Bernardino de Sahagún y El Códice Florentino

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"Bernardino de Sahagún y el Códice Florentino"

La magna obra de fray Bernardino de Sahagún, su historia en nahuatl y castellano, o como hoy se le conoce, el
Códice Florentino, vuelve a ser ahora asequible. En esta nueva edición facsimilar que pulcramente saca a la luz la
Editorial Libros Mas Cultura. A diferencia de la primera reproducción, patrocinada por el Gobierno de México en
1979, esta no aparece en tres volúmenes sino en cuatro, o sea tal como fue su encuadernación original. Esto lo
sabemos porque el mismo Sahagún lo notó en su dedicatoria al padre fray Rodrigo de Sequera, su protector, al
principio del Libro IV de su obra. Allí declaró:

"Tienes aquí, observantísimo Padre, una obra digna de la mirada de un rey,


la cual se dispuso en lucha acérrima y prolongada. De la cual obra este es el Libro VI.
Hay otros seis después de este, los cuales todos completan una docena, distribuidos en cuatro volúmenes."

El nuevo facsímil reproduce, en consecuencia, la forma antigua que tuvo esta obra en verdad de inconmensurable
valor, conservada actualmente en la Biblioteca Medicea- Laurenziana de Florencia en Italia.

Afortunados son los que puedan adquirirla o tener acceso en las bibliotecas y otros repositorios en que existan
ejemplares de este códice. La razón de ello es que en el tenemos la presentación final, dispuesta por Sahagún, de
los frutos de sus prolongadas investigaciones. Estas fueron llevadas a cabo por el, entre ancianos y sabios nahuas
de varios lugares del altiplano central - Tepepulco, Tlatelolco y México Tenochtitlan - auxiliado además por varios de
sus antiguos discípulos indígenas.

El longevo fray Bernardino, que fue contemporáneo de Carlos V y Felipe II, había nacido en 1499, en la villa de
Sahagún, en el reino de León. Allí florecía, como importante centro cultural, el monasterio benedictino de los santos
Facundo y Metodio. Prueba de ello lo ofrece la publicación, poco después de que Bernardino se embarcara con
rumbo a México, de un índice analítico de todas las obras de Aristóteles, preparado con gran esmero, por el abad
Alfonso Ruiz.

Siendo aún bastante joven Bernardino, se trasladó a Salamanca para estudiar en su célebre universidad. En ella
aprendió latín y se adentró en la historia antigua y en la de España, así como en varias ramas del derecho, filosofía y
teología. Estando todavía en esa universidad, foco del renacimiento español, decidió seguir el ejemplo de San
Francisco de Asís y tomo el hábito de la orden fundada por el. Ordenado de sacerdote hacia 1527, dos años más
tarde escogió como destino pasar a la recién conquistada Nueva España. En ella iba a transcurrir la mayor parte de
su vida hasta su muerte, acaecida en la ciudad de México en 1590.

Los primeros años de estancia en tierras mexicanas laboró como evangelizador entre grupos nahuas de la región
central del país. Aprendió allí su lengua y se inició en el conocimiento de su cultura. Pensaba que solo así podría
lograr su conversión al cristianismo. En 1536, al abrirse formalmente el Imperial Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco,
bajo el patrocinio de Carlos V, fue asignado como uno de sus primeros maestros. El propósito con que se fundó el
nuevo colegio consistió en la preparación académica y religiosa de jóvenes nahuas principalmente, aunque no en
forma exclusiva, hijos de pipiltin, nobles.
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Bernardino, con algunos breves intervalos, iba a quedar vinculado con ese colegio por el resto de su vida. Allí formo
a cuatro de sus más distinguidos discípulos que colaboraron luego con el en sus investigaciones sobre lengua y
cultura nahuas. Los nombres de estos son Antonio Valeriano, de Azcapozalco; Martín Jacobita y Andrés Leonardo,
de Tlatelolco y Alonso Bejarano de Cuauhtitlán.

En cuanto ámbito de acercamiento intercultural, el Colegio fue una de las mejores realizaciones que trajo consigo el
encuentro de dos mundos. Los jóvenes indígenas aprendían allí latín, gramática, historia, música y se adentraban
asimismo en el estudio de las Sagradas Escrituras, religión y filosofía. A su vez, hubo allí maestros indígenas. Entre
otras cosas impartían conocimientos sobre medicina y farmacología tradicionales; el arte de la pintura de los códices;
la historia de los pueblos nahuas y otras materias.

En el Colegio, al tiempo de la gran pestilencia que afligió a la Nueva España en 1545 y el año siguiente, Bernardino
realizó se más temprana investigación. Fruto de ella fue la trascripción de cuarenta huehuetlatolli, testimonio de la
antigua palabra. En ellos, aflora lo más elevado de la sabiduría de los nahuas. Estos textos quedaron incluidos más
tarde en su Historia General (o universal) de las cosas de la Nueva España, es decir como Libro VI del que
conocemos como Códice Florentino.

Algunos años después, de regreso en el Colegio, ya que había vuelto a trabajar como evangelizador en varios
pueblos del altiplano central, Sahagún realizó otra investigación de gran importancia. Consistió ella en pedir a
indígenas ancianos, que habían sido testigos de los hechos de la Conquista, testimonios acerca de ella. El conjunto
de textos que reunió pasó a integrar el Libro XII, es decir el último del Códice Florentino. Estos y otros testimonios de
diferente procedencia, integran la Visión de los vencidos.

Continuó Sahagún por algunos años sus trabajos de maestro en el Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco. En 1558,
según el mismo lo refiere en su Historia General..., recibió de fray Francisco de Toral, recién nombrado provincial del
Santo Evangelio, la orden de investigar acerca de las antigüedades de los pueblos nahuas y los secretos de su
lengua. Tal encargo y el proyecto que puso en marcha Bernardino marcan precisamente el inicio del largo proceso de
investigaciones que culminó hasta 1576. Entonces organizó en doce libros la transcripción de la mayor parte e los
textos en nahuatl reunidos por el y sus colaboradores en Tepepulco, Tlatelolco y México.

Acompaño el ese gran conjunto documental con una versión en castellano no literal sino parafrástica. En otras
palabras, amplio en algunos casos lo que expresa el texto en nahuatl para facilitar la comprensión de sus posibles
lectores europeos y, en otros, lo abrevió suprimiendo lo que no le pareció necesario dar a conocer en castellano. El
resultado de ese trabajo que se llevó a cabo, según lo hizo notar Sahagún en el Prólogo del Libro VI del Códice
Florentino, fue una obra en dos columnas con numerosas ilustraciones, la mayoría en colores. Dicha obra se conoció
como Historia General (o universal) de las cosas de la Nueva España. Hoy la nombramos también Códice Florentino
porque, como ya se dijo, se conserva en la Biblioteca Medicea- Laurenziana de Florencia.

Al publicarse ahora esta nueva edición facsimilar del dicho códice, le he antepuesto un estudio en el que me ocupo
de ese largo proceso de investigaciones, revisiones y ordenamientos, así como de su estructuración definitiva en
libros y capítulos. Para facilitar desde un principio la comprensión de lo que es el Códice Florentino, he intitulado este
trabajo De la oralidad y los códices a la Historia General. Con estas palabras quiero subrayar que la llamada Historia
General (o universal) de las cosas de la Nueva España tuvo como fuentes primaria la oralidad de los ancianos
indígenas y los códices que presentaron ellos a Sahagún

Notaré que dicho trabajo lo publiqué como un extenso artículo en el volúmen 29 de Estudios de Cultura Nahuatl,
anuario que edita el Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Nacional Autónoma de México. Este
volumen apareció en 1999 en conmemoración de los 500 años del nacimiento de fray Bernardino de Sahagún. Lo
reproduzco aquí, con la correspondiente autorización , porque considero que es una introducción dirigida a iluminar la
forma como se llevaron a cabo las investigaciones de Sahagún hasta lograr que esos testimonios se integraran a su
obra definitiva que no es otra, como ya se dijo, sino el Códice Florentino. En su concepción y organización esta obra
es fruto del empeño y conocimiento de Sahagún; en lo que concierne a su contenido textual, es resultado de lo que
transmitieron los ancianos indígenas, muy versados en su propia cultura.

El ofrecer aquí dicho trabajo, vuelve innecesario continuar refiriendo en esta Introducción lo que fueron la vida y
quehaceres de fray Bernardino a partir de 1558, cuando marchó a Tepepulco, en el actual estado de Hidalgo, para
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dar principio a sus investigaciones. Haré aquí también referencia a la biografía que publiqué acerca de el en el mismo
1999, bajo el patrocinio de nuestra Universidad y el Colegio Nacional.

Allí y en el estudio que acompaña a esta edición facsimilar me ocupo del método adoptado por fray Bernardino en
sus investigaciones, su interés lingüístico y la forma como distribuyó al final su material.

Aquí solo describiré someramente el contenido de la Historia..., es decir del Códice Florentino. El primer volumen
abarca cinco libros que tratan, respectivamente, acerca de los dioses, el calendario, fiestas y ceremonias, origen de
los dioses, astrología judiciaria (tonalpohualli o cuenta de los días y los destinos), los agüeros y pronósticos. El
volumen segundo comprende solo el libro sexto, cuyo tema es la retórica, filosofía moral y teología de la gente
mexicana. A su vez el tercer volumen incluye los libros séptimo, octavo, noveno y décimo . Versan ellos acerca de la
astrología naturales reyes y señores, su elección y gobierno; los mercaderes y oficiales de oro, piedras preciosas y
plumas ricas; los vicios y virtudes de los naturales, miembros del cuerpo y naciones que han venido a poblar esta
tierra. El volumen cuarto y último está integrado por dos libros, el undécimo y el duodécimo. Tratan ellos
respectivamente, de las propiedades de los animales, árboles, metales y de los colores, y de la conquista de México.

Fray Bernardino, además de sus pesquisas en torno a la lengua y cultura nahuas, preparó otras obras concebidas
específicamente para la evangelización de los indígenas. Cierto es que, como misionero, se había propuesto conocer
a fondo la cultura indígena, para descubrir y poder erradicar sus idolatrías. Pero también es verdad que, al ir
penetrando en el alma indígena y en sus creaciones, Bernardino fue quedando cautivo de estas. Podrían citarse aquí
muchas expresiones suyas de admiración y respeto ante lo que iba descubriendo de las cosas naturales, humanas y
divinas en el universo de los pueblos nativos. Baste con decir que en un lugar de su obra dijo que varios
huehuehtlahtolli, testimonios de la antigua palabra, " más aprovecharían dichos en el púlpito por el lenguaje y estilo
en que están, a los mozos y mozas, que otros muchos sermones".

En lo tocante a las obras de evangelización que escribió Sahagún, conviene mencionar al menos sus varios
sermones en nahuatl, el Libro de los Coloquios, en el que recrea arquetípicamente los diálogos que tuvieron los
primeros doce franciscanos llegados a México en 1524 con algunos sabios y sacerdotes indígenas. Otro libro de
considerable interés en su Psalmodia Christiana, única obra suya que alcanzó a ver publicada en México, 1583.

Este incansable franciscano, que vivió cerca de noventa y un años y que, por su método de trabajo y por los
resultados que alcanzó al inquirir sobre la cultura indígena ha recibido el título de "Padre de la Antropología en el
Nuevo Mundo", experimento no pocas contradicciones y sinsabores. Se le despojo en dos ocasiones de sus
manuscritos. Un franciscano visitador de la provincia, con celo malentendido y manifiesta imprudencia, llegó a
excomulgarlo. Bernardino superó esta y otras adversidades. Trabajó hasta los últimos días e su vida, manteniéndose
cerca de sus antiguos discípulos.

Según lo refieren varios anales en nahuatl: "A cinco días del mes de febrero de 1590, murió fray Bernardino de
Sahagún. Había estado en Tlatelolco y aquí fue enterrado en San Francisco, en la ciudad de México vinieron a su
entierro los señores de Tlatelolco." Citaré, para terminar, con otro testimonio del sabio cronista de Chalco-
Amecameca, Domingo Francisco Chimalpain Cuauhtlehuanitzin. He aquí lo que dejó dicho:

"Escribió, según lo que interrogó a los que eran ancianos en tiempos antiguos;
a los que conservaban los libros de pinturas, según lo tenían pintado en ellas,
así allá, en tiempos antiguos los que eran ancianos.
Gracias a ellos nos habló de todas las cosas que sucedieron en la antigüedad."

Con la aportación de esos ancianos y su propio esfuerzo se consumó el rescate. Pasados muchos años de que
la Historia Universal (general) de las cosas de la Nueva España fuera llevada a España por otro visitador, el
padre Rodrigo de Sequera, al fin apareció ella en Florencia. Por conservarse allí se designó como ya vimos,
Códice Florentino. Ahora gracias a Marcela Alvarez del Castillo Herrera de la Editorial Libros Mas Cultura
y a la Casa Aldus y su director Don José Sordo Gutiérrez, podemos volver a tener en las manos fiel copia de
tan preciado manuscrito.
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Al libro manuscrito antiguo se le da el nombre de códice, que deriva su nombre del vocablo latín "codex".

En los tiempos en que los españoles pisaron tierras mexicanas, no existía alfabeto alguno. Las personas que
recopilaban las historias, la medicina, tributos, calendarios, etc., llevaban el nombre de "tlacuilos" (el que dice
pintando). Una nueva forma de comunicar estos temas por parte de los conquistadores fue incluir en éstos sus
manuscritos.

Hubieron cantidad de códices coloniales tales como el Códice Mendocino de tipo tributario, el Badiano de tipo médico
o el Durán de tipo histórico pero ninguno tan completo, pues abarca toda forma de tema, ni tan complejo como el
presente Códice Florentino.

Actualmente se conoce con este nombre pues esta bajo el resguardo de la Biblioteca Medicea-Laurenziana en
Florencia, Italia. Su nombre original es Historia General de las Cosas de Nueva España y su creador es el
franciscano Bernardino de Sahagún (1499-1590), considerado como uno de los cronistas que contribuyó al
conocimiento dc las culturas que encontraron los españoles a su llegada a la Nueva España.

Fray Bernardino dc Sahaún lleva a cabo su tarea con estudiantes trilingües, antiguos discípulos suyos, entre los
cuales figuran Antonio Valeriano, Alonso Vejarano, Martín Jacobita y Pedro de San Buenaventura. Por ello
encontramos diferencias en la caligrafía, el tintado, así como la diversidad en trazos y tonalidades al aplicar el color
en los pictogramas.

Acerca de la obra y como características especiales tenemos primeramente su disposición en cajones simétricos en
los que aparece, vistos de frente del lado izquierdo el texto en español y del lado derecho el náhuatl. Cada página o
folio lleva como cornisa o folio explicativos, en la izquierda (o verso), el libro correspondiente y el título general y en la
derecha (o recto), el título de la parte y el folio, cuidando además de que estos textos, en letra mayúscula
correspondan con las columnas, y solo el folio salga de la caja de composición.

Para la presente edición se tomó en cuenta la distribución original de Sahagún, que es como sigue:

*TOMO I:
LIBRO PRIMERO. En que se trata de los dioses que adoraban los naturales de esta tierra que es la Nueva España.
LIBRO SEGUNDO. Que trata de las fiestas y sacrificios con que estos naturales honraban a sus dioses en el tiempo
de su infidelidad.
LIBRO TERCERO. Del principio que tuvieron los dioses.
LIBRO CUARTO. De la astrología judiciaria o arte adivinatoria Indiana.
LIBRO QUINTO. Que trata de los agüeros y pronósticos que estos naturales tomaban de algunas aves, animales y
sabandijas para adivinar las cosas futuras.

*TOMO II:
LIBRO SEXTO. De las oraciones que oraban a los dioses y de la retórica y filosofía moral y teología en una misma
contextura.

*TOMO III:
LIBRO SEPTIMO. Trata del Sol. de la Luna y las estrellas, y del año del jubileo.
LIBRO OCTAVO. De los reyes y señores y de la manera que tenían en sus elecciones y en el gobierno de sus
reinos.
LIBRO NONO. De los mercaderes, oficiales de oro y piedras preciosas y pluma rica.
LIBRO DECIMO. De la general historia, en que se trata de los vicios y virtudes, así espirituales como corporales, de
toda manera de personas.

*TOMO IV:
LIBRO UNDECIMO. De las propiedades de los animales, aves, peces, árboles, hierbas, flores, metales y piedras, y
de los colores.
LIBRO DOCE. De la conquista de la Nueva España, que es la Ciudad de México.
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El Dr. Miguel León-Portilla nos refiere en su estudio introductorio que fray Bernardino se entrevistó con varios
principales indígenas ancianos, que aceptaron informarle por medio de pinturas o códices sus costumbres e historias.
Con el paso del tiempo su interés sería no solo en atacar la idolatría de lo que se consideraba lo pagano entre los
naturales sino directamente y por ella misma en la cultura indígena.

BERNARDINO DE SAHAGÚN (-1590)

por Romeo Ballán, comboniano

Fray Bernardino de Sahagún, además de ser un misionero franciscano ejemplar, destaca entre sus
compañeros particularmente por su gran labor en el campo de la historia y de la etnografía mexicana.

Entre los evangelizadores de América de la primera hora no encontramos sólo a doctrineros, organizadores
de diócesis, defensores de los indígenas, sino también a misioneros que se dedicaron a la dura tarea de
estudiar a fondo y de una manera sistemática el idioma, las costumbres y todo lo que hoy llamamos la
cultura de un pueblo.

Entre éstos destaca Bernardino de Ribera, franciscano español, nacido entre 1498 y 1500 en el pueblo leonés
de Sahagún, que él hizo famoso agregándolo a su nombre después de la profesión religiosa. Estudió en la
universidad de Salamanca y en 1524 se ordenó de sacerdote. Cinco años más tarde, junto con otros frailes se
embarcó, en un viaje sin retorno, para México, donde murió nonagenario en 1590.

Aprendió a la perfección el náhuatl, el idioma de mayor difusión entre los indígenas. Sin dejar de ejercer su
ministerio sacerdotal, atendió también a otros encargos en la capital y en otros conventos; pero su tarea
principal fue la enseñanza y la investigación. Durante unos cuarenta años fue profesor y, por temporadas,
rector del Imperial Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco para la formación de indios y del clero local.

Desde 1540 se consagró con inteligencia, método y tenacidad a la gran obra de su vida: el estudio de las
cosas del México precortesiano, llegando a escribir, entre 1547 y 1577, la Historia general de las cosas de
Nueva España. Con la consulta permanente de ancianos respetables, de sus alumnos trilingües (náhuatl,
castellano y latín) y de escribanos, logra recopilar y describir todo lo que se refiere a la vida de los antiguos
mexicanos: creencias religiosas, cultos, ritos, historia, calendario, vida familiar, fiestas, labores agrícolas,
trabajos manuales, etc. Algunos mexicanos no dudan en considerarlo como «el libro de México para regalo
de la cultura universal». Los etnólogos lo consideran la mejor fuente para la antigüedad mexicana.

La obra consta de 12 libros y está dispuesta en tres columnas paralelas: para el español, para el náhuatl y
para las notas, fuentes y comentarios y su importancia en el campo antropológico, lingüístico y literario, y es
reconocida de todos. El etnólogo Miguel Acosta Saignes afirma: «Sahagún fue un genial precursor de la
etnografía... Con irreprochable método que siglos más tarde habría de hacer suyo la etnografía, Sahagún
preparó una sinopsis de la obra que se proponía, para recoger, conforme a ella, el material necesario.
Consultó informantes, a quienes consideró absolutamente idóneos, y sometió el material recogido y
elaborado a sucesivos mejoramientos hasta cuando, ya cernido, consideró suficiente su empeño. Deseoso de
no faltar a la verdad y para que cada quien pudiese en el futuro juzgar sobre su atingencia, anotó las
circunstancias en las cuales recogió informes, los nombres y conocimientos de quienes con él trabajaron y
los repasos a los cuales hubo de someter la Historia».
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Fray Bernardino, con el apoyo del Motolinía y de otros superiores -aunque algunos se opusieron, logrando
detener por algunos años el avance de la obra-, pensaba en un manual para la formación de los misioneros.
En cuanto al idioma náhuatl, escribe en el prólogo del libro primero: «Es para redimir mil canas, porque con
harto menos trabajo de lo que aquí me cuesta, podrán los que quisieren, saber en poco tiempo muchas de sus
antiguallas y todo el lenguaje de esta gente mexicana».

En sí misma, la Historia general de este ilustre misionero es también una respuesta a la mentalidad de esos
conquistadores y eclesiásticos que fueron partidarios del método de la tábula rasa en todo lo que se refería a
las creencias religiosas de los indios. Sus opositores lograron incluso tener una real cédula de Felipe II, con
fecha 22 de abril de 1577, prohibiendo la publicación y difusión de los manuscritos de fray Bernardino. Su
Historia general quedó inédita hasta 1829-1830 en que se publicó en México el texto castellano. Muchos
otros escritos suyos, tanto en castellano como en náhuatl, siguen inéditos o se perdieron.

Pero la sola Historia general es suficiente para que fray Bernardino de Sahagún permanezca como obligado
punto de referencia para el conocimiento del México antiguo y moderno.

Romeo Ballán, Comboniano, Bernardino de Sahagún: precursor de la etnografía, en R. Ballán, Misioneros


de la primera hora. Grandes evangelizadores del Nuevo Mundo. Lima 1991, pp.260-263

BERNARDINO DE SAHAGÚN (-1590)


de http://www.mexicodesconocido.com.mx/hipertex/sahagun.htm

El sitio web «México desconocido virtual» dedica, dentro de su amplia «Ruta de las Misiones», una bien
ilustrada y cuádruple página a Fr. Bernardino de Sahagún, quien «puede considerarse como el máximo
investigador de todo lo que atañe a la cultura nahua». La primera de las páginas trata de la biografía de
Fr. Bernardino, de su método de investigación y de los avatares de su obra escrita; la segunda describe la
historia literaria y los contenidos de la Historia general de las cosas de Nueva España; la tercera y la
cuarta reproducen el Prólogo de dicha obra. Merecen destacarse también las ilustraciones que adornan las
páginas. A continuación reproducimos el texto de la primera de las páginas.

Fray Bernardino de Sahagún puede considerarse como el máximo investigador de todo lo que atañe a la
cultura nahua, dedicando toda su vida a la recopilación y posterior escritura de las costumbres, modos,
lugares, maneras, dioses, lenguaje, ciencia, arte, alimentación, organización social, etc., de los llamados
mexicas.

Quizá el valor más importante de su obra es que las fuentes de su información fueron directas, es decir, de la
propia boca de los indígenas que, tanto a él como a sus alumnos, relataron y confirmaron todo lo referente a
su cultura. El método de Fray Bernardino fue totalmente científico, además de haber escrito su obra en tres
lenguas: latín, castellano y náhuatl.

Sin las investigaciones de Sahagún habríamos perdido gran parte de nuestra herencia cultural.

Su vida

Fray Bernardino nació en Sahagún, Reino de León, España, entre 1499 y 1500; murió en la Ciudad de
México (Nueva España) en 1590. Su apellido era Ribeira y lo trocó por el de su villa natal. Estudió en
Salamanca y llegó a la Nueva España en 1529 con el fraile Antonio de Ciudad Rodrigo y 19 hermanos más
de la Orden de San Francisco.
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Tenía muy buena presencia, según lo afirmaba fray Juan de Torquemada que cuenta que «lo escondían los
religiosos ancianos a la vista de las mujeres».

Los primeros años de su residencia los pasó en Tlalmanalco (1530-1532) y luego fue guardián del convento
de Xochimilco y, por lo que se conjetura, también su fundador (1535).

Enseñó latinidad en el Colegio de la Santa Cruz de Tlatelolco durante cinco años a partir de su fundación, el
6 de enero de 1536; y en 1539 era lector en el convento anexo a la escuela. Entregado a varios menesteres
de su Orden anduvo por el Valle de Puebla y la región de los volcanes (1540-1545). Vuelto a Tlatelolco,
permaneció en el convento de 1545 a 1550. Estuvo en Tula en 1550 y 1557. Fue definidor provincial (1552)
y visitador de la custodia del Santo Evangelio, en Michoacán (1558). Trasladado al pueblo de Tepepulco en
1558, permaneció allí hasta 1560, pasando en 1561 de nueva cuenta a Tlatelolco. Allí duró hasta 1565, año
en que fue a residir al convento Grande de San Francisco de la ciudad de México, donde permaneció hasta
1571, para regresar otra vez a Tlatelolco. En 1573 predicó en Tlalmanalco. Fue de nuevo definidor
provincial de 1585 a 1589. Falleció a los 90 o poco más años, en el convento Grande de San Francisco de
México.

Sahagún y su método de investigación

Con fama de hombre sano, fuerte, gran trabajador, sobrio, prudente y amoroso con los indios, dos notas
parecen esenciales en su carácter: la tenacidad, demostrada en 12 lustros de pródigo esfuerzo en favor de sus
ideas y de su obra; y el pesimismo, que ensombrece con amargas reflexiones el fondo de su escenario
histórico.

Vivió en una época de transición de dos culturas, y pudo percatarse de que la mexica iba a desaparecer
absorbida por la europea. Se adentró con singular tesón, comedimiento e inteligencia en las complejidades
del mundo indígena. Movíale en ello su celo de evangelizador, pues en posesión de ese conocimiento
pretendía combatir mejor la religión pagana autóctona y convertir más fácilmente a los indígenas a la fe de
Cristo. A sus trabajos escritos como evangelizador, historiador y lingüista, les dio diversas formas,
corrigiéndolos, ampliándolos y redactándolos como libros distintos. Escribió en náhuatl, idioma que poseyó
a la perfección, y en castellano, agregándole latín. Desde 1547 empezó a investigar y recopilar datos acerca
de la cultura, creencias, artes y costumbres de los antiguos mexicanos. Para llevar a cabo su tarea con éxito,
inventó y puso en marcha un método moderno de investigación, a saber:

a) Hizo cuestionarios en náhuatl, valiéndose para elaborarlos de los estudiantes del Colegio de la Santa Cruz
de Tlatelolco avanzados en «romance», esto es, en latín y castellano, al tiempo que eran peritos en náhuatl,
su lengua materna.

b) Estos cuestionarios los leyó a los indios que encabezaban los barrios o parcialidades, quienes le
mandaron indígenas ancianos que le prestaron inapreciable ayuda y se les conoce como los Informantes de
Sahagún.

Éstos informantes eran de tres lugares: Tepepulco (1558-1560), donde elaboraron los Primeros memoriales;
Tlatelolco (1564-1565), donde hicieron los Memoriales con escolios (a ambas versiones se les identifica con
los llamados Códices matritenses); y la Ciudad de México (1566-1571), en donde realizó Sahagún una
nueva versión, mucho más completa que las anteriores, ayudado siempre por su equipo de estudiantes de
Tlatelolco. Este tercer texto definitivo es la Historia general de las cosas de Nueva España.
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Los curiosos destinos de su obra

En 1570, por razones económicas, paralizó su obra, viéndose obligado a redactar un sumario de su Historia,
que envió al Consejo de Indias. Este texto está perdido. Otra síntesis se envió al papa Pío V, y se conserva
en el Archivo Secreto Vaticano. Se intitula Breve compendio de los soles idolátricos que los indios desta
Nueva España usaban en tiempos de su infidelidad.

Por intrigas de los frailes de su misma Orden, el rey Felipe II mandó recoger, en 1577, todas las versiones y
copias de la obra de Sahagún, ante el temor de que los indígenas siguiesen apegados a sus creencias si éstas
se conservaban en su lengua. Cumpliendo esta orden terminante, Sahagún entregó a su superior, fray
Rodrigo de Sequera, una versión en lengua castellana y mexicana. Esta versión la llevó a Europa el padre
Sequera en 1580, la que se conoce con el nombre de Manuscrito o Copia de Sequera y se identifica con el
Códice florentino.

Su equipo de estudiantes trilingües (latín, castellano y náhuatl) lo formaron Antonio Valeriano, de


Azcapotzalco; Martín Jacobita, del barrio de Santa Ana o de Tlatelolco; Pedro de San Buenaventura, de
Cuautitlán; y Andrés Leonardo.

Sus copistas o pendolistas fueron Diego de Grado, del barrio de San Martín; Mateo Severino, del barrio de
Utlac, Xochimilco; y Bonifacio Maximiliano, de Tlatelolco, y quizá otros más, cuyos nombres se han
perdido.

Fue Sahagún creador de un método riguroso de investigación científica, si no el primero, puesto que fray
Andrés de Olmos se le adelantó en tiempo de sus indagaciones, sí el más científico, por lo que se le
considera el padre de la investigación etnohistórica y social americana, anticipándose dos siglos y medio al
padre Lafitan, generalmente considerado por su estudio de los iroqueses como el primer gran etnólogo.
Logró reunir un extraordinario arsenal de noticias de boca de sus informantes, relativas a la cultura mexica.

Las tres categorías: lo divino, lo humano y lo mundano, de honda tradición medieval dentro de la
concepción histórica, están todos en la obra de Sahagún. De ahí que exista una estrecha relación en el modo
de concebir y escribir su Historia con la obra de, por ejemplo, Bartholomeus Anglicus intitulada De
propietatibus rerum... en romance (Toledo, 1529), libro muy en boga en su época, lo mismo que con las
obras de Plinio el Viejo y Alberto el Magno.

Su Historia, que es una enciclopedia de tipo medieval, modificada por los conocimientos renacentistas y los
de la cultura náhuatl, presenta la labor de varias manos y varios estilos, ya que intervino en ella su equipo de
estudiantes desde 1558, por lo menos, hasta 1585. En ella se percibe con claridad meridiana su filiación, con
tendencia pictográfica, a la llamada Escuela de México-Tenochtitlan, de mediados del siglo XVI, con el
estilo «azteca revivido».

Toda esta abundante y magnífica información permanecía en el olvido, hasta que Francisco del Paso y
Troncoso -profundo conocedor del náhuatl y gran historiador- publicó los originales conservados en Madrid
y en Florencia con el título de Historia general de las cosas de Nueva España. Edición parcial en facsímile
de los Códices matritenses (5 vols., Madrid, 1905-1907). El tomo quinto, primero de la serie, trae las 157
láminas de los 12 libros del Códice florentino que se conserva en la Biblioteca Laurentiana de Florencia.
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De una copia de la Historia de Sahagún, que se encontraba en el convento de San Francisco de Tolosa,
España, proceden las ediciones que hicieron Carlos María de Bustamante (3 vols., 1825-1839), Irineo Paz (4
vols., 1890-1895) y Joaquín Ramírez Cabañas (5 vols., 1938).

La edición más cumplida en castellano es la del padre Ángel María Garibay K., con el título Historia
General de las cosas de la Nueva España, escrita por Bernardino de Sahagún y fundada en la
documentación en lengua mexicana recogida por los naturales (5 vols., 1956).

BERNARDINO DE SAHAGÚN (-1590)


por José Tudela

Fray Bernardino nació en Sahagún (León) el año 1499 ó 1500, y murió en Méjico el año 1590. Se llamó en
el siglo Francisco Rivera, que cambió por el de su pueblo natal al profesar en el convento de franciscanos de
Salamanca, en cuya Universidad había estudiado antes de hacerse fraile y en cuyo convento fue luego
profesor.

Marchó a Nueva España en 1529, con otros diecinueve frailes, con la expedición de fray Antonio Rodrigo.
Se dedicó al estudio de la lengua mejicana, en cuyo conocimiento sólo pudo comparársele el padre Molina.
Residió en los conventos de Tlalmalalco, Tlatelolco, Méjico y Xochimilco. Fue visitador de la Custodia de
Michoacán.

Dedicó casi toda su larga vida al estudio de la lengua, la historia y las costumbres del pueblo nahua; por eso
se le considera el fundador de los estudios de literatura nahua y hasta de la moderna Etnología; pues su
técnica de investigación etnológica es la que han empleado después los más modernos etnólogos.

Escribió y publicó numerosas obras de carácter catequístico, pues los misioneros aprendían las lenguas
indígenas no sólo para entenderse con los indios y poderlos catequizar mejor, sino para escribir en ellas
confesonarios, sermonarios, catecismos... para los indígenas a los que enseñaban a leer y escribir y para los
jóvenes misioneros a quienes, a su vez, les enseñaban las lenguas americanas.

El padre Sahagún escribió y publicó en la primera imprenta de Méjico y en las de España muchas de estas
publicaciones catequísticas y, además, vocabulario y gramática del nahua, una Vida de San Bernardino, en
mejicano, Evangelios y Epístolas, Sermones, Coloquios y doctrina cristiana. Pralmadia, Exercicios
Quotidianos, Manual del Christiano (o vida de casados), Vocabulario trilingüe, en castellano, latín y
mejicano..., pero su obra fundamental fue su Historia de las cosas de Nueva España, verdadera
enciclopedia, que se ha publicado parcialmente en cinco tomos (ed. P. Robredo en Méjico, en 1938),
quedando aún por traducir íntegramente los tres códices, en doble folio, que existen en Madrid, en la
Biblioteca de la Academia de la Historia y en la de palacio, de los que sólo se han publicado trozos, aunque
se hizo una edición facsimilar por el señor Paso y Troncoso.

La traducción del nahua de este manuscrito y su edición crítica es uno de los deberes más apremiantes que
en el orden cultural tienen tanto España como Méjico.

En la edición citada Historia de las cosas de Nueva España, se publica la versión tomada de labios
indígenas de la conquista de Méjico; versión interesantísima, pues narra esta gran gesta desde el lado
mejicano, y aunque está narrada por indios conversos, se acusa su especial punto de vista y está ilustrada
además con multitud de dibujos, como todo el códice florentino, que se conserva en la Biblioteca
10
Laurenciana de Florencia, que, en su mayor parte, está dedicado a la naturaleza mejicana y a las costumbres
de los indios de Nueva España.

José Tudela, Fray Bernardino de Sahagún, en AA. VV., Diccionario de Historia de España. Madrid,
Revista de Occidente, 1952, Tomo II, pp. 1091-1092

BERNARDINO DE SAHAGÚN (-1590)


por Leandro Tormo

Fray Bernardino nació en Sahagún (León) el año 1499, y murió en Méjico el 28 de octubre de 1590.
Misionero, padre de la etnología americana. Es una de las más altas personalidades científicas y pastorales
del siglo XVI indiano. De familia posiblemente noble procedente de Galicia, marchó a Salamanca y estudió
Humanidades en su Universidad. Allí cambió su apellido Ribeira al entrar en religión. Pasó a Méjico en el
delicado momento (1529) en que, bautizadas grandes masas indígenas, rebrotaron algunas de sus viejas
idolatrías. Los indios habían aceptado el Evangelio como una liberación de sus dioses terroríficos, pero al
mismo tiempo habían fundido verdades cristianas con credos paganos. La tarea de Sahagún fue separar el
grano de la paja para evitar que la adaptación misionera verificada con naturalidad por los primeros
apóstoles de la Nueva España se convirtiese en un sincretismo aberrante. Para ello se propuso conocer a
fondo el mundo indígena. Lo consiguió dominando la lengua nahuatl y derrochando cariño entre los
antiguos jerarcas de los lugares donde administró los sacramentos, principalmente Tepepulco (hoy Ciudad
Sahagún), Tlaltelolco y Méjico, cotejando las versiones que le dieron en cada uno de ellos. En la tamización
de las noticias obtenidas le ayudaron eficazmente sus alumnos del célebre colegio de Santa Cruz, del que
fue uno de sus fundadores. Hombre de singular inteligencia y preparación, desempeñó cargos importantes
en su Orden siendo superior de los conventos de Tlalmanalco (1530), donde fue testigo del éxtasis de Fray
Martín de Valencia, y Xochimildo (1534), cuyo edificio conventual construyó; misionero en las regiones de
Puebla, Tula y Tepepulco (1539-1558); definidor provincial y visitador de la Custodia de Michoacán
(1558).

Obras: Psalmodia cristiana y Sermonario de los Santos del año, en lengua mexicana, ordenado en cantares
o psalmos para que canten los indios en los areytos que hacen en las Iglesias, Méjico 1583, redactado en
Tepepulco para sustituir los cánticos que utilizaban los indios en sus fiestas durante el paganismo; Historia
General de las Cosas de la Nueva España, Méjico 1830, obra monumental en doce libros en que se abarcan
todos los informes referentes a las ideas, costumbres, instituciones, religión e historia de los antiguos
mejicanos y que según Garibay hoy la podríamos llamar más bien «Enciclopedia de la cultura de los mahuas
de Tenochtitlan». Escribió además: Incipiunt Epistola et Evangelia; Evangelario en lengua Mexicana;
Evangeliarium, Epistolarium et Lectionarium Aztecum sive Mexicanum, Milán 1858; Sermonario de
dominicas y de santos en lengua mexicana; Postillas sobre las Epístolas y Evangelios de los Domingos de
todo el año, con la colaboración de los colegiales de Tlaltelolco; Tratado de la Retórica y Teología de la
gente mexicana, también en lengua nahuatl; Historia de la conquista de México, Méjico 1823, redactada a
base de la «versión de los vencidos»; Coloquios y Doctrina Cristiana con que los doce frailes de San
Francisco enviados por el papa Adriano VI y por el emperador Carlos V convirtieron a los indios de la
Nueva España; Arte de la lengua mexicana, con su vocabulario apéndiz; Vida de San Bernardino de Siena,
en lengua mejicana; Manual del Cristiano; Calendario; Arte adivinatoria y Vocabulario trilingüe. Por la
amplitud de su obra y el rigor científico de la misma el Consejo Superior de Investigaciones dio su nombre
al Instituto de Antropología y Etnología.

Leandro Tormo, Bernardino de Sahagún, en Diccionario de Historia Eclesiástica de España. Madrid


1975, vol. IV, pág. 2135.
11
BERNARDINO DE SAHAGÚN (-1590)
por Carlos Rodríguez Eguía

Misionero franciscano en México. Se le considera creador de la Etnología americana y precursor de la


Etnología cultural moderna. Nació en 1499 ó 1500 en Sahagún de Campos, villa de la provincia de León
que fue centro de la reforma cluniacense en España. Estudió en la Universidad de Salamanca, y hasta
ingresar en el convento de los franciscanos en esta ciudad se llamó Francisco Rivera. En 1529 se trasladó a
México, en la expedición de los franciscanos encabezada por Antonio Rodrigo. Residió en los conventos de
Tlalmanalco (1533-36); Tlaltelolco (1536), donde ocupó la cátedra de Latín en el Colegio de la Santa Cruz
(hasta 1540); Xochimilco, Huejotzingo y Cholula (1540-45), volviendo nuevamente al de Tlaltelolco.
Ejerció los cargos de guardián, definidor y visitador de los principales conventos de la Orden franciscana en
México. Durante este tiempo alternó su ministerio sacerdotal y sus ocupaciones de misionero y profesor con
el aprendizaje de la lengua nahuatl, que llegó a dominar totalmente. Desde 1547 se dedicó casi
exclusivamente a sus trabajos históricos, lingüísticos y etnográfícos. Murió en el convento de San Francisco,
en México, el 23 de octubre de 1590.

Su única obra publicada mientras vivió fue Psalmodia christiana y sermonario de los sanctos del año en
lengua mexicana, México 1583. En 1578 fueron confiscados sus escritos, por orden real, pues se temía que
el valor concedido por Bernardino de Sahagún a la cultura indígena y sus métodos misionales de
conservación de las costumbres de los indios, siempre que no se opusieran a la fe y a la doctrina cristianas,
pudieran ser un obstáculo a la evangelización de México. En realidad, la campaña levantada contra fray
Bernardino que culminó en la confiscación de sus escritos, procedía de sectores religiosos poco conformes
con sus métodos misionales y es posible que fueran también celosos de los éxitos conseguidos por aquél. Su
sistema de trabajo y de enseñanza no dificultaba la cristianización de los naturales, pero tampoco favorecía
su hispanización. Y esto era lo que el elemento civil de la población quería evitar, confundiendo
hispanización con cristianización. Por esta razón, el conjunto de su obra no se ha conocido hasta el s. XIX.

Su obra principal, Historia general de las cosas de la Nueva España, escrita en castellano y en nahuatl, que
en 1780 había dado a conocer Juan Bautista Muñoz, se editó por primera vez, en castellano, en 1829-30 (ed.
C. M. de Bustamante), en México. Lord Kingsborough la incluyó en la col. Antiquities of Mexico (1830-48).
P. Robredo la editó en México (1938). La mejor edición crítica es de M. Acosta (México 1946), con
abundante bibliografía. Se han reproducido en facsímil algunos códices del texto nahuatl. El texto español
se ha traducido al francés; parte del nahuatl, al alemán. En 1969 seguían inéditos tres códices que se
conservan en la Biblioteca de la Real Academia de la Historia y en la de Palacio, en Madrid. La obra se
compone de 12 libros y es fundamental para el conocimiento de la cultura mexicana. Trata de costumbres,
dioses, mitos, creencias, virtudes y vicios de los indígenas; de las plantas, animales y minerales de México;
de retórica, astrología y filosofía moral; etc. Para escribir esta obra se informó directamente de los indígenas
más ancianos y prudentes. Su método, de gran vigor científico, ha influido en los modernos investigadores.

Otras obras: en nahuatl, Epístolas y Evangelios, Sermones mexicanos, Catecismo de la doctrina cristiana,
Libro de las Postillas, Exercicios quotidianos; en castellano, latín y nahuatl, Vocabulario trilingüe; en
castellano, Manual del cristiano, Calendario mexicano, Arte adivinatorio, Arte de la lengua mexicana, Vida
de San Bernardino, etc.

Carlos Rodríguez Eguía, Bernardino de Sahagún, en Gran Enciclopedia Rialp. Madrid 1971, Tomo IV,
págs. 97-98
12
TORIBIO DE BENAVENTE, «MOTOLINÍA» (-1565)
por Ramón Ezquerra

El franciscano fray Toribio de Benavente, conocido también como «Motolinía» por su vida sencilla y pobre,
nació en Benavente (Zamora, España) a finales del siglo XV, y murió en México, después de haber
desarrollado una inmensa labor evangelizadora. Fue uno de «los doce apóstoles de México».

Su apellido era Paredes; adoptó el de su villa natal en la Orden franciscana y el apodo de Motolinía, «el
pobre», con que es más conocido en Nueva España, al oírse llamar así por los indios. Ingresó en la Orden a
los diecisiete años, y, amigo de fray Martín de Valencia, le llevó éste a Méjico como predicador y confesor
en el grupo de doce frailes que, para implantar definitivamente el cristianismo en Nueva España, partieron
en 1524, siendo recibidos con suma reverencia por Hernán Cortés para impresionar a los indios con ella en
contraste con la humildad de su aspecto. Quedó Motolinía, al parecer, de guardián del convento de la
capital, y durante la expedición de Cortés a Honduras, junto con fray Martín de Valencia, sufrió las
persecuciones del factor [oficial recaudador] Gonzalo de Salazar, por su defensa de los indios.

De 1527 a 1529 estuvo en Guatemala para estudiar la fundación de las misiones, llegando hasta Nicaragua,
y desarrolló una amplia acción evangelizadora. Vuelto al convento de Huejotzingo, de nuevo hubo de
amparar a los indios contra los atropellos de Nuño de Guzmán, incitando a los caciques a quejarse a fray
Juan de Zumárraga, primer obispo de Méjico, atrayéndose una acusación de intentar la independencia de
Nueva España, en forma de Estado indígena dirigido por los misioneros bajo la soberanía del rey de España
y con exclusión de los colonos españoles. El cargo era falso, pero aconsejó Motolinía el gobierno del país
por infantes españoles. Pasó, en 1530, al convento de Tlaxcala y contribuyó activamente a la fundación de la
ciudad de Puebla de los Angeles (1531). Desenvolvió luego su acción misionera en Tehuantepec, con el
padre Valencia; en Guatemala de nuevo (1534), en Yucatán, con fray Jacobo de Testera, y por tercera vez
en Guatemala (1543), para organizar la custodia de este país y de Yucatán.

Surgida la cuestión de las Nuevas Leyes, se colocó Motolinía enfrente de los dominicos y de Las Casas,
pues no obstante su amor a los indios, no compartía el optimismo ni los puntos de vista en exceso idealistas
de aquél, ateniéndose a las realidades creadas. El ayuntamiento y los colonos de Guatemala le pidieron que
volviera y los defendiera contra Las Casas, cuando renunció en 1545, pero se negó, como también rehusó un
obispado que le ofreció Carlos V. De 1548 a 1551 fue ministro provincial de su Orden. Se retiró de las
labores misioneras, pero aún fundó varios conventos, de los que fue guardián; en 1555 escribió una célebre
carta al emperador contra Las Casas en defensa de la Conquista, de los colonos y de la evangelización, y
censurando sus inexactitudes y sus desaforados ataques a los españoles. Residió los últimos años de su vida
en la capital, donde falleció en 1565, y no en 1569, como se ha supuesto.

Había consagrado toda su vida a los indios, a los que amó hondamente, los comprendió y defendió en el
terreno de las realidades y de modo práctico, dejando fama de uno de los más celosos y piadosos misioneros
de los primeros tiempos. Buen conocedor del idioma, costumbres y pasado indígena, le encomendó la
Orden, en 1536, que escribiera el relato de las antigüedades mejicanas y la historia de la conversión, lo que
efectuó Motolinía en los años siguientes; permaneció inédita la obra, conocida con el título convencional de
Historia de los indios de la Nueva España, hasta que la publicó fragmentariamente lord Kingsborough, en
1848, y completa García Icazbalceta en la Colección de documentos para la Historia de México, en 1858.
La precede una Epístola proemial al conde de Benavente, sobre la historia azteca. En lenguaje castizo y con
mucho escrúpulo crítico refiere Motolinía simultáneamente la historia de la conversión y las costumbres y
modo de vivir, ritos y cultura de los indios, por lo que su obra es una de las fuentes más importantes para el
conocimiento de la etnografía y del estado de la civilización de Méjico en la época de la conquista, haciendo
13
patente el espíritu curioso y observador del autor. Si defiende la Conquista no deja de censurar duramente
los abusos de los colonos, y expresa admiración por la naturaleza mejicana. Escribió también varias cartas,
además de las citadas; Guerra de los indios o Historia de la Conquista, perdida, pero muy utilizada por
Cervantes de Salazar; los Memoriales, eslabón entre la anterior y su Historia (publ. por L. García Pimentel,
en 1903), entre los que se incluye una explicación del calendario azteca; algunos tratados espirituales
perdidos y una doctrina cristiana en lengua mejicana, asimismo perdida, pero que se supone ser la impresa
por Zumárraga en 1539 (cf. la ed. de la Historia por fray Daniel Sánchez García, Barcelona, 1914, y la trad.
inglesa y estudio por Francis Borgia Steck, O.F.M., Washington, 1941).

Ramón Esquerra, Toribio Motolinía, en AA. VV., Diccionario de Historia de España. Madrid, Revista de
Occidente, 1952, Tomo II, pp. 572-573.

TORIBIO DE BENAVENTE, «MOTOLINÍA» (-1569)


por Jorge García Castillo, m.c.c.j.

El 13 de mayo de 1524, después de más de tres meses de navegación, llegaron a las costas de Veracruz doce
misioneros franciscanos que marcarían profundamente la evangelización de México: Martín de Valencia y
Francisco de Soto, Martín de Jesús, Juan Suárez, Antonio de Ciudad Rodrigo, Toribio de Benavente, García
de Cisneros, Luis de Fuensalida, Juan de Ribas, Francisco Jiménez, Andrés de Córdoba y Juan de Palos.

Con razón se los llama «los doce apóstoles de México», que se añadían a fray Pedro de Gante y sus dos
compañeros, llegados en 1523.

Fieles a la tradición franciscana y, siguiendo el ejemplo de los primeros discípulos, no llevaban oro ni plata,
ni dinero alguno en los bolsillos; ni alforjas, ni dos túnicas. Su objetivo no era ciertamente el de los
conquistadores; ellos querían solamente cumplir el mandato de Jesús: «Id por todo el mundo y predicad la
Buena Nueva a toda la creación».

A pie y descalzos recorrieron las setenta leguas castellanas que separaban a Veracruz de México-
Tenochtitlan, donde Hernán Cortés los recibió con los honores debidos, pues ya tenía en su poder la cédula
real despachada por Carlos V el 26 de junio de 1523.

El testimonio de pobreza de «los doce» llamó fuertemente la atención de los indígenas. Se distinguían de los
conquistadores por su trato amable; vestían hábitos rotos y fabricados con burdo sayal, dormían en el piso
cubiertos por pobres mantillos y comían los mismos alimentos que los naturales: tortillas con chile,
capulines, tunas.

«Motolinía»: la pobreza como programa de vida

A la cabeza de «los doce» iba fray Martín de Valencia, una de las columnas de la Iglesia mexicana. No
menos ilustre fue otro de «los doce», del cual nos ocupamos ahora: fray Toribio de Benavente, mejor
conocido como «Motolinía», por su vida sencilla y austera.

Resulta difícil establecer la fecha de nacimiento de fray Toribio, pero se cree que nació entre 1482 y 1491,
porque en sus «Memoriales», en 1531, dice haber pasado ya de los cuarenta años.

Él mismo describe su salida de España: «En el año del Señor de 1524, día de la conversión de san Pablo,
que es a 25 de enero, el padre fray Martín de Valencia con once frailes sus compañeros, partieron de España
14
para venir a esta tierra de Anáhuac, enviados por el reverendísimo señor fray Francisco de los Ángeles,
entonces ministro general de la Orden de San Francisco. Vinieron con grandes gracias y perdones de nuestro
Santo Padre, y con especial mandamiento de la Sacra Majestad del emperador nuestro señor, para la
conversión de los indios naturales de esta tierra de Anáhuac, ahora llamada Nueva España» (Historia de los
indios de la Nueva España, Trat. I, Cap. 1).

El 13 de mayo de 1524 llegó a San Juan de Ulúa la misión franciscana de «los doce», y a finales del mismo
mes o principios de junio se dirigieron a la ciudad de México-Tenochtitlan. En una escala hecha en
Tlaxcala, fray Toribio tomó el nombre de «Motolinía», al enterarse de su significado. Ese nombre sería su
programa de vida: pobre habría de ser hasta el final de su existencia.

A principios de julio, y a pocos días de haber llegado a México, fray Martín de Valencia, el custodio de la
misión, convocó y celebró el primer capítulo de la Custodia del Santo Evangelio de Nueva España. En
aquella asamblea fray Martín fue confirmado en su cargo de custodio; también se tomó la decisión de
repartir el territorio en cuatro monasterios: México, Texcoco, Tlaxcala y Huejotzingo.

Fray Toribio quedó en México como guardián del monasterio de la ciudad. Probablemente permaneció allí
hasta 1527.

En agosto de 1524, fray Martín de Valencia convocó a una Junta eclesiástica para tratar el problema de la
administración de los sacramentos. Motolinía pudo asistir a este importante acontecimiento eclesial que
algunos historiadores (equivocadamente) llaman el «primer concilio mexicano».

Fraile andariego

Pero Motolinía no había venido para estar siempre en el mismo lugar. Su celo misionero lo puso en
movimiento. Después del 19 de octubre de 1529 realizó su primer viaje a Guatemala y de allí a Nicaragua.
Sin mencionar su nombre, cuenta su experiencia en la famosa carta dirigida a Carlos V: «Fraile ha habido en
esta Nueva España que fue de México hasta Nicaragua, que son cuatrocientas leguas, que no se quedaron en
todo el camino dos pueblos que no predicase y dijese misa y enseñase y bautizase a niños y adultos, pocos o
muchos».

No hay que olvidar que, por aquel entonces, debido a la escasez de medios y a lo accidentado de la
geografía mexicana, cada viaje era una aventura. «Los unos pueblos están en lo profundo de los valles -
dice-, y por esto los frailes es menester que suban a las nubes, que por ser tan altos los montes, están
siempre llenos de nubes, y otras veces tienen que bajar a los abismos, y como la tierra es en muchas partes
llena de lodo y resbaladeros aparejados para caer, no pueden los pobres frailes hacer estos caminos sin
padecer en ellos grandísimos trabajos y fatigas» (Historia, Trat. III, Cap. 10).

Nada ni nadie podía detener a aquel apóstol que, junto con los demás frailes, recorrió caminos, valles,
cañadas, montañas, para «administrar los sacramentos y predicarles (a los indios) la palabra y Evangelio de
Jesucristo, porque viendo la fe y necesidad con que lo demandan, ¿a qué trabajo no se pondrán por Dios y
por las ánimas que Él crió a su imagen y semejanza, (y) redimió con su preciosa sangre, por los cuales Él
mismo dice haber pasado días de dolor y de mucho trabajo?» (Historia, Trat. III, Cap. 10).

Mientras otros religiosos se perdían en discusiones teológicas, él se dedicaba en cuerpo y alma a un


apostolado que consideraba oportuno: «Otro sacerdote y yo -afirma- bautizamos en cinco días por cuenta
catorce mil y tantos, poniendo a todos óleo y crisma, que no nos fue pequeño trabajo».
15
Motolinía consideraba como su única recompensa la felicidad de los nuevos cristianos, quienes, «después de
bautizados, es cosa de ver la alegría y regocijo con que llevan a sus hijuelos a cuestas, que parece que no
caben en sí de placer».

Sin embargo, fray Toribio no se preocupaba sólo de ver crecer el número de los bautizados. No quería sólo
cristianos «remojados», sino hombres y mujeres comprometidos en llevar adelante una vida digna. Por esta
razón habla con tanto entusiasmo de la penitencia: «Comenzóse este sacramento en la Nueva España en el
año de 1526, en la provincia de Tezcuco..., poco a poco han venido a se confesar bien y verdaderamente..., y
esto no lo hacen una vez en el año, sino en las pascuas y fiestas principales y aun muchos hay que se sienten
con algunos pecados se confiesan más a menudo, y por esta causa son muchos los que se vienen a confesar;
mas como los confesores son pocos, andan los indios de un monasterio en otro buscando quién los confiese,
y no tienen en nada irse a confesar quince o veinte leguas; y si en alguna parte hallan confesores, luego
hacen senda como hormigas» (Historia, Trat. II, Cap. 5).

También señala que la práctica de la penitencia no era una simple cuestión devocional, pues comprometía a
los indios en la fraternidad y la justicia. Los naturales, dice, «restituyen los esclavos que tenían antes que
fuesen cristianos, y los casan, y ayudan, y dan con qué vivan; pero tampoco se sirven de estos indios como
de sus esclavos con la servidumbre y trabajo que los españoles, porque los tienen casi como libres en sus
estancias y heredades, adonde labran cierta parte para sus amos y parte para sí; y tienen sus casas, y mujeres,
y hijos, de manera que no tienen tanta servidumbre que por ella se huyan y vayan de sus amos..., ahora
como son cristianos apenas se vende indio» (Historia, Trat. II, Cap. 5).

Promoción humana

Hace más de cuatro siglos y medio, fray Toribio de Benavente ya había entendido la estrecha relación que
existe entre evangelización y promoción humana, partiendo de una constatación: la inteligencia y la
capacidad de los indios. «El que enseña a el hombre la ciencia -dice-, ese mismo probeyó y dio a estos
indios naturales grande ingenio y habilidad para aprender todas las ciencias, artes y oficios que les han
enseñado, porque con todos han salido en tan breve tiempo, que en viendo los oficios que en Castilla están
muchos años en deprender, acá en sólo mirarlos y verlos hacer, han muchos quedado maestros. Tienen el
entendimiento vivo, recogido y sosegado, no orgulloso ni derramado como en otras naciones» (Historia,
Trat. III, Cap. 12).

Esto lo dice el fraile en un tiempo en que al indio se le juzgaba incapaz y se le trataba como animal de carga.

Esta convicción lo llevó a realizar obras tan importantes como la fundación de la ciudad de Puebla, cuya
construcción se inició el 16 de abril de 1531. «Ese día -narra Motolinía- vinieron los que habían de ser los
nuevos habitadores, y por mandato de la Audiencia Real fueron aquel día ayuntados muchos indios de las
provincias y pueblos comarcanos, que todos vinieron de buena gana para dar ayuda a los cristianos, lo cual
fue cosa muy de ver, porque los de un pueblo venían todos juntos por su camino con toda su gente, cargada
de los materiales que eran menester, para luego hacer sus casas de paja» (Historia, Trat. III, Cap. 17).

Por esta razón, después de muchos años de esfuerzo en la promoción de los nativos, el misionero pudo decir
con gran satisfacción: «Hay indios herreros y tejedores, y canteros, y carpinteros y entalladores... También
hacen guantes y calzas de aguja de seda, y bonetillos, y también son bordadores razonables... Hacen también
flautas muy buenas» (Historia, Trat. III, Cap. 13).

Controversia con Las Casas


16
Fray Toribio defendió a los indios contra la voracidad de los conquistadores. Sabía que existían desmanes,
pero también estaba seguro de que Dios intervendría a favor de los pobres. «Hase visto por experiencia -
dice- en muchos y muchas veces, los españoles que con estos indios han sido crueles, morir malas muertes y
arrebatadas, tanto que se trae ya por refrán: "el que con los indios es cruel, Dios lo será con él", y no quiero
contar crueldades, aunque sé muchas, de ellas vistas y de ellas oídas» (Historia, Trat. II, Cap. 10).

Con ese mismo espíritu de justicia asumió la defensa de sus paisanos españoles contra las acusaciones de
fray Bartolomé de Las Casas, el dominico a quien Motolinía calificó de importuno, bullicioso y pleitista en
la famosa carta al emperador Carlos V, fechada el 2 de enero de 1555.

Resulta extraño que un misionero tan preocupado del destino de los indios justifique a un conquistador
como Hernán Cortés, considerado por él como un modelo de civilizador y evangelizador de un pueblo
donde «Dios nuestro Señor era muy ofendido, y los hombres padescían muy cruelísimas muertes, y el
demonio nuestro adversario era muy servido con las mayores idolatrías y homecidios más crueles que jamás
fueron».

Extraña también la actitud tan violenta como crítica hacia un hombre (fray Bartolomé de Las Casas) que
defendió a los indios contra los abusos de los conquistadores. Las Casas puede haberse equivocado, pero no
es verdad que haya sido un andariego, explotador de indios y mal pastor como afirma Motolinía en tono
difamatorio: «Quisiera yo ver a Las Casas quince o veinte años perseverar en confesar cada día diez o doce
indios enfermos llagados y otros tantos sanos, viejos, que nunca se confesaron, y entender en otras cosas
muchas, espirituales, tocantes a los indios».

Parece que la preocupación de Motolinía (y la consecuente crítica a Las Casas) sea más bien de orden
político. Le preocupa agradar al emperador y le preocupa aquel perturbador del orden público que «turba y
destruye acá la gobernación y la república; y en esto paran sus celos».

Conclusión

Del padre Motolinía se ha dicho que fue un gran misionero, y en realidad lo fue: cuarenta y cinco años
gastados por los indios de la Nueva España son muchos y fueron muy fecundos.

De este apóstol se ha dicho que, en relación a «los doce», «fue el que anduvo más tierra», con el único deseo
de dar a conocer el Evangelio de Jesucristo tanto con la palabra como con el ejemplo de una vida pobre en
extremo.

Por encima de sus errores, hay que reconocer el mérito de un hombre de Dios que participó de forma
ejemplar en el nacimiento de una nueva nación, formada por la conjunción de dos razas y dos culturas: la
nación mexicana.

Estamos de acuerdo con el juicio emitido por un escritor liberal, don Justo Sierra, quien, hablando de la
misión de «los doce», dice que fue «un verdadero apostolado de fe, de humildad, de pobreza, de fervor de
hombres en quienes había tornado al mundo el espíritu evangélico del fundador».

Jorge García Castillo, MCCJ, Fray Toribio de Benavente. «Motolinía»: pobre entre los pobres, en R.
Ballán, Misioneros de la primera hora. Grandes evangelizadores del Nuevo Mundo. Lima 1991, pp. 83-90.
17
TORIBIO DE BENAVENTE, «MOTOLINÍA» (-1569)
por Lino Gómez Canedo, o.f.m.

Fray Toribio Motolinía es el sexto en la lista de la «Obediencia» de «los doce apóstoles de México», si
excluimos a fray José de la Coruña, que no llegó a México, y el último de los que figuran en dicho
documento como «predicadores y confesores doctos». Probablemente era el más joven de los seis así
calificados. Sahagún lo califica de «muy amigo de la santa pobreza, muy humilde y muy devoto, y
competentemente letrado». Había nacido hacia 1490 en la villa condal de Benavente (actual provincia de
Zamora, en España). Su padre llevaba el apellido de Paredes, y parece que tuvo alguna clase de relación con
los poderosos condes de Benavente; quizá su familia estuvo al servicio de los mismos.

En México fue el primer guardián del convento de San Francisco (1524-1527), de donde pasó a Texcoco
con el mismo cargo, y sucesivamente a Huejotzingo, Tlaxcala y otros. Apoyó vigorosamente al custodio
fray Martín de Valencia en sus conflictos con los traidores tenientes de Cortés, y después hizo lo mismo con
el obispo Zumárraga frente a la primera Audiencia. Era hombre enérgico, que no rehuía la lucha cuando la
creía necesaria. Bajo la Segunda Audiencia fue uno de los principales promotores de la fundación de Puebla.
En 1532-1533 formó parte del grupo de franciscanos que, con fray Martín de Valencia, pretendieron pasar a
las regiones del Pacífico en busca de «muchas gentes que estaban por descubrir» y predicarles el Evangelio
«sin que precediese conquista de armas», como él mismo escribe. De 1543 a 1545 misionó en Guatemala y
otros países de Centroamérica, y envió también misioneros a Yucatán, siendo recomendado como su primer
obispo. Ya con anterioridad había rechazado otro obispado. De regreso en México fue elegido, primero,
vicario provincial, y seguidamente provincial, cargo que desempeñó hasta 1551. Una real cédula de 28 de
noviembre de 1548 le comisionó para recoger las copias del Confesionario de Las Casas que hallase en
México, entre los franciscanos; cosa que realizó. Por el mismo tiempo, y en su calidad de provincial, fue a
presidir el capítulo de la custodia de los Santos Apóstoles (Michoacán y Jalisco) en Uruapan, y en aquella
ocasión estuvo también en Pátzcuaro, donde conoció la labor de don Vasco de Quiroga. Se ocupó asimismo
de la construcción del convento de Puebla y de las iglesias de Huaquechula y Tula. Durante su período de
provincial dirigió representaciones a la corona (15 de mayo y 10 de junio de 1550) sobre la moderación de
los tributos de los indios y que no pagasen diezmos.

Solo, o en unión de otros frailes, continuó interviniendo en el problema de los diezmos de los indios. Los
franciscanos se oponían a que los indios los pagasen, atendida su extrema pobreza y los excesivos tributos
que ya cargaban sobre ellos. La lucha se agravó y complicó durante el episcopado de fray Alonso de
Montúfar (1553-1572). Hasta finales de 1555, Motolinía estuvo en la primera línea de este combate. El 20
de noviembre de dicho año suscribió en segundo lugar -después del provincial, fray Francisco de
Bustamante- una importante carta al Consejo de Indias sobre la materia de los diezmos, el buen tratamiento
de los indios y el problema candente de las relaciones de los frailes con los obispos y los clérigos. Es una
vigorosa exposición de tales temas que revela la mano de los dos primeros firmantes: Bustamante y
Motolinía. Es también el último documento que tenemos de nuestro fray Toribio: un completo silencio lo
envuelve hasta su muerte, que se supone tuvo lugar en agosto de 1569; pero la fecha no es segura. A
principios del mismo año (2 de enero) había dirigido a Carlos V la famosa carta en que refuta a Las Casas
en cuestiones de Indias.

Motolinía es quizá la personalidad más brillante de los Doce. Misionero infatigable, catequizó y predicó en
casi toda la Nueva España y gran parte de Centroamérica. Aprendió muy bien el náhuatl y puso gran
empeño en conocer las culturas prehispánicas, lo mismo que las condiciones en que vivían los indios de su
tiempo. Esto le permitió ayudarlos y defenderlos. Fue además hombre de pluma y nos dejo obras que
todavía son fundamentales para el conocimiento de la historia y cultura indígenas, lo mismo que de los
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comienzos del período español. Tales son la Historia de los indios de la Nueva España y los Memoriales,
ambos relacionados con otra obra hoy perdida, aunque no sea posible decir con precisión en qué medida y
manera, puesto que dicha obra sólo es conocida a través de las citas que otros autores del siglo XVI hicieron
de la misma.

Lino Gómez Canedo, Fray Toribio Motolinía, en Pioneros de la cruz en México. Madrid, BAC Popular 90,
1988, pp. 51-53

PEDRO DE GANTE (1490-1572)


por Francisco Morales, o.f.m.
.
El franciscano flamenco fray Pedro de Mura o de Gante está entre los grandes misioneros que evangelizaron el continente americano. Fue un hermano lego que sobresalió como
apóstol de los mexicanos desde 1523, defensor de ese pueblo conquistado y gran enamorado de la cultura indígena.

El 27 de abril de 1522, tres frailes franciscanos de origen flamenco, fray Juan de Tecto, fray Juan de Aora y fray Pedro de Mura, salían del convento de San Francisco de la ciudad
de Gante, en Bélgica, rumbo a España. De hecho, el destino final de su viaje no era la península Ibérica sino unas tierras, en parte desconocidas, en parte novedosas, de las que
mucha gente empezaba a hablar en Europa, debido a unas cartas que un conquistador español, don Hernán Cortés, enviaba al Emperador Carlos V, natural de la ciudad de donde
partían estos frailes, y lejanamente emparentado con uno de ellos, fray Pedro de Mura, mejor conocido como fray Pedro de Gante. El 21 de abril de 1519, día de Viernes Santo,
Cortés desembarcó en México, en el lugar que hoy se llama Veracruz, acompañado de fray Bartolomé de Olmedo, religioso mercedario.

Fue fray Pedro uno de los misioneros más notables de México durante el siglo XVI, época de oro de las misiones franciscanas en América. Nacido hacia 1490 en una ciudad que él
mismo llama Iguen, en Bélgica, entró a la Orden franciscana para el estado de hermano lego, profesión que nunca quiso dejar ni siquiera cuando, años más tarde, el Emperador lo
quiso nombrar arzobispo de México. Estimado por su saber y virtud, lo escogió fray Juan Glapión, también flamenco, catedrático de la Universidad de París y confesor de Carlos
V, para la primera misión que se organizó hacia la Nueva España. Junto con los dos franciscanos antes mencionados, tras una estancia aproximada de un año en España, partió para
México el 31 de mayo de 1523, desembarcando en las costas de Veracruz el 13 de agosto del mismo año.

Entre gente de «bonísima complexión y natural»

Impresionante debió ser para este religioso su primer contacto con la nueva tierra. Escribe a sus hermanos de religión, en la primera carta que les envía, seis años después de su
llegada: esta tierra parece un paraíso y «aventaja a todas las demás del mundo, porque no es fría ni caliente en demasía». Descripción que entiende bien quien ha vivido en países de
Europa, como Bélgica, con temperaturas extremas, días de escaso sol y en gran parte brumosos. Pero, desde luego, no es la tierra lo que más llamó la atención de fray Pedro de
Gante, sino su gente, a la que iba a dedicar con cariño y comprensión el resto de su vida: «Los nacidos en esta tierra -añade en su carta- son de bonísima complexión y natural,
aptos para todo y más para recibir nuestra fe».

Esto escribía el 27 de junio de 1529, cuando empezaba a ver los primeros frutos de sus desvelos en las multitudes que venían a pedirle el bautismo, a veces tan numerosas que él
mismo había perdido la cuenta. Pero al principio no fue así.

Pedro de Gante llegó a México con sus compañeros en los meses en los que se trataba de levantar de las ruinas de la destrucción a un nuevo pueblo. Escribía acerca de estos años
un misionero llegado poco tiempo después de fray Pedro: «Quedó destruida la tierra de las revueltas y plagas ya dichas que quedaron muchas casas (destruidas) del todo y ninguna
hubo en donde no cupiese parte del dolor y llanto».

Fray Pedro y sus compañeros no pudieron quedarse por este motivo en la ciudad de México-Tenochtitlan. A sugerencia de Hernán Cortés, se dirigieron a la ciudad de Texcoco en
donde se hospedaron en los palacios de Hernando Ixtlixochitl, gobernador de la ciudad, cristiano y fiel aliado de Cortés. Allí, al año siguiente, los doce franciscanos que también se
dirigían a la ciudad de México, los encontraron estudiando lo que fray Juan de Tecto llamaba «la teología que de todo punto ignoró san Agustín», significando -comenta un
misionero contemporáneo- «el idioma de los indios». Tarea que se hacía no sólo difícil, sino casi humanamente imposible, pues en esos primeros años se enfrentaban a una lengua
prácticamente sin escrituras y sin caracteres.

Maestro y formador de misioneros

En estas circunstancias es donde aparece el rico espíritu misionero de Pedro de Gante. En medio de un mundo totalmente ajeno a su cultura, sin medios para comprenderlo, privado
de sus compañeros flamencos fray Juan de Tecto y fray Juan de Aora, muertos hacia 1525 en la desventurada expedición a Honduras, e inclusive tentado de regresar a su patria
como lo deja entrever en su primera carta, se sobrepone a esta situación adversa y con una dedicación ejemplar se entrega al estudio y conocimiento del medio indígena.

Entremezclando ideas educativas de Europa con las de la cultura prehispánica, y aprovechando el ingenio e inteligencia de los indígenas así como sus elementos artísticos más
sobresalientes (pintura, música, danza, drama), fray Pedro de Gante fijó, quizá sin pretenderlo, un sistema misional-educativo que se extenderá por toda América.

Con interés especial en la educación de los niños, ya desde su llegada en 1523, junto con sus compañeros pidió a Cortés que le enviase a Texcoco a los hijos de la nobleza indígena
para educarlos cristianamente. Poco después de la llegada de los «doce franciscanos» en 1524, y una vez establecido el convento de San Francisco de México, Pedro de Gante se
trasladó a esta ciudad en donde, ya con más experiencia, organizó una escuela con doble objeto: instruir en la fe cristiana a los niños más sobresalientes de la sociedad indígena, y
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formar con ellos un grupo misionero que tomara la delantera en la evangelización, ya que algunos misioneros se sentían aún carecer de la facilidad en el manejo del idioma para
predicar en esos primeros años a una lista, que parecía interminable, de pueblos.

Pedro de Gante lo explica de esta forma: «He escogido unos cincuenta (niños) de los más avisados, y cada semana les enseño a uno por uno lo que toca decir o predicar la domínica
siguiente; lo cual no me es corto trabajo, atento día y noche a este negocio para componerles y concordarles sus sermones». Encontramos así a Pedro de Gante dedicado a la
enseñanza y predicación día y noche: «En el día enseño a leer, escribir y cantar; en la noche, doctrina cristiana y sermones».

Defensor del pueblo conquistado

Poco después, Pedro de Gante añadiría un objetivo más a su escuela: la enseñanza de artes manuales. Su intención en este caso era abrir las puertas a la sociedad indígena no sólo a
las artesanías, que aún vemos en muchos pueblos, sino a la libertad de trabajo y noble sustentamiento, luchando por desterrar la ignominia de la servidumbre. Con palabras claras lo
dice al Emperador: «Aviso, como siervo de Vuestra Magestad, que si no provee en que (los indios) tributen como en España (los españoles) de lo que tienen y no más, y que sus
personas no sean esclavos y sirvan, la tierra se perderá...». Pide, por lo mismo, que los indios sean «personas libres y que... no sirvan, pues los españoles nunca sirvieron». Enérgico
reclamo exigiendo el mismo tratamiento para españoles e indios.

Se ha insistido poco en esta voz de protesta de fray Pedro de Gante, una de las más vigorosas de su época. Su cercanía al Emperador y la conciencia de ser uno de los misioneros
que mejor conocía la situación del indio, por convivir con ellos, lo lleva a exponer y defender con valentía los derechos del pueblo conquistado, pues, en su expresión, «no fueron
descubiertos sino para buscalles su salvación... Vasallos de Vuestra Magestad son, la sangre de Cristo costaron, sus haciendas las han tomado, razón será que (Vuestra Magestad) se
duela dellos; y pues están desposeídos de sus tierras, que en pago les ganen ánimas».

Verdadero grito cristiano en favor del desposeído. Lo pudo haber más impetuoso, pero quizá no más sincero, pues éste provenía del fraile que renuncia a las dignidades para seguir
trabajando por un pueblo al que se entrega en tal forma que incluso llega a olvidar su lengua nativa: «Grande estorbo (para escribir a su patria) fue... haber olvidado del todo mi
lengua nativa». Así les pide a sus hermanos religiosos de Flandes «que por amor de Dios (se tomen) el trabajo de traducir esta carta (27 de septiembre, 1529) en lengua flamenca o
alemana y la envíen a mis parientes, que a lo menos sepan de mí algo cierto y favorable, como que vivo estoy y bueno».

Un enamorado de su nuevo pueblo

De la escuela de México de fray Pedro de Gante salieron, además de misioneros, los primeros artesanos: pintores, canteros, carpinteros. Con ellos se edifican los primeros templos,
a veces capillas sencillas con techos de enramada; otras, iglesias solemnes, como la de San José de los naturales, de la ciudad de México, a cuya sombra la entonces iglesia de San
Francisco parecía humilde y pequeña, nos dice un misionero contemporáneo. Fruto de la escuela fueron también un buen número de pinturas, imágenes y retablos que adornaron
los primeros templos del lugar, sin contar las artesanías de los herreros, sastres, zapateros y otros oficiales que aprendieron su profesión allí.

Pedro de Gante dejó otros testimonios del amor a su nuevo pueblo: catecismos hermosamente pintados en escritura ideográfica como lo hacían los indios en sus códices
prehispánicos, doctrinas amplísimas en lengua náhuatl, escritas en caracteres latinos.

Los indios, por su parte, correspondieron crecidamente al amor de su maestro. Ningún documento más elocuente que aquel canto en náhuatl que todavía en vida de fray Pedro
entonaban los indios: «Libro de colores es tu corazón, padre Pedro; los que son tus cantos, que a Jesucristo entonamos, tú los haces llegar a San Francisco, el que vino a vivir en la
tierra».

Libro de colores fue el corazón de Pedro de Gante para los indios: como los libros de su antigua cultura, irradiando sabiduría y amor.

Francisco Morales, OFM, Fray Pedro de Gante. «Libro de colores es tu corazón», en R. Ballán, Misioneros de la primera hora. Grandes evangelizadores del Nuevo Mundo.
Lima 1991, pp. 75-81.
MARTÍN DE VALENCIA (-1534)
por Lino Gómez Canedo, o.f.m.
.
Fray Martín nació en Valencia de Don Juan (León, España) y murió en Amecameca (México). Provincial de la provincia franciscana española de San Gabriel, fue luego el
superior de la expedición de "los doce apóstoles de México" en 1524. Falleció con fama de santidad y se le considera como padre de la Iglesia mejicana.

Fray Martín de Valencia es el único del grupo de «los doce apóstoles de México» de quien tenemos noticias relativamente abundantes, porque dos de sus compañeros de apostolado
escribieron biografías del mismo. Fue natural de Valencia de Don Juan, población de la actual provincia de León, que desempeñó importante papel en la historia del antiguo reino
castellano-leonés. Tierra de Campos, agrícola y ganadera. Vistió el hábito franciscano e hizo su noviciado en el convento de San Francisco de Mayorga -en la misma tierra de
Campos-, que pertenecía a la provincia franciscana de Santiago. Fue su maestro fray Juan de Argumanes, notable escritor místico, en un tiempo vicario de los observantes de la
provincia de Santiago. Durante su noviciado leyó fray Martín el libro de las Conformidades (de San Francisco con Cristo), uno de los más leídos entre los observantes de aquel
tiempo. No sabemos nada de su educación, pero la gramática y filosofía pudo estudiarlas en el mismo Mayorga, donde los franciscanos tenían un estudio desde 1424. Que estudió
teología no cabe duda, pues en la «Obediencia» se le califica de «confesor y predicador docto», y Sahagún -que no solía calificar a ojo- dice que era «competentemente letrado».

Al parecer, en fecha temprana supo que «en la provincia de la Piedad, que es en el reino de Portugal» -la referencia de Jiménez es importante para la cronología del relato-, vivía
entonces fray Juan de Guadalupe, y consiguió pasar allí desde el convento de Mayorga, no sin cierta resistencia de los religiosos que allí moraban. Después de algún tiempo con los
guadalupanos, se pasó a la provincia de San Gabriel, «que aún era custodia», escribe Jiménez, lo cual significa que fue antes de 1519. Fray Martín trabajó mucho para que la
custodia fuese elevada a provincia, para lo cual tuvo incluso que viajar a Roma. Por este tiempo, la provincia de Santiago, con el fin de atraerlo de nuevo a su seno, le permitió
morar en un retiro cerca de Belvís, donde edificó el monasterio de Nuestra Señora del Berrocal y moró algunos años, «dando tan buen ejemplo y doctrina, así en aquella villa de
Belvís como en toda aquella comarca, que le tenían por un apóstol y todos lo amaban y obedecían como a su padre», dice Motolinía. Desde allí hizo una visita a la famosa «beata»
del Barco de Avila, quien le dijo «que no era la voluntad de Dios que procurase la ida [a misionar entre infieles], porque venida la hora Dios le llamaría». Era hombre de hondas
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preocupaciones espirituales, con tendencia predominante al retiro y al ascetismo. En una ocasión -refiere el fidelísimo Jiménez-, quiso cambiar la vida franciscana por la de cartujo,
pero dirigiéndose ya a un monasterio de esta orden le sobrevino tan recio dolor en un pie, que le fue imposible continuar el camino, accidente que le hizo pensar que no era aquella
resolución según la voluntad de Dios. En aparente contradicción, perseveró, sin embargo, en el deseo de consagrarse a las misiones de infieles. En los diez años que vivió en la
Nueva España (1524-1534) fue dos veces superior mayor de la custodia mexicana (1524-27 y 1530-34); en el intermedio estuvo al frente del convento de Tlaxcala y se dedicó
intensamente al apostolado, incluso catequizando niños, como lo había hecho también en la ciudad de México y su contorno. Casi al fin de su vida, quiso emprender otra misión a
tierras lejanas del Pacífico, pero volvió a la vida eremítica en el monte de Amecameca, aunque no del todo. Se retiró al convento de Tlalmanalco -al parecer, uno de sus predilectos
en todo tiempo-, y allí siguió trabajando «en la doctrina de los indios, especialmente en su ejercicio de enseñar niños», escribe fray Jerónimo de Mendieta.

Desde Tlalmanalco solía retirarse a otro conventito, visita de aquél, «casa muy quieta y aparejada para orar» -escribe, a su vez, Motolinía-, porque está en la ladera de una serranilla
y es un eremitorio devoto, «y junto a esta casa está una cueva devota y muy al propósito del siervo de Dios, para a tiempos darse allí a la oración y a tiempos salirse fuera de la
cueva en una arbolada; y entre aquellos árboles había uno muy grande debajo del cual se iba a orar por la mañana. Y certifícanme que luego que allí se ponía a rezar, el árbol se
henchía de aves, las cuales, con su canto, hacían dulce armonía, con lo cual él sentía mucha consolidación y alababa y bendecía al Señor; y como él se partía, las aves también se
iban, y que después de la muerte del siervo de Dios nunca más se ayuntaron las aves de aquella manera. Lo uno y lo otro fue notado de muchos que allí tenían alguna conversación
con el siervo de Dios, así en verlas ayuntar e irse para él como en el no parecer más después de su muerte».

Allí sintió que se aproximaba la muerte. «Ya se acaba, dijo a su compañero; la cabeza me duele». Regresaron a Tlalmanalco, y como su enfermedad se agravase, determinaron los
frailes llevarlo a la enfermería de San Francisco de México; pero él había dicho mucho antes que no moriría en casa ni en cama, y en el embarcadero de Ayozingo dio el alma a
Dios. Era el 21 de marzo de 1534. Volvieron con el cadáver a Tlalmanalco y lo enterraron en medio de la capilla mayor de la iglesia conventual. Estuvo allí sepultado por más de
treinta años, y durante este tiempo fue abierta muchas veces su sepultura para ver su cuerpo, que permanecía «entero y sin ninguna corrupción», asegura Mendieta, basado en el
testimonio de «religiosos de crédito», porque el cronista no consiguió verlo, a pesar de intentarlo en 1577. Cuando se empeñó en que abriesen una vez más la sepultura para él y el
provincial, fray Miguel Navarro, a quien acompañaba, no se halló «el cuerpo ni indicio de él, sino algunas astillas o briznas de madera, que serían del ataúd en que fue sepultado,
cosa que nos dejó admirados y turbados». Parece que las sospechas cayeron sobre los indios, pues -sigue diciendo Mendieta- se hicieron minuciosas investigaciones «entre los
indios principales del pueblo», incluso con el apoyo de unas letras apostólicas en 1580, pero no fue posible descubrir rastro alguno. Donde se conserva todavía viva la memoria de
fray Martín es en el monte de Amecameca, en el cual subsisten el eremitorio y capilla que él tanto amaba. Algunos piensan que por allí podría estar escondido su cuerpo.

Lino Gómez Canedo, Fray Martín de Valencia, en Pioneros de la cruz en México. Madrid, BAC Popular 90, 1988, pp. 43-46.

MARTÍN DE VALENCIA (-1534)


por Cirilo Tescaroli, m.c.c.j.
La vida y obras de fray Martín de Valencia es recordada con orgullo en todos los ambientes católicos de México.

Fray Martín, oriundo de la ciudad española de Valencia de Don Juan (en la provincia de León), fue elegido para predicar el Evangelio en la Nueva España junto con sus otros once
compañeros de su Orden franciscana. Por el número de sus miembros, aquella comitiva se llamó «Misión de los Doce Apóstoles», y llegó a las playas de San Juan de Ulúa,
Veracruz, el 13 de mayo de 1524. Al frente de la misma se encontraba fray Martín de Valencia.

Desde el inicio, los franciscanos llamaron la atención de los indios por su forma pobre y humilde de vivir. Los veían muy diferentes de los conquistadores. Según cuenta el padre
Salvador Escalante en su libro Fray Martín de Valencia, los frailes cubrían sus cuerpos con sayales burdos, cortos y rotos. Dormían sobre una estera con un manojo de yerbas secas
por cabecera, tapándose con unos mantos raídos. Su comida era siempre racionada y escasa. Se los veía andar descalzos largas distancias, sonrientes, alegres, modestos en el mirar
y hablar, serviciales y desinteresados.

Fray Martín de Valencia, superior de la primera provincia franciscana, fue la figura más sobresaliente en México entre los misioneros del siglo XVI; a su prudencia y celo
apostólico se debe el esplendor a que llegaron las misiones franciscanas en el Nuevo Mundo.

Un día, con esa sed infinita de convertir que tienen los apóstoles verdaderos, fray Martín, seguido de algunos frailes, se dirigió a pie descalzo hasta Tehuantepec, con el único
intento de embarcarse hacia China para evangelizar también allí, aunque tuviera que pagar con el martirio. Sin embargo, como las embarcaciones mandadas construir por Hernán
Cortés no pudieron hacer la travesía por haber sido hechas con madera verde, nuestro fraile regresó a Ciudad de México, llegando con las piernas monstruosamente hinchadas, los
pies manando sangre y el corazón entristecido.

Apenas hacia nueve años que se había iniciado la siembra evangélica en el Anáhuac y ya fray Martín, a sus cincuenta y nueve años de edad, tenía la dicha de ver afirmada la
evangelización a través del evento Guadalupano. La Virgen se había aparecido a dos indios, Juan Diego y Juan Bernardino, y esto le llenaba de entusiasmo.

Con el tiempo, a su cuerpo extenuado por las rigurosas penitencias, comenzaron a faltarle las fuerzas. Esto le llevó a renunciar a su prelacía y a retirarse al convento de
Tlalmanalco, en el Estado de México. Desde allí se trasladaba frecuentemente a Amecameca, donde se recogía en una cueva a hacer oración y sacrificios por la conversión de las
almas.

En 1534, sintiendo acercársele la muerte, los frailes e indígenas lo llevaron al embarcadero de Ayotzingo, a fin de conducirlo, a través de Chalco y Texcoco, a la enfermería de su
protoconvento de San Francisco en la Ciudad de México. Apenas fue colocado en la canoa, a petición suya tuvieron que sacarlo a orilla porque sentía morirse. Allí, de rodillas, dijo
suspirando a uno de sus compañeros la frase que lo haría célebre después de su muerte: «Hermano, han sido defraudados mis deseos de martirio».

Así terminaba la vida de un hombre que había dedicado toda su existencia a la predicación del Evangelio, y que la Iglesia de México venera hoy como su Fundador y Padre.
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Cirilo Tescaroli, MCCJ, Fray Martín de Valencia. Al frente de la "Misión de los Doce", en R. Ballán, Misioneros de la primera hora. Grandes evangelizadores del Nuevo Mundo.
Lima 1991, pp. 91-93.
JUAN DE ZUMÁRRAGA (-1548)
por Pedro Borges
.
Fray Juan de Zumárraga, franciscano, nació en Durango (Vizcaya, España) el año 1468, y murió en México el 3 de junio de 1548. Arzobispo e inquisidor. Fue superior local,
definidor y provincial de la Orden franciscana en España. Represor de brujas en el País Vasco. Obispo de Méjico desde 1528, consagrado en 1533 tras su justificación en España
contra las calumnias de la Primera Audiencia de Méjico. Nombrado arzobispo en 1548. Desde 1536 a 1543 ejerció el cargo de inquisidor apostólico, llevando a cabo la realización
de 183 causas. Fomentó y subvencionó las célebres escuelas y colegios franciscanos para indios, las escuelas para niñas indígenas y las destinadas para hijos de españoles. Fue
cofundador del Colegio franciscano de Santiago de Tlaltelolco (1536) y proyectó la fundación de una Universidad (1537). Estableció la primera imprenta de América (1539).
Durante su episcopado se celebraron las Juntas eclesiásticas de 1539, 1544 y 1546. En sus casas episcopales formó la primera biblioteca del Nuevo Mundo.

Obras: Además de varias cartas y de colaborar en la elaboración de otras obras, personalmente escribió: Doctrina breve para la enseñanza de los indios, 1543: Doctrina breve muy
provechosa, 1543; Doctrina cristiana cierta y verdadera, 1546; Regla cristiana, 1547.

Pedro Borges, Juan de Zumárraga, en Diccionario de Historia Eclesiástica de España. Madrid 1975, vol. IV, págs. 2814-2815.

JUAN DE ZUMÁRRAGA (-1548)


por María Lourdes Díaz-Trechuelo

Religioso franciscano, primer obispo y arzobispo de México. Nació en Durango (Vizcaya) en fecha dudosa (1468?, 1476?). Probablemente hizo su profesión religiosa en el
convento del Abrojo, del que era guardián en 1527. Allí le conoció el emperador Carlos V, y formó de él tan buen concepto que al erigirse el obispado de México, le presentó para
ocuparlo (12-XII-1527). El nombramiento de Zumárraga coincidió con el de la primera Audiencia de México, que sustituyó a Hernán Cortés en el gobierno.

Con los oidores de aquella Audiencia viajó el obispo electo, que aún no había recibido sus bulas a causa de la tensión entre el Papa (Clemente VII) y el Emperador. Esto hizo más
difíciles los primeros pasos del nuevo prelado, todavía no consagrado. Llevaba también el título de protector de indios, cargo que le obligó a enfrentarse con la Audiencia, y aunque
siempre actuó con moderación, no pudo evitar el choque. En carta al rey de 27 de agosto de 1529 refiere todo lo ocurrido, pide que se nombre nueva Audiencia y propone otros
remedios. La primera petición fue atendida, pero el obispo recibió una reprensión y se le ordenó presentarse en la Corte, por real cédula de 25 de enero de 1531. En España se
encontró con el ex oidor Delgadillo, que trató de difamarlo y presentó acusaciones contra él; pero triunfó la verdad y Zumárraga pudo recoger sus bulas, expedidas en 2 de
septiembre de 1530.

Antes de regresar a México recibió la consagración episcopal, en San Francisco de Valladolid (27-IV-1533). Se detuvo un año en España, tiempo que empleó en defender a los
indios y en exhortar a dominicos y franciscanos para que fuesen a evangelizarlos. Debió salir de España en junio y llegar a México en octubre de 1534. En 1535 fue nombrado
inquisidor apostólico en la ciudad y obispado; como tal, procesó y entregó al brazo secular a un cacique de Texcoco que seguía practicando sacrificios humanos. Este rigor no fue
aprobado por la Corona, y dio ocasión a que los indios fueran declarados exentos de la jurisdicción del Santo Oficio.

Zumárraga actuó como consagrante de los obispos don Francisco Marroquín, de Guatemala, y don Juan López de Zárate, de Oaxaca, en 1537. A fines del año siguiente consagró a
don Vasco de Quiroga, obispo de Michoacán. Los cuatro prelados se reunieron para tratar asuntos importantes, entre otros la reducción de los indios a pueblos, para facilitar su
conversión, y la necesidad de más clérigos seculares. Todo ello se recoge en su carta al Emperador de 30 de noviembre de 1537. Zumárraga asistió a la junta de obispos convocada
por el virrey Mendoza a comienzos de 1539, con objeto de resolver los graves problemas referentes al bautismo de adultos y al matrimonio de los indios. También intervino en la
junta eclesiástica de 1546, pero no conocemos su actuación personal en estas reuniones. Movido por su ardiente celo apostólico, pensó marchar a China, para misionar allí, pero no
obtuvo licencia del Papa. El 11 de febrero de 1546 fue erigida en metropolitana la sede de México, y Zumárraga designado arzobispo. El año 1547 lo pasó dedicado a su ministerio
pastoral y a cuidar la impresión de las Doctrinas que había mandado publicar. Estaba ya muy enfermo, y al sentir próximo su fin redobló el esfuerzo para administrar el sacramento
de la Confirmación a muchos miles de indígenas.

Murió en México, el 3 de junio de 1548, y fue sepultado en la catedral. Vivió, como fiel observante de las reglas de su Orden, en la más estricta pobreza. Por su iniciativa se
fundaron el Colegio de la Santa Cruz de Tlatelolco, para la educación de niños indígenas, el Hospital del Amor de Dios, en México, para enfermos contagiosos, y otro hospital en
Veracruz. Para liberar a los indios del pesado oficio de «tamemes», procuró que se importasen asnos, y para fomentar la industria de la seda solicitó el envío de algunos moriscos
casados, de Granada, a fin de que instruyesen a los indígenas.

María Lourdes Díaz-Trechuelo, Juan de Zumárraga, en Gran Enciclopedia Rialp. Madrid 1975, Tomo XXIII, págs. 899-900.

JUAN DE ZUMÁRRAGA (-1548)


por Ramón Ezquerra
Fray Juan de Zumárraga nació en Durango (Vizcaya, España) en 1475/76, y murió en Méjico en 1548. Primer obispo de Méjico. Ingresó en la Orden franciscana, y, siendo
guardián del convento del Abrojo (Valladolid), conoció a Carlos I en 1527, quien, impresionado por su rigidez y caridad, le envió de inquisidor al país vasco para unos procesos de
brujería, con fray Andrés de Olmos, que luego le acompañó a Méjico. Para atender a las crecientes necesidades religiosas de Nueva España se fundó el obispado de la capital (ya
existía desde 1519, en teoría, el de Santa María de los Remedios de Yucatán, establecido en 1526 en Tlaxcala y después en la Puebla de los Angeles). Presentó Carlos I para el
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nuevo obispado a Zumárraga (diciembre 1527), quien aceptó tras resistirlo; siendo también nombrado protector de los indios. Sin consagrarse partió a su sede, adonde llegó a fines
de 1528. Cortés estaba entonces en España. Llegó con la primera Audiencia, presidida por Nuño de Guzmán, cuyo régimen fue el colmo del desorden, la tiranía, abusos de todo
género, concusiones, robos y crímenes.

Los primeros tiempos de la prelacía de Zumárraga fueron amargos para él y duros de sobrellevar, pues estuvo en conflicto casi permanente con los tiranuelos de la Audiencia, que
contaban con la autoridad legal, la fuerza y el apoyo de los dominios, en tanto que Zumárraga, aunque apoyado por su Orden, no era más que obispo electo, y la vaguedad de su
cargo de protector le impedía actuar con eficacia en favor de los oprimidos indios. Abundaron los incidentes, por la violencia de los oidores y la resistencia de Zumárraga, que, sin
embargo, procuró no extremar la severidad. En 1529, burlando la vigilancia de la Audiencia, logró enviar a España una dura requisitoria.

Ante la noticia del regreso de Cortés, triunfante en la corte, de quien eran enemigos acérrimos los oidores, se ausentó Guzmán a Nueva Galicia; pero los otros continuaron sus
abusos hasta la llegada de la segunda Audiencia (1531), presidida por Sebastián Ramírez de Fuenleal, que había de ser totalmente contraria a la primera, por su virtud y rectitud. En
1530 había tenido Zumárraga un choque más fuerte con la primera, a consecuencia del cual puso en entredicho a Méjico y excomulgó a los oidores, que no se sometieron, sin
embargo. En 1532 una junta de autoridades superiores convocada por Fuenleal, a que asistió Zumárraga, acordó poner en vigor las medidas favorables a los indios y las relativas a
su conversión. Zumárraga por su tenaz celo frente a la primera Audiencia, sufrió, no obstante, una reprensión del Gobierno español, que sufrió humildemente, disponiéndose que
obedeciera a la Audiencia y no suscitara conflictos, y recibió orden de comparecer en la Península, donde el ex oidor Delgadillo intentó acusarle. Su tarea había sido muy difícil:
establecer una nueva Iglesia a base de dos razas distintas en todo; proteger y convertir a la una y contener a la otra; evitar la rivalidad entre las órdenes religiosas; formar un clero
secular y no tropezar con el poder civil, lo que no pudo conseguir y no por culpa suya, dimanando su actitud y persecuciones de su celo y del afán de proteger a los indios, y de
poner un freno a los abusos, con lo que evitó rebeliones de aquéllos o de los españoles.

Bulas de 1530 erigieron canónicamente el obispado y Zumárraga se consagró en Valladolid (1533). Publicó una exhortación para que acudieran misioneros a Méjico y pidió al
Consejo el envío de religiosos, sin conseguir ninguno; en cambio, llevó a su regreso (1534), en tres buques, familias de artesanos y maestras para las niñas indias. Consiguió la
confirmación de la cédula de 1530 que prohibía terminantemente toda esclavitud de los indios y medidas para la moderación de sus tributos. Siendo inútil el cargo de protector, por
la rectitud de la segunda Audiencia y carencia de contenido definido, se suprimió, pasando a ésta (1534).

En adelante, en paz con el poder civil, se consagró Zumárraga íntegramente a su labor apostólica, paralela a la gubernamental efectuada por el primer virrey Antonio de Mendoza
(1535-1550). La validez de los bautismos colectivos, que realizaban los frailes, fue reconocida por el papa Paulo III en 1537, pero ordenando que, en lo sucesivo, se guardasen
todas las ceremonias, lo que fue regulado en una junta de prelados de 1539 (ya existían, además, los de Oajaca, Michoacán y Guatemala), con medidas restrictivas, que ocasionaron
descontento en los franciscanos, partidarios de facilitar el bautismo, y el padre Motolinía prescindió de trabas; también reguló la junta la cuestión de los matrimonios indios, al
suprimirse la poligamia, resolviendo el Papa que, en general, fuera conservada la primera mujer. Problema que nunca pudo resolver Zumárraga fue el de la creación del clero
secular, pues tenía que apoyarse necesariamente en las órdenes religiosas, dotadas de un celo excepcional para la conversión, pero muy exentas de su autoridad por los enormes
privilegios que les había concedido Adriano VI en la bula llamada Omnimoda (1521), confirmada por Paulo III (1535), que les traspasaba casi íntegra la autoridad apostólica para
facilitar la labor evangélica, privilegios e independencia a que no querían renunciar. En 1537 se había verificado otra junta, de la que salió una carta a Carlos V, en que le pedían
ayuda para reducir a los indios a vivir en pueblos y evitar su dispersión; el envío de clérigos virtuosos y de frailes, pero disminuyendo sus privilegios; mayor autoridad episcopal;
construcción de la catedral; fomento de la colonización blanca, y enseñanza de artes y oficios a los indios, peticiones que atendió Carlos en su mayoría. En la junta de 1539 se
acordó permitir la colación de órdenes menores a indios aventajados, pero siguió por entonces su rigurosa exclusión del sacerdocio y aún del monacato. La Iglesia mejicana era
pobre, y de los diezmos estaban exentos los indios, apoyados en esto por los frailes; Zumárraga se esforzó en extenderlos discretamente.

En 1535 fue nombrado inquisidor con plenas facultades, pero no llegó a organizar entonces el tribunal ni a usar de tal jurisdicción, aunque actuó contra Carlos Ometochtzin, señor
de Texcoco, por idolatría y, al parecer, sacrificios humanos, procesándole y haciéndole quemar, pero fue reprendido por el inquisidor general, por ser los indios nuevos en la fe. Se
ha acusado a Zumárraga de vandalismo y de haber hecho destruir los monumentos y documentos de la antigua cultura mejicana, en especial los archivos reales de Texcoco, y esta
mala fama pesa sobre él, a partir del padre Torquemada (1615), y el historiador indio Ixtlilxochitl (siglo XVII), enconada por autores modernos que le atribuyen gigantescos autos
de fe de bibliotecas aztecas; le ha vindicado J. García Icazbalceta (Biografía de D. Fr. Juan de Zumárraga, primer Obispo y Arzobispo de Méjico, Méjico, 1881; Madrid, 1929),
demostrando que los archivos de Texcoco fueron destruidos por los tlaxcaltecas al tomar con Cortés la ciudad, en 1520; que la destrucción de templos e ídolos fue llevada siempre
con empeño por los religiosos y conquistadores e impulsada por orden de Carlos V (1538), para acabar con la idolatría, en lo que participó, más o menos, Zumárraga, movido por
su celo, y que no hay pruebas de un sistemático vandalismo en él contra los manuscritos, muchos ya víctimas de lo dicho y de las guerras.

En 1544, con hostil ambiente, llegó el visitador e inquisidor Francisco Tello de Sandoval, para poner en ejecución las Nuevas Leyes de 1542, que suprimían las encomiendas
hereditarias y se anulaban en lo sucesivo y se quitaban a las corporaciones, funcionarios y a otros muchos. El descontento entre los pobladores españoles fue enorme, y, asesorado
por Mendoza y Zumárraga, acordó Sandoval suspenderlas en parte, en tanto se hacían gestiones en la corte; ante los inconvenientes que se oponían a la plena libertad de los indios,
accedió Carlos V, en 1546, a que fueran hereditarias las encomiendas y a que se hiciera un repartimiento general, no llevado a cabo por órdenes reservadas. Convocó Sandoval otra
junta de prelados, jefes de órdenes y varones piadosos (1546), a la que asistió Las Casas, a la sazón obispo de Chiapa, quien impuso su parecer de reconocer a los reyes y señores
indígenas su pleno derecho a su soberanía, aunque fueran paganos, la injusticia de toda guerra hecha a los indios, la evangelización como única justificación de los reyes españoles
para la acción americana, pero sin derecho a conquista y con todas las obligaciones inherentes a la conversión; hubo de tolerar el virrey otra junta privada de Las Casas, sin los
obispos, en que condenó la esclavitud y el servicio personal de los indios. Las conclusiones fueron teóricas e ineficaces, pues equivalían a condenar la conquista, a anular la
colonización española y a exponer un ideal de reinos indígenas independientes regidos por los misioneros. Lo único eficaz fue el encargo hecho a Zumárraga de la redacción de un
catecismo para los indios, al que se dedicó activamente, a pesar de su edad.

En 1546, Paulo III elevó a metropolitana la sede de Méjico y nombró a Zumárraga por su primer arzobispo (8 de julio de 1548), bula que no le llegó ya, aunque la humildad le
había hecho vacilar en aceptar el nuevo cargo, pues murió el 3 de junio de 1548. El primer prelado de Méjico fue un pastor ejemplar por su celo, su ardiente amor a los indios, sus
esfuerzos por la propagación de la fe entre ellos, su caridad, manifestada durante la terrible epidemia de 1545, su afán por el bienestar del país, el aumento de la inmigración, la
introducción de nuevos cultivos, la difusión de la seda y la traída de artesanos, habiendo demostrado superiores dotes de estadista, a pesar de su formación claustral. Es una de las
figuras más eminentes de la historia mejicana. Fundó un hospital para enfermedades contagiosas, y el célebre colegio de Santa Cruz de Tlatelolco (1536) para niños indios dotados,
donde hubo un magnífico elenco de profesores -franciscanos-, y que dio, durante algún tiempo, excelentes resultados, demostrativos de la capacidad de los indios para adquirir la
cultura europea y clásica, contra los enemigos de que se les educara; por desgracia, luego decayó el interés, y reducido a simple escuela, languideció hasta fines del siglo XVIII.

Por iniciativa suya se introdujo la imprenta, trayendo al impresor Juan Cromberger, que se estrenó en 1539 con la Breve y más compendiosa doctrina christiana en lengua
mexicana y castellana. En 1544 publicó Zumárraga como suya la Doctrina breve, muy provechosa de las cosas que pertenecen a la fe católica..., que luego fue prohibida
temporalmente, porque, no obstante su ortodoxia, era, en realidad, una plagio de la Summa de doctrina christiana del protestante Constantino Ponce de la Fuente, no conocido
entonces todavía por tal. Publicó otra Doctrina cristiana (1545), Regla christiana (1547), e hizo publicar catecismos en nahua para los indios (cf. P. Mariano Cuevas, Historia de la
Iglesia en México, I, México, 1921, y Robert Ricard, La "Conquête Spirituelle" de Mexique, París, 1933).
23
Ramón Esquerra, Fray Juan de Zumárraga, en AA. VV., Diccionario de Historia de España. Madrid, Revista de Occidente, 1952, Tomo II, pp. 1486-1488.

DOCE APÓSTOLES DE MÉXICO, Los (1524). Cuando Hernán Cortés se disponía para su expedición hondureña, después de desembarcar en Ulúa el 13 ó 14 de mayo de
1524, llegó a México el 17 ó 18 de junio del mismo año la primera nutrida misión de doce franciscanos de la Observancia, hecho histórico de notable relieve, pues con ellos
comenzó en Nueva España la evangelización ordenada y metódica. Una corazonada del Ministro General de la Orden franciscana, Francisco de Quiñones, asumida por el
mismo Romano Pontífice, en 1524, le impulsó a enviar a Indias «un prelado con doce compañeros, porque éste fue el número que Cristo tomó de su compañía para hacer la
conversión del mundo».

La prelacía recayó sobre la rica personalidad de fray Martín de Valencia, místico de altos vuelos, extraordinario penitente y a cuya intercesión se atribuyen varios milagros.
Le acompañaban fray Francisco de Soto, emotiva encarnación de la pobreza franciscana de puro cuño evangélico; el extático fray Martín de Jesús o de la Coruña; el
aguerrido apóstol fray Juan Suárez (o Juárez), que, junto con fray Juan de Palos, hermano laico, sacrificó su vida en la heroica empresa de cristianizar la Florida; fray
Antonio de Ciudad Rodrigo, que se distinguió como hábil gobernante y celoso defensor de los derechos de los indígenas; el piadoso fray Toribio de Benavente o Motolinía,
fino observador de la naturaleza y de las costumbres de los nativos e infatigable escritor; fray García de Cisneros, primer Provincial de la recién creada Provincia; fray Luis
de Fuensalida, entusiasta aspirante al martirio y que renunció a la mitra de Michoacán; fray Juan de Ribas, defensor a ultranza del mantenimiento del espíritu de la reforma
religiosa; fray Francisco Jiménez, que recibió ya en Nueva España la ordenación sacerdotal, varón de intensa vida espiritual y a la vez hábil canonista, y, por último, fray
Andrés de Córdoba, hermano laico, que en su sencilla y candorosa espiritualidad irradió una enorme influencia en el país.

Fieles a la consigna de no claudicar jamás de la pobreza franciscana, al desembarcar después de la larga travesía recorrieron a pie y descalzos las sesenta leguas que separan
el puerto de Veracruz de la ciudad de México. Hernán Cortés los recibió con muestras de veneración y los agasajó solemnemente. Los franciscanos fueron un aldabonazo
para los españoles y un descubrimiento para los indios. El contraste resultaba llamativo. Les seguían y les rodeaban los indios sin parar, hablando en el idioma local, del que
los piadosos hijos de San Francisco no sacaban en limpio más que una constante repetición de la palabra motolínea. La machacona insistencia de los nativos les picó la
curiosidad y preguntaron qué significaba aquel vocablo. Les contestaron que quería decir pobre o pobres. El impetuoso fray Toribio de Benavente, llevado de su entusiasmo,
hizo de aquella palabra india su propio apellido. Una vez asentados en la región, pidieron a los caciques y principales que les enviasen sus hijos para educarlos en la fe
cristiana. No les resultó fácil convencer a los respectivos progenitores, pero no se desalentaron, y los colegios franciscanos resultaron una institución de primer rango en el
México cristiano. Además, se convencieron pronto de que era necesario dominar el idioma de los nativos y llegaron a ser maestros en un menester tan humanista. Celebraron
un Capítulo franciscano y dividieron la extensa región en cuatro provincias, que fueron la base de la definitiva organización franciscana en tierras mexicanas.- [Cf. L.
Galmés, BAC maior 37].

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