Del Divino Amor - San Alfonso

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DEL DIVINO AMOR

Y DE LOS MEDIOS PARA ADQUIRIRLO

San Alfonso Ma. de Ligorio


DEL DIVINO AMOR
Y DE LOS MEDIOS PARA ADQUIRIRLO

1.
Nuestro buen Dios por lo mismo que nos ama mucho a nosotros,
quiere que también nosotros le amemos mucho a él; y por eso, no solo
nos está llamando a su santo amor, con tantas invitaciones repetidas
en las sagradas escrituras, y con tantos beneficios, así comunes como
particulares, que nos está dispensando continuamente, sino que ha
querido también obligarnos a amarle con un mandato expreso,
amenazando con el infierno a quien no le ama, y prometiendo al que
le ama no menos que el paraíso. Él quiere que todos se salven, y que
nadie se pierda, como nos lo enseñan muy claramente san Pablo y san
Pedro: A todos los hombres quiere salvados (1Tm 2,4), dice san Pablo:
y san Pedro dice: Espera con paciencia por amor de vosotros; no
queriendo que alguno perezca, sino que todos se conviertan a la
penitencia (2Pe 3,9). Más ya que Dios quiere que se salven todos, ¿por
qué ha criado el infierno? Lo ha criado, no para vernos condenados a
nosotros, sino para verse él amado, de nosotros.
Si no hubiese criado el infierno, ¿quién habría en el mundo que le
amase? Si no obstante de tener preparado un infierno contra los
malos, la mayor parte de los hombres estiman más condenarse que
amarle a él, si no hubiese infierno, repito, ¿quién le amaría? y por eso
el Señor a quien no quiere amarle, le tiene amenazada una pena
eterna, buscando de esta manera que aquellos que no quieren amarle
de buena voluntad, le amen a lo menos como por fuerza, excitándoles
a ello el temor de caer en el infierno.
2.
¡O Dios! ¿Cuán honrado y afortunado se creería aquel hombre que
oyese que le dice su rey: Ámame, pues que yo te amo? Un príncipe se
guardaría mucho de abajarse a pedir a un vasallo su amor: con todo
Dios, que es una bondad infinita, el Señor de todo, omnipotente,
sapientísimo, un Dios que nos ha enriquecido con sus dones
espirituales y temporales, no se desdeña de pedirnos nuestro amor,
nos exhorta a amarle, nos manda que le amemos, y ¡no obstante no lo
logra!
¿Qué otra cosa nos pide a cada uno de nosotros sino que le amemos?
¿Qué te pide el Señor Dios sino que temas a tu Señor Dios y le ames?
pregunta Moisés (Dt 10,12). A este fin se dignó bajar a la tierra a
conversar con nosotros el Hijo de Dios, como lo asegura él mismo (Lc
12,49): Yo vine a pegar fuego a la tierra, ¿y qué otra cosa quiero sino
que se encienda? Nótense estas palabras, ¿y qué otra cosa quiero sino
que se encienda? como si un Dios que en sí posee una felicidad infinita,
no pudiese ser bienaventurado, sino se veía amado de nosotros, como
dice santo Tomás.

3.
No podemos pues dudar que Dios nos ama, y que nos ama mucho; y
porque nos ama mucho quiere por lo mismo que le amemos con todo
el corazón. Por eso nos dice a cada uno de nosotros (Dt 6,5): Amarás
al Señor Dios tuyo con todo tu corazón. Y añade después (Dt6,6s) : y
tendrás estampadas estas palabras en tu corazón…, y en ellas
meditarás sentado en tu casa , y andando de viaje, y al acostarte y al
levantarte y las traerás ligadas en tu mano como por señal y
pendientes en la frente ante tus ojos; y las escribirás en el dintel y en
las puertas de tu casa.
Repárese en todas , estas palabras el tan vivo deseo con que desea
Dios verse amado de ceda uno de nosotros: quiere que las palabras
con que nos manda amarle con todo el corazón, las tengamos
esculpidas en el mismo corazón, a fin de que nunca nos olvidemos de
cumplirlas: quiere que las meditemos cuando estamos sentados en
casa, y cuando andamos por los caminos; cuando nos retiramos a
dormir, y cuando nos despertamos: quiere que las tengamos atadas
en las manos como una señal de recuerdo, para que en cualquier lugar
donde nos hallemos, las tengamos siempre a nuestra vista: y por eso
los Fariseos, tomándolas al pie de la letra, las llevaban en filacterias, o
pedazos de pergamino, en la mano derecha y en la frente.

4.
Escribe san Gregorio Niceno: ¡Feliz aquella saeta que juntamente mete
en el corazón a Dios que la dispara! Y quiere decir con esta expresión
el santo Padre, que cuando Dios arroja alguna saeta de amor a un
corazón, como alguna llamarada, o sea luz especial, que le hace
conocer su bondad, y el amor que le tiene, y el deseo con que desea
ser amado de aquella persona, en aquel punto viene Dios mismo junto
con aquella saeta de amor; pues que él, que es el sagitario, es el mismo
amor, es la misma caridad, como escribe san Juan (1Jn 4,8). Y así como
la saeta queda fija en el corazón que ha herido, así Dios hiriendo una
alma con su amor, viene a quedar siempre unido con ella.
Persuadámonos, o hombres, que solo Dios nos ama de veras. El amor
de los parientes, de los amigos, y de todos los que dicen que nos aman,
exceptuando aquellos que nos aman solo por respeto al mismo Dios,
no es verdadero amor; es un amor interesado, un amor que nace del
amor propio, por respeto del cual nos aman.
¡Sí, Dios mío! bien lo conozco que solo Vos me amáis, solo Vos me
queréis bien, no por vuestro interés, sino solo por vuestra bondad, por
solo el amor que me tenéis: y yo, ingrato, ay! que a nadie he dado
tantos disgustos, tantas amarguras, como a Vos, que así me amáis, y
así me habéis siempre amado! ¡Jesús mío! no permitáis que os sea más
ingrato. Vos me habéis amado de veras, y también de veras quiero
amaros en el tiempo que me queda de vida.
Os digo con santa Catalina de Génova: No más pecados, amor mío;
amor mío, no más pecados: a Vos solamente quiero amar, y a nada
más.

5.
Dice san Bernardo que una alma que ama de veras a Dios, no puede
querer sino lo que quiere Dios. Pidamos a Dios que nos hiera con su,
santo amor, ¡con tan preciosa flecha! porque un alma herida así, no
puede querer sino lo que él quiere, y se despoja de todos los deseos
de amor propio. Este despojo unido con la donación que de sí misma
le hace la persona, es aquella saeta con que el Señor mismo se declara
herida por el alma, como dijo a la sagrada Esposa de los Cantares (Cant
4,9): Tú has herido mi corazón; esposa mía, heriste mi corazón.

6.
Que bella es la expresión que a este propósito usa san Bernardo:
Aprendamos de arrojar nuestros corazones hacia Dios. Cuando una
alma se entrega sin reserva toda a Dios, entonces en cierta manera
arroja como un dardo su corazón hacia el corazón de Dios, el cual se
declara en este lance como preso, hecho prisionero por aquella alma
que toda se ha entregado a él. Este es el ejercicio de tales almas al
tiempo de sus oraciones: arrojan sus corazones hacia a Dios: se dan
todas a Dios; a él se entregan, y vuelven a entregarse una y muchas
veces, valiéndose a este fin de las siguientes jaculatorias amorosas, u
otras semejantes. Ellas dicen:
Dios mío y todas las cosas. A Vos solo quiero, Dios mío, y nada más.
Señor, yo me entrego toda a Vos, y si no sé entregarme como debo,
tenedla bondad de prenderme Vos mismo.
¿Y qué quiero yo amar, Jesús mío, si no os amo a Vos, que os dignasteis
morir por mí? Atraedme en pos de Vos: mi Salvador, arrancadme del
lodazal de mis pecados y tiradme toda hacia Vos.

Atadme, Señor ¿y apretadme con las suaves cadenas de vuestro amor,


pura que no os deje jamás.
Yo quiero ser toda vuestra. Señor, ¿me habéis entendido? quiero ser
toda vuestra; toda vuestra quiero ser; Vos me habéis de dispensar esta
gracia.

Y ¿a quién otro, quiero yo sino a Vos, amor mío, a Vos que todo lo sois
para mí?
Ya que me habéis llamado a vuestro amor, dadme gracia para saberos
agradar como deseáis. ¿Y a quién quiere amar mi corazón sino a Vos,
que sois bondad infinita, digna de infinito amor?
De Vos ha venido el deseo de ser toda vuestra acabad Vos de
completar la obra.

Y ¿qué otra cosa quiero yo en este mundo sino a Vos, que sois mi sumo
bien? Yo me, doy a Vos, sin reserva: aceptad la ofrenda que os hago, y
hacedme la gracia de seros fiel hasta la muerte. , Yo quiero amaros
mucho en esta vida, para amaros mucho en toda la eternidad.

¡Jesús mío!, ¡amado mío! Yo no quiero a otro que a Vos: Toda a Vos
me doy, Dios mío, i Haced lo que plazca a Vos.
El que dice de corazón esta cancioncilla, alegra al paraíso.

7.
Dichosa en suma aquella alma que como la sagrada Esposa puede
decir en verdad (Cant 2,16): Mi amado es todo para mí y yo soy toda
para mi amado: él se me ha dado todo a mí, y yo me he dado toda a
él; yo ya no soy más mía, sino toda de mi Dios.
El que habla así con un corazón sencillo, no con ficción sino de veras,
dice, san Bernardo que está pronto en su ánimo a antes abrazar las
penas del infierno, si esto fuese posible sin separarse de Dios, que
verse un soló instante separado de él: Mas tolerable le sería sufrir el
infierno que apartarse de Dios, son las palabras del Santo.

¡Oh, que tersos tan precioso es el tesoro del divino amor!, ¡feliz el que
lo posee! Este tal ponga todo su cuidado, y válgase, de todos los
medios posibles, para conservarlo y aumentado; y el que aún no tiene
la dicha, de poseerlo, debe valerse, de todos los medios para
adquirido.
Veamos ahora cuales son, los medios más necesarios y más a
propósito para adquirir tan rico, tesoro y conservado.

MEDIOS PARA ADQUIRIR Y CONSERVAR EL DIVINO AMOR

8.
El primer medio es despojarse de los afectos terrenos.
En un corazón que está lleno de tierra, no halla cabida el amor de
Dios, y cuanto más hay en él de tierra, tanto menos reina en él el
divino amor.
Por lo mismo el que desea tener lleno el corazón de amor divino, debe
procurar, quitar de él toda la tierra. Para hacernos santos; conviene
imitemos a san Pablo, el cual para ganar el amor de Jesucristo
despreciaba como estiércol todos los bienes de la tierra: Todo lo
reputo como estiércol, decía (Fl 5,8), para ganar a Jesucristo.
Ea, pidamos al Espíritu santo nos inflame con su santo amor, pues que
entonces también nosotros despreciaremos, y tendremos, por
vanidad, por humo, por lodo y basura, las riquezas, los deleites, los
honores y dignidades de esta vida, que son la causa de que la mayor
parte de los hombres se pierden desgraciadamente.

9.
¡Oh, que ello es así, que cuando en un corazón entra el santo amor, ya
no se hace más caso de cuanto estima el mundo!
Si para adquirir este amor diere el hombre todo el caudal de su casa,
lo reputará por nada, dice el Espíritu Santo (Cant 8,7).
Dice san Francisco de Sales que cuando se pega fuego a una casa,
echan por la ventana todas las ropas: y quiere decir que cuando en un
corazón arde el amor divino, el hombre, sin necesitar sermones ni
exhortaciones de padres espirituales, do si mismo procura despojarse
de los bienes mundanos, de los honores, de las riquezas, y de todas las
cosas que saben a mundo, para no amar a otro que a Dios. Santa

Catalina de Génova decía que no amaba a Dios por sus dones, pero
que amaba sí los dones de Dios para más amarle a él.

10.
Escribe Giliberto que para un corazón enamorado de Dios es cosa dura
é insufrible dividir su amor entre Dios y las criaturas del mundo,
amando a un mismo tiempo a él y a ellas. ¡O cuan dura cosa es para el
que ama partir su ánimo entre Cristo y el mundo!
Dice san Bernardo que el amor divino es insolente: insolente dice,
porque Dios no sufre que en un corazón que le ama a él, haya otro
compañero que participe del amor, pues todo lo quiere para sí. ¿Qué
por ventura pretende Dios demasiado, queriendo que una alma no
ame a otro que a él?

La suma amabilidad dice san Buenaventura, debe ser amada


únicamente; una amabilidad, una bondad infinita, que merece un
amor infinito, cual es Dios, justamente pretende ser solo en el goce del
amor de un corazón que ha criado expresamente para que le ame a él;
y mayormente cuando para lograr este fin de ser amada únicamente,
ha llegado al extremo de consumirse enteramente en gracia de aquel
corazón, como de sí mismo lo decía san Bernardo, hablando del amor
que le había tenido Jesucristo: Todo se gastó a mi favor.

Y lo mismo puede decir, y bien debe decir, cada uno de nosotros, al


pensar que a favor de cada uno ha sacrificado Jesucristo toda su vida
y toda su sangre, muriendo en una cruz consumido de dolores; y que
a más de haber muerto nos tiene dejado su propio cuerpo, su misma
sangre, su alma y a todo sí mismo en el adorable Sacramento del altar,
para ser comida y bebida de nuestras almas, y así cada uno de nosotros
está enteramente unido a él.

11.
¡Feliz aquella alma, escribe san Gregorio, que llega a tal estado que se
le hace insufrible cualquier cosa que no sea Dios, que es su único
amado! Le es intolerable, dice el Santo, todo lo que no suena a Dios, a
quien ama en su interior. Por eso conviene que nos guardemos de
aficionarnos a las criaturas, para que no nos roben parte del amor que
Dios quiere todo para sí. Y aunque tales afectos sean honestos, como
lo son los que se tienen a los parientes y amigos, conviene no obstante
advertir lo que dice san Felipe Neri, a saber, que todo el amor que
ponemos a las criaturas, lo quitamos a Dios.

12.
Debemos por lo mismo procurar volvernos huertos cerrados, como
llama el Señor a su Esposa de los Cantares (Cant 4,12): Huerto cerrado
eres hermana mía esposa. Huerto cerrado se llama aquella alma que
tiene cerrada la puerta a cualquier afecto de cosas terrenas. Cuando
pues alguna criatura quiere entrar a tomar parte de nuestro corazón,
conviene le neguemos la entrada desde luego; y entonces debemos
volvernos a Jesucristo, y decirle: Jesús mío, Vos solo me bastáis: yo no
quiero amar a otro que a Vos. Dios de mi corazón y porción mía mi
Dios para siempre, Vos habéis de ser el único dueño de mi corazón, mi
único amor.

Y por eso no ¿cesemos de pedir siempre a Dios nos conceda la gracia


de su puro amor; pues que escribe san Francisco de Sales: El puro amor
de Dios consume todo aquello que no es Dios, para convertir todas las
cosas en sí mismo.

13.
El segundo medio para adquirir el amor divino es meditar la pasión
de nuestro Señor Jesucristo.

Ello es cierto que el ser tan poco amado en el mundo Jesucristo nace
del olvido y de la ingratitud de los hombres, que no quieren
considerar, ni a lo menos de cuando en cuando, lo mucho que padeció
por nosotros y el amor con que lo padeció. Ha parecido a los hombres
una necedad, escribe san Gregorio, morir Dios por nosotros; les ha
parecido una locura el haber querido morir para salvamos a nosotros,
miserables esclavos que somos: pero ello es de fe que Dios lo ha
hecho: Nos amó, y se entregó él mismo por nosotros, decía (Ef 5,2) san
Pablo a los Efesios y quiso derramar toda su sangre para limpiarnos
con ella de nuestros pecados: Nos amó, leemos en el Apocalipsis (Ap
1,5) , y nos lavó de nuestros pecados con su propia sangre.

14.
Dice san Buenaventura: Dios mío, Vos me habéis amado tanto, que
parece que por mi amor habéis llegado A aborreceros A Vos mismo. Y
aún más: ha querido que nos alimentemos de él mismo en la santa
comunión. Y aquí entra santo Tomás, y hablando de este santísimo
Sacramento, dice que Dios se humilló para con nosotros como si él
fuese nuestro esclavo, y como si cada uno de nosotros fuese su Dios.

15.
Por eso añade el Apóstol: La caridad de Cristo nos urge: el amor tan
grande que nos ha tenido, nos aprieta, nos fuerza en cierto modo a
amarle. ¡Ay Dios! ¿Y qué no hacen los hombres por amor de alguna
criatura cuando llegan a enamorarse de ella? y con todo ¿un Dios de
infinita bondad, de infinita belleza, un Dios que ha llegado a morir por
cada uno de nosotros en una cruz y es tan poco amado? ¡Ea! imitemos
todos al Apóstol que decía: Nunca me gloríe yo en otra cosa que en la
cruz de nuestro Señor Jesucristo: ¿qué mayor gloria puedo yo esperar
en este mundo, que haber tenido un Dios que por mi amor dio la
sangre y la vida? Esto mismo debe decir cualquier hombre que tenga
fe: y si tiene fe»

¿Cómo será posible que ame a otro que a Dios? ¡Ay Dios»! ¿Cómo es
posible que una alma al contemplar a Jesús crucificado, al verle
clavado con tres clavos, pendiente de sus mismas llagas de las manos
y pies, y que muere de puro dolor obligado del amor que nos tiene, no
se vea tirada y casi forzada a amarle con todo su corazón ?

16.
El tercer medio para llegar al perfecto amor de Dios es el
conformarse en todas las cosas con su voluntad.
Dice san Bernardo que el perfecto amante de Dios no puede querer
sino lo que quiere Dios. Muchos dicen de boca que están del todo
resignados a lo que Dios quiere: con todo, cuando sobreviene alguna
cosa contraria, alguna enfermedad molesta, alguna persecución, se
inquietan y pierden la paz. No lo hacen así aquellas almas que están
verdaderamente resignadas: ellas dicen: así lo quiere, o así lo ha
querido, el amado, y luego se tranquilizan.

Al amor santo todas las cosas le son dulces, dice san Buenaventura.
Saben estas almas que cuanto sucede en el mundo, todo viene por
disposición de Dios, que o lo manda, o lo permite, y persuadidas de
esta verdad, suceda lo que suceda, bajan humildemente la cabeza, y
viven contentas de todo lo que el Señor dispone. Y aunque Dios no
quiere que los otros nos persigan o nos hagan algún daño, quiere no
obstante muchas veces por justos fines que nosotros suframos con
paciencia aquella persecución aquel daño que nos desagrada.

17.
Decía santa Catalina de Génova: Si Dios me hubiese puesto en lo
profundo del infierno, en verdad le diría: Bueno es estarnos aquí. Diría:
Me basta el que si me hallo aquí, es por voluntad del amado, el cual
me ama más que todos, y sabe lo que es mejor para mí. ¡Qué
descansar tan tranquilo el descansar en brazos de la divina voluntad!

18.
Dice santa Teresa: Todo lo que debe procurar el alma que se ejercita
en la oración, es el conformar su voluntad con la divina, en lo que
consiste la más alta perfección. Por eso conviene dirigir a Dios
repetidas veces aquella súplica de David: Señor, enseñadme a hacer
vuestra voluntad; ya que me queréis salvar, enseñadme a cumplirla
siempre.
El acto de amor más perfecto que puede hacer una alma para con Dios,
es aquel que hizo san Pablo cuando en la hora de su conversión dijo
(Hch 9,6) Señor, ¿qué queréis que haga? decidme aquello que queréis
de mí, que estoy pronto a ejecutarlo: vale más este acto que mil
ayunos y mil disciplinas. Este debe ser el blanco de todas nuestras
obras, deseos y oraciones, hacer la voluntad de Dios: la gracia de saber
cumplir esta voluntad debemos pedir a la santísima Virgen nuestra
madre, a los Santos nuestros abogados, y a nuestros Ángeles custodios
nos lo alcancen con su intercesión.

Y cuando nos suceden cosas que repugnan a nuestro amor propio,


entonces con un acto de resignación se ganan tesoros de méritos:
acostumbrémonos en tales lances a repetir aquellas palabras que
Jesucristo mismo nos ensenó con su ejemplo: ¿No he de beber el cáliz
que me da mi Padre? o bien: Hágase, Padre: así place a Vos, así me
place también a mí, o en fin, como el devoto Job: se ha hecho lo que
ha querido el Señor, bendito sea su santo nombre.

Decía el V. Maestro de Ávila que vale más un Bendito sea Dios en


medio de las adversidades, que mil acciones de gracias en las cosas
prósperas. Y aquí conviene repetir: ¡oh que descansar tan suave el
descansar en manos de la voluntad de Dios! pues entonces se cumple
lo que dijo el Espíritu santo (Pr 12,21) ningún acontecimiento, sea el
que fuere, contristará al justo.
19.
El Cuarto medio para enamorarse de Dios es la oración mental. Las
verdades eternas no se ven con los ojos de carne, como se miran las
cosas visibles de este mundo sino solamente con el pensamiento, con
la consideración; y por eso, si no nos detenemos por algún tiempo a
considerar aquellas verdades, y con especialidad la obligación de amar
a nuestro buen Dios, que tanto lo merece, ya por tantos beneficios que
nos ha hecho, ya por el amor que siempre nos ha tenido, difícilmente
se despojará el alma del afecto a las criaturas, y difícilmente pondrá
todo su amor en Dios.
En la oración hace conocer el Señor la vileza de las cosas terrenas, y el
aprecio que se merecen las cosas celestiales; y ahí inflama con el fuego
de su santo amor aquellos corazones que no resisten a sus
llamamientos.

20.
Algunas almas, es verdad, se lamentan que van a la oración, pero que
no encuentran en ella a Dios: no encuentran a Dios porque van con el
corazón lleno de tierra: Despega el corazón de las criaturas, dice santa
Teresa, y busca a Dios y le hallarás. El Señor es todo bondad para con
el alma que lo busca: ¡Cuán bueno es Dios en gracia del alma que va
en busca de él! dijo Jeremías.

Para hallar pues el alma a Dios en la oración es menester que se


despoje del afecto que tenga a las cosas de la tierra, y entonces él le
hablará: La llevaré a la soledad, dice por Oseas (Os 2,14) y ahí le
hablaré al corazón. Pero para hallar a Dios advierte san Gregorio que
no basta la soledad del cuerpo, sino que es necesaria también la del
corazón. Dijo un día el Señor a santa Teresa: Yo hablaría con gusto a
muchas almas; pero como el mundo hace tanto ruido en su corazón,
no puede oírse allí mi voz.
¡Ah! que cuando se, pone en oración una alma despegada, bien le
habla Dios, y le hace conocer el amor que le tiene; y ella entonces, dice
un autor, ardiendo de santo amor, no habla, pero ¡oh cuanto dice con
aquel silencio! El silencio de la caridad dice a Dios, escribe él, más que
toda la elocuencia humana: cada suspiro descubre todo su interior.
Entonces no se sacia de repetir: Mi amado para mí, y yo para él: yo
toda para mi amado.

21.
El quinto medio para llegar a un grado eminente de amor divino es
la oración de ruegos.
Nosotros somos pobres de todo; pero si pedimos, seremos ricos de
todo, pues que Dios ha prometido oír al que le pida: Pedid y se os dará,
dice por Mateo (Mt 7,7) ¿Qué mayor afecto puede demostrar un
amigo a otro amigo que. Decirle pídeme lo que quieras, que te lo daré?
Esto puntualmente dice el Señor a cada uno de nosotros.

Dios es el dueño de todo, promete dar todo lo que se le pida: si pues


somos pobres, la culpa es nuestra, porque no le pedimos las gracias
que necesitamos. Por eso la oración mental es moralmente necesaria
a todos; porque fuera de ella, cuando nos hallamos enredados con los
cuidados del mundo, poco pensamos en el alma: pero puestos en la
meditación, entonces es cuando Vemos sus necesidades, y en vista de
ellas pedimos las gracias, y las alcanzamos.

22.
Toda la vida de los Santos ha Sido vida de oración y de ruegos; y con
ellos han alcanzado todas Ias gracias con que se han hecho santos. Si
queremos pues salvarnos y hacernos santos, debemos estar siempre
a las puertas de la divina misericordia a llamar, a pedir por limosna
todo lo que necesitamos. ¿Necesitamos humildad? pidámosla, y
Seremos humildes: ¿necesitamos paciencia en las tribulaciones?
pidámosla, y seremos pacientes: ¿necesitamos el divino amor?
pidámoslo, y lo alcanzaremos. Pedid, y se les dará, es promesa de
Jesucristo, el cual no puede dejar de cumplirla.
Él mismo, para que tengamos más confianza en los ruego, nos ha
prometido que cuantas gracias pediremos a su Padre en nombre suyo,
o por su amor, o por sus méritos, él Padre todas nos las concederá. Y
en otro lagar dice Aquello que me pediréis a mí mismo en mi nombre
esto es, por mis méritos, yo lo haré. Sí, pues que es de fe que todo lo
que puede Dios, lo puedo también Jesucristo, que es su Hijo.

23.
Que sea un alma tan fría como se quiera en el divino amor, si ella tiene
fe, no puede no verse empujada a amar a Jesucristo considerando,
aunque no sea sino de paso, lo que dicen las sagradas escrituras acerca
el amor que nos manifestó en su pasión, y nos manifiesta en el
santísimo Sacramento del altar.
En cuanto a la pasión escribió Isaías (Is 53,4-5): verdad que él tomó
sobre si nuestras dolencias, y cargó con nuestras penalidades: y añade
luego: Por causa de nuestros pecados fue llagado, y despedazado por
nuestras maldades: de manera qué es de fe que Jesucristo ha querido
sufrir y cargar sobre, sí las penas y dolores, que merecíamos nosotros
para así libramos de ellas.

¿Y qué es lo que le obligó: a todo esto sino el amor que nos ha tenido
siempre? Dios nos amó y se entregó por nosotros, dice san Pablo (Ef
5,2): y dice san Juan (Ap 1,5): Nos amó, y nos lavó de nuestros pecados
con su propia sangre. Y en cuanto al sacramento de la Eucaristía, el
mismo Jesucristo nos dijo a todos cuando lo instituyó (1Co 12,25):
Tomad y comed: este es mi cuerpo; y añade en otro lugar (Jn 6,57): El
que come mi carne, y bebe mi sangre, mora en mí, y yo en él.

Un hombre que tiene fe, ¿cómo puede leer estas tiernas expresiones
y no Sentirá casi forzado a amar a este Redentor, que a más de
sacrificar por su amor la sangre y Ia vida, le dejó su cuerpo en el
Sacramento del altar, para que sea el alimento de su alma, y se una
todo con él eh la santa comunión?

Se añade otra breve reflexión en cuanto a la pasión de Jesucristo. Él se


des ver en una cruz, clavado con tres clavos, manando sangre de todas
sus llagas, y agonizando entre los dolores de la muerte. Pregunto: ¿por
qué Jesucristo se nos deja ver en un estado tan piadoso y compasivo?
¿Tal vez no más que para que nos compadezcamos de él? no, que no
tanto para ser compadecido de nosotros, como para ser de nosotros
amado, se redujo a un estado tan lastimoso.

Debía bastarnos a cada uno de nosotros para amarle el habernos


hecho saber por Jeremías que nos ama desde la eternidad: Con
caridad perpetua te he amado (Jr 31,3). Pero viendo el Señor que esto
no bastaba a nuestra tibieza para movernos a amarle como deseaba,
quiso demostrarnos prácticamente con sus hechos el amor que nos
tenía, dejándose ver lleno de llagas y muriendo de dolor por nuestro
amor, dándonos así a conocer con sus sufrimientos el amor inmenso
que conserva para con nosotros; lo que explicó bien san Pablo con
aquellas palabras: Nos amó y se entregó él mismo por nosotros.

ORACION
De san Buenaventura a Jesús crucificado para alcanzar
Su santo amor.
Herid, dulcísimo Jesús mío, las entrañas de mi alma con el dulce dardo
de vuestro amor, para que yo desfallezca y me liquide por amor de Ti
y por deseo de Ti, y por eso desee salir de ésta vida, para venir a
unirme perfectamente contigo en la eternidad. Haced que mi alma
tenga siempre sed de Ti; que solo a Ti busque, solo a Ti hable, solo a Ti
encuentre, y todo lo haga solo por gloria de Ti. Haced que mi corazón
esté siempre fijo en Ti, que sois mi única esperanza, mi riqueza, mi paz,
mi refugio, mi herencia y mi tesoro: Así sea.

ORACION
A María santísima para que nos alcance el amor de Jesucristo
y una buena muerte

¡O María! Tú que tanto deseáis ver amado a Jesús, alcanzadme la


gracia de amarle mucho, y de no amar a otra cosa que a él. ¡Señora
mía! Tú alcanzáis de vuestro Hijo todo lo que queréis: rogad por mí, y
consoladme. Alcanzadme también un grande amor para contigo, que
sois la amada de Dios. Y por aquel dolor que sufristeis en el Calvario al
ver expirar a Jesús en la cruz a vuestra misma presencia, alcanzadme
una buena muerte, para que después de haber amado a Jesús, y a Ti,
Madre mía, en este mundo, venga a amaros en el paraíso por toda la
eternidad: Así sea.
MEDITACIONES
PARA LOS EHERCICIOS SOBREDICHOS
Advertencia

1. No hay duda que son de mucha utilidad los ejercicios espirituales


que se hacen, en comunidad en muchos conventos, acompañados con
las meditaciones y las instrucciones que da el predicador: más
tampoco puede negarse que para los religiosos que quieren crecer en
el divino amor, es un gran medio hacer también en particular estos
mismos ejercicios. Allí, en aquella total soledad, habla Dios a sus
amados con voces muy eficaces y tiernas. Los Santos para poder gozar
más de Dios, que en la soledad es donde, se comunica más
familiarmente a quien le busca, fueron a internarse en las grutas y en
los v desiertos.

Decía san Bernardo que había aprendido más de las cosas divinas
puesto entre hayas y mestos en la soledad, que de los maestros y de
los libros. Vos podéis tener este desierto, si quebréis, en vuestro,
mismo lugar: procurad saberos valer de él, a lo menos por ocho días.
Pero diréis que los otros hermanos no practican: estos ejercicios Mas
¿qué importa? Si los demás no quieren hacerlos, hacedlos vos:
practicándolos vos, podréis con vuestro ejemplo excitarlos a que
hagan lo mismo. Tales singularidades son agradables a Dios.

Dice san Bernardo que nadie se hará santo, si no vive una vida singular
en el ejercitar las virtudes y los medios que conducen a la santidad: No
puede ser perfecto sino lo que es singular.
2. Pero para hacer bien éstos ejercicios conviene que os abstengáis del
trato por teléfono con otros, sino también de ocuparos en quehaceres
temporales y en pensamientos de cosas de la tierra; y a más que
observéis un silencio perpetuo, y que vuestra morada no sea en otro
lugar que la capilla y la soledad externa.

Podréis no obstante pasearos algún rato por los campos, para tomar
de esta manera un poco de alivio. A fin de que podáis hacer con fruto
estos ejercidos, y así crecer en el divino amor, he reunido aquí las
siguientes meditaciones, no extendidas a modo de discursos, sino
solamente entretejidas de máximas eternas, y de sentimientos y
afectos devotos, a fin de que mientras estaréis meditando, os paréis
en aquel punto donde vuestra alma encuentre pábulo, sin empeñaros
a querer leer toda la meditación.

Tal vez el Señor se dignará daros luz en el primero o segundo


sentimiento que leeréis: en tal caso paraos allí, sin pasar adelante
mientras el alma y el corazón hallan con que apacentarse. Estad
advertido de que no debéis emprender estos ejercicios con deseo de
sentir ternuras y experimentar un fervor sensible; sino solamente con
el santo fin de conocer y practicar lo qué el Señor; quiere vos.

Emprendiéndolos con este fin puro, aunque sucediese qué en todos


ellos no experimentases otra cosa que tedios y sequedades, con todo
no dejará Él de iluminaros, y de inflamaros con su santo amor; y cuanto
mayor habrá sido vuestra fidelidad durante la desolación, tanto
mayores serán las divinas gracias con que saldrá de ellos enriquecida
vuestra alma.
MEDITACIÓN 1
DE LA IMPORTANCIA DE LA SALVACIÓN

Entre todos los negocios no hay negocio más importante que el de


nuestra salvación, del cual pende o nuestra dicha o nuestra ruina
eterna.

Solo una cosa es necesaria. No es necesario que seamos ricos, que


seamos honrados, que gocemos de buena salud; pero sí es necesario
que nos salvemos. Para este solo fin Dios nos ha puesto en el mundo:
¡ay de nosotros si lo erramos!

Decía san Francisco de Sales que en el mundo no hay sino un solo bien,
que es el salvarse y un solo mal, que es el condenarse. ¿Qué importa
que seamos pobres y despreciados, y que estemos enfermos? Si nos
salvamos, seremos siempre felices. Pero al revés, ¡ay! ¿De qué nos
serviría que fuésemos ahora príncipes y monarcas, si habíamos de ser
infelices por toda la eternidad?

¡Ay Dios! ¿Qué será de mí? Puede ser que me salve, y también puede
ser que me condene: y ya que es así que puedo condenarme, ¿por qué
no me resuelvo a unirme estrechamente con Vos, siempre más y más,
o mi Dios?

Jesús mío! tened piedad de mí. Yo quiero mudar de vida: dadme


vuestra ayuda. Vos moristeis para salvarme, y ¿yo querré
condenarme?

¿Hemos por ventura hecho bastante para salvarnos? ¿Estamos por


ventura seguros de que no caeremos al infierno?
¿Con qué cambio podrá el hombre rescatar su alma una vez perdida?
(Mt 16,26) Si perdemos el ala, ¿con qué otro bien podrá jamás ser
recompensada una pérdida tan sensible? ¿una pérdida de tanto
interés?

¿Qué no han hecho los Santos para asegurar su salvación eterna?


¿Cuántos reyes y cuantas reinas han renunciado a sus reinos, y se han
encerrado en los claustros? ¿Cuántos jóvenes han dejado sus patrias,
y se han internado en los desiertos? ¿Cuántas doncellas no han
querido admitir las bodas de grandes personajes, para irse a dar la vida
por Jesucristo? Y nosotros ¿qué hacemos?

¡Ay de mí! ¡Y cuánto no ha hecho Jesucristo para salvamos?


Gastó treinta y tres años en sudores y trabajos; dio su sangre y su vida;
¿nosotros querremos perdernos?

Señor! os doy gracias de que no me hicisteis morir cuando yo estaba


en desgracia vuestra. Si yo hubiese muerto entonces, ¡ay Dios! ¿Y qué
sería de mí por toda la eternidad? Dios quiere que todos nos salvemos
Si nos perdemos, nos perdemos solo por nuestra culpa; y esta seria
nuestra mayor pena en el infierno.
¡Qué pena, Dios mío!, ¡no menos que eterna!

Dice santa Teresa que la pérdida de alguna cosa, aunque sea de una
bagatela, de un vestido, de un anillo, cuando es por nuestra culpa, nos
da una pena insufrible. ¿Qué pena tan terrible será pues para los
condenados; haberlo perdido todo voluntariamente, haber perdido el
alma, el paraíso, a Dios?
¡Ay de mí! se acerca la muerte, y ¿qué es lo Que he hecho para
alcanzar la vida eterna?
¡Ay Dios mío! ¿Y cuantos años hace que merecería verme en el
infierno, donde no podría ni arrepentirme, ni amaros más? ¡Oh! ya que
ahora puedo, me arrepiento de veras, y os amo, Señor; os amo con
todo mi corazón.
¡Ah! ¿Y qué espero? espero ir a llorar con los condenados, y a clamar
angustiada con ellos: ¡Ay que hemos errado! y ¡ay que para nosotros
no hay ya remedio, ni lo habrá por toda la eternidad!

En este mundo, si se cae en un error, se halla remedio, puede


corregirse pero si se pierde el alma, ¡ay que es un error irremediable!
nunca se podrá corregir.
¿De cuántos medios no se valen los hombres, y cuantos trabajos y
fatigas no soportan, para lograr una ganancia, una dignidad, un
divertimiento? Y para salvar el alma ¿qué se hace? ¡como si el perderla
fuese cosa de poca importancia!

¡Cuántas diligencias paran lograr la salud del cuerpo! Se buscan los


médicos más hábiles, se buscan los remedios más eficaces, y los aires
más saludables: ¡y por la salud eterna tanta negligencia!... ¡qué
ceguedad! ¡Dios mío! no quiero resistir más a las voces con qué os
dignáis llamarme: ¿quizá estas palabras que ahora leo son la última
llamada que me hacéis?

¡Podemos condenarnos para siempre ¿y no temblamos?, ¿y no


procuramos remediar los desórdenes de nuestra conciencia?,
¿Qué esperamos?
¿Cuántas gracias recibidas de Dios?, reflexionad hermano no os ha
hecho el Señor para veros salvado? Os ha hecho nacer en el seno de la
Iglesia: os hadado unos padres honrados: os ha sacado del siglo, y os
ha colocado en su casa. A más de ello, ¿qué de proporciones no os ha
dado para haceros santo?
Sermones, directores, buenos ejemplos de los compañeros. ¿Cuántas
luces, cuántas voces de amor en los ejercicios espirituales, en la
oración, en las comuniones? ¿De cuánta misericordia no ha usado con
vos? ¿Cuánto tiempo no os ha esperado? ¿Cuántas veces no os ha
perdonado?, gracias que no ha hecho a tantas otras almas, almas que
tal vez se hubieran aprovechado de ellas mejor que vos.

¿Qué debía, hacer más a mi viña, que no lo haya hecho (Is 5) ¿Qué
debía hacer más en gloria de tu alma, dice Dios, para verla dar buenos
frutos? con todo en tantos años que estás en el mundos, ¿qué frutos
me has dado? ¿Qué otros frutos sino abrojos y espinas?.

Si se nos hubiese concedido poder escoger nosotros mismos los


medios para salvarnos, ¿qué medios hubiéramos podido procurarnos
más seguros y más fáciles que los que su bondad nos proporciona?
¡Ay! que si de tantas gracias no nos aprovechamos; ellas mismas
servirán para hacer más infeliz nuestra muerte.
Para haceros santo no son necesarios ni éxtasis, ni visiones: bastan los
solos medios que os suministra la religión. Frecuentad la oración,
despegaos de vos misma, observad las reglas aún en las cosas
pequeñas, y os haréis santo.

¡Ay Dios mío! Ya ha tantos años que estoy en el mundo; y tantos que
me hallo en esta casa Vuestra, y ¿de qué provecho he servido hasta
ahora? Jesús mío, vuestra sangre y vuestra muerte son mi esperanza.

Si esta noche hubiese de morir, ¿moriría contento de la vida que vivo?


¡Ah! que no. ¿Qué espero pues? Espero que venga la muerte, y que
tenga que exclamar: ¡ay de mí que ya ha acabado mi vida, y no he
hecho nada!
Para un moribundo que se halla desahuciado ya de los médicos ¿qué
gracia no sería el concederle un año más, o a lo menos un mes de vida?
Dios me conoce a mí este tiempo; pero ¡ay! ¿En qué lo emplearé de
aquí en adelante? Solo Dios lo sabe.

¡Señor! ya que me habéis esperado hasta ahora, no quiero haceros


más el sordo. Aquí me tenéis: decidme lo que queréis de mí, que yo
quiero cumplirlo puntualmente. No quiero esperar a entregarme a Vos
en aquel tiempo en que para mí; será el acabado el tiempo.

(Para religiosos)
Y ¿qué es lo que he venido a hacer en este convento?, ¡ah! ¿De qué
me servirá haber dejado al mundo, si he de vivir como vivo?
¿Qué haré; en adelante? He dejado los padres, las comodidades de mi
casa, me he encerrado en cuatro paredes-, y después de esto ¿querré
ponerme en peligro de condenarme? (---)
¡Jesús mío! Basta el haberos tanto ofendido. La vida que me queda, no
quiero emplearla, no en disgustaros: quiero emplearla solamente en
llorar los disgustos que os he dado y en amaros con todo el corazón,
¡oh dueño del alma mía!, ¡dueño único de mí corazón!

Lo que conviene hacer, hagámoslo luego, que la muerte se acerca. Lo


que podemos hacer hoy, no guardemos a hacerlo mañana: el día de
hoy pasa, y ¡ay quizá no volverá más!, ¡ay!, qué tal vez no llegará
mañana!
En la hora de la muerte todos dicen: ¡ojalá me hubiese hecho santo!
Pero ¿de qué sirven entonces estos suspiros cuando está para
acabarse el aceite de la lámpara, cuándo vamos a entrar en el caos
insondable de la eternidad?
Diremos en la hora de nuestra muerte: ¿qué me hubiera costando huir
de aquellas ocasiones, aguantar aquella persona, cortar aquella
correspondencia? Mas ¡ay que no lo he hecho!
Y ahora ¿qué será de mí? Señor ayudadme. Yo os digo con santa
Catalina de Génova y deseó decírosla con todo el corazón: Jesús mío
no más pecar: no más pecar Jesús mío: todo lo renuncio de buena gana
para daros gusto a Vos; a Vos me entrego enteramente.

No pensemos que hacemos demasiado para lograr nuestra salvación:


Ninguna seguridad hay que baste cuando se trata de evitar él infierno,
dice san Bernardo.
Pará acertar el negoció de nuestra salvación es precisó valernos los
medios, haciendo una firme resolución de ponerlos en práctica. De
nada valen ciertas veleidades; de nada aprovecha decir lo haré luego,
sino se hace. ¡Ay que el infierno está lleno de almas qué decían luego',
luego, y llegó entre tanto la muerte, y se condenaron!

Dice el Apóstol (Fl 2,12): Procurad vuestra salvación con temor y


temblor: el que tiembla al pensar que puede condenarse, se
encomienda siempre; a Dios, huye las ocasiones; obra el bien; y
haciéndolo así, se salvará. Si queremos salvarnos, es preciso nos
hagamos violencia: el cielo no se da a los perezosos los violentos son
los que lo arrebatan.

¡Ay Señor! ¿Cuántas promesas os he hecho? Y ¡ay! que se han


convertido en traiciones! No quiero ya haceros más traición:
ayudadme Vos; matadme, os lo pido con todo el corazón, matadme
antes que os ofenda.
Dice el Señor Pedid y recibiréis (Jn 16,24): con esto mismo nos da a
conocer el deseo tan grande que tiene de salvarnos. Si alguno dice a
un amigo, dame aquello que quieres darme no tiene más que hacer
para quedar servido: pidamos pues también nosotros siempre a
nuestro buen Dios que nos ama más que un íntimo amigo, y nos
enriquecerá siempre de gracias, y ciertamente nos salvaremos.

¡Mi amado Jesús! Volved sobre mis miserias vuestros ojos, y tened
piedad de mí. Yo me he olvidado de Voz, más Vos no os habéis
olvidado de mí. Os amo, amor mío, con toda el alma; abomino todas
las ofensas que os he hecho, y las aborrezco más que todo otro mal.
Perdonadme, Jesús mío, y olvidad todas las amarguras; que os he
ocasionado. Y ya que sabéis mi debilidad, no me abandonéis: dadme
luces, dadme fortaleza para vencerlo todo, para daros en todo gusto.
Haced que de todo me olvide, y aun de mí mismo, a fin de que solo me
acuerde de vuestro amor, y de tantas misericordia con que tanto me
habéis obligado a amaros. María, Madre de Dios, rogad a Jesús por mí.
Así sea.
MEDITACIÓN 2
DE LA VANIDAD DEL MUNDO

¿De qué le serviría al hombre ganar el mundo (cosa imposible) si


después perdía el alma (Mt 16,26)? ¡0h máxima grande, que ha
enviado tantas almas al a la Iglesia! ¿De qué sirve ganar un mundo que
acaba, y perder desgraciadamente el alma, que es eterna, que nunca
acabará?
¡Mundo!... ¿Y qué cosa es este mundo sino una mera apariencia una
farsa, un acto de comedia (mejor diré de tragedia); que presto pasa?
¡Pasa en un momento la escena de este mundo, dice san Pablo (1Co
7,21). Viene la muerte, tira la cortina, se cierra la escena, y cata ahí
que todo queda acabado.

¡Ay de mí! en la hora de la muerte a la luz de aquella lúgubre candela


¡Jesús mío! haced que mi alma de hoy en adelante sea toda vuestra:
haced que yo no ame a otro que a Vos. Quiero desprenderme de todo
antes que de todo me arranque la muerte a viva fuerza.

Decía santa Teresa: Ningún caso ha de hacerse de una cosa que acaba.
Procurémonos pues aquella fortuna que no acaba con el tiempo. ¿De
qué le serviría a una persona ser feliz por algunos días, (si es que pueda
ser feliz verdaderamente el que ha perdido a Dios), si después hubiese
de ser desgraciado para siempre, no menos que por toda la
eternidad?
Dice David que todos los bienes de la tierra en la hora de la muerte
parecerán como sueño de uno que se despierta (Sal 73,20). ¿Qué pena
no siente aquel que ha soñado que lo han hecho rey, que ha hallado
una rica bolsa, que ha logrado un grande empleo, cuando al
despertarse se halla pobre como era antes?
¿Quizá, Dios mío, si esta meditación que estoy leyendo, es para mí la
última llamada que me daréis? Dadme fuerza para arrancar de mi
corazón, todos los afectos a las cosas de la tierra antes no llegue el día
de partirme de ella; y hacedme conocer el gran desatino en que caí al
atreverme a ofenderos a Vos, y a dejaros por amor a las criaturas.
Padre, yo no soy digna de ser llamado hijo vuestro. Me arrepiento de
haberos vuelto las espaldas, y no me desechéis, os pido, ahora que
vuelvo a Vos, ahora que vuelvo con el vivo deseo de ser todo vuestro.

En la hora de La muerte no consuelan a un moribundo ni los oficios


decorosos que ha ejercitado, ni la pompa de las fiestas que ha hecho,
ni los divertimientos a que se ha entregado, ni los puntillos en que se
ha vencido; solo la consolará el amorque haya tenido a Jesucristo, y
aquel poco que haya hecho y padecido por su amor.

Felipe II murió; exclamando: ¡Oh si yo hubiese sido un fraile lego de


alguna religión, y no un rey! Felipe III murió exclamando también: ¡Oh
si yo hubiese vivido en un desierto, pues ahora comparecería con
mayor confianza al tribunal de Dios!
Así hablan en la hora de la muerte aquellos que en los días de su vida
han sido tenidos por los más afortunados de la tierra. ¡Qué
desengaño!

En suma, todas las ganancias que se pueden tener de cosas de la tierra,


en la hora de la muerte van todas a terminar en remordimientos de
conciencia y en temores de una eterna condenación. ¡Ay Dios! dirá
aquella persona: debía despreciar el mundo, y no obstante he amado
las vanidades del mundo. ¡Qué necio he sido!, dirá: ¿de qué me servía
no querer dejar el mundo, si había de vivir después una vida infeliz,
apartada del mundo y apartada de Dios? Dirá: ¡Oh qué loco he sido!
Podía hacerme - santo con tantos medios y con tanta facilidad, podía
haber vivido una vida de feliz, unido con Dios, y ¿qué me queda ahora
de mi vida pasada? Mas ay! ¿Cuándo exclamará de esta manera?,
cuando estará ya para concluirse la escena, y próxima a entrar en la
eternidad; cuando se hallará ya cerca de aquel gran momento del cual
depende el ser por siempre feliz o por siempre desgraciado: ¡terrible
momento!

Señor tened piedad de mí. En la vida pasada no he sabido amaros: pero


de hoy en adelante Vos habéis de ser mi único bien: Dios mío y todas
las cosas: solo Vos merecéis todo mi amor, solo a Vos quiere amar mi
corazón. ¡Oh grandes del mundo! ahora que estáis en el infierno, ¿qué
os ha ¿quedado de vuestras riquezas y de vuestros honores y
pasatiempos? ¡Ah! nada, responden ellos Ilorando: nada, nada, nada
nos ha quedado sino tormentos y desesperación.
Todo ha pasado; mas ¡ay! que nuestra pena no se ha de acabar jamás!
nunca pasará!

Dirán los desdichados: ¿De qué nos ha servido nuestra soberbia, la


ambición de dominar?, ¿de qué la jactancia y vanidad de las riquezas?
(Sb 5,8) ¡Ah! que todo ha pasado como una sombra, se ha disipado
como humo, y no nos ha dejado tras de sí sino los más amargos
tormentos eternos! ¡Ay de mí! que al venir la muerte la memoria de
los bienes que se han gozado en éste mundo, no inspira sentimientos
de confianza, sino de espanto, de terror y de confusión al que ha
abusado de ellos!

¡Pobre de mí! después de tantos años que estoy en el mundo, ¿qué he


hecho para Dios? Señor, tened compasión de mí; no me apartéis de
vuestra presencia: no me arrojéis de la vista de vuestra cara y de
vuestras misericordias.
El tiempo de la muerte es el tiempo» de la verdad: entonces es cuando
se conoce que todas las cosas de la tierra nada más son vanidad, humo
y ceniza. ¡Ay, Dios mío! y ¿cuántas veces os he estimado en menos que
un puro nada? Ah! después de tanta vileza no tendría el atrevimiento
de esperar el perdón, si no supiese que Vos moristeis para
perdonarme. Ya os amo, Dios mío; os amo sobre todas las cosas, y
aprecio vuestra gracia más que todos los reinos del mundo.

La muerte se llama ladrón, y con razón se llama tal; pues que ella nos
despoja de cuanto tenemos, de las ropas, de la hermosura, de las
dignidades, de padres y parientes, y aun de nuestra misma piel y de
nuestra misma carne.
El día de la muerte: se llama también el día de las pérdidas, día en que
hemos de perder todo cuanto hayamos adquirido, y todas las
esperanzas de este mundo. ¡Jesús mío! nada se me da el perder todos
los bienes de la tierra, mientras no os pierda a Vos, bien infinito:
piérdanse todos antes que perderos a Vos, que sois mi sumo bien.

Nosotros alabamos a los Santos, porque por amor de Jesucristo


despreciaron los bienes de este mundo: ¿y por qué pues estamos tan
pegados a ellos, con tan grande peligro de nuestra salvación? Amamos
tanto las ventajas de esta vida, ventajas perecederas: ¿cómo pues
hacemos tan poco caso de las ventajas eternas?, ¿ventajas que nunca
perecerán?

¡Dios mío!, iluminadme; haced que conozca la nada que son todas las
criaturas, y el todo que sois Vos, ¡oh infinito bien! Haced que yo lo
renuncie todo para lograros solamente a Vos. Dios mío, solo a Vos
quiero, y nada más.
Decía santa Teresa que todas las faltas en que caemos, y todo el apego
que tenemos a los bienes de la tierra, provienen de falta de fe.
Avivemos pues la fe de que un día lo habremos de dejar todo, y
tendremos que pasar a la eternidad: y por lo mismo dejemos ahora
con mérito lo que un día tendremos que dejar por fuerza.
¡Qué riquezas! ¡Qué honores! ¡Qué diversiones! ¡Qué parientes! Dios,
Dios y nada más: busquemos solamente a Dios, y él nos bastará en
lugar de todas las cosas.

La gran sierva de Dios sor Margarita de santa Ana, hija del emperador
Rodulfo II, y monja descalza, decía: ¿De qué sirven los reinos en la hora
de la muerte?
La muerte de la emperatriz Isabel dio el empujón a san Francisco de
Borja para que se resolviese a dejar el mundo, y a darse todo a Dios;
pues que al ver su fétido y desfigurado cadáver exclamó: ¡Así pues
acaban las grandezas y las coronas de este mundo!

¡Ojalá, Dios mío, os hubiese siempre amado! Haced, Señor, que sea
del todo vuestro antes no me venga la muerte. ¡Gran secreto el de la
muerte! ¡0h y como hace ella desvanecer todos los deseos de mundo!
¡Oh como hace ver claramente que todas las grandezas de la tierra son
humo y engaño!
Las cosas más deseadas son de los mundanos, ¡ah! ellas pierden su
fascinante esplendor miradas desde el lecho desengañador de la
muerte: la sombra de la muerte oscurece todas las hermosuras de la
tierra. ¡De qué sirven las riquezas y atavíos cuando ya no queda otra
Cosa que una andrajosa mortaja con que cubrir el pálido cadáver?
¿De qué sirve la hermosura del cuerpo, que a tantos embelesa y si ha
de reducirse a un montón de gusanos, de podredumbre y ceniza? ¿De
qué sirve haber mandado a otros, si no queda otra, cosa que el ser
echado en una sepultura, olvidado de todos, pisado de los demás?
Dice el Crisóstomo: Preséntate delante de una sepultura, contempla
el polvo y los gusanos, y suspira. Considera aquellos esqueletos que
los gusanos han roído y reducen a polvo y suspira y exclama: ¡Ay que
también yo he de ser reducido a lo mismo! ¿Y no pienso en ello? ¿Y no
me entrego a Dios? ¡Ay de mí! ¿Quizá si estos sentimientos que ahora
leo son la última llamada para mí? ¿Quizá ya no me dará otro aviso
Dios?

¡Mi amado Redentor! yo acepto de buena gana mi muerte, y la acepto


en aquel mismo modo que os placerá enviármela: más yo os pido que
antes que llegue la hora de juzgadme me deis tiempo de llorar las
ofensas que os he hecho. Os amo, Jesús mío, y me arrepiento de
haberos despreciado: quiero mil veces morir antes; que, volver a
pecar: está es mi resolución bendecidla Vos.

¡Ay Dios! ¡Cuántos infelices para alcanzar alguna cosa de la tierra, por
un placer, por una vanidad, han perdido el alma! y ¡ay que perdiendo
el alma lo han perdido todo, todo lo han lo han perdido para siembre!
¿Creemos, o no, que hemos de morir, y que hemos de morir una sola
vez? ¿Y por qué pues no dejamos todas las cosas para lograr una buena
muerte? dejémoslo todo, y lo conseguiremos todo.

¿Cómo es posible saber que en la hora de la muerte, en aquella tan


triste hora para el infeliz pecador, la vista de una vida desarreglada
será una pena insufrible, y no obstante querer continuar a vivir
desarregladamente?
¡Dios: mío!: os doy gradas de las luces que me deis. Más, ¡ah Señor!,
¿qué habéis hecho? Yo he aumentado los pecados, ¿y Vos habéis
aumentado las gracias?, ¡ay desgraciado mí, si ahora no sé valerme de
ellas!
Aquel vive sin duda despegado del mundo que piensa, que dentro un
corto tiempo ha de salir de él. ¡Oh con qué paz viven y mueren
aquellos, que despojados de todo van diciendo contentos como san
Francisco de Asís: ¡Dios mío y todas las cosas!

Decía Salomón que todos los bienes de este mundo no son si no


vanidad y aflicción de espíritu, pues; que el que más cargado está de
ellos, más padece.

Locos llamaba san Felipe Neri a aquellos que tienen su corazón pegado
al mundo: locos, pues que también en este mundo viven una vida
infeliz.

¡Ay Dios mío!, ¿qué me queda ahora de tantas ofensas que os he


hecho, sino sustos y zozobras, sino penas y remordimientos que me
atormentan, y que aún me atormentarán más en la hora, que quizá
está muy cerca de la muerte? Ea Señor, perdonadme luego. Vos me
queréis todo para Vos, y yo quiero ser todo vuestro. Aquí me tenéis:
desde este momento me entrego todo a Vos. No quiero otra cosa de
Vos, Dios mío, sino a Vos mismo.

¡Eh! no pensemos jamás que el vivir desprendidos de todo, que


consiste en no amar otra cosa que a Dios, sea una vida triste y
descontenta. ¿Y quién hay que viva en este mundo más contento y
alegre que una alma que ama de corazón a Jesucristo? Halladme entre
todas las reinas del mundo una que viva más contenta y tranquila que
aquella monja que se ha entregado enteramente a Dios.

¡Alma mía! si hoy mismo debieses partir de este mundo, cosa que
puede ser muy bien, ¿partirías satisfecha de la vida que hasta ahora
has vivido? ¿Y qué esperas pues? ¿Esperas tal vez que la luz que ahora
Dios te da por su misericordia, haya de servir para echarte en cara tu
ingratitud en el día de la cuenta?

¡Jesús mío! yo lo renuncio todo para entrégame todo a Vos. Vos me


buscasteis cuando, yo huía de Vos: no me rechacéis ahora que yo os
busco. Vos me amabais cuando yo no os amaba, y ni siquiera deseaba
que me amaseis: no me despreciéis ahora que ya no deseo otra cosa
que amaros a Vos, y ser amado de Vos. ¡Dios mío! ya veo que quieres
alcance mi salvación, y yo también quiero alcanzarla para daros gusto.
Para daros gusto todo lo dejo, y todo me entrego a Vos.
María, madre de Dios, rogad a Jesús por mí. Así sea
MEDITACIÓN 3
DEL VIAJE A LA ETERNIDAD

No tenemos aquí ciudad fina y permanente, sino que vamos en busca


de la que está por venir, decía san Pablo (Hb 13,14); en este mundo no
somos ciudadanos, sino peregrinos; estamos en él de paso, viajando
hacia la eternidad, pues dicho está que el hombre ha de ir a la casa de
su eternidad (Ecle 12,3)

Dentro poco tiempo pues deberemos desalojarnos de este mundo:


dentro poco será llevado nuestro cuerpo al cementerio, y nuestra
alma pasará a la eternidad. ¿No sería un necio aquel viajante que
quisiese consumir todos sus caudales; en fabricarse una casa en un
lugar donde está solo de paso y de donde ha de partir luego?

¡Dios mío! mi alma es eterna: yo pues, o he da gozar de Vos para


siempre, o he de perderos pan siempre: ¡qué alternativa, ¡ay, ¿cuál
será mi suerte?

En la eternidad hay dos casas, pero, ¡cuán diferentes!, una da toda


especie de delicias, y otra da toda especie de tormentos; y ¡ay! que
esas delicias y esos tormentos serán eternos: Si el árbol cayere a la
parte del medio día o bien a la del norte, donde quiera que caiga, allí
se quedará (Qo 11,3). Si el alma va al lugar de su salvación, allí será
feliz para siempre; más ¡ay! de ella si cae en el infierno, allí estará
llorando y rabiando mientras Dios será Dios, no menos que por toda
la eternidad.
No hay medio, o siempre rey en el cielo o siempre esclavo de Lucifer
en el infierno; o siempre en el paraíso dichoso o siempre en el infierno
desesperado. ¡Qué alternativa tan triste!

¿Cuál de estas dos casas tocará a cada uno de nosotros?, aquella que
cada cual se elige para sí voluntariamente. El que va al infierno, va al
él con sus propios pies. Todos los que se condenan, se condenan
porque quieren condenarse. ¡Qué locura!

¡Jesús mío!, ¡dichoso yo si siempre os hubiese amado! Tarde os he


conocido; pero vale más tarde que nunca ¡oh Dios de mi corazón, Dios
herencia mía: por toda una eternidad!

Todos los cristianos, pero especialmente los religiosos, para vivir bien
deben tener siempre delante de sus ojos la eternidad. ¡Qué bien
arreglada es la vida de aquel que tiene siempre en la memoria la
eternidad!, que recapacita a menudo los años eternos.

Si el paraíso, el infierno, y la eternidad fuesen cosas dudosas, ¡Qué no


deberíamos de hacer para no ponernos en peligro de condenarnos
para siempre! ¿Cuánto más, pues, hemos de hacer para evitar un tal
peligro, ya que no son cosas dudosas, sino verdades de fe?

Toda la fortuna de este mundo ¿a qué va parar? ¡Ah!, a una mortaja,


a un ataúd, a un féretro, a algunos palmos de sepultura: todo parará a
polvo, ceniza, nada. ¡Dichoso aquel que gana la vida eterna!

¡Jesús mío! Vos sois la vida mía, la riqueza mía, el amor mío. Dadme
un vivo deseo de agradaros en los días que me quedan de vida; dadme
el auxilio que para ello necesito, que nada puedo sin Vos.
Un pensamiento de eternidad basta para hacer un santo. San Agustín
llamaba al pensamiento de la eternidad gran pensamiento. Este
pensamiento de tanta importancia es el que ha conducido tantos
jóvenes a los claustros, tantos anacoretas a los desiertos, tantos
Mártires a la muerte, y tantos Santos a la gloria. Así convirtió el P. Ávila
a una dama pegada al mundo, con solo decirle: Considere, señora,
aquel siempre y aquel jamás: aquel siempre penar, aquel jamás gozar.
Un monje se encerró dentro una sepultura, y allí no hacía otra cosa
que repetir suspirando: ¡oh eternidad!, ¡oh eternidad!

¡Ay de mí!, ¡y de cuanta importancia es aquel último instante de


nuestra vida! De aquella última boqueada, depende o una eternidad
de contentos, o una eternidad de penas: depende una vida o siempre
feliz o siempre desgraciada. Jesucristo murió en una cruz, para que
tengamos la dicha de hallarnos en gracia suya en aquel último
instante.

¡Mi amado. Redentor!, pues si Vos no hubieseis muerto por mí, ¿yo
estaría perdida para siempre? ¡Ah! os doy gracias por tanta bondad,
amor mío; confío en Vos y os amo.
¡Dios mío! o creemos en Vos, o no creemos en Vos. Si no creemos en
Vos, mucho es lo que hacemos por cosas que tenemos por fábulas.
Más si creemos en Vos, ¡oh cuán poco es lo que hacemos para lograr
una eternidad dichosa, y evitar una eternidad infeliz!

Decía el P. Vicente Carafa que si los hombres considerasen seriamente


las verdades eternas, y confrontasen los bienes y males presentes con
aquellos bienes y males de la eternidad, que nos está esperando, la
tierra se convertiría en un desierto, pues que no habría ya quien se
ocupase en negocios de esta vida.
iOh! qué espanto nos causará, cuando nos hallaremos próximos al
último momento de nuestra vida, el pensar: ¡Ay de mí! de este
momento depende o mi fortuna o mi ruina eterna! ¡El ser feliz para
siempre, o para siempre desgraciado!

¡Ay Dios! pasan los días, pasan las semanas, pasan los meses, pasan
los años, nos acercamos continuamente a la hora de entrar en la
eternidad, y ¡no pensamos en ello! Y ¿quién sabe si este año o este
mismo mes es el último para mí? ¿Quizá si este día el último día, o esta
hora sea la última hora?, ¿quizá si este es el último aviso que me da
Dios?, ¿quizá hoy mismo tendré que comparecer a su tribunal?
¡Dios mío! no quiero abusar más de vuestras gracias.: aquí, me tenéis:
hacedme saber lo que queréis de mí que en todo quiero obedeceros.

Y ¿qué queremos esperar después de tantas luces y voces de Dios?


Que tal vez el ir a llorar con los condenados, y a clamar eternamente:
¡Ay que se ha acabado el verano, y nosotros no nos hemos salvado (Jr
8,20)! Ahora es el tiempo de remediar nuestro descuido, después de
la muerte ya no habrá más remedio ni más tiempo. Tenía razón el P.
M. Ávila cuando decía que los cristianos, ya que creen la vida eterna,
si no obstante se atreven a vivir lejos de Dios, merecerían ser
encerrados en una cárcel de locos.

Es un gran negocio el negocio de la eternidad: es el único negocio


¡grande; el único negocio de importancia!; pues que no se trata de
tener una casa más cómoda o más clara, sino de o habitar en un
palacio de todas las delicias, o rabiar en un calabozo de todos los
tormentos: se trata o de ser bienaventurado entre los Ángeles y
Santos, o de vivir desesperado entre la chusma de los enemigos de
Dios. Y esto ¿para cuantos años? ¿Para cuantos siglos? ¿Por ciento?
¿Por mil? ¿Por un millón? ¡Ay que no! sino para siempre, para siempre,
por mientras Dios será Dios, por toda la eternidad.

¡Es así, Dios mío, que si yo hubiese muerto cuando estaba en desgracia
vuestra, os habría perdido para siempre! qué desgracia en tal caso la
mía! ¡Ay Señor! si no me habéis perdonado todavía, perdonadme
ahora. Yo os amo con toda mi alma, y siento sobre todo mal el haberos
ofendido. Yo no quiero perderos mas Os amo con todo el corazón, y
quiero siempre amaros. ¡Jesús mío! tened piedad de mí; miradme con
compasión.

A algunos mientras viven les hace poca impresión el oír nombrar los
novísimos, la muerte, el juicio, el infierno, la eternidad. Más al llegar
la muerte, aquella hora de tristeza, de zozobras y espanto, ¡o qué
terror les causan entonces estas verdades! ¡Pero ay! que con poco
fruto! porque entonces ya no les servirán sino para aumentarles los
remordimientos y la confusión, para hacer más agoniosa su muerte.
Decía santa Teresa a sus monjas: Hijas, una alma, una eternidad. Y
quería decir diciendo una alma, que perdida el alma, todo está
perdido; y diciendo una eternidad, que perdida el alma una vez, está
perdida no para algunos años o para algunos siglos, sino ¡ay! para
siempre, por toda la eternidad.

¡Señor! esperadme un poco más, dadme tiempo para llorar mis


pecados. Bastantes años he perdido: el tiempo que me resta, quiero
dároslo todo a Vos. Admitidme a vuestro santo servicio; ¡Dios mío! no
me rechacéis, no me privéis de vuestro amor. El Señor nos espera,
pero sepamos apreciar mucho este tiempo que nos concede por su
misericordia, para que no tengamos que suspirar por él cuando ya se
habrá acabado para nosotros.
¡Ay Dios!, ¡y cuanto pagaría un moribundo de tener un día más de vida,
o a lo menos siquiera una hora! pero otro día u otra hora con la cabeza
clara, con el entendimiento despejado; pues que el tiempo que tienen
los moribundos, es poco a propósito para ajustar la conciencia. El
espanto, la calentura, los dolores, la fatiga del pecho, el cansancio de
la cabeza, la proximidad de la eternidad, ¡ah! que impiden entonces al
entendimiento de hacer un acto bueno, y la voluntad se halla decaída
con el peso de tantas fatigas. Entonces el alma, como encerrada en
una fosa oscura, no ve otra cosa sino una gran calamidad que la
amenaza, que va a desplomarse sobre ella, y a la cual no se ve capaz
de resistir: quisiera tiempo, ¡pero ay! que ya no hay más tiempo, La
hora que menos pensaréis vendrá el hijo del hombre (Lc 12,40)

Dios nos oculta expresamente el tiempo de la muerte para que


estemos siempre preparados para morir. Estad preparados, nos dice:
no preparaos, sino estad preparados. El tiempo de la muerte ¡ah! que
no es tiempo de prepararse para dar cuenta, sino de hallarse ya
preparado. Decía san Bernardo: Para morir bien conviene que nos
hallemos siempre preparados para morir. ¡Jesús mío! basta ya el
haberos ofendido tantas veces. Es ya hora de que de hoy en adelante
me disponga para la muerte. No quiero abusar más de vuestra
paciencia: quiero amaros cuanto me sea posible. Os he ofendido
mucho, lo confieso, es verdad, y por lo mismo mucho ahora quiero
amaros.

¡Oh qué pena tan grande el tener que arrepentirse del descuido en
que se ha vivido, entonces cuando ya no hay tiempo de hacer lo que
no se ha hecho! Dice san Lorenzo Justiniano que los mundanos cuando
se hallan en el lance de la muerte darían de buena gana todas sus
riquezas para lograr una sola hora más de vida. Más ¡ay! que se les
dirá en aquella hora: no hay más tiempo.
Entonces les será intimado que han de partir sin demora: parte, alma
cristiana, de este mundo. Cuenta san Gregorio que cierto cristiano
hallándose en la hora de la muerte, gritaba a los demonios: dadme
tiempo hasta mañana. Y ellos le respondieron; loco, lo has tenido, ¿y
por qué lo has perdido? ahora no hay más tiempo. ¡Ay Dios mío!, ¡y
cuantos años he perdido también yo, desdichado de mí!
Pero, Señor, la vida que me queda, no ha de ser más mío, sino todo
vuestro. Haced Vos que abunde en mí vuestro santo amor, ya que ha
abundado en mí el pecado.

Decía san Bernardino de Sena que tanto vale en esta vida un instante
de tiempo, cuánto vale Dios; ¡qué tesoro tan apreciable! pues que en
cada instante con un acto de amor o de contrición podemos adquirir
nuevos grados de gracia. Dice san Bernardo que el tiempo es un tesoro
que solo se halla en esta vida. En el infierno este es el llanto de los
condenados: ¡oh si tuviésemos una hora!, ¡oh si lográsemos una hora
para hacer una buena confesión, para poder remediar nuestra eterna
ruina! En el paraíso, allí sí que no se llora: pero si pudiesen llorar los
Bienaventurados, este sería su único llanto, el haber perdido aquel
tiempo en que podían ganar otros grados de gloria.

¡Amado Redentor mío! yo no merezco piedad, pero no obstante yo


confió en vuestra pasión. Yo quiero amaros mucho en esta vida, para
amaros mucho en la otra. Ayudadme Vos; dad la mano a un miserable
pecador que ahora quiere ser todo vuestro. Y ¿quizás si me
sobrevendrá una muerte imprevista que me prive de todo tiempo para
arreglar la cuenta? Tantos que han muerto de repente, no pensaban
morir de esta manera; y si los infelices se hallaban en pecado, ¡ay!,
¿qué será de ellos por toda la eternidad? qué desgracia tan fatal, ¡no
menos que eterna!
Los Santos, no obstante de trabajar toda la vida en aparejarse para la
muerte les parecía que hacían poco para no errar un paso de tanta
importancia. El P. M. Ávila cuando le dieron la noticia de que iba a
morir dijo: ¡oh si tuviese un poco más de tiempo para aparejarme para
morir! Y nosotros ¿qué aguardamos?, ¿aguardamos tal vez tener una
muerte inquieta é infeliz?, ¿una muerte desastrada, que sirva a los
otros de un ejemplar de la divina justicia? No Jesús mío; no quiero
obligaros a que me abandonéis. Decidme lo que queréis de mí, que
todo quiero cumplirlo. Haced que yo os ame, y nada más os pido.

Llamará al tiempo contra mí, decía Job. Temblemos, y no hagamos que


el tiempo que nos da Dios ahora por su misericordia, haya de ser
llamado un día contra nosotros, como a juez de nuestra ingratitud.
Caminad mientras tenéis luz, dice el Señor (Jn 12,35); pues que al
tiempo de la muerte se hace de noche, y no hay más luz, y no se puede
trabajar más para la salvación. San Andrés Avelino temblaba diciendo:
¿Quién sabe si me salvo, o si me condeno? Pero mientras así hablaba,
se unía siempre más estrechamente con Dios. Y nosotros ¿qué
hacemos? ¿Cómo es posible que quien cree que ha de morir, y que ha
de morir la hora menos pensada; y que ha de pasar a la eternidad, no
se entregue todo a Dios?

¡Amado Redentor mío!, ¡amor mío crucificado! no quiero esperar a


abrazarme con Vos cuando me será presentada vuestra santa imagen
en la hora de la muerte: desde ahora os abrazo, y os aprieto a mi
corazón, y todo lo renuncio para no amar a otro que a Vos, mi único
bien. ¡Oh María madre mía¡ atadme con Jesús, y haced que no me
separe más de su amor. Así sea.
MEDITACIÓN 4
DEL PECADO

¿Qué cosa es el pecado mortal? Es un apartarse de Dios, como dice


santo Tomás con san Agustín: es volverle las espaldas: es hacer
desprecio de su gracia y de su amor: es perderle el respeto en su
misma presencia, diciéndole: yo no os quiero servir; quiero hacer lo
que me acomoda y nada se me da que Vos os disgustéis de ello, y que
me privéis de vuestra amistad. ¡Qué vileza!
Para comprender cuán grande es la malicia del pecado mortal,
convendría comprender quien es Dios, y quien es el hombre que
desprecia a este Dios con el pecado. Delante de Dios todos los Ángeles
y Santos son nada: y ¡ay!, ¡un gusano de la tierra tiene el atrevimiento
de despreciar a un Dios! Pero ¿qué más? ¡Ah! el hombre pecando, no
solo desprecia a un Dios de infinita majestad, sino también a un Dios
que le ha amado tanto, que ha llegado a morir por su amor: ¡qué
ingratitud! Para llorar pues un solo pecado mortal no bastaría una
eternidad.

¿Qué más hace el que lo comete? ¡Ah! deshonra a un Dios,


posponiéndolo a un humo, a un desahogo de rabia, a un vil interés, a
una miserable satisfacción: ¡a un Dios tan grande!, ¡a un Dios tan
bueno!, ¡a un Rey de tremenda majestad! ¡Ay alma mía!, ¡qué vileza
repito, Señor! si no os viese sacrificado en la Cruz por mi amor,
perdería toda la esperanza de ser perdonado; pero ¡gracias a Vos
mismo, Jesús mío! vuestra muerte me llena de confianza: En vuestras
manos encomiendo mi espíritu, os encomiendo, Señor, esta alma en
gracia de la cual derramasteis la sangre y disteis la vida. Os amo, Jesús
mío, amor mío y esperanza mía. Y ¿cómo podré jamás volver a
separarme de Vos, único bien mío, después que me habéis hecho
conocer lo mucho que me habéis amado?

¿Cuánta pena no nos causa a nosotros el vernos ofendidos de una


persona a quien hemos hecho beneficios? Dios no es capaz de dolor;
mas si fuese capaz de él, moriría de tristeza y de dolor al verse
despreciado de una criatura en favor de la cual ha llegado hasta dar su
vida, y no menos que en el patíbulo infame de una cruz. Malditos
pecados míos ¡mil veces os detesto y os maldigo: vosotros me habéis
hecho disgustar a mi Redentor, a un padre que tan tiernamente me ha
amado!

Almas desgraciadas que estáis condenadas en el infierno! vosotras


que en vida decíais que era un leve mal el pecado, ¡infelices! ahora
confesáis ingenuamente que, toda la pena que sufrís, no llega a
castigaros como merecéis. Es preciso confesar que el pecado es un
gran mal; pues que un Dios, que es la misma misericordia, un Dios todo
bondad, se ve obligado a castigarlo con un infierno eterno. Aún más:
para satisfacer a la divina justicia por el pecado, ha debido un Dios
sacrificar su misma, vida. ¡Ay Dios!, sabemos, que el infierno es un
castigo muy horrendo, y no obstante ¿no nos hace temblar el pecado,
que puede conducimos a él? Sabemos que un Dios murió para
perdonarnos los pecados cometidos, y ¿volveremos a pecar? ¡Ay! no
lo permitáis, ¡Dios mío!

La pérdida de cualquier bien de la tierra aunque mínimo, nos pone


inquietos y tristes; y la pérdida que con el pecado hemos tenido de
Dios, la desgracia de haber perdido a todo un Dios, ¿no nos llenará de
dolor y de aflicción por toda nuestra vida? ¡Señor! os doy gracias por
el favor que me hacéis de darme tiempo para llorar las amarguras que
os he ocasionado. ¡Jesús mío! las aborrezco con el odio posible: dadme
Vos más dolor y más amor, para que llore las ofensas que os he hecho,
no tanto por la pena que he merecido, como por el disgusto que os he
dado a Vos, ¡amabilísimo Dios mío!

¿Qué inquietudes y temores no tiene un cortesano que teme haber


agraviado a su príncipe? Y nosotros que sabemos de cierto que
agraviamos a Dios, en otro tiempo, y que perdimos su amistad,
¿viviremos tranquilos, sin tener de ello un continuo dolor? ¿De
cuántas precauciones no se valen los hombres para evitar el veneno,
no obstante que solo mata al cuerpo? y con todo ¡tanta negligencia en
evitar el veneno del pecado, que mata al alma, y nos hace perder al
mismo Dios! Nosotros nos dejamos prender del demonio con aquel
engaño que nos hace consentir en el pecado: después me confesaré
de él. Así el enemigo ha llevado tantos pecadores al infierno. ¡Infelices!
y ¡ay!, ¡que su infelicidad ya no tiene remedio! ¡Ya se han perdido para
siempre!

¡Ay Dios mío!, ¡cuántos años hace que yo merezco hallarme en el


infierno! Vos me habéis aguantado para que yo bendiga para siempre
vuestra misericordia, y os ame. Sí, ¡Jesús mío! os bendigo, y os amo y
espero en vuestros méritos que nunca más me apartaré de vuestro
amor. Mas, si después de haberme dispensado tantas gracias volvía: a
ofenderos, ¿y cómo podría presumir que no me abandonaríais sino
que antes bien volveríais a perdonarme de nuevo?

Dios usa; de piedad con aquellos que le temen, pero no con aquellos
que le desprecian. El ofender a Dios porque usa de misericordia es
provocarle de un modo especiad, a castigarnos; Es aún más, ultrajarle
por eso mismo que nos perdona, y querer burlarse de él; pero ¡ay! que
Dios nunca queda burlado: el pecador es el que queda burlado y
perdido, si no se arrepiente de veras.
Dirá el demonio: quizás si aunque cometas este pecado, puede ser que
también te salves. Entre tanto, digo yo, si pecas, ya te condenas tu
mismo al infierno. Quizá puede ser que aún me salve: sí, pero puede
ser también, y tal vez mas fácilmente, que te condenes; y el negocio
de la salvación es eterna ¿es un negocio que haya de aventurarse a a
un quizá? entre tanto pecando mortalmente ya mereces el infierno: y
¿si en este entre tanto te venia, la muerte? Si Dios; te abandonaba,
¡ay!, ¿qué sería de ti?

No, Dios mío, no quiero ofenderos más; baste tanto que os he


ofendido; ¡Oh! ¡Cuántos con menos pecados que yo se hallan ya en el
infierno iSeñor! yo no quiero ser más mía, sino vuestro y todo vuestro;
a Vos consagro toda mi voluntad y libertad. Vuestro soy, salvadme.
Salvadme del infierno, y antes salvadme del pecado. Os amo, Jesús
mío, y no quiero perderos más.

Dicen los santos Padres que Dios tiene determinado el número de


pecados que a cada cual quiere perdonar; y el de las gracias que nos
quiere conceder. Por esto, no sabiendo nosotros cual es este número,
¡oh cuanto debemos temer que si nos atrevemos a cometer otro
pecado, el Señor no nos abandone! Este temor, quizá si Dios no me
perdonará más y debe servirnos de un gran freno para no volver a
ofenderle; dichosos si nos valemos de él! pues que así nos salváremos.
Y aquel que recibe de Dios más luces y gracias, ¡oh cuanto más debe
temer que no se vea abandonado de él!

Un religioso que cae en pecado mortal, se pone en un grande peligro


de ser abandonada de Dios; pues que su pecado es pencado de
malicia, cometido en medio de tantas luces, de tantos sermones,
meditaciones, comuniones, de tantos avisos de superiores, de tantos
buenos ejemplos que le dan las hermanos. Dice el Angélico que tanto
mayor es la malicia del pecado, cuanto es más grande la ingratitud del
que peca. ¡Oh que desgraciada es pues aquel religioso que no obstante
de hallarse enriquecido de Dios con tantas gracias, se atreve a
ofenderle mortalmente! Del que cae de alto no se dice que cae, sino
que se precipita y se arruina.
¡Ay Jesús mío! podemos decir que nos hemos desafiado los dos: Vos a
usar de misericordias conmigo y yo a volveros injurias: Vos a hacerme
beneficios, y yo a despreciaros. Más ahora que gracias a Vos, ya
conozco el mal que he hecho, ya os amo con todo el corazón, y quiero
compensaros con mi amor tantos disgustos qué os he dado. Dadme
Vos luces y dadme fuerza para cumplir esta mi voluntad.

Decía la M. sor María Strozzi: El pecado de una religiosa causa horror


al paraíso, y obliga a Dios a volverle las espaldas: ¡cuán grande es pues
su malicia!
Quien no teme mucho el pecado mortal, no está muy distante; de caer
en él. Conviene pues huir cuanto sea posible de las ocasiones
peligrosas: El que ama el peligro, perecerá en él. Conviene también
evitar los pecados veniales deliberados. Decía el Padre Álvarez: Las
faltas pequeñas, aunque voluntarias, no matan al alma, pero no
obstante la vuelven débil, en tanto que sobreviniéndole después
alguna grave tentación, no tendrá fuerza para resistirla, y caerá
miserablemente. Dejó escrito santa Teresa: De pecado advertido, por
pequeño que sea, Dios nos libre: pues que, decía la misma Santa, nos
hace más daño un pecado cometido con advertencia, que todos los
demonios del infierno.

No, ¡Jesús mío! no quiero disgustaros más, ni poco ni mucho. Vos me


habéis obligado mucho a amaros. Quiero pues antes morir que daros
advertidamente algún disgusto, por pequeño que sea. Vos no
merecíais que os disgustase, sino antes bien merecíais todo mi amor;
con todo yo os disgusté, y solo Vos sabéis cuantas veces: pero en
adelante ya quiero amaros, y amaros, amor mío, con todas mis
fuerzas: dadme vuestra ayuda, que con ella todo lo puedo.

¡Oh cuan sin razón llaman algunos mal ligero al pecado venial! ¿Cómo
puede decirse ligero aquel mal que causa un disgusto al misino Dios?
Aquel que comete pecados veniales sin reparo, dice: me basta el
salvarme. Mas ¡ay! yo no sé si continuando a vivir de esta manera os
salvareis; pues dice san Gregorio: El alma no se queda a donde cae,
sino que siempre va más abajo. Escribe san Isidoro que a aquel que no
hace caso de los pecados veniales, le permite Dios que caiga en
mortales, en pena del poco amor que le tiene. El Señor mismo dijo al
beato Enrique Susón que aquellas almas que no hacen caso de los
pecados veniales, están en mayor peligro de lo que ellas piensan; pues
que, añadió, es muy difícil, viviendo así, el que perseveren en gracia.

Enseña el Concilio tridentino que no podemos perseverar en gracia sin


una ayuda especial del Señor: y ¡oh cuanto desmerece aquella especial
ayuda el que le ofende con veniales voluntarios, sin pensar en
enmendarse de ellos! ¡Ay Señor! no me castiguéis como yo merezco.
Olvidad tantos disgustos que os he dado, y no me privéis de vuestra
luz y de vuestra ayuda. Yo quiero enmendarme, quiero ser todo
vuestro. ¡Oh Dios omnipotente! aceptadme, y mudadme; mudad mi
corazón: así os lo pido, así lo espero.

Dijo el Señor a la beata Juana de Foliño: Aquellos que son excitados


por mis luces a caminar hacia la perfección, y no obstante engrosando
el alma quieren caminar por la vía ordinaria, serán de mí abandonados
y maldecidos: ¡qué desgracia la suya!
El que sirve a Dios, pero sin temer disgustarle por sus propias
satisfacciones, da a entender que no merece ser servido con más
atención. Declara, en suma, que no es digno de ser servido con un
amor tal, que nos obligue a preferir su gusto a nuestras satisfacciones.
Los defectos habituales, dice san Agustín, son una cierta sarna que
hace a nuestra alma de tal manera asquerosa, que la priva de los
abrazos de Dios.

Veo, Señor, que todavía no me habéis abandonado, no obstante que


lo merecía: dadme pues fuerza para salir de mi tibieza. No quiero
ofenderos deliberadamente, quiero antes bien amaros con toda el
alma: ¡Jesús mío! ayudadme, en Vos confío.

Decía san Francisco que era traza del demonio atar las almas con un
cabello, para atarlas después con una cadena y hacer las esclavas
suyas. Guardémonos pues de dejarnos atar con alguna pasión. Una
alma atada con cualquier pasión, o está ya perdida, o está cerca de
perderse.

Decía la V. M. Victoria Estrada: El demonio cuando no puede lograr


mucho, se contenta con poco, pero con aquél poco después logra el
mucho. Protesta el Señor que a los tibios los vomitará: Porque eres
tibio, empezaré a vomitarte, dijo al obispo de Laodicea (Ap 3,16) por
medio de san Juan, Este vómito significa el abandono de ellos hace
Dios, pues causa horror el volver a tragar lo que se ha vomitado.

La tibieza es una calentura ética, que apenas se conoce, y no obstante


conduce sin remedio a la muerte; pues que hace al alma insensible a
los remordimientos. ¡Jesús mío! por vuestra piedad os pido que no me
vomitéis como merezco: no miréis mis ingratitudes, pero sí a las penas
que sufristeis por mí. Me arrepiento de todos los disgustos que os he
dado. Os amo, ¡Dios mío! de hoy en adelante quiero hacer cuanto
pueda para agradaros. ¡Oh amor del alma mía! yo os he ofendido
mucho, haced que en la vida que me resta os ame también mucho.
¡Oh María, esperanza mía! socorredme con vuestra intercesión.
Así sea.
MEDITACIÓN 5
DE LA MUERTE

Se ha de morir. ¡Qué verdad tan triste para el infeliz pecador! pero


¡qué verdad tan consoladora para el hombre de bien! No hay remedio:
justos y pecadores todos moriremos; Oh presto o de se ha de morir.
En cada siglo las casas y las ciudades se llenan de gente nueva, y la
vieja va a encerrarse en las sepulturas, va a engrosar los cementerios,
va a reunirse con los antepasados. Todos nacemos con el dogal al
cuello, es decir, condenados a la muerte. Sea nuestra vida, larga
cuanto se quiera, ha de venir indispensablemente un día, una hora que
será la última para nosotros; y esta hora ya está determinada. ¿Quizá
si es la presente?

¡Dios mío! os doy gracias por la paciencia que habéis tenido en


aguantarme hasta ahora. ¡Ojalá hubiese yo muerto antes de pecar!
¡Ojalá que jamás Os hubiese ofendido! Ya que me dais tiempo para
remediar el mal que he hecho, decidme qué queréis de mí, Señor, que
en todo quiero obedeceros, todo lo haré de buena gana, si Vos me
ayudáis.

Dentro pocos años ni yo que escribo, ni vos que leéis, viviremos ya


sobre la tierra. Así como hemos oído tocar las campanas a muerto por
otros, así un día otros las oirán tocar por nosotros. Así como ahora
leemos escritos los nombres de otros en el libro de los muertos, así
otros leerán en el mismo libro el nuestro. En suma, no hay remedio, se
ha de morir; y lo más terrible es que se ha de morir una sola vez, y
errada esta, ¡ay, que está errada para siempre!
¡Qué espanto tendréis cuando se os avisará que recibáis los
Sacramentos, y que la necesidad insta, y no se puede perder tiempo!
¡Jesús mío! no quiero esperar la muerte para entregarme a Vos. Vos
habéis dicho que no sabéis desechar a una alma que os busca: Buscad
y hallareis: yo desde esta hora ya os busco Jesús mío, haced os halle, y
os halle para siempre. Os amo, ¡bondad infinita! a Vos solo quiero y
nada más.

Alguno en medio de sus enredos e intrigas con el mundo oirá que le


dicen: Hermano, estáis mal: aparejaos para morir. ¡Oh qué impresión
le hará esta intima! Quisiera entonces ajustar bien las cuentas; pero
¡ay! el horror y la confusión en que se halla, lo vuelven estólido y como
fuera de sí-, de manera que no sabe cómo hacerlo. Cuanto ella ve y
cuanto oye entonces, todo le causa pena y terror. Entonces todas las
cosas del mundo se le vuelven espinas que la afligen: espinas la
memoria de los divertimientos que se tomó: espinas los puntillos con
que se enardeció, las vanidades que ostentó: espinas los amigos que
la apartaron de Dios: espinas los vanos adornos: espinas en fin todas
las cosas.

¡Qué tribulación! Oh que espanto no le causará el pensar entonces: Yo


dentro poco estaré ya fuera de la vida, y no sé qué eternidad me
tocará, si la feliz, o si la desgraciada! ¡Ay Dios! en aquella triste hora
las solas palabras de juicio, de infierno, de eternidad, ¡qué horror no
causan a los pobres moribundos!
¡Redentor mío!, yo creo que Vos os dignasteis morir por mí, y en
vuestra bondad está toda mi confianza.» Espero piedad de mí,
principalmente aquella última hora. Figúrate que ves a una monja a
quien ha acometido la última enfermedad. Antes andaba ella por el
convento, siempre girando, burlando, dominando: mírala en breve sin
fuerzas, aturdida, que no habla, no ve, no oye.
¡Ay! la pobre ya no piensa en sus enredos, en sus vanidades: solo tiene
fijo delante los ojos el pensamiento de la cuenta que ha de dar a Dios;
Las hermanas que están alrededor de la cama, de las cuales una llora,
otra suspira, otra está en silencio, el confesor que asiste, los médicos
que se consultan, todo son señales de espanto. La enferma en tal
estado ya no ríe, ya no piensa en divertirse; ya no piensa en otra cosa
que en la fatal noticia de que su mal es mortal.

Más no hay remedio: en medio de aquella confusión en aquella


tempestad de dolores, de aflicciones y de temores, es preciso
disponerse para partir de este mundo y comparecer al divino tribunal.
Pero ¿y cómo se dispondrá siendo el tiempo tan corto? estando el
entendimiento tan ofuscado? hallándose La voluntad tan decaída?
¡Oh! no hay remedio, se ha de partir: lo dicho, dicho; el tiempo urge.

¡Ay Dios mío! ¿Cuál será mi muerte? No, no quiero morir con tanta
incertidumbre de mi salvaron. Quiero mudar de vida: ¡Jesús mío!
dadme vuestra ayuda, que resuelvo amaros de hoy adelante con todo
el corazón. Ea, unidme fuertemente a Vos, y no permitáis que jamás
me separe de Vos. Si esta noche debieseis morir, ¿cuánto pagaríais de
un año más, o a lo menos de otro mes de vida? Es preciso os resolváis
a hacer ahora aquello que ya no podréis hacer al llegar la muerte.
¿Quizá si este año, si este mes, y tal vez también este mismo día, es el
último para vos? ¡Ay! quizá si esta hora, si este cuarto?

Vos no quisierais morir en el estado en que os halláis ahora, y ¿os


atreveréis a continuar a vivir en el mismo estado? Vos teneis
compasión de aquellas personas que mueren de repente, porque no
han tenido tiempo para aparejarse para la muerte, y vos que tenéis
tiempo, ¿no os aparejáis para morir? ¡Ah Dios mío! no quiero obligaros
a que os olvidéis de mí.
Os doy gracias por las misericordias que habéis usado conmigo; dadme
vuestros auxilios para mudar de vida. Veo que Vos queréis me salve, y
yo quiero salvarme, para alabaros y amaros por toda la eternidad.

Al acercarse la muerte os presentarán el Crucifijo, y os dirán que


Jesucristo en aquella hora ha de ser vuestro único refugio, vuestra
única consolación. A los moribundos que habrán amado poco al
Crucificado, ¡ah! que les servirá entonces su vista no de consuelo, sino
de espanto. Pero al revés; ¿oh de que consuelo tan grande no servirá
a aquellas almas que lo habrán renunciado toda por su amor? que se
habrán abrazado de buena gana con su cruz?
¡Amado Jesús mío! Vos habéis de ser mi único amor en la vida y en la
hora de la muerte: Vos Dios mío y todas las cosas.

¡Oh que terror tan grande causa a los moribundos de mala conciencia
el solo nombre de eternidad! Por esto en aquella hora no quieren oír
hablar de otra cosa que de sus dolores, de los médicos y de los
remedos y sí se les habla del alma, luego se enfadan, mudan de
conversación, y dicen: Por caridad dejadme descansar. ¡Qué indicio
tan fatal! ¡Qué espanto mayor que el que experimentará un religioso
que no ha vivido como tal al mirar el sagrado velo y el hábito de la
religión, el cual le recordará que ha sido un religioso solo de nombre y
en el vestido, pero no en la realidad!

Dirá el infeliz: ¡Oh si tuviese tiempo para reformar mi vida! Más ¡ay!
que le dirán: Sal de este mundo. Llamad más médicos dirá, probad
otros remedios Pero ¡qué médicos ni que remedios! ha llegado la hora,
no hay remedio, ha de partir de este mundo y pasar a la eternidad.
Este parte de este mundo no aterra, antes bien ¡o cuanto consuela al
que ama a Dios pensando que con la muerte sale de los peligros de
perder el bien que ama! Le dirán también: Hoy sea en paz tu lugar, y
tu morada en la santa Sion: sea en paz el lugar donde vas a habitar, y
sea tu casa el paraíso. ¡Bello anuncio para aquel que muere con alguna
certeza de estar en gracia de Dios! le esperan las mansiones de la
gloria.

¡Ea Jesús mío! confío por los méritos de vuestra sangre que me
conduciréis al lugar de la paz, donde podré deciros: ¡Amado mío! ya
no tengo temor alguno de perderos.

Dirán también: Tened compasión, Señor, de sus gemidos, apiadaos de


sus lágrimas. Dios mío no quiero esperar a llorar en la hora de la
muerte las ofensas que os he hecho: desde ahora las detesto todas,
las siento, las abomino: me arrepiento de ellas con todo el corazón, y
quisiera morir aquí mismo de dolor de haberlas cometido. Os amo,
bondad infinita! Dios mío! os amo; y así quiero siempre vivir y morir
llorando y amando.

Añadirán: Reconoced, Señor, esta vuestra criatura, que no han criado


dioses ajenos, sino Vos solo, Dios vivo y verdadero. ¡O Dios que me
habéis criado para Vos! no me echéis lejos de Vos. Si en otro tiempo
os desprecié; ahora os amo de mí mismo, por elección de mi voluntad,
y no a otros, sino solo a Vos quiero amar.

Al comparecer el sacerdote con el santísimo Viático temblará el que


ha amado poco a Jesucristo. Pero al contrario, quien no habrá, amado
a otro que a Jesucristo ¡oh cuánto abundará entonces de confianza y
de ternura, viendo a su Señor que viene para acompañarle y
fortalecerle en el paso a la eternidad!

Al recibir la Extremaunción el demonio nos recordará todos los


pecados que hemos cometido con los sentidos. ¡Qué recuerdos para
quien no habrá llorado! Procuremos pues llorarlos; antes, no venga la
muerte. Me arrepiento, Dios mío, de haber pecado; siento vivamente,
el haberos ofendido: ¡ojalá se partiese mi corazón de dolor! En
habiendo recibido el moribundo todos los sacramentos, se retirarán
los parientes, los amigos, y; lo dejarán, solo con el Crucifijo ¡Ay Jesús
mío! cuando entonces todos me habrán abandonado, no me
abandonéis Vos: en Vos, Señor he esperado, no quedaré confundido
eternamente: Vos seréis entonces mi amparo.

Ay! ya comienza a salir el sudor frio; se oscurecen los ojos; se afila la


nariz; se ponen morados los labios; se levanta el pecho; es cansada la
respiraron; faltan las pulsaciones; se vuelven frías las manos y los pies;
se estira el enfermo en forma de cadáver, y comienza la agonía. ¡Ay de
mí, que se halla ya la pobre cerca del paso a la eternidad! cerca de tan
terrible paso. Falta después el aliento; la respiración es más rara; ved
ahí las señales de que está cerca la muerte. Entonces el confesor
enciende la candela, y la pone en las manos del moribundo, y
comienza a sugerirle los actos propios para la hora de espirar. ¡O
candela! ¡oh lúgubre candela! alumbra ahora nuestras almas, pues
que entonces tu luz de poco servirá, cuando será acabado ya el tiempo
de remediar lo mal obrado.

¡Ay Dios! a la triste luz de esta funesta candela ¡oh cómo se le


representarán las vanidades de este mundo y las ofensas hechas a
Dios!

Mira como finalmente espira ya el moribundo y ay al espirar en aquel


último instante acaba para el el tiempo, y comienza la eternidad! ¡Oh
momento crítico!, ¡oh momento decisivo, no menos que, o de una
eterna felicidad, o de una desdicha eterna!
¡Jesús mío! misericordia. ¡Dios mío! perdonadme, y unidme
estrechamente con Vos, para que al llegar aquel momento no tenga la
fatal desgracia de perderos: ¡ay de mí! que os perdería para siempre!
Muerto que será, volviéndose a los circunstantes el sacerdote, dirá:
Salud a vuestras reverencias; ha pasado ya. ¿Es muerto? sí, es muerto:
descanse en paz. ¿Descanse en paz? Descanse en paz, ¡si ha muerto
en paz con Dios: pero si ha muerto en desgracia de Dios, ¡infeliz! no
tendrá jamás paz mientras Dios será Dios. ¡Qué desgracia la suya!
¡Desgracia irremediable! ¡Desgracia no menos que eterna!
Luego que ha muerto la campana hace señal y se sabe su muerte
también fuera del convento. Quien dice era cortés, pero poco devoto:
quien dice: ¿quizá si se ha perdido? Los parientes y los amigos por la
pasión que le tenían no quieren oír hablar de ella; y si alguna persona
mueve conversación sobre ella, dicen: por caridad no me lo nombréis
más.

Mira a que para: ¡ah! el que era la diversión, es ahora el horror de


todos. Entrad después en su celda; el ya no está: su estancia a no
tardar será ocupada por otro: su cama, sus hábitos, sus muebles van a
ser repartidos entre los demás: y el ¿dónde está? ah! el cuerpo en la
sepultura, y el alma en la eternidad. Si queréis verlo, abrid aquella
sepultura, y miradlo; no ya pulida, sino hecha una podre, de la cual
nacen los gusanos, y estos harán después que le caigan a pedazos los
labios y las mejillas, de manera que dentro poco tiempo no quedará
más que una triste calavera, un fétido esqueleto, el cual vendrá un día
que se desunirá, separándose la cabeza del tronco, y unos huesos de
otros huesos. ¡Qué triste desengaño! Mira pues a que ha de reducirse
algún día este nuestro cuerpo, este saco de inmundicia, este manjar
de gusanos, para complacer al cual tanto ofendemos a Dios. ¡Qué
desatino!
¡Oh Santos! vosotros sí que lo acertasteis, pues tuvisteis siempre
mortificados vuestras cuerpos, y ahora vuestros huesos son veneradas
sobre los altares, y vuestras bellas almas están gozando de la vista
hermosa de Dios, esperando el día final, en el cual vuestros cuerpos
vendrán a participar de la gloria que gozáis , así como participaron de
las penas que padecisteis. Si yo me hallase ya en la eternidad, ¿qué no
querría haber hecho por Dios?

San Camilo de Lelis asomándose a las sepultaras de los muertos,


decía: ¡Oh si estos fuesen vivos, que no harían ahora para la vida
eterna! Y yo que soy vivo, ¿qué hago? ¿Y nosotros que hacemos?
¡Señor! no me reprobéis a causa de mis ingratitudes. Los demás os han
ofendido en las tinieblas, yo os he ofendido en medio de la luz.
Bastante Vos me habéis iluminado para que conozca el agravio que os
hacia cuando pecando y despreciando vuestras luces y gracias, os
volvía las espaldas. ¡Ay Jesús! Vos, que sois mi única esperanza, no
seáis mi espanto en el día de mis angustias, que será el día de mi
muerte. Así sea.

De la muerte de las justos.


San Bernardo dice que la muerte de los justos se llama preciosa
porque es el fin de los trabajos y la puerta de la vida. Para los Santos
la muerte es un premio; y primeramente porque es el término de los
sufrimientos, de las pasiones, de los combates y de los temores de
perder a Dios. Aquel Parte que tanto atormenta a los mundanos, no
atormenta a los Santos, pues que a ellos no les da pena el dejar los
bienes de la tierra, ya que solo Dios ha sido toda su riqueza: no el dejar
los honores, pues que ellos mismos los despreciaron; no el dejar los
padres y los parientes, pues que solo los ha amado en Dios. Y por lo
mismo así como en vida iban diciendo siempre, Dios mío y todas las
cosas, así lo repiten con mayor alegría en la hora dichosa de su muerte.
¡Qué suerte tan feliz la suya!
Tampoco les afligen los dolores de la muerte; antes bien ¡oh cuanto se
complacen en ofrecer a Dios aquellas últimas reliquias de la vida en
señal del amor que le tienen, uniendo el sacrificio de ella con el que
de sí mismo hizo Jesucristo muriendo por su amor! ¡O que consuelo
causa a los Santos el pensamiento de que acaba el tiempo de poder
pecar, y el peligro de perder a Dios! ¡Oh que gozo el poder decir
entonces abrazando y adorando el Crucifijo: Yo dormiré en paz, y
descansaré para siempre!

Es verdad que el demonio procurará entonces inquietarnos con la vista


de nuestros pecados: pero ¿qué podrá él contra nosotros? ¡Ah! si los
hemos llorado, y después de arrepentidos hemos amado de corazón a
Jesucristo, él nos consolará. Más desea él nuestra salvación que el
demonio nuestra condenación. A más, la muerte es puerta de la vida.
Dios es fiel; bien sabe su bondad consolar entonces a las almas que le
han amado. En medio de los dolores de la muerte les hará probar
ciertos gustos anticipados del paraíso. Aquellos actos de confianza y
de amor de Dios, aquellos deseos de verle luego en las mansiones de
la gloria, les harán comenzar el goce de aquella paz que durará por
toda la eternidad. ¡Qué alegría principalmente causará el santísimo
Viático a quien podrá decir entonces con san Felipe Neri: aquí está el
amor mío, ved aquí mí amor!

Debemos pues temer, no la muerte, sino el pecado, que es el que la


hace infeliz. Decía un gran siervo de Dios, a saber, el P. La Colombiere:
Es moralmente Imposible que tenga mala muerte el que en vida ha
sido fiel a Dios.
El que ama a Dios, desea la muerte para que lo una eternamente con
él. Es señal de amar poco a Dios el no desear verle luego.
Aceptemos ya desde ahora la muerte, despojándonos de todas las
cosas de la tierra: ahora será para mérito nuestro el aceptarla;
entonces tendremos que aceptarla a la fuerza y con peligro de
perdernos. Vivamos siempre como si el día de hoy fuese el último de
nuestra vida. ¡Oh como vive bien quien vive siempre a vista de la
muerte! ¡Ay Dios mío! ¿Cuándo llegará aquel día en que os veré y os
amaré cara a cara? No lo merezco, es verdad; pero vuestras llagas ¡oh
Redentor mío! son mi esperanza. Os diré con san Bernardo: Vuestras
llagas son mis méritos: y por esto me atrevo a deciros con san Agustín:
Ea, muera, Señor, para que os vea. ¡

¡Dios mío! enviadme la muerte luego, para que luego os vea, y me


abrace con Vos, cierto ya de que no tendré más que separarme de Vos.
¡oh María madre mía! primeramente en la sangre de Jesucristo, y
después en vuestra intercesión , pongo la confianza que tengo de que
me salvaré , y de que vendré a alabaros, a daros gracias y a amaros
eternamente en el paraíso. Así sea.
MEDITACIÓN 6
DEL JUICIO

Figuraos, hermano mío, que estáis ya moribundo y agonizando, de


manera que ya no os queda más que una hora, o tal vez menos, de
vida. Imaginaos pues que dentro poco deberéis presentaros delante
de Jesucristo, Rey de tremenda majestad, juez inexorable de vivos y
muertos, para darle cuenta de toda vuestra vida. ¡Ay! entonces no
tendréis cosa que más os aterre que vuestra mala conciencia.
Conviene pues tener ajustada la cuenta antes que venga el día de
darla.
Entonces, cuando estaremos para pasar a la eternidad, en aquel crítico
lance, la reprensión que liarán los pecados cometidos, la desconfianza
que excitará el demonio, la incertidumbre de la suerte que nos ha de
tocar, ¡o Dios! ¡Y en que tempestad no nos sumergirá de sustos, de
congojas y temores! ¡Qué confusión la nuestra! Abracémonos con
Jesucristo y con María santísima desde ahora, para que al llegar aquel
punto no nos abandonen. Si nos abandonaban ¡oh que desgracia seria
la nuestra!

¡Qué espanto causará entonces el pensamiento de que dentro pocos


momentos deberemos ser juzgados por Jesucristo! A santa María
Magdalena de Pazzis, hallándose enferma, le preguntó el confesor
porque temblaba; y ella respondió: ¡Ah Padre, que es una cosa de
grande importancia el tener que comparecer delante del juez
Jesucristo
¡Ea, Jesús mío! recordaos que yo soy una de aquejas vuestras ovejas
que Vos redimisteis con vuestra sangre: Subvenid pues, os pedimos, a
vuestros siervos que redimisteis con aquella sangre preciosa.
Es sentencia común que el alma es juzgada por Jesucristo en aquel
mismo lugar donde expira, y en el mismo punto de su muerte; de
manera que en aquel mismo momento se forma el proceso, se da la
sentencia y se ejecuta. ¡O momento fatal! ¡O crítico momento, en que
se decide la suerte, feliz o infeliz que tendrá cada uno de nosotros por
toda la eternidad!

El V. P. Luis de la Puente cuando pensaba en el juicio temblaba de tal


manera, que hacía temblar también el aposento donde estaba. ¡Ay
Jesús mío! si en esta hora quisieseis juzgarme, ¿qué sería de mí?
Eterno Padre, no miréis mis pecados: mirad si al rostro de vuestro
Ungido; aquel rostro que desean contemplar los Ángeles. Yo me
arrepiento de todas las ofensas que os he hecho: mirad la sangre y las
llagas de vuestro Hijo estimado, y tened piedad de mí, y perdonadme.

Separada, ya el alma del cuerpo, a veces dudan aun los que asisten si
ha expirado o no; más él ya ha entrado en la eternidad. Asegurado ya
el sacerdote de la muerte, esparce agua bendita sobre el cadáver, e
invoca a los Santos y a los Ángeles para que vengan al encuentro de
aquella alma, y la socorran: Subvenid, Santos de Dios, ocurrid Ángeles
del Señor. Más si ella se ha perdido, los Santos y los Ángeles ya no
pueden más socorrerla.

Vendrá Jesús a juzgarnos, apareciéndosenos con las mismas llagas que


padeció por nosotros en su pasión. ¡Estas llagas de cuánta consolación
no llenarán a los penitentes que en vida habrán llorado sus pecados
con un verdadero dolor! pero ¡ay, que llenarán de espanto a los
infelices pecadores que habrán muerto en pecado! ¡Ay de mí! y que
pena tan grande la que tendrá un alma la primera vez que verá a
Jesucristo como juez, si ha de verle indignado! ¡Esta será una pena más
terrible que el mismo infierno! Libradnos de ella, Jesús mío, por
piedad.

Verá entonces el pecador la tremenda majestad del Juez: verá cuanto


padeció él por su amor: verá tantas misericordias que usó con él, y los
grandes medios que le dio para salvarse. Verá entonces la caducidad
é insubsistencia de los bienes tan deleznables del mundo, y-la
grandeza y realidad de los bienes eternos. Verá en fin todas estas
verdades; pero ¡ay, sin fruto! Entonces ya se habrá acabado: él tiempo
de reparar los errores: lo hecho, hecho: ya no tendrá remedio.
¡Amado Redentor mío! haced que tenga, el consuelo de veros apacible
y risueño la primera vez que os veré; y por esto dadme ahora luces y
dadme fuerza para reformar mi vida. Si en la vida pasada desprecié
vuestra gracia ahora conozco mi error, ya la aprecio más que a todos
los reinos del mundo.

¡Qué consuelo tan grande no tendrá en la hora del juicio aquel que por
amor de Jesucristo se habrá desprendido de todas las cosas de la
tierra, que habrá amado los desprecios, que habrá mortificado el
cuerpo, y que, en suma, no habrá amado a otro que a Dios! ¡Qué
alegría no experimentará al oír que le dicen aquellas palabras: Entra,
siervo mío, siervo bueno y fiel, entra en el gozo de tu Señor: alégrate,
pues te has salvado, y ya no hay más temor de que te pierdas!
Al revés, el alma que sale de esta vida en pecado, ¡ay la infeliz! ya antes
que Jesús la condene, se condena ella misma y «se declara rea del
infierno.
¡O María! ¡O mi grande abogada rogad a Jesús por mí. Ayudadme
ahora que podéis ayudarme: entonces me veríais perecer sin poder
socorrerme.
Lo que habrá sembrado el hombre, esto es lo que segará (Ga 6,7): en
el juicio se coge lo que se ha sembrado en vida. Veamos qué es lo que
hemos sembrado hasta ahora; y por lo mismo hagamos ahora lo que
querremos haber hecho entonces. Si hoy mismo, y no menos que
dentro una hora, debiésemos ser presentados al juicio, ¿cuánto
pagaríamos de un año más de vida?, no obstante ¿en qué
emplearemos los años que nos restan, ¿En trabajar para el importante
negocio de nuestra salvación?... Ojalá sea así.

El abad Agaton después de muchos años de penitencia, pensando en


el juicio, decía ¿Qué será de mi cuando seré 'juagado? Y el santo Job
exclamaba: ¿Qué haré cuando se levante Dios para juzgar? y cuándo
me pregunte, ¿qué ¡te responderé (Job 51,14)? Y nosotros ¿qué
responderemos cuando Jesucristo nos pedirá cuenta de tantas gracias
que nos ha hecho, y de la mala correspondencia que hemos tenido?
¡Ay Dios mío!, no entreguéis a las bestias las almas que os confiesan.
Yo no merezco ser perdonado; pero Vos no queréis que yo desconfié
de vuestra misericordia; y yo tampoco quiero desconfiar: a los agravios
que os he hecho no quiero añadir este que tanto os ofendería.
Salvadme, Señor; arrancadme del lodazal de mis miserias. Yo quiero
enmendarme, ayudadme Vos.

¡La causa que se tratará en el punto de la muerte que causa tan


importante!, es una causa de la cual pende nuestra eterna fortuna o
nuestra, ruina eterna. ¡Cuánto conviene pues que pongamos todo
cuidado para conseguir la victoria en tal causa! Todos considerando
esto dicen que es así. Ya pues que es así, ¿Por qué no dejamos todo
para darnos del todo a Dios?
Buscad al Señor mientras se puede hallar (Is 55,6). Aquel que en el
juicio haya que ha perdido a Dios, ya no puede hallarle más: pero en
vida el que le busca, le halla, pues él se hace encontradizo a los que le
buscan.

¡Jesús mío! si en el tiempo pasado desprecié vuestro amor, si tuve la


desgracia de ofenderos ahora ya no busco otra cosa que amaros a Vos,
y ser amado de Vos. Haced que os halle, ¡o Dios del alma mía!, ¡o Dios
de amor! - ¡O necios secuaces de un mundo embaucador! al valle de
Josafat os aguardo: ¡ah! allí mudareis de modo de pensar. Allí llorareis
vuestra locura; ¡más ay, que será sin esperanza de remedio, ya será
tarde!

Y vosotras, almas atribuladas en este mundo, alegraos, alegraos; En


aquel día final, todas vuestras penas se convertirán en delicias y
alegrías del paraíso: vuestra tristeza se convertirá en gozo, en un gozo
eterno. ¡O que bello espectáculo el que presentarán entonces los
Santos, que en este mundo son ahora tan despreciados! Pero ¡qué
espectáculo tan horrendo el de tantos infelices, príncipes y reyes; que
se habrán condenado!
¡Jesús mío, crucificado y despreciado!, yo me abrazo con vuestra cruz.
¡Qué mundo! ¡Qué placeres! ¡Qué honores! ¡Dios mío! solo a Vos
quiero y nada más: solo a Vos.

¡De que horror se llenarán en aquel día los réprobos al verse repelidos
de Jesucristo con aquella pública condenación, Apartaos de mi
¡malditos! ¡Ay Jesús mío! yo también merecí en otro tiempo la misma
sentencia: pero ahora confió que me habéis perdonado. ¡Ah! no
permitáis que yo me separe de Vos. 0s amo, y confió, os amaré
siempre. Al contrario, ¿de qué júbilo no se llenarán los escogidos al oír
que Jesucristo los convida al paraíso con aquellas dulces palabras,
Venid benditos de mí Padre? ¡Amado Redentor mío por vuestra sangre
espero que también yo tendré la dicha, de ser contado en el número
de las almas afortunadas para amaros eternamente, besando
contento y gozoso vuestros pies sagrados.

Avívennos la fe, y pensemos que un día hemos de hallarnos en aquel


famoso valle, o a la derecha entre los escogidos, o a la izquierda entre
los condenados. Echémonos pues a los pies del Crucifijo; demos una
ojeada a nuestras almas; y si hallamos que no están todavía bien
aparejadas para comparecer delante de Jesucristo, remediémoslo
ahora que hay tiempo. Desprendámonos de todo lo que no sea para
Dios, y unámonos estrechamente con Jesucristo, cuanto sea posible,
con oraciones, con comuniones, con la mortificación de los sentidos, y
sobre todo con peticiones. El poner en práctica estos medios que nos
da Dios para salvarnos, ¡o qué señal tan grande de nuestra
predestinación!

¡Jesús mío y Juez mío!, yo no quiero perderos, sino que antes bien
quiero amaros siempre. Os amo, ¡amor mío! yo os amo, y así espero
decíroslo la primera vez que os veré como mi juez. Os diré: Señor, si
queréis castigarme como he merecido, castigadme, pero no me privéis
de vuestro amor: haced que yo os ame siempre, y que siempre sea
amado de Vos, y después haced de mí lo que queráis. Así sea.
MEDITACIÓN 7
REMORDIMIENTOS QUE TENDRÁ EN EL INFIERNO
UN RELIGIOSO QUE SE CONDENE

El mayor tormento que tendrá el condenado en el infierno, será él


mismo; a sí mismo será insufrible, agitado por los remordimientos de
su propia conciencia: Su gusano nunca muere (Mc 9,47) dijo Isaías.
Este gusano que nunca morirá, antes bien siempre estará royendo,
significa el remordimiento eterno que tendrán en el infierno los
condenados. Pero ¡ay de mí!, ¡qué gusano tan cruel será el de un
religioso que se condena el pensar por cuan poca cosa se ha perdido!
¿Es así pues, dirá él, que por unas pocas satisfacciones pasajeras y
envenenadas he perdido el paraíso y a Dios?, ¿y que me he condenado
a estar en ésta cárcel de tormentos para siempre? ¡Ay necio de mí!

Yo dejé al mundo, me encerré entre cuatro paredes, me privé de mi


libertad: más ¡ay, que después por haber dejado a Dios he vivido' una
vida infeliz para parar finalmente a este encendido horno de fuego a
tener una vida mucho más infeliz! Dios me dio tantas luces, tantos
medios para salvarme, y yo, ¡infeliz de mí, he querido condenarme!
¡Ay Jesús mío! así estaría yo en estas horas clamando en el inferno, si
me hubieseis hecho morir en aquel día en que estaba en pecado. Os
doy gracias por las misericordias que habéis usado conmigo, y detesto
de veras las ofensas que os he hecho. Si me hallase en el infierno, no
podría amaros más: pero ya que ahora, gracias a Vos, puedo amaros,
quiero amaros con todo el corazón. Os amo, mi Dios, mi amor, mi todo,
os amo con el más vivo amor.

Al presente ¿qué nos parece nuestra vida pasada sino un sueño, sino
una sombra, sino un momento? ¿Qué le parecerá pues al condenado
la vida de cuarenta o cincuenta años que habrá vivido en este mundo?
¿Qué le parecerán los años del infierno?, ¡Ah! después que se habrán
pasado cien millones y mil millones de millones de años verá que su
eternidad infeliz será para él como si entonces comenzase. ¿Qué le
parecerán entonces aquellos miserables deleites por los cuales se
habrá perdido eternamente? ¿Es así, dirá, que por aquellos malditos
gustos, que desaparecieron casi en un instante, habré de estar
ardiendo siempre en este horno voraz, abandonado de todos, por toda
la eternidad?

¿Qué otro remordimiento tan cruel para el condenado será el pensar


cuán poco debía hacer para salvarse? Dirá: si yo hubiese perdonado
aquella injuria, si hubiese vencido aquel respeto humano, si hubiese
huido de aquella ocasión, no me habría perdido. ¿Qué me hubiera
costado apartarme de aquella conversación, privarme de aquel placer
maldito, ceder de aquel puntillo? Y aunque me hubiese habido de
costar mucho, ¿no debía hacer cualquier sacrificio para salvarme?
pero ¡ay, que no lo hice, y ahora ya no tiene remedio mi ruina eterna!
Si hubiese frecuentado los Sacramentos, si no hubiese dejado la
oración, si hubiese continuado la lectura espiritual, si me hubiese
encomendado a Dios, no habría vuelto a caer. Tantas veces he
propuesto hacerlo, y con todo no he cumplido: alguna vez comenzaba;
pero porque no continuaba, ¡ay, que por eso me veo condenado!

¡Oh Dios del alma mía!, ¡cuántas veces os he prometido que os amaría,
y no obstante de nuevo os he vuelto las espaldas! Ea, por aquel afecto
con que me amasteis pendiente en la Cruz muriendo por mí, dadme-
dolor de mis pecados, dadme vuestro amor, dadme la gracia de
recurrir puntual a Vos, siempre que me veré en la tentación.
¡Qué saetas tan crueles para un religioso que se ha condenado, las
luces, las llamadas, y todas las demás gracias que Dios le concedió
estando en el convento, cuando dirá desesperado: ¡infeliz de mí! yo
podía hacerme santo, y ser para siempre feliz, y ¡ahora he de ser infeliz
para siempre!
La pena mayor del condenado será el ver que se ha perdido
voluntariamente y por su propia culpa, no obstante que Jesucristo
llegó hasta morir para salvarte. Pues un Dios, dirá él, dio la vida para
salvarme, y ¡yo necio he querido por mí misma voluntad echarme a
arder en esta fragua de fuego eterno! ¡O paraíso perdido! ¡O Dios
perdido!, ¡ay desgraciado de mí! Estos son los lamentos que
continuarán por toda la eternidad los infelices condenados en medio
de su rabiosa desesperación.

¡O Dios mío, de mí despreciado y perdido! haced que yo os halle de


nuevo, ahora que para mí hay todavía tiempo para volver a hallaros.
A este fin hacedme participar, amado Redentor mío, de aquel dolor
que de mis pecados sentisteis Vos en el huerto de Getsemaní. Me
arrepiento de ellos, ¡Dios mío! siento más que otro mal el haberos
ofendido. Admitidme a vuestra gracia, ¡Jesús mío!, mientras protesto
que quiero amaros a Vos, y que no quiero amar a otro que a Vos.

Representaos un enfermo que padece acerbos dolores de entrañas, y


que no hay quien se apiade de él; y que antes bien de los que están a
su alrededor, quien le injuria, quien le echa en cara sus desórdenes,
quien le pisa con rabia: pero ¡ay, que mucho peor es tratado el
condenado en el infierno! Padece todos los tormentos, y los padece
sin que haya ni siquiera uno que tenga compasión de él. Pudiese a lo
menos el condenado en medio de aquel fuego amar a su Dios, que
justamente le castiga... Mas ¡ay, que esto no es posible! Al mismo
tiempo que conoce qué Dios es sumamente amable, se ve forzado a
pesar suyo a aborrecerle. Esto es el infierno, no poder amar al sumo
bien, a un Dios que es infinitamente amable, ¡o que tormento!

Si los condenados pudiesen conformarse con la voluntad de Dios,


como se conforman ahora en medio de sus trabajos las almas buenas,
el infierno no sería más infierno. Pero ¡ay! rabiará el infeliz condenado
como escuerzo rabioso bajo el látigo de la divina justicia; y su rabia no
le servirá sino para aumentar su pena.
Pues, ¡Jesús mío! si yo estuviese en el infierno, ¿no podría amaros más,
y tendría que aborreceros para siempre? Y ¿qué mal me habéis hecho
para que yo haya de aborreceros? Vos me habéis criado, Vos habéis
muerto por mí, Vos me habéis hecho tantas gracias particulares; aquí
está el mal que me habéis hecho. ¡Ay Señor! castigadme como queráis,
mas no me privéis de poder amaros. Os amo, ¡Jesús mío! y quiero
amaros siempre, por toda la eternidad.

Pensad que horror experimentará un alma al entrar en el infierno. ¡Ay


de mí! dirá, ¿ya estoy condenada?, ¿ya me he perdido? Irá la infeliz
pensando si habrá remedio para ella, y verá que su mal será
irreparable para siempre: ¡ay, que ya no hay remedio! Pasarán mas
millones de siglos que gotas de agua, no hay en el mar, que granos de
arena no hay en la tierra, que letras no hay en los libros, que hojas no
hay en los árboles; pero ¡ay, que para el pobre condenado será el
infierno como si comenzase aquel día! A lo menos pudiese lisonjearse
el infeliz diciendo: ¿quizá si un día acabará este infierno para mí? Más
no, no hay “quizá” en el infierno. Está cierto el condenado de que
todas aquellas penas que padece en cada instante, las ha de padecer
por toda la eternidad, para siempre, para mientras Dios será Dios.
¡Oh Dios! se cree en el infierno, ¿y hay quien peca? ¡Que atrevimiento!
¡Qué insensatez!
Mayor será la pena de aquellos que han considerado muchas veces el
infierno, y no obstante pecando se han condenado voluntariamente.
Ea, no perdamos tiempo; dejémoslo todo, y abracémonos con
Jesucristo. Para evitar el infierno, todo cuanto hagamos es poco.
Temblemos: el que no tiembla, no se salvará.

¡Ay Jesús mío! vuestra sangre, vuestra muerte son mi esperanza. Que
me abandonen todas las criaturas con tal que no me abandonéis Vos.
Veo ya que Vos no me habéis abandonado, pues todavía me convidáis
con el perdón, si quiero arrepentirme de mis pecados, y me ofrecéis
vuestra gracia y vuestro amor, si quiero amaros. Sí, ¡Jesús mío, vida
mía, tesoro mío, amor mío, sí que quiero llorar siempre las ofensas
que os he hecho, y quiero amaros con todo mi corazón.
¡Dios mío! si os he perdido alguna vez, ya no os quiero perder más.
Decidme qué queréis de mí, que en todo quiero contentaros. Haced
que viva y muera en gracia vuestra, y disponed de mí como queráis.
¡Oh María!, ¡o esperanza mía! tenedme siempre bajo vuestro manto,
y no permitáis que yo tenga jamás la desgracia de perder a Dios. Así
sea.
MEDITACIÓN 8
DEL AMOR A JESÚS CRUCIFICADO

¡Ay Jesús mío!, ¿y qué prueba mayor podíais darme del amor que me
tenéis, como mejor hacérmelo conocer, que sacrificando vuestra vida
en el patíbulo infame de una cruz para satisfacer por mis pecados, y
conducirme con Vos al paraíso?

Se humilló hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz (FL 2)


Pues el Hijo de Dios por amor o los hombres, obedeciendo al eterno
Padre, que le quería muerto por nuestra salvación ¿se humilló hasta
morir, y morir crucificado? Y ¿habrá hombres que crean esto, y no
amen a este Dios? ¡Ay Jesús mío! ¿Cuánto os ha costado el hacerme
comprender que Vos me amáis mucho? y ¡yo os he correspondido no
obstante con ingratitudes! Ea, admitidme ahora a amaros, pues qué
no quiero abusar más de vuestro amor. Os amo, sumo bien mío, y
quiero amaros siempre. Vos, Señor; excitad siempre en mí la memoria
de las penas que sufristeis a mi favor, para que yo me acuerde siempre
de amaros.

¡Ay Dios, hablan algunas personas de la pasión de Jesucristo u oyen


hablar de ella, sin sentimiento alguno de amor o de agradecimiento,
como si ella fuese una fábula, o bien como si fuese la pasión de una
persona desconocida, que poco nos importa! ¿Cómo es posible?

¡O hombres!, ¿por qué no amáis a Jesucristo? Decidme, ¿qué más


podía haber hecho este nuestro Redentor para hacerse amar de
vosotros, que morir en un mar de desprecios y de dolores, que morir
en una cruz?
Si el más vil de todos los hombres hubiese padecido por nosotros los
tormentos que padeció Jesucristo, ¿podríamos excusarnos de tenerle
afecto y de mostrarle toda nuestra gratitud? Mas, ¡Jesús mío!, ¿por
qué hablo a los otros, y no a mí mismo? ¿Cuál ha sido hasta al presente
mi gratitud para con Vos? ¡Infeliz de mí! no he pagado vuestro amor
sino con los desprecios que de Vos he hecho, y con los disgustos que
os he dado. Ea, ¡Señor! perdonadme; de hoy en adelante quiero
amaros, y quiero amaros mucho. ¡Cuán ingrato os seria, si después de
tantas finezas vuestras, después de tantas misericordias que habéis
usado conmigo, os amase poco!

Consideremos que este hombre de dolores, clavado en aquel árbol de


oprobio, es nuestro verdadero, Dios, y que en él no por otra causa está
padeciendo y muriendo, sino por nuestro amor. Creemos, pues, que
Jesucristo crucificado es nuestro Dios, y que muere por nosotros, y
¿podremos amar otra cosa que a Jesucristo? ¡O bellas llamas de amor!
vosotras que consumisteis la vida del Salvador en el Calvario, venid, y
consumid en mí todos los afectos terrenos. Haced que yo arda siempre
de amor para con este Dios, que quiso morir y sacrificarse todo entero
por mi amor.

¡Qué espectáculo fue para los Ángeles ver al Verbo divino pendiente
de un patíbulo, y que moría para salvarnos a nosotros miserables
criaturas suyas! ¡Ah Salvador mío! Vos no me habéis negado la sangre
y la vida, ¿y yo os negaré mi afecto?, ¡os negaré ninguna cosa que Vos
me pidáis? No; Vos os habéis entregado todo a mí, yo también me
entrego todo a Vos, sin reserva alguna a Vos me entrego. ¡Oh mí Dios
y Señor!

¡Alma mía! mira sobre él Calvario a tu Dios crucificado y moribundo;


observa cuanto padece, y después dile: Vos Jesús mío, porque me
habéis amado mucho, mucho sois afligido y atormentado en esa cruz;
menos afligido seríais si menos me hubieseis amado. ¡Ay amado
Redentor mío!, ¡y qué multitud de dolores, de ignominias y de
aflicciones internas os atormentan sobre esa cruz! Vuestro sacrosanto
cuerpo está pendiente de tres clavos de hierro, y no descansa sino
sobre vuestras llagas: la gente que os rodea no hace sino burlarse de
Vos y blasfemaros: vuestra bella alma en vuestro interior está mucho
más afligida que el cuerpo. Decidme, ¿y por qué tanto padecéis? Vos
me respondéis: todo lo padezco por tu amor: acuérdate pues del
afecto que te he tenido; y ama a quien tanto, te ama.

¡Sí, Jesús mío! quiero amaros ¿Y qué quiero amar, sino amo a un Dios
muerto por mí? En el tiempo pasado, amor mío, os desprecié; mas
ahora; no tenga mayor pena que acordarme de los disgustos que os
di, y. no deseo otra cosa que ser todo vuestro. ¡Ay Jesús mío!
perdonadme y atraed a Vos mi corazón; llagadlo, heridlo, é inflamadlo
todo de vuestro amor.

Consideremos cuan amorosos fueron los sentimientos de Jesucristo


cuando presentó sus manos y pies para ser clavado en la cruz,
ofreciendo en aquel entonces su divina vida al eterno Padre por
nuestra salvación. Mi amado Salvador, cuando pienso lo mucho que
os cuesta mi alma, ¿cómo puedo desconfiar del perdón? Por grandes
y muchos que sean mis pecados, no quiero desconfiar de salvarme,
viendo que Vos habéis satisfecho superabundantemente por mí.
¡Jesús mío, esperanza mía y amor mío!, cuanto os he ofendido, tanto
quiero amaros; os he ofendido mucho, quiero amaros mucho. Vos que
me dais este deseo, Vos mismo habéis de ayudarme.

Padre Eterno, mirad el rostro de vuestro hijo. Mirad a vuestro Hijo


moribundo sobre aquella cruz; mirad aquella cabeza coronada de
espinas, aquellas manos taladradas, aquellas carnes despedazadas:
aquí tienes la víctima sacrificada a mi favor, a Vos la presento, tened
piedad de mí.

No os amó, y nos limpió de nuestros pecados con su sangre (Ap 1,5)


¿Por qué hemos de temer que nuestros pecados nos impidan el
hacernos santos, si Jesucristo de misma divina sangre hizo un baño
para limpiar a nuestras almas? Basta que nos arrepintamos de ellos, y
queramos enmendarnos.

Jesucristo pendiente de la cruz pensaba en nosotros, y desde ella nos


preparaba todas las gracias y misericordias que después nos ha
dispensado con tanto amor, como si no tuviese que salvar sino a cada
alma en particular. ¡Oh bondad!

Así es, ¡Salvador mío! Vos desde la cruz veíais ya las ofensas que yo
había de haceros y en vez de castigarme aparejabais luces, llamadas
amorosas y perdón. ¡Ay Jesús mío!, ¿y deberá suceder jampas que
después de tantas gracias haya de volver a ofenderos, y a separarme
de Vos? ¡Ay Señor! No lo permitáis. Si no os he de amar, enviadme la
muerte. Os diré con san Francisco de Sales: o morir o amar; o amar o
morir. Así sea.
COLOQUIO

ENTRE SAN ALFONSO Y UNA ALMA DESESPERADA


QUE LE PIDE CONSEJO

S. Alfonso: Dejadme oír cuáles son ésas angustias de conciencia que


tan afligida os tienen, según decís.

Alma. ¡Ay Padre! hace cenca dos años que no hallo a Dios, ni en la
oración, ni a la presencia del sagrado tabernáculo, y ni aun en la misma
comunión. Me parece que soy una alma que -ni tiene amor, ni tiene
esperanza, ni aun fe; una alma dejada renteramente de la mano de
Dios. Ya no experimenta mi corazón ternura alguna, ni en el tiempo de
meditar la pasión de Jesucristo, ni al recibir o venerar a este Señor en
la sagrada Eucaristía: soy insensible a toda especie de devoción. Es
verdad que esto merecen mis; pecados, con los cuales ¡ay de mí!
merecí el mismo infierno.

S. Alfonso: Y decidme: ¿estos pecados de que habláis los habéis ya


confesado?

Alma. ¡Oh! sí Padre: hice una confesión general de todos ellos, y


muchas veces los he vuelto a confesar.

S. Alfonso: ¿Y qué os dice sobre esto el director?

Alma. Mi director me ha privado el hablar palabra de la vida pasada;


mas yo, ¡pobre de mí! siempre me hallo inquieta, siempre temo que
no me expliqué bastante. A más de que me veo atormentada de mil
tentaciones: tentaciones contra la fe, tentaciones contra la pureza,
tentaciones de soberbia, yo -procuro apartarlas; mas ¡ay! que siempre
me queda temor de que tácitamente no las haya consentido algún
tanto.

S. Alfonso: ¿Y qué os dice vuestro director sobre esto de los malos


pensamientos?

Alma. No quiere que me confiese de ellos sino cuando yo pueda jurar


ciertamente y a primera vista que los he consentido. Y Ud. Padre, ¿qué
me dice sobre esto? ¡Ah! tenga la bondad de darme algunas
instrucciones que puedan servirme de consuelo.

S. Alfonso. ¿Qué os digo? os digo que tengáis más confianza y más


obediencia a vuestro director. ¿Habéis leído aquello que enseñaba san
Felipe Neri? Él decía que quien obedece al confesor queda seguro de
que no dará cuenta a Dios de lo que hace la que trape. Decía también
que se tenga confianza con el confesor, porque Dios no le dejará errar;
y que no hay cosa más segura, y que rompa mal los lazos que arma el
demonio, como el obedecer en las cosas de Dios la voluntad del padre
espiritual: así como al contrario, no hay cosa más peligrosa que querer
gobernarse por su propio parecer.

Leed a sí mismo a San Francisco de Sales, y veréis que hablando de la


obediencia al director pone estas memorables palabras: Este es aviso
de avisos: por más que busquéis, dice el devoto Juan de Ávila, jamás
hallareis tan seguramente la voluntad de Dios como por el camino de
esta humilde obediencia, tan recomendad y tan practicada de todos
los antiguos devotos.

Lo mismo escribe santa Teresa, la cual dice, Escoja el alma un confesor


con la determinación de no pensar mas en su parecer, sino de esperar
enteramente en la palabra del Señor, el cual dijo a sus ministros: el
que os escucha a vosotros, me escucha a mí. Y estima Dios de tal
manera esta humilde sumisión, que cumplimos su voluntad cuando,
con pena o sin pena, procurando violentarnos, aunque con mil
batallas, hacemos la voluntad del confesor aunque nos parezca un
despropósito.

Dice también san Juan de la cruz, hablando en boca de Jesucristo: Si


eres infiel a los confesores, también lo eres a mí, que les he dicho a
ellos: el que os desprecia a vosotros, me desprecia a mí mismo. Y
añade después las palabras que siguen: El no aquietarse con lo que
dice el confesor es un acto de soberbia y una falta de fe. Así habla este
Santo apoyado en aquellas palabras ya citadas de Jesucristo: El que os
oye a vosotros, me oye a mí. A esto pueden añadirse dos máximas
utilísimas que persuadía san Francisco de Sales: primera, que no se ha
perdido jamás un verdadero obediente; segunda, que conviene
contentarnos con saber de nuestro padre espiritual que vamos bien,
sin querer saber en que razones se funda. Verdaderamente que es
este un gran documento, el cual debe llenar de una santa confusión a
aquellas personas escrupulosas que pretender saber la razón de lo que
les dice o manda su padre espiritual.

Otra máxima no menos digna de atención podemos añadir a las


precedentes, la cual es también de un Francisco, a saber, el de Asís, y
es como una consecuencia de ellas. Decía este gran Santo que en
medio de las tinieblas y de las perplejidades de esta vida, lo mejor es
caminar a ciegas, descansando siempre en la divina providencia. Esta
misma ciega obediencia al padre espiritual en las dudas de conciencia
han enseñado también todos los Doctores de la Iglesia y todos ¡los
Santos Padres. Valga por todos san Bernardo el cual dejó escrito que
todo lo que mandan los superiores con autoridad de Dios, debe
tomarse del mismo modo que si lo mandase realmente el mismo Dios,
supuesto que no conste de cierto que es pecado. En fin la obediencia
a los sagrados ministros es el único remedio, o a lo menos el más
seguro, que nos ha dejado Jesucristo para aquietar las dudas de
conciencia, dispensándonos con esto un beneficio por él cual le
debemos quedar sumamente agradecidos; pues a no ser ello así,
¿cómo podría jamás quedar perfectamente tranquila un alma
escrupulosa?

Qué tribulación tan terrible la de los escrúpulos. Ciertamente que ni


las enfermedades, ni las persecuciones, ni ninguna otra de cuantas
acrisolan la virtud de los que aman a Dios, tiene comparación con ella.
Por ella han pagado lo obstante casi todos los Santos: una Teresa de
Jesús, una Magdalena de Pazzis, una Fremiot de Xantal gimieron
mucho bajo tan dura prensa. Y ¿cómo se quietaron todos ellos? no
ciertamente de otro modo que con la obediencia. Ahora pues, ¿qué
decís vos sobre esto? ¿Estáis bien persuadida de que si hacéis la
voluntad del confesor, estáis segura de que vais bien, y hacéis la
voluntad del Señor?

Alma. Sí, Señor; estoy persuadida de ello: pero ¿por qué pues, ya que
hace dos años que le obedezco no obstante no hallo ningún consuelo,
ninguna devoción?

S. Alfonso. ¡Eh bien! ahora conozco vuestro defecto, pues que decís
no encontráis la paz que desea vuestro corazón. Decidme; hija ¿qué es
lo que buscáis vos? ¿Buscáis la- voluntad de Dios, o bien consolaciones
y dulzuras espirituales? Si queréis santa; de hoy m adelante buscád
solamente la voluntad de Dios, el cual os quiere santa sí, pero no
consolada en esta vida. Si no experimentáis consolaciones, consolaos
con la esperanza de tener con vos al que es el mismo consuelo y el
mismo consolador. ¿Os lamentáis de que os halláis seca y árida hace
ya dos años? Y ¿qué compone esto si se compara con lo que han
padecido los Santos? Poned los ojos en una santa Francisca Fremiot,
y la veréis sufrir una aridez de no menos qué cuarenta años. Mirad a
una santa Magdalena de Pazzis y la veréis que por el espacio de cinco
años pasa por la fuerte legía de penas y tentaciones terribles, y al fin
de dios pide a Dios una gracia, y es la de que mientras dure su vida no
le conceda ninguna otra consolación sensible.
Mirad a un san Felipe Neri, aquel Santo cuyo corazón era, digámoslo
asi, un volcán de amor al Señor; y le oiréis que ya exclama: Jesús mío,
yo nunca os he amado, quisiera si verdaderamente amaros: ya dice
otras veces: Aun no os conozco, Jesús mío, porque no os busco; ya
añade, en fin: Yo quisiera amaros, Jesús mío; más ¡ay! que no sé hallar
el modo de hacerlo: yo os busco, y ¡ay de mí! Que no os hallo.
Así hablaban, hija mía, los Santos; y vos ¿estáis tan espantada, y todo
aturdida, ponqué os halláis árida y desolada y no encontráis a Dios
como quisierais?

Alma. Pero bien, ellos eran santos: más yo ni siquiera sé si Dios me ha


perdonado aun tanas ofensas que le agravié, pues, que tampoco sé
aun si he tenido verdadero dolor de haberlas cometido.

S. Alfonso. Pero que, pregunto, ¿aun tenéis complacencia de los


pecados cometidos?

Alma. Eso no: los detesto de veras, y los aborrezco, más que a la misma
muerte.

S. Alfonso. ¿Por qué teméis pues que aun Dios no os ha perdonado?


¿Qué motivo tenéis para ello? ¿No sabéis que dicen los santos Padres
que aquel que aborrece el mal que ha hecho, ya está seguro del
perdón de Dios? Ello es cierto, dice santa Teresa, que aquella alma que
está resuelta a padecer la misma muerte antes que ofender a Dios,
está sin duda arrepentida.

Alma. Sí, Padre mío: con los auxilios del Señor, estoy en la firme
resolución de dejarme antes hacer mil pedazos, que cometer un
pecado, aunque no sea más que venial, con plena advertencia.

S. Alfonso. Y pues siendo ello Así, ¿por qué Dios os ha de aborrecer?


Vos teméis que Dios os aborrece, y ¡ay cuan al revés! ¡Oh si vieses el
amor que en esta misma hora os tiene!, ciertamente que sería tan
grande la consolación que experimentaríais, que aquí mismo caeríais
muerta. ¿No sabéis vos, hija mía, que Jesucristo es aquel buen Pastor
que del cielo bajó a la tierra a dar la vida para cada una de sus
ovejuelas, y salvarlas a todas, aun a aquellas que voluntariamente se
han extraviado de su rebaño? ¿Y cómo será posible pues que
abandone a aquellas que le aman? ¿Cómo podrá abandonar a una
oveja que está pronta a morir antes que darle el más pequeño disgusto
con advertencia?

Alma. Pero ¿quizá si yo he consentido en algún pecado grave, y por


eso Dios me ha abandonado?

S. Alfonso. No, no decís bien. El pecado mortal es un monstruo tan


horrendo, que no es posible se halle en el alma y que ella no lo
conozca. Ningún pecador que está en desagracia de Dios duda,
regularmente hablando, sino que está cierto, de que ha perdido la
divina grada: y por esto es máxima cierta de todos los maestros de
espíritu que cuando una persona que teme a Dios duda si ha perdido
la divina gracia, es moralmente cierto que no la ha perdido, por lo
mismo que por fe regular nadie pierde a Dios sin conocerlo
ciertamente. Por esto siempre que vos estáis en duda de si habéis-
perdido a Dios, estad cierta de que no habéis tenido la desgracia de
perderlo.

Alma. ¿Por qué pues me siento sin confianza?

S. Alfonso: La verdadera confianza debéis saber que no consiste en


sentirla, sino en quererla. Decidme, ¿queréis Confiar en Dios? pues si
queréis confiar en él, ya tenéis la confianza que tanto, deseáis.

Alma. Pero ¿y donde tengo yo amor a Dios?

S. Alfonso. Oíd otra vez. En cuanto al amor de Dios se debe guardar la


misma regla que en cuanto a la confianza. También, el amor está en la
voluntad, Pregunto pues. ¿Queréis amar a Dios? pues sabed que ya le
amáis. Vos quisierais la dulce consolación de sentir esta confianza y
este amor: mas Dios para mayor provecho vuestro no quiere que la
tengáis: contentaos pues con tener confianza y amor; aunque no
tengáis el Consuelo de sentirlo. Lo mismo os digo en cuanto a la fe;
basta que queráis creer cuanto la Iglesia os enseña sin querer
experimentar que realmente creéis. Ya vendrá un día en que
desaparecerán las sombras, y se dejará ver la luz, que os consolará.
Entre tanto estad contenta de estar en oscuridad y de vivir dejada
enteramente en las manos de la divina voluntad y misericordia.

Confortémonos al mismo tiempo con la Escritura santa. Dice Dios por


Zacarías (Za 1,3) estas palabras: Convertíos a mí, dice el Señor de los
ejércitos y yo me convertiré a vosotros. Si queremos pues a Dios,
dejemos las criaturas: volvámonos con el amor hacia él, y él se volverá
luego con el amor hacia nosotros. A todos nos dice aquellas palabra
de consuelo (Mt 11,23) Venid a mí todos los que estáis cargados de
trabajos, y yo os reanimaré; yo os consolaré. Venid (añade por boca
de Isaías 1,18) venid y redargüidme dice el Señor; si vuestros pecados
fueren como la grana, quedarán blancos como la nieve. Llega,
digámoslo así su bondad hasta decirnos: venid pecadores, pero venid
arrepentidos, y si yo no os perdono, reprendedme y tratadme de
mentiroso: mas no, porque por negras que sean vuestras conciencias,
yo con mi gracia las haré volver blancas: como la misma nieve. Aun
más: va cerca del pecador y como quien llora de compasión su
desgracia, le está diciendo (Ez 18,31): ¿Y por qué morirás casa de
Israel? que es como si dijeses: ¿y por qué os queréis condenar, hijos
míos, teniéndose siempre tan pronto la salvación, si recuréis a mí? Y si
con tanta ternura, con tanto cariño y amor habla nuestro buen Dios a
los pecadores obstinados, ¿será posible que aparte de sí a una alma
que quiere amarle?

Pero vos decidme con sinceridad: ¿está vuestro corazón pegado a


alguna cosa de la tierra? ¿Tenéis algún apego desordenado a alguna
persona, a al algún mueble de los que usáis, o a la ropa que vestís?
Porque atended lo que dice san Juan de la Cruz, a saber, que cualquier
apego, cualquier hilo que os ate a las cosas de la tierra, puede
impediros de volar a Dios, y de ser del todo suyo.

Alma: no, por gracia que me hace Dios: me parece que mi corazón no
está pegado a cosa alguna de la tierra, de manera que por ella quiera
cometer una falta deliberadamente: con todo yo me veo llena de
defectos; me sabe mal el que me desprecien y a veces me resiento de
ello.

S. Ligorio: Y después de este resentimiento, ¿qué hacéis?


Alma: me humillo, pido a Dios que me perdone, y propongo no caer
más, confiando en Jesucristo que me dará fuerza para cumplir este
propósito; pero a pesar de todo ello me quedo toda espantada e
inquieta, y entonces me parece que es imposible que me haga santa,
y que por lo mismo es una soberbia el pretenderlo.

S. Alfonso: todo va bien, y continuad siempre así, menos el


inquietaros; esto no, que no va bien; si cien veces, digámoslo así, caéis
al día, cien veces haced lo mismo, a saber, arrepentíos; proponed de
no volver a caer con la ayuda de Dios y confiad en Jesucristo, y después
quedaos tranquila. Y advertid, que no es soberbia el esperar ser santa
aun después del defecto; antes bien, sería defecto el desanimarse y
perturbarse por haber caído, como si por haber hecho propósito ya
quedásemos seguros de que no caeremos más. Humillaos pues, y
confiad en Dios.

Alma: ya que usted, padre, usa conmigo de tanta caridad, tenga la


bondad también de indicarme algunos avisos con que consolarme en
medio de mis angustias cuando no me será fácil hablarle
personalmente.

S. Alfonso: me parece bien. Yo os diré por escrito algunas reflexiones,


aunque en confuso, simplemente y sin orden, que podáis leer cuando
tendréis más oprimido vuestro espíritu, las cuales os animarán a
sostener el combate, que debe soportar todo hombre que viviere en
este valle de lágrimas, sin exceptuar uno, hasta la muerte.

1. la primera cosa que encargo es que obedezcáis exactamente a


vuestro director; estad atenta a obedecerle en todo aquello en que no
conozcáis haber pecado. Tener presente lo que dice santa Teresa,
como os he explicado ya; a saber, que haciendo lo que nos ordena el
confesor, sean con pena o sean sin ella, estamos seguros de que
hacemos la voluntad de Dios. Escribe san Bernardo que el remedio
más eficaz contra los escrúpulos es sujetarnos al juicio de nuestra guía,
ya que Dios mismo ha puesto este remedio, para que aquel que en sus
dudas no puede aquietarse con su propio juicio, se aquiete con el juicio
del director; pues que aunque él puede errar, como piensan los
escrupulosos, no obstante, no errarán ellos obedeciéndolos, ya que es
la guía que les ha dado Dios.

2. Luego después cuando os sobreviene alguna cosa contraria estad


atenta a recibirle, sea cual sea, como venida de la mano de Dios;
especialmente cuando os halléis enferma, obedeced puntualmente al
médico, tomando los remedios que os prescriba; hacedle presentes
los dolores que sufrís sin exageración, y después quedaos quieta. No
procuréis pedir que se apiaden de vos aquellos que tengan la caridad
de visitaros; y si alguno manifiesta a favor vuestro una compasión
excesiva, respondedle, como decía Jesucristo: El cáliz que me dio mi
Padre, ¿no lo beberé?
Decidle: este mal Dios es quien me lo envía, y me lo envía, no porque
me quiera mal, sino porque me quiere bien; y ¿yo no lo aceptaré con
paz?

En tiempo de enfermedades es cuando se conoce si una persona es


espiritual, o no. Algunas personas devotas hay que cuando están con
salud son todo dulzura y humildad; más luego que les acometa algun
mal, se vuelven impacientes y soberbias, y se quejan de todos,
mayormente si no se les sirve o no se les ministran los remedios con
toda puntualidad. Cuando pues estaréis enferma, sufridlo todo sin
quejaros. En las cosas más contrarias decid con el santo Job: se ha
hecho como Dios ha querido, bendito sea su santo nombre (Job 1,21)
Estad también atenta a sufrir los desprecios que hagan de vos sin dar
muestra de resentimiento: ¡qué señal tan verdadera de ser una
persona humilde el recibir los desprecios con paciencia!

3. A más de esto ensanchad vuestro corazón y llenaos de una viva


confianza en Jesucristo, que es todo bondad en gracia de aquel que le
busca: Bueno es el Señor para el alma que va en busca suya. Nadie ha
puesto jamás su confianza en Dios que se haya visto del Él abandonado
(Ecle 2,11) Él se hace encontradizo aún a aquellos que no le buscan,
como dice san Pablo (Rm 10,20) citando a Isaías: ¿cuánto más
fácilmente úes se dejará hallar de aquel que lo va buscando? Por lo
mismo, guardaros bien de hoy en delante de decir que Dios os ha
abandonado: el Señor no abandona sino a los pecadores obstinado,
que quieren vivir en el pecado, y aun a esto no los abandona desde
luego, sino que siempre va cerca de ellos socorriéndoles con algunas
luces para no verlos perdidos.

4. Asimismo, cuando una alma desea de veras amar a Dios, no puede


menos que ser amada de él, pues él mismo lo ha protestado así con
aquellas palabras: Yo amo a los que me aman (Prov 8,17) Y cuando se
esconde de estas almas que le aman, no lo hace sino para su mismo
provecho, para que así las vea más solícitas de hallar su gracia y de
unirse más estrechamente con él. Notad lo que decía santa Catalina
de Génova cuando se sentía muy árida, de manera que le parecía que
Dios la había abandonado, y que ya no tenía que esperar con él; ¡qué
feliz soy, decía ella, en un estado tan deplorable! Hállese mi corazón
entre tribulaciones, mientras que mi amor sea glorificado. Amado
redentor mío, su de este mi infeliz estado os ha de redundar aunque
no sea más que una porcioncita de gloria, yo os pido que me dejéis
perseverar en él por toda la eternidad. Y hablando así, se deshacía en
lágrimas en medio de su desolación.
5. Sabed que las almas amantes del Crucificado en el tiempo de
desolación es cuando se unen más estrechamente con Dios en su
corazón. Ninguna cosa obliga tanto a buscar a Dios como la desolación;
y ninguna cosa atrae tanto a Dios al corazón como la desolación; pues
que en aquel triste apuro los actos de conformidad con la voluntad de
Dios son más puros y más perfectos; y por lo mismo cuanto es más
grande la desolación, tanto más crece la humildad, tanto más pura es
la resignación, tanto más pura la confianza, tanto más puras las
suplicas a Dios, a lo que se sigue que son tanto más abundantes las
gracias y los socorros divinos.

6. Para caminar a la perfección atended sobre todo al ejercicio del


divino amor: el solo amor de Dios es el que en llegando a posesionarse
de nuestro corazón, lo despoja de todo afecto desordenado. Por lo
tanto, procurad repetir a menudo actos de amor divino, diciendo: Dios
mío, yo os amo, yo os amo; sí, yo os amo, Dios mío; y confió morir
diciendo, yo os amo, Dios mío.
Dicen los Santos que un alma no debe menos amar que respirar.

7. A más de lo dicho, en el tiempo de la oración ofreceos sin reserva


repetidas veces a Dios.
Decidle de corazón: Jesús mío, sin reserva alguna me entrego toda a
Vos. Quiero ser toda vuestra, toda, toda: y si yo no sé entregarme a
Vos como debiera y prendedme Vos misino Jesús mío, y hacedme toda
vuestra.
Santa Teresa cada día se ofrecía toda a Dios cincuenta veces; y esto
mismo lo podéis practicar vos. Dadle pues siempre vuestra voluntad,
diciéndole muchas veces con san Pablo: Señor , ¿qué queréis que
haga? (Hch 9,6)
Este solo acto bastó para que san Pablo de un perseguidor de la Iglesia
se viese convertido en un vaso de elección. Decidle con frecuencia
como David: Enseñadme, Señor a cumplir vuestra voluntad (Sal
142,10). Al logro de esta gracia dirigid todas las oraciones que a Dios,
a la Virgen santísima, al Ángel de vuestra guarda, y a todos los Santos
que tenéis por abogados. En fin, está sola expresión, hágase vuestra
voluntad, os sirva de remedio en todos vuestros males.

8. En las ocasiones en que os sintáis más árida, ejercitaos en actos de


complacencia, alegrándoos de veras de que goza de un gozo infinito
aquel Dios a quien amáis: este es el acto de amor más perfecto que
ejercitan en el cielo los bienaventurados; los cuales no tanto se
complacen de la bienaventuranza que ellos gozan, como de la que
goza Dios, pues que aman a este Señor inmensamente más que a sí
mismos.

9. En cuanto al sujeto de vuestra oración, no dejéis, os digo, de meditar


la pasión de Jesucristo. Jesucristo que padece por nuestro amor, es el
objeto que con más eficacia atrae nuestros corazones. Al meditar los
misterios de la pasión, si el Señor os favorece con alguna ternura,
recibidla con acción de gracias: pero si algunas veces no experimentáis
ternura alguna, con todo advertid que también sacará vuestra alma
gran socorro de aquella oración. Id con especial frecuencia al huerto
de Getsemaní, como lo hacía santa Teresa diciendo que allí lo
encontraba solo: y al contemplarle tan afligido, que agoniza, que suda
sangre, que dice que está triste, que su tristeza basta a darle la muerte,
hallareis vos aliento y consuelo en medio de vuestras aflicciones,
viendo que todo aquello lo sufre él por vuestro amor.
Y al ver a Jesús que se prepara para morir por vos, aparejaos también
vos a morir por él; y cuanto más os veáis afligida y angustiada, decid
entonces lo que santo Tomás Apóstol a los otros discípulos: Vamos
también nosotros y muramos con él (Jn 21): muramos con Jesús, que
murió por nosotros.

10. Subid al Calvario, y allí le encontraréis expirando en una cruz,


acabando la vida a la violencia de los dolores; y contemplándole en un
estado tan lastimoso, ¿será posible que no quedéis confrontada para
sufrir sin queja cualquiera pena por un Dios que muere de dolor por
vuestro amor? San Pablo protestaba que él no sabía ni quería saber
otra cosa en esta vida que a Jesús crucificado (1Co 2,2)
Dice san Buenaventura que el que quiere tener una continua devoción
a Jesucristo, debe con los ojos de la mente mirarle moribundo en la
cruz. En todos vuestros temores mirad pues al crucificado, y tomas
coraje, y animaos a padecer por su amor.

11. Os encomiendo sobre todo la oración; y cuando no supieses decir


otra cosa, bastará que digáis: Señor, ayudadme; ayudadme, Señor;
Venid presto a ayudarme. Ya sabéis que esta misma oración la Iglesia
santa la hace repetir tantas veces en el rezo del oficio divino a todos
los sacerdotes y religiosos y san Felipe Neri enseñaban a decirla hasta
sesenta y tres veces.
El señor ha prometido que nos dará cuanto le pidamos. San Bernardo
quedaba pasmado cuando pensaba que diciendo los hijos del Zebedeo
a Jesucristo: Maestro, queremos que nos concedas todo lo que te
pidamos, él les contestó, ¿qué queréis que os conceda? (Mt 10,36)

12. Y a todas las gracias que pidáis a Dios, pedídselas siempre en


nombre de Jesucristo. Por sus méritos recibimos todo cuanto
recibimos de Dios. Nuestro mismo redentor nos tiene prometido que
todo cuanto pidamos a su Padre en nombre suyo, nos lo concederá (Jn
16,23) Cuando pues os viene temor de que Dios no os quiera condenar
al infierno, pensad luego si será posible que tenga voluntad de
condenarnos el que os ha dicho, pídeme lo que quieras, y te lo daré.

13. Pero y ¿por qué no veros desolada habéis de pensar que Dios os
aborrece? No solo no debéis afligiros por ello, sino que antes bien os
debe servir de consuelo y satisfacción el ver que Dios os trata como a
las almas que más estima entre sus siervos, y lo que es más, como trató
a su mismo Hijo, del cual dice la Escritura santa que quiso el Señor
consumirle con trabajos (Is 53,10); lo quiso ver consumido y oprimido
balo la prensa de dolores y padecimientos.

14. Cuando os atormente el pensamiento de que Dios os quiere


abandonar a causa de vuestras ingratitudes, tened presente lo que
hicieron aquellos dos discípulos con quienes se acompañó Jesucristo
en traje de peregrino cuando iban a Emaús: al acercarse a aquel lugar
hizo el Señor como que quería pasar adelante; mas ellos dice el
Evangelio que le forzaron a detenerse, diciéndole: Quedaos, Señor,
con nosotros , pues que se hace de noche; y entonces él se dignó
entrar a aquella casa y quedarse en su compañía. Así lo refiere san
Marcos (Mc 10,28s) Ved ahí lo que habéis de practicar vos. Os
parecerá que el Señor quiere dejaros; obligadle vos a que no se mueva:
quedaos conmigo, decidle: Jesús mío, no quiero que me dejéis: si Vos
me dejáis, ¿a quién debo acudir para que me consuele y me salve? ¿A
quién iremos, Señor? como decía san Pedro (Jn 6) y continuad a
hablarle de esta manera, con amor y con ternura, y no temáis que
ciertamente no os dejará. No os paréis aquí, decidle también con el
Apóstol: Ni la muerte y ni la vida, ni criatura alguna podrá jamás
apartarme del amor a mi Dios (Rm 8,38s).
Sí, Salvador mío; mostraos indignado contra mí cuanto queráis; sabed
que ni el temor de la muerte, ni el amor de la vida, ni criatura alguna
del mundo podrá jamás separarme de vuestro amor. O bien, decid lo
que en cierta ocasión san Francisco de Sales, el cual cuando jovencito
hallándose árido un día y desolado, viendo que el demonio
aprovechaba esta ocasión oportuna para perturbarle, procurando
sugerirle que estaba destinado al infierno, le respondió estas
memorables palabras: Ya que no podré amar a Dios en la eternidad,
quiero amarle a lo menos en esta vida, y amarle cuanto pueda: y con
esta respuesta recobró la alegría.

15. Por lo demás siempre que tengáis intención de amar a Dios, dilatad
vuestro corazón: Dilata tu boca, dice Dios (Sal 80,2), y yo te la llenaré;
que es decir que cuanto más esperaremos de Dios, tanto más
recibiremos de él. El mismo nos ha asegurado que llena de favores a
aquellos que confían en él: Él es el protector, dijo David (Sal 17,31), de
los que esperan en él. Y cuando vos pensáis que tal vez no os siente,
figuraos entonces que os reprende, y que os dice como a san Pedro:
Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste? (Mt 14,31) ¿Por qué temes qué
yo no te oiga, sabiendo la palabra que he dado de oír a quien me
ruega?

Por eso mismo que quiere oírnos, quiere que creamos que nos oirá
cuando le pidamos las gracias: Todo lo que me pidiereis en vuestras
oraciones, creed que lo recibiréis, y os sucederá como deseáis, nos
dice por san Marcos (Mc 11,24) Notad las palabras creed que lo
recibiréis: conviene pues pedir las gracias con cierta confianza, sin
titubear, como nos lo advierte Santiago (St 1,6). Tratando con un Dios
tan bueno, llenaos de confianza, y apartad de vos la melancolía.
Aquel que sirve a Dios y está triste, en lugar de honrarle, antes bien le
deshonra. Dice san Bernardo que aquel que se representa a Dios
áspero y severo, le hace agravio, pues es la misma bondad y
misericordia. ¿Cómo podréis dudar, dice el Santo, de que Jesucristo os
perdone los pecados, si con los mismos clavos de sus manos los ha
enclavado en la cruz donde murió por vos?

16. Dios declara que tiene sus delicias en estar con nosotros: Mis
delicias, dice (Prov 8,31), son estar con los hijos de los hombres. Si
pues las delicias de Dios son tratar con nosotros, justo es que todas
nuestras delicias sean tratar con Dios. Y este pensamiento debe
animaros a tratar con él con toda confianza, procurando pasar todo el
tiempo que os resta de vida con este nuestro bien Dios, que tanto nos
ama, y de cuya compañía esperamos gozar en el cielo por toda la
eternidad.

17. Tratémosle pues con toda confianza y amor, como al amigo que
más nos aprecia, y a quien más apreciamos. ¡Oh muchas almas
escrupulosas tratan a Dios como a un tirano que no exige de sus
súbditos otra cosa que pavor y temor; y por esto temen que a cada
palabra que les escapa inconsideradamente, que a cada pensamiento
que les pasa por la mente, ya se llena de cólera, y ya quiere
precipitarlas al infierno. No, Dios no nos priva de su gracia sino cuando
a ojos abiertos y deliberadamente la despreciamos, y queremos
volverle las espaldas. Y cuando le damos algún ligero disgusto con
algún pecado venial es verdad que este le desagrada mas no por esto
nos priva dé aquel amor que nos tenía; y por lo mismo con un acto que
hagamos de arrepentimiento o de amor, desde luego se aplaca.

18. Su infinita Majestad merece, no hay duda, todo respeto y toda


humillación: con todo en cuanto a aquellas almas que le aman más le
agrada que le traten con una amorosa confianza que no con una tímida
sujeción; y por esto vos no le tratéis más como a tirano. Tened
presentes las gracias que os ha hecho, aun después de haberte
ofendido y haberle sido tan ingrata: no olvidéis los medios amorosos
de que se valió para arrancaros de vuestra vida desordenada, las luces
extraordinarias que os dio, y con que tantas veces os llamó a en amor:
y por lo tanto de esta hora en adelante tratad con Dios con gran
confianza y ternura, como al objeto más amado que tenéis. Pasemos
adelante.

19. No ocurre cosa especial que encomendaros en cuanto a la


frecuencia de sacramentos, pues vos ya los frecuentáis, Confesaos a lo
menos dos veces a la semana, y si tanto no podéis a lo menos una. En
cuanto a las comuniones no os apartéis de lo que prescriba el director:
pero aunque os sintáis árida, por eso no dejéis de pedirle la licencia
para comulgar; porque los directores en cuanto a permitir más o
menos comuniones se rigen también por el deseo de comulgar que
ven en el penitente.
Si -él ve que no la pedís, ni manifestáis que la deseáis, rara vez os dirá
por sí mismo que comulguéis: y cuando no podáis comulgar
realmente, suplid con la comunión espiritual, que podéis hacer con
frecuencia, y que conviene hagáis muchas veces cada día. Sean en fin
continuamente, los objetos más caros de vuestro amor estos dos
grandes misterios del Sacramento del altar y de la pasión de Jesucristo:

Si él amor de todos los corazones se reuniese en un solo corazón,


ciertamente que ni entonces podría este corresponder ni siquiera a la
más mínima parte del amor qué nos ha manifestado Jesucristo en
estos dos misterios de la Pasión y del santísimo Sacramento del altar.
Procurad pues en el tiempo que Os queda de vida amar y confiar: y
cuando os halléis en aflicciones y angustias, no os congojéis; pues ellas
son señales del amor que os tiene Dios, no de que os aborrezca.

En confirmación de esta verdad quiero al concluir este pequeño


tratado poneros a la vista el ejemplo de santa Liduina, la cual padeció
tanto y se vio tan afligida y atribulada, que no sé si se lee cosa igual en
la vida de los demás Santas. Nació de pobres padres en una tierra de
Holanda que se llama Scedan. Un día, siendo aún jovencita, caminando
sobre hielo, cayó y se rompió una costilla. No cuidando de curarla sus
padres a causa de su pobreza, se le formó sobre la costilla rota una
apostema, la cual, abriéndose paso, le inficionó todo el cuerpo, y de
resultas día quedó paralitica. Sus padres la abandonaron sin cuidar de
que se le aplicasen remedios, y la pobre doncella llena de dolores
quedó tullida de todos los miembros, menos de la cabeza-y del brazo
izquierdo. El brazo derecho se le hizo inútil, porque se le cubrió del mal
que Llaman Fuego de san Antonio, el cual le royó hasta los huesos: y
en medio de tantos dolores ni siquiera se atrevía a hablar de ellos a
sus padres, por temor de no verse atropellada con injurias.

Su cabeza estaba atormentada de continuos y agudos dolores: en la-


frente tenía una grande llaga; y la barba la tenía media abierta hasta
la boca, y llena de sangre cuajada, que la impedía de hablar y de
comer. El uno de los ojos se le había entrado dentro, y el otro estaba
tan lleno de tumores malignos, que no podía soportar la luz del sol, y
casi ni la de un velón. Sentía tales dolores de dientes, que la reducían
a punto de morir. Padecía también continuo flujo de sangre, cuándo
por la boca, nariz y ojos, y cuando por las orejas. Tenía en la garganta
una angina que casi no la dejaba respirar. La atormentaba una
continua calentura, y padecía un vómito continuo que la hacía echar
gran cantidad de agua mezclada con sangre, siempre qué tomaba
alimento, por poco que fuese.

Era a un mismo tiempo hidrópica y tísica, y se veía faltada de lo


necesario, y sin ayuda alguna. Si alguna vez alguna persona compasiva
le daba alguna medicina, no servía esta sino para doblarle el martirio;
con todo la tomaba obediente como una corderilla, sin quejarse de
nada. Sus padres porque se veían pobres y estaban fastidiados de
tantos «males prorrumpían en quejas contra ella, y le decían que no
había nacido sino para su tormento, y para gastar lo poco que tenían
y que mejor era que se la llevase la muerte. Lloraba ella, pero no por
sus males, sino por la incomodidad y molestia que causaba a los
demás. Como no podía moverse, tenía que estar echada siempre boca
arriba, y de ahí provino que se le pudrió la parte de detrás, de manera
que la piel estaba pegada al lecho, es decir a aquellas pobres pajas
sobre que estaba abandonada, a las cuales quedaba unida siempre
que procuraba levantarla alguna persona movida a compasión y el
cuerpo que quedaba cómo desollado.

En suma, ver aquella pobre doncella de quince años, que apenas


respiraba sobre aquella cama, era casi lo mismo que ver un cadáver
sobre el féretro, Y de esta manera, en un estado tan infeliz, vivió esta
santa Virgen por el largo espacio de treinta y ocho años, siempre
resignada a la voluntad del Señor. A tantos dolores ha de añadirse el
mal trato de cuatro soldados insolentes, que habiendo entrado un día
en su estancia, después de haberla llenado de injurias, hasta decirle
atrevidos que era una hipócrita y una hechicera, y que con el tiempo
ya se llegaría a saber quién era ella, le robaron la pobre manta de lana
que cubría su cuerpo medio muerto, y antes de partirse le dieron de
palos, y aun la hirieron con el sable. Pero no pararon aquí los trabajos
de la pecienta Liduina.

A tantos males exteriores se añadían unas desolaciones interiores que


la afligieron por algún tiempo; pues que Dios, a fin de purificada
principalmente, portándose con esta sierva suya como suele portarse
con las almas que más aprecia, retiró de ella su asistencia sensible, y
la pobre se vio destituida de aquella amorosa confianza que tenía en
él; y el demonio entonces la atormentaba fieramente, y le decía que
tantos males de que se veía oprimida, eran una señal cierta de que el
Señor la había abandonado, y de que moriría desesperada. Pero no
por eso se desalentaba ella: aunque apretada con tantas
enfermedades y con tantas angustias internas, todo lo sufría con
resignación, bendiciendo a Dios que así la trataba; y a fin de aplacarle
se ciñó un cilicio de cerdas, que se le metían dentro sus carnes
llagadas.
Vivió la Santa en aquella desolación por el espacio de cuatro años; y
ella lo sufría todo resignada a la divina voluntad, y bendiciendo
siempre a Dios que la trataba de aquel modo: unía todos sus
sufrimientos con los que soportó Jesucristo en su pasión; y animada
de esta manera sostuvo por todo aquel tiempo tan horrible
tempestad. Mas después Dios cuidaba de consolarla; y aunque ella
continuaba a sentir sus dolores, era de manera que decía: Cuando yo
miro a mi Señor Jesucristo pendiente de una cruz, ya no siento más
penas. Mis dolores me hacen levantar la voz, mas mi corazón me hace
decir: Jesús, amor mío, aumentad las penas, pero aumentad también
el amor. A los que la compadecían les decía: Todo mi mal es nada, pues
estoy en manos de una bondad infinita, cual es mi Dios, que tiene
entrañas de piedad más que ningún padre ni madre.

ORACION
De un alma amante desolada.

Mi Jesús crucificado; Vos sachéis bien que por vuestro amor he dejado
todas las cosas: más después que Vos me habéis hecho dejarlo todo,
¡ay! que hallo que también Vos me habéis dejado a mí. Pero ¿qué digo,
amor mío? ¡ah! Apiadaos de mí, Señor, que no sé lo que profiero, y mi
debilidad es la que me hace hablar así. Yo de mí misma merezco todas
las penas, a causa de tantas faltas que he cometido. Vos me habéis
dejado, como yo lo tenía merecido, y me habéis privado de aquella
amorosa asistencia con que tantas veces me habíais consolado: con
todo por más que me vea desconsolada y abandonada de Vos, os
protesto que no obstante quiero amaros y bendeciros siempre. Con
tal que no me privéis de la gracia de poder amaros, tratadme como
queráis. Yo os diré como os decía aquella estimada escava vuestra: yo
os amo por más que me vea enemiga a vuestros ojos: apartadme de
Vos cuanto queráis, yo siempre os seguiré.

Señor no me privéis de Vos, y después privadme de todo, si así lo


queréis. Amor mío, atraedme hacia Vos, y nada me importa que me
privéis del consuelo de conocerlo: atraedme con fuerza, y arrancadme
del lodazal de mis defectos. Subvenid a vuestra esclava, que
redimisteis con vuestra sangre preciosa. Yo quiero ser toda vuestra,
cueste lo que costare; yo quiero amaros con todas mis fuerzas. Mas
¿qué puedo yo de mí misma? Vuestra sangre es mi esperanza. Madre
de Dios y refugio mío, María, en todas mis tribulaciones no me dejéis,
ni ceséis de rogar por mí. Primeramente en la sangre de Jesucristo y
después en vuestras súplicas pongo la confianza que tengo de mi
salvación eterna. En Vos, Señora, he esperado, os diré con san
Buenaventura, no quedaré confundida eternamente. Alcanzadme la
gracia de amar siempre a mi Dios en esta, vida, y después en la
eternidad, y nada más os pido. Amen.

VIVA JESÚS NUESTRO AMOR, Y VIVA MARÍA NUESTRA ESPERANZA.


AMEN.
PARA ACERCARSE AL SANTO SACRAMENTO
DE LA PENITENCIA

Deseoso de acercarme otra Vez al Sacramento de la Penitencia, con


cuya institución inapreciable se dignó favorecemos vuestra bondad, os
doy en primer lugar las más afectuosas gracias, amabilísimo Jesús mío,
por la piadosa dignación con que tantas veces me habéis admitido a
él. Siempre amoroso, siempre con los brazos abiertos para abrazar a
este hijo pródigo, pronto siempre Vos a olvidar enteramente mis
iniquidades, yo confió que me habéis perdonado las de mí vida pasada.
Yo con todo las detestaré de nuevo a los pies del venerable Ministro,
y sujetaré con confianza a las llaves de la Iglesia las que hallaré tal vez
haber cometido desde la última confesión. No permitáis, Salvador
mío, que este Sacramento de perdón me sea ocasión de caer en
nuevos pecados; antes bien favorecedme coa vuestra gracia, para que
tenga la dicha de acercarme a él siempre bien preparado.
Alcanzádmela, Virgen santísima, mi dulcísima madre, Vos a quien con
tanta razón aclama refugio de los pecadores la Iglesia santa: Así sea.

Antes del examen.

Lo repito: Vos estáis pronto a perdonarme, Dios mío, si yo hago una


ingenua confesión de mis flaqueza a vuestro Ministro, y yo estoy
pronto a hacérsela humillado a sus pies, confiando en los auxilios de
vuestra gracia. Pero ¿cómo podré yo confesarlas debidamente, si no
procuro examinar antes seriamente en que he faltado? Esta es la
ocupación importante a que voy a dedicarme en esta ocasión. A este
fin me he separado del bullicio de las criaturas y he buscado mi retiro
en este solitario lugar. Vos, Dios mío, que me habéis llamado a él,
dignaos iluminar mi entendimiento para que sepa conocer las faltas
en que haya caído y hablarme al corazón para que sepa detestarlas.

Conozca y deteste también de veras las veniales, que tan fácilmente


cometo; pues que por ligeras que parezcan, no dejan de ser cada una
de ellas una ofensa contra Vos, Dios mío, Dios infinitamente amable,
Dios de infinita grandeza y majestad. Conozca aún más: si he hecho
todas las obras buenas que podía hacer; y si las que he hecho, las he
hecho con la debida pureza de intención; no por vanidad, no por un
sórdido interés o por algún respeto humano , sino con la viva y pura
intención de agradaros a Vos, ¡oh Dios siempre dignísimo de todo
nuestro amor! Conozca en fin el verdadero estado de mi alma.

Virgen santísima, dulcísima madre mía, alcanzadme a este fin de


vuestro divino Esposo la luz que necesito. Dignaos dispensádmela, ¡oh
despensera de las gracias del Altísimo! que después de él todas mis
confianzas están en vuestro poderoso patrocinio: Así sea.

Después del examen.

Con todo el afecto de que soy capaz agradezco, Señor y Dios mío, los
auxilios que habéis tenido la bondad de dispensarme para sondear los
escondrijos de mi corazón y conocer el estado de mi pobre alma. ¡Ay
de mí! cuán infiel soy en el cumplimiento de vuestra ley santa, de esa
divina y siempre adorable ley, toda justicia y equidad, que Vos mismo
os dignasteis grabar en el corazón del hombre! Ahora que tengo
presentes mis infidelidades, no puedo menos que detestarlas desde
luego; no esperaré para ello la hora de confesarlas. Desde luego Dios
mío, aquí mismo, postrado aun a vuestras plantas, confieso, Padre,
que he pecado contra el cielo y en vuestra presencia, y que no soy
digno de llamarme hijo vuestro, o a lo menos que soy un hijo el más
infiel y desagradecido: pero no por eso habéis dejado, Vos de ser mi
padre: padre mío sois, y padre el más amoroso y compasivo, padre
todo ternura, todo cariño y bondad. Yo confío, Señor, que también en
esta ocasión me perdonareis, Aceptad piadoso la Confesión que hago
ahora de que he pecado, y aceptadla también cuando la repetiré
humillado a los pies del venerable Ministro del Sacramento de perdón.

Aceptadla obligado de vuestra bondad, y dadme gracia siempre más y


más para conocer la malicia de mis pecados, y para llorarlos
amargamente con lágrimas hijas del más vivo dolor. Virgen santísima,
dulcísima madre mía, Vos que sois el refugio de los pecadores, dignaos
alcanzar esta gracia a un pecador que tan vivamente confía en Vos: Así
sea.

Antes de la confesión.

No para explicar virtudes que no tengo, sino para confesar pecados


que realmente he cometido, acudo, Dios mío, al sagrado tribunal. A
Vos, que todo lo veis, y que escudriñáis hasta los más ocultos
escondrijos del corazón humano, son notorias no solo mis acciones y
palabras, sino también mis deseos e intenciones: a vuestro Ministro,
que las ignora, voy a hacerle patentes las que no hayan sido arregladas
a vuestra ley santa. Yo me confesaré reo, Dios mío, y Vos me
perdonareis. Yo confesaré ingenuamente que he tenido la desgracia
de ofenderos, a Vos que sois mi padre, mi criador, mi redentor, mi
adorable bienhechor: procuraré arrepentirme a lo menos porque me
podéis castigar, y propondré de veras la enmienda: vuestro Ministro
me dispensará el beneficio de la absolución, y Vos tendréis la bondad
de ratificar en el cielo la sentencia que sus labios pronunciarán acá en
la tierra.
Vos habéis prometido el perdón al que confiesa sus pecados,
arrepentido, y vuestra palabra se cumplirá infaliblemente. Dad, Señor,
luz a mi entendimiento para conocerlos, y dad a mi lengua palabras
para confesarlos: ablandad y compungid mi duro corazón, para que de
veras sepa aborrecerlos: auxiliadme para ello con vuestra gracia, sin la
cual sé bien que nada puedo. Haced en fin que como al Real Profeta
David, salga del fondo de mi corazón arrepentido un he pecado para
que el Ministro de este Sacramento de perdón pueda decirme con
confianza el Señor te ha perdonado.

Virgen santísima; dulcísima madre mía, dignaos interceder por este


pecador, y alcanzadme de vuestro Hijo la gracia que acabo de pedirle:
Así sea.

Después de la confesión

Vos habéis jurado, Dios mío, que no queréis la muerte del pecador,
sano que reconozca sus miserias, se convierta y viva. Vos habéis dicho
por boca de vuestros Profetas que en cualquier hora que se convierta
el pecador, olvidareis sus pecados, y que los echareis al fondo del mar,
y los haréis desaparecer como desaparecen las nubes, para no
acordaros más de ellos; y que no le dañarán por muchos que hayan
sido. Vos habéis añadido por boca de san Gregorio que una vez
convertido el pecador, le tratáis con el mismo cariño que si nunca
hubiese pecado. El día en fin de la conversión de un pecador es el día
de la alegría de vuestro corazón, y el cielo la celebra con más júbilo
que la perseverancia de noventa y nueve justos.

Aquí tenéis, Dios mío, postrado aun a los pies de vuestra soberana
Majestad, un pecador que ha reconocido su infidelidad, y las ha
confesado ingenuamente al venerable Ministro. Yo las he detestado
con vivo dolor, y he propuesto de veras la enmienda: todo ha sido con
los Auxilios, que agradezco, de vuestra gracia. Olvidad pues, Dios mío,
todas mis iniquidades: echadlas al fondo del mar, y no penséis más en
ellas, o a lo menos no sea sino para perdonármelas siempre más. Sea
este día un día de alegría para vuestro corazón, y para todos los
ciudadanos de la gloria. No me sean en adelante mis pecados ocasión
de algún daño; antes bien ellos mismos exciten siempre más mi
corazón a amar con d debido fervor a un padre tan piadoso, a un
padre; que yo mismo tanto más experimento misericordioso y
compasivo cuanto más he pecado.

Tratad en fin, dulce Jesús mío, a este arrepentido pecador con aquel
amoroso cariño con que tratabais a los pecadores arrepentidos en los
días de vuestra vida mortal y dadme siempre más y más vuestra gracia,
para que no muera, sino que antes bien viva, y viva para celebrar
vuestras misericordias sin número por toda la eternidad. Así sea,
Santísima Virgen María, dulcísima madre de Jesús y mía, en cuyo
poderoso patrocinio descansa confiado mi corazón.
CORONA

1. ¡O Dios mío y sumo bien mío! ¡Ojalá te hubiese amado siempre!


2. ¡O Dios mío! yo detesto de veras el tiempo en que no te amé.
3. ¡Ay Señor! ¿Y cómo pude vivir tanto tiempo sin tu amor?
1. 4 Y Tú, Dios mío, ¿cómo me pudiste sufrir?
4. Gradas te doy, Dios mío, por tanta paciencia en sufrir a este
pecador.
5. Desde ahora te quiero amar siempre.
6. Quiero morir, Dios mío, antes que dejar de amarte.
7. Quítame la vida, Señor, si no he de amarte siempre.
8. Esta es la gracia que te pido, que siempre te ame.
9. Con tu amor solo seré feliz: dame amor.
Gloria al Padre…

1. Deseo vivamente, Dios mío, que todos te amen.


2. Dichoso yo si pudiese dar mi sangre para que todo te amen.
3. Los que no te aman, infelices, que verdaderamente están
ciegos.
4. Ilumínalos, Dios mío, y haz que también te amen.
5. Es sí que es verdadera desgracia, no amarte a Ti, siento Tú el
sumo bien.
6. Yo, Dios mío, de ninguna manera quiero ser del número de estos
miserables ciegos que no te aman.
7. Tú, Tú, Dios mío, eres toda mi alegría y todo mi bien.
8. Yo quiero ser todo tuyo y para siempre.
9. Y ¿quién, Dios mío, podrá separarme de tu amor?
10.Vengan criaturas todas, y amen a mi Dios.
Gloria al Padre…
1. Ojala, Dios mío, tuviera yo mil corazones para amarte con tantos
corazones.
2. Ojalá tuviera los corazones de todos los hombres para amarte
con todos ellos.
3. Ojalá hubiese más mundos, para que así fueses más amado.
4. Oh, qué dichoso fuera yo si te pudiese amar con los corazones
de todas las criaturas posibles.
5. Pues que Tú, Dios mío, así lo mereces.
6. Ojalá que mi corazón no fuese tan pobre y frío para amarte.
7. Oh, debilidad fatal de los mortales para amar al sumo bien.
8. Oh, terrible ceguedad la de los mundanos, que no reconocen el
verdadero amor.
9. Dichosos ustedes, habitantes del cielo, que le conocen y le
aman.
10. Dichosa precisión la de amar a Dios.
Gloria al padre…

1. ¿Cuándo llegará el día, Dios mío, en que me abrase en tu amor?


2. ¡O qué dichosa y feliz suerte será esta para mí!
3. Mas ya que no sé amarte como debo, me gozo a lo menos de
que haya tantas otras personas que te aman con todo su
corazón.
4. Yo me gozo de que te amen todos los Ángeles y Santos del cielo;
5. Y uno al de todos ellos mi pobre corazón.
6. Yo quiero amarte con aquel particular amor con que te aman los
Santos que más amantes fueron de Ti.
7. Quiero, amarte con aquel mismo amor con que te amaron una
santa María Magdalena, una santa Catalina de Sena y una santa
Teresa de Jesús;
8. Con el mismo amor con que te amaron un san Agustín, un santo
Domingo, un san Francisco Javier, un san Felipe Neri, el angélico
san Luis Gonzaga y san Ligorio.
9. Con el mismo amor con que te amaron los santos Apóstoles, y
en particular un san Pedro y el evangelista san Juan;
10. Con el mismo amor con que te amó el gran patriarca san José.
Gloria al Padre...

1. Yo quiero amarte; Dios mío, con el mismo amor con que te amó
en el mundo mi dulcísima madre la santísima Virgen María.
2. Y en particular, con aquel amor que te tuvo cuando concibió en
sus virginales entrañas a tu divino Hijo, y cuando le parió, crió y
vio morir. 3. Y con el amor que te tiene ahora y te tendrá
siempre en el cielo.
3. Más para amarte, Dios mío, Dios de bondad, como es debido, ni
aun esto basta.
4. Y por esto quisiera, si posible fuese, amarte como te amó, Dios
mío, el Verbo encarnado; y señaladamente
5. Como te amó cuando nació:
6. Como te amó cuando expiró en una cruz.
7. Como te ama sin cesar en los sagrarios en donde se digna estar
oculto:
8. Con el mismo amor, en fin, con que te ama y te amará en el cielo
por la eternidad.
9. Finalmente, aun mas, Dios mío, quisiera amarte con todo e
amor con que te amas Tú mismo. Más ya que todo esto es
imposible, haz Tú, por tu mismo amor, Dios y Señor mío, que te
amé lo más que sepa y pueda, que te ame, en fin, como sea de
tu mayor agrado: Así sea.
Gloria al Padre…
ORACIÓN

Oh Dios, que en gracia de los que te aman tienes preparados bienes


invisibles; infunde en nuestros corazones el afecto de tu amor. Para
que amándote en todas las cosas y sobre todas las cosas, alcancemos
las promesas que nos tienen hechas; las cuales exceden a todo cuanto
podemos desea. Te lo pedimos por Nuestro Señor Jesucristo, que vive
y reina contigo en unidad del Espíritu Santo, por todos los siglos de los
siglos. Amén.

BENDICIONES

Bendito sea Dios.


Bendito sea su Santo Nombre.
Bendito sea Jesucristo verdadero Dios y verdadero Hombre.
Bendito sea el Nombre de Jesús.
Bendito sea su Sacratísimo Corazón.
Bendito sea su Preciosísima Sangre.
Bendito sea Jesús en el Santísimo Sacramento del Altar.
Bendito sea el Espíritu Santo Consolador.
Bendita sea la Incomparable Madre de Dios la Santísima Virgen
María.
Bendita sea su Santa e Inmaculada Concepción.
Bendita sea su gloriosa Asunción.
Bendito sea el Nombre de María Virgen y Madre.
Bendito sea San José su casto esposo.
Bendito sea Dios en sus Ángeles y en sus Santos.
Así sea.
SÚPLICAS

Oh Padre, oh Hijo, oh Espíritu Santo, oh Santísima Trinidad, oh Jesús


concédeme, oh María, Ángeles del Señor, Santos y Santas del cielo
alcáncenme la gracia de hacer siempre la voluntad de Dios: de estar
siempre con Dios; de no pensar en otra cosa que en Dios. De amar
solamente a Dios de hacer todas las cosas por Dios, de buscar solo la
gloria de Dios, de hacerme santo solo por Dios. De conocer bien cuan
miserable soy yo y cuan bueno es Dios: y finalmente de gozar para
siempre de Dios en los gozos eternos de la gloria. Así sea.

JACULATORIAS

Te adoro en todo momento, del cielo vivo pan, gran Sacramento.

Corazones de Jesús y de María, les ruego bendigan al alma mía.

A Ti, Señor, te doy mi corazón, a Ti que eres mi Jesús, mi Salvador.

Seas de todos conocido, adorado y glorificado, en todo momento, oh


santísimo y divinísimo Sacramento.

Corazón de mi amable Salvador, haz que arda y siempre crezca en mí


tu amor. Así sea.

TODO A MAYOR GLORIA DE DIOS


Y DE SU SANTÍSIMA MADRE
ASÍ SEA

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