El Enigma de La Cripta - Jonathan Stroud

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Lockwood, George y Lucy, junto con su nuevo socio, Quill Kipps, emprenden

una peligrosa misión: han entrado en el mausoleo Fittes, donde yace el cuerpo
de la legendaria psíquica Marissa Fittes. ¿O no? Y ya que nos ponemos a
preguntar… ¿Le revelará Lockwood más sobre el pasado de su familia a
Lucy? ¿Su viaje al otro lado hará que Lucy y Lockwood cambien para
siempre? ¿Conseguirá Penelope Fittes cerrar al fin la agencia Lockwood?

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Jonathan Stroud

El enigma de la cripta
Agencia Lockwood - 05

ePub r1.0
Titivillus 28.01.2024

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Título original: The Empty Grave
Jonathan Stroud, 2017
Traducción: Celia Martínez Duro

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1

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Para mi familia: Gina, Isabelle, Arthur y Louis,
que cuentan las mejores historias de fantasmas del mundo.

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I
La tumba

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¿Q uieres que te cuente una historia de fantasmas? Bien. Porque me sé


unas cuantas.
¿Qué hay de la cara azul e invisible pegada a la ventana del sótano? ¿O la
aparición de un hombre ciego con un bastón hecho de huesos de niños? ¿Y
del cisne malvado que me siguió hasta casa por un parque solitario y
empapado por la lluvia? ¿Y la boca gigante sin cuerpo que aparecía
abriéndose en medio de un suelo de hormigón? ¿Y la jarra de leche que vertía
sangre o la bañera vacía cuyos borboteos ahogados sonaban después del
anochecer? ¿Y qué hay de la cama giratoria de un huérfano, o del esqueleto
en la chimenea, o del espectro maligno de un cerdo con todos los pelos y los
colmillos amarillentos que resoplaba detrás de una mampara sucia de ducha?
Tú eliges. Las he vivido todas. Representan el trabajo de un mes típico en
la agencia Lockwood durante aquel verano largo y pésimo. George escribía la
mayoría en nuestro libro de casos la mañana siguiente al incidente concreto,
entre sorbos de té hirviendo. Lo hacía vestido con sus bóxeres y, sin darse
cuenta, se sentaba con las piernas cruzadas en el suelo de nuestro salón.
Sinceramente, era una imagen más perturbadora que todos los encuentros
fantasmagóricos juntos.
Una copia de nuestro Libro de casos negros se encuentra en el Archivo
Nacional, en la nueva galería Anthony Lockwood. La buena noticia es que no
hay que sortear las patatas fritas trituradas en las páginas del original si

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quieres saber los detalles de cada encargo. ¿La mala noticia? No aparecen
todos los casos. Hay uno que fue demasiado terrible para que lo
escribiéramos.
Ya sabes cómo acabó. Todo el mundo lo sabe. En aquel último verano
cruel, los rumores corrían por la ciudad, mientras los escombros de la Casa
Fittes todavía humeaban alrededor de los cuerpos de los muertos. Pero ¿qué
hay del principio? No. Eso no se ha hecho público aún. Para conocer la
historia secreta de asesinatos, conspiraciones, traiciones —sí, y fantasmas—,
necesitas la versión de alguien que sobrevivió. Por eso, tienes que acudir a mí.
Me llamo Lucy Joan Carlyle. Hablo con los vivos y con los muertos, y a
veces lo hago tanto que ya no noto la diferencia.

Pues vamos allá: el principio del fin. Esta soy yo hace dos meses. Voy vestida
con una chaqueta negra, falda y medias tupidas, con unas botas resistentes
para abrir tapas de ataúdes y salir de tumbas. Llevo el estoque en el cinturón y
una funda con destellos y bombas de sal cruzada en el pecho. Hay una huella
espectral en mi chaqueta. Me he cortado la melena más que antes, aunque el
peinado no oculta los varios mechones que se han vuelto blancos hace poco.
Por lo demás, tengo el mismo aspecto de siempre. El perfecto para las
investigaciones psíquicas. Para hacer lo mío.
En el mundo exterior habían salido las estrellas. El calor del día se había
acabado. Era poco después de la medianoche, el momento en el que los
espíritus se paseaban y todas las personas sensatas estaban a gusto y a salvo
en sus camas.
¿Yo? No tanto. Estaba correteando por un mausoleo con el trasero hacia
arriba.
En mi defensa, diré que no era la única que lo hacía. Mis compañeros
Lockwood, George y Holly también estaban a cuatro patas, repartidos por
aquella cámara pequeña revestida de piedras. Teníamos las cabezas agachadas
y las narices cerca de las baldosas. Habíamos colocado las velas junto a las
paredes y la puerta. Cada cierto tiempo, nos deteníamos para tocar los
recovecos y las rendijas sospechosos con las puntas de los dedos. El resto del
tiempo trabajábamos en silencio.
Buscábamos la entrada de una tumba.
—¿Te tienes que agachar así? —preguntó una voz—. Se me están
saltando las lágrimas.

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Un hombre joven, delgado y pelirrojo estaba sentado en un bloque de
granito en el centro de la estancia. Como el resto de nuestro equipo de
incursión, iba todo de negro. En su caso, con unas botas enormes, vaqueros de
pitillo y un jersey de cuello vuelto. A diferencia de los demás, llevaba un par
de gafas abultadas pegadas a la cara, lo que le daba el aspecto de un
saltamontes asustado. Se llamaba Quill Kipps. Estaba preparando nuestro
equipo de rompetumbas, colocando las palancas y los rollos de cuerda sobre
la piedra. También estaba vigilando y parpadeando para vislumbrar entre las
sombras. Sus gafas le permitían localizar a los fantasmas, en caso de que
hubiera alguno cerca.
—¿Ves algo, Quill? —Era Lockwood, cuyo pelo oscuro le cubría la cara.
Metió la navaja en un hueco entre las baldosas.
Kipps encendió una lámpara de aceite y movió los obturadores para
atenuar la luz.
—Contigo en esa posición en concreto ya he visto demasiado. Sobre todo
cuando aparece Cubbins. Es como ver a una beluga que pasa nadando.
—Me refería a fantasmas.
—No hay fantasmas aún. Aparte del que hemos domesticado. —Tocó un
frasco grande colocado a su lado, en un bloque de piedra. Una luz verde y
siniestra brilló en el interior, y un rostro espectral de una fealdad
extraordinaria se materializó y atravesó un vórtice de ectoplasma.
—¿Domesticado? —Una voz sin cuerpo que solo yo podía oír habló,
indignada—. ¡¿Domesticado?! ¡Sácame de aquí y le demostraré a ese idiota
flacucho lo domesticado que estoy!
Me senté sobre los talones y me aparté el flequillo de los ojos.
—Será mejor que no llames así a la calavera, Kipps —dije—. No le gusta.
El rostro del frasco mostró unos dientes serrados.
—Ya te digo que no. Lucy, dile a ese tonto con ojos de pasmarote que, si
estuviera fuera de esta prisión, le absorbería la carne de los huesos y bailaría
al son de una chirimía con su piel vacía. Dile eso, venga.
—¿Se ha ofendido? —me preguntó Kipps—. Veo que la boca horripilante
se está moviendo.
—¡Díselo!
Lo dudé.
—No te preocupes —dije—. No pasa nada, de verdad. No le ha
molestado.
—¿Qué? ¡De eso nada! ¿Y qué hace dándole golpecitos a mi cristal como
si fuera una especie de pez dorado? Te lo juro, cuando salga de aquí, voy a

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atrapar a Kipps y a quitarle los…
—Lockwood —dije, desconectando del fantasma—, ¿estás seguro de que
aquí hay una trampilla? No tenemos mucho tiempo.
Anthony Lockwood se irguió; estaba arrodillado en medio del suelo,
sujetando la navaja con una mano y con la otra se tocaba el pelo de forma
distraída. Como siempre, nuestro líder iba impecablemente vestido. Llevaba
un jersey oscuro en lugar de su abrigo largo y unas zapatillas de suela suave
en vez de sus zapatos habituales; esas fueron las únicas concesiones que se
permitió a la hora de colarse y entrar en un monumento nacional.
—Tienes razón, Luce. —El rostro pálido y delgado de Lockwood estaba
tan relajado como siempre, pero en su ceño había una arruga elegante que me
avisó de que estaba preocupado—. Ha pasado una eternidad y todavía no hay
ni rastro de ella. ¿Qué opinas, George?
Con un chirrido, George Cubbins se levantó y apareció detrás de un
bloque de granito. Llevaba la camiseta negra sucia, las gafas torcidas y el pelo
rubio de punta y apelmazado del sudor. Había pasado la última hora haciendo
lo mismo que los demás, pero de alguna manera se las había arreglado para
acabar completamente cubierto por una capa de polvo, excrementos de ratón
y telarañas que nadie más había visto. Típico de George.
—Todos los escritos sobre la tumba mencionan una trampilla —dijo—.
No nos estamos fijando lo suficiente. Sobre todo Kipps, que ni siquiera la está
buscando.
—Oye, que yo estoy haciendo mi trabajo —repuso él—. La pregunta es:
¿has hecho tú el tuyo? Nos estamos jugando el cuello esta noche porque
dijiste que había una forma de entrar.
George se desenrolló una telaraña de las gafas.
—Pues claro que la hay. Bajaron el ataúd a través del suelo y lo llevaron a
la cripta. Un ataúd de plata. Lo mejor para ella.
No nos pasó desapercibido que George no se molestara en mencionar el
nombre de la persona a la que pertenecía la tumba. Tampoco me pasó
desapercibido que sentí un hormigueo en el estómago al pensar en el ataúd de
plata. Tuve la misma sensación cuando miré el estante al fondo de la cámara y
vi lo que había allí.
Era el busto de hierro de una mujer de mediana edad. Tenía una expresión
arrogante y solemne, con el pelo echado hacia atrás y la frente alta. La nariz
era afilada y aguileña, la boca delgada y los ojos astutos. No era precisamente
un rostro agradable, sino uno fuerte, firme y atento, y lo conocíamos muy
bien. Era la misma cara que aparecía en los sellos y en la cubierta del manual

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de nuestra agencia, una cara que nos seguía desde nuestra infancia y que se
colaba en todos nuestros sueños.
Se habían dicho muchas cosas increíbles sobre Marissa Fittes, la primera
y la mejor investigadora psíquica del mundo. Cómo había ideado, junto a su
compañero Tom Rotwell, la mayoría de las técnicas para luchar contra los
fantasmas que los agentes como nosotros seguíamos usando. Cómo había
improvisado con una barandilla de hierro que arrancó, creando así el primer
estoque; cómo había hablado con los fantasmas, con la misma facilidad que si
fueran de carne y hueso. Cómo había abierto la primera agencia de detección
psíquica, y cómo, después de morir, la mitad de los habitantes de Londres
habían ido a ver cómo trasladaban su ataúd desde la abadía de Westminster a
la calle Strand, con las aceras llenas de flores de lavanda y los agentes de la
ciudad marchando detrás. Cómo las campanas de todas las iglesias habían
sonado cuando la enterraron bajo su mausoleo, que la agencia Fittes todavía
mantenía como un santuario especial.
Cosas increíbles…
La última fue que nosotros no creíamos que estuviera allí enterrada.
El mausoleo Fittes, donde estábamos, se encontraba en el extremo este de
la calle Strand, en el centro de Londres. Era una cámara compacta y de techos
altos, con forma más o menos ovalada, hecha de piedra y envuelta en
sombras. Estaba vacía, salvo por el bloque enorme de granito en forma de
sarcófago que había en mitad de la estancia (donde habían tallado una única
palabra: «Fittes»). No había ventanas, y las puertas de hierro que conducían a
la calle estaban cerradas a cal y canto.
En algún rincón detrás de esas puertas había dos guardas. Solo eran niños,
pero llevaban pistolas y podrían haberlas usado si nos hubieran oído, así que
teníamos que ir con cuidado. Lo bueno es que aquel lugar estaba limpio, seco,
olía a lavanda fresca y no había partes del cuerpo evidentes bajo nuestros
pies, lo que ya era más deseable que la mayoría de los sitios en, los que
habíamos estado esa semana.
Aunque no parecía que hubiera dónde esconder una trampilla.
Los faroles tintinearon. La oscuridad envolvió nuestras cabezas como la
capa de una bruja.
—Bueno, lo único que tenemos que hacer es mantener la calma, no hacer
ruido y seguir buscando —dijo Lockwood—. A menos que alguien tenga una
sugerencia mejor.
—Yo tengo una. —Holly Munro había estado escudriñando
meticulosamente el suelo al fondo de la sala. Ahora se levantó y se unió a

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nosotros, con la ligereza y el sigilo de un gato. Como los demás, iba de
incógnito: llevaba el pelo largo y oscuro recogido en una coleta y vestía una
chaqueta con cremallera, una falda y unas medias tupidas. Podría seguir
hablando de lo bien que le quedaba ir toda de negro, pero para qué
molestarme. Con Holly eso se daba por sentado. Si fuera por ahí con un cubo
de basura sujeto a sus hombros con un par de tirantes de lunares, se las habría
ingeniado para parecer grácil.
—Creo que necesitamos una nueva perspectiva —dijo—. Lucy, ¿la
calavera no puede echarnos una mano?
Me encogí de hombros.
—Lo intentaré, Hol. Pero ya sabes de qué humor está hoy.
En el frasco, el rostro traslúcido seguía hablando animadamente. Apenas
veía la vieja calavera marrón pegada a la base del cristal que la protegía.
Me concentré en lo que estaba diciendo.
—… Y luego me los comería. Después le arrancaría las uñas de los pies y
las congelaría. Así aprendería.
—Venga ya, ¿cómo es que todavía estás hablando de Kipps? —pregunté
—. Pensé que habías acabado hace una eternidad.
El rostro del frasco me miró, perplejo.
—¿Es que ni siquiera me estabas escuchando?
—No.
—Qué típico. Te había deleitado con un montón de detalles lúgubres e
ingeniosos.
—Ahórratelos. No encontramos la entrada. ¿Nos puedes echar una mano?
—¿Por qué iba a hacerlo? No te crees nada de lo que digo.
—Eso no es verdad. Estamos aquí ahora mismo porque creemos en ti, más
o menos.
La calavera soltó un resoplido brusco.
—Si les hicieras caso a mis palabras, estaríais sentados en casa,
abrazándoos las piernas y pudriéndoos las entrañas con té y galletas de
chocolate. Pero no, porque teníais que «confirmar» mi historia.
—¿Y te sorprende? Dices que Marissa Fittes no está muerta, sino que está
vivita y coleando y finge ser su presunta nieta, Penelope Fittes. La misma
Penelope Fittes que es la presidenta de la agencia Fittes y probablemente la
persona más poderosa de Londres. Es una afirmación bastante fuerte. Tendrás
que perdonarnos por querer comprobarlo nosotros mismos.
El rostro puso los ojos en blanco.
—Cuántas chorradas. ¿Sabes qué demuestra esto? El calaverismo.

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—¿Qué tontería estás diciendo ahora?
—Has oído hablar del racismo. Has oído hablar del sexismo. Pues esto es
calaverismo, claramente. Me estás juzgando por mi apariencia exterior. Dudas
de mi palabra solo porque soy una calavera escondida en un frasco de plasma
verde viscoso. ¡Admítelo!
Respiré hondo. Era una calavera ampliamente conocida por sus increíbles
trolas y sus mentirijillas de experto. Decir que a veces exageraba la verdad
sería como decir que a veces George estiraba la culera de sus pantalones
cuando se ataba los cordones de los zapatos. Por otro lado, el fantasma me
había salvado la vida más de una vez y, en ciertos asuntos importantes, no
siempre mentía.
—Qué comentario más interesante —dije—. Estoy deseando que sigamos
hablando de eso después. Mientras tanto, échame una mano. Buscamos la
entrada a una cripta. ¿Ves un aro o un pomo?
—No.
—¿Ves una palanca?
—No.
—¿Ves una polea, una manivela o cualquier otro mecanismo que abra una
trampilla oculta?
—No. Por supuesto que no. Ahora estás desesperada.
Suspiré.
—Vale. Ya lo pillo. Así que aquí no hay ninguna puerta.
—Ah, pues claro que hay una puerta —respondió el fantasma—. ¿Por qué
no me lo has preguntado? Desde aquí arriba es obvio.
Se lo repetí a los demás. Holly y Lockwood reaccionaron a la vez. Se
subieron de un salto al bloque que había junto a Kipps. Lockwood cogió uno
de los faroles y lo puso frente a él. Holly y él giraron, estudiando el suelo con
expresiones de concentración total. La luz bañó tenuemente las baldosas,
como si fuera agua que se derramaba a los pies de las paredes.
—Esto es patético —comentó la calavera—. Yo lo he visto a la primera, y
ni siquiera tengo globos oculares. Pues ya está, lo siento, pero os quedáis sin
pistas de…
—¡Allí! —Holly agarró a Lockwood del brazo. Él mantuvo firme el farol
—. ¡Allí! —repitió—. ¿Ves la losa pequeña puesta encima de la otra grande?
La grande es la trampilla. ¡Si levantamos la pequeña, encontraremos la anilla
o el pomo escondido debajo!
George y yo corrimos hasta allí y nos agachamos donde había señalado.
Supe que tenía razón en cuanto lo había dicho.

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—Brillante, Holly —la felicitó Lockwood—. Tiene que ser eso. Que todo
el mundo saque las herramientas.
En momentos como este, la agencia Lockwood trabajaba en total armonía.
Sacamos los cuchillos y retiramos el cemento que rodeaba la piedra más
pequeña. La levantamos con palancas y Lockwood la apartó. Como era de
esperar, debajo había una anilla de bronce colocada en una bisagra sobre la
piedra más grande. Mientras George, Holly y yo aflojábamos los bordes de la
piedra, Lockwood y Kipps ataron cuerdas alrededor de la anilla,
comprobando una y otra vez los nudos para asegurarse de que soportarían el
peso. Lockwood estaba en todas partes a la vez, dando órdenes en voz baja y
ayudando con todas las tareas. Irradiaba una energía crepitante que nos
motivaba a todos.
—¿Es que nadie va a darme las gracias? —Asqueada, la calavera
observaba la escena desde el frasco—. Eso me parecía. Menos mal que ya no
tengo que aguantar la respiración.
Nos colocamos en nuestras posiciones en cuestión de minutos. Lockwood
y Kipps se pusieron junto a la primera cuerda, que usarían para levantar la
piedra. La segunda cuerda colgaba del lado opuesto. George y yo la
sujetábamos, porque nuestra misión consistía en aguantar la baldosa una vez
que la levantaran y ayudar a bajarla con cuidado al suelo. Holly estaba
arrodillada en el centro, junto a la anilla, lista con las palancas.
La sala estaba sumida en el silencio. En la pared, la luz del farol temblaba
sobre la cabeza de hierro de Marissa Fittes.
Era como si nos estuviera observando y sus ojos brillaran con una vida
maligna.
En los momentos de máxima tensión, Lockwood siempre conseguía estar
más tranquilo que los demás. Nos sonrió.
—¿Todos listos? —preguntó—. Vale, pues vamos allá.
Kipps y él tiraron. De pronto, con suavidad y sin hacer ruido alguno, la
baldosa se movió. Se levantó como si estuviera sobre unas bisagras
engrasadas, y un soplo de aire se alzó desde la grieta.
Holly metió las palancas debajo, por si los demás fallaban, pero no hizo
falta. Con una rapidez sorprendente, Lockwood y Kipps pusieron la baldosa
en vertical. Ahora George y yo teníamos que aguantar su peso. Nuestra
cuerda se tensó y soportamos la presión.
La losa unida a la bisagra no era tan pesada como había imaginado; quizá
era una piedra hueca especial. Despacio, empezamos a bajarla hacia el otro
lado.

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—¡Soltadla con cuidado! —susurró Lockwood—. ¡Sin hacer ruido!
Dejamos la losa. Tocó el suelo con el sonido que haría un ratón al
suspirar.
Ahora había un agujero cuadrado en mitad del suelo.
Cuando Holly lo alumbró con la linterna, vimos un tramo empinado de
escaleras de piedra que se adentraban en la negrura. Más allá de los peldaños,
la luz desaparecía por completo.
Un olor húmedo, oscuro y terroso se elevaba invisible a nuestro alrededor.
—Es un agujero profundo —murmuró Kipps—. ¿Alguien ve algo?
—No.
Hubo un breve silencio. Ahora que podíamos entrar en la cripta, la
inmensidad de lo que estábamos a punto de hacer nos aplastó. Fue como si la
oscuridad que se alzaba sobre nuestras cabezas se hubiera inclinado de
repente, con sigilo. El rostro de Marissa nos observaba desde la pared.
Todos permanecimos quietos y callados mientras usábamos nuestros
dones. Ninguno dijo nada. Los termómetros que llevábamos en los cinturones
mostraban una temperatura estable de doce grados, y no detectamos frío
sobrenatural, miasma, malestar o miedo atroz. No había ningún indicio de que
fuera a surgir una aparición inmediata.
—Bien —dijo Lockwood—. Recoged vuestras cosas. Seguiremos el plan.
Yo iré primero. Luego George, después Holly y Luce, y Quill al final.
Apagaremos las linternas, pero llevaremos las velas. Yo tendré el estoque.
Vosotros tened listas vuestras armas también. No es que vayamos a
necesitarlas. —Nos regaló su mejor sonrisa—. No creemos que esté aquí.
Pero un miedo indescriptible se apoderó de nosotros. En parte se debía al
poder del rostro de hierro y al nombre grabado en la piedra. Y también a la
sensación de aire frío y húmedo que ascendía por el agujero. Se enroscó a
nuestro alrededor y nos envolvió de inquietud. Recogimos nuestras cosas
poco a poco. George se acercó a cada uno de nosotros, encendió el mechero y
prendió nuestras velas. Nos colocamos en fila, blandiendo los estoques,
aclarándonos las gargantas y preparando los cinturones.
Kipps verbalizó lo que pensaba.
—¿De verdad queremos hacer esto?
—Ya hemos llegado hasta aquí —contestó Lockwood—. Pues claro que
sí.
Asentí.
—No podemos rajarnos ahora.
Kipps me miró.

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—Tienes razón, Lucy. Puede que esté siendo demasiado precavido.
Bueno, tampoco es que nos haya dado la pista una calavera malvada parlante
que nos desea la muerte a todos, ¿no?
Todos miraron hacia la mochila abierta que llevaba en mi espalda.
Acababa de meter dentro el frasco. El rostro del fantasma había desaparecido
y solo se veía la calavera. Hasta yo tuve que admitir que las cuencas negras
como la muerte y la sonrisa dentuda y maliciosa no es que fueran muy
tranquilizadoras.
—Sé que valoras mucho a la calavera —continuó Kipps—. Sé que es tu
mejor amigo y todo eso, pero ¿y si se equivoca? ¿Y si se ha confundido? —
Miró hacia la pared. Su voz se convirtió en un susurro—. Puede que ella nos
esté esperando ahí abajo.
Un segundo más y nuestro estado de ánimo habría cambiado del todo.
Lockwood se colocó entre nosotros. Habló con total decisión.
—Nadie tiene de qué preocuparse. George, recuérdaselo.
—Claro. —George se ajustó las gafas—. Recordad que todas las historias
dicen que Marissa Fittes ordenó que pusieran su cuerpo en un ataúd especial.
Estamos hablando de incrustaciones de hierro y revestimientos de plata. Así
que, si la calavera se equivoca y el cuerpo está ahí, su espíritu no podrá
molestarnos —dijo—. Estará perfectamente atrapado.
—¿Y cuando abramos el ataúd? —preguntó Kipps.
—Ah, eso solo será un segundo, y ya habremos colocado las defensas.
—Lo que quiero decir —siguió Lockwood— es que no nos va a atacar
ningún fantasma cuando bajemos. ¿Verdad, George?
—Claro.
—Bien. Muy bien. —Lockwood se giró hacia las escaleras.
—Obviamente puede haber unas cuantas trampas —añadió George.
Lockwood se detuvo con un pie flotando sobre el primer escalón.
—¿Trampas?
—No digo que las haya. Pero sí que puede haber. —George se subió las
gafas e hizo un gesto de ánimo con una mano—. Bueno, Lockwood, ¡te
esperan las escaleras! Venga.
Lockwood hizo una especie de rotación inversa. Ahora estaba mirando a
George.
—Espera un segundo —dijo—. ¿De qué trampas hablas?
—Sí. A mí también me interesan mucho —añadió Holly.
A todos nos interesaban. Rodeamos a George, que hizo algo con los
hombros que probablemente quería ser un gesto de encogerse con

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indiferencia.
—Ah, si no son más que rumores tontos —contestó—. Sinceramente, me
sorprende que os interesen. Algunos dicen que Marissa no quería que los
ladrones de tumbas mancillaran la suya, así que tomó precauciones. —Hizo
una pausa—. Algunos dicen que esas precauciones tal vez sean…
sobrenaturales.
—Ya lo estás soltando —dijo Holly.
—¿Cuándo ibas a mencionar este detalle de nada? —pregunté—.
¿Cuando un espectro me agarrara del cuello?
George hizo un ademán de impaciencia.
—Probablemente no sean más que tonterías. Además, antes os habríais
distraído. Mi trabajo consiste en diferenciar los hechos veraces de los
rumores.
—No, de eso me encargo yo —repuso Lockwood—. Tu trabajo consiste
en contármelo todo para que yo pueda decidir.
Hubo una pausa tensa.
—¿Siempre os peleáis así? —preguntó Kipps.
Lockwood esbozó una sonrisa insulsa.
—Normalmente sí. A veces pienso que las discusiones constantes son el
aceite que lubrica nuestra máquina eficiente.
George levantó la mirada.
—¿Eso crees?
—Madre mía, ¿también vas a discutirme eso?
—¡Pensaba que te gustaban nuestras discusiones! Acabas de decir…
—¡Nada me gusta tanto! ¿Ahora puede callarse todo el mundo? —
Lockwood nos miró. Posó sus ojos oscuros sobre los nuestros, buscando
nuestra atención y afianzando la misión compartida—. Haya trampas o no,
podemos con esto. Tenemos dos horas para revisar la tumba, cerrarla y
prepararnos para salir cuando los guardas vuelvan a cambiarse. ¿Queremos
descubrir la verdad sobre Penelope Fittes y Marissa? ¡Pues claro que sí!
Hemos trabajado a destajo para llegar hasta aquí y no vamos a entrar en
pánico ahora. Si tenemos razón, no habrá nada de lo que preocuparse. Si nos
equivocamos, nos encargamos de ello, como hacemos siempre. —Sonrió—.
Pero no vamos a equivocarnos. Estamos a punto de encontrar algo enorme.
¡Va a ser genial!
Kipps se ajustó las gafas con tristeza.
—¿Desde cuándo pasan cosas buenas en una cripta? Por definición, va a
ser algo chungo.

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Pero Lockwood ya estaba bajando las escaleras. Delante de él, la luz
iluminó el rostro de hierro. Sus labios delgados parecían sonreír mientras nos
adentrábamos en la oscuridad.

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2

V ale, paremos un momento mientras todavía estamos al principio de las


escaleras. Nada desagradable nos saltó encima. No se activó ninguna
trampa. Todos estamos vivos y enteros. Por eso, es un buen momento
para pensar cómo los cinco (cinco y un trozo, si incluimos a la calavera)
llegamos hasta allí y bajamos ilegalmente a la tumba más famosa de Londres.
No me refiero a los detalles técnicos de cómo entramos al mausoleo,
aunque esa es una historia en sí misma: las largas noches que George dedicó a
vigilar los movimientos de los guardas, las semanas que Kipps pasó siguiendo
al policía con las llaves, el robo de las llaves (fue una obra maestra de la
precisión, en la que Holly distrajo al agente mientras Lockwood se las
mangaba de la chaqueta, hizo una copia de cera y las devolvió, todo en treinta
segundos) y, por último, la falsificación de una réplica, gracias a un
delincuente que nos presentó nuestra desaliñada amiga Flo Bones. Ni siquiera
sé cómo nos colamos durante el cambio de guardas.
Me refiero a por qué nos arriesgamos.
Para responder a eso tenemos que retroceder cinco meses, hasta un paseo
que Lockwood y yo dimos por un paisaje oscuro y congelado. La caminata
que transformó radicalmente nuestra forma de actuar y cambió cómo nos
veíamos a nosotros mismos.
¿Por qué? Porque, de manera totalmente inesperada, habíamos salido de
nuestro mundo y habíamos entrado en un sitio distinto. ¿Dónde estaba ese

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sitio? Es difícil de explicar. Hay quienes le llaman «el más allá»; supongo que
tiene otros nombres, que usa la gente de las religiones antiguas y de las sectas
espiritistas. Pero, por lo que yo vi, no era ni el cielo ni el infierno, sino un
mundo muy parecido al nuestro, salvo que estaba helado, frío, silencioso y
cubierto por un cielo negro. Los muertos caminaban por él y era su casa,
mientras que Lockwood y yo éramos los intrusos. Nuestra presencia era
antinatural en su noche infinita.
Entramos por accidente y apenas logramos escapar, aunque descubrimos
que otras almas vivas habían decidido explorar aquel camino prohibido
conscientemente. Una de esas personas era ni más ni menos que el señor
Steve Rotwell, nieto de Tom Rotwell y presidente de la enorme agencia
Rotwell. Había estado haciendo experimentos y enviando a sus empleados
(protegidos con una armadura de hierro) por una puerta o portal al más allá.
No supimos qué buscaba exactamente. Cuando intentó silenciarnos, nuestro
enfrentamiento acabó con la vida de Rotwell y con la destrucción de su centro
de investigación secreto. Las repercusiones de aquello fueron trascendentales.
Para empezar, la agencia Rotwell pasó a manos de su archienemiga, la
compañía Fittes, dirigida por la imponente Penelope Fittes, que rápidamente
se convirtió en la mujer más poderosa de Gran Bretaña.
Pero también hubo consecuencias más oscuras. Nuestras experiencias
demostraron que había una fuerte conexión entre la actividad de los espíritus
(en concreto, en su interés por regresar a nuestro mundo) y la presencia de las
personas vivas en el más allá. Parecía que, cuando se invadía la tierra de los
muertos, estos se activaban y la posibilidad de que invadieran la tierra de los
vivos era mucho mayor. Este descubrimiento fue de vital importancia.
Durante más de cincuenta años, el Problema, la epidemia de fantasmas que
asolaba el Reino Unido, se había extendido y empeorado, frustrando todos
nuestros intentos de entenderlo o detenerlo. Teníamos en nuestras manos una
pista que indicaba una posible causa, y estábamos deseando contárselo al
mundo.
Pero no podíamos, porque nos lo habían prohibido.
Esta orden venía de la mismísima Penelope Fittes. No sabía que
Lockwood y yo nos habíamos embarcado en un extraño viaje (solo se lo
dijimos a nuestros amigos), pero sabía algo de lo que descubrimos en el
Instituto Rotwell y no quería que la población supiera nada. No fue
precisamente un consejo amable, sino más bien una amenaza pronunciada con
frialdad. No éramos ilusos y sabíamos muy bien lo que nos pasaría si
decidíamos romper nuestro silencio e ir por libre.

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Esto ya era un escándalo, puesto que la mujer que lideraba la lucha contra
el Problema nos estaba diciendo que no exploráramos su posible causa. No
estaba claro cuál era su motivación, aunque era difícil imaginarse una
explicación inocente. Pero había algo más, algo aún más inquietante, algo que
teníamos que agradecerle al fantasma del frasco. Hacía mucho, habló con la
increíble Marissa Fittes y, ahora que había visto a Penelope, tenía grandes
noticias para nosotros. Según la calavera, Penelope era Marissa. Eran
exactamente la misma persona.
Por mucho que desconfiáramos de Penelope Fittes, no era fácil saber si
aquella afirmación era cierta. Aunque sí podíamos comprobar una cosa.
Podíamos ver si Marissa estaba en su tumba.

Las escaleras eran empinadas y estrechas. Bajamos despacio, con cuidado.


Lockwood era el primero, luego George y después Holly y yo. Kipps iba a la
retaguardia. Cada uno alzaba una vela, de modo que los círculos de luz se
unían y formaban un gusano o una oruga radiante que avanzaba hacia la
tierra.
A nuestra espalda, el cono gris y tenue de la luz del farol que se colaba a
través de la trampilla se había desvanecido. A la derecha teníamos una pared
de bloques de piedra perfectamente colocados, brillantes y relucientes por la
humedad. A la izquierda había un espacio abierto y desconocido en el que no
penetraba la luz de las velas. Lockwood se arriesgó y lo iluminó brevemente
con la linterna, lo que reveló un sorprendente pozo de negrura que hizo que
todos diéramos un paso atrás, hacia la pared de la derecha. Entonces, de un
modo desconcertante, esta pared había desaparecido también y bajábamos
hacia un abismo de oscuridad que nos rodeaba.
La cabeza hacía cosas raras cuando estabas en un sitio así. Te temblaban
las piernas y ya no controlabas totalmente tus músculos. No dejabas de sentir
que estabas a punto de tambalearte y caer en el olvido. El problema
empeoraba por la necesidad de estar muy alerta a las anomalías psíquicas, y
por el miedo a que algo se alzase sobre ti en la oscuridad. Teníamos que
detenernos cada pocos peldaños y usar nuestros dones, y este esfuerzo por
escuchar en el silencio hacía que la cabeza me diera más vueltas.
Tampoco ayudaba que la calavera de mi mochila insistiera en hacer
comentarios constantes y que no parara de recordarme que estábamos en
peligro.

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—Vaya, esto sí que es desagradable —dijo—. Cuidado, no vayas a dar un
traspié de repente y te sumerjas en una muerte horrible. —Y—: ¿Cómo sería
caer en la completa oscuridad? Tengo mis dudas… —O simplemente—: ¡Eh,
no te tropieces ahora! —Y así sucesivamente, hasta que le amenacé con tirarle
por el precipicio.
La pared apareció de nuevo y entonces los peldaños giraron bruscamente
a la izquierda para descender con la misma inclinación.
El brillo verde que llevaba a mis hombros se iluminó con una luz lúgubre.
—Me aburro —dijo el fantasma—. Esto es culpa de Lockwood. Anda
como una tortuga.
—Está teniendo cuidado. Comprueba si hay trampas.
—Es como una abuelita cruzando la calle. He visto algas que se mueven
más deprisa.
La verdad es que Lockwood sí se estaba tomando su tiempo. Le veía por
encima de las cabezas de los demás, al borde de la luz de la vela, encorvado,
mirando fijamente, comprobando con paciencia cada losa antes de pisarla e
inspeccionando las piedras húmedas de la pared. Así iba siempre, a la cabeza
del grupo, protegiéndonos de la oscuridad. Era tan tranquilo y elegante. Su
presencia me animaba, incluso en sitios como este.
Le sonreí. Él no podía verme, claro. No importaba.
—¿Estás bien, Lucy? —Era Kipps, que hablaba por encima de mi hombro
—. ¿Tienes gases o algo?
—No. Estoy bien.
—Es que te he visto sonreír. Y se me están empañando las gafas. Espero
que lleguemos pronto a la base de esta maldita cripta. Lockwood se lo está
tomando con calma.
—Está haciendo lo que tiene que hacer —dije.
Los dos nos callamos. Continuamos bajando, envueltos en las espirales
del humo de la vela y guiados por un Lockwood tranquilo e incansable.
Durante un rato, no hubo más que piedras, humo, silencio y las pisadas de
nuestras botas en la penumbra.
—¡DAOS PRISA! —La calavera me gritó al oído como un mono
aullador. El estallido psíquico inesperado hizo que chillara de miedo. Me
sacudí hacia delante y mi vela se hundió directamente en el cuello de Holly.
Ella también grito y se lanzó sobre George, que se tropezó y le dio un
rodillazo a Lockwood en el trasero. Lockwood, que se había encorvado para
inspeccionar el escalón inferior, perdió por completo el equilibrio y cayó por
los siguientes seis peldaños, de cabeza y con un gran estruendo. Se le resbaló

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el estoque y su vela desapareció por el borde. Acabó bocabajo, agitando las
piernas largas en el aire.
Se hizo un silencio sepulcral. Todos nos quedamos quietos, atentos al
crujido de las posibles trampas en movimiento, a las piedras cambiando de
sitio y al susurro de la mortaja. Personalmente, yo solo oía el cacareo
estridente de la calavera. No ocurrió nada. Lockwood se puso de pie, tenso.
Cogió el estoque y nosotros nos apresuramos a reunirnos con él.
—No sé por qué te preocupas tanto. —Era la calavera, unos minutos
después. Estábamos apiñados alrededor del frasco, bizcos y furiosos, mientras
la cara sonreía, claramente disfrutando—. Ya me conoces. Me emociono
fácilmente. No puedo evitarlo, me he dejado llevar por el momento.
—Nos has puesto a todos en peligro —bramé—. Si Lockwood hubiera
activado una trampa…
—Pero no lo ha hecho, ¿no? ¡Seamos positivos! Sabemos que esos
últimos doce escalones son seguros, porque el culo de Lockwood nos ha
hecho el favor de probarlos.
Por extraño que parezca, cuando repetí sus palabras de sabiduría, los
demás no se las tomaron bien.
—Esta vez ha ido demasiado lejos —dijo Holly—. Voto porque lo
llevemos a la incineradora mañana.
—Venga, no seas tan dura —replicó Kipps—. Yo le estoy agradecido a la
calavera. Ha sido una de las cosas más graciosas que he visto nunca.
Atesoraré el recuerdo cuando esté en mi lecho de muerte. Bueno, asumo que
no te has traído al fantasma por su personalidad. Podríamos sacarle provecho.
Kipps habló con mucho sentido común y todos le dimos la razón. Me
coloqué delante del grupo, justo detrás de Lockwood, con la calavera
asomándose por la parte de arriba de mi mochila.
—Esto es genial —dijo—. El mejor asiento de todos. Con suerte, podré
ver a Lockwood volver a caerse. Vale, ponme al día. ¿Qué quieres que haga?
Respiré hondo.
—Revisa el resto de las escaleras por si hubiera cepos, palancas, cables,
baldosas del revés, trampas fantasma o cualquier otra cosa que nos ponga en
peligro. Avísame si ves algo. Si no, quédate callado. En silencio absoluto.
¿De acuerdo?
—Vale.
—Entonces vamos a…
—¡PARAD! —El grito del fantasma sonó incluso más fuerte que antes.
Maldije.

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—¿Qué pasa ahora?
—Oye, relájate. Solo estoy haciendo mi trabajo. Creo que encontraréis
una trampa en el siguiente escalón.
Y, en efecto, cuando encendí mi linterna vi un cable fino que se extendía
por el peldaño que teníamos debajo, justo a la altura de los tobillos.
—Una cuerda trampa —susurró George.
—Sí, y puede que haya algo más. —Lockwood señaló donde el cable
desaparecía en una pequeña ranura en la pared. Alzó la vela; encima, una de
las piedras era más grande que el resto y también parecía estar menos
encajada—. ¿Creéis que se nos habría caído en la cabeza después de que nos
tropezáramos y rodáramos? —preguntó—. Es posible.
Oímos cómo Holly tragaba saliva.
—¿Sabéis qué? Mejor que no lo averigüemos.
De uno en uno, pasamos por encima del cable. La malicia evidente y
desconocida de la trampa hizo que todos nos estremeciéramos. Lockwood se
quitó el sudor de la frente.
—Le debemos un favor a la calavera —dijo—. Sigamos.
No podemos estar lejos.
Continuamos bajando las escaleras de caracol despacio.
La calavera permaneció en silencio. No hubo más peligros a la vista. Al
fin, la luz de la vela inquisidora se dobló sobre las piedras talladas de un
pasaje abovedado amplio y casi semicircular. Las escaleras acababan un poco
antes del arco y terminaban en un suelo empedrado.
Nadie dijo nada. Todos estábamos alerta. Usamos nuestros sentidos
psíquicos para inspeccionar lo que había más allá, en la oscuridad. No se veía
ni se oía nada. Recorrí la pared con los dedos, por si mi reminiscencia
detectaba algo, pero la piedra no mostró nada. Nuestros termómetros
marcaban una temperatura de siete grados: hacía frío, pero no era algo
excepcional. No nos preocupó.
Aunque eso no nos hizo guardar los estoques. Lockwood y yo dejamos las
velas en el suelo y encendimos nuestras linternas. Con las armas preparadas,
atravesamos lentamente el arco y nos adentramos en la sala grande de piedra.
La cámara funeraria de Marissa Fittes era un espacio alto, con cúpula y un
contorno ovalado que reflejaba la forma del mausoleo que había mucho más
arriba. La luz de las linternas se cruzó una y otra vez, e iluminaron las mismas
paredes curvas de bloques muy juntos y los mismos suelos de baldosas
limpias. No había puertas, nichos ni huecos visibles. Pero, en el medio de la
bóveda…

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Nuestros haces de luz se movieron hacia dentro y se encontraron en un
punto central. Era un pedestal elevado y rectangular de piedra gris y suave a
varios centímetros del suelo, con ramos de lavanda seca colocados a un lado.
En el lateral habían inscrito la palabra «Fittes».
Sobre el pedestal yacía un ataúd de plata, que brillaba tenuemente bajo la
luz de nuestras linternas.
Habían cubierto el ataúd con una preciosa funda de plata, adornada con el
famoso símbolo de Fittes: el unicornio rampante.
—No quiero llegar a ninguna conclusión demasiado rápido —murmuró
Lockwood—, pero creo que tal vez hayamos llegado.
George también habló en susurros, puesto que aquel no era un lugar en el
que hacer ruido.
—Ese es el ataúd especial en el que supuestamente yació en la capilla
ardiente. Tres días en la abadía de Westminster, donde la gente iba a llorar
por su pérdida. Luego la trajeron aquí.
—Si es que está aquí —apunté yo. Mi sentido de la percepción estaba
alerta. No, no pasaba nada. Todo estaba en silencio.
—Eso es lo que hemos venido a averiguar. —Lockwood cruzó la bóveda
con decisión. La brusquedad de sus movimientos alivió los miedos que no nos
atrevíamos a expresar—. No tardaremos ni cinco minutos, y luego nos
iremos. Lo haremos como lo hemos ensayado. Preparad las cadenas.
En la tranquilidad y la comodidad del número treinta y cinco de Portland
Row, habíamos repasado una y otra vez esta parte del plan. Sabíamos que
sería el momento cumbre, cuando el miedo nos hiciera olvidar lo esencial. Así
que practicamos en un sofá de nuestro salón, que rodeamos con cadenas de
hierro, atamos con cuidado los extremos, echamos sal y virutas de hierro en el
suelo y colocamos las velas de lavanda en círculo, todas a la misma distancia.
Eran buenas medidas de protección, llevadas a cabo con precisión y rapidez.
Rodeamos el pedestal de la misma forma en varios minutos, lo que sellaría el
ataúd y lo que contuviera.
Permanecimos quietos, junto al borde exterior de las cadenas.
—Vale —dijo Lockwood—. Ahora vamos a por el ataúd. ¿George?
—Como preveía, es una edición especial de Wilson y Edgar, con
revestimiento de plomo, cubierta de plata y doble cierre. Debería tener una
bisagra con contrapeso para que pueda abrirse al tocarlo. —George habló con
voz tranquila, pero el sudor le caía por un lado de la cara. No era una tumba
normal, y todos estábamos sudorosos por los nervios. Holly se había quedado
blanca y Kipps se mordía tanto el labio inferior que parecía que iba a

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tragárselo. Hasta la calavera a mis hombros se había quedado callada y el
resplandor verde apenas se veía.
Lockwood respiró hondo.
—Vale, pues de esto me encargo yo. —Nos miró—. La vieja Marissa lo
empezó todo: las agencias y la lucha contra el Problema. Ese es su legado, lo
que todo el mundo da por sentado. Pero nosotros sabemos que hay algo más.
Y parte de esa respuesta se encuentra aquí dentro.
—Hazlo rápido —le dije.
Me sonrió.
—Siempre.
George y Kipps levantaron las velas. Holly y yo sacamos los destellos de
magnesio.
Lockwood saltó las cadenas de hierro y se acercó al pedestal.
El ataúd le llegaba a la cintura. Con cuidado, como si estuviera quitándole
una manta a un niño dormido, Lockwood cogió la funda de unicornio y la
colocó a los pies del ataúd, donde dejó que cayera al suelo. La tapa estaba
impoluta y brillaba con el reflejo de las linternas. Tenía dos cierres dobles.
Lockwood los abrió (uno y dos), y ambos cayeron sobre el lateral del ataúd
con un chasquido que hizo que me diera un vuelco el corazón.
Era el momento. Si la historia de la calavera era cierta, el ataúd estaría
vacío.
Lockwood agarró la tapa y la levantó. En el mismo movimiento, dio un
salto hacia atrás y salió del círculo de cadenas.
George tenía razón: la tapa debía de tener una especie de contrapeso
oculto, porque siguió abriéndose despacio y sin hacer ruido, a su propio ritmo.
Se levantó y se echó hacia atrás, hasta que se detuvo con suavidad y se quedó
inclinada.
El interior del ataúd era una ranura de oscuridad profunda y llena de
negrura.
Kipps y George levantaron los brazos. La luz de sus velas se coló por la
ranura. Entonces vimos que el interior estaba tapizado con seda roja…
Y dentro había algo. Algo largo, delgado y cubierto de lino blanco.
Nadie dijo nada durante unos segundos. Holly y yo teníamos los brazos
levantados, con los estoques en las manos. Los demás permanecieron
inmóviles, rígidos y con el aliento ronco entre los dientes al descubierto.
Observamos la figura amortajada. Tenía una especie de solemnidad horrible
que nos dejó a todos paralizados.
—Bueno, alguien está en casa —susurró Holly.

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Kipps maldijo entre dientes.
—Ahí se van las promesas de la calavera.
Tenía razón. Regresé a la vida y golpeé el frasco sellado.
—¡Calavera!
—¿Qué? —Una luz verde y malhumorada se encendió en el interior del
cristal—. Más te vale que sea algo bueno. No puedo quedarme merodeando.
Aquí hay demasiada plata para mí.
¡Olvida eso! Mira el ataúd.
Hubo una pausa.
—Vaya, vaya. Podría ser el cadáver de cualquiera. Tal vez sea una pila de
ladrillos envueltos en un saco. Una cosa está clara: no es Marissa. Destapadle
la cara y lo veréis.
La luz se atenuó. Les conté a los demás lo que había dicho la calavera.
Ninguno disfrutó oyéndolo.
—Supongo que deberíamos echar un vistazo —dije.
Lockwood asintió lentamente.
—Cierto… Bueno, será fácil.
El cuerpo de la silenciosa persona del ataúd no estaba muy bien envuelto,
sino que lo habían tapado con un paño suelto. Quien lo quitara tendría que
pasar por encima de las cadenas y acercarse a la cosa amortajada.
—Muy fácil… —repitió Lockwood—. Es un cadáver como otro
cualquiera, y ya hemos visto muchos.
Nos miró.
—Está bien —suspiró—. Ya lo hago yo. Manteneos en posición.
Sin dudarlo, cruzó las cadenas de hierro, llegó hasta el ataúd, agarró una
esquina del paño y, con un movimiento escrupuloso, lo apartó. Luego se alejó
de un salto. Todos nos estremecimos a la vez. Como Lockwood había dicho,
habíamos visto bastantes cuerpos en descomposición para querer estar lo más
lejos posible cuando revelara aquella imagen desagradable.
Y sí que era desagradable. Pero no de la forma que esperábamos.
No estaba nada descompuesto.
El pelo largo y gris le caía en mechones abundantes sobre una almohada
de color marfil. Enmarcaban un rostro blanco y demacrado, cuya piel brillaba
como la cera a la luz de nuestra vela. Era la cara de una mujer, una mujer de
mediana edad, escuálida, con arrugas y la nariz curva, delgada y afilada como
el pico de algún ave de rapiña. Tenía los labios apretados, igual que los ojos.
Era evidente que se trataba de la misma cara que la del busto de hierro de
arriba, solo que más mayor y frágil. Lo terrible de aquello es que no parecía

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llevar mucho tiempo muerta, sino solo estar durmiendo. Su conservación era
un milagro.
Nadie dijo nada. Nadie se movió. Al fin, una gota de cera caliente cayó de
la vela de Kipps a su mano. Su grito rompió el momento.
—Marissa Fittes… —jadeó George—. Es ella.
—¡Cierra la tapa! —gritó Holly—. ¡Ciérrala, rápido, antes de que…!
No terminó la frase, pero sabíamos lo que quería decir. Antes de que el
espíritu de Marissa Fittes se despertara. Yo había pensado lo mismo. Pero
también sentí una oleada de rabia por habernos arriesgado tanto para nada.
—¡Esa maldita calavera! —bramé.
Quill Kipps soltó una palabrota.
—¡Hemos sido unos idiotas! ¡Lo hemos arriesgado todo por esto! —
Gesticuló como un loco para señalar la pequeña bóveda—. Tenemos que salir
de aquí ahora mismo. No va a estar contenta de que hayamos profanado su
lugar de descanso. ¡Vamos, Lockwood! Tenemos que salir de aquí.
—Sí, sí… —De todos nosotros, Lockwood fue al que menos le había
afectado ver a la mujer muerta del ataúd. Se inclinó sobre las cadenas y
observó su rostro pálido—. Por ahora parece que está relajada —añadió—. De
hecho, estoy seguro de que está totalmente tranquila. Me pregunto cómo la
mantienen así.
—Está momificada —apuntó George.
—¿Cómo los egipcios? ¿Crees que la gente sigue haciendo eso?
—Sí, claro. Solo se necesitan las hierbas y los aceites correctos y natrón,
que es una especie de sal. La metes en el mejunje y se seca, aunque no hay
que olvidarse de quitarle los intestinos y sacarle el cerebro por la nariz. Es un
lío. Imagínate uno de los peores catarros de Luce; pues de esa cantidad de
pringue estamos hablando. Después se rellenan los orificios con…
—Sí, vale, que es posible momificarla —le interrumpió Kipps—.
Pillamos la idea.
George se ajustó las gafas.
—Unos cuantos detalles no le hacen daño a nadie.
—Da igual —dijo Lockwood—. Nunca he oído nada sobre una momia
como esta… —Mientras hablaba, volvió a cruzar las cadenas de hierro.
—Lockwood —le llamé—, ¿qué estás haciendo?
—Es como si hubiera muerto ayer. —Estiró la mano y colocó sus dedos
en un lado de la cara.
—¡Oye, no la toques!
—¡Puaj, Lockwood!

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—Ah, sí… —Oímos el suave y repugnante sonido de algo
despellejándose, como si la piel se le hubiera desprendido.
Holly se tapó la boca con la mano y George imitó a un gato ahogado.
Kipps me agarró del brazo.
Lockwood se apartó. La piel de la anciana mujer le colgaba entre los
dedos.
—Mirad —dijo—. Solo es una máscara. —Nos sonrió—. Una máscara de
plástico… Y fijaos en esto… —Levantó la otra mano. La peluca canosa le
colgaba pesada, apelmazada y deforme, como si fuera algo que hubiera
sacado de un desagüe—. Una máscara y una peluca —dijo, riéndose—. Es
falso. Todo esto es falso… ¿Estáis bien?
Sinceramente, estar «bien» sería exagerar. Durante un instante, ninguno se
movió. Entonces la impresión y el alivio nos desbordaron. Kipps empezó a
reírse. Holly permaneció quieta, sacudiendo la cabeza con la mano todavía en
la boca. Yo me di cuenta de que había estado todo el rato blandiendo un
destello. Me dolían los dedos. Lo guardé en el cinturón.
—Lockwood —dije—, esto es asqueroso. Es lo más asqueroso que te he
visto hacer. Y eso ya es decir…
—No es asqueroso, de verdad. —Lockwood observó a la cosa que yacía
en el ataúd—. Solo es un maniquí. Venid a verlo.
Todos nos acercamos al ataúd. En efecto, ahora que nada la cubría, la
cabeza que descansaba en la almohada de seda de color marfil no era humana
en absoluto. Estaba hecha de cera. Tenía las dimensiones correctas, con la
forma irregular de una nariz y unas marcas superficiales donde irían los ojos.
Pero no tenía rasgos de verdad, sino las burbujas y los agujeros de cera
amarillenta, lisa en algunas partes y rugosa en otras.
—¡Menudo timo! —George se inclinó sobre el ataúd y se sujetó las gafas
mientras estudiaba inquisitivamente al maniquí. Retiró más la mortaja y
reveló un torso de cera y unos brazos larguiruchos hechos de cera y cruzados
sobre el pecho—. Es de tamaño real y seguramente tenga el peso correcto, así
que nadie sospechó cuando lo trajeron. Solo pusieron la máscara por si
alguien miraba.
—No está aquí —dijo Lockwood—. Todo este mausoleo se construyó
sobre una mentira.
—Es increíble. —Kipps seguía riéndose entre dientes. Se acercó al ataúd
y golpeó el pecho de cera con los nudillos, lo que hizo un sonido sordo—.
¡Un maniquí! Y estábamos tan asustados…

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Yo también quería reírme para liberar la tensión que habíamos acumulado
durante toda la noche. Todos nos sentíamos igual. Holly sacó unas
chocolatinas y empezó a ofrecérnoslas. Localizamos los termos de café.
Apoyamos la espalda sobre el ataúd.
—Tenemos que hacerlo público —dijo George.
Lockwood frunció el ceño.
—Puede. Pero recuerda que solo es la mitad de la historia. Marissa no está
aquí. Así que ¿dónde está?
—La calavera nos lo ha estado diciendo —respondí.
Toc, toc… Detrás de nosotros, Kipps tocó una melodía rítmica y alegre en
la cera.
—¡Un maniquí! —exclamó—. No podemos guardar este secreto.
Enseñamos la máscara, se lo decimos al DICP y traemos a la prensa aquí
abajo. —Alargó la mano para coger el chocolate—. Gracias, Holly. Te lo
agradezco mucho.
Holly le tendió la última chocolatina.
—Es difícil saber en quién confiar —dijo ella—. Penelope tiene a la mitad
del DICP en el bolsillo.
—Barnes no está mal.
—Ya. La verdad es que no. Pero ¿cuánta influencia tiene Barnes ahora?
Toc, toc…
—Ya lo decidiremos mañana —comentó Lockwood—. Lo que hay que
hacer ahora es subir antes de que vuelvan a cambiar los guardas.
Toc, toc, tic, toc…
—Vale, Quill —espeté—. Podrías dejar de hacer eso. Me está poniendo
de los nervios.
—Ya he parado —respondió él—. Me estoy comiendo el chocolate, como
tú.
Todos miramos a Kipps, que estaba a nuestro lado, apoyado sobre el
pedestal. Levantó las dos manos para confirmarlo. Los golpes no cesaron.
Nos miramos. Tragamos el chocolate a la vez. Después miramos a nuestras
espaldas.
Algo estaba saliendo de debajo de la mortaja arrugada y golpeaba el
lateral del ataúd; eso era lo que producía el sonido rítmico. Era una mano de
cera ahuecada, que se retorcía y se sacudía con espasmos. Sin que
apartáramos la mirada, el temblor ascendió por el brazo y, de repente, todo el
maniquí de cera se echó a temblar, como si protestara por las espirales de
niebla fantasmagórica que ascendían ahora de la tumba.

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D iez minutos antes, todo habría ido bien. Incluso cinco minutos antes
no habría salido mal. Estábamos tan entusiasmados cuando llegamos a
la bóveda que habríamos atravesado a la primera aparición que
viéramos con los cinco estoques a la vez. En cuanto al ataúd, todo lo que
hubiera saltado del interior cuando abrimos la tapa habría acabado rebanado y
desmembrado antes de que supiera lo que estaba pasando. Pero la gran
conmoción, y la posterior decepción, de encontrar al maniquí de cera nos
distrajo por completo. Todos nos permitimos desconcentrarnos. Esto hizo que
cometiéramos los tres pecados capitales de las investigaciones psíquicas:
dejamos de usar nuestros dones, nos colocamos dentro de las cadenas y le
dimos la espalda a un ataúd abierto. Hasta el aprendiz de siete años más
inexperto sabe que hay que evitar estos errores. Errores de novatos, ya ves.
Entonces, cuando vimos que el maniquí se movía y que las espirales de
niebla fantasmagórica se acercaban a nosotros, nos quedamos (durante un
segundo crucial) estupefactos e inmóviles. Nuestros cerebros tardaron una
milésima de segundo más de lo normal en reaccionar.
Aquel retraso bastó. Perdimos el control.
La niebla era tan densa que parecía que el ataúd se estaba llenando de un
líquido blanco. Se acumulaba en el borde del cuerpo amortajado, sobre los
contornos, girando y revolviéndose como si unas manos invisibles lo
movieran. Y el movimiento contagió a la figura rígida y amarilla. Se despertó

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con una sacudida. Los dedos se arquearon en el extremo del ataúd. Sonó un
crujido, como el de la cera al romperse. El maniquí se irguió hasta quedarse
sentado.
—¡Apartaos! ¡Apartaos! —Era el grito de Lockwood. Nos apartamos del
pedestal todos a la vez, lejos del ataúd. Pero el pánico engendra pánico y los
errores aumentan. Lockwood lo hizo bien (se dio la vuelta mientras saltaba y
sacó un destello de su cinturón). Aterrizó con delicadeza al otro lado de las
cadenas de hierro, echó el brazo derecho hacia atrás y se dispuso a lanzarlo.
¿Y los demás? La sutileza no iba con nosotros. Nos caímos, rodamos y
gateamos. Kipps tiró una vela. Yo arqueé la espalda como un gato para evitar
el círculo de cadenas y luego rodé sin elegancia alguna por un revoltijo de sal
y hierro. A Holly y a George les fue incluso peor. Los dos se precipitaron
sobre el círculo para salir y retorcieron los eslabones fuera de su sitio.
Los extremos se soltaron y el círculo se rompió.
Una ráfaga de viento frío sopló hacia fuera, atravesando el hueco y
recorriendo la bóveda.
Yo terminé de girar, me agaché, me apoyé sobre los talones y cogí un
destello. En ese momento, el proyectil de Lockwood pasó rápidamente por
encima de mi cabeza. Voló dibujando un arco hacia el ataúd, donde ahora
había una figura delgada y sin rostro envuelta en mortajas, con la cabeza lisa
y deforme ligeramente ladeada en nuestra dirección.
El destello chocó contra el borde de la tapa del ataúd, justo detrás de la
figura.
Todo lo que había sobre el pedestal desapareció bajo una explosión de un
intenso fuego blanco.
No sé si fue por la acústica de la bóveda, pero el estallido sonó más fuerte
de lo normal. También fue más brillante. Aparté la mirada. Kipps gritó; estaba
más cerca de la explosión que los demás. A mí me pitaban los oídos y el calor
me golpeó durante un instante, pero después se alejó de mí. Volvía a hacer
frío.
Abrí los ojos. Virutas de hierro blancas y calientes caían como una lluvia
de agujas, silbando y rebotando sobre las baldosas. El interior del ataúd era
una corona de fuego. Trozos del forro de seda rojo se ondulaban y se movían
como si fueran algas que danzaban en el centro de cada llama.
Una figura oscura se alzaba sobre las llamaradas, rígida, echada hacia
atrás y envuelta en una mortaja ardiendo.
—¡Las cadenas! —Yo estaba recogiendo los extremos sueltos e
intentando unirlos. Los demás hicieron lo mismo. Pero la corriente fría que

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soplaba desde el ataúd llegó a los eslabones de hierro y los separó. Y la niebla
ya estaba saliendo del ataúd y vertiéndose silenciosamente como cuerdas
gruesas y blancas que se desenrollaban en el suelo, acercándose a nosotros.
Nos empujaban hacia atrás mientras buscábamos a tientas las cadenas. No
podíamos arreglar el círculo sin que la niebla nos rozara la piel. No era la
típica niebla fantasmagórica, que es inofensiva. Era más densa y también
viscosa, así que no podíamos arriesgarnos a tocarla.
—Olvidaos del hierro —ordenó Lockwood—. ¡Echaos para atrás! ¡Dadle
con los destellos!
La figura del ataúd se movió de pronto y con torpeza, como si no supiera
usar las extremidades. Se sacudió, cayó del ataúd y aterrizó con la cabeza en
el suelo de la bóveda en medio de una columna de niebla fantasmagórica cada
vez más grande. Un segundo después, desapareció bajo una doble explosión
de fuego de magnesio. Dos destellos habían dado en el blanco. Un tercero
(supuse que el de George) había fallado por completo y había chocado contra
la pared del fondo de la estancia. El ruido nos zarandeó; nos golpeó un
violento rayo de luz plateada.
—¿Qué era esa cosa? —Kipps llegó hasta nosotros con una oreja llena de
sangre y el jersey como un escurridor andrajoso por las quemaduras de
magnesio.
—Un resucitado —jadeó Lockwood—. Tiene que ser eso.
—Pero la cera…
—Sus huesos están escondidos en la cáscara de cera. El fantasma puede
hacer que los huesos se muevan y así le da vida a la cera. —Sacó un proyectil
del cinturón—. ¡Rápido! Ayudadme a cubrir el suelo con sal.
Nada se movía entre las llamas plateadas, pero Lockwood y los demás
lanzaron bombas de sal al suelo, que se espolvoreó por las baldosas de
delante. Yo no los ayudé. Me quedé quieta, con el destello sin usar todavía en
la mano. Hasta ese instante, la impresión había bloqueado mis sentidos
psíquicos. Ahora, cuando el eco de las explosiones se había disipado, se
activaron de pronto. Y podía oír una voz, una voz ronca y sorda como el
graznido de un cuervo. Estaba llamando a alguien.
—Marissa Fittes… —dijo—. Marissa…
—Volvamos a las escaleras —dijo Lockwood.
Nos retiramos hacia el arco sin perder de vista el fuego. Estaba
apagándose poco a poco, lo que reveló una figura rota bocabajo en el suelo.
—Puede que lo hayamos atrapado —apuntó Holly con la voz
entrecortada.

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—No —respondí. La voz sorda seguía retumbándome en los oídos.
—Yo creo que sí —opinó Kipps—. Sí, lo hemos atrapado. Segurísimo.
La figura alzó la cabeza y empezó a levantarse con una rígida y espantosa
lentitud.
—¿Cómo puede hacer eso? —preguntó Kipps—. ¡No es justo! ¡Debería
haber bastado con el fuego griego!
—Tal vez la cera lo protege —dijo Lockwood. Nos hizo un gesto para que
siguiéramos; casi habíamos llegado a los pies de la escalera—. Protege los
huesos y el plasma. Pero no puede durar. Cuando se mueve, la cera se rompe.
Mirad, ya se está partiendo.
Y, tal y como dijo, los contornos suaves de la figura se estaban
resquebrajando. Una grieta le rodeaba el cuello, como un anillo desconchado
y cubierto de líneas. En los hombros, las rodillas y la unión de las piernas y
las caderas, la superficie se había desintegrado por completo. Cuando se puso
en pie con unos movimientos bruscos y dolorosos, unos trozos pequeños de
cera cayeron sobre las espirales de niebla fantasmagórica. Empezó a cojear
sobre las baldosas en nuestra dirección.
—Marissa…
La mezcla de melancolía y rabia en su voz hizo que soltara un grito
ahogado. Mi mente se llenó con una oleada ardiente de emociones oscuras.
—Está llamándola —dije—. Está llamando a Marissa.
Habíamos cruzado el arco y estábamos junto a los pies de las escaleras.
George se limpió las manchas de magnesio de las gafas.
—¿En serio? ¿Crees que los huesos pertenecen a alguien al que
asesinaron? ¿Crees que Marissa le mató y los puso allí?
—No sé, pero esa cosa no está nada contenta.
—Yo también estaría de mal humor si me hubieran matado, cubierto de
cera y enterrado en un ataúd con la máscara de una señora mayor pegada a la
cara —comentó Holly.
—Qué interesante… —George observó la cámara, donde la figura coja
parecía estar avanzando a más velocidad—. ¿Quién será?
Kipps se había colocado contra la pared.
—Sí, pero por muy fascinante que sea la identidad del fantasma —resolló
—, a mí me preocupa más que esté enfadado, esté justo detrás de nosotros y
todavía tengamos que subir una escalera llena de trampas.
—Tienes razón —dijo Lockwood—. Encended las linternas. Formamos
una fila y vamos de uno en uno. Lo más rápido que podáis, pero con cuidado

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por si hay trampas. Sobre todo tú, George. —Desenvainó el estoque—. Yo iré
el último.
Kipps y George no tuvieron que oírlo dos veces; subieron corriendo la
escalera. Holly dudó y luego le obedeció. Fui la única que se quedó atrás.
—Tú también, Luce.
—Vas a hacer algo estúpido —dije—. Te conozco. Lo noto.
Él se apartó el pelo de los ojos.
—Pues ya somos dos. ¿Cuál es tu plan ridículo?
—Lo de siempre. Esperaba hablar con el fantasma y tranquilizarle. ¿Y el
tuyo?
—He pensado que iría más lento si le cortaba las piernas.
Le sonreí.
—Somos muy parecidos.
Permanecimos juntos. El maniquí no estaba lejos y, sin ninguna duda,
ahora iba más rápido, porque ya no tenía las articulaciones cubiertas de cera.
Se veían trozos de hueso moviéndose en las caderas y los tobillos. Le
sobresalían los dedos en los extremos de los pies abultados. Algo en él
resultaba patético. Andaba y tropezaba como un marinero mareado, y se
chocó contra el arco cuando pasó por debajo.
—Supongo que mejor vas tú primero —sugirió Lockwood—. No estará
muy tranquilo en un minuto, cuando intente subir por las escaleras. Te doy
veinte segundos. —Me deslumbró con su sonrisa más brillante—. Sin
presiones.
—Cómo me consientes. —Respiré hondo y escuché de nuevo la voz
solitaria y vacía que traqueteaba y retumbaba por la cripta. Abandoné el
miedo y abrí la mente para recibir el fenómeno psíquico—. ¿Quién eres? —
pregunté—. ¿Qué te hizo Marissa? —Entonces, cuando la figura no respondió
ni aminoró la marcha, añadí—: Podemos ayudarte. ¿Cómo te llamas?
Esperé para darle un tiempo para acostumbrarse. El maniquí estaba en
bastante mal estado. En algunas partes, la superficie de cera brillaba donde el
fuego la había medio derretido. Pequeñas gotas le caían por el torso,
arañándole y dejándole agujeros y surcos. Tenía un lado de la cabeza al
descubierto, quizá por la caída del ataúd o tal vez por las llamas. Dentro del
agujero se veía una mandíbula y varios dientes sobresalían de la cera. Era
básicamente un desastre. Y el fantasma del interior no estaba en mejores
condiciones, ya que su prisión física y sus rencores secretos le habían hecho
perder la cabeza. Estiré el brazo y le ofrecí lo que podía, es decir, pena y
comprensión.

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—Podemos ayudarte… —repetí.
El ser roto se acercó arrastrando los pies. Un charco de cera le cubría los
ojos huecos.
—Podemos vengarte. Somos enemigos de Marissa.
—Marissa…
—Ultima oportunidad, Luce. —A mi lado, Lockwood tenía preparado el
estoque—. Creo que estás siendo demasiado sutil. No lo entiende. Apártate.
—Tengo que intentarlo. Está tan desesperado…
Los brazos rígidos y los dedos de cera estaban tan estirados que parecía un
gesto de cariño.
—¡Apártate, Luce!
—Marissa…
—Solo un segundo… ¡Ay!
Lockwood me empujó justo cuando la figura se lanzó hacia delante. Se
movió con una repentina rapidez, así que a Lockwood no le dio tiempo a
dirigir el estoque hacia las piernas. La hoja se quedó enganchada en el centro
del torso, se hundió en él y se enganchó al instante en una capa de cera gruesa
y rígida. El estoque se soltó de las manos de Lockwood. Una ráfaga de aire
frío nos rodeó y adormiló nuestros sentidos. Los dedos de cera
descascarillados trataron de agarrarme del cuello. Grité e intenté zafarme.
Entonces Lockwood llegó a mi lado, cogió un brazo rígido, esquivó el golpe
del otro y tiró de los dedos para soltarme. Le dio un empujón a la figura, que
chocó contra la pared con la espada todavía clavada en el pecho. Se le
cayeron unos trozos enormes de cera. Atisbé sus costillas y su columna
vertebral.
—¡Vamos, Luce! —Lockwood me agarró de la mano y me arrastró por
las escaleras. Mientras corríamos, sacó la linterna del cinturón y apuntó hacia
arriba—. Eso no ha estado bien —dijo con la voz entrecortada—. Tú y tus
charlas con fantasmas. ¡Casi consigues que te mate!
—Bueno, y tú ibas a cortarle las piernas. ¿Cómo ha salido eso?
—Pues he perdido mi mejor estoque, así ha salido. Quitando eso, ha sido
un éxito rotundo.
—A lo mejor hemos ganado un poco de tiempo. —Miré hacia atrás—.
Ah. Pues no…
A nuestra espalda sonó un repiqueteo sobre la piedra. El ser iba a cuatro
patas, con los codos hacia fuera y tirando de sí para subir los peldaños como
un perro rabioso. La cera se le caía como si fuera piel desprendiéndose. En el
hueco donde asomaban los huesos se veía el brillo del ectoplasma.

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—No pasa nada —dijo Lockwood—. Es rápido, pero nosotros lo somos
más. No va a alcanzarnos, a menos que nos encontremos con algún
obstáculo… Ah, genial —refunfuñó—. ¿Ahora qué?
Nuestra linterna había iluminado a Kipps, Holly y George, que bajaban
dando tumbos.
—¿Qué estáis haciendo? —grité—. ¡Daos la vuelta! ¡Lo tenemos justo
detrás!
—Hay otro más arriba —avisó Holly.
—¿Qué? ¿Cómo?
George activó el cable. Lo pisó. Una piedra se movió y salió un fantasma.
—¿Otro fantasma? ¡George!
—Lo siento. Estaba pensando en otra cosa.
—¿Estamos huyendo de una muerte segura en una escalera encantada y tú
estás pensando en otra cosa? —graznó Kipps—. ¿Cómo es posible?
—¿Dónde está el nuevo fantasma? —Lockwood empujó a los demás para
abrirse paso—. Venga, que tenemos que subir. Volver no es una opción.
No tardó mucho en llegar al peldaño del cable. Sobre él había una piedra
hueca y abierta en la pared. Una figura tenue se cernía sobre las escaleras
unos centímetros más abajo. Tenía la forma imprecisa de una mujer mayor
con una falda que le llegaba por las rodillas, una camisa y una chaqueta; tenía
el pelo gris y largo y una sonrisa desagradable en la cara. Todo en ella era
gris, salvo por los ojos negros y brillantes.
Lockwood sacudió la cabeza.
—¿Una ancianita? Terrorífico. Tenéis estoques, ¿no? ¿Por qué no los
usáis?
George señaló el borde de los peldaños, al vacío oscuro.
—Lo hemos intentado… Esa cosa levanta una especie de viento y por
poco nos tira.
Lockwood soltó un palabrota.
—¿Es que somos la agencia Bunchurch? Pásame el estoque. —Le arrancó
la espada a George de las manos y saltó por encima del cable. El pelo del
fantasma cobró vida de repente y flotó alrededor de su cabeza. Una bocanada
de aire corrió escaleras abajo, empujando a Lockwood a un lado. Él se
revolvió, desesperado, y logró a duras penas no caer al abismo. Luchó contra
la ráfaga y se abrió paso hacia la pared.
Una débil luz verde brilló en mi hombro. Noté el regreso de la presencia
de la calavera.
—Bueno… —dijo con desinterés—. ¿Qué tal vais?

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—¿Cómo crees que vamos? —repuse. Lockwood se estaba acercando al
fantasma e inclinándose hacia el viento espectral.
—Veamos… Solo me he ido cinco minutos y habéis conseguido despertar
a dos fantasmas y quedaros atrapados entre ellos al borde de un precipicio. Se
mire por donde se mire, eso es malo. Supongo que estás esperando a que te dé
una solución inteligente para tu problema.
Me giré para observar los escalones que tenía detrás. Pasada la curva de la
pared vi el resplandor de la luz fantasmagórica y la sombra de una figura
arrastrándose con un estoque clavado en el pecho.
—Bueno, si tienes alguna sugerencia… —susurré.
—Siempre la tengo. Pero quiero una respuesta. ¿Cuándo vas a sacarme de
este frasco?
—Este no es el momento de hablar de eso.
—Es el momento perfecto.
—Nunca durante un caso. Ya te lo he dicho. Lo hablaremos en casa.
—Sí, pero en casa nunca hablamos. Me ignoras. Me dejas en un rincón
con la sal, el hierro y el resto del equipo. Pues tal vez debería ignorarte yo
ahora.
—¡Lo hablaremos, te lo prometo! ¡Mañana! Ahora, si me das un
consejo… —El resucitado de la escalera se estaba acercando. Se le había
caído la cera de los dedos, y oía el clac, clac, clac de sus huesos al chocar
contra la piedra. Sobre nosotros, Lockwood estaba enfrentándose al fantasma,
cuya figura blanca giraba y se deformaba para esquivar la hoja.
—Es tan sencillo que me da hasta vergüenza. Casi no puedo decirlo. El
espíritu que nos sigue lleva el origen con él; ya le ves los huesos. Pero ¿qué
hay del espíritu de delante? ¿Dónde está su origen?
Observé mi entorno con el ceño fruncido.
—¿Y cómo iba a saber yo…? —En cuanto lo dije, vi la piedra hueca y
abierta que había sobre las escaleras, con un hueco oscuro en el interior. Me
coloqué la linterna entre los dientes. Me acerqué, trepé por las piedras y eché
un vistazo. Había una cavidad diminuta revestida de plata labrada. Dentro
había una dentadura postiza cuyas encías de plástico emitían un resplandor
rosado bajo la luz de la linterna.
—¿Unos dientes falsos? ¿Quién tiene unos dientes falsos como origen?
—¿Ya quién le importa? Deshazte de ellos.
Yo ya estaba cogiendo aquella cosa horrible, e hice una mueca al notar la
suavidad vidriosa y congelada. Sin detenerme un segundo, volví atrás y tiré
los dientes al vacío. Cayeron sin emitir sonido alguno. De pronto, el espectro

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de la anciana se apartó con brusquedad y se empezó a distorsionar por el
centro, como si una cuerda lo estuviera cortando en dos. Se mantuvo firme
durante un segundo, con sus ojos negros ardiendo, y luego desapareció. Se la
había tragado el agujero, hacia donde seguiría a su origen. Lockwood se
quedó blandiendo el estoque contra la nada; el viento fantasmagórico cesó.
Estábamos solos en la escalera.
Salvo por el fantasma que subía los peldaños a nuestra espalda. El estoque
de Lockwood seguía clavado en su pecho. —La cera había desaparecido por
completo de sus brazos y sus piernas. En nuestra espiral desesperada de luz,
vimos al visitante como un revuelto de huesos tintineantes unidos por hilos de
plasma. Ahora que la cera ya no estaba, los dedos eran huesudos y podrían
producir una petrificación fantasmal mortal. La cabeza de cera y dientes nos
sonrió.
Se lanzó hacia nosotros. George gritó, Kipps chilló. Holly estaba allí,
blandiendo la espada hacia un lado. La punta se clavó en el cuello del espíritu
y lo cortó con un movimiento rápido y limpio. La cabeza se quedó en su sitio,
pero luego cayó hacia la pared y rebotó por las escaleras.
Nos detuvimos, esperando que el resto del cuerpo la siguiera. Pero, en vez
de eso, se quedó quieto. Una cabeza fantasmagórica, tenue y cubierta de
telarañas se superponía donde antes había estado el cráneo. Me pareció que
era un hombre con el rostro alargado, arrugado y el pelo revuelto.
—¿Todavía no se va? —George gruñó en voz alta—. ¡Déjanos en paz!
Pero ya estábamos subiendo las escaleras para huir de él. George iba
delante y yo iba detrás, con la mochila rebotando sobre mis hombros.
—¡Recuérdalo! —me dijo al oído la voz de la calavera—. ¡Mañana! ¡Lo
has prometido!
—Si es que llego a mañana…
Delante, la trampilla del mausoleo mostraba un cono de luz gris tenue.
Sentía que mis piernas estaban hechas de plomo y lo único que podía hacer
era levantarlas.
—Marissa… —Muy cerca, la voz hueca seguía llamándola—. Marissa…
—Sí que quiere conectar contigo —comentó la calavera—. El plasma se
está soltando. Si no tienes cuidado, se va a separar por completo de los
huesos. Más te vale ir más rápido, Lucy.
—¡Lo estoy intentando!
Algo se enganchó en mi mochila y trató de tirar de mí. Grité, me lancé
hacia delante y me choqué con Kipps. Él casi estaba sobre Lockwood, que a
su vez empujó a Holly y George, que iban delante. Durante un momento

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terrible, todos nos tropezamos y estuvimos a punto de caer. De algún modo,
en un frenesí de codos agitándose, recuperamos el equilibrio. Saltamos el
último tramo mientras las uñas fantasmagóricas repiqueteaban en los peldaños
que habíamos dejado atrás.
Llegamos a la estancia tenuemente iluminada del mausoleo. Irrumpimos
en ella de uno en uno; yo fui la última. Salté, me di la vuelta y vi el rostro
blanco emergiendo de la oscuridad y yendo hacia mí.
Lockwood y Kipps agarraban las esquinas de la baldosa con bisagras. La
estaban levantando. Prácticamente la lanzaron para cerrarla al mismo tiempo
que yo me apartaba rodando. Volvió a su posición con un golpe sordo. Los
faroles parpadearon. El eco retumbó por el edificio.
Lockwood hizo una mueca de dolor.
—Los guardas…
Arrojé la mochila lejos. Yacía en el suelo echando humo. Tres marcas de
garras afiladas manchaban la espalda.
Nos sentamos alrededor del borde de la piedra, resollando y jadeando
como organillos defectuosos.
—Lo hemos conseguido —susurró Holly.
—Lo hemos conseguido —repitió Kipps—. Gracias a Dios.
En el frasco, asomándose por encima de la mochila, la calavera asintió
amablemente.
—Bien hecho. La habéis cerrado justo a tiempo… —Hizo una larga pausa
—. Así que el interior de la baldosa está recubierto de hierro, ¿no? ¡Qué
suerte!
Entonces logré hablar:
—No, hierro no…
—Pues de plata.
—No…
La calavera se rio.
—Por supuesto. ¡Qué idea tan tonta! Eso es demasiado caro. Aunque debe
de haber alguna barrera. —Me sonrió—. O…
O… Ah.
—Lockwood… —dije.
Ya estaba arrastrándome hacia atrás. Unos hilos de hielo azul blanquecino
se estaban extendiendo por el centro de la baldosa. Todos nos separamos a la
vez, cada uno en una dirección; nuestros traseros rebotaron en el suelo y las
espadas arañaron las losas. Al mismo tiempo, como si tiráramos de él con
unas cuerdas invisibles, el fantasma se alzó lentamente a través de la piedra.

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Había dejado sus huesos al otro lado. Primero vimos la cabeza arrugada y
llena de telarañas con los dientes al descubierto y brillantes, después el cuello
esquelético y, por último, una estela de niebla fantasmagórica en espiral.
Entonces su luz espectral se extendió por el suelo y nos dejó atrapados donde
estábamos agachados, como cochinillas expuestas cuando se levanta un
tronco.
Cerca de mí, Kipps estaba intentando sacar su estoque del cinturón (y no
lo estaba consiguiendo, puesto que estaba sentado encima). Lockwood, de
rodillas, había encontrado un destello en alguna parte. ¿Qué estaba haciendo
yo? Seguía apartándome, porque parecía que el fantasma solo me prestaba
atención a mí. Así que me eché más hacia atrás cuando el fantasma se alzó
aún más alto, con sus brazos cubiertos de mortaja pegados a los costados.
—Vaya, sí que es uno grande —comentó la calavera. Usó un tono de
ligero interés científico.
Mi espalda chocó contra el extremo frío de la bóveda.
La figura se estremeció. De pronto, como un tiburón que se lanza hacia
delante sacudiendo la cola, estaba sobre mí.
El rostro de suciedad y telarañas bajó hacia el mío. Olía a cera y a moho
de la tumba, y sabía a la soledad de la existencia bajo tierra. Estiró un brazo y
los dedos espectrales se curvaron para agarrarme.
Alguien gritó, pero yo no le presté atención. Oía una voz ronca que
hablaba desde la lejanía.
—Marissa Fittes…
—¡Sí! —grazné—. ¿Qué pasa con ella?
Lockwood apareció detrás del fantasma. Llevaba un destello en la mano.
—¡Lucy! —gritó—. ¡Apártate rodando!
—Espera.
Seguí observando la suciedad y las telarañas…
—¡Lucy! ¡Quítate!
—Marissa… —dijo el fantasma—. ¡Traedla hasta mí!
De repente, la figura desapareció, se desvaneció como si nunca hubiera
estado allí. Una presión enorme abandonó la cámara; mi cuerpo dio una
sacudida hacia delante y el pelo me golpeó en la cara. En ese mismo instante,
todos los faroles que quedaban se apagaron y la oscuridad total nos invadió.
Alguien encendió una linterna al otro lado de la habitación. Motas de
polvo flotaban a mi alrededor. Las telarañas habían caído sobre mis rodillas.
—¿Lucy? —Lockwood se agachó a mi lado.
—Estoy bien.

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—¿Qué te ha hecho?
—Nada. Lockwood… —No sabía cómo decirlo—. ¿Alguna vez hemos
tenido un cliente fantasma?
Me miró.
—Claro que no. ¿Por qué?
Recosté la cabeza sobre la piedra.
—Pues creo que acabamos de recibir un encargo.

Página 43
II
La Belle Dame Sans Merci

Página 44
4

E l número treinta y cinco de Portland Row, la casa y la sede de la agencia


Lockwood, era un lugar muy especial. Cuando la vieja puerta principal
se cerraba tras de mí y veía la luz acogedora de la lámpara azteca de
cristal en forma de calavera en la mesita, me liberaba del peso del mundo,
como cuando un mago lanza una capa al aire. Dejaba el estoque en la maceta
que usábamos como paragüero, colgaba la chaqueta en un gancho y recorría
el pasillo, dejando atrás los estantes con la extraña colección de frascos,
máscaras y calabazas pintadas. Si era de día, me asomaba al salón para ver si
alguien estaba descansando o trabajando allí y, por la noche, comprobaba la
biblioteca, que era donde solíamos quedarnos después de un encargo. Si todo
estaba tranquilo, pasaría junto a las escaleras e iría a la cocina, donde los
aromas persistentes de tostadas (de Lockwood) o de pastas de té (de George y
Kipps) me darían pistas para saber quién había dentro. De vez en cuando, si la
lata de hojas de té verde estaba abierta o había una o dos semillas de girasol
en la encimera, sabía que Holly estaba por allí y seguramente estaría
trabajando en el despacho. Aunque no siempre era fácil saberlo, porque era la
más ordenada de todos y casi nunca dejaba pruebas. Lo menos común eran el
hedor a arenques secos y los rastros de barro seco del río junto a la puerta de
atrás, que eran pruebas innegables de que alguien había llamado a Flo Bones
hacía poco.

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La casa era nuestro santuario, un refugio para resguardarnos de los
fantasmas y otros seres más oscuros. Y los momentos más felices eran cuando
disfrutábamos del desayuno después de un caso que salía bien, con las
ventanas que daban al jardín abiertas y el sol colándose por ellas.
En una ocasión como esta, la mañana siguiente a nuestra visita al
mausoleo de Fittes, Lockwood, George y yo estábamos sentados a la mesa de
la cocina. Holly había salido a la tienda de Arif a por más provisiones. La
mesa estaba cubierta de tarros de mermelada abiertos y platos con mantequilla
y migas de pan, pero todavía teníamos hambre. En un extremo de la mesa, el
frasco sellado reflejaba unas rayas del sol que entraba por las persianas.
Teníamos nuestras tazas de té. George, que había comido bien, estaba sentado
en su silla con una horrible máscara de madera apoyada en el regazo. Estaba
usando un trapo de cocina húmedo para quitarle el polvo. Lockwood tenía un
bolígrafo y garabateaba en una esquina del mantel de pensar (el mantel en el
que anotábamos nuestras ideas), mientras le echaba un vistazo al periódico
que tenía apoyado en el frasco sellado. En el frasco, el fantasma estaba
inactivo. El plasma giraba perezosamente bajo la luz del mediodía, como el
agua verde de un estanque profundo y cubierto de hierbajos.
Yo estaba sentada al lado de Lockwood, disfrutando tranquilamente del
silencio compartido entre amigos. Me dolían los músculos y la cabeza me
daba vueltas. Lockwood tenía un arañazo en la sien izquierda y las gafas de
George estaba cubiertas del suave polvo de la tumba. Nos pesaba mucho el
esfuerzo. Pero todavía no habíamos hablado de la noche anterior.
—Esta mañana tenemos muchas noticias —dijo Lockwood señalando el
periódico.
Abrí un ojo.
—¿Buenas?
—No.
—¿Malas?
—Regulares y malas. Dos cosas, y ninguna es especialmente genial para
nosotros.
—Pues cuéntanos primero la regular —pidió George—. Prefiero descubrir
el misterio por partes, para que pueda ir acostumbrándome mientras.
Lockwood cogió su taza de té.
—La regular es lo de siempre. Esta vez son Dullop y Tweed. Han llegado
a un acuerdo con la agencia Fittes. El viejo señor Dullop se jubila, y Fittes va
a adquirir la empresa con efecto inmediato.
—¿Y qué dice Tweed? —pregunté.

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—Nada. Le mató un ermitaño hace años.
Fruncí el ceño.
—Otra agencia pequeña que absorben… —Miré hacia la ventana, donde
el cielo despejado y azul brillaba sobre las casas al final del jardín—. Ya no
quedamos muchas.
—Adam Bunchurch todavía aguanta —dijo George. Estaba dándole
golpecitos a los dientes de la máscara de madera—. ¿Os habéis enterado de lo
que pasó la semana pasada?
Le hicieron una oferta decente para que cerrara, pero se puso hecho una
furia y echó a patadas al tipo de Fittes.
—Vaya, no le veía capaz. —Lockwood se recostó en la silla y se estiró
con timidez—. No estoy seguro de que vaya a durar mucho si empieza una
rebelión como esa. Ay, hoy la espalda me está matando. La culpa es de tu
calavera, Lucy.
—No es mi calavera. Solo le hablo. Habías mencionado que tenías malas
noticias.
—Ah, sí. ¿Sabéis qué? Han soltado a Winkman.
Sorprendido, George bajó el trapo y yo abrí los ojos de par en par.
—¿Julius Winkman? —pregunté—. Pensé que le habían condenado a diez
años.
—¡Y así fue! —gritó George—. ¡Por venta de reliquias psíquicas ilegales!
¡E incitación a la violencia! ¡Y profanación de tumbas! ¡No lleva ni dos años
en la cárcel! ¿Qué clase de justicia es esa?
Así era George. Sí, la justicia era importante, pero no era eso lo que me
preocupaba. Nuestras declaraciones fueron las que encarcelaron a Julius
Winkman. Y Winkman era un hombre vengativo.
—Ha salido antes por presunto «buen comportamiento» —explicó
Lockwood. Pasó la página con la punta de un dedo—. Aquí dice que fuera le
recibieron Adelaide, su mujer, y Leopold, su querido hijo pequeño. Luego se
alejó en el coche, después de prometer que empezaría una nueva vida y nunca
volvería a ser un contrabandista malvado.
—Vendrá a por nosotros —dije—. Nos quiere muertos.
Lockwood gruñó.
—Él y todos los demás. Tal vez intente pasar desapercibido.
George giró la máscara, desconfiado.
—Lo dudo.
Nos quedamos callados un rato. Pero era una mañana despejada y soleada
y todavía sentíamos la profunda satisfacción de la noche anterior, que

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apartaba nuestras dudas y nuestros miedos.
—¿Qué has dibujado ahí, Lockwood? —le pregunté mirando el mantel de
pensar—. Parece un trozo de brócoli enfadado.
—¿Cómo? ¿Estás insultando a mi excelente boceto del fantasma de pelo
revuelto? —Lockwood dejó el bolígrafo—. Supongo que dibujar no es mi
punto fuerte. Intentaba reflejar la cara del resucitado. Pude verla bien al final,
cuando se separó de los huesos. Pensé que George tal vez podría averiguar
quién era si tenía ayuda visual.
—Si se guía por eso, acabará investigando en la verdulería. —Cuando
cerraba los ojos, veía la figura enfurecida del fantasma alzándose sobre mí—.
Era un hombre casi anciano —dije—, con una cara muy arrugada y
estropeada. Con el pelo largo y gris. Solo recuerdo eso, porque lo que más me
impactó fueron sus palabras. Entonces, ¿vuelves a visitar el archivo, George?
—Dentro de un rato. Un cliente viene en una hora. —George dejó la
máscara de madera sobre la mesa, entre el plato de mantequilla y los cereales.
Ahora que no tenía polvo, se veían claramente los colores llamativos. Unas
plumas exóticas sobresalían de la parte superior, como si fuera una cortina de
humo inmóvil—. ¿Qué os parece esta monada? Es la máscara de un chamán
polinesio. La he sacado del dormitorio de Jessica. —Miró a Lockwood—.
Ayer abrí la última caja. Espero que te parezca bien.
Lockwood asintió.
—Sí. ¿Hay algo bueno?
—Puede. De hecho, quiero enseñarte algunas cosas después del segundo
desayuno.
Contemplé la máscara del chamán, con sus cejas fruncidas y su boca
abierta en un rugido atroz.
—¿Crees que tiene poder?
—Creo que tiene algo de energía psíquica —contestó George—, pero mis
sentidos no son tan agudos como los tuyos. Si no te importa, tal vez merezca
la pena que le eches un vistazo luego, Lucy.
—Claro… —De pronto, ya no podía esperar más; tenía que sacármelo de
encima—. Lockwood, George —empecé—. ¿Qué vamos a hacer?
Por supuesto, los dos sabían a qué me refería. Llevábamos toda la mañana
dándole vueltas a la visita al mausoleo. Que te persiguiera por una escalera un
resucitado que se caía a pedazos y que eso no fuera lo más memorable de un
encargo era impresionante, pero eso fue lo que pasó. Lo que nos preocupaba
era la ocupante desaparecida de la tumba.

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—He estado pensando en Marissa —dijo Lockwood—, y creo que lo
único que podemos hacer es seguir como hasta ahora. Hay mucho que todavía
no entendemos y sería peligroso admitir que nos hemos colado en su tumba
sin tener las respuestas correctas. Así que no nos metemos en líos, nos
encargamos de casos normales y nos alejamos de cualquier problema.
Mientras tanto, continuamos con todas las líneas de investigación.
Concretamente, George seguirá investigando la relación entre Marissa y la
mujer a la que llamamos Penelope.
George asintió.
—La familia Fittes ha protagonizado la lucha contra los fantasmas desde
el principio. Si queremos buscar una solución para el Problema, también
tendremos que resolver este enigma. En cuanto a nuestro amigo de cera de
anoche, leeré algunos periódicos que hablen de los últimos años de Marissa
cuando vaya al archivo. Es posible que me entere de algún socio suyo que
desapareciera en aquella época. Está claro que el fantasma la conocía, ¿no,
Luce?
—La conocía —respondí—, y estaba muy enfadado con ella.
—Pues entonces era alguien cercano. Alguien al que traicionó y asesinó.
—Sinceramente —dijo Lockwood, que volvió a coger su taza y
contempló el té frío con el ceño fruncido—, eso del fantasma es secundario.
Nuestra prioridad es descubrir qué le pasó a la mujer que debería estar en esa
tumba. La que debería haber muerto hace veinte años. Lucy, intenta que esa
estúpida calavera te cuente algo con sentido. Al fin y al cabo, estamos
siguiendo su pista. Sigo pensando que es la clave de todo eso.
—¿Alguien me ha mencionado? —Una ola recorrió el fondo nebuloso del
frasco. El rostro del fantasma se materializó detrás del cristal. Aunque nunca
fuera precisamente agradable, hoy parecía más repulsivo que nunca, como si
fuera un cadáver húmedo al que han pisado.
Lo miré.
—¿Podrías tener un aspecto menos repugnante por una vez? Has hecho
que se me corte la leche.
—Es que estoy hecho polvo —dijo la calavera—. Me he pasado toda la
noche en vela, ¿recuerdas? Igual que vosotros. Tú estás para el arrastre,
Lockwood está lleno de moratones y Cubbins tiene alguna enfermedad
asquerosa que le deja manchas amarillas en la barbilla.
—George ha estado comiendo huevo —expliqué—. Pero nada de eso
importa. Tú y yo tenemos que hablar de Marissa.
La calavera entrecerró los ojos.

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—Te equivocas. Tú y yo tenemos que hablar de mi libertad. Teníamos un
trato.
Dudé.
—Aquí no —dije al fin—. Ahora no. Lo hablaremos luego.
—¿Luego? ¿Eso qué significa? ¿En seis semanas? ¿En un año? Me
conozco tus artimañas de mujer.
—Madre mía. En unos minutos.
Puso mala cara.
—Sí, eso ya lo he oído antes. Luego habrá una nueva crisis que te
distraiga y yo me quedaré aquí atrapado, golpeando el cristal de mi prisión
con los dedos.
—Tú no tienes dedos —refunfuñé—, y, dado que estás muerto, no me
creo que el tiempo sea algo relevante para ti. Pero nada va a distraerme en los
próximos cinco minutos. ¡Así que deja de quejarte! —Levanté la mirada—.
Hola, Holly.
Sonó algo en el pasillo. Holly Munro apareció en la puerta, cargada con su
bolsa de la compra de algodón. Nos estudió un segundo mientras se pasaba
una mano por el pelo negro oscuro.
George observó la bolsa.
—¿Has comprado los dónuts, Hol?
—Aquí están. —Su voz sonaba extraña. Pasó delante de nosotros y
empezó a colocar la comida en el aparador. Sus movimientos eran rápidos,
enérgicos y ruidosos. Tenía el rostro tenso y apretaba con fuerza los labios.
—¿Estás bien, Holly? —pregunté.
—No mucho. —Arrugó la bolsa, la dejó en la encimera y cogió un vaso
del escurridor—. Me he encontrado con sir Rupert Gale en la tienda de Arif.
Todos la miramos a la vez. Sir Rupert era un socio de Penelope Fittes, un
experto espadachín y un hombre peligroso. Era quien le resolvía los
problemas, quien se ensuciaba las manos por ella, y se le conocía por
presionar a sus oponentes. Ya nos habíamos enfrentado a él antes.
—Pues ya está —suspiró la calavera—. Empieza la crisis.
Cerré la palanca de la tapa del frasco.
—¿Qué hacía allí, Hol?
—Me estaba esperando. —Holly llenó el vaso con agua del grifo y dio un
largo sorbo, como si quisiera quitarse de la boca un sabor desagradable—.
¡Ah! ¡Es asqueroso!
Lockwood estaba muy quieto en la silla.
—¿Te ha amenazado?

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—No explícitamente, pero lo ha sugerido. Ya sabes cómo es. Se te acerca
mucho, con la cara rosada, sonriente y su loción de afeitado demasiado fuerte.
Solo estaba comprobando que no nos estuviéramos «extralimitando»; así lo
llamó. Que «aceptáramos proyectos prudentes» y «apariciones sencillas». En
otras palabras, que no investiguemos a Penelope.
—Pues claro que nos hemos portado bien —contestó Lockwood—. ¿Qué
más te ha dicho?
—Todo ha sido una advertencia en clave. Como que, si aceptábamos algo
demasiado «difícil», acabaríamos mal. «No queremos que le pase algo
desagradable a nuestra pequeña agencia favorita». Uf. —Dejó el vaso en el
fregadero—. Ah, y quería saber dónde estuvimos anoche.
Lockwood y yo intercambiamos miradas.
—¿A qué hora?
—Después de medianoche. Dice que se ha enterado de que no estábamos
en casa.
—Entonces han vuelto a espiarnos —dije—. ¿Qué le has dicho?
—Le he dicho que no lo sabía, que ya me había ido a casa a esa hora —
respondió Holly—. Me temo que me ha pillado por sorpresa.
—No pasa nada —la tranquilizó Lockwood—. Hemos preparado una
historia, ¿recuerdas? Diremos que estábamos en Kentish Town,
encargándonos de un par de llamadores de piedra muy aburridos. George
puede falsificar los informes.
—Ya lo he hecho —dijo él—. Holly, pareces molesta. Abre los dónuts.
—Gracias, pero me tomaré una manzana.
Triste, George sacudió la cabeza.
—Tienes que aprender que, cuando estás estresada, una manzana no es la
solución… Ahora que lo pienso, yo también estoy bastante alterado. —Sus
ojos se fijaron en el aparador.
—Sí, coge los platos, George —dijo Lockwood—. Todos nos tomaremos
uno.
Y eso hicimos, incluso Holly. George tenía mucha razón en este asunto:
un dónut era una buena solución y hacía que el mundo casi pareciera ir bien
otra vez. Casi, pero no del todo. Porque el mundo no iba bien. Marissa no
estaba en su tumba. Habían soltado a Winkman de la cárcel. Y el pequeño
encuentro de Holly no había sido casual.

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Tradicionalmente, el Departamento de Investigación y Control Psíquico (o
DICP) supervisaba las actividades de las agencias de detección psíquica, y sus
oficinas se encontraban en Scotland Yard, en el centro de Londres. El DICP
podía sancionar las malas conductas y asegurar unos altos estándares
profesionales. A veces ponían multas y, lo que era poco frecuente, cerraban
las agencias. Pero, normalmente se centraban más en investigar el Problema
que en molestar a los agentes de campo.
Sin embargo, todo había empezado a cambiar desde que Penelope Fittes
había asumido el mando de la agencia Rotwell. Ahora la señora Fittes
controlaba tres cuartas partes de las agencias de Londres, y se había propuesto
que las demás la obedecieran también. El personal de Fittes comenzó a ocupar
muchos puestos directivos en Scotland Yard. Entraron en vigor nuevas
normas. A partir de entonces, las agencias de detección independientes (con
sus recursos limitados) tenían que centrarse en las apariciones a pequeña
escala. Además, el DICP realizaba inspecciones habituales para asegurarse de
que estuvieran actuando de forma profesional. Cualquier infracción de las
normas se traduciría en el cese de la agencia. Supuestamente era por la
seguridad pública, aunque en realidad era una forma de vigilar nuestros
movimientos.
Como la agencia más pequeña de todas, la agencia Lockwood se convirtió
en el foco oficial de todas las miradas. Recibíamos llamadas aleatorias en
casa. Nos paraban por la calle y nos pedían que enseñáramos los papeles que
demostraran en qué caso estábamos trabajando. Y nos seguían cuando
salíamos por un encargo. No me refiero a que hubiera espías fuera de nuestra
puerta todo el rato. En cambio, siempre íbamos mirando a nuestra espalda sin
ver nada, hasta que, un día, con una certeza absoluta, habría un chico
sonriendo y siguiéndonos hasta la estación de la calle Baker o un hombre con
sombrero junto a la tienda de Arif, mirándonos descaradamente cuando
pasáramos por allí. A veces, ocurrían varios incidentes de este tipo en una
semana, y otras pasaban quince días sin que ocurriese nada. Era algo que se
hacía intencionadamente. Te recordaba que ellos pensaban que casi valía la
pena ignorarte.
Sentíamos la mano de Penelope Fittes en todo aquello. Quería vigilarnos
de cerca. Pero se enfrentaba a la agencia Lockwood. No nos dejábamos
intimidar fácilmente.
Cuando se producían las visitas aleatorias del DICP, por ejemplo, la
escena que encontrarían en el número treinta y cinco de Portland Row sería la
siguiente: George estaría en el fregadero del sótano, intentando frotar el

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ectoplasma de sus vaqueros. Lockwood tendría la bata puesta, el pelo
alborotado y la piel pálida mientras bebía una taza de té y tomaba nota de los
visitantes que habríamos destruido la noche anterior. Holly y yo estaríamos
revisando el equipo revuelto o apilando los orígenes para que fuera más fácil
transportarlos a la incineradora. En resumen, era una imagen de cansancio y
disciplina, de una agencia diminuta que funcionaba con éxito y a pleno
rendimiento. Los representantes mirarían nuestro libro de casos, copiarían las
facturas, los registros de fantasmas y las evaluaciones de los clientes más
recientes, y, después de disfrutar del té, las galletas y un cargamento del
encanto desaliñado de Lockwood, se marcharían.
Cuando se fueran, cerraríamos la puerta, echaríamos la llave y
seguiríamos con lo que de verdad estábamos haciendo. Aparentemente,
manteníamos una fachada de casos pequeños y normales. Pero teníamos
nuestros propios planes secretos. Esta doble vida tenía sus desafíos y cada uno
de mis compañeros lidiaba con ellos a su manera.
Holly hacía lo mismo que con todos los obstáculos: con energía y
eficiencia, miraba al problema a los ojos sin pestañear. Tanto si teníamos que
colarnos en el mausoleo Fittes como si teníamos que enfrentarnos a un
interrogatorio en la calle, siempre mantenía la calma Munro que había
patentado. Era difícil imaginar que algún día perdiera esta cualidad y, sin
saber por qué y pese a todo, eso me hacía tener la confianza de que nada
verdaderamente terrible pasaría (o podría pasar) en el mundo. Su semblante
imperturbable solía enfurecerme, pero ahora lo veía como una fuente de
seguridad. Pasara lo que pasara, sabía que el pelo de Holly se balancearía
grácilmente al caminar, su ropa se ajustaría a sus caderas sin que hiciera
ningún esfuerzo, su piel brillaría con el mismo lustre de color café que dejaba
claro que le gustaban el agua mineral y las ensaladas de judías verdes, y que
chocaba (de un modo reprobador) con mi famosa complexión de
hamburguesas y galletas. No, Holly siempre sería la misma, y eso me hacía
feliz.
La fortaleza de George era distinta. Quien no lo conociera podría pensar
que no tenía ninguna. Era demasiado blando, demasiado desaliñado y
demasiado desordenado. Si alguna vez había compartido habitación con un
cepillo a propósito, apenas había pruebas de ello. A su rostro pastoso y
monótono le faltaban evidencias de que tuviera personalidad, por no hablar de
una opinión fuerte. Incluso los enemigos que conocían su fama como
investigador veían esta cualidad como algo negativo. Le veían como un
retenedor pasivo de información, un revisor de papeles, alguien que estaría

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más a salvo en una silla de estudio que enfrentándose a horrores
sobrenaturales ahí afuera.
Con esto, como con todo, estaban totalmente equivocados. La destreza
investigadora de George, su capacidad para ir de una biblioteca a otra y
pasarse horas interminables buscando la pista más pequeña se debía a una
determinación feroz y a una voluntad de hierro. Si buscaba algo, lo
encontraba; si lo hallaba, se aferraba a ello como un terrier, y lo sacudía hasta
que se desprendieran todos los datos importantes. Era incansable. Se tomaba
el misterio que envolvía a la epidemia de fantasmas como una ofensa
personal, y, cuanto más presión ponía la agencia Fittes en impedir que lo
investigáramos, más ahondaba George. Nadie iba a impedírselo.
Y luego estaba Lockwood. Sobre todo Lockwood.
Él era el centro sobre el que girábamos todos, incluso Quill Kipps, nuestro
antiguo rival y nuevo compañero; incluso Flo Bones, el terror de la marea
alta, una de las saqueadoras de reliquias más impresionantes de la ciudad (al
menos en lo que a olores se refiere). Prácticamente invisibles en las calles
londinenses infestadas de fantasmas, Kipps y Flo hacían nuestros recados sin
que nadie los viese. Lo hacían porque Lockwood se lo pedía, y con eso
bastaba.
El secreto de su ímpetu y de su resiliencia ante el espionaje y la
intimidación de la agencia Fittes era la combinación de una increíble energía
y una tranquilidad sobrenatural. Pocas cosas le perturbaban; permanecía
indiferente y calmado, y absorbía la presión con una ceja enarcada y una
pequeña sonrisa irónica antes de pasar rápido a la acción. Los fantasmas
siempre habían notado su imponente fortaleza, pero ahora había conseguido
que las mismas cualidades se cernieran sobre sus enemigos vivos. Eso
animaba a sus amigos, aunque nos mantuviera a todos alejados.
O quizá no a todos.
En mí era en quien más confiaba. Siempre habíamos estado unidos, pero
desde que volví a la agencia hacía cinco meses, nos habíamos acercado más el
uno al otro. Pasábamos más tiempo juntos que antes. Trabajábamos codo con
codo y nos reíamos mucho. Me sentía cómoda en su presencia, y él en la mía;
creo que para los dos era obvio que nos sentíamos más tranquilos y felices el
uno con el otro que con los demás. Esa era la buena noticia.
¿La mala? Yo no sabía realmente por qué.
Nuestro viaje por la tierra congelada de los muertos, cubiertos por una
sola capa protectora, nos había marcado para siempre, y nos separó de
nuestros amigos. Nadie podía imaginarse realmente lo que habíamos visto.

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Aquellos recuerdos todavía nos perseguían por las noches. Tardamos semanas
en recuperar nuestra energía física. Mi pelo estaba salpicado de blanco, y el
flequillo de Lockwood estaba lleno de mechones grises. De hecho, el viaje
había sido tan abrumador que había proyectado una sombra sobre todo lo que
vino después. Y ahora, en aquella sombra, era difícil saber si lo que había
cambiado entre nosotros se debía a eso o tal vez a otras cosas.
Entonces, ¿en qué se basaba exactamente esa intimidad? La forma en la
que Lockwood me miraba, los destellos de vulnerabilidad en sus ojos, las
miradas que compartíamos en silencio, cuando los demás estaban de espaldas.
¿Era sencillamente por nosotros? ¿Por quiénes éramos en realidad? ¿O por las
repercusiones de un evento agobiante y por la experiencia que compartíamos?
La diferencia era importante.
No te equivoques, que yo me alegraba de tener esa conexión. Era solo que
me habría gustado tener un poco de claridad, nada más.
No ayudaba que, por cómo era Lockwood, nunca hablara mucho de sus
emociones. Tampoco ayudaba que, por cómo era yo, nunca viera una forma
fácil de sacar el tema. Y, sin duda, tampoco ayudaba que estuviéramos
siempre tan ocupados con los fantasmas, el DICP y el continuo misterio del
Problema.
Y también con clientes que llamaban a la puerta media hora antes de su
cita, aterrorizándonos.

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A cabábamos de terminarnos los dónuts cuando sonó la campana del


exterior. El eco cesó.
Lockwood frunció el ceño.
—Llegan terriblemente pronto. ¿Estamos listos para recibirlos?
—El bizcocho está en la mesita —dijo Holly—. Pero el salón es un
vertedero, como siempre. —Se levantó y fue hacia la puerta—. George,
vuelve a poner la tetera, por favor. Lockwood, Lucy, tenéis treinta segundos
para dejarlo todo presentable.
Lo teníamos muy ensayado, así que veinte segundos más tarde habíamos
ahuecado los cojines, guardado las bombas de sal en los armarios y abierto la
ventana del salón para dejar entrar el aire soleado de principios de otoño. En
la cocina, George estaba haciendo el ruido de rigor con la vajilla. Lockwood y
yo estábamos de pie junto a la mesita cuando entraron los invitados.
Definitivamente, causaron una gran impresión. El mayor de los dos era
una persona rechoncha y de baja estatura, vestida con una chaqueta llamativa
de cuadros amarillos, no demasiado nueva y con parches de cuero en los
codos. Llevaba un chaleco gris, cuya barriga prominente no le dejaba
abrochar, y una camisa blanca brillante encima de una camiseta de cuello de
pico por el que asomaban los pelos canosos del pecho, que crecían como las
zarzas en verano. Sus pantalones de pana eran de un rojo intenso y fuerte.
También tenía la cara roja, lo que sugería que se llevaba demasiado bien con

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la botella de vino. Tenía una impresionante mata de pelo gris muy rizado,
oculto bajo un raído sombrero de fieltro verde, la nariz respingona, una boca
amplia y elástica, y un par de ojos pequeños y brillantes que rara vez dejaban
de moverse, así que nunca te miraba fijamente.
A su lado había un chico delgado de aspecto esquelético y desnutrido.
Vestía unos vaqueros viejos y un jersey holgado que, más que ocultar su falta
de anchura, la enfatizaba. Tenía la nariz grande y un poco aguileña, y, debajo
de un mechón de pelo negro rebelde, su piel tenía una palidez preocupante,
tan blanca como los huesos. Su rostro no reflejaba emoción alguna. Al
contrario que su acompañante, él tenía la mirada perdida en la lejanía. No
parecía estar fijándose en la habitación.
—Este es el señor Lewis Tufnell —dijo Holly—. El señor Tufnell y… —
Miró al chico.
—Y Charley Budd —añadió el señor Tufnell—. Venga, Charley.
El señor Lewis Tufnell dio una zancada para saludarnos con muchas
inclinaciones de cabeza, parpadeando y tocándose el sombrero; como si
estuviera en trance, el chico arrastró los pies para seguirle. Eran una pareja
extraña, pero no fue hasta que cruzaron la mitad de la estancia cuando
comprendí que algo iba mal.
El hombre llevaba al chico agarrado con una cadena.
En cuanto a cadenas se refiere, esta era una discreta, limpia y con muchos
eslabones cuidados y brillantes, pero ese no era el problema. Era una cadena.
Terminaba en un lazo de cuerda, anudado alrededor de las muñecas del niño.
Miré a Lockwood para ver si él también se había dado cuenta. Una mirada
me dijo que sí. No era el único. George, que venía con las cosas del té, se
había detenido con la boca abierta. Holly, que seguía a los invitados, hacía
gestos frenéticos para que la viéramos detrás de ellos.
Nuestros clientes llegaron a la mesita. Sin esperar a que le invitaran, el
señor Tufnell se acomodó en el sofá. Al principio, el chico se quedó de pie.
Su acompañante le puso una mano peluda en el hombro y presionó,
animándole a sentarse. Hubo un suave tintineo de cadenas, seguido del
silencio.
De uno en uno, nosotros también nos sentamos.
Lockwood se aclaró la garganta; seguía algo sorprendido.
—Esto…, buenos días —empezó—. Soy Anthony Lockwood. Ahora,
señor Tufnell…
—¡Llámeme Lew! —le interrumpió el hombre con un gesto ostentoso de
su raído sombrero verde—. ¡Solo Lew Tufnell! Me gusta así. Espero no

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darme aires de importancia. Soy el propietario del Teatro Tufnell, así como de
Las maravillas de Tufnell y del Parque de atracciones ambulante de Asombro
y Emoción de Tufnell. Y, lo que nos lleva al tema de hoy, soy un hombre
desesperado, ya que un espíritu malvado que amenaza con arruinarme ha
maldecido mi negocio. —Soltó un suspiro exagerado y luego se fijó en el
bizcocho de semillas de Holly que había sobre la mesa—. Vaya. ¿Este
bocadito es para mí? ¡Qué bárbaro!
—Bueno, la verdad es que esperábamos compartirlo entre todos —dijo
George.
Lockwood levantó una mano.
—Antes de que pasemos al bizcocho o a la maldición, hay algo de lo que
debemos hablar… —Hizo una pausa significativa, con la esperanza de que
nuestro invitado pillase la indirecta—. Bueno —dijo al cabo de unos
segundos—, no hemos podido evitar fijarnos en la cadena…
El señor Tufnell dio un respingo, como si le pillara medio desprevenido;
una sonrisa débil e insípida se dibujó en su rostro.
—¿Cómo? ¿Esta cadena de aquí? ¿Esta cadena? No, si es solo para
proteger a Charley Budd. No se preocupen por ustedes.
Lockwood frunció el ceño.
—No estaba preocupado. Pero…
—No les hará daño. El pobre Charley no. —Con la mano libre, el señor
Tufnell le revolvió el pelo al chico—. Aunque no tiene tanto cuidado consigo
mismo, no sé si me entienden. ¿Ven el cuchillo ese del bizcocho? Si yo no
estuviera pendiente, lo cogería en un santiamén. Se lo hundiría en el corazón
y les mancharía la bonita alfombra.
Contemplamos la alfombra, luego el cuchillo del bizcocho y después al
chico, que estaba sentado en silencio en su propio mundo.
—¿Se apuñalaría a sí mismo? —pregunté.
—Seguramente.
Holly se había sentado en el brazo de la silla de George. Dijo:
—La verdad, señor Tufnell, es que si… si está enfermo, debería estar en
un hospital. Necesita médicos que…
—Los médicos no pueden ayudarle, señorita. —Lew Tufnell sacudió la
cabeza gris, apenado—. ¿Médicos? ¿Sanitarios? ¡Bah! Me gustaría verlos
intentarlo. Le drogarían, le atarían y a saber qué más, todo eso mientras sigue
perdiendo la vida hasta que en un día o dos no sea más que otro cadáver que
ese espíritu se ha llevado por delante. Los médicos son una pérdida de tiempo.
No, señorita. Les necesitamos a ustedes. Por eso hemos venido.

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Se hizo el silencio. Oímos cómo la tetera hervía en la cocina.
—Discúlpeme —empezó Lockwood—. No lo entiendo y no tengo claro
cómo podemos ayudar a este niño. Aunque, si dice que hay un espíritu
maligno en su negocio…
—Fue el fantasma el que le hizo esto a Charley —dijo el señor Tufnell.
Volvimos a mirar al chico, a su silencio, su pasividad, sus ojos ciegos.
—¿Se refiere a que le petrificó al tocarle? —preguntó George.
—Al tocarle físicamente no —contestó el señor Tufnell—, aunque estuvo
a punto de hacerlo. Lo que le hirió fue el corazón. Empezó a quitarle el alma,
a volverle más débil. Yo le doy una noche o quizás dos, y luego se irá al otro
mundo para seguirla. —Los ojos del hombre detuvieron el movimiento
furtivo durante solo un instante y miró directamente a Lockwood—. Si puede
destruirla, quizá eso acabe con la conexión. Tal vez Charley regrese. No sé.
Lockwood cruzó las piernas largas de una manera resignada, pero
profesional. Aunque seguía sin hacerle gracia la cadena, había tomado una
decisión.
—Pues venga, háblenos del fantasma —dijo.
Yo me puse de pie.
—Creo que primero deberíamos tomar una taza de té.
—Y yo creo —añadió George, que corrió para ponerse a mi lado—, que
debería enterrar este cuchillo del bizcocho donde le corresponde.
—Eso sería estupendo —dijo el señor Tufnell—. Me encanta el bizcocho.
Pero no le sirva a Charley Budd. Ya no come.
Fui a la cocina e hice los honores con la tetera y las tazas. George se
encargó del bizcocho de semillas a la vez que lanzaba miradas de
preocupación al estómago considerable de nuestro invitado. Mientras
esperaba, la mirada de Tufnell, que no paraba de moverse, se posó en todos
nosotros. Me fijé en que se detenía más en mí y en Holly.
—Bueno —comentó cuando le pasé la taza—, son un grupo brillante, sin
lugar a dudas. Peinados, limpios y agradables a la vista. Podría encontrarles
trabajo a uno o dos en mis espectáculos si el asunto de la agencia no sale
adelante. —Esbozó su sonrisa endeble y zalamera, con la que mostró una
variedad de dientes parecidos a unas galletas rotas—. Unos cuantos vestiditos,
un poco de lentejuelas, borlas brillantes en las partes adecuadas… Encajarían
perfectamente.
—Es bueno saberlo —respondió Lockwood—. George lo tendrá en
cuenta. ¿Podemos ayudarle entonces ofreciéndole nuestras habilidades como
agentes de detección psíquica profesionales?

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—Háblenos del espíritu maligno —dijo Holly, cortante; pasó una página
de su cuaderno y preparó el bolígrafo—. Qué es, cómo se aparece y qué le ha
hecho a este pobre chico.
El señor Tufnell colocó el plato con el bizcocho de semillas sobre su
rodillera desgastada.
—No solo ha atacado a Charley. También ha habido una muerte. Por
culpa de ella, el teatro y el parque ya no son lugares seguros para los
jovencitos. —Dio un bocado enorme y masticó con tristeza—. Seré breve.
Soy un hombre ocupado, así que no puedo pasarme todo el día comiendo
dulces, aunque ustedes sí. Bueno, el contexto se cuenta rápido. Sin duda,
habrán oído hablar del Parque de atracciones ambulante de Tufnell. Lleva
cien años en mí familia. Mi anciano padre, Frank Tufnell, solía llevarlo por
todo el país, pero ahora que está el Problema, viajar no es tan fácil. Así que
nos asentamos en Stratford, en el este de Londres, hace veinte años. Allí hay
un viejo teatro, que se llama el teatro del Palacio, que dicen que lleva allí
varios siglos. Lo usamos para los espectáculos circenses y de magia, así como
para alojar a Las maravillas de Tufnell. La feria está instalada
permanentemente en torno a él. Con diez libras se puede entrar a todo el
tinglado y, amigos, eso da para todo un festín de asombro que nunca se acaba
ni pasa de moda. Además, los domingos hay perritos calientes gratis para los
niños. Eso sí que es un buen precio.
Lockwood estaba mirando por la ventana.
—Desde luego. Mencionó algo de un fantasma.
—Sí. Camina por los pasillos del teatro por la noche. Es una figura tenue
y radiante, pero con un corazón malvado, vestida como una mujer con una
capa. —El señor Tufnell soltó un suspiro tembloroso—. Se ha llevado a uno
de mis chicos —dijo—, y a Charley Budd no le quedará mucho. Si se
encuentra con un jovencito, no vivirá para contarlo. La llaman… —Se echó
hacia delante de repente y su voz cambió a un tono grave inesperado—. La
llaman… la Belle Dame Sans Merci.
Los ecos de su susurro se apagaron y, de pronto, el chico encadenado a su
lado, el pequeño Charley Budd de rostro pálido, que hasta ahora parecía ser
una escultura de piedra, soltó un gemido largo y grave. Había algo tan
tembloroso y aterrador en el sonido que noté cómo se me erizó el vello de los
brazos.
El señor Tufnell sujetó la cadena con más fuerza, pero el chico no volvió a
moverse.
Permanecimos en silencio unos segundos.

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—La Belle Dame Sans Merci —repitió Holly con la voz entrecortada—.
«La bella dama sin piedad»… ¿Así llaman al fantasma?
—Sí.
—¿Por sus encantos femeninos mortales?
—No. Porque se llama así. Lo cierto es que sabemos quién es la aparición.
¿No lo había dicho? La Belle Dame Sans Merci. Era una especie de actriz de
finales del siglo pasado. Fue una gran estrella en su día, y una mujer preciosa
y retorcida. Ahora parece que ha salido de su tumba y vuelve a caminar.
Miren, échenle un vistazo. —Sacó un trozo de papel doblado, muy arrugado y
grasiento, grande y amarillento de un bolsillo interior de la chaqueta. Lo pasó
disimuladamente al otro lado de la mesa—. Por Dios bendito, no dejen que
Charley Budd lo vea.
Lockwood cogió el trozo de papel y lo abrió. Me acerqué a él. George y
Holly se levantaron y se colocaron detrás de la mesa para mirar por encima de
nuestros hombros.
Era un panfleto teatral impreso en negro y dorado. Mostraba la ilustración
de una mujer rubia que posaba tranquilamente entre unas nubes de humo
dorado. Llevaba ropa glamurosa que era difícil de describir, en parte porque
había muy poca. Tenía un toque ligeramente oriental. Eran todo escotes
pronunciados, con cortes sutilmente colocados y curvas ceñidas bajo el
vestido. Parecía poco práctico y frío al mismo tiempo. Los brazos largos y
delgados de la mujer estaban adornados con pulseras, llevaba una tiara en la
cabeza y su pelo claro ondeaba tras ella, mezclándose con el humo. Tenía los
ojos medio cerrados y totalmente ocultos tras unas pestañas negras enormes.
Echaba la cabeza hacia atrás y separaba los labios de un modo que podría ser
seductor o tonto, o ambas cosas. A su lado, escritas con unas letras
inquietantes en el humo, se leían las siguientes palabras:
LA BELLE DAME SANS MERCI,
LA MAESTRA DE LA ILUSIÓN,
EN «LA VENGANZA DEL SULTÁN».
Al final del panfleto aparecían el nombre y la dirección del teatro del
Palacio, junto a una fecha de hacía más de noventa años.
El señor Tufnell había aprovechado la oportunidad para servirse otro trozo
de bizcocho.
—La Belle Dame. Una belleza legendaria, como pueden ver.
—Ya —dijo George.
—A mí me parece que estaba un poco pasada —comentó Holly—. ¿No te
parece, Lucy?

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—Sin duda.
El empresario gruñó.
—Dicen que, mientras vivía, fue una mujer cruel. Su aspecto le permitía
controlar a quien la viera, y el fantasma sigue teniendo ese poder.
Lockwood contemplaba el folleto con el ceño fruncido.
—¿Y ella es la que se está apareciendo…? ¿Cómo está tan seguro, señor
Tufnell? ¿Cómo saben que es ella?
—Porque la Belle Dame sufrió una muerte terrible en el escenario de ese
mismo teatro. Era escapista, ¿saben? La gente venía de todos los rincones de
Londres para ver cómo realizaba ilusiones maravillosas en las que evitaba la
muerte por los pelos. Su truco más famoso es este que ven aquí: «La
venganza del sultán». La encerraban en un cofre vertical, como si fuera un
ataúd, que colgaban de unas cadenas. Los hombres le clavaban espadas
mientras ella gritaba desde el interior. Por supuesto, todo era falso. La
realidad era que se dejaba caer por una trampilla en la base de la caja y huía
por debajo del escenario. Estaba lista para salir de nuevo cuando retiraban las
espadas. Fácil. Hasta la noche en que todo salió terriblemente mal…
El señor Tufnell hizo una pausa y tragó saliva. Había hablado con pasión
y una elocuencia dramática, además de con la boca llena. La suave lluvia de
migas de bizcocho que había acompañado su historia dejó de golpear la
mesita.
—Algunos dicen que fue un sabotaje —susurró—, el acto vengativo de
uno de los admiradores a los que rechazó. Otros afirman que el tipo que debía
abrir la palanca se emborrachó y simplemente olvidó hacerlo. Fuera como
fuera, la Belle Dame no atravesó la trampilla. Seguía en el cofre cuando
metieron las espadas. Los gritos del escenario de aquella noche fueron reales.
—Una muerte desagradable —dije—. Y también desagradable para el
público.
—Para empezar —continuó el señor Tufnell—, nadie en el teatro
comprendía lo que había pasado. Pensaban que el torrente de sangre era parte
del espectáculo. Pero siguió y siguió… —Bebió un poco de té—. Espero no
estar angustiándoles.
Lockwood observaba las migas mojadas sobre la mesa.
—Solo un poco. Vale, bien. Esa es la historia de cómo murió. Háblenos
del fantasma.
Nuestro cliente asintió.
—Hacemos un espectáculo por las tardes en el teatro. Lógicamente, no es
por la noche. Todo el mundo sale antes de que se haya puesto el sol. Es un

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espectáculo de variedades circenses tradicional: trapecistas, malabaristas,
payasos y acróbatas en el escenario. La mayoría son adultos, pero también
hay niños que limpian después de la función. Un par de ellos me avisaron de
que habían visto a una mujer caminando al fondo del teatro mientras barrían
el escenario. Era hacia el final de la tarde. Pensaron que era un cliente que se
había perdido por algún motivo, pero cuando fueron a por ella, había
desaparecido. Unos días después, otra cría pasaba por el camerino principal,
justo antes del cierre. De reojo vio a alguien quieto con un vestido negro.
Cuando dio un paso atrás, la habitación estaba vacía.
—Todo muy siniestro —comentó Lockwood—. ¿Qué hizo usted?
—Nada. Ni siquiera estábamos dentro del edificio cuando había
oscurecido. Esto ocurrió a plena luz del día. Pensé que estaríamos a salvo…,
hasta lo que les pasó a Charley y al pobre Sid Morrison. —El señor Tufnell
dejó escapar un suspiro sentido, se quitó el sombrero y se pasó la mano por el
nido de rizos.
—¿Qué le paso a Charley, señor Tufnell?
—Fue hace tres días, a última hora de la tarde —contestó nuestro cliente
—. Las farolas protectoras estaban empezando a encenderse en la calle. Sarah
Parkins, nuestra directora de escena, se había olvidado el abrigo. Volvió a
cogerlo y se encontró a Charley Budd andando por el pasillo, sonriente y con
la mirada perdida, como si estuviera en un trance. Vio algo con forma de
mujer haciéndole señas desde el final del pasillo. Dice que la figura estaba
envuelta en negrura, aunque todas las demás luces estaban encendidas. Él iba
directo hacia ella. —El señor Tufnell nos miró—. Bueno, pues Sarah no
perdió el tiempo. Corrió y le hizo un placaje de rugby a Charley que le tiró al
suelo. Dice que, cuando lo hizo, la oscuridad del final del pasillo parpadeó y
luego se apagó, así que las lámparas volvieron a encenderse. Y Charley
seguía vivo, pero en el estado que ven aquí.
—La directora de escena fue muy valiente —apunté.
—Sí. —El señor Tufnell asintió—. Sarah es una muchacha corpulenta,
como usted. No esbelta y flexible como esta jovencita de aquí. —Le sonrió a
Holly, mostrando sus dientes rotos.
—Lucy y yo podemos defendernos solas perfectamente —repuso Holly.
—Bueno, así que Charley se libró por los pelos —dijo Lockwood—. Y
ahora pasemos al pobre Sid Morrison.
El empresario hundió los hombros y se estudió las manos.
—Sid era nuestro aprendiz de mago. Ayer, a última hora de la tarde,
estaba en el escenario, preparando el equipo para el espectáculo de hoy. Una

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de nuestras chicas, que se llama Tracey, estaba en el auditorio, barriendo el
suelo. De pronto notó que hacía frío. Levantó la mirada y vio que Sid no
estaba solo. Había una mujer con él. La mujer parecía estar mirando a Tracey,
pero la chica no podía verla bien. Es como si estuviera envuelta en sombras,
aunque las luces del teatro estaban encendidas. Mientras la observaba, la
mujer se deslizó hacia la oscuridad de los bastidores. Tracey dijo que no
caminó ni se dio la vuelta, sino que flotó hacia atrás, y Sid fue tras ella. No
corrió, pero tampoco lo dudó. Desapareció entre las cortinas laterales.
—¿Tracey gritó o intentó detenerle? —pregunté.
—Dice que quería hablar y no sabe por qué no pudo.
Se dio cuenta de que era capaz de moverse en cuanto Sid se desvaneció.
Corrió hasta la escalera lateral del escenario y pasó entre las cortinas. Lo que
viene ahora no es agradable.
—No, siga —dijo Holly—. ¿Sabe a cuántos fantasmas nos hemos
enfrentado? Por favor.
El señor Tufnell aceptó la reprimenda sin quejarse. Habló con voz suave;
la emoción que tenía antes ya no estaba allí.
—Tracey fue entre bastidores y volvió a ver a la mujer y a Sid. Era como
si se estuvieran abrazando. Al menos la mujer a él, que le rodeaba con los
brazos y posaba su cara en el cuello del chico. Lo horrible es que Sid es un
tipo grande, pero era como si estuviera flácido y sin huesos, y la mujer le
estuviera sujetando. Y, como era de esperar, cuando le soltó (sus brazos
parecían atravesarle todo el cuerpo), se cayó al suelo sin forma alguna, como
una pila de trapos sucios. Estaba completamente muerto, y cuando Tracey le
dio la vuelta, tenía una sonrisa horrible en la cara blanca y fría.
Lockwood tamborileó con los dedos sobre su rodilla.
—¿Y qué pasó con la mujer fantasma?
—Desapareció antes de que el pobre Sid tocara el suelo.
—Ha tardado mucho en venir a vernos, señor Tufnell. Demasiado.
Cuando Charley logró escapar…
—Lo sé. —El señor Tufnell se estudió las manos, como si tuvieran algo
decepcionante—. Lo sé. Es solo que… Si esto sale a la luz, ¿quién vendría a
vernos? El espectáculo se acabaría.
—Mejor eso que más muertes —contestó Holly con el ceño fruncido.
—¿Cómo es Charley? —preguntó George después de una pausa—. Me
refiero a cuando es él mismo.
—Callado. No está lo que se dice muy sano. Tiene un problema en los
pulmones que le impide trabajar a tiempo completo. La mayoría de la gente

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no le daría alojamiento. Yo soy generoso. Le mantengo ocupado.
—¿Sid también estaba enfermo?
—Para nada. Era corpulento. Estaba en la flor de la vida. Era
prestidigitador.
Un silencio. Lockwood asintió.
—Ah, sí. Ya veo. Interesante. Me alegro por él.
—No sabe lo que es, ¿verdad?
—No tengo ni la más remota idea.
—Significa que es un mago y hace trucos con las manos. Técnicamente
solo era un aprendiz, pero era un genio en lo suyo. Se metía entre el público,
hacía aparecer huevos de las orejas de las mujeres, rompía billetes de veinte
libras y los sacaba enteros de las mangas de los señores. Era tranquilo, rápido
y tenía mucha labia. Engatusaba al público. Eso es lo que se le daba bien.
Bueno, hasta que se enamoró de una de nuestras trapecistas rusas.
—¿Por qué? ¿Pasó algo?
—Ella no le correspondía. Intenté convencerla de que le siguiera la
corriente, diciéndole que era lo mejor para el teatro, pero no funcionó. Sid
tenía el corazón roto. Se pasó semanas deprimido bajo la ventana de la
caravana de la trapecista. Dejó de dormir. Dejó de comer. Se estaba
consumiendo. Sus habilidades también sufrieron: rompía huevos, se le caían
las monedas y lanzaba cartas por todas partes. Era un incompetente. Le habría
despedido si no hubiera muerto.
—Bueno, pues ya se lo ha ahorrado —dijo Lockwood. Volvió a dar
golpecitos con los dedos—. La trapecista rusa…, ¿cómo se llama?
—Carole Blears.
—No suena muy ruso.
—Es rusa caucásica por parte de su abuela materna. O eso dice. A mí me
vale con que tenga unos muslos con los que pueda lanzar a un hombre adulto
por el aire. Por cierto, me vendría de maravilla un poco más de bizcocho. Si a
nadie más le apetece, aceptaría felizmente el último trozo. —Ignorando el
gruñido de protesta de George, el señor Tufnell se lo sirvió. Se recostó en el
asiento—. Entonces, ¿pueden ayudarme? —preguntó—. Este fantasma está
matando a Charley, por no hablar de las úlceras que me está dando y de que
está asustando a los clientes.
Lockwood estaba mirando el techo.
—Señor Tufnell, ¿hace cuánto que tiene este problema?
—¿El fantasma o las úlceras?
—El fantasma.

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—Dos semanas, tal vez tres.
—Entiendo. ¿Y quién ha visto realmente al fantasma, además de Charley
Budd, Sid y las dos mujeres que ha mencionado?
—Algunas acomodadoras, Vanessa, la maquilladora, y creo que una chica
que vende helados.
—¿Y todas sobrevivieron?
—Viven con el miedo hasta hoy. A Vanessa se le ha puesto el pelo
blanco.
—Es decir, que las víctimas de la Belle Dame son todos hombres, ¿no? —
preguntó Holly.
El señor Tufnell asintió.
—Ninguno pudo resistirse a sus encantos. Ni muerta ni viva. Usted y este
muchacho de aquí deben tener cuidado, señor Lockwood.
Lockwood rio.
—No, creo que George y yo podemos lidiar con lo que intenta hacernos la
Belle Dame. ¿No te parece, George? Muy bien, señor Tufnell. Lo
investigaremos. Denos veinticuatro horas para estudiar el caso. ¿Cree que
Charley aguantará tanto?
Nuestro invitado miró al chico encadenado, que permanecía quieto y con
la mirada perdida a su lado.
—Eso espero, señor Lockwood… Pero, por lo que más quieran, no lo
retrasen más.
Me alegré de ver cómo se iban nuestros clientes, porque uno me caía mal
y el otro me daba pena. En resumidas cuentas: su presencia me molestaba.
Los acompañé hasta la puerta.
Cuando la abrí y me aparté para dejarlos pasar, el señor Tufnell me hizo
una reverencia. Al hacerlo, dejó que la cadena se aflojara en su mano. De
repente, Charley Budd tiró rápidamente hacia un lado y liberó la cadena.
Cayó sobre la pared contraria, junto a la maceta grande y descascarillada con
paraguas y estoques. Con las manos todavía unidas, agarró el mango de la
segunda mejor espada de Lockwood, la levantó y la sacó de la maceta, de
modo que la hoja brillara con la luz de la mañana. Luego la empujó hacia
abajo y hacia dentro, intentando clavarse la punta en lo más hondo de su
estómago. Tenía los brazos demasiado cortos y la espada era demasiado larga.
La clavó en su cinturón de cuero y se le enganchó allí.
Llegué hasta él mientras intentaba sacarla y forcejeé con —el chico para
quitársela. El señor Tufnell le agarró del brazo y tiró de la cadena. El joven se
resistió, enloquecido, desesperado y con una fuerza aterradora. Chocamos

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contra el perchero y después contra la mesita. No dijo nada. Durante varios
segundos silenciosos, nos enfrentamos el uno con el otro; su rostro pálido
estaba junto al mío y nos mirábamos fijamente. Entonces el señor Tufnell le
pegó con fuerza en un lado de la cabeza y yo le quité el estoque.
Como si hubieran apagado un interruptor, Charley Budd volvió a estar
tranquilo. En su rostro se veía la calma, pero ninguna otra emoción. Dejó que
le guiaran hacia la salida, hacia el sol de la calle.
—Lo siento mucho —dijo el señor Tufnell, que se dio la vuelta al llegar a
la verja—. ¿Ven como encontrar al fantasma es su única oportunidad? Por
favor, hagan lo que puedan para ayudarnos.
Alzó su sombrero de fieltro estropeado, tiró de la cadena y guio al chico
por la calle.

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A unque el señor Tufnell nos había dejado indiferentes (su combinación


de grandilocuencia teatral y ruin y sus evasivas escurridizas no eran
muy atractivas), a todos nos afectó el problema evidente de Charley
Budd. Según Lockwood, que sabía de este tipo de cosas, era un ejemplo poco
común de encadenamiento psíquico, en el que el espectro atrapa la mente de
la víctima.
—Es como el bloqueo fantasmal —dijo—. Pero esta vez no ha atrapado el
cuerpo, sino la inteligencia. El deseo de vivir se va apagando y la muerte atrae
a la víctima. Tufnell tiene razón: destruir al fantasma es probablemente la
única forma de romper la conexión.
—Pobre chico. —Holly estaba limpiando el desorden que habíamos
dejado en la entrada—. Qué horrible debe de ser querer hacerse eso.
—¿Y visteis su cara? Estaba apagada y sin expresión —añadió George—.
Escalofriante.
—Tenía los ojos vacíos —dije yo—. Cuando me enfrenté a él, no había
nada en ellos.
—Bueno, está claro que el espíritu que le ha atrapado es poderoso —
comentó Lockwood—, y no vamos a luchar contra él hasta que estemos bien
preparados. ¿Puedes investigarlo cuando vayas al archivo, George? Yo pediré
más provisiones para mañana, que nos dejamos la mitad en el mausoleo.

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—Hay mucho que hacer —comentó George—. Marissa, el Problema y la
Belle Dame Sans Merci. Será mejor que salga ya. Pero antes quería enseñarte
lo que encontré en las cajas de tus padres, Lockwood. ¿Te importa si las
vemos ahora rápidamente?
Le seguimos por las escaleras que conducían a la primera planta. Era un
sitio al que los representantes del DICP, cuando comprobaban nuestras
actividades en el despacho del sótano, nunca se les ocurrió entrar. Lo que era
algo bueno para nosotros, porque contenía un mundo oscuro y terrible, lleno
de cosas que ponían en peligro la salud y la cordura de cualquiera, y no estoy
hablando únicamente del dormitorio de George. Había otra habitación que
había pertenecido a la hermana de Lockwood, Jessica: la habitación en la que
murió. Allí seguía su brillo mortal, impresionante pero inofensivo, sobre la
colcha de la cama con rayas negras, junto a las pilas de cajas que rodeaban las
paredes, cada una estampada con los permisos de exportación descoloridos de
tierras lejanas. Y, colocados en una parte despejada del suelo, rodeados por un
círculo de cadenas de hierro, estaban los objetos seleccionados de esas cajas:
artículos extraños, peligrosos y prohibidos.
Había máscaras creadas con forma de animales salvajes y espíritus
monstruosos. Había dos capas que habíamos descubierto hacía poco, una
cubierta de plumas y otra con una muda de piel. Había estructuras raras de
hueso, abalorios y tripas de animales, que Lockwood decía que eran
rastreadores de fantasmas javaneses. Y había macetas selladas con plomo y
cera. Tratábamos estos objetos con extremo cuidado. Jessica Lockwood había
perdido la vida cuando uno de ellos se rompió hacía siete años.
Era una colección interesante. Los sectarios espiritistas con trajes de
tweed que recorrían Trafalgar Square con pancartas casi todos los días se
habrían caído de rodillas al estar frente a los objetos que teníamos. Los
investigadores de Fittes habrían vendido un riñón para verlos. Los
coleccionistas ricos se habrían peleado con uñas y dientes, mientras que los
saqueadores de reliquias nos habrían rajado el cuello mientras dormíamos
para quitárnoslos. El inspector Barnes, del DICP, nos habría arrestado sin
pensárselo y lo habría confiscado todo. Por eso, nos asegurábamos de que
nuestra colección fuera un secreto, uno que solo sabíamos nosotros, Kipps y
Flo.
Permanecimos junto a la puerta y nos asomamos al interior. George
señaló hacia una hilera de botellas polvorientas de cristal verde colocadas
dentro de las cadenas.

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—Esto es lo que encontré ayer —dijo—. Botellas espectrales para atrapar
a los ancestros molestos o inoportunos. El viejo chamán pondría un origen
dentro (normalmente un trozo de hueso), la sellaría y ¡listo! El fantasma se
quedaría atrapado. El interior está revestido de hierro, claro, para impedir que
salgan.
Lockwood asintió.
—Entonces se parece al frasco de la calavera, ¿no?
—Bastante, sí —contestó George—, aunque estas son mejores, porque no
se ven imágenes horribles. ¿Sabes qué, Lockwood? Estoy empezando a
pensar que todo lo que tus padres trajeron tiene algo de carga psíquica.
Incluso lo que tenemos colgado en la planta de abajo. Eran muy buenos
investigadores. Creo que me habrían caído bien.
—Estoy seguro de que sí.
Yo observaba el rostro de Lockwood. Como siempre que mencionaban a
su familia, permaneció aparentemente tranquilo. Pero sus ojos dejaron de
enfocar durante un segundo y miró a la nada, o quizá al pasado.
Celia y Donald Lockwood fueron investigadores del folclore de los
fantasmas, y se especializaron en las creencias de los países remotos. No solo
viajaron a lugares exóticos, sino que también enviaron a casa muchos objetos
interesantes en cajas gigantes. Algunos acabaron decorando las paredes del
número treinta y cinco de Portland Row, aunque la mayoría de las cosas
seguían metidas en cajas, ya que llegaron a Reino Unido después de que los
Lockwood fallecieran inesperadamente.
Cuando empezamos a vaciar las cajas, encontramos dos maravillosas
capas de plumas (o capas protectoras) que usaban los chamanes indonesios
para hablar con sus ancestros. Lockwood y yo descubrimos que las cualidades
defensivas de estas capas no eran solo una leyenda. Nos mantuvieron a salvo
cuando caminamos por los caminos helados del más allá. Habríamos muerto
sin ellas, por supuesto. Perdimos una de las capas originales, pero seguíamos
teniendo la otra, escondida en el almacén del sótano, junto a nuestros
suministros de refrescos de cola, alubias y patatas fritas.
—A lo que voy —continuó George—: la mitad de estas botellas están
agrietadas. Tenemos que tener mucho cuidado con ellas, por razones
evidentes. —Miró a Lockwood—. Si quieres, podríamos llevarlas a la
incineradora. Puede que sea lo más seguro.
—No… —respondió Lockwood—. Tal vez nos sean útiles. Si las dejamos
dentro de las cadenas, no deberían ser peligrosas.

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—Bueno, tú no estornudes cerca —añadió George—. Ese es mi consejo.
Si juntamos todos estos objetos, tendríamos un cúmulo de espíritus. Imagina
si salen a la vez.
—Sí, imagínatelo… —La mirada de Lockwood se posó en el brillo mortal
de su hermana, que flotaba sobre la cama, lo que llevaba años ocurriendo.
Después apagó la luz y cerró la puerta.

Esa noche no teníamos ningún encargo. Era algo bueno, puesto que
necesitábamos prepararnos para el caso de la Belle Dame del día siguiente.
Durante la tarde, Holly y yo terminamos el papeleo de los casos más
recientes. Lockwood llamó a Mullet e Hijos y pidió un nuevo estoque y
cadenas. Parecía más callado y apagado de lo normal; pensé que nuestra visita
al dormitorio de Jessica tal vez le había afectado. George se fue al archivo y
no volvió. A la hora de cenar, preparé una comida rápida (recalentando uno
de los viejos estofados de George del congelador) y comimos en el despacho.
Estaba recogiendo la cocina cuando Lockwood se asomó a la puerta.
George seguía fuera. Holly se había ido a casa. Solo quedábamos Lockwood
y yo en Portland Row.
—Iba a salir ahora, Lucy. Me preguntaba si querías venir conmigo.
—¿A un caso?
—Algo así.
—¿Quieres que vayamos ahora mismo?
—Si no tienes nada importante que hacer.
Pues no. Fui hacia la puerta unos segundos después.
—¿Quieres que coja mi mochila? —pregunté—. No tardo nada.
—No te preocupes. Con el estoque basta. Yo me llevaré el de repuesto.
Entonces no era un fantasma poderoso. Salimos de Portland Row.
—¿Está lejos?
—No, no muy lejos.
Caminamos varias manzanas al este mientras se ponía el sol y luego
giramos al norte hacia la calle Marylebone. Pensé que íbamos a coger un taxi
en la estación, pero, antes de que llegáramos al cruce, Lockwood se detuvo
frente a la oxidada verja de hierro que rodeaba el cementerio de Marylebone.
—¿Aquí? —pregunté. Era un cementerio pequeño y abandonado, cubierto
de mucha sal y perfectamente revestido de hierro.
—Sí.
—No sabía que aquí hubiera actividad espectral.

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Él esbozó una sonrisa tímida.
—Si colocas la bota en la hiedra que tienes justo al lado, verás que hay un
palo en el que puedes subirte. Luego agárrate a la parte de arriba de la verja y
súbete. Hay una pared de ladrillo detrás del hierro. Mira, te lo enseño.
En cuestión de segundos, se puso de pie, se agazapó como un gato y pasó
por encima de la verja.
—¿Crees que puedes hacerlo? Si estiras la mano, puedo ayudarte a subir.
Resoplé a modo de respuesta. Puede que no fuera tan ágil y que trepar
fuera acompañado de un poco más de sudor, pero no tardé en llegar a su lado,
a tres metros sobre la acera, desde donde observábamos el anfiteatro verde
oscuro del cementerio descuidado.
Estábamos sobre el muro de piedra original del cementerio, oculto desde
el exterior por unos paneles de hierro. A lo lejos, a nuestra derecha,
resplandecían las luces opacas de la calle Marylebone. Debajo dominaban el
silencio y las sombras. Era un cementerio de estilo antiguo en el centro de la
ciudad, donde escaseaba el espacio. Las lápidas estaban casi las unas encima
de las otras, y estaban prácticamente hundidas bajo un matorral de zarzas. Las
urnas y los ángeles más altos se alzaban sobre el follaje como barcos en un
mar verde y turbulento. Hileras de hiedra se aferraban al interior del muro.
Unos viejos tejos sobresalían por todas partes, como unas velas derretidas, y
la hiedra y las enredaderas trepadoras los unían a los matorrales inferiores. El
suelo estaba completamente cubierto. Era evidente que el cementerio llevaba
abandonado bastante tiempo.
Era una zona melancólica de tierra no demasiado amenazadora. Aun así,
no era un sitio fácil en el que blandir una espada.
—¿Qué tipo de fantasma es? —pregunté.
Una ráfaga de aire frío se coló entre las casas y el abrigo de Lockwood se
balanceó a su espalda mientras permanecíamos juntos en el muro. No parecía
haberme oído.
—Bajar es bastante fácil —susurró—. El muro se está derrumbando aquí.
Es casi como una escalera, siempre que no te resbales. ¿Vamos?
—Lockwood —dije a la vez que iba tras él—, ¿cómo sabes todo esto?
—Ya he estado aquí antes —contestó—. Y ahora vamos por este pequeño
sendero —añadió, y yo aterricé en unas zarzas que me llegaban a la cintura.
Señaló lo que parecía el rastro de un animal entre las piedras.
Dejé que me guiara y agaché la cabeza para evitar las espinas que se
alzaban por encima de nosotros. El camino serpenteaba entre las lápidas y

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pronto nos condujo a un espacio pequeño y despejado en el que habían pisado
el follaje y cortado la hiedra con una espada.
Dos lápidas se alzaban en el centro. Uno de los últimos rayos de sol las
iluminaba. Estaban hechas de piedra gris: moderna, con bordes afilados e
impoluta gracias al viento o la lluvia. Ninguna estaba decorada, aunque la de
la izquierda era más grande. Encima habían tallado a una mujer preciosa y de
rostro triste con una capa. Debajo, en el pedestal, con letras grandes y claras,
se leía:
CELIA LOCKWOOD
DONALD LOCKWOOD
EL SABER NOS HACE LIBRES
La segunda lápida era una losa sencilla, en la que solo habían grabado dos
palabras:
JESSICA LOCKWOOD
Abrí la boca para decir algo, pero no salió nada. Tenía el corazón
demasiado lleno y la cabeza me daba vueltas. Miré las lápidas.
—A veces me pregunto el porqué, Luce —dijo Lockwood—. Por qué
hacemos lo que hacemos. Cuando tenemos una noche como la de ayer, por
ejemplo. Por qué nos arriesgamos tanto. O cuando los imbéciles como Tufnell
vienen a casa a quejarse y fanfarronear, y tenemos que quedarnos ahí
siguiéndoles el rollo. Cuando pienso en esas cosas, a veces vengo aquí.
Le miré. Estaba detrás de mí en la oscuridad, con la cara casi oculta bajo
el cuello levantado de su abrigo. A menudo me había preguntado dónde
estaban, dónde estaba su familia. Pero nunca me atrevía a preguntar. Y ahora
estaba compartiendo conmigo su lugar más privado. Entre la pena que sentía
por él, también notaba una especie de alegría.
—Esto es lo que implica el Problema —continuó—. Este es el efecto que
tiene. Vidas perdidas y seres queridos que se marchan antes de tiempo. Y
luego escondemos a los muertos detrás de paredes de hierro y los dejamos con
las espinas y la hiedra. Los perdemos dos veces, Lucy. La muerte no es lo
peor. Les damos la espalda.
En el extremo del claro diminuto se había derrumbado una lápida antigua
hasta casi quedar en horizontal. Lockwood se acercó y se sentó con las
piernas cruzadas sobre la piedras, rodeado por las zarzas. Su ropa oscura se
mimetizaba con las sombras, aunque su sonrisa flotaba tenuemente en la
penumbra.
—Normalmente me siento en esta —dijo—. Es de alguien llamado Derek
Tompkins-Bond. No parece que le importe que esté aquí. Al menos nunca se

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ha aparecido para decirme lo contrario. —Dio unos golpecitos en la lápida
que había al lado—. Ven y siéntate si quieres. Pero cuidado con el riel.
En efecto, casi me caí con una barra metálica negra que recorría la hierba,
a la misma altura que mis tobillos. Sabía lo que era: un borde que se usaba
para marcar el límite de un terreno. No me había fijado antes, pero ahora vi
que las lápidas de los Lockwood estaban situadas en su propio terreno
familiar cercado. Y también me fijé en que la lápida de Jessica estaba en el
centro, la de sus padres estaba a la izquierda y había un hueco vacío a la
derecha.
Miré el trozo de hierba desnudo. En ese instante, todo se apagó: el latido
de mi corazón, los susurros del viento que atravesaba los huecos y recovecos
de la hiedra, y el sonido de los taxis nocturnos lejanos en la calle Marylebone.
Lo observé. El discreto trozo de hierba. La tumba vacía y expectante.
Tardé un momento en darme cuenta de que Lockwood seguía hablando.
—Cerraron el cementerio por motivos de seguridad cuando mi hermana
murió —explicó—. Hubo un revuelo por enterrarla aquí. Pero cuando hay
parcelas familiares y hay una intención evidente de enterrar a las personas
juntas, se considera adecuado honrar los deseos de los muertos.
Los dos sabíamos por qué. Para que los muertos estuvieran felices. Para
no darles ningún motivo para volver.
Pasé por encima del riel, atravesé la hierba y me senté en la lápida
contigua a la suya.
—¿No te parece bonito que entierren a las familias juntas? —preguntó
Lockwood—. Yo no quiero sentirme apartado —añadió después de una pausa
—. Por eso vengo a veces.
Asentí. Estaba observando el follaje pisoteado, roto, cortado y
salvajemente acuchillado. Al fin encontré la voz.
—Gracias por traerme —dije.
—No tienes por qué dármelas.
Nos quedamos sentados en silencio un rato, apretujados el uno al lado del
otro sobre la lápida. Por fin, me armé de valor.
—Nunca me has contado qué pasó.
—¿Con mis padres? —Lockwood se calló tanto rato que pensé que iba a
negarse a hablar de ello, como siempre. Pero cuando habló, lo hizo con voz
suave, sin crítica ni señales de alerta—. Curiosamente, no fue lejos de aquí.
—¿Qué? ¿En Marylebone?
—En la calle Euston. ¿Sabes dónde está el paso subterráneo? Pues allí.
Le miré.

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—Nunca me lo habías dicho. —El paso subterráneo era un túnel corto y
feo de cemento por el que la calle Euston descendía bajo tierra para evitar
cruzarse con otra calle importante. Los taxis nocturnos pasaban siempre por
allí, como Lockwood y yo. Nunca había insinuado nada—. Entonces, ¿fue un
accidente de coche? —pregunté.
Levantó una rodilla y la rodeó con las manos.
—Uno muy aparatoso. Fue cuando yo era muy pequeño. Mis padres iban
a Manchester a dar una conferencia importante. Se suponía que iba a ser un
resumen de toda la investigación de sus viajes y todo lo que habían
descubierto. Pero ni siquiera llegaron a la estación. En el paso subterráneo, un
camión se estrelló contra el taxi y se incendió, junto con toda la gasolina que
derramó. Tardaron casi una hora en apagar el fuego. Estaba tan caliente que
tuvieron que asfaltar de nuevo un trozo de la carretera.
—Dios mío, Lockwood… —Estiré un brazo en la oscuridad y le toqué la
mano.
—No pasa nada. Fue hace mucho tiempo. Apenas los recuerdo. —Esbozó
una sonrisa torcida—. Es raro, pero lo que a veces me pone triste es que
también se perdiera el discurso. Me habría gustado leerlo… Bueno, pues
recuerdo que esa noche estaba asomado a tu ventana de la buhardilla y vi
coches blindados bloqueando Portland Row con todas las luces encendidas.
También había agentes mientras la policía hablaba con Jessica y con nuestra
niñera en el piso de abajo. Por cierto, eran agentes de Fittes. Recuerdo que el
color de sus chaquetas gris oscuro me fascinó.
Hubo una larga pausa. El atardecer se cernió sobre nosotros. Las hojas se
confundían con la oscuridad, y nuestras manos permanecieron juntas. No dije
nada.
—Entonces se lo dijeron a Jessica —siguió Lockwood—. Pero a mí nadie
me dijo nada hasta la mañana siguiente, lo que no tenía sentido alguno, puesto
que lo había escuchado desde arriba de las escaleras. Y tuvo menos sentido
porque lo supe horas antes que nadie, cuando vi cómo las sombras de mis
padres me observaban en el jardín.
No me sorprendió. Eso ya me lo había contado. Fueron sus primeros
fantasmas.
—¿Sabías que habían muerto?
—No exactamente. En el fondo quizá sí. Resulta que los vi a la hora
exacta del accidente… Bueno, pues eso es lo que pasó. La historia de mi
hermana ya te la sabes. Y ahora solo estoy yo. —De pronto, parecía que le
había invadido una oleada de energía, como un escalofrío o una corriente

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eléctrica. Se levantó de golpe, se bajó de la lápida y se alejó de mí—. No vale
la pena hablar de ello —dijo—. Deberíamos volver.
Aspiré una larga bocanada de aire. Sentía que mi cabeza estaba llena,
ahogada con los recuerdos de Lockwood, igual que el cementerio estaba
asfixiado con la maleza serpenteante y las zarzas. Era la misma sensación que
tenía cuando captaba información psíquica usando mi don de la
reminiscencia. No eran emociones secundarias. Era como si yo hubiera estado
allí, como si las hubiera experimentado yo misma. Me levanté poco a poco.
—Lo siento mucho, Lockwood —dije—. Es horrible.
—Ya no se puede hacer nada. —Observó la oscuridad con el ceño
fruncido. Le había cambiado el estado de ánimo y se había puesto nervioso de
repente. Estaba deseando irse.
—Me alegro de que me hayas traído. Y también me alegro de que me lo
hayas contado todo.
Él se encogió de hombros.
—Me gusta compartirlo contigo, Luce. Aunque en realidad muestra lo
arbitrario que es todo. Un fantasma mata a mi hermana. Mis padres mueren en
un accidente. ¿Por qué murieron ellos y no yo? Créeme, he buscado la
respuesta y no la hay. Nada tiene sentido. —Su rostro se había ensombrecido
y me dio la espalda—. Bueno, tampoco es que ninguno vaya a estar aquí por
mucho tiempo. Lo único que podemos hacer mientras vivamos es seguir
luchando. Intentar que lo que hacemos sirva de algo. Hablando de eso,
mañana tenemos que ir a un teatro encantado y se está haciendo tarde.
Deberíamos irnos, si estás lista.
—¿Mientras vivamos? —repetí.
Él ya se estaba alejando por el pequeño sendero. El estoque brillaba en la
penumbra, pero su figura se perdió rápidamente entre la frondosa maleza. Me
llamó con su tono calmado de siempre:
—¿Vienes, Luce?
—¡Sí, claro que sí! —Pero estaba mirando la tumba vacía.

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–B ueno, ¿qué tal va todo con Lockwood? ¿Bastante bien?


Fui la primera en bajar a la cocina la mañana siguiente. El
frasco sellado llevaba sobre la mesa desde el día anterior, con la
palanca cerrada y ondulándose lastimosamente, ignorado por todos. Había
estado demasiado ocupada para hacerle caso. Aun así, me sentía un poco mal
por haberle abandonado todo ese tiempo. Levanté la palanca de la tapa del
frasco, saqué una taza del armario y puse la tetera. Lo mires por donde lo
mires, si vas a tener que oír cómo te habla una calavera encantada antes de
desayunar, necesitas una taza de té.
—Sí —respondí—. Igual que siempre.
Había estado pensando en Lockwood, en cómo había confiado en mí (lo
que era algo bueno) y (algo menos bueno) en cómo la pérdida de su familia le
seguía afectando. Cómo se lanzaba a luchar contra el Problema con una
pasión casi desesperada. Me preguntaba cómo acabaría todo. No había
dormido muy bien.
—Es solo que… presiento novedades. Os vi escabulléndoos anoche a los
dos solos.
—¿Otra vez nos estás espiando? Tienes que buscarte otro hobby. —
Intenté parecer seria, desinteresada y mordaz al mismo tiempo—. Pero ¿qué
más da? Íbamos a encargarnos de un caso.
El rostro asintió.

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—Conque estabais en un caso, ¿eh?
—Así es.
—Vale. Me lo creo. —La calavera me miró con tranquilidad—. Hablemos
de otra cosa.
Dudé y luego me aclaré la garganta.
—Bueno, vale… Entonces…
—Si estás buscando una cucharilla limpia, hay una al lado del fregadero.
—Gracias.
Abrí la nevera para sacar la leche. Cuando cerré la puerta, la cara del
frasco hizo una mueca tan dramática que casi provocó que se me cayera la
botella. Sus ojos gelatinosos miraron rápidamente en todas direcciones, se le
le dilataron las fosas nasales y la boca se le retorció en un gesto de miedo.
—Oye, noto algo raro… Espera, espera, ¡es tu nariz! ¡Te está creciendo la
nariz, pedazo de mentirosa! ¡No estabais en un caso!
—¡Que sí! Fuimos a un cementerio y…
—¿A un cementerio? —El fantasma soltó una larga risa grave—. ¡No
digas nada más! En mi experiencia, los cementerios pueden usarse para
muchas cosas, no solo para enfrentarse a los fantasmas. —Me guiñó el ojo;
fue un gesto lento y espantoso.
—No sé de qué estás hablando. —Pero noté cómo se me ruborizaban las
mejillas.
La cara malvada esbozó una sonrisa cómplice.
—¿Ves? Sabía que tenía razón. Y no intentes decirme que estabais
peleándoos con unos fantasmas. No os llevasteis el equipo.
—¡Teníamos los estoques!
—Sé cuándo hay ectoplasma en una espada y cuándo no. No, Lockwood y
tú tuvisteis una charla íntima, ¿verdad? Y volviste con zarzas en el pelo.
Hablé con toda la delicadeza que pude:
—Es que estaba muy crecido.
—Seguro que sí.
Mi resoplido de desdén fue lo bastante feroz para que la calavera se
quedara callada mientras terminaba de prepararme el té. Tiré la cucharilla al
fregadero y me senté en la penumbra del extremo de la mesa, alejada del halo
verde de luz fantasmagórica del frasco. Lo contemplé fijamente, pensando en
qué hacer ahora. Cuánto dar, cuánto buscar… Negociar con una calavera
siempre era un asunto ingenioso y exasperante.
Tradicionalmente, mi principal don —la percepción psíquica— se había
considerado la habilidad más imperfecta de los agentes. Solía relacionarse con

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los efectos de sonido siniestros: detectar cómo cae un cuerpo y cómo lo
arrastran por un pasillo, por ejemplo, u oír los rasguños de unas uñas rotas en
la pared de un sótano. A veces también se percibían palabras pronunciadas
por un espíritu, aunque siempre eran fragmentos repetitivos, ecos de un
recuerdo sin ninguna lógica real. O casi siempre. En las memorias de Marissa
Fittes, la agente con el mejor don de la percepción del mundo, afirmaba que
había visitantes más comunicativos. Los clasificaba como espíritus de tipo
tres, capaces de entablar conversaciones completas. Pero eran muy poco
comunes. Tan poco comunes que, de hecho, desde su muerte (real o fingida),
nadie más los había encontrado.
Nadie, excepto yo. Yo tenía a la calavera del frasco.
Aunque la vida mortal de la calavera era un misterio y aunque se negara
incluso a decirme su nombre, había una o dos cosas que sabíamos de este
fantasma. A finales del siglo XIX, cuando era joven, ayudó al doctor Edmund
Bickerstaff, aficionado a la magia negra, a crear el «espejo de hueso», la
primera ventana al más allá de la que hay constancia. Mataron a Bickerstaff
poco después de que creara el artefacto, pero el joven escapó. No se sabía qué
había hecho después. Sin embargo, está claro que tuvo un final desagradable,
puesto que su siguiente aparición registrada, medio siglo después, fue como
calavera enterrada en las alcantarillas de Lambeth. La agencia Fittes, que
reconoció que era un origen poderoso, lo metió en el frasco, y el fantasma
llevaba pudriéndose en él desde entonces. Marissa Fittes habló con él, aunque
fue una conversación breve. Después nadie más lo había conseguido…, hasta
que llegué yo.
Miré al frasco al otro lado de la mesa. El rostro fantasmagórico me
devolvió la mirada.
—Íbamos a hablar de Marissa —empecé.
—Íbamos a hablar de mi libertad.
Observé cómo el vapor salía de mi taza, giraba y se enredaba como el
ectoplasma libre.
—Pero si no quieres libertad —dije—. ¿Qué significa realmente esa
palabra? Seguirías atado a tu vieja calavera mohosa, ¿no? Aunque escaparas
del frasco. Digamos que te dejo salir. ¿Qué harías?
—Revolotearía por ahí. Estiraría el plasma. Tal vez estrangularía a
Cubbins. Buscaría un sitio para petrificar a la gente de vez en cuando. Unas
aficiones sencillas. Tendría unas vistas mucho más agradables que las que
tengo aquí sentado.
Le sonreí.

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—Qué buenos argumentos. Mira las ganas que tengo de romper el frasco.
Aunque pudiera confiar en ti, lo que claramente no es posible, tampoco
querrías hacerlo. ¿Con quién hablarías si no me tuvieras a mí?
—Hablaría contigo. Me quedaría por aquí y te ayudaría cada cierto
tiempo.
—Sí, seguro que sí. Mientras estrangulas a mis amigos.
—También estrangularía a tus enemigos. No soy quisquilloso. ¿No te
parece un trato fantástico?
—Es un auténtico disparate —respondí—. ¿Sabes qué? ¿Quieres hacer un
trato? Haremos uno de verdad. Tú me das más información sobre Marissa
Fittes, información que nos ayude a llegar al fondo de todo este misterio (y tal
vez comprender qué causó el Problema) y yo investigaré cómo liberarte. Así
George no sufrirá una muerte prematura, ni nadie más. Veré lo que puedo
hacer. —Le di un sorbo al té.
La cara no parecía muy convencida.
—¿Sin muertes? No suena muy divertido. Pero ya hemos hablado de esto.
¿Qué más puedo contarte?
—¡Ah! —La frustración se apoderó de mí. Dejé la taza sobre la mesa con
un gran golpe y unas gotas marrones salpicaron el mantel de pensar—. ¡Esa
es la cuestión! ¡Nunca me cuentas nada! No de verdad. Ni de Marissa, ni de
quién eres en realidad, ni de lo que ocurre en el más allá… Solo dices insultos
y ningún dato… ¡Siempre eres así!
—Cuando eres un fantasma —dijo la calavera sin emoción alguna—,
sientes que los datos están sobrevalorados. Es como si los dejaras en tu
cuerpo mortal. Los espíritus no somos más que emociones y deseos, como
estoy seguro de que has visto. «¡He perdido el oro!», «¡Quiero venganza!» o
«¡Traed a Marissa Fittes hasta mí!». Todas esas viejas tonterías. ¿Sabes qué
deseo yo? —Me sonrió de repente.
—Algo repugnante, seguro.
—Vivir, Lucy. Vivir. Por eso hablo contigo. Por eso le he dado la espalda
a lo que nos espera en el más allá.
—¿Y qué es lo que nos espera allí? —Lo dije a la ligera, pero agarré la
taza con más fuerza. Esto era lo que quería, esta era la clase de detalle que
buscaba.
Como siempre, me decepcionó.
—¿Y yo cómo voy a saberlo?
—Bueno, estás muerto. Creo que eso debería ser de ayuda.

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—Qué sarcástica estás hoy, ¿eh? Tú también has estado en el más allá.
¿Qué viste?
Vi un montón de oscuridad horrible y un montón de frío. Un lugar que era
un reflejo espeluznante y congelado del mundo de los vivos. Pensaba en él a
menudo, cuando estaba tumbada en la cama, soñando cosas que me hacían
gritar y luego me desvelaba hasta que amanecía.
—¿Oíste alguna trompeta divina cuando estuviste allí? —preguntó la
calavera.
No oí nada. Era un lugar implacablemente silencioso.
—Estaba demasiado ocupada intentando sobrevivir para analizarlo bien
—dije con delicadeza.
—Pues igual que yo —contestó el fantasma—. Así he estado los últimos
ciento diez años. Y, si no fuera por mi adorable origen de aquí —entonces
rodeó cariñosamente el cráneo marrón que había en el centro del frasco, lo
que me permitió atisbar por un segundo cómo habría sido su rostro mientras
vivía: era menos gomoso y se amoldaba perfectamente a los huesos—, habría
estado vagando por el mundo oscuro como los demás idiotas. ¡Puaj! ¡No,
gracias! Eso no va conmigo. Sigo mirando hacia la luz, aunque, hazme caso,
no es nada fácil, sobre todo cuando los vivos insisten en hacerme preguntas
estúpidas.
—Cuando estuviste en la Casa Fittes hace tantos años, ¿qué preguntas te
hizo Marissa? —quise saber. No tenía muchas esperanzas, pero parecía un
buen momento para intervenir.
Los ojos del fantasma resplandecieron con una luz sombría.
—Fue hace tantos años… Creo que eran parecidas a las tuyas. Sobre el
más allá, sobre la naturaleza de los espíritus, qué hacemos y por qué…
También le interesaba mucho el ectoplasma.
—¿El ectoplasma? ¿Por qué?
—Es fascinante. —El rostro se deformó y se dio la vuelta, de modo que la
nariz y las rugosidades de la frente quedasen hacia el interior del frasco—.
Escucha, se comunica y puedes moldearlo para crear figuras graciosas y
obscenas. ¿Qué te crees que he hecho en los últimos cincuenta años? ¿Quieres
que te enseñe algunas de mis favoritas? A esta la llamo «el jornalero feliz».
—No, gracias. Y no entiendo por qué a Marissa le interesaría eso.
—Si te digo la verdad, no le interesó. No le iba la papiroflexia descarada.
Pero tienes que entenderlo: el plasma representa la parte de ti que sobrevive,
la que pasa de un lado a otro. Llámalo tu esencia, tu fuerza vital o lo que
quieras. No se descompone. No muere. No cambia demasiado. Por eso sé que

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Penelope Fittes es en realidad Marissa. —El rostro se pegó al cristal—.
Porque su esencia es exactamente la misma.
—¿Aunque tengan un aspecto tan distinto? —De las afirmaciones de la
calavera, esta era una de las cosas que nos habían desconcertado. Penelope
Fittes era una mujer brillante, glamurosa y de pelo negro de treinta y tantos
años; Marissa, al menos en sus últimos años, fue una criatura demacrada y
marchita, presa de la fragilidad de la edad.
—¿Aspecto? —preguntó la calavera—. ¿A quién le importa eso? Es
superficial. La apariencia no me interesa nada de nada. ¿Por qué crees que me
junto contigo? —Se rio—. Insultos aparte, esa es solo una de las razones por
las que soy superior a todos vosotros, salvo por Cubbins.
Parpadeé.
—¿Qué? ¿Por qué? ¿Qué tiene que ver George con todo esto?
—¿Es que no te has dado cuenta de que no le importa el aspecto que tiene
la gente?
Oí un ruido en la puerta. Me di la vuelta en la silla y vi al mismísimo
George tambaleándose hacia la cocina, medio dormido aún. Encendió la luz
mientras se rascaba laboriosamente el trasero por encima de los pantalones.
—¿Qué dice la calavera? ¿Es sobre mí?
—Da igual. No es importante. —Cerré la palanca de la tapa del frasco—.
¿Quieres té? ¿Cómo te fue ayer?
—¿En el archivo? Ah, pues descubrí muchas cosas. Ahora te lo cuento.
No puedo pensar si no he desayunado.
—Ni yo. —Sobre todo hoy. Tras la conversación con el fantasma, la
cabeza me daba vueltas, y ni siquiera eran las siete.

Lockwood bajó más tarde de lo habitual, mucho después de que Holly llegara
y empezara el día de trabajo. Parecía estar de buen humor; nos sonreímos,
pero no mencionó nuestra expedición al cementerio. Nos centramos en la
tarea del día.
Habíamos acordado llegar al negocio del señor Tufnell a las cinco en
punto de esa tarde, cuando todavía quedarían una o dos horas de sol y
podríamos estudiar bien el teatro del Palacio y el parque de atracciones que lo
rodeaba. Antes de eso, Lockwood tenía que recoger el estoque nuevo y las
demás provisiones de Mullet e Hijos, en la calle Bond. También esperábamos
que nos entregaran más hierro, y Holly y yo teníamos que revisar una tanda
de papeleo del DICP. Además, teníamos muchas ganas de probar nuevas

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técnicas en la sala de los estoques. En resumen: había muchas cosas que
hacer, pero (como siempre antes de un nuevo caso importante) la información
de George era lo primero. Nos reunimos en el despacho del sótano para oírle.
—Una cosita antes de pasar a todo el rollo de Marissa —dijo. Tenía una
pila de cuadernos que había sacado de su maletín de cuero maltratado—.
Como sabéis, he estado investigando los inicios del Problema y cómo Fittes y
Rotwell empezaron sus carreras. Ayer tuve que ir a la biblioteca Hardimann
para seguir una pista y tal vez haya dado con algo jugoso. Os lo contaré
cuando sepa más.
—¿No está prohibida esa biblioteca? —preguntó Holly. Como parte de las
nuevas órdenes del DICP, se había restringido el acceso a ciertas bibliotecas
ocultistas. Oficialmente, era para impedir que las peligrosas sectas espiritistas
se dieran a conocer, pero nosotros suponíamos que también era para alejar a
los investigadores curiosos como George.
—Se supone que no debería ir sin un permiso, pero el director es amigo
mío. No es para tanto. Bueno, luego seguimos con eso. Estuve casi todo el
tiempo en el archivo, investigando la historia del teatro del Palacio. En eso
también tuve éxito, como veréis…
George se recostó en la silla. Colocó los cuadernos delante y desplegó un
folleto teatral amarillento, parecido al que nos dio Tufnell. En él se veía a la
misma mujer rubia en otra pose aparentemente fría, esta vez acompañada de
las palabras «La hija del verdugo» escritas a un lado. La letra «d» formaba
una soga siniestra.
Con aprobación, Lockwood le dio la vuelta al folleto.
—¡Ajá! Entonces, ¿has descubierto algo más sobre nuestro fantasma
sofisticado, la Belle Dame?
—Estaría bien empezar por saber su verdadero nombre —dije.
—Aquí lo tenemos. —Lockwood señaló una esquina del panfleto—.
¿Veis? «Con la actuación de nuestra siniestra estrella, Marianne de Sévres».
Qué elegante. Debió de llegar directamente de París.
—Bueno, o de Luton. —George se rascó la oreja—. Resulta que Marianne
de Sévres solo era su nombre artístico. En realidad, se llamaba Doris Blower.
La descubrieron en un espectáculo de un embarcadero de recreo en
Eastbourne hace cien años. Menos de cinco años después, llenaba a rebosar el
teatro del Palacio de Stratford. Tufnell tenía razón: fue una gran estrella en su
día, y todo por cierta actuación, una que combinaba la elegancia, el furor y la
amenaza de una muerte violenta. —Nos miró atentamente—. Eso también
resume su vida fuera del escenario.

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—El señor Tufnell dijo que era una mujer cruel y retorcida —comentó
Holly—, y que engatusaba a los hombres. O eso es lo que sugirió.
—Dio bastante en el clavo —dijo George—. Los periódicos famosos de la
época estaban llenos de historias de hombres ricos y casados que se habían
enamorado de ella y de todas las esposas a las que hizo daño. Hasta la
atacaron en la calle. Nunca estaba mucho tiempo con sus amantes, si no que
se deshacía de ellos como si fueran envoltorios de caramelos. Se rumoreaba
que más de un hombre se suicidó por amarla. Cuando se enteraba, la Belle
Dame se reía y decía que la vida imitaba al arte. En todos sus espectáculos
había una historia parecida.
—Una mujer encantadora —comenté.
—Y ahora es un fantasma encantador. —George consultó sus notas—.
Bueno, no es una sorpresa que se haya aparecido en el teatro del Palacio,
puesto que trabajó allí durante años. Hizo muchos espectáculos de ilusión, y
en todos había obras cortas. Todos terminaban con la escenificación de una
muerte, que representaba con máxima precisión. En la que murió, «La
venganza del sultán», era la historia de una reina infiel que hacía toda clase de
travesuras a espaldas de su marido. Cuando el rey se enteró, la encerró en un
ataúd gigante que atravesó con cincuenta espadas. —George se subió las
gafas—. Supongo que disfrutareis de ese detalle.
Asqueada, Holly resopló.
—Qué historia más horrible. ¿Quién querría ver eso?
—Mucha gente. Era la sensación del momento. Otro de sus éxitos era «La
sirena prisionera». Construían un enorme tanque de cristal en el escenario y lo
llenaban de agua. La Belle Dame salpicaba todo con una cola de pez e
interpretaba a una sirena inocente a la que un rival celoso había atrapado y
trataba fatal. Al final, le ataban un montón de pesas y…
—Espero que la soltaran —dijo Holly con brusquedad.
—Yo digo que la tiraban al tanque para que se ahogara —sugerí.
—Punto para Lucy —concluyó George—. Sí, era un truco famoso. Se
revolvía en el fondo del tanque durante un buen rato, se quedaba sin fuerzas
y, al final, corrían una cortina negra y la ocultaban. Entonces…, ¡tachán! La
sirena volvía a aparecer en el escenario, vivita y coleando. Justamente
coleando. Para eso tenía cola.
—¿Y la gente iba a verlo? —Holly se cruzó de brazos—. Ni siquiera tiene
sentido. Las sirenas no pueden ahogarse.
—Era un negocio excelente. Decían que todo el mundo iba: los hombres
para adorarla y las mujeres para animar al verdugo, al tanque donde se

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ahogaba y al cuchillo del asesino. —George se echó hacia atrás con aire
solemne—. ¿Qué más queréis saber? También estaba el famoso truco llamado
«La hija del verdugo», en el que…
Levanté una mano.
—No me lo digas. ¿Era una chica preciosa que se ahorcaba por amor?
—Oye —dijo George—. Lo has acertado a la primera. Se te da bien.
Holly frunció el ceño.
—¿Y alguna mujer acababa viva en sus espectáculos?
—No tantas como cabría esperar. La mayoría morían ahogadas,
apuñaladas, envenenadas o tiradas desde lo alto. La cuestión es que parecía
que todas morían y luego la Belle Dame salía de nuevo al escenario, sana y
salva, aceptando el fuerte aplauso del público. —George nos miró, dudoso—.
Así que supongo que todas vivían al final.
Holly resopló.
—Pues yo creo que no. Qué criatura más horrible.
—Y ahora ha vuelto como un fantasma malvado con tendencias
vampíricas —añadió Lockwood—. Esta noche tendremos que ir con cuidado.
—Sí, he estado pensando en eso —dije—. Creo que deberíamos ser Holly
y yo las que nos ocupemos de este caso.
Lockwood nos miró.
—¿Solas? ¿Mientras George y yo nos quedamos en casa de brazos
cruzados?
—¿Por qué no?
—De eso nada. Es demasiado peligroso.
—Yo estoy de acuerdo con Lucy —repuso Holly—. Está claro que la
Belle Dame tiene más poder sobre los chicos jóvenes y confundidos. Lucy y
yo seremos mucho menos vulnerables que vosotros.
—Pues yo no creo que eso sea cierto. George y yo nos hemos enfrentado
antes a mujeres fantasma atractivas… —Lockwood soltó una risa ingenua—.
¿Te acuerdas de las termas de Hoxton, George?
George se quitó las gafas y las estudió.
—¿Debería? Lo he olvidado.
—Además, el misterio de las dos víctimas que ha habido hasta ahora está
resuelto —continuó Lockwood—. Tanto Charley Budd como Sid Morrison
mostraban los típicos patrones de vulnerabilidad psíquica.
—Es verdad —dijo George—. ¿No os fijasteis? Según Tufnell, el chico
que murió tenía el corazón roto y prácticamente se estaba muriendo de
hambre por sus penas amorosas. Si un barril con vestido hubiera pasado a su

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lado, lo habría seguido sin pensárselo dos veces. Y en cuanto a Charley Budd,
estaba enfermo. Tal vez su subconsciente quisiera librarse de su situación y
por eso siguiera al fantasma. En otras palabras: ninguna de las víctimas tenía
fuerza física o mental.
—No lo entiendo —comentó Holly—. ¿Quieres decir que el fantasma
podía notar su debilidad?
George asintió.
—Exacto. Todos sabemos que los visitantes perciben la rabia y la tristeza.
Les atrae la gente que desprende emociones fuertes. Tal vez también se
sientan atraídos por la debilidad y la desesperación. Estos dos eran débiles de
diferentes maneras, y ambos tenían una conexión frágil con la vida. Es obvio
que los dos eran vulnerables ante la elegancia sobrenatural barata.
—Y nosotros no —añadió Lockwood—. Fin de la historia. George y yo
estaremos bien. ¿Verdad, George?
—Sí, somos profesionales sin emoción alguna —contestó George—. ¿Me
devuelves el folleto, Lucy? Quiero pegarlo en el libro de casos como
desplegable. Gracias.
Así terminó la reunión. Lockwood fue a Mullet e Hijos y los demás nos
encargamos del papeleo. Luego Holly y yo practicamos con los estoques
hasta que tuvimos calor y sed y los maniquíes de paja que colgaban en el
sótano estuvieron llenos de agujeros. Motas de polvo de la paja flotaban en el
aire. Fuera, en la calle de Portland Row, caía la tarde. En algún rincón de
Londres, un chico encadenado esperaba impacientemente la muerte. Las
primeras estrellas aparecieron en el cielo.

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P ara llegar al teatro del Palacio, en Stratford, en la zona este de la ciudad,


tuvimos que coger el metro, que circulaba hasta casi el anochecer. Poco
después de las cuatro, George, Holly y yo nos pusimos los cinturones
de trabajo y guardamos los estoques. Cerramos con llave la casa de Portland
Row y caminamos hasta la estación de la calle Baker, cargados con las bolsas
de hierro. El frasco sellado iba en mi mochila, cerrado y en silencio.
Lockwood seguía en Mullet e Hijos, así que iría por su cuenta. Nos
encontraríamos con él en la puerta del teatro.
Había sido un día agradable de comienzos de otoño, con temperaturas
calurosas que persistían desde hacía seis semanas. Las calles seguían
ajetreadas, pero con esa carga eléctrica tenue que siempre surge cuando queda
poco para el crepúsculo. La gente se movía más y más rápido, con los rostros
serios y decididos a llegar a casa antes de que empezaran las horas de los
muertos. En el cielo, el sol estaba bajo. Unos rayos inclinados dividían las
casas en bloques triangulares de luces y sombras.
Cuando nos acercamos a la calle Marylebone, pasamos por un callejón
sombrío. Una figura deforme se alzó entre las bolsas de basura apiladas a la
entrada. Se tambaleó hacia nosotros, con los brazos estirados, la ropa
contoneándose y seguida por el olor de los desagües y la carroña.
Holly se sobresaltó y, por instinto, yo busqué el estoque.
—Hola, Flo —dijo George.

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Aunque no era algo evidente para el observador casual, la figura
pertenecía a una chica que seguramente no fuera mucho mayor que yo. Tenía
el rostro ligeramente redondeado y cubierto de manchas de barro, con unos
ojos azul intenso que parpadeaban con perspicacia. Su pelo, lacio, sucio y
rubio, apenas se diferenciaba de los bordes andrajosos de su amplio sombrero
de paja. Llevaba botas de goma y una chaqueta acolchada larga y azul que
nunca se quitaba, hiciera el tiempo que hiciera. Lo que había debajo era una
leyenda susurrada.
Se trataba de la señorita Florence Bonnard, también conocida como la
famosa saqueadora de reliquias Flo Bones. Los saqueadores y saqueadoras de
reliquias eran chatarreros profesionales (muchos poseían habilidades
psíquicas decentes) que deambulaban por los cementerios, vertederos y otros
lugares alejados de la sociedad en busca de orígenes que los agentes normales
habían pasado por alto. Luego los vendían: a las sectas espiritistas, a los
coleccionistas del mercado negro e incluso al propio DICP; básicamente, a
quien ofreciera más dinero. La zona de Flo eran las orillas turbias del
Támesis, donde vagaba con una bolsa de cáñamo siniestra en la que guardaba
Dios sabe qué horrores mojados. Le gustaban el regaliz, George y Lockwood,
en un orden que no estaba muy claro, y a mí más o menos me toleraba. Junto
a Kipps, era una socia importante (aunque extraoficial) de la agencia
Lockwood.
—¿Qué tal, Cubbins? —dijo Flo. Le sonrió a George, enseñando unos
dientes increíblemente blancos y, como si se le ocurriera en el último segundo
y a regañadientes, nos saludó a Holly y a mí con un gesto brusco de la cabeza.
—Llevo un tiempo sin verte por casa —comentó George—. ¿Has estado
liada?
Flo se encogió de hombros y el barro seco que tenía en la chaqueta se
agrietó.
—No. No mucho.
Hubo un momento de silencio, en el que quedó claro que Flo solo se
fijaba en George y que él la observaba atentamente. Holly y yo miramos de
uno a otro.
—Bueno, pues aquí lo tengo —dijo Flo. Rebuscó en las sombras de su
chaqueta acolchada y sacó un paquete envuelto en hule, atado con una cuerda
sucia.
—Genial. Gracias, Flo. —George se desabrochó el abrigo y guardó el
paquete dentro.

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—A mandar. —Flo se frotó un lateral de la nariz—. Entonces, ¿estás bien,
George?
—Sí, no me quejo… ¿Y tú, Flo?
—Bien.
—Vale.
—Sí.
No sé cuánto tiempo habría seguido este impresionante diálogo. En ese
instante, algo se movió en la acera, un poco más lejos de donde estábamos.
Flo miró a su espalda.
—Venga ya… —espetó—. Ellos no. —Se agachó y desapareció en el
callejón; el sonido de las botas de agua al correr se desvaneció en la
penumbra.
Cuatro hombres habían salido de una calle secundaria y miraban en
nuestra dirección. Con una señal del más delgado, se acercaron. Nos
preparamos. Sabíamos quiénes eran.
El líder era un hombre joven de pelo corto y rubio, y bigote. Vestía un
traje de tweed verdoso y se movía con mucha soltura. Llamaba la atención,
incluso de lejos. De cerca fascinaba de un modo preocupante, como si vieras a
un lobezno acercándose sigilosamente por el bosque. Sus modales mostraban
un desenfado agresivo; la certeza de violencia, no necesariamente en ese
instante, pero sí pronto. Llevaba la prueba colgada del cinturón. Quienes no
estaban acreditados como operarios psíquicos tenían prohibido el uso de
espadas. Sir Rupert Gale no era un miembro oficial de ninguna agencia, pero,
como el temido sicario de Penelope Fittes, no les veía sentido a las normas.
Por eso llevaba un estoque, que brillaba a la luz del sol.
Los tres hombres que le acompañaban llevaban las chaquetas gris oscuro
de la agencia Fittes. Eran grandes, musculosos e imperturbables. En algún
momento de sus vidas, había cambiado su personalidad por un sencillo
aspecto amenazante.
Como siempre, sir Rupert estaba sonriendo. Tenía muchos dientes. El olor
fuerte e intenso de su loción para después del afeitado nos envolvió.
—Pero si son los pequeños y encantadores ayudantes de Lockwood, que
han salido a resolver el caso de esta noche —dijo—. ¿Qué era esa criatura
asquerosa que les acompañaba? —Se asomó al callejón—. Supongo que un
mendigo. No lo saben, ¿no?
—No —respondí—. Sería un mendigo, como ha dicho.
—Todavía huelo el hedor. Si les estaba molestando, tendrían que haberle
pegado una patada y haberlo mandado bien lejos. Por cómo avanza el

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Problema, el único consuelo es que no sobrevivirá mucho en la calle. Una
mañana le encontraremos en la alcantarilla, observando el cielo. —Estaba
evaluando nuestra reacción, contemplándonos atentamente con su mirada
furtiva. Ninguno dijo nada—. Bueno, ¿dónde está el apreciado Lockwood? —
siguió—. Espero que no haya muerto. No me digan que ha seguido los pasos
de su familia, que era muy propensa a los accidentes.
Yo llevaba todo el día pensando en la tumba vacía del cementerio, en lo
tranquilo que se quedó Lockwood durante un segundo cuando estaba sentado
a mi lado en la lápida y en la tristeza que le atormentaba más que ningún
fantasma. La rabia se apoderó de mí. Mi mano flotó sobre la empuñadura de
la espada. No podía confiar en lo que saldría de mi boca. George también
estaba enfadado. Noté cómo meditaba insultos llenos de ira detrás de sus
gafas brillantes. Pero a Holly se le daban bien este tipo de situaciones.
Permaneció impecablemente educada. Su belleza delicada y tranquila parecía
haber subido de nivel. Su semblante frío reflejó con sutileza aburrimiento y
desdén tras los párpados medio cerrados. Por el contrario, el traje de tweed
caro de sir Rupert de pronto se veía llamativo y andrajoso; tras su bigote
rubio, tenía el rostro colorado, sudoroso y demasiado impaciente.
—Está encargándose de un espectro en un teatro de Stratford —contestó
Holly—. Ahora vamos a encontrarnos con él. Le agradecemos mucho que se
interese tanto por nuestro trabajo.
—Un espectro, ¿eh? ¿De verdad se necesitan agentes para eso? —Bajo el
bigote, sir Rupert se pasó la lengua por los dientes—. ¿Tiene los documentos
pertinentes?
Holly asintió.
—Sí. —No hizo el ademán de sacarlos.
—¿Podría enseñármelos?
—Podría. Sería posible, por supuesto.
Sir Rupert torció ligeramente los labios.
—Entonces, por favor, hágalo.
—O podría fiarse de nuestra palabra, Gale —dijo George mientras Holly
abría poco a poco su bolso—. Pero seguramente ese sea un concepto que no
conozca demasiado.
—Ya conoce las nuevas órdenes, Cubbins. —Sir Rupert cogió los papeles
y los giró con las manos enguantadas—. Los agentes deben llevar los
contratos de sus clientes cuando se disponen a trabajar. Ha habido demasiadas
agencias sin regular por ahí que ponían en peligro a la gente decente de
Londres. Era una anarquía. No pasaba ni una semana sin que se notificaran

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cortes con los estoques y quemaduras de sal. En cuanto al daño que puede
causar el fuego griego…
—A nosotros no nos mire —le interrumpió George—. Llevamos una
eternidad sin quemar ninguna casa.
—Quien fue un pirómano regordete y gafotas —dijo sir Rupert— siempre
será un pirómano regordete y gafotas. Esa es mi filosofía. Bueno, supongo
que está todo en orden. —Le devolvió los papeles a Holly—. Buena suerte
con su misión tan peligrosa. Ah, y una cosa más —añadió cuando nos
disponíamos a irnos—. Ayer le vieron cerca de la biblioteca de Hardimann,
Cubbins. No estará intentando hacer investigaciones ilegales, ¿verdad?
—¿Yo? No.
—Porque no tiene el permiso correspondiente. ¿No es así, Grieves?
El agente de su derecha era especialmente grande. Si colgaras un
uniforme en un trozo de tubería de hormigón colocada en el muro de un
cobertizo, el resultado tendría más energía e inteligencia.
—No, señor.
—Hasta Grieves lo sabe —dijo sir Rupert—, y casi ni reconoce su propio
nombre.
—Sí que estuve por allí —contestó George—, mientras investigaba este
caso de Stratford del que nos ocuparemos esta noche, pero me di media vuelta
porque, como muy bien ha dicho, no tengo el permiso correspondiente.
Ahora, si nos disculpa —continuó—, llevo muchas cadenas pesadas y me
gustaría llevarlas al teatro, en vez de perder el tiempo charlando con trepas
miserables como usted.
Hubo una breve pausa en la que la mecánica oculta de la tarde se movió
poco a poco, acercándose silenciosamente al desastre.
—¿Trepa? —repitió sir Rupert Gale. Dio un paso adelante—. ¿Miserable?
Tal vez me esté quedando sordo por la edad, pero…
—Holly —dije alegremente—, ¿nuestra reunión en Stratford no era a las
cinco en punto? Deberíamos irnos.
Holly habló con el tono alegre de una madre que acababa de descubrir que
su bebé estaba comiéndose la comida del gato en el suelo de la cocina de una
amiga.
—¡Sí! ¡Cierto! ¡Vamos, George!
Él no parecía tenerlo claro.
—¿Quería decir algo más? —preguntó Rupert Gale.
—Podría hacerlo —respondió George—, pero ¿por qué gastar esa
energía? Todos sabemos lo que es. Usted también lo sabe. —Se quitó las

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gafas y se las limpió con el jersey—. Detrás de todo el contoneo y la
arrogancia, su maldad moral le fascina y le horroriza a la vez. No puede
apartar la mirada. Y por eso es tan tremendamente aburrido. Ah, y conozco
las normales del DICP tan bien como usted, y si busca pelea con agentes
acreditados que van de camino a tareas programadas, Barnes arrastrará su
trasero de tweed por los adoquines calientes directamente hasta Scotland
Yard. Así que ¿por qué no va a molestar a otros? —Levantó las gafas hacia el
sol y las inclinó para comprobar si había quitado cualquier posible mancha—.
Bien. A veces veo todo tan claro que casi me da miedo. —Se las volvió a
poner y se agachó para recoger su bolsa—. Tú primera, Holly. Stratford, allá
vamos.
Nos alejamos. Mientras caminábamos, se me erizó el vello de la nuca,
seguramente porque sir Rupert estaría fulminándonos con la mirada. Pensé
que iba a llamarnos y a pedirnos que nos detuviéramos, pero el grito nunca
llegó.
Pasamos dos manzanas enteras sin decir una palabra. Holly y yo
andábamos tranquilamente, con los estoques colgando, pero nos pusimos a
ambos lados de George, como guardas que guían a un prisionero condenado a
su celda. Cruzamos una plaza tranquila, donde las hojas caídas cubrían los
senderos. Cuando llegamos a una zona despejada, en la que nadie podría
espiarnos, nos paramos.
—¿Qué creías que estabas haciendo? —preguntó Holly entre dientes—.
¿Quieres que nos detengan?
—¿Quieres que nos den una paliza sin motivo?
George se encogió de hombros.
—No nos ha detenido. Ni nos ha pegado.
—¡No gracias a ti! —mascullé—. Estaba buscando la mínima excusa.
—Ya, y no le hemos dado ninguna —contestó George—. Lo que sí hemos
hecho es advertirle, algo que había que hacer. Solo le estoy avisando de que,
si se mete con nosotros, no va a salirse con la suya. —Nos miró como si con
eso hubiera resuelto el problema—. Además, ¿habéis oído lo que ha dicho
acerca de Flo? Eso no está bien. Venga, vamos tarde. Si nos damos prisa,
podemos subirnos al metro.

Para llegar al Parque de atracciones ambulante de Tufnell solo tuvimos que


caminar un rato hacia el este desde la estación de Stratford. Cinco minutos

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antes de llegar, ya oímos la tenue música de la zanfoña y olimos el aroma de
los perritos calientes en el aire.
Tal vez, como había asegurado el señor Tufnell, el negocio iba bien. Pero
al final de la tarde, cuando las sombras se alargaban, no irradiaba prosperidad.
El teatro del Palacio era una construcción imponente, que se alzaba al borde
de un gran descampado. En el pasado debió de ser impresionante, puesto que
la parte delantera con columnas recordaba a un templo romano, con figuras
talladas sobre los pilares que representaban escenas trágicas y cómicas. Pero
el hormigón de las columnas estaba agrietado y roto, y la mitad de las
esculturas ya no estaban. Habían tapiado las puertas principales. Parecía que
se entraba al edificio por el campo contiguo, donde habían levantado muchas
carpas de colores desteñidos, con las lonas ondeando con el viento. Una verja
de hierro improvisada, en la que se agitaban envoltorios de aperitivos como si
fueran insectos atrapados, rodeaba el recinto. Una melodía recargada sonaba
desde una sirena; era la señal que indicaba que el parque iba a cerrar. Los
últimos clientes tristes, que sostenían delante de sus cuerpos los palos del
algodón de azúcar como si fueran tablillas de leprosos, se marchaban a casa
arrastrando los pies por las salidas oxidadas.
Lockwood estaba detrás de las cancelas, acompañado de Quill Kipps.
—¿No es increíble? —preguntó Kipps cuando llegamos a su lado—. He
visto campos de internamiento más alegres que esto.
—No sabía que ibas a ayudarnos con este caso, Quill —comenté.
—Ni yo. Me encontré con Lockwood en Mullet e Hijos. Me dijo que
quizá necesitarais que os echara una mano y yo no tenía nada concreto que
hacer, así que…
Asentí, sonriendo.
—Claro.
Las circunstancias habían sido crueles con Kipps, al que sus antiguos
compañeros de Fittes habían excluido por ayudarnos demasiado a menudo.
Esto, junto con su personalidad naturalmente pesimista, implicaba que un
velo fino de resentimiento todavía le rodeaba, como la capa de chocolate
amargo de una de las tartas de frambuesa de George. Además, había perdido
sus dones cuando cumplió los veintitantos. Pese al par de gafas que le dimos
(y que le permitían ver a los fantasmas), conocía las carencias de la edad.
Aquellas experiencias le habían suavizado el carácter e incluso le habían dado
una lección de humildad. Lo que, dado que seguía siendo tan desagradable
como la ropa interior de estropajo, demostraba lo insufrible que había sido en
el pasado.

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—¿No es genial que Quill estuviera libre esta noche? —dijo Lockwood—.
En este caso, cuantos más seamos, mejor. —Como solía ocurrir cuando
empezábamos un encargo nuevo, estaba de un humor excelente. Se avecinaba
un encuentro fantasmagórico y estaba más motivado que nunca, tan entusiasta
como el nuevo estoque que llevaba en el costado. No quedaba rastro alguno
del chico callado y pensativo que se había abierto conmigo la noche anterior.
Irradiaba energía e ilusión—. Vayamos al teatro —dijo—. Le pediremos a
alguien que nos lo enseñe.
Dejamos atrás las carpas rayadas y el ajetreo y nos adentramos en las
sombras del edificio. Carteles y banderolas adornaban el enorme muro de
ladrillo, promocionando «Las maravillas de Tufnell», «El espectáculo de
magia de Tufnell para niños y mayores» y otras funciones parecidas. Había un
par de puertas dobles abiertas. Una niña con cara de pocos amigos y vestida
con el uniforme de acomodadora estaba cerrando una de ellas con tornillos y
cadenas de hierro.
La niña nos miró.
—El espectáculo de hoy ya se ha acabado. Puedo daros entradas para
mañana.
—No hemos venido a ver el espectáculo —dijo Lockwood—. ¿Podría
recibirnos Lew Tufnell, por favor?
Le regaló su mejor sonrisa, lo que normalmente solía ablandar a todo el
mundo, como el hielo que se derrite cuando le echan agua caliente. Pero la
expresión de la niña no cambió.
—Está en el escenario. —Dudó un instante mientras jugueteaba con el
tornillo de hierro entre las manos—. No es un buen momento. No deberíais
entrar.
—Estoy seguro de que estará muy ocupado, pero nos está esperando.
—No estoy hablando de él. No es un buen momento para estar aquí, a esta
hora. Ella pronto recorrerá los pasillos.
—¿Te refieres a la Belle Dame? —pregunté—. ¿La has visto?
La niña tiritó y miró por encima de su hombro. Antes de que pudiera
responder, una voz conocida nos llamó en la oscuridad. El señor Tufnell
apareció, con las mangas de la camisa de cuadros remangadas y el chaleco
abultado.
—¡Pasen, pasen! —Tenía la cara más roja que nunca y sus rizos grises
estaban cubiertos de sudor. Esbozó su sonrisa débil y falsa—. Solo estaba
ayudando a los tramoyistas. Después de lo de Sid y Charley, estamos faltos de
personal. ¡Date prisa, Tracey! ¡Niña, no bloquees la puerta! ¡Deja que entren!

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Pasamos de uno en uno a un vestíbulo improvisado que olía a palomitas,
cigarrillos y moho. Había una taquilla y un puesto en el que vendían
chocolatinas y latas de refrescos. La niña se apartó para dejarnos entrar. Era
una criatura delgada, de piel pálida y pelo rojizo, tal vez un año mayor que
yo, y parecía muy dolida. Intenté mirarla a los ojos, pero ella apartó la mirada,
dejó la puerta entornada y salió rápidamente al descampado.
El señor Tufnell asintió, hizo una reverencia y le estrechó la mano a
Lockwood.
—¡Es un honor que estén aquí! Vengan, les enseñaré el escenario. Lo
estamos preparando para mañana.
Nos guio por un pasillo ancho, con techos bajos y poca iluminación cuyas
paredes estaban decoradas con unos diseños geométricos baratos de color
dorado. Se comunicaba con otros pasillos a cada lado. Uno, que tenía un
cartel de «Las maravillas de Tufnell», estaba acordonado con una cuerda
deshilachada dorada.
—¿Cómo está el pobre Charley Budd? —preguntó Holly mientras
recorríamos el pasillo.
—Vivo —contestó el señor Tufnell—, aunque me temo que no le queda
mucho en este mundo. Le he encerrado en mi caravana. Esta tarde ha
empezado a gritar, lo que ha interrumpido la fiesta para bebés del payaso
Coco en la carpa principal. Siento decir que hemos tenido que devolverles el
dinero a más clientes. —El empresario soltó un suspiro mordaz—. De hecho,
dentro de poco tendré que ir a ver a Charley. Asumo que no les importará que,
cuando se ponga el sol, yo no esté dentro, ¿verdad? Me gustaría estar, por
supuesto, pero solo les estaría molestando. —Entonces abrió unas puertas
impresionantes recubiertas de felpa rojo pasión y entramos en el auditorio.

Por norma general, la agencia Lockwood no pasaba el rato en teatros. Sí, es


verdad que en verano nos persiguió un espectro hasta un callejón junto al
teatro Palladium y lo hicimos pedazos con un destello. Por lo que sabíamos, el
muro del edificio seguía teniendo una mancha de hollín con el contorno de un
hombre asustado con un sombrero alto. Eso era lo más cercanos que solíamos
estar a la cultura de élite, así que no estaba preparada para lo que vimos
dentro.
El auditorio del teatro del Palacio estaba a años luz de su exterior
deprimente. Era una cueva de oro, brillante por los focos de luz. Estábamos
en la parte más oscura y aterciopelada, en el patio de butacas. Encima y detrás

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de nosotros, unas velas eléctricas iluminaban los balcones curvos, situados a
unas alturas imposibles y con una inclinación increíble. En los laterales, un
candelabro dorado alumbraba las hileras de palcos individuales. Delante,
frente al pasillo central, se alzaba el escenario blanco, iluminado y flanqueado
por cortinas rojo sangre. Había unos cuantos jóvenes encima, barriendo los
tablones y moviendo unos cubos de colores llamativos y unas cestas.
Trabajaban en silencio, pero yo oía sus respiraciones aceleradas. La acústica
era excelente, y hasta las palabras susurradas se transportaban por aquel
espacio inmenso y oscuro.
Tufnell nos llevó hasta el final del pasillo mientras nuestras botas
repiqueteaban en el suelo de madera. En lo alto, varias cuerdas largas
colgaban en la oscuridad; algunas terminaban en barras de trapecio y otras
estaban atadas a anillos colocados en los balcones. Me los imaginé en acción,
con cuerpos que se precipitaban en un vuelo efímero. La idea hizo que me
sudaran las manos. Era difícil ignorar las grandes proporciones de la estancia.
No se podían ver los detalles de los balcones sin entornar los ojos. El techo se
perdía en una acogedora neblina dorada.
Subimos los escalones empinados a un lateral del escenario y llegamos
hasta la luz.
—Pues aquí es, señor Lockwood —anunció Tufnell—. Aquí es donde la
Belle Dame perdió la vida. —Señaló con el brazo a los jóvenes, que habían
dejado de trabajar y le estaban mirando—. Vale, vosotros os podéis ir. Salid
ahora mismo, sin perder el tiempo. Ya sabéis por qué.
Los tramoyistas se alejaron. Dejamos nuestras bolsas en el centro del
escenario. Alineados en los bordes había cubos de madera de distintos
tamaños y colores, con tapas con bisagras y pequeñas puertas. En el fondo
había una colchoneta azul enorme, muy ancha y que llegaba a la altura de las
rodillas. Por lo demás, la superficie del escenario estaba vacía, marcada con
las cintas y los arañazos de décadas.
Lockwood observaba todo lo que nos rodeaba, entornando los ojos y con
una expresión tranquila. Sabía que estaba usando su don de la visión, con el
que buscaba brillos mortales o cualquier señal de anomalías psíquicas.
—¿Para qué es la colchoneta? —preguntó—. ¿Y estas cajas? ¿Son parte
del espectáculo?
Tufnell asintió.
—Empezamos con una actuación en el trapecio. Los acróbatas hacen sus
cosas y luego caen en picado a la colchoneta. Las cajas son para el
espectáculo de magia. El atrezo está dentro. Ya saben, las palomas enjauladas,

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los aros de metal y todo eso. Muchos palomares escondidos. Nuestra directora
de escena las diseñó. Es muy buena. Pero seguro que querrán ver dónde murió
Sid. Está a la izquierda del escenario, en los bastidores.
—Gracias —dijo Lockwood—. Empezaremos allí.
Los demás fueron hacia las cortinas. Yo permanecí en el centro del
escenario, analizando el espacio. Una vez, hacía mucho, el cofre del sultán
había estado allí, lo habían atravesado las espadas y la sangre había manchado
los tablones. Me miré los pies y estudié la madera anodina y lisa. Contemplé
el crepúsculo dorado y me imaginé el auditorio lleno, el silencio atónito, los
primeros gritos horribles…
Había llegado el momento de pasar a la acción. Podría usar mis
habilidades aquí. Había una expectativa extraña en el silencio de la enorme
sala oscura. Me agaché y toqué el suelo con la punta de los dedos. Cerré los
ojos y escuché…
Como si hubiera abierto una puerta cerrada, de repente me rodeó un
crujido extraño parecido al que hace el papel, el murmullo del público que se
acomoda en miles de asientos. El ruido aumentó y parecía la respiración de un
gigante. Esperé, pero no cambió nada.
Aparté los dedos de la madera. El ruido seguía allí. Amortiguada bajo el
estruendo, apenas oía la voz de Tufnell mientras hablaba con Lockwood entre
bastidores. Los dos sonidos no se chocaban, sino que se superponían,
separados por un siglo.
Me levanté poco a poco y me giré hacia los bastidores. Entonces, un
escalofrío me recorrió la espalda, como si alguien hubiera pasado un dedo por
encima.
Me detuve y contemplé la extensa oscuridad. Con los focos del escenario
y la tenue neblina del auditorio, era difícil distinguir con claridad los detalles.
Aun así, mi mirada se fijó en un asiento en la parte trasera del patio de
butacas.
¿Eso era una persona sentada?
Me dolían los ojos del esfuerzo. Miré hacia un lado para comprobar si
alguno de los demás se había percatado. Pero no estaban allí.
—… después Tracey descorrió las cortinas —decía Tufnell— y vio a Sid
aquí, ¡inmóvil entre los brazos del fantasma! Corrió hacia él…
Volví a observar el patio de butacas. El asiento del fondo estaba vacío.
—… pero, por desgracia, era demasiado tarde. ¡Estaba tirado en el suelo
como una muñeca de trapo! ¡La Belle Dame le había arrebatado la vida!
Saqué el estoque del cierre de velero.

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En mi cabeza, el murmullo sonaba con más fuerza y se transformó de
pronto en un aplauso atronador. El sonido me rodeaba por todas partes;
empezaba entre bastidores y luego se extendía como una ola por los balcones
y los palcos. Alcé la mirada y estudié la zona borrosa.
El sonido se apagó de repente.
Y entonces: nada. Era como si el teatro estuviera aguantando la
respiración.
Cuando volví a mirar hacia abajo, había un objeto en el pasillo central,
justo delante de mí. Estaba al fondo, entre las sombras del balcón. Aunque lo
envolvía la oscuridad, pude ver que era un sarcófago o un cofre, uno muy
grande, redondo y con forma de mujer. Estaba erguido, y los laterales y el
centro estaban llenos de muchísimos bultos y pinchos. Eran las empuñaduras
y las hojas de las espadas incrustadas.
Algo salía poco a poco del cofre. Una línea oscura y delgada, un hilo
negro que avanzaba por el pasillo. Le siguió otro y luego otro más. Se
deslizaron hacia la luz, descendiendo por la suave pendiente que conducía al
escenario.
Agarré el estoque y avancé lentamente hacia delante.
Los hilos brillaban y emitían un resplandor oscuro bajo los focos dorados.
Se unían y se separaban, enlazándose por el suelo. Se hacían más y más
grandes, y se acercaban cada vez más rápido. No tenían fin. De repente,
estaba congelada al borde del escenario. No podía apartar la mirada de los
riachuelos de sangre que corrían entre las butacas.

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–¡E stá aquí! —Mi grito retumbó en el teatro—. ¡Lockwood! ¡Está aquí!
Entonces salté del escenario, hacia el charco de sangre con el
estoque brillando bajo los focos. Aterricé con pesadez en un asiento de la
primera fila. Después empecé a saltar de respaldo en respaldo, con los brazos
estirados para mantener el equilibrio, avanzando por las filas dando brincos.
Ni de broma iba a tocar el suelo. En el pasillo que tenía al lado, el líquido
oscuro corría como si no tuviera fin. Delante, la oscuridad se hacía más
grande. Ya no podía ver el cofre, pero el frío me golpeaba la cara.
¡Ahí, entre las sombras! La figura de una mujer que se acercaba dando
zancadas.
Di el último salto con un grito de rabia mientras blandía el estoque…
—¿Estás loca de remate? —Una chica alta apareció bajo la luz. Llevaba
vaqueros, zapatillas de deporte y una sudadera azul intenso; detrás había una
chica más pequeña. Eso fue todo lo que asimilé mientras cambiaba de
dirección, dejaba caer la espada y aterrizaba sin elegancia alguna a su lado en
el pasillo. Que ahora estaba totalmente vacío de sangre. Sí que había colillas
de cigarrillos, envoltorios de chicles y palomitas, pero los riachuelos rojos
habían desaparecido.
Me levanté; me costaba respirar. Reconocí a la segunda niña. Era Tracey,
la acomodadora que habíamos conocido en la entrada. No sabía quién era su

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acompañante. Detrás de ellas, el pasillo estaba tan vacío como la salida estaba
lejos. Y ahora tampoco hacía frío. La aparición se había desvanecido.
Los demás se unieron a nosotros con el traqueteo de las botas,
encabezados por Lockwood. Me puso una mano en el brazo.
—Lucy…
—Estaba aquí —dije—. Vi el cofre. ¿Nadie ha visto la sangre?
Kipps recogió mi estoque y me lo pasó del revés para que lo agarrase por
la empuñadura.
—Te hemos visto a ti jugando a la rayuela en las sillas.
—Pero la Belle Dame… —Miré a las recién llegadas—. ¿Alguna de
vosotras estaba sentada al fondo ahora mismo?
Tracey negó con la cabeza. La chica alta me miró con expresión fría.
—Yo no. Acabo de llegar.
—¿Y no has visto nada extraño ahí, en el pasillo?
—Solo a ti.
Era una chica joven, alta, de hombros anchos y barbilla cuadrada. Llevaba
el pelo rubio recogido en una trenza irregular. Era muy grande y real, y estaba
enfadada.
—El fantasma estaba aquí —repetí—. Y yo he actuado en consecuencia.
Ese es mi trabajo.
—Nadie está dudando de ti, Lucy —dijo Lockwood. Les sonrió a las dos
chicas—. Tú eres Tracey, ¿no? Me alegro de volver a verte. ¿Y tú…?
El señor Tufnell tardó más en llegar desde el escenario. El esfuerzo había
hecho que jadeara.
—Esta buena señorita —resolló—, a quien su amiga por poco decapita, es
Sarah Parkins, nuestra directora de escena. Ella salvó a Charley Budd el otro
día.
La miré con el ceño fruncido.
—Encantada.
—Un placer. —Ella arrugó los labios—. Señor Tufnell, he venido para
decirle que Charley Budd ha empezado a aullar otra vez. Está asustando a
todo el mundo. Tiene que salir e intentar tranquilizarle.
El dueño del teatro se secaba los rizos con un enorme pañuelo de encaje.
—Que Dios se apiade de mí, porque si sobrevivo una noche más será un
milagro. Sí, sí, ahora mismo salgo. Señor Lockwood, tengo que dejarles para
que hagan su trabajo. Tracey, niña estúpida, no sé qué estás haciendo aquí
dentro, como si fueras el perro faldero de Sarah. ¿No tienes tareas que hacer
ahí fuera?

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Aquellas palabras hicieron que la chica se estremeciera, y contestó con un
tono desagradable:
—Fuera estaba asustada con todos esos gritos. Sarah dijo que podía venir
y…
—¡En contra de mis indicaciones! Vuelve a hacerlo y te daré una torta.
—En realidad —dijo Lockwood con voz suave—, me alegro de que estén
aquí. Esperaba poder hacerles algunas preguntas. Ambas han visto a la Belle
Dame, así que las dos han sido testigos del fantasma. —Les dedicó toda su
atención y su amabilidad a las chicas—. ¿Hay algo que podáis contarnos de
este visitante? ¿Dónde lo visteis? ¿Cómo os hizo sentir? Cualquier detalle que
pueda resultarnos útil, por pequeño que parezca.
—Ya le comenté todo lo importante —contestó Tufnell. Estaba mirando
su reloj.
—¿Tracey? —continuó Lockwood—. Creo que tú lo viste con más
claridad. En el escenario y entre bastidores. Lo viste con el pobre Sid
Morrison.
La chica tenía la cara gris y demacrada.
—Sí.
—Según me han dicho, la belleza del espectro era impresionante, ¿no es
cierto?
—Para mí no. —Miró hacia otro lado—. Pero creo que a Sid sí se lo
pareció. Estaba en el escenario, allí, envuelta en una luz dorada.
—Tal vez el escenario sea el origen —apuntó Holly—. Allí es donde
murió la mujer.
Sarah Parkins, la directora de escena, negó con la cabeza.
—No creo que lo sea. No es el escenario original. Arrancaron los tablones
manchados de sangre y los quemaron, justo después de la muerte de la Belle
Dame. Lo mismo pasó con el cofre del sultán. Podéis leerlo en libros sobre
historia teatral.
—Ah, nuestra Sarah es una chica lista —dijo el señor Tufnell—. Y
también se compromete con el negocio, a pesar de los problemas que
tenemos. Aunque no está bien que yo lo diga, a quien le tenía más cariño era
al pobre Sid. Le estoy muy agradecido por seguir adelante en circunstancias
tan trágicas. ¿No es cierto, Sarah? Pero ahora tendríamos que irnos, de
verdad.
—Vale —dijo Lockwood—. Si hay algo más que…
—No deberíais fijaros en el escenario —dijo Sarah Parkins cuando se
disponían a irse—. Yo vi al fantasma en el pasillo del camerino. Las chicas lo

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vieron en el balcón y en el sótano… —Señaló con el brazo los asientos
sombríos y silenciosos del auditorio—. Tened cuidado. Nunca se sabe dónde
puede aparecer.

En cuanto nos quedamos solos, comenzamos una minuciosa inspección del


edificio encantado. Descubrimos al instante que el teatro del Palacio era una
estructura compleja y extensa. Tenía tres zonas distintas, conectadas por
varias escaleras y pasillos, y en todas percibimos algo psíquico que nos
preocupaba.
En el centro del teatro estaba el propio auditorio, donde había al menos
tres niveles en los que sentarse: el patio de butacas en la planta baja, los
balcones o el anfiteatro de la primera planta, y el anfiteatro superior con
asientos muy inclinados cerca del techo. Anotamos las anomalías de cada
planta y detectamos restos de actividad sobrenatural: frío pasajero, miasmas
sutiles y una profunda sensación de inquietud que venía y se iba sin previo
aviso.
La segunda zona era el «espacio público», que incluía el vestíbulo de la
planta baja y otras dos áreas para los espectadores justo encima, desde las que
se accedía a los asientos del anfiteatro. Había dos escaleras, ambas revestidas
con alfombras de felpa descoloridas. Una parecía más fría que la otra, por
ningún motivo aparente. Junto al vestíbulo de la planta baja había un espacio
de exposiciones oscuro y estrecho, donde se exhibían «Las maravillas de
Tufnell», que resultaron ser una colección de dispositivos mecánicos que se
movían si se les echaba una moneda. Allí fuimos con mucho cuidado, como si
ya nos hubiéramos enfrentado antes a un autómata encantado. Pero, pese a la
presencia de varios payasos mecánicos, que solían darnos problemas, la
estancia parecía estar psíquicamente tranquila.
La última zona estaba formada por el escenario y los bastidores, que
estaban detrás. Había un rincón gélido en el escenario, cerca de donde había
oído el sonido del público del pasado. En él, la temperatura era cuatro grados
más baja que en el resto del auditorio. Lockwood nos pidió que pusiéramos
un círculo de hierro cerca, y también colocamos destellos y bombas de sal.
Además, analizamos el pasillo del camerino y el sótano mohoso bajo el
escenario, que estaba lleno de percheros con disfraces y decorados rotos. No
encontramos más rincones gélidos, aunque colocamos círculos en los dos
sitios.
Después llegó el momento de que comenzara la búsqueda de verdad.

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Tal vez pienses que, con un espectro merodeando muy cerca, la agencia
Lockwood permanecería unida pasara lo que pasara. Sin embargo, nos
separamos poco a poco por el auditorio, de modo que pudiéramos vernos
entre nosotros y usar nuestros dones para ver qué descubríamos. Sí, era
arriesgado, pero separarse así era una táctica estándar, lo que solíamos hacer
cuando un fantasma se aparecía en un espacio grande y aún no sabíamos cuál
era el punto de desaparición. Íbamos tras un espíritu, pero también
actuábamos como cebos. El plan era atraerle mostrándonos solo un poco
vulnerables. A la larga, era mejor que estar de los nervios, sentados en un sitio
al azar durante horas, esperando que el visitante apareciera de repente.
Yo me quedé abajo y recorrí el pasillo central para llegar hasta donde
había visto el cofre ensangrentado. Holly estaba en el escenario y Kipps en
algún rincón entre bastidores. George y Lockwood estaban al fondo del patio
de butacas. Todos estaban bastante cerca, pero sentí que necesitaba compañía
extra, por muy molesta que fuera. Abrí la mochila, giré la palanca de la tapa
del frasco de la calavera para permitirle comunicarse, y al instante me
envolvió una oleada de parloteo psíquico resentido que llevaba reprimiendo
desde el desayuno.
—¿Qué clase de amigos íntimos somos —graznó la calavera— que me
encierras alegremente durante horas? A Lockwood nunca le tapas la boca con
un tapón gigante o le metes a Holly una zapatilla de deporte en el pico para
que se calle. Lo que es una verdadera pena, porque pagaría grandes
cantidades de dinero para ver las dos cosas.
—Ellos no me distraen con tonterías —bramé—. Y tú necesitas tiempo
para pensar tranquilamente. ¿Has resuelto ya el misterio de Marissa mientras
estabas ahí?
—¡No! Con tanto cristal de plata, lo único que puedo hacer es escuchar a
escondidas tus conversaciones privadas, siempre que hables justo al lado del
frasco. —Indignada, la calavera se encendió—. Bueno… Aun así, me las
apaño. Por lo que he podido oír, supongo que estamos en mitad de un caso,
¿no?
Le resumí rápidamente lo que había pasado a la vez que buscaba rastros
psíquicos. Todo estaba en silencio; la temperatura descendía un poco debajo
del balcón, aunque seguramente sería una ráfaga de aire de la puerta de salida.
La calavera escuchaba con mucha atención.
—Así que este fantasma aparece de repente después de casi un siglo con
una fuerza increíble —musitó—. Qué interesante… ¿Hay alguien por aquí
que guarde algún rencor?

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—Muchos espíritus se vuelven activos de pronto sin ningún motivo —
contesté.
—Ya, ya. Este Tufnell… Supongo que será un tipo popular.
Yo no podía imaginarme que a alguien le cayera bien Tufnell.
—No fue muy amable con Tracey.
El rostro del frasco parecía pensativo.
—Tal vez busque venganza después de que la haya tratado con crueldad
durante años. Ha encontrado el origen en alguna parte y espera que el
fantasma atrape a su jefe y le estruje hasta que se le salgan los ojos… ¿No?
No pareces convencida.
—Por raro que te parezca —dije—, no todo el mundo es tan
horripilantemente vengativo como tú. Ahora haz algo útil por una vez. La
Belle Dame está por aquí. ¿La percibes?
La calavera permaneció en silencio unos minutos, pero yo notaba cómo lo
observaba todo al mismo tiempo que yo.
—Es violenta —contestó al cabo de unos instantes—. La siento. Está
revoloteando en la oscuridad. Es violenta, pero no poderosa… Su debilidad la
enfurece. Envidia a los vivos por su vitalidad.
—Si atrapa a alguien, le quita toda la fuerza que tiene —expliqué.
—Tiene sentido. Intenta recuperarse, llenarse de nuevo de vida. Salvo que
no puede, porque está muerta, perdida y llena de agujeros. —La calavera soltó
una risa desagradable—. Yo podría decirle que no se moleste. Dejas secos a
los vivos y todo lo bueno te atraviesa y acaba en el más allá. Sí que notas una
especie de zumbido, no voy a mentir, pero son calorías vacías. Básicamente,
es una pérdida de tiempo.
—Eres repugnante. ¿Así matabas a la gente?
—Solo a una o dos personas. Oye…, ¿has notado eso?
—No. ¿El qué?
—Se está moviendo.
El corazón me latía con fuerza. La alegría en la voz del fantasma era
evidente.
—Yo no…
—Paciencia. Paciencia… Espera… Ah, sí, ahí está.
Un grito rompió el silencio del auditorio. Venía de detrás del escenario.
Eché a correr hacia él. ¿Quién era? ¿Holly? ¿Kipps? No veía a ninguno. A lo
lejos, al otro lado del patio de butacas, Lockwood también estaba corriendo,
con el abrigo largo ondeando e imitando mi velocidad. Subimos al escenario
casi a la vez y nos sumergimos detrás de las gruesas cortinas rojas de los

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bastidores. Estaba muy oscuro, las paredes estaban pintadas de negro y los
decorados se apilaban en las esquinas. En lo alto, las cuerdas caían como
serpientes cansadas de una grúa pórtico de metal. Holly miraba hacia arriba,
hacia las sombras, con el estoque en la mano. Cuando se giró hacia nosotros,
vimos que tenía la cara muy pálida.
—No pasa nada —dijo cuando nos colocamos cada uno a un lado—. Se
ha ido.
—¿Qué ha sido eso? —Alumbré el techo con la linterna. Solo se veían
cuerdas, telarañas y motas de polvo.
Holly se mordió el labio.
—He oído una risa horrible sobre mi cabeza. Cuando he levantado la
mirada… Pensaba que era uno de esos sacos que se ponen en el extremo de
las cuerdas para ayudar a subir los decorados. Pero era demasiado largo,
delgado y blanco para ser eso. He alzado la linterna y… había una mujer
flotando. Estaba colgada del cuello y giraba lentamente, con el vestido lacio e
inmóvil y las piernas tan delgadas y blancas como unas velas… Lo siento,
pero se me cayó la linterna. Al volver a mirar ya no estaba.
—Suena horrible —comentó Lockwood—. Era la Belle Dame, sin duda.
¿Le viste la cara?
—¿Sabes qué? Me alegro de no haberla visto. Había demasiado pelo.
George tardó más que Lockwood y que yo en llegar. Le brillaban las gafas
cada vez que miraba a su alrededor.
—Parece que está poniendo a prueba nuestra capacidad de respuesta —
dijo—. Con el cofre sangriento que ha visto Lucy…
Nunca terminó la frase. Otro grito hizo que todos nos sobresaltáramos.
Era más agudo y estridente que el de Holly, así que supimos que era Kipps.
No nos dio tiempo a reaccionar, porque atravesó rápidamente una puerta al
fondo de los bastidores. Se detuvo de un salto, se quitó las gafas y señaló por
donde había venido.
—¡Allí! ¡Allí! —gritó—. ¡En el tanque! ¿La véis? ¡La pobre chica que se
ahogó!
Todos corrimos hasta la puerta.
—Allí no hay ningún tanque, Quill —dijo Lockwood—. Solo es un
pasillo vacío.
Kipps respiró hondo.
—Ya lo sé. Claro que lo sé. Oí a Holly y, cuando venía corriendo hacia
aquí, giré la esquina y lo vi. ¡Era un enorme tanque alargado con un cuerpo

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dentro! Tenía la cabeza dentro del agua, los brazos flácidos y colgando, el
pelo estirado como las algas de un río…
Lockwood asintió con impaciencia.
—Tampoco hace falta ponerse poético. ¿Salió de un salto y te atacó?
—Pues la verdad es que no. Pero estaba muy blanca, pálida y también
muy muerta. Hacedme caso, ha sido horrible.
—Parece que has visto «La sirena prisionera» —comentó George
mientras volvíamos al escenario. Nuestras habilidades psíquicas no captaban
nada ahora mismo. El fantasma se había ido—. Holly ha visto «La hija del
verdugo» y sabemos que Lucy ha visto «La venganza del sultán». La Belle
Dame está repasando todo su repertorio.
—Está deleitándonos con sus mejores éxitos —añadió Lockwood—. Pero,
por muy espantosas que sean las imágenes, no son más que actuaciones.
Bueno, ni siquiera eso, son el eco de una actuación. El fantasma está
intentando jugar con nosotros. La pregunta es: ¿qué toca ahora?
Observé la oscura extensión de asientos y luego me fijé en Lockwood.
—¿George o tú habéis visto algo?
—No.
—Sois los únicos que no.
Él se encogió de hombros.
—Tal vez seamos inmunes a estas cosas.
—Bueno —dijo George—, nuestra situación no ha cambiado. Aún
tenemos que encontrar el origen y descubrir cómo esa cosa ha conseguido
volver.
—No es solo cuestión de cómo. —Lockwood entrecerró los ojos para
estudiar el auditorio—. Es cuestión de por qué… ¿Cuál es su motivación?
—La Belle Dame es un espíritu malvado —respondí—. Seguro que con
eso basta.
—Sí, aunque no estaba pensando precisamente en el fantasma… —Sus
pensamientos trajeron de nuevo a Lockwood al presente—. Vale, pues
volveremos a buscar por todo el teatro. Por ahora, sus apariciones han sido
breves. Tarde o temprano tendrá que quedarse lo suficiente para que podamos
responder. Entonces nos encargaremos de ella. ¿Alguna pregunta?
Nadie tenía dudas. Compartimos chocolatinas y nos tomamos las bebidas.
Empezamos de nuevo las rondas.

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Las horas pasaban y se entremezclaban. Fuera estaba oscuro, mientras que
dentro el teatro brillaba con un tenue resplandor dorado. Parecía que el
fantasma había agotado sus recursos con sus tres apariciones diferentes. Salí
del auditorio y recorrí los pasillos y los descansillos alfombrados del teatro
del Palacio. A veces, mientras subía las largas escaleras curvas, tenía la
sensación de que me estaban siguiendo, pero si miraba atrás, lo único que veía
eran las velas eléctricas tintineando en los apliques y los rostros sonrientes e
inmóviles de los carteles antiguos de las paredes.
De vez en cuando vislumbraba a los demás en la lejanía: a Lockwood
dando zancadas a propósito por el escenario o a Holly anotando la
temperatura en el anfiteatro superior. Al principio permanecimos cerca, pero,
como la noche avanzaba y no ocurría nada, nos fuimos alejando cada vez
más. Yo empecé a relajarme un poco. Incluso los fenómenos esporádicos del
inicio de la noche se fueron desvaneciendo.
Sin darnos cuenta, la calavera y yo acabamos (por segunda o tercera vez)
en la sala de los autómatas, conocida como «Las maravillas de Tufnell». Era
un pasillo oscuro y sinuoso en el que los juguetes mecánicos de colores vivos
estaban colocados en vitrinas de cristal en ambos lados. Algunas eran figuras
simples, como los osos y los payasos robóticos y los monstruosos policías que
podían moverse o bailar, aunque otras eran escenas complejas en miniatura
que mostraban tragedias de la vida real, como el Gran incendio de Londres,
cuyos engranajes se activaban brevemente si les echabas dinero.
Lo primero que hice, como siempre, fue comprobar la temperatura y usar
mis sentidos psíquicos. Igual que antes, no detecté nada. Observé las piezas
de la exposición y evoqué un recuerdo.
—De pequeña veía estas cosas en las ferias del pueblo —dije—. Una vez,
mi hermana Mary me dio dinero para encender una…
—No sabía que tenías una hermana —comentó la calavera.
—Tengo seis. —No mencioné que llevaba años sin verlas y que la única
que seguía escribiéndome desde el norte de Inglaterra era Mary. Traté de
ignorar la punzada de tristeza que acompañó a aquel pensamiento. Necesitaba
buscar una distracción—. Anda, mira esto —dije.
Al fondo de la estancia, cerca de la salida de la exposición, había una caja
de cristal cuadrada. Era el juguete más elaborado de todos. Tenía la forma de
una caravana tradicional de feriantes, con el tejado inclinado, unas ruedas de
madera grandes y los laterales pintados de alegres tonos rojos y dorados. La
maqueta estaba colocada sobre un campo de césped de mentira, con árboles
oscuros y una luna llena detrás. Tenía una ventana a un lado con los visillos

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echados. Apenas se distinguía una figura oculta dentro. Encima de la caravana
había un cartel: ADIVINA TU FUTURO POR UNA LIBRA. Debajo había una ranura
junto a una compuerta plateada.
La miré. Tenía una libra.
—Venga —dijo la calavera—. Sabes que quieres. ¿Qué mal puede hacer?
—Solo es una máquina tonta.
Pero estaba aburrida, me sentía sola y quería que pasara algo. Me quité la
mochila y la dejé en el suelo, con el frasco de la calavera asomando. Luego
saqué la libra de mi bolsillo y la coloqué en la ranura con un tintineo.
Al instante, una luz se encendió dentro de la caravana, iluminando una
silueta horrible parecida a la de una bruja con la nariz y la barbilla
puntiagudas. Soltó una carcajada de loca. Con unas sacudidas rítmicas, el
lateral de la caravana se abrió. Unas luces disfrazadas de velas colgaban del
techo. Comenzaron a tintinear y revelaron a una anciana mal pintada y
encorvada sobre una mesa con una bola de cristal entre las manos retorcidas.
Mientras observaba la escena, un resplandor blanquecino brilló en la bola.
Volvió a sonar la carcajada. Las manos se movieron sobre el cristal. Un gato
mecánico persiguió a un ratón mecánico detrás de la pitonisa y un cuervo
mecánico graznó con fuerza desde el alféizar. Las velas tintinearon y las
puertas del armario se abrieron y cerraron para desvelar calaveras y demonios
escondidos. La luz de la bola resplandeció y se apagó. Una campana diminuta
sonó en alguna parte y algo traqueteó en la compuerta de la parte delantera de
la vitrina. Los engranajes zumbaron y giraron. La caravana empezó a cerrarse.
Coloqué los dedos en la compuerta. No sé si fue un fallo técnico o no,
pero salieron dos trozos de papel en vez de uno. Los saqué y los leí bajo la luz
que salía de la ventana de la pitonisa.
El primero decía: «Él se adentrará en la oscuridad».
Y el segundo: «Sacrificará su vida por ti».
Me quedé unos segundos mirando los trozos de papel y luego los arrugué
de repente en mi mano. ¿Qué clase de futuro era es? No era un futuro. Era una
estupidez. Era una máquina estúpida.
—¿Qué ponía? —preguntó la calavera—. Seguro que algo horrible.
—Cierra el pico. ¿Por qué nunca te callas? Siempre me estás molestando.
La calavera no respondió. Esperé la réplica inevitable. Nada. Aunque
estaba enfadada e inquieta, aquello me pareció raro. Cuando bajé la mirada
hacia el frasco, vi que el rostro del fantasma sí estaba activo, moviendo los
ojos saltones de un lado a otro y gesticulando con la boca de forma insistente.

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Pero no oía nada. Fue entonces cuando me percaté de que la tapa del frasco
estaba cerrada, lo que impedía el contacto psíquico.
Yo no había bajado la palanca.
Una brisa me sacudió la falda en las piernas y una ráfaga de aire frío me
separó el pelo y me erizó el vello de la nuca. Un resplandor blanco y tenue se
extendía por el suelo, brillando sobre el cristal de las vitrinas como la luz de
un nuevo y frío amanecer. Era una luz suave, tan suave como el rostro de la
mujer sonriente que se acercaba por detrás de mí. Me di la vuelta mientras
rebuscaba el estoque, pero una sola mirada a la mujer radiante bastó para
darme cuenta de lo tonto e inapropiado que era aquel movimiento. Dejé que
mis dedos dudaran sobre la empuñadura. Dudaron y después se separaron de
ella.

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L a mujer era muy pálida y reluciente, con un vestido perlado ceñido en la


cintura que le flotaba sobre las piernas y acababa en unos bajos de
espuma. Tenía los hombros descubiertos y sus piernas largas y delgadas
eran tan blancas y bonitas como la nieve. No permanecía quieta, sino que se
balanceaba de un lado a otro; sus brazos y su cuerpo se sacudían por
separado, como las hojas de un junco en una corriente de agua. El pelo claro
le caía en ondas alrededor del cuello y bajaba por sus hombros a modo de
cascada, moviéndose, siempre moviéndose, como si siguiera una música
secreta. ¡Y tenía una cara tan atractiva! Yo no estaba especialmente enferma
ni era un chico con mal de amores, así que no es que fuera el público objetivo
de la Belle Dame, pero aun así sentí la punzada de añoranza cuando miré esos
ojos oscuros e insondables.
¿Qué me hizo ansiar estar más cerca? ¿Qué me hizo querer entregarme a
ella? No era solo que fuera preciosa. Claro que tenía la sonrisa amable, los
labios voluminosos y suaves, y una bonita nariz totalmente recta. Podría
tenerlo todo o ignorarlo. En las revistas de moda había gente joven con
bellezas parecidas. Pero el fantasma no era perfecto. Había luminosidad en
ella. Había algo sencillo en ella, algo corriente en las líneas de su cara que la
hacían parecer accesible. Era el atisbo de Doris Blower, escondido tras
Marianne de Sévres. Noté que, en el fondo, entendía lo que era sentirse
imperfecta y normal. Entendía la necesidad de amor de los demás.

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—Ven… —dijo una voz suave—. Ven conmigo.
Era como si le hablara directamente a mi tristeza más profunda, a esas
partes de mí que le ocultaba al mundo. La punzada que había sentido cuando
pensaba en mis hermanas, la ansiedad que había sentido cuando Lockwood se
sentó junto a la tumba vacía… Ella podría librarme de todas esas dudas. Tenía
el deseo ardiente de compartirlas, de que ella escuchara mis miedos. Le abrí
mi mente por voluntad propia. Dejé que su compasión me invadiera.
—Olvida tus problemas —dijo la voz—. Olvídalos y ven conmigo.
Me erguí y miré al fantasma. Como si le asustara mi mirada intensa, se
apartó un poco, como un ciervo asustado. Noté una punzada en el corazón, la
necesidad de seguir al espíritu a donde fuera. Di un paso torpe hacia ella.
—Pues menuda decepción, la verdad.
Parpadeé y miré a mi alrededor. George había llegado a la sala de la
exposición desde el vestíbulo, y estaba a mi lado. Tenía telarañas en el pelo y
una bomba de sal en la mano. Tenía el ceño fruncido detrás de las gafas, y me
recorrió un pequeño escozor de rabia al verle así, tan tonto y desaliñado y
poniendo caras estúpidas en un momento tan importante. No quería que
estuviera allí.
—¿Y eso qué significa? —dije. Mi voz sonó rara y espesa—. ¿De qué
estás hablando?
—Después de tanta expectación, pensaba que nos iba a dar el espectáculo
completo cuando la conociéramos —contestó—. Un poco de ostentación, un
poco de escándalo lujoso… Al menos esperaba algo de elegancia psíquica de
verdad. Pero no esto.
Volví a observar el extremo del pasillo, donde el fantasma se mecía y
esperaba, triste y delgado, como un sauce en invierno, con la cabeza inclinada
hacia un lado.
—¿No es suficiente para ti? —pregunté.
—¿No es suficiente? Es un saco de pus y huesos, Luce. Eso está incluso
por debajo de mi mínimo.
La mujer me miraba a mí, con las pestañas largas y oscuras aleteando al
ritmo de mi corazón. Volví a sentir una punzada de añoranza que desentonaba
con la rabia que sentía por las palabras vulgares de George. Solté una risa
áspera.
—¿Qué tonterías estás diciendo, George? ¿Pus?
—Vale, vale. Técnicamente es «icor traslúcido y transparente que se
manifiesta en un estado corpóreo semisólido». Pero cuando se derrite, gotea

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de los huesos y es asqueroso, creo que podemos llamarlo pus. El efecto es
casi el mismo.
—Cállate, George.
—Es pus, Luce.
Le podría haber dado un puñetazo.
—Cállate ya.
—No. Mírala, Lucy. Mírala de verdad.
Y, cuando lo dijo, dio un paso adelante y me agarró de la mano (aunque
con más fuerza de la que creí necesaria). De hecho, me dolió y grité. Con esa
incomodidad breve y aguda, el encanto que me había nublado el cerebro se
tambaleó un momento, como una cortina que el viento mueve hacia un lado.
Y detrás… ¿Qué era el vestido brillante y resplandeciente? Ectoplasma
que giraba en el vacío.
¿Los brazos flexibles? Astillas de hueso ennegrecidas.
¿La cadera redondeada? Carne oscura, marchita y cubierta de muchísimos
agujeros.
¿La cara amable? Una calavera desnuda.
Parpadeé. La cortina volvió a su sitio. La mujer sensata y dulce estaba allí,
llamándome con señas.
La miré. Aparentemente, la observaba igual que antes. Pero esta vez me
permití ver la realidad.
Aun así, era difícil. El balanceo hipnótico de la figura intentó que bajara la
guardia otra vez, y yo sentí cómo tiraba de mi mente y de mi cuerpo, otra vez.
Sin embargo, esta vez me centré en mí misma, en mi firmeza, mi peso y mi
escepticismo, no en la cosa brillante y ondulada.
—Ven conmigo —repitió la voz—. Sube al escenario.
Solo conseguí graznar una respuesta:
—No.
Fue como cortar un cable con unas tijeras. De repente, como una sábana
que cae de una estatua, como una capa que alguien retira, la visión se
transformó y dio paso al cadáver sonriente y retorcido que se lanzó hacia
delante. Saqué el estoque y lo sostuve con fuerza delante de mí; el ser se alejó
de repente, gesticulando con la boca y mordisqueando, haciéndome señas
ofensivas.
George estaba a mi lado.
—¿Quieres que vuelva a pellizcarte?
—No.

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—Puedo hacerlo. En el brazo, la pierna, el trasero… Donde tú quieras. No
tienes más que decirlo.
—No, está bien. Ahora está bien. Ya lo veo.
Él asintió.
—Entonces puede que no te importe que haga esto… —Lanzó la bomba
de sal al otro lado de la habitación. Estalló a los pies de la aparición y la
cubrió de chispas verdes brillantes, lo que hizo que esta bufara y
chisporroteara de dolor. Se apartó hasta ocultarse en las sombras del pasillo
que había detrás, donde permaneció durante un instante, burbujeando y
echando humo. Pude ver cómo sus ojos diminutos resplandecían en la
oscuridad mientras me observaba, y noté su maldad martilleándome la
cabeza. Entonces desapareció, igual que su encanto, y de repente me sentí
abandonada.
—Me pregunto a dónde irá ahora —dijo George—. ¿Por qué no vienes
conmigo al vestíbulo un segundo, Luce? Tenemos que reunirnos y pensar qué
hacer.
El vestíbulo era un buen sitio al que ir. El enyesado dorado desconchado y
el olor inconfundible a palomitas y cigarrillos eran lo más lejano al
encadenamiento psíquico que podríamos encontrar. George cogió una
chocolatina del puesto y se la comió. Yo me apoyé sobre la taquilla con una
cantimplora de agua en la mano y la mochila a los pies. Desde el interior, la
calavera me miraba con un reproche silencioso. Yo apenas podía hablar.
Estaba aturdida y me odiaba. Al fin lo conseguí:
—Gracias, George.
—No hay de qué.
—La próxima vez que haga algo así, no pierdas el tiempo hablándome.
Pégame directamente.
—Vale.
—Donde sea. Cuanto más fuerte, mejor. —Golpeé la pared con el talón—.
¡Qué rabia!
George se encogió de hombros.
—No dejes que te afecte. Eso es lo que hace el encanto fantasmagórico.
Podría haberle pasado a cualquiera.
—A ti no te afectó.
—No, esta vez no. El ectoplasma con volantes no me va. —Volvió a
encogerse de hombros—. No creo que hubieras estado hipnotizada mucho
rato, Luce. Te habrías librado sin mi ayuda, ¿sabes?

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—Puede —contesté—. Pero me he sentido… vulnerable durante un
instante. Es como si ella lo hubiera notado y se hubiera aprovechado de ello.
—Bebí un sorbo de agua—. Es obvio que tú resistes mucho más que yo.
—Bueno —respondió George—, la verdad es que hoy estoy más animado
que tú. La buena noticia de la Belle Dame es que no creo que le guste mostrar
directamente su agresividad. Lo que quiere es una víctima pasiva, alguien con
una herida psíquica. Se mantendrá alejada si no perdemos las fuerzas. Lo que
no está tan bien es que parece que ella manda en este sitio. No tenemos ni
idea de dónde va a aparecer ahora.
El impacto de mi encuentro con el fantasma se había apagado y me dejó
nerviosa y confusa; es lo que suele pasar cuando le das vueltas a algo, pero no
sabes exactamente a qué.
—¿Crees que el origen es todo el teatro? —pregunté—. Es posible, ¿no?
—Si fuera así, es raro que nunca se haya aparecido antes. Supongo que no
dejan de surgir fantasmas nuevos… —Pensativo, George cogió otra
chocolatina—. No tiene por qué haber nada sospechoso al respecto.
—La calavera piensa que hay algo raro. Pero bueno, siempre piensa eso.
—Lockwood también lo cree —dijo George—. Digamos que han traído
algo hace poco al teatro, un origen conectado con el final sangriento de la
Belle Dame. Lo han escondido en alguna parte y por eso el fantasma puede
sembrar el caos todas las noches. ¿Dónde podría estar…? —Lo decidió
mientras mordisqueaba rápidamente—. Lo más probable es que esté en los
viejos almacenes bajo el escenario. Voy a bajar a echar un buen vistazo. ¿Y
tú? ¿Quieres venir conmigo?
Casi dije que sí. Había algo en George esa noche que me tranquilizaba
mucho. Pero los nervios que no comprendía comenzaron a ocupar toda mi
mente.
—Creo que iré a ver qué hacen los demás —contesté—. Y les contaré lo
que me ha pasado.
—Seguro que están bien. —George se puso en marcha, en dirección al
auditorio—. En la agencia Lockwood somos un grupo resistente. Incluso
Kipps. Eso sí, cualquier fantasma que vea esas gafas echaría a correr.
Me levanté casi antes de que desapareciera por el pasillo. Iba hacia las
escaleras. Compartía la confianza de George, por supuesto que sí, pero el
corazón me latía muy rápido mientras subía los peldaños enmoquetados que
conducían al anfiteatro inferior.
Antes de que George interviniese, el fantasma y yo habíamos compartido
una conexión psíquica. Presa de su encanto, le había dejado entrar en mi

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cabeza. Lo que significaba que me había leído el pensamiento. Sabía qué me
preocupaba.
Sabía quién me preocupaba.
Recordé la última vez que le vi los ojos y cómo brillaron en la oscuridad,
contemplándome.
Comprendí lo que iba a hacer.
El vestíbulo del anfiteatro inferior estaba vacío y las bombillas eléctricas
en la pared brillaban con una luz tenue.
La última vez que vi a Lockwood dijo que iba a vigilar las zonas de
arriba: los balcones y los palcos. Debería estar cerca… Pero había tantos
niveles interconectados, tantas escaleras y tantos pasillos… Empezaría por el
anfiteatro superior e iría bajando.
«Lo que quiere es una víctima, alguien con una herida psíquica…».
Me encontré con Holly, que bajaba, cuando llegué al siguiente tramo de
escaleras.
—¿Dónde está Lockwood? —preguntó.
Me detuve.
—¿Qué? Eso iba a preguntarte yo.
—Bueno, ¿te ha dicho a dónde iba?
—¿Cuándo?
—Cuando estabas con él, hace un segundo.
La miré.
—No he estado con él. Llevo una eternidad sin verle, Hol.
Algo en su rostro se desinfló y cayó; me miraba con los ojos oscuros muy
abiertos.
—Pero… Tú estabas con él en el balcón del anfiteatro inferior hace unos
minutos. Estabas ahí. —Su voz sonaba acusadora, pero pude entrever en ella
la sorpresa y el miedo repentino—. Estaba segura de que eras tú. Por cómo le
llamabas. Él te seguía hacia la puerta.
—No era yo, Holly.
Nos miramos. Luego saqué el estoque del cinturón. Holly hizo lo mismo.
Ya estábamos corriendo y abrimos la puerta del balcón con un portazo.
—¿Cuándo ha pasado eso? —bramé—. ¿Hace cuánto?
—Solo hace un minuto o dos… Yo estaba en los palcos más altos. Os vi a
los dos abajo…
—Ya, pero no era yo, ¿verdad? Pero ¿por qué pensabas que era yo? ¿Se
parecía a mí? ¿Tenía mi cara? ¿Mi ropa?

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—No vi tu cara. Su cara. Ni la ropa. Creo que tenía el pelo oscuro… O tal
vez solo fuera la sombra.
Solté una maldición.
—Venga, Holly.
—Tenía algo. En su forma de erguirse o expresarse. Era muy tú.
Bueno, lo cierto es que esa cosa había sido una especie de actriz.
Llegamos a los peldaños empinados que descendían al balcón inferior, y el
increíble silencio del auditorio volvió a envolvernos. Abajo, unas luces
brillaban sobre las barandillas de los balcones; había sombras sobre las
cuerdas de los trapecistas y el tenue escenario blanco resplandecía a lo largo
del abismo. Nos dimos la vuelta y estudiamos los asientos inclinados, en
busca de la figura tranquilizadora de Lockwood. Pero no había nada.
—Puede que haya ido por una de las otras salidas —sugirió Holly,
señalando—. Habrá ido por otras escaleras. Este sitio es un laberinto.
No respondí. Me invadía el miedo, como el petróleo que mana del suelo.
«Él se adentrará en la oscuridad…».
Apreté los dientes y obligué al pánico a salir de mi cuerpo. Holly tenía
razón. El teatro era un laberinto. No tenía sentido correr pensando que
tendríamos suerte. Lockwood podía estar en cualquier parte. Igual que el
fantasma.
¿O no…? Aunque se había manifestado en muchas ubicaciones al azar en
el edificio, sus intentos de encadenarnos psíquicamente seguían un patrón. A
mí me había guiado hacia el escenario. A Charley Budd también le rescataron
cuando se acercaba a la puerta del escenario…
Y Sid Morrison fue el único que realmente estuvo allí.
No consiguió nada bueno. Murió allí.
Quería que estuviéramos allí. ¿Por qué no? Además, fue donde ella murió.
Corrí hacia las barandillas y me asomé desde lo alto.
Al principio no vi a nadie y, si pensaba en cuántos de nosotros
recorríamos el teatro esa noche, me di cuenta de lo buenas que habían sido las
tácticas de distracción de la Belle Dame. Había esperado pacientemente hasta
que todos nos alejáramos del verdadero centro de acción. Estábamos
separados los unos de los otros, indefensos: Holly y yo estábamos en lo alto,
George en el sótano y Kipps a saber dónde. Y Lockwood… Allí estaba,
caminando lentamente por el pasillo. Sus movimientos eran tranquilos, pero
había algo sereno en ello, algo demasiado pausado. Tuve la sensación de que
había una voluta sombría delante, moviéndose a la misma velocidad para
guiarle.

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Le llamé. Grité su nombre. Holly, que se dejó caer a mi lado, me imitó.
Pero, aunque la acústica del escenario era muy buena, aquí el espacio ahogaba
el sonido. Lockwood no giró la cabeza. Puede que la sombra sí nos hubiera
oído, porque parecía danzar con más avidez a la vez que le llevaba hacia la
escalera.
—¡Rápido, Luce! —Holly me estaba tirando de la manga. Había llegado a
la misma conclusión que yo—. ¡Tenemos que bajar!
—Sí… —Supe que no teníamos tiempo mientras lo decía. Había que
atravesar demasiadas escaleras, demasiadas puertas y demasiados pasillos. No
nos quedaba tiempo—. No, ve tú. Corre todo lo rápido que puedas.
—¿Y tú que vas a…?
—¡Corre, Holly!
Desapareció, dejando solo una estela de olor a perfume. Era demasiado
buena agente para discutir, aunque debía de estar deseando interrogarme y
descubrir cuál era mi plan.
Ni siquiera yo lo sabía bien.
Bueno, la parte consciente de mi cerebro no lo sabía. De lo contrario, me
habría agachado y escondido bajo el asiento más cercano. Pero el
subconsciente sí, así que iba por delante. Había hecho los cálculos. Mientras
Holly echaba a correr, yo me fijé en las barandillas del balcón.
Muy abajo, peldaño a peldaño, Lockwood iba subiendo al escenario.
Llevaba su estoque en el cinturón y las manos le caían a ambos lados del
abrigo. Si se estaba resistiendo a la coacción, no había señal alguna que lo
indicara. Qué delgado y qué frágil se le veía desde aquí. Bajo los focos, la
neblina sombría que sabía que tenía delante era más difícil de ver, aunque
ahora ya no me preocupaba. Me subí a la barandilla, al lado de donde
colgaban las cuerdas de los trapecistas. Había varias, con los extremos atados
a una estructura metálica que sobresalía. Cada cuerda se enrollaba y caía
sobre el horrible vacío antes de volver a subir hacia el techo lejano.
Me agarré a la estructura para mantener el equilibrio y me negué a mirar
hacia abajo, al patio de butacas que estaba a tanta distancia. La cuerda más
cercana parecía la más prometedora, puesto que la curva exterior era muy
grande. Tufnell había mencionado la forma en la que los trapecistas
empezaban el espectáculo, así que sabía que era posible completar el salto.
Pero no quería ni pensarlo.
A lo lejos, sobre el escenario blanco y firme, Lockwood había llegado al
centro. Algo se materializó ligeramente delante de él: algo con un vestido

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blanco y largo, y el pelo suelto. Era radiante y precioso. Inclinó la cabeza
hacia él. Un brazo delgado le llamó. Oí el susurro de una voz ronca:
—Ven conmigo.
Y Lockwood se acercó.
¿Sabes qué? Eso me molestó. ¿Cómo se atrevía a ir con ella? Cogí la
cuerda con la mano izquierda y tiré de ella hacia mí. Pesaba mucho, era
áspera y fibrosa. La agarré y me la enrollé con fuerza alrededor de la muñeca
y del brazo. Después, con la mano que me quedaba libre, corté el nudo; la
punta del estoque lo cortó con la misma facilidad con la que rebanaría el tallo
de, una flor, y sentí cómo el peso de la cuerda me tiraba del brazo.
Me eché hacia atrás y di un saltito. La gravedad hizo el resto.
No me hagas contarte cómo fue atravesar el aire y bajar haciendo
acrobacias. «Bajar» era una palabra demasiado suave para describir ese
terrorífico descenso. Estaba prácticamente cayendo y mi estómago se quedó
cerca del balcón mientras el patio de butacas se alzaba para recibirme.
Después pasé sobre las butacas a una velocidad atroz, tan cerca que podría
haberle arrancado el sombrero a la gente que estuviera sentada allí de una
patada; avancé con el brazo casi dislocado, con la cuerda abrasándome los
dedos y con la espada extendida resplandeciendo bajo los focos. Entonces
volví a ascender y el escenario se alzó frente a mí. La mujer fantasma estaba
allí, envuelta en luz fantasmagórica, y Lockwood caminaba hacia ella con los
brazos abiertos.
—Ven…
Ya me conoces. Me encanta obedecer órdenes. Me balanceé sobre el
escenario y pasé justo entre ambos, atravesando una zona de aire gélido que
me abrasó la piel. Y la punta de mi estoque también atravesó algo: en
concreto, el cuello de la mujer que susurraba y sonreía. Lo cortó limpiamente
de un lado a otro. Luego subí otra vez y la dejé atrás. Sobrevolé las
colchonetas, que era más o menos el punto en el que pensé que sería
recomendable soltarme.
No voy a entretenerme en lo que pasó después: un aterrizaje doloroso
sobre el trasero y una voltereta superrápida hacia atrás con los tobillos
alrededor de las orejas. No fue agradable ni suave, pero no me rompí nada y
no duró mucho. Casi antes de aterrizar, me incorporé con fuerza y salté hacia
la parte delantera del escenario, apretando los dientes y respirando como un
toro.
Allí estaba Lockwood, de pie donde le había visto. Tenía los brazos en los
costados, relajado y pasivo. Si se dio cuenta de que había pasado volando por

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encima de su nariz, no le afectó mucho, aunque ya no caminaba hacia la
figura. La cuerda que había soltado regresó por donde había venido y casi le
tira al suelo. No le prestó atención.
Y allí, cerca, estaba la mujer sin cabeza. Bueno, no le faltaba exactamente
la cabeza, sino que esta seguía flotando y me miraba con el ceño fruncido.
Estaba casi en la posición correcta, pero era evidente que estaba separada del
torso. Los mechones largos de pelo claro se enroscaban a su alrededor y caían
sobre el vestido de encaje, intentando unir el muñón al cuello.
Todavía no se había dado por vencida. Sus labios se retorcieron y
formaron la parodia de una sonrisa.
—Ven…
—¿Sabes? —dije—. Podríamos evitar muchos problemas si la gente como
tú se quedara tumbada y aceptara que está muerta.
Tiré un proyectil de hierro, que chocó contra los tablones. Una infinidad
de virutas se esparcieron bajo los pies del fantasma. Las partículas que
estaban más cerca se prendieron y rodearon a la Belle Dame en un círculo de
llamas verdes. Asustada, la figura saltó y se le cayó la cabeza. Los rizos se
agarraron rápidamente a los hombros blancos y desnudos y, con unos
movimientos enmarañados, siguió empujando la cabeza hacia el cuerpo.
No me molestó. Tenía muchos proyectiles. Lancé otro, que prendió más
plasma. La aparición se estremeció y se desconcentró. Su sonrisa inmóvil
empezó a disiparse.
En la lejanía, sonó un portazo. Sería Holly, a la que no le quedaba mucho
para llegar.
La mujer estiró las manos.
—Ven…
—Oye, cállate ya.
Tal vez no debería haber usado el destello de magnesio, pero estaba harta
del fantasma. Era demasiado egoísta, demasiado exigente y demasiado
frívola. No quería seguir compartiendo espacio psíquico con ella. Y había
intentado arrebatarme a Lockwood. Tufnell siempre podía buscarse un
escenario nuevo. La explosión acertó en los pies del espíritu. Las llamas
recorrieron su cuerpo y la cabeza estalló como una tetera que sale volando por
los aires. La mitad del plasma se vaporizó en cuanto se produjo el estallido; el
resto era frágil y tenue, apenas un contorno, el fantasma de un fantasma.
Observé cómo se extendía por el escenario, cada vez más disperso, seguido
por la cabeza, unida con hilos de plasma. Conforme avanzaba, el vestido
brillante comenzó a menguar y las extremidades blancas se congelaron. Los

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cortes abiertos del cuerpo brillaban como estrellas negras. El plasma se lanzó
sobre una de las cajas grandes de madera, se fusionó con los tablones y
desapareció.
—¿Dónde está? —Con el pelo oscuro balanceándose a su espalda, Holly
corría por el escenario en llamas—. ¿Dónde está? ¿A dónde ha ido?
No la miré.
—¡Esa caja amarilla! —exclamé—. ¡El origen está ahí! ¡Encuéntralo!
¡Séllalo! —Entonces alejé al fantasma de mi mente. Me puse delante de
Lockwood y le miré. Qué pálida y fría estaba su piel cuando le di la mano.
Tenía los ojos casi apagados; casi, pero no del todo. Podía ver su consciencia
como un remolino de humo, girando en lo más profundo de él.
—¡Lockwood! —Le golpeé con fuerza en la mejilla. A mi espalda
sonaron varios estruendos violentos.
Era Holly, que buscaba en las cajas.
—Lockwood… —Se me estaba quebrando la voz—. Soy yo.
—¡Luce! —Esa también era Holly—. ¡He encontrado algo! Tengo la red
de cadenas de plata…
Ahora hablé en un susurro:
—Soy yo. Soy Lucy…
Me gusta pensar que solo fue una coincidencia que Holly colocara la red
de plata sobre el origen justo en ese momento. Me gusta pensar que fue el
sonido de mi nombre lo que le despertó. ¿Quién va a llevarme la contraria?
Fuera como fuese, el remolino de humo se elevó más y más y floreció en sus
ojos. Recuperó la inteligencia. La inteligencia y la comprensión… Y algo
más. Me sonrió.
—Hola, Luce…
Volví a abofetearle bruscamente en las dos mejillas. Hazme caso: es algo
difícil de hacer cuando estás llorando.

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III
Un cuerpo en la calle

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11

N os enteramos después de que, justo cuando Holly envolvió la tiara


ensangrentada escondida en la caja en la red de plata, en ese preciso
instante, en la caravana de Tufnell en un extremo del descampado, el
pequeño Charley Budd dejó de aullar, se levantó y pidió sopa de pollo. De
esta forma, los trabajadores del teatro supieron de inmediato que habíamos
terminado y que el fantasma había desaparecido. Su posterior entrada al
auditorio, con pasos cautelosos, tuvo lugar en el momento perfecto, cuando
estábamos apagando el fuego que yo había prendido en el escenario. Todos
fueron a ayudarnos. Al amanecer, las llamas estaban controladas, el teatro
estaba a salvo y la tiara estaba preparada para que la destruyeran en la
incineradora. Y Sarah Parkins, la directora de escena que construyó el
compartimento secreto donde se escondía el origen y que admitió
rápidamente haberlo puesto allí, estaba encerrada en su caravana, bajo la
mirada atenta de dos de los trapecistas más fornidos, esperando a que llegaran
las furgonetas del DICP.
Para el señor Tufnell aquel asunto tuvo un final satisfactorio, aunque
gruñó a los cuatro vientos cuando vio las quemaduras de magnesio en el
centro del escenario. Que Sarah Parkins fuera la culpable también le dejó sin
palabras.
—¡Y pensar que todo esto es por ella! —bramó, con la cara colorada de la
emoción—. ¡Menuda traición! ¡Cuánta maldad! ¡La traté como a una hija!

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—En realidad no fue por usted —dijo Lockwood. Como el reciente
encadenamiento psíquico no parecía haberle afectado, Lockwood había
logrado identificar a la culpable e hizo que confesara. Después pasó media
hora hablando con ella en la caravana—. Sarah me ha contado lo que ocurrió
—continuó—. Todo surgió con Sid Morrison. Usted mismo mencionó, señor
Tufnell, que Sarah le tenía cariño y, según nos contó también, él estaba
locamente enamorado de la trapecista rusa de muslos anchos. Sarah se sintió
rechazada y el desamor dio paso al odio. Quería vengarse. Y resulta que
mientras limpiaba el almacén del atrezo, encontró una reliquia de la última
actuación de la Belle Dame, la tiara que llevó en «La venganza del sultán».
Llevaba todos esos años guardada en una caja de hierro, que debió contener al
fantasma. Sin saber cuánto poder psíquico tenía, Sarah la sacó. Cuando se
avistó al espectro (y vio su especial interés por los hombres jóvenes), se dio
cuenta de su potencial. Escondió la tiara en el escenario y esperó a que se
produjera algún acontecimiento. Charley Budd no tardó en caer en la trampa,
pero Sarah no quería que muriera, así que le salvó. Al día siguiente, Sid
Morrison no tuvo tanta suerte.
—Espera —dijo Holly—. ¿Por qué no sacó la tiara después de la muerte
de Sid? ¿Por qué poner a otras personas en peligro?
Lockwood sacudió la cabeza.
—Es difícil de explicar. Sarah afirma que no tuvo ocasión de hacerlo.
Personalmente, yo me pregunto si su miseria secreta se había transformado en
un ligero odio por el mundo en general. O tal vez simplemente le gustaba
tener aquel poder oculto… Pero ahora eso es problema del inspector Barnes,
no nuestro. Aquí está. Voy a ponerle al día.
Al ver a Lockwood en ese momento, cuando fue a saludar a los
representantes del DICP con el abrigo ondeando tras él, tan confiado y
tranquilo, te habría costado imaginar que hacía una o dos horas había sido el
juguete de un fantasma. Su sonrisa brillaba tanto como siempre y su energía
iluminaba el escenario. Un pequeño grupo le rodeó para escucharle. El viejo
inspector Barnes, tan arrugado y decaído como de costumbre, no se perdió
ninguna palabra. George y Kipps también estaban allí, apartados, disfrutando
de la amabilidad de todos.
Solo Holly y yo nos quedamos atrás. En mi caso se debía en parte al
agotamiento y en parte a la impresión retrasada de la acción drástica que
había tenido que hacer para salvar a Lockwood. No me apetecía unirme.
Holly estaba bien, pero vio cómo estaba yo y quiso hacerme compañía.

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Observé a Lockwood a través de la niebla del cansancio. Parecía haber
vuelto a la normalidad en cuanto se había despertado, pero yo sabía lo que
había visto al mirarle a los ojos encantados.
Eran iguales que los de Charley Budd. ¿Y qué había dicho George de
Charley? ¿De él y de las demás víctimas? «Tenían una conexión frágil con la
vida». El encadenamiento solo afectaba a quienes, de una manera u otra, ya
buscaban el mundo que sigue al nuestro. El fantasma también lo había
intentado conmigo. Aunque dudé, sentí cómo tiraba de mí. ¿Pero Lockwood?
Él se había dejado engañar por completo. No importaba lo alegre que se le
viera ahora. Durante unos minutos, había vuelto con su familia al cementerio
cubierto de maleza. Había caminado hacia la tumba vacía.

Una hora después, estábamos junto a la verja del Parque de atracciones


ambulante de Tufnell, esperando a los taxis nocturnos que nos llevarían a
casa. Una mujer barbuda que parecía haberse encaprichado de Kipps le dio té
caliente. George, Holly y él estaban juntos, bebiendo de unas tazas de
plástico. Yo permanecí un poco alejada, envuelta en el abrigo y mirando hacia
el sur, donde estaba el río. Se vislumbraba el Támesis desde allí, como
esquirlas rotas brillantes detrás de las chimeneas de las fábricas. Era una
mañana fría.
Lockwood vino y se quedó a mi lado. Permanecimos en silencio, con los
hombros tocándose, mientras contemplábamos cómo la ciudad gris se iba
definiendo y dando paso a un nuevo día.
—No he podido darte las gracias como es debido —dijo Lockwood.
—No te preocupes.
—Sé lo que has hecho por mí.
Tensé la boca.
—Me tiré por un maldito trapecio, Lockwood.
—Lo sé.
—Odio las alturas.
—Eso también lo sé.
—Odio los trapecios.
—Ya.
—No vuelvas a obligarme a hacer algo tan ridículo y peligroso.
—No lo haré, Lucy. Te lo prometo. —Me regaló una sonrisa torcida—.
Pero has estado increíble. Holly me lo ha contado. Kipps también, aunque él
solo te ha visto después de que aterrizaras en la colchoneta.

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—Vaya, ¿eso no lo ha visto? Menos mal.
—Me has salvado la vida.
—Sí, eso he hecho.
—Gracias.
Me limpié la nariz con una mano enguantada y sorbí el aire frío.
—No tendríamos que habernos separado así, Lockwood. Y tú ni siquiera
tendrías que haber venido. Os lo dije a George y a ti antes. Te mostraste
vulnerable frente a esa cosa.
Él dejó escapar un suspiro largo y lento.
—Por lo que me ha dicho George, tú también.
—Sí, es verdad. Estaba pensando en mis hermanas… Y en otras cosas
parecidas. Notó mi tristeza y la aprovechó. —Le miré—. ¿En qué estabas
pensando tú cuando se apareció?
Lockwood se subió el cuello para protegerse del frío. No se le daban bien
las preguntas directas como esa.
—No lo recuerdo bien.
—Estabas totalmente ido cuando llegué hasta ti. Completamente atrapado.
Al final, incluso después de que le cortara la cabeza, seguías contemplándola
embelesado.
Las furgonetas del DICP atravesaron las verjas y se alejaron con los faros
encendidos y los frenos chirriando. Allí iba Barnes, siguiéndolos en su coche.
Movió la mano a modo de despedida lúgubre.
Lockwood no volvió a hablar hasta que todo estuvo tranquilo de nuevo.
—Sé que estás preocupada por mí, Luce —dijo—. Pero no tienes por qué,
de verdad. Estas cosas pasan cuando eres agente. Tú también te has dejado
atrapar por fantasmas, ¿no? Como el que dejaba las pisadas ensangrentadas y
la cosa en los túneles debajo de los grandes almacenes Hermanos Aickmere.
Pero no pasa nada, porque yo te ayudé entonces y tú me has ayudado ahora.
Nos ayudamos mutuamente. Si seguimos así, sobreviviremos.
Fue un comentario precioso y me hizo sentir un poco mejor. Solo
esperaba que fuera cierto.

Todo volvió a la normalidad cuando llegamos a Portland Row, lo que


significaba que discutimos por quién tenía que pagar el taxi, nos servimos tres
raciones de desayuno cada uno y George acaparó el agua caliente del baño.
Kipps y Holly se fueron a sus respectivas casas, y George, Lockwood y yo
nos pasamos media mañana durmiendo. Cuando me desperté, un poco

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después del mediodía, lo primero que vi fue el frasco sellado, que seguía
asomando de mi mochila, que había colgado en la silla del dormitorio.
Gracias a una pila de ropa sucia de tamaño decente, estaba inclinada y el
rostro espectral del interior me miraba como si yo acabara de dispararle a su
abuela.
Por extraño que pareciera, me tranquilizó verlo. Abrí la palanca, me senté
al borde de la cama, aletargada, despeinada y somnolienta, y dejé que las
quejas estridentes me bañaran.
—Esta vez no te cerré yo —dije cuando por fin conseguí el turno de
palabra—. Fue el fantasma.
—¿Y qué? ¡Sigue siendo tu culpa! No puedes dejar que ninguna vieja
fantasma toquetee mi frasco. Cuidarlo es tu responsabilidad. Yo no puedo
hacerlo, ¿verdad? Estoy a tu cargo. Yo digo que ha sido negligencia, simple y
llanamente.
—No eres un niño pequeño. Supéralo. —Me rasqué el pelo; no había nada
que dijera que los mechones blancos iban a seguir creciendo. Tal vez tuviera
que teñírmelos—. Calavera —dije de repente—, estoy preocupada por
Lockwood.
El fantasma parecía sorprendido.
—¿Lockwood?
—Sí.
—Oye, ya me conoces. Le quiero como a un hermano. —El rostro adoptó
una expresión de preocupación fingida y empalagosa—. ¿Cuál es el
problema?
Estiré las piernas por delante del cuerpo y me balanceé al borde de la
cama. Pensé en Lockwood en el cementerio y en cómo caminó hacia el
fantasma. También pensé en el doble que encontré hacía casi un año bajo los
grandes almacenes Hermanos Aickmere, que imitó su cara… Predijo la
muerte de Lockwood y dijo que moriría por mí. Ah, y estaba lo de la máquina
que me leyó el futuro anoche. Eso tampoco me levantó el ánimo. Suspiré.
—No entiendo qué le impulsa ahora —dije—. Parece estar
completamente bien la mayor parte del tiempo, pero debajo de todo… No
tengo claro qué está buscando. Puede que no… Puede que no sea sano… —
Dejé que la frase se fuese apagando. No sirvió de nada. No pude decirlo.
—Bueno, gracias por eso —contestó la calavera después de comprobar
que de verdad había terminado—. Un análisis exhaustivo. Y tan claro como
un cubo lleno de barro.

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Sacudí la cabeza, de repente enfadada conmigo misma. ¿En qué estaba
pensando? No podía hablar con una calavera encantada sobre los padres de
Lockwood o el cementerio. Era una idea absurda.
—Sé que te da igual —continué—, pero quizá te hayas fijado en algo…
—Me levanté y cogí una toalla—. Olvídalo. No es importante.
—No es que se me conozca por mi empatía, la verdad —dijo el fantasma
—. Llevo mucho tiempo sin estar vivo. Se me ha olvidado cómo es tener
motivaciones mortales. Y, por supuesto, apenas conozco a Lockwood.
—No pasa nada. Está bien.
—Aparte de su imprudencia, sus profundos sentimientos de pérdida
personal, su ligero ensimismamiento, su obsesión con su familia, su obvia
tendencia suicida, no sabría decirte nada de él. Tú y yo, los dos estamos igual
de perdidos, ¿no crees? —añadió la calavera—. Ah, bien.
Me detuve con toalla en la mano.
—¿Qué has dicho? No seas ridículo. No tiene tendencias suicidas.
—Vale, no estás cómoda con eso. Lo entiendo. Dejaremos el tema. —La
calavera empezó a tararear una melodía suave—. Bueno, en realidad no.
Seguro que resulta evidente para todo el mundo. Siempre lo ha deseado. Es
prácticamente su segundo nombre. Y tal vez ahora sea más fuerte que nunca,
gracias a lo que os pasó a los dos. No lo olvides: ambos habéis estado en el
más allá. Eso también influye, ¿sabes? —El rostro me sonrió y entrecerró los
ojos hasta que no fueron más que hendiduras—. ¿Por qué crees que la Belle
Dame probó suerte anoche contigo? No eres un chico.
No lo había pensado así, pero era verdad. De todas sus posibles víctimas,
yo había sido la única chica. Aun así, fuese cierto o no, los comentarios de la
calavera siempre conseguían hacerme enfadar.
—Sabía que no tendría que haber intentado hablar contigo —dije,
acercándome al frasco—. Lockwood tiene muchos motivos para vivir.
Muchos.
El rostro me miró.
—Ah, ¿sí? ¿Como cuáles? Dame un ejemplo.
Entonces el fantasma le hizo algo a la luz del interior del icor, que se
atenuó y se volvió opaca, y de pronto vi reflejado en el lateral del frasco mi
propio rostro distorsionado.
—¿Te importaría responder? —insistió la calavera.
Maldije y me alejé.
—¡No! ¡No tengo que darle explicaciones a un trozo de hueso viejo y
andrajoso! ¡Y, por supuesto, no tengo por qué cuestionar las motivaciones de

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Lockwood!
—Lo haces —repuso el fantasma—. ¡Es tu pasatiempo favorito!
Piénsalo… Si de verdad me liberaras, nunca tendrías que volver a hablar
conmigo.
Sus palabras rebotaron en la puerta cerrada del baño.

George y Lockwood estaban en la biblioteca cuando bajé. Las largas


extremidades de Lockwood cubrían su sillón favorito, donde leía el periódico.
George estaba encorvado allí cerca, inspeccionando un pequeño fajo de
papeles. A sus pies, en el suelo había desplegado un trozo de hule y una
cuerda sucia y larga. Qué raro. En el ajetreo que siguió a nuestro encuentro
con sir Rupert, nunca se volvió a mencionar el paquete que Flo Bones le había
dado a George. Él no sacó el tema, y a mí se me olvidó preguntarle.
Me dejé caer en una silla. Como hacía frío en la biblioteca, la chimenea
estaba encendida y resplandeciente.
—Más noticias —dijo Lockwood desde detrás del periódico.
—¿Malas o regulares?
—Regulares, malas e interesantes. Algunas son una mezcla de todo.
—Venga, dilo directamente.
—¿Recuerdas que el otro día George mencionó al viejo Adam
Bunchurch?
—¿Que estaba furioso porque la agencia Fittes estaba intentando cerrarle
el negocio?
—Eso es. Pues está muerto.
—¿Qué? ¿Petrificación fantasmal?
—No. Le atacaron anoche. No está claro lo que le pasó exactamente. Iba
de vuelta a casa después de terminar el caso de un acechador en Rotherhithe.
Caminaba solo. Alguien le estaba esperando. Le dieron una paliza y le
dejaron allí. No le encontraron hasta que se hizo de día. Le llevaron al
hospital, pero murió allí.
Miré a George.
—Supongo que no se sabe quién ha sido.
Lockwood no dijo nada durante unos segundos. Luego, añadió:
—Tal vez la policía detenga a alguien. No lo sé.
No respondí. No me parecía que fuera demasiado probable.
—Lo siguiente que voy a contarte tampoco es buena señal. —Lockwood
apartó el periódico—. Hemos recibido una carta oficial del DICP. Todos los

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supervisores de las agencias pequeñas e independientes deben ir mañana a la
Casa Fittes, donde Penelope Fittes va a hacer un anuncio. A las seis de la
tarde. —Me miró.
—¿Nos van a cerrar?
—No lo pone.
—Está claro que están pasando cosas —apuntó George. Aún seguía
absorto en sus documentos.
—Pues sí —respondió Lockwood—. Y, hablando de eso, quería deciros
algo. Esta mañana, el inspector Barnes vino a buscarme en el teatro y me
estrechó la mano.
—No parece algo propio de él —dije—. ¿Estaba enfermo?
Lockwood se miró la palma de la mano y se la limpió en la rodilla.
—Espero que no. No, pero nos quería dar las gracias por nuestros
esfuerzos admirables. Pero eso no es todo. También me dio algo.
Estiró el brazo y me pasó un trozo de papel. En él leí las siguientes
palabras:
«Alma Terrace, número 17. NW1. Esta noche a las 20:00 h».
—¿Quiere reunirse contigo? —dije.
Lockwood sonrió.
—¡En secreto! Aunque sería un poco más confidencial si no lo hubiera
garabateado en una hoja oficial del DICP y no tuviera la caligrafía
enmarañada de Barnes, pero bueno.
—Entonces, ¿vas a ir? —pregunté.
—Creo que deberíamos ir todos. ¿Qué crees que quiere Barnes, George?
—¿Mmm? —Cuando levantó la mirada, vi que había un resplandor detrás
de las gafas de George. Sus ojos brillaban, pero su mente estaba centrada en
algo muy lejano—. Bueno, nos dirá que no nos metamos en problemas, que
dejemos de meter las narices donde no nos incumbe… —Estudió los
documentos que tenía en la mano—. Pues ya es un poco tarde para eso.
—Oye, ¿eso qué es, George? —quise saber—. ¿Y cómo es que te lo dio
Flo?
—Ha estado investigando un poco por mí de vez en cuando. No siempre
puedo acceder a algunas bibliotecas, pero Flo conoce a gente
sorprendentemente bien relacionada… En cuanto a esto, son certificados de
defunción. —Se rascó la nariz.
—¿Están relacionados con tu investigación de Marissa Fittes? —dije—.
¿Qué has encontrado?
George dudó.

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—Todavía no puedo hablar de ello. Sigo pensando. Vuelve a
preguntármelo mañana.

Alma Terrace, la ubicación donde nos reunimos con el inspector Barnes,


resultó ser una hilera de casas estrechas y cubiertas de hollín en el noroeste de
Londres. Varias farolas protectoras oxidadas flanqueaban la parte
septentrional, resplandeciendo en vano sobre el crepúsculo que se avecinaba.
Caminamos entre ellas, de la luz a la oscuridad y de nuevo a la luz, mientras
buscábamos el número diecisiete.
Muchas ventanas de la planta baja estaban tapadas con visillos y en el
interior brillaba una luz cálida. Todavía no habían bajado las persianas, y en
algunas se vislumbraban las imágenes borrosas de gente moviéndose en sus
habitaciones. Ahora, en su noche hogareña, estaban distanciados de nosotros.
Esas cortinas mantenían alejados a los agentes como nosotros.
El inspector Montagu Barnes nos esperaba frente a la verja del número
diecisiete. Era una parte oscura de la calle, en medio de dos farolas
protectoras. Vimos cómo su figura arrugada se encendía y se apagaba
mientras nos acercábamos. La casa que había tras él no era muy diferente de
las demás, salvo porque el jardín diminuto estaba muy bien cuidado. Tenía
césped y gnomos.
—Buenas noches, inspector —saludó Lockwood—. Sentimos llegar tarde.
—No esperaba otra cosa —contestó Barnes—. De hecho, solo han llegado
media hora después de lo que les pedí. Qué honor.
Después se produjo el típico interludio incómodo en el que le sonreímos
de un modo jovial y animado, y él nos miró con la aversión propia de la
mediana edad. Esa noche había algo un poco raro en él. ¿Qué era? No se
comportaba como siempre. Como de costumbre, su bigote le caía como si
sostuviera toda la tristeza del mundo. Entonces me di cuenta de que era la
primera vez que veía a Barnes sin su chubasquero o su corbata. Llevaba las
mangas de la camisa remangadas hasta los codos y el cuello sin abrochar.
—Bueno, pues este es el número diecisiete. —George estudió el edificio
—. Es un tugurio siniestro. Me apuesto hasta el último centavo que aquí ha
pasado algo horrible.
—Sí. ¿Está haciendo un exorcismo o algo así, señor Barnes? —preguntó
Lockwood—. Puede que sea más fácil derribar, este vejestorio… —Dudó—.
¿Por qué nos está mirando así?

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—Tal vez porque esta es mi casa. —Barnes soltó un suspiro sincero—.
Bueno, supongo que será mejor que pasen.
Nos abrió la puerta. No pareció un gesto de bienvenida, sino más bien una
preparación para cerrársela a George en la cabeza con todas sus fuerzas. La
cruzamos lo más rápido que pudimos. Antes de cerrar la puerta, el inspector
observó atentamente ambos lados de la calle. Las farolas protectoras se
encendían y se apagaban en la oscuridad silenciosa; no parecía que hubiera
nadie cerca.
Barnes nos llevó por un pasillo estrecho hacia un comedor angosto donde
había una mesa ovalada de madera oscura en el centro.
—Qué rincón más acogedor —comentó Lockwood.
—Sí, una alfombra marrón muy bonita —añadió George—. Y esa fila de
patos de cerámica en la pared… Creo que ese tipo de decoración se ha vuelto
a poner bastante de moda, ¿no?
—Vale, ya está bien —gruñó Barnes—. Ahórrenselo. Siéntense y
pónganse cómodos. Asumo que querrán té. —Fue hacia la cocina dando
zapatazos.
Nos sentamos de uno en uno alrededor de la mesa. Las sillas eran rectas,
incómodas y estaba claro que casi nunca se usaban. Una pátina de polvo
cubría el tablero. Además de los patos, en las paredes había fotografías de
colinas verdes redondeadas, valles neblinosos, casas de campo en ruinas y
extensiones de aire y naturaleza. Me recordaron a mi infancia, lejos de
Londres.
Una tetera hervía en la lejanía y las cucharas repiquetearon; Barnes
regresó con una bandeja llena. Para nuestra sorpresa, incluyó en su ofrenda
galletas integrales de chocolate. Terminamos los rituales habituales. Nos
sentamos en silencio con las tazas y los platos, mirando al inspector, que
presidía la mesa. Era un ambiente íntimo, repleto de ambigüedad. Podríamos
habernos reunido para rezar, para jugar a las cartas y apostar o para cualquier
otra cosa. La combinación de formalidad monótona e incomodidad
compartida se asemejaba a una de esas sesiones espiritistas de las afueras en
la que mujeres desaliñadas intentaban invocar a los fantasmas.
—Me gustan mucho esas fotografías, señor Barnes, de verdad —dije—.
No sabía que le gustara el campo.
El inspector me miró.
—¿Acaso pensaba que tendría fotos de porras o esposas en las paredes?
Tengo otros intereses, ¿saben? —Sacudió la cabeza con desaprobación—.

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Bueno… Sí, me gusta. Pero no les he pedido que vengan para hablar de mis
fotos. Quería advertirles de algo.
Se hizo el silencio. Lockwood le dio un sorbo a su té.
—¿Advertirnos, señor Barnes?
—Eso he dicho. —El inspector dudó un momento, como si incluso ahora
temiera comprometerse, y después se recostó en la silla con decisión—. Todo
está cambiando. Lo saben, ¿verdad? El DICP, las agencias… La forma en la
que se gestiona todo. Los grandes grupos son quienes llevan la batuta: la
agencia Fittes, Sunrise Corporation… La gente que gana mucho dinero
gracias al Problema. Los operarios independientes como ustedes acaban
excluidos. No tengo por qué decírselo. Este verano ha habido muchos
anuncios al respecto.
—Creo que mañana habrá otro —apuntó Lockwood.
—Sí, en la Casa Fittes, y dudo que sea mejor que cualquiera de los
anteriores. Aun así, es una reunión general, así que las nuevas reglas que se
les ocurran no solo les afectarán a ustedes. Sin embargo, hay algo que ha
llamado mi atención. —Los ojos astutos de Barnes nos estudiaron, de uno en
uno—. He oído rumores en el DICP de que cierta gente importante está
perdiendo la paciencia con ustedes.
—¿Cierta gente importante? —dijo Holly.
—Supongo que se refiere a Penelope Fittes, ¿no? —preguntó George.
Barnes frunció los labios, lo que hizo que desaparecieran bajo el bigote.
—Dejo a su juicio sobre quién estoy hablando. No es necesario que lo
diga.
—Oiga, sí que lo es. Venga, dígalo —insistió George—. Aquí no nos
escucha nadie, ¿verdad? A menos que se escondan en la tetera.
—Gracias, señor Cubbins. Ha demostrado lo que quería decir incluso
antes de que lo hiciera. —Barnes nos contempló con una mirada seria—. Es
precisamente ese tipo de actitud irrespetuosa e incauta la que les causa
problemas. Sea cual sea su opinión sobre las nuevas normas que todos
debemos obedecer, no se puede negar que a todos nos observan con más
atención que antes. Vale la pena pasar desapercibido. Y la agencia Lockwood
no deja de llamar la atención. Eso es lo que quería decirles.
Lockwood sonrió.
—Pero ¿por qué alguien iba a quejarse? No nos estamos extralimitando.
—Ah, ¿no? —dijo Barnes—. En ese caso, ¿por qué envían a agentes del
DICP a vigilar su casa en Portland Row? ¿Por qué se interesa tanto por

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ustedes el fanfarrón de sir Rupert Gale? ¿Por qué Penelope Fittes pide
informes frecuentes de sus actividades?
—¿De verdad hace eso? —preguntó Lockwood—. Qué honor.
—No, no es un honor. Es un riesgo. Tal vez han oído hablar del pequeño
«accidente» del señor Bunchurch. Ha habido otros. No quiero que les ocurra
lo mismo a ustedes. Sea lo que sea lo que estén haciendo, déjenlo. Eso es lo
que quería decirles.
—No estamos haciendo nada inapropiado, inspector —dijo Lockwood—.
Pagamos los impuestos. Tomamos las medidas de seguridad necesarias.
Conseguimos que la mayoría de nuestros clientes sigan vivos. —Le
deslumbró con su sonrisa más brillante—. ¿Recuerda que nos vio anoche en
el teatro? Hicimos un buen trabajo.
Barnes asintió con tristeza.
—Bunchurch también hacía un buen trabajo.
—Bueno, no tan bueno —apuntó George—. En realidad era un poco
incompetente, ¿no?
—¡Eso no importa! —bramó de pronto el inspector. Golpeó la mesa con
un puño peludo, y su taza se sacudió en el platillo. Una gota de té fuerte y
oscuro manchó su plato—. ¡Eso no importa! ¡Les hizo enfadar y ahora está
muerto!
Permanecimos sentados: Barnes con la respiración agitada y nosotros en
silencio, impactados. Hasta George parecía estupefacto.
—Se le ha derramado el té, inspector. —Lockwood le ofreció un pañuelo.
—Gracias. —Barnes limpió la mesa. Luego habló en voz más baja—.
Saben que ya no tengo el control total del DICP. En los últimos años,
Penelope Fittes ha metido a muchos de los suyos en la organización. Poco a
poco, han ido cambiando nuestra forma de trabajar. Por supuesto, sigue
habiendo hombres y mujeres buenos, y muchos, pero no tenemos voto en las
operaciones importantes. Yo sello formularios, emito órdenes y superviso las
peticiones del día a día. No puedo influir en lo que está ocurriendo. Pero lo
veo con claridad. Igual que ahora veo que están mintiendo. Lo veo en sus
ojos. En la forma en la que Cubbins se sienta, presumido y vanidoso,
hinchado como una rana. Está más claro que el agua. Y si yo puedo, les
aseguro que otros también lo verán.
Terminó de dar golpecitos con el pañuelo y se lo devolvió a Lockwood.
—Señor Barnes —dijo Lockwood, dubitativo—, lo único que hemos
estado haciendo es… un poco de investigación de vez en cuando. Podríamos
contárselo. Apreciamos su ayuda.

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El inspector nos miró bajo sus cejas peludas.
—No quiero saber nada.
—Es importante. De verdad, lo es.
—No quiero saberlo. Señor Lockwood, ha impresionado a mucha gente
todos estos años. Personalmente, esperaba que acabaran petrificados hace
tiempo, pero su agencia ha prosperado. Vuelvan a impresionarme ahora. —
Barnes tocó el asa de su taza con un dedo regordete y la hizo girar
suavemente sobre el platillo—. Mantengan la cabeza gacha. Que se olviden
de ustedes.
Permanecimos sentados a la mesa, en silencio, en aquella estancia oscura
y polvorienta.
—Que se olviden de ustedes —repitió Barnes—. Pese a todo,
probablemente no sea demasiado tarde.

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12

N o estaba claro si a George le había afectado la advertencia del


inspector Barnes. La mañana siguiente, cuando bajé de la buhardilla,
la puerta de su dormitorio estaba abierta. No era inteligente entrar por
motivos de higiene, pero incluso desde el descansillo se veían la cama
deshecha y arrugada y los papeles esparcidos por el suelo.
En la cocina, habían dejado una nota garabateada en el mantel de pensar:
«Tengo que comprobar algo. Vuelvo a la hora de comer. ¡NO OS
VAYÁIS!».
Pero George volvió antes del almuerzo. Holly, Lockwood y yo estábamos
en el despacho del sótano cuando un estruendo en la cocina hizo que
subiéramos corriendo las escaleras hierro. George estaba junto a la mesa.
Había quitado el frutero y lo había sustituido por una enorme pila de
documentos. Tenía un bolígrafo entre los dientes. Cambiaba papeles,
seleccionaba mapas y separaba el montón a una velocidad vertiginosa.
—Oye, ¿estás listo para que hablemos? —aventuró Lockwood.
George agitó una mano.
—¡Todavía no! ¡Aún tengo que ordenar un par de cosas! ¡Dadme una
hora!
—¿Quieres…? ¿Quieres un sándwich? —preguntó Holly.
—¡No! No hay tiempo. —George contemplaba la fotocopia de un viejo
artículo del periódico. Lo miró con el ceño fruncido y lo dejó a un lado—.

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Oye, Lockwood…
—¿Sí?
—¿Puedes pedirle a Kipps que venga? Él también debería estar. Una hora.
—Vale. Te dejaremos solo hasta entonces.
George no respondió. Estaba en su propio mundo, animado por la
emoción del descubrimiento. En ocasiones como aquella, parecía que se
transformaba físicamente. Le desaparecía el peso que le sobraba, se movía
con rapidez y caminaba deprisa… Ni Lockwood, cuando avanzaba como una
pantera y un depredador, se desplazaba con tanta elegancia aterciopelada. La
luz del jardín le iluminaba las gafas. Cualquiera pensaría que eran como las
gafas de un piloto de combate que reflejaban un rayo de sol mientras su avión
hacía milagros en el aire a mucha distancia del suelo. Hasta el pelo le
crepitaba con la nueva energía, peinado hacia atrás desde su frente pálida,
como un piloto de carreras que toma una curva muy cerrada. Era como si su
vigorosa inteligencia, escondida bajo su complexión pastosa, se dejara ver de
repente. La forma rápida en la que trabajaba se reflejaba en la destreza con la
que organizaba los papeles, pasaba de uno a otro y danzaba alrededor de la
mesa, solo deteniéndose de vez en cuando para garabatear algo en el mantel
de pensar. Como Lockwood dijo después, era como ver a un artista
trabajando. Podríamos haber vendido entradas para su espectáculo en aquella
mañana soleada.
Al final, Holly se ofreció para buscar a Kipps. Mientras estaba fuera,
Lockwood y yo bajamos a la sala de los estoques, donde nuestros maniquís de
paja, Joe Flotante y lady Esmeralda, colgaban de unas cadenas. Lockwood se
remangó y practicó algunos movimientos con Esmeralda. Yo hice lo mismo
con Joe Flotante. Como siempre, la simplicidad de esta acción mejoró mucho
nuestro ánimo. Liberamos la tensión. Nos emocionamos y cada vez teníamos
más esperanzas en lo que George iba a revelarnos. Al cabo de poco rato,
dejamos que los maniquís se balancearan y empezamos a batirnos en duelo.
Sonrientes, caminamos en círculo, hicimos amagos, esquivamos y movimos
las hojas siguiendo patrones complicados para que chocaran entre sí.
Pasó la hora. Acalorados, sudorosos y con ganas de té, Lockwood y yo
subimos. En la cocina, la mesa y casi todas las superficies habían
desaparecido bajo un mar de papeles. George estaba sentado, esperando. Él
también parecía estar sudando.
—Estoy listo —anunció—. Poned la tetera.
Sobre el fregadero, los documentos se apilaban bajo el frasco sellado. La
calavera puso los ojos en blanco.

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—Menos mal que estás aquí. Es como un torbellino rechoncho. Y cuando
se ha agachado a coger un clip he tenido una visión muy preocupante de piel
rosada. Habría temido por mi vida si no estuviera ya muerto.
Holly regresó con Kipps mientras nosotros preparábamos el té. Todos los
miembros de nuestro equipo imprescindible estaban allí. Lockwood cerró la
puerta que daba al pasillo y bajó los estores de las ventanas. La luz de la
habitación se tornó azul, tenue y conspiratoria. Acercamos las sillas. En el
frasco, el rostro se volvió borroso y discreto; hasta el fantasma estaba
deseando enterarse. Llenamos las tazas y repartimos algunos sándwiches y
galletas. Había llegado el momento de que George empezara.
—Antes que nada —dijo—, echadle un vistazo a esto. —Con un gesto
dramático y exagerado, sacó una fotografía y la colocó sobre la mesa—.
¿Reconocéis a nuestro amigo?
Era la foto en blanco y negro de un hombre de mediana edad con un traje
oscuro y un impermeable doblado sobre el brazo. Estaba saliendo de un coche
y la gente le rodeaba. Pero lo que nos paralizó fue su rostro: tenía unas
arrugas profundas y reconocibles, y lo enmarcaban unos mechones de pelo
largo y gris.
Un lado se perdía entre las sombras, y los ojos estaban casi ocultos bajo
las cejas peludas. No importaba. Ya habíamos visto ese rostro.
—¡El resucitado de la tumba de Marissa! —exclamó Lockwood—. ¡El
que nos persiguió por la escalera y habló con Luce! ¡Es él! ¿No crees, Luce?
—Es él. —Cuando cerré los ojos, vi al fantasma de pelo enmarañado
atravesando el suelo del mausoleo. Los abrí y allí estaba: el hombre serio y
lúgubre. No había ninguna duda. Eran la misma persona.
—Eres un genio, George —dijo Lockwood—. Bueno, ¿y quién es?
George intentó no mostrarse demasiado satisfecho consigo mismo.
—Este es un tal doctor Neil Clarke —respondió—. No se sabe mucho de
él, pero era el médico personal de Marissa Fittes y la atendió en la
enfermedad que le causó la muerte. Él firmó el certificado de defunción y
confirmó el motivo de la muerte en una declaración que hizo a los medios. —
Cogió los documentos que Flo le había conseguido y los miró con los ojos
entrecerrados tras las gafas—. Según el doctor Clarke, Marissa murió de «una
enfermedad debilitante que afectó a todos los órganos de su cuerpo, que tenía
el aspecto de la vejez prematura». Suena repugnante, pero la atendieron en la
Casa Fittes. No fue al hospital y el único que tenía contacto con ella era el
doctor Clarke. —George dejó los papeles—. He estado buscando, pero
después de su muerte no vuelve a aparecer y nadie sabe nada de él.

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—En realidad no es ninguna sorpresa —murmuró Holly—, porque estaba
en su tumba.
Lockwood silbó.
—Marissa no murió. Y justo después silenciaron a la persona que lo sabía,
la que falsificó los registros oficiales.
—No me extraña que esté tan furioso —dije. Aún podía oír un eco de su
susurro: «Traedla hasta mí».
George asintió y apartó la fotografía.
—Eso resuelve el misterio de nuestro amigo de la tumba. La siguiente
pregunta es cómo reaparece Marissa como «Penelope». Asumo que todos
pensamos que eso fue lo que pasó, ¿no?
La calavera soltó una carcajada en el frasco.
—¡Al fin! —gritó el espíritu—. ¡Llevo una eternidad diciéndooslo!
Sinceramente, esas galletas integrales tienen un coeficiente intelectual más
alto que el vuestro.
—Cállate —espeté—. Tú no, George. La calavera. —Miré al fantasma,
que estaba indignado.
—De hecho —continuó George—, todavía no tengo todos los detalles de
la transformación de Marissa, aunque sí tengo una pista increíble de la que os
hablaré ahora. Lo que se sabe es que, tras la presunta muerte de la mujer
mayor, su hija, Margaret, se hace cargo de la agencia.
Sacó otra fotografía en la que salía una mujer joven de cabello oscuro.
Presidía el acto de alguna agencia y no parecía estar disfrutando. Tenía la cara
pálida y triste.
—Margaret solo fue la presidenta de Fittes durante tres años —dijo
George—. Era una persona callada y reservada y, según dicen, no estaba
hecha para dirigir una gran empresa. Pues no tuvo que hacerlo mucho tiempo,
porque también murió.
Holly frunció el ceño.
—¿Cómo murió?
—No se sabe. No he podido encontrar un certificado de defunción. Luego
aparece «Penelope». A primera vista, parece una persona real. Incluso hay un
certificado de nacimiento, registros médicos… De todo. Todo parece correcto
y legal. Pero no lo es. No puede serlo, porque eso no encaja con lo que nos
dice la calavera. Si la mujer que conocemos es Marissa y se hace pasar por
una persona más joven de alguna forma, todo tiene que ser falso.
—Pero ¿cómo es posible que sea Marissa? —dije—. ¿Cómo ha
conseguido tener ese aspecto?

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George nos estudió a todos por encima de las gafas. Esperamos. Incluso
Kipps detuvo la taza a medio camino hasta su boca. Con una meticulosidad
premeditada, George cogió otro tozo de papel.
—He encontrado un artículo de un viejo periódico de Kent —dijo—. Es
de hace sesenta años, cuando Marissa y Tom Rotwell empezaron como
equipo de detección psíquica. Cuando casi nadie creía en los fantasmas,
aunque nos parezca una locura. Los consideraban unos excéntricos. El
Problema todavía no había empezado a expandirse. Un periodista los
entrevistó e hizo un montón de chistes malos para reírse de ellos. Pero
escuchad esto… —Se ajustó las gafas y leyó lo siguiente—: «Marissa Fittes
es una chica delgada y escuálida con el pelo corto y una actitud vehemente
poco común. Con una voz confiada y cortante, me habla de sus extrañas
experiencias sobrenaturales. “Los muertos están entre nosotros”, me dice. “Y
nos traen la sabiduría y los secretos del pasado”. Ignora mi escepticismo y me
cuenta que ya ha escrito una monografía sobre la sustancia de los espíritus,
que ella llama “ectoplasma”. “Es la esencia inmortal que todos tenemos
dentro”, afirma. “Comprenderla reportará grandes beneficios para la
humanidad. Tal vez, si explotáramos su poder transformador, podríamos
controlar la vida y la muerte”. Admite con pesar que, por el momento, la
sociedad no comparte sus ideas. Como no ha logrado encontrar una revista
que acepte su escrito, lo ha impreso ella misma».
George bebió un poco de té.
—¿Veis? Incluso entonces, en los inicios de su carrera, a Marissa le
interesaba controlar la vida y la muerte. Creo que, de alguna forma, lo ha
conseguido.
—A mí no me parecen más que chorradas —contestó Kipps—. ¿El poder
transformador del ectoplasma? ¿Qué tontería es esa?
Lockwood tenía el ceño fruncido.
—No hay nada de eso en los escritos que sí publicó, ¿no?
No habla de que el ectoplasma sea una «esencia inmortal», al menos que
yo recuerde.
—No —respondió George—. Eso se lo calla. Por eso me interesa tanto
buscar esa «monografía» perdida. He pasado meses investigándolo, pero creo
que hoy lo he resuelto. —Nos miró con expresión triunfante—. Esta mañana,
en una biblioteca lejana, he encontrado una mención a algo llamado Teorías
ocultas, escrito por Anónimo. No tiene el nombre de Marissa, pero se
imprimió en privado en Kent más o menos por la fecha correcta, así que
seguro que es esa. Solo se conoce la existencia de tres copias. Una está en la

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Biblioteca Oscura de la Casa Fittes, otra la compraron nuestros viejos amigos
de la Sociedad Orfeo para su biblioteca privada y otra fue al Museo Espiritista
de Greenwich. Obviamente, las dos primeras son inaccesibles, pero me parece
que podría robar la última. De hecho, eso pretendo hacer, al final de la tarde.
Si encuentro el documento, podría ayudarnos a unir varias piezas del misterio.
—George se recostó en su silla—. Por lo menos, lo intentaré.
Hubo un alboroto generalizado de felicitaciones por las noticias. La única
excepción fue la calavera del frasco, que bostezó e infló las mejillas en una
imitación cruel de George, pero nadie le prestó atención. Todos comimos más
galletas.
Lockwood abrió un paquete nuevo de galletas integrales.
—Esto es genial —dijo—. Si averiguamos todo lo que ha estado haciendo
Marissa, podemos contárselo a Barnes o a la prensa y hacerlo todo público.
Solo necesitamos pruebas concretas.
George asintió.
—Y también necesitamos conectarlo con el Problema. Creo que eso
también lo he resuelto. —Se rio—. Es una historia de actos prohibidos que se
remonta a hace más de cincuenta años.
—Pasadme una almohada —dijo Kipps—. Esto va a tardar horas. Lo
presiento.
George se subió las gafas.
—Bueno, pues si lo quieres así, Kipps, puedo ir directo al grano. Este es
mi análisis: creo que Marissa Fittes y Tom Rotwell son los responsables del
Problema. Ya está. Eso es. Fin. —Recogió los papeles y los colocó en una
pila ordenada.
Lockwood sonrió.
—Vale, George. Estoy seguro de que Quill no quería hablar con tanto
desdén y desánimo sobre todo tu trabajo duro. ¿Verdad, Quill?
—No. Ha sido una casualidad.
—Ahí lo tienes. ¿Ves? Todos contentos. George, tómate otra galleta de
mermelada y cuéntanos los detalles.
—Está bien —contestó este—. Vale, todos sabemos que Fittes y Rotwell
empezaron como investigadores psíquicos en Kent. He revisado todos los
periódicos de la zona. La primera vez que los mencionaron fue hace sesenta
años, cuando hacían alguna que otra investigación. Como hemos visto, nadie
los tomaba en serio. Eso cambió unos años después.
—Por el Problema —comentó Holly—. Empezó a extenderse.
George asintió.

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—Sí, y aquí tenemos un apunte esencial. Según lo que pone en las
memorias de Marissa, el Problema surgió de repente, y Tom y ella eran los
únicos que luchaban contra él. Poco a poco, la sociedad fue aceptando sus
métodos. La sal, el hierro, los estoques… Todas las técnicas que usan las
agencias empezaron con ellos.
—Hubo algunos casos famosos —añadí—. Como el del ánima de Mud
Lane, el terror de Highgate…
—Exacto. Todo el mito de Fittes comienza ahí. —George se recostó en la
silla—. Pero hay otra forma de interpretar los datos. Para hacerlo tuve que
trazar un mapa con todos los sitios en los que trabajaron Marissa y Tom. Lo
que muestra es que esos famosos brotes, es decir, todos los fantasmas nuevos
que salieron de la nada, siguen los movimientos de Marissa y de Tom. Si los
dos iban a una zona concreta, solían surgir nuevas apariciones poco después.
Y eso no puede ser una coincidencia.
—Entonces, ¿crees que hacían algo para invocar a los fantasmas? —dijo
Holly.
—Sí. —George nos miró—. Y ¿sabemos qué invoca de verdad a los
fantasmas?
Miré a Lockwood, cuyo rostro se ensombreció.
—Ir al más allá —susurré—. ¿Crees que eso era lo que hacían Marissa y
Tom hace tantos años?
—Sí, aunque puede que a Marissa le resultara más fácil que a Tom. Luego
os cuento por qué. —George golpeó una de las carpetas de la mesa—. Como
dice Lucy, todo el mundo sabe qué casos investigaban. Trabajaron en equipo
durante cuatro o cinco años. Pero entonces se separaron de repente y de forma
desagradable. No hay un motivo oficial. Marissa abrió su propia agencia casi
de inmediato. Un par de meses después,
Tom Rotwell también abrió la suya. Y las agencias llevan siendo rivales
desde aquella época.
—Hasta ahora —señaló Lockwood—, porque Penelope está al mando de
las dos.
—Hace unos meses conocimos al nieto de Rotwell —dijo George—.
¿Qué hacía? Estaba construyendo una puerta hacia el más allá. ¿Recordáis
toda la parafernalia que usó? Los orígenes robados, la armadura chapucera
que llevaba la sombra en llamas… Debió de pasar años planeándolo. Era un
portal a gran escala, pero también era poco práctico. Parecía algo propio de
alguien que sabía lo que hacía, pero sin tener muy claro cómo. Creo que
trataba de copiar algo que su abuelo y Marissa hicieron en el pasado.

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—¿Ir al más allá?
—Sí. Rotwell se sabía la teoría, pero estaba teniendo problemas con la
técnica. Por un lado, le costaba hacer una puerta secreta lo suficientemente
grande. Sabemos que creó una bajo los grandes almacenes Hermanos
Aickmere más o menos un año antes y el brote de Chelsea empezó cuando la
usó. Después construyeron una en el campo, que causó una plaga inmediata
de fantasmas en el pueblo. Desgraciadamente para él, nosotros acabamos con
ambos experimentos.
—Así de molestos somos —dijo Lockwood con una sonrisa.
—Sí, y la armadura que aquel tipo usaba para protegerse en el más allá
también era bastante inútil —añadió George—. Solo hay que compararla con
las capas protectoras que llevasteis Lucy y tú. Ibais mucho más rápidos y
ligeros. Y esas capas estaban hechas mayormente de plumas. Podemos
afirmar sin equivocarnos que Rotwell seguía las huellas de alguien y quería
alcanzarle, pero os diré quién no lo necesitaba.
—¿Marissa?
—Eso es. Ella tiene otro sistema y creo que lleva muchísimos años
haciéndolo en secreto sin que nadie se dé cuenta. Lo hace en algún sitio
bonito y privado, pero también en el epicentro de todo… Y la epidemia ha
brotado de allí todo este tiempo. —George se quitó las gafas con rotundidad
—. No hay premio para quien adivine dónde lo hace, porque vais esta noche.
—La Casa Fittes —sugirió Lockwood—. Justo en Trafalgar Square, en el
centro de Londres.
—Esa es mi teoría.
—Pero ¿por qué? —preguntó Holly—. ¡Nadie ha podido explicármelo!
¿Por qué arriesgarse? ¿Por qué despertar a los fantasmas? Si saben que hay
consecuencias terribles, ¿por qué siguen haciéndolo?
—Sea cual sea su plan —contestó George—, está funcionando. Es rica,
poderosa y, sesenta años después de que empezara todo, sigue aquí.
Me levanté para llenar la tetera. De pie junto al fregadero, sentí la
necesidad repentina de comprobar que el jardín estuviera vacío y de que no
hubiera nadie escuchándonos. A través del estor, eché un vistazo al césped
crecido, a las casas de enfrente y al viejo manzano junto al muro. De pronto,
me imaginé a Lockwood de pequeño viendo a sus padres bajo el árbol, hacía
muchos años. Ahora no había nada fuera, solo la hierba alta y unas cuantas
manzanas podridas bajo las sombras de las ramas. El jardín estaba en silencio.
No había nadie cerca.

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—George, hace un momento has comentado que a Marissa tal vez le
resultara más fácil ir al más allá que a Tom Rotwell —dijo Lockwood cuando
nuestras tazas estuvieron llenas de nuevo—. ¿Por qué lo dices?
—Tiene el don de la percepción —respondió George—. Es una de las dos
mejores que existen con esa habilidad. —Me miró.
Fruncí el ceño.
—¿Qué se supone que significa eso? Yo no me paseo por el más allá.
—No, pero sí has estado allí. Lo que quiero decir es que he estado
dándole vueltas a qué ventaja podría tener Marissa y, otra vez, la respuesta es
obvia. Habla con los espíritus. Y ya sabemos lo que eso quiere decir: que
puedes forjar una relación cercana con ellos. De todos nosotros, ¿quién se
siente más unida a los fantasmas? ¿Quién mantiene conversaciones con la
calavera que nos dio la pista más importante?
Lentamente, Lockwood, Holly y Kipps giraron las cabezas para mirarme.
No eran miradas acusadoras, pero sí tenían una expresión pensativa. Fue
bastante irritante. Y, peor todavía, el rostro del frasco me guiñó el ojo y se
pegó al cristal de una forma demasiado descarada.
—Es lo que siempre te digo, Lucy —dijo la calavera—, tú y yo somos un
equipo. ¡Caray! Somos más que eso. Somos una pareja. Todo el mundo lo
sabe.
—No lo somos —gruñí.
—Que sí.
—Ni en tus sueños. —Miré a los demás—. No me preguntéis qué acaba
de decir. No es relevante.
George se ajustó las gafas.
—Este es un buen ejemplo. Marissa habla con los fantasmas igual que tú.
Solo que quizá en su caso no tengan peleas de enamorados. Quién sabe qué
secretos le han confesado, qué misterios sobre la vida y la muerte.
Sacudí la cabeza.
—Pues qué suerte ha tenido. Esta calavera no diferenciaría un misterio
sobre la vida y la muerte ni aunque se le acercara y se le sentara encima.
—Oye, ¡que yo te cuento muchas cosas jugosas! Pero no eres lo bastante
inteligente para entenderlas.
—Venga, cállate.
Lockwood, que llevaba un rato observando a la calavera en silencio, se
movió.
—Me alegro de que hoy nuestro amigo esté animado —dijo—. Me
gustaría preguntarle algo. —Miró el frasco—. Bueno, calavera, no dejas de

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decirnos que hablaste con Marissa hace tantos años…
El rostro puso los ojos en blanco.
—Sí, sí. Charlé con ella un día. Ya os lo he repetido bastantes veces, ¿no?
Transmití lo esencial:
—Dice que sí.
Lockwood asintió.
—Solo para asegurarnos, ¿hablasteis los dos? ¿Fue una conversación
completa?
—Eso es, tío. Como esta, pero más interesante.
—Sí, fue una conversación completa.
—¿Y por qué Marissa no se quedó contigo? —preguntó Lockwood.
El rostro del frasco se sobresaltó.
—¿Qué?
—Dice que qué… —traduje.
—¿Como si no me hubiera oído? ¿O no me ha entendido? —Más bien
como si se hubiera enfadado. Está claro que has metido un dedo en la llaga,
Lockwood.
—¡De eso nada!
Asentí.
—La calavera está molesta. Le ha molestado, sin duda.
—¡No estoy molesto! —exclamó el fantasma—. Ni lo más mínimo.
Simplemente no entiendo a qué viene esta pregunta.
Pasé la información.
—Bueno —continuó Lockwood—, cuando leo las memorias de Marissa
Fittes, veo que insiste mucho en que ha hablado con espíritus de tipo tres.
Explica largo y tendido lo excepcional e increíble que es. —Le sonrió al
fantasma—. Lo que me hace preguntarme, calavera, por qué acabaste en un
frasco en el sótano y pasaste allí cincuenta años después de esa conversación.
—No hace falta que te lo preguntes —dije, afectada—. Yo llevo mucho
tiempo planteándome hacer lo mismo.
—Pero entiendes lo que digo. Ella sabía que era un fantasma valioso.
Podría haberle contado muchos secretos sobre el más allá. Y, aun así, decidió
ignorarlo. ¿Por qué?
—¿Calavera?
—A mí que me registren. —La cara todavía parecía enfadada; la luz de
sus ojos se transformó en unas brasas verdes brillantes. Entonces, como si
estuviera muy lejos, habló en voz baja y apagada—: Diré que no pareció
sorprenderle que pudiera hablar. Sí le sorprendió mi lenguaje basto. Y

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también algunas de mis sugerencias de qué podría hacerse a sí misma. Pero
¿de que hablara de verdad? No. Para Marissa, aquello no era ninguna
novedad.
Lo repetí lo mejor que pude. Lockwood asintió.
—¿Recuerdas la cita que George acaba de leer? ¿Lo que dijo Marissa? Lo
de que los muertos «nos traen secretos del pasado». Ya había hablado con
otro fantasma de tipo tres.
—Es posible. —La calavera resopló—. Pero no me imagino cómo podría
ser más fascinante o útil que yo.
—Bueno, tal vez el misterioso libro Teorías ocultas nos ilumine —apuntó
George—. Os lo contaré esta noche cuando vuelva de la biblioteca. —
Empezó a recoger los papeles—. Eso es todo por ahora. Espero que os haya
parecido que merecía la pena esperar.
—George —dijo Lockwood—, ha sido genial. No sé qué haríamos sin ti.

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P enelope Fittes, la directora de la gran agencia Fittes, no era una persona


muy pública. A pesar de su fama, pasaba la mayor parte del tiempo
encerrada en sus apartamentos de la Casa Fittes, la sede de la empresa
en la calle Strand. Sí, ocasionalmente salía para acudir a ceremonias
importantes, como la misa anual por los agentes caídos en las tumbas que
había detrás de la plaza donde se celebraban los desfiles de cambio de
guardia. Y a veces se la veía, con el pelo oscuro repeinado y gafas de sol,
recorriendo la ciudad en su Rolls-Royce plateado, de camino a sus reuniones
en Sunrise Corporation o Suministros Herreros Fairfax. Pero eso era todo. No
solía invitar a nadie a sus aposentos privados. Así que no se podía ignorar la
citación a la Casa Fittes para escuchar a Penelope discutir asuntos de las
agencia, aunque no te interesara. Aunque nosotros sí estábamos interesados,
mucho.
Aun así, solo fuimos Lockwood y yo, porque Holly tenía otro
compromiso. George estaba ocupado en la biblioteca.
—Intercambiaremos impresiones esta noche —dijo antes de salir—.
Volveré tarde y, con suerte, vendré con el libro. Mientras, id vosotros a ver a
Penelope o a Marissa o a quien quiera que sea. Miradla a los ojos y contadme
qué veis.
Lo que vimos cuando llegamos al enorme edificio gris de la calle Strand
fueron raudales de operarios de otras agencias, que acudían a la cita cuando

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comenzaba el crepúsculo. Estaban todos allí: las chaquetas lilas de Grimble,
las azules cielo de Tamworth, las americanas de rayas rosas de Mellingcamp
y el resto. Se reunieron junto a los parterres, donde habían plantado hileras de
lirios en forma de unicornios rampantes. Cruzaron lentamente las puertas de
cristal tallado. Normalmente, reunir a tantos agentes sería como meter una
decena de gatos en un saco y esperar que se acurrucaran y mantuvieran la
calma. La rivalidad entre las agencias era algo profundamente arraigado, algo
que surgía de su independencia. En el pasado, los encuentros fortuitos en la
calle solían acabar en discusiones e incluso duelos. Esta noche, ahora que la
independencia estaba amenazada, el estado de ánimo era diferente: de
cansancio y sumisión. Los antiguos enemigos se abrían las puertas e
intercambiaban saludos en susurros. Bajo la mirada atenta de los muchos
agentes de chaquetas plateadas de Fittes, arrastramos los pies por la recepción
y llegamos a la sala de reuniones.
La señora Fittes había elegido como escenario para el anuncio esta sala
imponente: el Salón de las Columnas. Era uno de los centros de reunión más
famosos de Londres, un espacio grande y cubierto de oro, donde los suelos de
mármol y los techos decorados reflejaban la riqueza y la historia de la
agencia. Nueve columnas finas de cristal de plata se alzaban como abedules
en el corazón de la estancia. Cada una contenía un artefacto importante
históricamente, un origen psíquico poderoso capturado por los pioneros de la
detección de fantasmas, Marissa Fittes y Tom Rotwell, en los comienzos del
Problema. Durante el día, unas lámparas eléctricas iluminaban las reliquias
para asombrar a los invitados; por la noche, los espíritus atrapados nadaban
tranquilamente dentro de las columnas. Como la luz del exterior empezaba a
apagarse, ya habían empezado a agitarse.
Lockwood y yo aceptamos unos vasos de zumo de los trabajadores
silenciosos y deambulamos hasta un rincón apartado de la multitud.
Estudiamos la estancia. En una pared del fondo habían colocado un cartel.
Tenía escritas las palabras «La iniciativa Fittes», con letras negras e intensas.
Debajo había un atril sobre una pequeña tarima elevada, que habían cubierto
con una cortina decorada con un unicornio plateado. Era casi idéntica a la que
encontramos en el ataúd de Marissa, en la cripta al final de la calle.
Pronto llegaron los invitados de todas las agencias independientes (incluso
de Bunchurch, que, en ausencia de su director, estaba representada por dos
jóvenes asustados). La sala estaba casi llena. Cerraron las puertas y atenuaron
las luces. Dentro de las columnas brillantes, unas figuras sombrías

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resplandecían y se movían como peces abisales. Los camareros entraron y
trajeron canapés en bandejas de plata.
Lockwood cogió un rollito de primavera pequeño y se lo comió
alegremente.
—Olvida el negocio de Tufnell, Lucy —murmuró—. Mira este sitio. Esto
sí que es un teatro en condiciones.
Yo no podía estar tan tranquila como Lockwood (era bastante improbable
que el anuncio que iban a hacer fuese algo bueno), pero sabía exactamente lo
que quería decir. La estancia era perfecta para su finalidad, que era intimidar
y domar a los invitados. La multitud de agentes era enorme y estaba formada
por una amplia gama de colores (las chaquetas resplandecían y los estoques
brillaban bajo la luz de las lámparas de araña). Sin embargo, en comparación
con la majestuosidad firme e invariable de la enorme sala dorada, que los
envolvió sin esfuerzo alguno, parecía un grupo efímero y de mal gusto, sin
importancia. Muy alto sobre nuestras cabezas, las pinturas del techo
ilustraban a los primeros agentes legendarios, los grandes mártires de la
agencia Fittes. Las columnas eran como las que podría haber en la cámara del
tesoro de un rey.
—Será mejor que te quites la mochila, Luce —dijo Lockwood—. Déjala
aquí en el suelo, donde tenga unas vistas decentes.
A diferencia de las otras organizaciones de Londres, la agencia Lockwood
nunca se había molestado en tener uniforme, así que esta noche
destacábamos. Como de costumbre, Lockwood iba muy elegante con su traje
y su abrigo, mientras que yo llevaba mi ropa habitual de trabajo. A mí
también me habría gustado arreglarme un poco, pero tenía que pensar en la
mochila grande que llevaba a la espalda. Si alguien me preguntaba, tenía que
decir que iba de camino a un caso, lo que, en realidad, era verdad. Teníamos
dos encargos rápidos en Soho de camino a casa.
Me quité la mochila del hombro. La solapa superior estaba sutilmente
suelta, lo que dejaba un hueco oscuro pero discreto debajo.
—Toma ya —dijo la voz de la calavera en mi mente—. Menudo lujo,
¿no? Lo han reformado desde la última vez que estuve aquí. Antes había un
par de vitrinas cutres y un diván bajo. ¿Y dónde está Marissa? Esa no es. Es
un tipo con granos zampándose un rollito de salchicha. Pensaba que hasta tú
podrías ver la diferencia.
—Sé que todavía no ha llegado —murmuré—. Seguimos esperando. ¿Ves
el atril? Ahí es donde se pondrá. —Empujé la mochila hacia delante con la

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bota y miré a Lockwood—. La calavera está diciendo incluso más tonterías
que de costumbre. Está nervioso. Igual que yo.
—No tienes por qué —respondió Lockwood—. Estamos entre amigos.
Señaló con la cabeza a la figura indiferente del horrible traje verde,
apoyada sobre la pared cerca del atrio. Sir Rupert Gale estudiaba
distraídamente a la multitud de agentes; mientras le observaba, nuestros ojos
se encontraron y me saludó con la mano.
—Deberíamos atravesarle con la espada y acabar con esto —refunfuñé.
Lockwood sonrió.
—Sí, pero eso sería una pena para este suelo limpio y bonito. —Cogió
otro vaso de zumo de un camarero que pasaba—. ¿Quieres otra bebida, Luce?
—No. No sé cómo puedes estar tan tranquilo.
—Si solo tenemos que seguirles la corriente y disfrutar de estar aquí. —El
lenguaje corporal de Lockwood era tan relajado como el de sir Rupert, aunque
sus ojos no paraban de moverse para estudiar los límites de la sala—.
Pongámonos un poco más cerca de la columna, ¿vale? Podemos apoyarnos en
ella y echar una cabezadita si la charla de Penelope se alarga mucho.
Era la columna más alejada del atrio, apartada del gentío. Brillaba con una
tenue luz azul. Dentro del cristal, un cuchillo de aspecto retorcido con dientes
extraños estaba colocado en un estante de acero; era el mismo cuchillo con el
que el chico de la carnicería de Clapham había cometido una atrocidad hacía
cincuenta años. Si mirabas atentamente y desde el ángulo correcto, se atisbaba
al fantasma del chico flotando encima y alrededor del arma. No era el espíritu
más activo de los nueve que estaban atrapados en aquella sala, pero siempre
conseguía que los grupos de niños que iban de excursión soltaran gritos
fuertes, puesto que la gente que finalmente le atrapó le arrancó los ojos.
Oímos el estruendo de una puerta al cerrarse en alguna parte. El ruido de
la multitud disminuyó y se transformó en un murmullo nervioso, tan suave y
seco como las hojas caídas.
Sir Rupert miraba hacia un lado de la sala. Hizo un gesto con la cabeza.
El sonido de unos tacones retumbó por la estancia.
—Oh, oh —dijo la voz de la calavera—. Ya viene.
En ese momento, Lockwood se puso a mi lado.
—Escucha atentamente lo que dice, Luce. No quiero que te pierdas nada.
—¿Por qué? ¿Tú que vas a…?
Pero Penelope Fittes estaba entrando en la sala.
Salió de una puerta lejana y se abrió paso bajo las lámparas. Era una
mujer delgada, alta y con el pelo largo y oscuro que le caía alrededor de los

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hombros. Llevaba un vestido verde oscuro a la altura de la rodilla que se
amoldaba a su cuerpo de una forma profesional. Era elegante, sí, pero también
práctico. Se movía con precisión y tranquilidad. Llevaba tanto tiempo
esperando aquel momento que me sorprendió el recordatorio del aspecto muy
humano que tenía. Después se subió a la tarima, se colocó detrás del atril,
esbozó su sonrisa resplandeciente y habló:
—Hola a todo el mundo.
Sí, esa voz: grave, autoritaria e inconfundible. Me quedé paralizada al
escucharla. Allí estaba: Penelope Fittes, presidenta de la agencia Fittes,
directora asociada de la agencia Rotwell y responsable oficial de todos los
operarios de investigación psíquica de Londres. Llevábamos meses centrando
nuestras energías, nuestros pensamientos y miedos, nuestros sueños y planes
en ella. Todo partía de ella (de su poder y de su misterio) y todo llevaba hasta
ella.
Solo había necesitado entrar por la puerta para convertirse en el foco de
atención de la sala. Se reflejaba en cientos de copas de vino, en los laterales
curvos de las nueve columnas de cristal de plata y en miles de lágrimas de
cristal de las arañas del techo. ¿Los fantasmas de dentro de las columnas se
giraron cuando se acercó al atril curvo de madera? No me habría sorprendido.
Era evidente que los trabajadores de Fittes que habían estado esperando en un
lateral de la sala ahora se tensaron y prestaron atención; uno o dos hicieron un
saludo. Los demás agentes no lo hicieron, aunque estaban muy quietos. Se
hizo el silencio en la habitación. Solo sir Rupert Gale mantuvo su postura
indecente y despreocupada, aunque únicamente tenía ojos para Penelope.
Permaneció mirándola mientras ella bebía un poco de agua, recolocaba un
papel y le regalaba una sonrisa brillante al público silencioso.
—Qué bien que hayan venido esta noche. Sé que todos están muy
ocupados. —Nos miraba a todos, a los supervisores viejos y canosos, a los
agentes jóvenes y novatos. Nos evaluaba y estudiaba—. De hecho, por eso les
he pedido realmente que estén aquí. Pero antes de que continúe, me gustaría
agradecer a los gerentes del DICP por invitarme a ser la anfitriona de este
evento. Esta sala ha vivido muchas noches importantes. Mi abuela, Marissa, a
menudo solía…
«Su abuela, Marissa». Aquella era la cuestión que queríamos resolver.
Fruncí el ceño. Incluso desde lejos, era obvio que Penelope estaba en perfecta
forma. No parecía tener más de ochenta años, la verdad.
—Calavera —susurré—, ¿la ves?

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—Desde aquí abajo es muy difícil. Me están bloqueando parcialmente la
vista. Estoy asomándome entre las piernas de la gente. Y hay una agente que
no deja de menearse con su enorme…
—¿La ves o no?
—Sí. Es ella. Es Marissa. Más claro que el agua.
Sacudí la cabeza, dubitativa. Me giré hacia Lockwood.
—¿Qué opinas?
Pero estaba sola en la columna. Lockwood había desaparecido.
Hacía este tipo de cosas todo el tiempo. No tendría que haberme
sorprendido o preocupado demasiado, pero esa noche estaba de los nervios.
Maldije mentalmente y le busqué al fondo de la sala. No estaba en ninguna
parte.
—Digo que sé lo ocupados que están todos… —Penelope no perdía el
tiempo, así que ya iba a lo importante—. Pero «ocupados» no es lo suficiente
acertado, ¿verdad? —continuó—. Lo más cercano a la realidad es
«saturados». A todos nos cuesta mantenernos a flote en la oleada sobrenatural
que amenaza con inundar nuestro gran país. —Extendió un brazo delgado con
elegancia—. ¿Ven estas columnas de aquí? Estas famosas columnas, de los
comienzos de nuestra batalla contra el Problema. ¡Nueve conocidas reliquias!
Cuando mi abuela venció a los fantasmas como el del difunto Hugh Hennratty
y el chico de la carnicería de Clapham, pensó que estaba ganando la guerra.
Después de meter al poltergeist de Morden en una tetera de plata, nunca se
imaginó que, dos generaciones más tarde, un enfrentamiento así se convertiría
en una tarea que tantos jóvenes valientes y generosos llevarían a cabo todas
las noches. Podríamos llenar un centenar de columnas como estas y
seguiríamos sin ver el fin de los horrores que nos acechan. Pero ¿a qué
precio?
Bebió otro sorbo de agua y se apartó la larga melena oscura. Llevaba una
especie de collar dorado, seguramente cubierto de diamantes. Brillaba bajo las
luces de las lámparas. Todos esperábamos muy serios. Sabíamos lo que iba a
decir.
—Nadie ha olvidado las dificultades del invierno negro —siguió Penelope
—, el peor y el más largo de la historia del Problema. Las tasas de mortalidad
aumentaron, especialmente entre los operarios de agencias más pequeñas,
cuyos recursos son más ajustados. —Sus ojos oscuros estudiaron a la multitud
callada—. Recuérdenlo un segundo. ¿Cuántos de sus jóvenes héroes
perecieron en aquellos meses intentando que nuestro país fuera un lugar más
seguro?

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—Ninguno de nosotros —respondí entre dientes—. A la agencia
Lockwood le fue bien, gracias. —Eché un vistazo a mi alrededor y, como
esperaba, Lockwood no había regresado.
—Se acerca un nuevo invierno —añadió Penelope—, y las estimaciones
sugieren que no será mejor que el anterior. ¿Acaso alguno quiere ver otra
nueva hilera de tumbas detrás del paseo del cambio de guardia? ¿Quieren que
sus empleados yazcan allí? Por supuesto que no. Y tienen mucha razón. No
podemos permitir que se repitan esas tasas de mortalidad. Pero me alegra
informarles de que el DICP ha estado pensando en ello y ha llegado a una
conclusión. —Penelope Fittes miró el cartel que había a su lado. Lo señaló
con un gesto elegante de su mano—. Sí, la llaman la «iniciativa Fittes». En
lugar de dejar que el DICP cierre sus negocios, he accedido a que todas las
agencias pequeñas, durante el transcurso del invierno, reciban la protección
del grupo Fittes y Rotwell. Les proporcionaremos personal extra, dinero y
recursos, y supervisaremos los casos difíciles. El plan comenzará a finales de
octubre y estará vigente hasta marzo, cuando lo revisaremos para comprobar
que…
La multitud soltó un suspiro largo y tenue. Entendieron lo que estaba
diciendo en realidad. Nos gustara o no, ahora nos iba a controlar. No era
difícil imaginar que se convertiría en un plan permanente cuando terminase el
invierno.
Un movimiento a mi lado llamó mi atención. ¿Era Lockwood? No.
Provenía del interior de la columna de cristal de plata. Observé a mi alrededor
y me desconcertó ver la cabeza ancha y traslúcida del chico de la carnicería
de Clapham pegada al cristal, sacudiendo las mejillas y abriendo la boca
flácida. La cosa me habría mirado a los ojos si no se los hubieran arrancado.
Me aparté de golpe, inquieta.
—Oye, cara de pez, ¡búscate a tu propio humano! —gritó la voz de la
calavera—. ¿Has visto cómo los atraes, Lucy? —añadió—. Incluso detrás de
esa prisión gruesa, incluso por estúpido o ciego que sea, él lo sabe. Huele a
alguien que ha estado en el más allá.
Me estremecí.
—¿Cómo puede saber eso?
—Porque llevas la mancha. No te la puedes quitar. Te acompaña siempre.
Igual que a Lockwood. Pero ninguno de los dos está al nivel de Marissa. Ella
apesta.
—¿Al más allá?

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—Puede que tú veas que tiene buen aspecto, pero, haga lo que haga para
parecer tan joven, ya te digo yo que no es yoga.
—Oye, Lucy. —Otro movimiento: esta vez no era el chico de la
carnicería, sino Lockwood. Estaba como antes, salvo por el toque rosado de
sus mejillas y las gotas de sudor detrás de su oreja. Todavía sostenía la copa
de zumo, y le dio un sorbo—. ¿Me he perdido algo?
Le miré y mi inquietud se transformó en enfado.
—Solo todo el discurso. —En el atril, Penelope había terminado su
intervención con varios tópicos condescendientes. Sonrió, se despidió con la
mano hacia nadie en particular y bajó del escenario. Sus tacones
repiquetearon (clic, clic, clic) mientras avanzaba por la estancia. Todo ocurrió
en un silencio sepulcral. Un par de lacayos la siguieron y la puerta se cerró.
Se marchó.
Fue entonces cuando los agentes allí reunidos empezaron a moverse.
Hubo un murmullo de indignación, que ascendió hasta una queja sonora.
Luego comenzaron los gritos.
—Todo el mundo parece feliz, como cabría esperar —comentó
Lockwood.
—Sí, tal y como nos imaginábamos. —Con el ceño fruncido, le hice un
breve resumen—. Va a volver a apretarnos las tuercas. Se ha atrevido a
mencionar a todos los agentes muertos. Eso no tiene nada que ver con el
tamaño de una organización, ¿no? Lo que importa es el trabajo en equipo.
Bueno, pues, nos guste o no, ahora nos controla. ¿Dónde estabas?
Lockwood me sonrió como si acabara de despertarse de un sueño. No
respondió.
—¿Qué ha dicho la calavera?
—Lo de siempre. Sí, es Marissa. Por fuera es diferente, pero su esencia
interna es idéntica a cuando habló con ella hace décadas. Y la envuelve un
fuerte olor al más allá.
Él asintió, distraído, como si la información no le hubiera sorprendido. Se
apartó para dejar paso a un par de agentes de Mellingcamp con cara triste.
Una oleada de invitados se dirigía a las puertas. Algunos se quedaron para
acabar con los últimos restos de comida y bebida, pero estaban deseando
marcharse. Nosotros nos quedamos merodeando en la sombra de la columna,
donde se cernía el fantasma ciego, mirándonos desde su prisión azul claro.
—Lo que más me frustra —dijo Lockwood— es que tenemos la respuesta
a todo esto tan tan cerca…
—¿Has visto algo?

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—No. Lo he intentado. No lo he encontrado.
—Entonces, ¿cómo sabes que…?
Hizo un gesto de impaciencia.
—¡Pues porque George tiene razón! ¡Esta es la Casa Fittes! Lo guarda
cerca, así es como lo controla todo. No es estúpida como Steve Rotwell, que
construyó laboratorios extraños en el campo e hizo experimentos locos en los
que cualquiera podía colarse. La acción está aquí. Siempre lo ha estado.
George trabajó aquí una vez, y Kipps pasó años en esta agencia. Los dos
dijeron que había zonas grandes a las que casi nadie podía entrar, como todos
los sótanos y los apartamentos de Penelope arriba. Ya has visto la Biblioteca
Oscura, que también estaba llena de secretos. Pero lo que me gustaría ver es
lo que hay en las plantas superiores, donde vive Penelope. Allí es donde
descubriríamos la verdad. —Señaló con la cabeza una puerta interior ancha
—. Los ascensores están por ahí, en la Sala de los Héroes Caídos. Hay cinco
ascensores de bronce y solo uno de plata que va a sus aposentos. Lo que daría
por subir diez minutos… —Suspiró—. Pero es imposible.
Le miré.
—No me digas que eso es lo que acabas de intentar…
—Parecía la oportunidad perfecta. —Lockwood me sonrió—. Penelope
estaba aquí abajo. Todo el mundo estaba ocupado y los de Fittes miraban
embobados a su ama. Solo me he dado una vuelta. He tenido que esquivar a
un par de personas y dar un rodeo o dos. No me ha costado demasiado llegar a
la Sala de los Héroes Caídos. Pero he tenido que abortar la misión. Había
unos guardas enormes vigilando los ascensores. He tenido que dar la vuelta.
—¿Si no, habrías subido al ascensor de plata?
—Claro.
Sentí una oleada de rabia. ¿Cuánto tenía que empeorar su imprudencia
para que de verdad se convirtiera en una tendencia suicida?
—Lockwood —dije—, tienes que ir con más cuidado. No puedo creer que
hicieras algo así sin mí. A mí nunca se me habría ocurrido hacer…
Un grito jovial atravesó la estancia.
—¡Lockwood! ¡Nuestro viejo perro sabueso! Me había parecido verle
merodear por ahí. —Sir Rupert Gale se acercaba a nosotros, apurando una
copa de champán—. ¿Aún están aquí? —preguntó—. Asumí que saldrían
corriendo en cuanto sobrevivieran al discursito de Penelope. —Me guiñó el
ojo, contento—. ¿Tal vez estaba pensando en gorronear los últimos canapés,
señorita Carlyle? Podría conseguirles una bolsa para las sobras.
—No, gracias —respondí—. Ya nos íbamos.

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—Sí, quizá eso sea lo mejor. No nos gustaría que les barrieran con la
basura. Si no le importa que lo diga, lleva una mochila muy grande.
—Tenemos que resolver un par de casos —contesté—. Tal vez quiera
comprobar la documentación.
—No, no. Esta vez haré la vista gorda. —Sir Rupert Gale levantó la copa
hacia el fantasma ensangrentado de la columna, que se movía lentamente para
seguirnos mientras avanzábamos hacia la puerta—. Vaya, parece que le ha
gustado a alguien, señorita Carlyle. ¿No es magnífico tener un admirador?
—No sabía que pudiera ver a los fantasmas con tanta claridad, sir Rupert
—repuso Lockwood—. ¿No es un poco mayor para eso?
Una expresión tenue de enfado apareció en el rostro del hombre, como si
alguien le hubiera pillado en algún desliz.
—Ah, bueno —dijo—. Soy más joven de lo que aparento. Las puertas
están aquí… —Con una cortesía exagerada, nos llevó a la recepción y nos
acompañó hasta la entrada. Fuera, la multitud de agentes se estaba
dispersando. Algunos esperaban a los taxis y otros se adentraron en la
oscuridad en pequeños grupos—. ¿Dónde está Cubbins? —preguntó de
repente sir Rupert cuando bajábamos la escalera—. No habrá ido a curiosear a
alguna biblioteca, ¿verdad?
—Creo que George estará en casa —dijo Lockwood con voz tranquila—.
Seguramente esté haciendo uno de sus pasteles de pollo y maíz. En realidad
es muy casero.
Sir Rupert sonrió con aprobación.
—Suena delicioso. Algún día me pasaré por Portland Row.
—Sí, por favor —sugirió Lockwood—. Me encantaría que lo hiciera.
—Pues que tengan buena noche.
—Buenas noches.
Bajamos rápidamente la escalera y nos alejamos por la calle Strand.
—Algún día voy a tener que matarle, no me queda otra —dijo Lockwood
—. Hoy no, pero pronto.

Los dos casos de Soho resultaron ser bastante sencillos: un acechador en un


apartamento encima de un restaurante chino y un cadavérico en un callejón al
lado de la calle Wardour. Fue fácil atraparlos, aunque tardamos un poco en
encontrar los orígenes (un antiguo abanico de papel y un poste desgastado de
arenisca, respectivamente), asegurarnos de que no fueran peligrosos y

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sellarlos. No volvimos a Portland Row hasta poco después de la medianoche.
A través de la ventana del salón se veía una luz encendida.
—Parece que George nos está esperando despierto para contarnos lo que
ha conseguido —comentó Lockwood—. Te dije que no iba a aguantar sin
decir nada.
Sonreí.
—Venga, acabemos con su sufrimiento.
Abrimos la puerta. Holly estaba en la entrada, junto al perchero,
agarrándose con una mano a los abrigos como si necesitara el apoyo. Tenía
una postura extraña, rígida y desconcentrada al mismo tiempo. Nos miró. No
dijo nada. Tenía la cara tensa, afligida.
Nos detuvimos en el umbral. De repente era una noche nueva, una
distinta. Habíamos pasado de una a la otra, y yo no sabía dónde estaba.
—¿Holly?
—Tenéis que venir. Ha habido un accidente.
Un peso muerto se desprendió de mi espalda. Mis piernas eran de agua.
Lo sabía.
—¿George? —preguntó Lockwood.
—Le han encontrado en la calle. Le han atacado. Está herido.
La voz de Lockwood no se parecía en nada a la suya:
—¿Está bien?
—No. —Movió levemente la cabeza y el mundo se derrumbó—.
Lockwood —dijo Holly—, es grave.

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V arios meses antes, Lockwood y yo atravesamos juntos un portal hecho


con orígenes apilados, donde los fantasmas gritaban en un torbellino
perpetuo y el aire gélido era mortal. Entramos y llegamos a otro
mundo. A primera vista, aquel lugar era igual que el nuestro, salvo que era
distinto. Allí no se aplicaban las reglas normales. La transición fue
instantánea, rápida y confusa, y los efectos casi fueron letales.
Aquellas experiencias no fueron nada en comparación con la confusión
que sentía ahora.
La entrada parecía normal, pero no tenía los colores adecuados y los
objetos no dejaban de moverse de sitio. Holly estaba cerca y muy lejos al
mismo tiempo. Estaba hablando y su voz resonaba en mi cabeza como la
bocina de un barco, aunque también era demasiado tenue para escucharla.
George.
George.
George.
—¿Dónde está? ¿Qué ha pasado? —Otra persona estaba hablando. Me
pareció que era Lockwood, pero la sangre que se acumulaba en mis oídos era
como una marea creciente que me empujaba a otro lugar. Luché contra ella y
remé con fuerza para regresar al momento presente. Igual que Holly,
necesitaba agarrarme a algo. Puse los dedos sobre la pared.

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—En el hospital Saint Thomas —contestó Holly—. Le ha encontrado el
conductor de un taxi nocturno. ¿Conoces a Jake, el tipo que nos lleva a
menudo? Estaba dando la curva al final del paseo de Nightingale. Fue solo
una coincidencia, Lockwood, porque estaba tomando un atajo. Si no lo
hubiera hecho, si no hubiera estado allí, Lockwood, George habría estado solo
hasta que amaneciera. Y entonces…
—Vale, Jake le ha encontrado —interrumpió Lockwood—. Lo entiendo.
¿Dónde está? ¿Qué ha pasado exactamente?
—Estaba tirado al borde de la acera, medio metido en la alcantarilla, y lo
primero que pensó Jake fue… —Holly se tragó las lágrimas—. Pensó que
solo era una pila de ropa vieja que alguien había dejado allí, Lockwood. ¡Una
pila de ropa vieja! Entonces reconoció la chaqueta de George. Dice que estaba
seguro de que George estaba… Había mucha sangre, no se imaginaba que
fuera posible que…
—¿Sangre? —dije. Me estaba tapando la boca con la mano—. ¿Sangre?
Oh, no…
—¿Cómo estaba tumbado? —La voz de Lockwood sonó extraña; escupió
las palabras y obligó a Holly a hablar—. ¿Bocarriba, bocabajo o cómo?
Holly se secó los ojos.
—Creo que estaba bocabajo.
—¿Le habían pegado?
—Creo… Creo que sí.
—¿Había perdido el conocimiento?
—Sí.
—¿Recobró el conocimiento en algún momento?
—No. Se lo han llevado al hospital. Jake llamó a una ambulancia
nocturna. Por suerte, había una cerca. Se fue con ellos. George está allí ahora.
—¿Se sabe algo de cómo está?
—No.
Lockwood se movía por el pasillo. Tenía una expresión triste y apretaba la
mandíbula con fuerza. Pasó junto a Holly como si no estuviera allí. Entonces
se detuvo.
—¿Y tú cómo te has enterado? —preguntó—. Pensaba que te habías ido a
casa.
—Sí, eso hice. Jake sabe dónde vivo, porque me ha llevado alguna vez.
Ha probado suerte aquí primero y luego ha ido a mi casa. Yo he vuelto, os
estaba esperando…
—Vale. Voy a hacer algunas llamadas. —Lockwood fue hacia la cocina.

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—Lockwood —dije—, ¿no deberíamos…?
—Voy a hacer algunas llamadas. Esperad aquí.
Desapareció. Un segundo después, oímos cómo bajaba las escaleras de
hierro.
Holly y yo nos quedamos en la entrada. Nos miramos, pero no era fácil
sostenernos la mirada. Abrazarnos era mejor. Así podíamos estar cerca y dejar
la mirada perdida al mismo tiempo. No podíamos hacer nada más.

Incluso ahora, cuando han pasado otras muchas cosas, lo que ocurrió aquella
noche horrible sigue estando borroso en mi mente. No tengo claro en qué
orden pasó todo. El tiempo actuaba de forma extraña. No tengo ni idea de
cuánto tiempo estuve en algún sitio o qué pasó primero: en el hospital, en la
entrada con Holly o más tarde (tuvo que ser más tarde, después de que
volviéramos de una visita inútil al hospital Saint Thomas, en la que no nos
dijeron nada sobre el estado de George), cuando me senté con ella en el sofá
debajo de una manta, en silencio, sin poder dormir y esperando a que
Lockwood volviera. Por alguna razón, lo que mejor recuerdo son las luces: la
lámpara de cristal en forma de calavera en la entrada; el farol con borlas en el
mueble del salón; y, sobre todo, los plafones alargados del techo de la sala de
espera del hospital, como una hilera de signos de resta, como las marcas del
centro de una carretera que no va a ninguna parte, con los protectores
antifantasmas de hierro colgados a un lado, moviéndose por la brisa del aire
acondicionado. Luces, siempre luces; intensas, tenues, penetrantes o cálidas,
pero siempre indiferentes y encendidas. Fue una noche sin oscuridad, una que
no podía apagar ni dejar de mirar.
¿Cómo llegué al hospital? ¿Cómo volví? No lo recuerdo. Lockwood
estaba allí conmigo, al menos al principio. Tengo la imagen de verle en el
coche, con el resplandor blanco de las farolas protectoras (otra vez luces)
iluminándole la cara pálida e inexpresiva. No hablamos, ni entonces ni
durante la espera eterna. No nos dejaron ver a George. No nos dijeron cómo o
dónde estaba. Tengo el recuerdo de alguien (¿Lockwood? ¿Yo?) pegándole
una patada a una silla en la recepción, pero no sé qué pasó antes ni cuáles
fueron las consecuencias, si es que las hubo. En un momento dado, el
inspector Barnes estuvo allí, igual que Quill Kipps, aunque ninguno se quedó
demasiado tiempo. Después —no sé cómo ocurrió—, estaba de nuevo en
Portland Row con Holly, con un cuenco de palomitas entre las dos y el
amanecer blanco colándose por la grieta sucia de las cortinas medio echadas.

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La noche dio paso a la mañana, y Lockwood no volvió. No regresó del
hospital en todo el día. Envió a Kipps a informarnos. Este aparecía de vez en
cuando, ojeroso y sin afeitar, para contarnos brevemente lo que ocurría. No
ocurría nada. Nada que detuviera el ruido agudo y débil (técnicamente era
demasiado agudo y demasiado débil para considerarse un grito) que no dejaba
de sonar en mi cabeza. George no había recobrado el conocimiento. Había
sufrido traumatismos en la cabeza y tenía varios hematomas en la espalda y
las piernas. A Lockwood le permitieron verle, pero muy poco rato. No tenía
sentido ir al hospital. Solo nos echarían.
Holly y yo hicimos las tareas que podíamos con torpeza, concentrándonos
en detalles insignificantes para intentar que algo fuera bien en nuestra
existencia. Yo cancelé varias citas que teníamos esa noche. Holly hizo un
poco de papeleo, pero lo dejó poco después. En vez de eso, deambulamos por
la casa. Ordenamos las bombas de sal y rellenamos los proyectiles de hierro.
Holly fue a hacer la compra. Trajo un montón de dónuts y bollitos de crema,
pero ninguna soportaba mirarlos. Los guardamos en la despensa. El día
avanzó sin rumbo, y ninguna pudo dormir.
La calavera del frasco no intentó hablar conmigo, tal vez por una empatía
extraña en él o (lo que era más probable) por un fuerte deseo de
supervivencia. Mi cabeza estaba vacía de interferencias psíquicas, lo que era
un alivio. Aunque, en realidad, estaba vacía de todo. Estaba en blanco,
expectante.
A finales de la tarde, Kipps nos llevó un último mensaje de Lockwood.
Trajo noticias que yo interpreté como optimistas, de la misma manera en la
que un hombre que se ahoga parece que va a salvarse con una ramita
alargada. Por primera vez, George empezó a responder. No había despertado
del todo aún, pero sí se movía. Lockwood se quedaría una segunda noche.
Incluso entonces, me costó mucho quedarme dormida. Podrías pensar que,
después de treinta y seis horas sin descansar, quedarme frita sería pan comido.
Pero estaba conectada a una red que se negaba a desconectarse. Me quedé
tumbada en la cama, con la mirada perdida, pensando en la nada y, cuando me
dormí, casi me desperté igual de rápido. En las primeras horas, me levanté y
clavé el estoque en la pared del dormitorio.
Al cabo de un tiempo, mientras todavía estaba oscuro, debí de caer
rendida, porque me sorprendí al abrir los ojos y ver que la luz del sol se
colaba por la ventana. El rostro del frasco sellado me observaba en silencio.
La espada sobresalía de una grieta dentada en el yeso, justo al lado de la
cómoda. Casi era mediodía. Todavía llevaba la ropa puesta.

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Me aseé, me cambié de forma automática y bajé. La casa estaba tan en
silencio como una iglesia. Parecía muy limpia y ordenada. Ayer Holly debió
de quitarles el polvo a los protectores colgados en la escalera y las paredes del
descansillo. Me acerqué a la cocina y escuché cómo se movía dentro. Hacía
ruidos hogareños y agradables con los cubiertos y la vajilla, como si fueran
mensajes de un momento más feliz.
—Hola, Holly.
Abrí la puerta y vi a Lockwood frente a la ventana. Llevaba su habitual
conjunto de pantalones oscuros y camisa blanca, sin corbata y con el cuello
desabrochado. Se había remangado la camisa, lo que dejaba ver sus brazos
delgados. No se había peinado y no estaba claro si había dormido algo o no.
Sin duda, nunca le había visto tan pálido, y los ojos le brillaban con un
resplandor extraño y enfermizo. Pero me sonrió cuando se giró y me vio.
—Hola, Lucy.
Aquel momento seguramente duraría menos de un segundo, pero sentí
como si nos hubiéramos quedado allí toda una vida. Una vida en la que yo
esperaba a Lockwood y esperaba que dijera las palabras necesarias.
Hablé un instante antes que él:
—¿Está…?
—George está bien —contestó Lockwood—. Está vivo. —Tenía los dedos
largos y delgados apoyados en el respaldo de la silla; los miró como si fueran
de otra persona. Entonces se levantó, rodeó la mesa, me envolvió con sus
brazos y tiró de mí hacia él. El tiempo volvió a actuar de forma extraña. Nos
quedamos allí no sé cuánto rato. A mí me habría gustado que durase más.
—Entonces, ¿está bien? —pregunté cuando nos separamos—. ¿De
verdad?
Lockwood suspiró.
—Bueno, no… En realidad, no. Tiene varios tipos de traumatismos, pero
ya sabemos lo dura que tiene la cabeza. —Me sonrió—. Sobrevivirá. Ha
recuperado el conocimiento, así que no tienes de qué preocuparte.
—¿Se ha despertado? ¿De verdad ha hablado contigo y todo eso?
—Sí. Está un poco adormilado. Pero al menos ya está en casa.
—¿En casa? ¿Qué? ¿Está aquí?
—No hables tan fuerte. Está arriba. De hecho, está en mi cama.
—¿No está en su dormitorio? —Hice una pausa—. Bueno, no. Ya
entiendo por qué eso no sería lo mejor.
—No. Acabaría con sepsis. Así está bien. Yo dormiré en el sofá.
—Vale. Lockwood, me alegro mucho de que hayáis vuelto los dos.

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—Yo también. ¿Quieres té? Qué pregunta más tonta. Te prepararé uno.
—Cuéntame qué ha pasado —dije—. ¿Cuándo se ha despertado? ¿Estabas
con él? ¿Qué ha dicho?
—No ha dicho mucho… Sigue muy débil. El médico no quería que se
fuera del hospital, pero esta mañana tuvo que reconocer que George estaba
fuera de peligro, así que… —Lockwood contempló la nada mientras sujetaba
una cuchara—. ¿Dónde guardamos ahora las bolsas de té?
—En la repisa, donde siempre. ¿Has dormido algo?
—No mucho. Aún no estoy preparado… ¿Qué estaba haciendo?
—Estabas preparando el té. Oye, ya lo hago yo. ¿Dónde está Holly?
¿Todavía no ha llegado? —Holly se había ido a su casa la noche anterior para
buscar el sueño que nos rehuía.
—Creo que aún no. —Lockwood titubeó—. ¿Cómo está?
—Ah, pues supongo que como todos. —Le miré y removí el té—. He
estado pensando mientras no estabas… Fuiste muy duro con ella, ¿sabes?
Cuando nos contó lo de George, en la entrada.
Lockwood cogió su taza en silencio. Después dijo:
—Quería saber todos los detalles. Quería ver la imagen de George como
si yo hubiera estado allí.
—No es culpa tuya, Lockwood.
—¿No? Barnes piensa que sí.
Recordé al inspector, con su presencia marrón y ceñuda bajo el
impermeable, pasar a mi lado en el pasillo del hospital. Era una imagen
desconectada que no iba a ninguna parte. No había detalles.
—¿Cómo se mostró Barnes cuando hablaste con él?
—Civilizado.
—¿Y qué dijo?
Lockwood suspiró.
—No tuvo que decir nada, porque su cara fue lo bastante elocuente.
Tampoco es que pudiera hablar abiertamente. Iba con varios agentes de
policía. Y también estaba el médico de George. —Lockwood sacudió la
cabeza—. No me fiaba de él. Barnes dice que ha trabajado para las agencias
Fittes y Rotwell. Tal vez no sea malo, pero… Bueno, a partir de ahora no voy
a perder de vista a George. Por eso le he traído a casa.
Miré hacia el techo.
—En realidad ahora le estás perdiendo de vista.
Él volvió a sacudir la cabeza.
—No exactamente. Tiene compañía.

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—¿Quién? Holly no es. Kipps tampoco, desde luego. ¿O Kipps está aquí?
—Flo.
—¿Qué? ¿Flo? ¿Está en la habitación con él? —Le miré fijamente—. ¿No
será antihigiénico?
—Ha insistido mucho.
—¿Cómo se ha enterado?
—No lo sé. Se ha presentado aquí hace una hora y ha irrumpido en el piso
de arriba. Ha venido con unas cosas negras en un tarro. —Se frotó la nuca—.
Por lo que más quiera, espero que sean uvas, pero con Flo nunca se sabe.
Me bebí el té y dejé que el calor me recorriera. Como de costumbre, la
sensación me recordó lo importante. El momento se volvió más sencillo y mis
necesidades estaban más claras.
—Lockwood, quiero ver a George —le dije—. Quiero verle ahora.

La puerta del dormitorio estaba entornada, así que pudimos abrirla sin hacer
ruido. Normalmente, la habitación de Lockwood estaba enfrente de la de
George y estaba limpia, ordenada y apenas tenía muebles. No es que entrara
mucho, pero siempre la asociaba con la luz del sol, las sábanas blancas suaves
y el olor a lavanda. Ver a Flo Bones agachada en el sillón como un hongo de
la muerte hizo que olvidara completamente esas asociaciones. Se levantó un
poco el sombrero de paja y nos pidió que guardáramos silencio con gestos
serios. El ambiente olía a antiséptico y también a rancio y a barro (cortesía de
Flo). Las cortinas estaban medio echadas. La cama, con las mantas arrugadas,
no se veía bien. Era difícil ver a su ocupante.
Atravesamos la alfombra. La chaqueta acolchada de Flo chirrió cuando se
levantó del sillón.
—¡No le molestéis! —siseó—. ¡Necesita descansar!
—Ya lo sé —murmuró Lockwood—. ¿Cómo está, Flo? ¿Se ha
despertado?
—Ha estado balbuceando un montón de cosas. Ha pedido agua. Le he
dado un poco.
—Supongo que eso está bien, siempre y cuando te hayas lavado las
manos. Ahora que lo pienso y ya que estás, también podrías quitarte las botas.
—Hazme caso, Locky, mis calcetines te dejarían unas manchas peores en
la alfombra. —Aunque Flo habló con su entusiasmo habitual, lo hizo sin
levantar la voz y vi cómo me miraba atentamente cuando me acerqué a la
cama. Era extraño en ella que pasara un tiempo en nuestro mundo seco y con

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tejado. Prefería vivir bajo las estrellas y los puentes, con el agua salpicándole
en las botas, en una vida aislada y anfibia. Ahora no había nada de aquello.
Estaba aquí, en nuestro momento de crisis. Estaba aquí por George.
Al principio, lo que me impactó fue lo pequeño que se le veía, lo bajo y
triste que era el bulto debajo las sábanas. Casi pasaba desapercibido, porque
tu mirada se fijaba en las almohadas apiladas o en la colcha que estaba medio
en el suelo. Pero no, porque sus gafas características estaban colocadas con
cuidado en la mesilla de noche, y una grieta atravesaba en diagonal uno de sus
cristales. Y allí, metido entre las almohadas (verlo hizo que aguantara la
respiración) había un objeto más o menos redondo, oscuro y claro a la vez. La
parte clara eran las vendas, de las que sobresalían unos cuantos mechones
tristes de pelo rubio. La parte oscura eran los moratones. No había mucho en
el medio.
—Oh, George —dije.
La figura se movió débilmente y yo di un respingo; gimió y dijo algo
ininteligible. Un brazo salió de debajo de la sábana y se dejó caer.
—¡Mira lo que has hecho, idiota! —siseó Flo—. ¡Tenías que acercarte a
despertarlo!
Pero Lockwood y yo ya estábamos junto a la cama, arrodillados cerca de
él.
—¡George!
—Hola, George. Soy yo, Lucy.
Él intentó hablar. Me impresionó y horrorizó lo tenue que sonó su susurro.
El susurro fue algo espantoso, más que ver su rostro golpeado o su cuerpo
encogido en la cama. Lo volvió a intentar: ronco, insistente e imposible de
oír. Estiramos el cuello para estar más cerca. George no había abierto los ojos
hinchados. Movió a ciegas la mano y agarró a Lockwood del brazo.
Esta vez sí le salieron las palabras.
—Se lo llevaron —murmuró.
—¿Qué?
—El libro de Marissa. Lo tenía, pero… —Sus palabras se apagaron.
La expresión de Lockwood me asustó, pero su voz sonó suave y tranquila.
—Oye, no te preocupes por eso —dijo. Le dio una palmadita a George en
el mano—. Lo único que importa es que ahora estás en Portland Row. Luce
está aquí y yo también, y ya sabes que tienes a la buena y fiel Flo a tu lado…
George retiró la mano.
—Sí… Sí, eso está bien.
—Sí. Lo importante es que necesitas dormir, George.

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La cabeza vendada se alzó de la almohada. Los dos nos apartamos de
golpe.
—¡No! ¡Lo tenía! ¡El libro de Marissa! ¡Las pruebas, Lockwood…! —Se
hundió en un ataque de tos leve.
Flo se acercó rápidamente.
—Vale. Le habéis excitado. Se acabó el tiempo.
—No, no pasa nada, Flo. ¿Quién fue, George? ¿Quién te hizo esto? ¿Los
vistes?
—No, pero…
—Pero ¿qué, George? ¿Fue sir Rupert Gale?
Tardó mucho en responder. Empecé a pensar que se había quedado
dormido. Apenas escuchamos el murmullo.
—Le olí. Su loción de afeitar. Cuando caí al suelo… —Su voz se apagó
—. Lo siento…
—No tienes que sentir nada, George. Tú descansa. —Lockwood le tocó la
mano sin fuerzas. Se levantó poco a poco y se irguió con la mirada perdida—.
Nos vamos ya, Flo. Llámanos si necesitas algo, ¿vale?
Ella asintió desde un lado de la cama, donde estaba arreglando las mantas.
Dado que normalmente dormía a orillas del río y en una playa de guijarros
embarrada, me impresionó bastante. George volvió a hundirse entre las
almohadas. Ahora era otra vez un montículo pequeño y bajo en el centro de la
cama.
Salimos del dormitorio y cerramos la puerta en silencio.
—Voy a matarlos —dije—. Lockwood, te juro que los voy a matar.
Él no dijo nada. Estaba muy quieto, de pie en las sombras del descansillo.
Le di una patada al pasamanos y me hice daño en el pie. Tenía que moverme.
Tenía que golpear algo. De lo contrario, no soportaría la rabia que me invadía.
—¡El imbécil de sir Rupert Gale y sus malditos secuaces! Voy a coger mi
estoque, salir a buscarlos y hacer que paguen.
—No vas a hacer eso, Lucy.
—Sí lo haré. Voy a matarlos.
—No.
—¿Por qué?
—Porque solo empeorarías las cosas. Y también porque no es nuestro
estilo. Vamos a hacer algo mejor. Y lo haremos en equipo.
Dejé de intentar destruir su casa y le miré. Un rayo de luz se colaba por la
ventana del rellano, y su resplandor hacía que Lockwood pareciera etéreo,
como una figura de vidrio.

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—Nuestros enemigos piensan que somos débiles —continuó—. La verdad
es que me he estado reprimiendo todo este tiempo. —Me sonrió y sus ojos
eran tan firmes como una piedra—. Pues eso se acaba hoy. Nos enfrentaremos
a ellos donde menos se lo esperen. Nos enfrentaremos a ellos, Lucy, y los
hundiremos.

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L a promesa de Lockwood sonaba bien, sobre todo porque la dijo mientras


un rayo de sol le iluminaba y todo eso, pero no pude evitar fijarme en
que no dio ningún detalle. De hecho, fue de lo más impreciso. No es que
me molestara especialmente, porque sabía que se le ocurriría algo. Supuse que
así tendría tiempo de elaborar un plan.
En eso me equivoqué bastante. Lockwood no solo tenía ya un plan, sino
que ya había comenzado. Descubrí después que había estado ideando la
respuesta al ataque de George casi desde el momento en el que ocurrió.
Durante su larga vigilia en el hospital, la conmoción inicial dio paso a un
propósito enfurecido. Tuvo bastante tiempo para analizar sus opciones, tomar
decisiones y dar comienzo a su estrategia. Pero yo solo empecé a darme
cuenta de todo cuando Quill Kipps apareció aquella tarde con una bolsa de
plástico abultada en la mano.
—Aquí tienes, Lockwood —dijo, dejando el contenido en la mesa de la
cocina—. Cuatro pasamontañas negros y cuatro pares de guantes negros y
finos. Los compré en una tiendecita cutre de Whitechapel. He acabado con
todas las existencias de ropa protectora siniestra. Va a haber muchos
criminales decepcionados en East End hasta que no reciban su próxima
entrega.
—Excelente. —Lockwood estaba estudiando el pasamontañas—. Veo que
tienen agujeros para la boca y todo, así podremos hablar entre nosotros sin

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problemas. Eso siempre es útil. Gran trabajo, Quill. ¿Cómo ha ido la
vigilancia?
—Muy bien. —Kipps le dio un golpecito a su mochila—. También tengo
fotos.
—Genial. ¿Será viable?
—En el peor de los casos, puede que tengamos que machacar a unos
cuantos jubilados.
—Creo que podremos soportarlo.
Holly y yo seguíamos el intercambio como si fuera un partido de tenis,
confusas y girando las cabezas de Quill a Lockwood y viceversa. Holly
levantó una mano.
—Ahora tendremos que machacaros nosotras si no empezáis a decirnos
qué pasa —dijo—. Sin peros, por favor. Contádnoslo.
Lockwood sonrió.
—Desde luego. Vamos a terminar la investigación de George. ¿Quién se
apunta a un robo?

Una mosca en la pared, atraída por la expectativa de probar una de las tartas
de Holly, al principio no se habría fijado en que había algo extraño en nuestra
reunión del salón de aquella tarde. Habíamos planeado tantas misiones allí,
que por qué iba a ser esta tan diferente. Pero sí lo era. Para empezar, no había
ninguna tarta. Nos habría parecido mal comer mientras George estaba
sufriendo en la planta de arriba. Sin tarta, sin té y sin George. Y nuestra
conversación tampoco trataba sobre fantasmas. Hablábamos en susurros, con
los rostros pálidos y sombríos.
Kipps comenzó. Sacó un paquete de fotografías granulosas en blanco y
negro y las extendió sobre la mesa. Casi todas mostraban una puerta negra y
elegante con columnas encaladas a ambos lados. De ella salía una serie de
hombres y mujeres de edad avanzada y bien vestidos. Uno en concreto me
llamó la atención.
—Le conozco —dije, señalando la foto de un hombre canoso. Tenía una
frente grande y abultada y una leve joroba; su levita larga y negra estaba
pasada de moda, sin duda.
Lockwood asintió.
—Sí. El secretario de la Sociedad Orfeo. Esta es su puerta principal.
La Sociedad Orfeo era un club muy exclusivo en el centro de Londres.
Sus miembros eran empresarios famosos y ejecutivos. Su propósito oficial era

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investigar aspectos del Problema, pero nosotros sabíamos que aquella
investigación se había convertido en algo práctico. Las gafas que llevaba
Kipps, las que le permitían ver a los fantasmas pese a sus avanzados veintidós
años, eran una creación de la Sociedad Orfeo. Y Penelope, o Marissa, como
me estaba obligando a llamarla cuando pensaba en ella, estaba muy
relacionada con sus actividades furtivas. Estuvimos en su sede una vez, y nos
encontramos con una casa adosada lujosa y recargada decorada con cuadros al
óleo, estatuas de mármol y puertas silenciosas y cerradas.
—No tengo que recordaros —continuó Lockwood— que cuando atacaron
a George él llevaba una copia de Teorías ocultas, el importante libro perdido
que escribió Marissa. Rupert Gale se lo quitó. Por lo que sabemos, solo
existen otras dos copias. Una está en la Biblioteca Oscura de la Casa Fittes, a
la que no podemos acceder porque está demasiado vigilada. Pero la otra está
aquí, en la Sociedad Orfeo, y es la que pretendo robar esta noche. No hay que
avergonzarse de ello, porque está claro que la gente de Orfeo está metida en
todo este asunto de Marissa. ¿Recordáis al viejo secretario que habló con
nosotros cuando los visitamos? Dijo que su principal preocupación era ganar
una batalla, no solo contra los fantasmas, sino contra la propia muerte. Lo que
es básicamente lo que pensamos que Marissa intenta hacer.
—Ella fundó la sociedad —añadí.
—Exacto. —Lockwood nos miró de uno en uno—. ¿Estáis todos
dispuestos?
—Por supuesto que sí —dijo Holly—. No tienes ni que preguntarlo.
Kipps se echó hacia delante en la silla.
—Vale, pues llevo dos días vigilando la sede de la sociedad —dijo—,
observando quién entra y quién sale y viendo qué medidas de seguridad
tienen. Siempre cierran a las once de la noche, ni un minuto más tarde.
Después es imposible entrar por las ventanas de la primera planta, porque
ponen rejillas de hierro antifantasmas cuando oscurece. Una segunda
dificultad es que el edificio nunca está vacío. Parece que se quedan sobre todo
en la planta baja, pero allí llevan a cabo alguna actividad que continúa
prácticamente toda la noche.
—¿Qué tipo de actividad? —pregunté.
—Ni idea. Podrían ser reuniones, experimentos ocultistas extraños o
puede que se queden dormidos delante de la chimenea. La mayoría de los
miembros son ancianos. Se ve en las fotos que les hice cuando se van por la
mañana.
Estudiamos las fotografías.

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—Están un poco borrosas —comentó Holly.
—Si George estuviera aquí —dije—, tendríamos planos del edificio, una
lista completa de los miembros autorizados y la historia resumida de la
organización.
Kipps me miró.
—Todo el mundo critica… ¿Sabéis cómo las he hecho? Me vestí de
obrero y pinté las barandillas de la casa de enfrente. —Apenado, sacudió la
cabeza—. Os lo aseguro, es complicado sacar rápidamente una cámara del
bolsillo y enfocar a la gente sin que se den cuenta.
—Lo has hecho bien —opinó Lockwood—. Fijaos, reconozco a algunos
de los demás. Estos son los gemelos viejos que dirigen Sunrise Corporation,
¿no? La sociedad tiene unos miembros muy famosos. ¿Cuántas personas suele
haber en el edificio por la noche?
—Diría que cuatro o cinco. El secretario siempre está dentro. Parece que
vive allí.
Lockwood tamborileó con los dedos.
—Bueno, no es el sitio perfecto para un ladrón. Aun así, solo son un
grupo de viejales. Si alguno nos molesta, le tumbamos, le atamos y seguimos
con la operación. No es el plan más pulido, pero, sinceramente, no me apetece
algo más sofisticado. ¿Alguna pregunta?
Holly levantó la mano.
—No tengo muy claro cómo vamos a entrar.
—Ah, por eso no te preocupes. Kipps ya lo ha averiguado. ¿Alguna
pregunta más?
—¿Qué pasa con George? —dije—. ¿Nos parece bien dejarle con Flo?
Lockwood asintió.
—Está siendo muy atenta. Creo que estará bien.
Entonces un sonido estridente e indescriptible retumbó en la planta de
arriba. Nunca había oído lo que hace una hiena cuando hacen un ritual para
destriparla, pero seguramente este sonido era menos atractivo. Nos apartamos,
sorprendidos.
—Creo que esa es Flo riéndose —susurró Lockwood—. Debe de estar
intentando animar a George. Menudo día llevamos.

El distrito de St. James, donde se encontraba la sede de la sociedad Orfeo,


estaba bien protegido de los muertos que se levantan. Al caer la noche, las
hileras de farolas protectoras titilaban y brillaban por todas las calles,

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mientras el agua fluía por los túneles acuáticos junto a las aceras y los
braseros de lavanda ardían frente a las puertas negras y anchas. Desde el
tejado al que nos habíamos subido, con la respiración entrecortada tras la
escalada, veíamos las llamaradas moradas resplandeciendo muy por debajo y
olimos la lavanda en el aire. En la lejanía sonó una sirena. Lockwood estaba
en lo más alto del tejado, mirando hacia el oeste. Un viento suave le echaba el
pelo hacia atrás y hacía ondear su abrigo. Su mano descansaba sobre la
empuñadura del estoque. Parecía pensativo, como si estuviera observando el
futuro y hubiera descubierto algo triste. Me dolía el corazón de verle así.
—Menudo pretencioso —dijo una voz asqueada desde mi mochila—.
Solo lo está haciendo para causar impresión. En realidad no tendría por qué
estar ahí arriba. Seguro que ni siquiera vamos en esa dirección.
—Sí vamos por ahí —contesté—. Estos tejados llegan hasta el edificio de
la Sociedad Orfeo. Está comprobando que la ruta esté despejada.
La calavera resopló.
—¡Pues claro que está despejada! Por eso estamos aquí arriba, ¿no? Tal
vez haya algunas palomas en su nido y puede que piséis un gato muerto. Por
lo demás, es un paseo fácil…, siempre que dejéis de aparentar estar perdidos
y ser nobles y empecéis de verdad.
El camino había sido fácil hasta ese momento. Fuimos andando hasta St.
James, casi a la misma calle en la que se encontraba la Sociedad Orfeo, y
luego nos desviamos siguiendo las indicaciones de Kipps hasta una casa
adosada que estaban renovando en la carretera de atrás. Unos andamios
tapaban la fachada. Las escaleras nos llevaron al piso más alto y, después de
trepar un poco, alcanzamos el tejado. Estábamos en un paisaje de tejas
iluminadas por la luna y canalones sombreados, un mundo de puntas y
depresiones que se extendía en el horizonte como un mar congelado.
Lockwood hizo un gesto para que nos acercáramos; bajó de un salto a un
tejado alejado y apareció de nuevo junto a una chimenea delante. Le seguimos
en silencio, cargados con las mochilas, resbalándonos con las botas y tratando
de ignorar la terrible caída que nos separaba de la calle. No había palomas ni
gatos muertos. Después de un par de minutos, llegamos a un punto en el que
habían anudado y atado una tela azul en el cañón de una chimenea. También
lo rodeaba una cuerda larga y enrollada que tenía un nudo corredizo y firme.
Kipps había preparado el camino la noche anterior.
—Ya está —anunció Lockwood—. Ahora estamos sobre el edificio de la
Sociedad Orfeo. —Comprobó que su navaja estuviera amarrada al cinturón de

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trabajo y sacó su pasamontañas del bolsillo—. Pues ha llegado el momento.
Poneos las máscaras.
Kipps jugueteaba con sus gafas.
—¿Creéis que debería ponérmelas encima del pasamontañas o debajo?
—Encima, claro —contestó Holly—. Si no parecerás más deformado que
de costumbre.
—Eso pensaba. ¿Necesitas algo más, Lockwood?
—No. —La cara de Lockwood estaba oculta bajo el pasamontañas. Arrojó
el extremo de la cuerda al vacío. Después agarró el resto y empezó a caminar
de espaldas hacia el borde—. No perdáis de vista la cuerda —dijo—. Tiraré
cuando sea seguro bajar.
Alcanzó el final de las tejas y se asomó al abismo. Permaneció allí un
instante, inclinado hacia atrás y con las botas sobre el bordillo. Entonces
siguió bajando moviendo una mano y después la otra. Desapareció unos
segundos más tarde.
Nos agachamos como gárgolas en el tejado, sin rostro, encorvados bajo
las mochilas y con las estrellas iluminando las espadas. El viento mecía las
puntas del pelo de Holly que le sobresalían del pasamontañas. Oímos el
tintineo minúsculo de un cristal al romperse en algún sitio. Esperamos y
observamos la cuerda. No nos movimos.
—Seguro que se ha caído —dijo la calavera—. Seguro que el tintineo ha
sido él al aterrizar en ese invernadero de abajo.
La cuerda se sacudió con fuerza, primero una y luego otra vez. Yo estaba
más cerca. Como siempre que había una gran altura, era el momento de no
pensar demasiado. Siguiendo el ejemplo de Lockwood, agarré la cuerda, salí
del tejado y bajé. Intenté ignorar el roce de mi mochila al balancearse entre
mis omóplatos, y también el espacio vacío.
Me concentré únicamente en las botas y me aseguré de ver cómo las
colocaba bien, primero en las tejas de pizarra, después en el canalón negro y,
por último, en los ladrillos oscuros e irregulares por los que descendí.
Al rato vi madera blanca entre mis botas y el cristal de una ventana de
guillotina levantada. También vislumbré el resplandor de un farol. Era
Lockwood, que estaba debajo haciéndome señales. Obedecí sus gestos y
caminé por el lateral del marco de la ventana hasta llegar a la abertura. Sus
brazos me agarraron y me metieron en el edificio.
Me sonrió en la oscuridad.
—¿Estás disfrutando, Luce? —Volvió a tirar de la cuerda—. He tenido
que romper una esquina del cristal, pero no creo que nadie lo haya oído.

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Había atenuado el farol y, pese a la poca luz que proyectaba, pude percibir
los detalles de la habitación en la que me encontraba. Contenía una mesa
ovalada con cuatro sillas y un aparador con botellas de agua y montones de
gafas. Había una taza con bolígrafos en la mesa, al lado de un reloj pequeño.
La pared estaba cubierta con un papel oscuro y decorada con fotografías
enmarcadas de los miembros de la Sociedad Orfeo a lo largo de los años. La
estancia desprendía un fuerte olor a cera para muebles y lavanda. Usé mis
habilidades de forma automática, aunque no esperaba encontrar apenas
anomalías psíquicas. No había nada. Era una sala de reuniones privada; había
estado en habitaciones parecidas en numerosos despachos de Londres.
Me giré hacia la ventana para ayudar a Lockwood a dejar pasar a los
demás. En cuestión de minutos, Holly (ella llegó primero) y Kipps
aparecieron colgados de la ventana. Todo salió bien. Pronto estuvimos juntos
en la habitación pequeña, donde escuchábamos el tictac del reloj.
Lockwood sacó otra cuerda de su mochila y la ató a una pata de la mesa.
—Si tenemos que salir corriendo —dijo—, la tiramos por la ventana y
bajamos. No perdemos el tiempo intentando escalar. Esta habitación será la
salida, ¿vale? Si nos separamos, volved aquí.
—¿Y por dónde vamos ahora? —pregunté—. La sala de lectura está en la
primera planta, ¿no?
—Sí, pero puede que el libro de George no esté allí. Buscaremos
metódicamente. Lo más importante es permanecer en silencio. Si podemos
hacerlo sin interrupciones, mucho mejor.
Dejamos el farol encendido en la ventana y atravesamos la estancia con
las linternas alumbrando las paredes. Lockwood abrió la puerta despacio.
Detrás había un pasillo ancho y oscuro que recorría todo el largo del edificio.
Estaba en penumbra, pero al fondo brillaban unas luces, donde había una
escalera. Las alfombras gruesas de color rojo amortiguaban nuestras pisadas.
Oímos el tictac de otro reloj, pero no había ningún otro sonido en la casa.
—Calavera —susurré—. ¿Percibes algo?
—Solo los latidos nerviosos de vuestros corazones y el sabor a vuestro
miedo. ¿Te refieres a eso?
—Yo estaba pensando más bien en actividad sobrenatural… Tú avísame.
La mayoría de las habitaciones que daban al pasillo tenían las puertas
abiertas y acordamos rápidamente que se trataba de otras salas de reuniones,
baños e incluso un dormitorio pequeño. Todas tenían muebles bonitos,
aunque no había nada extraordinario en ellas. Pero sí había una puerta que
Holly intentó analizar y que era mucho más interesante. Cuando iluminó el

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interior oscuro con la linterna, soltó un grito ahogado, se apartó y desenvainó
el estoque.
Nos colocamos a su lado en cuestión de segundos.
—No pasa nada —susurró—. Es solo que… Por un segundo horrible he
pensado que estaba llena de gente.
Lockwood abrió la puerta y, a pesar de la seguridad de Holly, no pude
evitar dar un respingo involuntario. Todas las linternas alumbraron lo que
parecía una hilera de figuras encapuchadas colocadas en fila. Los monjes
sangrientos de Ashford, uno de nuestros primeros casos, había empezado de
forma parecida, y brillaban con la misma luz plateada y espeluznante… Salvo
por lo de la sangre, obviamente. Pero estos no eran fantasmas. Aunque se te
erizara la piel y las piernas te suplicaran que dieses media vuelta, tu cerebro
se fijaba en el perchero de ropa muy normal y la hilera de ganchos donde
estaban colgadas las túnicas. Todo lo demás estaba lleno de cajas
perfectamente colocadas, cada una decorada con la marca de un arpa griega,
que era el símbolo de la Sociedad Orfeo.
La casa estaba en silencio y era una estancia demasiado interesante como
para dejarla pasar, aunque era obvio que allí no había libros. Me acerqué al
perchero y pasé los dedos por las túnicas plateadas. Para mi sorpresa, no
estaban hechas de tela o seda, sino de muchísimas escamas diminutas, tan
ligeras como la gasa, y cosidas cuidadosamente. Fluían como el agua entre
mis manos.
—Mira estas capas, Lockwood —dije—. ¿Te recuerdan a algo?
Él asintió.
—Nuestras capas protectoras eran de plumas, pero tal vez sean casi
iguales. Fíjate en cómo las láminas de plata se adhieren a la malla. —No
podía verle fruncir el ceño, pero oí la perplejidad en su voz—. Se parecen
muchísimo…
—Y mirad —añadió Kipps—. Más gafas como las mías.
Había abierto una de las cajas. Dentro había un casco extraño, suave y
deforme, hecho también de escamas de plata, y con un par de pesadas gafas
pegadas a él.
—Eso era de esperar —opiné—. Las tuyas se las robamos a un miembro
de la sociedad… Lockwood, se ponen estas cosas para ir al más allá…
—Estos idiotas están haciendo lo mismo que Rotwell —dijo Lockwood
—. Entrometerse en cosas que no son de su incumbencia. Bueno, no hemos
venido para esto. No podemos perder el tiempo.

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Sin embargo, nos quedamos allí. En otras cajas había guanteletes
plateados para ponerse en las manos y botas de malla para protegerse los pies.
La mayoría de las cajas tenían nombres garabateados, supuestamente los de
sus dueños. Algunos nos resultaban familiares, como los de los grandes
empresarios del sector. Nuestros ojos se encontraron bajo los pasamontañas.
Había triunfo en nuestras miradas, pero también miedo. Aquel descubrimiento
era importante. Muy importante. Podíamos notar cómo se abría un abismo
bajo nuestros pies. Si nos tropezábamos, sería una caída muy larga.
Salimos de la habitación y nos movimos en silencio hasta el final del
pasillo. Allí había una escalera, iluminada por candelabros dorados. Los
peldaños estaban cubiertos con una alfombra roja, y unos retratos oscuros de
hombres serios y barbudos nos miraban desde unos marcos pesados. Era el
tipo de escalera en la que, si te asomabas desde arriba, se podía ver el
recibidor, tres plantas más abajo. Lo hicimos. Unas lámparas tintineaban en
los descansillos inferiores, pero el resto estaba tranquilo. Aunque no en
silencio. Aquí el ruido de los relojes sonaba más fuerte. Podíamos oírlos
haciendo tictac en las profundidades de la casa. Parecía un lugar muy
consciente del tiempo.
—Pues intentemos con la siguiente planta —susurró Lockwood—. ¿Estáis
todos bien?
Los tres asentimos y cuatro sombras bajaron los peldaños, muy cerca de la
pared. Íbamos ligeros en esa misión, porque solo llevábamos las espadas y las
armas explosivas, en lugar de cargar con cosas pesadas como los proyectiles
de hierro o las cadenas. La alfombra absorbió todo el sonido. Giramos la
curva de la escalera de puntillas y nos encontramos frente al descansillo de la
segunda planta. Era prácticamente igual que el de arriba. Un busto de yeso de
una mujer de rasgos prominentes descansaba sobre un pedestal, desde donde
nos miraba con desaprobación. Había macetas con helechos. Al fondo estaba
el pasillo y había más habitaciones.
En las entrañas de la casa se abrió una puerta, que dejó escapar
fragmentos de una conversación lejana. El sonido se apagó igual de rápido
que había aparecido, y todo se volvió a sumir en el silencio. Nos quedamos
congelados en la escalera. No oímos nada más. Al fin, Lockwood nos hizo
una señal y bajamos al descansillo sin hacer ruido.
Un vistazo rápido nos mostró que el pasillo estaba tan sombrío y
elegantemente amueblado como su equivalente de la planta de arriba. Allí no
había nadie. Lockwood se acercó a la puerta más cercana, escuchó y la abrió
con cuidado. Soltó una exclamación suave.

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—Puede que no tengamos que buscar mucho más —murmuró—. Es una
especie de biblioteca.
Unos segundos después ya estábamos dentro y con la puerta cerrada a
nuestras espaldas. Holly encendió un farol y la luz nos confirmó que el
optimismo de Lockwood estaba justificado. Era una cámara ancha y
rectangular que se extendía por la parte del edificio que daba a la calle. Dos
ventanas altas mostraban las casas adosadas de enfrente. Todas las paredes,
pintadas de granate oscuro, tenían estanterías de madera blanca empotradas.
Entre los muebles habían colgado mapas viejos y pinturas. Unas mesas de
lectura pesadas se esparcían por la estancia, junto a sillones de cuero y cada
uno con su propia lámpara de pie. En una mesa había una estatua de un
hombre de rostro severo con gafas. Un globo terráqueo enorme y precioso,
hecho de infinidad de trozos incrustados de madera de colores, estaba colgado
de una estructura plateada.
—Tiene que estar aquí, en el alguna parte —dijo Lockwood girando con
cuidado el globo—. Vale, el libro que queremos se llama Teorías ocultas.
Empecemos a buscar.
Holly colocó el farol en la mesa. Nos separamos y estudiamos las
estanterías.
Resultó que la mayoría de los libros estaban encuadernados en cuero
negro y tenían el arpa de Orfeo estampada en la cubierta. También tenían el
nombre del autor grabado en el lomo. Estaban ordenados alfabéticamente,
pero como el autor de Teorías ocultas era oficialmente anónimo, aquello no
servía de mucho. Pasó el tiempo y de vez en cuando me acerqué a la puerta
para escuchar, pero todo seguía tranquilo.
Al fin, Holly se apartó de un salto de una estantería cerca de la ventana
con un volumen fino en la mano.
—¡Lo tengo! —exclamó—. ¡Teorías ocultas! Es este seguro.
Fuimos hasta ella.
—Sí, ese es —contestó Lockwood—. Bien hecho, Hol. George estaría
orgulloso.
—Le habría encantado esta sala —apunté—. Hay tantos libros extraños.
Mirad este: Londres oscuro, una cartografía provisional. ¿Qué creéis que
significa?
—No lo sé, pero…
—¿Habéis oído algo? —preguntó Holly.
La miramos.
—¿Oír el qué?

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—No sé. Un sonido metálico en alguna parte.
Yo era quien estaba más cerca de la puerta. Me acerqué, la abrí y observé
el pasillo. Como antes, las luces seguían siendo tenues y la alfombra suave y
brillante. Escuché atentamente, pero no oía nada que no fuera el tictac, tictac,
tictac de los relojes.
—¿Calavera? —dije.
—No hay anomalías psíquicas. Todo está en silencio.
Extraordinariamente en silencio.
—Bien.
—Se podría decir que casi inquietantemente en silencio…
Volví a entrar y cerré la puerta.
—Deberíamos salir ahora que podemos.
Lockwood asintió.
—Estudiaremos el libro en casa. Vamos.
Recogimos las bolsas y revisamos la estancia en silencio por si nos
dejábamos algo. Holly colocó el globo para que estuviera en la misma
posición que antes.
—Es mejor no dejar rastro —dijo sonriendo. Nos reunimos junto a la
puerta.
Excepto Lockwood. Estaba observando la estantería que tenía al lado. De
repente, echó a correr y sacó algo. Era un panfleto delgado con
encuadernación de cuero negro.
—¿Más cosas sobre Marissa? —dije.
—No… —Sostuvo el lomo para enseñármelo. La palabra «Lockwood»
estaba grabada con pan de oro—. Lo escribieron mis padres —explicó—. ¿Te
acuerdas cuando conocimos al secretario de la sociedad el año pasado? Dijo
que mis padres dieron una conferencia aquí. Debe de ser la transcripción. —
Abrió el panfleto por la primera página.
Noté una vibración en mi mochila.
—Oigo ruidos —dijo la calavera.
—¿Ruidos? ¿Dónde?
—En algún rincón profundo. Pero están subiendo por toda la casa.
—Lockwood, tenemos que irnos.
—Sí, claro… —La voz de Lockwood se apagó. Estaba mirando el
panfleto que tenía en la mano.
—¿Lockwood? —le llamé—. ¿Estás bien?
No me respondió; no me había oído. Era como si le hubieran apagado con
un interruptor. Tenía los ojos redondos y afligidos. Algo había cambiado en

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su cara. Tenía la boca abierta. Kipps estaba escuchando en la puerta.
—¡No hay tiempo para esto! Tenemos problemas.
Ahora yo también lo oía: unos extraños golpes secos y estruendos
acercándose por la escalera.
—¡Apagad las linternas! —Corrí hacia Lockwood y le tiré del brazo—.
Lockwood —espeté—. Vamos.
—Es su última conferencia —dijo—. La que iban a dar cuando murieron.
—Ah, eso es genial —respondí—. La querías, ¿no? ¡Cógela y vámonos!
—Pero la fecha…
No nos quedaba tiempo. Un enorme estallido sonó en el pasillo, lo que
hizo que todos nos sobresaltáramos. Hubo un chirrido tremendo y un alarido
metálico. La puerta se abrió de golpe y una figura horrible y deforme
irrumpió en la sala.

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F ue una visión horripilante: gris, brillante y de un tamaño imposible. La


criatura era tan alta que tuvo que agacharse para caber por la puerta.
Tenía los ojos saltones y las piernas parecidas a las de los insectos,
largas y con articulaciones extrañas. Los brazos acababan en unas enormes
garras. La luz del pasillo iluminaba su silueta. Cuando entró, agarró a Kipps
con la mano derecha y le rajó la chaqueta cuando se apartó. La mano
izquierda buscó a Holly, pero ella se había tirado a la alfombra y solo
consiguió cortar con la garra un par de mechones de pelo que le salían por
detrás del pasamontañas.
Lockwood y yo permanecimos justo enfrente de la figura mientras esta se
estiraba hasta recuperar su verdadera altura. Oímos el silbido de unos pistones
y el chirrido del metal. La luz de unas linternas la envolvía, pero la cosa en sí
estaba oscura. Nuestros cerebros aún intentaban procesar qué estábamos
viendo. No era un fantasma, puesto que era demasiado sólido y llevaba
demasiado hierro. Era monstruoso, sí, pero no un monstruo. Dentro había, sin
duda, un hombre.
—¿Qué ocurre, Terence? —preguntó una voz aguda—. ¿Qué hay ahí?
—¡Ladrones! —gritó la cosa—. ¡Atracadores!
Reconocí la voz. Mi suposición se confirmó al instante, puesto que
Lockwood apuntó a la figura con la linterna y la iluminó. El resplandor reveló
al secretario de la Sociedad Orfeo; el pelo blanco y largo rodeaba un par de

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gafas gigantes y llevaba un traje de cota de malla ancho sobre el abrigo
oscuro. Sus pies y sus espinillas estaban protegidos por unos zancos de hierro
con suspensión que se ajustaban y siseaban con cada movimiento. En las
manos llevaba guanteletes de metal, y los dedos terminaban en unas garras de
aguja de treinta centímetros. Gritó cuando el haz de luz le cegó, protegiéndose
el rostro con un brazo.
—¡Ladrones! —chilló de nuevo—. ¡Ladrones en la biblioteca de
investigación!
—¡Entonces apártate, viejo estúpido! —gritó otra voz—. ¡Déjanoslos a
nosotros!
Con un silbido y un salto, el secretario se apartó con una sorprendente
agilidad. A su espalda, cuatro figuras deformes más se agrupaban en la puerta.
Cada una pertenecía a un hombre de pelo gris o a una mujer con vestido de
noche pasado de moda; todos llevaban gafas pegadas a la cara y una armadura
plateada que tintineaba. Las dos mujeres sostenían unas armas extrañas:
negras, de punta chata y con mangueras de goma enrolladas, que se
conectaban a unas botellas cromadas colocadas sobre los artefactos. Uno de
los hombres empuñaba un arma que parecía un arpón mecánico. Su
acompañante llevaba un aparato similar a una caja pegado a la espalda. De él
salía un tubo largo de latón, le pasaba por encima del hombro y terminaba en
un embudo grande. Todos los objetos parecían estar hechos con brusquedad,
pues habían soldado las piezas para que no se separasen con remiendos.
Aunque estaban hechos toscamente, estaba claro que funcionaban.
Los cuatro se alinearon frente a la puerta, al lado del secretario. Holly
había corrido hasta la esquina más alejada de la biblioteca, detrás del globo.
Kipps, con un lado de la chaqueta cayéndole por las rodillas, se había
escondido en la otra. Yo saqué el estoque. Miré a Lockwood, pero su rostro
estaba oculto y sus emociones eran indescifrables. Se guardó el panfleto
dentro del abrigo y dejó que las manos le cayeran a ambos lados del cuerpo.
Durante un instante, nadie se movió. Una de las armas emitió un zumbido
fuerte, como el de una aspiradora encendida. Por lo demás, la estancia estaba
en silencio.
—¿Quiénes sois? —preguntó una de las mujeres. Era muy bajita y algo
cuadrada, y el corte del vestido verde de tweed y la chaqueta bajo la cota de
malla plateada le hacían aún más cuadrada. Era una de esas mujeres de
aspecto intelectual cuyo pelo largo y gris le favorecería mucho más si se lo
hubieran cortado y peinado bien. Pero no es algo que le dirías, puesto que su

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arma era más grande que su cabeza—. ¡Hablad! —bramó—. Decidnos
vuestros nombres.
Ni de broma íbamos a responder a eso.
—¡Son agentes! —exclamó el hombre del arpón mecánico—. ¡Niños!
Mirad sus espadas.
El secretario se movió sobre los zancos. Unos pistones sisearon y las
garras de acero chocaron entre sí.
—¡Entregaos! —dijo—. ¡Bajad los estoques! Si lo hacéis, os dejaremos
vivir. —Hubo algo en la forma en la que dijo aquellas palabras que dejó claro
que planeaba que muriéramos. Pero eso lo podríamos haber supuesto ya. La
Sociedad Orfeo tenía que proteger sus secretos. No nos dejarían marchar así
como así.
—Estoy perdiendo la paciencia —dijo el hombre del arpón. Estaba
bastante calvo y su piel estaba curtida y arrugada. Me pareció que quizá salía
en una de las fotos de Kipps, pero no estaba segura. Por lo que recordaba, la
mayoría de los miembros tenían un aspecto parecido al de él. Su compañero,
que destacaba por tener un barba densa que parecía una explosión en una
fábrica de pelusas, alzó el hombro donde llevaba el embudo de latón de forma
amenazante y me apuntó directamente a mí.
El secretario levantó la mano protegida con el guantelete.
—Aquí no, Geoffrey —murmuró—. Los libros… —Nos miró y dobló las
garras metálicas—. ¡Última oportunidad! —gritó—. ¿Tenéis algo que decir?
Hubo una pausa.
—Sí —contestó Lockwood—. En realidad, yo sí.
Su voz me sorprendió. Primero, porque había asumido que todos
permaneceríamos en silencio. Al fin y al cabo, el secretario ya nos había
conocido antes y quizá nos reconociera por nuestras palabras. En segundo
lugar, por la forma en la que lo dijo: tranquilo y a la vez confiado y frío, sin
miedo, sin prisa, transmitiendo una indiferencia absoluta. Mientras que Kipps
y Holly estaban tan tranquilos como unas ratas acorraladas, mientras que yo
me balanceaba sobre los dedos de los pies, deseando esquivar el ataque
inevitable, y con el sudor empapándome el pasamontañas, Lockwood parecía
que estuviera esperando al autobús. No había sacado el estoque ni se había
movido para buscar un arma. A cierta distancia, los cañones le apuntaban, la
punta del arpón giraba y algunos mecanismos ocultos burbujeaban y
zumbaban. Lockwood permaneció inmóvil.
—Tenéis una elección. Podéis dar media vuelta, salir de la habitación y
volver al piso de abajo, o no. ¿Cuál queréis? —preguntó.

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La segunda mujer, diminuta, oscura y arrugada como una pasa, inclinó la
cabeza, asombrada.
—¿Disculpa? ¿Está hablándonos a nosotros?
—¿Nos ha dado un ultimátum? —El hombre del arpón agarró con firmeza
el mango del arma.
—Sois ancianos —dijo Lockwood—, y tal vez un poco lentos. Si no está
lo bastante claro, puedo explicarlo de otra forma. Sacad esos traseros
arrugados de aquí rapidito ahora que podéis o lidiad con las consecuencias. Es
bastante sencillo. Depende de vosotros.
El cuerpo de la mujer diminuta se estremeció bajo la armadura de plata y
soltó un grito de rabia. El hombre barbudo, Geoffrey, parecía volver a estar
tentado de hacer algún movimiento rápido con el embudo del hombro. El
hombre del arpón y la mujer de tweed se acercaron impulsivamente hacia
nosotros, pero la figura jorobada del secretario les bloqueó el paso.
—No —dijo, colocando una pierna por delante—. Dejadme a mí.
—Arráncale la cabeza, Terence —dijo la mujer arrugada.
Pocas situaciones no fantasmagóricas son tan terroríficas como que te
arrincone un jubilado loco con zancos y con diez cuchillos a modo de dedos
estirados hacia ti. Terrorífica y también algo ridícula. El aspecto de desafío
sosegado de Lockwood nos logró contagiar. Nos permitió estudiar la situación
y darnos cuenta de que algo que había dicho el secretario nos daba ventaja.
En aquella estancia, los miembros de la Sociedad Orfeo no querían usar su
arsenal de armas por miedo a dañar la biblioteca.
Nosotros no teníamos ese recelo.
Todos echamos mano del cinturón. Lockwood se movió más rápido,
demasiado rápido para que el ojo siguiera sus movimientos. El secretario se
percató cuando el destello de magnesio le acertó de lleno en el pecho y
explotó sobre la cota de malla, empujándole hacia atrás bajo una cascada de
luz plateada. Consiguió permanecer en pie con unas contorsiones frenéticas y
un juego de pies desesperado, pero mi destello, que llegó un instante después,
le lanzó hacia un lado y cayó sobre el respaldo de un sillón. Mientras sus
piernas se agitaban en el aíre, los destellos de Kipps y de Holly explotaron
sobre las cuatro figuras de la puerta, empujándolos con violencia y
provocando que el hombre del arpón apretara el gatillo. Su misil se propulsó
entre Lockwood y yo y chocó contra la ventana que había a nuestras espaldas.
Rompió el cristal, lo que permitió que el aire de la noche entrase en la
habitación.
Después de eso, la cosa se puso fea.

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En realidad, era una pena que los miembros de la sociedad nos bloquearan
la salida, porque, si no, tal vez los hubiéramos dejado en paz. También era
una pena que, en su ataque de rabia, se olvidaran de su intención sensata de
proteger la biblioteca de investigación y empezaran a disparar las armas.
Sufrieron unas consecuencias nefastas.
La mujer de pelo gris y chaqueta de tweed alzó la pistola y una ráfaga de
electricidad azul brillante de repente conectó su boquilla con la pared junto a
mi cabeza. No estaba allí y, un segundo más tarde, sí. Atravesó la habitación
como un garabato dibujado por un niño gigante. Sentí su fuerza y olí cómo se
quemaba el papel de pared. Unas chispas silbaron sobre mi chaqueta y
ardieron en mis mejillas. Ella giró la pistola y me apuntó con la luz. Me tiré
sobre la mesa que había junto a la estatua de yeso y rodé para esconderme
detrás de un sillón. Algo explotó tras de mí y trozos de la estatua cayeron al
suelo como una cascada.
Me asomé por un lado del sillón. Ambas mujeres estaban usando sus
armas, y las chispas azules envolvían todo en penumbra. Había movimiento
por todas partes: el brillo de los estoques y el ajetreo de los cuerpos. Explotó
otro destello. Aquella luz me permitió ver al secretario, que se estaba
levantando. Su cara era un diagrama de Venn hecho de las marcas de
quemaduras negras y plateadas. Le salía humo del pelo y tenía un mechón en
llamas.
Sobre mi hombro, la calavera soltó una risa larga y grave.
—¡Estos viejos cascarrabias están completamente pirados! Debo decir que
me caen bien.
Una figura enmascarada (supuse que era Kipps) pasó a mi lado con el
estoque desenvainado y se enfrentó de pronto al barbudo Geoffrey. Su
artilugio del embudo estaba conectado a una cámara en forma de concertina,
como unos fuelles o un acordeón, que se ataba por debajo de un brazo. Lo
golpeó con el codo. ¡Pum! Un vial de cristal salió disparado por el extremo
del embudo, no alcanzó a Kipps por unos centímetros y estalló en la pared de
atrás. Un líquido incoloro goteó y un aroma conocido invadió la habitación.
—¿Eso es lo mejor que sabes hacer? —preguntó Kipps—. ¿Agua de
lavanda? ¡Patético!
—Yo estoy de acuerdo —comentó la calavera—. Es el arma más cobarde
que he visto nunca.
Agarré el cuello del jersey de Kipps y tiré de él bruscamente para
ocultarle tras el sillón. La sustancia acuosa estaba desgastando el papel de la

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pared, burbujeando y haciendo espuma. Pequeños trozos de yeso cayeron al
suelo en pedazos húmedos.
—Puede que también contenga un poco de ácido —dije.
—¡Bien! —exclamó la calavera—. ¡Se les ha ido la olla!
Kipps y yo nos agarramos al sillón, lo empujamos hacia delante y lo
lanzamos con violencia hacia Geoffrey. Soltó un alarido de dolor. El embudo
tronó y un vial de ácido rebotó en el techo y explotó cerca. Alguien gritó en
otro rincón de la habitación. Me dio tiempo a desear que no fuera Holly.
Entonces apareció la mujer diminuta y arrugada, y disparó el arma a ciegas.
Un rayo azul voló hacia el sillón y lo atravesó; mis manos se estremecieron
por la carga eléctrica. Abandoné el sillón. Agachada, me lancé sobre la mujer
y la golpeé en la cintura, lo que hizo que ambas cayéramos al suelo. Aflojó el
agarre de la pistola, se la arranqué de la mano y la lancé por los aires.
Unas sombras se movieron a nuestro alrededor. Levanté la mirada: allí
estaba el hombre del arpón, que tenía dificultades para cargar otro dardo en el
arma. También estaba el secretario, al fin de pie y yendo hacia mí. Y allí
estaba Lockwood, que se interpuso en su camino en el centro del suelo
humeante. Tenía el estoque en la mano. El secretario chilló y hundió las
garras hacia abajo. Sus dedos de cuchillos rasparon la cabeza de Lockwood.
Este se apartó con movimientos gráciles y el estoque desvió el golpe. Le pegó
una patada al zanco que tenía más cerca y el secretario se alejó brincando,
hasta que chocó con el otro hombre.
Debajo de mí, la mujer diminuta se retorcía desesperadamente, gruñendo
y escupiendo.
—¡Criminales! —aulló.
—Tal vez —dije, pegándole un puñetazo en la mandíbula—, pero al
menos no somos unos lunáticos como vosotros.
Y así fue como los miembros de la Sociedad Orfeo descubrieron algo
curioso. Era comprensible que estuvieran un poco malhumorados y, con esa
rabia y sabiendo que tenían el mejor arsenal de armas, seguramente
asumieron que saldrían victoriosos. Sin embargo, por muy locos que
estuvieran, no podían igualar la ira que surgió en ese instante de nosotros
cuatro. Nunca le había dado un puñetazo a una mujer mayor, pero no tuve
ningún problema en hacerlo ahora.
En cierto sentido, tuvieron mala suerte, porque nuestra reacción no tenía
mucho que ver con ellos. Llevaba días creciendo en nuestro interior, desde
que hirieron a George. Nuestra rabia necesitaba una válvula de escape, y allí

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había unas personas de la tercera edad intentando matarnos. Eso nos vino
como anillo al dedo.
Pasamos los siguientes minutos haciendo cosas que nunca habíamos
hecho antes. Lockwood le arrancó los dedos metálicos de un guantelete al
secretario y luego del otro. Kipps, forcejeando con Geoffrey, le tiró de la
barba y le derribó. Cuando el hombre intentó levantarse, Kipps metió el
estoque en el motor de la pistola-embudo de su adversario, que explotó con
una bola de luz vibrante. Y luego Holly, que esquivaba los golpes violentos
de la mujer de tweed, saltó hacia el enorme globo terráqueo de madera y lo
empujó hasta que la tiró al suelo.
Yo me levanté, recuperé la pistola eléctrica que había arrojado y giré el
dial. La mujer diminuta de la armadura de plata también se puso de pie.
Corrió hacia mí gritando. Yo apreté el gatillo y envié una descarga de
corriente eléctrica que acertó en la pared más cercana, haciendo saltar por los
aires los ladrillos y el yeso.
Geoffrey yacía inconsciente bajo las espirales humeantes y retorcidas del
embudo de latón. Sin embargo, el hombre del arpón tenía el arma preparada.
Apuntó a Kipps con ella. Holly gritó para avisarle. Él se agachó y la punta
pasó por encima de su cabeza. Yo alcancé al hombre con otra ráfaga de la
pistola eléctrica, que le lanzó hacia el sillón y este golpeó la estantería. Se
derrumbó, enterrándole bajo los libros.
La calavera soltó gritos de alegría.
—Esto es genial. ¡Sois tan malos como ellos! De hecho, sois peores. No
saben ni qué les ha dado.
La suerte de la batalla estaba cambiando. La mujer de tweed se había
quitado el globo terráqueo de encima. Huyó hacia la puerta. El secretario hizo
lo mismo, acompañado por los silbidos y el rechinar de los zancos,
balanceando sus manos metálicas sin garras. Llegaron a la puerta al mismo
tiempo y se pelearon por quién iba a cruzarla primero. Lockwood y yo los
seguimos; él con el estoque y yo con la pistola. Salimos al pasillo, hacia el
rellano y pisamos el polvo, los escombros y los ladrillos esparcidos, pero
también a la mujer diminuta que se había desmayado y cuyo cuerpo estaba
medio atascado en la pared.
Los fugitivos llegaron al descansillo del final de la escalera. Cuando la
mujer se giró para bajar, le di con un rayo eléctrico que la empujó por la
barandilla, la lanzó por el hueco de la escalera e hizo que aterrizara en una
lámpara de araña. Se quedó allí, colgada e inconsciente, en un revoltijo de
esquirlas de cristal y tweed humeante.

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El secretario se resistió por última vez. Tal vez porque no podría bajar
fácilmente con los zancos o tal vez porque su desesperación se transformó al
fin en resistencia. Fuera como fuera, se dio media vuelta y se mantuvo firme
mientras Lockwood se acercaba, tranquilo e implacable, con el estoque
alzado.
—¡Morirás por esto! —gritó el hombre mayor—. ¡Ella te lo hará pagar!
Movió un brazo a ciegas. Lockwood se apartó y dio una estocada.
Atravesó limpiamente la pierna derecha con zancos. El secretario se desplomó
sobre la barandilla rota y siguió bajando y cayendo. No pudo agarrarse a la
araña, porque ya estaba cogida. Un segundo después, oímos un gran
estruendo en la escalera de abajo.
Se hizo el silencio en la casa de la Sociedad Orfeo. La pistola que tenía en
las manos emitió un zumbido suave. La apagué y la dejé caer al suelo. La
araña y su ocupante no dejaban de moverse de un lado al otro.
—Vaya, ¿ya se ha acabado? —preguntó la calavera—. Estaba disfrutando.
Un poco de violencia sin sentido viene genial para levantar los ánimos.
Deberíais colaros en sitios todas las noches. Hay un montón de residencias de
la tercera edad en Londres. Elijamos otra para mañana.
Kipps y Holly se abrieron paso entre los escombros del pasillo y llegaron
a mi lado en el descansillo. Lockwood había bajado para observar el cuerpo
arrugado del secretario. Una batería portátil en la espalda del hombre emitía
chispas azules y brillantes de forma intermitente.
Me asomé por las barandillas rotas.
—¿Está muerto?
—No.
—No creo que ninguno lo esté —opinó Kipps.
Debajo, Lockwood se puso de pie lentamente. Apartó una mano flácida
con la bota y pasó junto al secretario sin volver a mirarle. Subió las escaleras
con el rostro pálido, cubierto de polvo, con el abrigo rasgado y el estoque en
la mano. Solo volvió a guardarlo en el cinturón cuando llegó al descansillo.
—¿Podemos irnos ya, por favor? —murmuró Holly.
Lockwood asintió.
—Por supuesto. Pero antes tenemos que volver a pasar por ese almacén de
arriba.

Regresamos a Portland Row poco después de las dos de la madrugada. La


casa estaba en silencio, y no se oían ni a George ni a Flo.

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Lockwood llevaba una bolsa pesada donde guardaba ciertos objetos que
nos habíamos llevado del almacén. La colocó sobre la mesa de la cocina y
luego se quitó el pasamontañas. Tenía sangre en la cara. Se rascó el pelo
enmarañado.
—Mira delante, Hol —le pidió—. Comprueba si hay alguien vigilando la
casa. Quitaos todos los pasamontañas. Los guantes también. Tendremos que
deshacernos de esto.
Tiramos los pasamontañas y los guantes a un lado de la puerta. Kipps se
quitó la chaqueta rota y la lanzó a la pila. Holly volvió del salón.
—No veo a nadie ahí fuera —dijo.
Lockwood asintió.
—Con eso bastará.
Permanecimos en la penumbra. Nuestra ropa andrajosa desprendía olor a
humo. Teníamos las caras y las manos amoratadas y ensangrentadas, y no
había emoción alguna en nuestros rostros. Todos estábamos pensando lo
mismo.
—Entonces, ¿creéis que nos han reconocido? —preguntó al fin Kipps.
Miramos a Lockwood. Estaba muy pálido y tenía un corte en una mejilla.
—Seguramente no —contestó—. Pero me temo que ellos, o Fittes o sir
Rupert Gale, atarán cabos muy rápido. Sabrán que hemos sido nosotros. Y
actuarán al respecto. Lo que significa que solo es cuestión de tiempo que…
—¿Que qué? —dije.
Lockwood me sonrió.
—Que acabe todo. Pero no será esta noche. Así que deberíamos dormir un
poco. Esa es la primera regla de cualquier agencia: descansar mientras se
pueda.

Era muy cierto, pero yo no dormí mucho ni bien. Me desperté al amanecer y


caminé por la casa en silencio. Pensé que Lockwood estaría dormido en el
sofá del salón, pero la puerta estaba abierta y la habitación vacía.
Miré en la librería. Las cortinas estaban abiertas y la luz blanca y fría se
colaba. Olía a madera quemada, pero el fuego estaba apagado y hacía frío.
Lockwood estaba sentado en su sillón favorito, con la lámpara de lectura
encendida por encima del hombro. Formaba un círculo pequeño y fuerte de
luz en su regazo. Sostenía boca abajo el panfleto que robamos de la Sociedad
Orfeo. Tenía los ojos medio cerrados y su mirada se perdía en la ventana.
Me senté a su lado, en el brazo del sillón, y apagué la luz.

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—¿No te has ido a dormir? —pregunté.
Él negó con la cabeza.
—Estaba leyendo al última conferencia de mis padres.
Esperé. Si quería contármelo, lo haría.
—«Sabiduría popular espiritista de las tribus de Nueva Guinea y Sumatra
Occidental» —dijo—. «Una presentación para los miembros de la Sociedad
Orfeo, por Celia y Donald Lockwood». Eso es lo que dice la portada, Lucy.
Textualmente. Lo pone perfectamente. Era su tarjeta de visita, por así decirlo.
Querían formar parte de la sociedad. Aquel hombre amable, el secretario,
incluso me felicitó por su conferencia cuando fuimos el año pasado.
Me imaginé al ser de pelo blanco y zancos, el rostro gritando y las garras
intentando cortar.
—¿Sabes? Tal vez es mejor que nunca se unieran —dije—. No estoy
segura de que hubieran encajado.
Lockwood cogió el libro con cuidado.
—Debería disculparme contigo —siguió—. Contigo, con Hol y con Quill,
por lo que pasó allí, justo antes de que esos idiotas nos atacaran. Lo siento. Te
he decepcionado.
—No, para nada —respondí—. Estabas…
—Me quedé helado —dijo Lockwood—. Me apagué. Soy vuestro líder y
eso no está bien. Pero tenía una excusa —añadió—, porque algo me
sorprendió mucho. No, «sorprender» no es la palabra. De repente entendí
muchas cosas. Fue de golpe y me abrumó un poco. Y… Bueno, puedo
enseñártelo. —Abrió el librito y pasó las páginas amarillentas—. En realidad,
son dos cosas. La mayor parte de la conferencia trata exactamente de lo que
sugiere el título. Explica cómo la gente de esos lugares interactúa con los
espíritus ancestrales. Habla mucho sobre cómo los huesos de los muertos se
guardan en casas de espíritus especiales lejos del pueblo, donde no pueden
causar problemas. Y cómo los chamanes o doctores hechiceros se visten con
capas protectoras como las que tenemos arriba y van a las casas para
comunicarse con los ancestros. Eso no es tanta novedad. Ya lo dijeron en
otros artículos. Pero mis padres se centran en lo que piensan que ocurre en
esas casas de espíritus…
Encontró el extracto que buscaba, aunque ya se lo sabía de memoria.
Alisó la página, la levantó para que le diera la tenue luz de la mañana y me lo
pasó para que lo leyese.

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Los hombres sabios hablan realmente con sus ancestros: eso es algo en lo
que todos insisten. Pero también señalan otra cuestión, una aún más increíble
en la actualidad. Cuando entran en las casas de los espíritus, tal como creen
los hombres sabios, ya no se encuentran en un mundo mortal, sino que llegan
a otro reino totalmente diferente. Es el reino de los ancestros, la tierra de los
muertos, donde se reúnen con los fantasmas como iguales. «¿Cómo es
posible?», les preguntamos. «¿Cómo pueden soportar vuestros cuerpos
mortales las terribles condiciones que hay allí (puesto que no es un lugar
agradable) y cómo es que la proximidad de los muertos no es letal para
vosotros?».
«Todo eso sería cierto si no tuviéramos la fuerte protección que nos
garantizan nuestras capas y máscaras», nos respondían. «Los preciados
materiales de las capas protegen nuestros cuerpos e impiden que los
ancestros nos toquen. Las máscaras de hueso (hechas de los restos de los
chamanes del pasado) nos ayudan a tener una visión clara de los espíritus».
Para nosotros, estos objetos frágiles apenas parecen ser capaces de nada
de esto, pero los hombres sabios confían en su poder. Sin embargo, hablar
con los ancestros no es algo que deba tomarse a la ligera. Los ancianos
entienden que es una empresa peligrosa, que debe realizarse únicamente en
momentos de crisis, puesto que la llegada de los chamanes provoca una gran
agitación entre los muertos, que a menudo los siguen hasta el mundo de los
vivos. Por eso las casas de los espíritus se construyen lejos de las aldeas,
normalmente al otro lado de un riachuelo.

—¿Ves a dónde quieren llegar, Lucy? —preguntó Lockwood—. Explican


lo mismo que está ocurriendo aquí: los vivos que viajan a la tierra de los
muertos. Lo han descubierto todo: cómo los muertos se agitan, la importancia
de tener muchos orígenes juntos para crear un portal y la necesidad de
proteger el cuerpo en el más allá. Todo está aquí.
Asentí lentamente.
—La parte de las máscaras de hueso es interesante —comenté—. ¿Crees
que funcionan como las gafas de Kipps?
—No lo he averiguado aún. Sí, puede ser. Aunque seguro que las gafas
copian a las máscaras, igual que esas capas de plata que hemos robado son
copias similares a las capas protectoras originales. Mis pobres padres
describen las capas de plumas con todo lujo de detalles: cómo se hacen, el
tipo de malla de plata que las mantiene unidas… Fue un regalo para el grupo

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de Orfeo, Luce. Las técnicas que usaran antes no serían nada comparadas con
esto. Llevan desde entonces siguiendo el ejemplo de mis padres.
—¿Han usado lo que ellos descubrieron?
—Estoy seguro. Y también estoy seguro de otra cosa. Tal vez les
encantara oír todas las técnicas inteligentes que usaban los chamanes, pero no
les habría gustado nada otro comentario de la conferencia. —Lockwood pasó
un par de páginas y llegó casi al final del libro corto—. Lee esto. —Su voz
sonó extraña.

Por lo que hemos visto y oído nosotros mismos, tanto en las colinas de
Nueva Guinea como en los bosques de Sumatra Occidental, estamos
convencidos de que lo que cuentan los hombres sabios sobre sus ancestros es
verdad. Además, creemos que tienen mucho que enseñarnos sobre nuestro
propio problema con nuestros ancestros, mucho más cerca de casa. Todos
sabemos que la epidemia de visitantes de Gran Bretaña alberga
interrogantes, y está empeorando sin que haya una solución aparente. Pero
¿y si la principal causa de la crisis está cerca de nosotros, justo delante de
nuestras narices? ¿Estamos molestando a los espíritus de alguna manera?
¿Podría haber un portal como el que hemos descrito que tenga tráfico
humano? La idea parece absurda, pero, sin duda, resuelve la ecuación.
Pensamos que debe investigarse esta teoría. De hecho, creemos firmemente
que nuestras investigaciones, llevadas a cabo en otras partes del mundo,
tienen el potencial de descubrir grandes misterios que están al alcance de
nuestras manos.

—Por supuesto, sabemos que había portales al alcance de nuestras manos


—repuso Lockwood—. Y sabemos exactamente quién ha estado cruzándolos.
Mi madre y mi padre no tenían ni idea. ¿Te los imaginas en aquel edificio
maldito, dando esta charla, con los relojes sonando y esa horrible gente de
Orfeo observándolos en silencio? —Se estremeció—. A mis padres les
interesaba la visión global, los detalles sobre el más allá. Los paralelismos
entre las culturas. Pensaban, lo que era bastante razonable, que estas ideas
podrían interesarle a la gente de Gran Bretaña. De hecho, tenían pensando dar
esta misma conferencia de forma pública unos días más tarde, en Mánchester.
Lo que no sabían, dado que estaban tan emocionados y entusiasmados, y

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querían compartir un avance de sus teorías con sus amigos especiales de la
sociedad, era que estaban firmando sus propias sentencias de muerte.
Sus ojos cansados me miraron y nos sostuvimos la mirada.
—El accidente —dije.
—Viendo lo que tramaban, la Sociedad Orfeo estaba poco dispuesta a que
el mundo oyese la conferencia de mis padres —explicó—. Lo que me lleva a
lo segundo que he descubierto. La portada del panfleto tiene la fecha de la
conferencia. Es de dos días antes de que mis padres tuvieran que viajar a
Mánchester. En otras palabras —continuó Lockwood—, fue dos días antes de
que su coche sufriera un terrible accidente y murieran en una llamarada de
fuego. Dos días antes, ellos, la conferencia y sus teorías inoportunas se
perdieron para siempre. —Tiró el panfleto al suelo.
—No fue un accidente —dije.
—Los asesinaron, Lucy. Sí.
—¿Y crees que Marissa y la Sociedad Orfeo…?
Me sostuvo la mirada.
—No lo creo, Lucy. Lo sé.

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IV
El pueblo maldito

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17

P ese a las desventajas de las técnicas de cuidados de Flo Bones —que, a


juzgar por el estado del dormitorio de Lockwood cuando entramos,
incluían una falta total de interés por la limpieza, la calidad del aire y la
eliminación metódica de vendas ensangrentadas—, no podía negarse que
dieron resultado. Aquella mañana, George estaba sentado en la cama,
colocado entre almohadas y cojines del salón, con la mejor bata de Lockwood
cubriéndole los hombros y una bandeja de galletas torcida sobre su regazo. En
la cara tenía unas manchas desteñidas horribles, con el rubor del morado
azulado de una ciruela blanda, y un apósito blanco pegado en el ojo izquierdo.
De alguna manera, había conseguido que las gafas rotas mantuvieran el
equilibrio en su nariz hinchada. Parecía un búho anciano que acababa de
pelearse con un pájaro carpintero. Pero el ojo bueno estaba abierto y le
brillaba como cuando descubría algo inteligente, y eso bastó para que sonriera
como una idiota cuando me senté a su lado en la cama.
—¡Mírate! —exclamé—. Estás vivo, despierto, incorporado y todo.
—No hables tan fuerte. —La voz de George sonó más potente, pero era
tan rasposa como un trozo de papel de lija que rasca un cenicero—. Vas a
despertar a la pobre Flo. Está hecha polvo. —Señaló con la cabeza a la
esquina de la habitación, donde una figura inmóvil con una chaqueta
acolchada estaba acurrucada en medio de un nido de ropa tirada. Tenía las
rodillas encogidas y su cabeza descansaba sobre sus manos. Se había quitado

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el sombrero, y su pelo rubio como la paja y apelmazado se extendía a su
alrededor como una estrella de mar deforme. Tenía los ojos cerrados. Su
respiración era tranquila y profunda.
Lockwood parpadeó, sorprendido.
—¡Oye! ¿Esos son mis jerséis? ¿Y mis camisas buenas debajo de sus
botas embarradas? ¡Habéis vaciado lo que tenía en mis cajones!
—Necesitaba algo cómodo en lo que tumbarse —dijo George—. Seguro
que tú no se lo habrías negado.
—¡Hay dos edredones de repuesto en el armario!
—Ah, sí. No pensé en ellos. Bueno, bajad la voz. Me ha estado cuidando
toda la noche. Sinceramente, yo estoy bastante lleno… —Con movimientos
doloridos, George apartó la bandeja. Su ojo bueno analizó nuestros cortes y
moratones—. ¿Y qué es todo eso? ¿Estáis intentando eclipsarme?
—Hemos salido —dijo Lockwood— a buscar una cosa para ti. —Dejó la
copia de Teorías ocultas sobre la colcha—. Espero que haya merecido la
pena.
La parte inferior de la cara morada de George esbozó una sonrisa torcida.
—¡La Navidad ha llegado antes de tiempo! Gracias… —Le dio unos
golpecitos débiles al libro—. ¿Cuál es? ¿El de Fittes o el de Orfeo?
—El de Orfeo —respondió Lockwood—. Por cierto, ya que no te estás
casi muriendo, tal vez quieras empezar a leer enseguida. Puede que no
tengamos mucho tiempo.

Nuestra asalto a la Sociedad Orfeo fue un punto de inflexión. Lo sabíamos sin


necesidad de hablar de ello. Primero fue el ataque a George y luego nuestra
expedición para vengarnos. Ambos bandos nos habíamos pasado de la raya y
ya no era posible regresar a la tregua vigilante que habíamos tenido hacía
unos días. Las consecuencias eran inevitables; la cuestión era cómo llegarían.
Yo personalmente esperaba una represalia rápida. No me habría sorprendido
si Marissa Fittes y un equipo de expertos del DICP se hubieran presentado
antes de comer para llevarnos esposados.
Pero no ocurrió nada de eso. El día avanzó tranquilamente, o al menos eso
habría hecho si Lockwood no hubiera aprovechado la ocasión para ponerse
manos a la obra.
A pesar de su falta de sueño, lo ocurrido por la noche le había animado.
Irradiaba una energía extraña y volátil que no le dejaba descansar y que nos
atrapó a todos. Nuestros enemigos responderían más tarde o más temprano,

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así que, mientras tanto, teníamos que prepararnos. Lockwood centró todos
nuestros esfuerzos en eso. Estaba en todas partes, con los ojos brillantes, la
voz tranquila y calculada, dando órdenes y elaborando planes. Mandó a
Kipps, que había pasado la noche en el suelo de la biblioteca (después de
rechazar nuestra oferta del dormitorio de George), al centro de Londres con
una lista de la compra tan larga como su brazo; envió a Holly a Mullet e
Hijos; y apartó a Flo Bones, cuando por fin se despertó, de la cama de George
y le dio trabajo que hacer.
—Necesito tus oídos ahí fuera, Flo —dijo Lockwood—. Necesito que
descubras qué van diciendo los saqueadores de reliquias. Cualquier rumor,
cualquier cosa extraña que hayan oído o visto, sobre todo si está relacionado
con sir Rupert Gale o cualquiera de la gente de Fittes. Las noticias vuelan en
el mundo criminal, y tú tienes las mejores antenas del mundo.
Por la expresión de su cara, esperé que respondiera con un ataque verbal
típico de Flo, pero se quedó callada, asintió y se marchó por el jardín. Cuando
Lockwood quería algo de verdad, era muy difícil decirle que no.
Después de eso, Lockwood se fue y me dejó vigilando a George. No me
dijo a dónde iba y observé cómo se alejaba por Portland Row con el estómago
revuelto. Desde que hizo aquel descubrimiento impactante sobre sus padres,
Lockwood parecía extrañamente optimista, incluso entusiasmado por los
últimos acontecimientos. Era la misma actitud desafiante y frágil que vi en el
cementerio, salvo que ahora la motivación la había avivado. Nuestros
enemigos estaban a plena vista y la muerte de sus padres no era tan
insignificante como había creído. Comprendí por qué eso podría satisfacerle.
Aun así, dadas las fuerzas que se alzaban contra nosotros y la improbabilidad
de que nos ayudaran Barnes, el DICP o alguien más, lo único que podía hacer
era temer por cómo acabaría todo.
Me asomé a su dormitorio. George había vuelto a dormirse. Ni siquiera
había leído el libro. Abrí la ventana para fumigar la habitación y llevé lavanda
fresca. Sin embargo, la presencia de Flo no se fue. Salí y le dejé allí.
El número treinta y cinco de Portland Row permaneció en silencio gran
parte de la mañana. Sobre la hora de comer, la casa se estremeció cuando una
enorme furgoneta de reparto se acercó por la calle. Quill Kipps ocupaba el
asiento del copiloto. Venían de un almacén de construcción. Tras las
indicaciones de Kipps, unos hombres empezaron a descargar trozos de
madera prensada, herramientas, cuerdas y otros materiales, y los dejaron en la
entrada. Antes de que se alejaran apareció una furgoneta de Mullet e Hijos
con Holly en la cabina. Trajeron una gran cantidad de hierro nuevo, sal y

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destellos de magnesio, y se formó un buen jaleo en la calle, porque los
vehículos apenas podían pasar los unos al lado de los otros.
Recogí las provisiones y les cerré la puerta a los hombres que gritaban y a
los cláxones. Holly y yo organizamos el equipo de la agencia, y Kipps, la
madera y las herramientas. A principios de la tarde, cuando Lockwood
regresó a casa de su expedición misteriosa, ya lo teníamos todo colocado en
pilas. Lo inspeccionó todo como un líder militar y asintió con la cabeza,
satisfecho.
—Esto es perfecto —dijo—. Todos habéis hecho un buen trabajo. Ahora
solo hay que colocar las defensas. Pero primero tomaremos unos sándwiches.
Nos reunimos alrededor de la mesa de la cocina.
—Es muy raro —dije—. Estaba segura de que ya nos habrían arrestado.
Lockwood sacudió la cabeza.
—No. No nos van a arrestar. Saben que armaríamos un escándalo y
haríamos un montón de preguntas incómodas. Me temo que lo más probable
es que su reacción sea definitiva.
—Te refieres a que van a matarnos —tradujo Kipps. Estaba abriendo una
sierra nueva y brillante. La colocó sobre la mesa y cogió su plato de
sándwiches.
—Esa será la opción que elijan, sí —respondió Lockwood—. Desde su
punto de vista, ya sabemos demasiado. Pero tampoco pueden liquidarnos
fácilmente. Una cosa es darle una paliza a George en la calle, y otra muy
distinta deshacerse de todos nosotros. Para eso tendrán que esforzarse más, y
será muy arriesgado, porque saben que los estaremos esperando. Tampoco
pueden hacerlo en un lugar público, por razones obvias. Ni siquiera Fittes
puede autorizar abiertamente un asesinato. Eso significa que lo harán con
discreción, cuando no haya nadie. Y por eso espero que haya un ataque aquí,
en Portland Row, seguramente después de que anochezca.
Se hizo el silencio mientras todos lo asimilábamos.
—¿Esta noche? —pregunté.
—Esperemos que no. No estaremos preparados. Necesitamos un día más
y entonces me sentiré mucho más confiado en que podamos protegernos. Esta
noche tendremos que hacer guardia y confiar en la suerte. Aun así, hay mucho
que hacer hasta entonces. Terminemos de comer y volvamos al trabajo.

Defender el número treinta y cinco de Portland Row no era imposible, pero


había que lidiar con un par de puntos débiles. En la planta baja, la fachada nos

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preocupaba un poco. La vieja puerta negra era gruesa y robusta, y tenía tantas
cerraduras y cadenas que se necesitaría una bazuca para echarla abajo. Las
ventanas de la biblioteca y del salón también eran bastante seguras, puesto
que daban al patio del sótano y no era tan fácil acceder a ellas. Lo que nos
preocupaba era la cocina al fondo de la casa, ya que unos escalones conducían
al jardín desde allí. La madera prensada fue muy útil para eso. Aquella tarde,
Kipps y Lockwood instalaron unas barreras caseras en el interior de las
ventanas y sobre el panel de cristal de la puerta. Lockwood también salió y
pasó un tiempo construyendo algo en la escalera del jardín.
—Me he inspirado en nuestra visita a la tumba de Marissa —dijo—. Será
mejor que evitemos usar esta entrada unos días. —No explicó por qué.
El sótano era lo que más nos inquietaba. Por otra parte, la zona delantera
de la casa era teóricamente menos vulnerable. Era cierto que las ventanas del
despacho daban directamente al patio que había bajo la puerta principal. Tras
cruzar la cancela, unos peldaños empinados conducían hasta allí y, aunque
estaba lleno de muchas plantas muertas en macetas grandes, los intrusos
podrían alcanzar fácilmente las ventanas. Sin embargo, tras un robo que
sufrimos hacía años, habíamos añadido barreras de hierro y nos costaba
imaginarnos cómo podrían sortearlas. Por eso, centramos toda nuestra
atención en la parte trasera.
Al fondo del despacho, detrás de la sala donde practicábamos con los
estoques, el almacén y la zona de la colada, se llegaba a la puerta de atrás.
Estaba hecha de cristal y daba directamente al jardín de hierba. De todas las
partes de la casa, esta puerta era el punto más débil. Kipps tapó la abertura
con varios tablones de madera, pero dudábamos que sobrevivieran a un
ataque prolongado. Hacia el crepúsculo, Lockwood y Kipps añadieron
defensas extra después de pasar mucho tiempo moviendo la madera de la
tarima que había en la puerta.
Se hizo de noche. Holly y yo nos abastecimos de armas y vigilamos la
calle. Los vecinos se movían en el interior de sus casas. Arif cerró la tienda.
El silencio envolvió Portland Row. Nuestros enemigos no aparecieron. Cerca
de la medianoche, George se levantó y pidió sándwiches y una lamparita.
Empezó a leer el libro. Los demás nos turnamos el puesto de centinela (dos
horas cada uno) mientras el resto dormía.
Llegó mi turno. A las dos de la madrugada, me senté en el alféizar de la
ventana del salón a observar la calle. El frasco sellado me hacía compañía.
Era tarde y estaba cansada. Necesitaba a alguien.

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—Hay un espíritu en el sendero de enfrente —dije—. Acabo de ver cómo
la luz de la luna le atraviesa. Es muy tenue. Es un hombre con un bombín.
Está muy quieto y tranquilo, como si estuviera pensando en algo.
Esa noche, el rostro del frasco brillaba con una luz pálida y plateada,
imitando a la luna sobre los tejados.
—Ah, él —contestó—. Sí, está pensando en algo, sin duda. Dentro de
unos veinte minutos se acercará a la casa y desaparecerá. Volverá a aparecer
sobre las cuatro menos veinte por poco tiempo, con un fardo grande y sucio al
hombro. Creo que es su mujer muerta y envuelta en una alfombra, pero solo
se ve un par de zapatillas mullidas cuando se aleja calle arriba, así que nunca
he sentido la satisfacción de saber la verdad.
Contemplé la calle.
—¿Esto pasa todas las noches? Nunca lo había visto.
—Sí, es curioso cuántas veces no vemos lo que tenemos justo delante de
las narices —opinó la calavera—. Bueno…, ¿de qué hablamos? ¡Ya sé! De
Lockwood. Ahora está como un pez en el agua, ¿no? Los enemigos se
acercan. Se avecina el final. ¡Bien por él! Está animado.
—Qué tontería. Está muy preocupado, como todos.
—Ah, ¿sí? Pues lo esconde muy bien. Sinceramente, yo creo que está más
que contento con cómo van las cosas. Pega con la trayectoria que ha seguido
desde que sus padres estiraron la pata. Oye, haz todas las muecas que quieras,
pero sabes que es verdad. Lo que le gustaría es morir como un héroe, así se
ahorra el lío de hacer lo aburrido, lo difícil. Ya sabes, como seguir viviendo.
—El rostro sonrió a propósito.
Como de costumbre, que la calavera reprodujera exactamente mis
pensamientos me irritó.
—Eso es mentira —dije.
—No lo es.
—Que sí.
—Sí, cuando hayas muerto echaré de menos nuestros debates intelectuales
—comentó la calavera—. Bueno…, ¡a menos que metan tu cráneo con el mío
en un frasco doble extraespecial! Entonces podríamos discutir alegremente
durante toda la eternidad. ¿Qué te parece?
Pero seguía enfadada con el fantasma. Durante todo el día, la alegría de
Lockwood nos había motivado a seguir trabajando, y yo me había pasado el
día preocupada por él, por las mismas razones que había descrito la calavera.
Fruncí el ceño.
—Eres asqueroso.

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—Pues ponme una demanda. O sácame de este frasco. Así no volveré a
molestarte.
—Ni hablar.
Malhumorado, el rostro se escondió en las profundidades de la oscuridad
verdosa.
—Ahí lo tienes. Eres igual de egoísta que Lockwood. Él te usa para
conseguir lo que quiere y tú me usas a mí.
Resoplé.
—Eso no es verdad. Nada de lo que has dicho.
—Pues claro que lo es. No podrías ni sonarte la nariz sin mi ayuda. Estás
deseando que me quede aquí. Te alegra aprovecharte de mi franqueza, mi
inteligencia y mi encanto, pero al mismo tiempo me temes demasiado para
sacarme de esta prisión cruel. Venga, niégalo.
No podía negarlo. No dije nada.
—Si confiaras en mí —dijo la calavera—, romperías el frasco ahora
mismo. Anda, mira, ¡hay un martillo justo aquí! —Había una pila de las
herramientas de Kipps sobre el alféizar, porque también estábamos colocando
barricadas en estas ventanas—. ¡Un balanceo rápido y estoy fuera! Pero no
vas a hacerlo, ¿verdad? Porque, después de todo lo que he hecho, aún no
confías en mí y me tienes miedo.
—Bueno —respondí despacio—, tal vez sí. Pero creo que tú también
tienes miedo.
—¿Yo? —El fantasma hizo varias muecas, cada una con los ojos más
saltones por la sorpresa que la anterior—. ¡Qué tontería! ¿Cómo se te ha
ocurrido eso?
—¿Qué haces aquí, calavera? —pregunté—. ¿Qué te ata a este trozo de
hueso viejo y sucio? Te contaré lo que pienso. Creo que te aterroriza irte, creo
que te aterroriza hacer lo que deberías, que es abandonar este mundo e ir por
fin al siguiente. Siempre estás presumiendo de lo diferente que eres de otros
fantasmas, de que se debe a que deseas conscientemente vivir y blablablá.
Pero creo que el auténtico motivo es tu espantoso miedo a la muerte. Si no,
¿por qué no lo haces? ¿Por qué no te marchas? Seguro que podrías. Seguro
que podrías romper la conexión.
El rostro se había puesto pálido y nebuloso mientras hablaba y no pude
interpretar su expresión.
—¿Y unirme a las almas perdidas que vagan por el más allá? —susurró—.
Yo no soy como ellos.

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—Sí que lo eres —dije—. No olvides que te vi allí. —Cuando Lockwood
y yo nos adentramos en aquel lugar oscuro y helado, vislumbré al fantasma en
su forma totalmente corpórea. No se parecía en nada al rostro grotesco metido
en el frasco, sino que resultó ser un joven pálido, de aspecto burlón, delgado y
con el pelo de punta. Estaba atrapado en el lugar en el que estaba su calavera
en nuestro mundo. Por lo demás, no era muy distinto al resto de los habitantes
del más allá—. Podrías romper la conexión —repetí—. No tienes por qué
estar aquí atrapado.
—Ya, bueno. —La voz de la calavera sonó tan malhumorada como me
sentía yo—. Las circunstancias para que eso se dé todavía no han ocurrido. Te
avisaré cuando pase.
Me encogí de hombros.
—Vale. Y yo te avisaré cuando decida dejarte salir.
—Si encuentras la forma de hacerlo antes de que sufras una muerte brutal,
te lo agradecería. Lo que sucederá mañana, en algún momento del día.
—No voy a morir.
—Yo también dije eso.

A pesar de aquellas predicciones oscuras, la noche transcurrió sin incidentes.


Nadie nos atacó mientras dormíamos y la única interrupción fue George que
nos pidió una tostada con queso a las cinco de la mañana. Al fin amaneció y
volvimos a reunirnos para desayunar. La tetera acababa de hervir cuando unos
golpes furiosos sonaron en la puerta de la cocina y Flo Bones apareció tras
ella, tan amenazante como un espantapájaros encantado en la ventana. Traía
malas noticias y una caja de bombones algo arrugada para George.
—Ignorad las manchas marrones del cartón —dijo sacudiendo el lateral
de la caja—. Solo es un poco de barro del río. No he pasado por una
alcantarilla abierta, porque, si no, las habría limpiado de camino. Bueno, veo
que habéis estado ocupados. ¿Qué es esa cuerda trampa de los escalones?
Lockwood cerró la puerta tras ella.
—Perdona, Flo. Es un cepo mortal. Tendría que haberte avisado.
Flo metió la mano debajo de su sombrero y se rascó la cabeza.
—Bien pensado; aunque parece que quizá necesites unos cuantos más. —
Se detuvo y nos observó sin emoción alguna.
—¿Por qué? —dijo Holly—. ¿Qué has oído?
Ella sacudió la cabeza.

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—No sé si debería contároslo, que seguro que os da un escalofrío. Y
tampoco está confirmado. Solo son unos chismes que cuchichean junto al
Támesis y que la vieja Flo ha metido en su saco. Pero, por lo que dicen… —
Miró por encima de su hombro, levantó el pulgar y bajó la voz—. Dicen que
sir Rupert Gale ha estado hablando mucho con Julius Winkman y que han
mencionado vuestros nombres.
Habían pasado tantas cosas en los últimos días que me había olvidado por
completo del contrabandista y de que acababa de salir de la cárcel. Tardé unos
segundos en comprender las implicaciones.
Lockwood fue más rápido.
—Ah, ¿solo eso? —preguntó—. Pues claro… Se conocen desde hace
tiempo. Gale solía comprarles a los Winkman orígenes del mercado negro. Lo
siento, Flo. Te he interrumpido. Sigue.
Mientras hablaba, Flo se apropió de la taza de té de Lockwood.
—Sí, Julius Winkman —dijo—. Ha estado pasando desapercibido desde
que salió. Y ha hecho correr la voz de que no quiere ver reliquias, objetos
robados y cosas así. Por supuesto —continuó Flo poniendo los ojos en blanco
—, eso no significa nada, porque ahora son su señora, Adelaide, y ese pedazo
de excremento de vaca que tiene como hijo, Leopold, los que guardan los
artículos secretos. Así que, oficialmente, el viejo Winkman es un tipo legal.
Pero dicen que Gale fue a verle, y, desde entonces, Julius ha estado buscando
a algunos de sus viejos socios, tipos a los que no les importa mucho el
encargo que les den. Partecabezas, rompehuesos, apuñaladores y
estranguladores, esa clase de caballeros. Los está reuniendo, sacándolos de las
tabernas y de los antros de embarcadero, haciendo acopio de herramientas y
preparándolos para un trabajo peligroso y sin especificar. —Sus ojos azules
nos observaron desde las sombras de su sombrero—. Sin especificar…, pero
que tiene que ver con vosotros.
—Por eso han tardado tanto en venir —comentó Lockwood—. Fittes y
Gale han contratado a la familia Winkman para que ellos se encarguen de
nosotros. Marissa tiene las manos limpias y nos calla, mientras que Julius
consigue la venganza que quería desde que hicimos que le arrestaran después
de lo de Kensal Green. Y abracadabra, todos contentos.
—Menos nosotros —dijo Holly—. Nosotros estaremos muertos.
Nadie pudo añadir nada después de eso.
—Puede que sea mejor así —comenté al fin—. Puede que sea mejor que
hacer que otros agentes vengan a buscarnos. No están preparados como
nosotros, ¿verdad? No tienen espadas.

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—No —respondió Kipps—, solo pistolas y cuchillos. Hurra.
—Estaremos atrapados aquí dentro —susurró Holly—. ¿Y si las
barricadas no funcionan? ¿Y si consiguen entrar? No tendremos a dónde ir.
Nos miramos entre nosotros. Sentí las manos frías, y un gusano de miedo
se enroscó con fuerza en mi estómago. Por las expresiones de Quill y Holly,
estábamos sintiendo lo mismo. Pero Lockwood no. A él le brillaban los ojos y
una sonrisa tímida se asomaba en las comisuras de sus labios. Al ver su
sonrisa, el gusano de mi estómago se enrolló todavía más.
—Tal vez sí que haya un sitio al que podamos ir —dijo Lockwood—. Un
sitio donde los hombres de Winkman nunca nos seguirían. —Su sonrisa se
ensanchó. Soltó una risita—. Vais a pensar que estoy loco.
Esperamos.
—Cualquier cosa es mejor que dejar que un grupo de saqueadores de
reliquias apestosos nos descuarticen —opinó Kipps—. No pretendía
ofenderte, Flo. Tú eres una chica. Venga, Lockwood, ¿cuál es el plan?
Incluso entonces, tardó en responder. Estaba repasando sus pensamientos,
juzgando la mejor manera de contárnoslo. Entonces dijo:
—Estaba pensando que podríamos usar el dormitorio de Jessica.
Todos le miramos, perplejos.
—¿Te refieres a encerrarnos allí? —pregunté—. Supongo que la puerta
está reforzada con hierro para soportar el brillo mortal y hay un montón de
objetos psíquicos ahí arriba que podríamos… Ah. —Mi cerebro llegó a la
conclusión y abrí la boca sin querer—. Seguro que no estás sugiriendo que…
No. Ni de broma.
—Tenemos los objetos —repuso Lockwood—. Tenemos las cadenas.
Tenemos las capas protectoras. —Alumbró a Holly y a Kipps con su sonrisa
resplandeciente. Acababa de presentarles la verdad, y ellos comprendieron de
pronto lo que estaba diciendo—. Podemos crear una salida de emergencia —
continuó—. Si todo lo demás falla, podremos escapar. Por supuesto que sí.
¿Por qué no? Tenemos todos los materiales necesarios para crear un portal al
más allá.
Un silencio sepulcral siguió a aquella frase. Hasta Flo parecía haberse
quedado sin palabras. Permanecimos allí, mirándole en nuestra pequeña
cocina de Portland Row.
—¿Es un velatorio privado o puedo unirme?
La voz venía de la puerta del pasillo. Todos nos dimos la vuelta y nos
encontramos a George. Iba en pijama y tenía la cara muy gris. Bueno, gris en
las partes en las que no tenía cardenales morados. Se le había caído la venda

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de la cabeza y se veía que el pelo seguía apelmazado por el coágulo de
sangre. Las mangas le quedaban demasiado cortas y mostraban los moratones
de los brazos. Parecía nervioso, le temblaban las piernas y se agarraba al
marco de la puerta para mantenerse en pie. Pero era la primera vez que se
levantaba desde hacía días.
—Miradme —dijo—. ¡Vuelvo a estar en vertical! Está claro que la cosa
no puede ir tan mal. —Nos regaló una sonrisa torcida y moteada—. Vaya,
¡ahí está la prueba! ¿Esos bombones son para mí?

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P or dudoso que fuera el regalo de Flo (mi teoría era que había encontrado
la caja flotando en el Támesis y había secado los bombones de uno en
uno sobre las piedras de la orilla antes de volver a guardarlos), me
alegró ver a George interesándose por él. Le ayudó a sustentarse durante la
larga discusión que tuvo lugar después de su llegada.
La ingenuidad de Lockwood o la osadía de su plan eran intachables. Pero
los peligros que conllevaba parecían más espeluznantes que a los que ya nos
habíamos enfrentado, y necesitó todo su encanto y su fortaleza para
convencernos de hablar de ello. La idea de crear un portal en nuestra propia
casa daba que pensar.
Sabíamos desde hacía tiempo que un único objeto psíquico u origen,
como la calavera del frasco, formaba un agujero diminuto por el que un
fantasma podría cruzar desde el más allá. La idea de un portal grande, como
los que tenían los chamanes en las casas de espíritus y como los que
construían en secreto la agencia Rotwell y también Marissa Fittes (eso
suponíamos), era básicamente una ampliación de este principio. Si se
colocaban muchos orígenes en un mismo sitio, sus poderes se unían para
romper un agujero más grande entre los mundos. Si era lo bastante grande —
y si tenías las defensas adecuadas, como las capas protectoras—, se podía
entrar y salir a través de él. Pero los fantasmas que se apilaban para formar el

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portal tenían que contenerse con grandes cantidades de hierro, y el más allá
también era peligroso, como bien sabía Lockwood.
—Para empezar, allí hace un frío glacial —dije—. Y luego está el
esfuerzo físico que se necesita para cruzar, incluso con las capas. ¿Estarías
dispuesto a volver a pasar por eso?
—Si fuera para sobrevivir —contestó Lockwood—, por supuesto que lo
haría.
—Además, los fantasmas del portal son otra amenaza. Sé que Rotwell los
rodeaba con un montón de cadenas, pero… ¿y si se escapan?
—No van a escaparse. Haremos el círculo con mucho cuidado.
—¡Olvidad a los fantasmas del portal! —gritó Holly—. ¿Qué pasa con los
muertos del más allá? ¡Ese sitio está repleto de visitantes!
Kipps le dio la razón con un silbido de aprobación.
—¡Eso es! ¡Bastantes problemas nos dan los fantasmas de aquí! Cruzar el
portal es como pisar un nido de avispas. A juzgar por lo que Lucy y tú
experimentasteis, se sienten atraídos por la presencia de los vivos. Lograsteis
escapar por los pelos.
Lockwood sacudió la cabeza.
—Eso solo fue porque Lucy y yo estábamos perdidos en el campo. Si
cruzamos aquí acabaríamos en otra versión del número treinta y cinco de
Portland Row. No saldríamos de ahí. Nos quedaríamos quietos.
—¿Tienes suficientes orígenes para hacerlo? —pregunté.
—Piensa en la energía que ya irradia el brillo mortal de la cama de mi
hermana —contestó Lockwood—. Seguro que nos hace la mitad del trabajo.
Y ya tenemos un cúmulo entero de objetos psíquicos en el cuarto de Jessica,
además de las cosas que hay colgadas por la casa. —Miró al pasillo a través
del hueco de la puerta abierta, donde se veían los estantes de macetas y
calabazas—. Mis padres los coleccionaron para nosotros —murmuró—. Están
ahí para que los usemos. Y creo que mi hermana también querría que
utilizáramos su dormitorio. Querría ayudarnos a escapar.
Se hizo de nuevo el silencio. No sabíamos cómo responder a eso.
—¿Y qué hay de George? —insistió Kipps—. Está prácticamente muerto.
¿Cómo va a sobrevivir pasando al otro lado?
—No nos quedaríamos mucho tiempo. Además, pensad en esos viejos
zoquetes de la Sociedad Orfeo. Es obvio que lo hacen continuamente, y
todavía no han muerto.
—Ellos tenían un montón de equipo extra —añadí—. Como esas armas
extrañas. Seguro que las diseñaron para alejar a los espíritus.

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—Y los zancos mecánicos ridículos —dijo Kipps—. No tenemos eso.
—¿Quién necesita zancos mecánicos? —Lockwood puso los ojos en
blanco—. ¿O esas armas estúpidas? ¡Solo pasaríamos unos minutos al otro
lado! Hacedme caso, los hombres de Winkman saldrán corriendo en cuanto
vean el portal. Y es posible construir uno, ¿no crees, George?
Él estaba ocupado terminando la segunda capa de bombones y escuchaba
con atención sin decir nada, con Flo sentada a su lado. Reflejaba cierta
autoridad, quizá por su aire callado o su pobre cara amoratada. Todos le
miramos mientras jugueteaba con un bombón de nueces y lo dejaba con
cuidado en la caja.
—Podemos intentar hacer uno —dijo—. Podemos colocar el círculo,
poner los orígenes dentro y hacerlo todo antes de que se ponga el sol. No veo
qué tenemos que perder. —Se ajustó las gafas rotas—. A mí me encantaría
hacerlo. Me encantaría poder ver el más allá.
—Esa es la actitud —contestó Lockwood—. Bien dicho, George.
—También está el incentivo de seguir con vida —continuó George con
voz entrecortada— para que Marissa y sus amigos tengan su merecido. Puede
que os interese saber que anoche leí Teorías ocultas, el librito que tan
amablemente trajisteis de la Sociedad Orfeo. Os alegraréis cuando os diga que
no fue un viaje en vano. Ahora os cuento por qué, cuando alguien ponga la
tetera.
Alguien lo hizo. Flo nos pasó los últimos bombones. Todo el mundo los
rechazó con educación.
—El libro es de Marissa, desde luego —dijo George—. No tengo ninguna
duda. Reconozco su estilo de sus memorias y otros artículos. Pero es una obra
extraña. Debió de escribirlo cuando era muy joven, porque no pone nada de
que fuera agente de detección psíquica o de ningún aspecto práctico. Es
mucho más fantasioso y está lleno de teorías extrañas sobre la vida y la
muerte. Lo que destaca es su obsesión por lo que forma a los espíritus. Piensa
que los fantasma son la prueba de que su sustancia es inmortal. El cuerpo se
apaga, pero el espíritu continúa allí.
—Entonces volvemos a lo del ectoplasma —dijo Holly.
—Sí —respondió George—, aunque ella le pone otros nombres
sofisticados: «el alma», «la esencia eterna» y cosas así. Y no lo ve como algo
peligroso, como ocurre cuando un fantasma te toca. Piensa que en el más allá,
el ectoplasma es mucho más puro. Cree que, si pudiéramos hacernos con él de
alguna forma, si pudiéramos capturarlo y absorberlo, rejuvenecería tu cuerpo
y volvería a hacerte joven.

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—¡Eso es exactamente lo que pasó! —exclamé—. La mujer que llamamos
Penelope es en realidad Marissa, solo que joven otra vez. Eso explicaría lo
que la calavera nos ha estado diciendo.
—¿Absorberlo? —repitió Kipps—. ¿Cómo puede hacerse eso? ¿Se baña
en él o algo así? ¿Se lo come? ¿Qué hace?
George sacudió la cabeza.
—En el libro habla mucho sobre un «elixir de la juventud», pero no creo
que realmente lo supiera en ese momento. Solo es una teoría. Aunque ahora
está claro que ya lo ha averiguado. Ella y sus amigos deben de usar un portal
para ir al más allá y recoger el plasma. Pero me he fijado en otra cosa… Tuve
que anotar el fragmento, porque era muy bueno. Lo llevo en el bolsillo de
atrás del pantalón del pijama. ¿Podrías cogerlo, Lockwood? Tengo los brazos
demasiado agarrotados.
—¿Es necesario? Puf, vale… Ahí tienes.
—Gracias. —George cogió el trozo de papel arrugado— ¿Recordáis que
pensábamos que Marissa tenía su propio tipo tres para ayudarla? Pues así es.
Mirad esta cita. Es una joya: «Asuntos como este están más allá de la
inteligencia de cualquier hombre o mujer. Debemos utilizar a los espíritus
para que nos ayuden. Uno de forma tenue y semblante sabio me visita con
frecuencia. Llevo hablando con él desde que era niña. Mi querido Ezekiel es
un entendido en lo relativo a la vida y la muerte, y comprende los secretos
ocultos y las mentes de los mortales. Con su ayuda, podemos trascender
nuestra naturaleza más básica y hacernos puros». —George bajó el papel con
rotundidad—. No podría estar más claro, ¿no? Tiene un espíritu que le
aconseja desde el principio.
—Ese Ezekiel parece un poco más informativo que tu vieja calavera
andrajosa, Luce —comentó Lockwood—. Gracias George. —Se echó hacia
atrás y nos miró, a su equipo y sus socios, todos sentados en silencio
alrededor de la mesa—. Bueno, así lo veo yo —dijo al fin—. Si podemos
colarnos en las profundidades de la Casa Fittes, está claro que encontraríamos
más que pruebas suficientes que demuestren todo lo que George ha
descubierto. Encontraríamos pruebas de los crímenes de Marissa. También
encontraríamos el portal que usa para ir al más allá. Pero no podemos entrar.
El edificio está demasiado vigilado. Barnes podría conseguirlo, pero es
imposible que se arriesgue a enfrentarse a Marissa. Ayer fui a preguntárselo y
volvió a decirme que no. —Lockwood sacudió la cabeza—. La conclusión es:
ahora mismo estamos solos y es probable que Winkman y sus hombres nos
hagan una visita muy pronto. Así que supongo que debería decir que, llegados

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a este punto, quien quiera irse puede hacerlo libremente. Yo me quedaré en
Portland Row. Es mi casa y no la abandonaré por nadie. Pero vosotros…
—Cállate, Lockwood —espetó Holly—. Ninguno va a salir corriendo
ahora.
Kipps resopló.
—Por muy ridículos que sean tus planes…
La sonrisa de Lockwood era grande y contagiosa.
—Vale —dijo—. En ese caso, os haré una pregunta muy sencilla. —Nos
miró—. ¿Qué estamos dispuestos a hacer para ganar?

Una hora después, Holly y yo estábamos sentadas con Lockwood frente al


dormitorio de su hermana. La puerta estaba abierta de par en par, y un aire
frío del brillo mortal que había sobre la cama llenaba el descansillo.
Habíamos vaciado la última caja importada y, entre un mar de restos de
madera, desenvolvíamos los objetos que contenía. Había máscaras de madera,
palos tallados, tarros de cerámica de colores brillantes sellados con cera y
botellas de cristal opaco. Apilamos en una esquina todo lo que tuviera el
mínimo potencial psíquico, y lo demás lo tiramos. Era el mismo
procedimiento que habíamos utilizado cuando vaciamos las otras cajas, solo
que ahora lo hicimos el doble de rápido.
La calavera del frasco también estaba allí. Seguía de mal humor por la
discusión de la noche anterior. De hecho, yo también lo estaba. Así que todo
estaba más o menos como siempre.
—A ver si lo adivino —dijo—. Otra crisis. ¿O sentarse rodeado de objetos
encantados es la última moda entre los agentes idiotas? ¿Qué vais a hacer
ahora? ¿Jugar a pasaros los paquetes? «Cuando se apague la música, el origen
explota y un fantasma te devora la cara». Creo que va a ser todo un éxito.
—Si pudieras intentar ser útil por un momento —gruñí—, estamos
separando los orígenes más potentes. Estamos seguros de algunos, pero no de
otros. —Señalé la pila de «interesantes»—. ¿Qué te parecen esos?
El fantasma olisqueó, indeciso.
—Algunos son psíquicamente peligrosos —respondió—, pero también
hay mucha basura. Sobre todo esa calabaza agujereada donde Holly Munro
está metiendo la cabeza… Aunque eso es más bien una cuestión de higiene.
—¿Esa puntiaguda? Pensaba que era la máscara de un chamán.
—Se usaba en los rituales de las tribus, sí. Pero esos tipos no se la ponían
en la cara, hazme caso.

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—Esto, Holly…
La calabaza amortiguó su voz:
—¿Qué?
—Ah, nada. ¡Me gusta la máscara! Te queda bien. ¡Déjatela puesta! —Me
giré hacia la calavera—. Dejando a un lado su función, ¿quieres decir que no
sirve para nada?
—No hay ningún espíritu atrapado dentro. Aunque esas macetas
selladas… Son más interesantes. Apestan a tumba. Y ese atrapasueños con el
asa de bambú también… —El rostro del frasco esbozó una sonrisa cruel—.
¿Por qué no los rompéis todos a ver qué contienen?
—No hasta que no estemos listos. —Observé el dormitorio de Jessica, la
quemadura negra de plasma que había desgastado el centro de la cama
abandonada. Lo había causado un fantasma liberado en el momento
equivocado. Lockwood estaba de espaldas a la cama; desenvolvía
tranquilamente otro paquete de la caja. Todavía irradiaba la determinación
implacable que arrastraba a todo el mundo, la intensa serenidad que mantenía
desde que empezó el día.
La mañana fue avanzando. Vaciamos la caja y limpiamos el desorden.
Había una enorme pila de orígenes en el dormitorio abandonado. Holly y yo
empezamos a revisar la casa para quitar las decoraciones de las paredes y
sacar de las estanterías los souvenirs psíquicos que Celia y Donald Lockwood
habían traído hacía tanto. Lo llevamos todo al descansillo. Sin los adornos, la
entrada y el salón tenían ese aspecto extraño, frío y ligeramente resonante que
suelen tener las casas encantadas vacías. También estaba oscuro, porque
Kipps seguía colocando barricadas y la mayoría de las ventanas estaban
tapiadas. El número treinta y cinco de Portland Row ya no parecía el mismo.
Todos nos sentíamos tristes.
Flo Bones se fue en torno a la hora de comer. Se había ofrecido a
quedarse y ayudar, pero era obvio que le parecía incómodo permanecer tanto
tiempo bajo un techo. Supuse que la posibilidad de un ataque inminente
también podría haberla influido. Lockwood la llevó a la biblioteca antes de
que se marcharan. Pasaron un buen rato hablando a solas. Luego Flo se
escabulló, y solo dejó unas huellas sucias para que la recordáramos.
Pasó el mediodía. El sol alcanzó su cénit y empezó a bajar hacia el oeste.
Las sombras se alargaron lentamente en Portland Row.
Empezamos a colocar el círculo de hierro que rodearía el portal. George
estaba al mando de aquella tarea. Habíamos llevado una silla sencilla de la
biblioteca y la habíamos colocado en el rellano. Desde allí, rodeado de platos

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con migas, supervisaba nuestros movimientos mientras subíamos unos rollos
enormes de cadenas de hierro desde el sótano. La furgoneta de Mullet e Hijos
había llevado la mayoría el día anterior. Ahora las pusimos las unas sobre las
otras para formar una única barrera de hierro (un aro o un círculo de un grosor
inmenso) que rodeaba la cama vieja y sellaba el brillo mortal en el interior.
No era exactamente un trabajo agradable. Era difícil estar mucho tiempo
en el dormitorio. El brillo mortal emitía una energía fría que te helaba la piel
y te ponía los pelos de punta. Pero había que hacerlo. Sacamos todo lo que no
era esencial para dejar espacio para el círculo. Lockwood vació la cómoda del
fondo, metió el contenido (fotografías antiguas y cajas de joyas olvidadas) en
bolsas de plástico y se las llevó. Mientras tanto, bajo la mirada atenta y
ennegrecida de George, Kipps empezó a construir la parte más difícil del
portal: la cadena que nos serviría de camino de entrada y atravesaría el círculo
de nuestro mundo hasta adentrarse en el siguiente.
—Necesitamos dos postes de metal —dijo George— clavados en el suelo
a ambos lados del círculo. Después suspendemos una cadena de hierro gruesa
entre ambos de modo que pase por encima de la cama. No puede tocar la
cama ni el brillo mortal. Tiene que estar colgando en el aire para que podamos
agarrarla. El hierro de la cadena alejará a los espíritus y creará un camino
seguro para que crucemos el portal.
—Si cruzamos el portal —le corrigió Kipps—. Espero sinceramente que
no tengamos que hacerlo. Oh, oh… —Se calló cuando Lockwood y yo
llegamos al descansillo—. No me gusta cómo pinta esto.
Llevábamos las capas protectoras. Teníamos la capa original de plumas,
tan preciosa e iridiscente como antes, que ya habíamos utilizado en el más
allá. También llevábamos una segunda capa con plumas rosas y naranjas
resplandecientes, y una tercera cubierta de piel moteada. Todas habían salido
de las cajas de los padres de Lockwood. Además, teníamos dos capas
plateadas modernas que cogimos del almacén de la Sociedad Orfeo.
—Voy a repartir las capas —dijo Lockwood—. Puede que después no
haya tiempo. Lucy, quiero que tú tengas nuestra fiel capa protectora. Kipps, tú
coge esta de plumas. Holly, esta de piel es más o menos de tu talla. George y
yo probaremos con los trajes de Orfeo. También robamos suficientes guantes
para todos. Veamos si nos caben. Probáoslos.
Yo ya sabía cómo era llevar la capa protectora (el calor, la ligereza, la
protección suave de sus plumas), así que me la puse sin perder ni un segundo.
Los otros no lo tenían tan claro. George estaba agarrotado y necesitó ayuda
para ponerse su traje. Lockwood y él brillaban por la plata y sus capas

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escamosas tenían un taco suave y reptiliano. Mientras tanto, los ojos de Kipps
miraban atónitos el esplendor multicolor de su atuendo de plumas, y Holly se
horrorizaba al tocar la textura de la piel.
En el frasco, la calavera soltó una carcajada fuerte.
—Es como ir al peor zoo del mundo cuando es la hora de alimentar a los
animales —dijo—. Me apetece tiraros unas sardinas.
—¿Cuántos animales muertos llevo encima? —murmuró Holly—.
Parezco un cazador de pieles. Esto es horrible.
—Y yo parezco un loro disecado —dijo Kipps—. Confiaba en vosotros y
me dais esto.
—Yo creo que estás adorable, Quill —opinó George—. Muy colorido.
Sobre todo por esas plumas rosas, que son preciosas. Y mira lo larga que es.
Te dará una protección extra en el más allá.
—Parece que estás anunciando un desodorante. Si mis amigos ven esto…
—¿Amigos, Kipps? —George le guiñó el ojo, un gesto lento y doloroso
para él.
Kipps resopló.
—Sí, vale. Si antes tenía, ahora ya desde luego que no. —Se quitó la capa
y fue a clavar el poste en el suelo con aire triste.

Era la última hora de la tarde. La mitad de Portland Row estaba envuelto en


una sombra azul intensa. Se palpaba el inicio de la noche. Lockwood mandó a
Kipps al piso de arriba, a la ventana desprotegida de mi buhardilla para
observar la carretera.
En el dormitorio de Jessica todo estaba listo: el círculo de hierro y la
cadena-guía que unía ambos postes. Había llegado el momento de meter los
orígenes en el círculo y crear el portal.
Lo hicimos Lockwood y yo, solos y rápidos. Teníamos que abrir cada
objeto (cortar los sellos, rajar las bolsas y agujerear las superficies de madera)
para permitir que los espíritus escaparan del interior. Rompimos todo lo que
contuviera un origen y lo colocamos dentro del círculo de hierro. Todavía
había luz solar, así que, en teoría, era una tarea segura. Aun así, no nos
entretuvimos. Frascos, botellas, máscaras y atrapasueños, lo abrimos y lo
metimos todo.
A medida que avanzábamos, notábamos cómo la presión psíquica de la
habitación iba aumentando. Ya había bastante del brillo mortal, que flotaba
como un óvalo tenue sobre la cama, no lejos de donde pasaba la cadena-guía.

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Pero ahora las vibraciones psíquicas de los huesos y otros trozos encantados
en el suelo emitían un zumbido o un tarareo continuo. En el interior del
círculo, el aire era denso y extraño. Lockwood y yo nos movimos todavía más
deprisa, sin perder de vista la ventana y la luz que se apagaba.
—¿Crees que con esto bastará? —Con un martillo pequeño hice un
agujero en una de las últimas macetas de cerámica, donde aparecieron un par
de huesos de los nudillos. Sentí un hormigueo en los dedos al tocarlos. Los
tiré rápidamente al círculo.
Lockwood tenía la cara seria; arrancó el sello de cera del extremo de un
palo de bambú y echó varios dientes amarillentos dentro de la cadena.
—¿No lo notas? Ni siquiera ha oscurecido y una niebla ya cubre la luz del
círculo. En el portal de Rotwell pasaba lo mismo, ¿te acuerdas? No se veía el
otro lado de la cadena cruzada. En un par de horas habrá un hueco que
atravesar, si es que lo necesitamos.
—Lockwood —dije—, ¿crees que será así?
Se limitó a mirarme.
Terminamos el trabajo y salimos del dormitorio. Bajamos la escalera y
notamos la vibración y las pulsaciones del portal cada vez más grande.

Por algún motivo que ninguno pronunció pero que a todos nos parecía bien,
sentimos la necesidad de servir una buena cena aquella noche en Portland
Row. Ignorando las ventanas tapiadas, ignorando las pilas de armas tiradas
por el suelo y, sobre todo, ignorando el zumbido psíquico de la habitación de
arriba, nos pusimos manos a la obra en silencio. Todos contribuimos: Holly
hizo la ensalada, Lockwood cocinó el beicon, los huevos y las salchichas, y
Kipps y yo cortamos el pan y pusimos la mesa. Comimos deprisa,
turnándonos para subir a mi buhardilla a vigilar la calle. Después fregamos
(de nuevo, nos pareció importante hacerlo) y lo guardamos todo. El sol casi se
había puesto. Paseamos por la casa, cada uno perdido en sus pensamientos.
Habíamos hecho todo lo que habíamos podido.
Descorrí el cerrojo de la puerta de la cocina y, evitando la trampa que
Lockwood había puesto en la escalera, salí al jardín. Había estado todo el día
dentro y estaba ansiosa por salir. Como siempre, estaba hecho un desastre.
Nunca teníamos tiempo para cortar el césped, así que la hierba casi me
llegaba a las rodillas. Había manzanas en el árbol que teníamos que recoger y
algunas frutas ya manchaban la tierra. Me quedé observando las casas que
había detrás del muro del jardín, donde otra gente vivía vidas diferentes.

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—¿Tomando un poco el aire, Luce?
Me di media vuelta y vi a Lockwood. Bajó los peldaños y cruzó el césped
para acercarse a mí, oscuro, delgado e iluminado por la luz del ocaso. Era
como si fuera a prenderse. Para mi sorpresa, me entraron ganas de llorar al
verle. Todo lo que temía por él, por todos nosotros, me invadió de repente, sin
previo aviso.
—Hola —dije—. Sí, solo he salido a respirar.
Me estudió, con los ojos suaves y serios.
—Estás molesta.
—Ha sido un día largo… —Me retiré el pelo de la cara, aparté la mirada y
maldije entre dientes—. ¿A quién quiero engañar? Estoy aterrorizada,
Lockwood. Es como lo que dijiste la otra noche. Puede que este sea el final.
—No. Todo irá bien. Todo irá bien, Lucy. Tienes que confiar en mí.
—Confío en ti. Más o menos.
Él sonrió.
—Me alegra saberlo.
—Confío en tus habilidades y en tu liderazgo —dije—. Pero lo que no
logro entender es que parezca que estés disfrutando de esto.
Lockwood se colocó a mi lado. La luz del sol todavía le iluminaba. Justo
en ese momento, se parecía a la idea que siempre había tenido de él, a la
imagen que veía en mi cabeza cuando estaba a punto de quedarme dormida.
Si la calavera hubiera estado allí para vernos, seguro que habría soltado un
resoplido fuerte. Pero la calavera no estaba allí.
Lockwood habló:
—No lo estoy disfrutando, Luce. Pero ahora veo que lo que está pasando
es lo correcto, y eso es diferente. ¿Te acuerdas cuando en el cementerio te dije
lo arbitrario que es todo? ¿Y que nada tenía sentido? Ya no lo creo así. Sí, mis
padres murieron. Ahora sé por qué, y tengo la oportunidad de vengarlos. Mi
hermana también murió. Su brillo mortal tal vez nos salve la vida esta noche.
Además, nos estamos acercando a la solución del Problema. Sabes que sí.
Cuando lo hagamos, todo se acabará y ya no tendremos que volver a hacerlo.
Todo irá bien, Lucy. —Me tocó el brazo—. Ya lo verás.
—Espero que tengas razón —respondí.
—Bueno, la verdad es que no he venido para decirte eso. —Lockwood
rebuscó en el bolsillo de su abrigo y sacó una caja cuadrada y pequeña, muy
aplastada y estropeada—. He venido para enseñarte esto. Lo encontré en la
cómoda del dormitorio de Jessica. No te preocupes, no es un origen ni nada
de eso.

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—Si lo fuera lo habríamos lanzado al círculo —comenté. La cogí y abrí la
tapa arrugada. Entonces, algo dentro brilló bajo el último rayo de luz. Era de
un azul resplandeciente, tan cristalino y puro que me quedé sin aliento. El
interior de la caja estaba forrado de papel de seda. Encima, enroscado, había
un collar dorado. El colgante era una piedra azul brillante, lisa, ovalada y con
una transparencia oscura. Era increíblemente precioso. Lo sostuve entre los
dedos y observé el centro de la piedra. Era como contemplar el agua
profunda, fresca y limpia.
—¿Qué es, Lockwood? —pregunté—. Creo que nunca he visto nada tan
bonito.
—Es un zafiro. Mi padre compró la gema en algún rincón del este y
encargó este collar para mi madre. Era su joya favorita. Bueno, eso es lo que
me dijo mi hermana una vez. A mí se me había olvidado, hasta hoy.
—Entonces, ¿tu madre lo llevaba cuando…?
—No creo que lo usara habitualmente. Era demasiado especial para ella.
Mi padre se lo dio poco después de que se conocieran. Era un símbolo de su
fidelidad eterna.
Dejé que la luz volviese a iluminar el zafiro y luego lo metí de nuevo en la
caja. Se la devolví.
—No podía ser de otra manera —dije.
—No, exacto. Oye, Luce… —Lockwood se aclaró la garganta—. Iba a
preguntarte si tú…
Un silbido estridente sonó en la escalera que conducía a la cocina.
Alzamos la mirada y vimos a Kipps, que nos estaba mirando.
—Espero no molestar —dijo—. Pero he pensado que os gustaría saber
que los Winkman han llegado.

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Q uill tenía razón. Había movimiento cerca de la tienda de Arif. Dos


hombres salieron del establecimiento justo antes de que cerrara. Cada
uno fue hacia un lado de Portland Row y se sentaron en unos muros
mientras anochecía. Los hombres, robustos y en silencio, daban caladas a
unos cigarros de vez en cuando. Salvo por eso, se mimetizaban con los
ladrillos y el hormigón. Cada cierto tiempo, desviaban la mirada hacia el
número treinta y cinco. Permanecieron allí sentados mientras las farolas
protectoras se encendían y el resto de los vecinos se iban a dormir tras las
defensas de sus casas. Echaron las cortinas y la calle se vació. Pero el
resplandor rojo de los cigarrillos de los vigilantes no se apagó.
Estaban allí para asegurarse de que nadie saliera del edificio. Bueno, lo
cierto es que no planeábamos salir de esa forma.
Lockwood dio las últimas instrucciones en el salón. Como en el resto de
la casa, las paredes estaban vacías y tenían las marcas que indicaban dónde
habían estado colgados los artefactos de sus padres durante tanto tiempo.
Había un farol encendido, pero la estancia estaba en una penumbra extraña.
Los tablones de las ventanas bloqueaban la luz de las farolas. Lockwood
estaba allí, de espaldas a nosotros. Cuando entramos, se dio la vuelta y nos
sonrió. Era su sonrisa de siempre.
—Ya sabéis lo que va a pasar esta noche —dijo—. En algún momento
entre ahora y el amanecer, unas personas desagradables van a intentar entrar

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en la casa. Pero no vamos a permitirlo. Este es el número treinta y cinco de
Portland Row. Siempre hemos estado a salvo aquí.
George levantó una mano con rigidez.
—Excepto aquella vez en la que el asesino de Fairfax se coló —dijo.
—Ah, sí. Es verdad.
—Y esa vez que el fantasma de Annie Ward apareció dentro de la casa —
añadí.
—Y todas las veces que la calavera nos ha dado problemas —comentó
Holly.
George asintió.
—Seamos sinceros, siempre ha sido una trampa mortal, ¿no?
Lockwood apretó los dientes.
—Sí, pero es mi trampa mortal. No van a entrar. Bueno, pues somos cinco
para defender la casa. Por lo que sabemos, solo hay dos puntos vulnerables: el
sótano de atrás y la cocina. George está herido, así que se quedará arriba con
todas las armas en el descansillo. Los demás iremos hasta él si algo va mal. El
dormitorio de Jessica es nuestro último recurso. Luce y Holly, quiero que os
coloquéis en la cocina. Quill y yo estaremos en el sótano. Recordadlo: si
alguno está en problemas, que silbe y los demás le ayudarán si pueden. —Nos
sonrió—. Venga, cada uno a su puesto. Buena suerte.

Tenía que hacer una última tarea antes de ir a mi sitio. La calavera del frasco
había intentado hablarme durante la tarde tantas veces que cerré la palanca
para tener un poco de tranquilidad. No sabía si quería soltar insultos u
observaciones demasiado perspicaces, pero no tenía tiempo para ninguna de
esas cosas. Mientras Holly iba hacia la cocina, yo llevé el frasco a la entrada y
abrí la palanca.
—¿Y bien?
—¡Por fin! Bien. Ha llegado el momento. Veo que llevas un martillo en el
cinturón. Un balanceo rápido y seré libre. Prometo que no mataré a Cubbins.
—Qué bien. La respuesta es no.
—Ya está medio muerto. Sinceramente, no es digno de mí. Aunque
Kipps… Esa es otra historia. Nadie le echaría de menos.
—No voy a dejarte salir. Ya lo hemos hablado.
El rostro me miró con una expresión amenazante.
—Qué pena. Eres la única que podría haberlo hecho y en unas horas
estarás muerta. Yo estaré aquí encerrado unas décadas más.

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—No es mi problema. Ahora, si has terminado, tengo que ir a mi puesto.
—Qué noble por tu parte. Tu líder debe de estar increíblemente orgulloso.
—La calavera entrecerró los ojos y la niebla verde espumó contra el cristal—.
Eres consciente de que podría ayudarte en la batalla, ¿verdad? Petrificaría a
los hombres de Winkman y los mataría. Podría salvarle la vida a nuestro
querido Lockwood…
Que parte de mí estuviera tentada de hacerlo hizo que me enfadara todavía
más.
—Olvídalo. No va a pasar.
—Bueno, es obvio que si me dejas aquí dentro no. Pobre Anthony. ¿Qué
decían los papeles que sacaste de la máquina de la pitonisa? Nunca llegué a
verlos…
Cogí el frasco y me dirigí a la cocina.
—Nunca lo sabrás. Ahora cállate.
—¿Sabes qué? —dijo la calavera—. Ponme en la mesa. Puede que una
bala fallida rompa el frasco. O, mejor aún, quizá lo aplaste tu cadáver al caer.
Tengo esperanzas.
—¡Arg! ¿Podrías callarte? —Me iba a explotar la cabeza y no soportaba
ver o escuchar a la calavera ni un segundo más. Abrí uno de los armarios de la
cocina, metí el frasco dentro, bajé la palanca y le cerré la puerta en su cara
enfurecida y de ojos saltones. Luego lo aparté de mi mente y fui a revisar mis
armas.

Pasó el tiempo. En la cocina, Holly y yo nos sentamos en el suelo, con las


espaldas apoyadas en los muebles, y los estoques y la munición a mano.
Habíamos colocado un farol debajo de la mesa y su luz tenue y roja brillaba
dentro de un pequeño bosque de patas de sillas, como la fogata de un ogro
vista desde lejos. La puerta de fuera estaba tapiada y asegurada con barras y
cadenas. Las encimeras estaban vacías y las ventanas se ocultaban tras las
defensas de Quill. Habíamos hecho un par de mirillas en los tablones y nos
levantábamos de vez en cuando para observar el jardín a través de ellas. Solo
se veían el manzano, el muro del jardín y las figuras y las luces de las demás
casas. La noche estaba tranquila. La nevera emitía su zumbido habitual. Unos
tenues sonidos psíquicos sonaban en el armario que había junto a la puerta,
donde había metido el frasco sellado. Probablemente siguiera quejándose.
—El grifo gotea —dijo Holly al cabo de un rato—. Deberíamos arreglarlo
algún día.

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—Es un peligro. No sé por qué Lockwood no se ha encargado de eso.
—La semana que viene. La semana que viene llamaremos a un fontanero,
Lucy. Eso es lo que vamos a hacer.
—Me parece un buen plan, Hol.
Holly tenía la cabeza echada sobre el mueble y miraba el techo. El pelo
suelto le caía sobre los hombros y tenía las piernas estiradas delante del
cuerpo, con las manos sobre el regazo. Estaba tan tranquila y serena como
siempre, pero había algo tosco en su postura que me recordó a una niña muy
pequeña.
—¿Estás bien? —pregunté.
—Sí, claro.
—¿Crees que estaremos bien? ¿Crees que saldremos de esta?
Holly sonrió y me miró.
—¿Qué piensas tú?
—Siempre nos va bien.
Sin esperar una respuesta, me levanté, me eché sobre el fregadero y me
asomé por la mirilla más cercana. Había que poner el ojo muy muy cerca de
la madera para ver algo y, aun así, la vista tardaba un poco en enfocarse. Las
ramas del manzano se movían al fondo del jardín. Las observé. Solo era el
viento.
—Todo despejado —dije.
—Puede que tarden horas en llegar. —Holly se colocó a mi lado.
—Hol —dije—, cuando llegaste a la agencia, siento no haber sido muy…
amable. Sé que tendría que haber sido más agradable contigo.
—Ah, no te preocupes por eso. Ya lo hemos hablado antes. —Se apartó el
pelo de la cara—. Seguro que yo también te di algún que otro dolor de cabeza.
Además, tuvo que ser raro que yo apareciera.
—Un poco, pero…
—Pero no tendrías que haberte preocupado. —Me sonrió—. Por extraño
que te parezca, en realidad Lockwood no es mi tipo.
Me dio tanta vergüenza que no sé qué expresión puse, pero dudo que
fuera demasiado atractiva bajo el resplandor rojo y escalofriante de la
habitación. Bastó para que Holly se echara a reír. Se alejó para mirar por la
mirilla del extremo de la ventana, en la que se veía un ángulo diferente del
jardín.
—No te hagas tanto la sorprendida, Lucy —dijo—. Sé lo que sientes por
él. Pero, además, yo le he echado el ojo a otra persona.
—Por Dios, no te referirás a George, ¿verdad?

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Holly volvió a reírse; le brillaban los ojos cuando me miró de reojo.
—Tienes que saber que hay otras posibilidades en este mundo. —Su
sonrisa se desvaneció y el cuerpo se le tensó—. Espera, tenemos compañía
ahí fuera.
Pegué la cara a la mirilla más cercana. Sí, algo se movía en el jardín. Unas
figuras veloces, una masa suave de oscuridad que se alejaba en la noche y
saltaba el muro del jardín. Corrieron hacia la casa, dejando atrás el manzano,
y separándose a izquierda y derecha.
Di un pisotón en el suelo de la cocina para alertar a los demás. Al mismo
tiempo, alguien (supuse que Lockwood) gritó desde abajo. Holly y yo nos
apartamos de las ventanas y nos acercamos a la mesa. Teníamos las espaldas
juntas, de modo que cada una miraba en una dirección. Habíamos
desenvainado los estoques. Nos agarramos la mano.
Todo estaba en completo silencio.
Silencio… Eso era lo peor. Apenas te atrevías a respirar. Contemplé la
puerta del jardín. Habíamos abierto las puertas interiores para que pudiéramos
ver el parpadeo de otro farol en el pasillo. Ese era el único movimiento: la
diminuta voluta de luz rojiza. No había ningún sonido en todo el número
treinta y cinco de Portland Row. La mano de Holly estaba húmeda sobre la
mía.
Hubo una discusión en los peldaños que conducían al jardín. Holly soltó
un grito ahogado.
Oí el estruendo del cristal roto en el piso de abajo.
Miré a Holly para ver si ella también lo había oído…
Y entonces llegó un estallido terrorífico. La estancia tembló y, durante un
instante, vi una luz blanca y brillante en los extremos de los tablones que
habíamos clavado en la puerta del jardín. La luz de la explosión de magnesio
se apagó. La trampa de Lockwood había funcionado. Algo golpeó la puerta
cuando chocó contra ella y un hombre aulló.
Holly me apretaba la mano con fuerza.
—¡Lucy…!
Observé la pared con el ceño fruncido.
—No, Hol. No pasa nada. Puede que así se retrasen.
No fue así. A nuestras espaldas, un cristal se rompió y, detrás de los
tablones, hicieron añicos la ventana de la cocina.
—Vigila la puerta, Holly —dije.
Fui hasta la ventana y metí el estoque en la mirilla más cercana. Me
respondieron un grito de dolor y el crujido de los arbustos al romperse cuando

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alguien cayó desde la ventana a los matorrales.
Un silbido frenético sonó en el sótano: era la señal de alarma de
Lockwood. Holly y yo nos miramos desde lados opuestos de la cocina.
—Ve tú —dijo—. Yo aguantaré aquí.
—No tardaré… —Ya estaba bajando la escalera de caracol con las botas
repiqueteando y sentí la bajada de temperatura a cada peldaño que descendía.
Llegué a los pies de la escalera. Sentía un hormigueo en la piel y los dientes
me dolían por el frío inesperado. Unas franjas de niebla verdosa me envolvían
las botas.
Niebla fantasmagórica…
Desde el arco de la izquierda y desde la parte trasera de la casa oí el
zumbido del acero, las sacudidas psíquicas y un grito que no salía de la
garganta de una persona viva. Me lancé hacia delante y vi a Lockwood y a
Kipps alejándose de una figura enorme y ligeramente brillante. Su contorno
era redondeado, huesudo e impreciso. Había un nódulo ancho y bajo que
podría haber sido una cabeza, el indicio de unos hombros inclinados, unos
bultos cartilaginosos en vez de brazos y nada más. El resto era una masa
deforme y resplandeciente. Flotaba sobre el suelo y palpitaba levemente
mientras avanzaba en nuestra dirección. Cuando Lockwood la atravesó con el
estoque, el plasma se separó en torno a la herida y volvió a formarse
rápidamente.
—Hola, Luce. —Lockwood se giró para mirarme con una tranquilidad
totalmente innecesaria—. Gracias por bajar. Como ves, tenemos un mutilado.
Han hecho un agujero en la puerta y están tirando orígenes. Este rodó hasta el
cuarto de la colada. ¿Puedes encontrarlo? Quill y yo estamos hasta arriba.
—Podría lanzarle un destello —comenté. Ya estaba moviéndome hacia un
lado, buscando la oportunidad de alejarme corriendo de la aparición. Nunca te
acerques a un mutilado, porque te absorbería.
—Lo haremos si es necesario, pero no me gusta la idea de que todo ese
plasma salga volando en un espacio tan cerrado. Echa un vistazo, ¿vale? Pero
no pises las tablas del suelo que hay junto a la puerta.
Me lancé hacia allí, esquivé una ráfaga de aire frío y llegué a la zona de la
colada, al fondo del sótano. Había trozos de madera rota por todas partes y la
barricada estaba medio desarmada. Detrás, unas formas oscuras trabajaban
frenéticamente para lograr entrar.
Tiré un destello para disuadirlos, su luz plateada me permitió rebuscar en
el suelo, entre la madera, los escombros, los calcetines desparejados y el par
de medias tupidas que se habían quedado allí de la última colada. No veía

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nada que se pareciera a un origen. Un humo blanco se alzó sobre mí. Unas
lenguas de fuego ardían en la barricada, y alguien con un hacha estaba dando
golpes enérgicos.
—¿Qué tal vas, Luce? —Ahora Lockwood no habló con tanta
tranquilidad. El mutilado soltó un terrible suspiro gorgoteante y Kipps gritó
de miedo.
Yo no respondí. Tenía la linterna encendida y la aguantaba con los
dientes. Había abierto un bolsillo de mi cinturón y tenía los dedos preparados
para agarrar una de las redes de plata que guardaba doblada en el interior.
¿Dónde estaba el estúpido origen? El hacha se hundía cada vez más en la
puerta. Me arrodillé junto a los azulejos del suelo y estiré el cuello para mirar
a un lado de la lavadora, entre las pelusas y los botones…
¡Allí! Un trozo redondo e irregular de hueso (lo más probable era que se
tratase de un trozo de vértebra del cuello) enganchado casi debajo de la
lavadora. Cuando alargué la mano para cogerlo, los últimos restos de la
barricada se partieron. El humo de magnesio giraba en espiral, y un hombre
bajo pero de aspecto fuerte entró trepando. Hacía bastante que no veía a Julius
Winkman. El día de su condena llevaba un traje azul nuevo, y yo estaba en lo
alto de la sala del juzgado. Hoy iba de negro y llevaba una tubería metálica
larga, mientras que yo estaba tumbada en el suelo con un brazo bajo la
lavadora. Los tiempos cambiaban. Sin embargo, nos conocíamos.
No había perdido nada de músculo en la cárcel. Sus brazos seguían tan
abultados y tensos como las cuerdas de un barco, y su pecho y su cuello eran
tan inmensos como los de un caballo. Al verme esbozó una sonrisa. Entró en
la habitación y dejó caer su peso en uno de los tablones sueltos que
Lockwood y Kipps habían amañado. Su bota se hundió y la tabla se levantó.
Le golpeó en la cara y le tiró hacia atrás, así que cayó sobre los hombres que
estaban detrás.
Yo saqué el trozo de hueso del hueco justo en ese instante y lo enrollé en
las dobleces frías y sueltas de la red de plata. Al otro lado de la estancia, la
enorme figura flotante se arrugó como un globo pinchado. Noté una explosión
en los oídos; el mutilado había desaparecido.
Unos rugidos enfurecidos sonaron en el jardín. Alguien disparó un arma
en alguna parte y sentí un impacto en la pared a mi espalda. Dejé el origen
envuelto en el suelo y me puse de pie con paso vacilante. Unas manos me
agarraron; Lockwood tiró de mí para que atravesásemos la habitación.
—No tiene sentido esperar —dijo—. Han roto la puerta, Luce. Están
dentro. Quill ha subido a ayudar a Holly. Tú vienes conmigo.

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Cruzamos otro arco y llegamos a la sala de los estoques. El aire estaba
impregnado de humo, con manchas de niebla fantasmagórica que flotaba y
chispas de magnesio ardiendo. Las figuras inmóviles de Esmeralda y Joe
Flotante colgaban de sus cadenas. Un alambre fino sobresalía de la pierna
izquierda de Esmeralda y llegaba hasta una pila de sacos de sal, en la esquina
más alejada.
Lockwood agarró el alambre. Me dejó detrás de los sacos.
Esperamos.
Algo sonó detrás del arco. Vimos a un hombre con un cuchillo largo. Pese
a su corpulencia, se movía en silencio a través de las espirales de humo. Miró
las escaleras de hierro y luego a la sala de los estoques. Entonces frenó de
golpe. Había visto las figuras deformes de los maniquís colgados de las
cadenas en una penumbra tenue. Debió de ser una imagen desconcertante. La
luz de una linterna los iluminó brevemente, mostrando sus manos de paja y
sus caras pintadas. Solo eran maniquís… El hombre enganchó la linterna en
su cinturón y se alejó de la habitación con el cuchillo preparado. Sin hacer
ruido, se encaminó hacia la puerta del almacén, que estaba cerca de la pila de
sacos donde estábamos escondidos. Cuando llegó al centro de la habitación,
Lockwood tiró del alambre, lo que hizo que Esmeralda girase de repente hacia
él como un fantasma flotante. El hombre soltó una maldición ahogada y
reaccionó. Clavó el cuchillo en medio del estómago lleno de paja y acertó en
uno de los destellos de magnesio que habíamos guardado dentro. Unas
llamaradas blancas y abrasadoras brotaron del torso del maniquí en un círculo
que creció, lo hizo pedazos y envolvió al hombre que había a su lado. Este
cayó al suelo en una nube de paja ardiendo y volvió a levantarse, gritando,
con el pelo repleto del pálido fuego de magnesio. Sin dejar de golpearse la
cabeza, se dio la vuelta, chocó fugazmente con la pared y luego echó a correr
hacia el despacho.
Nos levantamos desde detrás de los sacos. En medio del remolino del
humo gris plateado, la cabeza del maniquí seguía balanceándose sobre la
cadena. Ya no tenía cuerpo.
—La buena y vieja Esmeralda —dijo Lockwood—. Caída en la batalla.
Deberíamos subir.
Ascendimos la escalera de hierro, que giraba y giraba hacia la cocina. Una
bala atravesó el escalón metálico bajo mis pies, lanzando una chispa efímera y
brillante. Aterrizamos en la cocina. Holly y Kipps estaban juntos, entre los
trozos de la puerta del jardín que se había caído. Dos hombres vestidos de
negro intentaban entrar. Tenían porras, que movían sin parar de un lado al

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otro. Holly y Kipps blandieron los estoques con movimientos complejos y
enfurecidos que apartaron a los hombres, cortaron sus porras y protegieron
nuestra posición.
Un rostro familiar apareció en la oscuridad, detrás de los hombres.
Vislumbré unas mejillas rosadas y unos ojos azules y saltones.
—Apartaos, idiotas —dijo sir Rupert Gale—. Yo me encargaré de ellos.
Lockwood se colocó de pronto junto a Kipps y Holly.
—Marchaos —gritó—. Id arriba. —A nuestras espaldas, unas pisadas
sonaron en la escalera de hierro. Cogí el último destello y lo tiré hacia la
puerta, lo que lanzó a sir Rupert al jardín. Llegamos al pasillo y giramos para
subir la escalera incluso antes de que la explosión hubiera terminado.
Sentí las pulsaciones del portal detrás de la puerta del dormitorio desde el
descansillo. George estaba sentado tranquilamente en su silla. Había estado
creando unas lanzas improvisadas con escobas, palos de fregona y unos
cuchillos de la cocina. Nos hizo un gesto con la cabeza cuando nos colocamos
a su alrededor.
—Parece que hace un poco de calor ahí abajo.
—Sí. —Un lado del abrigo de Lockwood estaba negro y echaba humo,
supuestamente por su pelea con el mutilado. Le brillaba el rostro pálido de
tanta energía—. ¿Estás bien, George? —preguntó—. ¿Están listas las armas?
—Sí.
—¿Y la alfombra?
—Sí.
—Bien. Porque sir Rupert Gale está aquí.
George asintió.
—Sabía que no se perdería la función.
Oímos unos golpes secos fuertes, unas botas en las escaleras y los gritos
de unas órdenes retumbando en las profundidades de la casa. Entonces, por
encima de todo, un alarido de rabia en la cocina.
Holly dio un respingo.
—¿Qué ha sido eso?
George se levantó poco a poco de la silla.
—Parece que sir Rupert acaba de encontrar la pequeña caricatura que le
dibujé en la mesa de la cocina. Bueno, cuando digo «pequeña» me refiero a
que ocupa todo el mantel de pensar. Es increíble lo bien que cabe en ese
mantel la imagen de un hombre agachándose. Casi no quedaba sitio para el
mensaje que le acompañaba.

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—¿Y cuál era? —Lockwood estaba preparando las lanzas en lo alto de la
escalera.
Nos lo contó.
—Madre mía —dijo Holly—. No me extraña que se haya enfadado.
—Algo especialmente bueno —añadió George— es que los hombres de
Winkman también lo habrán visto. Eso es lo que se conoce como guerra
psicológica. Desestabilizará a sir Rupert, que se volverá loco y actuará con
imprudencia.
—Eso está bien, ¿no?
Una cara roja se materializó al final de la escalera. Lockwood arrojó la
lanza. La cara se apartó en el último momento y la punta se clavó en el suelo.
—Sí —dijo George—. Cuidado, que ya vienen.
Uno de los hombres de Winkman se había asomado fugazmente por la
escalera y luego corrió hacia la biblioteca. Un segundo más tarde, el cañón de
una pistola apareció en la esquina. Disparó tres balas. Nos agachamos justo
cuando el yeso caía de los agujeros del techo, encima de nuestras cabezas. Al
mismo tiempo, una figura veloz y atlética aprovechó para subir la mitad de
los peldaños. Una voz que conocíamos nos llamó:
—Oh, Lockwood… —dijo—. ¿Dónde está?
Lockwood habló rápidamente:
—Voy a conseguirnos algo de tiempo. Vosotros id al dormitorio de
Jessica y poneos las capas. Tú también, Lucy. —Sabía que iba a
desobedecerlo sin siquiera mirarme. Desenvainó el estoque y se dirigió a lo
alto de la escalera.
Abrieron la puerta del dormitorio detrás de mí y, de repente, un estrépito
psíquico retumbó en mi mente. Oí los chillidos de los fantasmas dentro del
círculo. Por un instante, me acordé de la calavera, encerrada en un armario en
la cocina. Alejé el pensamiento. Los demás estaban entrando en la habitación
y Kipps sujetaba a George, que se movía despacio. Pero yo me quedé allí,
observando cómo sir Rupert Gale trepaba por la escalera. Salvo por una pizca
de sal de magnesio, había evitado por completo el destello que yo había tirado
a la planta de abajo. Llevaba su habitual traje verde de tweed y una camisa de
color cereza, y en su rostro podían verse una sonrisa y la impaciencia que
sentía.
Lockwood esperaba en el último peldaño, con el pelo sobre los ojos y el
estoque en ristre. Intentaba aparentar tranquilidad, pero yo vi que tenía la
respiración agitada.

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—¡Anthony John Lockwood! —exclamó sir Rupert—. ¿Es consciente de
que hasta ahora ha conseguido derribar a Winkman y a cuatro de sus
hombres? Yo diría que es una bienvenida sorprendentemente hostil. ¿Dónde
está su amabilidad?
Lockwood se apartó un mechón de pelo.
—Suba y le daré un poco más —dijo.
Sir Rupert rio.
—¿Sabe? Llevo meses pensando dónde tendría lugar este encuentro. Debo
decir que tenía altas expectativas. Tal vez en las almenas de un castillo. O en
el jardín de un palacio… —Pegó un salto hacia delante mientras hablaba.
Esquivó el primer golpe de Lockwood y respondió al segundo con un giro
fácil del estoque—. Pero ¿esta pequeña escalera? ¿En esta poca cosa, estrecha
y sombría? Es un poco decepcionante.
Lockwood echó la cabeza a un lado. Dio otra estocada, bloqueó el ataque
y se protegió las piernas de repetidos cortes laterales y golpes bajos.
—¿Está insultando a mi casa?
Sir Rupert parpadeó.
—Bueno… Están los sofás horribles, esos cojines étnicos, el olor a tostada
imposible de quitar… Todo es tan terriblemente acogedor. Solo es que habría
preferido una ubicación más glamurosa.
Subió otro peldaño. Lockwood se apartó del borde de la escalera. Sus
brazos se movían demasiado deprisa para verlos, y las espadas se
desdibujaban, se movían y se unían en el aire.
El choque de las hojas se transformó en un zumbido continuo, una barrera
de sonido. Una línea roja y fina apareció en la mejilla de sir Rupert y, de
repente, a Lockwood le empezó a sangrar una de las manos.
—Siento oír que Portland Row le resulta decepcionante —dijo Lockwood.
Sus ojos se posaron en mí, que estaba en la puerta del dormitorio. Le hice una
señal para indicarle que los demás estaban listos e instarle a que viniera—. Y
tiene razón con respecto a los muebles —añadió—. Están desgastados. Por
desgracia, las alfombras no están mucho mejor.
Saltó hacia un lado, se agachó y tiró con fuerza de la alfombra que había
en lo alto de la escalera. George la había aflojado antes, de modo que nada la
sujetara a los peldaños. Se separó por completo y ascendió en una diagonal
tensa. Las botas de sir Rupert no pudieron agarrarse y el hombre cayó hacia
atrás. Desapareció escaleras abajo gritando, bajando más y más, rodando.
Hubo varias sacudidas complejas antes de que se desvaneciera por completo.

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Un segundo después, Lockwood me guio hacia la puerta del dormitorio.
La cerramos con un portazo y apretamos bien los pestillos. El poder frío del
portal que había a nuestras espaldas nos rasgaba la piel. Los fantasmas
gritaban nuestros nombres.
Lockwood se dio media vuelta y nos miró. Se echó el pelo hacia atrás con
la mano herida, lo que le dejó una marca de sangre en la cara.
—Bueno —dijo con una sonrisa—, eso lo resuelve todo. Ahora sí que
tendremos que cruzarlo.

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M e gustaría decir que encerrarnos detrás de una puerta blindada fue un


alivio para nosotros, pero en realidad no fue así. Sí, una casa llena de
asesinos era algo malo. Por desgracia, meterse en una habitación
pequeña con un portal tampoco era demasiado recomendable.
La buena noticia era que la construcción del portal funcionó
perfectamente. Todo había salido según lo planeamos. Nuestro círculo de
hierro extrafuerte se mantenía firme y soportaba las energías espectrales que
se agolpaban en el interior. Cuando cayó la noche, como Lockwood había
predicho, los fantasmas salieron de sus orígenes. Como no podían escapar del
círculo, no paraban de dar vueltas y más vueltas, irradiando un frío horrible y
terror psíquico. Mi cuerpo se encogió ante tal cantidad de fuerza. Los gritos
retumbaban en mi cabeza.
Había tantos espíritus atrapados allí, tan apretados en un espacio tan
pequeño, que era imposible distinguirlos con claridad. Sus movimientos
habían formado una columna de aire denso encima del círculo, llena de
sombras tenues que se retorcían y se zambullían, figuras de humo negro
ondulado que aparecían y desaparecían y rostros que gritaban, aprisionados
contra la barrera invisible que los encerraba. La luz de la columna era
neblinosa y débil. No se veían bien la cama ni los objetos del suelo ni el otro
lado de la habitación. En cuanto a la cadena que habíamos suspendido entre
dos postes y que cruzaba el círculo, una capa de hielo brillaba en sus

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eslabones que desaparecían en la niebla. Los fantasmas se mantenían
alejados, ya que detestaban el hierro. La cadena era nuestra forma de entrar.
Lockwood cogió su capa plateada del suelo y yo me puse la capa de
plumas que ya había sobrevivido a dos viajes a través de un portal como este.
Los demás nos estaban esperando, vestidos y preparados. Kipps llevaba su
capa de ave del paraíso y sus fieles gafas, y George, la capa de escamas de
plata. Holly se estaba abrochando el cinturón de su conjunto de piel de
animal. Además, todos llevaban los guantes de plata de la Sociedad Orfeo.
Éramos el mismo grupo variopinto de antes, pero, ahora que íbamos a usar los
atuendos de verdad, ya no nos hacían gracia. La llamada letal del portal se
cernía sobre nosotros. Teníamos los rostros rígidos del miedo.
Detrás de mí, alguien agarró el pomo de la puerta e intentó abrirlo.
Dispararon una bala a la madera, pero la capa de hierro que había en el
interior impidió que penetrase.
—No olvides los guantes, Lucy —dijo Lockwood. Él se puso los suyos.
—¿Cómo te encuentras, George? —pregunté—. ¿Tienes ganas de hacer
esto?
El aludido asintió y esbozó una sonrisa débil.
—Vale —dijo Lockwood—. Todo el mundo atento. Que Gale esté aquí
cambia un poco las cosas. Puede que no se asuste tanto del círculo como los
hombres de Winkman… Pero no veo que tengamos otra opción. Si nos
quedamos aquí, nos harán pedazos. Si cruzamos, sobreviviremos.
Los fantasmas aullaron a nuestras espaldas. Algo golpeó la puerta, astilló
la madera y agrietó el hierro.
Lockwood frunció el ceño.
—Otra vez el hacha. Tenemos que ponernos en marcha. Ha sido idea mía,
así que yo iré primero. Luego George. Holly, ¿puedes ir después de George y
asegurarte de que esté bien? Luego Quill. Lucy, eso significa que tú vas la
última. ¿Te parece bien?
—Pues claro —contesté.
El hacha no nos esperó, sino que hizo un corte en la puerta.
—Recordad lo que Lucy y yo os contamos —continuó Lockwood—.
Agarraos fuerte a la cadena y entrad siguiendo una línea recta. La cadena y las
capas mantendrán alejados a los fantasmas. Se enfurecerán y gritarán, pero no
os tocarán. Solo tenéis que ignorarlos.
—Ojalá fuera tan fácil —comentó Kipps. Observaba el círculo bajo su
capucha de plumas.

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—Cuando lleguemos al más allá —dijo Lockwood—, será como esta
habitación, solo que distinta. Más oscura. En silencio. Sin enemigos.
Estaremos a salvo. —Sonrió y agarró la cadena—. Solo está a unos metros.
Os veo allí.
Algo decisivo ocurrió en la puerta. Oímos cómo la madera se hacía
pedazos y las franjas de hierro chirriaron cuando unas manos las arrancaron.
De repente, fue obvio que no tendríamos tiempo suficiente. Lockwood titubeó
y miró hacia atrás, dudando.
Holly dio un paso adelante.
—No, tienes que cubrirnos las espaldas, Lockwood. Deja que vaya yo
primero. George, tú sígueme.
Le ofreció la mano a George. Cojeando, él se colocó a su lado en la
cadena. Lockwood se apartó y se lo agradeció con una inclinación de cabeza.
Desenvainó el estoque y se puso frente a la puerta.
Yo le hice a George un gesto con los pulgares hacia arriba.
—¡Anímate! —exclamé—. ¡Te morías de ganas de hacer esto! —La
verdad es que no elegí las palabras más adecuadas—. Te veo en un minuto —
añadí con entusiasmo. Parecía que el miedo le había paralizado, y no me
respondió.
George y Holly avanzaron por la cadena de hierro, sin parar, poniendo
una mano sobre la otra. Dos figuras pequeñas envueltas en capas, acercándose
cada vez más al círculo de hierro, al punto en el que la cadena se adentraba en
la luz fantasmagórica y desaparecía.
Un estruendo especialmente fuerte sonó en la puerta. Ya estaba hecha
añicos. Dos o tres hombres intentaban apartar los trozos. Vimos el pánico en
sus rostros, la vacilación cuando descubrieron el portal. Pero sir Rupert
también estaba allí. Con el rostro ensangrentado y mostrando los dientes, los
empujó a seguir. Saqué el estoque del cinturón y me puse al lado de
Lockwood.
De repente, los fantasmas gritaron con más fuerza. Eché la vista atrás,
hacia el portal. Holly y George habían desaparecido. La cadena se balanceaba
con movimientos rítmicos, secos y precisos, como si alguien siguiera
agarrado a ella para continuar en el interior del círculo. Las figuras atrapadas
en la columna de luz borrosa giraron en un frenesí de entusiasmo y (eso
esperaba) decepción. La cadena dejó de moverse mientras la observaba. Se
sacudió lentamente y luego se quedó quieta.
—¡Ha funcionado! —dije—. Han cruzado. Quill, te toca a ti.

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Kipps asintió, lo que hizo que las plumas largas de la capucha se
sacudieran enérgicamente. Parecía una gallina triste a punto de cruzar una
pasarela que conducía a una cacerola. Agarró la cadena y, con indecisión,
arrastró los pies hacia el círculo.
Algo escarbó en el agujero de la puerta rota. Sir Rupert Gale lo atravesó
de un salto. Aterrizó con torpeza, esquivó el giro de mi estoque y me apartó
con un puñetazo. Caí sobre Lockwood, que perdió el equilibrio. Mientras
tropezábamos, sir Rupert echó la espada hacia atrás para coger un impulso
rápido.
Algo pasó a mi lado a toda velocidad, como una gallina vengativa,
blandiendo el estoque a diestro y siniestro. Sir Rupert salió despedido hacia la
puerta. Parecía aturdido y lo único que pudo hacer fue bloquear los golpes.
Tal vez la absoluta extravagancia de Kipps contribuyera a la conmoción: sus
ojos saltones, las plumas de ave del paraíso sacudiéndose sobre su cabeza y
las plumas rosas que se balanceaban frenéticamente con cada estocada. Nadie
podía culparle. Kipps conseguía disuadir a cualquiera.
La destreza de sir Rupert estuvo a la altura. Empezó a esforzarse. El
ímpetu de Kipps se desvaneció y se alejó. Pero ahora Lockwood y yo
estábamos a su lado. Durante un instante, fuimos tres contra uno; el tintineo
metálico animaba el ambiente. Alguien trató de acuchillar a Lockwood a
través de la puerta rota. Él lo esquivó, se dio la vuelta y apuntó a la cabeza de
sir Rupert con el estoque. Sir Rupert se agachó para evitar el golpe de
Lockwood y arremetió contra Kipps, que recibió una puñalada en el
estómago, debajo de la capa. Kipps soltó un grito de dolor. Entonces ataqué
con el estoque y le hice un corte a sir Rupert en la muñeca. El maldijo y se
apartó de un salto mientras se sujetaba el brazo.
Esa fue la señal que necesitábamos para salir de allí. Kipps, Lockwood y
yo nos alejamos y atravesamos la habitación. Nos agarramos a la cadena-guía
y la seguimos; Kipps fue primero, luego yo y después Lockwood.
Avanzamos, casi tropezando los unos con los otros, a través de la ráfaga de
aire frío hacia la columna con el remolino espectral. Fuimos tan rápido que
superamos al miedo; sin parar y sin pensarlo, cruzamos la barrera de hierro y
nos adentramos en el caos psíquico del portal.

Estábamos justo encima de los orígenes expuestos, y sus ocupantes estaban


muy cerca. Unas voces horribles gritaban y susurraban en mi oído en idiomas
que no entendía. Figuras vibrantes se alzaban a ambos lados, alejadas de la

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cadena de hierro que se extendía frente a nosotros por encima de la cama y
dentro de la penumbra. Nos observaban, apiñados lo más cerca que se
atrevían.
El hielo se acumulaba en los eslabones de la cadena de hierro y el aire
gélido me golpeaba en la cara. Delante, Kipps avanzaba dando traspiés y
aminorando la marcha. Tenía sentido, ya que era su primera vez.
—¡Ignóralo todo! —grité—. ¡No dejes de andar! ¡Sigue la cadena y no te
sueltes!
Llegamos a la cama. Estaba cubierta de hielo, que se rompió cuando nos
subimos en ella. No solo el hielo… El colchón, sólido y congelado, se estaba
resquebrajando. Debajo, unos seres se arrastraban con las espaldas rotas y
corrían a cuatro patas, como unos tiburones vistos desde el fondo de cristal de
un barco. Cuando saltamos al otro lado, se alejaron de nuestras capas
arremolinadas y se alzaron a nuestras espaldas gritando nuestros nombres.
No les prestamos atención. Un par de pasos más y volvimos a cruzar el
nudo de cadenas de hierro, y llegamos al silencio absoluto del otro lado de la
habitación.
De repente, todo estaba muy tranquilo y hacía mucho frío.
El barullo psíquico se había calmado y tampoco podíamos oír nada más,
ni los gritos de sir Rupert o de los hombres de Winkman ni los golpes en la
puerta. El aire estaba muerto e inmóvil, iluminado por una penumbra gris que
hacía que todo pareciera plano y opaco. Seguíamos en el dormitorio, pero,
como era un dormitorio en el más allá, todo era distinto. La pared, que estaba
muy cerca, tenía grietas y agujeros. La escarcha resplandecía alrededor de
nuestros pies. Por la ventana se veía un cielo negro azabache.
—Alejaos de la cadena —dijo Lockwood. Su voz sonaba pequeña y hueca
en este aire extraño y muerto. Kipps y yo nos apartamos. El poste que
teníamos al lado estaba cubierto de hielo. La cadena suspendida permanecía
inmóvil y se extendía hasta la neblina del círculo. Los fantasmas seguían
girando allí, aunque ahora no emitían sonido alguno. Lockwood y yo
teníamos los estoques en ristre y miramos el camino por el que habíamos
llegado.
Contemplamos el portal. Nadie lo atravesó.
—Gracias a Dios —resollé—. Pensaba que nos había seguido.
—Habría muerto sin una capa —dijo Lockwood—. Aunque, sabiendo
cómo es, no me habría extrañado que lo intentara.
Nos movimos despacio y rodeamos con cuidado el círculo hasta llegar al
lado opuesto de la habitación. Holly y George nos estaban esperando allí; eran

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dos figuras acurrucadas bajo sus capuchas cuya respiración agitada formaba
una cortina de humo blanco. Detrás de ellos, la puerta que conducía al rellano
era una abertura negra y vacía cubierta de niebla. Allí no había nadie. Ni sir
Rupert ni ninguno de los hombres de Winkman. Estábamos en otra versión
del número treinta y cinco de Portland Row, y allí estábamos solos.
—¿Qué ha pasado? —preguntó George. Su murmullo retumbó en el vacío
—. Habéis tardado una eternidad. Pensaba que os habrían alcanzado.
—No, estamos bien —contestó Lockwood—. Lo hemos conseguido.
Buen trabajo. —Bajó el estoque y soltó un largo suspiro de escarcha blanca y
brillante—. ¿Estás bien, George? ¿Cómo te encuentras?
—Amoratado, dolorido, asustado y, como ahora estamos en el más allá,
también técnicamente muerto. Salvo por eso, estoy genial.
—Excelente. Me alegro. ¿Y tú, Quill?
Bajo las gafas y la capa de plumas, el rostro de Kipps estaba blanco, pero
habló con una voz bastante fuerte:
—Bien.
—Pensé que Gale te había golpeado al final.
—Y lo hizo. No importa. Me duele un poco, pero no es nada. Me siento
bien.
—Vale.
—¿Te dio en el costado? —preguntó Holly—. ¿Quieres que le eche un
vistazo?
Kipps señaló su capa abultada.
—¿Debajo de toda esta chorrada? No creo que pudieras encontrarlo. —
Sacudió la cabeza—. Gracias, Holly. Solo es un rasguño. Casi nada.
—Además, es mejor que sigamos bien tapados —dijo Lockwood—.
¿Notáis el frío que hace? Las capas son muy efectivas, pero la protección no
llega muy lejos, así que, si te la quitas, se acabó.
—Entonces… —dije. Contemplé la abertura del descansillo negro y las
espirales de niebla que se cernían sobre las escaleras—. ¿Ahora qué? ¿Cuánto
tiempo creéis que tendremos que esperar aquí?
—Espero que no mucho… —respondió Holly.
—No lo sé… —Lockwood frunció el ceño bajo las sombras de la capucha
—. Que sir Rupert haya aparecido lo hace todo más difícil. El conoce bien a
Marissa. Si también sabe lo que es un portal, entenderá lo que hemos hecho y
tomará medidas para bloquearnos. Puede que se quede a esperar. La verdad, si
yo fuera él… —No terminó la frase—. No, mejor no lo digo.
—¿Qué es lo que harías? —preguntó George.

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A nuestras espaldas, oímos un golpe seco, breve y sordo en la parte más
alejada del círculo. Consternados, los fantasmas atrapados en el interior
giraron en silencio.
Lockwood nos miró fijamente. Se mordió el labio. Volvió lentamente al
lado más alejado del portal. Los demás le seguimos. Todos vimos cómo la
cadena-guía de hierro colgaba sin fuerzas del poste de metal. Ya no
atravesaba el círculo a la altura del pecho, sino que serpenteaba en el suelo,
inutilizable.
—Cortaría la cadena —dijo Lockwood—. La cortaría para que no
pudiéramos volver.
Miramos la cadena rota y luego a él.
—¿Qué? ¿Ahora estamos atrapados aquí? —preguntó Kipps—.
¿Atrapados en el más allá? ¿Desde cuándo esto formaba parte de tu plan
maestro?
Lockwood sacudió la cabeza.
—No levantes la voz. No te enfades. Notan las emociones. No sabemos
qué podría estar escuchándonos.
—Ah, ¿conque ahora algo podría escucharnos? —Kipps soltó un grito de
rabia—. ¡Genial! ¡Pues mejor todavía! ¡Dijiste que estaríamos a salvo aquí!
¡Dijiste que estaríamos bien! Ahora estamos atrapados en la tierra de los
muertos con un montón de fantasmas enfurecidos esperando a tirarse sobre
nosotros. Y, para colmo, ¡llevamos estos disfraces estúpidos! ¡Enhorabuena!
Es un plan magnífico, Lockwood, uno de tus mejores. Dijiste…
—Sé lo que dije. Lo siento. No sabía que iban a cortar la cadena.
—¡Podrías haber pensado en esa posibilidad antes de traernos aquí a
morir!
Lockwood soltó una palabrota.
—Bueno, si por una vez alguien se molestara en pensar y no me lo
dejarais todo a mí…
—Cállate —espeté—. Callaos los dos. Este no es el momento para
discutir. Tenemos que permanecer juntos y pensar con claridad. Tiene que
haber algo que podamos hacer.
Permanecimos en silencio en el dormitorio pequeño. Como recordaba de
los edificios que vi en mi última visita al más allá, este lugar tenía
aproximadamente la misma geometría que el dormitorio de nuestra casa, solo
que un poco distorsionada. Las paredes parecían suaves, como si estuvieran a
punto de derretirse. Vetas de hielo brillaban en las grietas del suelo y relucían

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sobre nuestras capas. El extraño resplandor apagado iluminaba nuestras
siluetas encorvadas y nuestros rostros afligidos con una luz fría e indiferente.
Nadie dijo nada durante un rato, hasta que Holly se estremeció.
—Sí que tenemos otra opción —dijo—. No sé si es factible.
—Tiene que ser mejor que el último plan espantoso de Lockwood —
repuso Kipps.
Holly esbozó una sonrisa tímida.
—No lo sé. Bueno, esto es. No podemos volver por este portal, ¿verdad?
Así que no tiene sentido quedarnos aquí. La única oportunidad que tenemos
es buscar otro portal y atravesarlo. Y resulta que sabemos que hay otro portal
como este en Londres, y tenemos bastante claro dónde está.
Nos observó. Tenía una expresión relajada y apacible, como la que tenía
cuando nos explicaba el horario semanal con los casos en el otro número
treinta y cinco de Portland Row. Lockwood silbó en voz baja. George hizo el
ruido que haría un globo pinchado.
—La Casa Fittes… —dije—. Allí es donde tenemos que ir.
Kipps gruñó.
—Retiro lo dicho. Tu plan es tan malo como el de Lockwood. Incluso
peor.
Pero una sonrisa se dibujaba en el rostro de Lockwood.
—Holly —dijo—, eres un genio. Tienes razón. Eso es. Eso es lo que
tenemos que hacer. —Se le quebró la voz de la emoción—. ¿No lo veis? La
distribución del más allá es prácticamente la misma que la del mundo que
conocemos. Así que solo tenemos que salir por esta puerta. Bajamos, salimos
de la casa y llegamos a la otra Portland Row. Estará ahí, claro, salvo que será
una versión oscura de la calle en la que vivimos. Después vamos a Londres…
Bueno, debería llamarlo «el otro Londres». Vamos a la Casa Fittes. Buscamos
el portal que tiene que estar allí. Luego lo cruzamos, ¡y de vuelta al mundo
real! —Se rio—. Y esto es lo mejor de todo: al hacerlo, podemos sorprender
por completo a nuestra querida Marissa. ¡Nos saltamos todas sus defensas y la
pillamos con las manos en la masa! Cogemos las pruebas que necesitamos
para acabar con todo. Entonces habremos cambiado una táctica defensiva
desesperada por un ataque sorpresa victorioso. —A Lockwood le brillaban los
ojos en las profundidades de su capucha—. Es una estrategia brillante, Holly.
Bien hecho.
Ella asintió.
—Gracias… Aunque, sinceramente, lo que quiero es seguir con vida.
Kipps se frotó la nuca.

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—Espera. Según lo que Lucy y tú visteis la última vez, este «otro
Londres» no va a estar vacío. —Tragó saliva—. No es un pueblo cutre en el
que solo haya que preocuparse por unos cuantos paletos muertos. Va a estar
abarrotado… ¿Y qué pasa con George? ¿Cómo va a aguantar esto? ¿Y las
capas? ¿Cuánto tiempo…?
—Estaré bien —le interrumpió George de repente—. Tendré que estarlo.
¿Qué alternativa hay?
—¿Lucy? ¿Qué te parece?
Se me pasaron muchas cosas por la cabeza, pero, sobre todo, estaba
intentando contener el pánico que sentía por estar atrapada en el más allá. Era
esa clase de pánico que amenazaba con volverte estúpida y congelarte hasta
que no pudieras moverte. Se basaba en los recuerdos de los horrores que
experimenté en mi última visita, y también en la terrible sensación de que la
habitación en la que estábamos se hacía más pequeña. De repente tuve la
certeza de que, si no nos movíamos ahora, nunca encontraría la forma de salir
al aire libre.
—Creo que Holly tiene razón —contesté—. Tenemos que intentar
encontrar el otro portal. Lo de Marissa sería una ventaja, claro. Pero ahora
mismo… Por favor, tenemos que irnos ya.

Como el dormitorio, el descansillo era un reflejo del que teníamos en el


mundo de los vivos. Le habían quitado la sensación acogedora, los detalles
tenues y las imperfecciones. Estaba vacío, en blanco y cubierto de una capa
de hielo brillante. Las paredes estaban desnudas, puesto que las decoraciones
habían desaparecido. Unas grietas recorrían el suelo, eran unas rajas finas y
curvas como venas. La niebla envolvía la escalera. El silencio nos taponaba
los oídos.
No había alfombra en los peldaños y los escalones eran de madera.
Nuestras botas retumbaban mientras descendíamos lentamente por la escalera.
Nos acercamos al final. De repente, la niebla giró y una figura borrosa y
oscura pasó corriendo por el pasillo. Era grande y descomunal: la figura de un
hombre corpulento. En silencio absoluto, se movió desde la cocina hacia la
parte delantera de la casa. Durante un instante, su silueta se dibujó en el
umbral y después corrió hasta desaparecer.
Lockwood, que iba primero, se había detenido, impactado al verlo. Se dio
la vuelta para mirarme, con los ojos bien abiertos bajo la capucha.
—¿Quién era ese? —susurró.

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Yo no sabía la respuesta. Lockwood caminó más deprisa. Llegamos a la
entrada y nos dirigimos a la puerta principal cuya abertura mostraba el cielo
negro y vacío.
Una niebla tenue se cernía sobre Portland Row y la escarcha teñía la calle
de blanco. La penumbra opaca y fría lo cubría todo. Las farolas protectoras no
estaban encendidas. De hecho, las farolas habían desaparecido, y las verjas y
las barandillas de hierro que se extendían en ambas aceras tampoco estaban
allí.
Las casas eran bloques grises.
La figura corpulenta apenas era visible mientras corría por el medio de la
calle. No echó la vista atrás. La niebla se la tragó y volvió la tranquilidad.
—¿Quién era ese? —repitió Lockwood—. ¿Quién más está en nuestra
casa?
Entonces me percaté de una cosa. Conocía a alguien que sí estaba allí.
Miré por encima de mi hombro, hacia la oscuridad de la entrada.
—Esperadme aquí —dije.
Di media vuelta y volví a la casa. La pared bajo la escalera estaba llena de
grietas, tan grandes que podía meterse un dedo dentro. La puerta de la cocina
estaba medio congelada y el hielo se derretía en el suelo. Me abrí paso con
dificultad. Dentro, la estancia estaba muy oscura, pero vi que no había mesa
ni ninguno de nuestros armarios o muebles. Podía vislumbrar sus contornos si
miraba de reojo, pero desaparecían si los miraba directamente.
Como esperaba, había un joven delgado y patilargo con el pelo de punta
en un lado de la habitación. Era el mismo sitio en el que había dejado el
frasco sellado. El espíritu de la calavera era gris y tenue, pero estaba
totalmente formado. Era un chico esquelético un poco más mayor que yo.
Tenía la cara bastante demacrada, y unos ojos grandes y oscuros que me
miraban sin inmutarse.
—Ah —dijo el joven—, me preguntaba si te acordarías de mí. Entonces
has entrado en el portal.
—Sí —respondí—. Lo hemos cruzado.
—Muy bien por ti.
Tanto su figura como su voz eran débiles, tal vez por el cristal de plata del
frasco que le encarcelaba en el mundo de los vivos. Era la primera vez que le
veía de verdad, que veía al espíritu que era en realidad. Llevaba una camisa
blanca y unos pantalones grises que eran un poco demasiado cortos para sus
piernas huesudas. Iba descalzo. Aún era joven cuando murió.
—Han cerrado el portal después de que entrásemos —le expliqué.

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El joven enarcó una ceja, sarcásticamente divertido.
—Ah, ¿sí? Qué pena. ¿Cómo te sientes al estar atrapada en un sitio
desagradable? Seguro que deseas que alguien pudiera liberarte.
Bajé la vista hacia mi cinturón, donde todavía llevaba el martillo que usé
para romper los orígenes. Dije:
—Vamos a intentar cruzar Londres. Encontrar el portal de Marissa. Solo
he venido para decírtelo.
—Muy amable por tu parte. —El joven arrugó los labios—. Conque de
paseo por el Londres oscuro, ¿eh? Buena suerte con eso. Eso sí, aunque no
hubieran cerrado el portal, lo mejor sería evitar esta casa durante un tiempo.
—¿Por qué? ¿Qué está pasando?
—Por ponértelo fácil, están destrozándolo todo. Sir Rupert Gale está
hablando como un marinero. Hasta yo he aprendido unas cuantas palabras
nuevas. Aunque le ha costado mantener el control. La mayoría de los hombres
de Winkman no tienen ni idea de lo que acabáis de hacer, así que han entrado
en pánico. Hablan de brujería y demonios. —El joven puso los ojos en blanco
y, durante un instante, se pareció al rostro del frasco—. Sinceramente, el
típico siervo medieval sería más sensato que ellos. Bueno, te alegrará saber
que casi todos están heridos: apuñalados, aporreados y quemados por todos
los destellos que has tirado. Entre todos no les queda ni una ceja entera.
—Bien —dije con voz sombría.
—Ah, y Winkman acaba de morir.
—¿Qué? —Cogí una bocanada de aire helado—. ¿Qué? ¿Cómo?
—Por lo que he visto, le diste un golpe fuerte con una tabla. Cuando cayó
hacia atrás, chocó con el cuchillo de uno de sus lacayos. No sé, ¿qué esperaba
corriendo por ahí con objetos afilados en la mano? —El joven esbozó una
sonrisa cruel y volví a reconocer al fantasma que conocía tan bien—. Le
llevaron a la cocina, pero acaba de fallecer. Me sorprende que no te hayas —
cruzado con él.
Pensé en la figura corpulenta y torpe que había corrido por el pasillo y se
había perdido en la oscuridad. Me acerqué el guante a la cara. Una capa de
hielo me cubría la palma. Volví a bajarla rápidamente. Cuando moví los pies,
rompí unas pequeñas partículas de hielo que adherían mis botas al suelo.
Volvió a invadirme el pánico. Sentí que las paredes se deformaban y me
cerraban la salida.
—Tengo que irme —dije—. Pero volveré. Cuando todos lleguemos a
casa…

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—Yo no estaré aquí —respondió el joven. Sus ojos oscuros me
observaron—. Acaban de abrir el armario y me han encontrado. Ahora Gale
me está sacando de la casa. Adiós.
—¿Qué? ¿Adónde te lleva? —Sentí una repentina punzada de dolor—.
No, no, no pueden hacer eso…
El rostro gris parpadeó y se separó, como si la conexión se estuviera
rompiendo.
—Pues claro que pueden. Es culpa tuya, Lucy. Te pedí que me dejaras
salir y ahora es demasiado tarde.
Me invadió un apena inmensa, una soledad profunda que no esperaba.
—Calavera, lo siento mucho… Lo habría hecho…
La figura se apagó, pero su voz siguió sonando fugazmente.
—Ya es demasiado tarde para los dos. Yo estoy atrapado y tú estás
muerta…
Contemplé el espacio vacío donde antes estaba el joven.
—Pero… yo no estoy muerta.
—Es como si lo estuvieras, Lucy. Estás en el más allá…

Tambaleándome de vuelta hacia la entrada, tuve que retorcerme para esquivar


unos grandes salientes de hielo que se habían colado por las grietas de la
pared. Pero la puerta principal estaba abierta y los demás me esperaban bajo
el cielo negro. El hielo brillaba en sus capas. Reinaba el silencio, salvo por mi
respiración áspera y el crujido de mis botas en el suelo. En voz baja, les hablé
de mi conversación con la calavera y las novedades sobre Winkman.
—Bueno —dijo Lockwood—, tengo que decir que su muerte no va a
pesarme demasiado en la conciencia. —Contempló la carretera.
—Lo bueno es que no se ha quedado en el sótano como hacen algunas
víctimas de muertes violentas —añadió Kipps—. Si no, os encontraríais a su
fantasma mirándoos cada vez que bajarais a lavar la ropa interior. Sería un
ciclo que se repite hasta el infinito.
—Pero ¿adónde creéis que iba? —dijo Holly.
Ninguno respondió. Observamos la niebla inmóvil y silenciosa.
—Bueno, no tenemos tiempo para quedarnos aquí pensando —dije con
decisión—. Tenemos un sitio al que ir. ¿Quién se sabe el camino más rápido
hasta la calle Strand?

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21

L a travesía por el Londres oscuro y congelado tenía la lógica despiadada


y terrible de un sueño del que era imposible despertarse. Comenzó con
niebla y silencio y terminó con una oleada de terror, pero la maldad y el
pavor se cernían sobre cada paso. Caminamos por sitios por donde los pies de
los vivos nunca se atreverían a pisar, y vimos cosas que los ojos de los vivos
nunca deberían ver. Y, por tanto, ninguna de las normas habituales se
respetaba. Porque no estábamos recorriendo nuestras calles. No era nuestro
Londres. Habíamos invadido la ciudad de los muertos, y allí nuestras
habilidades y nuestros dones no servían para nada.
La primera calle que atravesamos fue Portland Row. Pero no era Portland
Row, no con aquel silencio feroz e interminable, la escarcha de la carretera y
los tejados y los cañones de las chimeneas que se fusionaban con el cielo
negro, opaco y sin estrellas. Las casas eran parecidas, pero la luz mortecina
que alumbraba todo y que provenía de la nada (no había luna) las volvía
apagadas y sin vida, como si estuviesen dibujadas en trozos enormes de
cartón.
Había algo falso en aquellos edificios. Parecía que, si le dabas un
puñetazo a uno, las paredes enteras se vendrían abajo. Las puertas o bien no
estaban allí o estaban entornadas. Eran agujeros rasgados en la estructura de
la calle. Ninguna ventana tenía cortinas, de modo que estaban desnudas,

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vacías y observadoras. Te hacía pensar que había algo vigilándote dentro de
las habitaciones deshabitadas.
Pero no vimos a nadie.
Caminamos por el centro de la carretera. Unas marcas tenues se extendían
frente a nosotros en la escarcha; eran las pisadas dispersas de un hombre
solitario. Las seguimos hasta llegar a la cáscara hueca de la tienda de Arif,
donde los grandes escaparates estaban vacíos y abiertos, con la niebla
arremolinándose en lo más profundo del esqueleto del edificio. Allí las
pisadas giraban bruscamente hacia una calle secundaria en la que se perdían.
No las seguimos. Si el que habíamos visto era Winkman, había tomado su
propio camino.
—Deberíamos girar a la izquierda —susurró George. Unas manchas de
hielo se incrustaban en los cristales de sus gafas. Habló con un hilo de voz
que se perdió en el poco aire que había—. Es el camino más corto.
—Bien. —Como la mía, la cara de Lockwood estaba tensa del frío—.
Tenemos que ir lo más rápido que podamos. Las capas son fuertes, pero no sé
cuánto aguantarán.
Seguimos andando. El aire era gélido; una ausencia seca y muerta que te
arrancaba la vida de los pulmones y te helaba la sangre. Se aferraba a la
superficie de las capas, cubriéndolas de hielo que crujía y se agrietaba
suavemente conforme nos movíamos. Pero no penetraba en el interior.
Vivíamos en unas burbujas frágiles de calor que nos protegían mientras
avanzábamos. Sin embargo, el silencio se pegaba a nuestras cabezas, y las
incontables ventanas vigilantes a ambos lados de la calle nos infundían un
miedo que crecía poco a poco.
En aquella ciudad no había farolas protectoras. No había barandillas ni
coches (nada de hierro) ni corrientes de agua. Los desagües y las alcantarillas
estaban vacíos, y los túneles acuáticos, secos. Las placas con los nombres de
las calles habían desaparecido, y en los carteles colocados sobre los
escaparates de las tiendas no había palabras legibles. Seguimos una ruta que
conocíamos, pero la quietud general hacía que fuese extraña. En la anterior
visita al más allá, había estado en el campo, al aire libre. Aquí, en el centro de
Londres, el silencio absoluto tenía un efecto aún más transformador.
Convertía las hileras de casas en paredes de acantilados, las calles en
laberintos oscuros de desfiladeros y gargantas.
Al pasar junto a uno de esos desfiladeros vimos a una figura en la lejanía.
Llevaba un sombrero de ala ancha y cojeaba despacio en nuestra dirección.
Nos apresuramos y trepamos por una pila de escombros de un edificio medio

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derruido que se extendía por toda la calle. Había un cruce justo después, y
Lockwood nos llevó de repente por un callejón alejado de la carretera
principal.
—¿Qué estás haciendo? —susurró Kipps. El hielo en las puntas de sus
plumas hacía que se doblaran como unas antenas absurdas sobre su cara—.
Este no es el camino más rápido.
—No me gustaba el aspecto de esa cosa en la carretera secundaria —dijo
Lockwood—. Además, había más delante, en la niebla. ¿No los habéis visto?
Dos adultos y un niño pequeño. Tenemos que evitar entrar en contacto con
ellos a toda costa. Después podremos volver sobre nuestros pasos.
Pero era más fácil decirlo que hacerlo. Por cada calle vacía, había otra en
la que algo deambulaba en la niebla. Unas figuras oscuras se alzaban en las
ventanas de los pisos superiores de las casas vacías, observando el cielo. Unas
siluetas diminutas estaban sentadas en las cajas de arena congeladas en el
borde de los parques. Hileras de adultos esperaban en las aceras, tal vez
haciendo cola para los autobuses que nunca vendrían. Hombres con trajes y
corbatas pasaban junto a sus iguales; mujeres caminaban con las manos
extendidas, empujando cochecitos inexistentes. Todos eran grises, estaban
callados e iban a la deriva. Los colores de sus ropas se habían apagado y sus
caras eran tan blancas como los huesos. La calavera las había llamado «almas
perdidas», y supe que tenía razón. Estaban perdidas, repitiendo
mecánicamente acciones que ya no tenían sentido.
Nos alejamos y huimos de todos los habitantes de la ciudad oscura, y
pronto estuvimos agotados de todas las curvas, los giros y los cambios de
dirección. Incluso bajo las capas, el frío y la tensión implacables nos robaban
la energía. Hasta Lockwood iba más despacio. George, que ya estaba débil
antes de cruzar el portal, estaba sufriendo. Le agarré del brazo y le ayudé a
cruzar la carretera.
—No me gusta el rastro que estamos dejando, Luce —susurró al cabo de
un rato.
—¿Te refieres a nuestras pisadas? —Algunas partes del suelo estaban
cubiertas con unas pisadas tenues de pies desnudos que avanzaban de un lado
a otro. Las marcas de nuestras botas pesadas se entrelazaban con ellas, muy
hundidas en la escarcha.
—Sí, eso… Y el rastro de vapor —contestó George. Y era verdad. Las
capas heladas brillaban con unas llamas plateadas y silenciosas, provocadas
por el frío antinatural que golpeaba la superficie. Una fina cortina de humo

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gris ascendía de las prendas y flotaba a nuestras espaldas a cada paso que
dábamos—. ¿Creéis que pueden notarlo? ¿O tal vez olerlo?
Asentí.
—Sí.
—Bueno, pero tenemos nuestras armas —dijo Kipps. Parecía que estaba
sobrellevando la situación mejor que todos nosotros. Iba el primero en todos
los cruces, adelantándose y explorando el camino—. Todavía tengo un
destello. Y con los estoques…
Sacudí la cabeza. Me pesaban las piernas y cuando respiraba me dolía el
fondo de la garganta.
—No sé, Quill. Aquí todo funciona distinto. La última vez que Lockwood
y yo estuvimos aquí intentamos lanzar un destello, pero no sirvió de nada. No
sé si una espada los alejaría demasiado. Hazme caso, si nos ven, lo único que
podemos hacer es correr.
Ya estábamos en una zona que, en nuestro Londres, estaba cerca del gran
paso de la calle Oxford. Los edificios eran más grandes y la niebla se colaba
entre ellos como las aguas de una laguna blanca. Unas grietas gigantes
recorrían la estructura de los escaparates y los hoteles; algunas fisuras se
extendían por las carreteras, formando bloques de asfalto helado que se
alzaban en vertical como aletas de tiburones entre la neblina. Allí los muertos
estaban más activos: parecían moverse más rápido, con mayor intensidad o
agitación. Tuvimos que escondernos varias veces en una puerta abandonada
mientras las figuras grises pasaban junto a nosotros. Si se percataron de
nuestras pisadas o del rastro de humo, no lo demostraron, porque había algo
más fuerte llamándolos.
Descubrimos lo que era más adelante. Llegamos a una plaza abierta, un
lugar en el que había árboles negros y sin hojas en un trozo de tierra
congelada, flanqueada por edificios altos de oficinas. Aquí, a lo lejos, se
agrupaba un gran número de muertos. Aunque nos daban la espalda y la
niebla estaba espesándose a su alrededor, veíamos a hombres, mujeres y niños
vestidos con estilos muy distintos. No estaban quietos, sino que arrastraban
los pies y se movían muy nerviosos, concentrados en algo que flotaba delante
de ellos, oscuro y brillante al mismo tiempo.
Pese a que estábamos desesperados por seguir avanzando —apenas
estábamos a medio camino de la Casa Fittes y ya nos fallaban las fuerzas—,
no pudimos evitar detenernos y observar lo que estaban mirando.
Si me lo hubieras preguntado después, te habría dicho que era una puerta,
aunque no se parecía a ninguna puerta que hubiera visto antes. Estaba

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suspendida en el aire, flotando a poca distancia del suelo, justo en el centro de
aquella plaza pequeña. Era un bloque negro sin una forma definida. Visto
desde un ángulo era casi ovalado, mientras que desde otro era tan fino como
el papel. En cualquier caso, los bordes se desdibujaban y se atenuaban, como
si estuvieran tejidos de aire. En el medio de la puerta no se veía nada, solo
una especie de resplandor, como el de las estrellas. Por muy asustados que
estuviéramos, nos quedamos embelesados. Nos quedamos allí, quietos en un
extremo de la plaza, fascinados por la extrañeza de la escena.
—¿Es un origen? —murmuró Kipps—. ¿Una forma de volver a nuestro
mundo? —Se pasó la lengua por los labios congelados—. Noto cómo me
llama…
—No es un origen —dijo Holly—. Es otra cosa.
Lockwood soltó un suspiro casi de añoranza.
—Creo que es una forma de avanzar. Mirad, quieren hacerlo. Pero no
pueden.
En efecto, era obvio que los muertos estaban esforzándose por acercarse a
la puerta flotante, pero algo que habían colocado a su alrededor se lo impedía.
Era una verja fea, plateada, brillante y claramente artificial. Se parecía un
poco a las redes de plata que guardábamos en nuestros cinturones, salvo que
era mucho más grande y tenía unos postes que la sostenían. La red parecía
estar formada por muchas púas pequeñas en las que se retorcían y aleteaban
unas manchas blancas. Mientras observábamos la escena, uno de los hombres
muertos de la plaza, impulsado por una obsesión irresistible, se separó de la
multitud y se tiró contra la verja. Hubo un sonido apagado y un destello de
luz, y la figura cayó hacia atrás, retorciéndose. Nuevas hojas blancas
aparecieron y aletearon sobre la red, y el gentío se agitó.
—Obra de Marissa —graznó George—. Teníamos dudas sobre cómo
conseguía el plasma. Ahora lo sabemos.
—Están atrapados aquí —dije—. Pobrecillos. Están bloqueados y no
pueden salir…
Sentí una oleada de pena por las desgraciadas figuras, acompañada de un
repentino deseo de acercarme a la puerta resplandeciente. Sabía que hacerlo
sería mortal (acabaría rodeada de muertos en cuestión de segundos), pero me
vi dando un paso lento hacia delante, feliz. Quill y Holly hicieron lo mismo.
—¡Esperad! —Con una gran fuerza de voluntad, Lockwood había
apartado la mirada. Soltó un grito de angustia—. Mirad a nuestras espaldas —
dijo.

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La insistencia en su voz rompió el hechizo. Nos dimos la vuelta. A cierta
distancia, en la calle por la que habíamos venido, una figura con un sombrero
de ala ancha cojeaba lentamente entre la niebla. Estaba lo bastante cerca como
para que le viéramos el rostro pálido y los dedos largos y blancos que
sobresalían bajo las mangas.
—Ese no puede ser el mismo tipo de antes —dijo Kipps—. Eso fue hace
una eternidad. No puede estar siguiéndonos.
—No voy a quedarme aquí a preguntárselo —jadeó Lockwood—.
¡Vamos!
Obligándonos a movernos, volvimos a ponernos en marcha y pronto
dejamos atrás la plaza, lo que contenía y a la figura coja. Continuamos hacia
delante lo más rápido que pudimos. Hacia delante en la ciudad de los muertos,
mientras el humo de nuestras capas no paraba de enroscarse detrás de
nuestros cuerpos. Entonces llegamos a la zona de Soho, donde las calles eran
más estrechas y los edificios se apiñaban en ambas aceras. De repente, vimos
a lo lejos otra puerta en el aire; también tenía una verja de plata y un tumulto
de muertos a su alrededor. Me alegré de que nuestra ruta fuese en otra
dirección. No quería repetir la punzada que había sentido cuando miré el
vacío extraño y brillante. Era el tipo de punzada que sentías al borde de un
acantilado a punto de derrumbarse, cuando tienes la tentación de acercarte,
asomarte y mirar hacia abajo.
Kipps volvió a tomar la delantera y se colocó el primero; sus botas
formaban nubes diminutas de escarcha. Tenía mucha energía, pero los demás
empezamos a flaquear.
—Estás en buena forma, Quill —susurré cuando le alcanzamos.
Kipps asintió.
—Me siento bien. Debe de ser un efecto de la capa o algo así.
—¿Cómo tienes el costado? ¿No te molesta?
Él se encogió de hombros; estaba observando la siguiente calle, con los
ojos brillantes, deseoso de continuar.
—Al principio me dolía un poco, pero ahora se ha calmado. Casi no lo
noto.
Entonces George tropezó y por poco cayó al suelo. Era el más débil de
todos, aunque yo también notaba cómo mi energía se escurría bajo el cielo
negro. No parecía que fuésemos a avanzar. Lockwood ordenó que
descansáramos un poco.
Nos resguardamos dentro de la cáscara de alguna tienda, donde el
escaparate vacío nos daba una buena perspectiva de toda la calle. Todos nos

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tiramos al suelo, entre jadeos y resuellos. Teníamos las cabezas gachas y las
piernas encogidas bajo las capas humeantes.
Lockwood vino a sentarse a mi lado.
—¿Estás bien, Lucy?
Nos miramos debajo de las capuchas cubiertas de hielo.
—Ya lo noto —respondí—. Se está volviendo más difícil
Él tenía una capa de escarcha en los labios y su voz sonó vacilante:
—Lo estamos haciendo muy bien. Casi hemos llegado a Trafalgar Square.
La calle Strand está justo detrás.
—No sé si vamos a llegar, Lockwood.
—Lo conseguiremos.
Quería creerle. Pero el frío y el cansancio me estaban pasando factura.
Sentía un peso enorme en el corazón. Me limité a sacudir la cabeza.
—No lo sé…
—Lucy —me dijo Lockwood—. Mírame.
Lo hice. Sus ojos estaban tan oscuros y cálidos como siempre.
Dijo:
—Voy a contarte algo para animarte. Voy a contarte una historia.
¿Recuerdas que una vez te conté cómo Kipps y yo nos peleamos? ¿En la
competición de esgrima del DICP, cuando era pequeño? Gané a Kipps y pasé
a la final, en la que perdí frente a alguien que manejaba la espada mucho
mejor que yo. —Me miró—. ¿Recuerdas que te lo conté?
—Sí, me acuerdo —contesté sin entusiasmo—. Aunque nunca me dijiste
quién te ganó.
—Te lo diré ahora: Flo.
—¿Qué? —La sorpresa absoluta acabó con el entumecimiento de mi
cerebro. Cuando levanté la cabeza, unos trozos de hielo cayeron de la capucha
—. ¿Qué? Es una broma.
—Flo —repitió Lockwood—. Era muy buena.
—Espera —dije—. ¿Estamos hablando de la misma Flo Bones? ¿La que
lleva botas de agua, una chaqueta acolchada y que tiene partes del cuerpo a
las que nunca les ha dado el sol? ¿Esa Flo Bones? ¡No! ¡No te atrevas a
levantarme la ceja congelada!
—Bueno, es que parece que la conoces mucho más que yo —dijo
Lockwood con una media sonrisa—. Aunque por aquel entonces nada de eso
era así. No había ni una bota de agua. Creo que podría haber ganado a una
chica con botas de agua, Luce. Venga ya.

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—¡Olvídate de las botas! Quiero una explicación. Conozco a Flo desde
hace años y nunca me lo has contado.
—Bueno, antes era una persona distinta. No era la verdadera Flo Bones.
Era Florence Bonnard, de la agencia Sinclair y Soanes. Una agente joven, una
muy prometedora. —Sacudió la cabeza al recordarlo—. Créeme, sabía mover
el estoque. Me dio una buena paliza.
Intenté unir ambas imágenes en mi mente: la Flo que conocía, que se
metía en las alcantarillas y revolvía el barro con palos, y esta otra. No
funcionó. La diferencia era abismal.
—Ni siquiera he oído hablar de Sinclair y Soanes.
—Eso es porque ya no existe. Era una agencia diminuta.
En realidad era una empresa de dos, dirigida por Susan Sinclair y Harry
Soanes. Flo Bonnard era su aprendiz. Una noche, dos mutilados los
sorprendieron a los tres en una capilla de Dulwich Ffeath. Mataron a Sinclair
y a Soanes al instante y de una forma horrible. Flo cogió una cruz de hierro
del altar y se escondió tras ella en un rincón de la habitación. Pasó la noche
allí, junto a los cuerpos de sus compañeros, esquivando los repetidos ataques
de los visitantes. Ya sabes cómo son los mutilados. Dan repelús solo de
verlos. Toda la noche así, sola… Pues eso, Flo sobrevivió —dijo Lockwood
—. Pero aquello la cambió.
—Ya te digo —opiné—. Se volvió majareta.
—Eso no es verdad, y lo sabes. —Lockwood se levantó con dificultad y
observó la niebla—. Yo la ayudé en los primeros meses. Intenté que
consiguiera otro trabajo, pero estaba claro que aquella experiencia horrible le
había pasado factura. No iba a seguir siendo agente. Al cabo de un tiempo, se
fue implicando en el saqueo de reliquias. Por una parte es triste y por otra no,
Lucy. Es una superviviente. Es nuestra amiga. Pues esa es la historia de Flo…
No dije nada durante unos segundos.
—¿Por qué me lo estás contando?
—Para animarte, como te he dicho. Y para recordarte que nosotros
también somos supervivientes. George, Quill, Holly, tenemos que irnos. Solo
hay que andar unos minutos más. Un último esfuerzo.
Salimos de la tienda vacía y llegamos a la calle. Justo en ese momento,
vimos a una persona que cojeaba con un sombrero de ala ancha salir de la
carretera secundaria y girar en nuestra dirección.
Holly habló con voz ronca y aguda:
—¿Qué hacemos?

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—Seguid andando —respondió Lockwood—. Giramos en la próxima
calle.
Frente a nosotros, la niebla se arremolinó y se separó.
En la siguiente intersección había un grupo pequeño de muertos. Había
hombres, mujeres y niños. Estaban bloqueando el camino.
Lockwood maldijo.
—¡Rápido! Por aquí. —Corrió hacia la pared de nuestra izquierda, donde
había un callejón, un hueco entre los edificios.
Le seguimos, abriéndonos paso. Mi capa rozaba con los ladrillos de
ambos lados. Me daba miedo que se rompiera, como ocurrió con la primera
capa protectora, así que me encogí de hombros. El callejón se volvió más
estrecho, hasta que sentí que iba a comprimirme. De repente, giró
bruscamente a la derecha y acabó en un patio diminuto.
Tres paredes altas de ladrillo se alzaban sobre nosotros. En una de ellas, a
la altura de la cabeza, había una abertura —rectangular: una puerta a la que en
nuestro mundo tal vez se llegara con unas escaleras de hierro. No había más
puertas ni forma de continuar.
—Vaya… —resolló Lockwood—. Es un callejón sin salida.
—¿Qué hacemos? —Kipps respiraba con normalidad—. Ahí arriba hay
una puerta. Quizá podamos atravesar el edificio.
—Yo preferiría que no. Quién sabe lo que hay dentro. Puede que ese tipo
no nos viera. Cuando se vaya, podremos ir por el otro camino.
Se hizo el silencio.
—Que levante la mano quien crea que no nos ha visto —dijo Kipps.
Nadie levantó la mano. Permanecimos en el patio, rodeados de las paredes
negras de ladrillo. Al cabo de un rato, oímos unos sonidos tenues saliendo del
hueco, como el de unos pies que cojean y se arrastran por el asfalto.
—La puerta —insistió Kipps—. Es nuestra única opción. Os ayudaré a
subir.
—Sí… —Lockwood ya se había colocado a su lado y entrelazó las manos
—. Rápido, Hol. Tú también, Luce.
Ni Holly ni yo necesitamos que nos lo dijera dos veces. Cogí un poco de
carrerilla (lo mejor que pude con las piernas dormidas), coloqué los pies sobre
las manos de Kipps y me impulsé hasta el saliente. Lockwood subió a Holly.
Nos escurrimos y chocamos, pero en menos de unos segundos llegamos a la
puerta abierta. George, que pesaba más y era menos flexible, lo tuvo más
complicado. Kipps y Lockwood tuvieron que unir fuerzas para levantarlo
hasta el saliente, donde Holly y yo le ayudamos a cruzar la puerta. Lockwood

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dio varios pasos atrás y saltó usando las manos de Kipps. Después Lockwood,
Holly y yo nos inclinamos, agarramos a Kipps y le arrastramos por la pared.
Acabábamos de subirle cuando el hombre muerto del sombrero de ala
ancha llegó al patio.
—¿Podrá subirse aquí? —pregunté.
Observábamos al hombre desde el umbral. Él levantó la cabeza y nos miró
con sus ojos oscuros e imperturbables.
Empezó a caminar hacia la pared.
—¿Sabéis qué? —dijo Kipps—. Asumamos que sí. Venga, que los
apartamentos viejos del Soho son un laberinto. Todos se comunican entre sí.
Podemos coger este atajo y salir a otra calle en un segundo. Seguidme.
Desenvainó la espada, estudió rápidamente el pasillo que se extendía
frente a nosotros y después se adentró en él, en las profundidades del edificio.
Los demás dudamos. Si recorrer el pasillo oscuro del número treinta y cinco
de Portland Row había sido desagradable, este era aún peor. Las proporciones
del corredor no parecían las correctas y el hielo resplandecía en las grietas del
techo. El aire olía a vinagre.
A nuestras espaldas, unos dedos arañaron la pared.
Lo cierto es que el pasillo no tenía tan mala pinta después de todo.
Corrimos tras Kipps lo más rápido que pudimos.
Los recuerdos de lo que pasó después son confusos e incompletos.
Cruzamos corredores, subimos escaleras, entramos en habitaciones que no
iban a ninguna parte y volvimos sobre nuestros pasos, siempre esperando
encontrarnos con nuestro perseguidor. Atravesamos incontables puertas;
algunas eran normales y otras estaban cubiertas de una gruesa capa de hielo y
estaban retorcidas con unas dimensiones extrañas. Todas estaban abiertas.
Ninguna puerta estaba cerrada con llave en aquel mundo oscuro y frío. Podías
ir a cualquier sitio, pero ningún lugar era mejor que otro, y no encontrábamos
la forma de salir del edificio. A veces pasábamos junto a ventanas que eran o
demasiado altas, o demasiado estrechas, o estaban cubiertas de escarcha, así
que no podíamos ver a través de ellas para comprobar si era seguro saltar. Lo
único que se oía eran los rasguños de nuestras botas sobre los suelos de
madera, nuestra respiración (que sonaba como unos pistones rotos) y, delante,
el aleteo de las plumas de Kipps. Y, en algún rincón detrás, los pies que nos
seguían lentamente.
Kipps tenía razón: estas casas viejas eran un laberinto. Pasamos por
buhardillas donde las siluetas tenues de casas de muñecas y caballos balancín
se mezclaban con las sombras cada vez más grandes; habitaciones en las que

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las camas parecían medio hundidas en los suelos inclinados; cocinas donde
objetos oscuros colgaban pesadamente de unos ganchos del techo; escaleras
chirriantes que se ensanchaban y estrechaban con cada giro o curva; y, por
último, un parapeto alto que corría entre los edificios. La calle blanca estaba
muy por debajo, y las esquirlas de hielo caían en silencio bajo nuestras botas,
que no dejaban de derrapar. La calle nos preocupaba y no por la caída, sino
porque allí había un montón de figuras grises, que alzaron la cabeza para ver
cómo corríamos como ratas hacia la casa contigua.
Y entonces empezaron los ruidos de las habitaciones de al lado, como si
hubiera otras cosas intentando alcanzarnos detrás de aquellas paredes. Kipps
soltó una palabrota y corrió más deprisa, huyendo de los pasillos abiertos,
colándose entre las grietas y bajando por rampas de hielo y escombros. Holly
y yo íbamos detrás para guiar a George, que iba dando traspiés, mientras
Lockwood cerraba la fila con el estoque preparado, alejándose con paso firme
y sin perder de vista el camino por el que habíamos venido.
Entonces llegamos a un tramo de escaleras con un largo pasillo debajo y,
al final de ese pasillo, vimos un arco que nos permitía vislumbrar el exterior.
Bajamos los peldaños repiqueteando y jadeando, con partículas de hielo
cayendo de nuestras capas.
Kipps se detuvo.
—¡Un segundo! ¡Algo se mueve ahí delante!
—¡No paréis! —Era la voz de Lockwood, detrás de todos—. ¡Tenemos
por lo menos cuatro cerca!
No podíamos hacer otra cosa, y no nos quedaban fuerzas. Recorrimos
torpemente el pasillo mientras oíamos cómo unos pies desnudos retumbaban
en las escaleras. Holly y yo empujamos el cuerpo de George, y Kipps soltó
una palabrota. Cruzamos el arco en la penumbra y nos detuvimos de repente.
El camino estaba bloqueado. Se había acabado la persecución.
Estábamos en una calle paralela a Trafalgar Square, donde se apiñaban los
muertos de Londres.

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F ui yo quien nos salvó a todos. Esta vez fui la más rápida. A ambos lados
de la puerta había pilas de hielo y piedras que habían caído de la pared
de arriba. Agarré a Kipps y a George de los brazos y tiré de ellos para
que se escondieran detrás de la pila de escombros más cercana. Un instante
después, Holly y Lockwood hicieron lo mismo en el lado opuesto.
Agachamos la cabeza.
—No digáis nada —susurró Kipps—. No os mováis.
En la historia de sugerencias innecesarias, aquella ocupaba los primeros
puestos. Respirar no era una prioridad en nuestros planes, y mucho menos
movernos. Los latidos de mi corazón eran como un bombo en mis oídos.
Estaba tan pegada a las piedras que pensé que probablemente pudiera
atravesarlas.
Unas figuras pálidas salieron corriendo por la puerta con unos saltos y
brincos horribles. Allí estaba el hombre que cojeaba con el sombrero de ala
ancha. Dejaron atrás nuestro escondite y siguieron calle arriba.
Por muy despistados que estuvieran los muertos errantes, a los que solo
les movían unas obsesiones secretas, tendrían que habernos visto detrás de las
pilas de rocas. No estábamos muy bien escondidos. Para empezar, nuestras
capas seguían humeando como si fueran chimeneas y, además, las puntas
congeladas de las plumas de Kipps se asomaban exageradamente por encima
del pedrusco más alto, igual que unos periscopios. Pero las figuras que nos

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habían perseguido ni siquiera nos miraron. Tampoco lo hizo el enorme grupo
de espíritus que giró desde la calle en la que se abrían paso a empujones.
Había algo que deseaban más.
Un pequeño grupo de hombres y mujeres vestidos con trajes de plata
avanzaban lentamente por la calle que venía de Trafalgar Square. Había seis
en total y supimos de inmediato que estaban vivos. Eran mucho más sólidos
que las siluetas que se apiñaban a su alrededor, y caminaban con movimientos
precisos y decididos. El aire congelado transportó los tintineos y traqueteos
metálicos hasta nosotros. Como eran los primeros sonidos que oíamos en
horas, casi nos impactó escucharlos.
Los seis llevaban unos cascos ligeros y gafas parecidas a las que usaba
Kipps. No tenían capas, pero sí unas túnicas largas y holgadas que colgaban
sobre sus pantalones. Sus atuendos parecían estar hechos del mismo material
que las capas que habíamos cogido de la Sociedad Orfeo. Tenían las espaldas
cubiertas de hielo y brillaban con unas llamas silenciosas y frías.
Dos de ellos, que caminaban fatigosamente en el centro del grupo, tenían
un puñado de cilindros pequeños de cristal colgados sobre los hombros. Las
otras cuatro (me pareció que eran mujeres) llevaban zancos de plata parecidos
a los del secretario de Orfeo. Su trabajo era resguardar a los hombres que iban
a pie, así que llevaban unos palos protectores largos con puntas de plata que
usaban para alejar a los muertos.
En total, puede que veinte o treinta figuras grises revolotearan en torno al
grupo. Olían la estela de humo, se retorcían y extendían las manos largas,
pálidas y congeladas para alcanzar a los vivos. Al grupo no le inquietaba la
proximidad de los muertos. Las mujeres con zancos se abrían paso entre el
gentío que les llegaba a la cintura; la multitud se echó hacia atrás al unísono
para evitar el roce doloroso de la plata. A veces, las mujeres se paseaban entre
las figuras con los palos, removiéndolos como alguien que cocina un
estofado. Olía a quemado. Mientras tanto, los hombres con los cilindros
seguían avanzando por la carretera. Parecía que se habían resignado ante el
tumulto y que, incluso, les aburría un poco.
Miré los cilindros. Bajo la capa de hielo se veía una luz vibrante que
resplandecía en el interior. Pensé en las verjas de plata que habíamos visto,
con las motas de plasma blanco y brillante flotando sobre ellas. Y supe que
aquel era el equipo que recogía el plasma de sitios como aquel y luego se lo
llevaba a la mujer de la Casa Fittes. De repente, bajo el cansancio y la
desesperación, bajo el terrible frío paralizante, me invadió una oleada de
rabia, un deseo de hacer justicia.

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Cuando el grupo atroz desapareció, salimos de nuestros escondites y
continuamos lentamente, con rigidez, en la dirección contraria. Nadie sintió la
necesidad de hablar de ello. Todos comprendíamos lo que acabábamos de ver.
La niebla envolvía Trafalgar Square, y la columna del centro se alzaba
como la lanzadera de un cohete, escueta, recta y gris sobre el cielo negro
como el carbón. Nos mantuvimos todo lo cerca del perímetro que pudimos,
aunque tuvimos que meternos dentro de la cáscara ennegrecida y cubierta de
escarcha de una iglesia cuando algo con patas de plata pasó por allí. Nada más
nos sobresaltó. No tardamos en llegar al enorme cañón negro de la calle
Strand, donde unos edificios-acantilados se elevaban sobre nuestras cabezas.
Era una escena de desolación, de remolinos de niebla y sombra. Y allí estaba
la escalera que conducía a la Casa Fittes, a la derecha.
Sabíamos que era allí. La escarcha de los peldaños se había desgastado
por tantas pisadas, y una red de plata estaba suspendida sobre la puerta abierta
para alejar a los muertos errantes. Se alzaba como una verja levadiza, como
una hilera de dientes afilados. La contemplamos desde las sombras del
edificio de enfrente. No había ni rastro de trabajadores con trajes de plata.
Todo estaba en silencio.
—Hay que arriesgarse —graznó Lockwood—. No podemos esperar más.
—Creo que mi capa ya no funciona —dijo George—. Vamos a… Oye,
¿qué es eso?
Una luz dorada se acercaba al centro de la calle Strand desde la lejanía,
brillando entre la niebla e iluminando los edificios conforme avanzaba. Se
hinchó y creció. En el corazón había dos figuras que caminaban la una junto a
la otra. Nos apretamos contra la pared y observamos. La primera era una
mujer alta y preciosa. Llevaba una capa de plata que le llegaba a los pies; se
movía y giraba a su alrededor, y convertía la niebla en una espuma dorada.
Apenas se le veía el pelo largo bajo la capucha, pero los rasgos elegantes de
su rostro eran evidentes. En nuestro Londres, la gente conocía a aquella mujer
como Penelope Fittes, pero nosotros sabíamos cuál era su verdadero nombre.
A su lado había algo que no era humano. Tenía la silueta indefinida de un
hombre alto y delgado, e irradiaba una luz cegadora. En lugar de andar, iba
flotando por el aire. Se veían dos ojos dorados, y sobre su cabeza había una
corona de fuego blanco puro. Lo demás resplandecía demasiado para mirarlo
bien. Era el origen del precioso resplandor que envolvía a la mujer e
iluminaba la calle. Los observamos ascender la escalera y adentrarse en la
Casa Fittes. El halo de luz centelleó alrededor de la puerta, que lo engulló.
Todo volvió a sumirse en la oscuridad.

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Durante un rato, ninguno se movió. Luego nos miramos.
—Marissa… —dijo Holly—. Y a su lado…
Lockwood asintió.
—Creo que acabamos de ver a Ezekiel.

Entrar a la otra versión de la Casa Fittes fue extraño. Era muy distinta a la que
conocíamos. En nuestro mundo, el vestíbulo de la entrada era un hervidero de
actividad a todas horas, donde unas filas de recepcionistas frías atendían las
colas de los posibles clientes, los invitados leían revistas en sofás cómodos y
una estatua pequeña de Marissa Fittes lo vigilaba todo sin emoción alguna.
Aquí, el vestíbulo era una estancia negra y vacía, como la caverna de una
mina de carbón, con el techo bajo y hielo húmedo en el suelo. Había varios
cilindros agrietados y garrafas de aceite de plástico olvidadas entre las
sombras.
Una hilera de faroles de aceite resplandecientes nos condujo al interior del
edificio, señalando un camino seguro. Era una medida necesaria, porque en
algunas partes el suelo se había caído por completo o el techo se había venido
abajo por el peso del hielo. Las paredes se inclinaban hacia dentro y los suelos
estaban torcidos. Empecé a experimentar la misma claustrofobia que había
sentido en el número treinta y cinco de Portland Row.
Moviéndonos despacio y con los estoques desenvainados por si ocurría
algo peligroso, seguimos las luces y pronto llegamos al Salón de las
Columnas, o a su equivalente oscuro y lúgubre. Aquí los nueve espíritus
atrapados estaban de pie de un modo desconcertante, con los cuerpos tenues y
brillantes, igual que la calavera en Portland Row. Nos contemplaron con
avidez cuando pasamos a su lado, girando para seguirnos el paso. Unos
alfileres de luz brillaban en sus ojos huecos. El difunto Hugh Hennratty, el
bandolero cuyo fantasma fue el primero que Marissa y Tom Rotwell
capturaron, esbozó una sonrisa torcida sobre el cuello roto. El chico de la
carnicería de Clapham nos hizo señas insistentes con su cuchillo espectral.
Por suerte, los pilares de cristal de plata del mundo de los vivos eran
resistentes.
Los espíritus no podían hablar, pero eso no les impidió llamarnos, ulular y
gritar como los búhos. Como tengo el don de la percepción, estoy
acostumbrada a este tipo de cosas, aunque me resultó extraño oírlo en el
silencio del más allá. A los otros les impactó más que a mí. Para mi sorpresa,
se dieron cuenta de que también lo oían.

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Salimos rápidamente de la estancia y llegamos a la Sala de los Héroes
Caídos, donde los huecos de unos ascensores permitían el acceso a otras
plantas. En nuestro mundo, unas hogueras de lavanda ardían eternamente
junto al altar de los agentes caídos. Esta habitación era un abismo negro, y los
seis ascensores no eran más que agujeros llenos de niebla. Los faroles nos
guiaron lejos de ellos, y de repente llegamos a una escalera que descendía.
—El portal debe de estar en el sótano —dijo Lockwood. Esbozó una
sonrisa congelada—. Es el último empujón, chicos. Aguantad. Casi hemos
llegado.
Bajamos, planta tras planta, mientras las escaleras empinadas nos
conducían al subsuelo. Ahora íbamos muy lentos y dejamos atrás las
aberturas a plantas que no conocíamos, pero seguíamos sin ver nada. George
estuvo a punto de caer dos veces; las piernas le fallaban, y Kipps y Lockwood
tuvieron que agarrarle por las axilas para que se apoyara en ellos. Holly y yo
también nos aferrábamos la una a la otra. Así, con paso torpe, despeinados y
casi muertos, alcanzamos al fin el sótano más profundo de la Casa Fittes. Ya
no podíamos seguir, porque no nos quedaba energía.
Los faroles pasaban por una cámara oscura y vacía que acababa en un
arco. Allí me pareció oír al fin lo que llevaba esperando todo este tiempo: el
zumbido y el bullicio psíquico de un portal cercano.
Lockwood también lo percibió. Soltó un ruido que en momentos más
alegres podría haber sido un grito victorioso. Nos animamos a continuar.
—¿Qué horas son estas? —dijo una voz.
Nos paramos en seco. Todos a la vez, nos levantamos un poco las
capuchas y, con rigidez, observamos lo que había a nuestro alrededor.
—Si hubiera sabido que tardaríais tanto me habría puesto los rulos —dijo
el joven delgado. Estaba en un extremo de la estancia oscura y congelada. El
pelo de punta le brillaba bajo la luz fantasmagórica, pero seguía siendo tan
tenue, titilante y arrogante como siempre.
—¡Calavera! —Una oleada de algo recorrió mi cuerpo. ¿Era alivio?
¿Alegría por ver algo conocido en aquel lugar horrible? Fuera lo que fuera,
me hizo sentir mejor—. Me alegro muchísimo de verte —dije cojeando hacia
él—. ¿Cómo has llegado hasta aquí?
—Bueno, en realidad no estoy aquí, ¿no? —dijo el fantasma—. Sigo en
mi preciado frasco, sentado en un almacén de un laboratorio bien iluminado
bajo la Casa Fittes, rodeado de cilindros de esencia robada, con uno o dos
científicos cobardes entreteniéndose conmigo. De hecho… Espera, sí. Acabo
de darle a uno un susto de muerte al enseñarle «el jornalero feliz». Y eso

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mientras hablo contigo. ¿No es ingenioso? —El joven sonrió—. Yo creo que
sí.
—Pero ¿cómo…?
—Lucy. —Lockwood se acercó hasta mí arrastrando los pies, con los
demás justo detrás. Todos miraban al joven, perplejos. Durante un segundo no
comprendí la confusión, hasta que me di cuenta de por qué se sentían así:
podían oírle.
—Es la calavera —dije.
Lockwood abrió la boca.
—¿La calavera? ¿Es su espíritu? Parece… distinto.
El joven frunció el ceño.
—Ah, ¿sí? Pues tú estás igual. Contaba con que se te congelaran unos
cuantos dedos o incluso la nariz. Espero que se te haya caído otra cosa que no
sepa. Si no, estaré sumamente decepcionado.
Lockwood le miró fijamente.
—¿Siempre habla así?
—No. Normalmente es peor. ¿Ves lo que tengo que aguantar?
—Pero si le gusta —dijo el joven—. Nunca se cansa. La animo
muchísimo.
—Anímame ahora —dije—, y cuéntame brevemente cómo es que estás
aquí. Y qué hay al otro lado del portal. Vamos a cruzarlo ahora…, si
podemos.
—No debería haber ningún problema —respondió el fantasma—. Los
técnicos del laboratorio acaban de irse a tomar un café. Creo que se estaban
cansando de todas mis muecas. Y el último turno del más allá no llegará hasta
dentro de una hora. Bueno, como he dicho, no debería haber ningún
problema. Eso asumiendo que tengáis la energía suficiente para sobrevivir al
paso. —Nos evaluó con la mirada—. Veamos… Alicaídos, apagados y
claramente hechos polvo. En concreto, George parece que va a hacerse
pedazos si le quitáis la capa.
George se irguió.
—Oye, que yo no voy a hacerme pedazos. Solo estoy un poco dolorido,
nada más.
—Sí, claro. Estás perfectamente en forma para un final.
—A mí no me metas con estos enclenques —repuso Kipps.
—Y Kipps… —El joven flacucho le miró—. ¿Cómo te encuentras?
Kipps parpadeó.
—¿Yo? Genial. ¿Por qué?

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—Por nada. —La imagen del fantasma parpadeó y luego regresó para
observar la estancia vacía con ojos pensativos—. Os haré un resumen: sir
Rupert Gale me trajo a la Casa Fittes para que me «evaluaran» o «procesaran»
o metieran en la incineradora, según lo que les apetezca hacer. Me trajeron
aquí abajo y llevo sentado en este laboratorio desde entonces, viendo cómo un
flujo constante de locos con trajes tontos entra y sale del más allá. La propia
Marissa acaba de pasar por aquí. Se ha quitado la capa y ha subido por el
ascensor. Tenía prisa. No se ha parado a saludar.
—¿Marissa ha venido? —preguntó Lockwood—. ¿Estaba sola?
—Oye, aquí las preguntas las hace Lucy —dijo el joven—. No puedes
entrometerte y tomar el mando como si fueras el líder o algo así. ¿Dónde está
tu respeto?
Me aclaré la garganta.
—Por favor, calavera. ¿Marissa estaba sola?
—¿Ves? Ahí lo tienes. Así se hace. —El fantasma le regaló una amplia
sonrisa a Lockwood—. Sí, Lucy, estaba sola. ¿Por qué?
—No importa —contesté—. Tenemos que seguirla. —Entonces me
percaté de una cosa—. ¿Qué hora es ahora en el mundo de los vivos? ¿Ya es
por la mañana? —De repente sentía un deseo ardiente de ver el sol.
—No. El reloj de la pared dice que es después de la medianoche. Quedan
horas para que amanezca.
Lockwood habló a través de sus labios agrietados:
—¡Espera! ¡Eso no puede ser verdad! Winkman y Gale asaltaron Portland
Row justo después de la medianoche. Tiene que ser más tarde.
—Pues sí. Veinticuatro horas más tarde. Me trajeron aquí muy temprano y
ya ha pasado todo el día. —El joven nos sonrió con malicia—. Os dije que
habíais estado un buen rato.
Teníamos los rostros hundidos.
—Imposible —murmuró Holly—. Nos habríamos dado cuenta…
—Eso es lo que pasa cuando estás muerto —dijo el fantasma—. Que
pierdes la noción del tiempo.
No nos entretuvimos, porque nadie quería estar allí ni un segundo más.
Los demás fueron hasta el arco. Solo yo me quedé atrás.
—Gracias, calavera —dije—. Me alegro de haberte encontrado. —Dudé
—. Oye, ahora que te veo con cara, cuerpo y todo, me parece un poco raro
seguir llamándote «calavera». ¿No puedes decirme tu nombre?
—No. Lo he olvidado. —El joven se encogió de hombros; le brillaban los
ojos oscuros—. Además, para decirte cómo me llamo tendría que confiar en

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ti.
Le miré.
—Ya. Bueno, como quieras. Te recogeré cuando llegue al otro lado.
—Si quieres. Ah, y otra cosa —añadió la calavera cuando me di la vuelta
—. Kipps.
—¿Qué pasa con él?
—¿Le ha pasado algo últimamente?
—No.
—¿Estás segura?
Oí cómo Holly me llamaba antes de que pudiera responder. Atravesé la
habitación todo lo rápido que pude cojeando, crucé el arco y vi el portal.

En realidad, llamarlo «portal» no le hacía justicia. Era mucho más que eso.
Era un puente, un control fronterizo, una autopista para que cruzaran los
vivos. George tenía razón. Los padres de Lockwood tenían razón. Durante
años, escondido aquí, en el sótano debajo de la Casa Fittes, en el corazón de
Londres, ha habido un camino permanente que unía nuestro mundo al más
allá.
Era una cámara grande iluminada con faroles, y en el centro había un
agujero. El agujero era redondo y muy ancho, y lo rodeaba un muro bajo.
Aquel muro, que me llegaría por las rodillas, estaba hecho de hierro macizo.
Así, de un plumazo, la agencia Fittes había prescindido de la molestia y la
temporalidad de las cadenas de hierro. Aunque no podíamos ver qué contenía
exactamente el agujero, sabía que estaba lleno de orígenes, puesto que la
conocida columna de aire brumoso se alzaba sobre él, repleto de figuras
atrapadas e inquietas.
Para cruzar el agujero, los diseñadores no se habían molestado con cosas
de aficionados, como las cadenas suspendidas en el aire. En vez de eso, una
pasarela o un puente de hierro (fino, pero muy sólido) cruzaba el muro y
atravesaba el centro del agujero hasta desaparecer en el remolino de niebla.
No podía ver el otro lado, pero sabía que, si pasábamos por el medio,
regresaríamos al mundo de los mortales.
Los demás me esperaban al inicio del puente. Apenas los reconocía bajo
las capas escarchadas y humeantes. Olvida a los espíritus que se
arremolinaban en el agujero. Nosotros éramos cinco demonios deformes a los
que el viaje había transformado en monstruos.

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—Hay una pequeña posibilidad de que haya alguien en la habitación del
otro lado —dijo Lockwood. Con movimientos rígidos y vacilantes,
desenvainó la espada—. Yo iré primero. Holly, quiero que ayudes a George a
cruzar. Kipps, tú ve detrás de George, con Lucy al final. Todo es igual que
antes. Agachamos la cabeza e ignoramos a los fantasmas. No nos quedamos
atrás, por ningún motivo.
No tenía energía para decir nada más, así que dio media vuelta y se subió
a la pasarela de hierro. Vimos cómo se encogía de miedo al acercarse a la
vorágine psíquica, pero no se detuvo. La neblina le envolvió y dejamos de
verle.
Holly le siguió hacia el puente, donde se quedó a esperar a George.
Cuando este subió a la pasarela, se tropezó y cayó. Kipps alargó una mano
para agarrarle. Al hacerlo, la capa de plumas congeladas se movió hacia un
lado y vi lo raído que estaba el jersey que llevaba debajo, con el corte en el
lateral donde el estoque de sir Rupert Gale le había rajado. La tela estaba
abierta y vislumbré la imagen terrible de una herida enorme.
La capa volvió a su posición. Kipps sujetó a George y le ayudó a ponerse
de pie. Holly le tendió la mano y los dos caminaron hacia delante. Arrastraron
los pies por la pasarela con los hombros encogidos, la cabeza agachada y las
capas abultadas y congeladas como los caparazones de una tortuga bajo el
peso del hielo humeante. A ambos lados, los espíritus gemían y parloteaban.
Unos brazos pálidos intentaron agarrarlos, pero se separaron al acercarse a las
franjas de hierro. Holly y George alcanzaron rápidamente el centro del
agujero y desaparecieron.
Kipps se dispuso a seguirlos.
—Quill —dije—. Espera.
Se dio la vuelta para mirarme.
—¿Qué? ¡Venga! ¡Esto es lo que estábamos esperando! Podemos
encontrar a Marissa y acabar con ella. —Le brillaban los ojos y sonreía por la
emoción de la persecución. Nunca le había visto tan vivo.
—Espera. —Mi voz sonó pastosa—. No cruces.
Él frunció el ceño. Por un segundo volvió a ser el Kipps de siempre.
—¿Por qué no? Qué estupidez, Lucy.
No era fácil hablar, y no era por el frío.
—¿Por qué crees que has empezado a sentirte tan bien aquí? —pregunté
—. ¿Tan… en casa?
Me miró.
—¿Qué? ¿Qué tonterías estás diciendo?

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—Es solo que… que… Quill, esa herida que tienes…
Soltó una carcajada demente.
—Lucy, cuando dices «en casa» casi parece que estás diciendo… —Sus
ojos me sostuvieron la mirada detrás de las gafas congeladas, y entonces lo
comprendió. Poco a poco el brillo se fue apagando, como una flor que se
cierra. Su cara era una máscara pálida. Después se levantó la capa, ignorando
el hielo roto y humeante que caía de las plumas, y miró debajo, a su costado
ensombrecido. Permaneció quieto unos segundos. Dejó que las plumas
volvieran a su posición. Asintió una vez, muy lentamente, como si lo hiciera
para sí mismo. No me miró.
—Bueno —dijo—. Menudo desastre.
—Oh, Quill…
—Qué típico. Y yo que me sentía tan animado.
Me tragué el pánico. Estaba a solas con él y no sabía qué decir ni qué
hacer.
—Oye —dije—, tal vez sea mejor que te quedes aquí.
Entonces sí me miró.
—¿Cómo? ¿Solo? ¿Y ver cómo os vais todos sin mí? ¿Y me dejáis aquí
como a un imbécil en la oscuridad? Yo creo que no.
—Pero, Quill, esa herida… En el otro lado…
Kipps tardó en responder.
—Lo sé —dijo—. Puede. Pero si pasa, tiene que ser bien, en el lugar
correcto. No pienso quedarme aquí. Sobre todo con este traje estúpido.
Tenemos que cruzar ya.
Aun así, dudé.
—Quill —le dije—, has estado brillante.
—Ya.
—Sin ti…
Me sonrió.
—Tony, tú y los demás nunca lo habríais conseguido, ¿verdad? Me alegro
de haber contribuido.
—Ay…
—No pasa nada. Dame la mano, Lucy. Vámonos.
Estaba en lo cierto, claro. Pasara lo que pasara, tenía que hacerse bien. No
había más que hablar. Despacio, le di la mano. Caminamos juntos por el
puente de hierro. Los fantasmas hicieron lo de siempre. Los ignoramos.
Atravesamos el vórtice psíquico, la grieta entre los mundos. Unas luces
brillantes de neón resplandecían frente a nosotros, y sentí cómo mi cuerpo

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empezaba a llenarse de vida. Pensé que Quill también lo había sentido. Me
apretó la mano, y de pronto noté su calor y su fuerza. No duró. Cruzamos el
muro de hierro y salimos del portal, de nuevo en nuestro mundo. Estábamos
en el lugar correcto. Kipps empezó a caer antes de que nos bajáramos de la
pasarela.

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V
La casa Fittes

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23

N o me pidas que te dé una explicación minuciosa y lógica de lo que


pasó después. No puedo dártela. Mi excusa es que cuando cruzas un
portal (y yo lo he hecho, así que sé de lo que hablo), siempre tienes
náuseas, te sientes confundida y te encuentras mal. No ves bien; todos tus
sentidos gritan por el repentino ataque de luz y sonido, y notas el aire caliente
en la piel y los pulmones. Tu cuerpo entra en una especie de bloqueo temporal
y colapso muscular. Los efectos son mucho más intensos cuando has estado
mucho tiempo en el más allá, como nosotros, y no es fácil comprender lo que
está pasando mientras te sientes así.
El pánico actúa de forma parecida. Un pánico repentino e inesperado, aún
más. Así que es difícil unir los fragmentos que recuerdo: Lockwood
sacándonos a Kipps y a mí del círculo, sangre en el suelo, Lockwood
inclinado sobre Kipps, George dándole la mano, todos agachados a su lado,
arrancándole la capa de plumas, más sangre (había muchísima), que alguien
llevó unos trapos blancos y Holly se los colocó en el costado para intentar
contener la herida. Todo esto mientras Lockwood seguía hablándole a Kipps,
bromeando, sonriendo y diciéndole palabras de ánimo. Kipps yacía muy
quieto. Tenía el rostro pálido y el pelo le brillaba por el hielo derretido. Unos
círculos tenues le rodeaban los ojos, justo donde habían estado las gafas.
—Lucy, George —dijo Holly—, quiero toallas limpias y vendas. Tiene
que haber en alguna parte.

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Temblando, me levanté y estudié la habitación en la que nos
encontrábamos. Era un lugar limpio y ordenado. Vale, sí, había una vorágine
fantasmagórica gigante en el centro, pero el círculo de hierro controlaba a la
perfección los zumbidos intensos. Una vez cruzado el puente, tal y como
habíamos hecho nosotros, se llegaba a una habitación bien iluminada y
pintada de blanco con la limpieza esterilizada de un quirófano. Estantes de
gafas y trajes plateados cubrían las paredes, todas con un nombre y un
número. Había carritos y contenedores de plástico con ruedas con algunos
trajes de sobra, un par de zancos apoyados en una esquina, como las piernas
torpes de un borracho, e incluso varios letreros de seguridad.
No estaba tan limpia y ordenada cuando George y yo terminamos.
Avanzábamos con torpeza, abriendo armarios y sacando cajones. George
encontró un mueble con suministros médicos, que llevó al otro lado de la
habitación. Yo crucé el arco y llegué a un baño de azulejos, donde hileras de
cubículos con duchas indicaban dónde los trabajadores se desinfectaban
después de un duro turno en el interior del portal. Allí había muchas toallas.
Cogí un montón y lo puse debajo de la cabeza de Kipps, mientras Holly hacía
todo lo que podía con las vendas y los algodones. Todavía llevaba la capa de
piel de animal. El hielo se había derretido, lo que le daba un aspecto triste y
apelmazado. A su alrededor había un charco de agua amarronada. Cogí toallas
e hice lo que pude por secarlo.
Al fin, los intentos enérgicos de Holly se volvieron más lentos, hasta que
paró. Se echó hacia atrás de rodillas, con las manos ensangrentadas sobre el
regazo. Kipps tenía los ojos cerrados. No se movía.
Lockwood había dejado de hablarle. Tenía la cabeza caída y estaba
recostado en un silencio agotador. George y yo nos desplomamos en el suelo.
Nos miramos por encima del cuerpo. Eramos cuatro apariciones patéticas de
plumas, piel, mocos y hielo derretido. Teníamos los ojos hinchados y rojos, y
la cara morada porque estábamos recuperando la circulación bajo la piel
congelada. La influencia del más allá se alejaba a cada segundo que pasaba,
pero yo sentía una punzada gélida en el corazón. Miré a Kipps allí tumbado.
—Lo siento mucho —dije al fin—. Yo… Yo vi cómo le herían. Tendría
que haber sabido que era grave. Pero…, como estaban pasando tantas cosas,
no se me ocurrió echarle un vistazo.
Nadie dijo nada.
—Ha sido tan valiente ahí fuera. Tan fuerte, tan lleno de vida… —Sorbí
por la nariz—. Demasiado fuerte. No me he dado cuenta de que se estaba
muriendo hasta el final.

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Kipps abrió un ojo.
—¿Qué es eso de que me estaba muriendo? Más vale que no.
—¡Quill! —Impactada, di un respingo. Lockwood y los demás se
levantaron con la boca abierta.
—¿Quién dice que me estoy muriendo? ¿No habéis visto todo el esfuerzo
que he tenido que hacer para escapar de la tierra de los muertos? ¡No pienso
volver ahora!
—¡Quill! —Para mi sorpresa y alegría, me agaché y le di un abrazo
incómodo.
—¡Ay! —gritó—. ¡Cuidado! Tengo un agujero que me atraviesa. Y vigila
esas plumas. Estoy seguro de que soy alérgico. —Todos le rodeamos y
hablamos a la vez. Nuestra tristeza se apagó como los trozos de hielo que
caían de nuestras capas derretidas—. Si Cubbins me da un beso, juro que
cruzo de nuevo al más allá… Lo que de verdad necesito es beber agua.
Se la dimos rápidamente. Kipps trató de incorporarse, pero le dolía
demasiado. Una mancha rojiza apareció bajo las capas gruesas de vendas y
apósitos que le había colocado Holly.
Ella sacudió la cabeza.
—Tenemos que llevarte al hospital, Quill —dijo—. Parece que el más allá
ha frenado la pérdida de sangre, pero ahora que has vuelto ha empezado a
circular otra vez. Es como si te hubieran apuñalado hace cinco minutos. No
hay tiempo que perder. —Se levantó, dejó la capa de piel a un lado y se quedó
allí con los brazos cruzados—. Lockwood, ¿cuál es el plan?
Kipps soltó un gemido hueco.
—¡No! ¡Otro de sus planes no! Por favor, matadme ya.
Lockwood también se había levantado. Se quitó la capa de plata y colocó
su mano en la empuñadura de la espada, preparado. Le sonreía a Quill y, de
repente, me sentí muy feliz, con la certeza absoluta de que todo saldría bien.
Sí, estábamos heridos, cansados y ocultos en el sótano prohibido de la Casa
Fittes, separados de la salida por una infinidad de peligros. Pero nos habíamos
adentrado en el más allá juntos y habíamos salido con vida. Mis emociones se
habían apagado durante aquel terrible viaje, porque no tenía tiempo ni energía
para pensar en ellas. Ahora, de repente, todo se desencadenó. Estaba llena de
amor y gratitud por Lockwood y todos mis amigos. Entre tú y yo, para mí ya
habíamos ganado.
—Es muy sencillo, Quill —dijo Lockwood con confianza—. Vamos a
buscar la forma de salir de aquí y llevarte a un médico. Por mucho que quiera
encontrar el ascensor de plata y enfrentarme a Marissa, tenemos que hacer

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esto primero. Ahora tú eres nuestra prioridad. Te llevaremos a la planta baja y
saldremos a la calle. Si alguien intenta detenernos —dijo, dándole un
golpecito sombrío al estoque—, les recordaremos educadamente quiénes
somos. La principal pregunta es cómo vamos a moverte. Estás bastante mal.
—Puedo andar —gruñó Kipps—. Ponedme de pie, que no pasa nada.
—Ni siquiera puedes incorporarte. Además, acabarías poniéndolo todo
perdido de sangre. Necesitamos un transporte.
George se rascó la nariz.
—Podríamos ponerle en uno de esos cubos con ruedas.
—No pienso meterme en una papelera.
—¿Y el carrito? —sugerí—. También tiene ruedas. Podemos llevarle
arriba en eso.
Lockwood sonrió.
—Puede que hayas tenido una buena idea, Lucy.
Ayudamos a Kipps a ponerse en pie. Estaba demasiado débil como para
sostenerse por sí mismo, y la herida le sangraba mucho. Lockwood se quitó el
abrigo y, con el estoque, cortó una tira larga y delgada que fijó alrededor de la
cintura de Kipps para que los apósitos no se movieran. Después le colocamos
en el carrito. Serviría, aunque las piernas le sobresalían por un extremo.
—Esto es muy humillante —gruñó Kipps—. Es como si me estuvierais
sirviendo de postre. ¡Ay! ¡Ah! ¡Cuidado con los baches!
Le empujamos a través del arco de la pared del fondo. El arco era idéntico
al que nos recibió en el más allá. Detrás, en lugar de la caverna inhóspita a la
que llegamos allí, había un laboratorio grande y bien iluminado. Como la
habitación del portal, estaba impecable, llena de mesas de laboratorio, sillas
para los técnicos, centrífugas, básculas, generadores que zumbaban y muchas
herramientas siniestras para experimentos que no sabría describir. En unos
estantes de plástico había muchos cilindros de cristal, los mismos que
habíamos visto que se llevaban del más allá. Algunos estaban vacíos. En
otros, partículas de aquella sustancia brillante y resplandeciente flotaban
distraídamente. Había un olor químico en la estancia. Filas de plafones en el
techo lo iluminaban todo y hacía que me dolieran los ojos. En realidad me
dolía todo el cuerpo, pero no me importaba. Por dentro, mi corazón daba
saltos de alegría. Habíamos sobrevivido al más allá. Estaríamos bien.
Al fondo de la habitación había tres ascensores, uno de plata y los otros
dos de bronce. Lockwood y Holly empujaron el carrito de Kipps hacia allí,
pero yo volví a la estancia. El frasco sellado estaba exactamente en el mismo
sitio donde esperaba encontrarlo, donde el espíritu de la calavera se había

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aparecido en el más allá. Dentro del frasco, vi la cara haciendo algo extraño
con la lengua y los agujeros de la nariz. Cuando se percató de que me
acercaba cojeando, se estremeció y sacudió las cejas con un miedo fingido.
—Tienes un aspecto espantoso —espetó—. Como algo que hubiera
atrapado un gato. Qué curioso que yo sea el más guapo de los dos.
Cogí el frasco.
—Lo siento —dije.
—¿El qué sientes? ¿Tu apariencia? ¿Tu carácter? Espera, seguro que es tu
olor. Veinticuatro horas de miedo, violencia, persecución y estar
prácticamente muerta hacen estragos en las axilas. Te aconsejo que no dejes
que Lockwood se acerque a ti si estás a favor del viento.
—No. Siento haberte abandonado —respondí—. No debería haberte
dejado en Portland Row.
El rostro enarcó una ceja y atisbé al joven de ojos oscuros en aquella
expresión. Después el plasma recuperó su posición monstruosa habitual.
—Sí, bueno, debo admitir que al final ha salido bien. No podríais haberme
traído hasta aquí. Ah, veo que Kipps ha muerto. Qué pena.
Alcanzamos a los demás frente a los ascensores. Lockwood y Holly
estaban al lado del carrito, en el que Kipps estaba tumbado y de mal humor.
George se había detenido en un estante con objetos grandes y metálicos y los
estudiaba atentamente.
—En realidad, Kipps sigue vivo —dije—. Mira, se está moviendo.
—¿Estás segura? Podrían ser gases. A los cadáveres les pasa eso, ¿lo
sabías?
—¿El fantasma está hablando de mí otra vez? —balbuceó Kipps—. ¿Qué
dice?
—Nada importante. ¿Qué llevas ahí, George?
Era incuestionable que Quill había actuado mejor que nosotros en el más
allá. Había resistido extrañamente bien, tal vez por la herida o quizá porque
de verdad estaba más cerca de la muerte que los demás. Por el contrario,
George había estado a punto de perecer durante el viaje nocturno, aunque
ahora estaba recuperando la energía rápidamente. Por muy amoratado y hecho
polvo que estuviera, compartía mi entusiasmo por haber regresado al mundo
de los mortales. Ahora había un brillo tras sus gafas rotas que llevaba mucho
sin ver. Señaló el estante que tenía detrás.
—He encontrado un montón de armas —dijo alegremente—. Tienen el
logotipo de Sunrise Corporation, y se parecen mucho a los dispositivos
eléctricos de los que me hablasteis, los que tenían los de Orfeo. Y mirad estas

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cositas de aquí… —Les dio unos golpecitos a unos objetos grandes, metálicos
y con forma de huevo—. Creo que son destellos de tamaño industrial, los que
usan a veces en Fittes para acabar con cúmulos enormes de fantasmas.
Lockwood, me preguntaba si podríamos robar unos cuantos, por si luego
surgen problemas.
Este le enseñó su sonrisa de lobo.
—¿Sabes, George? Creo que es muy buena idea.

Fue una pena no subir al ascensor plateado. La puerta tenía grabado el


emblema de Fittes: un unicornio noble y rampante sujetando un farol con la
pezuña. En la pared había un botón de carey y, encima, un dial que marcaba
la planta, con los números del -4 al 7. Ahora la flecha señalaba el 7, al ático.
Allí era donde deberíamos ir. Pero Lockwood tenía razón: lo más importante
era poner a salvo a Kipps.
Llamamos a los ascensores de bronce. Uno llegó en silencio y todos
entramos, aunque tuvimos que apretujarnos. Lockwood pulsó el botón de la
planta baja. Permanecimos dentro, escuchando el suave zumbido. Nadie dijo
nada. Ajusté mi estoque. Aunque la noche acababa de empezar y muchos
agentes de Fittes estarían trabajando, esperábamos que hubiera una
confrontación antes de terminar con el plan.
Oímos un tilín melódico, el zumbido se detuvo y la puerta se abrió en la
planta baja. La agencia Lockwood salió del ascensor que conducía a la Sala
de los Héroes Caídos. Ya nos habíamos quitado las capas y teníamos un
aspecto más o menos normal: espadas en los cinturones, las manos caídas a
ambos lados del cuerpo y expresiones relajadas e implacables. Yo llevaba el
frasco sellado bajo el brazo. Kipps estaba tumbado en el carrito, callado. Le
habíamos cubierto con los restos del abrigo de Lockwood a modo de manta
para que conservara el calor.
En el vestíbulo, unas llamaradas ardían en unos pedestales para
conmemorar a los muchos agentes jóvenes que habían muerto trabajando a lo
largo de los años. Había urnas de flores y estoques antiguos debajo de cada
altar. Los cuadros de niños y niñas sombríos y de aspecto serio decoraban las
paredes: todos conocidos, todos homenajeados y todos muertos desde hacía
mucho. Los habían asesinado muy jóvenes, cuando luchaban contra el
Problema, el mismo Problema que, muy probablemente, había causado la
mujer del piso de arriba.

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Cruzamos el centro de la estancia en fila, con las chaquetas
balanceándose, las botas dando golpes suaves en el suelo de mármol y el
fantasma del frasco sonriendo con malicia. Una rueda que chirriaba en el
carrito de Kipps restaba un poco del efecto impresionante. Aun así, todo el
mundo se apartó para dejarnos pasar. Los administrativos nos miraron
fijamente por encima de los montones de papel, y los agentes de Fittes nos
observaron con la boca abierta cuando pasamos a su lado. Un supervisor
adulto nos llamó la atención con brusquedad, pero no le hicimos caso y
seguimos andando.
Al final del pasillo estaba el Salón de las Columnas —el más grande de
todos los templos, testimonio de los logros de Marissa—, donde los nueve
famosos fantasmas estaban encerrados en las columnas de reliquias. A esa
hora todo estaba a oscuras, o casi. Habían atenuado las luces de las arañas, de
modo que los murales del techo resplandecían entre las sombras, brillantes
pero desenfocados, como partes de recuerdos de sueños. Dentro de las
columnas, los fantasmas se movían en silencio e irradiaban arcoíris retorcidos
de luz fantasmagórica. En el suelo había azules y verdes cambiantes.
La entrada estaba desierta. Detrás estaban la recepción y la salida a la
calle. Nos dirigimos hacia ellas, seguidos del repiqueteo de las botas y el
chirrido de la rueda. En la columna más cercana vimos la figura traslúcida del
difunto Hugh Hennratty, el bandolero, sonriéndonos tras sus harapos
ondeantes. Y cerca había una selección de otros horrores: el espectro oscuro
que se arremolinaba sobre el diminuto ataúd de la calle Frank, la chica
sangrienta de Cumberland Place, el poltergeist de Morden y el alma en pena
de Gódel, el inventor loco cuya eterna misión era buscar el brazo que le
faltaba.
Llegamos al centro de la entrada. Entonces, Lockwood aminoró la marcha
y detuvo el carrito. Olisqueó a su alrededor.
—Hola, sir Rupert —dijo.
Una figura delgada y esbelta salió de detrás de la columna de la chica
sangrienta, trayendo consigo el olor ostentoso y sofocante de su loción de
afeitar. La luz fantasmagórica azul intensa del fantasma envolvió a sir Rupert
Gale. Este chasqueó los dedos y un par de sombras corpulentas salieron de
otras columnas y dieron un paso al frente para bloquearnos el paso. Más
hombres emergieron de la oscuridad en la periferia de la estancia. Todos
formaron un círculo a nuestro alrededor. Llevaban las chaquetas grises de la
agencia Fittes e iban armados con garrotes y espadas.

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George, Holly y yo permanecimos en silencio junto a Lockwood. En el
carrito, Kipps era una silueta flácida.
—Bueno —dijo sir Rupert—, ¡pero si son Lockwood y sus amigos otra
vez! Sí que aparecen en los sitios más inesperados. —Su voz sonó tan cortés
como siempre y su ropa también era elegante. Hoy llevaba una chaqueta gris
verdosa con solapas negras, pantalones oscuros y una corbata amarillo
intenso. Sin embargo, esbozó una sonrisa mellada. Tenía moratones en la cara
y una hinchazón roja en la frente, donde Lockwood le había cortado con el
estoque. Cuando movió la mano, vi que tenía la muñeca vendada, justo donde
yo le había golpeado hacía veinticuatro horas. Le brillaban los ojos del
enfado.
—No es que no esperáramos encontrarle aquí, sir Rupert —dijo
Lockwood con una sonrisa—. De hecho, estaba deseándolo. Tenemos algunos
asuntos que resolver.
Sir Rupert Gale asintió lentamente.
—Pensé que me habría privado del placer al entrar al círculo. Qué bien
que me dé una segunda oportunidad. —Señaló a los hombres que nos
rodeaban—. Verá que ahora no dependo de unos criminales estúpidos.
Debía de haber al menos veinte hombres en la entrada. Todos eran bajos,
fornidos y musculosos, con las cabezas rapadas como rocas pequeñas en las
que habían dibujado unas caras toscas. Eran los matones que habían matado a
Bunchurch, los que le habían pegado una paliza a George. Apreté los dientes
y acerqué la mano al estoque.
—Parece que está de suerte, porque somos una quinta parte menos —dijo
Lockwood—. ¿Seguro que no necesita algunos más?
Sir Rupert rio.
—Son ustedes un grupo muy variopinto. Como una compañía de músicos
itinerantes, harapientos, maltrechos y desconsolados. Lockwood ha perdido su
famoso abrigo, Holly Munro está toda cubierta de sangre y Cubbins apenas
puede mantenerse en pie. Y cuanto menos hable del espantoso fantasma del
frasco que lleva Carlyle, mejor. ¿Y quién está merodeando ahí abajo? ¿No es
Quill Kipps? Cielo santo. Espero que no esté ya muerto.
Noté cómo Holly y George se movían a mi lado. Lockwood no respondió
a la pregunta. En lugar de eso, miró a su alrededor, al techo y a los fantasmas
flotaban como peces blancos en sus prisiones de cristal.
—No le impresionó nada la ubicación de nuestro último enfrentamiento,
sir Rupert —dijo en voz baja—. Espero que el Salón de las Columnas sea lo
bastante glamuroso.

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Sir Rupert sonrió.
—No tengo ninguna queja, desde luego.
—Entonces, ¿será otro combate singular?
—Lo cierto es que me gustaría —dijo sir Rupert Gale—, pero la señorita
Carlyle, esa joven y despiadada arpía, me hirió la otra noche. —Levantó la
muñeca herida—. Eso sería lo último que necesito.
—Yo tampoco estoy en plena forma —contestó Lockwood—. Además,
no seré muy duro con usted.
Su sonrisa mellada se agrandó.
—Qué amable. En realidad, voy a ahorrarnos a ambos la molestia. Esto es
lo que dirán los periódicos mañana. Los pillaron colándose en la Casa Fittes.
Mi equipo intentó detenerlos, pero se resistieron. Se produjo una pelea. Hubo
muertes. —Su sonrisa desapareció—. Venga, matadlos.
Las espadas en ristre brillaron bajo la luz fantasmagórica y los hombres se
acercaron.
—Vale, Quill —dijo Lockwood.
La figura postrada en el carrito levantó una mano. Con un movimiento
entumecido, Kipps apartó el abrigo y reveló las filas de armas escondidas a su
lado. Teníamos una amplia selección de destellos en forma de huevo y
pistolas eléctricas, negras, elegantes y con un brillo sombrío. George cogió
una pistola y le quitó el cierre de seguridad. Lanzó un estallido de luz
zigzagueante que le dio a sir Rupert Gale en el pecho y le lanzó por los aires.
Mientras tanto, los demás cogimos un destello cada uno. Nos dimos la vuelta,
buscamos un objetivo y los lanzamos. No se los arrojamos a los hombres, sino
a las columnas que se alzaban tras ellos. Tres destellos explotaron al mismo
tiempo. Los resultados superaron nuestras expectativas.
Todo el mundo sabía que el cristal de plata de las columnas de las
reliquias era grueso, puesto que debían contener a visitantes con muy mala
reputación. Sin embargo, los destellos en forma de huevo, que se diseñaron
para acabar con cúmulos enteros de fantasmas menos poderosos, consiguieron
romperlas.
Unas esquirlas de vidrio enormes saltaron y los cristales cayeron como si
fuesen témpanos. Tras los primeros estallidos cegadores del fuego de
magnesio, una cortina de humo blanco formó unas nubes en forma de platillo.
Y, entre el caos del cristal que caía y el humo que crecía, los fantasmas
liberados bajaron en picado.
A un lado, estaba la silueta fibrosa del difunto Hugh Hennratty, acechando
sigilosamente sobre los huesos cortados de sus tobillos. Al otro, la chica

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ensangrentada, que reptaba a ciegas con un camisón manchado de sangre. Y
allí, el temido poltergeist de Morden. Había escapado de su tetera rota. No
tenía una forma definida, pero alzaba los trozos de su columna y los hacía
girar en un cono invertido de cristal roto. Se lanzó hacia el hombre de sir
Rupert que estaba más cerca. Este se puso a gritar mientras el fantasma le
propulsaba hacia el techo. El espectro del difunto Hugh Hennratty avanzó con
unos horribles movimientos laterales, como los de un caballo que se desplaza
por un tablero de ajedrez. Atravesó los cuerpos de dos hombres que estaban
cerca y su frío fantasmagórico frenó los latidos de sus corazones. Habría
hecho lo mismo con el mío si la explosión de la pistola de George no le
hubiera obligado a desviarse.
Lockwood agachó la cabeza. Estaba empujando el carrito de Kipps con
todas sus fuerzas, serpenteando entre las columnas rotas, los fantasmas
veloces y los hombres gritando.
—¡Vamos hacia la salida! —gritó—. ¡Seguid! ¡No os quedéis ahí en
medio!
Corrimos tras él, intentando alcanzar su ritmo. Algunos de los hombres de
sir Rupert habían entrado en pánico y habían huido, pero otros todavía nos
perseguían. Le di una estocada a uno y, aunque se apartó de un salto, los
brazos huesudos del difunto Hugh Hennratty le atraparon.
—Ah, sí —dijo la voz de la calavera, que seguía en el frasco bajo mi
brazo—. Por fin puedo ver una carnicería de verdad. Esto sí que es vida.
No respondí. Tenía la cabeza embotada con el sonido de la gente gritando,
los alaridos y los gritos de los fantasmas, las explosiones y los golpes de las
bombas. Holly había roto otra columna. George, danzando como un loco,
lanzaba descargas eléctricas sin parar.
—Dios —jadeé mientras corría—. Cuánto ruido…
—A estos espíritus les gusta llamar la atención —comentó la calavera—.
Con todas esas risotadas y esos cacareos. A mí no me verás haciendo eso. De
verdad, ¿es que no tienen clase?
El poltergeist de Morden pasó dando vueltas, arrancando las arañas del
techo. Chocó de lleno con otra columna, que se rompió como la cáscara de un
huevo. Nos bloqueó el camino. Lockwood giró el carrito, viramos
bruscamente y seguimos corriendo.
Delante, sir Rupert Gale emergió de entre el remolino de sombras
tambaleándose, con la cara y el cuerpo negros, y el pelo de punta como la piel
de alguna fruta exótica. Tenía la espada preparada.
—¡Basta! —gritó—. ¡Deténganse y luchen!

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Redujimos la velocidad de nuestra precipitada carrera y nos detuvimos.
No porque fuéramos a enfrentarnos a él, sino porque vimos el resplandor azul
y tenue de la luz fantasmagórica que se extendía tras él y el rostro pálido que
flotaba cada vez más cerca. La chica ensangrentada de Cumberland Place era
uno de los espíritus más lentos y silenciosos. No hizo ningún ruido al
acercarse, ni tampoco cuando sus brazos delgados, blancos y cubiertos de
sangre rodearon el cuello de sir Rupert y tiraron de él hacia ella. Abrió la boca
dentada en un gesto de bienvenida; era como un pez de aguas profundas
tragándose a su presa. Cuando lo aproximó a su cuerpo, la piel del hombre se
llenó rápidamente de venas azules de hielo. Sir Rupert sacudió las piernas y
se revolvió. Intentó hablar, pero lo único que salió de su boca mientras
desaparecía en la oscuridad fue un sonido gutural.
—¿Ves? —dijo la calavera con voz triste—. Yo quiero hacer eso, un
trabajo de verdad. ¿Por qué no puedo divertirme?
—Venga. —Lockwood volvió a ponerse en marcha—. Casi hemos
llegado a… —Soltó un grito de advertencia. La columna que el poltergeist de
Morden había roto se estaba viniendo abajo. Cayó en nuestra dirección. Vi
cómo se acercaba a cámara lenta. Salté hacia un lado, pero Lockwood y mis
amigos fueron hacia el otro. La columna se derrumbó en el medio y se hizo
añicos a mi espalda. La luz fantasmagórica azul se esparció, como un líquido
suspendido en el aire. Miré a mi alrededor. No veía a los demás con la espiral
de humo. Hubo una explosión cerca. Los fantasmas gritaron.
Entre los largueros de la columna rota salían unos chorros blancos y
tenues. Flotaron hasta formar una silueta bajita y corpulenta con unas cuencas
vacías en lugar de ojos. En una de las manos gruesas llevaba un cuchillo de
sierra. El chico de la carnicería de Clapham giró su cabeza grande y redonda y
me miró.
—Uh, tal vez sea hora de darse el piro, Lucy —dijo la calavera—. ¿Te
acuerdas? Es admirador tuyo.
No necesitaba que me lo recordara. El fantasma soltó una risa entre
dientes. Se movió hacia mí, pero yo ya había dado media vuelta y corría,
presa del pánico, entre la confusión de la entrada.
Fui de aquí para allá, pisando el cristal humeante que crujía bajo mis pies
y saltando por encima de los cuerpos petrificados de los hombres de Fittes
(algunos ya estaban hinchados y azules). Una figura blanca y borrosa apareció
detrás de mí con un cuchillo en la mano.
Con todo el humo y las luces espeluznantes, era imposible saber a dónde
ir. Estaba totalmente desorientada. No encontraba a mis amigos, y tampoco la

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salida. Tropecé cerca de una columna rota. En el lado opuesto, un espectro
verde y tenue con la forma de un hombre encadenado y los ojos saltones se
hundía en el suelo, como si estuviera nadando en él. Emergió a mi lado,
usando una mano para salir. Le hice un corte con el estoque y me alejé, hasta
que, de repente, vi un arco delante. Corrí sin detenerme y atravesé un pasillo
lleno de papeles tirados. Aquel sitio estaba vacío, porque todos habían huido.
Me detuve de golpe. Sabía dónde estaba. Había urnas de espadas y flores
bajo los pedestales en los que ardían unas hogueras. Los retratos de los niños
con cara seria me observaban desde la pared, y las puertas de seis ascensores
esperaban al fondo: cinco de bronce y uno de plata. No estaba cerca de la
salida a la calle Strand. En vez de eso, había retrocedido y, aterrorizada, me
había adentrado más en el edificio. Estaba de nuevo en la Sala de los Héroes
Caídos. Junto a los ascensores.
Observé el pasillo a mi espalda. No había señal del chico de la carnicería
de Clapham, pero a lo lejos se oía el terrible sonido de una risa maníaca.
Permanecí en aquella sala, recuperando el aliento y esperando a recobrar la
inteligencia.
—Vaya, te has equivocado de camino —dijo la calavera—. Bien hecho.
Tus compañeros estarán tomando té y bollitos de crema, y, sinceramente, tú
estás acabada. Según mis cálculos, tienes que sortear al menos a siete
fantasmas de tipo dos de primera división para llegar a la puerta. —Hubo una
explosión en la lejanía—. Que sean ocho. Ya queda una columna menos.
No dije nada. Sí, Lockwood y los demás habrían salido ya. Estaba segura.
Irían a buscar ayuda para Kipps. Tendríamos suerte.
—Ese chico de la carnicería —continuó la calavera—. Está claro que ha
estado esperando hasta el último momento. ¿Te apetece enfrentarte a él?
—No —respondí. Una repentina, fría y dura certeza me invadió, la
síntesis de toda mi rabia acumulada—. No, no voy a hacer eso.
—Muy lista. Entonces, ¿vas a quedarte aquí sentada y llorar?
—Por extraño que te parezca, tampoco voy a hacer eso. —Caminé hacia
el ascensor de plata—. Tengo mejores cosas que hacer.

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E l ascensor no tardó en llegar. Un zumbido tenue y suave sonó mientras


bajaba desde el ático. Unos mecanismos lejanos chirriaron. Observé
cómo la flecha iba bajando en el dial que había sobre la puerta. ¡Tilín!
El zumbido cesó. La puerta se abrió. El interior oscuro estaba decorado con
filigranas doradas e incrustaciones de carey, con paneles de espejo en los
laterales.
Entré y miré hacia fuera. Agarré mejor el frasco sellado bajo un brazo y
toqué el botón de la séptima planta.
La puerta se cerró y, casi sin que se percibiera, el ascensor empezó a
elevarse.
—Estamos subiendo —dijo la calavera—. Próxima planta: cubertería,
condimentos y ropa interior.
Mirábamos fijamente la puerta, donde también había un espejo. Gracias a
eso y a la luz cálida del techo, tenía una vista preciosa y constante de lo muy
cansada que se me veía. Tenía la piel hinchada y amarillenta, y el pelo se me
levantaba en ángulos imposibles. Tenía la ropa desgarrada y sucia. Nada de
eso me importaba demasiado. Un fuego ardía en mis ojos.
Era un ascensor precioso, lujoso y muy antiguo; un ascensor privado para
una pasajera exclusiva. Un perfume fuerte que reconocí muy bien impregnaba
el aire.

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—El olor de Marissa —comentó la calavera—. Nos estamos acercando.
—Entonó una melodía alegre y se hizo muecas exageradas en el espejo.
Aparté un lado de mi chaqueta y comprobé lo que llevaba en el cinturón.
Tenía la espada, el martillo, un par de paquetes de virutas de hierro y también
una red de plata en un bolsillo. Eso era todo. No tenía destellos. No había
tenido tiempo de coger una pistola del carrito ni una de las bombas… No
importaba. Con el estoque bastaría.
—Bueno… —dijo la calavera cuando llegamos a la segunda planta—,
ahora que tenemos un momento, ponme al día. ¿Cuál es el plan cuando
conozcamos a la gran M?
No contesté, sino que me limité a observar el dial.
—Esta es mi teoría —siguió el fantasma—. Tienes que pillarla por
sorpresa, ¿no? Pues nada sería más sorprendente que te desnudaras ahora
mismo, te untaras carbón en los cachetes (no voy a especificar cuáles) y
salieras corriendo del ascensor, gritando y pegando saltos como una loca. Se
asustará tanto que podrás cortarle la cabeza con la espada antes de que se
levante de la silla. Además, yo me echaría unas buenas risas. ¿Qué te parece?
—Es genial —dije—. Me tientas. —La flecha señaló la cuarta planta.
El rostro me miró.
—Supongo que tienes un plan, ¿no?
—Voy a improvisar. —Era extraño, pero, en ese momento, no sentí miedo
ni duda ni arrepentimiento. Así era como tenía que acabar. Mis amigos habían
salido del edificio. Lo sabía con tanta certeza como si los hubiera visto irse
con mis propios ojos. Lockwood estaba a salvo. Sabía que intentaría
buscarme, pero primero tenía que atender a Kipps, y, cuando lo hubiera
hecho, yo ya le habría puesto fin a este asunto. Solo Marissa y yo: así era
como debía ser, siempre había sido así.
El ascensor pasó la quinta planta, luego la sexta… Oí cómo el mecanismo
se ralentizaba.
Me miré las botas con marcas de escarcha, la falda, las medias rotas y la
vieja chaqueta con la huella de la mano de un fantasma en un lado. Volví a
mirarme en el espejo y me alisé un poco el pelo. Me gustó verme después de
todo lo que había ocurrido. Estaba bien recordarme quién era. Lucy Carlyle.
¡Tilín! La campana anunció alegremente que habíamos llegado. El
ascensor se detuvo con una sacudida imperceptible.
Desenvainé el estoque mientras la puerta se abría.

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Habría quedado bien con la ocasión si hubiera visto de inmediato una especie
de sala del trono siniestra con una alfombra roja en el centro y unos lacayos
haciendo reverencias a ambos lados. De hecho, lo único que vi fue un
vestíbulo pequeño o una sala de espera con un par de sillas, y algún cuadro
moderno y soso en la pared. Sin embargo, delante había un par de puertas
dobles. Una estaba entornada. Una luz brillante y alegre salía del interior. Allí
estaba de nuevo el aroma embriagador a flores. Agarré el estoque con más
fuerza, empujé la puerta y entré.
¿Y luego? No había tronos. No había lacayos. Era la oficina de una
directora ejecutiva, un gran espacio rectangular con una alfombra ancha de
color blanco y unos sofás de respaldo bajo colocados contra las paredes.
Parecían angulares, modernos e incómodamente a la moda. Cada uno tenía
una mesita de cristal a un lado, cubierta de libros y revistas. Había muchas
obras de arte moderno —pinturas y esculturas feas en unas plataformas
pequeñas— y un número razonable de espejos de pared que hacían que la
habitación pareciese incluso más grande de lo que era.
Al fondo, una ventana ancha y profunda daba al Támesis.
Era de noche y el río era una franja negra y profunda entre las orillas
enjoyadas y brillantes de Londres. Qué majestuosa se veía la ciudad desde tan
arriba, como una gran extensión oscura y resplandeciente. Las farolas
protectoras eran luces bonitas que centelleaban como estrellas. Todas las
imperfecciones desaparecían. No se veía a ninguna persona, ni viva ni muerta.
La zona de la estancia dedicada a los negocios comenzaba junto a la
ventana. Allí había un escritorio de roble enorme con pilas altas de libros y
papeles. A un lado había estanterías, un par de cajas fuertes y un mueble de
madera muy grande, tan alto como un armario, colocado contra la pared. Solo
necesité un vistazo rápido para verlo todo, pero no les presté atención a
aquellos detalles.
Estaba observando lo que me esperaba tras el escritorio.
Dos figuras.
Una mujer sonriente de pelo oscuro. Y un fantasma que flotaba a su lado.
La señora Fittes estaba sentada en una silla de cuero negro. Parecía
relajada, no más desconcertada por mi visita inesperada que si yo fuera una
vieja amiga a la que se encontraba en la calle. No había ni rastro de la capa de
plata con capucha que había llevado en el más allá. En vez de eso, llevaba un
vestido verde botella y zapatos de tacón. Tenía un brazo apoyado en la mesa y
el otro sobre su regazo de forma despreocupada. Habría sido la viva imagen
de una empresaria profesional y elegante de no ser por el resplandor dorado

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que danzaba en torno a su figura, un brillo que salía del ser que flotaba a su
lado.
De cerca, el espíritu Ezekiel no era más definido que cuando lo había
visto unas horas antes. Se trataba de una figura luminosa con una corona de
fuego sobre la cabeza. Era muy difícil mirarla fijamente. Si lo hacías de reojo,
vislumbrabas el indicio de una figura humana, delgada, grácil y suspendida en
el aire. No emitía sonido alguno, pero percibí el poder frío que irradiaba.
Unas espirales de luz largas salían de su costado y se movían sin cesar
alrededor de la mujer sentada como si fueran los tentáculos de un calamar.
Noté que el fantasma del frasco se retorcía, inquieto. Me habló al oído con
un hilo de voz:
—Cuidado…
Tranquila, la mujer de la silla levantó una mano.
—¡Bienvenida, Lucy! Por favor, entre. No se quede parada en la puerta.
Su voz era grave, melódica, calmada y completamente segura de sí
misma. Me acerqué lentamente, arrastrando las botas ennegrecidas por la
alfombra. A ambos lados, los espejos reflejaban mi silueta harapienta, el
estoque en ristre y el aspecto salvaje propio de una vagabunda.
—Acérquese —repitió la señora Fittes—. Hay asientos para los invitados.
—Con un movimiento rápido con los dedos, señaló un sillón de tela cerca del
escritorio—. Venga conmigo. Quiero hablar con usted.
—Bien —respondí—. Porque yo quiero hablar con usted.
No acepté la silla, así que me detuve a unos centímetros de la mujer y del
espíritu flotante y silencioso. El frío que irradiaba era incluso más potente que
su luz. No quería acercarme demasiado.
Marissa Fittes me observó con sus ojos negros y oscuros. Llevaba el pelo
tan voluminoso, suelto y perfectamente alineado como siempre. De repente
comprendí lo importante que era la belleza para ella. Los espejos contaban
aquella historia. Las ventanas daban a Londres, pero todo el ático era un
reflejo de ella.
—¿Una espada? —preguntó de pronto—. Me sorprende, Lucy. —Sus ojos
se fijaron en el frasco que llevaba bajo el brazo—. Y… ¿qué es esa
abominación embotellada? ¿Una especie de acechador mascota? ¿Un fétido
en un frasco?
El frasco sellado vibró con furia bajo mi brazo.
—¡Oiga! —gritó la calavera—. ¡A mí no me venga con eso! ¡Sabe quién
soy!
Si la mujer oyó la voz de la calavera, no lo demostró.

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—La veo muy cansada, querida —continuó con una sonrisa—. Pero,
como de costumbre, me sorprende su iniciativa. ¿Cómo ha llegado hasta aquí?
¿Por el ascensor? ¿Qué hay de la seguridad de las puertas principales?
—Sí, he subido en ascensor —dije—. Sinceramente, no sé si le queda
seguridad. Abajo se está armando un buen revuelo. Aunque en realidad no he
venido por la puerta principal. He subido desde el sótano, ¿sabe?
La señora Fittes dudó un segundo. Sus ojos me estudiaron detenidamente.
—Ah, ya veo. Entonces ha hecho un largo viaje. Sir Rupert me aseguró
que nunca se adentrarían en el más allá. Qué tonto es a veces. Tengo que
aplaudir sus esfuerzos.
Esbocé una media sonrisa.
—Ya no tendrá que preocuparse de que sir Rupert vuelva a decepcionarla.
Se ha acabado, Marissa. Sabemos quién es, y qué es.
—Busqué una reacción al nombre. Puede que sus ojos se abrieran un poco
más.
—¿Marissa? —Sonrió, distraída—. ¿Por qué me llama así?
—Porque sabemos que no es Penelope —dije—. Leímos su libro, Teorías
ocultas. Bueno, la verdad es que lo leyó George. Aburrirse con los delirios de
una lunática no es algo que los demás hagamos a menudo. George no es tan
exigente. Se leería las memorias del encargado de un baño si estuvieran
apoyadas contra la caja de sus cereales. Nos habló de sus teorías de la
inmortalidad, de cómo el cuerpo puede rejuvenecer gracias al ectoplasma de
los espíritus del más allá.
—Ah, conque lo ha leído, ¿eh? —dijo la mujer. Tamborileó con los dedos
sobre su rodilla.
Asentí.
—Su «elixir de la juventud», Marissa. Sabemos que ha conseguido que su
cuerpo vuelva a ser joven. Sabemos que fingió la vida de Penelope Fittes para
explicar su reaparición. Y ahora hemos visto las redes que usa en el más allá
para recoger el plasma, los cilindros donde lo guarda… Lo único que no
hemos descubierto aún es qué hace con el plasma cuando lo tiene. ¿Se lo
bebe, lo inhala, se lo frota por la espalda como una pomada? ¿Qué?
—Se bebe —respondió la mujer—. O esa es la teoría.
—Es tan repugnante que no sé qué decir. —Alcé el estoque en dirección
al espíritu flotante. Estaba completamente quieto, salvo por los rayos dorados
que parpadeaban con delicadeza en la espalda de Marissa. Dos ojos oscuros y
dorados me observaban desde el centro del resplandor—. George también nos
habló de su consejero —dije—. Nos habló de Ezekiel.

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El espíritu se estremeció al oírlo, y los rayos se tensaron y brillaron. Una
fuerte brisa recorrió la estancia. Levantó los bordes de los papeles del
escritorio y sacudió las esquinas de las revistas de las mesas distantes. Una
voz suave y aterciopelada, y de algún modo dorada como su luz, emergió de
la figura.
Dijo:
—¿Esta es la chica?
La mujer alzó la vista para mirar a su acompañante; en su rostro había
adoración, pero también recelo e incluso miedo.
—Así es, Ezekiel.
—Es testaruda. Indisciplinada.
—Tiene el don.
—Tal vez. Pero ¿cómo lo usa? Mira con qué clase de espíritus se codea.
—Lanzó un rayo de luz y tocó con él el frasco sellado bajo mi brazo—. Esta
monstruosidad, este ser tosco y repugnante…
La calavera gritó.
—¿Qué? ¡Acércate y dímelo a la cara! ¡Me limpiaré los pies con tu
ectoplasma! ¡Te haré pedazos y los usaré como papel higiénico! ¿Tosco?
¿Cómo te atreves?
La mujer estaba sentada con la espalda recta. Parecía pensativa y
jugueteaba con una pulsera de piedras verdes que llevaba en una muñeca.
—Tiene el don —repitió.
—Pues hazle la oferta, pero rápido. Tenemos trabajo que hacer abajo.
Di un paso adelante.
—No quiero ninguna oferta suya.
—Aun así —repuso Marissa Fittes—, voy a hacérsela. —Se levantó de
repente; era más alta que yo, y muy guapa. En la luz fantasmagórica dorada y
luminosa, parecía la reina de un cuento de hadas. Estaba sonriendo y la aurora
que le acariciaba el pelo brillaba tanto como los diamantes—. Lucy —dijo—,
somos muy parecidas.
—Yo creo que no.
—Las dos hablamos con los espíritus. Las dos buscamos los misterios de
los muertos. Las dos hemos estado en el más allá y visto cosas prohibidas
para los ojos humanos. Su don es tan prodigioso como el mío. Lo
compartimos, y podríamos compartir mucho más. —Su sonrisa se ensanchó
—. La vida eterna, Lucy, está a su alcance si se une a mí.
Me percaté de que, aunque se había levantado de la silla y había caminado
hacia mí, lejos de su acompañante flotante, todavía estaba ligada a su

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resplandor. Los rayos dorados se aferraban a ella como una corona de
cadenas. Entonces me acordé de Charley Budd.
Dije:
—Es una buena oferta, pero no tengo claro que me guste esa cosa brillante
que tiene al lado.
La mujer sonrió y jugó con un mechón de pelo largo y oscuro.
—Usted tiene su propio tipo tres para guiarla. Y yo tengo al mío. ¿Ve?
Somos iguales.
—Salvo que Lucy tiene buen gusto —añadió la calavera—. No se
acuerda, señora, pero hablé con usted hace años. Compartí mis palabras
sabias y tuvimos una conversación bastante civilizada. ¿Y qué pasó luego?
Que me quedo aquí en el frasco mientras usted se arrejunta con el chico
dorado ese. Se ponga como se ponga, eso está mal.
—¡Silencio, voluta! —El espíritu luminoso irradió un resplandor
majestuoso—. No interrumpas a Marissa cuando…
—Lo siento, suelo interrumpir bastante a menudo, ¿no? ¡Ups! Qué torpe.
Acabo de hacerlo otra vez.
Oí un gruñido de irritación.
—Si no estuvieras en ese frasco —dijo la voz dorada—, aplastaría tu
plasma hasta convertirlo en polvo.
—Ah, ¿sí? ¿Tú y cuántos más?
Marissa entrecerró los ojos. Observó el frasco sellado por primera vez.
—Pues resulta que sí me acuerdo, espíritu infame. Me resultó evasivo,
impertinente y falto de inteligencia.
El rostro del frasco frunció el ceño.
—¿En serio? ¿Seguro que no era otra calavera?
—No, te recuerda perfectamente —le dije.
—Magnífico.
—Esta calavera desagradable no me interesa, Lucy —dijo Marissa—.
Dejando a un lado sus muchos defectos, ya tengo a mi querido Ezekiel. Me ha
enseñado cosas asombrosas desde que le encontré de pequeña. Me ha guiado
en todas mis obras. Nos motivó a Tom Rotwell y a mí a experimentar con los
orígenes, y sus conocimientos nos permitieron explorar por primera vez el
más allá.
Ella levantó el brazo en el que brillaba la pulsera de jade, y, juguetón,
Ezekiel enroscó sus rayos dorados entre los dedos de la mujer. Marissa rio y
hubo algo demente en aquel sonido. Poco a poco, sin que se percibiera, me
acerqué más. Estaba midiendo la distancia entre ella y yo, calculando el salto

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que tendría que dar para derribarla. Quería que estuviera cerca. Sin embargo,
me desconcertaba. Había oscuridad en sus ojos risueños, como si algo se
moviera dentro de ellos y saliera a la superficie para contemplarme. El aura
dorada que jugaba con su pelo se parecía a la tiara que llevaba la Belle Dame
Sans Merci.
También me recordaba a la Belle Dame por otras cosas.
—Tom era lento, un lastre para mí —continuó Marissa—. No podía
escuchar a Ezekiel ni comprender la verdad más profunda. Pero usted sí,
Lucy. Sí puede. En todos estos años, nadie ha podido sentarse con orgullo a
mi lado.
—Le gusta la cháchara, ¿no, Lucy? —dijo la calavera—. Seguro que, si
quedaras con ella, acabarías tan aburrida que te echarías a llorar.
—Sí —respondí—. Es verdad. —Entonces di un salto hacia delante y, con
todas mis fuerzas, apunté el estoque hacia el costado de la mujer. No acabó
donde quería. Frenó, frenó y se detuvo de repente a medio metro de su cuello.
Intenté forzarlo para que se acercara, pero el aire era pegajoso.
—Vamos a quitarle la tentación —dijo Marissa—. ¿Ezekiel?
La figura dorada levantó un brazo. Un golpe de aire me lanzó hacia atrás.
Me di contra el lateral del mueble de madera que había en la pared; la fuerza
me dejó sin respiración y me tiró a la alfombra. Se me cayeron el frasco
sellado y la espada. Otra ráfaga agarró el estoque y lo lanzó rápidamente al
otro lado de la habitación
Jadeando y maldiciendo, me puse de pie como pude. Me dolía todo el
cuerpo. La mujer me observaba.
—¿Por qué cree que ha venido esta noche, Lucy? —preguntó en voz baja
—. ¿Por qué ha subido sola? Y no, no cuento con el acechador del frasco —
añadió a la vez que se escuchó un bufido de rabia en el suelo—. ¿Por qué ha
venido sin sus amigos? Sobre todo, ¿por qué no ha venido con su encantador
Lockwood? El motivo no puede ser que de verdad piense que va a destruirme.
No, hay una razón más profunda. Está sola, Lucy… Necesita compañía.
Necesita a alguien que entienda y comparta sus deseos más sinceros. Sus
amigos son valiosos, claro, hasta cierto punto. No lo niego. Pero no son
suficientes. No comprenden su miedo a la muerte. De hecho, ¡lo hacen más
insoportable! Sabe perfectamente que la temeridad de Lockwood es
prácticamente suicida y que su vacío emocional le llevará a la tumba. Pero
¿qué pasaría, Lucy, si tuviera en sus manos la capacidad de salvarle la vida?
¿De que permanezca siempre a su lado? De que ambos sean jóvenes para
siempre, como yo.

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Me limpié una mancha de sangre de los labios; todavía me temblaba el
cuerpo por el impacto de haber chocado contra la madera. A mi espalda, la
puerta del mueble se había abierto y estaba un poco entornada. Y la figura
dorada se estaba acercando, seguida de la mujer. Su aroma casi me abrumó.
—Tenemos que acabar con esto —dijo el espíritu—, de una manera o de
otra.
—¿Y bien, Lucy? —Marissa sonrió—. Ya ha oído mi oferta. ¿Qué dice?
Busqué el estoque; no, estaba demasiado lejos. Luego estaba el frasco
sellado en el suelo, con la calavera del revés, poniéndome los ojos en blanco.
No tenía más armas. ¿Qué podía hacer? Tal vez hubiera algo en el mueble:
pistolas, bombas, artefactos del más allá… No podía pensar en nada más.
Dije:
—¿Y me daría el elixir de la vida? ¿A Lockwood también?
La mujer de cabello oscuro se encogió de hombros.
—Aún no lo necesita, por supuesto. Faltarían años. Pero compartiría sus
secretos. Viviría aquí. Dirigiríamos Londres.
—¿Y la Sociedad Orfeo? ¿Y los hombres y las mujeres que también van
al más allá?
Ella negó con la cabeza.
—No son más que idiotas que se pasean por la oscuridad. Ninguno sabe
toda la verdad. Usted lo sabría todo. Ezekiel la envolvería con su luz. Pero
¿cuál es la respuesta, Lucy?
Me erguí todo lo alta que era, cada pedazo dolorido de mi (casi) metro
sesenta y siete. Me aparté los mechones de pelo blanco de la cara.
—Marissa —dije—, aprecio la oferta. Pero, aunque me la diera envuelta y
acompañada por mi peso en joyas, no sería suficiente.
El rostro de la mujer se ensombreció. Unas líneas negras de luz
resplandecieron en la luz dorada del espíritu, parecidas a un tenedor.
—Te lo dije —comentó Ezekiel—. Es testaruda. Entonces…
—No sería suficiente —seguí—. No compensaría las innumerables vidas
que el Problema ha arruinado y los agentes asesinados enfrentándose a los
fantasmas. Y no compensaría el sufrimiento que ha causado en los espíritus
atrapados en el más allá. ¡No me extraña que quieran regresar a este mundo!
¡Lo he visto todo, he visto a mis amigos heridos y los he visto a punto de
morir! Así que, gracias, Marissa, pero no. No hay poder en este planeta por el
que quisiera unirme a usted. Y, si eso me cuesta la vida, es un castigo que
estoy dispuesta a aceptar.
Entonces giré sobre mis talones y abrí las puertas del mueble.

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¿Pistolas? ¿Espadas? ¿Armas de algún tipo?
No.
Pero el mueble no estaba vacío y lo que vi me hizo gritar.

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E ra un cadáver.
No me malinterpretes. Había visto un montón de cadáveres, de
todas formas y tamaños, y en todas las condiciones. Era algo típico de
mi trabajo y, aunque no me emocionaba, no era algo que me asustara. ¿Y el
grito? Bueno, eso no es nada de mi estilo. Pero esta vez… Me impactó, en
parte porque no lo esperaba para nada, en parte porque era horrible y en parte
porque desacreditaba todo lo que pensaba que sabía.
El cadáver estaba erguido sobre una especie de perchero dorado dentro del
mueble. Lo sujetaban muchas varas y abrazaderas doradas que impedían que
los trozos de la carne negra y marchita cayeran al suelo. Aun así, estaba en
condiciones lamentables, empezando por la cabeza. Le faltaba una parte,
como el ojo izquierdo, la mayor parte de la mejilla, la mandíbula y el cráneo
de ese lado. En el resto, una cáscara negra y correosa todavía conservaba los
vestigios de una cara. Tenía matas de pelo negro y largo, y un cuello huesudo
parecido al de un pavo desplumado. Debajo, el torso también estaba dañado,
seco, delgado y retorcido como una de esas cosas de verduras horribles que
Holly prefería antes que las patatas fritas de verdad. El exterior estaba tan
duro y negro como la lava fría, y un par de costillas le asomaban bajo las
grietas de la piel. Los brazos y las piernas no eran más que huesos recubiertos
de una funda holgada y fina. Algunas partes estaban sujetas con tornillos para

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que no se moviesen. Aquella cosa estaba agujereada, fijada, colgada y
atornillada.
Era la parodia de un cuerpo. Sus dientes amarillentos me sonreían y las
cuencas de sus ojos no reflejaban luz alguna.
Aunque nada de eso me desconcertó.
Te diré lo que sí lo hizo: era Marissa.
Era Marissa Fittes. Aunque le faltaba media cabeza, la reconocí de
inmediato. La nariz aguileña, la mandíbula y la frente, la melena… Era la cara
de todas las estatuas, los libros y los sellos. De hecho, era más o menos lo que
habría esperado encontrar en la cripta debajo del mausoleo si todo hubiera
sido natural y como es debido, si los muertos se hubieran quedado en el sitio
que les pertenece y los vivos en el suyo.
—Oh —dijo la calavera. El rostro del fantasma se estiraba desde el frasco,
que yacía a mis pies, para intentar tener una vista decente. Nunca había
escuchado tanta vacilación en su voz—. Eso es… inesperado.
—¿Le sorprende? —Detrás de mí, la mujer soltó una risita ronca—. Pobre
Lucy. Lo había comprendido casi todo. Dese la vuelta y míreme.
Me alejé del horror del mueble y miré hacia los dos horrores que se
alzaban frente a mí, en aquel ático elegante y moderno. El espíritu, Ezekiel, se
acercó; ya no tenía aquel resplandor dorado tan intenso, sino que era más una
figura oscura con forma humana. Destellos negros cubrían los rayos que
ondeaban y rodeaban el cuerpo de la mujer, ensombreciendo los contornos de
su cara. Pero estaba sonriendo.
—Lucy, era muy joven cuando escribí Teorías ocultas —dijo—. Muy
joven, como usted. De las enseñanzas de mi querido Ezekiel aprendí que la
esencia de los muertos ayudaba a prolongar la vida. Pensé que rejuvenecería
mi cuerpo y lo mantendría hermoso y joven, así que empecé a viajar al más
allá. Ha visto algunas de las técnicas que uso para recoger el plasma que
necesito. Pronto descubrí que Ezekiel tenía razón: absorber la esencia
alimentaba mi propia fuerza. Y mi espíritu se volvió poderoso. —Sus ojos
oscuros buscaron los míos—. ¡Pero había un truco!
—Pues claro —contesté—. El truco es que lo que hacía estaba mal y era
una locura. Por cierto, ¿qué es Ezekiel? ¿Qué tipo de fantasma? ¿De dónde lo
sacó?
La mujer levantó un brazo y se tocó la pulsera de jade de su muñeca.
—Le encontré enterrado en la tierra cerca de una antigua tumba. Es
antiguo, Lucy, y más sabio de lo que nunca se imaginará. Ha visto reinos
alzarse y caer. Se ha alejado de la muerte. La rechaza. Yo también la rechazo.

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La figura dorada flotó hacia mí. El frío que irradiaba me quemó la piel.
—Basta de cháchara —dijo su voz profunda—. Esta chica no es como
nosotros. Reniega de los misterios. Quiere la muerte. Lo ha dicho ella misma.
Debemos dársela.
—No —repuso la mujer—. Quiero que lo entienda primero. ¿Sabe, Lucy?
Aunque mi espíritu adquirió más poder, mis visitas al más allá debilitaron mi
cuerpo e hicieron que envejeciera antes de tiempo. Empecé a necesitar la
ayuda de otros, que cruzaban en mi lugar. Mis amigos de la Sociedad Orfeo
fueron los primeros, y han demostrado ser los más dignos de mi confianza a
lo largo de los años. Les inspiran los mismos sueños que a mí, y llevan a cabo
muchos experimentos en el sótano. —Su sonrisa se apagó—. Es justo que lo
hagan. Al fin y al cabo, el Problema financia sus negocios y les permite seguir
siendo ricos. Pero son viejos y se desesperan. Buscan la inmortalidad como
yo lo hice una vez, tratando de mantener la juventud de sus cuerpos. No
comprenden que esa no es la respuesta.
—Entonces, ¿cuál es? —dije. El espíritu radiante ahora estaba muy cerca.
Sentí su poder vibrando a mi alrededor, inmovilizándome. Sin embargo, no
dejé que mi mente se bloqueara mientras la mujer hablaba. El cerebro me
funcionaba a toda velocidad, evaluando mi ubicación y mis opciones de
ataque y de escape—. ¿Cuál es la respuesta?
—Una repugnante —respondió la calavera—. Hazme caso.
Marissa se inclinó hacia mí.
—Esto es lo que he aprendido —dijo—. Los cuerpos mortales siempre
fallan. Los cuerpos mortales siempre te decepcionan. Pero si el espíritu es lo
bastante fuerte… —Me tocó la cara con su mano helada y luego se alejó—.
Hay otras opciones.
Y entonces le pasó algo extraño. Fue como si un pulgar gigante estirara
hacia los lados la cara de una muñeca de barro. Su nariz, su boca, sus ojos y
sus mejillas —todos sus rasgos— se difuminaron y se deformaron durante un
instante, como si algo quisiera arrancárselos. Después regresaron a su
posición y un segundo rostro comenzó a surgir junto al primero. Tenía dos
caras: una sólida y otra borrosa y transparente. Al principio casi se
superponían la una sobre la otra y luego se solaparon. Por último, la cabeza
traslúcida y fantasmagórica salió como un insecto a medianoche que
abandona su crisálida, y permaneció allí, separada de la otra. Era difícil decir
qué era más escalofriante: si el destello maligno de inteligencia en los ojos del
espíritu o la repentina falta de vida en sus ojos mortales.

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El rostro de la mujer conocida como Penelope caía de una forma estúpida
y flácida, su respiración ahora era ruidosa y entrecortada. ¿Y el rostro
contiguo? Había parecidos evidentes, eso era verdad. La forma de la
mandíbula y la barbilla, el nacimiento del pelo en la frente… Por lo demás, el
espíritu de Marissa Fittes tenía exactamente la misma nariz aguileña, las
arrugas deterioradas y la expresión arrogante e imperiosa del busto del
mausoleo o del grabado en la portada del Manual de Fittes. Era la misma cara
que la que estaba, podrida y deteriorada, en el mueble a mi espalda.
—¡Caray! —exclamó la calavera desde el frasco en el suelo—. Eso no me
lo esperaba.
Maldije entre dientes. Por instinto, como suele hacerse cuando se ve algo
repulsivo y antinatural, di un paso atrás.
—Siempre supe que era Marissa —siguió la calavera—. Porque solo me
fijo en el interior. Te lo dije, ¿verdad? Lo digo como lo veo. Si veo el espíritu
de Marissa, ¡asumo que el cuerpo también es el suyo! No me di cuenta de que
estaba escondida dentro de otra persona.
Un borrón tenue debajo de la cabeza fantasmagórica mostraba dónde
habían desaparecido el cuello y los hombros en el interior del cuerpo inmóvil
de Penelope Fittes. La boca de Marissa se movió. Oí una voz tenue y
crepitante, como algo que se escucha en un teléfono sin cobertura.
—¿Escondida? —dijo—. ¡Es un vínculo mucho más fuerte y perfecto que
eso! Mire. Si quiero levantar la mano —explicó mientras el brazo izquierdo
de Penelope se alzaba y nos saludaba alegremente—, lo hago. Si quiero
mover los pies —añadió, y sus piernas largas se movieron y su mano bajó
sobre la falda—, puedo hacerlo. Habito en la querida Penelope tan
cómodamente como quiero. Somos lo mismo. —La cabeza fantasmagórica
nos sonrió. A su lado, la cabeza sólida colgaba de costado como una muñeca
rechazada.
—Entonces…. ¿Penelope era una persona real? —dije.
—Penelope era mi nieta, sí.
—Pensábamos que había fingido su vida.
—Para nada.
Respondí con dureza:
—Estaba viva y la mató.
La cabeza fantasmagórica chasqueó la lengua con desaprobación.
—Maté al espíritu que lo ocupaba. El cuerpo está vivo y sano, como
puede ver claramente. Ha sido una solución extremadamente práctica a mi

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problema y debería durarme muchos más años. Ahora discúlpeme un
segundo. Debería volver a ponerme esto.
Con una horrible sacudida, la cabeza fantasmagórica golpeó el lateral de
la viva y se introdujo en su interior. Desapareció unos segundos después. La
cabeza de Penelope se estremeció y babeó. Sus ojos recuperaron la
inteligencia. La mujer levantó la mano y se limpió la boca.
—Esto es atroz —dije—. Un crimen retorcido.
—Oh, vamos —respondió Marissa—. Admito que parece extraño, pero
los beneficios superan con creces los inconvenientes. Además, ¿qué
alternativa tenía? Mi propio cuerpo se desgastó hace años, como ve en el
mueble que tiene detrás. Me encontraba al borde de la muerte y solo
sobrevivía por mi gran fuerza de voluntad. El médico que me atendió era un
estúpido. ¡Me habría metido en un féretro y enterrado! Pero mi espíritu
ansiaba vivir. En vez de aceptar la muerte, salté a un recipiente vivo, a mi
querida nieta Penelope, que por aquel entonces aún era una niña. Tuve que
esperar unos años mientras el cuerpo crecía y, durante ese tiempo, me vi
obligada a dejar que mi hija, Margaret, dirigiera mi empresa. —El rostro hizo
una mueca desagradable—. Margaret era débil de mente y cuerpo. No era una
buena representante para mi organización. Por suerte, pronto pude…
eliminarla y recuperar el control.
—Marissa… —dijo el espíritu. Las espirales doradas se estremecieron a
modo de alerta.
La mujer asintió.
—Ezekiel se está impacientando. Desea acabar con usted. ¿Qué más
puedo decir? Ahora podrá morir habiéndolo comprendido. Se lo he contado
todo.
—No exactamente —dijo la calavera—. Hay una cosa más, Lucy. Si
Marissa ya no necesita ese cuerpo viejo y horroroso suyo, ¿por qué lo guarda
aquí?
Yo también lo había estado pensando. Tuve una última idea desesperada.
El espíritu dorado se acercaba para matarme. Una de las espirales de luz se
dobló como un tentáculo y flotó en mi dirección. Me agaché para esquivarlo
y, al mismo tiempo estiré la mano hacia atrás, hacia el mueble. Agarré el
perchero que soportaba el cadáver arrugado y ennegrecido y lo saqué, lo que
hizo que todo cayese hacia delante. Se desplomó fuera del mueble, se
precipitó frente a mí y aterrizó en el suelo con un golpe seco. Perdió una de
las piernas. Marissa soltó un grito de dolor y rabia, saltó para agarrar el
cuerpo y la espiral de luz dorada se apartó para dejarle espacio.

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¿Y yo? Cogí el frasco sellado y corrí a toda velocidad hacia el ascensor.
No llegué muy lejos.
Una ráfaga de aire explotó en la habitación del ático. Los sofás y las
mesitas se desplazaron, y los papeles y las revistas salieron volando. El frasco
y yo nos caímos y rodamos por la alfombra. Hice un gran esfuerzo para
levantarme de nuevo. Al mirar hacia atrás, vi que el cuerpo ya estaba otra vez
dentro del mueble. Los papeles que flotaban comenzaron a descender. Entre
aquel remolino, dos figuras iban hacia mí: un espíritu resplandeciente y una
mujer con un vestido verde oscuro.
El espíritu movió una mano. Los espejos de la pared, los que estaban
detrás de mí, se agrietaron y se hicieron añicos. El cristal no se cayó. Los
fragmentos giraron hacia fuera. Temblaron como si trataran de liberarse. Unas
enormes esquirlas dentadas se separaron del espejo y se arrojaron hacia mí,
como un granizo horizontal.
—Venga ya, otra vez no. —Corrí para resguardarme—. ¡Odio el rollo este
de los poltergeist!
El cristal atravesó el aire a mi alrededor. Me tiré hacia el sofá más cercano
y caí al suelo, detrás de él. Permanecí allí tumbada, entre el sofá y la pared,
mientras una lluvia de cristal rajaba los cojines al otro lado. La punta de un
fragmento especialmente largo penetró en el sofá justo por encima de mi
oreja. La lluvia cesó. Las esquirlas cayeron sobre la alfombra. Oí el crujido de
los tacones de Marissa al pisarlas.
Se me había caído el frasco y estaba tirado en horizontal a mi lado, con la
cara del fantasma mirándome. Mentiría si dijera que tenía mejor aspecto que
de costumbre, aunque la mueca que estaba haciendo era posiblemente un
intento de sonreír.
—Sabes que ha llegado el momento, Lucy —dijo.
Lo miré.
—Se me ocurrirá algo.
—La verdad es que no. Vas a morir en treinta segundos.
Me agaché y miré por debajo del sofá con los ojos entrecerrados. Sí, allí
estaban los tacones de Marissa atravesando la alfombra cubierta de cristales
con el resplandor brillante de Ezekiel a su lado. Unas pequeñas marañas de
hielo aparecieron en la alfombra, justo por donde pasaba el espíritu. Unos
tentáculos dorados avanzaron hacia mi escondite. Sin dudarlo.
—Llevas el martillo en el cinturón —dijo la calavera—. Úsalo.
Tenía sangre en la cara y justo encima de la cadera. El cristal sí me había
alcanzado. Tenía una sensación extraña en el costado, como si estuviera frío y

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no fuera mi cuerpo. Sonreí.
—Estaba esperando a una emergencia real.
—Vale, vale. Y, mientras esperas, ¿por qué no morir aquí, detrás de un
sofá feo al lado de todas estas pelusas, tijeretas y monedas que la gente ha
perdido? ¿Eso es lo que quieres?
—No.
Los primeros tentáculos se metieron debajo del sofá, radiantes y
terriblemente fríos.
—¿Quieres que esa vieja arpía gane?
—No.
—¿Confías en mí? —preguntó la calavera.
Lo miré. No vi el rostro horrible y arrugado. Pensé en el joven sarcástico
con el pelo de punta que había visto en el más allá.
—Sí —respondí—. Más o menos.
—Pues rompe el maldito cristal.
Hurgué en el cinturón y busqué el pequeño martillo. Tenía los dedos
mojados de sangre y se me escurrió el mango. Lo agarré bien y lo saqué.
Ya casi era demasiado tarde.
El sofá se movió delante de mí. Una fuerza física lo apartó, primero
despacio y después con una violencia brusca. Quedé expuesta, con la espalda
pegada a la pared, el frasco sellado en el regazo y el martillo en la mano.
Mis enemigos se acercaban.
En cierta manera, me costaba diferenciar cuál estaba vivo y cuál estaba
muerto. Estaban muy juntos. El vestido oscuro de Marissa Fittes brillaba con
la luz fantasmagórica que salía de la figura que la acompañaba. El resplandor
le teñía la cara de blanco. Su silueta estaba envuelta en los tentáculos de luz
dorada, lo que le daba un curioso aspecto insustancial. En cambio, el fantasma
a su lado, brillante y sonriente, parecía casi sólido y lleno de energía.
—Pobre Lucy —dijo Marissa.
Y supongo que sí que parecía bastante pobre. Estaba sentada en un charco
de mi propia sangre. El pelo me tapaba los ojos. Tenía la ropa desgarrada y
sucia… Ya conoces los demás detalles. Los observé con los ojos
entrecerrados.
—¿No va a suplicar? —preguntó el fantasma.
—No —contestó Marissa—. Acabemos con esto.
La figura avanzó. Levanté el frasco y tuve la satisfacción de ver cómo
Ezekiel dudaba.

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—No te preocupará ese espíritu patético, ¿no? —dijo Marissa—. No es
más que un alma en pena.
—Algo mucho más fuerte que eso. Pero no importa. Está atrapado.
—No —respondí—. En realidad, no.
Entonces levanté el martillo y golpeé el frasco con todas mis fuerzas.
Y la cosa estúpida rebotó. Le hizo una grieta minúscula, pero por lo
demás estaba igual que antes.
El fantasma del frasco contenía la respiración, preparándose para el gran
impacto. Abrió un ojo y me miró.
—¿Qué estás haciendo? ¡No me digas que no puedes romperlo!
—Espera. —Volví a golpear el frasco. El martillo rebotó en la superficie.
—De verdad, eres una inútil —espetó la calavera.
Presa del pánico, lo intenté de nuevo. El golpe fue incluso más ineficaz.
Me miró boquiabierto.
—¡Menuda incompetente! ¡Hasta un bebé podría abrirlo!
—¡No me critiques! —ladré—. ¡Has sido tú el que ha sugerido que usara
un estúpido martillo!
—¡No pensé que no tendrías fuerzas para levantarlo! ¿Por qué no me lo
dijiste?
—¡Nunca he roto un cristal de plata! ¿Cómo iba a saber lo duro que era?
—¿Por qué no se lo pasas a esa cucaracha muerta de ahí? Seguro que lo
haría mejor que tú.
—Oye, ¿por qué no te callas?
—Esto es graciosísimo —dijo Marissa—. Pero todo lo bueno tiene un
final. Adiós, Lucy. Cuando esté muerta, buscaré a sus amigos y veré cómo
Ezekiel les arranca la carne de los huesos. Piense en que eso le ocurrirá a su
querido Anthony mientras muere.
—O podríamos ahorrarnos todas esas molestias y terminar aquí, ahora
mismo —repuso una voz.
Marissa se giró. El espíritu rotó más despacio y su resplandor se volvió
negro de la rabia. Alcé la cabeza, pero no necesitaba hacerlo para saber lo que
iba a ver. Era todo lo que había esperado y todo lo que había temido.
Las puertas del vestíbulo estaban abiertas. Y allí estaba Lockwood.

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26

P or muchos motivos, no parecía Lockwood. No tenía el aspecto que le


gustaba mostrar, bien vestido y elegante con su abrigo largo y su traje
ligeramente demasiado ceñido. No llevaba abrigo y era asombroso
mirar el resto de su ropa, porque estaba completamente rasgada, rota y
salpicada de quemaduras de ectoplasma. En concreto, su camisa tenía más
agujeros que una bolsa de rejilla; algunos de los trajes reveladores de la Belle
Dame seguramente cubrirían más. Uno de sus hombros echaba un poco de
humo, y tenía muchas heridas de garra en la manga del otro brazo. Tenía el
pelo gris de la sal y el magnesio, y el flequillo le caía sobre un corte en el ojo.
Le vi la cara más hinchada, más inflada, más blanca y más estropeada en
general que nunca. En resumen: estaba hecho un desastre. No se parecía en
nada al Lockwood que conocía.
Y, sin embargo, en ese momento era más él mismo de lo que podrías
imaginarte. La forma en la que sostenía el estoque, la postura indiferente que
adoptó cuando apareció entre las puertas, la sonrisa tímida que se dibujaba en
las comisuras de sus labios, y sus ojos oscuros y brillantes que estudiaban la
habitación y que asimilaban los horrores sin mostrar miedo alguno. Pero lo
que más llamaba la atención era su doble claridad: la forma en la que
irradiaba energía y luminosidad (era mucho más fuerte y pura que esos
tentáculos dorados repugnantes del espíritu flotante) y la forma en la que
físicamente parecía más seguro, más ligero y más animado que todo lo que le

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rodeaba. Siempre había sobrellevado mejor que nosotros la carga de las cosas
y parecía que las ataduras de la vida le afectaban menos. Esas cualidades eran
su distintivo; impregnaban su cuerpo como una marca de agua en un papel. Y
ahora eran más evidentes que nunca y superaban las imperfecciones externas,
esos arañazos, rasguños y raspones, y las flaquezas de su cuerpo.
Su presencia representaba todo lo contrario a Marissa. Olvida sus
grotescos intentos de mantenerse joven saltando de cuerpo en cuerpo y
escondiéndose en la cáscara más cercana y bonita. Así era como se hacía. Así
era como un espíritu se mantenía joven. Así era como se miraba a la muerte a
los ojos, desafiándola. Lockwood había luchado para subir a salvarme,
después de enfrentarse a todos los fantasmas de la entrada, y había llegado en
el momento perfecto. Comprendí todo aquello mientras estaba recostada
sobre la pared, ensangrentada e indefensa, y le quise por ello. Estaba feliz.
Y lo último que quería era que estuviera allí.
—Hola, Lucy. —Cuando nuestros ojos se encontraron, se le dibujó una
sonrisa enorme en la cara—. ¿Te diviertes?
—Me lo estoy pasando genial.
—Ya veo.
Se acercó a la alfombra y pasó con cuidado entre los cristales rotos y las
revistas tiradas. Vi que llevaba una de las pistolas eléctricas de punta chata en
la mano izquierda. Miraba fijamente a Marissa y al fantasma flotante, y, si a
alguno le desconcertó ver la pistola o a Lockwood, ninguno lo demostró.
—¿Necesitas algo de compañía? —preguntó Lockwood.
Le devolví la sonrisa.
—Siempre.
En mi regazo, el fantasma del frasco fingió discretamente tener arcadas.
—Me entran náuseas solo de veros —dijo la calavera—. Pero ha llegado
en el momento justo. Tengo que admitirlo.
El momento justo. Sí, Lockwood lo había conseguido, pero yo no.
Porque no había resuelto el problema.
Marissa había dicho que tenía un motivo más profundo para subir sola al
ático, que quería unirme a ella. Bueno, tenía algo de razón. Había un motivo
más profundo y no lo comprendí hasta ese preciso instante. Había querido
acabar con esto por mi cuenta y había querido que Lockwood no me
acompañase. Ahora que estaba aquí, pese a la alegría y el alivio que había
sentido al verle, aquel miedo antiguo volvió a pesarme en los hombros. Era el
miedo que habían alimentado las predicciones de la máquina de la pitonisa en
el teatro de Tufnell, el que se aferraba a los recuerdos de la tumba vacía que le

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esperaba en el cementerio y que, por encima de todo, surgía de mi encuentro
con el fantasma que tenía su rostro y que dijo que Lockwood moriría por mí.
Por eso, me sentía feliz y desesperada, que solía ser la combinación
habitual de sensaciones que tenía cuando estaba con Lockwood. Pero estaba
allí y no había vuelta atrás. Y yo no iba a quedarme sentada en la alfombra.
Me obligué a levantarme, y el movimiento hizo que me sangrara la herida del
costado.
No fui la única que decidió actuar. El espíritu Ezekiel ahora era mucho
menos dorado que antes. La corona de fuego y las espirales de luz que giraban
en torno a su figura se oscurecieron hasta volverse casi opacas. Los bucles se
extendieron y se lanzaron hacia Lockwood, que alzó el arma y disparó. Un
rayo horizontal atravesó el cuerpo del espíritu y quemó un agujero dentado en
el centro de su pecho. Ezekiel soltó un lamento horrible y se alejó de un salto,
casi hasta llegar al escritorio. De repente, las cuerdas o los tentáculos de luz
que le unían a Marissa se volvieron más finos. Dolorida, la mujer gritó y
corrió tras su acompañante, resbalándose con los tacones y las esquirlas de
cristal.
Lockwood se acercó a mí; se agachó y me tocó con los dedos de la mano
que sostenía el estoque.
—Estás herida —dijo.
—No es muy grave.
—Eso es lo mismo que dijo Kipps.
—¡Kipps! ¿Está…?
—Se lo han llevado en ambulancia. No lo sé, Luce… Es una situación
delicada. Seguía haciendo los típicos comentarios de cascarrabias cuando se
fue, así que tal vez se ponga bien. —Observó a las dos figuras escondidas al
fondo de la habitación—. Pues aquí están… ¿Hay algo que debería saber?
—Un par de cosas. El fantasma puede mover objetos como un poltergeist
y su origen está en la pulsera que lleva Marissa. Ha poseído a Penelope, así
que su espíritu está dentro, pero tiene su antiguo cuerpo guardado en el
mueble. Creo que lo sigue necesitando de alguna manera. Eso sería todo.
—Buen resumen. Tú espera aquí. —Lockwood me sonrió—. ¡No te
enfades! ¡Tengo que decirlo! Sé perfectamente que no vas a hacerme caso.
Yo también sonreí.
—Me temo que así funcionan las cosas. Ten cuidado con Ezekiel.
—Tengo la pistola. Disparo mejor que George. Casi le arranca la cabeza a
Barnes ahí abajo.
—¿Barnes? ¿Barnes está aquí?

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—Sí, y Flo también. Flo fue a buscarle… Ya te lo contaré luego.
Se alejó y disparó, lo que hizo que Marissa gritara y se escondiera detrás
de una enorme maceta. El rayo eléctrico incendió las hojas. Parte de la
alfombra estaba ardiendo. Cerca del escritorio, Ezekiel estaba ocupado
fusionando el plasma. Desató un viento fantasmagórico y lo propulsó hacia
delante. La ráfaga era menos poderosa que las dos que me he había lanzado
antes, pero era bastante fuerte. De alguna forma, Lockwood permaneció en
pie. Volvió a disparar la pistola.
Vi mi estoque, tirado en el centro de la habitación. Me dispuse a cogerlo,
pero me detuve. Miré al frasco sellado, que estaba en el suelo. El rostro del
interior parecía muy descontento con lo que estaba ocurriendo.
—Bueno, pues ya no me necesitas para escapar —dijo la calavera—. El
viejo y bueno de Lockwood. Ha aparecido justo a tiempo. Parece que lo tiene
todo bajo control.
—Eso parece. —Cogí el frasco y lo puse en la mesita más cercana.
—No te quedes aquí con un parásito como yo. Ve tras él.
—Iré en un minuto. —Aunque todas las revistas se habían caído de la
mesa, todavía había una escultura pequeña de piedra, una horrible pirámide de
bolitas geométricas que parecían una pila de excrementos cubistas de caballo.
Dejé el frasco en la mesa, de lado, y cogí la escultura.
El fantasma del interior había estado poniendo caras burlonas, pero paró
de repente, indeciso.
—¿Para qué es eso? ¿Vas a tirársela a Marissa?
Levanté la escultura por encima de mi cabeza.
—Que la aplaste la caca fosilizada de un caballo sería una buena forma de
que Marissa… —La calavera dejó de hablar. Su cara no se movía.
Cerré los ojos y solté el peso enorme sobre el lateral del frasco con toda la
fuerza que logré reunir. Oí un crujido y un silbido, y el recipiente desprendió
un olor intenso. Levanté la escultura y volví a golpear el cristal…
—¡Oye! ¡Ten cuidado! Si sigues así podrías aplastar una calavera. —La
voz sonó muy cerca. Ya no estaba sola. El espíritu de un chico delgado,
ceniciento y con el pelo de punta estaba a mi lado. Su figura era difusa y
traslúcida, pero mucho más clara que cuando le vi en el más allá. Cuando bajé
la mirada, vi que uno de los lados del frasco había cedido por completo. Un
icor verde blanquecino caía de las grietas y flotaba como niebla en el aire. La
estela se arrastró hasta el joven y se unió a su esencia.
Una calavera vieja y marrón me sonreía desde la base del frasco roto.
Aparté la escultura.

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—Ya está. Ahora estás fuera.
El fantasma me miró fijamente.
—Lo has hecho de verdad… Lo has hecho. Aunque no tenías por qué…
—Sí. Ahora estoy un poco ocupada… —Lockwood había vuelto a
disparar a Ezekiel, pero esta vez la figura brillante había esquivado el golpe
echando el torso a un lado. Parecía estar recuperando su poder. Unos
tentáculos oscuros buscaron a Lockwood, que los cortó con la punta de la
espada. No veía a Marissa. Corrí hacia el estoque.
—Entiendes lo que has hecho, ¿verdad, Lucy? —gritó la calavera a mi
espalda—. ¡Ahora ya no puedes detenerme! ¡Soy libre! Podría matarte…
Podría matar a Lockwood en un abrir y cerrar de ojos…
—¡Podrías hacerlo! —No miré hacia atrás— ¡Es decisión tuya!
No le presté más atención a la calavera y recogí la espada del suelo.
Lockwood blandía el estoque con movimientos gráciles que rebanaban los
tentáculos insistentes. Yo también corté unos cuantos. Un humo negro salía
de la boca de la pistola.
—Casi no le queda batería —dijo—. La he usado casi toda abajo, con el
chico de la carnicería. Estaría bien verle la espalda a Ezekiel, Luce. Tal vez
merezca la pena quitarle el origen a Marissa, si puedes.
Asentí sombríamente.
—No te preocupes.
Fui en busca de la mujer, manteniéndome alejada de los tentáculos del
espíritu. Encontré a Marissa a cuatro patas gateando detrás del escritorio y
con el pelo cubriéndole la cara. Debía de haber algún cajón o un
compartimento secreto allí detrás, porque cuando se levantó tenía un estoque
en la mano.
Marissa Fittes se quitó los tacones y caminó hacia mí. Su rostro ya no
parecía tan bello como antes y, de algún modo, los contornos ya no estaban
tan bien alineados. Las mejillas parecían estar demasiado altas y la barbilla
era demasiado prominente, como si el espíritu del interior de la mujer
estuviera a punto de salir de ella.
Ignorando el dolor en mi costado, me acerqué.
—Hola, Marissa —dije—. Tengo un mensaje para usted. Se me olvidó
antes. ¿Se acuerda de ese médico suyo? ¿El que enterró en su tumba en vez de
a usted? Se llamaba Neil Clarke, ¿verdad? El otro día conocimos a su
fantasma. Preguntó por usted. —Me corregí—. Bueno, en realidad preguntó
cuándo iría a verle. Está deseando que se reúnan.

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Durante un instante, la expresión de la mujer se quedó tan estática como
las de las máscaras antiguas que habíamos tenido en las paredes de nuestra
casa. Sacudió la mano, lo que hizo que las gemas verdes tintinearan en su
muñeca. Entonces se recuperó.
—Oh, mi querido y pobre Neil. ¿Sigue allí abajo? ¿Sigue enfadado? Qué
pena.
—Puede que lo compruebe pronto —contesté.
Marissa frunció el ceño.
—Está herida —dijo—. Mire toda esa sangre. Creo que se está muriendo.
—Ni que usted fuera experta en el tema.
—Se está desangrando.
—Qué va. —Levanté la espada y, con rigidez, adopté una postura
defensiva, preparada para la batalla—. Venga.
La mujer también alzó el arma.
—No es fácil luchar con una herida en el costado, Lucy. Los músculos se
contraen, se agarrotan y se desgarran. Lo sé porque fui una experta con el
estoque. Fui la primera en usar uno contra un fantasma. Yo inventé el arte.
Fui yo quien venció al ánima de Mud Lane, fui yo quien…
—Oiga, cállese ya —espeté—. Eso fue hace cincuenta años y cuando
tenía otro cuerpo. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que levantó una espada
con ira, Marissa? Sospecho que está un poco oxidada.
Ella se apartó el pelo de la cara.
—Pues descubrámoslo —contestó.
Entonces se lanzó hacia mí y bajó el estoque. Lo bloqueé, doblé mi hoja
con un giro Kuriashi, que consistía en hacer varios amagos y estocadas
complejos a ambos lados del adversario. Jadeando, los esquivó y los bloqueó,
controlando mis ataques.
Y entonces se hizo el silencio en el ático; excepto por los choques del
hierro. En un lado del escritorio, el espíritu brillante lanzó los tentáculos de
plasma para atrapar a Lockwood. En el otro, Marissa se me echó encima.
Lockwood y yo nos apartamos. Nos atrincheramos y nos mantuvimos firmes.
Nos quedamos unos segundos así, juntos, mientras él cortaba el torbellino de
tentáculos y yo bloqueaba los golpes de la mujer. Nuestros reflejos saltaban
por las paredes de espejo agrietado, creciendo, encogiéndose y
distorsionándose en los trozos de cristal roto. Los únicos sonidos que había
eran nuestras botas arrastrándose, el crujido de los cristales y el estrépito de
las hojas. Así seguimos, girando y serpenteando con movimientos
sincronizados. Debió de ser todo un espectáculo.

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Y alguien lo estaba presenciando. Vi cómo el espíritu de la calavera nos
miraba desde el centro de la estancia.
Hacía unas horas, Lockwood apenas podía caminar, pero nadie lo habría
supuesto con sus pasos ligeros y la forma en la que esquivaba con un giro los
golpes más rápidos del fantasma. Se movía con mucha elegancia, con el
mismo esfuerzo que cuando practicaba con Joe Flotante y Esmeralda en casa.
Yo no tenía su soltura (nunca la había tenido), pero detuve todos los golpes de
la mujer de cabello oscuro y pronto vi que su expresión empezaba a cambiar.
Se le acabó la confianza, sustituida por unas dudas incesantes.
—¡Ezekiel! —gritó de repente—. ¡Ayúdame!
Los primeros disparos de Lockwood habían herido a la figura brillante y
le impedían usar toda su fuerza. Pero el problema que tienen los fantasmas
poderosos (y, aunque no sabíamos de qué clase de espíritu oscuro se trataba
realmente, Ezekiel era poderoso) es que, cuando han sufrido un ataque, suelen
recuperarse rápidamente. Y ahora, como si el grito de Marissa le hubiera
despertado, atrajo los tentáculos hacia sí, se recargó de energía y alzó los
brazos brillantes.
Un estallido de fuerza psíquica recorrió la habitación. Lockwood y yo nos
tambaleamos hacia atrás, pero nosotros no éramos los objetivos de aquel
ataque. Uno de los sofás que había junto a la pared se levantó del suelo. El
espíritu hizo un gesto y, sin parar de girar, el sofá salió despedido a toda
velocidad hacia donde estábamos Lockwood y yo.
Justo hacia nuestras cabezas. No pudimos reaccionar ni hacer nada. Cerré
los ojos.
Y los abrí.
No había muerto. Todo seguía igual. El sofá estaba a medio metro de mí,
temblando y agitándose en el aire.
En el escritorio, el espíritu Ezekiel volvió a hacer un gesto. El sofá giró, se
sacudió hacia nosotros ligeramente y luego recuperó la posición anterior,
arrastrado por una fuerza contraria. Me di la vuelta y miré…
Y vi al fantasma de la calavera.
El joven de rostro delgado tenía una expresión indiferente, casi aburrida.
Se miraba los dedos de una mano, como si se hubiera encontrado un poco de
tierra debajo de las uñas. Por el contrario, la otra mano estaba levantada. Hizo
un movimiento suave y entonces el sofá se sacudió con violencia hacia atrás
en el aire, lejos de nosotros y del control de Ezekiel. El joven giró
rápidamente el brazo a un lado y el sofá se movió a la vez, girando por la
habitación hasta chocarse contra la pared.

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Ezekiel soltó un grito enfurecido.
—¡Espíritu repugnante! ¿Cómo osas desafiarme?
—¿Qué clase de frase es esa? —preguntó el fantasma de la calavera—. En
serio, ¿te imaginas tener que soportarle? No tiene gracia ninguna. Oye,
¿dónde te has dejado el humor? ¿Y el sarcasmo? ¿Y las bromas innecesarias
sobre traseros? Una eternidad con él sería una verdadera tortura.
Ezekiel hizo otro gesto. Un archivador se levantó detrás de la mesa y voló
en nuestra dirección. Desafiante, el joven sacudió una mano y el archivador
dio media vuelta, pasó por encima de la cabeza de Ezekiel y atravesó la
ventana.
El espíritu estaba negro de ira. Volvió a intentarlo. Una tormenta de aire
nos envolvió —era como la furia absoluta de un poltergeist—, pero se
encontró con el viento de la calavera, que lo anuló y neutralizó.
Mientras ocurría todo esto, Marissa Fittes se había quedado tan paralizada
como nosotros. Ahora se recuperó y, con un alarido de rabia, empujó el
estoque hacia mí. El fantasma de la calavera señaló con un dedo. Un viento
espectral levantó a Marissa del suelo y la lanzó sobre un lateral de la mesa. Se
desplomó encima, gimiendo.
—Vaya… —dijo la calavera—. ¡Qué dolor! Hasta yo lo he sentido.
—Lucy —gritó Lockwood—. ¡El origen!
Pero yo ya me había puesto en marcha. Me lancé sobre el costado de
Marissa, le arranqué el estoque de las manos débiles y lo lancé lejos. Después
le quité la pulsera de gemas de jade de la muñeca. Estaba congelada y al
tocarla quise gritar. Rebusqué en mi bolsillo la red de plata que sabía que
llevaba.
El espíritu Ezekiel profirió un grito espeluznante. Su halo de luz se apagó.
La figura radiante se encogió y se endureció. Se transformó en una silueta
oscura y tosca con ojos brillantes y la boca abierta, y corrió hacia mí sobre el
escritorio.
Pero ya había sacado la red del paquete y envolví la pulsera en ella. El
espíritu pareció desintegrarse de repente. Trozos parecidos al papel quemado
caían de su cuerpo, hasta que solo quedaron los ojos. Incluso estos
palidecieron y se desvanecieron en hilos de humo que se dispersaron en el
aire que entraba por la ventana rota.
Ezekiel había desaparecido.
—No sé quién era, pero no era una buena compañía —dijo Lockwood—.
Esa pulsera acabará mañana en la incineradora, Luce. —Cojeando un poco, se
acercó al mueble de la pared y abrió la puerta, iluminando el terrible cuerpo

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retorcido que había dentro. Sacudió la cabeza, sorprendido—. Y mira cómo
ha dejado a Marissa. De alguna forma, su espíritu sigue ligado a su cuerpo.
Como se ha negado a morir y, en muchos sentidos, sigue viva…, este… este
objeto también debe de seguir vivo. —Hizo una mueca—. No quiero ni
pensarlo, ¿y tú?
Dejó el mueble y se acercó a mí, que estaba al lado de la aparición
delgada, gris y borrosa del joven de pelo de punta. De nuevo, el espíritu de la
calavera estaba totalmente despreocupado y fingía estudiar la portada de una
de las revistas del suelo.
Lockwood miró al fantasma.
—Gracias —dijo.
El espíritu de la calavera no respondió. Tras una pausa, Lockwood dio
media vuelta y fue hasta Marissa, que seguía tumbada en el escritorio.
Yo me quedé con el fantasma.
—Yo también quiero darte las gracias —dije.
El joven se encogió de hombros.
—Ha sido una excepción —contestó—. Casi un accidente en realidad.
Llevaba tanto tiempo conteniendo mi energía… Solo me apetecía hacer un
poco de ejercicio. Si te ha venido bien, no ha sido más que una coincidencia.
—Claro.
—No volverá a pasar.
—Pues claro que no —dije—. Lo entiendo. Bueno…, ¿y ahora qué? —
Contemplé el frasco sellado roto en la mesita—. Sigues unido a tu calavera,
pero no creo que tenga que ser así. Como te dije, podrías romper la conexión
y marcharte al más allá. —El fantasma no contestó—. O —continué
aclarándome la garganta, incómoda—, si no estás listo, podrías quedarte
conmigo un poco más.
Sus ojos oscuros me observaron. Enarcó una ceja lentamente de forma
sarcástica.
—¿Cómo? ¿Pasar el rato contigo? ¿Y convertirme en miembro de la
agencia Lockwood? Eso sería muy raro.
—Supongo. —No podía decir mucho más.
Me di la vuelta y fui hacia el escritorio, donde Lockwood observaba cómo
la mujer de cabello oscuro se ponía de pie, dolorida. Marissa tenía el pelo
desaliñado, el pintalabios corrido y los ojos muy hundidos. También había
indicios de sangre en sus labios. Tenía tan mal aspecto como yo en una
mañana cualquiera. Me inundó una sensación de calidez, y otra aún más

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cálida al ver a Lockwood allí, todavía intacto. Lo habíamos conseguido de
verdad. Habíamos llegado al final.
Él me sonrió.
—Le estaba diciendo a Marissa que podríamos bajar en ascensor. Barnes
y sus compañeros del DICP deberían tenerlo todo controlado ya. Supongo que
estarán echando un vistazo a los sótanos y también arrestando a algunas
personas. Holly y George planeaban hacerles una visita guiada. Pero ya va
siendo hora de que vayamos con ellos. Si está lista, Marissa, vámonos.
La mujer asintió despacio. Se apoyó en el escritorio, con la cabeza a un
lado y los brazos caídos como los de una muñeca rota.
—¿Sabe una cosa, Anthony? Se parece mucho a sus padres —dijo.
Fruncí el ceño y di un paso adelante.
—No le hagas caso, Lockwood.
—Físicamente es más como su padre —siguió Marissa—, pero fue su
madre quien le legó su impulsividad y su energía. Yo estuve allí cuando
dieron su última conferencia en la Sociedad Orfeo. Fue muy buena. —Le
sonrió—. Demasiado buena. Por eso fue la última.
Lockwood aguantó la respiración durante un segundo. Después se echó a
reír.
—Puede contárselo todo a Barnes —dijo—. Vamos.
Estiró el brazo para apremiarla a salir. La mujer se movió y de repente se
alejó dando tumbos y se agachó junto al escritorio. Descorrió un pestillo y
abrió un compartimento. Volvió a mirarnos con un cilindro pequeño en la
mano. Había algo extraño en la silueta retorcida del cuerpo, en la forma en la
que se encorvaba ante nosotros, en las líneas enmarañadas del rostro y los
ojos centelleantes, que hacía pensar que Marissa había vuelto a mostrar su
espíritu marchito.
—¿De verdad pensaban que iba a entregarme? —espetó—. ¿A dos niños
estúpidos? No. Esta es mi casa. Mi Londres. Yo lo construí todo. Yo hice que
fuera así. Y si no voy a estar aquí para disfrutarlo, me aseguraré de que
ustedes tampoco. —Pulsó el lateral del cilindro. Se encendió una luz roja;
sonó un pitido agudo y de repente olía a gasolina y a quemado—. Un cúmulo
portátil —dijo Marissa—. Una explosión tremenda. En veinte segundos.
Vayan despidiéndose. Los dos se vienen conmigo.
Entonces se colocó el cilindro en el pecho y echó a correr hacia mí. Creo
que, en aquel último ataque de locura, se habría aferrado a mí para asegurar
mi muerte. Pero Lockwood se puso en marcha y fue tan rápido que la agarró

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de la cintura. Intentó arrancarle el cilindro, pero ella se resistió, mordiendo,
arañando y frenando sus golpes.
Él giró la cabeza.
—¡Lucy! ¡Corre! ¡Yo la contendré! Tú corre, que puedes llegar al
ascensor.
—¡No! ¡Lockwood!
—¡Vete, Lucy! ¡Haz lo que te pido por una vez! —Sus ojos buscaron los
míos, oscuros y desesperados—. ¡Por favor! Sálvate por mí.
—No… —Estaba congelada, incapaz de moverme—. No, no puedo…
Y no pude. No pude dejarle. ¿Por qué iba a salir corriendo? ¿A dónde
correría? A un mundo en el que las profecías de los fantasmas malvados se
hacían realidad, en el que las predicciones oscuras se cumplían, en el que una
tercera lápida limpia se alzaba sobre una tumba nueva en un cementerio
abandonado desde hacía muchos años. En el que todos mis miedos se
materializaban y las luces desaparecían.
Un mundo sin él. No pude correr.
—No —susurré—. Me quedaré contigo.
—Por todos los demonios…
Y entonces el fantasma del joven delgado y ceniciento se colocó junto a
Lockwood y Marissa. Una fuerza invisible los separó. Marissa salió
disparada. El espíritu de la calavera nos miró. Me regaló su vieja sonrisa.
—Preparaos —dijo.
Levantó los brazos. El viento fantasmagórico que nos golpeó a Lockwood
y a mí nos dejó sin respiración. Nos lanzó al otro lado de la habitación.
El cilindro explotó mientras volábamos. Vi cómo la nube de humo negra y
roja se extendía para engullir el ático. Atravesó las ventanas, arrojando
cristales fundidos sobre el Támesis. Atravesó el techo, los sofás, el mueble y
las sillas. Atravesó la figura del joven, que contemplaba cómo nos
alejábamos. Todo ocurrió a una velocidad cegadora. Pero Lockwood y yo
estábamos más lejos. Íbamos tan rápido que no pudo alcanzarnos. Cruzamos
las puertas abiertas y llegamos al vestíbulo, donde derrapamos en el suelo y
chocamos contra la puerta del ascensor con un gran estruendo.
Lockwood y yo nos desplomamos juntos, a la vez que la bola de fuego
crecía en el vestíbulo. Sentí el calor en la piel, pero luego desapareció. Oí una
llamarada en alguna parte y el enorme crujido del techo viniéndose abajo. Un
humo negro nos envolvió. Me costaba respirar. La cabeza me daba vueltas.
Lo último que sentí fue alivio al notar que Lockwood se movía. Lo último que
pensé es que había dejado el frasco sellado de la calavera en la mesa.

Página 302
VI
El principio

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27

E l estallido que destrozó los aposentos de Marissa fue enorme, aunque no


fue el evento más destructivo que tuvo lugar aquella noche en la Casa
Fittes. Poco después del amanecer, una serie de explosiones controladas
recorrieron el Salón de las Columnas y las habitaciones contiguas de la planta
baja. Un pequeño grupo de emergencias del DICP llevó a cabo aquel acto
intencionado. Habían llegado unas horas antes y llevaban desde entonces
tratando de lidiar con los nueve fantasmas terribles que arrasaban el edificio.
Durante los intentos de acorralar a la chica ensangrentada, el poltergeist de
Morden y todos los demás, habían muerto o resultado heridos varios agentes
de investigación y un gran número de empleados de Fittes. Al fin, el oficial a
cargo, el inspector Montagu Barnes, dio la orden de traer las municiones
pesadas. Evacuaron las plantas inferiores y activaron las cargas. Las
explosiones rompieron parte de la pared de la fachada, de modo que la calle
Strand acabó cubierta de escombros. Las famosas puertas de cristal, con los
diseños de unicornios grabados, fueron destruidas por completo. Una o dos
paredes se derrumbaron hacia dentro, igual que el techo de la entrada.
Limpiaron de inmediato todos los restos de las columnas de cristal de plata,
las reliquias y los fantasmas.
Por suerte, las explosiones no produjeron más víctimas. Como ocurrieron
a las cinco de la mañana, las calles cercanas estaban prácticamente desiertas.
Mientras el humo se disipaba, el personal superviviente del DICP y los

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empleados evacuados de Fittes se reunieron en la calle Strand. Una nube
densa de humo se cernía sobre el centro de Londres y algunos espectadores
empezaron a congregarse en Trafalgar Square.
El inspector Barnes, cuyo impermeable había sufrido daños considerables
de ectoplasma durante la batalla, se quitó los restos harapientos y le requisó la
chaqueta de cuero a un transeúnte que pasaba por la calle. Pasó las siguientes
horas paseándose por todas partes, llamando ambulancias y furgonetas
médicas, trayendo refuerzos de Scotland Yard y animando a los desorientados
agentes de Fittes, que estaban en su mayoría conmocionados, a que ayudaran
a controlar al gentío. Por consejo de George Cubbins y Holly Munro, que se
convirtieron en sus asistentes temporales, también requisó dos cafeterías de la
calle para ofrecerles a todos un flujo constante de comida y bebida.
El humo desapareció y el calor del edificio disminuyó. Los equipos de
búsqueda y salvamento entraron. En la planta baja encontraron a varios
científicos temblorosos con batas blancas y los ojos muy abiertos que habían
subido del sótano. El DICP los detuvo al momento. Hallaron con vida a
cuatro de los hombres de sir Rupert Gale, aunque dos habían sufrido
petrificación fantasmal. Los llevaron al hospital, acompañados de agentes
armados.
Tras la orden urgente de George y Holly, los equipos también fueron de
inmediato a la séptima planta, de donde se veía salir una cortina de humo
negro. Los ascensores del edificio no funcionaban, así que fueron por las
escaleras. Sin embargo, antes de llegar a la primera planta, oyeron unas
pisadas bajando. Éramos Lockwood y yo, descendiendo despacio, cogidos del
brazo. Teníamos la ropa y la cara negras por el humo. Yo llevaba algo
pequeño y redondo guardado bajo la axila, envuelto en un trozo de tela
quemada,

A media mañana, los equipos del DICP habían acordonado el extremo de la


calle Strand y la situación estaba totalmente bajo control. Hicieron un
recuento de supervivientes y prepararon una lista provisional de muertos o
desaparecidos. Empezaron a sacar los cuerpos de la Casa Fittes, lo que incluía
los cadáveres de Penelope Fittes y de sir Rupert Gale. Se llevaron otros restos,
encontrados dentro de un mueble entre los escombros del ático de la séptima
planta, tapados con una sábana blanca. Los metieron en una furgoneta del
DICP, que se fue a toda velocidad.

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Los miembros de la agencia Lockwood contemplaron la actividad desde
una mesa junto a la ventana en la Cafetería Unicornio plateado, en el lado
opuesto de la zona de la catástrofe. Los servicios de emergencia ya nos habían
atendido: nos limpiaron los cortes, nos dieron ropa y vendas, y nos pusieron
inyecciones de insulina para contrarrestar la exposición cercana al
ectoplasma. Nos ofrecieron ir al hospital, pero todos lo rechazamos. Yo me vi
obligada a protestar bastante para impedir aquel destino. La herida de la
cuchillada en mi costado era la más grave de las distintas lesiones que
acumulábamos, y me recomendaron pasar allí la noche. Pero no iba a dejar a
los demás. Al final me curaron, me dieron un calmante y un alta temporal
muy reticente, con instrucciones estrictas de ir al médico al día siguiente.
Luego me dejaron ir a la cafetería con mis amigos.
No tiene sentido que describa nuestro aspecto. Estábamos tan mal como
antes, solo que ahora teníamos vendas extra y quemaduras leves. Las suelas
de los zapatos de Lockwood se habían medio derretido en la explosión. Holly
tenía un lado de la cara tapado, porque uno de los estallidos le había roto un
tímpano. George seguía envuelto en una de las mantas térmicas plateadas que
nos había dado el equipo de emergencia; se parecía mucho a cierta capa de
plata que había llevado hacía poco, aunque ninguno sintió la necesidad de
mencionarlo. En cuanto a mí, llevaba la cintura tan envuelta en apósitos que
apenas podía moverme. Nos alimentamos con las tazas de té, las tostadas y lo
que pudieron traernos los agobiados propietarios de la cafetería, puesto que el
local estaba lleno de gente. Contemplamos la calle Strand a través de la
condensación de la ventana.
—No me gusta decirlo —comentó una voz a nuestras espaldas—, pero
todos necesitáis asearos un poco.
Flo Bones se materializó en nuestra mesa. Estaba exactamente igual que
siempre, con las manchas persistentes en su chaqueta acolchada y sus botas
con incrustaciones de barro. El sombrero de paja se posaba sobre su cabeza
confiadamente, y estaba llevándose a la boca cucharadas de algo caliente y
sabroso de un plato de poliestireno.
—¡Mirad cómo estáis! —dijo, sacudiendo la cabeza—. Pronto no querré
que me vean en vuestra compañía. Algunas tenemos estándares, ¿sabéis?
—¡Flo! —Lockwood se levantó un poco de la silla y le dio un abrazo
fugaz—. Se te ve muy bien. Me alegro.
—Sí, estoy chachi. Disfrutando de un poco de pastel de carne y puré de
patatas.
George se sobresaltó.

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—¿Pastel y puré? ¿De dónde los has sacado?
—De ahí al lado. Os habéis equivocado de cafetería. También hacen flan
de caramelo.
George le gruñó a la taza de té.
—¡Lo mejor que hay aquí son sándwiches de paté de pescado! Y ya es
demasiado tarde para cambiarnos. Se me han agarrotado todos los músculos.
Lockwood sonrió.
—Anoche estuviste increíble, Flo —dijo—. Barnes me ha dicho que vino
gracias a ti. ¿Cómo le convenciste de que trajera a un equipo a la Casa Fittes?
Los ojos azules de Flo observaban la calle Strand.
—No fue fácil… Es un viejo testarudo. Bueno, para empezar, ayer le llevé
a vuestra casa en Portland Row. Le enseñé cómo estaba: vosotros
desaparecidos, todo revuelto y un par de hombres de Winkman que seguían
rebuscando entre vuestras cosas. Eso le impactó. Lo que los tipos de
Winkman confesaron cuando los llevó a Scotland Yard… Bueno, eso le
impactó todavía más. Después reunió a un equipo para tener unas palabras
con sir Rupert Gale. Pero no es que se diera mucha prisa, así que cuando llegó
aquí ya estabais en medio de vuestra guerra privada. Al ver eso, Barnes no
pudo andarse con rodeos. Tenía que involucrarse. —Hizo un ruido al rebañar
con la cuchara—. Sí. Pues esa es la historia. No hay nada más que contar.
—Espera… Barnes también dice que le ayudaste a atrapar a uno de los
matones de Gale que intentó escapar —dijo Holly, emocionada—. ¡Dice que
te apuntó con una espada, pero que tú le desarmaste con seis movimientos de
tu cuchillo! ¡Eso es increíble, Flo! ¡Me habría encantado verlo!
—No estoy segura de que recuerde esa parte. —Flo se terminó los últimos
rastros de pastel y puré con el dedo, y tiró el plato a la mesa. Miró a la puerta
de la cafetería, donde había aparecido el inspector Barnes. Estaba gritándole
órdenes a un agente que tenía detrás—. Parece que ha llegado la hora de irse
—dijo—. No suelo llevarme bien con los agentes del DICP. Solo en
circunstancias especiales. Nos vemos luego. Puede. Hasta entonces, ¡intentad
adecentaros un poco!
George se quitó la manta plateada y se ajustó las gafas.
—Flo, cuando todo esto se haya calmado, en un par de días o así, me
preguntaba si…
Ella le sonrió, mostrando sus dientes blancos y brillantes.
—Sí, ven a buscarme. Estaré debajo de un puente en alguna parte.
—Llevaré regaliz —añadió George. Pero Flo había desaparecido entre el
gentío.

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Rugiendo varias disculpas bruscas, el inspector Barnes se abrió paso entre
la cola del té y llegó a nuestra mesa. Llevaba un brazo en un cabestrillo, que
le sobresalía por debajo de la chaqueta de cuero.
—Hola, señor Barnes. —Lockwood hizo un buen intento de esbozar su
sonrisa más resplandeciente—. Bonita chaqueta —añadió—. Le pega mucho.
El inspector se miró.
—¿Sabe qué? Yo también lo creo. Tal vez me la quede. Bueno, veo que
les han dado comida y agua. ¿Necesitan algo más?
—Pastel y puré nos sentarían genial —contestó George—. Y también un
poco de flan de caramelo. Ya que lo ofrece…
—Esa no era mi intención. Y ya se les ha acabado en la cafetería de al
lado. Uno de mis hombres acaba de preguntar. Lo que de verdad he venido a
decirles es que casi hemos terminado con la operación de búsqueda y
salvamento en la carretera. Me gustaría que me guiaran al sótano pronto y me
enseñen lo que hay allí.
—Disculpe, inspector —dije yo—, pero ¿se sabe algo de Kipps?
Barnes se frotó el bigote.
—Creo que le han operado. Los médicos son prudentemente optimistas.
—Levantó una mano cuando todos intentamos hablar—. Y no, no pueden
visitarle. No sé cómo, pero acabarían provocando un desastre. Cubbins se
tropezaría y se empalaría con su propia espada o Lockwood sonreiría hasta
acabar medio muerto. Déjenlo estar. Además, les necesito aquí. —Frunció el
ceño—. Quiero ver el sótano antes de que empiece a interrogar a los de las
batas blancas que encontramos merodeando por ahí abajo.
—La mayoría de los empleados de Fittes no tendrán nada que ver con esto
—repuso Lockwood—. Solo un grupo muy reducido de ellos trabajaba en los
proyectos secretos, un círculo estrecho. Pero no puede decirse lo mismo de
los miembros de la Sociedad Orfeo, y ellos son gente importante. ¿Qué va a
hacer con eso?
—¡Todavía no lo sé! —El inspector nos miró—. ¡No lo sé! Hay que tomar
decisiones importantes y hay muchas cosas que hacer. —Suspiró y se restregó
los ojos—. Lo único bueno es que hemos destruido todas esas reliquias de las
columnas. Y tengo otra noticia mejor. El DICP se asegurará de que cualquier
objeto psíquico que se encuentre en ese maldito edificio se destruya de
inmediato.
—Buena idea, señor Barnes —dije. Miré debajo de la mesa, al bulto
redondo de tela quemada que descansaba entre mis pies.

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—Hay otra cosa que tal vez quiera priorizar, inspector —añadió
Lockwood. Bajó la voz—. Ya se lo mencioné antes. Los cuerpos de Penelope
y Marissa…
Barnes se estremeció y estudió a los demás clientes de la cafetería,
inquieto.
—¡No tan alto! No queremos que nadie nos escuche… —Se acercó y
susurró—: ¿Qué pasa con eso?
—Querrá deshacerse de… de esos objetos bastante rápido —continuó
Lockwood—. ¿Puedo sugerir que los lleven al mausoleo de Fittes, al final de
la calle? Al fin y al cabo, allí es donde debería estar Marissa.
—Allí abajo habrá alguien que se alegrará mucho de verla —dijo Holly.
Asqueada, tomó un sorbo de té.
Barnes se irguió, porque había visto a uno de sus hombres haciéndole
señas en la puerta.
—Veremos qué se puede hacer. Vale, pues les dejo por ahora. Tengo a
legiones de periodistas pidiendo a voces que haga una declaración. Mientras
tanto, descansen, no se vayan y no hablen con nadie aquí.
—Al menos ahora se sabrá la verdad sobre el Problema —dijo Lockwood.
Había estado observando la plaza, donde la multitud no dejaba de crecer.
Barnes le dio una palmada en el hombro.
—Ah, sí —dijo—. En cuanto a eso… Está claro que tendremos que tener
una conversación.

Al final, nuestro trabajo en la Casa Fittes duró hasta la hora de comer y,


luego, las reuniones en Scotland Yard ocuparon toda la tarde. Los coches del
DICP no nos dejaron al final de Portland Row hasta después de las cinco.
Aunque se notaba el comienzo de la noche en el aire, el cielo aún estaba azul
y las farolas protectoras oxidadas todavía no zumbaban para encenderse. Los
eventos trascendentales que habían ocurrido en el centro de Londres todavía
no habían llegado hasta aquí. Muchas de las casas seguían con las puertas y
las ventanas abiertas, y los niños jugaban en las aceras y en sus patios. El
esplendor azul purpúreo de las plantas de lavanda tras las barandillas casi
daba la impresión de que toda la calle era un jardín elegante. En las puertas y
los porches, bajo las defensas plateadas y tintineantes, los vecinos hablaban
de las novedades del día. El viejo Arif, que estaba frente a su tienda, estaba
sacando las cenizas de lavanda de la noche anterior de su brasero antes de

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preparar otro fuego. Su tarareo, las risas de los niños y las voces de los
adultos se fusionaban y se mezclaban en mi oído.
Subimos la calle despacio y doloridos.
La fachada del número treinta y cinco de Portland Row no tenía tan mal
aspecto. Salvo por las manchas de magnesio en la entrada, la cinta de colores
brillantes del DICP, colocada de forma caótica sobre la cancela, y las señales
de advertencia de «zona contaminada» en la antigua puerta de atrás,
cualquiera pensaría que allí no había pasado nada.
Lockwood arrancó la cinta de la verja, la arrugó hasta formar una bola
pegajosa y la lanzó a un lado. Colocó la mano sobre la aldaba, pero no la
abrió.
Permanecimos en la calle, observando la casa.
Solo una de las ventanas estaba claramente rota. Pero vimos los restos de
las tablas en el interior, y todas parecían oscuras y huecas. También había sal
y hierro tirados en el camino de la entrada; supuestamente había sido el
equipo de Barnes.
¿Cuántas veces a lo largo de nuestra carrera nos habíamos quedado frente
a un edificio encantado en el que algún incidente violento o evento traumático
lo había marcado psíquicamente hacía años? ¿Cuántas veces habíamos
recogido las bolsas con el equipo y entrado a propósito? Nunca nos
entreteníamos. Detenerse en el umbral no iba con nosotros.
Habíamos mantenido la compostura y la energía en la calle Strand y en
Scotland Yard. Ahora, de repente, nos invadió un cansancio enorme.
Permanecimos inmóviles en el umbral de nuestra propia casa devastada.
Fue Holly la que se acercó y abrió la cancela.
—Vamos —dijo con energía—. Acabemos con esto.

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LA TRAICIÓN DEFINITIVA
EXPERIMENTOS OCULTISTAS
EN EL CORAZÓN DE LONDRES
PENELOPE FITTES LLEVABA AÑOS IMPLICADA
Hoy en el interior: M. U. Barnes y A. J. Lockwood
cuentan su versión, al fin

Ayer se produjeron novedades extraordinarias en el escándalo de la Casa


Fittes, una semana después de que las explosiones sacudieran el centro de
Londres y acabaran con la vida de Penelope Fittes, directora de la agencia, y
de muchos otros. Tras aquellas revelaciones, la industria de las defensas
psíquicas ha sufrido grandes cambios. Con la Casa Fittes todavía en
cuarentena y muchos empleados aún detenidos, los oficiales del DICP han
tardado en aportar detalles sobre los laboratorios escondidos que se
encontraron bajo el edificio o el ataque secreto que lo sacó todo a la luz.
Ahora, en una entrevista exclusiva para la redacción londinense de The Times,
dos piezas clave en el asalto, el señor Montagu Barnes, del DICP, y el señor

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Anthony Lockwood, de la famosa agencia Lockwood, se ofrecen a aclarar el
asunto.
«En los sótanos de la Casa Fittes descubrimos pruebas de experimentos
ocultistas antinaturales que utilizaban reliquias psíquicas prohibidas», afirma
el señor Lockwood. «También hallamos reservas de explosivos ilegales,
algunos de los cuales se utilizaron en el enfrentamiento que surgió tras
nuestra llegada. Nos atacaron unos fantasmas aterradores y unos criminales
peligrosos, entre los que se encontraba Penelope Fittes». Tras el apresurado
funeral de ayer, el cuerpo de la señora Fittes fue enterrado en la cripta ubicada
en el interior del mausoleo de Fittes. Entretanto, se ha procedido al arresto de
varios de sus socios de Sunrise Corporation y otras grandes empresas. Sin
embargo, el DICP recalca que la población no debe temer el colapso de
nuestras defensas paranormales nacionales. Las agencias Fittes y Rotwell
sufrirán cambios estructurales y pasarán a denominarse «Agencia de
Respuesta Psíquica Unida», bajo el control temporal del señor Barnes.
«Tengan por seguro que este escándalo, por impactante que resulte, no
impedirá que las agencias de detección psíquica, grandes y pequeñas,
continúen ayudándoles en la continua batalla contra el Problema», dice.
De acuerdo con el señor Lockwood, la envergadura de la actividad ocultista
en la Casa Fittes bastaba para amenazar a todos los habitantes de Londres.
«Sé que el DICP está investigando la naturaleza de estos experimentos
retorcidos», añade. «No obstante, no hay ninguna duda de que Penelope Fittes
era quien los orquestaba, y llevaba años haciéndolo. Es una lamentable
traición a todo lo que defendía su abuela. Marissa Fittes se estará revolviendo
en su tumba».
Para leer las entrevistas completas a Barnes y Lockwood, consulte las
páginas 3-6.
«Descenso y caída: la historia de la dinastía Fittes», en las páginas 7-11.
Vaya a las páginas centrales para ver el suplemento de moda de Anthony
Lockwood, «Mi estilo».
—Lockwood, me asombra lo mucho que consigues decir en esta
entrevista sin decir nada realmente —dije mirándole por encima del periódico
—. Ahora Barnes y tú sois iguales. Me sorprende que no te estés dejando un
pequeño bigote limpia-botellas.
Lockwood me sonrió desde detrás de su lata de pintura. Estaba de pie
junto a la ventana de nuestro nuevo dormitorio de invitados, poniendo una
última capa de pintura en la pared. Le bañaba un trozo de luz y, como la

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pintura era blanca, él llevaba una camisa blanca nueva y era una mañana
especialmente soleada, aquello bastaba para que quisieras protegerte los ojos.
—Sé lo que quieres decir, Luce —dijo—. Pero estás siendo dura. A su
manera, la mayoría es bastante preciso.
Doblé con cuidado el periódico (George lo querría para nuestro libro de
casos) y volví a concentrarme en la pintura.
—No, si está bien, aunque la verdad acaba enterrada. ¡Penelope era mala!
Técnicamente es cierto. Pero no se menciona a Marissa ni al espíritu maligno
que dirigía el cotarro. ¡Experimentos antinaturales! Eso también es cierto.
Pero no hay nada del portal del sótano ni de los viajes al más allá.
—Tuvimos que hacer ese trato, Lucy —dijo Lockwood—. Barnes fue
muy convincente. Ya sabemos por qué. Oye, creo que esta última pared ya
está. ¿Cómo vas ahí fuera, George?
El eco de su voz rebotó en las paredes vacías y desnudas del cuarto de
invitados. La puerta nueva estaba abierta y George se asomó. Sus moratones
estaban empezando a perder intensidad, pero todavía llevaba las marcas de la
paliza y (como todos los que pasamos un tiempo dentro del portal) se movía
más despacio que de costumbre. Llevaba el nuevo par de gafas que había
comprado esa semana, algo más pequeñas y menos redondas que el par
anterior. Hasta yo tuve que admitir que casi eran modernas. Sin embargo,
ahora mismo había perdido el efecto sofisticado por el peto enorme y
manchado de pintura que llevaba. Era de una anchura considerable y siniestra
que revelaba partes innombrables de George cada vez que se agachaba o se
giraba bruscamente. Él también sostenía un pincel, porque le estaba dando la
primera capa al marco de la puerta en el descansillo.
—Voy bien, aunque no me vendría mal desayunar. Anda, esto ha quedado
genial. Muy fresco, muy moderno y sin ningún portal horrible que lleve a la
tierra de los muertos. Esto es a lo que yo llamo dormitorio de invitados.
Sin duda, era una gran mejoría comparado con lo que había habido antes.
El dormitorio de Jessica se había transformado. El día después de los sucesos
catastróficos de la Casa Fittes, el inspector Barnes había enviado a un equipo
de limpieza del DICP a Portland Row. Con algo de dificultad, desmontaron el
portal y se llevaron los orígenes. También se ofrecieron a sacar la cama
antigua. Tras un segundo de duda, Lockwood aceptó. Ya se había percatado
de que el brillo mortal que flotaba encima había desaparecido. Ahora la
habitación era tranquila y no había rastro de la tragedia psíquica. La presencia
de Jessica ya no se cernía con tanta fuerza sobre la casa, ni sobre el corazón
de Lockwood. Había llegado el momento de empezar de nuevo.

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—Sigo pensando que deberíamos hacer algo con esta mancha —dijo
George, señalando la enorme quemadura de ectoplasma circular en medio del
suelo—. Ni toda la pintura «blanco cáscara de huevo» distraerá a la gente de
algo de ese tamaño. Mirad, hasta se ven las marcas de las cadenas.
—Mañana llega una bonita alfombra de color crema —dije—. Ya no se
verá nada. Y el viernes vendrán los muebles del dormitorio. La habitación
estará como nueva y lista para usarla otra vez.
—¿Crees que Holly querrá mudarse aquí? —preguntó George. La oímos
llamándonos desde la cocina—. Sé que se lo preguntaste, Lockwood.
Él dejó el pincel en la lata de pintura y nos dirigimos a la puerta.
—La verdad es que creo que no. Dice que le gusta tener su propio
espacio. ¿Sabías que comparte piso? Con una chica que trabaja en el DICP.
Yo me acabo de enterar.
Bajamos despacio, con los pies repiqueteando en los peldaños de madera.
Tampoco teníamos alfombra en la escalera, y las paredes estaban desnudas,
sin adornos, marcadas con los agujeros de bala y los huecos de las lanzas, y
ennegrecidas por las quemaduras de magnesio. Tendríamos que poner papel
nuevo y empezar de cero. Era una tarea exigente, pero no importaba. Las
ventanas estaban abiertas y el olor a tostadas y beicon recorría toda la casa.
Todo estaría terminado a tiempo.
En la cocina, la tostadora acababa de pitar y los huevos estaban friéndose
en la sartén. Holly estaba cogiendo las cajas de cereales de uno de los nuevos
armarios. Aún le faltaba la puerta, así que simplemente se acercó y se los pasó
a Quill Kipps, que esperaba sentado a la mesa de la cocina. Sus movimientos
eran lentos y torpes (los puntos en su costado no le permitían usar el brazo
izquierdo), y estaba tan delgado y pálido como un cadáver recalentado, pero
eso último no era nada nuevo. En resumen: estaba en buena forma. Era el
único que no tenía nuevos mechones de pelo blanco, cortesía del más allá.
Ahora estaba mirando con mala cara nuestro mantel de pensar nuevecito, que
nos daba la bienvenida bajo el despliegue de alimentos para desayunar.
—Holly dice que tengo que estrenar el mantel nuevo —dijo—. Que
escriba o dibuje algo. Parece un ritual un poco extraño.
—Tienes que hacerlo si quieres desayunar con nosotros —contesté—. Es
la regla.
—Haz una caricatura grosera —sugirió George—. A mí siempre me
funciona.
Lockwood asintió.
—Sí, y a mí siempre se me quitan las ganas de comer huevo.

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—Hablando de eso… —Holly se acercó al tostador—. Lucy, ¿podrías
quitar esa calavera horrible y repugnante del centro de la mesa, por favor? No
quiero tocarla. Ahora vamos a comer.
—Lo siento, Hol.
—No sé por qué insistes en que nos acompañe en todas las comidas. Hace
un día soleado precioso y no va a materializarse de nuevo aquí.
—Supongo que no. Pero nunca se sabe. ¿Dónde vas a sentarte, George?
—Aquí, al lado de Quill.
Kipps estudió el peto de George, preocupado.
—Tú intenta no agacharte demasiado cuando lo hagas.
Cogí la bandeja llena de tostadas que Holly tenía en la mano y fui a mi
silla. Lockwood ya se había colocado en la cabecera de la mesa. Empezó a
servirnos el té.
—Veamos… —dijo George, colocándose con satisfacción—. Té,
tostadas, huevos, mermelada y crema de chocolate, diferentes cereales
azucarados… Parece un auténtico desayuno tradicional de la agencia
Lockwood. ¡Esperad! ¿Qué es eso?
Holly asintió con tristeza.
—Es esa horrible calavera carbonizada que Lucy se empeña en llevar a
todas partes. No me opondría tanto si estuviera dentro de un frasco o algo.
—No me refiero a la calavera. Hablaba de esos cuencos de semillas de
girasol y esas extrañas cosas sanas y almendradas. Puaj, si ni siquiera tienen
sal. ¿De dónde las habéis sacado?
—Del almacén —dije—. Holly guarda un montón ahí abajo.
George le lanzó a Holly una mirada llena de reproche.
—¿Bajas sigilosamente al sótano para comer frutos secos y semillas en
secreto? Lo que me decepciona no es el bien que le estás haciendo a tu
cuerpo, sino que lo hagas furtivamente. ¿No tenemos tarta?
—Para desayunar no —respondió Lockwood—. A comer.
George le hizo caso, y tenía razón: era un auténtico desayuno de la
agencia Lockwood. Aunque nuestro entorno no era muy normal, estaba bien.
La cocina había sido una de las partes más afectadas de la casa, con las
puertas y las ventanas rotas, casi todos los muebles destruidos, las manchas de
sangre y las marcas de quemaduras en el suelo de linóleo. Por eso, habíamos
arrancado el linóleo y habíamos quitado los armarios rotos. Habíamos
cambiado las ventanas. Una puerta trasera nueva y sin pintar esperaba nuestra
atención. Las primeras prioridades habían sido buscar otra mesa y un mantel

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de pensar. Así podíamos volver a funcionar. La casa estaría bien. Como
nosotros, necesitaba tiempo para curarse.
Y era una mañana preciosa para sanar. Fuera, en el jardín, el árbol estaba
cubierto de manzanas. Los círculos de césped quemado debajo de los
escalones y cerca de la puerta del sótano casi se perdían en el verdor que lo
envolvía todo. Pronto cogería las manzanas (este año sí buscaría tiempo para
hacerlo) y volvería a plantar el césped. Pintaríamos las ventanas y
arreglaríamos el despacho del sótano. Crearíamos nuevos maniquís de paja y
los colgaríamos en la sala de los estoques. Llenaríamos los estantes con libros
y souvenirs. Encontraríamos nuevos artefactos que sustituirían a los que
quitamos de las paredes y también compraríamos muebles nuevos. El
inspector Barnes nos había dado un cheque generoso para esta finalidad. Y lo
más importante: decidiríamos cómo la agencia Lockwood debería empezar de
nuevo.
Era un momento de comienzos y un momento de finales.
—¿Cómo está nuestro amigo hoy, Luce? —preguntó George de repente.
Había apartado la calavera del centro de la mesa, pero seguía al lado de mi
plato. Estaba muy chamuscada y ennegrecida, y tenía una grieta grande desde
la cuenca de un ojo hasta casi la coronilla. Entendía por qué a Holly le
molestaba su presencia, pero me daba igual.
—Callado.
—No ha habido cambios, ¿no?
No, todo seguía igual. Había sido así desde el día de la explosión, desde
que saqué la calavera de los restos destrozados del frasco entre los escombros
humeantes de la séptima planta. La envolví y me la traje a casa, y la llevaba
conmigo desde entonces, por si acaso. Pero no había ocurrido nada. Cuando la
tocaba con los dedos, no percibía carga psíquica. El hueso estaba seco y frío.
—No, todavía sigue callado —dije.
Lockwood miró a los demás.
—Bueno, es que fue una explosión bastante grande, Luce —dijo—. Como
las que desató el DICP en el Salón de las Columnas. Todos esos fantasmas
desaparecieron también.
—Ya. Pero eso es porque sus orígenes acabaron totalmente destruidos. Su
origen está aquí —insistí—. Yo lo salvé. La explosión no pudo destruir su
espíritu, ¿no?
—No lo sé. Puede.
—No. Estoy segura de que no. —Pensé en la bola de fuego que se tragó al
fantasma.

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—Tal vez alterara su conexión con la calavera —dijo Kipps.
—No. Esto no tiene sentido. Supongo que es verdad que no va a volver a
plena luz del día. Ahora que no está en el frasco, el cristal de plata ya no le
protege del sol. Pero por la noche…, debería volver.
Eso era lo que no dejaba de repetirme a mí misma, aunque en realidad no
creía en mi teoría. Había pasado una semana y no había regresado.
—O igual solo se ha… ido, Luce —comentó Holly. Me sonrió—. Le
liberaste del frasco. A cambio, él te ayudó. Tal vez eso le animó a hacer lo
que debería haber hecho hace un siglo: seguir adelante.
Probablemente tuviera razón. Nos comimos el desayuno.
Al cabo de un rato, Kipps dejó el tenedor en la mesa.
—Hablando de orígenes y de seguir adelante —empezó—, he estado
dándole vueltas a una cosa. Sé que han enterrado el cuerpo de Penelope en el
mausoleo, en un féretro especial de plata y todo eso, pero ¿qué hay de los
verdaderos restos de Marissa? Por lo que dijisteis Lucy y tú, Lockwood, su
espíritu seguía vinculado al cuerpo de alguna manera. Si el cuerpo joven
moría, ¿no volvería a meterse corriendo en el otro? Y si se ha quedado en
alguna morgue del DICP…
Lockwood sonrió.
—No te preocupes. No está allí. Quería contároslo. Cuando ayer abrieron
la cripta, Barnes y su equipo aprovecharon para encargarse del antiguo cuerpo
de Marissa. ¿Recuerdas lo encogido que estaba, Luce? Pudieron meterlo en el
ataúd original, con los huesos de nuestro viejo amigo, el médico. Estarán muy
bien ahí juntos. Yo creo que su fantasma se pondrá bastante contento. —
Lockwood hizo una pausa y cogió otra tostada—. Si el espíritu de Marissa
está atrapado en él, no creo que ella disfrute tanto de esta distribución.
El sol nos iluminaba; terminamos de comer y nos recostamos en las sillas,
felices.
—Vale —dijo Lockwood—. Hoy tenemos que resolver un asunto
importante de trabajo. Ayer Barnes me dio esos documentos oficiales del
DICP y tenemos que firmarlos todos. Ya sabéis, esos en los que prometemos
que no haremos declaraciones públicas sobre lo que vimos en la Casa Fittes,
en el más allá… Básicamente, que no desvelaremos ningún secreto.
—No me gusta tener que firmarlo —opiné.
—Ya lo sé, Luce. Ninguno se siente especialmente cómodo con este tema.
Pero sabemos por qué hay que hacerlo. Si la gente supiera que el Problema
probablemente lo ocasionaron los primeros agentes de detección psíquica, si
descubrieran que los directivos de muchas grandes empresas eran cómplices

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de los planes de Marissa, reinaría la anarquía. La sociedad se derrumbaría. ¿Y
para qué? Eso no resolvería el Problema.
Sacudí la cabeza.
—Lo que importa es la sinceridad. El DICP tiene que decir la verdad.
—Primero tienen que resolver unas cuantas cosas. No olvides que Barnes
también tiene que cumplir su parte del trato con nosotros. Ha accedido a que
el portal de la Casa Fittes no sea destruido. A partir de ahora, el DICP
limpiará el desastre que dejó Marissa. Eso significa quitar los… obstáculos
que colocara en el más allá.
—Las verjas de plata —dijo Holly.
—Las verjas, sí, y lo que fuera que hicieran para interrumpir el paso de
los muertos. El problema es que todavía no entendemos del todo qué es lo que
hacían o hasta dónde llegaban para recoger la esencia de los espíritus. Ni
siquiera sabemos si hay más portales. Parece probable, puesto que el
Problema se ha extendido por todo el país.
—Tal vez nos ayuden nuestros amigos de la Sociedad Orfeo —dijo
George—, y los científicos de la Casa Fittes, siempre que el DICP los
presione un poco.
—Seguro que sí. Pero tardarán un poco en desenmarañarlo todo, y no hay
forma de predecir si eso resolverá el Problema rápidamente o si no lo hará en
absoluto.
—Mientras, los visitantes seguirán apareciéndose —dije.
—Debería mencionar —añadió Lockwood— que Barnes me preguntó si
podríamos ayudar un poco con el programa de limpieza del DICP. Dijo que
tenemos una experiencia excepcional y que le vendrían bien nuestras
habilidades. Podríamos aconsejarles sobre cómo el más allá…
—Yo no pienso volver —le interrumpió George—. Ni de broma.
Holly asintió.
—Con una vez fue suficiente. Una vez fue más que suficiente.
—En mi opinión —dijo Kipps—, el Londres oscuro es un poco como el
peto de George. Creo que ya he visto demasiado.
—Eso es exactamente lo que le dije a Barnes —contestó Lockwood—.
Menos lo del peto. Todos tenéis razón. Ya hemos hecho nuestra parte. A
partir de ahora nos encargaremos de fantasmas sencillos y ya no pensaremos
en el más allá o en sus secretos.
Hubo un murmullo general de aprobación.
—Bueno, ¿sabéis cuál es mi teoría? —dijo George después de una breve
pausa—. El Londres oscuro solo es un paso intermedio. Te quedas allí un

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tiempo y luego avanzas. Esas cancelas negras…
—¿Cancelas? A mí me parecieron puertas —dijo Kipps.
—A mí charcos negros —apuntó Lockwood—. Que estaban en vertical.
Muy brillantes, pero secos.
—Entonces eran más bien cortinas, ¿no?
—Supongo.
—Volviendo a mi teoría —continuó George—, creo que los espíritus
atraviesan esas puertas, o como queráis llamarlas, y llegan a otro Londres,
pero ese es brillante y está repleto de luz…
—¿Qué pruebas tienes? —pregunté.
—Ninguna. Solo es una corazonada.
—Eso no es propio de ti.
George se encogió de hombros.
—A veces la investigación no lo puede todo.
—Tienes que escribir un libro sobre ello —dijo Lockwood—. Si lo acabas
rápido y lo publicas cuando el Problema se haya resuelto, mucha gente lo
comprará y podremos ganar una pasta.
—Tampoco es que vayamos a quedarnos pobres —dijo Holly—. Tenemos
que atender cientos de llamadas. Hay algunos casos muy jugosos. Con la mala
reputación de Fittes y Rotwell, ahora somos la agencia más popular de
Londres. Deberíamos aprovecharlo y quizá contratar a una nueva ayudante.
Podría quedarse tu buhardilla, Lucy, y que tú te mudes al precioso dormitorio
nuevo…
Le sonreí.
—No, no te preocupes, Hol. Estoy muy contenta arriba. —Me estiré para
que me diera un poco el sol—. Bueno, ¿cuáles son los casos jugosos que
tenemos pendientes?
—Ay, Luce, te van a encantar. Hay un espíritu aullador en una sacristía,
una voz que parlotea dentro de un pozo y un tejo encantado que suelta
comentarios guturales. También un guardián encapuchado en un centro
comercial en Staines, aunque quien me informó no tenía claro si era una
monja o un niño con una sudadera. Luego hay una roca que sangra en una
cantera, un escuálido en una barcaza…
Siguió contándomelo. Lockwood también la escuchaba y, de vez en
cuando, me miraba desde el otro lado de la mesa. George cogió un bolígrafo y
dibujó una caricatura sospechosa que hizo que Kipps se atragantara con la
tostada. Bebí un poco de té y disfruté de estar sentada en la cocina con el sol

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de la mañana. Al lado de mi plato, una calavera agrietada y quemada
contemplaba la nada.

No le había mentido a Holly. Estaba contenta con mi pequeño dormitorio en


la buhardilla. Después de que atravesáramos el portal, nuestros enemigos solo
habían ignorado esta habitación, así que estaba igual que siempre. A menudo,
por las tardes de esos primeros días, subía para descansar y pensar un poco
bajo los aleros inclinados.
Esa tarde no fue distinta. El alféizar estaba bañado en los últimos posos
cálidos de sol. En el polvo se marcaban los círculos de donde solía estar el
frasco sellado. Dejé la calavera negra en el alféizar, en su sitio tradicional. Su
presencia me tranquilizaba. Si quería volver, lo haría. Si no… Bueno, eso
también estaba bien.
Me acerqué a la ventana y contemplé la calle de Portland Row.
El cielo estaba gris y rosa, y el sol resplandecía sobre las casas de la acera
de enfrente, llenándolas de vida y brillo. Las cortinas blancas relucían y los
protectores antifantasmas de las ventanas centelleaban. Debajo, los niños
jugaban en la calle.
Alguien llamó a la puerta. Me di la vuelta y Lockwood se asomó. Llevaba
su abrigo nuevo puesto, como si estuviera listo para salir, y tenía un montón
de papeles en el pecho.
—Hola, Lucy. Perdón por molestarte.
—No pasa nada. Entra.
Nos sonreímos, cada uno a un lado del dormitorio pequeño. Desde lo de la
Casa Fittes no habíamos pasado mucho tiempo juntos a solas. Para empezar,
habíamos estado agotados y emocionalmente cansados. También había sido
una semana ajetreada en la que habíamos tratado de arreglar la casa y
negociar con Barnes. Como el resto del equipo, ninguno de los dos había
querido hacer algo que no fuera comer, dormir y disfrutar de los mecanismos
sencillos de estar vivos.
Pero ahora estaba aquí. Dio un par de pasos hacia mí y se detuvo. La
calidez de su presencia llenó el espacio que nos separaba.
—Perdón por molestarte —repitió—. Es solo que quería darte algo y hay
demasiado jaleo ahí abajo. Ya sabes, George pintando como un poseso, Kipps
y Holly intentando arreglar las puertas del armario de la cocina…
Dejé escapar un suspiro.

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—Sí, vale. Ya sé lo que llevas. El horrible acuerdo del DICP. Está bien, lo
firmaré, pero ahora no. Déjalo por ahí.
Lockwood dudó.
—Voy a dejarlo en la cama, ¿vale?
—Sí.
Me di la vuelta y miré por la ventana, a las barandillas de hierro y los
protectores antifantasmas brillantes. Un niño pequeño con un estoque de
plástico cruzó la calle corriendo, persiguiendo a dos de sus amigos.
Lockwood vino y se quedó a mi lado. Puso la mano en el alféizar, junto a la
mía.
—El Problema sigue aquí —dije después de un silencio—. Dentro de
media hora todo el mundo se esconderá en sus casas.
—Tal vez todo empiece a mejorar ahora que esos idiotas ya no están
molestando en el más allá —respondió Lockwood—. No sé, eso debería
ayudar, ¿no? Más espíritus podrán ir al sitio que les corresponde y no volver
aquí.
Me limité a sentir. Lo cierto era que ninguno lo sabía.
Lockwood abrió la boca para decir algo y después la cerró. Permanecimos
en silencio unos segundos. Nuestros cuerpos estaban muy cerca. Nuestras
manos seguían en el alféizar, como si las hubieran pegado con pegamento.
Entonces se apartó.
—Mientras tanto, hay fantasmas que atrapar y vidas que salvar. Pero
ahora hace una tarde preciosa y voy a dar un paseo. Lo otro que quería era…
ver si te gustaría venir conmigo. —Se ajustó el cuello—. Es la primera vez
que me pongo el abrigo nuevo. ¿Qué te parece?
—Necesita un par de marcas de garras para que de verdad parezca tuyo.
Por lo demás, te queda bien.
—¿No crees que debería comprarme una chaqueta de cuero masculina
como la de Barnes?
—No.
—Vale. Bueno, Luce, si quieres venir conmigo, estaré en la entrada. —
Fue hacia la puerta, se detuvo y me sonrió—. ¡Y no olvides firmar el acuerdo!
—Entonces bajó corriendo las escaleras.
Como siempre, me di cuenta de que estaba sonriendo al verle salir. Como
siempre, la habitación parecía un poco más oscura ahora que ya no estaba. Sí,
claro que iba a dar un paseo. Me acerqué a la cama para coger mi chaqueta.
Al hacerlo, me pareció oír un ruidito detrás de mí. Me di la vuelta y, solo por
un instante, vi un resplandor tenue y verdoso en el alféizar.

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Parpadeé y lo observé fijamente con el corazón acelerado.
Probablemente solo habría sido el último reflejo de la puesta de sol. El
crepúsculo de finales de la tarde llenaba mi pequeña buhardilla. En el alféizar,
la calavera era una sombra redondeada. Sus cuencas agrietadas estaban negras
y apagadas. Oí cómo George silbaba mientras pintaba la puerta del rellano de
la planta de abajo.
Seguro que no había sido nada.
Además, ni siquiera había anochecido aún.
Durante unos segundos, contemplé el alféizar silencioso y, poco a poco,
una sonrisa se dibujó en mi rostro. Después di media vuelta y cogí la chaqueta
de la cama.
Lockwood había dejado los documentos del DICP junto a la chaqueta.
Los papeles formaban un rectángulo perfecto en la oscuridad de la colcha,
blancos en la luz que se apagaba, pero también algo brillantes.
¿Brillantes?
Me agaché con el ceño fruncido. Fue entonces cuando vi el precioso collar
dorado entre los papeles, con el zafiro resplandeciendo en el centro.
Lockwood lo había sacado de la vieja caja aplastada donde lo había guardado
su madre. Incluso en la oscuridad, la gema era espléndida, eterna y brillante.
Era como si toda la luz y todo el amor que había reunido en el pasado me
iluminaran.
Me quedé mirándolo un buen rato.
Despacio y con cuidado, cogí el collar y me lo puse alrededor del cuello.
Después me puse la chaqueta y corrí hacia las escaleras.

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Glosario

* indica que el fantasma es de tipo uno


** indica que el fantasma es de tipo dos

Acechador*
Una clase de fantasma de tipo uno que se oculta entre las sombras,
inmóvil y lejos de los vivos. Propaga una fuerte sensación de ansiedad y
miedo atroz.

Agencia de detección psíquica


Una empresa que se especializa en el control y la destrucción de
fantasmas. En Londres hay decenas de agencias. Las dos más importantes
(la agencia Fittes y la agencia Rotwell) tienen cientos de empleados. La
más pequeña (la agencia Lockwood) tiene tres. La mayoría de las agencias
están supervisadas por adultos, pero todas ellas dependen en gran medida
de niños con fuertes dones psíquicos.

Alma en pena **
Un fantasma de tipo dos que mantiene una forma aérea, delicada y
transparente. Las almas en pena son prácticamente invisibles, excepto por
su tenue contorno y algunos detalles del rostro. Pese a su apariencia
incorpórea, no es menos agresivo que los espectros, que sí son visibles. Al
ser más difíciles de ver, son más peligrosos.

Ánima
Otro nombre genérico que se le da a los fantasmas.

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Aparición
La forma que adopta un fantasma cuando se manifiesta. Las apariciones
suelen copiar la forma de la persona fallecida, pero también pueden imitar a
animales u objetos. Algunas son poco frecuentes. El espectro del reciente
caso del valle de Limehouse se manifestó como una gran cobra verde y
brillante, mientras que el infame terror de la calle Bell se ocultó tras la
apariencia de una muñeca de trapo. La mayoría de los fantasmas, tanto los
poderosos como los débiles, no quieren o no pueden alterar su apariencia.
Los metamorfos y los dobles son la excepción a esta regla.

Aura
El brillo o el resplandor propio de muchas apariciones. La mayoría de las
auras apenas son visibles y pueden detectarse mirando de reojo. Las auras
intensas y radiantes se llaman luces fantasmagóricas. Algunos fantasmas,
como los espectros oscuros, irradian un aura negra, más oscura que la
noche.

Bloqueo fantasmal
Un peligroso poder de los fantasmas de tipo dos. Puede tratarse de una
ampliación del malestar. Las víctimas pierden su fuerza de voluntad y
sienten una horrible oleada de desesperación. Los músculos se vuelven tan
pesados como el plomo, lo que les impide pensar o moverse libremente. En
muchos casos, terminan paralizados, esperando impotentes mientras el
hambriento fantasma se acerca más y más… Véase también
encadenamiento psíquico.

Bomba de sal
Un pequeño globo de plástico lleno de sal que se lanza. El impacto hace
que se rompa y la sal salga disparada en todas las direcciones. Los agentes
la utilizan para alejar a los fantasmas más débiles. Es menos efectiva
contra entes con más fuerza.

Bomba fantasma
Un arma que consiste en un fantasma atrapado en una prisión de cristal de
plata. Cuando el cristal se rompe, el espíritu sale para propagar miedo y
petrificación fantasmal entre los vivos.

Brillo mortal

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Un rastro de energía que queda en el lugar exacto en el que murió alguien.
Cuanto más violenta fuera la muerte, más brillo habrá. Los brillos más
intensos pueden persistir durante muchos años.

Cadavérico *
El nombre que recibe una variedad específica de fantasma de tipo uno.
Probablemente se trate de un subtipo de sombra. Los cadavéricos son
figuras demacradas y sin pelo, con la piel adherida a los cráneos y las
costillas. Irradian una luz fantasmagórica brillante y pálida. Aunque se
parecen bastante a algunos guardianes, siempre son pasivos y
normalmente tienen un aspecto deprimente.

Corriente de agua
En la antigüedad, se observó que los fantasmas detestan atravesar las
corrientes de agua. En la Gran Bretaña actual, este conocimiento suele
usarse contra ellos. Una red de canales artificiales o arroyos en el centro de
Londres protegen el principal distrito comercial. En menor escala, algunos
propietarios han construido canales al aire libre junto a la puerta de sus
casas, donde recogen el agua de la lluvia.

Cristal de plata
Un cristal especial a prueba de fantasmas usado para guardar orígenes.

Cúmulo
Un grupo de fantasmas agrupados en una zona pequeña.

Dama fría *
Un espectro gris, borroso y con forma de mujer. Suele llevar vestidos
antiguos y se distingue fácilmente a lo lejos. Las damas frías emiten una
potente sensación de melancolía y malestar. No suelen acercarse a los
vivos, aunque se han recogido excepciones.

Destello de magnesio
Un proyectil metálico con un sello de cristal rompible. Contiene magnesio,
hierro, sal, pólvora y un artilugio para prenderlo. Se trata de una poderosa
arma que las agencias usan contra los fantasmas más agresivos.

DICP
El Departamento de Investigación y Control Psíquico. Una organización
gubernamental creada para abordar el Problema. El DICP investiga la

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naturaleza de los fantasmas, intenta destruir a los más peligrosos y controla
las actividades de las muchas agencias de la competencia.

Doble **
Un tipo de fantasma extraño e inquietante cuya forma recuerda a una
persona viva, normalmente algún conocido de quien lo ve. Los dobles no
suelen ser agresivos, pero el miedo y la confusión que evocan son tan
fuertes que la mayoría de los expertos los clasifican como espíritus de tipo
dos, de modo que hay que tomar precauciones extremas.

Don
La habilidad de ver, oír o detectar a los fantasmas. Muchos niños, aunque
no todos, nacen con cierto don psíquico. Las habilidades suelen
desaparecer conforme crecen, aunque algunos adultos las conservan. Los
jóvenes con dones más poderosos se unen a las patrullas nocturnas. Los
que poseen un don extraordinario trabajan para las agencias. Las tres
principales categorías de dones son la visión, la percepción y la
reminiscencia.

Ectoplasma
Una sustancia extraña y variable de la que están hechos los fantasmas.
Cuando está concentrado, el ectoplasma es perjudicial para los vivos.

Encadenamiento psíquico
Aunque la mayoría de los fantasmas de tipo dos acaban con la fuerza de
voluntad de sus víctimas utilizando el bloqueo fantasmal, algunos pueden
atrapar a quienes los miren estableciendo una conexión psíquica. Lo más
habitual es que la víctima se quede fascinada ante la aparición y decida
seguirla, incluso si le cuesta la vida. Esta clase de fantasmas suelen parecer
encantadores, seductores o empáticos, lo que consiguen usando la técnica
del encanto.

Encanto
La habilidad que poseen algunos fantasmas para mostrar belleza y buen
aspecto, aunque la realidad sea totalmente distinta. A veces hay que
esforzarse mucho para ver lo que hay detrás de esta ilusión.

Encuentro
Véase manifestación.

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Ermitaño **
Un fantasma de tipo dos bastante raro. A menudo se encuentra en lugares
remotos y peligrosos, sobre todo al aire libre. Visualmente, su aspecto se
parece al de un niño delgado que se ve a lo lejos, al otro lado de un
barranco o un lago Nunca se aproxima a las personas, sino que irradia una
forma extrema de bloqueo fantasmal que podría abrumar a cualquiera que
esté cerca. Las víctimas de los ermitaños suelen arrojarse por precipicios o
acantilados, con el deseo de acabar con su sufrimiento.

Escuálido **
Un fantasma raro y desagradable, que se manifiesta como un cadáver
sangriento, sin piel, con los ojos salidos de las cuencas y una sonrisa que
deja ver los dientes. No suele gustar a los agentes. Muchas autoridades lo
califican como una variedad de guardián.

Espectro **
El fantasma de tipo dos más común. Un espectro siempre forma una
aparición clara y llena de detalles, que puede llegar a parecer casi
corpórea. Suele ser un eco visual riguroso de la persona fallecida, ya sea
con su aspecto en vida o como cadáver. Los espectros son menos nebulosos
que las almas en pena y menos espantosos que los guardianes, pero tienen
comportamientos igual de dispares. Muchos se muestran neutrales o
benévolos cuando se encuentran cerca de los vivos, pues quizá vuelven
para revelar un secreto o corregir un error del pasado. Otros, sin embargo,
son muy hostiles y tienen sed de interacción humana. Este tipo de fantasma
debe evitarse a toda costa.

Espectro oscuro **
Un terrorífico fantasma de tipo dos que se manifiesta como una mancha
de oscuridad que se mueve. A veces, la aparición apenas es visible en
plena noche. Otras veces, se muestra como una nube oscura cambiante y
sin forma que se encoge hasta el tamaño de un corazón palpitante o se
expande rápidamente para tragarse toda una habitación.

Espíritu aullador **
Un temido fantasma de tipo dos, que puede aparecerse visualmente o no.
Los espíritus aulladores emiten alaridos psíquicos terroríficos. El sonido
puede llegar a paralizar de miedo a la persona que lo oye, provocando un
bloqueo fantasmal.

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Estoque
El arma oficial de los agentes que llevan a cabo investigaciones psíquicas.
La punta de los estoques de hierro suele tener un revestimiento de plata.

Fantasma
El espíritu de una persona que ha muerto. Los fantasmas han existido a lo
largo de la historia, pero, por motivos que desconocemos, ahora son más
comunes. En términos generales, hay muchas variedades. Sin embargo,
estas pueden agruparse en tres grupos principales (véanse tipo uno, tipo
dos y tipo tres). Normalmente, los fantasmas permanecen cerca de un
origen, que suele ser el lugar en el que murieron. Tienen más fuerza cuando
oscurece, sobre todo entre la medianoche y las dos de la madrugada.
Muchos pasan desapercibidos y no sienten interés por los vivos. Algunos
son activamente hostiles.

Farola protectora
Una farola eléctrica que emite potentes haces de luz blanca para alejar a los
fantasmas. La mayoría de las farolas protectoras tienen obturadores
instalados sobre sus lentes de cristal. Estos dispositivos se encienden y
apagan en intervalos durante toda la noche.

Fétido *
Un fantasma de tipo uno que emite una espantosa miasma y un peligroso
olor a putrefacción. La mejor forma de enfrentarse a él es quemando hojas
de lavanda.

Frasco sellado
Un receptáculo de cristal de plata utilizado para guardar un origen activo.

Frío
La bajada drástica de temperatura que se produce cuando un fantasma anda
cerca. Es uno de los cuatro indicadores habituales de una inminente
manifestación, junto con el malestar, la miasma y el miedo atroz. El frío
puede ocupar un espacio amplio o concentrarse en «rincones gélidos»
específicos.

Fuego griego
Otro de los nombres que reciben los destellos de magnesio. Las primeras
armas de este tipo se utilizaron contra los fantasmas durante la época del
Imperio bizantino (o del Imperio griego), hace mil años.

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Guardián**
Un fantasma de tipo dos peligroso. Los guardianes son parecidos a los
espectros en cuanto a fuerza y patrones de comportamiento, pero su
aspecto es mucho más aterrador. Sus apariciones muestran al difunto como
un cadáver: demacrado, marchito, terriblemente delgado y a veces
descompuesto y cubierto de gusanos. Los guardianes suelen aparecerse
como esqueletos. Irradian un poderoso bloqueo fantasmal. Véase también
escuálido.

Hierro
Una protección antigua y poderosa contra los fantasmas de todo tipo. La
gente corriente protege sus casas con decoraciones de hierro y las llevan
encima como protectores. Los agentes llevan estoques y cadenas de
hierro, que utilizan para atacar y defenderse.

Icor
La forma más concentrada y espesa del ectoplasma. Quema muchos
materiales y solo puede almacenarse dentro de objetos fabricados con
cristal de plata.

Incineradora de Fittes
Nombre que suele atribuirse a los altos hornos metropolitanos para el
desecho de artefactos psíquicos del Gran Londres, situada en Clerkenwell,
donde los orígenes espectrales peligrosos se destruyen usando el fuego.

Lavanda
Se piensa que el fuerte olor de esta planta ahuyenta a los espíritus
malignos. Por ello, mucha gente lleva espigas de lavanda seca en la ropa o
las quema para liberar una intensa humareda. A veces, los agentes llevan
tubos de agua de lavanda para utilizarlos contra entes de tipo uno poco
poderosos.

Llamador de piedra *
Un fantasma de tipo uno desesperado y nada interesante. Lo único que hace
es dar golpecitos sobre las piedras.

Luz fantasmagórica
Una luz escalofriante y sobrenatural que irradian algunas apariciones.

Malestar

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La sensación de letargo y abatimiento que suele experimentarse cuando un
fantasma se acerca. Los casos más extremos pueden derivar en
petrificación fantasmal, una situación peligrosa.

Manifestación
Un suceso fantasmagórico. Puede implicar todo tipo de fenómenos
sobrenaturales, como sonidos, olores y sensaciones extrañas, objetos que se
mueven, bajadas de temperatura y apariciones.

Manual de Fittes
Un famoso libro de instrucciones para los cazafantasmas, escrito por
Marissa Fittes, la fundadora de la primera agencia de detección psíquica de
Gran Bretaña.

Miasma
Una atmósfera desagradable que aparece antes de una manifestación. A
menudo implica olores y sabores molestos. Suele estar unida a una
sensación de miedo atroz, malestar y frío.

Miedo atroz
Una inexplicable sensación de pavor que normalmente se experimenta
antes de una manifestación. Suele ir acompañado de frío, miasma y
malestar.

Mutilado **
Un fantasma de tipo dos hinchado y deforme que habitualmente tiene
cabeza y torso humanos, pero sin brazos o piernas reconocibles. Junto con
los guardianes y los escuálidos, son una de las apariciones más
desagradables. Su visión suele estar acompañada de intensas sensaciones
de miasma y miedo atroz.

Niebla fantasmagórica
Una neblina clara de color blanco verdoso que suele surgir cuando un
fantasma se manifiesta. Puede estar formada por ectoplasma. Es fría y
desagradable, pero no es peligrosa al tacto.

Operario
Nombre que recibe un agente de investigaciones psíquicas.

Origen

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El objeto o lugar que permite a los fantasmas entrar al mundo.

Patrulla nocturna
Grupos de jóvenes, normalmente contratados por grandes empresas y
ayuntamientos locales, que vigilan las fábricas, las oficinas y las zonas
públicas cuando anochece. Los patrulleros nocturnos no tienen permitido
utilizar estoques, pero llevan bastones con puntas de hierro para mantener
a raya las apariciones.

Percepción
Uno de los tres dones psíquicos principales. Las personas con este tipo de
sensibilidad pueden percibir las voces de los muertos, el eco de eventos
pasados y otros sonidos sobrenaturales relacionados con las
manifestaciones.

Petrificación fantasmal
El efecto que produce el contacto físico entre una persona y una aparición,
provocado por los fantasmas más agresivos y letales. La petrificación
fantasmal, que comienza con una sensación intensa y abrumadora de frío,
se extiende por todo el cuerpo y adormece las extremidades. Los órganos
vitales comienzan a fallar uno a uno. Poco después, el cuerpo se vuelve
azul y empieza a hincharse. Sin una intervención médica urgente, puede ser
mortal.

Pistola de sal
Dispositivo que lanza chorros de agua salada sobre una zona amplia. Un
arma útil contra los fantasmas de tipo uno. Las agencias más grandes han
empezado a utilizarlas más.

Plasma
Véase ectoplasma.

Plata
Una defensa importante y potente contra los fantasmas. La gente utiliza
joyas de plata como protección. Los estoques de los agentes están
revestidos de este material, que es fundamental para los sellos.

Poltergeist **
Un fantasma de tipo dos poderoso y destructivo. Los poltergeist lanzan
fuertes ráfagas de energía sobrenatural que hacen que los objetos floten en

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el aire. No pueden aparecerse.

Problema, el
La epidemia de fantasmas que acecha actualmente al Reino Unido.

Protector
Un objeto, habitualmente hecho de hierro o plata, que se utiliza para
impedir que los fantasmas se acerquen. Los protectores pequeños pueden
colocarse en las joyas que lleve una persona, mientras que los grandes se
colocan en las casas y pueden tener elementos decorativos.

Punto de desaparición
El lugar exacto donde un fantasma se desmaterializa y deja de
manifestarse. Suele ser una pista excelente para encontrar la ubicación del
origen.

Red de cadenas
Una red hecha de cadenas de plata entrelazadas, un tipo de sello muy
versátil.

Reminiscencia
La capacidad para detectar ecos en objetos que han guardado una relación
estrecha con una persona muerta o con una manifestación sobrenatural.
Dichos ecos pueden ser imágenes visuales, sonidos u otras impresiones
sensoriales. Uno de los tres tipos de dones.

Resucitado **
Afortunadamente, es una variedad bastante rara de fantasma de tipo dos
en la que la aparición puede animar temporalmente su propio cadáver y
hacer que se libere de su tumba. Aunque los resucitados irradian un
poderoso bloqueo fantasmal y potentes oleadas de miedo atroz, es fácil
lidiar con ellos, ya que su cuerpo es el origen. Esto permite a los agentes
encerrarlos con plata sin dificultad. Además, si el cadáver es antiguo, suele
desmoronarse antes de infligir demasiado daño.

Sal
Una defensa común contra los fantasmas de tipo uno. Es menos efectiva
que el hierro o la plata, pero es más barata y se utiliza para proteger
muchos hogares.

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Saqueadora de reliquias
Alguien que busca orígenes y otros artefactos psíquicos y los vende en el
mercado negro.

Secta espiritista
Un grupo de gente que, por distintas razones, comparte un enfermizo
interés por la aparición de los fantasmas.

Sello
Un objeto, normalmente de plata o hierro, diseñado para encerrar o tapar
un origen, impidiendo que el fantasma se escape.

Sensible
Persona que ha nacido con un don psíquico excepcionalmente bueno. La
mayoría de los sensibles trabajan en agencias o patrullas nocturnas,
mientras que otros ofrecen servicios psíquicos sin enfrentarse realmente a
los visitantes.

Sombra *
El típico fantasma de tipo uno y quizá el visitante más común. Las
sombras suelen tener un aspecto corpóreo, al igual que los espectros, o
aéreo y borroso, como las almas en pena. No obstante, carecen de la
peligrosa inteligencia de estos entes. Las sombras parecen no ser
conscientes de la presencia de los vivos y normalmente siguen un patrón de
comportamiento fijo. Proyectan una sensación de aflicción y pérdida, pero
rara vez se muestran enfadados o con alguna otra emoción intensa. Casi
siempre adoptan una apariencia humana.

Tipo dos
La clasificación de fantasmas más peligrosos. Los espectros de tipo dos
son más poderosos que los de tipo uno y muestran signos de inteligencia.
Ven a los vivos y muchos intentan infligirles daño. Los fantasmas de tipo
dos más comunes, en orden, son: espectros, almas en pena y guardianes.
Consúltense espectro oscuro, doble, mutilado, poltergeist, escuálido y
nimbo.

Tipo tres
Una categoría de fantasma muy infrecuente. Marissa Fittes fue la primera
en informar de su existencia y continúan siendo objeto de controversia.
Presuntamente, pueden comunicarse con los vivos.

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Tipo uno
La clasificación de fantasmas más comunes, débiles y menos peligrosos.
Los entes de tipo uno rara vez reconocen su entorno y a menudo se
encuentran atrapados en un patrón de comportamiento fijo y repetitivo.
Algunos de los ejemplos más frecuentes son los siguientes: sombras,
acechadores y acosadores. Véase también dama fría, niebla parlante y
llamador de piedra y Tom McSombra.

Toque de queda
Como respuesta al Problema, el Gobierno británico impuso toques de
queda nocturnos en muchas zonas habitadas. Durante el toque de queda,
que empieza poco después del anochecer y termina al alba, se recomienda a
la gente corriente permanecer en casa, donde están protegidos por sus
defensas. En muchas ciudades, el comienzo y el final del toque de queda
nocturno se anuncia con una campana de alarma.

Trémulo *
El fantasma de tipo uno más difícil de detectar. Los trémulos solo se
manifiestan como haces de luz fantasmagórica que flotan en el aire. Pueden
tocarse o atravesarse sin que inflijan ningún tipo de daño.

Vela vigía
Las agencias de detección psíquica usan estas velas pequeñas, que indican
las presencias sobrenaturales. La mecha parpadea, tiembla y finalmente se
apaga cuando un fantasma se acerca.

Visión
La habilidad psíquica de ver apariciones y otros fenómenos
fantasmagóricos, como los brillos mortales. Uno de los tres tipos de dones
psíquicos.

Visitante
Un fantasma.

Voluta *
Un fantasma de tipo uno débil que no suele suponer ninguna amenaza. Se
manifiesta como una llama pálida que parpadea. Algunos académicos
especulan que todos los fantasmas, tras un tiempo determinado, se
convierten en volutas, luego en trémulos y, finalmente, se desvanecen para
siempre.

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Jonathan Stroud comenzó escribir sus primeras historias a los 7 años. Su
principal fuente de inspiración fue Enid Blyton, y su obra de Los Cinco.
Después de terminar sus estudios de literatura inglesa en la Universidad de
York, trabajó en Londres como editor de libros para niños. Durante la década
de los 90 empezó a publicar sus propios trabajos y cosechó rápidamente un
gran éxito.
En mayo de 1999, Stroud publicó su primera novela «Buried Fire» que daba
comienzo a la carrera de Jonathan como escritor. Entre sus obras más
destacadas se encuentra la Trilogía de Bartimeo. Una característica especial
de estas novelas, comparadas con otras de su mismo género, es que el genio
protagonista, Bartimeo, voltea los estereotipos de “mago bueno” y “demonio
malo” debido a que la saga describe una versión alterna del mundo moderno
en el cual los acontecimientos perversos son llevados a cabo por magos
corruptos. Los libros en esta serie son El amuleto de Samarkanda, El ojo del
Golem, La Puerta de Ptolomeo y El anillo de Salomón. Otro libro del autor es
Los doce clanes.
Jonathan Stroud vive en St. Albans, Hertfordshire, con su hija Isabelle y su
esposa Gina, ilustradora de libros para niños.

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