Grandes-atrocidades-de-la-Segunda-Guerra-Mundial 117
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de los titulares del copyright».
ISBN: 978-84-17418-23-6
A mi hijo Marcel
Introducción
El célebre dramaturgo, poeta e historiador alemán Friedrich Schiller observó que «es un
fenómeno general en nuestra naturaleza humana que lo que es triste, terrible e incluso horrible, nos
atrae con una fascinación irresistible». Aunque pocos se atrevan a reconocer ese hecho, la verdad
es que esos hechos espantosos pueden provocar una irremediable atracción.
De esa debilidad humana son conscientes quienes aprovechan esa capacidad sugestiva en su
propio beneficio; es ampliamente conocida la explotación que llevan a cabo los medios de
comunicación de los hechos más truculentos, en pos de la audiencia. Aunque esas estrategias están
desacreditadas y son duramente criticadas, la realidad demuestra que una parte no desdeñable del
gran público obtiene algún tipo de gratificación conociendo, por ejemplo, los detalles más
escalofriantes de algún crimen especialmente destacado o de la personalidad de algún asesino en
serie.
Ante el título que el lector tiene entre manos, se puede pensar que esta obra pretende explotar
esa insana e inevitable atracción por los hechos terribles. Sin embargo, no es esa la intención de
este autor. Aunque el libro contiene descripciones que son difícilmente soportables, que considero
imprescindibles para calibrar en todo su horror los extremos a los que llegaron las atrocidades en
cuestión, el objetivo de este trabajo no es dar satisfacción a esa atracción morbosa por el
sufrimiento ajeno. Lo que se explica en estas páginas pretende ser simplemente un relato de lo
ocurrido, lo más fidedigno posible, para que el lector disponga de los elementos de juicio que le
permitan forjarse una opinión sobre unos hechos que, por su naturaleza, siempre van acompañados
de controversia.
Los episodios aquí relatados provocarán, sin duda, sentimientos de aflicción por las víctimas,
turbación al conocer a dónde puede llegar la maldad humana, irritación por los intentos para
ocultar la verdad e inquietud ante la posibilidad de que hechos así pudieran volver a suceder.
Pero es una realidad a la que no puede ser ajeno el que trata de conocer y entender el conflicto de
1939-1945. Para alcanzar ese objetivo, no basta con conocer las campañas militares y el
armamento, la vida de sus protagonistas o los aspectos sociales y económicos. En esos trágicos
hechos se encuentra también la esencia de un conflicto a escala global que supuso un estallido de
odio generalizado sin precedentes en la historia. El que esas atrocidades se produjesen
prácticamente a la vez y en puntos del planeta tan distantes indica la existencia de un substrato
común que quizás no ha sido estudiado como merece o desde el enfoque adecuado.
A la hora de escribir estas páginas, la mayor dificultad con la que me he encontrado ha sido
llevar a cabo la selección de los hechos que iba a referir. Asumo de entrada que ningún lector
estará conforme con la que he realizado, y hablo por experiencia. En 2009 publiqué Las 50
grandes masacres de la historia; a pesar de contar con ese amplio margen de medio centenar de
episodios para cubrir todas las apuestas, todavía hoy me llegan mensajes de lectores que
consideran imperdonable que haya dejado de incluir tal o cual masacre, o discuten el derecho de
alguna de ellas a figurar en esa selección. Espero que el lector entienda las limitaciones de
espacio de este volumen, lo que obliga a que el número de hechos seleccionados no pueda ser muy
amplio. En el caso que nos ocupa, en el que he preferido centrarme en solo doce de esos hechos
para poder tratarlos con cierta profundidad, será inevitable que alguien eche en falta determinado
suceso que, según su criterio, no puede faltar en un trabajo que pretenda recoger las grandes
atrocidades del conflicto, o estime que alguno no cumple las condiciones para ser merecedor de
uno de estos capítulos.
Para confeccionar mi obra, he optado por referir una serie de hechos que considero que pueden
resultar de interés al lector al no haber sido tratados por los historiadores con el interés que creo
que merecen, lo que da lugar a una serie de necesarias advertencias. En primer lugar, de todos son
bien conocidos los crímenes de la Alemania nazi, por lo que en esta selección están
sobrerrepresentados los cometidos por el bando aliado, dando lugar a una primera distorsión que
espero que sea entendida por el lector. Igualmente, dentro de las fechorías cometidas por el Eje,
los japoneses solo aparecen en el primer capítulo, en unos hechos sucedidos antes de que
comenzara oficialmente la Segunda Guerra Mundial, obviando las que perpetrarían durante el
conflicto, cuya extensión y gravedad merecerían solo ellas un volumen. Esa escasa presencia de
las atrocidades niponas también provoca una distorsión en la visión general de las cometidas por
los contendientes.
Del mismo modo, poner en pie de igualdad masacres fríamente planificadas y consumadas por
los soviéticos con miles de víctimas como la de Katyn con, por ejemplo, unas matanzas de
decenas de prisioneros fruto de la tensión del momento como las cometidas por los
norteamericanos en Sicilia deforma igualmente la realidad. También puede sorprender que sea
calificada de atrocidad la reclusión de miles de ciudadanos nipo-norteamericanos en campos de
internamiento, cuando no se produjeron muertes ni maltratos generalizados; en este caso ha
primado para su selección el desconocimiento existente sobre ese deshonroso capítulo de la
historia de Estados Unidos —y, como se verá, de otros países del continente americano— por
encima de su gravedad intrínseca. Igualmente, no me ha parecido necesario incluir un capítulo
dedicado a los campos de concentración y exterminio nazis debido a que es un tema ampliamente
conocido y tratado, por lo que he preferido dedicar ese espacio a otros hechos que no han
merecido esa atención por parte de los historiadores, lo que creo que redundará en un mayor
interés de la obra.
Por todo ello, pido al lector que no trate de establecer paralelismos y comparaciones o deduzca
alguna intención al escoger unos hechos en detrimento de otros. A pesar de estas advertencias y de
que confío en la madurez del lector que se acerca a estas páginas, tengo que admitir que doy esa
batalla por perdida de antemano, por lo que sé que habrá quienes no estén de acuerdo con el
criterio de selección y así me lo expresen. No obstante, se agradecerá cualquier observación en
este sentido, con vistas a algún futuro proyecto en el que se puedan incluir esas sugerencias.
Así pues, si el lector es indulgente con esas inevitables distorsiones, podrá disfrutar —si es que
ese verbo es aquí pertinente— de una lectura que le llevará al lado más oscuro de la naturaleza
humana, ese que nos parece tan lejos de nosotros mismos y que, seguramente, les parecía también
igual de lejano a los protagonistas de estas historias antes de verse fatalmente arrojados a las
turbulencias de aquel conflicto que cambió para siempre sus vidas.
Capítulo 1:
La violación de Nanking
En la Segunda Guerra Mundial, la humanidad asistiría a una hecatombe como nunca se había dado
en la historia. Durante esos seis años de hierro y fuego morirían millones de personas y se
producirían matanzas y atrocidades de un salvajismo sin precedentes. Asesinatos masivos,
bombardeo sistemático de ciudades, ataques a población civil indefensa, genocidio
industrializado… cualquier horror imaginable tendría su espantosa plasmación en ese conflicto.
Semejante catálogo de iniquidad, cuyas terribles páginas conformarán el presente libro, tuvo un
prólogo a su medida. Antes de que las tropas de Hitler atacasen Polonia en la madrugada del 1 de
septiembre de 1939, dando comienzo así la contienda que se prolongaría hasta 1945, ya habían
tenido lugar sangrientos episodios que avanzaban lo que estaba por llegar.
Uno de los escenarios en los que tuvieron lugar esas escenas que se repetirían posteriormente
sería la guerra civil española, entre 1936 y 1939. Durante este conflicto fratricida se desataron en
ambos bandos violentas represiones contra la población civil, incluyendo ejecuciones masivas
similares a las que en 1940 perpetrarían los soviéticos con oficiales polacos en Katyn. En la
contienda española también tuvo lugar el bombardeo experimental de Guernica, el 26 de abril de
1937, cuando la aviación germana ensayó las tácticas de bombardeo que luego emplearía con
éxito en Varsovia, Rotterdam, Londres o Coventry. Pero, a su vez, esos ataques aéreos serían el
anticipo de la más devastadora táctica de los Aliados, que lograría reducir a escombros la
mayoría de ciudades germanas.
Si el conflicto que enfrentó a los españoles fue un anticipo de la conflagración que estaba a
punto de estallar, hubo otra guerra, esta en Asia, en la que se alcanzaron unas cotas de horror que
igualarían e incluso superarían a las de la Segunda Guerra Mundial. Esta contienda era la que
enfrentaba a Japón y China desde 1937 y que acabaría enlazando, en 1941, con el ataque nipón a
norteamericanos y británicos, con el conflicto mundial que hasta ese momento estaba teniendo
lugar en Europa.
La guerra que enfrentó a japoneses y chinos, poco conocida en Occidente, ofreció un aperitivo
de la brutalidad con la que se emplearían las tropas niponas en los países que cayeron bajo el
dominio del Imperio del Sol Naciente. Los japoneses, convencidos de su superioridad sobre todos
los demás pueblos de Asia, no dudaron en emplear los métodos más salvajes para subyugar a las
poblaciones sometidas. Los alemanes, por su parte, también adquirieron ese convencimiento de
que su superioridad racial les permitía disponer a voluntad de la vida de los seres humanos
considerados por ellos inferiores, lo que les llevaba a deportarlos, esclavizarlos o, directamente,
exterminarlos.
Sin embargo, a pesar de los toques de atención de aquellos que presenciaron los execrables
abusos cometidos por los japoneses en China, ese conflicto quedaba demasiado lejos de la
atención y la comprensión occidental, por lo que no fue tenido en cuenta para prever lo que podía
ocurrir en el resto de Asia unos pocos años después. Los gritos de auxilio más desesperados
llegarían de una ciudad china que padecería uno de los más espantosos martirios a los que una
población se haya visto sometida jamás, y cuyo nombre evocará para siempre el terror que sufrió
a manos de las tropas niponas: Nanking1.
El que había sido último emperador de China, Puyi, fue escogido por los japoneses para ser puesto al frente de un gobierno títere en
Manchuria. En su descendente trayectoria vital acabaría siendo jardinero en un parque público bajo la China comunista de Mao.
Wikimedia commons.
Estalla la guerra
Las crisis de Manchuria y Shanghái se habían saldado de manera favorable a los intereses
japoneses. Pero estaba claro que esas victorias niponas no iban a suponer la llegada de un largo
período de paz. Un envalentonado Japón aspiraba a extender su dominio, de un modo u otro, al
resto de China, mientras que el Gobierno nacionalista del Kuomintang, liderado por el autoritario
y corrupto Chiang Kai-shek, estaba decidido a recuperar Manchuria y acabar con las
intromisiones niponas en su país.
Los japoneses eran conscientes de que, tarde o temprano, los chinos tratarían de atacarles en
Manchuria, por lo que trataron de crear un cordón sanitario, extendiendo su influencia a las zonas
limítrofes, aislándolas así del Gobierno de Nanking. El éxito de esa campaña encendió los ánimos
de los nacionalistas del Kuomintang, que rechazaron la oferta procedente de Tokio para firmar un
acuerdo que garantizase la presencia nipona en la parte septentrional de China. Ambos gobiernos
acabaron rompiendo relaciones el 8 de enero de 1936.
Aunque el sector más duro de los militares nipones seguía aspirando al sometimiento de China,
el Gobierno de Tokio prefería centrar sus esfuerzos en el desarrollo económico de Manchukuo.
Igualmente, este era partidario de evitar un enfrentamiento abierto con los chinos, prefiriendo
recurrir a la presión política y militar para conseguir sus objetivos. Así, en julio de 1937, el
Gobierno nipón anunció su plan para unir económicamente a Manchukuo, Corea y el norte de
China con Japón. Como era de esperar, el Gobierno de Nanking mostró su oposición, pero los
japoneses habían logrado aislar diplomáticamente al Kuomintang, por lo que sus quejas no
tuvieron eco.
En ese ambiente de tensión máxima, la noche del 7 de julio de 1937 se produjo el llamado
incidente del puente de Marco Polo. Los japoneses estaban realizando unas maniobras a las
afueras de Pekín, permitidas en los acuerdos de 1901 que siguieron a la Rebelión de los Bóxers, y
que establecían en esa y en otras zonas estratégicas, como Shanghái, el estacionamiento de tropas
de las principales potencias, entre las que se encontraba Japón. Entonces tuvo lugar un confuso
episodio que elevaría unos cuantos grados más la caldera del conflicto chino-japonés.
Cerca del referido puente de Marco Polo, situado a 12 kilómetros de Pekín, comenzó un tiroteo
de origen indeterminado con tropas chinas, tras el que los japoneses constataron que faltaba uno
de sus hombres. El soldado apareció apenas veinte minutos más tarde, reconociendo que se había
perdido. En medio de la confusión reinante, la noticia del regreso del soldado extraviado no llegó
al coronel que estaba al mando de las tropas niponas, quien ya había solicitado al alcalde de
Pekín permiso para buscar al soldado en la guarnición china de la ciudad de Wanping, a donde se
creía que había sido conducido tras ser presuntamente capturado.
Pero poco importaba ya el destino de aquel soldado desorientado. La tensión amenazaba con
estallar en cualquier momento. El coronel japonés aceptó la propuesta del alcalde de que se
investigase el origen del tiroteo y un acuerdo de alto el fuego con la intención de evitar más
incidentes, pero varias unidades niponas trataron igualmente de entrar por la fuerza en Wanping,
siendo rechazadas por las tropas chinas. El Gobierno de Nanking reaccionó enviando tropas al
norte, lo que provocó que Tokio preparase la orden de movilización general.
Ante tales despropósitos, se impuso momentáneamente la cordura. El 11 de julio, los mandos
locales, reunidos en Pekín, acordaron dar por zanjado el incidente. Los japoneses quedaron
satisfechos con los términos del acuerdo, que incluían las disculpas chinas y el relevo de las
tropas de la zona, y dieron marcha atrás en sus planes de movilización. Pero el Gobierno de
Nanking desconfió de esos acuerdos y prosiguió con el despliegue de sus tropas como si nada
hubiera sucedido. Esa decisión dividió al Ejército japonés entre los que creían que había llegado
el momento del enfrentamiento abierto con los nacionalistas chinos, y entre los que consideraban
que era mejor rebajar la tensión y regresar a la situación anterior al incidente del puente de Marco
Polo. Los estratos más bajos del Ejército eran los más favorables a ir a la guerra y ajustar las
cuentas a los chinos de una vez por todas.
El acuerdo parecía imposible. Mientras los japoneses exigían a Nanking que aceptase el
acuerdo firmado en Pekín y pusiera fin a las provocaciones, el Gobierno del Kuomintang afirmaba
que se trataba de un asunto de soberanía nacional, y no estaba dispuesto a aceptar las
imposiciones niponas. Así, Chiang Kai-shek ordenó al ejército seguir avanzando en el norte. El
choque ya era inevitable; el 9 de agosto, las tropas japonesas recibieron la orden de atacarlas,
entablándose los primeros combates.
Al igual que había sucedido en la primera guerra chino-japonesa, las tropas locales, aun siendo
mucho más numerosas, se mostraron inferiores en el campo de batalla. Los japoneses pudieron
rechazar fácilmente las tropas que avanzaban hacia Manchuria y comenzaron a progresar hacia
Pekín. Al mismo tiempo, otras fuerzas japonesas habían atacado cerca de Taiyuan, a unos 500
kilómetros al sudoeste de Pekín, derrotando a los defensores chinos tras feroces combates,
causándoles más de 200.000 muertos, aunque los japoneses perdieron unos 20.000 hombres. A
partir de entonces, la resistencia china en el norte quedó disgregada, viéndose reducida a una
guerra de guerrillas.
Mientras tanto, al sudeste, Shanghái se preparaba para jugar el papel decisivo que se presumía
en cuanto se desatasen las hostilidades. El 6 de agosto, los japoneses tomaron las primeras
medidas para proteger a la colonia nipona. En virtud de los acuerdos de 1932, las tropas chinas no
podían acercarse al área de Shanghái, pero un ejército de 120.000 soldados chinos iba tomando
posiciones alrededor de la ciudad. El 12 de agosto, los japoneses exigieron su retirada. Al día
siguiente, las fuerzas policiales chinas en el interior de la ciudad comenzaron a efectuar los
primeros disparos contra los japoneses. Estaba a punto de comenzar una de las batallas más
feroces de todo el siglo XX.
La batalla de Shanghái
El enfrentamiento armado que había tenido lugar en Shanghái en 1932 sería solo un pequeño
aperitivo de lo que estaba por venir. La ciudad, cinco años después de padecer aquel primer
«incidente», se iba a convertir en el escenario de brutales combates, que adelantarían a su vez las
terribles batallas que tendrían lugar durante el conflicto mundial.
Una vez desatadas las hostilidades entre japoneses y chinos, los primeros tenían previsto
hacerse con el control de Shanghái y su área circundante en una semana. No esperaban que el
Ejército chino pudiera ofrecer allí resistencia, puesto que las tropas niponas iban a poder recibir
por mar todo tipo de refuerzos, por lo que era más lógico que los chinos estableciesen su línea de
defensa en el interior.
Sin embargo, Chiang Kai-shek, en una decisión controvertida, envió a sus mejores tropas a
luchar en Shanghái. Al parecer, la intención del líder chino era conseguir que los japoneses
permaneciesen empantanados en la ciudad mientras se llevaba a cabo la evacuación de los
territorios que tarde o temprano iban a caer, lo que incluía a Nanking, en una táctica consistente en
cambiar espacio por tiempo. Igualmente, ganando tiempo de este modo, se esperaba obtener el
apoyo internacional que hiciera posible una resolución favorable del conflicto.
Soldados de las Fuerzas Navales Especiales japonesas, pertrechados de máscaras antigás. Estas aguerridas tropas de élite serían las
responsables de la masacre de Manila en febrero de 1945.
Por su parte, los japoneses lograron el 23 de agosto desembarcar a 50 kilómetros hacia el norte.
La operación fue llevada a cabo por unidades de las Fuerzas Navales Especiales, la infantería de
marina de la Armada Imperial nipona. Este cuerpo estaba considerado de élite, con tropas bien
entrenadas, de buena calidad y moral alta; cuando se quedaban sin municiones solían utilizar sus
espadas o sus propios puños, y destacaban por su espíritu incansable de lucha y su terquedad en
resistirse a la rendición. La peligrosidad de la fuerza desembarcada forzaría a los chinos a
emplear muchos recursos para atender ese nuevo y amenazador flanco.
Esa dispersión de los esfuerzos por ambas partes hizo que los avances en el centro de la ciudad
se detuviesen; durante los siguientes tres meses, ninguno de los dos bandos conseguiría ganar allí
terreno, por lo que apenas se movería la línea del frente en ese sector central.
La actividad se trasladó entonces al sector norte de la ciudad, hacia donde avanzaban las
Fuerzas Navales Especiales desembarcadas. Aunque la resistencia china fue encarnizada, los
marines japoneses continuaron con su avance. El riesgo que corrían los chinos era inmenso, ya
que sus tropas podían quedar atrapadas entre dos fuegos. Pero, en lugar de pensar en una prudente
retirada, Chiang Kai-shek siguió empleando sus mejores recursos en una batalla que estaba
perdida de antemano. Entre esos recursos preciosos se incluía la escasa aviación con que contaba,
así como los 80.000 soldados de élite con los que contaba el Ejército chino, que habían sido
entrenados por asesores militares alemanes, y que sufrirían un 60 % de bajas.
A pesar de que sus generales insistían en que lo mejor era entregar Shanghái definitivamente a
los japoneses y retroceder para formar una línea de defensa en torno a Nanking, Chiang Kai-shek
seguía empecinado en resistir en la ciudad costera. Su esperanza era recibir el apoyo de las
grandes potencias, cuyos representantes se encontraban reunidos en Bruselas desde el 3 de
noviembre para mediar en el conflicto. Allí se habían dado cita todas las potencias firmantes del
tratado de las Nueve Potencias, celebrado en Washington de 1922, que garantizaba la integridad
territorial de China. El objetivo de aquel acuerdo era mantener la llamada política de puertas
abiertas para evitar la hegemonía de alguna potencia, cuando todas rivalizaban por hacerse con
las concesiones de ferrocarriles, minas o puertos. En realidad, esos temores se referían sobre todo
a Japón, por lo que el tratado debía ser una herramienta para frenar las apetencias niponas. Los
propios japoneses se avinieron a firmar el acuerdo, junto a Estados Unidos, Francia, Gran
Bretaña, Italia, Bélgica, Holanda, Portugal y la propia China. Sin embargo, el tratado de las
Nueve Potencias no disponía de un mecanismo de aplicación en caso de infracción de sus
términos, lo que se evidenció en 1931 con la referida invasión de Manchuria por parte de los
japoneses y la consiguiente fundación de Manchukuo. La quiebra del compromiso apenas se saldó
con las protestas norteamericanas y la imposición de algunas sanciones económicas que se
demostrarían inútiles para preservar la integridad china. Con ese desalentador precedente, Chiang
Kai-shek debía haber concluido que era mejor no hacerse ilusiones sobre la capacidad de las
potencias occidentales para socorrerle ante la agresión nipona.
El líder chino quería conservar parte de Shanghái para emprender desde allí una contraofensiva
con esa ayuda internacional que él, en su ingenuidad, creía inminente, así como demostrar con su
heroica resistencia que los chinos podían acabar venciendo a los japoneses si obtenían ese apoyo.
Desde el 5 de noviembre, la situación se había tornado desesperada cuando los japoneses
llevaron a cabo un nuevo desembarco, en este caso a 40 kilómetros al sur de Shanghái, y se
lanzaron varios ataques en toda la línea del frente.
Pero, como era de prever, las potencias en las que tanto confiaba el líder chino no estaban
dispuestas a mover un dedo por China. En Estados Unidos dominaban las tesis aislacionistas, y
tanto británicos como franceses tenían ya bastante preocupación con la amenaza que representaba
Hitler. La Unión Soviética, que pese a no haber firmado el tratado de 1922 había sido invitada a la
capital belga, tampoco tenía ningún interés en enarbolar la bandera de la intervención. Además, se
había extendido el convencimiento de que la causa china estaba perdida y, en todo caso, el
escenario de la disputa era tan remoto que no se alcanzaban a ver las ventajas de esa posible
intervención. Aunque a lo largo de las sesiones se pronunciaron discursos más o menos tonantes,
el 24 de noviembre concluyó la conferencia de Bruselas sin que se acordase ninguna iniciativa de
apoyo a China, lo que en la práctica daba luz verde a la agresión nipona. Con esa decepcionante
conclusión se esfumaban las últimas esperanzas de Chiang Kai-shek de recibir el ansiado auxilio
internacional.
Finalmente, el 11 de noviembre, el líder nacionalista chino no tuvo otro remedio que ordenar la
retirada para salvar a su ejército de ser aniquilado. Los soldados chinos, exhaustos y faltos de
armas y municiones, emprendieron la retirada hacia Nanking, estableciendo una nueva línea de
defensa para protegerla del avance nipón. La tenaz resistencia china, que se había prolongado
desde mediados de agosto, estaba a punto de escribir su último capítulo en esa parte del país.
El 1 de diciembre de 1937, el Alto Mando japonés autorizó el ataque a la capital nacionalista
china. El asalto debía ser dirigido por el citado general Matsui, quien el 7 de noviembre había
recibido el mando de todas las fuerzas niponas en el área de Shanghái, que pasarían a llamarse
Ejército de China Central. Sin embargo, el veterano Matsui cayó enfermo, víctima de una
tuberculosis crónica. Para dirigir el ataque a Nanking, fue sustituido el 8 de diciembre por el
general Yasuhiko Asaka, aunque Matsui seguiría conservando su responsabilidad al frente de la
fuerza expedicionaria.
Asaka, de 50 años, tenía el título de príncipe al pertenecer a la Familia Imperial; era tío de la
futura emperatriz Kojun, consorte del emperador Hirohito. Sufría cojera desde que en 1923 fuera
víctima de un grave accidente de tráfico en París, cuando estudiaba allí estrategia militar. Pese a
los lazos familiares, Hirohito veía a Asaka como un elemento perturbador, ya que el príncipe
simpatizaba con la facción revolucionaria del Ejército, que pretendía imponer su voluntad al
emperador. Eso motivó que Hirohito lo destinase a la guerra de China, para alejarlo así de los
centros de poder. Gracias a ese exilio, Asaka tendría ahora el honor de capturar la capital
nacionalista china, aunque luego su nombre quedara manchado por los abominables hechos que
iban a tener allí lugar.
Asalto a Nanking
La pérdida de Shanghái supuso un duro revés para la China nacionalista. Chiang Kai-shek había
confiado hasta el último momento en que iba a recibir apoyo internacional y que iba a poder
iniciar desde Shanghái la expulsión de los invasores nipones. Pero la defensa a ultranza de sus
posiciones en esa ciudad no había servido de nada, únicamente para perder buena parte de sus
tropas de élite y de su mejor armamento en una batalla que tenía perdida de antemano.
Los nacionalistas chinos se vieron abocados entonces a la única estrategia posible: una retirada
hacia el interior del país, en una política de tierra quemada similar a la que seguirían los
soviéticos tras la invasión alemana de 1941. Los chinos tenían a su favor la inmensidad de su
territorio, con la posibilidad de reorganizarse en la retaguardia a la espera de tiempos mejores.
No obstante, para permitir esa retirada ordenada hacia el interior, era necesario entretener a los
japoneses con el fin de ganar tiempo. Así, Chiang Kai-shek decidió que Nanking resistiese todo lo
posible el avance de las tropas niponas. Esa misión recaería en el general Tang Shengzhi.
Tang, delgado, con gafas y luciendo un fino bigotito, había sido uno de los señores de la guerra
que Chiang Kai-shek había tratado de ganarse para extender el dominio del Gobierno nacionalista
a todo el país. Tang supo ver a tiempo el poder creciente del líder nacionalista y pronto se situó
como aliado suyo, convirtiéndose en uno de sus hombres de confianza. Ante la difícil papeleta de
defender Nanking, Chiang Kai-shek pensó en él para dirigir la resistencia. Al respecto existen dos
versiones, la que asegura que Tang solo aceptó después de que el líder chino le rogase una y otra
vez que se encargase de esa misión condenada al fracaso y, por el contrario, la que afirma que fue
el propio Tang el que se ofreció voluntario para comandar la resistencia de la capital,
comprometiéndose a dejarse la vida en el empeño.
Sea como fuere, el general Tang se hizo cargo de la defensa de Nanking, a orillas del río
Yangtsé, un reto para el que contaba con unos 100.000 soldados. Esa numerosa fuerza, no obstante,
estaba integrada en su mayor parte por tropas con escasa instrucción y pobremente armadas.
Aunque contaba también con algunas unidades bien equipadas y con experiencia en combate, estas
se encontraban desmoralizadas tras la derrota sufrida en Shanghái. Mientras tanto, las tropas más
valiosas emprendían la retirada hacia el interior, para disponer de ellas en las batallas venideras,
por lo que el ejército encargado de defender Nanking era considerado apenas carne de cañón.
Pero Tang estaba dispuesto a hacer un papel heroico al mando de esas tropas tan poco apreciadas.
En una comparecencia ante la prensa internacional reiteró su decisión de defender la ciudad hasta
la muerte, si era necesario.
El líder militar chino, Chiang Kai-shek, ordenó a sus tropas una defensa a ultranza de Nanking, sabiendo que no tenía ninguna
posibilidad de resistir. El objetivo era ganar tiempo para retirar sus mejores tropas hacia el interior del país. Wikimedia commons.
En una decisión que recuerda a la que tomaría cinco años después Stalin respecto a Stalingrado,
Chiang Kai-shek ordenó impedir la evacuación de la población civil, una decisión que, a la luz de
los acontecimientos posteriores, se demostraría un terrible error. Para ello, Tang llegó a disponer
dos divisiones en el puerto fluvial con la única misión de evitar la huida de los civiles, e incluso
procedió a hundir hasta el último bote para evitar tentaciones a los que pretendían escapar de la
ciudad. De este modo, el río se convertía en una barrera infranqueable, ya que, al ser tan ancho a
su paso por la ciudad, ningún puente lo atravesaba. Además, todos los caminos que salían de la
ciudad fueron también bloqueados. Los habitantes de Nanking quedaron así atrapados en una
ratonera. La ciudad estaba a punto de convertirse en un campo de batalla y ellos iban a tener que
permanecer en el escenario de los combates, lo que solo podía acabar trágicamente.
Pero las semejanzas con la defensa de Stalingrado no terminaban ahí. Al igual que el Ejército
Rojo en la ciudad soviética, los chinos iban a tener que combatir en la ciudad con el río, en este
caso el Yangtsé, a sus espaldas. Sin embargo, habría una diferencia decisiva. Mientras los
soviéticos lograrían resistir en Stalingrado gracias al aporte continuo de hombres y material que
llegaban desde la orilla oriental del Volga, las fuerzas chinas encargadas de defender Nanking
iban a contemplar cómo el resto del ejército se retiraba hacia el interior. Por otro lado, las
históricas murallas que rodeaban todo el perímetro de la ciudad no suponían una defensa eficaz en
un conflicto del siglo XX. Para cualquier observador, Nanking estaba condenada a perecer sin
remisión. Además, con el recuerdo bien fresco de lo que acababa de ocurrir en Shanghái, en
donde se habían producido muchas bajas civiles, pocas dudas sobre el duro castigo que iba a
sufrir Nanking bajo las armas niponas, aunque pocos hubieran podido imaginar en ese momento a
qué dramáticos extremos llegaría.
El 1 de diciembre de 1937, coincidiendo con la decisión del Alto Mando japonés de iniciar el
asalto a Nanking, el Gobierno nacionalista emprendió la retirada de la capital. Chiang Kai-shek
permanecería en la ciudad seis días más para insuflar ánimos a los resistentes, antes de seguir a su
gobierno hacia el interior hasta la ciudad de Wuhan, en el curso medio del río Yangtsé, poniéndose
a salvo y abandonando a la ciudad a su suerte.
Al día siguiente, el príncipe Asaka ordenó el avance sobre la capital. El plan ideado por el
general Tang para impedir el asalto se vino abajo desde el mismo momento en que los japoneses
atacaron. El pánico se extendió entre los soldados chinos que combatían en los alrededores de la
ciudad; los hombres huían atropelladamente para ponerse a salvo. Cuando tropas procedentes de
la guarnición de Nanking trataban de forzarles a regresar al frente, los soldados que huían les
disparaban para abrirse paso. Con el fin de acabar con esos graves casos de indisciplina, Chiang
Kai-shek autorizó al general Tang a ejecutar en el momento a los que desobedeciesen las órdenes,
pero esa disposición era de imposible cumplimiento, puesto que eran miles los soldados que
abandonaban la lucha, y Tang hubiera tenido que emplear sus tropas leales en matar compatriotas
en lugar de japoneses.
Aunque la caída de Nanking era inevitable, al igual que había sucedido en Shanghái, Chiang
Kai-shek decidió prolongar inútilmente los combates. En este caso no era para dar tiempo a que
llegase una hipotética ayuda internacional que ya estaba descartada, sino para dar un ejemplo de
resistencia al resto del pueblo chino, evitando dar la impresión de que la capital caía sin lucha.
No obstante, el líder nacionalista dispensó al general Tang de su promesa de defender la ciudad
hasta la muerte, como agradecimiento por la amarga tarea que había asumido. Igualmente, se
relajó la disposición que obligaba a la población a permanecer en la ciudad; de todos modos, solo
pudieron huir los que tenían suficiente dinero para proveerse de un medio para escapar. A la gran
mayoría no le quedó otra alternativa que tratar de sobrevivir en esa ciudad condenada.
Una semana después de ordenado el ataque, el ejército japonés ya tenía rodeada la ciudad, y
conminó a los defensores a rendirse. El general Tang hizo honor a su palabra y rechazó la
rendición, una decisión que también se demostraría desacertada, ya que no haría más que
exacerbar los ánimos de los japoneses, bastante encendidos por la inesperada resistencia china en
Shanghái.
A pesar de ese loable espíritu de resistencia, la caída de Nanking, sin la más mínima esperanza
de recibir algún auxilio, era solo cuestión de tiempo. El 9 de diciembre de 1937, Asaka ordenó el
asalto final. Los desmoralizados soldados chinos fueron retrocediendo cada vez más ante el
empuje japonés. Las órdenes de los oficiales chinos eran confusas y contradictorias, lo que hizo
que la defensa fuera descoordinada. Mientras, los aviones nipones, además de bombas, arrojaban
octavillas sobre la ciudad en la que exigían su capitulación. El general Tang, por su parte, aunque
públicamente animaba a seguir combatiendo por la defensa de la ciudad, entabló contactos
secretos con los japoneses para acordar un alto el fuego y entregarla, aunque las conversaciones
no llegaron a prosperar.
Finalmente, el 12 de diciembre, el general Tang ordenó la retirada general de sus tropas. Esa
decisión había sido postergada lo máximo posible. Para no cargar con esa deshonra en su
currículum, Tang había ido reuniendo a sus altos oficiales para que la petición de retirada,
dirigida a Chiang Kai-shek, estuviera firmada por todos ellos, diluyendo así su responsabilidad en
la derrota. Una vez dada la orden de retirada, las tropas chinas abandonarían la ciudad escapando
por las rutas que aún permaneciesen abiertas o cruzando a la otra orilla del Yangtsé en cualquier
medio flotante, pero ya era tarde para intentar una retirada organizada, como sí hubiera sido
posible de haberse decidido unos días antes. Esa noche, el general Tang, quien poco antes se
mostraba decidido a luchar por Nanking hasta la última gota de su sangre, huyó de la ciudad de
forma no demasiado heroica, por la única puerta de la muralla que permitía escapar del asedio
japonés. Tang dejó Nanking como el capitán que abandona su barco mientras la tripulación y los
pasajeros tratan de achicar agua para evitar el inminente naufragio.
Al amanecer del día 13 de diciembre, la situación para los defensores ya era desesperada. La
artillería nipona comenzó a demoler las murallas, que se fueron desmoronando entre la euforia de
los soldados. Las cámaras japonesas inmortalizaron el momento en el que los soldados se
encaramaban a las ruinas de las murallas ondeando sus banderas y lanzando sus gritos de júbilo
por una victoria que ya estaba al alcance de la mano. Tras la destrucción de las murallas, dos
divisiones japonesas penetraron hacia el centro de la ciudad y dos más avanzaron hacia otros
puntos. Además, los japoneses habían logrado remontar el Yangtsé y desembarcar tropas en las
dos orillas.
La huida del general Tang, así como de otros muchos oficiales, dejó a las tropas chinas
descabezadas e inmersas en el caos más absoluto. Tan solo dos regimientos lograron retirarse
según los planes previstos, pero el resto, unos 90.000 hombres, se rigieron por el principio del
sálvese quien pueda. Así, fueron numerosos los soldados que abandonaron sus armas y uniformes
en plena calle y trataron de confundirse entre la población civil. Para ello, trataban de encontrar
ropa o, incluso, obligaban a los civiles a entregarles la suya. Otros soldados se dedicaron al
saqueo de tiendas y negocios. Las calles aparecían cubiertas de fusiles, granadas, cascos,
uniformes o botas; eran los restos de un ejército derrotado y en desbandada.
Pero también hubo soldados chinos que siguieron combatiendo con una tenacidad encomiable.
Al contrario que sus compañeros, no confiaban en poder evitar las represalias de los vencedores;
si iban a morir de todos modos, antes se llevarían por delante a algunos japoneses, y eso fue lo
que hicieron. Pero esa resistencia desesperada no supuso un contratiempo serio para los
invasores, quienes siguieron avanzando por las calles de la ciudad, amparados en la protección y
en la potencia de fuego de sus tanques. Cuando cayó la noche de ese 13 de diciembre de 1937,
Nanking había sido definitivamente tomada.
Según las anotaciones de un cabo nipón, Kurihara Riichi, «después de tres o cuatro horas
esperando, los chinos no veían ningún preparativo para cruzar el río, pero no podían imaginar lo
que iba a suceder. Cuando ya era oscuro, comenzaron a montarse ametralladoras en la orilla,
formando un semicírculo alrededor de los prisioneros». La matanza estaba a punto de comenzar.
Según el testimonio de Kurihara, «de repente, comenzaron a disparar ametralladoras y todo tipo
de armas. El ruido de esas armas de fuego disparando se entremezclaba con los gritos
desesperados de los prisioneros». La masacre se prolongó durante una hora, hasta que todo el
grupo fue aniquilado. Kurihara afirmó que, durante toda la noche, los soldados japoneses fueron
clavando a los chinos sus bayonetas para asegurarse de que ninguno había quedado con vida.
Una vez cumplida la orden de ejecutar a todos los prisioneros, surgió el problema de qué hacer
con los cadáveres. Se comenzaron a cavar fosas, pero pronto se vio que un enterramiento masivo
iba a requerir mucho tiempo y esfuerzo. También se intentaron quemar los cuerpos, pero los
japoneses no contaban con gasolina suficiente para emplearla en esa tarea. Al final, la mayoría de
cadáveres fueron simplemente arrojados al Yangtsé.
Los asesinatos masivos tenían lugar alrededor de la muralla que rodeaba la ciudad. Ante la
puerta Taiping, los japoneses reunieron unos 1300 soldados chinos y los mataron arrojándoles
granadas de mano. Los supervivientes fueron rociados con gasolina y quemados. A los que todavía
conservaban un hálito de vida se les remató con las bayonetas.
También hubo asesinatos en la parte superior de un sector de muralla que había sobrevivido al
bombardeo. Según declararía años después un reportero japonés, «los soldados alinearon a los
prisioneros chinos en lo alto de la muralla, cerca de la puerta Chungshan, y cargaron contra ellos
con sus bayonetas. Uno a uno, los prisioneros fueron cayendo abajo. Todo se llenó de sangre». El
periodista reconoció que «la escena me puso los pelos de punta, estaba temblando sin saber qué
hacer».
Los puntos en los que se produjeron masacres serían incontables. Por ejemplo, miles de
prisioneros fueron ejecutados en una excavación conocida como el «Reguero de los diez mil
cadáveres», una fosa de 300 metros de largo por 5 de ancho. El nombre no constituía una
exageración, ya que se considera que en esa larga fosa fueron enterradas unas 12.000 víctimas.
Según dos corresponsales norteamericanos que fueron testigos de esos terribles
acontecimientos, en la puerta de Yijiang los cadáveres de soldados chinos formaban montañas de
hasta 6 metros de altura. Los actos de sádica crueldad llegarían a extremos espantosos, como el
que contempló horrorizado un misionero también norteamericano, cuando unos soldados japoneses
destriparon a un soldado chino, le arrancaron el hígado y el corazón y, después de asarlos, se los
comieron.
Un oficial de la marina nipona que acababa de llegar a Nanking, Masatake Okumiya, presenció
una de esas ejecuciones masivas, en la que varios centenares de soldados chinos fueron
masacrados: «No hicieron ningún ruido, estaban muy callados. Tenían las manos atadas a la
espalda. Los habían hecho formar en la orilla del río y los mataron con bayonetas y espadas.
Luego los lanzaron al río». Okumiya experimentó la misma transformación que sufrieron muchos
otros soldados, pasando de la sorpresa inicial ante esa muestra de brutalidad extrema a la
aceptación e incluso la apatía: «Al principio me quedé atónito, sorprendido. Pero, a causa del
ambiente que se respiraba, gradualmente me fui acostumbrando. Al final, ni siquiera pensaba en
ello. No sentía nada. Me limitaba a mirar aquel espectáculo. Y, comoquiera que yo también era un
oficial de la marina, no estaba autorizado a inmiscuirme en un asunto militar».
Un factor que, sin duda, influyó en el trato cruel que los japoneses infligieron a los soldados
chinos fue el desprecio que sentían ante el hecho de que hubieran preferido caer prisioneros a
luchar hasta la muerte. En la mentalidad nipona, el caer prisionero era algo inconcebible y
vergonzoso, un concepto que explicaría también el maltrato que sufrirían los soldados británicos y
norteamericanos capturados durante la Segunda Guerra Mundial.
El testimonio de un soldado japonés, Azuma Shiro, muestra hasta qué punto llegaba el
desprecio que sentían por sus enemigos. Shiro se encontraba en Nanking cuando su unidad recibió
la orden de dirigirse a un lugar, distante unos 15 kilómetros de la ciudad, para hacerse cargo de un
grupo de soldados chinos que había decidido rendirse. Cuando Shiro llegó allí, ya de noche,
contempló la escena; unos 7000 soldados chinos agrupados en torno a una bandera blanca
esperando pacientemente la llegada de sus captores.
La facilidad con la que los chinos se habían entregado sorprendió mucho a Azuma y sus
compañeros. Los oficiales chinos habían huido, abandonado a sus hombres, pero aun así Azuma
no podía entender que no hubieran luchado hasta el final en lugar de entregarse. Los japoneses les
hicieron formar en cuatro columnas con la bandera blanca al frente para iniciar la marcha, y los
chinos obedecieron mansamente, a pesar de que, según el testimonio de Azuma, les superaban
claramente en número; aunque estaban desarmados, hubieran podido revolverse contra sus
captores con éxito.
Por un lado, el soldado Azuma reconocía sentir algo de pena por aquellos prisioneros, que
continuamente pedían agua y trataban de asegurarse de que no iban a ser ejecutados. Pero, por el
otro, el japonés sintió un intenso desdén por ellos, comparándolos con «hormigas arrastrándose
por el suelo» o «un rebaño de ovejas». Azuma se sintió avergonzado por haber sentido durante los
combates anteriores miedo de los soldados chinos, a los que calificaba de «esclavos ignorantes»,
señalando además que algunos de ellos apenas tenían 12 o 13 años.
Los japoneses llevaron a los prisioneros chinos a una aldea vecina. Azuma relata que cuando
ordenaron a un grupo de chinos que entrasen en una casa, estos dudaron porque veían la casa
«como si fuera un matadero». Pero finalmente entraron y se acomodaron como pudieron, aunque
protestaron cuando algunos soldados japoneses trataron de arrebatarles sus mantas. Los chinos
pasaron allí la noche y a la mañana siguiente Azuma y sus hombres recibieron la orden de
dirigirse a otro lugar. Días después, Azuma supo que los prisioneros habían sido divididos en
grupos de doscientos o trescientos hombres y ejecutados.
Ese profundo menosprecio también se desprende de las palabras de otro soldado nipón:
«Nosotros usábamos alambre de espino para atar a los chinos capturados dentro de fardos de diez
y tenerlos agrupados. Luego les echábamos gasolina y los quemábamos vivos. Me sentía como si
estuviera matando cerdos».
Estas reacciones no eran sorprendentes, ya que el proceso de instrucción de los soldados
japoneses en China incluía esa desconsideración por la vida de sus enemigos. Así, un soldado
nipón llamado Tajima recordaba una de esas sesiones de adoctrinamiento, en las que no solo eran
aleccionados en ese desprecio, sino que debían actuar en consecuencia. Antes de que Tajima
hubiera entrado en batalla, un teniente le reunió junto a sus compañeros para inculcarles que no
debían considerar a los chinos como seres humanos, sino como algo que tenía incluso menos valor
que un gato o un perro. Después, como los soldados todavía no habían matado ningún enemigo, el
teniente pidió voluntarios para participar en una práctica en la que podrían hacerlo por primera
vez. Ningún soldado salió de la fila, lo que encendió las iras del teniente, quien dijo que no eran
dignos de enfundarse el uniforme japonés. Les espetó que eran unos cobardes y comenzó a
nombrar a varios de los soldados. Uno de esos nombres era el de Tajima, quien a pesar de
contemplar con horror la idea de tener que matar un hombre a sangre fría, no tuvo otra opción que
obedecer. Así, Tajima tomó su fusil con bayoneta y comenzó a caminar hacia una fosa, en cuyo
borde permanecía un grupo de aterrorizados prisioneros chinos, quienes la habían cavado poco
antes. Según el soldado, al llegar el momento de clavar su bayoneta a uno de los prisioneros, lo
hizo cerrando los ojos y pidiéndole perdón, mientras escuchaba los gritos del teniente
apresurándole para que lo hiciera de una vez. Cuando los volvió a abrir, el chino había caído ya
en la fosa, mientras él se decía a sí mismo: «¡Asesino, criminal!».
Un macabro concurso
En la masacre de Nanking destaca un episodio controvertido, pero que es revelador del ánimo con
el que los japoneses emprendieron la campaña. El 30 de noviembre de 1937, dos semanas antes
de la toma de Nanking, apareció en la prensa nipona el primero de varios artículos sucesivos
referidos a una particular competición entre dos oficiales japoneses, Toshiaki Mukai y Tsuyoshi
Noda. El objetivo de ese macabro concurso era ver quién era el primero en decapitar a cien
soldados enemigos con sus respectivas katanas.
El duelo entre ambos oficiales fue seguido como si de una competición deportiva se tratase.
Así, en su edición del 7 de diciembre, uno de los diarios que cubría el concurso informaba que el
marcador a fecha 5 de diciembre era de Mukai 89, Noda 78.
Según las crónicas, al llegar a la montaña Zijin, durante el avance hacia Nanking, se produjo
una batalla en la que ambos contendientes consiguieron sobrepasar esa cifra, pero no fue posible
saber quién la había conseguido antes. Noda había matado a 105 soldados chinos, mientras que
Mukai había acabado con 106. La prensa celebraría esa doble marca el 13 de diciembre titulando
«Increíble récord» y colocando en la portada una gran foto de ambos oficiales luciendo con
orgullo sus katanas. Para decidir el vencedor, se optó por continuar con la competición, pero
situando la nueva y definitiva meta en las 150 muertes.
Como información adicional, la prensa explicaba que la katana de Mukai se encontraba
ligeramente dañada; según declaraciones de Mukai, se debía a que había cortado la cabeza de un
soldado chino de arriba abajo, incluyendo el casco. Mukai aseguró también a la prensa que el
concurso le parecía «divertido».
Un diario japonés lleva a su portada el macabro concurso de cabezas cortadas que llevaron a cabo dos soldados nipones.
Aunque, según la prensa, esas decapitaciones se producían en el fragor de la batalla, por lo que
eran calificadas como «heroicas», en realidad los dos oficiales incrementaban sus números
recurriendo a la decapitación de prisioneros. Así lo confirmaría Tsuyoshi Noda al regresar a casa,
quien admitió que:
En realidad, solo maté a cuatro o cinco soldados en el campo de batalla. Cuando capturábamos una trinchera china, ordenábamos
a los prisioneros que vinieran hacia nosotros, y ellos eran tan estúpidos que venían corriendo enseguida. Entonces los alineábamos y
les íbamos cortando la cabeza, desde el primero al último de la fila. Se dijo que yo había matado a un centenar de soldados, pero la
mayoría fue de este modo.
Al parecer, esa competición no resultó tan gratificante para sus autores como se desprendía del
emocionante seguimiento de la prensa: «Sí, hicimos ese concurso, pero después se me ha
preguntado si fue para mí una gran cosa, y no, no lo fue».
Tras la guerra, ambos protagonistas fueron juzgados por el Tribunal Internacional Militar para
el Lejano Oriente. Los dos oficiales fueron extraditados a China, y juzgados por el Tribunal para
los Crímenes de Guerra de Nanking. Mukai y Noda fueron declarados culpables, condenados a
muerte y ejecutados el 28 de enero de 1948.
Asesinato de civiles
Después de que los soldados chinos se rindieran en masa, no quedaba nadie para proteger a los
civiles de Nanking, excepto los extranjeros residentes en la ciudad que habían decidido
permanecer allí corriendo un gran riesgo, con el empresario alemán John Rabe a la cabeza, cuyo
destacado papel será descrito más adelante.
Esos extranjeros se encontraban allí por motivos comerciales, o estaban al frente de misiones
religiosas. Tan solo eran veintidós, ya que el resto se había marchado cuando las tropas niponas se
acercaban a la ciudad. Gracias al impulso de John Rabe, se formó el llamado Comité
Internacional para la Zona de Seguridad de Nanking, siguiendo el modelo que se había puesto en
práctica en Shanghái para proteger a la población civil. La zona segura de Nanking se estableció
en la parte oeste de la ciudad y se logró el compromiso del Ejército japonés de mantenerse fuera
de sus límites.
En el resto de la ciudad, los invasores cometerían todo tipo de atrocidades, no solo contra los
prisioneros de guerra, como hemos podido comprobar, sino contra los civiles, que nada habían
tenido que ver con los combates. Desde el primer momento, los soldados extendieron el terror por
las calles, disparando a los civiles sin ningún motivo, a la mayoría de ellos por la espalda cuando
trataban de huir. Usando ametralladoras, pistolas y rifles, los japoneses disparaban sin
miramientos a ancianos, niños o soldados chinos heridos. Las calles estaban sembradas de
cadáveres. No solo los habitantes de Nanking fueron objeto de la insaciable sed de sangre de los
soldados nipones. En los pueblos situados en los alrededores de la ciudad también se produjo esa
ola de asesinatos indiscriminados.
Pero los soldados nipones también irrumpían en comercios y casas particulares, buscando
soldados chinos ocultos. Estos registros solían acabar con el asesinato de los que en ese momento
se encontraban allí y el robo de las pertenencias más valiosas. Todas las tiendas fueron
sistemáticamente saqueadas. Los japoneses también quemaban todo lo que no pensaban utilizar.
Como se ha apuntado, los hombres en edad militar, aunque fueran civiles, eran ejecutados al ser
sospechosos de ser soldados. Pero cualquiera podía caer bajo las balas o las bayonetas niponas,
por ejemplo por no obedecer una orden en japonés, aunque no se comprendiera ese idioma. Los
japoneses utilizaban incluso un toque de corneta que significaba «matar a todos los chinos que
huyen».
Los japoneses pusieron en práctica con los civiles un método de tortura que acababa siempre
con la muerte de la víctima: el enterramiento en vida, aunque dejando la cabeza fuera. El
desdichado, además de sufrir hambre y sed, podía ser atormentado de muchas maneras. Los
japoneses lo hacían servir de blanco utilizando sus fusiles con bayonetas como jabalinas. También
podían ser pisoteados por caballos o aplastados por las orugas de los tanques.
Los cadáveres iban siendo apilados fuera de las murallas de la ciudad, a lo largo de la orilla
del río. El modo más habitual de deshacerse de los cuerpos era, tal como se ha apuntado,
simplemente lanzándolos al Yangtsé, que en algunos puntos se tornaría literalmente rojo por la
sangre derramada. Un corresponsal japonés, Imai Masatake, fue testigo de lo que allí sucedía: «En
el muelle había la negra silueta de una montaña de cuerpos. Entre cincuenta y cien hombres
estaban allí sacando cuerpos de esa montaña y arrojándolos al Yangtsé. Los cuerpos derramaban
sangre, y algunos no estaban todavía muertos; se les oía gritar y aún se movían. Los encargados de
ese trabajo lo hacían en completo silencio».
El periodista nipón recordaba que «estaba muy oscuro, apenas se distinguía la otra orilla del
río». Pero lo que más le impresionó fue que el muelle «estaba cubierto de una especie de lodo que
brillaba bajo la luz de la luz de la luna… ¡era sangre!». A Masatake le quedaba por ver lo peor:
«Después de un rato, los chinos a los que se les había obligado a hacer ese trabajo fueron
alineados a lo largo del muelle. Se escuchó el disparo de una ametralladora. Los chinos cayeron
hacia atrás, precipitándose al río, siendo engullidos por la corriente». Según el corresponsal, «un
oficial japonés que se encontraba allí calculó que unas 20.000 personas habían sido ejecutadas».
Un fotógrafo de prensa japonés, Kawano Hiroki, recordaría escenas similares, preguntándose si
aquellos incontables cadáveres que eran arrojados al Yangtsé eran de personas «que habían
muerto en la batalla o si habían sido ejecutados después de haber sido hechos prisioneros, o si
eran civiles masacrados». Hiroki, como buen fotógrafo, no pudo pasar por alto el aspecto estético
de aquellas escenas, por terribles que pudieran ser en realidad; así, se acordaba especialmente de
que «había un estanque en los alrededores de Nanking que parecía un mar de sangre, mostrando
espléndidos colores. Si hubiera tenido película de color… ¡qué impactante foto hubiera
conseguido!».
Sobre la espantosa imagen de los cadáveres amontonados a lo largo del río, otro reportero
nipón, Sasaki Motomasa, se mostraría también muy impresionado: «Vi montañas de cuerpos
apilados tras el gran terremoto de Tokio —ocurrido en 1923—, pero nada podía compararse a
esto».
Otro fotógrafo japonés, en este caso del Ejército, Hiroki Kawano, aseguraría haber visto «toda
clase de escenas espantosas, como cuerpos decapitados de niños tendidos en el suelo». El
fotógrafo explicó que «los soldados obligaban a los prisioneros a cavar una fosa y arrodillarse
antes de ser decapitados». Según Kawano, los verdugos habían logrado una macabra perfección
de su cometido: «Algunos soldados japoneses eran muy hábiles en su trabajo y tenían el cuidado
de cercenar la cabeza completamente, pero dejando una pequeña tira de piel entre la cabeza y el
cuerpo, de modo que, al desplomarse, la cabeza tirase del cuerpo hacia la fosa».
Otras descripciones espeluznantes llegarían de los residentes extranjeros en la ciudad. Un
médico norteamericano, Robert Wilson, relataba a su familia en una carta que «los soldados
japoneses clavaron sus bayonetas a un niño, matándolo. Esta mañana pasé una hora y media
intentando curar a otro niño de 8 años que tenía cinco heridas de bayoneta, una de ellas en el
estómago». El doctor Wilson aseguraba en otra misiva que «la masacre de la población civil es
terrible. Podría seguir narrando páginas de los casos de violación y brutalidad casi más allá de lo
creíble». El médico estadounidense refirió también con una mezcla de estupor y horror los
asesinatos arbitrarios que llevaban a cabo los japoneses en las calles: «Vi a siete chinos que
estaban limpiando de escombros una calle, llegaron unos soldados japoneses y, sin previo aviso,
mataron a cinco de ellos. También mataron a dos heridos que iban camino del hospital».
Otro de los extranjeros que más se destacó en su ayuda a las víctimas de Nanking fue el
misionero norteamericano John Magee. En una carta a su esposa, el religioso aseguraba que «los
japoneses no solo mataron a todos los prisioneros que podían encontrar, sino también un gran
número de civiles de todas las edades».
Salvado de milagro
Si hasta ahora hemos contado con el testimonio de aquellos que presenciaron la carnicería que
tuvo lugar en Nanking, tiene un especial valor el relato de los hechos que puede referir una de las
víctimas. En 1995, la autora del libro The Rape of Nanking, la historiadora Iris Chang, entrevistó
a uno de los supervivientes, Tang Sushan, entonces un joven aprendiz de zapatero.
Poco antes de que las tropas niponas entraran a sangre y fuego en la ciudad, Tang y otros dos
aprendices decidieron esconderse en la casa en la que se alojaban, sacando la puerta y tapiando la
entrada con unos ladrillos. Desde allí podían escuchar los gritos de sus compatriotas, cayendo
bajo las balas y las espadas de los japoneses. Según relataría Tang a su entrevistadora, estando
allí oculto sintió una gran curiosidad por ver a los soldados japoneses, puesto que había oído que
se parecían físicamente a los chinos, pero al no haber visto nunca a ningún japonés no sabía si eso
era verdad.
Tang, empujado por la inconsciencia de la juventud propia de sus 25 años, convenció a sus
amigos para que retirasen algunos ladrillos de la puerta y poder así salir a la calle. Sus
compañeros de escondite trataron de disuadirle, advirtiéndole del enorme peligro que iba a correr
solo para satisfacer su curiosidad. Sin embargo, Tang estaba firmemente decidido a llevar a cabo
su arriesgada excursión, por lo que finalmente sus amigos se rindieron y le permitieron salir,
retirando los ladrillos.
Ya en la calle, Tang no tardó nada en arrepentirse de haber abandonado el refugio. Se veían
cadáveres por todas partes, tanto de hombres como de mujeres, de niños pequeños como de
ancianos, con signos de haber caído bajo las bayonetas japonesas. Según Tang, «estaba lleno de
sangre por todas partes, como si del cielo hubiera estado lloviendo sangre». Tang se encontraba en
ese momento junto a otro chino, cuando de pronto vio cómo se acercaba un grupo de ocho o nueve
japoneses. Instintivamente, aquel chino se metió en un cubo de basura para esconderse, y Tang
hizo lo mismo. Ambos apilaron algunos desperdicios por encima de sus cabezas para permanecer
ocultos. De repente, Tang sintió como alguien apartaba de un golpe aquellos desperdicios; era un
soldado japonés. Habían sido descubiertos. El soldado les ordenó que salieran del cubo, y antes
de que Tang pudiera reaccionar, vio como el japonés cortaba limpiamente la cabeza a su
compañero con una espada, la recogía y la mostraba orgulloso como trofeo.
Tang se quedó paralizado; «estaba tan aterrorizado que no podía mover un dedo, lo único en lo
que podía pensar era en que, si moría ahí, mi familia nunca sabría lo que había ocurrido».
Entonces escuchó la voz de un chino que colaboraba con los invasores, ordenándole que saliera
de una vez. El aprendiz de zapatero salió a rastras del cubo. Pensó en escapar, pero el terror le
impedía incluso mover las piernas. En ese momento pasaba por la calle un grupo de japoneses
acarreando varios centenares de resignados civiles que habían sido detenidos y a Tang se le
ordenó unirse a ellos.
La marcha se detuvo al cabo de un rato cerca de un estanque y una fosa rectangular que acababa
de ser cavada. En ella reposaban los cuerpos de unos sesenta chinos. Tang comprendió que ese era
el destino que le esperaba a él y al resto del infortunado grupo. La única duda era saber si iban a
ser ejecutados al momento o se les iba a enterrar vivos, como acostumbraban a hacer los
japoneses. A Tang se le ocurrió la idea de aprovechar algún descuido de sus captores para
deslizarse dentro de la fosa y permanecer entre los cadáveres a la espera de una oportunidad para
escapar. Pero cuando vio que dos perros lobo del Ejército nipón se estaban comiendo los cuerpos,
cambió de idea.
Los japoneses ordenaron a Tang y los otros prisioneros que se alineasen en varias filas junto a
la fosa. Tang se quedó en la que estaba más cerca del borde. Desde allí pudo por fin satisfacer su
primera curiosidad, contemplando los rostros de los japoneses y llegando a la conclusión de que,
en efecto, se parecían a ellos, los chinos. Pero estando tan cerca de la muerte, poco le importaban
ya esas observaciones. Para horror suyo y de todos los prisioneros, los japoneses dieron
comienzo a un concurso similar al que habían protagonizado aquellos dos oficiales, en el que se
debía dirimir quién era capaz de cortar cabezas más rápidamente. Los ocho soldados que iban a
participar fueron divididos en cuatro equipos de dos miembros; uno se encargaría de cortar las
cabezas con su espada y el otro de recogerlas y apilarlas. Mientras, otro soldado había emplazado
una ametralladora frente al grupo para evitar que nadie pudiera escapar.
Tang recordaba la espantosa velocidad a la que las cabezas iban siendo cortadas. Durante la
carnicería, los japoneses no paraban de reír e incluso uno tomaba fotografías. Según Tang, los
verdugos «no mostraban ni rastro de remordimiento». No era posible huir, y Tang asumió con
tristeza que estaba a punto de morir decapitado. El resto de prisioneros también se mostraba
resignado a su suerte. Pero, de repente, un suceso conmocionó al grupo; una mujer embarazada,
que se encontraba dos filas detrás de Tang, se revolvió contra los japoneses cuando estos trataban
de llevársela a rastras, seguramente para violarla. Aunque nadie se decidió a auxiliarla, la mujer
no cedía en su desesperada resistencia. Finalmente, viendo que iban a tener más dificultades de
las previstas para abusar de ella, un soldado rajó su vientre con la bayoneta y le sacó no solo el
bebé que llevaba, sino sus intestinos. Ese hubiera sido el momento para los prisioneros, según
Tang, de rebelarse e intentar acabar con la vida de los japoneses, aunque lo más probable es que
hubieran perecido en el intento. Los chinos superaban ampliamente en número a sus captores, pero
nadie hizo nada. Cada uno siguió dócilmente en su sitio. Tan solo aquella mujer embarazada
mostró coraje en esos dramáticos momentos.
La muerte ya se acercaba a Tang. El prisionero que estaba justo detrás de él fue decapitado.
Pero entonces sucedió una especie de milagro; el cuerpo de aquel hombre cayó hacia delante pero
inclinado a un costado, empujando a Tang también a la fosa. En medio del ritmo frenético de las
decapitaciones y el carácter lúdico que había adquirido aquella ejecución masiva, ningún soldado
se dio cuenta de lo que había ocurrido, por insólito que pueda parecer. Ya en la fosa, Tang trató de
ocultar su cabeza entre la ropa del hombre que acababa de ser decapitado. El truco podía no
haberle dado resultado si los japoneses hubieran seguido con su macabra competición, ya que en
algún momento se hubieran dado cuenta de que ese cuerpo había conservado su cabeza, pero poco
después los soldados se cansaron del concurso y decidieron limitarse a cortar las gargantas. De
este modo, con la llegada de esos cuerpos, Tang pudo seguir haciéndose pasar por muerto en el
interior de la fosa.
Al cabo de una hora, todos los demás prisioneros habían sido ya asesinados. Los soldados
abandonaron el lugar, excepto uno que se dedicó a clavar su bayoneta en los cuerpos para
asegurarse de que no había supervivientes. El propio Tang recibió cinco bayonetazos, pero tuvo
suerte de que no le alcanzaron en ningún órgano vital y logró reprimir los gritos de dolor. Tras esa
última prueba, perdió el conocimiento.
Sobre las cinco de la tarde aparecieron los dos amigos de Tang, esperando recuperar su cuerpo
sin vida para que, al menos, no reposase en el anonimato de una fosa común. Por un agujero del
muro de ladrillos habían visto como se lo habían llevado y después no les había resultado difícil
saber a dónde lo habían conducido. La sorpresa de los dos aprendices fue mayúscula cuando
advirtieron que su amigo todavía estaba con vida. Lo sacaron de la fosa y lo llevaron de regreso a
la casa. Tang había sido el único superviviente.
Torturas salvajes
El catálogo de horrores en que se convirtió la ocupación de Nanking por las tropas japonesas tuvo
su expresión máxima en las espantosas torturas a las que la población civil y los soldados chinos
fueron sometidos. Es difícil creer que esos tormentos, propios de las épocas más oscuras de la
Edad Media, pudieran tener lugar durante el siglo XX y llevados a cabo por los soldados de un
país desarrollado, pero así sucedió.
El enterramiento en vida, ya referido, alcanzó un gran predicamento entre las tropas niponas,
quienes llegaron a sistematizarlo de un modo terriblemente eficaz. Así, obligaban a un grupo de
prisioneros a cavar una fosa; otro grupo de prisioneros se encargaba de enterrarlos y, después, de
cavar una nueva fosa; posteriormente, un tercer grupo de prisioneros enterraba a ese segundo y así
sucesivamente.
Los soldados japoneses eran también muy aficionados a las mutilaciones de todo tipo; las
decapitaciones eran habituales, tal como hemos visto, así como los desmembramientos. En
ocasiones, los prisioneros eran atados y se les iban cortando trozos de carne manteniéndoles con
vida y alargando así su agonía. A un centenar de hombres les arrancaron los ojos y les cortaron la
nariz y las orejas antes de prenderles fuego. Otro grupo de doscientos soldados y civiles fueron
desnudados, atados a las columnas de un colegio y se les procedió a clavar cientos de agujas en
todo el cuerpo, incluidos los ojos.
Los prisioneros podían ser clavados a tablas de madera y colocados en el suelo, siendo
aplastados por el paso de los tanques. Por toda la ciudad podían verse chinos crucificados en
árboles o en los postes del alumbrado. Como ha sido ya explicado, era habitual que se utilizasen
los prisioneros para realizar prácticas de bayoneta.
Los japoneses aplicaban en ocasiones a los prisioneros una muerte especialmente cruel, como
era la de quemarlos vivos. Los chinos eran atados todos juntos y arrojados a una fosa, se les
rociaba con gasolina y después se les prendía fuego. El fuego parecía ser una fuente de diversión
para los nipones; una vez, después de provocar un incendio, reclamaron la presencia de civiles
para sofocarlo, pero una vez allí, los ataron y los arrojaron a las llamas. En otra ocasión, los
japoneses obligaron a un gran grupo de prisioneros a entrar en un edificio de varios pisos y subir
hasta el tejado. Después tiraron abajo las escaleras e incendiaron la parte inferior del edificio.
Los chinos que estaban en el tejado acabaron saltando al vacío para no morir abrasados, un
macabro espectáculo que divirtió mucho a los nipones.
El hielo también podía ser otro instrumento de tortura en manos japonesas. Así, los prisioneros
eran obligados a desnudarse y a caminar por algún estanque helado; cuando la fina capa de hielo
se rompía, caían al agua, en donde acababan muriendo por hipotermia, o rematados por las balas
niponas. Los japoneses decían que habían llevado a los prisioneros a «pescar». Otras variantes
consistían en arrojar al agua a un grupo de prisioneros atados para que se ahogasen, a la vez que
se les lanzaban granadas de mano, lo que provocaba «una ducha explosiva de sangre y carne».
Otro diabólico método de tortura era el empleo de los pastores alemanes con los que contaba el
Ejército nipón. Los canes podían ser azuzados contra los prisioneros que estaban enterrados hasta
el cuello. También se solía desnudar a los prisioneros y dejarlos a merced de los perros, que eran
adiestrados para atacar las zonas del cuerpo más sensibles. Era habitual que los perros abriesen el
vientre de sus víctimas y estirasen sus intestinos hasta una larga distancia.
Además de estas bárbaras torturas, los japoneses empalaron bebés con sus bayonetas o
colgaron a personas de sus lenguas. Se dieron incluso los referidos casos de canibalismo, en los
que algunos de los órganos de los prisioneros eran consumidos, como el corazón. No obstante, el
órgano más apreciado era curiosamente el pene, que era amputado a los prisioneros para venderlo
posteriormente en Japón, en donde se consideraba que su consumo aumentaba la virilidad.
Violaciones masivas
La ola de violaciones que sufrieron las mujeres de Nanking fue tan aterradora que su tragedia
personal daría nombre precisamente a la que sufrió la ciudad: la Violación de Nanking. Sin duda,
fue una de las mayores de toda la historia; se cree que únicamente fue superada por la que
sufrieron las mujeres bengalíes a manos de soldados pakistaníes en 1971, en la que fueron
violadas entre 200.000 y 400.000. Es imposible determinar cuántas mujeres de Nanking sufrieron
ese trágico destino; se barajan cifras que van desde las 20.000 a las 80.000.
Aunque resulte sorprendente a la luz de los acontecimientos, las violaciones estaban
expresamente prohibidas en el Ejército japonés y, en teoría, la policía militar debía velar por que
no se produjesen. Sin embargo, la violación estaba tan asentada en la cultura militar japonesa que
ningún soldado temía tener que rendir cuentas por ello. Aun así, para evitar complicaciones
futuras, la mayor parte de las violaciones acababa con el asesinato de la mujer para que no
pudiera denunciar posteriormente esa agresión. Según el soldado nipón Azuma Shiro, «una mujer
podía sentirse afortunada si solo la violábamos, porque después casi siempre la matábamos». Los
muertos no hablan», concluía Azuma.
Como consecuencia lógica de la despersonalización del enemigo que se les había inculcado, los
soldados no sentían ninguna culpabilidad por actuar de ese modo. Experimentaban por las mujeres
chinas el mismo desprecio que sentían por los soldados chinos. Azuma diría al respecto: «Es
posible que cuando estuviéramos violándola pudiéramos verla como una mujer, pero cuando la
matábamos la veíamos como algo parecido a un cerdo».
Las víctimas de esas violaciones no serían solo las mujeres que las padecieron, sino muchos de
los niños nacidos de esas relaciones forzadas, que serían asesinados en secreto por sus madres
después de nacer, para evitar así el estigma de la vergüenza. Hubo también muchas mujeres que,
meses después de haber sido violadas, acabaron quitándose la vida lanzándose al Yangtsé,
incapaces de superar el trauma vivido.
La escala de la ola de violaciones que se produjo en Nanking es difícilmente concebible.
Cualquier mujer podía ser violada, sin importar su edad, desde menos de 10 años hasta más de 80.
Las niñas eran agredidas tan brutalmente que algunas no pudieron caminar durante meses, pero
estas debían sentirse afortunadas por sobrevivir, ya que otras eran partidas en dos con la espada
después de la violación. Incluso algunos soldados se ayudaron de sus cuchillos para facilitar la
penetración en muchachas tan jóvenes.
Las mujeres de avanzada edad tampoco se libraban de ser sometidas a esa tortura. Si alguna
protestaba cuando un soldado trataba de atacarla, pretextando su edad provecta, era asesinada.
Incluso las mujeres embarazadas eran objeto de la violencia de los soldados, aunque estuvieran
próximas a dar a luz. Era habitual que, después de una violación en grupo, los soldados abriesen
el vientre de la madre, extrajesen el bebé y lo matasen con sus bayonetas delante de ella.
En no pocas ocasiones, las violaciones venían acompañadas de la matanza de familias enteras.
Los soldados japoneses solían irrumpir en hogares en los que sabían que había chicas jóvenes
gracias a la delación de algún chino colaboracionista, mataban a los adultos y luego abusaban de
las muchachas, acabando luego con su vida. También mataban a los hermanos pequeños. No solían
dejar ningún superviviente.
Pero no todas las víctimas eran mujeres. Los hombres eran frecuentemente sodomizados o
forzados a realizar repulsivos actos sexuales para diversión de los soldados nipones. Un chino fue
conminado a mantener relaciones sexuales con una mujer muerta, pero se negó y fue asesinado. A
los japoneses les satisfacía obligar a los monjes budistas a romper los votos de castidad; en una
ocasión, cuando una mujer fue descubierta al intentar pasar desapercibida disfrazada de hombre,
fue entregada a un monje para que la violase. El religioso se negó, por lo que los japoneses lo
castraron, muriendo desangrado.
Los occidentales que decidieron permanecer en Nanking para intentar proteger a sus habitantes
fueron testigos de esas atrocidades. El citado presidente del Comité Internacional para la Zona de
Seguridad, John Rabe, dejó constancia en sus escritos del espanto que sentía ante lo que estaba
aconteciendo en la ciudad: «A los europeos, el horror nos ha paralizado. Las ejecuciones se
suceden por doquier, y algunas se llevan a cabo con ametralladoras. Anoche, cuentan que violaron
a cerca de mil mujeres y niñas, cien de ellas en el colegio Ginling. Solo se oye hablar de
violaciones. Y cuando los maridos o los hermanos intervienen, les disparan».
El doctor Robert Wilson, de la Cruz Roja Internacional, también se mostraba horrorizado por la
avalancha de crímenes perpetrada por los japoneses:
La matanza de civiles es algo abrumador. Las violaciones y la brutalidad no parecen conocer límites. Dos chicas de unos 16 años
fueron violadas hasta morir en uno de los campos de refugiados. En la University Middle School, donde hay más de 8000 personas,
los japoneses entraron anoche diez veces, saltando los muros, robaron comida y ropa, y violaron y violaron hasta hartarse. A un chico
le clavaron una bayoneta hasta matarlo, y esta mañana me he pasado una hora y media cosiendo a un chico de 8 años que
presentaba cinco heridas de bayoneta.
Las torturas sexuales perpetradas por los japoneses no conocerían límites a su degradación
moral. Familias enteras fueron forzadas a tener relaciones sexuales entre sus miembros. Los
soldados se divertían de la manera más depravada obligando a los padres a mantener relaciones
con sus hijas, a las madres con los hijos o a los hermanos entre ellos. Los que se negaban, eran
asesinados al momento.
Hubo alguna familia que prefirió abrazar la muerte antes que satisfacer de ese modo a los
japoneses. Una familia que estaba cruzando el Yangtsé en una barca fue detenida por unos
soldados japoneses que vigilaban el río en otra embarcación. Al ver que en la barca viajaban
mujeres jóvenes, los nipones las violaron allí mismo, ante la horrorizada familia. Pero los
soldados no quedaron satisfechos con eso y decidieron que el abuelo debía participar en el
estupro. Incapaz de soportar esa humillación, la familia entera se arrojó al agua, pereciendo
ahogada.
Aunque, siendo mujer, era casi imposible escapar a ese terrible destino en Nanking, hubo
quienes emplearon su ingenio para tratar de engañar a los japoneses. Así, muchas mujeres se
raparon la cabeza y se vistieron con ropa de hombre. Otras intentaban parecer enfermas, tosiendo
mucho e incluso vomitando, lo que ahuyentaba a los soldados. Pero cuando esos trucos no servían,
solo cabía huir lo más rápido posible intentando despistar a sus perseguidores. Sin embargo, si la
mujer era finalmente atrapada, la opción de resistirse no era la más aconsejable; a las que no
querían someterse, los japoneses, además de violarlas, les arrancaban los ojos o les cortaban la
nariz, las orejas o los senos.
Aun así, hubo alguna acción heroica, como la de una maestra que, pertrechada de un revólver,
consiguió matar a cinco de los soldados que querían violarla, antes de caer también muerta. Otro
ejemplo de valentía sería el de una joven de 18 años, Li Xouying, quien gracias a su valor se
convertiría en un símbolo viviente del martirio que sufrió la ciudad.
A pesar de aquella terrible prueba sufrida a los 18 años, Li Xouying viviría una larga y
saludable vida. En 2004 falleció por insuficiencia respiratoria en Nanking, el lugar en el que su
rostro había quedado marcado por profundas cicatrices, pero en donde su nombre había pasado a
convertirse en un símbolo de la resistencia china ante la opresión nipona.
John Rabe, el diplomático germano que ayudó a salvar miles de vidas de civiles chinos.
Tras el final de la Primera Guerra Mundial fue obligado a abandonar China junto con otros
alemanes, pero un año después retornaría. En noviembre de 1931, Rabe sería nombrado director
de la delegación de Siemens en China, que entonces tenía su sede en Nanking. Desde allí se
dedicaba a vender al Gobierno nacionalista el avanzado material eléctrico que fabricaba su
prestigiosa empresa.
Cuando Adolf Hitler alcanzó el poder, en enero de 1933, John Rabe abrazó el nazismo; al igual
que millones de compatriotas, vio en Hitler el hombre que iba a sacar a Alemania de su profunda
crisis política, social y económica. Por entonces, Rabe, que sería el líder del Partido Nazi en
Nanking, escribió en sus anotaciones personales que apoyaba a Hitler al «cien por cien». Rabe se
declaraba socialista, y había puesto sus esperanzas en el nuevo canciller germano para que
mejorasen las condiciones de vida de la clase trabajadora. Sin duda, la distancia que le separaba
de Alemania le hacía ver tan solo la cara más amable del nazismo, permaneciendo ajeno a las
persecuciones a las que eran sometidos aquellos que eran considerados enemigos del régimen, a
quienes esperaba la cárcel o el campo de concentración.
Al estallar la guerra entre China y Japón en el verano de 1937, desde Alemania se aconsejó el
regreso de la colonia germana por motivos de seguridad. A pesar de la presión de familiares y
amigos, así como del personal de la embajada, Rabe fue uno de los pocos alemanes que decidió
permanecer en China. Las razones esgrimidas por Rabe para afrontar ese riesgo serían que «es una
cuestión de moralidad… no puedo marcharme y traicionar la confianza que este pueblo ha puesto
en mí, y es conmovedor ver cómo ellos creen en mí».
Tal como se ha referido, antes de la llegada de los japoneses a la capital nacionalista, John
Rabe se puso al frente del Comité Internacional para la Zona de Seguridad de Nanking, con el
propósito de poner a salvo el mayor número posible de civiles. Cuando los nipones fueron amos y
señores de Nanking, Rabe trabajó incansablemente para proteger a las más de 250.000 personas
que buscaron refugio en esa zona de seguridad. Incluso el jardín de su casa se convirtió en un
hogar para unos seiscientos civiles, a los que nunca les faltaría alimento ni unas palabras de
consuelo de su protector.
Gracias al pacto Antikomintern firmado por Berlín y Tokio en noviembre de 1936, Rabe
disfrutaba de una consideración especial por parte de los ocupantes nipones. Su brazalete con la
esvástica, o la gran bandera germana que ondeaba en el jardín de su casa, constituían un escudo
protector que Rabe trataba de extender a todos los refugiados que estaban a su cargo. Aun así, el
voluntarioso alemán no podría impedir las frecuentes incursiones que algunos grupos de soldados
llevaban a cabo en el área de seguridad, sobre todo en busca de mujeres a las que violar.
El patio del consulado germano en Nanking se convirtió en refugio para los chinos que huían del terror implantado por los japoneses
en la ciudad.
Ante los horrores de que era testigo a diario, Rabe confiaba en que su admirado Hitler iba a
conseguir que sus aliados japoneses pusiesen fin a esas atrocidades que parecía que no iban a
tener fin. Sin embargo, las comunicaciones que remitía a Berlín relatando los espantosos crímenes
perpetrados por los japoneses tendrían un efecto inesperado para él. La empresa Siemens,
seguramente obedeciendo consignas emanadas de las altas esferas, ordenó a Rabe su regreso
inmediato a Alemania.
Así, el 28 de febrero de 1938, John Rabe se vio obligado a abandonar Nanking. Los civiles
chinos que habían sido acogidos bajo su manto protector vivieron su marcha como una tragedia.
Aunque lo peor de la ola de violencia había pasado y en la ciudad comenzaba a respirarse una
cierta normalidad bajo las nuevas autoridades colaboracionistas, los civiles chinos sabían que a
partir de ese momento quedarían totalmente en manos de los japoneses. A pesar de la contrariedad
que le suponía tener que abandonar a sus protegidos, Rabe contempló su regreso como una
oportunidad de dar a conocer a sus compatriotas y a todo el mundo la tragedia que estaba
ocurriendo en Nanking. Con ese encomiable fin llevó consigo discretamente testimonios escritos,
fotografías y filmaciones que probaban esas atrocidades.
A su llegada a Alemania, Rabe organizó una serie de conferencias en Berlín para denunciar los
hechos, en donde se mostraban las fotografías y se proyectaban esas filmaciones. Rabe envió
también una carta a Hitler en la que le rogaba que persuadiera a sus aliados japoneses para que
pusieran fin a aquellos excesos. Probablemente, la carta nunca llegó a manos de Hitler y, si llegó,
este no movió un dedo para poner freno a las tropelías niponas.
Al considerar que las actividades de Rabe perjudicaban la alianza de Alemania con el Imperio
nipón para aislar a los soviéticos, fue detenido e interrogado por la Gestapo. En ese momento, es
muy probable que su confianza en Hitler y en el Partido Nazi, con cuyos principios había
comulgado, se derrumbase como un castillo de naipes. En casos similares, el detenido solía
acabar en un campo de concentración, pero la empresa Siemens intervino en su favor, logrando
que Rabe fuera liberado. Se le permitió conservar la documentación relativa a la masacre de
Nanking, con excepción de las filmaciones, que le fueron confiscadas, pero se le prohibió que
impartiese más conferencias o escribiese sobre el asunto. A Rabe no le quedó otra opción que
olvidarse de seguir denunciando las fechorías niponas, si no quería volver a caer en las garras de
la Gestapo. Siguió trabajando para Siemens, siendo destinado brevemente a Afganistán, y luego
pasó a las oficinas centrales de la compañía en Berlín, en donde permanecería hasta el final de la
guerra.
Tras la derrota germana, Rabe fue brevemente detenido, primero, por los soviéticos, y después
por los británicos, quedando en libertad. Volvió a trabajar para la Siemens, pero un conocido suyo
le denunció por su pasado nazi. Fue detenido por los británicos, quienes le retiraron el permiso de
trabajo y lo sometieron a un proceso de desnazificación. Rabe tuvo que hacer frente a los costosos
gastos de su defensa legal, en los que emplearía sus ahorros. Mientras tanto, para atender las
necesidades de su familia, se vio obligado a vender su valiosa colección de arte chino. Tras
presentar un recurso ante un primer veredicto de culpabilidad del tribunal británico, y solo
después de que éste comprobara la acción caritativa desarrollada en Nanking, el expediente de
Rabe fue declarado limpio de manchas nazis el 3 de junio de 1946.
Rabe había recuperado la plena libertad, pero era un hombre acabado. Su proceso de
desnazificación había hecho que la empresa para la que había trabajado los últimos 35 años diese
por terminada cualquier relación con él. Olvidado y abandonado, Rabe y su familia se
encontraban sumidos en la pobreza, viviendo en una habitación y sin nada que llevarse a la boca,
salvo sopa y pan duro.
En 1948, esta desgraciada circunstancia llegó a oídos de aquellos a los que había salvado la
vida diez años antes; como gesto de reconocimiento, se llevó a cabo una colecta. El alcalde de
Nanking viajó hasta Alemania, en donde compró alimentos por la cantidad recaudada para
entregarlos a un emocionado Rabe, quien creía que había sido olvidado por todos. Desde
entonces, cada mes se le haría llegar un paquete con comida, que Rabe agradecía con cartas
dirigidas a los refugiados a los que había protegido y que ahora le devolvían ese favor.
A pesar de que seguía siendo considerado un héroe en Nanking, y de la ayuda regular que
recibía de sus antiguos protegidos, John Rabe seguiría arrastrando en su país una existencia
miserable. El 5 de enero de 1950, John Rabe falleció en Berlín a los 68 años, a consecuencia de
una apoplejía.
Busto dedicado a Rabe delante de su antigua residencia, que hoy alberga un museo dedicado a su memoria.
Aunque Rabe murió sin que se le reconociese públicamente su labor humanitaria, la historia
acabaría por colocarle en el lugar que merecía. Gracias a la oscarizada película de Steven
Spielberg La lista de Schindler (1993), otras iniciativas similares, como la emprendida por Rabe,
obtuvieron también la atención de la que habían antes carecido. Así, el empresario alemán es
conocido desde entonces como «el Schindler de Nanking» o «el segundo Schindler». Por su parte,
los chinos no necesitan de esas referencias cinematográficas para referirse a Rabe, siendo
conocido como «el Buda alemán» o «el buen alemán de Nanking».
En 1997, sus restos mortales fueron trasladados del cementerio de Berlín en el que estaban
enterrados, a Nanking, donde recibieron sepultura en un lugar de honor del memorial erigido en
recuerdo de la masacre. En 2005, su antigua residencia en Nanking fue restaurada para acoger un
museo dedicado a su figura y al recuerdo de la zona de seguridad que ayudó a que miles de civiles
chinos salvaran la vida.
El castigo a los culpables
Tras la rendición de Japón, el 2 de septiembre de 1945, los Aliados dieron los pasos necesarios
para que los criminales de guerra nipones compareciesen ante un tribunal. A semejanza del
proceso que iba a celebrarse en Núremberg para juzgar a los criminales nazis, en Tokio se creó el
Tribunal Penal Internacional para el Lejano Oriente. De entre los crímenes japoneses que iban a
ser juzgados no podía faltar el de Nanking.
Así, el entonces comandante en jefe en China Central, el general Iwane Matsui, tuvo que rendir
cuentas por su responsabilidad en la matanza. Aunque el veterano Matsui ostentaba el mando en la
región, la realidad era que había permanecido ajeno a la inusitada violencia desatada contra la
ciudad. Cuando visitó Nanking el 18 de diciembre de 1937, se quedó vivamente impresionado por
los desmanes que estaban cometiendo allí sus tropas. A tenor de su reacción, en forma de
confesión a sus colaboradores, no esperaba que los soldados japoneses pudieran llegar a
comportarse como bestias salvajes. Sin embargo, el veterano Matsui no hizo nada por frenar esas
atrocidades, dejando que los excesos continuaran.
Ante el Tribunal de Tokio, Matsui fue acusado de ignorar «deliberada y temerariamente su
deber legal de adoptar medidas adecuadas para velar por el cumplimiento y prevenir las
violaciones dadas en la Convención de La Haya». Según alegó de manera poco convincente,
algunos oficiales se rieron cuando él mostró su indignación por lo que estaba ocurriendo, pero no
se sintió con fuerzas para intervenir al encontrarse todavía enfermo.
Aun así, el tribunal estableció que el general no estaba lo suficientemente enfermo como para
no poder detener la matanza. En su veredicto se afirmaba que Matsui sabía lo que estaba
ocurriendo y que «no hizo nada, o nada efectivo para poner freno a esos horrores». El delito de
Matsui no fue tanto de acción, como de omisión, pero el tribunal no tuvo dudas en hacerle
responsable de lo ocurrido: «Estaba al mando del ejército que protagonizó esos hechos, por lo
que él tenía el poder, así como el deber, de controlar sus tropas y proteger a los ciudadanos de
Nanking». Matsui fue condenado a muerte el 12 de noviembre de 1946.
También tuvo que comparecer ante el tribunal, por su responsabilidad indirecta en los hechos
de Nanking, el que era a la sazón ministro de Asuntos Exteriores, Koki Hirota. Estaba acusado de
lanzar contra China «una guerra de agresión violando las leyes internacionales». Las dudas sobre
su responsabilidad en la masacre quedaron reflejadas en el veredicto del tribunal; fue declarado
culpable por solo seis de los once jueces que lo integraban, pero esa mayoría fue suficiente para
ser sentenciado a muerte.
La decisión judicial fue muy protestada por los sectores nacionalistas nipones, e incluso se
recogieron 300.000 firmas para conseguir la conmutación de la pena, pero fue inútil. Matsui e
Hirota fueron ahorcados el 23 de diciembre de 1948, junto al que había sido primer ministro
nipón durante la guerra, Hideki Tojo.
En cambio, uno de los militares que sí tuvo responsabilidad directa en la masacre, el príncipe
Asaka, quedaría libre de toda acusación. En mayo de 1946 fue interrogado por los
norteamericanos, ante los que negó la existencia de ninguna masacre, asegurando con inusitada
desfachatez que nunca había recibido quejas por el comportamiento de sus tropas en Nanking. Las
pruebas de su culpabilidad eran más que evidentes, por lo que su destino no podía ser otro que
balancearse en el extremo de una soga al igual que Matsui e Hirota. Sin embargo, Asaka se
beneficiaría de la consideración de los norteamericanos con la familia imperial; estos deseaban
conservar la figura del emperador en el Japón de posguerra para favorecer la estabilidad, por lo
que decidieron eximir a Hirohito de su responsabilidad en la guerra a cambio de su colaboración.
Esa inmunidad alcanzaría también a su familia, de lo que se beneficiaría el príncipe Asaka para
eludir su culpa en la masacre de Nanking. Las razones de Estado permitieron que sus crímenes
quedaran impunes.
Otro de los responsables directos, Isamu Cho, ayudante del príncipe Asaka, quien se cree que
dio la orden de ejecutar a todos los prisioneros, se libraría de comparecer ante el tribunal; se
había suicidado durante la defensa de Okinawa. Tampoco llegaría a ser juzgado el príncipe
Kan’in, jefe del Estado Mayor del Ejército nipón durante la masacre, muerto durante la guerra,
aunque el pertenecer a la familia imperial seguramente le hubiera librado de responder por sus
crímenes.
Balance sangriento
¿Cuántas personas murieron a manos de los japoneses en Nanking? Resulta imposible establecer
ese número con certeza por las propias características de la matanza que tuvo allí lugar; miles de
cadáveres fueron arrojados al Yangtsé, mientras que otros miles fueron quemados. Según las cifras
oficiales expuestas en el Memorial a las Víctimas de la Masacre en Nanking, erigido en 1985 por
las autoridades municipales, fueron 300.000. Por el contrario, hay historiadores japoneses que
reducen esa cifra 40.000 e incluso a apenas 3000.
El estudio más exhaustivo de esta cuestión lo llevó a cabo el historiador chino Sun Zhaiwei en
los años noventa. Después de examinar todos los datos existentes, Sun estableció que el número
de víctimas mortales ascendió a 227.400. No obstante, ese dato hacía referencia a las muertes
efectivamente comprobadas, a las que había que añadir las numerosas muertes de las que no había
quedado constancia. Para ello, Sun recurrió al testimonio de un oficial japonés de 1954, Ohta
Hisao, que mientras esperaba ser juzgado elaboró un informe de 44 páginas en el que trataba de
cuantificar esas víctimas. Teniendo en cuenta los datos aportados por Ohta en su informe, la cifra
total se elevaba a 377.400, el doble de las víctimas de las bombas atómicas de Hiroshima y
Nagasaki.
Aunque, normalmente, las investigaciones de los historiadores en casos como el presente suelen
ir rebajando sucesivamente las cifras que se apuntan en un inicio, en el caso de Nanking se da el
fenómeno contrario. Los estudios que se han llevado a cabo tras el análisis de Sun Zhaiwei
apuntan a que seguramente el historiador chino se quedó corto en sus cálculos, ya que hubo
muchos entierros que fueron realizados por las propias familias, sin comunicarlo a las
autoridades, cuyos registros fueron la fuente principal utilizada por Sun. Esas nuevas
investigaciones han elevado el número de víctimas a unas 400.000.
Memorial en Nanking dedicado a las víctimas de la masacre. Aunque la cifra oficial de muertos asciende a 300.000, tal como figura
en este monumento, el balance final pudo haber sido incluso superior.
Un dato relevante que apunta a que, en efecto, pudo llegar a alcanzarse esa apocalíptica cifra es
el mensaje secreto que el ministro de Asuntos Exteriores japonés, Hirota Koki, envió a sus
contactos en Washington, una comunicación que fue descodificada por los norteamericanos. Ese
mensaje, enviado el 17 de enero de 1938, cuando la matanza de civiles en Nanking estaba lejos de
concluir, admitía con una sorprendente sinceridad que «informes verbales y cartas de testigos
presenciales prueban que el Ejército japonés se ha comportado y se está comportando de un modo
que recuerda a Atila y sus hunos». Según el ministro Hirotam: «no menos de 300.000 civiles
chinos han sido asesinados, muchos de ellos a sangre fría».
Aunque todas las evidencias apuntan a que, al menos, unas 300.000 personas fueron masacradas
por las tropas niponas en Nanking, en Japón se barajan unas cifras muy inferiores, situándolas en
apenas unas decenas de miles. Esta reducción está en consonancia con la corriente negacionista
que trata de diluir la responsabilidad japonesa en los hechos, incluyendo, como hemos visto en el
caso de Li Xouying, el intento de desacreditar a los supervivientes de la masacre. En Japón está
muy extendida la opinión de que «los japoneses no hicieron nada en la guerra por lo que deban
disculparse», por lo que el terrible episodio de Nanking debe ser relativizado o ignorado.
A pesar del tiempo transcurrido, la masacre de Nanking sigue siendo una fuente de tensión entre
ambos países. La huella que dejaron aquellos trágicos hechos ha pasado a formar parte de la
identidad nacional china, por lo que el negacionismo nipón es considerado un ataque a la propia
existencia del pueblo chino, tal como sucedió entonces. Aunque las autoridades japonesas han
pedido perdón en varias ocasiones por los excesos cometidos por las tropas niponas en China y en
otros países asiáticos, estas disculpas siempre han sido genéricas, sin que haya habido un
pronunciamiento explícito de la responsabilidad japonesa en las centenares de miles de muertes
que se produjeron en Nanking y una petición de disculpas. La herida que se abrió en Nanking, y de
la que manó tanta sangre que llegó a teñir de rojo el Yang-tsé, permanece sin cicatrizar.
1 El nombre actual de esta ciudad es Nankín, pero he preferido utilizar la grafía antigua, Nanking, que era la utilizada en la época, y
la que se suele asociar a los hechos aquí narrados.
Capítulo 2:
Deportación de polacos a Siberia
La Segunda Guerra Mundial comenzó en la madrugada del viernes 1 de septiembre de 1939, con
la invasión de Polonia por parte del Ejército alemán. Como el lector bien conoce, el
expansionismo territorial fue el eje de la política de Hitler desde que llegó al poder en 1933.
Después de Austria y Checoslovaquia, era Polonia la que quedaba situada en el punto de mira de
las apetencias de Hitler, quien pensaba que podía apoderarse de ella ante la mirada resignada e
impotente de franceses y británicos, tal como había ocurrido con la captura de sus anteriores
presas. Sin embargo, el domingo 3 de septiembre, París y Londres hicieron llegar a Berlín sendas
declaraciones de guerra.
Esa noticia llenó de esperanza a los violentados polacos, pero muy pronto advirtieron que la
intervención aliada no serviría para frenar el avance germano por su territorio. Los franceses
apenas llevarían a cabo alguna maniobra intimidatoria en su frontera con Alemania, que se
quedaría en eso, y los británicos se dispusieron a plantar batalla en el mar, el ámbito que
dominaban con holgura, y efectuar alguna que otra misión aérea. Pero nada de eso ayudaba lo más
mínimo a los polacos, quienes tampoco, obviamente, podían esperar ningún auxilio procedente de
la vecina Unión Soviética después de que suscribiera su pacto de no agresión con los nazis.
Polonia, abandonada a su suerte, debería enfrentarse en solitario a la agresión germana.
A pesar de las negras perspectivas, seguramente los polacos no podían imaginar que su país
sería uno de los países más castigados durante la contienda mundial que acababa de comenzar, de
la que difícilmente se podía calibrar entonces su alcance. Se calcula que unos 644.000 polacos
perderían la vida a consecuencia directa de la guerra, mientras que unos cinco millones morirían
como resultado de la represión y las políticas de exterminio. La identidad polaca sería aplastada.
Su capital, Varsovia, quedaría completamente arrasada, y otras ciudades sufrirían enormes daños.
La mayor paradoja es que los Aliados occidentales habían declarado la guerra a Alemania para
liberar a Polonia, pero al final de la guerra el país quedaría sometido a los soviéticos.
Además del 1 de septiembre, el calendario polaco tiene otra fecha señalada, la del 10 de
febrero. Ese día, los polacos conmemoran unos hechos tristes y dolorosos que tuvieron lugar en
1940, y que han dejado su huella indeleble en miles de familias. Aquella negra jornada dio
comienzo un ominoso episodio que, a pesar de suponer una de las tragedias más desgarradoras de
toda la contienda, apenas es conocido fuera de ese país.
Reparto de Polonia
El avance de los alemanes por territorio polaco se basaba en su superioridad en el número de
blindados y de aviones, así como en el innovador concepto de la «guerra relámpago». La
estrategia polaca para frenar la invasión tampoco fue la más acertada, al situar sus tropas cerca de
la frontera en vez de esperar a los invasores parapetadas tras los obstáculos naturales del interior
del país, lo que facilitó la rápida progresión de las tropas germanas una vez rotas esas frágiles
líneas de resistencia. Sin embargo, tras dos semanas de desigual lucha, los polacos no se vinieron
abajo e incluso llegaron a efectuar algunos contraataques con éxito. Al mismo tiempo, los
alemanes comenzaron a sufrir los primeros problemas de abastecimiento causados por la
extensión de sus líneas. Pero ese atisbo de esperanza para los sufridos polacos no tardaría en
apagarse.
El 17 de septiembre de 1939, el ejército soviético cruzó la frontera oriental polaca. Los
polacos no disponían allí de fuerzas organizadas para proteger la frontera y los rusos avanzaron
encontrándose con escasa oposición, sufriendo tan solo unas setecientas bajas. Stalin acudió así a
tomar la parte del pastel polaco que le correspondía, tal y como había acordado con los alemanes
en una cláusula secreta del referido pacto firmado en Moscú por sus respectivos ministros de
Asuntos Exteriores, Joachim von Ribbentrop y Vyacheslav Molotov, el 23 de agosto de 1939.
La excusa del Gobierno soviético para invadir la parte oriental de Polonia fue que se veía
forzado a intervenir para proteger a los ucranianos y bielorrusos que vivían en esas regiones,
debido al colapso de la administración polaca tras la invasión germana. Según los soviéticos,
dicha administración no podía ya garantizar la seguridad de sus ciudadanos, por lo que se había
decidido a lanzar lo que ellos denominarían campaña de liberación.
El Ejército Rojo alcanzó rápidamente sus objetivos, debido a su superioridad numérica y al
desplazamiento del grueso de las fuerzas polacas al oeste para hacer frente al ataque alemán. No
obstante, la facilidad con la que los soviéticos se apoderaron de la parte oriental de Polonia
esconde algunos hechos. Por ejemplo, las fuerzas soviéticas demostraron estar pésimamente
entrenadas y comandadas. Los soldados avanzaban en abigarradas formaciones, presentando el
blanco ideal para las ametralladoras polacas. En cuanto a los vehículos blindados, solían hacerlo
de la misma forma. En un punto en el que los polacos contaban con artillería antiaérea, estos no
tuvieron ninguna dificultad para utilizarla contra los tanques, destruyéndolos uno por uno antes de
que pudieran disgregarse. Esas carencias, que quedaron disimuladas en la relativamente plácida
campaña polaca, se pondrían en evidencia durante la guerra contra Finlandia que los soviéticos
lanzarían apenas dos meses después.
También, en algunos casos, la resistencia polaca fue más enconada de lo que cabría suponer a
tenor del resultado final. La frontera con la Unión Soviética estaba defendida por destacamentos
del Cuerpo de Protección de Fronteras, una especie de gendarmería que estaba considerada un
cuerpo de élite. Estas unidades fueron atacadas por los soviéticos en una proporción de diez a
uno, pero aun así muchas de ellas lograron resistir a los invasores durante más de 12 horas.
Los soviéticos acabarían sufriendo cerca de 4000 bajas en esta breve campaña,
contabilizándose 1475 muertos. Entre 230.000 y 450.000 soldados polacos, según las fuentes,
fueron hechos prisioneros de guerra.
Ocupación soviética
Varsovia se rindió a las tropas germanas el 27 de septiembre de 1939, pero aún habría unidades
polacas que resistirían hasta el 6 de octubre, tratando de abrirse paso hacia Rumanía para no caer
en manos alemanas, objetivo que conseguirían unos 120.000 hombres. A lo largo de la campaña
habían muerto unos 66.000 soldados polacos, y un número similar de civiles. Solo en Varsovia
habían fallecido 25.800 personas. Pero la invasión no había salido barata a los alemanes, al tener
que pagar un sangriento peaje de 16.000 muertos y el doble de heridos.
Germanos y soviéticos se repartieron el país casi al 50 %. El Gobierno de Moscú se anexionó
ese nuevo territorio, poniéndolo bajo su control y declarando que los polacos de la zona
anexionada, más de 13 millones de personas, pasaban a ser ciudadanos soviéticos. Es muy
conocida lo brutal que fue la ocupación nazi de Polonia, pero poco se sabe de lo que fue la
soviética; los polacos que quedaron a merced de Moscú no tardaron en comprobar en sus propias
carnes las consecuencias de la citada campaña de liberación.
La población que quedó bajo control soviético no era homogénea, sino que tenía procedencia
diversa. Un 38 % eran polacos étnicos, pero había casi el mismo porcentaje de ucranianos,
además de un 14 % de bielorrusos, un 8 % de judíos, casi un 1 % de rusos e incluso un 0,6 % de
germanos. También había unos 336.000 refugiados que habían huido de las áreas ocupadas por los
alemanes, la mayoría judíos.
Al principio, la anexión fue bien recibida por los polacos de origen ucraniano, ruso y
bielorruso, que se habían sentido duramente discriminados por la administración polaca, como se
verá en detalle en el capítulo dedicado a la limpieza étnica en Volinia y Galitzia. La nueva
situación fue también vista con esperanza por los sectores revolucionarios, que contemplaban la
presencia soviética como una inmejorable oportunidad para plasmar sus aspiraciones políticas. Al
principio hubo quienes colaboraron con los ocupantes, por ejemplo, facilitando las detenciones de
oficiales polacos. Sin embargo, ese entusiasmo no tardaría en apagarse, al comprobar cómo la
represión soviética no hacía distingos y alcanzaba a toda la población por igual.
La policía política soviética, el NKVD (Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos, el
sucesor del OGPU y la Checa, y antecesor del KGB), instituyó en la Polonia ocupada un auténtico
régimen de terror. Todo servicio a la Polonia anterior a la guerra fue considerado un «crimen
contra la Revolución» y «actividad contrarrevolucionaria». Sus agentes se dedicaron a detener
sistemáticamente a oficiales del Ejército, políticos, profesores, funcionarios, clérigos o
intelectuales. El objetivo era descabezar la sociedad polaca para someterla de manera más eficaz,
evitando así cualquier atisbo de resistencia organizada. A partir de enero de 1940, las detenciones
llegaron a los civiles que eran potenciales aliados de los soviéticos, como eran los políticos
socialistas e incluso los comunistas.
Entre 1939 y 1941, aproximadamente medio millón de polacos cayeron en las garras del
NKVD. Como era de prever ante la ola represiva desatada por los soviéticos, las prisiones
existentes no podían dar cabida a esa ingente cantidad de detenidos, por lo que el NKVD abrió
improvisados centros de detención en casi todas las localidades. Pero en febrero de 1940 se
pondría en marcha un plan tan abyecto como ambicioso para eliminar cualquier obstáculo a la
imposición del dominio soviético, un plan que implicaba liquidar la existencia de Polonia como
nación.
Comienza la deportación
En la región oriental de Polonia, la ocupada por los soviéticos, la fría madrugada del 10 de
febrero de 1940 se vio agitada de golpe en toda su geografía. El grito «¡Aquí la autoridad
soviética, abran la puerta!» se escucharía sucesivamente en miles de hogares polacos. A partir de
las cuatro de la mañana de ese fatídico día, comenzaría la deportación masiva de miles de
familias polacas al norte de la Rusia europea, Kazajistán y Siberia.
El procedimiento era siempre el mismo: los agentes del NKVD, acompañados de soldados
empuñando sus armas, ordenaban vestirse a toda la familia y les concedían apenas unos minutos
para recoger documentos, dinero, ropa, comida, cacerolas o herramientas para labrar la tierra.
Dependiendo de la voluntad de los encargados de llevar a cabo la expulsión, se permitía llevar
desde 10 kilos por persona hasta 500 kilos por familia.
Después llevaban a los detenidos a la estación de ferrocarril más próxima, ignorando sus
súplicas para saber al menos a dónde les conducían. Atrás quedaban la propiedad de la familia y
las pertenencias que no habían podido llevar consigo. Les ordenaban subir a unos vagones
destinados al transporte de ganado, que habían sido adaptados para el transporte de soldados o
presos. En general, disponían de un pequeño calefactor y, en algunos casos, de literas
improvisadas, que eran asignadas a las mujeres y los niños. El resto de ocupantes debían
acomodarse en el suelo como buenamente pudieran. La única instalación sanitaria era un agujero
en el suelo del vagón, en el que tenían que hacer sus necesidades.
Una vez que el vagón estaba lleno, el tren partía. La alimentación consistía en la comida que
cada familia había podido cargar consigo; en algunos casos, los soldados habían advertido
discretamente a los detenidos que cargasen con la mayor cantidad de comida posible para hacer
frente al largo viaje que les esperaba. El agua se conseguía derritiendo el hielo que se filtraba por
las rendijas de las maderas de los vagones.
Cada cierto tiempo el tren se veía forzado a detenerse, debido a la dificultad de avanzar cuando
las vías aparecían cubiertas de nieve, lo que sucedía a menudo. Aprovechando la parada, los
soldados repartían entre los desdichados pasajeros algo de pan y una sopa aguada que únicamente
servía para entrar en calor. Si el tren se detenía en alguna estación, se hacía un llamamiento a la
población local para que acudiera a ver a los «burgueses polacos», a pesar de que, en muchos
casos, aquellos desgraciados pasajeros eran tan pobres como los rusos que los observaban con
curiosidad, esperando ver los orondos capitalistas que solía caricaturizar la propaganda soviética.
Durante el trayecto, los pasajeros no contaban con ningún tipo de asistencia médica. Si se
sospechaba que alguien padecía una enfermedad contagiosa, era sacado del vagón y se le
abandonaba a su suerte al borde de la vía, o bien era fusilado. Los cadáveres de las personas que
fallecían se dejaban en el vagón, para su recuento al llegar al lugar de destino.
La duración del viaje solía ser de varias semanas. La mayoría de los deportados perdía la
noción del tiempo en el interior de aquellos vagones cerrados. Pero cuando acababa el viaje en
ferrocarril comenzaba otra pesadilla, ya que normalmente se debía cubrir una larga distancia a pie
hasta el destino final, como era el caso del campo de trabajo de Jozma, en la región de Arcángel, a
orillas del mar Blanco. Solo las mujeres y los niños pequeños eran trasladados en camiones.
Quienes no podían seguir debido al cansancio eran abandonados por el camino, donde morían
congelados. Los cadáveres eran devorados por animales salvajes. Durante muchos años
aparecerían restos humanos en las proximidades de esos caminos. En la travesía hasta Jozma
murió uno de cada diez polacos. Si las distancias eran muy grandes, se recurría a carros o trineos
tirados por renos. Una vez en sus destinos, los deportados pasarían a ser mano de obra esclava
para el régimen estalinista.
Las condiciones de vida que los polacos tuvieron que soportar en el campo de Jozma serían
terribles. Las temperaturas en invierno, la época en la que llegaron allí, rondaban los 15 grados
bajo cero, pero podían descender hasta los 40 grados negativos. Además, su latitud tan
septentrional hacía que el sol apenas asomase, por lo que casi todo el día se vivía en una
deprimente oscuridad.
Como solía suceder en los campos pertenecientes al gulag soviético, las instalaciones no
estaban cercadas por alambradas, ya que no era necesario. Al encontrarse tan alejados de las
ciudades o las vías de comunicación, escapar de allí era una empresa casi imposible; el fugado
debía enfrentarse durante semanas al frío, el hambre y los animales salvajes, sin contar con las
patrullas que saldrían en su búsqueda. En los campos de trabajo las reglas eran rigurosas, pero no
había otro remedio que saltárselas si se quería sobrevivir. Por ejemplo, estaba prohibido pescar,
cazar o incluso recoger las setas que crecían en el bosque, pero cumplir estas disposiciones
conducía indefectiblemente a la muerte por inanición.
El mayor suplicio de los deportados era precisamente el hambre, presente en todo momento.
Además, la falta de vitaminas, en especial de la A, provocaba la ceguera nocturna, un trastorno en
el que los ojos pierden gradualmente su capacidad para responder a la luz. Una de las formas que
tenían de conseguir alimentos era no declarar a los muertos y quedarse con su pequeña ración de
comida. Más adelante, en Gran Bretaña, el Gobierno polaco en el exilio procedería al envío de
paquetes de alimentos para sus compatriotas, pero en su mayoría no llegarían a sus destinatarios,
ya que serían robados por las autoridades soviéticas.
No menos graves eran las afecciones pulmonares, debido al intenso frío y la falta de ropa
adecuada para combatirlo. La higiene era prácticamente inexistente, lo que provocaba la
proliferación de piojos y chinches, sobre todo en los niños, los cuales, al rascarse, se provocaban
llagas que no llegaban a sanar. En verano el clima se volvía más benévolo y había más
posibilidades de conseguir alimentos, pero todo el lugar quedaba infestado de mosquitos que
transmitían enfermedades.
Los soviéticos deportaron un total de 1.200.000 polacos en cuatro olas de detenciones. La
primera fue la referida, iniciada el 10 de febrero de 1940, en la que unas 220.000 personas fueron
enviadas a Arcángel. La segunda tuvo lugar el 13 de abril de 1940, en la que unas 320.000
personas fueron deportadas a Kazajistán. La tercera se desarrolló entre junio y julio de 1940,
arrastrando a los campos de Siberia a unas 240.000 personas y la última en junio de 1941, con la
deportación de unos 300.000 polacos. Se calcula que más de la mitad de los deportados eran
mujeres.
Testimonios
Uno de los supervivientes de la deportación sería Francisco Slusarz, quien, tras su traumática
experiencia, acabaría emigrando en 1949 a Argentina, donde presidiría la Asociación de
Excombatientes Polacos en ese país. Slusarz, que entonces contaba con apenas 15 años, recuerda
la detención de su familia. Los soldados les conminaron a llevar consigo lo más imprescindible.
«Mi madre, que guardaba en un cajón fotos y nuestros documentos, protestó cuando se los
pidieron. Ellos le dijeron que cuando llegáramos a destino, aunque no decían cuál era, nos los
devolverían. Eso nunca ocurrió», lamenta.
Slusarz rememora que luego caminaron 5 kilómetros, «hasta la estación ferroviaria de la ciudad
de Bieniakonie, donde nos subieron a vagones de trenes para llevar ganado». Así viajamos,
durante días y días, en condiciones infrahumanas. La comida era poca y no había posibilidad de
lavarse», relata, confirmando que «los enfermos contagiosos eran abandonados en ese desierto
helado».
El viaje se prolongó durante veinte largos días. Una vez llegado a uno de esos campos
emplazado en Siberia, Slusarz tuvo que trabajar en una mina, «donde la tarea era dura y las
condiciones malas. Además, pagamos por lo poco que nos habían dado, unas casuchas y un par de
cacerolas», recuerda vívidamente Slusarz, quien asegura que allí en Siberia «el frío dolía».
Slusarz confirma que el hambre era un auténtico suplicio en aquellos campos de trabajo: «La
falta de alimento hacía que no se pudiera pensar en otra cosa que no fuese comer y algunos
llegaban a la locura. La pérdida de peso era tal que los deportados se convertían en piel y hueso»,
afirma.
Otro testimonio es el de Esther Rudomin, que era entonces una niña de 10 años. Residía junto a
su familia en la ciudad lituana de Vilna, que pertenecía a Polonia desde 1922 con el nombre de
Wilno. En cuanto llegaron los soviéticos, estos se incautaron del próspero negocio familiar. Pero
eso no sería lo peor. En el verano de 1940, ella, sus padres y sus abuelos, al igual que había
ocurrido en febrero con Francisco Slusarz, se vieron sorprendidos de madrugada por la irrupción
en su hogar de los soldados soviéticos, que les obligaron a marchar con los enseres que pudieron
reunir apresuradamente. Los Rudomin, una familia judía acomodada, habían sido encontrados
culpables de ser «capitalistas». En pocas horas, Esther pasó de una existencia tranquila y feliz con
los suyos a compartir durante seis interminables semanas un vagón de ganado con otras cuarenta
personas.
El destino de la pequeña Esther sería un campo de trabajo cercano a Rubstovsk, una remota
localidad de la inmensa estepa siberiana. Su familia trabajaría durante un año y medio en una
fábrica de yeso. Allí, los hombres debían picar en la mina y conducir los carros, las mujeres
tenían que encargarse de dinamitar y a los deportados de edad más avanzada se les ordenó recoger
el yeso con palas. Mientras los mayores se encontraban trabajando, Esther y los demás niños
tenían que dedicarse a tareas agrícolas, sin otra herramienta que las propias manos. Así, a partir
de las seis de la mañana, la misma hora a la que los mayores se dirigían a trabajar en la mina, los
niños comenzaban, por ejemplo, a arrancar las malas hierbas de los campos de patatas, hundiendo
las manos en la tierra reseca.
Tanto los que habían sido enviados a los campos de Siberia como los de Kazajistán o el Ártico
ruso serían conocidos como los sybiracy o siberianos, de ahí que esos versos fueran conocidos
como La balada de los siberianos. Esas sentidas palabras denotan la amarga pesadumbre de los
que se vieron arrancados de sus hogares y tuvieron que pasar por calamidades sin fin, pero
también el hálito de esperanza que les insuflaba su fe religiosa, el clavo ardiendo al que debían
aferrarse para no rendirse.
De enemigos a aliados
Un año y medio después del comienzo de las deportaciones, el destino de los polacos dio un giro
inesperado. El 22 de junio de 1941, los alemanes se lanzaron a la conquista de la Unión Soviética,
dando por finiquitado de forma abrupta el pacto germano-soviético de 1939. Tras sus sucesivos
éxitos militares que le habían llevado a adueñarse de media Europa, para Hitler había llegado el
momento de acometer su gran objetivo, la expansión hacia el este, convencido de que la enorme
pero obsoleta fuerza militar soviética, que ya había tenido problemas para someter a los
finlandeses, nada podría hacer para frenar a la imparable Wehrmacht.
Para tratar de rechazar la invasión, toda ayuda iba a ser bienvenida, por lo que Stalin decidió
convertir en aliados a los polacos que hasta ese momento había estado reprimiendo de forma
brutal. El zar rojo debió pensar que aquellos polacos le iban a ser mucho más útiles luchando
contra los alemanes que muriéndose de hambre en Siberia. Así, el 30 de julio de 1941 se firmó en
Londres un acuerdo entre el primer ministro polaco en el exilio, el general Wladyslaw Sikorski, y
el embajador soviético en la capital británica, Ivan Maiski, por el que se establecía una alianza
para luchar contra el ahora enemigo común.
El pacto permitía la formación del Segundo Cuerpo polaco, comandado por el general
Wladyslaw Anders. Sería a esta unidad a la que se incorporaría el citado Francisco Slusarz, tras
ser liberado de su trabajo forzado en las minas siberianas. Para la formación de esa unidad, el
Gobierno polaco en el exilio reclamó a los oficiales que supuestamente permanecían prisioneros
de los soviéticos, pero muchos de ellos ya no estaban vivos, como se verá más adelante en el
capítulo dedicado a la matanza de Katyn.
Como muestra palpable de las terribles condiciones de vida que habían tenido que soportar los
deportados polacos, hubo muchos jóvenes que no pudieron alistarse por no cumplir con el único
requisito solicitado, que era pesar más de 32 kilos. El mando de la unidad militar polaca, que
contaría con 40.000 hombres, se situó en Kazajistán, debido a la enorme cantidad de deportados
polacos que había en esa región, así como a la relativa facilidad de recibir provisiones de los
aliados occidentales a través de Irán. La unidad fue trasladada precisamente a este país en
noviembre de 1942 y, después de pasar por Oriente Medio y el norte de África, acabó destinada al
frente italiano, anotándose una actuación muy destacada en la batalla de Montecassino, en la que
participó Slusarz.
Ese acuerdo «amnistiaba» —según la terminología soviética— a los polacos deportados, aunque
se calcula que en ese momento ya había fallecido en torno a la mitad de ellos, aproximadamente
medio millón. Los que habían sobrevivido, como Esther Rudonim y su familia, se vieron de la
noche a la mañana eximidos de los trabajos forzados, pero hubieron de permanecer en las
regiones a las que habían sido destinados, en un régimen de semilibertad. Al no recibir ningún tipo
de ayuda, se vieron obligados a alojarse en chozas compartidas y a aceptar cualquier trabajo para
sobrevivir.
Los Rudonim tuvieron que quedarse en el pueblo de Rubstovsk y trabajar duro para conseguir
los rublos que les permitiesen vivir en una de esas chozas junto a los propietarios, a quienes no se
les pasaba por la cabeza compartir su comida con ellos, pese a estar famélicos. Como se ha
apuntado, el hambre sería el principal enemigo de los deportados polacos, y los Rudonim no
serían una excepción. Esther soportaría con entereza esas penalidades y privaciones.
Confinada en aquel inhóspito lugar, la fuerza y el ingenio permitieron a Esther no sucumbir,
sobreponiéndose así a las condiciones más adversas. Por ejemplo, descubrió sus dotes de
negociante cuando consiguió vender en la plaza del mercado algunos objetos familiares, como una
camisa de su padre, unas enaguas de seda de su abuela o una sombrilla. Con los rublos que obtuvo
por ellos pudo comprar un trozo de carne y una bolsa de harina. Para ayudar también a su familia,
cuando regresaba de la escuela se dedicaba a tejer alguna prenda por encargo para recibir a
cambio una jarra de leche o un cubo de patatas. También se dedicaba, junto a otros niños, a
recorrer las vías del tren para recoger los trozos de carbón que caían de los vagones, pese a que
se trataba de una actividad prohibida, y poder alimentar así la estufa de la choza. En una ocasión,
Esther estuvo a punto de morir, cuando se vio atrapada en una tormenta de nieve, pero su madre
logró rescatarla en el último momento.
Aunque vivían en el pueblo y ya no se veían sometidos al trabajo esclavo, la sombra del NKVD
seguía siendo alargada. Agentes de la policía secreta trataron de captar a su padre para que
espiase a sus propios compañeros, una herramienta habitual de control social en los sistemas
comunistas. Para persuadirle de que aceptase la propuesta le sometieron a largos e insistentes
interrogatorios, pero él logró resistir todas las presiones. Posteriormente, fue obligado a
incorporarse a una brigada de trabajo en el frente, aunque lograría sobrevivir a la contienda.
En el otoño de 1945, con la guerra mundial ya concluida, los polacos deportados recibieron la
noticia de que en marzo del año siguiente podrían regresar a su país, lo que fue celebrado por todo
lo alto, pese a que eso suponía tener que pasar un invierno más en Siberia. No obstante, el tener la
seguridad de que sería el último les haría afrontarlo con la mejor de las disposiciones. Esther y su
familia abandonarían por fin su exilio siberiano el 15 de marzo de 1946. Aunque tuvieron que
realizar el largo viaje a Polonia en los mismos vagones de ganado que les habían conducido hasta
allí seis años antes, a nadie parecía importarle. Los soviéticos desmontaron las puertas de los
vagones que en el viaje de ida habían permanecido cerradas y las sustituyeron por una simple
barra; tenían la seguridad de que ahora nadie trataría de escapar de los trenes. En contraste con el
trayecto que les había llevado hasta allí, esta vez el cargamento humano rebosaría de alegría,
canciones y risas ante el inminente y añorado regreso a casa.
De todos modos, aunque pueda sorprender, se dieron casos de deportados polacos que
renunciaron al ansiado retorno y optaron por establecerse definitivamente en la Unión Soviética.
Por un lado, ya habían llegado noticias de que muchas ciudades polacas, como la propia Varsovia,
habían quedado reducidas a escombros, lo que provocaba una gran incertidumbre sobre el futuro
que allí les aguardaba. Por otro, también se sabía que, al menos en el caso de los judíos, eran
muchos los que estaban ya muertos. Esther Rudonim supo que ningún miembro de la familia de su
padre —sus hermanos y hermanas, sus sobrinos, sus tíos y tías, sus primos— había sobrevivido al
exterminio llevado a cabo metódicamente por los nazis. De la familia de su madre, solo dos
primos y una tía habían logrado sobrevivir; el resto habían sido también asesinados.
Por esas paradojas que parecen proliferar en tiempos de guerra, la deportación había salvado la
vida a Esther y su familia, ya que les había mantenido a salvo de los alemanes. En Vilna, los nazis
crearon dos guetos para confinar a la población judía. Los habitantes del menor de estos recintos
fueron asesinados o deportados en octubre de 1941. La población del segundo fue
progresivamente eliminada, hasta que en septiembre de 1943, después de un levantamiento fallido,
fue definitivamente liquidado. Se calcula que un 95 %de los judíos de Vilna fueron asesinados, así
que el destino que le hubiera aguardado a los Rudonim si no hubieran sido deportados por los
soviéticos no resulta demasiado halagüeño. Poco podían pensar, cuando fueron encerrados en
aquellos vagones y, después, cuando tuvieron que trabajar penosamente en la fábrica de yeso, que
acabarían sintiendo que habían tenido una suerte inmensa al ser enviados a Siberia. Al menos en
este caso, Yahvé escribió recto con renglones torcidos.
La vida en la estepa siberiana era muy dura, pero la rutina y la fuerza de la costumbre habían
llevado a aquellos polacos reticentes al regreso a amoldarse a esa existencia, por miserable que
pudiera resultar. La propia Esther reconocería que había llegado a amar la estepa; aquella llanura
infinita, pese al calor, el viento y la nieve, poseía una profunda belleza. No podía evitar que una
parte de su corazón lamentase despedirse de ella. Frente a la vida en aquellas tierras, a la que
había conseguido acostumbrarse pese a su dureza, la perspectiva de tener que abrirse de nuevo
camino en un país que había quedado destrozado por la guerra se presentaba gris y amenazadora.
Cuando por fin consiguieron llegar a la añorada Polonia, los Rudonim se encontrarían con una
desagradable sorpresa; los judíos no eran bienvenidos. En cuanto los polacos supieron que en
aquellos vagones de ganado había judíos, empezaron a gritarles, insultarles y tirarles piedras.
«¿Quién os necesita?», chillaban. «¡Volved a Siberia, sucios judíos!». Escuchando eso, Esther
deseó no haber abandonado nunca Siberia.
Lo que ya sabían, puesto que su padre les había enviado una carta cuando aún se encontraban en
el exilio, era que su casa de Vilna ya no les pertenecía; se había apoderado de ella el jefe del
NKVD local. En todo caso, Vilna había pasado a ser una ciudad de la Unión Soviética. Nada
parecía ligarles ya con la Polonia que habían conocido, por lo que decidieron emprender una
nueva vida lejos de allí.
La infancia feliz de Esther Hautzig se truncó con la deportación de su familia a Siberia. Años después plasmaría su experiencia en un
libro autobiográfico.
Esther y su familia conseguirían llegar a Suecia y ahí embarcar rumbo a Nueva York. En el
barco, Esther conoció a un pianista, Walter Hautzig, con quien se casaría en 1950 y de quien
tomaría a partir de entonces el apellido. Trabajó como secretaria en una editorial y comenzó a
escribir relatos para niños.
En 1968, Esther Hautzig escribió un libro sobre su experiencia como deportada, con el título de
La estepa infinita. En él describía la lucha diaria por la supervivencia en aquel pueblo de
Siberia, de la que aquí hemos podido conocer algunos detalles, pero sin dejarse llevar en ningún
momento por la amargura ni el resentimiento. Por el contrario, su testimonio destilaba alegría y un
contagioso optimismo, a pesar de la dura prueba que tuvo que soportar.
Monumento erigido en Varsovia en memoria de los deportados y las otras víctimas de la invasión soviética. Wikimedia commons.
2 Para la confección de este capítulo he contado con la inestimable colaboración de Andrzej Chowanczak, nacido en Argentina de
inmigrantes polacos. Su abuelo materno, el capitán Mikolaj Bychowiec, estuvo prisionero de los soviéticos y fue liberado para formar
parte del Segundo Cuerpo polaco. Menos afortunado fue su tío abuelo, el capitán Jerzy Bychowiec, que fue asesinado por el NKVD
en Katyn, como se verá en el capítulo dedicado a esa matanza. Chowanczak mantiene viva la memoria de la tragedia polaca durante
la Segunda Guerra Mundial en la web en español http://lavozdepolonia.com.ar. La traducción de La balada de los siberianos
reproducida en este capítulo es de María Zeman.
Capítulo 3:
La matanza de Jedwabne
El metódico exterminio de los judíos europeos llevado a cabo por la Alemania nazi durante la
Segunda Guerra Mundial supone todo un reto para los historiadores. A pesar de que se trata de un
hecho histórico bien documentado y que cuenta con abundantes testimonios, todavía sigue
provocando desconcierto entre los que se aproximan a él. Comprender cómo y por qué una nación
culta y desarrollada puso en marcha la eliminación de todo un pueblo, recurriendo a los eficaces
métodos industriales que la habían convertido en una potencia económica, se nos presenta una y
otra vez como una meta esquiva. Sin duda, en torno al denominado Holocausto contamos con más
preguntas que respuestas.
Sin embargo, la confusión y el desconcierto que parecen inherentes a ese aborrecible capítulo
no se circunscriben al asesinato masivo perpetrado por los nazis. En un pequeño pueblo de
Polonia situado al este de Varsovia, Jedwabne, se dieron unos trágicos hechos que dejan al
historiador aún más perplejo si cabe.
Convivencia pacífica
Jedwabne está situado en la intersección de dos valles fluviales, los de los ríos Narew y Biebrza.
La región es célebre por sus pintorescos estanques, en los que pueden encontrarse incontables
variedades de aves acuáticas y una vegetación frondosa. En 1979 se estableció en la comarca el
parque nacional más extenso de toda Polonia.
En ese idílico marco, desde hace siglos convivían en Jedwabne judíos y no judíos. Ya en el año
1770 los judíos habían construido la primera sinagoga cuando, con 387 individuos, constituían la
mayoría de los 450 habitantes del pueblo. Aunque esa circunstancia se extendería a lo largo del
tiempo —en 1931 sumaban el 60 % del censo— siempre habían trabajado hombro con hombro
junto a sus vecinos, sin que surgiese ninguna fricción relevante.
No obstante, al igual que en otras localidades polacas, el antisemitismo había estado
amenazadoramente presente a lo largo de la historia, por ejemplo cuando los sermones atizaban
durante la Cuaresma el secular resquemor hacia los judíos, época en la que alguna vez se había
dado un breve estallido de violencia contra ellos. La comunidad judía trataba de ganarse la
benevolencia de las autoridades con el pago de un impuesto con el que esperaban asegurarse su
protección. En todo caso, la vida de los judíos de Jedwabne era tranquila, no viéndose afectada
por enfrentamientos significativos ni conflictos duraderos.
Estallido de odio
La invasión alemana de Polonia en 1939 dejó a Jedwabne bajo dominio germano. No obstante, ese
control sería muy breve. Cuando Hitler y Stalin se repartieron el territorio polaco en una cláusula
secreta del pacto germano-soviético firmado el 23 de agosto de 1939, referida en el capítulo
anterior, Jedwabne quedaba situada a unos 20 kilómetros al este de la línea de demarcación
estipulada en el acuerdo, que seguía los cursos de los ríos Narew, Vístula y San. Así pues, cuando
finalizó la campaña militar con la claudicación polaca, los alemanes se retiraron de la comarca en
la que se hallaba el pueblo y la entregaron al Ejército Rojo, que había entrado en Polonia el 17 de
septiembre, apoderándose de más de la mitad de la geografía del país.
El dominio soviético se prolongaría durante veinte meses. En ese tiempo las nuevas autoridades
sometieron a la población a un proceso de sovietización forzosa. La propiedad privada fue
confiscada paulatinamente y aquellos que eran etiquetados como «burgueses» fueron encarcelados
o deportados a Siberia y otras regiones remotas, tal como hemos visto en el anterior capítulo. Las
instituciones religiosas también sufrieron una dura represión. Así, no es de extrañar que cuando
los alemanes volvieron a apoderarse de Jedwabne y su comarca el mismo día en el que se lanzó la
invasión de la Unión Soviética, el 22 de junio de 1941, estos fueron recibidos por sus habitantes
con los brazos abiertos, con la excepción, evidentemente, de los judíos, conscientes del negro
futuro que les aguardaba bajo el dominio nazi. Jedwabne quedaba así de nuevo en manos
germanas.
Al mes siguiente se desencadenaría la tragedia por la que el nombre de aquel pueblo pasaría a
la historia de la iniquidad. El 10 de julio de 1941, unos 1600 judíos del pueblo, entre hombres,
mujeres y niños, fueron asesinados del modo más cruel. Las víctimas fueron concentradas en la
plaza y conducidas después a un pajar, donde fueron quemadas vivas. Los ancianos y niños que no
podían trasladarse por sus propios medios fueron arrastrados hasta allí y arrojados a las llamas.
Desde 1962, en Jedwabne hay una placa que decía: «Lugar de martirio para el pueblo judío. La
Gestapo y la Gendarmería de Hitler quemaron vivas a 1600 personas».
Durante muchos años, la masacre de Jedwabne fue adjudicada a un Einsatzgruppen de las SS,
pero una investigación culminada en 2001, publicada por el historiador Jan Tomasz Gross con el
título de Vecinos, reveló una realidad mucho más terrible. Destapando un tabú que se había
prolongado durante seis décadas, el crimen había sido cometido por los propios habitantes del
pueblo.
Los asesinos no eran anónimos soldados alemanes de los que las víctimas difícilmente podían
esperar alguna empatía. El crimen lo habían llevado a cabo sus propios vecinos, con los que
trabajaban y comerciaban a diario, con los que se cruzaban a diario por la calle y cuyos hijos
compartían estudios y juegos. Todos ellos se conocían por su nombre en ese pueblo de apenas una
docena de calles.
¿Cómo fue posible ese estallido de odio que arrebató la vida a un número tan elevado de
personas? El primer lugar a donde se puede acudir en busca de una respuesta es alguna rencilla
subyacente entre la numerosa comunidad judía del pueblo y el resto de habitantes, que ese día
explotaría de manera tan espantosa.
Pero el exhaustivo estudio de Grosz demuestra que los motivos de ese pogromo más propio de
épocas medievales no son tan fáciles de identificar. La prueba de ello es que ese crimen masivo
no fue un hecho aislado y puntual. La matanza de Jedwabne, como si de un libro —en ese caso, de
auténtico terror— se tratase, fue dramáticamente anunciada con un prólogo y una introducción.
Pogromo en Radzilow
Tal como se ha apuntado, las tropas germanas llegaron a Jedwabne el primer día de la invasión de
la Unión Soviética. Los judíos del pueblo se temían lo peor, pero los alemanes se conformaron
con asistir al escarmiento que un grupo de vecinos propinó en la plaza del pueblo a seis
destacados colaboradores de los soviéticos, entre los que había tres judíos, uno de ellos
panadero. Todos ellos acabaron ensangrentados. Cuando los agresores estaban dispuestos a darles
el golpe de gracia, los alemanes los frenaron: «No los matéis todavía. Dejadles que sufran», les
dijeron.
Aunque los primeros días discurrieron en Jedwabne en medio de una tensa calma, las noticias
que llegaban de los otros pueblos de la comarca no eran precisamente tranquilizadoras. Los
escarmientos públicos a los que habían participado en la ocupación soviética degeneraron en
pogromos contra la población judía. El 5 de julio, cientos de judíos fueron asesinados en la vecina
Wasosz. Pero en donde más se ensañarían con ellos sería en la también próxima Radzilow, cuya
comunidad hebrea contaba con unos 800 miembros.
La misma mañana del 22 de junio de 1941, cuando se comenzaron a escuchar en la lejanía los
disparos de la artillería alemana, buena parte de los judíos de Radzilow abandonó el pueblo,
dispersándose por los campos y aldeas vecinas. Sin embargo, los campesinos polacos se
mostraron muy hostiles con ellos, persiguiéndoles al tiempo que proferían insultos y amenazas. La
mayoría de judíos no tuvieron otra opción que regresar a sus casas y hacer frente con la mejor
disposición posible a lo que estuviera por llegar. Por su parte, el resto de habitantes de Radzilow
celebró la llegada de los alemanes como libertadores del dominio soviético. Levantaron un
improvisado arco de triunfo para dar la bienvenida a los soldados germanos, decorado con una
esvástica, un retrato de Hitler y una pancarta que decía: «¡Viva el Ejército alemán, que nos ha
liberado de la espantosa opresión judeo-comunista!».
Los alemanes debieron quedar perplejos ante ese efusivo recibimiento, y seguramente quedaron
también sorprendidos cuando lo primero que les preguntaron los polacos fue: «¿Está permitido
matar judíos?». La respuesta fue afirmativa, pero les dijeron que sería a su debido tiempo, ya que
en ese momento lo más importante era la campaña militar que acababa de comenzar y un pogromo
no era lo más indicado para mantener el necesario orden.
Por el momento, los alemanes se conformarían con apalear judíos y quitarles sus bienes,
repartiendo el botín entre los polacos. En cambio, en otra localidad de la comarca, Wizna, los
alemanes habían procedido a ejecutar a decenas de varones hebreos inmediatamente después de
entrar en el pueblo. En Radzilow decretaron la prohibición de vender a los judíos nada de comer.
Además, les confiscaron las vacas y se las entregaron también a los polacos, por lo que la
situación de los judíos empeoraba cada día que pasaba. También se dio algún asesinato aislado,
como el de una muchacha hebrea, al que una pandilla de polacos le cortó la cabeza y arrojó su
cuerpo a un pantano.
El 24 de junio los alemanes ordenaron que todos los judíos varones se congregaran junto a la
sinagoga. Los convocados tenían razones para pensar que nada bueno les esperaba si acudían a la
llamada de los nazis, así que comenzaron a huir del pueblo. Pero los polacos vigilaban todos los
caminos y trajeron de vuelta a los fugitivos, pudiendo escapar tan solo unos pocos de ellos.
Una vez reunidos los judíos junto a la sinagoga, con un buen número de polacos como
espectadores, los alemanes empezaron a impartirles lecciones de, según dijeron, «buena
educación». Ordenaron a los judíos sacar todos los libros sagrados y las Torás de la sinagoga y de
la casa de oración y quemarlos. Se negaron a ello, pero ante la lluvia de golpes que recibieron
acabaron por desenrollar las Torás, rociarlas con gasolina y prenderles fuego. Les mandaron
ponerse a cantar y bailar alrededor de aquella enorme pira. Mientras tanto, los judíos debían
soportar que la turba vociferante les cubriera de insultos y de golpes.
Pero a los judíos les esperaban más humillaciones. Una vez quemados los libros sagrados, los
judíos fueron uncidos a unas carretas para que tiraran de ellas, mientras seguían siendo golpeados.
Se vieron obligados a arrastrar las carretas, con alemanes y polacos montados en ellas, por todo
el pueblo. Como fin de fiesta, los judíos fueron arrojados a un riachuelo después de obligarles a
quitarse la ropa. Los que no obedecían eran brutalmente golpeados y empujados a donde las aguas
eran más profundas, pereciendo ahogados algunos de ellos.
Las torturas no acabarían con esa infausta jornada. A partir de entonces, en cualquier momento
podían sufrir ataques. Los polacos golpeaban arbitrariamente a hombres, mujeres y niños, sin
importar la edad. Y también, a la menor oportunidad, reclamaban la presencia de los alemanes
acusando a los judíos de cualquier irregularidad, para que procedieran a registrar sus casas, lo
que hacían junto a los polacos. Los alemanes se prestaban con gusto a ese juego; irrumpían en una
casa y comenzaban a arrojar fuera de ella todo lo que pudiera tener algún valor, siendo
ávidamente recogido por los polacos, quienes incluso se acercaban con carretas para llevarse su
parte del botín. Lo que no se llevaban era destrozado con saña. Mientras tanto, la familia que
vivía allí recibió una paliza.
Desesperados ante su situación, los judíos acudieron al cura del pueblo a suplicarle que
intercediera por ellos y pidiera a sus feligreses que pusieran fin a aquella persecución. Pero el
sacerdote se negó tajantemente a protegerles: «Es bien sabido que todos los judíos, desde el más
joven al más viejo, son comunistas», les respondió. Los ruegos de los judíos no fueron atendidos y
el cura mantuvo firme su negativa, reconociendo que temía la reacción de sus feligreses si
aparecía de repente como defensor de los odiados judíos. De los otros notables cristianos a los
que acudieron los afligidos hebreos recibieron la misma decepcionante respuesta. Nadie poseía el
valor necesario para enfrentarse al enardecido populacho.
Al día siguiente de ese intento frustrado de conseguir protección, se organizaron varias
cuadrillas de jóvenes polacos dispuestos a llegar más lejos en la persecución a la que estaban
siendo sometidos los judíos. Desde primera hora de la mañana fueron conduciéndolos hasta el río,
cargados con los libros sagrados; una vez allí, tuvieron que arrojarlos al agua. Después les
obligaron a hacer todo tipo de ejercicios gimnásticos, con el propósito de humillarlos ante la
muchedumbre que se había congregado allí para disfrutar del espectáculo, celebrando la
lamentable demostración con carcajadas y aplausos. Cuando los patéticos gimnastas, entre los que
había ancianos, mujeres y niños, se negaban a ejecutar una orden, eran golpeados sin compasión.
Después de que se diese por concluido ese escarnio público, los judíos pudieron por fin
regresar al pueblo, pero allí se encontraron con que otra cuadrilla de hombres armados con palos
y barras de hierro les estaban esperando. Los hebreos fueron apaleados de nuevo y algunos
quedaron inconscientes en el suelo.
Al caer la noche, las casas de los judíos fueron asaltadas, echando abajo puertas y ventanas.
Las cuadrillas los iban sacando a la calle, en donde eran golpeados sin que se librasen ni las
mujeres ni los niños, ni siquiera las madres con niños de pecho, todo ello ante la mirada
complaciente de sus vecinos polacos. Esos asaltos dejaron tras de sí muchos judíos heridos de
muerte o con graves lesiones, pero el único médico del pueblo se negó a atender a las víctimas.
La situación para los judíos iría de mal en peor, hasta que se produjo una paradoja tan terrible
como desconcertante. Mientras el pueblo había estado bajo control alemán se habían llevado a
cabo esas torturas públicas que habían acabado con la vida de algunos judíos, pero las
autoridades germanas habían impedido la matanza que reclamaban los polacos. Un buen día los
alemanes se marcharon del pueblo, siguiendo el avance de las tropas hacia el este, sin dejar
ninguna autoridad al cargo. Ese inesperado vacío de poder sería aprovechado por los polacos
para lanzar el definitivo ajuste de cuentas con los judíos; la marcha de los ocupantes nazis
supondría el final de la protección de la que habían disfrutado.
Al mediodía del domingo 6 de julio, llegó a Radzilow una partida de polacos del pueblo vecino
de Wasosz, pertrechados de todo tipo de armas caseras y dispuestos a usarlas. Inmediatamente se
supo que en ese pueblo habían matado de un modo horrendo a todos los judíos que vivían allí. Se
desató entonces el pánico entre los judíos de Radzilow, convencidos de que ahora les había
llegado su turno. Una parte de ellos intentaron escapar, ocultándose por los campos y bosques
vecinos. Los que no estaban en condiciones de salir huyendo trataron de esconderse en el pueblo,
pero ningún polaco quiso prestarles ayuda. Los que fueron atrapados encontraron rápidamente la
muerte a manos de sus vecinos y los recién llegados de Wasosz, ya fuera a golpes con palos o
cuchilladas. Otros fueron encerrados en un pajar, al que le prendieron fuego. Los gritos de las
víctimas fueron escuchándose durante todo el día, hasta que cesaron al caer la noche.
Por la mañana, los polacos hicieron correr la voz de que los hombres que habían venido de
Wasosz se habían marchado ya, y que los judíos que permanecían ocultos en los alrededores del
pueblo podían regresar tranquilamente a sus casas. Cansados y hambrientos después de haber
pasado la noche a la intemperie, la mayoría de los judíos decidieron confiar en la palabra de sus
vecinos y poco a poco fueron volviendo al pueblo. Allí se encontraron con el panorama dantesco
que había quedado tras la matanza del día anterior. Los polacos ya estaban enterrando los
cadáveres. Entonces tuvo lugar una horripilante escena, cuando una niña que iba a ser sepultada
abrió los ojos y se incorporó; los polacos no se inmutaron al ver que estaba todavía con vida y la
enterraron viva junto a su padre.
Los judíos que se habían librado de esa matanza acudieron a la autoridad municipal recién
constituida, formada por el cura, el médico y algunos notables, para suplicarles que pusieran fin a
esos desmanes, pero estos les respondieron que no podían hacer nada, y les aconsejaron que
tratasen de negociar con los cabecillas del pogromo. Acudieron entonces a los líderes de las
cuadrillas, y estos les dijeron que debían resarcirlos por los daños causados (sic) y que, si así lo
hacían, les perdonarían la vida. Sin otra opción, los judíos aceptaron su supuesta culpabilidad y
comenzaron a entregarles objetos de valor, como artículos de oro y plata, porcelana, trajes y hasta
máquinas de coser, y prometieron entregar las vacas que habían ocultado.
Sin embargo, una vez que entregaron todo, los judíos comprobaron con horror que los habían
engañado. Los polacos estaban dispuestos igualmente a matarlos a todos, y así lo hicieron,
empleando todo tipo de improvisadas armas mortales. Además, se destruyó a conciencia la
sinagoga, la casa de estudios y hasta el cementerio, para borrar de Radzilow cualquier rastro de la
comunidad hebrea.
Tan solo pudieron salvarse ocho judíos que no habían regresado al pueblo y seguían ocultos en
un campo de trigo. Seis de ellos pertenecían a la misma familia, los Finkelstein. El testimonio del
hijo mayor, Menachem, que entonces contaba con 18 años, sería recogido en 1947 por el Comité
Histórico Judío, convirtiéndose en la fuente principal de información de la matanza. Los
Finkelstein permanecieron ocultos durante cuarenta meses en varios escondites por la comarca
proporcionados por los lugareños, aprovechando los contactos del padre, que poseía un molino, y
sus promesas de recompensar económicamente a sus protectores si lograban sobrevivir.
Afortunadamente, la madre había tomado antes la precaución de guardar en una gran bolsa de tela
todo lo imprescindible para pasar una larga temporada fuera de casa. Durante ese tiempo en el que
se convirtieron en fugitivos fingieron haberse convertido al catolicismo para no ser denunciados.
Una vez derrotados los alemanes en 1945, los Finkelstein escaparían de Polonia, llegando a Italia,
desde donde conseguirían emigrar a Israel después de pasar por un campo de refugiados en
Chipre. En cuanto a los otros dos judíos que escaparon de la masacre, un padre y un hijo, tras la
guerra cometerían el trágico error de regresar a Radzilow, en donde serían asesinados.
Los gendarmes germanos de la Orgnungspolizei3 que llegaron a Radzilow tras la masacre se
quedaron impresionados ante la brutalidad que habían desplegado los polacos, un salvajismo que
posteriormente ellos superarían con creces, pero que en esos momentos debió suponer para ellos
una espantosa novedad. Es difícil determinar la cantidad de judíos que murieron allí, pero podría
rondar los 800.
La noticia de lo ocurrido en Radzilow, junto con lo que había sucedido en Wasosz, se extendió
rápidamente por toda la comarca. En los distintos pueblos y aldeas el pánico se adueñó de las
comunidades judías. En esos momentos, la situación en Jedwabne parecía tranquila, por lo que
muchos de ellos decidieron dirigirse hacia allí. Además, corrió la voz de que el obispo católico
de la región se había comprometido personalmente con la comunidad judía de Jedwabne a
garantizar su seguridad, después de recibir unos candelabros de plata como regalo. Así pues,
Jedwabne parecía ser un lugar en el que los judíos estarían seguros. No podían estar más
equivocados.
Reunión en la plaza
En Jedwabne había un puesto de la referida Ordnungspolizei integrado por once hombres. Pero
serían, según los testimonios, cuatro o cinco miembros de la Gestapo de fuera del pueblo los que
se presentarían la mañana del 10 de julio de 1941 en el ayuntamiento de la localidad. Se reunieron
con el alcalde, Marian Karolak. Al cabo de un rato, este salió del edificio y dio orden de que los
varones adultos polacos acudiesen a la plaza. Una vez allí, les dio instrucciones para que
congregasen a los judíos en la misma plaza, supuestamente para «ponerlos a trabajar».
De este modo se acababa de poner en marcha el pogromo que tendría lugar a lo largo de esa
negra jornada, un día que sería especialmente caluroso, con lo que el tiempo parecía convertirse
en cómplice de lo que iba a ocurrir, contribuyendo a calentar aún más los ánimos. Un grupo de
polacos se dedicó a reunir a los judíos en la plaza y se quedaron allí vigilándoles. Mientras tanto,
los alemanes se limitaban a hacer la ronda en compañía de algún miembro del ayuntamiento.
Según lo que habían acordado los miembros de la Gestapo y el alcalde, los polacos tenían carta
blanca durante ocho horas para hacer lo que quisieran con los judíos.
Ese día, desde primera hora de la mañana, habían acudido al pueblo polacos de los pueblos
vecinos, dispuestos a participar en el escarmiento a los judíos, tal como había ocurrido ya en sus
localidades. Ese detalle lleva a pensar que el pogromo se conocía con antelación y no fue
ordenado por los alemanes en esa reunión con el alcalde. Algunos compararían esa llegada de
visitantes a la que solía darse en los días de mercado.
Los testimonios recogidos por Grosz en su estudio son fragmentarios, por lo que es difícil
construir un relato exacto y pormenorizado de los hechos. Por ejemplo, un testigo puede describir
la escena a la que efectivamente asistió, mientras que otro se limita a reproducir el comentario de
otro vecino. No pocos de estos testimonios difieren entre sí e incluso son contradictorios. La
mayoría de ellos proceden de las actas de los juicios que tuvieron lugar en 1949, por lo que
seguramente se vieron mediatizados por varios factores, como la defensa de la propia inocencia o
la de sus vecinos, o la influencia de otros testimonios, además de la habitual erosión y alteración
de los recuerdos provocada por el paso del tiempo.
De todos modos, es posible confeccionar una crónica bastante fiel de lo sucedido aquel día.
Retomando el relato, a los polacos reunidos en la plaza, que serían varias docenas, se les
proporcionaron látigos y porras para conducir a los judíos hasta allí. Al mismo tiempo, los judíos
ya estaban recibiendo órdenes de dirigirse a la plaza para realizar, supuestamente, ciertas labores
de limpieza. En un primer momento, ese llamamiento no causó demasiada alarma entre los judíos,
ya que alguna vez se les había obligado a llevar a cabo trabajos de ese tipo, como acto de
humillación pública. Pero pronto se vería que, ese día, los polacos no se conformarían
simplemente con humillarlos.
Los judíos varones se dirigieron obedientemente hacia la plaza, mientras las mujeres se
quedaban en casa, cerrando puertas y ventanas por si los ánimos se caldeaban demasiado durante
el escarnio. Al poco rato comenzaron a escucharse gritos espantosos de los judíos que estaban
siendo ya agredidos. Uno de los primeros fue un joven de 22 años, que estaba recibiendo una
paliza. Un testigo que pasaba casualmente por el lugar lo vería ya muerto en el suelo, después de
que un vecino que era amigo suyo hubiera descargado sobre su cabeza una piedra «que pesaba 12
o 14 kilos». Su amigo le dijo orgulloso: «Le he atizado bien con esta piedra y ya no se volverá a
levantar».
La estatua de Lenin que los habitantes de Jedwabne obligaron a los judíos a llevar en procesión, conservada en el Museo de la
Segunda Guerra Mundial de Gdansk. Foto del autor, octubre 2017.
En esos primeros momentos del pogromo, apenas había un centenar de judíos concentrados en
la plaza, pero con el paso de los minutos esa cantidad iría creciendo considerablemente. Parecer
ser que, con el fin de no estrangular la vida económica del pueblo, los alemanes pidieron que los
vecinos seleccionaran algunas profesiones para no eliminar a los judíos que las desempeñaban,
pero ellos les aseguraron que entre ellos había individuos que ejercían todas las profesiones
necesarias para la vida diaria, por lo que no había necesidad de salvar a nadie. Así pues, los
alemanes decidieron desentenderse de lo que ocurría y, según los testigos, tan solo se dedicarían a
hacer fotografías.
Resulta chocante saber que los judíos que estarían más seguros serían los que encontraron
refugio en el puesto de la gendarmería alemana. Al ver el cariz que estaban tomando los
acontecimientos, unos soldados fueron a buscar a tres mujeres judías que trabajaban allí, las
condujeron al cuartel y las encerraron con llave en el piso de arriba para protegerlas de la ira de
los polacos. A la cocinera polaca le ordenaron que les llevase algo de comer. También sorprende
el hecho de que un jefe de cuadrilla acudiese al cuartel a pedir armas con las que imponerse a un
grupo de judíos que se negaba a acudir a la plaza, pero el alemán al que se dirigió lo despidió
diciéndole: «No te daré armas, haz lo que quieras».
Estaba claro que los alemanes no querían tener una participación directa en lo que estaba
acaeciendo en el pueblo. Horas después se daría una escena que corroboraría esa actitud, cuando
un grupo de polacos entró corriendo en el patio de la gendarmería, en donde había tres judíos
cortando leña, e intentaron apresarlos. El comandante del puesto salió y les dijo: «¿No habéis
tenido bastante con ocho horas para hacer con los judíos lo que quisierais?». El oficial alemán les
ordenó que se marchasen de allí.
Piedras, cuchillos, estacas
El pogromo ya estaba en marcha. Los polacos perseguían a los judíos por las calles, para
obligarles a acudir a la plaza o para matarlos allí mismo. Eso era lo que había ocurrido con aquel
joven que yacía muerto en la calle después de que aplastaran su cabeza con una piedra. Pero otros
estaban recibían palizas hasta la muerte con estacas, como sucedió a otros cuatro judíos cuyos
cuerpos quedaron tendidos en el suelo.
Cuando los judíos comprendieron que sus vecinos no iban a contentarse con humillarles, sino
que iban a matarlos, muchos intentaron escapar a través de los campos de los alrededores, tal
como habían hecho antes los judíos de Radzilow. Pero, en este caso, también los campesinos
polacos se encargaban de localizar y detener a los que se escondían o trataban de huir. Una vez
atrapados, les propinaban una paliza y luego los conducían a la plaza, aunque no eran pocos los
que eran asesinados nada más encontrarles. No obstante, entre 100 y 200 judíos conseguirían
ocultarse de sus perseguidores y librarse así de una muerte cierta.
Aunque el alcalde había tratado de organizar de algún modo la matanza al ordenar que los
judíos fueran congregados en la plaza, la operación estaba degenerando en un estallido de
violencia generalizado, con acciones simultáneas y descoordinadas por todo el pueblo. Aun así, la
autoridad municipal no hizo nada por corregir el rumbo de los acontecimientos y permitió que los
habitantes de Jedwabne siguieran adelante con la masacre de manera improvisada.
Así, a los asesinatos del joven lapidado y los cuatro judíos muertos a estacazos les seguiría el
de dos herreros que fueron ahogados en un estanque. El horror se extendería por todo el pueblo
rápidamente. La casa de un maestro judío fue asaltada; él fue asesinado y a su hija la decapitaron y
luego dieron patadas a su cabeza. Junto a la fuente, una mujer fue asesinada mientras tenía a su
hijo de pecho en brazos.
Al mismo tiempo que tenían lugar esos espantosos episodios, otros polacos trataban de realizar
su mortífera tarea de un modo más sistemático. Por ejemplo, una cuadrilla atrapó a un grupo de
judíos y los condujo hasta el cementerio. Allí les ordenaron cavar una fosa y después, según el
relato de un testigo que permaneció oculto tras unos arbustos, «los mataron de mil formas
distintas, a unos con herramientas de metal, a otros a cuchilladas, y a otros a estacazos». Uno de
los asesinos se mostró especialmente brutal, matando a los judíos «con un gancho de hierro que
les clavaba en el estómago».
Antes de ser asesinados, hubo judíos que fueron sometidos a ultrajes públicos. Una docena de
los que habían sido reunidos en la plaza fueron obligados a hacer una serie de ejercicios
gimnásticos ridículos. Otro grupo formado por unos cuarenta judíos fue conducido hasta una plaza
en la que los soviéticos habían levantado una estatua de Lenin durante la ocupación. Los judíos
tuvieron que derribarla. Al caer, se rompió, y fueron obligados a llevar los fragmentos sobre unas
tablas, en procesión, con un rabino al frente. Durante el recorrido debían entonar canciones rusas,
además de una especie de plegaria: «Nosotros tenemos la culpa de la guerra, nosotros tenemos la
culpa de la guerra…». El rabino fue también obligado a bailar a la vez que ondeaba una bandera
roja.
Quemados vivos
En esa primera fase de la matanza, los habitantes de Jedwabne estaban actuando en cuadrillas
descontroladas pero, tras la ola de violencia inicial, se extendió la idea de que había que llevar a
cabo la tarea de acabar con los judíos del pueblo de manera rápida y eficaz. Teniendo en cuenta
que había unos 1500 judíos, tratar de acabar con todos ellos acuchillándolos o apaleándolos podía
requerir más tiempo de las ocho horas concedidas por los alemanes. Era necesario culminar el
trabajo antes de que los alemanes considerasen que había que poner fin a ese caos.
Por tanto, se tomó la terrible decisión de llevar a los judíos que habían sido congregados en la
plaza a un pajar y quemarlos todos juntos allí. Al parecer, ese plan había sido trazado de
antemano, aunque aún no se había determinado el lugar en el que sería llevado a cabo.
Propusieron a uno de los vecinos utilizar su pajar para ese cometido, pero se negó. Finalmente,
otro se mostró dispuesto a ofrecer el suyo.
Los judíos fueron conducidos hasta ese pajar, al que ya estaban acudiendo todos los vecinos
para asistir a tan macabro e ignominioso espectáculo. También se acercaron hasta allí ocho
gendarmes alemanes. Los judíos que estaban participando en la procesión con la estatua de Lenin
fueron dirigidos directamente hacía allí. Conforme iban llegando los judíos, heridos y
aterrorizados, la multitud allí congregada los empujaba al interior del pajar. Entre los condenados,
los vecinos reconocieron a uno que durante la ocupación soviética había ocultado a un oficial
polaco, por lo que en ese momento los cabecillas decidieron absolverle, permitiéndole marcharse
a su casa. Sin embargo, el indultado rechazó el perdón concedido por la turba y prefirió compartir
el infausto e ineluctable destino de los demás judíos.
Una vez que todos estaban dentro, el pajar fue regado con gasolina que habían dejado los
soviéticos en su retirada, que dos personas fueron a buscar a un almacén. Entonces le prendieron
fuego. Mientras los judíos se quemaban vivos en el interior del pajar, un golpe de aire caliente
abrió la puerta, lo que fue aprovechado por un hombre, su hermana y la hija pequeña de esta para
escapar de aquel infierno. Uno de los polacos les cortó el paso amenazándoles con un hacha, pero
el hombre se enfrentó a él y logró apartarlo de su camino. Increíblemente, a pesar de estar
rodeados de la multitud y de los soldados alemanes, los tres consiguieron huir y ocultarse en el
cementerio. Quizás, el intenso calor generado por las llamaradas llevó a la muchedumbre a
alejarse y apartar su vista del pajar, lo que fue aprovechado por aquellos afortunados para salvar
la vida. La última imagen que aquel hombre tuvo del interior del pajar, tal como relataría después
durante los juicios, fue la de su padre ya envuelto en llamas.
Una vez consumido el fuego y disipada la humareda apareció ante los ojos de la multitud un
panorama horripilante. El incendio no se había extendido de manera uniforme, quizás debido al
viento, por lo que aquellos desgraciados habían tratado de huir de las llamas, más activas en el
lado derecho, concentrándose en el izquierdo. Por tanto, la mayoría de cadáveres se encontraban
amontonados en ese lugar. Los cuerpos que habían quedado en la parte superior del montón
estaban carbonizados, pero los de la parte inferior estaban prácticamente intactos, al haber
perecido aplastados y asfixiados. Incluso sus ropas habían quedado en muchos casos intactas.
Según relataría un muchacho, «los cadáveres estaban tan enredados unos con otros que no había
forma de separarlos». Mientras tanto, la gente registraba ávidamente los cadáveres en busca de
objetos de valor, llegando incluso a rasgar las ropas para ver si había algo cosido dentro. En este
caso, la avaricia se imponía al horror que pudiera causar tan pavoroso cuadro, o a la
conmiseración que pudieran despertar las víctimas aún humeantes. Pero los alemanes, que hasta
ese momento se habían limitado a ser meros espectadores, acudieron raudos a apoderarse del
botín. Inspeccionaron concienzudamente a todos los que se habían acercado a registrar los
cadáveres, aunque algunos lograron marcharse con el producto de su saqueo, ocultándolo en los
zapatos.
Cadáveres sin enterrar
Aunque al final habían sido los alemanes los que habían desvalijado a los muertos del pajar
incendiado, los cuerpos de los otros judíos que habían quedado tendidos por las calles serían
saqueados por los polacos sin interferencia germana. Una vez muertos, sus vecinos les arrebataron
las ropas, se quedaron con las monedas y llegaron incluso a arrancarles los dientes de oro, tal
como harían después metódicamente los alemanes en los campos de exterminio. Además, se
quedaron con sus casas, sus muebles y todas sus pertenencias.
En unas pocas horas se había consumado la matanza, ejecutada con más alborozo que ira, como
si se tratase de una fiesta popular. Mientras, los alemanes se habían dedicado únicamente a tomar
fotografías e incluso filmar la tragedia que estaba ocurriendo a su alrededor. Según algunas
fuentes, los alemanes proyectarían esas imágenes en las salas cinematográficas de Varsovia para
intentar demostrar que la persecución contra los judíos polacos procedía de la propia población
polaca, aunque la realidad es que no hay constancia de la existencia de la película.
Al estar en pleno mes de julio, se hacía necesario enterrar los cadáveres a la mayor brevedad
posible. Sin embargo, ya no quedaban judíos vivos a los que encargarles tan desagradable tarea.
Los polacos se fueron retirando a sus casas, sin que nadie tomase sobre sus hombros esa
responsabilidad. Pero los alemanes no estaban dispuestos a que los cuerpos quedaran sin enterrar,
así que al caer la noche cogieron a varios polacos al azar y les obligaron a dar sepultura los
cadáveres.
Sin embargo, eran muchos los cuerpos a enterrar y pocos los polacos dispuestos a realizar la
tarea, pese a los requerimientos germanos. Los que se veían obligados a tan penosa tarea alegaban
sentirse incapaces de acometerla. Tres días después, todavía había muchos cuerpos insepultos,
expuestos al calor inclemente del estío; los perros ya habían empezado a comérselos. Temiendo
que pudiera desencadenarse una epidemia, el comandante alemán se dirigió al alcalde cuando este
estaba en la plaza y le espetó: «¡O sea que matar a la gente y quemarla viva sí que sabéis hacerlo,
pero a la hora de enterrarlos, nadie está dispuesto a echar una mano, ¿verdad? ¡Mañana sin falta
quiero que estén todos esos cadáveres enterrados! ¿Lo ha entendido?».
Las escenas que se dieron a continuación son difícilmente digeribles. Como se ha apuntado, los
cuerpos de los judíos quemados vivos en el pajar estaban, según describiría gráficamente un
testigo, «enredados como las raíces de un árbol». Para facilitar la tarea a alguien se le ocurrió la
idea de cortarlos en trozos y arrojarlos a una zanja. Así lo hicieron; llevaron hasta allí unos baldes
y despedazaron los cadáveres como pudieron, «una cabeza por aquí, una pierna por allá».
Una vez enterrados los cuerpos, se extendió tácitamente un manto de silencio sobre lo que había
ocurrido aquel terrorífico día. Como si de un vergonzoso secreto familiar se tratase, a partir de
entonces se convertiría en un tema tabú del que nadie desearía hablar. Pero las consecuencias del
funesto episodio se extenderían de forma inexorable a lo largo del tiempo, como si de una
maldición se tratase.
Regreso a la normalidad
A partir de aquel infame 10 de julio de 1941 marcado ya para siempre en la historia de Jedwabne,
los alemanes trataron de que se restableciese la normalidad en el pueblo. Tras esas ocho horas en
las que miraron hacia otro lado mientras los judíos eran salvajemente asesinados, anunciaron que
no permitirían que se produjeron nuevos desórdenes. Para tratar de pasar página y como gesto de
indemnización a su propietario, los alemanes reconstruyeron el pajar que había servido para
quemar vivos a los judíos. Curiosamente, cuando las tropas germanas abandonaron el pueblo en su
retirada, en 1944, la construcción sería derribada.
En una decisión difícil de entender, tan solo unos días después de la matanza algunos
supervivientes decidieron regresar al pueblo, en donde tendrían que cruzarse por la calle a diario
con aquellos que habían querido matarles. Tal vez no disponían de ninguna otra alternativa,
teniendo en cuenta que los pogromos se habían producido en la mayoría de pueblos de la región.
Para proporcionarles protección si se reproducía el ataque, los alemanes les permitieron trabajar
en la gendarmería.
Sin embargo, esa paradoja en la que los judíos buscaban la protección de los nazis se
resolvería posteriormente del modo más previsible, cuando esos judíos acabaron siendo enviados
al gueto de Lomza, creado el 12 de agosto de 1941. Allí fueron concentrados los hebreos
supervivientes de la región en la que se encontraba Jedwabne. El número total llegaría a los
18.000. Pero Lomza no sería más que una estación de paso hasta el destino final, que no era otro
que el campo de exterminio. Mientras tanto, el hambre y el agotamiento por el trabajo esclavo,
además de sucesivas epidemias de disentería y tifus, acabarían con la vida de cerca de la mitad de
ellos. El gueto sería liquidado el 1 de noviembre de 1942, cuando sus exhaustos habitantes fueron
enviados a Auschwitz. Una docena de judíos de Jedwabne sobrevivieron a la guerra. Siete de
ellos fueron escondidos y atendidos por la familia Wyrzykowski en la aldea vecina de Janczewo.
Todos esos judíos, tanto los que habían muerto durante el pogromo o tras la deportación al
gueto de Lomza, o los pocos afortunados que habían logrado escapar con vida, dejarían atrás sus
bienes, lo que estimularía la avaricia de los que habían sido sus vecinos. No se conoce
suficientemente lo que ocurrió con sus posesiones ya que, en los juicios posteriores, fue un asunto
sobre el que se pasó por alto y tan solo hubo algunas referencias tangenciales. Aun así, se sabe
que fueron los organizadores o participantes más activos del pogromo, una docena de personas
incluyendo al alcalde, los que se apoderarían de la mayor parte de los bienes de los judíos. Un
testigo aseguraría que el alcalde y uno de los cabecillas llevaron a cabo el traslado en un carro de
los «bienes abandonados» por los judíos a un almacén y que dispusieron de ellos como mejor les
convino. Además, según el testigo, ese cabecilla y su familia «se mudaron a una casa abandonada
por los judíos». En todo caso, esa apropiación de los hogares dejados por los hebreos
seguramente debió ser generalizado, ya que el testigo aseguraría: «Por lo que yo sé, las casas
abandonadas por los judíos podían ser ocupadas por cualquiera sin permiso de nadie».
También, a tenor de lo relatado por el testigo, los alemanes debieron exigir su parte del botín; el
alcalde fue arrestado por las autoridades germanas «a causa de las numerosas riquezas de los
judíos de las que se adueñó y que no quiso repartirse equitativamente con los alemanes». Otro de
los impulsores de la matanza fue también detenido por los alemanes cuando intentaba pasar de
contrabando las joyas robadas a los judíos. Sin duda, la gestión de los «bienes abandonados» tuvo
que resultar muy lucrativa para los que llevaron a cabo ese cometido.
Como si una maldición acompañase a esos bienes robados en tan viles circunstancias, durante
mucho tiempo serían motivo de litigio entre los habitantes del pueblo, dando origen, durante la
posguerra, a denuncias ante la policía secreta polaca. En los peores casos, esas disputas por
adueñarse de las propiedades de los judíos asesinados acabarían a su vez en homicidios. Si la
matanza sacó lo peor de cada uno de los vecinos en aquel momento de ira, lo seguiría haciendo
años después.
Buscando una explicación
En su exhaustivo estudio de los hechos que acontecieron en Radzilow y Jedwabne, el historiador
Jan T. Grosz reconoce su incapacidad para ofrecer una respuesta convincente a la pregunta que se
haría cualquiera: «¿Por qué sucedió aquello?».
Esas matanzas han dejado perplejos a todos los investigadores que han tratado de entender los
motivos por los que se produjeron. Grosz trata de encontrar una explicación en la hipótesis de que
aquellos asesinatos en masa entroncaban con épocas pasadas, en las que la violencia antijudía era
habitual en esas zonas rurales. Desde siglos atrás, y no solo en la Polonia rural sino en otras
partes de Europa, se daba pábulo a historias de asesinatos rituales por parte de los judíos, una
creencia que estaba profundamente arraigada entre los católicos polacos. Aunque resulte
sorprendente, acusaciones absurdas de este tipo motivarían estallidos de violencia contra los
judíos polacos en pleno siglo XX en zonas urbanas y, por tanto, supuestamente ajenas a esas
supersticiones medievales, como en Cracovia en 1945 o Kielce en 1946.
A tono con esas supuestas motivaciones anacrónicas estarían los métodos y las armas primitivas
y arcaicas que se emplearon en esas masacres; piedras, estacas de madera o barras de hierro,
además del fuego de los incendios o el agua en el que algunos judíos fueron ahogados. Igualmente,
tal como se ha descrito, las masacres discurrieron de manera desorganizada y caótica. Todo ello
contrasta con el carácter metódico, burocrático e industrial y, por tanto, radicalmente moderno,
con el que se desarrollaría el exterminio de los judíos por parte de los nazis.
No obstante, aunque las masacres pudieran poseer este sustrato profundo y atávico, debieron
tener mayor peso hechos más recientes. En el período de entreguerras los polacos pretendieron
crear un Estado étnicamente unificado, una vez recobrada su independencia tras cien años de
partición. En los años veinte y treinta, el antisemitismo se adueñó de la escena y los judíos
comenzaron a sentirse crecientemente discriminados e inseguros. Por entonces, el 10 % de la
población era judía, lo que situaba a Polonia en el segundo país del mundo en número de hebreos
entre sus habitantes, solo por detrás de Estados Unidos. Un tercio de ellos se concentraba en las
ciudades, lo que creaba la sensación de que la presencia judía era mayor a la que era en realidad.
La presión de ruidosos grupos antisemitas consiguió, por ejemplo, que los hebreos tuvieran
asientos segregados en las universidades.
Para los nacionalistas, en esa nueva Polonia no había lugar para los judíos; la ocupación
alemana proporcionaría un ambiente propicio para llevar a cabo esa ansiada limpieza étnica.
Incluso, durante la ocupación del país, muchos creyeron que Polonia tenía dos enemigos: uno
externo, los alemanes, y otro interno, los judíos. En medio de ese mefítico ambiente, el asesinato
masivo de Jedwabne ya no resulta tan desconcertante.
También es significativo el factor de la supuesta simpatía de los judíos por los ocupantes
soviéticos, que bien pudo ser el desencadenante. Aunque es difícil ser concluyente al respecto, ya
que Grosz lo desmiente en base a los testimonios a los que tuvo acceso, parece ser que los judíos
recibieron a los rusos con los brazos abiertos, o al menos esa fue la idea que caló entre los
polacos. Bajo la administración polaca, los judíos habían padecido dichas discriminaciones
antisemitas y, durante la breve ocupación germana, no se habían hecho ilusiones sobre lo que les
podía esperar si se prolongaba. Así pues, es lógico que la llegada del Ejército Rojo fuera vista
con esperanza.
Por su parte, los soviéticos vieron en los judíos una inesperada cantera de entusiastas
colaboradores. Los puestos administrativos fueron ofrecidos a los judíos, y estos integraron
también milicias auxiliares armadas, que serían utilizadas por los soviéticos en las deportaciones
masivas de polacos a Siberia relatadas en el anterior capítulo. En la región que rodea Jedwabne,
más de 20.000 polacos sufrieron ese destino. Las tropas soviéticas se dedicaban también a
requisar alimentos a la población, y el siniestro NKVD actuaba en la región extendiendo el terror,
deteniendo y encarcelando bajo cualquier acusación. Aunque las detenciones afectaron en la
misma proporción a gentiles y judíos, ese hecho no alteraría la percepción de que los odiados
soviéticos habían encontrado en los hebreos unos fieles aliados.
Esa colaboración parecía confirmar un prejuicio muy extendido, no solo en Polonia, sino entre
todos los que se oponían de un modo u otro al comunismo, desde una fecha tan temprana como
1918. En las huelgas que se produjeron en las fábricas de Leningrado —entonces Petrogrado— en
protesta por la escasez que había traído consigo el nuevo orden revolucionario, se gritaba «No a
los bolcheviques y a los judíos» o «No a los judíos y a los comisarios», mientras que en las zonas
rurales circulaba la consigna «No a los moscovitas y a los judíos». También los ucranianos, por
ejemplo, exigían una «Ucrania para los ucranianos, sin judíos ni comunistas». Es decir, en la
resistencia al comunismo en la propia Unión Soviética, la identificación de esa ideología con los
judíos era inextricable. No se puede pasar por alto el hecho de que la mayoría de dirigentes
leninistas eran judíos: Trotski, Kámenev, Zinóviev o Radek. Lenin no lo era, aunque uno de sus
abuelos sí, pero ese dato no aparecía en su biografía oficial. De hecho, en aquella primera época,
el único miembro del Politburó que no tenía padres o abuelos judíos era Stalin. La explicación de
esa fuerte presencia judía en las altas esferas comunistas puede estar en el tradicional empeño
familiar entre los judíos de fomentar la educación superior en sus hijos para superar la
discriminación social. Esa formación les habría llevado a tomar conciencia política y abrazar
causas como el socialismo y el internacionalismo. Es significativo el hecho de que no pocos
judíos cambiasen sus apellidos para la militancia política, tratando de disimular esa abrumadora
presencia hebrea en el movimiento revolucionario.
Aunque era innegable la presencia de esa mayoría judía entre los dirigentes comunistas, hay que
descartar que existiera una conspiración en la que convergiera esa ideología con el judaísmo, para
la consecución de unos objetivos comunes. Por ejemplo, el Ejército Rojo perpetraría pogromos en
Ucrania, sin que eso llegase a inquietar a Lenin y al Politburó, más preocupados por consolidar el
poder soviético que por frenar el antisemitismo. No obstante, esa identificación entre comunismo
y judaísmo que se dio desde la llegada al poder de los bolcheviques dejaría una impronta que ya
sería imposible borrar, y que tendría luego su expresión tanto en Polonia como, por ejemplo, en
las repúblicas bálticas, en las que los judíos como conjunto serían objeto de un injusto y bárbaro
castigo por los excesos cometidos allí por los comunistas, fueran estos judíos o gentiles.
Cuando los alemanes invadieron de nuevo Jedwabne y la región circundante el 22 de junio de
1941, distribuyeron propaganda antisoviética, revelando los crímenes perpetrados por los
antiguos ocupantes. Igualmente, desde las SS se extendió la consigna a sus oficiales de alentar
entre la población los incidentes antisemitas, alimentando ese sentimiento que unía el comunismo
al judaísmo. Por tanto, las comunidades locales serían animadas a robar y matar a sus vecinos
judíos con total impunidad, una sugestiva invitación a la que pocos se resistirían.
Así pues, la llegada de los alemanes a la zona culminaría la tormenta perfecta que había ido
gestándose hasta entonces. En esas jornadas de furia saldrían a la superficie de manera trágica los
prejuicios seculares, la desconfianza hacia su lealtad con Polonia, la identificación entre
comunismo y judaísmo y, especialmente, el resentimiento por la colaboración, real o supuesta, con
los soviéticos, como lo demuestra de forma harto gráfica la referida procesión con los pedazos de
la estatua de Lenin derribada. Con todos esos ingredientes se combinaría el cóctel de odio que se
derramaría trágicamente sobre los hebreos de Jedwabne y las poblaciones vecinas.
La verdad, al descubierto
El 16 de mayo de 1949, bajo la autoridad de la República Popular de Polonia, se celebró el
referido juicio contra veintidós polacos que presuntamente participaron en los hechos, pero bajo
la acusación de colaborar con los alemanes, considerados los auténticos instigadores y
perpetradores de la masacre. Al día siguiente se dictaron ya las sentencias, por lo que se trató de
un sorprendente juicio relámpago, teniendo en cuenta la entidad del caso. Una persona fue
condenada a muerte, aunque posteriormente se le conmutaría por una pena de cárcel. Hubo nueve
condenas más de prisión y doce acusados resultaron absueltos.
Durante los trabajos de exhumación de los restos mortales de las víctimas que fueron quemadas vidas en el granero, llevados a cabo
en 2001, se encontraron estas llaves entre sus pertenencias, expuestas en el Museo de la Segunda Guerra Mundial de Gdansk. Foto
del autor, octubre 2017.
Tras la caída del comunismo saldrían a la luz las numerosas irregularidades producidas durante
este juicio, organizado por las autoridades comunistas para dejar sentada la culpabilidad alemana
en ese asesinato masivo. Los acusados y testigos fueron presionados y torturados por la policía
política del régimen polaco, la Jefatura de Seguridad (UB), según quedaría constancia en los
documentos internos. Parte de las declaraciones firmadas antes del proceso serían desmentidas
llegado este. Además, ninguno de los polacos que ayudaron a ocultar a los judíos fue llamado a
declarar, tampoco se llevó a cabo la búsqueda del antiguo alcalde, cuyo testimonio hubiera sido
decisivo, y no se realizó ningún esfuerzo por establecer los nombres de las víctimas.
Aunque se responsabilizaba a los alemanes de la matanza, durante el proceso no hubo interés
por determinar qué unidades se encontraban en el lugar de los hechos. El error más sorprendente
de la instrucción del caso fue que se establecía el 25 de junio de 1941 como la fecha en la que
ocurrieron los hechos, cuando en realidad fue el 10 de julio. Ni el fiscal ni el tribunal se
percataron del error, o no se molestaron en corregirlo. Finalmente, sería el Tribunal Supremo, al
resolver la última apelación, cuando al fin lo advirtió, aunque se limitó a apuntar que «el
asesinato de Jedwabne tuvo lugar algunos días después de la fecha reconocida por la Audiencia
Provincial». Todo ello demuestra la extraordinaria ligereza y desidia de la justicia polaca a la
hora de dilucidar lo que de verdad ocurrió aquel día en Jedwabne.
En 1960, en la República Federal de Alemania se llevó a cabo una investigación sobre los
asesinatos masivos perpetrados por los Einsatzgruppen de las Waffen-SS en el distrito de
Bialystok, en el que se encontraba Jedwabne. En este distrito, creado por la nueva administración
germana, fueron asesinadas unas 45.000 personas, la mayoría judíos, en los primeros seis meses
de la ocupación, según documentos internos de la policía alemana. A pesar de las dificultades
para recopilar información, la investigación condujo a que había sido el Einsatzgruppe B, con el
SS-Obersturmführer Hermann Schaper al mando, el responsable de las matanzas de Radzilow y
Jedwabne, entre otras. Schaper se declaró inocente de la acusación y, ante la falta de pruebas en
su contra, en 1965 fue puesto en libertad. El caso se reabrió en 1974 y dos años después Schaper
fue declarado culpable de las masacres. Fue tan solo condenado a seis años de prisión, siendo
enseguida liberado por su estado de salud.
La caída del Muro y la consiguiente democratización de Polonia proporcionaría un giro
inesperado al esclarecimiento de la matanza de Jedwabne. En el año 2000, el Parlamento polaco
encargó al Instituto de la Memoria Nacional, creado dos años antes para coordinar la persecución
de los crímenes cometidos por nazis y soviéticos contra la nación polaca, que llevase a cabo una
nueva investigación sobre aquella masacre. Se recuperó entonces un estudio publicado en 1966 en
el boletín del Instituto Histórico Judío, una fundación con sede en Varsovia, en el que ya se
apuntaba a la responsabilidad directa de los civiles polacos. Las pruebas que se comenzaban a
recopilar confirmaban la tesis defendida en ese estudio que entonces había pasado desapercibido.
En 2001 se publicaría el libro de Grosz, lo que daría un impulso definitivo a la investigación
oficial. Durante dos años, el Instituto de la Memoria Nacional entrevistó a 111 testigos de la
tragedia, tanto residentes en Polonia como otros que habían emigrado a Estados Unidos o Israel.
Solo un tercio de ellos habían sido testigos directos de los hechos, y todos eran entonces apenas
unos niños, por lo que no resultaría fácil establecer un relato fiel de los hechos, tal como se
señaló anteriormente. No obstante, lo que quedaba fuera de toda duda era que aquel crimen
masivo, aunque hubiera podido ser instigado por los alemanes, había sido cometido por la
población de Jedwabne.
Las incómodas revelaciones colocaban a Polonia frente a su propio pasado, evidenciando que
hubo polacos que colaboraron con el exterminio nazi, reavivando la discusión sobre las referidas
raíces del antisemitismo en este país, un tema que se había preferido ignorar, circunscribiendo
hasta el momento ese fenómeno a los ocupantes nazis.
La cifra de muertos
El 9 de julio de 2002, el Instituto de la Memoria Nacional publicó los resultados de su
investigación. La primera conclusión era la admisión de la responsabilidad directa de la
población de Jedwabne y los pueblos de alrededor, señalando a los ocupantes germanos como
inspiradores del crimen. Los alemanes, que tenían el control militar del pueblo, no hicieron nada
por frenar los asesinatos que estaban teniendo lugar. El estudio determinó también que los
crímenes fueron cometidos por unos cuarenta o cincuenta vecinos, que contaron con la pasividad
del resto, lo que se contradecía con lo relatado por Grosz en su libro, en el que aseguraba que la
mitad del pueblo participó en el pogromo.
En su estudio, Grosz da por buena todo el tiempo la cantidad aproximada de 1600 muertos a
resultas de la matanza de Jedwabne. Las fuentes que apuntan a esa cifra son los testimonios
vertidos en el juicio contra los culpables. No obstante, esa cantidad se vería drásticamente
reducida por las investigaciones posteriores.
En mayo de 2001, el Instituto de la Memoria Nacional realizó una exhumación parcial en el
emplazamiento del pajar en el que los judíos habían sido quemados vivos y enterrados. La
operación estuvo limitada por las estrictas normas religiosas contra la alteración del descanso
eterno de los muertos que estipula la doctrina judía. Según los resultados del examen forense, se
calculó que podía haber entre 300 y 400 cuerpos.
En las conclusiones finales de la investigación se señalaría un mínimo de 340 muertos a
consecuencia del pogromo, divididos en dos grupos según el lugar en el que fueron enterrados. El
primero sería de entre 40 y 50, que podrían ser los que fueron asesinados en las calles, mientras
que el grupo mayor, de unos 300, correspondería a los que murieron quemados vivos en el pajar.
Aunque esa cifra podría ser mayor, siempre quedaría muy lejos de los 1600 citados en la obra de
Grosz.
3 La Orgnungspolizei, traducible como «policía del orden», era la fuerza regular de la policía alemana en territorio germano y la
Europa ocupada. Conocida de forma abreviada como OrPo, fue creada en 1936 una vez que se unificó en las SS el control de las
funciones policiales del Reich. A partir de 1939, la OrPo desplegó formaciones militares independientes de las oficinas policiales
centrales en Alemania: los Batallones de Policía o SS-Polizei-Bataillonen, que serían los encargados de mantener el orden en
Polonia.
Capítulo 4:
Babi Yar, el barranco sangriento
El lunes 29 de septiembre de 1941 amaneció frío y nublado en Kiev. Hacía poco que se había
marchado el verano, pero el tiempo parecía anunciar ya los rigores del invierno. A ese día
desangelado se unía el triste panorama que se extendía por la capital ucraniana. Muchos edificios
se encontraban en ruinas. La ciudad había sido el escenario de la batalla que un Hitler eufórico
había calificado de forma grandilocuente como «la más grande de la historia universal».
Los ejércitos alemanes, que se habían lanzado a la invasión de la Unión Soviética el 22 de junio
de 1941, avanzaban decididas en dirección a Moscú, cuando Hitler ordenó detener las columnas
que se dirigían hacia la capital soviética para desviarlas hacia el sur. Su objetivo era ayudar a las
fuerzas germanas que avanzaban por Ucrania a eliminar una concentración masiva de fuerzas
enemigas situada allí, compuesta de tanques, artillería y más de 600.000 hombres. Aunque los
generales alemanes insistieron ante Hitler en que esa decisión constituía un grave error
estratégico, ya que el objetivo primordial debía ser la toma de Moscú, no tuvieron otra opción que
obedecer los designios del Führer. Como consecuencia de ese inesperado cambio de planes, las
fuerzas soviéticas en Ucrania iban a quedar atrapadas en una gigantesca pinza.
Stalin fue advertido del peligro de que sus tropas en Ucrania fueran, en efecto, cercadas y
destruidas, por lo que lo más aconsejable era retirarse. Pero el zar rojo no quería oír hablar de
abandonar Kiev, la tercera ciudad más poblada del país después de Moscú y Leningrado, por lo
que ordenó resistir en la ciudad a toda costa. El ataque a Kiev comenzó el 23 de agosto. Los
alemanes dispararon su artillería contra la ciudad, a lo que se sumó la acción de la Luftwaffe, sin
oposición en el cielo después de que lograra destruir la aviación soviética en ese sector. La
primera semana de septiembre se vio que la defensa de Kiev estaba condenada al fracaso, pero ya
era tarde para iniciar una retirada ordenada.
El 16 de septiembre entraron en contacto las dos pinzas germanas, a unos 180 kilómetros por
detrás de Kiev. Ahora era solo cuestión de tiempo que los alemanes fueran cerrando
progresivamente la bolsa resultante, hasta la caída inexorable de la capital ucraniana. Los intentos
soviéticos de romper el cerco se demostrarían vanos. En un desesperado intento de retrasar lo
inevitable, los puentes de Kiev sobre el río Dniéper fueron dinamitados.
Tres días después, el casco urbano ya estaba prácticamente en manos germanas, pero la lucha
no había concluido aún. No sería hasta el 26 de septiembre cuando los últimos soldados
soviéticos que aún lograban resistir en los alrededores de la ciudad se rendirían, exhaustos tras un
combate sin esperanza. De los 600.000 soldados soviéticos que habían quedado en el interior de
la bolsa, tan solo unos 15.000 hombres lograrían escapar del cerco alemán y regresar a sus líneas.
Kiev había caído, al mismo tiempo que había quedado sellado el destino de sus habitantes judíos,
aunque en ese momento estos no podían saberlo.
Represalias
Los alemanes se habían apoderado de la ciudad, y los soldados soviéticos estaban muertos o
hechos prisioneros, pero aun así los flamantes conquistadores no podían sentirse tranquilos. El
NKVD había sembrado Kiev de cargas explosivas de espoleta retardada, preparadas para estallar
cuando los alemanes se encontrasen más confiados. Entre el 20 y el 28 se septiembre, las bombas
de efecto retardado causarían grandes daños, como la que explotó el 24 de septiembre en el Hotel
Continental, en el que estaba emplazado el cuartel general de las fuerzas ocupantes, causando la
muerte a varios cientos de alemanes.
Esa acción tendría un efecto inesperado para los que habían decidido ponerla en práctica. El 26
de septiembre se reunió la cúpula militar germana, formada por el general Kurt Eberhard, el
gobernador militar y representante de la Wehrmacht, y el SS-Obergruppenführer Friedrich Jeckeln,
al mando de las Waffen-SS. En ese encuentro culparon de los atentados a los judíos de la ciudad y
tomaron la decisión de exterminarlos como represalia, pese a que no habían tenido nada que ver
con esas acciones. Al parecer, durante la extinción de uno de los incendios, un joven judío había
sido detenido por haber cortado la manguera con la que los alemanes trataban de apagarlo, lo que
venía de perlas para ilustrar la supuesta responsabilidad judía. En la reunión también estaban
presentes el SS-Standartenführer Paul Blobel, comandante del Sonderkommando 4a y su superior,
el SS-Brigadeführer Otto Rasch, comandante del Eisantzgruppe C, dos unidades que ya habían
llevado a cabo asesinatos masivos de judíos siguiendo el avance de las tropas germanas. Los allí
reunidos decidieron que se debía ejecutar «al menos a 50.000 judíos» como sangrienta lección.
En un informe oficial del Einsatzgruppe C, fechado el 7 de octubre de 1941, es decir una
semana después de la matanza, se aseguraría que la represalia fue una exigencia de la población
de Kiev, ya que unas 25.000 personas se habían quedado sin hogar «por culpa de los incendios
provocados por los judíos». Además, se refería que los judíos eran odiados por la población
debido a «su mejor situación económica bajo el bolchevismo» y «sus actividades como
informantes y agentes del NKVD», una percepción popular que ha quedado constatada en el
anterior capítulo.
La salvaje venganza fue encargada al Sonderkommando 4c de Blobel, bajo el mando general de
Jeckeln. Esa unidad constaba de personal del SD y la Sipo, una compañía de las Waffen-SS y un
pelotón del 9º Batallón de Policía. La operación contaría con la colaboración de la Wehrmacht,
desmintiendo así la idea extendida posteriormente de que el ejército regular germano se mantuvo
alejado de los crímenes de las Waffen-SS. Durante los avances a través de Polonia, las SS ya
habían llevado a cabo matanzas entre la población civil, especialmente judíos, que provocaron las
quejas airadas de los oficiales de la Wehrmacht, que creían ingenuamente que Hitler no tenía
conocimiento de ello. Pero en la campaña de Rusia, planteada oficialmente como una guerra de
exterminio, sería diferente; el ejército regular ya no se llamaba a engaño sobre la actuación de sus
compañeros de armas y, en líneas generales, colaboraría con ellos.
Evidentemente, la represalia por las bombas dejadas por el NKVD no era más que la oportuna
excusa que servía para justificar el exterminio de los judíos de Kiev. Esa decisión iba en la línea
de la consigna con la que las Waffen-SS habían llegado a la Unión Soviética, y que ya estaba
cumpliendo a rajatabla en las aldeas y pueblos que iban siendo conquistados, borrando todo
vestigio de las seculares comunidades hebreas existentes, lo que incluía la sistemática eliminación
de los individuos que las formaban.
No obstante, Kiev, por su alto volumen de población judía, representaba un desafío al que los
alemanes no se habían enfrentado antes en ningún otro lugar. En realidad, los alemanes no sabían
cuántos judíos quedaban en la ciudad. En 1939, el veinte por ciento de la población de Kiev era
hebrea, lo que suponía unas 175.000 personas, pero con la guerra muchos habían huido o habían
sido trasladados por los soviéticos al interior del país junto a las fábricas desmontadas en las que
trabajaban. El 28 de septiembre de 1941, un informe del Einsatzgruppe C especulaba con que
podía haber unos 150.000 judíos, pero reconocía que era imposible establecer una cifra ni
siquiera aproximada. Los cálculos más modernos han concluido que, si marchó de la ciudad una
proporción similar al del total de la población de Kiev, esa cifra oscilaría entre 115.000 y
135.000 judíos. En todo caso, el número total superaría siempre los 100.000.
Aún no se había puesto en marcha la maquinaria del Holocausto, que posteriormente facilitaría
la eliminación industrial de miles de personas con escalofriante rapidez y eficacia. Por tanto,
llevar a cabo esa tarea de forma organizada, evitando que la prevista matanza de judíos
degenerase en un caótico pogromo medieval como el ocurrido en Jedwabne y otras localidades
polacas, suponía un abominable reto no exento de dificultades.
Organización de la matanza
Para diseñar la compleja operación, lo primero que había que escoger era el lugar en el que iban a
ser eliminados los judíos, teniendo en cuenta el método de ejecución habitualmente utilizado en
esas operaciones. Cuando una localidad caía en manos de los alemanes, se citaba públicamente a
la población judía para que acudiera con sus pertenencias de valor a un punto de reunión,
normalmente al amanecer. Una vez concentrados, se les hacía formar y caminar en filas hacia
algún bosque cercano. Al llegar al punto de destino, se les obligaba a desnudarse y a correr a
través de un túnel humano formado por guardianes de las SS, hasta llegar a unas zanjas. Aquí se
les mandaba arrojarse a ellas y colocarse boca abajo en el fondo de la misma, formando filas
apretadas. Este método era conocido con el expresivo nombre de Sardinenpackung. Después, los
soldados los ejecutaban mediante un disparo en la nuca, o Genickschüssen.
Seguidamente, otro grupo de judíos entraba en la zanja y se colocaba sobre los que habían
muerto y la operación se repetía. Cuando la fosa estaba llena, unos prisioneros judíos se
encargaban de taparla con tierra. Sin embargo, en la mayoría de ocasiones un buen número de
personas apenas resultaban malheridas y quedaban enterradas mientras conservaban aún un hálito
de vida. Los alemanes se sorprendían del hecho de que los que iban a ser asesinados no
ofreciesen ningún tipo de resistencia, aunque quizás se explica por la confusión y el desconcierto
de las víctimas, debido a los golpes y los gritos.
La decisión respecto al emplazamiento en el que los judíos iban a ser asesinados fue dejada en
manos del Sonderkommando. Bobel propuso un lugar al oeste de la ciudad, en el barrio de Syrets,
cerca del cementerio judío. Era un sitio próximo y de fácil acceso, además de discreto, ya que
quedaba fuera de las zonas habitadas. Allí había varios barrancos grandes que servirían para ese
propósito. Además, advirtió Bobel, cerca había una estación de mercancías, lo que se podía
utilizar para hacer creer a los judíos que iban a ser trasladados en ferrocarril.
La Wehrmacht envió entonces a unos topógrafos para que levantasen unos planos del lugar.
Basándose en los informes, Jeckeln y Blobel eligieron el barranco conocido como Babi Yar
(barranco de la Abuela o la Vieja), por cuyo fondo corría un riachuelo. Estudiando atentamente los
mapas se fijó la posición de los acordonamientos, se establecieron los itinerarios que debían
seguir los judíos y se planificaron los transportes. También se pensó en las municiones que iban a
hacer falta en la operación y en el avituallamiento de las tropas. El Sonderkommando de Blobel
no quería dejar nada a la improvisación.
Tal como se ha apuntado, la colaboración de la Werhmacht sería inestimable. Para los
acordonamientos, el general Eberhard cedió varias compañías, así como los camiones que debían
cubrir las necesidades de transporte durante la operación. Se decidió establecer un punto de
recogida y selección de los objetos de valor, a unos 150 metros del barranco. Eberhard, en su
papel de gobernador militar, insistió en que se recogieran las llaves de las casas, debidamente
etiquetadas, para realojar a los civiles que se habían quedado sin hogar a consecuencia de los
bombardeos.
La Wehrmacht se encargó también de que el domingo 28 de septiembre se colocasen avisos por
toda la ciudad en alemán, ucraniano y, en letras más grandes, ruso. En los carteles, impresos en
papel de embalaje gris de poca calidad, se podía leer:
Todos los judíos de la ciudad de Kiev y su vecindad deben presentarse a las 8 de la mañana del día 29 de septiembre de 1941, en
la esquina de las calles de Melnikova y de Dorohozhytska (cerca del cementerio de Viiskove). Deben llevar con ellos sus
documentos, dinero, objetos de valor, así como ropas, ropa interior, etc. Cualquier judío que no acate esta instrucción será ejecutado.
Cualquier civil que entre en sus viviendas para apoderarse de sus pertenencias será ejecutado.
Aunque no se explicitaba en el cartel, los alemanes hicieron correr la consigna de que se podía
llevar unos 50 kilos de equipaje, y que el destino de los convocados era afincarse como colonos
en otras regiones de Ucrania, aunque también pusieron en circulación el rumor de que iban a ser
enviados a Palestina, para alentar la esperanza de emprender una nueva vida en la Tierra
Prometida.
Los germanos tenían dudas de que los judíos acudiesen a la llamada, ya que se habían filtrado
noticias de la terrible suerte que les solía esperar en cuanto ellos llegaban, lo que había
ocasionado la huida de muchos de ellos ante el avance alemán. Sin embargo, los judíos de Kiev
acudirían ese lunes, en el que casualmente se celebraba la tradicional festividad hebrea del Yom
Kippur, al punto de reunión señalado.
Para explicar esa ingenua docilidad hay que tener presente que los judíos de más edad tenían
presente todavía el período de ocupación alemana que se dio durante la Primera Guerra Mundial.
Aquella generación de alemanes no se había visto todavía contaminada por el antisemitismo nazi,
que posteriormente infectaría a buena parte de la sociedad germana. Así, fueron precisamente los
ocupantes teutones los que protegieron a los judíos de los pogromos de los que eran víctimas
endémicas. Para los que habían vivido aquella época, los alemanes no podían haber cambiado
tanto como para querer ahora asesinarles salvajemente, pese a los rumores que llegaban de las
matanzas cometidas por los Einsatzgruppen.
Hay que tener también en cuenta que, hasta junio de 1941, la propaganda soviética había
evitado cualquier crítica a los nazis, debido al pacto germano-soviético vigente, por lo que se
desconocían por completo los excesos cometidos contra los judíos en los países ocupados y en la
propia Alemania. El estricto monopolio estatal de los medios de comunicación había hecho que,
desde el inicio de la contienda, a la población no hubiera llegado ninguna noticia u opinión
susceptible de erosionar la imagen del Tercer Reich, por lo que esta había permanecido impoluta.
Frente a la dictadura bolchevique, que había condenado a Ucrania a una pavorosa hambruna
durante 1932 y 1933, provocando unos 3 millones de muertos, y una brutal represión contra
aquellos considerados enemigos del régimen, los alemanes aparecían, hasta cierto punto, como
una fuerza liberadora. Así pues, los judíos de Kiev cayeron en ese fatal espejismo y acudieron
confiados al llamamiento germano.
Concentración
Como se ha apuntado, ese lunes que iba a resultar especialmente trágico amaneció con una
temperatura más baja de lo habitual para esa época del año. Desde primera hora, los judíos habían
ido congregándose junto al cementerio de Viiskove, obedeciendo la orden dada por los alemanes.
Los judíos habían ido saliendo de sus casas cargados con maletas y bultos que contenían todo lo
necesario para trasladarse a vivir a otra región, formando largas columnas a las que se iban
incorporando nuevos integrantes. Otros lo hacían en carretas, en las que iban subidas las personas
de mayor edad. No había hecho falta que los soldados alemanes irrumpiesen en las casas para
conducirlos por la fuerza al punto de reunión. Tan solo los miembros de la Feldgendarmerie o
«gendarmería de campaña», que realizaban labores de policía militar y eran conocidos
despectivamente como «perros de presa» por la característica pechera con cadena que lucían,
habían montado puntos de control para ir dirigiendo a la gente, pero no les estaba siendo preciso
intervenir.
La multitud, aunque daba muestras de estar inquieta, se iba concentrando sin ofrecer resistencia.
En esa actitud pasiva es probable que tuviera algo que ver el hecho de que los hombres adultos se
hubieran incorporado al Ejército Rojo o hubieran huido, por lo que la mayoría eran mujeres, niños
y ancianos. No obstante, un judío que no se llamaba a engaño sobre las intenciones últimas de los
nazis intentó alertar a gritos a sus vecinos del terrible destino que, sin duda, les esperaba. Los
alemanes no estaban dispuestos a permitir que nadie perturbara el tranquilo desarrollo de la
operación, por lo que asesinaron al agitador allí mismo, quedando el cuerpo tendido en la calle,
como advertencia. Igualmente, algunos rabinos eran objeto de burlas y agresiones por parte de los
Feldgendarmes, mientras los judíos pasaban junto a ellos mirando hacia otro lado para no atraer
su atención.
Cuando las columnas de judíos llegaban delante del cementerio, se encontraban la entrada de un
pasillo formado por barreras antitanque y alambradas. Cada cierto tiempo, los soldados germanos
les indicaban que fueran entrando, deteniendo el flujo cuando se alcanzaba aproximadamente un
centenar de individuos. Una vez dentro de ese cuello de botella ya no era posible dar marcha atrás
y, mucho menos, salir. Los judíos entraban obedientemente, pensando que ese pasillo les conducía
a la estación de tren desde la que se suponía que debían partir hacia el lugar de destino.
Sin embargo, unos metros más adelante los judíos se encontraban con varias mesas en las que
había un suboficial y un traductor, por las que tenían que ir pasando sucesivamente. En la primera
de ellas tenían que entregar la documentación, que era arrojada detrás de la mesa de forma
descuidada. En el suelo se amontonaban pasaportes rotos, cartillas de trabajo, tarjetas de
sindicatos o de racionamiento y hasta retratos y fotos de familia. En la segunda debían dejar todo
el dinero, los valores y las joyas, obviamente sin que se les entregase ningún recibo a cambio. En
la tercera mesa se les requerían las llaves de casa, teniendo que rellenar una etiqueta en donde
figurase la dirección en letra clara. En la última mesa debían entregar las maletas y fardos de
ropa. Todo el material iba siendo cargado en camiones que partían hacia un centro de selección
que los alemanes habían instalado en la ciudad. El destino de sus pertenencias, según el referido
informe del Einsatzgruppe C del 7 de octubre, era, por una parte, ponerlas a disposición de los
residentes germanos en Kiev y, por otra, entregarlas a las autoridades municipales para el
aprovisionamiento de la población civil necesitada.
Ante ese completo desvalijamiento que tenía lugar en apenas unos minutos, ya eran muy pocos
los judíos que no se temían lo peor, pero un grupo de policías ucranianos se encargaba de
mantener el orden en las filas, actuando con brutal contundencia contra aquel que tratara de
resistirse.
Llegada al barranco
En una sucesión de hechos tan rápida que no daba tiempo a comprender y asimilar lo que estaba
ocurriendo, los judíos eran golpeados por los soldados alemanes, quienes les ordenaban a gritos
que se quitasen la ropa y los zapatos, que eran abandonados en el suelo precipitadamente. En unos
minutos, los desconcertados judíos quedaban totalmente desnudos, expuestos al frío de la mañana.
Las mujeres, los niños pequeños y los ancianos podían subir a unos camiones de la Wehrmacht,
mientras que los hombres tenían que seguir a pie.
El destino de todos ellos era el referido barranco de Babi Yar. Desde allí llegaba un petardeo
sordo que revelaba lo que estaba teniendo lugar, pero es difícil saber si los judíos tenían certeza
de lo que ese lúgubre sonido anunciaba. Aun así, el hecho de que muchos de ellos caminasen
cantando himnos religiosos hace pensar que la mayoría eran conscientes de que se acercaba su
final. Avanzaban resignados hacia su fatídico e ineluctable destino; los pocos que trataban de
escapar eran inmediatamente abatidos.
Ya junto al barranco, los hombres se unían a las mujeres, niños y ancianos que habían llegado
en camión. No se podía ver lo que había más allá de la cresta que formaba el borde del barranco,
pero desde ahí sí que eran ya claramente audibles las ráfagas de ametralladora, por lo que
comenzaban a producirse, por primera vez, escenas de pánico. Las mujeres gritaban mientras se
abrazaban a sus hijos, pero no había escapatoria posible. Los policías ucranianos formaban
pequeños grupos y los conducían a empujones haciéndolos pasar ante una mesa, desde la que un
alemán los contaba. De ahí eran conducidos al borde del barranco, que tenía unos 30 metros de
profundidad y por el que discurría un pequeño arroyo, sobre el que se habían colocado tablones
para pasar al otro lado. Desde ese punto alto ya se veía lo que les esperaba. Paralizados por el
terror, los judíos contemplaban cómo en las depresiones formadas en las laderas peladas del
barranco había montones de cadáveres, al tiempo que el grupito que les había precedido estaba a
punto o acababa de ser ejecutado, siguiendo el referido método del Sardinenpackung. Tras ese
momento de estupor, algunos gritaban de espanto o incluso trataban inútilmente de escapar.
Imagen del barranco de Babi Yar durante las ejecuciones perpetradas en septiembre de 1941.
Los judíos eran obligados por los «empaquetadores» ucranianos a tenderse encima de los
cuerpos de los que habían sido ejecutados unos minutos antes. Los alemanes gritaban Schnell,
schnell! («Rápido, rápido»). No todos obedecían, había quienes se incorporaban, pero los
policías, pertrechados de gruesos cables metálicos a modo de porras, les obligaban a golpes a
tenderse de nuevo. Los niños eran más escurridizos, por lo que los ucranianos se veían en
dificultades para evitar que huyesen de la fosa. Cuando el grupo ya estaba más o menos dispuesto
para la ejecución, los alemanes disparaban sus fusiles ametralladores sobre sus desdichados
integrantes. Pero no eran pocos los judíos que apenas resultaban heridos; se revolcaban, retorcían
y lanzaban gemidos de dolor. Algunos oficiales se dedicaban después a dar el tiro de gracia y el
proceso comenzaba de nuevo.
Mientras tanto, los altos oficiales de las SS y la Wehrmacht supervisaban la operación desde la
cresta del barranco, dando las órdenes precisas para que se mantuviese el ritmo de las
ejecuciones. Por ejemplo, los pelotones encargados de esa tarea eran relevados cada hora. Se
trajo una cocina de campaña para que los hombres pudieran comer caliente ese día y se distribuyó
té. Además, corrió con generosidad el alcohol, tanto para entrar en calor como, sobre todo, para
mantener la moral alta ante una tarea que debía resultar repugnante incluso al ejecutor más
despiadado. Para completar el panorama, un espantoso olor a excrementos inundaba el barranco,
ya que mucha gente evacuaba los intestinos al morir, y tanto la tierra como el arroyo estaban
teñidos de sangre.
Pausa nocturna
Pese a los esfuerzos alemanes para que la masacre discurriese en orden, era inevitable que todo
pareciera estar al borde del caos. Los policías ucranianos, acusando la tensión, cada vez se
mostraban más brutales al conducir a los grupos de judíos hasta el lugar en el que iban a ser
ejecutados. Por su parte, los oficiales encargados de rematar a los heridos daban muestras de
creciente nerviosismo, al verse obligados a caminar y hacer equilibrios sobre los cadáveres,
resbaladizos por la sangre, para alcanzar a aquellos que requerían del tiro de gracia. Los heridos
que habían quedado sepultados bajo otros cuerpos ya no podían ser rematados, pero sus gritos
agonizantes no por eso dejaban de escucharse. Algunos tiradores estaban casi desquiciados,
riéndose y disparando al azar sobre los judíos con sus metralletas como si se tratase de un juego
macabro, dando tragos a sus petacas para soportar mejor la carnicería.
Aun así, la matanza se prolongó a lo largo de todo el día. Unos 20.000 judíos fueron asesinados
ese lunes. Pero todavía quedaban más de 10.000 por caer bajo las balas germanas, así que la tarea
se reemprendería al día siguiente. Al acabar esa primera jornada de ejecuciones, los alemanes
decidieron llevar a cabo algunas mejoras para que el proceso discurriese más ordenadamente.
Así, unas excavadoras abrieron unas entradas en las ramblas que llevaban al barranco principal
para que llevasen a los judíos por allí; de ese modo no verían los cuerpos hasta el último
momento, evitando las escenas de pánico que se daban cuando los judíos veían el barranco desde
la cresta. También se ordenó que se cubriesen a los muertos con cal. Durante esa noche del lunes,
las familias judías esperaron pacientemente junto al cementerio, desconocedoras de lo que les
esperaba. Encendieron hogueras para calentarse y preparar algo de comer.
A primera hora del martes se reanudó la operación. Los judíos pasaron de nuevo por las mesas,
se les arrebataron todas sus posesiones y fueron conducidos al barranco, en donde sufrieron el
mismo destino que los que habían llegado allí el día anterior. No obstante, la prisa de los
alemanes por acabar el trabajo ese mismo día hizo que la consigna de que los judíos quedasen
desnudos se relajase.
Cifra desconocida
Cuando se dio por finalizada la operación, se volaron las paredes del barranco y los cuerpos
quedaron sepultados. Entre ellos había un buen número de heridos, por lo que fueron enterrados en
vida. Se sabe que, al menos, 29 judíos lograron sobrevivir a la masacre; la mayor parte de ellos
resultaron ilesos, pero se hicieron los muertos y tuvieron la suerte de que no ser descubiertos o
recibir el tiro de gracia. Al caer la noche, pudieron escapar.
Según el informe oficial alemán del 7 de octubre de 1941, 33.771 judíos fueron asesinados en
Babi Yar esos dos días, siendo esta la cifra comúnmente aceptada. Sin embargo, existen dudas
fundadas de que ese balance sea el real. De entre los testigos, solo uno aseguró que los alemanes
contaban los judíos que iban a ser asesinados. Además, hay testimonios que indican que el martes,
el segundo día de ejecuciones, la referida prisa por finiquitar la operación hizo que se pasase por
alto cualquier contabilidad que se hubiera llevado hasta el momento. Por otro lado, hay testigos
que coincidieron en declarar que la matanza no acabó ese martes 29 de septiembre, sino que
prosiguió discontinuamente hasta el 3 de octubre.
Teniendo todo eso en cuenta, hay argumentos para pensar que la cifra final de judíos asesinados
dista mucho de ser el comedido número que refleja el informe. En el caso de que solo hubieran
sido ejecutados esos 33.771 judíos, ¿qué sucedió con el resto de la comunidad hebrea de Kiev?
Presuntamente, los cerca de 100.000 judíos que no perecieron en Babi Yar debieron seguir
viviendo en la ciudad, pero a partir de esas fechas nada se sabe de ellos, excepto unos pocos
cientos que permanecieron ocultos en casas de familiares gentiles o amigos. En 1990 se
identificaron 431 gentiles que habían ayudado a salvar de la muerte a judíos de Kiev, honrándolos
con el título de «justos de Babi Yar», pero la actitud de la mayor parte de la población fue hostil
hacia los judíos, siendo frecuentes las denuncias. No obstante, se cree que muchas de esas
delaciones no estaban motivadas por el antisemitismo sino por la codicia, ya que los alemanes
recompensaban con dinero o joyas a los que revelaban los escondites de los judíos. Los delatores
incluso podían quedarse con las propiedades o los apartamentos de los judíos denunciados, lo que
suponía un atractivo estímulo para colaborar con los alemanes. Es difícil pensar que durante la
ocupación pudieran mantenerse ocultos en la ciudad los 100.000 judíos que no habían acudido a la
llamada de aquel 28 de septiembre, así que no es aventurado pensar que toda la comunidad judía
fue exterminada en Babi Yar, lo que podría elevar la cifra de asesinados a unos 130.000 o más.
Otra cifra de víctimas es la que publicó el 31 de diciembre de 1941 un periódico de Nueva
York, el Jewish Telegraphic Agency, que fue el primer medio en revelar la matanza de judíos que
se había perpetrado tres meses antes en Kiev, aunque en Londres sabían ya de lo ocurrido tras
recibir el 13 de noviembre un mensaje de la resistencia polaca. El diario de la comunidad judía
neoyorquina se hacía eco de la información que le había llegado a través de «canales secretos»,
señalando que habían sido 52.000 los judíos asesinados, aunque el relato de las ejecuciones no se
ajustaba a la realidad, ya que aseguraba que los alemanes habían empleado explosivos. Esa sería
la cifra que aparecería también en un memorando que el ministro de Asuntos Exteriores de la
Unión Soviética, Vyacheslav Molotov, envió el 6 de enero de 1942 a todos los gobiernos con los
que Moscú mantenía relaciones diplomáticas. El informe de Molotov ofrecía una descripción
detallada de los hechos, lo que hace pensar que, en este caso sí, estuvo basado en testimonios
directos.
Sea cual fuere el número de judíos ejecutados, el comandante del Einsatzgruppe C, Otto Rasch,
se felicitaría en un documento oficial, redactado dos días después, de que toda la operación se
hubiera desarrollado con rapidez y eficacia, teniendo en cuenta que «esperábamos que solo entre
5000 y 6000 judíos acudiesen a la convocatoria». Aunque más de 30.000 acudieron a la llamada,
«hasta el mismo momento de su ejecución estaban convencidos de que iban a ser reasentados,
gracias a una organización extremadamente inteligente».
Nuevas matanzas
La ocupación germana de Kiev se prolongaría a lo largo de 778 días. Cuando los soviéticos
recuperaron la ciudad, el 6 de noviembre de 1943, tan solo quedaban unos 70.000 habitantes de
los 847.000 que vivían allí en 1939. La guerra había supuesto una tragedia para la capital
ucraniana, de la que no solo los judíos habían sido víctimas. Más de 100.000 habitantes de Kiev
habían sido reclutados a la fuerza y enviados a trabajar a Alemania; muchos de ellos morirían allí
de hambre y extenuación.
En los meses que siguieron a la matanza de los días 29 y 30 de septiembre de 1941, nuevas
ejecuciones masivas tuvieron lugar en Babi Yar. Decenas de miles de personas pudieron haber
corrido allí la misma suerte que aquellos infortunados judíos. Entre ellas había civiles de Kiev, un
centenar de marineros rusos, 752 pacientes de un hospital psiquiátrico, 621 guerrilleros
nacionalistas ucranianos e incluso cuatro jugadores del equipo de fútbol del Dínamo de Kiev que
cometieron la osadía de vencer a un conjunto de la Wehrmacht en lo que se dio en llamar el
«partido de la muerte». Pero una buena parte correspondía a gitanos, que pudieron ser unos
70.000.
Cuando, tras el fracaso de la ofensiva de verano alemana de 1943 en la batalla de Kursk, se vio
que tarde o temprano Kiev iba a volver a manos soviéticas, los alemanes se afanaron en borrar las
pruebas de sus crímenes. Para ello, a mediados de agosto organizaron un grupo compuesto de un
centenar de prisioneros de guerra rusos del campo de concentración de Siretsko, construido junto
al barranco, para que exhumasen e incinerasen los cadáveres. Con ese fin acudieron al cercano
cementerio judío para llevarse las lápidas y formar con ellas la base de una gran pira funeraria,
emplazada en el mismo barranco. Sobre ellas pusieron una capa de leña y, encima, una capa de
cuerpos desenterrados, y así sucesivamente hasta alcanzar una altura de una casa de dos pisos. En
cada de una de estas incineraciones se quemaban en torno a 1500 cuerpos, que tardaban dos
noches y un día en consumirse completamente. Aun así, los huesos grandes solían quedar intactos,
por lo que era necesario entonces machacarlos con trozos de lápida hasta que quedaban reducidos
a polvo.
En esta fotografía de 1943 se puede ver el barranco de Babi Yar sin evidencias de las terribles matanzas que habían tenido allí lugar.
Los alemanes trataron de borrar todas las huellas de la masacre.
Paul Blobel, el ejecutor y organizador de la masacre, antes de ser juzgado por un Tribunal Militar de Estados Unidos en Núremberg.
National Archives.
Rasch también tuvo que comparecer ante el tribunal norteamericano. Su expediente académico
resultaba sorprendente en un individuo de su calaña, ya que había obtenido los doctorados en
Derecho y en Economía, además de haber cursado estudios de Filosofía y Ciencias Políticas.
Trabajó como abogado antes de incorporarse a las SS. Durante la guerra se le había encargado la
eliminación de prisioneros políticos polacos. Su eficacia en estas tareas le llevó en junio de 1941
a ser puesto al mando del Einsatzgruppe C, responsabilidad desde la que perpetraría la matanza
de Babi Yar. En octubre de 1941 fue apartado de las Waffen-SS, quizás por no lograr soportar la
tensión provocada por los crímenes cometidos, algo parecido a lo que le había ocurrido a Blobel.
A comienzos de 1942 fue nombrado director de una empresa de combustibles en Berlín.
Durante el juicio, Rasch evidenció un precario estado de salud. Pese a tener solo 57 años,
sufría de la enfermedad de Parkinson y daba muestras de demencia. El que esa prematura
degeneración física fuera consecuencia del desgaste moral sufrido en aquella etapa al frente del
Einsatzgruppe es algo con lo que solo podemos especular. El 5 de febrero de 1948 se suspendió el
juicio de su caso. Murió en cautividad el 1 de noviembre de ese mismo año.
En cuanto al tercer responsable de la matanza de Babi Yar, el gobernador militar de Kiev, el
general Kurt Eberhard, fue detenido por los norteamericanos en noviembre de 1945. Se suicidó en
una cárcel de Stuttgart el 8 de septiembre de 1947.
Según manifestó el autor, ese escrito era el «monumento» que las autoridades soviéticas se
habían negado a erigir. El éxito del poema y la fama internacional del autor puso en aprietos a
Moscú, lo que provocó su reacción; el propio líder soviético, Nikita Kruschev, lo denunció
públicamente en el diario gubernamental Pravda en marzo de 1963, por sus referencias al
antisemitismo ruso. Como consecuencia, a Yevtushenko se le prohibió salir de la Unión Soviética.
Libro testimonio
El golpe definitivo a la campaña de olvido promovida por el poder soviético llegaría en 1966,
con la publicación del libro Babi Yar: Un documento en forma de novela, de Anatoly Kuznetsov,
basado en el testimonio de los supervivientes. La censura permitió que el libro se fuera
publicando por capítulos en la revista mensual de literatura Yunost, después de obligar a cortar la
cuarta parte de su extensión e introducir fragmentos acordes con la posición soviética.
Kuznetsov tramó entonces un plan para huir a Occidente. Mostró su intención de colaborar con
el KGB, lo que le facilitó la concesión de un permiso de dos semanas para viajar a Londres,
supuestamente para documentarse sobre la estancia de Lenin en esta ciudad. En 1969, una vez allí,
se las ingenió para dar esquinazo al agente del KGB que había viajado con él para vigilarlo, y
desertar ante las autoridades británicas. Las presiones de la embajada soviética al Gobierno de
Londres para que Kuznetsov les fuera entregado no dieron fruto y el entonces primer ministro
británico, Harold Wilson, le garantizó un visado indefinido de estancia en su país. Como si de una
novela de espías se tratase, el escritor había salido de su país con la versión íntegra del libro
microfilmada para poder publicarlo en el extranjero. El plan saldría como había planeado; la obra
llegaría a las librerías al año siguiente, aunque prefirió publicarla con el seudónimo A. Anatoli.
El principal testimonio recogido en el libro era el de Dina Pronicheva, actriz de un teatro de
marionetas que en 1941 tenía 20 años. Aunque era judía, estaba casada con un ruso, por lo que
tomó su apellido de origen ruso —un detalle que posteriormente tendría su importancia—, y su
apariencia no era hebrea.
Cuando los alemanes convocaron a los judíos a las ocho de la mañana de aquel fatídico lunes
28 de septiembre, sus padres decidieron acudir a la llamada para no incumplir las disposiciones
de las nuevas autoridades. Ella resolvió acompañarlos hasta el tren que supuestamente debía
llevarlos al lugar en donde iban a ser reasentados y, después de despedirlos, regresar con su
marido y sus hijos. En esos momentos no podía imaginar que el destino de los convocados era
muy diferente.
Dina salió de su casa a las siete de la mañana para ir a casa de sus padres. A esa hora ya había
un buen número de judíos que se dirigían al punto de encuentro establecido por los alemanes,
cargados con sus pertenencias. Sus padres eran mayores y no podían cargar con mucho peso, por
lo que reunieron solo lo imprescindible y algo para comer. Dina se echó el equipaje a la espalda
y, poco después de las ocho, se pusieron en marcha.
Como se ha relatado, las columnas de familias judías iban llegando lentamente al lugar
señalado, junto al cementerio. La gran cantidad de gente que se iba congregando hizo que Dina y
sus padres no llegasen a la entrada del pasillo acordonado hasta mediodía. Los judíos iban
pasando en grupo, hasta que el acceso se cerraba. Los que se quedaban fuera permanecían
sentados hasta que volvía a permitirse el paso. Mientras tanto, un avión alemán volaba
amenazadoramente en círculos a baja altura, contribuyendo a la inquietud general.
Antes de entrar en el pasillo, Dina miró hacia adelante y vio cómo la gente tenía que dejar sus
pertenencias; los equipajes, a la izquierda, y la comida a la derecha. Cuando llegaron a ese punto,
Dina escuchó los comentarios de la gente. Alguien señaló que los equipajes iban a ser enviados en
camiones y que los recogerían en el destino. Cuando otro observó con desazón que todos los
bultos estaban siendo amontonados sin ningún tipo de orden o referencia, una voz puso una nota de
humor, asegurando que a la llegada se repartiría todo en partes iguales, por lo que ya no habría
ricos ni pobres.
Pero la joven actriz no tenía ánimo para esos comentarios desdramatizadores, ya que para
entonces estaba realmente asustada. Allí no había ninguna estación de tren y el hecho de que
tuvieran que desprenderse de todo lo que llevaban indicaba que no iban a ser enviados a ningún
sitio. Curiosamente, la perspicaz Dina, aunque escuchó en la lejanía los continuos disparos, no
pensó que se estaba ejecutando a los que les precedían en la cola. Pese a las evidencias, esa
posibilidad no entraba en su imaginación, pero aun así se sentía aterrorizada.
Dina acompañó a sus padres hasta el mismo acceso y, tras despedirse, estos entraron, pero ella
se vio empujada por el resto del grupo, entrando también. En ese momento un soldado alemán le
arrebató el abrigo. Entonces intentó salir del pasillo, pero un policía ucraniano se lo impidió. Ella
insistió en que solo había acudido a acompañar a sus padres; él le reclamó la documentación y
como en esta figuraba su origen judío ya no hubo nada que hacer. Cuando el policía le devolvió la
documentación y le indicó que debía seguir adelante, la actriz la rompió en pequeños trozos y
siguió avanzando junto a sus padres en medio de una gran confusión, lo que hizo que los perdiese
de vista.
Una vez que los alemanes les obligaron a dejar todas las pertenencias, debían pasar a través de
un estrecho pasillo, de apenas metro y medio de ancho, formado por dos filas de soldados
alineados hombro con hombro, blandiendo bastones y porras, y sujetando varios perros a cual más
amenazador.
Ropa perteneciente a las víctimas asesinadas en Babi Yar, en esta desoladora imagen que se expone en el Museo de la Segunda
Guerra Mundial de Gdansk. Foto del autor, octubre 2017.
Como había que pasar forzosamente por aquel pasillo humano, los judíos debían atravesarlo al
tiempo que caía sobre ellos una granizada de golpes que impactaban con dureza en la cabeza, la
espalda y los hombros. Los soldados ladraban Schnell, schnell!, riendo a carcajadas, mientras
algunos de ellos trataban de golpear a propósito en los lugares más vulnerables, como eran las
costillas, el estómago o el bajo vientre. También azuzaban a los perros contra los que caían al
suelo a consecuencia de los golpes, que eran a su vez pisoteados por los que trataban de atravesar
el infernal corredor lo más rápido posible. Dina, que tenía la sensación irreal de estar asistiendo a
una película, también lo atravesó decididamente y sin mirar a los lados mientras estaba siendo
golpeada, repitiéndose a sí misma: «¡No te caigas, no te puedes caer!».
Después de que los judíos hubieron pasado por esa terrible prueba, la mayoría de ellos con el
rostro ensangrentado, se llegaba a otro terreno acordonado por soldados y policías ucranianos. La
hierba estaba cubierta de ropa y zapatos, diseminados de cualquier manera, lo que evidenciaba
que sus poseedores se los habían quitado rápidamente. Así era; a los judíos se les ordenaba a
gritos que se desnudasen a toda prisa. Los que dudaban o trataban de protestar eran brutalmente
golpeados. Dina señaló que los soldados y los policías parecían estar bebidos, lo que les hacía
actuar con furia desproporcionada ante unas personas lastimosamente indefensas.
La actriz escuchó entonces cómo la llamaba su madre, que, ya sin ropa, era conducida fuera de
allí. Desde la lejanía, agitando la mano, su madre le gritó: «¡No pareces uno de nosotros, intenta
salir de aquí!». Su progenitora se refería a que, gracias a su aspecto, podía pasar por una
ucraniana, por lo que debía intentar convencer a los guardias de que había habido un error.
Dina comprendió de inmediato la idea que había tratado desesperadamente de transmitirle su
madre y que, con un poco de suerte, podría salvarle la vida. Así, antes de comenzar a
desprenderse de su ropa, avanzó decididamente hacia un policía ucraniano y, sin titubear, le pidió
ver a su superior. Le dijo que había acudido solamente a acompañar a alguien y que se había visto
arrastrada por la multitud. El policía exigió ver su documentación. Ella rebuscó entre sus ropas y
extrajo el carné de un sindicato, en el que no figuraba ninguna referencia a que era judía. Su
apellido ruso, Pronicheva, convenció al policía de que estaba diciendo la verdad. Entonces le
señaló un montículo cercano, en cuya falda se encontraban sentadas una docena de afortunadas
personas que también habían escapado de la muerte en el último momento. El policía le dijo:
«Siéntese ahí. Espérense a que acabemos con los judíos y luego ya se podrán ir». Dina, sin poder
creerse todavía que el truco ideado por su madre hubiera funcionado, se sentó en la colina, pero
sin levantar la cabeza por miedo a que alguno de los que se habían librado de morir por no ser
judíos la reconociera y la delatase. Una anciana se le sentó al lado y le dijo que había venido a
acompañar a su nuera, que era judía. La actriz prefirió no conversar con ella para no cometer
ningún error fatal.
Mientras esperaba allí sentada, Dina veía cómo los atemorizados judíos seguían saliendo
ensangrentados del cruel pasillo formado por los soldados. Soportando más gritos y golpes, se
desnudaban apresuradamente para ser conducidos en grupos al barranco. A partir de ahí, desde el
lugar en el que se encontraba ya no podía ver lo que les ocurría, pero el ruido de los disparos y
los chillidos desgarradores que se escuchaban no dejaban lugar a demasiadas dudas. Al cabo de
unos minutos, volvían los soldados y policías a reunir un nuevo grupo, pero ningún judío
regresaba de allí.
Las horas iban transcurriendo y Dina, sintiéndose impotente para ayudar a todos aquellos
desgraciados, no se veía capaz de soportar aquello por más tiempo. Pero tenía que seguir
esperando allí sentada en la colina, tratando de no cruzar la mirada con las otras personas que,
como ella, habían esquivado a la guadaña.
Comenzaba a oscurecer cuando llegó un coche, del que descendió un oficial alemán alto y con
un elegante uniforme impoluto. «¿Quiénes son esos?», preguntó a un policía ucraniano a través de
un traductor, señalando el montículo en el que se encontraba Dina. «Son de los nuestros,
ucranianos», respondió el policía, «luego les dejaremos marcharse», le dijo.
El oficial germano, de repente, empezó a gritar: «¡Ejecútenlos también! ¡Si uno solo de ellos
sale de aquí y empieza a hablar en la ciudad, no va a venir ningún judío mañana!». El intérprete
tradujo esas palabras al ucraniano y este no tuvo otra opción que cumplir la orden: «¡Vamos,
levántense!», gritó a los que estaban sentados en la colina.
Dina y los demás se pusieron en pie perplejos y tambaleándose, sin asimilar el inesperado y
dramático giro que acababa de ocurrir. Después de haber podido respirar tranquilos por bajarse
en marcha de ese funesto viaje sin retorno, al final iban a compartir el trágico destino de todos los
demás. Como era ya casi de noche, los alemanes querían acabar con la tarea cuanto antes, por lo
que no les dijeron que se quitasen la ropa. Se formó un primer grupo que se puso en marcha hacia
el barranco y, unos minutos después, se escucharon los disparos de las ametralladoras.
Ahora llegaba el turno del segundo grupo, del que Dina formaba parte. Los policías y los
alemanes les ordenaron ponerse en marcha. Llegaron junto a una fosa natural cuyo fondo se
encontraba cubierto de cadáveres ensangrentados. Les dieron la orden de alinearse junto al borde.
En frente de ellos había una ametralladora que, a una orden, comenzó a disparar. Dina creyó
llegado su fin.
Las balas comenzaron a alcanzar a las personas que tenía a su lado. Pero antes de que llegasen
a ella, una nueva idea providencial pasó por su cabeza; cerrando los puños con fuerza pensó
«ahora, ahora…» y saltó hacia atrás. La caída le pareció que duró una eternidad, pero ya estaba en
el fondo de la fosa. Enseguida quedó salpicada de sangre caliente, pero se mantuvo totalmente
quieta. Escuchaba gemidos y sollozos, y sentía el movimiento de los cuerpos que todavía estaban
con vida. Varios soldados se asomaron al borde de la fosa e iluminaron el fondo con sus linternas,
disparando con sus pistolas a los que todavía se movían.
Al cabo de un rato, Dina escuchó a los soldados caminando por encima de los cuerpos. Habían
bajado a la fosa para registrar a los muertos por si conservaban algún objeto de valor y rematar a
los que estaban aún con vida. Entre ellos estaba el primer policía ucraniano que le había pedido la
documentación; lo había reconocido por la voz. Un alemán sospechó de Dina y la iluminó con su
linterna; para comprobar que estaba muerta le dio una patada en el pecho con sus pesadas botas,
pero ella consiguió no dar muestras de vida. Después le pisó la mano, haciendo crujir los huesos,
pero Dina se mantuvo insensible. Afortunadamente, el soldado se convenció de que estaba muerta
y no utilizó su pistola para darle el tiro de gracia, como solía ocurrir habitualmente en esos casos.
Unos minutos después, oyó que alguien desde arriba decía: «¡Demidenko, toma la pala, vamos a
empezar!». Enseguida comenzó a caer tierra arenosa sobre ella, que estaba tendida hacia arriba.
Siguió sin mover un músculo. La tierra le cubría la boca, por lo que sentía que se ahogaba. Hacía
grandes esfuerzos por no ser presa del pánico; el miedo a ser enterrada viva era superior al de
morir de un balazo. Arriesgándose a ser descubierta, apartó con su mano la tierra que no le
permitía respirar y se sintió más aliviada. Por suerte para ella, los ucranianos encargados de tapar
la fosa debían encontrarse cansados después de la dura e intensa jornada y, después de lanzar
algunas paladas más, decidieron marcharse, dejando los cadáveres apenas cubiertos con una fina
capa de tierra.
Cuando Dina comprobó que se había hecho el silencio, se sacudió la tierra de encima y se
levantó. Cuando trataba de salir de la fosa escuchó un ruido detrás suyo y se asustó, pero no era
ningún soldado, sino un muchacho que, al igual que ella, había conseguido sobrevivir. Ella le dijo
que la siguiera y ambos salieron de la fosa. Arrastrándose con cuidado, se fueron alejando del
barranco, mientras veían de lejos a los alemanes que estaban todavía llevándose las pertenencias
de los judíos que habían sido asesinados.
La extraordinaria lucha de Dina por la supervivencia no acabaría ahí. El muchacho solía
adelantarse a ella para comprobar que no hubiera ningún peligro y luego le indicaba que podía
seguirle. Pero una patrulla germana descubrió al niño y lo mató de un disparo. Dina se ocultó en
un agujero y se cubrió con tierra hasta que los alemanes abandonaron el lugar. Después de un día
entero caminando, extenuada y hambrienta, encontró un granero abierto y se decidió a pasar la
noche allí. Pero, para desgracia suya, fue descubierta por el dueño de la granja, que alertó de
inmediato a los alemanes, quienes procedieron a capturarla.
Dina volvía a estar en manos de los que habían asesinado a sus padres y casi habían conseguido
asesinarla a ella. Parecía que esta vez nada podría salvarla. Fue conducida a un pequeño cuartel
en el que había una veintena de soldados. Tras unas horas de espera, le ordenaron subir a un
camión militar cargado con prisioneros de guerra rusos y algunos civiles y se dirigieron a Kiev.
Por el camino, Dina tuvo otra de sus habituales ideas salvadoras, demostrando poseer un
desarrollado instinto de supervivencia. Comprendió que, una vez que llegase a su destino, no se le
ofrecerían demasiadas oportunidades de escapar, por lo que decidió saltar del camión en marcha.
Así lo hizo e, increíblemente, los alemanes no advirtieron la huida. Finalmente, la escurridiza
actriz logró encontrar a la esposa de su hermano, una mujer polaca, quien le ayudaría a
restablecerse. Dina pasó el resto de la guerra ocultándose en varios lugares, con nombre falso.
En enero de 1946, Dina declararía como testigo en el juicio contra los criminales de guerra
alemanes que habían actuado en la región de Kiev. Paradójicamente, debido al rebrote del
antisemitismo en la Unión Soviética, durante el juicio ocultó que había podido escapar de Babi
Yar y que era judía. En la posguerra, Dina pudo recuperar su vida anterior, volviendo a actuar en
el teatro de marionetas en el que había trabajado antes de la guerra. En su libro, Kuznetsov
explicaría que le costó mucho esfuerzo convencer a la actriz para que le contase su terrible
experiencia, que sin duda tuvo que ser para ella enormemente traumática.
Memoria y reconocimiento
En 1972, 27 judíos fueron detenidos por colocar flores en el lugar de la matanza. Al año siguiente
fue un millar el que acudió a rendir homenaje a las víctimas, pero la policía impidió la
concentración, llevando a cabo varias detenciones. Con esas convocatorias de éxito creciente, las
autoridades soviéticas comprendieron que no tenía sentido seguir tratando de borrar de la historia
lo ocurrido en Babi Yar, por lo que tomaron la decisión de construir el monumento reclamado. En
1976 se inauguró una impresionante figura escultórica en recuerdo de los que allí fueron
asesinados por los nazis, con una inscripción que rezaba: «A los ciudadanos soviéticos – Las
víctimas del fascismo». Sin embargo, no había ninguna referencia a que la mayoría de esas
víctimas lo fueron porque eran judías.
Aprovechando la perestroika promovida por Mijaíl Gorbachov, la comunidad judía de Kiev
estableció en 1988 la fundación Memoria de Babi Yar. Pero no sería hasta 1991, con la caída de
la Unión Soviética, cuando por fin se rindió el reconocimiento debido a los judíos que fueron
asesinados en aquel lugar. Allí se inauguró una figura de piedra representando una menorá, o
candelabro de siete brazos, uno de los elementos rituales más importantes del judaísmo. El
monumento recibió la visita del presidente norteamericano George Bush padre en 1991, el
también presidente estadounidense Bill Clinton en 1995 y el papa Juan Pablo II en 2001.
La matanza de Babi Yar no había podido ser borrada de la historia, como habían pretendido las
autoridades soviéticas a lo largo de seis décadas, con un empeño digno de mejor causa. Así, cada
29 de septiembre se conmemora el Día de la Memoria de Babi Yar, celebrándose ceremonias no
solo en Kiev —en donde la comunidad hebrea está formada por unas 14.000 personas—, sino en
Israel y Estados Unidos. El estudio de ese aciago episodio pasó a formar parte del programa de la
asignatura de Historia en las escuelas ucranianas. Finalmente, aunque no ha adquirido la
dimensión de otros lugares emblemáticos como los campos de exterminio, Babi Yar se ha
convertido también en un símbolo de la brutalidad nazi y de la tragedia que sufrió el pueblo judío
durante la Segunda Guerra Mundial.
Capítulo 5:
Limpieza étnica en Volinia
Volinia es una región histórica de la que probablemente el lector no haya oído hablar y, mucho
menos, la asocie con algún tipo de acontecimiento ocurrido durante la Segunda Guerra Mundial.
Aunque, en efecto, no tuvo un papel especialmente destacado durante el conflicto, esta región casi
desconocida es un ejemplo de aquellos escenarios que no han merecido la atención de los
historiadores encargados de relatar la contienda, pero que encierran hechos trágicos que merecen
ser reflotados para que sirvan, al menos, de lección para las generaciones futuras sobre los
peligros del etnicismo exacerbado.
La región volinia se encuentra repartida entre tres países: Ucrania, Polonia y Bielorrusia,
aunque la mayor parte de su territorio pertenece al primero. Fue una de las primeras en estar
habitada por pueblos eslavos, en torno al año 1000 a.C. Al carecer de la protección que ofrecen
los accidentes geográficos y estar situada en un área ambicionada perennemente por sus vecinos, a
lo largo de los siglos Volinia sufriría una sucesión ininterrumpida de invasiones y repartos,
conformándose una región étnicamente diversa, una característica que marcaría su trágico destino
en el siglo XX.
Territorio vulnerable
Para encontrar el origen de la ignota Volinia como entidad política hay que remontarse al año 987,
con la creación del Principado de Volinia. En 1199 se anexionó la vecina región de Galitzia,
formando el Principado de Galitzia-Volinia, posteriormente reino en 1245, que llegaría a
convertirse en uno de los más poderosos estados de Europa oriental. Sus gobernantes lograron
mantener la independencia del país soportando hábilmente las presiones de polacos, húngaros,
lituanos o incluso los mongoles de la Horda de Oro, aunque en 1246 se vieron obligados a jurar
lealtad a estos últimos. En esa época ya recibía inmigrantes del oeste y del sur, incluyendo
alemanes o armenios.
La vulnerabilidad del territorio volinio, unida a las continuas dentelladas de sus agresivos
vecinos, acabaría condenando al reino de Volinia a su disgregación en 1349. En los dos siglos
posteriores se acordaron sucesivos repartos, salpicados por varias guerras e invasiones,
pudiéndose simplificar apuntando que la región de Volinia estuvo bajo control polaco y Galitzia
en manos de los húngaros.
En 1569 todo el territorio del antiguo Principado de Galitzia-Volinia pasó a estar dominado por
la Confederación Polaco-Lituana, un período en el que se asentarían en la región numerosos
polacos y judíos, y se construirían iglesias católicas y ortodoxas. En 1772 los austríacos se
apoderarían de la parte occidental de Volinia y de toda Galitzia invocando los supuestos derechos
históricos húngaros, mientras que los rusos se quedarían con la parte oriental de Volinia, una zona
en la que durante el siglo XIX se instalarían colonos alemanes y checos.
El hallarse en la zona de fricción de varias placas tectónicas —polaca, lituana, húngara o rusa
— había marcado en Volinia el gen de la perpetua disputa, un carácter que, como veremos,
acabará estallando del modo más brutal y sangriento.
En la Primera Guerra Mundial la región fue invadida por los alemanes después de la
Revolución rusa de 1917. La retirada de los rusos, que habían reprimido durante años las
tradiciones ucranianas en la región, permitió la revitalización de la cultura ucraniana y alentó el
nacionalismo. Tras la guerra, Volinia se convertiría en el escenario de la pugna entre diferentes
fuerzas; los comunistas del Ejército Rojo, los anticomunistas del Ejército Blanco, los
nacionalistas ucranianos y los nacionalistas polacos.
En 1920 el territorio volinio estaba bajo control soviético, pero en 1921, después de la guerra
polaco-soviética, la mitad occidental de Volinia pasó a manos polacas. Cuando Stalin se hizo con
el poder absoluto en Moscú se vengaría de Polonia —con quien consideraba que tenía cuentas
pendientes al haber participado personalmente en aquella guerra perdida— expulsando a los
polacos que vivían en Volinia oriental a Siberia y Asia central, una más de las numerosas
deportaciones étnicas que se darían en esos primeros años de la historia de la Unión Soviética.
Por su parte, el Gobierno de Varsovia estaba llevando a cabo una política de polonización
forzosa de la parte de Volinia que controlaba, cuando en 1921 había prometido a los ucranianos
que les concedería autonomía local. Se llevó a cabo la supresión de la lengua, la cultura y la
religión propias de la población ucraniana, y se impidió la difusión de sus periódicos y su
literatura. Igualmente, las autoridades promovieron el establecimiento en Volinia de colonos
polacos, unos 300.000, que coparían todos los puestos del funcionariado, incluyendo la policía
local. Para mantener a los ucranianos en los estratos más bajos de la sociedad volinia, se les
impidió en la práctica el acceso a la enseñanza superior, viéndose obligados a emigrar al
extranjero para poder acudir a la universidad.
Esa ofensiva que tenía como objetivo la asimilación generó mucho resentimiento y, en algunos
casos, movimientos de resistencia entre la población de origen ucraniano, condenados al fracaso
ante la hegemonía polaca. Además, los escasos restos visibles de cultura ucraniana, como algunas
bibliotecas y salas de lectura, solían recibir ataques de grupos de jóvenes polacos encuadrados en
grupos paramilitares, ante la pasividad de la policía. A lo largo de los años treinta, con el ascenso
del nacionalismo polaco, esta presión violenta sobre los ucranianos, aunque solo en algunas
ocasiones se saldaba con muertos, se incrementaría. De este modo, antes de estallar la guerra, la
región se había ido convirtiendo a fuego lento en una sopa étnica que estaba a punto de alcanzar el
grado de ebullición.
Ocupación alemana
La parte polaca del disputado territorio de Volinia sufriría tres invasiones durante la Segunda
Guerra Mundial mientras que la parte ucraniana padecería dos. La primera se produjo cuando los
soviéticos irrumpieron en Polonia el 17 de septiembre de 1939 para tomar su parte del pastel
polaco, según lo estipulado en el pacto germano-soviético. Tal como se ha referido en el capítulo
correspondiente, en febrero, marzo y abril de 1940 se llevaron a cabo deportaciones a Siberia y
otras regiones remotas de polacos considerados «burgueses» por los soviéticos, que eran los que
ocupaban los estratos superiores de la sociedad volinia.
Después del lanzamiento de la invasión alemana de la Unión Soviética, Volinia fue ocupada por
el ejército germano. La población polaca no vio más que la sustitución de un despiadado enemigo
por otro, al que había que resistir de igual modo teniendo en cuenta el brutal régimen instaurado
por los nazis en la Polonia ocupada. Pero los habitantes de origen ucraniano, que albergaban
temor, odio y resentimiento hacia los comunistas, según hemos visto en el anterior capítulo,
contemplaron a los alemanes como libertadores.
La retirada del Ejército Rojo ante el irresistible empuje de las divisiones pánzer fue percibida
por los ucranianos que deseaban la independencia, articulados desde 1920 en torno a la
Organización de Ucranianos Nacionalistas (OUN), como la gran oportunidad histórica de alcanzar
su objetivo, al no tener dudas de que iban a recibir el apoyo germano a sus pretensiones. De
hecho, desde el comienzo de la contienda se habían establecido fructíferos contactos entre la OUN
y los alemanes. Los dirigentes de la OUN disfrutarían de una tranquila base de operaciones en la
Polonia ocupada, recibiendo más de dos millones de marcos de sus protectores para financiar la
organización. Además, la inteligencia militar germana, la Abwehr, adiestraría un grupo de unos
800 ucranianos para realizar acciones subversivas en la retaguardia soviética.
Sin embargo, los ilusos ucranianos estaban muy equivocados respecto a las intenciones de sus
generosos patrocinadores. Tan solo ocho días después de la invasión, el ala más radical de la
OUN, liderada por Stepan Bandera, proclamó en Lvov un Estado ucraniano. Pero los alemanes no
estaban dispuestos a permitirlo, ya que Hitler estaba decidido a convertir el territorio ucraniano
en una colonia germana desde la que se abastecería de cereales al Reich, por lo que esas
aspiraciones independentistas suponían un obstáculo para sus planes de dominación absoluta de lo
que debía convertirse en el granero de la Gran Alemania.
Stepan Bandera se convertiría en una controvertida figura histórica del nacionalismo ucraniano, al haber aceptado el patrocinio de los
nazis para sacudirse el dominio soviético.
Así pues, Bandera fue reconvenido por los nazis para que dejase sin efecto la declaración de
independencia. Ante su negativa a dar marcha atrás, el líder nacionalista fue detenido y enviado a
Berlín. Allí permanecería en libertad vigilada hasta que en enero de 1942 sería internado en el
campo de concentración de Sachsenhausen, cercano a la capital, aunque los alemanes le
concederían una serie de privilegios por si en algún momento debían utilizarlo para sus intereses.
De hecho, Bandera residiría fuera del recinto destinado a los prisioneros.
Los seguidores de Bandera fueron, mientras tanto, objeto de una dura represión; una orden
secreta dictaba que todos ellos debían «ser detenidos inmediatamente y, después de ser
interrogados a fondo, liquidados». Se calcula que unos 1500 ucranianos fueron detenidos por la
Gestapo, siendo una parte de ellos asesinados.
Por su parte, el ala más moderada de la OUN —enfrentada a la liderada por Bandera—seguía
colaborando con los nazis. Su pragmatismo le llevó a obtener de los alemanes ventajas
apreciables, como la de ocupar la mayor parte de la administración civil. En algunas ciudades, los
alemanes cedieron a la OUN toda la administración, encargándole incluso organizar la fuerza de
policía. Pero ese colaboracionismo no era bien visto por el ala radical, lo que dio lugar a un
enfrentamiento sangriento entre los propios nacionalistas.
El ascenso de la OUN moderada llegaría a Kiev; tras obtener la alcaldía, la organización tomó
el control de la policía local, abrió un periódico y se atrajo el apoyo de los sectores de la
población más influyentes, llegando a crear un Consejo Nacional Ucraniano, como embrión de un
futuro estado independiente. A principios de 1942, los alemanes comprendieron que habían
permitido la formación de un contrapoder que podía poner en riesgo su dominio, que debía ser
absoluto e incontestable. Así pues, decidieron descabezar ese movimiento del modo más drástico,
ejecutando al alcalde de Kiev tras acusarlo de delitos comunes, junto a otros nacionalistas
destacados. La organización fue despojada del poder que se le había conferido y en buena parte
eliminada.
Insurgentes ucranianos
Lo ocurrido parecía dar la razón al ala radical de la OUN. El colaboracionismo con los alemanes
se había demostrado inútil. No había otra salida que la lucha armada contra el invasor. Los
«banderistas» llevaron a cabo una hábil estrategia de infiltración en la policía ucraniana bajo
control alemán, consiguiendo que entre 4000 y 5000 hombres se alistasen en esa fuerza. Llegado
el momento, deberían desertar junto con sus armas y pasar a la clandestinidad. Los hombres de
Bandera establecerían sólidas bases de actuación en Galitzia y Volinia.
La pertenencia a la policía ucraniana que estaba a las órdenes de los nazis se convertiría en una
inesperada escuela de salvajismo y brutalidad. Los alemanes emplearon a esos policías como
colaboradores necesarios para asesinar a más de 200.000 judíos volinianos. Juntos rodeaban los
asentamientos judíos y llevaban a cabo las matanzas metódicamente, como había sucedido en Babi
Yar. La OUN había defendido durante años una «Ucrania para los ucranianos», y los alemanes les
estaban ofreciendo un método rápido y eficaz para conseguirlo. Las ejecuciones masivas se
convertirían en el modelo que los nacionalistas ucranianos seguirían después para proceder a la
limpieza étnica de Volinia.
En el otoño de 1942, mientras el ejército alemán se encontraba empeñado en la conquista de la
lejana Stalingrado, la OUN decidió dar carta de naturaleza a la fuerza paramilitar que se estaba
organizando para luchar contra la ocupación germana. Así, el 14 de octubre de 1942 se creó el
Ejército Insurgente Ucraniano (UPA, por sus siglas en ucraniano), con el que emprenderían
acciones de guerrilla contra los alemanes. En esa decisión también influyó el hecho de que
partisanos comunistas soviéticos habían comenzado a actuar en el noroeste de Ucrania, lo que
obligaba a crear una fuerza militar para no cederles la exclusiva de la lucha armada. Aunque la
liberación del yugo germano todavía parecía lejana, era necesario tomar posiciones antes de que
los comunistas tratasen de ocupar el vacío que, tarde o temprano, dejarían los alemanes, y eso
solo se podría lograr por la fuerza.
A finales de 1942, cuando la inminente derrota alemana en Stalingrado anunciaba el punto de
inflexión en la campaña de Rusia, el UPA crecería con rapidez, tanto en número de integrantes
como en área de influencia. Una estimación alemana indicaba que esta fuerza contaba con unos
100.000 hombres, aunque el número real pudo haber sido mayor. Los guerrilleros del UPA se
dedicaron a atacar cuarteles de la policía alemana y convoyes militares. Las áreas urbanas de
Volinia permanecían bajo dominio germano, mientras que el ejército nacionalista ucraniano
acabaría haciéndose con el control del resto del territorio, que comprendía bosques y pantanos
extensos, un hábitat ideal para la actividad partisana. En los pueblos más aislados los guerrilleros
llegaron a organizar servicios básicos, como escuelas y hospitales, e incluso a imprimir diarios
que eran distribuidos por la región.
De la importancia de la fuerza que consiguieron reclutar los guerrilleros ucranianos da idea el
hecho de que los alemanes fracasasen en su intento de acabar con ellos en el verano de 1943 con
una ambiciosa operación de castigo en el norte de Volinia. La acción fue encargada a un auténtico
carnicero con un largo historial de matanzas a sus espaldas, el general de las SS Erich von dem
Bach-Zelewski. Aunque los alemanes destinaron a la operación 10 batallones motorizados de las
Waffen-SS, más de 10.000 integrantes de las fuerzas de policía alemana, dos regimientos de
polacos y húngaros, además de tres batallones de cosacos reclutados entre los prisioneros de
guerra soviéticos, el UPA resistió la embestida, gracias a su mayor movilidad y a que conocían la
región como la palma de su mano, lo que les permitía propinar golpes certeros y enseguida
retirarse a zonas inaccesibles para los alemanes. Los ucranianos, envalentonados, se permitirían
el lujo de tomar un importante cuartel germano, capturando gran cantidad de armas y municiones.
Por su parte, los policías ucranianos infiltrados desertarían y se pasarían al UPA con sus armas
y, lo que es más significativo, las destrezas adquiridas en el asesinato masivo de judíos. Estaban
dispuestos a seguir actuando, pero en este caso no solo contra los pocos judíos que quedaban en
Volinia, sino para erradicar a la numerosa población polaca y lograr esa ansiada «Ucrania para
los ucranianos». La brutal limpieza étnica que asolaría la región estaba a punto de comenzar.
Ola de matanzas
El 13 de noviembre de 1942, los guerrilleros ucranianos asesinaron a medio centenar de polacos
en el pueblo de Oborkin, en circunstancias confusas, pero que hacen creer que fue la primera
operación de limpieza étnica de la región. En esos momentos, la minoría polaca no podía pensar
que se trataba de una operación planificada, y consideró la matanza como un incidente aislado,
perpetrado por algún grupo de bandidos.
Sin embargo, el 9 de febrero de 1943 se demostraría que lo ocurrido en Oborkin no había sido
más que el prólogo de lo que estaba por venir. Ese día, el asentamiento polaco de Parosle fue
atacado también por nacionalistas ucranianos armados, siendo asesinados 173 polacos. Un mes
después se produciría la apuntada deserción de los policías polacos, en número de unos 5000, y
su huida a los bosques. Ese importante aporte de efectivos marcaría el inicio de las operaciones a
gran escala del UPA. La noche del 22 de abril, los grupos ucranianos atacaron el asentamiento
polaco de Janowa Dolina, matando a más de 600 habitantes y quemándolo todo. Tan solo unos
pocos polacos pudieron sobrevivir al encontrar refugio en casa de familias ucranianas amigas.
Esas noticias sí que causaron alerta entre la minoría polaca. Estaba claro que todos ellos
corrían peligro ahora, como lo certificaban los nuevos ataques que iban teniendo lugar. En mayo,
un comando soviético oculto envió un despacho al cuartel general, en el que se hacía eco de
«actividades de importancia de los nacionalistas ucranianos contra los polacos. Están realizando
acciones de terror masivo; aunque no les disparan, los matan con cuchillos y hachas, sin
consideración de edad o sexo». La alarma llegó incluso al Gobierno polaco exiliado en Londres,
que envió en julio de 1943 a Volinia dos representantes para interceder ante los dirigentes
nacionalistas ucranianos y poner así fin a las matanzas. Pero la misión no tuvo el éxito deseado;
los dos enviados fueron asesinados al poco de llegar, lo que constituía un mensaje poco sutil
aunque muy claro para el Gobierno polaco. La expulsión de los polacos no se detendría.
El 11 de julio de 1943, un día después del asesinato de los dos delegados polacos, se daría
inicio a la mayor ola de matanzas de la ofensiva llevada a cabo por los nacionalistas ucranianos.
En la madrugada de esa funesta jornada, guerrilleros del UPA rodearon y atacaron pueblos
habitados por polacos en tres distritos diferentes, lo que demuestra que fue una acción preparada y
coordinada. De hecho, en los días anteriores hubo varias reuniones entre miembros del UPA y
pobladores ucranianos, en los que se les habló de la necesidad de emprender esas acciones. Ese
día, los ucranianos usaron cualquier cosa que tuvieran a mano para matar a los polacos; mientras
los guerrilleros empleaban sus armas de fuego, los campesinos ucranianos que se habían decidido
a participar en las matanzas recurrían a sus hachas, hoces, horcas, martillos, cuchillos o sierras, un
arsenal que ya nos resulta familiar después de saber cómo fue el linchamiento de los judíos de
Jedwabne y otras localidades polacas.
Estos objetos de uso cotidiano pertenecientes a los polacos que vivían en Ostrówki y Wola Ostrowiecka, asesinados por nacionalistas
ucranianos el 30 de agosto de 1943, fueron encontrados en 1992 en unos trabajos de exhumación. Se conservan en el Museo de la
Segunda Guerra Mundial de Gdansk como testigos mudos de aquella matanza. Foto del autor, octubre 2017.
El apoderarse de los bienes de los polacos asesinados no era un aliciente menor para los
campesinos ucranianos que decidían sumarse a la degollina. Una vez muertos los polacos, los
asesinos podían apoderarse de los muebles, la ropa o los sacos de grano que tuvieran
almacenados. En una amplia operación lanzada el 11 de julio de 1943, y que se extendería a lo
largo de cinco sangrientos días, 167 pueblos y aldeas sufrirían la vesánica visita de los partisanos
ucranianos y sus cómplices. A lo largo de todo el verano se sucederían las matanzas. El odio y el
resentimiento que se había cocido a lo largo de dos décadas estallaban ahora de la manera más
salvaje.
En cada pueblo, el número de polacos muertos podía oscilar entre 200 y 600. En las aldeas de
Ostrówki y Wola Ostrowiecka, de los 438 polacos a los que se les arrebató la vida en la
sangrienta mañana del 30 de agosto, 246 eran niños, algunos de ellos cortados por la mitad. Las
mujeres embarazadas eran atravesadas por las bayonetas. Los asesinos no respetaron tampoco a
los sacerdotes; los del rito católico romano, el que seguía la comunidad polaca, eran
despedazados o incluso crucificados. Las iglesias eran quemadas con todos sus fieles dentro. Los
ucranianos que habían formado familias mixtas con polacos se convirtieron también en objetivo de
las turbas, así como los ucranianos que trataban de proteger a sus vecinos perseguidos.
Los asentamientos polacos arrasados quedaban sembrados de cadáveres calcinados,
decapitados o desmembrados, como severa advertencia de lo que le esperaba a los polacos que
pretendiesen seguir viviendo en Volinia. En los lugares por los que todavía no habían pasado las
partidas del UPA sembrando la muerte y la destrucción aparecieron carteles en los que se
conminaba a la población polaca a que en dos días abandonasen la región, amenazándoles con la
muerte si no lo hacían. La limpieza étnica estaba en marcha.
Grupos de autodefensa
La cifra de polacos muertos en Volinia en la primavera y el verano de 1943 a consecuencia de
esos bárbaros ataques de los nacionalistas ucranianos es difícil de determinar. Al Gobierno
polaco en el exilio llegaron informes que la situaban en unas 15.000 víctimas, pero estudios
posteriores han señalado que pudieron llegar a 40.000.
En cuanto a los alemanes, estos asistían con indiferencia y, en cierto modo, satisfacción a las
masacres que estaban ocurriendo en su territorio. Sus preocupaciones eran otras muy distintas en
medio de las sombrías perspectivas que se cernían sobre el frente oriental después de la batalla
de Kursk, dirimida precisamente al mismo tiempo que tenía lugar la referida ola de matanzas. La
enorme maniobra en tenaza diseñada por los alemanes para propinar un duro golpe al enemigo,
para la que empeñaron sus mejores fuerzas blindadas, acabaría fracasando ante la organizada
defensa en profundidad de los soviéticos. El Ejército Rojo había conseguido frenar la, hasta
entonces, siempre exitosa campaña de verano de la Wehrmacht, y ahora había que prepararse para
resistir la ofensiva soviética que iba a tener lugar una vez acabado ese período de climatología
propicia. Sin duda, se avecinaban unos meses muy duros para los alemanes. Llegados a ese punto,
es obvio que la suerte que pudieran correr los polacos de Volinia importaba más bien poco. Aun
así, en agosto de 1943, los alemanes permitieron a los polacos que vivían en los pueblos que se
trasladasen a las ciudades, aún bajo control germano, en donde podrían encontrar seguridad.
De todos modos, a los alemanes no les venía del todo mal que los partisanos ucranianos se
encontrasen ocupados en tales tareas. Debían pensar que era mejor que se dedicasen a matar
polacos que a seguir hostigando a las columnas germanas que se aventuraban a salir de la
protección que proporcionaban las ciudades y rutas principales. Con el fin de alimentar ese
choque, los alemanes llegaron a entregar armas a los polacos para que pudieran enfrentarse a los
ucranianos constituyendo un centenar de grupos de autodefensa. Paradójicamente, estos contaban
también con el apoyo del Armia Krajowa, el ejército polaco clandestino que luchaba contra los
alemanes en la Polonia ocupada. Los grupos de polacos armados emprenderían acciones de
represalia contra la población ucraniana, a pesar de que el Armia Krajowa se mostró contrario al
asesinato de civiles inocentes, señalando al UPA y a la Wehrmacht como los auténticos objetivos
de la resistencia. Aunque también es difícil cuantificar el balance de esos actos de venganza, las
víctimas oscilarían entre 2000 y 3000.
Para acabar de arrojar gasolina al fuego, los alemanes sustituyeron a los policías ucranianos
que habían desertado por policías polacos recién reclutados, que en su mayoría estaban deseosos
de vengar las atrocidades del UPA. Los nazis les darían oportunidad de saciar su sed de venganza,
al ordenar el asesinato de la familia de cada uno de esos policías ucranianos considerados
traidores. Además, en el caso de que el policía hubiera desertado con sus armas, tenían carta
blanca para arrasar el pueblo o aldea de procedencia.
En agosto de 1943, las operaciones del UPA se extenderían a Galitzia, en donde la población
polaca era mayor que en Volinia, aunque seguían siendo minoría. El objetivo allí era forzar a los
polacos a asentarse en el lado occidental del río San. En este caso, los polacos respondieron con
acciones aisladas de represalia, asesinando a algunos ucranianos prominentes.
Una de las peores masacres ocurridas en Galitzia tendría lugar el 28 de febrero de 1944 en la
localidad de Huta Pieniacka. Allí se había creado un grupo de autodefensa para mantener a raya a
los guerrilleros del UPA. Pero cometieron el error de matar a dos soldados que realizaban labores
de reconocimiento, pertenecientes a la 14ª División de Granaderos SS, conocida informalmente
como la División Galizien, integrada por voluntarios ucranianos de esta región. Cinco días más
tarde acudieron a Huta Pieniacka medio millar de soldados de esta unidad, enfurecidos por la
muerte de sus compañeros, junto a guerrilleros del UPA y civiles ucranianos dispuestos también a
ajustar cuentas a los polacos.
La matanza se prolongaría a lo largo de toda esa negra jornada. El jefe del grupo de autodefensa
local fue empapado en gasolina y quemado vivo en la plaza principal. A los civiles, la mayoría
mujeres y niños, se les concentró en la iglesia y luego fueron divididos en grupos, siendo
conducidos a diferentes establos y graneros, encerrados y también quemados vivos. El número de
polacos muertos en Huta Pieniacka varía según las fuentes, cifrándose entre 500 y 1200. La
brutalidad de la matanza fue tal que, desde la propia División Galizien, a través de una
publicación militar, se trató de achacar la autoría a un grupo de partisanos soviéticos que se movía
por la zona. En todo caso, los mandos de la división se mostraron contrarios a que se volvieran a
perpetrar actuaciones de este tipo.
El listado de localidades que sufrieron ataques del UPA resultaría reiterativo, pero se podría
destacar también lo ocurrido el 12 de marzo de 1944 en el monasterio de los dominicos en
Pidkamen, en donde buscaron refugio dos millares de polacos, la mayoría mujeres y niños,
temiendo ser asesinados por los ucranianos. Sin atender a lo sagrado del lugar, los guerrilleros del
UPA asaltaron el monasterio, matando a unos 250 refugiados. Además, los asaltantes destruyeron
el monasterio y robaron todos los objetos de valor. Pero la matanza sería incluso mayor en el
pueblo vecino de Palikrovy, en el que fueron asesinados más de 300 polacos. Los nacionalistas
ucranianos acabarían con la vida de entre 25.000 y 40.000 polacos en Galitzia, lo que se vendría a
sumar a los aproximadamente 50.000 que fueron asesinados en Volinia.
El avispero ucraniano
Como vemos, durante la Segunda Guerra Mundial Volinia y Galitzia se convirtieron en un
auténtico avispero, en el que se encontraban cuatro fuerzas en lucha, teóricamente todas
enfrentadas contra el resto pero, al mismo tiempo, manteniendo alianzas tácitas puntuales de
conveniencia para combatir al enemigo común de turno.
Así, tenemos sobre ese damero maldito a los partisanos ucranianos del UPA, el Armia Krajowa
y los grupos de autodefensa polacos, los partisanos soviéticos —de los que, para complicarlo
más, un tercio de sus efectivos eran ucranianos— y el Ejército alemán que, a su vez, tenía
unidades, como la División Galizien, que actuaban en ocasiones por libre, así como los
Schutzmannschaft, unos batallones de milicias compuestas de lituanos, estonios, letones,
bielorrusos y ucranianos, que habían participado en las masacres de judíos y no tenían
inconveniente en seguir cometiendo tropelías a la menor ocasión.
Por si el embrollo para el lector no fuera suficiente, añadiremos que, además de los polacos
que se habían alistado en las fuerzas de policía alemanas para combatir al UPA, había otros que se
sumaban a los grupos partisanos soviéticos con el fin de disponer también de cobertura para sus
acciones de venganza contra los nacionalistas ucranianos. Todo ello hacía que, en ocasiones, ante
una aldea arrasada y la visión de sus habitantes salvajemente torturados y mutilados, resultase
fácil equivocarse a la hora de atribuir la autoría y determinar el bando hacia el que había que
dirigir la consiguiente venganza. El resultado sería la generación de una descontrolada espiral de
violencia, girando cada vez a mayor velocidad, que ya resultaba del todo imposible detener.
Por último, el puñado de judíos que había sobrevivido a las matanzas perpetradas por los nazis
era el único que no disponía de ningún aliado circunstancial. Lo único que pretendían era pasar lo
más desapercibidos posible, ya que en cualquier momento podían verse en la diana de alguno de
los airados contendientes.
Un ejemplo de la extrema confusión que se vivió en la parte occidental de Ucrania fue la
cambiante —y en ocasiones desconcertante— relación entre los alemanes y el UPA. Los
guerrilleros ucranianos se habían convertido en un perenne dolor de cabeza para los alemanes,
quienes se veían impotentes para arrebatarles el control de los bosques, caminos y pasos de
montaña. Pero la llegada del Ejército Rojo a la parte oriental de Ucrania llevó a ambos a la
necesidad de actuar juntos ante la amenaza comunista. El citado líder nacionalista ucraniano
Stepan Bandera, que en abril de 1944 se encontraba todavía confinado en Sachsenhausen, fue
requerido entonces por los nazis para que se prestase a colaborar en esa acción conjunta contra
los soviéticos. Bandera estuvo de acuerdo y se dispuso a colaborar con sus captores, así que fue
liberado y estableció su cuartel general en Berlín, para dirigir a distancia la estrategia del UPA.
En mayo de 1944, la dirección del brazo político de los nacionalistas ucranianos, la OUN, envió
una instrucción por la que se ordenaba «hacer un cambio radical, y pasar de luchar contra los
alemanes a hacerlo contra la Unión Soviética». El giro tenía sentido, ya que el ocupante nazi tenía
las horas contadas, así que los soviéticos eran ya el enemigo a batir para alcanzar la soñada
independencia.
De todos modos, al margen de los giros estratégicos, los correligionarios de Bandera estaban
de hecho ya enfrascados en la lucha contra los soviéticos. Trataban de dirigir sus acciones contra
la policía política del régimen comunista, el NKVD, más que contra los propios soldados, ya que
parte de ellos eran ucranianos que habían huido hacia el este durante el avance alemán. Fruto de
ese acuerdo de conveniencia, los alemanes proporcionaron armas y apoyo a los guerrilleros del
UPA, los mismos hombres que poco antes habían sido sus enemigos. Sin embargo, a tono con esta
situación caótica, ante la que fracasaría cualquier intento de relato coherente, ese cambio de
alianzas no resultaría tan claro; en mayo y junio de 1944, dos tentativas alemanas de toma de
control de los puertos de montaña de los Cárpatos serían rechazadas por los guerrilleros del UPA,
quienes capturaron la totalidad de la columna de suministros, además de un buen número de
prisioneros, incluyendo oficiales.
La irrupción en escena del NKVD contribuiría a enredar aún más la madeja, ya que creó
unidades disfrazadas de guerrilleros del UPA con el fin de cometer atrocidades indiscriminadas
contra la población civil y perder así su apoyo. De todos modos, el UPA demostraría poseer una
fuerte implantación sobre el terreno, lo que obligaría a los soviéticos a destinar importantes
fuerzas para neutralizarlo, incluyendo artillería y blindados, sin llegar a conseguir ese objetivo.
Incluso una vez acabada la guerra, en el verano de 1945, los hombres del UPA continuarían
controlando y administrando las regiones de la parte occidental de Ucrania, tal como habían hecho
durante la ocupación alemana.
Separación étnica
Cuando los soviéticos expulsaron a los alemanes de Volinia y Galitzia heredaron el problema que
los nazis no habían sabido o querido resolver. Dejando de lado la amenaza que las fuerzas del
UPA seguían representando, esas regiones históricas se encontraban sumidas en el caos provocado
por los conflictos étnicos. Ante un problema tan complejo, desde la mesa de caoba de algún
despacho de Moscú se apostó por una solución salomónica que parecía fácil y relativamente
rápida; se trazó la línea de la nueva frontera entre Polonia y la República Socialista Soviética de
Ucrania, desplazándola esta hacia el oeste, ampliando así el territorio soviético en detrimento del
polaco, y se dictaminó que a cada lado de la raya viviesen solamente las poblaciones
correspondientes a las respectivas nacionalidades. De ese modo, con la separación física de
ambas comunidades, cada una podría vivir en paz, poniéndose fin a los enfrentamientos de forma
definitiva.
El plan implicaba, obviamente, un desplazamiento masivo de la población a un lado y otro de la
frontera, pero eso no representaba ninguna novedad para los soviéticos, acostumbrados a deportar
a poblaciones enteras a miles de kilómetros de distancia, como había ocurrido con las del
Cáucaso —se verá en detalle en un próximo capítulo— o los tártaros de Crimea. Sin embargo, en
esta ocasión no se trataba de mover gente dentro del propio territorio, sino que debía producirse
un intercambio de población con otro país, en este caso Polonia, que, aunque formaría parte de la
órbita soviética, tenía sus propios intereses.
Con más dificultades de las previstas, la ambiciosa operación que debía acabar con la espiral
de violencia en estas regiones se puso en marcha tras la conferencia de Yalta, celebrada en
febrero de 1945, aunque esos desplazamientos forzosos habían comenzado ya antes. Así, entre
1944 y 1946, cerca de 800.000 polacos serían expulsados de la Ucrania soviética y reubicados en
Polonia, a los que habría que sumar los casi 400.000 que habían tenido que abandonar territorios
polacos que habían sido anexionados también por los soviéticos y agregados a Bielorrusia y
Lituania.
Pero en Volinia y Galitzia ese desplazamiento no se llevaría a cabo sin violencia. Siguiendo con
las insólitas alianzas coyunturales a las que ese turbulento escenario era tan proclive, los
guerrilleros del UPA sirvieron a los intereses soviéticos presionando a los polacos para que se
marchasen del territorio ucraniano. Así, por ejemplo, se dedicaban a incendiar asentamientos
polacos e, inmediatamente después de los ataques, las autoridades soviéticas ponían a disposición
de los aterrados civiles trenes especiales para llevarles al otro lado de la frontera. En este caso,
la oferta acudía presta a satisfacer la demanda.
Por su parte, los polacos también trataban de mostrarse persuasivos para que los ucranianos
abandonasen su territorio. En esa presión participarían grupos nacionalistas y miembros
clandestinos del Armia Krajowa, que se sentían especialmente motivados en su tarea por el
sentimiento de venganza que albergaban por las matanzas cometidas por el UPA. Así, las
atrocidades cometidas contra los ucranianos serían habituales. La más terrible se produciría en la
aldea de Zawadka Morochowska, cuyos habitantes eran todos ucranianos. En este caso sería el
ejército polaco el autor de los crímenes.
El 23 de enero de 1946, la Guardia de Fronteras polaca descubrió una base operativa del UPA
en esa aldea; tras un breve combate, los guerrilleros se retiraron, dejando atrás dos vagones
cargados de armas y munición. Al día siguiente trataron de recuperarlos mediante un ataque, pero
fueron rechazados por los guardias polacos. Al amanecer del 25 de enero, llegaron 120 soldados
del 34º Regimiento de Infantería polaco. Convencidos de que sus habitantes eran colaboradores
del UPA, rodearon el pueblo y comenzaron a registrar todas las casas en busca de armas. Pero
enseguida se vería que en realidad se trataba de una brutal operación de castigo.
Los hombres adultos que no habían logrado escapar a tiempo hacia los bosques fueron
asesinados al momento. Mujeres y niños correrían la misma suerte, y todos ellos de la más
horrible manera, como prueba del odio visceral con el que serían cometidos los crímenes. Muchos
murieron a golpes de culata de fusil, otros fueron destripados o quemados vivos. Los soldados se
cebaron con las mujeres; algunas tenían los pechos rebanados mientras que a otras les habían
sacado los ojos o cortado la lengua.
La cifra de muertos en Zawadka Morochowska varía según las fuentes, oscilando entre 64 y 78
muertos. En ese encarnizamiento quizás tuvo algo que ver el tratamiento igualmente salvaje que
recibían los soldados polacos cuando caían en manos del UPA, a quienes les sacaban los ojos y
les cortaban la lengua, o se les dejaba atados a un árbol hasta que morían. La espiral del odio
seguía girando.
Pero el apego de los habitantes de Zawadka Morochowska al lugar donde vivían debía ser muy
fuerte, porque los que sobrevivieron a esa terrorífica jornada no quisieron marchar a Ucrania y
siguieron viviendo allí. El 28 de marzo, los soldados polacos llegaron nuevamente al pueblo con
la misión de convencer a los aldeanos para que se marchasen. El Gobierno polaco estaba
recurriendo al ejército para deshacerse de la población ucraniana que todavía vivía en el sudeste
del país. Los militares debían tener carta blanca para cumplir con esa misión, ya que esta nueva
visita se saldó con la ejecución de once de sus habitantes.
Aun así, los ucranianos se resistían a abandonar sus casas, en las que habían vivido durante
generaciones, al ser conscientes de que, si se marchaban, seguramente no iban a poder regresar
nunca más. El 13 de abril, los polacos regresaron de nuevo, asesinando a media docena de
aldeanos escogidos al azar. Finalmente, el 30 de abril, 73 habitantes fueron conducidos a una
estación de tren y deportados a Ucrania. Tan solo quedaron en la aldea una docena de personas,
que quedaron allí olvidadas hasta que un año después fueron también deportadas. La iglesia y el
cementerio fueron derruidos por completo para borrar toda huella de que allí hubo una vez una
aldea habitada por ucranianos.
Un manto de silencio se extendió sobre aquellos trágicos hechos durante cuatro décadas, hasta
que el hijo de una de las familias asesinadas, que entonces apenas era un bebé de ocho meses, se
dedicó a reconstruir los acontecimientos, lo que dio como fruto, diez años después, el
establecimiento de un comité para recordar a los aldeanos asesinados. En 1998 se erigió allí un
monumento con el nombre de las víctimas que fueron identificadas. Lo ocurrido en Zawadka
Morochowska se conoce con cierto detalle gracias a esa iniciativa, pero hubo muchas más aldeas
y asentamientos en Volinia y Galitzia que corrieron la misma suerte y cuyas tragedias cayeron en el
olvido para siempre.
La resistencia de los habitantes de Zawadka Morochowska a abandonar la aldea para ser
enviados a Ucrania se explica también por una circunstancia que se convertiría en un serio
problema. A finales de 1945, algunos de los ucranianos que habían dejado el territorio polaco a
consecuencia de la limpieza étnica comenzaron a regresar a sus lugares de origen. Al hecho de que
la parte occidental de Ucrania estaba menos desarrollada que el sudeste polaco se sumaba el que
esa región había quedado totalmente devastada por la cruenta guerra de todos contra todos que se
había desatado allí.
Además, los soviéticos, para evitar que esa población de origen ucraniano que llegaba de
Polonia reforzara el movimiento nacionalista, impidieron que buena parte de ella —hasta un 75 %
— se asentara en la región, siendo nuevamente deportada, en este caso a zonas remotas de la
URSS, como Kazajistán o Siberia. Se calcula que unas 114.000 personas, la gran mayoría de ellas
mujeres y niños, fueron enviadas allí para trabajar en minas de carbón o canteras, en donde
vivirían en condiciones de extrema pobreza. Para justificar el traslado, a esas familias se les
acusó de colaboración con los guerrilleros del UPA. De esta operación, denominada
contradictoriamente «Oeste», se encargaría el NKVD.
Pese al proverbial hermetismo soviético, esas alarmantes noticias llegaron a oídos de los
ucranianos que todavía se encontraban al otro lado de la frontera polaca, por lo que es lógico que
trataran de aguantar el máximo tiempo posible en sus localidades ahora en territorio polaco, a la
espera de que las aguas volvieran a su cauce, que emprender un incierto traslado que podía acabar
llevándoles a alguna república soviética del Asia Central.
El drama de los lemkos
El destrozo generalizado de la convivencia que se había producido en esas regiones, y que había
desembocado en la solución pergeñada por Moscú para devolver la ansiada estabilidad, tendría
víctimas aún más inocentes que las que ya lo estaban sufriendo. Este fue el caso de una etnia, la de
los lemkos, que se dedicaba tranquilamente a la agricultura y el pastoreo de ovejas en los
Cárpatos orientales.
Tras la Primera Guerra Mundial, los lemkos habían declarado una efímera república
independiente, la República Lemko-Rutena, pero en 1920 esta fue incorporada a Polonia. Eran
rusófilos y desconfiaban históricamente de los ucranianos, pero como hablaban una lengua
emparentada con el ucraniano —son parecidas, pero no siempre inteligibles entre sí— fueron
asimilados erróneamente por las autoridades polacas a esta nacionalidad.
En aquel pandemónium debió resultar difícil a los desventurados lemkos explicar a quien
quiera que accediera a escucharles que ellos no eran ucranianos y que además no querían cuentas
con ellos. Aunque suplicaron que les dejasen vivir en paz en las montañas con sus ovejas, tal
como habían venido haciendo durante generaciones hasta entonces, no hubo nada que hacer y
comenzaron a ser expulsados a Ucrania.
Otros grupos étnicos asentados desde hacía siglos en los Cárpatos, de los que quizás el lector
tampoco ha tenido noticia de su existencia hasta ahora, como los boikos o los hutsules, se vieron
arrastrados también por la marea de deportaciones, sin que las autoridades polacas se aviniesen a
interesarse por su idiosincrasia particular. Para el Gobierno de Varsovia, todo aquel que fuera o
pareciera ucraniano debía marcharse de Polonia y no había más que decir.
Operación Vístula
Pese a los esfuerzos de las autoridades polacas para deshacerse lo más pronto posible de su
población ucraniana, el tiempo corría mientras ese objetivo parecía lejos de cumplirse, debido a
la referida resistencia a pasar al otro lado de la frontera. Como también se ha apuntado, las
autoridades soviéticas veían con recelo la llegada de más población ucraniana a su territorio, por
lo que a finales de 1946 decidieron dar por concluida la operación y cerrar la frontera a más
deportados. Los polacos, que todavía tenían unos 300.000 ucranianos en su territorio, pidieron a
los soviéticos que permitieran continuar con la operación algún tiempo más, pero estos
permanecieron inflexibles. Llegados a ese punto, los guerrilleros del UPA que todavía seguían
actuando en territorio polaco le hicieron un flaco favor a su pueblo al seguir combatiendo. Las
acciones del UPA, como el asesinato del viceministro de Defensa polaco, fueron la excusa que
necesitaba el Gobierno de Varsovia para emprender una nueva medida represiva.
Las autoridades polacas pusieron en marcha la denominada Operación Vístula. A esta iniciativa
se destinó una fuerza de 20.000 hombres, entre soldados del Ejército Popular Polaco y personal
del Ministerio de Seguridad Pública, siniestra organización equivalente al NKVD soviético. A
partir de la madrugada del 28 de abril de 1947, y a lo largo de tres meses, unos 141.000 civiles de
las regiones limítrofes con Ucrania, incluyendo los lemkos y sus ovejas, serían deportados a los
territorios ganados en el oeste a costa de Alemania, de los que había sido expulsada la población
germana.
Sobre el papel, ese traslado forzoso, dentro de la desgracia, se presentaba en cierto modo como
una oportunidad, ya que los desplazados tendrían a su disposición las casas, granjas y negocios
abandonados por los alemanes. Sin embargo, en la práctica esa operación resultaría traumática.
En primer lugar, las familias apenas dispondrían de unos minutos para recoger las pertenencias y
el ganado que pudieran llevar consigo, teniendo que dejar atrás los muebles o los animales que no
pudieran trasladar, de los que se apoderarían ávidamente sus vecinos polacos. En no pocos casos,
el saqueo comenzaba antes incluso de que los ucranianos se hubieran marchado y, a veces, hasta
les arrebataban las pertenencias que ya tenían cargadas en el carro. Después, los ucranianos eran
conducidos a unos centros de tránsito, en donde se les abría una ficha personal y se les asignaba
un número de registro. Tras un período de espera que podía durar semanas, se les enviaba al oeste
en sucesivos contingentes, un tiempo en el que tenían que dormir a la intemperie y comer lo que
hubieran traído consigo.
En los campos de tránsito ya quedaba claro que la intención última de los polacos no era el
traslado y el asentamiento ordenado de la población ucraniana, sino laminarla destruyendo su
identidad, comenzando por sus lazos familiares. Así, los deportados eran agrupados para las
expediciones por su número de registro. De este modo, los miembros de una misma familia que no
se habían registrado al mismo tiempo eran enviados por separado a pueblos y ciudades diferentes.
El traslado se hacía en tren; en cada vagón viajarían cuatro familias y sus correspondientes
cabezas de ganado. Durante el viaje, no pocas familias serían desvalijadas por soldados o
funcionarios sin escrúpulos, o asaltadas por bandidos locales. No obstante, peor suerte habían
corrido aquellos que en los campos de tránsito habían sido identificados como sospechosos de
haber colaborado con los guerrilleros del UPA. Fueron detenidos y enviados a antiguos campos de
prisioneros levantados en su día por los alemanes y cuyas instalaciones eran ahora utilizadas por
las autoridades polacas. Allí sufrieron hambre, malos tratos y torturas que competían en sadismo
con las cometidas anteriormente por los nazis. En uno solo de esos campos, el de Jaworzno,
murieron 168 ucranianos.
Cuando los deportados llegaban por fin a su destino, sucios e infestados de piojos, se
encontraban con que las propiedades alemanas que les asignaba la oficina local encargada del
reasentamiento se hallaban en estado ruinoso debido a los sucesivos saqueos que habían sufrido,
por lo que tenían que comenzar de cero. También se procuraba que los lugares asignados a las
diferentes familias fueran distantes entre sí, para que se diseminasen por el territorio e impedir así
que surgiesen comunidades ucranianas. Siguiendo con esa política de desintegración cultural
impulsada por las autoridades polacas, a los ucranianos se les desaconsejó usar su lengua, seguir
sus costumbres, vestir sus ropas típicas o practicar sus ritos religiosos.
Sus vecinos polacos, contaminados por los prejuicios que les hacían verlos como peligrosos
partisanos ucranianos, se mostraban hostiles con ellos, por lo que les resultaba muy difícil
integrarse o tan solo encontrar trabajo. Algunos de esos polacos habían llegado en su día de
Volinia y Galitzia precisamente huyendo de las matanzas perpetradas por el UPA, así que
establecer lazos de buena vecindad con ellos era, como mínimo, complicado. En las escuelas, a
los niños se les sometió a un programa de polonización y se les prohibió hablar ucraniano entre sí.
También se prohibió a los ucranianos las reuniones de varias personas. Los que no pudieron
resistir más esa opresión y se decidieron a regresar a sus lugares de procedencia se toparon a su
llegada con las amenazas de milicianos polacos para que se marcharan aunque, en todo caso, las
autoridades ya se habían encargado de borrar allí cualquier rastro de identidad ucraniana. La
región en la que habían vivido desde hacía generaciones, sencillamente, ya no existía. La limpieza
étnica se había completado con éxito.
Los intercambios de población entre Polonia y la Unión Soviética, que habían concluido en
1946, se reanudarían brevemente en 1951, cuando Moscú presionó a Varsovia para redefinir la
frontera en el río San, ya que pretendía quedarse con unas valiosas minas de carbón que habían
quedado en el lado polaco de la frontera trazada en 1945. El gobierno comunista polaco,
consciente de que debía su establecimiento y pervivencia a la protección soviética, no tuvo otra
opción que plegarse a las exigencias de Moscú y entregarle ese territorio, a cambio de otro sin
interés económico. El trueque conllevó el intercambio de las respectivas poblaciones, viéndose
estas forzadas a trasladarse al otro lado de la frontera. Ese sería el triste epílogo a unos años en el
que, como hemos visto, las poblaciones no fueron más que fichas en un tablero, movidas a
capricho de los gobernantes, en un dramático juego sembrado de odio, desarraigo, privaciones y
sufrimiento.
Resistencia antisoviética
Ucrania había sido reintegrada a la Unión Soviética, junto a las ganancias territoriales obtenidos a
costa de Polonia, pero los nacionalistas ucranianos de la OUN y su brazo armado, el UPA, no
estaban dispuestos a abandonar la lucha por la independencia de su país, pese a tener que
enfrentarse para ello al coloso soviético.
La figura clave del movimiento nacionalista ucraniano seguía siendo Stepan Bandera, que tras
la guerra decidió permanecer en Alemania. Aunque había sobrevivido a la contienda, la huella
que había dejado el conflicto en su familia había sido dramática. Su padre había sido ejecutado
por los soviéticos en mayo de 1941; dos hermanos varones habían sido detenidos por los
alemanes y confinados en Auschwitz, en donde fueron asesinados por internos polacos; dos
hermanas fueron detenidas por el NKVD en 1941 y enviadas al gulag, no siendo liberadas hasta
1960; otra hermana fue también enviada al gulag en 1946, en donde estuvo diez años, y un último
hermano fue supuestamente asesinado por los alemanes en Ucrania.
Teniendo en cuenta el trágico destino que había tenido buena parte de su familia, no extraña en
absoluto que Bandera prefiriese mantenerse oculto en su exilio alemán, rodeado de un reducido
círculo de fieles seguidores que se encargaba de su seguridad. El no vivir en paradero fijo y
recurrir continuamente a identidades falsas le convertía en alguien inaccesible. Un informe de la
inteligencia norteamericana calificaba a Bandera de «extremadamente peligroso» y aseguraba que
una escolta de antiguos miembros de las SS se encargaba de su protección. El informe atribuía a
su círculo una docena de asesinatos y secuestros, lo que supuestamente demostraba que acercarse
a él podía resultar letal. Lo más probable es que esa apreciación sobrevalorase el poder de
Bandera y que este en realidad llevase una vida más bien anodina y gris, tratando de sobrevivir en
la depauperada Alemania de la inmediata posguerra. Pero lo que sí que Bandera consiguió fue que
su figura permaneciese rodeada de un halo de cierto misterio.
Para desestabilizar a la Unión Soviética en los inicios de la Guerra Fría, y estar también en
posesión de una carta negociadora en ese conflicto, norteamericanos y británicos apostaron por
potenciar en secreto a los nacionalistas ucranianos, que seguían desafiando a Moscú sobre el
terreno con su lucha por la independencia. Aunque había sufrido duros golpes desde el final de la
guerra, el UPA contaba aún con unos 10.000 guerrilleros dispuestos a continuar luchando. Con ese
fin, la CIA y la inteligencia británica recurrieron a la OUN liderada por Bandera,
proporcionándole apoyo. No obstante, aunque podía dar la sensación de que Bandera manejaba
desde la oscuridad los hilos del movimiento nacionalista, en realidad estaba alejado de lo que
venía ocurriendo en Ucrania y, en todo caso, existían allí fuertes reticencias hacia el control que
pretendía ejercer desde la distancia, ya que era considerado un dictador en potencia. El liderazgo
militar efectivo lo ejercía sobre el terreno el general Roman Shujevych, un «banderista» sobre el
papel. Mientras tanto, Bandera funcionaba apenas como una figura mítica, útil como referencia
para el movimiento nacionalista, pero sin poder ejecutivo.
A pesar del apoyo occidental, no hacía falta ser muy perspicaz para comprender que la lucha
del UPA era una guerra perdida. Si el Ejército Rojo había logrado expulsar del territorio soviético
a la poderosa Wehrmacht, contando esta con millones de soldados y el armamento más avanzado,
estaba claro que unos pocos miles de partisanos pobremente armados no iban a conseguir salirse
con la suya. No obstante, este nuevo conflicto se regiría por normas muy diferentes al reciente
duelo germano-soviético.
Como no se trataba de una campaña militar en toda regla debido al carácter irregular de los
combatientes ucranianos, Moscú diseñó una estrategia enfocada a privar a los guerrilleros del
UPA del apoyo de la población, indispensable para poder seguir adelante con la lucha. Una de las
iniciativas dirigidas a conseguir ese objetivo fue la referida deportación de civiles ucranianos a
Siberia y a las regiones de Asia Central. Pero peor aún fue otra encaminada a provocar el rechazo
de la población a los partisanos, y que hizo que las matanzas volvieran al castigado territorio del
oeste de Ucrania. Para ello, tal como habían hecho ya durante la guerra, unidades del NKVD se
hacían pasar por guerrilleros del UPA y asesinaban a civiles, acusándoles falsamente de colaborar
con los soviéticos. Esas acciones de falsa bandera eran aprovechadas por la propaganda soviética
para desacreditar al UPA, desmoralizar a la población y provocar desafección al movimiento
nacionalista ucraniano. Según documentos desclasificados en los años noventa, más de 2000
personas fueron asesinadas por el NKVD en estas nuevas masacres.
La campaña de atrocidades del NKVD dio sus frutos. Además, sus agentes lograron infiltrarse
en las filas partisanas ucranianas. Entre 1947 y 1948, el UPA acusó la presión soviética y comenzó
a disgregarse en grupos cada vez más pequeños. Eso permitió a las autoridades aplicar la
colectivización a gran escala en el oeste de Ucrania. Al mismo tiempo se puso fin a la campaña de
terror contra los civiles y se produjeron inversiones económicas en la región para estabilizarla y
ganarse así el apoyo de la población que lo único que deseaba ya era vivir en paz. Los partisanos
se limitarían a llevar a cabo incursiones esporádicas. El movimiento nacionalista ucraniano
sufriría el golpe definitivo con la muerte en 1950, en una emboscada, del general Shujevych.
Privado de dirección militar, y con un número decreciente de efectivos —apenas 252 hombres en
1952 según un informe soviético—, el movimiento partisano languidecería hasta su extinción a
mediados de los años cincuenta.
La abismal desproporción entre los dos contendientes, y la derrota cantada de los ucranianos,
no ha de hacernos pensar que la desactivación del movimiento independentista ucraniano fue un
paseo militar para los soviéticos. Un informe de la CIA de 1951 estimó en 35.000 los miembros
de la policía soviética y de los cuadros del Partido Comunista que habían sido eliminados por las
acciones guerrilleras del UPA desde el final de la guerra. Los informes oficiales soviéticos
rebajaron esa cifra a unos 15.000, entre soldados, miembros del NKVD, personal de fronteras e
integrantes de fuerzas de autodefensa. Si tenemos en cuenta que ese número de muertos es similar
al que le costó a la URSS la agotadora guerra de Afganistán de 1978-1989, entenderemos que la
resistencia ucraniana no puede calificarse de anecdótica.
En cuanto a Stepan Bandera, su liderazgo había sido tan discutido por los combatientes del
interior que en 1952 renunció a seguir desempeñando ese papel que, como se ha señalado, era más
simbólico que real. Tanto los británicos como los norteamericanos ya no lo consideraron útil para
sus intereses y lo abandonaron. Pero una hábil campaña de autopromoción entre los miles de
exiliados ucranianos en Alemania llevaría a Bandera a lograr una cierta popularidad en esos
sectores y a llamar así la atención de la inteligencia de la República Federal de Alemania, que en
1956 recurrió a él para que les ayudase a infiltrar agentes en la URSS. Lo que Bandera no podía
sospechar era que los servicios secretos germanos estaban infiltrados por agentes soviéticos, que
estaban al tanto de las acciones que estaba desarrollando. Bandera, que había relajado las
medidas de seguridad de antaño, pagaría cara esa confianza.
El 15 de octubre de 1959, cuando Bandera salía de su casa de Múnich, cayó desplomado al
suelo. Un agente del KGB le había disparado un dardo con cianuro. El asesino acabaría
entregándose a la policía alemana, siendo condenado a ocho años de prisión. Bandera, a cuyo
funeral acudieron 1500 personas, se convirtió en un mártir de la causa ucraniana, una causa que
para entonces parecía definitivamente perdida ante la solidez granítica que presentaba la Unión
Soviética. Deberían pasar tres décadas para que la historia diese un vuelco. La inesperada
implosión del régimen soviético permitiría que el movimiento nacionalista ucraniano recogiese
por fin los frutos de su lucha, al tiempo que resurgirían los fantasmas del pasado.
Cerrando heridas
Con la desintegración de la Unión Soviética llegaría el momento de fijar la interpretación de los
tempestuosos acontecimientos que habían tenido lugar casi medio siglo antes y proyectarlos hacia
el futuro. Si, tal como hemos visto, estos habían sido extraordinariamente complejos, siendo
difícil discernir quiénes habían sido los culpables de aquella ola de violencia que se llevó todo
por delante dejando un imborrable rastro de sangre, era de esperar que no fuera sencillo
establecer un relato unificado, aceptado por todas las partes que habían estado antes en conflicto.
La controversia comenzó entre los propios ucranianos, a partir de que en 1991 consiguieran la
soñada independencia, con el reconocimiento de los miembros del ya desaparecido UPA como
legítimos combatientes y el homenaje a la lucha que llevaron a cabo, así como la aprobación de
las asignaciones económicas inherentes a los veteranos de guerra. De este modo, desde el primer
momento se instauró el debate sobre la consideración que este ejército guerrillero debía tener, ya
que durante la larga etapa soviética el UPA había sido calificado de grupo terrorista, una
apreciación que había dejado su poso en las regiones rusófilas de Ucrania, situadas en el sur y el
este del país. Esa división se haría bien patente; mientras que el oeste del país proliferarían los
monumentos en memoria del UPA, en el sur y el este se erigirían memoriales para recordar a sus
víctimas, a pesar de que no llegó a actuar en esas zonas.
Un debate similar rodearía la polémica figura de Bandera, un personaje que está muy lejos de
despertar unanimidades entre la sociedad ucraniana. Mientras que es objeto de auténtica
veneración por los sectores más nacionalistas, los rusófilos han mostrado su rechazo hacia él. Su
etapa de colaboracionista con los nazis, aunque fuera por puro tacticismo, no ha ayudado a hacer
de él un personaje histórico aceptable. Por ejemplo, dos estatuas erigidas en su honor en Lvov
fueron voladas, y la concesión en enero de 2010 del título de Héroe de Ucrania tuvo que ser
anulada un año después debido a las fuertes presiones recibidas, incluso procedentes del
Parlamento Europeo. Aun así, una veintena de poblaciones de Ucrania occidental cuentan con
monumentos dedicados a su memoria, es habitual encontrar calles con su nombre en esta parte del
país y existen media docena de museos centrados en esa incómoda figura histórica.
Más unanimidad despertó el deseo de enterrar las viejas enemistades entre ucranianos y
polacos que estallaron en aquel masivo derramamiento de sangre. Tanto desde los veteranos del
UPA como del Armia Krajowa surgieron iniciativas para pedirse mutuamente perdón por los
horribles excesos cometidos entonces. Como gesto de buena voluntad, el Gobierno de Varsovia
restauró las tumbas de los guerrilleros ucranianos caídos en territorio polaco, a pesar de las
matanzas que perpetraron allí. También se inauguró, en una de las aldeas de Volinia que fueron
escenario de aquellas masacres, un monumento a la reconciliación entre ambos países en una
ceremonia a la que asistieron ambos presidentes.
No obstante, esos pasos encaminados a cerrar heridas han tropezado con dificultades, ya que
desde el lado polaco existe el convencimiento de que la culpa de aquellas atrocidades fue de los
ucranianos, por lo que creen que les correspondería a ellos pedir perdón, mientras que desde Kiev
nunca se ha querido aceptar esa culpabilidad. El Instituto de la Memoria Nacional, la institución
encargada de investigar los crímenes cometidos contra la nación polaca, no tuvo dudas a la hora
de calificar de «genocidio» la matanza de polacos a manos del UPA. En 2009, el parlamento
polaco aprobó una resolución en la que se conmemoraba el 66º aniversario «del inicio de las
acciones antipolacas por parte del OUN y el UPA en los territorios orientales de Polonia,
asesinatos masivos que se caracterizaron por una limpieza étnica con trazos de genocidio».
En cuanto a la referida Operación Vístula, por la que miles de ucranianos fueron deportados a
las regiones occidentales de Polonia, no ha habido disculpa oficial. En 2002, desde la presidencia
del país se la calificó de «venganza por la carnicería de polacos por parte del UPA» y, por tanto,
culpando de aquella tragedia en último término a los propios nacionalistas ucranianos. En todo
caso, la responsabilidad de aquella deportación ha sido siempre achacada al régimen comunista
impuesto por los soviéticos, y no a la nación polaca como tal.
Como vemos, todavía tendrán que pasar algunos años más para que se superen los
resentimientos provocados por la brutal limpieza étnica que padeció la martirizada región de
Volinia.
Capítulo 6:
El drama de los japoneses americanos
Como hemos estado viendo en los anteriores capítulos, la guerra que comenzó con la invasión de
Polonia había desatado todo tipo de atrocidades en el este de Europa. El ataque japonés a Pearl
Harbor el 7 de diciembre de 1941 supondría la entrada en la guerra de Estados Unidos, lo que,
además de extender la guerra a todo el planeta, acabaría resultando decisivo para el desenlace de
la conflagración. Si hasta entonces el odio se había desatado en Europa, aquel ataque sin previa
declaración de guerra tendría también como consecuencia el estallido de otra ola de odio en suelo
norteamericano aunque, afortunadamente, esta no tendría el carácter cruento que estaba teniendo
en el Viejo Continente.
Las víctimas, en este caso, serían los 127.000 japoneses-norteamericanos que entonces vivían
en Estados Unidos, de los que casi dos tercios eran nacidos en el país y, por tanto, ciudadanos
estadounidenses de pleno derecho. La guerra con Japón provocaría una fractura en la sociedad
norteamericana que alteraría la convivencia no solo con los ciudadanos de origen nipón, sino
también con los de procedencia germana e italiana. Sin embargo, fueron los japoneses los que más
padecerían las consecuencias de ese hecho traumático. El más grave sería el realojamiento de los
nipo-norteamericanos en campos de internamiento.
Pero no solo ellos sufrirían las consecuencias de la guerra, convirtiéndose de la noche a la
mañana en víctimas inocentes. Las colonias de inmigrantes nipones de otros países americanos, de
Canadá a Brasil pasando por México o Perú, serían también objeto de confiscaciones de bienes,
expulsiones y confinamientos indiscriminados.
Alemanes e italianos
Antes de la entrada de Estados Unidos en la guerra, la mayor preocupación del Gobierno de
Washington eran los germanos-norteamericanos, debido a que se hallaban muy bien organizados,
por lo que, llegado el momento, podían actuar de forma coordinada. En esta comunidad había
surgido en marzo de 1936 el denominado German American Bund, un frente de inspiración nazi
que celebraba mítines y promovía la exhibición de películas de propaganda. Este movimiento era
generosamente financiado por el Gobierno alemán, que pretendía con él difundir la ideología
nacionalsocialista en Estados Unidos.
Los nazis norteamericanos estaban firmemente implantados en el barrio alemán de la ciudad de
Saint Louis y en el de Yorkville, en el mismo Manhattan. Incluso disponían de campos de
entrenamiento en cuatro estados: Nueva York, Nueva Jersey, Wisconsin y Pensilvania. Aunque se
suponía que esas instalaciones tenían una finalidad deportiva, a nadie se le escapaba el carácter
que podían adquirir según las circunstancias. Por tanto, en el caso de que estallase la guerra con
Alemania, el Gobierno temía que ese colectivo se convirtiese en una peligrosa quinta columna en
el mismo corazón del país. La mayor demostración de poder del German American Bund tendría
lugar el 20 de febrero de 1939, con un mitin en el emblemático Madison Square Garden de Nueva
York, al que asistieron más de 20.000 personas, en el que Roosevelt fue duramente vituperado.
En cambio, los italo-norteamericanos no eran percibidos por el Gobierno como una amenaza.
Aunque los logros de Mussolini eran celebrados en los barrios italianos, y los periódicos
publicados por esta comunidad simpatizaban con el fascismo, eso no quitaba el sueño al
presidente Roosevelt, como sí sucedía con los alemanes. El mandatario había dicho a su fiscal
general: «No me preocupan mucho los italianos, son un puñado de cantantes de ópera, pero los
alemanes son otra cosa. Pueden ser peligrosos».
Una vez declarada la guerra, unos 5000 norteamericanos de origen germano e italiano fueron
detenidos. Confirmando la chusca afirmación de Roosevelt, precisamente un cantante italiano de
ópera, Ezio Pina, fue internado en Ellis Island al recaer sobre él sospechas de que pudiera ser un
espía o un saboteador, aunque por poco tiempo. Al cabo de un año, la mayoría de ellos habían
sido ya liberados.
Debido a la proximidad cultural y la facilidad de integración, ambos colectivos no fueron
percibidos como enemigos por la sociedad estadounidense. Pero eso no ocurriría con los nipo-
norteamericanos, conocidos popularmente como nisei. Aunque la mayoría de ellos estaban
plenamente integrados en la cultura norteamericana, por su aspecto físico eran fácilmente
detectables, lo que les hacía dramáticamente vulnerables. La rabia por la traición nipona en Pearl
Harbor, calificada por Roosevelt como el Día de la Infamia, se dirigiría contra ellos.
Los miembros de la familia Mochida esperan su turno en Hayward, California, para ser deportados en autobús. Las etiquetas de
identificación eran utilizadas para mantener a la familia unida durante todas las fases de la evacuación. National Archives.
Así pues, en la primavera y verano de 1942, siguiendo esta orden, 112.000 nipo-
norteamericanos serían expulsados de esas «áreas militares» y conducidos a los puntos de reunión
en trenes o autobuses, vigilados en todo momento por guardias armados. A la mayor parte de ellos
les habían concedido una semana para vender sus casas, negocios, granjas y pertenencias, aunque
ese período varió entre cuatro días y dos semanas. La necesidad perentoria de vender atrajo a los
cazadores de gangas, que pudieron adquirir esos bienes por un precio muy inferior al real.
Una gran bandera norteamericana preside el campo de internamiento de Manzanar, azotado por una tormenta de polvo. National
Archives.
Los nisei fueron confinados en campos de realojamiento temporales, que no eran más que
terrenos para ferias o hipódromos, que fueron acondicionados a toda prisa para alojar a los
desplazados. Allí llegaron arrastrando sus equipajes, la mayoría sin alzar ninguna queja, pese a lo
injusto de la situación. Algunos creían que aceptarlo de ese modo certificaría su lealtad a la
nación que la había puesto en duda. De hecho, la actitud más generalizada entre los desplazados
sería la de la resignación, plasmada en la frase shikata ga nai, «no puede hacerse nada al
respecto». El fatalismo oriental al que se rendían los chinos que fueron masacrados por los
japoneses en Nanking parecía reeditarse ahora, en este caso con los nipones como protagonistas.
Finalmente, los nipo-norteamericanos serían enviados hacia el interior del continente, a diez
campos permanentes en zonas aisladas de los estados de California, Idaho, Wyoming, Arizona,
Colorado, Oregón y Arkansas. De esos diez campos, ocho estaban situados en el más desolado
desierto, en el que se daban temperaturas extremas. Esos campos disponían ya de barracones de
madera; en ellos, cada familia tenía asignado un «apartamento», que en realidad era una
habitación que medía 6 por 8 metros. Sus ocupantes tratarían de convertir ese cubículo en algo
parecido a un hogar, para lo que les proporcionaron muebles, lámparas o cortinas.
Los industriosos japoneses trataron también de organizarse para llevar su cautiverio lo mejor
posible; establecieron departamentos de bomberos y policía, oficinas de correos, levantaron
escuelas, granjas, hospitales o teatros, y hasta publicaron periódicos para ser leídos por los
habitantes del campo. El que quería trabajar podía hacerlo, ya que los norteamericanos pagaban
por realizar tareas sencillas propias del esfuerzo de guerra, como por ejemplo el tejido de redes
de camuflaje. Aunque resulte sorprendente, muchos de los internos comenzaban el día rindiendo
honores a la bandera norteamericana, como gesto de lealtad a su nación de acogida.
Resulta curioso que en el lugar en donde la colonia nipona era más numerosa, Hawái, no se
tomaron esas medidas, seguramente porque los 150.000 residentes de origen japonés constituían el
40 % de la población, por lo que su confinamiento hubiera supuesto el colapso de la vida
económica local.
Aunque Roosevelt se refirió en una ocasión a los centros de internamiento como campos de
concentración, resulta inadecuado emplear ese término para referirse a aquellas instalaciones,
teniendo en cuenta la comparación con lo que estaba teniendo lugar bajo el Tercer Reich. En
Estados Unidos se trató siempre de ofrecer unas aceptables condiciones de vida a los internos,
mientras que, para los nazis, el campo de concentración era una institución destinada a la
represión, el castigo y, en muchos casos, al exterminio, a través del trabajo esclavo o directamente
el asesinato masivo. Aun así, existe un debate terminológico sobre cómo referirse a ellos. Los
defensores de la medida los denominan campos de reubicación, aunque esta expresión puede
considerarse un eufemismo, ya que los recintos contaban con alambre de espino, torres de
vigilancia y guardias armados autorizados a disparar al que tratase de huir, como así ocurrió en
alguna ocasión. Así pues, en la historiografía se suele utilizar el término campo de internamiento
al ser considerado neutral.
Los internos del campo de Heart Mountain, Wyoming, patinando sobre hielo en enero de 1943. Actividades recreativas como esta
hacían el cautiverio más llevadero. National Archives.
Heroísmo nipón
A pesar de la humillación sufrida por la colonia nipona a manos de las autoridades
estadounidenses, hubo quienes no dudaron en tomar las armas para defender al país que había
encerrado a sus familias tras una alambrada. En Hawái se crearía la primera unidad militar
formada por nisei, unos 1300 hombres, encuadrados en la Guardia Nacional. En junio de 1942
fueron enviados al continente y se convirtieron en el 100º Batallón de Infantería. Tras un año de
entrenamiento, el batallón recibió sus banderas de combate; significativamente, en una de ellas
estaba bordado el lema Remember Pearl Harbor («Recuerda Pearl Harbor»), con el que los nipo-
norteamericanos querían despejar cualquier duda sobre su patriotismo.
El 100º Batallón de Infantería fue enviado a Italia, entrando en combate por primera vez el 29
de septiembre de 1943 en Salerno. Los nisei demostrarían en todo momento ser unos excelentes
soldados. El elevado número de bajas de la unidad debido a su valentía le hizo ganarse el nombre
de Batallón del Corazón Púrpura, la condecoración que se concede a los muertos o heridos en
acción. Esa buena actuación llevaría a las autoridades militares a formar más unidades,
compuestas principalmente de voluntarios, aunque luego se introduciría el alistamiento forzoso
entre los nisei que se encontraban en los campos de internamiento. Los nuevos reclutas llegarían a
Italia en junio de 1944 para formar un regimiento junto a los veteranos del 100º Batallón.
Los 14.000 nisei que vistieron el uniforme norteamericano obtuvieron 9486 Corazones Púrpura
y 21 Medallas de Honor, además de cuatro menciones presidenciales. Por su tamaño y tiempo de
servicio, la unidad formada por soldados de origen japonés fue una de las más condecoradas de la
historia militar estadounidense.
Amargo regreso
En abril de 1944, el Departamento de Guerra concluyó que los nipo-norteamericanos no
representaban ya un peligro real para la seguridad nacional, a lo que se sumaba el que ya no se
temiese una invasión nipona, por lo que recomendó a Roosevelt el desmantelamiento de los
campos. Sin embargo, el presidente decidió aplazar la decisión, ya que ese era un año electoral y
no quería que se le acusase de ser blando con los japoneses, lo que podía poner en riesgo la
reelección.
Aunque los campos de internamiento continuaron en funcionamiento, fueron vaciándose
progresivamente, conforme iba siendo evidente la debilidad del enemigo nipón. Al terminar la
guerra, ya solo quedaban en los campos aproximadamente la mitad de los que habían sido
realojados en 1942. Pero el ansiado regreso a sus casas fue, en la mayoría de ocasiones, muy
amargo. Los que no habían querido malvender sus posesiones y las habían guardado en almacenes
se encontraron con que, en muchos casos, se las habían robado. Los que habían arrendado su casa
o sus tierras, además de no haber podido cobrar el alquiler durante la guerra, podían ver cómo el
inquilino las había vendido sin tener derecho a ello. Las granjas podían haber sido saqueadas, o
los negocios confiados a algún gestor probablemente se encontraban en bancarrota. Otros
descubrirían tras la contienda que el Estado se había quedado con sus casas por no haber pagado
los impuestos.
Se calcula que, durante su forzado exilio, los japoneses-norteamericanos perdieron casi 500
millones de dólares en activos, de los que pudieron recuperar apenas una décima parte veinte
años después.
Internamientos en Canadá
A los 29.000 inmigrantes nipones que residían en Canadá —de los que el 80 % tenían
nacionalidad canadiense— les llegaría también la onda expansiva del ataque a Pearl Harbor, que
había golpeado de forma tan dolorosa a la comunidad japonesa en Estados Unidos, tal como ha
quedado referido. El 24 de febrero de 1942, el Gobierno de Ottawa declaró a sus ciudadanos de
origen nipón «amenaza para la seguridad nacional», privándoles de sus derechos civiles y
dictando su internamiento.
Esa decisión fue aplaudida por la sociedad canadiense, que desde hacía décadas mostraba
recelos, cuando no una abierta hostilidad, hacia la colonia nipona. El primer inmigrante japonés
había llegado en 1877, dedicándose a la exportación del salmón. A partir de ahí fueron llegando
más compatriotas suyos, que mostrarían un gran dinamismo económico, especialmente en la
actividad pesquera. En 1919, la mitad de las licencias de pesca correspondían a japoneses.
Aunque los inmigrantes nipones se habían integrado plenamente en la economía de la costa
oeste canadiense, esa integración no se daba en el ámbito social. La comunidad nipona era
endogámica, como lo probaba el que apenas se celebrasen matrimonios mixtos. Sus hijos iban a
escuelas que impartían las clases en japonés. Se levantaban templos budistas en los que se reunía
la comunidad para celebrar las prácticas religiosas. En ciudades como Vancouver se concentraron
en un barrio que sería conocido como Pequeña Tokio. Fue precisamente en esa ciudad en donde en
1907 se produjeron unos disturbios en protesta contra la inmigración asiática, considerada
excesiva por algunos sectores, unos ataques que también alcanzarían al barrio chino de la ciudad.
El Gobierno trató de calmar ese descontento limitando la entrada de japoneses a cuatro centenares
al año. Esa hostilidad, que había pasado de latente a explícita, llevó a que la comunidad nipona se
encerrase todavía más en ella misma.
En la Primera Guerra Mundial, aunque Canadá era aliada de Japón, el rechazo hacia la colonia
nipona aumentaría, ya que no pocos soldados canadienses, al regresar a casa tras luchar en
Europa, se encontraron sus puestos de trabajo ocupados por inmigrantes japoneses. Durante la
crisis económica de los años treinta las tensiones aumentarían cada vez más, debido a la
competencia laboral, especialmente en el sector pesquero, lo que llevó al Gobierno a restringir el
acceso de los japoneses a determinados puestos de trabajo. Sin embargo, lo único que lograron
esas restricciones fue trasladar la presión nipona a otros sectores, con lo que se extendió el
descontento.
Al mismo tiempo, mientras Japón emprendía una política expansionista en el Lejano Oriente,
los nipo-canadienses comenzaban a ser vistos como una amenaza para la seguridad nacional. En
1938 surgieron las primeras propuestas para que fueran obligados a trasladarse a vivir lejos de la
costa del Pacífico. Así pues, cuando estalló la guerra con Japón, los canadienses estaban
convencidos de que sus vecinos permanecerían leales a su emperador en vez de al Gobierno de
Canadá.
Pabellón deportivo habilitado como dormitorio masculino en Vancouver para alojar a los canadienses de origen nipón. City of
Vancouver Archives.
Mujeres nipo-canadienses sirviendo una comida a los niños internados en el campo de Hastings Park, en Vancouver. City of
Vancouver Archives.
A partir de 1944, aunque las posibilidades de una acción japonesa contra el continente
americano eran ya remotas, el Gobierno decidió que los japoneses que se hallaban confinados en
los campos de internamiento del interior de la provincia de la Columbia Británica fueran
trasladados al este, a la vecina provincia de Alberta.
Los nipo-canadienses en edad militar no fueron llamados a filas durante la guerra. Aun así, a
dos centenares de ellos se les permitió alistarse en el Ejército canadiense, realizando labores de
intérprete para los británicos en el Lejano Oriente.
Al acabar la guerra, el Gobierno canadiense ofreció a los desplazados una indemnización por
los bienes confiscados y un billete de regreso a Japón. Unos 4000 de ellos aceptarían la oferta.
Para el resto se mantuvo la prohibición de residir en la Columbia Británica y permanecer así
alejados de la costa del Pacífico.
Japoneses latinoamericanos
No solo Estados Unidos y su vecino canadiense actuarían contra los ciudadanos de origen nipón.
Una conferencia de ministros de Asuntos Exteriores de todo el continente americano, reunida en
mayo de 1943 en la que entonces era capital de Brasil, Río de Janeiro, aprobó una resolución que
autorizaba a los países miembros a expulsar de su territorio o confinar en campos de
internamiento a los ciudadanos del Eje, aunque esa medida ya estaba siendo puesta en práctica. A
partir de julio de 1943, Brasil se uniría a esa política de persecución y confinamiento de la
población de origen japonés, como se verá más adelante.
En el marco de esa decisión, Washington pidió a los gobiernos de trece naciones americanas
que deportasen a territorio estadounidense ciudadanos de origen japonés. El propósito era
utilizarlos en el intercambio de prisioneros con el Gobierno de Tokio, que a su vez había hecho
prisioneros a centenares de estadounidenses, la mayoría en Filipinas.
Así pues, los gobiernos de Perú, Bolivia, Ecuador, Colombia, Costa Rica, Panamá, República
Dominicana, El Salvador, Guatemala, Haití, Honduras, México y Nicaragua detuvieron y
deportaron a Estados Unidos a un total de 2264 japoneses. La cantidad más importante de
deportados, unos 1800, correspondería a Perú, en donde la comunidad nipona tenía una fuerte
implantación, con unos 18.000 integrantes. Los japoneses habían llegado al país andino a finales
del siglo XIX y su prosperidad provocaba recelos entre la sociedad peruana. La crisis de los años
treinta llevó a muchos peruanos a acusar a los japoneses de que les estaban quitando el trabajo. En
mayo de 1940, esa tensión estalló en asaltos a los negocios japoneses, así como a las viviendas y
las escuelas propiedad de ciudadanos de origen nipón. Cuando Washington solicitó la entrega de
los japoneses, el Gobierno peruano confeccionó listas negras para deportar a los miembros
prominentes de la comunidad nipona. Al mismo tiempo, se procedió a la confiscación de bienes.
Los japoneses-peruanos eran trasladados a Panamá, y de ahí al campo de internamiento que
reuniría a los nipones que llegaban de Latinoamérica, el de Crystal City, en Texas. Aunque el
recinto estaba rodeado de una alambrada y contaba con guardias, las condiciones de vida en él
eran aceptables. Seis meses después de que llegaran los primeros japoneses detenidos en calidad
de «enemigos extranjeros» comenzaron a llegar sus mujeres, en compañía de sus hijos; las cartas
que habían recibido explicándoles que el trato era correcto les había animado a reunirse
voluntariamente con sus maridos. En Crystal City los niños recibían clases en japonés para que
pudieran adaptarse mejor a la vida en Japón cuando se produjese el previsto intercambio de
prisioneros.
De esos 2264 japoneses internados, 800 serían intercambiados por estadounidenses. Al acabar
la guerra, ante la negativa de los gobiernos de Perú y otros gobiernos latinoamericanos a
recibirlos de vuelta, cerca de un millar fueron deportados a Japón. Los internos restantes se
habían negado a ser enviados allí; finalmente lograrían quedarse en territorio estadounidense,
aunque tuvieron que comenzar de cero.
Traslados en México
A partir de diciembre de 1941, la comunidad de inmigrantes nipones en México padecería también
las consecuencias de la guerra, aunque en menor medida que, por ejemplo, los que residían en
Perú. La colonia japonesa constaba de unas 6000 personas, que llevaban una vida tranquila, sin
que su prosperidad levantase recelos entre la población mexicana5.
Al día siguiente del ataque a Pearl Harbor comenzaron las presiones del Gobierno de
Washington para que México aumentase la seguridad dentro de sus fronteras, ya que temía que
Japón pudiera usar el territorio mexicano para atacar a Estados Unidos. El Gobierno mexicano
suspendió sus relaciones oficiales con Japón —la declaración de guerra no llegaría hasta mayo de
1942— y tomó de inmediato una serie de medidas destinadas a frenar las actividades niponas en
el país. Así, se procedió a la intervención de las empresas japonesas y la congelación de las
cuentas bancarias de los residentes nipones, permitiéndose únicamente pequeñas extracciones
mensuales para su supervivencia. También se confiscaron plantaciones de café o barcos pesqueros
que pertenecían a propietarios nipo-mexicanos.
Para prevenir actos de sabotaje y espionaje, en enero de 1942 el Gobierno dispuso que los
residentes nipones de los estados costeros fueran trasladados a los del interior del país. Lo mismo
ocurrió con los que vivían cerca de la frontera estadounidense. La decisión del Gobierno estaba
amparada en una prerrogativa constitucional, que permitía ordenar la concentración de ciudadanos
o grupos cuya «presencia se estimaba indeseable». La mayoría de los expulsados se desplazaron a
Guadalajara y a la capital, después de malvender sus propiedades. Los traslados debían ser
costeados por ellos mismos y estaban obligados a presentarse a las autoridades en la ciudad de
destino. De los 6000 integrantes de la comunidad nipona, más de la mitad tuvieron que dejar su
hogar.
Ante el abandono oficial en el que se encontraban los desplazados, serían los propios japoneses
los que se organizarían para dar cobijo a los que no podían conseguir una vivienda. Se compraron
dos haciendas, en el Distrito Federal y en Morelos, en las que se asentarían unas 850 personas.
Allí cultivaban sus propios alimentos y disponían de escuelas en japonés. Pese a disfrutar de esa
relativa libertad, los japoneses tenían restringidos sus movimientos y estaban siempre sometidos a
vigilancia.
A partir de 1943, en vista de que el riesgo de que los japoneses utilizasen México para atacar
Estados Unidos se había diluido, la vigilancia a que estaba siendo sometida la comunidad nipona
se hizo más laxa. Aunque las consecuencias de la guerra no habían sido tan duras como en sus
vecinos del norte o en Perú, los japo-mexicanos se vieron dramáticamente empobrecidos con la
pérdida de sus bienes, padeciendo inestabilidad y desarraigo fruto de esos desplazamientos
forzosos.
Campos brasileños
La entrada de Brasil en la guerra en agosto de 1942 también provocó una reacción contra los
inmigrantes nipones parecida a la que había ocurrido antes en Estados Unidos. Pero las acciones
represivas se habían iniciado en enero de ese año, con la ruptura de las relaciones diplomáticas
entre Brasil y Japón. A partir de ese momento comenzaría el acoso a la comunidad nipona.
Los japoneses habían llegado a Brasil a principios del siglo XX atraídos por el trabajo que
ofrecían las plantaciones de café. Después de superar las dificultades del choque cultural, fueron
prosperando con la creación de pequeños negocios o cooperativas agrícolas. Sin embargo, la
comunidad japonesa permaneció encerrada en sí misma, al mismo tiempo que los prejuicios de la
sociedad brasileña dificultaban esa integración. La consecuencia fue que los más de 200.000
nipo-brasileños eran contemplados como un cuerpo extraño, una sensación que se acentuaría
después de que Brasil se alinease con los Aliados y Japón se convirtiera en el enemigo.
Así pues, se prohibió la enseñanza del japonés, así como la publicación de cualquier escrito en
ese idioma. Más grave aún fue la prohibición de hablar japonés en un lugar público, lo que
afectaba especialmente a las personas mayores, ya que buena parte de ellas no sabían portugués.
Cualquiera que cruzase unas palabras en japonés en un café o una tienda se arriesgaba a ser
detenido.
En los meses siguientes, las medidas de control sobre la comunidad nipona irían en aumento. Se
establecía la prohibición de viajar de una localidad a otra sin permiso de la autoridad, así como
cambiar de lugar de residencia. No se permitía discutir sobre la situación internacional ni incluso
reunirse más de tres personas en casas particulares, aunque fuera para una celebración privada.
Los nipo-brasileños se vieron obligados también a entregar a la policía los aparatos de radio.
Tampoco podían utilizar sus automóviles, camiones, motocicletas o embarcaciones, que quedarían
bajo custodia policial.
Para completar ese acoso legal, se adoptaron medidas de tipo económico que, en este caso,
afectarían también a los inmigrantes de origen alemán o italiano. Así, para cubrir las
indemnizaciones por los perjuicios ocasionados a bienes del estado brasileño por las potencias
del Eje, especialmente a consecuencia de los ataques de submarinos, se decretó la confiscación de
parte de los depósitos bancarios de los clientes pertenecientes a esas comunidades.
Reproducción de una típica casa de inmigrantes nipones en una plantación de café. El salón está presidido por la fotografía de la
Familia Imperial nipona. Museo Histórico de la Inmigración Japonesa en Brasil, Sao Paulo. Foto del autor, diciembre de 2015.
Curiosamente, pese a que los submarinos que hundían barcos brasileños eran alemanes, los que
se encontraban en el punto de mira de las autoridades y de la población en general eran los
japoneses. Por ejemplo, estudiantes de Derecho organizaron una manifestación en pleno centro del
barrio nipón de Sao Paulo, a la que acudiría una masa de 200.000 personas, reclamando al
Gobierno mano dura contra esa comunidad, vista como una quinta columna del Eje. En ese
ambiente de creciente tensión, después de que fuera hundido el trigésimo barco brasileño por
ataques de submarinos alemanes, el Gobierno de Río de Janeiro se sentiría empujado a tomar
medidas drásticas.
El 9 de julio de 1942, el presidente Getúlio Vargas ordenó que los «súbditos del Eje» que
viviesen en el litoral fuesen «internados» a más de 100 kilómetros de la costa, para impedir
eventuales contactos de espías con submarinos enemigos, y evitar que pudieran recibir armamento,
órdenes para efectuar sabotajes o informaciones secretas. Aunque la medida iba en teoría dirigida
a alemanes, italianos y japoneses por igual, en la práctica se aplicaría mayoritariamente contra los
nipones, quienes constituían una importante colonia, sobre todo en el dinámico estado de Sao
Paulo.
Una vez dada la orden de evacuación, comenzó la expulsión de los japoneses que vivían en la
franja costera. Por ejemplo, en Santos, ciudad portuaria del estado paulista, la policía y el ejército
se encargaron de vaciar los barrios nipones y conducir a los desplazados a la estación de
ferrocarril. Hasta los enfermos fueron llevados en camillas. Allí les esperaban los vagones,
requisados por el ejército, que iban a trasladarles al interior.
Las escenas que se vieron esos aciagos días fueron dramáticamente parecidas a las que habían
tenido lugar en la costa oeste norteamericana, así como en Perú o México. Los japoneses tuvieron
también que deshacerse rápidamente de sus pertenencias, poniéndolas a la venta en mitad de la
calle. Las saldaban a cualquier precio, ya que no había tiempo para regatear. Los labradores que
no podían llevarse los animales consigo, ya fueran mulas, cerdos o gallinas, también trataron al
menos de conseguir algún dinero por ellos. Miles de inmigrantes vieron el producto de una vida
de trabajo esfumarse en apenas unas horas. En una cínica nota, las autoridades pidieron a la
población que tomase la responsabilidad de «la vigilancia y la salvaguarda de las propiedades,
bienes, semovientes y plantaciones dejadas por sus propietarios».
Interior de una casa de colonos nipones, en el que se pueden observar las herramientas y artículos de uso diario. Museo Histórico de
la Inmigración Japonesa en Brasil. Foto del autor, diciembre de 2015.
A los alemanes e italianos que fueron también expulsados del litoral se les permitió integrarse
en las comunidades de inmigrantes del interior, librándose así del confinamiento. Pero, como se ha
apuntado, las autoridades fueron más estrictas con los japoneses. Los campos de internamiento
funcionaban como pequeñas colonias agrícolas en haciendas estatales, con capacidad para varias
decenas de internos. Las condiciones de alojamiento solían ser precarias y el trato que recibían
los internos era severo. Esas instalaciones eran designadas por la propia policía como «campos
de concentración».
Uno de estos campos sería el de la Granja Canguiri, cerca de la capital del estado de Paraná,
Curitiba. En esa granja se levantaban varios establos destinados a guardar caballos y vacas, que a
partir de ese momento servirían para alojar a los japoneses deportados. No hay constancia
documental de cuántos nipones quedaron internados allí, pero conocemos la situación que
vivieron gracias al testimonio de una deportada. Los adultos fueron obligados a trabajar en la
producción agrícola, mientras los niños fueron separados de sus padres y llevados a una escuela
agrícola, en otra ciudad. Esa medida había sido tomada supuestamente para proporcionar
educación a los niños en unas instalaciones adecuadas, pero los japoneses lo interpretaron de una
manera muy diferente, ya que consideraban que en realidad los niños se habían convertido en
rehenes, para impedir de ese modo que sus padres tratasen de escapar de la granja.
Aunque no se conocen casos de maltrato físico en la granja, los japoneses fueron objeto de
vejatorias humillaciones. Por ejemplo, se organizaban excursiones para que los estudiantes de
Curitiba acudieran a verles como si se tratase de un parque zoológico. Los estudiantes,
intoxicados por los prejuicios racistas contra los japoneses, los contemplaban como si se tratase
de animales, ofreciéndoles manojos de hierba y tratando de atraer su atención con relinchos o
mugidos. Como prueba de la aceptación que tenían esas visitas, una campaña de recogida de
caucho y metales lanzada entre los estudiantes tenía como premio una excursión a la Granja
Canguiri. Los japoneses quedarían internados en aquel campo hasta el final de la contienda.
Los nipo-brasileños del norte del país quedarían concentrados en Acará, en el estado de Pará,
una localidad situada en medio de la selva, en donde ya había una pequeña colonia nipona. Tras la
guerra, los nipones internados ya no se moverían de allí y dedicarían sus esfuerzos a transformar
Acará en un modelo de productividad agrícola6.
Compensaciones y disculpas
El paso de los años permitió analizar, con la ecuanimidad que proporciona la distancia en el
tiempo, la pertinencia de aquellas drásticas medidas. Es significativo el hecho de que ni un solo
ciudadano nipo-norteamericano llegó a ser juzgado por acusaciones de espionaje o sabotaje. El
internamiento de miles de familias se demostró una decisión injusta y desproporcionada. De todos
modos, las condiciones de este internamiento, tal como se ha apuntado, no tuvieron nada que ver
con las que sufrieron los europeos que fueron confinados en campos de concentración. En 1988, el
Gobierno estadounidense aceptó compensar con 20.000 dólares y una disculpa oficial a los cerca
de 60.000 supervivientes de origen japonés de los campos de internamiento.
Los japoneses latinoamericanos que fueron deportados a Estados Unidos quedarían excluidos
de la indemnización de 20.000 dólares establecida en 1988, ya que cuando fueron encarcelados en
los campos no eran ciudadanos estadounidenses ni residentes legales en el país. En 1996, el
entonces presidente Bill Clinton pidió disculpas a los japoneses latinoamericanos por los «errores
del pasado, en nombre de la nación norteamericana». El mandatario ofreció sus «sinceras
disculpas por las acciones que injustamente negaron a los japoneses americanos y a sus familias
derechos fundamentales durante la Segunda Guerra Mundial». Según el documento, las acciones
norteamericanas habían estado motivadas por «los prejuicios raciales y la histeria de guerra».
Pese a las buenas intenciones expresadas en la carta de Clinton, la administración
estadounidense se mostraba remisa a pagar a los japoneses latinoamericanos la misma
compensación que a los nipo-norteamericanos que habían corrido idéntica suerte. Tras una
demanda contra el Gobierno estadounidense, en 1998 este aceptó abonar una indemnización de
5000 dólares, la cuarta parte que a los nipo-norteamericanos, una cantidad que fue considerada
como insuficiente por los afectados. Un nuevo reconocimiento simbólico llegaría en 2010, cuando
el referido 100º Batallón de Infantería recibió la Medalla de Oro del Congreso por el valor
demostrado por sus integrantes durante la guerra.
En Canadá, hasta 1949 los ciudadanos de origen japonés no pudieron disfrutar del derecho de
libre circulación por el país, ya que tenían prohibido acercarse a la costa del Pacífico, pese a que
hacía cuatro años que Japón se había rendido y ya no representaba ninguna amenaza. El Gobierno
de Ottawa también acabaría reconociendo el mal causado a sus ciudadanos de origen nipón,
presentando a los afectados por las confiscaciones, expulsiones e internamientos las
correspondientes disculpas en septiembre de 1988, anunciándose un paquete de compensaciones
económicas.
En 2011, el Gobierno peruano pidió disculpas a la comunidad nipona por el «grave atentado
contra los derechos humanos y la dignidad de los peruano-japoneses en 1941», aunque no se
contempló el pago de ninguna indemnización. En cambio, en México no ha habido ninguna
iniciativa para reconocer el daño que entonces se causó a la comunidad de origen nipón.
En cuanto a Brasil, esa disculpa se produjo tan solo en el seno de la denominada Comisión
Nacional de la Verdad, una comisión constituida por el Gobierno en 2012 para investigar las
violaciones de derechos humanos entre 1946 y 1988. Aunque el confinamiento de nipo-brasileños
por orden del Gobierno fue anterior a esa fecha de corte, tras la guerra aún se producirían abusos
contra esa comunidad, siguiendo la inercia del acoso legal que había padecido, en forma de
discriminaciones, encarcelamientos y, en algunos casos, incluso torturas. La citada Comisión
manifestaría su vergüenza por esos hechos que achacó al «racismo de las élites brasileñas». A
pesar de que en los archivos del Banco Central existe una vasta documentación sobre la
confiscación de los bienes japoneses y de los demás «súbditos del Eje», nunca se ha planteado la
posibilidad de indemnizar a los que entonces se les arrebató todo en nombre de la seguridad del
país.
4 Los estadounidenses concedieron una gran importancia a esa vía de comunicación, cuyo fin era fortalecer las defensas del
territorio de Alaska ante un hipotético ataque japonés. Del mismo modo, se esperaba que la autopista pudiera servir para aprovisionar
a la Unión Soviética y a China.
Debido a esa relevancia estratégica, se destinaron a su construcción unos 10.000 soldados y 16.000 trabajadores civiles, entre
ellos los referidos nipo-canadienses. La presencia de ese auténtico ejército de obreros haría posible que se alcanzase un frenético
ritmo de construcción de unos 12 kilómetros diarios. La autopista, que sería conocida como la Alaska Highway, quedó concluida el
18 de marzo de 1942.
5 Ver el artículo de Francis Peddie «Una presencia incómoda: la colonia japonesa de México durante la Segunda Guerra Mundial»,
en Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, Nº 32, julio-diciembre 2006, pp. 73-101.
6 Para conocer en detalle la inmigración japonesa en Brasil y cómo afectó la Segunda Guerra Mundial a la colonia nipona, ver mi
libro ¡Japón ganó la guerra! La historia de autoengaño más extraordinaria del siglo XX. Editorial Melusina, Santa Cruz de
Tenerife, 2016.
Capítulo 7:
Tormenta de fuego
La campaña de bombardeos aliados contra las ciudades alemanas, que se extendería desde 1942
hasta el final de la guerra, se convertiría en otro capítulo incómodo en la historia del conflicto.
Aunque fueron los alemanes los primeros en recurrir al conocido como bombardeo en alfombra,
de área o de saturación, como ocurrió en Varsovia o Rotterdam y más tarde en Londres o
Coventry, serían los Aliados los que elevarían el bombardeo estratégico a cotas que podríamos
calificar de apocalípticas.
Las escenas que se vivieron en las ciudades que fueron objetivo de los bombardeos serían
realmente atroces, propias de la más horripilante de las pesadillas, tal como el lector tendrá
ocasión de comprobar. No obstante, salvo algunas recientes excepciones, los historiadores han
pasado de puntillas por las terribles consecuencias de esa ofensiva aérea, quizás para evitar el
riesgo de ponerla en plano de igualdad con las atrocidades cometidas por los nazis, banalizando
estas últimas. Aunque la campaña de bombardeos aliados estaba dirigida únicamente a ganar la
guerra y no a exterminar a la población germana, lo que representa una diferencia fundamental, la
controversia que la acompaña se ha resuelto la mayoría de veces evitando referirse a ella. En este
capítulo conoceremos los pavorosos extremos a los que llegó la aplicación de esa estrategia.
El mariscal de la RAF Arthur Harris dirigió la campaña de bombardeos sobre las ciudades alemanas. Aunque él no fue más que el
ejecutor, pasaría a la historia como el responsable de esa controvertida estrategia. Wikimedia Commons.
La primera ciudad víctima de esa nueva consigna sería Lübeck, en el norte de Alemania. El 28
de marzo de 1942 fue atacada por 234 aparatos, que arrojaron 400 toneladas de bombas, de las
que dos tercios eran bombas incendiarias. Lübeck no albergaba ninguna industria relevante para la
guerra, por lo que estaba débilmente defendida. Fue elegida por ser fácilmente localizable desde
el aire, al encontrarse en una bahía, y por poseer un abigarrado casco viejo en el que predominaba
la madera, ideal para ser pasto de las llamas. Como resultado del bombardeo, murieron 320
personas y más de un millar de edificios quedaron destruidos, incluyendo la catedral del siglo XII.
Un millar de bombardeos
El ataque a Lübeck fue considerado un éxito, por lo que Harris comenzó a preparar un nuevo y
ambicioso reto: utilizar un millar de aparatos en una sola operación de bombardeo. Como solo
tenía cuatro centenares de aparatos bajo su mando, Harris tuvo que recurrir a los aviones
destinados al entrenamiento de pilotos o la vigilancia costera, así como otros que habían sido
retirados por obsoletos. En total, logró reunir 1047 aparatos para la operación que sería
denominada precisamente Millennium.
El primer objetivo era Hamburgo, pero el mal tiempo llevó a cambiarlo en el último momento
por Colonia. La noche del 30 al 31 de mayo de 1942, la ciudad renana se vio sometida a un
bombardeo que causó 480 muertos y 5000 heridos, 3000 edificios y dejó dañados más de 10.000.
Después del ensayo de Lübeck, el ataque contra Colonia supuso una muestra definitiva de lo
que se podía lograr con la nueva estrategia. Churchill anunció en el Parlamento que en los años
venideros todas las ciudades alemanas, con sus puertos y centros productivos, «se someterán a una
prueba de fuego que ningún otro país habrá experimentado antes, en cuanto a persistencia,
intensidad o extensión». El primer ministro estaba describiendo exactamente lo que iba a suceder.
En junio de 1942 se volvieron a utilizar un millar de aparatos en un ataque, primero en Essen y
después en Bremen. En estos casos, los resultados estuvieron por debajo de lo esperado, pero aun
así se decidió seguir por ese camino. El 9 de septiembre le tocó el turno a Düsseldorf, en donde
se emplearon por primera vez bombas «revienta-manzanas», de enorme poder explosivo.
Con una espeluznante frialdad, Portal marcó para 1943 y 1944 el objetivo de matar a 900.000
alemanes, herir gravemente a 1 millón y dejar a 25 millones de personas sin hogar. Harris, por su
parte, reclamaba una cifra fantástica de 30.000 bombarderos para poder alcanzar esos
apocalípticos números.
Para demostrar su compromiso entusiasta con esa estrategia y que había aprendido bien la
lección impartida por sus superiores, Harris dirigió una carta a Portal en la que remarcaba que:
El objetivo es la destrucción de las ciudades alemanas, la muerte de los trabajadores alemanes y la desarticulación de la vida
social civilizada en toda Alemania, la destrucción de edificios, instalaciones públicas, medios de transporte y vidas humanas, la
creación de un problema de refugiados de unas proporciones hasta ahora desconocidas y el derrumbe de la moral tanto en el frente
patrio como en el frente bélico por medio de unos bombardeos todavía más amplios y violentos.
En los meses siguientes, el Mando de Bombarderos seguiría atacando con insistencia las
ciudades alemanas. Tras un acuerdo alcanzado en la Conferencia de Casablanca, a partir de enero
de 1943 los británicos contarían con la inestimable ayuda de los norteamericanos. Gracias a esa
colaboración, se reanudó la campaña con nuevos bríos. Acordaron repartirse equitativamente el
trabajo; mediante las ofensivas llamadas Round the Clock, la RAF se encargaría de los ataques
nocturnos mientras la fuerza aérea norteamericana haría lo propio con los diurnos, en bombardeos
a gran altura que pretendían ser de precisión.
Pero no toda la colaboración norteamericana estaría encaminada a sembrar la destrucción.
Portal se manifestó a favor de efectuar un bombardeo pesado sobre Roma, una decisión apoyada
por Harris, quien desechó cualquier escrúpulo ante la idea de mandar a sus bombarderos a arrasar
el principal referente arquitectónico, artístico y espiritual de la civilización occidental. Solo la
oposición de los estadounidenses evitó que la Ciudad Eterna, con todos sus milenarios tesoros
históricos, quedase reducida a unos escombros humeantes.
El 21 de junio de 1943, siguiendo esta nueva estrategia de división del trabajo entre británicos
y norteamericanos, Wuppertal padeció un intenso bombardeo diurno y nocturno que destruyó
totalmente la ciudad, causando más de 5000 muertos. Pero el ejemplo más extremo de estos
ataques masivos contra la población civil llegaría en julio de 1943. La víctima sería la ciudad que
catorce meses antes la meteorología había salvado, en perjuicio de Colonia. Esta vez, nada la
podría salvar.
En el distrito de Hamm, junto a la iglesia de Wichern, se encuentra el Bunkermuseum, único refugio antiaéreo abierto al público.
Consta de cuatro túneles dispuestos en paralelo, de unos 20 metros de largo cada uno. En ellos se exponen objetos relacionados con
los bombardeos, desde cascos, extintores o máscaras antigás, a las maletas y carteras que los civiles solían llevar consigo a los
refugios con sus bienes más preciados. Fotos del autor, diciembre 2016.
Operación Gomorra
Hamburgo estaba destinada a convertirse en el centro económico más importante de Europa en el
Reich de los Mil Años soñado por Hitler. La ciudad hanseática, que había recibido del Führer el
título de Tor zur Welt «Puerta hacia el Mundo») iba a ser remodelada para reflejar esa pujanza,
con una serie de rascacielos alineados a lo largo de la orilla del río Elba. Entre ellos destacaría el
conocido como Gauhaus, de 250 metros de altura, con una esbelta forma rectangular y la azotea
coronada por una enorme estatua humana. También se construirían nuevos puentes sobre el Elba,
incluyendo uno de dimensiones gigantescas. Sin embargo, esas megalómanas ensoñaciones del
dictador germano se verían arrasadas literalmente aquel verano de 1943.
Hamburgo se convertiría en la víctima de la denominada Operación Gomorra. En el Antiguo
Testamento, Sodoma y Gomorra eran dos ciudades habitadas por pecadores que, según las
Escrituras, Yahvé aniquiló con una lluvia de fuego y azufre; en este caso, el papel de los
pecadores correspondería a los infortunados habitantes de la urbe hanseática.
Los ataques comenzaron la noche del 24 al 25 de julio, con el bombardeo del centro de
Hamburgo por parte de casi 800 bombarderos británicos; el número de víctimas mortales rondó
las 1500. El 26 de julio los norteamericanos atacaron de nuevo la ciudad, provocando también un
millar y medio de muertos.
Los habitantes de Hamburgo pudieron comprobar en sus propias carnes la depurada técnica que
se había desarrollado para devastar una ciudad. Durante los bombardeos se empleaban tanto
bombas explosivas como incendiarias; las primeras destrozaban los tejados de los edificios y
dejaban expuesta la madera, mientras el fósforo de las segundas caía directamente en el interior de
las viviendas y por el hueco de las escaleras. El fuego llegaba así hasta las plantas subterráneas,
de modo que los edificios ardían hasta los cimientos. Los que se refugiaban en los sótanos tenían
muchas probabilidades de morir asfixiados por falta de oxígeno.
Horno siderúrgico
Pero fue en la noche del 27 de julio cuando Hamburgo se convirtió en el macabro escenario de un
espectáculo de muerte y destrucción sin parangón. La acción coordinada de 739 bombarderos
británicos logró crear la temible tormenta de fuego. Este fenómeno se dio en contadas ocasiones
durante la guerra. Cuando se consigue, fruto de una detallada planificación científica y unas
condiciones atmosféricas favorables, sus resultados son devastadores.
En un incendio, el aire que está sobre este alcanza un calor muy elevado y sube rápidamente; el
aire frío que se encuentra al nivel del suelo se apresura entonces a ocupar el vacío dejado por el
aire en ascenso. Pero si el incendio tiene una magnitud desmesurada, acaban creándose fuertes
vientos que acuden a la base del fuego, proporcionándole más oxígeno. Ese constante flujo de
oxígeno, que puede llegar incluso con vientos huracanados, hace que se alcancen temperaturas de
1000 grados. El incendio resulta entonces imposible de apagar. La consecuencia es que miles de
personas arden o se derriten como si hubieran sido introducidas en un horno siderúrgico.
Botellas de cristal deformadas por el calor provocado por la tormenta de fuego que asoló la ciudad, lo que da idea de las infernales
temperaturas que se llegaron a alcanzar. Estos elocuentes objetos se exponen en el Bunkermuseum. Foto del autor, diciembre
2016.
Evacuación masiva
En los días siguientes, hasta la noche del 3 al 4 de agosto de 1943, se repitieron los ataques
aéreos. Aunque se produjeron numerosos incendios, no se consiguió crear de nuevo una tormenta
de fuego. Las víctimas no pasarían de unos pocos millares, pero el miedo hizo que se emprendiese
una evacuación masiva.
Todos aquellos habitantes considerados no necesarios en la producción de suministros
obtuvieron permiso para abandonar la ciudad, con especial atención a los niños, que fueron
desplazados a áreas rurales. Este éxodo alcanzó a cerca de un millón de hamburgueses. La policía
y el ejército intentaban coordinar esa huida masiva hacia las estaciones de ferrocarril de la
periferia que estaban todavía operativas; 625 trenes transportaron cerca de 786.000 personas.
El distrito de acogida asignado a una parte de esos refugiados sería curiosamente Bayreuth, la
localidad bávara conocida por su festival wagneriano, al que solían acudir cada año Hitler y los
jerarcas nazis. Por esas fechas se estaba celebrando el festival, y el Partido Nazi había
obsequiado con una visita a la ópera a los soldados heridos y a los distinguidos en combate. En
una escena surrealista, a la estación iban llegando al mismo tiempo los animados soldados con
uniformes de gala, recibidos con marchas militares, y los civiles evacuados de Hamburgo,
trastornados y con el espanto todavía reflejado en sus rostros.
Ese flujo de refugiados se produjo también hacia los embarcaderos del río Elba, en donde unos
50.000 subieron a los navíos que les debían poner a salvo remontando la vía fluvial. No obstante,
en cuanto se vio que los medios de transporte eran incapaces de sacar a todos de la ciudad para
llevarles a zonas seguras, comenzaron a caminar tan lejos como pudieron llegar a pie, durmiendo
al raso. En los pueblos por los que pasaba esta masa de refugiados, sus habitantes se quedaban
helados al contemplar esa dramática escena más propia de la Edad Media, como si los afligidos
caminantes estuvieran huyendo de la peste negra. Las localidades en las que se detenían tenían la
obligación de prestarle alojamiento y cuidados. Las autoridades trataron también de dirigir a los
que iban a pie, recogiendo a los más débiles en camiones, autobuses o carruajes de caballos.
Muchos no habían podido vestirse ni calzarse en el momento de la huida, por lo que algunos
llevaban ropa de deporte, otros iban en pijama o ropa interior, o descalzos. Pero, aun así, todos
soportaban su situación de forma resignada y serena, mostrando una inesperada entereza en su
desgracia. Así lo dejó reflejado el escritor Hans Erich Nossack en su libro El hundimiento, una
de las escasas obras literarias centradas en aquellos terribles acontecimientos. Nossack había
visto el bombardeo desde la cabaña en la que veraneaba, a 15 kilómetros de la ciudad. Luego
habló con los supervivientes: «Lo que contaban era tan increíblemente aterrador que cuesta
entender cómo lograron sobrevivir», escribió. Nossack se sorprendió al no constatar ningún ánimo
de venganza contra los Aliados entre las víctimas; un hombre que expresó airadamente ese
sentimiento fue recriminado por los demás. Es curioso que, con tantos damnificados humanos, a
Nossack le llamase la atención el triste destino de los gatos de la ciudad: «La mayoría de ellos
murió, ya fuera por nostalgia o consumidos por las secuelas del terror».
No fueron raros los casos de personas que resultaron trastornadas por el bombardeo. Un caso
especialmente doloroso fue el de las madres que abandonaron la ciudad llevando los cuerpos sin
vida de sus hijos pequeños en una maleta.
Como se ha apuntado, los hamburgueses que huyeron de la ciudad fueron realojados en diversas
zonas de la parte oriental de Alemania, en Baviera y hasta en Polonia. Los testimonios de los
refugiados, que dejaban traslucir en su cara todo el espanto que habían vivido, hicieron que la
crónica de la devastación sufrida por Hamburgo se extendiese rápidamente por todo el país. No
obstante, al sentirse extraños y no siempre bienvenidos en esas regiones de acogida, no fueron
pocos lo que decidirían regresar a Hamburgo, reasentándose en los suburbios que habían
escapado a la destrucción y asumiendo el riesgo de sufrir un nuevo bombardeo.
El antiguo almacén de tabaco de Hammerbrook en el que serían alojados en condiciones penosas los prisioneros encargados de las
labores de reconstrucción. El edificio es hoy un albergue juvenil. Foto del autor, diciembre 2016.
En el interior del albergue se exponen estos plafones informativos que recuerdan el triste pasado del edificio. Foto del autor,
diciembre 2016.
La destrucción de Hamburgo, que causó 42.600 muertos, provocó un fuerte impacto psicológico
en los jerarcas nazis. Hay que tener presente que, hasta ese momento, las cifras de muertos por
cada gran bombardeo se habían movido en torno a los 4000, pero en este caso esa cifra se había
multiplicado de golpe por diez.
El jefe de la Luftwaffe, Hermann Göring, quedó en estado de shock al conocer los detalles de lo
que había ocurrido, paralizado y murmurando palabras ininteligibles. Él era el encargado de que
los bombarderos aliados no irrumpiesen en los cielos alemanes, empeñando su palabra en ello, en
el caso de que esta tuviera algún valor, y había fracasado estrepitosamente. Hitler reaccionó a la
noticia con furia; incapaz de asumir que el incontestable poderío aéreo aliado iba a dejar
Alemania arrasada si él seguía empeñado en continuar con una guerra en la que ya no podía
vencer, desahogó su rabia acusando a los comandantes británicos de la fuerza aérea de ser judíos.
Recuperada la serenidad, Hitler impartió órdenes precisas para que se divulgaran las
consecuencias reales de las incursiones aéreas como la que acababa de sufrir Hamburgo. El
Führer, en un insólito rapto de realismo, justificó su decisión afirmando ante sus generales que «la
más brutal de las verdades, por cruel que resulte, es más soportable que una situación idílica, pero
falsa e inexistente». Al principio, la política informativa del régimen nazi había tratado de ocultar
o minimizar los daños que estaban sufriendo las ciudades alemanas bajo la acción de los aviones
aliados, pero pronto se vio que esa estrategia tan solo provocaba un incremento de la desconfianza
al chocar con la realidad evidente. Los efectos de los bombardeos eran fácilmente constatables y
los numerosos testigos se encargaban de desmentir la edulcorada versión oficial. Por tanto, a los
alemanes no se les ocultaría información sobre la tragedia de la ciudad hanseática, por dura y
difícil de digerir que fuera.
Por su parte, el ministro de Propaganda, el mefítico Joseph Goebbels, tras conocer los detalles
de la catástrofe no se llamó a engaño y admitió ante sus subordinados las primeras dudas sobre la
victoria del Reich. «¿Y si perdemos la guerra?», les preguntó, sin esperar una respuesta. El genio
diabólico de la propaganda política intuyó que la completa aniquilación de Hamburgo constituía
un negro presagio del destino que le esperaba a toda Alemania.
Exterior de lo que fue antes del bombardeo la iglesia de San Nicolás. Su cripta alberga un museo dedicado a aquel terrible episodio.
Foto del autor, diciembre 2016.
Escultura en el recinto de la Nikolaikirche que recuerda a las víctimas del bombardeo. Foto del autor, diciembre 2016.
La destrucción de Hamburgo fue tan dantesca que todavía hoy se perciben claramente las
cicatrices de aquel bombardeo. En los barrios que resultaron destruidos, como el de
Hammerbrook, poblado entonces por trabajadores del puerto, en la actualidad no hay
prácticamente ningún bloque de viviendas; en su lugar solo hay aparcamientos, pequeñas empresas
y edificios de oficinas. Otros barrios antaño populares, como la ciudad vieja de Altona,
sencillamente ya no existen, y lo mismo ocurre con diversos monumentos; algunas iglesias antiguas
solo han sido restauradas parcialmente por motivos económicos y aparecen aisladas y
extrañamente fuera de lugar, al quedar destruidos los alrededores que les servían de contexto
histórico.
El punto más emblemático en el que se recuerdan los bombardeos es el Memorial de San
Nicolás, en el centro de la ciudad. La iglesia de San Nicolás (Nikolaikirche), del siglo XIV y
reconstruida varias veces a lo largo de la historia, cuenta con una imponente aguja de estilo
neogótico levantada en 1874, que fue durante dos años el edificio más alto del mundo gracias a
sus 147 metros. Su altura serviría de referencia a los bombarderos aliados durante la Segunda
Guerra Mundial. Aunque la nave de la iglesia sufrió graves daños el 28 de julio de 1943,
desplomándose el techo, ni la aguja ni los muros se derrumbaron. Tras la guerra, se decidió no
reconstruir el templo y conservar sus restos como monumento conmemorativo de la guerra. En la
cripta, que es utilizada para conferencias y conciertos de música, se puede visitar un museo
dedicado a la Operación Gomorra, en el que se explican diversos aspectos de la campaña de
ataques aéreos sobre la ciudad, y se muestran objetos rescatados de los bombardeos. También
tienen cabida en la exposición las historias personales de los civiles que los padecieron. En la
superficie, en el espacio que ocupaba la nave, varias placas y figuras escultóricas recuerdan el
horror que vivió Hamburgo aquel trágico verano de 1943.
En suma, lo que antes eran densas zonas de viviendas en las que bullía la vida efervescente
propia de una ciudad portuaria hoy son extensiones desangeladas e impersonales partidas por
avenidas de cuatro carriles por las que los turismos y los camiones circulan a gran velocidad.
Aquel acontecimiento traumático ha quedado grabado para siempre en la identidad de la ciudad.
Desoladora imagen aérea de una Hamburgo totalmente devastada tras el bombardeo. Las cicatrices que dejó en la trama urbana son
todavía visibles en la actualidad. Imperial War Museum.
El bombardeo de Dresde
A partir de la hecatombe de Hamburgo, serían muchas las ciudades que sufrirían un destino
similar. En septiembre de 1943, el centro de Stuttgart quedó arrasado. En Colonia dejó de haber
agua, gas, electricidad y comida. Un miembro de una tripulación aliada escribió que Essen parecía
«una inmensa olla ardiendo», tras uno de los 272 ataques que sufrió esa ciudad renana.
Los Aliados se cebaron especialmente con Duisburgo, situada en la confluencia de los ríos Rin
y Ruhr, al ser un gran centro productor de hierro y acero. Esta ciudad encajó casi trescientos
ataques; en noviembre de 1943, en una sola jornada cayó sobre esta ciudad el mismo tonelaje de
bombas que la Luftwaffe lanzó sobre Londres en toda la guerra. A pesar de todo, algunos no
perdían el humor; en la también castigada Osnabrück, las ruinas fueron apodadas «Plaza de
Hermann Göring», en honor de quien había empeñado su palabra en defender los cielos alemanes
de las incursiones de la aviación aliada.
Las escenas de horror se repetían invariablemente en todas las ciudades bombardeadas. Un
superviviente escribió: «Vi a un hombre que arrastraba un saco del que asomaban cinco o seis
bultos como si fueran coles. Eran las cabezas de su familia, una familia entera, a la que había
encontrado en el sótano». Otro testigo aseguró: «Vi personas ardiendo que pasaban corriendo
como antorchas vivas». Entre los muertos había nudos de seres humanos tan inextricablemente
fundidos por la acción del fuego que se necesitaban herramientas para separar los cuerpos para
ser enterrados. Incluso se repitieron los referidos casos de madres perturbadas que no querían
abandonar a sus hijos muertos cuando tenían que evacuar una ciudad y arrastraban los cadáveres
calcinados o asfixiados en maletas de cartón.
Pero en ninguna ciudad germana bombardeada se llegaría a los límites que se alcanzarían en
Dresde, la hermosa y culta capital de Sajonia, denominada la «Florencia del Elba» por sus bellos
edificios. La ciudad estaba tan retirada de las zonas de relevancia económica y era tan
insignificante para la guerra que había sido hasta entonces ignorada por los bombarderos. Ni
siquiera había surgido la necesidad de construir búnkeres antiaéreos. Pero a finales de 1944, los
estrategas de la guerra aérea pusieron sus ojos en Dresde, atraídos por su tamaño mediano, con un
núcleo histórico comprimido, lo que la hacía especialmente vulnerable a las tormentas de fuego.
La ciudad, que contaba con 640.000 habitantes, en febrero de 1945 había aumentado su población
a unos 800.000 o quizás un millón, debido a la llegada de refugiados del este. Nadie podía
imaginar el apocalipsis de fuego que estaba a punto de caer sobre ella.
En el ataque a esta ciudad, iniciado a las diez y cuarto de la noche del 13 de febrero de 1945,
245 bombarderos pesados británicos Lancaster arrojaron 400.000 bombas incendiarias. Tres
horas después, otros 550 aparatos de la RAF lanzaron 200.000 bombas incendiarias y 5000
explosivas. Los aparatos aliados actuarían a placer, sin ningún tipo de oposición, pues no les salió
al paso ningún caza ni sufrieron fuego antiaéreo.
Antes del amanecer del 14 de febrero se produjo un tercer ataque, en este caso llevado a cabo
por la aviación norteamericana, en el que se lanzarían casi 150.000 bombas incendiarias. También
se arrojaron bidones de fósforo para alimentar la tormenta de fuego que estaba devastando la
ciudad, generándose unos ciclones que, tal como se ha explicado, se alimentaban a sí mismos
mediante la depresión barométrica que provocaban.
Las escenas con las que se encontraron los supervivientes no podían resultar más pavorosas;
muchos cuerpos habían quedado reducidos por el fuego a menos de la mitad de su tamaño normal,
mientras que por todas las calles se veían cubos y barreños con miembros y cabezas en el interior,
tras haber sido recogidos del suelo por algún alma piadosa. Los cuerpos fueron amontonados en
cinco grandes piras de varios metros de altura y se procedió a su inmediata cremación para evitar
epidemias.
Se desconoce la cifra total de muertos causada por el bombardeo de Dresde, aunque se habló
de 140.000 e incluso 300.000, los cálculos más conservadores apuntarían a que pudieron ser unos
40.000, una cifra que resultaría ser, junto con la de Hamburgo, la mayor pérdida de vidas humanas
de una ciudad alemana en la guerra aérea.
Al contrario de lo que pudiera parecer, el impacto de las noticias que llegaban de Dresde sobre
el ánimo de la población germana fue mínimo, a diferencia de lo ocurrido con Hamburgo. La
destrucción estaba tan extendida por la geografía germana y en un grado tal, que la hecatombe
sufrida por la Florencia del Elba ya no impresionó a casi nadie. En esos momentos, el frente se
hallaba a solo 120 kilómetros de distancia de Dresde y, aunque la ciudad no albergaba tropas ni
poseía industria de guerra, podía convertirse en objetivo de los bombarderos aliados, como
cualquier otra ciudad alemana en esos momentos. El bombardeo tan solo sirvió para certificar la
más que segura derrota alemana, que ocurriría tres meses después.
Paradójicamente, el devastador ataque aéreo produciría más efectos en el campo aliado. Tras
una conferencia de prensa del mando aliado sobre la política de bombardeos celebrada el 16 de
febrero, un corresponsal de Associated Press escribió: «Los mandos de las fuerzas aéreas aliadas
han tomado la decisión, esperada durante largo tiempo, de llevar a cabo el bombardeo terrorista
deliberado de centros de población alemanes como medio cruel de acelerar la caída de Hitler».
El artículo recibió una atención destacada en la prensa norteamericana, pero enfureció a los
británicos, que lo censuraron. El secretario de Guerra estadounidense, Henry Stimson, exigió una
investigación del bombardeo de Dresde. La tormenta llegó a Gran Bretaña: un diputado laborista
planteó algunas preguntas incómodas en la Cámara de los Comunes, poniendo así a Dresde en el
centro del debate.
Por primera vez, Churchill consideró que se había ido demasiado lejos en la estrategia de los
bombardeos de saturación, a pesar de que había sido él quien había pedido antes de la conferencia
de Yalta que se adelantaran los ataques previstos a Dresde y otras ciudades del este de Alemania
para impresionar a los rusos.
Así, el 28 de marzo de 1945, el primer ministro trató de detener la campaña, presentando un
informe a Portal en el que afirmaba que:
Me parece que ha llegado el momento de revisar la cuestión del bombardeo de las ciudades alemanas simplemente con el fin de
intensificar el terror. De lo contrario, acabaremos apoderándonos de un país completamente arrasado. Siento la necesidad de una
concentración más precisa en objetivos militares y no en meros actos de terror y destrucción gratuita.
A la hora de valorar los daños causados por la Segunda Guerra Mundial, la atención se dirige
sobre las personas que perdieron la vida a consecuencia del conflicto, una cifra que puede rondar
los 50 millones de personas. Una parte de ellas fueron víctimas de atrocidades como las que se
han ido describiendo a lo largo de las páginas anteriores. Sin embargo, hubo también otras
víctimas inocentes cuya desaparición supuso un impacto muy importante en la cultura europea,
pero que permanecen en esa trastienda de la historia a la que no se le suele otorgar demasiada
atención.
Se calcula que más de 100 millones de libros quedaron destruidos durante la contienda, una
terrible pérdida que se ha calificado de bibliocausto. La mayoría de esos ejemplares quedaron
reducidos a cenizas en los ataques y bombardeos a que fueron sometidas las ciudades europeas.
Por ejemplo, en Alemania se destruyeron más de ocho millones de ejemplares de propiedad
pública, mientras que las pérdidas privadas no se han podido cuantificar, aunque tuvieron que ser
muy elevadas debido a los bombardeos sistemáticos que padecieron sus ciudades en esa campaña
aérea ideada por los británicos y cuyas devastadoras consecuencias han sido descritas en el
anterior capítulo.
Aunque, al lado de las innumerables atrocidades cometidas contra los seres humanos a lo largo
de la guerra, la reducción a cenizas de esos volúmenes resulta sin duda un caso menor, no por eso
hay que dejar de lamentar la pérdida de ese inmenso patrimonio histórico y cultural, una pérdida
que resultaría en muchos casos irreparable.
La librería londinense Holland House, cuya fundación se remonta al siglo XVII, destruida en un bombardeo la noche del 27 de
septiembre de 1940. Esta icónica imagen de la proverbial flema inglesa en circunstancias tan adversas sería publicada por los
periódicos para fortalecer la moral. La existencia de varias versiones de la misma escena lleva a pensar que quizás se tratase de una
escena preparada para la ocasión.
El British Museum se sumaría a este triste listado de pérdidas, con unos 225.000 volúmenes
destruidos, aunque ese desastre pudo haber sido mucho mayor si no llega a ser por el denodado
esfuerzo del personal del museo, que logró salvar de las llamas muchos más.
El Bibliocausto no conocería de fronteras. En la ciudad francesa de Beauvais serían 42.000 los
libros convertidos en cenizas en junio de 1940. La fatalidad quiso que en 1944, durante la
campaña aérea para facilitar el previsto desembarco en Normandía, una bomba estadounidense
impactase en la Biblioteca de Chartres, provocando la pérdida de 23.000 volúmenes, además de
una colección de valiosos incunables y manuscritos. Si ese suceso puede considerarse un
lamentable accidente, no se puede decir lo mismo de la acción de un soldado alemán que lanzó
una granada al interior de un depósito de Saint-Quentin que daba refugio a miles de libros de la
Biblioteca de Metz, entre los que se encontraba una colección de documentos medievales de un
valor inestimable, incluyendo una Biblia del siglo XI.
El listado de pérdidas en los fondos bibliográficos franceses, como en el caso alemán, resulta
abrumador. La biblioteca de la Asamblea Nacional de París sufrió la destrucción de unos 40.000
libros antiguos, la Biblioteca Nacional de Francia perdió más de 200.000 obras, los bombardeos
germanos sobre Estrasburgo arrasaron la biblioteca de su Universidad junto a sus 100.000
volúmenes y otro ataque contra Tours borró de golpe 200.000 obras y un millar de incunables y
manuscritos…
A Bélgica regresarían los fantasmas del pasado. El 25 de agosto de 1914, las tropas del káiser
incendiaron deliberadamente la Biblioteca Central de Lovaina, usando gasolina y material
combustible, destruyendo más de 300.000 libros, 800 incunables y un millar de manuscritos, en
una deleznable acción que pasaría a la historia de los ataques a la cultura. A pesar de la
indignación que despertó la fechoría entonces en la intelectualidad europea, en mayo de 1940 los
alemanes no tuvieron reparos en bombardear con artillería pesada la misma biblioteca, que había
sido reconstruida tras la Gran Guerra con fondos norteamericanos. A consecuencia de ello, se
perdieron cerca de 900.000 volúmenes y casi un millar de manuscritos. En otra ciudad belga,
Tournai, su biblioteca sufrió también la pérdida de millares de volúmenes de libros.
En la vecina Holanda, a resultas del ataque alemán de mayo de 1940, la Biblioteca Provincial
de Zelanda vio cómo su fondo quedaba casi totalmente destruido; lo que no consiguió el fuego lo
logró la lluvia, ya que la destrucción del edificio dejó los libros a la intemperie.
Italia tampoco escaparía a ese bibliocausto desatado furiosamente sobre la martirizada
geografía europea. En Milán, la biblioteca pública perdió unos 200.000 libros a consecuencia de
los bombardeos aliados. En Faenza, un incendió devoró más de 400.000 volúmenes. La Biblioteca
Nacional Universitaria de Turín quedó reducida a escombros junto con todo su fondo.
En el caso italiano, por encima de las frías cifras, destaca el incalculable valor de los
documentos destruidos, algunos de ellos de manera bárbara y premeditada. En 1943, los
archiveros de Nápoles habían trasladado 30.000 libros y 50.000 documentos a Montesano,
creyendo que así permanecerían a salvo durante las batallas que estaban por llegar. Sin embargo,
los alemanes descubrieron el depósito y procedieron a la quema de los textos más valiosos en una
pira pública. Así, el 30 de septiembre, fueron pasto de las llamas manuscritos, códices y tratados
del Reino de Nápoles, la Casa de Borbón, la Casa de Farnesio o la Orden de Malta, quedando
convertidos en apenas unos minutos en humo y cenizas.
Otro país que sufriría una merma de su herencia cultural sería Yugoslavia. Su capital, Belgrado,
fue objeto de un despiadado bombardeo aéreo por parte de la Luftwaffe en abril de 1941. A
resultas del ataque, la Biblioteca Central de Belgrado quedó totalmente destruida por el fuego. Se
perdieron, además de los miles de libros de su fondo, 1300 manuscritos, decenas de incunables y
otros documentos históricos.
Operación de salvamento
Estas descorazonadoras cifras pudieron ser aún mayores si no hubiera habido iniciativas
destinadas a salvar fondos bibliográficos. Por ejemplo; de los 40 millones de volúmenes que
existían en las bibliotecas científicas de Alemania, 30 fueron evacuados a lugares seguros durante
la guerra. Igualmente, cerca de la mitad de los archivos germanos pudieron ser protegidos de los
bombardeos, mientras que de la mitad que quedó expuesta a sus efectos, solo sobrevivió un 20 %.
Se calcula que en noviembre de 1944 habían sido trasladados 2250 millones de documentos,
medio millón de manuscritos y libros oficiales, y 1750 millones de paquetes de actas. Ese
ímprobo esfuerzo de salvaguarda del pasado germano llegaría a provocar una carestía de madera
para cajas, cuerdas para atar y sacos.
En el marco de esa operación masiva de salvamento, miles de libros fueron depositados en
cuevas, palacios en las montañas, cámaras acorazadas, conventos, minas de sal y potasa, e incluso
cárceles y sótanos de fábricas de cerveza. No obstante, parte de los fondos se dañaban o incluso
perdían durante el transporte en vagones de tren o barcazas. Ya en su destino, muchos libros
quedaban arruinados por la humedad, el moho, el polvo de sal, o resultaban igualmente destruidos
por incendios o inundaciones. Por ejemplo, la Biblioteca Universitaria de Heidelberg trasladó sus
fondos a un palacio que quedaría destruido en un bombardeo y con él todos los libros, mientras
que el edificio de la Biblioteca no sufrió ningún ataque.
Quema de libros
Podemos decir que todos aquellos libros fueron víctimas colaterales del conflicto. Sin embargo,
otra parte fue destruida de manera deliberada por los propios alemanes, en una campaña en la que
no faltó voluntad ni medios. Esa destrucción sistemática de libros tenía su triste precedente en la
quema de libros que perpetraron los nazis el 10 de mayo de 1933, tres meses después de que
Hitler alcanzase el poder. Entonces, centenares de estudiantes en numerosas ciudades germanas
participaron en fanáticos aquelarres, en los que se quemaron miles de ejemplares de libros
«marxistas, judíos y pacifistas» y, por lo tanto, considerados malditos.
El acto más multitudinario tuvo lugar en Berlín, con la presencia del ministro de Propaganda
Goebbels, que se encargó de pronunciar una arenga a los exaltados estudiantes. En la gigantesca
pira levantada en la Bebelplatz serían arrojados más de 20.000 libros. Entre sus autores
destacaban Albert Einstein, Bertolt Brecht, Maxim Gorki, Franz Kafka, Jack London, Voltaire,
H.G. Wells o Émile Zola. Goebbels se dirigió a aquellos jóvenes, ignorantes de la manipulación
de la que estaban siendo objeto, asegurando que «están haciendo lo correcto cuando, a esta hora
de la medianoche, entregan a las llamas el espíritu diabólico del pasado. De estas cenizas se
levantará el Fénix de un nuevo espíritu».
Aunque la escenificación del acto había sido perfecta, la imagen de las hogueras en las que se
consumían miles de libros causó una pésima impresión en la opinión pública internacional. El
repudio a esos actos fue amplio y generalizado, lo que vino en detrimento de la causa nazi. Varios
grupos intelectuales se manifestaron en Nueva York contra esas salvajes ceremonias. La revista
Newsweek habló premonitoriamente de un «Holocausto de libros» y la revista Time acuñó el
referido término de bibliocausto. Hasta los japoneses expresaron su condena.
Einstein, que había podido instalarse en Estados Unidos antes de que los nazis llegaran al
poder, sacó a colación una frase acuñada por el poeta Heinrich Heine en un lejano 1823: «Allí
donde queman libros, tarde o temprano también quemarán seres humanos». Sigmund Freud, cuyas
obras habían sido igualmente arrojadas a la pira, dijo irónicamente a un periodista que semejantes
hogueras constituían un avance en la historia humana: «En la Edad Media ellos me habrían
quemado. Ahora se contentan con quemar mis libros».
Goebbels, que era tan malvado como astuto e inteligente, fue consciente del grave error
cometido organizando aquellas piras de libros. El genio malévolo de la propaganda política no
volvería a promover esa barbarie que había causado horror en el mundo civilizado. No obstante,
aún se tardaría unos días en detener esa inercia destructiva, por lo que en los días siguientes
todavía hubo quemas de libros en varias universidades del país.
El Departamento Rosenberg
Los nazis habían dejado a un lado las quemas públicas de libros por la mala imagen que daba a su
causa, pero una vez que estalló la Segunda Guerra Mundial poco importaba ya la opinión
internacional. Por tanto, se dio luz verde para purgar las bibliotecas de los países que iban
quedando sometidos, destruyendo los libros de los autores malditos y confiscando todo aquello
que podía resultar de interés para Alemania.
De esa infame misión se encargaría el denominado Departamento Especial del Reichsleiter
Alfred Rosenberg (Einsatzstab Reichsleiter Rosenberg, ERR), una organización del partido nazi
que fue creada como herramienta de apropiación de patrimonio cultural. El proyecto estaba en
manos del político e ideólogo nazi de quien tomaba su nombre. Su misión consistiría en confiscar
—y en su caso, destruir— libros, además de otros objetos de arte, en los territorios ocupados.
Curiosamente, estaba previsto que una amplia selección de material bibliográfico considerado
contrario a la ideología nazi, como textos comunistas, judíos, masónicos o simplemente
democráticos, fuera salvado de la destrucción para ser depositado como objeto de investigación
en una monumental universidad nacionalsocialista que Rosenberg quería construir después de la
guerra junto al lago Chiemsee, en Baviera.
Por el momento, los textos judíos fueron enviados al Instituto para el Estudio de la Cuestión
Judía, una institución del Partido Nazi fundada en abril de 1939 en Fráncfort, e inaugurada
oficialmente en marzo de 1941, que sería la encargada de conservar ese material. En agosto de
1943, el instituto llegaría a tener medio millón de ejemplares, y contaría con expertos judíos
obligados a colaborar en la catalogación de ese ingente material. Al frente estaría Johannes Pohl,
un antiguo cura católico que había sido alumno del Instituto Bíblico Pontificio en Roma, pero que
dejó el sacerdocio para consagrarse en cuerpo y alma al nazismo. Pohl se había especializado en
el estudio del mundo hebreo e incluso en 1932 había residido en Jerusalén.
Aunque resulte sorprendente, no era raro encontrar nazis que sintiesen una insólita fascinación
por la cultura judaica. Por ejemplo, el famoso criminal de guerra Adolf Eichmann, uno de los
principales organizadores del exterminio de los judíos, durante su juventud había aprendido
yiddish e incluso a interpretar el Talmud, y había visitado Palestina en 1937. Según el enfermizo
razonamiento de Rosenberg, ante la inminente desaparición de los judíos, era necesario conservar
libros, rollos de la Torá y objetos de culto como una muestra histórica de lo que habían sido y
justificar así su exterminio, aunque seguramente en el fondo anidaba una inconfesable admiración
por un pueblo que había logrado mantener intacta su identidad a lo largo de más de tres mil años,
rehaciéndose de las sucesivas persecuciones de que había sido objeto. En una desconcertante
ironía de la historia, los nazis, los más acérrimos y encarnizados enemigos del pueblo hebreo que
nunca hayan existido, lograron crear la biblioteca judía más grande del mundo en su momento.
El ERR actuó en Francia, Holanda, Bélgica, Luxemburgo, Polonia, los estados bálticos, Italia,
Grecia y en el territorio de la Unión Soviética que quedó bajo control germano. Contaba con una
directiva especial del Führer, del 5 de julio de 1940, por el que se le autorizaba a confiscar
manuscritos y libros de todos los archivos y bibliotecas nacionales.
Aunque al principio el ERR era un órgano del Partido Nazi y tenía su sede en París, a partir de
marzo de 1941 sería dirigido desde Berlín y quedaría bajo el ministerio de Asuntos Exteriores,
para facilitar así el control sobre todos los territorios ocupados. La de Bibliotecas sería una de
las cinco ramas en la que quedó dividido el organismo; las otras cuatro serían las de Artes
Visuales, Música, Historia e Iglesias.
Destrucciones y saqueos
En Europa Oriental, el ERR, después de confiscar el material considerado de interés, quemó
adrede la desorbitada cantidad de 375 archivos, 402 museos, 531 institutos y 957 bibliotecas.
Según cálculos estimativos, los nazis destruyeron la mitad de todos los libros existentes en
Checoslovaquia y Polonia, además de unos 100 millones de ejemplares en la Unión Soviética, la
mayoría pertenecientes a bibliotecas públicas.
Por ejemplo, en Bielorrusia más de 200 bibliotecas sufrieron daños irreparables durante la
ocupación. Se calcula que el 83 % de los ejemplares de la Biblioteca Nacional fueron destruidos.
Después de la guerra, unos 600.000 volúmenes fueron encontrados en Alemania, Polonia y
Checoslovaquia, siendo retornados. En cambio, un millón de libros, incluyendo algunos muy
valiosos, nunca se localizaron. En Smolensk, los alemanes quemaron todas las bibliotecas de la
ciudad, reduciendo a cenizas 646.000 volúmenes.
En Lituania, un bibliotecario que había sido hecho prisionero por la Gestapo se suicidó para no
verse obligado a colaborar con los alemanes en el saqueo de las bibliotecas de Vilna. Unos
100.000 ejemplares fueron quemados o convertidos en pasta de papel y unos 20.000 fueron
enviados a Alemania. En enero de 1942, el propio Johannes Pohl se desplazó a Vilna para
coordinar el robo y la destrucción del patrimonio de la comunidad judía. Tras la guerra, la mayor
parte de ese material ya no regresaría a Lituania, puesto que la comunidad judía local había sido
prácticamente exterminada; fue enviado a una biblioteca judía de Nueva York.
Sin que sirviera de precedente, los alemanes que ocupaban Cracovia decidieron mantener
íntegra su rica biblioteca principal, registrándose más de 35.000 préstamos; eso sí, los polacos
tenían prohibido el acceso. Pero en 1944, con los soviéticos aproximándose cada vez más, los
alemanes decidieron trasladar sus fondos de referencia, unos 25.000 ejemplares, a Alemania. Los
bibliotecarios polacos trataron de sabotear el saqueo, llenando las cajas con periódicos viejos,
pero la mayor parte de la colección fue confiscada. Afortunadamente, tras la guerra se pudieron
recuperar la mayoría de volúmenes. Lo que ya no se pudo recuperar fue la cantidad de históricos
documentos de la comunidad judía que habían sido destruidos. Por ejemplo, en Lublin, los textos
talmúdicos que habían pasado de generación en generación fueron reunidos en la plaza del
mercado. Durante veinte horas, el fuego se fue alimentando de ese combustible sagrado. Para dar
idea del valor que tenían esos textos para la comunidad hebrea, sus lectores acostumbraban a
utilizar unos guantes con el fin de garantizar su conservación. Los gritos y llantos de los judíos que
asistieron impotentes a la escena fueron tan desgarradores que dejaron mudos a los alemanes,
quienes hicieron traer una banda de música para no decaer en su empeño.
Las bibliotecas checoslovacas perdieron la mayor parte de los 8 millones de títulos con que
contaban antes de la guerra. Los alemanes se dedicaron a confiscar y destruir los libros de
geografía e historia, con el objetivo de laminar la identidad checa. Igualmente, los libros de
autores checos fueron quemados o convertidos en pasta de papel. Los 700.000 volúmenes de la
histórica Universidad Carolina de Praga, fundada en el siglo XIV, fueron robados en bloque y
llevados a Alemania.
En Grecia, el ERR mostró un especial interés en las colecciones de libros judíos de la
comunidad hebrea de Salónica, que fueron confiscadas y enviadas al instituto de Fráncfort. Aun
así, hubo miembros de la comunidad que lograron ocultar sus bibliotecas privadas. En cambio, la
Universidad de Atenas sufrió la destrucción de la práctica totalidad de sus fondos. Los ejemplares
de las bibliotecas pertenecientes a tres colegios americanos fueron utilizados por los alemanes
como combustible en una central de calefacción.
En Italia, la ocupación germana a partir de septiembre de 1943 trajo el saqueo de sus
valiosísimas bibliotecas. En Roma, los agentes del ERR inspeccionaron los fondos de la sinagoga,
cuyas colecciones testimoniaban dos mil años de presencia judía en la Ciudad Eterna. El 14 de
octubre de 1943, dos trenes especiales se encargaron de transportar ese histórico material al
instituto de Fráncfort. Los judíos de Roma dedujeron que ese saqueo era el preludio de su propia
deportación y no se equivocaban; solo dos días después, los trenes comenzaron a llevarse
personas en lugar de libros, con destino a los campos de exterminio. Los alemanes también se
llevaron de la capital italiana bibliotecas especializadas en arqueología, embaladas en cerca de
dos mil cajas de madera, que al final de la guerra serían localizadas en una mina de sal en Austria
y devueltas a Roma, aunque parte de la colección había quedado dañada por una inundación en las
galerías.
En Holanda, el ERR se llevó a Alemania la biblioteca Klossiana, especializada en masonería,
así como el archivo internacional de los movimientos feministas al completo, establecido en
Ámsterdam en 1935. Pero el botín más importante fueron los fondos de la potente comunidad judía
holandesa, que fueron saqueados a conciencia.
Ni Noruega se salvó de la destrucción de su riqueza bibliográfica; medio centenar de
bibliotecas públicas fueron arrasadas por los alemanes antes de abandonar el país nórdico. En
cambio, los noruegos pondrían después especial empeño en conservar las publicaciones
germanas, como testimonio de la etapa de la ocupación.
En los países ocupados, las bibliotecas que permanecieron abiertas fueron reorganizadas para
servir al programa nacionalsocialista. Las bibliotecas polacas fueron reestructuradas de acuerdo
con la línea de pensamiento nazi mediante un proceso de registros de germanización, ampliando
las colecciones con literatura aprobada por los nazis y eliminando todos los materiales
considerados indeseables. Tras la invasión de Holanda, libros alemanes recién publicados eran
expuestos con el fin de impresionar al público con las hazañas de los vencedores. En París,
muchas bibliotecas fueron simplemente clausuradas.
El Depósito de Offenbach
Al terminar la guerra, los norteamericanos se encontraron en Alemania con millones de
ejemplares saqueados, procedentes de toda Europa. Con la intención de devolverlos a sus
legítimos propietarios, establecieron un primer centro de recogida y distribución en la Biblioteca
Rothschild de Fráncfortt. Pero pronto se vio que aquella biblioteca no servía para ese propósito y
se buscó un edificio más grande. Se encontró en la ciudad de Offenbach, en un almacén de cinco
plantas que había pertenecido a la empresa química IG Farben. Allí se creó el denominado
Depósito de Archivos de Offenbach (Offenbach Archival Depot).
Hacía falta personal especializado para esa hercúlea tarea, por lo que el general Dwight
Eisenhower firmó una orden en septiembre de 1946 para reclutar a antiguos bibliotecarios entre
los oficiales del Ejército norteamericano que todavía estaban destinados en Europa. Ese personal
se encargaría de catalogar y devolver los libros a sus lugares de procedencia.
Los libros del Instituto para el Estudio de la Cuestión Judía habían sido trasladados por los
alemanes a sótanos y bodegas de edificios particulares de Fráncfort por temor a los bombardeos.
Poco a poco fueron recuperados y concentrados en el Depósito de Offenbach. A los
norteamericanos les sorprendió el perfecto estado en el que se encontraban las colecciones, en las
que no se había escatimado medios para su correcta conservación. Ese exquisito cuidado con los
libros y objetos de culto hebreos contrastaba trágicamente con el terrible destino que habían
sufrido la gran mayoría de sus antiguos poseedores.
Al Depósito de Offenbach también fueron a parar las bibliotecas personales de los principales
jerarcas nazis, como Hitler, Hermann Göring o Heinrich Himmler, entre otros. La mayor parte de
este material sería enviado desde allí a la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos.
Por otra parte, los norteamericanos decidieron no entregar a los soviéticos el millón de libros
que habían pertenecido a las comunidades judías de los países bálticos y, tal como se ha apuntado,
la mayor parte de ellos fueron entregados a la comunidad judía de Nueva York.
En abril de 1949, el Depósito de Offenbach dio por terminada su labor, después de devolver a
sus propietarios más de tres millones de libros que les habían sido arrebatados. Sin embargo,
nada se pudo hacer ya por las decenas de millones de libros que habían sido destruidos por los
nazis desde aquel fatídico 10 de mayo de 1933 en el que comenzó el mayor bibliocausto de la
historia.
Capítulo 9:
La masacre de Katyn
En abril de 1943, las tropas germanas controlaban todavía una parte considerable de suelo ruso.
Aunque el invierno anterior había contemplado la trágica derrota del VI Ejército en Stalingrado,
lo que supondría el punto de inflexión en la guerra, la Wehrmacht disponía aún de fuerzas
suficientes para tomar la iniciativa. Ya se estaba preparando la ofensiva de verano que debía, de
una vez por todas, propinar un buen golpe al Ejército Rojo, aunque eran pocos, aparte de Hitler,
los que pensaban que la Unión Soviética podía ser ya derrotada. Los más realistas esperaban
ganar ese verano alguna batalla importante para forzar a Moscú a negociar la paz, pero la ansiada
victoria total parecía ya inalcanzable.
Mientras tanto, la gran preocupación para los alemanes era la proliferación de grupos de
partisanos en la retaguardia. Estos guerrilleros cortaban carreteras, tendían emboscadas, atacaban
columnas y minaban cada vez más la moral de los combatientes germanos, como hemos visto en el
capítulo dedicado a la limpieza étnica en Volinia. Sin embargo, en unos bosques cercanos a
Smolensk, a orillas del Dniéper, la preocupación era de distinto signo; una jauría de lobos tenía
atemorizados tanto a los habitantes de la zona como a los soldados.
El mando alemán decidió acabar con esa amenaza y envió un destacamento para eliminar a los
lobos. Los soldados se adentraron en el bosque de Katyn a la caza de los animales, pero se
encontrarían allí con una macabra sorpresa. En un lugar conocido como Colina de las Cabras,
junto a una gran cruz de madera de abedul, podían verse huesos humanos que sobresalían del
suelo. La cruz la habían erigido en la primavera de 1942 una brigada de trabajadores de la
Organización Todt7. Esas brigadas, a las que se les había encargado recoger restos bélicos en la
zona, estaban constituidas en su mayoría precisamente por prisioneros polacos. Aquellos polacos
fueron los primeros en oír hablar, por boca de los campesinos locales, de la existencia de unas
fosas que contenían un gran número de cadáveres. Este hecho era conocido por los lugareños,
quienes sabían que la Colina de las Cabras había sido utilizada durante años para llevar a cabo
ejecuciones masivas; de hecho, las mujeres de aquella zona amenazaban a sus hijos con llevarlos
a la Colina de las Cabras si no se portaban bien.
Aquel tétrico lugar ya había sido utilizado por la policía secreta soviética desde 1929 para
eliminar discretamente a los enemigos del régimen. A orillas del Dniéper se construyó una dacha
que servía de refugio al comando de ejecución y más tarde fue cercada una gran porción de
terreno. Había sido inaugurada por los hombres de la Checa, la primera policía política soviética,
a quienes posteriormente habían sustituido en sus funciones los de la GPU y, en 1934, los del
NKVD. Todos ellos darían un uso intensivo al bosque de Katyn. A partir de la primavera de 1940,
las gentes del lugar habían observado la presencia continua de centinelas y perros policía a lo
largo del perímetro del cercado. Pero con la retirada soviética y la llegada de los alemanes, en
julio de 1941, el bosque había vuelto a quedar accesible, permitiendo así descubrir el horror que
se ocultaba en él.
Las autoridades alemanas, al conocer los relatos de los aldeanos, hicieron cavar en la zona
sospechosa, apareciendo los restos de algunos de los oficiales asesinados, que aún vestían el
uniforme polaco. De todos modos, entre las principales preocupaciones del mando alemán no
figuraba la de identificar algunos cadáveres aparecidos en un bosque, por lo que los trabajos
fueron interrumpidos. Lo único que se hizo fue ordenar a los trabajadores polacos que señalasen
el lugar levantando la citada cruz de abedul.
Trabajos de excavación en una fosa común del bosque de Katyn, dejando al descubierto los cadáveres de los oficiales polacos
asesinados por los soviéticos.
Campos de prisioneros
El 17 de septiembre de 1939, tal como ha sido ya referido, las tropas soviéticas entraron en
territorio polaco dos semanas después de que lo hubieran hecho los alemanes.
La Unión Soviética se apoderaba así de una franja de varios centenares de kilómetros, desde
Lituania hasta Rumanía, poblada por unos 13 millones de habitantes. No obstante, para los
soviéticos no se podía hablar de invasión, ya que consideraban que ese territorio les había sido
arrebatado tras la Primera Guerra Mundial. Para eliminar cualquier vestigio polaco en la zona, el
nombre de Polonia fue borrado de los mapas, y se procedió a repartirlo entre las repúblicas
soviéticas de Bielorrusia, al norte, y Ucrania, al sur.
En los últimos días de la campaña, los oficiales polacos tenían ante sí la disyuntiva de rendirse
a los alemanes o a los soviéticos, lo que parecía lo mismo que elegir entre el fuego y las brasas.
Pero, ante la perspectiva de caer en manos de los alemanes, quienes se habían mostrado
despiadados contra la población civil, los oficiales polacos prefirieron rendirse a los soviéticos,
quienes aparentemente ofrecían un perfil más conciliador. Así, el general ruso Semión Timoshenko
llegó a prometer en una proclama a los soldados polacos un salvoconducto para llegar a Hungría,
desde podrían «reemprender la guerra contra los alemanes». Los oficiales polacos capturados
fueron reunidos y conducidos a campos de internamiento en territorio soviético, pero entre los
polacos existía el convencimiento de que se trataba de una medida provisional y que pronto iban a
recuperar la libertad.
Los oficiales polacos fueron trasladados a tres campos situados en Ucrania: Kozelsk,
Starobelsk y Ostaskov. El campo de Kozelsk se encontraba a 250 kilómetros al sudeste de
Smolensk. En noviembre de 1939 albergaba ya a unos 5000 oficiales polacos. Entre ellos se
contaban 4 generales, 1 contralmirante, un centenar de coroneles, 300 comandantes, 1000
capitanes, 2500 tenientes, 500 suboficiales, 200 oficiales pilotos y 50 oficiales de marina. Tan
importante como el cuadro de hombres de armas era el integrado por profesionales e intelectuales;
entre los oficiales de reserva se podían encontrar 21 profesores de universidad, 300 médicos,
varios cientos de magistrados, además de escritores, poetas, periodistas y hombres de negocios.
Con ello, los soviéticos disponían en ese recinto de una parte significativa de la intelectualidad
polaca. Curiosamente, entre todos los prisioneros solo había una mujer, la hija de un general.
El campo de Starobelsk se había instalado en un antiguo convento, en el que habían quedado
confinados unos 4000 oficiales. El tercer campo, Ostaskov, estaba emplazado también en un
edificio de carácter religioso, un monasterio situado en una isla del lago Seliger, al nordeste de
Kalinin. Allí permanecían recluidos unos 6000 detenidos, la mayoría de ellos miembros de la
burguesía polaca.
Ante los soviéticos se abría una espléndida oportunidad. Tenían en su poder a una parte
importante de las fuerzas vivas del país; si conseguían ganarse su favor, se facilitaría
enormemente que Polonia cayese bajo la influencia soviética. Pero la intención de someter a
Polonia no había surgido de manera improvisada, sino que hundía sus raíces en los primeros años
del Período de Entreguerras. Tras la Primera Guerra Mundial, los soviéticos intentaron exportar la
revolución proletaria hacia el oeste pero, debido a la victoria polaca en la guerra entre Polonia y
la Rusia bolchevique en 1920, se tuvo que abandonar esa idea. Esa frustración sería
especialmente dura para Stalin, quien fue criticado por sus errores cometidos en el frente polaco.
Para las autoridades soviéticas, y el propio Stalin, su vecino occidental se convertiría en el
enemigo principal. Durante las implacables purgas estalinistas de los años 1937 y 1938, el
dictador soviético aprovechó para lanzar una política de limpieza étnica en las regiones
occidentales del país, llevando a cabo un genocidio silencioso que acabaría con la vida de unos
70.000 ciudadanos soviéticos de origen polaco. Se calcula que uno de cada diez represaliados
durante esas purgas tenía sangre polaca. Ahora se presentaba la posibilidad de sumar a Polonia a
la órbita comunista y despejar así el camino de la expansión hacia el oeste; con las fuerzas vivas
polacas confinadas en varios campos de prisioneros, el sometimiento de Polonia se llevaría a
cabo sin ninguna duda, de grado o por la fuerza.
Así, un destacado oficial de inteligencia del NKVD, Vasily Zarubin, encargado de los asuntos
polacos, ideó un plan que pretendía la denominada recuperación política de los detenidos. El
primer obstáculo a vencer era la tradicional influencia de la iglesia católica entre los polacos, que
se extendía a los prisioneros mediante los capellanes militares que compartían cautiverio con
ellos. Por tanto, se hizo desaparecer misteriosamente a todos los sacerdotes que celebraban misa
en los campos, dejando así el terreno libre para que fuera calando el adoctrinamiento político, en
forma de charlas y publicaciones puestas a disposición de los prisioneros. Además, se procuró
mejorar la alimentación y las condiciones de vida en los campos.
A pesar de los esfuerzos realizados por Zarubin, los polacos no se mostraron receptivos a
abrazar la causa soviética y el programa de recuperación política de los prisioneros fue
considerado un fracaso. Lo que no podían sospechar los oficiales polacos es que, rechazando ese
plan de adoctrinamiento y permaneciendo fieles a su país, habían firmado su sentencia de muerte.
Orden de ejecución
El siniestro Lavrenti Beria estaba al mando de la policía y del NKVD. Desde su despacho de
burócrata, y tras sus gafas redondas de intelectual, había acumulado una larga experiencia
enviando a la muerte a miles de personas. A principios de los años veinte ya se había unido a la
Checa, destacando por lanzar represiones masivas e implacables. Obtuvo la plena confianza de
Stalin, quien le encargaría la aniquilación de sus enemigos políticos.
El 5 de marzo de 1940, Beria envió a Stalin un memorando de cuatro páginas en el que
proponía la eliminación de los oficiales polacos. El documento, emitido por el Comisariado
Nacional para Asuntos Internos con el número de referencia 794/B, estaba marcado como «alto
secreto».
En el escrito presentado por Beria se podía leer: «Entre los presos hay 14.736 antiguos
oficiales, funcionarios del Gobierno, terratenientes, policías, gendarmes, guardianes de prisiones,
colonizadores de regiones fronterizas y oficiales de inteligencia». Según el documento, esos
prisioneros estaban «llenos de odio por el sistema de gobierno soviético» y «continuaban su
trabajo de agitación antisoviética». Para Beria, «todos ellos están esperando a quedar libres para
combatir el poder soviético». También se aseguraba que el NKVD había descubierto varias
organizaciones subversivas entre los prisioneros. Seguidamente se establecía una clasificación de
los oficiales polacos según el papel que jugaban en esa supuesta agitación, ya fuera como
dirigentes, espías o saboteadores, entre otras categorías. El documento sometido a la aprobación
de Stalin calificaba a todos ellos de «sólidos e irremediables enemigos de la autoridad
soviética».
Sobre el destino propuesto para los oficiales polacos, el memorando se mostraba
calculadamente ambiguo. Solicitaba que «se examinen los casos usando el procedimiento
especial» por una comisión formada por Beria y otros tres hombres, aunque curiosamente el
nombre de Beria figuraría tachado con lápiz azul. Para los culpables de esas actividades
antisoviéticas, Beria solicitaba para ellos, en este caso sin ninguna ambigüedad, «el castigo más
extremo: la muerte por fusilamiento».
El documento estaba firmado por el propio Beria, siendo rubricado también por Stalin, así
como por otros dirigentes: el mariscal y Primer Comisario del Pueblo de Defensa de la Unión
Soviética, Kliment Voroshílov, y el miembro del Politburó —el comité ejecutivo del Partido
Comunista de la Unión Soviética (PCUS)— Anastás Mikoyán con lápiz azul, y el ministro de
Asuntos Exteriores, Viacheslav Molotov, con lápiz normal. Los nombres de Mijaíl Kalinin,
presidente del Presidium del Soviet Supremo, y de Lázar Kaganóvich, miembro del Politburó y en
ese momento ministro del Petróleo, estaban apuntados en el margen, con la lacónica anotación za
(«aprobado»).
Lavrenti Beria tenía plena confianza de Stalin para eliminar a sus enemigos políticos, reales o supuestos. Él se encargaría de
organizar el asesinato de los oficiales polacos, culpables de «agitación antisoviética».
Los historiadores no se ponen de acuerdo sobre las circunstancias en que se tomó esta decisión,
y si esta fue comprendida en todo su terrible alcance por los firmantes. Todas las posibilidades
están abiertas. Es posible que la idea de ejecutar a los prisioneros polacos surgiese de Stalin y
este pidiese a Beria que se encargase de los aspectos formales, haciéndola pasar por una
propuesta de su departamento para diluir así la responsabilidad última del dictador. Tal vez fue
Beria quien decidió eliminar a los oficiales polacos y obtuvo la conformidad de Stalin. O quizás
Beria tomó la decisión y manipuló a Stalin para que refrendase la orden, ocultándole el verdadero
alcance de la operación y maquillándola como una acción encaminada a doblegar la voluntad de
los prisioneros polacos.
A tenor de la reacción posterior de Stalin cuando se conocieron los detalles de lo sucedido,
gana enteros esta última posibilidad. Es probable que el dictador soviético diese carta blanca a
Beria pensando que un poco de mano dura iría bien para que los polacos comprendiesen que
debían mostrarse más dóciles con sus captores. Quizás el zar rojo entendió que esa campaña de
persuasión incluiría alguna ejecución como aviso para navegantes, sin llegar a pensar que en
realidad había firmado una orden de exterminio que alcanzaría a la práctica totalidad de ellos. No
obstante, teniendo en cuenta el negro historial de Beria, es difícil imaginar que Stalin le
concediese la potestad de aplicar la máxima pena a los prisioneros polacos sin sospechar que este
la podía utilizar para eliminarlos a todos. En todo caso, tan solo podemos lanzar suposiciones al
respecto.
Una vez decidida en la cúpula del poder soviético la suerte de los prisioneros polacos, el
NKVD se puso manos a la obra. Como hemos visto, en la orden firmada por Stalin se indicaba que
se examinarían los casos por una comisión formada por cuatro personas «usando el procedimiento
especial», lo que invita a pensar que cada caso de actividad antisoviética debía ser estudiado por
esa comisión antes de emitir un veredicto, que podía ser el de condena a muerte. Sin embargo, a la
luz de los hechos, el apuntado «procedimiento especial» era el eufemismo utilizado para el simple
asesinato. Así lo entendió de inmediato el NKVD, que se dispuso a ejecutar esa misión,
considerada, en el lenguaje de esta organización, Mokraya rabota; literalmente, «trabajo
húmedo», lo que significaba que era una tarea en la que iba a correr la sangre.
El trabajo que tenían por delante los hombres de Beria no era tan sencillo como podía parecer.
Se debía ejecutar fríamente a unos 15.000 hombres, casi todos ellos jóvenes y en buen estado
físico. Cuando los oficiales polacos comprendiesen que iban a ser asesinados, posiblemente
ofrecerían resistencia, poniendo así en riesgo la rapidez, discreción y eficacia que requería la
operación. Sin embargo, el NKVD acumulaba una larga experiencia en misiones de este tipo, lo
que iba a facilitar que la eliminación de los prisioneros polacos discurriese sin ningún
contratiempo. Para ello, recurrieron en primer término al engaño, jugando con la esperanza de los
polacos de ser liberados y, después, a la separación y fragmentación del colectivo de prisioneros
para impedir cualquier conato de resistencia.
El último viaje
El 3 de abril de 1940, los soviéticos comenzaron a sacar a los prisioneros del campo de Kozielsk
y dos días después a los de los campos de Ostashkov y Starobielsk. Los polacos no podían pensar
en ese momento, ni por asomo, que acababa de comenzar su camino a la tumba. Entonces
consideraban que seguían vigentes los acuerdos de Polonia con franceses y británicos y, en todo
caso, la Unión Soviética no había estado oficialmente en guerra con su país. Por tanto, creían que
su liberación ya no podía tardar y el que sus captores comenzaran a sacarles de los campos
confirmaba lo que esperaban.
Los soviéticos, por su parte, aprovecharon esa predisposición positiva de los polacos para
tejer fácilmente el engaño que debía facilitar la tarea genocida. Informaron a los prisioneros que
iban a ser puestos en libertad de manera gradual. Cada día un grupo abandonaría el lugar de
encierro para subir a unos camiones que les conducirían a la estación de ferrocarril más cercana.
El primer grupo incluyó a varios generales, que fueron despedidos por una guardia de honor
formada por sus hombres, en un ambiente de alegría. Para darle más realismo a la farsa, a cada
prisionero se le entregaron como provisiones de viaje 800 gramos de pan, algo de azúcar y tres
arenques envueltos en papel.
A lo largo de los días siguientes se repetiría la misma rutina. Sobre las diez de la mañana se
recibía en la oficina del campo una llamada de Moscú, en la que se dictaba el nombre de los
prisioneros que debían abandonarlo ese día. Esta tarea llevaba algún tiempo, ya que la lista podía
estar integrada por hasta trescientos nombres; además, la transcripción de los nombres polacos
siempre entrañaba alguna dificultad para los rusos. Finalmente, con la lista en la mano, un guardia
se presentaba en el recinto de los prisioneros y comenzaba a pronunciar los nombres de los que
ellos creían afortunados; estos se despedían apresuradamente de sus compañeros de cautiverio
para recoger las provisiones de viaje e iniciar el anhelado regreso al hogar.
Los polacos estaban convencidos de que volvían a casa, a pesar de que había algunas
circunstancias que permitían sospechar que ese no era precisamente el destino. A la salida del
recinto en el que habían estado confinados, los guardias del NKVD les vigilaban apuntándoles con
sus armas, entre los ladridos de los amenazadores perros que sujetaban con las correas. Además,
los camiones que les llevaban a la estación más próxima daban un rodeo para no atravesar ningún
núcleo poblado, lo que mostraba un interés especial en que no hubiera testigos de su traslado.
Las condiciones en las que los polacos iban a tener que hacer el viaje no eran las más
adecuadas, ya que este se efectuaba en viejos vagones-prisión de la época zarista. Estos vagones,
llamados stolypinkas por Piotr Stolypin, ministro del zar Nicolás II, eran los utilizados por el
régimen soviético para trasladar presos a los remotos campos de trabajo de Siberia. No tenían
ventanas y estaban divididos en celdas separadas por barrotes, dejando un pasillo en uno de los
lados. Los guardias se situaban en el espacio libre que quedaba en el extremo del vagón. Cada una
de las celdas tenía espacio para seis u ocho personas, pero en este caso fueron ocupadas por hasta
dieciséis prisioneros polacos.
Durante el viaje, en total oscuridad, no se les volvió a dar comida y los guardianes solo les
permitieron hacer sus necesidades en contadas ocasiones. Sin embargo, esas incomodidades eran
soportadas por los oficiales polacos con buen ánimo al creer que estaban cada vez más cerca de
su soñada liberación.
Para conocer lo que sentían los oficiales polacos contamos con el diario de uno de ellos,
Waclaw Kruk. El 8 de abril anotó:
En los primeros días de abril comenzaron a mandar transportes, al principio no muy grandes. (…). Ayer fue el transporte con
oficiales de mayor rango: tres generales, una veintena de coroneles y el mismo número de mayores. Viendo el modo del transporte,
teníamos pensamientos positivos. Hoy ha llegado mi turno. (…). En la estación nos metieron en vagones-prisión, bajo estricta
guardia. En mi celda somos trece. Aún no conozco a los compañeros del calvario. Ahora estamos aguardando la partida. Antes me
sentía optimista, pero ahora creo que este viaje no es nada bueno. (…). Esperamos con paciencia. Vamos camino a Smolensk. El día
es soleado. En los campos aún hay mucha nieve.
Esa referencia a la falta de comida es la última anotación que presenta el diario de Kruk,
encontrado en un bolsillo de su uniforme cuando su cadáver fue exhumado por los alemanes.
Otro testimonio sería el del pintor y escritor Józef Czapski, quien también dejaría constancia
por escrito de sus impresiones. Sin embargo, él tendría más suerte, ya que se libraría de ser
asesinado en Katyn. En vez de ser ejecutado, fue trasladado a otro campo, pero su viaje también lo
realizó en las mismas penosas condiciones de sus compañeros, que no tendrían la misma fortuna
que él.
Así, el artista explicaría posteriormente en sus memorias, tituladas Recuerdos de Starobielsk,
que abandonó el campo de prisioneros de Starobielsk el 12 de mayo de 1940, junto a otros
dieciséis oficiales:
Ya en la estación —relata Czapski— comenzaron las sorpresas, nos metieron en vagones-prisión, más de diez en
compartimientos muy estrechos, casi sin ventanas, con rejas gruesas. Descubríamos textos en polaco en las paredes, como por
ejemplo «Nos bajaron cerca de Smolensk». Los guardias se comportaban con nosotros de un modo brutal. En general nos dejaban ir
al baño solo dos veces en veinticuatro horas. Nos alimentaban exclusivamente con arenques pequeños y agua. Hacía muchísimo
calor, la gente se desmayaba, pero los guardias se mostraban totalmente indiferentes, preparados bien para su profesión.
Tras dos días de viaje, el tren llegaba de madrugada a la estación de Gniezdovo. El diario de
otro oficial polaco que sí fue asesinado en Katyn, Adam Solski, refleja la incertidumbre que vivió
en esos momentos y no puede evitar deslizar un inquietante presagio: «Unos minutos antes de las
cinco de la mañana nos despiertan en los vagones-prisión y tenemos que prepararnos para salir.
Se supone que nos van a llevar a algún lado. ¿Y luego?».
En la estación iban siendo sacados de los vagones en grupos de treinta. Los polacos, cegados
por la luz del día tras estar dos días en completa oscuridad, rodeados de perros y apuntados por
las armas de los vigilantes, eran impelidos a subir a unos siniestros autobuses, conocidos como
chornyi voron, o «cuervos negros». Estos furgones policiales Mercedes-Benz, de fabricación
alemana, destinados al traslado de detenidos, estaban pintados de negro y no tenían ventanillas. Su
interior estaba dividido en pequeñas celdas en las que a duras penas cabía un hombre, situadas a
lo largo de un pasillo. En su diario, Solski los califica de «horribles». Estos autobuses serían los
utilizados por la policía política soviética hasta los años cincuenta. Al ver los vehículos, algunos
polacos tuvieron un presentimiento tan negro como el color en el que estaban pintados y se
resistieron a subir a ellos, pero los guardianes emplearon a fondo los puños y las culatas de sus
fusiles para obligarles a subir.
Aunque los testimonios recogidos posteriormente por los alemanes de entre las gentes del lugar,
así como la descripción recogida en el cuaderno de uno de los oficiales ejecutados, señalan que
se utilizaron «cuervos negros» para el traslado de los prisioneros, un polaco que finalmente se
libró de ser enviado a la muerte, el doctor Stanislaw Swianiewicz, aseguraría que cuando él llegó
a la estación de Gniezdovo, el 30 de abril, se empleó un autobús convencional con las ventanillas
cegadas rudimentariamente con una capa de cemento.
El trayecto en autobús cubría apenas 4 kilómetros, 3 a lo largo de la carretera que unía
Smolensk con Vitebsk, y 1 más tras torcer a la izquierda en dirección al río Dniéper. Allí se
levantaba una dacha que había sido construida por el NKVD en 1934 para alojar al personal que
llevaba a cabo las ejecuciones; los alemanes, cuanto tomaron el lugar, la denominarían
Schlösschen o «pequeño castillo». El diario de Adam Solski hace referencia a esa dacha, en una
apresurada anotación: «Nos trajeron a un bosque, algo parecido a un sitio veraniego». Solski pudo
escribir que el autobús se detuvo al lado de la casa y que tuvieron que bajar. Allí fueron
registrados: «Aquí una revisión detallada. Me quitaron el reloj en el que eran las 6:30. Me
pidieron la alianza (…). Me quitaron los rublos, el cinturón, la navaja…». También tuvieron que
dejar allí los cinturones y los objetos de valor, como los anillos, las estilográficas y la moneda
rusa que tuvieran en su poder. El dinero polaco no les interesaba. A pesar del exhaustivo registro,
Solski pudo conservar un lápiz y la libreta en la que anotó esas últimas observaciones, antes de
ser asesinado, ya fuera en la misma casa o junto a la fosa en la que sería sepultado.
Los alemanes contaron con el testimonio de un civil ruso, Ivan Krivozertsev, que aseguró haber
visto cómo los polacos eran sacados de los autobuses y conducidos a la dacha, en donde se
apuntaban sus nombres en una lista. Según Krivosertsev8, algunos polacos eran asesinados en la
misma casa y a otros se les llevaba al bosque cercano para ser allí ejecutados, aunque él dijo no
haber escuchado ningún disparo.
Los que fueron asesinados en la casa pudieron ser víctimas del método favorito del NKVD. El
hombre que iba a ser ajusticiado era introducido por dos hombres en una celda acolchada
insonorizada, conocida como habitación Lenin. El color del interior era rojo, para disimular las
manchas de sangre o quizás como homenaje a la Revolución. Mientras cada uno agarraba al
condenado de un brazo, y después de que se le obligase a arrodillarse de cara a la pared, un
tercero que se encontraba ya en el interior, con un gran delantal de cuero para no mancharse, se
acercaba sin mediar palabra y le disparaba maquinalmente en la base del cráneo. El cuerpo era
sacado al exterior por una trampilla y cargado en un camión. El suelo de cemento solía ser
inclinado para facilitar así el drenaje de la sangre. Tras un rápido manguerazo, la sala estaba
preparada para que pasara el siguiente. De la rapidez de todo el proceso da idea el que en una
hora podían ser ejecutados hasta veinte prisioneros.
Hasta hace poco tiempo se creía que la mayoría de polacos habían sido ejecutados junto a las
fosas, arrodillados en el borde, o en las mismas fosas, después de que se les obligase a tumbarse
sobre sus camaradas muertos, como solían hacer los alemanes en estos casos y ha quedado
detallado en el capítulo dedicado a la matanza en el barranco de Babi Yar. Pero se han encontrado
pocos casquillos de bala en las proximidades de las fosas, lo que reforzaría la idea de que los
asesinatos se llevaron a cabo en el «pequeño castillo». No obstante, el gran número de
ejecuciones lleva a pensar que pudieron haberse utilizado varias de esas habitaciones Lenin, ya
fuera en el mismo edificio o en otros similares que rodeaban el bosque de Katyn. Igualmente, el
hecho de que unos cadáveres apareciesen con las manos atadas a la espalda y otros no hace pensar
que el método de ejecución pudo ser diferente según el caso.
A pesar de que determinar cómo se llevaron a cabo las ejecuciones es un punto fundamental,
resulta sorprendente que, como podemos comprobar, solo podamos hacer especulaciones al
respecto. De hecho, no existen evidencias de que los asesinatos se produjeran en esa dacha. El
informe elaborado por los alemanes no señalaba ninguna prueba de que hubiera sido así. El
edificio resultó destruido en los combates que tendrían lugar durante la retirada alemana, por lo
que es prácticamente imposible aventurar lo que allí pudo ocurrir, si es que ocurrió algo. Tan solo
quedó en pie una construcción anexa que servía de garaje, aunque no parece que desempeñase
ningún papel en las ejecuciones. En la década de los noventa, investigadores polacos solicitaron a
las autoridades rusas realizar trabajos arqueológicos en la dacha y sus alrededores para buscar
indicios que permitiesen reconstruir lo allí sucedido, pero el permiso les fue denegado. Quizás
algún día, cuando se dé luz verde para poder investigar sobre el terreno, se pueda desentrañar ese
misterio.
Por tanto, sigue siendo una incógnita algo tan elemental como el método empleado por el
NKVD para ejecutar a más de cuatro millares de personas. Sea como fuere, de lo que no hay duda
es de que los asesinos habían perfeccionado un sistema rápido y eficaz, que les permitió acabar
sin ningún contratiempo con la vida de tantas personas jóvenes, que en teoría podían haber
opuesto alguna resistencia más o menos organizada.
Sobre este asunto, un antiguo oficial de seguridad soviético, Oleg Zakirov, que a principios de
los años noventa trabajaba en la rehabilitación de miembros del KGB, pudo haber establecido el
método empleado por el NKVD para asesinar a los prisioneros polacos. En sus conversaciones
con antiguos miembros de la policía secreta soviética, uno de ellos, el mayor N.N. Smirnov, dijo
haber hablado con uno de los que participó directamente en la matanza, un tal S.M. Mokrhitsky.
Según Smirnov, Mokrhitsky le había relatado que los polacos eran conducidos a un recinto
vallado en donde se pasaba lista. Luego se les decía que podían sentarse en un banco a fumar un
cigarrillo, con la espalda apoyada en el muro de una pequeña construcción. En ese momento, se
levantaba una trampilla que dejaba la parte de atrás de la cabeza de los prisioneros al alcance de
las armas de un pelotón de ejecución. Los tiradores disparaban todos a la vez a la base del cráneo,
hacia arriba, ya que la trampilla estaba situada en un plano algo inferior. Después, los cadáveres
eran arrastrados hasta las fosas.
Resulta difícil conceder veracidad al testimonio indirecto de N.N. Smirnov, ya que este método
de ejecución resulta un tanto insólito, pero la realidad es que la casi totalidad de los cadáveres
presentan la misma trayectoria de bala, entrando por la parte baja del cráneo y saliendo por la
parte superior de la frente, lo que parece apoyar esta hipótesis, que es defendida también por
varios autores.
En total, en Katyn los soviéticos asesinaron a 4421 polacos, que fueron enterrados en ocho
fosas, con una profundidad de entre 2 y 4 metros. La mayor de estas fosas, en forma de L, constaba
de doce niveles de cadáveres hasta alcanzar un número de 2800. Las cabezas de las víctimas de
un nivel coincidían con los pies de las del siguiente, lo que demuestra que fue un proceso
sistemático, alejado de cualquier improvisación. El NKVD realizó su «trabajo húmedo” a la
perfección.
En octubre de 1941, un grupo de oficiales polacos fieles al régimen de Moscú fue seleccionado
para llevar a cabo una operación militar contra los invasores alemanes. Uno de los polacos
sugirió al segundo jefe del NKVD, Vsevolod Merkulov, en presencia de Lavrenti Beria, utilizar en
la misión a los oficiales polacos recluidos en los campos de prisioneros de Starobelsk y Kozelsk.
Al escuchar eso, Merkulov contestó: «¡Esos no! ¡Hemos cometido un grave error con esos!».
La intranquilidad entre los polacos que se encontraban en territorio ruso organizando la
incorporación a las filas del Ejército soviético iba en aumento. Czapski explicaría en sus
memorias que:
Al campo de verano en Tock llegaban cada día miles de personas, y establecimos algo así como una oficina de información. Mi
tarea consistía en entrevistar a cada recién llegado. Todos ellos, de Vorkutá, Magadán, Kamchatka o Karaganda, mencionaban
siempre dos cosas. Buscaban a sus familias trasladadas y daban listas enteras de compañeros que aún se encontraban en los campos
y no fueron liberados. Desde el primer momento preguntaba a todos los que llegaban si no habían trabajado con cualquiera de
nuestros compañeros de Starobielsk, Kozielsk u Ostaszkow. Seguíamos pensando que iban a aparecer en cualquier momento… Pero
no solo no llegaba ninguno de ellos, ni siquiera tuvimos alguna noticia, aparte de informes contradictorios de segunda mano. Desde el
momento en el que el general Anders empezó a formar el ejército, insistía en reclamarlos a las autoridades soviéticas. Le daban
siempre las mismas y vanas promesas.
Stalin: (Tomando notas) eso es imposible. La amnistía fue declarada para todos los polacos y todos están libres. (Las últimas
palabras las dirige a Molotov. Este hace un gesto de afirmación).
Anders: Su opinión no corresponde a la realidad. En mi ejército tengo hombres que fueron liberados hace pocas semanas y todos
ellos afirman que en los campos y cárceles se encuentran todavía miles de prisioneros.
Sikorski: A nosotros no nos corresponde presentar las listas de esos hombres; son los comandantes de los campos quienes tienen
las listas completas. De todos modos, tengo aquí una lista con los nombres de 4000 oficiales, deportados por la fuerza, que todavía se
encuentran en los campos de concentración y en las cárceles. Esta lista es incompleta, ya que fue compuesta a base de los
recuerdos de los oficiales ya liberados. He ordenado comprobar si algunos de estos oficiales se encuentran en Polonia. Resulta que
no hay ni uno solo. Tampoco están en los campos de prisioneros de Alemania. Estos hombres tienen que estar aquí. Ninguno de ellos
ha venido.
Anders: Todos no habrían logrado huir. A gran parte de los oficiales cuyos nombres se encuentran en esta lista los conozco
personalmente. Entre ellos se encuentran mis subordinados y los oficiales del Estado Mayor.
Sikorski: Rusia es muy grande y también grandes son las dificultades. Posiblemente, las autoridades locales no han cumplido sus
órdenes. Si alguno de estos oficiales hubiera abandonado el territorio de la URSS ya me habría enterado de ello.
Stalin: Ustedes tienen que convencerse de que el Gobierno soviético no tiene el menor interés de detener ni a un solo polaco.
Molotov: Creo imposible que vuestra gente se encuentre todavía en campos de concentración.
Stalin: Hay que solucionar este asunto. Las autoridades de la administración recibirán órdenes especiales. Pero no olviden ustedes
que estamos en guerra.
El desarrollo de la conversación hizo creer a los representantes polacos que sus compatriotas
se encontraban todavía confinados en los campos de prisioneros. Sikorski y Anders demostraron
una gran ingenuidad al creer que Stalin les estaba ocultando que seguían cautivos. Es muy posible
que ni se les pasase por la cabeza que hubieran podido ser asesinados. Para ellos era
inconcebible que se hubiera podido ejecutar a sangre fría a 4000 prisioneros de guerra. No
obstante, hubieran debido de prestar una atención especial a las tenebrosas palabras con las que
Stalin dio por concluida la conversación, advirtiéndoles que no debían olvidar que estaban en
guerra, lo que, en último término, parecía justificar el terrible destino de sus compañeros de
armas.
La delegación polaca se marchó de Moscú convencida de que Stalin les había mentido y que en
realidad se negaba a liberar a sus compatriotas. La desconfianza entre ambos gobiernos se
prolongaría a lo largo del tiempo. Teniendo en cuenta que Sikorski estaba refugiado en Londres,
esta fuente de tensión resultaba muy perjudicial para la colaboración entre británicos y soviéticos.
Cruce de acusaciones
La noticia del descubrimiento de las fosas, relatado al inicio del capítulo, llegó en el momento en
el que los alemanes más lo necesitaban, y en el más inoportuno para los soviéticos. Con la
traumática derrota en Stalingrado todavía reciente, los alemanes habían comprendido que se
enfrentaban a un enemigo muy poderoso al que sería difícil derrotar en el campo de batalla. La
revelación de la masacre suponía introducir una cuña entre los soviéticos y los aliados
occidentales. Estos últimos difícilmente podrían mantener una alianza con Stalin después de saber
que había tratado de descabezar Polonia, cuya invasión por los alemanes había motivado
precisamente la entrada en guerra de franceses y británicos. Sin duda, la actitud a tomar tras la
salida a la luz del asesinato de los oficiales polacos iba a suponer para los líderes occidentales un
quebradero de cabeza que podía llegar a provocar la ruptura de la alianza con los soviéticos.
Goebbels puso en liza toda su artillería propagandística para tratar de abrir esa brecha entre los
Aliados. En este caso, y sin que sirviera de precedente, no tendría que poner en marcha su sucia
máquina de mentiras, sino que podría decir simplemente la verdad. Así, las ondas de Radio Berlín
no ahorraron detalles sobre lo que se venía encontrando en las fosas de Katyn:
Todos los cadáveres llevan el uniforme del Ejército polaco, las manos atadas y presentan un agujero en la nuca producto de un
disparo de pistola. La identificación no será difícil porque, por la particular naturaleza del terreno, los cuerpos se encuentran en
estado de momificación y llevan todavía encima los documentos personales. Ha sido posible encontrar entre los restos los del general
Smorawinski de Lublin. Estos oficiales, que originariamente estaban detenidos en un campo de prisioneros en Kozelsk, fueron
transferidos en trenes de ganado a Smolensk, en febrero y marzo de 1940. Más tarde fueron trasladados a la Colina de las Cabras,
donde fueron asesinados. Se calcula que el número de oficiales ejecutados asciende a unos 10.000, número que se corresponde con
todos los cuadros del Ejército polaco arrestados por los soviéticos.
Conscientes del impacto que iba a tener en la consideración de la Unión Soviética la revelación
de los detalles de aquella masacre ocurrida tres años antes, Stalin decidió apostarlo todo a una
negación categórica de la responsabilidad soviética en la matanza.
Por tanto, a partir de ese momento, todos los esfuerzos se centraron en tratar de convencer a la
opinión internacional de que el asesinato de los oficiales polacos había tenido lugar en el otoño
de 1941. Para saber si se trataba de un crimen alemán o soviético, lo único que había que hacer
era algo tan aparentemente sencillo como fechar el momento de las ejecuciones. Si estas se habían
producido antes de julio de 1941, que fue cuando las tropas germanas llegaron a la zona, la
responsabilidad sería soviética. Si eran posteriores a esa fecha, la culpa recaería sobre los
alemanes.
Así, los soviéticos tuvieron que rectificar sus anteriores declaraciones referentes a que
ignoraban el paradero de aquellos prisioneros. Como la disparatada versión de la huida a
Manchuria, referida por Stalin con toda seriedad a los incautos representantes polacos, o la que
aseguraba que ya habían sido liberados y que estaban en camino, eran ahora ya insostenibles,
desde Moscú se apuntó una nueva versión que explicaba el hecho de que los oficiales polacos se
hallasen en poder de los alemanes. Según se dijo, los prisioneros polacos se encontraban
trabajando en la construcción de carreteras cuando fueron capturados por las tropas germanas en
su avance, lo que hacía recaer sobre los alemanes la responsabilidad de la masacre. Sin embargo,
como era de esperar, la datación de los hechos abriría un período de intercambio de acusaciones
de responsabilidad entre las autoridades soviéticas y el alto mando alemán.
Los alemanes colocan los cuerpos hallados en las fosas en ataúdes. Goebbels utilizaría esas imágenes en una campaña internacional
de propaganda contra los soviéticos para tratar de minar la alianza enemiga.
En una de las fosas, casi todos los cadáveres llevaban, además de las ataduras, sus capotes o
guerreras puestos sobre la cabeza y sujetos con la cuerda alrededor del cuello. Uno de los
extremos de esta cuerda se unía a la atadura de las manos, así que cada movimiento de brazos o de
cabeza producía una mayor tensión de las ligaduras. El lazo en el cuello estaba siempre muy
apretado. El examen forense demostró que en todos estos casos las víctimas pasaban por grandes
sufrimientos antes de morir, ya que algunos cuerpos llegaban a presentar las articulaciones
retorcidas.
En algunos casos se introducían astillas en la boca que, una vez examinadas al microscopio, se
comprobó que eran de madera de pino. La boca estaba cerrada, por lo que habían sido
introducidas en la boca de la víctima antes de morir; seguramente se quiso así acallar a los que
trataban de alertar a sus compañeros o de maldecir a sus verdugos. Tanto las ataduras como las
bocas llenas de astillas se encontraron también en las tumbas anteriores a la matanza de oficiales
polacos, lo que demostraba que hacía tiempo que esos mismos métodos eran empleados por los
verdugos del NKVD.
Después de desenterrar 982 cadáveres, identificar al 70 % de ellos, y practicar decenas de
autopsias, la comisión internacional consideró que tenía suficientes elementos de juicio para
emitir la siguiente conclusión:
Todos los cadáveres revelan, como causa de muerte, disparos en la nuca. De los documentos hallados en los cadáveres se
deduce que las ejecuciones tuvieron lugar durante los meses de marzo y abril de 1940. En ello coinciden totalmente los hallazgos
consignados en el Protocolo, encontrados en las zanjas y en cada uno de los cadáveres de los oficiales polacos.
Esta conclusión estaba firmada por doce prestigiosos doctores, y no dejaba ninguna duda de la
autoría soviética. Todos los documentos encontrados en los uniformes de los asesinados —
agendas, diarios, cartas o periódicos— eran anteriores a marzo o abril de 1940. La posibilidad de
que los alemanes hubieran asesinado a los polacos en 1941 y que hubieran manipulado la
documentación en poder de cada uno de ellos para simular que fueron ejecutados un año y medio
antes, habría requerido de un trabajo tan complejo y minucioso que resultaba impensable. En las
agendas, por ejemplo, las anotaciones siempre terminaban en esos meses de 1940, por lo que era
absurdo pensar que los alemanes hubieran procedido a borrar cuidadosamente todas las entradas
posteriores a esas fechas, sin dejar ningún indicio de la falsificación. La culpabilidad soviética
había quedado demostrada de manera firme, precisa e incontestable.
Objetos personales hallados en los cuerpos de los oficiales polacos son expuestos públicamente por los alemanes para facilitar las
labores de identificación.
A pesar de los exhaustivos informes de la Cruz Roja polaca, la fría descripción de lo hallado en
las fosas de Katyn no reflejaba todo el horror que allí se podía contemplar. Un escritor polaco,
Józef Mackiewicz, lo trasladaría al papel en un estremecedor testimonio, publicado el 3 de junio
de 1943 en el periódico polaco Goniec Codzienny («Mensajero Diario»), en un artículo titulado
con el pleonasmo Lo vi con mis propios ojos:
Desde el primer momento un olor horrible me dio náuseas, luego, con toda la fuerza de voluntad logré calmarme. Fuimos por un
camino lleno de cadáveres exhumados y allá, detrás de un pino grueso, miré hacia abajo. Horrible… Horrible. Uno, dos, tres
cadáveres ya pueden causar una impresión aplastante. Ahora imagínense miles de ellos, miles y todos en los uniformes de oficiales
polacos… ¡La flor de inteligencia, caballeros de la Nación! Forman capas hacia adentro, capas de cuerpos humanos, unos encima de
otros. Están dispuestos como sardinas, cabezas encima de las piernas, aplastados, planos en el jugo de los cadáveres, que en el fondo
de algunos hoyos se puede divisar como un líquido verde, muerto, en el que ya no se reflejan ni las copas de los árboles, ni las nubes
del cielo. Nos quitamos las gorras y nos quedamos inmóviles, unos pájaros cantaban en el pino. La lluvia cesó, el bendito viento se
llevó el horrible olor para otro lado. Y hasta por un momento salió el sol.
El impacto que produjo en Mackiewicz la visión de ese espantoso espectáculo fue, sin duda,
muy acusado:
En momentos como este, vivir parece cinismo. La primavera por encima del hoyo de manos y piernas entrelazadas, caras
distorsionadas, pelo pegado, zapatos de oficial, uniformes podridos, cinturones. Solo queda pensar que cada una de estas posiciones,
retorcimiento de rodilla, movimiento de cabeza, fue el último ademán del sufrimiento, miedo, dolor… los peores sentimientos
humanos, qué sé yo.
Finalmente, la nota firmada por Molotov certificaba la ruptura de Moscú con el Gobierno
polaco exiliado en Londres:
El Gobierno soviético es consciente del hecho de que el Gobierno polaco está realizando la campaña hostil en contra de la Unión
Soviética para presionar al Gobierno soviético, usando la falsedad nazi para adquirir territorios de la Ucrania soviética, Bielorrusia
soviética y Lituania soviética. Todas estas circunstancias obligan al Gobierno soviético a pensar que el Gobierno polaco actual,
deslizándose a un camino de cooperación con el Gobierno de Hitler, ha dejado de mantener relaciones de amistad con la Unión
Soviética, adoptando una actitud hostil hacia nosotros. Debido a todo ello, el Gobierno soviético ha decidido romper las relaciones con
el Gobierno polaco.
A esta decisión le siguió la constitución de un ejecutivo polaco títere con sede en la propia
Moscú, cerca del Kremlin y de la prisión central del NKVD, la Lubianka, lo que aseguraba una
lealtad perruna. Churchill reconocería en sus memorias que esa ruptura «dio origen a muchos
inconvenientes», aunque lo que es seguro es que los inconvenientes hubieran sido mucho mayores
si la tensión hubiera finalmente estallado entre los propios aliados. Como bien había manifestado
al embajador Maisky, lo único importante era acabar con Hitler a cualquier precio, aunque eso
supusiese sacrificar injustamente a los polacos.
Adelantándose a ese movimiento de Stalin, los británicos ya habían logrado hacer salir de
Rusia a importantes contingentes de combatientes polacos, así como a sus mujeres e hijos. Gracias
a ello fue posible constituir y equipar en Irán tres divisiones polacas que quedarían a las órdenes
del general Anders.
El presidente norteamericano, Franklin D. Roosevelt, al igual que Churchill, no tenía muchas
dudas sobre quién había asesinado a los oficiales polacos. Desconfiando de las aseveraciones que
llegaban de Moscú, había decidido hacer sus propias averiguaciones. Para ello encargó a un
hombre de confianza, el capitán George Earle, viejo amigo de la familia, que investigase
discretamente entre los contactos que poseía en Bulgaria y Rumanía. La conclusión del informe
elaborado por el capitán Earle no pudo ser más clara; habían sido los soviéticos, sin ningún
género de dudas. Earle pidió permiso al presidente para hacer público el informe, pero Roosevelt
le ordenó por escrito que no lo hiciera, ya que era auténtica dinamita. Para ganar tranquilidad, a
pesar de la amistad que les unía, Roosevelt decidió destinar a Earle a la remota Samoa
Americana.
Ya estaba fijada la línea que los aliados occidentales iban a seguir sobre el feo asunto de
Katyn: culpar a los alemanes de la masacre, aun sabiendo que no habían sido ellos. El ministro de
Asuntos Exteriores, Anthony Eden, se sumó a esa estrategia, asegurando públicamente que, tal
como defendían los rusos, se trataba de un montaje hábilmente orquestado por los nazis. El
ministro se presentó en el Parlamento el 4 de mayo de 1943 y dijo que el Gobierno británico
estaba convencido de que la culpa de lo sucedido era del enemigo común, Alemania. Eden añadió
que deploraba «el cinismo con que el Gobierno alemán acusaba a la Unión Soviética, con el
velado propósito de romper la unidad entre los Aliados».
Aunque de cara al exterior el Gobierno británico sobreactuaba denunciando la supuesta
culpabilidad alemana, de puertas adentro era consciente de que era mejor pasar página lo más
pronto posible. Así, el embajador británico ante el Gobierno polaco en el exilio, sir Owen
O’Malley, sugirió a Anthony Eden: «Hemos de tener siempre presente lo que ocurrió en Katyn,
pero no hablar de ello jamás». Por su parte, Churchill comentó ante sus ministros: «Serán
necesarios al menos veinte años para aclarar este hecho». De este modo, dejando la resolución
del caso para tan largo plazo pese a que los hechos estaban ya más que claros, el líder británico
impartía la consigna de olvidar el asunto, tan lamentable como irreversible, y ocuparse de otros
más perentorios.
En esos momentos en los que el Gobierno británico había aceptado comulgar con la rueda de
molino soviética y dejar a los polacos en la estacada, el general Sikorski, que no renunciaba a
conocer lo que realmente había sucedido en Katyn, pasó a convertirse en una figura incómoda para
los Aliados. Pero fue precisamente entonces cuando se produjo la desaparición del líder polaco,
ciertamente oportuna para los intereses británicos.
Sikorski había partido en avión de la ciudad inglesa de Bristol el 25 de mayo de 1943 rumbo a
El Cairo, para inspeccionar las tropas polacas allí destinadas. El 3 de julio emprendió el vuelo de
regreso, haciendo escala en Gibraltar. Sikorski fue recibido allí con todos los honores por las
autoridades de la colonia y al caer la noche se dispuso a seguir viaje rumbo a Inglaterra. Pero,
nada más despegar, el aparato, un B-24 Liberator, se estrelló en el mar, falleciendo el general
polaco en el accidente.
El cadáver de Sikorski pudo ser rescatado del agua y finalmente fue trasladado a Inglaterra. La
RAF envió una comisión investigadora a Gibraltar con la misión de establecer las causas del
accidente. Después de entrevistar a 28 testigos, incluyendo al piloto, que fue el único
superviviente, se elaboró un informe en el que se responsabilizaba del mismo a un fallo suyo. Los
expertos de la RAF descartaron que se hubiera producido un sabotaje, puesto que el aeroplano
había estado custodiado en todo momento precisamente por miembros de la Fuerza Aérea. Aun
así, el informe dejó algunos interrogantes, como la misteriosa identidad de uno de los pasajeros
cuyo cuerpo nunca se encontró, o el hecho de que el piloto llevase puesto el chaleco salvavidas
cuando no era su costumbre. El que casualmente esa misma mañana el embajador soviético en
Londres hubiera realizado una escala técnica en Gibraltar es otro elemento que ha despertado
suspicacias sobre la posibilidad de una conspiración.
La desaparición de Sikorski, fuera debido a un accidente o un sabotaje, supuso un alivio para
los soviéticos, ya que de este modo se despejaba el camino para que acabara prevaleciendo su
versión sobre lo ocurrido en Katyn. Pero el alivio no sería menor para los británicos, al librarse
de un elemento que estaba perjudicando las relaciones con su aliado.
La comisión soviética
A pesar de que todas las pruebas apuntaban a la responsabilidad soviética en la matanza de Katyn,
los Aliados occidentales se avenían a actuar, por el bien de la alianza, como si hubieran sido los
alemanes los que hubieran cometido el crimen. Por su parte, los soviéticos estaban dispuestos a
todo para que prevaleciese su versión, y más cuando el avance imparable del Ejército Rojo iba a
permitir alcanzar el lugar en el que se hallaban las fosas.
Así lo veía también Goebbels. El 29 de septiembre de 1943 dejó anotado en su diario:
«Desgraciadamente, vamos a tener que entregar Katyn. Sin duda, los bolcheviques pronto van a
encontrar las pruebas de que nosotros ejecutamos a esos 12.000 polacos. Este episodio nos va a
provocar un problema en el futuro». Goebbels no se equivocaba. Su comentario destilaba una
amargura seguramente provocada por el hecho de que él, un maestro de la manipulación y la
mentira, iba a tener que sufrir una campaña similar por parte de sus enemigos, dispuestos a darle
de su propia medicina.
En cuanto las tropas soviéticas tomaron el área de Smolensk, unos días después de que
Goebbels anotase esa entrada en su diario, los agentes del NKVD desplazados al bosque de Katyn
pusieron en marcha la pertinente operación de encubrimiento de los crímenes cometidos tres años
y medio antes. Así, desmantelaron un cementerio que los alemanes habían permitido construir a la
Cruz Roja polaca, y todas las evidencias que señalaban a los soviéticos como los autores de la
matanza fueron expurgadas. Los testigos que habían colaborado con los alemanes fueron
interrogados y convenientemente aleccionados para que apoyasen la nueva versión de los hechos.
Como todos los documentos encontrados en los cuerpos de los oficiales polacos databan de antes
de la primavera de 1940, los agentes introdujeron documentos falsos fechados hasta el otoño de
1941.
Además de manipular las pruebas, los soviéticos se apresuraron a crear una comisión
investigadora, con el académico Nikolay Burdenko al frente. Debía ser la primera vez en la
historia que el nombre de una comisión de investigación ya prefiguraba sin lugar a dudas las
conclusiones de la misma: «Comisión Especial para la Determinación e Investigación de la
Ejecución de Prisioneros Polacos de Guerra por los Invasores Alemanes en el Bosque de Katyn».
El presidente de esta comisión de kilométrico título, Nikolay Burdenko, tenía 67 años y era
veterano de todas las guerras en las que había participado Rusia desde la guerra Ruso-japonesa.
Burdenko poseía un gran prestigio científico; estaba considerado el padre de la neurocirugía rusa
y era miembro de la Academia de Ciencias de la Unión Soviética desde 1937. Además de su
bagaje científico, había demostrado su lealtad al régimen soviético, siendo Cirujano General del
Ejército Rojo desde 1939, ganando el Premio Stalin en 1941 y el título de Héroe del Trabajo
Socialista en 1943.
Así pues, los soviéticos habían encontrado en Burdenko el hombre ideal para encabezar la
comisión que iba a tener como objetivo demostrar al mundo que las conclusiones de la Cruz Roja
polaca eran falsas y que los autores de la masacre de Katyn habían sido los alemanes. Para ganar
credibilidad, la comisión contaba con otros nombres ilustres, como el del escritor Alexei Tolstoi,
pariente lejano del famoso literato, pero no se permitió la incorporación de expertos extranjeros.
Tras los estudios de la comisión Burdenko, los soviéticos convocaron una rueda de prensa
internacional, que tendría lugar el 22 de enero de 1944 en Katyn. Como no era difícil pronosticar,
los resultados de la comisión demostraban sin dejar un resquicio a la duda que los autores de la
masacre habían sido los alemanes, y que esta había tenido lugar «en el otoño de 1941».
La comisión intentó rebatir las pruebas presentadas anteriormente por los alemanes: «Los
agresores nazis, valiéndose de la persuasión, intentos de sobornos, amenazas y torturas bárbaras,
pretendían encontrar “testigos” entre los ciudadanos rusos, quienes declararían falsamente que los
presos de guerra polacos fueron asesinados por los soviéticos en la primavera de 1940».
Según las conclusiones de la comisión, los cadáveres que habían sido exhumados en Katyn
procedían de otro lugar: «El poder ocupante nazi, en la primavera de 1943, traía de otros lugares
cadáveres de los presos matados por ellos en otros sitios y los echaban a las tumbas del bosque
de Katyn, procurando de esta manera cubrir las huellas de sus propios crímenes e incrementar el
número de “las víctimas de las bestialidades soviéticas” en el bosque de Katyn». También se
aseguraba que las ejecuciones habían sido llevadas a cabo por prisioneros rusos que fueron
también asesinados, y que los alemanes habían hecho desaparecer todos los documentos con fecha
posterior a la primavera de 1940 para evitar ser acusados.
En las conclusiones de la comisión se afirmaba que los alemanes habían tramado ese montaje
debido «al empeoramiento de la situación política y militar que se había producido a principios
del año; con fines provocadores, los alemanes llevaron a cabo varias acciones con el objetivo de
atribuir sus propios crímenes a los órganos del poder soviético y abrir un conflicto entre polacos
y rusos». La comisión soviética concluía que «matando a tiros a los presos polacos en el bosque
de Katyn, los agresores nazis perpetraban su política de liquidar físicamente a las naciones
eslavas».
El único argumento de la comisión Burdenko que se correspondía con la realidad era la
evidencia de que muchas de las balas encontradas eran de procedencia germana. Esto era cierto;
la munición empleada en los fusilamientos era alemana, de la fábrica Genschow. Pero ese dato no
era concluyente, ya que esas balas se habían estado exportando a Polonia y a la Unión Soviética
antes de la guerra. No se sabe si la munición usada en Katyn procedía de las existencias soviéticas
o de las polacas, capturadas por los rusos después de ocupar Polonia oriental, pero el hecho de
que las balas fueran alemanas supuso una ayuda inestimable a la hora de tratar de convencer a la
opinión internacional de la culpabilidad germana.
También fue de mucha ayuda para los soviéticos que tres periodistas norteamericanos y
Kathleen Harriman, hija del embajador de Washington en Moscú, Averell Harriman, acudiesen a
la rueda de prensa de Burdenko, apoyando con su presencia la versión soviética. Conscientes de
la importancia del apoyo internacional para el éxito de su estrategia de encubrimiento, los
soviéticos invitaron a una docena de periodistas norteamericanos a Katyn, acompañados de la hija
del embajador y un secretario de la embajada, John Melby. El informe que Melby remitió a
Washington es esclarecedor; en él explicaba que los supuestos testigos de la masacre relataron los
hechos ante él de forma automática, como si lo hubieran memorizado, y no se le permitió dirigirles
ninguna pregunta. No obstante, en su informe, Melby concluía que los argumentos de los soviéticos
eran «convincentes». El informe elaborado por Kathleen Harriman también apuntaba en el mismo
sentido. Tras la guerra, ambos asegurarían que, a pesar de sus dudas fundadas sobre la versión
soviética, habían preferido reflejar en sus informes lo que creían que el Departamento de Estado
norteamericano deseaba escuchar. En cambio, los periodistas no se sintieron tan comprometidos y
se mostraron mucho más escépticos.
Una semana después de la presentación de las conclusiones de la comisión, los soviéticos
celebraron una ceremonia religiosa y militar en la que participó una representación de las
unidades polacas que combatían en el Ejército Rojo, con el nombre de Ejército Polaco Popular.
Un jefe de batallón polaco, Tadeusz Pióro, tomó unas notas que serían publicadas en 1989.
Aunque Pióro combatía en las filas del Ejército Rojo, en sus anotaciones parece deslizar algunas
dudas sobre la inocencia de los soviéticos, ya que se refiere a los «oficiales polacos asesinados
por los alemanes en otoño de 1941» remarcando «según las notas oficiales».
El soldado polaco relata su llegada al lugar de la ceremonia:
Llegamos caminando a un claro en el que se encontraba una tumba de tierra, enorme y recién hecha, y encima de la nieve que la
cubría había un águila y un texto que rezaba: “¡Respeto a los caídos! 1941”. En el medio había una cruz grande hecha de madera.
Durante la misa —continúa su relato Pióro— empecé a caminar por el bosque que rodeaba la tumba. Aquí y allá había pedazos de
cinturones de oficiales medio enterrados en el musgo y cubiertos por la nieve, águilas oxidadas, restos de las gorras podridas con
manchas de oxidación y pedazos de cuerdas y alambres. Me vino a la mente la idea de ir al pueblo más cercano para enterarme un
poco más acerca de lo ocurrido. Pero esto resultó imposible: en todas las salidas del bosque había puestos del NKVD, el único
camino abierto fue por el que llegamos de Smolensk.
Como se ve, los soviéticos utilizaron a los soldados polacos para consolidar la gran mentira
urdida en torno al trágico destino de sus compatriotas. El jefe de la 1ª División del Ejército
Polaco Popular, Zygmunt Berling, pudo intervenir en la ceremonia, dirigiendo estas palabras a sus
hombres:
Nos encontramos en la tumba de 11.000 de nuestros hermanos, oficiales y soldados del Ejército Polaco. Los alemanes los
mataron a tiros, como si fueran bestias, los mataron con las manos atadas. Nuestros enemigos empedernidos, los alemanes,
pretenden destruir toda nuestra nación para quitarnos las tierras en las que nosotros, los polacos, vivimos desde hace siglos. Por ello
los alemanes destruyen y asesinan a nuestros hermanos, persiguen, matan y cuelgan a la inteligencia polaca, expulsan a los
campesinos de sus tierras polacas. Por eso han matado aquí, en el bosque de Katyn, a los oficiales y a los soldados polacos. La
sangre de nuestros hermanos derramada en este bosque pide venganza.
Ahora tenemos en las manos —proseguía la encendida arenga de Berling— las armas que nos está dando nuestro aliado, la
Unión Soviética, a la que los alemanes intentaron culpar torpemente por el crimen por ellos efectuado. Tenemos que usar estas
armas para liberar a la patria subyugada y para vengarnos por este horrendo, asombroso crimen, hecho aquí por los alemanes.
Recuerden, oficiales y soldados, la voz de nuestros hermanos asesinados nos está llamando. ¡La tenemos que escuchar!
Los soviéticos quedaron muy satisfechos con la ceremonia, en donde se había escenificado la
unión con los polacos contra el enemigo común. Además, ese acto de hermanamiento fue filmado;
la película sería exhibida en Polonia tras la ocupación soviética para ganarse el favor de los
polacos.
Con el éxito de la farsa brillantemente escenificada en Katyn, los soviéticos esperaban dar por
cerrado el asunto. Sin embargo, con el paso de las semanas, las conclusiones de la comisión
Burdenko quedaban cada vez más en evidencia. Esos argumentos serían rebatidos, uno a uno, por
los representantes polacos trasladados expresamente a Katyn. Los polacos demostraron que la
versión soviética no se sostenía por ningún lado. Intentaron interrogar a los testigos que habían
aportado las informaciones recogidas en el informe, pero se encontraron con que la mayoría de
ellos estaban ilocalizables, puesto que, según les dijeron, habían desaparecido o fallecido. Los
testigos con los que pudieron finalmente hablar entraban en contradicciones. Por otro lado, las
autopsias practicadas a los cadáveres confirmaban que habían fallecido en la primavera de 1940,
desmontando así la versión soviética. Y, en todo caso, los comisionados polacos confirmaron la
imposibilidad de que los alemanes hubieran manipulado los documentos que se encontraban en los
bolsillos de los asesinados, eliminando toda referencia posterior a esa fecha. Por último, los
polacos demostraron que las balas alemanas con las que sus compatriotas fueron ejecutados ya
formaban parte del arsenal soviético antes de la guerra.
El propio Churchill se referiría en sus memorias a la insostenible versión soviética. Según el
líder británico, el informe de la comisión Burdenko aseguraba que:
Los tres campos de concentración no fueron evacuados oportunamente, a causa de la rapidez del avance alemán, y que los
prisioneros polacos cayeron en poder de los nazis y fueron exterminados por ellos. De acuerdo con esta versión —prosigue Churchill
en su escrito—, cerca de 15.000 oficiales y soldados polacos, de quienes no se tenía la menor noticia desde la primavera de 1940,
cayeron, en julio de 1941, en manos de los alemanes, quienes los asesinaron sin que uno solo de ellos lograse escapar y dar cuenta de
lo sucedido, ya fuese a las autoridades rusas, al cónsul polaco en la Unión Soviética o al movimiento clandestino de resistencia en
Polonia. Si consideramos las posibilidades de evasión que habría ofrecido la confusión ocasionada por el avance alemán, y la retirada
de los guardianes rusos de los campos, y si recordamos las gestiones que se llevaron a cabo después, durante el período de la
colaboración ruso-polaca, convendremos en que es necesario un verdadero acto de fe para creer en la indicada teoría.
Pese a las fundadas dudas que despertaban las conclusiones de la comisión Burdenko, la
controversia por la responsabilidad en la matanza de Katyn iría diluyéndose progresivamente. La
unidad de los aliados había quedado preservada y el fin de la guerra estaba cada vez más
próximo, por lo que la crisis provocada por el descubrimiento de la masacre podía darse por
superada.
Katyn en Núremberg
Tras la derrota de Alemania en mayo de 1945, parecía que el asunto de Katyn iba a olvidarse
definitivamente, pero no sería así. Un oficial norteamericano, el coronel norteamericano John H.
Van Vliet, prisionero de guerra de los alemanes, había sido utilizado por estos como testigo
durante los trabajos de la comisión médica internacional en Katyn. De regreso a Estados Unidos,
Van Vliet entregó al Estado Mayor de Inteligencia un informe en el que corroboraba todo lo que
había afirmado cuando estaba prisionero, proporcionando datos fehacientes que demostraban que
había sido un crimen soviético. Al igual que había ocurrido con el informe del capitán Earle, del
que no sabemos si todavía estaba disfrutando de su exilio en los Mares del Sur, el de Van Vliet
tampoco se hizo público para no provocar roces con Moscú. En esos momentos, aunque la guerra
en Europa había terminado, todavía continuaba la guerra contra Japón, por lo que los
norteamericanos no querían enemistarse con Stalin, de quien podían requerir ayuda en Extremo
Oriente.
Por su parte, los soviéticos estaban dispuestos a aprovechar su posición de fuerza, con sus
tropas ocupando la mitad del continente europeo, para lograr que se instalase definitivamente su
mentira histórica. Así, a finales de 1945, seis soldados alemanes fueron juzgados por un tribunal
militar soviético en Leningrado, acusados de crímenes de guerra. A uno de ellos, Arno Diere, le
tocó el triste papel de chivo expiatorio; fue convenientemente persuadido para que admitiese que
había participado en la masacre de Katyn, aunque al menos se le permitió alegar que se había
limitado a cavar las fosas y que no había ejecutado a nadie. Gracias a eso, solo fue condenado a
quince años de trabajos forzosos, en lugar de la pena capital.
El negro episodio de Katyn reaparecería durante el proceso de Núremberg. Aunque los aliados
occidentales no eran partidarios de juzgar este crimen, conscientes de que podían quedar todos en
evidencia, los soviéticos se empeñaron en que fuera también juzgado. Para ello se representó una
farsa que tenía como objetivo desterrar las dudas que existían sobre la autoría germana y
establecerla de forma definitiva para que figurase así en los libros de historia. El papel de la
acusación pública fue asignado a un coronel soviético, a pesar de que la Unión Soviética era parte
sospechosa en el asunto. La acusación se basó en el informe de la comisión Burdenko, dando
validez a sus conclusiones, así como en la confesión arrancada al soldado Arno Diere. Por otro
lado, para desmontar las conclusiones de la comisión médica internacional, los soviéticos
lograron que uno de los firmantes, el médico búlgaro Markov, se retractase de su firma; dicho
médico tenía pendiente en su país un proceso estalinista por su participación en la comisión
médica auspiciada por los alemanes, por lo que no le quedaba otra opción. En cuanto a los
representantes polacos que habían logrado desmontar todas las conclusiones de la comisión
Burdenko, estos fueron apartados del asunto. En Polonia, todos los periódicos fueron obligados a
publicar el comunicado soviético en el que se endosaba la responsabilidad a los nazis.
Para responder al acta de acusación, la defensa presentó al tribunal el Libro Blanco publicado a
raíz de las investigaciones de la comisión auspiciada por los alemanes, que no dejaba lugar a
dudas de la responsabilidad soviética. Además, la confesión del soldado Arno Diere presentaba
tantas incongruencias que difícilmente podía ser tomada en serio por el tribunal. La acusación se
estaba desmoronando a ojos vista. Así pues, lo que en principio era un juicio a los criminales
nazis estaba a punto de convertirse en un proceso contra una de las potencias vencedoras. Los
Aliados occidentales veían abochornados cómo los soviéticos se estaban quedando con el trasero
al aire, pero estos seguían decididos a juzgar y condenar por la matanza de Katyn al primer nazi
que les fuera bien para la ocasión. Finalmente, los Aliados occidentales conseguirían disuadirlos
de seguir adelante con un burdo montaje que amenazaba con volverse en contra de los propios
soviéticos y, por extensión, de todos ellos.
Churchill, quien para entonces ya no tenía responsabilidades de gobierno, reflejaría este
episodio en sus memorias mostrándose muy indulgente con los que habían sido sus aliados.
Recurriendo al fino sentido del humor británico escribió:
El Gobierno soviético no aprovechó la ocasión para poner de manifiesto la falsía de la horrible acusación lanzada contra él y
considerada como cierta por amplios sectores de opinión, ni tampoco para achacar en forma concluyente la responsabilidad del
mismo al Gobierno alemán, algunos de cuyos principales miembros estaban sentados en el banquillo para ser luego condenados a
muerte.
Comisiones de investigación
Con la discreta retirada del expediente de Katyn de los asuntos a juzgar en Núremberg, nada
apuntaba a que surgiera una iniciativa encaminada a dilucidar la responsabilidad en aquellos
hechos. Tras el chasco de no haber logrado que la culpabilidad germana hubiera quedado
certificada, los soviéticos no estaban interesados en seguir insistiendo en buscar falsos culpables.
En cuanto a los aliados occidentales, Katyn era un asunto tan incómodo como vergonzante, que tan
solo invitaba a pasar página y dejar que el paso del tiempo fuera borrando su recuerdo.
Sin embargo, en Estados Unidos, la comunidad polaca no estaba dispuesta a olvidarse de aquel
crimen. Era habitual que se publicasen artículos referidos a Katyn en el principal periódico
dirigido a esta comunidad, el Nowy Swiat «Nuevo Mundo»), pero, al estar escrito en polaco, estas
informaciones no llegaban al conjunto de la población norteamericana. No obstante, aunque se
hubieran publicado en inglés, es muy probable que el público no supiera a qué se referían, ya que
desde 1943 el Gobierno de Washington, así como el de Londres, habían presionado a los medios
de comunicación para que el tema de Katyn fuera ignorado, con el fin de salvaguardar la alianza
con los soviéticos.
Pero, llegados a 1948, la situación sería muy diferente a la que había justificado ese pacto de
silencio. Los soviéticos habían impuesto un bloqueo sobre Berlín, una medida de fuerza que había
hecho crecer hasta límites insospechados la tensión con los antiguos aliados. Ya no parecía haber
ninguna razón para mantener el apagón informativo sobre Katyn. Además, desde la Unión
Soviética se filtró la información de que Nikolay Burdenko, el que fuera presidente de la comisión
soviética de investigación, había confesado a su círculo próximo poco antes de morir, el 11 de
noviembre de 1946, que el informe de la comisión que él había dirigido era falso, y que lo había
confeccionado siguiendo las directrices de Stalin, lo cual tampoco debió suponer una tremenda
sorpresa.
Así, la comunidad polaca en Estados Unidos, representada por el Congreso Polaco-Americano
(Polish-American Congress, PAC), creyó llegado el momento de investigar de verdad la masacre.
El 13 de noviembre de 1949, el PAC envió un telegrama al embajador norteamericano en la ONU,
Warren Austin, solicitando que se abriese una investigación «inmediata e imparcial de uno de los
crímenes más atroces de la historia». Para frustración de los polacos, la petición fue ignorada,
demostrándose que Katyn continuaba siendo un berenjenal en el que nadie quería aventurarse. No
hay que olvidar que el Gobierno de Roosevelt había sido cómplice de la maniobra de
encubrimiento llevada a cabo por los soviéticos, admitiendo como válidas las burdas
conclusiones pergeñadas por Moscú e ignorando todos los informes que alertaban de esa
maquinación. En caso de que se abriese esa investigación imparcial, no tardaría en salir a la luz
esa complicidad, por lo que no era mala idea dejar las cosas como estaban.
Por suerte para la comunidad polaca, un periodista norteamericano, Julius Epstein, hizo bandera
de la necesidad de reabrir las investigaciones sobre Katyn. En julio de 1949, Epstein publicó en
el New York Herald Tribune una serie de artículos sobre la matanza, en los que defendía la
creación de una comisión de investigación. Sus escritos atrajeron no solo la atención del gran
público, sino de los propios congresistas; es muy significativo el que buena parte de ellos
reconociesen que no habían oído hablar nunca de Katyn, lo que demuestra el éxito del bloqueo
informativo instaurado desde el Gobierno. Gracias a la presión ejercida por Epstein, los
representantes del PAC pudieron reunirse con el congresista demócrata por Indiana Ray J.
Madden, con quien elaboraron una resolución conjunta por la que se exigía al Gobierno soviético
que aceptase una investigación de la Cruz Roja Internacional. En la resolución también se instaba
a que los culpables tuvieran que rendir cuentas ante un tribunal penal internacional. A pesar de la
buena disposición del animoso Madden, el político vio como la propuesta era recibida con
frialdad por el resto de congresistas. La falta de apoyos hizo que la puerta a una investigación
oficial continuara permaneciendo cerrada.
Mientras se llevaban a cabo estas gestiones, Epstein trataba de seguir llamando la atención
sobre la masacre. Así, el periodista se dirigió al Departamento de Estado con la propuesta de
producir un programa sobre Katyn para la emisora de radio Voice of America, que podía ser
sintonizada de manera clandestina en Polonia. Para sorpresa de Epstein, le contestaron que no
estaban interesados en dicho programa, sin darle mayor explicación. Epstein hizo entonces sus
averiguaciones entre el personal de la emisora; el jefe de la sección polaca de la emisora le
confesó que «podría levantar más odio en Polonia contra Stalin y que, en todo caso, no tenían luz
verde de Washington para utilizar nada sobre Katyn».
Para Epstein y la comunidad polaca estaba claro que el Gobierno norteamericano no iba a
mover un dedo para investigar los trágicos hechos; en un momento en el que la tensión con los
soviéticos era máxima y la amenaza de una nueva guerra pendía amenazadora sobre Europa,
excitar los ánimos de Stalin sacando a la luz la verdad sobre Katyn no parecía ser la actitud más
prudente. Esa ofensiva en pos de la verdad iba a ser interpretada por Moscú como un ataque, lo
que podía generar una escalada de acusaciones que, quién sabe, podría acabar desencadenando
ese temido conflicto. Pero a Epstein no se le pasaba por la cabeza rendirse. Si no iba a poder
contar con el apoyo del Gobierno, impulsaría la creación de una comisión de investigación no
oficial. Para ello contaría con el que fuera embajador norteamericano en Varsovia, Arthur Bliss
Lane, quien se mostró entusiasmado por la idea.
Bliss Lane era un diplomático de fuerte personalidad, que había sido embajador en varios
países hasta que en 1944 lo fue, primero, ante el Gobierno polaco en el exilio de Londres y, tras la
guerra, en la capital polaca. Decepcionado ante el curso que estaban tomando los acontecimientos
en Polonia, Bliss Lane se mostró muy crítico con su propio país y con los británicos por permitir
que Moscú hubiera logrado instalar en Varsovia un gobierno comunista, además de la amputación
de los territorios situados al este, anexionados por los soviéticos. Bliss Lane no pudo soportar
más lo que él consideraba una traición de las potencias occidentales a Polonia y acabó dimitiendo
en febrero de 1947. A partir de entonces, el diplomático empleó sus esfuerzos en defender la
causa de la Polonia libre, lo que incluía la investigación de la matanza de Katyn, coincidiendo así
con la iniciativa de Epstein.
Bliss Lane y Epstein acordaron la creación del Comité Americano para la Investigación de la
Masacre de Katyn (American Committee for the Investigation of the Katyn Massacre), de la que el
diplomático sería el presidente y el periodista el secretario. Los miembros de la comisión serían
el antiguo jefe de los servicios de inteligencia (Office of Strategic Services, OSS), William
Donovan, y un antiguo agente suyo en Suiza, Allen Dulles, además de dos prestigiosos periodistas
y el presidente del Congreso Polaco-Americano. La comisión fue presentada en el hotel Waldorf
Astoria de Nueva York el 21 de noviembre de 1949. Aunque Bliss Lane y Epstein sabían que no
iban a contar con ninguna ayuda de la administración, lo que no se podían esperar es que esta
tratase de torpedear sus trabajos. Por ejemplo, el Departamento de Estado no permitió que las
sesiones fueran retransmitidas por radio, o se rechazó la exención de impuestos de que disfrutaban
este tipo de iniciativas al considerar que la comisión «no tenía valor educacional».
Superando estos y otros obstáculos, la comisión presidida por Bliss Lane volvió a examinar los
documentos de que se disponían sobre la masacre y procedió a recoger valiosos testimonios. Este
sería el caso, por ejemplo, del citado coronel Van Vliet, de quien se había rechazado su informe
nada más acabar la guerra en Europa. A pesar de su odio por los alemanes, provocado por las
múltiples vejaciones a las que había sido sometido durante su cautiverio, Van Vliet declaró ante
los comisionados norteamericanos que no tenía dudas respecto a la responsabilidad rusa en los
hechos de Katyn: «Odiaba a los alemanes, no quería creerles. Con grandes reticencias tuve que
reconocer que habían sido los rusos los que cometieron aquella matanza».
Entre otras cosas, Van Vliet expresó su extrañeza ante el hecho de que los oficiales polacos
desenterrados llevaran botas casi nuevas, sobre todo teniendo en cuenta que, según la versión
soviética, los prisioneros llevaban más de dos años detenidos en los campos de concentración y
«construyendo carreteras» antes de ser asesinados.
El teniente coronel Donald Stuart, otro oficial norteamericano obligado por los nazis a asistir a
la exhumación de los cadáveres, testificó ante la comisión asegurando que «dejé Katyn
convencido de que los rusos mataron a aquellos hombres. Esa masacre no podía ser una total
falsificación».
Otro testimonio fue el del oficial norteamericano Henry Szymanski, que declaró haber hablado
con centenares de personas que estaban al corriente de las muertes. Pero la declaración definitiva
la hizo un prófugo polaco que testificó con el rostro cubierto ante el temor a posibles represalias
hacia su familia, que en aquel momento vivía en Polonia:
Soy testigo de, al menos, doscientas muertes en el bosque de Katyn. Un compañero y yo encontramos un escondite cercano a la
fosa común, desde donde vimos a los oficiales polacos, conducidos cada uno por dos soldados rusos hasta la fosa, con las manos
atadas a la espalda. Mientras un guardia sostenía al prisionero, el otro evitaba que gritase llenándole la boca de serrín. Si alguno se
resistía, era asesinado en el acto. Los demás eran lanzados vivos al fondo de la fosa, donde morían asfixiados.
El coronel del Ejército soviético Vasili Ershov, huido de su país, ratificó este testimonio ante la
comisión norteamericana, y añadió que los soldados rusos responsables de las ejecuciones habían
consumido asombrosas cantidades de vodka antes y después de la masacre.
A la luz de los documentos y los testigos, que apuntaban inequívocamente a los soviéticos, el
propio Arthur Bliss concluyó: «No se puede tener ninguna duda sobre la responsabilidad del
Kremlin por lo que hoy se considera como uno de los más ominosos delitos de nuestro tiempo».
Como era de prever, la iniciativa de Bliss Lane y Epstein no había sentado nada bien en Moscú,
desde donde se lanzó una dura campaña de prensa para denunciar lo que se consideraba un ataque
en toda regla a la Unión Soviética.
Aunque al principio el Gobierno norteamericano no había visto con buenos ojos la creación de
esa comisión de investigación, para no aumentar la extraordinaria tensión que ya existía con los
soviéticos, el estallido de la guerra de Corea en junio de 1950 provocaría un cambio de actitud.
Cuando se supo que los norcoreanos estaban ejecutando a prisioneros estadounidenses con
disparos en la base del cráneo9, y corrió el rumor de que los soviéticos les estaban asesorando
para llevar a cabo estas masacres —algo muy improbable, ya que Moscú no quería involucrarse
en la lucha sobre el terreno, dejando ese ingrato papel a los chinos—, en Washington saltaron las
alarmas. Se extendió el miedo a que los norcoreanos llevaran a cabo matanzas masivas de
prisioneros siguiendo el mismo método empleado entonces, que había demostrado una letal
eficacia. Un miembro del Congreso llegó a decir que «Katyn puede haber sido un borrador para
Corea».
Aprovechando el viento de cola procedente de Corea, la comunidad polaca aumentó sus
esfuerzos para conseguir que el crimen de Katyn fuera investigado por una comisión especial. No
sería casualidad que quien más presionase para lograrlo fuera el congresista republicano por
Illinois Timothy Sheehan, quien contaba con una fuerte presencia de polaco-americanos en su
distrito electoral. El 26 de junio de 1951, Sheehan realizó la petición formal para que se crease un
comité de trece miembros con el fin de proceder a la investigación de aquellos hechos.
La creación de la comisión quedó atascada por las rígidas normas que regían la aceptación de
una iniciativa de este tipo, pero la presión de la comunidad polaca ejercida personalmente sobre
los congresistas, así como mediante el envío de miles de cartas, logró que esos obstáculos fueran
superados, obteniendo así la deseada luz verde. Así pues, se decidió crear una nueva comisión de
investigación sobre Katyn, pero en este caso oficial y con el apoyo de la Administración. El
Gobierno, en este caso, sí vio con buenos ojos una iniciativa que, por un lado, contribuiría a
frenar la posibilidad de que se repitiese una matanza como la de Katyn en suelo coreano y, por
otro, presentaría la cara más negra del comunismo en un momento en que se estaba librando no
solo un conflicto bélico, sino una batalla ideológica.
En septiembre de 1951, la Cámara de Representantes designó finalmente un comité presidido
por el referido congresista por Indiana, Ray J. Madden, para tratar de esclarecer la verdad sobre
Katyn. Con el fin de reunir la máxima información y dar oportunidad a todas las partes para
defenderse, la comisión envió de inmediato cartas de invitación a los gobiernos de la Unión
Soviética, Polonia, la República Federal de Alemania y el Gobierno polaco en el exilio de
Londres. El Gobierno de Bonn y el de los polacos exiliados respondieron afirmativamente, pero
los de Varsovia y Moscú se negaron a participar, lo que no constituyó ninguna sorpresa.
A pesar de que los soviéticos habían declinado la invitación, en febrero de 1952 el
Departamento de Estado pidió a la embajada soviética en Washington que comunicase a su
gobierno un requerimiento para que proporcionase información sobre Katyn. Tampoco provocó
ningún asombro que a los pocos días la embajada devolviese la petición, calificándola de
«contraria a las reglas internacionales» y de «insulto» a la Unión Soviética. La nota también decía
que el asunto ya había sido investigado por una comisión especial —se refería a la farsa a la que
se prestó Burdenko— que había establecido que «los culpables eran los criminales nazis». En la
nota se argumentaba que las conclusiones de la comisión habían sido publicadas el 26 de enero de
1944 y que los norteamericanos no habían expresado nunca ninguna reserva hasta este momento —
había que admitir que en eso tenían razón—, lo que solo podía responder al ánimo de causar daño
a la Unión Soviética, aunque fuera «rehabilitando a los criminales nazis». Como también era de
prever, se lanzó en la URSS una nueva campaña de prensa, ampliada a todos los países satélites,
publicando las conclusiones de la más que desacreditada comisión Burdenko como si fueran las
Tablas de la Ley. Coincidiendo no por casualidad con esta campaña orquestada, aparecieron
también informaciones que acusaban a los norteamericanos de crímenes de guerra en Corea,
revelando las supuestas ejecuciones de prisioneros de guerra chinos y norcoreanos.
A las sesiones de la comisión Madden comparecieron 81 testigos y se presentaron un centenar
de declaraciones por escrito, lo que demuestra que hubo una firme voluntad de descubrir la
verdad. Fue loable también el esfuerzo por averiguar hasta qué punto la administración
norteamericana conocía durante la guerra la verdad sobre Katyn y si colaboró en su
encubrimiento. Incluso tuvo que comparecer el entonces embajador norteamericano en Moscú,
Averell Harriman. A este esfuerzo no era ajeno el hecho de que los republicanos utilizasen el caso
como munición política contra los demócratas, a quienes se acusaba de ser blandos con los
soviéticos en un momento en el que el anticomunismo gozaba de un gran predicamento. El que,
durante la guerra, el presidente Roosevelt hubiera transigido con las mentiras de Moscú reforzaba
esas acusaciones contra los demócratas. Por su parte, Madden trató incluso de que la ONU llevase
el caso de la masacre de Katyn ante el Tribunal Internacional de Justicia.
Aunque el objetivo de la comisión era averiguar la verdad sobre Katyn, no se pudo obviar un
punto también doloroso para la comunidad polaca, como era la traición que había sufrido su país a
manos de los Aliados occidentales. La situación fue aprovechada para denunciar los acuerdos de
Yalta de febrero de 1945, en donde se diseñó la Europa de posguerra. Los polaco-americanos aún
estaban resentidos con el difunto presidente Roosevelt, quien había obtenido su apoyo para las
elecciones de noviembre de 1944 prometiéndoles que Polonia sería independiente y que habría
justicia para su país. Sin embargo, apenas tres meses después, en la conferencia de Yalta,
Roosevelt y Churchill entregaban Polonia a Stalin.
Los trabajos de la comisión Madden finalizaron en diciembre de 1952. Sus conclusiones, al
igual que las de la comisión presidida por Bliss Lane, no dejaban tampoco ninguna duda de que
los autores de la matanza de Katyn habían sido los hombres del NKVD. En ellas se instaba
también a que los soviéticos fueran juzgados por estos crímenes por un tribunal penal
internacional. Además, se recriminaba al anterior Gobierno demócrata que se hubiera encubierto
ese crimen en aras de mantener la alianza militar con los soviéticos durante la guerra.
La muerte de Stalin, el 5 de marzo de 1953, impondría un nuevo giro en los acontecimientos en
torno a Katyn. Desaparecido el dictador soviético, los norteamericanos consideraron que la mejor
opción era apostar por la distensión, y permitir así que la sucesión del dictador posibilitase una
apertura del régimen, por lo que insistir en el asunto resultaba contraproducente. Por otra parte,
con la conclusión de la guerra de Corea con un armisticio el 27 de julio de ese mismo año, el
peligro de que se reeditase aquella matanza con los soldados norteamericanos como víctimas
había pasado. Nuevamente, la realpolitik se imponía a la búsqueda de la verdad.
Resistiendo el olvido
El sucesor de Stalin al frente de la Unión Soviética, Nikita Kruschev, en su deseo de distanciarse
de su predecesor en el Kremlin, albergaba la intención de revelar la verdad sobre Katyn. Esa
iniciativa se inscribía en el proceso de desestalinización por el que pretendía dejar atrás los
excesos cometidos durante la larga etapa anterior. Pero Kruschev no siguió adelante con su plan
por culpa, paradójicamente, de las reticencias polacas. El dirigente polaco Wladyslaw Gomulka
consideró que desvelar la verdad iba a minar la credibilidad de los soviéticos en Polonia, lo que
con toda probabilidad iba a socavar la legitimidad del Gobierno comunista local, que él presidía.
La intención inicial de Kruschev de asumir en nombre de la Unión Soviética la responsabilidad
por los crímenes de Katyn viraría a una posición de complicidad con el encubrimiento. El 3 de
marzo de 1959, el entonces jefe del KGB, Alexander Sherepin, propuso a Kruschev en una nota la
destrucción de las fichas personales de un total de 21.857 prisioneros de guerra polacos, incluidos
los ejecutados en Katyn. El motivo esgrimido por Sherepin era que estos archivos no tenían «valor
operacional» y que era dudoso que pudieran ser de alguna utilidad para «nuestros amigos
polacos». No obstante, «para responder potenciales cuestiones» —afirmaba la nota presentada a
Kruschev—, se sugería que se conservasen los protocolos del NKVD en donde se establecían las
sentencias a los prisioneros.
Se desconoce el alcance real de la destrucción de documentos propuesta por Sherepin. Según
un veterano de la KGB, Kruschev no solo accedió a que fueran destruidas las fichas personales de
los prisioneros, sino que ordenó la eliminación de los documentos del NKVD relativos a la
masacre. Sin embargo, los historiadores polacos tienen dudas de que esa destrucción se llevase
finalmente a cabo, ya que, de hecho, tras la caída de la Unión Soviética fue hallada documentación
abundante sobre los prisioneros de guerra polacos. En cuanto a la documentación de la KGB,
aunque no existe constancia de que se hubieran destruido, la realidad es que hasta ahora no han
sido localizados.
El aperturista Kruschev había desaprovechado la oportunidad de acabar con la gran mentira
urdida en torno a Katyn. Aprovechando el progresivo desinterés de Occidente por la cuestión una
vez finalizados los trabajos de la comisión Madden, los soviéticos tuvieron más facilidades para
consolidarla. La historia oficial soviética continuaría responsabilizando a los alemanes de la
masacre de Katyn, aunque la estrategia consistió en dejar que el paso del tiempo acabase por
relegar aquellos controvertidos acontecimientos al olvido.
Aun así, esporádicamente surgirían iniciativas destinadas a recordar a los soviéticos que la
verdad acabaría un día por resplandecer; así, en noviembre de 1954, el soldado Arno Diere, que
había sido liberado de su cautiverio en la Unión Soviética, se retractó de su testimonio por el que
se autoinculpaba de haber participado en la masacre de Katyn, afirmando que esa confesión le
había sido arrancada mediante torturas. Igualmente, el 7 de julio de 1957, el semanario alemán 7
Tage publicó el informe de un oficial del NKVD de Minsk que confirmaba la responsabilidad de
su siniestra organización en el exterminio de los oficiales polacos de Kozielsk, Starobielsk y
Ostaszkow.
En donde se aplicó con más denuedo esa política de olvido oficial en torno a Katyn fue
precisamente en Polonia. El Gobierno polaco se aplicó a fondo para que la masacre de Katyn
fuese borrada del pasado. Para ello, Katyn pasó a ser considerado un tema tabú. En el denominado
Libro negro del censor, el instrumento con el que el Gobierno controlaba todo lo que se publicaba
en el país, se estipulaba que cualquier mención a Katyn estaba prohibida. Igualmente, no se podía
encontrar ninguna referencia a este episodio en los libros de historia. Además, quien se plantease
debatir públicamente sobre ese asunto sabía que se arriesgaba a ser detenido y significarse como
enemigo del régimen comunista, con las indeseadas consecuencias que ello acarreaba.
Ese plan para borrar Katyn de la historia de Polonia causó un especial dolor en los familiares
de aquellos oficiales que habían sido asesinados. Para ellos aún continuaba en cierto modo el
calvario que comenzó cuando tuvieron que separarse para siempre en aquel ya lejano 1939. La
hija de uno de los ejecutados en Katyn, Alicja Patey-Grabowska, recordaba que:
Recibimos una única carta. Fue escrita el 26 de noviembre del año 1939 en Kozielsk y nos llegó unas semanas después. Mamá
nos la leyó en repetidas ocasiones. Papá escribía que estaba vivo, que se sentía bien, que pensaba mucho en nosotros, que se
preocupaba y nos echaba de menos. Nos declaraba amor, mandaba besos a mamá… Pedía que no nos preocupáramos por él, ya que
llegaría el momento en el que estaríamos de nuevo juntos…
Esa carta, según Alicja, les acompañó en los momentos más difíciles, ya que:
Demostraba que papá seguía vivo. Incluso en la primavera de 1943, cuando los alemanes imprimían, después de la exhumación de
los cadáveres, las cartas de los oficiales polacos asesinados en el bosque de Katyn por el NKVD, no creíamos completamente en su
muerte. Esta carta sobrevivió en el bolsillo de mamá al Levantamiento de Varsovia y luego al desplazamiento forzado.
Con el final de la guerra, Alicja y su madre llegaron al triste convencimiento de que el padre de
familia no regresaría jamás a casa. Pero al dolor de la pérdida se unió el desdén, cuando no el
acoso, con el que el régimen comunista de Polonia trató a las familias de los oficiales ejecutados.
Aljcia explicaría que:
En 1948 mamá empezó a solicitar una pensión por su marido muerto. Le dijeron que sí, efectivamente, le correspondía, pero tenía
que traer la documentación adecuada, lo que incluía cualquier documento que conservase de él. En un juzgado de Varsovia entregó lo
que pudo, entre otras cosas los recuerdos más preciados para ella: la carta que había sobrevivido al Levantamiento de Varsovia y su
fotografía. Prometieron devolverle todo en una semana. Al cabo de una semana le dijeron que volviera en quince días, luego que
regresara en un mes, finalmente le aconsejaron que cerrara el pico. Las únicas reliquias que le quedaban de su marido se habían
perdido…
Pero, pese a las buenas intenciones expresadas, aunque fuera con prudentes eufemismos, la
realidad era que no se producía ningún avance tangible.
Por su parte, los polacos seguían presionando para dar pasos adelante en el reconocimiento de
la culpabilidad soviética. En abril de 1989 se trasladó desde Katyn una urna con tierra, a modo de
cenizas simbólicas, para depositarlas en el cementerio central de Varsovia. Al mismo tiempo, se
cambió la inscripción que presentaba el monumento oficial erigido en la capital polaca en 1983
(«A los soldados polacos, víctimas del fascismo hitleriano, que descansan en la tierra de Katyn»),
suprimiendo la referencia a los alemanes. También se formularon quejas sobre la incapacidad de
la parte soviética de la comisión mixta de científicos para abordar el tema de Katyn, a pesar de
los intentos repetidos de la parte polaca, quienes habían aportado pruebas de la inconsistencia que
ofrecían las conclusiones apuntadas en su día por la comisión Burdenko.
Para aumentar la presión sobre Gorbachov, en marzo de 1990, con ocasión del 50º aniversario
de la matanza que estaba próximo a conmemorarse, el denominado comité de Katyn, compuesto
por historiadores e intelectuales polacos, le dirigió una carta pidiéndole que «en los próximos
días la URSS le entregue al parlamento de la República Polaca todos los documentos
relacionados con el crimen de Katyn». Para los miembros de dicho comité, era necesario que de
una vez por todas «se revele la verdad, se busque a los responsables y se saquen las
consecuencias de los culpables del crimen de genocidio de los más de 15.000 indefensos presos
polacos».
El capitán Bychowiec
Como se apuntaba en el capítulo dedicado a la deportación de polacos a Siberia, una de esas
familias marcadas por el crimen de Katyn es la de Andrzej (o Andrés) Chowanczak, nacido en
1965 en Buenos Aires, en el seno de una familia de inmigrantes polacos. Su padre fue un héroe de
la resistencia polaca, condecorado post mortem en 2011 por el entonces presidente polaco
Bronislaw Komorowski. De niño, Andrés quedó fascinado por las historias que escuchaba sobre
la resistencia, lo que le llevaría de mayor a realizar una encomiable labor de investigación y
divulgación de la historia polaca durante la Segunda Guerra Mundial, convirtiéndose en un
especialista de referencia en la materia.
Retrato del capitán Jerzy Bychowiec, cuya vida se vería truncada por aquel crimen perpetrado por los soviéticos. Foto cortesía
Andrés Chowanczak.
Pero en su pasado familiar no solo hay historias de heroísmo, sino también trágicas. Su abuelo
materno, el capitán Mikolaj Bychowiec, fue hecho prisionero por los soviéticos, aunque
sobrevivió a su cautiverio para formar parte del Segundo Cuerpo polaco, que luchó junto a los
aliados occidentales. Quien no tuvo esa suerte fue su tío abuelo, el capitán Jerzy Bychowiec, a
quien los soviéticos pondrían prematuramente fin a su vida en el bosque de Katyn.
Según el testimonio de un compañero superviviente, Bychowiec, que era a la sazón jefe de la
Primera Compañía del 85º Regimiento de Fusileros de Vilna, se encontraba confinado en el
campo de Kozielsk. El primer transporte con destino a Katyn salió el 3 de abril de 1940, y el
primer oficial a quien se llevaron fue a Bychowiec. A partir de ahí, su destino fue el mismo de los
otros oficiales que serían asesinados por el NKVD.
Chowanczak refiere a este autor que «el tema del asesinato de mi tío abuelo siempre fue un
tema inconcluso en mi familia, recuerdo cuando era niño y a veces se hablaba de él. En esa época
mis abuelos tampoco podían intercambiar mucha información con la familia en Polonia por ser
este un tema tabú».
Declaración firmada por uno de los compañeros del capitán Bychowiec, en la que certifica su brillantez como oficial. Foto cortesía
Andrés Chowanczak.
Su interés por conocer lo que ocurrió con él le llevaría a encontrar testimonios escritos de
antiguos compañeros suyos, que le ayudarían a trazar su retrato. Así, uno de ellos aseguraba que
«fue el mejor capitán de su regimiento». Como ejemplo de su valía, en una ocasión uno de los
oficiales recibió instrucciones de su comandante y este le dijo: «No se preocupe por el lado norte,
ahí se encuentra el capitán Bychowiec». Su valentía quedaba certificada con esta observación:
«Las misiones más arriesgadas eran asignadas al capitán Bychowiec y a su compañía». Por
último, de otro párrafo se deduce que poseía una gran humanidad: «El capitán Bychowiec pide a
su jefe que ordene que los prisioneros alemanes heridos que se rindieron ante él reciban la mejor
atención médica posible».
Gracias a la mediación de Chowanczak, pude entrevistar en 2013 al hijo del malogrado capitán
Bychowiec, también llamado Jerzy. Ambos se conocieron en 2005, dando la casualidad de que los
dos eran ingenieros, y enseguida se hicieron amigos.
Jerzy le explicó que, de pequeño, cuando llegaba algún hombre a su casa, él gritaba «¡papá,
papá!», pensando que era su padre que regresaba por fin de su cautiverio. Durante muchos años su
padre estaba oficialmente desaparecido, por lo que tenía la esperanza de que se hubiera salvado,
una ilusión que el tiempo acabaría de demostrar vana.
Pregunta. ¿Qué edad tenía cuando vio por última vez a su padre? ¿Qué recuerdos tiene de él?
Respuesta. Tenía tres años y hoy solo tengo recuerdos vagos, tal vez influenciados por lo que
me contó mi madre.
P. ¿Cómo se enteraron del descubrimiento de las fosas de Katyn?
R. Cuando acabó la guerra, mi madre quería asegurarse qué fue lo que sucedió con su esposo y
le dijeron que fue asesinado por los alemanes en Katyn. Recibió una pequeña pensión.
P. ¿Estaban convencidos de que habían sido los soviéticos o tuvieron dudas de que pudieran
haber sido los alemanes?
R. Las dudas surgieron después de la contienda, por lo que decían las radios extranjeras y por
rumores. Además, la última carta fue escrita en 1939.
P. ¿Qué trato recibieron de las autoridades polacas comunistas?
R. El trato que recibí fue normal hasta que quise cursar la carrera de Arquitectura. Allí un joven
delegado comunista me dijo que la carrera de Arquitectura era para los hijos de obreros y
campesinos, no para los hijos de oficiales de la Sanación de la Segunda República Polaca11. Al
final creo que me hizo un favor, estudié Ingeniería y pude hacer una buena carrera como ingeniero
sanitario. Quién sabe cómo me hubiera ido como arquitecto.
P. ¿Estaban en contacto con familiares de otras víctimas?
R. No.
P. ¿Vio la película de Wajda? ¿Le gustó?
R. Sí, es muy fidedigna.
P. ¿Cómo le ha afectado en su vida personal ser hijo de una víctima de Katyn?
R. Fui huérfano y echaba de menos a mi padre. El presidente Lech Kaczynski lo ascendió post
mortem al grado inmediato superior, fue una satisfacción personal.
P. ¿Considera que la herida abierta por la masacre de Katyn ha cicatrizado definitivamente?
R. Para mí personalmente nunca se cerrará. Ahora, a esta edad, a veces sueño que no está tan
lejos el día en que conoceré a mi padre.
Según refiere Chowanczak, Jerzy Bychowiec «tardó muchísimos años en elaborar su duelo y no
estoy seguro de lo haya logrado jamás». Su última respuesta parece confirmar esa impresión.
El 5 de octubre de 2007, el capitán Bychowiec había sido premiado por su valor con un
ascenso post mortem a mayor general, una orden firmada por el entonces ministro de Defensa
polaco. Aunque ese merecido reconocimiento a su figura seguramente llenó de orgullo a su hijo
Jerzy, así como a todos sus familiares, también es cierto que difícilmente pudo compensarle por
aquella temprana y sentida pérdida.
Aunque no hay ningún registro de que Stalin pronunciase alguna vez la frase «La muerte de un
hombre es una tragedia, la muerte de millones es una estadística», a él se le atribuye esta sentencia
que no está muy alejada de la realidad. Podemos ver la matanza de Katyn desde las frías cifras,
pero no hay que olvidar que tras cada uno de esos nombres hubo una familia que sufrió la ausencia
de su ser querido, como en el caso del hijo del valeroso capitán Bychowiec, dejando una profunda
huella personal que el paso del tiempo no ha podido borrar.
El capitán Bychowiec y su esposa. Su hijo, también llamado Jerzy, nunca superaría la pérdida tan temprana de su padre. Foto
cortesía Andrés Chowanczak.
7 La Organización Todt (Organisation Todt, OT), creada en 1934, fue la encargada de construir las infraestructuras militares, y
algunas civiles —como las famosas autopistas—, del Tercer Reich. También dependían de ella fábricas de armamento, de las que
saldría un tercio de la producción bélica total. Llamada así en honor a su fundador, Fritz Todt, fallecido en accidente de avión en 1942,
integraba a más de millón y medio de trabajadores esclavos, la mayoría prisioneros de guerra y judíos deportados. A partir de
entonces y hasta 1945, la organización estuvo dirigida por el ministro de Armamento, el eficiente Albert Speer.
8 Krivozertsev, temiendo las represalias que, sin duda, iba a sufrir por haber colaborado con la comisión auspiciada por los nazis, al
final de la guerra acabó huyendo al sector de Alemania ocupado por los aliados occidentales, siendo acogido en un campo de
refugiados cercano a Bremen. El 31 de mayo de 1945 fue interrogado por las autoridades aliadas en el mismo campo, reafirmándose
en lo manifestado ante los alemanes.
9 Uno de estos casos fue la masacre de Bloody Gulch («barranco sangriento»), ocurrida el 12 de agosto de 1950, cuando las tropas
norcoreanas ametrallaron a 55 soldados norteamericanos que acababan de capturar durante la batalla del perímetro de Pusan. Otros
22 fueron ejecutados de un tiro en la cabeza. Los cuerpos serían recuperados por el Ejército estadounidense cinco semanas más
tarde.
10 Testimonio extraído de: KACZOROWSKA, Teresa, Children of the Katyn Massacre: Accounts of life after the 1940 soviet
murder of polish POW’s, McFarland & Company, Jefferson, 2006.
11 Sanacja («sanación» en español) fue un movimiento creado en 1926 que preconizaba la «sanación moral» de Polonia, al
considerar que el país era víctima de la corrupción y que los partidos políticos no defendían el interés público. Aunque sus principios
ideológicos eran un tanto vagos, defendía una política autoritaria, nacionalista y antiliberal, y tenía una fuerte implantación entre los
oficiales del Ejército. La Sanacja serviría de base al régimen autocrático y cada vez más conservador que gobernaría Polonia entre
1926 y 1939. Tras la guerra, el Gobierno comunista polaco perseguiría a sus antiguos miembros, acusándolos de «enemigos del
Estado».
Capítulo 10:
Khaibakh, el Oradour soviético
Deportaciones masivas
Antes de conocer en detalle la tragedia que tendría lugar en el Cáucaso, es necesario entender
cómo se llegó a aquella situación que, a diferencia de lo ocurrido en Oradour, fue fruto de una
vasta operación fríamente planificada y con un enorme despliegue de medios.
Aprovechando el río revuelto de la Segunda Guerra Mundial, Stalin pondría en práctica una
política de redistribución étnica de la Unión Soviética, sin reparar en los enormes costes humanos
que iba a suponer. Stalin siempre había desconfiado de los grupos étnicos no rusos, y la vorágine
de la guerra le dio la oportunidad de oprimir a aquellas nacionalidades de cuya lealtad
desconfiaba.
La situación no representaba una novedad en la breve historia soviética. Stalin encontró el
modelo a seguir en el genocidio emprendido por Lenin contra el pueblo cosaco, otra tragedia
apenas conocida. Sus tres millones de integrantes, imbuidos de su proverbial espíritu
independiente, mostraron su rechazo a la Revolución bolchevique, alineándose con los ejércitos
blancos. En enero de 1919, cuando la guerra civil ya se había decantado hacia el bando rojo, y los
cosacos no representaban una amenaza seria para el nuevo régimen, el Comité Central del Partido
Bolchevique dictó una resolución secreta por la que se reconocía «como única medida correcta
una lucha sin piedad, un terror masivo, contra los ricos cosacos, que deberán ser exterminados y
físicamente liquidados hasta el último». Los valientes cosacos, que por tradición contaban todos
ellos con un arma, no aceptaron su condena sin rebelarse, y el plan genocida se extendería a lo
largo de más de dos años. Durante este tiempo, para desmoralizar a los cosacos sublevados, se
tomaron mujeres, niños y ancianos como rehenes, siendo reunidos en campos, en donde
sobrevivían en condiciones espantosas y, según describía un informe de la Checa, «morían como
moscas».
Otra orden secreta de octubre de 1920 enumeraba las aldeas cosacas de una región que debían
ser «limpiadas», con instrucciones de vaciarlas de habitantes, incendiarlas y «embarcar a toda la
población masculina, entre 18 y 50 años, en convoyes y deportarla, con escolta, hacia el norte,
para cumplir trabajos forzados de categoría pesada». También se ordenaba «expulsar mujeres,
niños y viejos, dándoles autorización para reinstalarse en otras aldeas más al norte», además de
«requisar todos los enseres y bienes de los habitantes de las aldeas mencionadas». Para dar idea
del volumen de la operación, el documento, además de concretar el número de deportados de cada
aldea —la mayoría de ellas entre 1500 y 3000 aproximadamente— señalaba la expedición de 154
vagones de mercancías en los que se transportaban los expulsados con destino a Grozni, y
reclamaba urgentemente 306 vagones suplementarios para poder terminar las deportaciones. Una
frase muy significativa era la siguiente: «Entre los que aún no han sido deportados figuran
simpatizantes del régimen soviético, familias del Ejército Rojo, funcionarios y comunistas». Es
decir, a esos cosacos de nada les iba a servir su alineamiento, sincero o no, con los bolcheviques;
como cosacos que eran, su destino estaba igualmente sellado, lo que demostraba el carácter étnico
y no político de esa represión.
Esa misma orden estipulaba que «las casas y las tierras de sus habitantes sean distribuidas a los
campesinos pobres y en particular a los chechenos, que siempre han mostrado un profundo apoyo
al poder soviético». Paradójicamente, apenas dos décadas más tarde, serían los chechenos los que
padecerían un genocidio similar, tal como se verá en el presente capítulo. Así pues, la represión
de grupos étnicos mediante el exterminio físico y las deportaciones masivas formaría parte del
ADN de la Unión Soviética desde su mismo nacimiento. Pero hay que tener presente que esa
represión étnica no era más que otra expresión de la ofensiva que lanzó Lenin contra todos los que
podían suponer un obstáculo a la implantación de su sistema totalitario, una campaña plasmada en
el exterminio por razón de clase (burgueses, kulaks) o ideología (socialistas, anarquistas,
mencheviques, kadetes, eseristas y, posteriormente, trotskistas). Stalin, como un niño que de adulto
actúa según lo que ha visto en su casa de pequeño, no haría otra cosa que copiar el
comportamiento de su padre político, Lenin.
Los primeros en sufrir las deportaciones promovidas por Stalin, tal como hemos visto en el
segundo capítulo, fueron los polacos, que comenzaron a ser enviados a Siberia y otras regiones de
la URSS en febrero de 1940. Luego le tocaría el turno a los habitantes de los estados bálticos, en
los que había entrado el Ejército Rojo en octubre de 1939. En agosto de 1940, Estonia, Letonia y
Lituania fueron anexionadas a la Unión Soviética. Stalin tomó entonces la decisión de eliminar o
deportar a los «elementos peligrosos». Durante ese primer año de ocupación soviética, unas
124.000 personas se vieron afectadas por esta política represiva. El proceso de deportación
masiva se llevó a cabo en cuatro oleadas que culminaron entre el 13 y el 14 de junio de 1941 con
el envío de 15.000 personas a Siberia en condiciones infrahumanas. En este contingente había
2400 niños menores de diez años.
A continuación le tocaría el turno a los rusos descendientes de alemanes que se habían instalado
en las orillas del Volga, invitados por la zarina Catalina la Grande. Aunque ya ni siquiera
hablaban alemán, perdido con el paso de las sucesivas generaciones, Stalin temía que formasen
una quinta columna ante el avance germano, por lo que ordenó la deportación de todos ellos.
1.500.000 ciudadanos de etnia alemana fueron expulsados de sus tierras en agosto de 1941 y
enviados a Kirguistán. Miles morirían allí de hambre, frío y enfermedades.
La expulsión de los alemanes del Volga sería el aperitivo de lo que vendría después en el
Cáucaso. El pueblo que sería el triste protagonista de la matanza con similitudes con la acaecida
en Oradour sería el checheno, que ya llevada a sus espaldas un largo historial de represión a
manos de Rusia. A finales del siglo XVIII, Rusia había emprendido una política de expansión por el
Cáucaso. Aunque los rusos ocuparon buena parte de la región, no lograron conquistar Chechenia,
que se convertiría en un foco de resistencia, bajo el liderazgo de un jeque musulmán sufí. En 1814,
el gobernador ruso del Cáucaso advirtió al zar Alejandro que los chechenos, «con su ejemplo de
independencia, pueden contagiar su espíritu rebelde incluso a los más leales pueblos del
imperio». Por tanto, el gobernador concluyó que «no tendremos paz mientras un solo checheno
siga con vida».
En 1818, las tropas rusas penetraron en Chechenia y establecieron un fuerte en Grozni. En las
décadas siguientes, el espíritu combativo checheno no sería sofocado por los rusos, despertando
incluso la admiración del escritor León Tolstoi, que estuvo destinado allí dos años como soldado.
Durante ese tiempo se asentaría la identidad musulmana de los chechenos, como signo de
resistencia ante el expansionismo ruso. La conquista completa de Chechenia y su incorporación al
Imperio ruso como provincia no culminaría hasta 1864. Los recursos petroleros convirtieron a
Chechenia en una pieza de gran valor estratégico, por lo que los rusos se mostraron decididos a
mantenerla bajo su control.
Como se ha apuntado, los chechenos apoyaron la Revolución de 1917 y optaron por los
bolcheviques en la guerra civil que les enfrentó a los blancos, lo que les hizo ganarse las
simpatías del régimen comunista. Pero, a partir de 1929, las colectivizaciones forzosas llevadas a
cabo por Stalin fueron respondidas con centenares de levantamientos campesinos. El espíritu
levantisco checheno se plasmó en una ola de rebeliones antisoviéticas que tomaría la forma de una
guerra de guerrillas, lo que a su vez provocó un incremento de la represión. En 1934, el Gobierno
soviético forzó la fusión de las regiones de Chechenia e Ingusetia en una única república
autónoma. Para hacer frente a la invasión germana, Stalin no dudó en recurrir a los chechenos para
nutrir al Ejército Rojo; unos 50.000 serían enviados al frente.
Operación Lentil
A comienzos de 1943, una vez conjurado el peligro del avance alemán por el Cáucaso tras la
decisiva victoria de las tropas soviéticas en Stalingrado, Stalin pudo respirar tranquilo, confiado
en que a partir de entonces ya era solo cuestión de tiempo derrotar al invasor germano. Pero,
aprovechando ese respiro, el dictador soviético vio llegado el momento de saldar cuentas con los
indómitos chechenos, en el marco de una gigantesca operación de limpieza étnica en la región.
Parecía que en su mente resonaban todavía aquellas belicosas palabras que el gobernador del
Cáucaso había dirigido al zar.
Así pues, el 11 de febrero de 1943, el Politburó acordó la futura deportación de los chechenos e
ingusetios de la república autónoma que llevaba el nombre de estos dos pueblos, además de los
restantes grupos étnicos: los karachai, los calmucos y los balkarios. Aunque eran cinco los
pueblos condenados al destierro, los chechenos supondrían dos tercios del total de deportados. Se
decidió también que la expulsión debía ejecutarse en tan solo unos días, para impedir que pudiera
organizarse alguna resistencia que dificultase la deportación masiva. La operación recibiría
oficialmente el nombre de Lentil, mientras que los chechenos la conocerían como Aardakh
(«éxodo»).
El encargado de poner en práctica el plan sería Lavrenti Beria, el citado jefe del NKVD, que
había sido el responsable operativo de la matanza de Katyn. Beria, además de con el personal de
su siniestra organización, contaría con la colaboración del Ejército Rojo, indispensable para
coordinar semejante movimiento de población en tan cortísimo espacio de tiempo. Se calculó que
la ejecución de la orden iba a costar unos 150 millones de rublos, lo mismo que la fabricación de
unos 700 tanques T-34, e iba a requerir unos 120.000 soldados, un material y unas tropas que
podían resultar vitales en algún sector del frente y que, sin embargo, se iban a utilizar para
reprimir a la propia población soviética. Este despliegue de recursos da idea de la férrea y
despiadada voluntad de Stalin de acabar con esos colectivos considerados antisoviéticos en un
momento en el que el principal y más temible enemigo era Alemania.
Pese a estar aprobada, la operación tardaría un tiempo en ponerse en marcha, quizás debido a
las urgencias militares que iban surgiendo, como sería la preparación de la respuesta a la habitual
campaña de verano de los alemanes, que en esta ocasión iba a tener como escenario Kursk.
Superada esa prueba, Stalin ya podía disponer de las unidades del Ejército Rojo que requería la
Operación Lentil. El plan se pondría finalmente en marcha en octubre de 1943, cuando el
contingente de tropas escogido para la misión comenzó a desplegarse en territorio checheno,
supuestamente para reparar puentes y descansar en la retaguardia después de los duros combates
que habían mantenido contra los alemanes. Los soldados fueron acogidos por los confiados —y
podemos decir que ingenuos— chechenos en sus propios hogares, proporcionándoles lo necesario
para recuperar las fuerzas antes de regresar al frente. Al mismo tiempo, un oficial del NKVD,
Bogdan Kobulov, se encargaba de redactar sobre el terreno un informe con el que se pretendía
justificar la operación proyectada. En sus conclusiones se aseguraba que unos 20.000 chechenos
«habían realizado actividades antisoviéticas, habían colaborado con los saboteadores alemanes y
habían intentado crear una resistencia armada al poder soviético».
El 23 de febrero de 1944 se celebraba el Día del Ejército Rojo. Para participar de los actos
festivos, todos los hombres chechenos fueron convocados a las sedes del soviet local de sus
respectivas poblaciones. El llamamiento no levantó ninguna sospecha, por lo que acudieron
voluntariamente. Pero, una vez concentrados en las sedes, se les comunicó, mediante la lectura de
un decreto del Presidium del Soviet Supremo, que estaban acusados de traición y
colaboracionismo con los alemanes, y que serían deportados.
Los chechenos allí agrupados se quedaron de piedra, sin entender el porqué de esa arbitraria
condena, tan sorpresiva como injusta. Desde que había estallado la guerra, los chechenos se
habían mostrado leales a la Unión Soviética, e incluso varios militares de esa etnia habían
recibido la distinción de Héroe de la Unión Soviética por su brillante desempeño. A lo largo de la
contienda, unos 2300 chechenos perderían la vida combatiendo en el Ejército Rojo, el mismo que
iba a proceder ahora a su expulsión y deportación.
Resistencia chechena
A pesar del claro compromiso del pueblo checheno con la defensa de la Unión Soviética frente al
invasor germano, era cierto que existía un grupo de guerrilleros que luchaba por sacudirse el
dominio soviético. Su líder era el periodista y poeta Hassan Israilov.
Nacido en 1910, Israilov destacó en su juventud como militante del Partido Comunista. Fue
enviado a Moscú, a la Universidad Comunista del Este, una escuela de formación para los cuadros
del partido. Israilov comenzó allí su carrera periodística, pero sus artículos criticaban la política
soviética en Chechenia, lo que le valdría un arresto por «calumnias contrarrevolucionarias». Dos
años después fue rehabilitado pero, junto a su hermano Hassan y otros estudiantes chechenos, se
mostró decidido a seguir denunciando el trato injusto que, según él, recibía su pueblo. Esta vez fue
detenido y enviado cuatro años a Siberia. Tras su paso por el gulag ya no regresó a Moscú, sino
que volvió a Chechenia, en donde ejerció de abogado.
A finales de 1939, inspirados en la valerosa resistencia finlandesa a la invasión soviética,
Israilov y su hermano decidieron asumir la peligrosa responsabilidad de organizar y liderar una
guerrilla independentista chechena. El grupo iniciaría sus acciones en febrero de 1940, con la
toma de varias aldeas de montaña en las que establecerían la sede del Gobierno rebelde. Las
fuerzas del NKVD se mostraron incapaces de sofocar la rebelión, ya que los guerrilleros de
Israilov se movían en ese terreno, que conocían palmo a palmo, como pez en el agua. En el verano
de 1941, la guerrilla chechena contaría ya con unos 5000 hombres. Gracias a los éxitos
alcanzados en sus escaramuzas contra los hombres del NKVD habían conseguido apoderarse de
armamento moderno, por lo que ya representaban una fuerza insurgente de cierta relevancia. A
partir de enero de 1942, Israilov intentó extender el levantamiento a otros pueblos del Cáucaso.
Por tanto, los chechenos se habían convertido en un elemento muy perjudicial para el dominio
soviético en la región.
Cuando los alemanes penetraron en el Cáucaso en agosto de 1942, estos trataron de establecer
una colaboración con los guerrilleros para facilitar su avance por la región, pero el grupo de
Israilov desconfió de ellos, temiendo librarse del yugo soviético para caer en el germano. La
primera exigencia de Israilov era que los alemanes reconociesen la independencia chechena, algo
que estos no estaban dispuestos a aceptar. La influencia que tenía un clan judío entre los
resistentes chechenos, así como la rivalidad histórica entre los chechenos y los cosacos, aliados
de los alemanes, contribuyó a que no pudiera establecerse una unidad de acción contra los
soviéticos. Aunque no era judío pese a lo que parece indicar su apellido, Israilov sentía antipatía
personal por Hitler. De todos modos, se dio alguna colaboración esporádica; cuarenta agentes
alemanes fueron lanzados en paracaídas sobre territorio checheno con la misión de proteger la
refinería de petróleo de Grozni para que los soviéticos no la destruyesen en su retirada. Estos
agentes obtendrían la colaboración de un centenar de chechenos. Aun así, la alianza entre
alemanes y chechenos no fructificó y cada uno siguió haciendo la guerra contra los soviéticos por
su cuenta.
La Ruta de la Muerte
Stalin utilizaría esa supuesta colaboración, reflejada en el informe de Kobulov, como pretexto
para poner en marcha la deportación masiva de los chechenos y otros pueblos del Cáucaso.
Mientras los hombres se encontraban detenidos en las sedes de los soviets, los soldados
soviéticos iban casa por casa expulsando a las mujeres, niños y ancianos. Apenas se les
permitieron unos minutos para coger ropa y comida para el viaje que, según se les dijo, iba a
durar solo un par de días. Aquellos que, a juicio de los soldados, ralentizaban el proceso, ya fuera
por su deteriorado estado físico o porque pedían alguna explicación, eran asesinados en el mismo
lugar. Tampoco se salvarían de la expulsión los pacientes de los hospitales.
Todos los detenidos en esas redadas fueron conducidos a la estación de ferrocarril más cercana
para proceder a su deportación inmediata. Ese desplazamiento lo harían a pie o en camiones
militares norteamericanos Studebaker, entregados masivamente por Estados Unidos en el marco de
la Ley de Préstamo y Arriendo para ayudar a los soviéticos en su lucha contra Alemania. El
robusto camión, conocido popularmente como Studer por las tropas soviéticas, había sido
diseñado con vistas al escenario ruso, es decir para rodar por caminos difíciles y funcionar con
combustible que no siempre era de buena calidad. Lo que no podían imaginar los norteamericanos
es que sus camiones iban a ser empleados para deportar civiles inocentes.
Para el traslado a las lejanas regiones de destino se utilizaron vagones de ganado, que se
convertirían en auténticas neveras en el trayecto que les esperaba a través de la gélidas estepas de
Asia central. Ni los soldados chechenos que estaban combatiendo a los alemanes fueron
perdonados; se les sacó de sus unidades y se les envió también a esas regiones remotas.
Cerca de medio millón de chechenos se vieron obligados a dejar sus hogares y dirigirse a un
destino incierto, en Siberia, Kazajistán, Uzbekistán y Kirguistán. En total se emplearon 180 trenes
especiales en la operación. Obviamente, el viaje no duraría dos días, sino que se prolongaría
entre dos semanas y un mes. No se les proporcionaría comida ni agua, por lo que tuvieron que
sobrevivir con los víveres que habían podido recoger apresuradamente antes de salir de casa. A
los pocos días, ya no les quedaba nada de comer. Cuando el tren hacía una parada, se les permitía
bajar a recoger nieve y así poder beber.
El trágico trayecto, que se cobraría decenas de miles de víctimas, quedaría en la memoria del
pueblo checheno como la Ruta de la Muerte. Los que iban muriendo por el camino ni siquiera
pudieron ser enterrados por sus familiares; para no perder tiempo, los soldados arrojaban los
cadáveres al lado de las vías del tren. Con el fin de evitar ese denigrante final, muchos familiares
preferían disimular dentro del vagón los cuerpos sin vida de sus seres queridos, escapando así de
las inspecciones regulares de los soldados, para poder proporcionarles un entierro digno al llegar
al destino.
En una de las estaciones, un maestro abjasio fue testigo del paso de uno de estos trenes: «Era
una escena increíble: un tren extremadamente largo, lleno de gente apiñada. Estaban siendo
trasladados a algún lugar del este. Mujeres, niños, ancianos… Parecían terriblemente tristes y
abatidos. Eran chechenos e ingusetios y estaba claro que no estaban viajando por deseo propio.
Estaban siendo deportados. Habían cometido “crímenes muy graves contra la Patria”…».
Masacre en Khaibakh
Aquel 23 de febrero de 1944 se puso en marcha la deportación de la mayoría de chechenos. No
obstante, la expulsión de aquellos que vivían en las regiones montañosas de difícil acceso tendría
que esperar unos días más. Al ser pleno invierno, la nieve obstaculizaba los caminos, por lo que
no resultaría fácil a los soviéticos desplazarse hasta allí.
La operación en la región de Galanchozh había quedado bajo el mando del general Mijail
Maksimovich Gvishiani. El 27 de febrero, las tropas soviéticas llegaron a la aldea de Khaibakh y
obligaron a todos sus habitantes a salir de sus casas y reunirse en la plaza. A los que eran capaces
de caminar varios kilómetros se les ordenó que se pusieran en marcha para dirigirse hacia la
localidad de Galashki, en donde estaba la estación de ferrocarril más próxima.
El problema para el general Gvishiani era trasladar al resto, un total de 702 personas, entre las
que había mujeres con niños pequeños —incluyendo dos gemelos recién nacidos—, enfermos,
inválidos y ancianos. Era impensable poner a caminar decenas de kilómetros a ese contingente
humano. Pero las órdenes recibidas desde Moscú eran precisas y tajantes; había que vaciar la
región de chechenos, y de manera inmediata. Según una consigna verbal de Beria, los chechenos
«no transportables» debían ser liquidados en el mismo lugar. Seguramente, el temor a quedar en el
punto de mira de Moscú en el caso de fracasar en su misión llevó al obediente general a apostar
por la opción más radical, y execrable, posible.
Una vez que los habitantes que podían caminar abandonaron el pueblo, entre las diez y las once
de la mañana, Gvishiani ordenó llevar a aquellas otras personas a un establo, en donde se había
de amontonar heno seco, según se dijo, para que pudieran tenderse allí y descansar. En realidad,
la función del heno era muy diferente. Una vez que estuvieron todos dentro, el general ordenó
rodear también las paredes del establo con heno seco y empaparlo con gasolina.
Uno de los soldados presentes ese funesto día en Khaibakh, Dziyaudin Malsagov, de 31 años,
recordaría años más tarde lo que ocurrió a continuación:
Cerramos el establo y luego le pegamos fuego. Se escuchaban gritos desesperados de mujeres y niños. La gente consiguió echar
la puerta abajo. Entonces recibimos la orden de disparar con ametralladoras a los que intentaban salir, de manera que la puerta se
quedó bloqueada por sus cadáveres y los demás murieron quemados vivos»12.
En ese momento, los habitantes de Oradour, en el otro extremo del continente, difícilmente
podían pensar que menos de cuatro meses después iban a sufrir el mismo destino que aquellos
desgraciados.
La noticia del horrendo crimen comenzó a correr por los pueblos de los alrededores. Un vecino
de otra aldea, Magomed Gayev, de 21 años, pudo contemplar la escena desde la lejanía. Gayev
explicaría que «una columna de humo subía hacia el cielo… Incluso desde una gran distancia
pudimos comprender que algo terrible estaba sucediendo en el pueblo. Cientos de voces formaban
un horrible, inhumano grito. Era el grito de las víctimas que se estaban quemando vivas».
Salambek Zakriyev, un hombre que, junto a unos amigos, se ocultaba en una cueva cuya entrada
estaba orientada hacia Khaibakh, relató que «vimos humo saliendo del pueblo. Cerca del puente
de Byati, no lejos de allí, cuatro soldados perseguían a un hombre. Al final, lo alcanzaron y lo
mataron. Después lo tiraron al río».
De las aldeas que todavía no habían recibido la visita de los soldados soviéticos partieron
grupos de lugareños para comprobar si era cierto. Uno de los hombres que acudió a Khaibakh fue
Saydkhasan Ampukayev, cuyo testimonio nos acerca el horror que se vivió allí:
Escuché que habían quemado gente viva en Khaibakh. Aunque estaba un poco lejos de nuestra aldea, al otro lado de la montaña,
fui hacia allí con varios vecinos. En el pueblo no quedaba nadie con vida. Cuando llegamos allí, vi algo que no puede describirse con
palabras. Había visto muchas cosas a lo largo de mi vida, pero aquello era increíble. La gente estaba totalmente quemada. El techo
del establo se había desplomado sobre aquellos cuerpos. Podías ver cráneos quemados y rotos, trozos de cuerpos… Al principio no
queríamos moverlos, pero pronto decidimos que había que sacar los cadáveres. Improvisamos una camilla y comenzamos a sacarlos
de allí. Recogimos fragmentos de piernas, cabezas y otras partes, no había ningún cuerpo completo. Reconocimos a un hombre
llamado Tutu Gayev; su cara y su barba eran reconocibles, pero su cuerpo estaba totalmente quemado. Sacamos todos los restos y
los llevamos hasta un riachuelo cercano. Allí cavamos una zanja y comenzamos a enterrarlos. Tuvimos que abrir tres zanjas más.
Nos llevó tres días enterrar todos los cadáveres13.
En la matanza fueron asesinadas familias enteras. Por ejemplo, entre las víctimas figuraba Zano
Gazoyeva junto a sus hijos Mokhdan, de 17 años, Berdan de 15, Mahmad de 13, Berdash de 12 y
su hija Zharadat, de 14. También pereció una anciana de 81 años, Minegaz Chibirgova, junto a su
nuera Zalimat y sus nietos Abdulmazhed, de 8 años, Laila de 7 y Marem de 5. Zuripat
Bersanukayeva fue quemada viva en aquel establo junto a su hija Hanpat, de 19 años, Bakuo de
17, Baluza de 14, su hijo Mohmad de 11 y sus otras hijas Baissari de 9 y Bazuka de 7. Los
gemelos recién nacidos se llamaban Hassan y Hussein Gayev.
Los signos del horror siguieron apareciendo. Según el referido Salambek Zakriyev, «dos o tres
días después de la deportación, descubrimos el cuerpo de una persona muerta; era una mujer
embarazada, que había sido asesinada por los soldados. La enterramos».
Unos 7000 chechenos murieron durante la operación llevada a cabo en la región de Galanchozh.
El éxito de Gvishiani en su misión le llevó a ser felicitado personalmente por Beria. A su vez,
Beria recibiría los correspondientes parabienes de Stalin cuando presentó su informe el 29 de
febrero, en el que le comunicaba que la totalidad del pueblo checheno había sido deportado en
apenas una semana.
Pero Khaibakh no sería un caso aislado. En las regiones montañosas de Chechenia se
produjeron muchos otros asesinatos masivos de personas que no podían ser evacuadas. En
Yalkharoy, los soldados rusos mataron a 86 personas, en Khakhilge a 32, en Peshkha a 80… En un
barranco cercano a Peshkhoy se encontraron los cadáveres de una docena de personas, con signos
de haber sido asesinados a bayonetazos, incluyendo una mujer y una niña pequeña. En otros
lugares se desconoce el número de víctimas. Por ejemplo, en el distrito de Cheberloyevsky parte
de la población fue masacrada, en Itum-Kalinsky los soldados se dedicaron a arrojar granadas y
cócteles molotov dentro de las casas por «diversión». En Malkhista, los rusos llevaron a los
chechenos a unas cuevas para matarlos allí. En Nozhai-Yurt, quemaron a un grupo de personas en
un granero. En Tierloy, acabaron con un grupo de chechenos imposibilitados para caminar. En
Valerik, los soldados rusos jugaron al fútbol con la cabeza de un hombre llamado Vissita Anzorov;
cuando su hijo vio la horrenda escena, trató de arrebatarles la cabeza de su padre para impedir
semejante ultraje, pero los rusos acabaron matándolo también a él. En la ciudad de Urus-Martan,
ante la imposibilidad de evacuar a 62 pacientes de un hospital, estos fueron también asesinados,
arrojados a un vertedero y cubiertos con basura.
No obstante, los soviéticos no consiguieron deportar a todos los habitantes de las zonas
montañosas más remotas. Hubo quienes consiguieron ocultarse en cuevas y cabañas aisladas, pero
su existencia se volvió muy precaria. Los soviéticos se dedicaron a quemar cultivos, matar el
ganado y envenenar la comida para que no fuera posible sobrevivir allí.
Entre esos fugitivos se encontraba el referido líder guerrillero Hassan Israilov, cuya familia
había sido deportada o ejecutada. Israilov conseguiría ocultarse de cueva en cueva, escapando de
las patrullas que trataban de capturarle. En diciembre de 1944, Israilov murió en un encontronazo
con las tropas rusas y su cuerpo fue fotografiado para el correspondiente informe secreto que fue
remitido a Moscú. Las fuerzas soviéticas proseguirían con la caza de los restos de la guerrilla
chechena hasta 1953.
Regreso a Chechenia
En total, la Operación Lentil supuso la deportación de 479.478 chechenos, 104.146 calmucos,
96.327 ingusetios, 71.869 karachais y 29.407 balkarios. Tras la expulsión, los soviéticos borraron
todo rastro de la identidad de estos grupos étnicos. La República Autónoma Socialista Soviética
de Chechenia-Ingusetia oficialmente dejó de existir. En su lugar se creó el oblast de Grozni. Partes
de la antigua república autónoma fueron desgajadas y agregadas a la de Osetia del Norte, Georgia
y Daguestán.
Los soviéticos emprendieron un plan sistemático de destrucción de los signos de la historia y
cultura chechenas. Se quemaron manuscritos en las lenguas locales, así como tratados religiosos y
filosóficos. Se arrancaron las lápidas de los cementerios para emplearlas en la construcción de
carreteras y se demolieron las mezquitas. Se destruyeron torres de vigía de la Edad Media,
avanzadas para su época, ya que eran capaces de soportar los seísmos que solían afectar a la
región, y contaban además con un sistema de ventilación y calefacción. Las torres que se salvaron
lo hicieron debido a que no figuraban en los atlas históricos rusos, por lo que no pudieron ser
localizadas. Otras construcciones chechenas antiguas eran tan sólidas que resistieron los métodos
de demolición. Los nombres chechenos fueron expurgados de libros, enciclopedias y mapas
oficiales. La región sería repoblada con rusos, ucranianos, osetios y georgianos, que ocuparon las
casas que habían dejado vacías sus moradores.
Los chechenos, forzados a vivir ahora en aquellas tierras lejanas y extrañas a las que habían
sido deportados, sufrían desorientación al haber quedado arrancados de su sociedad tradicional.
Muchas familias quedaron separadas para siempre, ya que las unidades familiares se
establecieron en función de la casa en la que estaba cada uno en el momento justo de la expulsión.
Se confeccionaron tarjetas en las que figuraban todos los miembros de la familia, para que las
autoridades locales del NKVD pudieran controlarles en todo momento. Cualquier desplazamiento
debía contar con el permiso de las autoridades. Tratar de reunirse con los miembros de la misma
familia que habían sido enviados a otras regiones era impensable. Los asentamientos de los
deportados, aunque no tenían las características del gulag, en la práctica no eran más que grandes
colonias penales. La mayoría se vio incapaz de acostumbrarse a la nueva situación. Además, las
autoridades comunistas prohibieron a las poblaciones locales que les prestasen ayuda, quienes les
veían todavía como colaboradores del invasor nazi.
Durante los primeros años de la deportación, como mínimo hasta 1949, las autoridades
soviéticas pudieron haber intentado envenenar a la población chechena14. En los documentos
secretos que hacían referencia a ese plan, los diferentes venenos con los que eran contaminados
los alimentos destinados a su consumo eran denominados «comidas sorpresa». Según esos
documentos, se desarrollaron numerosas «recetas» con ese diabólico fin. Por ejemplo, para
envenenar un kilo de harina se requería tan solo un gramo de arsénico blanco. Para emponzoñar 10
kilos de sal, debían emplearse 10 gramos. Otro veneno, la sal de arsénico-sodio, era recomendado
para añadirla al azúcar, en una proporción de 10 gramos por cada kilo de azúcar. Un gramo de esa
sustancia era suficiente para envenenar un litro de agua.
La familia Gadzievy, de origen ingusetio, vela el cuerpo de su hija, fallecida en el exilio en Kazajistán, en uno de los escasos
testimonios gráficos de la deportación que padecieron junto a los chechenos.
La tesis de que los chechenos fueron metódicamente envenenados por las autoridades soviéticas
durante su deportación se vería apoyada por el testimonio de los integrantes de otros grupos
étnicos que también sufrieron el exilio en aquellas remotas regiones. Todos ellos se sorprendían
que individuos chechenos aparentemente fuertes y sanos cayesen enfermos de la noche a la mañana
y murieran rápidamente. Según esos testimonios, pudieron ser miles los chechenos que fallecieron
de esa manera fulminante.
Pese a su desesperada situación, el deseo de los chechenos de sobrevivir como pueblo no se
extinguiría. El escritor y disidente ruso Alexander Solzhenitsyn, en su conocida obra Archipiélago
Gulag, mostraba su admiración por el orgullo que mantuvieron los chechenos bajo esas
condiciones tan terribles:
Hubo una nación que no se entregó, que no asimiló los esquemas mentales de sumisión a un hombre, y no fueron solo unos pocos
rebeldes de entre ellos, sino una nación entera. Fueron los chechenos. De todos los colonos especiales, solo los chechenos mostraban
intacto su espíritu. Fueron arrebatados de su hogar a traición, y desde aquel día no se creyeron nada más. Los chechenos nunca
intentaron agradar ni caer en gracia ante sus jefes; su actitud fue siempre altiva y, de hecho, abiertamente hostil. Y he aquí un hecho
extraordinario: todos les tenían miedo. Nadie podía hacerles cambiar su modo de vida. El régimen que llevaba rigiendo el país durante
treinta años no les pudo obligar a respetar sus leyes.
Según las cifras manejadas entonces por los soviéticos, entre 1944 y 1948 murieron 144.704
personas entre todos los grupos étnicos. Sin embargo, la mayoría de historiadores coinciden en
que esas cifras no reflejan la realidad; según cálculos más fiables, solo entre los chechenos habría
que contar una cifra de muertos de entre 170.000 y 200.000 en ese mismo período de tiempo, lo
que representa entre un tercio y la mitad de los deportados.
Pero no solo los chechenos y demás pueblos del Cáucaso sufrirían el exilio. Stalin ordenó
también la deportación de los tártaros de Crimea, acusados igualmente de colaboración con los
alemanes y de ser «traidores a la madre patria». En febrero de 1945 ya no quedaba en Crimea ni
uno solo de estos habitantes autóctonos de la península. De los más de 400.000 tártaros que fueron
deportados, la mitad había fallecido en menos de dieciocho meses.
Tras la muerte de Stalin en 1953, los chechenos enviaron representaciones oficiales a Moscú
para conseguir un permiso de retorno a su patria. Pero el éxodo checheno se prolongaría hasta
febrero de 1956, cuando el entonces primer secretario del PCUS Nikita Kruschev criticó durante
una sesión del 20º Congreso del partido la draconiana medida tomada en su día por Stalin, aunque
fuera mediante el típico eufemismo oficial soviético. Su afirmación de que «la deportación de
todos los chechenos e ingusetios no había contribuido a reforzar la unidad del Partido» preparó el
terreno para que, al año siguiente, se les permitiese volver a casa. Una discreta investigación
sobre los terribles hechos sucedidos en Khaibakh confirmó a Kruschev en su intención de reparar
en lo posible el mal causado. En el curso de esa investigación surgió el nombre de Sergei
Kruglov, que en el momento de los hechos era oficial de segundo rango del NKVD. Él había
firmado la orden de liquidar a los «no transportables», pese a que la responsabilidad última era
de Beria, aunque este no podía responder de nada porque ya había sido ejecutado en 1953.
Kruglov, viendo que quedaba en primera línea ante cualquier responsabilidad, se suicidó.
Tras la rectificación emprendida por Kruschev en el marco de la desestalinización, los
chechenos pudieron emprender así el ansiado regreso. Muchos se llevaron con ellos los huesos de
sus seres queridos para inhumarlos en su tierra. Pero, como es de imaginar, el regreso del exilio
no fue el que largamente habían soñado, ya que los deportados se encontraron sus casas ocupadas
por los colonos. Los nuevos habitantes se mostraron lógicamente contrarios al regreso de los
chechenos, por temor a que reclamasen sus antiguas propiedades. Por su parte, los recién llegados
se vieron obligados a gastar sus escasos ahorros en comprarse una casa, y algunos consiguieron
adquirir a sus nuevos propietarios el que había sido su hogar, para recuperar su vida anterior a la
deportación. Pero hubo otros chechenos que no estaban dispuestos a renunciar a su casa ni a tener
que pagar por ella, por lo que lograron recuperarla amenazando a sus ocupantes con emplear la
fuerza. La llegada masiva de pobladores autóctonos acabaría provocando disturbios en Grozni. La
población foránea incluso bloquearía la estación para que no llegasen más trenes cargados de
chechenos.
Además, muchas de las aldeas de montaña habían sido arrasadas, por lo que sus antiguos
habitantes tuvieron que adaptarse a la llanura, un medio de vida ajeno a su tradición. Igualmente,
la pérdida de vidas entre los ancianos, ya fuera asesinados durante la expulsión o más tarde
debido a las duras condiciones del exilio, rompió una rica tradición oral que se había mantenido
viva durante siglos, causando un daño irreparable a la cultura e identidad chechena.
Algunos, incapaces de reconocer la región en la que habían vivido doce años atrás, y
profundamente dolidos por ese recibimiento hostil en su propia tierra, emprendieron el camino de
vuelta a los lugares en donde habían estado exiliados. No sería hasta 1991 cuando el Gobierno de
Moscú rehabilitó oficialmente al pueblo checheno, reconociendo que las acusaciones que habían
llevado a su deportación eran falsas.
El 23 de febrero de 1994, el entonces presidente de la autoproclamada República de
Chechenia, Johar Dudayev, inauguró un monumento en la capital, Grozni, de homenaje a los miles
de chechenos deportados. En su construcción se emplearon lápidas de las que los soviéticos se
llevaron en su día de los cementerios. Significativamente, el monumento fue destruido por las
fuerzas rusas en 1995, fue reconstruido en 1997 y destruido de nuevo en 1999, lo que mejor
simboliza el destino de los chechenos y su martirizado país.
En 2004, el Parlamento Europeo, de acuerdo con las Convenciones de La Haya de 1899 y 1907,
y la Convención sobre la Prevención y el Castigo del Crimen de Genocidio de la Asamblea
General de las Naciones Unidas, aprobada en 1948, clasificó la deportación sufrida por el pueblo
checheno como un acto de genocidio.
De este modo, aunque hubieran tenido que pasar seis décadas, se condenaba aquel crimen
masivo que tenía como objetivo el exterminio de todo un pueblo. Aun así, la memoria de aquellas
702 personas quemadas vivas, y de muchas otras que fueron asesinadas a sangre fría por los
soldados soviéticos, ha quedado diluida entre los innumerables hechos que tuvieron lugar durante
la Segunda Guerra Mundial. A diferencia de la matanza que tuvo lugar en Oradour, de la tragedia
vivida aquel 27 de febrero de 1944 en Khaibakh difícilmente se puede encontrar alguna referencia
en la extensa bibliografía la Segunda Guerra Mundial.
12 Fuente: Worldchechnyaday.org
13 Diario digital Open Caucasus Media, 23 febrero 2017.
14 Esta tesis fue defendida por el profesor Ivan Bilas en el encuentro International Law and the Chechen Republic, celebrado en
Cracovia entre el 8-11 de diciembre de 1995. Bilas se basaba en los documentos encontrados en un archivo soviético.
Capítulo 11:
La matanza de Biscari
Hasta ahora hemos visto que la mayoría de atrocidades aquí relatadas han tenido como escenario
la Europa Oriental. Sin duda, fue en esta parte del continente donde tuvo lugar el mayor número de
matanzas de la guerra, debido a los odios seculares y una larga tradición de enconados
enfrentamientos entre las diferentes etnias. Si a ello añadimos la irrupción de los nazis y su
brutalidad organizada, basada en motivos ideológicos y raciales, y el totalitarismo estalinista
dispuesto a aplastar cualquier oposición, real o imaginaria, tenemos los ingredientes perfectos
para convertir esa vasta región en un muestrario del horror, como así fue.
Pero la Europa Occidental no se mantuvo totalmente al margen de sucesos de ese tipo. Al inicio
del anterior capítulo se hacía una referencia a la matanza que llevaron a cabo las Waffen-SS en la
población francesa de Oradour. Aunque fuera en mucha menor medida, las tropas aliadas también
cometieron acciones detestables, como una que tuvo lugar en Sicilia, cuatro días después de que
estas desembarcaran allí.
A media mañana del miércoles 14 de julio de 1943, el sargento norteamericano Horace T. West
conducía un grupo de 48 prisioneros a la retaguardia, por un polvoriento camino y bajo un sol
abrasador. Los soldados capturados, todos ellos italianos excepto tres alemanes, caminaban con
dificultad, ya que les habían quitado los zapatos para que no intentaran escapar. También les
habían confiscado las camisas.
En el aire se percibía el olor a pólvora de los duros combates que acababan de producirse allí.
La escena tenía lugar cerca de Biscari, un pueblo remoto y pobre, como tantos otros
desperdigados por la abrupta geografía siciliana. Después de caminar unos diez minutos, el
sargento West ordenó a la columna de prisioneros que se detuviese. Ni los siete soldados
norteamericanos que acompañaban a West, ni tampoco los prisioneros, podían imaginar que estaba
a punto de ocurrir un terrible episodio.
Desembarco en Sicilia
Tras expulsar a las tropas del Eje del continente africano en mayo de 1943, norteamericanos y
británicos habían iniciado en Sicilia su asalto al continente europeo, tal como habían acordado
Roosevelt y Churchill en enero de ese año en la conferencia de Casablanca. El 10 de julio de
1943 se llevó a cabo el desembarco en las playas sicilianas, tras una tormenta que había dejado un
fuerte viento. Durante la madrugada se habían lanzado paracaidistas para despejar el camino por
el que debían avanzar las tropas, entablando los primeros combates contra soldados alemanes.
Las tropas terrestres estaban compuestas por los británicos del Octavo Ejército del general
Bernard Montgomery y el Séptimo Ejército norteamericano del general George Patton. Siguiendo
el plan previsto, Montgomery había desembarcado en el sudeste de la isla para avanzar hacia el
norte, en dirección a Messina, frente a la punta de la bota italiana, para cerrar la vía de escape de
las tropas del Eje. Por su parte, a Patton le había correspondido la tarea menos brillante y más
sacrificada; sus tropas habían desembarcado en la región sudoccidental y tenían que desplazarse
hacia el norte cubriendo en todo momento el flanco del avance de Montgomery. Por lo tanto, los
norteamericanos tendrían la misión de contener a las fuerzas enemigas, lo que significaba tener
que mantener duros combates, mientras los británicos podrían avanzar con relativa comodidad.
Eso fue lo que ocurrió el domingo 11 de julio, cuando los hombres del 180º Regimiento de
Infantería, compuesto por hombres de la Guardia Nacional en Oklahoma que nunca antes habían
entrado en combate, atacaron en el citado pueblo de Biscari a los veteranos soldados de la
División Hermann Göring, obligándoles a replegarse después de un duro enfrentamiento en el
recinto del cementerio.
Un soldado norteamericano herido durante los combates en Sicilia es atendido por un sanitario ante la compungida mirada de unos
civiles. National Archives.
Ese éxito momentáneo les resarcía del pésimo estreno que había tenido su unidad en la
operación; el oficial al mando del regimiento, el coronel Forrest E. Cookson, se había equivocado
de playa y había tardado un día en reunirse con sus hombres, que sí habían desembarcado en la
correcta. Ese imperdonable error, así como el estado de nerviosismo en el que se hallaba el
coronel, había llevado a Patton a decidir su destitución, pero solo el hecho de no encontrar el
sustituto adecuado permitió a Cookson seguir al frente del 180º.
El aeródromo de Biscari
Los alemanes, dispuestos a obstaculizar el avance norteamericano, se hicieron fuertes en los
terrenos del aeródromo de Santo Pietro, situado a 8 kilómetros al norte de Biscari. La instalación
consistía apenas en una pista de tierra, que había sido construida para facilitar los ataques de la
aviación del Eje a la isla de Malta.
Para defender el campo de aviación, los germanos contaron con la ayuda poco entusiasta de
efectivos italianos. Los soldados transalpinos, cansados de la guerra, se estaban rindiendo en
masa desde que había comenzado la invasión. No dudaban en entregarse a los Aliados, muchas
veces en un ambiente casi festivo, en medio de risas y canciones porque para ellos la guerra había
terminado. Algunas unidades norteamericanas, viendo saturada su capacidad para hacerse cargo
de ellos, llegarían a poner carteles en italiano avisando de que «No se admiten prisioneros», o
dirían a los soldados que querían entregarse que volviesen otro día. De hecho, durante la primera
semana de la campaña de Sicilia, los estadounidenses harían tantos prisioneros como los que
habían capturado durante la Primera Guerra Mundial. Los alemanes, por su parte, trataban de
impedir la defección masiva de sus veleidosos aliados, ya fuera propagando falsos rumores sobre
las atrocidades que los norteamericanos cometían con los prisioneros o enfrentándose
violentamente a ellos. Ese temor a la respuesta germana hizo que los italianos colaborasen en la
defensa del aeródromo de Biscari, hasta que este cayó a las diez de la mañana de aquel miércoles
14 de julio.
El Regimiento 180º había conseguido su objetivo. El aeródromo ya había caído en manos
norteamericanas, aunque la pista estaba agujereada por dos centenares de cráteres de bombas. El
precio no había sido barato; medio centenar de hombres del 180º estaban heridos o muertos, parte
de ellos a consecuencia de la acción de francotiradores ocultos en las cabinas de los aviones en
tierra. Fue necesario que varios tanques Sherman acudiesen al lugar para ir acabando con ellos,
fuselaje por fuselaje.
Las tropas del Eje, una vez perdido el control del aeródromo, se replegaron de nuevo, aunque
varias decenas de soldados, la gran mayoría italianos, no tuvieron tiempo de escapar y quedaron
rezagados, siendo capturados. Del referido grupo de 48 prisioneros, un comandante escogió 9 de
entre los más jóvenes para ser interrogados, ya que solían ser los más propensos a hablar. Luego
los entregó, junto al resto, al sargento West para que se encargase de conducirlos a la retaguardia,
asignándole otro sargento, 1 cabo y 5 soldados para que le ayudasen a vigilarlos durante el
traslado.
El incidente West
El protagonista del suceso que estaba a punto de ocurrir, Horace T. West, tenía 33 años y dos hijos
pequeños. Nacido en Oklahoma, formaba parte de la Guardia Nacional, haciendo la instrucción
los fines de semana, mientras los días laborables trabajaba de cocinero. La guerra le había
llevado a aquel caluroso campo de batalla, en el que había visto ya caer a algunos compañeros
con los que había compartido aquellos fines de semana a lo largo de varios años.
Aunque, para uno de sus superiores, West era «el suboficial más completo que he visto en el
Ejército», vivir la realidad de los combates le había llevado a acumular grandes dosis de odio y
resentimiento. Tal como declararía el propio West después, «había algo que se estaba cociendo en
mi interior, sencillamente tenía ganas de matar y destruir, y ver como los enemigos se desangraban
hasta morir».
Patton podía estar orgulloso de esa actitud, ya que era exactamente la que había promovido y
alentado entre sus tropas. Los oficiales de la unidad a la que pertenecía el regimiento, la 45ª
División, habían recibido en Orán, de boca del propio Patton, la consigna de «matar de manera
devastadora» y no tener piedad con los enemigos que se rendían solo cuando estaban a punto de
ser vencidos. En este caso, el general les conminó textualmente a «matar a esos hijos de puta». En
su arenga, Patton les dijo que la 45ª debía ser conocida como la «división asesina».
Los oficiales se encargarían de trasladar esas consignas a sus hombres. Quizás resonaban esas
palabras en la cabeza de West cuando, tal como se relataba al inicio del capítulo, después de
caminar aproximadamente un kilómetro y medio hacia la retaguardia, este mandó parar a los
prisioneros que tenía a su cargo y separó a los nueve hombres escogidos por el comandante para
ser interrogados.
West se volvió hacia el sargento primero de la compañía, Haskell Brown, y le pidió que le
prestara su metralleta Thompson «para fusilar a esos hijos de puta». Brown no solo le entregó el
arma, sino que le dio unas palmadas en señal de aprobación.
El incidente Compton
Aquella matanza parecía poner un trágico colofón a las operaciones que habían tenido lugar en
torno al aeródromo de Biscari, pero no sería así. Cinco horas más tarde, los alemanes
contraatacaron con un grupo de vehículos blindados, y lograrían retomarlo. Los hombres del 180º
se vieron obligados a retirarse por un barranco que había al sur de la pista. Pero los
norteamericanos no estaban dispuestos a entregar el aeródromo a los alemanes, por lo que
contraatacaron a su vez, hasta que consiguieron expulsarlos definitivamente.
Durante esa operación, la Compañía C del 1º Batallón, con el capitán John Travers Compton al
mando, tuvo que descender por una profunda hondonada, en donde sus tropas sufrieron la puntería
de los francotiradores italianos; de los 34 hombres que componían el segundo pelotón, 12
resultaron heridos o muertos por aquellos tiradores emboscados. Pero más duro fue ver cómo los
francotiradores disparaban también contra los sanitarios que trataban de acercarse a los heridos
para socorrerlos.
Para localizar la posición de los francotiradores, un soldado raso, Raymond Marlow, fue
arrastrándose por la hondonada hasta que consiguió ver a uno de ellos. Le apuntó con su rifle y le
disparó, pero no le acertó y el italiano echó a correr. Marlow lo siguió, para ver cómo el
francotirador entraba en un refugio excavado en la ladera. Al cabo de unos minutos, para sorpresa
del soldado norteamericano, del agujero salieron una treintena de italianos, cinco de ellos
vestidos de civil, con las manos en alto y ondeando una improvisada bandera blanca. En el refugio
quedaron cajas de municiones, sábanas sucias y maletas.
Una vez que los prisioneros italianos fueron reunidos por un sargento, un soldado
estadounidense de origen italiano, John Gazzetti, les preguntó si ellos eran los francotiradores que
les habían estado disparando, pero no obtuvo ninguna respuesta. El sargento, sin saber qué hacer
con aquellos hombres, acudió a un teniente, Richard Blanks, para recibir órdenes. El oficial
prefirió poner la decisión en manos de su superior, el capitán Compton.
Al igual que el sargento West, Compton poseía unas inmejorables referencias. Las
calificaciones en su expediente militar solían ser de sobresaliente. Tenía 25 años, estaba casado y
tenía un hijo. Aunque no había dormido prácticamente nada en tres días, apenas una hora y media
antes del ataque, y había visto caer a una docena de sus hombres por las balas de los
francotiradores, nada hacía pensar que fuera a adoptar la terrible decisión que estaba a punto de
tomar.
Compton preguntó al teniente si aquellos hombres eran los francotiradores que les habían
estado disparando. Blanks contestó que sí. Compton le ordenó entonces que formase un pelotón de
ejecución y que «fusilara a aquellos francotiradores». El pelotón de once hombres quedó formado
de inmediato, ya que hubo varios soldados que se ofrecieron voluntarios. Los italianos
comenzaron a gritar suplicando clemencia. El soldado Gazzetti se dirigió a Compton para saber si
quería que preguntase algo a los prisioneros antes de la ejecución, pero el capitán le contestó que
no hacía falta. Lo único que dijo Compton, dirigiéndose a sus hombres, fue: «¡Que no quede
ninguno en pie!».
El capitán dio la orden: «¡Preparados, apunten, fuego!». Los subfusiles Thompson y los fusiles
automáticos Browning escupieron fuego contra aquellos desgraciados. Algunos trataron de huir,
pero fue inútil. Los 36 cadáveres, todos ellos de soldados italianos, fueron abandonados en el
mismo lugar en el que cayeron.
Se descubre la matanza
Aquel 14 de julio acabó con el aeródromo de Biscari en manos aliadas. El objetivo se había
cumplido, pero esa infausta jornada no sería recordada precisamente por el éxito militar. Es
posible que la muerte de aquellos prisioneros hubiera sido considerada una acción de guerra más,
con la consiguiente impunidad de los que la ejecutaron, pero el destino recurrió a un hombre
providencial, el teniente coronel William E. King, para que la matanza no quedase relegada al
olvido y la impunidad.
King era el capellán de la 45º División. Al igual que le había ocurrido a Hitler, quedó
temporalmente ciego durante la Primera Guerra Mundial. Al contrario que el dictador germano, a
quien ese traumático episodio le radicalizó en sus ideas extremistas, a King le llevó a abrazar la
religión y hacerse predicador baptista. Sus hombres admiraban su generosidad, y agradecían la
brevedad de sus sermones.
A las diez y media de la mañana del día siguiente, jueves 15 de julio, el capellán se dirigía al
aeródromo de Biscari en un jeep. Al pasar junto a un olivar, advirtió lo que parecían ser cuerpos
humanos. Detuvo su vehículo y se aproximó al lugar, para comprobar que, en efecto, allí había
tendidos en el suelo decenas de cadáveres, muchos de ellos boca abajo.
En lo que había sido el día anterior un campo de batalla era normal encontrar muertos, pero lo
que sorprendía en aquel caso era que los cuerpos que habían quedado boca arriba tuvieran un
agujero de bala en la zona del corazón. También había cadáveres con heridas en la cabeza. Las
quemaduras de pólvora llevaban a pensar que los disparos mortales se habían efectuado a muy
corta distancia. Aquello no era el producto de un enfrentamiento armado, sino de una ejecución en
toda regla.
Un grupo de soldados que pasaba por el lugar se acercó a donde se encontraba el capellán y de
inmediato captaron el horror que se desprendía de la atroz escena que tenían ante sus ojos. Incluso
para ellos, que estaban luchando contra las tropas del Eje, contemplar los cuerpos de aquellos
soldados indefensos, descalzos y sin camisa, asesinados a sangre fría no podía dejar de
conmoverlos, así como de indignarlos contra los compañeros que habían perpetrado aquel crimen.
Uno de ellos dijo que «habían venido a la guerra a luchar precisamente contra ese tipo de cosas».
El capellán King regresó rápidamente al puesto de mando de la división para informar de lo
que había visto en aquel olivar. De ahí, la información fue enviada al general Omar Bradley, a
quien habían llegado ya algunos rumores, tanto de lo que había sucedido allí como de la ejecución
posterior ordenada por el capitán Compton.
Tapar el asunto
Bradley fue a ver a Patton para decirle que entre cincuenta y setenta prisioneros habían sido
asesinados «a sangre fría y además en masa». Patton dejó anotado en su diario cómo encajó la
noticia: «Dije a Bradley que lo más probable es que fuera una exageración, pero que en cualquier
caso dijera al oficial que certificara que los muertos eran francotiradores o que habían intentado
escapar o lo que fuera. Si se descubría la verdad, la prensa armaría un escándalo y además los
civiles se pondrían como locos». Patton concluía su apunte asegurando que «al fin y al cabo, están
muertos y no hay nada que se pueda hacer».
Sin embargo, la prensa ya había descubierto las matanzas. Dos corresponsales de guerra se
habían presentado en ambos lugares para comprobar la iniquidad que habían desplegado sus
compatriotas. Afortunadamente para Patton, los periodistas, en lugar de transmitir la noticia,
acudieron a su cuartel general para protestar por lo que habían visto. Patton consiguió convencer a
los periodistas para que no diesen a conocer los asesinatos, comprometiéndose a poner fin a esas
atrocidades. Los corresponsales debieron quedar bien convencidos, puesto que no publicaron ni
una palabra del negro episodio.
No obstante, Patton era consciente de que, tarde o temprano, el asunto podía írsele de las
manos, así que trató torpemente de eludir cualquier responsabilidad. El 18 de julio escribió una
carta a su superior, el general George Marshall, diciendo que los soldados muertos habían caído
en una bomba trampa que ellos mismos habían tendido. Esa explicación se combinaba torpemente
con la afirmación de que el enemigo «había recurrido a la acción de francotiradores detrás de las
líneas» y que esos «actos execrables» habían causado «la muerte de unos pocos italianos más».
En opinión de Patton, dichas muertes estaban «totalmente justificadas», lo que se contradecía con
su afirmación inicial sobre la supuesta bomba trampa.
Si Patton estaba decidido a echar tierra sobre tan embarazoso asunto, Bradley no compartía esa
opinión, por lo que le expuso su propósito de juzgar a los dos hombres responsables de la
ejecución de los prisioneros. El general inspector de la 45º División había efectuado una discreta
investigación, que había arrojado la conclusión de que no había habido provocación alguna por
parte de los prisioneros.
Después de leer eso, Bradley no quería ser cómplice en el ocultamiento de aquellos crímenes,
por lo que dijo a Patton que estaba dispuesto a llegar hasta el final. Fracasada su estrategia, Patton
no tuvo otra opción que dar su brazo a torcer y admitir que los culpables fueran castigados: «Esta
bien, que juzguen a esos bastardos», sentenció.
El proceso
El sargento West y el capitán Compton fueron detenidos. Con el proceso que estaba a punto de
abrirse a los presuntos culpables, Bradley podría mantener su conciencia tranquila, pero los
hechos se seguirían manteniendo fuera del conocimiento público para que no interfirieran de
forma negativa en el curso de la guerra.
Los acusados fueron examinados por un equipo de psiquiatras, que declararon que estaban en su
sano juicio. Ambos basarían de forma inteligente su defensa en que la arenga de Patton en Orán
había supuesto poco menos que «una orden de exterminio». Compton, que se declaró no culpable,
declaró ante el tribunal: «Ordené que los fusilaran porque pensé que respondía directamente a las
instrucciones del general, me lo tomé al pie de la letra». Es significativo el hecho de que el fiscal
militar no le hiciese ni una sola pregunta cuando le tocó volver a interrogarlo.
El 23 de octubre de 1943 Compton fue absuelto y regresó a la 45º División, pero no disfrutaría
mucho tiempo de su libertad; el 8 de noviembre de ese mismo año murió en acción en Italia. Sin
duda, fue un desenlace muy oportuno para los que preferían que el asunto de Biscari se mantuviera
oculto bajo un manto de silencio. Por entonces, las tropas aliadas se encontraban atascadas en su
avance hacia Roma; la tenaz defensa germana, así como la llegada del mal tiempo, estaba minando
la moral de los soldados norteamericanos. El que aquello saliese a la luz no iba a ayudar en nada
al alicaído ánimo de las tropas.
Cadena perpetua
El capitán Compton había salido indemne del juicio, pero no sucedería lo mismo con el sargento
West, cuyo juicio había comenzado el 2 de septiembre de 1943. West admitió que había matado a
las víctimas, pero se declaró no culpable. Alegó en su defensa que en esos momentos se
encontraba «fatigado y bajo una extrema angustia emocional» y que actuó en un estado de
enajenación mental. Sin embargo, el sargento Brown, a quien West le había pedido prestada su
metralleta y un cargador adicional con treinta balas, declaró que en ese momento el acusado no
parecía un enajenado, ya que actuó a sangre fría.
La segunda línea de defensa de West fue que las duras consignas de Patton le habían incitado a
apretar aquel día el gatillo contra los prisioneros. No obstante, aunque era cierto que Patton
exhortaba a no aceptar la rendición del enemigo si este resistía, en el caso juzgado ya se había
aceptado la rendición de los prisioneros. West, viendo cómo se quedaba sin argumentos, admitió
que su conducta se situaba «lejos de mi concepto de decencia humana».
El tribunal no se mostraría tan comprensivo como en el caso de Compton y dictaminó que el
acusado había actuado «con premeditación, de forma voluntaria y deliberada, y con alevosía, y
había matado ilegalmente y a sangre fría a 37 prisioneros de guerra, ninguno de cuyos nombres se
conocen, pero todos ellos seres humanos».
El consejo de guerra se saldó con la condena de West a cadena perpetua, que debía cumplirse
en la penitenciaría de Lewisburg, Pensilvania. Sin embargo, antes de que fuera enviado a América
para cumplir allí su pena, el caso fue revisado por el general Dwight Eisenhower. Si West era
enviado a una cárcel federal en Estados Unidos, el feo asunto de Biscari no tardaría en salir a la
luz y la prensa saltaría sobre la carnaza como una manada de lobos, así que Eisenhower decidió
que el condenado quedase confinado en el norte de África. Además, la cadena perpetua se
adulteró de forma inaudita abriendo la puerta a un indulto inmediato; Eisenhower dictaminó que el
confinamiento durase «un período suficiente para determinar si puede volver al servicio o no», lo
que permitía que pudiera ser puesto en libertad en cualquier momento. Igualmente, en uno de los
tratamientos más benévolos que nunca tuvo un asesino convicto y confeso, West ni siquiera fue
expulsado del Ejército e incluso siguió recibiendo su paga de 101 dólares, así como varios
subsidios familiares.
El propósito de esa mano blanda con el condenado era mantener todo el asunto en secreto, no
tan solo por la repercusión que pudiera tener en la opinión pública norteamericana, sino en el
enemigo. Si trascendía la noticia de las matanzas que habían tenido lugar aquel maldito día, era de
esperar que se tomasen represalias contra los prisioneros aliados. Así que lo mejor para todos era
seguir la estrategia apuntada en su día por Patton. Como en otros casos que hemos visto, la
realpolitik se imponía una vez más a los principios irrenunciables.
Con el capitán Compton muerto en combate y el sargento West a buen recaudo y alejado de la
prensa, parecía que todo estaba bajo control. Sin embargo, no se contó con que la esposa de West
se mostrase preocupada por la suerte de su marido y dispuesta a hacer todo lo posible para que
recuperase la libertad. Para ello contó con la ayuda de un congresista, que comenzó a pedir
explicaciones al Departamento de Guerra, refiriéndose a West como el «suboficial más completo»
del Ejército norteamericano.
Para evitar que acabase trascendiendo todo, el 23 de noviembre de 1944, después de que la
cadena perpetua hubiera encogido a apenas un año, a West se le concedió el perdón, aduciendo
que cometió el crimen en un estado de locura transitoria. Fue reintegrado al servicio activo,
perdiendo el grado de sargento, pero acabó la guerra licenciándose con honor. West, que no tuvo
que rendir cuentas nunca más por aquellos hechos, murió en Oklahoma en 1974.
Ante las referencias coincidentes de los dos acusados a las consignas de Patton, la oficina del
inspector general del Departamento de Guerra llevó a cabo una discreta investigación. A Patton se
le pidieron explicaciones al respecto, pero el general se defendió asegurando que sus
exhortaciones se habían malinterpretado, y que de ningún modo podía desprenderse de ellas una
orden de matar prisioneros de guerra. Como era de esperar, la investigación concluyó que Patton
no tenía ninguna responsabilidad sobre lo sucedido.
Incógnitas
Las actas del consejo de guerra al que habían sido sometidos Compton y West, clasificadas como
alto secreto, permanecerían guardadas en una caja fuerte de la Secretaría del Ejército hasta 1958.
La razón esgrimida para que las actas permaneciesen fuera del acceso público fue que esa
documentación podía «dar alas a un sector de nuestra ciudadanía que vive tan lejos del combate
que no entiende la brutalidad que comporta la guerra», según una nota que el jefe de Relaciones
Públicas del Departamento de Guerra remitió al cuartel general norteamericano en Italia en
febrero de 1944.
De todos modos, aunque se conocen los pormenores del juicio y de lo que ocurrió aquel día,
todavía queda por resolver alguna incógnita, como es la identificación de los prisioneros
asesinados. Increíblemente, tampoco se conoce el paradero de los cuerpos. En los lugares en
donde sucedieron las matanzas no ha aparecido ningún cadáver, y tampoco hay indicios de que
fueran enterrados en cementerios locales, por lo que lo más probable es que fueran trasladados
por los norteamericanos a algún otro lugar. Se cree que pudieron ser llevados al cementerio
militar estadounidense de Gela, en la propia isla de Sicilia. No obstante, ese camposanto se
desmanteló en 1950 y los restos mortales de los soldados fueron trasladados a Estados Unidos. Si
estaban allí también enterrados los prisioneros, se desconoce el destino final de los cuerpos. La
historia de las matanzas de Biscari todavía está esperando su epílogo.
Nada en Sicilia, siquiera un monumento, placa o memorial, recuerda a aquellos prisioneros
ejecutados. Ni siquiera existe ya el nombre de Biscari, que se cambió por el de Acate. Si Patton
creía que lo mejor era que aquellos trágicos sucesos fueran olvidados, el tiempo parece haberle
dado la razón.
Matanza en Canicattí
Aquel 14 de julio de 1943, en el que tuvo lugar la referida matanza de Biscari, fue una auténtica
jornada negra para los Aliados. El pueblo de Canicattí sería el escenario de un trágico incidente
en el que los norteamericanos escribirían otra infame página de la campaña siciliana.
Las tropas estadounidenses habían hecho su entrada en Canicattí el 10 de julio, después de
someter a la localidad al fuego de su artillería. Cuatro días después, al tiempo que ocurrían los
acontecimientos de Biscari, los lugareños, la mayoría mujeres y niños, entraron en la fábrica de
jabón Narbone-Garilli a través de un agujero en la pared que había abierto el bombardeo. La
gente acudía pertrechada de latas y cubos para llenarlos de jabón líquido, un bien muy preciado,
ya que había una gran escasez de artículos de higiene a consecuencia de la guerra.
El propietario de la fábrica acudió rápidamente al edificio del ayuntamiento, en donde se
encontraban las autoridades militares norteamericanas, con el teniente coronel George H.
McCaffrey como máximo responsable. Una vez allí, el atribulado italiano suplicó ayuda para
detener el saqueo. Los policías militares y tres soldados italianos de origen siciliano que hacían
labores de intérprete gracias a su dominio del dialecto local se dirigieron entonces a la fábrica,
con McCaffrey al mando, para poner fin a ese desorden. Eran las seis de la tarde.
Cuando McCaffrey y sus hombres llegaron a la fábrica, el saqueo había sido frenado. Un grupo
de soldados norteamericanos había intervenido ya, arrestando a entre treinta y cuarenta civiles. En
ese punto, McCaffrey se dirigió al joven suboficial que estaba al frente de los policías militares,
ordenándole que mandara a sus hombres disparar contra los civiles detenidos. El suboficial,
estupefacto ante ese sorprendente requerimiento, se quedó paralizado, por lo que el teniente
coronel se dirigió directamente a los policías militares, conminándoles a que disparasen de una
vez. Pero estos, horrorizados, también se negaron a obedecer.
El teniente coronel, furioso, se dirigió a los tres soldados de origen siciliano, ordenándoles
sucesivamente, uno por uno, que dispararan contra aquellos saqueadores. Los tres hombres
reaccionaron de igual modo, quedándose quietos. Nadie estaba dispuesto a disparar contra civiles
desarmados.
McCraffrey sacó entonces su revólver Colt del calibre 45 y comenzó a disparar a sangre fría
contra la multitud, que tenía a apenas 3 metros de distancia. Llegó a recargar su arma en dos
ocasiones. Ese revólver es un arma potente; a esa distancia de 3 metros, el proyectil puede
atravesar tres y hasta cuatro cuerpos.
El pueblo siciliano de Canicattí fue el escenario de una matanza de civiles. Los norteamericanos extendieron un manto de silencio
sobre ese abominable suceso. Centro di Documentazione Città de Canicattí.
Se desconoce la cifra total de civiles asesinados. Posteriormente se estableció una cifra mínima
de ocho, incluyendo una niña de 10 años, pero pudieron llegar a ser dieciocho o incluso veintiuno.
McCaffrey era un tirador experto, tanto con el revólver como con el fusil, y había llegado a formar
parte del equipo olímpico norteamericano de tiro en los años veinte.
Tras la matanza, fueron llegando vecinos con carretillas y comenzaron a llevarse los cuerpos,
tanto de los muertos como de los heridos. Los llevaron a una posada próxima. McCaffrey regresó
al edificio del ayuntamiento acompañado de los soldados que hacían labores de traducción. En un
momento del trayecto les dijo: «Dios me perdone, pero eran saqueadores».
Las autoridades militares abrieron una discreta investigación sobre el incidente, pero
McCaffrey, que aseguró que tan solo «seis saqueadores resultaron lesionados mientras huían»,
salió indemne de ella. McCaffrey murió en 1954. Curiosamente, su hija, Anne McCaffrey, llegaría
a ser una famosa escritora.
Los hechos permanecerían en secreto hasta 1998, cuando los dio a conocer públicamente un
investigador de la Universidad de Nueva York, Joseph S. Salemi, hijo de uno de los tres soldados
de origen siciliano que fueron testigos de la matanza, Salvatore Salemi. Su relato de los hechos
transmite el horror que se vivió entonces. Salemi recordaba perfectamente, por ejemplo, que un
niño de unos 12 o 13 años recibió un disparo en el vientre y, llorando, repetía en dialecto
siciliano: «¡Tengo una bala en el estómago». Al cabo de unos minutos de agonía, el bambino
falleció.
El soldado Salemi, asqueado por lo que había contemplado, solicitó discretamente un traslado
para no permanecer por más tiempo como asistente de McCraffrey. Pero no fue necesario esperar
el traslado; el rápido avance norteamericano hizo que los servicios de Salemi fueran requeridos
en el frente y así perdió de vista para siempre al oficial que había disparado contra aquella gente
inocente.
Acabada la guerra, Salemi regresó a la vida civil, en Nueva York. A finales de los años
cuarenta, cuando una gestión le llevó hasta el rascacielos Woolworth en Manhattan, todos esos
trágicos recuerdos volvieron a su mente al ver en una placa el nombre de aquel teniente coronel en
el directorio del edificio. La siguiente vez que vio escrito su nombre sería en las necrológicas del
New YorkTimes.
Afortunadamente, el soldado Salemi no quiso que el aborrecible crimen del que había sido
testigo quedase enterrado para siempre. Gracias a él y a su hijo conocemos ahora esta masacre
que las autoridades militares norteamericanas trataron de mantener en secreto, como las otras dos
que ocurrieron esa funesta jornada en Sicilia.
Capítulo 12:
Los «campos de la muerte» de Eisenhower
Denunciar el trato que recibieron los soldados alemanes por parte de los Aliados occidentales al
acabar la guerra resulta, sin duda, poco pertinente, teniendo en cuenta las terribles condiciones
que tuvieron que padecer los internos de los campos de concentración nazis. Los norteamericanos,
después de contemplar los horrores de Buchenwald o Dachau tras liberar estos campos, o los
británicos cuando llegaron a Neuengamme o Bergen-Belsen, difícilmente podían mostrarse
benevolentes con cualquiera que llevase el uniforme germano.
Si las condiciones que soportaron los prisioneros de guerra alemanes durante su cautiverio no
fueron las más adecuadas, estas nunca podrían compararse con las que se habían dado antes, por
ejemplo, en el infierno de Auschwitz. Quizás por este motivo, la suerte que corrieron los soldados
germanos en manos de sus captores ha sido orillada por los historiadores, sin tener en cuenta que
la gran mayoría de esos prisioneros nada tenían que ver con los crímenes cometidos en aquellos
campos de la muerte, ni con los abominables excesos cometidos por algunas unidades contra la
población civil, como las matanzas anteriormente descritas de Babi Yar u Oradour. No habían
tenido otra opción que vestir el uniforme de la Wehrmacht y tratar de cumplir sus obligaciones
militares con más o menos arrojo y valentía, dependiendo del compromiso personal con la causa
que debían defender. La derrota de Alemania les situaría en un escenario en el que deberían seguir
luchando, en este caso por la mera supervivencia.
Puede sorprender esa falta de empatía con el sufrimiento de los prisioneros, y más en una niña,
pero Esther refleja el sentimiento que la población rusa albergaba hacia los que habían invadido
su país: «Casi sin excepción, todos los niños del pueblo habían perdido a un padre, un tío, un
hermano o un primo; a veces, no había quedado vivo ningún pariente varón».
Ese resentimiento estallaría al paso de los prisioneros por el pueblo cuando iban o venían de
trabajar. «Mientras desfilaban —relata Esther—, la gente se desahogaba volcando sobre ellos
todas las variantes del odio. Hasta el aire parecía cargarse de violencia. Les arrojaban basura; los
niños gritaban histéricos y les tiraban piedras. Un niño pequeño le dio una pedrada a un alemán
que le abrió un profundo corte en la cara y la gente se puso a vitorearlo. El niño no paraba de
gritar: “¡Habéis matado a mi padre!”».
No obstante, el paso de los alemanes también provocaba otro tipo de reacciones. Había quien
se ocultaba, como si aún los creyeran capaces de cometer atrocidades, mientras que otros, como
la propia Esther, su madre y su abuela, «permanecían mudos, mirándolos con odio y con los puños
apretados».
En 1947, algunos prisioneros alemanes en Rusia pudieron regresar a casa, famélicos y
demacrados. Los últimos no lo harían hasta 1957, tras doce años de indescriptibles penurias.
Así pues, un soldado germano tendría noventa veces más posibilidades de morir en manos de
los soviéticos que en las de los Aliados occidentales. Los alemanes, vislumbrando ese negro
destino, prefirieron entregarse a norteamericanos y británicos, de los que esperaban, sin duda, un
mejor trato; así, los primeros hicieron 3,8 millones de prisioneros, por 3,7 millones de los
segundos. Los franceses, pese a lo reducido de sus fuerzas, capturaron unos 250.000 alemanes.
Prisioneros en América
Hasta esa fase final de la contienda, los norteamericanos habían realizado un innegable esfuerzo
por tratar a los prisioneros de guerra de acuerdo con la convención de Ginebra. Más de 370.000
soldados alemanes, además de 50.000 italianos y 5000 japoneses, habían acabado confinados en
campos de Estados Unidos.
En 1945 había en territorio estadounidense el diabólico número de 666 campos de prisioneros.
Es significativo el hecho de que más de la mitad de ellos fueran construidos a partir de junio de
1944, cuando el flujo de soldados alemanes capturados comenzó a ascender a un fuerte ritmo
debido a las sucesivas derrotas germanas. En Canadá, el número de campos de prisioneros llegó a
2115.
Fue a mediados de 1942 cuando el Departamento de Guerra estadounidense decidió trasladar a
territorio norteamericano a todos sus prisioneros de guerra. De este modo, no se complicaría aún
más el suministro de alimentos a las tropas en el teatro de operaciones, se podrían destinar todos
los efectivos enviados al frente a las zonas de combate, y se podría supervisar mejor el trato a los
prisioneros, además de dificultar los intentos de fuga.
Durante la guerra, a pesar de los férreos controles gubernamentales, las noticias solían correr
rápido. Así, los soldados alemanes que todavía estaban combatiendo sabían de sobras que las
condiciones de cautiverio en Estados Unidos eran óptimas. Como los prisioneros podían escribir
a sus familias en Alemania, les describían los barracones limpios, los cuidados médicos y el buen
trato recibido. La comida era tan abundante que los prisioneros pedían a sus familias que no se
molestasen en enviarles paquetes a través de la Cruz Roja, ya que tenían todo lo que podían
necesitar.
Un soldado escribió a su casa diciendo que comía mejor allí que cuando estaba en el Ejército:
«Aquí comemos más en un solo día que allí durante toda una semana». Además, los
norteamericanos permitieron a los cocineros alemanes preparar platos típicos germanos, por lo
que no faltó el codillo de cerdo, los embutidos o contundentes sopas y potajes. Otro soldado
pensó que sus captores querían reírse de ellos cuando la primera noche en el campo de
prisioneros les ofrecieron una suculenta cena consistente en sopa, verdura, pescado, carne, leche,
uvas, café y, de postre, helado. Luego comprobaría, sorprendido, que se trataba del menú habitual.
Los prisioneros disponían en los economatos de artículos de consumo que era difícil conseguir
en Europa debido a la escasez y el racionamiento. Podían comprar productos de aseo, caramelos,
cigarrillos, chocolate, la omnipresente Coca-Cola y hasta cámaras fotográficas. El jefe de campo
podía permitir también la compra de cerveza y vino. Los precios eran los mismos que pagaban los
soldados estadounidenses. Los comentarios epistolares que daban fe de ese excelente trato
acabarían difundiéndose entre las tropas germanas destinadas en el frente, lo que hacía que se
disipase el temor a ser hecho prisionero por los norteamericanos, al contrario de lo que sucedía
con los que combatían contra los soviéticos, que ya sabían que el menú que esperaba a los
prisioneros no incluía helado de postre.
Las espléndidas condiciones de vida de que disfrutaban los enemigos capturados llegaron a ser
criticadas en la prensa norteamericana e incluso en el Congreso. Aun así, el Departamento de
Guerra no varió su política, ya que estaba convencido de que ese buen trato a los prisioneros
redundaría en que, llegada la ocasión, las tropas germanas fueran más proclives a rendirse.
Aunque la propaganda alemana intentaba convencer a los soldados de que les esperaba un terrible
confinamiento si eran hechos prisioneros, un informe norteamericano de octubre de 1944 reveló
que 9 de cada 10 soldados alemanes estaban convencidos de que les iban a tratar bien. Por otra
parte, con ese trato adecuado los norteamericanos esperaban que los alemanes hicieran lo mismo
con sus prisioneros en manos germanas, que al final de la contienda llegarían a una cifra de
90.000.
El Ejército norteamericano se encargó de construir los campos de prisioneros. Los principales
materiales eran cemento, madera de pino y papel alquitranado para impermeabilizar los tejados de
los barracones. Con el fin de ahorrar los costes de calefacción se eligieron emplazamientos en los
estados del sur, tal como hemos visto que se había hecho con los civiles de origen japonés. Los
prisioneros contaban con comodidades de las que no habían disfrutado en el frente cuando estaban
combatiendo, como una moderna fontanería que les permitía mantener los hábitos higiénicos,
cantinas en las que podían tomar una Coca-Cola helada o los referidos bien provistos economatos.
Dormían en camas proporcionadas por los militares. El clima en esas regiones sureñas, a menudo
desérticas, resultaba demasiado caluroso para un alemán, aunque esa era una incomodidad
asumible teniendo en cuenta las condiciones generales del cautiverio.
Resulta sorprendente saber que, a lo largo de toda la guerra, los estadounidenses concedieron a
los alemanes el privilegio de saludar cada mañana a la bandera del Tercer Reich, haciendo el
saludo nazi. También estaba permitido ese saludo entre los internos y sus guardianes, después de
que fuera adoptado por el Ejército alemán en julio de 1944. La convención de Ginebra estipulaba
que los captores debían ser saludados de la manera prescrita por su ejército, una directriz que los
norteamericanos respetaron ingenuamente, a diferencia de los británicos, que se mostrarían más
estrictos con sus prisioneros. Como ejemplo de esa actitud escrupulosamente garantista, en
algunos campos se permitiría celebrar el cumpleaños del Führer.
Los prisioneros podían también construir, para su propio disfrute, jardines, pistas de tenis,
boleras o campos de fútbol. Era precisamente esta actividad la que tenía más éxito, ya que incluso
atraía a civiles que seguían los encuentros desde el otro lado de la alambrada. En un campo de
Misuri se llegó a crear un parque zoológico, que contaba con papagayos, cocodrilos o monos.
Escenas del trabajo de los prisioneros de guerra alemanes en una granja de Nislan, Dakota del Sur. National Archives.
Los prisioneros también podían trabajar, lo que les permitía salir de los campos y ganar un
sueldo de 80 centavos al día. Según la convención de Ginebra, se podía exigir a los prisioneros
sin graduación que trabajasen, siempre que su labor no estuviera directamente relacionada con el
combate. Así, los alemanes trabajaron en granjas, explotaciones forestales o minas.
El contacto de los prisioneros con la población civil fue positivo; los norteamericanos que
trabajaban con ellos aseguraban que los alemanes eran educados, inteligentes y afables. También
fueron destinados a las instalaciones militares, en tareas que normalmente realizaban los soldados
rasos, en comedores, lavanderías, parques móviles, hospitales, talleres de mantenimiento e
incluso en oficinas, si el prisionero hablaba y escribía inglés con suficiente fluidez. El trabajo de
los prisioneros de guerra resultaría esencial para la economía norteamericana, ya que la escasez
de mano de obra era crítica, al haberse movilizado a la mayoría de hombres en edad militar. Por
tanto, el buen trato de esos prisioneros tenía también como objetivo mantener un grupo de
trabajadores sanos para desempeñar esas tareas.
Pero, contrariamente a lo que pudiera parecer, no todo era idílico para los prisioneros
alemanes. Aunque estuvieran a miles de kilómetros del Reich, sentían en todo momento el aliento
de su propio aparato represivo. En muchos campos funcionó la conocida como Lagergestapo, una
especie de policía secreta formada por los prisioneros nazis más recalcitrantes. El hacerse
sospechoso de insuficiente fidelidad a Hitler podía suponer un severo castigo, habitualmente una
paliza. Se denunciaron agresiones físicas por lo menos en dos centenares de campos. Se contaron
7 muertes presumiblemente a manos de esa policía clandestina, y hubo 72 casos de suicidio que
pudieron estar motivados por intimidaciones, normalmente en forma de amenazas contra la familia
de la víctima en Alemania.
Los norteamericanos no demostrarían excesivo celo en neutralizar a la Lagergestapo, como lo
demuestra el control que los nazis llegaron a adquirir del sistema postal que comunicaba los
diferentes los campos. Infiltrándose entre los prisioneros que trabajaban en ese servicio, lograron
acceder a los listados de internos, confeccionando listas negras con los hombres que habían
mostrado inclinaciones comunistas o subversivas antes de la guerra. Una vez identificados, sus
nombres eran comunicados por vía postal, camuflados en cartas que ya habían pasado la censura,
a los agentes de la Lagergestapo del campo correspondiente para que tomasen las medidas
oportunas.
El caso más espeluznante de castigo infligido por esos nazis fanáticos fue el de un soldado que
sería sometido secretamente a un remedo de juicio en un campo de Oklahoma, el 4 de noviembre
de 1943. Se le acusaba de haber revelado información a los norteamericanos sobre el puerto de
Hamburgo, para ser utilizada en las incursiones aéreas. El acusado fue declarado culpable;
sentenciado a muerte, no hubo lugar para apelaciones o recursos. Allí mismo fue golpeado con
porras y botellas de leche rotas hasta causarle la muerte. Tras este caso, ante el temor de que la
justicia nazi se les fuera de las manos, los norteamericanos se decidieron por fin a tomar cartas en
el asunto, arrestando a cinco sargentos que participaron en el juicio y acusándoles de asesinato.
Fueron sentenciados a morir en la horca, pero la ejecución no tendría lugar hasta una vez acabada
la guerra. A lo largo de la contienda, se condenó a muerte a catorce prisioneros de guerra, siendo
todos ellos ejecutados después de la rendición de Alemania, para evitar represalias con los
prisioneros aliados.
Otro aspecto controvertido sería el del programa de reeducación al que fueron sometidos los
prisioneros germanos para extraer de sus mentes los principios de la ideología nazi, en el grado en
que estos les hubieran sido inoculados. Aunque la intención de las autoridades norteamericanas
era en cierto modo loable, ya que trataban de inculcar los principios democráticos a unos hombres
cuya mentalidad era el producto de un sistema totalitario, la convención de Ginebra prohibía
expresamente el adoctrinamiento de prisioneros. Esa circunstancia llevó a que un primer plan de
este tipo, elaborado en la primavera de 1943, quedase archivado en un cajón, temiendo que los
alemanes tratasen igualmente de adoctrinar a sus prisioneros.
Pero un año después se retomó el proyecto, aunque maquillado convenientemente. Con la
inocua denominación de Programa de Diversión Intelectual, e incluyendo la práctica de deportes
típicos estadounidenses como el béisbol o el baloncesto para diluir la carga ideológica, en el
otoño de 1944 se puso en marcha ese proyecto. Mediante libros, películas, periódicos y clases, a
los prisioneros se les iba revelando los aspectos más aborrecibles del régimen nazi y se les
enseñaba la cara más atractiva del american way of life.
Curiosamente, la implantación del plan supuso un cambio en la selección de películas que los
internos podían ver cada noche, eliminando de la cartelera el género de gánsteres y todos aquellos
filmes que mostraban el crimen organizado, la corrupción, los bajos fondos y, en general, el lado
oscuro de la vida en Norteamérica. Esas cintas fueron sustituidas por otras consideradas más
«sanas», que, según las directrices del programa, tenían que «reflejar la vida estadounidense sin
distorsión y alentar el respeto por nuestras instituciones democráticas».
Tras la rendición de Alemania, el programa de reeducación ya podría desarrollarse sin
cortapisas. Los prisioneros debían asistir a proyecciones de documentales filmados en los campos
de concentración y exterminio. Aunque solo un tercio de los internos creyeron que Alemania había
cometido semejantes atrocidades, una parte de estos se mostraron realmente indignados por haber
defendido una causa que había provocado esas abominaciones. Hubo incluso prisioneros que se
ofrecieron voluntarios para combatir en la guerra contra Japón, una idea que las autoridades
militares llegaron a considerar seriamente pero que finalmente desecharon.
Los «campos de las praderas del Rin»
Los numerosos soldados germanos que se rindieron a los Aliados occidentales en las últimas
semanas de la guerra no tendrían la misma suerte de sus compatriotas que habían disfrutado de la
hospitalidad norteamericana al otro lado del Atlántico. Esos cientos de miles de hombres
derrotados supusieron una inesperada avalancha humana a sus captores, quienes parecía que no
habían contado con que esa circunstancia, perfectamente previsible ante el inminente hundimiento
germano, que iba a producirse.
Como medida provisional, los estadounidenses confinaron a estos prisioneros en 16 recintos
habilitados a toda prisa en territorio alemán. Estos campos serían conocidos con el bucólico
nombre de Rheinwiesenlager, o «campos de las praderas del Rin». El aluvión de prisioneros hizo
que las previsiones de capacidad se sobrepasasen rápidamente. Los campos más grandes debían
alojar a un máximo de 100.000 prisioneros, pero en el de Sinzig se llegó enseguida a 118.000 y en
el de Remagen —próximo al mítico puente— se sobrepasaron los 180.000. En uno más pequeño,
el de Böhl, con capacidad para 10.000 prisioneros, se triplicó esta cantidad.
Un soldado norteamericano vigilando prisioneros de guerra germanos en una imagen tomada el 21 de abril de 1945. National
Archives.
Aunque sobre el papel eran campos de prisioneros, en realidad no eran más que enormes
explanadas rodeadas de alambre de espino, sin ninguna construcción para cobijar a los confinados
y ni tan siquiera instalaciones sanitarias. Los internos tenían que malvivir en agujeros practicados
en el suelo, expuestos en todo momento a las inclemencias del tiempo. Las casas de los
alrededores fueron habilitadas como edificios administrativos, cocinas o enfermerías.
A aquellos campos iban a parar cinco tipos de prisioneros:
• Soldados alemanes que habían sido capturados antes de la rendición, el 8 de mayo de 1945.
• Soldados alemanes que se habían entregado al conocerse la rendición, a los que no se les
concedió la condición de prisioneros de guerra.
• Miembros de las Waffen-SS, que fueron concentrados mayoritariamente en el campo de
Bretzenheim, cerca de Bad Kreuznach, en Renania-Palatinado.
• Los miembros del Volkssturm, la milicia nacional creada en octubre de 1944 en la que debían
alistarse los hombres entre 16 y 60 años para defender el Reich.
• Civiles sospechosos, incluyendo mujeres, jóvenes o veteranos de guerra, que serían liberados
en poco tiempo.
Esta fotografía tomada el 3 de marzo de 1945 en el campo de Rheinberg muestra las terribles condiciones que padecían los
prisioneros alemanes, quienes se veían obligados a cavar agujeros para protegerse de las inclemencias del tiempo. National
Archives.
Las condiciones de vida que tuvieron que padecer todos ellos fueron deplorables. Un
prisionero internado en el recinto de Rheinberg utilizó papel higiénico para escribir un diario, en
el que esas condiciones quedarían dramáticamente plasmadas. En ese testimonio escrito se
lamentaba amargamente de su situación:
Cuando hacía calor me metía dentro de un hoyo en el suelo. Vestía abrigo y botas, y mi gorro de campaña calado hasta las orejas;
mi macuto me servía de almohada. Durante una tormenta me cayó encima una pared de mi hoyo. El abrigo y los calcetines están
empapados… ¿Cuánto tiempo tendremos que estar sin alojamiento, sin mantas ni tiendas? Hasta un perro tiene una caseta para
meterse dentro cuando llueve. Después de seis semanas, nuestro único deseo es tener un techo sobre nuestras cabezas. Incluso un
salvaje tiene un alojamiento mejor.
Los internos solo contaban con la ropa que vestían en el momento de ser capturados. El
prisionero que escribía el diario había conservado sus piezas de ropa, pero la mayoría no eran tan
afortunados, ya que les habían separado de su equipo reglamentario. Se dio el caso de chicos de
apenas 14 años que fueron detenidos de noche en sus casas, sospechosos de formar parte del
Werwolf16, y que tuvieron que pasar todo su cautiverio con el pijama que tenían en el momento del
arresto.
La higiene en los campos era muy precaria. En algunos campos se cavaron fosos para ser
usados como letrinas, pero en otros no había ni eso, por lo que los prisioneros hacían sus
necesidades en el mismo lugar en el que se encontraban. Un interno de Rheinberg aseguró que el
campo «no era más que una cloaca inmensa». Partes del campo del citado campo de Bretzenheim,
conocido como el «campo de la miseria» (Feld des Jammers), eran «literalmente un mar de
orina», en el que los soldados se veían obligados a dormir. La escasez de papel higiénico llevó a
muchos a utilizar para ese menester billetes alemanes, al rumorearse que la moneda germana iba a
quedar fuera de circulación. Las posibilidades de lavarse en los campos eran remotas, ya que
podía haber un grifo para miles de internos —en Bretzenheim, uno solo para más de 56.000
hombres—, que era utilizado prioritariamente para beber.
A la ausencia de medios para mantener un mínimo de higiene se sumaba la falta de comida. Al
principio, los norteamericanos repartían una rebanada de pan para cada veinticinco hombres y
luego para cada diez. Dependiendo del campo, los prisioneros podían recibir hortalizas, pescado,
mermelada o galletas, pero siempre en cantidades muy insuficientes, por lo que era habitual
alimentarse de hierbas y algún tubérculo encontrado al excavar la tierra. La deshidratación, la
desnutrición y las enfermedades como la disentería estaban muy extendidas. Como se ha apuntado,
la falta de agua era un problema grave, lo que llevaba a algunos internos a beber su propia orina
o, en los momentos de mayor desesperación, a lamer el suelo para obtener algo de humedad.
Prisioneros alemanes dormitando bajo una tienda de campaña improvisada en el campo de Ortschaften, el 28 de mayo de 1945.
National Archives.
En una decisión de difícil justificación, el general Eisenhower prohibió a la población civil que proporcionase alimentos a los
prisioneros. Eisenhower Presidential Library and Museum, National Archives.
Ese ensañamiento contravenía claramente los derechos de los prisioneros de guerra. La Tercera
Convención de Ginebra, acordada en 1929, no solo prohibía el trato violento y humillante de los
prisioneros, sino que estipulaba las condiciones en las que estos debían ser alojados, alimentados
y atendidos. Tal como se ha apuntado, según los Aliados, los prisioneros germanos capturados tras
la rendición no podían invocarla porque su Estado había dejado de existir. Así pues, a ellos no se
les concedió la calificación de prisioneros de guerra; eran simplemente «fuerzas enemigas
desarmadas» (Desarmed Enemy Forces, DEF), aunque en 1946 esa calificación sería abolida y
todos serían oficialmente prisioneros de guerra.
Los norteamericanos no querían testigos incómodos en sus campos de prisioneros, conscientes
de que estaban vulnerando adrede las normas relativas al trato que debían dispensarles. Así pues,
bloquearon todos los intentos de la Cruz Roja internacional para inspeccionarlos; no se les
permitiría el acceso hasta que los campos comenzaron a ser desmantelados, en septiembre de
1945.
Algunos recintos siguieron en funcionamiento más tiempo, como el de Bretzenheim, que sería
utilizado como campo de tránsito. A partir de noviembre de 1945 se mejoraron apreciablemente
las condiciones de vida de los internos de este campo, con la construcción de barracones, cocinas
e incluso una capilla y un pequeño teatro, equiparando las instalaciones a las de un campo de
prisioneros estándar. Para ocupar el tiempo de los internos, se impartieron cursos de matemáticas,
contabilidad, taquigrafía, idiomas y dibujo. Los prisioneros también podían trabajar en unos
huertos en los que se cultivaban patatas, judías, tomates, repollo y lechugas.
En el otoño de 1946, los internos de Bretzenheim pudieron vender sus obras artesanales a los
civiles que acudieron a visitar el recinto. A finales de ese año se extendió un ramal de ferrocarril
hasta el campo para facilitar el transporte de mercancías, así como el de los prisioneros enfermos
o con problemas de movilidad. En mayo de 1948, un depósito de agua sería transformado en
piscina; para la inauguración oficial, a la que se invitó a autoridades civiles alemanas, se instaló
un tiovivo y casetas de tiro. El que había sido conocido como «campo de la miseria» fue cerrado
y desmantelado el 31 de diciembre de 1948, y dos años más tarde todo el recinto fue convertido
en tierras de cultivo. En 1966 se levantó allí un monumento conmemorativo.
Prisioneros alemanes lavándose en un canal que discurre por el campo de Büderich, el 3 de marzo de 1945. Por contra, el acceso al
agua potable estaba muy limitado en ese recinto. National Archives.
Polémico estudio
La encomiable transformación de Bretzenheim de un «mar de orina» a un campo de prisioneros
con unas condiciones de vida aceptables no podía ocultar los padecimientos que los internos
habían tenido que soportar durante meses en aquel mismo recinto y en los demás «campos de las
praderas del Rin».
El trato recibido por los prisioneros alemanes en los Rheinwiesenlager sería pasado por alto
durante décadas por los historiadores, hasta que en 1989 un autor canadiense, James Bacque,
publicó el libro Other Losses. En él defendía la disparatada tesis de que los norteamericanos
habían provocado deliberadamente la muerte de unos 800.000 prisioneros germanos, pudiendo
llegar incluso a 1 millón. En su estudio acusaba a los dirigentes norteamericanos de ejercer una
política de venganza sistemática contra los soldados alemanes y luego ocultar ese asesinato
masivo con trucos de contabilidad.
Bacque afirmaba que aquel maltrato masivo a los prisioneros cumplía los requisitos para ser
considerado un crimen contra la humanidad, colocándolo al mismo nivel que los perpetrados por
los nazis. Las revelaciones de Bacque fueron presentadas de inmediato por la prensa de forma
sensacionalista, refiriéndose a ellas como el «último sucio secreto de la Segunda Guerra
Mundial» y calificando a aquellos recintos como los «campos de la muerte» de Eisenhower, una
expresión que haría fortuna, figurando en más de un llamativo titular.
Un oficial germano escribiendo un diario durante su cautiverio en el campo de Ludwigshafen, el 28 de mayo de 1945. National
Archives.
Ensañamiento norteamericano
El controvertido trabajo de Bacque, aunque no puede ser objeto de consideración en un estudio
serio sobre el tema, sí sirvió para que saliesen a la luz informaciones y testimonios que revelaban
las pésimas condiciones que tuvieron que soportar los prisioneros alemanes, y que hasta ese
momento habían permanecido en la sombra, con riesgo de quedar olvidados para siempre.
Ese inesperado aldabonazo consiguió atraer la atención de los historiadores, y del público en
general, sobre la actitud negligente, en el mejor de los casos, de las autoridades militares
norteamericanas. Hasta los detractores de Bacque tuvieron que admitir que en los
Rheinwiesenlager se dio ese comportamiento tan reprobable como injustificado, ya que se
crearon unas dificultades innecesarias a unos prisioneros que ya estaban exhaustos por la derrota y
que, excepto en los casos de los criminales de guerra, se habían limitado a luchar por su país, tal
como habían hecho sus captores.
Un dato que parece demostrar ese ensañamiento norteamericano es que el índice de víctimas en
sus campos fue cuatro veces superior al de los recintos administrados por los británicos, sin que
exista una razón lógica para que se dé esa enorme diferencia. El ejército estadounidense destinado
en Europa se encontraba magníficamente abastecido gracias a la eficiente red de transporte y
distribución instaurada con ese fin17, por lo que no debía entrañar demasiada dificultad
proporcionar a esa masa de prisioneros unas condiciones de vida dignas durante su cautiverio.
Aun peores fueron los campos controlados por los franceses, en los que se registró un índice de
mortalidad veinte veces mayor, aunque en este caso podría achacarse a la crisis alimentaria que
sufría Francia, lo que obligó a pedir suministros a los norteamericanos.
Es posible que ese comportamiento reprobable de las autoridades militares norteamericanas
con los prisioneros alemanes no respondiese a una política de venganza deliberada, sino que se
hubiera visto influida, más o menos conscientemente, por la severa actitud mostrada por el
Gobierno de Washington hacia el enemigo germano en su conjunto, pese al buen trato dispensado a
los prisioneros trasladados a Norteamérica.
Así, durante la conferencia de Teherán, celebrada en noviembre de 1943, Stalin propuso fusilar
a 50.000 oficiales alemanes; mientras que Churchill protestó horrorizado, Roosevelt trató de
rebajar la tensión aceptando «fusilar una cantidad menor, digamos 49.000». Aunque el presidente
norteamericano pretendía supuestamente hacer una broma, parece ser que le atraía la idea de
ejecutar a esa cantidad de prisioneros, puesto que fue lo primero que mencionó cuando los tres
dirigentes volvieron a reunirse de nuevo en Yalta, en febrero de 1945. Al menos, los
norteamericanos no cumplieron finalmente con uno de los compromisos alcanzados en aquella
conferencia, como era la entrega a los soviéticos de 5 millones de prisioneros germanos para ser
utilizados como trabajadores forzosos, lo que hubiera incrementado con toda seguridad el número
de víctimas.
La idea de aplastar Alemania para que no pudiera volver a levantarse, una idea que se abría
paso conforme se acercaba el final de la guerra, había tenido un precedente en marzo de 1941, con
la publicación en Estados Unidos de un extravagante libro titulado Germany must perish!
(Alemania debe perecer). En él, su autor, un judío neoyorquino llamado Theodore Newman
Kaufman, abogaba por el reparto de Alemania y Austria entre los países vecinos y, lo que
resultaba más estrafalario, además de abominable: un plan para esterilizar a los varones alemanes
menores de 60 años y las mujeres de menos de 45. El objetivo declarado era conseguir la
extinción completa de los alemanes.
Para esterilizar a tal volumen de población, Kaufman había realizado unos escalofriantes
cálculos. La campaña de esterilización masiva requería de unos 20.000 cirujanos; cada uno
realizaría 25 intervenciones diarias. Según él, los hombres podrían quedar esterilizados en tres
meses, pero esterilizar a todas las mujeres iba a llevar cerca de tres años. Lo que Kaufman no
especificaba era cómo iba a conseguir que millones de personas aguardasen pacientemente su
turno para ser esterilizados, sin oponer una previsible resistencia. El resultado de esa campaña
sería que la población germana iría disminuyendo a razón de un millón y medio cada año, hasta
llegar a la deseada extinción en unas décadas. Goebbels, al frente de su aparato de propaganda, y
otros líderes nazis, como el director del periódico antisemita Der Stürmer, Julius Streicher, se
harían eco de esta execrable propuesta para justificar así la persecución a los judíos, obviando
que los propios nazis habían estudiado seriamente la posibilidad de esterilizar a toda la población
judía —lo que incluiría aberrantes experimentos con seres humanos—, y que esta idea se desechó
en favor del exterminio masivo.
El libro de Kaufman, pese a ser autopublicado, recibiría una atención considerable; la revista
Time o el diario New York Times le dedicarían sendos artículos, en los que se reconocía no saber
si el autor hablaba en serio cuando preconizaba la esterilización de la población germana. Aunque
nadie llegó a apoyar sus radicales propuestas, la obra contribuyó a cimentar la idea de que había
que castigar duramente a Alemania para evitar que pudiera seguir siendo una amenaza para la paz
mundial.
Esa idea del escarmiento definitivo cristalizaría —sin llegar a los extremos defendidos por
Kaufman—, en el llamado plan Morgenthau, así denominado por el secretario del Tesoro Henry
Morgenthau. Este plan, puesto sobre la mesa en 1944, proponía reducir a Alemania a un país
agrícola y pastoril, despojándola por completo de cualquier industria. El presidente Roosevelt se
mostró entusiasta con el plan, convencido de que Alemania debía ser tratada con dureza para
«demostrarle quien había perdido la guerra», tal como dejo escrito en agosto de 1944 en una carta
dirigida a la reina Guillermina de Holanda. En una reunión con sus colaboradores, Roosevelt
también dejó claro su deseo de que Alemania recibiese una lección: «Hay que enseñar al pueblo
alemán su responsabilidad por la guerra, y durante mucho tiempo deberían tener solo sopa para
desayunar, sopa para comer y sopa para cenar».
Afortunadamente, las draconianas medidas planteadas por Morgenthau y apoyadas por
Roosevelt serían finalmente descartadas, no por compasión con un enemigo derrotado, sino por
temor a que una Alemania débil y desindustrializada se convirtiera en una presa fácil para un
envalentonado Stalin. Alemania estaba destinada a ser el muro de contención ante el
expansionismo soviético rampante, que amenazaba con desparramarse por toda la Europa
continental, por lo que debía recibir todo el apoyo de las potencias occidentales, lo que plasmaría
en el plan Marshall, la antítesis del plan Morgenthau. Sin embargo, recién acabada la guerra,
todavía no era evidente ese papel crucial que debía jugar Alemania en el futuro, por lo que aún
estaba vigente la idea de que debía ser sometida a un castigo ejemplar.
Por lo tanto, cabe la posibilidad de que el trato recibido por los soldados alemanes en
cautividad respondiese a la interpretación que hacían los encargados de su custodia de esa actitud
oficial de mano dura con Alemania. De hecho, mientras que para que el otoño de 1945 los
británicos habían liberado a más del 80 %de sus prisioneros, los norteamericanos retuvieron a los
suyos durante todo el invierno. El Gobierno de Washington había insistido en procesar a los
soldados alemanes por crímenes de guerra, por lo que tuvieron que quedarse más tiempo en los
campos para que pudieran investigarse los antecedentes de todos ellos. Aun así, fueron muchos los
criminales nazis que pasaron por los campos de prisioneros y que lograron salir sin que se
descubriese su identidad, por lo que no parece que esa fuera la razón para prolongar el cautiverio.
El tono vengativo que se filtraba desde las altas esferas tenía su efecto sobre los niveles
inferiores, por lo que parecía que la crueldad hacia los prisioneros no solo se toleraba sino que,
hasta cierto punto, se estimulaba. Solo así se entiende ese maltrato generalizado de los prisioneros
alemanes, un capítulo incómodo de la historia de la Segunda Guerra Mundial que todavía está por
escribirse.
Significativamente, el final de la guerra supuso un empeoramiento de las condiciones de los
prisioneros alemanes en los campos de Estados Unidos. Ya no había necesidad de alentar las
rendiciones del enemigo mediante la perspectiva de una placentera cautividad, y había acabado la
amenaza constante de maltrato que pendía sobre los prisioneros aliados en Alemania. Por lo tanto,
el Departamento de Guerra ya no se preocupó más por los prisioneros germanos que se hallaban
en territorio estadounidense. Las autoridades redujeron de forma apreciable la calidad de la
comida en los campos y se suprimieron algunos privilegios en los economatos. En cierto modo,
las represalias de que fueron objeto los prisioneros germanos en los campos europeos llegarían,
aunque fuera bastante atenuadas, hasta el otro lado del Atlántico.
Las excelentes condiciones de vida que los alemanes habían disfrutado durante su cautiverio en
Estados Unidos les habían hecho pensar siempre en una rápida liberación en cuanto Alemania se
rindiese, pero no sería así. La economía norteamericana no podía desprenderse de la noche a la
mañana de esa importante fuerza de trabajo, por lo que el vaciado de los campos se produciría a
cuentagotas. Tuvo que pasar más de un año desde el final de la guerra para que el último
prisionero de guerra alemán dejara suelo norteamericano.
Pero la llegada a Europa no supondría la liberación definitiva. Muchos fueron enviados a
trabajar a países europeos que habían quedado asolados por el conflicto, como Francia o Bélgica.
Por su parte, los británicos se apropiaron de 123.000 de esos prisioneros germanos procedentes
de Estados Unidos para emplearlos también en la reconstrucción del país. No los liberarían hasta
dos años después.
15 Los británicos tenían 86 campos de prisioneros. En la Unión Soviética solo se han podido documentar de modo preciso 150
campos, pero como el sistema de campos del gulag fue utilizado también para confinar prisioneros de guerra, la cifra final podría
ascender a unos 3000. Por su parte, los alemanes establecieron 90 campos para alojar a los prisioneros aliados, incluyendo 15 en
territorio polaco, y los italianos 21. Después de 1943, los alemanes se hicieron con el control de los campos italianos, incluyendo los
dos que estaban en Grecia. En territorio japonés había 176 campos, pero en las posesiones niponas en el resto de Asia, de Manchuria
a Java, pasando por China o Birmania, llegó a haber medio millar.
16 El Werwolf («hombre lobo») era una guerrilla formada por miembros de las SS y las Juventudes Hitlerianas que tenía como
objetivo atacar a los ejércitos aliados que avanzaban sobre suelo alemán, incluso tras la ocupación. Aunque contó con unos 5000
miembros, sus actuaciones no pasarían de ser testimoniales.
17 Para dar una idea del volumen de material que llegaba a diario para abastecer a las tropas norteamericanas, basta apuntar que en
todo momento había unos 250 barcos atravesando el Atlántico rumbo a Europa. La avalancha de material era tal que a veces los
barcos debían aguardar semanas en los puertos a ser descargados, pese a que se trabajaba a destajo en los muelles. Para satisfacer
las necesidades de carne de las tropas norteamericanas, cada día se sacrificaban unas 4000 reses de vacuno, que de inmediato eran
enviadas a Europa en buques frigorífico. También en un solo día, los soldados estadounidenses consumían unos 6 millones de huevos
deshidratados y se fumaban más de 1 millón de cigarrillos.
Epílogo
Llegados al final de la presente obra, seguramente el lector se preguntará cómo fueron posibles
semejantes comportamientos, que dieron lugar a las espantosas atrocidades aquí descritas.
Plantear una interpretación de esos abominables hechos con el objetivo de trazar alguna
explicación queda fuera del alcance de este trabajo, pero no está de más presentar algunas
reflexiones que puedan ayudar a entender, nunca justificar, lo que hicieron aquellos seres, al fin y
al cabo tan humanos como nosotros.
Lo primero que hemos de tener en cuenta es que la mayoría de las personas que perpetraron
esos bárbaros actos no se enfrentaron a esas situaciones por decisión propia, sino que habían sido
las circunstancias las que les habían llevado hasta allí. Por tanto, su perfil no era muy distinto al
del resto de la población, tal como pude comprobar en mis investigaciones para el libro Bestias
nazis. Los verdugos de las SS. Aunque pueda sorprender, es difícil encontrar entre los guardianes
de los campos de concentración que más destacaron por su crueldad y sadismo alguno que
presentase algún tipo de antecedente en su personalidad que llevase a pensar que pudiera acabar
convirtiéndose en un torturador y un asesino. Antes de ingresar en las SS, la mayoría de ellos
tenían una vida gris y alejada de grandes expectativas. También es significativo que, después de la
guerra, muchos de ellos reingresaran en la sociedad sin ningún problema de adaptación, siendo
numerosos los ejemplos de historias de éxito personal, como si aquel negro período de sus vidas
no hubiera sido más que una noche de borrachera de la que apenas quedaba un borroso recuerdo.
Pero no es necesario llegar al caso extremo de los guardianes de los campos de concentración, un
ámbito que quizás podía servir de imán a individuos proclives, consciente o inconscientemente, a
actuar de ese modo; hubo muchos casos de soldados alemanes que, arrastrados por las corrientes
de la guerra, acabaron participando en matanzas como la aquí relatada del barranco de Babi Yar,
venciendo las iniciales reticencias a disparar a sangre fría contra inocentes.
Sobre las tendencias violentas que permanecen latentes en las personas consideradas normales
es un clásico acudir al célebre experimento de Milgram, seguramente conocido por el lector, pero
que aun así no está de más recordar. En 1963 el psicólogo norteamericano Stanley Milgram
demostró que un individuo normal puede infligir dolor a una víctima cuando la obediencia a la
autoridad se impone a sus imperativos morales. El voluntario debía aplicar lo que él creía que
eran descargas eléctricas a otro supuesto participante, que en realidad formaba parte del equipo y
simulaba estar siendo electrocutado. Pese a los gritos de la víctima, ningún voluntario se negó a
obedecer las órdenes e incluso dos tercios de los voluntarios llegarían a aplicar el voltaje
máximo.
No obstante, teniendo en cuenta que aquellos inquietantes datos fueron obtenidos en la asepsia
de un laboratorio, más útil para nuestro propósito de entender cómo fueron posibles las
atrocidades aquí descritas es acudir directamente al testimonio de las personas que durante la
Segunda Guerra Mundial cometieron asesinatos, violaciones y crímenes de guerra. El historiador
británico Laurence Rees, intrigado también por esa cuestión, entrevistó a mediados de los años
noventa a centenares de esas personas, tratando de encontrar las respuestas. Él esperaba
encontrarse con seres intrínsecamente malvados, distintos del resto de la sociedad, inadaptados,
con rasgos peculiares que denotasen sus viles tendencias, pero se sorprendió al comprobar su
aparente normalidad. Incluso no eran pocos los casos en los que su círculo familiar desconocía
por completo ese terrible pasado, sin que nunca hubiera podido ni tan siquiera sospecharlo.
Otra conclusión destacable del estudio de Rees es que aquellos hombres con las manos
manchadas de sangre no se sentían en absoluto torturados por un sentimiento de culpa. No solo
eso, sino que además no lamentaban haber cometido aquellos crímenes porque, sencillamente, no
eran conscientes de haber perpetrado ninguno. En su fuero interno se habían limitado a cumplir
órdenes en unas circunstancias especialmente difíciles, ante las que ninguno de los que trataban de
juzgar su actuación se había enfrentado nunca. En otros estudios llevados a cabo con antiguos
soldados de la Wehrmacht, los entrevistados tampoco daban apenas importancia a los sucesos de
los que habían sido protagonistas activos, por terribles que pudieran haber sido.
Aunque sea difícil determinar los factores que podían desencadenar esos atropellos contra la
población civil, entre ellos podemos anotar la presión por las órdenes de los superiores, la
solidaridad de grupo o el estallido provocado por sentimientos de hastío, rabia o decepción. Ese
tipo de violencia se ha explicado en función de los denominados marcos de referencia, en los que
el individuo actúa en función de lo que interpreta que es el comportamiento socialmente aceptado
en ese momento y lugar. A un nivel más prosaico, todos tenemos en mente expresiones y
comportamientos que eran moneda común hace apenas una década, y que hoy, por mor de la
corrección política, resultan socialmente inaceptables. Por tanto, el contraste entre la escala de
valores actual y la que regía en los años en los que discurrió la Segunda Guerra Mundial resulta
extremo; tratar de entender los comportamientos de entonces bajo los parámetros actuales no tiene
sentido, por lo que hay que intentar situarse en las circunstancias en las que aquellos individuos
tuvieron que tomar sus decisiones. Como ejemplo, solo debemos comparar la heroica
consideración que merecían entonces las tripulaciones de los bombarderos que llevaban a cabo
misiones sobre Alemania con la que merecerían en la actualidad las que participasen en un
hipotético bombardeo sobre alguna ciudad de Oriente Medio que causase decenas de miles de
muertos al provocar una apocalíptica tormenta de fuego. Siendo el hecho exactamente el mismo, el
corrimiento de la escala de valores convertiría al héroe de antaño en el villano más despreciable.
Aunque sea arriesgado, y sin duda injusto, que en esta obra se hayan comparado los aberrantes
excesos cometidos por los soldados japoneses en Nanking con las operaciones de bombardeo
sobre las ciudades alemanas, o poner en la misma balanza el asesinato masivo en Katyn y la
insensibilidad con los padecimientos de los prisioneros de guerra germanos, en todos estos casos
sus protagonistas estaban convencidos de estar haciendo lo que se esperaba de ellos en ese
momento, y no se les pasaba por la cabeza actuar de otro modo. Un caso paradigmático sería el de
Paul Tibbets, el comandante del Enola Gay, el cuatrimotor que arrojó la bomba atómica sobre
Hiroshima el 6 de agosto de 1945. Nunca tuvo la más pequeña duda de que actuó correctamente y
siempre afirmó, sin asomo de remordimiento, que volvería a lanzarla de nuevo si así se le
ordenase. En 1999 Tibbets declaró en una entrevista: «Hoy tomaría de nuevo la misma decisión.
No lo dudaría ni un segundo. Era lo que había que hacer para salvar la vida de tantos otros». El
conocimiento posterior de todo el horror que desató el cumplimiento de su misión no había hecho
mella en él. No se puede decir lo mismo de dos de los tripulantes de los aviones meteorológicos
que precedieron al Enola Gay en su mortífera misión sobre Hiroshima y que, en cierto modo,
condenaron a la ciudad por sus informes favorables. Uno de ellos sufriría posteriormente
trastornos mentales que le llevarían a provocar altercados públicos, mientras que otro combatió su
sentimiento de culpabilidad creando una fundación para asistir a enfermos graves.
De todos modos, no resulta pertinente trazar líneas de comportamiento comunes. Como vemos,
muchos de los que participaron en esos crímenes asumieron los hechos con aparente normalidad,
mientras que una minoría terminó siendo víctima de los remordimientos. Por ejemplo, tal como se
ha referido en el capítulo dedicado a la masacre de Babi Yar, uno de sus máximos responsables
cayó en el alcoholismo mientras que otro acusó una rápida degeneración física. En el caso de los
verdugos del NKVD, dedicados a ejecutar decenas de prisioneros a diario de un disparo en la
nuca, la mayoría acabaron también alcoholizados, falleciendo casi todos ellos a edades tempranas
por esa causa o quizás por suicidio. Un ejemplo de arrepentimiento tardío sería el de Shiro Ishii,
considerado el Mengele nipón al estar al frente de una unidad destinada a la experimentación con
humanos, conocida como la Unidad 731; después de la guerra, Ishii abrió una clínica en la que
atendía gratuitamente a sus pacientes y se convirtió al cristianismo. En todo caso, el efecto de la
comisión de crímenes de guerra en la posterior trayectoria vital de sus protagonistas apenas ha
sido estudiado, por lo que será difícil llegar a cualquier conclusión al respecto.
No quiero dar por cerrado este epílogo sin una reflexión que abona el optimismo. Aunque de lo
anteriormente expresado puede deducirse que atrocidades similares podrían ocurrir de nuevo si
las circunstancias volviesen a ser parecidas, no creo que sea pecar de ingenuo pensar que
difícilmente eso puede llegar a ocurrir. En contraste con las sociedades de entonces, en las que la
intransigencia y la imposición eran moneda común, se exaltaba el poderío militar y la violencia
estaba imbricada de forma natural en el ámbito familiar y escolar, en estos tiempos se apela al
entendimiento y la tolerancia, desaprobándose el recurso a la violencia, lo que hace difícil pensar
que las acciones aquí descritas pudieran ser ni siquiera planteadas.
Aun así, tragedias como la de la antigua Yugoslavia, en la que tuvieron lugar, a las puertas del
siglo XXI, escenas que parecían formar parte de ese horrible pasado del Viejo Continente que
parecía superado para siempre, nos recuerdan que no podemos bajar la guardia. Pese a la
evolución positiva que ha experimentado nuestra sociedad en estas últimas décadas, afirmándose
los derechos humanos como uno de sus pilares fundamentales, los aspectos más profundos de la
naturaleza humana, aquellos de los que surgieron entonces aquellas ominosas actuaciones,
difícilmente habrán mutado en apenas tres generaciones. El que todavía hoy haya personas
dispuestas a cometer masacres de personas inocentes llevadas por el fanatismo demuestra que aún
es pronto para asegurar que aquellos aborrecibles comportamientos han sido superados. Por
desgracia, siguen vigentes las inquietudes expresadas en su día por Dostoievski, cuando se
preguntaba por «los múltiples y variados motivos por los que incluso personas purísimas de
corazón y cándidas de ánimo pueden verse envueltas en actuaciones de una locura monstruosa».
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Table of Contents
Introducción
Capítulo 1: La violación de Nanking
Primero Corea, después Manchuria
Estalla la guerra
La batalla de Shanghái
Asalto a Nanking
«Maten a todos los prisioneros»
Un macabro concurso
Asesinato de civiles
Salvado de milagro
Torturas salvajes
Violaciones masivas
Una muchacha valiente
Rabe, el nazi bueno
El castigo a los culpables
Balance sangriento
Capítulo 2: Deportación de polacos a Siberia
Reparto de Polonia
Ocupación soviética
Comienza la deportación
Testimonios
La balada de los siberianos
De enemigos a aliados
Memoria de las víctimas
Capítulo 3: La matanza de Jedwabne
Convivencia pacífica
Estallido de odio
Pogromo en Radzilow
Reunión en la plaza
Piedras, cuchillos, estacas
Quemados vivos
Cadáveres sin enterrar
Regreso a la normalidad
Buscando una explicación
La verdad, al descubierto
La cifra de muertos
Una herida cerrada
Capítulo 4: Babi Yar, el barranco sangriento
Represalias
Organización de la matanza
Concentración
Llegada al barranco
Pausa nocturna
Cifra desconocida
Nuevas matanzas
Castigo a los culpables
Poema contra el olvido
Libro testimonio
Memoria y reconocimiento
Capítulo 5: Limpieza étnica en Volinia
Territorio vulnerable
Ocupación alemana
Insurgentes ucranianos
Ola de matanzas
Grupos de autodefensa
El avispero ucraniano
Separación étnica
El drama de los lemkos
Operación Vístula
Resistencia antisoviética
Cerrando heridas
Capítulo 6: El drama de los japoneses americanos
Alemanes e italianos
Nipones en el punto de mira
La Orden 9066
Heroísmo nipón
Amargo regreso
Internamientos en Canadá
Japoneses latinoamericanos
Traslados en México
Campos brasileños
Compensaciones y disculpas
Capítulo 7: Tormenta de fuego
Los civiles son el objetivo
Un millar de bombardeos
Operación Gomorra
Horno siderúrgico
Evacuación masiva
Cadáveres, moscas y ratas
El bombardeo de Dresde
Harris, chivo expiatorio
Capítulo 8: El mayor bibliocausto de la historia
Bibliotecas reducidas a cenizas
Operación de salvamento
Quema de libros
El Departamento Rosenberg
Destrucciones y saqueos
Listas de libros prohibidos
El Depósito de Offenbach
Capítulo 9: La masacre de Katyn
Campos de prisioneros
Orden de ejecución
El último viaje
«¡Hemos cometido un grave error!»
Cruce de acusaciones
El informe de la Cruz Roja
Una muerte oportuna
Katyn en Núremberg
Comisiones de investigación
Resistiendo el olvido
La verdad se abre paso
Medio siglo de mentiras
Una herida abierta
El capitán Bychowiec
Capítulo 10: Khaibakh, el Oradour soviético
Deportaciones masivas
Operación Lentil
Resistencia chechena
La Ruta de la Muerte
Masacre en Khaibakh
Regreso a Chechenia
Capítulo 11: La matanza de Biscari
Desembarco en Sicilia
El aeródromo de Biscari
El incidente West
El incidente Compton
Se descubre la matanza
Tapar el asunto
El proceso
Cadena perpetua
Incógnitas
Matanza en Canicattí
Capítulo 12: Los «campos de la muerte» de Eisenhower
Temor a los soviéticos
Prisioneros en América
Los «campos de las praderas del Rin»
Mejoras en los campos
Polémico estudio
Ensañamiento norteamericano
Epílogo
Bibliografía