Matanzas en El Madrid Republica - Felix Schlayer
Matanzas en El Madrid Republica - Felix Schlayer
Matanzas en El Madrid Republica - Felix Schlayer
MATANZAS EN EL MADRID
REPUBLICANO
PASEOS, CHECAS, PARACUELLOS...
Titulo original: Diplomat im roten Madrid
© Herederos de Félix Schlayer
© Traducción de Carmen Wirth Lenaerts
© Áltera 2005 SL
ISBN: 84-89779-85-6
DEPOSITO LEGAL: B-24.868-2006
Hacía el final le pregunté a La Pasionaria cómo se imaginaba que las
dos mitades de España, separadas entre sí por un odio tan abismal,
pudieran vivir otra vez como un solo pueblo y soportarse mutuamente.
Entonces estalló todo su apasionamiento: “¡Es simplemente imposible! ¡No
cabe más solución que la de que una mitad de España extermine a la otra!
Felix Schleyer
Introducción
El temperamento español
En la encrucijada
El Frente Popular
Con el fin de facilitar una mejor comprensión de la situación política en
el seno del Frente Popular, así como de las abreviaturas o siglas
ocasionalmente utilizadas de aquí en adelante y correspondientes a las
denominaciones de los partidos, me permito hacer unas breves aclaraciones.
El Frente Popular estaba compuesto por los partidos burgueses radicales de
Martínez Barrio y Azaña, denominados respectivamente “Unión
Republicana” el primero, e “Izquierda Republicana” el segundo, así como
por los partidos Socialista, Comunista, Sindicalista y la F.A.I., (Federación
Anarquista Ibérica). El Partido Socialista es la organización política de los
sindicatos socialistas (U.G.T. = Unión General de Trabajadores). La F.A.I.
es, asimismo, el exponente político de los sindicatos anarquistas (a saber:
C.N.T.= Confederación Nacional del Trabajo).
La situación de poder, en la medida en que ésta dependa de la adhesión
del pueblo a cada una de dichos partidos, era la siguiente.
Los dos partidos de derechas contaban con un número de afiliados
reducido. Su influencia se basaba en la mayor antigüedad de su experiencia
política, así como en la mayor formación y más elevado nivel intelectual de
sus dirigentes y afiliados.
El partido socialista se apoyaba en los sindicatos de la U.G.T. que
contaban con el mayor número de adeptos en Madrid y Bilbao. En
Barcelona y Valencia estaban en minoría. Mas tarde se produjo una brecha
profunda entre el partido y los sindicatos como consecuencia de la
enemistad personal entre Indalecio Prieto, jefe de la mayoría de los
diputados socialistas, y Largo Caballero, el “mandamás”, sin límites, de los
sindicatos. U.G.T. podría ser, numéricamente, la segunda organización entre
las más fuertes de España.
El partido comunista antes de la guerra civil no era numéricamente muy
importante. El español es exageradamente individualista y, por lo tanto,
anarquista nato; de modo que la teoría comunista no le agrada en absoluto.
Bajo la presión de la influencia rusa cobró, sin embargo, mucho auge el
partido, habiendo intentado, a pesar de la fuerte oposición de los partidos
proletarios, fusionarse con los socialistas, lo que llegaron a conseguir en las
organizaciones juveniles; pero no en cuanto a los sindicatos, pues siempre
hubo una fuerte resistencia en Largo Caballero que, especialmente durante
su presidencia en el Consejo de Ministros, llegó a oponerse fuertemente a
los comunistas.
El partido sindicalista, que no era fuerte numéricamente hablando,
adquirió influencia por la personalidad de quien lo acaudillaba, Pestaña,
fallecido recientemente, el cual había trabajado durante muchos años de
modo decisivo en organizaciones anarquistas.
De la F.A.I., cuya infraestructura está constituida por los sindicatos de la
C.N.T., puede decirse que es la organización más fuerte, y domina,
principalmente, en Cataluña. Allí cuenta aproximadamente con la afiliación
del setenta y cinco por ciento del proletariado. En Valencia, Murcia,
Alicante; es decir, a lo largo del resto de la costa mediterránea, dispone
asimismo de una mayoría, si bien no tan dominante como en Cataluña. En
el centro de España, en Madrid, tiene menos fuerza que la U.G.T.; pero,
durante la guerra, creció mucho el número de sus afiliados ya que sus
condiciones de filiación, al ser más tolerantes, fueron aprovechadas por
muchas personas indiferentes, que no tenían más remedio que acreditar la
posesión de un carnet sindical. Un ciudadano sin semejante carnet no podía
en España justificar su existencia y no gozaba de libertad para vivir con
alguna seguridad. En la F.A.I. caben todos, desde el idealista, en el mejor
sentido primitivo cristiano de amor al prójimo y de fraternidad, hasta el
delincuente común. La teoría política de los anarquistas consiste en una
organización sin normas preestablecidas de autoridad. Son ácratas. Sin
forma alguna de gobierno. No son marxistas, sino antimarxistas. Su ideal es
el individualismo ilimitado.
Hacia el caos
Entretanto, el tono había subido hasta ponerse al rojo vivo con la toma
del, antes mencionado, Cuartel de la Montaña. En él se había encerrado el
General Fanjul, con el propósito de dirigir la sublevación en Madrid, con un
regimiento de Infantería, y unos cuantos miembros de Falange Española. El
ataque, por parte de algunas compañías de la Guardia Civil, junto a una
masa popular apenas armada, y unos pocos disparos de Artillería de
Campaña, le movieron a rendirse. ¿Fue falta de decisión o miedo a sus
propios soldados que, al parecer, no eran de fiar, lo que le impidió
apoderarse de Madrid mediante un ataque enérgico?
Semejante éxito se le subió a la cabeza al Gobierno y también a la
población obrera. Las importantes existencias de armas que guardaban éste
y otros dos cuarteles, en los que asimismo se habían encerrado tropas que
luego se rindieron, pasaron, sin apenas resistencia, a manos de pueblo. Ésa
misma mañana, en la escalera de la casa de un amigo, me encontré con un
joven de dieciséis años que traía un fusil Koppel, completamente nuevo,
con la cartuchera llena, así como dos pistolas nuevas de carga automática y,
al preguntarle dónde había sacado todo eso, me contó que después de la
rendición del Cuartel de la Montaña había ido allí y las había cogido.
Cualquiera podía llevarse lo que quería y cuánto quería. A partir ese
momento es cuando el populacho de Madrid adquirió conciencia de la clase
de poder que le había caído en suerte.
Allí, en el Cuartel de la Montaña fue donde por vez primera
comenzaron los asesinatos, en los que participaron personas que hasta
entonces nunca hubieran pensado en ello. Allí se reveló ya la falta total de
autoridad estatal. El populacho que entró tras la rendición, dominaba la
situación, y disparaba o perdonaba la vida, a su albedrío.
El imperio de la casualidad como destino, que después habría de
generalizarse tanto, fue allí donde se instauró primero. El que caía en manos
de un principiante de buenos sentimientos, aún sin malear, se le veía saludar
y abrazar como a un “hermano liberado”. Pero al que tenía la mala suerte de
dar con trabajadores envenenados de fanatismo, se le ponía en fila contra la
pared en el patio del cuartel. Un testigo presencial me contó que unos
doscientos de los que se rindieron, yacían muertos, alineados, y mezclados
los civiles con los militares; lo que no puedo asegurar es, si los oficiales que
yacían en el cuarto de banderas, perdieron la vida asesinados o
suicidándose.
En aquella mañana y, con este episodio del Cuartel de la Montaña,
quedó decidido el destino de España: la guerra civil, en toda su aterradora
extensión, ya que, si quien estaba comprometido en el mando del sector
militar de Madrid, en lugar de encerrarse en los cuarteles, se hubiera
atrevido a dar un audaz golpe de mano y apoderarse de la ciudad, tal como
lo estaba haciendo el General Queipo de Llano en Sevilla, se hubiera
sofocado en embrión la resistencia roja, puesto que sin Madrid, y por tanto
sin la España central y, sobre todo, sin el oro atesorado en el Banco de
España, quedaba excluido cualquier tipo de organización roja capaz de
englobarlo todo.
Se arma al populacho
Por entonces empezó la era de la "soberanía del pueblo". Y con ello fue
descubriendo lentamente los fabulosos derechos que se le habían
adjudicado. Sus maestros, fueron sobre todo, losdelincuentes comunes a los
que se les había regalado la libertad. Éstos no se sentían, en absoluto,
intimidados por las "especulaciones" burguesas acerca de "lo mío" y "lo
tuyo" y su concepto de la libertad pronto encontró multitudes de adeptos.
“¡U.H.P. (Uníos hermanos proletarios!)” se convirtió en una especie de
contraseña sustitutoria del pago. Cualquier san culotte que llevara uno de
los abundantes revólveres repartidos o robados, apaciguaba a sus acreedores
con esa contraseña encantada y, cuando la misma resultaba insuficiente, le
ponía la boca del revólver delante de la suya.
A un restaurante alemán, en el que yo comía a mediodía, le tocó de
repente, en lugar de su clientela habitual, perteneciente a la buena
burguesía, la afluencia de docenas de ésos héroes del revólver. Estos solían
ser muy estrepitosos, porque no les parecía suficientemente bueno el plato
del día y exigían otras opulencias, para acabar pagando con un ¡U.H.P!
pronunciado con aire triunfalista. Esto ocurría así, hasta el punto de que,
más de una vez, estando el comedor lleno, era yo el único que pagaba. Ante
el afligido patrón, cuando ese se atrevía a protestar, se hacían pasar por
mandos de las "formaciones" más increíbles y, si ello resultaba infructuoso,
le amenazaban en última instancia, con el revólver. El hombre tuvo la suerte
a los pocos días, de poder clavar en su local el texto de una resolución
adoptada por la Embajada alemana, en virtud de la cual se le ordenaba que
lo cerrara, con el fin de evitar su ruina o su asesinato. Los patrones de la
hostelería española tuvieron que aguantarse y mantener durante muchas
semanas ese tipo de "explotación" de su negocio, bajo amenazas de muerte.
Entre ellos, algunos cayeron a tiros, delante de sus locales, por haber
provocado, de alguna manera el disgusto de su "noble clientela".
Terror en la carretera
Se inventa el "paseo"
Ya, desde los primeros días, habían quedado incautados en Madrid
todos los automóviles que podían circular; y ello, en parte por el Gobierno,
pero en su gran mayoría, por las llamadas "organizaciones" que surgían por
todas partes, como las setas del suelo. ¡Cómo se profanaba el nombre
clásico de Atenas, en todo los barrios de la ciudad, al asociarlo con los
"ateneos libertarios", cuya única finalidad consistía en el robo y asesinato
colectivo! Era de buen tono, que cada una de esas pandillas de unos cuantos
"piojosillos" tuviera, como cosa propia, uno o más de dichos autos, a ser
posible, grandes. Concretamente, los anarquistas se distinguían por
"controlar" (es decir "incautarse"), solamente los coches de más potencia
desdeñando los pequeños. Atracar las viviendas y llevarse a sus moradores
eran cosas que se hacían siempre utilizando automóviles, ya que el "punto
final" de las “relaciones”, de este modo iniciadas, se ponía fuera de la
ciudad; así es como en España surgió la expresión "dar el paseo" que
equivalía a asesinar.
Una mañana, en el transcurso de mi ida en coche a Madrid tuve que ser
testigo de vista, involuntario, de la realización de tan trágico "paseo". El
momento en que yo transitaba por la carretera, frente al cementerio (situado
a un lado de la misma, pero algo apartado de la calzada) ví que se había
adelantado, subiendo hasta allí, por una carretera paralela, un auto
procedente de Madrid. Me detuve y me vi obligado a presenciar cómo, al
principio con vacilaciones, se bajaban del mismo dos hombres, que desde
lejos me parecieron jóvenes y detrás de ellos, otros cuatro, vestidos de
milicianos, que prepararon inmediatamente sus fusiles. Intranquilos, a todas
luces, por la presencia de un coche en la carretera principal, se apresuraron
a dar la vuelta a la esquina de la tapia del cementerio, con sus víctimas, por
lo que yo ya dejé de verlos. Inmediatamente después, sonaron los disparos,
al principio aislados, luego más seguidos. Invitaban a las víctimas a que se
escaparan para salvarse, a continuación les herían con disparos sueltos, y al
caer, les mataban, disparando a bocajarro. ¡Contra estos dos desdichados
hicieron más de veinte disparos!
La excitación en que me puso este suceso fue indescriptible. ¡Qué no
hubiese yo dado por intervenir, en el sentido de impedir o de vengar lo
ocurrido y desahogar mi indignación!, pero la distancia del lugar de los
hechos y la presencia en mi coche de una familia española, a la que hubiera
puesto en grave peligro un altercado con semejantes seres, imposibilitaron
mi intervención. Todavía vi, después, más de una mañana, gente parada a la
puerta del cementerio, mirando hacia adentro, señal inequívoca de que
había allí nuevos cadáveres listos para su enterramiento. Tales escenas se
repetían, mañana tras mañana, en los cementerios de otras localidades,
situadas en torno a Madrid como Vallecas, Vicálvaro, etc... que se iba
llenando del mismo modo.
Hombres, mujeres y niños peregrinaban cada mañana, sobre todo en el
propio Madrid, a los lugares, concretos y conocidos, donde se perpetraban
los asesinatos nocturnos y contemplaban, con interés y con toda clase de
comentarios, el "botín" de la cacería. Se había convertido aquello en un
horrendo espectáculo popular, en el que así se destruía todo sentimiento de
respeto hacia el carácter sagrado de la muerte, en un país en el que, antes,
no había hombre, ni maduro ni joven, que pasara cerca de un coche
mortuorio sin descubrirse. ¡Terrible es destruir ya en los niños, el respeto a
la vida de los demás y crear en ellos un sentimiento que dará frutos aún más
amargos!
Cada mañana podía uno encontrarse en Madrid con vehículos
mortuorios cerrados, cuyos guardabarros, casi en contacto con las ruedas,
acusaban de lejos la sobrecarga que llevaban. Tenían que conducir al
depósito, lo más temprano posible, los cadáveres que yacían dispersos por
el término municipal para sustraerlos a la mirada de los "incautos" o "no
adictos".
Sin embargo, esto no era sino una parte de la matanza global de la
noche recién transcurrida, ya que la mayor parte de los "paseos" terminaban
en los pueblos de los alrededores de Madrid y en las cunetas. Por ello, los
datos numéricos de Madrid propiamente dichos, son por sí inexactos, ya
que se basan, únicamente, en el número de muertos registrados en la capital.
En el espacio de tiempo comprendido entre finales de julio y mediados
de diciembre de 1936 se practicaron, solamente en Madrid, noche por
noche, de cien a trescientos "paseos". De cuando en cuando, recibía yo de
los Tribunales unas estadísticas al respecto, de carácter diario. Por eso,
estimo, y con mucha cautela, que el número de asesinatos practicados en
Madrid sin procedimiento judicial oficial alguno, se sitúa entre los treinta y
cinco mil y los cuarenta mil y me quedo con seguridad por debajo de la
cifra real, si estimo que el número de hombres, mujeres y niños asesinados
en toda la zona roja, durante dicho tiempo fue de trescientos mil.
Prefiero no describir en qué circunstancias tan horrendas, con qué
bestialidad y en medio de qué tormentos físicos y psíquicos se practicaron
muchos de dichos asesinatos. Hay que tener en consideración que se
trataba, en su gran mayoría, de personas que no habían participado, en
absoluto, en el levantamiento contra el Gobierno, llamado legítimo, y que
tampoco se habían manifestado, en forma activa alguna, en contra de los
trabajadores.
Los defensores de la "libertad del pueblo" tuvieron que buscar, una vez
cerrada la Casa de Campo, otros escenarios para sus ejecuciones. Se
perfeccionó el procedimiento, se establecieron “Tribunales Populares”
constituidos por los representantes de las organizaciones y comités
revolucionarios que juzgaban y sentenciaban arbitrariamente, a personas
que les traían, por denuncias, o delatados por cualquier afiliado, sin
intervención del gobierno de jurisdicción estatal alguna.
Aparte de los dos o tres tribunales populares semioficiales había,
también, toda una serie de escondrijos más o menos desconocidos, parte de
ellos, instalados en casas de mucha categoría, en las que toda clase de
organizaciones de "trabajadores" habían montado sus tribunales privados y
sus cárceles propias y, que con arreglo a su antojo y a su buen parecer,
juzgaban y asesinaban a quienes les venía en gana. En cualquier lugar, se
juntaban una docena de jóvenes desaprensivos e Iban a sacar de sus casas,
de noche o, incluso de día, a hombres y mujeres a quienes luego
sentenciaban a muerte. Naturalmente, no dejaban de registrar la vivienda,
en busca de objetos de valor. La falta de fiabilidad política parecía quedar
inmediatamente probada, tan pronto como encontraban algo de plata o,
cantidades importantes de dinero en billetes que se llevaban, por supuesto,
sin recibo. Incluso podía leerse en los periódicos que tal o cuál había sido
detenido por la policía y se le había encontrado una cantidad más o menos
importante de dinero en papel moneda. Aunque no existía ley alguna que
prohibiera la propiedad privada, bastaba un registro efectuado por estos
desalmados para quedar desvalijado, asesinado o en la cárcel como mal
menor.
Tal era el concepto del derecho que tenía el Gobierno de Giral que,
aunque era burgués y radical, no tenía escrúpulos en tolerar toda aquella
anarquía. Dicho Gobierno no hizo nunca el menor esfuerzo para poner coto
a la actividad criminal, que queda descrita, de los presuntos comités
políticos y demás organizaciones de todo los matices. Impasible, no sólo no
tomó en consideración dichos hechos, sino que tampoco lo hizo con
respecto a otros actos, aún mucho peores, que perpetraban individuos
sueltos, del populacho de las ciudades y del campo. Junto a estas "fábricas
de asesinatos" de carácter semipolítico, se desarrollaban, sin freno alguno,
los más bajos instintos del populacho. No sólo eran obreros despedidos,
muchachas de servicio, porteros descontentos o competidores envidiosos,
los que, en compañía de algunos amigos, sacaban de sus casas a la persona
objeto de su rencor y la mataban a tiros, según les viniera en gana, sino que
había trabajadores del campo, de la peor especie, que se venían a Madrid,
iban a buscar a los hacendados de sus pueblos en sus viviendas de la ciudad,
los sacaban de sus casas y los asesinaban, sin más, por bien que se hubieran
portado muchos de ellos con sus trabajadores, ya que la motivación, en
estos casos, no era el odio, la mayoría de las veces, sino la codicia: ¡los
comunistas, sus nuevos señores, les habían enseñado que la tierra les
pertenecería en cuanto hicieran desaparecer de este mundo a su legítimo
dueño! Conozco a una familia que tenía sus propiedades en un pueblo
importante de Albacete y allí vivían y allí estaban todos, permanentemente
activos, dedicados a su trabajo. Y a su influencia ha de atribuirse el
progreso agrícola de ese pueblo, enriquecido en las últimas décadas. De esta
familia, aniquilaron a todos los varones: ¡veinticuatro hombres! Sólo
quedaron un señor mayor y algunos niños, que pudieron salvarse; por lo que
respecta al primero se libró porque estaba ingresado en una cárcel de
Madrid. Fue un caso más, de los muchos que ocurrieron, que sobrevivió por
el azar de la casualidad.
Un juez, amigo mío, tuvo que ir, una mañana temprano a las praderas
del Manzanares para levantar acta con respecto a un muerto que yacía allí:
un hombre joven con un cartelito al pecho: "éste hace el número ciento
cincuenta y seis de los míos". Presenciaba aquello un habitante de alguna de
las chabolas circundantes. El juez dijo para sonsacarle: "A este hombre lo
han traído aquí ya muerto", a pesar de haber visto que el hecho era reciente.
A lo que el ciudadano de marras replicó con sonrisa burlona: "Pues ahí se
equivoca usted. ¡Es al revés: saltaba como una liebre, antes de que lo
abatieran!" Detuvo al hombre como cómplice. Desgraciadamente, sólo en
algunos casos excepcionales se daba cuenta al juzgado porque jueces tan
valientes como éste que se atrevieran a efectuar detenciones, había pocos.
Por ello, eran también muy pocos los que salían con vida, una vez que
caían en una de esas semioficiales "checas" como en Madrid las llamaba la
gente.
Añádase a esto, que, los órganos de la Policía estatal, cuando les parecía
bien, colaboraban con dichas "checas". Un bandido de 28 años, García
Atadell, estaba al frente de una brigada de la Policía estatal, por medio de la
cual no solamente cometía los más inauditos desvalijamientos, sino que, en
cientos de casos, entregaba a las víctimas de los mismos, no a la Policía
sino a las "checas" sanguinarias. Finalmente, huyó a Francia para proteger
su botín de las apetencias de sus secuaces. Pero el destino quiso que cuando
se trasladaba en un barco camino de América, con toda su expoliación fuera
capturado en aguas de Canarias por los "nacionales" en el buque que
viajaba. El hombre pagó, sus crímenes con la muerte, en Sevilla, por el
procedimiento más infamante de ejecución que existe en España, el "garrote
vil" (dispositivo estrangulador consistente en una cuerda movida por una
palanca giratoria).
Campesinos desarraigados
Los combates se habían iniciado, ya, desde los primeros días, en el Alto
del León de la sierra de Guadarrama. Lo tomaron los nacionales y allí se
habían hecho fuertes. Desde nuestro jardín podíamos observar los ataques
de la Artillería contra la vertiente meridional. A diario nos sobrevolaban
numerosos aviones rojos y, muy pocas veces, veíamos algunos procedentes
del otro lado. En las primeras semanas, se tenía, en general, la impresión de
que la empresa de los nacionales estaba condenada al fracaso. Las
dificultades eran demasiado grandes, sus tropas escasas, en cuanto al
número. La parte financiera del asunto parecía asimismo carecer de
perspectivas. Por ello, se temía, con más horror una revolución bolchevique
rabiosa que una guerra civil propiamente dicha, y a la revolución, mucho
más que a la guerra, se dedicaron en aquellas semanas tanto el Gobierno,
como también las organizaciones políticas. De momento sólo había un
enemigo en la Sierra de Guadarrama, ya que en el propio Madrid, en
Alcalá, Guadalajara e incluso, según pretendían los rojos, en Toledo, lo
habían vencido totalmente en el más breve plazo. Sólo enturbiaba la
seguridad en el triunfo de los rojos, la toma de Badajoz y la dura lucha
entablada simultáneamente en Guipúzcoa, cerca de la frontera francesa.
Entre tanto se iban llenando, indiscriminadamente, las cárceles con
millares de mujeres y hombres de los mejores niveles de la sociedad y,
sobre todo, se practicaba con gran celo la "requisa" de casas y bienes. En
este aspecto se produjo una auténtica, y ridícula, competencia entre el
Estado, por una parte, y las organizaciones de trabajadores por la otra.
Concretamente, ganaban la partida las bandas anarquistas. Era una carrera
para ver quién le ponía primero su cartelito rojo a las casas, como en las
puertas de los pisos de viviendas privadas donde había un botín que
"requisar".
Se dieron casos de "requisas" en que sobre la misma puerta de la casa
intervenida, en una hoja pegaban la etiqueta anarquista y en la otra hoja la
del Gobierno. Al apropiarse de estos bienes ajenos todos los meses se
disponían a cobrar los correspondientes "alquileres" a los inquilinos, que
recibían amenazas de unos y otros por haber pagado al primero que llegaba.
También utilizaban con mucho rigor el desahucio, cuando se retrasaban en
el pago. En definitiva, que hubo muchos que para evitarse serios problemas
optaron, aún soportando las dificultades económicas del momento, por
pagar a los dos. Esto da idea de la anarquía que dominaba entre aquellos
desaforados. Toda la retórica roja de la revolución en favor del pueblo salió
bien pronto a la luz: el fin era apropiarse de los bienes ajenos, para mal
utilizar la propiedad, que ellos tanto denostaban.
3. EL AUXILIO PRESTADO
POR LAS
REPRESENTACIONES
DIPLOMÁTICAS
Víctimas de la persecución
Los casos particulares que se presentaban cada día y a cada hora eran en
parte terribles y en parte grotescos. Un hombre, oficial del Ejército, se pasó
tres días con sus noches escondido, tumbado, debajo de un colchón en el
que se estaba desarrollando el parto de una señora. Únicamente, así, pudo
salvarse.
Una señora acudió a mi acompañada de una muchacha joven para
contarme lo que les había sucedido. Pocos días antes, estando en su casa,
ella con su marido y su hijo, más un conocido con su hijo, llamaron a la
puerta, a golpes, entrando cuatro milicianos exigiendo la presencia del
señor de la casa. Al ver que, además de él, estaban allí el hijo y los otros
dos hombres, ordenaron que los cuatro se fueran con ellos para prestar
declaración ante el "Juzgado"; es decir, "Fomento 9", la célebre "checa".
Algo más tarde, la hija mayor acudió valientemente allí para preguntar
lo que les estaba pasando. La mandaron de un lado para otro, porque nadie
quería saber nada de esos hombres. Cuando ya, desesperada, se quedó
parada ante la puerta, apareció un coche con los cuatro tipos que se habían
llevado a su padre, hermano y amigos. Se abalanzó sobre ellos exigiendo
que le dijeran lo que habían hecho con su familia. Los individuos, furiosos
ante la expectación que provocaban en la calle, la arrastraron hacia el
interior de la casa. A la mañana siguiente, la muchacha fue hallada, muerta
por arma de fuego, en una cuneta cerca de un pueblo vecino. Al padre, al
hermano y a los otros dos, los criminales los habían fusilado, nada más
prenderlos en una calleja donde los dejaron abandonados. En cuanto al
amigo y a su hijo, sus verdugos no sabían ni sus nombres, simplemente por
encontrarlos juntos les hicieron correr la misma suerte, según el dicho
alemán Mitgefangen mitgehangen, ("Juntos hallados, juntos ahorcados").
Trágico fue también el caso de un conde que tenían dos hijos. A uno se
lo llevaron una tarde, al otro consiguió esconderlo, todavía a tiempo. Al día
siguiente me pidió permiso para refugiarse en la Legación de Noruega;
quería venir después de comer a mediodía. Durante la comida aparecieron
los milicianos de nuevo y prendieron al más joven de sus hijos. El conde
llegó sólo a la Legación. En la noche siguiente dispararon contra los dos
hijos juntos y los mataron.
Se dieron muchos casos en los que la preocupación por los demás
miembros de la familia impedía la salvación propia. El amigo de un joven
duque perseguido solicitó asilo para este y se le concedió. Pero él se negó a
tomar en consideración esta oportunidad porque decía que, al no encontrarle
a él, se llevarían a su madre. Al día siguiente lo prendieron en su casa y por
la noche lo mataron a tiros. Había sido durante años ayudante de Primo de
Rivera. Más tarde, tuve que acoger a su familia, para él ya era demasiado
tarde.
Este procedimiento era el corriente; para obligar a presentarse a los
hombres, se prendía a las mujeres. La mayor parte de ellos se veían
sometidos a esta presión. Por esa razón, tenía yo que acoger en muchos
casos, no sólo al hombre perseguido y amenazado de muerte, sino a la
familia entera con niños y todo. Más de una vez, cuando el marido y la
mujer habían encontrado refugio, se llevaban a los hijos menores. Tal fue la
causa de que tuviéramos en casa familias con niños pequeños.
Los escondrijos en los que algunos de los hombres tuvieron que
guarecerse, hasta que pudieron llegar a nuestra Legación, pasadas semanas,
y, con frecuencia, también meses, eran a veces fantásticos. Solía ocurrir que
las personas que habían escondido a fugitivos eran también víctimas de su
encomiable proceder. Las situaciones que nos deparan los tiempos
revolucionarios son no sólo la falta de reconocimiento, sino el más severo
desprecio de las mejores virtudes humanas tales como la nobleza y la
lealtad. Podría escribirse acerca de esos meses madrileños un libro entero
lleno de ejemplos al respecto, para vergüenza de la humanidad, pues hay
que tomar en consideración el hecho de que no se trataba aquí de una
persecución más o menos legal por parte de Tribunales o de autoridades,
sino del proceder arbitrario de individuos no cualificados, o sea que no se
propugnaba una oposición al Estado, sino una ayuda contra la criminalidad.
Y como ejemplo, puede valer éste: el propietario de una finca de
mediana importancia, situada al suroeste de Madrid, se encontraba al
empezar la lucha, con su hijo en el pueblo, ocupado en las labores de la
cosecha. Antes de que cundiera la consigna, que inmediatamente se
extendió por el pueblo, de matar a todos los terratenientes, huyeron, en
primer lugar, a esconderse en un pozo, adonde un criado que les era fiel, les
llevaba alimentos de noche. Allí se pasaron varias semanas hasta que
enfermaron y quedaron sin movimiento. En uno de sus pajares había una
pared doble; el espacio entre ambos lienzos de pared era de unos cincuenta
centímetros. El pajar estaba lleno, con arreglo al método español de paja
cortada. Excavaron por las noches un "túnel" que atravesaba la "montaña"
de paja, y, al final de esa "galería" hicieron un hueco en el primer tabique y
se cobijaron entre los dos lienzos de pared. Allí se pasaron estos dos
hombres unos seis meses largos. Sólo por la noche podían salir al patio, ya
que cada pocos días volvían a preguntar por ellos para llevárselos. Su criado
les dejaba, en un lugar determinado, algunos víveres con los que
desaparecían, inmediatamente, de nuevo al escondite en el que tenía que
permanecer inmóviles aguantando el calor del verano y el frío del invierno,
sin ventilación; y eso durante seis meses. Resulta difícil imaginar los
tormentos que tuvieron que soportar. Más de una vez estuvieron a punto de
salir afuera y dejarse asesinar antes de seguir aguantando. Sólo les mantuvo
la esperanza de recibir ayuda de su familia. Finalmente así fue. Debido a las
gestiones de una hija, el camión de la Legación llegó al pueblo con el
pretexto de comprar víveres. Al caer la noche, recorrió un trecho hacia las
afueras del pueblo y esperó allí a los dos desgraciados a quienes el viejo
criado sacó "de contrabando". Los trajeron a la Legación en estado
francamente lastimoso.
En muchos casos, era ya corriente que los hombres perseguidos fueran
de un lado para otro por las calles y, a la noche, se metieran en cualquier
agujero, o debajo de una maleza o en algún otro escondite parecido, hasta
que, finalmente, los prendían o ellos encontraron cobijo en una Legación.
Pero, sobre todo, lo que no había que hacer era quedarse en una vivienda a
esperar, cada segundo, los golpazos en la puerta, anunciadores del
subsiguiente "paseo".
"Noruega" ¡tenía hasta sus propias vacas! ¡Nada menos que cincuenta!
Porque la leche era naturalmente uno de los alimentos más escasos.
Nosotros no las habíamos comprado, sino "controlado". Me explico: me
había llamado la atención el pestilente olor, procedente de un edificio
próximo a nuestra Legación y me percaté de que en dos almacenes, situados
en los bajos del mismo, estaba instalado de modo totalmente provisional y
primitivo un establo de vacas, que daban de todo menos leche y si de ésta
daban algo, era muy poco porque las pobres estaban exhaustas. No había
pienso que comprar en Madrid y su propietario no tenía medios de
transporte de ninguna clase para procurárselo trayéndolo de otra parte.
Dado que todos los propietarios de vacas estaban en la misma situación, ya
se habían sacrificado gran parte de ellas, habida cuenta de que la carne se
pagaba muy cara. Convine, pues, con el hombre en hacerme yo cargo de las
vacas, a cambio del suministro exclusivamente a mi Legación de la leche
producida, que le pagaría a precio normal, previa deducción del coste del
pienso. Encontramos un establo apropiado en donde poder instalar y atender
como es debido a los animales. Recogimos de lejos, pienso con nuestros
camiones y obtuvimos un suministro de leche buena y abundante, sobre
todo para nuestros ciento veinte niños.
Los garajes existentes en la casa se utilizaron ocasionalmente como
mataderos, cuando las vacas ya se secaban o cuando se las podía comprar
para sacrificarlas. Una vez, hubo que traerse a la Legación una vaca
destinada al sacrificio. Pero el animal se negaba andar y la noche sorprendió
al vendedor y a la vaca en las calles de Madrid. Con ello, el hombre causó
extrañeza y acabó siendo conducido con su "acompañante" a la Comisaría y
allí pasó la noche. La vaca se comió la colchoneta de un policía. A la
mañana siguiente, tuve que reclamar la vaca por la vía diplomática, después
de lo cual, la trajeron a empujones a la Legación, con su propietario por
delante tirando y dos policías empujándola por detrás.
Todavía teníamos otras quince vacas más en régimen de "pro-indiviso".
Pertenecían conjuntamente a Chile, Checoslovaquia y Noruega. Se hallaban
en un establo chileno junto al hermoso palacio en el que estaba instalado el
decanato del Cuerpo Diplomático. Checoslovaquia las había conseguido y
Noruega cuidaba de procurarles el pienso. Su leche se repartía
amistosamente entre los tres Estados y nunca se formularon reclamaciones
diplomáticas aún cuando disminuyera con el tiempo, la ración y se aceptara
que la proximidad "geográfica" favoreciera a nuestros amigos los chilenos.
4. LOS PRESOS, LAS
CÁRCELES Y SUS
GUARDIANES
Afluencia incesante
La primera vez que establecí contacto con las cárceles fue a finales de
septiembre de 1936, cuando acudí a visitar al abogado de la Legación de
Noruega, Ricardo de la Cierva, en la llamada cárcel Modelo de Madrid,
situada en un espléndido lugar limítrofe con la Moncloa, antigua posesión
real. Se divisaban desde allí unas vistas magníficas de la Sierra de
Guadarrama y de cincuenta kilómetros de meseta que la separa de la misma,
más allá en el horizonte, se alcanzaba a ver la hermosa Sierra de Gredos, al
sur de Ávila. Es una de las panorámicas más hermosas que puede haber, la
de este grandioso paisaje, de ilimitada amplitud, con tonalidades azules y
violetas en las cordilleras, y, en lo alto, ese cielo español, casi siempre de un
azul intenso. No parecía sino que habían situado intencionadamente la
cárcel en dicho lugar para que a las personas obligadas a disfrutar entre
rejas de semejante espectáculo, se les hiciera doblemente penoso la pérdida
de su libertad.
Esta era la única cárcel masculina oficial de Madrid. Había además, a la
parte opuesta, en la periferia de la Ciudad, una cárcel de mujeres, de nueva
construcción, que sustituyó a un viejo caserón situado en el centro de
Madrid. Al estallar el Movimiento, las dos cárceles estaban ya llenas de
presos políticos y de penados comunes. Pero la palabra "llenas" perdió su
significado al forzarse la entrada de centenares de nuevos presos políticos.
La cárcel Modelo proyectada para mil doscientos hombres, como máximo,
llegó pronto a contener cinco mil. En las celdas individuales, cuyas
dimensiones eran de 2 x 3 metros, se amontonaban cuatro, cinco y hasta
seis personas. De colchones, por supuesto, ni se hablaba. ¡Puede uno
imaginarse con estos datos cuáles eran las condiciones higiénicas!
Pero el ingreso de presos siguió en aumento y no era ya la Policía, sino
el "pueblo libre" el que, con arreglo a su parecer, detenía a unos u otros.
Cuando el farmacéutico Giral, en la noche del 10 al 11 de julio, asumió la
Presidencia, recibida de manos del acobardado Gran Oriente de la
Masonería, Martínez Barrio, no sólo había entregado a la plebe todas las
armas disponibles sino que, al mismo tiempo, la había estimulado a que las
usaran, a su libre albedrío, con el único fin de eliminar a sus enemigos. Las
consecuencias de todo ello ya han sido descritas por mí; con frecuencia era
suficiente llevar cuello y corbata para quedar detenido y, una vez en la
cárcel, dichas personas quedaban allí, en la mayor parte de los casos,
durante cuatro, cinco o seis meses, sin que se les interrogara ni se les
tomara ninguna clase de declaración. Su número era ya abrumador y no
había tribunales legales que pudieran hacerse cargo de administrar justicia,
pues los primeros eliminados fueron los propios Magistrados, que nunca
hubieran podido juzgar los “delitos” que les imputaban, al no estar previstos
en parte alguna del Derecho Penal.
Así fue, pues, cómo se llenaron las celdas de la cárcel Modelo, tan
deprisa, que, ya desde los primeros días, hubo que preparar más espacio
para poder hacer frente a esa afluencia continua. De momento, fueron
trasladadas las reclusas de la nueva Cárcel de Mujeres a un convento
situado en el centro de Madrid, en la Plaza del Conde de Toreno, y a cuyas
monjas se las puso, sin más, en la calle. En esta cárcel "conventual" pronto
se encontraron señoras pertenecientes a la élite del mundo femenino, de la
buena sociedad de Madrid, junto con mujeres de la vida que aún tenían
delitos pasados por expiar. A las vigilantes les divertía mucho mezclar a las
primeras con las últimas en una estrecha celda.
La antigua cárcel de mujeres quedó ocupada enseguida por hombres y,
como tampoco resultó suficiente, se utilizó asimismo como prisión para
hombres, otro convento, también situado en el Madrid viejo, San Antón.
Pero tampoco bastó y se destinó parcialmente a prisión un amplio edificio
escolar de una congregación religiosa, pero, poco a poco y siempre en
aumento, se fue ampliando la ocupación hasta llegar finalmente a albergar a
cinco mil presos. A esa cárcel, por el nombre de la calle en la que estaba,
General Porlier, la llamaban “Porlier”.
Pero, aún, seguía habiendo necesidad de locales. Era tan fácil hacer
presos y eran tantos los seres vengativos, envidiosos, ofendidos, o
simplemente malvados, ya fueran criados, mayordomos, cocheros, serenos,
obreros, empleados u otros, que bastaba con hacer una sola denuncia,
incluso anónima, o si no, sentarse con algunos compinches, echarse otras
tantas pistolas al cinto e ir a buscar a la víctima. En las seis cárceles de
Madrid, había pues, mucho trabajo.
La policía oficial quedaba limitada a registrar la masa de personas
denunciadas o traídas al azar, de las que se hacía cargo, en la mayoría de los
casos, sin comprobación alguna, y las mandaba a prisión, con lo que de
nuevo escapaba a su control, puesto que la custodia y vigilancia de los
presos, en las cárceles ya no incumbía a los órganos policiales sino a los
milicianos de cada partido político; sobre todo socialistas, comunistas y
anarquistas. La vigilancia y supervisión la ejercían los delegados de dichas
organizaciones, llamados "responsables". El personal estatal, —directores,
funcionarios y vigilantes— quedó completamente marginado y pronto no
desempeñó más que un papel nominal. De estos funcionarios, los de
derechas o simpatizantes, había sido destituidos o asesinados y, no
quedaban, por tanto, en servicio más que los de izquierdas que, al poco
tiempo, fueron desarmados y sometidos a la arbitrariedad de los milicianos.
Pero, tampoco, estas seis cárceles eran suficientes para saciar la locura
persecutoria que continuó siendo el rasgo característico de toda esta
revolución. Dado que, por decirlo así, la totalidad de los edificios de Madrid
habían pasado a ser objeto de libre disposición por parte del pueblo
soberano, no eran sólo las grandes organizaciones las que se habían
adjudicado edificios lujosos e instalados sus diferentes departamentos en
innumerables casas y villas, sino que también había pequeños grupos de
individuos que, bajo denominaciones fantásticas, se "incautaban" de pisos
particulares, las más de las veces sótanos donde instalaban sus cárceles
privadas y lo que, aún era peor, ¡sus tribunales particulares! Nadie
controlaba estas cuevas de bandidos, nadie sabía la identidad de los
hombres y mujeres que allí languidecían injustamente sin poder hacer valer
sus derechos, sin posibilidades de defensa, ni perspectivas de liberación, y
sin que nadie frenara la brutalidad de sus "propietarios". La suerte de esos
desgraciados se dejaba al criterio de camaradas irresponsables, casi siempre
jóvenes; en cuanto al trato, más bien al mal trato, es cosa que cada cual
puede imaginarse, sobre todo por lo que se refiere a las mujeres allí
detenidas.
Aunque no hubieran cometido más delito que este inaudito abandono
del poder del Estado ante los peores instintos del populacho, ya es suficiente
para que los gobiernos españoles del Frente Popular se ganasen la condena
general. Tal estado de cosas se mantuvo, todavía, por lo menos bajo la
forma de cárceles privadas y secretas, dependientes de incontrolados y
organizaciones políticas irresponsables, cuando yo abandoné España. Y al
respecto, ¡el gobierno todavía quería hacer ver que seguía teniendo
firmemente en sus manos las riendas del poder!
Inglaterra interviene
Un salvamento
Como ya queda dicho, era muy fácil para los miembros de un partido
sacar de la prisión durante la noche a aquellas personas con las que querían
tomarse la justicia por su mano. Una mañana de octubre visitaba yo a
algunos señores en San Antón; uno de ellos me describía la terrible
situación en que se encontraba un teniente coronel, preceptor, que había
sido, de uno de los hijos de Alfonso XIII. Aquella misma mañana le habían
amenazado gentes del pueblo del que era originario, con irle a recoger la
noche siguiente a la cárcel para darle el "paseo". Pretendían con ello darle la
ocasión de "saborear", anticipadamente y durante muchas horas, el triste fin
que le esperaba. Pedí poder ver a ese hombre y le prometí mi ayuda, para
evitar su asesinato. Primer acudí al Ministro vasco Irujo que, en una visita
anterior, me había prometido apoyar mis esfuerzos humanitarios. Pero ya se
había trasladado a Barcelona con el Presidente Azaña. Me fui luego, por la
tarde, a ver al ministro de Aviación, Indalecio Prieto. Era el hombre clave
del Partido Socialista. Por su orientación moderada, frente a la extremista
de Largo Caballero, había quedado como en la retaguardia de la vorágine
del proceso revolucionario. Al constituirse el nuevo gabinete a principios de
septiembre, Largo Caballero se puso al timón con su equipo e Indalecio
estimó procedente, por pura disciplina, aceptar un puesto entre sus
"camaradas" más radicales. Yo había tratado con él varias veces, primero de
temas noruegos de negocios y, después, de asuntos relacionados con la
protección contra el crimen y tenía la impresión de que, —debido en parte a
su inteligencia equilibrada y en parte a una cierta bondad, muy controlada
sin embargo por la picaresca de la política—, él era enemigo de aquellas
formas de proceder. Acudí a él y se ofreció a intervenir en la medida de lo
posible, pero advirtiéndome que lo único que podía hacer era transmitir mi
ruego a Galarza, Ministro de Gobernación, (Interior), de quien dependía el
asunto, sin poder garantizar el éxito. Yo le repliqué que para mí, no se
trataba de tranquilizar mi conciencia, ni tampoco de intentar alcanzar un
éxito sino, única y exclusivamente, evitar el crimen. Entonces me dijo que
lo mejor sería que yo mismo hablara con Galarza. Yo, en cambio, veía que
mis argumentos estarían muy lejos de tener el mismo peso que el suyo a lo
que me replicó: "Galarza le da a Ud. diez veces más importancia que a mí".
Entonces le pedí que me pusiera en comunicación telefónica con Galarza, y
lo hizo inmediatamente. Galarza se declaró dispuesto a recibirme
enseguida. Me trasladé a su Ministerio y me pasaron a su despacho sin tener
que esperar. Era de suponer que estaba perfectamente informado en cuanto
a mi actitud dentro del cuerpo diplomático en asuntos relacionados con el
asesinato de presos y con la protección de los mismos, y sabía que allí se
me escuchaba. Me recibió con perfecta cortesía. Por mi parte no le traté con
los modales democráticos al uso, sino ateniéndome a la etiqueta
diplomática. Después de exponerle mi caso y prometerme él, firmemente,
cursar enseguida la orden de que ese hombre fuera trasladado a la Dirección
General de Seguridad, de forma que los asesinos perdieran su rastro; me dio
espontáneamente, una explicación acerca de determinadas medidas que se
habían tomado, unos días antes, en las prisiones. Hizo hincapié,
especialmente, en que había prohibido el permiso, hasta entonces vigente,
de las visitas diarias dejándolas en quincenales, porque se había visto
obligado, en vista de la situación militar, a trasladar a otras prisiones a
determinadas categorías de presos.
La decisión sobre las visitas diarias, fue consecuencia de lo que ocurrió
en un pueblo de los alrededores de Madrid, cuando, debido a que se les
había comunicado, supieron varias horas antes el traslado del primer
transporte y fueron a por ellos con el asesinato de los presos y de sus
guardianes. Desde la prohibición de las visitas diarias se había conseguido
que un segundo transporte se realizara sin ningún contratiempo.
A continuación, discutimos a fondo acerca de la situación del abogado
de la Legación de Noruega, La Cierva, y me aseguró que ya había dado
orden de que éste fuera uno de los primeros casos que se sometiera a los
"Tribunales de procesamiento sumario" de nueva creación. El caso del
documento falso no era muy grave; verdad es que había aún una denuncia
contra él, pero tampoco era grave (parecía realmente conocer el asunto en
todos sus detalles), de modo que esperaba que se aclarara en breve plazo, su
situación jurídica y se pudiera volver con su padre, al que Galarza,
naturalmente, como abogado y político, conocía muy bien.
Por la noche, a las once, llamé a la Dirección General de Seguridad para
preguntar si estaba allí nuestro hombre. Me contestaron que el propio
Director General quería hablar conmigo. Me dijo que, efectivamente, allí
estaba. Al preguntarle yo qué iba hacer con él, me replicó que iba a
examinar su expediente para ver si lo podía poner en libertad; se lo había
recomendado el Ministro con gran interés. A la mañana siguiente,
telefonearon de la Dirección General para que fuera a recogerlo. Cuando
llegué allí, nadie sabía nada acerca de quién había dado el recado por
teléfono. El Director y el Subdirector se habían ido a dormir después de
cumplido el servicio de noche y ninguno de los secretarios sabía nada de la
puesta en libertad que se me había comunicado. Por la tarde volví otra vez y
cómo se me respondía con evasivas, organicé tal escándalo que el Director,
al oírlo, me rogó que pasase a su despacho. Afirmó, asimismo, no saber
nada de la llamada telefónica (cosa que no creí entonces y sigo sin creer)
pero que por la noche estudiaría el asunto porque el ministro tenía mucho
interés en ello.
De hecho, a la mañana siguiente me telefonearon de nuevo para decirme
que ya podía recogerlo y, efectivamente, me lo entregaron. Era algo tan
inusitado, que un militar sobre el que pesaban muy graves acusaciones
quedara liberado sin proceso judicial y entregado a una Legación, que sólo
se podría explicar por la suposición de que Galarza quisiera ganarme a mí
para que influyera en el Cuerpo Diplomático a su favor. Ya era de temer la
ocupación de Madrid por las fuerzas nacionales y más de uno de los
hombres que ejercían el mando, "coqueteaba” para “colarse" en alguna
representación diplomática.
Relato de un preso
Crimenes monstruoso
Aún quisiera hacer mención de otra cárcel, dentro del contexto que nos
ocupa. Las tropas del general Franco habían alcanzado los alrededores de
Madrid en los primeros días de noviembre. Esto naturalmente producía una
intranquilidad pavorosa ante el aumento de la actividad criminal en la
ciudad. El ambiente era tenso y los ánimos estaban excitados. El Gobierno,
vergonzosamente, huyó de improviso en mitad de la noche. Se fue a
Valencia en varios automóviles y abandonó a los seducidos proletarios
madrileños al destino que en cualquier momento podría presentárseles
como inmediato. Bien es verdad que los anarquistas de Tarancón, pequeña
población situada en la carretera de Madrid a Valencia, se opusieron al paso
de tales desertores sin conciencia, y exigieron su regreso a la lucha por
Madrid. Aquellos señores prefirieron, sin embargo, luchar con la lengua y
consiguieron, —tras dos horas de combate verbal con tan primitivos
"ilustrados" del pueblo (combate tan dialéctico) en que llegaron los
ministros a sufrir desperfectos en su atuendo y sus mandíbulas pues
tuvieron que padecer desagradables contactos con los puños de sus aliados
—, que se les dejara pasar, con el fin, según explicaron, de liberar a Madrid
desde fuera.
En aquellos días y en esas circunstancias, yo iba directamente a las
cárceles. Una mañana, en el Convento de la Plaza del Conde de Toreno,
donde se hallaba instalada provisionalmente la cárcel de mujeres, se me
acercó, temblorosa, una de las funcionarias de prisiones diciendo
entrecortadamente "¡Dios nos lo envía, suba Ud. a mi despacho!". Al poco
rato subí, sin llamar la atención. Entonces me contó en el colmo de la
excitación "La noche pasada, hacia las doce se presentaron unos cuantos
comunistas o anarquistas, con una lista de las diecisiete mujeres más
importantes de la prisión, que tenían que llevarse para que prestaran
declaración ante un tribunal. Esa era la fórmula clásica de emprender el
"paseo" nocturno. La prisión tenía una guardia de milicianos en las
estancias exteriores. Dentro, había, para la vigilancia, ocho milicianas
armadas con pistolas. Al querer éstas llevarse a las diecisiete mujeres, se
encontraron con que el largo corredor, a donde daban las celdasdel
convento, lo llenaban unas mil doscientas mujeres que a la sazón se
hallaban presas. Éstas ya habían oído hablar de las intenciones de los
milicianos recién llegados y se negaban a dejar paso a las milicianas. A las
diecisiete mujeres en peligro las tenían en el centro del grupo que formaban,
y era imposible llegar a ellas a través de aquella muralla humana. Hasta las
tres de la madrugada intentaron aquellos tipos, con toda clase de amenazas,
arrancar de allí a sus víctimas pero, en vista de la invencible resistencia de
aquellas mujeres presas, tuvieron que alejarse sin conseguir lo que se
proponían, pero dejando a las milicianas la orden de llevar a cabo en el
momento oportuno el crimen que a ellos les había fallado. Las milicianas
tendrían, pues, que matar con sus pistolas, en la noche siguiente, a esas
diecisiete mujeres, en la propia cárcel y ya las habían aislado al efecto, muy
temprano, encerrándolas en una celda en la que a ellas no se les podía
impedir la entrada.
Yo acudí con esta terrible noticia a dos de mis colegas para obtener su
asistencia con el fin de evitar la susodicha barbaridad, pero no vi en ellos
entusiasmo alguno por participar en la aventura. En cambio, el Delegado
del Comité de la Cruz Roja Internacional se puso enteramente a mi
disposición. A las cuatro la tarde nos fuimos a la prisión y trabajamos
durante muchas horas empleando todas nuestras dotes persuasorias, con
alusiones a la inminente entrada de las tropas nacionales, así como apelando
al soborno con víveres a una tras otra de las milicianas y, finalmente,
también al jefe y a algunos hombres razonables y honrados de la guardia
miliciana. A las diez de la noche pudimos retirarnos con la promesa de que
no se realizaría el crimen y que se rechazarían las amenazas que vinieran de
fuera.
Unas semanas más tarde, en los alrededores de esta cárcel provisional,
cayeron granadas de los nacionales, y el gobierno decidió trasladar la
prisión a la alejada zona de Chamartín, e instalarla en el edificio de un asilo
para niños escrofulosos llamado San Rafael. Una mañana, a las siete, hacia
finales de noviembre me llamaron por teléfono. El comunista encargado del
traslado de las mujeres a la nueva prisión, que era uno de los más afamados
"jueces" de la Checa de Fomento 9, que me conocía desde la visita que yo
había hecho a esa “checa” y que quedó ya descrita, me llamó desde la cárcel
de mujeres, para decirme que gran número de ellas se negaban a
abandonarla y exigían mi presencia. Tenía yo, pues, que decirle si quería ir,
ya que en caso contrario, habría que emplear la fuerza. Naturalmente, acudí
enseguida. Cedo la descripción del episodio a un reportero español que
pudo pasarse a la zona "blanca" y publicar sus observaciones en febrero de
1937, en los periódicos de allí:
Anarquista o apóstol
La nueva misión
El Frente Diplomático
“Hago constar que hace tres o cuatro días, las Milicias llevaron
a distintos presos a los que el Gobierno había comunicado la pena
de muerte, entre ellos dos primos de José Antonio Primo de Rivera
(fundador de Falange Española en lugar de a la cárcel de
Cartagena que era su destino, a El Plantío (población situada a
quince kilómetros de Madrid, camino de la Sierra), y allí los habían
matado. Tal hecho no es sino una repetición más de otras acciones
criminales precedentes.
Hago constar que cada mañana, pueden verse en la calle de
Cea Bermúdez, muy cerca de varias representaciones diplomáticas,
numerosos cadáveres de hombres y mujeres, así también como en la
carretera que va de la Dehesa de la Villa a la Puerta de Hierro.
Pero estos no son los únicos lugares frecuentados por los
asesinos políticos o comunes, ya que el número total de cadáveres
hallados, sin salirse del casco urbano de Madrid, alcanza,
diariamente, la cifra de sesenta, lo cual nos permite suponer que el
número de cadáveres que puedan encontrarse en las carreteras
conducentes a los pueblos vecinos, exceda ampliamente de la
misma. En estos últimos días las víctimas se cuentan ya por
centenares.
Hago constar que estas últimas noches se sacaron presos de las
cárceles de San Antón, a los que se asesinó en diferentes lugares; en
un solo caso, producido recientemente, fueron asesinadas cincuenta
personas en una sola noche.
Hago constar, que en "Fomento 9", funciona un tribunal
completamente ilegal que "pone en libertad", en las primeras horas
de la madrugada, a todos los que no han sido condenados, para que
el populacho que espera en las puertas los despedace sin piedad.
Hago constar que en muchos ateneos y “asociaciones” de
denominaciones diversas se arrogan el derecho de apresar
indiscriminadamente a personas, mantenerlas en cautividad y hacer
con ellas lo que les plazca.
En las prisiones oficiales del Estado, se hallan en la actualidad:
cinco mil presos en la cárcel Modelo, mil presos en la que fue
Cárcel de mujeres (Ventas), dos mil presos en San Antón y Porlier y
más de quinientas mujeres presas en Conde de Toreno 9.
Existen, además, una serie de prisiones privadas, de las que el
Estado no se preocupa; por ejemplo un antiguo convento, en la
calle de San Bernardo, frente a la Iglesia de Monserrat.
El domingo, temprano por la mañana, ví con mis propios ojos
veinte cadáveres que yacían en las proximidades de mi Embajada.
Calculo que en este día la cifra total de los asesinados en Madrid y
en sus alrededores pasaría de los trescientos. Además, se había
producido, un número incontable de secuestros de muchachitas
cuyo apresamiento negaban, pero que retuvieron para fines
inconfesables.
Hago constar que la noche del cinco al seis se recogieron ciento
diez asesinados, sólo en el término municipal de Madrid".
Lo que el propio Álvarez del Vayo pretendía con esto, era concederse
carta blanca para valiéndose de abusos sin precisar más detalles, justificar
por adelantado violencias contra las representaciones diplomáticas, que él
mismo maquinaba en complicidad con el Ministro de la Gobernación
(Interior) Galarza.
Contra lo dicho había que actuar contundentemente si no queríamos que
nuestra ya precaria situación se hiciera insostenible. Resolvimos que las tres
embajadas presentes visitaran personalmente, con arreglo al derecho que les
asistía como tales diplomáticos, al propio Presidente de la República para
preguntarle si estaba enterado de ese documento diplomático tan importante
y si lo aprobaba.
La visita se celebró ya al día siguiente, dieciséis de octubre. El
presidente Azaña nada sabía, ni del documento ni de la actitud hostil del
Gobierno con respecto al derecho de asilo. El mismo dijo (según consta en
Acta), que, con arreglo a su opinión personal, el Cuerpo Diplomático estaba
realizando una obra extraordinariamente interesante y humanitaria y que,
estimaba que esa obra tendría que adquirir toda la amplitud y extensión que
fuera posible. Estaba completamente de acuerdo con nosotros y, en ese
terreno, iría él aún más lejos lo que habíamos ido. Pero el Presidente de la
República y Jefe de Estado no tenía posibilidad de influir directamente en el
Gobierno.
De todo ello se redactó una Nota exhaustiva en la que se presentaron al
Ministro los casos en los que la propia España había ejercido, en otros
países, el derecho de asilo; pero sobre todo se relacionaban, con nombre y
apellidos, los muchos casos de funcionarios de alta categoría y políticos,
nada menos que del propio Gobierno de la República, que habían
pretendido acogerse al asilo ofrecido por la Representaciones Diplomáticas
durante esta misma guerra civil. La respuesta a esta Nota era, al parecer, tan
difícil que nunca llegó. Por el momento se había sorteado el peligro oficial;
seguía latente el que podía ofrecer el populacho.
Dos meses más tarde fue asaltada una Legación, pero en torno a ese
caso había circunstancias tan especiales que podrían calificarse válidamente
de "abusos". Un hombre, cuya nacionalidad era tan discutible como sus
artimañas, había abierto, bajo la bandera del país de referencia, viviendas y
más viviendas para las que se ingeniaba en obtener el reconocimiento de
extraterritorialidad y que iba llenando de refugiados. Cobraba un precio
diario por la manutención; en boca del pueblo, aquello no se llamaba
"Legación" sino "Pensión...". Un día, la policía, abrió varios de estos
complejos de viviendas y llevó a prisión a la mayoría de sus "huéspedes".
Pero la propia Legación quedó, en este caso también, intacta y asumida
después por otro país.
Lo que sí conseguí fue que, pocos días después de la junta diplomática
que celebramos el 29 de septiembre, volvió a plantearse en el Consejo de
Ministros el asunto La Cierva pero quedó sin resolver. Todavía hubo que
trabajarse a unos cuantos Ministros para vencer la resistencia del Ministro
Galarza. Fui, por tanto, en busca del Ministro del aire; Indalecio Prieto, a
quien conocía bien, y le pedí que intercediera. Se declaró personalmente
dispuesto a cualquier acto de buena voluntad ya que conocía al padre de La
Cierva desde hacía muchos años por su carrera política y que, desde luego,
a pesar de ser opuestas sus ideas políticas no sentía enemistad alguna contra
él. Pero en cuanto a la influencia que él pudiera ejercer sobre el Ministro,
dijo que no me hiciera ilusiones, porque él era "la oveja negra" de ese
Gobierno, y bastaría que abogara por algo para que Largo Caballero
quisiera lo contrario. Me dijo que probara con su amigo Negrín, que era
más idóneo para el caso.
Me fui, a buscar a Negrín, Ministro de Hacienda, con el que ya había
tratado, antes, de asuntos noruegos. Por su parte, en aquella ocasión, le
encontré interesado en concertar un convenio de intercambio de productos
agrícolas españoles contra bacalao noruego, en grandes contingentes
mensuales. Aproveché esa circunstancia para poner en evidencia que el
Gobierno noruego, informado por mí de la detención de nuestro abogado,
no se mostraría muy inclinado a acoger con demasiado entusiasmo la
propuesta. Le manifesté que había telegrafiado directamente al Ministro de
Estado (Asuntos Exteriores) con el ruego de liberar a esa persona y
consideraba una buena oportunidad ofrecer su influencia para facilitar la
buena marcha de la "operación bacalao", obteniendo del Consejo de
Ministros la devolución del abogado a la Legación, impidiendo así, por otra
parte que yo me viera obligado a decir: "Sin el abogao no hay bacalao”.
Prometió intervenir eneste sentido y me recomendó, al respecto, visitar a
Álvarez del Vayo, Ministro de Estado (Asuntos Exteriores), a quien
correspondía poner el asunto sobre el tapete, en Consejo de Ministros y a
quien él me anunciaría por teléfono, al día siguiente.
Por cuestión de principios, me había mantenido alejado del Ministerio
de Estado (Asuntos Exteriores) y, cuando no había más remedio que
hacerlo, sólo trataba con determinados funcionarios, que aún quedaban, de
otros tiempos. Al Ministro así como al Secretario General, no les había
honrado todavía con mi visita. No simpatizaba con ellos, no por sus ideas
sino por su carácter.
Álvarez del Vayo, hijo de un General de la Guardia Civil, se había
dedicada al periodismo después de terminar su carrera de Derecho y se fue
haciendo cada vez más rojo a medida que ello le reportaba ventajas
personales. La política no era para él más que un medio encaminado a un
fin. De convicción sincera, no es, por consiguiente, intrigante, se
superestima, y su parcialidad hace que al interlocutor, normalmente sensato,
le parezca escaso de luces. De los ministros que yo conocía era el único
que, no sólo no lamentaba los crímenes de sus compinches, sino que en su
interior, le complacían y hubiera sido capaz de cometerlos él mismo. Con su
cuñado Araquistain, que era Embajador en París (ambos habían contraído
matrimonio, respectivamente, con dos hermanas, dos judías rusas), debió
embolsarse durante el tiempo que estuvo en ejercicio tales cantidades de
dinero que la envidia de sus compinches estalló en una crisis ministerial en
la que ambos quedaron eliminados.
Fui, pues, a visitarle al día siguiente, lunes. Después de una
conversación previa en la que me prometió llevar al día siguiente al
Consejo de Ministros la propuesta de libertad de Ricardo de LaCierva, —
durante la entrevista con Álvarez del Vayo, el Ministro de Hacienda le
telefoneó para recomendarle otra vez el asunto—, después pasó a tratar de
la situación general, con respecto a la cual, le dije que yo estaba mejor
informado, porque mientras él estaba sentado detrás de su mesa, yo andaba
sin parar por las calles. Así es como había visto la víspera (un domingo)
veinticinco cadáveres de hombres y mujeres en los bordillos de las aceras
muy próximos a la Legación. En esa noche del sábado al domingo, se había
asesinado a doscientas cincuenta personas. Se quedó un momento sin habla
ante lo bien informado que yo estaba, (o ante la franqueza con que yo le
hablaba a la cara en su despacho oficial). Luego me dijo que entonces
también sabría yo que unos días antes se había descubierto una conjuración
fascista encaminada a matar a los Ministros. Contesté que no lo sabía, pero
que eso tampoco justificaba el asesinato. Si el gobierno hubiera establecido
un Tribunal, con arreglo a la ley y éste hubiera condenado a muerte a
quinientas personas por aquello, yo no hubiera dicho nada, pero sí alzaba
mi voz contra cualquier tipo de asesinato. El entonces replicó que si
nosotros los diplomáticos hubiéramos alzado la voz del mismo modo
cuando los "rebeldes" asesinaron a dos mil personas tras la toma de
Badajoz, hubiéramos hallado en el Gobierno oídos más atentos. A esto le
dije que todavía no teníamos noticia oficial alguna de que se hubiera
tomado Badajoz (tal cosa se había mantenido severamente en secreto para
la prensa). Y, mucho menos, de lo que él me contaba, de semejante
matanza. Bien es verdad que algo de eso había aparecido en los periódicos
pero los periódicos eran tan poco de fiar que no nos bastaban para
fundamentar nuestra protesta. Por lo demás juzgábamos con la misma
severidad el asesinato de un trabajador que el de un duque.
Con lo dicho ya tenía él bastantes motivos para despedirme
rápidamente, no sin prometerme de nuevo que haría todo lo posible, y lo
mejor que pudiera, en cuanto al asunto de La Cierva.
Y ahora sólo me queda dejar, sobre todo, bien sentado que, a partir del
día siguiente, ya no se tropezaba uno con asesinados en los puntos hasta
entonces habituales. Todas las mañanas mandaba yo que saliera un coche
para recorrer y examinar todo los lugares de "ejecución" que conocíamos.
¡Ya no se encontraban cadáveres! Así de pronto había dado sus órdenes
Álvarez del Vayo y tan perfecta era la conexión entre el Gobierno y los
asesinos, que toda la organización existente se transformó en pocas horas:
ahora ejecutaban a las víctimas fuera de Madrid, en lugares apartados, hasta
donde no alcanzaban los ojos de los diplomáticos. Incluso dejaron de existir
en esos días las listas del depósito de cadáveres de Madrid de las que yo
antes recibía copias.
La "conjuración" con la que especulaba Álvarez del Vayo, resultó ser
una captura equivocada de la Policía que, sin embargo, muchas personas
tuvieron que pagar con graves sufrimientos.
La sala de lectura de la Biblioteca Pública se había convertido en una
estancia agradable para muchos que ya no tenían lugar adecuado donde
permanecer o que, por miedo a las milicias, querían pasarse allí la jornada.
Un día frío y húmedo de octubre, irrumpió inesperadamente la Policía y se
llevó a todos los presentes, unas cuatrocientas personas, con la disculpa de
que allí tenían que habérselas con conspiraciones fascistas. Las
cuatrocientas personas fueron llevadas a declarar al edificio de la Dirección
de la Policía, que era un aristocrático palacio, muy abandonado, sito en el
Madrid antiguo. Como los calabozos, ya citados en otro lugar, estaban
repletos, a los nuevos presos se les encerró en el patio central, abierto a la
intemperie por la parte de arriba. Apretados unos contra otros, como
"sardinas en banasta", llenaban todo el espacio disponible. Así
permanecieron tres días y tres noches, hombres o mujeres, en semejante
"redil", bajo una lluvia torrencial y sin comer. ¡No podían caer desmayados
por falta de sitio para ello! Apenas se podían mover. Transcurridos los tres
días se comprendió la inconsistencia de la sospecha y los soltaron, sin más,
con excepción de media docena de ellos. Medio muertos, salieron
arrastrándose a gatas del edificio, donde ni siquiera les habían tomado
declaración y apenas si comprobaron sus datos personales pero donde, eso
sí, tuvieron que aguantar tres días y tres noches tal suplicio.
Para mejor reflejar la perfidia política del señor Álvarez del Vayo,
conviene saber que en Oslo manifestó sus quejas contra mí, como supe por
otros miembros del gabinete, aduciendo como pretexto el "salvoconducto"
de La Cierva a pesar de la declaración expresa del Consejo de Ministros de
que no se volviera sobre el incidente y se le considerara como no ocurrido.
El verdadero motivo de la queja, de la que yo todavía no tenía conocimiento
alguno por parte de Oslo, era que unos indeseables habían informado a
Álvarez del Vayo, tan pronto como éste regresó de Ginebra, de la petición
que yo había hecho tres días antes al Cuerpo Diplomático para qué se
presentara al Gobierno una enérgica protesta, así como también del discurso
que pronunciéentonces. Pero Álvarez del Vayo no tuvo valor ni para
negarse a mi visita propuesta por el Ministro de Hacienda, ni para
aprovechar la ocasión para hacerme los reproches que hubiera considerado
convenientes. No mencionó sus quejas ni me facilitó el conocimiento de la
existencia de las mismas, ni yo tampoco tenía por que entrar en ello, al ser
confidencial la información recibida. Álvarez del Vayo, en cambio, sí se
sintió con el suficiente despecho, pasados unos días, como para quejarse
ante el Encargado de Negocios de un país europeo, de que se estaba
trabajando con pasaportes falsos en contra del Gobierno y se estaba
queriendo favorecer a los "fascistas".
Pero el mencionado diplomático que era persona muy bien preparada y
pronto a la réplica, respondió al Ministro como correspondía. Le dijo que
sabía muy bien a qué caso se refería pues, precisamente, conocía todos los
detalles del mismo (era el que me acompañó aquella tarde a ver al Ministro
en funciones), que no se trataba de un pasaporte sino de un papel de orden
secundario, sin ninguna importancia, extendido y entregado por motivos
muy justificados y honrosos de simple humanidad, siendo así, en cambio,
que el Gobierno español, por mediación de su Embajada en París, había
expedido hacía unos días una serie de pasaportes falsos, por motivos
puramente interesados, a saber para pasar de contrabando a España a unos
oficiales de aviación de su nacionalidad, a los que antes habían seducido
para que desertaran. Que Álvarez del Vayo era por tanto el último que
podría tener derecho a hablar como lo había hecho. Esta declaración fue
entregada por el mencionado diplomático, en nuestra siguiente sesión para
que constara en acta. Álvarez del Vayo pretendió no saber nada de los
pasaportes falsos de su cuñado, el de París.
El viernes siguiente, me llamó el Ministro del Aire, Indalecio Prieto,
para comunicarme que, por desgracia, no había podido obtener la libertad
de La Cierva pero sí había aprovechado la ocasión para subrayar la
extraordinaria importancia de dicho preso, ya que su detención la había
efectuado personalmente el Director General, en presencia del representante
diplomático de una nación extranjera. También por su apellido tan
conocido, y, además, por su hermano el famoso inventor. Que, por todo
ello, habrían de adoptarse todas las medidas necesarias para defenderlo de
incidentes imprevistos porque sería denigrante para la reputación del
Gobierno que algo le ocurriera en tales circunstancias. Por todo lo dicho, él
no creía que tuviéramos que temer por su vida.
Como ya quedó mencionado en páginas muy anteriores el asunto de La
Cierva tuvo un final trágico: La Cierva fue asesinado con muchos
centenares de otras víctimas de la cárcel Modelo. Largo Caballero y Galarza
se habían opuesto a que se le pusiera en libertad y a ellos se debe que no
fuera posible hacerlo. ¡Caiga su sangre sobre ellos!
Al día siguiente volví a visitar al Ministro de Hacienda para decirle que,
a pesar de la negativa sufrida, yo estaba dispuesto a hacerme valedor ante
mi Gobierno de su deseo de adquirir bacalao, pues sabía que había hecho
todo lo posible para obtener la puesta en libertad de aquel para quien se la
pedíamos. Se mostró totalmente de acuerdo y me prometió continuar
ayudándome.
Toledo
En el Madrid sitiado
En el transcurso del mes de noviembre de 1936, las cargas de la
artillería y de la aviación, sobre Madrid era ya muy sensibles y se habían
cobrado muchas víctimas entre la población civil.
Desde nuestra casa, situada en alto, divisábamos todo Madrid. Apenas
se pasaba un día sin que aparecieran aviones y, unas veces en un extremo de
Madrid y otras en otro, surgían oscuras columnas de humo que nos
anunciaban el bombardeo de sectores del frente, incluso cuando, a causa de
la distancia, el ruido se oía muy poco. A veces, sin embargo, también se
ponía la cosa peor y parecía más peligroso por el ruido que por lo que la
vista apreciaba. Siempre aparecían los pequeños aviones de combate rusos a
los que el pueblo llamaba "ratas". Eran extraordinariamente rápidos y
hacían un ruido tremendo. Cuando se lanzaban, bastante bajos, muy rápidos
sobre las casas, era angustioso el estruendo del motor, que llegaba a la
velocidad del trueno, y de la misma manera volvía a desaparecer. Con
frecuencia, asistíamos a grandes combates aéreos en los que los grandes
bombarderos nacionales que volaban muy majestuosamente a gran altura
eran atacados por los "ratas". También veíamos caer alguna vez, estos
pequeños aparatos, probablemente abatidos por los grandes bombarderos.
La población de Madrid huía al principio al oír el aullido de las sirenas,
con el que los aviones se anunciaban. Pero pronto se habituaron, y
terminaron por no preocuparse y cuando aparecían aviones en el cielo, el
público de Madrid se congregaba en la calle para verlo. En cuanto a los
disparos de artillería, la gente hacía exactamente igual, tan pronto se
habituaron a su estampido. Un blanco por el que sentían especial
predilección los artilleros nacionales era el edificio de la Compañía
Telefónica que se estrechaba hacia arriba como una torre y era la
construcción más alta de Madrid, situada además en un lugar elevado de la
ciudad. Era especialmente adecuada para la observación de los alrededores,
que circundaba todas las líneas del cerco de Madrid. Los pisos más altos de
la misma se habían reservado para uso de oficiales rusos. Muchos impactos
sumaba ya este edificio por ser un objetivo preferente de la artillería
nacional, pero a pesar de todo, en julio de 1937, estaba todavía en servicio,
perfectamente utilizable, situado en La Gran Vía, avenida nueva de
importante categoría que se fue construyendo en estos últimos quince años
en el lugar que ocupaba una parte del viejo Madrid. El tráfico es allí
siempre considerable, incluso en estos tiempos. Mientras que antes
circulaban por allí los autos de lujo de los ricos, ahora se veía una masa
humana variopinta y descuidada, de a pie, pero también muchos coches
circulando con milicianos que, en no pocos casos, paseaban a sus "damas"
(pero eso si con otro desenlace diferente del "paseo" por ellos inventado) o
se paraban ante los bares de lujo donde antes debían sus "cócteles" los
famosos "señoritos", cosa que, con sorprendente rapidez y fidelidad,
aprendieron de ellos los jóvenes bolcheviques.
Cuando impactaron las primeras granadas sobre la fachada de la
Telefónica, mucha gente corría, aunque no para ponerse a salvo sino, al
contrario, sólo para curiosear desde la acera de enfrente, desde donde
podían observar la precisión de los impactos... pero, como, es sabido,
también caían granadas por otros sitios y cuando esto ocurría había que
lamentar muertos y heridos, cuyos conciudadanos los rodeaban y se
compadecían, ayudando también a retirarlos.
Desde la céntrica plaza de Cibeles, sube la calle Alcalá, arteria principal
de la ciudad hacia la Puerta del Sol. Tanto ésta, como la calle de Alcalá,
eran con frecuencia objeto de disparos. Desde la plaza de Cibeles se domina
con la vista dicha calle hasta arriba. En la misma se juntan muchos tranvías.
Yo mismo pude ver desde mi coche, al llegar una mañana a la plaza de
Cibeles, la calle Alcalá batida por la artillería, y observé cómo calle arriba
circulaban, como de costumbre, las dos vías de tranvías y algún automóvil
que subían y bajaban, apaciblemente, mientras que, a sus ambos lados,
explotaban las granadas. No cabe sino admirar el estoicismo o quizá el
fatalismo moruno de los pobladores de Madrid, que ya hacía mucho tiempo
estaban aguantando toda clase de riesgos pero que, a pesar de la
recomendación que hacían las autoridades para abandonar Madrid y de que
el Gobierno incluso adoptaba medidas coercitivas para obligarles a ello, no
estaban dispuestos a dejarse sacar de sus casas.
Ya en octubre de 1936, fijó el general Franco una zona neutral dentro de
cuyos límites no se podía efectuar ningún bombardeo, siempre y cuando la
misma no albergara instalación militar de ninguna clase. Se trataba
precisamente de la zona del mejor barrio residencial al este de Madrid. El
Gobierno de Largo Caballero no se comprometió a nada, pero, sospechando
que dicha zona se preservaba ya en consideración al sector de población,
perteneciente a los mejores niveles de la sociedad, que allí habitaban, se
dedicó, inmediatamente, a trasladar allí oficinas, cuarteles improvisados y
toda clase de comités y establecimientos militares.
Con ello, tampoco salía ganando la masa de población civil. El Comité
Internacional de la Cruz Roja propuso, en consecuencia, el veinte de
noviembre de 1936, en un telegrama a Miaja, que se reuniera a la población
no combatiente de Madrid en un sector de la ciudad para evitar
bajas.Caprichosos son los dos telegramas de respuesta, el de Largo
Caballero y el de Álvarez del Vayo, los cuales, cada uno por su lado,
encontraron una excusa basada en la misma mendacidad. No hay que
olvidar que Madrid ya estaba equipado como una fortaleza, con
instalaciones defensivas, que casi la mitad de su perímetro era ya frente
inmediato y que estaba repleto de material de guerra, de milicias y de
Brigadas Internacionales, que tenían ocupados todo los edificios de mayor
tamaño, en los mejores barrios.
Largo Caballero telegrafió lo siguiente:
Bombardeos de Valencia
En la estepa de Rusia
Miaja, el héroe
El "Derecho" rojo
¡Urge el intercambio!
La Pasionaria
Hacía aún poco tiempo, con ocasión de una entrevista, que le había
hecho al Presidente del Consejo de Ministros, Negrín, la misma pregunta
acerca de la futura convivencia de las dos mitades de España en conflicto.
La conversación se desarrollaba en alemán, lengua que Negrín hablaba muy
a gusto y extraordinariamente bien. Según me dijo, había trabajado durante
doce años en universidades alemanas en calidad de Profesor Auxiliar de
Biología. Su mujer era rusa, pero según noticias privadas y a tenor de sus
propias manifestaciones, hechas a una familia amiga, que en aquel verano
convivió con ellos unos días, no estaba marcada en absoluto por la impronta
soviética. Tengo la impresión de que Negrín, víctima de su ambición, se
hallaba en una situación que no era propiamente la adecuada para él,
persona muy sociable y vivaz, con sentido del humor, (lo cual ya era
suficiente para hacerle fundamentalmente incompatible con su entorno en el
que el exceso de bilis anulaba dicha cualidad). Contestó a mi pregunta con
su habitual vivacidad, diciendo que esperaba milagros de la juventud de
ambos lados: el destino de esta era unirse e implantar una nueva España con
más libertad y con un sentido de solidaridad y de asistencia mutua que hasta
el momento había faltado. Desarrollaba extensamente este tema de
comunidad nacional, con gran elocuencia, lo que hizo que al final yo le
preguntara, sonriendo, en qué se diferenciaba su programa de lo que Adolfo
Hitler había realizado en Alemania. Titubeó un poco y, luego, dijo que
reconocía plenamente que Hitler había hecho mucho en Alemania, pero que
no estaba de acuerdo con sus métodos, sin extenderse ya en detalles acerca
de aquellos que él sí que consideraba aceptables. En todo caso, la diferencia
entre la doctrina comunista de la Pasionaria y la personal del Presidente del
Consejo de Ministros era como la de la noche y el día.
Entretanto, continuaban en Consejo de Ministros las negociaciones
acerca del intercambio de los acogidos al derecho de asilo en las
Legaciones extranjeras. Visité también al Ministro de Defensa, Indalecio
Prieto y le expliqué mi propuesta. Con su claro entendimiento vio
enseguida las ventajas de evitar un callejón sin salida. "No me parece mal",
repetía. Aproveché la oportunidad para acabar con otra cantinela del
Ministerio de Estado respecto a esta cuestión. El Ministerio venía exigiendo
desde hacía mucho tiempo que las mujeres, los niños y los hombres
ancianos acogidos, no pasaran a países fronterizos con España, lo que casi
imposibilitaba su evacuación. El motivo que aducían era que las
mencionadas personas en esos países limítrofes harían propaganda contra el
Gobierno rojo. Hice ver a Indalecio Prieto (que inmediatamente lo
entendió) que todas esas personas, en todos los sitios adonde llegaran, con
su sola presencia ya, actuarían necesariamente de propagandistas contra la
España roja y que, por tanto, el hecho de repartirlos entre una serie de
países lejanos no significaría más que la creación de puntos de propaganda
enemiga en todas esas naciones. Si yo fuera el Gobierno, impondría, al
contrario, la condición de que no pudieran ir a ninguna parte, salvo a la otra
zona nacional de España donde esa propaganda existe ya, sin necesidad de
nuevos proselitistas. Esa interpretación mía se impuso y las ulteriores
evacuaciones, incluso las de familias que no estaban en Legaciones, se
hicieron directamente con destino a la zona "blanca", cosa que hasta
entonces estaba severamente prohibida.
También traté de esta cuestión con el Presidente del Consejo de
Ministros, Negrín, con ocasión de un encuentro en el Ministerio de la
Guerra. En primer lugar, él exigía que los acogidos en las representaciones
diplomáticas fueran entregados al Gobierno, que respondería de que no les
sucediera daño alguno. Yo repliqué que para mayor garantía se
comprometieran mediante acuerdo que no se iba a encarcelar a esas
personas. Negrín opinaba que, naturalmente, los que tuvieran que responder
por algo, tendrían que ser detenidos yo le dije entonces que si esa gente se
había acogido al derecho de asilo era precisamente, porque según el
concepto que de ello tenía el actual Gobierno, habían contraído una
responsabilidad política y él (Negrín) no podía exigir a ningún Gobierno
constitucional que entregara, con destino a la cárcel, a personas que se
habían acogido confiadamente a la protección de su bandera. Eso era
precisamente lo malo, opinaba él, que no se podía aceptar esa huída, al
amparo de una bandera extranjera, sino que había que mantener la
jurisdicción española sobre los súbditos del Estado español. Yo repliqué que
no queríamos resucitar esa cuestión teórica, con frecuencia
infructuosamente discutida, sino que más bien aspirábamos a intentar una
solución práctica, definitiva, aceptable por ambas partes y ese era
precisamente el intercambio. Entonces accedió, aceptándolo como un mal
menor.
Entretanto, había vuelto yo a Madrid y no había tenido noticia de
resolución alguna por parte del Consejo de Ministros. Entonces, a fines de
junio, recibí en Madrid la visita del Delegado General del Comité
internacional de la Cruz Roja, que me entregó la copia de una carta del
Ministro de Estado, en la que se requería del Comité que presentara a los
nacionales la propuesta de canje de los hombres de edades comprendidas
entre los dieciocho y los cuarenta y cinco años de edad, acogidos en la
representaciones diplomáticas, a cambio de otros de esas edades que se
hallaran en la otra zona. El Consejo de Ministros había, pues, hecho suya
mi propuesta pero no me quería confiar a mí, y sí al Comité internacional, la
obtención de la conformidad de la otra parte.
El Comité internacional se hizo cargo del asunto, pero, por desgracia, no
se acababa de lograr la ejecución de lo propuesto. Aún por el año 1938,
existían muchos miles de personas confinadas en las representaciones
diplomáticas sin que se pudiera prever si se las podría liberar y cuándo.