Jornada Primera Del Decameron

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Decamerón - Giovani Boccaccio

PRIMERA JORNADA
COMIENZA LA PRIMERA JORNADA DEL DECAMERÓN, EN QUE, LUEGO DE LA EXPLICACIÓN DADA POR EL
AUTOR SOBRE LA RAZÓN POR QUE ACAECIÓ QUE SE REUNIESEN LAS PERSONAS QUE SE MUESTRAN
RAZONANDO ENTRE SÍ, SE RAZONA BAJO EL GOBIERNO DE PAMPÍNEA SOBRE LO QUE MÁS AGRADA A
CADA UNO.

Cuando más graciosísimas damas, pienso cuán piadosas sois por naturaleza, tanto más conozco que la presente obra
tendrá a vuestro juicio un principio penoso y triste, tal como es el doloroso recuerdo de aquella pestífera mortandad
pasada, universalmente funesta y digna de llanto para todos aquellos que la vivieron o de otro modo supieron de ella,
con el que comienza. Pero no quiero que por ello os asuste seguir leyendo como si entre suspiros y lágrimas debieseis
pasar la lectura. Este horroroso comienzo os sea no otra cosa que a los caminantes una montaña áspera y empinada
después de la cual se halla escondida una llanura hermosísima y deleitosa que les es más placentera cuanto mayor ha
sido la dureza de la subida y la bajada. Y así como el final de la alegría suele ser el dolor, las miserias se terminan con el
gozo que las sigue. A este breve disgusto (y digo breve porque se contiene en pocas palabras) seguirá prontamente la
dulzura y el placer que os he prometido y
que tal vez no sería esperado de tal comienzo si no lo hubiera hecho. Y en verdad si yo hubiera podido decorosamente
llevaros por otra parte a donde deseo en lugar de por un sendero tan áspero como es éste, lo habría hecho de buena
gana; pero ya que la razón por la que sucedieron las cosas que después se leerán no se podía manifestar sin este
recuerdo, como empujado por la necesidad me dispongo a escribirlo.
Digo, pues, que ya habían los años de la fructífera Encarnación del Hijo de Dios llegado al número de mil trescientos
cuarenta y ocho cuando a la egregia ciudad de Florencia, nobilísima entre todas las otras ciudades de Italia, llegó la
mortífera peste que o por obra de los cuerpos superiores o por nuestras acciones inicuas fue enviada sobre los mortales
por la justa ira de Dios para nuestra corrección que había comenzado algunos años antes en las partes orientales
privándolas de gran cantidad de vivientes, y, continuándose sin descanso de un lugar en otro, se había extendido
miserablemente a Occidente. Y no valiendo contra ella ningún saber ni providencia humana (como la limpieza de la
ciudad de muchas inmundicias ordenada por los encargados de ello y la prohibición de entrar en ella a todos los
enfermos y los muchos consejos dados para conservar la salubridad) ni valiendo tampoco las humildes súplicas dirigidas
a Dios por las personas devotas no una vez sino muchas ordenadas en procesiones o de otras maneras, casi al principio
de la primavera del año antes dicho empezó horriblemente y en asombrosa manera a mostrar sus dolorosos efectos. Y
no era como en Oriente, donde a quien salía sangre de la nariz le era manifiesto signo de muerte inevitable, sino que en
su comienzo nacían a los varones y a las hembras semejantemente en las ingles o bajo las axilas, ciertas hinchazones que
algunas crecían hasta el tamaño de una manzana y otras de un huevo, y algunas más y algunas menos, que eran
llamadas bubas por el pueblo. Y de las dos dichas partes del cuerpo, en poco espacio de tiempo empezó la pestífera
buba a extenderse a cualquiera de sus partes indiferentemente, e inmediatamente comenzó la calidad de la dicha
enfermedad a cambiarse en manchas negras o lívidas que aparecían a muchos en los brazos y por los muslos y en
cualquier parte del cuerpo, a unos grandes y raras y a otros menudas y abundantes. Y así como la buba había sido y
seguía siendo indicio certísimo de muerte futura, lo mismo eran éstas a quienes les sobrevenían. Y para curar tal
enfermedad no parecía que valiese ni aprovechase consejo de médico o virtud de medicina alguna; así, o porque la
naturaleza del mal no lo sufriese o porque la ignorancia de quienes lo medicaban (de los cuales, más allá de los
entendidos había proliferado grandísimamente el número tanto de hombres como de mujeres que nunca habían tenido
ningún conocimiento de medicina) no supiese por qué era movido y por consiguiente no tomase el debido remedio, no
solamente eran pocos los que curaban sino que casi todos antes del tercer día de la aparición de las señales antes
dichas, quién antes, quién después, y la mayoría sin alguna fiebre u otro accidente, morían. Y esta pestilencia tuvo
mayor fuerza porque de los que estaban enfermos de ella se abalanzaban sobre los sanos con quienes se comunicaban,
no de otro modo que como hace el fuego sobre las cosas secas y engrasadas cuando se le avecinan mucho. Y más allá
llegó el mal: que no solamente el hablar y el tratar con los enfermos daba a los sanos enfermedad o motivo de muerte
común, sino también el tocar los paños o cualquier otra cosa que hubiera sido tocada o usada por aquellos enfermos,
que parecía llevar consigo aquella tal enfermedad hasta el que tocaba. Y asombroso es escuchar lo que debo decir, que
si por los ojos de muchos y por los míos propios no hubiese sido visto, apenas me atrevería a creerlo, y mucho menos a
escribirlo por muy digna de fe que fuera la persona a quien lo hubiese oído. Digo que de tanta virulencia era la calidad
de la pestilencia narrada que no solamente pasaba del hombre al hombre, sino lo que es mucho más (e hizo
visiblemente otras muchas veces): que las cosas que habían sido del hombre, no solamente lo contaminaban con la
enfermedad sino que en brevísimo espacio lo mataban. De lo cual mis ojos, como he dicho hace poco, fueron entre otras
cosas testigos un día porque, estando los despojos de un pobre hombre muerto de tal enfermedad arrojados en la vía
pública, y tropezando con ellos dos puercos, y como según su costumbre se agarrasen y le tirasen de las mejillas
primero con el hocico y luego con los dientes, un momento más tarde, tras algunas contorsiones y como si hubieran
tomado veneno, ambos a dos cayeron muertos en tierra sobre los maltratados despojos. De tales cosas, y de bastantes
más semejantes a éstas y mayores, nacieron miedos diversos e imaginaciones en los que quedaban vivos, y casi todos se
inclinaban a un remedio muy cruel como era esquivar y huir a los enfermos y a sus cosas; y, haciéndolo, cada uno creía
que conseguía la salud para sí mismo. Y había algunos que pensaban que vivir moderadamente y guardarse de todo lo
superfluo debía ofrecer gran resistencia al dicho accidente y, reunida su compañía, vivían separados de todos los demás
recogiéndose y encerrándose en aquellas casas donde no hubiera ningún enfermo y pudiera vivirse mejor, usando con
gran templanza de comidas delicadísimas y de óptimos vinos y huyendo de todo exceso, sin dejarse hablar de ninguno ni
querer oír noticia de fuera, ni de muertos ni de enfermos, con el tañer de los instrumentos y con los placeres que podían
tener se entretenían. Otros, inclinados a la opinión contraria, afirmaban que la medicina certísima para tanto mal era el
beber mucho y el gozar y andar cantando de paseo y divirtiéndose y satisfacer el apetito con todo aquello que se
pudiese, y reírse y burlarse de todo lo que sucediese; y tal como lo decían, lo ponían en obra como podían yendo de día
y de noche ora a esta taberna ora a la otra, bebiendo inmoderadamente y sin medida y mucho más haciendo en los
demás casos solamente las cosas que entendían que les servían de gusto o placer. Todo lo cual podían hacer fácilmente
porque todo el mundo, como quien no va a seguir viviendo, había abandonado sus cosas tanto como a sí mismo, por lo
que las más de las casas se habían hecho comunes y así las usaba el extraño, si se le ocurría, como las habría usado el
propio dueño. Y con todo este comportamiento de fieras, huían de los enfermos cuanto podían. Y en tan gran aflicción y
miseria de nuestra ciudad, estaba la reverenda autoridad de las leyes, de las divinas como de las humanas, toda caída y
deshecha por sus ministros y ejecutores que, como los otros hombres, estaban enfermos o muertos o se habían
quedado tan carentes de servidores que no podían hacer oficio alguno; por lo cual le era lícito a todo el mundo hacer lo
que le pluguiese. Muchos otros observaban, entre las dos dichas más arriba, una vía intermedia: ni restringiéndose en
las viandas como los primeros ni alargándose en el beber y en los otros libertinajes tanto como los segundos, sino
suficientemente, según su apetito, usando de las cosas y sin encerrarse, saliendo a pasear llevando en las manos flores,
hierbas odoríferas o diversas clases de especias, que se llevaban a la nariz con frecuencia por estimar que era óptima
cosa confortar el cerebro con tales olores contra el aire impregnado todo del hedor de los cuerpos muertos y cargado y
hediondo por la enfermedad y las medicinas. Algunos eran de sentimientos más crueles (como si por ventura fuese más
seguro) diciendo que ninguna medicina era mejor ni tan buena contra la peste que huir de ella; y movidos por este
argumento, no cuidando de nada sino de sí mismos, muchos hombres y mujeres abandonaron la propia ciudad, las
propias casas, sus posesiones y sus parientes y sus cosas, y buscaron las ajenas, o al menos el campo, como si la ira de
Dios no fuese a seguirles para castigar la iniquidad de los hombres con aquella peste y solamente fuese a oprimir a
aquellos que se encontrasen dentro de los muros de su ciudad como avisando de que ninguna persona debía quedar en
ella y ser llegada su última hora. Y aunque estos que opinaban de diversas maneras no murieron todos, no por ello todos
se salvaban, sino que, enfermándose muchos en cada una de ellas y en distintos lugares (habiendo dado ellos mismos
ejemplo cuando estaban sanos a los que sanos quedaban) abandonados por todos, languidecían ahora. Y no digamos ya
que un ciudadano esquivase al otro y que casi ningún vecino tuviese cuidado del otro, y que los parientes raras veces o
nunca se visitasen, y de lejos: con tanto espanto había entrado esta tribulación en el pecho de los hombres y de las
mujeres, que un hermano abandonaba al otro y el tío al sobrino y la hermana al hermano, y muchas veces la mujer a su
marido, y lo que mayor cosa es y casi increíble, los padres y las madres a los hijos, como si no fuesen suyos, evitaban
visitar y atender. Por lo que a quienes enfermaban, que eran una multitud inestimable, tanto hombres como mujeres,
ningún otro auxilio les quedaba que o la caridad de los amigos, de los que había pocos, o la avaricia de los criados que
por gruesos salarios y abusivos contratos servían, aunque con todo ello no se encontrasen muchos y los que se
encontraban fuesen hombres y mujeres de tosco ingenio, y además no acostumbrados a tal servicio, que casi no servían
para otra cosa que para llevar a los enfermos algunas cosas que pidiesen o mirarlos cuando morían; y sirviendo en tal
servicio, se perdían ellos muchas veces con lo ganado. Y de este ser abandonados los enfermos por los vecinos, los
parientes y los amigos, y de haber escasez de sirvientes se siguió una costumbre no oída antes: que a ninguna mujer por
bella o gallarda o noble que fuese, si enfermaba, le importaba tener a su servicio a un hombre, como fuese, joven o no,
ni mostrarle sin ninguna vergüenza todas las partes de su cuerpo no de otra manera que hubiese hecho a otra mujer, si
se lo pedía la necesidad de su enfermedad; lo que en aquellas que se curaron fue razón de honestidad menor en el
tiempo que sucedió. Y además, se siguió de ello la muerte de muchos que, por ventura, si hubieran sido ayudados se
habrían salvado; de los que, entre el defecto de los necesarios servicios que los enfermos no podían tener y por la fuerza
de la peste, era tanta en la ciudad la multitud de los que de día y de noche morían, que causaba estupor oírlo decir,
cuanto más mirarlo. Por lo cual, casi por necesidad, cosas contrarias a las primeras costumbres de los ciudadanos
nacieron entre quienes quedaban vivos. Era costumbre, así como ahora vemos hacer, que las mujeres parientes y
vecinas se reuniesen en la casa del muerto, y allí, con aquellas que más le tocaban, lloraban; y por otra parte delante de
la casa del muerto con sus parientes se reunían sus vecinos y muchos otros ciudadanos, y según la calidad del muerto allí
venía el clero, y él en hombros de sus iguales, con funeral pompa de cera y cantos, a la iglesia elegida por él antes de la
muerte era llevado. Las cuales cosas, luego que empezó a subir la ferocidad de la peste, o en todo o en su mayor parte
cesaron casi y otras nuevas sobrevivieron en su lugar. Por lo que no solamente sin tener muchas mujeres alrededor se
morían las gentes sino que eran muchos los que de esta vida pasaban a la otra sin testigos; y poquísimos eran aquellos a
quienes los piadosos llantos y las amargas lágrimas de sus parientes fuesen concedidas, sino que en lugar de ellas eran
por los más acostumbradas las risas y las agudezas y el festejar en compañía; la cual costumbre las mujeres, en gran
parte pospuesta la femenina piedad a su salud, habían aprendido óptimamente. Y eran raros aquellos cuerpos que
fuesen por más de diez o doce de sus vecinos acompañados a la iglesia; a los cuales no llevaban sobre los hombros los
honrados y amados ciudadanos, sino una especie de sepultureros salidos de la gente baja que se hacían llamar faquines
y hacían este servicio a sueldo poniéndose debajo del ataúd y, llevándolo con presurosos pasos, no a aquella iglesia que
hubiese antes de la muerte dispuesto, sino a la más cercana la mayoría de las veces lo llevaban, detrás de cuatro o seis
clérigos con pocas luces y a veces sin ninguna; los que, con la ayuda de los dichos faquines, sin cansarse en un oficio
demasiado largo o solemne, en cualquier sepultura desocupada encontrada primero lo metían. De la gente baja, y tal
vez de la mediana, el espectáculo estaba lleno de mucha mayor miseria, porque éstos, o por la esperanza o la pobreza
retenidos la mayoría en sus casas, quedándose en sus barrios, enfermaban a millares por día, y no siendo ni servidos ni
ayudados por nadie, sin redención alguna morían todos. Y bastantes acababan en la vía pública, de día o de noche; y
muchos, si morían en sus casas, antes con el hedor corrompido de sus cuerpos que de otra manera, hacían sentir a los
vecinos que estaban muertos; y entre éstos y los otros que por toda parte morían, una muchedumbre. Era sobre todo
observada una costumbre por los vecinos, movidos no menos por el temor de que la corrupción de los muertos no los
ofendiese que por el amor que tuvieran a los finados. Ellos, o por sí mismos o con ayuda de algunos acarreadores
cuando podían tenerla, sacaban de sus casas los cuerpos de los ya finados y los ponían delante de sus puertas (donde,
especialmente por la mañana, hubiera podido ver un sinnúmero de ellos quien se hubiese paseado por allí) y allí hacían
venir los ataúdes, y hubo tales a quienes por defecto de ellos pusieron sobre alguna tabla. Tampoco fue un solo ataúd el
que se llevó juntas a dos o tres personas; ni sucedió una vez sola sino que se habrían podido contar bastantes de los que
la mujer y el marido, los dos o tres hermanos, o el padre y el hijo, o así sucesivamente, contuvieron. Y muchas veces
sucedió que, andando dos curas con una cruz a por alguno, se pusieron tres o cuatro ataúdes, llevados por acarreadores,
detrás de ella; y donde los curas creían tener un muerto para sepultar, tenían seis u ocho, o tal vez más. Tampoco eran
éstos con lágrimas o luces o compañía honrados, sino que la cosa había llegado a tanto que no de otra manera se
cuidaba de los hombres que morían que se cuidaría ahora de las cabras; por lo que apareció asaz manifiestamente que
aquello que el curso natural de las cosas no había podido con sus pequeños y raros daños mostrar a los sabios que se
debía soportar con paciencia, lo hacía la grandeza de los males aún con los simples, desaprensivos y despreocupados. A
la gran multitud de muertos mostrada que a todas las iglesias, todos los días y casi todas las horas, era conducida, no
bastando la tierra sagrada a las sepulturas (y máxime queriendo dar a cada uno un lugar propio según la antigua
costumbre), se hacían por los cementerios de las iglesias, después que todas las partes estaban llenas, fosas grandísimas
en las que se ponían a centenares los que llegaban, y en aquellas estibas, como se ponen las mercancías en las naves en
capas apretadas, con poca tierra se recubrían hasta que se llegaba a ras de suelo. Y por no ir buscando por la ciudad
todos los detalles de nuestras pasadas miserias en ella sucedidas, digo que con un tiempo tan enemigo que corrió ésta,
no por ello se ahorró algo al campo circundante; en el cual, dejando los burgos, que eran semejantes, en su pequeñez, a
la ciudad, por las aldeas esparcidas por él y los campos, los labradores míseros y pobres y sus familias, sin trabajo de
médico ni ayuda de servidores, por las calles y por los collados y por las casas, de día o de noche indiferentemente, no
como hombres sino como bestias morían. Por lo cual, éstos, disolutas sus costumbres como las de los ciudadanos, no se
ocupaban de ninguna de sus cosas o haciendas; y todos, como si esperasen ver venir la muerte en el mismo día, se
esforzaban con todo su ingenio no en ayudar a los futuros frutos de los animales y de la tierra y de sus pasados trabajos,
sino en consumir los que tenían a mano. Por lo que los bueyes, los asnos, las ovejas, las cabras, los cerdos, los pollos y
hasta los mismos perros fidelísimos al hombre, sucedió que fueron expulsados de las propias casas y por los campos,
donde las cosechas estaban abandonadas, sin ser no ya recogidas sino ni siquiera segadas, iban como más les placía; y
muchos, como racionales, después que habían pastado bien durante el día, por la noche se volvían saciados a sus casas
sin ninguna guía de pastor. ¿Qué más puede decirse, dejando el campo y volviendo a la ciudad, sino que tanta y tal fue la
crueldad del cielo, y tal vez en parte la de los hombres, que entre la fuerza de la pestífera enfermedad y por ser muchos
enfermos mal servidos o abandonados en su necesidad por el miedo que tenían los sanos, a más de cien mil criaturas
humanas, entre marzo y el julio siguiente, se tiene por cierto que dentro de los muros de Florencia les fue arrebatada la
vida, que tal vez antes del accidente mortífero no se habría estimado haber dentro tantas? ¡Oh cuántos grandes
palacios, cuántas bellas casas, cuántas nobles moradas llenas por dentro de gentes, de señores y de damas, quedaron
vacías hasta del menor infante! ¡Oh cuántos memorables linajes, cuántas amplísimas herencias, cuántas famosas
riquezas se vieron quedar sin sucesor legítimo! ¡Cuántos valerosos hombres, cuántas hermosas mujeres, cuántos
jóvenes gallardos a quienes no otros que Galeno, Hipócrates o Esculapio hubiesen juzgado sanísimos, desayunaron con
sus parientes, compañeros y amigos, y llegada la tarde cenaron con sus antepasados en el otro mundo!

A mí mismo me disgusta andar revolviéndome tanto entre tantas miserias; por lo que, queriendo dejar aquella parte de
las que convenientemente puedo evitar, digo que, estando en estos términos nuestra ciudad de habitantes casi vacía,
sucedió, así como yo después oí a una persona digna de fe, que en la venerable iglesia de Santa María la Nueva, un
martes de mañana, no habiendo casi ninguna otra persona, oídos los divinos oficios en hábitos de duelo, como pedían
semejantes tiempos, se encontraron siete mujeres jóvenes, todas entre sí unidas o por amistad o por vecindad o por
parentesco, de las cuales ninguna había pasado el vigésimo año ni era menor de dieciocho, discretas todas y de sangre
noble y hermosas de figura y adornadas con ropas y honestidad gallarda. Sus nombres diría yo debidamente si una justa
razón no me impidiese hacerlo, que es que no quiero que por las cosas contadas de ellas que se siguen, y por lo
escuchado, ninguna pueda avergonzarse en el tiempo por venir, estando hoy un tanto restringidas las leyes del placer
que entonces, por las razones antes dichas, eran no ya para su edad sino para otra mucho más madura amplísimas; ni
tampoco dar materia a los envidiosos (prestos a mancillar toda vida loable), de disminuir en ningún modo la honestidad
de las valerosas mujeres en conversaciones desconsideradas. Pero, sin embargo, para que aquello que cada una dijese
se pueda comprender pronto sin confusión, con nombres convenientes a la calidad de cada una, o en todo o en parte,
entiendo llamarlas; de las cuales a la primera, y la que era de más edad, llamaremos Pampínea y a la segunda Fiameta,
Filomena a la tercera y a la cuarta Emilia, y después Laureta diremos a la quinta, y a la sexta Neifile, y a la última, no sin
razón, llamaremos Elisa. Las cuales, no ya movidas por algún propósito sino por el acaso, se reunieron en una de las
partes de la iglesia como dispuestas a sentarse en corro, y luego de muchos suspiros, dejando de rezar padrenuestros,
comenzaron a discurrir sobre la condición de los tiempos muchas y variadas cosas; y luego de algún espacio, callando las
demás, así empezó a hablar Pampínea:

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