Espina Plateada YEl Bosque de Los Susurros

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LOMO: X ESPINA PLATEADA – Rustica solapas – Lomo 1,2 cms

PRUEBA DIGITAL

R EAH

Espina Plateada y El Bosque de los Susurros


VALIDA COMO PRUEBA DE COLOR
EXCEPTO TINTAS DIRECTAS, STAMPINGS, ETC.

Espina Plateada
DISEÑO 18/01/2019 Germán

R EAH EDICIÓN -

y El Bosque SELLO
COLECCIÓN
ESPASA

de los Susurros
FORMATO 15 X 23mm
RUSTICA SIN SOLAPAS

SERVICIO
La valenciana Reah es una apasionada del mundo de los videojuegos,
una afición que en la actualidad la ha convertido en una de las youtubers
con mayor proyección de crecimiento.

IMPRESIÓN CMYK
-4/0 tintas
-

Tras utilizar el Sueño de Abbadon para


conjurar la amenaza de las fuerzas del mal PAPEL -
y derrotar al temible Salvador del Mundo, Shayna
se enfrenta ahora a una nueva aventura que PLASTIFÍCADO BRILLO

transcurre en el Bosque de los Susurros. UVI -

Meinu está con ella, y la acompaña también


R EAH
RELIEVE -
el recuerdo de Eridian, a pesar de que ambos
han seguido caminos diferentes. Quizá vuelvan BAJORRELIEVE -

a encontrarse en este mundo mágico donde STAMPING -


todo puede suceder…
FORRO TAPA -

GUARDAS -
PVP 12,90 € 10227765

INSTRUCCIONES ESPECIALES

COLECCIÓN 9 788427 044968 Una nueva aventura protagonizada -

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Reah

Espina Plateada
y el Bosque de los Susurros

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© Patricia Buigues García (Reah), 2019
© Editorial Planeta, S. A., 2019
Ediciones Martínez Roca, sello editorial de Editorial Planeta, S. A.
Avda. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona
www.mrediciones.es
www.planetadelibros.com

Diseño de cubierta: Planeta Arte & Diseño, 2019


Ilustración de cubierta e interior: © Marta Nael
Primera edición: marzo de 2019
ISBN: 978-84-270-4496-8
Depósito legal: B. 3.870-2019
Preimpresión: Safekat, S. L.
Impresión: Black Print

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema


informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico,
mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito
del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra
la propiedad intelectual (art. 270 y siguientes del Código Penal).

Diríjase a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o esca-


near algún fragmento de esta obra. Puede contactar con Cedro a través de la web www.conli-
cencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

El papel utilizado para la impresión de este libro es cien por cien


libre de cloro y está calificado como papel ecológico.

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ÍNDICE

1. La Ciudad del Miedo 11


2. La voz de la sabiduría 21
3. Mala fortuna 29
4. Misión sospechosa 39
5. Un problema noble 49
6. Acero élfico 57
7. La fiesta del peligro 67
8. De vida o muerte 75
9. El despertar del corazón 83
10. La Gran Biblioteca 91
11. El lamento del zorro 101
12. Rojo Rubie 109
13. La hija de la luna 117
14. El Templo de la luz 127
15. Gigantes de piedra 135
16. La verdad de los corazones 143
17. El pueblo maldito 151
18. La aberración 159
19. Un reencuentro inesperado 169
20. El principio del fin 177
21. El despertar 187

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La Ciudad del Miedo

Casi podía escuchar la voz de su amiga mientras miraba a


sus ojos. Dos pequeños y afilados iris de color verde esmeralda
le devolvían una mirada burlona. «¿Qué esperabas?», habría
dicho si pudiese mientras se alejaban de un campesino al que le
había hecho unas preguntas que no hallaron respuestas. «Sí, lo
sé, pero no tenemos muchas opciones», le hubiese contestado
algo frustrada, esperando ver por su parte una mueca diverti-
da. Pero esas conversaciones solo sucedían en el interior de su
mente, anhelando en secreto volver a tenerlas con ella. Era cu-
rioso cómo el silencio que tanto buscaba en el pasado se había
convertido en algo incómodo que la hacía sentir triste y culpa-
ble al mismo tiempo. Pero su corazón albergaba esperanza. Es-
taba totalmente segura de que encontraría la forma de devolver
a su amiga a su estado original, esa pequeña chica, no tan pe-
queña según ella, que canturreaba sin parar en las largas tra­­
vesías.
«¿Por qué?» era la eterna pregunta. «¿Por qué la había
salvado arriesgando su propia vida?». Miraba a su compañera,
de camino a su siguiente destino, sabiendo que no podía pre-

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guntárselo incluso teniéndola tan cerca. Con agonía, compren-


dió que sus actos habían hecho daño a otros demasiadas veces
y tenía que compensárselo de alguna manera. Le acarició dul-
cemente la cabecita de zorro al mismo tiempo que el animalillo
le devolvía una mirada curiosa y extrañada. Shayna apartó rá-
pidamente la mano, sintiendo cómo ardían sus mejillas. Levan-
tó la vista al frente, cogiendo con fuerza las riendas de su caba-
llo sin decir nada, sintiendo alivio por primera vez de que
Meinu no pudiera burlarse de ella.
Llevaban un tiempo viajando casi sin descanso. Habían
recorrido multitud de pueblos y ciudades buscando informa-
ción de toda clase: hechizos, rituales, pactos o cualquier otra
cosa mágica o no mágica que pudiera devolverle a Meinu su
cuerpo. La primera opción fue buscar a más seres como ella,
kitsunes que pudieran traerla de vuelta, pero resultó ser más
difícil de lo que parecía. Descubrió que se trataba de criaturas
con costumbres nómadas, que viajan en solitario o en peque-
ños grupos y que rara vez toman contacto con otras razas.
Además, sus particulares habilidades hacían que fuera más
sencillo para ellas pasar desapercibidas ante los demás u ocul-
tar con ilusiones los lugares en los que estuvieron. Cuánta más
información descubría Shayna, más culpable se sentía. Quería
devolverle el favor, recuperar a su amiga y poderle preguntar
todas las cosas de que no fue capaz cuando tenía la oportu­
nidad.
Su segunda opción fue la de recabar información, así que
inició un viaje sin retorno. Recorrió todos los pueblos y ciuda-
des que encontró. Preguntó a sus gentes por cualquier hechizo
o ritual que pudiera serles útil. Pero no encontró las respuestas
que esperaba. Descubrió que la magia no estaba al alcance
de tantos como creía y que la gente de a pie no tenía ese tipo de
conocimientos. Así que pensó en preguntar por hechiceros y
hechiceras, chamanes o ritualistas de suficiente poder. Pero los
campesinos que se encontraba tampoco conocían gente así. Se
le terminaban las ideas, y tras el desconcierto del último cam-

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pesino ante sus preguntas, la desesperanza empezaba a adue-


ñarse de su corazón.
Revisó mentalmente todos los pasos que había recorrido
hasta el momento, todas las respuestas que había obtenido has-
ta entonces. Quizá no había estado haciendo las preguntas ade-
cuadas. En su afán por obtener soluciones, se había apresurado
y quizá por ese motivo estaba fallando. Aminoró la marcha de
su caballo hasta que lo hizo parar y, con delicadeza, se apeó al
tiempo que dejaba al zorrito en el suelo. Cogió las riendas y se
apartó del camino, sentándose en una roca grande al lado del
animal. Meinu la miraba de cerca, observando cada movimien-
to de la muchacha. Shayna, absorta totalmente en sus pensa-
mientos, sacó de su faltriquera un mapa bastante desgastado y
arrugado. Lo desdobló con cuidado y con el dedo empezó a
trazar la ruta que habían seguido hasta el momento. Murmura-
ba palabras sueltas para sí misma mientras se llevaba el dedo
del mapa a la boca casi sin parar. Meinu, quien no había dejado
de observarla, llamó su atención rascando la bota con su patita.
—Estoy pensado, Mei. Dame un segundo —dijo sin mirarla.
El zorrito paró un momento y se sentó a su lado mirando
con atención, pero al poco tiempo de no recibir respuesta vol-
vió a rascarle más rápidamente. Shayna miró hacia abajo impa-
ciente, momento en el que Meinu paró en seco mientras le sos-
tenía la mirada, todavía con la pata apoyada en el cuero.
—Está claro que sigues ahí dentro —sonrió—. Nos vamos
a desviar un poco. Creo que deberíamos viajar hasta Tymor.
Quizá ahí encontremos algo.
El animalillo se encogió en sí mismo haciéndose aún más
pequeño. Era obvio que no le gustaba el destino que proponía.
Shayna le acarició la cabeza una vez más con dulzura.
—Sé que es peligroso, pero no hemos encontrado nada
yendo de granja en granja. Confía en mí, tengo una corazo­
nada.
Meinu respondió a las caricias moviendo la cabeza y acer-
cándose más a la muchacha. Sabía que tenía razón, pero no

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quería ponerla en peligro. Si no, nada de lo que había hecho


habría valido la pena. Shayna se levantó, se guardó el mapa y
emprendió de nuevo la marcha hacia Tymor, una ciudad cono-
cida por servir de refugio para grandes grupos de convictos y
sus cabecillas. Era un lugar donde se reunían seres muy pode-
rosos de todas las razas, así que si tenía alguna posibilidad de
encontrar un gran hechicero, era allí.
Con determinación y más animada se subió al caballo, aco-
modó a Meinu en su regazo y, con un movimiento ligero y rápi-
do, sacudió las riendas para ponerse al galope. Sabía que si
mantenía ese ritmo podría llegar en pocos días y no quería per-
der más tiempo, así que continuó utilizando el camino real.
Aunque no era de su agrado viajar por él, era la forma más rá-
pida de desplazarse entre ciudades grandes, ya que los caminos
secundarios solían estar ocupados en pequeños tramos por
grupos no muy numerosos que, por cuestiones territoriales, los
proclamaban como propios. Por lo que si uno quería pasar por
allí, debía pagar un peaje o incluso algo peor si se negaba.
Después de varios días, la «Ciudad del Miedo» se alzaba
en el horizonte. Una tímida muralla semiderruida en muchos
puntos rodeaba la aglomeración de casas construidas con ladri-
llos oscuros. Algunas historias afirmaban que el color rojizo
oscuro característico de las casas de Tymor se debía a la canti-
dad de asesinatos que sucedían en sus calles. La sangre salpica-
da en los ladrillos de adobe se secaba sin ser limpiada, dejando
ese color tan particular. De ser ciertas las historias, Shayna no
quería ni imaginar cuánta gente debía de haber muerto para
manchar así toda la ciudad. Mientras se acercaba a sus puertas,
se ajustó la capucha para que le tapase la cara y escondió a
Meinu bajo su capa. Sin detenerse y cabizbaja entró en la ciu-
dad. Algunos viandantes gritaban frases a su paso, algunas en
idiomas que Shayna no conocía. Haciendo caso omiso, conti-
nuó su camino hasta unos establos cercanos, en la parte de
atrás de una destartalada posada. Bajó del caballo y, sin hablar,
lanzó una moneda de cobre al joven que, lejos de limpiar los

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establos, parecía estar removiendo la mugre con un gran ce­­


pillo igual de sucio.
Entró a la posada por la parte de atrás. En el interior, dos
hombres se propinaban puñetazos con desgana mientras otros
vitoreaban y cantaban alrededor. Echó una mirada rápida para
ver que no suponían ninguna amenaza. Estaban tan borrachos
que difícilmente podían mantenerse en pie y apenas acertaban
al aire cada vez que intentaban pegarse entre sí. Pasando desa-
percibida llegó hasta la barra y le pidió a la posadera una habi-
tación para una noche. Esta, sin dejar de gritarles a los hom-
bres del fondo, se giró y recogió una gran llave de hierro
bastante oxidada. La puso sobre la mesa mientras seguía ele-
vando la voz. Shayna alargó la mano para recoger la llave cuan-
do, de repente, la posadera dio un manotazo sobre la barra ta-
pando la llave.
—¡El pago se hace por adelantado! —le rugió, inclinándo-
se para tratar de ver debajo de la capucha.
La muchacha se echó la mano al cinto con torpeza, ya que
con el otro brazo sostenía a Meinu, tratando de esconderla. La
posadera se percató en el acto y empezó a gritarle.
—¿Qué traes ahí abajo? ¿Un perro? ¡Los bichos están
prohi­­bidos en mi casa! Son demasiado ruidosos.
No podía creer lo que estaba oyendo. Podía entender que
no quisiera animales en la posada, pero la excusa del ruido era
demasiado inverosímil.
—Este no hará ruido. Es mi cena —respondió con contun-
dencia mientras terminaba de sacar las monedas.
La mujer se quedó mirando el bulto esperando ver un
atisbo de movimiento, pero este yacía totalmente inmóvil
bajo la capa de la forastera. Después de unos segundos, le-
vantó la mano cogiendo la moneda y volvió a poner su aten-
ción en la pelea. Shayna recogió la llave y subió a la habi­­
tación sin esperar. Una vez dentro echó el cerrojo y dejó a
Meinu sobre la cama. Al hacerlo notó que realmente parecía
estar muerta. El zorrito se quedó simplemente tumbado en la

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cama sin moverse, con la lengua fuera y los ojos fijos muy
abiertos. La chica se quedó mirando unos segundos y empe-
zó a zarandearla.
—Oye, ¿qué estás haciendo? —le preguntó asustada, sin
obtener respuesta.
Volvió a sacudirla con algo más de energía, pero el zorrito
no se movía. La muchacha dejó de tocarla y, con la boca abierta,
la miró mientras trataba de recordar lo que había hecho al en-
trar en la ciudad. ¿Y si al bajar del caballo había hecho algún
movimiento brusco que la pudo lastimar? ¿Y si estaba tratando
de ocultarla con tanto ímpetu que la había asfixiado sin querer?
Cuando sus ojos empezaron a llenarse de lágrimas sin en-
tender cómo podía haber pasado, el zorrito reaccionó hacien-
do la croqueta por la cama, para finalmente quedarse boca arri-
ba mirando a Shayna, con la lengua fuera y una mirada que, si
hubiese podido hablar, habría dicho «nada es lo que parece».
—¡Serás!… ¡Casi me da un infarto! ¿Por qué has hecho
eso? —le espetó Shayna todavía con lágrimas en los ojos.
Meinu se levantó de un respingo y se quedó mirándola con
cara de enfado. Parecía que no le había gustado la excusa de
ser su cena para poder llegar a la habitación.
—Por favor, ¡sabes que no te comería! ¿Qué podría haber
dicho si no? ¿Preferías quedarte en ese establo mugroso?
Mei hizo un giro rápido con la cabeza para evitar la mirada
de Shayna, haciéndose la ofendida. Dándola por imposible, la
chica se dirigió hacia la puerta.
—Voy a buscar información, no salgas de aquí. —Y cerró
tras de sí.
Bajó las escaleras a toda velocidad y volvió a la barra, ­donde
la posadera seguía gritando. Los hombres insistían tratando
de zurrarse, esta vez desde el suelo. Se puso justo delante de
ella tapando su línea de visión.
—Necesito información.
—¿Has dejado al bicho muerto en la habitación? —le pre-
guntó, ignorando su petición.

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La chica sacó otra moneda, esta vez de oro, que dejó en la


barra sin apartar la mirada de la posadera. La mujer la agarró y,
mirando a Shayna desconfiada, se la llevó a la boca para darle
un mordisco, dejando ver los pocos dientes negros que aún
conservaba.
—¿Dónde puedo hallar a alguien con el don mágico?
—Tres manzanas más abajo llegarás al barrio conocido
como el barrio de los chamanes —le dijo sin apartar la mirada
de la moneda, que seguía revisando desde varios ángulos.
Cuando Shayna se disponía a salir, la posadera alargó un
«Y…» sin decir nada más. Con hastío, sacó otra moneda y la
puso sobre la barra.
—Ve a la casa que tiene un cartel con una espiral en su
entrada. Di que vas de parte de Margot —le sugirió mientras
trataba de morder la segunda moneda—. Y, por cierto, des-
pués de que pases tu noche aquí no vuelvas jamás.
Tan pronto como terminó la frase se metió ambas monedas
en el escote y salió por detrás de la barra en dirección a los
borrachos a punto de desfallecer. El consejo dejó a Shayna ex-
trañada. No es que pensase quedarse allí mucho más tiempo,
así que ¿a qué venía la advertencia? Sin esperar más, salió de la
posada en la dirección que le había indicado.

Con paso decidido, atravesó la calle. Podía notar cómo algunas


miradas se clavaban en ella, así que aceleró el paso. Una vez en
el barrio de los chamanes escudriñó con la mirada todos los
portones en busca del cartel mencionado. Al poco, lo descu-
brió al final de una calle, así que arrastró la pesada puerta de
madera para acceder al interior. Al entrar descubrió un zaguán
pequeño que desprendía un olor dulce aunque cargante. Al
fondo había una puerta visiblemente en mejor estado que la
anterior, coronada por dos portavelas que alumbraban la es-
tancia con una tenue y titilante luz. A los lados había un par de
banquetas decoradas con tapetes de color rojo y bordados do-

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rados, además de una alfombra de piel de animal, probable-


mente de un oso, que ocupaba todo el suelo visible. Sin saber
muy bien donde se había metido, avanzó y golpeó con la alda-
ba para hacerse oír. Después de un momento, la puerta apenas
se entreabrió, mostrando lo que parecía un hombre encorvado,
con una colorida túnica que le tapaba la cara por completo.
Después de un momento de silencio, Shayna habló.
—Necesito encontrar a alguien con el don mágico. ¿Usted
podría…? —No llegó a terminar la frase cuando la puerta ya
comenzaba a cerrarse. En un acto de desesperación, dijo apre-
suradamente—: ¡Vengo de parte de Margot!
La puerta paró en seco y volvió a abrirse un poco más. El
hombre levantó la cabeza y miró a la muchacha con atención.
Shayna dio un respingo. Unos ojos reptilianos de un color en-
tre amarillo y verde muy intenso la examinaban. Sabía que los
hombres lagarto existían, incluso había llegado a ver alguno,
pero nunca tan de cerca. Trató de recuperar la compostura
dando un paso al frente, y permaneció quieta hasta que el hom-
bre habló.
—Descúbrete la cabeza —le dijo con una profunda voz.
Sin pensárselo, se apartó la capucha dejando ver su larga
trenza plateada y sus orejas de semielfa. Las pupilas del repti-
liano se agitaron repentinamente, inquietando a la muchacha.
Después de un rato que pareció eterno, el hombre se giró y,
con un breve «sígueme», entró a la siguiente sala. Shayna hizo
lo propio y entró. El olor dulce de la entrada le golpeó como si
fuera un mazo impactándole de lleno. Una sala muy amplia y
extraña se extendía ante ella. Repartidas por toda la estancia
había mesas que hacían las veces de camillas. Algunas de ellas
tenían extraños artilugios, entre los que se contaban incensa-
rios, botellas pequeñas con líquidos de diferentes colores y
otros ingredientes como hojas, flores, bayas y ramas secas. En
otras, personas aparentemente desnudas reposaban mientras
otros reptilianos se movían a su alrededor, usando sobre ellos
los diferentes ingredientes. Shayna no podía estar segura de si

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esas personas estaban vivan o muertas, ya que no entendía qué


clase que ritual estaban realizando allí.
Siguió al hombre hasta el final de la estancia para entrar
por otra puerta a lo que parecía una sala de descanso más pe-
queña. Varios reptilianos entraban y salían por las puertas si-
tuadas en los extremos portando diferentes ingredientes. Al
fondo, alrededor de un narguile, varios cojines reposaban en el
suelo. Dos hombres lagarto sentados sobre ellos sorbían con
brío de unas finas mangueras. Caminaron hasta ellos y, des-
pués de decir unas palabras en un idioma desconocido, el
hombre que acompañaba a Shayna salió de la sala sin decir
nada más. La chica permaneció de pie observando tanto a los
dos hombres sentados como el ajetreo que tenía alrededor.
Una voz igual de profunda que la anterior la devolvió a la rea-
lidad.
—Por favor, siéntate.
Dubitativa, finalmente se sentó. Desde el suelo, se fijó en
que los dos hombres parecían muy ancianos. Uno de ellos ex-
tendió la mano y le ofreció una de las mangueras. No querien-
do parecer irrespetuosa, la cogió vacilante y se la llevó a los la-
bios. Sorbió con temor y sintió cómo la boca se le llenaba de un
extraño sabor, una mezcla entre mora y ceniza. Sin poderlo
evitar, tosió con energía y devolvió la manguera a su dueño.
Los hombres volvieron a sorber hasta que uno de ellos dijo:
—¿Qué buscas, chiquilla?
—Estoy buscando a alguien con el don mágico —contestó,
aliviada por poder comenzar la conversación.
—No me has respondido —respondió con calma el otro
anciano.
Confundida, se giró hacia a él. En ese momento se dio
cuenta de que ambos reptilianos parecían estar ciegos, ya que
sus ojos mostraban un color blanquecino, como si estuvieran
cubiertos de niebla. Sin saber a quién mirar y después de medi-
tar un poco, respondió.
—Busco información para hacer un ritual.

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—¿Y cómo sabes que necesitas hacer un ritual? —pregun-


tó el mismo hombre.
«Buen punto», pensó. Había asumido que la única manera
de devolverle a Meinu su forma original era a través de un ri-
tual, pero realmente no lo sabía. Respiró profundamente y, tras
pensarlo un poco, dijo solemne:
—Busco respuestas.
Un silencio sepulcral llenó la sala. Los dos hombres se-
guían tomando del narguile con movimientos calmados y sua-
ves mientras Shayna los miraba inquieta. En un arrebato de
impaciencia, Shayna alargó la mano haciendo ver que quería la
manguera. El anciano se la pasó sin preocupación y sin mirarla.
La chica sorbió de nuevo, esta vez encontrando más agradable
el sabor. Al devolvérsela, el otro anciano habló.
—A las afueras de Gratus existe un pantano. En su interior
vive una erudita que tendrá las respuestas a tus preguntas.
Sin vacilar ni un instante, Shayna se levantó de golpe y,
dando las gracias apresuradamente, salió de la habitación. Ya
había perdido suficiente tiempo en aquel local tan extravagan-
te y debía ponerse en camino lo antes posible. Con paso acele-
rado volvió a la posada, donde encontró a Meinu en el alféizar
de la ventana.
—¿Qué haces ahí? ¡Alguien podría verte! Y recuerda que
en teoría estás muerta.
Mei la miró con fastidio y saltó a la cama. Ignorando su
expresión, la chica se lanzó a la cama también y empezó a con-
tarle con emoción lo que había descubierto. Por fin tenían una
pista, un camino que recorrer sin ir a ciegas. Después de com-
partir la experiencia, sacó una ración de viaje que repartió con
su compañera. Por primera vez en años, Shayna se metió en la
cama cuando apenas empezaba a anochecer. Estaba impacien-
te por partir en dirección hacia ese pantano.

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