Del Divino Amor - San Alfonso
Del Divino Amor - San Alfonso
Del Divino Amor - San Alfonso
1.
Nuestro buen Dios por lo mismo que nos ama mucho a nosotros,
quiere que también nosotros le amemos mucho a él; y por eso, no solo
nos está llamando a su santo amor, con tantas invitaciones repetidas
en las sagradas escrituras, y con tantos beneficios, así comunes como
particulares, que nos está dispensando continuamente, sino que ha
querido también obligarnos a amarle con un mandato expreso,
amenazando con el infierno a quien no le ama, y prometiendo al que
le ama no menos que el paraíso. Él quiere que todos se salven, y que
nadie se pierda, como nos lo enseñan muy claramente san Pablo y san
Pedro: A todos los hombres quiere salvados (1Tm 2,4), dice san Pablo:
y san Pedro dice: Espera con paciencia por amor de vosotros; no
queriendo que alguno perezca, sino que todos se conviertan a la
penitencia (2Pe 3,9). Más ya que Dios quiere que se salven todos, ¿por
qué ha criado el infierno? Lo ha criado, no para vernos condenados a
nosotros, sino para verse él amado, de nosotros.
Si no hubiese criado el infierno, ¿quién habría en el mundo que le
amase? Si no obstante de tener preparado un infierno contra los
malos, la mayor parte de los hombres estiman más condenarse que
amarle a él, si no hubiese infierno, repito, ¿quién le amaría? y por eso
el Señor a quien no quiere amarle, le tiene amenazada una pena
eterna, buscando de esta manera que aquellos que no quieren amarle
de buena voluntad, le amen a lo menos como por fuerza, excitándoles
a ello el temor de caer en el infierno.
2.
¡O Dios! ¿Cuán honrado y afortunado se creería aquel hombre que
oyese que le dice su rey: Ámame, pues que yo te amo? Un príncipe se
guardaría mucho de abajarse a pedir a un vasallo su amor: con todo
Dios, que es una bondad infinita, el Señor de todo, omnipotente,
sapientísimo, un Dios que nos ha enriquecido con sus dones
espirituales y temporales, no se desdeña de pedirnos nuestro amor,
nos exhorta a amarle, nos manda que le amemos, y ¡no obstante no lo
logra!
¿Qué otra cosa nos pide a cada uno de nosotros sino que le amemos?
¿Qué te pide el Señor Dios sino que temas a tu Señor Dios y le ames?
pregunta Moisés (Dt 10,12). A este fin se dignó bajar a la tierra a
conversar con nosotros el Hijo de Dios, como lo asegura él mismo (Lc
12,49): Yo vine a pegar fuego a la tierra, ¿y qué otra cosa quiero sino
que se encienda? Nótense estas palabras, ¿y qué otra cosa quiero sino
que se encienda? como si un Dios que en sí posee una felicidad infinita,
no pudiese ser bienaventurado, sino se veía amado de nosotros, como
dice santo Tomás.
3.
No podemos pues dudar que Dios nos ama, y que nos ama mucho; y
porque nos ama mucho quiere por lo mismo que le amemos con todo
el corazón. Por eso nos dice a cada uno de nosotros (Dt 6,5): Amarás
al Señor Dios tuyo con todo tu corazón. Y añade después (Dt6,6s) : y
tendrás estampadas estas palabras en tu corazón…, y en ellas
meditarás sentado en tu casa , y andando de viaje, y al acostarte y al
levantarte y las traerás ligadas en tu mano como por señal y
pendientes en la frente ante tus ojos; y las escribirás en el dintel y en
las puertas de tu casa.
Repárese en todas , estas palabras el tan vivo deseo con que desea
Dios verse amado de ceda uno de nosotros: quiere que las palabras
con que nos manda amarle con todo el corazón, las tengamos
esculpidas en el mismo corazón, a fin de que nunca nos olvidemos de
cumplirlas: quiere que las meditemos cuando estamos sentados en
casa, y cuando andamos por los caminos; cuando nos retiramos a
dormir, y cuando nos despertamos: quiere que las tengamos atadas
en las manos como una señal de recuerdo, para que en cualquier lugar
donde nos hallemos, las tengamos siempre a nuestra vista: y por eso
los Fariseos, tomándolas al pie de la letra, las llevaban en filacterias, o
pedazos de pergamino, en la mano derecha y en la frente.
4.
Escribe san Gregorio Niceno: ¡Feliz aquella saeta que juntamente mete
en el corazón a Dios que la dispara! Y quiere decir con esta expresión
el santo Padre, que cuando Dios arroja alguna saeta de amor a un
corazón, como alguna llamarada, o sea luz especial, que le hace
conocer su bondad, y el amor que le tiene, y el deseo con que desea
ser amado de aquella persona, en aquel punto viene Dios mismo junto
con aquella saeta de amor; pues que él, que es el sagitario, es el mismo
amor, es la misma caridad, como escribe san Juan (1Jn 4,8). Y así como
la saeta queda fija en el corazón que ha herido, así Dios hiriendo una
alma con su amor, viene a quedar siempre unido con ella.
Persuadámonos, o hombres, que solo Dios nos ama de veras. El amor
de los parientes, de los amigos, y de todos los que dicen que nos aman,
exceptuando aquellos que nos aman solo por respeto al mismo Dios,
no es verdadero amor; es un amor interesado, un amor que nace del
amor propio, por respeto del cual nos aman.
¡Sí, Dios mío! bien lo conozco que solo Vos me amáis, solo Vos me
queréis bien, no por vuestro interés, sino solo por vuestra bondad, por
solo el amor que me tenéis: y yo, ingrato, ay! que a nadie he dado
tantos disgustos, tantas amarguras, como a Vos, que así me amáis, y
así me habéis siempre amado! ¡Jesús mío! no permitáis que os sea más
ingrato. Vos me habéis amado de veras, y también de veras quiero
amaros en el tiempo que me queda de vida.
Os digo con santa Catalina de Génova: No más pecados, amor mío;
amor mío, no más pecados: a Vos solamente quiero amar, y a nada
más.
5.
Dice san Bernardo que una alma que ama de veras a Dios, no puede
querer sino lo que quiere Dios. Pidamos a Dios que nos hiera con su,
santo amor, ¡con tan preciosa flecha! porque un alma herida así, no
puede querer sino lo que él quiere, y se despoja de todos los deseos
de amor propio. Este despojo unido con la donación que de sí misma
le hace la persona, es aquella saeta con que el Señor mismo se declara
herida por el alma, como dijo a la sagrada Esposa de los Cantares (Cant
4,9): Tú has herido mi corazón; esposa mía, heriste mi corazón.
6.
Que bella es la expresión que a este propósito usa san Bernardo:
Aprendamos de arrojar nuestros corazones hacia Dios. Cuando una
alma se entrega sin reserva toda a Dios, entonces en cierta manera
arroja como un dardo su corazón hacia el corazón de Dios, el cual se
declara en este lance como preso, hecho prisionero por aquella alma
que toda se ha entregado a él. Este es el ejercicio de tales almas al
tiempo de sus oraciones: arrojan sus corazones hacia a Dios: se dan
todas a Dios; a él se entregan, y vuelven a entregarse una y muchas
veces, valiéndose a este fin de las siguientes jaculatorias amorosas, u
otras semejantes. Ellas dicen:
Dios mío y todas las cosas. A Vos solo quiero, Dios mío, y nada más.
Señor, yo me entrego toda a Vos, y si no sé entregarme como debo,
tenedla bondad de prenderme Vos mismo.
¿Y qué quiero yo amar, Jesús mío, si no os amo a Vos, que os dignasteis
morir por mí? Atraedme en pos de Vos: mi Salvador, arrancadme del
lodazal de mis pecados y tiradme toda hacia Vos.
Y ¿a quién otro, quiero yo sino a Vos, amor mío, a Vos que todo lo sois
para mí?
Ya que me habéis llamado a vuestro amor, dadme gracia para saberos
agradar como deseáis. ¿Y a quién quiere amar mi corazón sino a Vos,
que sois bondad infinita, digna de infinito amor?
De Vos ha venido el deseo de ser toda vuestra acabad Vos de
completar la obra.
Y ¿qué otra cosa quiero yo en este mundo sino a Vos, que sois mi sumo
bien? Yo me, doy a Vos, sin reserva: aceptad la ofrenda que os hago, y
hacedme la gracia de seros fiel hasta la muerte. , Yo quiero amaros
mucho en esta vida, para amaros mucho en toda la eternidad.
¡Jesús mío!, ¡amado mío! Yo no quiero a otro que a Vos: Toda a Vos
me doy, Dios mío, i Haced lo que plazca a Vos.
El que dice de corazón esta cancioncilla, alegra al paraíso.
7.
Dichosa en suma aquella alma que como la sagrada Esposa puede
decir en verdad (Cant 2,16): Mi amado es todo para mí y yo soy toda
para mi amado: él se me ha dado todo a mí, y yo me he dado toda a
él; yo ya no soy más mía, sino toda de mi Dios.
El que habla así con un corazón sencillo, no con ficción sino de veras,
dice, san Bernardo que está pronto en su ánimo a antes abrazar las
penas del infierno, si esto fuese posible sin separarse de Dios, que
verse un soló instante separado de él: Mas tolerable le sería sufrir el
infierno que apartarse de Dios, son las palabras del Santo.
¡Oh, que tersos tan precioso es el tesoro del divino amor!, ¡feliz el que
lo posee! Este tal ponga todo su cuidado, y válgase, de todos los
medios posibles, para conservarlo y aumentado; y el que aún no tiene
la dicha, de poseerlo, debe valerse, de todos los medios para
adquirido.
Veamos ahora cuales son, los medios más necesarios y más a
propósito para adquirir tan rico, tesoro y conservado.
8.
El primer medio es despojarse de los afectos terrenos.
En un corazón que está lleno de tierra, no halla cabida el amor de
Dios, y cuanto más hay en él de tierra, tanto menos reina en él el
divino amor.
Por lo mismo el que desea tener lleno el corazón de amor divino, debe
procurar, quitar de él toda la tierra. Para hacernos santos; conviene
imitemos a san Pablo, el cual para ganar el amor de Jesucristo
despreciaba como estiércol todos los bienes de la tierra: Todo lo
reputo como estiércol, decía (Fl 5,8), para ganar a Jesucristo.
Ea, pidamos al Espíritu santo nos inflame con su santo amor, pues que
entonces también nosotros despreciaremos, y tendremos, por
vanidad, por humo, por lodo y basura, las riquezas, los deleites, los
honores y dignidades de esta vida, que son la causa de que la mayor
parte de los hombres se pierden desgraciadamente.
9.
¡Oh, que ello es así, que cuando en un corazón entra el santo amor, ya
no se hace más caso de cuanto estima el mundo!
Si para adquirir este amor diere el hombre todo el caudal de su casa,
lo reputará por nada, dice el Espíritu Santo (Cant 8,7).
Dice san Francisco de Sales que cuando se pega fuego a una casa,
echan por la ventana todas las ropas: y quiere decir que cuando en un
corazón arde el amor divino, el hombre, sin necesitar sermones ni
exhortaciones de padres espirituales, do si mismo procura despojarse
de los bienes mundanos, de los honores, de las riquezas, y de todas las
cosas que saben a mundo, para no amar a otro que a Dios. Santa
Catalina de Génova decía que no amaba a Dios por sus dones, pero
que amaba sí los dones de Dios para más amarle a él.
10.
Escribe Giliberto que para un corazón enamorado de Dios es cosa dura
é insufrible dividir su amor entre Dios y las criaturas del mundo,
amando a un mismo tiempo a él y a ellas. ¡O cuan dura cosa es para el
que ama partir su ánimo entre Cristo y el mundo!
Dice san Bernardo que el amor divino es insolente: insolente dice,
porque Dios no sufre que en un corazón que le ama a él, haya otro
compañero que participe del amor, pues todo lo quiere para sí. ¿Qué
por ventura pretende Dios demasiado, queriendo que una alma no
ame a otro que a él?
11.
¡Feliz aquella alma, escribe san Gregorio, que llega a tal estado que se
le hace insufrible cualquier cosa que no sea Dios, que es su único
amado! Le es intolerable, dice el Santo, todo lo que no suena a Dios, a
quien ama en su interior. Por eso conviene que nos guardemos de
aficionarnos a las criaturas, para que no nos roben parte del amor que
Dios quiere todo para sí. Y aunque tales afectos sean honestos, como
lo son los que se tienen a los parientes y amigos, conviene no obstante
advertir lo que dice san Felipe Neri, a saber, que todo el amor que
ponemos a las criaturas, lo quitamos a Dios.
12.
Debemos por lo mismo procurar volvernos huertos cerrados, como
llama el Señor a su Esposa de los Cantares (Cant 4,12): Huerto cerrado
eres hermana mía esposa. Huerto cerrado se llama aquella alma que
tiene cerrada la puerta a cualquier afecto de cosas terrenas. Cuando
pues alguna criatura quiere entrar a tomar parte de nuestro corazón,
conviene le neguemos la entrada desde luego; y entonces debemos
volvernos a Jesucristo, y decirle: Jesús mío, Vos solo me bastáis: yo no
quiero amar a otro que a Vos. Dios de mi corazón y porción mía mi
Dios para siempre, Vos habéis de ser el único dueño de mi corazón, mi
único amor.
13.
El segundo medio para adquirir el amor divino es meditar la pasión
de nuestro Señor Jesucristo.
Ello es cierto que el ser tan poco amado en el mundo Jesucristo nace
del olvido y de la ingratitud de los hombres, que no quieren
considerar, ni a lo menos de cuando en cuando, lo mucho que padeció
por nosotros y el amor con que lo padeció. Ha parecido a los hombres
una necedad, escribe san Gregorio, morir Dios por nosotros; les ha
parecido una locura el haber querido morir para salvamos a nosotros,
miserables esclavos que somos: pero ello es de fe que Dios lo ha
hecho: Nos amó, y se entregó él mismo por nosotros, decía (Ef 5,2) san
Pablo a los Efesios y quiso derramar toda su sangre para limpiarnos
con ella de nuestros pecados: Nos amó, leemos en el Apocalipsis (Ap
1,5) , y nos lavó de nuestros pecados con su propia sangre.
14.
Dice san Buenaventura: Dios mío, Vos me habéis amado tanto, que
parece que por mi amor habéis llegado A aborreceros A Vos mismo. Y
aún más: ha querido que nos alimentemos de él mismo en la santa
comunión. Y aquí entra santo Tomás, y hablando de este santísimo
Sacramento, dice que Dios se humilló para con nosotros como si él
fuese nuestro esclavo, y como si cada uno de nosotros fuese su Dios.
15.
Por eso añade el Apóstol: La caridad de Cristo nos urge: el amor tan
grande que nos ha tenido, nos aprieta, nos fuerza en cierto modo a
amarle. ¡Ay Dios! ¿Y qué no hacen los hombres por amor de alguna
criatura cuando llegan a enamorarse de ella? y con todo ¿un Dios de
infinita bondad, de infinita belleza, un Dios que ha llegado a morir por
cada uno de nosotros en una cruz y es tan poco amado? ¡Ea! imitemos
todos al Apóstol que decía: Nunca me gloríe yo en otra cosa que en la
cruz de nuestro Señor Jesucristo: ¿qué mayor gloria puedo yo esperar
en este mundo, que haber tenido un Dios que por mi amor dio la
sangre y la vida? Esto mismo debe decir cualquier hombre que tenga
fe: y si tiene fe»
¿Cómo será posible que ame a otro que a Dios? ¡Ay Dios»! ¿Cómo es
posible que una alma al contemplar a Jesús crucificado, al verle
clavado con tres clavos, pendiente de sus mismas llagas de las manos
y pies, y que muere de puro dolor obligado del amor que nos tiene, no
se vea tirada y casi forzada a amarle con todo su corazón ?
16.
El tercer medio para llegar al perfecto amor de Dios es el
conformarse en todas las cosas con su voluntad.
Dice san Bernardo que el perfecto amante de Dios no puede querer
sino lo que quiere Dios. Muchos dicen de boca que están del todo
resignados a lo que Dios quiere: con todo, cuando sobreviene alguna
cosa contraria, alguna enfermedad molesta, alguna persecución, se
inquietan y pierden la paz. No lo hacen así aquellas almas que están
verdaderamente resignadas: ellas dicen: así lo quiere, o así lo ha
querido, el amado, y luego se tranquilizan.
Al amor santo todas las cosas le son dulces, dice san Buenaventura.
Saben estas almas que cuanto sucede en el mundo, todo viene por
disposición de Dios, que o lo manda, o lo permite, y persuadidas de
esta verdad, suceda lo que suceda, bajan humildemente la cabeza, y
viven contentas de todo lo que el Señor dispone. Y aunque Dios no
quiere que los otros nos persigan o nos hagan algún daño, quiere no
obstante muchas veces por justos fines que nosotros suframos con
paciencia aquella persecución aquel daño que nos desagrada.
17.
Decía santa Catalina de Génova: Si Dios me hubiese puesto en lo
profundo del infierno, en verdad le diría: Bueno es estarnos aquí. Diría:
Me basta el que si me hallo aquí, es por voluntad del amado, el cual
me ama más que todos, y sabe lo que es mejor para mí. ¡Qué
descansar tan tranquilo el descansar en brazos de la divina voluntad!
18.
Dice santa Teresa: Todo lo que debe procurar el alma que se ejercita
en la oración, es el conformar su voluntad con la divina, en lo que
consiste la más alta perfección. Por eso conviene dirigir a Dios
repetidas veces aquella súplica de David: Señor, enseñadme a hacer
vuestra voluntad; ya que me queréis salvar, enseñadme a cumplirla
siempre.
El acto de amor más perfecto que puede hacer una alma para con Dios,
es aquel que hizo san Pablo cuando en la hora de su conversión dijo
(Hch 9,6) Señor, ¿qué queréis que haga? decidme aquello que queréis
de mí, que estoy pronto a ejecutarlo: vale más este acto que mil
ayunos y mil disciplinas. Este debe ser el blanco de todas nuestras
obras, deseos y oraciones, hacer la voluntad de Dios: la gracia de saber
cumplir esta voluntad debemos pedir a la santísima Virgen nuestra
madre, a los Santos nuestros abogados, y a nuestros Ángeles custodios
nos lo alcancen con su intercesión.
20.
Algunas almas, es verdad, se lamentan que van a la oración, pero que
no encuentran en ella a Dios: no encuentran a Dios porque van con el
corazón lleno de tierra: Despega el corazón de las criaturas, dice santa
Teresa, y busca a Dios y le hallarás. El Señor es todo bondad para con
el alma que lo busca: ¡Cuán bueno es Dios en gracia del alma que va
en busca de él! dijo Jeremías.
21.
El quinto medio para llegar a un grado eminente de amor divino es
la oración de ruegos.
Nosotros somos pobres de todo; pero si pedimos, seremos ricos de
todo, pues que Dios ha prometido oír al que le pida: Pedid y se os dará,
dice por Mateo (Mt 7,7) ¿Qué mayor afecto puede demostrar un
amigo a otro amigo que. Decirle pídeme lo que quieras, que te lo daré?
Esto puntualmente dice el Señor a cada uno de nosotros.
22.
Toda la vida de los Santos ha Sido vida de oración y de ruegos; y con
ellos han alcanzado todas Ias gracias con que se han hecho santos. Si
queremos pues salvarnos y hacernos santos, debemos estar siempre
a las puertas de la divina misericordia a llamar, a pedir por limosna
todo lo que necesitamos. ¿Necesitamos humildad? pidámosla, y
Seremos humildes: ¿necesitamos paciencia en las tribulaciones?
pidámosla, y seremos pacientes: ¿necesitamos el divino amor?
pidámoslo, y lo alcanzaremos. Pedid, y se les dará, es promesa de
Jesucristo, el cual no puede dejar de cumplirla.
Él mismo, para que tengamos más confianza en los ruego, nos ha
prometido que cuantas gracias pediremos a su Padre en nombre suyo,
o por su amor, o por sus méritos, él Padre todas nos las concederá. Y
en otro lagar dice Aquello que me pediréis a mí mismo en mi nombre
esto es, por mis méritos, yo lo haré. Sí, pues que es de fe que todo lo
que puede Dios, lo puedo también Jesucristo, que es su Hijo.
23.
Que sea un alma tan fría como se quiera en el divino amor, si ella tiene
fe, no puede no verse empujada a amar a Jesucristo considerando,
aunque no sea sino de paso, lo que dicen las sagradas escrituras acerca
el amor que nos manifestó en su pasión, y nos manifiesta en el
santísimo Sacramento del altar.
En cuanto a la pasión escribió Isaías (Is 53,4-5): verdad que él tomó
sobre si nuestras dolencias, y cargó con nuestras penalidades: y añade
luego: Por causa de nuestros pecados fue llagado, y despedazado por
nuestras maldades: de manera qué es de fe que Jesucristo ha querido
sufrir y cargar sobre, sí las penas y dolores, que merecíamos nosotros
para así libramos de ellas.
¿Y qué es lo que le obligó: a todo esto sino el amor que nos ha tenido
siempre? Dios nos amó y se entregó por nosotros, dice san Pablo (Ef
5,2): y dice san Juan (Ap 1,5): Nos amó, y nos lavó de nuestros pecados
con su propia sangre. Y en cuanto al sacramento de la Eucaristía, el
mismo Jesucristo nos dijo a todos cuando lo instituyó (1Co 12,25):
Tomad y comed: este es mi cuerpo; y añade en otro lugar (Jn 6,57): El
que come mi carne, y bebe mi sangre, mora en mí, y yo en él.
Un hombre que tiene fe, ¿cómo puede leer estas tiernas expresiones
y no Sentirá casi forzado a amar a este Redentor, que a más de
sacrificar por su amor la sangre y Ia vida, le dejó su cuerpo en el
Sacramento del altar, para que sea el alimento de su alma, y se una
todo con él eh la santa comunión?
ORACION
De san Buenaventura a Jesús crucificado para alcanzar
Su santo amor.
Herid, dulcísimo Jesús mío, las entrañas de mi alma con el dulce dardo
de vuestro amor, para que yo desfallezca y me liquide por amor de Ti
y por deseo de Ti, y por eso desee salir de ésta vida, para venir a
unirme perfectamente contigo en la eternidad. Haced que mi alma
tenga siempre sed de Ti; que solo a Ti busque, solo a Ti hable, solo a Ti
encuentre, y todo lo haga solo por gloria de Ti. Haced que mi corazón
esté siempre fijo en Ti, que sois mi única esperanza, mi riqueza, mi paz,
mi refugio, mi herencia y mi tesoro: Así sea.
ORACION
A María santísima para que nos alcance el amor de Jesucristo
y una buena muerte
Decía san Bernardo que había aprendido más de las cosas divinas
puesto entre hayas y mestos en la soledad, que de los maestros y de
los libros. Vos podéis tener este desierto, si quebréis, en vuestro,
mismo lugar: procurad saberos valer de él, a lo menos por ocho días.
Pero diréis que los otros hermanos no practican: estos ejercicios Mas
¿qué importa? Si los demás no quieren hacerlos, hacedlos vos:
practicándolos vos, podréis con vuestro ejemplo excitarlos a que
hagan lo mismo. Tales singularidades son agradables a Dios.
Dice san Bernardo que nadie se hará santo, si no vive una vida singular
en el ejercitar las virtudes y los medios que conducen a la santidad: No
puede ser perfecto sino lo que es singular.
2. Pero para hacer bien éstos ejercicios conviene que os abstengáis del
trato por teléfono con otros, sino también de ocuparos en quehaceres
temporales y en pensamientos de cosas de la tierra; y a más que
observéis un silencio perpetuo, y que vuestra morada no sea en otro
lugar que la capilla y la soledad externa.
Podréis no obstante pasearos algún rato por los campos, para tomar
de esta manera un poco de alivio. A fin de que podáis hacer con fruto
estos ejercidos, y así crecer en el divino amor, he reunido aquí las
siguientes meditaciones, no extendidas a modo de discursos, sino
solamente entretejidas de máximas eternas, y de sentimientos y
afectos devotos, a fin de que mientras estaréis meditando, os paréis
en aquel punto donde vuestra alma encuentre pábulo, sin empeñaros
a querer leer toda la meditación.
Decía san Francisco de Sales que en el mundo no hay sino un solo bien,
que es el salvarse y un solo mal, que es el condenarse. ¿Qué importa
que seamos pobres y despreciados, y que estemos enfermos? Si nos
salvamos, seremos siempre felices. Pero al revés, ¡ay! ¿De qué nos
serviría que fuésemos ahora príncipes y monarcas, si habíamos de ser
infelices por toda la eternidad?
¡Ay Dios! ¿Qué será de mí? Puede ser que me salve, y también puede
ser que me condene: y ya que es así que puedo condenarme, ¿por qué
no me resuelvo a unirme estrechamente con Vos, siempre más y más,
o mi Dios?
Dice santa Teresa que la pérdida de alguna cosa, aunque sea de una
bagatela, de un vestido, de un anillo, cuando es por nuestra culpa, nos
da una pena insufrible. ¿Qué pena tan terrible será pues para los
condenados; haberlo perdido todo voluntariamente, haber perdido el
alma, el paraíso, a Dios?
¡Ay de mí! se acerca la muerte, y ¿qué es lo Que he hecho para
alcanzar la vida eterna?
¡Ay Dios mío! ¿Y cuantos años hace que merecería verme en el
infierno, donde no podría ni arrepentirme, ni amaros más? ¡Oh! ya que
ahora puedo, me arrepiento de veras, y os amo, Señor; os amo con
todo mi corazón.
¡Ah! ¿Y qué espero? espero ir a llorar con los condenados, y a clamar
angustiada con ellos: ¡Ay que hemos errado! y ¡ay que para nosotros
no hay ya remedio, ni lo habrá por toda la eternidad!
¿Qué debía, hacer más a mi viña, que no lo haya hecho (Is 5) ¿Qué
debía hacer más en gloria de tu alma, dice Dios, para verla dar buenos
frutos? con todo en tantos años que estás en el mundos, ¿qué frutos
me has dado? ¿Qué otros frutos sino abrojos y espinas?.
¡Ay Dios mío! Ya ha tantos años que estoy en el mundo; y tantos que
me hallo en esta casa Vuestra, y ¿de qué provecho he servido hasta
ahora? Jesús mío, vuestra sangre y vuestra muerte son mi esperanza.
(Para religiosos)
Y ¿qué es lo que he venido a hacer en este convento?, ¡ah! ¿De qué
me servirá haber dejado al mundo, si he de vivir como vivo?
¿Qué haré; en adelante? He dejado los padres, las comodidades de mi
casa, me he encerrado en cuatro paredes-, y después de esto ¿querré
ponerme en peligro de condenarme? (---)
¡Jesús mío! Basta el haberos tanto ofendido. La vida que me queda, no
quiero emplearla, no en disgustaros: quiero emplearla solamente en
llorar los disgustos que os he dado y en amaros con todo el corazón,
¡oh dueño del alma mía!, ¡dueño único de mí corazón!
¡Mi amado Jesús! Volved sobre mis miserias vuestros ojos, y tened
piedad de mí. Yo me he olvidado de Voz, más Vos no os habéis
olvidado de mí. Os amo, amor mío, con toda el alma; abomino todas
las ofensas que os he hecho, y las aborrezco más que todo otro mal.
Perdonadme, Jesús mío, y olvidad todas las amarguras; que os he
ocasionado. Y ya que sabéis mi debilidad, no me abandonéis: dadme
luces, dadme fortaleza para vencerlo todo, para daros en todo gusto.
Haced que de todo me olvide, y aun de mí mismo, a fin de que solo me
acuerde de vuestro amor, y de tantas misericordia con que tanto me
habéis obligado a amaros. María, Madre de Dios, rogad a Jesús por mí.
Así sea.
MEDITACIÓN 2
DE LA VANIDAD DEL MUNDO
Decía santa Teresa: Ningún caso ha de hacerse de una cosa que acaba.
Procurémonos pues aquella fortuna que no acaba con el tiempo. ¿De
qué le serviría a una persona ser feliz por algunos días, (si es que pueda
ser feliz verdaderamente el que ha perdido a Dios), si después hubiese
de ser desgraciado para siempre, no menos que por toda la
eternidad?
Dice David que todos los bienes de la tierra en la hora de la muerte
parecerán como sueño de uno que se despierta (Sal 73,20). ¿Qué pena
no siente aquel que ha soñado que lo han hecho rey, que ha hallado
una rica bolsa, que ha logrado un grande empleo, cuando al
despertarse se halla pobre como era antes?
¿Quizá, Dios mío, si esta meditación que estoy leyendo, es para mí la
última llamada que me daréis? Dadme fuerza para arrancar de mi
corazón, todos los afectos a las cosas de la tierra antes no llegue el día
de partirme de ella; y hacedme conocer el gran desatino en que caí al
atreverme a ofenderos a Vos, y a dejaros por amor a las criaturas.
Padre, yo no soy digna de ser llamado hijo vuestro. Me arrepiento de
haberos vuelto las espaldas, y no me desechéis, os pido, ahora que
vuelvo a Vos, ahora que vuelvo con el vivo deseo de ser todo vuestro.
La muerte se llama ladrón, y con razón se llama tal; pues que ella nos
despoja de cuanto tenemos, de las ropas, de la hermosura, de las
dignidades, de padres y parientes, y aun de nuestra misma piel y de
nuestra misma carne.
El día de la muerte: se llama también el día de las pérdidas, día en que
hemos de perder todo cuanto hayamos adquirido, y todas las
esperanzas de este mundo. ¡Jesús mío! nada se me da el perder todos
los bienes de la tierra, mientras no os pierda a Vos, bien infinito:
piérdanse todos antes que perderos a Vos, que sois mi sumo bien.
¡Dios mío!, iluminadme; haced que conozca la nada que son todas las
criaturas, y el todo que sois Vos, ¡oh infinito bien! Haced que yo lo
renuncie todo para lograros solamente a Vos. Dios mío, solo a Vos
quiero, y nada más.
Decía santa Teresa que todas las faltas en que caemos, y todo el apego
que tenemos a los bienes de la tierra, provienen de falta de fe.
Avivemos pues la fe de que un día lo habremos de dejar todo, y
tendremos que pasar a la eternidad: y por lo mismo dejemos ahora
con mérito lo que un día tendremos que dejar por fuerza.
¡Qué riquezas! ¡Qué honores! ¡Qué diversiones! ¡Qué parientes! Dios,
Dios y nada más: busquemos solamente a Dios, y él nos bastará en
lugar de todas las cosas.
La gran sierva de Dios sor Margarita de santa Ana, hija del emperador
Rodulfo II, y monja descalza, decía: ¿De qué sirven los reinos en la hora
de la muerte?
La muerte de la emperatriz Isabel dio el empujón a san Francisco de
Borja para que se resolviese a dejar el mundo, y a darse todo a Dios;
pues que al ver su fétido y desfigurado cadáver exclamó: ¡Así pues
acaban las grandezas y las coronas de este mundo!
¡Ojalá, Dios mío, os hubiese siempre amado! Haced, Señor, que sea
del todo vuestro antes no me venga la muerte. ¡Gran secreto el de la
muerte! ¡0h y como hace ella desvanecer todos los deseos de mundo!
¡Oh como hace ver claramente que todas las grandezas de la tierra son
humo y engaño!
Las cosas más deseadas son de los mundanos, ¡ah! ellas pierden su
fascinante esplendor miradas desde el lecho desengañador de la
muerte: la sombra de la muerte oscurece todas las hermosuras de la
tierra. ¡De qué sirven las riquezas y atavíos cuando ya no queda otra
Cosa que una andrajosa mortaja con que cubrir el pálido cadáver?
¿De qué sirve la hermosura del cuerpo, que a tantos embelesa y si ha
de reducirse a un montón de gusanos, de podredumbre y ceniza? ¿De
qué sirve haber mandado a otros, si no queda otra, cosa que el ser
echado en una sepultura, olvidado de todos, pisado de los demás?
Dice el Crisóstomo: Preséntate delante de una sepultura, contempla
el polvo y los gusanos, y suspira. Considera aquellos esqueletos que
los gusanos han roído y reducen a polvo y suspira y exclama: ¡Ay que
también yo he de ser reducido a lo mismo! ¿Y no pienso en ello? ¿Y no
me entrego a Dios? ¡Ay de mí! ¿Quizá si estos sentimientos que ahora
leo son la última llamada para mí? ¿Quizá ya no me dará otro aviso
Dios?
¡Ay Dios! ¡Cuántos infelices para alcanzar alguna cosa de la tierra, por
un placer, por una vanidad, han perdido el alma! y ¡ay que perdiendo
el alma lo han perdido todo, todo lo han lo han perdido para siembre!
¿Creemos, o no, que hemos de morir, y que hemos de morir una sola
vez? ¿Y por qué pues no dejamos todas las cosas para lograr una buena
muerte? dejémoslo todo, y lo conseguiremos todo.
Locos llamaba san Felipe Neri a aquellos que tienen su corazón pegado
al mundo: locos, pues que también en este mundo viven una vida
infeliz.
¡Alma mía! si hoy mismo debieses partir de este mundo, cosa que
puede ser muy bien, ¿partirías satisfecha de la vida que hasta ahora
has vivido? ¿Y qué esperas pues? ¿Esperas tal vez que la luz que ahora
Dios te da por su misericordia, haya de servir para echarte en cara tu
ingratitud en el día de la cuenta?
¿Cuál de estas dos casas tocará a cada uno de nosotros?, aquella que
cada cual se elige para sí voluntariamente. El que va al infierno, va al
él con sus propios pies. Todos los que se condenan, se condenan
porque quieren condenarse. ¡Qué locura!
Todos los cristianos, pero especialmente los religiosos, para vivir bien
deben tener siempre delante de sus ojos la eternidad. ¡Qué bien
arreglada es la vida de aquel que tiene siempre en la memoria la
eternidad!, que recapacita a menudo los años eternos.
¡Jesús mío! Vos sois la vida mía, la riqueza mía, el amor mío. Dadme
un vivo deseo de agradaros en los días que me quedan de vida; dadme
el auxilio que para ello necesito, que nada puedo sin Vos.
Un pensamiento de eternidad basta para hacer un santo. San Agustín
llamaba al pensamiento de la eternidad gran pensamiento. Este
pensamiento de tanta importancia es el que ha conducido tantos
jóvenes a los claustros, tantos anacoretas a los desiertos, tantos
Mártires a la muerte, y tantos Santos a la gloria. Así convirtió el P. Ávila
a una dama pegada al mundo, con solo decirle: Considere, señora,
aquel siempre y aquel jamás: aquel siempre penar, aquel jamás gozar.
Un monje se encerró dentro una sepultura, y allí no hacía otra cosa
que repetir suspirando: ¡oh eternidad!, ¡oh eternidad!
¡Mi amado. Redentor!, pues si Vos no hubieseis muerto por mí, ¿yo
estaría perdida para siempre? ¡Ah! os doy gracias por tanta bondad,
amor mío; confío en Vos y os amo.
¡Dios mío! o creemos en Vos, o no creemos en Vos. Si no creemos en
Vos, mucho es lo que hacemos por cosas que tenemos por fábulas.
Más si creemos en Vos, ¡oh cuán poco es lo que hacemos para lograr
una eternidad dichosa, y evitar una eternidad infeliz!
¡Ay Dios! pasan los días, pasan las semanas, pasan los meses, pasan
los años, nos acercamos continuamente a la hora de entrar en la
eternidad, y ¡no pensamos en ello! Y ¿quién sabe si este año o este
mismo mes es el último para mí? ¿Quizá si este día el último día, o esta
hora sea la última hora?, ¿quizá si este es el último aviso que me da
Dios?, ¿quizá hoy mismo tendré que comparecer a su tribunal?
¡Dios mío! no quiero abusar más de vuestras gracias.: aquí, me tenéis:
hacedme saber lo que queréis de mí que en todo quiero obedeceros.
¡Es así, Dios mío, que si yo hubiese muerto cuando estaba en desgracia
vuestra, os habría perdido para siempre! qué desgracia en tal caso la
mía! ¡Ay Señor! si no me habéis perdonado todavía, perdonadme
ahora. Yo os amo con toda mi alma, y siento sobre todo mal el haberos
ofendido. Yo no quiero perderos mas Os amo con todo el corazón, y
quiero siempre amaros. ¡Jesús mío! tened piedad de mí; miradme con
compasión.
A algunos mientras viven les hace poca impresión el oír nombrar los
novísimos, la muerte, el juicio, el infierno, la eternidad. Más al llegar
la muerte, aquella hora de tristeza, de zozobras y espanto, ¡o qué
terror les causan entonces estas verdades! ¡Pero ay! que con poco
fruto! porque entonces ya no les servirán sino para aumentarles los
remordimientos y la confusión, para hacer más agoniosa su muerte.
Decía santa Teresa a sus monjas: Hijas, una alma, una eternidad. Y
quería decir diciendo una alma, que perdida el alma, todo está
perdido; y diciendo una eternidad, que perdida el alma una vez, está
perdida no para algunos años o para algunos siglos, sino ¡ay! para
siempre, por toda la eternidad.
¡Oh qué pena tan grande el tener que arrepentirse del descuido en
que se ha vivido, entonces cuando ya no hay tiempo de hacer lo que
no se ha hecho! Dice san Lorenzo Justiniano que los mundanos cuando
se hallan en el lance de la muerte darían de buena gana todas sus
riquezas para lograr una sola hora más de vida. Más ¡ay! que se les
dirá en aquella hora: no hay más tiempo.
Entonces les será intimado que han de partir sin demora: parte, alma
cristiana, de este mundo. Cuenta san Gregorio que cierto cristiano
hallándose en la hora de la muerte, gritaba a los demonios: dadme
tiempo hasta mañana. Y ellos le respondieron; loco, lo has tenido, ¿y
por qué lo has perdido? ahora no hay más tiempo. ¡Ay Dios mío!, ¡y
cuantos años he perdido también yo, desdichado de mí!
Pero, Señor, la vida que me queda, no ha de ser más mío, sino todo
vuestro. Haced Vos que abunde en mí vuestro santo amor, ya que ha
abundado en mí el pecado.
Decía san Bernardino de Sena que tanto vale en esta vida un instante
de tiempo, cuánto vale Dios; ¡qué tesoro tan apreciable! pues que en
cada instante con un acto de amor o de contrición podemos adquirir
nuevos grados de gracia. Dice san Bernardo que el tiempo es un tesoro
que solo se halla en esta vida. En el infierno este es el llanto de los
condenados: ¡oh si tuviésemos una hora!, ¡oh si lográsemos una hora
para hacer una buena confesión, para poder remediar nuestra eterna
ruina! En el paraíso, allí sí que no se llora: pero si pudiesen llorar los
Bienaventurados, este sería su único llanto, el haber perdido aquel
tiempo en que podían ganar otros grados de gloria.
Dios usa; de piedad con aquellos que le temen, pero no con aquellos
que le desprecian. El ofender a Dios porque usa de misericordia es
provocarle de un modo especiad, a castigarnos; Es aún más, ultrajarle
por eso mismo que nos perdona, y querer burlarse de él; pero ¡ay! que
Dios nunca queda burlado: el pecador es el que queda burlado y
perdido, si no se arrepiente de veras.
Dirá el demonio: quizás si aunque cometas este pecado, puede ser que
también te salves. Entre tanto, digo yo, si pecas, ya te condenas tu
mismo al infierno. Quizá puede ser que aún me salve: sí, pero puede
ser también, y tal vez mas fácilmente, que te condenes; y el negocio
de la salvación es eterna ¿es un negocio que haya de aventurarse a a
un quizá? entre tanto pecando mortalmente ya mereces el infierno: y
¿si en este entre tanto te venia, la muerte? Si Dios; te abandonaba,
¡ay!, ¿qué sería de ti?
¡Oh cuan sin razón llaman algunos mal ligero al pecado venial! ¿Cómo
puede decirse ligero aquel mal que causa un disgusto al misino Dios?
Aquel que comete pecados veniales sin reparo, dice: me basta el
salvarme. Mas ¡ay! yo no sé si continuando a vivir de esta manera os
salvareis; pues dice san Gregorio: El alma no se queda a donde cae,
sino que siempre va más abajo. Escribe san Isidoro que a aquel que no
hace caso de los pecados veniales, le permite Dios que caiga en
mortales, en pena del poco amor que le tiene. El Señor mismo dijo al
beato Enrique Susón que aquellas almas que no hacen caso de los
pecados veniales, están en mayor peligro de lo que ellas piensan; pues
que, añadió, es muy difícil, viviendo así, el que perseveren en gracia.
Decía san Francisco que era traza del demonio atar las almas con un
cabello, para atarlas después con una cadena y hacer las esclavas
suyas. Guardémonos pues de dejarnos atar con alguna pasión. Una
alma atada con cualquier pasión, o está ya perdida, o está cerca de
perderse.
¡Ay Dios mío! ¿Cuál será mi muerte? No, no quiero morir con tanta
incertidumbre de mi salvaron. Quiero mudar de vida: ¡Jesús mío!
dadme vuestra ayuda, que resuelvo amaros de hoy adelante con todo
el corazón. Ea, unidme fuertemente a Vos, y no permitáis que jamás
me separe de Vos. Si esta noche debieseis morir, ¿cuánto pagaríais de
un año más, o a lo menos de otro mes de vida? Es preciso os resolváis
a hacer ahora aquello que ya no podréis hacer al llegar la muerte.
¿Quizá si este año, si este mes, y tal vez también este mismo día, es el
último para vos? ¡Ay! quizá si esta hora, si este cuarto?
¡Oh que terror tan grande causa a los moribundos de mala conciencia
el solo nombre de eternidad! Por esto en aquella hora no quieren oír
hablar de otra cosa que de sus dolores, de los médicos y de los
remedos y sí se les habla del alma, luego se enfadan, mudan de
conversación, y dicen: Por caridad dejadme descansar. ¡Qué indicio
tan fatal! ¡Qué espanto mayor que el que experimentará un religioso
que no ha vivido como tal al mirar el sagrado velo y el hábito de la
religión, el cual le recordará que ha sido un religioso solo de nombre y
en el vestido, pero no en la realidad!
Dirá el infeliz: ¡Oh si tuviese tiempo para reformar mi vida! Más ¡ay!
que le dirán: Sal de este mundo. Llamad más médicos dirá, probad
otros remedios Pero ¡qué médicos ni que remedios! ha llegado la hora,
no hay remedio, ha de partir de este mundo y pasar a la eternidad.
Este parte de este mundo no aterra, antes bien ¡o cuanto consuela al
que ama a Dios pensando que con la muerte sale de los peligros de
perder el bien que ama! Le dirán también: Hoy sea en paz tu lugar, y
tu morada en la santa Sion: sea en paz el lugar donde vas a habitar, y
sea tu casa el paraíso. ¡Bello anuncio para aquel que muere con alguna
certeza de estar en gracia de Dios! le esperan las mansiones de la
gloria.
¡Ea Jesús mío! confío por los méritos de vuestra sangre que me
conduciréis al lugar de la paz, donde podré deciros: ¡Amado mío! ya
no tengo temor alguno de perderos.
Separada, ya el alma del cuerpo, a veces dudan aun los que asisten si
ha expirado o no; más él ya ha entrado en la eternidad. Asegurado ya
el sacerdote de la muerte, esparce agua bendita sobre el cadáver, e
invoca a los Santos y a los Ángeles para que vengan al encuentro de
aquella alma, y la socorran: Subvenid, Santos de Dios, ocurrid Ángeles
del Señor. Más si ella se ha perdido, los Santos y los Ángeles ya no
pueden más socorrerla.
¡Qué consuelo tan grande no tendrá en la hora del juicio aquel que por
amor de Jesucristo se habrá desprendido de todas las cosas de la
tierra, que habrá amado los desprecios, que habrá mortificado el
cuerpo, y que, en suma, no habrá amado a otro que a Dios! ¡Qué
alegría no experimentará al oír que le dicen aquellas palabras: Entra,
siervo mío, siervo bueno y fiel, entra en el gozo de tu Señor: alégrate,
pues te has salvado, y ya no hay más temor de que te pierdas!
Al revés, el alma que sale de esta vida en pecado, ¡ay la infeliz! ya antes
que Jesús la condene, se condena ella misma y «se declara rea del
infierno.
¡O María! ¡O mi grande abogada rogad a Jesús por mí. Ayudadme
ahora que podéis ayudarme: entonces me veríais perecer sin poder
socorrerme.
Lo que habrá sembrado el hombre, esto es lo que segará (Ga 6,7): en
el juicio se coge lo que se ha sembrado en vida. Veamos qué es lo que
hemos sembrado hasta ahora; y por lo mismo hagamos ahora lo que
querremos haber hecho entonces. Si hoy mismo, y no menos que
dentro una hora, debiésemos ser presentados al juicio, ¿cuánto
pagaríamos de un año más de vida?, no obstante ¿en qué
emplearemos los años que nos restan, ¿En trabajar para el importante
negocio de nuestra salvación?... Ojalá sea así.
¡De que horror se llenarán en aquel día los réprobos al verse repelidos
de Jesucristo con aquella pública condenación, Apartaos de mi
¡malditos! ¡Ay Jesús mío! yo también merecí en otro tiempo la misma
sentencia: pero ahora confió que me habéis perdonado. ¡Ah! no
permitáis que yo me separe de Vos. 0s amo, y confió, os amaré
siempre. Al contrario, ¿de qué júbilo no se llenarán los escogidos al oír
que Jesucristo los convida al paraíso con aquellas dulces palabras,
Venid benditos de mí Padre? ¡Amado Redentor mío por vuestra sangre
espero que también yo tendré la dicha, de ser contado en el número
de las almas afortunadas para amaros eternamente, besando
contento y gozoso vuestros pies sagrados.
¡Jesús mío y Juez mío!, yo no quiero perderos, sino que antes bien
quiero amaros siempre. Os amo, ¡amor mío! yo os amo, y así espero
decíroslo la primera vez que os veré como mi juez. Os diré: Señor, si
queréis castigarme como he merecido, castigadme, pero no me privéis
de vuestro amor: haced que yo os ame siempre, y que siempre sea
amado de Vos, y después haced de mí lo que queráis. Así sea.
MEDITACIÓN 7
REMORDIMIENTOS QUE TENDRÁ EN EL INFIERNO
UN RELIGIOSO QUE SE CONDENE
Al presente ¿qué nos parece nuestra vida pasada sino un sueño, sino
una sombra, sino un momento? ¿Qué le parecerá pues al condenado
la vida de cuarenta o cincuenta años que habrá vivido en este mundo?
¿Qué le parecerán los años del infierno?, ¡Ah! después que se habrán
pasado cien millones y mil millones de millones de años verá que su
eternidad infeliz será para él como si entonces comenzase. ¿Qué le
parecerán entonces aquellos miserables deleites por los cuales se
habrá perdido eternamente? ¿Es así, dirá, que por aquellos malditos
gustos, que desaparecieron casi en un instante, habré de estar
ardiendo siempre en este horno voraz, abandonado de todos, por toda
la eternidad?
¡Oh Dios del alma mía!, ¡cuántas veces os he prometido que os amaría,
y no obstante de nuevo os he vuelto las espaldas! Ea, por aquel afecto
con que me amasteis pendiente en la Cruz muriendo por mí, dadme-
dolor de mis pecados, dadme vuestro amor, dadme la gracia de
recurrir puntual a Vos, siempre que me veré en la tentación.
¡Qué saetas tan crueles para un religioso que se ha condenado, las
luces, las llamadas, y todas las demás gracias que Dios le concedió
estando en el convento, cuando dirá desesperado: ¡infeliz de mí! yo
podía hacerme santo, y ser para siempre feliz, y ¡ahora he de ser infeliz
para siempre!
La pena mayor del condenado será el ver que se ha perdido
voluntariamente y por su propia culpa, no obstante que Jesucristo
llegó hasta morir para salvarte. Pues un Dios, dirá él, dio la vida para
salvarme, y ¡yo necio he querido por mí misma voluntad echarme a
arder en esta fragua de fuego eterno! ¡O paraíso perdido! ¡O Dios
perdido!, ¡ay desgraciado de mí! Estos son los lamentos que
continuarán por toda la eternidad los infelices condenados en medio
de su rabiosa desesperación.
¡Ay Jesús mío! vuestra sangre, vuestra muerte son mi esperanza. Que
me abandonen todas las criaturas con tal que no me abandonéis Vos.
Veo ya que Vos no me habéis abandonado, pues todavía me convidáis
con el perdón, si quiero arrepentirme de mis pecados, y me ofrecéis
vuestra gracia y vuestro amor, si quiero amaros. Sí, ¡Jesús mío, vida
mía, tesoro mío, amor mío, sí que quiero llorar siempre las ofensas
que os he hecho, y quiero amaros con todo mi corazón.
¡Dios mío! si os he perdido alguna vez, ya no os quiero perder más.
Decidme qué queréis de mí, que en todo quiero contentaros. Haced
que viva y muera en gracia vuestra, y disponed de mí como queráis.
¡Oh María!, ¡o esperanza mía! tenedme siempre bajo vuestro manto,
y no permitáis que yo tenga jamás la desgracia de perder a Dios. Así
sea.
MEDITACIÓN 8
DEL AMOR A JESÚS CRUCIFICADO
¡Ay Jesús mío!, ¿y qué prueba mayor podíais darme del amor que me
tenéis, como mejor hacérmelo conocer, que sacrificando vuestra vida
en el patíbulo infame de una cruz para satisfacer por mis pecados, y
conducirme con Vos al paraíso?
¡Qué espectáculo fue para los Ángeles ver al Verbo divino pendiente
de un patíbulo, y que moría para salvarnos a nosotros miserables
criaturas suyas! ¡Ah Salvador mío! Vos no me habéis negado la sangre
y la vida, ¿y yo os negaré mi afecto?, ¡os negaré ninguna cosa que Vos
me pidáis? No; Vos os habéis entregado todo a mí, yo también me
entrego todo a Vos, sin reserva alguna a Vos me entrego. ¡Oh mí Dios
y Señor!
¡Sí, Jesús mío! quiero amaros ¿Y qué quiero amar, sino amo a un Dios
muerto por mí? En el tiempo pasado, amor mío, os desprecié; mas
ahora; no tenga mayor pena que acordarme de los disgustos que os
di, y. no deseo otra cosa que ser todo vuestro. ¡Ay Jesús mío!
perdonadme y atraed a Vos mi corazón; llagadlo, heridlo, é inflamadlo
todo de vuestro amor.
Así es, ¡Salvador mío! Vos desde la cruz veíais ya las ofensas que yo
había de haceros y en vez de castigarme aparejabais luces, llamadas
amorosas y perdón. ¡Ay Jesús mío!, ¿y deberá suceder jampas que
después de tantas gracias haya de volver a ofenderos, y a separarme
de Vos? ¡Ay Señor! No lo permitáis. Si no os he de amar, enviadme la
muerte. Os diré con san Francisco de Sales: o morir o amar; o amar o
morir. Así sea.
COLOQUIO
Alma. ¡Ay Padre! hace cenca dos años que no hallo a Dios, ni en la
oración, ni a la presencia del sagrado tabernáculo, y ni aun en la misma
comunión. Me parece que soy una alma que -ni tiene amor, ni tiene
esperanza, ni aun fe; una alma dejada renteramente de la mano de
Dios. Ya no experimenta mi corazón ternura alguna, ni en el tiempo de
meditar la pasión de Jesucristo, ni al recibir o venerar a este Señor en
la sagrada Eucaristía: soy insensible a toda especie de devoción. Es
verdad que esto merecen mis; pecados, con los cuales ¡ay de mí!
merecí el mismo infierno.
Alma. Sí, Señor; estoy persuadida de ello: pero ¿por qué pues, ya que
hace dos años que le obedezco no obstante no hallo ningún consuelo,
ninguna devoción?
S. Alfonso. ¡Eh bien! ahora conozco vuestro defecto, pues que decís
no encontráis la paz que desea vuestro corazón. Decidme; hija ¿qué es
lo que buscáis vos? ¿Buscáis la- voluntad de Dios, o bien consolaciones
y dulzuras espirituales? Si queréis santa; de hoy m adelante buscád
solamente la voluntad de Dios, el cual os quiere santa sí, pero no
consolada en esta vida. Si no experimentáis consolaciones, consolaos
con la esperanza de tener con vos al que es el mismo consuelo y el
mismo consolador. ¿Os lamentáis de que os halláis seca y árida hace
ya dos años? Y ¿qué compone esto si se compara con lo que han
padecido los Santos? Poned los ojos en una santa Francisca Fremiot,
y la veréis sufrir una aridez de no menos qué cuarenta años. Mirad a
una santa Magdalena de Pazzis y la veréis que por el espacio de cinco
años pasa por la fuerte legía de penas y tentaciones terribles, y al fin
de dios pide a Dios una gracia, y es la de que mientras dure su vida no
le conceda ninguna otra consolación sensible.
Mirad a un san Felipe Neri, aquel Santo cuyo corazón era, digámoslo
asi, un volcán de amor al Señor; y le oiréis que ya exclama: Jesús mío,
yo nunca os he amado, quisiera si verdaderamente amaros: ya dice
otras veces: Aun no os conozco, Jesús mío, porque no os busco; ya
añade, en fin: Yo quisiera amaros, Jesús mío; más ¡ay! que no sé hallar
el modo de hacerlo: yo os busco, y ¡ay de mí! Que no os hallo.
Así hablaban, hija mía, los Santos; y vos ¿estáis tan espantada, y todo
aturdida, ponqué os halláis árida y desolada y no encontráis a Dios
como quisierais?
Alma. Eso no: los detesto de veras, y los aborrezco, más que a la misma
muerte.
Alma. Sí, Padre mío: con los auxilios del Señor, estoy en la firme
resolución de dejarme antes hacer mil pedazos, que cometer un
pecado, aunque no sea más que venial, con plena advertencia.
Alma: no, por gracia que me hace Dios: me parece que mi corazón no
está pegado a cosa alguna de la tierra, de manera que por ella quiera
cometer una falta deliberadamente: con todo yo me veo llena de
defectos; me sabe mal el que me desprecien y a veces me resiento de
ello.
13. Pero y ¿por qué no veros desolada habéis de pensar que Dios os
aborrece? No solo no debéis afligiros por ello, sino que antes bien os
debe servir de consuelo y satisfacción el ver que Dios os trata como a
las almas que más estima entre sus siervos, y lo que es más, como trató
a su mismo Hijo, del cual dice la Escritura santa que quiso el Señor
consumirle con trabajos (Is 53,10); lo quiso ver consumido y oprimido
balo la prensa de dolores y padecimientos.
15. Por lo demás siempre que tengáis intención de amar a Dios, dilatad
vuestro corazón: Dilata tu boca, dice Dios (Sal 80,2), y yo te la llenaré;
que es decir que cuanto más esperaremos de Dios, tanto más
recibiremos de él. El mismo nos ha asegurado que llena de favores a
aquellos que confían en él: Él es el protector, dijo David (Sal 17,31), de
los que esperan en él. Y cuando vos pensáis que tal vez no os siente,
figuraos entonces que os reprende, y que os dice como a san Pedro:
Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste? (Mt 14,31) ¿Por qué temes qué
yo no te oiga, sabiendo la palabra que he dado de oír a quien me
ruega?
Por eso mismo que quiere oírnos, quiere que creamos que nos oirá
cuando le pidamos las gracias: Todo lo que me pidiereis en vuestras
oraciones, creed que lo recibiréis, y os sucederá como deseáis, nos
dice por san Marcos (Mc 11,24) Notad las palabras creed que lo
recibiréis: conviene pues pedir las gracias con cierta confianza, sin
titubear, como nos lo advierte Santiago (St 1,6). Tratando con un Dios
tan bueno, llenaos de confianza, y apartad de vos la melancolía.
Aquel que sirve a Dios y está triste, en lugar de honrarle, antes bien le
deshonra. Dice san Bernardo que aquel que se representa a Dios
áspero y severo, le hace agravio, pues es la misma bondad y
misericordia. ¿Cómo podréis dudar, dice el Santo, de que Jesucristo os
perdone los pecados, si con los mismos clavos de sus manos los ha
enclavado en la cruz donde murió por vos?
16. Dios declara que tiene sus delicias en estar con nosotros: Mis
delicias, dice (Prov 8,31), son estar con los hijos de los hombres. Si
pues las delicias de Dios son tratar con nosotros, justo es que todas
nuestras delicias sean tratar con Dios. Y este pensamiento debe
animaros a tratar con él con toda confianza, procurando pasar todo el
tiempo que os resta de vida con este nuestro bien Dios, que tanto nos
ama, y de cuya compañía esperamos gozar en el cielo por toda la
eternidad.
17. Tratémosle pues con toda confianza y amor, como al amigo que
más nos aprecia, y a quien más apreciamos. ¡Oh muchas almas
escrupulosas tratan a Dios como a un tirano que no exige de sus
súbditos otra cosa que pavor y temor; y por esto temen que a cada
palabra que les escapa inconsideradamente, que a cada pensamiento
que les pasa por la mente, ya se llena de cólera, y ya quiere
precipitarlas al infierno. No, Dios no nos priva de su gracia sino cuando
a ojos abiertos y deliberadamente la despreciamos, y queremos
volverle las espaldas. Y cuando le damos algún ligero disgusto con
algún pecado venial es verdad que este le desagrada mas no por esto
nos priva dé aquel amor que nos tenía; y por lo mismo con un acto que
hagamos de arrepentimiento o de amor, desde luego se aplaca.
ORACION
De un alma amante desolada.
Mi Jesús crucificado; Vos sachéis bien que por vuestro amor he dejado
todas las cosas: más después que Vos me habéis hecho dejarlo todo,
¡ay! que hallo que también Vos me habéis dejado a mí. Pero ¿qué digo,
amor mío? ¡ah! Apiadaos de mí, Señor, que no sé lo que profiero, y mi
debilidad es la que me hace hablar así. Yo de mí misma merezco todas
las penas, a causa de tantas faltas que he cometido. Vos me habéis
dejado, como yo lo tenía merecido, y me habéis privado de aquella
amorosa asistencia con que tantas veces me habíais consolado: con
todo por más que me vea desconsolada y abandonada de Vos, os
protesto que no obstante quiero amaros y bendeciros siempre. Con
tal que no me privéis de la gracia de poder amaros, tratadme como
queráis. Yo os diré como os decía aquella estimada escava vuestra: yo
os amo por más que me vea enemiga a vuestros ojos: apartadme de
Vos cuanto queráis, yo siempre os seguiré.
Con todo el afecto de que soy capaz agradezco, Señor y Dios mío, los
auxilios que habéis tenido la bondad de dispensarme para sondear los
escondrijos de mi corazón y conocer el estado de mi pobre alma. ¡Ay
de mí! cuán infiel soy en el cumplimiento de vuestra ley santa, de esa
divina y siempre adorable ley, toda justicia y equidad, que Vos mismo
os dignasteis grabar en el corazón del hombre! Ahora que tengo
presentes mis infidelidades, no puedo menos que detestarlas desde
luego; no esperaré para ello la hora de confesarlas. Desde luego Dios
mío, aquí mismo, postrado aun a vuestras plantas, confieso, Padre,
que he pecado contra el cielo y en vuestra presencia, y que no soy
digno de llamarme hijo vuestro, o a lo menos que soy un hijo el más
infiel y desagradecido: pero no por eso habéis dejado, Vos de ser mi
padre: padre mío sois, y padre el más amoroso y compasivo, padre
todo ternura, todo cariño y bondad. Yo confío, Señor, que también en
esta ocasión me perdonareis, Aceptad piadoso la Confesión que hago
ahora de que he pecado, y aceptadla también cuando la repetiré
humillado a los pies del venerable Ministro del Sacramento de perdón.
Antes de la confesión.
Después de la confesión
Vos habéis jurado, Dios mío, que no queréis la muerte del pecador,
sano que reconozca sus miserias, se convierta y viva. Vos habéis dicho
por boca de vuestros Profetas que en cualquier hora que se convierta
el pecador, olvidareis sus pecados, y que los echareis al fondo del mar,
y los haréis desaparecer como desaparecen las nubes, para no
acordaros más de ellos; y que no le dañarán por muchos que hayan
sido. Vos habéis añadido por boca de san Gregorio que una vez
convertido el pecador, le tratáis con el mismo cariño que si nunca
hubiese pecado. El día en fin de la conversión de un pecador es el día
de la alegría de vuestro corazón, y el cielo la celebra con más júbilo
que la perseverancia de noventa y nueve justos.
Aquí tenéis, Dios mío, postrado aun a los pies de vuestra soberana
Majestad, un pecador que ha reconocido su infidelidad, y las ha
confesado ingenuamente al venerable Ministro. Yo las he detestado
con vivo dolor, y he propuesto de veras la enmienda: todo ha sido con
los Auxilios, que agradezco, de vuestra gracia. Olvidad pues, Dios mío,
todas mis iniquidades: echadlas al fondo del mar, y no penséis más en
ellas, o a lo menos no sea sino para perdonármelas siempre más. Sea
este día un día de alegría para vuestro corazón, y para todos los
ciudadanos de la gloria. No me sean en adelante mis pecados ocasión
de algún daño; antes bien ellos mismos exciten siempre más mi
corazón a amar con d debido fervor a un padre tan piadoso, a un
padre; que yo mismo tanto más experimento misericordioso y
compasivo cuanto más he pecado.
Tratad en fin, dulce Jesús mío, a este arrepentido pecador con aquel
amoroso cariño con que tratabais a los pecadores arrepentidos en los
días de vuestra vida mortal y dadme siempre más y más vuestra gracia,
para que no muera, sino que antes bien viva, y viva para celebrar
vuestras misericordias sin número por toda la eternidad. Así sea,
Santísima Virgen María, dulcísima madre de Jesús y mía, en cuyo
poderoso patrocinio descansa confiado mi corazón.
CORONA
1. Yo quiero amarte; Dios mío, con el mismo amor con que te amó
en el mundo mi dulcísima madre la santísima Virgen María.
2. Y en particular, con aquel amor que te tuvo cuando concibió en
sus virginales entrañas a tu divino Hijo, y cuando le parió, crió y
vio morir. 3. Y con el amor que te tiene ahora y te tendrá
siempre en el cielo.
3. Más para amarte, Dios mío, Dios de bondad, como es debido, ni
aun esto basta.
4. Y por esto quisiera, si posible fuese, amarte como te amó, Dios
mío, el Verbo encarnado; y señaladamente
5. Como te amó cuando nació:
6. Como te amó cuando expiró en una cruz.
7. Como te ama sin cesar en los sagrarios en donde se digna estar
oculto:
8. Con el mismo amor, en fin, con que te ama y te amará en el cielo
por la eternidad.
9. Finalmente, aun mas, Dios mío, quisiera amarte con todo e
amor con que te amas Tú mismo. Más ya que todo esto es
imposible, haz Tú, por tu mismo amor, Dios y Señor mío, que te
amé lo más que sepa y pueda, que te ame, en fin, como sea de
tu mayor agrado: Así sea.
Gloria al Padre…
ORACIÓN
BENDICIONES
JACULATORIAS