Matanzas en El Madrid Republica - Felix Schlayer

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Felix Schlayer

Cónsul y Encargado de Negocios de Noruega en España


(1936-1937)

MATANZAS EN EL MADRID
REPUBLICANO
PASEOS, CHECAS, PARACUELLOS...
Titulo original: Diplomat im roten Madrid
© Herederos de Félix Schlayer
© Traducción de Carmen Wirth Lenaerts
© Áltera 2005 SL
ISBN: 84-89779-85-6
DEPOSITO LEGAL: B-24.868-2006
Hacía el final le pregunté a La Pasionaria cómo se imaginaba que las
dos mitades de España, separadas entre sí por un odio tan abismal,
pudieran vivir otra vez como un solo pueblo y soportarse mutuamente.
Entonces estalló todo su apasionamiento: “¡Es simplemente imposible! ¡No
cabe más solución que la de que una mitad de España extermine a la otra!

Felix Schleyer
Introducción

Este libro carece de toda intención política, solamente pretende


describir los acontecimientos que se produjeron en Madrid, coincidiendo
con mi actividad diplomática, desde julio de 1936 hasta julio de 1937.
Por ello, quiero dejar constancia de que los tristísimos hechos que se
relatan fueron vividos por mí y, como consecuencia, me produjeron el
estado anímico que es de imaginar, en lo subjetivo. No obstante, tengo
especial interés en manifestar que mi narración de los acontecimientos
refleja fielmente la verdad, sin ninguna concesión, y tal como los presencié
y comprobé personalmente.
Las circunstancias especiales que en mí concurren, me autorizan a
considerarme con la suficiente capacidad para hablar de la España de
nuestro tiempo, en general, y de las circunstancias propias de la Guerra
Civil, en particular. Por consiguiente, y como refrendo, sobre todo por lo
que respecta a su credibilidad, relaciono a modo de presentación, mi
historial profesional en España.
Resido en España desde 1895. Nací en Alemania, en Rentlingen
(Württemberg) en 1873. Mis actividades me han mantenido en contacto,
preferentemente, con la población campesina, mayoritaria en España, y mis
innumerables viajes en toda clase de vehículos, desde el carro de mulas,
hasta el avión, me llevaron a muchos pueblecitos, aldeas y rincones a los
que, de no ser así, rara vez llega un extranjero. En el verano de 1936, yo era
en mi calidad de Cónsul de Noruega, el único representante oficial de dicho
país en Madrid. Al poco tiempo me nombraron Encargado de Negocios y en
Madrid me quedé, en activo, hasta julio de 1937, en que gracias a mi
condición de diplomático, pude salir de España, lo que me libró de ser
asesinado por orden del gobierno rojo.
Gracias a mi puesto de carácter diplomático disfrutaba, naturalmente, de
gran libertad de movimiento, lo que me permitió vivir y observar, en
infinidad de situaciones, el acontecer revolucionario de ese primer año en
Madrid.
Por razón de mi cargo, tuve muchas ocasiones de conocer antecedentes
y sucesos, privativos de personas, que se producían en un limitado ámbito
familiar y cuyas noticias no trascendían, fuera de ese círculo.
Pero de lo que sí me di cuenta, fue de que mis descripciones verbales
despertaban en todas partes gran interés, por lo que llegué a tener el
convencimiento de que el hecho de publicarlas podría llenar un vacío, tanto
más cuando el relato verídico de muchos episodios y situaciones reflejan
elementos sintomáticos del acontecer español y podrían contribuir a su
testimonio histórico.
Renuncio explícitamente a cuanto suponga una intención proselitista.
Cada cual podrá sacar su consecuencia de acuerdo con los hechos relatados
y su opinión personal en cuanto a los resultados.
¡Quizás contribuya mi relato a que más de uno acierte a vislumbrar la
luz y le facilite a encontrar el valor de un orden establecido!
Me impuse la obligación de referir los hechos, sin exageraciones de
ningún tipo, sin adornos literarios, manteniéndome estrictamente fiel a la
verdad. La verdad lisa y llana es más que suficiente para confirmar mi
opinión de que la elección entre lo “rojo” y lo “blanco”, en España, es
mucho menos un asunto de política que una cuestión de moral.
Como introducción, hago una breve exposición de conjunto, a grandes
rasgos, de los acontecimientos que precedieron a la Guerra Civil y que
fueron la causa final que contribuyó al desencadenamiento del conflicto
español, y entre cuyos partidos políticos integrantes, los del Frente Popular
fueron los máximos responsables del movimiento revolucionario rojo.
1. CAUSAS Y TELÓN DE
FONDO DE LA GUERRA CIVIL

El temperamento español

Este libro, en su primera edición, ha sido escrito en alemán, [Diplomat


in roten Madrid, Berlín, Herbig Verlagsbuchhandlung, 1938] para ser leído
fuera de España. Por consiguiente, sólo los pocos lectores que hayan
visitado España tendrán de ella una idea aproximada, por lo que,
posiblemente, habrán sacado la misma consecuencia que, a mi juicio yo
saqué tomando como parámetro nuestras propias medidas, de que los
españoles, —considerándolos en términos generales—, son unos
ciudadanos un tanto atrasados, pero bondadosos, corteses y un tanto
ingenuos. Es evidente, que a todo el que conserve esta imagen del español
le habrá resultado incomprensible que se haya producido el estallido de una
guerra civil, tan llena de odio, tan sanguinaria; y que, incluso, se hayan
sentido inclinados a creer que se trata de exageraciones de los periodistas.
Ante esta disyuntiva, me considero obligado a describir, brevemente, el
desarrollo de los acontecimientos y las motivaciones que, en el carácter y
temperamento español, condujeron a tal estado de cosas.
Para empezar, narraré un corto episodio que, a modo de “flash”, revela
algo de la tradicional sabiduría vital de la mayor parte de pueblo español.
Hace de esto treinta y cinco años. En un día caluroso llegaba yo a Sevilla,
capital de Andalucía, en tren (“tren botijo”) a primeras horas de la tarde.
Esta era, entonces, una ciudad de escasa circulación. La estación estaba
fuera de la ciudad, como a un kilómetro de distancia. No se veía un
vehículo, ni tampoco aparecía ningún mozo de cuerda. Me di una vuelta,
buscando por los alrededores de la estación; tumbado a la sombra de un
árbol, descubrí, tendido todo lo largo que era, en la acera, a un pacífico
durmiente. La gorra que llevaba delataba su condición de mozo de
equipajes, ahora le servía para protegerle la cara del sol. Le toqué con el
pie; entonces, cargado de sueño, movió la “gorra de servicio” lo suficiente
como para mirarme, con un ojo, por debajo de la misma. Impresionado por
la falta manifiesta de impulso activo de aquel hombre, me decidí a tentar su
ambición: “te doy tres pesetas si me llevas la maleta a la ciudad”. Venía a
ser esto el cuádruplo de la tarifa corriente. Respuesta: “esta semana ya me
he ganado dos pesetas; hoy no hago nada más”. Una vez dicho esto, se
volvió a tapar los ojos con la gorra y siguió durmiendo.
¿Cómo hacerse con un pueblo así, al que no hacer nada le parece más
tentador, que el bienestar adquirido mediante el trabajo? Presentándole,
como señuelo, el vivir bien emparejado con el no hacer nada. Tal era la
consigna tentadora con la que, con habilidad, el comunismo seducía a la
masa inculta, carente hasta el presente de ambiciones y hecha ya a la
mezquindad de su vida, empujándola a actuaciones fanáticas con un
seguimiento ciego: “Quitadles todo a los que lo tienen y así podréis ser tan
gandules y vivir tan bien como ellos ahora”.

La guerra mundial y la posguerra

Hasta la primera guerra mundial, las relaciones entre patronos y


trabajadores eran patriarcales. La industria era escasa y quedaba reducida a
los alrededores de Barcelona y de Bilbao. Existía una organización
socialista, de poca envergadura y características más bien bondadosas, bajo
la dirección de Pablo Iglesias. Los trabajadores del campo carecían de
cualquier clase de organización. Vivían en un estado tal de pobreza que, con
arreglo a nuestro criterio, calificaríamos de penosa; sus jornales oscilaban
entre la peseta y media y las cinco pesetas, según el periodo agrario;
trabajando de sol a sol, sin que se pueda decir que se hicieran los
remolones. Cumplían su tarea con lentitud, pero con constancia y con
resistencia a la fatiga.
El trabajador agrícola, no era sin embargo, muy consciente de su
situación de miseria por cuanto carecía, a diferencia de otros pueblos, de
pretensiones más ambiciosas en materia de vivienda, comida y ropa; a lo
que habría que añadir, sus relaciones patriarcales con los terratenientes de
los pueblos. Existía una ley, no escrita, que imponía a los grandes
terratenientes la obligación de alimentar a los jornaleros del pueblo durante
los tiempos de inactividad, inevitables en la agricultura española, debido al
sistema de barbecho en el cultivo de los cereales.
En los tiempos anteriores a la guerra mundial, el pueblo español en su
conjunto había tenido poco contacto con el resto de Europa. Tres de los
lados de España son costas que dan al mar y el cuarto, con los Pirineos
como frontera, le cortaba el “aire” con Europa. Pero la guerra mundial lo
trastornó todo. España a pesar de permanecer “neutral”, estableció estrechas
relaciones —de índole industrial, concretamente— con los demás pueblos,
especialmente con los aliados. Entonces, ya con ese aliciente, cualquiera
hacía negocios, ganaba dinero con facilidad, y con la misma facilidad lo
gastaba.
Los precios, especialmente los de los productos agrícolas, subían ante la
demanda de los países en guerra. Los jornaleros reclamaban y obtenían
mejores ingresos, descubriendo, por primera vez, que también podían exigir
algo más que una cebolla y un pedazo de pan al día. Al mismo tiempo,
irrumpía, cruzando las fronteras, una propaganda socialista reforzada, y
cundía por todas partes la fiebre de la industrialización.
Los negocios fáciles y de oportunidad, que se habían presentado durante
la guerra mundial, se evaporaron con la misma rapidez con que se habían
producido; pero ya en todos los sectores de la sociedad habían quedado
abiertos unos incentivos vitales, hasta entonces desconocidos en España. Al
mismo tiempo, profetizaba Lenin que España sería el siguiente país en caer
en el bolchevismo. Con arreglo a tal programa, ayudado con la propaganda
y el dinero ruso, nacía el partido comunista, y su organización fue tan eficaz
que, —a pesar de no arraigar y mantenerse numéricamente reducido debido
al carácter español más inclinado a la anarquía que al comunismo—, la
células existentes fueron el núcleo principal que marcaron las pautas tan
pronto como estalló la lucha.
La pasión por lo nuevo, la inexperiencia política y la pereza intelectual,
arrastraron al experimento republicano, con una clase burguesa que, dada la
caótica situación de España, lo acogió esperanzada y, en parte, incluso con
entusiasmo. Pero no habiendo donde escoger, se adueñaron del poder los
políticos de siempre que, —entre intelectuales y teorizantes, como Alcalá
Zamora, Maura, Azaña, Casares Quiroga; todos ellos sin un programa
político realista, vacilantes y fracasados dentro de la opinión de una clase
media empobrecida y decepcionada—, claudicaron y se pusieron a
disposición de los socialistas, como instrumento para instaurar la
democracia burguesa prevista en un principio y que, luego, generó en
comedia.
Los anarquistas, partido mucho más poderoso y numeroso, —sobre todo
en Aragón, Cataluña y costa mediterránea—, que los socialistas
organizados, se abstuvieron de cualquier participación en el gobierno. Su
programa político lo ejercían, salvo su sindicato C.N.T., al margen de toda
legalidad con “acciones directas” sembrando la inquietud y la angustia, con
sus bandas de asesinos y ladrones, primero en Barcelona y luego también en
Madrid. Entonces los comunistas, como ya hemos comentado, en
colaboración con las “Juventudes Socialistas”, comenzaron a actuar de
forma similar, a través de sus células, apoyadas con la ayuda económica de
Rusia.

En la encrucijada

Pero a los dos años, la opinión pública en general y, en especial, todos


los ambientes de orientación conservadora llegaron a un estado de tal
repulsa e indignación, y a estar tan hartos, que se produjo un rechazo en la
inmensa mayoría del pueblo. El tiempo de vigencia legislativo había
cumplido el plazo reglamentario, de acuerdo con la auto-elaborada
Constitución, y se hacía necesaria la convocatoria de elecciones para la
formación de una nueva Cámara de Diputados. Las elecciones se celebraron
contraviniendo en muchos colegios electorales el más elemental orden y
respeto a la libertad de expresión, y tan pronto comprobaron que, a pesar de
esa violenta oposición, los partidos de derechas habían obtenido la mayoría,
las izquierdas se lanzaron con la mayor agresividad a rebelarse
violentamente contra el poder constituido. Los diputados socialistas
quedaron diezmados. La frase de cuño democrático relativa a los derechos
de la mayoría perdió su validez en el punto y hora que dejó de favorecerles.
Ahora se trataba lisa y llanamente de implantar la dictadura del
proletariado.
Cuando la mayoría conservadora quiso hacer uso de su derecho
democrático de acceder al poder, se le respondió con el levantamiento de
Asturias, revelador de los auténticos propósitos, realmente
antidemocráticos, de los socialistas españoles que aspiraban al dominio del
Poder con los sindicatos. Aún se pudo evitar este incendio que ya, entonces,
tuvo posibilidades de extenderse por toda España y que, debido únicamente
a fallos de dirección, no prendió con la rapidez suficiente. Pero el hecho de
que se extinguiera, no significa que no se aprovechara para desatar una
propaganda sin límites, como acicate y desahogo de los más salvajes
sentimientos de odio, que la débil voluntad del gobierno burgués no alcanzó
a reprimir con lo que el rescoldo siguió vivo bajo la ceniza. Ese gobierno no
supo sacar partido ni del tiempo ni de la oportunidad de que disponía; su
grave insensatez atrajo su caída y, por supuesto, lo arrastró directamente a
tal suicido el ambicioso charlatán, Alcalá Zamora, que aspiraba al poder
personal. En las siguientes elecciones, febrero de 1936, intentó fundar un
partido a su propia medida, de acuerdo con su “instrumento” Portela, al que
colocó de Presidente del Consejo de Ministros.
Al revelarse, ya en el primer escrutinio, el fracaso de este nuevo invento
y resultar por otra parte posible una mayoría renovada de la derecha
tradicional, Portela dio por perdida la partida, se retiró y entregó el poder en
favor del “Frente Popular” que amenazaba con la huelga general y el
levantamiento del pueblo, sin estar en absoluto justificado para ello, pues
todo era consecuencia del despecho que sentían, al haber resultado
minoritarios, precisamente en esas mismas elecciones. El nuevo escrutinio
al que se procedió, a los pocos días, se hizo ya bajo el signo del
desconsiderado abuso de poder de los partidos de izquierda, que no
contentos con monopolizar para sí los escaños discutidos, aprovecharon la
mayoría así alcanzada para anular, en varias provincias, los resultados
electorales favorables a la derecha y adjudicárselos, totalmente, a sus
propios candidatos. Hubo provincias en las que se había votado a las
derechas en un ochenta por ciento —y eso bajo un gobierno Portela, del que
lo menos que se puede decir es que no tenía interés alguno en que así fuera
— y en las que, un mes después, bajo la presión del Frente Popular, resultó
que se había votado a la izquierda en un noventa por ciento; ¡pocas veces se
habrá montado parodia mayor de la tan cacareada libertad de voto! Y, sobre
tal base, se asienta ahora la “legitimidad” del Gobierno de la República
Española, tan ofuscadamente puesta en primer término por franceses,
ingleses y americanos.
El primer paso dado por dicho gobierno del Frente Popular fue derrocar
—de modo, por cierto, nada suave— de su sillón presidencial al promotor
de tan inesperado triunfo, Alcalá Zamora, y sentar en él a Azaña, que
resultaba más cómodo para los socialistas. A partir de entonces se procedió,
temperamentalmente, a trastocar a fondo el orden conservador implantando
la dictadura del proletariado bajo la máscara de la democracia. El tono
empleado en el Parlamento era tal, que los partidos no integrados en el
Frente Popular no tenían mas opción que retirarse.
A Calvo Sotelo, diputado sobresaliente que encabezaba esos partidos de
derechas, le anunció la muerte que le esperaba el propio Casares Quiroga,
Presidente del Consejo de Ministros, en plena sesión parlamentaria y tras un
exaltado discurso de despedida. El asesinato se perpetró pocos días después,
durante la noche, a manos de la policía estatal. A continuación había de
entrar en escena la revolución socialista. La parte del pueblo español de
orientación derechista, mayoría numérica indiscutible, se veía abocada a la
elección entre dejarse aniquilar por las turbas incontroladas o lanzarse a la
lucha. Tal fue el origen de la sublevación de los generales, como ejecutores
de la voluntad de la mayoría de la población que no se quería dejar
exterminar conscientemente.

El Frente Popular
Con el fin de facilitar una mejor comprensión de la situación política en
el seno del Frente Popular, así como de las abreviaturas o siglas
ocasionalmente utilizadas de aquí en adelante y correspondientes a las
denominaciones de los partidos, me permito hacer unas breves aclaraciones.
El Frente Popular estaba compuesto por los partidos burgueses radicales de
Martínez Barrio y Azaña, denominados respectivamente “Unión
Republicana” el primero, e “Izquierda Republicana” el segundo, así como
por los partidos Socialista, Comunista, Sindicalista y la F.A.I., (Federación
Anarquista Ibérica). El Partido Socialista es la organización política de los
sindicatos socialistas (U.G.T. = Unión General de Trabajadores). La F.A.I.
es, asimismo, el exponente político de los sindicatos anarquistas (a saber:
C.N.T.= Confederación Nacional del Trabajo).
La situación de poder, en la medida en que ésta dependa de la adhesión
del pueblo a cada una de dichos partidos, era la siguiente.
Los dos partidos de derechas contaban con un número de afiliados
reducido. Su influencia se basaba en la mayor antigüedad de su experiencia
política, así como en la mayor formación y más elevado nivel intelectual de
sus dirigentes y afiliados.
El partido socialista se apoyaba en los sindicatos de la U.G.T. que
contaban con el mayor número de adeptos en Madrid y Bilbao. En
Barcelona y Valencia estaban en minoría. Mas tarde se produjo una brecha
profunda entre el partido y los sindicatos como consecuencia de la
enemistad personal entre Indalecio Prieto, jefe de la mayoría de los
diputados socialistas, y Largo Caballero, el “mandamás”, sin límites, de los
sindicatos. U.G.T. podría ser, numéricamente, la segunda organización entre
las más fuertes de España.
El partido comunista antes de la guerra civil no era numéricamente muy
importante. El español es exageradamente individualista y, por lo tanto,
anarquista nato; de modo que la teoría comunista no le agrada en absoluto.
Bajo la presión de la influencia rusa cobró, sin embargo, mucho auge el
partido, habiendo intentado, a pesar de la fuerte oposición de los partidos
proletarios, fusionarse con los socialistas, lo que llegaron a conseguir en las
organizaciones juveniles; pero no en cuanto a los sindicatos, pues siempre
hubo una fuerte resistencia en Largo Caballero que, especialmente durante
su presidencia en el Consejo de Ministros, llegó a oponerse fuertemente a
los comunistas.
El partido sindicalista, que no era fuerte numéricamente hablando,
adquirió influencia por la personalidad de quien lo acaudillaba, Pestaña,
fallecido recientemente, el cual había trabajado durante muchos años de
modo decisivo en organizaciones anarquistas.
De la F.A.I., cuya infraestructura está constituida por los sindicatos de la
C.N.T., puede decirse que es la organización más fuerte, y domina,
principalmente, en Cataluña. Allí cuenta aproximadamente con la afiliación
del setenta y cinco por ciento del proletariado. En Valencia, Murcia,
Alicante; es decir, a lo largo del resto de la costa mediterránea, dispone
asimismo de una mayoría, si bien no tan dominante como en Cataluña. En
el centro de España, en Madrid, tiene menos fuerza que la U.G.T.; pero,
durante la guerra, creció mucho el número de sus afiliados ya que sus
condiciones de filiación, al ser más tolerantes, fueron aprovechadas por
muchas personas indiferentes, que no tenían más remedio que acreditar la
posesión de un carnet sindical. Un ciudadano sin semejante carnet no podía
en España justificar su existencia y no gozaba de libertad para vivir con
alguna seguridad. En la F.A.I. caben todos, desde el idealista, en el mejor
sentido primitivo cristiano de amor al prójimo y de fraternidad, hasta el
delincuente común. La teoría política de los anarquistas consiste en una
organización sin normas preestablecidas de autoridad. Son ácratas. Sin
forma alguna de gobierno. No son marxistas, sino antimarxistas. Su ideal es
el individualismo ilimitado.

¿Crueldad, española o bolchevique?

A grandes rasgos, hemos expuesto los contrastes sociales que


condujeron a un enfrentamiento, lleno de odio, como fue la revolución
española. Ahora bien, ¿de dónde procede esa crueldad salvaje, esos
tremendos horrores cometidos? ¿Hay que inculpárselos al carácter del
pueblo español o al bolchevismo?
El español, individualmente considerado, es, salvo pocas excepciones,
noble, persona digna, incluso de corazón bondadoso, si se le sabe llevar.
Los españoles —y ahora hablo del pueblo, y no de la gente culta— son
elementales, no se guían por la razón debidamente adiestrada, sino por el
instinto. Por ello, no pueden actuar con arreglo a principios, sino que, más
bien, se dejan dominar por la inspiración o corazonada del momento. Como
los niños pequeños, son compasivos y crueles, según el caso. Lo que les
pierde es su sensibilidad ante lo que pueda parecer ridículo. De ahí que en
cuanto se reúnen varios, cada cual en la conversación se reserva para
conocer la opinión de los demás, y entonces, aunque tenga que reprimir sus
buenos sentimientos y por miedo a que se rían de él, se manifiesta con un
egoísmo todo lo exagerado que estima conveniente para aparentar ser
superior a los demás, sin discriminar si ello es bueno o malo.
Si les domina tal psicosis, son capaces de cualquier atrocidad. Así es
como —al principio— se cometieron, por desgracia, graves delitos contra el
prójimo, también en la zona nacional.
Pero, en la zona nacional, se reprimían tales brotes de bestial salvajismo
y, una vez pasado el desorden inicial, no sólo se restableció la disciplina
legal, sino que se ajustaban las cuentas a los transgresores aunque fueran
miembros de las organizaciones "blancas". Yo mismo asistí a un juicio, en
un Tribunal de Guerra, en Salamanca en el que condenaron a muerte a ocho
falangistas de un pueblo, por crímenes que habían cometido en las primeras
semanas contra otros habitantes del lugar. Los sacaron encadenados. En
cambio, en la parte dominada por los rojos, estos crímenes, producto de la
ferocidad de las masas, iban en aumento, de semana en semana hasta
convertirse en una espantosa orgía de pillaje y de muerte, no sólo en
Madrid, sino en todas las ciudades y pueblos de dicha zona. Aquí, se trataba
del asesinato organizado, ya no era sólo el odio del pueblo sino algo que
respondía a una metodología rusa: era el producto de una "animalización"
consciente del hombre por el bolchevismo. Se trataba de adueñarse de lo
que fuera, a cambio de nada, y si era menester matar, se mataba.
En la amplia masa del pueblo español dominaba, desde siempre, en
materia política, exclusivamente el sentimiento y nunca la razón. Pero en
conflictos anteriores su fanatismo se apoyaba sobre bases idealistas. El
indomable apasionamiento del pueblo español, que a Napoleón le tocó
experimentar, se nutría del odio al extranjero y del orgullo nacional; en las
guerras carlistas, el fanatismo religioso tronaba contra el liberalismo. Esta
vez, sin embargo, debido a la influencia de la progresiva materialización de
las masas populares, como consecuencia de las teorías socialista y
comunista, los motivos de fondo son principalmente de orden económico y
la meta con la que se especula es el disfrutar de la vida con el mínimo
esfuerzo.
2. EL ESTALLIDO DE LA
GUERRA CIVIL

Hacia el caos

En el curso de una consulta con un abogado de izquierdas, en Madrid,


en la mañana del 17 de julio de 1936, me enteré de que las tropas del
Marruecos español se habían declarado independientes del Gobierno y no
se sabía exactamente lo que estaba ocurriendo en algunas ciudades de
provincias. En cuanto a la normalidad en las calles de Madrid, no se notaba
nada especial. Yo vivía en mi casa de campo a 35 km. al norte de Madrid, al
pie de la sierra de Guadarrama. Cuando al atardecer de ese día, iba subiendo
hacia allá, conduciendo mi coche, la carretera estaba animada como de
costumbre, con familias que se daban un paseo en sus coches y para las que
el buen tiempo reinante resultaba, a ojos vista, más importante que la
tormenta política que se temía ¡Era su último día de tranquilidad!
Precisamente en ese mismo día, había yo comunicado, a los obreros de mis
talleres que el trabajo se suspendería durante algunos meses y, por primera
vez, los encontré reacios a aceptar esa medida, de carácter anual, impuesta
por las características de la estación estival. En esta ocasión, se negaron a
firmar. Se trataba de trabajadores organizados, socialistas y con algún
comunista que otro. Por primera vez había caído entre ellos un anarquista
de la C. N. T. y de ahí que mostraran esa actitud de resistencia a suspender
el trabajo. A pesar de mantener una disciplina estricta, siempre me había
entendido muy bien con ellos, y, en esta ocasión, confié también en su
sensatez.
De repente, durante la noche, la situación se puso más seria. El domingo
no cruzó por allí ningún tren procedente del norte de España. Desde Madrid
subieron solamente dos trenes vacíos, sin uno sólo siquiera de los cientos de
excursionistas que normalmente los utilizaban. Se rumoreaba que Madrid
podría estar ardiendo o ser blanco de tiroteos, etc. no había forma de
confirmar nada, el teléfono estaba cortado.
El lunes, temprano, estaba decidido a salir para Madrid con el fin de
orientarme. El aspecto de la carretera había cambiado totalmente. Ya en el
primer pueblo, estaba cortada por una gran multitud de trabajadores del
campo con escopetas de caza, que me desaconsejaron la continuación de mi
viaje a Madrid, dado que todos los que, hasta entonces, habían pasado para
allá se habían tenido que volver porque no les dejaban continuar. Al insistir,
exponiendo la necesidad que tenía de llegar a mi Consulado, me
acompañaron, con gran cortesía, —porque me conocían personalmente—,
al Ayuntamiento, donde me facilitaron un salvoconducto para trasladarme
libremente a Madrid, en viaje de ida y regreso. En el pueblo siguiente,
vuelta a lo mismo, estaba cortada la carretera por trabajadores armados,
detrás de los cuales se habían juntado cantidad de automóviles, a los que se
había impedido continuar su camino. Estos trabajadores eran mucho más
"rojos" que mis campesinos y me declararon que el salvoconducto les tenía
sin cuidado, puesto que los de allá arriba nada tenían que mandarles a ellos.
Estaba claro que les proporcionaba mucha satisfacción hacer valer sus
viejas escopetas de caza.
Yo les expliqué, entonces, que ellos tampoco tenían por qué darme
órdenes a mí, ya que yo era cónsul de Noruega y tenía, por tanto, libertad
para trasladarme de un lado a otro, y estaba decidido a seguir hasta Madrid.
Éste era el primer choque que tenían con una potencia extranjera. No
estaban aún muy seguros de sus nuevos poderes, se quedaron pensativos y
prefirieron pactar con lo desconocido. Con miradas severas para los
compañeros que no estaban conformes de que continuara mi camino,
dijeron que podía seguir viaje a Madrid bajo mi propio riesgo, pero que
pronto tendría que volver porque, seguramente, más abajo no me dejarían
pasar.
En los pueblos siguientes se repitió la historia otras tres veces, pues el
celo revolucionario había impulsado a la gente a montar semejante barrera
armada, cada cincuenta metros. Blandían, en cada ocasión, sus escopetas,
con las mismas pretensiones, dándose importancia y procurando imponer su
voluntad. Pero, a pesar de todo, no lo consiguieron; yo continuaba
conduciendo y aconsejándoles que no hicieran el ridículo con su exagerado
montaje de seguridad.
Una vez más, tuve que habérmelas con el excesivo celo de tales hordas
campesinas, especialmente al aparecer algunas jovencitas que ponían sus
pistolas, con el seguro quitado, delante de mis narices, por lo que me ví
obligado a recomendarles drásticamente un lugar más apropiado para
guardarlas.
Finalmente, salvando todos los obstáculos, llegué a la “Puerta de
Hierro”, plaza de la que arranca una hermosa avenida que conduce a
Madrid. Allí me encontré, por primera vez, con la autoridad oficial del
Estado, representada por unos cincuenta policías uniformados. Estaban
sentados tranquilamente en los bancos de un café; a la orilla de la plaza y,
en contra de lo que me habían vaticinado en todas partes, no parecieron
excitarse lo más mínimo al acercarme yo. Nadie hacía gestos aparatosos
para que me detuviera, de modo que lo hice voluntariamente y, al policía
sentado más próximo, le pregunté si se podía llegar en coche al centro. Dijo
que eso sólo lo podría hacer bajo mi propio riesgo porque las circunstancias
no eran precisamente de paz, pero que me fuera por la izquierda, en
dirección a la Castellana, ya que si continuaba derecho, iba a dar con el
Cuartel de la Montaña al que estaría ya disparando la Artillería. Todos los
demás coches que habían llegado se habían vuelto atrás.
Me dirigí, pues, hacia la izquierda y, al poco tiempo, me ví en las calles
de Madrid. ¡Allí si que se armó! Los guardianes voluntarios de la seguridad,
que se habían pertrechado con toda clase de "armamento" metálico,
incluidas las llaves de la casa, me consideraban presa apetitosa, al ser mi
coche el único que rodaba por Madrid. Cada uno de ellos intentaba probar
fortuna, dándome el alto, con su ademán autoritario, pero ante mi enérgico
"¡Cónsul de Noruega!" les desilusionada muchísimo, no sabían cómo
encajar esa contraseña tan mágica que debía de ser muy importante a juzgar
por la soberana naturalidad con que yo se la lanzaba vociferando. En cuanto
a lo que era "Noruega", por supuesto que no lo sabían y, al ver que yo
seguía, sin más, mi camino, no dejaban de mirarme con cierto asombro.
Finalmente, llegué a mi oficina, donde comprobé que todo estaba
cerrado y que allí no trabajaba nadie. Las calles estaban completamente
vacías de gente, si se exceptúa la presencia de esos vigilantes tan celosos
que en algunos casos, sin embargo se mostraban francamente
amenazadores; en una ocasión fue necesaria la enérgica oposición de unos
de ellos, más razonable que los demás, para impedir que disparan contra mi
coche.

Rendición del general Fanjul

Entretanto, el tono había subido hasta ponerse al rojo vivo con la toma
del, antes mencionado, Cuartel de la Montaña. En él se había encerrado el
General Fanjul, con el propósito de dirigir la sublevación en Madrid, con un
regimiento de Infantería, y unos cuantos miembros de Falange Española. El
ataque, por parte de algunas compañías de la Guardia Civil, junto a una
masa popular apenas armada, y unos pocos disparos de Artillería de
Campaña, le movieron a rendirse. ¿Fue falta de decisión o miedo a sus
propios soldados que, al parecer, no eran de fiar, lo que le impidió
apoderarse de Madrid mediante un ataque enérgico?
Semejante éxito se le subió a la cabeza al Gobierno y también a la
población obrera. Las importantes existencias de armas que guardaban éste
y otros dos cuarteles, en los que asimismo se habían encerrado tropas que
luego se rindieron, pasaron, sin apenas resistencia, a manos de pueblo. Ésa
misma mañana, en la escalera de la casa de un amigo, me encontré con un
joven de dieciséis años que traía un fusil Koppel, completamente nuevo,
con la cartuchera llena, así como dos pistolas nuevas de carga automática y,
al preguntarle dónde había sacado todo eso, me contó que después de la
rendición del Cuartel de la Montaña había ido allí y las había cogido.
Cualquiera podía llevarse lo que quería y cuánto quería. A partir ese
momento es cuando el populacho de Madrid adquirió conciencia de la clase
de poder que le había caído en suerte.
Allí, en el Cuartel de la Montaña fue donde por vez primera
comenzaron los asesinatos, en los que participaron personas que hasta
entonces nunca hubieran pensado en ello. Allí se reveló ya la falta total de
autoridad estatal. El populacho que entró tras la rendición, dominaba la
situación, y disparaba o perdonaba la vida, a su albedrío.
El imperio de la casualidad como destino, que después habría de
generalizarse tanto, fue allí donde se instauró primero. El que caía en manos
de un principiante de buenos sentimientos, aún sin malear, se le veía saludar
y abrazar como a un “hermano liberado”. Pero al que tenía la mala suerte de
dar con trabajadores envenenados de fanatismo, se le ponía en fila contra la
pared en el patio del cuartel. Un testigo presencial me contó que unos
doscientos de los que se rindieron, yacían muertos, alineados, y mezclados
los civiles con los militares; lo que no puedo asegurar es, si los oficiales que
yacían en el cuarto de banderas, perdieron la vida asesinados o
suicidándose.
En aquella mañana y, con este episodio del Cuartel de la Montaña,
quedó decidido el destino de España: la guerra civil, en toda su aterradora
extensión, ya que, si quien estaba comprometido en el mando del sector
militar de Madrid, en lugar de encerrarse en los cuarteles, se hubiera
atrevido a dar un audaz golpe de mano y apoderarse de la ciudad, tal como
lo estaba haciendo el General Queipo de Llano en Sevilla, se hubiera
sofocado en embrión la resistencia roja, puesto que sin Madrid, y por tanto
sin la España central y, sobre todo, sin el oro atesorado en el Banco de
España, quedaba excluido cualquier tipo de organización roja capaz de
englobarlo todo.

Se arma al populacho

El nuevo gobierno, con notable falta de sensatez, entregó las armas y,


con ellas, la autoridad. Al contrario que Martínez Barrio, que no se atrevía a
armar al pueblo, El nuevo presidente del Consejo de ministros, Giral,
farmacéutico de Madrid, dejó libre el campo al pueblo para que sin más
control, lanzando un llamamiento en el que exhortaba a todos a empuñar las
armas, hicieran uso de ellas sin escrúpulos. Además de los cuarteles, se
saquearon todas las armerías y, también, el mismo día, se abrieron las
puertas de las cárceles a los presos comunes, a los que se les liberó como a
“hermanos”, porque en ese momento se necesitaban los locales para los
disidentes políticos. Se empezaron a quemar iglesias y conventos y a echar
de allí a sus moradores. A algunos se les asesinó, con el pretexto de que,
desde esos edificios se había disparado contra el pueblo. Empezó el terror,
pero los hombres, adultos y jóvenes, que se paseaban por las calles con sus
armas recién “adquiridas”, se consideraban a sí mismos como guardianes de
un determinado "orden", al estilo de una especie de "policía política". Toda
la gente decente permanecía escondida en sus casas. Todavía no les pasaba
nada; la primera "furia" descargaba en conventos e iglesias. Las calles, aún
vacías por las mañanas, las llenaba el populacho a mediodía. Los tranvías
no funcionaban, sólo circulaban algunos coches aislados, a toda marcha,
con gente armada a bordo, que sintiéndose importantes y con marcado
desprecio de las normas de trafico, transitaba a gran velocidad por las
calles. Mi regreso, sin embargo, lo hice sin incidentes, porque mi chófer,
que había aparecido entretanto, llevaba, sin más, su carnet socialista en la
mano enseñándolo por la ventanilla, con lo que llegamos, libres ya de todo
acoso, al límite de la ciudad. Desde allí, conduje, sólo, hasta mi casa, con la
ventaja de que la desconfiada guarnición que custodiaba la carretera
conservaba el recuerdo de mi aparición de la mañana. Mi regreso les
convenció de que yo no era un fugitivo que iba a reunirme con los
"militares", y me dejaron pasar.

La "Soberanía" del Pueblo

Por entonces empezó la era de la "soberanía del pueblo". Y con ello fue
descubriendo lentamente los fabulosos derechos que se le habían
adjudicado. Sus maestros, fueron sobre todo, losdelincuentes comunes a los
que se les había regalado la libertad. Éstos no se sentían, en absoluto,
intimidados por las "especulaciones" burguesas acerca de "lo mío" y "lo
tuyo" y su concepto de la libertad pronto encontró multitudes de adeptos.
“¡U.H.P. (Uníos hermanos proletarios!)” se convirtió en una especie de
contraseña sustitutoria del pago. Cualquier san culotte que llevara uno de
los abundantes revólveres repartidos o robados, apaciguaba a sus acreedores
con esa contraseña encantada y, cuando la misma resultaba insuficiente, le
ponía la boca del revólver delante de la suya.
A un restaurante alemán, en el que yo comía a mediodía, le tocó de
repente, en lugar de su clientela habitual, perteneciente a la buena
burguesía, la afluencia de docenas de ésos héroes del revólver. Estos solían
ser muy estrepitosos, porque no les parecía suficientemente bueno el plato
del día y exigían otras opulencias, para acabar pagando con un ¡U.H.P!
pronunciado con aire triunfalista. Esto ocurría así, hasta el punto de que,
más de una vez, estando el comedor lleno, era yo el único que pagaba. Ante
el afligido patrón, cuando ese se atrevía a protestar, se hacían pasar por
mandos de las "formaciones" más increíbles y, si ello resultaba infructuoso,
le amenazaban en última instancia, con el revólver. El hombre tuvo la suerte
a los pocos días, de poder clavar en su local el texto de una resolución
adoptada por la Embajada alemana, en virtud de la cual se le ordenaba que
lo cerrara, con el fin de evitar su ruina o su asesinato. Los patrones de la
hostelería española tuvieron que aguantarse y mantener durante muchas
semanas ese tipo de "explotación" de su negocio, bajo amenazas de muerte.
Entre ellos, algunos cayeron a tiros, delante de sus locales, por haber
provocado, de alguna manera el disgusto de su "noble clientela".

Terror en la carretera

En mi diario ir y venir entre la sierra y la ciudad, iban disminuyendo


poco a poco los obstáculos, ya que los hombres me iban conociendo y,
desde lejos, me hacían señas con sus fusiles para indicarme que no
necesitaba pararme. Pronto me acostumbré tanto, que ya no me
preocupaban. Por eso, un día, me quedé muy asombrado al ver que uno, con
ademanes descompuestos, salía de detrás de su parapeto, apuntaba con su
arma a mi coche, que ya pasaba de largo, y me echaba el ¡alto!, vociferando
furibundo. Me detuve, asomé la cabeza y le pregunte a gritos lo que quería.
Entonces, bajó el fusil y gritó en tono amistoso, sonriendo: "¡anda, perdone
Ud., no le había visto el bigote!”.
Pronto, sin embargo, iba a cambiar el aspecto, hasta entonces
inofensivo, de mi carretera y adquirir ésta características nuevas y crueles.
Una mañana yacía muerto a tiros, al borde de la misma, cerca de Madrid, un
joven bien vestido. Este primer contacto con la violencia arbitraria, me
irritó tanto, que acudí a la autoridad más próxima para denunciar el hecho.
Se me respondió, fríamente, que ya había salido una ambulancia para
recogerlo. Lo único que, en ese momento, parecía importante era su
desaparición. Del autor del homicidio nadie se preocupaba. Todavía no
sabía yo, que ya desde los primeros días, en todo el extrarradio de Madrid,
lo más natural era la búsqueda y recogida de los asesinados en la
madrugada. Pero ahora, le tocaba a mi carretera, —que cruzaba la Casa de
Campo, extenso parque que antes pertenecía a la familia real—, ser el
escenario de asesinatos a gran escala. Allí se habían abierto zanjas en las
que todas las noches, los así llamados "milicianos", gente del pueblo
armada o delincuentes, arrastraban a personas, arbitrariamente sacadas de
sus hogares; los juzgaba un "Tribunal", compuesto por media docena de
malhechores, entre los que también había mujeres, e inmediatamente se les
fusilaba. Se aprovechaban estas ocasiones para registrar a fondo los hogares
y sacar de ellos "para el pueblo" cuanto encontraban, si tenían algún valor.
Semejante robo organizado, agravado por el asesinato, alcanzó, a las pocas
semanas, tal nivel de escándalo que, una noche, se juntaron unos cuantos
guardias veteranos y mataron, también a tiros, al propio "Tribunal". A
continuación, el Gobierno mandó cerrar la Casa de Campo, pero, aparte de
esto, no emprendió acción alguna para poner coto a los demás crímenes. En
mi carretera, yacían ahora toda las mañanas, en posturas terroríficas y con
los rostros horriblemente desfigurados, dos, cuatro, seis personas, juntas o
desperdigadas muertas por armas de fuego, cadáveres reveladores de todo el
horror de tales escenas nocturnas.
A unos diez kilómetros de Madrid, a un lado de mi carretera y a unos
trescientos metros de distancia de la misma, estaba al cementerio,
relativamente nuevo y poco utilizado todavía, del pueblo de Aravaca;
formaba un cuadrilátero enmarcado por una tapia de ladrillo, de cierta
altura. Durante algún tiempo fue éste lugar de cita preferido por esos
verdugos. Allí fueron aniquilados y enterrados en pocas semanas, de
trescientos a cuatrocientos seres humanos, hasta que se llenó aquello y ya
no quedaba sitio. Cerca, en la carretera general, se había instalado uno de
los puestos de guardia; una mañana, mientras pasábamos por allí en el
coche, alguien me contó que ocho monjas habían subido a pie desde
Madrid, naturalmente sin documentación. Las habían echado de su
convento y no tenían dónde alojarse, ni tampoco comida. Así, iban andando
hacia la sierra, donde la lucha seguía su curso. Al pasar por el puesto de
guardia, les dieron el alto y ellas manifestaron que querían ir a pie hasta
Villalba para poder ser de alguna utilidad, como enfermeras o cuidadoras o
de alguna otra manera y ganarse así el sustento. Pero no las creyeron, les
atribuyeron intenciones de espionaje y el Comité del pueblo las condenó in
situ a muerte. El argumento decisivo para ello fue precisamente su
condición de monjas. Y se llevaron a las ocho monjas al referido
cementerio para ejecutarlas, disparando contra ellas junto a una fosa. La
mayor de ellas gritó: "¡Supongo que serán mujeres las que disparen contra
nosotras, porque sería una vergüenza que los hombres se pusieran a matar
mujeres!". Lo dicho avergonzó incluso a aquellas bestias ya dispuestas a
disparar. Mandaron a buscar, en el pueblo, mujeres que quisieran hacer de
verdugos, pero todas las mujeres, adultas y jóvenes, se negaron a ello. El
Comité tuvo que llamar por teléfono a Madrid, desde donde, sin más
rodeos, les mandaron media docena de las criminales más endurecidas que
cumplieron el "encargo", pocos minutos antes de que yo pasara por allí, sin
el menor sentimiento de humanidad, ante las grandeza de esas mujeres que
fueron a la muerte sin una queja y consolándose mutuamente con la
esperanza del más allá.
Pocos días antes, les había tocado a dos sacerdotes, que, asimismo,
vagaban a pie por allí, morir, sin más, a tiros, por el crimen de ser curas y
no en virtud de sentencia, sino como liebres en campo abierto, donde
quedaron sus cuerpos.

Se inventa el "paseo"
Ya, desde los primeros días, habían quedado incautados en Madrid
todos los automóviles que podían circular; y ello, en parte por el Gobierno,
pero en su gran mayoría, por las llamadas "organizaciones" que surgían por
todas partes, como las setas del suelo. ¡Cómo se profanaba el nombre
clásico de Atenas, en todo los barrios de la ciudad, al asociarlo con los
"ateneos libertarios", cuya única finalidad consistía en el robo y asesinato
colectivo! Era de buen tono, que cada una de esas pandillas de unos cuantos
"piojosillos" tuviera, como cosa propia, uno o más de dichos autos, a ser
posible, grandes. Concretamente, los anarquistas se distinguían por
"controlar" (es decir "incautarse"), solamente los coches de más potencia
desdeñando los pequeños. Atracar las viviendas y llevarse a sus moradores
eran cosas que se hacían siempre utilizando automóviles, ya que el "punto
final" de las “relaciones”, de este modo iniciadas, se ponía fuera de la
ciudad; así es como en España surgió la expresión "dar el paseo" que
equivalía a asesinar.
Una mañana, en el transcurso de mi ida en coche a Madrid tuve que ser
testigo de vista, involuntario, de la realización de tan trágico "paseo". El
momento en que yo transitaba por la carretera, frente al cementerio (situado
a un lado de la misma, pero algo apartado de la calzada) ví que se había
adelantado, subiendo hasta allí, por una carretera paralela, un auto
procedente de Madrid. Me detuve y me vi obligado a presenciar cómo, al
principio con vacilaciones, se bajaban del mismo dos hombres, que desde
lejos me parecieron jóvenes y detrás de ellos, otros cuatro, vestidos de
milicianos, que prepararon inmediatamente sus fusiles. Intranquilos, a todas
luces, por la presencia de un coche en la carretera principal, se apresuraron
a dar la vuelta a la esquina de la tapia del cementerio, con sus víctimas, por
lo que yo ya dejé de verlos. Inmediatamente después, sonaron los disparos,
al principio aislados, luego más seguidos. Invitaban a las víctimas a que se
escaparan para salvarse, a continuación les herían con disparos sueltos, y al
caer, les mataban, disparando a bocajarro. ¡Contra estos dos desdichados
hicieron más de veinte disparos!
La excitación en que me puso este suceso fue indescriptible. ¡Qué no
hubiese yo dado por intervenir, en el sentido de impedir o de vengar lo
ocurrido y desahogar mi indignación!, pero la distancia del lugar de los
hechos y la presencia en mi coche de una familia española, a la que hubiera
puesto en grave peligro un altercado con semejantes seres, imposibilitaron
mi intervención. Todavía vi, después, más de una mañana, gente parada a la
puerta del cementerio, mirando hacia adentro, señal inequívoca de que
había allí nuevos cadáveres listos para su enterramiento. Tales escenas se
repetían, mañana tras mañana, en los cementerios de otras localidades,
situadas en torno a Madrid como Vallecas, Vicálvaro, etc... que se iba
llenando del mismo modo.
Hombres, mujeres y niños peregrinaban cada mañana, sobre todo en el
propio Madrid, a los lugares, concretos y conocidos, donde se perpetraban
los asesinatos nocturnos y contemplaban, con interés y con toda clase de
comentarios, el "botín" de la cacería. Se había convertido aquello en un
horrendo espectáculo popular, en el que así se destruía todo sentimiento de
respeto hacia el carácter sagrado de la muerte, en un país en el que, antes,
no había hombre, ni maduro ni joven, que pasara cerca de un coche
mortuorio sin descubrirse. ¡Terrible es destruir ya en los niños, el respeto a
la vida de los demás y crear en ellos un sentimiento que dará frutos aún más
amargos!
Cada mañana podía uno encontrarse en Madrid con vehículos
mortuorios cerrados, cuyos guardabarros, casi en contacto con las ruedas,
acusaban de lejos la sobrecarga que llevaban. Tenían que conducir al
depósito, lo más temprano posible, los cadáveres que yacían dispersos por
el término municipal para sustraerlos a la mirada de los "incautos" o "no
adictos".
Sin embargo, esto no era sino una parte de la matanza global de la
noche recién transcurrida, ya que la mayor parte de los "paseos" terminaban
en los pueblos de los alrededores de Madrid y en las cunetas. Por ello, los
datos numéricos de Madrid propiamente dichos, son por sí inexactos, ya
que se basan, únicamente, en el número de muertos registrados en la capital.
En el espacio de tiempo comprendido entre finales de julio y mediados
de diciembre de 1936 se practicaron, solamente en Madrid, noche por
noche, de cien a trescientos "paseos". De cuando en cuando, recibía yo de
los Tribunales unas estadísticas al respecto, de carácter diario. Por eso,
estimo, y con mucha cautela, que el número de asesinatos practicados en
Madrid sin procedimiento judicial oficial alguno, se sitúa entre los treinta y
cinco mil y los cuarenta mil y me quedo con seguridad por debajo de la
cifra real, si estimo que el número de hombres, mujeres y niños asesinados
en toda la zona roja, durante dicho tiempo fue de trescientos mil.
Prefiero no describir en qué circunstancias tan horrendas, con qué
bestialidad y en medio de qué tormentos físicos y psíquicos se practicaron
muchos de dichos asesinatos. Hay que tener en consideración que se
trataba, en su gran mayoría, de personas que no habían participado, en
absoluto, en el levantamiento contra el Gobierno, llamado legítimo, y que
tampoco se habían manifestado, en forma activa alguna, en contra de los
trabajadores.

"Tribunales populares" sin jueces

Los defensores de la "libertad del pueblo" tuvieron que buscar, una vez
cerrada la Casa de Campo, otros escenarios para sus ejecuciones. Se
perfeccionó el procedimiento, se establecieron “Tribunales Populares”
constituidos por los representantes de las organizaciones y comités
revolucionarios que juzgaban y sentenciaban arbitrariamente, a personas
que les traían, por denuncias, o delatados por cualquier afiliado, sin
intervención del gobierno de jurisdicción estatal alguna.
Aparte de los dos o tres tribunales populares semioficiales había,
también, toda una serie de escondrijos más o menos desconocidos, parte de
ellos, instalados en casas de mucha categoría, en las que toda clase de
organizaciones de "trabajadores" habían montado sus tribunales privados y
sus cárceles propias y, que con arreglo a su antojo y a su buen parecer,
juzgaban y asesinaban a quienes les venía en gana. En cualquier lugar, se
juntaban una docena de jóvenes desaprensivos e Iban a sacar de sus casas,
de noche o, incluso de día, a hombres y mujeres a quienes luego
sentenciaban a muerte. Naturalmente, no dejaban de registrar la vivienda,
en busca de objetos de valor. La falta de fiabilidad política parecía quedar
inmediatamente probada, tan pronto como encontraban algo de plata o,
cantidades importantes de dinero en billetes que se llevaban, por supuesto,
sin recibo. Incluso podía leerse en los periódicos que tal o cuál había sido
detenido por la policía y se le había encontrado una cantidad más o menos
importante de dinero en papel moneda. Aunque no existía ley alguna que
prohibiera la propiedad privada, bastaba un registro efectuado por estos
desalmados para quedar desvalijado, asesinado o en la cárcel como mal
menor.
Tal era el concepto del derecho que tenía el Gobierno de Giral que,
aunque era burgués y radical, no tenía escrúpulos en tolerar toda aquella
anarquía. Dicho Gobierno no hizo nunca el menor esfuerzo para poner coto
a la actividad criminal, que queda descrita, de los presuntos comités
políticos y demás organizaciones de todo los matices. Impasible, no sólo no
tomó en consideración dichos hechos, sino que tampoco lo hizo con
respecto a otros actos, aún mucho peores, que perpetraban individuos
sueltos, del populacho de las ciudades y del campo. Junto a estas "fábricas
de asesinatos" de carácter semipolítico, se desarrollaban, sin freno alguno,
los más bajos instintos del populacho. No sólo eran obreros despedidos,
muchachas de servicio, porteros descontentos o competidores envidiosos,
los que, en compañía de algunos amigos, sacaban de sus casas a la persona
objeto de su rencor y la mataban a tiros, según les viniera en gana, sino que
había trabajadores del campo, de la peor especie, que se venían a Madrid,
iban a buscar a los hacendados de sus pueblos en sus viviendas de la ciudad,
los sacaban de sus casas y los asesinaban, sin más, por bien que se hubieran
portado muchos de ellos con sus trabajadores, ya que la motivación, en
estos casos, no era el odio, la mayoría de las veces, sino la codicia: ¡los
comunistas, sus nuevos señores, les habían enseñado que la tierra les
pertenecería en cuanto hicieran desaparecer de este mundo a su legítimo
dueño! Conozco a una familia que tenía sus propiedades en un pueblo
importante de Albacete y allí vivían y allí estaban todos, permanentemente
activos, dedicados a su trabajo. Y a su influencia ha de atribuirse el
progreso agrícola de ese pueblo, enriquecido en las últimas décadas. De esta
familia, aniquilaron a todos los varones: ¡veinticuatro hombres! Sólo
quedaron un señor mayor y algunos niños, que pudieron salvarse; por lo que
respecta al primero se libró porque estaba ingresado en una cárcel de
Madrid. Fue un caso más, de los muchos que ocurrieron, que sobrevivió por
el azar de la casualidad.
Un juez, amigo mío, tuvo que ir, una mañana temprano a las praderas
del Manzanares para levantar acta con respecto a un muerto que yacía allí:
un hombre joven con un cartelito al pecho: "éste hace el número ciento
cincuenta y seis de los míos". Presenciaba aquello un habitante de alguna de
las chabolas circundantes. El juez dijo para sonsacarle: "A este hombre lo
han traído aquí ya muerto", a pesar de haber visto que el hecho era reciente.
A lo que el ciudadano de marras replicó con sonrisa burlona: "Pues ahí se
equivoca usted. ¡Es al revés: saltaba como una liebre, antes de que lo
abatieran!" Detuvo al hombre como cómplice. Desgraciadamente, sólo en
algunos casos excepcionales se daba cuenta al juzgado porque jueces tan
valientes como éste que se atrevieran a efectuar detenciones, había pocos.
Por ello, eran también muy pocos los que salían con vida, una vez que
caían en una de esas semioficiales "checas" como en Madrid las llamaba la
gente.
Añádase a esto, que, los órganos de la Policía estatal, cuando les parecía
bien, colaboraban con dichas "checas". Un bandido de 28 años, García
Atadell, estaba al frente de una brigada de la Policía estatal, por medio de la
cual no solamente cometía los más inauditos desvalijamientos, sino que, en
cientos de casos, entregaba a las víctimas de los mismos, no a la Policía
sino a las "checas" sanguinarias. Finalmente, huyó a Francia para proteger
su botín de las apetencias de sus secuaces. Pero el destino quiso que cuando
se trasladaba en un barco camino de América, con toda su expoliación fuera
capturado en aguas de Canarias por los "nacionales" en el buque que
viajaba. El hombre pagó, sus crímenes con la muerte, en Sevilla, por el
procedimiento más infamante de ejecución que existe en España, el "garrote
vil" (dispositivo estrangulador consistente en una cuerda movida por una
palanca giratoria).

Así murió el descendiente de Colón

Es bien sabido que, entre los asesinados, también figura el último


descendiente directo de Cristóbal Colón. Posiblemente se conozcan menos
las circunstancias pormenorizadas que arrojan una luz significativa sobre la
situación del momento, especialmente por lo que respecta a la actitud del
Gobierno. Este hombre, que se llamaba como su antepasado, Cristóbal
Colón, Duque de Veragua, era de natural modesto y bondadoso y vivía muy
sencillamente, en el antiguo palacio de sus antepasados. Tenía, además, una
finca cerca de Toledo, en la que se ocupaba asiduamente de la explotación
de una ganadería modelo. Trabajaba en inmejorable armonía con su
personal y con los vecinos del pueblo de al lado; de todos era querido y
respetado, por lo que las primeras semanas le dejaron tranquilo. Pero, por
supuesto, una organización de trabajadores, requisó y ocupó una parte del
viejo palacio. En la otra, vivía él, retirado, sin que le molestaran, hasta que,
de repente, desapareció de su casa. Una Embajada sudamericana que
permanecía en constante contacto con él, se lo comunicó inmediatamente al
Gobierno. Éste prometió poner en movimiento todo lo necesario para
informarse de su paradero. Pero no sacó nada en limpio. En cambio, la
citada Embajada que, por su parte, recogía información, pudo establecer, a
los pocos días, que le habían llevado a una "checa" comunista y que había
quedado preso allí. Comunicó inmediatamente al Gobierno la dirección
exacta de la misma y le exhortó a que ordenara su liberación.
En los días que siguieron, aún recibió el Gobierno telegramas de una
docena de repúblicas hispanoamericanas que asimismo reclamaban su
liberación y se ofrecían para llevarlo a América. Diez días después de
haberse comunicado al Gobierno la dirección del lugar donde lo mantenían
preso, el Ministro representante diplomático de una República americana se
enteró de que, la noche anterior, lo habían sacado y lo habían matado a
tiros. Las investigaciones, que él mismo llevó a cabo inmediatamente,
revelaron que lo habían encontrado, efectivamente muerto por arma de
fuego, en la cuneta de la carretera, cerca del pueblo de Fuencarral y que lo
habían arrojado a una fosa común del cementerio de dicho pueblo, con unos
veinte cadáveres más, que asimismo habían hallado y recogido. El ministro
asumió la terrible tarea de disponer que, en su presencia, se registrara dicha
fosa común y se enterrara el cadáver de Duque en una sepultura especial,
desde la cual, más adelante, se le trasladaría a la mencionada República,
primera tierra americana que pisó su antepasado. Esto ocurría ya bajo el
"Gobierno Popular", compuesto por socialistas y comunistas, de Largo
Caballero, cuyo poder o buena voluntad ni siquiera le había llevado a
atender, en el espacio de diez días que tuvo, la demanda de las repúblicas
hispanoamericanas en favor de la vida del Duque de Veragua, provocando
un baldón más para España con la protesta de la totalidad del mundo
americano.

Mi pueblo serrano se contamina

El furor sanguinario llegó a prender, entonces, hasta en nuestro, por lo


demás tan pacífico, nido montañero. Junto a la casita solitaria de un peón
caminero, situada en la pendiente de enfrente, al otro lado del río
Guadarrama, en la carretera directa de Madrid a el Escorial, yacían cada
mañana, cadáveres de hombres y mujeres, traídos de Madrid y muertos a
tiros ¡Y el trayecto recorrido era ya de más de treinta kilómetros! El peón
caminero no pudo aguantar más y se fue, con su familia, a otro pueblo. En
cuanto a la inhumación de dichas personas se practicaba, en cualquier parte
del monte bajo, cuando el olor a muerto se hacía molesto.
Una mañana yacían allí dos señoras bien vestidas, pertenecientes, por su
aspecto, seguramente a la aristocracia, según me contó un guarda. Con el fin
de que no las pudieran ver desde la carretera, unos hombres tiraron los
cadáveres detrás de un murete de piedra, lugar en donde, por lo visto,
quedaron durante mucho tiempo, hasta que las alimañas se las comieron.
Éste episodio se lo conté pocos días después, al ministro Prieto, con el
propósito que diera orden de enviar patrullas de la Guardia Nacional
montada, para vigilar nuestros alrededores. El ministro parecía haber
quedado muy afectado por los datos, tan precisos, que le facilité, y dio la
impresión de no haber creído, hasta ese momento, en el volumen adquirido
por semejante criminalidad, porque él, claro está, no veía lo que ocurría,
con sus propios ojos como yo. Aún le di cuenta varias veces más de los
lugares donde, en los alrededores de Madrid, se asesinaba habitualmente
por las noches y, siempre que se lo denunciaba, me prometía intervenir.
Pero lo que yo no podía, era comprobar el éxito de mi gestión y, menos aún,
averiguar si hacía lo que yo le indicaba para mandar detener a esos
individuos y matarlos a tiros en el mismo lugar en el que cometieron sus
crímenes. Por desgracia, no creo que lo hiciera. El Gobierno carecía
entonces de la fuerza y del valor suficientes para hacer frente a la
bestialidad de las masas que su propaganda había desatado.
Incluso entre los habitantes del pueblo, antes pacíficos y correctos,
cundía dicha bestialidad como un contagio. Sólo pocas semanas antes, la
población de esta aldea había cortado la carretera, personalmente con sus
cuerpos, cuando unos anarquistas, procedentes de Madrid, quisieron sacar
de su castillo, situado en el sitio más alto del pueblo, a un conde que desde
hacía años, era el benefactor de todo los pobres de la zona. Pero, luego,
siguiendo las instigaciones de otra banda anarquista de Madrid, que se
estableció en el pueblo, se dejaron llevar de sus instintos sanguinarios y
terminaron sacándolo de su domicilio, matándolo por el camino.
Esos pueblerinos empezaron a tomarle gusto a la caza del hombre. Tales
son los inevitables frutos de la educación bolchevique. El hombre se
transforma en hiena. Las casas del extenso barrio de "villas" u hotelitos,
sufrieron su saqueo, pero además, si sus habitantes estaban presentes, a
unos los trasladaban a Madrid para encarcelarlos y a otros los asesinaban.
Un ejemplo, especialmente terrible de ello, lo tuve una tarde en que me
llamó la atención un intenso tiroteo en la ladera de enfrente. Me informaron
de que cuatro oficiales de paisano eran objeto de una "cacería", organizada
desde El Escorial, donde se les había encerrado con centenares de otros en
el Monasterio, del que habían huido. Esos oficiales no habían participado
nunca en la lucha, sino que los acontecimientos los habían sorprendido en
su veraneo y habían quedado detenidos. Consiguieron cazar a dos de ellos.
Los otros dos habían huido y no los encontraban.
Al día siguiente, el que había sido, durante años, chófer del propietario
de un "chalet" de nuestra colonia, iba con el antiguo vigilante del coto de
pesca del río Guadarrama, conduciendo por la carretera de El Escorial,
cuando le llamaron dos hombres y le pidieron que les llevara a un pueblo,
pues estaban heridos. El hombre paró el coche, sacó su pistola y mató a
uno, mientras que el vigilante, con su escopeta de caza disparaba sobre el
otro. Se trataba de los dos oficiales perseguidos que se habían podido
esconder y que ahora, acuciados por la necesidad, creyeron poder contar
con la compasión de aquellos hombres. Los dos que dispararon contra ellos
habían pasado hasta entonces por personas decentes y se hubieran
horrorizado ante cualquier homicidio, tanto más cuando se trataba de dos
seres humanos totalmente desconocidos y necesitados de ayuda. Tal era el
resultado de la revolución roja que bestializaba a sectores enteros de la
población.
Otro ejemplo estremecedor, sacado de mi entorno personal. Un chico,
que hace doce años, cuando él tenía catorce, entró de aprendiz en el taller y,
ya como trabajador adulto, era persona de toda nuestra confianza,
sumamente correcto, aplicado y muy fiel. Dada las relaciones patriarcales
que manteníamos entre nosotros, él se consideraba como un pariente más de
la familia. Su padre llevaba veinticinco años de capataz, muy estimado, en
otra empresa. Al principio de la guerra civil, el chico se fue al frente, de
miliciano. Pertenecía al sindicato socialista. De cuando en cuando, me veía
yo con su padre y éste me contaba que el muchacho estaba arriba en la
sierra al frente de su compañía y que le iba bien. Pero al cabo de tres meses,
este hombre de tan buena conducta hasta entonces, me refería, no sin cierta
sonrisa de complacencia, que su hijo había ido a visitarles; que había
andado buscando por allá arriba al párroco del pueblo, que se había
escondido, y le había hecho, muy a gusto, un agujero en la tripa a ese
"cerdazo". Antes, ese joven tan apacible y sensato se hubiera horrorizado,
sólo con oír contar semejante barbaridad. Pero en aquel momento, ya había
caído tan bajo, que él mismo lo cometía y presumía de ello.
La libertad del pueblo, comprada, hasta tal extremo, con la depravación
del mismo pueblo, no tendría valor alguno, aún en el caso de que fuera
verdadera libertad.
No es, pues, de extrañar que, tras la conquista de los territorios rojos
tuviera que seguir la acción severa de tribunales de lo penal, ante la
necesidad de extraer tal veneno del cuerpo social, si se quería que éste
sanara en el futuro.
Por lo que a mí respecta, y en relación con mis bienes, no tuve que
padecer en tales circunstancias, porque desde el principio empleé la energía
necesaria para hacerme respetar y para que entendieran bien el concepto y
el sentido de la inmunidad diplomática que me asistía. Pero el veneno rojo
calaba tan hondo, que hasta mi fiel jardinero, de muchos años, que
pertenecía el partido socialista desde hacía ya mucho tiempo, pero que yo
no le había contrariado en cuanto a sus ideas, empecé a notar que la relación
con él se volvía menos amable, con sentimientos de odio y manifestaciones
de repulsa hacia el proceder bestial de los nacionales, como así se lo hacían
creer los cuentos con que los rojos sembraban sistemáticamente el terror en
las gentes y les animaban a huir, antes de que conquistaran cada pueblo.

Campesinos desarraigados

A nuestro pueblo llegaban, casi a diario, en agosto y septiembre,


multitudes de gentes a las que los rojos obligaban abandonar sus pueblos de
lo alto de la sierra, en cuanto éstos se veían amenazados por el avance
nacional. Se lamentaban de la pérdida de su vaca, gallinas, sus cerdos, que
habían tenido que abandonar. La mayoría de las veces venían a pie cargados
con sus hatillos que contenían lo más necesario de su ajuar, unos pocos
cacharros, y dejando atrás muchos kilómetros. Algunos traían un
borriquillo. Los alojaban en las muchas casas vacías de nuestra colonia,
pero, pronto, a los pocos días, tenían que ceder ante la nueva oleada que
venía y seguir para abajo, hacia el Mediterráneo. Eran personas cuya vida
entera había transcurrido en su terruño, aunque fuera en una pobre aldea de
montaña, y que ahora, desarraigadas y desmoralizadas, se veían empujadas
de acá para allá a un mundo extraño a ellas. Desde luego no eran rojos, pero
sí eran "pueblo" y en su círculo estrecho, habían vivido lo malo y lo bueno.
Se habían convertido en víctimas de la furia destructora roja, que quería
dejar a los "otros" un país despoblado, sin tomar en consideración el hecho
de que, al privar a sus conciudadanos de asentamiento, también les quitaban
su resistencia moral. Tenían que convertirse en "rojos"; en parte, por el
temor a los "nacionales", que se les infundía y, en parte precisamente por el
desarraigo, la pérdida de tierras, casa y demás bienes.
Este sistema lo aplicaron en todas partes y, más adelante, incluso en las
provincias entre Badajoz y Madrid, que tomaron los nacionales. Éstos
encontraban a su paso, siempre pueblos vacíos: en todas partes la gente se
había visto obligada a abandonarlos, juntamente con los rojos.
En columnas interminables cruzaban Madrid, a pie, en carros de mulas,
algunos, prosiguiendo una transmigración miserable, hacia una nueva
miseria. Muchos intentaban agarrarse a Madrid, se guarnecían hasta en
socavones en el suelo, pero el propio Madrid no tenía comida. Así,
levantaron bandera contra ellos —inmigrantes forzosos— y los empujaron
más allá todavía; "apartándolos" hacia los pueblos de las provincias
mediterráneas donde los ya residentes los recibían como una invasión
inesperada, que venía a alterar su vida. Yo mismo hablé con esos refugiados
y les pregunté: “¿por qué no os quedasteis en el pueblo? Para vosotros no
había peligro, no intervinisteis en la lucha por el pueblo, y los que lo
hicieron ya lo habían abandonado”. Lo primero que decían era: "nos dijeron
que al llegar los "moros" matarían a todos los hombres y abusarían de
mujeres y niños". Yo les decía: "¿y os habéis creído todo? No sólo vienen
moros, sino también españoles y esos son como vosotros, no son bestias...
con ellos podéis hablar". “Sí, pero no podíamos decir nada. Las milicias
entraron en el pueblo y nos dijeron: “dentro de dos horas os tenéis que
marchar todos, y al que se quede, lo fusilamos".
No había nadie a quien esta pobre gente pudiera recurrir para recibir
protección o consuelo. El alcalde era, en general, uno de los peores
compadres del pueblo, incondicional partidario de los milicianos entre los
que estaban sus cómplices y no había vecino ni labrador respetable que
confiara en él. No existía más autoridad que esa; todos los párrocos habían
desaparecido, huídos o fusilados. No había más solución que abandonar
casa y hacienda y, con lo poco que el borrico o cada uno pudiera cargar,
ponerse en camino, rumbo a lo desconocido, junto con las mujeres y los
niños, que iban llorando. No era la guerra, sino la política roja la que esto
exigía.

¿Guerra Civil o bandolerismo?

Los combates se habían iniciado, ya, desde los primeros días, en el Alto
del León de la sierra de Guadarrama. Lo tomaron los nacionales y allí se
habían hecho fuertes. Desde nuestro jardín podíamos observar los ataques
de la Artillería contra la vertiente meridional. A diario nos sobrevolaban
numerosos aviones rojos y, muy pocas veces, veíamos algunos procedentes
del otro lado. En las primeras semanas, se tenía, en general, la impresión de
que la empresa de los nacionales estaba condenada al fracaso. Las
dificultades eran demasiado grandes, sus tropas escasas, en cuanto al
número. La parte financiera del asunto parecía asimismo carecer de
perspectivas. Por ello, se temía, con más horror una revolución bolchevique
rabiosa que una guerra civil propiamente dicha, y a la revolución, mucho
más que a la guerra, se dedicaron en aquellas semanas tanto el Gobierno,
como también las organizaciones políticas. De momento sólo había un
enemigo en la Sierra de Guadarrama, ya que en el propio Madrid, en
Alcalá, Guadalajara e incluso, según pretendían los rojos, en Toledo, lo
habían vencido totalmente en el más breve plazo. Sólo enturbiaba la
seguridad en el triunfo de los rojos, la toma de Badajoz y la dura lucha
entablada simultáneamente en Guipúzcoa, cerca de la frontera francesa.
Entre tanto se iban llenando, indiscriminadamente, las cárceles con
millares de mujeres y hombres de los mejores niveles de la sociedad y,
sobre todo, se practicaba con gran celo la "requisa" de casas y bienes. En
este aspecto se produjo una auténtica, y ridícula, competencia entre el
Estado, por una parte, y las organizaciones de trabajadores por la otra.
Concretamente, ganaban la partida las bandas anarquistas. Era una carrera
para ver quién le ponía primero su cartelito rojo a las casas, como en las
puertas de los pisos de viviendas privadas donde había un botín que
"requisar".
Se dieron casos de "requisas" en que sobre la misma puerta de la casa
intervenida, en una hoja pegaban la etiqueta anarquista y en la otra hoja la
del Gobierno. Al apropiarse de estos bienes ajenos todos los meses se
disponían a cobrar los correspondientes "alquileres" a los inquilinos, que
recibían amenazas de unos y otros por haber pagado al primero que llegaba.
También utilizaban con mucho rigor el desahucio, cuando se retrasaban en
el pago. En definitiva, que hubo muchos que para evitarse serios problemas
optaron, aún soportando las dificultades económicas del momento, por
pagar a los dos. Esto da idea de la anarquía que dominaba entre aquellos
desaforados. Toda la retórica roja de la revolución en favor del pueblo salió
bien pronto a la luz: el fin era apropiarse de los bienes ajenos, para mal
utilizar la propiedad, que ellos tanto denostaban.
3. EL AUXILIO PRESTADO
POR LAS
REPRESENTACIONES
DIPLOMÁTICAS

El deber del corazón

En ausencia del ministro de Noruega, y ya desde los primeros días, yo


había asumido la tarea de velar por los intereses noruegos y atender a los
súbditos de dicho país. Estos pudieron salir de España sin más
complicaciones. Entretanto, el Gobierno noruego me otorgó categoría
diplomática, indispensable en tan difíciles circunstancias. Noruega no tenía
en Madrid ningún edificio propio. Únicamente contaba con un piso de
alquiler en el que estaba instalada la Cancillería, y otro con la vivienda
privada del Ministro, en una casa de vecinos muy hermosa y elegante,
situada en la periferia, al norte de Madrid. Al lado de la misma había otro
edificio similar y ambos eran propiedad del Ministro de Agricultura cubano.
La vivienda del Ministro de la Legación de Noruega se hallaba en el
número 27 de la calle Abascal. La casa colindante era el número 25.
Mientras en la embajada alemana había mucha actividad, por estar
acogidos en ella varios centenares de alemanes de uno y otro sexo que
buscaban allí su seguridad, en "Noruega", por entonces, vivíamos horas
tranquilas. Solamente se había autorizado el traslado a la vivienda del
Ministro de Noruega, a una familia que vivían en el mismo edificio, pero
que se sentía amenazada a causa de los repetidos registros sufridos y de la
detención de uno de sus miembros varones. Allí, gracias a la
extraterritorialidad reconocida, estaban a salvo. Poco tiempo después, otros
vecinos de la casa me pidieron que ocupara para la Legación dos viviendas
de la misma casa que estaban vacías, con el fin de protegerlas de las
innumerables organizaciones recién fundadas que podrían instalarse en
ellas. Cualquier asociación, grande o pequeña, se atribuía además de una
denominación pomposa, el derecho a un domicilio lo más ostentoso posible.
En la lengua española se había introducido una nueva palabra mágica:
"requisar". Se "requisaba" sin más, lo que gustaba tener: un auto, una vajilla
de plata, buenas camas y también viviendas enteras. Todo ello se adquiría
bajo la convicción inapelable de la pistola, que no admitía réplicas y ese
nuevo vocablo, tan de moda, sustituía a las expresiones habituales
españolas utilizadas para designar tales acciones. Yo, por mi parte,
"controlaba", —aunque, desde luego, de acuerdo con el administrador de la
casa—, las dos viviendas vacías, sin que se me pasara por la mente
utilizarlas. Pero al cabo de unos días se hizo necesario brindar seguridad a
la numerosa familia del abogado de la Legación ya que, después de los doce
registros practicados en su casa, corría grave peligro de que se le llevaran,
para darle "el paseo", ya que su padre era uno de los políticos conservadores
de más renombre que había sido varias veces ministro, por lo que, en
realidad, era algo insólito que hasta entonces no hubiera sido víctima de tal
destino. Quince personas entre las cuales se contaban seis niños pequeños
constituían el grupo inicial del aún no previsto Gross Asyl Noruega ("Gran
Refugio de Noruega").
El aluvión de personas necesitadas de protección ya no iba a cesar, dada
la espantosa situación en que se encontraba la inmensa mayoría de la
población, de toda condición, desde las mejores familias por su rango
social, hasta otras de condición más modesta y entre ellas jóvenes aislados.
Todos, unos por sus ideas políticas, otros por su condición apolítica, aunque
significándose, únicamente, por llevar una conducta de trabajo y respeto
hacia los demás. Por lo que una representación diplomática tras otra se
resolvieron, por un ineludible imperativo de simple humanidad, a poner a
disposición de esos seres humanos perseguidos, la protección de la
extraterritorialidad de sus correspondientes edificios o locales.
Desde que cayó en desuso el derecho generalizado de asilo, atribuido
hace siglos a lugares consagrados, no se había vuelto a dar, por lo menos en
la Europa civilizada, semejante estado de carencia absoluta de derechos, y,
además, en tantos miles de personas. Era necesario hacer frente a esta
situación completamente nueva, con medios también nuevos. El derecho de
extraterritorialidad de las misiones diplomáticas extranjeras, brindaba el
único elemento posible de sustitución de la mencionada práctica medieval
del derecho de asilo. ¿Qué persona, capaz de sentir compasión, y con
posibilidades de disponer de semejante refugio, podría negárselo a nadie, de
quien supiera que, en la mayoría de los casos, tal rechazo supondría su
muerte? Los diplomáticos extranjeros con destino en Madrid siguieron, por
tanto, el dictado de su conciencia —siempre cuando no se lo prohibieran
expresamente algunos gobiernos en particular— y aprovecharon, muy
amplia y generosamente, sus posibilidades de protección.
Las condiciones que yo establecí para la acogida en la Legación eran:
en primer lugar; la acreditación de una persecución, producida en el
momento, inmediata, sin motivo justificado y no procedente del Gobierno,
sino de bandas incontroladas que actuaban a su albedrío; y, en segundo
lugar, no ser elemento activo con participación en actuaciones hostiles al
Gobierno, ni tener relación de empleo con el mismo. En un informe
exhaustivo al gobierno de Noruega le describí la situación y puse en su
conocimiento la acogida dispensada a los que solicitaban asilo con arreglo a
las condiciones que quedan dichas.

Víctimas de la persecución

Los casos particulares que se presentaban cada día y a cada hora eran en
parte terribles y en parte grotescos. Un hombre, oficial del Ejército, se pasó
tres días con sus noches escondido, tumbado, debajo de un colchón en el
que se estaba desarrollando el parto de una señora. Únicamente, así, pudo
salvarse.
Una señora acudió a mi acompañada de una muchacha joven para
contarme lo que les había sucedido. Pocos días antes, estando en su casa,
ella con su marido y su hijo, más un conocido con su hijo, llamaron a la
puerta, a golpes, entrando cuatro milicianos exigiendo la presencia del
señor de la casa. Al ver que, además de él, estaban allí el hijo y los otros
dos hombres, ordenaron que los cuatro se fueran con ellos para prestar
declaración ante el "Juzgado"; es decir, "Fomento 9", la célebre "checa".
Algo más tarde, la hija mayor acudió valientemente allí para preguntar
lo que les estaba pasando. La mandaron de un lado para otro, porque nadie
quería saber nada de esos hombres. Cuando ya, desesperada, se quedó
parada ante la puerta, apareció un coche con los cuatro tipos que se habían
llevado a su padre, hermano y amigos. Se abalanzó sobre ellos exigiendo
que le dijeran lo que habían hecho con su familia. Los individuos, furiosos
ante la expectación que provocaban en la calle, la arrastraron hacia el
interior de la casa. A la mañana siguiente, la muchacha fue hallada, muerta
por arma de fuego, en una cuneta cerca de un pueblo vecino. Al padre, al
hermano y a los otros dos, los criminales los habían fusilado, nada más
prenderlos en una calleja donde los dejaron abandonados. En cuanto al
amigo y a su hijo, sus verdugos no sabían ni sus nombres, simplemente por
encontrarlos juntos les hicieron correr la misma suerte, según el dicho
alemán Mitgefangen mitgehangen, ("Juntos hallados, juntos ahorcados").
Trágico fue también el caso de un conde que tenían dos hijos. A uno se
lo llevaron una tarde, al otro consiguió esconderlo, todavía a tiempo. Al día
siguiente me pidió permiso para refugiarse en la Legación de Noruega;
quería venir después de comer a mediodía. Durante la comida aparecieron
los milicianos de nuevo y prendieron al más joven de sus hijos. El conde
llegó sólo a la Legación. En la noche siguiente dispararon contra los dos
hijos juntos y los mataron.
Se dieron muchos casos en los que la preocupación por los demás
miembros de la familia impedía la salvación propia. El amigo de un joven
duque perseguido solicitó asilo para este y se le concedió. Pero él se negó a
tomar en consideración esta oportunidad porque decía que, al no encontrarle
a él, se llevarían a su madre. Al día siguiente lo prendieron en su casa y por
la noche lo mataron a tiros. Había sido durante años ayudante de Primo de
Rivera. Más tarde, tuve que acoger a su familia, para él ya era demasiado
tarde.
Este procedimiento era el corriente; para obligar a presentarse a los
hombres, se prendía a las mujeres. La mayor parte de ellos se veían
sometidos a esta presión. Por esa razón, tenía yo que acoger en muchos
casos, no sólo al hombre perseguido y amenazado de muerte, sino a la
familia entera con niños y todo. Más de una vez, cuando el marido y la
mujer habían encontrado refugio, se llevaban a los hijos menores. Tal fue la
causa de que tuviéramos en casa familias con niños pequeños.
Los escondrijos en los que algunos de los hombres tuvieron que
guarecerse, hasta que pudieron llegar a nuestra Legación, pasadas semanas,
y, con frecuencia, también meses, eran a veces fantásticos. Solía ocurrir que
las personas que habían escondido a fugitivos eran también víctimas de su
encomiable proceder. Las situaciones que nos deparan los tiempos
revolucionarios son no sólo la falta de reconocimiento, sino el más severo
desprecio de las mejores virtudes humanas tales como la nobleza y la
lealtad. Podría escribirse acerca de esos meses madrileños un libro entero
lleno de ejemplos al respecto, para vergüenza de la humanidad, pues hay
que tomar en consideración el hecho de que no se trataba aquí de una
persecución más o menos legal por parte de Tribunales o de autoridades,
sino del proceder arbitrario de individuos no cualificados, o sea que no se
propugnaba una oposición al Estado, sino una ayuda contra la criminalidad.
Y como ejemplo, puede valer éste: el propietario de una finca de
mediana importancia, situada al suroeste de Madrid, se encontraba al
empezar la lucha, con su hijo en el pueblo, ocupado en las labores de la
cosecha. Antes de que cundiera la consigna, que inmediatamente se
extendió por el pueblo, de matar a todos los terratenientes, huyeron, en
primer lugar, a esconderse en un pozo, adonde un criado que les era fiel, les
llevaba alimentos de noche. Allí se pasaron varias semanas hasta que
enfermaron y quedaron sin movimiento. En uno de sus pajares había una
pared doble; el espacio entre ambos lienzos de pared era de unos cincuenta
centímetros. El pajar estaba lleno, con arreglo al método español de paja
cortada. Excavaron por las noches un "túnel" que atravesaba la "montaña"
de paja, y, al final de esa "galería" hicieron un hueco en el primer tabique y
se cobijaron entre los dos lienzos de pared. Allí se pasaron estos dos
hombres unos seis meses largos. Sólo por la noche podían salir al patio, ya
que cada pocos días volvían a preguntar por ellos para llevárselos. Su criado
les dejaba, en un lugar determinado, algunos víveres con los que
desaparecían, inmediatamente, de nuevo al escondite en el que tenía que
permanecer inmóviles aguantando el calor del verano y el frío del invierno,
sin ventilación; y eso durante seis meses. Resulta difícil imaginar los
tormentos que tuvieron que soportar. Más de una vez estuvieron a punto de
salir afuera y dejarse asesinar antes de seguir aguantando. Sólo les mantuvo
la esperanza de recibir ayuda de su familia. Finalmente así fue. Debido a las
gestiones de una hija, el camión de la Legación llegó al pueblo con el
pretexto de comprar víveres. Al caer la noche, recorrió un trecho hacia las
afueras del pueblo y esperó allí a los dos desgraciados a quienes el viejo
criado sacó "de contrabando". Los trajeron a la Legación en estado
francamente lastimoso.
En muchos casos, era ya corriente que los hombres perseguidos fueran
de un lado para otro por las calles y, a la noche, se metieran en cualquier
agujero, o debajo de una maleza o en algún otro escondite parecido, hasta
que, finalmente, los prendían o ellos encontraron cobijo en una Legación.
Pero, sobre todo, lo que no había que hacer era quedarse en una vivienda a
esperar, cada segundo, los golpazos en la puerta, anunciadores del
subsiguiente "paseo".

"Controlo" una casa grande

No es, pues, de extrañar que las dos viviendas que yo "controlaba" se


llenaran en un plazo muy breve. Tenía que ampliar mis locales, ya que la
inseguridad, que día a día iba creciendo, no permitía pensar en dejar de
prestar ayuda. Era un peso que la conciencia simplemente "no podía
soportar". Cuando se han vivido esas escenas y se han oído súplicas
desesperadas de esposas, madres, hermanas, un ser humano compasivo,
prescindiendo de todo sentimentalismo, no puede permitirse una fría
reflexión diplomática considerando ulteriores complicaciones; lo que hay
que hacer, en tales casos, es ayudar y salvar, si es que uno quiere continuar
estimándose a sí mismo.
Decidí, pues, hacerme con toda la casa, de catorce viviendas (dos por
cada planta), para la Legación. Los pocos inquilinos que aún quedaban allí,
ya se habían tenido que pasar, sin más, a mis locales protegidos. Ahora
podían volverse a sus viviendas, con la obligación de mantenerlas a mi
disposición, para que pudieran ocuparlas, además, otros refugiados.
Mediante una instancia por escrito, bien razonada, más una conversación
convincente, conseguí del Ministerio de Estado (Asuntos Exteriores) el
reconocimiento de todos los derechos de extraterritorialidad para el edificio
de Abascal 27, que quedó reconocido, en su totalidad, como residencia de la
Legación de Noruega. Al día siguiente, recibí la correspondiente
confirmación expresa por escrito. Pero, ya la víspera, y basándome en la
correspondiente promesa verbal, al volver a casa por la tarde, expliqué al
portero y a los dos puestos de guardia que, desde ese momento y en lo
sucesivo, el territorio noruego empezaba en el umbral de la puerta y que
nadie podía cruzarlo sin mi consentimiento. La casualidad quiso que ya esa
misma tarde quedará patente la efectividad de la medida; vinieron, primero
dos milicianos a recoger al inquilino de una vivienda de planta baja que aún
habitaba allí con su familia, empleando la fórmula clásica de que se trataba
de prestar "declaración" ante un tribunal, lo cual hubiera acabado
ineludiblemente en el "paseo". El hombre pudo todavía escapar, por una
puerta trasera, a otro piso más alto. A los que le venían a buscar, se les
explicó que tenían que salir de allí porque se hallaban en territorio
extranjero. Como a ellos, en su soberana actividad asesina, no les había
ocurrido eso todavía, aparecieron a las dos horas, diez de ellos en dos autos.
No se les dejó traspasar el umbral sagrado, sino que los dos policías de
guardia les declararon categóricamente que tenían orden mía de disparar
contra el que pretendiera penetrar en la casa sin autorización. Hasta eso no
querían ellos llegar, ya que tenían un concepto muy unilateral de los
disparos. Se retiraron, gruñendo y amenazando, pero no volvieron nunca
más. Nuestro hombre había salvado la vida, que hubiera perdido de no ser
por ese derecho de reciente adquisición.
Al día siguiente clavamos en la pared, al lado de la puerta de entrada, la
copia del documento, que en los tiempos que siguieron prestó servicio más
de una vez.
A lo largo de todo ese tiempo, adquirí la experiencia de que una actitud
decidida, en que se mantiene desde un principio una conducta intransigente,
constituye la mejor protección frente a la masa. El principio indiscutible de
una inmunidad condicionada a un poder efectivo, provoca como una
especie de barrera invencible. Tal actitud me ha ayudado siempre en
situaciones difíciles. Si aquellos energúmenos hubieran podido percibir
alguna vacilación interna mía en cuanto a la seguridad propia, las cosas se
hubieran torcido, ciertamente, más de la vez.

¿Cómo viven novecientas personas en una casa?

El edificio de la Legación se fue llenando durante los meses de


septiembre y octubre de 1936, de modo que tuve ocupar, en noviembre,
algunas viviendas más, en el inmueble vecino. Por ello trasladé también allí
el Consulado, por el motivo de haber sido tiroteado el edificio donde estaba
instalado, en el centro de la ciudad. Al final llegó a haber unas novecientas
personas en el "asilo" noruego, número superado en algunos centenares por
la Embajada de Chile, que contaba, eso sí, con más edificios.
Ahora, imagínense lo que representan novecientas personas a quienes
hay que acomodar, juntos, en una casa de pisos de alquiler, aunque ésta sea
grande. Luego, pensemos en que esas personas no podían dar un sólo paso
fuera de la casa, sin correr peligro de muerte o al menos de privación de
libertad; que estaban mezclados al azar, procedentes de todos los niveles
sociales y, por tanto, de muy distintos modos de relacionarse; que se
pasaban la noche y el día encerrados en los mismos cuartos y todo ello
¡durante más de un año entero! (1937). A esto hay que añadir las
temperaturas diarias de Madrid que, en invierno, a veces descienden a
varios grados bajo cero, sin calefacción para combatirlo... ¡Y, aún era, sin
duda, peor el verano con un calor que alcanzaba los 40° a la sombra! Quien
sea capaz de hacerse cargo de lo que fue esta realidad, podrá tener una idea
de los problemas originados por tan terrible situación. Añádase a ello la
dificultad de alimentar a estas personas en una ciudad en la que reinaba el
hambre desde hacía varios meses. Todo ello, por si fuera poco, sin contar
más que con escasísimas cantidades de dinero, ya que la gente, tras varios
meses de encierro, muy poco o nada podía aportar. El gobierno noruego no
aportó ni un céntimo en la empresa, hasta el punto de que los telegramas
que se le enviaron, relacionados con los "refugiados" y con su evacuación,
tuvieron que pagarse a costa del fondo común de los mismos acogidos.
Es de esperar que no se repitan acontecimientos como éstos, tan
demenciales que obligaron a socorrer en un refugio de urgencia a tal
cantidad de gente y por tanto tiempo, pero ya que el destino hizo que
interviniera en la organización de la vida diaria en estos digamos
"acuartelamientos masivos permanentes" considero de interés desde el
punto de vista testimonial, relatar a continuación la historia del refugio en la
Legación de Noruega de Madrid. Las doce viviendas disponibles del
inmueble estaban ocupadas cada una por sesenta y cinco a ochenta
personas. La casa tenía la ventaja de poseer grandes cocinas con dos
fogones cada una, así como amplios cuartos de baño, dos por cada vivienda,
más un pequeño retrete. Todo los cuartos, —salvo, naturalmente, los
mencionados—, tuvieron que utilizarse para dormir. En cuanto a muebles,
no había muchos, porque varias viviendas estaban completamente vacías
cuando las ocupamos, mientras que otras habían experimentado la pérdida
de parte de su mobiliario, con ocasión de anteriores registros. En cuanto a
las camas, sólo habían quedado algunas. En consecuencia, había que dormir
en colchones, en el suelo. Al principio, se recogían colchones y ropa de
cama de las viviendas de los refugiados. Pero pronto se hizo esto demasiado
difícil, por haberse dictado una disposición por la que se declaraban
embargados todo los colchones de Madrid. Tuvimos que comprar cantidad
de colchones baratos rellenos de borra. En ellos, se acostaban, en una
misma habitación, de ocho a doce hombres o mujeres; únicamente a las
familias con niños se les permitía alojarse, juntos, en una habitación para
ellos. Durante el día se amontonaban los colchones, se recogían en algunos
cuartos en un rincón y se instalaban las mesas y sillas existentes, fabricadas
en nuestra propia carpintería: para montar "cuartos de estar".
Cada piso tenía su Jefe, al que asistía un ayudante; tenía que distribuir el
trabajo, la compra y la rendición de cuentas y cuidar del orden de la
vivienda y de las convivencia entre los residentes. Los jefes de cada piso
habían de responder directamente ante el jefe de Administración (Chef des
Kommisariats) que asumía la administración conjunta y empleaba a Jefes
de Sección con las siguientes competencias: Caja y Contabilidad, búsqueda
y compra de carne, leche, pan, etc.; Transporte, Policía interna, Atención a
los presos, Vigilantes nocturnos y Porteros de día, así como una Inspección
de higiene. Dicho Jefe de Administración estaba en contacto constante con
cada Jefe de piso, por un lado y con mi Secretaría por otro. Todos aquellos
incidentes que no podía solucionar el Jefe de piso, pasaban al Jefe de
Administración. Únicamente en el caso de que tampoco él pudiera dominar
el asunto, pasaba éste a mí Secretaría que, en un principio, intentaba
resolverlo por sí misma y sólo cuando no lo lograba me lo transfería mí.
Debo decir en honor de mis refugiados que en este caso, y me refiero a
cuando se trataba de desacuerdo entre ellos, sólo se dio pocas veces y que,
siempre, mi opinión personal bastaba para resolver, inmediata y totalmente,
la posible diferencia.
Disponíamos de un servicio excelente de sanidad ya que contábamos
con diez médicos que estaban en la Legación. Se habilitaron dos salones
grandes para enfermería, de hombres y de mujeres respectivamente, con
buenas camas, cuarto de baño, y otro cuarto para medicamentos, etc. En
esta enfermería, atendimos impecablemente a varios partos, pero también
tuvimos un caso de defunción por tuberculosis. La inspección sanitaria de
todo los espacios y habitaciones del edificio la practicaba con frecuencia un
médico encargado de la misma y se procuraba con esmero mantener la
máxima limpieza. También tuvimos la suerte que se produjeran muy pocos
casos de enfermedad. Hubo quienes vinieron a la Casa con toda clase de
padecimientos de estómago o de otras enfermedades crónicas, que aducían
no poder comer de los platos que constituía nuestro menú diario (a saber,
sopas espesas o purés, de garbanzos, judías blancas, lentejas etc. patatas,
más un poco de jamón, de cuando en cuando carne fresca y bastante
cantidad de arroz) y que, pasado algún tiempo, dejaron de lado sus
dolencias de estómago, sin otras causas y comían de lo que había y se dio el
caso curioso que muchos enfermos de estómago, curaban su dolencia y
estaban más sanos así, de lo que habían estado durante años.
Los niños, y también los mayores a quienes se lo mandaba del médico,
podían subir a diario, durante algunas horas, a la terraza de la casa para
disfrutar del aire y del sol. A los demás no se les permitía porque hubiera
sido demasiado peligroso, ya que había milicianos acuartelados en las
"villas" de los alrededores, de quienes se podía pensar que dispararían se
veían mucha gente. Consecuentemente, tampoco se permitía que nadie
saliera de día a los balcones, había que tener bajadas las persianas y la casa
tenía que dar, por fuera, la impresión de estar deshabitada.
El movimiento en las puertas de entrada tenía asimismo que quedar
limitado al mínimo posible. Dichas puertas que eran de hierro, estaban
cerradas y los vigilantes solamente las abrían para dar paso a personas o
carruajes. Se anotaba con exactitud en un libro-registro los datos de
entradas y salidas con la correspondiente mención horaria y todas las
mañanas me presentaban la lista exacta del día anterior. Durante los
primeros meses teníamos, a efectos de vigilancia, seis hombres de la
Guardia Nacional, que, al ser siempre los mismos, vivían en parte con su
familia, en los sótanos de la Legación. Más adelante, los policías destacados
a efectos de protección, montaban guardia en la calle, delante de la puerta y
no les estaba permitido traspasar el umbral. Los propios refugiados
asumieron entonces la de vigilancia propiamente dicha.
Todo el trabajo que había que realizar en la casa corría a cargo tanto de
las mujeres como de los hombres: guisar, lavar, planchar, eran tareas
confiadas a las mujeres; limpiar las habitaciones, pelar patatas y otros
trabajos auxiliares de la cocina, acarrear carbón y leña y demás trabajos
rudos quedaban a cargo de los hombres; sobre todo de los jóvenes. La
distribución de las faenas correspondía al "Jefe de piso" y había que
atenerse a ella rigurosamente. Con razón podía yo, ocasionalmente, hacer
alarde ante los comunistas, del "comunismo ideal" que se practicaba en
nuestra casa, donde cada uno trabajaba para todos y donde se daba
literalmente el caso de que una duquesa lavara la ropa de su criada, cuando
a ésta le tocaba la semana de "cocina" y a ella la semana de "colada".
Así de "comunista", en el buen sentido, era también la solución que se
daba a la cuestión económica. Al principio, la mayoría de la gente disponía
de alguna cantidad de dinero, mayor o menor, o podía procurársela a cargo
de amigos o parientes. Como, en realidad, salvo el tabaco, sólo podía
gastarse en comer y en beber y se trataba, por tanto, de gastos comunes,
éstos se liquidaban toda las semanas en comunidad y por pisos. El Jefe de
piso mandaba buscar cada mañana a nuestros propios almacenes en el
sótano los alimentos necesarios que tenía que pagar. Al final de la semana
hacia las cuentas y las repartía entre los ocupantes de la casa. Los gastos
oscilaban según los pisos, ya que algunos se administraban con algo más de
"sibaritismo"; pero, como término medio salíamos adelante con tres pesetas
(más o menos, un marco) diarias por persona, en "pensión completa"; a
saber, con desayuno, consistente en café con leche y pan, comida y cena,
con dos platos calientes, tan abundantes como quisieran, y un vino ligero
del país.
Tan pronto como aumentó algo el número de refugiados, puse en
servicio, primero un camión y, al poco tiempo otro. Ambos los había
"controlado yo", es decir que el primero lo puso su dueño voluntariamente a
nuestra disposición, para salvarse; sólo teníamos que pagar el carburante y
al conductor. El segundo, lo solicitamos al organismo correspondiente que
se hallaba bajo la dirección de mi antiguo chófer, que nos lo proporcionó y
cuando ya llevábamos algunos meses utilizando este vehículo, un día que lo
teníamos aparcado delante de casa, aparecieron de pronto algunos
milicianos increpando al conductor; resulta que aquel camión les pertenecía
a ellos; es decir, a la organización anarquista y, según decían, se lo habían
robado los socialistas. Por más que les dijimos cómo lo habíamos
conseguido no se dejaron convencer, se metieron dentro, tiraron la
mercancía que llevaba el camión y se fueron con él. El chófer pudo seguirle
la pista y comprobar que lo encerraban en un garaje muy próximo a la
Legación. Entró y se quejó al "responsable" del garaje, que se manifestó
como un anarquista exaltado y, con malos modos, le echó afuera al chófer,
que estaba afiliado al socialismo. Después supimos que se dirigió a varias
embajadas ofreciendo, muy amablemente, los servicios del camión en
condiciones prohibitivas.
No nos dejamos intimidar y nos dirigimos a los directivos de la
Dirección de transportes exigiendo la devolución del vehículo que se nos
había entregado con absoluta legalidad. Telefoneé personalmente al que
ostentaba la más alta dirección, que me prometió aclarar el asunto, lo más
brevemente posible. Tres días después, reconocía que habían surgido
dificultades y que no sabía cómo podría dar por resuelto el mencionado
asunto. Me enteré, por otras referencias, de que el "cancerbero" del garaje
se había comunicado con el alto directivo de transportes y le había
propuesto unas marrullerías de las que aquel señor se sintió abochornado y
ya no se atrevió a volver a hablar con el anarquista. Mandé a mi secretario
alemán que fuera a ver a aquel bárbaro y le invitara, amablemente, a venir a
verme a la Legación para tomarse una copa conmigo. Accedió a la
entrevista, y al poco tiempo mi secretario me presentaba a un verdadero
oso. Era gallego (habitante del ángulo nordeste de España de donde
proceden casi todos los cargadores, seguramente con algún componente
germánico, puesto que allí se mantuvo el reino de los suevos), grande,
cuadrado, bastote, peludo, con voz poderosa. Le recibí como un buen amigo
con el que hubiera "tenido algún malentendido". Habíamos charlado media
hora cuando me abrazó efusivamente, como también a mis tres secretarios y
nos dijo que repararía enseguida el vehículo que su gente había estropeado
conduciéndolo y que en dos días lo tendríamos a nuestra disposición. Y
añadió que si, en adelante, tuviéramos que hacer alguna reparación, o
necesitáramos otros coches, no teníamos más que decirlo. De hecho, a partir
de entonces, no sólo nos reparaba los vehículos, sino que más de una vez,
ponía otros a nuestra disposición si, por algún motivo, los necesitábamos.
He referido este episodio como sintomático de la "coexistencia" de
rudeza, y de bondad de corazón, en estos seres primitivos. Todo español
lleva dentro algo así como un "caballero"; sólo hay que ayudarle a que éste
se manifieste.
Nuestros dos camiones, así como el vehículo de reparto, nos llevaban
ahora sin impedimentos, por todo el país; primero por las provincias que
rodean Madrid y después hasta Almería, Murcia y, con frecuencia Valencia,
a comprar víveres. También nos servíamos a veces de los comunistas, que
se ponían a nuestra disposición, como mediadores que traficaban, en
régimen de intercambio, con organizaciones comunistas de localidades
próximas que, por ejemplo, cambiaban jabón por patatas, carne o garbanzos
por café. Más adelante, teníamos que llevar, con regularidad, café, azúcar o
jabón a los lugares donde queríamos comprar algo, para poderlo hacer, ya
que desde la primavera de 1937 los labradores no estaban dispuestos a
enajenar víveres por dinero, ni siquiera en localidades más distantes.
Esta organización de compras, que actuaba activamente no solamente
nos permitía cubrir generosamente las necesidades de nuestra propia
Legación, sino también ayudar ampliamente a la mayor parte de las demás,
mediante el suministro de víveres, lo que, dada la escasez que ya empezaba
padecerse, nos atrajo naturalmente su simpatía. Pero es que, además de todo
lo dicho, llegamos incluso a poder proveer de víveres a las cárceles.
Durante mucho tiempo, y de acuerdo con la persona que tenía contratado el
suministro de los presos, a razón de 1,50 ptas por individuo y día,
suministramos patatas a todas las cárceles de Madrid hasta que empezaron a
escasear los alimentos y el combustible para los camiones y hubo que
dejarlo.
Con ocasión de mis muchas visitas a las distintas prisiones, sus
directores me daban a probar una muestra de la comida y, como ésta solía
consistir únicamente en una sopa aguada con arroz o lentejas, replicaban a
mis exigencias que no podían procurarse otra cosa y, sobre todo, no había
modo de encontrar patatas, tan necesarias para saciarse. Nuestros camiones
procuraron ayudar hasta que, en enero Melchor Rodríguez, un hombre de
mucho mérito de quien hablaremos más adelante, se procuró en su calidad
de Director de Prisiones de Madrid, medios propios de transporte y pudo
encargarse de llevar a cabo el suministro.
Según avanzaba la contienda escasearon tanto los víveres en toda la
zona dependiente del Gobierno rojo, que los camiones regresaban medio
vacíos, a pesar de todas las mercancías que llevaban para el trueque.
Entonces, en una situación de emergencia tuvimos que traer víveres de
Marsella, mediante una comisión conjunta establecida, por el Cuerpo
Diplomático. Mediada la guerra no había modo de conseguir ni siquiera
aceite, y a principios de julio de 1937 no pudimos obtener ya ni un solo kilo
de arroz, ni en Valencia, el gran centro arrocero, ni en sus alrededores que
no cultivaban otra cosa.

El hambre de la población civil

Ya desde el mes de diciembre de 1936, Madrid padecía verdadera


escasez. Y esta necesidad no consistía sólo en la falta de alimentos, sino que
aún era casi peor la falta de combustible. Se formaban “colas” kilométricas.
¡Mujeres hubo que se habían puesto a la cola a las dos de la madrugada y
que a las diez o a las once de la mañana no habían podido adquirir ni dos
kilos de carbón! A pesar de que había una considerable reserva de carbón
en Madrid. Se almacenaba en los trasteros de las casas señoriales, en las
que, como de costumbre, ya desde principios de verano, se encerraba el
carbón para la calefacción del próximo invierno. Todo esto había sido
objeto de incautación, y el carbón que se suministraba al Cuerpo
Diplomático procedía siempre de las carboneras de esas casas. ¿Qué iba a
pasar el próximo invierno cuando dicha reserva faltara? Se abatieron
árboles, en el mismo Madrid, y sobre todo en los alrededores, y esa leña
verde, procedente de pueblos cercanos, se traía en carros arrastrados por
mulas y burros a Madrid, donde se vendía a precio de “straperlo”.
Las tiendas de comestibles abrían en su mayoría, pero casi no tenían
género. De momento, la gente todavía recibía pan y cierta cantidad de arroz.
El azúcar y el aceite se expendían en cantidades mínimas. Pero al cabo de
algún tiempo empezó falta el pan, que es lo peor que les puede pasar a los
españoles. Durante algunas semanas, en febrero de 1937, se iban formando,
colas interminables para adquirirlo. Junto a la Dirección de Seguridad había
una tahona, donde, naturalmente, se formaba una cola como en todas las
demás. Me interesé a través de varias mujeres que consideré de mejor
apariencia social las vicisitudes que tenían que soportar en la “cola” y así
me enteré que llevaban allí de pie, alternándose unas con otras, tres noches
desde las doce o la una para que a las diez de la mañana les dijeran
finalmente que se había terminado todo el pan. Ó sea, que desde hacía tres
días, y a pesar de todo ese esfuerzo, no habían recibido nada. En marzo, por
fin, se empezó a suministrar el pan, a través de cartillas con raciones muy
escasas, pero que, por lo menos, se adquiría con menos molestias.
Emocionante, ridículo y a la vez trágico era el espectáculo de los
carritos de dos ruedas tirados por un burro, procedente de los pueblos
colindantes, circulando por Madrid con algo de verdura o de fruta y
conducidos por un viejo labrador, a quién seguían detrás, una caterva de
mujeres, niños y algunas veces incluso hombres; andaban así hasta que el
carro se paraba en cualquier sitio y entonces se procedía a la venta.
En el Madrid sitiado, llegó a adquirir la situación alimentaria extremos
límites, verdaderamente angustiosos, en que fallaba hasta el racionamiento,
teniéndose que valer los madrileños de los procedimientos más inusitados
para poder llegar a adquirir un poco alimento, bien por intercambios de
jabón, bebidas alcohólicas, tabaco..., muchos sucumbieron por el hambre,
pero hubo muchísimos que lograron sobrevivir milagrosamente, porque
parecía imposible pensar que se pudiera lograr vivir y subsistir durante
cerca de tres años, cuando las personas que vivían en Madrid se quedaron
literalmente en los huesos, perdiendo de su peso normal veinte, veinticinco
e incluso treinta kilos, originándose, como consecuencia, en la población
una endemia de avitaminosis y tuberculosis, con toda las consecuencias
patológicas que esto conlleva.
La Legación de Noruega era conocida en Madrid por la alimentación y
los cuidados convenientes que dispensaba a sus refugiados; también salían
de allí diariamente víveres para los familiares que estaban fuera y para las
cárceles. Al marcharme yo, en julio de 1937, la Legación estaba abastecida,
en su almacén propio, con los víveres necesarios para mantener, durante
unos meses, a un número de personas que oscilaba entre las ochocientas y
las novecientas.

Vacas españolas y leche noruega

"Noruega" ¡tenía hasta sus propias vacas! ¡Nada menos que cincuenta!
Porque la leche era naturalmente uno de los alimentos más escasos.
Nosotros no las habíamos comprado, sino "controlado". Me explico: me
había llamado la atención el pestilente olor, procedente de un edificio
próximo a nuestra Legación y me percaté de que en dos almacenes, situados
en los bajos del mismo, estaba instalado de modo totalmente provisional y
primitivo un establo de vacas, que daban de todo menos leche y si de ésta
daban algo, era muy poco porque las pobres estaban exhaustas. No había
pienso que comprar en Madrid y su propietario no tenía medios de
transporte de ninguna clase para procurárselo trayéndolo de otra parte.
Dado que todos los propietarios de vacas estaban en la misma situación, ya
se habían sacrificado gran parte de ellas, habida cuenta de que la carne se
pagaba muy cara. Convine, pues, con el hombre en hacerme yo cargo de las
vacas, a cambio del suministro exclusivamente a mi Legación de la leche
producida, que le pagaría a precio normal, previa deducción del coste del
pienso. Encontramos un establo apropiado en donde poder instalar y atender
como es debido a los animales. Recogimos de lejos, pienso con nuestros
camiones y obtuvimos un suministro de leche buena y abundante, sobre
todo para nuestros ciento veinte niños.
Los garajes existentes en la casa se utilizaron ocasionalmente como
mataderos, cuando las vacas ya se secaban o cuando se las podía comprar
para sacrificarlas. Una vez, hubo que traerse a la Legación una vaca
destinada al sacrificio. Pero el animal se negaba andar y la noche sorprendió
al vendedor y a la vaca en las calles de Madrid. Con ello, el hombre causó
extrañeza y acabó siendo conducido con su "acompañante" a la Comisaría y
allí pasó la noche. La vaca se comió la colchoneta de un policía. A la
mañana siguiente, tuve que reclamar la vaca por la vía diplomática, después
de lo cual, la trajeron a empujones a la Legación, con su propietario por
delante tirando y dos policías empujándola por detrás.
Todavía teníamos otras quince vacas más en régimen de "pro-indiviso".
Pertenecían conjuntamente a Chile, Checoslovaquia y Noruega. Se hallaban
en un establo chileno junto al hermoso palacio en el que estaba instalado el
decanato del Cuerpo Diplomático. Checoslovaquia las había conseguido y
Noruega cuidaba de procurarles el pienso. Su leche se repartía
amistosamente entre los tres Estados y nunca se formularon reclamaciones
diplomáticas aún cuando disminuyera con el tiempo, la ración y se aceptara
que la proximidad "geográfica" favoreciera a nuestros amigos los chilenos.
4. LOS PRESOS, LAS
CÁRCELES Y SUS
GUARDIANES

Afluencia incesante

La primera vez que establecí contacto con las cárceles fue a finales de
septiembre de 1936, cuando acudí a visitar al abogado de la Legación de
Noruega, Ricardo de la Cierva, en la llamada cárcel Modelo de Madrid,
situada en un espléndido lugar limítrofe con la Moncloa, antigua posesión
real. Se divisaban desde allí unas vistas magníficas de la Sierra de
Guadarrama y de cincuenta kilómetros de meseta que la separa de la misma,
más allá en el horizonte, se alcanzaba a ver la hermosa Sierra de Gredos, al
sur de Ávila. Es una de las panorámicas más hermosas que puede haber, la
de este grandioso paisaje, de ilimitada amplitud, con tonalidades azules y
violetas en las cordilleras, y, en lo alto, ese cielo español, casi siempre de un
azul intenso. No parecía sino que habían situado intencionadamente la
cárcel en dicho lugar para que a las personas obligadas a disfrutar entre
rejas de semejante espectáculo, se les hiciera doblemente penoso la pérdida
de su libertad.
Esta era la única cárcel masculina oficial de Madrid. Había además, a la
parte opuesta, en la periferia de la Ciudad, una cárcel de mujeres, de nueva
construcción, que sustituyó a un viejo caserón situado en el centro de
Madrid. Al estallar el Movimiento, las dos cárceles estaban ya llenas de
presos políticos y de penados comunes. Pero la palabra "llenas" perdió su
significado al forzarse la entrada de centenares de nuevos presos políticos.
La cárcel Modelo proyectada para mil doscientos hombres, como máximo,
llegó pronto a contener cinco mil. En las celdas individuales, cuyas
dimensiones eran de 2 x 3 metros, se amontonaban cuatro, cinco y hasta
seis personas. De colchones, por supuesto, ni se hablaba. ¡Puede uno
imaginarse con estos datos cuáles eran las condiciones higiénicas!
Pero el ingreso de presos siguió en aumento y no era ya la Policía, sino
el "pueblo libre" el que, con arreglo a su parecer, detenía a unos u otros.
Cuando el farmacéutico Giral, en la noche del 10 al 11 de julio, asumió la
Presidencia, recibida de manos del acobardado Gran Oriente de la
Masonería, Martínez Barrio, no sólo había entregado a la plebe todas las
armas disponibles sino que, al mismo tiempo, la había estimulado a que las
usaran, a su libre albedrío, con el único fin de eliminar a sus enemigos. Las
consecuencias de todo ello ya han sido descritas por mí; con frecuencia era
suficiente llevar cuello y corbata para quedar detenido y, una vez en la
cárcel, dichas personas quedaban allí, en la mayor parte de los casos,
durante cuatro, cinco o seis meses, sin que se les interrogara ni se les
tomara ninguna clase de declaración. Su número era ya abrumador y no
había tribunales legales que pudieran hacerse cargo de administrar justicia,
pues los primeros eliminados fueron los propios Magistrados, que nunca
hubieran podido juzgar los “delitos” que les imputaban, al no estar previstos
en parte alguna del Derecho Penal.
Así fue, pues, cómo se llenaron las celdas de la cárcel Modelo, tan
deprisa, que, ya desde los primeros días, hubo que preparar más espacio
para poder hacer frente a esa afluencia continua. De momento, fueron
trasladadas las reclusas de la nueva Cárcel de Mujeres a un convento
situado en el centro de Madrid, en la Plaza del Conde de Toreno, y a cuyas
monjas se las puso, sin más, en la calle. En esta cárcel "conventual" pronto
se encontraron señoras pertenecientes a la élite del mundo femenino, de la
buena sociedad de Madrid, junto con mujeres de la vida que aún tenían
delitos pasados por expiar. A las vigilantes les divertía mucho mezclar a las
primeras con las últimas en una estrecha celda.
La antigua cárcel de mujeres quedó ocupada enseguida por hombres y,
como tampoco resultó suficiente, se utilizó asimismo como prisión para
hombres, otro convento, también situado en el Madrid viejo, San Antón.
Pero tampoco bastó y se destinó parcialmente a prisión un amplio edificio
escolar de una congregación religiosa, pero, poco a poco y siempre en
aumento, se fue ampliando la ocupación hasta llegar finalmente a albergar a
cinco mil presos. A esa cárcel, por el nombre de la calle en la que estaba,
General Porlier, la llamaban “Porlier”.
Pero, aún, seguía habiendo necesidad de locales. Era tan fácil hacer
presos y eran tantos los seres vengativos, envidiosos, ofendidos, o
simplemente malvados, ya fueran criados, mayordomos, cocheros, serenos,
obreros, empleados u otros, que bastaba con hacer una sola denuncia,
incluso anónima, o si no, sentarse con algunos compinches, echarse otras
tantas pistolas al cinto e ir a buscar a la víctima. En las seis cárceles de
Madrid, había pues, mucho trabajo.
La policía oficial quedaba limitada a registrar la masa de personas
denunciadas o traídas al azar, de las que se hacía cargo, en la mayoría de los
casos, sin comprobación alguna, y las mandaba a prisión, con lo que de
nuevo escapaba a su control, puesto que la custodia y vigilancia de los
presos, en las cárceles ya no incumbía a los órganos policiales sino a los
milicianos de cada partido político; sobre todo socialistas, comunistas y
anarquistas. La vigilancia y supervisión la ejercían los delegados de dichas
organizaciones, llamados "responsables". El personal estatal, —directores,
funcionarios y vigilantes— quedó completamente marginado y pronto no
desempeñó más que un papel nominal. De estos funcionarios, los de
derechas o simpatizantes, había sido destituidos o asesinados y, no
quedaban, por tanto, en servicio más que los de izquierdas que, al poco
tiempo, fueron desarmados y sometidos a la arbitrariedad de los milicianos.
Pero, tampoco, estas seis cárceles eran suficientes para saciar la locura
persecutoria que continuó siendo el rasgo característico de toda esta
revolución. Dado que, por decirlo así, la totalidad de los edificios de Madrid
habían pasado a ser objeto de libre disposición por parte del pueblo
soberano, no eran sólo las grandes organizaciones las que se habían
adjudicado edificios lujosos e instalados sus diferentes departamentos en
innumerables casas y villas, sino que también había pequeños grupos de
individuos que, bajo denominaciones fantásticas, se "incautaban" de pisos
particulares, las más de las veces sótanos donde instalaban sus cárceles
privadas y lo que, aún era peor, ¡sus tribunales particulares! Nadie
controlaba estas cuevas de bandidos, nadie sabía la identidad de los
hombres y mujeres que allí languidecían injustamente sin poder hacer valer
sus derechos, sin posibilidades de defensa, ni perspectivas de liberación, y
sin que nadie frenara la brutalidad de sus "propietarios". La suerte de esos
desgraciados se dejaba al criterio de camaradas irresponsables, casi siempre
jóvenes; en cuanto al trato, más bien al mal trato, es cosa que cada cual
puede imaginarse, sobre todo por lo que se refiere a las mujeres allí
detenidas.
Aunque no hubieran cometido más delito que este inaudito abandono
del poder del Estado ante los peores instintos del populacho, ya es suficiente
para que los gobiernos españoles del Frente Popular se ganasen la condena
general. Tal estado de cosas se mantuvo, todavía, por lo menos bajo la
forma de cárceles privadas y secretas, dependientes de incontrolados y
organizaciones políticas irresponsables, cuando yo abandoné España. Y al
respecto, ¡el gobierno todavía quería hacer ver que seguía teniendo
firmemente en sus manos las riendas del poder!

Inglaterra interviene

La orgía de las detenciones seguía su curso y los tribunales secretos, sin


ninguna clase de control o intervención estatal, iban creciendo en número y
en actividad de día en día, con su secuela de asesinatos. Poco a poco, se
iban conociendo numerosas "checas" como las llamaban los españoles. En
calidad de jueces actuaban, en parte, golfillos de dieciocho a veinte años.
Entonces fue cuando una primera catástrofe carcelaria provocó una
protesta extranjera. La descripción siguiente está fundamentada en el
informe de un testigo de vista de toda confianza y, a vez, interesado en los
hechos.
El 22 de agosto de 1936 una "tropa" de delincuentes comunes, vestidos
de milicianos, irrumpió en la cárcel Modelo, con el pretexto de efectuar un
registro en busca de armas; despojaron a cada uno los presos de todos sus
objetos de valor, relojes, anillos de casados, plumas estilográficas, así como
de recibos que tuvieran por cantidades de dinero depositadas y se llevaron
todo ello, metido en sacos. En las oficinas del establecimiento, se
apropiaron asimismo inmediatamente de todas las cantidades de dinero
existentes y quemaron los libros para evitar cualquier reclamación posible
por parte de los despojados. Dado que estos sumaban más de cuatro mil,
puede uno hacerse una idea del brillante éxito de la "meritísima operación
anticapitalista".
Después de efectuado el "registro", sacaron a los presos, por la tarde a
los patios del establecimiento penitenciario, en lugar de hacerlo, como
habitualmente lo hacían, por la mañana. No habían recibido todavía en ese
día alimento alguno. De repente, surgió un incendio en la leñera de la
cárcel, prendido intencionadamente por los milicianos antes mencionados
ya que lo habían dejado preparado desde hacía varios días. La finalidad
perseguida era, en primer lugar, que al amparo de la confusión surgida,
pudieran escapar los presos comunes, cosa que, por supuesto hicieron. Al
parecer, contaban asimismo con que también los presos políticos intentarían
escapar, para lo que habían previsto que fuera hubiera estacionados grupos
armados que inmediatamente dispararan sobre ellos. Querían exterminarlos
en masa e inmediatamente. Fuera, se había congregado una gran cantidad
de gente que saludaba con entusiasmo amistoso la salida de los presos
comunes y lanzaba amenazas salvajes contra los "fascistas". Pocos serían
entre ellos los que sabían a qué correspondía esa expresión.
De repente, los presos, que se hallaban concentrados en los cinco patios
del establecimiento, y miraban con preocupación al fuego, que avanzaba
muy rápidamente en torno a ellos, fueron objeto de un tiroteo, procedente
de los tejados y balcones de las casas circundantes y del tejado de la propia
cárcel. No podían escapar de los patios hacia el interior del edificio porque
las puertas sólo permitían el paso de una sola persona a la vez y por tanto el
amontonamiento que se produciría entrañaba grave peligro de muerte. Los
pobres hombres procuraban protegerse de los disparos, acercándose contra
los muros situados en ángulo muerto. A pesar de todo, buen número de
ellos murieron, unos sesenta de los políticos y militares más importantes
fueron arrastrados afuera por los milicianos y muertos a tiros en los jardines
próximos a la prisión. Estos habían sido entregados por el Gobierno a las
milicias marxistas y anarquistas para que les dieran muerte y quedarán así
satisfechas las continuas pretensiones de diezmar al conjunto de los
detenidos.
Una verdadera ansia de matar había embriagado y dominado al
populacho. Los "funcionarios" no aparecían por ninguna parte. El director
había desaparecido y, con ello, permitió que los acontecimientos siguieran
su curso. Las mujeres y los niños andaban por los alrededores haciendo
comentarios soeces acerca de los cadáveres de los ex ministros asesinados.
Al cerrar la noche los "animosos" tiradores del tejado gritaron a sus
indefensas víctimas de los patios de la prisión: " ¡mañana por la mañana
continuaremos hasta que no quede uno vivo!". Puede uno imaginarse el
estado de ánimo con que aquellos hombres medio muertos de hambre
pasaron la noche tumbados, pegados a las paredes. Los sacerdotes que había
entre ellos les daban la absolución y los preparaban para la muerte que les
llegaría por la mañana. Uno tras otro se aventuraban, en el transcurso de la
noche, a llegar hasta una fuente para beber; reinaba el calor ardiente típico
de Madrid y hacía ya treinta y seis horas que no habían probado nada y, así
esperaban que llegara la mañana y continuara al tiroteo.
El señor Giral y sus ministros podían mostrar semblantes preocupados,
pero les faltaba valor para tomar una decisión. Tenían demasiado miedo al
fantasma que ellos mismos habían conjurado. En estas circunstancias, en
plena noche se presentó el Encargado de Negocios de Gran Bretaña en el
Ministerio de Marina, donde se había reunido el Consejo de ministros a
deliberar tras los sacos terreros, con que se protegían, y exigió
enérgicamente en nombre de la humanidad, el cese sin demora de semejante
monstruosidad. Reclamaba la implantación inmediata de tribunales
responsables y que cesaran las arbitrariedades del populacho en los juicios y
ejecuciones. Dicho Encargado de Negocios inglés, había tenido
conocimiento de los acontecimientos por un alemán y por mediación de la
Embajada de Alemania y se había sentido motivado para intervenir. Los
desmayados ministros reaccionaron ante la presión de tal protesta y
resolvieron convocar inmediatamente un tribunal compuesto por dieciséis
miembros de los distintos partidos del Frente Popular bajo la presidencia
del inoperante Presidente del Tribunal Supremo. El tribunal se trasladó esa
misma noche a la cárcel Modelo e inició su actividad, condenando a muerte
a los dos o tres primeros entre los mejores y más significativos hombres;
para apaciguar al populacho, dándole la impresión de una mayor severidad.
Tan pronto como el Gobierno se atrevió a dar señales de vida, se redujo
el alboroto, lo que prueba que había estado muy en su mano evitar tales
sucesos. Los tiradores, que se habían pasado la noche en los tejados
haciendo guardia, desaparecieron, y las víctimas que estaban en los patios
se miraban con ilimitado estupor al ver que nadie les molestaba. Todavía
tuvieron que acampar en los patios todo ese día y la noche siguiente; hasta
las cuatro de la madrugada del día 24 en que los condujeron a sus celdas y
les dieron algo de pan y conservas de pescado frías. Desde la cena del día
21 no habían vuelto a comer.
El nuevo Tribunal Popular funcionó a partir de entonces, de modo
permanente y se ocupaba, sobre todo, de los casos graves de los militares
directamente comprometidos en la sublevación. Era el primer paso para el
compadreo estatal de la justicia revolucionaria. Pero su actuación estaba
naturalmente muy lejos de responder a las exigencias que marcaban las
circunstancias. Los muchos "tribunales privados" de las distintas
organizaciones seguían, marginalmente, su camino, cometiendo toda clase
de vandalismos. Se constituyó un Tribunal semioficial con miembros de
diferentes partidos, pero sin ningún juez estatal de carrera, en el domicilio
social de un club distinguido de la calle Alcalá que, a partir de entonces, se
denominó la "checa de Bellas Artes". El procedimiento se abreviaba
muchísimo y terminaba, cuando no podían mediar influencias de los
partidos populares, del modo cuanto más brutal mejor, y, en la mayoría de
los casos, con el "paseo" nocturno. Está checa no se ocupaba de las
personas encarceladas sino de los nuevos detenidos a diario y que, desde
allí, salían, la mayor parte de las veces, dentro de las 24 horas siguientes,
volviendo a la libertad; o a las cunetas de los alrededores y, sólo en pocas
ocasiones, a una prisión. La policía estaba confabulada con esa checa y
ocasionalmente con otras, ya que sucedía a veces que les entregaban
detenidos en lugar de conducirlos a las cárceles estatales.
La famosa "Checa de Fomento 9"

La checa de la calle Alcalá se mantuvo en servicio sólo durante poco


tiempo. En cierto modo estaba allí, algo así como para exhibir la "justicia
del pueblo".
De allí pasó a la calle de Fomento nº 9, al Palacio de un Conde, en un
rincón del viejo Madrid. Esta expresión: "Fomento 9" alcanzó en Madrid
durante el otoño de 1936, resonancias terribles que a cualquier madrileño le
ponía carne de gallina. La persona que entraba allí, sólo en casos
excepcionales salía con vida. Aquello era una auténtica "leonera" y conste
que no quisiera con ello insultar a los leones. Los hombres que allí llevaban,
quedaban encerrados en celdas, en el sótano, y dentro de las 48 horas como
máximo eran llevados ante el Tribunal. Éste celebrará sesión cada noche.
De madrugada se daba a conocer la sentencia y se ejecutaba la misma. A la
persona condenada la "cargaban" en uno de los automóviles ya dispuestos
para el caso y, en cualquier carretera de los alrededores, le "invitaban" a
bajar y la mataban a balazos. A otros, les "ponían" en "libertad", a saber, en
plena oscuridad de la noche, a la salida del edificio, unos milicianos muy
serviciales les invitaban a montar en su vehículo, para llevarlos a casa... y
ya no se les volvía a ver.
La Policía facilitaba a petición de las organizaciones políticas y,
probablemente también a otros elementos de la peor ralea, cédulas o
"certificados de libertad". Con dichos "documentos", los milicianos sacaban
presos cada noche, de uno u otro establecimiento penitenciario y les daban
el "paseo". En la cárcel correspondiente se registraba simplemente, en cada
ficha de aquella desdichada gente, la palabra: "libertad" de modo que, al
efectuar nuestras comprobaciones, teníamos que averiguar la distinción
entre la libertad "terrena" o la "eterna".
En los primeros días de noviembre de 1936, se me presentó la ocasión
de visitar la famosa "checa" de Fomento 9”. Me acompañó el Delegado del
Comité internacional de la Cruz Roja. Habían detenido y llevado a esa
checa a un miembro del servicio doméstico de la Embajada del Japón y, una
vez en ella, peligraba su vida como la de cualquier otro que la pisara en esas
condiciones. El ministro del Japón había dirigido al Gobierno varias
reclamaciones por telégrafo sin fruto alguno. Se dirigieron a mí con el
ruego de que lo sacara y yo me decidí a agarrar el toro por los cuernos y
contemplar personalmente semejante antro.
Cuando llegamos allí, nuestro coche produjo enorme sensación entre el
personal de guardia de la puerta. No daban crédito a sus ojos, no concebían
la posibilidad de ver un auto del Cuerpo Diplomático aparcado donde
solamente lo hacían los destinados a "dar los paseos". Dentro estaban las
estancias, descuidadas, llenas de milicianos que corrían de un lado para otro
y cuyo aspecto patibulario no inspiraba confianza alguna. La atmósfera
estaba a tono; el terror en cierto modo estaba en el aire y el miedo a la
muerte que habían experimentado innumerables víctimas, continuaba
"palpándose" y cortando el aliento. La expectación que causábamos duró
desde la puerta hasta un cuarto al que nos condujeron, tras preguntar por los
"responsables" y, en donde se hallaban cinco jóvenes que nos acogieron
sorprendidos pero corteses. Pregunté directamente por el hombre de la
Embajada del Japón. Uno de ellos consultó una lista y confirmó que hacía
tres días que estaba allí. Le pedí que lo liberaran y me declaré dispuesto a
llevármelo; como comprobé que tenían listas de sus detenidos, les pedí que
me dieran un ejemplar de las mismas para la Cruz Roja. A continuación nos
llevaron a otro cuarto, en donde nos presentaron a otros tres hombres
mayores, que, al parecer, ejercían la máxima autoridad y probablemente
constituían el Tribunal. Se mostraron también muy correctos y, tras unas
cuantas explicaciones por nuestra parte acerca de nuestros fines, se
declararon dispuestos a complacernos. La inesperada intervención de la
Cruz Roja Internacional y el Cuerpo Diplomático pareció impresionarles;
aproveché, por tanto, la ocasión para dar otro paso adelante y preguntar
dónde tenían a los presos; “en el sótano” fue la respuesta. "Y ¿podríamos
verlos?". Tras una breve vacilación, se nos dijo: "sí". A continuación,
preguntamos lo que pensaban hacer con dichos presos. Los tres "jueces" se
miraron mutuamente. Pasado un momento, uno de ellos dijo: "esta tarde se
les conducirá a la Dirección General y se les entregará a la Policía”. Nos
declaramos muy satisfechos con semejante propósito y nos despedimos de
ellos en ambiente de camaradería. Uno de los jóvenes de la antesala nos
llevó al sótano donde en las ocho diferentes celdas, estaban encerradas en
total sesenta y cinco personas, entre ellas hombres en su mayor parte
jóvenes y mujeres de todas las edades. Daban una impresión de descuido y
turbación; nuestra entrada provocaba, por de pronto, en todas partes, un
movimiento de susto. No había posibilidad de relacionarnos con cierta
comodidad. Para sentarse no existía más que el suelo de baldosas. Nos
dimos a conocer y hablamos, con todos, acerca del tiempo que llevaban allí,
y si sabían o no el motivo, etc. Un resurgir de esperanza recorría cada una
de las salas al marcharnos nosotros. Les dijimos que por la tarde les
conducirían a la policía, en la Dirección General.
Una de las celdas estaba cerrada y no podían encontrar la llave. Nuestro
guía nos dijo “¡pero si no hay nadie dentro!". Entonces yo le dije que
teníamos mucho interés en comprobarlo viéndolo, y le pedimos que
derribara la puerta. Así se hizo. La celda estaba vacía. Le dije que ya
veíamos que su palabra era de fiar y que esperábamos que tal sería también
el caso en cuanto a la promesa de traslado.
A continuación nos fuimos, llevándonos la lista de los presos, y al
empleado japonés que, por cierto, era de nacionalidad española.
En cuanto a la promesa de entregar a todo los cautivos a la Dirección
General, quedó cumplida, como pude comprobar al día siguiente, mediante
la lista correspondiente. Más adelante recibí cartas y visitas de algunos de
dichos presos. Me expresaban su agradecimiento y afirmaban que los
habían condenado a muerte y que nuestra visita fue lo único que les salvó.
No he podido comprobar si lo dicho correspondía a la realidad o era mero
producto de la febril fantasía de esa pobre gente.
Poco tiempo después esa “checa” se disolvió sin que quedara de ella
nada más que su abominable reputación, que todavía se mantiene en el
recuerdo y será legendaria. Pero el "Comité judicial" de allí pasó a la
Dirección General de Seguridad donde terminó constituyéndose en
Comisión que había de entender en todas las detenciones, liberaciones y
sentencias condenatorias. La jurisdicción privada de los partidos se elevó en
virtud de dicha medida a jurisdicción oficial aunque con atribuciones
menores de no poder entender y tomar decisiones en cuanto a la muerte o la
vida, sino únicamente en materia de libertad o prisión. El enjuiciamiento
propiamente dicho corría a cargo de los tribunales de urgencia compuestos
por un jurista de carrera, en calidad de Presidente, con dos asesores
miembros de partidos populares. Los casos más graves pasaban al Tribunal
Popular, propiamente dicho, con un juez de categoría superior en calidad de
Presidente y dieciséis asesores.

Los calabozos de la Dirección General de Seguridad

Unos días después del mencionado episodio de Fomento 9, atrajo mi


atención la situación de uno los primeros banqueros de España, al que
habían detenido, junto con su mujer y sus cinco hijos, mayores, varones y
hembras, y le habían encerrado en una pequeña celda de los sótanos de la
Dirección General de Seguridad. El había estado ya en la cárcel, así como
un hermano suyo de más edad. Como consecuencia de un convenio entre el
Gobierno y el hermano mayor, —que estaba, al parecer, en el extranjero
gestionando un préstamo—, ambos salieron de la cárcel pero al más joven
se lo llevaron, con su familia, a la Dirección General donde los encerraron
en el citado calabozo. Esto ocurría en los días de la huida del Director
General de la Policía. El Subdirector al que interrogué al respecto, me dijo
que él no sabía por qué se había tomado tal medida, pero una vez que el
Director General lo había dejado así dispuesto, él no podía ya hacer nada
distinto. Yo les visité en varias ocasiones y los encontraba en estado
lamentable, llevaban ya días y días los siete en ese calabozo de dimensiones
muy reducidas, situado en los sótanos, ya de por sí húmedos, por no decir
casi encharcados, y sucios de la Dirección General. No tenían ni colchones
ni mantas sino que yacían noche y día sobre el suelo desnudo y húmedo de
baldosas, atormentados por piojos y demás insectos.
Tras varios intentos infructuosos ante el Comité de Madrid para poder
hacer algo por esta pobre gente, me dirigí por teléfono al Ministro de
Hacienda, Negrín, —que estaba en Valencia y, era quien había suscrito el
convenio antes mencionado—, y conseguí que los liberaran a los dos días,
después de pasar una quincena detenidos en condiciones inhumanas, sin
conseguir conocer el motivo.
Aquellos "calabozos" del viejo edificio de la Dirección General de
Seguridad constituían uno los puntos más polémicos de la institución
policial madrileña. Sólo Dante podría describir lo que ocurría allí en
aquellos días de tan espantosa saturación y horrible cohabitación de
personas respetables con un elevado nivel social junto a criminales
comunes y mujerzuelas de la calle, en un sótano grande con pequeñas
celdas laterales. Sin embargo, aún era mejor para los detenidos estar
recogidos en aquel agujero que en cualquier otro lugar, ya que aquí por lo
menos tenían sensación de estar en un Organismo oficial. En la primavera
de 1937, a causa de los frecuentes bombardeos, tuvo que trasladarse esta
dependencia de la Dirección General de Seguridad a un convento en la
Ronda de Atocha, donde ya existían habitaciones especiales preparadas
para martirizar a los presos, y la policía hacía de ellos tan amplio uso que la
vox populi, bautizó tan siniestro establecimiento con el nombre de "checa
de Atocha", aún cuando sólo se aplicaba tal nombre a lugares no oficiales.
Yo mismo me preocupé y aproveché la ocasión de denunciar personalmente
tanto al Ministro del ramo, como al Director general, los tormentos que en
dicha cárcel se practicaban sin que, a pesar de todo mi interés, no
consiguiera más que alguna mejora pasajera.

¡Socorran a los presos!

A partir de finales de septiembre de 1936, me propuse como tarea


concreta, mantenerme en contacto constante con las diferentes cárceles. Mis
visitas casi diarias a una u otra de las mismas me facilitaron buenas
relaciones con los funcionarios de prisiones, relaciones que me brindaron la
posibilidad de prestar más adelante toda clase de alivio a los presos. Esta
ayuda la obtenía procurando víveres, poniendo a su disposición vehículos
de carga y otros servicios semejantes, para solucionar los problemas,
realmente muy difíciles, que se planteaban a los directores de prisiones, en
las circunstancias entonces reinantes, expuestos al riesgo de muerte, con el
estado de ánimo que es de suponer, conocedores del importante número de
funcionarios de prisiones asesinados. La mayoría de ellos cumplieron de
forma muy meritoria y comprometida su trabajo, expuestos siempre a la
enemistad de los extremistas, que se ponían furiosos cuando cumplían con
sus deberes de simple humanidad.
Las frecuentes visitas diplomáticas no sólo respaldaban, en cierta
manera, a los funcionarios frente a la guardia miliciana y a los comisarios
políticos; sobre todo, servían para que los propios presos se sintieran
comunicados con el resto de la humanidad y tuvieran la confianza de no
caer en el olvido. Una sensación de respiro se notaba en la prisión, según
muchos me contaron después, cada vez que llegaba la noticia de que, de
nuevo, había visita diplomática. Otros representantes diplomáticos hacían
también visitas frecuentes a las prisiones; en especial los de Chile,
Inglaterra y Argentina, así como también los de Austria y Hungría.
Había días en los que yo hablaba individualmente con cuarenta a
cincuenta personas, entre hombres y mujeres y procuraba, especialmente a
las mujeres, facilitarles medicamentos, leche condensada y otras ayudas
para su subsistencia que, con anterioridad, no se habían permitido. Era
natural que los familiares de los presos procuraran su inclusión en nuestras
listas, para en los casos de enfermedad conseguir que se recomendara el
ingreso en la enfermería o el traslado a otros lugares semejantes.

Un salvamento

Como ya queda dicho, era muy fácil para los miembros de un partido
sacar de la prisión durante la noche a aquellas personas con las que querían
tomarse la justicia por su mano. Una mañana de octubre visitaba yo a
algunos señores en San Antón; uno de ellos me describía la terrible
situación en que se encontraba un teniente coronel, preceptor, que había
sido, de uno de los hijos de Alfonso XIII. Aquella misma mañana le habían
amenazado gentes del pueblo del que era originario, con irle a recoger la
noche siguiente a la cárcel para darle el "paseo". Pretendían con ello darle la
ocasión de "saborear", anticipadamente y durante muchas horas, el triste fin
que le esperaba. Pedí poder ver a ese hombre y le prometí mi ayuda, para
evitar su asesinato. Primer acudí al Ministro vasco Irujo que, en una visita
anterior, me había prometido apoyar mis esfuerzos humanitarios. Pero ya se
había trasladado a Barcelona con el Presidente Azaña. Me fui luego, por la
tarde, a ver al ministro de Aviación, Indalecio Prieto. Era el hombre clave
del Partido Socialista. Por su orientación moderada, frente a la extremista
de Largo Caballero, había quedado como en la retaguardia de la vorágine
del proceso revolucionario. Al constituirse el nuevo gabinete a principios de
septiembre, Largo Caballero se puso al timón con su equipo e Indalecio
estimó procedente, por pura disciplina, aceptar un puesto entre sus
"camaradas" más radicales. Yo había tratado con él varias veces, primero de
temas noruegos de negocios y, después, de asuntos relacionados con la
protección contra el crimen y tenía la impresión de que, —debido en parte a
su inteligencia equilibrada y en parte a una cierta bondad, muy controlada
sin embargo por la picaresca de la política—, él era enemigo de aquellas
formas de proceder. Acudí a él y se ofreció a intervenir en la medida de lo
posible, pero advirtiéndome que lo único que podía hacer era transmitir mi
ruego a Galarza, Ministro de Gobernación, (Interior), de quien dependía el
asunto, sin poder garantizar el éxito. Yo le repliqué que para mí, no se
trataba de tranquilizar mi conciencia, ni tampoco de intentar alcanzar un
éxito sino, única y exclusivamente, evitar el crimen. Entonces me dijo que
lo mejor sería que yo mismo hablara con Galarza. Yo, en cambio, veía que
mis argumentos estarían muy lejos de tener el mismo peso que el suyo a lo
que me replicó: "Galarza le da a Ud. diez veces más importancia que a mí".
Entonces le pedí que me pusiera en comunicación telefónica con Galarza, y
lo hizo inmediatamente. Galarza se declaró dispuesto a recibirme
enseguida. Me trasladé a su Ministerio y me pasaron a su despacho sin tener
que esperar. Era de suponer que estaba perfectamente informado en cuanto
a mi actitud dentro del cuerpo diplomático en asuntos relacionados con el
asesinato de presos y con la protección de los mismos, y sabía que allí se
me escuchaba. Me recibió con perfecta cortesía. Por mi parte no le traté con
los modales democráticos al uso, sino ateniéndome a la etiqueta
diplomática. Después de exponerle mi caso y prometerme él, firmemente,
cursar enseguida la orden de que ese hombre fuera trasladado a la Dirección
General de Seguridad, de forma que los asesinos perdieran su rastro; me dio
espontáneamente, una explicación acerca de determinadas medidas que se
habían tomado, unos días antes, en las prisiones. Hizo hincapié,
especialmente, en que había prohibido el permiso, hasta entonces vigente,
de las visitas diarias dejándolas en quincenales, porque se había visto
obligado, en vista de la situación militar, a trasladar a otras prisiones a
determinadas categorías de presos.
La decisión sobre las visitas diarias, fue consecuencia de lo que ocurrió
en un pueblo de los alrededores de Madrid, cuando, debido a que se les
había comunicado, supieron varias horas antes el traslado del primer
transporte y fueron a por ellos con el asesinato de los presos y de sus
guardianes. Desde la prohibición de las visitas diarias se había conseguido
que un segundo transporte se realizara sin ningún contratiempo.
A continuación, discutimos a fondo acerca de la situación del abogado
de la Legación de Noruega, La Cierva, y me aseguró que ya había dado
orden de que éste fuera uno de los primeros casos que se sometiera a los
"Tribunales de procesamiento sumario" de nueva creación. El caso del
documento falso no era muy grave; verdad es que había aún una denuncia
contra él, pero tampoco era grave (parecía realmente conocer el asunto en
todos sus detalles), de modo que esperaba que se aclarara en breve plazo, su
situación jurídica y se pudiera volver con su padre, al que Galarza,
naturalmente, como abogado y político, conocía muy bien.
Por la noche, a las once, llamé a la Dirección General de Seguridad para
preguntar si estaba allí nuestro hombre. Me contestaron que el propio
Director General quería hablar conmigo. Me dijo que, efectivamente, allí
estaba. Al preguntarle yo qué iba hacer con él, me replicó que iba a
examinar su expediente para ver si lo podía poner en libertad; se lo había
recomendado el Ministro con gran interés. A la mañana siguiente,
telefonearon de la Dirección General para que fuera a recogerlo. Cuando
llegué allí, nadie sabía nada acerca de quién había dado el recado por
teléfono. El Director y el Subdirector se habían ido a dormir después de
cumplido el servicio de noche y ninguno de los secretarios sabía nada de la
puesta en libertad que se me había comunicado. Por la tarde volví otra vez y
cómo se me respondía con evasivas, organicé tal escándalo que el Director,
al oírlo, me rogó que pasase a su despacho. Afirmó, asimismo, no saber
nada de la llamada telefónica (cosa que no creí entonces y sigo sin creer)
pero que por la noche estudiaría el asunto porque el ministro tenía mucho
interés en ello.
De hecho, a la mañana siguiente me telefonearon de nuevo para decirme
que ya podía recogerlo y, efectivamente, me lo entregaron. Era algo tan
inusitado, que un militar sobre el que pesaban muy graves acusaciones
quedara liberado sin proceso judicial y entregado a una Legación, que sólo
se podría explicar por la suposición de que Galarza quisiera ganarme a mí
para que influyera en el Cuerpo Diplomático a su favor. Ya era de temer la
ocupación de Madrid por las fuerzas nacionales y más de uno de los
hombres que ejercían el mando, "coqueteaba” para “colarse" en alguna
representación diplomática.

Siete mujeres desaparecen sin dejar rastro

Dada la inseguridad reinante, cuando yo tenía que hacer visitas que


implicaban un contacto, por mi parte, con los milicianos, me llevaba a un
miembro de mi guardia, casi siempre al Cabo y, por consiguiente, al de
mayor antigüedad en el servicio. Este hombre de unos cuarenta años de
edad, procedente de una familia de labradores de Castilla la Vieja había
sido, durante años, asistente de un coronel de la Guardia Civil (cuerpo de
guardias rurales, protectores del orden, en quienes más se confiaba) y
mantenía una fidelidad incondicional a la familia del mismo. La Guardia
Civil había sido "politizada", en la zona roja, poco después de estallar la
guerra civil y quedó rebautizada como "Guardia Nacional", ya que los
padres de nuevo desorden que ahora llevaban el timón, odiaban hasta su
venerable nombre. Aprovecharon la ocasión, para separar totalmente a los
oficiales antiguos que aún quedaban y a gran parte de la tropa antigua, en la
que con razón, no confiaban en cuanto a su adhesión al caos reinante. En
parte los echaron y en parte los asesinaron, sin más.
Es su lugar llenaron el cuerpo de bolcheviques asiduos que no
necesitaban cumplir las condiciones antes indispensables, sino únicamente,
acreditar con su pasado que llevaban en la sangre los "nuevos conceptos del
servicio y del derecho". Esta gente había tenido ya relaciones con la
Guardia Civil de antes, en muchas ocasiones, pero como "objeto", es decir,
como delincuentes y no como "sujeto", no como guardias. Por ello les
complacía, en grado sumo, el desprecio sin paliativos de sus "nuevos
camaradas".
Durante el mes de septiembre de 1936, el Cuerpo Diplomático tuvo que
comunicar al Gobierno la creciente inseguridad en que se encontraban las
representaciones diplomáticas. Se habían producido más una vez conatos de
asalto por parte del populacho. Para prepararlos, se había intentado sustituir
por elementos nuevos a los miembros antiguos de la Guardia Civil que
tenían a su cargo la custodia de las representaciones diplomáticas
extranjeras. El Cuerpo Diplomático amenazó con su salida colectiva de
Madrid si no se le daban garantías suficientes en cuanto a su seguridad y a
su abastecimiento de comestibles. Entonces el Gobierno concertó con el
Cuerpo Diplomático un pacto escrito, con arreglo al cual se comprometía a
no modificar ni el número de miembros, ni la composición individual de la
guardia existente en cada representación diplomática para su custodia, sin la
conformidad expresa de la misma. Los seis guardias que me correspondían
se alojaban con sus esposas e hijos en los sótanos de la Legación. Tengo
que anticipar este dato, para mejor entendimiento de los episodios
siguientes, sin perjuicio de mencionarlo de nuevo.
El Coronel de la Guardia Civil antes mencionado estaba preso en la
cárcel Modelo de la Moncloa. Tras una de mis visitas a dicha prisión,
encontré a mi Cabo de conversación con dos señoras mayores, que me
presentó y que eran la esposa del Coronel y su cuñada. Dichas señoras,
llevaban horas esperando, como muchas más, para que las dejaran entrar a
ver a los presos. Lo hacían en grupos de unas cien mujeres cada vez, a las
que se introducía en una sala. Separados por un pasillo de unos tres metros
de ancho aparecieron, al otro lado, tras unas rejas de alambre, los presos
correspondientes. Era, naturalmente, casi imposible entenderse, con ese
ruido, de un centenar de voces. Hacía ya meses que esas mujeres sólo veían
así, a sus maridos, una vez por semana. Hice entrar a las señoras, bajo mi
protección, en el interior de la cárcel y conseguí que llamaran a sus
familiares a las celdas individuales utilizadas por los abogados, donde por
primera vez pudieron hablar con ellas y abrazarse.
A finales de octubre, al regresar con el Cabo, al mediodía, de una de
aquellas visitas a la cárcel, nos contó su mujer, desecha en lágrimas, que
habían ido a verla dos muchachas de servicio de la familia del Coronel y le
habían contado que dos días antes, al atardecer, un grupo de gentes armadas
habían sacado de la casa a toda su familia compuesta por cinco señoras y
dos jovencitas muy lindas, y se las habían llevado en un coche junto con las
dos muchachas de servicio. Durante largo tiempo, las llevaron en el coche
de un lado para otro, con el propósito de desorientarlas, hasta que llegaron a
una "villa" solitaria, las hicieron bajar del coche y las encerraron en un
cuarto, mientras que al resto de las señoras las llevaron a otra habitación
contigua, desde donde comenzaron a oír voces altisonantes de hombres y
más tarde quejidos y llantos de las mujeres. Después de estos momentos de
angustia las condujeron al cuarto desde donde procedían aquellos lamentos
y vieron horrorizadas en el suelo grandes manchas de sangre, y unos seres
despreciables que se dispusieron a hacerles un interrogatorio empezando
por recriminarles los sentimientos de adversión, al ver la sangre derramada,
al tiempo que les decían con el mayor cinismo, que las habían pinchado a
las señoras con alfileres en los pechos, y las habían sometido a otros
tormentos. Terminado este macabro espectáculo las volvieron a llevar en un
auto otra vez de acá para allá, con los ojos vendados, hasta que finalmente
las dejaron en Madrid. A las señoras ya no las habían vuelto a ver, aunque
parece ser que también se las llevaron de aquella casa, a paradero
desconocido. Más tarde me enteré por el novio de una de estas chicas,
anarquista conocido, que este acto de vandalismo fue realizado por
iniciativa y encargo de la Guardia Nacional y que, al enterarse de que su
novia había sido llevada junto a las señoras, recorrió con otros de su ralea
todas las "checas" que ellos conocían en los alrededores de Madrid,
amenazando si no aparecía su novia.
Me fui inmediatamente a la policía, hablé con los tres hombres más
responsables exigiendo de ellos que se pusieran inmediatamente en marcha
las investigaciones, para saber qué había sido de las mujeres desaparecidas.
Hicieron una gran demostración de celo. Volví tres días seguidos a la
policía en busca de resultados. Me aseguraban, expresándome su más vivo
disgusto, que no habían encontrado rastro alguno de las mujeres, pero me
quedaba, trás las muchas conversaciones mantenidas, la impresión de que
no se había dado ni un paso para averiguar algo sino que adoptaban una
actitud hipócrita aparentando indignación, frente al molesto diplomático. En
realidad la policía procuraba no entorpecer el entramado de las "checas"
secretas y participaba por añadidura, en sus manejos, en muchos casos ante
los que se inhibía la acción oficial, como luego tuve, con frecuencia, la
ocasión de comprobar.
La impotencia del Gobierno frente a las bandas asesinas de las
organizaciones políticas, era cosa que en gran parte se fingía expresamente.
En el fondo, el Gobierno aprobaba los horrores de las "bandas” pero creía
salvar su responsabilidad, haciendo como que no podía dominarlas. Tuve
ocasión de hablar de este problema con diferentes Ministros. Siempre se
lamentaban, encogiéndose de hombros, de que el movimiento popular
hubiera venido acompañado de "algunos excesos", pero era a los rebeldes a
quienes les atribuían la culpa, por haberles mermado los efectivos de tropas,
de forma que el Gobierno se había visto obligado a utilizar la Policía, en
campaña, en lugar de emplearla en mantener el orden público. Tales
declaraciones obedecían sin duda a una consigna estudiada que no reflejaba
la realidad ya que cada ministro coincidía en la misma justificación, sin
reconocer un mínimo de culpabilidad, como evidenciaban los hechos.
Las siete mujeres habían desaparecido totalmente sin que yo pudiera
descubrir su rastro, a pesar de las investigaciones practicadas por mi en los
registros de asesinados de Madrid y pueblos vecinos.
Ante situación tan enojosa, solicité de la Dirección de la Policía el
envío, por la tarde, a la Legación, de dos funcionarios, para que
interrogaran a las dos muchachas del servicio a las que cité para que
acudieran a la misma. Los dos policías sí vinieron, pero una de las
muchachas se negó a prestar declaración por miedo a sufrir represalias. Su
hermano, un miliciano bastante zafio, amenazó con disparar toda la carga de
su pistola contra la Legación si intentábamos que declarara. Las dejamos
marchar y, en su lugar, el Cabo y su mujer refirieron lo que las muchachas
habían contado por la mañana. Uno de los policías, un joven rojo fanático
de unos veinte años, falseó la declaración como si fuera una acusación
contra el Gobierno y la mandó, en forma de denuncia al Comité Central de
la Guardia Nacional. El Presidente y Vicepresidente de este último eran dos
"buenas piezas" que por su conducta vergonzosa habían sido con
anterioridad expulsados de la Guardia Civil y ahora, lógicamente, se
hallaban en su deshonrada cúspide. Les sentaba especialmente mal ese
interés por descubrir a los secuestradores de las señoras, seguramente
porque ellos mismos eran cómplices y el coronel antiguo, era, eso sí,
campechano con ellos, pero en cuanto al servicio, un superior severo. En
lugar de los criminales, que quedaban sin castigo, se perseguía ahora al
testigo dispuesto a ayudar.
Yo, naturalmente, no sabía nada de toda esa intriga y no me enteré hasta
después, de relacionar unos hechos con otros. Todavía era yo lo
suficientemente ingenuo como para creer que los organismos estatales no
compadreaban con los delincuentes "incontrolados". El futuro me
proporcionó, generosamente, pruebas de lo contrario.

Ametralladoras contra la extraterritorialidad

Unos días después, a principios de noviembre, me despertó, a las doce


de la noche, el Cabo de Guardia; me dijo que abajo había un superior que le
requería para que se fuera con él al cuartel. El hombre me enseñó un escrito
en que el firmante, Vicepresidente de la Guardia Nacional, autorizaba al
mismo (al superior) y a un "camarada" para recoger de la Legación de
Noruega, al Cabo y llevárselo a "su Excelencia el Ministro de la
Gobernación".
Antes de continuar, y para comprender el riesgo de inseguridad en que
se vivía, tengo que decir que a la mañana siguiente me comunicaron que
algunos de los refugiados alojados en el sótano se habían despertado al oír
un automóvil que llegaba. Oyeron, asimismo, que se bajaban tres miembros
de la Guardia Nacional y daban palmadas para llamar al sereno que tenía
que abrirles, con arreglo a la costumbre española, ya que en esta tierra nadie
tiene llave de la casa donde vive. La nuestra no estaba, naturalmente, en
poder del sereno, que era rojo; la puerta estaba además bien asegurada con
cadenas y un cierre metálico. Mientras esperaban, el que parecía
capitanearlos le dijo a uno de ellos: "Te lo llevas en el coche, calle arriba, al
solar y lo líquidas allí mismo".
El Cabo, a quien había despertado el centinela que estaba de guardia en
el zaguán, y que era precisamente la persona que ellos querían llevarse,
había acudido a la puerta y, cuando vio que se trataba de un superior de su
Cuerpo, le dejó entrar a pesar de la severa prohibición que existía en contra.
Por ese motivo mi comunicado al día siguiente dirigido al Ministerio de
Estado (Asuntos Exteriores) señalaba la prohibición incumplida de la orden
expresa en los siguientes términos:

"El Encargado de Negocios manifiesta que el mencionado


guardia, no puede abandonar la Legación sin que antes se trate el
caso con el Ministerio de Estado y el Cuerpo Diplomático y que se
ruega tengan a bien abandonar el territorio noruego en el que se
hayan".

Primero se resistieron afirmando que ellos eran la "autoridad suprema"


en Madrid, y exigían que el guardia que buscaban, les llevara él mismo la
respuesta. Pero obedecieron a un segundo requerimiento y se fueron.
A continuación comuniqué inmediatamente el incidente al secretario del
Ministro de la Gobernación, conocido mío; ministerio de quien depende la
Guardia Nacional, y le informé, asimismo, de la frase ordenando la muerte
del Cabo, que habían oído mis refugiados; a todo lo cual, me prometió dar
conocimiento y curso del hecho.
A la mañana siguiente, se me avisó de que había llegado un vehículo
ocupado por Guardias Nacionales; el Vicepresidente del Comité nacional
exigía, al parecer, pasar inspección a los miembros de nuestra guardia.
Ordené al guardia que dejara sus armas delante de la puerta y pasara él sólo
al zaguán. Era el mismo que en la noche había dado orden de "liquidar" al
Cabo. Lo que quería discutir era el por qué yo no se lo había entregado
aquella noche. Le declaré al respecto que yo no quería tratar ese asunto más
que con el Ministro de Asuntos Exteriores (Ministerio de Estado) ya que
con el organismo del que ellos dependían yo no tenía relación alguna, y le
despaché.
Una hora más tarde, me anunciaron la aparición del Presidente del
Comité Nacional con tres coches y unos veinte guardias fuertemente
armados. También a él le obligué a dejar las armas delante de la puerta e
inmediatamente le invité a subir, él solo, a mi despacho, situado en la planta
cuarta. Declaró que venía con orden personal del Ministro de la
Gobernación (Interior), Sr. Galarza, de que le entregara a los seis miembros
de mi guardia. Me negué categóricamente a ello, apelando al convenio por
escrito, concertado con el Gobierno, en el sentido de que no podría
introducirse modificación alguna en el mismo, sin mi consentimiento. Yo
estaba dispuesto a discutir el asunto con el Cuerpo Diplomático y con el
Ministerio de Estado y a enterarme de las posturas adoptadas, en principio,
al respecto por el Cuerpo Diplomático, pero no acataba órdenes del
Ministerio de la Gobernación (Interior), con el que no me ligaba relación
oficial alguna.
Este joven de unos veintiocho años de edad, con un pasado de muy
dudosa reputación, como ya queda mencionado, sólo sabía repetir: "Si Ud.
tendrá la razón, pero yo tengo órdenes del Ministro y las tengo que
cumplir". Finalmente y como viera que con lo de "su ministro" no
conseguía nada, se conformó con mi promesa de plantear inmediatamente la
cuestión al Cuerpo Diplomático y, juntamente con éste, al Ministerio de
Estado (Asuntos Exteriores), con el fin de llegar a una solución de
principio, y se retiró.
Apenas había llegado abajo en el ascensor, cuando algunos jóvenes
refugiados, corrían hacia arriba para comunicarme que los Guardias que
esperaban en la calle empujaron la puerta, al tiempo que la estaban abriendo
al Presidente para que saliera, y habían conseguido entrar e invadido el
zaguán. Yo por precaución había mandado encerrar a nuestro Guardia en el
sótano y ahora ordenaba a los refugiados, en turno de guardia, que se
retiraran del zaguán a los pisos más altos.
Bajé al zaguán y lo encontré lleno de tipos mal encarados con uniforme
de la Guardia Nacional, con grandes pistolas ametralladoras en las manos.
En el último escalón me encontré, de cara, con el "Presidente". Le grité en
tono imperativo y amenazador:
"¿Es usted el hombre con el que acabó de negociar? ¿No acordó usted
conmigo, en esperar hasta que yo solucionara este asunto con el Ministerio
de Asuntos Exteriores?"
El insistió que tenía que cumplir las órdenes del Ministro. Yo me puse a
vociferar lo más alto posible diciéndole que él se hallaba en territorio
noruego y que tenía que salir inmediatamente de la casa con toda su banda
y, si pretendía quedarse, tenía que empezar por matarme a mí ya que yo no
estaba dispuesto a aguantar semejante transgresión. A esto replicaba que no
me quería matar y que se quería ir, pero que, primero, quería relevar la
guardia. Le grité que aquí no tenía absolutamente nada que hacer, sino salir
inmediatamente a la calle ya que estaba dispuesto a arrancarle, de un
momento a otro, a pesar de mi edad, la nariz de la cara. El bigote erizado, el
pelo largo, agitado al aire y los tacos y palabras fuertes con que aderecé mi
discurso, dieron como resultado que todo aquel montón de gente se
volviera, gruñendo, hacia la puerta que yo mismo cerré detrás de ellos. A
través de los cristales vi que aún se quedaban algún tiempo junto a sus
coches, mirando hacia la puerta. No podía concebir todavía que tantas
pistolas hubieran tenido que ceder ante un anciano indefenso.
Una hora después tenía yo al teléfono al Ministro Galarza. Exigía la
entrega de mi guardia, que dependía de él: poder disponer de sus hombres
libremente era para él una cuestión de prestigio, y no podía consentir que se
le presentara resistencia alguna. Yo le repliqué que no se trataba de prestigio
ni de resistencia, sino de la fidelidad a un convenio con el Gobierno que
también le obligaba a él. El asunto, como ya se lo habría comunicado su
subordinado, el Presidente de la Guardia Nacional, lo estaba tratando legal
y reglamentariamente, el Cuerpo Diplomático con el Ministerio de Estado
por lo que entretanto, tendría que esperar con paciencia, puesto que yo no
mantenía con él relaciones oficiales. Aquel hombre, conocido por su
violencia y sus malos sentimientos, se irritó sobremanera ante esta
respuesta. Para no reconocer que se veía forzado a llevar a cabo toda esa
acción bajo la presión ejercida por el Comité Nacional de la Guardia
Nacional, a la que temía, sostenía que había recibido de las autoridades
militares la orden de que los efectivos dedicados a la custodia de la
totalidad de las representaciones diplomáticas se personara, antes de las seis
de la tarde, en tales y tales cuarteles para salir inmediatamente hacia el
frente. Mentía descaradamente, para intimidarme sin duda, ya que se daba
cuenta de que, por sí solo, no podía. Yo mantenía impasible mí inatacable
punto de vista.
A continuación, declaró, ya fuera de sí, que si yo no mandaba, antes de
las seis, a esos hombres a los cuarteles correspondientes, él los sacaría
violentamente de la Legación. Entonces yo le dije: "¿Me amenaza Ud. con
violar la extraterritorialidad noruega y con derramar sangre, para incumplir
un Convenio? Pues por las buenas no le voy a dejar entrar”. Él no estaba
amenazando, me replicó, pero sí que impondría por todo los medios su
autoridad y retiraría sus hombres. Era a todas luces inadmisible, que esa
gente estuviera dentro de la Legación; a partir de entonces iba a mandar
fusilar a cualquier hombre que pisara una representación diplomática.
El ministro Galarza, hijo "descarriado" de una buena familia de
militares, era tristemente célebre por su mal carácter y resentimientos. Su
intervención personal había convertido el incidente en asunto oficial para el
Cuerpo Diplomático, con características francamente preocupantes. Por lo
tanto, convoqué al Cuerpo Diplomático con el fin de prepararnos para un
segundo ataque armado de Galarza, ataque con el que, a todas luces,
podíamos contar. Acudieron inmediatamente un buen número de colegas de
diferentes países, destacando entre ellos, el Decano y el Secretario general
del Cuerpo Diplomático.
Poco después de las seis, repitió Galarza su llamada telefónica
insistiendo aún más en su amenaza a lo que yo contesté asimismo a tono,
que yo no iba a cambiar de actitud antes de que el Cuerpo Diplomático
adoptara una decisión, y que dejaría caer sobre él la responsabilidad con
todas las consecuencias de una acción violenta.
El Decano se puso entonces en comunicación telefónica con el Ministro
de Estado, el no menos tristemente célebre Álvarez del Vayo, que intentaba
rehuir la competencia que por obligación le incumbía y procuraba
traspasarla toda al Ministro de la Gobernación. Luego habló con el
Presidente del Consejo de Ministros, Largo Caballero, quien con su
limitación habitual consideraba anticuado el convenio (éste tenía poco más
de un mes de antigüedad) y superado ya por los acontecimientos, se negaba
reconocerle valor y no se recataba de dar a entender que lo consideraba
como una trampa, encaminada a motivar a los diplomáticos para que se
quedaran.
En resumidas cuentas, el Cuerpo Diplomático se veía frente a la
realidad de que estaban expuestos, junto con sus refugiados, a la mala
voluntad de una sociedad de prestidigitadores para los que un Convenio no
representaba más que un medio para engañar mejor.
A las nueve, volvió a llamar Galarza. Se iba a cenar en ese momento
pero quería tener la contestación antes de la medianoche. Su tono era ya
más moderado; se había dado cuenta de que no podía "meter la cabeza por
la pared" y procuraba ahora salvar su prestigio ante el Comité Nacional, que
le utilizaba como instrumento para satisfacer sus antojos asesinos. Los
colegas me pidieron que, con miras a la negativa de los demás Ministros,
cediera a la citada exigencia con el fin de evitar medidas violentas que
también podrían tener malas consecuencias para otras Legaciones. A las
once de la noche, telefoneé a Galarza para decirle que, a petición del
Cuerpo Diplomático, me había decidido a entregarle los hombres de la
guardia, pero no por la noche sino a la mañana siguiente y a un oficial de la
Policía y no a la gente del Comité Nacional. Pareció alegrarse mucho de
que se le abriera el callejón sin salida, en el que se había metido, por
cuestiones de prestigio, y añadió que a la mañana siguiente me mandaría un
relevo de toda confianza. Le repliqué que renunciaba a ello y, al objetarme
que, naturalmente, él tenía que proteger los edificios de las embajadas y
legaciones, le dije que eso había que hacerlo en la calle, ya que yo no iba a
dejar entrar en el edificio a nadie de su gente.
A la mañana siguiente, un oficial recogió a los seis hombres;
inmediatamente después, vino el Presidente del Comité Nacional con un
relevo y se quedó muy decepcionado al ver que había llegado tarde para
echarles la garra por sí mismo. Le mandé decir que la guardia tendría que
quedarse en la calle; el portal ya no volvería a abrirse para ellos. A partir de
ese momento, los puestos de guardia de la Legación de Noruega estarían en
la calle, delante del edificio. Ni la lluvia ni el frío ni un tiroteo les
autorizaría para traspasar el umbral. Ante las observaciones que
ocasionalmente me hacían, yo les contesté que su Ministro había
amenazado con fusilar a cualquiera de los hombres que pisara una Legación
y yo no quería ponerles en semejante peligro.
Pero la historia de los seis hombres que nos custodiaban, aún continuó.
Primero, los encerraron a los seis, y a su Cabo, en régimen de
incomunicación. Transcurridas varias semanas, dieron libertad a los otros
cinco y les enviaron al frente desde donde algunos se pasaron pronto a los
nacionales. El Cabo fue acusado de desacato, desobediencia y de calumnias
al Gobierno, ante el Tribunal Popular. En el transcurso de los meses
siguientes, tuve que recurrir tres veces al Presidente del Tribunal Supremo,
y una de ellas, a las doce de la noche al Comité de la Guardia Nacional,
porque llegué a enterarme que aquellos "hombres de bien" del Comité
habían decidido "dar el paseo" al Cabo, junto con otros guardias de la
antigua Guardia Civil. Querían, por encima de todo, quitarlo del medio,
pero lo impedí hasta que llegó el día de acudir a juicio. Me presenté yo
mismo ante el Tribunal e hice, como único testigo, mi declaración. Había
conseguido que el policía rojo rectificara su falsa acusación. El Cabo quedó
libre. Pero ahora, lo que ocurría era que el irritado Comité, obligado a tener
que aceptar como mi voluntad terminaba imponiéndose y les arrebataba su
víctima, impugnaron la sentencia y pretendieron condenar a aquel hombre
con arreglo a su propia "jurisdicción" y ello, lo pude saber, ya en la
siguiente noche. De nuevo tuvo que intervenir el Presidente del Tribunal
Supremo, quien convocó al Presidente y al Vicepresidente del Comité y les
forzó a aceptar mi solución; licenciar a aquel hombre, separándolo de la
Guardia Civil y entregármelo a mí, como elemento civil; así se hizo y al fin
quedó a salvo en la Legación.

Relato de un preso

Lo que ocurría en las prisiones, por entonces, puede deducirse de la


descripción de las jornadas carcelarias en "Ventas", escrita por uno de los
presos, que nos facilitó una visión de conjunto de sus vivencias mediante un
álbum ilustrado con dibujos, que nos entregó después de salir de la misión y
cuando ya estaba refugiado en la Legación de Noruega. Decía así:
"Nunca se me olvidará; eran las doce del mediodía del 30 de
noviembre de 1936. En nuestra celda, como en las demás, se
presentó un grupo de individuos acompañados de algunos jóvenes
con pistolas; y, con ellos, uno que se presentaba como jefe y que
debía de ser un Comisario de la checa de Fomento 9, comunista.
Con ellos, entraron en las celdas dormitorio dos vigilantes de los
presos, así como un jefe de milicianos, llamado Díaz, cuya
presencia en relación con este episodio nadie podía explicarse, si
bien, más adelante, pude experimentar, de modo directo, cuál era la
razón de su aparición entre nosotros.
Una vez hecho el recorrido, hicieron formar a los presos como
para pasar lista en el centro de la galería donde, con gestos
extraños, se reunió junto a nosotros el enigmático Díaz y entonces
comenzó a hablar el Comisario: "¡salud a todos! (Salud es el
saludo bolchevique, con el puño cerrado y en alto). La República se
ve amenazada por el fascismo, que ha intentado suprimir la libertad
del pueblo e imponerle su yugo. El Gobierno legítimo de la
República reclama de vosotros que, en la medida de vuestras
fuerzas, la defendáis con el fusil, con el pico o con la pala, llenando
sacos terreros o abriendo trincheras. El que esté dispuesto ¡que dé
un paso adelante!”
Se produjo un silencio impresionante, un cruce rapidísimo de
miradas. Unos ochenta dieron al paso adelante, otros veinte se
quedaron donde estaban; entre ellos, yo. En ese momento mi vida
pendía de un hilo. Entonces, el ya mencionado Díaz, con ademanes
medrosos y, procurando pasar inadvertido, se puso discretamente
detrás de mí y me: susurró: "¡Da el paso, de ello depende tu vida!"
yo di el paso al frente y entonces, al verlo, también lo hizo el
teniente coronel B.F. y tuvo suerte, pero cuando otro quiso hacer lo
mismo ya no pudo, porque le observaban. En medio del horror de
todo lo ocurrido, tenía yo al menos la satisfacción de haber salvado
la vida a uno que se guió por lo que yo hice”.
Anotaron los nombres de aquellos que no habían dado el paso
adelante y el grupo de los milicianos se trasladó a las oficinas, de la
cárcel donde establecieron siete tribunales ilegales para
sentenciarnos. Bajábamos, en cada ocasión, veinte para cada
Tribunal. El mío, lo formaban un robusto joven que llevaba un
jersey gris y una jovencita que, según dijeron algunos, se llamaba
N.
M. Y era mecanógrafa de la Dirección General de Seguridad.
Estaba sentada frente a una máquina de escribir, pero no la usaba y
el joven estaba también sentado con una mesa delante. Éste me hizo
las siguientes preguntas (aún las estoy oyendo): "Siéntate" (todo
ello con gran grosería). Me senté a la mesa y me apoyé en ella. "No
¡sin apoyarte!" "¿Cuánto tiempo has estado afiliado a la Falange?
Qué hiciste en octubre de 1934? (durante el levantamiento
comunista de Asturias) ¿Cuántos periódicos vendiste entonces por
la calle? (durante la huelga de la prensa de derechas). ¿Cuántos
años tienes?, ¿Cuál es tu oficio? ¿Estás diciendo la verdad? ¿Qué
quieres, jurar o prometer? ¿Eres cristiano? ¿Qué es lo que harías,
si te dejáramos en libertad? ¿Cuándo te cogieron preso? ¿Qué
harías si te dejáramos en libertad y vieras a la República
amenazada por los fascistas?, ¡ah! ¿No la defenderías? ¿Quién
responde por ti? ¿Tu nombre? Finalmente, se opuso a mi intento de
apoyar documentalmente una de mis respuestas, de la que el
dudaba. Escribió mi nombre junto a esto: "Evacuación". Se
confeccionaron tres listas, a saber: "Traslado a otra prisión"
"Evacuación" (?) y "Libertad".
En la prisión de Ventas los dormitorios estaban clasificados por
profesiones; uno estaba ocupado por oficiales, otro por clérigos. A
los oficiales se les planteó asimismo la alternativa antes descrita,
pero ni uno solo dio el paso adelante. A ellos, junto a todos los que
no lo habían dado, los sacaron de la cárcel la noche siguiente, a las
dos de la madrugada, sin más trámites y sin más ropa que la de
dormir, en camiones y con las manos atadas a la espalda, al
cercano cementerio principal de Madrid, situado al este de la
ciudad, donde los fusilaron contra la tapia. En conjunto, corrieron
esa suerte en aquella noche, ciento ochenta hombres, todos
procedentes de esa prisión.

El relato de mi informador continúa y lo transcribo para hacer pasar a la


Historia, con toda su desnudez, los hechos reales de aquélla época:

“Son las cinco y media de la mañana del dos de diciembre de


1936, en la galería reina una calma absoluta, aunque no duerme
nadie. De repente se oyó un ruido de llaves y dos voces. Una de
ellas llama "¡ordenanza!" y le dice al preso que desempeña ese
cargo: "abre las celdas de aquellos a quienes yo llame". Llevaba
once papeletas en la mano y las alumbraba con su linterna
eléctrica. Daba muestras de tener mucha prisa por llevarse a la
gente a la que había venido a buscar. Todo ello iba acompañado de
palabrotas. Los desgraciados a quiénes habían llamado salieron
fuera, y, con ellos, un suboficial de la Policía Militar que era el que
hacía de jefe del dormitorio. Todo se portaban como valientes
porque ya preveían la suerte que les esperaba. Para ocupar el
puesto del suboficial, me eligieron a mí que resulté ser el más joven
entre los jefes de sala de prisión y, tenía que responder de ciento un
hombres, hacer por ellos lo que buenamente podía frente a los
abusos de los milicianos y levantar el abatimiento de mis
camaradas. ¡Y además tenía que cumplir los últimos deseos y
encargos de los desgraciados que partían!.
¡Qué día aquel! y ¡qué noche, a la espera de que amaneciera! y
con la inesperada responsabilidad que se me había venido encima.
Eran las cinco y media de la mañana del día dos de diciembre.
Llevábamos hora y media oyendo entrar a los camiones que venían
a recoger más gente que el día anterior. Oigo dar vueltas a la llave
en la cerradura de la verja de hierro y pasos en la galería. Una voz
me llama ¡Responsable! Salgo y me veo al celador de la CNT, el
peor de todos, con su linterna y la papeleta amarilla en la mano
para llevarse a otros diecisiete. Cojo la papeleta y me quedo sin voz
al verme obligado a llamar a mis compañeros para ir al matadero.
Con el pretexto de meterles prisa, entro en las celdas de los que
había llamado evitando que entrara el celador. Así pude hacerme
cargo de sus últimos deseos y encargos; me entregaron cartas,
fotos, anillos. De lo que más les costaba deshacerse era de las
cartas de sus madres y de sus novias, etc. Sin embargo, en medio de
mi dolor, tenía la satisfacción de poder hacer llegar todo ello a sus
familias y de ser yo quien les comunicara la suerte corrida por los
suyos.
A uno de los llamados no podía levantarlo del colchón, porque
era víctima de un ataque en el que había perdido el conocimiento.
Aún me parece ver su mirada errante de un lado para otro, sin un
punto en que fijarla, que parecía la de un débil mental. Sólo a mí me
miraba, como si quisiera que le dijera la verdad. Yo le alcé un
poquito, pero volvió a caer pesadamente sobre el colchón. El
celador le puso su linterna ante los ojos, pero la impresión que
daba era de que no veía la luz. El celador estaba furioso por el
retraso porque tenían mucho interés en acabar con esa expedición
antes del amanecer. Entretanto, bajaron los dieciséis y como el
diecisiete no volvía en sí, tuve que bajar a la enfermería a llamar a
un médico, también preso, que le puso debajo de la nariz no sé qué
sustancia de fuerte olor. No volvió, sin embargo, en sí, pero
entonces el celador todo irritado dijo que había que sacarlo,
aunque fuera a rastras. Con otros tres camaradas levanté el cuerpo
sin vida, lo vestí y lo llevé allí donde ya estaban reunidos los demás
compañeros.
¡Qué horror! ¡Ese momento no se me olvidará en la vida! En la
sala de reunión de la cárcel, cuarenta hombres, mejor diría
"bandidos" armados con fusiles con bayonetas y uniformados con
abrigos de cuero, gorros rusos y otros aditamentos de cuero,
mandados por un individuo que llevaba el capote azul claro
correspondiente a un Oficial de Caballería, vigilaban a los
desgraciados, de los que anteriormente me había despedido. Pude
ver que les habían quitado las mantas de cama, que eran propiedad
privada suya, y las habían amontonado en un rincón, así como el
jabón, la pasta de dientes, los peines, etc. pero lo peor era la
retirada de sus documentos que juntamente con otros objetos,
hubieran servido para identificarlos. Los ataron, no como otras
veces, es decir de dos en dos, codo con codo, sino individualmente,
juntas las manos a la espalda, con cordeles muy finos que les
hacían un daño horrible. Ni el Director ni ningún Oficial de
Prisiones se dejaron ver en ninguna parte.
Al entrar con mi compañero enfermo, sin sentido, y querer
llevarlo a uno de los coches, me gritó uno de aquellos camaradas
“¿A dónde vas con él? Lo llevo al auto. No, déjalo ahí, ¿Qué le
pasa? Que le ha dado un ataque y está como un pelele, no se tiene
de pie. ¡Déjalo ahí!, dijo señalando el montón de mantas. Allí lo
dejé tumbado, sin sentido como antes. Recuerdo las palabras llenas
de crueldad, pronunciadas por uno de esos tíos, señalándolo: “¡A
éste ya no le da otro ataque!”.
Aquella mañana se llevaron en total a veintitrés. Nunca se me
olvidará la despedida de esos desgraciados destinados a encararse
con la muerte. De ello estaban convencidos, pero iban con paso
firme, valientes como si no fuera con ellos. Me abrazaban y cuando
yo caía en sus brazos, también en mí crecía un espíritu de valentía.
¡Adiós, hasta que Dios quiera! Les decía al oído. ¡Qué dolor, sentir
el ruido cada vez más lejano de los motores de esos camiones, en
los que unos patriotas españoles honorables iban al encuentro de la
muerte por manos asesinas!”

Crimenes monstruoso

Volvamos a los primeros días de noviembre de 1936. Las tropas


nacionales presionaban, y se acercaban a Madrid provocando el pánico que
aumentaba al máximo y descargaba en estallidos de furor y odio contra los
indefensos cautivos. En esos trágicos días de noviembre las mujeres de los
detenidos acudían todas las mañanas a centenares para llevarles algo de
comida o alguna prenda de abrigo, soportando las mayores humillaciones
con los más groseros insultos cuando no eran tratadas a culatazos por lo que
más de una, fue detenida a manifestar su repulsa y protesta ante semejante
violencia.
El seis de noviembre me encontraba en la Cárcel Modelo de la
Moncloa, cuando, por la tarde estallaron las primeras granadas cobrándose
varios muertos así como una serie heridos.
La actitud de los milicianos era amenazadora y peligrosa y gracias,
únicamente a mis buenas relaciones con los funcionarios de prisiones podía
aún visitar la cárcel y pasar algún rato allí. Estaba muy preocupado por la
suerte de los presos y entre los que eran objeto de mi atención especial, por
motivos de amistad o conocidos de otros, les pude llamar al locutorio para
infundirles ánimos.
En la noche del seis al siete de noviembre el gobierno se había
"evaporado" sin hacer ruido, ni dejar rastro, ante semejante situación en la
mañana del día siete recogí al Delegado del Comité de la Cruz Roja y nos
fuimos juntos en coche, a la cárcel Modelo. ¡Cuál fue nuestra sorpresa
cuando nos encontramos con que en la plaza que queda frente a la cárcel
estaba cerrada en semi-círculo por barricadas de adoquines extraídos de la
misma calzada y milicianos de guardia con la bayoneta calada, en la
entrada, prohibiendo su acceso!. Dentro de la plaza que quedaba cerrada
con las barricadas, había gran número de autobuses.
El centinela se oponía a que pasara nuestro coche, entonces exigí que
llamaran al Cabo de guardia y al no comparecer, di orden al chófer de que
pasara, sin que interviniera el centinela. En el patio de la cárcel, todo estaba
tranquilo y no se veía a nadie más que a el centinela. Traté de ponerme en
contacto con el Director, pero me dijeron que desde la mañana temprano
estaba en el Ministerio.
Busqué entonces al Subdirector, y le pregunté lo que significaban todos
esos autobuses. Me respondió que habían venido con objeto de trasladar a
unos ciento veinte oficiales a Valencia para evitar que cayeran en manos de
los nacionales. Por lo demás, no había novedad.
No es que desconfiara de aquel hombre, a quién conocía como persona
de toda confianza, pero sí dudaba de la verosimilitud de sus informaciones,
por lo que resolví acudir a la Dirección General de Seguridad para tratar de
averiguar algo con mayor exactitud y renuncié por tanto a hablar con los
presos. Fuera, en el patio, me encontré con el principal responsable político
de esa cárcel, un viejo comunista, de oficio maquinista-ferroviario, con el
que me llevaba muy bien, quien me había prometido repetidas veces
proteger de todos los peligros a las personas que yo le había relacionado en
una hoja y que estaban en la galería especialmente confiada a su custodia.
Me confirmó, exactamente, lo mismo que me había dicho el Subdirector y
atribuyó el número excesivo de autobuses para sólo ciento veinte presos a
que también tenían que recoger militares en otras cárceles. No sabía,
todavía, cuando tenía que efectuarse la ocupación de los autobuses.
Entonces, nos fuimos con el Delegado de la Cruz Roja, a la Cárcel de
Mujeres, donde todo iba bien y de allí nos dirigimos a la Dirección General,
donde en cambio, reinaba el caos. La noche anterior el Gobierno se había
ido, en secreto, a Valencia y con él, el Director General, Manuel Muñoz, un
nombre que habría que marcar a fuego. A mi pregunta acerca de quién era
ahora, en Madrid el responsable del orden, se me contestó que al parecer
Margarita Nelken (diputada socialista) ya que ésta se había instalado, desde
por la mañana, en el despacho del Director General. Nadie, sin embargo,
sabía nada concreto y oficial. Pedí que me dejaran hablar con ella, pero
transcurrido cierto tiempo me hicieron ver que se había ido. Yo lo que
pienso es que no quiso dar la cara. Le dejé una tarjeta, en alemán, en la que
apelaba a sus sentimientos humanitarios. En otra ocasión en que, por
casualidad, me la presentaron, en la Embajada de Francia, al dirigirle yo la
palabra en mi idioma me dijo que se le había olvidado el alemán, a pesar de
que sus padres procedían Alemania y que en su casa lo hablaban.
Nos pusimos en marcha con el fin de encontrarla, pues nos importaba en
grado sumo obtener garantías de que las cárceles estaban custodiadas y
controladas por la autoridad del Estado, porque a pesar de las afirmaciones
tranquilizadoras que habíamos oído, algo había en el aire que nos hacía
desconfiar. La buscamos en la Casa del Pueblo (la casa de los sindicatos
socialistas), en el Ministerio de la Gobernación (Interior) y en otros
organismos sin poder encontrarla en ninguna parte.
El Gobierno se había marchado, sin notificárselo al Cuerpo Diplomático
y sin pedirle que le acompañara. ¡Eso era un “precedente”, sin precedentes!
Sólo, después, se procedió a una notificación nada clara que ni siquiera
aludía a la permanencia de los diplomáticos. Ante situación tan delicada se
convocó una reunión de todo el Cuerpo Diplomático. También se convino
en enviar una comisión a Miaja para tratar de la situación de las prisiones.
Yo no me quedé esperando; intenté actuar. En la Embajada de Chile, se me
acercó una dama extranjera con una proposición fantástica: el Colegio de
Abogados de Madrid estaba dispuesto a poner a disposición del Cuerpo
Diplomático su propia milicia, unos cien hombres para proteger las
prisiones. Yo debería ir allí para tratar con aquella gente. Fui, y recibí, sí,
ofrecimientos verbales, pero ninguna señal de la existencia de una
disposición práctica. Todos estaban bajo la presión de la entrada de las
tropas nacionales y a todos les hubiera gustado asegurar su salvación a base
de los servicios prestados. Por otra parte, no se atrevían tampoco a mudar
de “casaca” demasiado pronto, porque ¿quién sabe?... Con tales
vacilaciones, nada inmediato y práctico podía emprenderse. Otra vez volví
al Cuerpo Diplomático, donde se me requería para enterarme de la
respuesta de Miaja, que, según nos informaron, se manifestó en estos
términos: "Todo está en orden, el Gobierno tiene las riendas del poder en la
mano, no hay nada que temer, mis manos están firmes, podéis confiar en
ellas. Madrid resistirá, la ciudad está segura". Pero yo pensaba en el número
inquietante de autobuses estacionados en la Moncloa y después de comer
reanudé enseguida la búsqueda de la "responsable Nelken", incluso en su
domicilio privado donde, sin embargo, en aquel día, aún no la habían visto.
Más adelante, oímos que en ese mismo día había estado, a primera hora de
la tarde, en la Cárcel de Mujeres de Conde de Toreno. Por desgracia no
pudimos averiguar nada en ninguna parte.
Con motivo de tal búsqueda, cruzamos por el barrio situado a orillas del
Manzanares, que queda frente a Carabanchel, tomado la víspera por los
nacionales. Reinaba una calma singular en aquel "frente" a lo largo del río.
Las carreteras y los puentes estaban cortados, aparentemente con sacos
terreros ya destrozados. Montones de tierra formaba al borde del río, una
línea defensiva primitiva y endeble. Lo mejor eran las barricadas de
adoquines arrancados de la calle, que había en dos o tres sitios. Se veían,
aquí y allá, impactos de granadas de pequeño calibre. Pero lo increíble de
dicho "frente" era que estaba desguarnecido, apenas media docena de
hombres, centinelas, detrás de sacos terreros, fueron los que vi durante todo
el recorrido a lo largo del río, desde el Puente de la Princesa hasta el Puente
de Toledo, donde, en la orilla de enfrente, estaban los nacionales. Ni un solo
disparo enturbió nuestro camino que discurría inmediatamente detrás de la
primera línea. Daba la impresión de que ya no existía, en absoluto, actitud
alguna de defensa, y que solamente dependía de los que estaban al otro
lado, saltar aquellos ridículos obstáculos y entrar, marchando, hacia
adelante.
Algunos días antes, cuando los nacionales estaban aún a algunos
kilómetros de distancia, había yo pasado en coche por uno de dichos
puentes, subiendo hacia Carabanchel. Los centinelas no planteaban
dificultades, aunque si miraban, por lo menos, nuestro salvoconducto antes
de dejarnos pasar. En aquel entonces, la línea, a todo lo largo del
Manzanares y, sobre toda las cabezas de puente, estaban ocupadas por un
número bastante importante de milicianos. La defensa de la principal
carretera de acceso consistía en un solo cañón melancólico, situado en la
carretera, detrás del montón de basura. Ahora que la cosa se había puesto
seria, parecía que los milicianos estaban de permiso. Asombraba que una
línea tan débil pudiera detener al enemigo, ni siquiera moralmente.
Abandonamos, pues, la infructuosa búsqueda de la "mandamás" de la
policía, M. Nelken, y acudimos al Ministerio de la Guerra donde se
encontraba el mando militar, recién nombrado, al frente del general Miaja,
que nos recibió enseguida y al que yo ya conocía por otras ocasiones que
tuve que entrevistarme con él. Le pedimos protección y seguridad para los
presos, que nos preocupaban mucho, y le contamos todo lo que habíamos
observado por la mañana en la Cárcel Modelo. Miaja nos prometió todo: "a
los presos no les tocarían ni un pelo". Le hablé especialmente de mi
abogado La Cierva y de su liberación. Miaja me aseguró que haría todo lo
humanamente posible por él. Eran las cinco y media de la tarde, y La
Cierva ¡hacia ya dos horas que lo habían asesinado!, como me enteré
después.
Al terminar la entrevista nos acompañó un ayudante, al que yo conocía
desde hacía tiempo, y nos recomendó que esperáramos un poco, porque iba
a tener lugar a continuación una reunión con los representantes de los
partidos del Frente Popular, donde se iba a nombra la nueva "Junta de
Defensa" de Madrid, y él nos presentaría al nuevo Delegado de Orden
Público, inmediatamente después de su nombramiento. En efecto, al poco,
se abrió la puerta de la Sala y acto seguido, afluyó a la misma un muestrario
de individuos representantes de los partidos en el Gobierno, que eran reflejo
de los distintos estratos populares, de donde se habían reclutado:
observamos el tipo algo aburguesado, engreído en su superioridad, poco
marcial en su antimilitarismo, de los republicanos de izquierdas; luego
percibimos los hombres de aspecto hermético, pero fiero de la juventud
socialista-comunista y, finalmente los típicos representantes de los "chulos"
madrileños, los anarquistas de la F.A.I., que entraban contorneándose y
dándose importancia, majestuosos, todos ellos con sus chaquetones de
cuero marrón y sus grandes pistolas al cinto. Eran los futuros señores
soberanos de Madrid, por la Gracia del Pueblo. Fueron pasando y
desaparecieron dentro del despacho del general.
Mientras con impaciencia esperábamos el final de la reunión, oímos
hablar por el teléfono a otro ayudante, que reflejaba a juzgar por sus
palabras el pánico y el atolondramiento reinante en Madrid. Incluso dentro
del Cuartel General, daba la impresión que no existía una defensa
organizada.
Después de una larga espera, apareció el ayudante acompañado de un
hombre joven, alrededor de veinticinco o treinta años, un "camarada"
robusto, con un rostro de expresión más bien brutal, y nos los presentó
como el nuevo Delegado de Orden Público. Pertenecía a las Juventudes
Comunistas, la más encarnizada e insensible de todas las organizaciones
proletarias. Extremó su cortesía con los diplomáticos, con quiénes
establecía contacto por primera vez en su vida, y nos citó para celebrar una
entrevista, en su nuevo despacho, a las siete de la tarde.
Entretanto, habían dado ya las seis y a mí me angustiaba de nuevo un
oscuro presentimiento, de lo que pudiera estar ocurriendo en la cárcel
Modelo. Cuando, en plena oscuridad me trasladé allí y entré en el patio,
donde se encontraban desperdigados, cierto número de milicianos, vino
enseguida corriendo hacia mí el Director y me dijo: ¡Se lo han llevado con
ellos!, ¡yo no estaba aquí, acabo de llegar del Ministerio! Se refería al
abogado de mi Legación, Ricardo de la Cierva, por el que me había
interesado tanto. Me refirió, a continuación, que ya en las noches
precedentes se había enfrentado dos veces, durante horas, con milicianos
que venían a llevárselo, discutiendo con ellos e intentando salvarlo hasta el
extremo de amenazarse mutuamente con las pistolas. Esta vez, sin embargo,
no hubo ya posibilidad alguna, porque tuvo que ausentarse todo el día en el
Ministerio. Al pedirle insistentemente detalles, me contestó que se habían
llevado varios centenares de presos para trasladarlos, según rezaba la Orden
de la Dirección General, a Valencia, a la prisión de San Miguel de los
Reyes. Se los entregaron a un comunista, llamado Ángel Rivera, que era
quien traía la orden. Deduje por sus propias referencias que él mismo veía
el asunto con pesimismo y, al hacerle yo algunas preguntas categóricas, me
contestaba con evasivas.
El terror se hacía sentir en el ambiente y se reflejaba en la figura de
aquellos mozalbetes desempeñando como milicianos el "servicio" de la
defensa de la cárcel, ante la proximidad de las tropas nacionales que ya se
habían introducido en el casi circundante parque del Oeste, oyéndose
cercanos el tiroteo de que era objeto el edificio, así como el fuego de las
ametralladoras constituyendo aquella posición la piedra angular para la
defensa de Madrid.
Ya no podía quedarme allí más tiempo porque tenía que recoger al
Delegado de la Cruz Roja para acudir a la entrevista con la nueva autoridad
policial, tal como había quedado convenido entre nosotros. La tal autoridad,
se llamaba Santiago Carrillo, con el que tuvimos una conversación muy
larga en la que ciertamente recibimos toda clase de promesas de buena
voluntad y de intenciones humanitarias con respecto a la protección de los
presos y al cese de la actividad asesina, pero con el resultado final por todos
percibido de una sensación de inseguridad y de falta de sinceridad. Le puse
en conocimiento de lo que acababa de decirme el Director de la cárcel y le
pedí explicaciones. El pretendía no saber nada de todo aquello, cosa que me
pareció inverosímil. Pero a pesar de todas aquellas falsas promesas, durante
aquella noche y al siguiente día, continuaron los transportes de presos que
sacaban de las cárceles, sin que Miaja ni Carrillo se creyeran obligados a
intervenir. Y, entonces sí que no pudieron alegar desconocimiento ya que
ambos estaban informados por nosotros.
A propósito de esta conversación convendría destacar, además, la
afirmación categórica que nos manifestó el Delegado de Orden Público, de
que Madrid se defendería mientras quedaran en la ciudad dos piedras una
encima de otra y un hombre que pudiera sostener un fusil y que únicamente
se podría tomar cuando no quedara sino un montón de escombros.
Tal es, ahora como antes, el espíritu que domina en los dirigentes rojos
españoles. La destrucción es, en todos los campos, parte importante de su
programa y, la envidia, y el resentimiento su móvil esencial. Yo les decía a
menudo: "Estáis todos mal del hígado", en efecto, no les gusta ceder lo que
ellos no pueden mantener; encuentran consuelo y satisfacción, en haber
inutilizado a fondo, para otro, alguna cosa, e incluso aunque ellos mismos
ya no puedan sacarle utilidad. Lo mismo venía a confirmarme y ello
recreándose con gusto, un comisario de Policía en Madrid: "Cuando tomen
Madrid, la ciudad sólo será un montón de ruinas, todo está minado y antes
de entregarlo volará por los aires". Lo cual, naturalmente, no excluye, sino
al contrario, el que después, frente al resto del mundo, (cuyo horror ante
hechos tan vergonzosos, desconocen), atribuyan tal destrucción al enemigo.
Lo que sí tuvo cierta gracia fue que, al separarme del Delegado de
Orden Público en cuya mesa había depositado mis papeles y, sin darme
cuenta, cogí la copia de una orden secreta de Largo Caballero, en la que se
decía que el Gobierno "con el fin de poder seguir cumpliendo su
principalísima misión en defensa de la causa republicana, había resuelto
alejarse de Madrid y confiar a Miaja la defensa de la capital a cualquier
precio". Para apoyarle, como ya relaté anteriormente, se constituyó un
Comité de Defensa de Madrid, compuesto por todos los partidos
representados en el Gobierno, bajo la presidencia del propio Miaja. Este
Comité quedaba investido, por parte del Gobierno, de todos los poderes y
atribuciones para procurarse los medios necesarios para la defensa de
Madrid, "medios que se activarán y explotarán al máximo", y, "para el caso
en que, a pesar de todos los esfuerzos, tuviera que rendirse Madrid, dicha
organización quedará encargada de salvar todo el material de guerra, así
como todo cuanto pueda parecer de interés para el enemigo. En tal caso las
tropas se retirarán en dirección a Cuenca para establecer una línea defensiva
en un lugar que señalará el General en Jefe del Ejército".
Cuando regresé a casa, hacia las nueve, me encontré con el recado
procedente de otra Legación, que ésta había recibido de la cárcel con
destino a mí, según la cual Ricardo de la Cierva estaba en libertad. Dado
que tal mensaje no podía proceder más que muy en particular de uno de mis
protegidos de la cárcel, me fui de nuevo allí, en coche, hacia las diez para
enterarme con mayor exactitud. La cárcel Modelo estaba sumida en
profunda oscuridad y en gran agitación. En un amplio semicírculo en torno
a la misma, retumbaba el fuego de Infantería y caían granadas. Los
parapetos, que yo había visto por primera vez por la mañana, estaban ahora
ocupados y aquella gente hacia fuego a la buena ventura hacia dentro del
parque circundante, en plena oscuridad. En el patio de la Cárcel rondaban
figuras sospechosas con cara de bandidos y naturalmente, uniformados de
milicianos. Las miradas que dirigían al inoportuno diplomático no eran
ciertamente nada amistosas. Tardé aún en saber lo que esos tipos tenían ya
sobre su conciencia y los propósitos que aún abrigaban. Me fui para adentro
y pedí que me sacaran de su celda a mi protegido. Me informaron que se
habían llevado a gran número de presos, en el transcurso de la noche, en
dos expediciones, siempre por parejas atados el uno al otro por los codos y
sin poderse llevar su equipaje. Entre ellos, iba también La Cierva, que se
encontraba en otra galería distinta a la del responsable comunista a quien le
comprometí para que velará por la protección de mis protegidos, como así
ocurrió, pues se opuso con éxito a que fueran entregados todos los que
figuraban en las listas que ocupaban su galería. El mismo fue el que,
aprovechando la oportunidad que se le presentó de la presencia en la prisión
de una representación diplomática, encargó a un empleado de los
diplomáticos para que me comunicara que Ricardo de la Cierva ya no
estaba en ella; pero, interpretando erróneamente el recado, lo que se me
transmitió fue que estaba en libertad. Esta noticia despertó en mí la
confianza de que de alguna manera hubiese podido eludir el transporte y me
hizo concebir la esperanza de poder seguir buscándole con la consiguiente
incertidumbre.
Hacía ya algún tiempo que había yo conseguido que La Cierva fuera
trasladado también a la galería del responsable comunista, que ya le tenía en
su lista. Pero La Cierva no quiso abandonar su galería porque en ella
desempeñaba un cargo, como administrador de la caja de la farmacia de
socorro, que le distraía y al mismo tiempo le permitía atender a sus
compañeros de prisión lo cual fue, desgraciadamente, fatal para él.
Cuando, cerca ya de las once de la noche salía yo del interior de la
cárcel otra vez al patio, me sorprendió el interminable aluvión de hombres
con cascos de acero que penetraban por la puerta. Su aspecto era tan
distinto del de los milicianos, que me dirigí a unos cuantos y pude
comprobar que todos, sin excepción, eran extranjeros.
Se trataba de la primera "Brigada Internacional" que yo veía, llegada
aquel mismo día a Madrid y que quedaron a partir de entonces en la cárcel,
cuya defensa habían de asumir. De no ser por esa ayuda, repentinamente
surgida, de soldados de mejor calidad militar que los milicianos (eran
gentes experimentadas en múltiples servicios prestados en la Guerra
mundial, franceses, polacos, checos y también nórdicos) quizás hubiera
caído la cárcel en manos de las tropas nacionales en los siguientes dos o tres
días, con lo que se hubieran salvado los presos que aún quedaban (de tres
mil a cuatro mil).
Los detalles que llegué a conocer de cómo se efectuaban los transportes
de presos me intranquilizaban, si bien por entonces solamente los
consideraba como crueldad superflua, sin calar todavía en su verdadera
importancia. No presentía aún los abismos de inhumanidad por parte de
unos y de negligencia por parte de los otros, los miembros de las
autoridades.
Para llegar al fondo del asunto, me fui a la mañana siguiente, otra vez, a
ver al Director de la cárcel Modelo. De sus precavidas palabras, pude poco
a poco, ir entresacando que no creía que los presos hubieran llegado a los
pretendidos lugares de destino. Me enteré de que, en la noche recién
trascurrida, habían salido otras dos expediciones en las mismas
circunstancias sospechosas. Empezaba yo a barruntar la posibilidad de que
se hubiera cometido un crimen inaudito en el que, hasta entonces no había
podido ni pensar. El Director, con el fin de justificarse ante mí, me enseñó
un papel, en el que el Subdirector de la Dirección General de Seguridad le
ordenaba por escrito, con su firma, que entregara al portador del mismo los
novecientos setenta presos que éste le indicara, a efectos de su traslado a la
prisión de San Miguel de los Reyes en Valencia. Tuve conocimiento de que
dicha orden se la había dado al Subdirector, verbalmente, el Director
General de Seguridad, en la noche del 6 al 7 de noviembre, antes de su
huida, y que tal fue el precio que ese canalla de Director General, pagó a los
comunistas, que le vigilaban, para conseguir que le consintieran la huída.
Supe, además, que tanto el Subdirector como el Director de la cárcel habían
intentado obtener de los cabecillas un aplazamiento de esos "traslados" con
el fin de ganar tiempo para negociar con ellos (con algunas botellas de vino
de por medio, como de modo significativo, decía el Director), pero éstos se
negaron a cualquier aplazamiento invocando la orden del Director General,
y se salieron con la suya.
Los comunistas iban acompañados por policías estatales, pertenecientes
a la Brigada Criminal del Comisario de Policía, García Atadell. El Director
de la cárcel Modelo se sinceró conmigo en reconocer que, consciente de su
impotencia para intervenir en contra de ese plan que detestaba, había
preferido permanecer ausente de la cárcel todo el día. Pero lo cierto es que
tampoco se había atrevido a hacernos llegar indicación previa alguna, ni a
mí, ni al Encargado de Negocios de la República Argentina con el que
asimismo mantenía buenas relaciones personales.
Al cabo de unos días ingresaron en mi Legación, en calidad de
refugiados, dos presos liberados que habían actuado de escribientes en una
de las galerías, por lo que gozaban de mayor libertad de movimientos y más
posibilidades que otros presos de relacionarse con los milicianos. Me
confirmaron todas las cifras y detalles obtenidos y añadieron que esos
policías habían reclutado, de entre la guardia que custodiaba la cárcel,
voluntarios para "disparar", diciendo: "Hay poco tiempo para acabar con
tanta gente y nosotros somos pocos". Esos “voluntarios" contaban luego
detalles que declaraban su desnaturalizada crueldad, tales como que, unas
veces antes y otras después de disparar contra sus víctimas, les habían
quitado sus pitilleras, plumas estilográficas, botas; en fin, que se les
desvalijaba hasta de su propia vestimenta.
En los días que siguieron, iba tomando cuerpo la verosimilitud de un
crimen de dimensiones inauditas. Recogí información en otras prisiones y
pude comprobar que en San Antón y en la de Porlier se habían producido,
asimismo, "sacas" sospechosas; en la primera, ciento ochenta hombres con
dirección a Alcalá de Henares; en la última, doscientos para Chinchilla.
Pronto pude averiguar que de los ciento ochenta con destino a Alcalá sólo
llegaron ciento veinte. ¡A unos sesenta los asesinaron por el camino! Otra
expedición de unos sesenta y cinco procedentes de San Antón
afortunadamente se había retrasado algo y pudo salvarse en el último
momento.
Ahora, se trataba de aclarar lo ocurrido con los otros mil doscientos,
procedentes de la cárcel Modelo y de la de Porlier. Conseguí, a duras penas
y valiéndome de determinadas relaciones, obtener comunicación con el
penal de San Miguel de los Reyes en Valencia y con el de Chinchilla, a
cuyos desprevenidos directores pregunté, apelando a su conciencia, cuántos
presos, procedentes de las cárceles de Madrid, habían ingresado en sus
establecimientos penitenciarios, durante la última quincena. En ambos
casos me aseguraron, extrañados, que ni uno solo. Asimismo les pregunté si
no había llegado notificación alguna en forma de lista. No, no habían
recibido ni notificación ni lista. Por si acaso, telefoneé aún a la prisión
principal de Valencia, de donde recibí la misma información.
Ahora estaba claro: habían asesinado a mil doscientas personas a las que
había sacado de las cárceles con dicho fin, ya que ni siquiera se había
cursado el usual preaviso. Lo cursaron únicamente en el caso de Alcalá de
Henares, y si esto se hizo por error o distracción o porque la decisión de
asesinarlos partió de los acompañantes ya por el camino, es cosa que no se
pudo averiguar. La realidad fue que de San Antón salieron tres autobuses,
uno por la mañana, otro a mediodía y otro por la tarde. El primero y el
último llegaron intactos a Alcalá, los presos del segundo o intermedio
fueron asesinados sin excepción.
Entre ellos estaban los mejores apellidos de España y, sobre todo,
militares, oficiales elegidos para víctimas con arreglo al buen parecer de los
comunistas. Eran hombres a los que nunca se había juzgado, ni siquiera
acusado. Estaban presos desde que estallaron los disturbios y, hasta
entonces, se les había considerado como rehenes. Ahora lo que importaba
era seguir la pista de los hechos hasta descubrir el lugar del crimen.
Guiándome por lo que se rumoreaba, oí algo acerca de un pueblo que
estaba a 20 km. de Madrid, Torrejón de Ardoz, en la carretera de Alcalá de
Henares. Me fui hasta allí, me reuní con un antiguo conocido, agricultor, y
me encerré en su casa con él. Muy turbado, el hombre no quería hablar.
Estaba sobrecogido por el horror reinante y me dijo que a él mismo, lo
habían llevado ya para matarlo y que sólo debía la vida a la intervención
casual de otros; que le habían quitado todo y que apenas se atrevía a pisar la
calle. Le habían asesinado a un hermano, empleado de comercio en Madrid
que, para mayor seguridad, se había vuelto a su pueblo. Costándome mucho
trabajo y garantizándole, por mi parte, silencio incondicional pude
sonsacarle que había oído que algunos autobuses torcieron en dirección al
río Henares y que otros, según contaban habían ido hacia Paracuellos del
Jarama, que estaba en otra dirección. De detalles de lo ocurrido no sabía él
nada. Todavía acudí a otra persona para que me concretara algo esas
noticias, pero me encontré con que negaba lisa y llanamente tener el más
mínimo conocimiento de aquello, de lo cual deduje que en aquel pueblo la
consigna dada era "silencio o muerte".
Me fui luego a hacer una visita a la cárcel de Alcalá pensando en que
quizá podría saber algo por los que allí habían llegado procedentes de San
Antón. El Delegado de la Cruz Roja Internacional no me acompañó,
naturalmente, a las visitas secretas, ya que no hablaba español y su
presencia más bien hubiera entorpecido las cosas. En la prisión de Alcalá
nos encontramos con el Encargado de Negocios de Argentina, don E. Pérez
Quesada con el que yo ya había compartido con frecuencia tareas
humanitarias.
Le hice partícipe de mis averiguaciones y le invité a venir conmigo,
pues yo estaba decidido a desviarme en el viaje de regreso y, pasara lo que
pasara, a encontrar a toda costa aquél ominoso lugar.
Se mostró dispuesto a acompañarme y fuimos un par de kilómetros por
una carretera secundaria desde el pueblo de Torrejón hasta el puente sobre
el Henares. Allí había, junto a la carretera, una casa solitaria, que antes
había sido una modesta casa de peones camineros. La casualidad quiso que
esa casa fuese precisamente aquella en la que en 1905, el anarquista Morral
tomó su último alimento en su huida por los campos, después de haber
arrojado la bomba contra la carroza real el día de la boda del Rey Alfonso
XIII. Allí le pidió sus papeles una patrulla de la Guardia civil que iba de
paso y él echó correr hasta un campo que había cerca, en el que se suicidó
con su pistola.
Delante de esta casa había algunas mujeres sentadas, con unos niños
jugando. Cerca de ahí, se bifurcaba un camino rural y uno de sus ramales
bajaba hacia el río, en dirección a un castillo del siglo XVIII, llamado
Castillo de Aldovea. El cauce del río es profundo, en aquel lugar y sus
orillas están abundantemente cubiertas de árboles y de vegetación de monte
bajo. Yo sospechaba de ese camino en el que, sin embargo, no se veían
huellas del paso de coches que, por lo demás, hubieran tenido que
apreciarse, pues hacía mucho tiempo que no llovía.
A las preguntas que, con precaución, les hicimos acerca de los
autobuses que habían pasado por allí el domingo anterior, las mujeres
respondieron, tímidamente, que ellas eran forasteras, recién trasladadas en
esos mismos días, desde sus pueblos, y que no habían observado ni oído
nada. Continuamos conduciendo río arriba hasta una casita solitaria.
Afortunadamente sólo estaba en ella la mujer. Esta nos contó sin apuros
que, efectivamente, el domingo por la mañana pasaron un buen número de
autobuses, llenos de hombres procedentes de Madrid, que torcían para
entrar en el mencionado camino rural. Al poco tiempo empezó un tiroteo
que duró toda la mañana. Eso era en el lecho del río muy cerca del castillo.
El lunes, temprano, aún vino otro autobús con unos pocos.
Luego fuimos por el camino vecinal en dirección al castillo y
observamos el lecho del río. Debido al espesor de la arboleda no pudimos
dar con el lugar, ni siquiera yendo a pie. A continuación, fuimos en coche
hasta el castillo en el que yo entré. Allí estaban los hombres que
custodiaban un establecimiento de doma caballar alojado en dicha finca.
Pregunte por el “responsable”. Afortunadamente no estaba allí. Luego me
dirigí al único que estaba de guardia, que era un miliciano, y le pregunté sin
rodeos donde habían enterrado los hombres que fusilaron el domingo,
dando por sabido lo ocurrido. El hombre empezó a hacerme una descripción
algo complicada del camino. Le dice que sería mucho más sencillo que nos
acompañara y nos enseñara el lugar; me hizo caso, se colgó el fusil y nos
condujo al lugar. A unos ciento cincuenta metros del castillo se metió en
una zanja profunda y seca que iba del castillo al río, y que llaman "Caz"; era
una antigua acequia. Ahí empezaba, en el fondo de dicha zanja, un montón
de unos dos metros de alto de tierra recientemente removida. Lo señaló y
dijo: "aquí empieza". Había un fuerte olor a putrefacción: por encima del
suelo se veían desigualdades, como si emergieran miembros, en un lugar
asomaban botas. No se habían echado sobre los cuerpos más que una fina
capa de tierra. Seguimos la zanja en dirección al río. La remoción reciente
de tierra y la correspondiente elevación del nivel del fondo de la cacera
tenía una longitud de unos trescientos metros! ¡Se trataba pues de la tumba
de quinientos a seiscientos hombres!, Tal como aún pude sonsacarle al
miliciano, aquello había transcurrido de la siguiente manera: los autobuses
que llegaban se estacionaban arriba de la pradera. Cada diez hombres,
atados entre sí de dos en dos eran desnudados, o sea que les robaban sus
cosas, y enseguida les hacían bajar a la fosa, a donde caían inmediatamente
que recibían los disparos, después de lo cual tenían que bajar los otros diez
siguientes mientras los milicianos echaban tierra a los precedentes. No cabe
duda alguna de que, con éste bestial procedimiento asesino, quedaron
sepultados gran número de heridos graves, que aún no estaban muertos, por
más que en muchos casos les dieran el tiro de gracia.
Ruego al lector que se detenga unos minutos procurando concentrarse
en la imagen del tremendo suceso que acaba de leer: una mayoría de
hombre jóvenes, en la flor de la vida, pendientes en todas las fibras de su
ser, de los suyos, padres, madres, esposas, novias, hijos, sin haber infringido
ninguna ley humana, se veían arrancados de una vida honrada, y asesinados
por sus compatriotas, aquí, al borde de una fosa, a pleno sol, sin haber visto
antes nunca a sus verdugos y tras haber sido robados y, después, fusilados y
enterrados, habiendo visto correr la misma suerte a sus amigos, parientes o
camaradas; y todo esto, únicamente por pertenecer a otra "clase". Puede uno
imaginarse la desconfianza y la desesperación de estos pobres seres con
respecto a la Humanidad ¿Cabe juicio condenatorio más terrible que el que
merece la insensatez de semejante lucha de clases? ¿Quién podría alegar
excusa alguna, basada en sentimientos humanitarios, para un gobierno que
se atreve a inducir a esas atrocidades, o en todo caso, a consentirlas y al
mismo tiempo, tenga la cobardía de querer después disimularlas o
encubrirlas?
Pasados algunos días, unas personas pertenecientes a otra Legación, que
viajaron en un camión al pueblo de Torrejón para adquirir patatas, sintiendo
curiosidad por las noticias de las que yo había hecho partícipes a los
colegas, quisieron visitar el lugar. Llegaron a la ominosa pradera y
encontraron algunas tarjetas de visita y otros pequeños objetos dispersos
por allí, pero antes de que pudieran continuar su camino, salieron
violentamente por el portón del castillo un cuantos milicianos, bajo la
dirección del "responsable”, que les apuntaban con sus fusiles profiriendo
amenazas, con mucho griterío, de forma que apenas si pudieron huir hasta
su camión y largarse.
Sólo me faltaba esclarecer las demás actuaciones asesinas. Mis
anteriores acompañantes no mostraban mucho afán por caer en ese
avispero, así que el domingo por la mañana, una semana después de los
hechos aquí narrados, salí para allá con mi joven y animoso conductor y un
"adolescente" de setenta y cinco años, de origen portugués que había sido
hacía años secretario mío y que ya no tenía mucho aprecio a la vida.
Dejamos atrás el aeropuerto de tráfico civil de Barajas y cruzamos el
Jarama hacia Paracuellos. Este pueblo está maravillosamente situado sobre
una elevación perpendicular al valle de dicho río, desde el que se disfruta de
una vista espléndida de Madrid y su meseta, así como de la sierra de
Guadarrama, más al fondo. Al llegar yo, había en un lugar, entre las casas
de aquél pueblo y el declive abrupto de la meseta al valle, un grupo grande
de hombres con escopetas de caza y fusiles al hombro. Me acerqué a ellos y
les pregunté acerca de las posibilidades que había en el pueblo de comprar
patatas para el Cuerpo Diplomático. Replicaron, recelosos, que en ese
pueblo no había patatas y que tendría que ir como a diez kilómetros más
allá para encontrarlas. Me volví hacia el panorama que se disfrutaba y dije,
que quería admirar aquella vista, ya que no conocía el pueblo y sus
alrededores. Así empecé a andar paso a paso a lo largo del borde mismo del
brusco declive, donde vi a alguna distancia un corte profundo como un
barranco que me pareció muy sospechoso. Dejé a mi “señor mayor” con los
campesinos para que los entretuviera y distrajera, pues enseguida me di
cuenta de la actitud, más bien de rechazo, en donde se habían dado órdenes
severas y no se fiaban de mí, de modo que de aquella gente no se podía
sacar nada. Dos de ellos me siguieron y me dijeron: "No vaya Ud. hacia esa
parte, que están queriendo probar una granada, y puede explotar de un
momento a otro". Ahora lo veía ya claro. Sonreí y dije "Estoy muy
acostumbrado a las granadas, no me asustan" y continué mi camino. Al
borde del barranco vi a tres muchachita sentadas que me parecieron más
normales que aquéllos herméticos labradores y aparentando no perseguir
finalidad alguna, me fui hacia ellas. Los labradores entonces las llamaron,
diciendo que volvieran enseguida porque ahí fuera había peligro. Pero yo ya
me había adelantado tanto a mi "guardia de honor" que pude aún alcanzar a
solas a las muchachas en su trayecto de vuelta y preguntarles, como si de
algo muy sabido se tratara: ¿Dónde han enterrado el domingo pasado a toda
la gente que mataron aquí? A lo que una pequeña de unos doce años señaló
enseguida hacia abajo, al barranco: "Ahí abajo en el barranco". Mientras
que la otra, de unos dieciséis años, que seguramente ya sabía más y estaba
más aleccionada, añadió rápidamente: "pero eran muy pocos como unos
cuarenta sólo". Entonces dije yo: “¡Vaya, pues autobuses había unos
cuantos!”, a lo que ella replicó, manteniéndose en lo dicho: “No, era muy
poca gente, igual que otras veces que han matado a algunos aquí afuera,
pero sólo a muy pocos, añadió, ¡para restablecer el orden, como estaba
mandado!” Entretanto, las llamadas de los hombres se hacían tan
terminantes, que ellas se alejaron corriendo de allí. La situación se estaba
poniendo crítica ya que esos hombres se daban cuenta de que no era
precisamente el paisaje lo que había motivado mi visita a su pueblo. Les
saludé amistosamente y me fui.
Íbamos en el coche por una carretera que seguía el trazado del río, entre
éste y el mencionado declive escarpado de la meseta, hacia el pueblo de
Cobeñas y yo recorría con la vista el terreno del barranco pero no podía ver
señal alguna clara de tierra removida. Entrar en el barranco para investigar,
parecía, en verdad, demasiado peligroso ya que los labradores seguían en lo
alto del cerro con sus escopetas en actitud amenazadora, observando mi
coche, no ya con desconfianza, sino con rabia. Seguí, pues, hasta que un
recodo de la cadena de colinas nos ocultó a sus miradas. Una vez allí, me
dirigí a una casa de labor grande, donde aún había arados de vapor que yo
había suministrado hacía ya más de 35 años y, con el pretexto de volverlos a
ver, entablé amistad con el actual propietario. Llevé la conversación a los
recientes acontecimientos, pero aquel señor parecía, efectivamente, no
haberse dado cuenta de nada, a pesar de que vivía a sólo cinco o seis
kilómetros del lugar de los hechos.
Retrocedimos para tratar de averiguar algún indicio, que nos
proporcionara nuevas posibilidades de información. Tuve suerte: cuando, ya
en el viaje de regreso, al no ver señales de lo que buscaba, había dado orden
de regresar a Madrid, me encontré, en el Puente del Jarama, con un joven de
unos dieciocho años que volvía de haber estado arando con sus dos mulas
en dirección al pueblo. Le paré y le pregunté, con aire inocente, donde
habían fusilado a tanta gente el domingo anterior. Señaló hacia la parte del
otro lado del río, detrás de nosotros y dijo: "Más allá, al otro lado, bajo los
"cuatro pinos". Pero no fue domingo ¡era sábado! Hice que me señalara
cuáles eran los “cuatro pinos” entre los pinos que se veían y aún le
pregunte: “Y ¿cuántos vendrían a ser?” “Muchos” me contestó, a lo que
añadí ¿Cómo seiscientos? “Más” me dijo el “¡Todo el día estuvieron
viniendo autobuses y todo el día estuvimos oyendo las ametralladoras!”. Di
media vuelta y recorrí de nuevo en coche la carretera a la vera del río.
Quería detenerme en los “Cuatro pinos” pero no pude, porque allí había
tres tíos, con fusiles, haciendo de centinelas. Por ello, mandé conducir
despacito a todo lo largo y ví claramente dos montones paralelos de tierra
recién removida que iban desde la carretera hasta la orilla del río, de unos
200 metros de largo cada uno. Hasta entonces no los habíamos descubierto,
porque, quedaban frente al barranco, al otro lado de la carretera y no en el
mismo barranco. Los que dispararon lo hicieron, por lo visto de espaldas al
río y en dirección al barranco y las zanjas se habían cavado con anticipación
precisamente a tal efecto. Se me confirmó después que las matanzas se
habían efectuado exactamente, como al día siguiente en Torrejón, con la
única diferencia de que los vecinos del pueblo no cubrieron inmediatamente
con tierra los cuerpos, como en Torrejón, sino algunas horas más tarde, pero
también sin hacer distinción entre muertos y heridos. Continué con el coche
un poco más allá, volví otra vez y recorrí de nuevo, despacio, esas dos
horribles tumbas masivas. De los tres centinelas, uno llevaba ahora, en la
mano, un par de botas que, por lo visto, había desenterrado entretanto.
Ya sabía bastante. Regresamos, pero por el camino identifiqué en el
pueblo de Barajas, en la ladera del cerro donde se halla el cementerio, otra
fosa masiva más pequeña que se había preparado el mismo día que las de
Paracuellos. Por lo visto se habían llenado éstas más deprisa de lo que los
asesinos suponían por lo que, al final de la tarde, aún tuvieron que liquidar y
enterrar el resto de las víctimas, a mitad de camino en Barajas. Al día
siguiente, o sea el ocho de noviembre, tuvieron que buscar otro lugar
cómodo de enterramiento y lo descubrieron en la cacera de Aldovea —
Torrejón.
En los días que siguieron, empezaron los disparos contra la cárcel
Modelo, tanto de artillería, como de ametralladoras y este ataque fue tan
intenso que se produjeron bajas entre los presos y tuvo que ser evacuada la
prisión. Las posiciones de las tropas nacionales se habían acercado mucho.
Repetidas veces al anochecer, después de efectuar nuestras visitas,
teníamos que cruzar la calle oscura a la que daba la cárcel Modelo, en plena
lluvia de disparos de las ametralladoras que hacían frente a los parapetos
rojos, situados al final de dicha calle, para llegar hasta nuestro coche que
nos esperaba protegido por las casas construidas en dirección transversal.
Los defensores eran ahora los extranjeros de las Brigadas Internacionales.
En los días quince y dieciséis de noviembre se efectuó con mucho
nerviosismo, la evacuación de la cárcel Modelo en medio de los combates.
Los presos se distribuyeron por las demás prisiones de Madrid, con lo que
quedaron, pobladas en exceso, hasta límites que calificaríamos de
inhumanos. En todo caso, estos traslados, a los que asistimos, fueron
presenciados por personal de las Delegaciones Diplomáticas y,
frecuentemente, por el Delegado de la Cruz Roja Internacional a quien
acompañaban y pude testificar que se efectuaron sin pérdida de vidas.
Los colchones, las mantas y otros efectos de los presos, así como el
fichero, no pudieron sacarse por estar ya todos los edificios invadidos por
un fuego intenso. Mis camiones lo intentaron varias veces pero resultó
imposible. Esta fue la causa de que los pobres presos tuvieran que acostarse
durante semanas en el suelo y sin poder cubrirse con nada. Y, además,
durante cuarenta días, ni siquiera les permitieron mudarse de ropa el por
qué, sigue sin saberse, pero el resultado fue una epidemia de piojos en
Porlier, que lo invadía todo y que se hizo legendaria en Madrid.
Un alemán que, después de pasar varios meses preso, salió de esa cárcel
en Febrero de 1937 y se refugió, en “Noruega”, donde le adjudicamos un
dormitorio con una buena cama (una excepción en ese nuestro campamento
de colchonetas), se acostó en el suelo, al lado de la cama, con el fin, según
me enteré a la mañana siguiente, de no infestar con sus piojos una cama tan
buena.

La cárcel de mujeres instalada en un viejo convento

Aún quisiera hacer mención de otra cárcel, dentro del contexto que nos
ocupa. Las tropas del general Franco habían alcanzado los alrededores de
Madrid en los primeros días de noviembre. Esto naturalmente producía una
intranquilidad pavorosa ante el aumento de la actividad criminal en la
ciudad. El ambiente era tenso y los ánimos estaban excitados. El Gobierno,
vergonzosamente, huyó de improviso en mitad de la noche. Se fue a
Valencia en varios automóviles y abandonó a los seducidos proletarios
madrileños al destino que en cualquier momento podría presentárseles
como inmediato. Bien es verdad que los anarquistas de Tarancón, pequeña
población situada en la carretera de Madrid a Valencia, se opusieron al paso
de tales desertores sin conciencia, y exigieron su regreso a la lucha por
Madrid. Aquellos señores prefirieron, sin embargo, luchar con la lengua y
consiguieron, —tras dos horas de combate verbal con tan primitivos
"ilustrados" del pueblo (combate tan dialéctico) en que llegaron los
ministros a sufrir desperfectos en su atuendo y sus mandíbulas pues
tuvieron que padecer desagradables contactos con los puños de sus aliados
—, que se les dejara pasar, con el fin, según explicaron, de liberar a Madrid
desde fuera.
En aquellos días y en esas circunstancias, yo iba directamente a las
cárceles. Una mañana, en el Convento de la Plaza del Conde de Toreno,
donde se hallaba instalada provisionalmente la cárcel de mujeres, se me
acercó, temblorosa, una de las funcionarias de prisiones diciendo
entrecortadamente "¡Dios nos lo envía, suba Ud. a mi despacho!". Al poco
rato subí, sin llamar la atención. Entonces me contó en el colmo de la
excitación "La noche pasada, hacia las doce se presentaron unos cuantos
comunistas o anarquistas, con una lista de las diecisiete mujeres más
importantes de la prisión, que tenían que llevarse para que prestaran
declaración ante un tribunal. Esa era la fórmula clásica de emprender el
"paseo" nocturno. La prisión tenía una guardia de milicianos en las
estancias exteriores. Dentro, había, para la vigilancia, ocho milicianas
armadas con pistolas. Al querer éstas llevarse a las diecisiete mujeres, se
encontraron con que el largo corredor, a donde daban las celdasdel
convento, lo llenaban unas mil doscientas mujeres que a la sazón se
hallaban presas. Éstas ya habían oído hablar de las intenciones de los
milicianos recién llegados y se negaban a dejar paso a las milicianas. A las
diecisiete mujeres en peligro las tenían en el centro del grupo que formaban,
y era imposible llegar a ellas a través de aquella muralla humana. Hasta las
tres de la madrugada intentaron aquellos tipos, con toda clase de amenazas,
arrancar de allí a sus víctimas pero, en vista de la invencible resistencia de
aquellas mujeres presas, tuvieron que alejarse sin conseguir lo que se
proponían, pero dejando a las milicianas la orden de llevar a cabo en el
momento oportuno el crimen que a ellos les había fallado. Las milicianas
tendrían, pues, que matar con sus pistolas, en la noche siguiente, a esas
diecisiete mujeres, en la propia cárcel y ya las habían aislado al efecto, muy
temprano, encerrándolas en una celda en la que a ellas no se les podía
impedir la entrada.
Yo acudí con esta terrible noticia a dos de mis colegas para obtener su
asistencia con el fin de evitar la susodicha barbaridad, pero no vi en ellos
entusiasmo alguno por participar en la aventura. En cambio, el Delegado
del Comité de la Cruz Roja Internacional se puso enteramente a mi
disposición. A las cuatro la tarde nos fuimos a la prisión y trabajamos
durante muchas horas empleando todas nuestras dotes persuasorias, con
alusiones a la inminente entrada de las tropas nacionales, así como apelando
al soborno con víveres a una tras otra de las milicianas y, finalmente,
también al jefe y a algunos hombres razonables y honrados de la guardia
miliciana. A las diez de la noche pudimos retirarnos con la promesa de que
no se realizaría el crimen y que se rechazarían las amenazas que vinieran de
fuera.
Unas semanas más tarde, en los alrededores de esta cárcel provisional,
cayeron granadas de los nacionales, y el gobierno decidió trasladar la
prisión a la alejada zona de Chamartín, e instalarla en el edificio de un asilo
para niños escrofulosos llamado San Rafael. Una mañana, a las siete, hacia
finales de noviembre me llamaron por teléfono. El comunista encargado del
traslado de las mujeres a la nueva prisión, que era uno de los más afamados
"jueces" de la Checa de Fomento 9, que me conocía desde la visita que yo
había hecho a esa “checa” y que quedó ya descrita, me llamó desde la cárcel
de mujeres, para decirme que gran número de ellas se negaban a
abandonarla y exigían mi presencia. Tenía yo, pues, que decirle si quería ir,
ya que en caso contrario, habría que emplear la fuerza. Naturalmente, acudí
enseguida. Cedo la descripción del episodio a un reportero español que
pudo pasarse a la zona "blanca" y publicar sus observaciones en febrero de
1937, en los periódicos de allí:

"La tarea de los traslados de las cárceles empezó a progresar y,


con ello aumentaron los asesinatos. Por imperativo de que la cárcel
de mujeres, situada en la calle de Conde de Toreno, se encontraba
en zona de guerra hubo necesidad de trasladarlas y, por ello, las
milicias se presentaron en el lugar, para ejecutar la orden. El
propósito que con ello perseguían, parecían los mismos que cuando
vaciaron la cárcel Modelo. La fina percepción femenina lo presintió
y las mujeres se negaron a abandonar el edificio. Las amenazaron
con disparar pero no les hizo impresión. Había, pues, que buscar un
medio para sacar a las presas. Se procedió a deliberar. Sólo existía
una persona que en el transcurso de la Revolución había destacado
como un apóstol, y en el que las mujeres presas tenían una
confianza ciega, el Doctor Schlayer, Representante de Noruega en
España. A él era a quien había que llamar.
Después de haber obtenido garantías solemnes de que se
respetaría la vida de todas las presas; les dio a éstas su palabra de
honor de que podían, sin temor, abandonar la prisión, para ser
conducidas al asilo de San Rafael en Chamartín, que se había
acondicionado al efecto. Los dirigentes de tal chusma, que seguían
las directrices de Moscú, tuvieron que pasar por la vergüenza de
que fuera un extranjero representante de un país asimismo
extranjero, el que efectuara el traslado de las presas. Pero la
actividad efectiva de ese hombre no se detuvo ahí. Con camiones y
con automóviles corrientes, que había pedido a sus colegas,
transportó aquel día más de mil colchones, para que esas sufridas
mujeres tuvieran donde dormir de noche. Aún tuvo que llevar, de los
víveres almacenados en su Legación, unos cuantos sacos de patatas
para que tuvieran algo de comer, ya que nadie se había preocupado
de esos detalles. A su actuación, se debe, que no se repitiera el
horrible espectáculo de los días precedentes”.

Si los hombres en situaciones parecidas, se hubieran portado de forma


tan humana y solidaria, más de un crimen hubiera podido evitarse. En
adelante organizamos un servicio diario de automóviles, con la
colaboración de cada una de las diferentes legaciones, cuyas solicitudes
atendían según la necesidad que hubiera, con destino al transporte de las
mujeres que, en cada caso, fueran saliendo de su nueva prisión; ya que
como ésta quedaba en las afueras de Madrid, el retorno de las mismas a sus
casas no estaba exento de peligro. Siempre había por aquellos alrededores
figuras sospechosas, esperando la ocasión de dar libre curso a sus perversos
sentimientos y a su pistolas. Los coches del Cuerpo Diplomático con sus
banderines extranjeros les causaban irritación pero, a pesar de algunos
obstáculos, conseguimos durante muchos meses, llevar a sus casas, sanas y
salvas a las mujeres que salían en libertad.
Lo que acabo de referir y mis visitas a la cárcel, que continuaron siendo
muy frecuentes, contribuyeron a dar popularidad a “Noruega” entre las
mujeres.
Al visitar la enfermería de la nueva prisión femenina, tenía que pasar
más de una vez por las salas de las ingresadas donde docenas de mujeres se
dirigían a mí, pidiendo cualquier clase de ayuda. Más adelante, sobre todo
durante las semanas en que visité la España Nacional, me ocurría con
frecuencia ser abordado en plena calle por mujeres jóvenes y bonitas,
casadas o solteras, que me saludaban, invocando nuestra amistad, nacida en
la cárcel. Por desgracia, a menudo, me veía obligado a reconocer que me
fallaba la memoria, debido a que cuando las conocí no estaban tan "bien
arregladas" como en el momento en que afortunadamente las volvía a ver;
¡todo ello se convertía en risas de satisfacción!
Uno de los oficiales de prisiones, queriendo expresarme sus
sentimientos amistosos, me decía: "Ha hecho Ud. tanto por estas pobres
mujeres, que los españoles le tenemos que estar muy agradecidos, le vamos
hacer!, aquí se detuvo un momento “un mausoleo”. Le contesté que me
sentía muy emocionado por esa intención suya, que tanto me honraba, pero
que no se diera demasiada prisa en comenzar la obra, pues yo en cambio
podía esperar muy a gusto un poco más.
Más adelante, en la primavera de 1937 se prohibió a los diplomáticos
que visitaran las cárceles. A pesar de ello, pude yo, gracias a mis buenas
relaciones con el personal, obtener más de una vez acceso a ellas, hasta que
finalmente, en junio de 1937 me quedó prohibida la visita, expresamente a
mí, después de una gestión acerca del que era, a la sazón, Director General
de Prisiones, persona muy atravesada.

Anarquista o apóstol

Aprovecho la oportunidad para ensalzar aquí el mérito de un hombre


que, en su comportamiento y protección a los presos, se distinguió y superó
en mucho, en cuanto a relaciones humanas se refiere, a cualquiera de los
demás funcionarios rojos. Me refiero a Melchor Rodríguez, natural de
Triana, barrio de Sevilla, anarquista, de unos cuarenta y cinco años, y de
cuño idealista. Chapista de profesión, especialista, como carrocero de
automóviles, buscado y muy bien pagado por los talleres de Madrid, como
obrero hábil, experimentado y de confianza. Había pasado, a pesar de todo,
más de la mitad de los últimos quince años en la cárcel porque su
orientación idealista le llevaba inmediatamente a hablar contra el Gobierno,
en las asambleas anarquistas, tan pronto como lo soltaban. Con excepción
de las escasas semanas en las que trabajaba y llevaba a su casa un salario
importante, era su mujer, la que haciendo de lavandera, ganaba el sustento
para la familia. Haciendo gala de sus ideales expresaba, en prosa y en verso,
con un lenguaje rico en contenido en cuanto a las ideas, y hermoso en
cuanto a la forma, su entusiasmo por la pura anarquía. La clase de imagen
nada vulgar, y apolítica, que él se hacía y expresaba se desprende del
siguiente himno: (que por lo bien que suena transcribo en español).
Anarquía es:

Belleza, Amor, Poesía,


Igualdad, Fraternidad,
Sentimiento, Libertad,
Cultura, Arte, Armonía.
La Razón, suprema Guía,
La Ciencia, excelsa Verdad,
Vida, Nobleza, Bondad,
Satisfacción, Alegría,
Todo eso es Anarquía,
Y Anarquía, Humanidad.

Tuvo que ver con desilusión de qué modo se traducía en la practica la


palabra "anarquía". ¡Tan distinto a cómo se veía en el papel! Pero él, por su
parte, intentaba vivirlo. Cuando hablé con él por segunda vez y me
describía, con palabras elocuentes, su concepto ideal de convivencia
humana, le dije: “Ud. no es un anarquista, sino un cristiano primitivo, de los
de las catacumbas y tropieza como ellos, con el escollo de que la
humanidad es, en realidad, totalmente distinta de como Ud. la sueña".
A este hombre, lo nombraron el diez de noviembre, por primera vez,
Delegado del Gobierno para las prisiones. Acababan de consumarse las
matanzas masivas de presos por parte de comunistas y anarquistas de las
que hemos tratado ya, en páginas anteriores. Melchor prohibió
inmediatamente cualquier saca que mermara la población de las prisiones.
Su programa, que me reveló en presencia del Delegado del Comité Central
de la Cruz Roja, el día de su nombramiento, se lo ratifiqué yo del modo
siguiente por escrito, en nombre del Comité internacional:

"Confirmamos nuestra conversación de esta mañana y nos


congratulamos al recibir de Ud. las siguientes promesas, a saber:
Que Ud. considera a sus presos como prisioneros de guerra y está
firmemente decidido a impedir que los maten, de no ser en razón de
una sentencia judicial; que Ud. procederá a clasificarlos en tres
categorías, primera: aquellos que hayan de ser considerados como
enemigos peligrosos, a los que Ud. piensa enviar a otras prisiones
como Alcalá, Chinchilla, Valencia. Segunda: los dudosos, que
habrán de ser juzgados por los Tribunales de aquí, y, tercera: los
restantes, que deberán ser puestos inmediatamente en libertad. Nos
ha asegurado Ud. que los transportes de presos se practicarán de
ahora en adelante, con toda la vigilancia y custodia necesaria, para
garantizar incondicionalmente sus vidas en ruta y que Ud. mismo, o
su Secretario Técnico, acompañarán a las expediciones de
transporte hasta su lugar de destino y estarán dispuestos a
arriesgar su vida en defensa de los presos. Que las mujeres presas
quedarán aquí, bajo suficiente custodia para garantizar
incondicionalmente su vida, y que en breve plazo, quedarán libres
cuantas no hayan tenido responsabilidad grave alguna en el
movimiento de la sublevación. Que Ud., a partir de hoy, se hace
plenamente responsable de la vida de todos los presos y que,
asimismo, con fecha de hoy, dejarán de existir todo los comités de
investigación, la policía irregular y las detenciones arbitrarias. Nos
complacen sus afirmaciones y al mismo tiempo nos damos, con
especial satisfacción, por enterados de que Ud., se servirá
comunicarnos en el futuro las listas de los presos transportados
afuera y los lugares de destino a donde se encaminará cada
expedición.
Nos proponemos tratar con usted, en los próximos días, de las
medidas de seguridad que haya de tomarse para garantizar la vida
y la libertad de los hombres y mujeres que, según su promesa, y en
número considerable, pronto van a quedar en libertad”.

Melchor, al aceptar su cargo, había renunciado expresamente al sueldo,


de mil quinientas ptas. mensuales, que le correspondía, a pesar de que tenía
que vivir de la caridad de sus amigos porque carecía de ingresos fijos. Pero
ya, a los cuatro días, renunció al cargo. A sus espaldas, habían sacado, de
nuevo, los comunistas a una docena de hombres de una prisión y los habían
fusilado; al exigir Melchor un inmediato castigo ejemplar para ellos, se
encontró con la cobardía del Ministro, también anarquista, y tras una escena
violenta le arrojó a los pies el nombramiento.
Dado que, a pesar de todo, en los últimos días de noviembre y en los
primeros de diciembre se produjo una nueva ola de asesinatos de presos en
masa, el mismo Ministro volvió a llamar a Melchor Rodríguez el cual
aceptó, con la condición de que, ningún preso, saldría de la cárcel sin su
firma. A partir del seis de diciembre, fecha de su segunda entrada en
servicio, no se produjo ya ningún asesinato de presos, sacados de las
cárceles. La terrible pesadilla de los pasos, oídos en la noche, por las
galerías de las prisiones y la penetración en las celdas de unos cuantos
hombres, a la luz de la linterna eléctrica, a pasar lista a las víctimas —esa
pesadilla que durante meses había acosado a los presos angustiando su
sueño— era ya para ellos, cosa pasada.
En enero de 1937 tuvo Melchor Rodríguez ocasión de mostrar toda su
hombría. En Alcalá de Henares, pequeña ciudad a treinta kilómetros de
Madrid, lanzaron bombas los aviones nacionales y causaron víctimas. El
populacho, furioso, y los milicianos, se presentaron ante el establecimiento
penitenciario allí existente —que, en tiempos de paz, era un reformatorio
para jóvenes, y ahora albergaba a mil doscientos políticos procedentes de
Madrid— pidiendo que los dejaran entrar para matar a los presos.
El Director de aquella cárcel, persona de toda confianza y muy humano
en su proceder, se resistía y pidió ayuda al General Pozas, con mando en
dicha plaza de Alcalá, (y Comandante en Jefe que fue luego de Aragón, y
posteriormente destituido), ayuda que denegó, diciendo que no permitiría
que se disparara un solo tiro contra el pueblo, hiciera este lo que hiciera.
Entonces, en el momento de máximo peligro, apareció de repente y por
pura casualidad, Melchor Rodríguez, que entonces estaba en viaje de
inspección por la provincia de Madrid. Pistola en mano, se plantó delante
del portalón de entrada a la cárcel y tuvo a la muchedumbre en jaque. Desde
las cinco de la tarde hasta las tres de la madrugada, estuvo luchando, entre
discursos persuasivos y amenazas, con las distintas "autoridades" de la
pequeña ciudad que habían hecho causa común, con el populacho y les
obligó a retirarse. Aún pudo volver, por la mañana temprano, a casa, con la
conciencia de haber cumplido con su deber como un hombre. A ninguno de
los presos bajo su custodia les había pasado nada. No es de extrañar que a
Melchor Rodríguez acudieran innumerables mujeres que temían por sus
maridos, hijos y hermanos, así como los diplomáticos que querían proteger
y salvar a los perseguidos. Pero tampoco es de extrañar que tal espíritu de
humanidad, a la larga, no pudiera avenirse con la reinante embriaguez de
odio y destrucción y que Melchor Rodríguez, a los pocos meses, fuera de
nuevo sacrificado por el mismo Ministro, a los malvados propósitos de los
auténticos representantes de la política bolchevique.
5. EL CUERPO DIPLOMÁTICO
Y EL GOBIERNO ROJO

La nueva misión

En julio de 1936 el Cuerpo Diplomático estaba representado en España,


casi en su totalidad, pero ninguno de los embajadores de los grandes estados
europeos o americanos se encontraba en Madrid. Estaban veraneando en el
extranjero o en San Sebastián. Su seguridad también hubiera peligrado,
pero mucho menos que la de los señores de segundo o tercer rango que los
tuvieron que representar; aunque éstos, a pesar de toda su habilidad y su
mejor voluntad, carecían frente al Gobierno Rojo, de la capacidad de
presión que hubieran podido ejercer los verdaderos titulares de las
representaciones de sus Estados. Muchos acontecimientos hubieran
ocurrido de distinta manera, en los primeros meses, si por lo menos Europa
hubiera estado representada por primeras figuras.
Así las cosas, el "equipo de emergencia" tuvo que ver cómo se las
arreglaba para sacar el mejor partido posible de la situación. Y fue mucho el
bien que hicieron, a base de espíritu de sacrificio, perseverancia y amor a la
humanidad. Unos pasajes de un artículo, relativo a la actividad desarrollada
por el Cuerpo Diplomático, que debemos a la pluma del insigne
diplomático Edgardo Pérez Quesada, a la sazón Encargado de Negocios de
la República Argentina, deberían despertar el interés respecto a la acción
ejercida por el Cuerpo Diplomático en aquellas circunstancias, por lo que a
continuación lo transcribimos:

"El Cuerpo Diplomático se vio abrumado, a consecuencia de la


trágica situación de España, con deberes que excedían, en gran
medida, de los que, en tiempos normales pueden corresponder a las
representaciones extranjeras, y ello con tan imperiosa urgencia, que
no atenderlos hubiera significado traición. Puedo asegurar que
todos los diplomáticos dieron en este sentido el máximo rendimiento
que podían dar. Se produjo una auténtica competición. Y todo los
deberes que con arreglo a nuestra estimación eran ineludibles, se
cumplieron. Tal es nuestra mayor satisfacción.
Las dificultades anejas a todo ello eran importantes. Teníamos
que desenvolvernos en una atmósfera cargada de apasionamientos
y tendencias desfavorables provocadas por la guerra civil más
terrible y sangrienta que registraba la Historia. El más mínimo
paso en falso, la simple apariencia de una actitud partidista, podía
interpretarse como una inclinación por algo que desentonara con la
absoluta neutralidad de nuestra actuación. Y ésta, sin embargo
tenía que ir encaminada, obligada por las circunstancias, a
proteger la vida y los intereses morales de aquellos que sufrían
persecución, aunque no fuera por parte de los organismos oficiales,
pero sí de aquellos que por su relación y su colaboración con
dichos organismos, constituían una de las fuerzas en lucha.
Una vacilación, un paso atrás asustadizo o el temor de ir
demasiado lejos, hubiese podido tener como consecuencia en
muchos casos, la pérdida de una vida. Por otra parte, una
intervención excesiva o un paso demasiado audaz hacia adelante,
podría provocar la desconfianza de las autoridades que, en el
ejercicio de su cargo, vigilaban cada movimiento del Cuerpo
Diplomático. Todo ello exigía un tacto muy especial que, si ya en
tiempos normales era absolutamente inevitable para ejercer la
diplomacia, era ahora tanto más indispensable cuanto que los
problemas que había que resolver no eran objeto de contratos
administrativos ni de visitas protocolarias.
Se trataba, nada menos, que de evitar ejecuciones clandestinas,
de obtener la libertad de aquellas gentes contra las que no existía
acusación formal alguna, de ejercitar el derecho de asilo, en una
medida tan amplia, como hasta entonces no hubiera podido soñar el
defensor más convencido de esta humanitaria ayuda mutua entre
pueblos civilizados y, con todo ello, arrancar a las víctimas de las
garras de la crueldad. Juntamente con esta actividad, visitar a los
heridos, ayudar a los necesitados, cooperar a la salida del país de
víctimas inocentes de la guerra, y facilitar alimentos y ropa a una
población que tras todos los sustos padecidos a causa de esta lucha,
además había de enfrentarse con un invierno de hambre y con el
riesgo de morir de frío.
A la Diplomacia se la ha hostilizado, se la ha combatido como a
algo superfluo y artificial. Sólo se ha querido ver en ella lo externo,
es decir la parte festiva y protocolaria de sus funciones. La guerra
civil española, que tanto ha destruido y que en gran medida ha
desvelado la imperfección humana, destacó, sin embargo, también
ante el mundo algo positivo, —¡que la Diplomacia sirve para algo
más que para lucir bonitos uniformes y participar en fiestas de
gala! La Diplomacia en España demostró plenamente su validez.
Me siento orgulloso de pertenecer a ese grupo de hombres que
ejercieron su actividad en Madrid en aquellos trágicos días".

El Frente Diplomático

Ante la presión de una situación tan peligrosa, el Cuerpo Diplomático


con representación en Madrid se unió más estrechamente de lo que es
habitual. En su decanato, la Embajada de Chile celebraba con cierta
frecuencia sesiones en las que se trataba de los intereses comunes, que lo
eran casi todos. Se puede decir que en dichas reuniones reinaba un tono
natural de camaradería y de mutua buena voluntad con la mejor disposición
para colaborar en ayuda de los perseguidos y que podría servir de modelo
como una acción humanitaria ejemplar.
No había intrigas; a las cosas se las llamaba por su nombre y los
consejos se daban con arreglo al leal saber y entender de cada cual. Al
Gobierno le resultaba un tanto incómoda esta noble solidaridad interna del
Cuerpo Diplomático; sobre todo con ocasión de aquella sesión a la
queasistió Álvarez del Vayo, en su calidad de Ministro de Estado (Asuntos
Exteriores), y que en su escrito al Decano del Cuerpo Diplomático, no
disimuló su disgusto con respecto a la actitud de la colectividad
diplomática. Si bien no es éste el lugar adecuado para comentar tales
relaciones, mencionaremos solamente algunos casos especiales.
Pasadas las primeras semanas, —en que las reuniones diplomáticas se
dedicaban, sobre todo, a tratar del traslado de los súbditos de estados
extranjeros con residencia en España, traslado que en medio de la
inseguridad reinante presentaba toda clase de dificultades en cuanto a los
bienes y a la vida misma de nuestros protegidos— tuvo que empezar el
Cuerpo Diplomático a preocuparse de su propia seguridad. Por parte de las
milicias, acostumbradas a no tomar en consideración más autoridad que la
de sus propias pistolas, hicieron toda clase de intentos de irrumpir en los
locales de la representaciones diplomáticas y practicar allí, también, sus
lucrativos registros como, por lo demás, hacían libremente en todas partes.
Verdad, es que se hicieron incluso reclamaciones formales al Gobierno,
pero éstas carecían de valor práctico, porque el Gobierno del señor Giral
había hecho dejación total de su autoridad y tenía menos que decir, si es que
todavía se atrevía a decir algo, que el último de los proletarios armados.
Durante el mes de agosto de 1936, las cosas fueron de mal en peor, hasta
caer en el caos, cada vez más insalvable. El tema de nuestras reuniones lo
constituían ahora, preferentemente, los asesinatos organizados y los robos
de gran estilo. Me sentí especialmente interesado en orientar al respecto a
mis colegas porque con motivo de tener mi vivienda fuera de Madrid
circulaba mucho más que ellos y, por tanto, tenía oportunidad de enterarme
de más noticias por lo que oía y veía. Y, sobre todo, denunciaba a los
representantes de los grandes Estados europeos, los lugares y las horas en
que podían ver, yacentes en filas, a las víctimas de los asesinados, con lo
que provoqué mediante la impresión directa y personal así adquirida, que
dirigieran a sus gobiernos enérgicos informes lo cual influyó muy
desfavorablemente en el juicio que les merecía el Gobierno rojo.
En los primeros días de septiembre, desprestigiado el gobierno, tomó las
riendas del poder una combinación de socialistas, comunistas y anarquistas
bajo la presidencia de Largo Caballero. Como esta gente era el exponente y
los representantes de los partidos de donde se reclutaban los milicianos,
además de otras bandas de furtivos y asesinos, podía suponerse que
conseguirían hacer posible encauzar toda esa arbitrariedad y restaurar un
orden estatal. El nuevo Ministro de Estado (Exteriores) visitó, al día
siguiente de tomar posesión, al Decano, Embajador de Chile, y le prometió
solemnemente que el Gobierno acabaría inmediatamente con los asesinatos,
los robos en las casas y en la calle, así como con las detenciones arbitrarias,
si se le concedía al efecto, no más de dos o tres días de tiempo.
Pero en lugar de lo dicho, las cosas fueron a peor de día en día. Una
noche, en la segunda quincena de septiembre, se produjo un trágico
incidente a la puerta de la misma Legación de Noruega. En este edificio se
hallaba la vivienda y el garaje de un alto empleado extranjero de la
Compañía Telefónica, cuyo chófer prestaba servicio también en la Policía.
Al volver de regreso a su casa en el coche hacia las once de la noche, y en
el momento en que pretendía entrar, se detuvo un coche del que se bajaron
tres policías de uniforme. Cruzaron muy levemente unas palabras con él,
sacaron sus pistolas ya preparadas y lo mataron, disparándole varios tiros,
en el umbral de la Legación. ¡Y eran todos policías!
La excitación que cundió entre los refugiados de las distintas plantas,
que ya pertenecían a la Legación, era comprensiblemente inaudita por
cuanto sacaban de este acontecimiento conclusiones respecto a su propia
seguridad.

El caso de Ricardo de la Cierva

Quisiera, ahora, informar de los acontecimientos concernientes al


abogado de mi Legación, Ricardo de la Cierva.
Al día siguiente del caso que acabo de referir, se presentó en la
Legación el Director de una importante sociedad extranjera con el
Encargado de Negocios del país correspondiente y me propuso llevarse, en
un avión, a Toulouse a los señores de la Cierva, padre e hijo. Yo veía en ello
graves inconvenientes debido a la gran popularidad del padre, uno de los
hombres más conocidos por sus muchos años de actividades de Gobierno,
como dirigente político conservador. Lo consideramos con los dos señores y
decidimos que el padre se quedara, pero que se marchara el hijo. La citada
Legación se ofreció a solucionarlo todo con la confianza de que no se
presentaría ningún inconveniente. Mi cometido era llevarlo a las diez de la
mañana a la Legación. Así se hizo, lo dejé allí y me ocupé de los papeles
necesarios para la salida de su madre con su hija que tenían que viajar por
su lado. Su mujer y sus hijos ya habían emprendido viaje unos días antes.
La salida del avión se efectuaría a mediodía. Pero como, por otra parte,
había yo prometido ir hacia la una a la mencionada Legación, para otro
asunto, me sorprendió mucho volverme a encontrar allí con Ricardo de la
Cierva. Los dos señores de la tarde anterior me informaron de que por una
imprevista casualidad se les había complicado la tramitación de los
pasaportes necesarios para tomar el avión en Barajas. Pero el avión aún les
esperaba. Me insistieron entonces para que les facilitara un pasaporte, cosa
a la que me negué porque, como principio, yo no expedía pasaporte falso
alguno. El joven estaba, naturalmente, inconsolable ante la perspectiva
fallida de reunirse con su familia y poder escapar de los peligros que en
Madrid le amenazaban y que, obsesivamente, tenía ante sus ojos la escena
asesina presenciada la noche anterior. Los dos señores me insistían en que,
como abogado de la Legación de Noruega, se le podía considerar adscrito al
personal de la misma y, en que tampoco era necesario un verdadero
pasaporte sino que bastaba con un "laissez-passer" (salvoconducto)
extendido en un papel corriente de la Legación; ya que de lo que se trataba
era sólo de proveer a los empleados del aeropuerto de un pretexto para
dejarlo subir a bordo. Una vez dentro del avión, podría romperse el papel.
No había peligro de que se descubriera, ya que en el aeropuerto todo era
cuestión de dinero. Preguntaron al joven cuánto dinero tenía; contestó que
trescientas pesetas y declararon que eso era suficiente. Todos estos
argumentos, y especialmente la compasión que me inspiraba el desesperado
joven, me condujeron finalmente a extender un simple salvoconducto en el
que sólo constaba mi ruego dirigido a un funcionario, en el sentido de que
dejarán paso libre a Fulano de tal, súbdito noruego. Como el avión aún
estaba disponible y la madre y la hija tenían sus papeles en regla, yo les
pedí que las llevaran también, en lugar de tener que efectuar el molesto
viaje por mar, pasando por Alicante. Se convino en que las dos señoras se
trasladarían al aeropuerto con el correspondiente Encargado de Negocios y
la Cierva, en cambio, conmigo y que embarcarían como personas
desconocidas entre sí.
En el aeropuerto de Barajas el asunto del control de la documentación
se fue desarrollando, al principio, bien. Aquel salvoconducto tan
imperfecto, se aceptó como suficiente, debido quizá más que otra cosa, a mi
presencia y a mi intervención personal. Después hubo un primer tiempo de
espera, muy largo, porque el funcionario de aduanas estaba comiendo, a una
hora tan desacostumbrada y en el pueblo, a bastante distancia y hubo que
mandar a buscarlo. La Cierva no tenía, por cierto, más que un maletín, que
iba vacío, si se exceptúan un cuello y una corbata que le habían prestado.
Pero otros pasajeros tenían equipaje que había que revisar. Cuando al fin
acabaron con esto, se produjo la segunda espera, porque el piloto no estaba
allí, y lo que era peor, porque allá fuera en la pista, cerca del avión, se
encontraban todos aquellos tipos que por ahí deambulaban, de sospechosas
intenciones.
Finalmente apareció el piloto, se colocó primero el equipaje y, entonces,
subió Ricardo de la Cierva el primero. Cuando estaba en el último escalón,
llegó corriendo un "tío" que gritaba "¡Pare, aún hay que hacer una
aclaración"! La Cierva que había quedado en no entender ni una palabra de
español, movido espontáneamente a la llamada cayó enseguida en la
trampa, bajó del avión y se fue con aquel hombre a un despacho en el que
yo entré después, para ver lo que estaba pasando. Allí nos explicó el Jefe
del Aeropuerto que uno de los empleados decía que aquel señor no era el
que figuraba en la documentación sino un español, y que el avión no podía
salir mientras no quedara claro todo aquello; ya había llamado a la
Dirección General, de donde iban a mandar a alguien. Yo protesté contra
semejante suposición y exigía el reconocimiento del documento expedido
por mí. Pero aquel señor alegaba no estar facultado para ello y tener que
esperar la decisión de la Dirección General. Entonces intenté recordar al
colega Encargado de Negocios que aún estaba junto al avión, que él nos
aseguró que todo era cuestión de dinero. Pero ahora que el asunto se ponía
serio, se vino abajo y, finalmente, se fue de allí. Preocupado como estaba
yo, de que una nueva complicación pusiera también en peligro a la madre y
a la hija, que ya se hallaban en el avión, trataba de inducir al Director Jefe a
que dejara salir el avión dejando en tierra a la Cierva. Tras una espera muy
larga, ví desde el despacho al propio Director General, Muñoz, hablando
con un joven vestido con ropa azul de trabajo que parecía un ingeniero o un
abogado. Ese debía ser el denunciante. A la vista estaba, que el asunto le
debió parecerle a Muñoz lo suficientemente importante como para acudir
personalmente al lugar para resolverlo a su gusto. Poco después entraba en
el despacho, me saludó y preguntó "¿Quién es ese señor?". Contesté, dando
el nombre que figuraba en el documento. "¿Nacionalidad?”, preguntó,
"Noruega", respondí. Estábamos de pie, frente a frente, mirándonos
mutuamente a los ojos; él no sabía cómo continuar, ya que yo mantenía
cubierto mi documento. La finalidad que yo perseguía era obligarle a
reconocer la decisión adoptada por el Decano del Cuerpo Diplomático, si es
que no quería dar, sin más, por válido mi citado documento. En este
momento decisivo La Cierva dio un paso adelante; su fuerte sentido del
honor no le permitía admitir que yo pudiera, por su causa, tener dificultades
con el tristemente célebre Muñoz. Dijo: "Señor Director, quiero hacer una
confesión. He abusado de la buena fe del señor Cónsul; Soy Ricardo de la
Cierva. Muñoz replicó "Veo que es Ud. un hombre de honor y que pone las
cosas en su sitio". Y, entonces, dirigiéndose a mi: “Ve Ud., Señor Cónsul,
que este hombre ha declarado, con toda libertad, haberle engañado a Ud. Su
salvoconducto carece, por tanto de validez". Indicó a Ricardo que
extendiera su declaración sobre un trozo de papel y, a continuación lo
detuvo. En cuanto a mí, me dijo: "Tendrá Ud. que admitir que todo se ha
hecho sin coacción alguna". Ya no me quedaba más recurso que tragarme la
rabia que ese rufián de Muñoz me había proporcionado, humillándome con
su presuntuosa legalidad, mientras se llevaba al propio la Cierva en su
coche.
Una vez en Madrid, de nuevo, busqué a algunos colegas y les pedí que
me acompañaran a visitar al Ministro de Estado en funciones, Giner de los
Ríos, que representaba a Álvarez del Vayo, durante la estancia de éste en
Ginebra. Cuatro diplomáticos de países europeos se mostraron
inmediatamente dispuestos a apoyarme en un intento de conseguir, por
mediación del Ministro, la libertad de la Cierva. Para empezar, tuvimos que
aguardar durante horas en el Ministerio, porque había Consejo, y se
esperaba el regreso del Ministro de un momento a otro. Finalmente hacia
las diez, nos decidimos a ir a su domicilio privado por suponer que se había
marchado allí directamente después del Consejo de Ministros. Cuando
llegamos nos enteramos de que acababa de salir en coche para el Ministerio.
Otra vez nos fuimos allá. Finalmente, hacia las once, pudimos hablar con él.
Le expliqué el asunto conforme a la verdad y dejé, naturalmente, bien claro
que no había habido engaño por parte de La Cierva, sino que yo le había
dado aquel documento, con plena conciencia de lo que hacía, porque estaba
convencido de que en Madrid su vida corría peligro. El Ministro ya tenía
conocimiento del caso, puesto que el Director General había informado de
ello inmediatamente al Consejo de Ministros. Reconocía que los motivos de
mi conducta estaban plenamente justificados y dijo que si de él sólo
dependiera, daría el incidente por resuelto y La Cierva nos sería devuelto.
Pero, como el Consejo de Ministros ya se había hecho cargo del asunto, él
tendría que presentar mi solicitud, cosa que haría inmediatamente a la
mañana siguiente, al continuarse la sesión. Prometió hacer de abogado de
La Cierva y mío y recibirnos de nuevo por la tarde a las cinco para
comunicarme el resultado. En cuanto a mis colegas, que se había mostrado
tan amables conmigo, no pudieron irse a cenar hasta las doce de la noche.
Al día siguiente, por la tarde, me reveló el Ministro que tras una larga
discusión en la que él había defendido mis puntos de vista, el Consejo de
Ministros había decidido dar por resuelto el incidente relativo al documento
falso y no volver sobre ello, por cuanto reconocía la nobleza de las razones
que lo habían motivado, siendo así, además, que yo era persona grata en
grado sumo para varios de los Ministros. En cuanto a devolver a La Cierva
a la Legación, los Ministros opinaban, sin embargo, que era algo
impracticable, puesto que, al fin y al cabo, había cometido un delito en
materia de documento público (pasaporte) por el que tenía que ser juzgado.
El Ministro confiaba en que se volvería sobre el asunto, al hacerle yo ver los
peligros a los que estaba expuesto en tales circunstancias en las cárceles de
Madrid, un hombre con ese apellido. Me aseguró que estaba dispuesto a
intervenir en todo momento, en el Consejo de Ministros, en pro de su
libertad.
En los días que siguieron, el Ministro confirmó la mencionada decisión
del Consejo, tanto al Encargado de Negocios francés, que me había
acompañado, como también al embajador de Méjico que en aquel momento
era Vicedecano del Cuerpo Diplomático.
Esto ocurría en los días veintiséis y veintisiete, sábado y domingo
respectivamente, de septiembre de 1936. El veintinueve se celebraba la
reunión diplomática, en la Embajada de Méjico, por ausencia del Decano,
Embajador de Chile. Esta Embajada se halla en una de las casas más bellas
de Madrid, construida por un arquitecto alemán y es propiedad alemana.
Antes de la reunión se sirvió agradablemente en el hermoso vestíbulo, una
copa de Jerez. Aproveché esa convivencia, libre de trabas, con los colegas
para poner en sus manos, a título preparatorio, copias de las observaciones
hechas por mí:

“Hago constar que hace tres o cuatro días, las Milicias llevaron
a distintos presos a los que el Gobierno había comunicado la pena
de muerte, entre ellos dos primos de José Antonio Primo de Rivera
(fundador de Falange Española en lugar de a la cárcel de
Cartagena que era su destino, a El Plantío (población situada a
quince kilómetros de Madrid, camino de la Sierra), y allí los habían
matado. Tal hecho no es sino una repetición más de otras acciones
criminales precedentes.
Hago constar que cada mañana, pueden verse en la calle de
Cea Bermúdez, muy cerca de varias representaciones diplomáticas,
numerosos cadáveres de hombres y mujeres, así también como en la
carretera que va de la Dehesa de la Villa a la Puerta de Hierro.
Pero estos no son los únicos lugares frecuentados por los
asesinos políticos o comunes, ya que el número total de cadáveres
hallados, sin salirse del casco urbano de Madrid, alcanza,
diariamente, la cifra de sesenta, lo cual nos permite suponer que el
número de cadáveres que puedan encontrarse en las carreteras
conducentes a los pueblos vecinos, exceda ampliamente de la
misma. En estos últimos días las víctimas se cuentan ya por
centenares.
Hago constar que estas últimas noches se sacaron presos de las
cárceles de San Antón, a los que se asesinó en diferentes lugares; en
un solo caso, producido recientemente, fueron asesinadas cincuenta
personas en una sola noche.
Hago constar, que en "Fomento 9", funciona un tribunal
completamente ilegal que "pone en libertad", en las primeras horas
de la madrugada, a todos los que no han sido condenados, para que
el populacho que espera en las puertas los despedace sin piedad.
Hago constar que en muchos ateneos y “asociaciones” de
denominaciones diversas se arrogan el derecho de apresar
indiscriminadamente a personas, mantenerlas en cautividad y hacer
con ellas lo que les plazca.
En las prisiones oficiales del Estado, se hallan en la actualidad:
cinco mil presos en la cárcel Modelo, mil presos en la que fue
Cárcel de mujeres (Ventas), dos mil presos en San Antón y Porlier y
más de quinientas mujeres presas en Conde de Toreno 9.
Existen, además, una serie de prisiones privadas, de las que el
Estado no se preocupa; por ejemplo un antiguo convento, en la
calle de San Bernardo, frente a la Iglesia de Monserrat.
El domingo, temprano por la mañana, ví con mis propios ojos
veinte cadáveres que yacían en las proximidades de mi Embajada.
Calculo que en este día la cifra total de los asesinados en Madrid y
en sus alrededores pasaría de los trescientos. Además, se había
producido, un número incontable de secuestros de muchachitas
cuyo apresamiento negaban, pero que retuvieron para fines
inconfesables.
Hago constar que la noche del cinco al seis se recogieron ciento
diez asesinados, sólo en el término municipal de Madrid".

Esta estadística, basada en datos obtenidos por mi mismo, no fracasó en


su dolorosa impresión. Diferentes colegas del Cuerpo Diplomático me
aseguraron que la transmitirían inmediatamente a sus respectivos
Gobiernos.
Poco después de abierta la sesión, el Embajador de México pidió a los
presentes que se expresaran acerca de la seguridad de los refugiados y de
las Representaciones Diplomáticas, tema acerca del cual, y precisamente en
esos días, se mantenían negociaciones con el gobierno, como más adelante
se verá. Tomé la palabra y solté un largo discurso, dejando salir todo lo que
tenía dentro. En forma extremadamente concisa, el acta de la sesión, refiere
lo siguiente:

"El Representante de Noruega, comunica que el señor de la


Cierva, a quien había dado asilo, fue detenido en el Aeropuerto.
Expuso el caso al Ministerio de Estado; el Ministro declaró que
hacia todo lo posible para que el Señor De La Cierva regresara a
su refugio pero que tropezaba con la oposición del Ministerio de la
Gobernación (Interior). La Cierva se hallaba en la cárcel Modelo y
en las actuales circunstancias creía (el que así hablaba) que la vida
del mismo no estaba nada segura, ya que en cualquier momento se
les podría ocurrir a los milicianos "vengar", la toma de Toledo por
los nacionales, mediante el asesinato de los presos. No quiere que
al señor de La Cierva le ocurra una desgracia y ruega, por tanto, al
Cuerpo Diplomático que insista en que sea devuelto a la Legación
de Noruega. Opina que el Cuerpo Diplomático es el único
representante de los sentimientos humanitarios en las
circunstancias reinantes. En su opinión, ha de contarse con que
antes de que las tropas nacionales tomen la capital, descargue una
tormenta de odio sobre las distintas cárceles de Madrid, tormenta
de la que el Cuerpo Diplomático, no sólo no puede desentenderse,
sino que tendrá que empeñar todas sus fuerzas y posibilidades para
que no llegue a producirse. Su propuesta es que el Cuerpo
Diplomático pidiera que cuatrocientos o quinientos guardias civiles
de más de cuarenta años, quedaran especialmente destinados a la
defensa de dichas prisiones".

Mis argumentos, naturalmente, mucho más detallados, culminaban y se


resumían en mi opinión de que el Cuerpo Diplomático sería culpable de
complicidad ante la Historia si, en adelante, contemplase con resignación el
abandono de las cárceles por el Gobierno a los asesinos, así como de los
presos políticos, totalmente desprotegidos, a los milicianos anarquistas y
comunistas. Si mis colegas hubieran visto la chusma que, en calidad de
agentes de “Vigilancia y protección” se encargaba de los presos, no
hubieran podido dormir tranquilos.
Al final de mi informe siguió una ovación cerrada. Todos los colegas
aplaudían. Caso singular en los anales de nuestro Cuerpo Diplomático y
muy satisfactorio para mí, por lo que suponía de capacidad de protección
para los presos en peligro.
Se acordó nombrar una comisión para la redacción de una nota con
destino al Gobierno, que fue leída y aprobada ocho días más tarde. En ella
se encarecía que no se atentara contra la vida de nadie sin previa sentencia
judicial y que esa situación de hegemonía del populacho no perdurara por
más tiempo y, además que era preciso se nombrase otra clase de personal de
vigilancia y de custodia de los presos, con más sentido de la responsabilidad
que le incumbía, en cuanto a la protección de los mismos.
Los embajadores de Chile y de Méjico entregaron personalmente, esta
nota al Ministro de Estado (Asuntos Exteriores) el cual afirmó que
precisamente se estaban retirando del frente a cuatro mil ex-policías y se les
iba a destinar a la protección de las prisiones. Naturalmente, tampoco esta
promesa se cumplió, si bien en ningún caso hubiera servido para nada ya
que los asesinatos de presos se ejecutaron en noviembre con la firma de
Organismos del Gobierno: no había guardias que pudieran oponerse a la
criminalidad de Ministros y Directores Generales. ¡Con esto no se había
contado!
¿Fue como réplica a la mencionada incómoda nota que el Cuerpo
Diplomático envió al Ministerio de Estado, lo que molestó a Álvarez del
Vayo para que a los cuatro días, remitiera otra nota, esta amenazadora,
contra los representantes diplomáticos que albergaban y protegían a los
refugiados? (que eran casi todos). Se le podría atribuir tal cosa, a juzgar por
el odio mortal, con que, a partir de aquel momento, me persiguió, como
autor moral de la misma.
Tras una odiosa polémica, contra el derecho de asilo, terminaba la Nota
con la siguiente amenaza:

“Habida cuenta de que el ejercicio del derecho de asilo ha dado


lugar a notorios abusos, es voluntad del Gobierno hacer constar,
ante los miembros del Cuerpo Diplomático acreditado en Madrid,
que se ve obligado a poner fin a la actitud de extraordinaria
tolerancia, mantenida hasta la fecha, frente al ejercicio de tal
derecho y a reservarse, a su vez, la facultad de proceder contra los
abusos ya cometidos, en la forma que en cada caso requieran los
supremos intereses de la República".

Lo que el propio Álvarez del Vayo pretendía con esto, era concederse
carta blanca para valiéndose de abusos sin precisar más detalles, justificar
por adelantado violencias contra las representaciones diplomáticas, que él
mismo maquinaba en complicidad con el Ministro de la Gobernación
(Interior) Galarza.
Contra lo dicho había que actuar contundentemente si no queríamos que
nuestra ya precaria situación se hiciera insostenible. Resolvimos que las tres
embajadas presentes visitaran personalmente, con arreglo al derecho que les
asistía como tales diplomáticos, al propio Presidente de la República para
preguntarle si estaba enterado de ese documento diplomático tan importante
y si lo aprobaba.
La visita se celebró ya al día siguiente, dieciséis de octubre. El
presidente Azaña nada sabía, ni del documento ni de la actitud hostil del
Gobierno con respecto al derecho de asilo. El mismo dijo (según consta en
Acta), que, con arreglo a su opinión personal, el Cuerpo Diplomático estaba
realizando una obra extraordinariamente interesante y humanitaria y que,
estimaba que esa obra tendría que adquirir toda la amplitud y extensión que
fuera posible. Estaba completamente de acuerdo con nosotros y, en ese
terreno, iría él aún más lejos lo que habíamos ido. Pero el Presidente de la
República y Jefe de Estado no tenía posibilidad de influir directamente en el
Gobierno.
De todo ello se redactó una Nota exhaustiva en la que se presentaron al
Ministro los casos en los que la propia España había ejercido, en otros
países, el derecho de asilo; pero sobre todo se relacionaban, con nombre y
apellidos, los muchos casos de funcionarios de alta categoría y políticos,
nada menos que del propio Gobierno de la República, que habían
pretendido acogerse al asilo ofrecido por la Representaciones Diplomáticas
durante esta misma guerra civil. La respuesta a esta Nota era, al parecer, tan
difícil que nunca llegó. Por el momento se había sorteado el peligro oficial;
seguía latente el que podía ofrecer el populacho.
Dos meses más tarde fue asaltada una Legación, pero en torno a ese
caso había circunstancias tan especiales que podrían calificarse válidamente
de "abusos". Un hombre, cuya nacionalidad era tan discutible como sus
artimañas, había abierto, bajo la bandera del país de referencia, viviendas y
más viviendas para las que se ingeniaba en obtener el reconocimiento de
extraterritorialidad y que iba llenando de refugiados. Cobraba un precio
diario por la manutención; en boca del pueblo, aquello no se llamaba
"Legación" sino "Pensión...". Un día, la policía, abrió varios de estos
complejos de viviendas y llevó a prisión a la mayoría de sus "huéspedes".
Pero la propia Legación quedó, en este caso también, intacta y asumida
después por otro país.
Lo que sí conseguí fue que, pocos días después de la junta diplomática
que celebramos el 29 de septiembre, volvió a plantearse en el Consejo de
Ministros el asunto La Cierva pero quedó sin resolver. Todavía hubo que
trabajarse a unos cuantos Ministros para vencer la resistencia del Ministro
Galarza. Fui, por tanto, en busca del Ministro del aire; Indalecio Prieto, a
quien conocía bien, y le pedí que intercediera. Se declaró personalmente
dispuesto a cualquier acto de buena voluntad ya que conocía al padre de La
Cierva desde hacía muchos años por su carrera política y que, desde luego,
a pesar de ser opuestas sus ideas políticas no sentía enemistad alguna contra
él. Pero en cuanto a la influencia que él pudiera ejercer sobre el Ministro,
dijo que no me hiciera ilusiones, porque él era "la oveja negra" de ese
Gobierno, y bastaría que abogara por algo para que Largo Caballero
quisiera lo contrario. Me dijo que probara con su amigo Negrín, que era
más idóneo para el caso.
Me fui, a buscar a Negrín, Ministro de Hacienda, con el que ya había
tratado, antes, de asuntos noruegos. Por su parte, en aquella ocasión, le
encontré interesado en concertar un convenio de intercambio de productos
agrícolas españoles contra bacalao noruego, en grandes contingentes
mensuales. Aproveché esa circunstancia para poner en evidencia que el
Gobierno noruego, informado por mí de la detención de nuestro abogado,
no se mostraría muy inclinado a acoger con demasiado entusiasmo la
propuesta. Le manifesté que había telegrafiado directamente al Ministro de
Estado (Asuntos Exteriores) con el ruego de liberar a esa persona y
consideraba una buena oportunidad ofrecer su influencia para facilitar la
buena marcha de la "operación bacalao", obteniendo del Consejo de
Ministros la devolución del abogado a la Legación, impidiendo así, por otra
parte que yo me viera obligado a decir: "Sin el abogao no hay bacalao”.
Prometió intervenir eneste sentido y me recomendó, al respecto, visitar a
Álvarez del Vayo, Ministro de Estado (Asuntos Exteriores), a quien
correspondía poner el asunto sobre el tapete, en Consejo de Ministros y a
quien él me anunciaría por teléfono, al día siguiente.
Por cuestión de principios, me había mantenido alejado del Ministerio
de Estado (Asuntos Exteriores) y, cuando no había más remedio que
hacerlo, sólo trataba con determinados funcionarios, que aún quedaban, de
otros tiempos. Al Ministro así como al Secretario General, no les había
honrado todavía con mi visita. No simpatizaba con ellos, no por sus ideas
sino por su carácter.
Álvarez del Vayo, hijo de un General de la Guardia Civil, se había
dedicada al periodismo después de terminar su carrera de Derecho y se fue
haciendo cada vez más rojo a medida que ello le reportaba ventajas
personales. La política no era para él más que un medio encaminado a un
fin. De convicción sincera, no es, por consiguiente, intrigante, se
superestima, y su parcialidad hace que al interlocutor, normalmente sensato,
le parezca escaso de luces. De los ministros que yo conocía era el único
que, no sólo no lamentaba los crímenes de sus compinches, sino que en su
interior, le complacían y hubiera sido capaz de cometerlos él mismo. Con su
cuñado Araquistain, que era Embajador en París (ambos habían contraído
matrimonio, respectivamente, con dos hermanas, dos judías rusas), debió
embolsarse durante el tiempo que estuvo en ejercicio tales cantidades de
dinero que la envidia de sus compinches estalló en una crisis ministerial en
la que ambos quedaron eliminados.
Fui, pues, a visitarle al día siguiente, lunes. Después de una
conversación previa en la que me prometió llevar al día siguiente al
Consejo de Ministros la propuesta de libertad de Ricardo de LaCierva, —
durante la entrevista con Álvarez del Vayo, el Ministro de Hacienda le
telefoneó para recomendarle otra vez el asunto—, después pasó a tratar de
la situación general, con respecto a la cual, le dije que yo estaba mejor
informado, porque mientras él estaba sentado detrás de su mesa, yo andaba
sin parar por las calles. Así es como había visto la víspera (un domingo)
veinticinco cadáveres de hombres y mujeres en los bordillos de las aceras
muy próximos a la Legación. En esa noche del sábado al domingo, se había
asesinado a doscientas cincuenta personas. Se quedó un momento sin habla
ante lo bien informado que yo estaba, (o ante la franqueza con que yo le
hablaba a la cara en su despacho oficial). Luego me dijo que entonces
también sabría yo que unos días antes se había descubierto una conjuración
fascista encaminada a matar a los Ministros. Contesté que no lo sabía, pero
que eso tampoco justificaba el asesinato. Si el gobierno hubiera establecido
un Tribunal, con arreglo a la ley y éste hubiera condenado a muerte a
quinientas personas por aquello, yo no hubiera dicho nada, pero sí alzaba
mi voz contra cualquier tipo de asesinato. El entonces replicó que si
nosotros los diplomáticos hubiéramos alzado la voz del mismo modo
cuando los "rebeldes" asesinaron a dos mil personas tras la toma de
Badajoz, hubiéramos hallado en el Gobierno oídos más atentos. A esto le
dije que todavía no teníamos noticia oficial alguna de que se hubiera
tomado Badajoz (tal cosa se había mantenido severamente en secreto para
la prensa). Y, mucho menos, de lo que él me contaba, de semejante
matanza. Bien es verdad que algo de eso había aparecido en los periódicos
pero los periódicos eran tan poco de fiar que no nos bastaban para
fundamentar nuestra protesta. Por lo demás juzgábamos con la misma
severidad el asesinato de un trabajador que el de un duque.
Con lo dicho ya tenía él bastantes motivos para despedirme
rápidamente, no sin prometerme de nuevo que haría todo lo posible, y lo
mejor que pudiera, en cuanto al asunto de La Cierva.
Y ahora sólo me queda dejar, sobre todo, bien sentado que, a partir del
día siguiente, ya no se tropezaba uno con asesinados en los puntos hasta
entonces habituales. Todas las mañanas mandaba yo que saliera un coche
para recorrer y examinar todo los lugares de "ejecución" que conocíamos.
¡Ya no se encontraban cadáveres! Así de pronto había dado sus órdenes
Álvarez del Vayo y tan perfecta era la conexión entre el Gobierno y los
asesinos, que toda la organización existente se transformó en pocas horas:
ahora ejecutaban a las víctimas fuera de Madrid, en lugares apartados, hasta
donde no alcanzaban los ojos de los diplomáticos. Incluso dejaron de existir
en esos días las listas del depósito de cadáveres de Madrid de las que yo
antes recibía copias.
La "conjuración" con la que especulaba Álvarez del Vayo, resultó ser
una captura equivocada de la Policía que, sin embargo, muchas personas
tuvieron que pagar con graves sufrimientos.
La sala de lectura de la Biblioteca Pública se había convertido en una
estancia agradable para muchos que ya no tenían lugar adecuado donde
permanecer o que, por miedo a las milicias, querían pasarse allí la jornada.
Un día frío y húmedo de octubre, irrumpió inesperadamente la Policía y se
llevó a todos los presentes, unas cuatrocientas personas, con la disculpa de
que allí tenían que habérselas con conspiraciones fascistas. Las
cuatrocientas personas fueron llevadas a declarar al edificio de la Dirección
de la Policía, que era un aristocrático palacio, muy abandonado, sito en el
Madrid antiguo. Como los calabozos, ya citados en otro lugar, estaban
repletos, a los nuevos presos se les encerró en el patio central, abierto a la
intemperie por la parte de arriba. Apretados unos contra otros, como
"sardinas en banasta", llenaban todo el espacio disponible. Así
permanecieron tres días y tres noches, hombres o mujeres, en semejante
"redil", bajo una lluvia torrencial y sin comer. ¡No podían caer desmayados
por falta de sitio para ello! Apenas se podían mover. Transcurridos los tres
días se comprendió la inconsistencia de la sospecha y los soltaron, sin más,
con excepción de media docena de ellos. Medio muertos, salieron
arrastrándose a gatas del edificio, donde ni siquiera les habían tomado
declaración y apenas si comprobaron sus datos personales pero donde, eso
sí, tuvieron que aguantar tres días y tres noches tal suplicio.
Para mejor reflejar la perfidia política del señor Álvarez del Vayo,
conviene saber que en Oslo manifestó sus quejas contra mí, como supe por
otros miembros del gabinete, aduciendo como pretexto el "salvoconducto"
de La Cierva a pesar de la declaración expresa del Consejo de Ministros de
que no se volviera sobre el incidente y se le considerara como no ocurrido.
El verdadero motivo de la queja, de la que yo todavía no tenía conocimiento
alguno por parte de Oslo, era que unos indeseables habían informado a
Álvarez del Vayo, tan pronto como éste regresó de Ginebra, de la petición
que yo había hecho tres días antes al Cuerpo Diplomático para qué se
presentara al Gobierno una enérgica protesta, así como también del discurso
que pronunciéentonces. Pero Álvarez del Vayo no tuvo valor ni para
negarse a mi visita propuesta por el Ministro de Hacienda, ni para
aprovechar la ocasión para hacerme los reproches que hubiera considerado
convenientes. No mencionó sus quejas ni me facilitó el conocimiento de la
existencia de las mismas, ni yo tampoco tenía por que entrar en ello, al ser
confidencial la información recibida. Álvarez del Vayo, en cambio, sí se
sintió con el suficiente despecho, pasados unos días, como para quejarse
ante el Encargado de Negocios de un país europeo, de que se estaba
trabajando con pasaportes falsos en contra del Gobierno y se estaba
queriendo favorecer a los "fascistas".
Pero el mencionado diplomático que era persona muy bien preparada y
pronto a la réplica, respondió al Ministro como correspondía. Le dijo que
sabía muy bien a qué caso se refería pues, precisamente, conocía todos los
detalles del mismo (era el que me acompañó aquella tarde a ver al Ministro
en funciones), que no se trataba de un pasaporte sino de un papel de orden
secundario, sin ninguna importancia, extendido y entregado por motivos
muy justificados y honrosos de simple humanidad, siendo así, en cambio,
que el Gobierno español, por mediación de su Embajada en París, había
expedido hacía unos días una serie de pasaportes falsos, por motivos
puramente interesados, a saber para pasar de contrabando a España a unos
oficiales de aviación de su nacionalidad, a los que antes habían seducido
para que desertaran. Que Álvarez del Vayo era por tanto el último que
podría tener derecho a hablar como lo había hecho. Esta declaración fue
entregada por el mencionado diplomático, en nuestra siguiente sesión para
que constara en acta. Álvarez del Vayo pretendió no saber nada de los
pasaportes falsos de su cuñado, el de París.
El viernes siguiente, me llamó el Ministro del Aire, Indalecio Prieto,
para comunicarme que, por desgracia, no había podido obtener la libertad
de La Cierva pero sí había aprovechado la ocasión para subrayar la
extraordinaria importancia de dicho preso, ya que su detención la había
efectuado personalmente el Director General, en presencia del representante
diplomático de una nación extranjera. También por su apellido tan
conocido, y, además, por su hermano el famoso inventor. Que, por todo
ello, habrían de adoptarse todas las medidas necesarias para defenderlo de
incidentes imprevistos porque sería denigrante para la reputación del
Gobierno que algo le ocurriera en tales circunstancias. Por todo lo dicho, él
no creía que tuviéramos que temer por su vida.
Como ya quedó mencionado en páginas muy anteriores el asunto de La
Cierva tuvo un final trágico: La Cierva fue asesinado con muchos
centenares de otras víctimas de la cárcel Modelo. Largo Caballero y Galarza
se habían opuesto a que se le pusiera en libertad y a ellos se debe que no
fuera posible hacerlo. ¡Caiga su sangre sobre ellos!
Al día siguiente volví a visitar al Ministro de Hacienda para decirle que,
a pesar de la negativa sufrida, yo estaba dispuesto a hacerme valedor ante
mi Gobierno de su deseo de adquirir bacalao, pues sabía que había hecho
todo lo posible para obtener la puesta en libertad de aquel para quien se la
pedíamos. Se mostró totalmente de acuerdo y me prometió continuar
ayudándome.

Observadores e informadores incómodos


Dos acontecimientos ocurridos en el mes de diciembre afectaron al
Cuerpo Diplomático y merecen ser mencionados. El Delegado del Comité
Nacional de la Cruz Roja fue llamado a Ginebra unos días antes de que se
celebrara una sesión del Consejo de la Sociedad de Naciones en la que
Álvarez del Vayo pensaba desempeñar su habitual papel de salir
defendiendo a "Caperucita Roja" o a la "inocencia ultrajada", y
estigmatizando a los "lobos nacionales". El Delegado tenía material
probatorio de peso, sobre todo en lo concerniente a los asesinatos de
detenidos, del mes de noviembre. El avión del Gobierno francés que
pensaba utilizar para el viaje, llegó a Madrid procedente de Toulouse sin
impedimento alguno. Al día siguiente tenía que regresar el aparato con el
Delegado y dos periodistas franceses (de Havas y del Le Matin). Por la
tarde, otra persona que ejercía sus funciones en el Comité internacional, se
encontró con un francés a quien conocía que desempeñaba un papel
importante en el servicio de contraespionaje rojo en Madrid. Este le dijo
que el avión no saldría al día siguiente. A la mañana siguiente, el avión
tenía, en efecto, un fallo de motor que no se manifestó hasta el momento de
arrancar, con lo cual de hecho no pudo salir: los viajeros tuvieron que
volverse a casa y esperar veinticuatro horas. A la mañana siguiente, el avión
ya reparado, emprendió el vuelo. Cerca ya de Guadalajara, ó sea a pocos
kilómetros de Madrid, vino hacia él, otro avión que, al principio volaba en
torno a él, trazando grandes círculos. Llevaba los distintivos del Gobierno
Rojo. El francés lo saludó como de costumbre, con las alas, moviéndolas
hacia arriba y hacia abajo para darse a conocer, a pesar de que, además,
llevaba grandes distintivos de la Aviación francesa y la inscripción
Embajada de Francia. El avión rojo voló a su alrededor, se alejó, cambió
otra vez el rumbo, volvió, voló debajo del avión francés y disparó sobre él
con su ametralladora desde abajo. Y luego se alejó a toda prisa. El
espantado francés, que me hizo personalmente este relato, bajó
inmediatamente. Sólo la cabina había sufrido los disparos. Los tres
ocupantes resultaron lesionados. Uno de los informadores murió de sus
heridas, al otro hubo que amputarle una pierna, el Delegado después de
permanecer en cama cuatro meses, salvó por lo menos su vida. Pero los
ominosos documentos no llegaron a Ginebra a tiempo, para no poner en
apuros a Álvarez del Vayo. Entonces resultó que se trataba de la "agresión
criminal de un avión de los nacionales al avión diplomático francés". ¡Y tal
fue lo que la indignada prensa roja anunció al mundo!
Muy semejante fue la escenificación, poco tiempo después, del
bombardeo aéreo de la Embajada inglesa en Madrid. En medio de la noche
vino un aviador "nacional" y buscó, entre tinieblas, única y exclusivamente
el edificio de la Embajada inglesa, que se hallaba empotrado entre dos
casas, para lanzarle dos bombas. Con toda delicadeza emplearon un calibre
moderado para tal saludo, de forma que sólo se dañará la armadura del
tejado y quedara herida una persona. Una vez hecha la fechoría se fue de
allí sin dar más señales de vida. Tan refinada infracción contra los santos
preceptos del derecho de gentes fue explotada a fondo al día siguiente por la
prensa roja. Los ingleses subestimaron, sin embargo, la maestría de los
aviadores nacionales hasta el punto de cargar sin más la "equivocación" a
cuenta de los rojos.
El otro caso fue el asesinato del agregado de la Embajada belga
Borchgrave. Una mañana soleada de domingo, salió éste de la Embajada
para pasear un poco en coche. Iba solo, conduciendo su pequeño automóvil.
Ya no volvió más y desapareció sin dejar rastro. Llevaba encima, su
documentación diplomática y el coche ostentaba la bandera belga. Durante
días y días, la embajada de Bélgica estuvo acosando a Miaja y a los
militares y civiles que dependían de él. Nadie sabía nada, nadie le había
visto. Tampoco se podía encontrar el coche. No le quedaba a la Embajada
más remedio que prescindir de las llamadas autoridades y emprender
investigaciones directas. Con gran esfuerzo e infinitas fatigas, y no sin
correr peligros personales, pudo el Encargado de Negocios de la Embajada
belga descubrir lo ocurrido al cabo de varios días. Borchgrave se había
trasladado al frente de Madrid por la carretera que sube a la Sierra, para
buscar a dos belgas heridos, reclutados por la Brigada Internacional. Lo
detuvieron, a pesar de presentar su documentación diplomática, lo llevaron
al pueblo cercano de Fuencarral para someterle a interrogatorio. No había
en modo alguno puntos en que apoyar una acusación, ni siquiera para
imputar un cargo correcto, ni tampoco para poner en marcha una
investigación judicial o someterle al juicio de un tribunal. Lo mantuvieron
preso en el pueblo desde el domingo hasta el martes temprano, en que, de
madrugada lo llevaron a la carretera y allí lo fusilaron. Intentaron borrar
cualquier rastro de su identidad, le robaron la documentación y la ropa,
cortando hasta las iniciales de sus prendas interiores. Lo enterraron
inmediatamente con otros veinte asesinados en una fosa común en el
cementerio del pueblo. El juez del pueblo había hallado la fórmula exacta:
la calificación de "muertos no identificados" y había descubierto de paso
que a los asesinos se les había escapado que en la hebilla del pantalón
figuraba escrito su nombre completo, que el juez hizo constar en el acta. A
pesar de ello el cadáver se declaró "no identificado" con lo que se intentaba
encubrir el asunto. El "Gobierno", es decir Miaja y sus compinches, no
hicieron lo más mínimo para aclarar el asesinato. Miaja, el héroe, le tenía
miedo a su departamento de "contraespionaje" y no se atrevía a meterles
mano. En cuanto al coche de la Embajada de Bélgica, nunca más apareció.
6. INFORMACIÓN DEL
FRENTE

Toledo

Desde el mes de octubre de 1936, comencé, con algunos de mis colegas


a visitar el frente que iba siempre retrocediendo y acercándose cada vez
más. A un alemán que hubiera estado en el frente de soldado, todo aquello
le hubiera resultado de lo menos marcial. Una mañana hermosa de
domingo, fuimos con el Encargado de Negocios argentino al frente de
Toledo. Los nacionales habían tomado la ciudad pocos días antes. El frente
quedaba a algunos kilómetros de distancia, por Olías del Rey. Nos llamó la
atención que, en los pueblos grandes, por los que procedentes de Madrid
habíamos cruzado, no se apreciaran medidas defensivas militares ni tropas
que pudieran mencionarse como suficientes. Hasta llegar al último pueblo,
antes de Olías, a nadie se le hubiera podido ocurrir que aquella tierra se
hallaba directamente detrás de un frente de guerra. En cuanto a los
milicianos, se les veía vagando por el pueblo, aunque eran muy pocos. Ni
baterías, ni trincheras, ni alambradas, nada, sólo la tierra desnuda.
Opinábamos que en una ofensiva no encontrarían los nacionales ningún
obstáculo para llegar hasta Madrid. En el pueblo de Olías había camiones y
milicias; varios camiones salían para Madrid, cargados de milicianos, pero
seguramente sin permiso de ninguna clase por parte de sus oficiales. Se
barruntaba una ofensiva de los nacionales, cosa para las milicias no muy
tranquilizadora; en Madrid era mucho más fácil pasar inadvertido, pero en
nuestro viaje de vuelta, a duras penas nos podíamos defender de los tipos,
estacionados al borde de la carretera, que nos pedían que les lleváramos. Mi
colega, que ya había estado en situaciones bélicas varias veces, me contaba
que siempre le había sucedido lo mismo; la gente armada que retrocedía en
bandadas, a pie, aprovechaban cualquier vehículo con el que pudieran
acelerar su fuga, sin tener siquiera un enemigo a la vista, ni tampoco fuego
de artillería a sus espaldas. Y si aparecía un avión, se dispersaban,
enloquecidos, sin que bastaran para detenerlos ni las pistolas de los
oficiales.
Cuando ya estábamos a un kilómetro de Olías, vimos un buen número
de Guardias de Asalto, cuerpo de Policía recientemente fundado por la
República con formación y armamento militar, sentados en la cuneta. Nos
detuvimos y salimos del coche. Dos de los guardias se acercaron y me
saludaron con mucha alegría. Habían estado durante mucho tiempo
encargados de la custodia de nuestra Legación. Les pregunté: "¿Pero, ¿qué
hacéis aquí, tan lejos del pueblo y del enemigo?" Contestaron con cierta
malicia, haciendo gestos intencionados: “Cuando se arma allí adelante nos
envían a estos campos y hacemos fuego contra nuestros chicos cuando
quieren empezar a retirarse". Entonces dije yo "¿De veras?, son tan
cobardes esos chicos?". Ellos contestaron: "Tan pronto como los otros
empiezan a disparar, echan a correr, escapando". Después se quejaron de la
comida; el día anterior no les habían dado absolutamente nada para comer;
habían cogido sandías de los campos y con ellas había calmado, a la vez, el
hambre y la sed. Mientras estábamos allí, llegaron unas raciones de un
rancho de campaña lamentable. La comida consistía en una sopa ligera.
Fuimos al pueblo y nos llevaron a una casa de labor donde estaban el
Estado Mayor y el responsable político, que desempeñaba en todo aquello
un papel importante. La línea del frente propiamente dicho, estaba todavía
dos kilómetros más adelante pero el Jefe de Estado Mayor no quería que
fuéramos hasta allí porque había demasiado peligro. (Probablemente para
él, ya que, por vergüenza o por salvar su honor, hubiera tenido que
acompañarnos). Nos enseñaron mapas y pretendían que iban a atacar
enérgicamente (pocos días después retrocedieron treinta kilómetros a toda
marcha y sin tiempo para respirar). Todo aquello daba una impresión de lo
más lamentable en completa consonancia con la casucha del puesto de
mando de adobe y nada sólida en la que se alojaban. No se veía en ninguna
parte posición alguna de artillería. Los otros habían disparado ya en
dirección a ella. Pero, al parecer, no habían dañado los campos. Desde la
ventana, vimos a una pandilla de hombres tumbados como una piara de
cerdos en una inclinación del terreno al otro lado del pueblo. Delante de
ellos empezaba una zanja que tendría de profundidad como hasta las
rodillas y de largo sólo unos doscientos metros. Nadie trabajaba en ella.
Pregunté al Jefe del Estado Mayor si aquello constituía su posición y sus
reservas. Contestó afirmativamente, y añadió que, ¿Qué iba a hacer él con
esa colección de “limpiabotas" si les atacaban? Mandaría venir de la
retaguardia más refuerzos. Le dije que estos debían de ser harto invisibles,
pues nosotros allá atrás no nos habíamos topado con ninguno. Pues sí, pero
hay algunos. ¿Y en vanguardia?, le pregunté si tenían una auténtica
trinchera con recorrido conveniente. Dijo que no, que pasaba como aquí; lo
que se utilizaba principalmente eran las desigualdades del terreno. Y yo
pensaba, "sí claro, para desaparecer a la carrera detrás de las mismas".
Después de haber estado con ellos de cumplido durante media hora, se nos
brindó la gran satisfacción de la fotografía del grupo. Mi colega, que
conocía el alma militar, se había traído un fotógrafo. Hasta las trincheras
llegaron corriendo los componentes de las reservas para figurar en la foto
con los diplomáticos. Por desgracia, no hubo aviador nacional que nos
hiciera el favor de aguar la fiesta. ¡Tanto como me hubiera gustado a mí
asistir a una escena de pánico! Todo se desarrolló en la paz más profunda.
Seguimos viaje en coche detrás de la línea teórica del frente, hasta
Aranjuez. Allí comimos los emparedados que llevábamos, con el
complemento de las aportaciones gastronómicas de los amigos argentinos.
Comida no había, ya entonces, en los establecimientos del ramo, ni en
Aranjuez ni en Madrid.
La desbandada retirada de las milicias me la describió el compañero
argentino, que la contempló con sus propios ojos. Había estado allí durante
el asedio del Alcázar, poco antes de la caída de Toledo. Fue hacia el
anochecer. Cada vez se intensificaban más los ataques. Esa tarde tenía que
caer el Alcázar: tal era la orden de Largo Caballero, el insigne presidente
del Consejo de Ministros, que se había desplazado personalmente al efecto.
Allí estaban, unos tumbados, otros, de pie, amparados entre escombros, o
detrás de los mismos. En éstas se dio la señal de asalto, y saliendo de sus
parapetos se abalanzaron hacia adelante, los que mandaban a los milicianos,
que les seguían, desconfiados. Atravesaron un sector de lo que fue jardín, en
dirección a los montones de piedras, en que se habían convertido las torres
del soberbio Alcázar. No se produjo acto de defensa alguno desde la
fortaleza. Llegaron al portón e irrumpieron en el patio interior. No se oyó ni
un solo tiro procedente del otro lado. Al parecer, la cosa estaba madura para
el asalto. Con desenvoltura, irrumpieron todos, en el patio interior y los que
iban en vanguardia hicieron lo propio en un segundo patio. De repente se
descargó un fuego rabioso de ametralladoras que aniquiló a los intrusos.
Atolondrados, todos aquellos que aún podían correr, se abalanzaron fuera
del patio, más allá de la explanada, como locos cuesta abajo. Arrasaron a su
paso cuanto encontraron en las posiciones que hasta entonces habían
ocupado, llevándose por delante incluso a los diplomáticos que se vieron
arrastrados por el torrente de fugitivos. No se detuvieron hasta pasar varios
bloques de casas que quedaron entre ellos y el Alcázar.
Uno de los diplomáticos recibió un tiro preocupante en el cuello y
tuvieron que operarle allí mismo. Al día siguiente los periódicos ofrecían al
lector la gloriosa ofensiva al Alcázar, que por fin ya se había conquistado
hasta el último rincón.
Unos días antes, el decano del Cuerpo Diplomático, a instancias de
Largo Caballero, se había prestado a intentar sacar del Alcázar a las mujeres
y a los niños. Se convino en Madrid, que fueran traídos a la capital con
escolta segura y la participación del Cuerpo Diplomático, para quedar
acogidos en un edificio del Paseo de la Castellana bajo la protección de las
banderas de la totalidad de los países representados en Madrid. El
embajador de Chile se trasladó a tal efecto a Toledo y presentó su petición
al Comandante de la Plaza. Éste le declaró que el Gobierno de Madrid nada
tenía que decir en Toledo. Ahí quien mandaba era el Comité Local con
quien tendría que tratar, antes de poder él emprender lo que procediese.
En interés de la buena causa, el Embajador se prestó a ello. La
mencionada autoridad suprema de Toledo estaba instalada en un convento
abandonado. El Embajador fue recibido con recelo y antipatía. No querían
soltar de sus garras a las víctimas del Alcázar, tan apetitosas. El Embajador
se refirió a sus convenios con el Presidente del Consejo de Ministros. Se le
replicó que esos convenios no tenían validez en Toledo. Precisamente no se
quería, en ningún caso, dejar que las mujeres y los niños fueran a Madrid.
Tenían que quedarse en Toledo en un viejo convento, bajo la "protección”
del Frente popular local y del Comité soberano y ¡no de los diplomáticos y
de las banderas extranjeras! Mientras el embajador discutía con ellos al
respecto, oyó procedente de la sala contigua, una voz chillona, de mujer.
Era la judía Margarita Nelken, que daba un mitin y decía a gritos que, por
encima de todo, había que eliminar a las mujeres e hijos de esos canallas del
Alcázar, sin sentimentalismo alguno. ¡Era precisamente la nidada, el
engendro, la semilla, de esa canalla, lo que había que desarraigar para
siempre! El público gritaba expresando su asentimiento, de forma tal que el
Embajador apenas si podía oír a su interlocutor. De repente compareció
personalmente en Toledo su Excelencia, el señor Presidente del Consejo de
ministros, Largo Caballero. La ocasión era favorable para el Embajador;
ahora disponía de un testigo de altura para sus convenios y ahora era
cuando se iba a ver quién mandaba en Toledo. Largo Caballero le dio
amistosamente la mano y prestó durante un momento atención a su
pregunta de quién mandaba de veras en Toledo. Pero el bueno de Largo
Caballero ya no podía resolverlo, tenía sin remedio que marcharse
enseguida a otro sector del frente y volver, después, a Madrid; allí tampoco
tenía, en verdad, nada que hacer pero por lo menos no se lo echaban en cara
y, se fue.
El Embajador no tenía más remedio que contentarse con lo que pudiera
conseguir en Toledo; pero quería, por lo menos, intentar hacer algo por las
mujeres y los niños. A última hora de la tarde pasó, acompañado por el
todopoderoso Comité al otro lado del parapeto más avanzado. Intentó
hablar con el Alcázar directamente mediante un megáfono. Pero no era
posible. No se les entendía. Finalmente probó a hacerlo uno de los hombres
del Comité. Sus voces sí se entendieron mejor. Les dijo lo que quería el
Embajador, pero "como él lo entendía". Desde el otro lado se le gritó en
contestación, sin rodeos, que las mujeres y los niños estaban muy bien y
que, por supuesto preferían esperar la entrada de sus amigos los nacionales,
en los sótanos del Alcázar, junto a sus maridos y sus padres, que en un
convento con los rojos. Cuando terminaron de dar la respuesta comenzaron
los bramidos, procacidades y desplantes de los milicianos.
Por lo demás, había entrado también en el Alcázar como parlamentario,
en esos últimos días el Jefe del Estado Mayor Teniente Coronel Rojo, ahora
General Jefe del Gran Estado Mayor en Valencia. Al atardecer, Rojo se
anunció por la megafonía. Se le contestó que podía presentarse, solo y
desarmado, pasando por tal y cual puerta. Se dirigió por la mañana, solo y
con las manos en alto. Le permitieron el paso y le condujeron con los ojos
vendados, al sótano donde estaban reunidos sus antiguos compañeros. Trató
con ellos durante tres horas, pero no consiguió nada. El Alcázar era
nacional y continuaría siéndolo hasta la liberación de Toledo, tal fue la
respuesta que recibió.
Rojo aseguró a sus camaradas, con lágrimas en los ojos, que pensaba
como ellos, pero que tenía a su mujer y a seis hijos en manos de los rojos,
en calidad de rehenes con miras a su actuación, y que no tenía más remedio
que subordinar sus acciones a dicha coacción porque no tenía valor para
exponer a su familia al asesinato.
Precisamente a estos vergonzosos medios de presión recurrieron
también los rojos frente al Coronel Moscardó, el defensor del Alcázar. El
Comandante local socialista llamó al Coronel al Alcázar por el teléfono que
aún funcionaba. Le dijo que su hijo de veinte años, le iba a hablar y que si
el Coronel no entregaba el Alcázar, lo ejecutarían. A continuación el padre
dijo su hijo, que el deber para con la Patria primaba sobre todo los demás, le
animó a aceptar la muerte con valentía y le dio su bendición. Al joven lo
ejecutaron. ¡Ni siquiera bastó, tamaña grandeza de ánimo para avergonzar a
esos bolcheviques!
En cuanto a la suegra y a la cuñada del héroe Moscardó, pudimos
recogerlas a tiempo en su casa de Madrid y alojarlas en nuestra Delegación,
hasta que logramos hacerlas pasar a la España nacional para reunirse con la
familia. La anciana señora de ochenta y siete años de edad aún pudo hacer
el viaje en automóvil a pesar de tan trágicas y peligrosas circunstancias.
La mala impresión que causaban las tropas de milicianos era siempre la
misma en cualquiera de los sectores del frente a donde yo acudía, al pueblo
se le engañaba día a día en los periódicos, con triunfos inventados, ¡y el
pueblo se lo creía! El cinismo de dichos cabecillas iba tan lejos que, cuando
la caída de Málaga, y en una manifestación pública, Álvarez del Vayo llegó
a decir: "Gracias a Dios, ya nos hemos librado de Málaga. ¡Un dolor de
cabeza menos! ¡Esta derrota nos traerá ahora triunfo y medio!” El pueblo,
engañado y enloquecido, se lo tragaba todo.
Dondequiera que se fuera, se apreciaba el desorden total, el rechazo a
cualquier orden o disposición; en suma, la falta total de disciplina. Los
milicianos amenazaban a sus "oficiales" con disparar contra ellos, cuando
éstos querían mandarles algo.
Me garantizaron (y ello procedía de fuente segura de información), que
unos milicianos, a quienes el Director General de Seguridad recibió en su
pomposo despacho para reprocharles unas acciones nada honrosas, le
hicieron la siguiente declaración: "Si no cierras el pico, te damos a ti el
paseo". Ya no se atrevió a emprender nada contra ellos y les dejó marchar.
No ocurría, naturalmente, lo mismo en las Brigadas Internacionales,
donde los oficiales extranjeros, muchos de ellos, rusos y franceses,
mantenían una disciplina al estilo de la que se empleaba en las fuerzas
legionarias. Esta fue la causa de que, debido a su disciplina, mando único y
armamento adecuado se prolongase la guerra. Sin ellos, las milicias se
hubieran dispersado ya a finales de 1936.

Visitas a hospitales militares

Una actividad que emprendimos, interesados en mantener la buena fama


del Cuerpo Diplomático ante el pueblo español, consistía en visitar los
hospitales de campaña. Acompañados la mayoría de las veces por el
Delegado del Comité internacional de la Cruz Roja y por el Encargado de
Negocios argentino, señor Pérez Quesada, visitamos el magnífico hospital
de la Cruz Roja en Madrid (que se tuvo que acaba de abandonar en
diciembre de 1936 por quedar ya en zona de combate), así como el hotel
Palace, convertido en gran hospital de campaña.
Allí fue famoso un herido, apodado el Negus por tener una larga barba
negra. Era de profesión maestro en una escuela pública de Santander,
hombre inteligente, enérgico y valeroso que pronto llegó a tener el mando
de una compañía. En la toma de Carabanchel por los nacionales, localidad
del extrarradio de Madrid, tenía a su cargo una posición importante. Se
quejaba amargamente, por cierto, de que nunca conseguía mantener
debidamente en la brecha a sus milicianos. Un día, al ver venir un tanque,
se le escaparon todos; se quedó él solo en la trinchera y disparó
valientemente, pero el tanque pasó por encima y siguió su camino. Quedó
en tierra, gravemente herido. Sin embargo cuando los nacionales se
retiraron, se le pudo poner a salvo, y aunque quedó completamente
deshecho, una vez ingresado en el hospital envuelto en vendajes y mediante
un tratamiento pudo salvar la vida. Nosotros tuvimos oportunidad de
conocerle muy recuperado y nos fotografiaron junto a él, en puesto de curas
próximo al frente, aunque situado ya entre las casas deMadrid. Ésas fotos se
publicaban en revistas ilustradas, lo cual causaba buena impresión entre el
pueblo, que con ello veían que no sólo nos preocupábamos de los
"fascistas".
Sobre tan singular personaje supimos, después, que seguía soñando con
nuevas heroicidades, hasta que se fue otra vez al frente, donde cayó, según
parece, habiéndole dejado en la estacada sus propios compañeros de
milicias. Visitamos sistemáticamente otros centros sanitarios de guerra y
también uno, exclusivamente reservado a los "internacionales", en el que
había tipos interesantes con heridas graves en piernas, brazos, cabeza. Pero
no se podía evitar la impresión de que esos extranjeros (hablábamos con
polacos, húngaros, belgas, y alemanes), no eran como los milicianos
españoles, gente del pueblo, sino que más bien formaban parte de la
"Internacional comunista" de sus propios países.

En el Madrid sitiado
En el transcurso del mes de noviembre de 1936, las cargas de la
artillería y de la aviación, sobre Madrid era ya muy sensibles y se habían
cobrado muchas víctimas entre la población civil.
Desde nuestra casa, situada en alto, divisábamos todo Madrid. Apenas
se pasaba un día sin que aparecieran aviones y, unas veces en un extremo de
Madrid y otras en otro, surgían oscuras columnas de humo que nos
anunciaban el bombardeo de sectores del frente, incluso cuando, a causa de
la distancia, el ruido se oía muy poco. A veces, sin embargo, también se
ponía la cosa peor y parecía más peligroso por el ruido que por lo que la
vista apreciaba. Siempre aparecían los pequeños aviones de combate rusos a
los que el pueblo llamaba "ratas". Eran extraordinariamente rápidos y
hacían un ruido tremendo. Cuando se lanzaban, bastante bajos, muy rápidos
sobre las casas, era angustioso el estruendo del motor, que llegaba a la
velocidad del trueno, y de la misma manera volvía a desaparecer. Con
frecuencia, asistíamos a grandes combates aéreos en los que los grandes
bombarderos nacionales que volaban muy majestuosamente a gran altura
eran atacados por los "ratas". También veíamos caer alguna vez, estos
pequeños aparatos, probablemente abatidos por los grandes bombarderos.
La población de Madrid huía al principio al oír el aullido de las sirenas,
con el que los aviones se anunciaban. Pero pronto se habituaron, y
terminaron por no preocuparse y cuando aparecían aviones en el cielo, el
público de Madrid se congregaba en la calle para verlo. En cuanto a los
disparos de artillería, la gente hacía exactamente igual, tan pronto se
habituaron a su estampido. Un blanco por el que sentían especial
predilección los artilleros nacionales era el edificio de la Compañía
Telefónica que se estrechaba hacia arriba como una torre y era la
construcción más alta de Madrid, situada además en un lugar elevado de la
ciudad. Era especialmente adecuada para la observación de los alrededores,
que circundaba todas las líneas del cerco de Madrid. Los pisos más altos de
la misma se habían reservado para uso de oficiales rusos. Muchos impactos
sumaba ya este edificio por ser un objetivo preferente de la artillería
nacional, pero a pesar de todo, en julio de 1937, estaba todavía en servicio,
perfectamente utilizable, situado en La Gran Vía, avenida nueva de
importante categoría que se fue construyendo en estos últimos quince años
en el lugar que ocupaba una parte del viejo Madrid. El tráfico es allí
siempre considerable, incluso en estos tiempos. Mientras que antes
circulaban por allí los autos de lujo de los ricos, ahora se veía una masa
humana variopinta y descuidada, de a pie, pero también muchos coches
circulando con milicianos que, en no pocos casos, paseaban a sus "damas"
(pero eso si con otro desenlace diferente del "paseo" por ellos inventado) o
se paraban ante los bares de lujo donde antes debían sus "cócteles" los
famosos "señoritos", cosa que, con sorprendente rapidez y fidelidad,
aprendieron de ellos los jóvenes bolcheviques.
Cuando impactaron las primeras granadas sobre la fachada de la
Telefónica, mucha gente corría, aunque no para ponerse a salvo sino, al
contrario, sólo para curiosear desde la acera de enfrente, desde donde
podían observar la precisión de los impactos... pero, como, es sabido,
también caían granadas por otros sitios y cuando esto ocurría había que
lamentar muertos y heridos, cuyos conciudadanos los rodeaban y se
compadecían, ayudando también a retirarlos.
Desde la céntrica plaza de Cibeles, sube la calle Alcalá, arteria principal
de la ciudad hacia la Puerta del Sol. Tanto ésta, como la calle de Alcalá,
eran con frecuencia objeto de disparos. Desde la plaza de Cibeles se domina
con la vista dicha calle hasta arriba. En la misma se juntan muchos tranvías.
Yo mismo pude ver desde mi coche, al llegar una mañana a la plaza de
Cibeles, la calle Alcalá batida por la artillería, y observé cómo calle arriba
circulaban, como de costumbre, las dos vías de tranvías y algún automóvil
que subían y bajaban, apaciblemente, mientras que, a sus ambos lados,
explotaban las granadas. No cabe sino admirar el estoicismo o quizá el
fatalismo moruno de los pobladores de Madrid, que ya hacía mucho tiempo
estaban aguantando toda clase de riesgos pero que, a pesar de la
recomendación que hacían las autoridades para abandonar Madrid y de que
el Gobierno incluso adoptaba medidas coercitivas para obligarles a ello, no
estaban dispuestos a dejarse sacar de sus casas.
Ya en octubre de 1936, fijó el general Franco una zona neutral dentro de
cuyos límites no se podía efectuar ningún bombardeo, siempre y cuando la
misma no albergara instalación militar de ninguna clase. Se trataba
precisamente de la zona del mejor barrio residencial al este de Madrid. El
Gobierno de Largo Caballero no se comprometió a nada, pero, sospechando
que dicha zona se preservaba ya en consideración al sector de población,
perteneciente a los mejores niveles de la sociedad, que allí habitaban, se
dedicó, inmediatamente, a trasladar allí oficinas, cuarteles improvisados y
toda clase de comités y establecimientos militares.
Con ello, tampoco salía ganando la masa de población civil. El Comité
Internacional de la Cruz Roja propuso, en consecuencia, el veinte de
noviembre de 1936, en un telegrama a Miaja, que se reuniera a la población
no combatiente de Madrid en un sector de la ciudad para evitar
bajas.Caprichosos son los dos telegramas de respuesta, el de Largo
Caballero y el de Álvarez del Vayo, los cuales, cada uno por su lado,
encontraron una excusa basada en la misma mendacidad. No hay que
olvidar que Madrid ya estaba equipado como una fortaleza, con
instalaciones defensivas, que casi la mitad de su perímetro era ya frente
inmediato y que estaba repleto de material de guerra, de milicias y de
Brigadas Internacionales, que tenían ocupados todo los edificios de mayor
tamaño, en los mejores barrios.
Largo Caballero telegrafió lo siguiente:

"En respuesta al telegrama de ayer en el que me comunicaban


haber telegrafiado a Miaja acerca de la conveniencia de que la
población no combatiente quede concentrada en un sector
determinado de Madrid, declaro que el ejército combatiente sólo
está en los frentes de combate, de modo que, desde un punto de
vista humanitario, toda la población ha de considerarse como no
combatiente. La propuesta de que el sector de los ciudadanos que
no participan en la lucha armada se concentren en un lugar
determinado, es inadmisible por las razones aducidas.
Cordialmente le saluda, Largo Caballero".

Álvarez del Vayo por su parte, vertía en su telegrama todo su veneno y


no se avergonzaba de manifestar a la Cruz Roja Internacional, neutral, pero
informada, las mismas mentiras acerca del intachable modo de pensar del
Gobierno de la República, que él repetidamente ponía sobre el tapete en la
Sociedad de Naciones:

“En respuesta a su telegrama sobre la iniciativa de la Cruz Roja


Internacional acerca de la creación de una zona neutral en Madrid,
el Gobierno de la República que, contrariamente a los rebeldes de
Burgos, no representa intereses de clase y se responsabiliza de la
seguridad y vida de todos los madrileños, rechaza la idea de crear
una zona neutral en Madrid por la que se podría proporcionar
seguridad a cierto número de personas, en los bombardeos aéreos
que aviadores fascistas extranjeros emprenden sobre la ciudad
abierta, lo que constituye un crimen, no atenuado por el hecho de
intentar encauzar las consecuencias de dichos ataques. El
establecimiento de una zona neutral significaría que el Gobierno de
la República se prestaría a legalizar el bombardeo del resto de la
ciudad, no incluido en esa zona y con ello exponer a la destrucción
los barrios populares y obreros. Pues hay que contar con que los
rebeldes, furiosos por su manifiesta incapacidad para conquistar la
capital de España, se dejen llevar por tales atentados, contrarios al
derecho de gentes, que indignan a toda la humanidad civilizada.
Álvarez del Vayo".

El Gobierno Rojo imposibilitaba la clara distinción que, tanto Franco en


su propuesta como también la Cruz Roja Internacional, pretendían
establecer entre el Frente constituido por el Madrid en lucha, de una parte, y
de la otra la masa de la población civil. Y eso lo hacía, como tantas veces,
porque pretendía utilizar a la población civil a modo de escudo de sus
militares.
Esa culpabilidad propia, en cuanto al sacrificio de mujeres y niños no
les impedía utilizar a esas mismas víctimas como cartel de propaganda ante
el mundo. Un colega mío en Madrid se expresó indignado frente a mí,
diciendo que él mismo había visto en aquellos días de la lucha por los
suburbios de Madrid, niños muertos en uno de ellos. Yo le pregunté:
"¿Quién les causó la muerte?" "Las bombas de la Aviación". A lo que
repliqué: "Y ¿de quién es la culpa de que haya niños en el campo de
batalla? Ese pueblo es campo de batalla, desde hace varios días. Si no
pusieron a tiempo a la población civil en lugar seguro, toda la culpa será del
Gobierno que no cumplió con su obligación". Ya que lo que no se puede
pensar es que se intente impedir a las tropas nacionales la toma de Madrid,
a base de ponerles niños delante y de acusarles luego de inhumanos por la
muerte de los mismos. Aquel diplomático no tuvo más remedio que darme
la razón.

Entre Madrid y Valencia

En mis frecuentes visitas a Valencia durante la primavera de 1937, me


encontraba con muchas cosas interesantes que observar. La misma carretera
suscitaba interés. La comunicación por tren ya no existía, había que hacer el
viaje en coche. Unos 400 km, contando con el desvío que había que tomar a
causa del corte de la calzada directa. La carretera daba un rodeo, trazando
una curva que se dirigía al norte, en torno al punto de interrupción, por
detrás del frente y a lo largo de este. En los pueblos siempre había cosas que
observar, de carácter militar. Interesante era también, de por sí, el tráfico en
la carretera, aunque no fuera más que por ser ésta la única arteria de tráfico
rodado que quedaba aún para dirigirse a Madrid.
Contábamos los camiones que con provisiones o con gasolina, iban para
Madrid y observábamos los coches que transportaban personas, tanto los
que adelantábamos con dirección a Madrid, como los que nos adelantaban a
nosotros. Con frecuencia también rebasamos columnas militares. Una vez
nos tocó una larga columna de camiones que llevaba esta descripción: "1er
Régiment de Train", y luego otra: "Second escadron". Los jóvenes que iban
en esos vehículos, llevaban cascos de acero, que a mí me pareció reconocer
como procedentes de otra guerra y, entre ellos, hablaban francés. Nada
diremos de los tanques rusos que con frecuencia avanzaban rechinando, con
sus largos cañones móviles y giratorios encima, ni de las Brigadas
Internacionales que iban carretera adelante, también con cascos de acero y
hablando "esperanto", es decir, mezclando todas las lenguas. Lo que apenas
veíamos eran españoles, solamente los había en los muchos puestos de
control, y en las gasolineras del camino. Estas tenían la particularidad de
que en ellas no había gasolina; es decir, que aquellas que sí la tenían, sólo se
la daban a vehículos de guerra y con justificante expedido por el Ministerio
de la Guerra, en las gasolineras destinadas al consumo general no se
conseguía casi nunca nada.
Entre Madrid y Valencia había nueve puestos de control donde tenían
que detenerse los coches y donde examinaban a fondo los papeles. En
contraste con ello, en la España nacional, como tuve después ocasión de
comprobar, se podían hacer cientos de kilómetros conduciendo, sin tener
que someterse a un solo control. Dato éste verdaderamente sintomático, que
muestra cuanta más desconfianza y afán inquisitorial había en la España
"roja" en contraste con la "blanca". De ello se puede sin dificultad sacar la
conclusión de que todo lo dicho venía condicionado por la actitud de la
población, ante cada uno de los dos sistemas.
Si por el camino habíamos visto fuerzas combatientes internacionales
rojas, ahora, en Valencia nos tocaba ver alemanes. Con el calor que hacía en
Mayo, resultaba muy agradable salir, conduciendo a primera hora de la
tarde, a esas playas mediterráneas y tomarse allí en alguno de los
"merenderos" el inigualable plato nacional valenciano denominado "paella",
arroz con pescado y marisco, o arroz con pollo. Aquello estaba siempre
lleno hasta los topes, hasta el punto de que, a veces, había que esperar una
hora entera hasta conseguir mesa. Se veían casi siempre sobre todo
milicianos y sus oficiales, y además gente de pueblo, poco lavada, es decir
perfumada pero no bien oliente, que parecía tener el dinero a espuertas.
La gente comía con un apetito y un entusiasmo tal que a uno se ocurría
la idea de que se daban prisa para disponer de un poco de tiempo y
disfrutarlo. De cuando en cuando se veía, allí, también, a algún ministro y a
otros hombres del momento, más bien "malfamados" que famosos, con sus
"compañeras", ya que estaba prohibido llamarlas "esposas", aunque lo
fueran en virtud de antiguos vínculos. Allí se disfrutaba de una vista
soberbia frente al mar y el puerto. Verdad es que el público miliciano
parecía no dedicarle atención alguna, por maravillosa que fuera dicha vista,
porque se la amargaban uno o dos buques de guerra alemanes que por
entonces patrullaban, allá afuera. "Ahí está el alemán". Gruñían, volviendo
la vista tierra adentro.

Bombardeos de Valencia

Durante mi estancia en Valencia se notaron seriamente los efectos


bélicos del otro lado. Dos veces viví la experiencia de grandes bombardeos
aéreos, uno de ellos a las ocho a la tarde cuando empezaba el crepúsculo.
Justamente al girar para entrar en una plaza, en la que había dos
Ministerios, oímos las primeras explosiones que se iban haciendo cada vez
más cercanas a velocidad de relámpago. Mi secretario gritó al chófer que se
detuviera y, mientras yo protestaba, diciendo que no tenía sentido pararse,
me obligó a apearme del automóvil. En el mismo momento oí el silbido de
la bomba y a dos pasos de nuestro coche se produjo la explosión, a la que
inmediatamente siguieron otras dos en la misma plaza. Nuestro vehículo
quedó cubierto de cascotes, trozos de revoco, fragmentos de piedra de las
fachadas de las casas próximas a nosotros y el conductor ligeramente herido
en la cabeza. No habían hecho blanco en ningún Ministerio, pero en las
calles próximas había varias casas dañadas y una serie de personas muertas.
Una bomba había caído a diez pasos de la Embajada inglesa, en la calle,
matando, entre otros, a un ingeniero francés que casualmente estaba allí.
La segunda vez fue por la noche. Hacia las tres de la madrugada me
despertaron unas explosiones, lejanas, pero muy numerosas. Creí que
estaban bombardeando el puerto. Pero se fueron aproximando rápidamente
y pronto las sentí junto a mí: tintineaban temblonas las lunas del patio de
luces al que daba mi ventana, toda la casa vibraba, a continuación se
produjo una explosión importante, y enseguida otra, acompañada por el
griterío de mujeres y niños en todos los pisos. La casa, sin embargo,
resistió; salí afuera y llamé a las mujeres de la familia donde yo vivía para
decirles que ya había pasado todo y que no había que temer nada más. La
casa que teníamos en la acera de enfrente, pero un poco en diagonal con
respecto a donde estábamos, sí que había quedado tocada, y otra más al lado
de la nuestra, tres números más abajo. Los bombardeos nocturnos son
incomparablemente más lúgubres, porque se tiene la impresión de no
poderse mover, de tan rápidos y próximos como se sienten las explosiones.
El resultado fue, por tanto, que en los días que siguieron, Valencia se
vaciaba en las horas crepusculares. Miles de personas se iban a sus huertos
de naranjos a pasar la noche bajo los árboles, por temor a las repeticiones
que sin embargo, de momento, no se produjeron. ´ Con ocasión de mi
presencia en Valencia asistí también a la salida del vapor francés "Imérethie
II" y del barco hospital inglés "Maine", que transportaban refugiados a
Marsella. Con ocasión de esas salidas que se efectuaban, aproximadamente
una vez por semana, era interesante observar la partida de los favorecidos
por la suerte. La excitación que reflejaban sus rostros al someterse a las
muchas medidas de control, y ante el temor que reflejaban sus rostros de
que en el último momento pudieran aún ser presa de los tentáculos de aquel
monstruo devorador de seres humanos; el ansia con la que se abrían paso,
hacia los botes o hacia la pasarela del vapor y, finalmente, el alivio con que
respiraban al verse seguros en el mismo, y disfrutando ya de la confianza
recíproca existente entre “compatriotas".

El ataque aéreo al Deutschland

El día del atentado contra el Deutschland estaba yo en Valencia. Al día


siguiente, me contaba un funcionario del Ministerio de Marina, que el
Ministro estaba fuera de sí por la imputación que se le hacía de tal acción;
había asegurado que no había habido allí ningún avión de la España roja.
Pero unas horas más tarde se había enterado de que era una escuadrilla rusa
la que había realizado el ataque, por su propia cuenta. Dicha escuadrilla
tenía su base en el gran campamento ruso entre Alicante y Murcia y no
dependía de las autoridades españolas.
La amplia capacidad de mando de las iniciativas rusas tuvo también en
otras ocasiones, consecuencias de gran trascendencia para sus "aliados"
españoles. Así, por ejemplo, durante la primavera del año 1937 y con
ocasión de un ataque nocturno se intentó tomar a los "blancos" un cerro de
la "Casa de Campo", muy cerca de Madrid. Dirigían la operación, de la que
ya se tenía noticia desde el día anterior, dos generales rusos. Se
movilizaron, sin más consideraciones, treinta mil hombres y, como la
primera noche no se obtuvo resultado alguno, volvió a repetirse el ataque a
la noche siguiente. El único éxito obtenido fueron ocho mil muertos y once
mil heridos. Resultaba imposible enterrar semejante montón de caídos, por
lo que se les roció con gasolina y se les prendió fuego. Aquel cerro, no
estaba ocupado por más de dos mil quinientos hombres, según me dijo
después un oficial "blanco" que participó en la operación.
7. El GOBIERNO ROJO VISTO
ENTRE BASTIDORES

En la estepa de Rusia

Como ya referí anteriormente, y —en relación con mi visita al Ministro


de Hacienda, Negrín, con motivo del acuerdo comercial con Noruega y
también del caso La Cierva—, a los tres días de mivisita recibía un
telegrama de Oslo, a tenor del cual Álvarez del Vayo, se había quejado al
Ministerio en Oslo, por conducto del Consulado General de España en
Ginebra, en el que me denunciaba por haber extendido un pasaporte
noruego a un español denominado La Cierva y, además, que, según un
telegrama de Moscú a la prensa londinense, se me acusaba de procurar
pasaportes falsos a los fascistas españoles, con el fin de facilitarles la huida.
Ante semejante acusación, contesté a Oslo en los siguientes términos: que
la queja del Ministro era injustificada. Yo había expedido dos pasaportes
noruegos con destino a las siguientes personas... y un salvoconducto para el
abogado de la Embajada. Todo ello no era más que una intriga del
Embajador de Rusia, que quería reprimir mi lucha dentro del Cuerpo
Diplomático, por una acción humanitaria, que contrarrestara los crímenes
denunciados y no denunciados por las bandas anárquicas del Gobierno de la
República. El Cuerpo Diplomático había telegrafiado al Encargado de
Negocios de Noruega a San Juan de Luz, declarando su plena solidaridad
conmigo.
El Ministro de Noruega se tranquilizó con dicho telegrama y con el del
Cuerpo Diplomático. PeroÁlvarez del Vayo continuaba su labor subterránea
aunque, de momento, sin conseguir su propósito.
Unos días antes, el Encargado de Negocios de una potencia europea
hizo una visita al recién nombrado Embajador ruso, Rosenberg. Una de las
primeras preguntas que éste le hizo fue la referente a mi nacionalidad; la
respuesta fue evasiva pero Rosenberg con expresión marcadamente
enérgica replicó: "Ce Monsieur gêne le Gouvernement" (este señor le
resulta incómodo al Gobierno). ¡Consecuencia de ello fue el telegrama que
Moscú cursó a Londres! Quería a ojos vista, hacerme saber que yo había
incurrido en lo que él estimaba contravenir la "soberanía" de su
arbitrariedad, y que me convenía ser más cauto. Pero no le sirvió de nada.
Algún tiempo después se presentó en una de nuestras sesiones diplomáticas
el propio Rosenberg. Había intentado ante Álvarez del Vayo quitarle
importancia a nuestras notas de protesta y al resto de nuestros informes o
comunicaciones al Gobierno, con el pretexto de que nosotros no
integrábamos el Cuerpo Diplomático, porque había miembros importantes
del mismo que no participaban en nuestras resoluciones. A eso, se le
contestó, que nosotros, a unos señores que no se habían sometido a ninguna
de las formalidades habituales, tales como comunicar su existencia al
Decano, visitar al mismo y a los demás miembros, etc. no podíamos
contarles como pertenecientes al Cuerpo.
Rosenberg, ante esta imputación intentó a continuación salvar tan
justificado obstáculo, e hizo algunas visitas formales y asistió a una Junta.
A pesar de la cortés bienvenida que le dispensó el Decano, la acogida que
se le hizo, fue extremadamente fría. Se sentía visiblemente incómodo. Su
figura enjuta, su fuerte joroba, sus largos dedos huesudos le daban un
aspecto que hacía recordar a las arañas. Se habían traído a un intérprete,
porque en las sesiones se hablaba, sobre todo, en español. Tomaba a
menudo la palabra, para en un francés asombrosamente ágil, intentar
reducir "ad absurdum" todas nuestras propuestas. Sin embargo, no tenía
escogidos sus argumentos con la habilidad suficiente y en la discusión
sufrió una derrota total. También yo tomé parte en la misma, a saber en
francés, para ahorrarle el intérprete, cargando principalmente el acento en
demostrar que entre el gobierno y los asesinos existía seguramente acuerdo.
Rosenberg no volvió a molestarnos con su presencia en posteriores
reuniones.
Aquí merece especial mención una entrevista celebrada en los primeros
días de octubre con el representante de un país centroamericano, que por su
tendencia política, se hallaba muy próximo al Gobierno rojo. En una
conversación entre colegas, acerca de todas las posibles cuestiones que
podían afectar al Cuerpo Diplomático, dicho señor mencionó que la víspera
había conseguido echar un vistazo al convenio que tenía que firmar Largo
Caballero con Rusia para comprar su ayuda, y dijo lo siguiente: "Nunca me
sentiría con valor para proponer a otro pueblo un tratado por el que éste
tuviera que renunciar totalmente a su soberanía".
Para mayor asentimiento transcribo la descripción de un diplomático
esta vez sudamericano, donde se desprende hasta qué punto tales relaciones
de "esclavitud" influían incluso en las formas externas de relación. Me
contó su visita oficial al Presidente del Consejo de Ministros, Largo
Caballero: "Estaba yo, sentado, de conversación con el Presidente, en su
despacho, de repente, se abrió la puerta, sin previo aviso, y entró un hombre
con el gabán puesto y el sombrero hongo echado para atrás. Nos echó un
vistazo y se sentó en un sillón sin pronunciar una palabra ni hacer el menos
saludo, con el abrigo puesto y el sombrero en el cogote. Se sacó un
periódico del bolsillo y se puso a leer. Yo me quedé con la boca abierta. ¡Se
trataba de Rosenberg, Embajador de Rusia!".

Miaja, el héroe

Puedo contar un caso semejante, con referencia al ya conocido General


Miaja. Con frecuencia me preguntan lo que pienso de este personaje. Sí que
podría referir algunos acontecimientos o incidentes que arrojarían cierta luz
sobre el mismo y podrían ser sintomáticos. Vaya por delante el que la parte
principal de su carrera la hizo al mando de una región militar,
concretamente en Segovia donde estuvo durante años. Tuve que ver con él
oficialmente en distintas ocasiones. Nunca sacamos nada limpio. Como le
conocía prefería acudir directamente a sus ayudantes o jefes de su Estado
Mayor.
En otro lugar de este libro se halla el informe de nuestra visita del
trágico día siete de noviembre. Miaja no sabía nada y no hizo nada.
Asimismo, en otro lugar, puede leerse su intervención al producirse la
ocupación de la Embajada Alemana. Miaja se replegó cobardemente ante
los jóvenes de la policía socialista y faltó a su palabra.
Más adelante, en enero, fui una mañana a verle con el fin de solicitar su
ayuda para la salida de España del padre de Ricardo de la Cierva, Ministro
que fue durante años del Partido Conservador. Entonces todavía salía
diariamente el avión de Madrid a Tolouse. Se trataba de hacer llegar al
anciano, con un acompañante de confianza, a Barajas, a 7 km de Madrid,
para que pudiera tomar el avión. Miaja, que entonces tenía el mando de la
España central y era Presidente de la Junta de Defensa de Madrid, y, por
tanto, indiscutiblemente el hombre más poderoso de la ciudad, era también
desde hacía mucho tiempo, amigo íntimo del hermano de La Cierva, aparte
de que naturalmente, conocía también a éste como último Ministro de la
Guerra que fue en tiempos de la Monarquía. Le pedí, por tanto, que diera un
Pasaporte a La Cierva y le hiciera llegar al avión. Me miró a través de sus
gafas y me dijo: "Me guardaré de dar un pasaporte a La Cierva. Es
demasiado peligroso para mí. Si en Barajas lo reconoce un miliciano lo
mata sin más. Por lo demás, no tendría nada que objetar puesto que ya no
puede hacer más daño, dijo refiriéndose al miliciano. Pero sólo le daría
pasaporte falso si se afeitara y se vistiera de tal modo que no lo pudieran
reconocer. Y aún en ese caso, no garantizo nada, tendrá que correr el riesgo
solo. Si en el aeropuerto alguien lo reconoce, lo mata, volvió a repetir.
He de reconocer que mi concepto de la autoridad, sufrió un vuelco al oír
eso. Tenía frente a mí, sentado al Capital General de Madrid y éste sentía
miedo de unos milicianos del aeropuerto. El mismo reconocía que cualquier
miliciano podía más que él. Yo ya estaba harto, sobre todo después de
asistir a la escena que voy a describir, y me fui. La escena fue esta: Miaja
sentado ante su mesa de trabajo a un extremo del gran despacho y yo a su
lado. En ese momento empezamos a hablar. Entonces al otro extremo de la
estancia, se abre una puerta, entra un hombre con uniforme ruso, un oficial,
probablemente capitán, por la edad que representa, nos mira y se dirige al
General, sin la menor muestra de deferencia, como se habla a un ordenanza
¿Oú est un tel (¿dónde está fulano de tal). El General balbucea: Il est sorti
par lá (ha salido por allí) y señala una puerta. El ruso atraviesa la sala, sale
por esa puerta, sin dignarse dirigir al General, otra mirada, sin más palabras.
De hecho ni siquiera dijo, ¡Gracias!
Por esos mismos días se trataba de averiguar quiénes eran los jóvenes
que los bolcheviques se habían llevado recogiéndolos de las calles y
obligándoles a ir a las fortificaciones para hacerles trabajar. Se había
secuestrado a un gran número de esos millares de hombres, desaparecidos,
según documentación de mucha confianza, recogida por un mero
funcionario del Ministerio del Aire, cuyo propio hijo había sido integrado
con ellos en casas de labor, fábricas y establecimientos similares de los
alrededores de Madrid y se los llevaban a diario a realizar trabajos de
fortificación. Nos interesaba mucho conseguir para la Cruz roja una lista de
nombres de sus secuestrados con el fin de poder informar a sus familias
que, como puede suponerse se hallaban terriblemente angustiadas.
Se entregó, por tanto, a Miaja personalmente una carta con algunos
datos precisos en cuanto a la ubicación de esos lugares y se le pidió
explicaciones y listas de nombres. Pasado algún tiempo, contestó por
escrito que la Sección de Fortificaciones le había declarado que no existía
nada acorde con el escrito. ¡Así que no se atrevían a meter ahí sus narices!,
por estar los comunistas y los anarquistas detrás de todo aquello ¡Habría
que infundir valor a Miaja! Se le invitó con sus dos ayudantes a un buen
yantar en la Cruz Roja. ¡Les gustó mucho! A las seis de la tarde aún estaba
él sentado a la mesa. Afortunadamente, las tropas nacionales tuvieron aquel
día la tarde libre. Se le hizo ver que en las averiguaciones positivas que se
habían hecho, algo había que no se podía ocultar, simplemente, porque su
plana mayor lo desmintiera, y era cuestión de honor establecer quien estaba
de verdad secuestrado, y que se esperaba de él que encargara a un ayudante
el descubrimiento y aclaración de ese proceso tan enigmático, que se estaba
dando, en las líneas militares bajo su mando. Miaja lo prometió todo, pero
no se vio resultado alguno. Mucho más tarde, le dijo al Delegado de la Cruz
Roja, que no se había sacado nada en limpio.
¿Hace falta todavía alguna prueba más de su falta de disposición para
ayudar y de su fracaso? Hela aquí, la más trágica de todas. Miaja era
Ministro de la Guerra. El doce de agosto de 1936, llegaba a una pequeña
estación, justo antes de Madrid, un tren de Jaén, una de las capitales de las
provincias andaluzas. En ese tren llevaban a doscientos veinticinco hombres
y mujeres de dicha ciudad y su provincia, en calidad de rehenes, a una
cárcel próxima a Madrid. Eran personas de los mejores niveles,
funcionarios, labradores importantes y religiosos. Entre ellos iba al obispo
de Jaén. Varias veces durante el viaje se les había obligado a parar y se les
había amenazado, pero siempre habían logrado librarlos los veinticinco
guardias civiles, que los conducían. Pero desde esta pequeña estación
informó el Oficial de dichos guardias, al propio Ministro de Guerra, de que
las milicias no les dejaban pasar. El Ministro de la Guerra dio la orden de
dejar pasar el tren, pero a los milicianos les tenía sin cuidado el Ministro de
la Guerra, a pesar de que nominalmente pertenecían al "Ejército". Obligaron
a los guardias a bajarlos del tren y fusilaron a las doscientas veinticinco
personas allí mismo, donde quedaron muertas en una larga fila. Antes por
supuesto se les había saqueado a fondo.
No puedo resistir a la tentación de intercalar aquí un párrafo de la carta
del Ministro de Estado (Asuntos Exteriores) español a un ministro
diplomático sudamericano, fechada en 14 de agosto, o sea con dos fechas
de posteridad con respecto al suceso arriba descrito:

"Huelga expresarle la magnitud de la indignación y el ardor de


la protesta que el terrible crimen, de cuya perpetración me informa,
provocó en el Gobierno de la República, en cuyo nombre expreso mi
condolencia más sincera y cordial. Las palabras resultan en estos
casos insuficientes para reflejar el profundo dolor en el que
coinciden la representación de nuestro Estado con la de la Nación,
que puede estar segura de que por grandes que sean su indignación
y su dolor por tan bárbaro crimen, no serán mayores que los
sentidos por España y su Gobierno.
Pongo en su conocimiento que comunicaré a las autoridades
competentes los detalles que me trasmite, encareciéndoles que con
la mayor rapidez posible y proponiéndose el éxito, emprendan
investigaciones policiales y las diligencias judiciales necesarias
para que no quede impune un crimen tan espantoso y expreso mi
absoluta confianza en que la acción de las autoridades cuya misión
es impedir la perpetración de tales acciones y lograr su expiación,
sea tan eficaz como rápida con el fin, al menos, que los irreparables
daños causados se traduzcan en consecuencias que restablezcan los
principios eternos de la justicia y las sagradas leyes que protegen
los derechos humanos".

El escrito que antecede no se refiere, sin embargo, al asesinato


perpetrado en Madrid de los 225 rehenes, sino al de siete hermanos de San
Rafael, sudamericanos. Éstos eran enfermeros de un manicomio de Madrid
y habían viajado a Barcelona, amparados con un documento diplomático
expedido por el Ministro de la Legación de su país, para volver a su tierra.
Al llegar a Barcelona, los secuestraron y al día siguiente se les halló
asesinados en el depósito de cadáveres. Al mismo tiempo las autoridades
catalanas comunicaban al Cónsul de la nación correspondiente (que había
estado esperando a los religiosos en la estación), que no podían garantizarle
su vida y, en vista de ello, tuvo que huir.
Naturalmente, en ninguno de los dos casos se persiguió ni se castigó a
nadie. Los asesinos eran, desde luego, los amos de la situación.
Esta carta destinada al extranjero, unida al encubrimiento de los grandes
actos de crueldad practicados en Madrid, dan la imagen de la moralidad de
un Gobierno.

El "Derecho" rojo

Pero no sólo en el ámbito de la seguridad pública, sino simplemente en


todo, el Gobierno abdicaba ante los representantes del desorden y de la
inmoralidad. Ya no se podía hablar de un "concepto del derecho". En todo
caso no se puede utilizar el concepto normal de Derecho para expresar la
noción que del mismo tiene esta gente. Citemos un par de ejemplos: en
septiembre de 1936 salió en la Gaceta de la República, entre otros del
mismo estilo, un Decreto del Ministro que tenía a su cargo Correos, en el
que se le rehabilitaba solemnemente a un ex funcionario del cuerpo de
Correos destinándole a un alto cargo para el que reunía condiciones
especiales, en función del injusto proceder de la administración anterior que
le expulsó de la Asociación de Funcionarios, como reparación a haber sido
destituido por culpa de unas "miserables" pesetas. El motivo que obligó a la
administración a condenar a este "señor", tras el proceso con arreglo al
procedimiento judicial ordinario, fue por malversación de fondos públicos.
Cuando el propio Estado y los que lo apoyan practican el robo y lo califican
como "de derecho natural", y el único reproche que cabe hacerle es que
robó sólo “unas miserables pesetillas” resulta totalmente lógico que fuera
premiado por su "honorable comportamiento".
Otra "perla del Derecho". El alcalde de Torrelodones, donde yo vivía,
requirió de todos los vecinos allí domiciliados, que acudieran a una junta;
"caso de no acudir incurrirán en la pena de pérdida de su derecho de
propiedad con respecto a sus bienes raíces y con el traspaso de tal derecho
al Ayuntamiento". Dicha comunicación se la llevé yo al Ministerio de
Asuntos Exteriores, dejando a su buen criterio su incorporación al futuro
Corpus Iuris de la República venidera. También se la envié a título de
ejemplo al Gobierno noruego.
Quizá interesa a los juristas la mención parcial de una sentencia de 9 de
junio de 1937, procedente de Madrid (una entre muchas). Dice así:

El acusado, alto empleado deñ Banco [...], escribió en El


Debate el artículo que se adjunta, en el que hacían apreciaciones
contrarias a los intereses de la clase trabajadora; sus propios
colegas lo consideran de derechas. Se estima que tal hecho
representa un acto de aversión contra el Régimen, comportamiento
peligroso penado con arreglo al articulo [...]. Se le impone, por
consiguiente, la pena fijada por el artículo que figura a
continuación, condenándosele, como medidad de seguridad, a dos
años y seis meses de privación de libertad, en lugar de imponersele
la pena de internamiento en un campo de trabajo, con la perdida de
su cargo y de sus derechos políticos y civiles durante diez años.
¡Y, con todo, este hombre tuvo suerte, ya qque a muchísimos otros la
mera sospecha de parecido crimen les costó la vida!
8. LA LIBERACIÓN DE LOS
REFUGIADOS

Los refugiados en la Embajada de Alemania

A mediados de noviembre de 1936, el Reich alemán rompió sus


relaciones con la España roja, y trasladó su representación a la España
nacional. El personal de la Embajada ya se había trasladado unas semanas
antes a Alicante y allí estaba protegido por los barcos alemanes. Pero el
edificio de la Embajada alemana en Madrid continuaba utilizándose. En él
se hallaban unos cuantos alemanes y un número mayor de refugiados
españoles que se habían acogido a la protección de la bandera alemana.
Hacia ya semanas que llevaba estacionado día y noche delante de la puerta
un camión ocupado por Guardias de Asalto, que estaban al acecho de
algunas personalidades refugiadas para ver la manera de hacerse con ellas.
Había asumido la protección de los refugiados de nacionalidad alemana
el Embajador de Chile, en su calidad de Decano del Cuerpo Diplomático. El
23 de noviembre por la mañana temprano, recibió una nota en la que se le
daba un plazo de 24 horas para entregar a los funcionarios rojos el edificio
de la Embajada. El mencionado Embajador convocó una reunión para tratar
de la salvación y distribución de los ocupantes del edificio. Se planeó la
distribución, tanto de españoles como de alemanes, entre otras
representaciones diplomáticas y, al día siguiente, acordamos ir a recogerlos.
El Embajador tendría que procurarse garantías para nuestra seguridad
durante la operación que, vista la "disposición" reinante, era bastante
peligrosa. También tendría que fijarse de modo inequívoco, el plazo en el
que ésta tenía que ejecutarse ya que la expresión "dentro de 24 horas" no
resultaba lo suficientemente fiable.
El Embajador se fue a ver al General Miaja, autoridad suprema en
Madrid. Éste prometió toda clase de facilidades. Entregó al Embajador una
carta en la que confirmaba que el Cuerpo Diplomático podía transportar a
los internados en la Embajada de Alemania y que se pondría ante la misma,
la dotación policial necesaria para proteger la realización del transporte,
ante cualquier riesgo. El plazo expiraría a la una de la tarde, 24 horas
después del convenio concertado con Miaja.
Nosotros nos citamos para las ocho de la mañana en la Embajada,
llevando nuestros coches; también el Embajador de Chile quería estar
personalmente presente para hacerse cargo de su cupo de refugiados.
A las ocho en punto me personé con dos coches. Ya había toda una serie
de autos de diplomáticos. El Embajador no pudo acudir porque se
encontraba indispuesto. Delante de la finca, en la Castellana, había gran
número de tipos armados; no se podía saber si policías o milicianos, unos y
otros iban igual de desastrados en cuanto al atuendo. En la mayoría de los
casos el uniforme consistía en el habitual mono azul de trabajo con correaje
de cuero; del cinturón pendía la pistola; parte de ellos llevaban fusil al
hombro. La mayoría eran jóvenes, su aspecto no inspiraba confianza.
Cuantos pasaban por ser guardias de asalto o milicianos eran, sin duda
elementos recién admitidos, sin selección alguna y aún sin formación de
ninguna clase. Tampoco se veía claro, de momento quien los dirigía o qué
clase de verdadera dirección llevaban, por lo menos no se nos presentó
nadie que nos lo dijera. Lo que parecía es que, según una buena costumbre
bolchevique, cada cual hacía lo que le venía en gana.
En el jardín había ya cierto número de refugiados dando vueltas,
esperando con impaciencia que se les llevara de nuevo a lugar seguro. Se
hallaban comprensiblemente excitados por la terrible proximidad de la
policía hostil. Yo introduje a tres jóvenes españoles en mi coche, me marché
el primero y giré a la derecha, bajando hacia la Castellana. Nuestros ángeles
de la guarda contemplaban el coche asombrados, pero éste, entretanto ya se
había ido. A la velocidad del rayo, me dirigí a casa, es decir a la Legación,
al otro extremo de la Castellana, descargué allí a los tres nuevos, se los
entregue a los antiguos y regresé enseguida a la Embajada.
La gran avenida llamada Paseo de la Castellana, al principio de la cual
se hallaba situada la Embajada tiene una amplia calzada central, con dos
andenes anchos y ajardinados para peatones a derecha e izquierda,
respectivamente, y al otro lado de cada uno de ellos otra parte empedrada
para los tranvías y el resto del tráfico rodado. Ya, desde lejos, vi que había
un atasco en la parte de tráfico rodado de la derecha, frente a la Embajada.
Exacto: en la esquina con la bocacalle, los policías habían mandado parar el
coche mejicano que venía detrás del mío y habían pedido la documentación
de los que iban en él. Otros cinco coches, cargados con refugiados que
habían de ser transportados a otras Legaciones, salieron entretanto y estaban
allí en fila, detrás del primero. Se estaba desarrollando un violento duelo
verbal entre el funcionario mejicano del primer coche y lospolicías. Éstos
estaban muy excitados. La atmósfera se iba haciendo cada vez más densa y
la situación se iba poniendo al rojo vivo. Otro colega, de nacionalidad
alemana también, estaba subido al estribo en medio de los policías y trataba
de suavizar la situación. Me agregué a él y apliqué mi sistema que ya varias
veces había probado con éxito, para imponer mi opinión en esa "banda
sonora" de palabras fuertes. Como siempre, se encogieron ante tamaña
osadía. Tuve suerte; entre ellos había por casualidad un policía de los
antiguos. También él se sintió osado y gritó: “¡Este señor tiene razón, estáis
locos, deteniendo coches diplomáticos, no tenemos derecho a hacerlo, lo
que pasa es que estos novatos no lo saben!" Aproveché el momento y le
grité al chófer mejicano "¡Adelante!" Éste arrancó y los otros cinco detrás,
antes de que los demás volvieran en sí de su sorpresa. Gracias a Dios, por
de pronto, ya teníamos a unos 30 refugiados fuera de peligro.
Regresamos, otra vez, a la Embajada que estaba próxima; la Policía se
había situado en la esquina de la derecha. Mientras tanto salió por la puerta
otro coche, el chileno; giró astutamente a la izquierda, en lugar de a la
derecha y así pudo alcanzar la otra calle, sin impedimento alguno.
En el jardín de la Embajada había aún varios coches, y entre ellos, los
dos míos, listos ya, con otros siete hombres dentro. La atmósfera estaba
ahora ya muy cargada. Fuera la "piara" con pistolas y fusiles, ya
abiertamente hostiles. Por precaución, cerramos la puerta de hierro. ¡Vaya,
quizás aún salgamos adelante. Hay que intentarlo! Entonces me acordé de
las hermosas pistolas y granadas que estaban allí y que en caso necesario
bien podría utilizar en mi delegación. Dentro de unas horas, me dije, estarán
sin más en manos de esa panda. ¡O sea que para adentro! Fui al cuarto
donde estaban las cosas preparadas para su entrega o para utilizarlas, eso
todavía no se sabe. Cogí cierto número de pistolas, municiones, y una caja
de granadas de mano y las metí en mi coche. Así por lo menos para algo
servirían, si es que se salía adelante.
Mi colega y compatriota dijo entonces "Schlayer, salga Ud. el primero”;
Tenía otra vez a tres hombres en el coche, me senté en el asiento de delante,
al lado del conductor. “¡Gira enseguida a la izquierda y echa a correr como
un diablo!” Entonces mandé que abrieran el portón de repente y salí,
rozándolo para afuera. Doblamos a la izquierda. Me esperaban a la derecha.
Se levantó un gran griterío. Sonaron unos tiros. Hicieron varios agujeros en
el coche, pero los disparos no alcanzaron a nadie. Sin embargo, tres de
aquellos tíos se había subido ya como monos a los estribos y agitaban sus
pistolas a través de las ventanillas delante de mi rostro. Uno de ellos había
abierto la portezuela pero yo la sujetaba con el brazo derecho a través de la
ventanilla y conseguí cerrarla. A pesar de todo, el coche tuvo que detenerse,
la cosa se ponía demasiado peligrosa.
Intenté empujar hacia abajo al fulano que mantenía su pistola debajo de
mis narices, porque no dejaba la puerta libre. Pero, entretanto, los del otro
lado habían abierto la puerta y separado brutalmente a dos compañeros que
querían sujetarla despidiendo hacia fuera a los tres hombres. Como una
jauría de perros se tiraron al coche. Por suerte en mi segundo coche que iba
detrás donde llevaba el cargamento que me podía comprometer seriamente
pudo escapar a toda marcha a la Legación de Noruega, donde descargó.
Como pude, regresé a la Embajada alemana pero a los tres hombres que
habían sacado de mi coche, se los llevaron a la Dirección General, que
estaba cerca.
Ante el portalón de la Embajada había llegado ahora el Jefe de la Policía
de Madrid, un joven de la Juventud Socialista Unificada, un ser nada
recomendable; como ocurría con todo los de dicha organización, que ya no
era socialista sino puramente comunista. Nos quejamos a él de la actitud de
la así llamada Policía que, en lugar de ofrecernos protección, nos había
agredido. Hicimos valer el escrito de Miaja en el que nos garantizaba plena
libertad actuación, lo cual no se había cumplido. El arguyó que esa libertad
de actuación no podía referirse a los ocupantes españoles de la Embajada
alemana porque este servicio estaba dentro de su prescripción. Nos fuimos a
ver a Miaja, con el colega polaco, conde Kosziebrodsky, y con el
yugoslavo, para pedirle que hiciera respetar lo convenido por él. Hablamos
en primer lugar con el Coronel, Jefe de su Estado Mayor. Este trató el
asunto con el General, y se puso enseguida a nuestra disposición para
acompañarnos a la Embajada y darle una lección a ese joven policía. Pero
una vez allí, nuestro buen Coronel se vino abajo. Adoptó el argumento del
jovencito, según el cual los "ocupantes de la Embajada" que podíamos
llevarnos no podían ser más que los de nacionalidad alemana. Los súbditos
españoles le correspondían a él. En vano insistimos: en el clarísimo texto
original del convenio nada había que se pudiera interpretar de modo
distinto. Se refería a los ocupantes, sin ninguna excepción y esto lo tenía
Miaja muy claro al redactar el texto. El joven policía se mantenía, con una
terquedad que parecía aprendida de Largo Caballero, (el único mérito que le
había llevado a tan alto puesto era el haber pertenecido con anterioridad a la
guardia personal de Largo Caballero) en su unilateral interpretación, y el
Coronel retrocedió vergonzosamente. La "escolta de protección" que nos
había prometido Miaja se había cambiado en "tropa de ataque".
No nos conformamos con los argumentos del Jefe de la Policía y nos
dirigimos al Embajador de Chile, en su calidad de Decano, para hacer valer
nuestro bien documentado derecho. El embajador telefoneó a Miaja que,
ahora, de repente argüía, no saber que en la Embajada de Alemania hubiera
acogidos que no fueran alemanes, y se remitía al Gobierno. Con lo dicho
capitulaba de manera ignominiosa ante su subordinado, el aprendiz de
policía, ya que conocía de sobra la orden, según la cual, desde hacía ya
semanas, tenía que haber, día y noche, frente a la Embajada alemana, un
fuerte destacamento de policía en un coche, para impedir la salida de la
finca de determinadas personalidades españolas allí refugiadas, acogidas al
derecho de asilo. El Embajador telefoneó ennuestra presencia, a Valencia y
habló con Álvarez del Vayo y con Largo Caballero. Dado que se trataba de
una cuestión jurídica trascendental del derecho de asilo, exigíamos, ante
todo, la prolongación del plazo fijado, con el fin de tener tiempo para
reflexionar antes de proceder a negociar. Álvarez del Vayo, rechazó la
propuesta con pretextos, Largo Caballero con grosería. Declaró sin rodeos
que quien tuviera la nacionalidad española y estuviese en la Embajada
quedaría detenido. Ante tal infidelidad a la palabra dada y contra semejante
violencia nada podíamos hacer.
Y era casi la una, hora en que finalizaba el plazo impuesto, cuando
regresamos a la Embajada alemana sin haber podido conseguir nada para
los cuarenta y cinco españoles restantes. El portón estaba cerrado, la Policía
se hallaba ya delante del mismo, formada en orden de combate dispuesta al
asalto. Se procedió entonces a sacar a los alemanes que aún estaban dentro
y, tras examinar sus papeles, la guardia los dejó pasar; se los llevaron a otra
Legación. Dos de los alemanes se quedaron voluntariamente dentro y se
entregaron a la policía española. A la 1’15 estaba yo todavía solo en el
jardín de la Embajada. Los refugiados españoles se habían retirado al
interior de la casa, amedrentados, ya que no podían prever el trato que les
esperaba. La finca quedó como muerta; fuera estaba la Policía dispuesta al
ataque. Entonces entró el que mandaba la tropa policial, que era un Capitán
y me explicó que yo tenía que salir ahora de la Embajada ya que había
recibido la orden de tomarla por asalto a la una y entonces me tendría que
considerar como perteneciente a la misma. Apenas salí fuera de la
Embajada cuando la policía penetraba con las pistolas, ya sin seguro, y con
los rostros en fuerte tensión para lanzarse sobre la casa. Sin duda esperaban
resistencia. Afortunadamente ésta no se dio y todo transcurrió
pacíficamente. Prendieron a los acogidos, los llevaron a cárceles, donde
estuvieron durante meses. Más adelante, sin embargo, recobraron todos su
libertad.
Pero unos días después, recibí por mediación de una Embajada amiga,
un telegrama del Ministerio noruego en el que se me comunicaba que el
Gobierno de Valencia me había acusado como "persona no grata" y que se
esperaba, por tanto, mi petición de renunciar a mis cargos de Encargado de
Negocios y de Cónsul. Mi actuación con referencia a los razonamientos y
disputas entre el Cuerpo Diplomático y el Gobierno con relación a los
hechos ocurridos en la Embajada alemana, a pesar de contar siempre con la
conformidad de los demás diplomáticos, tenía, por lo visto, que servir de
pretexto para que se produjera mi alejamiento, deseado con vehemencia,
desde hacía mucho tiempo, por Álvarez del Vayo.
No podía yo, empero, abandonar mi puesto. No estaba decidido, en
modo alguno a dejar a su suerte a las seiscientas personas que en aquel
momento estaban refugiadas en la Legación. Tal destino en este caso
equivaldría, más o menos, a que el Gobierno de Valencia se aprovechara,
sin duda alguna, de la vacante dejada por mí para apoderarse de esos
refugiados, tal como ya varias veces, lo había intentado. Apelé por tanto, en
interés de esas gentes necesitadas, de protección, al Cuerpo Diplomático, a
cuya intervención se debió que el Gobierno Noruego diera una solución al
asunto, que hacía posible mi permanencia al frente de la Legación de
Madrid. Así sufrió Álvarez del Vayo el segundo desaire.

Difícil situación del Cuerpo Diplomático

A finales de diciembre, el Gobierno noruego envió a un Secretario de


Embajada, en calidad de Encargado de Negocios, ante el Gobierno de
Valencia. Yo permanecí en Madrid ejerciendo las demás funciones que
había desempeñado hasta la fecha.
Se produjo entonces de momento, una situación muy peligrosa, que
duró unas cuantas semanas, porque el nuevo Encargado de Negocios en
Valencia declaró públicamente que el Gobierno noruego nada tenía que ver
con los refugiados en la residencia del ex Ministro de la Legación de
Noruega; esa era una iniciativa privada mía. Se podía presentir que el
Gobierno de Valencia, aprovechara esa falta de protección, para "limpiar" la
Legación.
Lo que únicamente detuvo al Gobierno fue la alta consideración de que
gozaba la Legación de Noruega en todo Madrid, su conducta absolutamente
correcta y la ausencia de todo reproche con respecto a la misma. Sólo al
cabo de algunas semanas pude recoger por escrito una clarificación al
respecto. El Gobierno noruego ratificaba su solidaridad con la Legación de
Madrid e insistía en el derecho al respeto más absoluto de la
extraterritorialidad correspondiente. Tal fue la base de una colaboración con
el Encargado de Negocios en Valencia para iniciar la gestión de la
evacuación de algunos refugiados acogidos al derecho de asilo, en nuestra
Legación.
Es muy lamentable que el espíritu de solidaridad que, en los primeros
meses animaba unánimemente al Cuerpo Diplomático, no se mantuviera
con la fuerza suficiente para resolver, también conjuntamente, la cuestión de
la evacuación de los miles de acogidos al derecho de asilo. El Gobierno
consiguió introducir la división de opiniones al respecto, entre los
representantes de los distintos Estados, y el resultado fue que algunos
consiguieran sacar a sus acogidos al extranjero y otros tuvieran que seguir
albergando a los suyos, durante más de un año. Con un decidido "todos a
una" tal como propugnábamos varios de entre nosotros en diciembre de
1936, se hubiera evitado tan mala situación y se hubiera salvado, sin duda,
con mucho tiempo, a todos los refugiados. Después de las negociaciones del
mes de enero en Ginebra, el Gobierno mostró en un principio, una
complacencia, que se debilitó más adelante, debido a que, en aquel entonces
(principios de 1937) las organizaciones anarquistas tenían aún la
supremacía en los puertos y sólo sobre la base de pactos costosos con ellas
podía lograrse el permiso teórico del Gobierno. Como ya se ha dicho, había
dos Legaciones que conseguían la evacuación contra importantes
desembolsos de dinero, que quedaban fuera de las posibilidades de otras
Legaciones. La condición, impuesta por el Gobierno, de una conducta
neutral por parte de los hombres jóvenes después de su salida de la zona
roja, se infringía en algunos casos, con lo que el gobierno apretó más las
clavijas. Se exigió entonces que los hombres cuya edad estuviera
comprendida entre los veinte y los cuarenta y cinco años, permanecieran en
el Estado que los hubiera admitido en su representación diplomática, hasta
el final de las hostilidades.
Sobre dicha base se produjeron evacuaciones en serie tan pronto como
las organizaciones anarquistas quedaron dominadas por el Gobierno y ya no
era necesario pagarles tributo. Para la Legación de Noruega no era
practicable, por desgracia, dicha vía, porque el Gobierno noruego declaró
terminantemente que no admitiría en el país a ninguno de los acogidos al
derecho de asilo, sin duda por motivos de política interior. Yo propuse que
consiguieran la admisión por otro país neutral de los trescientos hombres de
edades comprendidas entre los veinte y los cuarenta y cinco años que se
hallaban en la Legación con el fin de obtener del Gobierno de Valencia la
excepción correspondiente. Para facilitar al Gobierno de Noruega las
negociaciones con otros países, había yo ofrecido depositar una garantía de
750.000 ffs. a favor del país que se mostrara dispuesto a recibir a esa gente.
Tal cantidad garantizaría al país correspondiente un aval a cuenta de los
gastos que tuvieran que sufragar por los refugiados, así aceptados. Pero el
Ministerio noruego tampoco aceptó tal propuesta. A pesar de las repetidas
gestiones realizadas personalmente en el transcurso de los meses de abril a
junio en Valencia para obtener la tan urgente evacuación de los acogidos al
derecho de asilo, todas mis iniciativas fracasaban ante dicha actitud
negativa del Gobierno noruego que me imposibilitaba presentar una
contrapuesta al Gobierno de Valencia. Este había aprobado en abril,
mediante nota verbal, la evacuación de nuestros refugiados y expresado sus
condiciones Noruega se limitó, después de mucho tiempo a desestimar
globalmente dicha nota, sin entrar en detalles ni hacer contrapropuestas.
Poco después, volvió a cambiar fundamentalmente la actitud del
Gobierno de Valencia. Varios de los Estados que habían evacuado gente con
la condición de retener dentro de sus fronteras a los hombres en edad
militar, descuidaron este punto. Los refugiados al amparo de un estado
asiático, empezaron por no irse al mismo, sino que abandonaron el barco,
durante el viaje, para dirigirse a la España nacional. Esto fue la gota que
colmó el vaso. A partir de entonces, Valencia declaró que ya no dejaría salir
ningún hombre de edad comprendida entre los dieciocho y sesenta años.

¡Urge el intercambio!

Esto, prácticamente, significó el final de las evacuaciones, ya que las


mujeres con hijos varones en edad militar no querían separarse de ellos; y
tampoco se dejaban evacuar.
Intenté dar con alguna solución que, a la vez, pudiera eliminar la
dificultad especial existente para mi Legación. Visité, poniendo de relieve
que no se trataba de una iniciativa noruega sino estrictamente personal mía,
en primer lugar al Ministro vasco, Irujo, con el que ya había colaborado con
frecuencia y le expliqué el mal humor que la resolución del Gobierno
español tenía que provocar en todos los estados participantes, porque
trataba, nada más ni nada menos, de que pagaran justos por pecadores.
Expresé mi coincidencia con el Gobierno, de que tras las experiencias
vividas, no se le podía exigir que continuara con los métodos empleados
hasta entonces y, parecía en cambio mucho más inteligente intentar un
arreglo positivo y definitivo, que andar envenenando más y más la situación
de todos los participantes con disposiciones de carácter negativo. Si los
hombres acogidos al derecho de asilo no iban a poder salir, en absoluto de
las Legaciones, podrían ocurrir, muy fácilmente cosas que dejaran muy mal
al Gobierno ante la humanidad. Si por el contrario, se aceptaba de una vez
el punto de vista de que, en opinión del Gobierno de Valencia eran inviables
las evacuaciones de hombres en edad militar que, de todos modos, en las
dos partes estaban obligados a realizar su servicio militar, sería más
razonable decidir en consecuencia, que lo conveniente era dejarles que se
fueran al lado nacional al que ideológicamente pertenecían y exigir a
cambio su sustitución por hombres de la misma edad cuyo modo de pensar
era el propio del lado rojo. Resumiendo, lo que proponía era un canje entre
los hombres acogidos a las representaciones diplomáticas a cambio del
número correspondiente de hombres de la misma edad que estuvieran en
zona nacional, y quisieran pasar a la zona roja, con el fin de que tanto unos
como otros pudieran actuar en el lado que les correspondía, de acuerdo con
sus ideales.
Esta propuesta le pareció a Irujo nueva y recomendable; me prometió
transmitírsela al Ministro de Estado (Asuntos Exteriores) para después
seguir tratando la cuestión conmigo. El Ministro, Giral, me mandó llamar
efectivamente en los días que siguieron y me dijo que Irujo le había
comunicado detalladamente mi propuesta que él, personalmente, creía
interesante; pero tenía que presentársela al Consejo de Ministros, cosa que
prometió hacer en los próximos días. Yo también, le dije que se trataba de
una iniciativa exclusivamente mía, y de carácter personal y me ofrecí, para,
si se aceptaba la propuesta, viajar yo mismo a la otra zona para obtener de
aquel Gobierno, el asentimiento a la misma.
Visité, también, entretanto, a los Encargados de Negocios de Inglaterra
y Francia para comunicarles la acogida, aparentemente buena, que la
propuesta había tenido por parte del Gobierno, y pedirles la posible
cooperación de sus países para realizar el intercambio. Con el Encargado de
Negocios británico estudié particularmente la forma más apropiada, si se
daba el caso, de llevar a los acogidos en las Legaciones, a Valencia, para
embarcar en un vapor inglés, mientras que el número correspondiente de
hombres, afines a los rojos y dispuestos al intercambio, pasaran la frontera
de Gibraltar, de modo que el barco pudiera llevar a los "blancos" a Gibraltar
y, a su regreso, los "rojos" a Valencia.

La Pasionaria

Transcurridos unos días, el asunto pasó a discusión en Consejo de


Ministros. Irujo me comunicó que, al parecer, todo los miembros, con
excepción de los comunistas, estaban de acuerdo con lo dicho; pero que
sería bueno que, primero, interesara yo personalmente en el asunto a alguno
más de los Ministros y, segundo, que convenciera a los ministros
comunistas, ya que, en contra de sus votos, probablemente no podría
imponerse nada. Yo tenía reparos en visitar a los ministros comunistas a los
que no conocía y entonces, Irujo me animó a hablar con una mujer a quien
llamaban la Pasionaria, que tenía mucha influencia con respecto a ellos; su
verdadero nombre era Dolores Ibarruri, originaria de Bilbao y vasca por los
cuatro costados. Me aseguraron que, en su juventud había pertenecido a
asociaciones católicas y había ocupado puestos en sus juntas directivas.
Si eso era exacto, había cambiado mucho desde entonces. Sus
actuaciones en los mítines comunistas eran extraordinariamente
"sanguinarias" y fogosas. Así se había convertido en la oradora más popular
de la masa comunista-socialista, aficionada a las “cosas fuertes”. Por
entonces, yo nunca la había visto ni la había oído. Me interesaba conocerla
y esperaba, al mismo tiempo, convencerla con mis razonables argumentos y
ganármela para la causa del intercambio.
Al día siguiente fui a verla. Tenía un despacho en la Central Comunista
de Valencia. A la entrada había un puesto doble de milicianos, con bayoneta
calada. Anunciaron mi visita por teléfono a la Pasionaria y me condujeron
inmediatamente al piso de arriba. Una vez en la antesala, me recibió con
naturalidad amistosa, una mujer de unos cincuenta años. Charlamos durante
hora y media aproximadamente en su despacho, de todo lo que se nos iba
ocurriendo; ya que lo que de verdad me preocupaba y me había llevado allí
no salió a colación hasta que ya se hubo creado un cierto clima de
confianza. Esa mujer hacia honor a su apodo y era, en verdad, muy
apasionada en sus opiniones. La impresión general que yo sacaba era de
sinceridad y franqueza cuando abogaba por la ideología comunista y,
asimismo, me parecía que sus sanguinarios discursos eran precisamente
fruto de dicho apasionamiento, si bien mezclado con una dosis de
demagogia. No le faltaba sin embargo el espíritu maternal, innato en la
mujer española, que mostraba al hablar de sus hijos combatientes, así como
en el siguiente episodio que me contó:

Se enteró en Madrid de que en una vivienda particular vivían


juntas unas veinte monjas desalojadas de un convento, que carecían
de lo más necesario para vivir. Se fue allí acompañada de dos
milicianos. "No puede Ud. hacerse una idea del susto que se
llevaron cuando nos vieron, y para colmo, cuando yo era una
fémina tan tristemente célebre ¡La Pasionaria! Les expliqué que yo
venía, como mujer, a atender a unas mujeres necesitadas de ayuda y
que las ideas políticas o religiosas no tenían por que entrar en
juego en modo alguno. Lo que yo quería saber era lo que yo podría
hacer por ellas, y miraría por ellas como una hermana. Les instalé
un taller de costura en el que podían trabajar para las necesidades
del Ejército. Se ganaron la vida ampliamente y gozaron de plena
seguridad. En cuanto confiaron un poco en mí, me llevé un día a
tres de ellas conmigo a la calle. Iban como gallinas asustadas,
apiñándose en torno a mí en cuanto veían a un miliciano.
Esas pobres mujeres se habían pasado la vida entre los muros
de un convento y no conocían los problemas de su pueblo. Las llevé
al Palacio del Duque de Alba y les hice ver el lujo que allí reinaba.
Sobre todo les enseñé el cuarto de baño de la Duquesa con una
bañera tallada en un bloque de mármol, las luces indirectas de
colores y el pavimento con láminas de oro incrustadas e hice que se
imaginarán que, al otro lado de la verja del parque había mujeres
pobres con sus niños en brazos, temblando de hambre y de frío,
mientras la Duquesa tomaba su baño en aquella lujosa habitación.
Las monjas dijeron: "¡Dios hace justicia!".

Discutí con ella a fondo el problema de los acogidos al derecho de asilo


en las Legaciones y, a pesar de que, naturalmente, no dio muestra alguna de
simpatía por el tema, ya que consideraba a los interesados como a enemigos
mortales suyos, sí que comprendía las ventajas para la causa roja, que
supondría intercambiarlos por personas del mismo sentir de ella, que
estaban al otro lado, en lugar de sacrificarlos cuando se presentara la
ocasión. Por tanto, prometió recomendar a los camaradas Ministros la
aceptación de la propuesta con el resignado refrán español: "del lobo, un
pelo".
Hacia el final de la conversación, le pregunté cómo se imaginaba ella
que las dos mitades de España, separadas la una de la otra por un odio tan
abismal, pudieran vivir otra vez como sólo un pueblo y soportarse
mutuamente. Entonces estalló todo su apasionamiento: "¡Eso es
simplemente imposible! ¡No cabe más solución que la de que una mitad de
España extermine a la otra!”. No podía, por tanto, quejarse si la parte
contraria le había aceptado la receta.
Cuando abandoné el edificio ya había cambiado la guardia de entrada.
De pronto uno de los soldados se desprendió del arma y se acercó
amablemente a saludarme. Había sido obrero mío y me expresaba su
adhesión ante sus camaradas que sonreían con simpatía. Este episodio se
completó con una carta que recibí del que había sido muchos años Maestro
de taller, y que ya entonces era comunista. Ahora era Secretario General de
una organización provincial comunista y se ponía como tal a mi disposición
y me pedía noticias de cómo me encontraba. Esa carta redactada con toda
espontaneidad con ortografía regocijante y voluntariosa, terminaba con el
grito de "Viva el Cónsul trabajador".
También, en la carretera, me solía ocurrir que me saludaran
amablemente, milicianos que habían trabajado conmigo. Con frecuencia
cuando yo les preguntaba por qué andaba perseguido Fulano o Mengano me
contestaban: "Tenía obreros", a lo que yo siempre les replicaba que eso no
era ningún motivo; al contrario, cuando el patrono sabe cumplir con su
deber, los trabajadores le protegen. Pero ante esa opinión respondían con
movimientos de cabeza provocados por el asombro. La diferencia entre el
modo de concebir las cosas los nórdicos y los meridionales es demasiado
profunda.

Triunfa el sano entendimiento entre los hombres

Hacía aún poco tiempo, con ocasión de una entrevista, que le había
hecho al Presidente del Consejo de Ministros, Negrín, la misma pregunta
acerca de la futura convivencia de las dos mitades de España en conflicto.
La conversación se desarrollaba en alemán, lengua que Negrín hablaba muy
a gusto y extraordinariamente bien. Según me dijo, había trabajado durante
doce años en universidades alemanas en calidad de Profesor Auxiliar de
Biología. Su mujer era rusa, pero según noticias privadas y a tenor de sus
propias manifestaciones, hechas a una familia amiga, que en aquel verano
convivió con ellos unos días, no estaba marcada en absoluto por la impronta
soviética. Tengo la impresión de que Negrín, víctima de su ambición, se
hallaba en una situación que no era propiamente la adecuada para él,
persona muy sociable y vivaz, con sentido del humor, (lo cual ya era
suficiente para hacerle fundamentalmente incompatible con su entorno en el
que el exceso de bilis anulaba dicha cualidad). Contestó a mi pregunta con
su habitual vivacidad, diciendo que esperaba milagros de la juventud de
ambos lados: el destino de esta era unirse e implantar una nueva España con
más libertad y con un sentido de solidaridad y de asistencia mutua que hasta
el momento había faltado. Desarrollaba extensamente este tema de
comunidad nacional, con gran elocuencia, lo que hizo que al final yo le
preguntara, sonriendo, en qué se diferenciaba su programa de lo que Adolfo
Hitler había realizado en Alemania. Titubeó un poco y, luego, dijo que
reconocía plenamente que Hitler había hecho mucho en Alemania, pero que
no estaba de acuerdo con sus métodos, sin extenderse ya en detalles acerca
de aquellos que él sí que consideraba aceptables. En todo caso, la diferencia
entre la doctrina comunista de la Pasionaria y la personal del Presidente del
Consejo de Ministros era como la de la noche y el día.
Entretanto, continuaban en Consejo de Ministros las negociaciones
acerca del intercambio de los acogidos al derecho de asilo en las
Legaciones extranjeras. Visité también al Ministro de Defensa, Indalecio
Prieto y le expliqué mi propuesta. Con su claro entendimiento vio
enseguida las ventajas de evitar un callejón sin salida. "No me parece mal",
repetía. Aproveché la oportunidad para acabar con otra cantinela del
Ministerio de Estado respecto a esta cuestión. El Ministerio venía exigiendo
desde hacía mucho tiempo que las mujeres, los niños y los hombres
ancianos acogidos, no pasaran a países fronterizos con España, lo que casi
imposibilitaba su evacuación. El motivo que aducían era que las
mencionadas personas en esos países limítrofes harían propaganda contra el
Gobierno rojo. Hice ver a Indalecio Prieto (que inmediatamente lo
entendió) que todas esas personas, en todos los sitios adonde llegaran, con
su sola presencia ya, actuarían necesariamente de propagandistas contra la
España roja y que, por tanto, el hecho de repartirlos entre una serie de
países lejanos no significaría más que la creación de puntos de propaganda
enemiga en todas esas naciones. Si yo fuera el Gobierno, impondría, al
contrario, la condición de que no pudieran ir a ninguna parte, salvo a la otra
zona nacional de España donde esa propaganda existe ya, sin necesidad de
nuevos proselitistas. Esa interpretación mía se impuso y las ulteriores
evacuaciones, incluso las de familias que no estaban en Legaciones, se
hicieron directamente con destino a la zona "blanca", cosa que hasta
entonces estaba severamente prohibida.
También traté de esta cuestión con el Presidente del Consejo de
Ministros, Negrín, con ocasión de un encuentro en el Ministerio de la
Guerra. En primer lugar, él exigía que los acogidos en las representaciones
diplomáticas fueran entregados al Gobierno, que respondería de que no les
sucediera daño alguno. Yo repliqué que para mayor garantía se
comprometieran mediante acuerdo que no se iba a encarcelar a esas
personas. Negrín opinaba que, naturalmente, los que tuvieran que responder
por algo, tendrían que ser detenidos yo le dije entonces que si esa gente se
había acogido al derecho de asilo era precisamente, porque según el
concepto que de ello tenía el actual Gobierno, habían contraído una
responsabilidad política y él (Negrín) no podía exigir a ningún Gobierno
constitucional que entregara, con destino a la cárcel, a personas que se
habían acogido confiadamente a la protección de su bandera. Eso era
precisamente lo malo, opinaba él, que no se podía aceptar esa huída, al
amparo de una bandera extranjera, sino que había que mantener la
jurisdicción española sobre los súbditos del Estado español. Yo repliqué que
no queríamos resucitar esa cuestión teórica, con frecuencia
infructuosamente discutida, sino que más bien aspirábamos a intentar una
solución práctica, definitiva, aceptable por ambas partes y ese era
precisamente el intercambio. Entonces accedió, aceptándolo como un mal
menor.
Entretanto, había vuelto yo a Madrid y no había tenido noticia de
resolución alguna por parte del Consejo de Ministros. Entonces, a fines de
junio, recibí en Madrid la visita del Delegado General del Comité
internacional de la Cruz Roja, que me entregó la copia de una carta del
Ministro de Estado, en la que se requería del Comité que presentara a los
nacionales la propuesta de canje de los hombres de edades comprendidas
entre los dieciocho y los cuarenta y cinco años de edad, acogidos en la
representaciones diplomáticas, a cambio de otros de esas edades que se
hallaran en la otra zona. El Consejo de Ministros había, pues, hecho suya
mi propuesta pero no me quería confiar a mí, y sí al Comité internacional, la
obtención de la conformidad de la otra parte.
El Comité internacional se hizo cargo del asunto, pero, por desgracia, no
se acababa de lograr la ejecución de lo propuesto. Aún por el año 1938,
existían muchos miles de personas confinadas en las representaciones
diplomáticas sin que se pudiera prever si se las podría liberar y cuándo.

Del Vayo torpedea por tercera vez


El 15 de mayo de 1937 volví otra vez a Valencia para gestionar el
traslado de los acogidos en la Legación. Había tratado personalmente con
Negrín, Ministro de Hacienda, acerca de la liquidación de esa difícil
negociación y quería hablar al día siguiente con el capitán del vapor de
transporte francés que se esperaba, para fletar éste con el fin de realizar una
travesía de Valencia a Marsella, exclusivamente destinada a los acogidos
"noruegos". Fue entonces cuando me llamó el Encargado de Negocios de
Noruega en Valencia a última hora de la tarde para que fuera a verle a
sudespacho y me contó que Álvarez del Vayo le había mandado llamar a las
nueve de la noche, hora poco habitual en él, para que se encontraran en el
Ministerio, y le reveló que ahora tenía pruebas de que yo conspiraba contra
el Gobierno y que se había dictado contra mí, mandamiento de prisión. El
noruego preguntó si se trataba de espionaje a lo que el ministro contestó:
"no, de conspiración". El noruego quiso entonces ver las pruebas pero el
Ministro dijo que no las tenía, que estaban en el Ministerio del Interior. Si
fuera cosa de su Ministerio podría él tener intercambios con Noruega, pero
aquello procedía del Ministerio del Interior y él no podía intervenir.
Finalmente se sintió magnánimo y retrasó la detención 24 horas para darme
la oportunidad de desaparecer de España, como así dijo. Con ello quería, sin
duda, probar mi conciencia de culpabilidad. Unas semanas antes, el
Secretario General del Ministerio de Estado (Asuntos Exteriores) le había
declarado al noruego que el señor Schlayer no debía salir con los acogidos
al derecho de asilo, sino que tendría que quedarse en España, estaba claro
que como objeto de venganza roja por mi comportamiento contrario a sus
métodos asesinos. El Encargado de Negocios noruego me aconsejó que me
pusiera enseguida en lugar seguro porque estaba convencido de que si me
cogían me matarían. Pero yo no estaba dispuesto a dejarme cazar por
Álvarez del Vayo, con su mentirosa "conspiración".
Al día siguiente, me fui, sin más trabas, al vapor francés. Hice mis tratos
con el capitán y regresé a tierra, a exponerme a la venganza de Álvarez del
Vayo. Me fui directamente al Ministerio de la Gobernación (Interior) y
solicité poder hablar con el ministro Galarza. No estaba. Hablé con el
subsecretario a quien ya conocía. No sabía nada de la orden de detención
que tenía que haber pasado por sus manos sin remedio; preguntó a la
Policía, que tampoco sabía nada. Eso tenía que ser —me dijo el
Subsecretario—, cosa del Ministro, y muy personal, de la que nadie, por lo
demás, sabía nada. Le pedí que se enterara al respecto con el Ministro
cuando volviera y que me procurara una cita con él ya que yo quería ver
esas pretendidas pruebas. Volví a él por la tarde; el Ministro sólo había
estado allí unos minutos y no había podido hablar con él. Volví, a diario,
dos veces, durante tres días al Ministerio del Interior (Gobernación) y
siempre recibí la misma respuesta, nadie sabía nada y al Ministro no se le
podía alcanzar. Al cuarto día estalló una crisis ministerial y tanto Álvarez
del Vayo como también Galarza cesaron en sus ministerios.
Después de la crisis volvió otra vez la tranquilidad y no aparecía orden
de detención alguna en ninguna parte. Toda esa historia se la había
inventado Álvarez del Vayo para intimidar al Encargado de Negocios de
Noruega. ¡Verdad es que lo consiguió!
A mediados de junio estaba yo otra vez en Valencia para continuar las
negociaciones relativas a la evacuación con el nuevo Gobierno,
aparentemente más abordable. Allí fue donde el Encargado de Negocios de
Noruega me presentó a un señor que acababa de llegar y a quien el
Gobierno de Noruega había enviado para relevarme en la dirección de la
Legación de Madrid. Al mismo tiempo se me reveló que el Gobierno
noruego no podía ya garantizarme la vida y que yo tendría que procurar
acogerme a la evacuación organizada por alguna Legación.
Resolví quedarme todavía unas semanas en Madrid, sobre todo para
ocuparme, totalmente, hasta el final de los preparativos del transporte de los
acogidos al derecho de asilo. Se obtuvo al efecto, en Valencia, la
conformidad por escrito, del Gobierno. Los hombres en edad militar, entre
los dieciocho y los cuarenta y cinco años, quedaban sin embargo excluidos.
Se confeccionaron las voluminosas listas personales de los acogidos, de
quienes se trataba y se pasaron al Gobierno. A principios de julio, habían
llegado a su fin dichos preparativos.
Por esos días, llegó a Madrid, por vez primera, una orden de detención
contra mí, dirigida a la Policía de Madrid, y procedente del Ministerio de
Estado. Se fundaba en las fotocopias de una carta enviada por mí a finales
de mayo a una Compañía de Seguros extranjera por mediación del enlace
diplomático de un estado europeo. En ella explicaba yo que en las
circunstancias reinantes no iba a poder pagar la prima y pedía que se la
cobraran a cuenta del importe del seguro. Tal era la "conspiración", que
después se inventaron, "contra el Gobierno rojo". El pretexto era tan
ridículo que el Jefe de la Policía de Madrid, a cuyo criterio hayan dejado la
ejecución de la orden la Dirección General de Valencia, se negó a continuar
y devolvió el expediente a Valencia.

El viaje de salida y sus obstáculos

En vista de todo lo dicho mandaba la cordura no exponerme a más


persecuciones. Podía emprender viaje con la conciencia tranquila; la
evacuación estaba tan adelantada que podría quedar realizada dentro de los
dos o tres próximos meses y en el almacén de la Legación había víveres
para tres meses con destino a las 800 personas acogidas.
En la noche del 7 al 8 de julio de 1937 nos dirigimos a Valencia en el
coche de otra Legación. Un secretario se encargó de pasar el equipaje por la
aduana y nosotros, mi mujer y yo, nos fuimos directamente al vapor del
Gobierno francés tan pronto como éste efectuó su llegada. Hacía mucho
calor y el vapor se hallaba junto al muelle detrás de verdaderas montañas de
patatas nuevas que se estaban pudriendo y exhalaban un hedor insoportable.
Tales patatas estaban destinadas a la exportación, privando de ellas a la
población hambrienta, y aquí se estaban echando a perder gracias a los
"buenos oficios" de la burocracia roja.
En ese vapor tenían que embarcarse cientos de refugiados, sin embargo
estos no llegaban porque la pesadez de los trámites aduaneros y de los
relacionados con los pasaportes, los retenían en el despacho de aduana
situado a unos cien metros de distancia.
De repente, cuando ya llevábamos varias horas a bordo, me mandó
llamar el Capitán. Allí me esperaban dos miembros de la Policía secreta, al
mando del guardia que tenía asignada la custodia del Encargado de
Negocios noruego y que acostumbraba a acompañarle en todos sus pasos.
Estaba, asimismo, presente el Cónsul de Francia. El capitán, dijo que los
policías venían con orden del Gobierno, de hacerme desembarcar, porque
me tenían que llevar a la Comisaría de Policía con el fin de estampar el sello
de salida en mi pasaporte. Yo repliqué que mi pasaporte diplomático
noruego provisto de un visado diplomático francés no necesitaba estampilla
de ninguna clase de la Policía española, como muy bien tenía que saberlo el
Cónsul de Francia. Toda esa historia no era más que un burdo pretexto para
apoderarse de mí y poderme arrastrar de la Comisaría a la cárcel. Yo
esperaba que los funcionarios franceses, al pisar como estábamos pisando,
suelo francés, impedirían tal atropello. Tanto el Cónsul como el Capitán se
pusieron, sin embargo, a dar voces, muy excitados, diciendo que no podían
permitir que se les creara dificultades con el Gobierno; los policías
comunicaron que el Gobierno no dejaría que embarcara la gente, ni que
zarpara el buque, si no se me obligaba a volver a tierra. Con gritos y
ademanes muy excitados, exigían ambos que yo abandonara el buque con
mi mujer.
En ese preciso momento vi el auto de un colega, Encargado de
Negocios de un Estado centroeuropeo, que entraba en el muelle. Llegaba,
con documentos importantes, de Madrid. Le llamé desde el vapor y le dije
que me estaban obligando a salir del buque y que me ponía bajo su
protección.
Abajo, junto a la pasarela, había toda una serie de miembros de la
policía secreta con un coche. Pero yo me monté con mi mujer en el coche
diplomático de mi colega. En cuanto a nuestro equipaje, los policías lo
colocaron en su coche policial. En los estribos del coche diplomático se
montaron cuatro policías, entre ellos el policía personal del Encargado de
Negocios noruego, que continuaba desempeñando el papel de protagonista.
Exigían que fuéramos a la Comisaría de policía. Yo me negué a ello y
ordené que me llevaran al Consulado de Noruega a ver al Encargado de
Negocios. El joven policía personal pretendía que éste no me quería ver, e
intentaba convencer al chófer de que condujera por donde le indicara. Mi
colega, entonces, indicó a su conductor que parara junto al Consulado de
Noruega y subió con mi pasaporte para pedirle al Encargado de Negocios,
que interviniera. Gracias a la enérgica actuación de mi amigo diplomático,
apareció, por fin, y trató el asunto con los policías. Éstos tuvieron que
conformarse y reconocer el pasaporte diplomático, pero exigieron que les
dejaran examinar de nuevo mi equipaje, esperando encontrar en él algún
pretexto para detenerme. Practicaron tal registro exhaustivo en presencia de
ambos colegas. Los policías vieron frustradas sus esperanzas, no había
asidero posible que sirviera de pretexto y, rechinando los dientes, tuvieron
que dejarnos de nuevo en el vapor. Entretanto ya habían embarcado y
quedaban "estibados" seiscientos cincuenta "fugitivos".
Mi mujer me había acompañado con serenidad y valentía en este
arriesgado trance y durante el registro el equipaje, había sabido hablar a
esos hombres, apelando de modo tan conmovedor a su conciencia, que el
cabecilla de ellos terminó pidiéndome, cuando todavía estaba a bordo de
vapor, que le permitiera despedirse de ella, lo cual hizo, pidiéndole
disculpas y besándole la mano.
Pasados unos días, los policías aseguraron a uno de mis compañeros
diplomáticos que, si hubieran podido apoderarse de mí, "no hubiera durado
ni cinco minutos". Se trataba de la misma brigada "de servicio especial" que
había asesinado al belga Borchgrave.
Al empezar a oscurecer, el barco abandonó finalmente Valencia; vimos,
sin lamentarnos, como desaparecía en el crepúsculo.
Finalizaba para nosotros la pesadilla roja.

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16/01/2012

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