La Caida Del Imperio Romano - Adrian Goldsworthy PDF
La Caida Del Imperio Romano - Adrian Goldsworthy PDF
La Caida Del Imperio Romano - Adrian Goldsworthy PDF
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Adrian Goldsworthy
ePub r1.0
Castroponce 12.11.14
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Título original: The Fall of the West. The Death of the Roman Superpower
Adrian Goldsworthy, 2009
Traducción: Teresa Martín Lorenzo
Retoque de cubierta: Castroponce
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AGRADECIMIENTOS
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PREFACIO
S i hay algo que la gente todavía recuerda sobre el Imperio romano es que cayó.
Se trata sin duda del dato más conocido sobre la antigua Roma, del mismo
modo que Julio César es el romano más famoso del mundo. La caída de Roma es un
acontecimiento memorable debido a la larga vida de su Imperio: después de la muerte
de César perduró más de quinientos años en Italia y las provincias occidentales,
mientras que el Imperio de Oriente duró tres veces más, dado que los emperadores se
mantuvieron en el poder en Constantinopla hasta el siglo XV. El Imperio romano fue
también excepcionalmente grande —ninguna otra potencia ha controlado jamás todos
los territorios que circundan el Mediterráneo— y dejó sus huellas y su influencia en
numerosos países. Aún hoy sus monumentos resultan espectaculares: el Coliseo y el
Panteón en la propia Roma, además de teatros, acueductos, villas y vías repartidos a
todo lo largo y ancho de sus provincias. Ningún otro estado de cualquier época
construiría una red tan inmensa de caminos hasta el siglo XIX… y en muchos países
ese tipo de infraestructura no existiría hasta el siglo XX. El Imperio romano suele
considerarse muy moderno y sofisticado (cristales en las ventanas, calefacción
central, casas de baños y cosas por el estilo), sobre todo por los que visitan los
museos y monumentos. Todo esto hace todavía más sorprendente su caída, en
especial porque, en comparación con la vida en el Imperio romano, el mundo que
surgió de entre sus ruinas resulta tremendamente primitivo. La denominación de
«Edad Oscura» para la Edad Media está muy arraigada en la mente de la gente, a
pesar de que es un término que los estudiosos han dejado de utilizar hace mucho
tiempo.
¿Por qué se hundió Roma? Este continúa siendo uno de los grandes interrogantes
de la historia. En el mundo anglófono, la «caída» está inevitablemente ligada a la
«decadencia», porque el título de la monumental obra de Edward Gibbon ha quedado
firmemente grabado en la conciencia colectiva. Ningún otro libro de historia del siglo
XVIII ha sido publicado con tanta regularidad en diversas formas y ediciones hasta el
día de hoy. Se han escrito muchísimos más libros sobre el tema, y algunos han
presentado un análisis más perspicaz del asunto, pero ninguno ha cuestionado el
puesto de Historia de la decadencia y caída del Imperio romano como una de las
obras fundamentales de la literatura inglesa. En los últimos años de su vida, a Gibbon
le gustaba pensar que convertirse en historiador y escribir la crónica de la caída de
Roma había sido una elección del destino. Afirmaba que la inspiración le había
llegado en un momento específico:
Estaba en Roma, era 15 de octubre de 1764 y me hallaba sentado meditando entre las ruinas del
Capitolio mientras los monjes descalzos cantaban las vísperas en el templo de Júpiter cuando la idea de
relatar la decadencia y caída de la Ciudad brotó en mi mente por primera vez.[1]
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Gibbon escribió varias versiones de esta anécdota, lo que dio pie a la sospecha de
que había embellecido o incluso inventado ese recuerdo. Por otra parte, todo visitante
con imaginación puede sentirse invadido por pensamientos similares, ya que en el
centro de la antigua Roma se tiene la sensación de que el pasado y el presente están
muy unidos. Los «monjes descalzos» ya no son tan numerosos, y en los alrededores
del Foro han sido reemplazados por los omnipresentes vendedores ambulantes que en
un abrir y cerrar de ojos pasan de ofrecerte unas gafas de sol a venderte un paraguas
cada vez que el tiempo cambia. Hasta las masas de turistas avanzando por la Vía
Sacra contribuyen a recrear la impresión del ajetreo y el bullicio de la antigua urbe,
que era tan dinámica y albergaba tanta actividad como la moderna ciudad que ahora
lo rodea.
Roma no es sólo un museo, sino también una comunidad llena de vida, la capital
de un país moderno, así como el centro internacional de la Iglesia católica. Los
vestigios de su antigua gloria conviven codo con codo con los hogares de los
romanos, sus oficinas y sus restaurantes. Roma nunca fue abandonada, aunque a lo
largo de los siglos que siguieron a su caída su población se redujo de forma drástica
desde el máximo alcanzado en el momento de esplendor del Imperio. Aparte de la
capital, muchas otras ciudades modernas se han construido sobre cimientos romanos,
algo que resulta evidente en los trazados en cuadrícula de sus planos urbanos. Otras
desaparecieron por completo y las situadas en zonas desérticas nos brindan algunas
de las ruinas más románticas del planeta. Cuando cayó el Imperio romano, la vida no
se detuvo sin más en las tierras que habían estado bajo su control. Sin duda, el
contexto en el que se desarrollaba las existencia de sus habitantes había cambiado, en
algunos casos de forma dramática y veloz, pero en otros de manera mucho más
gradual. Como han explicado ya los especialistas de ese periodo, en la Edad de las
Tinieblas no todo eran tinieblas, aunque, juzgándola por cualquier criterio razonable,
la vida era bastante tenebrosa en comparación con el periodo romano. Muchas cosas
adquirieron un carácter más local, como el poder y el comercio, y con frecuencia el
mundo era un lugar mucho más peligroso. Las razias y las guerras entre comunidades
vecinas eran ahora una posibilidad muy real. En poco tiempo ya no quedaba nadie
que contara con bastante dinero o habilidad para construir grandes monumentos,
como teatros, acueductos o caminos, y, con los años, empezó a resultar cada vez más
difícil mantener los que ya existían. Los especialistas no se ponen de acuerdo sobre
cuándo, cómo y por qué el mundo dejó atrás la época romana y se convirtió en la
base del mundo medieval que fue tomando forma a lo largo de los siguientes siglos.
Ahora bien, que ese cambio se produjo no lo duda nadie.
Gibbon admiraba los logros que alcanzó el Imperio romano en su momento de
máximo esplendor, como todos los europeos cultos de la época, pero esa admiración
no mermaba en lo más mínimo su entusiasmo por el mundo moderno, y en especial
por la Constitución de su propio país, donde el poder del monarca debía someterse al
control y guía de la aristocracia. Gibbon sabía que su propio país y sus vecinos del
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otro lado del Canal provenían de las diversas tribus de bárbaros que se habían
repartido el Imperio romano. Por tanto, con el tiempo, del caos y la destrucción había
surgido algo bueno y, desde su perspectiva, el mundo —o al menos el mundo
occidental— había evolucionado en la dirección correcta. Esa actitud ambivalente
respecto a la caída de Roma sigue siendo una parte clave de la fascinación que
despierta en nosotros. Nos sirve como recordatorio de nuestra mortalidad. Todos los
emperadores que erigieron los grandes arcos del Foro murieron, como cualquier otro
ser humano. Con el paso de los años, su Imperio —tan rico, tan poderoso, tan
sofisticado y tan absolutamente seguro de sí mismo— también llegó a su fin, y sus
monumentos fueron desmoronándose y transformándose en ruinas.
La imaginería de la antigua Roma a menudo ha sido invocada por estados más
recientes por sus paralelismos con las más altas cimas del poder y la civilización. No
pasa mucho tiempo antes de que se empiece a hablar del destino final de Roma. Los
que viven dentro de las grandes potencias modernas suelen considerarlo como una
cura de humildad, un recordatorio de que todo pasa, y tal vez como una advertencia
contra la complacencia y la corrupción. Los que no forman parte de esas potencias y,
en especial, aquéllos a quienes molesta que otros acumulen tanto poder, tienden a
preferir el endeble consuelo de creer que la actual potencia, en algún momento,
también caerá. Muchos países han sido comparados con el Imperio romano. Hace un
siglo la comparación más natural habría sido el imperio británico y, después, quizá
Francia o uno de los otros grandes imperios de la época. Hoy en día, se compara
inevitablemente con los Estados Unidos de América.
La forma varía, al igual que el tono. En los últimos años, el exitoso novelista
Robert Harris ha escrito sobre temas romanos, declarando explícitamente que era un
modo de hablar sobre los actuales Estados Unidos. La BBC también ha emitido una
serie de televisión presentada por Terry Jones, ex componente de los Monty Python,
sobre los bárbaros (Barbarians), que gira en torno a la idea de que la reputación de
otras naciones ha sido mancillada por la propaganda romana. Era un programa muy
entretenido, aunque el mensaje estuviera un poco forzado (los griegos se habrían
sentido muy sorprendidos de verse considerados bárbaros, ya que fueron los primeros
que acuñaron el término para referirse al resto del mundo). En algunas entrevistas
realizadas durante esa época, Jones dejó claro que estaban estableciendo un
paralelismo directo con la superpotencia estadounidense, y criticó abiertamente la
guerra de Irak. Para muchos, criticar a Roma se ha convertido en un modo de criticar
la política y la cultura estadounidense, lo que, inevitablemente, influye sobre su
visión de ambas potencias.[2]
Aún más habituales son las críticas más suaves y menos pormenorizadas. En
cierto tipo de fiestas, cuando descubren que soy historiador de la Antigüedad, casi
siempre hay alguien que se ve impelido a comentar que «Estados Unidos es la nueva
Roma». Muy a menudo, ese comentario viene seguido por un petulante «por
supuesto, no son capaces de verlo». Pues bien, como mínimo, esa última afirmación
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es una falsedad absoluta, ya que los estadounidenses han estado comparando su país
con Roma desde su fundación. En la configuración del nuevo país, los padres
fundadores aspiraron de modo consciente a imitar las virtudes de la república romana
y a evitar su ruina final. Por otra parte, lo cierto es que, en la actualidad, las
diferencias entre los sistemas universitarios tienden a dar lugar a que los
estadounidenses con estudios superiores posean un abanico de conocimientos más
amplio que sus homólogos británicos. Muchos de los ingenieros o médicos de
Estados Unidos habrán hecho un curso o dos de historia, o incluso de la Antigüedad
clásica, algo inimaginable a este lado del Atlántico. Esa es una de las razones por las
que las analogías romanas siguen siendo extraordinariamente comunes en Estados
Unidos, y las hacen de forma rutinaria los propios políticos, así como los periodistas,
los comentaristas políticos y el público en general. Normalmente su razonamiento
parte del supuesto de que Estados Unidos, como única superpotencia que queda en el
mundo, ejerce un poder que ningún otro país había alcanzado desde el esplendor del
dominio romano.
En el verano de 2001 participé en un seminario de dos días organizado en
Washington por el Centro de Evaluaciones Estratégicas y Presupuestarias,
subvencionado por el gobierno estadounidense a través de la Oficina de Evaluación
Neta. Seis historiadores fuimos invitados a un buen hotel en Washington DC (como
comentó uno de los miembros de más edad y más prestigio del grupo: «Es evidente
que no son conscientes de con qué estamos acostumbrados a conformarnos los
académicos»). Allí dimos nuestras conferencias y hablamos sobre las magníficas
estrategias de diversas superpotencias a lo largo de la historia. Representábamos sólo
una pequeña parte de una serie más extensa de seminarios y sesiones de investigación
cuyo objetivo era recopilar información que pudiera servir para anticipar el futuro de
las relaciones entre Estados Unidos y China, la gran potencia emergente. Las charlas
y debates eran apasionantes y fascinantes, en especial porque en los círculos
académicos es muy raro que los congresos cubran un espectro tan amplio de
periodos, entre los que se contaban el Primer Imperio Francés, la Alemania de la
primera y segunda guerras mundiales y la política de la marina británica a principios
del siglo XX. Sin embargo, me llamó poderosamente la atención el hecho de que a dos
de los seis historiadores presentes nos pidieran que habláramos sobre distintos
periodos de la historia romana.
La verdad es que para un historiador es una sensación bastante extraña hablar ante
un público que realmente está escuchando lo que dice. En el ámbito universitario, la
mayoría de los asistentes suele estar pensando más en lo que escribirán al respecto en
su próximo artículo. Además, el tema tratado es, literalmente, sólo de interés
«académico» y, por mucho entusiasmo que despierte en nosotros, esa emoción se
debe únicamente a que nunca perdemos la esperanza de descubrir la verdad.
Impresiona bastante pensar que, aunque sea a partir de una conexión muy leve, casi
insignificante, alguien pueda intentar perfilar su política basándose en tu análisis. Por
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supuesto, esa idea hace que la mente se concentre de un modo que no consigue una
reunión puramente académica. Resulta aún más importante lograr llegar a la verdad
en la materia de la que eres especialista. Al mismo tiempo, la idea de que un
organismo gubernamental esté intentando aprender una lección de la historia es muy
alentadora. De nuevo, es mucho más probable que algo así ocurra en Estados Unidos
que en Gran Bretaña.
Muchas personas piensan que existen claras semejanzas entre la antigua Roma y
el mundo moderno. Con una diferencia abrumadora en comparación con el resto, los
comentarios y las preguntas al respecto han sido las más frecuentes durante las
entrevistas concedidas para promocionar mi biografía de Julio César. Así ha sucedido
en todas partes, pero en especial en Estados Unidos. Con todo, las conclusiones que
la gente extrae de ese paralelismo son muy dispares e, inevitablemente, tienen mucho
que ver con sus propias creencias políticas. Siempre ha resultado fácil aprender
lecciones de la historia, pero demasiado a menudo lo único que se hace es utilizar el
pasado para justificar ideas modernas. Si observamos con atención el Imperio
romano, enseguida descubrimos enormes diferencias con cualquier estado moderno,
incluyendo a Estados Unidos, aunque eso no significa que sea imposible aprender del
pasado, sino sencillamente que debe hacerse con considerable cuidado y una buena
dosis de precaución.[3]
Este no es un libro sobre los actuales Estados Unidos de América y su lugar en el
mundo, un tema sobre el que otras personas están en mucha mejor posición para
escribir que yo. Es un libro sobre la caída del Imperio romano —que se desmoronó
en Occidente y del que, con el tiempo, no quedaron más que unos pequeños restos en
Oriente—, cuyo objetivo es comprender la historia en sus propios términos y en su
propio contexto. Los historiadores no son siempre los mejores profetas. Sólo unos
meses después de que tuviera lugar el seminario que he mencionado unas líneas más
arriba se produjo el atentado de las Torres Gemelas en Nueva York. En vista del
profundo cambio experimentado en el orden de las prioridades inmediatas, supongo
que el informe que se redactó una vez concluida la serie de conferencias está ahora
acumulando polvo en alguna parte. Estoy bastante seguro de que alguno de los
asistentes al seminario comentó brevemente que China no era la única amenaza seria
y que el petróleo y el Golfo Pérsico seguían teniendo un peso importante, pero puede
que me lo esté imaginando. Desde luego, ninguno de nosotros dio la impresión de
haber previsto que poco tiempo después Estados Unidos y sus aliados estarían
inmersos en dos conflictos de envergadura. Yo, personalmente, nunca hubiera
imaginado que el ejército británico regresaría a Afganistán, al otro lado de la antigua
frontera noroccidental.
Este libro habla sobre Roma, un imperio desaparecido hace muchos siglos, y de
un mundo en el que la tecnología y la cultura eran muy distintas de lo que son en la
actualidad. Comprender ese mundo es el único modo de entender la caída de Roma y
dudo mucho que llenar páginas y más páginas con constantes referencias al presente
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nos ayude a ello. Es francamente extraño leer estudios sobre el periodo romano en los
que se describe el «impacto y terror» provocado por la invasión de Gran Bretaña en el
año 43. Aún resulta más raro que el análisis de la desaparición de una provincia
romana sirva de punto de partida para criticar a Bush y a Blair y la guerra de Irak.[4]
La caída del Imperio romano no fue rápida, sino que fue el final de un proceso
muy lento, y eso debería servirnos como advertencia contra el peligro de magnificar
los acontecimientos de la actualidad y sus posibles consecuencias a largo plazo sobre
los países. Durante la última década, Gran Bretaña ha sido un lugar bastante
deprimente: varios ministros cuya incompetencia, corrupción o flagrante falsedad ha
quedado a la luz, se han pegado como lapas al poder, negándolo todo primero, para
por fin confesar y pedir disculpas con la esperanza de que eso fuera suficiente. La
burocracia y las leyes siguen creciendo al mismo ritmo, mientras que la eficiencia
básica de las instituciones declina, volviéndolas incapaces de llevar a cabo hasta las
tareas que, en principio, parecen más simples. Y, sin embargo, mientras el número de
funcionarios sigue aumentando, el tamaño de las fuerzas armadas disminuye
precisamente en el momento en que están más implicadas en campañas de la máxima
importancia. Sería fácil extraer paralelismos con el Imperio romano en el siglo IV. El
tono de superioridad moral de muchas leyes actuales sin duda está en sintonía con los
últimos decretos de la Roma imperial, al igual que el evidente fracaso de tantas de
esas medidas para cumplir ese objetivo. Es poco probable que este tipo de
comparaciones nos ayude en nuestro análisis del Imperio romano y se trataría sólo de
un gesto de autocomplacencia del autor. Lo primero es lograr comprender la historia.
Sólo cuando hayamos llegado al final de nuestro análisis será posible trazar
algunos paralelismos con la situación actual e incluso extraer algunas lecciones para
el presente, algunas de las cuales tendrán más que ver con la naturaleza humana que
con una medida política concreta. No pretendo afirmar que esas ideas sean
especialmente profundas u originales, aunque eso tampoco significa que no sean
importantes o que no sean aplicables a toda institución humana, ya se trate de un país
o de una empresa. Deberíamos sentirnos agradecidos de que muchos aspectos de la
experiencia romana no estén presentes en absoluto en nuestra realidad actual. La vida
pública no es violenta, y las rivalidades políticas en las democracias occidentales no
desembocan en una guerra.
No obstante, tal vez sí haya una lección que merezca la pena aprender de nuestra
propia época. Prácticamente todas las noches, las pantallas de televisión nos muestran
terribles imágenes de la violencia en Irak y otras zonas en guerra. Hace sólo unos días
se ha producido un incidente especialmente nauseabundo: dos chicas con síndrome de
Down recibieron instrucciones de adentrarse en una multitud llevando consigo sendas
bombas. Los explosivos fueron detonados por control remoto, asesinando a sus
portadoras junto con las demás víctimas. Como suele ser habitual, éstas fueron
mayoritariamente civiles, sin ninguna conexión con el gobierno o Estados Unidos y
sus aliados. Incidentes tan espantosos como éste deberían recordarnos que hay seres
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humanos capaces de matar a personas que son sus vecinos.
La atención de los medios de comunicación se centra forzosamente en estas
atrocidades. Ese tipo de hechos son noticia, mientras que la apacible vida cotidiana
no lo es. Lo que es necesario que recordemos es que la violencia y la rutina del día a
día coexisten. Los bulliciosos mercados, donde la gente va a comprar comida y otros
artículos necesarios, son objetivos comunes de terroristas suicidas o del fuego de
mortero y otro tipo de ataques. A sólo unas calles de un atentado, la vida diaria
seguirá adelante casi como si nada hubiera pasado. Los adultos van al trabajo y los
niños al colegio, la gente cocina y come, duerme en sus camas y hace cosas tan
normales como casarse. La vida continúa porque, en realidad, no hay más remedio.
Algunas personas decidirán huir, pero para muchos la huida no es posible. La
violencia dificulta todas las cosas, y su amenaza hace que el miedo no sólo afecte a
las víctimas directas sino a muchas más personas. Sin embargo, la vida continuará.
Merece la pena recordar esa verdad cuando estudiamos el desmoronamiento de la
autoridad romana, el final del poder imperial y las invasiones bárbaras. Tal vez
entonces nos sintamos menos impresionados al constatar que algunos aspectos de la
cultura romana han sobrevivido, o que la ocupación de un invasor no tiene como
resultado la huida o la extinción de todas las comunidades ocupadas.
* * *
Tras concluir el libro sobre César, me pareció que analizar la caída del Imperio
romano era, por lógica, el proyecto que debía emprender a continuación. En ciertos
sentidos supone una desviación de mi actividad habitual, porque hasta la fecha había
estudiado y escrito sobre todo acerca de periodos anteriores de la historia romana.
Aun después de haber pasado los últimos años trabajando en este libro, sigo
viéndome como una especie de advenedizo en este campo y espero que esta
circunstancia sirva para ofrecer una perspectiva que los especialistas en un periodo
perdemos con facilidad. Las obras de muchas otras personas han hecho posible que
yo escriba este libro. Desde que, hace aproximadamente una generación, el Bajo
Imperio romano se pusiera de moda, la bibliografía sobre el tema es muy vasta y
cuenta con algunos de los ejemplos más innovadores e impresionantes de erudición
existentes en cualquier aspecto del estudio del mundo antiguo. Por tanto, los recién
llegados al campo podemos saquear a nuestro antojo un conjunto de estudios que
abordan casi cualquier aspecto de la historia de esos siglos.
Desde el principio debo reconocer mi deuda con esos historiadores y arqueólogos,
muchas de cuyas obras se encuentran citadas en las notas y la bibliografía. Al mismo
tiempo, la principal razón por la que deseaba escribir este libro era un sentimiento de
insatisfacción con no pocas conclusiones y supuestos que figuran en esas obras. No
existe una explicación aceptada de forma generalizada para la caída del Imperio
romano de Occidente en el siglo V. La palabra «caída» ha dejado de estar de moda
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entre un sorprendente número de estudiosos del periodo y muchos prefieren hablar de
cosas como «transformación», aceptando que hubo un cambio, pero presentándolo
bajo una luz más suave. Unas pocas voces se han elevado contra ese optimista retrato,
pero parece que cualquier sugerencia de declive sigue siendo considerada una herejía.
El Imperio del siglo IV, en particular, suele describirse como sólido en lo
fundamental, quizá incluso más fuerte y eficiente que el mundo de Augusto o
Adriano. Yo, sencillamente, creo que eso no es verdad, y espero poder demostrar que
no tiene ningún sentido a la luz de la evidencia, por no hablar del sentido común.
Además, es importante explicar los motivos de la caída de la potencia romana y,
curiosamente, el factor principal suele pasarse por alto.
Un estudio académico resumiría y enumeraría los argumentos y análisis de todos
los principales contribuyentes al debate sobre un tema. Ese tipo de material les
encanta a los historiadores y es una herramienta esencial de su oficio. También
resulta mortalmente aburrido para cualquier otra persona. En esta obra, el nombre de
los especialistas se menciona en contadas ocasiones en el texto principal, las
referencias a sus obras pueden encontrarse en las notas finales. La gran mayoría de
lectores, con toda la razón, harán caso omiso de ellas, pero las he incluido como
ayuda para aquellos que deseen leer más sobre el tema, o para aquellos que deseen
rastrear el camino que me llevó a las conclusiones que presento en esta obra. Las
notas y la bibliografía no son exhaustivas y, de forma algo injusta, en general he
incluido en la lista únicamente obras en inglés, ya que muchos textos extranjeros sólo
están disponibles para la minoría de lectores que tienen acceso a una buena biblioteca
universitaria.
En el siglo II d. C. el Imperio romano era la potencia más poderosa del mundo
conocido. Se podría decir que era la superpotencia de su tiempo, entendiendo ese
término en el sentido más general. No pretendo definir palabras como superpotencia,
potencia o ni siquiera imperio. Esas clasificaciones tan rígidas son muy comunes,
pero, en mi opinión, pocas veces resultan instructivas. En el seminario de
Washington, recuerdo a un académico cuya obra admiro inmensamente afirmando sin
rodeos que el imperio británico no era un verdadero imperio. Sin duda, lo que quería
decir era que no reunía todas las características de los demás imperios, pero resulta
difícil saber qué se gana con una definición tan estricta. No son necesarias etiquetas
tan artificiales para demostrar que, hacia finales del siglo VI, el poder, la prosperidad
y el tamaño del Imperio romano se habían visto enormemente reducidos.
De la misma manera, apenas he utilizado los términos modernos «Bizancio» y
«bizantino», y cuando he hecho referencia a los emperadores que gobernaban desde
Constantinopla los he llamado romanos, aun cuando ya no controlaban Italia ni la
propia Roma. Así es como se hacían llamar ellos mismos. La exactitud de términos
como «germánico» y «tribu» se debaten ahora acaloradamente. Los he empleado
porque no existen mejores alternativas. Asimismo, en ocasiones la palabra «bárbaro»
es conveniente. Ninguno de estos términos debería interpretarse con demasiada
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rigidez.
Este libro abarca más de cuatro siglos y no puede aspirar a describir toda la
historia del periodo con igual detalle. Sería fácil ampliar cada uno de los capítulos y
crear con cada uno de ellos una obra de similar longitud al libro entero. Ya he dicho
que en las notas finales se citan estudios más detallados. He intentado mantener una
narrativa coherente, aunque a veces ha sido conveniente centrarse en los hechos
relacionados con un área antes de tratar acontecimientos que tuvieron lugar en otras
zonas. Algunas cuestiones como la religión, las leyes y la sociedad en general son
abordadas con mucha brevedad por motivos de espacio, es decir, no porque esos
temas no fueran importantes, sino simplemente porque tuvieron menos repercusión
en el lento desmoronamiento de la potencia romana. Una altísima proporción de las
fuentes que se conservan son cristianas y habría sido muy fácil que este libro se
convirtiera en una historia de la Iglesia de esos siglos. Una vez más, sería en sí misma
una obra interesante, pero se trataría de una digresión de nuestro auténtico tema. Mi
lema ha sido centrarme siempre en los factores y hechos que llevaron a la caída del
Imperio. Ésa es la historia que este libro intenta contar. Indudablemente, se trata de
una historia de decadencia y de caída.
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INTRODUCCIÓN
LA GRAN PREGUNTA
La decadencia de Roma fue la consecuencia natural e inevitable de su desmesurada
grandeza. La prosperidad sufrió ante el principio de decadencia; las causas de la
destrucción se multiplicaron al ampliarse la conquista y, tan pronto como el tiempo o
el azar hubieron eliminado los apoyos artificiales, el extraordinario tejido cedió a la
presión de su propio peso. La historia de su ruina es simple y obvia, y en vez de
preguntarnos por qué fue destruido el Imperio romano, deberíamos más bien
sorprendernos de que perdurara tanto tiempo.
EDWARD GIBBON[1]
E n 476 el último emperador romano que ejercía su poder desde Italia fue
depuesto en Rávena. Rómulo Augústulo tenía poco más de diez años y era una
marioneta en manos de su padre, que comandaba el ejército imperial. No era un
ejército demasiado grande, pero en aquel momento ya no controlaban un imperio
demasiado extenso. En el este, en Constantinopla, gobernaba otro emperador que no
reconocía al pretendiente de Italia. La mayoría de las provincias occidentales —
Galia, Hispania y el norte de África— habían sido reconvertidas en reinos por
caudillos de origen germánico. Ahora que un oficial del ejército de extracción bárbara
llamado Odoacro había asesinado al padre de Rómulo y había depuesto al emperador,
a Italia le aguardaba el mismo destino. El muchacho no fue considerado
suficientemente importante como para que mereciera la pena matarle y se le permitió
pasar el resto de su vida en un cómodo retiro. Existe una amarga ironía en el hecho de
que hubiera sido bautizado con el nombre de Rómulo en honor del mítico fundador
de Roma y de que le apodaran «el pequeño Augusto» por el primer emperador
Augusto.
Señalar el año 476 como aquél en el que cayó el Imperio romano Occidental se ha
convertido en algo habitual. De ser así, entonces cinco siglos de gobierno imperial
habrían finalizado con un mero quejido. El suceso no pareció tener excesiva
importancia para los contemporáneos, y probablemente pasó inadvertido para la
mayoría de los súbditos del emperador. Rómulo Augústulo era sólo el último de una
sucesión de emperadores «títere» manipulados por poderosos generales. Hacia finales
del siglo IV, el Imperio se había dividido en las mitades oriental y occidental, cada
una gobernada por su propio emperador. El Imperio de Oriente había conservado su
fuerza, pero el occidental había decaído: su riqueza y poder habían disminuido tras
una serie de reveses. En 476 al Imperio de Occidente le quedaba poco tiempo para
caer de forma definitiva. Durante el siglo siguiente, los romanos orientales intentarían
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reconquistar los territorios perdidos y ocuparían Italia, África y parte de Hispania.
Pero carecían de la fuerza y la voluntad suficientes para mantenerlos a largo plazo.
A finales del siglo VI, la parte oriental del Imperio —conocida como Imperio
bizantino entre los estudiosos modernos, pero llamada Imperio romano por ellos
mismos— era un estado poderoso. Sin embargo, no era una superpotencia, y su
riqueza y poderío militar eran una pálida sombra del Imperio unificado en pleno
apogeo, cuando ningún enemigo ni rival había estado ni remotamente a la altura de
Roma. La época en la que los emperadores gobernaban la mayor parte del mundo
conocido era sólo un recuerdo lejano. En el año 600 el mundo era muy diferente:
ninguna superpotencia había ocupado el lugar de Roma y lo que fue su territorio
estaba ahora dividido en muchos reinos y pueblos de menor tamaño. El mundo
medieval había cobrado forma.
Se ha propuesto un gran número de teorías para explicar por qué el mundo
cambió de ese modo, y ha habido muy poco consenso. Muchos discuten la
importancia de 476, incluso como hito histórico. Algunos argumentan que para
entonces el Imperio ya había caído y otros pocos defienden la curiosa teoría de que
sobrevivió después de esa fecha. No sólo se debaten las causas de la caída de Roma,
sino también cuánto duró el proceso. Algunos, como Gibbon, creen que las raíces se
encuentran en los primeros años de la historia del Imperio, que experimentó una lenta
decadencia a lo largo de varios siglos. Otros sugieren que el lapso de tiempo fue más
breve, aunque en realidad nadie ha defendido nunca que durara menos de varias
generaciones. El acalorado debate continúa y cada época responde a la pregunta de
acuerdo con sus propias obsesiones y prejuicios. La caída del Imperio romano signe
siendo uno de los grandes misterios de la historia.
Algunos imperios más recientes han surgido y caído mucho más deprisa. El
«imperio milenario» de Hitler y su aliado el Japón imperial tuvieron un éxito
espectacular y ambos alcanzaron la cúspide de su poder en 1942. Tres años más tarde
se derrumbaron deshechos en violencia y ruinas, y su poder había sido doblegado por
completo. La Segunda Guerra Mundial también precipitó el final de muchos imperios
más antiguos, cuyo impacto sobre gran parte del mundo había sido más hondo,
aunque a menudo más sutil. Agotada y empobrecida por la guerra, Gran Bretaña no
tuvo reparos en admitir que habían llegado «vientos de cambio» y cedió todo su
imperio en sólo unas décadas. Declaró la guerra a aquellos grupos que estaban
resueltos a hacerse con el poder por la fuerza, pero la inevitabilidad de la
independencia nunca se puso seriamente en duda. Otros países se resistieron con más
obstinación al cambio, pero a largo plazo ninguno logró conservar sus colonias.
Las grandes potencias de los siglos XVIII y XIX eran una fuerza extinguida, pero
todas ellas dejaron un profundo legado. Los países que se acababan de independizar
tenían fronteras que habían sido establecidas de acuerdo con las decisiones de los
administradores imperiales, lo que tuvo consecuencias dramáticas allí donde se
llevaron a cabo particiones, mientras que en África y Asia las decisiones se tomaron
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de forma más general y menos deliberada. En gran parte del mundo, el inglés, el
español y el francés eran ahora la segunda lengua de la población y, muy a menudo,
también la lengua del gobierno y de la educación. Los sistemas legal y político
también derivaban de prototipos europeos. Irónicamente, el derecho latino se propagó
a un área mucho mayor de la que había cubierto jamás el Imperio romano. Casi
invariablemente, el control pasó a manos de una élite proveniente de la población
indígena, pero que había sido educada a la europea y, con frecuencia, en la propia
potencia colonial. En raras ocasiones es posible decir nada más aparte de que la
situación de la población en general no ha empeorado a partir de la independencia,
pero muy a menudo los nuevos gobernantes han resultado mucho más corruptos y
explotadores que sus predecesores. Las antiguas colonias representan ahora el grueso
de los países más pobres del mundo.
La Rusia soviética, que había heredado el imperio y muchas de las ambiciones de
su antecesora zarista, sobrevivió más que las potencias de Europa Occidental, y
durante cuarenta años fue una de las dos superpotencias que dominaron el mundo.
Finalmente, Rusia se derrumbó bajo su propio peso. Su caída se produjo de forma
muy repentina, sorprendiendo incluso a sus adversarios de la Guerra Fría. El destino
de numerosas regiones de la periferia de Rusia sigue sin estar decidido, pero el
proceso ya ha dado lugar a importantes derramamientos de sangre en varias áreas. La
caída de la Rusia soviética dejó a los Estados Unidos de América como única
superpotencia en el mundo, una situación que por el momento parece que sólo tiene
probabilidades de cambiar si las previsiones de crecimiento de China resultan
exactas. (Es evidente que la idea de que la Unión Europea llegue a convertirse en un
igual es pura fantasía. Las sugerencias periódicas de que puede unirse a la China
marxista para formar un contrapeso frente a Estados Unidos son perturbadoras, pero
escasamente realistas).
Estados Unidos, que una vez fuera una colonia, se convirtió en un país
rebelándose contra Gran Bretaña. Aparte de la expansión hacia el oeste, nunca ha
mostrado demasiado interés en invadir territorios en ultramar, aunque sí en mantener
bases en todo el mundo. Aun así, la Guerra Fría desencadenó el estallido de guerras
abiertas, como las de Corea y Vietnam, y, asimismo, tuvo como resultado su apoyo
encubierto a combatientes en muchos otros países. En la actualidad, Estados Unidos y
sus aliados cuentan con fuerzas sustanciales en Afganistán e Irak. En ambos casos la
intención es que se trate de una operación temporal que dure sólo hasta que los
gobiernos que gozan del apoyo occidental sean capaces de mantenerse sin la
asistencia militar directa. Sus oponentes suelen decir que Estados Unidos es un
imperio, pero en gran medida eso es sólo retórica. No obstante, es el país más fuerte
del mundo con mucha diferencia y, en ese sentido, su posición es un reflejo de la de
Roma. Con todo, las diferentes experiencias de otros imperios modernos deberían
recordarnos que debemos ser prudentes y no llevar esa comparación demasiado lejos.
Antes de nada, debemos comprender la experiencia romana.
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* * *
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inmediatez. Sólo al llegar a esa época se propagó de forma generalizada la confianza
de que el aprendizaje y la cultura habían vuelto a alcanzar los niveles del mundo
clásico e, incluso, estaban comenzando a superarlos. Y, sin embargo, el Imperio
romano se había hundido en Occidente unos trece siglos antes de que Gibbon
empezara a escribir y los restos del Imperio de Oriente habían desaparecido hacía ya
tres siglos. En retrospectiva, la Edad Media parecía presentar una sombría perspectiva
de ignorancia y superstición, en marcado contraste con la sofisticación y aparente
racionalidad del mundo grecorromano. Aun hoy, esa reacción es bastante habitual.
Un libro publicado recientemente que examina la transición de la Antigüedad al
Medievo lleva como subtítulo El auge de la fe y la caída de la razón.[4]
Durante mucho tiempo, la raza humana —en especial los seres humanos que
vivían en Europa Occidental— habían experimentado una regresión en vez de una
progresión, y comprender cómo y por qué había sucedido algo así era un paso clave a
la hora de entender el mundo moderno. Pese a la enorme reverencia mostrada hacia
los clásicos, se prestó escasa atención al mundo de los últimos años del Imperio,
fundamentalmente porque todos los grandes autores griegos y latinos se encuadran en
periodos anteriores. En cierto modo, Gibbon estaba pisando terreno nuevo al analizar
la caída de Roma en vez de su ascenso y apogeo. Asimismo, el concepto que planteó
era ambicioso, original y sofisticado: no sólo se remitió a fuentes de la Antigüedad,
sino que también comentó y evaluó las teorías de los autores contemporáneos. La
amplitud de la erudición de Gibbon sigue siendo excepcional y, desde casi todos los
puntos de vista, su obra puede considerarse la primera historia «moderna» del mundo
antiguo escrita en inglés, aunque, de hecho, los estilos académicos tomarían otra
dirección en años subsiguientes. También fue reconocida desde el principio como una
de las grandes obras de la literatura inglesa.[5]
LA PREGUNTA
El mundo ha cambiado desde el siglo XVIII y lo mismo ha sucedido con las actitudes
respecto al pasado y al presente. Y, sin embargo, la fascinación que nos produce la
caída del Imperio romano permanece intacta. Puede que ahora el vínculo no sea tan
íntimo ni tan obvio, pero la influencia de Roma en el mundo moderno —y
especialmente en la cultura occidental— sigue siendo muy profunda. También sigue
viva la simple curiosidad de saber cómo un estado que consiguió seguir siendo tan
próspero e inmenso durante tanto tiempo, a pesar de todo llegó a desmoronarse —o a
ser derribado— para ser sustituido por culturas mucho menos sofisticadas. El destino
de Roma parece servir de advertencia de que, al final, el poder y el éxito siempre
serán transitorios, y de que la civilización no saldrá victoriosa de forma automática.
No fue por casualidad que uno de los más famosos discursos de Winston Churchill de
1940 predijese que la derrota de Gran Bretaña traería como resultado una «nueva
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Edad de las Tinieblas», una frase particularmente apropiada, dado que muchos creían
que el Imperio romano había sucumbido a manos de los bárbaros germanos en el
siglo V.
Cada nueva generación ha vuelto a plantearse el enigma de por qué cayó Roma, y
se han propuesto infinidad de teorías diferentes (no hace mucho un estudioso alemán
catalogó unas doscientas). Con frecuencia, se han establecido paralelismos de forma
bastante explícita entre los problemas a los que se enfrenta el propio país y época del
historiador en cuestión y los del Imperio romano. Existe, como mínimo, un
importante contraste entre la experiencia romana y la desaparición de los grandes
imperios del siglo XX. Potencias como Gran Bretaña y Francia estaban ya en plena
decadencia, agotadas por las dos guerras mundiales y sus consecuencias económicas,
pero es que además tenían que hacer frente a la enorme presión que ejercían sus
colonias para obtener la independencia. No parece probable que ninguna de las dos
potencias hubiera tenido la capacidad y la voluntad de resistir esa presión por tiempo
indefinido, sobre todo porque estaba siendo alentada por las dos nuevas
superpotencias: Estados Unidos no había participado en la Segunda Guerra Mundial
con el fin de proteger el imperio británico y su sistema comercial, mientras que la
Rusia soviética apoyaba de forma activa a los revolucionarios marxistas que
aspiraban a conseguir la independencia.[6]
No hay rastro de un deseo comparable de liberarse del dominio imperial en
ninguna de las provincias romanas. La población de las provincias hispanas no
anhelaba convertirse en un estado independiente hispánico, como tampoco hubo
movimientos para obtener la liberación de Capadocia o Grecia. Sencillamente, en el
periodo romano no hubo equivalentes de Gandhi o Nehru, Washington o Bolívar,
Kenyatta o Mugabe. Ni siquiera la población judía del Imperio, que se había rebelado
en varias ocasiones en el siglo I y II, parecía seguir deseando tener su propia nación
en el siglo IV. La población quería ser romana y asociaba la idea de la libertad con el
hecho de pertenecer a un imperio y no con independizarse de él, y eso a pesar de que
los gobernantes del Imperio no eran elegidos y disfrutaban de auténtico poder
absoluto. En todos los casos, en las antiguas provincias romanas, con el tiempo —y a
veces de forma inmediata—, el poder pasó a manos de los nuevos invasores
extranjeros. Resulta sorprendente constatar que estos mismos solían querer formar
parte del Imperio y disfrutar de su riqueza más que destruirlo. La gran paradoja de la
caída del Imperio romano es que no se produjo porque la gente que lo conformaba
(pero tampoco los que no formaban parte de él) dejaran de creer en él o desearan que
dejara de existir.
Los romanos querían que el Imperio existiera y la mayoría eran incapaces de
imaginar el mundo sin él, pero eran conscientes de que se enfrentaba a graves
problemas. La mayor parte de ellos tendía a considerar que el origen de las
dificultades era la decadencia moral: el Imperio estaba en dificultades porque las
generaciones de la época carecían del severo sentido de la virtud de las antiguas
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generaciones que habían contribuido a la grandeza de Roma. Tal era la forma
tradicional de pensar, en especial la forma romana de pensar. A menudo existía
también un elemento religioso. Los paganos echaban la culpa de todo a los cristianos
por haber dado de lado a los antiguos dioses que habían guiado y protegido el
Imperio. Por su parte, los cristianos echaban la culpa a los paganos por aferrarse a
antiguas creencias erróneas, mientras que unos cuantos empezaban a vincular el final
de Roma con el final del mundo. San Agustín escribió su monumental La Ciudad de
Dios para explicar a los cristianos que, a la postre, todas las naciones humanas,
incluyendo Roma, la más grandiosa de ellas, acabarían desapareciendo, mientras que
todos los cristianos serían miembros de un estado nuevo y eterno que Dios crearía.
Con ello no buscaba animarles a dejar de creer en el Imperio o a intentar acelerar su
caída, sino tranquilizarles asegurándoles que les esperaba un mundo mejor que estaba
aún por llegar. Algunos historiadores laicos —sobre todo estudiosos que escribían en
griego en la mitad oriental del Imperio mucho después de que la parte occidental
hubiera caído— criticaron a determinados emperadores por algunas decisiones
militares o políticas que afirmaban que habían tenido consecuencias de largo alcance.
Sin embargo, ninguna de las obras que se conservan de la Antigüedad trata de realizar
un análisis coherente de la razón por la que el Imperio, que ocupaba la mayor parte
del mundo conocido en el año 200, había visto reducido su poder y su territorio a una
pequeña fracción en el año 500.
Gibbon era fundamentalmente un historiador narrativo y poseía demasiada
sutileza como para presentar una única causa de la caída del Imperio. Era un inglés en
un país sobre el que la guerra civil seguía arrojando una larga sombra —la batalla de
Culloden había tenido lugar sólo treinta años antes de que se publicara el primer
volumen de Decadencia y caída—, y dirigió la atención hacia la frecuencia con la
que se producían luchas intestinas dentro del Imperio y hacia la escasa renuencia
mostrada por los ejércitos romanos a luchar entre sí para apoyar a candidatos al poder
rivales. Con una desconfianza anglicana hacia el papado, consideró la adopción del
cristianismo bajo el reinado de Constantino y sus sucesores como algo negativo, que
socavaba la antigua virtud romana y que, con el tiempo, movió a demasiadas
personas a retirarse de la vida pública para abrazar una improductiva reclusión
monástica. Su actitud era especialmente crítica porque él mismo se había convertido
al catolicismo durante sus días de estudiante en Oxford. El padre de Gibbon había
sacado a su hijo de la universidad y le había mandado, para ser reprogramado a
fondo, a la calvinista Suiza. En conjunto, como reflejo tanto del modo de pensar de
sus fuentes como de la cultura de su época, la impresión de decadencia moral es un
hilo conductor constante en todo el relato de Gibbon: los romanos acabaron
fracasando porque ya no se merecían el éxito. En un momento dado, tras enumerar
los múltiples problemas a los que se enfrentaba el Imperio, Gibbon sugirió que,
probablemente, no deberíamos preguntarnos por qué cayó, sino maravillarnos de que
hubiera perdurado tanto tiempo.
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A su debido tiempo, muchos otros historiadores han considerado esta cuestión.
Para algunos, el desmoronamiento fue interno, el resultado de diversos fracasos y de
la decadencia interna del Imperio. Otros han preferido hacer hincapié en los ataques
sufridos por el Imperio por parte de los hunos, y en especial por parte de las tribus
germánicas que se abrieron paso por las fronteras y establecieron reinos propios en
las provincias occidentales. En las emotivas palabras de un erudito francés: «El
Imperio romano no murió. Fue asesinado». Durante el siglo XIX, en el contexto del
auge del nacionalismo alemán, se manifestó una preferencia por destacar el papel de
los germanos. Los textos romanos que contrastan las virtudes primitivas de los
guerreros germanos con la decadencia de la moderna vida de Roma fueron creídos a
pies juntillas. Algunos consideraban que el Imperio merecía su fin, para que el poder
pudiera pasar a las tribus que constituirían los países de la Europa moderna. Otros
juzgaban la situación desde un punto de vista abiertamente racial, y pensaban que la
caída de Roma fue consecuencia de que se permitiera a demasiados bárbaros
germanos penetrar en sus fronteras.
Por lo general, las preocupaciones de cada época se han reflejado en sus
opiniones sobre la caída del Imperio romano. En ocasiones, los problemas sociales y
la tensión de clases se han convertido en explicaciones de moda, a menudo
combinados con los factores económicos. Para algunas personas, el mundo del Bajo
Imperio romano era extremadamente sombrío, con un campesinado cargado de
impuestos al que se exprimía para hacer frente a los crecientes costes de
mantenimiento de un ejército. Con el tiempo, la presión fue demasiado elevada y todo
el sistema se vino abajo. Hay también teorías alternativas que señalan como
responsables a los fracasos militares o al descenso de la población. Otras han
reflejado distintas inquietudes modernas y han sugerido que el cambio
medioambiental o climático —tal vez acentuado por el impacto de la agricultura y la
industria romanas— fue el motivo fundamental de la disminución de la producción
agrícola y, en último caso, de la ruina económica.[7]
En las últimas décadas, la propia naturaleza del debate ha cambiado en la
comunidad académica. Las razones son diversas: por una parte —un fenómeno que es
común a toda la sociedad occidental—, se deja sentir el cambio de actitud respecto a
los imperios en general, ahora que los imperios modernos han desaparecido. Ya no se
considera que fueran buenos por naturaleza, sino que, por el contrario, el péndulo de
la opinión popular —o al menos de la clase media y de los académicos— se ha
trasladado al otro extremo. En vez de fuerzas de orden y progreso que traen la paz, la
educación, la ciencia, la medicina y el cristianismo a las zonas más salvajes del
planeta, los imperios han pasado a ser únicamente los brutales explotadores de las
poblaciones indígenas. Si los imperios son negativos de por sí, entonces resulta
reconfortante pensar que son ineficientes. Se ha hecho mucho hincapié en los
estudios más recientes sobre el Imperio romano de los siglos I y II en la falta de
control o planificación central, la falta de sofisticación de su economía, lo limitado de
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su tecnología y la manera simplista de pensar sobre ciertas materias como la
geografía y la estrategia militar. En vez de la aparente sofisticación de sus estructuras,
se han resaltado los aspectos primitivos.[8]
Curiosamente, las actitudes respecto al Bajo Imperio romano han tendido a
situarse en el extremo opuesto. Durante mucho tiempo, no estaba de moda que los
académicos trabajaran sobre los periodos finales en vez de centrarse en los inicios del
Imperio. La principal razón era la falta de fuentes de calidad —sobre todo de obras
históricas narrativas detalladas y dignas de crédito— que se ocuparan del siglo III, de
gran parte del siglo IV y de todo el siglo V. Se ha conservado un importante corpus
bibliográfico de esos periodos, pero apenas aborda cuestiones políticas o militares,
sino que se trata en gran medida de textos de contenido religioso —principalmente
cristianos, aunque no exclusivamente—, filosófico o legal. A pesar de su escaso valor
a la hora de estudiar los grandes acontecimientos de aquellos años, proporcionan
considerable material sobre aspectos diversos de la historia social, cultural e
intelectual, que han cobrado mucha más popularidad entre los académicos a lo largo
de la última generación. Como consecuencia de ese incremento de popularidad, se ha
producido un enorme auge en el estudio del Bajo Imperio romano. Se han llevado a
cabo un gran número de estudios importantes y reveladores, y se puede afirmar que
ahora sabemos mucho más de distintos aspectos de ese periodo.[9]
Y sin embargo también ha sucedido algo extraño. Al principio era obvio que en
cierto modo se esperaba que los historiadores que elegían estudiar el último periodo
del Imperio justificaran su decisión. Muchos se sentían muy incómodos con la idea
de hablar de un Imperio en decadencia y resaltaban la vitalidad y la fuerza del estado
romano del siglo IV e incluso del siglo V, en especial aquellos que abordaban temas
de cultura y religión. En esos campos no se había producido una ruptura catastrófica
coincidiendo con la caída del Imperio de Occidente. En los últimos años la
reevaluación de los siglos que siguieron a la caída de Roma ha sido asimismo un
campo especialmente fértil para los especialistas, y estas dos tendencias se han
alentado y alimentado mutuamente. Hacía mucho tiempo que los estudiosos —a
diferencia del público en general— se habían mostrado insatisfechos con el término
«Edad de las Tinieblas» y en la actualidad los siglos V a X son conocidos
umversalmente como la Alta Edad Media. Hoy en día, la historia medieval es una
disciplina en auge en las universidades, lo que hace que esa matización sea tanto
atractiva como instructiva. Al mismo tiempo la tendencia habitual ha sido a dejar de
hablar del Bajo Imperio romano y referirse, por el contrario, a la Antigüedad Tardía,
subrayando la legitimidad, la importancia y también la individualidad del estudio de
ese periodo.
Los nombres pueden ser importantes, ya que conforman la estructura mental
general en la que se enmarcan los estudios específicos. En casi todos los sentidos,
estas tendencias han sido positivas. Se ha hecho un uso mucho más imaginativo de
las fuentes con las que contamos para esos periodos. No obstante, también hay
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problemas inherentes: cambiar el foco de atención a la sociedad, la cultura, la religión
e incluso al gobierno y la ley tiende a dar lugar a un punto de vista bastante estático,
que enfatiza la continuidad más que el cambio. Acontecimientos como las guerras y
las revoluciones y el comportamiento y las decisiones de emperadores y ministros
específicos no son necesariamente registrados, pero sería un grave error considerarlos
insignificantes. Parece que a muchas de las personas que estudian la Antigüedad
Tardía les resulta muy difícil considerar la posibilidad de que hubiera algún ámbito en
decadencia y prefieren ver cambios y transformación. Para ellos, mediante un proceso
gradual —y en absoluto traumático—, el mundo del Imperio romano se transformó
en el mundo medieval. Por ejemplo, un estudioso que examinó el gobierno del
Imperio de Occidente concluyó:
Debería quedar claro… que el Imperio romano no «cayó» en el siglo V, sino que se transformó en algo
nuevo.[10]
El punto de partida principal para alcanzar esa conclusión era que algunos
aspectos del gobierno, incluyendo títulos y rangos específicos, continúan en los
reinos germanos. Puesto que el concepto de declive estaba firmemente pasado de
moda, es probable que fuera inevitable que la idea de la caída también se viera
sometida a presión. Aun cuando se admite que eso es lo que sucedió, con frecuencia
se describe como una cuestión de poca importancia. La tendencia de los estudiosos de
la Antigüedad Tardía ha sido ser implacablemente positivos a la hora de juzgar todos
y cada uno de sus aspectos: instituciones como el ejército y el gobierno son retratadas
como entidades eficientes —a menudo más efectivas que las del Alto Imperio— y los
problemas se consideran inevitables en las condiciones del mundo antiguo y no
exclusivos del último periodo. Del mismo modo, el más mínimo indicio de
continuidad es imbuido de honda y amplia significación. Por ejemplo, la
supervivencia de un título burocrático romano en la corte de un rey germano no
significa necesariamente que la persona en sí estuviera realizando el mismo trabajo y
ni mucho menos que lo estuviera haciendo bien. Como tampoco puede pretenderse
que el hallazgo de un estilo en un yacimiento arqueológico británico del siglo V
demuestre que existiera una alfabetización generalizada en el periodo postromano. Si
extrapolamos la misma lógica a nuestra propia época, entonces la supervivencia de
las instituciones imperiales y del inglés como una de las lenguas del gobierno en
India significaría en realidad que aún sigue siendo parte del Imperio británico, lo que
sin duda supondría una gran sorpresa para los habitantes de ese país.
Se han elevado algunas voces discrepantes. Recientemente se han publicado un
par de libros que han alcanzado una gran popularidad en los que dos distinguidos
especialistas de la Antigüedad Tardía —y, aunque resulte curioso, ambos de Oxford
— arrojan una sombra de duda sobre lo que ha llegado a convertirse en la visión
ortodoxa. La obra de Brian Ward Perkins The Fall of Rome (2005) apuntó en primer
lugar que la idea de que se produjera una transformación pacífica desde el Imperio
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romano a los reinos bárbaros, sencillamente, contradecía los hallazgos encontrados,
además de ir contra la simple lógica. Lo que es aún más importante, el autor utilizó
los registros arqueológicos para demostrar el inmenso alcance del cambio que tuvo
lugar como resultado de la caída de Roma. Gran parte de esos registros estaban
relacionados con la vida cotidiana de la gente común que, por ejemplo, ahora vivía en
casas con tejados de paja en vez de construidos con tejas, y empleaba cerámica más
sencilla, fabricada localmente, en vez de un amplio abanico de mercancías
importadas más refinadas. La sofisticación cultural decayó con tanta celeridad que
Ward Perkins ha considerado que estaba justificado referirse a ese periodo como «el
final de la civilización». The Fall of the Roman Empire (2005), de Peter Heather, se
ha centrado más en describir cómo cayó el Imperio de Occidente que en hablar de sus
consecuencias. Heather emplea una estructura esencialmente narrativa y opina que la
teoría que ve el final del Imperio como una transición pacífica «se ha establecido en
gran medida […] sólo porque durante media generación se ha hecho caso omiso de la
narrativa histórica pormenorizada». Comenzando en 376, el autor traza un esquema
del siglo hasta la destitución de Rómulo Augústulo y, como Ward Perkins, considera
que «el fin del Imperio fue un acontecimiento de gran envergadura». El Imperio del
siglo IV es presentado como un estado poderoso y efervescente cuyo
desmoronamiento no era inevitable. Por el contrario, las nuevas amenazas que
constituían los pueblos procedentes del exterior, como los hunos y los godos,
plantearon un reto al que, debido a una mezcla de error humano y azar, no se hizo
frente de forma adecuada.[11]
La calidad de ambos libros, cada uno en su estilo, es altísima, pero el campo que
podían cubrir era limitado. Ninguno de los dos se esfuerza demasiado en vincular el
Imperio del siglo IV con el Alto Imperio, y es necesario establecer esa conexión para
comprender de forma más global cómo era el Imperio romano y discernir las causas
de su caída. Los estudios de la «Antigüedad Tardía» hacen hincapié en la gran
fortaleza del Imperio del siglo IV. Desde luego, se trata de una decisión correcta, ya
que, en ese periodo, Roma era muchísimo más fuerte que ninguna otra nación o
pueblo del mundo conocido. No obstante, no era tan estable como el Imperio del
siglo II, ni tan poderosa. En resumen, el Imperio era más fuerte en el año 200 que en
el año 300… Aunque tal vez hubiera sido más débil aún en el año 250. En el año 400,
el Imperio volvió a debilitarse y para el año 500 había desaparecido en Occidente y
en torno al Mediterráneo oriental sólo quedaban algunos restos. Para explicar estas
oscilaciones, es necesario ampliar la perspectiva.
Ahora que el concepto de decadencia está pasado de moda, la tendencia de la
mayoría de historiadores ha sido subrayar la importancia de la presión que el exterior
ejerció sobre el Imperio. Sólo en los últimos tiempos, algunas voces han cuestionado
la verdadera escala de la amenaza que suponían las tribus que vivían fuera de las
fronteras europeas del Imperio romano. Aun así, muchos continúan asumiendo que
las confederaciones que aparecieron al final del siglo III eran enemigos mucho más
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temibles que las tribus bárbaras a las que se enfrentó el Alto Imperio. Sin duda, sigue
siendo un artículo de fe que los persas sasánidas que suplantaron la dinastía parta a
principios del siglo III eran mucho más eficaces, agresivos y peligrosos que sus
predecesores. Desde luego, esa idea se ha repetido tantas veces que nadie parece
cuestionar si, en el fondo, es verdadera o no. La creencia de que las amenazas a las
que hizo frente el Imperio habían aumentado es conveniente para aquellos que desean
ver los enormes cambios institucionales de éste como reacciones sensatas a la nueva
situación. La conveniencia y la frecuente repetición no equivalen a la verdad, y todos
esos temas deben ser cuestionados.[12]
La guerra civil se convirtió en un suceso frecuente a partir del siglo III. Tras el año
217, hubo sólo algunas décadas en las que no se produjera una disputa violenta por el
poder en el seno del Imperio romano. Algunas de estas luchas eran rebeliones locales
que fueron sofocadas con rapidez e implicaron muy pocos enfrentamientos
relevantes. Otras perduraron durante años y sólo se decidieron gracias a una o más
batallas, o a asedios importantes. No contamos con cifras sobre cuántos soldados
romanos murieron o fueron mutilados luchando contra los otros romanos, pero el
total tiene que haber sido considerable. Es cierto que tal vez la población que vivía en
provincias alejadas de los escenarios de las batallas no se viera directamente afectada
por los estallidos de conflictos internos, a menos que tuvieran familiares entre los
líderes del bando de los derrotados. Eso no significa que fueran hechos de poca
importancia. La guerra civil era una realidad de la vida y todos los que alcanzaban la
edad adulta habían pasado por una, aun cuando no tuviera un impacto directo sobre
ello.
Aunque parezca extraño, a pesar de que la mayoría de historiadores registran la
frecuencia con la que se produjeron conflictos internos en el Imperio romano desde el
siglo III en adelante, rara vez dedican mucho tiempo a considerarlos con un mínimo
de detalle. A. H. M. Jones llevó a cabo un estudio colosal del Bajo Imperio que sigue
siendo un punto de referencia indispensable aun hoy, más de cuarenta años después
de su publicación, y que incluye esta curiosa afirmación:
Diocleciano mantuvo durante veinte años la paz interna, interrumpida sólo por dos revueltas.[13]
Llegados a este punto, conviene señalar que una de esas revueltas duró casi una
década y que la represión de ambas requirió un enorme esfuerzo militar. Por otra
parte, para empezar, Diocleciano había combatido y resultado vencedor en otra
guerra civil para hacerse con el puesto de emperador. Sin duda fue un emperador de
éxito conforme con los estándares de anteriores periodos, pero la estabilidad que
proporcionó al Imperio fue limitada y breve. Su reinado fue seguido por una racha de
guerras civiles de una escala especialmente grande. Resulta significativo el hecho de
que Jones dedicara un único párrafo a la guerra civil y a los enfrentamientos
intestinos en el largo capítulo que dedicó a analizar las causas de la caída de Roma.
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Su actitud era típica, y lo sigue siendo, puesto que las guerras civiles y las
usurpaciones son aceptadas sin más como parte del paisaje normal del periodo del
Bajo Imperio romano. Uno de los motivos de que no sean tomadas en consideración
puede ser el hecho de que la mayoría de los estudiosos han desarrollado sus trabajos
en países para los cuales las guerras civiles son sólo el recuerdo de un pasado
distante. Para ellos era natural asumir que las amenazas extranjeras son siempre más
graves que las luchas internas. Además, centrar el interés en las instituciones y en la
cultura dejaba poco espacio a las guerras civiles, que raramente suponían cambios
fundamentales en ese orden de cosas. En muy pocas ocasiones los expertos se
detienen a considerar las consecuencias de esa realidad, a todos los niveles, en las
actitudes de los emperadores y sus subordinados.
El objetivo de este estudio es observar con más atención tanto los problemas
internos como los problemas externos a los que se enfrentó el Imperio romano. El
punto de partida será, como el de Gibbon, el año 180, cuando el Imperio aún parecía
estar en pleno apogeo, para proseguir rastreando los vestigios del descenso hacia el
caos que se produjo a mediados del siglo III. A continuación, examinaremos el
Imperio reconstruido de Diocleciano y Constantino, la evolución hacia la división en
las mitades oriental y occidental en el siglo IV y la caída del Imperio de Occidente en
el siglo V. Por fin, la obra concluirá con la tentativa frustrada del Imperio de Oriente
de recuperar los territorios perdidos en el siglo VI. Gibbon llegó mucho más allá,
continuando hasta la caída de Constantinopla ante los turcos en el siglo XV, una
historia fascinante por derecho propio, pero demasiado amplia para poder tratarla de
manera adecuada en el presente libro. A finales del siglo VI el mundo era profunda y
definitivamente distinto al mundo descrito en nuestro punto de partida. El Imperio
romano oriental era fuerte, pero ya no ejercía el inmenso poder y la hegemonía del
Imperio romano unido. Esta obra habla sobre cómo se llegó hasta esa situación, y en
ella desempeña un papel clave la historia de los individuos, hombres y mujeres, así
como de los grupos, los pueblos y las tribus, y los acontecimientos que vivieron y que
dieron forma a esos siglos. Al relatar esa historia, trataremos de evaluar las teorías
más probables sobre por qué los hechos se desarrollaron tal y como lo hicieron.
LAS FUENTES
Contamos con importantes ventajas sobre Gibbon a la hora de analizar este tema. Los
especialistas en la Antigüedad se han esforzado en recopilar y catalogar las
inscripciones del mundo antiguo y en describir los restos visibles de los antiguos
pueblos y ciudades. Sin embargo, hasta el siglo XIX la práctica de la arqueología no
era en absoluto sistemática y las técnicas de recopilación y análisis de datos se han
refinado mucho desde entonces. Continuamente se descubren nuevos yacimientos y
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se alcanza una mayor comprensión de los ya existentes, sumando nueva información
a los datos ya acumulados sobre cada región y periodo. En las circunstancias
apropiadas, los métodos modernos son muy sofisticados y efectivos a la hora de
extraer información, lo que conlleva que en la actualidad se tienda a excavar áreas
cada vez más pequeñas con cada vez mayor detalle: dado el tamaño de muchas
comunidades del periodo romano, hoy en día es bastante poco habitual que se
excaven en su totalidad. Del mismo modo, por lo general sólo hay recursos para
obras a gran escala en una pequeña proporción de los yacimientos localizados, lo que
puede dar lugar a que una visión general de la vida rural o urbana en una provincia se
base en una diminuta muestra de los restos existentes, pasando incluso por alto lo que
se ha perdido o los yacimientos que aún no han sido localizados. También es vital ser
consciente de que la cantidad de hechos inequívocos descubiertos a través de la
arqueología es limitada. Todos los hallazgos requieren interpretación, sobre todo si se
aspira a sacar conclusiones de mayor amplitud. Cualquier estudio de la historia del
mundo antiguo estará incompleto si no considera los registros arqueológicos, pero las
impresiones que se derivan de ellos pueden cambiar cada vez que se realizan nuevos
descubrimientos o se reinterpretan los antiguos.
Gibbon tenía a su disposición la gran mayoría de las obras del mundo
grecorromano que han llegado hasta nosotros. Con posterioridad, se han efectuado
unos cuantos descubrimientos, por ejemplo las cartas de Frontón, del principio mismo
de nuestro periodo, mientras que, por otro lado, hace tiempo que los poemas de
Ossian —supuesta poesía heroica, que se conserva en Escocia, de las tribus
caledonias que habían luchado contra Roma— mencionados en Decadencia y caída
han sido identificados como una falsificación pergeñada en el siglo XVIII. No
obstante, los hallazgos auténticos de textos y fragmentos de otros escritores no han
cambiado de manera fundamental la estructura general y la utilidad de nuestras
fuentes literarias. El siglo III está muy mal abastecido: de gran parte del siglo existen
sólo resúmenes y epítomes de historias anteriores, que suelen ser breves y, con
frecuencia, poco fiables. También contamos con la colección de biografías imperiales
conocidas como la Historia Augusta, que pretende ser la obra de seis autores que
escribieron a finales del siglo III y a principios del siglo IV. En la actualidad, se suele
considerar que fueron escritas por un solo hombre, perteneciente, como mínimo, a
una generación posterior. Se trata de una extraña mezcla de invención y confusión,
pero parece que el autor ha incluido algo de información fidedigna. Y, sin embargo, el
hecho de que nos veamos obligados a llegar a utilizarlas, siquiera, es un índice de la
pobreza de nuestras otras fuentes para este periodo.[14]
Dos notables historiadores narrativos ofrecen descripciones detalladas y,
generalmente, de confianza: Amiano Marcelino cubre parte del siglo IV y Procopio
parte del siglo VI. Ambos fueron testigos presenciales de algunos de los hechos que
relatan y lo mismo sucede hasta cierto punto con Dión Casio y Herodiano, que cubren
el principio del periodo considerado en este libro. Aparte de eso, nos basamos
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fundamentalmente en datos aislados y breves resúmenes. Como ya hemos visto, la
mayoría de la bibliografía perteneciente a ese periodo no se ocupa de los grandes
acontecimientos de la política o la guerra. Algunos textos, como los numerosos
discursos panegíricos, se dirigen a los emperadores y hacen referencia a
preocupaciones y hechos contemporáneos, pero en una forma tan convencional y
retórica que resulta difícil extraer demasiada información de ellos. Es posible que la
creencia de que contienen mensajes codificados sea cierta, pero es fácil llevarla
demasiado lejos. Es esencial recordar que sólo contamos con una mínima parte de la
literatura que una vez existió. Una buena parte de la historia de Amiano se ha
perdido, mientras que de muchos otros autores y sus obras sólo sobreviven los
nombres. Sin duda, había muchos más que ni siquiera se llegaron a mencionar en los
textos. La mayoría de las obras se conservaron en forma de manuscritos en
bibliotecas eclesiásticas. Inevitablemente, eso significa que las perspectivas de
supervivencia de los manuscritos cristianos eran mucho mejores y asimismo que el
mérito literario influía más que el interés histórico. El azar desempeñaba un papel
todavía más importante.
El papel del azar fue decisivo sobre todo para los demás documentos —en su
mayoría escritos en papiros, pero en ocasiones en tablillas o fragmentos de cerámica
—, cuyo hallazgo ha sido en buena medida cuestión de suerte. Se siguen encontrando
donde las condiciones son adecuadas, y a veces aparecen en cantidades considerables.
Entre los escritos hallados se incluyen en ocasiones documentos como declaraciones
censales, que proporcionan información de enorme utilidad, pero nunca en cantidades
suficientes para generar estadísticas fidedignas sobre el tamaño de la población, la
escala de edad y los niveles generales de prosperidad más allá del ámbito más local y
el corto plazo. Todos los estudios de la Antigüedad se ven obligados a proceder sin el
apoyo de las estadísticas, lo que no significa que sea imposible demostrar o rebatir
algunas de las teorías propuestas para explicar la caída del Imperio romano.
Simplemente, no podemos decir si una sustancial reducción de la población influyó o
no en su derrumbe. Del mismo modo, no podemos calibrar el estado de la economía
en un periodo concreto o analizar el verdadero impacto de la asombrosa devaluación
sufrida por la moneda en el siglo III. Las fuentes con las que contamos dejan entrever
algunas tendencias, pero no todo el mundo las interpretará del mismo modo.
Hay muchas cosas que, sencillamente, hoy nos es imposible averiguar sobre la
historia de Roma en los siglos III y posteriores. En mayor o menor medida, lo mismo
sucede en la mayoría de periodos de la historia de la Antigüedad. No obstante,
debemos esforzarnos en formular aquellas preguntas cuya respuesta nos interesa
realmente, en vez de dirigir nuestra atención hacia aquellas que son más fáciles de
responder a partir de nuestras fuentes. Además, el mero hecho de que gran parte de la
literatura griega y romana se haya perdido hace pensar que el paso del mundo romano
al mundo medieval fue drástico desde muchos puntos de vista. El grueso de esas
obras no fue eliminado o destruido de forma deliberada por los clérigos, sino que se
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perdió sin más. El mundo medieval era un lugar mucho menos cultivado que el
mundo clásico que le precedió, sobre todo en Europa Occidental. Ninguna de estas
circunstancias sugiere que se haya producido una transformación. La caída del
Imperio romano fue un acontecimiento de gran importancia, aunque tuviera lugar a lo
largo de un lapso de tiempo considerable y no pueda asignársele una fecha específica.
Su peso resulta aún más evidente cuando analizamos el periodo en el que el Imperio
estaba en pleno esplendor.
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PARTE I
¿CRISIS?
EL SIGLO III
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I
EL REINO DORADO
Reflexiona repetidamente sobre la rapidez de tránsito y alejamiento de los seres
existentes y de los acontecimientos. Porque la sustancia es como un río en incesante
fluir, las actividades están cambiando de continuo y las causas sufren innumerables
alteraciones. Casi nada persiste y muy cerca está este abismo infinito del pasado y
del futuro, en el que todo se desvanece. ¿Cómo, pues, no va a estar loco el que en
estas circunstancias se enorgullece, se desespera o se queja porque sufrió alguna
molestia cierto tiempo e incluso largo tiempo?
MARCO AURELIO[1]
M arco Aurelio falleció la noche del 17 de marzo del año 180. Al emperador
decimosexto de Roma le quedaban sólo unas pocas semanas para cumplir los
cincuenta y nueve años y había gobernado su vasto Imperio durante casi dos décadas.
Más tarde corrieron rumores de que se había tratado de un crimen —esa posibilidad
se barajaba prácticamente siempre que moría un emperador— orquestado por los
médicos, que se aseguraron de que falleciera para complacer a su hijo y heredero
Cómodo. Es muy poco probable y, de hecho, desde muchos puntos de vista, resulta
sorprendente que llegara a vivir tantos años. Nunca fue un hombre robusto y había
llevado sus fuerzas al límite en un reinado asediado por la guerra y la peste. Aun así,
las posteriores generaciones le recordaron como el emperador ideal, y el senador
Dión, que escribió en el siglo siguiente, describió su reinado como el «reino dorado».
Las excepcionales Meditaciones —su diario, redactado como una colección de sus
ideas filosóficas cuyo destino nunca fue la publicación— revelan a un hombre con un
hondo sentido del deber y un sincero deseo de gobernar de la mejor manera, cuyo
origen no estaba en el deseo de labrarse fama —«concierne al rey hacer bien y recibir
calumnias»—, sino de hacer lo correcto y lo mejor para todos. La fama no significaba
nada para los muertos, y él, como todas las personas y las cosas del mundo, estaba
destinado a morir: «Dentro de poco tiempo no serás nadie en ninguna parte, como
tampoco son nadie Adriano ni Augusto». La muerte, y la necesidad de aceptarla sin
resentimiento, es un tema constante, lo que sugiere que nunca fue del todo capaz de
convencerse a sí mismo al respecto. Su correspondencia privada revela la profunda
emoción que le embargaba cuando perdía a algún amigo o familiar. Y, sin embargo, el
cambio formaba parte de la naturaleza del universo, e incluso aquellos historiadores
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que niegan que el Imperio romano experimentara algún tipo de decadencia o ruina
describen su transformación. Antes de estudiar este proceso, convendría examinar el
mundo de Marco Aurelio.[2]
Las personas cultivadas, como Marco Aurelio, sabían que el mundo era redondo.
Los filósofos griegos habían sido los primeros en darse cuenta, pero durante siglos
también los romanos hablaron del globo o el orbe. Por otro lado, aunque
ocasionalmente aparecía algún pensador que defendía lo contrario, la tendencia entre
los filósofos era a afirmar que las estrellas y los planetas giraban alrededor de la
Tierra y no del Sol. Muchas culturas del mundo antiguo poseían un conocimiento
notable del cielo nocturno, en parte porque la gente tenía una creencia muy arraigada
en la astrología. Se decía que el emperador Adriano había sido capaz de predecir
hasta los más pequeños incidentes con el mayor detalle, incluyendo el día y la hora de
su propia muerte. El mundo era redondo, pero sólo se conocían tres continentes —
Europa, Asia y África— y no se tenía una idea clara de la superficie total de los dos
últimos. En torno a las masas terrestres se extendía el vasto océano, que sólo
interrumpían en sus extremos unas cuantas islas como Britania. En el centro de los
continentes se encontraba el Mediterráneo, o mar del medio, que constituía el centro
del mundo y del Imperio romano.[3]
En la época de Marco Aurelio, el Imperio se extendía desde la costa atlántica
hasta el Rin y el Danubio, y desde la línea que trazan los ríos Forth y Clyde en el
norte de Britania hasta el Éufrates en Siria. Era un área muy vasta, con mucho la más
grande del mundo conocido, por lo que sabían sus habitantes. Resultaba
especialmente grande en una época en la que el transporte nunca avanzaba más
rápido que un barco navegando por mar o un caballo galopando por tierra. Medía casi
cinco mil kilómetros desde las zonas periféricas de su extremo más al norte, pero, aun
así, tenemos constancia de que los viajeros recorrían esas distancias: en 1878 se
encontró una lápida cerca del emplazamiento del fuerte romano Arbeia, en South
Shields, mirando hacia la desembocadura del Tyne. Conmemora a Regina —nombre
que significa reina— la «liberta y esposa» de treinta años de «Barates de la nación de
Palmira». Palmira era una rica ciudad-oasis de Siria y parece probable que Barates
fuera un comerciante y, a juzgar por el tamaño y calidad del monumento, uno de
éxito. Su esposa era de la zona, una britana de la tribu de los catuvellaunos, que
vivían al norte del Támesis. Originalmente, la joven había sido su esclava, pero le
había otorgado la libertad y se había casado con ella, algo que sucedía con cierta
frecuencia. En la lápida, Regina aparece sentada y ataviada con las galas de una dama
romana, con un brazalete en la muñeca y un collar en el cuello, el pelo recogido en lo
alto de la cabeza, en uno de los estilos ornamentados que dictaba la moda. Al menos
por parte del marido, parece haber existido afecto sincero. La mayor parte de la
inscripción está en latín, pero la última línea está escrita en el alfabeto curvado de su
propia lengua nativa y reza sencillamente «Regina, la liberta de Barates, ay».[4]
Ni Barates ni Regina eran ciudadanos romanos, pero tanto su matrimonio como
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su presencia en el norte de Britania se debían al Imperio, como también el hecho de
que el monumento estuviera esculpido en estilo romano y la inscripción hubiera sido
en gran parte redactada en latín. El mundo en el que vivían era romano, aunque nunca
lo fuera de forma exclusiva. Cada uno de ellos se identificaba con orgullo con
pueblos que una vez habían sido independientes: Barates hablaba su propia lengua
semítica y es probable que Regina hablara la lengua celta de su pueblo. El latín sólo
era común en las provincias occidentales y el griego seguía siendo el principal medio
de comunicación y cultura en el este. A todo lo largo y ancho del Imperio, muchos
lenguajes y dialectos diferentes continuaban hablándose localmente. También había
otras diferencias, de religión, costumbres y cultura, pero lo que realmente resulta
llamativo del Imperio es el número de semejanzas que existía entre una provincia y
otra. Los grandes edificios públicos —basílicas, templos, teatros, circos, anfiteatros y
acueductos— tenían un aspecto muy parecido en África y en la Galia, en Hispania y
en Siria.
Ahora bien, se trataba de algo más relevante que una mera cuestión de estilo
arquitectónico y de técnicas de ingeniería. La gente vestía de forma similar y
marcadamente romana y las modas específicas se propagaban por un área muy
extensa. Adriano fue el primer emperador que llevó barba y expresó su gusto por esta
costumbre griega, aunque hubo quien opinó que lo único que quería era ocultar las
imperfecciones de su piel. Muchos hombres le imitaron. De igual modo, las mujeres
copiaban los peinados adoptados por las esposas e hijas de los emperadores y que
podían verse en todas las provincias gracias a sus retratos. Se observan peinados
prácticamente idénticos en esculturas de Renania y en retratos funerarios de Egipto.
Estos últimos servían para decorar féretros que contenían cadáveres momificados
según la antigua costumbre de la región. Convertirse en romano rara vez, por no decir
nunca, implicaba abandonar por completo las tradiciones locales.[5]
El Imperio romano se creó a través de conquistas que, con frecuencia, eran un
asunto extremadamente sangriento: se cree que Julio César mató a un millón de
personas cuando invadió la Galia en 58-50 a. C., y que vendió como esclavos a una
cifra mucho mayor. Aquél fue un hecho excepcional, y es probable que las cifras se
hayan exagerado, pero los romanos mostraban una determinación implacable en su
búsqueda de la victoria y el coste para los vencidos podía ser atroz. Tácito, el
historiador romano, hizo que el líder de una tribu proclamara que los romanos «dejan
una tierra baldía y lo llaman paz». Muy pocas provincias fueron creadas sin que se
produjera, al menos, alguna escaramuza, y el propio César opinaba que era natural
que los galos lucharan por su libertad, aunque también consideraba absolutamente
adecuado que él se la arrebatara en interés de Roma. Con todo, tanto en Galia como
en otros territorios que acabaron formando parte del Imperio, siempre había algunas
comunidades y líderes que daban la bienvenida a las legiones, buscando su protección
frente a vecinos hostiles o con la esperanza de obtener una ventaja sobre sus rivales.
La tribu de los icenos, liderada por la famosa reina Boudica, había dado la bienvenida
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a los invasores romanos en el año 43 y sólo se rebeló en el año 60, cuando la familia
real fue humillada y maltratada. Las legiones eran tan eficientes y brutales cuando se
trataba de sofocar una rebelión como lo eran cuando libraban cualquier otro tipo de
guerra, y la revuelta de los icenos terminó con una derrota absoluta y terrible.
A menudo, las rebeliones tenían lugar aproximadamente una generación más
tarde de que se produjera la conquista inicial, pero después de ese momento eran muy
raras en la mayoría de las regiones. A partir del siglo II resulta muy difícil detectar
ningún indicio de la existencia de un deseo de independencia en la gran mayoría de la
población de las provincias. En parte, ese hecho responde al reconocimiento del
tremendo poder de las legiones, pero el ejército no era lo bastante grande como para
mantener el Imperio por la fuerza, y la mayoría de las regiones nunca llegaron a ver a
un soldado, no digamos ya a un cuerpo de tropas organizado. Lo que es aún más
importante, el número de personas que prosperaban bajo el gobierno romano era
suficiente como para desear que se quedaran. A los romanos no les interesaba en
absoluto ocupar una tierra baldía, sino que querían conquistar las provincias más
pacíficas y ricas. En algunos periodos, un número sustancial de colonos romanos e
italianos se asentaron en comunidades situadas en territorios conquistados, pero
nunca pasaron de ser una minoría entre la población indígena. En las provincias
nunca habría reinado la paz ni se habrían pagado los impuestos requeridos si las
propias provincias no se hubieran esforzado y hubieran puesto algo de su parte.[6]
Los que más se beneficiaron fueron las aristocracias locales, muchas de las cuales
conservaron sus tierras, estatus y riqueza. Los romanos permitían que las
comunidades locales gestionaran sus propios asuntos la mayor parte del tiempo, ya
que el gobierno central ni quería ni podía interferir en ellos. Se impusieron algunas
leyes, sobre todo para regular incidentes que afectaran a ciudadanos romanos o para
reglamentar las relaciones con otras comunidades. Por lo general, esas comunidades
eran ciudades que administraban las tierras que las circundaban. Muchas eran
anteriores a la ocupación romana, pero, allí donde no había ninguna ciudad, se solía
establecer una. La cultura del Imperio era fundamentalmente urbana, y los
aristócratas locales eran alentados a convertirse en magistrados y consejeros de la
ciudad, puestos que les brindaban prestigio, autoridad y, en ocasiones, la oportunidad
de aspirar a una carrera todavía más atractiva en el servicio imperial. A muchos de
ellos se les otorgó la ciudadanía romana, pero Roma siempre había sido generosa en
ese sentido y este derecho se extendió asimismo a muchos habitantes menos
acaudalados de las provincias. A mediados del siglo I, el apóstol San Pablo, un judío
de la ciudad de Tarso, en Asia Menor, era ciudadano romano, aunque no hay pruebas
de que hablara latín. Su familia consiguió darle una buena educación, pero, por lo
visto, no contaban con excesiva fortuna. Y si consideramos la cuestión a una escala
mayor, ciudades enteras podían convertirse oficialmente en una ciudad o colonia
romana con constituciones modeladas a partir de las de la propia Roma.
La mayoría de las provincias eran creaciones artificiales del Imperio que
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integraban diferentes tribus, pueblos y ciudades, dando lugar a divisiones que no
habrían tenido auténtico significado antes de la llegada de los romanos. La
pertenencia a una tribu y a una ciudad seguía inspirando sincera emoción: Pablo
alardeaba de ser un ciudadano de Tarso, una «ciudad nada despreciable», además de
romano. En el siglo II, las ciudades atravesaban su momento más próspero y
competían ferozmente con sus vecinos, esforzándose en superarlos en esplendor y
prestigio. Los magníficos edificios públicos se erigían como símbolos físicos de la
importancia de una ciudad. Sólo ha sobrevivido una fracción de lo que una vez
existió, pero esos monumentos nos ofrecen hoy en día muchos de los más
espectaculares recordatorios de la era romana. Se esperaba que los magistrados
aportaran un buen pellizco de su propio dinero cuando presidían proyectos de ese tipo
y su generosidad quedaba conmemorada en grandes inscripciones que se colocaban
en el edificio una vez concluido. A veces, la ambición era desmedida: a principios del
siglo II Plinio el Joven fue enviado a gobernar Bitinia y Ponto (actualmente, el norte
de Turquía), donde descubrió que Nicomedia se había gastado más de tres millones
de sestercios en un acueducto que nunca llegó a completarse. Cerca de allí, Nicea se
había gastado diez millones en un teatro que ya se estaba desmoronando. Se trataba
de sumas inmensas —un legionario cobraba sólo mil doscientos sestercios al año— y
nos dan una idea de las vastas cantidades que se destinaban a mejorar las ciudades.
La mayoría de los proyectos se llevaban a cabo con mayor éxito. Siempre pervivían
algunas peculiaridades locales en las costumbres y los rituales, pero resulta
sorprendente lo parecida que era la vida civil a todo lo largo y ancho del Imperio.[7]
Por muy terrible que fuera la fase inicial de la conquista romana, si los ejércitos
dejaban una tierra baldía a su paso, ésta nunca lo era de manera permanente. La
famosa Pax Romana, o paz romana, era una realidad, y no deberíamos olvidar lo rara
que era la paz prolongada en el mundo antiguo. Antes de que llegaran los romanos,
las guerras y las razias eran moneda común en todas partes, y en algunas regiones
eran fenómenos endémicos. Las tribus, los pueblos, las ciudades, los reinos o los
líderes luchaban entre sí con frecuencia y, en muchos casos, se veían inmersos en
luchas intestinas y guerras civiles, y eso sucedía tanto en las denominadas tribus
bárbaras como en el mundo griego. La democrática Atenas había resultado ser
extremadamente agresiva en política exterior y fueron los romanos los que pusieron
freno a su ímpetu. Roma fue la potencia imperialista de más éxito de la Antigüedad,
pero no cabe ninguna duda de que no fue el único estado expansionista. Sería un error
considerar a los pueblos conquistados como meras víctimas de Roma, en vez de
pueblos con su propia forma de belicosidad. Los romanos poseían un talento único
para absorber a otros pueblos y consiguieron convencer a las provincias de que
permanecer leales a Roma era mejor alternativa que oponerle resistencia. En última
instancia, fue este componente de consentimiento el que hizo que el Imperio
funcionara. En el año 180 nadie podía imaginar seriamente, ni mucho menos
recordar, un mundo sin Roma.
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La violencia no estaba completamente ausente de las provincias. Durante algunos
periodos, el bandidaje supuso un problema en algunas zonas y, en ocasiones, tenía un
elemento social o político. Tanto piratas como bandidos figuran de forma regular en
las obras de ficción griegas y romanas, lo que sugiere que cautivaron la imaginación
de la época, pero no significa necesariamente que fueran habituales en la vida real.
No obstante, en una serie de fuentes se suelen mencionar otros tipos de violencia
organizada o casual, de terratenientes contra arrendatarios o de cualquier grupo contra
los vulnerables. Necesitamos ser un poco precavidos, ya que los crímenes —en
especial los crímenes violentos— atraen una atención desproporcionada en los
medios de comunicación de hoy en día, sencillamente porque nadie desea informar o
escuchar información sobre días en los que no pasaba nada. No existía ninguna fuerza
policial organizada por encima del nivel local, y sin duda en el Imperio se cometían
delitos, pero eso es así en cualquier otro estado de envergadura. Las rebeliones graves
eran muy poco frecuentes. Judea se rebeló bajo el gobierno de Nerón (66-73) y una
vez más bajo el de Adriano (132-135), mientras que la población judía de Egipto,
Chipre y otras provincias más se levantó contra Trajano (115-117). En todos los
casos, el combate fue duro y costoso, pero finalmente los romanos sofocaron la
revuelta con brutalidad.[8]
Los judíos se distinguían de los demás grupos por su fuerte sentido de nación, que
era reforzado por la religión y por tradiciones que hacían hincapié en la resistencia
ante los invasores. Había comunidades judías repartidas por todas las ciudades del
Imperio, pero también muchas que vivían fuera, dentro del gran reino de Partia. Los
partos eran la única potencia independiente importante en las fronteras del Imperio y
gobernaban un reino que cubría gran parte del actual territorio de Irak e Irán. Los
romanos les trataban con un respeto muy superior al empleado en su diplomacia con
otros pueblos, pero nunca como a iguales. En las circunstancias apropiadas, los
ejércitos de jinetes partos eran formidables, y en el pasado habían infligido una serie
de derrotas a los ejércitos romanos, aunque invariablemente los conflictos habían
terminado con un tratado que favorecía a Roma. Con todo, su poder no debe
exagerarse y queda eclipsado al compararlo con el del Imperio. Trajano había lanzado
una importante invasión y sus hombres habían saqueado la capital parta de
Ctesifonte. Nunca existió ninguna posibilidad real de que un ejército parto supusiera
una amenaza para la propia Roma. Entre Partia y Roma se extendía el reino de
Armenia, que se aferraba a una precaria independencia. Culturalmente tenían más
cosas en común con los partos, y su trono con frecuencia era ocupado por miembros
de la familia real de aquéllos. No obstante, los romanos insistían en que sólo ellos
podían otorgar legitimidad a cada nuevo rey.
Trajano había intentado anexionarse una gran parte de Partia, pero su tentativa fue
frustrada por una serie de rebeliones en los territorios recién conquistados y por su
debilitada salud. Su sucesor, Adriano, se retiró de las nuevas provincias, y Partia,
poco a poco, recuperó su fuerza. En las demás zonas de las fronteras, Roma se
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enfrentaba a comunidades mucho más pequeñas. La mayoría eran pueblos tribales,
políticamente desunidos y frecuentemente hostiles entre sí. De vez en cuando
emergía un líder carismático y reunificaba varias tribus durante un tiempo, pero su
poder muy rara vez sobrevivía a su muerte y lo heredaba un sucesor. El grueso del
ejército romano se desplegó por las fronteras o en sus proximidades para enfrentarse
a cualquier amenaza que surgiera. Esto, en sí mismo, sugiere que se consideraba
improbable que se produjera una rebelión importante en la mayor parte de las
provincias interiores. El orador griego Arístides, que escribió en el siglo II, comparó a
los soldados romanos con los muros que protegían a las ciudades.[9]
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un nuevo significado, porque ahora Octaviano controlaba el ejército: los soldados
prestaban un juramento de alianza con él, no con sus comandantes, y recibían de él su
salario y recompensas, entre las que se contaban la concesión de tierras o dinero al
darse de baja del ejército. También gozaba de control permanente sobre la mayoría de
las provincias, supervisaba las finanzas estatales, controlaba los nombramientos de la
mayor parte de los puestos de rango superior y tenía la potestad de crear nuevas
leyes. En la constitución no existía la posición de emperador, y cada uno de los
poderes de los que disfrutaba le era otorgado a Octaviano de forma individual.
Oficialmente, era el princeps, el primer magistrado y el primero de los siervos del
Estado. Más tarde, se le concedió, asimismo, el nombre de Augusto, cuya dignidad le
ayudaba a borrar el recuerdo del revolucionario con las manos manchadas de sangre
que se había abierto camino sin ningún miramiento hasta alcanzar el poder. Tanto ese
nombre como el apellido de César quedaron firmemente asociados al poder supremo
y fueron adoptados por posteriores emperadores que no tenían ninguna conexión con
ese linaje. El Principado, como se conoce el periodo entre los especialistas modernos,
era una monarquía encubierta, pero pocos eran los que se dejaban engañar. En la
parte oriental, de habla griega, se refirieron desde el principio a Augusto como
basileus o rey. En última instancia, el poder imperial residía en las fuerzas armadas.
En una ocasión un senador, célebre por su habilidad como orador, fue criticado por
Adriano por utilizar una palabra concreta y se sometió con docilidad a su criterio para
gran sorpresa de sus amigos. Más tarde, les reprendió con buen humor y les preguntó
cómo podían no considerar «más sabio que nadie a quien tiene bajo su mando a
treinta legiones».[10]
En la práctica, el emperador era mucho más que el primero en un grupo de
iguales, pero, entre ellos, los que eran buenos gobernantes no hacían ostentación de
su poder y trataban con respeto a sus súbditos y especialmente a la aristocracia
senatorial. El Senado estaba compuesto por unos seiscientos miembros en cada
legislatura, pero la admisión entre sus filas confería estatus senatorial a lo largo de
varias generaciones subsiguientes, de modo que, en total, la clase tenía algunos
miembros más. Para ser senador era necesario haber nacido libre y poseer
propiedades valoradas al menos en un millón de sestercios. La fortuna de la mayoría
de los senadores era superior y el grueso de sus propiedades estaba formado por
terrenos, que a veces estaban repartidos por todo el Imperio, aunque todos los
senadores debían poseer algunas tierras en Italia.
Muchas de las familias con solera que habían dominado la República se habían
extinguido, víctimas de las guerras civiles del siglo I a. C. o de las purgas realizadas
por emperadores nerviosos. Las pérdidas naturales también contribuían, ya que la tasa
de natalidad en la aristocracia era baja, mientras que la mortalidad infantil era
terriblemente elevada. Marco Aurelio y su esposa Faustina fueron un caso
excepcional, al tener hasta catorce hijos, pero sólo seis alcanzaron la edad adulta.
Algunos linajes sobrevivieron a través de la adopción y otros vieron cómo se
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sumaban sus riquezas y herencias mediante el matrimonio de una hija con otra
familia, pero muchos desaparecieron sin dejar rastro. Los patricios, la aristocracia
más antigua de Roma, estuvieron a punto de extinguirse durante el reinado de
Augusto y su familia. Los emperadores posteriores conferían el estatus de patricio a
otros senadores como un gran honor. César y Augusto habían introducido a muchos
italianos en el Senado; Claudio añadió un gran número de hombres provenientes de la
Galia y, a lo largo de los años, se fueron incorporando senadores de prácticamente
todas las provincias del Imperio. Todos eran ciudadanos romanos, algunos
descendían de colonos romanos o italianos, pero otros procedían de las aristocracias
provinciales, hombres cuyos antepasados bien podían haber luchado contra Roma.
Con el tiempo, lo mismo sucedía con los emperadores. Trajano y Adriano eran
originarios de Hispania, como la familia de Marco Aurelio, mientras que Antonino
Pío era de la Galia.
El antiguo prestigio del Senado perduraba, pero muy pocos de sus miembros
podían presumir de contar con más de unas cuantas generaciones de senadores entre
sus ancestros. Las elecciones libres habían desaparecido con la República, pero las
magistraturas seguían siendo cargos prestigiosos e importantes. Además, existían
nuevos puestos en el servicio imperial. La carrera de la mayoría de los hombres
incluía tanto puestos tradicionales como imperiales, y mezclaba responsabilidades
civiles y militares. En la República los magistrados superiores habían sido los dos
cónsules elegidos anualmente. Alcanzar el consulado seguía siendo un gran honor,
pero era normal que cada pareja de cónsules dimitiera a los tres meses y fuera
sustituida, de manera que solía haber ocho por año, todos ellos elegidos por el
emperador. Era más prestigioso ser uno de los dos cónsules que empezaban el año y
mejor aún ocupar el cargo dos o incluso tres veces, y lo mejor de todo era ser cónsul
con el emperador como colega. Varias provincias eran gobernadas por procónsules
senatoriales cuyo nombramiento seguía siendo prerrogativa del Senado, aunque era
muy poco probable que el candidato que resultara victorioso no hubiera contado
también con el favor imperial. Las provincias que tenían importantes guarniciones
militares eran controladas por los representantes del emperador, los legados. Eran
hombres que habían sido cuidadosamente seleccionados entre los senadores y ese tipo
de mandato solía representar la cima de sus carreras.
El puesto siguiente en la jerarquía era ocupado por la orden ecuestre, los équites o
«caballeros», nombre que era una reminiscencia de una época anterior en la que todos
los que poseían suficiente dinero como para permitirse tener un caballo habían
servido como caballeros en la milicia romana. Por lo general, también se suponía que
los équites tenían que haber nacido libres y contar con propiedades por valor de al
menos cuatrocientos mil sestercios. De nuevo, la fortuna de muchos de ellos superaba
con creces esa cifra. Había muchos más équites que senadores: a principios del siglo
I, el geógrafo griego Estrabón comentó que el censo revelaba que, sólo en la ciudad
española de Gades (la actual Cádiz), existían quinientos équites. Pero se trataba de
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algo excepcional: aun en Italia, sólo la ciudad de Patavium (Padua) contaba con una
cifra similar, aunque esa cantidad representaba tal vez el uno por ciento de su
población. Es posible que hubiera hasta diez mil équites en todo el Imperio, quizá
muchos más. Durante la República, había pocos cargos oficiales a los que pudieran
aspirar, pero Augusto había cambiado su situación y había creado un amplio abanico
de puestos administrativos y militares para ellos. Las provincias de menor tamaño
eran gobernadas por équites, como Egipto, donde, como caso único, las legiones
también eran comandadas por miembros de la orden ecuestre. En conjunto, había
unos seiscientos cargos para équites, la gran mayoría de los cuales eran cargos de
oficiales en el ejército, frente a los poco más de cien puestos senatoriales.[11]
Los équites eran hombres importantes y algunos de ellos ocupaban posiciones de
gran responsabilidad e influencia, pero no formaban un grupo cohesionado con
intereses comunes. Un senador siempre conocía a todos los demás senadores, aunque
sólo fuera a través de su reputación y su familia y, en ocasiones, era posible hablar de
la opinión de los senadores, mientras que no existía nada que se pudiera denominar
como la opinión de los équites. Un grupo todavía más numeroso y desunido era la
clase curial: los aristócratas locales que ocupaban las magistraturas y constituían los
consejos que gobernaban las ciudades repartidas por todo el territorio del Imperio. Su
riqueza e importancia variaba dependiendo de la prominencia y el tamaño de su
comunidad nativa, pero sabemos que en Comum, en el norte de Italia, un hombre
debía poseer propiedades por valor de cien mil sestercios para poder presentarse a un
cargo, un cuarto de lo que se le exigía a un équite y un décimo de lo que necesitaba
un senador. Sin duda, en esta clase también existían muchos aristócratas que poseían
capitales que superaban en mucho esa cantidad y, al parecer, era habitual que los
équites trabajaran en los consejos locales de sus ciudades.[12]
Los más acaudalados poseían grandes mansiones en las ciudades, de cuyas
dimensiones y lujo nos dan idea las ruinas de Pompeya y Herculano (aunque es
importante recordar que ninguna de estas dos ciudades era especialmente rica o
importante). No obstante, la más clara expresión de la fortuna de la élite eran las
magníficas villas de sus fincas rurales. La posesión de tierras era la única fuente de
riqueza auténticamente respetable, y practicar la agricultura con afán de obtener
beneficio también constituía una de las mejores formas de conseguir un elevado
rendimiento de las inversiones y, desde luego, era la forma más segura y regular.
Además, una villa en el campo era el entorno perfecto para disfrutar en los periodos
de ocio, un lugar donde gozar de paz y tranquilidad tras la ajetreada vida de las
ciudades, así como la oportunidad de ir de caza. Trajano, Adriano y Marco Aurelio
eran muy aficionados a la caza, al igual que numerosos senadores. Adriano resultó
gravemente herido en al menos una ocasión e hizo erigir un monumento a uno de sus
caballos favoritos después de que fuera abatido por un jabalí.
También era posible dedicarse a actividades más sosegadas e intelectuales. La
élite de Roma era muy culta y muchos de sus miembros se entregaban con denuedo a
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labores literarias y filosóficas. Todos los senadores eran, como poco, bilingües,
porque el griego era una lengua esencial para un hombre cultivado, como el latín lo
era para los asuntos oficiales. Marco Aurelio escribió sus meditaciones en griego,
considerando que era una lengua más apropiada para los abstractos conceptos
filosóficos. La habilidad como orador era muy importante a la hora de seguir una
carrera en la vida pública, aunque la mayoría de los discursos eran panegíricos
formales y predecibles sobre los emperadores. La pureza del lenguaje, el estilo y la
expresión eran juzgados estrictamente y, con frecuencia, eran más importantes que el
contenido. La literatura tendía a mirar hacia el pasado distante y a evitar las
preocupaciones de la vida política contemporánea. La segunda sofística —la primera
había florecido durante el máximo apogeo del poder de la Atenas democrática, en el
siglo V a. C.— se caracterizó por una obsesión por el pasado independiente de las
ciudades griegas. El Imperio se convirtió en la grandiosa culminación de esta gloriosa
Antigüedad. Gran parte de la producción literaria de este periodo carece de auténtico
interés para el lector moderno y lo más interesante de ella es que refleja el nivel de
aprendizaje requerido para participar en esa corriente filosófica. Sólo los muy ricos
disponían del tiempo suficiente para poder adquirir la instrucción necesaria para ser
hombres de cultura. Su aprendizaje confirmaba su estatus: ocupaban la posición más
alta de la escala social.[13]
El emperador necesitaba la ayuda de las clases más pudientes para gobernar el
Imperio. Los senadores eran la clase con la que realmente convivía, y su actitud hacia
él tendía a dictar cómo sería retratado en la historia que leería la posteridad. En líneas
generales, la literatura era escrita por y para la aristocracia. Era importante tratarles
con respeto y los emperadores que descuidaban ese aspecto eran vilipendiados a su
muerte. Adriano era un hombre inteligente y capaz, pero tendía a alardear en exceso
de sus talentos, deleitándose en demostrar su superioridad ante los demás, lo que le
convirtió en un emperador impopular a pesar de que su reinado cosechó grandes
éxitos, y aunque finalmente accedieron, los senadores se mostraron muy reacios a
deificarle cuando falleció. Con todo, en conjunto Roma tuvo una serie de buenos
emperadores en el siglo II, hombres de talento que se tomaban en serio su trabajo y
adoptaban decisiones con vistas a obtener el bien común. Desde luego, los más
acomodados estaban satisfechos: el Derecho Romano tenía una larga tradición de
leyes que protegían a los ricos y los aristócratas de los duros castigos que se infligía a
sus inferiores en la escala social. Esa tendencia continuó durante el Principado y,
poco a poco, la ley reconoció la existencia de dos grupos distintos: los «hombres más
honorables» (honestiores) y los «hombres más humildes» (humiliores).[14]
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Aun sumando a todos los senadores, los équites y la clase curial, la élite del Imperio
estaba constituida por una minúscula fracción de la población total. No contamos con
una cifra fidedigna para ningún periodo del Imperio, ya que las cantidades
mencionadas por nuestras fuentes son vagas, en ocasiones contradictorias, y a
menudo han sido tremendamente exageradas. Por regla general, se calcula que la
población del siglo I se situaba en la franja entre cincuenta y setenta millones de
personas, y hoy en día encontramos numerosos especialistas que proponen aceptar la
cifra intermedia de sesenta millones. En última instancia, esas cifras se basan en los
estudios pioneros de Beloch, el erudito alemán del siglo XVIII que llevó a cabo un
estudio sistemático con el fin de determinar la densidad poblacional del mundo
antiguo. A pesar de que su trabajo era muy metódico, indefectiblemente también
implicaba hacer uso de muchas conjeturas, al igual que otros estudios más recientes
que crean herramientas tales como tablas de vida (gráficos que muestran la esperanza
de vida para ambos sexos basándose en la edad) de sociedades modernas
«comparables». No sin justificación apuntan que tanto las tasas de natalidad como las
de mortalidad eran altas, como de hecho también lo eran en casi todas las sociedades
antes de 1800. Sin embargo, algunos han optado por presentar una imagen
extremadamente sombría de la Antigüedad que sugiere que la esperanza de vida era
tan baja como en el Neolítico.
No contamos con estadísticas fiables. Las edades anotadas en las lápidas no son
necesariamente dignas de crédito: los múltiplos de cinco son sospechosamente
comunes y hay un número improbable de personas que vivieron hasta los cien años
en las provincias africanas. Y, lo más importante, sólo se conserva una mínima parte
de las lápidas que, por supuesto, no nos ofrecen ninguna información sobre aquellos
que, para empezar, no podían permitirse encargar una. Por otro lado, los censos de
Egipto representan una diminuta fracción de los registros que una vez existieron y
plantean sus propios problemas. Un estudio averiguó que el 35 por ciento de todos
los anotados eran menores de quince años, pero es cuestionable concluir que la
presencia de menos adultos jóvenes en comparación fuera el resultado de una elevada
mortalidad. Es mucho más probable que las personas de esa edad se hubieran
marchado de sus pueblos o hubieran querido evitar el censo y los impuestos que lo
acompañaban. Al no disponer de datos estadísticos, todo lo que nos queda son
conjeturas. Seguramente ha sido acertado suponer que las condiciones eran las peores
posibles y, como mínimo, es muy improbable que la cifra fuera inferior a la franja
sugerida. Bien podría haber sido superior, quizá incluso bastante superior.
Personalmente, sospecho —y se trata lisa y llanamente de una sospecha— que la
cifra irá ascendiendo de forma gradual a medida que vayamos acumulando más y más
pruebas documentales sobre el número y el tamaño de los asentamientos existentes en
las provincias.[15]
Fuera el que fuera el tamaño total de la población, el grueso de los habitantes del
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Imperio romano vivían en el campo, en granjas y en pueblos. Algunas ciudades eran
enormes: se calcula que Roma tenía una población de cerca de un millón de personas.
Alejandría era la mitad de grande que la capital del Imperio, pero su población, unida
a la de Antioquía y Cartago, probablemente sumaba otro millón. Se cree que unas
cuantas ciudades contaban con hasta cien mil habitantes, aunque la mayoría eran
mucho más pequeñas, con poblaciones que ascendían a decenas de miles o incluso a
miles de habitantes. Las viviendas solían estar abarrotadas, sobre todo en Roma, y
especialmente las de los más pobres. A menudo, la construcción de las insulae de
varios pisos, una especie de bloque de apartamentos, era de mala calidad, y solían
derrumbarse, mientras que los incendios eran una amenaza constante. Aun sin esos
riesgos, las condiciones de vida en esas viviendas eran incómodas, caras y el espacio
insuficiente. Los más desfavorecidos no podían permitirse alquilar alojamientos de
ese tipo y vivían en barrios de chabolas en terrenos yermos o entre los cementerios.
Por otra parte, el agudo hacinamiento de la población favorecía la propagación de las
enfermedades.
Algunos estudiosos sugieren que las antiguas ciudades necesitaban el constante
flujo de inmigrantes para mantener su población, ya que las insalubres condiciones de
vida hacían que la tasa de mortalidad superara la de natalidad o, diciéndolo sin
ambages, que las ciudades fueran consumidoras netas de gente. La higiene mejoraba
con la construcción de baños públicos, pero el hecho de que tantas personas utilizaran
la misma agua también contribuía a la propagación de algunas enfermedades. Las
ciudades romanas tenían urinarios públicos, así como sistemas de alcantarillado y
aguas residuales —bastante más de lo que podía decirse de la mayoría de las ciudades
antes o después del periodo romano—, y sin embargo puede que no siempre fueran
suficientes. También deshacerse de los muertos presentaba problemas en una ciudad
tan grande y densamente poblada como Roma. A los historiadores que desean evocar
una imagen desalentadora de la vida en la capital les gusta citar un incidente en el que
el emperador Vespasiano fue interrumpido durante una cena por un perro que llevaba
en la boca una mano humana. No deberíamos olvidar que eso fue considerado un
terrible presagio, no un hecho cotidiano.[16]
Las condiciones en las ciudades podían ser muy miserables, pero también eran
lugares en los que había oportunidades para trabajar. Una de las razones por las que
se construyeron tantos grandes monumentos fue la de crear empleo y poder contratar
a los pobres como mano de obra. Además, en Roma los ciudadanos tenían derecho a
una ración de grano. En la ciudad se celebraban asimismo magníficos festivales y
espectáculos: el Circo Máximo podía albergar entre doscientas y doscientas cincuenta
mil personas, y el Coliseo, como mínimo, cincuenta mil. Aún hoy existen pocos
pabellones deportivos capaces de acomodar a tantos espectadores. Las áreas rurales
carecían de ese tipo de atractivos, aunque es un error pensar en ciudad y campo como
dos entidades completamente separadas, ya que la mayoría de los pueblos estaban
bastante cerca de alguna ciudad. El gran anfiteatro de Dougga, en Túnez, tenía
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asientos para más personas de las que vivían en la ciudad, lo que sugiere que la
mayoría de los espectadores habrían tenido que trasladarse desde otros lugares para
ver los juegos.
Las condiciones para los pobres eran diferentes en las zonas rurales, pero es
posible que fueran igualmente deprimentes. Sabemos de acaudalados terratenientes o
sus representantes que intimidaban y robaban a sus vecinos más débiles, cuando la
autoridad estaba demasiado lejos o no deseaba intervenir. Obviamente, las historias
de abusos de poder —del mismo modo que los relatos sobre asaltos de ladrones o
abordajes de piratas— tenían muchas más posibilidades de llegar a ser registradas y,
por tanto, de aparecer en nuestras fuentes, que la coexistencia pacífica y, por
consiguiente, prosaica. Existe un problema similar con la práctica del abandono de
los bebés no deseados en basureros o estercoleros, algo que ya atraía muchísima
atención en nuestras antiguas fuentes y que ha despertado un interés todavía mayor en
los estudiosos modernos. A menudo, alguien se quedaba con esos niños para criarlos
y venderlos como esclavos, y en Egipto a veces se les conocía por el desafortunado
apelativo de Kopros o estiércol. Es probable que la frecuencia de ese tipo de hechos
se exagere en nuestras fuentes, que suelen tener un fuerte tono moral e incluyen
muchos manuscritos cristianos. Por otro lado, hay casos en los que Kopros pasó a ser
un digno nombre de familia, que fue legado de generación en generación después de
que el expósito lograra prosperar.[17]
La esclavitud era una realidad de la vida en el Imperio romano y, de hecho, en
todas las demás sociedades antiguas. Nunca existió ningún tipo de presión para que
fuera abolida, aunque en el siglo II algunos emperadores habían aprobado diversas
leyes para liberar a los esclavos de algunas de las prácticas más brutales, como la
castración de los niños para obtener de ellos un precio mejor como eunucos. También
en este caso desconocemos qué porcentaje de la población general eran esclavos. Los
esclavos del hogar eran comunes en todas partes —ya hemos mencionado a Regina,
la esposa de Barates— y el personal doméstico de las mansiones más ricas podía
llegar con facilidad a la centena. Al parecer, los esclavos rara vez eran la principal
mano de obra, excepto en las grandes fincas de Italia y en algunas de las tareas más
peligrosas y desagradables, como la minería. Los esclavos domésticos a menudo
disfrutaban de mejores condiciones de vida que las personas libres que vivían en la
pobreza, y tenían bastantes posibilidades de obtener la libertad. También era común
que un esclavo gestionara los negocios de su amo en su nombre y, con el tiempo,
comprara su libertad a cambio de una parte previamente acordada de los beneficios.
Con todo, a fin de cuentas los esclavos seguían siendo propiedad de alguien y estaban
sometidos a graves desventajas legales. También era normal que los esclavos fueran
interrogados bajo tortura si su amo era sospechoso de algún delito, ya que se pensaba
que, de otro modo, no testificarían en su contra.[18]
Hoy en día nos encontramos con demasiada frecuencia con especialistas que
presentan una visión muy simplista del mundo romano. Por una parte, los ricos —los
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senadores y los équites y, como máximo, también la clase curial— y, por la otra, los
pobres, que son todos los demás, con los esclavos formando un subgrupo bien
diferenciado. En gran medida, este enfoque hereda el esnobismo de nuestras fuentes
literarias, escritas en su gran mayoría por y para la élite. Si la observáramos, como si
dijéramos, a vista de pájaro, lo más probable es que las distinciones entre la
población en general no se apreciaran. Un senador podía poseer perfectamente una
propiedad diez veces mayor que un magistrado en una ciudad menor, pero eso no
significa que el magistrado fuera pobre. La misma lógica dictaminaría que cualquier
persona actual que gane menos que el director ejecutivo de una multinacional vive
inevitablemente en la mayor de las miserias.
No cabe duda de que en el Imperio no existía nada que se asemejase ni
remotamente a la clase media de la Inglaterra victoriana y de épocas posteriores. Ni
siquiera la orden ecuestre formaba un grupo cohesionado con intereses y actitudes
propias, así que eso no debería sorprendernos. A juzgar por todas las pruebas con las
que contamos, así como por simple lógica, resulta igualmente evidente que había
muchas personas en el Imperio que poseían ingresos y propiedades medianas. En
todos los pueblos había algunas personas más ricas que otras y en las ciudades había
incluso una mayor variedad de fortuna y de estatus. El dinero no siempre era
suficiente para obtener respetabilidad: el liberto rico es una figura familiar en la
literatura, que con frecuencia aparece ridiculizada en los textos, pero está claro que
los libertos de éxito eran figuras importantes en muchas comunidades. Era habitual
que las ciudades animaran a los profesores a fundar escuelas. La élite educaba a sus
hijos en casa con tutores privados, por lo que esas escuelas públicas estaban
destinadas a los alumnos de fortunas más modestas. El alfabetismo no era patrimonio
exclusivo de la élite, aunque pocos fuera de sus grupos lograban hablar griego y latín
con la fluidez y la pureza que se esperaba de un senador.[19]
La sociedad era bastante más compleja de lo que se suele afirmar y la movilidad
social siempre era posible. También existían estrechos vínculos entre los individuos a
todos los niveles. Para los senadores, era importante contar con tantos clientes como
pudieran, particulares o incluso comunidades enteras, que estuvieran obligados con él
por favores del pasado y que sintieran la confianza fundada de obtener nuevos
favores en el futuro. Los puestos en el gobierno y el ejército venían determinados, en
una abrumadora mayoría de los casos, por cuestiones de clientelismo y las influencias
también eran importantes en casi todos los demás aspectos de la vida. La carta de
recomendación es la forma más común de escritura que ha sobrevivido del mundo
grecorromano, y era empleada en todos los niveles, desde por los senadores hasta por
cualquiera que supiese escribir y alegar que tenía contactos con alguien influyente.
Lo que sigue es un extracto de una carta escrita a un oficial de la orden ecuestre que
estaba al mando de la guarnición de Vindolanda, en el norte de Britania, a principios
del siglo II:
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[…] Brigonio me ha pedido, mi señor, que le recomendara ante usted. Por la presente le pregunto, mi
señor, si desea apoyarle en lo que solicita. Le ruego considere si querría recomendarlo ante Anio
Equester, centurión al mando de la región, en Luguvalium […]. Quedaría en deuda con usted tanto en su
nombre como en el mío propio.[20]
Mandas un ejército amplísimo. Esto te proporciona numerosas oportunidades de prestar buenos servicios.
Ha pasado ya, además, un largo tiempo desde tu nombramiento, durante el cual has podido atender las
peticiones de tus amigos. Vuelve ahora los ojos hacia mis amigos, que no son muchos.[21]
Era necesario garantizar muchos favores para mantener contentos a los clientes e
impedir que buscaran en alguna otra persona el respaldo necesario para
promocionarse. Era inevitable que, en buena medida, un sistema así favoreciera a las
personas con contactos antes que a aquéllas con talento, pero hasta los sistemas
modernos de selección, supuestamente más imparciales y científicos, logran ascender
a un porcentaje abultado de incompetentes. No obstante, si un hombre recomendaba
de forma continuada a clientes incapaces de llevar a cabo sus funciones de manera
apropiada, a largo plazo sus peticiones tenían menos posibilidades de ser atendidas.
Ayudar a un hombre capaz a conseguir un ascenso también resultaba beneficioso para
el patrón, ya que la persona a la que había ayudado estaba en mejor posición para
devolverle el favor. En general el sistema funcionaba bien y a los romanos les parecía
tan natural como extraño puede parecernos a nosotros. En el mundo moderno se suele
considerar que es mejor ocultar la operación de favorecer y mover los hilos para
promover a una persona, aunque se trate de algo evidente para todos los implicados.
Se puede decir prácticamente lo mismo del sistema económico del Imperio. El
debate académico al respecto ha sido muy acalorado, aún más porque, también en
este caso, se produce forzosamente sin que sea posible manejar ningún tipo de
estadística fiable. Todos están de acuerdo en que no es un sistema exactamente igual
a la moderna economía de mercado, pero no existe consenso sobre casi nada más. Es
interesante recordar que se empleaba un único sistema de moneda en todo el Imperio,
con escasas excepciones, como Egipto. Prácticamente todas las monedas de oro que
estaban en circulación en el Imperio durante el siglo II habían sido acuñadas en
Roma, al igual que la mayoría de las monedas de plata. En todas aparecía la efigie de
César. Queda claramente probado asimismo que en aquella época era posible
trasladar grandes cantidades de bienes a través de distancias considerables.
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Predominaban los productos agrícolas y parece que el tamaño de las «fábricas»
(aunque tal vez sea más adecuado hablar de talleres) que producían cerámica, objetos
en metal, textiles y otros productos era siempre bastante reducido. Por lo general, la
imagen que se tiene de la economía del periodo presenta un gran número de pequeños
talleres, que a menudo estaban uno al lado del otro, más que grandes industrias
unificadas. Sin embargo, sabemos tan poco de quiénes eran los propietarios y
obtenían el máximo beneficio de esas empresas que conviene ser prudentes a la hora
de extraer conclusiones. Los romanos no desarrollaron un sistema de leyes
corporativas comparable a la pionera legislación que crearon los holandeses a
principios de la Edad Moderna.[22]
Era más fácil y barato transportar los objetos voluminosos por agua, a través de
los ríos, los canales o, sobre todo, por mar. Se han encontrado muchos más restos de
naufragios de navios mercantes pertenecientes a los siglos I y II que a ningún otro
periodo de la época romana. Los romanos poseían algunos barcos de enorme tamaño,
en especial los que transportaban el grano de Egipto a Roma, pero, al parecer, la gran
mayoría de naves eran bastante pequeñas. También en este caso la imagen que
tenemos muestra un alto número de pequeñas empresas, más que grandes compañías
centralizadas. Es más fácil seguirle el rastro a unos bienes que a otros: los barriles
eran comunes, sobre todo en Europa, pero es muy poco probable que queden de ellos
restos arqueológicos, mientras que las ánforas de cerámica que se utilizaban como
contenedores de vino, aceite, salsa de pescado y muchos otros líquidos han
sobrevivido en enormes cantidades. El famoso Monte Testaccio de Roma, una colina
artificial construida a partir de innumerables fragmentos de ánforas rotas, es uno de
los ejemplos más espectaculares, pero los hallazgos de ánforas y cerámica en general
son muy comunes en todo el Imperio. Los naufragios de los barcos que llevaban un
cargamento de ánforas suelen ser especialmente visibles.
Con frecuencia, el transporte de bienes por tierra era más difícil, pero en
ocasiones era la única opción. Las vías romanas son justamente famosas por sus
dimensiones y su obsesión por la rectitud. Aunque originalmente se construyeron con
fines militares, también resultaron ser valiosas rutas de comunicación para el tráfico
civil. Todavía persiste el mito de que los romanos nunca llegaron a fabricar arneses
efectivos para sus caballos, lo que restringía gravemente el uso de carros para
transportar cargas pesadas. Por otro lado, las circunstancias ideales para el transporte
con ruedas son las superficies llanas o con pendientes suaves y, de todos modos, la
geografía de Italia es tan montañosa que se solían preferir los animales de carga,
como las mulas, que se utilizaban en gran número. En las demás regiones del Imperio
eran comunes los carros y carromatos tirados por mulas, o bien caballos, dependiendo
de la disponibilidad y, si la velocidad no era un criterio prioritario, bueyes. Los
camellos eran importantes como bestias de carga y de tiro en Egipto y algunas zonas
en Oriente. Los carros y carromatos estaban bien diseñados para su propósito y —una
vez más, contradiciendo las frecuentes aseveraciones de algunos historiadores
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especializados en tecnología— básicamente eran tan sofisticados como cualquier
objeto semejante anterior a la era moderna.
Lo mismo es aplicable a casi todos los tipos de maquinaria e ingeniería. Los
romanos no construyeron molinos de viento, pero los de agua eran habituales como
mínimo a partir del siglo I e incrementaron de forma notable la productividad. La
energía hidráulica en general estaba especialmente avanzada en un amplio abanico de
actividades: había sierras que funcionaban con agua para cortar el mármol y otras
piedras empleadas en la construcción; la minería aprovechaba la presión del agua
para diversos fines, moviendo la tierra para descubrir depósitos, luego cribándola
para separar las partes que contuvieran minerales metalíferos que, a su vez, se
rompían en pedazos más pequeños mediante martillos hidráulicos. Las excavaciones
han revelado una actividad minera a una escala inmensa en varios yacimientos de
España y el norte de Gales, superando todas las iniciativas emprendidas en ese
ámbito antes del siglo XIX. Algunas de esas explotaciones se realizaban mediante
proyectos dirigidos por el Estado, en los que con frecuencia participaba el ejército,
pero es evidente que también se contrataron empresas privadas para explotar las
minas de propiedad imperial. Al analizar algunos testigos de perforación extraídos de
los casquetes polares, se han descubierto rastros de contaminación producida por
actividades industriales como la fundición. Los niveles de este tipo de actividades en
el periodo comprendido entre el siglo I a. C. y el siglo II d. C. superan con mucho los
de los siglos inmediatamente anteriores y posteriores y, de hecho, cualquier periodo
anterior a la revolución industrial.[23]
Hoy en día, la arqueología está confirmando gran parte de la sofisticación
tecnológica del mundo antiguo, sobre la que hasta la fecha sólo había sido posible
hacer conjeturas. Los romanos siempre estaban dispuestos a copiar las innovaciones
de otros pueblos: el barril, por ejemplo, parece haber sido un invento del norte de
Europa, mientras que la mayoría de los descubrimientos en maquinaria propulsada
por agua habían sido realizados en Egipto en el siglo III a. C., pero se habían
difundido ampliamente poco después de que la región se incorporara al Imperio.
Áreas como la Galia se encontraban ya en un momento de florecimiento antes de que
llegaran los romanos, su productividad agrícola experimentaba un marcado aumento
y crecía el tamaño y la sofisticación de sus asentamientos. Es probable que el
contacto y el comercio con el mundo mediterráneo fomentaran ese desarrollo
indígena: existía el comercio a larga distancia, la minería estaba muy extendida e
infraestructuras tan útiles como los caminos atravesaban muchas partes de Europa y
de las zonas que aún vivían en la Edad de Hierro prerromana. Las conquistas de
Roma acentuaron todavía más ese desarrollo y el establecimiento de contactos más
estrechos entre todas esas regiones dio lugar a un mundo más amplio y con mayores
mercados. Más personas podían acceder a más bienes de consumo y muchos de esos
bienes eran objetos cuyo estilo y función eran familiares a los habitantes de todos los
rincones del Imperio.[24]
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Es poco probable que hubiera alguien viviendo en el Imperio sin ser consciente de
su existencia. Y lo mismo puede afirmarse de los pueblos que habitaban en sus
extremos o fuera de él, como los garamantes, una tribu que vivía en las regiones
saharauis de la actual Libia. Las excavaciones en sus principales asentamientos han
revelado la presencia de cerámica, cristalería, vino y aceite durante el periodo romano
en cantidades muy superiores a las halladas en fases anteriores o posteriores. La
mayor parte de esos bienes debían transportarse por tierra una distancia de unos mil
kilómetros desde la costa del Mediterráneo. Parece que los garamantes también
emprendían viajes a tierras más lejanas, comerciando a lo largo de inmensas
distancias con pueblos africanos situados más al sur y, muy posiblemente, llevando
consigo esclavos como mano de obra agrícola. Durante la creación del Imperio, los
comerciantes romanos e italianos habían precedido a las legiones prácticamente en
todas partes, aunque rara vez son mencionados en la literatura de la Antigüedad, y así
continuó sucediendo después de que la expansión del Imperio se detuviera. Irlanda
nunca atrajo la atención del ejército romano, pero hubo numerosos contactos
comerciales. Otros mercaderes del Imperio llegaron hasta el Báltico para obtener
ámbar.[25]
Los vínculos comerciales más espectaculares eran los establecidos con India y
China: todos los años, en julio, un gran número de barcos mercantes zarpaba desde
los puertos egipcios del mar Rojo aprovechando los vientos monzónicos, que los
llevaban directamente hasta India. Sus cargamentos incluían vino, cristalería, metales
y monedas, productos textiles e incienso de Arabia. El viaje de regreso comenzaba en
diciembre o enero, utilizando esta vez los monzones del nordeste para retornar al
puerto de origen con su carga de perfumes, pimienta, piedras preciosas, marfil,
algodón y seda que los propios indios habían adquirido en China. Algunos marineros
llegaron aún más lejos. Los archivos chinos del año 166 mencionan la llegada a la
corte del emperador de la dinastía Han de una embajada del rey de Ta-ch’in, cuyo
nombre era An-tun. Ta-ch’in era el nombre chino para Roma y An-tun era sin duda
Marco Aurelio Antonino. Es poco probable que se tratara de una visita oficial, y
todos los regalos que entregaron los comerciantes —marfil, cuerno de rinoceronte y
caparazón de tortuga— habían sido adquiridos por el camino.
Tanto Roma como China eran vagamente conscientes de la existencia del otro,
pero las distancias que los separaban garantizaban que nunca hubiera entre ellos
ningún contacto directo y significativo. Los mercaderes también caminaban largas
distancias para transportar bienes por tierra a lo largo de la famosa Ruta de la Seda.
La seda era muy codiciada en el Imperio y, por lo visto, había cantidades ingentes a la
venta, al igual que sucedía con la pimienta. En el siglo I, Plinio el Viejo habló sobre
las vastas sumas que gastaban los romanos en esos y otros lujos. Se cree que había
muchos hombres que no recorrían enteramente la ruta y el comercio estaba
controlado por una sucesión de intermediarios. Había talleres en Siria que tejían seda
más fina de la que podían fabricar los propios chinos y esa gasa semitransparente era
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reexportada hacia Oriente en cantidades considerables. En China corrían persistentes
rumores de que los romanos tenían sus propios gusanos de seda para producir esa
finísima tela, pero de hecho la producción no comenzó en Occidente hasta que, en el
siglo VI, unos monjes pasaron unos cuantos gusanos por la frontera de forma
clandestina y los introdujeron en Constantinopla. Tampoco en esta ocasión fueron los
romanos quienes crearon este comercio a larga distancia, pero las condiciones
establecidas por el Imperio incrementaron enormemente sus dimensiones.[26]
El comercio florecía y Plinio estaba convencido de que era beneficioso para
todos:
Ahora que se han creado comunicaciones en todo el mundo gracias a la autoridad del Imperio romano
[…] las condiciones de vida han mejorado gracias al intercambio de bienes y a la asociación en el gozo
de la paz y a la disponibilidad general de cosas que antes nos estaban vedadas.[27]
EL EMPERADOR FILÓSOFO
Cuando Marco Aurelio se convirtió en emperador en 161, el Imperio estaba en pleno
apogeo: era próspero y estable, y estaba floreciendo en él una sofisticada cultura que
mezclaba elementos griegos y romanos con otras influencias. No era una sociedad
perfecta: la esclavitud estaba muy difundida y la vida de los ciudadanos libres más
pobres a menudo discurría en condiciones de profunda miseria y, lo que resulta tal
vez todavía más inaceptable para la mente moderna, los seres humanos eran
sacrificados regularmente como entretenimiento. Sin embargo, ni antes ni durante
mucho tiempo después reinó la paz en un territorio tan amplio de Europa, norte de
África y Oriente Próximo. Por otra parte, había más ricos que antes. En opinión de
Gibbon, que escribía en 1770, el mensaje era claro:
Si se le pidiera a un hombre que determinara el periodo de la historia del mundo durante el cual la
condición de la raza humana hubiera sido más feliz y próspera, sin vacilación nombraría el que se
extiende desde la muerte de Domiciano hasta la ascensión de Cómodo (es decir, 96-180). El vasto
Imperio romano estaba gobernado por un poder absoluto, bajo la guía de la virtud y la sabiduría. Los
ejércitos estaban contenidos por la firme pero suave mano de cuatro emperadores sucesivos cuyos
caracteres y autoridad despertaban respeto involuntario. Las formas de la administración fueron
cuidadosamente preservadas por Nerva, Trajano, Adriano y los Antoninos, que se deleitaban en la
imagen de la libertad y les gustaba considerarse los ministros responsables de las leyes.[28]
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El reinado de Marco Aurelio fue especialmente duro: comenzó con una guerra en
el este, desencadenada una vez más por una disputa por el dominio sobre Armenia.
Los partos asesinaron a un gobernador romano y aniquilaron a su ejército, además de
emprender incursiones de asalto en múltiples zonas de Siria. Marco Aurelio nombró
corregente a su hermano adoptivo, al que otorgó el título de césar, y se hizo llamar
Augusto. El césar Lucio Vero fue enviado a asumir el mando de un gran esfuerzo
bélico, aunque las fuentes sugieren que era sobre todo una figura decorativa y que la
guerra fue dirigida por sus subordinados. Los romanos repelieron a los invasores y
luego descendieron por el curso del Tigris para saquear tanto la capital parta,
Ctesifonte, como la cercana ciudad helenística de Seleucia en el año 165.Tras estas
derrotas, el rey parto pidió que se restableciera la paz, Vero regresó a Italia a finales
de 166 y los destacamentos de tropas que habían llegado de todo el Imperio iniciaron
también el regreso a sus bases de operaciones.
Con ellos llegó también una espantosa epidemia cuya naturaleza no ha podido
determinarse, aunque se han sugerido la viruela y la peste bubónica. Durante las
siguientes tres décadas gran parte del Imperio fue asolado por periódicos brotes de
esa enfermedad, y se dice que en 189 morían en Roma dos mil personas al día. Es
imposible calcular la cifra total de víctimas, del mismo modo que no existen datos
fiables sobre el tamaño de la población antes de que la enfermedad apareciera, pero
es indudable que los contemporáneos la consideraron un acontecimiento atroz y
catastrófico. La sugerencia de que falleció aproximadamente el 10 por ciento de la
población total, con una proporción mayor en las superpobladas ciudades y bases
militares, es plausible, pero no es más que una conjetura. Los censos de Egipto
parecen mostrar una drástica disminución demográfica en aquella época, que provocó
el completo abandono de algunas comunidades. Es posible que se hallen indicios de
las terribles pérdidas humanas en los patrones de reclutamiento del ejército.[29]
Mientras ese revés aún hacía que el Imperio se tambaleara —quizá precisamente
por ese motivo— surgió un grave problema en la frontera del Danubio, que comenzó
con una incursión en Panonia en 167 por parte de seis mil guerreros germanos
procedentes de diversas tribus. Finalmente, se pudo rechazar la incursión, pero la idea
de que Roma era vulnerable alentó nuevos ataques. Se sucedieron una serie de duras
campañas, la mayoría contra los germánicos marcomanos y cuados y los nómadas
sármatas y yazigos. Marco Aurelio presidió en persona la mayor parte de estas
operaciones. En el año 170 un grupo de asalto germánico alcanzó Italia y atacó la
ciudad de Aquilea, mientras que otro grupo había penetrado hasta Grecia. Las fuentes
con las que contamos para informarnos sobre estas campañas son pobres, pero al
parecer los romanos sufrieron una sucesión de derrotas antes de que cambiaran las
tornas y, una a una, las tribus se vieran obligadas a aceptar las condiciones de la paz.
Más tarde, en 175, Marco Aurelio se enfrentó a una inesperada amenaza cuando
la falsa noticia de su muerte movió al gobernador de Siria, Avidio Casio, a declararse
emperador. El hijo de Marco Aurelio, Cómodo, sólo tenía trece años, por lo que
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todavía no podía ser considerado un heredero viable. La revuelta terminó en cuanto
se conoció la verdad. Casio y su hijo fueron asesinados, pero, por lo demás,
prácticamente no hubo derramamiento de sangre. No obstante, Marco Aurelio fue
alejado del Danubio para garantizar que Oriente se mantuviera seguro. Se
desencadenaron nuevos enfrentamientos en la frontera en el año 177, y al año
siguiente el emperador abandonó Roma para volver a asumir el mando
personalmente. Nunca regresó. Se habló de anexionar otras dos provincias al otro
lado del Danubio. Unas excavaciones realizadas recientemente en la República Checa
confirmaron que, en ese periodo, se establecieron varias importantes bases militares
en aquella zona. Estaban planeando iniciar una nueva campaña, cuando Marco
Aurelio cayó enfermo y murió, tal vez en Vindobona (la actual Viena).[30]
Marco Aurelio fue un hombre honesto e inteligente que intentó hacer las cosas lo
mejor posible. Puede que sus Meditaciones no sean la mejor o más original obra de
filosofía jamás escrita, pero resulta sorprendente descubrir ese tipo de sentimientos en
el gobernador de la mayor parte del mundo conocido.
Marco Aurelio sería muy añorado. El senador e historiador Dión, que creció bajo
su gobierno, escribió con melancolía que tras su muerte «nuestra historia ahora
desciende desde un reino de oro a uno de hierro y orín, tal como sucedieron las cosas
para los romanos de la época».[31]
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II
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experiencia. En una corte donde casi todo el mundo estaba compitiendo para alcanzar
posición e influencia, no había muchas posibilidades de que alguien le soltara a un
gobernante unas cuantas verdades desagradables o que le impidiera cometer locuras.
De forma sistemática, Hollywood ha retratado a Cómodo como un monstruo
—Gladiator es el ejemplo más reciente— y varias de nuestras fuentes antiguas
coinciden con esa opinión, describiéndole como un personaje malvado, incluso de
niño. Dión, que comenzó la carrera senatorial bajo el gobierno de Cómodo, creía que
el emperador «no era malvado por naturaleza, sino simple» y que se dejaba llevar
fácilmente por el mal camino. Desde luego, a la hora de ejercer como emperador el
entusiasmo que mostró fue escaso.
La labor de emperador consistía menos en establecer un excelente sistema
político que en responder a las peticiones que le hacían y enfrentarse a los problemas
que le planteaban. Un emperador tenía que estar disponible, abierto a las solicitudes
de individuos y comunidades y dispuesto a emitir juicios basados en la ley y en
sentencias precedentes. Durante uno de sus muchos viajes, Adriano, tras sufrir el
acoso constante de una mujer, acabó diciéndole en un arrebato que no tenía tiempo
para ocuparse de ella. La respuesta que la mujer le gritó, «entonces, deja de ser
emperador», hizo que se detuviera de inmediato y escuchara su petición. Marco
Aurelio era famoso por el tiempo que dedicaba a todas y cada una de las audiencias
que otorgaba. Un emperador concienzudo pasaba largas horas entregado a un trabajo
frecuentemente insulso.[3]
A Cómodo aquello no le interesaba ni lo más mínimo. A los pocos meses regresó
a Roma del Danubio y nunca más volvió a abandonar Italia, donde se obsesionó con
los deportes del circo y la arena. En privado, competía en carreras de carros en sus
propiedades, pero no se mostraba menos reacio a exhibir sus otras habilidades en el
Coliseo: se dedicaron varios días a observar cómo el emperador abatía animales con
la jabalina o con el arco. También aparecía en la arena como gladiador. Normalmente
luchaba con armas romas, pero en ocasiones celebraba combates con hojas afiladas,
aunque se tomaban precauciones para garantizar que el emperador no resultara
herido. Mientras éste jugaba, la tarea de gobernar el Imperio recaía en otras manos.
Una serie de favoritos de la corte ejercía una influencia y un poder inmensos, a
menudo haciéndose ricos en el proceso. Ninguno de ellos era senador, varios eran
équites y otros esclavos y libertos de la casa imperial. Algunos eran hombres capaces,
otros estaban totalmente corrompidos y muchos se encontraban en un terreno
intermedio; pero el Imperio no estaba hecho para funcionar así. Siempre había sido
cierto que aquellas personas que tenían acceso al emperador cobraban importancia
por su capacidad para influir en sus decisiones. No obstante, ese tipo de poder
siempre había sido precario y, con el tiempo, todos y cada uno de los favoritos de
Cómodo perdieron su confianza o fueron sacrificados debido a su impopularidad.
Todos fueron ejecutados. A diferencia de su padre, el joven emperador no vacilaba a
la hora de ordenar la muerte de sus súbditos, y entre sus víctimas se contaron
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numerosos senadores y équites. Desde el principio del reinado de Cómodo hubo una
sucesión de complots reales o supuestos para asesinarlo. Cada uno de ellos
desencadenó una nueva ola de arrestos y ejecuciones.[4]
A medida que pasaban los años, el comportamiento de Cómodo fue haciéndose
más y más estrafalario. Dión recuerda una ocasión en la que el emperador decapitó un
avestruz en la arena y, a continuación, avanzó hacia la fila de asientos ocupados por
el Senado:
[…] sosteniendo la cabeza en su mano izquierda y alzando con la derecha su ensangrentada espada; y
aunque no pronunció ni una palabra, con un meneo de la cabeza, en la que exhibía una mueca sonriente,
nos indicó que nos trataría del mismo modo. Y realmente muchos habrían perecido en el acto bajo su
espada por reírse de él (porque fue la risa más que la indignación lo que se apoderó de nosotros), si no
hubiera mascado algunas hojas de laurel que saqué de mi corona y persuadido a los que estaban cerca de
mí a hacer lo mismo, para ocultar con el movimiento regular de las mandíbulas el hecho de que
estábamos riéndonos.[5]
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los conspiradores visitaron la casa de Publio Helvio Pertinax, de sesenta y seis años.
Los contemporáneos creían que no había estado implicado en el complot, y la
mayoría de los historiadores dan por buena esa versión. El hecho de que Pertinax
enviara a un representante a ver el cadáver antes de aceptar que el emperador estaba
muerto era un indicio del nerviosismo que reinaba en aquella época. Una vez se hubo
asegurado, se dirigió directamente al campamento de la guardia pretoriana. Laeto
hizo formar a los soldados y se les dijo que Cómodo había fallecido de causas
naturales. Pertinax prometió a cada soldado doce mil sestercios a cambio de que lo
reconocieran como nuevo emperador.
Sólo tras asegurarse de ese modo la lealtad de los pretorianos, buscó Pertinax la
aprobación de sus colegas senadores. En las primeras horas del 1 de enero, varios
mensajeros fueron enviados a convocar una reunión extraordinaria del Senado. El
inicio tuvo un toque de comedia cuando Pertinax y los miembros de su séquito se
encontraron cerrada la Casa del Senado y durante un tiempo nadie conseguía dar con
el portero que guardaba las llaves. Como resultado, el alto consejo romano se reunió
al principio en el vecino Templo de la Concordia. Pertinax pronunció un discurso en
el que declaró que no deseaba asumir el gobierno del Imperio, alegando su avanzada
edad y achaques asociados a los años.
Se suponía que un buen emperador no debía desear el poder y había una larga
tradición de renuencia fingida. Los senadores sabían cómo funcionaban ese tipo de
convenciones y le obligaron a aceptar el cargo supremo. Casi todos se sentían
aliviados de que Cómodo hubiera desaparecido y en los siguientes días emitieron un
decreto, deshonrando su memoria, y exigieron reiteradamente que su cadáver fuera
arrastrado por las calles colgado de un gancho de carne y degradado. Sin duda,
muchos de aquéllos a quienes había beneficiado el régimen anterior se cuidaron en
aquel momento de hacer oír claramente su condena. Sin embargo, Pertinax ya había
dado órdenes de que se llevara a cabo un entierro apropiado, ansioso por evitar
ofender a los pretorianos.[8]
Pertinax era un senador distinguido, pero su carrera había sido muy poco
ortodoxa y su pasado muy diferente del de un césar nacido para la púrpura. Su padre
era un esclavo liberto que había prosperado mucho en el comercio maderero en el
norte de Italia. El joven Pertinax había recibido una buena educación y pasó la mayor
parte de la década de sus veinte años trabajando como maestro de escuela. Cuando se
cansó de esa actividad, le pidió al patrón de su padre que le consiguiera un cargo de
oficial en el ejército y, tiempo después, fue nombrado prefecto, al mando de una
cohorte de infantería auxiliar. Se trataba de una posición que correspondía a los
miembros de la orden ecuestre, por lo que suponemos que en aquel momento
Pertinax, si no pertenecía ya a sus filas, pasó a ser miembro de ellas.
El profesor demostró su talento como soldado en las duras guerras del reinado de
Marco Aurelio, logrando ascender en las filas ecuestres: en 175 el emperador nombró
a Pertinax senador en el campo de batalla —escribió al Senado para notificarlo— y lo
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puso al mando de una legión. Al parecer, no era el primer équite a quien premiaba de
ese modo: una inscripción narra la carrera de un tal Marco Valerio Maximiano, que
estaba al mando de una unidad de caballería cuando «mató con sus propias manos a
Valao, el rey de los naristos» durante las campañas en el Danubio y que, como
recompensa, fue nombrado senador y jefe de diversas legiones. Parece que a Marco
Aurelio le gustaba promover el talento, pero también es probable que debido al
impacto de la peste, combinado con las pérdidas humanas de las campañas, durante
un tiempo hubiera escasez de senadores de la edad y destreza adecuadas para proveer
al ejército de suficientes oficiales de rango superior.
Pertinax llegó a gobernar varias provincias y hacia el final de su carrera empezó a
ocupar puestos civiles habituales en un senador. Aparte de la temporal caída en
desgracia que sufrió a principios del reinado de Cómodo, siguió prosperando y fue
uno de los pocos íntimos de Marco Aurelio que sobrevivió al reinado de su hijo. Por
lo visto, en el año 193 existió muy poca oposición a su nombramiento como
emperador por parte de los demás senadores, incluso entre aquellos que una vez se
habían burlado de él por ser hijo de un liberto. Desde el principio, el nuevo
emperador hizo un esfuerzo público por romper con el pasado reciente y volver al
estilo de gobierno de Marco Aurelio. Se celebró una subasta pública en la que se
vendieron las decadentes riquezas del palacio de Cómodo, entre ellas los esclavos
masculinos y femeninos que habían servido para cubrir sus necesidades sexuales o su
perverso sentido del humor. Empezó a circular el rumor de que Pertinax había
encargado en secreto volver a comprar algunos de ellos para quedárselos él.
Con todo, algunas de sus tentativas para eliminar la corrupción de su predecesor y
sus ministros molestaron a aquéllos a quienes les había favorecido el régimen anterior
y, lo que era más preocupante aún, creció el descontento entre los miembros de la
guardia pretoriana, a quienes no les gustaba la nueva disciplina, más estricta, y
temían que a su debido tiempo se impusieran controles aún más rígidos. Pertinax era
un soldado experimentado y tenía cierta fama de tirano. Gracias a la subasta pudo
pagar la mitad del donativo en efectivo prometido a los guardias, pero el emperador
cometió el error de alardear en un discurso público de que había pagado a los
soldados todo lo que les debía y de que les había dado lo mismo que Marco Aurelio y
Lucio Vero cuando asumieron el poder supremo. Era mentira, porque ellos habían
entregado veinte mil sestercios a cada hombre. En las primeras semanas de su
gobierno, algunos elementos dentro de la guardia intentaron dos veces proclamar a un
emperador alternativo. En ambas ocasiones, el orden se restauró enseguida y Pertinax
mantuvo su promesa de no ordenar la muerte de ningún senador y no castigó a los
hombres que se habían presentado candidatos. No obstante, sí dio orden de ejecutar a
varios soldados, lo que aumentó todavía más el resentimiento de sus camaradas.[9]
En la mañana del 28 de marzo, entre doscientos y trescientos guardias marcharon
desde su campamento hasta el palacio de la colina Palatina. No formaban parte del
relevo de los centinelas, pero el personal del palacio los admitió de inmediato porque
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muchos de ellos seguían teniendo buenos recuerdos de Cómodo. Emilio Laeto se
cubrió la cabeza con una capucha y se esfumó para evitar enfrentarse a las tropas
amotinadas. Sólo el liberto Eclecto se quedó junto al nuevo emperador. Pertinax
podría haber respondido a la fuerza con fuerza, reuniendo a los equites singulares
Augusti, la guardia imperial de jinetes cuyo historial de lealtad hacia todos los
emperadores era intachable y que estaban acampados en las proximidades, separados
de los pretorianos. Pero lo que decidió fue enfrentarse a los amotinados con la
esperanza de avergonzarlos y que regresaran a cumplir con su deber. Dión opinó que
su decisión había sido valiente, pero necia. Por un instante, los guardias quedaron
impresionados, pero entonces uno de ellos rompió el hechizo y acuchilló al viejo
emperador. Eclecto derribó a dos soldados antes de que le despedazaran a él también.
Pertinax había gobernado como emperador durante sólo siete u ocho días.[10]
Para entonces, Laeto había retornado al campamento y recuperado en parte el
control sobre los pretorianos (algunas voces le acusaron incluso de haber estado
detrás del asesinato). En aquel momento se presentó ante él el suegro de Pertinax, que
ocupaba el prestigioso puesto administrativo de prefecto de la ciudad, con la
intención de que le nombraran emperador. Los oficiales de la guardia estaban
dispuestos a escuchar, pero también les inquietaba pensar que un familiar pudiera
elegir vengarse del asesinato de su predecesor. Dos de ellos bajaron al Foro y
encontraron un candidato alternativo, el colega consular del emperador, Didio
Juliano, que se dirigió al campamento pretoriano acompañado de su séquito, pero al
principio no logró que le dejaran pasar. Desde fuera de la puerta, hizo gestos a los
hombres que estaban en las murallas, indicando con los dedos el tamaño del donativo
que estaba dispuesto a pagar. Un rato después, le abrieron la puerta y los hombres
empezaron a ir y venir de acá para allá entre ambos postores. Juliano ganó el
concurso prometiendo veinticinco mil sestercios a cada guardia. Con tantos donativos
para asegurarse la lealtad de los soldados, es importante recordar que los centuriones
probablemente recibieran diez veces esa cantidad y los oficiales de más graduación
sumas aún más elevadas. Si a los guardias les fue bien, sus comandantes y, sobre
todo, sus dos prefectos iban a hacerse con una auténtica fortuna.[11]
Con la guardia pretoriana respaldándole, Juliano fue debidamente reconocido
como emperador por el Senado y, mediante un decreto formal, le otorgaron poderes
imperiales. Era un senador razonablemente distinguido, pero no podría librarse del
estigma de la evidencia de que había comprado el Imperio. En su primera aparición
fue atacado por una multitud y, a continuación, hubo protestas en el Circo Máximo.
El poder armado de los pretorianos podía mantener bajo control la propia Roma, pero
no así al resto del Imperio. Cuando se propagaron las noticias de la vergonzosa
«subasta», los gobernadores de las tres provincias con las guarniciones militares más
poderosas —Britania, Panonia Superior, en el Danubio, y Siria— se negaron a
reconocer a Juliano y reclamaron el trono para sí mismos. Por primera vez desde que
la muerte de Nerón en el año 68 llevara a la guerra civil, sería el ejército el que
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decidiría el destino del Imperio.[12]
El ejército romano fue la fuerza de combate más grande y disciplinada que existió
antes de la era moderna, pero no era especialmente grande en comparación con el
tamaño del Imperio. Su núcleo estaba compuesto por treinta legiones, cuyos soldados
eran reclutados entre los ciudadanos romanos y que contaban con unos cinco mil o
cinco mil quinientos hombres cuando estaban completas. Una legión se dividía en
diez cohortes, que solían contar con cuatrocientos ochenta legionarios, exceptuando
la primera de ellas, que tenía ochocientos hombres. Las legiones disponían del apoyo
de las fuerzas auxiliares, reclutadas fundamentalmente entre los no ciudadanos. Las
fuerzas auxiliares no estaban organizadas más allá de la cohorte o ala, que era el
nombre que recibían los regimientos de caballería de tamaño similar. A finales del
siglo II, puede que hubiera más auxiliares que legionarios. El ejército contaba
asimismo con una flota de naves, que patrullaba las rutas marítimas y protegía el
comercio de los mercaderes de los piratas. Roma se encontraba bajo la protección de
los pretorianos —con nueve cohortes de ochocientos hombres, era el equivalente de
una legión fuerte— y los singulares, además de cohortes urbanas paramilitares, y los
vigiles, que actuaban como bomberos y policía nocturna. En total, las fuerzas
armadas del Imperio ascendían a unos trescientos cincuenta mil o trescientos setenta
y cinco mil hombres, un aumento de no más del 10-15 por ciento desde los días de
Augusto. Esos, al menos, eran sus efectivos sobre el papel. En realidad, como la
mayoría de los ejércitos a lo largo de la historia, a muchas unidades les faltaban
hombres durante gran parte del tiempo. Aun tomando la cifra teórica más alta para el
número de hombres uniformados y el cálculo más bajo de la población del Imperio,
había más de ciento treinta civiles por soldado.
En amplias partes del Imperio los soldados fueron vistos en contadas ocasiones y
nunca se presentó un ejército. La mayoría del ejército estaba estacionada cerca de las
fronteras, en bases de operaciones construidas en piedra, todas ellas rodeadas por su
propio asentamiento civil. En las provincias orientales, el modelo era distinto, en
Siria, Judea y Egipto las tropas estaban estacionadas cerca de las grandes ciudades de
la región, o en ellas, en parte para controlar a su volátil población. El ejército era, con
mucho, la fuente más importante de mano de obra de que disponía el emperador, de
modo que había algunos pequeños destacamentos de soldados desperdigados por las
provincias actuando como administradores, policías, reguladores de tráfico e
ingenieros. También estaban los frumentarii, u hombres del grano, tropas
responsables de garantizar que a los soldados se les suministraban las grandes
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cantidades de comida que consumían cada día. La compleja red de agentes necesaria
para desempeñar esa tarea había ampliado su papel y se dedicaba a proveer de
informes de inteligencia al emperador, espiando tanto a soldados como a civiles.[13]
Sin embargo, en general, el ejército llevaba una vida separada de la generalidad
de la sociedad civil. Los ciudadanos legionarios y los no ciudadanos auxiliares eran
profesionales con una larga carrera en perspectiva, que se alistaban para veinticinco
años. El ejército prefería a los voluntarios, pero cuando era necesario también se
empleaba el servicio militar obligatorio. Marco Aurelio enroló a gladiadores y a otros
esclavos libertos durante la crisis que siguió a la peste, pero fue una medida
excepcional. No obstante, es posible que las levas mencionadas en nuestras fuentes
hayan sido poco más que reclutamientos forzosos. Los legionarios recibían mil
doscientos sestercios al año, lo que suponía una importante diferencia respecto a los
pretorianos, que tenían un salario anual de cuatro mil sestercios y sólo tenían que
servir durante dieciséis años.
La paga había permanecido inamovible desde finales del siglo I, de modo que es
probable que su valor en términos reales hubiera disminuido. Nunca había sido
especialmente generosa y era comparable a lo que cobraba por día un trabajador del
campo, con la salvedad de que la paga del ejército estaba garantizada todos los años.
Esta ventaja se contraponía a las dificultades y riesgos de la vida de un soldado, sobre
todo cuando estallaba una guerra. Incluso en las unidades estacionadas en las
provincias más pacíficas era probable que se produjera al menos una campaña de
envergadura durante los veinticinco años que un soldado estaba de servicio. En otras
zonas, los combates eran mucho más frecuentes. Incluso el servicio en tiempos de paz
tenía sus peligros: algunas listas de turnos que han llegado hasta nosotros mencionan
a soldados que murieron ahogados, asesinados a manos de los bandidos o que
acabaron enfermos en el hospital por una causa o por otra. Unas cartas escritas por
soldados convalecientes en Egipto mencionan haber recibido el impacto de un
proyectil mientras trataban de sofocar unos disturbios, así como un caso
especialmente grave de intoxicación alimentaria.[14]
Prácticamente todos los puestos de avanzada, hasta los más pequeños, contaban
con su casa de baños y su hospital, lo que seguramente hacía que la vida de los
soldados fuera más saludable que la de los civiles pobres. Esos servicios no eran
todos gratuitos: la paga de un hombre estaba sujeta a deducciones por alimento,
vestido y equipo, por no mencionar las contribuciones al coste de los festivales y de
la sociedad funeraria que se ocuparía de sus restos si moría durante el servicio.
Además, la alimentación del soldado consistía en una dieta razonablemente
equilibrada —que incluía carne, a pesar del persistente mito de que los legionarios
eran vegetarianos— y durante la mayor parte de su servicio se alojaban en barracones
de piedra con tejado de tejas, divididos en un par de salas en las que se acomodaban
ocho hombres. Es decir, los barracones estaban abarrotados, pero no más que las
insulae de las ciudades, pues eran pocos los habitantes de la Antigüedad que
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disfrutaran de tanto espacio privado como al que estamos habituados hoy en día.
Si un hombre sobrevivía hasta ser licenciado con honores, recibía una
recompensa. Los legionarios recibían o bien una parcela de tierra de labranza o bien
un botín en efectivo, mientras que a los auxiliares se les otorgaba la ciudadanía. Sin
embargo, había varias desventajas asociadas a su profesión: por ley, a los soldados se
les prohibía contraer matrimonio y los matrimonios ya existentes se anulaban
oficialmente cuando los maridos se alistaban. Muchos hombres hacían caso omiso de
esa prohibición, casándose —con frecuencia con una chica del lugar— y creando una
familia. Durante mucho tiempo, las relaciones informales de los auxiliares se habían
reconocido cuando se licenciaban, y si tenían «esposa» o hijos también a ellos se les
otorgaba la ciudadanía, pero a mediados del siglo II esas facilidades se habían
restringido. Ahora a los legionarios les resultaba mucho más difícil obtener el
reconocimiento legal de sus hijos y permitirles así heredar. Varios emperadores
legislaron sobre la cuestión para mejorar su situación, pero la información hallada en
los papiros sugiere que, con frecuencia, los soldados retirados y sus descendientes
tuvieron que luchar mucho para beneficiarse de esos decretos en la práctica.[15]
Un soldado con estudios tenía bastantes oportunidades de ascender, en especial si
tenía amigos influyentes que le escribieran una carta de recomendación. Se ha
conservado una carta escrita por un soldado que se unió a la legión en Egipto en el
año 107 y que, gracias a sus contactos, enseguida obtuvo un puesto administrativo.
En la carta le contaba alegremente a su padre que a él sólo le encargaban tareas
ligeras mientras que los demás reclutas estaban fuera partiendo piedras. En vista de la
poca información disponible sobre los estándares de alfabetización de la población en
general, es difícil calcular cuántos reclutas estaban alfabetizados, pero probablemente
se trataba de una minoría. La disciplina en el ejército era brutal: varias faltas eran
castigadas con la flagelación o la ejecución. Los permisos eran un privilegio más que
un derecho, y ese y otros favores, muy a menudo, sólo se obtenían sobornando a un
oficial.
A partir del siglo I, a los italianos dejó de interesarles alistarse en las legiones y
preferían la vida más cómoda y con mejor salario de las unidades estacionadas en
Roma. No cabe duda de que algunos hombres se incorporaban al ejército por las
mejores razones y respondían a la imagen ideal que los teóricos militares tenían de un
recluta. Posiblemente, esos reclutas de alta calidad eran más comunes en las auxilia,
ya que muchos provenían de sociedades en las que las virtudes del guerrero seguían
siendo muy admiradas. También era habitual que se alistaran los hijos de los soldados
que, con frecuencia, habían crecido dentro o cerca de bases militares, y el ejército
recibía con los brazos abiertos a ese tipo de reclutas. Desprovistos de estatus legal, el
lugar de nacimiento de estos hombres aparecía en las listas como «en el campamento
(in castris)». Con todo, es muy posible que la mayoría de los reclutas, sobre todo de
las legiones, se alistaran debido a la escasez de alternativas a su alcance y al hecho de
que, al fin y al cabo, sabían que el ejército les alimentaría, vestiría y pagaría con
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regularidad. Un emperador llegó a quejarse de que las filas de la legión se engrosaban
sólo con vagabundos. También llama la atención el hecho de que sólo se prohibía
ingresar en el ejército a aquellos hombres que habían sido declarados culpables de los
delitos más graves.[16]
Si era cierto que muchos soldados eran hombres que habían fracasado en la vida
civil, ese hecho sin duda reforzó la sensación, realista, de que su unidad era su hogar.
Cada legión tenía un número —la secuencia no era lógica y había varias legiones
primera, segunda y tercera— y un nombre, al que a menudo se le sumaban títulos y
honores adicionales. Las unidades auxiliares también tenían sus títulos y todos los
regimientos del ejército poseían una conciencia muy desarrollada de su propia
identidad. Con frecuencia, los comandantes animaban a diferentes unidades a
competir entre sí y, en ocasiones, la rivalidad provocaba reyertas. El orgullo de la
unidad era una parte importante de la efectividad militar, al igual que la promoción
del valor individual. Un acto destacado de valor era recompensado con
condecoraciones y estatus, así como, a veces, con un ascenso y una recompensa
económica. Como la paga, todo ese tipo de medallas eran otorgadas nominalmente
por el emperador, estuviera éste o no físicamente presente. Del mismo modo, los
reclutas que se unían al ejército prestaban un juramento de lealtad al emperador y al
Estado que se renovaba con regularidad. Cada regimiento contaba asimismo con las
denominadas imagines, imágenes del emperador y su familia directa, que se
guardaban con los estandartes de la unidad en un santuario dentro del edificio que
albergaba el cuartel general.[17]
El emperador controlaba el ejército y tomaba todas las precauciones necesarias
para recordar a los soldados la lealtad que le debían. Cuando visitaba una de las bases
de operaciones o mandaba un ejército en campaña, se dirigía a la unidad como a «su»
legión o cohorte. Ahora bien, el ejército estaba extendido por un área muy amplia y la
mayoría de los soldados nunca llegaban a ver siquiera a su comandante en jefe, por lo
que, inevitablemente, eran otros los que ejercían el control en el día a día. La mayoría
de los oficiales de rango superior procedía de la clase senatorial. Como parte de su
carrera, un senador a punto de cumplir los veinte años o que contara con pocos más,
pasaba entre uno y tres años como tribuno en jefe y segundo al mando de la legión.
Más adelante, en torno a los treinta años, pasaría a ser el comandante de una legión o
legatus legionis, durante un periodo similar de tiempo. Por último, se convertiría en
el legado al frente de la provincia y su ejército, un legatus Augusti. Varios
privilegiados pasaban a continuación a ser gobernadores por segunda vez, en esta
ocasión de una de las tres provincias militares más importantes. Cada una de ellas
contenía tres legiones y el mismo número de tropas auxiliares. Tres años era el plazo
medio que un gobernador pasaba en una provincia, pero había excepciones. Avidio
Casio había estado en Siria mucho más tiempo, pero su frustrado golpe de Estado es
un indicio de la amenaza potencial que suponía permitir que los mandos se
prolongaran tanto.
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Los équites proporcionaban al ejército la mayor parte del resto de sus oficiales de
rango superior. La carrera normal de un équite incluía que fuera nombrado prefecto
de una cohorte auxiliar. Después, pasaría un periodo como uno de los cinco tribunos
de rango inferior de la orden ecuestre con los que contaba cada legión y, a
continuación, asumiría el mando de un ala de caballería. Los hombres de éxito
pasaban a ocupar puestos administrativos y financieros como procuradores
imperiales, y tal vez el gobierno de una de las provincias ecuestres más pequeñas.
También las unidades de Roma eran comandadas por équites y el mando de la de los
pretorianos solía ser compartido por dos prefectos con idéntico poder. Las provincias
menores, gobernadas por équites, no solían contar con tropas importantes, porque el
legado senatorial de una legión no podía estar subordinado a un miembro de la orden
ecuestre. Egipto era una excepción, y en esta provincia el gobernador y los
comandantes de las dos legiones eran prefectos ecuestres. Ningún emperador deseaba
confiar a otro senador el control de una zona tan vital para el suministro de grano a
Roma.[18]
Los centuriones eran la columna vertebral del ejército. Más que un rango
específico se trataba de un grado de oficial. Los de menor jerarquía mandaban una
centuria, de las que en cada cohorte existían seis, que tenían una cifra nominal de
efectivos de ochenta (nunca cien en este periodo). El centurión de más rango de las
seis centurias estaba al mando de una cohorte de legionarios. El más importante de
todos era el primus pilus, el comandante de la primera cohorte, que era admitido de
inmediato en la orden ecuestre tras alcanzar ese puesto. Todos los centuriones
cobraban una cantidad muchas veces superior al salario de un soldado ordinario y se
les exigía un buen nivel de educación. Algunos llegaban al puesto después de haberse
alistado en el ejército como parte de la tropa, pero sería un error considerarlos los
equivalentes de los sargentos mayores modernos. Lo más habitual era que les
hubieran adjudicado directamente un puesto administrativo o de mando como
subalterno antes de obtener el grado de centurión, aunque en ocasiones los elegidos
para el cargo eran civiles sin experiencia militar previa de ningún tipo. En un
principio, el deseo de Pertinax había sido convertirse en centurión mediante ese
proceso, pero su patrón no había logrado conseguirle un puesto, lo que nos da una
idea del alto estatus del cargo. También resulta revelador que algunos équites se
convirtieran en centuriones en vez de seguir una carrera más convencional. Como
hemos visto, no existía una única «clase media» en el mundo romano. Sin embargo,
había numerosas personas con ingresos medios y que poseían un estándar razonable
de educación, a pesar de que a su expresión le faltara la pureza lingüística que se
esperaba de los niveles superiores de la élite. Es muy probable que la mayoría de los
centuriones obtuvieran el puesto de forma directa y procedieran de ese nivel social.
[19]
Los miembros de la tropa rara vez eran trasladados de una unidad a otra y, por lo
general, permanecían con el mismo regimiento durante todo su servicio. Del mismo
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modo, parece que muchos centuriones se quedaron en la misma unidad durante largos
periodos, aunque hay constancia de varios que sirvieron en una serie de legiones
diferentes, a veces en provincias muy distantes unas de otras. Los rangos superiores
se movían mucho más y era poco habitual que un senador sirviera más de una vez en
la misma provincia. Pertinax, durante su larga y poco ortodoxa carrera, primero como
équite y luego como oficial senatorial, sirvió en todas las zonas fronterizas
importantes del Imperio, exceptuando el norte de África. Los romanos no valoraban
tanto a los especialistas como las instituciones modernas, sobre todo a la hora de
nombrarlos para puestos de rango superior. Lo que es igualmente importante, a los
emperadores les interesaba evitar que se desarrollara un vínculo demasiado estrecho
entre comandantes y soldados a través de un largo periodo de servicio militar
compartido. La República había sido destruida y Augusto había creado el Principado
en enfrentamientos entre ejércitos más leales hacia su general que hacia el Estado. En
conjunto, el sistema que creó funcionaba bien, y el ejército se mantuvo leal durante la
mayor parte de dos siglos. Sólo cuando una dinastía se extinguía por completo existía
la perspectiva de que una legión se enfrentara a otra. Cuando surgía, la iniciativa de
rebelión tendía a venir de arriba, sobre todo de los gobernadores senatoriales. El resto
de los oficiales desempeñaba también un papel clave, en especial los centuriones.[20]
UN EMPERADOR DE ÁFRICA
El ejército de Panonia Superior era el que estaba estacionado más cerca de Italia, y el
legado de la provincia, Lucio Septimio Severo, no dudó en aprovechar la ventaja que
eso le otorgaba. Había servido bajo el mando de Pertinax en los inicios de su carrera
y es posible que también formara parte de la conspiración original contra Cómodo.
Resultaba especialmente conveniente que la vecina Moesia Inferior, con sus dos
legiones, se encontrara en aquel momento bajo el control de su hermano. Severo
marchó enseguida hacia Italia, y se cuenta que él y su guardia personal —
probablemente, los singulares del gobernador, jinetes seleccionados entre las alae
auxiliares de su provincia— ni siquiera se despojaron de sus armaduras en las breves
paradas que hacían para dormir. No se encontró con una oposición importante,
porque Juliano no contaba con un ejército apropiado, como ilustra el desesperado
intento de entrenar elefantes utilizados en los juegos para transportar torres y luchar
contra las fuerzas invasoras en la tradición del combate clásico, que terminó en un
absurdo fracaso cuando las criaturas se negaron a transportar esas cargas con las que
no estaban familiarizadas. Al parecer, el episodio les resultó muy divertido a Dión y
otros senadores. Juliano se desesperó e hizo que asesinaran a Laeto y a Marcia, pero
pronto perdió incluso la lealtad que les había comprado a los pretorianos.
Abandonado por todos, fue asesinado en el palacio por un miembro de la guardia.
Severo llegó y, en una espectacular exhibición de poder, hizo desfilar a su ejército por
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toda la ciudad. El Senado le proclamó emperador, como correspondía. Se dio orden a
los pretorianos de que arrestaran a los asesinos de Pertinax y que, luego, formaran sin
armas ni coraza. Severo los rodeó con sus propios legionarios y, a continuación, les
recriminó su traición con duras palabras. Los asesinos fueron ejecutados y el resto fue
licenciado con deshonor del servicio y se les prohibió que se acercaran a menos de
ciento cincuenta kilómetros de Roma. Con una selección de los mejores legionarios
del propio Severo se formaron nuevas cohortes pretorianas.[21]
Aún había que hacer frente a los otros dos aspirantes al trono. Severo cerró un
acuerdo con el legado de Britania, Décimo Clodio Albino, por el que le otorgaba el
título de césar y le convertía en su colega, si bien en calidad de subalterno. A
continuación, el grueso de sus tropas se dirigió al este para enfrentarse a Cayo
Pescenio Níger en Siria. Los partidarios de Severo ganaron una serie de batallas que
culminaron en la victoria final en 194 en Issus, que, casualmente, se encontraba cerca
del lugar de una de las victorias de Alejandro Magno sobre los persas. Níger fue
asesinado cuando huía. Severo no había hecho acto de presencia en ninguna de esas
batallas, pero se ocupó de supervisar la breve campaña que se inició entonces contra
los pueblos que habitaban más allá de la frontera. Cuando regresó de Oriente en 195,
en un gesto provocador, nombró césar a su hijo de siete años, al parecer sin haber
consultado a Albino. La guerra civil se reanudó y dos años más tarde se produjo una
batalla decisiva en las afueras de Lugdunum (la actual Lyon, Francia), donde el
legado britano había establecido su principal centro de operaciones. Dión afirma que
las tropas que participaron en la lucha eran inmensas, en número no inferior a ciento
cincuenta mil hombres por bando, lo que habría supuesto la inmensa mayoría del
ejército. Se trata, evidentemente, de una exageración, pero puede que Albino, en
particular, hubiera realizado grandes levas a partir del año 193. El grueso del ejército
regular se había unido a Severo. Aun así, la lucha fue feroz y, en un momento dado,
el propio Severo fue desmontado de su caballo y escapó por muy poco a la muerte o
el apresamiento. Corrieron rumores de que su nuevo prefecto del pretorio había
retrasado de forma deliberada la entrada en la batalla con la esperanza de que ambos
líderes fueran asesinados. Sin embargo, al final fue él quien lideró la gran carga de la
caballería que obtuvo la victoria aquel día. Tras cuatro años de guerra civil y caos, el
Imperio volvía a tener un solo gobernante indiscutible. El conflicto había sido mucho
peor y más prolongado que el «año de los cuatro emperadores» que siguió a la muerte
de Nerón.[22]
No hay nada excepcional en la carrera de Severo antes de 193, como tampoco lo
hubo en la de Vespasiano, que resultó victorioso en el año 69. Ambos eran senadores
con una carrera razonablemente distinguida, pero es dudoso que, en otras
circunstancias, alguno de ellos hubiera sido considerado un emperador en potencia.
En virtud de su puesto de legado, cada uno de ellos, simplemente, se había
encontrado al frente de un gran ejército en un momento en el que existía un vacío de
poder en el centro del Imperio y, a continuación, habían jugado bien su mano… si
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bien, en el caso de Severo, de un modo especialmente implacable. Desde muchos
puntos de vista, Severo era un miembro típico del Senado de ese periodo. Había
nacido en Lepcis Magna (en la actual Libia), que originalmente había sido fundada
por los cartagineses. La propia Cartago había sido destruida en 146 a. C. por un
ejército romano en lo que había sido la culminación de tres grandes conflictos con
Roma. Aun así, Severo creció utilizando el púnico como primera lengua y su latín
siempre estuvo impregnado de un acento provinciano que tenía a convertir el sonido
/s/ en /ʃ/, parecido al que hacemos cuando mandamos callar. Es posible que
pronunciara su propio nombre «Sseptimio Ssevero». Dión afirma que deseaba tener
más educación de la que había recibido, pero esto debe contemplarse según los
altísimos criterios de la élite romana. Una fuente del siglo VI cuenta que tenía la piel
oscura, pero el único retrato en color de él que se conserva muestra una tez bastante
mediterránea. Procedía del norte de África, del mismo modo que Trajano y Adriano
eran originarios de Hispania, pero eso no le hacía en absoluto menos romano. Su
padre no era senador, pero su familia había participado en la vida política romana
durante generaciones. Las provincias africanas fueron la cuna de un buen número de
senadores en este periodo, incluyendo a Clodio Albino. Nada sugiere que alguno de
esos hombres pensara de una forma particularmente «africana».[23]
Severo había ganado la guerra, pero sabía que su triunfo no garantizaría por sí
solo su supervivencia a largo plazo. Se apresuró a colocar a sus dos hijos en
posiciones de prominencia a pesar de que todavía eran pequeños, marcándolos como
sus herederos para poner de manifiesto que su muerte no debía suponer un regreso a
la guerra civil. También miró hacia el pasado para legitimar su nueva dinastía: al
principio se asoció estrechamente con Pertinax, porque era útil aparecer como su
justo vengador. No obstante, más adelante, en un paso sin precedentes, se declaró hijo
adoptado de Marco Aurelio, cuyo prestigio era mucho mayor. Un senador le felicitó
cáusticamente por «haber encontrado a un padre». Lo que es aún más preocupante, su
gesto llevó a la rehabilitación oficial de Cómodo, que ahora se había convertido en el
hermano adoptivo del emperador. La opinión senatorial se mostró escandalizada, pero
la actitud de Severo hacia el Senado se fue endureciendo cada vez más. Su reinado
comenzó con proclamaciones de su deseo de que ningún senador fuera asesinado,
pero antes de que terminara la guerra civil ya había ordenado numerosas ejecuciones
de miembros de ese órgano.
También el poder ejercido por el nuevo prefecto del pretorio, Plautiano, originario
como el emperador de Lepcis Magna, despertaba resentimiento y miedo. Había
algunos cotilleos malintencionados que afirmaban que él y Severo habían sido
amantes en la adolescencia. Es evidente que el emperador confiaba en él y le permitía
ejercer mucha influencia, por lo que en la época hubo rumores de que el mismo
prefecto estaba planeando conseguir el trono. Al final, Plautiano fue ejecutado tras
una condena pronunciada por el hermano de Severo en su lecho de muerte. Se
suponía que los favoritos del emperador no debían controlar tanto poder, sobre todo
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aquellos que no pertenecían al Senado, y el espectacular ascenso y caída de Plautiano
inevitablemente arrastró a otros consigo. Para cualquier senador, aquélla fue una
época en la que el éxito resultaba peligroso. Severo pasaba poco tiempo en el Senado
—estuvo fuera de Italia la mayor parte de su reinado— y rara vez se preocupaba de
elogiar a sus miembros o hacer que se sintieran seguros.[24]
Había otros signos que indicaban que al emperador le preocupaba conseguir
mantener el poder. Formó tres nuevas legiones —I, II y III Parthica— y estacionó la
II Parthica cerca de Roma, en Alba. Era la primera vez que una legión había sido
estacionada de forma permanente en Italia desde la creación del Principado.
Incluyendo las ampliadas unidades de la guardia, Severo tenía un ejército de unos
diecisiete mil hombres a su inmediata disposición. Con frecuencia, los estudiosos han
querido ver esa medida como la creación de una reserva estratégica, que
supuestamente se reveló necesaria durante las feroces guerras del mandato de Marco
Aurelio. En realidad, tenía mucho más que ver con la amenaza potencial de que un
gobernador provincial se rebelara contra el emperador. Mantener la lealtad del
ejército era vital para el emperador. En un esfuerzo por asegurarse la buena voluntad
de los soldados, Severo les subió la paga y también eliminó la prohibición de contraer
matrimonio. La creación de las nuevas legiones hizo que hubiera muchas nuevas
posiciones para oficiales, por ejemplo, hasta ciento setenta y siete puestos de
centurión. Dado que, probablemente, muchos habrían sido trasladados desde otras
unidades, un gran número de hombres le deberían su cargo inicial o un paso en su
promoción a Severo. Un deseo similar de crear lazos con el ejército impulsó sus
guerras en el extranjero. Desde 197 a 202 Severo organizó campañas en el este,
poniéndose al frente de un ejército que descendió por el curso del Éufrates para
saquear la capital parta de Ctesifonte y creando la nueva provincia de Mesopotamia.
Entre 208 y 211 estuvo en Britania, supervisando una serie de campañas inmensas
contra las tribus caledonias que habitaban el territorio que hoy es Escocia.[25]
Las guerras contra extranjeros brindaban una gloria militar que no estaba
empañada por el hecho de obtener una victoria sobre otros romanos. El Arco de
Severo, que todavía hoy se yergue junto a la Casa del Senado en el Foro de Roma,
conmemora su guerra contra el Imperio parto. Tampoco fue ninguna coincidencia que
Severo eligiera actuar en las dos regiones de las que habían salido sus rivales en la
guerra civil. No cabe duda de que existía una cierta necesidad militar, ya que seguro
que los ejércitos de ambas fronteras, así como el prestigio de Roma, quedaron
debilitados cuando las tropas fueron retiradas de allí para luchar y morir en una
guerra intestina. La campaña también dio a las unidades que habían combatido en
bandos opuestos en la guerra civil la oportunidad de luchar codo con codo bajo el
mando del mismo líder. Y lo que era aún más importante, Severo tuvo la oportunidad
de recompensar y ascender a oficiales en ambas zonas, mostrando su confianza hacia
ellos y retirando o trasladando a cualquiera cuya lealtad estuviera bajo sospecha. No
todo funcionó a pedir de boca, porque se produjo cierta tensión en el ejército cuando
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no consiguieron tomar la ciudad de Hatra, pero en general se cumplió el objetivo
marcado. La reorganización del este que llevó a cabo Severo revela de nuevo lo
preocupado que estaba por su propia seguridad. Siria fue dividida en dos provincias,
con dos y una legiones respectivamente. Mesopotamia fue guarnecida con las recién
creadas legiones I y III Parthica. El gobernador de la provincia era un prefecto de la
orden ecuestre como el que existía en Egipto, y ambas legiones estaban a su vez
comandadas por équites. Lo mismo sucedía con la legión II Parthica, en Alba. El
proceso no se completó del todo hasta un año o dos después de la muerte de Severo,
cuando Britania también fue dividida, pero a partir de entonces ninguna provincia
albergaría —y, por tanto, ningún gobernador tendría a su mando— más de dos
legiones.[26]
Septimio Severo era un buen emperador, que se esforzó para gobernar bien el
Imperio, pero también era un hombre que había obtenido el poder a través de la
fuerza militar y temía que algún otro pudiera seguir su ejemplo. Esa inseguridad
guiaba sus decisiones a todos los niveles. Nada de esto habría importado demasiado
si hubiera fundado una dinastía que hubiese resultado sólida y duradera. En los
últimos años de su vida, nombró coherederos del trono a sus hijos Caracalla y Geta.
Era una decisión arriesgada, porque sólo en el caso de Marco Aurelio y Lucio Vero
una pareja de emperadores habían trabajado bien juntos. Severo criticó a Marco
Aurelio con frecuencia por haber elegido a Cómodo como sucesor, favoreciendo así
los vínculos de sangre frente al talento, pero él se tuvo que enfrentar al mismo
problema. Mientras Caracalla y Geta estuvieran vivos, habrían representando
inevitablemente una amenaza para cualquier otro emperador. Si sólo le sucedía uno
de sus hijos, entonces el otro representaría siempre un peligro potencial, sobre todo
porque ambos hermanos se detestaban desde la infancia. Se dice que Severo confiaba
en que llevárselos con él en sus campañas sería mejor para ellos que permanecer en
Roma, donde existían tantas oportunidades para el vicio, y quizá también esperaba
poder enseñarles a trabajar juntos. Pero sus esperanzas se vieron defraudadas.
Llegaron a circular historias que contaban que Caracalla había intentado asesinar a su
padre en sus ansias por sucederle. De todos modos, tras sufrir ataques de gota durante
años, la salud de Severo estaba muy deteriorada. El 4 de febrero de 211, el
emperador, de sesenta y cinco años de edad, fallecía en Eburacum (la actual York) y
sus dos hijos heredaron conjuntamente el trono. Se dice que el último consejo que les
dio su padre fue sencillo: «Mantened la concordia, enriqueced a los soldados y
desdeñad a todos los demás».[27]
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III
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campamento pretoriano, donde declaró que había actuado en defensa propia tras
descubrir que su hermano estaba conspirando contra él. Los guardias aceptaron su
versión sin reparos y le prometieron su apoyo. Más difícil le resultó convencer a los
legionarios de la II Parthica, estacionada en la vecina Alba: le negaron la entrada y
tuvo que hablarles desde el exterior de las murallas. Aun entonces, los soldados
replicaron que habían prestado juramento de lealtad a ambos hermanos, no sólo a uno
de ellos. Caracalla recurrió a sus dotes de persuasión, reforzándolas con la promesa
de entregarles un jugoso donativo económico, y finalmente consiguió poner a los
soldados de su lado. Sólo tras asegurarse de que contaba con la lealtad de las únicas
unidades militares significativas que había en Italia se dirigió Caracalla al Senado,
donde les contó la misma historia del complot de su hermano. Los senadores no
tuvieron más remedio que aclamarle como emperador, sobre todo porque apareció
acompañado de varias filas de guardias armados. Geta fue condenado formalmente y
se ordenó que su memoria fuera borrada de los archivos. Las inscripciones
procedentes de todo el territorio del Imperio que han llegado a nosotros muestran las
muescas dejadas por el cincel con el que se eliminó el nombre del hermano pequeño
de Caracalla.[4]
Caracalla tenía veintitrés años, era mayor y tenía más experiencia que Cómodo
cuando alcanzó el poder, pero para ser un emperador seguía siendo joven. Es
imposible afirmar que Geta hubiera resultado más capaz, aunque a algunos autores
que escribieron en épocas posteriores les gustaba contrastar su virtud con la malvada
naturaleza de su hermano. A diferencia de Cómodo, Caracalla no era ni estúpido ni
perezoso, pero era impredecible e impaciente y tenía muy mal genio. Había ordenado
la ejecución de varios miembros del séquito imperial en cuanto murió su padre. Tras
el asesinato de su hermano, se produjo una purga mucho más amplia y aún más
sangrienta, que incluyó a muchos importantes senadores y équites. En unas
excavaciones, en York, se ha descubierto recientemente un cementerio que contiene
varios esqueletos de hombres que habían sido encadenados y, a continuación,
ejecutados, pero cuyos enterramientos revelan un cierto grado de respeto. Los
fragmentos de cerámica encontrados fechan el hallazgo aproximadamente en este
periodo y es más que posible que aquellos hombres fueran oficiales y funcionarios
asesinados por orden de Caracalla. Hubo otras víctimas en el resto de su mandato: el
hijo de Pertinax, que en 193 era demasiado joven e insignificante para que matarlo
mereciera la pena, fue asesinado entonces porque no pudo resistirse a hacer un juego
de palabras en el que se refirió al asesinato de Geta. La última hija viva de Marco
Aurelio también fue declarada sospechosa de deslealtad y forzada a cometer suicidio,
algo que, al parecer, la anciana dama llevó a cabo con gran calma y dignidad. Dión
cuenta que en total perecieron unas veinte mil personas.[5]
Debido a las frecuentes ejecuciones, los cambios de humor de su emperador
mantenían a los senadores en un permanente estado de nerviosismo y Caracalla
carecía de la necesaria habilidad —y posiblemente también del deseo— para
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ganárselos. No tuvo mucho más éxito con la población romana en general, aunque
había pocas probabilidades de que ellos fueran víctimas directas de su ira. Los juegos
que organizaba eran espléndidos e incluso participó en una carrera de carros, aunque
no emuló la excesiva afición de Cómodo por pelear en la arena. No obstante, se
convirtió en un personaje impopular porque a la multitud le parecía demasiado ávido
de sangre cuando observaba las luchas de gladiadores. Obligó a un famoso gladiador
a luchar en tres combates consecutivos y éste resultó muerto en el último, lo que fue
considerado injusto por el gentío. Se iniciaron las obras para construir un complejo de
baños, las Termas de Caracalla (cuyas inmensas ruinas todavía hoy son visibles), lo
que proporcionó trabajo a los desempleados además de la perspectiva de un futuro
servicio público.[6]
Un año más tarde, Caracalla abandonó Roma y nunca más regresó a Italia. Era
inquieto por naturaleza y su mala salud no contribuyó a mejorar ni sus nervios ni su
temperamento. En sus viajes visitó numerosos santuarios y templos asociados a
deidades con poderes curativos y siguió los procedimientos que prescribían. En la
época circularon varias historias que afirmaban que le asediaban sueños en los que
Severo le reprendía en silencio por haber asesinado a su hermano. En el mundo
romano muchas personas se tomaban en serio los sueños y se conservan diversos
libros que ofrecen detalladas interpretaciones. El emperador seguía siendo el
emperador independientemente de dónde se encontrara y los peticionarios le seguían,
solicitando audiencias para pedirle favores o que dirimiera sus disputas. Los
documentos que han llegado hasta nuestros días sugieren que Caracalla era tan
propenso a responder con prontitud y espontaneidad como defienden nuestras fuentes
literarias y confirman que en muchos casos su juicio seguía siendo lúcido, y a
menudo revelaba una gran sensatez. No obstante, no siempre le apetecía ocuparse de
esa insulsa tarea. Dión recordaba que en numerosas ocasiones él y otros habían sido
convocados al campamento imperial mientras el emperador estaba en Siria, con la
promesa de que les vería al amanecer y, con frecuencia, habían tenido que esperar
durante horas y horas —pese a que no había ningún lugar para acomodarlos— e
incluso a veces habían tenido que regresar a casa al final del día porque Caracalla
había decidido no recibirlos en absoluto.[7]
Menudo y enfermizo, a Caracalla le gustaba verse como un tosco y agresivo
hombre de acción y, sobre todo, como un soldado. Cuando habló a los pretorianos
tras el asesinato de Geta, les dijo: «Regocijaos, camaradas, porque ahora estoy en
posición de haceros favores». Durante su reinado, la paga del ejército experimentó
una subida tan fuerte que resultó difícil hacer frente al incremento de esa carga
financiera con los ingresos del Imperio. En campaña, el emperador se vestía y
desempeñaba el papel de un soldado raso, llegando incluso a moler su propia ración
de trigo para obtener la harina con la que preparar su comida. Es probable que esos
gestos teatrales estuvieran fundamentalmente destinados a la guardia, así como tal
vez también el hecho de que en ocasiones transportara él mismo el pesado estandarte
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pretoriano cuando marchaban. En campaña, la mayoría de los emperadores eran
acompañados por distinguidos senadores, pero Caracalla prefería la compañía de
oficiales del ejército, que probablemente también en este caso fueran en su mayoría
miembros de la guardia. También sentía especial aprecio por su guardia personal de
jinetes, los singulares Augusti, muchos de los cuales eran germanos. Algunos de esos
hombres fueron nombrados centuriones y debían mantenerse siempre cerca de él. El
emperador los llamaba sus «leones». Dión recordaba asimismo verle llevar bebida a
los centinelas que estaban de servicio en el exterior de su cuartel general. Otros
generales romanos —entre los que destaca Julio César— habían desempeñado el
papel del «camarada soldado», pero en esto, como en tantas otras cosas, Caracalla
llevó el papel al extremo, su actitud era mucho más que un reconocimiento de que su
poder en última instancia residía en el control del ejército. También se obsesionó con
Alejandro Magno y era evidente que le gustaba pensar que se asemejaba al joven
conquistador de una parte tan grande del mundo conocido.[8]
En el año 213 había luchado en el Rin y al año siguiente avanzó hacia el Danubio.
En ambas fronteras se han hallado signos de una reorganización sustancial y de la
construcción de nuevas bases militares. Es posible que fuera durante esas campañas
cuando el emperador adoptó la costumbre de llevar una versión de la capa gala con
capucha, o caracalla, que le valió su apodo. En el año 215 se dirigió al este y allí
permaneció el resto de su vida, siguiendo los pasos de su héroe, Alejandro. Caracalla
creó una fuerza —o tal vez la formó reorganizando las legiones existentes— que
imitaba la antigua falange macedonia. Ese invierno estuvo en Alejandría y, con el
pretexto de que deseaba reclutarlos como soldados, convocó a los jóvenes de la
ciudad, que formaron ante él. Sin embargo, lo que hizo Caracalla fue ordenar a sus
tropas que los asesinaran, una masacre de la que nunca se ha ofrecido una explicación
satisfactoria. También comenzó una serie de campañas contra Partia, que acabó
desembocando en una guerra civil entre dos hermanos que pugnaban por hacerse con
el trono. Caracalla solicitó la mano de la hija de uno de los aspirantes, en un remedo
del gesto de Alejandro, cuando se casó con Roxana. Su oferta fue rechazada, y
algunos vieron ese rechazo como una mera excusa para iniciar la guerra.[9]
A principios del año 217, un gran ejército se concentró en Edesa para prepararse
para una nueva invasión. El 8 de abril Caracalla emprendió viaje para visitar un
santuario cerca de Carras, que en el año 53 a. C. fue el escenario de una gran derrota
a manos de los partos, pero ahora se encontraba dentro de una provincia y
recientemente había recibido el estatus de colonia romana. Cuando el emperador se
detuvo a aliviarse a un lado del camino, fue apuñalado hasta la muerte por uno de sus
propios oficiales, Julio Martialis. El magnicida era un antiguo pretoriano que se había
reenganchado y estaba resentido porque Caracalla le había negado un puesto como
centurión. Minutos más tarde, el propio Martialis fue abatido por los «leones» del
emperador y murió antes de poder revelar ningún detalle de la conspiración, lo que
supuso un gran alivio para su líder, Marco Opelio Macrino, uno de los dos prefectos
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del pretorio, que de ese modo pudo alegar su absoluta ignorancia del complot.
Caracalla seguía siendo popular entre la guardia, y el resto del ejército tampoco
mostró demasiado entusiasmo ante su muerte. De hecho, Macrino acababa de
descubrir que alguien había enviado un mensaje al emperador en el que le acusaban
de deslealtad, y había decidido atacar antes de ser condenado.[10]
No había heredero. El matrimonio de Caracalla había sido infeliz y sin hijos (se
creía que la enfermedad le había dejado impotente en sus últimos años). No había
designado sucesor, sobre todo porque no confiaba en nadie, pero, teniendo en cuenta
su juventud, no había parecido importante que lo hiciera. Durante dos días el Imperio
estuvo sin emperador, mientras Macrino sondeaba los ánimos de los oficiales de más
graduación. A continuación se proclamó a sí mismo emperador, asumiendo todos los
títulos y poderes imperiales sin esperar a que se cumpliera con la formalidad de la
votación del Senado. Ya en el pasado algunos emperadores habían salido del ejército
(sólo hacía veinte años que Severo había derrotado a Clodio Albino), pero esto era
distinto: Macrino no era senador, sino un équite que había llegado hasta su posición
por su lealtad y habilidad con las leyes. Los prefectos del pretorio siempre habían
sido elegidos entre los miembros de la orden ecuestre precisamente porque se creía
que no podían aspirar al cargo supremo. Incluso Sejano, que había estado a punto de
sustituir al emperador Tiberio en el año 31, se había esforzado por ir adquiriendo
nuevos cargos de forma gradual, incluyendo el consulado. A la edad de cincuenta y
cinco años, Macrino saltó directamente al poder supremo. Sin duda le resultó más
sencillo porque no había cerca ningún senador que pudiera haber sido considerado un
candidato apropiado para el trono. Desde el principio, Mesopotamia había sido una
provincia ecuestre y Caracalla nunca había tenido la costumbre de llevar consigo a
senadores importantes a sus campañas. Era obvio que los pocos que viajaban con él
habían sido comprados y corrompidos con sus favores. La reciente división de las
provincias en unidades de menor tamaño había traído como consecuencia que no
hubiera ningún gobernador en el Imperio que tuviera a su mando una fuerza tan
grande como la que estaba concentrada en Edesa. El otro prefecto del pretorio alegó
edad avanzada y se retiró en beneficio de su colega.
Cuando el Senado recibió la noticia del golpe de Estado se produjo un inmediato
alivio ante el fallecimiento del impopular e impredecible Caracalla. La aceptación del
nuevo emperador se produjo más a regañadientes, y en gran medida se debió a la falta
de una alternativa clara. Les molestaba menos su ascendencia mauritana y su oreja
horadada —aunque salta a la vista que todas las imágenes del emperador son muy
tradicionales y muy romanas en apariencia— que el hecho de que careciera de rango
social. No fue de mucha ayuda que no hiciera ningún esfuerzo por llegar enseguida a
Roma ni por ganárselos, pero fue aún peor que nombrara a hombres con un pasado
igualmente mediocre para ocupar altos cargos, incluyendo otro équite que fue
designado para el puesto de prefecto de la propia Roma, el magistrado en jefe de la
ciudad en ausencia del emperador. Macrino tendía a elegir a hombres que conocía, de
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modo que, inevitablemente, en su mayoría pertenecían a la administración imperial,
como él mismo. Caracalla había promovido el rápido ascenso de hombres en los que
confiaba, sin tener en cuenta su clase social, y había situado a muchos équites en
puestos de considerable responsabilidad, en ocasiones tras un veloz ascenso al
Senado. Esa actitud no había gustado a los senadores y tampoco despertaba sus
simpatías un régimen nuevo que ascendía a más personas así. Macrino gobernó
porque había organizado la muerte del último emperador y había logrado controlar
las tropas in situ y, al menos de momento, también contaba con la lealtad de todo el
ejército.[11]
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Imperial. Emesa (cerca de la actual Homs) se encontraba en la provincia de Siria-
Fenicia, que estaba guarnecida por una sola legión, la III Gallica, estacionada al
norte, en Rafanea, a la que se podía llegar fácilmente desde allí. Los orígenes de la
ciudad son oscuros, como también la etnia de la que procedía su población. Al
parecer, algunos los consideraban fenicios, aunque no hay constancia de que hubiera
ningún asentamiento fenicio allí. El grueso de la población hablaba arameo, pero casi
todas las inscripciones estaban escritas en griego y presumiblemente la mayoría de
asuntos oficiales se llevarían a cabo en esa misma lengua. El comercio contribuía a la
prosperidad de Emesa, pero era más famosa por el gran templo del dios Elagábalo
(LHGBL, en arameo), que estaba relacionado con el sol y cuya imagen era una piedra
negra y cónica que se decía que había caído del cielo.
El hijo de catorce años de Soemias era el supremo sacerdote del culto. Se llamaba
Basiano, pero ha pasado a la historia con el nombre de su deidad, Elagábalo (en
ocasiones transcrito en la inexacta forma de Heliogábalo, utilizada posteriormente por
Gibbon, entre otros). Era un muchacho guapo y su figura resultaba especialmente
impresionante cuando estaba adornado con los ropajes de su sacerdocio. Una fuente
del siglo IV afirma que su abuelo también había sido supremo sacerdote y es posible
que el cargo hubiera permanecido en la familia durante generaciones. Extrapolar ese
hecho y asumir que Julia Domna y su hermana eran descendientes de la antigua
dinastía de reyes-sacerdotes que gobernaba aquellas tierras es mucho más
cuestionable de lo que se suele afirmar. Su padre era ciudadano romano y era
evidente que eran una familia importante y con solera de la aristocracia local. Julia
Domna era la esposa de un senador —se contaba que Severo se sintió atraído hacia
ella porque su horóscopo predecía que sería la esposa de un rey—, y tanto Mesa
como sus hijas habían contraído matrimonio con miembros de la orden ecuestre que
se habían dedicado a la carrera pública. Eran romanos y su familia ocupaba una
posición destacada también a nivel local, poseían influencias y contactos familiares
en Emesa y en toda la región. Siempre habían estado bien situados, pero la familia se
había enriquecido todavía más a través de su asociación con la dinastía Severa.[14]
El joven Elagábalo era una figura muy visible para los numerosos peregrinos que
visitaban el famoso templo. Bastantes hombres —probablemente sobre todo oficiales
— de la III Gallica se acercaban al santuario y se dice que habían quedado muy
impresionados al ver al muchacho. Mesa alimentó un rumor que afirmaba que, en
realidad, era el hijo ilegítimo de Caracalla, porque muchos pensaban que Soemias y
él habían sido amantes antes de que naciera el niño. Algunos defendían que podían
percibir un parecido físico. Los hijos ilegítimos tenían pocos derechos en las leyes
romanas, y nadie antes había sugerido que un hijo bastardo sucediera a su padre en el
trono, pero, al parecer, en aquel momento nadie lo cuestionó. Macrino seguía siendo
un desconocido, y aunque se dejó crecer la barba para asemejarse a Marco Aurelio y
llamó a su hijo Antonino, no poseía ninguna conexión con una dinastía legítima.
Además, había heredado algunos problemas serios de su asesinado predecesor. La
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guerra con Partia continuaba: cuando los enviados romanos dieron a los partos la
noticia de que el hombre que inició la guerra había muerto, el anuncio no hizo sino
dar nuevos ánimos a sus enemigos. Macrino carecía de experiencia como general y es
posible que hubiera sufrido una derrota si no se hubiese puesto fin a la guerra
mediante la negociación. Las condiciones no fueron en absoluto humillantes para los
romanos, pero distaban mucho de ser el claro éxito militar que su nuevo régimen
necesitaba con tanta urgencia. No se perdió ningún territorio, pero los partos
recibieron un subsidio sustancial, cuyo coste, añadido a los gastos de pagar al ejército
los salarios establecidos por Caracalla, amenazaba con ser una carga excesiva para
los fondos de que disponía el emperador. Macrino era consciente de que su capacidad
para gobernar se basaba en la obediencia del ejército y sabía que reducir la paga al
nivel establecido por Severo sería una medida tremendamente impopular, así que, en
vez de eso, anunció que los soldados que ya estaban en el ejército cobrarían la
cantidad superior, pero que todos los nuevos reclutas recibirían el antiguo salario.
Aunque esa decisión intermedia tenía sentido desde el punto de vista económico,
despertó en las tropas la sospecha de que el emperador reduciría las pagas de todos en
cuanto se sintiera más seguro.[15]
El 16 de mayo de 218, el joven Elagábalo fue trasladado al campamento de la III
Gallica y proclamado emperador por la legión. Adoptó el nombre de Antonino —más
tarde, Marco Aurelio Antonino— para poner de manifiesto su supuesta relación con
Caracalla, que a su vez había recibido el nombre de su padre tras haber sido
«adoptado» en la familia de Marco Aurelio. Macrino se encontraba en Antioquía,
pero contaba con pocas tropas a su inmediata disposición, porque el ejército se había
retirado a los cuarteles de invierno y posiblemente algunos destacamentos ya
hubieran empezado a regresar a sus provincias de origen. Hizo una visita a la II
Parthica, pero no logró ganarse el favor de los soldados. Poco después de marcharse,
la legión se declaró a favor del usurpador. Una fuerza improvisada al mando del
prefecto del pretorio fue enviada a Rafanea para organizar un asedio contra la III
Gallica. El ataque inicial fracasó, a pesar del valor mostrado por algunas tropas
mauritanas, que lucharon bien por su compatriota. No obstante, cuando Elagábalo
desfiló a lo largo de los muros del campamento vestido con los ropajes imperiales —
y se hizo la promesa de que cualquiera que matara a un oficial superior asumiría su
rango—, los sitiadores cambiaron de bando. A Macrino le enviaron la cabeza de su
prefecto.
Con un ejército constituido fundamentalmente por las unidades de la guardia, fue
al encuentro del enemigo que avanzaba no lejos de Antioquía, tal vez cerca del
pueblo de Immae. Los pretorianos lucharon bien y abrieron una brecha en las líneas
enemigas, pero el muchacho de catorce años, su madre y su abuela ayudaron
personalmente a reorganizar las tropas e hicieron retroceder a los guardias. Macrino
perdió las esperanzas y huyó del campo de batalla (un crimen imperdonable para un
general romano). Fue perseguido y asesinado, al igual que su joven hijo, que había
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sido elevado al rango imperial en una tentativa de crear una nueva dinastía. Es
dudoso que en Immae alguno de los dos ejércitos superara en mucho los diez mil
hombres, es decir, que los contingentes eran muy inferiores a los que habían luchado
entre 193 y 197. Por otro lado, es posible que no hubiera ningún senador en la batalla
y, desde luego, ninguno de ellos desempeñó un papel significativo. El destino del
Imperio había sido decidido en una minúscula batalla que tuvo lugar lejos de Roma y
con escasa o ninguna participación del Senado.[16]
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que sería una unión sagrada apropiada a su estatus como sacerdote. Se produjo tal
escándalo ante su transgresión del antiguo tabú que incluso el emperador fue
consciente de que había cometido un error y se divorció de ella. No obstante,
extrañamente, tras divorciarse de su tercera mujer, una descendiente de Marco
Aurelio, no hubo ninguna protesta cuando se casó de nuevo con Aquilia, seguramente
porque se consideraba que había perdido su estatus sagrado. (Es posible que
compartiera su gusto por las vestales con su presunto padre Caracalla, quien se
suponía que había tratado de violar a una de ellas, siendo frustrado solamente por su
impotencia. Más adelante, la mujer fue llevada a juicio por romper su voto de
castidad y se defendió alegando que el propio emperador podía dar fe de que su
virginidad seguía intacta a pesar de lo mucho que él se esforzó en lo contrario. Aun
así, sufrió el tradicional castigo de ser sepultada viva).
Además de casarse varias veces, el joven emperador utilizaba con frecuencia el
servicio de las prostitutas, aunque, según se decía, nunca visitó a la misma prostituta
dos veces. Tampoco ocultó los numerosos amantes masculinos que tuvo y, como el
propio Nerón, se decía que había sido la novia de una ceremonia nupcial y, a
continuación, se había ido a vivir con su «marido». Se llegó a afirmar incluso que les
había preguntado a sus médicos si podían emplear la cirugía para proporcionarle una
vagina. Las actitudes de los romanos hacia la homosexualidad eran complejas, pero
—pese a algunas reivindicaciones modernas— siempre fue considerada como un
vicio. Si se llevaba con discreción, era considerada un vicio menor, quizá
comprensible, y se perdonaba con facilidad si el hombre en cuestión poseía ciertas
virtudes. Se dice que al emperador Trajano le gustaban los jóvenes, pero nunca había
permitido que su favorito ejerciera una influencia malsana sobre él o le persuadiera
para cometer alguna injusticia. Elagábalo exhibía y favorecía a sus amantes de forma
descarada. Se decía que los mandatos de las provincias estaban siendo asignados a los
penes más grandes. El comportamiento del emperador en público era escandaloso —
tal vez de forma deliberada— y corrían innumerables rumores sobre sus
extravagancias en privado.[18]
El emperador siguió desempeñando un papel activo en el culto de su dios, lo que
implicaba bailar en público mientras sus devotos alcanzaban un violento frenesí. Los
romanos habían adoptado numerosas deidades extranjeras a lo largo de los siglos,
pero, por lo general, en una versión aséptica. Los nuevos rituales les escandalizaron,
en especial porque el emperador era el centro de toda la ceremonia y esperaba que los
senadores participaran. Toda la clase senatorial le odiaba por ese motivo, a pesar de
que no se negaban a participar y los más ambiciosos lo hacían incluso con enorme
entusiasmo. Diariamente se realizaban sacrificios de animales en proporción
desmesurada y Dión creía que se celebraban asesinatos rituales de niños en secreto.
El emperador adolescente transformó el culto en algo que nunca antes había existido,
relacionándolo íntimamente con él mismo y el Imperio. La piedra negra se había
trasladado con el grupo imperial e instalado en el templo de Júpiter en el Capitolio,
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reemplazando a este último en la cúspide de los dioses de Roma. En el año 220 se
celebró el matrimonio entre el dios sol y la diosa romana Minerva, y una estatua muy
antigua y sagrada de ella fue trasladada desde su templo para reunirse con él. Una vez
más, la opinión pública expresó su indignación, sobre todo la aristocracia, y un año
más tarde, el dios se divorció de su esposa por considerarla demasiado bélica para su
naturaleza y se «casó» con Astarté, cuya imagen fue traída desde Cartago.[19]
Elagábalo no era un tirano, pero sí un incompetente, probablemente el emperador
más inútil que Roma había tenido jamás y, en realidad, el Imperio seguía funcionando
fundamentalmente gracias a los esfuerzos de su abuela. El muchacho, que nunca dejó
de ser una figura decorativa, pronto se convirtió en una vergüenza. Se produjeron
varios motines en los que algunos elementos del ejército elevaron al trono a
candidatos rivales, pero hasta entonces ninguno de ellos había ganado suficiente
fuerza para suponer una seria amenaza. Incluso la legión que le había respaldado en
un principio, la III Gallica, se declaró a favor de otro emperador y, al parecer, fue
licenciada en grupo, aunque tiempo después fue reformada. La habilidad, el dinero y
los contactos de Mesa habían hecho emperador a Elagábalo. Su otro nieto, Alejandro,
hijo de Mamea, era cinco años menor que su primo y en 218 era demasiado pequeño
para ser un candidato viable. Ahora que había crecido un poco se estaba convirtiendo
en una alternativa, y en el año 221 ordenaron a Elagábalo que le adoptara. Dándose
cuenta de lo que eso significaba, el emperador despidió a todo aquel que le parecía
que favorecía a Alejandro, pero comprendió que el chico era popular para muchos,
incluyendo la guardia pretoriana. El 11 de marzo de 222, el muchacho, de trece años
de edad, desapareció de la vida pública y los guardias se amotinaron temiendo que
hubiera sido asesinado. Elagábalo se dirigió al campamento pretoriano para
calmarlos, pero no lo consiguió y le impidieron marcharse. Cuando Mesa y Alejandro
aparecieron, el emperador se ocultó. Durante la noche algunos pretorianos lo hallaron
escondido en una cesta o caja y lo decapitaron. Su madre fue asesinada también.[20]
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Alejandro gobernó durante trece años y las décadas de agitación que siguieron a su
muerte hicieron que ese periodo pareciera mejor de lo que realmente había sido. El
joven nunca había llegado a librarse del todo del control de su abuela y, a
continuación, del de su madre. Ésta rechazó a la esposa que ella misma había elegido
para él cuando tuvo la impresión de que podría influenciar al maleable muchacho. A
medida que Alejandro se fue haciendo mayor esa actitud era cada vez menos
perdonable. En todo el reino se produjeron levantamientos esporádicos entre las
legiones en los que se proclamaron diversos emperadores, aunque, al igual que
sucedió durante el gobierno de Elagábalo, ninguno de ellos llegó demasiado lejos.
Bajo el débil mandato de Elagábalo, los pretorianos se habían vuelto indisciplinados,
y ahora era casi imposible mantenerlos bajo control. El prefecto del pretorio y
eminente jurista Ulpiano fue asesinado por los guardias. En el año 229 Alejandro le
otorgó a Dión el gran honor de un segundo consulado, que compartiría con él mismo.
Sin embargo, advirtió al historiador que no debía ir a Roma, ya que no podía
garantizar su seguridad dada su conocida impopularidad entre los pretorianos.[21]
Alejandro emprendió diversas campañas, pero tuvo escaso éxito como general.
En el año 235, su madre y él fueron asesinados por unos soldados del ejército del Rin
que apoyaban a un usurpador. El nuevo emperador era otro équite, Maximino el
Tracio. Se decía que procedía de una familia de campesinos y que había ido
ascendiendo desde el puesto de mero soldado raso. Como siempre, debemos
comprender que nos enfrentamos a la peculiar perspectiva de la élite, además de a la
propaganda de sus enemigos. De hecho, es probable que sus padres pertenecieran a la
aristocracia local y la mayor parte de su carrera discurriera en las filas reservadas a
los équites, aunque es posible que progresara hasta esa posición después de servir
como centurión o como oficial subalterno. Sin duda, se sentía orgulloso de sus
proezas marciales y envió a Roma un retrato suyo en el que aparecía cargando contra
sus enemigos para que se expusiera en el Senado. Era una imagen muy distinta de la
de Elagábalo, pero los senadores se sintieron obligados a reconocer su mandato.
Maximino adquirió poder gracias al apoyo de las tropas de una región. Con el tiempo,
las demás zonas encontraron otros candidatos para el trono. Obtuvo algunas victorias
contra esos oponentes, pero murió a los tres años, asesinado por sus propios hombres.
[22]
La época Severa está mucho mejor documentada que las décadas que siguieron,
lo que no hace sino acentuar la engañosa impresión de estabilidad. Fue un periodo
notable, sobre todo porque cuatro mujeres de la familia imperial ejercieron auténtico
poder. Probablemente, la más capaz de todas era la propia Julia Domna, y existe
constancia de su amplia curiosidad intelectual. Tanto ella como las otras mujeres eran
abiertamente ambiciosas e implacables y estaban resueltas a conservar el poder.
También —con la posible excepción de Soemias— parecen haber hecho lo posible
para actuar con vistas a lograr el bien general del Imperio. Con todo, no era así como
se suponía que debía funcionar el Principado, o al menos no como debería creerse
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que funcionaba. En el fondo, Augusto y sus sucesores eran dictadores militares, pero
habían extremado el cuidado para crear una fachada que hiciera pensar que
gobernaban con el consentimiento general, y en especial con el del Senado. Como
grupo, se suponía que éste funcionaría como órgano asesor, mientras que,
individualmente, los senadores iban ocupando los puestos más importantes como
magistrados y gobernadores. Los malos emperadores no habían seguido esos
principios o mostrado suficiente respeto ante el Senado, pero había habido más
emperadores buenos que malos hasta la muerte de Marco Aurelio. Aquellos que se
incorporaban a la orden senatorial —fundamentalmente équites, pero también
algunos, como Pertinax, que habían nacido en una clase social más humilde— no
cambiaban su naturaleza esencial.
El siempre contradictorio Caracalla no respetaba al Senado y, a la vez, escribía
cartas a los senadores instándoles a ser más diligentes y alentando el libre debate.
Macrino nunca había visitado Roma o el Senado, y probablemente había pocos
senadores a los que conociera bien. Elagábalo les escandalizaba y les desagradaba (en
privado), y aunque su primo intentó tratar al Senado con deferencia, su actitud carecía
de verdadera repercusión, porque todo el mundo se daba cuenta de que era un peso
ligero. A lo largo del periodo, una sucesión de favoritos disfrutó de carreras
espectaculares. Muchos eran de origen humilde, aunque, una vez más, debemos
considerar la exageración del esnobismo senatorial. A Dión le irritaba especialmente
la carrera de Publio Valerio Comazón, que había apoyado la candidatura de Elagábalo
como équite (quizá era el prefecto que estaba al mando de la II Parthica): fue
nombrado senador, luego cónsul y ocupó el prestigioso puesto de prefecto de la
ciudad tres veces. Se decía que había sido bailarín —y, como insinuó Dión en tono
mordaz, un bailarín mediocre, lo bastante bueno para la Galia, pero no para el
sofisticado público de Roma—, aunque es probable que no fuera verdad, pese a que
su padre realmente poseía una compañía teatral. Aún peor era el creciente papel de
los équites nombrados sin cumplir siquiera con la formalidad de pertenecer al
Senado. En opinión de los senadores, la gente equivocada estaba adquiriendo poder e
influencia, y tampoco estaban siempre convencidos de su competencia. En el pasado,
había sido frecuente que algunas mujeres imperiales y miembros de la Casa Imperial
acumularan influencia, pero los emperadores sabios siempre habían garantizado que
todo sucediera con discreción. Por lo general, Septimio Severo había seguido ese
principio. El resto de su familia, exactamente igual que Cómodo, no lo había
conseguido.[23]
Los veinte años de paz nacional transcurridos desde la derrota de Clodio Albino
en 197 hasta el asesinato de Caracalla nunca se repetirían. En los reinados de
Elagábalo y Alejandro se produjeron esporádicamente motines militares y golpes de
Estado, pero todos ellos fracasaron hasta el año 235. Después de eso, hasta los
últimos días del Imperio de Occidente, sólo hubo algunas décadas sin una guerra civil
de envergadura. El contraste con los dos primeros siglos del Principado no podía ser
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mayor. Entonces, la guerra civil era poco más que una posibilidad remota, mientras
que, a partir de ahora, para todas las generaciones posteriores de romanos las guerras
civiles y las usurpaciones serían hechos normales de la vida. La naturaleza de los
conflictos también había experimentado un profundo cambio, y lo mismo había
sucedido con las personas que aspiraban al poder supremo: tanto Macrino como
Maximino eran équites y Elagábalo no era más que un niño que reivindicaba su
condición de hijo ilegítimo de un emperador. Todos esos hombres se habían criado
lejos de Roma y no eran considerados —al menos por la aristocracia— cien por cien
romanos.
Es difícil imaginar que cualquiera de ellos pudiera haberse convertido en
emperador sólo cincuenta años antes. Tácito ya había declarado que el secreto del
Imperio era que los gobernantes podían forjarse en las provincias. Ahora parecía que
eran muchos más los que podían aspirar al cargo supremo siempre que pudieran
reunir tropas para su causa. Desde el comienzo del Principado, la población en
general había dejado ver que le gustaban las dinastías. A muchas personas en las
provincias les importaba muy poco lo que hiciera el emperador en Roma siempre que
respondiera a sus peticiones, nombrara gobernadores razonablemente honestos y
capaces, y no subiera los impuestos en exceso. Preferían que se mantuviera en el
poder la misma familia y el mismo nombre: cuando Severo se convirtió en un
Antonino y Elagábalo y Alejandro fueron declarados hijos de Caracalla, la ventaja
política de los vínculos familiares se vio debilitada.
Ahora había hombres que no pertenecían a la antigua élite senatorial accediendo
al título de emperador. La clase ecuestre, mucho más numerosa y repartida por las
provincias, también estaba ocupando una creciente proporción de los puestos de
rango superior del ejército y la administración. Había cambiado asimismo lo que
significaba ser romano: en 212, Caracalla emitió un decreto en el que otorgaba la
ciudadanía a prácticamente toda la población libre del Imperio. Con malicia, Dión
afirmaba que se debía a que necesitaba recaudar fondos y, de ese modo, aumentaba el
número de personas sujetas al impuesto sobre sucesiones y otros gravámenes que
sólo afectaban a los ciudadanos. Los historiadores han especulado sobre la
posibilidad de que Caracalla estuviera de nuevo emulando los esfuerzos de Alejandro
Magno para integrar a sus súbditos de todas las razas. Se conserva un papiro
incompleto que parece ser copia del decreto, pero el texto del fragmento consiste en
una sucesión de lugares comunes: el emperador agradecía a los dioses que le hubieran
protegido —no queda claro si se refiere al complot de Geta o a un peligroso viaje por
mar— y quería que la población en general compartiera su gratitud. Al final, nos es
imposible saber qué movió al emperador, cuyo comportamiento era con frecuencia
impulsivo, a dar ese paso. El resultado no cambió en gran medida la vida diaria de la
mayoría de los romanos, a pesar de que quedaron sometidos a distintas leyes. Todos
siguieron siendo miembros de sus comunidades, ya fueran ciudades o pueblos.
Inevitablemente, con ese incremento del número de ciudadanos, el valor del derecho
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al voto disminuyó. La práctica legal romana siempre había tendido a reservar los
castigos más duros para los menos acomodados y con peores contactos. Ahora las
leyes hacían hincapié con regularidad en la distinción entre los hombres «más
honorables» y los «más humildes». También se hacían cada vez menos diferencias
entre Italia y las provincias.[24]
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IV
REY DE REYES
Yo soy el divino Sapor; adorador de Mazda, rey de reyes de los iraníes y de los no
iraníes… Y cuando establecí mi dominio sobre las naciones, el césar Gordiano
reunió un ejército de todo el Imperio romano y la nación de los godos y los germanos
y marchó contra Siria, contra las naciones de los iraníes y contra nosotros. Tuvo
lugar una gran batalla entre ambos bandos en la frontera de Asiria (Babilonia) en
Misikhe. El césar Gordiano resultó destruido y el ejército romano aniquilado.
SAPOR I DE PERSIA, describiendo su victoria sobre los romanos en 244.[1]
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300 a. C. como colonia macedonia y, a lo largo de su historia, es probable que el
griego siguiera siendo la principal lengua de uso cotidiano. Sin embargo, los grafitis y
los papiros demuestran que también se empleaban con regularidad otros idiomas,
entre ellos el arameo, el palmireno, el parto y el latín. Los partos conservaron la
ciudad durante dos siglos y medio antes de que fuera conquistada por Roma en 165,
durante las campañas de Lucio Vero. Unos noventa años más tarde, Dura cayó bajo el
ataque enemigo y fue abandonada para siempre.[2]
Las condiciones de Dura contribuyeron a conservar muchas cosas que no suelen
sobrevivir al paso del tiempo, como escudos de madera con decoración pintada, astas
y mangos de armas, telas y una gran cantidad de documentos escritos en papiro.
Muchos estaban relacionados con la Cohorte XX de los Palmirenos, lo que la
convierten, probablemente, en la unidad mejor conocida del ejército romano. Como
en toda burocracia, por lo general los asuntos tratados eran prosaicos. Se conservan
informes diarios del número de hombres aptos para el servicio en la cohorte, que
estaba compuesta fundamentalmente por soldados de infantería, pero que contaba
también con una parte de caballería e incluso con unos cuantos soldados que
montaban camellos. Se registraba el nombre de aquellos hombres a los que se
destinaba a otra unidad, de los que se iban de permiso, o de los que regresaban al
servicio. Otros documentos registran la asignación de caballos a los jinetes, anotando
la edad de cada animal e incluyendo una descripción bastante específica de su color.
Al parecer, la Vigésima representaba el grueso de la guarnición permanente
(resulta interesante constatar que en el pasado los partos habían estacionado arqueros
que les habían proporcionado sus aliados de Palmira para defender el lugar). Otras
unidades, incluyendo destacamentos de legionarios, solían estar presentes también.
Los palmirenos eran tropas auxiliares, pero la diferencia de estatus entre estas tropas
y las legiones ya no era tan importante como antes. Prácticamente todos los hombres
de la cohorte eran ciudadanos romanos. En la lista de efectivos, el nombre Marco
Aurelio Antonino es muy común, lo que revela que habían obtenido la ciudadanía en
la concesión universal de Caracalla y habían adoptado el nombre del emperador. Es
posible que algunos de ellos realmente procedieran de Palmira, pero muchos
provendrían de otras comunidades sirias. El ejército romano tendía a alistar reclutas
locales siempre que era posible.[3]
La familia de Julio Terencio debía su nombre y ciudadanía a un emperador
anterior. Como correspondía al comandante de una cohorte, era un équite. En las
representaciones pictóricas aparece alto —aunque puede que así se quisiera reflejar
su estatus—, con la barba recortada y amplias entradas. Los demás oficiales
presentan distintos peinados y casi todos llevan barba. Uno de ellos destaca porque
tiene el pelo rubio. El tribuno lleva una capa blanca, en contraste con las capas más
oscuras y apagadas que llevan todos los demás. Ninguno de ellos está provisto de
armadura (aunque los cascos, la coraza y los escudos se utilizaban en la batalla) y
llevan pantalones estrechos, zapatos cerrados en vez de sandalias y túnicas blancas de
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manga larga. Las túnicas llevan un reborde rojo, y Terencio y la primera fila de
oficiales llevan dos brazaletes en cada manga. No se parecen demasiado a la clásica
imagen del soldado romano, pero ese tipo de uniforme era normal en ese periodo, e
incluso la apariencia de los emperadores se ajustaba a ese estilo.
Oficiales como Terencio solían servir unos cuantos años en un puesto y
trasladarse a continuación a otro. Sin embargo, la carrera de este tribuno se vio
truncada: en el año 239 la avanzada romana fue atacada y murió en el combate.
Posiblemente se produjeron numerosas víctimas, ya que parece que el total de
efectivos de la cohorte descendió en cien hombres en aquel momento. La esposa de
Terencio, Aurelia Arria, le había acompañado a ese puesto y dejó un conmovedor
homenaje a su marido. El texto, cuidadosamente pintado en griego en el muro de una
casa —tal vez se trataba de su alojamiento—, llora la muerte de su «amado esposo»,
un hombre que había sido «valiente en las campañas y poderoso en las guerras».[4]
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Persis (la actual Fars). El hecho de que pudiera ascender de ese modo es un buen
indicativo de la debilidad del gobierno central, y Ardashir continuó conquistando y
explotando otras provincias. Las fuentes romanas afirman que pretendía ser el
heredero de los antiguos reyes persas aqueménidas aplastados por Alejandro Magno.
En griego su nombre era Artajerjes. No obstante, no hay huella de esa conexión en su
propia propaganda y, por lo que sabemos, en general los persas poseían escasos
conocimientos de aquella época de su pasado.
Ardashir resultó victorioso porque era un buen soldado y un líder fuerte.
Profesaba la tradicional religión del zoroastrismo (un monumental relieve erigido por
orden de su hijo muestra al dios Ahura-Mazda coronando al triunfal Ardashir). Ese
relieve suponía en sí mismo una ruptura con la tradición, pues en el pasado había sido
considerado inapropiado representar al dios con forma humana. En el monumento el
dios terrenal pisotea al derrotado Artabano con los cascos de su caballo, mientras que
su homólogo celestial aplasta igualmente al malvado dios Ahriman. Desde el
principio, la nueva dinastía afirmaba contar con el favor divino y alentó la
construcción de los denominados templos del fuego, que eran piezas esenciales del
culto, pero sería un error verlos como unos cruzados. Los partos nunca se habían
mostrado hostiles frente al zoroastrismo, que hasta mucho después no se convirtió en
una Iglesia estatal que eliminó a las demás confesiones. Ardashir era devoto, pero
toleraba otras creencias e ideas.[5]
Desde muchos puntos de vista, el nuevo régimen era muy similar al antiguo. En
esencia, seguía siendo un sistema feudal, aunque el equilibrio de poder se había
inclinado claramente a favor del rey y de los órganos de administración que se fueron
desarrollando en torno a la corte. Al principio, esa tendencia se debió más al fuerte
carácter de Ardashir que a ninguna otra circunstancia. Igualmente importante fue el
hecho de que, con el tiempo, casi todos los nobles y reyes menores que gobernaban
las distintas regiones fueran siendo reemplazados por miembros de la familia
sasánida. Esos hombres y sus séquitos seguían siendo los principales proveedores de
tropas para el ejército real y el rey no podía emprender ninguna campaña de
envergadura sin ellos. Ardashir era respetado y temido. También era un usurpador
que acababa de llegar al poder haciendo uso de la fuerza. Pocos habrían predicho que
su dinastía duraría hasta el siglo VII. Si llegaba a mostrar algún tipo de debilidad,
había un riesgo real de que otro noble le destronara, de modo que Ardashir necesitaba
seguir obteniendo victorias para demostrar que era fuerte y para recompensar a sus
seguidores con el botín del saqueo. No pasó mucho tiempo hasta que su atención se
vio atraída por la frontera con Roma.
El ascenso de los sasánidas había alterado de forma drástica el equilibrio de poder
en la frontera. Parte de la familia de los arsácidas se mantenía en el trono de Armenia
y, ante la amenaza de una invasión, estrecharon aún más su alianza con Roma. Hatra,
la ciudad del desierto que había desafiado primero a Trajano y luego a Severo, repelió
el ataque persa del año 229 y, en un momento dado, aceptó admitir tras sus puertas a
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una guarnición romana. Un año más tarde, Ardashir atacó la provincia romana de
Mesopotamia. Se trataba de un objetivo muy tentador: Severo Alejandro, de veinte
años de edad, era considerado un joven débil que estaba dominado por su madre. Lo
que era aún peor, las tropas romanas de esa provincia y las provincias vecinas no
estaban listas para reaccionar adecuadamente ante un posible ataque. En los últimos
doce años, habían participado en una guerra civil y se habían enfrentado a varios
intentos de usurpación, todos frustrados. Inevitablemente, la disciplina había
disminuido y con ella los niveles de entrenamiento. Dión menciona que, en Siria, los
soldados habían asesinado recientemente a su gobernador. Los persas abrieron una
brecha en sus defensas con gran facilidad y realizaron razias en Mesopotamia y tal
vez más allá.[6]
Al principio, Alejandro intentó negociar, lo que impulsó a los enviados persas a
alardear de que iban a hacer resurgir el antiguo Imperio persa hasta las orillas del
Mediterráneo. Ardashir no fue el primero que proclamó ese tipo de ambiciones. En el
año 35, un rey parto había hecho lo mismo durante una disputa con el emperador
Tiberio. Entonces, como ahora, se trataba de poco más que una bravata diplomática
para lograr alcanzar objetivos mucho más modestos. Cuando el diálogo fracasó,
Alejandro reunió una enorme fuerza expedicionaria con soldados de todo el Imperio
y se dirigió hacia el este. La moral seguía fallando y se produjo al menos un motín
antes de que la campaña comenzara. Los detalles de las operaciones que se
desarrollaron a continuación son vagos. Probablemente, los persas ya se habían
retirado de la provincia romana o, si no lo habían hecho, fueron expulsados con
prontitud. Tres columnas romanas invadieron a continuación el territorio persa, una
de ellas liderada personalmente por el emperador. Por lo visto, los romanos
obtuvieron algunas victorias antes de que Alejandro se retirara prematuramente y
permitiera a los persas aplastar una de las otras columnas romanas.[7]
El resultado fue un incómodo punto muerto en el que ninguno de ambos bandos
organizó ninguna operación importante durante varios años. Alejandro se marchó a
celebrar un triunfo en Roma y después se dirigió a la frontera del Rin. El ejército
persa se había dispersado cuando los romanos se retiraron y el elemento feudal del
contingente había regresado a casa, dejando a Ardashir solo con su séquito inmediato
y mercenarios profesionales. Sin embargo, seguramente el rey se sentía contento: las
incursiones le habrían reportado un cierto botín para sus nobles y los miembros de su
comitiva. También había obtenido gloria, gracias a sus victorias y a que había evitado
una derrota grave. Habiendo reforzado su posición en el trono, por el momento se
daba por satisfecho.
LA MUERTE DE UN EMPERADOR
En 236 Ardashir lanzó otro ataque contra Mesopotamia, tomando las ciudades de
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Carras, Nisibis y Edesa. Una vez más, es posible que se tratara esencialmente de un
asalto cuyo fin era obtener gloria y botín. El nuevo emperador Maximino estaba
demasiado preocupado con las campañas en el oeste para responder. Además, ya se
estaba enfrentando a una creciente oposición interna. Las arcas imperiales no estaban
muy llenas, así que ordenó a sus representantes que fueran especialmente rigurosos
en la recaudación de impuestos, lo que acentuó su impopularidad. En marzo de 238,
un procurador imperial fue linchado en África por los arrendatarios de algunos
terratenientes a los que había estado extorsionando para sacarles dinero. De
inmediato proclamaron emperador al procónsul de la provincia. Su nombre era
Gordiano (el nombre completo era Marco Antonio Gordiano Semproniano Romano)
y era senador, de buena familia pero escaso talento. También era extremadamente
viejo, ochenta años, según Herodiano. No obstante, su hijo estaba con él en la
provincia y fue nombrado corregente en cuanto establecieron la corte en Cartago.
Cuando las noticias llegaron a Roma, el Senado se regocijó y enseguida le prometió
su lealtad, declarando a Maximino enemigo público del Imperio.[8]
Se precipitaron. África no era una provincia militar y no poseía una guarnición
significativa. La vecina Numidia contenía una legión entera —la III Augusta— así
como tropas auxiliares. Su gobernador era también un senador, pero le guardaba
rencor a Gordiano y decidió mantenerse leal a Maximino. La legión marchó sobre
Cartago. El joven Gordiano lideró un ejército de voluntarios contra ellos, pero el
entusiasmo de los campesinos no podía competir con soldados bien equipados y
entrenados. El ejército sufrió una derrota aplastante y su comandante fue ejecutado.
Cuando recibió la noticia, su padre se ahorcó.[9]
La rebelión había sido sofocada al cabo de unas pocas semanas, pero era
demasiado tarde para que el Senado cambiara su decisión, por lo que era necesario
encontrar un nuevo emperador. A un consejo de veinte ex cónsules se le encargó la
tarea de seleccionar entre sus pares a aquellos hombres que juzgaran apropiados para
el trabajo. Eligieron a dos de su propio grupo, Balbino y Pupieno, quienes
probablemente tenían como mínimo sesenta años. El día que fueron proclamados
emperadores hubo disturbios y se vieron obligados a aceptar a otro colega, el nieto de
Gordiano (el hijo de su hija, no del hijo que acababa de morir). Gordiano III sólo
tenía trece años y es muy probable que los desórdenes hubieran sido orquestados por
senadores y oficiales ecuestres de rango superior que pensaban que podrían obtener
poder como si fuera un títere.[10]
Para entonces, Maximino había marchado sobre Italia, pero se había quedado
atascado en el sitio de Aquilea. Fue allí donde sus oficiales se cansaron de él y lo
asesinaron, después de lo cual, el ejército proclamó su apoyo a los tres emperadores
nombrados por el Senado. Es muy posible que sean ellos las tres figuras provistas de
armadura que reciben la oferta de Terencio y sus hombres en la pintura de Dura. Sin
embargo, desde el principio, Balbino y Pupieno fueron impopulares entre los
pretorianos y, un par de meses más tarde, los guardias mataron a ambos hombres.
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Una vez más, el Imperio estaba en manos de un muchacho de poco más de diez
años… o más bien de las personas que le controlaban. La más importante de ellas era
el prefecto del pretorio Cayo Timesiteo, que desposó a su hija con el joven
emperador. Aunque parece que era razonablemente competente, no era ésa la forma
en que se suponía que debía funcionar el Imperio. Existían además problemas graves,
entre ellos la misma escasez de fondos que había movido a Maximino a recurrir a
medidas desesperadas.[11]
Destrozado por la guerra civil y nuevamente gobernado por un crío, el Imperio
romano transmitía a sus vecinos una impresión de debilidad y vulnerabilidad. En
consecuencia, los persas intensificaron sus ataques y tomaron Hatra en 240. En aquel
momento Ardashir ya había fallecido y había sido sucedido por su hijo Sapor I, que
había compartido el poder con su padre en los últimos años y había demostrado que
era un soldado formidable. Aun así, hacia el año 243 los romanos habían
reconquistado Carras, Nisibis y Edesa. A continuación, el ejército marchó contra
Ctesifonte, que había sido la antigua capital parta y seguía siendo la sede principal del
gobierno del nuevo régimen. Antes de que llegaran, Timesiteo murió de causas
naturales. A principios del año 244 Sapor se enfrentó al ejército romano en una
batalla cerca de la ciudad en la que dijo haber obtenido la victoria. Las fuentes
romanas niegan haber sido derrotadas, pero Gordiano desde luego no ganó y el
ejército pronto empezó a retirarse.[12]
Como mínimo, fue una victoria estratégica para Sapor, reforzada por la muerte de
Gordiano, de diecinueve años. Las circunstancias de su muerte no están claras. Los
persas pretendían haberlo matado ellos, y algunos de los relatos romanos dicen que
sufrió una herida que resultó mortal. Los historiadores suelen preferir la versión más
sombría, que afirma que, durante la retirada, fue asesinado en una conspiración
organizada por los dos prefectos del pretorio. De lo que no hay duda es de que el
joven emperador había estado al mando de un fracaso militar. Los dos nuevos
prefectos del pretorio habían sido estrechos asociados de Timesiteo, y también eran
hermanos, algo que ocurría por primera vez en la historia del Imperio. El más joven
de los dos, Filipo (su nombre completo era Marco Julio Filipo), fue proclamado
emperador por el ejército. Es posible que su hermano mayor, simplemente, tuviera un
carácter menos fuerte, pero tal vez el factor decisivo fue que Filipo tenía un hijo, que
a su debido tiempo fue nombrado corregente. También en esta ocasión el emperador
pertenecía a la orden ecuestre y, como Macrino, había ascendido a través del séquito
imperial. Filipo era un hombre que probablemente tuviera algo más de cuarenta años,
procedía de un pueblo poco conocido del sur de Siria que, tiempo después, ordenó
reconstruir con una inversión astronómica, convirtiéndolo en la gran ciudad de
Filipópolis. Más tarde, los historiadores le otorgaron el sobrenombre de Filipo el
Árabe, pero no hay razón para creer que no fuera romano en todos los aspectos
importantes.
Los nuevos emperadores eran siempre vulnerables ante posibles usurpadores del
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trono, y Filipo deseaba regresar al corazón del Imperio tan pronto como fuera posible.
Hizo las paces con Sapor, dándole quinientas mil monedas de oro y aceptando que
Armenia quedara dentro de la esfera de influencia de Persia. No cedió ningún
territorio romano, pero el rey persa conservó Hatra y había obtenido cierto grado de
dominio sobre las regiones fronterizas. También logró alcanzar una enorme gloria y
no dudó en celebrarlo: en un monumento dedicado a la victoria se le representa a
lomos de su caballo pisoteando el cadáver de Gordiano mientras Filipo suplica
compasión. El éxito fortaleció en gran medida su dominio sobre el reino.[13]
Filipo retornó a Europa. Más tarde, envió a su hermano mayor a que se hiciera
cargo de las provincias orientales con el título de «comandante de Oriente» (rector
orientis) y la misión de vigilar la precaria paz con Persia. En los años 245 y 246 el
propio Filipo luchó en la frontera del Danubio, que había sido objeto de duros ataques
por parte de las tribus que habitaban en la orilla opuesta. Un año más adelante se
encontraba en Roma, donde celebró el aniversario mil de la fundación de la ciudad
con un gran festival. La mayoría de nuestras fuentes son hostiles a Filipo, pero, por lo
que sabemos, parece haber hecho todo cuanto le fue posible para gobernar bien. En
ese periodo, eso rara vez era suficiente. Como los últimos emperadores que le
precedieron, la escasez de fondos de sus arcas imperiales era desesperada, y sus
despilfarros no ayudaban demasiado a mejorar la situación. Los elevados impuestos
provocaron una revuelta en Siria en 248 y a finales de año el ejército estacionado en
Moesia, junto al Danubio, proclamó a un emperador rival. Este, por su parte, no duró
demasiado tiempo en el puesto, porque sus propios hombres se volvieron contra él y
lo asesinaron.[14]
Pronto surgieron nuevos problemas en la frontera del Danubio, quizá motivados
por la reducción o la cancelación de los subsidios pagados a las tribus para mantener
la paz. Filipo envió a la región a un senador experimentado llamado Decio (su
nombre completo era Cayo Mesio Quinto Decio) con el fin de restaurar el orden. En
el año 249, el ejército de la zona proclamó emperador a Decio, quien al poco se puso
al frente de unas tropas y regresó a Italia. Filipo fue derrotado y muerto en batalla
cerca de Verona y su hijo sufrió idéntico destino inmediatamente después. No se sabe
qué sucedió con el hermano de Filipo, pero es probable que también lo mataran.
Decio pronto estuvo de regreso en el Danubio para luchar contra algunos grupos de
bárbaros que habían invadido la frontera. Desde el principio sabía que su poder era
precario y seguramente por esa razón una de sus primeras medidas fue emitir un
edicto que ordenaba a toda la población libre del Imperio que realizara sacrificios en
su nombre. El ritual debía llevarse a cabo en una fecha determinada y tenía que ser
presenciado por un funcionario local. Quizá sin pretenderlo, este decreto desencadenó
una crisis para uno de los grupos que componían el Imperio, los cristianos.[15]
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Tiberio. Aunque la acusación principal fue la de oponerse al poder romano —se dijo
que era el rey de los judíos—, no hubo ningún intento por parte de las autoridades
romanas de eliminar a sus seguidores. Sin embargo, en el año 64, después de que un
incendio hubiera arrasado el corazón de Roma, la opinión pública se volvió contra
Nerón y le acusó de explotar la destrucción para su propio beneficio y quizá hasta de
haberla organizado personalmente. El emperador reaccionó culpando a los cristianos
de iniciar el fuego, confiando en que ese impopular grupo le sirviera como chivo
expiatorio. Muchos cristianos fueron arrestados y ejecutados, y algunos llegaron
incluso a ser quemados vivos como castigo. Se decía que tanto San Pedro como San
Pablo fueron asesinados durante esa purga, el primero crucificado, el segundo
decapitado porque tenía la ciudadanía romana.[19]
Parece que la persecución instigada por Nerón se centró en los cristianos de
Roma, pero se desconoce cuánto tiempo duró. Se estableció el principio de que ser
cristiano era un delito contra el Estado, aunque, más tarde, las autoridades mostraron
escaso interés en eliminar de forma activa esa Iglesia. A principios del siglo II, Plinio
el Joven era gobernador de Bitinia y Ponto y se trasladaba de ciudad en ciudad dentro
de la provincia para ocuparse de las peticiones e impartir justicia. En una localidad,
trajeron ante él a varias personas acusadas de ser cristianas. Tras realizar una
investigación, Plinio llegó a la conclusión de que no había ni un ápice de verdad en
las descabelladas historias de crímenes y comportamientos anormales que se
contaban, sino que se trataba simplemente de un caso de «superstición excesiva».
Aquellos que negaron ser cristianos —aun cuando admitieran que lo habían sido en el
pasado— fueron puestos en libertad. Todo lo que tenían que hacer era llevar a cabo
un sacrificio y vilipendiar el nombre de Cristo. Plinio le dio a cada sospechoso tres
oportunidades de librarse del castigo de ese modo. Si se negaban, los mandaba
ejecutar, y su opinión era que merecían la muerte tanto por «ese fanatismo y esa
intransigente obstinación» como por cualquier otra razón.[20]
El emperador Trajano aprobó las acciones de Plinio, considerando que ése era el
procedimiento correcto que se debía aplicar. El delito consistía sencillamente en ser
cristiano en el momento en que las autoridades lo preguntaban. Al Imperio no le
importaban las creencias pasadas e incluso futuras, sobre todo si se mantenían en
privado. A finales del siglo II, el autor cristiano Tertuliano, abogado, afirmó que
ningún otro delito era tratado de forma tan ilógica. También hizo hincapié en el hecho
de que los cristianos eran ciudadanos modelo, que se encontraban en casi todas las
profesiones y condiciones sociales. Su negativa a realizar un sacrificio era sólo una
prueba de su integridad, de que no podían celebrar un ritual que sabían que estaba
mal. A pesar de todo, eran súbditos leales que obedecerían todas las demás leyes,
pagarían sus impuestos y rezarían por el emperador y el bien del Imperio.[21]
Una vez desaparecido Nerón, las persecuciones de los cristianos se tornaron
esporádicas y locales. Solían tener lugar en épocas de agitación o después de que se
produjera alguna catástrofe natural, cuando el pueblo necesitaba tener a algún grupo
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al que echar las culpas. Según Tertuliano, prácticamente cualquier infortunio
provocaba el grito de «¡cristianos al león!». (Nótese el uso de león en singular, de
modo similar a cuando en la Primera Guerra Mundial se llamaba a los alemanes «¡el
huno!»). El consejo que Trajano le dio a Plinio fue muy revelador, porque subrayó
que un gobernador no debía perseguir a los cristianos, sino únicamente juzgar a
aquellos que fueran arrestados por las autoridades locales. A los emperadores no les
preocupaba el cristianismo, sino mantener contentas a las distintas comunidades.
Bajo el gobierno de Marco Aurelio hubo una persecución a gran escala de cristianos
en Lugdunum (la actual Lyon), en la Galia, en torno al año 177. Es muy posible que
los continuos brotes de peste tuvieran algo que ver con el nerviosismo de la
población, para el que los cristianos sirvieron como válvula de escape. Desde una
perspectiva más inmediata, significaba que había escasez de delincuentes apropiados
para servir de víctimas en la arena del circo.[22]
Aun así, hay pocos indicios de que se produjera una caza sistemática de
sospechosos. Durante el juicio, el abogado que se presentó para defender a los
arrestados fue acusado a su vez de ser cristiano. Tras confesar, se unió a los acusados
y murió en la arena. Más tarde, cuando se sospechó que un conocido médico estaba
dando ánimos a los cristianos cuando se dirigían hacia la muerte, éste fue asimismo
arrestado y condenado a la ejecución. En ocasiones, el arresto y la ejecución eran
desencadenados por motivos enteramente personales. En otro relato, hallamos la
historia de una esposa que se convirtió y, posteriormente, se divorció de su esposo.
Él, por su parte, la acusó públicamente a ella y al sacerdote, a quien culpó de su
conversión. En otra ocasión, un centurión recién ascendido fue denunciado ante las
autoridades por un colega que había confiado en obtener ese mismo puesto. Al
parecer, había muchas personas de las que se sabía que eran cristianas sin que eso se
tuviera en cuenta hasta el momento en que se planteaba una disputa de este tipo.[23]
A menudo, las descripciones cristianas de los martirios enfatizan los esfuerzos
realizados para persuadir a los sospechosos para que renunciaran a su fe como vía
para obtener la libertad. Se representa a los gobernadores dedicando un tiempo
considerable a tratar de convencerlos y utilizando tanto las amenazas como la razón.
En otro caso leemos la historia de un padre que suplica a su hija cristiana: «Ten
piedad de mi canosa cabeza, ten piedad de mí, tu padre […], piensa en tu hijo, que no
podrá vivir cuando tú te hayas ido. ¡Abandona tu orgullo!». Ella se negó a hacerle
caso y fue asesinada en la arena. No todos tenían un carácter tan determinado. En otra
ocasión leemos el relato de un hombre «que se había entregado y había obligado a
otros a entregarse voluntariamente; con él el gobernador empleó muchos argumentos
y le persuadió de que jurara por los dioses y realizara un sacrificio». Los mártires
eran reverenciados en la Iglesia, pero con frecuencia los que se presentaban
voluntarios para ser castigados despertaban sospechas. Parece que algunos miembros
de la Iglesia local sobrevivieron a todas las persecuciones y en los relatos se les
permite visitar y dar apoyo a aquellos que aguardaban el juicio y el castigo. La
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impresión transmitida es que, por lo general, el objetivo era arrestar a unos cuantos
cristianos prominentes y, de esa forma, disuadir a los demás de seguir profesando su
fe. Los gobernadores e incluso los magistrados locales parecen más preocupados por
las demostraciones públicas que por la creencia privada.
Algunos de los relatos incluyen escenas de un humor muy macabro, como el
siguiente diálogo entre un gobernador en Hispania y un cristiano del lugar.[24]
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posterior llega a afirmar que él mismo era cristiano.[26]
Las persecuciones eran locales y ocasionales y no parecen haber entorpecido la
expansión del cristianismo. Como suele suceder en lo tocante a las estadísticas, no
sabemos realmente cuántos cristianos había en cada periodo específico. Parece que se
trataba de una religión fundamentalmente urbana, pero en realidad siempre
disponemos de más información sobre la vida en las ciudades que en el campo, por lo
que esta suposición puede ser errónea. Desde el principio, los cristianos produjeron
profusas cantidades de textos, lo que indica que un buen número de ellos habían
aprendido a leer y a escribir y que algunos habían recibido una buena educación.
Seguramente entre ellos había muchos individuos pertenecientes a «clases medias»
prósperas e importantes en su localidad. Lo más probable es que los cristianos fueran
poco habituales entre la clase senatorial, pero tampoco podemos probarlo.
El cristianismo siguió siendo ilegal, pero muy raramente se aplicaba la ley, y la
mayor parte del tiempo los cristianos podían llevar vidas normales e incluso practicar
su religión de una forma semipública. El edicto de Decio puso en peligro esa
situación, y los cristianos reaccionaron ante él de diversos modos: algunos
sobornaron a los funcionarios locales para adquirir el recibo sin haber llevado a cabo
el sacrificio; otros acataron la ley e hicieron la ofrenda (en ocasiones un miembro de
la familia lo hacía para proteger a los demás); es posible que unos pocos abandonaran
su fe al emitirse esta orden gubernamental. Muchos más se resistieron a acatarla, pero
el trato que recibieron dependió de la actitud de los magistrados locales y de los
gobernadores provinciales. Algunos cristianos fueron ejecutados, más aún fueron
arrestados y castigados con métodos diversos, pero las fuentes son insuficientes para
poder saber cuántos exactamente. El importante teólogo alejandrino Origen, que dos
décadas antes había sido convocado por Julia Mamea, fue una de las víctimas, y
murió como resultado de su encarcelamiento. El edicto de Decio cambió la idea que
se tenía acerca de la influencia del Estado sobre las creencias personales y también
subrayó la ambigüedad de la actitud oficial hacia los cristianos. Fue el acto de un
gobernante advenedizo y nervioso al que le preocupaban las invasiones extranjeras y
la probabilidad de que aparecieran usurpadores que pudieran cuestionar su posición,
así como el continuado impacto de los brotes de peste.[27]
DERROTA Y HUMILLACIÓN
El reinado de Decio duró menos de tres años. Es probable que ya hubiera comenzado
a suavizar el decreto sobre los sacrificios cuando murió en 251 luchando contra los
bárbaros en la frontera del Danubio. El ejército escogió a Galo, el gobernador
senatorial de Moesia, como su sucesor. Sabemos de al menos un intento de
usurpación en Siria, antes de que el hombre que Galo había elegido para reemplazarle
en Moesia se rebelara en 253. Cuando los ejércitos rivales se encontraron, no
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entablaron batalla, sino que, tras celebrar una conferencia, simplemente asesinaron a
Galo y a su hijo. El vencedor, Emiliano, sufrió la misma suerte en el plazo de unos
cuantos meses. Valeriano (su nombre completo era Publio Licinio Valeriano) también
era un distinguido senador y de inmediato adoptó a su hijo como Augusto. Al poco
tiempo, el padre se dirigió a las fronteras orientales, donde se había desencadenado
una crisis, y dejó a su hijo, Galieno, a cargo de los problemas del oeste.[28]
Sapor había aprovechado la debilidad de Roma para intervenir en Armenia. En un
momento dado, parece que había organizado el magnicidio del rey armenio. En el año
251 lanzó una invasión total y expulsó a su sucesor, que buscó refugio entre los
romanos. Sapor decidió tomárselo como una violación de la promesa de Filipo de
permitirle actuar con libertad en Armenia. Lo que es igualmente importante, sabía
que los romanos estaban ocupados enfrentándose entre sí, así que en 252 subió con su
ejército por el curso del Éufrates y atacó Siria. Un ejército romano fue derrotado y la
propia Antioquía fue conquistada, junto con muchas ciudades de menor tamaño. La
intención de los persas nunca fue quedarse allí: saquearon las ciudades y tomaron
prisioneros y luego regresaron a casa. Los prisioneros eran un objetivo importante
para el rey persa, que los enviaba a comunidades remotas del interior de su territorio
y les ponía a trabajar en proyectos de irrigación y construcción a gran escala. Cuando
los persas se retiraban, las tropas romanas y las milicias locales obtuvieron algunas
victorias menores, pero en realidad lo único que lograron fue que la retirada se
acelerara.
Cuando Valeriano llegó a Antioquía en 255, los persas se habían calmado de
nuevo. Pronto se tuvo que enfrentar a otros problemas provocados por las crecientes
incursiones de flotas de piratas germánicos. Cuando los efectivos fueron redirigidos
hacia aquel punto para hacer frente a la situación, la frontera con Persia quedó
nuevamente debilitada. Sapor lanzó una serie de pequeños ataques, cuyo objetivo era
sobre todo hacerse con los pueblos fronterizos. Después, en 260, el rey persa
encabezó otra gran invasión y dirigió su primera ofensiva contra Mesopotamia.
Carras y Edesa fueron atacadas. Valeriano se precipitó hacia allí con un enorme
ejército para enfrentarse al enemigo. Concentrar tantas tropas era peligroso, ya que
debilitaba las defensas de los demás puntos del Imperio y, lo que era aún peor, se
habían producido algunos brotes de peste recientemente. Tampoco en esta ocasión
sabemos con certeza qué sucedió. Es posible que hubiera una batalla o tal vez sólo se
tratara de unas maniobras. Lo que es seguro es que Valeriano y sus oficiales fueron
apresados por los persas, al parecer en medio de una negociación. En varios
monumentos que conmemoran la victoria, podemos ver a Sapor cogiendo al
emperador por la muñeca. En sus relatos, los romanos derrotados ascendieron a
setenta mil, pero deberíamos mostrarnos escépticos frente a los datos aportados por
los persas respecto a sus enemigos, del mismo modo que respecto a los datos de los
romanos. Los persas realizaron numerosas incursiones por toda Capadocia, Siria e
incluso Cilicia. Es probable que Antioquía cayera por segunda vez.[29]
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Cuando Valeriano fue capturado, Dura Europos ya había sido abandonada. Al
parecer, fue ocupada por un breve periodo de tiempo por los persas en 252 y 253
antes de ser reconquistada por los romanos, que pronto emprendieron la tarea de
reforzar las fortificaciones: crearon un gran terraplén de tierra detrás del muro
principal, para lo que tuvieron que demoler varias casas vecinas. Unos años más
tarde, los persas volvieron a atacar. Con el Éufrates al este y profundos uadis al norte
y al sur, necesariamente el mayor esfuerzo bélico fue dirigido contra el muro
occidental. El asalto inicial contra la puerta principal fracasó después de un duro
encontronazo que dejó numerosas cabezas de flecha incrustadas en el aparejo. A
continuación, los persas recurrieron a la ingeniería. Primero construyeron una rampa
que permitiera aproximar al muro una torre de asedio o un ariete, y a continuación
excavaron túneles para socavar sus defensas. Como respuesta, los romanos elevaron
la altura del muro que se levantaba frente a la rampa y también comenzaron a trabajar
en sus propios túneles. Los asedios eran batallas en las que el ingenio y la habilidad
en las labores de ingeniería eran tan importantes como la fuerza bruta.
Los persas tuvieron cierto éxito cuando una de sus minas provocó el desplome de
una torre romana que estaba en buena posición para disparar contra los hombres que
trabajaban en la rampa. No obstante, poco después de esa pequeña victoria, los
romanos contraatacaron cuando sus túneles socavaron la rampa de asalto y la
debilitaron tanto que no pudo soportar el peso de una máquina de asedio. En el muro,
algo más abajo, los persas ya estaban haciendo otro túnel con el que ahora pretendían
derribar una torre y el muro adyacente, para así abrir una brecha en las defensas. Los
romanos adivinaron sus intenciones y excavaron una contramina que acabó llegando
al túnel de sus rivales. Podemos imaginar que se produjo una violenta pelea en los
claustrofóbicos y oscuros túneles. Desde luego, allí murieron casi veinte soldados
romanos, junto con un persa, cuyos restos han sido hallados durante las excavaciones
arqueológicas. Recientemente se ha planteado otra intrigante reconstrucción de los
hechos que sugiere que los persas sabían que los romanos iban a presentarse y les
prepararon una sorpresa atroz: calentaron sulfuro y brea para que desprendieran gases
tóxicos. La disposición de los túneles garantizaba que la corriente de aire transportara
los gases con rapidez hacia el túnel romano, asfixiando a los soldados. Al parecer,
más tarde, los cadáveres fueron apilados formando una barricada improvisada para
protegerse contra otros ataques mientras los persas se preparaban para quemar los
puntales y derribar toda la mina. Aunque ellos no lo sabían, los defensores, tan
temerosos como ellos, se afanaban en tapiar el otro extremo por si acaso los persas
trataban de seguirlo y penetrar en la ciudad a través de él. Más adelante, los persas
hicieron caer su mina principal, pero no obtuvieron el efecto deseado: una torre y
partes de la muralla se hundieron varios metros, pero no llegaron a caer. No sabemos
cómo los persas consiguieron finalmente entrar en Dura Europos. Puede que los
defensores se rindieran, bien por haber perdido la esperanza de poder resistir otra
arremetida, dada la escasez de alimentos, bien porque no tenían esperanzas de ser
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liberados. Los persas se quedaron un tiempo más, pero luego abandonaron la ciudad y
dejaron que fuera desapareciendo devorada por las arenas del desierto.
Probablemente consideraron que estaba demasiado lejos de sus tierras para poder
conservarla a largo plazo.[30]
LOS BÁRBAROS
Las guerras las decide el valor más que el número. Nuestra fuerza no es miserable.
En total nos hemos reunido dos mil aquí, y hemos establecido en este lugar desierto
nuestra base de operaciones, desde la que nos lanzaremos contra el enemigo
atacándole en pequeños grupos y tendiéndole emboscadas… Que nuestro lema en la
batalla sean nuestros hijos y todo lo que nos es más querido, y para preservarlo,
luchemos juntos en el combate, invocando a los dioses para que nos protejan y nos
ayuden.
Versión del historiador DEXIPO del discurso político que pronunció ante los atenienses
tras la caída de su ciudad a manos de asaltantes en 267-268.[1]
LOS GERMANOS
Julio César afirmó que el Rin marcaba la frontera entre los germanos y los galos,
proporcionándole una barrera «natural» donde sus conquistas se detenían. Los
germanos, inquietos, agresivos y muy numerosos, trataban continuamente de avanzar
hacia el oeste para penetrar en las ricas tierras de la Galia o incluso más allá. En las
descripciones que hizo César sobre las tribus germánicas los presentó como pueblos
medio nómadas y afirmaba que constituían una amenaza para los aliados de Roma e
FRONTERAS EN CRISIS
En las décadas intermedias del siglo III quedó claro que las defensas de las fronteras
del Rin y el Danubio eran completamente insuficientes, cuando sucesivas bandas de
saqueadores abrieron una brecha en ellas y atacaron las desprotegidas provincias
situadas al otro lado. Casi todos los expertos lo consideran un signo de que la
amenaza exterior se había incrementado. La mayoría relaciona este hecho con la
aparición de nuevas confederaciones de tribus, consideradas mucho más peligrosas
que los pueblos germánicos que habían vivido junto a la frontera en el siglo I. La
EL IMPERIO GALO
La doctrina romana había sido siempre que el mejor modo de enfrentarse a un ataque
era derrotar al enemigo en una guerra abierta. Idealmente, presentaban una fachada
de fuerza abrumadora para disuadir a los enemigos potenciales de una posible
agresión. Cada derrota debilitaba esa impresión, así como la frecuente retirada de
tropas de las fronteras para enfrentarse entre sí en guerras civiles. La captura de
Valeriano por los persas fue otra humillación en un momento en el que ya se habían
abierto muchas grietas en la fachada. Más tarde, su hijo Galieno fue censurado en la
mayoría de nuestras fuentes, que le acusan de ser indolente y demasiado aficionado a
los lujos de la vida de Roma. Esas críticas eran bastante injustas, ya que pasó mucho
tiempo combatiendo en las fronteras europeas: por ejemplo, en 268 estaba en Grecia
persiguiendo a las bandas que habían saqueado Atenas y muchas de las otras ciudades
famosas del pasado clásico. Se dice que salió victorioso de la empresa, pero las
condiciones impuestas a los derrotados godos fueron muy generosas: su rey fue
aceptado entre los romanos y se le otorgó rango senatorial. Las habladurías también
afirmaban que el emperador se encaprichó de una princesa goda a la que tomó como
amante.[25]
Poco después de la derrota de su padre, Galieno perdió el control real sobre
muchas de las provincias occidentales a medida que empezaron a surgir en ellas
distintos pretendientes a la púrpura imperial. En el año 260, el gobernador de
Germania Inferior, Póstumo (de nombre completo Marco Casiano Latino Póstumo) se
proclamó a sí mismo emperador. Ya había organizado el asesinato del hijo de
Galieno, que era sólo un niño, y de su tutor, que había quedado al mando en el Rin.
Ambas provincias germánicas y toda la Galia se unieron enseguida a Póstumo, que
posiblemente era descendiente de aristócratas galos. Con el tiempo, también se le
LA REINA Y EL EMPERADOR
«NECESARIO»
Zenobia, que en opinión de muchos era más fuerte que su marido, no tenía
costumbres diferentes, a pesar de ser la más noble de todas las mujeres de Oriente
y… la más hermosa. Éste fue el fin de Aureliano, príncipe útil, más que bueno.
Autor ANÓNIMO de la Historia Augusta, siglo IV.[1]
LA REINA DE PALMIRA
Palmira —Tadmor en la lengua aramea de su propio pueblo— se enriqueció a través
del comercio, pero en un primer momento su origen está relacionado con el agua:
fuentes y pozos como los suyos eran escasos en el desierto sirio y su nombre latino
probablemente significaba el «lugar de las palmeras». A principios del siglo I cayó
bajo control romano, pero los vínculos comerciales con Partia se mantuvieron fuertes.
El Imperio romano demandaba artículos de lujo de Oriente en cantidades cada vez
mayores y Palmira se convirtió en una escala vital para las grandes caravanas que
cruzaban los desiertos. Los camellos son figuras destacadas en el arte de Palmira, lo
que refleja su importancia a la hora de cruzar el desierto. Prácticamente todo el
comercio venía por el Éufrates. Algunas caravanas se detenían en Dura Europos, a
unos doscientos kilómetros de distancia, donde el río estaba más cerca, pero en última
instancia la mayoría seguía descendiendo por el curso del Éufrates hasta llegar a los
puertos comerciales que estaban más abajo, o incluso hasta el propio golfo. Algunas
inscripciones hablan de mercantes de Palmira que partieron en barco desde allí hasta
la India. En otras encontramos más detalles sobre cómo se organizaban y protegían
las caravanas, ya que el elevado valor de las especias y otros artículos de lujo que
transportaban representaba una tentación para los saqueadores.[7]
En la época de Odenato, Palmira era una ciudad grande y magnífica (de hecho,
sus románticas ruinas en el desierto causaron sensación entre los europeos cuando las
descubrieron a mediados del siglo XVIII). Su principal monumento era el templo de
Bel, del siglo I, cuyo diseño exhibía una mezcla de estilos romano, griego y locales.
Con el tiempo, adquirió la mayoría de los grandiosos edificios de una ciudad
grecorromana, con la excepción de los sempiternos: casa de baños y anfiteatro
romanos, o el igualmente griego gymnasium, que, evidentemente, no resultaban
demasiado atrayentes para los lugareños. A diario se utilizaba un abanico de lenguas
distintas y una alta proporción de inscripciones en monumentos eran bilingües, sobre
todo en griego además de en palmireno. Por lo visto, el latín había sido siempre
bastante poco habitual, aun después de que obtuviera el estatus de ciudad romana
bajo el mandato de Adriano. Como comerciantes, los habitantes de Palmira se
Aureliano fue un emperador de éxito, pero la mayoría de los oficiales y del personal
que tenía una relación más estrecha con él le temían y algunos le odiaban. En 275 se
encontraba en Tracia, tal vez de camino hacia el este, para organizar una expedición
contra los persas, cuando fue asesinado. Ninguno de los conspiradores parece haber
tenido demasiada graduación, y corrió el rumor de que uno de los secretarios del
emperador les había engañado para que temieran por sus vidas. No tenían a ningún
candidato al trono y, de todos modos, no habría tenido peso alguno frente al ejército
en general, porque la tropa seguía estando muy unida a Aureliano. Se produjo una
extraña pausa mientras los oficiales de más rango elegían a un sucesor. Más tarde, la
tradición magnificó ese periodo convirtiéndolo en el interregno de seis meses en los
que el Senado y el ejército se invitan mutuamente con educación a proponer el
nombre de un nuevo emperador. Lo más probable es que, como máximo, fuera
cuestión de semanas que Tácito (de nombre completo Marco Claudio Tácito), un
hombre de edad avanzada, fuera designado emperador. Una fuente afirma que tenía
setenta y cinco años, pero es muy posible que se trate de una exageración. Era otro de
los prósperos oficiales de la orden ecuestre que habían llegado de las provincias del
Danubio, había obtenido el rango senatorial y, a continuación, se había retirado del
servicio activo para vivir en una finca en Campania.[24]
Tras asumir el poder en Roma a finales del año 275, Tácito emprendió una
campaña a principios del año siguiente, dirigiéndose hacia Asia Menor, que volvía a
sufrir en ese momento los repetidos ataques de asaltantes llegados por mar, muchos
de ellos godos. Algunos de los bárbaros afirmaron que, originalmente, se habían
reunido para responder a la petición de Aureliano de servir como tropas auxiliares en
su expedición persa. Puede que esa explicación fuera sólo un pretexto, pero
igualmente puede ser que se tratara de un auténtico malentendido. La mayoría de los
guerreros recurrieron al pillaje y Tácito les atacó, obteniendo la victoria (algo muy
valioso para un nuevo emperador). Menos fortuna tuvo en la elección de su familiar
Maximino como gobernador de Siria, que resultó ser tan brutal y corrupto que
enseguida fue asesinado. Temiendo ser castigados, los mismos oficiales del ejército
responsables de su muerte mataron a Tácito a continuación.[25]
El prefecto del pretorio Floriano (de nombre completo Marco Anio Floriano) fue
entonces nombrado emperador. No todo el mundo estaba de acuerdo con su
nombramiento, y un comandante provincial, Probo (de nombre completo Marco
Aurelio Probo), logró reunir un nutrido contingente de tropas de Egipto y Siria para
respaldar su propia reivindicación del trono. Floriano había sido nombrado
emperador en junio, y a finales de verano ya estaba muerto, asesinado por sus propios
hombres cuando vieron al ejército enemigo aproximándose hacia ellos cerca de
* * *
La invasión de Caro había golpeado a una Persia que a su vez estaba dividida por las
luchas entre aspirantes rivales al trono. Sapor I había fallecido en el año 272. Entre
los dos, su padre y él, habían gobernado durante casi medio siglo desde la derrota de
los partos en 224. Ambos eran líderes fuertes y hábiles comandantes y juntos
establecieron firmemente su dinastía, pero pasarían muchos años antes de que otros
reyes persas volvieran a tener una vida tan larga y llena de éxitos. El hijo de Sapor
murió sólo un año después de convertirse en rey y su nieto duró sólo tres. Cuando el
hijo de este hombre, Vahran II, le sucedió, la familia real se dividió, porque otra rama
apoyó a un candidato diferente y se rebeló. El hecho de que no surgiera ningún
aspirante al trono de fuera de la familia sasánida es un signo del éxito de Ardashir y
Sapor. Sin embargo, la naturaleza feudal del reino y su marcada dependencia de los
miembros de la familia para ocupar el puesto de reyes locales de cada región dejó
siempre abierta la posibilidad de que en el seno de la casa real se entablara la
competición por el poder supremo.[31]
Los historiadores modernos se inclinan a considerar la Persia sasánida un
oponente bastante más formidable y agresivo que el antiguo Imperio parto al que
reemplazó. Algunos la presentan alegremente como una nueva superpotencia que
suponía una amenaza tal para los romanos que se vieron obligados a incrementar
drásticamente su gasto militar. Según ellos, esos costes representaron una enorme
presión para la economía del Imperio y fomentaron profundos cambios políticos y
sociales, por lo que los radicales cambios que se produjeron en el Estado —muchos
de los cuales se harían efectivos o finalizarían bajo el gobierno de Diocleciano—
fueron una respuesta necesaria, aunque traumática, ante una nueva situación.[32]
Esta explicación es conveniente, pero resulta muy difícil justificarla. En gran
parte se basa en las victorias obtenidas por Sapor I, que sin duda fueron
espectaculares, pero es necesario situarlas en el contexto de la situación y de sus
propias aspiraciones. A pesar de las fanfarronadas de sus embajadores, no hay ni una
sola prueba de que los persas estuvieran tratando de forma activa de reconquistar el
antiguo Imperio aqueménida. Es cierto que querían restringir el poder romano en las
zonas que limitaban con sus tierras. Roma nunca había sido un vecino cómodo, y con
el tiempo había ido expandiendo su territorio. Los sasánidas también necesitaban
erradicar a los monarcas arsácidas en Armenia y cualquier otro grupo que pudiera
poner en peligro su control sobre el reino. Ardashir y Sapor se aprovecharon de la
debilidad de Roma para dominar las regiones fronterizas y también para atacar al
CRISIS
Nunca ha habido tantos movimientos sísmicos y pestes ni, finalmente, vidas de
tiranos y emperadores tan increíbles, que antes eran raras o ni siquiera se
recordaban. De éstos unos mantuvieron su autoridad durante bastante tiempo
mientras que para otros el poder fue pasajero; algunos yendo sólo en pos del título y
de la gloria efímera rápidamente fueron derrocados. Durante un periodo de sesenta
años, el Imperio romano estuvo en manos de más señores de los que el tiempo exigía.
HERODIANO, a mediados del siglo III.[1]
SENADORES Y CABALLEROS
SOBREVIVIR A LA CRISIS
Los emperadores pasaban poco tiempo en Italia y menos todavía en la propia Roma.
Iban a la guerra frecuentemente y algunos de ellos combatieron en campaña todos los
años de su mandato. Pasó a ser infrecuente que un solo emperador estuviera al frente
del gobierno. En algunos casos se trataba de algo involuntario, por ejemplo, cuando
surgían emperadores rivales demasiado poderosos para ser derrotados en el momento,
pero más a menudo se trataba de una cuestión de elección. Los emperadores con hijos
solían nombrarlos corregentes casi en el mismo instante en que se hacían con el
poder. Si todavía eran unos niños, marcaban de ese modo una clara sucesión y
creaban así la promesa de una estabilidad a largo plazo. Los hijos adultos podían ser
enviados a solucionar problemas surgidos en una región mientras el padre se ocupaba
de algún asunto en otra zona.
En opinión de muchos estudiosos, esta evolución demuestra que un solo
emperador ya no podía gobernar todo el Imperio. La mayoría afirman asimismo que,
como mínimo desde la época de Marco Aurelio, se esperaba que los emperadores
presidieran en persona las guerras más importantes. También se esperaba que
resultaran vencedores. Si había más de una guerra al mismo tiempo, entonces tenía
que haber más de un emperador. Por tanto, se desarrolló la tendencia a dividir el
poder imperial y, en última instancia, esa división llevó a la partición entre el Imperio
de Oriente y el de Occidente a finales del siglo IV. Ese tipo de análisis no sólo se basa
en datos conocidos a posteriori, sino que da por supuesto que ese drástico cambio fue
una reacción razonable, quizá incluso inevitable, a los nuevos problemas. Una vez
más, esa opinión está vinculada con la creencia de que en el siglo III las amenazas
procedentes del exterior a las que se enfrentó el Imperio eran mucho más graves que
nunca.[18]
El cambio era inexorable y recibió el impulso de la presión externa. Con
frecuencia se ha empleado un razonamiento similar para afirmar que la caída de la
República y la creación del Principado por parte de Augusto fueron igualmente
inevitables. Si no lo hubiera hecho, entonces alguien muy semejante a él habría
creado una monarquía esencialmente igual a la suya. Este tipo de análisis despoja a
los individuos cuyas decisiones y actos dieron forma al proceso de cualquier
independencia de acción, tal vez incluso de responsabilidad. Y lo que es más
importante, un examen más detenido del curso de los acontecimientos revela un
panorama muy distinto. Muchos de los supuestos subyacentes resultan ser muy
cuestionables y toda sensación de inevitabilidad desaparece.
En el siglo II, Trajano pasó varios años de su reinado en campaña y Adriano
¿RECUPERACIÓN?
EL SIGLO IV
El Zeus Capitolino se apiadó por fin de la raza humana y le dio el dominio de toda la
tierra y el mar al divino rey Diocleciano. Él extinguió el recuerdo de los antiguos
sufrimientos en todos aquellos que aún padecían con penosas cadenas en lugares sin
luz.
Extracto de un discurso pronunciado en Oxyrhynchus, en Egipto, probablemente en
285.[2]
E l violento ascenso de Diocleciano al poder era típico del siglo III, pero sus
secuelas fueron muy diferentes. Después de décadas en las que los
emperadores iban y venían en rápida sucesión, él gobernó durante veinte años. Nadie
había conseguido nada parecido desde la «edad dorada» de los Antoninos en el siglo
II. Además, cuando su gobierno todavía era fuerte, renunció de forma voluntaria al
trono y se retiró de la vida pública (aunque en un magnífico palacio y rodeado de
cortesanos y guardias). Ningún emperador antes de él había renunciado al poder.
Diocleciano era diferente, y también lo fue, en una serie de aspectos muy profundos,
el Imperio que gobernó y la forma en que lo hizo.
Un imponente símbolo de su régimen es un grupo escultórico situado en la plaza
de San Marcos de Venecia que, muy probablemente, fue trasladado allí en el siglo XIII
tras el saqueo de Constantinopla durante la Cuarta Cruzada. Tallada en pórfido —con
el tiempo, el matiz púrpura que dio a esta piedra su nombre fue haciéndose más y más
popular en la estatuaria imperial por considerarse muy apropiado para ese fin—,
muestra a Diocleciano y sus tres colegas imperiales. Diocleciano gobernó solo
durante unos cuantos meses antes de designar a un colega de rango inferior. Más
LA CREACIÓN DE LA TETRARQUÍA
Diocleciano tenía algo más de cuarenta años cuando fue proclamado emperador. Era
otro oficial de la orden ecuestre de una de las provincias del Danubio. Había rumores
de que había nacido esclavo, algo extremadamente improbable, o de que era hijo de
un liberto, igual que Pertinax, lo cual era posible. Se sabe muy poco sobre él o su
carrera hasta ese punto (incluso las imaginativas biografías de la Historia Augusta
finalizan con Numeriano). Diocleciano estaba casado y tenía una hija, pero ningún
hijo. La mayoría de los emperadores del siglo III designaban un sucesor enseguida,
por lo general nombrando césar a su hijo o a otro familiar de sexo masculino. Muchos
de esos sucesores potenciales eran niños, incapaces de ayudar en la tarea de gobernar
el Imperio, pero que representaban la promesa de que el nuevo régimen tenía un
futuro.
A falta de un familiar adecuado, Diocleciano seleccionó a un oficial de su ejército
llamado Maximiano (de nombre completo Aurelio Maximiano) y lo nombró césar a
los pocos meses de derrotar a Carino en mayo de 285. A principios del año siguiente,
Maximiano fue ascendido a augusto, lo que le convertía en un igual —o
prácticamente igual— a Diocleciano. Maximiano tenía un hijo pequeño, pero
Diocleciano buscaba un colega que le ayudara en el presente y en el futuro inmediato,
y todavía no le preocupaba la cuestión de la sucesión a largo plazo. Necesitaba a un
hombre en quien pudiera confiar, alguien que fuera capaz de enfrentarse a problemas
graves en una región mientras él se ocupaba de diversos asuntos en otra parte. No
existía ninguna división oficial del Imperio en dos mitades, pero Diocleciano se
dirigió a Oriente mientras que Maximiano fue enviado a la Galia. El primero adoptó
el epíteto de Iovius (similar a Júpiter) y Maximiano el de Herculius (similar a
Hércules): Diocleciano-Júpiter era el mayor, la figura paterna —no se sabe si llegó a
El hecho de que existieran cuatro emperadores significaba que había cuatro hombres
con autoridad suprema para comandar ejércitos y dispensar justicia en cuatro regiones
diferentes de forma simultánea. Idealmente, así impedirían que las regiones tuvieran
la sensación de que estaban desatendidas y, en consecuencia, se sintieran inclinadas a
apoyar a los usurpadores que les prometieran abordar los problemas locales y
promocionar a miembros de su propia comunidad. Todo posible usurpador tendría
que derrotar a más de un emperador establecido al frente de un ejército. Su negativa a
negociar con Carausio demostraba que no se le permitiría a nadie hacerse con el
poder a la fuerza y conservarlo a largo plazo. La tetrarquía funcionó mientras los
colegas imperiales se mantuvieron firmes en su alianza mutua y ninguno de ellos
sufrió una derrota catastrófica. En realidad su pervivencia no fue consecuencia del
sistema en sí, sino que tuvo mucho más que ver con la competencia de los tetrarcas.
Aún más importante fue la contundente personalidad del propio Diocleciano, que
impuso la solidaridad a sus colegas.
Es posible que el propio Diocleciano sólo visitara Roma una vez durante su
reinado, cuando decidió celebrar el vigésimo aniversario de su proclamación en la
ciudad. Roma seguía siendo un poderoso símbolo, y su población continuaba siendo
mimada con festivales, juegos y dádivas. Diocleciano ordenó la construcción de un
inmenso complejo de baños, mayor que ninguna casa de baños pública que se hubiera
construido antes. También se llevaron a cabo importantes reformas en el Foro, que
fue reparado y remodelado después de que un enorme incendio arrasara esa parte de
Roma durante el reinado de Carino. La curia o Casa del Senado que tantos turistas
visitan hoy es esencialmente un edificio de la tetrarquía, que fue restaurado en el
siglo XX, unos mil trescientos años después de que hubiera pasado a ser la iglesia de
San Adriano. Política y estratégicamente, el Senado y Roma tenían una importancia
nada más que marginal para el Imperio y sus gobernantes.[12]
Cuando alguno de los tetrarcas estaba en Italia, era mucho más probable que se
encontrara en el norte, en Milán, en una posición más conveniente para dirigirse hacia
el este, a Iliria, o al noroeste, a la Galia. Las ciudades elegidas con más frecuencia
ASPIRACIONES Y REALIDAD
El gobierno había crecido mucho. Sin duda era más visible, y era más probable que
los ciudadanos ordinarios entraran más a menudo en contacto con él durante sus
vidas. Al menos en teoría, el desarrollo de una maquinaria burocrática mucho mayor
podría haber permitido a los emperadores gobernar el Imperio con más eficacia. A
resultas de la concesión universal de ciudadanía de Caracalla, la mayor parte de la
población del Imperio estaba sujeta a la ley romana, pero en muchas regiones el
cambio no se comprendía adecuadamente y, por tanto, fue adoptado sólo de forma
gradual. A largo plazo, el edicto de Caracalla acrecentó indefectiblemente la presión
sobre los gobernadores provinciales y su reducido número de subordinados con poder
y capacidad para actuar como jueces. En parte, el aumento del número de
gobernadores y del personal a su cargo pretendía hacer frente a este incremento de
actividad.
No obstante, la primera preocupación de todos los emperadores eran los ingresos.
Todos sabían que no podrían conservar el poder a menos que fueran capaces de
mantener al ejército y hacer frente al coste, más pequeño pero aun así muy grande
respecto al del pasado, de la actual burocracia. Los emperadores poseían
considerables fondos privados, puesto que eran los mayores terratenientes del mundo
romano. Las fincas imperiales habían nacido simplemente como propiedad privada de
Augusto y sus sucesores y posteriormente habían sido incrementadas gracias a las
conquistas y a la confiscación de las propiedades de los condenados. Dado que, por lo
general, el final de una dinastía implicaba que no había herederos, las fincas
imperiales continuaron creciendo a medida que los linajes se iban extinguiendo y
nuevos emperadores llegaban al poder. Había una sección independiente en el
departamento de ingresos para administrar las rentas provenientes de esas tierras.
Por sí solas, las fincas imperiales proporcionaban sólo una fracción de los
ingresos que necesitaban los emperadores. El grueso de las rentas había provenido
siempre de los impuestos, que se recaudaban sobre todo en efectivo, pero siempre
incluían alguna parte pagada en especie, normalmente productos agrícolas. Fuera cual
* * *
El éxito de Diocleciano y sus colegas imperiales puso de manifiesto que el poder del
Imperio romano seguía siendo inmenso. Al disfrutar de un periodo de relativa paz y
estabilidad y, sobre todo, de una época de continuidad casi completa en el gobierno,
los romanos restablecieron un cierto grado de dominio sobre las fronteras.
Diocleciano logró recaudar más impuestos de lo que había sido posible durante más
de una generación, lo que sirvió para financiar la actividad militar. Se construyeron
nuevos fuertes y se repararon los antiguos. En general, las nuevas plazas eran más
pequeñas, pero poseían muros más altos y más gruesos que los anteriores fuertes y
fortalezas. Se obtuvieron victorias sobre las tribus bárbaras, se negociaron tratados
desde una posición de fuerza y, a medida que avanzó el reinado, el temor al poder
romano creció una vez más. Los potenciales saqueadores se hicieron más precavidos.
Seguía habiendo ataques, pero eran menos numerosos y los romanos conseguían
detenerlos y salir airosos con más frecuencia. La situación había mejorado, pero
habría sido necesario mucho más tiempo para que el daño sufrido en anteriores
derrotas se hubiera reparado.[30]
La agresividad de la Persia sasánida se reavivó poco tiempo después de que
comenzara el reinado de Diocleciano: tras un nuevo periodo de guerra civil —su
predecesor se mantuvo sólo unos pocos meses en el poder—, en 293 o 294, Narsés
subió al trono. Había resultado victorioso en una guerra civil y era un líder fuerte,
LOS CRISTIANOS
Constantino fue el primero de los dos —primero también en honor y dignidad
imperiales— que mostró moderación con los oprimidos por los tiranos en Roma.
Después de invocar como aliado en sus oraciones al Dios del cielo y a su Verbo, y
aun al mismo Salvador de todos, Jesucristo, avanzó con todo su ejército, buscando
alcanzar para los romanos su libertad ancestral.
EUSEBIO, c. 325.[1]
De resultas de ello quedó todo el poder en las solas manos de Constancio; el cual,
incapaz de sobrellevar con medida su ventura, se llenó de jactancia.
ZÓSIMO, finales del siglo V.[2]
CONSTANTINO
El hijo de Constancio, Constantino, tenía poco más de treinta años cuando presenció
la aclamación de Galerio y Maximino Daza en Nicomedia. Ya había demostrado que
era un oficial capaz luchando en el Danubio y contra los persas. Durante un tiempo se
quedó junto a Galerio y poco a poco empezaron a circular varias historias sobre
tentativas de este último de urdir su muerte, ordenándole dirigir una carga y después
reteniendo a las reservas, e incluso obligándole a enfrentarse a un león con una sola
mano. Por fin, cuando su padre le pidió que se uniera a él en Britania, se supone que
Constantino se escabulló con sigilo. Utilizando el correo imperial con su sistema de
estaciones de relevo y monturas frescas, escapó como alma que lleva el diablo,
matando a los caballos que no necesitaba para impedir que le persiguieran. Cuando
EL EMPERADOR CRISTIANO
Constantino obtuvo el control del Imperio a través de la fuerza militar. El respaldo de
los cristianos era una baza, pero representaba sólo un elemento menor de su éxito. Sin
embargo, no hay ninguna razón de peso para dudar de que el emperador creyera
realmente que había sido Dios quien le había concedido la victoria. Prácticamente
todos los expertos aceptan esta teoría, aunque durante mucho tiempo se mantuvo un
infructuoso debate al respecto, ya que algunos preferían verle como un pragmático de
un cinismo absoluto. Aparte de simplificar en exceso el carácter humano, esa visión
pasa por alto tres puntos fundamentales. El primero es que los individuos reaccionan
de modos distintos a la conversión religiosa, y el cambio de sus comportamientos y
actitudes puede ser veloz o gradual. Deberíamos recordar que es poco probable que
Constantino conociera con detalle la doctrina cristiana antes de convertirse, aunque se
dice que, más tarde, dedicó largas horas a estudiar las Escrituras. En segundo lugar, a
menudo su fe se compara con un ideal especialmente riguroso y rígido, de manera
que parece que no sólo debiera ser un entusiasta partidario del cristianismo, sino
también implacablemente hostil hacia cualquier otro sistema de creencias.
Constantino no era fanático, pero casi ningún cristiano de este periodo parece haber
pretendido obligar a los paganos a convertirse. Por último, Constantino no era otro
oficial del ejército o ciudadano particular más, sino que era el emperador. La mitad de
su reinado transcurrió en un estado de rivalidad constante con sus competidores y, a
menudo, en una guerra abierta por el poder. Como Diocleciano antes que él, su
absoluta prioridad era sobrevivir, y las reformas llegaron más tarde y de forma
gradual. Sólo mantenerse en el poder y gobernar el Imperio eran tareas que ocupaban
la mayor parte de su tiempo y esfuerzo.[24]
Demasiado a menudo, este último punto es pasado por alto en los textos que
describen el reinado de Constantino, que se centran casi exclusivamente en la Iglesia.
* * *
RIVALES
Tras los daños que con todas estas disposiciones infligió al Estado, murió
Constantino de enfermedad. Recibieron el Imperio sus tres hijos […], quienes se
ocuparon del gobierno atendiendo más a las inclinaciones de la juventud que al bien
público. Pues, en primer lugar, se repartieron las provincias.
ZÓSIMO, a finales del siglo V.[1]
Y a nosotros, que éramos sus parientes tan cercanos, ese clementísimo emperador
(Constancio II), ¡qué cosas nos ha hecho! A seis primos míos, que también lo eran
suyos, a mi padre, que era su tío, y además a otro tío común por parte de padre y a
mi hermano mayor los hizo matar sin juicio.
El emperador JULIANO, 361.[2]
Sacaron a Silvano de una capilla en la que se había refugiado presa del pánico cuando se disponía a
celebrar un rito cristiano, y le mataron clavándole repetidamente sus espadas. Y así murió este general de
méritos nada escasos que, por temor a las calumnias de sus enemigos, en las que se vio envuelto durante
su ausencia, buscó todo tipo de recursos en su intento de salvar la vida.[15]
[…] marchaba sentado sobre un carruaje de oro, que brillaba con el fulgor de piedras distintas […] le
rodeaban dragones tejidos con color púrpura, atados a la parte superior de las lanzas con oro y piedras
preciosas, unos dragones que abrían una boca enorme al viento, de manera que emitían un sonido que
daba a entender que estaban furiosos mientras sus colas se agitaban llevadas por el viento.
[…]
Y así Constancio, al ser aclamado como augusto por voces favorables, no sentía pánico ante el
estruendo que se extendía por montes y riberas, sino que mostraba la misma tranquilidad con la que
aparecía en sus provincias. Para ello, aunque era muy bajo, doblaba su cuerpo al atravesar puertas muy
altas y, además, como si no pudiera mover el cuello por llevar armadura, miraba en línea recta sin torcer
su rostro ni a la derecha ni a la izquierda, semejante a una estatua. Y no bajaba jamás la cabeza por los
movimientos de las ruedas, ni se le vio nunca escupir, ni secarse, ni frotarse la boca o la nariz, ni agitar
una mano.[18]
ENEMIGOS
¿Voy ahora yo a empezar por recordar que gracias a tu valor las Galias han sido
recuperadas y toda la barbarie sometida como si se tratase de cosas nuevas y nunca
oídas? Estas hazañas de grandísima fama en esta parte del Imperio romano han sido
celebradas con la alabanza del buen nombre, en tal grado que merecieron la envidia
del emperador, tu primo.
Discurso de agradecimiento de CLAUDIO MAMERTINO al emperador Juliano,
pronunciado el 1 de enero de 362.[1]
* * *
[…] además de lo narrado, se produjeron otros muchos combates de menor importancia en las distintas
zonas de la Galia, pero no merece la pena mencionarlos ahora, porque su resultado no tuvo una gran
influencia y no conviene alargar el relato con hechos insignificantes.
EL PAGANO
Pongo por testigos a Zeus y a todos los dioses protectores de las ciudades y nuestra
familia, de mis intenciones y de mi lealtad a Constancio, de que me porté con él
como a mí me hubiera gustado que mi hijo se comportase conmigo.
[…]
¿Acaso no me insulta y se burla de mi locura por haberme puesto así al servicio del
asesino de mi padre, de mis hermanos, de mis primos y, por así decirlo, del verdugo
de toda nuestra casa y familia común?
El emperador JULIANO, 361.[1]
J uliano tenía sólo treinta años cuando se convirtió en gobernante único del
Imperio. Con prontitud se hizo saber a la población que Constancio, agonizante,
le había nombrado su sucesor, algo que es muy posible que fuera cierto. En sólo dos
generaciones, la línea masculina de la gran familia de Constantino prácticamente
había desaparecido. No había surgido ningún nuevo usurpador y los generales y
oficiales de Constancio rápidamente prometieron lealtad a Juliano, lo que no evitó
que se produjera una purga cuando el nuevo augusto llegó a Constantinopla a finales
de año. Como es habitual, sólo se conserva el nombre de las víctimas más
prominentes. Al menos cuatro burócratas de alto rango fueron ejecutados —dos
fueron quemados vivos públicamente— y media docena fueron enviados al exilio. Es
probable que no fuera la peor oleada de represalias que se producía tras una guerra
civil, pero fue terrible para las víctimas y sus familias. Incluso Amiano, que en
general se mostraba favorable a Juliano, opinó que al menos uno de los hombres
ejecutados no había hecho nada que mereciera castigo. Nadie lloró la muerte de otra
de las víctimas, el famoso «Paulo cadenas».[2]
El éxito de Juliano fue asombroso, pero a él no le llegó por sorpresa, porque sabía
muy bien que era una persona especial. Como toda la familia de Constantino, había
sido educado como cristiano. Sus primeros años transcurrieron en el hogar de un
obispo e incluso fue ordenado miembro de rango inferior del clero, por lo que
participaba con regularidad en las misas y en las lecturas públicas de las Escrituras.
Creció prácticamente en cautividad y siendo consciente de que, en el reino de un
hombre que había asesinado a tantos de sus familiares, siempre estaría bajo sospecha.
Todos los signos externos parecían sugerir que, al crecer, Juliano se había convertido
GUERRA EN ORIENTE
Juliano heredó el enfrentamiento con Persia. Constantino había muerto antes de poder
lanzar su gran ofensiva, pero los preparativos que había iniciado no habían hecho más
que acrecentar las tensiones en la región y Constancio había tenido que hacer frente a
la guerra en la frontera oriental durante buena parte de su reinado. Sapor II era un
monarca fuerte que llegó al trono en el año 309, cuando sólo era un niño, y gobernó
Persia durante setenta años. La pérdida de territorio ante Roma tras la victoria de
Galerio a finales del siglo III había supuesto una honda humillación para los persas, y
el principal objetivo del rey fue siempre recuperar esas tierras. Ambos bandos
lanzaron frecuentes incursiones al territorio del otro, en ocasiones a gran escala.
Además de sus propias fuerzas, cada uno de ellos utilizaba habitualmente a sus
respectivos aliados, y grupos como los sarracenos empiezan a figurar cada vez más a
menudo en nuestras fuentes.[6]
El control de una región dependía de la capacidad para mantener las principales
ciudades y otras posiciones fortificadas. En este periodo se construyeron
innumerables murallas defensivas, siempre reforzadas con torres salientes que, a
menudo, estaban equipadas de abundante «artillería» pesada y ligera. Todas esas
ciudades poseían su propio suministro de agua, y, de hecho, tal era la razón última de
su existencia, ya que normalmente estaban situadas en terreno elevado, en zonas
donde las precipitaciones anuales eran suficientes para mantener una agricultura
básica. Esos baluartes constituían bases de operaciones a partir de las que se lanzaban
incursiones de saqueo o se enviaban partidas para interceptar ataques enemigos.
Cualquier contingente de ataque de tamaño considerable tenía que tomar una ciudad
o destacar tropas para organizar un bloqueo si no deseaba que sus líneas de
FE Y GOBIERNO
La cesión de territorio a Persia fue el legado más duradero de Juliano. Al principio de
su reinado, había declarado la libertad religiosa en todo el Imperio, pero era evidente
que sólo algunas religiones serían alentadas. Las restricciones que Constantino y sus
hijos habían impuesto sobre los sacrificios y otros rituales paganos fueron eliminadas,
como también los privilegios que habían otorgado a los sacerdotes cristianos, entre
los que destacaba la exención de onerosos deberes públicos como el servicio como
magistrado de una ciudad. A los obispos tampoco se les permitía ya utilizar el
servicio de correos imperial cuando viajaban. A los hombres que habían sido
enviados al exilio por herejía se les permitió retornar, aunque en el caso de los
obispos y otros miembros prominentes del clero no se explicitó con claridad si
también se les restituían sus antiguos cargos. Juliano fomentó de forma deliberada el
entusiasmo de muchos cristianos por embarcarse en enconadas disputas internas.
Dado que en los Evangelios Jesús había predicho la destrucción del gran Templo de
Jerusalén, que efectivamente tuvo lugar en el año 70, Juliano dio orden de que fuera
reconstruido. La comunidad judía mostraba una actitud comprensiblemente precavida
frente al gobernante de un imperio que, con tanta frecuencia, los había perseguido en
el pasado, pero algunos líderes recibieron con alegría la decisión. El proyecto se
abandonó enseguida: incluso el pagano Amiano relató la historia de las misteriosas
bolas de fuego que habían aparecido en el cielo y habían ahuyentado a los obreros.[19]
Juliano trató de crear una Iglesia pagana organizada (Iglesia es la palabra
correcta, ya que su visión estaba muy influida por el cristianismo). Se designaron
sacerdotes para cada región cuyo papel y comportamiento debían ser muy similares a
los de los obispos cristianos. Juliano creía que el fervor cristiano por la caridad había
dejado en muy mal lugar a los paganos y decidió asegurarse de que sus sacerdotes se
ocuparan de cuidar a los pobres. Parte de la estructura destinada a ese fin llegó a
organizarse. Se efectuaron algunos nombramientos, y las ciudades que incorporaron
el nuevo sistema recibieron el elogio imperial, pero, por lo que dejan traslucir las
escasas huellas que se conservan, la particular forma de paganismo de Juliano no
Cualquier corruptor, cualquier criminal, cualquier maldito e infame venga con confianza; le bañaré con
esta agua y al instante lo purificaré y, si de nuevo vuelve a caer en los mismos crímenes, le concederé la
purificación con tal de que se golpee el pecho y la cabeza.[20]
En gran parte, sin duda, todo ese rechazo tenía que ver con el resentimiento de un
hombre cuya familia había sido asesinada por su tío cristiano, que tan pío se
declaraba. En su opinión, los dioses deberían recompensar sólo a los verdaderamente
virtuosos y no a los malhechores, simplemente porque se hubieran arrepentido. No
era un mensaje con demasiado gancho para las masas.
Juliano no persiguió de manera oficial a los cristianos (o galileos, como él los
llamaba): algunos cristianos fueron asesinados en los disturbios que se
desencadenaron a raíz de la promulgación de sus decretos, tanto a manos de turbas
paganas como de otros cristianos en disputas entre facciones rivales. La persecución
directa no había surtido efecto en el pasado y nada indicaba que fuera a funcionar
ahora que la Iglesia estaba claramente establecida. El ataque de Juliano era más sutil.
Una medida que provocó críticas especialmente duras incluso de parte de paganos
simpatizantes como Amiano fue la prohibición de que los cristianos enseñaran
retórica y literatura clásica en las instituciones públicas. Las razones esgrimidas eran
que nadie podía enseñar adecuadamente a Homero o a cualquiera de los otros grandes
autores a menos que realmente creyera en los dioses del Olimpo, cuyas proezas eran
descritas en esos textos, una visión que, exceptuando a los neoplatonistas, no era
compartida por los demás filósofos. La impresión general fue que era una injusticia
obligar a los profesores cristianos que habían enseñado durante muchos años a elegir
entre abjurar de su religión o renunciar a sus puestos. Dado que la educación clásica
tradicional era esencial para cualquier carrera pública, el objetivo era obligar a los
padres cristianos ambiciosos a educar a sus hijos como paganos.[21]
Cuando Juliano murió, su recién diseñada religión estatal fue rápidamente
abandonada. La prohibición de que los cristianos enseñaran fue revocada y los
clérigos recuperaron la mayor parte de sus antiguos privilegios. Las disputas
doctrinales que habían dividido a la Iglesia desde los tiempos de Constantino no
terminaron con tanta celeridad: en África, los donatistas seguían negándose a aceptar
a la Iglesia católica ortodoxa; la lucha había asumido un cariz social y habían
empezado a producirse enfrentamientos violentos de forma periódica. En general,
había muchos cristianos que rechazaban el credo niceno, que proclama
explícitamente la igualdad de la Trinidad. Constancio adoptó un punto de vista
LOS GODOS
El sol estaba ya más alto […] haciendo que los romanos […] se sintieran exhaustos
por el hambre, la sed y el duro peso de las armas. Finalmente, nuestras líneas
cedieron ante el empuje de los bárbaros […]. Algunos cayeron sin saber quién les
golpeaba, otros se vieron sepultados por los perseguidores, y algunos perecieron por
una herida causada por los suyos […], el emperador, cuando se encontraba entre los
soldados rasos, cayó herido de muerte por una flecha, después de lo cual lanzó un
último suspiro y murió, si bien su cuerpo no fue hallado en parte alguna.
Relato de AMIANO del desastre de Adrianópolis.[1]
EMIGRANTES
En efecto, andan todos errantes, sin rumbo fijo, sin hogar, sin ley ni sustento establecido. Son, pues,
semejantes a fugitivos que llevan siempre consigo las carretas en las que habitan […]. Semejantes a
animales irracionales, no distinguen en absoluto entre lo honesto y lo deshonesto. Sus palabras son
ambiguas y enrevesadas, y jamás han respetado una creencia o religión.
Todos los antiguos estereotipos sobre los bárbaros renacieron y se repitieron, pero
la propagación de ese tipo de historias nos da cierta idea del temor que inspiraban
esos nómadas de las estepas. Una vez más, no deberíamos pensar en los hunos como
un pueblo único, unido. Estaban divididos en muchos subgrupos y obedecían a
diferentes líderes. Es posible que el poder de unos cuantos reyes estuviera creciendo
en esa época, pero los ataques de los hunos en la segunda mitad del siglo IV no
debieran considerarse una invasión concertada y organizada, sino que se trataba de un
incremento de la escala y frecuencia de las razias lanzadas contra sus vecinos.[9]
La llegada de los hunos añadió un nuevo factor a las luchas por el poder dentro y
entre las tribus de la región: su presencia brindaba nuevas oportunidades, pero
también suponía una amenaza. Los caudillos locales se enfrentaban a la elección de
oponerse a las partidas de saqueo de los hunos o tratar de aliarse a sus líderes para
obtener el respaldo de sus bandas. Varios caudillos godos lograron de esa manera
derrotar a sus rivales y ampliar su propio poder. Otros sufrieron sus ataques, y fueron
asesinados, expulsados de sus hogares o bien se vieron obligados a aceptar la
subordinación frente a sus enemigos. Con la aparición de los hunos en las tierras en
torno al mar Negro, la guerra en la región se tornó más decisiva. Los alanos, otro
pueblo nómada originario de las estepas, fueron los primeros que sufrieron sus
ataques y, con el tiempo, todos sus líderes huyeron o aceptaron la supremacía de los
reyes hunos. Los godos fueron los siguientes y se repitió el mismo patrón de
resistencia inicial y posterior alianza. En ocasiones, cuando se enfrentaban dos grupos
distintos de godos, los hunos eran contratados por ambos bandos. No se trataba
simplemente de un ejemplo de heroica y vana resistencia por parte de los reyes godos
contra los despiadados jinetes de las estepas: algunos godos se pusieron enseguida de
acuerdo con sus nuevos y agresivos vecinos y lucharon con ellos contra otros godos.
CAMINO AL DESASTRE
* * *
Sólo un año después de que se firmara el tratado con los godos, volvió a plantearse un
problema familiar. El comandante local Magno Máximo fue proclamado emperador
por las tropas de Britania. Era otro hispano, alguien a quien Teodosio probablemente
conocía, o quizá incluso un familiar suyo. Graciano se negó a reconocer al usurpador
y, cuando Máximo cruzó el Canal y entró en la Galia, reunió un ejército para
enfrentarse a él. Hubo algunas escaramuzas cerca de París, pero, tras varios días de
refriegas, el ejército de Graciano desertó en masa y se unió a su oponente. Graciano
huyó, pero fue atrapado en Lugdunum (la actual Lyon, en Francia) y ejecutado. Era
obvio que se trataba de un golpe de Estado bien orquestado y Máximo se había
asegurado de contar con el respaldo de muchos oficiales y funcionarios de alto rango
de la corte. Algunos miembros importantes de la corte fueron ejecutados, pero la
mayoría cambió de bando. Queda menos claro por qué Graciano había perdido su
apoyo. Su expediente militar era bastante bueno, pero fue acusado de otorgar
excesivo favor a un regimiento específico de la caballería alana, y de haber empezado
a permitirse demasiados placeres en vez de dedicarse a trabajar.[31]
Máximo controlaba las provincias europeas al norte de los Alpes y es evidente
que confiaba en ser reconocido como colega por Teodosio. Invitó a Valentiniano II,
que entonces tenía sólo doce años, a dejar Milán y a unirse a él en la corte de
Tréveris, para que pudieran gobernar «como padre e hijo». Varios retrasos en las
negociaciones, que habían sido provocados con gran habilidad, dieron tiempo a las
tropas leales al joven emperador a asegurar los puertos alpinos. Máximo seguía
esperando que se produjera una reconciliación y en aquel momento no hizo ningún
intento de utilizar la fuerza. De momento, Teodosio reconoció al usurpador y su
EL ESTE Y EL OESTE
Cesaron entonces los ritos sacrificales y, asimismo, quedaron descuidadas cuantas
otras cosas concernían a las tradiciones patrias, con lo que el Imperio romano,
progresivamente disminuido, llegó a convertirse en morada de bárbaros e incluso, al
fin, tras perder sus habitantes se vio reducido a tal estado que ni los lugares en que
estuvieron las ciudades podrían reconocerse.
ZÓSIMO, siglo V.[1]
T eodosio cayó enfermo y murió en enero del año 395, sólo unos pocos meses
después de la victoria obtenida por su ejército junto al río Frígido. Las derrotas
de Eugenio y Máximo fueron los dos principales logros militares de su reinado.
Como Constancio antes de él, Teodosio era mejor combatiendo contra otros romanos
que contra enemigos extranjeros. Tras sus primeras campañas contra los godos, que
se resolvieron con al menos una derrota importante, pasó poco tiempo con el ejército
y prefirió permanecer en una de sus capitales, tal vez porque reconocía su limitado
talento como soldado y quizá también para que no le asociaran tan directamente con
los fallos que pudieran cometerse bajo su mando. En 395 sus hijos todavía eran
pequeños —Arcadio tenía unos dieciocho años y Honorio sólo diez—, pero tampoco
cuando fueron haciéndose mayores mostraron ninguna inclinación a dirigir sus
ejércitos en persona. Tal sería el modelo que se establecería en el futuro. A diferencia
de lo sucedido en los siglos III y IV, en el siglo V sería muy raro que un emperador
participara personalmente en las campañas bélicas.
Éste no fue el único cambio. Por lo general, los estudiosos consideran que
Teodosio fue el último hombre que gobernó todo el Imperio. Es cierto que tuvo varios
colegas —Graciano, Valentiniano II y, más tarde, sus propios hijos— y que, durante
sustanciales periodos, diversos usurpadores controlaron las provincias occidentales,
pero durante buena parte de su reinado él dominaba con claridad, aunque no fuera
soberano único. Y lo que es más importante, después de 395, las mitades occidental y
oriental del Imperio nunca volvieron a reunificarse bajo el mismo mando. A un ritmo
lento y seguro, la división entre ambas se fue convirtiendo en un hecho permanente.
Los individuos no eran transferidos del ejército o la administración de una de las dos
mitades a la otra. Seguía existiendo un vínculo, pero era un vínculo flexible que tenía
que ver más que nada con la historia, la ideología y la cultura compartidas. Ambas
EL IMPERIO CRISTIANO
Deseamos que todos los pueblos gobernados por la guía de nuestra clemencia estén versados en esa
religión que es evidente que es la que el divino [divino en el sentido de santo. La misma expresión se
utilizaba para los propios emperadores] apóstol Pedro entregó a los romanos, y que […] profesa […] el
papa Dámaso y Pedro, obispo de Alejandría. Ordenamos que las personas que sigan esta norma lleven el
nombre de cristianos católicos. El resto, sin embargo, a quienes consideramos dementes y locos,
continuarán soportando la infamia de los dogmas heréticos…[12]
Si le pides cambio a alguien, empezará a debatir sobre si el Hijo fue engendrado o no fue engendrado. Si
preguntas por la calidad del pan, recibirás la respuesta de que «el Padre es más grande, el Hijo, menos».
Si sugieres que necesitas un baño, te dirán que «no había nada antes de que el Hijo fuera creado».[18]
El Imperio unificado de los últimos años del siglo IV era grande y poderoso, aunque
es poco probable que lo fuera tanto como lo había sido en el año 300. No cabe duda
de que era más débil de lo que lo había sido en los siglos I y II. Ahora estaba dividido
en dos y cada una de las mitades separadas era menos fuerte que cuando estaban
unidas. Tampoco las dos mitades tenían el mismo poder, y los problemas a los que se
enfrentarían en el futuro serían muy distintos. La inestabilidad interna había
continuado sacudiendo el Imperio a lo largo del siglo IV. Aparte de las ocasiones de
conflicto directo, o de la usurpación y la guerra civil, la inestabilidad sin duda había
desgastado la burocracia y el ejército, además de reforzar de forma constante una
cultura en la que la auto preservación y el éxito personal eran los objetivos
principales, casi los únicos. Tanto los propios emperadores como sus
administraciones pensaban menos en el bien general del Imperio que en su propia
supervivencia. No era una buena fórmula para lograr eficiencia. Lo que estaba por ver
era si la división del Imperio aumentaría la estabilidad política.
Otra consecuencia de la división del Imperio romano es que cada vez resulta más
difícil seguir nuestro relato. A pesar de que parece que lo más sencillo sería tratar los
imperios oriental y occidental por separado, hacerlo induciría a error. Los dos
imperios eran vecinos, estaban aún muy vinculados políticamente y, muy a menudo,
los problemas y decisiones de uno de ellos afectaban al destino del otro. Por tanto, es
mejor que, dentro de lo posible, mantengamos un enfoque cronológico, aunque en
ocasiones eso complique la historia.
¿LA CAÍDA?
SIGLOS V Y VI
ESTILICÓN
Incluso en periodos en los que los emperadores eran fuertes, sus oficiales y
comandantes de alto rango seguían pugnando de forma rutinaria y despiadada por
obtener poder, un ascenso e influencia. Cuando los emperadores eran débiles o
jóvenes, la pugna en esa eterna competición por el dominio era aún menos contenida.
En 395 los dos hijos de Teodosio eran jóvenes, y los acontecimientos que se
produjeron más tarde pondrían de manifiesto la extrema debilidad de sus caracteres.
Incapaces de contener a sus subordinados, cuando tuvieron la edad suficiente, se
acostumbraron sencillamente a hacer que se pelearan entre sí. Cualquiera que fuese
capaz de dominar al emperador se hacía de hecho con el poder supremo. En Oriente,
el primero que lo logró fue el prefecto del pretorio de Arcadio, Rufino, al que
seguirían una sucesión de cortesanos que, en la práctica, fueron los gobernantes del
Imperio de Oriente. Dichos hombres ocupaban diversos puestos oficiales, lo que,
desde casi todos los puntos de vista, era mucho menos importante que el control que
consiguieron ejercer sobre el joven emperador. Ese control nunca estaba asegurado y,
antes o después, todos perdieron el poder y sufrieron muertes violentas.
En el Imperio de Occidente, el poder real tendía a residir en aquel que controlaba
el grueso del ejército, más que en los funcionarios civiles. Durante los primeros trece
años del reinado de Honorio, ese hombre fue Estilicón, cuyo rango —por lo visto,
creado por él y para él— era el de «conde y jefe de todo el ejército», lo que le
convertía en el supremo oficial militar de los ejércitos occidentales. En Oriente no
había equivalente a ese puesto, sino que allí los diversos magister militum tenían el
mismo poder. En el año 395 Estilicón disponía de la ventaja añadida de que
numerosas unidades de ejércitos de campaña de Oriente habían permanecido en Italia
tras la derrota de Eugenio el año anterior. Estas unidades, sumadas a los regimientos
occidentales, incluyendo muchos de los que previamente habían luchado a favor del
usurpador, le facilitaron a Estilicón un contingente militar que ninguno de sus rivales
potenciales podía igualar.[9]
El padre de Estilicón era un vándalo que había mandado un regimiento de
caballería bajo el reinado de Valente, y sus detractores le echaron en cara esa
ascendencia «bárbara». Sin embargo, no hay razón para no considerarlo totalmente
E l hombre que más se benefició de la caída de Estilicón fue Olimpio, que era un
burócrata de alta jerarquía más que un soldado y, como magister officiorum, se
encontraba al frente de uno de los principales departamentos gubernamentales. Como
de costumbre se produjo una sangrienta purga de hombres asociados con el difunto
líder, y también las esposas y familias de los soldados bárbaros que se habían
mantenido leales a él fueron masacradas. La mayoría de los hombres que
sobrevivieron desertaron de inmediato y se unieron a Alarico. El hijo de Estilicón fue
perseguido y asesinado, aunque la tortura de los sospechosos no logró obtener
ninguna prueba de la alegación de que su padre había conspirado para proclamarle
emperador. Puesto que el acuerdo con Alarico había contribuido tanto a desacreditar a
Estilicón, Olimpio y Honorio se negaron a cumplirlo y rechazaron las tentativas de
reiniciar la negociación. No obstante, tampoco se prepararon para la guerra, y no
pudieron evitar que Alarico recibiera los refuerzos de otro grupo liderado por su
cuñado, Ataúlfo. Se hizo mucha propaganda de la victoria sobre éste, que logró una
partida de trescientos hunos enviados por Olimpio, pero eso no impidió que los dos
ejércitos godos se unieran.[3]
Alarico volvió a invadir Italia y consiguió avanzar sin hallar apenas oposición
hasta Roma, donde estableció un bloqueo en el invierno de 408-409. El ejército godo
conquistó Portus, la gran ciudad portuaria que abastecía Roma, cortando así el grueso
de sus suministros de alimento. Serena, la viuda de Estilicón, fue ejecutada bajo
cargos falsos de colusión con el enemigo. Se dice incluso que el Senado, inquieto,
quiso restablecer el sacrificio público y otros rituales paganos en un esfuerzo por
conjurar el mal de la ciudad. Zósimo declaró que el obispo de Roma —conocido cada
GALA PLACIDIA
Ataúlfo quedó al mando del ejército godo. Sus seguidores y él seguían siendo muy
ricos gracias al saqueo de Roma. También tenían con ellos a la hermana de Honorio
como prisionera, Gala Placidia. Contaba con poco más de veinte años y había sido
educada en el hogar de Estilicón y Serena, pero esa convivencia no parece haber
creado ningún vínculo afectivo: su primera aparición en la escena política fue cuando
ayudó al Senado a condenar a Serena a muerte. No estaba casada, muy posiblemente
porque Estilicón había albergado la esperanza de arreglar el matrimonio con su hijo.
Se convirtió en un rehén valorado, tratado con considerable respeto por los godos.[10]
En 409, Honorio, tras haberse visto incapaz de derrotar a Constantino, le había
reconocido como colega imperial. Para entonces, este último había invadido toda
Hispania y sofocado una rebelión promovida por algunos de los familiares de
Honorio, que habían sido ejecutados en su totalidad. Sin embargo, aun antes de que la
noticia llegara a Rávena, las relaciones entre los dos emperadores eran tensas y,
cuando Constantino llevó tropas a Italia para luchar contra Alarico, se rompieron por
completo. La sospecha de que se estaba urdiendo una conspiración impulsó a
Honorio a ejecutar a uno de sus magister militum, y no se produjo ningún esfuerzo
LOS HUNOS
La nación bárbara de los hunos […] creció tanto que más de cien ciudades fueron
tomadas y Constantinopla estuvo a punto de peligrar […] y había tantos asesinatos y
tanto derramamiento de sangre que era imposible contar los muertos. Incluso
tomaron las iglesias y los monasterios y mataron a grandes números de monjes y
monjas.
CALINICO, describiendo la invasión de los hunos en la década de 440.[1]
El Imperio de Oriente estaba mucho más expuesto a las razias de los hunos. La
situación parece haberse agravado poco a poco desde principios del siglo V, a medida
que, como de costumbre, las incursiones victoriosas fueron alentando ataques más
grandes y frecuentes. Surgieron algunos líderes hunos muy poderosos, como Rua, el
tío de Atila. En 422, el gobierno de Constantinopla accedió a pagarle trescientas
cincuenta libras de oro todos los años como precio para mantener la paz. En el año
434 exigió que esa cantidad se incrementara, y cuando los romanos se negaron lanzó
un ataque contra las provincias balcánicas. Sin embargo, Rua falleció poco después y
fue sucedido por Atila y su hermano Bleda. Parece que ambos se repartieron el reino
de su tío en vez de gobernar de forma conjunta. Durante un tiempo, la presión sobre
la frontera romana se redujo, pero en 440 los hermanos lograron extorsionar al
Imperio de Oriente y sacarle un pago anual de setecientas libras de oro. Los ministros
de Teodosio II se enfrentaban a otros problemas militares y puede que esa suma
pareciera un pequeño precio por la paz.[13]
Los chantajistas siempre interpretan la docilidad como un signo de debilidad e
incrementan sus exigencias. La paz resultó ser una ilusión y, en el plazo de un año,
los hunos empezaron a saquear Illyricum y Tracia de nuevo. Uno de los pretextos
para la reanudación de la guerra fue la presunta actividad del obispo de la ciudad de
Margus, que se supone que había cruzado el Danubio para despojar de oro las tumbas
de algunos reyes hunos. La propia Margus fue elegida enseguida como objetivo, y el
obispo empezó a preocuparse de que sus ciudadanos prefirieran entregarle al enemigo
a perecer todos por defenderle, así que desertó, uniéndose a los hunos, y sin demora
traicionó a la ciudad, acordando que algunos de sus asociados abrieran la puerta y
dejaran que el enemigo entrara en ella durante la noche.[14]
Otras ciudades amuralladas fueron tomadas mediante el ataque directo. Algunos
fragmentos de la historia de la época mencionan que los hunos empleaban arietes,
escalas y torres móviles para organizar los asaltos. Puede que hubieran copiado esa
tecnología de los romanos o bien que su mejora técnica se debiera a que ahora
contaban con numerosos contingentes que en el pasado habían servido con el ejército
romano. Tan importante como esas máquinas, simples en comparación con las
originales romanas, era la cifra de tropas que desplegaban, la capacidad de
mantenerlas en un lugar el tiempo suficiente para organizar un asedio y el hecho de
que estaban dispuestos a aceptar las pérdidas humanas del asalto. La habilidad de los
hunos para tomar lugares fortificados les diferencia de otros ejércitos tribales.
Singidunum (la actual Belgrado) y la gran ciudad de Sirmium fueron algunos de sus
objetivos y fueron abandonadas en ruinas. En 443, también arrasaron Naissus, otra
ciudad importante (y lugar de nacimiento de Constantino) que fue pasto de las llamas.
Una lujosa comida, servida en bandeja de plata, había sido preparada para nosotros y los invitados
bárbaros, pero Atila no comió más que carne en un plato de madera. También en todo lo demás se mostró
moderado; su taza era de madera, mientras que sus invitados recibían copas de oro y plata. Su traje era
sencillo también, con aspecto de limpio nada más. Llevaba la espada en el costado, las correas de los
zapatos y las bridas de su caballo no estaban adornadas, como las de otros hunos, con oro u otros
materiales costosos.[22]
Tal vez la ceremonia no fuera tan elaborada como la de las cortes imperiales, pero
estaba mucho más directamente imbuida con el espíritu del propio Atila. Confirmó su
favor a sus proceres, demostrando al mismo tiempo su poder al tratar a los
representantes romanos con menos honor. Gran parte del tiempo se mostró
indiferente a lo que estaba sucediendo, pero salpicó su silencio con estallidos de rabia
EL ÚLTIMO ROMANO
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Flavio Aecio nació en una de esas familias militares de las provincias balcánicas que
habían ocupado los rangos más altos del ejército y de donde habían salido un buen
número de emperadores en los siglos III y IV. Como muchos de aquellos emperadores,
pasó su carrera casi permanentemente en guerra, comandando regularmente tropas en
campañas contra oponentes extranjeros y romanos. Durante unos veinte años fue, con
mucho, el hombre más poderoso del Imperio de Occidente. Fue elegido cónsul y
magister militum tres veces, fue nombrado patricio en 435 y, sin embargo, nunca
intentó proclamarse emperador. Las guerras civiles en las que participó fueron
enfrentamientos que buscaban determinar quién dominaría la corte imperial. Otros
aspectos de su vida mostraban lo distintas que eran las condiciones en el siglo V: en
dos ocasiones durante su juventud fue enviado como rehén con unos líderes
extranjeros, primero con Alarico y, más tarde, con un líder huno. En siglos anteriores,
los romanos habían tomado rehenes con frecuencia, a los que se les daba educación
romana con la esperanza de despertar simpatía hacia su imperio. Los romanos no
entregaban rehenes a otros. En el siglo V el equilibrio de poder había cambiado
profundamente.
Aecio recibió una educación romana integral, complementada por la experiencia
de vivir entre pueblos extranjeros. Se convirtió en un jinete y arquero muy
competente gracias a los años pasados con los hunos. Lo que era todavía más
importante, llegó a comprenderlos y estableció relaciones que le serían de gran
utilidad durante su vida. Tras la muerte de Honorio, fue uno de los partidarios más
destacados del usurpador Juan, y se dirigió a territorio huno para reunir una fuerza de
auxiliares —quizá sea más correcto llamarlos mercenarios— con los caudillos que
conocía. Aecio y esos guerreros llegaron a Italia demasiado tarde para participar en la
campaña y se encontraron con que Juan había sido ejecutado y Valentiniano III había
sido proclamado emperador por un ejército oriental. Sus hunos permanecieron leales
a él, y a cambio de no reiniciar la guerra y de aceptar apoyar al nuevo emperador,
Aecio fue ascendido a magister militum de la Galia. Parece que al menos algunos de
los hunos se quedaron a su lado y combatieron en sus siguientes campañas contra los
francos, al oeste del Rin, y contra los godos establecidos dentro de la propia Galia.[25]
En aquellos años había otros dos comandantes compitiendo por la supremacía en
el Imperio de Occidente. Gala Placidia trató de hacer que surgieran disensiones entre
ellos, con la esperanza de impedir que cualquiera de los tres se hiciera con demasiado
poder y acabara siendo imposible de controlar. Más adelante, en 427, Félix, el
magister militum de más rango al mando del ejército imperial en Italia, envió tropas
para atacar a su colega Bonifacio, que estaba al mando de África. Esa fuerza fue
derrotada y en 430 Aecio había sustituido a Félix en su puesto y urdido su ejecución.
Dos años más tarde Bonifacio dirigió a su ejército hacia Italia para luchar por la
supremacía. Ganó la batalla, pero recibió una herida mortal durante el combate.
Aecio huyó y, en un momento dado, se dirigió hacia los hunos y formó una nueva
BRITANIA
Britania fue una de las últimas incorporaciones importantes al Imperio romano. Julio
César llegó al sureste en 55 a. C. y regresó con un contingente mayor al año
siguiente. No se produjo una ocupación permanente: las expediciones resultaron un
gran éxito propagandístico, pero obtuvo pocos beneficios prácticos y no tuvo como
resultado la creación de una provincia. Sin embargo, el comercio con Britania se
incrementó enormemente en las siguientes décadas y se estableció un cierto contacto
diplomático. Una serie de refugiados de la realeza que huían de las luchas de poder
tanto en el seno como entre las distintas tribus del sureste de Britania llegaron a la
corte imperial en busca de respaldo. Augusto decidió no intervenir, intuyendo que el
coste de la ocupación sería mayor que cualquier posible beneficio.
En el año 43 el emperador Claudio ansiaba desesperadamente obtener gloria
militar para fortalecer su endeble control del poder. Así pues, ordenó una gigantesca
expedición para invadir Britania, a la que incluso se desplazó en persona. Las tribus
del sureste fueron rápidamente vencidas o se rindieron, pero en las demás zonas el
progreso fue más lento, aunque tampoco sabemos con certeza qué parte de Britania
planeaban conquistar los romanos. En el año 60 estuvieron a punto de perder el
territorio que ya controlaban: la reina Boudica de los ícenos se rebeló y muchas otras
tribus anteriormente pro romanas se unieron a ella. Las tres ciudades más grandes de
la provincia —Londinium (Londres), Camulodunum (Colchester) y Verulamium
(Saint Albans)— fueron saqueadas. Por fin, una batalla decisiva, seguida por una
despiadada acción punitiva, aplastó la rebelión, que ya nunca volvió a repetirse. A lo
largo de las siguientes décadas se realizaron nuevas conquistas en el oeste y al norte:
lo que pasaría a ser Gales y el norte de Inglaterra fueron ocupados tras una durísima
lucha; en 84 un ejército romano obtuvo una victoria en algún lugar de Escocia,
mientras que parte de la flota dio la vuelta a Britania y demostró que se trataba de una
isla.[7]
Claudio envió cuatro legiones y una fuerte tropa de auxiliares a invadir Britania.
Una generación más tarde, la guarnición fue reducida a tres legiones, aunque el
número de auxiliares parece haberse incrementado. Un cálculo de los efectivos de la
guarnición de Britania de mediados del siglo II los cifra en cincuenta mil hombres, si
bien un número tan alto parece asumir que todas las unidades registradas en la
provincia estuvieran allí simultáneamente. Aunque la auténtica guarnición hubiera
sido más pequeña, sin duda era una parte sustancial de todo el ejército romano,
aproximadamente una décima o una octava parte. Algunas tropas estaban
estacionadas en el oeste, sobre todo en Gales, pero el grueso de la guarnición
provincial estaba desplegado en el norte. Fue también en el norte donde se crearon
EL FINAL
A finales del siglo IV, Britania formó una diócesis bajo el mando de un vicarius que
residía en Londres y que respondía ante el prefecto del pretorio. La diócesis estaba
subdividida en cuatro o cinco provincias. La existencia de la quinta es incierta:
Valentiniano I formó una provincia llamada Valentia, en su honor, pero queda poco
claro si eso supuso la creación de una nueva o si se le había dado un nuevo nombre a
una provincia ya existente. La Notitia Dignitatum enumera tres mandos militares en
Britania. El comes britanniae comandaba una fuerza de comitatenses que consistía en
tres unidades de infantería y seis de caballería. La proporción de regimientos de
infantería frente a los de caballería es poco habitual, aunque los primeros solían ser
mayores que los segundos y hace pensar que esas fuerzas de caballería eran
contingentes concebidos para perseguir a reducidas bandas de asaltantes, más que
para luchar en batallas de gran envergadura. Se suele considerar que esta pequeña
fuerza de campaña es una creación posterior, tal vez de Estilicón, debido a los
registros de despachos de unidades de ejércitos de campaña desde la Galia para
abordar problemas surgidos en Britania durante el siglo IV. El dux britanniarum
comandaba unidades de limitanei, la mayoría estacionadas en el norte y entre las que
se contaban las guarniciones de algunos famosos fuertes del muro de Adriano. Por
último, estaba el «conde de la Costa Sajona» (comes Litoris Saxonici per Britannias),
que controlaba a los limitanei situados en las coste del este y el sur, desde Brancaster,
cerca de Wash, hasta Portchester no lejos de la actual Portsmouth. Un estudio ha
calculado que los efectivos máximos totales de esas tropas eran de veinte mil, pero
considera que en realidad eran inferiores, cerca de doce mil. Como de costumbre, es
probable que el verdadero número de efectivos en un momento dado haya sido muy
inferior a los del ejército sobre el papel.[12]
De la guarnición de Britania salieron tres usurpadores entre 406 y 407.
Evidentemente, seguía habiendo suficientes tropas para que el último de ellos,
TRAS EL FIN
El gobierno romano en Britania finalizó con una rebelión contra Constantino III. Por
lo que sabemos, no fue una revuelta contra Roma o contra el propio Imperio, ya que,
INVASORES
Los libros más antiguos tienden a describir la llegada de los sajones, los anglos, los
jutos y las demás tribus como una invasión masiva que exterminó o expulsó a todos
los habitantes británicos del sureste. Más adelante, esos pueblos seguirían
expandiéndose, creando reinos y, con el tiempo, se mezclarían dando lugar a los
anglosajones, hablarían su propia lengua germánica y tendrían sus propias
costumbres y leyes sin la influencia de las ideas romanas o británicas. Los
descendientes de la población de la Britania romana fueron llamados «galeses», o
extranjeros, y se les obligó a retirarse a enclaves en Cornualles, Gales y el noroeste.
Fue así como se creó Inglaterra.[29]
En épocas más recientes, las ideas en torno a esos hechos y a migraciones más
antiguas han cambiado profundamente. Los estudiosos han puesto en duda la
importancia de esos movimientos, sugiriendo que la población indígena superaba
ampliamente en número a los invasores. Al mismo tiempo, a menudo se ha restado
peso a la violencia con la que entraron en la isla, haciendo especial hincapié en la
idea de que muchos de ellos llegaron en calidad de mercenarios. El descubrimiento
de cementerios que parecen demostrar que los sajones y los britanos eran enterrados
en los mismos lugares ha sido interpretado como una prueba de que ambos grupos
fueron capaces de coexistir en paz. Otros eruditos han dejado de considerar la
difusión de los estilos sajones —de nuevo, en gran parte, a partir de hallazgos en las
tumbas y fundamentalmente de piezas de metalistería como broches y hebillas de
cinturones— como un indicativo del avance de dichos pueblos, y se ha sugerido que
los britanos imitaron de manera deliberada esos estilos, asociándose por propia
voluntad a los pueblos germánicos por motivos políticos.[30]
Como de costumbre en estos casos, el péndulo se ha movido demasiado hacia el
otro extremo y es importante volver a analizar la evidencia encontrada. Los hallazgos
sajones se hacen mucho más comunes en torno a las décadas intermedias del siglo V.
La mayoría se encuentran en el este de Inglaterra y el grupo más grande de vestigios
procede de enterramientos. Inicialmente adoptan la forma de cremaciones, pero poco
* * *
No existen pruebas firmes de que Arturo realmente existiera, y las menciones que
encontramos de él en las fuentes son comparativamente tardías. Por otro lado, no hay
motivo para pensar que no haya existido, y es difícil encontrar a una persona —tal
vez en especial entre los británicos— que no desee que efectivamente fuera real. Es
evidente que los siglos V y VI fueron años de conflictos frecuentes, una época que
propició la aparición de numerosos guerreros y caudillos. El hecho de que uno de
ellos fuera especialmente exitoso y carismático es bastante verosímil, aunque es
igualmente posible que las historias elaboradas con posterioridad sean una amalgama
de las proezas de muchos hombres generosamente adornadas con mitos. Aparte de no
saber si el personaje de Arturo forma parte de la leyenda o de la realidad, hay muchos
El reino godo era la potencia más influyente dentro del Imperio de Occidente,
sencillamente porque fue capaz de reunir el ejército más fuerte. Ningún otro grupo
por sí solo —incluyendo los restos del ejército romano— era capaz de igualar el
poderío militar que poseía el rey godo. Había otros centros de poder, como el reino
burgundio que se creó en la Galia oriental con la aquiescencia de Aecio, y los
francos, ahora firmemente establecidos al oeste del Rin. En Hispania, los suevos
nunca habían estado completamente bajo control romano y hacía mucho que los
romanos habían perdido el norte de África frente a los vándalos. Desde varios puntos
de vista, esos distintos grupos se mantenían controlados entre sí, y los romanos
continuaban empleando a un grupo de bárbaros para luchar contra el otro. Avito
envió a los godos, así como a varios contingentes de francos y burgundios, a atacar a
los suevos. Mayoriano siguió contratando a los godos para luchar en Hispania, a
pesar de un breve conflicto que había tenido con ellos en la Galia. Eran demasiado
valiosos como aliados y demasiado peligrosos como enemigos para arriesgarse a
mantener una confrontación prolongada. Simplemente, era mucho más atractivo
emplear sus tendencias agresivas contra otras amenazas. En relativamente poco
tiempo, los suevos quedaron confinados de forma permanente en el extremo noroeste
de la Península Ibérica. Su reino perduraría en esa región durante siglos, pero nunca
volvería a suponer más que una amenaza limitada a nivel local. Es poco probable que
los éxitos de los godos realmente tuvieran como consecuencia que algún territorio
volviera a quedar bajo control imperial directo. Eso se verificó con total claridad
después de 466, cuando Teodorico II fue asesinado y sustituido por su hermano
menor Eurico: el nuevo rey expandió abiertamente su propio reino en la Galia e
Hispania.[6]
A diferencia de los suevos, los vándalos eran más difíciles de alcanzar y no era
posible hacerles frente simplemente persuadiendo a otro grupo bárbaro de que les
atacara. Llegar a África requería una flota suficientemente grande para transportar un
ejército numeroso hasta la provincia africana, así como las provisiones necesarias
para garantizar su manutención allí. Aun contando con recursos sustanciales, una
UN MUNDO CAMBIANTE
Cuando aparecen descritos como líderes que hacían que la población local se uniera
para defenderse de los ataques de que eran víctimas, los obispos son presentados bajo
una luz menos negativa. El biógrafo de San Germano dice que encabezó una fuerza
improvisada de britanos que derrotó a un ejército de saqueadores. San Sidonio
Apolinar, obispo de Clermont, desempeñó un papel menos espectacular y, en última
instancia, menos exitoso cuando se opuso a la agresión de los godos de Eurico. San
Sidonio, miembro de la aristocracia provincial gala, había entrado en la Iglesia a una
edad bastante avanzada en comparación con otros clérigos. Tanto por su educación
como por su inclinación, San Sidonio era profundamente tradicional y sus escritos
nos explican muchas cosas sobre cómo se adaptaron los líderes provinciales a la
nueva realidad de que hubiera reyes bárbaros viviendo a su lado y entre ellos. San
Sidonio dejó un retrato muy detallado y, en general, elogioso del rey godo Teodorico
II:
Su figura está bien proporcionada, es más bajo que los muy altos, más alto y más dominante que el
hombre medio. La parte superior de su pelo está redondeada y en ella su cabello rizado se retira
suavemente de la lisa frente […]. Su barbilla, garganta y cuello no tienen grasa, sino que están llenos; su
piel es blanca como la leche.[15]
Describe la rutina diaria del rey, que incluía un servicio arriano antes del
amanecer en el que «reza con gran seriedad, aunque, entre nosotros, se puede ver que
su devoción es más rutina que convicción». Después, se dedicaba a la administración,
a recibir delegaciones, antes de hacer una pausa para visitar su erario o sus establos.
[16]
La descripción está bastante lejos del arraigado estereotipo del bárbaro. Incluso la
afirmación de que los peticionarios tenían más posibilidades de éxito si dejaban que
Teodorico ganara en los juegos de tablero o de dados se aproxima sólo en parte a ese
cliché. Desde muchos puntos de vista, San Sidonio podría igualmente haber estado
En la época en la que el Imperio romano todavía existía, los soldados de muchas ciudades eran
contratados con dinero público para servir como vigilantes en las murallas. Cuando esta práctica se
abandonó, las formaciones militares se disolvieron y, al mismo tiempo, se permitió que la muralla se
deteriorara. Las guarniciones de Batavis, sin embargo, se mantuvieron en su lugar. Algunos de los
soldados habían ido a Italia a buscar el último pago para sus camaradas, pero de camino habían sido
atacados y aplastados por los bárbaros.[21]
Los cadáveres de los muertos acabaron corriente abajo, flotando en el río, y fueron descubiertos. El
panorama que se desprende de la historia es que los últimos restos del ejército fronterizo sencillamente
desaparecieron cuando la paga, las provisiones y cualquier otro tipo de apoyo dejó de llegar. Al menos
una comunidad contrató a un grupo de bárbaros para protegerse, pero la guarnición que introdujeron en
esos términos en la ciudad amurallada pronto fue considerada una carga. Aprovechando el caos
provocado por un terremoto, los bárbaros fueron expulsados de la ciudad, e incluso algunos de ellos se
mataron entre sí en la confusión.[22]
En esos días, la vida en Noricum era peligrosa, pero no existía un único enemigo, sino que había un
abanico de tribus diversas, entre las que se cuentan los rugios, los hérulos, los godos y los alamanes, así
como distintos caudillos o reyes. Todos estos grupos se dedicaban a saquear la provincia, normalmente
mediante incursiones de pequeña escala cuyo objetivo era obtener botín y prisioneros. Ocasionalmente,
llegaron a destruir comunidades enteras, por lo general, haciendo caso omiso de las advertencias previas
de San Severino. Parece que algunos caudillos, entre los que destaca el rey Feva de los rugios, se habían
establecido de forma permanente en las provincias y habían sometido a parte de la población provincial a
su dominio. En ocasiones, San Severino logró moderar las acciones de algunos de estos líderes, pero
incluso sus éxitos eran siempre temporales. La tendencia general era que se fuera destruyendo o
abandonando una comunidad tras otra y que la población se fuera alejando del Danubio. Con el tiempo,
una amplia parte de la población superviviente abandonó la provincia por completo llevándose con ellos
los restos de San Severino, que había fallecido en 482.[23]
EL ÚLTIMO EMPERADOR
En el Imperio de Occidente, las relaciones entre Antemio y Ricimero se fueron
deteriorando con el tiempo, y en 472 se desencadenó una guerra abierta entre el
emperador y su general. Antemio empleó los servicios de un ejército de godos
procedentes del Danubio, parte de un grupo más amplio que ahora se conoce como
los ostrogodos o «los godos del este», para distinguirlos de los visigodos o «los godos
del oeste», establecidos en la Galia (los términos en realidad no aparecieron hasta el
siglo VI y a esas alturas los ostrogodos seguían divididos en diversos grupos
diferentes). La ayuda de los godos resultó insuficiente y el emperador fue derrotado y
ejecutado en julio. Ricimero lo sustituyó por uno de los pocos hombres que quedaban
que tuviera alguna relación, aunque fuera vaga, con la casa de Teodosio: se trataba de
un aristócrata romano llamado Olibrio, que estaba casado con la hija menor de
Valentiniano III, Placidia. La diplomacia había conseguido que la pareja regresara de
su cautiverio entre los vándalos unos años antes. El nuevo régimen duraría muy poco:
tanto Ricimero como Olibrio murieron de enfermedad con unas semanas de
diferencia en el otoño de 472.[24]
El mando del ejército de Italia pasó a manos del sobrino de Ricimero,
Gundobado. En 473, éste designó un nuevo emperador, un funcionario de la corte
llamado Glicerio, nombramiento que el emperador León se negó a reconocer.
Gundobado era príncipe burgundio, además de oficial romano y, en un momento
dado, parece que decidió que tenía más posibilidades de obtener poder y éxito entre
los miembros de su propio pueblo. Se marchó de Italia buscando satisfacer sus
nuevas ambiciones y nunca regresó. En 474 el Imperio de Oriente respaldó una
invasión de Italia dirigida por el general Julio Nepote. Glicerio fue depuesto, pero le
perdonaron la vida y se retiró para convertirse en obispo. Julio Nepote fue
proclamado emperador. Como el de sus inmediatos predecesores, su gobierno apenas
obtuvo reconocimiento fuera de Italia, a pesar de que fue aceptado por
Constantinopla. Fue decisión suya entregar Clermont a los visigodos, para
indignación de San Sidonio Apolinar.
El poder de Nepote fue cuestionado incluso dentro de la propia Italia. Las tropas
italianas —al parecer, todas ellas contingentes de las tribus germánicas que incluían
EL OESTE Y EL ESTE
Teodorico […] se hizo con la supremacía sobre los godos y los italianos. Y aunque no
reclamó el derecho de asumir ni la vestimenta ni el nombre de emperador de los
romanos, fue llamado «rex» hasta el final de su vida […], aun así, en el gobierno de
sus propios súbditos, se entregó a sí mismo con todas las cualidades que posee uno
que ha nacido emperador. Porque era extremadamente cuidadoso en la observación
de la justicia…
PROCOPIO, historiador romano del Imperio de Oriente, c. 551.[1]
Nuestra realeza es una imitación de la vuestra […], una copia del único Imperio.
CASIODORO, aristócrata italiano que se labró una carrera al servicio de los reyes
ostrogodos, c. 537.[2]
A finales del siglo V, el territorio que una vez controlara el Imperio de Occidente
estaba dividido en varios reinos separados. Los visigodos controlaban gran
parte de la Galia y casi toda la Península Ibérica, pero en el noroeste los suevos
mantenían aún una pequeña parte de lo que fue su reino y, de igual modo, los
vascones —de los que los actuales vascos se declaran descendientes— eran
independientes de facto en sus tierras, situadas a lo largo de la costa noreste. Los
visigodos no eran tampoco el único poder de la Galia: había un importante reino
franco en el norte y unos estados más pequeños de burgundios y alamanes al este. En
la zona más al norte, algunas regiones habían sido colonizadas por sajones. Bretaña
estaba controlada por una combinación de la antigua población de la provincia y los
descendientes de los refugiados que habían llegado allí huyendo de Britania. Al otro
lado del Canal, Britania estaba dividida en muchos grupos diferenciados y el este
estaba dominado por gobernantes que eran sajones o provenían de otras tribus
germánicas norteñas. Los vándalos seguían controlando el norte de África, aunque en
la zona sur tenían que hacer frente a la presión de los moros. Por último, la propia
Italia estaba en manos del rey Teodorico y los ostrogodos.
Dar una impresión de estabilidad o permanencia en este momento induciría a
error: los conflictos entre los distintos reinos emergentes, así como en su propio seno,
eran frecuentes. Los líderes mataban y mandaban asesinar a rivales que formaban
parte de sus propias familias, así como a caudillos de otros linajes. Una rama de la
AUGE Y CAÍDA
Dios nos ha concedido lograr firmar la paz con los persas, convertir a los vándalos,
los alanos y los moros en nuestros súbditos y obtener la posesión de toda África y
más allá, y confiamos en que consentirá en que establezcamos nuestro imperio sobre
el resto de aquéllos a quienes los antiguos romanos gobernaron desde las fronteras
de un océano hasta el otro y luego perdieron por culpa de su negligencia.
El emperador JUSTINIANO, abril de 536.[1]
E l emperador Anastasio tenía casi noventa años cuando murió, el 9 de julio del
año 518. No tenía hijos y no había señalado sucesor. Después de muchas
maniobras en la corte imperial, Justino, el comandante de la guardia personal del
emperador (los excubitores) llegó al poder a base de sobornos. Empezaron a correr
rumores de que utilizaba para sus pagos el dinero que le entregaba el chambelán,
quien, siendo eunuco, no podía aspirar al trono en persona. Supuestamente, Justino
había acordado comprar el apoyo para otro candidato, pero después cambió de
opinión y empleó los fondos para su propia candidatura. Ese hombre, que en aquel
momento tenía entre sesenta y setenta años, procedía originalmente de una zona rural
de las provincias balcánicas en las que se hablaba latín. Justino no era miembro de la
aristocracia establecida, pero, como de costumbre, deberíamos ser precavidos a la
hora de aceptar el esnobismo de nuestras fuentes y etiquetarlo como un campesino.
La maliciosa afirmación de que era analfabeto es extremadamente improbable en
alguien con un rango de tan alta jerarquía. Con todo, su auge fue ciertamente
espectacular y demostró una vez más la gran influencia que tenían los oficiales y
funcionarios de alto rango de la corte.[2]
Uno de los sobrinos de Justino era un oficial subalterno en otra de las unidades de
la guardia imperial, los calididad. Ese hombre —Petro Sabbatio— fue rápidamente
ascendido, a continuación, el emperador le adoptó y Sabbatio tomó el nombre de
Justiniano. Antes de fallecer en 527, Justino convirtió a Justiniano en su colega
imperial, de modo que en esta ocasión la sucesión se llevó a cabo sin violencia.
Justiniano gobernaría como emperador único hasta su fallecimiento en 565. Algunos
le consideraban la auténtica figura de poder tras Justino y, aun cuando esa afirmación
era una exageración, es cierto que estuvo en el centro mismo del poder durante más
de cuarenta años, un periodo de continuidad excepcionalmente largo, incluso en una
EL ANTIGUO ENEMIGO
En el siglo V, por lo general, las relaciones entre el Imperio de Oriente y la Persia
sasánida habían sido pacíficas, en marcado contraste con lo sucedido en siglos
anteriores. Se convirtió en algo normal que el emperador romano y el rey persa se
refirieran el uno al otro como «hermano» en sus contactos diplomáticos. De hecho,
Persia era reconocida como un igual del Imperio y hacía mucho tiempo que los
sueños romanos de conquistarla se habían desvanecido. La larga paz venía reforzada
por los demás problemas que tenían que afrontar ambas potencias. Los persas se
enfrentaban a la creciente amenaza de los grupos nómadas, como los hunos sabiros,
al norte, y los heftalitas o hunos «blancos», al noreste. Es cuestionable hasta qué
punto alguno de estos dos grupos estaba relacionado con los hunos de Atila, y puede
que se diera el nombre de «huno» a todo grupo nómada que se considerara que
luchaba con un estilo similar. Sus razias eran frecuentes y varias expediciones
enviadas para castigarlos terminaron en desastre. Un rey persa fue incluso asesinado
en batalla, algo que los romanos no habían conseguido jamás en todas sus
prolongadas guerras con Persia. El estallido de varios brotes de guerra civil
consecutivos debilitó aún más el poder sasánida, por lo que los dirigentes persas
trataron de evitar enfrentamientos graves con sus vecinos romanos.[7]
Las guerras contra Persia fueron los conflictos más importantes que entablaron los
romanos en el siglo VI. En varias ocasiones, reunieron ejércitos de treinta mil
hombres, quizá de hasta cuarenta mil. Eran contingentes grandes según los estándares
de cualquier periodo de la historia romana y la dimensión de los ejércitos persas era
similar o incluso mayor. El coste de mantener las numerosas fortalezas en la frontera
oriental también era inmenso. Varias veces, al regresar a ellas los romanos se
encontraban con que se habían deteriorado, algo a lo que sin duda contribuyó la serie
de terremotos que sacudió la zona en este periodo. En cualquier caso, siempre fueron
reconstruidas de nuevo. Justiniano también destinó importantes fondos a defender la
frontera balcánica de las diversas tribus que amenazaban la región. Sin embargo,
aunque ese frente estaba más cerca de la propia Constantinopla, es evidente que los
persas siempre fueron considerados sus enemigos más peligrosos e importantes. Se
solían tomar recursos de cualquier otro campo de batalla para reforzar las defensas
orientales, lo que hace todavía más sorprendente que los éxitos más espectaculares
del reinado de Justiniano se consiguieran en el Mediterráneo occidental.[16]
En 533 Justiniano envió a Belisario a invadir el reino vándalo del norte de África.
La paz eterna del año anterior con Persia había convertido la frontera del este en una
frontera segura, pero, con todo, seguía siendo una empresa arriesgada. Los asesores
más influyentes del emperador le recordaron el costoso desastre de 468 y le instaron a
abandonar el plan. No obstante, Justiniano intuía que tenía ante sí una buena
oportunidad: recientemente, los vándalos se habían visto envueltos en una disputa
dinástica y además tenían que enfrentarse a varias rebeliones, tanto en África como
en algunas de las islas que controlaban. Asimismo, los ostrogodos habían accedido a
permitir que los romanos utilizaran los puertos de Sicilia como escalas para la flota
de invasión. Justiniano decidió correr el riesgo. Belisario recibió una gran flota de
refuerzo y un ejército de al menos quince mil hombres (existen ciertas dudas sobre el
total, ya que no se sabe si esa cifra incluía su propio regimiento de caballería,
bastante numeroso también). Puede que el total real del ejército fuera de unos cuantos
miles de hombres más. Sin duda, era un contingente considerable para los estándares
de la época y, sin embargo, también es cierto que el ejército y la flota no eran
mayores que los que participaron en las desastrosas expediciones del siglo V. No
había absolutamente ninguna garantía de éxito y un fracaso habría perjudicado
seriamente a Justiniano.[17]
El resultado fue un triunfo espectacularmente veloz y arrollador. Las principales
fuerzas vándalas estaban en otras zonas cuando los romanos llegaron a tierra: el rey
Gelimer se encontraba al sur del país luchando contra un grupo de rebeldes, mientras
que gran parte de sus mejores tropas estaban lejos, en Cerdeña, haciendo frente a otra
insurrección. Los romanos pillaron desprevenidos a los vándalos, que concentraron
El Imperio de Justiniano sufrió a causa del prolongado conflicto con Persia, de otras
guerras en numerosos frentes, así como a consecuencia de diversas catástrofes
naturales, de las cuales la más grave fue con mucho la gran peste. Algunas de las
guerras fueron iniciativa suya y, en todos los casos, los beneficios o ganancias se
vieron sobrepasados por los gastos y las pérdidas. Cuando acabó el reinado de
Justiniano, el Imperio no era sensiblemente más fuerte y sus recursos sin duda habían
sido estirados al máximo. Los acontecimientos de esos años ponían claramente de
manifiesto que el poder del Imperio del siglo VI era limitado: no tenía capacidad para
recuperar los territorios romanos perdidos en el oeste y restaurar así la grandiosidad
del antiguo Imperio unificado. En general, la llegada de los romanos orientales fue
recibida con considerable cordialidad por la población de las regiones occidentales, si
bien normalmente fue necesario que pasara cierto tiempo antes de que los locales se
convencieran de que su presencia sería permanente y, por lo tanto, de que era seguro
mostrarles su apoyo.
En varios casos, la corrupción y venalidad de los comandantes y funcionarios
orientales acabó rápidamente con esa buena voluntad. El emperador no podía
controlar por completo a sus representantes, del mismo modo que a sus generales a
menudo les resultaba imposible dominar a sus tropas. Los éxitos militares del reinado
de Justiniano se debieron en parte a un grupo de generales de talento —entre los que
destacaban Belisario y Narsés— y aún más a los recursos, todavía importantes, del
Imperio. En repetidas ocasiones los romanos fueron capaces de destinar tropas y
fondos a una campaña a una escala que nadie aparte de los persas podía igualar. Si el
gobierno de Constantinopla poseía la suficiente determinación y estaba dispuesto a
invertir los recursos necesarios, entonces las posibilidades de que alguno de los reinos
occidentales pudiera resistirse a largo plazo al empuje de sus ejércitos eran escasas.
[25]
* * *
AÑO
Severo fallece en Britania y es sucedido por sus hijos Caracalla y Geta. Geta es asesinado por
211
Caracalla.
Caracalla dicta la Constitutio Antoniniana, que otorga la ciudadanía romana a casi todos los
212
habitantes libres del Imperio.
Caracalla, asesinado a las afueras de Carras. El prefecto del pretorio Macrino es proclamado
217
emperador. Es el primer équite elegido emperador.
Elagábalo es proclamado emperador en una rebelión organizada por su madre, Soemias. Sus
218
defensores derrotan a Macrino en batalla. Macrino huye, pero finalmente es asesinado.
La fecha precisa no está clara, pero hubo varios intentos frustrados de usurpación en Siria por parte
218-222
de Seleuco, Uranio, Gelio Máximo y Vero.
222- La fecha no está clara, pero en algún momento durante el reinado hubo un intento frustrado de
235? usurpación por parte de Taurino, probablemente en Siria.
El rey parto Artabano V es derrotado y asesinado por el rebelde Ardashir, rey de Persia. Creación
224
de la dinastía sasánida que gobierna el Imperio persa hasta el siglo VIII.
232 Severo Alejandro lucha contra los persas, pero sin éxito.
235-238 Los persas ocupan buena parte de Mesopotamia y toman Nisibis y Carras.
Las fechas no están claras, pero se sabe que, en la zona del Rin, Magno y Quartino intentaron sin
235-238
éxito usurpar el trono.
Gordiano III lucha contra los persas. Logra algunos éxitos, pero la guerra concluye en fracaso.
242-244
Gordiano III muere, quizás asesinado. El prefecto del pretorio Filipo es proclamado emperador.
Fechas y detalles inciertos, pero hubo intentos fallidos de usurpación por parte de Marco en Siria,
244-249
Silbanaco en Germania y Sponsiano, probablemente en Panonia.
Filipo celebra una ceremonia en Roma para conmemorar el milenario de la fundación de la ciudad.
248
Decio lucha con éxito en el Danubio.
249-250 Decio emite el decreto «sacrificial» que llevó a la persecución de los cristianos.
250
Usurpación frustrada de Julio Prisco en Oriente y de Valente en Roma.
(251)
Decio, derrotado y asesinado por los bárbaros (probablemente godos) liderados por Cniva.
251
Hostiliano y Treboniano Galo son proclamados emperadores. El primero fallece poco después.
Emiliano se rebela en el Danubio. Derrota y asesina a Galo, pero él mismo es asesinado unos meses
más tarde por sus propias tropas. Valeriano es proclamado emperador en el Rin y nombra augusto a
253
su hijo Galieno. Los godos lanzan razias navales desde el mar Negro. Sapor I lanza una importante
razia y toma Antioquía. Usurpación de Uranio Antonino, que se enfrenta con éxito a los persas.
Se desconocen la fecha y los detalles precisos, pero se produce un intento de usurpación en Siria
253-259
por parte de Mareades.
Importantes razias al otro lado del Rin y del Danubio. Uranio Antonino es derrotado por Valeriano.
254
Los persas recuperan Nisibis.
Segunda serie importante de razias godas por mar. La costa norte de Asia Menor sufre graves
255
ataques.
258 El usurpador Ingenuo se rebela en el Danubio, pero es rápidamente derrotado por Galieno.
Asaltantes bárbaros (posiblemente alamanes) atacan gran parte de la Galia. Un grupo de iutungos
259
entra en Italia.
Valeriano inicia una campaña contra los persas, pero es capturado y retenido como prisionero
durante el resto de su vida, lo que provoca una oleada de usurpaciones, incluyendo la de Regaliano
260
en Illyricum, Valente en Macedonia, Póstumo en la Galia, Regaliano en el Danubio, Macriano y
Quieto, y Balista en el este, y otros en Egipto, Italia y posiblemente en África.
Macriano es derrotado y asesinado por el ejército de Galieno, Quieto es asesinado por Odenato, que
es nombrado dnx y comandante del este. Valente se rebela en Macedonia, pero más tarde sus
261
propias tropas le dan muerte. Se produce un intento fallido de usurpación por parte de Musió
Emiliano, gobernador de Egipto.
262 Odenato emprende una exitosa campaña contra los persas y llega a Ctesifonte.
266 Odenato vuelve a atacar Ctesifonte. Los godos vuelven a emprender razias en Asia Menor.
Odenato es asesinado. El poder pasa a su esposa Zenobia, aunque nominalmente lo recibe su hijo
266-267
Vabalato.
Aureolo, general de Galieno, se rebela contra él. Los godos emprenden amplias razias en los
267
Balcanes y Grecia. Atenas es saqueada.
Claudio derrota a los godos. Póstumo es asesinado por sus soldados y Mario es proclamado
269 emperador en la Galia, aunque es eliminado enseguida. Le sucede Victorino. Zenobia comienza a
ampliar su control de las provincias orientales.
Claudio II muere víctima de la peste y es sucedido por su hermano Quintilo, que es derrocado por
270
Aureliano. Zenobia ocupa Egipto, Siria y Asia Menor.
Vabalato es declarado emperador. Aureliano derrota a Victorino, que es asesinado y sustituido por
271 Tétrico. Las provincias dacias son abandonadas. Aureliano ordena la construcción de una enorme
muralla defensiva alrededor de Roma.
272 Aureliano derrota a Zenobia y reconquista las provincias orientales. Muere Sapor I.
275 Aureliano es asesinado. Tácito es declarado emperador con la aprobación del Senado.
Tácito es asesinado. Le sucede el prefecto del pretorio Floriano. Probo se rebela y es declarado
276 emperador por las legiones orientales. Derrota a los godos. Floriano es asesinado por sus propios
hombres, que se pasan al bando de su rival.
Probo es asesinado y sustituido por Caro que, a continuación, emprende varias campañas contra los
282
bárbaros en el Danubio.
Caro ataca Persia, pero muere cerca de Ctesifonte. Le sucede Carino, que gobierna en Occidente, y
283
Numeriano, que controla Oriente
Numeriano es asesinado en un complot dirigido por el prefecto del pretorio, Apro. Diocleciano es
284
proclamado emperador y de inmediato da muerte a Apro.
Constancio y Galerio son nombrados césares para constituir la tetrarquía. Disputa sobre la sucesión
293
en Persia. Constancio toma Boulogne. Carausio es asesinado y sustituido por Alecto.
296 Constancio derrota a Alecto y recupera Britania. Los persas invaden Armenia.
Galerio es derrotado por los persas cerca de Carras. Domicio Domiciano se rebela en Egipto,
297
proclamándose emperador.
Galerio obtiene una victoria importante sobre los persas y toma Ctesifonte. Diocleciano sofoca
298
personalmente la rebelión de Domiciano en Egipto.
299 Negociación de un tratado de paz con Persia. Las condiciones son muy favorables para Roma.
Galerio y Severo invaden Italia, pero en un momento dado se retiran. Severo es capturado por
307
Majencio y, más tarde, es ejecutado.
Muerte de Galerio. Antes de fallecer, promulga un edicto de tolerancia en el que otorga el derecho
311 de culto a varios grupos, entre los que se encuentran los cristianos. En ocasiones, Maximino Daza
no respeta el edicto. Diocleciano también muere en este momento (o tal vez en 312).
Constantino y Licinio se alian. Licinio derrota a Maximino Daza. Los aliados promulgan un edicto
313
que confirma la libertad de religión, el llamado Edicto de Milán.
Estalla la guerra entre Constantino y Licinio. Constantino obtiene la victoria en Cibalae. Licinio
316
cede prácticamente todas sus provincias europeas como precio a cambio de firmar la paz.
Reanudación de la guerra entre Constantino y Licinio, que es derrotado y obligado a retirarse, pero
324 que, más tarde, muere ejecutado. El hijo de Constantino, Constancio II es declarado césar.
Constantino ordena empezar las obras en Constantinopla.
Constantino ejecuta a su hijo Crispo y a su esposa Fausta. La madre de Constantino, Helena, visita
326
Jerusalén y, supuestamente, localiza numerosos lugares y reliquias vinculados al cristianismo.
340 Guerra civil entre Constantino y Constante. Constantino es asesinado en una escaramuza.
355 Breve usurpación por parte de Silvano en la Galia. Los francos saquean Colonia.
La guerra civil entre Juliano y Constancio termina con la muerte de este último por causas
361
naturales.
Juliano lanza una invasión de envergadura contra Persia. Sin embargo, queda paralizado en
363 Ctesifonte e inicia la retirada, pero fallece en una escaramuza. El ejército proclama emperador a
Joviano.
Joviano acepta un tratado de paz que favorece enormemente a los persas. Les cede territorio,
incluyendo la crucial fortaleza fronteriza de Nisibis. Joviano muere —quizá de forma accidental—
364
cerca de Ancira. Valentiniano es proclamado emperador y nombra augusto a su hermano Valente.
Ambos se dividen el Imperio: Valentiniano se queda con el oeste y Valente el este.
Campaña de Valentiniano en el Rin, pero sufre una apoplejía y muere. Sus hijos Graciano y
375
Valentiniano II le suceden en Occidente. Teodosio I el Grande es ejecutado.
Se concede permiso a los tervingos, un pueblo godo, para cruzar el Danubio y entrar en territorio
romano. No obstante, no se gestiona bien su recepción y se rebelan. Otro grupo de godos,
La guerra contra los godos finalmente concluye y éstos se asientan en territorio romano. El altar de
382
la Victoria es retirado de la Casa del Senado de Roma.
Magno Máximo se rebela en Britania e invade la Galia. Derrota y mata a Graciano. De momento, es
383
reconocido emperador por Teodosio.
383-388 REINADO DE MAGNO MÁXIMO SOBRE GRAN PARTE DEL IMPERIO DE OCCIDENTE.
Magno Máximo invade Italia, pero no consigue capturar a Valentiniano II, que es llevado por su
387 madre a Constantinopla. Teodosio se casa con la hermana de Valentiniano II y es persuadido de que
debe luchar contra Magno Máximo.
390 Masacre de los alborotadores de Tesalónica, por lo que Teodosio, más tarde, hará penitencia.
Destrucción del Serapeum, un antiguo santuario dedicado a Serapis en Alejandría, a manos de unos
391
monjes. Teodosio promulga nueva legislación para restringir las prácticas paganas.
394 Teodosio derrota a Arbogasto y Eugenio en una gran batalla que se libra en el río Frígido.
Teodosio muere en Milán. Le suceden sus hijos Honorio en Occidente y Arcadio en Oriente.
Ambos son jóvenes y el verdadero poder está en otras manos. El Imperio de Occidente es dominado
por el general Estilicón. Bandas de hunos lanzan razias contra Persia y el Imperio de Oriente.
395
Alarico lidera una rebelión de godos en los Balcanes. Las tropas orientales retornan a
Constantinopla lideradas por Gainas, que urde el asesinato de Rufino y logra dominar durante un
breve periodo la corte oriental.
Campaña de Estilicón contra Alarico, pero el emperador oriental Arcadio y su corte se niegan a
aceptar su dominio. Estilicón se retira sin lograr nada. Alarico es nombrado magister militum por
397
Arcadio. En África, se rebela el gobernador Gildo. No se proclama emperador, pero desea pasarse
al bando de Arcadio.
399 Gainas, entre otros, presiona a Arcadio para que ejecute a su chambelán, Eutropio.
Gainas huye de Constantinopla. Numerosos godos son masacrados cuando están abandonando la
400 ciudad. Gainas es derrotado por otro oficial godo llamado Fravitta, que es ejecutado también unos
meses más tarde.
Los vándalos, los alanos y los suevos cruzan el Rin el 31 de diciembre y empiezan a someter a la
405-406
Galia a amplias razias.
Con Radagaiso a la cabeza, una nutrida fuerza de godos atraviesa el Danubio, pero es derrotada por
Estilicón. Tres usurpadores se declaran emperadores consecutivamente en Britania. El último es
406
Constantino III, que entra en la Galia y pronto se hace con el control de gran parte del Imperio de
Occidente.
Arcadio fallece y es sucedido por su hijo de siete años, Teodosio II. Estilicón accede a pagar a
Alarico para impedir que ataque nuevamente Italia, pero el trato daña su prestigio. Honorio se
408
vuelve contra él y, tras un motín del ejército, Estilicón es arrestado y ejecutado. Alarico invade
Italia.
Prisco Atalo es proclamado emperador por Alarico, pero es depuesto discretamente unos meses
409
después. Honorio reconoce a Constantino III como colega.
Alarico saquea Roma, pero muere poco después y es sucedido por Ataúlfo. Britania se rebela contra
410
Constantino XII.
Gerontio se rebela contra Constantino III en Hispania y declara emperador a su propio hijo,
Máximo. Organiza un asedio en torno a Constantino III, pero es asesinado después de que su
411 ejército deserte para unirse a Constancio, el general de Honorio. Constancio completa la
destrucción de Constantino III. Otro usurpador, Jovino, aparece en la Galia. En un primer momento
recibe el apoyo de los godos de Ataúlfo que, más tarde, lo destruyen.
413 Heraclio, el gobernador de África, se rebela e invade Italia, pero es derrotado y asesinado.
Ataúlfo emprende amplias razias en el sur de la Galia y desposa a Gala Placidia. Atalo Prisco
414
vuelve a ser proclamado emperador.
Ataúlfo es asesinado y, tras un usurpador de breve mandato, el liderazgo de los godos pasa a Valia.
415 Entrega a Atalo Prisco, que es enviado al exilio por Honorio. Valia y sus guerreros luchan en
Hispania en nombre del emperador.
418 Los godos se asientan en Aquitania. Valia muere y es sucedido por Teodorico I.
El Imperio de Oriente accede a pagarle al rey Rua de los hunos para que detenga las razias contra
422
sus territorios.
Teodosio II se niega a reconocer a Juan y reúne un ejército para defender por la fuerza la
424
reivindicación al trono de Valentiniano III, el hijo de Constancio y Gala Placidia.
Juan es derrotado y asesinado. Aecio llega demasiado tarde para poder influir en la campaña con el
425
contingente de hunos que ha reclutado. El nuevo régimen le otorga un puesto.
Bonifacio dirige a sus tropas hacia Italia y derrota a Aecio, que escapa. Sin embargo, Bonifacio
432
muere a consecuencia de sus heridas.
Rua exige un incremento del subsidio que recibe del Imperio de Oriente en pago por no emprender
434
razias contra sus tierras.
435 A Aecio se le concede el título de patricio. Rebelión de los bagaudas en el noroeste de la Galia.
Los burgundios son derrotados por Aecio y sus aliados hunos. Godos procedentes de Aquitania
436-437
atacan la ciudad de Narbo.
Los vándalos atacan Sicilia. Los hijos de Rúa, Bleda y Atila, obligan al Imperio de Oriente a
440
incrementar nuevamente el subsidio que pagan a los hunos.
Los imperios de Occidente y Oriente se unen para preparar una expedición de gran envergadura
441 contra los vándalos, pero nunca llega a producirse. En Hispania, los suevos extienden su control a
nuevos territorios.
442 El tratado firmado con los vándalos reconoce su control de gran parte del norte de África.
445 Bleda es asesinado y Atila pasa a ser gobernante único de los hunos.
Atila lanza intensas razias contra el Imperio de Oriente, devastando Tracia y amenazando incluso
447 Constantinopla. Teodosio le concede un territorio cerca del Danubio, así como un pago mucho
mayor en oro.
451 Atila ataca el Imperio de Occidente, pero es detenido por Aecio en los Campos Cataláunicos.
452 Atila ataca Italia, saqueando varias ciudades, pero posteriormente se retira.
Avito abdica y se convierte en obispo, pero muere poco después. Mayoriano es nombrado
457
AGENTES IN REBUS. Desde el siglo IV, los «agentes en cosas» eran representantes del
emperador cuya tarea oficial era llevar despachos. Puesto que esa labor implicaba
viajar y ponerse en contacto con muchas personas, también informaban sobre las
actividades de otros miembros del sistema imperial. Se ocupaban en especial de
cortar de raíz la deslealtad. Sus informes eran una de las pocas maneras que tenía
un emperador de averiguar qué estaba pasando en una provincia distante. Dado
que sus acusaciones provocaban con tanta frecuencia la deshonra o la muerte de
funcionarios y oficiales, despertaban a su alrededor tanta aversión como miedo.
ARRIANISMO. Esta versión del cristianismo fue declarada herética por el Concilio de
Nicea en 325. No obstante, siguió estando muy extendida, en especial en las
provincias orientales, durante todo el siglo IV. Su creador fue Arrio, un sacerdote
que enseñaba tanto en Antíoquía como en Alejandría. Afirmaba que Jesús no era
ni idéntico ni el igual absoluto de Dios Padre. La definición precisa de esa
diferencia variaba entre los arrianos. Una de las definiciones más comunes
afirmaba que Dios Padre y Dios Hijo eran «de sustancia similar» (en griego,
homoios). Aun en el siglo VI, una versión del arrianismo siguió siendo frecuente
en grupos como los godos y los vándalos.
BUCELLARII. Soldados pagados y mantenidos por un comandante concreto que forman
parte de su séquito. Aun así, estos hombres pertenecían al ejército regular y,
supuestamente, le debían lealtad al emperador. El nombre deriva de la ración de
una especie de galletas llamadas bucellatum y hacía hincapié en la obligación del
comandante de alimentar a sus soldados. Ese tipo de tropas eran habituales en los
siglos V y VI.
CANDIDATI. Cuarenta candidati eran seleccionados de los regimientos scholae de la
guardia imperial. Actuaban como guardia personal del emperador. Su nombre se
derivó de sus uniformes blancos (durante la República los hombres que se
presentaban a los cargos políticos habían llevado togas blanqueadas, de ahí surge
nuestra palabra candidato).
CATAFRACTO. Jinetes con armadura pesada que a menudo cabalgaban sobre caballos
que también llevaban armadura. Los romanos se encontraron por primera vez a
esos guerreros en los ejércitos orientales, pero más tarde los usaron ellos también.
CLARISSIMUS. Literalmente significaba «el más distinguido» y era un término que se
COMITATENSES. Las unidades de los «ejércitos de campaña» en los siglos IV, V y VI. En
teoría, estaban a la inmediata disposición de los emperadores o de sus
comandantes. Recibían mejores pagas y privilegios que los limitanei.
CÓNSUL. Los dos cónsules del año eran los magistrados de mayor rango elegidos en la
República romana, y el año tomaba su nombre. El cargo de cónsul siguió siendo
prestigioso mucho después de perder su auténtico poder. Con frecuencia, los
emperadores ocupaban ellos mismos el consulado. En el siglo V era habitual que
los emperadores de los Imperios de Oriente y Occidente nombraran a un cónsul
cada uno.
CREDO NICENO. Véase Homoosios.
CUNEUS. Título que se le daba a algunas unidades de caballería en el ejército del Bajo
1. El legatus Augusti pro praetore, que estaba al mando de todas las provincias
imperiales (aparte de Egipto) que contenían una guarnición de legionarios.
2. El legatus legionis, que estaba al mando de una legión.
PATRICIO (PATRICIUS). Aunque en el pasado era una élite interna dentro de las filas del
Senado, en el siglo V el término se utilizaba como título para algunos generales
poderosos, entre los que destacan Estilicón y Aecio.
PILUM (PLURAL PILA). La pesada jabalina que formó parte del equipamiento estándar
del legionario romano durante gran parte de la historia de Roma, pero que, al
parecer, cayó en desuso durante el siglo III.
PRAEPOSITUS. Comandante de unidad en el ejército del Bajo Imperio. Parece que fue
un título prácticamente sinónimo al de tribuno o prefecto.
PRAEPOSITUS SACRI CUBICULI. El funcionario eunuco de más alto rango del séquito
imperial. En ocasiones lograban adquirir considerable influencia. Teodorico, el
rey ostrogodo de Italia, tenía a uno de dichos funcionarios en su propia corte.
PREFECTO DEL PRETORIO. Originalmente, eran los comandantes de la guardia
pretoriana, pero a medida que avanzó el siglo III, los prefectos pretorianos se
convirtieron en algo más parecido a un burócrata de alto rango o gran visir. En el
siglo IV habían perdido todas sus responsabilidades militares y no comandaban
tropas. Su número también se incrementó y los prefectos del pretorio tendieron a
ocuparse de la supervisión de una región específica del Imperio. Los vicarios eran
sus subordinados.
PRIMICERIUS NOTARIORUM (JEFE DE LOS NOTARIOS). El notario jefe tenía la misión
especial de emitir nombramientos y otorgar cargos. La Notitia Dignitatum
original fue preparada por su departamento.
PRIMICERIUS SACRI CUBICULI. Era el eunuco de la cámara imperial de más categoría
después del praepositus sacri cubiculi. También ellos, a menudo a consecuencia
de disfrutar de acceso directo al propio emperador, adquirían considerable
influencia.
PRINCIPADO. Augusto afirmaba que era meramente el princeps, el
magistrado/ciudadano de más rango del Estado, por lo que el régimen que creó es
denominado tradicionalmente Principado. El Principado se extiende desde finales
Adams, J., «The Poets of Bu Njem: Language, Culture and Che centurionate»,
Journal of Roman Studies, 89, 1999, pp. 109-134.
Alfödy, G. (trad. A. Birley), Noricum, Londres, 1974.
—, «The Crisis of the Third Century as Seen by Contemporaries», Greek, Roman,
and Byzantine Studies, 15, 1974, pp. 89-111.
Alston, R., Soldier and Society in Roman Egypt, Londres y Nueva York, 1995.
Amory, P., People and Identity in Ostrogothic Italy, 489-554, Cambridge University
Press, 1997.
Austin, N., Ammianus on Warfare: an Investigation into Ammianus’ Military
Knowledge, Collection Latomus 165, Bruselas, 1979.
— y Rankov, B., Exploratio: Military and Political Intelligence in the Roman World
from the Second Punic War to the Battle of Adrianople, Londres y Nueva York,
1995.
Baatz, D., «Cuiculus-Zur Technik der Unterminierung antiker Wehrbauten», en E.
Schallmayer, Niederbieder, Postumas und der Limesfall, Hamburgo, 1996, pp. 84-
89.
Bagnall, R. y Frier, B., The Demography of Roman Egypt, Cambridge University
Press, 1994.
Balty, J. y Van Rengen, W., Apamea in Syria: The Winter Quarters of Legio II
Parthica, Bruselas, 1993.
Banaji, J., Agrarian Change in Late Antiquity: Gold, Labour, and Aristocratic
es C. Murphy, Are We Rome? The Fall of an Empire and the Fate of America (2007).
Es una obra muy ingeniosa —todavía sigo seducido por la idea de Tácito escribiendo
para el Economist— y también un estudio muy perspicaz y que hace pensar, escrito
por alguien que ha sabido documentarse bien.<<
<<
174. <<
del Imperio romano en G. Halsall, Barbarian Migrations and the Roman West 376-
568 (2007). <<
citas de las Meditaciones 7. 36, 8.5; sobre la pérdida de sus hijos, véase Fronto,
Epistulae ad Marcum Caesarem 4. 11, 5. 19 (34), 5. 45 (60), y Marco Aurelio,
Meditaciones 1.8, 8.49, 9. 40, 10.34, 11. 34, y Birley (1987), pp. 106-108. <<
Mediterráneo que trata muchos de los temas abordados en este capítulo en P Holden y
N. Purcell, The Corrupting Sea: A Study of Mediterranean History (2000). <<
Shipley, War and Society in the Roman World (1993), pp. 171-194. <<
«Germs for Rome», en las pp. 158-176 encontramos una descripción desoladora de
las condiciones de vida; Suetonio, Vespasiano 5. <<
en J. Adams, «The Poets of Bu Njem: Language, Culture and the Centurionate», JRS
89 (1999), pp. 109-134, esp. 125-134; véase también Horacio, Sat. 1. 6. 72-74 y
Suetonio, Gram. 24. 1. <<
A. Wilson, «Machines, Power and the Ancient Economy» ,JRS 92 (2002), pp. 1-32, y
P. Leveau, «The Barbegal Wter Mill and its Environment: Archaeology and the
Economic and Social History of Antiquity», Journal of Roman Archaeology, 9
(1996), pp. 137-153. <<
20 (54); sobre el tema, véase J. Ferguson, «China and Rome», Aufstieg und
Niedergang der römischen Welt II. 9. 2, pp. 581-603, y G. Young, Rome’s Eastern
Trade: International Commerce and Imperial Policy, 31 BC — AD 305 (2001), esp.
pp. 27-89,187-200. <<
(Penguin Classics edición 1995), p. 103; al parecer, este pasaje fue inspirado por unos
comentarios muy similares que hizo William Robertson unos años antes: véase R.
Porter, Gibbon (1988), pp. 135-136. <<
(1987), pp. 249-255; sobre algunas de las pruebas arqueológicas, véase J. Ratjár,
«Die Legionen Mark Aurels im Vormarsch» en J. Oexle (ed) Aus der Luft-Bilder
unserer Geschichte, (1997), pp. 59-68. <<
imperial» en Herodiano 1. 5. 5-6; Sobre la afición por los jóvenes de Trajano, Dión
68. 7. 4, que señala que no hacía daño a nadie; sobre la famosa aventura de Adriano
con Antinoo, Dión 69. 11. 3-4, SHA, Adriano 14. 5-8. <<
aparece en La caída del Imperio romano (1964); sobre el papel del emperador, véase
E Millar, The Emperor in the Roman World, 31 BC-AD 337 (1977); Sobre Adriano y
la peticionaria, Dión 69. 6. 3; Marco Aurelio y la justicia, Dión 72. 6. 1-2, SHA,
Marco Antonino 24. 1-3 <<
Septimius Severus: the African Emperor (1988), pp. 57-62, 78-88, y D. Potter, The
Roman Empire at Bay, AD 180-395 (2004), pp. 85-93. <<
5. 6, y discusión en Birley (1988), pp. 88-90, que defiende que Pertinax estuvo
implicado en la conspiración. <<
13. 8, Birley (1988), pp. 63-67, 91-94; sobre la carrera de Valerio Maximiano, véase
L’Année épigraphique 1956, 124. <<
(1988), pp. 95-96, Potter (2004), pp. 96-98, CAH2 XII, p. 2; a finales del siglo III, los
donativos pueden haber sido iguales para todos los rangos: véase R. Duncan-Jones,
«Pay and Numbers in Diocletian’s army», Chiron, 8 (1978), pp. 541-560, pero es
poco probable que fuera así en periodos anteriores. <<
The Roman Imperial Army (1985; reeditado con la bibliografía actualizada, 1998),Y.
Le Bohec, El ejército romano: instrumento para la conquista de un imperio. (2004),
H. Parker, The Roman Legions (1928), y A. Goldsworthy, The Complete Roman
Army (2003); sobre los frumentarii, véase N. Austin y B. Rankov, Exploratio:
Military and Political Intelligence in the Roman World from the Second Punic War to
the Battle of Adrianople (1995), esp. 136-137, 150-154; el estudio clásico del ejército
y la política es J. Campbell, The Emperor and the Roman Army (1984). <<
(1989), G. Watson, The Roman Soldier (1969), y R. Alston, Soldier and Society in
Roman Egypt (1995); véase Davies (1989), pp. 229-230, sobre las cartas de los
soldados en el hospital, Tabulae Vindolandenses II 154, encontramos un informe
sobre los efectivos de una cohorte que enumera a los enfermos del hospital, y en R.
Fink, Roman Military Records on Papyrus (1971) n.° 63, encontramos una lista que
enumera a los hombres muertos a manos de los bandidos y los ahogados. <<
under the Empire», en JRS 68 (1978), pp. 153-166 y Alston (1995), 54-59. <<
A. Goldsworthy, The Roman Army at War, 100 BC-AD 200 (1996), pp. 28-30 y
Davies (1989), pp. 3-30. <<
1-8. 10, Severo 5. 1-6.9, con Birley (1988), pp. 97-105. Potter (2004), pp. 101-103.
<<
es Juan Malalas, Chronicle 12. 18 (291). La obra ha sido traducida al inglés por E.
Jeffreys, M. Jeffreys, R. Scott et al, The Chronicle of John Malalas: A translation
(1986), véase Birley (1988), p. 36. <<
Riding for Caesar: the Roman Emperorsí Horse Guard (1994), pp. 56-64. <<
<<
véase Dión 78. 17. 3-4; encontramos una discusión sobre el estilo de gobierno de
Caracalla en D. Potter, The Roman Empire at Bay (2004), pp. 140-146, incluyendo
una mención de su visita a santuarios, y véase también G. Fowden en CAH2 XII
(2005), pp. 545-547; encontramos un ejemplo del método empleado por Caracalla en
la audiencia de peticiones en SEG XVII. 759, analizado en W. Williams, «Caracalla
and Rhetoricians: A Note of the cognitio de Gohairienis», Latomus 33 (1974), pp.
663-667. <<
4. 7. 3-7, 8. 6-11. 9, SHA, Caracalla 6. 1-6; el tema se analiza en Potter (2004), pp.
141-144, F. Millar, The Roman Near East, 31 BC-AD 337 (1993), pp. 142-146, B.
Campbell en CAH2 XII (2005), pp. 18-19. <<
(Ulixes stolatus), Suetonio, Cayo 23; cita de Dión 79. 4. 3; sobre Julia Domna, véase
la excelente obra de B. Levick Julia Domna: Syrian Empress (2007) y también A.
Birley, Septimius Severus (1988/1999), passim, esp. 191-192, y en general G. Turton,
The Syrian Princesses. The Women who Ruled the Roman World (1974); fuentes muy
posteriores contienen la historia ficticia de una relación incestuosa entre Domna y
Caracalla, SHA, Caracalla 10. 1-4, Aurelio Víctor, De Caesaribus 21. <<
paga del ejército se analiza en G. Watson, The Roman Soldier (1969), pp. 90-91. <<
véase Tácito 13.5; el tema se analiza en R. Talbert, The Senate of Imperial Rome
(1984), p. 162. <<
Herodiano 5.5.6, 6. 1-2, SHA, Elagábalo 5. 1-5, 6. 5-7, 10. 4-7, 25. 4-6, 26. 3-5, 31.
1-8; sobre Caracalla y la vestal, véase Dión 78. 16. 1-3. <<
tentativas de rebelión durante el reinado, véase Dión 80. 7. 1-4; una de las pocas
biografías de Elagábalo es bastante comprensiva con el joven, J. Stuart Hay, The
Amazing Emperor Heliogabalus (1911); sobre el licénciamiento de la III Gallica,
véase ILS 2657. <<
pretorianos, véase Dión 80 (81). 2. 2-3, 4. 2-5. 2; sobre el reinado, véase R. Syme,
Emperors and Biography: Studies in the Historia Augusta (1971), pp. 146-162, Potter
(2004), pp. 158-166, y B. Campbell en CAH2 XII (2005), pp. 22-27. <<
S. Lieu, The Roman Eastern Frontier and the Persian Wars, AD 226-363 (edición de
bolsillo 1991), pp. 34, 35-36. El texto completo ha sido editado y traducido por A.
Maricq, Syria, 35 (1958), pp. 245-260. <<
Papyri (1959), R. Fink, Roman Military Records on Papyrus (1971), pp. 18-86, 90-
105, 125-136, etc., y la selección de textos de Dodgeon y Lieu (1991), pp. 328-335…
<<
The Cambridge History of Iran, volumen 3 (1): The Seleucid, Parthian, and Sasanian
Periods (1983), esp. pp. 116-180, R. Frye CAH2 XII (2005), pp. 461-480, E.
Herzteld, Archaeological History of Iran (1934),J. Wiesehofer, Antigua Persia: de
550 a. C. a 650 d. C. (2003), B. Dignas y E. Winter, Rome and Persia in Late
Antiquity: Neighbours and Rivals (2007), pp. 18-32, y las fuentes en Dodgeon and
Lieu (1994), pp. 9-33; R. Chrishman (trad. S. Gilbert y J. Lemmons), Arts of
Mankind. Iran: Parthians and Sassanians (1962) tiene buenas fotografías de los
monumentos triunfales de Ardashir y Sapor I. <<
(2004), pp. 169-171, y J. Drinkwater, CAH2 XII (2005), pp. 31-33. <<
análisis de Potter (2004), pp. 217-236 y Drinkwater CAH2 XII (2005), pp. 35-36. <<
biografía más reciente de Philip en inglés es Y. Zahran, Philip the Arab: A Study in
Prejudice (2001); la inscripción en griego de Sapor dice denarii, que eran de plata,
pero se suele aceptar que el pago se realizó en oro, véase Potter (2004), p. 237 (p. 634
n. 94). <<
38-39, Potter (2004), 241-246, y J. Rives, «The Decree of Decius and the Religion of
Empire», JRS 89 (1999), pp. 135-154, incluyendo el análisis del edicto sobre los
sacrificios. <<
(1965), y T. Barnes, «Legislation Against the early Christians», JRS 58 (1968), pp.
32-50; Tertuliano, Apologético 1. 4-2. 20, 8. 1-.20, 10. 1-11, 30. 1-32. 337. 4-8. <<
Saints Ptolemaeus and Lucius», 1-10, «The Martyrdom of Saint Marinus», 1-2. <<
sobre las cartas que le escribía al emperador Filipo; Filipo descrito como cristiano 6.
34. 1; Alejandro Severo, SHA, Alejandro 29. 2. <<
sobre los soldados romanos asfixiados, véase S. James, «The Deposition of Military
Equipment During the Final siege at Dura-Europos, with Particular Regard to the
Tower 19 countermine». Carnuntum Jahrbuch 2005 “Archäologie der
Schlachtfelder-Militaria aus Zerstörungshorizonten”; Akten der 14. Intemationalen
Roman Military Equipment Conference (ROMEC), Wien, 27.-31.August 2003:
(2005), pp. 189-206. Encontraremos también un resumen en la obra del mismo autor
Rome and the Sword (título provisional, edición en preparación en Thames and
Hudson). Mi sincero agradecimiento a Simon por darme los detalles de su fascinante
análisis. <<
Dexippus: The Greek World and the Third-Century Invasions», JRS 59 (1969), pp.
12-29, pp. 27-28, incluye el pasaje completo y un comentario. <<
29, Jordanes, Getica 101-103, y el resumen de D. Potter, Prophecy and History in the
Crisis of the Roman Empire. A Historical Commentary on the Thirteenth Sibylline
Oracle (1990), pp. 278-283, y The Roman Empire at Bay (2004), p. 246, P. Heather,
The Goths (1998), p. 40, y J. Drinkwater, CAH2 (2005), pp. 38-39. <<
Barbarians, 100 BC-AD 400 (2003), pp. 1-193, M. Todd, The Early Germans
(segunda edición, 2004), pp. 44-61, y P. Wells, The Barbarians Speak: How the
Conquered Peoples Shaped Roman Europe (1999), pp. 64-98; encontramos un
análisis más específico de las campañas de César en A. Goldsworthy, César: la
biografía definitiva (2007); sobre Augusto, véase C. Wells, The German Policy of
Augustus (1972). <<
de la sociedad y cultura germánicas en Todd (2004), pp. 8-43, 62-135, Wells (1999),
pp. 99-170. <<
<<
The Roman Army at War 100 BC-AD 200 (1996), pp. 42-53, H. Elton, Warfare in
Roman Europe: AD 350-425 (1996), pp. 15-88. <<
Roman Empire: A Social and Economic Study (1994), esp. pp. 113-131, 222-240. <<
214. <<
Bloemers, S. Dyson, and M. Biddle (eds.), First Millennium Papers: Western Europe
in the 1st Millennium. BAR 401 (1988), pp. 129-401. <<
191. <<
257,Wilkes, CAH2 (2005), pp. 222-223, Burns (2003), pp. 281-282; véase también
Todd (2004), pp. 56-59, donde también se habla del botín abandonado. <<
First Century to the Fourth Century AD. BAR International Series 206 (1984), esp.
pp. 151-262, S. Johnson, Late Roman Fortifications (1983), passim, pero sobre todo
las pp. 9-81, H. von Petrikovits, «Fortifications in the North-Western Roman Empire
from the Third to Fifth Centuries AD», JRS 61 (1971), pp. 178-218, M. Mackensen,
«Late Roman Fortifications and Building Programmes in the Province of Raetia: the
Evidence of Eecent Excavations and some New Reflections», en J. Creighton y R.
Wilson (eds.), Roman Germany: Studies in Cultural Interaction. Journal of Roman
Archaeology Supplementary Series 32 (1999), pp. 199-244, R. Wilson, Roman Forts:
An Illustrated Introduction to the Garrison posts of Roman Britain (1980),Wightman
(1985), pp. 220, Camp (2001), pp. 223-225, y R. MacMullen, Soldier and Civilian in
the Later Roman Empire (1963), pp. 37-42. <<
Gallienus (1976); sobre sus campañas, véase Zósimo 1. 42-43, con Drinkwater,
CAH2 (2005), pp. 46-47, Heather (1998), p. 41, Potter (2004), pp. 263-266 con un
debate sobre si la campaña realmente tuvo lugar en 269; sobre los rumores de una
amante goda, SHA, Los dos galienos 21. 3. <<
JRS 59 (1969), pp. 144-197, esp. 175-179 y sobre todo L. Okamura, «Roman
Withdrawals from Three Transfluvial Frontiers», en R. Mathisen y H. Sivan (eds.),
Shifting Frontiers in Late Antiquity (1996), pp. 11-30, esp. 13-15 en Pfünz y
Niederbieder. Okamura afirma que las huellas que indican que uno de los muros de
Niederbieder fue socavado son un claro indicio del uso de unas máquinas de asedio
que sólo los romanos podían poseer. D. Baatz ha demostrado recientemente que el
daño sufrido por el muro se produjo en una fecha posterior y era resultado del
hundimiento natural y de la apertura de canteras, más que de una acción enemiga,
véase D. Baatz, «Cuiculus-Zur Technik der Unterminierung Antiker Wehrbauten» en
E. Schallmayer, Niederbieder, Postumas und der Limesfall (1996), pp. 84-89. Me
siento muy agradecido hacia Kurt Kleemann por hablarme de esta teoría. <<
referencias en M. Dogeon S. Lieu, The Roman Eastern Frontier and the Persian
Wars, AD 226-363 (1991), pp. 58-63. <<
Potter, The Roman Empire at Bay, AD 180-395 (2004), p. 256-259; SHA, Los treinta
tiranos 13-14. <<
SHA, Los treinta tiranos 15. 1-8, Galieno 10. 1-8, 12. 1, Zósimo 1.39. <<
especial SHA, Los treinta tiranos 15. 5-6, Galieno 13. 1, Zósimo 1. 39, Zonaras
12.24. <<
Lieu, p. 86; sobre la campaña en Egipto, véase Potter (2004), pp. 266-267,Watson
(1999), pp. 61-63, Zósimo 1. 44, SHA, Claudio 11. 1-2. <<
con Watson (1999), pp. 48-52, 54-56, Potter (2004), pp. 269-270. <<
Zenobia and Aurelian: The Church, Local Culture and Political Allegiance in Third-
Century Syria», JRS 61 (1971), pp. 1-17. <<
in the Historia Augusta (1971), pp. 245-246, Potter (2004), pp. 274-275, Watson
(1999), pp. 104-112. <<
Aurelio Víctor, De Caesaribus 36, SHA, Tácito 13.5, Zósimo 1. 63. <<
Watson, Aurelian and the Third Century (1999), pp. 1-20, A. Jones, The Later Roman
Empire, 284-602. Volume I (1964), pp. 1-36, G. Alfody, «The Crisis of the Third
Century as Seen by Contemporaries», Greek, Roman, and Byzantine Studies 15
(1974), pp. 89-111, W. Liebeschuetz, «Was there a Crisis of the Third Century?», en
O. Hekster, G. Kleijn y D. Slootjes (eds.), Crises and the Roman Empire (2007), pp.
11-20, y en general en R. MacMullen, Roman Government’s Response to Crisis, AD
235-337 (1976), y Corruption and the Decline of Rome (1988). Una revisión reciente
que sigue presentando una visión bastante sombría del periodo es L. de Blois, «The
Crisis of the Third Century AD. in the Roman Empire: A Modern Myth?», en L. de
Blois y J. Rich (eds.), The Transformation of Economic Life under the Roman Empire
(2002), pp. 204-217. C. Witschel, «Reevaluating the Roman West in the 3rd c. AD.»,
Journal of Roman Archaeology 17 (2004), pp. 251-281, ofrece una visión más
positiva del periodo. Sobre el periodo como época de cambios más que de crisis,
véase R. Reece, «The Third Century: Crisis or Change?», en A. King y M. Henig
(eds.), The Roman West in the Third Century: Contributions from Archaeology and
History. BAR Int. Series 109(i) (1981), pp. 27-38. Encontramos una útil recopilación
de comentarios sobre este y otros temas relacionados con el fin del Imperio romano
en M. Chambers (ed.), The Fall of Rome: Can it be Explained? (1963). <<
(2005), pp. 330-360, C. Howgego, «Coin Circulation and the Integration of the
Roman Economy» Journal of Roman Archaeology 7 (1994), pp. 6-21, esp. 12-16, de
Blois (2002), pp. 215-217, R. Duncan-Jones, Money and Government in the Roman
Empire (1994), esp. pp. 20-32, y L. de Blois, «Monetary Politics, the Soldiers' pay,
and the Onset of Crisis in the First half of the Third Century AD», en P. Erdkamp
(ed.), The Roman Army and the Economy (2002), pp. 90-107. <<
y Slootjes (2007), pp. 201-217, y W. Jongman, «Gibbon was Right: The Decline and
Fall of the Roman Economy», en Hekster, Kleijn y Slooljes (2007), pp. 183-199, que
aducen que hubo un serio declive tanto demográfico como económico del Imperio
durante el siglo III. <<
in Palestine?» en J. Humphrey (ed.), The Roman and Byzantine Near East. Vol. 3.
Journal of Roman Archaeology Supplementary Series 49 (2002), pp. 43-54, Reece
(1981), MacMullen (1988), pp. 23-35, y M. Todd, Roman Britain (3a ed., 1999), pp.
156-178. <<
M. Todd, The Early Germans (2a ed., 2004), pp. 98-101, cuya opinión es escéptica al
respecto. <<
caída de Roma, véase A. Boak, Manpower Shortage and the Fall of the Roman
Empire in the West (1955); sobre la economía en general, véase W. Jongman, «The
Roman Economy: From Cities to Empire», en de Blois y Rich (2002), pp. 28-47. <<
the Emperor Gallienus (1976), pp. 37-47 y E. Lo Cascio, «The Government and
Administration of the Empire in the Central Decades of the Third Century», en CAH2
(2005), pp. 158-165. <<
(1999), p. 10, F. Millar, The Roman Empire and its Neighbours (1981), pp. 60-61, y
L. Bohec, El ejército romano, instrumento para la conquista de un imperio (2004).
<<
and the Roman Army (1984), esp. pp. 59-69, 120-156; J. Drinkwater, The Alamanni
and Rome 213-496, Caracalla to Clodoveo (2007), pp. 28-32, argumenta de forma no
totalmente convincente que a Marco Aurelio le motivaba principalmente un deseo
tradicional de gloria. <<
Late Second and early Third Centuries CE: Constitutional and Historical
Considerations», en Hekster, Kleijn y Slootjes (2007), pp. 125-139. <<
soldados durante las guerras civiles en De Blois (2002), pp. 209-214. <<
por su editor, J. Rea, véase A. Bowman, CAH2 XII (2005), p. 67. <<
and Allectus: The British Usurpers (1994), p. 142; sobre la necesidad de una reforma
radical y un gobierno fuertemente centralizado en el siglo III, véase Garnsey y
Himfress (2001), esp. 12-13, 14-17. <<
Barnes, The New Empire of Diocletian (1982), pp. 3-4, 30-35. <<
(2005), pp. 71-73, 78-79, D. Potter, The Roman Empire at Bay (2004), pp. 282-290,
292. <<
pp. 35-38 y ss., CAH, etc; sobre la necesidad de la rebelión, véase Casey (1995), pp.
106-114, 127-145. <<
A. Jones, The Later Roman Empire, 284-602 (1964), esp. 366-410, Potter (2004), pp.
370-377,y en general C. Kelly, Ruling the Later Roman Empire (2004); sobre el papel
del prefecto del pretorio, véase L. Howe, The Praetorian Prefect from Commodus to
Diocletian, AD 180-305 (1942), esp. 60-64; «[…] moscas sobre las ovejas», véase
Libanio, Oraciones 19. 130. <<
<<
208 incl. citas; sobre las leyes y tribunales, Jones (1964), pp. 470-522 y MacMullen
(1988), pp. 87-93; Código Justiniano 9. 20. 7 es una ley por la que Diocleciano
ordena la ejecución sumaria de los secuestradores de esclavos «para que su castigo
sirva de ejemplo disuasorio para el resto». <<
and Change from the First Century to the Fourth Century AD. BAR International
Series 206 (1984), esp. pp. 151-262, S. Johnson, Late Roman Fortifications (1983);
encontramos una comparación entre las políticas fronterizas de Diocleciano y
Constantino en Zósimo 2. 34. 1. <<
Víctor, De Caesaribus 41, Eutropio, Breviarum 10, con Potter (2004), pp. 346-348,
Odahl (2004), pp. 86-88, Lenski (2006), pp. 63-64. <<
50, Odahl (2004), pp. 119-120,162-165, 170-182, Lenski (2006), pp. 73-77,A. Jones,
The Later Roman Empire, 284-602 (1964), pp. 77-83, y Potter (2004), pp. 364-368,
377-380. <<
Sobre la muerte de los perseguidores 10-16; véase también Potter (2004), pp. 337-
340, G. Clarke, «The Great Persecution», en CAH2 XII (2005), pp. 647-665, Jones
(1964), pp. 71-76. <<
en Odahl (2004), pp. 55, 63-67, 85-8694-95, Lenski (2006), pp. 66-68, y Grant
(1993), pp. 134-140; encontramos un análisis más detallado de su conversión en P.
Weiss, «The Vision of Constantine» Journal of Roman Archaeology 16 (2003), pp.
237-259, y J. Bremmer, «The Vision of Constantine», en A. Lardinois et al. (eds.),
Land of Dreams. Greek y Latin Studies in Honour of A.H.M. Kessels (2006), pp. 57-
79. <<
(eds.), Constantine. History, Historiography and Legend (1998), pp. 21-51, esp. 25-
27 y R. Lane Fox, Pagans and Christians (1988), pp. 613-616. <<
Christian Studies 6 (1998), pp. 184-226, y véase también Clarke en CAH2 XII (2005),
pp. 589-616, con M. Edwards, «The Beginnings of Christianization», en Lenski (ed.)
(2006), pp. 137-158, esp. 137-140 y S. Mitchell, «The Cities of Asia Minor in
Constantine’s Time», en Lieu y Montserrat (1998), pp. 52-73, esp. 66-67. <<
142-145; sobre cómo el emperador leía las escrituras, véase Eusebio, Vida de
Constantino 4. 17, véase también Odahl (2004), pp. 137-139. <<
<<
(2004), pp. 360-362, S. Mitchell, A History of the Later Roman Empire AD 284-641
(2007), pp. 158-163. <<
«Traditional Religions» en Lenski (2006), pp. 159-179, esp. pp. 174-175. <<
véase A. Cameron, «The Reign of Constantine» en CAH2 XII (2005), pp. 95-97,
Jones (1964), p. 92, y Mitchell (2007), pp. 68-69. <<
(2007), pp. 80-86; sobre echar a los reyes francos a las fieras, véase Pan. Lat. 7(6).
4.2,6(7). 10.2-11.6, 4(10). 16. 5-6, Eutropio, Breviarum 10.3.2. <<
M. Dodgeon y S. Lieu, The Roman Eastern Frontier and the Persian Wars AD 226-
363 (1991), pp. 145-163. La cita ha sido tomada del extracto de la obra de Eusebio,
Vida de Constantino 4. 8-13, en pp. 150-152; véase también T. Barnes, «Constantine
and the Christians of Persia», JRS 75 (1985), pp. 126-136. <<
40, Aurelio Víctor, De Caesaribus 41, que afirma que el ejército se negó a aceptar a
nadie aparte de a los hijos de Constantino; encontramos descripciones y análisis más
completos en R. Frakes, «The Dynasty of Constantine down to 363», en N. Lenski
(ed.), The Cambridge Companion to the age of Constantine (2006), pp. 91-107, esp.
94-99, D. Potter, The Roman Empire at Bay, AD 180-395 (2004), pp. 459-462, D.
Hunt, «The Successors of Constantine», en CAH2 XIII (1998), pp. 1-5, y A. Jones,
Vie Later Roman Empire 284-603. Vol. 1 (1964), p. 112. <<
CAH2 XIII (1998), pp. 10-11, 14-22, Jones (1964), pp. 112-113; véase Aurelio Víctor,
De Caesaribus 42 y Amiano Marcelino 15. 5. 33 sobre la deserción de Silvano. <<
pp. 101-102, Potter (2004), pp. 474-476, Hunt en CAH2 XIII (1998), pp. 24-25, y G.
Bowersock Julian the Apostate (1978), pp. 21-47; Amiano proporciona la descripción
más detallada, 14. 1, 7, 9, 11, 15. 1. <<
general, véase C. Kelly, Ruling the Later Roman Empire (2004), y la útil revisión que
hace del tema G. Greatrex en Phoenix 60 (2006), pp. 178-181. <<
Víctor, De Caesaribus 42. 16, y Juliano, Oración 2. 99, donde dice que duró menos
de un mes. <<
Augusto mantenía un ejército permanente ante todo para defenderse de los rivales
internos. Sin duda era un factor importante, pero no explica por qué el ejército tenía
que ser tan grande. <<
Terms Limes and Limitanei», JRS 78 (1988), pp. 125-147; sobre las razias, véase H.
Elton, Warfare in Roman Enrope AD 350-425 (1996), p. 206. <<
<<
of Empire: The Roman Army from the Reign of Diocletian until the Battle of
Adrianople (1998), K. Dixon y P. Southern, The Late Roman Army (1996),Y. Le
Bohec, L’armée romaine sous le Bas-Empire (2006), A. Lee, «The Army» en CAH2
XIII (1998), pp. 213-237, A. Jones, The Later Roman Empire 284-603. Vol. 1 (1964),
pp. 607-686, y D. Potter, The Roman Empire at Bay. AD 180-395 (2004), pp. 448-
459. <<
the Roman Imperial Army», Klio 62 (1980), pp. 451-460, Jones (1964), pp. 679-685,
y W Treadgold, Byzantium and its Army, 284-1081 (1995), pp. 43-59. <<
Diocletian’s Army», Chiron 8 (1978), pp. 541-560, y en general T. Coello, Unit Sizes
in the Late Roman Army. British Archaeological Review Series 645 (1996); sobre
XIII Gemina, véase Notitia Dignitatum Or. 42. 34-38, 28. 15, 8. 6, y un análisis al
respecto en J. Casey, «The Legions in the Later Roman Empire», en R. Brewer (ed.),
The Second Augustan Legion and the Roman Military Machine (2002), pp. 165-176.
<<
que tal vez el ejército fuera más pequeño en el siglo IV. <<
687 fn. 74 sobre referencias a las leyes que trataban de la automutilación; Amiano
Marcelino 15. 12. 3 afirma que era especialmente habitual en Italia; sobre el équite
durante el reinado de Augusto, véase Suetonio, Augustus 24. 1; sobre el deseo de
servir entre los limitanei, véase R. Tomlin, «Christianity and the Roman Army», en S.
Lieu y D. Montserrat (eds.), Constantine. History, Historiography and Legend
(1998), pp. 21-51, esp. pp. 22-24. <<
Legions» en D. Kennedy (ed.), The Roman Army in the East. JRA Supp. Ser. 18
(1996), pp. 229-276. <<
Military Equipment from the Punic Wars to the Fall of Rome (2a ed., 2006), pp. 199-
232, I. Stephenson, Romano-Byzantine Infantry Equipment (2006) y I. Stephenson y
K. Dixon, Roman Cavalry Equipment (2003). <<
<<
Rome 213-496 (Caracalla to Clodoveo) (2007), passim, T. Burns, Rome and the
Barbarians 100 BC-AD 400 (2003), pp. 309-362, H. Wolfram (trad. T. Dunlap), The
Roman Empire and its Germanic Peoples (1997), pp. 51-101; 45; sobre pueblos
conquistados, véase Juliano, Carta a los atenienses 278d-279b; sobre la recuperación
de los cautivos romanos, véase Amiano Marcelino 17. 10. 7-8, 18. 2. 19, Zósimo
3.3.4-7. <<
pp. 133-134; sobre el uso de los bárbaros por parte de Magnencio, véase Drinkwater
(2007), pp. 201-205. <<
César; sobre su vida anterior, véase Bowersock (1978), pp. 12-32. <<
224, y Barnes (1998), pp. 151-155; en el caso de los ballistarii es posible que la
unidad consistiera en artilleros en una fecha anterior, pero que en aquel momento
fueran sencillamente meros soldados de infantería. Al final, simplemente, no lo
sabemos. <<
hora de que les abrieran las puertas de Troyes, véase 16. 2. 7. <<
Drinkwater (2007), pp. 224-242, Bowersock (1978), pp. 40-42, Barnes (1998), p.
152, y A. Goldsworthy, Grandes generales del ejército romano. Campañas,
estrategias y tácticas (2005); sobre la mala conducta de la caballería romana, véase
Zósimo 3.3. <<
periodo, véase A. Lee, Information and Frontiers: Roman Foreign Relations in Late
Antiquity (1993). <<
pp. 242-265; sobre los impuestos, véase Amiano Marcelino 17. 3. 1-6. <<
Valens and the Roman State in the Fourth Century AD (2002), p. 104. <<
Julian the Apostate (1978), pp. 12-20, 61-65, D. Potter, The Roman Empire at Bay,
AD 180-395 (2004), pp. 496-499, 508-509, y G. Fowden, «Julian, Philosopher and
Reformer of Polytheism» en CAH2 XIII (1998), pp. 543-548; A. Murdoch, The Last
Pagan: Julian the Apostate and the Death of the Ancient World (2003), es un estudio
reciente muy accesible sobre la vida de Juliano, y véanse pp. 9-37 sobre los primeros
años de su vida y sus creencias. <<
Eastern Frontier and the Persian Wars AD 226-363 (1991), pp. 143-210. <<
Ammianus (1989), pp. 39-47, y Dodgeon y Lieu (1991), pp. 211-212. <<
134-140, Potter (2004), pp. 514-520, y D. Hunt en CAH2 XIII (1998), pp. 73-77. <<
sacrificios, véase Amiano Marcelino 22. 12. 1-3, 6-7; sobre Antioquía, véase Amiano
Marcelino 22. 9. 1-10. 7; sobre el tamaño del ejército, véase Amiano Marcelino 23. 3.
5, 24. 7. 4, 25. 7. 2, y Zósimo 3. 13 y el análisis de Matthews (1989), pp. 166-169. <<
Lendon, Soldados y fantasmas. Historia de las guerras en Grecia y Roma (2006). <<
Alejandro en Polibio 10. 18. 1-19. 7, Libio 26. 49. 11-50. 14, y Plutarco, Alejandro
21. <<
Juliano, véase Amiano Marcelino 25. 3. 1-23, con Potter (2004), p. 518 y Lenski
(2002), p. 14 respecto a la fecha. <<
las fuentes sobre el tratado están reunidos en G. Greatrex y S. Lieu, The Roman
Eastern Frontier and the Persian Wars. Part 2 AD 363-630 (2002), pp. 1-9. <<
1. 1-3. <<
(2004), pp. 508-514 y Fowden en CAH2 XIII (1998), pp. 543-548. <<
the Eve of the First Council of Ephesus» en CAH2 XIII (1998), pp. 561-600 sobre la
Iglesia en general; véase también, sobre la dramática carrera de un obispo
especialmente polémico de Alejandría, la obra de T. Barnes, Athanasius and
Constantius: Theology and Politics in the Constantinian Empire (1993); sobre el
monacato, véase P. Brown, «The Rise and Function of the Holy Man in Late
Antiquity», JRS 61 (1971), pp. 801-101, y «Asceticism: Pagan and Christian» en
CAH2 XIII (1998), pp. 601-631, y «Christianization and Religious Conflict» en CAH2
XIII (1998), pp. 632-664, esp. 639, que analiza los orígenes de la palabra pagano. <<
Potter, The Roman Empire al Bay AD 180-395 (2004), pp. 533-546. <<
Goths (1996), pp. 51-93, H. Wolfram (trad. T. Dunlap), The Roman Empire and its
Germanic Peoples (1997), pp. 69-72, M. Kulikowski, Rome’s Gothic Wars (2007),
pp. 43-70, y T. Burns, Barbarians Within the Gates of Rome: A study of Roman
Military Policy and the Barbarians, ca. 375-425 AD. (1994), esp. pp. 303-304, n.
117. <<
Heather, La caída del Imperio romano (2008), (1996), pp. 97-104. <<
(2007), pp. 124-128; véase el empleo de los hunos por parte de los godos en 31.3.3.
<<
pp. 158-163, que afirma que los romanos no tuvieron más alternativa que dejar entrar
a los tervingos debido a la actual disputa con Persia; véase también Kulikowski
(2007), pp. 128-130, Lenski (2002), pp. 325-328, 345-347 y Wolfram (1997), pp. 81-
82, G. Halsall, Barbarian Migrations and the Roman West 376-568 (2007), pp. 165-
176. <<
que afirma que lo más probable es que Valente diera la orden de capturar a los
caudillos godos, y también Lenski (2002), pp. 325-328, Kulikowski (2007), pp. 132-
133, Burns (1994), p. 26; encontramos otros ejemplos de juego sucio en los
banquetes por parte de los romanos en Amiano Marcelino 29.6.5, en el año 374, y en
30. 1. 18-21 alrededor del mismo año. <<
véase también Heather (1991), pp. 142-146, Kulikowski (2007), pp. 133-138, Burns
(1994), pp. 26-28, y M. Nicasie, Twilight of Empire: The Roman Army from the Reign
of Diocletian until the Battle of Adrianople (1998), pp. 233-242. <<
pp. 145-147; sobre Teodosio, véase S. Williams y G. Friell, Theodosius. The empire
at Bay (1994), pp. 20-28, Kulikowski (2007), pp. 147-150, y Burns (1994), pp. 43-
45; sobre las secuelas de Adrianópolis, véase también N. Lenski, «Initium malí
Romano imperio: Contemporary Reactions to the Battle of Adrianople», Transactions
of the American Philological Association 127 (1997), pp. 129-168. <<
89, y Burns (1994), pp. 73-91, con una opinión más escéptica en Halsall (2007), pp.
180-185. <<
(2004), pp. 549-552, y J. Curran en CAH2 XIII (1998), pp. 104-106. <<
<<
<<
(1994), pp. 137-148, S. Mitchell, A History of the Later Roman Empire AD 284-641
(2007), pp. 89-91 y R. Brockley en CAH2 XIII (1998), pp. 113-118. <<
and the Persian Wars. Part II AD 363-630 (2002), pp. 20-30. <<
este periodo en B. Isaac en CAH2 XIII (1998), pp. 442-452; sobre la guerra en 421-
422, véanse las fuentes recopiladas en Greatrex y Lieu (2002), pp. 36-43. <<
BC-AD 400 (2003), pp. 338-339; también sobre el fenómeno de los hombres que se
movían entre el liderazgo tribal y los puestos de más rango en el ejército romano,
véase J. Drinkwater, The Alamanni and Rome 213-496 (Caracalla to Clodoveo)
(2007), pp. 145-176. <<
BC-AD 305 (2001), pp. 86-88, 126-130; véase también Greatrex y Lieu (2002), pp.
33-34. <<
the Ancient Economy», Journal of Roman Studies, 92 (2002), pp. 1-32, esp. 15-17.
<<
caída del Imperio romano (2008), que destaca justificadamente la obra pionera de G.
Tchalenko, Villages antiques de la Syrie du Nord (1953-1958); también es muy útil
sobre la agricultura de este periodo J. Banaji, Agrarian Change in Late Antiquity:
Gold, Labour, and Aristocratic Dominance (2001) y C. Whittaker y P. Garnsey en
CAH2 XIII (1998), pp. 277-311, que también defiende que no debe considerarse un
periodo de decadencia. Aunque esos estudios presentan buenos argumentos a favor
de reexaminar la anterior opinión, fuertemente pesimista, sobre la vida económica del
periodo, no debemos olvidar que nuestras pruebas son muy limitadas y que la cautela
siempre es necesaria. <<
(1994), pp. 131-137 y con mucho más detalle en N. McLynn, Ambrose of Milan:
Church and Court in a Christian Capital (1994). <<
Empire: Valens and the Roman State in the fourth Century AD (2002), pp. 86-97,142-
143. <<
60-62, 73-74, 85,313, H. Wolfram (trad. T. Dunlap), The Roman Empire and its
Germanic Peoples, pp. 69-70, 72-73, 76-79, M. Kurikowski, Rome’s Gothic Wars
(2007), pp. 107-111, 118-122, G. Greatrex, «The Gothic Arians after Theodosius (to
Justinian)», Studia Patrística, 34 (2001), pp. 73-81, y T. Burns, Rome and the
Barbarians, 100 BC-AD 400 (2003), pp. 337-338, 368-369. <<
1081 (1995), pp. 43-64. Agacio 5. 13. 7-8 que escribía en la década de 580 afirmaba
que en periodos anteriores el ejército ascendía a 645 000 hombres; sobre la estructura
del ejército de forma más general, véase H. Elton, «Military Forces», en P. Sabin, H.
Van Wees, y M. Whitby (eds.), The Cambridge History of Greek and Roman Warfare.
Volume II Rome from the Late Republic to the Late Empire (2007), pp. 270-309. <<
Part 2 AD 363-630 (2002), pp. 17-19, respecto a las fuentes para este episodio. <<
Wars (2007), pp. 154-166, Burns (1995), pp. 156-158, 176-177, 188, H. Wolfram
(trad. T. Dunlap), Vie Roman Empire and its Germanic Peoples (1997), pp. 89-94, P.
Heather, The Goths (1996), pp. 138-146, y Goths and Romans 332-489 (1991), pp.
183-188, 193 y ss.; sobre el papel de los «bárbaros» en el ejército, véase J.
Liebeschuetz, Barbarians and Bishops: Army, Church, and State in the Age of
Arcadius and Chrysostom (1990), pp. 7-88. <<
27-38, y J. Bury, History of the Later Roman Empire from the Death of Theodosius I
to the death of Justinian. Vol. 1 (1958), pp. 115-121. <<
150. <<
Bury (1958), pp. 169-171, O Flynn (1983), pp. 42-44, 56, Jones (1964), pp. 185-186,
Burns (1995), pp. 208-214. <<
(2000), pp. 325-345,W. Goffart, Barbarian Tides: The Migration Age and the Later
Roman Empire (2006), pp. 73-118, Burns (1995), pp. 203-209, y A. Birley, The
Roman Government of Britain (2005), pp. 455-460; J. Drinkwater, The Alamanni and
Rome 213-496 (Caracalla to Clodoveo) (2007), pp. 323-325, sugiere plausiblemente
que puede que hubiera grupos de guerreros alamanes entre los saqueadores. <<
55-59; la cita corresponde al senador llamado Lampadio y está en Zósimo 5.29. <<
pp. 215-223, Matthews (1975), pp. 270-283, y R. Blockley en CAH2 XIII (1998), pp.
121-125. <<
AD 364-425 (1975), pp. 284-287, T. Burns, Barbarians within the Gates of Rome. A
study of Roman Military Policy and the Barbarians, CA. 315-425 AD (1995), pp.
224-233. <<
Wars (2007), pp. 173-174, y S. Oost, Galla Placidia Augusta. A Biographical Essay
(1968), pp. 89-92. <<
149. <<
túnicas y tres mil pieles teñidas de rojo es utilizada por Burns (1995), en la p. 234
encontramos la conjetura de que Alarico contaba con unos siete mil guerreros
auténticos. <<
presenta un buen análisis introductorio sobre las aparentes bajas y sustituciones del
ejército occidental sugeridas por la Notitia Dignitatum, y véase también Jones (1965),
pp. 1425-1436, donde encontramos un desglose más detallado. <<
p. 139.21. <<
utilizamos «el enemigo» para referirnos a un conjunto de contrarios en una guerra. <<
véase J. Man, Atila: el rey bárbaro que desafió a Roma (2006). Aunque hay que
señalar que el término era empleado más a menudo por personas que no participaron
directamente en la lucha, «huno» se convirtió en el término de argot más habitual
para los aviones y pilotos alemanes en el RFC y el RNAS. <<
sobre la apariencia de los hunos, véase O. Maenchen-Helfen, The World of the Huns:
Studies in their History and Culture (1973), pp. 358-375, y Man (2005), pp. 63-66.
<<
Heather (2008), Man (2005), p. 97-99, N. Fields, The Hun. Scourge of God AD 375-
565 (Osprey Warrior Series 111, 2006), pp. 30-32, 39-46, M. Bishop y J. Coulston,
Roman Military Equipment from the Punic Wars to the Fall of Rome (2.a edición,
2006), pp. 88, 134-135, 164-168, 205-206, J. Coulston, «Roman Archery
Equipment», en M. Bishop (ed.), The Production and Distribution of Roman Military
Equipment. Proceedings of the Second Roman Military Equipment Research Seminar.
BAR 275 (1985), pp. 230-348; sobre la efectividad, véase W. McLeod, «The Range of
the Ancient Bow», Phoenix 19 (1965), pp. 1-14; sobre las reconstrucciones y las
técnicas modernas, véase L. Kassai, Horseback Archery (2002). <<
posibilidad de que el estilo de vida de los hunos cambiara cuando se asentaron cerca
del Imperio. <<
History of the Later Roman Empire from the Death of Theodosius I to the death of
Justinian. Vol. 1 (1958), pp. 271-276. <<
(2008). <<
pp. 165-167, y M. Tood, The Early Germans (2.a edición, 2004), pp. 175-178;
encontramos la cifra de ochenta mil vándalos en Victor Vit. Hist. Vand. 1.1. <<
en África, confiando en utilizarlos como aliados en su lucha contra Aecio, pero más
tarde se arrepintió de su decisión; sobre las cartas de San Agustín, véase Heather
(2005), pp. 267 y 271; entre los ejemplos de cartas escritos en esos años se
encuentran las de San Agustín, Ep. 220, 229-231. <<
(1958), pp. 254-260, y A. Jones, The Later Roman Empire 284-602 (1964), pp. 190,
204-208. <<
(1958), pp. 296-298, y Whitby en CAH2 XIV (2000), pp. 712-713. <<
Britain (1989), 162-165, y C. Snyder, An Age of Tyrants: Britain and the Britons AD
400-600 (1998), passim, pero sobre todo las pp. 29-49, K. Dark, Britain and the End
of the Roman Empire (2000), pp. 27-48. <<
en especial Dark (2000), Edmonde Cleary (1989) y N. Faulkner, The Decline and
Fall of Roman Britain (2.a edición, 2004). <<
Roman Britain (1998), M. Todd, Roman Britain (3.a ed., 1999), y M. Millett, Roman
Britain (1995). <<
of Roman Frontier Policy», en A. King y M. Henig (eds.), The Roman West in the
Third Century. BAR 109 (1981), p. 40; sobre el menor tamaño de los bloques de
barracones en el siglo III, véase N. Hodgson y P. Bidwell, «Auxiliary Barracks in a
New Light: recent Discoveries on Hadrian’s Wall», Britannia 35 (2004), pp. 121-157,
esp. 147-154. <<
BC-AD 409 (2006), p. 20 y 12; véase también la revisión de esta obra de M. Beard,
The Times Literary Supplement, 4 de octubre, 2006, S. Ireland en JRS 97 (2007), pp.
364-366. <<
Roman Britain (1980), pp. 4-31,Todd (1999), pp. 179-203, Esmonde Cleary (1989),
pp. 41-130, Snyder (1998), pp. 3-16; sobre el ejército, véase S. James, «Britain and
the Late Roman Army», en T. Blagg y A. King, Military and Civilian in Roman
Britain: Cultural Relationships in a Frontier province. BAR Int. Ser. 136 (1984), pp.
161-186. Sigue siendo un artículo excelente a pesar de que el concepto de los
barracones-chalet ha sido rebatido por Hodgson y Bidwell (2004). <<
Role of the Late Roman Coastal forts of Britain», Britannia 24 (1993), pp. 227-239,
A. Pearson, «Pracy in Late Roman Britain: a Perspective from the Viking Age»,
Britannia 37 (2006), pp. 337-353, J. Haywood, Dark Age Naval Power: A Re-
Assessment of Frankish and Anglo-Saxon Seafaring Activity (1991), esp. pp. 15-76, y
G. Grainge, The Roman Invasions of Britain (2005), pp. 141-160; Haywood (1991),
pp. 18-22, sobre el tema de las velas y la talla de Dinamarca. <<
Roman Shore Forts (2002), donde encontramos opiniones contrapuestas sobre las
funciones de los fuertes. <<
Mattingly (2006), pp. 325-350, Faulkner (2004), pp. 169-185, Johnson (1980), pp.
91-97, Todd (1999), pp. 210-212. <<
(2004), pp. 185-220, y Todd (1999), pp. 221-229; sobre el cristianismo, véase Dark
(2000), pp. 18-20. <<
(2006), pp. 529-539, Snyder (1998), pp. 17-25, y Johnson (1980), pp. 104-110. <<
Dark Ages Return to Fifth Century Britain: The Restored Gallic Chronicle
Exploded», Britannia 21 (1990), pp. 185-195, con la respuesta de M. Jones y J.
Casey, «The Gallic Chronicle Exploded?», Britannia 22 (1991), pp. 212-215. La
entrada relevante es la de Honorio XVI. <<
Britannia, 18 (1987), pp. 251-262, Snyder (1998), pp. 37-40, Johnson (1980), pp.
115-116. <<
288-292; sobre San Germano y los pelagianos, véase I. Wood, «The End of Roman
Britain: Continental Evidence and Parallels», en M. Lapidge y D. Dumville (eds.),
Gildas: New Approaches (1984), pp. 1-25, esp. 12-13. <<
al asentamiento sajón en G. Halsall, Barbarian Migrations and the Roman West 376-
568 (2007), pp. 357-370. <<
(2000), pp. 58-104, y H. Wolfram (trad. T. Dunlap), The Roman Empire and its
Germanic Peoples (1997), pp. 240-247. <<
Gálica de 452 presenta el 441 (Teodosio II XVIII) como fecha en la que Britania
cayó bajo el control de los sajones. <<
<<
Arturo en Snyder (1998), pp. 253-255. J. Morris, The Age of Arthur. A History of the
British Isles from 350 to 650 (1973) sigue siendo una buena lectura, pero no todas las
partes han resistido bien el paso del tiempo. <<
Empire from the Death of Theodosius I to the Death of Justinian (1958), p. 308. <<
Jones, The Later Roman Empire 284-602 (1964),p. 240, P. Barnwell, Emperors,
Prefects and Kings: The Roman West, 395-565 (1992), pp. 116-117, B. Ward-Perkins,
La caída de Roma y el fin de la civilización (2007), citando a Víctor de Vita, Vandal
Persecution 1. 25 sobre la exigencia de un rescate por los cautivos, y P. Heather, La
caída del Imperio romano (2008); sobre el saqueo y la muerte de Petronio, véase
Prisco, fragmento 30. 2,Juan de Antioquía 201, Procopio, Guerras 3. 4. 36-5. 5, y
Sidonio Apolinar, Cartas 2. 13. <<
sobre los rumores de que la muerte de Avito fuera un crimen, véase Juan de
Antioquía, fragmento 86. <<
P. Heather, The Goths (1996), pp. 187-191, 194-198, y en CAH2 XIV (2000), p. 22.
<<
19-23. <<
Century Gaul», en J. Drinkwater y H. Elton (eds.), Fifth Century Gaul (1992), pp.
208-217. <<
Roman Empire, AD 284-641 (2007), pp. 289-293; en más detalle en P. Allen en CAH2
XIV (2000), pp. 811-820, y W Treadgold, A History of Byzantine state and Society
(1997), esp. pp. 1-241. <<
1936). <<
también Sidonio Apolinar, Cartas 7. 7. 2-6 sobre su ira ante la entrega de Clermont
por parte de Nepote, y 8. 3. 2 que describe a las mujeres godas. <<
véase Eugipio, Vida de San Severino 8. 1, 22. 2, 31. 1-6, 40. 1-3, 42. 8, 44.4. <<
Germanic Peoples (1997), pp. 183-188; sobre la importancia de 476, véase B. Croke,
«AD 476-the manufacture of a turning point», Chiron 73 91 983), pp. 81-119. <<
Provinces to Medieval Kingdoms (2006), brinda una buena introducción a este tipo de
ideas; la obra de P. Brown también ha ejercido una fuerte influencia, comenzando con
El mundo en la Antigüedad Tardía. De Marco Aurelio a Mahoma (1989). <<
Halsall, Warfare and Society in the Barbarían West, 450-900 (2003); para un estudio
más general de los cambios y evolución de las guerras en todo el Imperio en J.
Moorhead, The Roman Empire Divided 400-700 (2001), y G. Halsall, Barbarian
Migrations and the Roman West 376-568 (2007), pp. 284-357. <<
fiscales más que de la propia tierra es W. Goffart, Barbarians and Romans: The
Techniques of Accommodation Revisited (1980), que defiende incondicionalmente su
posición en Barbarian Tides: The Migration Age and the Later Roman Empire
(2006), pp. 119-186. Encontramos la opinión contraria en los perspicaces
comentarios de W. Liebeschütz, «Cities, Taxes, and the Accommodation of the
Barbarians: The Theories of Durliat and Goffart», en Noble (2006), pp. 309-323.
Sobre la propaganda de Teodorico acerca de los papeles de los godos y los romanos,
véase Moorhead (1992), pp. p. 71-75, y en más detalle P. Amory, People and Identity
in Ostrogothic Italy, 489-554 (1997), pp. 43-85. La cita es de Casiodoro, Variae 12.
5.4. <<
271. <<
(1997), pp. 195-276, Heather (1996), pp. 245-258, y Todd, The Early Germans (2.a
ed., 2004), pp. 150-163, 166-171, 177-178, y H. Wolfram, (trad. T. Dunlap), The
Roman Empire and its Germanic Peoples (1997), pp. 169-182, 199-213. <<
de la palabra legi, véase el Anónimo Valesiano 79, junto con el análisis de Moorhead
(1992), pp. 104-105. <<
The Roman West, 395-565 (1992), pp. 73-74, 129-145; sobre la legislación, véase T.
Charles-Edwards en CAH2 XIV (2000), pp. 260-287. <<
pp. 712-714, J. Bury, History of the Later Roman Empire from the Death of
Theodosius I to the Death of Justinian (1958), pp. 389-396, 411-422, A. Jones, The
Later Roman Empire 284-602 (1964), pp. 224-227. <<
sobre el ejército; sobre la administración, véase en general C. Kelly, Ruling the Later
Roman Empire (2004). <<
Roman World (2006); sobre la sucesión, véase J. Moorhead, Justinian (1994), pp. 14-
18, J. Evans, The Age of Justinian: The Circumstances of Imperial Power (1996), pp.
96-98, y J. Bury, History of the Later Roman Empire from the Death of Theodosius I
to the Death of Justinian (1958), pp. 16-21; sobre su ascenso al poder, véase G.
Greatrex, «The Early Years of Justin in the Sources», Electrum, 12 (2007), pp. 99-
115; sobre su ausencia de educación, véase Procopio, Historia secreta 6. 19, 11.5, 12.
29, John Lydus, On the Magistracies 3. 51. <<
Evans (2002), pp. 48-58; Procopio, Historia secreta 17.32-36, habla de las tres
antiguas actrices que fueron llevadas a vivir a palacio. <<
en A. Cameron (ed.), The Byzantine and Early Islamic Near East III: States
Resources and Armies (1995), pp. 157-226, también reimpreso en A. Horward-
Johnston, Early Rome, Sassanian Persia and the End of Antiquity (2006); véase
también G. Greatrex, «Byzantium and the East in the Sixth Century», en Maas
(2005), pp. 477-509, y Moorhead (1994), pp. 89-95. <<
guerra de Anastasio contra Persia, véase Greatrex (1998), pp. 73-119, con fuentes en
G. Greatrex y S. Lieu, The Roman Eastern Frontier and the Persian Wars. Part 2 AD
363-630 (2002), pp. 62-77. <<
sobre Dara y Callinicum, véase también J. Haldon, The Byzantine Wars (2001), pp.
23-35 y A. Goldsworthy, Grandes generales del ejército romano. Campañas,
estrategias y tácticas (2005); un excelente artículo de C. Lillington-Martin,
«Archaeological and Ancient Literary Evidence for a Battle near Dara Gap, Turkey,
AD 530: Topography, Texts, Trenches», en A. Lewin y P. Pellegrini, (eds.), The Late
Roman Army in the Near East from Diocletian to the Arab Conquest (Oxford, 2007),
pp. 299-311. <<
(2005), pp. 134-160, B. Ward-Perkins en CAH2 XIV (2000), pp. 388-389, y Evans
(1996), pp. 160-165; unos de los relatos contemporáneos más famosos y detallados es
el de Procopio, Guerras 2.22. 1-23. 21. <<
Greatrex (1998), pp. 31-34; sobre la frontera balcánica, véase Moorhead (1994), pp.
145-162. <<
(1996), pp. 126-133; sobre las campañas occidentales de Justiniano en general, véase
W Pohl, «Justinian and the Barbarian Kingdoms», en M. Maas (ed.), The Cambridge
Companion to the Age of Justinian (2005), pp. 448-476, G. Halsall, Barbarian
Migrations and the Roman West 376-568 (2007), pp. 499-518; sobre el triunfo, véase
Procopio, Guerras 4.9. 1-16. <<
Procopio, Guerras 7. 1. 31-33 sobre la carrera del famoso Alejandro «El tijeras»
como ejemplo de la brutalidad de algunos de los funcionarios de Justiniano, cf. A.
Jones, The Later Roman Empire 284-602 (1964), p. 289. <<
(1964), pp. 294-296; un ejemplo de las fricciones surgidas con los aliados debido a la
presencia de los funcionarios y las tropas romanas es Lazica, episodio del que
podemos leer un resumen en Greatrex (2005), pp. 497-499. <<
29. 1-20, con Moorhead (1994), pp. 85-86 y Evans (1996), p. 150; sobre el complot
de Teodora contra Juan, véase Evans (2002), pp. 54-56. <<
pp. 161-184, Moorhead (1994), pp. 32-38, y D. Liebs en CAH2 XIV (2000), pp. 247-
252. <<
sobre la agresión de Justino contra Persia, véase Greatrex (2005), pp. 489-490. <<
de Roma, véanse las fuentes de Greatrex y Lieu (2002), pp. 182-228. <<
passim, pero esp. 189-195; un intento anterior de extraer una lección clara para el
actual Estados Unidos —entonces aún implicado en la Guerra Fría— es la obra de E.
Luttwak, La gran estrategia del Imperio romano. <<