólo un factor. Un factor sujeto a la voluntad.
Mi voluntad es que tú, Marcos Tersites, logres fabricar fuego brillante antes
de que los sarracenos quemen mi ciudad. Mi voluntad es más fuerte que el
tiempo. Es la voluntad de Pedro, la voluntad de Cristo. La voluntad que te
exige a ti, Marcos, que obtengas el secreto de ese fuego o perezcas. ¿He sido
tan claro como tú lo has sido conmigo?
Marcos no se lo esperaba. El pontífice no es ya un anciano artrítico de
ojos vidriosos, sino un hombre poderoso y duro. Un hombre temible. Tanto
como Abu Massar al-Asturqi. Y con hombres así, bien lo sabe él, es mejor no
discutir.
—Trataré de hacer todo lo que pueda…
—¡No! No trates de hacer nada. ¡Hazlo! Y hazlo pronto. Mi
nomenculator, Juan Keraunos, se ocupará de que te sea entregado todo lo que
necesites. Hay una sala dispuesta en este palacio para que trabajes, y tres
hermanos doctos en alquimia están desde ahora a tu servicio. Levántate y
ponte a trabajar, Marcos. Si logras para mí el fuego brillante, si Roma puede
defenderse con él de los moros que la agobian y que pronto la asediarán, te
cubriré de oro y haré de ti un hombre poderoso. Pero, si fracasas, Roma caerá
y tú morirás aquí, a mis pies, antes de que la muerte me lleve a mí. Cristo me
entregó las llaves, y con ellas el poder de atar y desatar en el cielo y en la
tierra, y por él, por Cristo, te juro que tu muerte aquí y tu destino al otro lado
serán terribles.
Marcos Tersites siempre ha sido descreído. No cree que aquel viejo
revestido de seda, púrpura y oro sea Pedro, ni que las llaves del cielo pendan

Página 213
de su cinto. Pero sí cree, sin ningún género de duda, que aquel anciano se
ocupará de dispensarle una muerte espantosa antes de arrojarse él mismo al
vacío que separa a los hombres del más allá.
Así que besa la mano del papa, se pone en pie y, conducido por su amigo
Juan Keraunos, se encamina a la sala donde va a intentar con toda su voluntad
desentrañar el maldito secreto del fuego brillante.
Aretí y Hrodland se quedan solos ante el pontífice. Hrodland está
orgulloso de su señor. Ha metido en cintura a aquel griego vanidoso.
—Hrodland de Nordalbingia, tribuno de la Schola Saxonum y dux de
Sutrium, poneos al mando de las scholae de los sajones, de los francos y de
los frisones y marchad a Porto. Hay que hostigar a los sarracenos y frenar su
avance todo lo posible. Apenas han llegado refuerzos a la ciudad, pero cada
hora que ganéis en Porto dará una hora más a quienes acudan a sumar sus
lanzas a las nuestras. Llegan noticias desde el norte. Luis, el rey de los
lombardos, ha reunido a su scara en Pavía y acude en nuestra defensa, y el
duque Guy de Spoleto marcha ya a uña de caballo para poner su espada a
nuestro servicio. Tenemos que aguantar hasta que lleguen. Id a combatir por
Roma y por Cristo.
Hrodland se levanta, inclina la cabeza y se gira para dirigirse a grandes
zancadas hacia la salida. Aretí, azorada, sin saber qué hacer, echa a correr tras
él. Los pasos de la joven y el guerrero resuenan con fuerza, y Sergio II,
sucesor de san Pedro, baja la mirada y la posa sobre sus temblorosas manos.

Página 214
CAPÍTULO 62

En ese mismo momento. En los muelles del Tíber, Roma

León Keraunos deja escapar una maldición y un suspiro de alivio. Le ha


costado Dios y ayuda convencer al patrón de la milicia de la decimotercera
región de Roma de que le deje atracar al Medusa en los muelles del
Emporium, el puerto fluvial romano. El hombre, el noble más rico y
prominente del Aventino y de la ribera del Tíber que se extiende a sus pies, se
ha convencido al fin de que son romanos de Oriente y de que León es un
emisario imperial con noticias urgentes para el obispo de Roma.
—¿Urgentes? —pregunta con sorna el patrón—. Si te refieres a los
sarracenos, aquí llevamos veintitrés días preparándonos para hacerles frente.
Preparándose. León se contiene para no soltar una carcajada. Los hombres
de la milicia romana que tiene ante sí son un triste grupo de artesanos,
campesinos, comerciantes y nobles que creen que por llevar lanzas y algún
que otro fragmento de armadura, y por reunirse los domingos a ensayar
golpes de espada antes de beber una jarra de vino y comerse una salchicha,
son soldados. No, eso no hace a un soldado. Las milicias romanas son tan
patéticas como las gigantescas ruinas de la antigua gloria que asoman entre
las chozas y los descampados.
Pero el patrón es lo suficientemente inteligente como para entender que a
su ciudad, a la vieja y acosada Roma, no le vendrán mal doscientos soldados
griegos del emperador de Constantinopla, además de un dromon equipado con
fuego brillante. Así que ha dado permiso de atraque y franquea el paso a León
Keraunos y los veinte hombres que van a escoltarlo ante el papa.
Demetrio Troglita no es uno de esos veinte hombres, pues un sifonario se
queda junto a su strepton. Demetrio está furioso con el mundo. Encuentra a
una mujer maravillosa, siente que algo imposible nace y los une, y luego la
pierde en el mar.
Pero lo imposible ocurre todos los días.

Página 215
Y ocurre ese día también. Demetrio escucha a uno de los hombres de la
milicia romana y el aliento se le corta.
—Por lo visto —comenta el soldado del decimotercer numerus—, todo el
mundo arriba hoy a nuestra ciudad. Hace unas horas fue la galea del tribuno
de la Schola Saxonum, Hrodland de Nordalbingia, y ahora estos griegos.
—Pues que siga la racha —le responde un compañero—. Cuantos más
hombres de guerra lleguen antes de que lo hagan los moros y los sarracenos,
mejor.
Demetrio siente la imperiosa necesidad de saltar a tierra e internarse en las
calles de Roma en busca de Aretí. Ahora sabe que está viva.
León Keraunos es guiado hacia el palacio de Letrán. La Roma que ve no
es la que imaginó, ni la Roma sobre la que leyó en sus días de infancia y
juventud, sino una inmensa urbe semiabandonada en la que colosales ruinas
se yerguen aún entre pequeñas iglesias y casas de madera. Van adentrándose
en la ciudad y alguien les señala los restos magníficos de las termas de
Caracalla, que, privadas de agua desde hace trescientos años, son ahora
refugio de mendigos y perros callejeros.
Sus guías romanos les piden que aceleren el paso. La mirada del kentarca
se extravía como en un sueño malsano, y de entre un montón de cascajo ve
asomar la garra marmórea de un león, que descansa sobre el pecho de un
héroe de los días antiguos. ¿Qué clase de infausto destino ha condenado a la
que fue la capital del mundo? Pero no importa realmente esa pregunta. Lo que
importa, León lo entiende en un fogonazo de cruel lucidez, es que la Nueva
Roma, Constantinopla, también terminará así. Ése es el destino que aguarda a
todas las ciudades.
Siguen caminando, y las gentes atemorizadas, al ver el estandarte del
Medusa que acompaña a León y los veinte soldados que lo escoltan,
comienzan a reunirse a su paso y a vitorearlos. Sin duda creen que son la
avanzadilla de los refuerzos que acuden a su rescate. Ingenuos. El mundo ha
abandonado a la vieja Roma.
Entre el Aventino y el Palatino se extiende la región XI, y allí están,
todavía majestuosos, los restos del Circo Máximo. León ve alzarse los dos
obeliscos que aún adornan su espina y no puede dejar de admirarse, porque
aquel edificio es varias veces mayor que el gran hipódromo de
Constantinopla.
Ascienden hasta la región X, el Palatium. Allí, aún en aceptable estado,
perviven algunas partes de los grandes complejos palaciegos que los césares
de antaño alzaron.

Página 216
Un espléndido edificio de mármol, una suerte de monumental entrada al
monte Celio y de mirador sobre el Circo Máximo, se levanta ante ellos. Según
los guías, es el Septizonium divi Severi, y lo erigió el emperador Septimio
Severo seiscientos cincuenta años atrás. No muy lejos está la casa de Rómulo,
fundador de Roma; y ahora, entre las ruinas, se yerguen pequeñas iglesias
como las de Santa Anastasia, San Jorge y San Teodoro, desde cuyas puertas y
fachadas los aclaman sacerdotes y gentes que se empeñan en creer que ellos,
los griegos recién llegados, son sus salvadores.
El resto de su transitar por Roma es un caos de ensoñaciones y confusión.
Cada vez más romanos se acercan a ver a los que el basileus de Oriente ha
enviado en su socorro. Hay empujones, gritos y risas histéricas. Hay un
pueblo angustiado que quiere agarrarse a una esperanza que León Keraunos
no puede darles.
Así llegan al palacio de Letrán, donde los guardias extranjeros del papa
les cierran el paso.
Al cabo, León es autorizado a entrar. En la vieja Domus Faustae se han
hecho reparaciones y adiciones múltiples durante los últimos cinco siglos. No
les ha faltado el oro a los obispos de Roma en ese tiempo, y el palacio se ha
ido mirando en el del emperador de Constantinopla. Pero sea reflejo o imagen
áurea por sí misma, su nuevo esplendor sorprende a León Keraunos tras tanta
ruina antigua.
El papa Sergio también lo sorprende. El hombre es un anciano encorvado
y tembloroso, y su rostro pálido, alargado y escuálido parece una pura arruga.
Pero el hombre que el kentarca del Medusa tiene enfrente es también astuto,
poderoso y taimado. Y León lo sabe.
Sergio II está sentado en su vetusta silla romana. Lo flanquean los siete
jueces que lo auxilian en el gobierno de la urbe y de su ducatus: el
primicerius notariorum, el secundicerius, el arcarius, el sacellarius, el
protoscriniarius, el primus defensor y, para sorpresa de León Keraunos, su
hermano Juan. Anillo de oro en su mano y púrpura en sus vestiduras, es ahora
nomenculator del papa.
Juan lanza una tímida sonrisa a su hermano y se encoge de hombros,
como queriendo disculparse. León hace esfuerzos por no abrir la boca y
centrar su atención en el papa Sergio. Se arrodilla y espera a que le hablen.
—Levántate, kentarca —le dice el papa con un tono profundo y dulce que
recuerda que, en su juventud, poseyó la voz más hermosa de Roma y fue el
más afamado cantor de la Schola Cantorum—. ¿Qué nuevas del emperador
traes a la vieja Roma?

Página 217
Las palabras del pontífice son medidas y precisas. Desde que, noventa y
cinco años atrás, el papa Zacarías otorgó el título de rey de los francos a
Pipino y se puso bajo su protección, los sucesores de san Pedro han jugado un
peligroso y difícil juego en el que tratan de sacar el máximo partido de la
rivalidad entre el rey emperador de los francos y el verdadero emperador de
los romanos: el de Constantinopla. Pues el día de Navidad del año 800, sin
autoridad alguna para hacerlo, el papa León III, a quien los tumultuosos
romanos habían tratado de arrancar la lengua y los ojos, coronó como
imperator romanorum a Carlomagno, su protector. Y, desde entonces, el
pontífice está en una precaria situación entre dos imperios; dos mundos que se
alejan y amenazan con dejar caer a la antigua Roma en el abismo que se va
abriendo entre ellos.
Pero, aunque nunca ha sido más cierto que el papa está a punto de
precipitarse a un abismo, Sergio II sigue calculando, considerando
posibilidades, factores y poderes, y tomando decisiones que pueden cambiar
el mundo y su historia. Y por eso, León, que nunca ha sido ajeno a las
realidades que existen bajo las palabras, mide bien las suyas antes de
pronunciarlas.
—Santo pontífice y patriarca de Roma, soy León Keraunos, kentarca del
Medusa, dromon de la flota del sagrado basileus Miguel III. Mi estratego, el
de Sicilia, os envía saludos y también la advertencia de que una gran alianza
de corsarios y piratas sarracenos se propone atacar y tomar Roma.
—Son noticias terribles, hijo mío. Terribles y conocidas por nosotros
desde hace ya muchos días. Pero sé por mi nomenculator, vuestro hermano
Juan, que las tempestades os impidieron llegar antes ante mi presencia, y que
luchasteis valientemente por proteger mi galea y por preservar la vida de Juan
y de sus compañeros. Ahora, de nuevo, ellos están bajo mi protección.
El papa ha pronunciado muy lentamente las palabras «bajo mi
protección»; palabras escogidas con cuidado que llevan consigo una
advertencia. Aquel anciano sabe que León, como kentarca del Imperio, tiene
la obligación de intentar arrebatarle a Marcos Keraunos y con ello preservar
el secreto del fuego brillante; y está marcando su posición: nadie tocará a
Marcos. Nadie se lo llevará de Roma.
León sopesa sus opciones. No son muchas y tarda un decepcionante
instante en hacerlo. El papa cuenta con unos siete mil hombres de armas, y él
con menos de doscientos. Por otra parte, ahí fuera, en los arrabales de Roma,
hay veinte mil sarracenos deseando matarlos a todos por igual: a los romanos

Página 218
viejos y a los nuevos. Así que, animado por la mirada de Juan, opta por el
pragmatismo y la sinceridad.
—El secreto del fuego brillante pertenece al Imperio —dice con
deliberada lentitud—. Sólo al Imperio. Pero esa cuestión no me compete a mí.
No, al menos, en estos momentos de tribulación y peligro. Estoy tan atrapado
en Roma como lo están sus ciudadanos y defensores. Si me lo permitís, santo
patriarca, me sumaré a ellos y pelearé por la madre del Imperio, por Cristo y
por la tumba de sus apóstoles.
Sergio sabe que aquel kentarca es un hombre fuerte y astuto. Puede que
sea el hermano de su nuevo nomenculator, pero por encima de todo es un
hombre del basileus Miguel III. Un hombre que a la mínima oportunidad
frustrará su ambición de poseer fuego brillante. Así que lo pone a prueba.
—¿Pondréis entonces a mi servicio el strepton lanzador de fuego brillante
que porta vuestro dromon?
León sabe cuando le ponen un lazo al cuello, y acaban de hacerlo.
—¿Qué otra opción me queda? Pero un solo strepton no podrá nada
contra las docenas y docenas de barcos sarracenos que han anclado en la
desembocadura del Tíber.
Sergio retira lentamente su cándida sonrisa y la sustituye por otra astuta,
maliciosa, triunfal.
—Pero si me entregáis una muestra del comburente, mi alquimista —aquí
vuelve a recalcar sus palabras—, Marcos Tersites, podrá fabricar tanto fuego
brillante como sea necesario, y lo usaremos para defender Roma y sus santas
basílicas. ¿Me entregaréis el comburente?
León Keraunos no puede contestar. Pero el papa sí puede decir algo más.
—¿Me lo entregaréis? ¿O tendré que ordenar a mis soldados que me lo
traigan después de haber dado muerte a vuestros hombres y haber decapitado
a su kentarca?

Página 219
CAPÍTULO 63

En ese mismo momento. Extramuros de Roma, a los pies de la basílica de San


Pedro

Hrodland de Nordalbingia sube a su caballo de batalla. El animal, un gran


semental negro, acaba de ser ensillado, y el guerrero sajón asienta los pies en
los estribos antes de tomar el yelmo que le ofrece su sirviente y calárselo.
Luego, con esa tranquila concentración que a los hombres de guerra dan el
hábito y la frecuente cercanía de la muerte, se ciñe la larga espada, asegura el
sæx, ajusta las correas que sujetan el escudo a su espalda y empuña la lanza.
Todo está listo. Recorre con su fría mirada las filas de los trescientos jinetes
que conducirá a Porto: hombres escogidos de las scholae de los sajones, de
los frisones y de los francos. Luego gira la cabeza y busca los ojos de Aretí.
—Volveré. No temáis. Quedaos aquí, junto a la basílica. Mis hombres os
cuidarán, mi señora.
Aretí siente que el corazón se le desboca. Las palabras de Hrodland, «mi
señora», resuenan en su interior como si se hubieran transmutado en su pulso
y fueran ya lo único que empuja su sangre y su vida.
Por eso, cuando el gigantesco guerrero sajón inclina la cabeza para
besarla, ella no aparta los labios.
Hrodland de Nordalbingia se siente bien. Tiene a Dios consigo, tiene la
fuerza en su espada y una mujer hermosa acaba de besarlo y despierta cosas
dulces en su corazón.
Pero es la hora de la guerra.
—¡Seguidme, hombres de Roma! Felicissimus romanus exercitus!
¡Vosotros, mílites, sois los verdaderos ciudadanos de esta urbe! ¡Vosotros
sois su senado y su pueblo! ¡Vosotros sois los soldados de Pedro! ¡Las
espadas de Cristo! ¡Seguidme a la batalla y a la gloria! —grita, sintiendo la
verdad de cada palabra y como cada una de ellas es fuego que salta desde su
garganta al corazón de sus hombres.

Página 220
Y cabalgan los trescientos extranjeros; los trescientos sajones, frisones y
francos que son ahora, por el poder del acero y de la fe, los defensores de la
vieja Roma. Los últimos romanos.
Galopan trescientos contra veinte mil, y la luz de la luna se agarra a las
puntas de sus lanzas como convocando a la pálida muerte.

Página 221
CAPÍTULO 64

En ese mismo momento, en el palacio de Letrán

Marcos Tersites tiembla y suda en la noche romana. Siguiendo sus órdenes,


los monjes alquimistas que trabajan junto a él están destilando orina y arena.
Cincuenta cubos en total. La urea se evapora y sus emanaciones se suman a la
penumbra de los rincones de la gran sala donde trabajan. Un monje, atraído
por la extraña fosforescencia que parece despertar en uno de los recipientes
donde acaba de evaporarse la urea, se acerca a ella con una vela. Marcos grita.
—¡Quieto, insensato!
Al grito de Marcos, el monje se detiene. La vela tiembla en su mano y
Marcos se la arrebata y la apaga. Luego se acerca al recipiente. En el fondo
hay un extraño polvo blanco que emite una tenue luminosidad. Sonríe
satisfecho.
—Sales de fénix —aclara a sus compañeros de esfuerzos alquímicos—.
Ahora fabricaremos llama negra y terminaremos de tratar la magnesia alba.
¿Cómo va esa tarea, Jorge? —pregunta al más joven de los monjes, que se
afana calentando con cuidado una mezcla sobre plancha de cobre.
—Ya está casi seca —responde el joven alquimista.
—Bien. ¿Y las sales de China? ¿Han llegado las sales de China?
—Aún no —contesta el más viejo de todos.
—¡Por las frías manos de la muerte! ¿Es que nadie se apresura en esta
jodida ciudad?
Sus auxiliares se santiguan y agachan las tonsuradas cabezas para
concentrarse en sus tareas, mientras que Marcos camina de un lado a otro
supervisando los trabajos y retorciéndose los dedos de puro nerviosismo.
¿Dónde está Juan? El papa demandó su presencia y tuvo que irse a toda prisa.
Pero se suponía que iba a echarle una mano y a ocuparse de dos tareas
básicas: la sal de China y encontrar un sifón.
Un sifón. Según Juan, había uno olvidado en algún rincón del palacio de
Letrán. Uno de esos cacharros que se usaban para proyectar agua a presión y

Página 222
limpiar los techos y tejados de las basílicas y otros edificios altos. Debería de
bastarles con eso y con un largo tubo de bronce que los artífices del papa ya
están fundiendo en algún jodido taller. Pero lo que realmente abrasa las
entrañas de Marcos son las dudas. ¿Funcionará la mezcla que va a ensayar por
primera vez aquella noche? Espera que sí; por vanidad y por su buena
costumbre de mantener unidos el cuello y el tronco.
La puerta se abre con fuerza. Dos sirvientes arrastran algo.
—¡Al fin, las sales de China! —exclama Marcos con alivio y
abalanzándose sobre el saco—. Pablo, ¿cómo va eso? —pregunta, sin
volverse, mientras examina la sal.
El monje llamado Pablo suda profusamente. Lleva dos horas machacando
restos podridos de ratones y pájaros y mezclándolos con cenizas y orina,
depurando la hedionda mezcla, pulverizándola, condensándola y calentándola
para luego raspar la burbujeante superficie y someterla a lixiviación,
separando así sus componentes.
—Es un proceso lento…
—¡Pues claro que es lento! ¿Pero obtienes el polvo de muerte?
—Lo obtengo, señor. Ya tengo dos escrúpulos.
—¡Más, date prisa, necesito una libra!
Una vez más, mientras sus manos comienzan a manipular la sal de China,
Marcos Tersites se repite la fórmula que va a poner a prueba: sales de fénix,
sal de China, polvo de muerte, llama negra y magnesia alba desecada y
depurada. Eso será su comburente. Y también una pizca de sargaton, sandarak
y azufre amarillo, convenientemente molidos y mezclados; pero eso no se lo
dirá a nadie y lo añadirá cuando nadie esté mirando. Con todo ello tendrá la
fórmula; la mezcla que prenderá la resina de pino depurada y la nafta, y que
les otorgará las aterradoras propiedades del fuego brillante.
—Tiene que funcionar… —se murmura a sí mismo.
Entonces, la puerta vuelve a abrirse y Juan Keraunos entra con el rostro
tan blanco como la luna.
—El papa está loco —anuncia.
Todos se vuelven hacia él. Los tres monjes alquimistas lo miran con gesto
de reproche y sorpresa; Marcos, con ácida ironía.
—¡Qué novedad! No he conocido a un solo obispo que no lo esté.
Juan no le ríe la broma. El sudor corre por su cara.
—Ha ordenado la decapitación de mi hermano —agrega Juan Keraunos
con voz temblorosa y lágrimas en los ojos.

Página 223
CAPÍTULO 65

Muelles del Emporium, puerto fluvial de Roma

Demetrio Troglita apunta con el strepton a los soldados del papa. Los mílites
romanos vacilan. El gran sifón de fuego brillante ha sido apresuradamente
empujado fuera de su posición bajo el pseudopation y arrastrado hasta la
borda para amenazar a los hombres del pontífice. A los lados de la dotación
del sifón, la tripulación del Medusa, con los arcos tensados, los venablos
prestos y los recipientes arrojadizos rellenos de fuego brillante, aguarda la
orden del epistolenios del dromon, mientras contemplan como su kentarca es
obligado a arrodillarse y ofrecer el cuello al verdugo.
—¡Rendíos y entregadnos el sifón y el fuego brillante! —repite de nuevo
el primicerius del papa. Escoltado por los patrones de los numeri de cinco
regiones de Roma, despliega ahora tanto poderío militar como arrogancia.
Las tropas de la milicia romana que han sido convocadas por el
primicerius suman unos dos mil efectivos. Más de diez veces los hombres que
los enfrentan desde la cubierta superior del Medusa. Así que no hay dudas
sobre el resultado final de un enfrentamiento. Un hombre sensato, un jefe
digno de ese nombre, ordenaría a la tripulación que se rindiera.
—¡Que se vayan al jodido infierno! —grita León Keraunos—.
¡Manteneos firmes!
El verdugo le pega una patada en los riñones y agarra con más fuerza el
mango de su hacha. El primicerius menea la cabeza con fastidio. Aquello no
puede alargarse. Necesitan el comburente y el sifón.
—¡Es la última vez que os lo ordeno! —anuncia, con la cara enrojecida
por los nervios—. ¡Rendíos y entregadme el fuego y su sifón!
—¿Kentarca? —pregunta a grito pelado el epistolenios del Medusa.
León jamás hubiera sospechado aquello. No que se viera expuesto a una
ejecución, ésa es una posibilidad que un kentarca puede barajar, sino que
estaría tan sereno en semejante trance.

Página 224
—¡No obedezcas, epistolenios! ¡Mis últimas órdenes son que resistáis
hasta la muerte y que destruyáis el maldito sifón y el comburente! ¡Matad y
destruidlo todo, muchachos! ¡Os espero al otro lado con una jarra de celestial
vino!
El primicerius mira al verdugo y asiente. El hacha se alza y León
Keraunos no puede evitar una última sonrisa: después de todo, no va a poder
retirarse a disfrutar del tesoro.
Pero el verdugo arde de repente. Arde apresado en una llamarada blanca y
cegadora mientras León, con las manos atadas a la espalda, rueda por el suelo
tratando de evitar las chispas que saltan del infortunado que se disponía a
decapitarlo.
—¡Nadie va a decapitar a mi hermano!
Desde el suelo, mientras el olor a carne quemada lo envuelve todo y el
verdugo sigue gritando y agonizando, León no da crédito a lo que ve: su
hermano Juan, sobre el montón de cascajo que antaño fue uno de los horrea
del puerto, sostiene en alto un pequeño recipiente de barro.
Tampoco dan crédito el primicerius del papa, los patrones romanos que
están junto a él ni los tripulantes del Medusa. Pues ahora, junto a Juan
Keraunos, el recién nombrado nomenculator, está Marcos Tersites con otro
par de pequeñas vasijas en las manos y la más inquietante cara de loco
jubiloso que ninguno de ellos haya visto.
—¡Ja, lo he conseguido! ¡Por las ansiosas manos de la muerte que lo he
conseguido! —exclama el sabio.
—¡Sí, primicerius, mi amigo Marcos ha conseguido fabricar fuego
brillante! ¡Y arderemos con la fórmula si no liberáis a mi hermano y al
Medusa!
León no puede estar más orgulloso de Juan. De la fuerza y la convicción
de sus palabras. Han sonado a verdadero desafío; a amenaza de las que
paralizan y obligan a cualquiera a plegarse a la voluntad de uno.
Pero el primicerius es un hombre tenaz y, sobre todo, duro. Uno que cree
que basta con permanecer firme para vencer. Por eso, mientras el verdugo
arde y su tamaño mengua a medida que el fuego consume los líquidos de su
cuerpo, levanta la mano adornada con el gran anillo de oro de los siete jueces
y da la orden que sus arqueros estaban esperando.
—¡Matadlos a todos!
—¡No!
Se detienen. Todos. Los arqueros, Juan Keraunos, Marcos, los tripulantes
del Medusa y hasta el condenado tiempo. Pues es Sergio, centésimo segundo

Página 225
papa de Roma, quien acaba de gritar encorvado sobre la silla gestatoria de
roble y marfil que portan sobre los hombros seis frisones de su guardia.
A la luz de las llamas que siguen consumiendo el cadáver de su verdugo,
los ojos del papa parecen los de un dragón. Un dragón que quiere su fuego.

Página 226
CAPÍTULO 66

Amanecer del martes 24 de agosto. Porto

Aún no ha salido el sol. Las tinieblas que envuelven la tierra son de plomo
pesado y frío acero. Walid Abd al-Malik está con su viejo amigo Mohamed y
los tres diablos paganos que lo acompañan. Les ha dado caballos y junto a
ellos observa como sus exploradores avanzan tanteando el terreno para evitar
sorpresas. Conforme van escudriñando campos, caminos y riberas sobre
ágiles monturas y antorcha en mano, progresan los hombres de Walid y los
demás capitanes. Por la otra orilla, como demuestran las serpenteantes
columnas de teas que allí se divisan, los piratas y corsarios de Tahert, Palermo
y Tarento hacen otro tanto. Un puente situado algo más adelante comunica las
dos orillas, la de Porto y la de Ostia, y eso les permitirá sumar fuerzas y
avanzar sin freno hacia Roma.
El puente no está defendido. Verdaderamente, piensa Walid Abd
al-Malik, los cristianos de Roma parecen una banda de necios reunidos en un
día de fiesta. De esa necedad da buena prueba el jinete andalusí que, tras
cruzar el puente a galope sin ningún contratiempo, obliga a su caballo a alzar
las patas y agita exultante su antorcha invitando a todos a pasar el río.
Walid escupe al suelo. Todo está saliendo bien. Así que se toca el amuleto
que lleva al cuello y murmura una oración. Tras ellos, iluminando las
tinieblas, la luz de los incendios que consumen Porto enrojece el horizonte de
poniente.
—¿Cómo nos haremos con ese tal Marcos el Griego? —pregunta Walid
Abd al-Malik a su amigo Mohamed sin apartar la mirada del progreso de sus
hombres.
Mientras aguarda la respuesta, Walid ve que desde la otra orilla también
llegan jinetes moros al puente. La unión entre los dos ejércitos musulmanes se
ha verificado. Los exploradores de ambas columnas saqueadoras gritan de
júbilo, y en ese momento, como una promesa del más clemente y

Página 227
misericordioso, el sol se alza en oriente y tiñe de malvas y rosas las aguas
grises del Tíber.
—Yo no he estado en Roma, Walid, pero conozco a un mercader cristiano
de Barcelona que sí estuvo allí hace tres años. Las grandes basílicas que
acogen las tumbas de los apóstoles Pedro y Pablo, los seguidores de Jesús el
Cristo, están extramuros. Ninguna muralla las defiende. En su interior están
los más grandes tesoros de la ciudad.
Mientras escucha aquello, Walid vuelve a escupir y palmea el cuello de su
nervioso caballo. Indudablemente, los cristianos de Roma son unos necios.
¿Construyen fuera de sus murallas las iglesias que albergan las tumbas de los
apóstoles y luego amontonan en ellas sus riquezas? Pero Mohamed sigue
hablando y él sigue observando, desconfiado, lo que pasa al otro lado del
puente.
—Pues bien, amigo mío: todos, andalusíes, gentes de Tahert, de Palermo
y de Tarento, todos, se precipitarán sobre las basílicas y sus riquezas.
Mientras, los defensores de Roma seguirán sobre sus murallas, temiendo el
ataque de nuestros guerreros y con toda su atención puesta en las basílicas que
estarán siendo profanadas. Ése será el momento de que una barca pase bajo el
puente de piedra que comunica el barrio extramuros con el interior de la
ciudad. El momento de que con esa barca nos introduzcamos en Roma y
avancemos hasta donde se halla Marcos el Griego, lo capturemos y salgamos
con él de allí sin que nadie, ni Abu Massar al-Asturqi ni ningún otro jefe
musulmán o cristiano, sepa lo que ha pasado.
Ingvar no puede dejar de admirar a Mohamed. El viejo balbuceante y
tembloroso de unos meses atrás es ahora un hábil y astuto jefe de hombres.
Casi se siente orgulloso de aquella transformación a la que él, sin duda, ha
contribuido.
—¿Y dónde está Marcos?
—¿Adónde lo llevaríamos nosotros si lo tuviésemos en nuestro poder y
llegásemos con él a Córdoba?
Walid sonríe. Mohamed es el más astuto de los hombres.
—Al palacio del emir —concluye.
—¡En efecto! ¿Y cuál es el palacio del papa? Letrán. Así lo llaman. El
mercader cristiano de Barcelona me lo describió y tengo una idea precisa de
donde se encuentra.
—¡Está bien! Seguiremos tu plan, Mohamed. Pero serán tres barcas y no
una las que llevaremos al interior de la ciudad. Sesenta hombres bien armados

Página 228
y disfrazados de cristianos. Entraremos mientras son saqueadas las grandes
basílicas y saldremos con Marcos el Griego y los tesoros de Letrán.
A Mohamed no le gusta aquella variante. Tres barcas llamarán tres veces
más la atención que una sola. Pero, como buen comerciante, sabe cuándo es
momento de ceder un poco.
—Está bien, Walid. Una barca la completaremos nosotros: Ingvar Bjorson
y dieciocho de sus hombres irán conmigo.
—¿Desconfías?
—No, pero soy Mohamed ibn Ibrahim.
Walid Abd al-Malik estalla en una sonora carcajada y palmea el hombro
de su viejo amigo.
Entonces aparece la muerte como un relámpago.
—¡Matad! —aúlla Hrodland de Nordalbingia mientras sus trescientos
jinetes caen sobre los exploradores que se agolpan en la cabecera del puente.
Es la caótica euforia de la sorpresa guerrera. La lanza de Hrodland
destroza el pecho de un sarraceno y lo hace volar de la silla. El hombre, sin
soltar la antorcha que lleva en la mano, se precipita sobre el pretil del puente
y cae a las aguas del Tíber. Hrodland tiene ya la larga espada en la mano y el
cráneo de un segundo moro estalla al ser alcanzado por ella.
En torno al tribuno galopan sus hombres arrollando enemigos y
apoderándose del puente. Hrodland hace caracolear a su gran caballo negro y
cuenta los cadáveres: doce moros y ni uno solo de sus hombres. Un buen
comienzo. El oponente huye. Walid Abd al-Malik galopa seguido de su
escolta y de Mohamed y los paganos. Al fin y al cabo, los cristianos de Roma
no son tan necios como creía.
Massar al-Asturqi ha visto como los romanos han recuperado el puente.
Sobre el suelo del mismo aún arden varias antorchas, y el balbuciente sol
presta ya algo de su luz rosácea. Es así como logra distinguir y reconocer al
gigante, y Massar no tiene dudas: es el mismo hombre con el que ya se ha
enfrentado en dos ocasiones: en el estrecho de Mesina y en la playa de la
ensenada del Wadi Chelif, en Tahert. Un prisionero hecho allí le reveló su
nombre: Hrodland de Nordalbingia. Es un buen nombre. Y le gusta que un
enemigo tenga nombre; su muerte puede entonces recordarse mejor.
Massar talonea a su caballo. Lleva puesta la armadura que le forjaron los
herreros del príncipe Radelchis de Benevento, y al costado ha ceñido la larga
espada forjada en Qal’a con pálido acero indio. En ella, el aliento del dragón
que habita en toda fragua ha grabado las oscuras al-Findi, las volutas que
contienen el destino del guerrero que empuña el arma y que, al combinarse

Página 229
con las sutab, unas largas incisiones verticales que aligeran el peso de la hoja,
señalan el día de su muerte. Un mago leyó las al-Findi y las sutab de la hoja
de su espada: la muerte aún le aguarda en el futuro. Así pues, no hay nada que
temer y se lanza al galope para recuperar el control del puente.
Lo siguen sus asesinos de Benevento. Algunos, renegados como él
mismo; otros, antiguos creyentes; todos, implacables y fieros demonios.
Hrodland de Nordalbingia ve la carga musulmana que se les echa encima.
No son muchos, cincuenta jinetes a lo sumo, pero sus lanzas vibran en el aire
y recogen fulgores del sol.
—¡Formad un cuneus! ¡Un cuneus! —grita Hrodland. Sus mejores
hombres, sus sajones y anglos, acuden de inmediato recuperándose de la
sorpresa.
Pronto, cincuenta caballeros norteños han formado un cuneus y el
estandarte de Hrodland de Nordalbingia ondea con la primera ráfaga de aire.
Y cargan. Hrodland es el colmillo de la formación, el pálido, el terrible
matador de hombres.
Abu Massar al-Asturqi aúlla con todas sus fuerzas y su larga lanza de
madera vibra como la lengua de un dragón antes de que su moharra se hunda
en el rostro de un cristiano. Es la guerra. Es aquello para lo que él, Massar o
Aurelio, ya da lo mismo, nació en los montes de Asturias. Porque él sabe que
no vino al mundo para pastorear ovejas.
La espada de Massar, tan blanca como un soplo de la muerte, pronto se
torna roja. Esos hombres del norte son grandes y tienen mucha sangre en las
venas. Pero ellos, los asesinos de Benevento, son gente fiera y convocada por
la batalla y el saqueo desde los cuatro puntos de la tierra: desde Persia y
al-Andalus, Túnez y Tahert, Fez y Creta, Egipto y Siria; desde Yemen y
desde el maldito infierno han llegado para cabalgar a su lado y para matar
cuando él lo ordene. Y ahora matan, matan y matan.
Hrodland es como el oso acosado por los cazadores. Tres sarracenos le
descargan golpes de espada y lanza. ¿Acaso no entienden quién es él? Su
espada quiebra la hoja de la de un atacante, y, recogiéndola con un rápido giro
de muñeca y un tirón, la incrusta en el pecho de otro. El filo parte las escamas
de hierro cosidas al cuero endurecido, corta la piel, los músculos y los huesos,
y revienta los pulmones y el corazón del mercenario. Hrodland chilla con
furia guerrera al sentir la sangre bañándole el rostro, y enseña los dientes
desde la férrea penumbra de su yelmo.
Entonces ve a Massar al-Asturqi y la cólera le enciende el ánimo. Va a
matar a ese perro renegado.

Página 230
—¡Massar! —grita, espoleando con saña a su gran bruto y arrollando al
caballo de otro de sus atacantes para abrirse paso.
Pero llegan más jinetes sarracenos, y desde el puente también acuden más
caballeros francos, sajones y frisones. El combate se transforma en batalla y
pronto los musulmanes se dan cuenta de que por el momento, hasta que no
llegue el grueso de su fuerza, los cristianos tienen ventaja.
—¡Atrás, retroceded! —ordena Massar al-Asturqi. Pues, al fin y al cabo,
su propósito principal se ha cumplido: dar tiempo a los musulmanes de
retirarse en orden para reorganizar sus filas.
Hrodland contempla el repliegue sarraceno. No tardarán mucho en volver,
y cuando lo hagan no serán docenas, sino miles. Pero ha ganado tiempo…
Tiempo para que el duque de Spoleto, o el rey de los lombardos, o las flotas
de Nápoles, Amalfi, Gaeta y Sorrento, o las milicias de las ciudades del
Lacio, de Toscana, de Umbría o del Piceno, lleguen al rescate de la vieja
Roma… si es que alguien ha de llegar.
—¡Retrocedemos al puente! —manda.
Las horas siguientes ven a los caballeros de Hrodland defender el puente y
hostigar a los sarracenos instalados a las afueras de la incendiada Porto. El sol
se alza y luego declina, y a cada hora, más y más jinetes e infantes moros
acechan, tantean, atacan y rodean a los guardias extranjeros del papa. Se
suceden los combates y los refuerzos no llegan. La desesperación se mezcla
con la sangre y con el miedo a que los tiempos de su fe se extingan con la luz
que agoniza.
Luego, por el río, ven subir la inmensa flota musulmana: ciento veinte
naves cargadas de guerreros. Y saben, lo saben sin ningún género de dudas,
que sólo les queda retroceder hasta el Vaticano y morir defendiendo las
tumbas de los apóstoles.

Página 231
CAPÍTULO 67

Atardecer del martes 24 de agosto. Muros del castillo de Sant’Angelo, Roma

El papa sabe que justo allí, sobre la cúspide de la tumba del emperador
Adriano, donde ahora se alza la diminuta iglesia de Sant’Angelo, se posaron
los pies de fuego llameante del arcángel san Miguel. Fue doscientos cincuenta
y seis años atrás, en el 590. El pontífice Gregorio Magno pasaba en procesión
por el puente Eliano rogando por el final de la peste que asolaba Roma;
entonces contempló al poderoso ángel bajar del cielo y deponer su flamígera
espada, indicando así que la epidemia había terminado. A veces, aunque no se
lo va a confesar a nadie, a Sergio II le da por pensar que aquello, lo del
arcángel bajando su espada para que cesara la epidemia, se parece mucho a
los relatos paganos que mostraban al luminoso Apolo deponiendo su arco
para dejar de arrojar las flechas con las que atormentaba a los mortales. Pero
se parezcan o no los relatos, lo cierto es que él está ahora rezando en silencio
para que san Miguel Arcángel, Apolo o como quieran llamarlo las mudables
mentes de los hombres, acuda en su socorro. Pues Hrodland de Nordalbingia
ha enviado un correo al galope tendido con la noticia de que la flota sarracena
ya remonta el Tíber.
—Santo obispo de Roma…
Quien lloriquea a su lado es su protoscriniarius. Sergio se gira y lo mira
alentándolo a hablar.
—¿No ha llegado el momento de ordenar que se traigan dentro de los
muros de la ciudad los cuerpos de los santos apóstoles y los tesoros que se
guardan en sus basílicas?
Sergio no entiende aquella falta de fe. Lo exaspera. Puede que él sea un
pecador, y que tenga a veces pensamientos tan impíos y extravagantes como
el de comparar a san Miguel con el dios Apolo, pero la fe no le falta.
—No. No serán las murallas aurelianas las que protejan los cuerpos de
Pedro y Pablo, ni el oro y la plata con que los fieles los han engalanado, sino

Página 232
nuestra fe. Reza y ten fe. ¿Acaso no crees en Dios? ¿Acaso no crees que, si él
quiere, el fuego consumirá a esos infieles que remontan el río?
El fuego. Marcos Tersites y Juan Keraunos se la han jugado. Pero, aunque
no ha logrado hacerse con el comburente y el sifón del dromon imperial, sí
tiene ya su propio fuego brillante, o al menos algo muy parecido. Tanto que el
verdugo que fue alcanzado se consumió por completo antes de que ese fuego
se extinguiera.
Allí, a sus pies, los hombres que dirigen Marcos y Juan se afanan ya en
disponer su vetusto sifón y en acumular vasijas rellenas con fuego brillante.
¿Funcionará? Lo sabrán pronto. Esa misma noche, o a lo sumo, al amanecer,
los sarracenos estarán allí.
Oculto tras el puente Eliano está el dromon Medusa, guardando la entrada
fluvial a Roma. Ése fue el trato hecho con los hermanos Keraunos, León y
Juan: el papa no tendría el sifón y el fuego brillante del Medusa, pero el barco
estaría al servicio de la defensa de la ciudad. Su kentarca, León Keraunos,
había jurado también no entorpecer los trabajos de Marcos Tersites para
fabricar fuego procesado.
Las aguas del Tíber han bajado mucho. La mayor parte del verano ha
transcurrido ya y las lluvias de septiembre todavía son una promesa. El
dromon ha echado el ancla detrás de una barrera de cañaverales y mimbres
que aprovechan una islita y un banco de arena descubierto por la sequía para
prosperar y, de paso, ofrecer resguardo a los imperiales. León tiene claro que,
ocurra lo que ocurra y haya jurado al papa lo que haya jurado, no puede salir
de Roma sin haber dado muerte a Marcos Tersites.
Pero ¿salir de Roma? ¿Por dónde? Ahora remontan el río más de cien
barcos sarracenos, y sólo por ese río se puede salir de la ciudad en el Medusa.
Y por Cristo salvador que él no dejará Roma sin su barco. Al-Aarbi se seca el
sudor de la frente. El día muere y el progreso ha sido lento. Las tropas de la
vieja Roma se mantienen controlando el puente de barcazas, pero cada vez
están más atosigadas por los continuos ataques de las fuerzas musulmanas.
Mientras tanto, sus exploradores y los de otros capitanes han ido completando
las informaciones que tenían sobre el camino a la urbe. Ahora saben que el
brazo norte del Tíber es impracticable para sus naves, pero que una buena
calzada, llana, despejada y aún bien conservada, facilitaría un avance por
tierra. Al otro lado de la isla sagrada que se extiende en la desembocadura, en
el brazo sur que baña Ostia, las aguas sí permiten navegar hasta Roma con las
naves; sin embargo, sería muy dificultoso avanzar por tierra, ya que la calzada
que por allí discurre es apenas un camino embarrado, cortado por pantanos y

Página 233
que de continuo se adentra en umbríos bosques. ¿Por tierra o por el río? Ésa
fue la pregunta que, en consejo, se hicieron los jefes musulmanes, y fue Abu
Massar al-Asturqi el que impuso su criterio: subirían en las naves por el río.
Aunque, para desorientar al enemigo, una pequeña fuerza progresaría por la
calzada que llevaba desde Porto a Roma.
Al-Aarbi volvía a sus barcos tras el consejo y no le había disgustado que
Massar impusiera su voluntad. Tras los combates librados en el puente, había
llegado a la conclusión de que los cristianos de Roma no iban a ser una presa
tan fácil, y de que la rapidez resultaría vital para tener éxito. Esto último, para
él, consistía sólo en una cosa: el saqueo. Un saqueo provechoso que llenara
las bodegas y las cubiertas de sus naves con grandes tesoros. Pero pensar en el
brillo de las gemas, del oro y de la plata sólo le traía la imagen de los ojos de
gacela de Fátima. Era un necio. Fátima sería ya vieja, quizá también esposa
de un noble y refinado árabe. Pero ¿para qué engañarse? No le importaba que
fuera mayor, ni que los ojos que él seguía evocando estuvieran ahora
rodeados de arrugas. ¿Por qué Dios, clemente y misericordioso, había
arrojado aquella carga sobre sus hombros? ¿Qué era, si no, aquel amor que
desde hacía veinte años lo consumía? Quizá no fuese siquiera amor. Quizá
sólo fuera su ambición, su ansia de poseer lo que le había sido negado… Pero
entonces, ¿por qué los ojos de Fátima seguían viviendo en el brillo de todas
las gemas, de todo el oro y de toda la plata?
Demasiadas preguntas. Preguntas demasiadas veces hechas. Por eso
Al-Aarbi hace lo que lleva haciendo veinte años para sobrevivir: saltar a su
šīnī y dar la voz que lo libera de esas preguntas:
—¡A los remos, y aprestad las armas! ¡Vamos a remontar este río y
saquear Roma!
Y a su orden, semejante a otras que se están oyendo por toda la flota,
hombres codiciosos y duros empuñan los remos y preparan sus armas para el
día del juicio. El juicio de acero y fuego que Dios ha dictado sobre Roma.
Hrodland de Nordalbingia conduce a sus caballeros de regreso a la ciudad.
Cabalgan hacia las sombras. El sol se ha escondido tras ellos, en el occidente,
más allá de las llamas que consumen Porto, y la noche los espera sentada.
Pero cabalgan. En Roma están las tumbas de los apóstoles, y si éstas no
bastaran están sus mujeres, sus hijos, sus padres y sus posesiones… Y si aún
necesitasen más razones para regresar y pelear hasta el último aliento, allí, al
otro lado de la noche, aguarda la prueba que dará la medida de su honor y de
su valor como hombres de guerra. ¿Qué otra cosa son o pueden ser? Todos
vienen de fuera. Algunos llegaron desde los reinos de anglos y sajones en la

Página 234
lejana Britania, otros de la Sajonia germana, otros de las pantanosas tierras de
Frisia y otros, en fin, de los extensos países que habitan los francos. Pero
todos llegaron a Roma buscando algo, fuera perdón, fe, riqueza o fama… Y
todos han encontrado un poco de todo eso. Cuando un hombre que busca algo
lo encuentra, cuando ese algo ha justificado su vida durante años y le ha
permitido saberse y sentirse hombre, entonces está dispuesto a combatir y
morir por ello. Y por eso, en la noche, cabalgan. Hrodland tiene el brazo de la
espada cansado y una lanzada mora le ha abierto un feo tajo en el muslo, pero
se siente bien. Es un jefe de hombres, un guerrero que sabe que está haciendo
aquello por lo que vale la pena morir. Pero por encima de todo ese orgullo de
soldado que alivia su cansancio y sus heridas, está la imagen de Aretí.
Aretí no ha querido refugiarse tras los muros aurelianos de Roma, sino
que ha preferido permanecer junto a los hombres de Hrodland. Les ha pedido
que la dejaran orar junto al sepulcro de san Pedro y ha penetrado en la gran
iglesia. No es tan espléndida ni tan grande como Hagia Sophia, allá en
Constantinopla, pero guarda la tumba del primero de los apóstoles.
Camina por la nave central. Al fondo, el arco triunfal de Pedro y las
columnas de pórfido llameante cobijan el sepulcro. Sacerdotes con el rostro
apresado por el miedo ofician misa y dan confesión. Alguien canta. Las nubes
de incienso se alzan y la seda, la púrpura, el oro y la plata parecen sumarse a
las oraciones haciendo que sus destellos se envuelvan en la luz de las
lámparas y de las velas, o en las aromáticas nieblas de los incensarios.
Aretí traspasa el arco y se postra ante el altar. Un sacerdote, quizá turbado
por su belleza o compadecido de su juventud, desciende hacia ella y la invita
a pasar al sepulcro.
La cúpula de bronce dorado la cubre y Aretí se arrodilla, primero, y se
postra, después, ante el gran sarcófago de bronce de Chipre que contiene al
apóstol.
Chipre… Ella nació allí, en Pafos. Pero no recuerda nada de Pafos ni de
Chipre. Sus ojos se levantan y se enredan en el brillo mortecino del bronce del
sarcófago. Y ora. Por Hrodland, por ella misma y, sobre todo, sin tener
verdadera esperanza, sin que pueda entenderlo bien, ora por Demetrio
Troglita.

Página 235
CAPÍTULO 68

Amanecer del miércoles 25 de agosto del 846. El Vaticano

El sol aún no ha salido, pero Lucifer, el lucero de la mañana, ya se retira del


cielo. En espera, sin duda, de bajar a la tierra, pues aquél será un día ominoso
y lúgubre en el que los demonios que desatan los mortales se abatirán sobre
Roma. ¿Acudirán a su defensa los ángeles? Marcos Tersites no lo cree, pero sí
tiene la convicción de que lo harán los hombres.
Curiosamente, aquellas jornadas, aquellas horas vividas en Roma, son las
mejores de su vida. Aún no tiene claro si lo que ha alcanzado es la cúspide de
una carrera de afanes o la plenitud como ser humano que, al cabo, se siente
útil y parte de algo. Y también amado, por qué no reconocerlo. Ahora vale la
pena vivir. Ahora valdría la pena morir.
Ha probado su fuego brillante sobre las aguas del Tíber. Ha flotado sobre
ellas y consumido una barca que habían dispuesto para la prueba; pero,
aunque el papa está satisfecho, él sabe que ha fracasado: no es auténtico fuego
brillante lo que ha fabricado y se afana en seguir fabricando, sino algo muy
parecido, algo muy cercano al verdadero. ¿Por qué lo sabe? Porque, aunque
arde sobre el agua, aunque su poder es tal que consume hasta la ceniza de
todo lo que toca, no se aviva con agua y se lo puede apagar con más facilidad
que al genuino fuego brillante, que sólo se extingue privándolo de aire al
golpearlo con pesadas esteras de esparto o vertiendo sobre él orina vieja o
vinagre. Además, el verdadero fuego se inflama sólo con arrojarlo con fuerza
si previamente se le ha añadido comburente y se lo ha encerrado en una vasija
sellada, mientras que el suyo necesita de una llama viva para encenderse.
¿Pero qué podía hacerse en sólo dos días? Pues lo que ha hecho: fabricar la
sustancia inflamable más poderosa tras el fuego brillante, superior, desde
luego, a la que producen los árabes y otros pueblos. Además, ha logrado
poner a punto y adaptar el destartalado sifón que su amigo Juan encontró en
uno de los sótanos de Letrán. Ahora, con su largo tubo de bronce terminado
en rugiente cabeza de león, parece un auténtico strepton imperial, y aunque

Página 236
no proyectará el fuego tan lejos como lo hace uno de ellos, servirá para meter
mucho miedo a los sarracenos.
Y de eso se trata, de meter miedo. Porque sus provisiones de fuego
brillante no son muchas, porque poseen un solo sifón y porque sus vasijas
sólo se prenden con una llama, y no simplemente estrellándolas contra un
barco o un ingenio enemigo. Todo ello los priva de una auténtica defensa
basada en el fuego griego.
Pero lo mejor es que a Marcos no le importa nada de eso. Lo que le
importa es el orgullo que ve en los ojos de Juan, del buen Juan Keraunos,
cuando habla de él a los obispos, jueces y cónsules de Roma, y el cariño, la
amistad sincera que pone en cada palabra que le dedica y en cada abrazo que
se han dado en las últimas horas.
Los informes dicen que los sarracenos llegarán al caer la tarde de ese
mismo día. El papa, tozudamente, se sigue negando a evacuar el Vaticano y a
sacar de sus tumbas los cuerpos de Pedro y Pablo para ponerlos a salvo tras
los muros junto con las innúmeras riquezas que les fueron ofrendadas a lo
largo de los últimos quinientos años. Sergio II se ha convencido a sí mismo de
que, si confía en la fe, si se pone en manos de Dios, él, el Dios de Gedeón, de
Sansón, de Saúl y David, el Dios de los macabeos, el que triunfó sobre los
paganos en el puente Milvio y en el río Frígido, acudirá en defensa de Roma
para salvarla de los musulmanes. Al papa se le debe de haber olvidado,
supone Marcos, que Gedeón y Sansón, Saúl y David, los macabeos,
Constantino y Teodosio tuvieron consigo a muchos guerreros para poder
derrotar a cananeos, filisteos, seléucidas y usurpadores protectores de los
antiguos paganos. Cuando Dios ha sido invocado por los hombres para la
batalla, siempre ha necesitado de la ayuda de espadas y lanzas. Y estas
últimas escasean en Roma y son numerosas entre los sarracenos.
Pero hay esperanza. Marcos lo cree. Si logran aguantar durante la tarde,
durante la noche y durante la mañana, si la tarde siguiente les ofrece un poco
de tregua, es posible que al anochecer del jueves o, a lo sumo, en la mañana
del viernes, el ejército de Guy de Spoleto y los caballeros de la scara real de
Luis, rey de los lombardos, lleguen a tiempo de socorrerlos. Al menos, eso les
han anunciado los mensajeros que, tan sólo una hora antes y con los caballos
reventados, han llegado ante el pontífice.
Resistir es la consigna. Y él, Marcos Tersites, se siente orgulloso de estar
allí, en la vieja Roma, ofreciendo su saber y su valor. Un valor que nunca
supo que poseía y que quizá lo limpie del peor pecado que mancha su alma: el
asesinato del buen obispo Teodosio. Marcos no está seguro de ello. ¿Hay

Página 237
alguien en este condenado mundo que esté seguro de algo? Pero supone que
no está mal pensar que puede ser así. Ese pensamiento y la amistad de Juan lo
sostendrán y harán que tenga sentido dar la vida si es necesario.

Página 238
CAPÍTULO 69

En ese mismo momento. En el camino a Sutri, en las afueras de Roma

El ornamentado carro es arrastrado por cuatro bueyes con cintas de seda en


sus cuernos y mantas ricamente bordadas en sus lomos. Las pesadas ruedas
giran lentamente y el boyero usa a menudo la aguijada para animar a las
bestias a perseverar. Transportan el cadáver de san Telémaco y marchan hacia
el norte, hacia el país de los francos. No es el único carro de tal guisa que ha
salido de Roma en los últimos días y tampoco será el último. Un río de
cadáveres y de reliquias abandona la urbe para despertar la fe y el auxilio de
reyes, duques, condes y obispos francos: muertos a cambio de ayuda.
El papa no está haciendo nada nuevo. Nada que no haga o intente hacer
todo el que en Roma puede. Hace años que el comercio de cadáveres, o de
partes de cadáveres de santos, es usual. También lo son el robo, la
falsificación y el cambio de cuerpos y reliquias. En el 827, unos francos
robaron el cadáver de san Marcelino y lo enviaron hacia Soisons, y el obispo
de Reims no ha dudado en comprar por una elevada suma el de santa Elena,
madre de Constantino. Aunque se suponga que el auténtico yace en
Constantinopla. ¿Qué importa eso? Lo importante es poseerlos. Por eso,
sacerdotes perversos compran cuerpos, los visten con viejas ropas y los hacen
pasar por antiguos mártires romanos para poder venderlos a comerciantes,
obispos y nobles de Italia, Francia, Germania y Britania.
Los restos que el papa envía al norte en el engalanado carro, sin embargo,
se cree que son auténticos. Se trata del apedreado y milagrosamente
conservado cadáver de Telémaco, el santo monje que, arrojándose a la arena
del Coliseo, se interpuso entre los gladiadores para poner fin al inhumano
derramamiento de sangre. Era el año 404, y los espectadores, enfurecidos,
lapidaron al monje ante la atónita mirada del emperador Honorio. Aquel
emperador que no hizo nada nunca, más allá de conseguir la ruina del
Imperio, pero que entonces declaró que Telémaco era mártir y santo, y
prohibió los juegos de gladiadores.

Página 239
Ahora, el cuerpo de Telémaco se dirige hacia el norte como presente del
papa para el rey Luis de los lombardos. El gesto lo animará a apresurarse en
su marcha hacia Roma.
El carro avanza. Tras él va una procesión de sacerdotes y diáconos
portando antorchas y entonando himnos, y los que huyen de Roma ante el
avance sarraceno se suman a ella. Los campesinos y lugareños de las aldeas
salen al camino, se santiguan y se acercan al carro para rozarlo con los dedos
y atraerse así una pizca del favor y la protección del santo.
Giran las ruedas del pesado armatoste y los huesos de san Telémaco se
desordenan y se mezclan dentro. Cadáveres. Eso es lo que ahora envía Roma
al mundo.
Uno de los sacerdotes, que se ha enriquecido en secreto con el comercio
fraudulento de reliquias y se ha sumado a la procesión para huir piadosamente
de Roma y ponerse a salvo junto con su pesada bolsa, no puede evitar
componer un ácido epigrama en su mente: «Truncasti vivos crudeli vulnere
sanctos: vendere nunc horum mortua membra soles»[2]. Canturrea, y tras él,
cada vez más menguada, víctima durante siglos de hombres como él, queda la
abandonada Roma.

Página 240
CAPÍTULO 70

Mañana del miércoles 25 de agosto del 846. El Vaticano, Roma

Hrodland refrena a su gran caballo. El negro y formidable animal tiene los


ojos dilatados y el cuerpo cubierto de espuma blanca. Han galopado sin
descanso y el sol triunfante los saludó al llegar al Vaticano, el barrio
extramuros donde se alzan las grandes basílicas de los apóstoles. El barrio de
los extranjeros de Roma.
Las gentes se apiñan en torno a Hrodland y sus caballeros. Sajones,
anglos, frisones, francos, griegos, longobardos…, todos los foráneos de
Roma, que viven en los arrabales organizados en scholae, quieren saber si
deben huir abandonando sus casas y negocios o pueden confiar en el papa y
en la fuerza de sus hombres.
Hrodland baja del caballo justo en la puerta del hospital del Santo
Espíritu, alzado por el rey Offa de Mercia. Un poco más allá está la iglesia a
la que ya todos llaman como al hospital. Desde que el rey Ina de Wessex la
levantó, en el 726, para atender a los sajones y anglos que se asentaban en
Roma, ha sido el centro de la vida comunal de sajones, britanos y germanos, y
también el lugar de reunión de la Schola Saxonum. Al sur, dentro de las
murallas, se alza la iglesia de San Miguel de los frisones, y más lejos aún, la
de los francos, San Salvador en Macello. Todos corren a postrarse ante los
altares de sus templos. Pero el de los sajones está extramuros, y justo en el
punto donde las naves sarracenas desembarcarán su carga de acero y fuego
guerrero. Ellos no sólo corren a postrarse ante el altar de su iglesia, sino que
deben decidir además si permanecer junto a ella y defenderla o cobijarse tras
los muros aurelianos y rogar para que soporten las embestidas enemigas.
Hrodland ya ha decidido. Seguirá las órdenes de su señor, el papa, y
esperará espada en mano a las hordas de infieles que suben por el Tíber. Dios,
sin duda, los ayudará.
—¡Hrodland!

Página 241
El de Nordalbingia gira la cabeza, porque es Aretí quien lo llama. La
muchacha, con el moreno rostro enrojecido, corre hacia él y se le echa a los
brazos.
Se besan. Hrodland no sabía que un beso podía hacer sentir lo que está
sintiendo. El menudo y perfecto cuerpo de Aretí se estrecha contra el suyo y
desaparecen el cansancio y las heridas.
—¡Estás herido!
—No es nada.
Pero la muchacha ya está arrodillada y cortando su manto para vendar el
muslo de Hrodland. El guerrero no siente vergüenza; se deja hacer. Aretí lava
la herida con un vino que él no sabe de dónde ha sacado, y la venda con un
jirón de su propia ropa. Luego se levanta y lo vuelve a besar.
—Tienes que irte —le susurra Hrodland.
—¿Irme?
—Refúgiate tras los muros aurelianos, en el interior de la ciudad. Son
fuertes y las milicias de Roma los defenderán. Suman casi seis mil hombres.
Aguantarán hasta que lleguen los ejércitos de los francos y del duque Guy de
Spoleto.
Ella lo mira como si no entendiera y sacude la cabeza. Los oscuros
cabellos le enmarcan el rostro.
—Llevo toda la vida huyendo. Toda la vida con miedo. Toda la vida
sintiéndome amenazada. Pero ahora no tengo miedo. Le he jurado al apóstol
Pedro que permaneceré junto a él y cumpliré mi promesa.
Hrodland ve en los ojos de Aretí lo mismo que sabe que sus hombres ven
en los suyos: determinación. Y entiende que no logrará convencerla de que se
refugie en Roma.
—Entonces, señora de mi corazón, tengo un nuevo y aún más fuerte
motivo para defender la basílica de San Pedro.
León Keraunos sabe que sólo tendrá una oportunidad. ¿Por qué las jodidas
oportunidades siempre van de una en una? Pero habrá de bastarle. Sabe que se
va a condenar por lo que va a hacer, pero por encima del juramento hecho al
papa, por encima del amor que siente por su hermano, está su fidelidad al
Imperio. Una cosa es hacerse con un tesoro perdido y otra muy distinta dejar
que el secreto del fuego brillante deje de pertenecer únicamente a su patria.
Lo ha dispuesto todo. Cuando los sarracenos lleguen, cuando todo el
mundo tenga los ojos en su ataque, él desembarcará, correrá hacia las
murallas y se deslizará hasta la arruinada columnata que comunica el castillo
de Sant’Angelo con San Pedro. Buscará a Marcos y, desde las sombras, le

Página 242
disparará una flecha. Es un buen arquero y sólo le hará falta un disparo. Nadie
sabrá quién tensó el arco y soltó el dardo. Luego correrá de regreso al Medusa
y tratará de cumplir al menos la segunda parte de su promesa: participar con
todas sus fuerzas en la defensa de la vieja Roma.
Sergio II contempla las negras columnas de humo que se alzan en el
poniente. Los sarracenos han quemado Ponte Galeria y Fundus Draconis. Las
villas y los asentamientos han sido arrasados por los jinetes musulmanes que
perseguían a los caballeros de Hrodland. Sin duda, han detenido allí su
avance, porque la masa de enemigos viene por el río. El papa mira
nuevamente a occidente, pero esta vez no en dirección a la calzada que lleva a
Porto, sino al agua. El Tíber gira una y otra vez. Es un río de cauce inquieto y
sombreado por bosques que se desparrama en marismas y se demora en
arenales. Así que no ve a la flota enemiga. Pero sabe que está allí, ante sus
ojos, en algún lugar, bajo las sombras de la floresta, tras un recodo, oculta,
pero acercándose, como una leona que avanza hacia su presa.
Su presa es Roma, la ciudad que gobernó el mundo, la ciudad dorada y
eterna, la Roma de las leyendas y la de la historia; la que, pese a todo,
sobrevive. ¿Acaso no resistió a la caída del Imperio romano en Occidente? Sí.
A Roma la saquearon godos y vándalos, y la gobernaron el bárbaro Odoacro y
el no menos bárbaro Teodorico, pero sobrevivió a todos ellos. Luego
volvieron los estandartes de las legiones, las que traía consigo Belisario, y los
ostrogodos fueron derrotados y Roma, restaurada. Justiniano el Grande
reconstruyó sus monumentos, pagó a profesores de derecho, de medicina y de
filosofía para que enseñaran en Roma y la colmó de presentes para
compensarla por los desastres sufridos durante la larga Guerra Gótica. Pero
tras la restauración fue el terror. Llegaron los salvajes longobardos y la ciudad
fue asediada por bandas de merodeadores bárbaros. Fue entonces, cuando el
senado decaía y el emperador parecía estar nuevamente muy lejos, en la
remota Constantinopla, cuando los papas comenzaron a ser los señores, y no
sólo los obispos, de Roma.
El primero fue Gregorio I el Magno. Él dirigió la defensa frente a los
longobardos y extendió el prestigio y la autoridad del trono del obispo
romano. Tras él vinieron otros, y el Imperio fue lentamente perdiendo fuerza
en Italia. Aunque al norte, en Rávena, aún había exarcas, gobernadores
imperiales que, de tanto en tanto, llegaban a Roma y se alojaban en los
arruinados palacios del Palatino para recordar al papa que era el Imperio
quien gobernaba.

Página 243
En el 663, Constante II, emperador de los romanos, entró en la ciudad tras
combatir a los longobardos de Benevento y Spoleto. Fue la última vez que un
emperador se presentó en la urbe que había dado nacimiento al más grande de
los Imperios. Constante II presidió carreras de carros, se postró ante el
sepulcro de los apóstoles, gobernó Roma y recordó, nuevamente, que era el
emperador, y no el obispo, quien detentaba la autoridad.
Pero no tardó mucho en marcharse. Los musulmanes habían arrebatado al
Imperio Siria, Palestina y Egipto, y sus flotas ya surcaban el Mediterráneo
amenazando con conquistar Sicilia y dominar el norte africano. Constante se
instaló en Siracusa y trató de frenar la avalancha islámica, pero fracasó y fue
asesinado. Los sarracenos progresaron por África y llevaron sus estandartes
hasta Cartago e Hispania; incluso asediaron Constantinopla, aunque no
lograron conquistarla.
En Italia, la autoridad del Imperio seguía siendo defendida por los exarcas
de Rávena. Pero los longobardos terminaron derrotándolos, y los emperadores
de Oriente se tornaron herejes que pretendían prohibir el culto de las
veneradas imágenes de Cristo, la Virgen y los santos.
Para entonces, los papas, abandonados a sí mismos, obispos en una ciudad
turbulenta y decadente, se volvieron hacia los francos en demanda de auxilio.
Zacarías se arrogó una falsa autoridad y puso la corona franca sobre la cabeza
de Pipino. Luego, el hijo de éste, Carlomagno, fue coronado emperador, y tras
él lo fueron su hijo, Ludovico, y su nieto, Lotario.
Pero también los francos se debilitaron. ¿Qué son ahora? Una jauría de
perros rabiosos que se pelean por los despojos del Imperio de Carlomagno.
Hijos contra padres, hermanos contra hermanos, los reyes francos no han
cesado de combatir entre sí desde hace más de veinte años, y mientras se
aniquilan unos a otros, mientras devastan sus propias tierras, los corsarios y
piratas sarracenos conquistan Sicilia y saquean Córcega, Cerdeña, Italia y el
sur de Francia. Y eso al tiempo que los vikingos daneses y noruegos asaltan
las costas de Germania y de Austrasia, de Neustria y de Aquitania, y
remontan todos los ríos para internarse hasta el corazón de la tierra franca y
arrasarla. En Oriente, surgiendo de las estepas infinitas, llegan los fieros
magiares, y los paganos eslavos amenazan las fronteras. Desde la antigua
Hispania, los hombres del emir de Córdoba vuelven a atacar en la Marca
Hispánica y acosan al pequeño reino de Asturias.
Todo es guerra; todo es desolación. Los pueblos, los reinos, los imperios
se suceden, se alzan, declinan y desaparecen. ¿Y qué queda? Roma.

Página 244
Volverá a hacerlo. Roma volverá a sobrevivir, como sobrevivió a godos y
vándalos. Puede que los sarracenos la saqueen, pero pasarán y será Roma la
que permanezca. Con eso, con ese pensamiento, Sergio se consuela y sigue
mirando al horizonte fluvial en espera de avistar la flota musulmana.
Está muy viejo. Sus ojos se apartan un instante del Tíber y miran sus
manos artríticas. Venas azules y pronunciadas las recorren, y sus dedos
deformados y dolientes tratan de estirarse para juntar las palmas en un gesto
de súplica.
Luego, lentamente, se obliga a mirar en dirección a San Pedro y
contempla los preparativos de la defensa. Hrodland de Nordalbingia ha
reunido a los hombres de las scholae y los ha dispuesto a pie de río y frente a
las dos grandes basílicas. Ha ordenado demoler las chozas y casas de los
extranjeros para dificultar el avance de los sarracenos. Ha mandado levantar
barricadas y situado junto a una de ellas, la más cercana al río, a Marcos
Tersites con su escuadra de operarios de fuego griego.
Eso es todo. Nada más puede hacerse. Los hombres de Roma, los
miembros de los catorce numeri de la ciudad, están en las murallas aurelianas,
y si el milagro no se produce, si las basílicas y las iglesias extramuros son
saqueadas, tratarán de frenar el progreso de los invasores.
Después de todo, y aunque no se lo pueda confesar a sí mismo ni a nadie,
quizá su tozudez en no evacuar el barrio del Vaticano y sus templos no sea
tanto fruto de la fe en un milagro como de la cobardía y el realismo. Quizá
dejando todas aquellas riquezas en manos del enemigo se asegure de que no
ataquen con tanta dureza a Roma. Los perros hartos de carne no muerden. O
eso es lo que dicen.
Sergio II sacude la cabeza con pesar. No, no es eso; es su fe. La fe en que
Cristo no permitirá que las tumbas de sus discípulos sean profanadas. La fe es
la verdadera muralla de Roma, y resistirá.
Abu Massar al-Asturqi se pasea inquieto por la cubierta de su nave. El
tiempo apremia. Sus espías lo informan de que el duque de Spoleto acude en
socorro de Roma, y de que hasta los francos del norte, los del emperador
Lotario y los del rey Luis, marchan ya hacia el sur. Así que Roma debe ser
suya esa noche.

Página 245
CAPÍTULO 71

Atardecer del miércoles 25 de agosto del 846. El Vaticano, Roma

Hrodland ha dado la orden de que sus hombres se turnen para comer. Alguno
de ellos no ha probado bocado desde el día anterior y todos están nerviosos y
agotados. La comida y el vino los serenará y fortalecerá. Los necesita fuertes.
Los sarracenos llegarán en cualquier momento.
Y llegan. No los esperaban tan pronto, pero ya están ahí. Doblando el
recodo del Tíber aparece la proa de un negro šīnī, con una bandera igualmente
negra sobre su mástil.
Al-Aarbi brama. Su šīnī ha sido el más rápido; el primero en avistar
Roma. La ciudad se extiende ante él, y fuera de las murallas, tal como le
habían dicho, se alzan grandes basílicas e iglesias que estarán repletas de
riquezas.
Saca su recta espada y la besa. El metal, el blanco acero de la India, está
frío y le trae el recuerdo de Fátima.
—Por ti —murmura el musulmán.
Luego se vuelve hacia sus hombres, hacia sus leones de Tahert, y los
contempla con orgullo. Van a entrar en la historia de las gestas del islam:
Roma va a ser suya.
—¡Dios es grande y Mahoma es su profeta! ¡Dios es Grande! —aúlla. Su
grito es recogido y multiplicado, salta de su nave y se propaga por toda la
flota sarracena, mientras el sol tiñe las aguas de rojo y arranca destellos de
fuego de las cúpulas de San Pedro y San Pablo para anticipar la calamidad
que se abate sobre Roma. Desde las murallas, el papa Sergio llora: su fe no ha
bastado, y el día del juicio, del castigo, ha llegado.
Aretí contempla como la flota enemiga se va aproximando. Es como una
pesadilla, como algo que no puede ocurrir y que, sin embargo, ocurre. Barcos
atestados de guerreros que gritan y agitan lanzas y espadas, almajaneques que
disparan ya sus primeros proyectiles sobre los defensores del campus

Página 246
vaticanus y naves negras que comienzan a abordar la ribera para liberar su
carga de muerte.
Hrodland de Nordalbingia deja de comer. Se limpia despacio la boca y
desenvaina lentamente su gran espada de empuñadura de plata. Ve los barcos
infieles; ve a los caballos moros saltando desde las cubiertas y cayendo a las
someras aguas para salir a tierra y ser montados de inmediato por jinetes que
aúllan su triunfo. Ve a los guerreros sarracenos empuñando sus largas lanzas
de madera de morera y exponiendo a los destellos de las primeras llamas la
hoja de sus espadas forjadas en Yemen, Jorasán o al-Andalus. Ve como
Marcos el Griego se apresura a poner en movimiento su sifón y como, a su
lado, sus ayudantes y el intrépido Juan Keraunos se esfuerzan por calentar la
mezcla y rellenar vasijas. Ve todo eso y luego, sin prisa, busca con la mirada
a su señor, el papa, porque sabe que está allí arriba, en las murallas aurelianas,
contemplando si la fe se impone a la catástrofe y el valor al número.
Hrodland no sabe si serán la fe y el valor los que se impongan, pero él
combatirá por ellos.
—¡Seguidme! ¡Romanos! ¡Sois vosotros, sajones, francos y frisones, los
verdaderos quirites! ¡Seguidme a la batalla y la matanza!
Comienzan la batalla y la matanza, y entre las sombras de una noche que
se les echa encima, los hombres se matan y mueren, invocando a Dios y
codiciando el oro y la fama.
Las negras naves hunden las tajaduras de sus quillas en el fango y abordan
la ribera justo al pie del hospital y de la iglesia del Santo Espíritu. Los sajones
que se agolpaban en el templo salen atropelladamente y se quedan con la boca
abierta ante los barcos desde los que ya, lanza y espada en mano, saltan
montones de locos guerreros.
La embarcación de Walid Abd al-Malik dobla el recodo del río, y desde
su proa, Ingvar y Mohamed contemplan las basílicas de los apóstoles y la
ciudad de Roma. Otras naves musulmanas están ya tomando tierra frente a
una pequeña iglesia y la batalla ha dado ya comienzo. Ingvar siente como el
ansia del combate y el saqueo corre por sus venas, y su mirada escruta con la
avidez de un halcón la escena que contempla.
Entonces ve a Marcos el Griego.
—¡Fuego! —ordena Marcos Tersites. Su amigo Juan activa los fuelles y
válvulas del sifón, y el tubo de bronce vibra al recibir la caliente mezcla de
resina y nafta. Él, con mano temblorosa, coloca una muestra de su
comburente en la boca del león de bronce y un largo chorro abrasador es
propulsado y acierta en la proa de un barco sarraceno.

Página 247
—¡Somos el fuego y la victoria! —grita, exultante, Marcos. Al girar la
cabeza ve a Juan Keraunos y las miradas de ambos se cruzan por un instante.
Saben que ellos poseen algo indestructible: una amistad verdadera.
La flecha atraviesa el pecho de Marcos, perfora sus pulmones y sale por
su espalda. El sabio cae, suelta el tubo de bronce y se queda tendido.
León Keraunos baja el arco. Está llorando. Desde las sombras de la
derruida columnata ve a su hermano postrado junto a su amigo Marcos. Esto
es lo peor que ha hecho en su vida.
Demetrio Troglita abre la boca. Ha corrido tras León Keraunos con la
esperanza de poder hallar a Aretí. Los hombres de Roma le han hablado de
una joven de extraordinaria belleza a la que custodian los hombres de
Hrodland de Nordalbingia mientras reza ante la tumba de Pedro, y, al ver que
su kentarca se encaminaba hacia aquel lugar, se dijo a sí mismo que si León
Keraunos podía dejar su puesto como capitán del dromon, él podría hacer otro
tanto como sifonario. Y ahora, bajo la columnata, acaba de ver a su kentarca
asesinando a Marcos Tersites.
León se dispone a regresar a su barco, se gira y se topa con Demetrio. El
sifonario tiene la boca abierta y una mirada acusadora.
—Tenía que hacerlo. —Es lo único que acierta a decir.
Demetrio asiente muy lentamente, baja la mirada y luego alza la cabeza
con gesto desafiante.
—Yo también tengo que hacer algo —dice, y desenvainando la espada
pasa junto a su kentarca y echa a correr hacia la basílica de San Pedro.
León Keraunos no trata de detener a su sifonario. Esa noche, cada hombre
hará lo que tenga que hacer y la muerte se los llevará a todos para ser
juzgados.
León echa un último vistazo a la escena que tiene ante sí: los barcos
sarracenos llegan uno tras otro y toman tierra para desembarcar a sus
guerreros y lanzarse a la matanza. Los soldados sajones, francos y frisones del
papa acuden a la inútil defensa y el fuego que ha propulsado el strepton de
Tersites ilumina la escena.
Juan Keraunos está llorando junto a su amigo. Marcos se muere. Juan no
se preocupa ya de la batalla. A su lado vuelan las flechas y los gritos de
guerra atruenan el aire, pero él sólo ve a Marcos Tersites, que agoniza.
—Una buena muerte, Juan… Estoy teniendo una buena muerte.
—¡Vas a vivir!
Marcos sonríe traviesamente.

Página 248
—No, sabes que no. Es una buena muerte, Juan…, y una buena muerte
puede dar sentido a una mala vida. Te quiero, amigo… Eres lo mejor que he
tenido en este mundo, te esperaré en el siguiente… Huye y sálvate.
Marcos Tersites, maestro en muchas ciencias y saberes, muere con una
sonrisa en sus labios. Juan lo abraza y besa su frente.
Walid Abd al-Malik tensa de nuevo su arco. Está disparando flechas
incendiarias contra los edificios de la orilla. Ya ha acertado a los tejados de la
iglesia y del hospital del Santo Espíritu, y busca un nuevo objetivo.
Juan coge el pequeño saco con el comburente que cuelga del hombro de
Marcos, y se levanta. Marcos yace muerto a sus pies y el caos es total.
—Una buena muerte… —murmura para sí, recordando las palabras de su
amigo.
Entonces se gira, toma el largo tubo de bronce del sifón y da la orden a los
servidores.
—¡Fuego! —grita, y coloca el comburente en la boca del strepton.
Walid Abd al-Malik ha encontrado su objetivo. Suelta la flecha.
El dardo de Walid vuela y la negra fortuna lo conduce hasta la boca del
strepton. La llama que porta la punta de la flecha inflama el comburente que
Juan acaba de depositar en el tubo de bronce.
Y todo estalla. Es una deflagración brutal, espantosa. Una gigantesca
burbuja de fuego envuelve a Juan, a sus ayudantes y al sifón, y se propaga
hasta la nave enemiga más próxima. El viento ardiente incendia a muchos
guerreros sarracenos e impacta contra el muro de la iglesia del Santo Espíritu.
León deja caer el arco. Ante sus ojos, su hermano ha desaparecido en una
devastadora llamarada.
—Es el castigo… —murmura, mientras las lágrimas corren por sus
mejillas y sus rodillas se doblan haciéndolo caer.
Ingvar está aturdido. Ha visto morir a Marcos el Griego de un flechazo, y
ahora, el monje amigo de Marcos ha saltado por los aires en una combustión
cegadora que ha arrasado con todo lo que había cerca.
—¡Odín y Thor! —exclama.
Hrodland de Nordalbingia cae al suelo como empujado por una mano
caliente. Se levanta y ve que las llamas envuelven al sifón y a la iglesia del
Santo Espíritu. Al menos, dos naves enemigas están ardiendo.
—¡A mí, sajones! —ruge. Sus hombres se congregan en torno suyo para
formar un muro de escudos y retroceder hacia San Pedro.
Sergio II lo ha visto todo. Ha visto las negras naves sarracenas ir
apareciendo tras doblar el recodo del río, ha visto como encallaban en la orilla

Página 249
del Vaticano y como de sus cubiertas saltaban innumerables guerreros. Ha
visto como el sifón que habían dispuesto Marcos Tersites y Juan Keraunos
saltaba por los aires envuelto en una gran bola de fuego…
Fuego celeste; fuego que castiga, que limpia, que sana… Quizá todo se
reduzca a eso: a una penitencia por el fuego. Quizá Roma necesita ser
purificada con fuego y sangre… Quizás él mismo se vea limpio de pecado
tras semejante expiación.
Abu Massar al-Asturqi planta sus botas en Roma. Un navío arde a su
derecha, y desde su cubierta antorchas humanas chillan y saltan a las aguas
del río. Enfrente, alzándose sobre destartaladas cabañas y entre antiguas
ruinas, se ven iglesias magníficas en cuyas escalinatas los soldados del papa
levantan muros de escudos que intentan protegerlas.
Cae la oscuridad. Massar cierra los ojos y casi puede escuchar a los lobos
de su Asturias natal. Porque es la hora de los lobos, y él no sólo no los teme,
sino que los guía.
Mira a su izquierda, hacia el castillo que protege el puente Eliano, y en
sus murallas ve a un anciano vestido con ropas de seda blanca, oro y púrpura.
Massar desenvaina la espada y da un alarido antes de adentrarse en la noche
iluminada por las llamas.
Aretí está sobre la escalinata que lleva al atrio de San Pedro. Tiene los
ojos dilatados por el horror. A sus pies ve mujeres, niños y ancianos que
corren despavoridos o se refugian en las iglesias, y sarracenos que los
persiguen, que les dan muerte, que los capturan. Ve casas e iglesias echando
llamas, soldados sajones, frisones y francos intentando organizar la defensa,
naves que siguen doblando el recodo del Tíber y vomitando guerreros;
escucha gritos, llantos, ruido de espadas, silbidos de flechas, golpes de rocas
arrojadas por los almajaneques…
Y Aretí es otra vez la pequeña, la insignificante Aretí. La niña
abandonada en las calles de Constantinopla vuelve a ella y el miedo le atenaza
la garganta. Se lleva la mano al cuello y sus ojos siguen sondeando la
pesadilla. Una mujer es arrastrada por los cabellos, un hombre que defendía la
entrada a su casa es atravesado por una lanza, y otro, algo más allá,
decapitado; unos pasos adelante, las gentes corren y se apelotonan, y siete
jinetes moros cargan sobre ellas y las pisotean, cortan, alancean. Un octavo
jinete pasa al galope, arrastrando a un niño que da gritos de pánico, y arroja
una antorcha al tejado de un edificio para que ardan vivos los que allí se
refugian.

Página 250
Aretí logra cerrar los ojos. Es sólo un instante. Los abre de nuevo y ahora
ve a Hrodland. Está a los pies de la escalera de San Pedro, grita órdenes a sus
sajones y los mantiene firmes ante la ola de enemigos que amenaza ya con
arrollarlos. El gigante nordalbingio se gira y la ve, y la saluda con la espada
antes de volverse y encarar de nuevo al enemigo. Es extraño, piensa Aretí:
Hrodland estaba sonriendo.
Una flecha silba junto a su oído y una segunda acierta en el rostro del
guardia que tenía junto a ella. Se da la vuelta y huye hacia el interior de la
basílica.
Hrodland de Nordalbingia es feliz. Sabe que va a morir. Morir es siempre
una alternativa; lo único que la hace hermosa es decidir cómo, y él lo ha
decidido ya. Los sarracenos han arrasado el hospital y la iglesia del Santo
Espíritu y se desparraman por el Borgo. Arden casas y el río está colmado de
naves infieles. El cielo sobre su cabeza parece reflejar los incendios que por
doquier brotan, y allí, sobre los muros aurelianos, los romanos permanecen
aterrados, sin reunir valor para ayudarlos y defender sus iglesias y las tumbas
de los apóstoles.
—¡Idos al infierno! —brama Hrodland. Y no se lo grita a los sarracenos,
sino a los mílites de los numeri romanos que permanecen tras los muros y las
puertas de la ciudad.
Luego, libre, poderoso, siente el antiguo espíritu guerrero de su pueblo, el
valor que vive en los oscuros bosques de Sajonia y prendió en las almas de las
tribus que por ellos vagaban. Dedica un último pensamiento a Aretí antes de
sumergirse en su último combate.
Demetrio Troglita corre entre sarracenos y gentes que huyen, entre lobos
y corderos. Pero a él no le importa nada de eso. A él le importa una mujer.
Un musulmán le cierra el paso. Se miran a la cara y el guerrero moro
vacila un instante. Demetrio sonríe mientras lo mata. A veces, piensa con
cruel ironía, vale la pena tener el rostro destrozado.
Sigue corriendo. Salta por encima de una mujer a la que dos guerreros
están violando y empuja a un tercero que trata de ensartarlo con su lanza.
Cambia de dirección para sortear una casa en llamas y ve la gran basílica de
San Pedro. A un lado hay un viejo mausoleo, el del emperador Honorio y su
familia, y en la escalinata de mármol que conduce a la basílica se agrupan un
par de centenares de soldados del papa dispuestos a rechazar a los primeros
atacantes.
Entonces ve a Aretí. Una flecha acaba de matar a un hombre que estaba
junto a ella y la muchacha ha echado a correr hacia el interior de la iglesia.

Página 251
Demetrio aprieta los dientes. Por el rabillo del ojo ve un jinete moro que,
lanza en ristre, galopa hacia él. No hace ningún movimiento. Deja que el otro
lo crea ya muerto, y en el último instante, gira, agarra el asta y descarga su
espada sobre el brazo del atacante.
La sangre brota y el cercenado miembro cae al suelo. El caballo,
desequilibrado, patina y cae también, y Demetrio no se detiene a rematar al
moro, sino que continúa su loca carrera hacia lo único que le importa.
Llegan como una nube oscura y violenta, como una ola de acero, como un
vendaval de espadas, lanzas y juramentos; como la muerte repetida mil veces.
Así llegan, y Hrodland de Nordalbingia los recibe.
Su espada es como una llama blanca. Una fría segadora que va
amontonando cadáveres. Uno, dos, tres, cuatro… ¿Para qué seguir contando?
¡Que los cuente la parca!
Paso a paso, sus sajones son empujados hacia arriba, con la sangre
regando escalón tras escalón mientras acumulan gloria para héroes y comida
para cuervos y buitres.
A su derecha, un anglo de Nortumbria con negros cabellos ha perdido el
yelmo. El rostro del hombre está cubierto de sangre, pero él se mantiene
erguido, golpeando con su espada, matando sin freno. Y canta. Canta una
vieja canción del norte de Britania, compuesta tiempo atrás por Aneirin el
bardo: «Más pronto dio su carne al lobo que a la fiesta nupcial. / Antes fue
alimento para el cuervo que novio en el altar. / El hombre fue a Catraeth con
el amanecer. / Sangre buscaba, reunidos los destellos de las armas, como el
trueno se alzó un estruendo de escudos. / Desde una posición elevada mató
con una espada, dispensando con ella aflicción de hierro a un jefe revestido de
acero…».
A Hrodland le brota de la enronquecida garganta una risa extraña y nueva
que ya no es sólo de euforia guerrera, sino también de amarga tristeza,
aceptada y convertida en fuerza. Sí, también él, como el héroe de la canción,
será alimento para el cuervo antes que novio en el altar… Encontró a Aretí.
Encontró a la mujer. Todo hombre busca a una mujer y no todos la
encuentran. Él la ha encontrado; él la va a perder.
Un moro le clava la lanza en el hombro, pero el sajón que está a su
espalda lo mata y le da a Hrodland el instante que necesita para rehacerse y
subir un escalón más. Es el último. Los hombres que quedan, los últimos
sajones de la Schola Saxonum del papa de Roma, están ante las puertas de
plata del atrio de San Pedro.

Página 252
—¡Hermanos! —grita Hrodland con todas sus fuerzas—. ¡Hermanos de
espada y fe! ¡Los cuervos se cebarán con nuestros cadáveres, pero esta noche
estaremos junto a Dios y seremos sus guardianes!
Y Hrodland de Nordalbingia se siente bien. Se siente hombre, ángel, luz,
todo a un tiempo. Y muere atravesado por dos lanzas, acuchillado por una
espada, pisoteado por pies ansiosos de penetrar en la santa basílica y
apoderarse de sus tesoros. Muere y lo último que ven sus ojos es el destello
que las llamas arrancan a la plata de las puertas de San Pedro.

Página 253
CAPÍTULO 72

Noche del miércoles 25 de agosto del 846. Roma

Al-Aarbi ha visto caer al gigante, a Hrodland de Nordalbingia. Massar


al-Asturqi le ha dado el golpe de gracia, pero para poder hacerlo ha
necesitado del auxilio de una jauría de sus asesinos. Al-Aarbi sonríe con
malicia: después de todo, ese Massar no es tan duro como dicen.
Él sí lo es. Escudo y espada en mano, se ha abierto camino por la
ensangrentada subida de mármol y es el primer creyente de la verdadera fe en
coronarla. Dos hombres defienden la puerta chapada en plata que da acceso al
atrio de la gran basílica. Al-Aarbi carga sobre ellos, esquiva el lanzazo del de
la derecha y recoge el tajo de espada de su compañero. Luego, girando sobre
sus pies, descarga su acero sobre el costado del cuello del primero y la espada
y la vida del hombre caen al suelo. El otro le lanza un segundo golpe y esta
vez casi acierta, pero Al-Aarbi ha afilado los dientes en cientos de combates y
logra desviar la moharra y asestarle a su enemigo una profunda estocada en el
estómago. Sin detenerse a rematar al lancero, empuja las pesadas puertas de
plata y penetra en el atrio.
Allí, seis columnas sostienen un techo de bronce y las aguas de una fuente
tintinean haciendo de la escena algo irreal. Unas segundas y argénteas puertas
le cierran el paso. Al-Aarbi las empuja, pero son demasiado pesadas. Ansioso,
se vuelve y grita pidiendo ayuda a sus hombres. Pero tras él se sigue
combatiendo. Los últimos sajones están aún muriendo y mientras lo hacen se
cobran un crecido tributo. Pelean en torno al cadáver de su jefe Hrodland, y
los hombres de Massar, enzarzados en el fiero combate, se han olvidado hasta
de las riquezas que aguardan en San Pedro.
Al fin, cinco de sus guerreros, esquivando a los sajones y a los de Massar,
coronan la escalinata y acuden junto a su capitán para empujar las grandes
puertas de plata.
Ante ellos aparece el paraíso. Cinco largas naves de altas bóvedas son
sostenidas por ciento cinco gigantescas columnas de mármol brillante, y

Página 254
desde las paredes, a través de veintidós grandes ventanales, se filtra la luz de
los incendios para arrancar destellos a los mosaicos y los coloridos mármoles
que cubren el suelo. En las paredes, aquí y allá, se ven fragmentos de antiguas
esculturas romanas y de inscripciones grabadas en los días en que Roma
gobernaba el mundo. Grandes lámparas de plata suman su luz a la del fuego
que se filtra por las ventanas y un brillante río de telas de seda y púrpura
recorre los intercolumnios. Al fondo, un arco, y tras él, seis columnas de
pórfido que se retuercen como pétreas llamas y sostienen una cúpula de
bronce, enmarcando un riquísimo altar cubierto de oro y púrpura de Tiro.
Sobre él penden coronas de oro y el ambón es de plata. Un sacerdote está allí,
con un gran libro abierto, y otro oficia en ese mismo instante. Una docena
más de monjes y sacerdotes oran aquí y allá, y entre las columnas, a los pies
del altar, por todas partes, mujeres aterrorizadas, niños llorosos, hombres
postrados y algunos guerreros.
—¡Al altar! —grita Al-Aarbi. Sus hombres lo siguen.
Son los primeros musulmanes en poner los pies en la gran iglesia del
papa; los primeros en estar ante el sepulcro de Simón Cefas. Pero los
primeros no deben retrasarse si quieren llevarse el oro además de la gloria.
Un sacerdote se planta ante ellos alzando una cruz de plata y cerrándoles
el paso. Al-Aarbi no quiere matarlo y lo evita, pero el sacerdote, todo ojos
relampagueantes y gritos admonitorios, se le echa encima y uno de los
guerreros lo despacha de un lanzazo. La sangre mancha el recinto sagrado y la
locura se desata.
Pues tras ellos llegan ya los asesinos de Benevento encabezados por su
jefe, Abu Massar al-Asturqi, y sus espadas y lanzas aún no están saciadas.
Los desgraciados que llenan la basílica comienzan a ser alanceados o segados
por sus filos, y los gritos de pánico, las oraciones vociferadas, los llantos, los
alaridos de dolor, resuenan en las bóvedas.
Al-Aarbi no se detiene. Aquello es una carrera. Un guerrero sajón les
cierra el paso y es pasto para sus lanzas. Poco más allá, bajo el arco triunfal
de Pedro, otros cuatro soldados cierran escudos y el combate añade su
siniestro ruido a la cacofonía que colma el edificio. Una nube de incienso,
procedente del incensario que agita otro sacerdote a los pies del gran altar,
envuelve a los que luchan. Al-Aarbi logra herir en la rodilla a uno de los
sajones y luego, haciendo girar su espada, le golpea con fuerza la nuca con el
pomo del arma. Tras él continúa el combate, pero ya está a los pies del altar.
Un sacerdote trata de golpearlo con el incensario y las cadenas se enredan en
la hoja de Al-Aarbi mientras los carbones de incienso saltan en todas

Página 255
direcciones y prenden una de las cortinas de seda. Al-Aarbi arranca el
incensario al religioso y le destroza el pecho. La sangre salpica el altar y el
sacerdote que celebra la liturgia empalidece un poco más, pero sigue
oficiando hasta que Al-Aarbi sube los escalones y deja caer su espada sobre
él. Por detrás ya llegan más hombres, de los suyos y de los de Massar
al-Asturqi.
Abu Massar al-Asturqi mata y mata, y se abre paso por la gran basílica
deteniéndose sólo para señalar con la espada una lámpara de plata, una corona
de oro o un paño de seda bordado con perlas. Él señala y sus hombres
recolectan. Pero es el gran altar lo que de verdad despierta sus deseos, y allí
está ya ese perro de Tahert.
Al-Aarbi se desliza bajo el altar y penetra en el santo sepulcro de san
Pedro. Queda conmocionado. El techo es de bronce dorado de Chipre, y
también el gran sarcófago que contiene los restos del apóstol, sobre el que hay
una gran cruz de oro macizo. Del techo del sepulcro cuelga una lámpara de
oro, y por todas partes hay espléndidas coronas, mantos de seda recamados
con perlas y piedras preciosas, cálices, jarras, aguamaniles, patenas, todo de
plata o de oro, recubierto de gemas o adornado con púrpura o marfil… Hay
también una gran mesa de plata, tallada con el relieve de la Nueva Roma, que
cuarenta y seis años atrás ofrendó Carlomagno al apóstol y que seis hombres
fuertes tendrían problemas para levantar. Riquezas y maravillas que hacen
que los deslumbrados ojos de Al-Aarbi salten frenéticamente de un lado a
otro. Riquezas, maravillas y una mujer.
Aretí grita. Un sarraceno ha entrado en el sepulcro con la espada
desenvainada y goteando sangre. El brillo del oro lo ha cegado por un
instante, pero ahora tiene sus ojos clavados en ella.
Al-Aarbi se queda perplejo ante la belleza de la mujer. Luego la recuerda
y su asombro crece, pues es la misma que vio en la galea papal en la que
escapó Marcos Tersites.
—No temas —le dice a la chica—. Mis hombres te sacarán de aquí sin
daño alguno. Te doy mi palabra.
—Tu palabra, Al-Aarbi, vale menos que mi voluntad. Lo que hay aquí me
pertenece sólo a mí.
Al-Aarbi se gira y ve a Abu Massar al-Asturqi. El pálido rostro del
renegado está manchado de sangre y en sus ojos sólo hay desprecio y
ambición.
Pero Al-Aarbi es un hombre que no soporta el desprecio y cuya ambición
tiene también un propósito: la mujer que lleva amando en la distancia veinte

Página 256
años. Un hombre así puede echar mano de mucha ira y de mucha
determinación. Y lo hace.
Las espadas de los jefes chocan y saltan chispas de sus hojas. Son dos
guerreros diestros en el arte del combate los que pelean a los pies del apóstol;
dos infieles que le rinden un sacrílego y pagano tributo de gladiadores. El
espacio es tan escaso que Aretí no puede retroceder, y las espadas giran ante
su rostro aterrorizado. Los hombres de ambos capitanes están combatiéndose
en la entrada al sepulcro, y de arriba, de la basílica, llegan gritos y retumbar
de armas.
—¡Yo llegué primero, maldito renegado, y quedó establecido que los
primeros en llegar a un lugar se quedaban con los objetos de valor!
—¡Los primeros pueden dejar de serlo, mestizo! ¡La muerte puede
quitarte el puesto, y muerte tendrás si no te apartas de mi camino!
Cuando el oro brilla, los aliados dejan de serlo. Cuando el oro brilla, la
locura aparece. Un hombre de Massar al-Asturqi cae rodando por la estrecha
escalera que lleva al sepulcro, y tras él, uno de Al-Aarbi aterriza lanza en
mano. Pero no es una buena arma para sitios estrechos, y Massar logra zafarse
de las estocadas de Al-Aarbi y parar el golpe de lanza antes de despachar al
lancero de un tajo en la garganta.
Demetrio Troglita ha visto a los sarracenos tomar el altar y bajar al
sepulcro. Sólo allí, en el sepulcro, puede estar Aretí. Es el único lugar que no
ha revisado. En torno suyo algunas cortinas de seda están ardiendo, y las
gentes que llenaban la basílica han perecido o están siendo apresadas mientras
más y más piratas entran en la gran iglesia. ¿Cómo van a salir de allí? No, ésa
no es la pregunta. ¿Podrá encontrar y poner a salvo a Aretí?
Demetrio pasa bajo el arco triunfal y ensarta a un moro. Lo hace con tanta
fuerza que la hoja destroza la armadura, atraviesa el vientre, parte la columna
vertebral y sale casi por completo por la espalda. Demetrio levanta el rostro,
ese amasijo aterrador de quemaduras y cicatrices, y aúlla. El moro que trata
de cortarle el paso al altar se queda helado al ver su cara y echa a correr.
Demetrio también corre. Sube al altar. Allí, enzarzados en feroz lucha,
pelean sarracenos contra sarracenos. No está seguro, pero cree que la mitad de
ellos son hombres del renegado Abu Massar al-Asturqi. Tampoco va a
detenerse a averiguarlo. Esquivando a los luchadores, se arroja por la escalera
que baja al sepulcro y cae rodando dentro de él.
En el cubículo son ahora tres contra uno. Massar tiene la ayuda de dos de
sus lobos de Benevento y Al-Aarbi está acorralado y en situación
desesperada.

Página 257
—¡Muere, hijo de perra! —ruge Massar saboreando ya la muerte de
Al-Aarbi.
Pero tendrá que esperar. Alguien cae rodando y golpea las piernas de uno
de los hombres de Massar. Luego se levanta y todos ven su cara: la cara
deforme de Demetrio Troglita.
—¡Demetrio! —grita Aretí.
Él también grita el nombre de ella mientras ataca.
Sin saber por qué, descarga su espada sobre quienes acosan al guerrero
arrinconado contra el sepulcro de Pedro.
Al-Aarbi resopla de alivio. Sin la llegada del griego de la cara quemada,
que ha derribado a dos de sus atacantes, ya estaría muerto.
Massar se queda perplejo: ahora es él el acorralado. Hostigado por dos
espadas, retrocede hacia la escalera y pide ayuda a gritos. Pero no son sus
hombres los que bajan, sino un guerrero de Al-Aarbi. Está perdido.
Girándose para encarar al nuevo rival, lo ataca con desesperada furia y lo
derriba. Salta escalones arriba y atraviesa la garganta de un segundo hombre
de Al-Aarbi. Consigue salir, rabioso, pero el altar está en manos de los de
Tahert y bastante tiene con escapar de allí. Mientras corre, se consuela
pensando que aún queda la otra basílica; la del apóstol Pablo.
Al-Aarbi y Demetrio se miran. De repente, tras la desaparición de Massar
al-Asturqi, han dejado de ser aliados para volver a ser enemigos.
O no. A veces, las más inesperadas y breves alianzas dan frutos
sorprendentes.
—Me has salvado la vida —dice el sarraceno mirando fijamente a
Demetrio.
Demetrio asiente y ofrece una de sus desalentadoras pero sinceras
sonrisas.
—Ella viene conmigo —acaba por responder.
Al-Aarbi asiente, y lo hace porque si hay alguien que sepa lo que es amar
desde el territorio de lo imposible, es él. Y aquello, que un hombre tan
horriblemente deformado ame a una mujer tan bella, le parece de algún modo
semejante a su propia historia de amor.
—Mis hombres os protegerán. Sois libres.
—¿Libres? —se atreve a preguntar una asombrada Aretí.
—Más libres de lo que yo soy ahora —le responde Al-Aarbi pensando en
Fátima bint Mohamed Al Fihri.
Demetrio no hace ninguna pregunta. Toma a Aretí de la mano y, tras
saludar a Al-Aarbi con la cabeza, sube las escaleras.

Página 258
Al-Aarbi se encara con el sepulcro del apóstol. Es una enorme masa de
bronce. ¿Cómo van a sacar aquello de allí? Pero pronto hay hombres junto a
él, y Al-Aarbi sabe lo que van a hacer. Lo que él va a ordenar que hagan.
Siente un escalofrío que le recorre la espalda. Los recuerdos infantiles, los
que lo llevan hasta su abuela cristiana y hasta su padre, un renegado, le
apresan la garganta como una garra poderosa. Pero acaba de ver que lo
imposible, el amor de los dos que acaban de salir de allí, puede ser posible.
Quizá también lo sea el suyo. Él juró a Fátima que volvería cubierto de gloria
y oro, y es el momento, tras veinte años de espera y fatigas, de cumplir su
juramento.
—¡Descolgad la lámpara de oro! ¡Cuatro hombres aquí, con hachas y
lanzas! ¡Vamos a abrir el sepulcro! ¡Cuando acabemos con él quiero a otros
seis hombres sacando fuera la gran mesa de plata! ¡Y otros tres recogiendo
hasta el último objeto de plata o de oro que se halle en esta estancia! ¡Vamos,
hermanos, a trabajar!
Y trabajan. Primero empujan la gran tapa de bronce del sarcófago. Al
final se necesita la fuerza de Al-Aarbi y de cinco de sus hombres. Todos
empujan y empujan, y aunque no es fácil en el limitado espacio, y aunque la
cubierta de bronce dorado pesa tanto como ellos seis juntos, a base de puntas
de lanza dobladas, manos despellejadas y músculos llevados al límite, la gran
tapa es movida y cae al suelo con terrible estrépito.
Al-Aarbi trepa al sarcófago abierto y se asoma. Bajo la luz de lámparas y
antorchas ve los macabros restos de un hombre. Su cuerpo está apergaminado
y tiene largos cabellos de un extraño tono negro verdoso. Lo han vestido con
ricas ropas episcopales y en sus esqueléticas manos lleva grandes anillos.
Al-Aarbi no se atreve a tocarlo. Pero tiene consigo guerreros que lo harán por
él.
—¡Sacadlo! —ordena. Y, mientras aguarda, con disimulo, se lleva la
mano al talismán que esconde bajo la túnica.
Los restos son sacados sin miramientos, arrojados al suelo y despojados
de sus anillos y de sus ropajes.
Nada da mayor sensación de indefensión que un cadáver profanado. Uno
de los hombres levanta su hacha para decapitar al apóstol, pero su jefe
interviene.
—¡No! —exclama Al-Aarbi, y todos lo miran extrañados—. No hay
tiempo para eso, ahora es momento de hacernos ricos. —Y disimula así su
miedo.

Página 259
Todos se afanan. Mientras los despojos del primer obispo de Roma son
esparcidos por el suelo, se llevan la gran mesa de plata de Carlomagno, la
cruz de pesado oro que Constantino el Grande y su madre, santa Elena,
ofrendaran al apóstol, la gran lámpara que siempre permanecía encendida, los
cálices, las jarras, los aguamaniles, las lujosas telas…
Al-Aarbi es rico y sabe que pronto su nombre será repetido en cada
puerto, en cada ciudad y en cada zoco del islam. Pero dedica una última
mirada al cadáver, medio deshecho ya, tumefacto, y luego, evocando el rostro
de Fátima, sale de allí.
Cuando sube al altar encuentra un vacío. Se lo han llevado como parte del
botín. Algunos corsarios están arrancando aquí y allá los últimos paños de
seda y descolgando las últimas lámparas de plata. El suelo está lleno de
cadáveres y de sangre secándose, y en dos o tres sitios se avivan las llamas.
Al-Aarbi organiza a su hueste y enfila la salida. Muchos miran con
codicia los tesoros que llevan, pero al final se han reunido suficientes de los
suyos como para que nadie les dispute su derecho al botín cobrado. Las
grandes puertas son derribadas con estrépito y los saqueadores saltan sobre
ellas, hacha en mano, para arrancarles las láminas de plata que las recubren.
El aire de la noche los saluda. Fuera sólo hay fuego y caos. La basílica de
San Lorenzo ha sido ya saqueada e incendiada, y la de San Pablo acaba de ser
tomada por los hombres de Massar al-Asturqi. Hacia el oeste, algunos
cristianos huyen por el camino que lleva a Porto. El río sigue colmado de
naves sarracenas, y en las murallas, a la luz de los incendios, se puede ver la
espectral imagen de los defensores romanos que contemplan el saqueo de sus
grandes iglesias.
Al-Aarbi no se detiene. Cruza el espacio que lo separa de su nave. No
mira a los cadáveres que cubren el suelo, no mira a los templos ni a las casas
que arden; no mira a los muros aurelianos desde donde los maldicen. Sólo
mira al frente, al futuro, al rostro de Fátima bint Mohamed Al Fihri. Porque
ése es el único futuro que ansía.

Página 260
CAPÍTULO 73

Esa misma noche. Roma

León Keraunos no puede escapar de su dolor, la más férrea de las prisiones y


quizá la más cruel. Una y otra vez ve a su hermano, al bueno de Juan,
envuelto en aquella maldita bola de fuego. Y sabe que él es el culpable. Fue él
quien mató a su amigo, Marcos Tersites, y con ese asesinato empujó a su
hermano hacia una muerte heroica que él nunca habría buscado.
Así que se queda en el suelo, bajo la sombra de la columnata medio
derruida, ajeno a la matanza, el saqueo y el peligro. Acunándose en su propia
pena mientras el mundo parece derrumbarse alrededor.
Ingvar ha formado una cuña con sus diecinueve hombres y avanza hacia
San Pablo. San Pedro es ya un hervidero de saqueadores y asesinos. Tras
perder la posibilidad de capturar a Marcos el Griego se habían quedado
desorientados, pero no les duró mucho. Si algo caracteriza a un vikingo y a un
comerciante es el pragmatismo, y si en este perro mundo hay un vikingo y un
comerciante dignos de ese nombre son Ingvar y Mohamed.
Es extraño, piensa Ingvar mientras se abren paso por el violento caos que
los separa de San Pablo; Mohamed no era para él más que un instrumento, y
luego, vivencia a vivencia, se ha transformado. ¿En qué? ¿En uno de sus
hombres? ¿En un compañero? ¿En un amigo? Sí, puede que algo de eso. Y, lo
que es peor, concluye con una sonrisa torcida: se ha convertido en una especie
de tío o de abuelo. Ingvar se recrimina a sí mismo su estupidez. Mohamed es
lo que es, un condenado comerciante que lo vendería con gusto si el precio
fuera bueno. Pero mientras avanzan lo mira de reojo, en el centro de la cuña,
en el lugar más seguro y junto a su sobrino, Leif Rompehuesos, y no puede
evitar que su sonrisa cargada de cinismo mude en algo parecido al cariño.
—¡Al infierno con los dioses! —chilla, y sus hombres lo miran extrañados
—. ¡Los dioses siempre están riéndose de nosotros y sólo aprecian una cosa!
¡El valor! ¡Así que valor y adelante, que hay dos barcos que llenar de tesoros!

Página 261
Mohamed tropieza con algo y cae de rodillas. El hombre que va tras él
trastabilla y la cuña se detiene tratando de recomponerse. Mientras busca
apoyo para levantarse, Mohamed tantea una pequeña y sellada vasija. No sabe
por qué, pero se la guarda bajo las ropas y, aceptando las bromas de Leif y de
los demás, retoma la marcha en su puesto.
Leif había sido un arruinado cuerpo doliente. La vida es realmente
extraña: abandona al hombre sano sin pensárselo y se empeña en quedarse
dentro del cuerpo de quien ha sido dado por muerto. Pero Leif no reflexiona
sobre tales cosas. Simplemente vive. Le han fabricado un encaje especial para
que pueda atarse el escudo al muñón, y sus fuerzas, perdidas casi por
completo en Tahert, han vuelto. Ahora, aquí, empuñando la espada, se siente
bien, y las llamas hacen que sus greñas parezcan todavía más rojas.
León Keraunos logra incorporarse y camina hacia la oculta poterna que
usó para salir de Roma y pasar al Vaticano. Pero está cerrada.
Suspira, resignado, y sale de la columnata. Quizá se trate de una señal.
Quizá sea la vía por la que llegar a la expiación: quedarse al otro lado de los
muros aurelianos y pelear por los sepulcros de los apóstoles.
Pero por las ventanas de San Pedro se ve la diabólica luz de los incendios,
y de la basílica salen ríos de saqueadores cargados con las riquezas allí
acumuladas durante quinientos años. León puede ver como sacan incluso el
gran altar de mármol. Y eso facilita la elección: irá a defender San Pablo, la
gran iglesia construida por Teodosio I y Honorio y terminada cuatrocientos
cuarenta y dos años atrás.
Anda sin prisa. Su apatía ante los asesinatos, violaciones, saqueos e
incendios entre los que camina le valen una extraña seguridad. ¿Quién
molestaría a uno que pisa firme y tranquilo entre las llamas del jodido
infierno?
Sólo se atreve a hacerlo un insensato sarraceno que, ebrio de sangre y de
vino, le corta el paso lanza en ristre. Hay hombres que siempre elijen mal, y
éste debe de ser uno de ellos. León detiene con la espada su lanzada, y luego,
sin modificar el ritmo de su paso, le destroza la mandíbula de un tajo y le abre
el rostro de parte a parte.
San Pablo ya está cerca. La construcción es más grande y espléndida que
la vecina San Pedro. León ve como un grupo de sarracenos desborda al fin la
férrea defensa que frisones y francos habían establecido en la escalinata y se
apresura para morir con los defensores.
Abu Massar al-Asturqi entra al fin en San Pablo. Y se maravilla. Tras las
grandes puertas se abren cinco fastuosas naves abovedadas, sostenidas por

Página 262
gigantescas columnas con capiteles corintios y una infinidad de colores y
matices distintos. Hasta los suelos, de mosaico, son asombrosos, y las
lámparas de plata y oro que alumbran el espacio son para Massar como el
reclamo de un buen cuerno de batalla. Al fondo lo espera un arco de triunfo
decorado con un mosaico donado por la augusta Gala Placidia en el que se
representa a Cristo en el día del Juicio Final, con mirada severa y rodeado por
los símbolos apocalípticos de los cuatro evangelistas; a sus pies aparecen los
veinticuatro ancianos flanqueados por los apóstoles Pedro y Pablo. Como en
la otra basílica, hay un espléndido altar bajo el cual se guardan, en un gran
sarcófago de bronce dorado, los restos del apóstol Pablo. Y, como en la otra
basílica, el oro, la plata y las piedras preciosas brillan por doquier.
León Keraunos se suma a la castigada defensa. Arrinconados en un
extremo de la entrada a la iglesia y sin poder ya impedir que una avalancha de
enemigos penetre en el recinto sagrado, siguen combatiendo un puñado de
francos y frisones. Son hombres valientes junto a los que valdrá la pena morir.
León destroza la nuca de un sarraceno, apuñala los riñones de otro y se
abre paso, situándose junto a un franco que lo mira extrañado pero que
asiente, como dando a entender que toda espada es bienvenida.
Pero por diestro que sea el kentarca con su arma, los enemigos son
muchos y los defensores van cayendo uno tras otro. León no cuenta a los
caídos, sean francos, frisones o sarracenos. Simplemente quiere combatir
hasta la muerte.
Pero será otro día. Súbitamente, la retaguardia de los saqueadores es
despedazada por un feroz ataque.
Ingvar ve a su antiguo kentarca León Keraunos y todo cobra sentido.
Pues, aunque haya perdido a Marcos el Griego, aunque el perro le desvelara
que el puñetero óstracon que llevó siete años al cuello era una maldita broma,
ahora, ahí delante, en la escalinata de San Pablo, tiene al jodido León, y él sí
que sabe cómo llegar al tesoro.
—¡A por ellos! ¡Vamos a darles duro!
—¿Darles duro? —pregunta, extrañado, Mohamed.
—¡Acabo de ver a León Keraunos, y si lo atrapamos tendremos el tesoro
en nuestras manos!
Es una explicación convincente. Así que Ingvar conduce la cuña vikinga y
hace trizas la retaguardia sarracena.
León lo ve. Ve a Ingvar Bjorson y no puede creer que la fortuna sea tan
sumamente retorcida. El propio Ingvar despacha al moro que se batía con

Página 263
León y luego, ensanchando la sonrisa y con un malicioso brillo en los azules
ojos, se queda mirándolo.
—Mi querido kentarca, los dioses nos ponen siempre en la misma jarra de
cerveza, por así decir. Y me debes la vida.
León Keraunos sabe que está atrapado. Y eso, curiosamente, lo libera.
Está visto que Dios ha dispuesto que viva, y, de forma involuntaria, Ingvar
está dándole la oportunidad que esperaba para ir a recoger su tesoro. Porque
es suyo, y ya se lo hará saber al bárbaro rhos que tiene enfrente. Si es
necesario seguir viviendo, mejor será hacerlo rico y tranquilo. Al fin y al
cabo, ha hecho por el Imperio el mayor de los sacrificios y ya puede retirarse.
Sus muchachos del Medusa se las apañarán sin él, y así no tendrá que
engañarlos para poder llevarse el tesoro. Ahora, con Ingvar Bjorson, contará
con barcos y hombres, y, cuando llegue el momento, ya verá cómo librarse
del bárbaro.
—Sí, te debo la vida.
—Me engañaste.
—¿Acaso tú no lo habrías hecho?
Ingvar ríe con fuerza y asiente.
—Sin duda. Pero ahora, kentarca, no me engañarás. Ahora me llevarás
hasta el tesoro.
—Hagamos antes un trato.
—Un hombre acorralado no hace tratos.
—Un hombre acorralado hace los mejores tratos.
Ingvar se lleva la mano a la barba y lanza una mirada de reojo a
Mohamed. El viejo comerciante asiente e Ingvar se vuelve hacia Keraunos.
—Habla.
—Yo sé dónde está el tesoro y puedo llevarte hasta él. Tú tienes dos
barcos y hombres de guerra. Nos lo repartiremos: la mitad para mí y la otra
mitad para ti.
A Ingvar le da la risa. ¿Cómo se puede ser tan osado? Le gusta aquel
hombre. Es un valiente, un cínico, un aventurero. Es como él.
—¡Ja! Te daré la décima parte y ya será demasiado, kentarca.
—No tendrás nada si no te ayudo. No aceptaré menos de un tercio.
—Tengo conmigo a cien hombres y todos tendrán su parte. Y, además,
cuando vuelva al norte quiero ser rey, y ser rey es caro. Te daré la quinta parte
y eso es todo. Déjalo y muere o tómalo y sé rico.
León sabe que es todo lo que puede sacar. Siempre habrá tiempo de
renegociar después.

Página 264
—Trato hecho —dice, mostrando su sonrisa y tendiendo la mano.
Ingvar está contento. Después de todo, engañar a este bobo ha sido más
fácil de lo esperado.
—Pero hay un problema —dice León, haciendo desaparecer la sonrisa del
nórdico.
—¿Qué problema?
—Le pedí a mi hermano que escondiera las indicaciones que dejé en el
óstracon verdadero. Necesito esas indicaciones para hallar el sitio exacto
donde escondimos el tesoro.
Ingvar no se fía, pero aquello tiene sentido. O lo parece.
—¿Dónde están esas indicaciones?
—En un libro que mi hermano escondió en el mausoleo del emperador
Honorio y su familia.
—¿Y dónde coño está ese mausoleo?
—Allí —responde León, señalando con su espada la llameante basílica de
San Pedro.
Ingvar sigue la dirección de la espada y sabe que la noche va a ser larga,
pues la iglesia está ardiendo y en torno a ella hay un vendaval de sarracenos
devastando y arrasando todo.
—¿Estás seguro?
—Sí. Mi hermano me escribió diciéndome esto: «Los versos del nuevo
Noé te aguardan junto a las hijas de la espada de Roma».
Ingvar sacude la cabeza. Los romanos, ciertamente, están locos.
—«Los versos del nuevo Noé» hace referencia al libro que le envié y
donde escondí las indicaciones: los poemas y panegíricos que Jorge de Pisidia
dedicó al emperador Heraclio, quien fue llamado «nuevo Noé». Las «hijas de
la espada de Roma» sólo pueden ser las hijas de Estilicón, María y
Termancia, esposas del emperador Honorio que descansan junto a él en el
mausoleo. Tenemos que ir allí y encontrar el libro.
—¡Por los cojones de Thor! ¿Es que no hay nada sencillo en este perro
mundo?
Efectivamente, no lo hay. Por eso, apretando los dientes, se encaminan al
mausoleo de Honorio atravesando el infierno de nuevo.
Los hombres de Abu Massar al-Asturqi han tomado el control de la
basílica de San Pablo y se dedican con avidez al saqueo. A los pies de su jefe,
desparramados por el suelo, están los huesos del apóstol Pablo. ¿Debería
sentir remordimientos? Quizá sí; y quizá los tenga. Pero hay allí tanto oro y
tantas riquezas que los remordimientos quedan silenciados.

Página 265
Massar sabe que esa noche traza una línea en su vida. La que separa a un
simple jefe de mercenarios de un hombre memorable. Porque el saqueo de
Roma es obra suya. Suyos han sido los años de planes y acuerdos, los
esfuerzos y los desvelos. Y ahora Roma está arruinada, pero no del todo
violentada. Porque, aunque las riquezas de las grandes basílicas son ya suyas
y de los demás jefes de la gran alianza, tras los muros aurelianos hay mucho
más: docenas de iglesias y monasterios, casas de ricos nobles y mercaderes,
millares de cautivos…
La cabeza de san Pablo rueda al ser golpeada por uno de sus hombres. El
cráneo llega hasta sus pies y Massar agacha la cabeza para ver las cuencas.
Pero no están vacías. Unos ojos amarillos y feroces lo están mirando.
—¡Dios misericordioso! —exclama mientras retrocede asustado.
Ajeno al terror de Massar al-Asturqi, el fuego danza en el bronce del gran
sarcófago. Sus destellos dorados han sido apresados durante sólo un instante
por los huesos casi opalinos de las cuencas vacías del santo. Pero el miedo de
Massar, cebado con el recuerdo infantil de una diminuta iglesia asturiana en
Navidad, no lo abandona. Ni lo abandonará nunca.
—¿Qué miráis? ¡Terminad aquí y reuníos fuera, hay que tomar Roma!

Página 266
CAPÍTULO 74

Esa misma noche. Roma

Demetrio corre tomando la mano de Aretí. Cuando salen al exterior de la


basílica de San Pedro, el torbellino es más violento que nunca.
—¡A la derecha! —grita. Bajan la escalinata sorteando saqueadores
enloquecidos y cadáveres destrozados. Nadie los detiene. El rostro del
sifonario infunde terror a casi todos, y la espada lo hace con los demás.
Ya han dejado atrás la escalinata y corren hacia el norte, hacia el monte
Theatrum que se alza sobre la campiña romana y desde el que puede
contemplarse toda la urbe.
Por lo pronto, lo que contemplan es la devastación: ya no quedan edificios
que no estén derrumbados o siendo comidos por las llamas; ya no quedan
habitantes del Borgo que no hayan sido asesinados o capturados, salvo los que
han huido hacia Porto o hacia el norte. Pues hacia Roma no se puede huir. La
ciudad permanece con todas sus puertas cerradas, y en ningún momento de la
espantosa noche se ha hecho nada desde ella por auxiliar a los extranjeros que
habitaban en el Vaticano o por enviar refuerzos a la defensa de las basílicas.
Nada se ha hecho. El papa ha permanecido en vela, mirando desde el
castillo de Sant’Angelo como el fuego y la espada sometían al juicio divino el
barrio extramuros. El anciano obispo comprendió que no habría perdón
cuando las llamas reventaron las ventanas de San Pedro y el humo comenzó a
brotar de sus tejados.
Demetrio no mira a Roma, sino al futuro. El futuro es Aretí y también el
monte Theatrum, la colina más alta de la región romana en cuyos bosques
puede estar la salvación. Pero, en esa noche maldita, la salvación depende
también del acero de su espada.
La tiene en la mano cuando un sarraceno, que los ha visto, hace caracolear
su caballo para girar entre las llamas y cargar sobre ellos con la lanza.
Demetrio suelta a Aretí y encara al jinete.

Página 267
—¡Sigue corriendo, Aretí, no mires atrás! —le dice a la muchacha
mientras espera el choque con el agresor.
El encontronazo es duro. La lanza falla su objetivo, el pecho de Demetrio,
pero el caballo lo golpea con fuerza y lo derriba. El sarraceno vuelve a tirar de
las riendas y carga de nuevo sobre el caído Demetrio.
El sifonario alza la espada y detiene el golpe de lanza, pero el choque de
las armas es tan violento que hace que ambas vuelen y que Demetrio caiga
nuevamente al suelo. Se da ahora tal golpe en la cabeza que queda
semiinconsciente. El sarraceno salta con rapidez de su caballo, desenvaina su
espada y la alza sobre Demetrio para darle muerte.
Pero la muerte le llega a él por la espalda, en forma de lanza empuñada
por las manos de Aretí.
Demetrio mira como la punta sale por el pecho de su enemigo, como éste
se derrumba y como aparece tras él Aretí, con el rostro lívido y los labios
temblorosos.
—¡Por san Teodoro el recluta! —exclama él sin poder dejar de mirar a la
inesperada amazona.
Su gesto de sorpresa y admiración es lo suficientemente cómico y
exagerado como para apartar a Aretí de la conmoción y llevar una sonrisa a su
cara.
—Las danzarinas somos rápidas —le dice a Demetrio mientras éste corre
a abrazarla.
Y se besan como aquel día en el barco, cuando la batalla giraba en torno a
ellos y sus labios. Los labios del deforme Demetrio Troglita y los de la bella
Aretí, que ahora se confunden y se transforman otra vez en fuego y canela.
—Vámonos de aquí —le susurra ella separándose lentamente de su boca.
El caballo del musulmán permanece desorientado y asustado por los
incendios, a seis pasos de ellos. Demetrio lo calma y sube a Aretí; luego salta
tras ella y agarra las riendas. A poca distancia surge un grupo de saqueadores
y la huida comienza de nuevo.
Galopan alejándose más de los incendios y la matanza, pero con un
puñado de guerreros sarracenos persiguiéndolos. La noche, que ya es
madrugada, los acoge, y pronto el monte Theatrum va creciendo ante ellos. Al
subir la primera boscosa pendiente, Demetrio refrena al caballo y mira atrás:
los perseguidores están muy cerca. Tras ellos se ven rojas llamas, y a su luz
las docenas de navíos musulmanes en el Tíber y las grandes murallas de
Roma atestadas de defensores y ciudadanos atemorizados. En el destruido
Vaticano, los capitanes moros reúnen y organizan a su gente. El saqueo está

Página 268
allí concluyendo y se aproxima el momento de lanzar el primer ataque sobre
las defensas de la urbe.
—No resistirá… —murmura Demetrio mientras dedica un recuerdo a sus
camaradas del Medusa.
—A veces ocurren cosas increíbles, Demetrio —le responde ella
abrazándole con más fuerza la cintura. Y a él le parece entonces que sí, que
todo es posible.
Vuelven a galopar escapando de la muerte entre la densa floresta,
ascendiendo a la cumbre del Theatrum y con la certeza, por efímera que sea,
de que todo es posible. Aunque estén a punto de morir bajo las lanzas y las
espadas enemigas.
Una flecha pasa zumbando junto a la oreja de Aretí. El respingo de la
muchacha desequilibra a Demetrio, que, al desplazar su peso, hace trastabillar
al caballo.
Caen rodando entre los árboles, junto a la cumbre y con Venus brillando
en la madrugada. Los moros se disponen a cargar sobre ellos.
Aretí gatea hasta Demetrio; se abrazan y se ponen en pie. Sus manos están
entrelazadas y se aprietan con fuerza. Van a morir, pero nunca imaginaron
morir así: sabiendo que a su lado habría alguien que no les fallaría, que no los
dejaría atrás, que preferiría caer a su lado a seguir viviendo sin el otro. Eso los
hace mirarse y sonreír justo antes de ser atravesados por el acero.
Y entonces, tras ellos, coronando el Theatrum, brotan caballeros cubiertos
de cota de malla que empuñan lanzas mientras hacen ondear los estandartes
de sus formaciones y los de su señor, Luis II, rex longobardorum, que al
frente de su scara acaba de llegar en auxilio de Roma.

Página 269
CAPÍTULO 75

Madrugada del 26 de agosto del 846. Roma

Cubrir el espacio que separa las basílicas de San Pablo y San Pedro ha sido
más difícil de lo que hubieran podido imaginar. Los pasos han sido dados
sobre un mar de sangre y cadáveres. Los vikingos de Ingvar se parecen
mucho a los defensores sajones, francos y frisones, y eso atraía sobre ellos
ataque tras ataque de los grupos sarracenos que hormigueaban rapiñando y
haciendo cautivos. Mohamed les gritaba en árabe que eran hombres de Walid
Abd al-Malik, y, aunque a veces funcionaba, otras no lo hacía y tenía que
decidir el acero.
Pero ya están allí, entrando en la saqueada San Pedro y buscando el
condenado mausoleo del emperador Honorio. Dos sepulcros de ese tipo hay
en la basílica: el Templum Provi, con la tumba del senador y prefecto Anicio,
y el mausoleo imperial de Honorio y sus esposas. Los dos situados junto a la
tribuna y cerca del baptisterio. Para llegar hasta ellos habrá que atravesar el
fuego.
El fuego real y ese otro que anida en los hombres que empuñan hierro
afilado. Pues, aunque el saqueo del gran templo prácticamente ha concluido,
aún vagan por allí una o dos docenas de moros que acuden como lobos en
cuanto ven entrar al grupo de Ingvar.
No son ahora rivales para los nórdicos. Los vikingos, ansiosos de oro,
están poseídos por una frenética fiebre de combate que espanta a los
musulmanes y que les permite llegar junto a las tumbas imperiales.
Los sarcófagos son de mármol y ricamente tallados, y el azar ha decidido
que León Keraunos e Ingvar tengan algo que celebrar: están intactos. El
cercano Templum Provi no ha tenido la misma suerte, y los huesos del
senador y prefecto Anicio yacen esparcidos por el suelo y confundidos con
los trozos de la tapa de su sarcófago.
—¿Y ahora? —pregunta Ingvar a León.
—Ahora hay que decidir.

Página 270
—¿Decidir qué?
—Decidir si abrimos el sarcófago de la primera esposa de Honorio, María,
o el de la segunda, Termancia.
—Esperad.
Quien les pide que esperen es Mohamed, y los dos, León e Ingvar, se
giran con cara de sorpresa.
Mohamed sonríe y no se da prisa en hablar. Le proporciona cierta
satisfacción aquel momento.
—Kentarca, los viejos tenemos buena memoria para los acertijos. El que
te planteó tu hermano decía: «Los versos del nuevo Noé te aguardan junto a
las hijas de la espada de Roma».
—¿Y?
—«Junto a» no es lo mismo que «con». Creo que el libro que buscas no
está en el sepulcro de ninguna de las dos emperatrices, sino junto a sus
tumbas, y yo diría que más bien entre ambas. —Y, diciendo esto, se sitúa con
pasmosa seguridad entre los dos grandes sarcófagos, el de María y el de
Termancia, y golpea las losas de mármol que hay en el espacio.
—¡Aquí! —exclama con una expresión de alegría infantil que casi hace
desaparecer sus arrugas.
Ingvar y León se miran, se encogen de hombros y se acercan a la losa de
mármol. Luego, introducen la punta de la espada en las juntas que la unen a la
siguiente y hacen palanca. La losa se levanta y la desplazan con ayuda de las
manos.
Un libro. Envuelto en un paño encerado. Un libro sencillo, no un códice
ricamente adornado, sino uno de esos que venden por un nomisma de oro en
los tenderetes que hay cerca de la basílica Illus o en el foro de Constantino,
allá lejos, en la rutilante Constantinopla. Eso es lo que ven y lo que las manos
trémulas de León Keraunos toman.
—¿Está ahí lo que buscamos?
León pasa las hojas y encuentra el pasaje donde Jorge de Pisidia celebra
como nuevo Noé al emperador Heraclio. Y allí, como era de esperar, están las
cifras, los ángulos y las anotaciones que los llevarán hasta el punto de la costa
de Kravunia en que naufragaron, y hasta la colina y la caverna donde
ocultaron el gran cofre.
—Aquí está.
—Pues no sólo tú lo leerás —lo advierte Ingvar.
—Tú no sabes leerlo.

Página 271
—Pero Mohamed, sí, y además sabe usar un astrolabio —le replica
Ingvar, ampliando la sonrisa y poniendo amistosamente su manaza sobre el
hombro de un satisfecho Mohamed.
Ha llegado la hora de correr. Y cuando uno sale de un infierno para ir en
busca de un tesoro, corre mucho.
Corren hacia el Tíber. Esquivando grupos de guerreros moros y teniendo
encontronazos con otros, consiguen llegar. Allí hay un maremágnum de
gentes aterrorizadas que van a ser llevadas a los campamentos que los piratas
han dispuesto en Ostia, y a las que espera la esclavitud. Hay también millares
de guerreros que embarcan el botín hecho o que se organizan para preparar un
primer ataque de tanteo a los muros aurelianos. El caos es fabuloso y la
confusión es una buena aliada para los que escapan.
Una aliada que les permite tomar uno de los botes y llevarlo a remo hasta
el centro de la corriente del río para dejarse llevar por sus aguas. Son dieciséis
hombres; cinco compañeros no regresarán a sus drakkar.
Pronto, el remolino de barcos sarracenos queda atrás y las riberas y
recodos les ocultan las llamas. En la proa de la pequeña embarcación, León
Keraunos esconde las últimas lágrimas que verterá por su hermano y abraza el
libro con el que se hará rico.

Página 272
CAPÍTULO 76

Amanecer del 26 de agosto del 846. Monte Theatrum, a las afueras de Roma

El rey Luis de Italia, hijo del emperador Lotario y bisnieto de Carlomagno,


tiene veintiún años y echa de menos a su última amante, una eslava de rojos
cabellos y generosos senos. Viene dejando tras él a buena parte de su ejército,
a sus infantes y jinetes de leva, apresuradamente convocados por el bannum
que ha emitido y que obliga a los designados a presentarse para una campaña.
Así que cabalga únicamente a la cabeza de su scara real, sus hombres de
guerra, que no tienen más profesión que la espada ni más señor que Luis.
Hace dos meses estaba muy al norte, en la salvaje frontera entre el
Imperio carolingio y las tribus paganas de los eslavos. Combatía allí con
cambiante fortuna cuando le llegaron las primeras noticias que decían que los
sarracenos se preparaban para tomar Roma. No hizo caso de ellas. Algo nada
extraño, pues a los veintiún años uno nunca cree en las malas noticias. Pero a
éstas, por lo general, les da lo mismo que creas o no en ellas, y el ataque
contra Roma del que alertaban lo puede ver el propio Luis ante sus ojos,
desde la cima del Theatrum. A menos de dos millas de la ciudad, contempla
como arden las basílicas de San Pedro, San Pablo y San Lorenzo y un puñado
más de iglesias, hospitales y grandes edificios, además de un sinfín de
cabañas y casas. A su luz, a la luz de las llamas, ve miles de sarracenos y
decenas de sus negras naves varadas en la ribera del Tíber.
Son muchos. Probablemente no menos de dieciséis mil hombres, y él sólo
lleva consigo a seis mil. Pero él fue coronado en San Pedro, la misma basílica
que ahora arde a sus pies, y se supone que es rey de los longobardos y de
Italia, y que el papa Sergio II le ciñó un arma con la que debe defender al
reino y a la Iglesia. Ahora, mientras sopesa todo eso y evalúa las fuerzas,
lleva su mano a la empuñadura de la gran espada enjoyada y trata de imaginar
qué habría hecho su legendario bisabuelo Carlomagno. Luego, vuelve la
mirada hacia el hombre y la mujer que acaban de salvar con su arrolladora

Página 273
aparición y arruga de nuevo el entrecejo ante el extraño rostro del varón,
medio arrasado por las quemaduras, y la belleza deslumbradora de la mujer.
—¿Cuántos enemigos creéis que se han concentrado? —pregunta Luis al
hombre del rostro quemado.
Demetrio se da cuenta de que aquel rey tan joven está indeciso. La
indecisión es buena amiga de la derrota.
—Miles, mi señor. Según escuché en Roma antes de que irrumpieran los
sarracenos, la flota que venía de Hispania traía consigo once mil hombres y
quinientos caballos, y la que venía de África y Sicilia no bajaba de ocho mil
hombres. Han dejado guarniciones en las arruinadas Ostia y Porto, pero aun
así yo diría que ahí abajo y en las naves que han varado o fondeado en el
Tíber debe de haber más de quince mil guerreros.
Luis asiente. Ésos son, poco más o menos, sus cálculos. Seis mil
caballeros francos y longobardos contra dieciséis mil sarracenos. ¿Bastará?
Tiene que bastar.
—Sois un soldado del emperador de los griegos, ¿verdad?
—Soy un soldado del basileus de los romanos —responde Demetrio sin
poder frenar el orgullo.
Luis sonríe y asiente. Aquel joven rey empieza a gustarle a Demetrio.
—Si volvéis a Oriente, Demetrio, contadle a vuestro emperador que el rey
Luis, hijo del emperador Lotario, luchará con gusto a su lado contra los
sarracenos que infestan Italia. —Y, diciendo esto, Luis hace una señal a uno
de sus hombres, que se acerca a Demetrio y le entrega una bolsa de monedas.
Luego, con seductora sonrisa, saluda galantemente a Aretí. Ha tomado ya
su decisión: su bisabuelo, el gran Carlomagno, cargaría sobre los sarracenos.
—¡Hombres! ¡Sois los hijos de los guerreros que Carlos el Grande
condujo a la inmortalidad! ¡Sois el hierro y la guerra! ¡Sois mis scariti
homines, mis compañeros de batalla! ¡Allá, a nuestros pies, Roma sucumbe!
¡Habéis oído lo que estos dos griegos nos han contado: los sepulcros de los
santos apóstoles han sido profanados! ¿Sois hombres? ¿Sois cristianos?
Y un rugido feroz y seis mil veces multiplicado sale de las gargantas de
sus hombres.
—¡Pues entonces, hermanos, seguidme a la batalla y que Cristo sea el filo
de nuestras lanzas!
Seis mil caballeros se ponen en marcha, y el mons Theatrum comienza a
retumbar al trote de sus monturas. Ahora galopan rugiendo batalla,
embrazando escudos y empuñando lanzas, y el nuevo sol asoma en el
horizonte oriental. La primera luz de este día arranca chispas de los yelmos,

Página 274
de las armaduras, de las vibrantes moharras de las lanzas, y un joven rey
cabalga hacia la derrota.
Demetrio los ve pasar, cuneus tras cuneus de caballería, hasta contar
ciento veinte de ellos. Ve a los jinetes convertirse en figuras diminutas que se
precipitan sobre el campus neronianus, sobre el campus vaticanus, sobre la
antesala llameante de Roma, para llevar a la ciudad el acero y la muerte.
—¿Salvarán Roma? —le pregunta Aretí tomándolo de la mano.
—No lo sé. Pero sé que al menos se salvarán ellos.
Ella lo mira, extrañada.
—Son hombres de batalla y van a la más hermosa que se pueda dar —
explica él. Aunque sabe que ella no puede entenderlo y que, probablemente,
él tampoco lo entienda del todo. Pero sabe también, porque ha vivido mucho,
que lo que importa en esta vida, lo que hace que uno esté dispuesto a vivir
contra toda esperanza, o a morir por los demás, no puede ser entendido.
Solamente sentido. Y él siente que el río de jinetes que refulge bajo el martillo
de luz de ese nuevo día es un río de héroes.
Pero se dirigen al combate contra hombres duros. Hombres que también
creen que Dios está con ellos y que dará fuerza al filo de sus espadas.
Massar al-Asturqi oye los gritos, los cuernos y la algarabía, y sube a
lomos de un caballo para mirar al noroeste. Entonces los ve. Ve a los soldados
de Luis. Una marea de caballos de guerra montados por hombres embutidos
en cotas de malla y con las caras sombrías ocultas por yelmos de hierro.
Empuñan lanzas que buscarán su corazón y el de todos los que forman la flota
sarracena.
—¡Escudos y lanzas al norte! —grita. Otros jefes lo imitan, y pronto,
girando y dando la espalda a los defensores de Roma, se forman densos
cuadros de guerreros que apuntan sus armas hacia los francos y longobardos
que cargan sobre ellos.
Así, disponiendo sus filas en formación de jamis, llevan los guerreros del
islam obteniendo victorias doscientos años; y así piensan obtener una más
ahora, este día.
Massar, Walid Abd al-Malik y los demás jefes sitúan delante de sus
lanceros a grupos de honderos y arqueros para formar la muqaddama, los
tiradores que desgastarán al enemigo en su avance y que luego retrocederán
tras los escudos y las lanzas de sus compañeros, alineados en tres grandes
cuadros de tres filas de profundidad. Los jinetes, unos centenares, retroceden
y se sitúan en los extremos para impedir que la caballería cristiana envuelva a

Página 275
la formación musulmana. Desde las naves se apoyará a la fuerza con el tiro de
los almajaneques instalados en las más grandes.
Todo está listo. El suelo truena bajo los pies de los lanceros del islam.
Juntan sus escudos corsarios y piratas de todos los emiratos y califatos del
mar Romano, que se recuerdan con vítores y bravuconadas la hazaña que
acaban de lograr: conquistar las iglesias más sagradas de la cristiandad. Ahora
se dan ánimos para conseguir dos más: derrotar a aquel ejército que se les
viene encima y tomar la mismísima Roma.
El joven rey Luis ve ahora a los arqueros y honderos musulmanes, y como
las flechas y las piedras zumban y golpean a su alrededor. Los jinetes de la
scara real comienzan a caer, y el monarca alza su escudo y nota como una
piedra impacta contra él y le hace temblar el brazo. Siente el doloroso
calambre y se encoge, porque la próxima piedra o la próxima flecha pueden
acertar en su cabeza o en su estómago, así que ruge para diluir su miedo y su
caballo brinca al sentir el aguijón de los estribos. Los enemigos retroceden
tras los escudos y lanzas de sus camaradas, y un muro de moharras con filos
mortales recibe ahora a los atacantes. Hacia ellos van con furia, con arrojo,
con miedo, los guerreros cristianos.
La carga del joven Luis se rompe. Porque, desde que el mundo es mundo,
ninguna carga de caballería ha roto una formación de lanceros que se
mantiene en orden y con los escudos cerrados y las lanzas alzadas, y los
hombres que los aguardan son hombres endurecidos por muchos años de
corso y piratería, por luchas en cien islas y costas, por batallas libradas con
dureza contra los romanos de oriente, contra los longobardos de Spoleto,
Benevento y Salerno, contra los francos, contra los astures, contra el mundo
entero al que han ido sometiendo. Y no retroceden, sino que aguantan las filas
y sus picas detienen a los caballos de guerra y a los soldados que los montan,
los scariti homines de Luis, y la tierra se empapa de sangre de caballo y
sangre de hombre que se mezclan perversamente. Se ven bestias que patinan y
ruedan derribando a sus jinetes, quebrándoles los huesos bajo su enorme peso,
dejándolos indefensos ante las espadas que vuelan a rematarlos, y se ven
hombres ensartados en lanzas, hombres destripados, hombres que aúllan de
miedo, de furia, de dolor, hombres que hacen corcovear a sus monturas y
descargan sus lanzazos o sus tajos de espada sobre las formaciones cerradas;
hombres que espolean con desesperación a sus brutos y los hacen penetrar
entre las filas sarracenas para descargar hierro, destrozar cabezas y aplastar
enemigos bajo los cascos de sus caballos. Todo eso se ve, y Luis, el joven rey,
batalla, golpea, ruge, se mea de miedo, sigue rugiendo, sigue golpeando y

Página 276
deja el miedo atrás, y sigue, cargando una y otra vez, y durante un breve y
maravilloso instante, un orgásmico instante de locura guerrera, parece que el
jamis musulmán se va a derrumbar, y luego todo pasa y sólo queda,
finalmente, la fría derrota. La retirada, las heridas y las lágrimas de rabia.
Luis mira atrás. Mira a los guerreros que lo acaban de derrotar y sólo sabe
una cosa: que volverá. Regresará, y en esa batalla por llegar será él quien
venza y otro el que llore de frustración e impotencia.

Página 277
CAPÍTULO 77

En ese mismo momento. Roma

Sergio II, centésimo segundo obispo de Roma, llora también. Lo ha visto


todo, pues, aunque es un viejo de huesos retorcidos, aunque lleva días sin
dormir, aunque ayuna y reza de continuo, no se ha retirado de las murallas.
Sus ojos acuosos de anciano parecen querer apagar ellos solos los mil
incendios. Pero las lágrimas avivan los fuegos que lleva dentro y los que
arden a sus pies; los que le ha mostrado la batalla que se acaba de librar no se
extinguen con el llanto ni con la sangre.
Y es mucha la que se ha derramado allí, ante él. Tanta que parece que sus
esperanzas de salvación y de auxilio han quedado aplastadas por una losa de
sangre coagulada.
Pronto, Massar al-Asturqi reorganiza fuerzas. Mira hacia los muros y cree
ver de nuevo al obispo de la ciudad. Lo saluda con la espada. Lo que debe
hacerse, debe ser hecho cuanto antes, y él ha venido a saquear Roma.
Se bajan almajaneques de los navíos, se colocan y se disparan sus
proyectiles contra los muros aurelianos mientras se disponen arietes y escalas.
El sol declina y los preparativos para el asalto van avanzando al tiempo que la
escasa caballería musulmana persigue a los derrotados francos o se dispersa
por la campiña romana para saquear sus aldeas desprotegidas.
Lejos, más allá del Theatrum, buscando la seguridad de los bosques de la
Toscana, un hombre y una mujer se aman junto a un manantial. Aretí besa a
Demetrio y él la desnuda con infinita ternura y manos temblorosas. El cuerpo
de él es fuerte, y aunque las quemaduras se extienden por parte de su pecho,
es un cuerpo hermoso que ansía amor. Con las manos, ella le toma el rostro,
dividido entre el tormento de las quemaduras y una masculina belleza, y le
besa los párpados, las cicatrices horrendas, los labios rotos… Son besos que
curan, besos que limpian, besos que liberan. Demetrio deja atrás el profundo
miedo que lo ha atenazado desde que el fuego brillante le alcanzó el rostro y
se lo arruinó. El miedo al rechazo, a provocar repulsión, a no poder ser

Página 278
amado. Ya no hay temor. Los besos de Aretí le devuelven algo más precioso
que el rostro: le rehacen el alma, le llevan paz a la mente, le sanan el corazón.
Demetrio deja que ella lo cabalgue. Las manos de Aretí son hábiles y lo
llevan dentro de ella. Su tensa virilidad la penetra y la humedad caliente que
los envuelve trae una magia intensa y rítmica. Demetrio sabe que ya sólo hay
un lugar donde será por completo.
Aretí lo siente con excitación. Apresa su miembro con la vagina y lo
conduce al delirio paso a paso. Sus senos se alzan cuando arquea la espalda, y
las oleadas de placer inundan su cuerpo mientras retira las manos del rostro de
su amante y las hunde en su pecho, enredando los dedos en el vello y tirando
de él al tiempo que el éxtasis la va invadiendo.
Demetrio toma sus senos. Pequeños, bien formados, tan suaves que
parecen reclamar una nueva palabra que pueda definirlos. Siente como ella
acelera el ritmo, como lo hunde más y más en su calidez húmeda, como sus
muslos se contraen espasmódicamente y como se derrama sobre él llevándolo
a un lugar donde el fuego no hace daño.
Ella se desmorona sobre su pecho de varón y él la abraza y le besa los
oscuros cabellos. Demetrio está ahora llorando. Aretí le besa las lágrimas y
las mezcla con las suyas, y dos que andaban perdidos caminarán ahora juntos.
Pero en la vida se camina con algo más que los pies, y Aretí, una niña
abandonada en las calles de Constantinopla, lo tiene claro.
—¿Cuántas monedas tiene la bolsa que te dio el joven rey?
Demetrio sale de su dulce sopor, se incorpora y rebusca entre sus ropas.
Encuentra la bolsa y se la lanza a Aretí.
—No tengo ni idea. Cuéntalas.
Aretí vierte el contenido sobre sus ropas y cuenta: cuarenta monedas de
plata. Sonríe con picardía antes de hablar.
—Cuarenta monedas de plata. Con esto podremos viajar y mantenernos
hasta llegar a un sitio donde instalarnos.
—¿Instalarnos?
—Tú, mi amado, no vas a volver a ser el sifonario de ningún dromon.
Demetrio no replica. La determinación que ha notado en esas palabras es
un regalo. Y uno que sea medianamente inteligente no rechaza un regalo.
—Entonces soy un desertor.
—Un desertor afortunado —asiente ella con una encantadora sonrisa y
dándole un beso.
—Creo que al norte, en el interior de la Toscana, la vida es próspera. Y
que es un lugar donde no llegan los piratas sarracenos.

Página 279
—Un lugar así será un buen lugar para empezar juntos.
—Con cuarenta monedas de plata será difícil comenzar —reflexiona él.
Aretí, triunfante al escuchar lo que esperaba, saca la bolsa que le dio el
papa y arroja su contenido sobre la plata del rey Luis: veinte monedas de oro.
Demetrio se sorprende. Aquello suma el equivalente a dos años de sueldo
en la flota imperial, y les permitirá comprar una casa y acomodarse en
cualquier ciudad de la Toscana o la Umbría.
Entonces, con repentina y alegre malicia, saca su propia bolsa, la bolsa
con sus ahorros tras diez años de servicio al Imperio. Suma treinta monedas
de oro más a la cuenta.
—¿Taberneros o campesinos? —pregunta ella.
—Nací en los campos de Tesalónica. Sé de bueyes, de caballos, de ovejas,
de trigo y de viñas.
—Jamás pensé que terminaría siendo una campesina —bromea ella.
—Bueno, con nuestra pequeña fortuna podremos tener algunos
sirvientes…
—Yo sólo sé danzar… —agrega Aretí, compungida.
—¿Y qué otra cosa se hace en la vida? ¿Qué es la vida sino danzar? —
replica él con una sonrisa y tomándola en sus brazos. El acuático tintineo del
manantial se mezcla con sus risas.

Página 280
CAPÍTULO 78

Desembocadura del Tíber

León se siente tan raro como un cocodrilo del Nilo en las nieves de los
salvajes fineses. Los barcos ocultos de Ingvar, sus dos drakkar, han sido
rápidamente puestos a flote y ya reman hacia el mar. A su izquierda, la isla
Sacra, la que divide en dos la desembocadura del Tíber, los esconde de los
musulmanes instalados en Ostia; y él, a bordo del barco de Ingvar, no es
quien da las órdenes. Tras tantos años como kentarca, eso le parece
desagradablemente extraño.
Ingvar mira a León Keraunos, y, con esa habilidad para la burla que tienen
los hombres astutos, se acerca a él dando grandes zancadas sobre la cubierta.
—Aquí —le espeta con su mejor sonrisa—, yo soy el kentarca.
—Mejor. Me deprimiría si tuviera que capitanear una nave como ésta —
replica León, devolviéndole la irónica mueca.
—¡No hay barco en los jodidos mares de este mundo que supere al mío!
—Si tú lo dices…
Ingvar se frota la barba y se queda quieto junto a León Keraunos. Están en
la proa; la cabeza de dragón que la adorna ha sido repuesta y el río se
ensancha más y más buscando el mar. Gaviotas rápidas y taimadas revolotean
en torno a ellos esperando alguna oportunidad, y dos audaces delfines se han
atrevido a salir a su encuentro pasando de la sal de las olas a las dulces aguas
del Tíber.
—¿Qué harás con tu parte del tesoro? —pregunta, al fin, Ingvar.
León se toma su tiempo. Le gustaría contestar que espera que no sea una
parte, sino el tesoro entero, pero aparta la idea y deja fluir su sueño.
—Quiero vivir tranquilo. He combatido y navegado demasiado.
—¡Ja! Nunca se combate ni se navega demasiado.
—Estoy cansado. Quiero una gran casa, campos, sirvientes, caballos,
libros y una barca con la que salir a pescar.
Ingvar medita sobre lo que acaba de oír y se encoge de hombros.

Página 281
—Yo, tal como te dije, voy a ser rey. Pero un rey inquieto. Al fin y al
cabo, mi gente me llama el Viajero. Hay demasiado mundo por ver como para
quedarse tan pronto en casa. Así que construiré una veintena de barcos como
éste, alistaré un millar de lanzas, tomaré un reino y pasaré los veranos
saqueando a mis vecinos y los inviernos junto a la chimenea, tocándole el
culo a mi esposa y bebiendo cerveza.
—¿Estás casado?
—Aún no, pero ya he decidido con quién me casaré. Ella no lo sabe,
desde luego, pero lo que importa es que yo lo he decidido ya.
—¿Y si la chica ya se ha casado cuando vuelvas a tu tierra?
—¡Ja! Las viudas son las mejores esposas. Si se ha casado, ayudaré a su
esposo a ir al Valhalla. Yo soy así, kentarca: generoso.
—¿Cómo es tu país?
—Mi país es una mierda —le contesta Ingvar, ensanchando la sonrisa—.
El mejor país del mundo. En invierno hace un frío horrible que parece que no
termina nunca, la tierra es mala y llena de piedras, los enemigos te acechan de
continuo, la gente se muere todo el rato, se pasa hambre… En fin, esas cosas.
Pero, por lo demás, es la tierra más hermosa que puedas imaginar. Las
montañas se alzan sobre lagos de aguas tan cristalinas que reflejan sus nieves
en el azul y las ondas. Hay montones de salmones y de ciervos, y siempre
encuentras un oso con ganas de que lo caces. De tanto en tanto, te cruzas con
un uro o un bisonte. La leche es la mejor que puedas beber y nuestras mujeres
fabrican la más sabrosa mantequilla del mundo. Siempre estamos con ganas
de celebrar banquetes y de hacer la guerra… Una buena tierra y la mejor
gente. Te lo digo yo, kentarca.
León no puede evitar sonreír. Le gusta Ingvar y sabe que al rhos le ocurre
lo mismo con él. En cierta medida, la más íntima y mejor medida, ambos se
saben iguales. O semejantes, si se trata de ser precisos.
—Quizá vaya a ver tu tierra.
—Un griego debilucho no aguantaría un invierno en el país de los gautas
—lo pincha Ingvar.
—Los debiluchos griegos os hemos dado ya a los rhos alguna que otra
paliza.
—Yo diría más bien que vuestro oro es muy persuasivo, y nos hace pensar
que siempre es más práctico luchar por vosotros que cortaros la garganta.
En ese momento se les suman Leif Rompehuesos y Mohamed. El joven
Leif no se separa del mercader. Una singular amistad ha surgido entre ellos y
el muchacho escucha ávidamente todo lo que le cuenta el viejo comerciante.

Página 282
Ingvar se sorprende de que su sobrino esté aprendiendo árabe con fluidez. Y
le parece una estupenda idea, pues de vez en cuando se darán el gusto de
descender desde el norte sobre la tierra del confín de Occidente para
saquearla, y siempre es práctico que alguien hable bien la lengua de los que
van a ser privados de sus bienes.
León saluda a Mohamed. Puede que sean gentes de fe enfrentada, pero
son civilizados y por eso ambos sienten al otro más próximo que a los
vikingos.
—¿Has leído a Severo Sebokht y su tratado sobre el uso del astrolabio? —
pregunta Keraunos a Mohamed.
—Sí, es el más útil de los tratados sobre esa ciencia. Y el único que ofrece
una respuesta acertada al mayor problema.
—¿El mayor problema?
—Fijar la longitud de un lugar. Con la latitud, bien lo sabes, no hay
dificultad.
León asiente. Tiene que tener cuidado con Mohamed. Si conoce aquello,
si ha leído a Severo Sebokht y sabe fijar la longitud, no será fácil de engañar.
Pues el viejo Severo, en los capítulos 14, 15 y 25 de su tratado sobre el
astrolabio, logró establecer cómo era posible determinar la longitud de una
posición. Cierto es que el método no resulta exacto, pero sí tiene la suficiente
precisión para poder aproximarse mucho al punto previamente marcado por
las mediciones.
No, no será fácil engañar a Ingvar y a Mohamed. De hecho, León
Keraunos no tiene idea de cómo lo hará. Quizá sería bueno ir asumiendo que
su mejor opción es aceptar el trato. ¿Pero puede fiarse de que Ingvar lo
cumplirá? No, claro que no. Eso sería como confiar en que una vaca vaya a
ponerse a filosofar.
—¿En qué piensas? —le dice Ingvar sacándolo de sus cuitas.
—En que tenemos una larga travesía por delante.
—Larga y tranquila —responde el vikingo.
Salen al mar abierto y, casi al momento, ven como tres naves sarracenas
dirigen la proa hacia ellos.

Página 283
CAPÍTULO 79

En ese mismo momento. Costa de la desembocadura del Tíber

Al-Aarbi mira hacia donde señala su vigía y ve los dos barcos serpiente. Se
acaricia la barba y medita. No ha querido quedarse a seguir saqueando la
campiña romana ni a sitiar Roma, porque el botín hecho en el sepulcro de San
Pedro y en su basílica es tan grande que ha atiborrado sus tres barcos. Es rico,
muy rico, y eso, cuando uno es sabio, invita a la prudencia. Incluso cuando
reparta entre sus hombres el botín y pague su parte al viejo Jacobo al-Tamani,
seguirá poseyendo tanta plata, tanto oro y tantas perlas, gemas y ricas sedas
como jamás imaginara, lo que significa que es el momento de ir a Fez y
presentarse ante Fátima bint Mohamed Al Fihri.
Pero esos barcos serpiente… Está seguro de que son los de ese zorro de
Ingvar, al que no pudo apresar en Tahert. Y eso, fracasar en algo, siempre lo
saca de sus casillas.
—¿Les damos caza? —le pregunta su segundo.
Al-Aarbi se lleva la mano derecha a la corta empuñadura de su espada y
sonríe.
—No, no vamos a darles caza. Es hora de gozar de lo conquistado.
¡Rumbo a Tahert!
Sus barcos enfilan la ruta y el azul parece borrar veinte años de sueños;
veinte años deseando volver a ver a Fátima.

Página 284
CAPÍTULO 80

Atardecer del 27 de agosto del 846. Roma

El almajaneque dispara un contundente proyectil que se estampa contra los


sólidos muros aurelianos. Construidas hace más de quinientos setenta años
por el emperador que les da nombre, y reparadas y ampliadas por el augusto
Honorio hace cuatrocientos cuarenta y cuatro, las murallas de la vieja Roma
son extraordinariamente fuertes, y el bombardeo de las escasas máquinas de
guerra sarracenas no está haciendo mella en ellas. Tampoco la han hecho los
esporádicos asaltos a algunas de sus puertas. En realidad, la única forma de
tomar Roma parece ser privándola de alimento, y de eso se encargan los
guerreros musulmanes dedicados al pillaje y a la tala sistemática de los
campos romanos.
Miles de campesinos hechos esclavos a punta de espada han sido
conducidos ya a Ostia, y muchas naves han partido hacia Palermo, hacia los
puertos de al-Andalus y hacia Tahert a llevar las buenas nuevas y los primeros
tesoros y cautivos de la tierra romana. Pero Massar al-Asturqi quiere más.
Desde su posición, entre las columnas quemadas del arrasado atrio de San
Pedro, contempla como los almajaneques siguen disparando monótonamente
contra las murallas, y sabe que debe ir pensando en una táctica que le permita
acortar los tiempos. Cierto es que han logrado derrotar al ejército del rey Luis
que acudía en auxilio de Roma, pero se habla de un segundo ejército que,
encabezado por el margrave y duque de Spoleto, avanza al rescate de la
ciudad sitiada.
Además, al sur continúan estando las flotas de napolitanos, amalfitanos y
sorrentanos, y, aunque Massar cree que no se atreverán a aparecer por el
Tíber, nunca se puede estar seguro… ¿Debería hacer como ese perro mestizo
de Al-Aarbi y conformarse con lo que ya ha logrado? No, él, Massar, nunca
se conforma. Por eso sigue vivo; por eso no es un pastor consumido por el
hambre y el miedo; por eso es Massar al-Asturqi, señor de hombres y dueño
de su propio destino.

Página 285
Y su destino es conquistar Roma. Fija su atención en la arruinada
columnata que comunica los restos humeantes de San Pedro con el castillo de
Sant’Angelo y decide que ésa será la vía de ataque que ensayará la mañana
siguiente.
Sergio, papa de Roma, sabe que está roto por dentro. El dolor que le
agarra el pecho es continuo. Sabe que es un dolor hecho de pena, de
vergüenza, de arrepentimiento, de frustración, de penitencia. Ha decidido
permanecer allí, en Sant’Angelo, junto a la pequeña iglesia que conmemora la
aparición de san Miguel y que él mismo mandó remozar y decorar
espléndidamente. El papa sabe que sus hombres, los hombres de Roma, lo
observan. Si se retirara, se propagaría el desánimo. Puede que sólo sea un
encorvado anciano y que Dios lo haya abandonado, pero seguirá allí, en su
puesto, convocando a los ángeles y alentando a los hombres.
Los catorce patroni que encabezan los catorce numeri de las catorce
regiones de Roma están detrás de él. Son los hombres más ricos y poderosos
de la ciudad. Se ufanan en llevar títulos como cónsul, dux, tribunus o comes,
y junto con el resto de la nobleza romana dicen, neciamente, constituir el
senado de Roma. ¿Qué senado? Esos tiempos pasaron, y ahora sus
rimbombantes títulos son sólo un signo patético de que el mundo se hunde en
el ocaso.
¿Por qué luchar, entonces? Quizá porque ésa es la condición humana.
¿Acaso no lucharon los apóstoles? A su manera, combatieron, y antes que
ellos lo hicieron otros muchos, con la palabra, con la espada, con el oro…
¿Por qué Dios permite aquello? ¿Por qué permite que los sarracenos saqueen,
maten y violen a los verdaderos creyentes? Porque él, el papa, y todos los
demás, obispos, nobles y hasta el más miserable esclavo, permiten la
corrupción, la violencia, la mentira y la traición… ¿Es ésa una buena
respuesta? Probablemente no lo es, pero tampoco serviría de nada una buena
respuesta. Lo único que sirve, lo que siempre ha servido y servirá, es luchar.
Así que lucharán. Un hombre de Guy de Spoleto ha logrado romper el
cerco y entrar en la ciudad. Trae noticias: mañana, al amanecer, el duque
caerá sobre los sitiadores y necesita que los mílites romanos se le sumen.
El papa ha hablado ya con los patroni y, al fin, cuando lleguen los de
Spoleto dejarán de esconderse tras los muros y saldrán a combatir.

Página 286
CAPÍTULO 81

Amanecer del 28 de agosto. Roma

Guy, margrave y duque de Spoleto, ha dispuesto ya a sus hombres. Los ha


ocultado en los bosques que ciñen la vía Triunfal y espera sorprender a los
sarracenos. Lo que lo preocupa es que los hombres de las milicias romanas no
lo sorprendan a él incumpliendo su parte del plan: atacar también a la hora
convenida.
Guy sabe que ese temor nace de su propio gusto por la traición.
«Probablemente», piensa reprimiendo la sonrisa, «soy el mejor y mayor
traidor de Italia». Y no le disgusta eso. ¿Acaso no estafó miles y miles de
monedas de oro a sus parientes, los príncipes de Benevento y Salerno,
prometiéndoles a ambos su apoyo en la guerra que sostenían entre sí? Fue una
buena jugada aquélla. Pero ahora no puede traicionar a nadie, o, por mejor
decir, no le conviene traicionar a nadie. Su señor, al menos de nombre, el rey
Luis, lo convocó en Roma para luchar contra los moros, y, aunque se ha
asegurado de llegar tarde para no sumar sus lanzas a las del jovenzuelo
monarca franco, no puede dejar de cumplir con su obligación de presentarse
en el lugar. Sería algo demasiado grosero. Además, su retraso no tenía otro
objetivo que reservar para él solo, Guy, la gloria de ser el salvador de Roma.
Y es que, cuando uno ha traicionado a todo el mundo, necesita un poco de esa
gloria para hacer olvidar sus traiciones.
—¡Gastaldos! ¡Soldados! ¡No hay lanzas mejores que las vuestras! ¡Hace
dos días, los sarracenos batieron al rey Luis! ¿Nos batirán también a nosotros?
Guy hace una pausa y sonríe traviesamente al escuchar la esperada y
atronadora respuesta de sus hombres.
—¡Pues claro que no! ¡Ésos, los del rey, son niñas delicadas, mientras que
vosotros, mis hermanos, sois más duros, salvajes, fieros y audaces que nadie!
¡Somos las lanzas de Spoleto! ¡Somos la muerte! ¡Y la muerte cubierta de
hierro no puede ser derrotada!

Página 287
Avanzan saliendo de los bosques y formando cunei de caballería y
columnas de infantería. Guy, una vez más, se obliga a confiar en que los
hombres del papa no lo dejarán en la estacada.
Sergio II está dispuesto. El sol ha salido ya y las huestes enemigas están
atacando aprovechando la columnata en el sector de Sant’Angelo. El aire
parece vibrar con los miles de flechas que vuelan en torno a él, y los
atronadores mazazos de las piedras y proyectiles arrojados por las máquinas
de guerra hacen temblar el suelo que pisa. Pero él, ajeno a todo, levanta su
báculo y da la orden. La orden y la bendición, pues envía a los romanos a la
muerte.
Los numeri surgen de las puertas de Roma. Son tres mil hombres. Tres
mil lanceros pobremente armados que constituyen más de la mitad de la
fuerza con la que la ciudad cuenta para defenderse.
Enseguida, atraídos por su salida de la muralla, los sarracenos caen sobre
ellos. Los estandartes romanos oscilan, y sus torpes formaciones, hechas con
hombres de leva que ayer amasaban el pan o empuñaban el martillo del
herrero, titubean.
Sin embargo, aguantan. La lucha es feroz y Massar al-Asturqi alienta a
sus asesinos beneventanos. La sangre brota, el acero raja, los hombres chillan
y, paso a paso, los romanos retroceden hacia las puertas por las que acaban de
salir.
Sergio II, como Moisés, sigue con el báculo levantado mientras sus
hombres combaten a los nuevos madianitas. No sirve de mucho, pero no sabe
qué otra cosa hacer.
—¿Enviamos al resto de los numeri? —le pregunta su primicerius.
Y el papa sabe que la respuesta que dé sellará el destino de Roma.
—Sí, ¡enviadlos a todos! ¡Por san Pedro y san Pablo, por Cristo, por Dios!
¡Combatid! ¡Romanos, combatid!
Tras el súbito ardor vienen el miedo, la debilidad, la duda. Pero ya está
hecho.
Otros dos mil seiscientos romanos salen por las puertas en ayuda de sus
apurados paisanos. Se suman al combate y los estandartes de los numeri
vuelven ahora a avanzar, haciendo retroceder a las filas sarracenas.
Massar ruge órdenes y, junto a él, otros capitanes mueven sus tropas, las
alientan, las envían de nuevo a la batalla. Una pequeña fuerza de caballería,
no más de doscientos jinetes, lanza una carga sobre los de Roma.
Guy aúlla de alegría. Los romanos han cumplido su parte. Los sarracenos
están tan centrados en aniquilarlos que no se han percatado de que los de

Página 288
Spoleto ya están sobre ellos. Por un momento, un divertido momento, su
naturaleza traidora le susurra que espere. Sí, que espere a que los romanos
sean aniquilados y que luego, tras derrotar a los musulmanes, se apodere de
Roma. ¿Qué podría hacer el papa sin hombres bajo su mando? No podría
hacer nada, y él, Guy de Spoleto, sería rey de Roma.
Pero no, debe ser realista. Este día no es día para el traidor, sino para el
héroe y el buen cristiano.
—¡Atacad! ¡Atacad! —brama.
Las filas musulmanas, sorprendidas por la acometida de flanco, vacilan y
se quiebran. Los romanos se rehacen y cargan de nuevo, y los de Spoleto
llegan barriendo todo.
La confusión es total. La superioridad numérica de los sarracenos, y su
mejor adiestramiento y armamento, se ven compensados por la sorpresa que
sus enemigos han preparado.
El papa sonríe. Algo está cambiando. Gira la cabeza y mira a la pequeña
iglesia que conmemora la aparición de san Miguel, y se convence a sí mismo
de que él, san Miguel, está allí y ha desenvainado su espada de fuego.
Sergio II cae de rodillas y se persigna. Sus ojos están colmados de lágrimas.
Y, aunque sabe que no es cierto, señala al ángel inexistente y ve, la ve
claramente, su ígnea espada.
—¡Romanos, combatid! ¡Dios nos envía a san Miguel arcángel!
Massar huye hacia el sur, otros lo hacen hacia el norte y otros se embarcan
y bajan por el Tíber.
Mientras galopa al frente de sus hombres, Massar cierra los ojos, cansado
y frustrado. No puede evitar que le venga a la mente la empalada cabeza del
lobo al que decapitó tantos años atrás, en las montañas de Asturias.

Página 289
CAPÍTULO 82

22 de septiembre del 846. Costa de Kravunia, en el Adriático suroriental

Aquél es el lugar. El maldito lugar donde naufragaron siete años atrás. Los
mismos escollos, el mismo acantilado, la misma playa de guijarros, las
mismas colinas oscuras y la misma lejanía de farallones y montañas cerrando
el horizonte.
Al sur y al este han dejado una impresionante hendidura, un tajo abierto
por el mar entre los montes que da acceso al puerto de Ascruvium, la
arruinada ciudad de los antiguos romanos. Ingvar definió el lugar como
«fiordo». Más al norte, la costa se volvía aún más ruda, y al cabo, tras unos
afilados escollos, apareció inesperadamente la playa del naufragio.
Recordando la hostilidad de los bárbaros eslavos kravunios, Ingvar decide
dejar sus drakkar fondeados a buena distancia de los escollos y de la playa.
Desembarca con veintiséis hombres, a los que se suman Ingvar, su sobrino
Leif Rompehuesos, Mohamed y León Keraunos.
El cielo está levemente velado. El sol no queda oculto del todo y se
localiza fácilmente, pero no brilla con fuerza. Aún no llueve y puede que no
lo haga en todo el día, pero el tiempo está cambiando. La sensación de que
pronto vendrá la tormenta no es ajena a ninguno de ellos. No hay, pues,
mucho tiempo que perder.
No lo pierden. Ingvar se siente tenso. Tras más de siete años de espera, de
anhelo, de sueños y trabajos, está donde quería estar y a punto de hacerse con
lo que más ansía: el tesoro que Teófilo, basileus de los romanos, envió a
Ludovico Pío, rey emperador de los francos.
Grita algunas órdenes y deja seis hombres junto a los dos botes, a la vista
de los drakkar. Entonces penetra con el resto en la densa floresta que se alza
en donde los guijarros de la playa terminan.
Bajo los robles se detienen. Ingvar mira a León Keraunos y ambos se
sostienen la mirada. Han navegado juntos muchos días y algo peculiar ha

Página 290
surgido entre ellos. ¿Amistad? Ni por asomo, pero sí un cierto reconocimiento
y una simpatía nacida de la mutua admiración.
—¿Y bien? —pregunta por fin Ingvar.
León toma el astrolabio que le tiende Mohamed y estudia las indicaciones
contenidas en el libro de Jorge de Pisidia. Con sumo cuidado, ajusta el aparato
y toma la posición del sol. Luego se lo tiende a Mohamed, que hace otro
tanto: leer las primeras indicaciones y medir, a su vez, la altura del sol,
asintiendo para dar a entender que coincide con el kentarca.
—Por aquí —dice León. Todos lo siguen adentrándose en la espesura.
Robles, avellanos, algún abetal, pinares… Llegan junto a un gran fresno
de poderosas raíces y León sonríe al reconocer el lugar. Se sitúa entre las
raíces y saca de nuevo el astrolabio para tomar otra vez la posición del sol y
medir la de una gigantesca peña que se entrevé a través de los árboles, y cuya
redondeada cima está coronada por dos acebos. Es una operación delicada:
primero ajusta una aguja sobre la circunferencia llena de muescas que sirve de
base al astrolabio y luego mueve una segunda circunferencia; después, gira
hasta una determinada posición dos discos insertados en la parte delantera del
ingenio. Alza de nuevo el astrolabio en dirección al sol y luego, por segunda
vez, hacia la cima de la gran peña con los acebos. León Keraunos dedica
entonces su atención a la parte trasera del astrolabio, adornada con los
símbolos del zodiaco y que cuenta con una aguja y con dos pínulas. Por fin,
tras repasar todas las operaciones, asiente y pasa el instrumento a Mohamed,
que nuevamente confirma las mediciones del kentarca.
Reemprenden la marcha hacia el norte. Mil pasos más y llegan junto a un
roble hendido por un rayo. Ahora es Ingvar quien reconoce el lugar, y el
corazón le brinca. Aquello funciona, están en el buen camino; el camino que
lleva al tesoro. Se detienen. Nuevas mediciones, nuevas comprobaciones y
otra vez a adentrarse en el sombrío bosque en dirección a una línea de
elevaciones que cimbrea en la lejanía, más allá de la espesura.
Giran hacia oriente y caminan cuatro mil pasos sobre un terreno que, lenta
pero incesantemente, se va elevando y quebrando hasta ser cortado por el
curso de un riachuelo de aguas frías y claras. Tras vadearlo, viran hacia el
oeste y alcanzan un claro donde León Keraunos vuelve a sacar el astrolabio y
a medir la altura del sol.
Más bosque, colinas cada vez más abruptas y un nuevo claro en el que se
eleva una vieja torre romana desmoronada que Ingvar saluda con una
exclamación de triunfo. También recuerda ese lugar.

Página 291
El cielo se oscurece sobre ellos, y unas pocas gruesas gotas de lluvia
golpean el rostro de León mientras hace mediciones con el astrolabio.
—El tiempo se está poniendo feo. Si el cielo se sigue nublando no
podremos usar el astrolabio —murmura León.
—Un poco de lluvia no hace daño a nadie, y lo que por aquí abajo, en el
sur, llamáis tempestad, es sólo un apacible día de lluvia para nosotros, los del
norte. Además, falta muy poco. La colina que subimos antes de dar con la
cueva donde escondimos el cofre está ya muy cerca —le replica un
entusiasmado Ingvar.
León asiente. Es cierto. Están muy cerca. Están malditamente cerca, y aún
no tiene un plan para librarse del rhos.
Así que retoman la marcha por el bosque y alcanzan una rocosa colina a la
que ascienden y desde la que contemplan una gran panorámica de la región:
abarca desde el mar, donde pueden distinguir los dos drakkar fondeados cerca
de la playa, hasta la cordillera que se alza al sur y las infinitas florestas que
escapan hacia el este y el norte.
Ahora bajan y ascienden una nueva colina. Y en ella, al fin, aparece la
caverna en la que escondieron el tesoro.
—¡Por el bendito y tuerto Odín! ¡La encontramos! —estalla Ingvar,
abrazando a León, a Mohamed y a su sobrino Leif, y celebrándolo luego con
todos sus hombres.
La expansiva alegría del jefe vikingo resulta contagiosa, e incluso León,
que no deja de pensar en cómo traicionarlo, tiene que sonreír ante aquel
torbellino de júbilo.
A lo lejos, de súbito, se oye el largo aullido de un lobo. Todos callan. Es
demasiado temprano para los lobos.
Pero están allí, ante la boca de la cueva, y eso importa mucho más que el
aullido de un lobo impaciente.
—Ha llegado el momento de entrar —sentencia Ingvar tras contemplar
como sus hombres despejaban la entrada de la diminuta caverna.
León asiente y sonríe.
—¿Tú y yo, Ingvar? —pregunta al vikingo.
Ingvar se mesa la barba sin dejar de sonreír. No se fía de León, y, al fin y
al cabo, recuerda muy bien que el kentarca enterró unos pocos lirios
envenenados en el suelo de la caverna.
—¿Tú delante?
—Yo siempre voy delante, Ingvar.

Página 292
León va a intentarlo. Va a intentar que Ingvar se clave uno de los abrojos
envenenados que plantó en el suelo de la caverna. Será un desafortunado
accidente. Puede que Leif y los demás vikingos se pongan furiosos y quieran
darle muerte, pero cree que Mohamed será capaz de imponerles sensatez. Al
fin y al cabo sólo él, León, tiene los conocimientos necesarios para sacarlos
de allí, llevarlos a la playa y capitanear los barcos. Por eso cree que podrá
convencerlos de llevarse el tesoro y de repartirse entre todos la parte de
Ingvar.
¿Por qué planea algo así? No es, ciertamente, por el oro, pues tampoco
importan tanto unos cientos más o menos de monedas. Es porque aquello se
inició hace más de siete años como un duelo de ingenio entre Ingvar y él, y a
él, a León Keraunos, le gusta ganar. Y es también porque sabe que Ingvar
está, en ese mismo momento, pensando en cómo jugársela. Así que será mejor
adelantarse.
Ingvar se prepara. Sabe que León lo va a intentar. Pero él ya tiene su
propio plan: pondrá mucho cuidado y no moverá un dedo sin comprobar qué
hace León. Cuando saquen el tesoro, dejará sin sentido al kentarca, lo
abandonará allí, tendido junto a la cueva, y le llenará la bolsa con veinte o
treinta monedas. Más que suficiente para un cabrón astuto. Cuando el jodido
León despierte, ellos estarán levando anclas y volviendo a casa. Sabe que eso
es pasarse de generoso, pero él es así: de corazón blando.
León Keraunos se pone de rodillas, ocupando el lado izquierdo de la
entrada de la pequeña caverna. Ingvar sonríe.
—Ponte mejor a la derecha, kentarca —le dice, ocupando el lugar de
León.
—León tuerce el gesto y se coloca donde le indica Ingvar. Hay que
comenzar. Los dos se arrastran dentro. Cada movimiento es una agonía.
Palmo a palmo se impulsan apoyando con sumo cuidado manos y rodillas.
León comprueba cada apoyo antes de echar su peso sobre el siguiente tramo e
Ingvar trata de ajustarse a cada gesto del kentarca.
Entonces la nota, Ingvar nota la punta en su rodilla derecha. Fría,
punzante, a punto de traspasar sus ropas y de rasgarle la piel. Se queda
helado.
—Tengo un jodido lirio pegado a la rodilla —susurra, sin atreverse ni a
alzar la voz.
León sonríe. No puede evitarlo. Gira la cabeza y ve el pálido rostro de
Ingvar aún más pálido que de costumbre, y sus azules ojos exageradamente
abiertos. Le gusta ver aquello.

Página 293
—No apoyes tu peso —le aconseja con cinismo, pues está viendo como
Ingvar se sostiene sobre sus palmas y rodillas rozando ya con su cabeza y
espalda el bajo y rugoso techo de la cueva. No tiene espacio para alzarse, para
separarse de la punta envenenada que le raspa ya la rodilla. Están en el tramo
más angosto de la caverna, allí donde la cercanía agobiante del techo impide
despegarse del suelo y obliga a estar en un precario e incómodo equilibrio si
uno no quiere apoyar todo su peso ni dejarse la piel de la espalda contra el
áspero granito.
Por eso plantó dos lirios en ese lugar. Y por eso se colocó a la izquierda,
para que Ingvar, siempre desconfiado, le pidiera que pasara a la derecha.
Ingvar no ha tenido tanto cuidado. Ingvar va a morir.
El vikingo suda. Suda y tensa sus músculos. Tiene que avanzar. Avanzar
sin echar su peso y pegándose al áspero techo hasta arrancarse el pelo y
despellejarse la espalda. Y lo hace. Lentamente, muy despacio. Sudando,
temblando, ignorando como la roca del techo le desgarra la túnica y la piel, el
cuero cabelludo y hasta la puñetera alma.
Y llega al segundo lirio. Esta vez lo nota pinchándole la palma de su
abierta mano derecha, muy cerca de donde late su pulso, y la punta
envenenada parece querer unirse al ritmo de su sangre y emponzoñarla.
—¿Otra? —pregunta León tratando de no mostrar en exceso su malicioso
regocijo.
Ingvar traga saliva. Aprieta los dientes, lanza una tensa y desafiante
sonrisa a León y sigue. Dedo a dedo, palmo a palmo, deslizándose sobre las
dos puntas envenenadas y rogando a Odín y a todos los dioses para que no le
atraviesen las ropas y le arañen la piel.
Y pasa. León se siente un poco defraudado, pero también, y extrañamente,
un tanto aliviado.
—Será difícil volver por ahí arrastrando el cofre —dice a Ingvar, que aún
está tratando de recuperar el aliento y el control.
—¡Lo que será difícil es que no te arranque el corazón y me lo coma
crudo delante de ti!
—¿Nervioso? Te hacía más duro.
—¡Vete a besarle el podrido culo a Hel!
—A lo mejor tenía que haberme acompañado Mohamed. Tú no pareces ya
dotado para estas cosas.
Ingvar echa fuego azul por los ojos mientras León, dándose la vuelta,
continúa reptando.

Página 294
Alcanzan el muro de piedras apiladas delante del tesoro. Las sacan una a
una, dejándolas a sus costados. Y por fin aparece el cofre. Grande,
espléndido, de buen cedro adornado con herrajes de oro y de plata. Ambos
olvidan por un momento su duelo y se maravillan, pues lo tienen: ya tienen el
tesoro.
Arrastrarlo afuera es un suplicio. Cada palmo del recorrido. No pueden
apoyarse del todo en el suelo por miedo a los abrojos envenenados, y no
pueden alzarse mucho porque se lo impide el bajo techo de la cueva. En
semejantes condiciones, empujar un pesado cofre que cuatro hombres podrían
mover a duras penas resulta una tarea casi imposible que demanda hasta el
último resto de sus fuerzas.
La tapa del cofre roza el techo y los músculos de ambos hombres son
llevados al límite. Tiemblan, sudan, resoplan. Cada vez que apoyan una mano
o una rodilla se les encoge el vientre y se les cierra la garganta. Por eso se
pegan al techo, por eso ignoran la sangre que brota entre sus cabellos. Y
sudando, sangrando y empujando salen al sol.
Los hombres de Ingvar gritan de alegría y sacan el cofre con un último
empujón. Ambos se ponen en pie con las piernas temblando y se miran.
Ingvar sonríe. Ha llegado su momento. Abraza a León y se dispone a tomarlo
por sorpresa y propinarle un cabezazo.
Repentinamente, un corto venablo mata al vikingo que salta de alegría
junto a Ingvar y León. Es algo tan inesperado que todos callan y se quedan
mirando como imbéciles al hombre que, con la garganta atravesada, se
derrumba a sus pies.
Un aullido de lobo resuena y del bosque salen los feroces kravunios
empuñando sus lanzas, sus hachas, sus arcos alimentados con flechas
envenenadas. Son hombres toscos; llevan el torso desnudo y la cabeza
afeitada con porciones de sus cabellos a modo de cresta o de larga cola.
Algunos lucen tatuajes, otros llevan pinturas de guerra, otros grandes barbas
en las que tintinean anillos de bronce o huesos de pájaro. Están furiosos.
Siempre lo están, y no soportan que los extranjeros pisen su tierra sin pedirles
permiso.
Más venablos, algunas flechas, vikingos que caen e Ingvar y León que
desenvainan sus espadas y combaten. Combaten con furia; con la furia que se
apodera de uno que ha luchado largos años por algo y ve como se lo quieren
arrebatar cuando ya lo tiene en la mano.
El combate gira, y León e Ingvar quedan espalda contra espalda, con las
armas rojas de sangre eslava y sabiendo que, una vez más y como siete años

Página 295
atrás, la vida de uno depende de la del otro.
León logra ensartar a un kravunio y cubrir a tiempo a Leif Rompehuesos,
que así puede sumarse a ellos.
Poco más puede sumarse. En torno suyo yacen los demás. Vikingos
destrozados o agonizantes y kravunios enloquecidos que siguen llegando y no
tardarán en cobrarse sus vidas.
—¿Tío?
—Di, Leif.
—Vamos a morir, ¿verdad?
—¡Ja! ¡Tan cierto como que el sol calienta!
—¿Romano?
—Di, rhos.
—¿Por qué no te das la vuelta y me atraviesas con la espada?
—¿Por qué no te la das tú y me atraviesas a mí?
Y se echan a reír como dos locos, pues la jodida fortuna sigue siendo una
bromista. Tanto como para haberles preparado, después de siete años,
innúmeras aventuras y medio mundo recorrido, la misma muerte que ya les
ofreció.
Los kravunios atacan y caen sobre ellos encabezados por su jefe, un tipo
grande y pelirrojo con cara de demente y barba enredada.
Entonces estalla en una llamarada. Sí, el pelirrojo con cara de lunático y
enredada barba es ahora una bola de fuego.
El jefe arde, se tira al suelo, se revuelca, y sus hombres más próximos
tratan de apagarlo a manotazos y echándole tierra encima. Pero arde, arde y se
consume gritando, y aquello es magia. Magia que no pueden entender; magia
que da mucho miedo. Y huyen.
Ingvar, León y Leif se quedan asombrados. No pueden apartar la vista del
miserable que se encoge ante ellos en una llama furiosa.
Entonces ven a Mohamed. Al viejo Mohamed, con una sonrisa de niño
arrugado y triunfante.
Se dejó caer cuando comenzó el ataque kravunio, y la ola de eslavos pasó
sobre él como un ciclón. Luego se levantó y recordó el pequeño recipiente
que un mes atrás recogiera en el suelo del Vaticano. Siempre lo había llevado
con él desde aquel día. Sabía lo que contenía: fuego brillante fabricado por
Marcos el Griego para el papa de Roma. Mohamed esperaba vendérselo a su
emir, el emir de Córdoba, cuando regresara a casa. Pero la vida es como es, y
a veces el mejor negocio es no hacer negocio.

Página 296
Epílogo 1

Fez, enero del 847

Fátima bint Mohamed Al Fihri es una gran mujer. Los huérfanos, las viudas,
los pobres de Fez alaban su nombre y la bendicen. Los sabios también. Rica y
generosa, culta hasta lo asombroso, ha fundado un gran centro de saber en la
ciudad. Allí, bajo los más destacados maestros, jóvenes estudiosos se forman
en matemáticas, medicina, astronomía y teología. Eso, haber fundado una
gran escuela de saber, la reconforta. La hace sentirse menos sola. A veces,
tras una cortina de seda o velada por una celosía de madreperla ricamente
tallada, asiste a los debates entre sabios o a las clases de astronomía. Las
estrellas, guardianas del destino, la fascinan. Quizá porque nunca le han
revelado el suyo.
Ahora va a recibir a un hombre. Un hombre venido de lejos que ha
donado una gran suma para el sostenimiento de su escuela. No ha dado su
nombre, pero ella se siente obligada a atenderlo, pues sería una descortesía no
hacerlo.
Se ajusta el hiyab y sus dos sirvientas más fieles se sitúan a sus costados.
Tras ellas, un viejo primo que le debe su sustento proporciona decoro al
encuentro con el desconocido.
Al-Aarbi entra en la sala. Es un lugar hermoso pero sencillo: mármol en el
suelo, una ventana delicadamente cubierta con una celosía de cedro y paredes
enyesadas y adornadas con versos del Corán y azulejos en forma de estrellas
de Salomón.
Allí, bañada por la luz de la ventana, flanqueada por dos damas, está
Fátima bint Mohamed Al Fihri.
El rostro que ella cubre con el hiyab se ha arrebolado al verlo. Él nota su
desazón y sabe que su propia cara está encendida. Son dos chiquillos de
cuarenta y tantos años.
No saben qué decir. Y es el primo de Fátima quien saluda y quien repasa,
exultante, las gestas del ya legendario Al-Aarbi ibn Muley ibn Iuliani

Página 297
al-Hayin, el capitán corsario de Tahert que asaltó Roma y saqueó el sepulcro
de Pedro el apóstol.
Fátima no escucha a su primo. Sus ojos no se apartan de los de Al-Aarbi.
El capitán corsario tiene canas en los cabellos y en la barba, tantas como para
que la plata y el azabache no terminen de dirimir su duelo. Hay profundas
arrugas en sus ojos y en las comisuras de sus labios, y su rostro parece tallado
en cobre. Al cinto lleva una espada enjoyada y sus vestiduras son ricas pero
sencillas. En las manos, llenas de cicatrices, porta un cofre de marfil con
incrustaciones de perlas.
Al-Aarbi sólo desea una cosa: ignorando al primo de Fátima, su atención
y su voluntad están puestas en que ella deje caer su hiyab de seda.
Fátima deja caer el velo. No sabe por qué sus manos lo hacen si ella les
había dado orden de no hacerlo, pero sonríe cuando Al-Aarbi abre un poco
más los ojos al contemplar su nariz, sus labios, sus facciones morenas y
perfectas.
Es tan hermosa como él la recordaba. Quizá más. Ya no es una muchacha,
sino una mujer que ha vivido mucho, sufrido mucho, logrado mucho. Hay
canas de luna en sus cabellos, y una sabiduría profunda en sus ojos que se ve
cubierta de ayuntadas chispas de serenidad y tristeza. Y Al-Aarbi siente, lo
siente como quien siente la corriente de un río poderoso, que si ella lo dejara,
él sembraría la alegría en esos ojos.
—Las gentes cantan tus hazañas en el zoco —dice al fin ella.
—Cuando me fui de Fez sólo era un muchacho. Han pasado veinte años y
he vuelto.
Eso es todo. Y no es poco. Volver siempre es difícil.
—Gracias por tu generosa donación.
—Soy un guerrero. El acero me dio oro, pero es el saber lo que adorna a
los hombres.
Ella asiente. Sabe que sus labios tiemblan y se alarma al comprender que
desea quedarse a solas con él.
—Eres la dama más rica y noble de Fez y yo sólo soy un capitán corsario.
Mis riquezas, mis hazañas, son poca cosa. Nada hay en mis cofres que brille
tanto como tus ojos, Fátima. Y no hay padre ni hermano al que dirigirme para
pedir tu mano.
El primo de Fátima, escandalizado, abre la boca para protestar, pero ella
alza la mano. La misma que a él le da de comer.
Al-Aarbi fija de nuevo sus ojos en los de ella. Fuera, la luz baila a través
de la celosía y el rumor de las cercanas fuentes parece animarlo a seguir

Página 298
hablando.
—Me rechazaste una vez. Han pasado veinte años y ni tú ni yo nos hemos
casado. En esos veinte años he hecho muchas cosas, Fátima, muchas… No sé
si han sido buenas o malas, si soy un héroe del islam o tan sólo un bandido de
los mares, pero sí sé que todas esas cosas las hice pensando en volver junto a
ti… Había planeado regresar haciendo ostentación de mi riqueza y de mi
fama, y pasearlas ante tus ojos recordándote que me rechazaste…
—¿Y ahora?
—Ahora sé que sigo siendo lo que era hace veinte años.
—¿Qué eras?
—Un hombre enamorado. Recházame o acéptame, pero eso no cambiará.
Fátima junta las manos, respira tratando de calmarse, de pensar; luego
deja de hacerlo. No se trata de pensar, eso ya lo hizo veinte años atrás y lo ha
estado lamentando cada día. Sí, ahora no se trata de pensar, sino de sentir.
—Acepto ser tu esposa.
Al-Aarbi siente como se le seca la boca. Con las manos temblando, acerca
el cofre de marfil cubierto de perlas que lleva en las manos y lo deposita a los
pies de su enamorada. Una de las sirvientas lo recoge y se lo entrega a Fátima,
que lo abre. De la caja brotan destellos dorados, blancos y azules. Es una
gargantilla de oro, diamantes y zafiros indios.
—La acepto —dice, con una sonrisa, mientras se la pone.
Al-Aarbi, el mestizo, tiene lágrimas de alegría en los ojos.

Página 299
Epílogo 2

Roma, 27 de enero del 847

Sergio II, centésimo segundo papa de Roma, se muere y lo sabe. Sabe que
pronto estará ante Dios. ¿Qué le dirá? Mientras agoniza, recuerda los restos
de san Pedro desparramados por el suelo, revueltos, despedazados,
incompletos. Así los hallaron cuando, tras la victoria de Guy de Spoleto y de
los numeri romanos, expulsaron a los sarracenos del Vaticano.
Victorias, derrotas… Guy persiguió a un grupo de corsarios y piratas
hasta Centumcellae y los derrotó nuevamente allí. Otro grupo de bandidos
marchó hacia el sur sembrando el terror hasta que Cesáreo, hijo del dux y
magister militum de Nápoles, los venció cerca de Gaeta. Por fin, la flota
enemiga levó anclas y muchas de sus naves se hundieron en el regreso a sus
puertos. ¿Fue todo eso señal de que Dios lo perdonaba y desataba su cólera
contra los sarracenos? Sergio sabe que no es así. Sergio sabe que no fue Dios,
sino el azar y los hombres quienes dispersaron al enemigo.
Le duele el pecho y tiene miedo. Lo enterrarán como a un santo, pero
quizá vaya al infierno. Si él fuera el juez y no Dios, sin duda dictaría
sentencia de fuego… Mientras agoniza, mientras su alma lo abandona,
recuerda precisamente el gran estallido de fuego que envolvió al buen Juan
Keraunos y sabe, es lo último que sabe, que el fuego que consumió a su
bibliotecario era menos poderoso que el que él teme ahora.
Sergio II fallece. Un fulgor lo envuelve. Todo ha sido revelado.

Página 300
Epílogo 3

Benevento, 30 de agosto del 850

Luis II, rey de Italia, aguarda bajo el sol. Con él están miles de sus guerreros,
y miles más aportados por Guy de Spoleto y Sikenulfo de Salerno. Han
derrotado a los sarracenos de Abu Massar al-Asturqi y negociado con
Radelchis de Benevento la entrega del jefe renegado.
Radelchis, príncipe de Benevento, es un buen gobernante y un mal
soldado; un buen hombre y un cobarde. Bajo su gobierno, el gran principado
de Benevento se ha dividido y enfrentado en dos bandos que se han matado
entre sí durante años, atrayendo en su fratricida lucha a los musulmanes al
interior de Italia. Ahora, el rey Luis se ha aliado con el traicionero Guy de
Spoleto y con su enemigo, Sikenulfo de Salerno, y lo han obligado a pactar la
división del principado y la entrega de sus mercenarios sarracenos.
Radelchis tiene miedo. Lo tiene desde que Massar entró a su servicio, y
ahora que ha de entregarlo a Luis, ese miedo es casi paralizante. Pero no
puede detenerse. Ya ha dado la orden a sus soldados: sorprender y capturar a
los hombres de Massar en sus cuarteles y traerle al propio Massar, pues él
mismo ha de ponerlo en manos de Luis.
Massar al-Asturqi está herido. La batalla librada dos días atrás fue dura y
el lanzazo que le dieron en el hombro lo ha dejado postrado. Tiene fiebre y la
boca le arde de sed. ¿Dónde está su sirviente? Lo ha llamado y no viene.
La puerta se abre. Al fin llega el sirviente. Pero no, son hombres de
Radelchis. Lo toman de los hombros, la herida se le abre de nuevo y lo
arrastran por pasillos, escaleras, salas y estancias. Fuera, en los patios de la
gran fortaleza, se oye estruendo de lucha. La fiebre no le deja pensar con
claridad y la sangre que vuelve a manar de su herida le empapa las ropas.
Una puerta se abre. Ante él, pálido, nervioso, está el príncipe Radelchis de
Benevento.
El príncipe está tan acostumbrado a tener miedo de Massar que cuando lo
ve entrar, medio desvanecido, sangrante y firmemente sujeto por los soldados,

Página 301
casi se apresura a auxiliarlo. Luego se recuerda a sí mismo que aquello es
fruto de sus órdenes. Sus ojos ven entonces los pies descalzos de Massar y
nuevamente entra en pánico.
—Siento que no hayan dejado que os calzarais —dice estúpidamente.
Massar al-Asturqi logra esbozar una torcida sonrisa a través del velo de
fiebre y dolor que lo atonta. Aquel tipejo es un maldito cobarde. Él no lo es.
No, los lobos se lo enseñaron: hay que luchar con fiereza, y luego, aceptar la
noche.
—Mejor haríais preocupándoos por mi cabeza que por mis pies.
Y se lo llevan. Se lo llevan a la noche. No a la que aguarda el día, sino a la
que espera a todos los hombres.

Página 302
Epílogo 4

Venecia, octubre del 850

León Keraunos suspira de satisfacción. Está sentado a la orilla del mar, y, a


unos pocos metros de él, su hija Irene busca piedras y caracolas. Es un
hermoso día. Tras ellos hay pinares, y más allá, su finca. Una hermosa finca
con una gran casa y extensos campos donde trabajan siervos y se crían buenos
caballos.
No tiene prisa. A veces echa de menos las aventuras, pero enseguida se le
pasa. Su mujer, Fabia, una veneciana, nunca cree las cosas que le cuenta sobre
lejanos países ni sobre cómo obtuvo su fortuna. Mejor así. En Venecia lo
tienen por un hombre respetable. Es asombroso lo que llega a creer la gente.
Luego recuerda a Ingvar y se da cuenta de que, comparándose con el rhos, él,
León, es ciertamente un hombre respetable.
Pero lo echa de menos. Por Dios que echa de menos al maldito rhos. ¿Qué
habrá sido de él? Después de sobrevivir al ataque de los kravunios lograron
llevarse el tesoro y navegar hasta un lugar seguro. Ingvar y él decidieron, sin
cruzar una palabra, que era mejor no tentar más al destino y no seguir tratando
de engañarse mutuamente. Hubo oro para todos. Mohamed regresó a su patria
con tantas riquezas como Ingvar le prometiera, los vikingos partieron al norte
y él decidió instalarse en Venecia. Tras abandonar a su tripulación y a su
barco no podía regresar a Constantinopla, y después de ésta, Venecia parecía
el destino más aceptable.
Acertó. La vida lo ha tratado bien desde entonces. Echa de menos a su
hermano Juan y a veces pasa un buen rato pensando en el Medusa y en sus
camaradas, especialmente en Demetrio Troglita. Pero es lo bastante viejo
como para no tentar a la suerte deseando cosas que quedaron atrás.
Declina la tarde. Una barca boga desde Venecia a su isla, la isla en la que
se alza su hacienda. El bote toma tierra y tres personas bajan de él: un hombre
de anchos hombros, una mujer de grácil figura y un niño pequeño.

Página 303
León llama a su hija y busca la empuñadura de la espada corta que
siempre lleva encima. Es una vieja y buena costumbre.
Demetrio Troglita ve el asombro de su antiguo kentarca.
León abre la boca.
Se abrazan.
A veces, el mundo es un buen lugar para que se reencuentren dos amigos.

Página 304
Epílogo 5

Britania, octubre del 850

Ingvar Bjorson el viajero es rey. No de un gran reino, pero ¡qué diablos! ¡Es
rey y eso basta! Ahora, en la proa de su drakkar, Rojo destino, ve el
monasterio anglo que va a saquear y el júbilo le sube por la garganta en un
largo grito.
Se lanza al agua y alcanza la playa. Es el primero, como siempre. Tras él,
trescientos lobos del norte. Lucha, fuego, saqueo, violación, y luego… Luego
le duele la espalda.
Se está haciendo viejo. Pero eso no es una novedad. ¿Por qué sigue
haciendo aquello entonces? Porque es un vikingo y porque se le da bien. Eso
es todo.
Alguien le acerca un cuerno de cerveza y lo apura. Eructa, sonríe y piensa
en el culo de su rolliza mujer. ¡Qué mujer!
La vida es hermosa. Lo es. Pero a veces, en la noche, recuerda el mar
Romano y las grandes ciudades, y las aventuras, y a Mohamed. Y también a
León Keraunos.
Pide un nuevo cuerno de cerveza y lo alza, brindando por su kentarca.
Mientras lo apura, se le pasa por la cabeza que quizá sería bueno ir a darle una
sorpresa. ¿Cuánto oro tendrá todavía el jodido León Keraunos? Sí, es una
buena idea.
—¡Ja! ¡Por los dioses que voy a correr una última aventura digna de Thor!
¡Y, de paso, a darle un susto al kentarca!
Grita y decide que, después de dejarlo sin una miserable moneda, le dará
un gran abrazo al jodido griego y luego se beberán juntos una jarra de vino.

Página 305
NOTA HISTÓRICA

En el año 846 de nuestra era, una coalición de corsarios y piratas sarracenos


procedentes de al-Andalus, África y Sicilia atacó Roma y saqueó las grandes
basílicas de San Pedro y de San Pablo; profanaron los sepulcros de los
apóstoles y se llevaron las riquezas allí acumuladas durante quinientos años.
Fue un golpe terrible para la cristiandad y un gran éxito para el islam. Las
fuentes son algo confusas y muy parcas, pero, por autores contemporáneos
musulmanes como Ibn Rustih, sabemos que los guerreros que asaltaron Roma
en el 846 procedían básicamente de al-Andalus y Tahert, y gracias al Liber
Pontificalis y a crónicas como los Annales Bertiniani, La crónica Salernitana,
el Chronicon Casinense o la crónica Langobardorum Beneventanorum,
tenemos noticia de que el Vaticano, a la sazón un barrio a extramuros, fue
saqueado por completo y que sólo la llegada de ejércitos de socorro
encabezados por Luis II y Guy de Spoleto salvó a la ciudad de Roma de ser
también tomada y devastada.
Los debates entre especialistas sobre todo lo anterior son intensos. No es
de extrañar, pues el papado trató de hacer olvidar aquella derrota y de ocultar
que los sepulcros de los apóstoles habían sido profanados. Otros, como el rey
Luis II, también tenían interés en echar tierra sobre el asunto. Yo me he
ceñido a las fuentes de la época, y los hechos principales que se narran en esta
novela son plenamente históricos. Así, por ejemplo, la embajada que el
emperador Teófilo envió al emperador franco Ludovico Pío en el 839 estaba
efectivamente encabezada por el obispo de Calcedonia, Teodosio, y por el
espatario Teófanes, e iba escoltada por un cuerpo de guardia de rhos, esto es,
de vikingos. Asimismo, es cierto que el embajador Teodosio no llegó a la
corte de Ludovico Pío y que murió en extrañas circunstancias, como también
lo es que los rhos que escoltaban a los embajadores romanos solicitaban paso
franco para volver a sus hogares en el norte y que Ludovico Pío, que
desconfiaba de ellos, los mandó apresar hasta que demostraran sus buenas
intenciones.

Página 306
Las descripciones de los navíos de guerra romanos y sarracenos, de las
técnicas de combate, de las armas, de los vestidos, de los paisajes, de las
ciudades, de los palacios, de las iglesias, etc., también son rigurosamente
históricas por sorprendentes que puedan parecer. Por ejemplo, cuando
describo el uso del fuego brillante o fuego griego, cito textualmente a León el
Sabio, emperador del siglo IX que conocía muy bien tanto los sifones como la
fórmula de esta misteriosa arma a la que, por cierto, y como historiador, he
dedicado varios trabajos científicos. A propósito, cuando hablo de
comburente lo hago en el sentido en que lo hacemos los artificieros:
señalando el componente o mezcla que ayuda al combustible o carga a
deflagrar o explotar, según el caso, de forma más acelerada y violenta.
Pero, volviendo a mi empeño de ser fiel a la realidad y contexto
históricos, señalaré otro ejemplo de lo anterior. Incluso cuando los hombres
de al-Aarbi fantasean sobre Roma y la describen como un lugar increíble, me
he limitado a copiar las descripciones que, de Roma, esa Roma legendaria que
asombró a los piratas sarracenos, hacen los geógrafos musulmanes
contemporáneos Ibn Rustih e Ibn Khurradadhbih.
Mi reconstrucción de Roma en el 846 ha sido fruto de minuciosas
investigaciones. Era una ciudad fascinante: un extraño conglomerado de
gloria antigua y arruinada y esplendor crepuscular y semibárbaro. También al
explicar el estado en que estaban los antiguos monumentos, como por
ejemplo el Coliseo o el Circo Máximo, me ciño a la realidad histórica hasta el
más mínimo detalle.
Para los más exigentes, he de aclarar que la imagen del Castel
Sant’Angelo que puede verse en la portada está puesta a sabiendas, con el
deseo de que se pueda reconocer de inmediato el escenario: Roma. En el
tiempo de esta novela, el año 846, el Castel Sant’Angelo era un baluarte
integrado desde hacía más de cuatrocientos años en las murallas, y su aspecto
original era un tanto diferente al actual, por lo que puede que no fuera
reconocible. Por su parte, la basílica de San Pedro era totalmente diferente a
la que actualmente puede verse. De hecho, el lector tiene en esta novela un
preciso retrato de aquella antigua y magna construcción y, sin duda, se
sorprenderá al compararla con la actual.
He reconstruido el gobierno papal, la organización militar, etc. Y, del
mismo modo, la mayoría de los personajes de la novela son históricos y sus
acciones, también. Por ejemplo, Marcos el Griego fue en efecto un alquimista
que en el siglo IX escribió la obra que se cita en la novela, que versa sobre las
distintas sustancias inflamables que se usaban en la guerra. Históricos son

Página 307
también el papa Sergio II, Rábano Mauro, Rodolfo de Fulda, Constantino
Maniaces, Juan el Gramático y todos los emperadores, reyes, príncipes,
duques, emires y califas que aparecen en el texto; y, por supuesto, Massar
al-Asturqi, renegado de origen asturiano, y a la sazón y desde 840-841, jefe
de los mercenarios sarracenos del príncipe Radelchis de Benevento. Mi deseo
de ser fiel a la realidad me ha llevado, incluso, a copiar, literalmente, la frase
que Massar espetó a Radelchis cuando este último lo entregó al rey Luis II.
También es real Fátima bint Mohamed Al Fihri, y a ella le compete la
gloria de haber fundado una universidad en Fez. Una de las mejores y de las
más antiguas del mundo medieval.
Otros personajes, sin embargo, como Ingvar Bjorson, León Keraunos,
Juan Keraunos, Demetrio Troglita, Hrodland de Nordalbingia, Aretí, al-Aarbi
o Mohamed, son fruto de mi imaginación, pero los he construido ciñéndome a
su tiempo y a sus patrones culturales. Por ejemplo, Ingvar está inspirado en un
jefe varego, un rhos, que nos legó su saga (la saga de Ingvar el Viajero), así
como Demetrio Troglita cumple con las características que solían condicionar
a un sifonario romano, mientras que Hrodland de Nordalbingia, que recibe su
nombre de la forma antigua de Roldán, el héroe carolingio por antonomasia,
se comporta como un sajón de su tiempo y su unidad: la Schola Saxonum se
sacrificó, hasta el último hombre, defendiendo San Pedro del Vaticano.
Una cuestión relevante: siempre se dice que las primeras travesías de los
vikingos en el Mediterráneo tuvieron lugar en el 844 y el 859. No es cierto o,
al menos, no es preciso. Los vikingos, en este caso los rhoks o varegos,
llevaban alistándose en las flotas y cuerpos de guardia romanos desde la
década del 820, y los Annales Bertiniani, en su entrada para el año 846, dicen,
literalmente: «Los daneses, que habían asolado Aquitania el año anterior, a su
regreso de Roma atacaron la tierra de los santones». El término «danés» no
era tan preciso en el siglo IX como lo es hoy día, y era frecuente que los
cronistas confundieran entre sí a daneses, noruegos, suecos, gautas y otros
pueblos vikingos. Esos «daneses» que regresaban de Roma en el 846, justo el
año del ataque sarraceno, son en mi novela los vikingos de Ingvar.
Por cierto, he elegido el término «romano» en vez de «bizantino» por la
sencilla razón de que este último nunca fue usado hasta que los historiadores
modernos lo impusieron para nombrar a los romanos de Oriente. Los francos,
longobardos, anglos, sajones… del siglo IX usaban, al igual que los árabes, las
palabras «romano» o «griego», y estos últimos, los súbditos del emperador de
Constantinopla, se llamaban a sí mismos «romanos». Así que no veo razón
alguna de peso para llamarlos de otro modo.

Página 308
La obra fundamental para la Roma de este periodo sigue siendo, en mi
opinión, la de Ferdinand Gregorovius: History of the city of Rome in the
Middle Ages, en tres volúmenes (Cambridge University Press).
Las fuentes principales que he usado son: Genesios; la Táctica de León el
Sabio; Zonarás; Skylitzes; De administrando Imperio de Constantino
Porfirogéneto; el Tratado sobre el astrolabio de Severo Sebokht; el Tratado
sobre las distintas sustancias inflamables que se usan en la guerra de Marcos
el Griego; Ibn Rustih; Ibn al-Athir; al-Baladhuri; Ibn Khurradadhbih;
al-Nuwairi; Ibn Jaldun; el Liber Pontificalis; los Annales Regni Francorum;
los Annales Bertiniani; la Crónica Salernitana; la Crónica de León
Marsicanus; la Crónica Langobardorum Veneventanorum; los Gesta de Juan
de Nápoles; la Crónica veneciana de Juan el Diácono, y el Chronicon
Casinense.

Página 309
AGRADECIMIENTOS

Esta novela es muy especial para mí. Fue toda una aventura. Ensayé nuevas
formas de narrar, me enfrenté a una investigación ardua y complicada… y me
lo pasé en grande escribiéndola. Pero, como todo desafío y aventura, tuve mis
momentos de zozobra y desconcierto; y en esos momentos, como siempre, la
gente maravillosa que llena mi vida me tomó de la mano.
Así que me toca dar las gracias a mi editora, Penélope Acero, por la
montaña de confianza que deposita en mí y por su paciencia y buen hacer en
un oficio que domina con maestría. Gracias también a todo el maravilloso
equipo de Edhasa, y muy particularmente a su director, Daniel Fernández, y a
Esther López, por su constante amabilidad, apoyo y cercanía.
Navegar es una empresa arriesgada, aunque se haga por un mar literario, y
yo he contado con la mejor timonel y compañera que uno pueda desear:
Kenza. Gracias por la brisa de tu sonrisa, que hincha mis velas con buen
viento, y gracias por ayudarme tanto con los términos, nombres y textos
árabes y con la búsqueda y consulta de libros y documentos, y sobre todo por
regalarme tanta estabilidad y energía. Fuiste tú quien me descubrió a la
fascinante Fátima bint Mohamed Al Fihri, y es tu abuelo quien da nombre a
uno de los personajes clave de la novela: Al-Aarbi.
Gracias también a las personas que leyeron el manuscrito o parte de él,
para darme su opinión y ofrecerme sus consejos: mi hijo Ciro Alejandro, un
escritor al que admiro y del que siempre aprendo, y cuyas impresiones son
siempre valiosas; me estuvo dando consejos que perfilaron algunos
personajes. Ciro es la mente creativa más desbordante que conozco, y su
habilidad para escribir fantasía y filosofía me asombran día a día. Gracias
también a Jorge Juan Soto, siempre ayudándome a encontrar textos raros y a
describirme lugares olvidados. Fue Jorge quien se adentró en la geografía de
Tahert para describírmela con precisión de auténtico rastreador mashmuda, y
quien trazó un primer esbozo del mapa que ahora vemos en las primeras
páginas del libro (en dibujo final de Jesús Manuel Álvarez). También doy las
gracias a Mercedes García, sin duda una lectora tan atenta como perspicaz y

Página 310
cuya capacidad y habilidad narrativas tantos buenos ejemplos y momentos me
han proporcionado; a Inma Rueda, amiga de tantos años y que tanto me
aporta en cada nueva aventura literaria; a Francisco Jiménez, con quien
comparto afanes científicos y que me ofreció un montón de buenos consejos y
valiosas precisiones sobre el paisaje de la costa Dálmata y el uso del
astrolabio; a Francisco Plata, que me proporcionó una buena dosis de
entusiasmo y seguridad, amén de su criterio como excelente narrador y poeta;
a Mario Villén, compañero escritor en la nave de Edhasa, que me señaló
algunos problemas y me trasladó su confianza en que Bajo el fuego y la sal
podía ser una buena historia; y gracias a Miguel Navarro, colega en las lides
de la historia, y excelente reconstructor de palacios y espacios urbanos
antiguos. Fue él quien me desveló como era realmente el palacio de Ingelheim
y quien reconstruyó para mí el paisaje del Vaticano del siglo IX. Miguel,
además, siempre está dispuesto a darme un buen empujón cuando dudo sobre
si lo que escribo emociona o no. Debo de dar también las gracias al doctor
Luis Gonzaga Roger, sabio entre los sabios, por ayudarme con oscuros textos
escritos en latín medieval. Agradezco asimismo a Darío Ulises, mi hijo
menor, su interés y cariño, y termino dando las gracias al teniente general
Amador Enseñat, jefe de Estado Mayor del Ejército de Tierra, quien me
facilitó apoyo y tranquilidad cuando más precisos me eran para poder
terminar esta novela.
Gracias a todos. Sois la mejor tripulación que un bajel pirata pueda
desear.

Página 311
JOSÉ SOTO CHICA (Santa Fe, Granada, 1971). Es Doctor en Historia
Medieval por la Universidad de Granada. Posee la acreditación de Profesor
contratado y es investigador del Centro de Estudios Bizantinos, Neogriegos y
Chipriotas de Granada. Ha publicado artículos de divulgación histórica en
revistas tan prestigiosas como Desperta Ferro Antigua y Medieval o Desperta
Ferro Arqueología, así como relatos cortos, poemas y artículos de opinión.
Soldado profesional, sirvió en la misión de Paz de la ONU en Bosnia
Herzegovina y recibió la Medalla por la paz en 1995. Un accidente con
explosivos le costó una pierna y lo dejó ciego, lo que le llevó a reencauzar su
vida hacia su verdadera pasión, la historia. En 2011 fue galardonado con el
Diploma Honorífico a la Divulgación de la Historia y la Cultura de la ciudad
de Estambul concedido por la Asociación de Comerciantes Suyad
Sultanahmet Onur Belgesi. En 2013 recibió la Gran Cruz al mérito
distinguido de la asociación Duque de Ahumada.
Es autor de las monografías Bizancio y los sasánidas. De la lucha por el
oriente a las conquistas árabes, (2012) y Bizancio y la Persia sasánida: dos
imperios frente a frente (2015), Imperios y bárbaros. La guerra en la Edad
Oscura (2019), y Los visigodos. Hijos de un dios furioso (2020), así como las
novelas Tiempo de leones (2010), Los caballeros del estandarte sagrado

Página 312
(2013), El dios que habita la espada (2021), Premio Edhasa de Narrativas
Históricas 2021 y Bajo el fuego y la sal (2022).

Página 313
Notas

Página 314
[1]Turquesa. Semiret es el nombre árabe, que por cierto da origen al topónimo
de Zamora, algo así como «ciudad de la turquesa». Pero «turquesa» como tal
empezó a usarse a partir de los siglos XVI y XVII, por eso lo mantengo en su
nombre original. <<

Página 315
[2]«Vivos, con crueles heridas mutilaste a los santos. / Ahora sueles vender
sus miembros muertos». <<

Página 316
Índice de contenido

Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26

Página 317
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55

Página 318
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66
Capítulo 67
Capítulo 68
Capítulo 69
Capítulo 70
Capítulo 71
Capítulo 72
Capítulo 73
Capítulo 74
Capítulo 75
Capítulo 76
Capítulo 77
Capítulo 78
Capítulo 79
Capítulo 80
Capítulo 81
Capítulo 82
Epílogo 1
Epílogo 2

Página 319
Epílogo 3
Epílogo 4
Epílogo 5
Nota histórica
Agradecimientos

Página 320

También podría gustarte