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La Noche de La Esvastica - Katharine Burdekin

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«Hermann, voy a destruir vuestro Imperio».

Han pasado más de setecientos años desde el final de la Guerra de los Veinte
Años y el mundo está bajo control de Alemania y Japón, dos potencias
fascistas. Alfred, un inglés, y Hermann, un nazi analfabeto, pueden prender la
chispa de la revolución contra el régimen nazi que devuelva la dignidad a la
humanidad.
Katharine Burdekin escribió esta distopía antiimperialista y antifascista en
1937 anticipándose a una Segunda Guerra Mundial. Es un texto fundamental
para la ficción especulativa y una denuncia desacomplejada del vínculo
indisociable entre el machismo y la extrema derecha. Así mismo, se avanzó a
autores como George Orwell o Margaret Atwood y alerta sobre los peligros
de la destrucción de la memoria histórica, del control social y de la
segregación o de las consecuencias del fascismo y el autoritarismo.

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Katharine Burdekin

La noche de la esvástica
ePub r1.0
Titivillus 12.09.2024

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Título original: Swastika Night
Katharine Burdekin, 1937
Traducción: Xavier Caixal i Baldrich, 2023

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1

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CAPÍTULO PRIMERO

El Caballero se giró hacia la capilla del Santísimo Hitler, que en esta iglesia
se encontraba en el brazo oeste de la Esvástica, y, entonces, con el
acompañamiento habitual de los impresionantes y ensordecedores acordes del
órgano y un largo redoble de los tambores sagrados, empezó el canto del
Credo. Hermann estaba sentado en la capilla de Goebbels, en el brazo norte,
desde donde podía observar con toda comodidad a aquel chico rubio tan
atractivo de cabello largo y sedoso que había cantado los solos. Cuando el
Caballero se giró, se vio obligado a girarse también hacia el oeste. Ya no
podía ver al chico más que de reojo porque, a pesar de que contemplar a
jóvenes encantadores en la iglesia no era reprobable y ni siquiera estaba mal
visto, no dirigir la mirada fijamente hacia delante durante el canto del Credo
era sacrilegio. Hermann cantaba con los demás en medio de un estrepitoso
rugido de voces graves masculinas, pero las palabras del Credo no le
causaban ninguna impresión, ni en el oído ni en el cerebro. Las tenía
demasiado oídas. No es que no fuera creyente; la gran ceremonia anual del
Despertar de la Sangre, de la que todo el mundo estaba excluido excepto los
hitlerianos alemanes, le enloquecía. Pero este rutinario culto mensual era
demasiado simple y aburrido para despertar ningún tipo de entusiasmo, sobre
todo si uno tenía los pensamientos en otro lugar, como era su caso. Aún no
había conseguido cruzar ni una sola vez su mirada con la del nuevo solista, en
el que se combinaba un rostro de joven héroe angelical, inocente, de una
complexión suave y rosada, con una voz de pureza y timbre sobrenaturales.
Creo en Dios el Tronador —⁠empezaron a cantar al unísono todos los
hombres, los chicos y el Caballero⁠—, creador de este mundo material sobre
el que los hombres marchan envueltos en cuerpos mortales, y en su cielo,
residencia de todos los héroes, y en su hijo nuestro Santísimo Adolf Hitler, el
Hombre Único, quien no fue engendrado ni nacido de mujer, sino que…
¡Explotó! (Estruendo descomunal del órgano y los tambores, y todos los
brazos derechos en alto, el Saludo para el extraordinario milagro).

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Explotó de la cabeza de su padre, a Él, el incontaminado y perfecto Hijo
Varón, nosotros, mortales y corruptos desde nuestro nacimiento, desde
nuestra concepción, siempre debemos adorar y alabar. Heil Hitler.
Quien, para satisfacer nuestra necesidad, la necesidad de Alemania, la
necesidad del mundo, por nuestro bien, por el bien de Alemania, por el bien
del mundo, bajó de la Montaña, la Montaña Sagrada, la Montaña Alemana,
la indescriptible, para marchar ante nosotros como hombre que es Dios, para
guiarnos, para liberarnos, entonces sumidos en la oscuridad, en el pecado y
en el caos y en la impureza, rodeados y asediados por demonios, por Lenin,
por Stalin, por Ernst Röhm, por Karl Barth, los cuatro archidemonios, cuyos
cuellos Él trituró con su santo talón hasta convertirlos en polvo. (Todas las
voces masculinas gruñían las palabras ancestrales con un salvajismo tan
familiar que difícilmente podría llamarse salvajismo).
Quien, cuando consiguió nuestra Salvación, fue al Bosque, el Bosque
Sagrado, el Bosque Alemán, el indescriptible, y allí se reunió con su padre,
Dios el Tronador, para que nosotros los hombres, los mortales, los corruptos
de nacimiento, nunca más pudiéramos volver a ver su rostro. (La música se
atenuó, las voces se suavizaron y armonizaron, todo con un efecto dulce y
revelador después del largo unísono).
Y creo que cuando todo se haya cumplido y el último hombre pagano se
haya unido a su santo ejército, Adolf Hitler, nuestro Dios, volverá a venir con
gloria marcial al sonido de cañones y aeroplanos, al sonido de trompetas y
tambores.
Y creo en los Archihéroes Gemelos, Göring y Goebbels, que fueron
dignos de merecer ser sus íntimos amigos.
Y creo en el orgullo, en el coraje, en la violencia, en la brutalidad, en el
derramamiento de sangre, en la crueldad y en todas las demás virtudes
heroicas y militares. Heil Hitler.
El Caballero se giró de nuevo. Hermann también lo hizo y se sentó
agradecido de poder retomar la contemplación del corista de cabello dorado.
Todavía no le había cambiado la voz, a pesar de la edad que aparentaba.
Probablemente tenía más de catorce años, pero en aquellas mejillas de piel de
manzana todavía no había ningún rastro de pelusa dorada. Tenía una voz
maravillosa. Buena para cantar en una iglesia de Múnich, sí, buena para
cantar en una iglesia de la Ciudad Santa, donde se alojaba el Hangar Sagrado,
y, en él, el Aeroplano Sagrado hacia donde todas las iglesias de la Esvástica
del Hitlerianado estaban orientadas de forma que el brazo de Hitler estuviera

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alineado con él, aunque la Pequeña Réplica que había en las capillas de Hitler
y el original estuvieran separados por miles de kilómetros.
«¿Qué hace aquí, pues, este chico? Está de vacaciones, quizás», pensaba
Hermann. «No es hijo de ningún caballero. Solo es un nazi. Puedo intentar
conocerlo sin riesgo de recibir ningún desaire. Aunque seguramente será
popular y estará bastante consentido».
El viejo Caballero, después de la tos preliminar —⁠era propenso a la
bronquitis⁠—, recitaba ahora las inmutables leyes fundamentales de la
Sociedad Hitleriana con su agradable alemán caballeresco. Hermann apenas
escuchaba. Se las sabía de memoria desde que tenía nueve años.
Así como una mujer está por encima de un gusano,
un hombre está por encima de una mujer.
Así como una mujer está por encima de un gusano,
un gusano está por encima de un cristiano.

Y ahora venía la advertencia aburrida de siempre sobre la corrupción de la


raza. «Como si alguien tuviera alguna vez ganas de hacerlo», pensó Hermann,
escuchando con una sola oreja.
Así, camaradas míos, lo más bajo,
lo más miserable y asqueroso
que se arrastra sobre la faz de la tierra
es una mujer cristiana.
Tocarla es el mayor acto de corrupción
para un hombre alemán.
Solo dirigirle la palabra ya es una vergüenza.
Todos son parias, el hombre, la mujer y el hijo.
Hijos míos, ¡no lo olvidéis!
Bajo pena de muerte o tortura
o de ser proscritos de la Sangre. Heil Hitler.

Después de esta advertencia tan solemne, la voz profunda y agradable del


Caballero continuó con la retahíla de leyes.
Así como un hombre está por encima de una mujer,
un nazi está por encima de cualquier hitleriano extranjero.
Así como un nazi está por encima de un hitleriano extranjero,
un caballero está por encima de un nazi.
Así como un caballero está por encima de un nazi,
Der Führer (que Hitler lo bendiga)
está por encima de todos los caballeros,
incluso por encima del Círculo Interior de los Diez.
Y así como Der Führer
está por encima de todos los caballeros,
Dios, Hitler Nuestro Señor,
está por encima de Der Führer.
Pero entre Dios el Tronador y Hitler Nuestro Señor

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ninguno es preeminente,
ninguno se impone,
ninguno se somete.
Son iguales en este Santo Misterio.
Son un solo Dios.
Heil Hitler.

El Caballero tosió, hizo el Saludo a la congregación, levantó la cadena de


hierro sagrada que ningún hombre sin sangre caballeresca podía ni siquiera
tocar y subió con ella por el brazo de Hitler hasta que giró bruscamente a la
izquierda y desapareció en la capilla. El culto había terminado.
Los hombres y los chicos salieron de la iglesia en perfecta formación. De
repente, Hermann deseó que fuera costumbre salir con prisas, abriéndose
camino a empujones entre la gente. Aquel joven estaría fuera mucho antes
que él. Para entonces ya habría desaparecido o estaría rodeado de otros
hombres. ¡Qué cabellera! Casi hasta la cintura. Hermann tenía ganas de
introducir las manos en ella y pegarle un buen tirón hacia atrás. No con la
intención de hacerle daño, no, solo para llamarle la atención.
Alguien cerca de la puerta berreó una orden:
—¡Venga, hombres! ¡Espabilad! Se tiene que vaciar la iglesia para el
Culto de las Mujeres. ¡Daros prisa! ¡No os distraigáis!
Hermann estaba totalmente dispuesto a obedecer. Justo ahora no tenía el
más mínimo interés en el Culto de las Mujeres, a las que se conducía una vez
cada tres meses a la iglesia como si fueran ganado; niñas pequeñas,
embarazadas, viejas arpías, todos los cuerpos de hembra que pudieran ponerse
derechos y andar, excepto unos pocos que se quedaban en los Barrios de las
Mujeres para cuidar de los bebés. Una vez dentro de la iglesia, no tenían
permitido entrar más allá de los brazos de Göring y de Goebbels y, allí, ni
siquiera podían entrar en las capillas de estos héroes a pesar de que eran
santos menores; tenían que quedarse amontonadas en la nave central de la
Esvástica y no se les permitía sentarse. Incluso, en ese momento, dos nazis
estaban atareados retirando las sillas que habían utilizado los hombres. Las
nalgas de las mujeres eran todavía más ofensivas para los lugares sagrados
que sus pequeños pies, y por eso tenían que permanecer de pie mientras el
Caballero las exhortaba a la humildad, a la obediencia ciega y a la sumisión a
los hombres, recordándoles la suprema condescendencia de Hitler Nuestro
Señor al permitirles parir los hijos de los hombres y, por lo tanto, que tuvieran
un mínimo contacto con el Santo Misterio de la Masculinidad. A
continuación, las amenazaba con las penas más horribles en caso de que
tuvieran cualquier tipo de trato con los intocables masculinos, los hombres

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cristianos, y con castigos más suaves si, de palabra o llorando, o de cualquier
otra manera, se oponían a cumplir con la costumbre que establece aquella ley
tan fundamental para la Sociedad Hitleriana, la Sustracción del Hijo Varón.
Hermann, una vez, cuando era un joven despreocupado de trece años, se
había escondido en la iglesia durante un Culto de las Mujeres, impulsado, en
parte, por la curiosidad y, en parte, por un perverso resentimiento nada nazi
por el hecho de estar excluido de actos como aquel, por muy indignos y
despreciables que fueran. Si lo hubieran descubierto lo habrían castigado con
severidad; lo habrían avergonzado en público y apaleado ante todo el mundo
hasta dejarlo inconsciente. No lo descubrieron, pero aquel acto pecaminoso
conllevaba su propio castigo. Quedó aterrorizado ante la simple visión de
tantas mujeres en una manada estática —⁠no andando en procesión desde los
Barrios hasta la iglesia⁠—, ¡tan cerca de él! Con sus cabezas afeitadas,
pequeñas y desagradables, y sus cuerpos hinchados, repugnantes y flácidos,
envueltos en pantalones ajustados y chaquetas femeninas. Oh, y las
escalofriantes mujeres embarazadas, y las escuálidas viejas arpías, con cuellos
como gallinas desplumadas, y las niñitas asquerosas con las narices llenas de
mocos. ¡Y cómo lloraban todas! Gemían como cachorritos de perro, como
gatitos; armando un guirigay de llantos estridentes y sollozos. Nada en ellas
era humano. Por supuesto que las mujeres no tienen alma y, por lo tanto, no
son humanas, pero, cuando su terror infantil dio paso a una rabia absurda
también infantil, Hermann pensó que quizás estaban intentando parecerlo.
Las niñas pequeñas lloraban porque estaban asustadas. No les gustaba ir a
la iglesia. Era una agonía trimestral que olvidaban durante las largas semanas
entre medias hasta que volvía a apoderarse de ellas. El Caballero las
aterrorizaba, a pesar de que aquel en concreto era bastante moderado. Nunca
les gritaba ni se enfurecía, como hacían otros caballeros en algunas iglesias,
pero tenía mucho poder sobre ellas, más que los nazis, a los que debían
prestar obediencia ciega. Podía ordenar que las apalearan o que las mataran.
Además, en este culto trimestral, sus madres casi siempre lloraban, y esto
hacía que las hijas se sintieran aún peor. Quizás alguna había recibido
recientemente la visita del padre de su niño de dieciocho meses y se lo había
llevado con la ceremoniosidad habitual («Mujer, ¿dónde está mi hijo?».
«Aquí, señor, aquí tenéis vuestro hijo que yo, indigna de mí, he parido»), y se
estaba preguntando dónde podría estar ahora ese niño. Las extremidades
frágiles del bebé se encontraban en aquel momento entre las ásperas manos de
los hombres —⁠hombres hábiles, hombres entrenados⁠— que lo lavarían, lo
alimentarían, lo cuidarían y lo educarían hasta la virilidad. Por supuesto que

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las mujeres no eran aptas para criar a hijos varones, por supuesto que era
indecente que un hombre señalara a una mujer y dijera: «Aquella es mi
madre»… por supuesto que ellas pensaban que «se les tiene que separar de
nosotras para que no nos vuelvan a ver nunca más y nos olviden para siempre,
es como debe ser, es la voluntad de nuestro Señor, es la voluntad de los
hombres, es nuestra voluntad». Pero, aunque durante la ceremonia de la
Sustracción una mujer fuera capaz de contener sus lágrimas y gemidos, e
incluso pudiera pronunciar las respuestas convencionales con voz serena, y
aunque posteriormente pudiera continuar absteniéndose de llorar, cuando
entrara en la iglesia para el siguiente Culto de las Mujeres, a buen seguro que
se derrumbaría. Cuando estaban todas juntas caían en una especie de dolor
colectivo que iba pasando de unas a otras, de forma que una mujer que hiciera
años que no sufría una Sustracción recordaba el dolor del pasado y empezaba
a berrear su luto como un animal que acaba de perder una cría. Cuanto más
les decía el Caballero que no lloraran, más lloraban ellas. Ni siquiera los
caballeros más vociferantes e implacables eran capaces de evitar que las
mujeres lloraran en su culto. Nada las podía contener, a menos que las
mataran a todas.
El Caballero salió de la capilla de Hitler y se quedó mirando a las mujeres
y las niñas que seguían al nazi que las porteaba. Ya empezaban los sollozos.
Algunas de las más pequeñas, nada más verlo, antes de que ni siquiera abriera
la boca, ya gritaban aterrorizadas. Con la visión nublada por un miedo
ancestral, les era imposible ver que su rostro era apacible y más bien noble,
con una frente ancha y serena y unos ojos tiernos y amables que
contrarrestaban la sensación de crueldad que podía transmitir su nariz
aguileña y desproporcionadamente grande. Les era imposible ver que, con esa
cara y con el pelo de la barba y de la cabeza casi blanco, tenía una apariencia
atractiva más que marcial, a pesar de la guerrera azul celeste con esvásticas
plateadas en el cuello que vestía, los largos bombachos negros y la capa negra
de caballero forrada de azul que le caía con gracia de los hombros.
Cuando ya estuvieron todas dentro, el nazi que las porteaba se marchó
dando un buen portazo al salir; una vez fuera, cerró con llave, como era
costumbre. El estrépito de la puerta provocó más gritos. Una mujer estalló en
sollozos descontrolados. El Caballero recordó unas palabras atribuidas a
Hitler Nuestro Señor: «Alemanes, endureced vuestros corazones. Endureced
vuestros corazones contra todo, pero, sobre todo, contra las lágrimas de las
mujeres. Una mujer no tiene alma y, por lo tanto, no puede sentir pena. Sus
lágrimas son una farsa y un engaño».

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El Caballero se pellizcó el labio bajo el bigote mientras miraba a su
congregación y pensaba: «No me extrañaría que esto lo hubiera dicho otro en
lugar de Hitler. Pobre ganado, tenéis muchos más motivos para llorar de los
que os pensáis».
Porque el Caballero sabía algo que las mujeres no sabían: en toda
Alemania, y en todo el Sacro Imperio Alemán, en ese año 720 de Nuestro
Señor Hitler, cada vez nacían más y más varones. El equilibrio se había ido
perdiendo de forma gradual, por descontado, pero ahora la situación ya era
extremadamente angustiosa. La solución final de todas las cosas no se había
consumado: aún había millones de paganos japoneses sin convertir y millones
de razas sometidas a los japoneses que todavía no habían tenido
prácticamente ninguna posibilidad de ver la luz. Aun así, si las mujeres
dejaban de reproducirse, ¿cómo haría el Hitlerianado para continuar
existiendo? Parecía como si, después de centenares de años de sometimiento
incondicional, lógico bajo una religión totalmente masculina que rendía culto
a un hombre que no tenía madre, el Hombre Único, las mujeres hubieran
perdido, al fin, toda esperanza. Ya no querían nacer. Quizás había una razón
fisiológica, pero nadie era capaz de averiguar cuál. Y ahora, este viejo
caballero en particular, que sabía mucho más que los del Círculo Interior, más
que el mismo der Führer…, este viejo alemán de cara amable y barba gris,
sumergido en las profundidades de un cinismo irreligioso que, desde la
muerte de sus tres hijos, ya no podía compartir con nadie, miraba a las
feligresas de su congregación con un sentimiento de lástima poco masculino y
poco alemán.
«Esto no funciona», pensaba. «Hay cosas que los hombres no pueden
hacer. Con el paso del tiempo, esta rigidez se hará insostenible; no puede
durar quinientos años más sin ningún cambio ni alivio. Pobre ganado. Pobres
cuerpos feos y demacrados. Nada más que chicos. La única razón de ser de
las mujeres es tener hijos varones y criarlos hasta los dieciocho meses. Pero
¿y si las mujeres dejan de existir? El mundo se habrá librado de una fealdad
intolerable».
Porque el caballero sabía algo que ningún otro hombre sabía, y que
ninguna mujer nunca habría soñado, por mucho que hubiera forzado su corta
y turbia imaginación: hubo un tiempo en que las mujeres eran tan bellas y
deseables como los chicos, e incluso un tiempo en que fueron amadas. «Qué
blasfemia», pensó, frunciendo un poco los labios. Amar a una mujer era, para
la mentalidad alemana, lo mismo que amar a un gusano o a un cristiano.
Mujeres como aquellas, sin pelo, con la testa afeitada, el desequilibrio

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patético de sus formas femeninas acentuado por su ropa ajustada que resaltaba
la bifurcación de sus muslos; aquella horrible manera sumisa de andar y de
estar de pie, con la cabeza gacha, el estómago fuera y las nalgas
sobresaliendo… sin elegancia, sin belleza y sin dignidad, tres cualidades
masculinas. Una mujer que osara estar de pie como un hombre sería apaleada.
«Me sorprende», pensaba el viejo caballero, «que no las hagamos andar a
cuatro patas a todas horas y no extirpemos el cerebro de las niñas a la edad de
seis meses. Tanto da, nos están venciendo. Nos están destruyendo haciendo
aquello que les dijimos que hicieran, y ahora, salvo que el Tronador no deje
de pensar solo en los hombres alemanes, se nos acerca un final nada
halagador». Y, con esta suprema blasfemia, el Caballero dio por finalizada su
meditación.
—Mujeres, silencio —empezó, frunciendo el ceño para guardar las
formas⁠—. No perturbéis el aire sagrado de este santo lugar masculino con
vuestros chillidos y gemidos femeninos. ¿Qué motivo tenéis para llorar? ¿No
sois las hembras más afortunadas del reino animal por poder ser las madres de
los hombres?
Hizo una pausa. A manera de tristes susurros dispersos, llegó la respuesta
convencional:
—Sí, Señor. Sí, Señor. Somos afortunadas.
Pero las mujeres continuaban preguntándose dónde estaban los varones
que habían parido, y volvió a surgir un estallido de llantos. «Ahora tiene doce
años… tiene veinticinco años y Rudi veintiuno… si todavía vive, Hans
cumplirá setenta años este verano y, probablemente, tenga una barba blanca
como la del Caballero». Pero este último pensamiento salía de la mente de
una vieja bruja increíblemente repulsiva, muy vieja, demasiado vieja para
llorar.
El Caballero prosiguió con su homilía. Era más de lo mismo de siempre,
no podía ser de otra manera. Había tan pocas cosas sobre las que se podía
hablar a las mujeres… Apenas tenían más capacidad de comprensión que un
perro realmente inteligente y, además, casi todo era demasiado sagrado para
sus orejas. Todo lo que tuviera que ver con la vida de los hombres lo tenían
vedado y, como es natural, era imposible leerles de la Biblia hitleriana las
historias de las gestas heroicas del Señor y sus amigos. Estos asuntos eran
demasiado sagrados para hablar de ellos a oídos impuros, aunque fuera de
lejos y de segunda mano. Lo más importante era fijar con firmeza en la
cabeza de las más jóvenes que no debía importarles que las violaran.
Naturalmente, el Caballero no lo llamaba así, puesto que la violación no era

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ningún delito a menos que fuera a niñas menores de edad. Y esto, como sabía
muy bien el Caballero, era más por el bien de la raza que por el bien de las
niñas. Las chicas muy jóvenes, las que apenas acababan de entrar en la
adolescencia, podían parir bebés raquíticos como resultado de la violación. A
partir de los dieciséis años, sus cuerpos ya estaban bien desarrollados y eran
totalmente femeninos, por lo tanto, este riesgo desaparecía, y como la
violación tiene que ver con la voluntad y la libertad de elección e implica un
espíritu de rechazo por parte de las mujeres, este delito había perdido su razón
de ser.
—No os corresponde a vosotras decir: «Quiero a este o a aquel» —⁠les
decía⁠—, o «No estoy preparada» o «No me parece adecuado», o poner algún
caprichito femenino como excusa para no satisfacer el deseo de un hombre.
Es a él a quien le corresponde decir si lo desea: «Esta es mi mujer hasta que
me canse de ella». Y, si la quiere otro hombre, no debe oponerse, porque es
un hombre; pero que una mujer se oponga de cualquier manera al deseo
masculino (excepto si es un cristiano) es la más infame de las blasfemias.
El Caballero tosió e hizo una pausa solemne para dejar que asimilaran lo
que acababa de decir.
—Puede hablar de lo que ha pasado al hombre que la posea
temporalmente, pero ahí termina su responsabilidad. El resto son cosas de
hombres, en ningún caso se entrometerá ninguna mujer. Y en cuanto a
vosotras, chicas —⁠levantó la mirada suavemente hacia las jóvenes de
dieciséis y diecisiete años⁠—, sed sumisas y humildes, y regocijaos por poder
satisfacer la voluntad del hombre, porque, tanto da lo que pueda pensar a
veces vuestro cerebro vacío, siempre es también vuestra voluntad. Sed
productivas y parid hijas fuertes y sanas.
Las mujeres dejaron de llorar al instante, excepto tres o cuatro, que ni
siquiera escuchaban a medias. Todas lo miraron boquiabiertas. Su
estupefacción al oír que aquel hombre les pedía que parieran hijas fuertes y
sanas era como si las hubieran medio aturdido de un golpe en cada una de sus
cabezas pequeñas, mal afeitadas y rasposas. No se podían creer lo que
acababan de escuchar. El Caballero tampoco daba crédito. Hacía muchos años
que estaba acostumbrado a pensar una cosa y decir otra; tenía tan asimilado el
complicado patrón de secretos y engaños que había seguido toda la vida que
no entendía cómo, a estas alturas, había podido cometer un error tan
estrepitoso. Era cierto que era de vital importancia que las mujeres parieran
más hijas, y también que todos los alemanes de la clase culta caballeresca
tenían pesadillas sobre la extinción de la raza sagrada, pero también era un

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hecho que no se podía hablar abiertamente de ello, y mucho menos con las
propias mujeres. Todo lo que ellas sabían era que en su Barrio de las Mujeres
en concreto nacía un remarcable número de varones, pero no que fuera un
fenómeno general. Si alguna vez llegaran a saber que los caballeros, e incluso
der Führer, ahora querían que nacieran niñas en grandes cantidades, que cada
nuevo informe de estadística, con su cantidad de nacimientos masculinos
terriblemente desproporcionada, provocaba quejas y ansiedad y una infinidad
de reuniones secretas… si alguna vez las mujeres se dieran cuenta de todo
esto, ¿qué podría impedir que naciera en ellas una pequeña brizna de
autoestima? Si una mujer pudiera regocijarse en público del nacimiento de
una niña, el Hitlerianado empezaría a desmoronarse. El Caballero era
consciente de que algunas se regocijaban en secreto de que al menos no les
podían arrebatar a las chicas, pero eran solo las más sumisas, las más
cobardes, las que tenían un instinto más materno-animal. Porque, a pesar de
que todas eran sumisas, cobardes y animales, había algunas que lo eran
mucho más que otras, porque tenían tan asimilado uno de los pocos
sentimientos humanos que se les inculcaba, sentirse apasionadamente
orgullosas de haber parido un hijo varón, que ni el dolor por la pérdida de ese
hijo lo sobrepasaba, por muy antinatural que ese sentimiento fuera para ellas.
Pero, a pesar de todo lo que pudieran pensar y sentir en privado, en público no
mostraban nunca ninguna alegría por el nacimiento de una hembra. Era un
hecho vergonzoso, un accidente calamitoso que, por supuesto, podía pasarle a
cualquiera de ellas, pero que las mejores enmendaban si les sucedía. Ahora
bien, una mujer que no tuviera nada más que hijas estaba a un solo paso de
convertirse en aquella eterna carga inútil de la Sociedad Hitleriana, la mujer
que no paría en absoluto. «Aun así, en realidad», continuaba pensando el
Caballero, estirándose el bigote y acariciándose la barba casi blanca mientras
miraba con discreción a su rebaño aturdido, «una mujer que tenga diez hijas y
que no pierda el tiempo en tener hijos sería, en la actual coyuntura, un éxito
clamoroso». Él, en cambio, había cometido un error clamoroso. «Es la edad»,
reflexionó, «estoy perdiendo el control. Uno puede andar por una cornisa sin
ningún problema cuando tiene veinte años, y caer cuando tiene setenta». Pero
no tenía ninguna prisa por enmendar su error con palabras. Sabía que el
silencio era alarmante para las mujeres. Así que continuó mirándolas en
silencio, mientras ellas continuaban boquiabiertas, hasta que, finalmente,
empezaron a moverse incómodas.
—¿Os preocupa algo? —les preguntó con tanta educación como si fueran
hombres o incluso caballeros.

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Aquella cortesía las aterrorizó. Se alejaron de él como un campo de maíz
empujado por el viento.
—No, Señor, no —susurraron.
Una un poco más atrevida, o posiblemente más histérica y aterrada que las
demás, exclamó jadeante:
—Señor, nos ha parecido que ha dicho…
—¿Qué os ha parecido que he dicho? —⁠preguntó el Caballero, todavía de
manera muy educada.
Todas menos una se dieron cuenta entonces de que lo habían oído mal.
Por unos instantes habían creído, con una estupidez detestable pero
típicamente femenina, que les había dicho que parieran hijas fuertes y sanas.
Había sido un malentendido terrible y blasfemo. Había dicho «hijos», por
supuesto. Söhnen. La palabra sonaba como el tañido profundo de una
campana enorme. El Caballero se esforzó para imaginárselo, con energía,
como si él mismo fuera el hombre que tiraba de la cuerda de la campana. Las
mujeres se sentían tan profundamente culpables que incluso se sonrojaron,
todas menos una. Empezaron a llorar de nuevo. Todo volvió a ser como antes.
El Caballero tosió y reanudó su sermón. Una vez hubo terminado, las
despidió con gratitud y, con una campanilla, avisó al nazi que esperaba fuera
para que abriera la puerta para dejarlas salir y las volviera a llevar a su jaula.
Pero cuando estuvieron fuera empezó a escucharse un parloteo
sorprendentemente animado.
—Callaos —dijo el nazi con brusquedad.
Aquella espera durante el Culto de las Mujeres era un deber tedioso y
humillante. Dio un puntapié a una o dos de ellas como si fueran cachorros
latosos, sin brutalidad, solo con irritación. Ellas se apartaron de su camino y
se quedaron en silencio por un momento, pero enseguida empezaron de
nuevo:
—¿Cómo hemos podido pensar… vosotras también, verdad?
—Yo sí, pero está claro que no…
—Yo no, no sé de qué estás hablando.
—Pero yo, es que he pensado que ha dicho…
—Sí, bien, yo…
—Venga, va, ¿cómo podéis pensar una cosa así?
Pero la vieja Marta, cojeando muy despacio con la ayuda de dos bastones,
dijo:
—Os ha dicho que teníais que parir hijas fuertes y sanas.

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Quizás era tan vieja que ya no era ni mujer y, por lo tanto, se había
alejado de todos los sentimientos femeninos de vergüenza y humildad. No era
libre, pero, con la edad, quizás se había alejado del condicionamiento
psicológico. No era un hombre, no, pero tampoco una mujer, era más bien
algo parecido a un árbol viejo increíblemente feo. No era humana, pero
tampoco hembra. En cualquier caso, el hipnotismo del Caballero no había
surtido ningún efecto sobre ella, pero todas las demás mujeres la
despreciaban. Por muy feas que fueran todas ellas, podían ver que la anciana
lo era todavía más. Era una vieja sucia y repugnante que hablaba en un
alemán desdentado horrible; decía que cien años atrás había tenido hijos
varones, pero nadie lo sabía a ciencia cierta.
—Eso no lo ha dicho en ningún momento… en ninguno. Solo nos lo ha
parecido. Ha dicho que teníamos que tener hijos. Claro que sí. Hijos. Hijos.
¿Me oyes, Marta?
—No soy sorda —dijo Marta. Y era verdad, tenía todos los atributos
desagradables de la vejez excepto la sordera y la senilidad⁠—. Ha dicho que
teníais que parir hijas, hijas fuertes y sanas.
—Mentira. ¿Por qué diría una cosa así?
—No lo sé. Tanto da. Solo sé que eso es lo que ha dicho.
Se burlaron de ella y la dejaron que cojeara a solas, absolutamente
convencida y totalmente desinteresada: tan segura de las palabras del
Caballero como de que la cosa dura que ocasionalmente sentía que le
clavaban en la espalda era el bastón grueso del nazi que las porteaba, y tan
desinteresada como también lo estaba en el bastón, en él o en cualquier cosa
del mundo, excepto en la comida (de la cual tenía muy poca) y en el lejano
recuerdo de Hans, su primer hijo. Si hubieran podido contactar mentalmente,
el Caballero seguro que habría empatizado con ella, aunque fuera solo un
poco. El cinismo de Marta era tan profundo como el suyo, no, era mucho más
profundo, pero le había llegado de una manera completamente distinta.

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CAPÍTULO SEGUNDO

Cuando Hermann por fin consiguió salir de la iglesia, el joven cantor de


cabello dorado ya había desaparecido. Había muchos hombres rondando por
allí mientras alineaban a las mujeres delante de la Puerta de las Mujeres del
recinto fortificado que rodeaba la iglesia. Había muchos chicos merodeando,
pero aquel en particular no estaba por ninguna parte. Hermann empezaba a
apresurarse hacia la Puerta de los Hombres antes de que la plaza de armas en
el exterior del recinto se llenara a rebosar de hombres y jóvenes, cuando, de
repente, vio algo que hizo que se olvidara por completo de su propósito. Era
un varón con las manos en los bolsillos que estaba plantado, con las piernas
totalmente rectas, sobre el césped precioso y bien cuidado que llenaba el
recinto de la iglesia. Contemplaba con distracción la aglomeración de mujeres
que el pastor estaba forzando a golpes y empujones para que fueran
mínimamente ordenadas. Tenía el pelo castaño y no era muy alto ni
corpulento. El corazón de Hermann dio un vuelco de alegría. «Pelo castaño
rizado, barba marrón, ojos grises, allí, de pie sobre el césped, con las manos
en los bolsillos, tranquilo, distante… ¡no puede ser otro!».
—¡Alfred! —gritó.
El inglés, porque esta persona despreocupada que estaba tan firme donde
se suponía que no debía poner las botas lo era, se volvió. Sonrió,
aparentemente muy satisfecho, pero sin ningún gesto que lo confirmara; ni
siquiera se sacó las manos de los bolsillos.
—¡Hola, Hermann! —respondió—. Así que este es tu pueblo. ¡Qué golpe
de suerte!
—Ja, ja! —respondió Hermann en alemán, deseoso de echarse al cuello
de aquel hombre aunque fuera mayor que él, pero se contuvo, como siempre,
porque Alfred era muy reservado en su manera de proceder. Si lo era por
cautela o por la naturaleza de su carácter, Hermann nunca lo había tenido
claro.
—Vaya, vaya —dijo Alfred, tendiéndole finalmente la mano⁠—. Heil
Hitler, Hermann.

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Hermann hizo el Saludo apresuradamente y le tomó la mano. No se dio
cuenta de que Alfred no lo había hecho. De todos modos, si se hubiera dado
cuenta no se habría molestado. Los ingleses eran gente extraña e informal,
totalmente atípica. Sin embargo, los dos años que Hermann había pasado en
Inglaterra, haciendo su instrucción militar con el ejército permanente de
ocupación, habían sido los más felices de su corta existencia, al menos desde
que había conocido a Alfred, un hombre que entonces tenía treinta años y era
mecánico de tierra de uno de los enormes aeródromos de la llanura de
Salisbury. Era curioso que tuviera a Alfred como amigo. Trabajaba como
técnico y, por lo tanto, se le había permitido aprender a leer. Hermann, en
cambio, no sabía leer, puesto que cuando terminara la instrucción militar
volvería a dedicarse a trabajar la tierra en Alemania, como había hecho
siempre desde la infancia. Nunca llegó a pensar que hubiera nada de
extraordinario en que un inglés supiera leer y él, un nazi, fuera analfabeto.
Formaba parte del plan general que estructuraba la vida del Imperio Alemán,
el Plan Sagrado. No había suficientes alemanes con las habilidades adecuadas
para proporcionar técnicos para todo el Imperio y, por lo tanto, se tenía que
enseñar a leer a algunos de los sujetos de las razas sometidas. Pero tenían
poca cosa para leer salvo libros técnicos y la Biblia hitleriana. Las noticias
siempre se retransmitían. Nadie se perdía nada por no saber leer. Era la
mentalidad de Alfred lo que le hacía interesante para un campesino hecho y
derecho como Hermann. Alfred era urbano e ingenioso, hábil con las
máquinas y orgulloso de su habilidad; Hermann era bucólico y espeso, poco
hábil pero fuerte y orgulloso de su fuerza. Cuando estaba en el Ejército, a
menudo había suspirado por la tierra, y era sorprendente que en Alemania,
por el afecto que sentía por Alfred, a menudo suspirara por el Ejército.
—¿Cómo va el trabajo por la granja? —⁠preguntó Alfred cuando Hermann
terminó de estrecharle la mano⁠—. Te ves más alto y corpulento que nunca,
mein Junker.
—¡Fuera del césped! —rugió una voz áspera.
Hermann dio un salto adelante, y Alfred, tranquilamente, un par de pasos.
—Más alto y corpulento que nunca —⁠repitió Alfred, levantando la mirada
hacia su joven amigo⁠—, un perfecto alemán. ¿Aún te gusta tanto la tierra
como cuando eras jovencito?
—Oh, sí, sí —dijo Hermann lentamente en inglés⁠—. Me gusta eso.
Marchémonos de aquí. Alejémonos de toda esta gente.
—¡Eh, tú! —volvió a bramar el animalucho, ahora casi encima de ellos⁠—.
¿Cómo te llamas? No, tú no, Hermann. ¿Cómo te llamas tú?

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—Alfred, I. W. 10762, técnico inglés en peregrinaje por los lugares
sagrados de Alemania —⁠respondió Alfred, poniéndose un poco más rígido
ante aquel representante de la autoridad nazi, pero todavía lejos de adoptar
una postura militar.
—Ach, Engländer —reaccionó el nazi, asintiendo con la cabeza con una
especie de asco indulgente⁠—. Entonces, veamos el salvoconducto —⁠añadió
con más suavidad.
Alfred se lo mostró.
—Muy bien. Ahora que estás en Alemania, recuerda que cuando un rótulo
dice: «No pisar el césped», eso es exactamente lo que quiere decir. El césped
alrededor de nuestras iglesias no se ha puesto ahí para que vengan manadas de
ingleses a galopar por encima. Verstehen?
—Ja, Herr Unter-offizier.
—¡Heil Hitler! —dijo el nazi a la vez que hacía el Saludo.
Esta vez Alfred también lo hizo.
—Déjame adivinar, ahora debes de tener veinticinco años, ¿verdad,
Hermann? —⁠continuó Alfred como si nadie los hubiera interrumpido.
Hermann no respondió. Eran tantos los recuerdos que le pasaban por la
mente que casi sentía dolor. Alfred no había cambiado lo más mínimo; seguía
teniendo los cabellos cortos y rizados que nunca le llegaban a tocar los
hombros, los ojos grises de mirada fija y serena, su carácter despreocupado…
toda una serie de detalles que Hermann nunca había pensado que llegaría a
volver a ver, a pesar de que a veces habían bromeado sobre la posibilidad de
que Alfred viniera de peregrinaje. Nunca había habido ningún alemán que
ocupara su lugar. Hermann frunció el ceño ostensiblemente y se mordió el
labio. Alfred lo miró y lo tomó del brazo.
—Los alemanes sois todos tan emotivos —⁠murmuró.
Y Hermann, que acababa de escuchar como el Caballero recitaba las
Leyes de la Sociedad, que le recordaban que él, un nazi, estaba por encima de
Alfred del mismo modo que cualquier hombre estaba por encima de una
mujer, murmuró en un alemán roto:
—Nunca pensé que habría… que podría volverte a ver. Ahora me doy
cuenta de lo solo que he estado… desde entonces.
—Vamos a dar un paseo —sugirió Alfred⁠—. ¿O quizás tienes que volver
a trabajar? Había olvidado el nombre de tu pueblo y tu número; solo
recordaba el nombre del distrito, Hohenlinden. Pero habría acabado
encontrándote en un lugar u otro.

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—No tengo que volver hasta esta noche —⁠dijo Hermann medio
recuperado⁠—. ¿Llevas algo para comer?
—Sí, en el saco. Lo he dejado allí, junto al muro.
—¿Hay suficiente para mí también? Lo tendrías que haber dejado en el
porche.
Hablaban como habían hecho siempre, cada uno en su propio idioma; se
entendían y no hacía falta que se esforzaran para articular palabras
extranjeras.
—¿Cómo? ¿Aquí, en Alemania? —⁠preguntó Alfred, levantando las
cejas⁠—. ¿Ladronzuelos en el recinto de una iglesia alemana?
—Ach, jóvenes, ya sabes. Ah, ya lo veo, no lo ha tocado nadie.
—Bueno, pero… Hermann, ¿tienes mucha hambre? ¿Quieres que
pasemos por tu granja a buscar más comida para ti? Vuestro Gobierno, a
pesar de que es muy paternal, y no tengo ninguna queja, no es muy propenso
al lujo ni a asignar más comida que la justa para sustentar a un solo hombre.
—Si no te sabe mal, tengo suficiente con «casi nada» —⁠dijo Hermann,
riendo encantado mientras se colgaba el saco de sus anchos hombros⁠—. ¿Te
acuerdas del hombre aquel al que llamabas Tyke? Para él casi nada era todo.
¿Y por qué lo llamaban Tyke? ¿Qué es un Tyke? Se me ha olvidado por
completo.
—Es el apodo de los hombres de Yorkshire. Mmm, Hermann, no me dirás
ahora que has olvidado mi apodo. Me decepcionaría mucho.
—Ach, nein, nein! —gritó Hermann⁠—. Du bist der Moonrächer!
—Sí, así es, el Luna-rastrillador, el hombre que quiere sacar der Mond de
die estanque con un rastrillo. Pero ¿por qué llaman así a los que son de la
comarca de Wiltshire como yo? Pues no lo sé. Es una de esas cosas que me
encantaría descubrir. Ah, esos nombres tan antiguos. Venga, va, Hermann,
vamos a bañarnos a algún sitio. Hace mucho calor.
—De acuerdo, vayamos al bosque. Conozco un estanque precioso. Voy de
vez en cuando por la noche, Alfred, unas noches que si pasara por allí algún
hombre de Wiltshire se pondría a rastrillar tan rápido como nosotros en el
jardín del Caballero cuando tiene prisa por sembrar algo y no nos ha avisado
con suficiente antelación. El estanque se encuentra en un claro y la luna se
refleja directamente sobre sus aguas. Pero siempre he ido solo. Alfred, ¿estás
contento de verme, de verdad? —⁠preguntó Hermann inseguro, con un deje
melancólico.
—Muy contento —dijo Alfred con serio ademán. Pero, aun así, Hermann
tenía la sensación de que Alfred se estaba comportando con prudencia y, de

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camino hacia el bosque, se quedó abstraído en silencio.
«Gente extraña, estos ingleses», pensó el joven alemán, desistiendo de
hacer hablar a su acompañante. «No hay quien los entienda y, sin embargo,
les caen bien a muchos alemanes». Sabía que de los numerosos destinos
extranjeros que se les ofrecían a los caballeros para encargarse de los
servicios administrativos y religiosos, los ingleses solían estar entre los más
populares. Pero un caballero solo podía ausentarse de Alemania durante siete
años. Pasado ese período pasaba a gobernar un distrito alemán durante dos o
tres años, y después le podían volver a enviar al extranjero. Había muchos
caballeros que después de haber servido una primera vez en Inglaterra tiraban
de todos los hilos posibles para que volvieran a enviarlos allí. Este
sentimiento anglófilo no se fomentaba, pero no parecía que nada lo pudiera
mitigar. Por supuesto que había alemanes que odiaban a los ingleses, pues
nunca olvidaron la deshonra que representó que fueran los últimos rebeldes
contra el poder y la santidad del Imperio Alemán. Cien años antes había
tenido lugar una rebelión inglesa, escocesa y galesa, una acción desesperada,
esporádica y desorganizada que los caballeros y el ejército de ocupación
aplastaron sin muchas complicaciones. Después, por orden de Berlín, una
décima parte de la población masculina fue ejecutada sin piedad. Se amplió el
Ejército de ocupación (a pesar de que el anterior había demostrado ser lo
suficientemente grande para hacer frente a aquellos hombres que no tenían ni
artillería ni aviación), y también se aumentó el número de caballeros que irían
allí destinados, algo que implicó que se redujera el tamaño de los distritos que
cada uno de ellos tenía a su cargo. Desde entonces no había vuelto a haber
problemas. No obstante, los ingleses continuaban siendo tan extraños como
siempre, descuidados y despreocupados y, sin embargo, agradables. Una vez
había oído decir a un caballero que eran, en esencia, no creyentes, y que ese
era el problema. Eso sí, su manera de tratar a las mujeres y a los cristianos
era, como es lógico, bastante convencional, pues sus mujeres (y, con toda
probabilidad, sus cristianos también) eran exactamente iguales que las de
cualquier otro lugar. Aun así… De repente, Hermann se sorprendió a sí
mismo deseando que Alfred fuera alemán. No para tener la posibilidad de
verlo más a menudo. El choque de este repentino reencuentro con su amigo le
había aclarado lo que sentía, y ahora tomaba conciencia de algo que nunca
antes se le había pasado por la cabeza, que admiraba a Alfred más que a
cualquier otro hombre en el mundo. «Lo admiro como si fuera un caballero»,
pensó, incómodo. «Ahora me doy cuenta. No lo puedo evitar y tendría que
poder. Porque ni siquiera es un nazi, ni siquiera está a mi nivel, solo es un

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inglés. Vamos, que estoy por encima de él tanto como un hombre está por
encima de una mujer. Esto es absurdo. Sí, está claro que sí, es totalmente
absurdo. ¡Es mentira!». Por primera vez rompía de manera totalmente
consciente con su sentimiento de superioridad racial, y eso le escandalizó,
pero, a su vez, también lo emocionó. Era emocionante aceptar mentalmente
aquello que siempre había sentido, que Alfred no solo era mayor y más
experimentado que él, sino que, además, era un tipo de hombre superior. Su
condición de inglés no cambiaba nada. «Pero, por supuesto», pensó Hermann,
intentando encontrar alguna excusa para su traición a Alemania, «Alfred es un
inglés especial. No todos son como él». Sin embargo, sabía que eso no era
ninguna excusa. La doctrina divina de la superioridad de raza y de clase no
admitía excepciones. No se podía ir contra la Santísima Sangre. Ni la sangre
de los alemanes ni la de los caballeros. Si todos los caballeros, todos los
numerosos descendientes de los tres mil Caballeros Teutónicos que Hitler
había consagrado originalmente, no fueran superiores por nacimiento, si
pudiera haber excepciones entre los nazis, poniendo uno aquí y otro allá al
mismo nivel los caballeros, si así fuera, ¿por qué un caballero, por el solo
hecho de ser un caballero, debería ser superior? Y tiene que serlo, todos
tienen que serlo, o la Sociedad se resquebrajaría. Hermann estaba
reflexionando con tanta intensidad, y con una lógica inusual tan dolorosa, que
la cabeza le empezaba a dar vueltas. Se volvió para mirar a Alfred caminando
a su lado, serio y distante. No había manera de ir acompasados. Alfred era
mucho más bajo. De vez en cuando, Hermann acortaba deliberadamente el
paso durante un rato, hasta que se hacía demasiado cansado, pero Alfred
nunca intentaba alargarlo ni un milímetro. Tanto le daba que fueran
descompasados. Un ejemplo del típico desorden inglés. Hermann se sentía
abrumado por una oleada de emociones en la que se mezclaban el amor, la
irritación, el miedo y una especie de agitación espiritual descontrolada. Tenía
la sensación de que podía pasar cualquier cosa en cualquier momento. Él se
había olvidado de aquel interesante corista como si nunca hubiera existido y,
aparentemente, Alfred se había olvidado de él.
—¡Alfred! —le gritó de repente Hermann directamente a la oreja⁠—. ¡Si
no me haces caso, te voy a tumbar de un puñetazo!
Alfred se detuvo.
—Ja, Herr nazi —dijo a disgusto.
Hermann se volvió y se marchó, alejándose por el camino por el que
habían venido. Alfred corrió tras él, sonriendo, y lo agarró del brazo.

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—Venga, venga —dijo—, ya hablaré. No te enfades. Pero ya sabes, tú
eres un nazi.
—Es la manera que tienes de decir las cosas —⁠refunfuñó Hermann,
todavía enrojecido de ira. Pero permitió que le hiciera dar la vuelta.
—Cuando me grita un alemán siempre tengo alguna reacción negativa
—⁠dijo Alfred disculpándose⁠—. Me fallan los músculos de las piernas y no se
quieren mover, o se me caen las cosas.
—¿Y qué pasa cuando te grita un inglés? —⁠preguntó Hermann.
—Que lo envío a freír espárragos. Hermann, ¿tienes hijos?
Esta pregunta le sorprendió tanto que Hermann se quedó mirándolo
boquiabierto sin decir nada. Hasta que lo hizo:
—No.
—Yo ahora tengo tres —dijo Alfred⁠—. Cuando tú estabas en Inglaterra
tenía dos. Ahora tengo uno más. Pero son muy jóvenes. El mayor tiene
diecisiete años. Y tú, ¿por qué no tienes ninguno? ¿Has tenido mala suerte y
te han nacido solo niñas, quizás?
—No. No soporto a las mujeres.
—Pero, como nazi que eres, si a los treinta años aún no has tenido ningún
hijo, serás castigado. Solo las razas sometidas están autorizadas para no
engendrar hijos si no les viene en gana.
—Todavía tengo cinco años por delante.
—Pero con veinticinco años ya tendrías que haber adoptado una actitud
normal hacia las mujeres. No lo dejes para demasiado tarde, Hermann. Puedes
encontrarte con problemas.
—¡No las soporto! —dijo Hermann, encolerizado⁠—. ¡Oh, por el amor de
Hitler, no hablemos de mujeres!
—De acuerdo. Pero yo estoy contento de ser un hombre normal. Me va
muy bien con mis hijos, las mujeres ni nos van ni nos vienen.
—¡Demasiado a menudo vienen por aquí! —⁠se quejó Hermann, que había
malinterpretado la expresión foránea.
—Oh, tanto da, dejémoslo correr —⁠dijo Alfred, y se quedó en silencio de
nuevo.
Pero cuando, después de bañarse y comer frugalmente, se relajaron bajo la
sombra de un árbol enorme, oyendo de fondo el sonido del agua que corría
por el riachuelo, Alfred dijo de pronto:
—Hermann, voy a destruir vuestro Imperio.
Hermann rio medio adormilado. Un chiste estúpido y totalmente inglés
pronunciado con la voz profunda y serena de Alfred era mejor que cualquiera

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que pudiera salir de la boca de cualquier otro, por muy bueno que fuera.
—¿Cómo lo piensas hacer?
—Del mismo modo que una bellota hizo este roble tan grande.
—Probablemente, cuando lo plantaron ya era un árbol joven. Todos los
árboles de esta parte del bosque los han plantado.
—Bueno, pues, como uno de los robles del Bosque Sagrado, el Bosque
Alemán, el indescriptible.
—¿Ya lo has visitado?
—Hasta allí donde me permitieron adentrarme por ser solo un inglés. Es
un sitio encantador. Tan tranquilo, tan silencioso. Un buen lugar para pensar.
—Se supone que allí se va a sentir, no a pensar. Ya pensarás, ya, cuando
veas el Aeroplano Sagrado, supongo. ¿O ya has estado en Múnich?
—Todavía no. ¿Crees que podrías conseguir un día libre para venir
conmigo?
—Quizás. Lo intentaré. Nuestro caballero, el de Hohenlinden, es también
nuestro propio caballero.
—¿Qué quieres decir?
—Es nuestro caballero de familia, Von Hess. Él es el dueño de todas las
tierras, pueblos y villas en muchos kilómetros a la redonda, y vive aquí, en
nuestro pueblo.
—Vaya, pues parece que lo tienes bien para que te lo conceda. Bueno,
cuando vea el Aeroplano sí que pensaré, sobre su tecnología, sin duda, a pesar
de que estoy familiarizado con su diseño gracias a los Pequeños Modelos, y
tengo la sensación de que hasta hoy no han sufrido ningún cambio sustancial.
Pero también pensaré en la destrucción del Imperio Alemán. Por supuesto, yo
soy solo la bellota, entiéndeme. El roble crecerá a partir de mí. Yo moriré en
el proceso.
Hermann empezó a inquietarse. Tiene que estar bromeando… Sin
embargo…
—Y pronto morirás si blasfemas en público.
—No hace falta esperar a que lo haga en público. Tú mismo puedes
denunciar mi blasfemia.
Hermann se incorporó apoyándose sobre un codo.
—Alfred… no… no estás hablando en serio, ¿verdad?
—Y tanto que sí.
Entonces Hermann ya no dudó más.
—Pues te has vuelto loco.

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—¿Ah, sí? ¿Eso es lo que crees? Mírame a la cara, Hermann. ¿De verdad
crees que estoy loco?
—No, no lo estás. Pero, entonces… todo esto… ¿por qué me lo cuentas?
¡A mí!
—Tú nunca me traicionarías, ¿verdad que no?
Hermann respondió con toda seriedad:
—Te equivocas, Alfred, sí que podría. Quizás después me suicidaría, pero
por Alemania sería capaz de hacer que te mataran incluso a ti.
—Ya, todo eso es muy correcto y apropiado, pero en realidad no tiene
importancia. Puedes ir y denunciar que he dicho tal cosa y tal otra, pero,
aunque sea inglés, tendrías que presentar un mínimo de pruebas para que
acabaran matándome. Probablemente solo me suspenderían el peregrinaje y
me echarían del país. Te lo explicaré todo.
—Pero ¿por qué?
—Ha llegado el momento de saber cómo afectaría a un joven nazi
ordinario e íntegro. Antes que nada, ¿entiendes por qué un inglés puede
querer destruir este Imperio?
—No, si cree en Hitler no puede tener ningún motivo.
—Quizás hay ingleses que no creen en Hitler.
—¡Alfred! No me… ¿no me estarás diciendo que tú no crees que Hitler es
Dios?
—Muchos de nosotros no lo creemos —⁠replicó Alfred con calma.
—Entonces el caballero tenía razón —⁠murmuró Hermann.
—¿Qué caballero?
—Von Eckhardt. Dijo que los ingleses erais, en esencia, no creyentes. No
pareció que le importara demasiado.
—Quizás sabía que no tenía importancia… desde su punto de vista. Von
Eckhardt siempre ha sido más un administrativo que un religioso, ¿no? Una
rebelión armada contra Alemania siempre fracasará.
—Me alegra que te des cuenta —⁠dijo Hermann, un poco aliviado.
—Porque —continuó Alfred— los alemanes sois el máximo exponente de
violencia que el mundo haya visto nunca, a excepción, por supuesto, de los
japoneses. Sois los mejores soldados, a excepción, por supuesto, de los
japoneses.
—¡Somos tan buenos como los japoneses!
—Entonces, ¿por qué no vais a coméroslos y convertís a los últimos
paganos por la fuerza? La paz entre el Imperio Alemán y el Imperio Japonés
ha ensordecido a todo el mundo durante más de setenta años.

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—Todavía nos estamos preparando.
—Mira, te voy a ser sincero. Yo no quiero tener que luchar contra los
japoneses, tengo mejores cosas que hacer, y espero que si hay otra guerra, la
gane Alemania.
—¿Eres leal hasta cierto punto, entonces?
—Mi razonamiento se basa en el carácter alemán, no en el japonés. No sé
cómo es el japonés, aunque probablemente se nutra de la misma manzana
podrida.
—¡Manzana podrida!
—He dicho manzana podrida, sí. A ver, Hermann, ¿quieres que te lo
explique o piensas ponerte violento? Si quieres pelearte conmigo, me lo dices;
si quieres escucharme, estate calladito.
—Debería pelearme contigo. Molerte a palos, más bien. No eres rival
para pelearte conmigo, eres demasiado poca cosa. Oh, está bien, continúa.
—Yo creo que debió ser así —⁠continuó Alfred, volviéndose a tumbar
sobre su espalda⁠—. Después de la Guerra de los Veinte Años, cuando
Alemania finalmente se impuso a todo el mundo, las naciones derrotadas
debían de estar todas cansadas a más no poder. Habían intentado hacer frente
a la fuerza con más fuerza, y fracasaron; estaban abatidas y avergonzadas,
pero lo peor de todo es que estaban completamente agotadas. Así pues, como
ser derrotado por un Dios es mucho más soportable que serlo por un batallón
de hombres, por muy numeroso y muy bien armado que esté, todo el mundo
empezó a creer en Hitler, la representación divina de la fuerza victoriosa. El
agotamiento jugaba a favor de su poder de sugestión. Aquí y allá, a medida
que las naciones empezaban a recuperarse un poco, hubo rebeliones,
rebeliones armadas (o mejor dicho, rebeliones mal armadas), que siempre
fracasaron. Sin embargo, esto no quiere decir que esas mismas naciones
dejaran de ser hitlerianas. Se rebelaban contra sus caballeros o, en la mayoría
de los casos, contra el Ejército de ocupación, pero nunca contra la idea
alemana. Todavía estaban demasiado cansadas para prescindir de la religión
y, por lo tanto, todavía les consolaba que fuera Dios quien las derrotaba y no
simplemente hombres.
—Pero por aquel entonces todavía no estabais civilizados —⁠protestó
Hermann⁠—. No erais nada más que tribus salvajes, vosotros, los franceses,
los rusos y todos los demás. Caer derrotados por hombres civilizados no tiene
nada de vergonzoso.
—Bueno, nuestros orígenes son muy oscuros —⁠admitió Alfred⁠—. Lo
cierto es que no sabemos muy bien ni cómo ni qué éramos, digamos, cien

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años antes de Hitler. Pero creo que en algún momento nosotros también
tuvimos un gran Imperio.
—Sandeces. ¿Cómo quieres que unos salvajes tengan un gran Imperio? Si
no sabíais cómo construir barcos ni nada.
—Entonces, ¿por qué tantas de las razas sometidas por los japoneses
hablan inglés? ¿Los norteamericanos, los canadienses, los australianos y
también algunas de las sometidas por vosotros, como los sudafricanos, por
ejemplo?
—Eran tribus inglesas, eso sí, pero nada más, no tenían ninguna conexión
entre ellas.
—Yo no estoy tan seguro, y tengo razones para dudar también de otras
cosas que nos explicáis. Pero todo esto no tiene importancia. Lo que importa
es qué soy ahora, no qué eran ellos entonces. Soy un hombre que sabe que, si
bien una rebelión armada contra Alemania siempre fracasará, hay otro tipo de
rebelión que debe triunfar.
—¿Cuál? —preguntó Hermann sin aliento.
—La rebelión de la incredulidad. Lo que mantiene unido espiritualmente
vuestro Imperio es el hitlerianismo. Si esto deja de ser así, si la gente deja de
creer que Hitler es Dios, ya no os quedará nada más que la fuerza de las
armas. Y con esta fuerza solo se puede matar personas. No podéis hacer
volver a creer a nadie si no quiere. Y, al final, por mucha gente que matéis,
mientras quede alguien para continuar, el escepticismo crecerá. Nunca podréis
matar a todos los infieles, porque, aunque podáis registrar los bolsillos o la
casa de un hombre, no podéis registrar su mente. Nunca podréis detectar a
todos los infieles. El escepticismo crecerá porque es algo vivo, en continuo
crecimiento, como una bellota. Tarde o temprano también llegará a Alemania
y los mismos alemanes se mostrarán escépticos sobre Hitler, entonces,
vuestro Imperio se pudrirá desde dentro.
—Eso es imposible que pase —⁠dijo Hermann en voz baja.
—Si Hitler no es Dios, no hay ninguna razón por la que Alemania tenga
que estar gobernando Europa, África y buena parte de Asia para siempre. Y si
Hitler es Dios, ¿por qué no podéis vencer a los japoneses?
—Los venceremos. Hay tiempo de sobra.
—Tiempo que habéis estado perdiendo. Habéis tenido unos quinientos
años, más o menos, para derrotar a los japoneses, y lo único que habéis hecho
es declarar una sarta de guerras que se han quedado en agua de borrajas, en
incursiones aéreas y la anexión de algún pellizco de Rusia para volverlo a
perder más adelante. Nunca ha parecido que estuvierais ni siquiera cerca de

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derrotar a los japoneses. Y ahora apenas os queda tiempo. Bueno, quiero decir
que solo os quedan unos setenta años más. Y ya lleváis setenta años de paz.
—Vale, y suponiendo que este sueño tuyo de hombre loco se hiciera
realidad, y el Imperio acabara… acabara rompiéndose, ¿os parecería mejor
estar gobernados por los japoneses?
—No tendríamos por qué estarlo. Mira, tampoco creemos que el
Emperador japonés sea Dios. No se puede gobernar a los hombres
permanentemente si no es a través de una idea. He dicho hombres. Se puede
gobernar a niños… y quizás también a alemanes. O quizás no. Pero, como
ningún alemán ha sido ni podrá ser nunca un hombre, es difícil de decir.
Hermann se puso en pie de un salto, pero, como Alfred no hizo el menor
gesto para levantarse, no sabía muy bien qué hacer. De repente, fuera de sí,
llevado por una furia racial y un extraño terror interior que no había sentido
nunca, dio a Alfred una patada brutal. Entonces Alfred se levantó, pero
despacio y sin perder la calma. Tenía un perfecto control de sí mismo.
—Venga, entonces —dijo quitándose la chaqueta⁠—. Si tiene que haber
violencia, pues que la haya. Si yo no voy a por tus ojos, ¿dejarás tú los míos
en paz?
Hermann, rojo y tembloroso, miró a Alfred a los ojos y se dio cuenta con
desesperación y perplejidad que la pelea había terminado antes de empezar.
El simple pensamiento de arrancarle esos ojos grises le revolvía el estómago,
a pesar de que había visto sin inmutarse muchas peleas que habían terminado
así. Y, aparte de los ojos, no podía tocarlo, ni siquiera para darle un golpecito.
Le había dado una patada, pero ahora no se sentía con ánimos de hacer nada
más.
—Vuélvete a sentar, Junker —⁠le pidió Alfred con amabilidad.
—¿Por qué no me dejas en paz? —⁠se quejó Hermann con voz ronca. Sin
embargo, se sentó.
—Es importante —dijo Alfred—. Prométeme que no me darás más
patadas, si no, me tendré que sentar al revés. Dos veces en la misma pierna
me podrías dejar cojo.
—¿Por qué dices que ningún alemán es un hombre? —⁠preguntó Hermann
sin hacerle caso; no se podía sacar el insulto de la cabeza.
—No tienen la oportunidad de serlo. El sistema no se la da. Mira,
Hermann, ¿qué es un hombre? Vosotros decís que es un ser orgulloso,
valiente, violento, brutal y despiadado. Pero todas estas características son las
de un animal macho en celo. Un hombre tendría que ser algo más, ¿no crees?
—Es capaz de pensar para controlar la violencia y dirigirla.

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—Y una mujer también. Si una mujer quiere zurrar a su hija y la niña se
sube a un árbol, no se pone a dar vueltas rugiendo como una vaca enfurecida,
sino que espera a que la niña baje para comer. Así que no hay nada
particularmente varonil en eso.
—Un hombre puede morir por una idea.
—Y un niño de doce años también. Cualquier chico alemán entraría en el
ejército a los doce años e iría a la guerra si se le permitiera. No, Hermann, no
vas a conseguir decirme qué es un hombre porque no lo sabes. Quiero decir
que no sabes cuál es la verdadera diferencia que separa los hombres de las
bestias, o de las mujeres y de los niños. Un hombre es una criatura
mentalmente independiente que piensa por sí misma y cree en sí misma, y que
sabe que no hay ninguna otra criatura que camine sobre la tierra que sea
superior a él en nada sin que él no sea capaz de cambiar.
—¿Cómo? No te entiendo.
—Es difícil, lo sé. Lo que quiero decir, por ejemplo, es que yo mismo
podría encontrarme a un inglés con más independencia y más fuerte
espiritualmente. En ese caso, yo podría decir: «Hay un hombre mejor que yo,
ahora», e intentaría ser igual de bueno que él. Pero cuando tú ves pasar a un
caballero, lo que dices es: «Este hombre es un hombre mejor porque lo lleva
en la sangre. Es superior a mí y, haga lo que haga, siempre lo será; debo
venerarlo, ahora y siempre». Y cuando en otra ocasión veas pasar a un inglés,
lo que dirás es: «Este hombre, por su sangre, es inferior a mí, debo darle una
patada» —⁠Alfred giró la cabeza con una sonrisa en los labios.
—Yo y cualquiera. Y no te he dado la patada por ser inglés, sino por tus
insultos. Y no sirve de nada hablar, porque la Sangre es un misterio, y nadie
que no sea alemán lo puede comprender. Es nuestro y solo nuestro.
—Sí, y mientras la Sangre sea un misterio, ninguno de vosotros será
nunca un hombre. Os escondéis detrás de la Sangre porque en realidad no
estáis satisfechos con vosotros mismos, y no lo estáis porque no podéis ser
hombres. Si solo unos pocos de vosotros fueran hombres, los demás ya
estarían más satisfechos con ellos mismos, pero es un círculo vicioso, si no os
desembarazáis de la Sangre, nunca habrá hombres, y mientras continuéis
siendo niños, pensaréis que lo que os hace hombres es la violencia, la
brutalidad y el coraje físico. No tendréis alma, solo cuerpo. Solo los hombres
tienen alma.
—Lo que quieres decir, Alfred… —⁠Hermann se puso a hablar con calma
porque Alfred le estimulaba para pensar con todas sus fuerzas, y se había
dado cuenta de que si estaba ofendido o enfadado era incapaz de hacerlo⁠—.

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¿Lo que quieres decir es que tú crees en la debilidad? ¿En la delicadeza, y en
la misericordia, y en el amor, y en todas esas cosas despreciables inmundas?
—¿Tú no crees en el amor, Hermann?
—Ah, la amistad —murmuró Hermann, apartando los ojos de la mirada
inquisitiva de Alfred⁠—. Sí, claro. Eso es diferente. Pero ¿delicadeza?
—Debe ser bueno creer en ella porque Hitler dijo que era malo —⁠se
apresuró en responder Alfred⁠—. Rechazo el Credo por completo, así como
también rechazo a Hitler, su Libro, Alemania y el Imperio.
—¿Y qué me dices de Dios el Tronador?
—Rechazo la idea de que Dios vive en Alemania o de que prefiere a los
alemanes antes que a cualquier otro pueblo. Ahora, Dios, lo que es Dios, no lo
sé. Quiero decir que nunca he sabido qué pensar. Eso sí, hombres-dioses, no,
de ninguna manera. Nadie es más hijo de Dios de lo que pueda serlo yo
mismo. Si Hitler es Dios, yo también lo soy. Pero, evidentemente, es más
razonable pensar que ninguno de los dos lo es. Y más modesto también.
—Entonces, ¿qué crees que era Hitler? ¿O niegas por completo su
existencia?
—Supongo que fue un gran soldado alemán y un hombre muy valiente,
pero no podía actuar con independencia porque tenía que esconderse detrás de
la Sangre. No era un hombre. Además, si lees con atención su Libro… ah,
vaya, me olvidaba de que no sabes leer. Bien, poco de lo que hay escrito son
sus propias palabras.
—¿Cómo lo sabes?
—No tengo demasiado para leer que no sean libros técnicos y el Libro de
Hitler y, como me encanta hacerlo, me lo he estudiado muy a fondo y me he
sacado de la cabeza la creencia de que es un libro divino. Es muy obvio que
gran parte de las enseñanzas se han añadido más tarde. E incluso todo esto de
la Sangre no está claro si fue cosa del mismo Hitler o de mucha gente distinta.
Es un libro más bien decepcionante. Hay algo que no cuadra. Te deja vacío.
—Porque no eres alemán, ni siquiera hitleriano.
—Puede que sea eso. Ojalá… —⁠dijo Alfred, con un suspiro de anhelo
infinito⁠— ojalá tuviera otros libros con que compararlo. Hay tanta oscuridad.
Todo es tan turbio. Nada más que leyendas. Inglaterra está plagada de
leyendas. Supongo que todos los países sometidos lo están. Le dan a la gente
algo de qué hablar además de su trabajo, de su salario o de las fechorías de su
caballero. Hay una leyenda sobre un gran líder inglés llamado Alfred que
tenía una estatua enorme en Winchester, ¿te acuerdas de Winchester?, fuimos
allí juntos una vez. Era tan grande como aquella colina de allí detrás, y tenía

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una daga y un casco de acero, pero no solo fue un soldado, también escribió
un libro. ¡Si al menos pudiera tener ese entre mis manos para compararlo con
el de Hitler! Y resulta que la leyenda dice que será un hombre llamado Alfred
quien libere a Inglaterra de los alemanes.
—¿Entonces tu sueño se basa en tu nombre?
—No solo voy a liberar a Inglaterra de los alemanes. Voy a liberar al
mundo entero —⁠dijo Alfred júnior con un aire de perfecta modestia.
—¿Y los japoneses?
—Oh… los japoneses. Cuando la idea alemana se haya resquebrajado, nos
podemos unir todos para resquebrajar la suya. Estoy seguro de que no es muy
diferente. ¿Te das cuenta, joven Hermann? No estoy tan loco ni soy tan
vanidoso como parece. Soy el depositario, soy el lugar donde duerme una
idea humana muy antigua. Tiene que haber alguna idea que sea contraria a la
alemana, y probablemente sea igual de antigua. ¿Lo entiendes? No soy yo
quien va a hacer todo esto, sino la idea. Y si me matan, irá a parar a otros
hombres.
—¿Y dónde ha estado todos estos últimos setecientos años?
—Quizás vagando sin encontrar un lugar donde quedarse. O descansando.
O hibernando. Pero nunca ha muerto, nunca. ¿Qué son setecientos años? Si un
hombre puede vivir hasta cien, setecientos años no son nada. La historia solo
acaba de empezar… otra vez.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Hermann.
—No lo sé —dijo Alfred—. Voy a dormir un rato. Despiértame cuando
sea la hora de irnos o de hacer algo.

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CAPÍTULO TERCERO

En lugar de ponerse a dormir, Hermann se quedó observando a Alfred. El


subir y bajar de su pecho, lento y constante, el parpadeo ocasional de sus ojos,
la postura relajada de sus manos pequeñas pero más bien fuertes, todo en él
inundaba al joven de tranquilidad y de un placer profundo. Al principio no
pensaba en absoluto en lo que le había estado explicando. Era tan maravilloso
tenerlo allí… al auténtico, Alfred en persona, en lugar de aquella débil
imagen mental que se había ido difuminando gradualmente durante los
últimos cinco años. Sin embargo, al cabo de un rato, de un buen rato, los
sentimientos dieron paso a los pensamientos, a unos pensamientos que ahora
ya no estaban condicionados por el fuerte magnetismo que la mente de Alfred
ejercía sobre la suya, y sobre toda su personalidad. Cuando Alfred estaba
despierto, Hermann pensaba casi como un individuo (un individuo muy débil
que anhelaba depender de otro, eso sí, pero, a fin de cuentas, un individuo),
pero ahora que Alfred dormía y su fuerte influencia ya no lo era tanto,
empezó a pensar como un nazi. Una idea espantosa tomó forma dentro de su
cabeza. Alfred era un traidor confeso, un infiel, un blasfemo, un enemigo más
cruel y empedernido que ningún japonés. Y más peligroso. Si realmente había
un puñado de hombres en Inglaterra que pensaban igual que él, por supuesto
que nunca podrían hacer nada, pero podrían pasar cosas (Hermann no sabía
cuáles), y entonces Alfred podría convertirse en el cabecilla de esta ridícula
pero horrible conspiración mental contra Alemania y contra Hitler; sí, no
había lugar a dudas, él sería el líder. Por unos instantes, Hermann dejó de lado
sus pensamientos nazis y volvió a dejarse llevar por sus sentimientos más
personales. Oh, si por obra de algún milagro Alfred hubiera nacido alemán y
de clase caballeresca, qué orgulloso habría estado de poder servirle, de ser su
esclavo, de poner su cuerpo, sus huesos compactos y sus músculos siempre
tensos entre el Caballero Alfred y todo mal; de morir por él… De repente, un
remordimiento abrumador disipó la fantasía de Hermann. El solo hecho de
pensar que un inglés pudiera ser caballero ya era pecado contra la Sangre. No,
el deber de Hermann, su deber incuestionable como alemán, aquí y ahora, era

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matarlo allí mismo, donde yacía, sin esperar siquiera a que se despertara;
detener su cerebro, su boca, su corazón traidor y malvado de un rápido golpe
de su puñal grabado con la inscripción «Sangre y Honor». La sangre de
Alfred, humeando encharcada sobre las hojas de roble viejas del otoño
anterior e impregnando el suelo sagrado de Alemania era lo único que podía
salvar el honor de Hermann. Si lo traicionaba (pero ¿cómo se puede traicionar
a un traidor?), quizás nadie lo creería. Aquella idea de Alfred era demasiado
absurda para creérsela, a no ser que se escuchara pronunciada directamente de
sus propios labios. Y, aun así, continuaba siendo absurda, pero sonaba
terriblemente sensata pronunciada por su tranquila voz. Y con esta misma voz
tranquila lo negaría todo y afirmaría que aquel joven nazi se había vuelto
loco, y que las fantasías extraordinarias que se había llegado a inventar ponían
en evidencia su locura. Y cuando consultaran su historial verían que es
excelente. Con toda probabilidad, por eso se le había concedido permiso para
hacer un peregrinaje. No, no saldría bien, pero, si lo mataba, entonces sí.
Ningún alemán dudaría ni un minuto. Ningún alemán lo condenaría, una vez
conociera todos los hechos. Apuñalar a un hombre dormido, al propio amigo,
al hombre del que Hermann siempre había recibido consuelo, ayuda y
bondad, era muy duro, pero cuando se trataba del bienestar de Alemania, no
había amistad ni amor personal que valieran; ningún sentimiento de gratitud
se podía sobreponer. ¿No le habían introducido esta lección en su mente
infantil desde que fue capaz de entender lo que le decían? Nada es
deshonroso, nada está prohibido, nada es malo, si se hace por el bien de
Hitler y de Alemania. Bien, pues tendría que espabilarse antes de que Alfred
se despertase. La indefensión de este durmiendo lo inhibía, pero, en cualquier
caso, era como si no estuviera, como si su alma estuviera ausente de forma
temporal, a pesar de que esto último era imposible, porque alma no tenía.
Matar a Alfred despierto, no, eso sería imposible. Tenía que hacerlo mientras
dormía. Pero en cuanto hubo desenvainado el puñal, supo que le flaquearía la
resolución. Podía desenvainar el puñal, podía leer las palabras sagradas
alemanas, podía recordar el juramento que había hecho a los dieciocho años
cuando entró en el Ejército, podía ver los rayos del sol salpicando el acero
brillante, podía imaginárselos amortiguados, empapados de sangre, con el
deber cumplido, el juramento cumplido, su amigo muerto… pero no podía, él
no podía hacer que su brazo le obedeciera para clavarlo en el cuerpo de
Alfred. El amor íntimo que sentía por él todavía era latente, y Alfred, incluso
dormido, todavía tenía el control absoluto sobre su voluntad. Así pues, era un
traidor, un mal alemán; era un blando. Hermann guardó el puñal y se sentó

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consumido por la vergüenza.
De repente, no muy lejos de allí, estalló un griterío descomunal: un
jovencito gritaba como un loco pidiendo ayuda con desesperación mientras
otro chico reía… «Diablillos escandalosos», pensó Hermann con ganas de ir a
arrearles una patada por todo aquel alboroto; alguna novatada, supuso… pero,
un momento, la víctima ¿era realmente un chico? Esos gritos enérgicos tenían
cierta fragilidad, un ligero sonido estridente. ¡Era una chica! Entonces debían
de ser dos chicas cristianas, porque estaban muy lejos de cualquier Barrio de
las Mujeres. ¿Y por qué debería estar riendo una y gritando la otra? ¿Era
posible que las chicas se maltrataran entre ellas igual que lo hacía el sexo
noble? La idea de que los cristianos pudieran parecerse tanto a él le daba asco,
y si no hubiera sido por su profunda repugnancia hacia ellos, y, peor aún,
hacia las mujeres, se habría levantado en ese mismísimo instante y las habría
echado de allí. Alfred seguía durmiendo impasible. Los gritos no cesaban; se
oyó un fragor de ramas en la maleza y la otra chica, la mayor, aún reía más…
Hermann ahora sí que se levantó de un salto. La mayor, ¿era también una
chica? Su risa tenía un timbre peculiar, y sus ocasionales palabras sonaban
más como las de un chico que está haciendo el cambio de voz. ¡Un chico!
Hermann salió corriendo hacia el lugar de donde venía aquel sonido con la
impetuosidad de un toro rabioso y, allí, en un pequeño claro, se encontró con
el corista de cabello dorado y cara angelical decidido a violar a una muchacha
bastante desarrollada, si bien aparentaba solo unos doce años. Ella todavía no
había alcanzado la edad de sumisión y, por lo tanto, tenía todo el derecho a
resistirse con todas sus fuerzas. Se paró un instante y, mientras observaba
cómo caían y se revolcaban, cómo se arañaban, cómo se daban puntapiés y se
mordían, vio una gran cruz roja en el pecho de la chaqueta de la chica. ¡Era
una cristiana! Un torrente de rabia deliciosamente abrasador recorrió todo su
cuerpo. Ahora detestaba a ese chico por el mero hecho de interesarse por las
chicas; con aquella cara preciosa, pero de una inmadurez nada masculina.
Hermann estaba visiblemente celoso; estaba avergonzado por no haber
matado a Alfred, sin embargo, ahora tenía ante sí algo que podía machacar y
desgarrar, hacer sangrar y destruir completamente. Saltó hasta los dos jóvenes
animales enzarzados en aquella pelea y, agarrándolo a él por su largo cabello
rubio, lo separó de la chica de un tirón tan fuerte que casi le rompió el cuello.
Después lo cogió y lo arrojó con toda su fuerza contra el tronco del árbol más
cercano. El chico, quizás por desgracia para él, golpeó el árbol con el hombro
y no con la cabeza. La pequeña cristiana se levantó y huyó corriendo,
recogiéndose los jirones de ropa que le caían. Se alejó sin hacer prácticamente

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ningún ruido y desapareció por el bosque como un animal salvaje. El chico se
dirigió tambaleando hacia Hermann, no con la intención heroica de luchar
contra él, sino demasiado aturdido para que se le pasara por la cabeza huir. Si
bien estaba acostumbrado a que lo trataran con dureza, la sacudida que había
sufrido en el cuello y el golpe contra el árbol habían sido demasiado fuertes,
incluso para un cuerpo joven y robusto como el suyo. Hermann volvió a saltar
sobre él y lo molió a puñetazos hasta que perdió la conciencia. Sintió un
placer especial al estropearle la cara. Cuando cayó inconsciente a sus pies,
empezó a darle patadas, en las costillas, en la cabeza, en cualquier parte… y,
con toda probabilidad, lo habría dejado, no inconsciente, sino muerto, de no
haber sido por Alfred, que por fin se había despertado y había aparecido en la
escena, e intervino.
—¡Detente, Hermann! Lo matarás si continúas golpeándole la cabeza con
esas botazas. Me ha parecido oír algo, y mira con qué me he encontrado.
Hermann acató la orden sin pensárselo dos veces. Miró a Alfred. Tenía el
rostro enrojecido, los ojos desorbitados, estaba empapado de sudor; todo él
era un espectáculo macabro. El chico también era un espectáculo macabro; su
rostro estaba ya tan hinchado que era prácticamente irreconocible. Alfred
recogió un mechón de cabello.
—Es ese chico que ha cantado tan bien en la iglesia esta mañana. Lo
reconozco por el cabello. Hermann, eres un monstruo, se lo has arrancado casi
todo. Era un chico tan guapo.
—No volverá a serlo —gruñó el nazi, y escupió en el suelo.
Alfred examinó el cuerpo.
—No está muerto. Tiene la clavícula rota, las costillas probablemente
también, y quizás también tiene alguna hemorragia interna, pero el cráneo no
parece que lo tenga fracturado. Debe de tener una cabeza de hierro. Y ahora,
¿qué hacemos con él?
—¡Dejemos a este malnacido aquí tirado hasta que se pudra! —⁠respondió
Hermann con crueldad.
—¿Por qué te has encarnizado con él?
—Quería violar a una chica cristiana. ¿No la has oído gritar?
—Uf, ¿una cristiana? Ahora lo entiendo. Cuando me he despertado he
oído algo, y al llegar aquí he pensado que era este chico el que gemía. Bien,
llevémoslo al agua, a ver si mojándolo lo reanimamos.
—No lo pienso tocar.
—Pues lo tendré que llevar yo solo.

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Alfred le arregló la ropa y lo levantó. Pero una vez en el riachuelo, el agua
fría con que le remojó la cabeza no le hizo recuperar el conocimiento. Parecía
un cadáver, pero estaba caliente y todavía respiraba.
—Tendríamos que llevarlo a algún sitio —⁠dijo finalmente Alfred
levantando la cabeza.
—A la cárcel del pueblo.
—Vamos, hombre, no seas mentecato. Sea lo que sea lo que haya hecho,
tendrá que ir al hospital antes de que lo puedan castigar o juzgar siquiera. Ven
aquí, si no me quieres ayudar a llevarlo, al menos cárgamelo sobre la espalda.
—No lo pienso tocar —dijo Hermann de nuevo, más terco que una
mula⁠—. No es cosa tuya. Si quiero dejarlo aquí, es asunto mío. Ya te lo he
dicho, estaba intentando violar a una cristiana y, aunque hubiera sido
alemana, era una menor. Era una chica muy joven.
—Supongo que tanto te da que el chico también sea un menor, ¿verdad?
—⁠preguntó Alfred con sarcasmo⁠—. Porque, claro, es un chico guapo que solo
tendría que interesarse por hombres.
—Tú puedes hacer lo que te plazca e ir adonde te dé la gana, ¡yo me voy a
casa! —⁠dijo Hermann enfurecido⁠—. Heil Hitler para ti, y adiós muy buenas.
—¡Heil, un asno! —replicó Alfred muy enojado⁠—. Nunca he entendido
cómo alguien puede comportarse como un salvaje tan estúpido como tú ahora,
por muy nazi que pueda ser.
En aquel momento desviaron la atención hacia el chico, que estaba
haciendo esfuerzos para incorporarse. Cayó hacia atrás con un gemido
ahogado y, por el rabillo de un ojo horrorosamente hinchado, miró a
Hermann.
—¿Te encuentras mejor? —le preguntó Alfred en alemán.
El chico movió la pequeña porción de ojo dolorido con que podía ver
hacia Alfred.
—Sí —murmuró.
—¿Te puedes levantar?
—Puede.
Le ayudaron a ponerse en pie y, esta vez, Hermann sí colaboró,
coaccionado por la severidad de la mirada de Alfred. El chico no emitió
ningún sonido, salvo un pequeño lamento, a pesar de que el proceso para
levantarse debía ser una tortura para él.
—¿Puedes caminar? —le preguntó Alfred.
—Las piernas las tengo bien —⁠murmuró a través de sus labios
hinchados⁠—. Espero que sí.

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Alfred le puso bajo el brazo de la clavícula rota una pieza de la ropa de
repuesto que llevaba en el saco para que le hiciera de cojín y le ató el codo
con el cinturón. La sujeción presionó las costillas rotas y el chico jadeó, pero
no dijo nada.
—Ahora, a marchar, chaval —⁠le dijo Alfred, tomándolo del brazo
relativamente sano⁠—. Tendremos que andar unos tres kilómetros para llegar
hasta la carretera principal, a menos que encontremos un carro.
El chico se detuvo para vomitar, tuvo que volver a echarse un rato por el
dolor intenso que le provocó ese esfuerzo. Después lo ayudaron a levantarse y
empezó a caminar bastante mejor, apoyándose a Alfred. No decía nada, solo,
de vez en cuando, se le escapaba algún leve gemido o suspiro.
—Los chicos alemanes son extraordinariamente duros —⁠le dijo Alfred a
Hermann en inglés.
—Pues a este ya le hará falta serlo, ya —⁠dijo Hermann, con tono
macabro⁠—. Todavía no se le han acabado los problemas.
—No tienes ningún testigo —⁠observó Alfred⁠—. Aunque encontraras a la
chica, no podría declarar contra él porque a los cristianos no les está
permitido declarar contra los nazis. Ni siquiera contra los ingleses.
—Te tengo a ti como testigo.
—Pues yo diría que no. Yo no sé nada de ninguna chica aparte de lo que
me has dicho tú.
—Ya verás como confiesa. Si no lo hace, a la mínima oportunidad que
tenga, le doy otra paliza.
—En la violencia, en la brutalidad, en el derramamiento de sangre, en la
crueldad, y en el autoengaño —⁠murmuró Alfred⁠—. Tanto te da que viole a
una niña. No te importa lo más mínimo que un nazi se haya relacionado con
una cristiana. Has apaleado a este chico porque estabas celoso y enojado. El
chico es repugnante porque lo han educado así, pero al menos se ha mostrado
honesto. Tú ni siquiera eso.
—No lo han educado para que se corrompa tratando con cristianos.
—Los cristianos —dijo Alfred— son, curiosamente, gente bastante digna.
Conozco a algunos. Cristianos ingleses, claro.
—¿Cómo? —gritó Hermann, escandalizado⁠—. ¿Dices que conoces a
algunos?
—Pues sí. ¿Quieres que te lo repita en alemán? Así tendrás un testigo.
Pero el chico no estaba en condiciones de prestar atención a lo que decían,
aunque la conversación hubiera sido en un idioma que pudiera entender. A
cada agónico paso que daba apretaba los dientes que le quedaban para evitar

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que le salieran gemidos por la boca. Ni siquiera encontraba extraño que la
ayuda para recorrer aquella via dolorosa le viniera del brazo de un extranjero.
Estaba viviendo una pesadilla de dolor y vergüenza; vergüenza no por su
crueldad y lujuria, sino porque un nazi le había pillado con una cristiana. Su
vida parecía acabada y, sin embargo, aquella misma mañana había sido tan
feliz cantando (cantar era su pasión) ante las miradas estupefactas de todos
aquellos hombres. Ahora lo despreciarían, ya nadie lo amaría y, en cualquier
caso, su voz no tardaría mucho en cambiar. Mientras tanto, ponía como podía
un pie delante el otro y no se quejaba. En un estado en que cualquier hombre
de raza menos físicamente obstinada con dificultad podría haberse desplazado
más de cien metros, se las apañó para recorrer los tres kilómetros, pero
entonces se desmayó. De todos modos, como ya estaban a punto de salir del
bosque y la carretera principal hacia el pueblo estaba a muy poca distancia,
Alfred cargó con él a sus espaldas hasta ella y esperaron a que pasara un
camión.
—¿Adónde lo llevo? —preguntó el camionero, mirando el cuerpo
destrozado del chico con la indiferencia inhumana habitual ante el dolor o los
espectáculos sangrientos.
—Al hospital o a su casa —dijo Alfred.
—Al calabozo —dijo Hermann—. Oh, déjalo tirado en cualquier lugar del
pueblo. No tenemos ni idea de dónde vive este cerdito malnacido. Yo solo sé
que esta mañana estaba en la iglesia y ya está.
—Tíralo ahí, con los sacos. No puedo llevarlo aquí delante,
desplomándose por todas partes.
Era un pequeño camión de una sola plaza con una cabina tan
insignificante que no había sitio para nadie más. Alfred y Hermann pusieron
al chico sobre unos sacos durísimos de tan llenos, y el camión continuó su
camino. Inmediatamente, Alfred se puso a gritar:
—¡Pare, pare!
Pero el camionero o no le oyó o no quiso parar.
—¿Qué quieres ahora? —preguntó Hermann malhumorado.
—Tendría que haber ido con él.
—Eres muy tierno con ese chico —⁠dijo Hermann, suspicaz⁠—. Claro, tú
también lo has visto en la iglesia.
—Oh, cállate ya, Hermann. Empiezo a estar harto de ti. El chaval tiene el
único jersey que tengo bajo el brazo y el codo lo tiene sujeto con mi único
cinturón. Cuando llegue al pueblo, a él es posible que ya lo hayan enviado a
algún hospital de Múnich o de cualquier otro lugar. No puedo permitirme el

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lujo de ir perdiendo ropa. Yo no soy un caballero que es propietario de tierras,
de fábricas, de barcos y de aeroplanos privados. Yo no me visto de seda azul
ni como pavo cada día. Para mí, un jersey es un jersey.
—Ya, y ahora me dirás que piensas que un caballero no tendría que
poseer tierras.
—Yo pienso muchas cosas —dijo Alfred acelerando el paso hacia el
pueblo⁠—, pero, precisamente, ahora no te las pienso explicar. ¿Vuelves al
pueblo conmigo? ¿Dónde vives?
—Trabajo en la granja particular del Caballero. Ahora tengo una
habitación para mí solo sobre el establo de las vacas. Si quieres, esta noche
puedes venir a dormir.
La invitación la hizo de mala gana, pero Alfred la aceptó con amabilidad.
Continuaron hacia el pueblo en silencio. Cuando llegaron a la plaza de armas
vieron un puñado de hombres apiñados en un rincón. No veían el camión por
ninguna parte, pero todos los allí congregados miraban algo en el suelo.
—Probablemente sea nuestro chico —⁠supuso Alfred⁠—. ¿Por qué no lo
llevan a algún sitio?
Se dirigieron hacia el grupo y comprobaron que, en efecto, rodeaban al
chico malherido. Estaba en muy mal estado, aún no había recobrado la
conciencia, o quizás estaba en coma, y le salía un hilo de sangre por la boca.
—Me lo temía —murmuró Alfred en inglés⁠—. Lo has destrozado por
dentro. No le tendríamos que haber hecho andar.
Pero sabía que no podía sugerir nada a esta pandilla de alemanes. Harían
callar al extranjero ipso facto si veían que trataba de hacerse cargo de la
situación. Al momento se presentó un oficial nazi; no parecía que tuviera
exactamente prisa, pero anclaba a un ritmo acelerado. Uno de aquellos
hombres se había dignado ir a buscarlo.
—¿Quién es este chico? —preguntó.
—Nadie lo sabe, es forastero —⁠dijo alguien⁠—, pero el Caballero seguro
que nos lo puede decir.
—¿Por qué?
—Porque esta mañana ha cantado los solos en la iglesia, y el Caballero es
quien siempre se encarga de organizar la música.
—Es un caso de hospital —dijo el funcionario nazi, que tenía experiencia
con desenlaces de peleas brutales⁠—. Fritz, ve a llamar a la ambulancia. ¿Qué
ha pasado para que haya acabado así?
—Lo he apaleado yo —dijo Hermann.
—¿Por qué?

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—Preferiría prestar declaración ante el Comisario del Caballero.
—¿Contra él? ¿Contra este chico?
—Sí.
—Bien, como quieras. Pero ¿cómo puedes ser tan tonto para no saber qué
puede soportar un chico de esta edad y qué no…? Ach, ¡Herr Comisario!
—⁠Esto último se lo dijo en un tono de disculpa a un hombre que estaba
intentando llamar su atención.
—Nuestro noble señor, el Caballero Friedrich von Hess, desea que nos
digáis el motivo por el que esta gente está aquí reunida.
Era el Comisario del Caballero, un nazi de gran importancia en el distrito,
que casualmente pasaba por la plaza de armas con su noble señor. Algo más
lejos, el Caballero observaba la escena, demasiado digno para acercarse, no
fuera que el grupo estuviese reunido por alguna cuestión excesivamente
trivial para alguien de su rango. Se apoyaba sobre su vara negra de mando,
con elegancia, pero sin esconder cierta indiferencia. La capa negra le colgaba
de los hombros en delicados pliegues; no llevaba sombrero y la brisa suave le
agitaba gentilmente de un lado a otro el cabello plateado, todavía espeso.
—Decidle a nuestro noble, por favor, que se trata de un chico herido. No
sabemos quién es.
El Comisario trasladó el mensaje y, entonces, el Caballero se acercó.
Todos los hombres se pusieron firmes. Hicieron el Saludo y se pusieron
todavía más rígidos, si es que eso era posible.
—Descansen —dijo el Caballero distraídamente. Miró al chico, al
principio sin mucho interés, pero enseguida puso los cinco sentidos.
—¡Hitler mío! —exclamó—. ¿Quién ha sido el bárbaro que ha hecho esta
salvajada?
—He sido yo, mi señor —dijo Hermann, sorprendido y dolido ante la
reacción del Caballero.
—Este chico es el mejor soprano de la iglesia de los Santos Caballeros
Teutónicos de Múnich y, al parecer, le has destrozado el tórax. De todos
modos, supongo que su voz pronto se habría quebrado. Adalbert, ¿has
llamado a una ambulancia?
—Sí, señor. He enviado a un hombre a telefonear.
—Se le tienen que practicar todos los cuidados que hagan falta, aunque
me temo que no servirá de nada. O bien morirá, o bien la voz se le quebrará
antes de que se recupere. Qué infortunio que viniera aquí de vacaciones.
Hermann, ¡rompe filas!
Hermann se alejó un poco y se volvió a poner firme. Alfred fue con él.

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—A ti no se te ha ordenado que rompieras filas —⁠le recriminó el
Caballero.
—No, señor, no, pero…
—Pues vuelve aquí.
Alfred se vio obligado a volver.
—Hermann, ¿por qué has apaleado a este chico hasta dejarlo medio
muerto? —⁠preguntó el Caballero.
—Señor, ¿puedo presentar declaración ante el Comisario?
—¿Contra el chico?
—Sí, señor.
El noble meditó un momento.
—Creo que será mejor que vengas a presentarla ante mí —⁠le dijo⁠—.
¿Quién es ese inglés?
—Un hombre que conocí cuando hacía el servicio militar en Inglaterra,
señor.
—¿Estaba presente cuando aconteció lo que sea que hayas hecho?
—Sí, señor. A medias.
—Entonces, tráelo contigo a la sala del tribunal, ahora mismo.
Hermann hizo el Saludo y volvió hacia Alfred.
—Ven —le dijo furioso.
—¿Adónde?
—Tenemos que ir a la Sala del Tribunal, él quiere escuchar mi
declaración.
—Está claro. Si el chico se recupera y no pierde la voz, harán todo lo
posible para cubrirlo. ¡Solista principal del SCT de Múnich! Te has cargado a
un ruiseñor. Los he oído por la radio en Inglaterra. Qué lástima que no seas un
alemán apasionado por la música.
—No podrán cubrirlo —replicó Hermann malhumorado⁠—. Este chico
nunca volverá a cantar por mucho que viva y que conserve su voz. Y yo que
me alegro.
—Vuestro caballero ¿es religioso o es de los que le apasiona más la
música?
—Claro que es religioso. Y, bien, sí, también le apasiona la música. Pero
no puede evitar que declare. Cuando oiga lo que ha pasado, por supuesto que
no querrá encubrirlo —⁠añadió Hermann desafiador.
—Será interesante verlo. No obstante, hace mucho tiempo que tengo la
sensación de que la única grieta de vuestra ética blindada de la Sangre, el
único lugar por donde pasa un poco de aire, es la música.

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Hermann profirió un taco grosero que vendría a significar «tonterías».
Esperaron un rato en la sala, en rígida posición de firmes, hasta que el
Caballero entró y se sentó en la poltrona que había sobre la tarima. Cogió una
pluma y le mostró una hoja de papel a Hermann.
—Hermann, el juramento.
Hermann juró decir la verdad por todo tipo de cosas sagradas y por su
honor como alemán, y después soltó:
—Señor, estaba tratando de violar a una chica cristiana que no tenía ni
trece años.
Al Caballero se le cayó la pluma de la mano. Volvió a cogerla y dijo con
calma:
—¿Algún testigo además de ti?
—Bueno… —Hermann miró a Alfred.
—Presta el juramento de los extranjeros —⁠dijo el Caballero.
Alfred empezó a recitar el juramento en inglés, pero, de repente, se
detuvo.
—Entiendo inglés. Continúa.
Acabado el juramento, el Caballero le preguntó:
—¿Fuiste testigo del intento de violación?
—No, señor.
—Entonces, ¿de qué fuiste testigo?
—De Hermann apaleando al chico, señor.
—¿Podrías jurar que hubo un intento de violación?
—No, señor, pero parece que podría ser el caso.
—¿Podrías jurar que se trataba de una chica cristiana?
—Nunca llegué a ver ni a oír a la chica.
El Caballero emitió un discreto suspiro.
—Bueno, Hermann, tomaré tu declaración, pero si el chico no lo admite,
no existe prueba alguna de lo que cuentas.
—No lo puede negar, señor —⁠dijo Hermann malhumorado.
—¿Estás seguro de que era una chica cristiana? —⁠le preguntó el Caballero
con severidad.
—No podría ser ningún otro tipo de chica, señor. Estaba como mínimo a
cinco kilómetros de cualquier Barrio de las Mujeres.
—Eso no corrobora nada. En ocasiones, las chicas más jóvenes que huyen
de sus barrios deambulan hasta que alguien las encuentra y las lleva de vuelta
a casa. Se pierden y vagan por ahí durante kilómetros y kilómetros, y es,
precisamente, a la edad de doce o trece años cuando esto suele acontecer. Son

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lo suficientemente mayores para escapar del control directo de sus madres,
pero no tanto como para comprender claramente cuáles son sus deberes como
mujeres. Podría tratarse sin problema de una chica alemana.
—¡Mi señor, le vi la cruz! —⁠dijo Hermann con profunda indignación,
pero expresándose con tanta moderación como le era posible, por el respecto
que tenía hacia el Caballero.
—¿Qué hacían? ¿Se peleaban, se hacían caer, rodaban por el suelo?
—⁠preguntó el Caballero sin inmutarse.
—Estaban por el suelo.
—¿Y puedes jurar que lo que has visto era una cruz y no un pañuelo rojo
asomando por el bolsillo de su chaqueta o una cosa por el estilo?
—Sí, lo juro.
—Esto es una acusación muy grave —⁠dijo el Caballero⁠—. Casi la más
grave que puede llegar a hacer un alemán contra otro. Debe haber absoluta
certeza. ¿Todavía quieres declarar contra este chico?
Hermann vaciló. La voluntad del Caballero chocaba con toda su fuerza
contra la del joven nazi. Incluso una sombra de duda empezaba a cernirse por
primera vez sobre qué era lo que había visto. Aquello que había en la
chaqueta de la niña, ¿podría haber sido cualquier otra cosa en vez de una cruz
roja? No, estaba seguro de que era una cruz. Pero el Caballero no quería que
prestara declaración. La voz de su conciencia le decía que tenía que renunciar
a continuar con este conflicto imposible y que debía ceder ante el hombre que
había nacido superior a él; era su autoridad, el señor de la tierra que él
trabajaba. ¿Cómo podía un simple Hermann como él ir en contra de los claros
deseos de un Von Hess? En este momento, ningún resentimiento ni ningún
deseo de justificarse le servirían de nada. Tales motivaciones se habían
desvanecido bajo la mirada imperiosa del Caballero. Sin embargo, algo que
no salía de él, sino de Alfred, que permanecía a su lado, tan cerca que podía
tocar su hombro, le dio fuerzas cuando ya estaba a punto de rendirse. El
inglés le estaba motivando a que se mantuviera firme y se aferrara a la verdad.
—Sí, mi señor —dijo Hermann con mucho respeto⁠—, presentaré la
denuncia.
Von Hess, que era un hombre de una extraordinaria sensibilidad
psicológica, encontró muy interesante su derrota. No se enfadó en absoluto ni
tampoco se sintió mínimamente humillado, estaba demasiado seguro de su
posición, tanto pública como privada, para reaccionar de esa manera. Que un
nazi pusiera su propia voluntad a conciencia en contra de la de un caballero
era un hecho escandaloso, pero este noble en particular era incapaz de

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escandalizarse, porque lo escandaloso de verdad, y secreto, era que, frente a
su supuesta religión y todo el plan de su sociedad, él era un individuo con su
propia manera de pensar. Pero ¿cómo podía ser que aquel vulgar tarugo de
Hermann —⁠bien, quizás no tan vulgar, pues el Caballero se había fijado en
una o dos pequeñeces que lo desconcertaban (su tristeza, su mirada
permanentemente apagada), pero, a pesar de eso, un tarugo de pies a cabeza⁠—
hubiera llegado a ser capaz de resistir con tanta obstinación? De repente, dejó
de observarlo y fue al encuentro de los ojos de Alfred. Se aguantaron la
mirada abiertamente. El inglés sabía que lo que estaba haciendo era muy
arriesgado, comparable, quizás, a tratar de mirar fijamente a un toro furioso,
pero él también era muy perspicaz. No sabía muy bien por qué, pero tenía la
sensación de que no era tan arriesgado como parecía. Estuvo un buen rato
mirando con atención al Caballero, con contundencia y claridad, como si
estuviera diciéndole en voz alta: «Hermann tiene razón, usted se equivoca».
El Caballero lo captó. Realmente no era Hermann quién le hacía frente, era
este inglés bajito y corpulento. Lo que estimulaba al tarugo era el espíritu
vehemente y de lo más resuelto que emanaba de la carne y los huesos impuros
de un extranjero.
«Aquí, contra toda probabilidad, tenemos a un hombre», pensó,
electrizado por la emoción. «¿O quizás es la confirmación de la probabilidad?
¿No es exactamente esto lo que cualquiera que tuviera dos dedos de frente
debería esperar? Un hombre, entre los ingleses, o entre los franceses o entre
los rusos, pero no, está claro que no, entre los alemanes no. Esto es de lo más
fascinante». Lo meditaba en silencio, plácidamente y sin interrupciones, con
los ojos aún en armonía con los de Alfred. Era un flujo misterioso que se
fortalecía, y se debilitaba, y se volvía a fortalecer; era el flujo entre dos
espíritus humanos que se solidarizan, que iba y venía entre él y el inglés,
dejando a Hermann de lado por completo, que se estaba angustiando por
momentos. Alfred pensaba: «Este viejo alemán sabe algo que no tiene nada
que ver con la Sangre ni con ningún otro misterio, ni tampoco con los
caballeros. Por Dios, este viejo alemán lo sabe todo. ¡La estrella de la fortuna
ilumina mi camino!».
Cuando ya tenía la sensación de que el silencio había durado más de una
hora, Hermann empezó a mover los pies. Era un acto muy indisciplinado por
su parte, ya que todavía estaba en posición de firme, pero no podía evitarlo, se
le movían solos; era como estornudar o toser, un acto involuntario e
incontrolable. El Caballero volvió la cabeza.
—Descanse —le concedió.

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Hermann se relajó. Alfred ya lo estaba, las posturas castrenses no
favorecen las aventuras mentales cargadas de emoción.
—Bien, pues, tomemos declaración —⁠dijo el Caballero⁠—. Habla
despacio, Hermann.
El noble transcribió la acusación sin prisas, con una caligrafía delicada de
letra más bien pequeña, dibujando meticulosamente los caracteres góticos
como si los amara. Era una obra artesanal, tan clara y uniforme que parecía
impresa, pero única y llena de personalidad.
—Tú no eres válido como testigo —⁠le dijo a Alfred cuando lo hubo
transcrito todo⁠—. No sabes nada en absoluto, excepto que Hermann apaleó al
chico, lo que no se pondrá en entredicho.
Luego escribió que esta declaración de Hermann Ericsohn, S. A. B. H.
7285, contra Rudolf Wilhelmsohn, ……… (espacio en blanco reservado para
poner más tarde el número oficial del chico, que el Caballero desconocía),
había sido presentada ante él, Friedrich von Hess zu Hohenlinden, Caballero
del Sacro Imperio Alemán, y la fecha. Heil Hitler. Secó la tinta de la última
hoja y dejó la pluma a un lado. Dobló la declaración y se la guardó en el
bolsillo interior de la guerrera.
—Hermann, ¡firmes! Saludo. A la izquierda, ¡media vuelta! Al frente,
¡marcha!
Con paso largo y pisando fuerte con las botas sobre el suelo de madera,
Hermann salió de la sala. El Caballero se abrochó la guerrera y miró a Alfred
con afecto.
—Me gustaría saber más sobre ti, Alfred Alfredson, I. W. 10762, técnico
inglés del aeródromo de Bulford, llanura de Salisbury, provincia de Inglaterra.
—⁠El Caballero se enorgullecía de su capacidad memorística. Alfred le había
recitado todos estos detalles cuando había prestado el juramento del
extranjero y no había olvidado ninguno⁠—. En primer lugar, ¿qué haces aquí?
Peregrinaje, supongo.
—Sí, señor. La Santa Autoridad Alemana de Inglaterra me ha concedido
la gracia de permitirme viajar por Alemania durante un mes para visitar los
lugares sagrados. Heil Hitler. Me han cubierto todos los gastos. ¿Desea el
noble señor que le muestre mi salvoconducto?
—No. ¿Cuánto tiempo llevas por aquí?
—En Alemania, quince días. Aquí, en este pueblo, unas veinticuatro
horas.
—¿Has estado ya en Múnich?
—No, señor.

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—El mando en Inglaterra debe de tener muy buen concepto de ti para
permitirte un peregrinaje de un mes a tu edad.
—El noble señor es muy amable. Supongo que así es.
«Y qué hatajo de asnos idiotas y ciegos imperdonables tienen que ser
todos ellos», pensó el Caballero. «Ya puede ser el mejor técnico del mundo,
ya, pero, si no es un súbdito inadecuado, yo me trago el anillo».
—¿Qué clase de técnico eres?
—Mecánico de tierra de aeroplanos de todo tipo.
—¿Entiendes mucho del tema, entonces?
—Sí, señor. Creo que podría construir uno que se elevara si tuviera las
herramientas y el tiempo necesarios.
—¿Has volado alguna vez?
—Solo de pruebas, señor, como acompañante, muchas veces.
Los ojos de Alfred resplandecían, literalmente. Tenía la costumbre de
abrirlos de par en par cuando se emocionaba por algún pensamiento, y al
hacerlo se le iluminaban las pupilas. El Caballero se fijó en aquel resplandor y
en la peligrosa mirada que lo acompañaba. «Claro», pensó, «tiene que ser
sumamente exasperante para un hombre que no se le permita adquirir ciertas
habilidades que sabe que podría adquirir a la perfección. Y, sin embargo, si
dejáramos que los hombres peligrosos aprendieran a manejar las también
peligrosas armas de guerra, ¿qué sería de nosotros? Este individuo sube a una
prueba y observa al piloto como un halcón, no se le escapa ningún
movimiento. Me jugaría lo que fuera a que cree que sería capaz de pilotar un
aeroplano, y que sabe que es capaz de pilotar un autogiro». Una idea muy
extravagante estaba empezando a tomar forma en la mente del Caballero.
Pensaba en su secreto, en sus tres hijos muertos, en su padre… todos lo
habían compartido con él en diferentes momentos. «Todos muertos. Ya no
tengo a nadie. Y este hombre se piensa que puede hacer volar un avión, pero
probablemente está errado. Dejémoslo en manos de Dios, si el Tronador nos
fulmina, pues que así sea. Y si no, si no hay Dios o si a Dios no le importa o
si Dios ampara a este viejo Von Hess, entonces…».
Cuando el Caballero volvió a hablar, su actitud había cambiado. Ahora se
expresaba como un viejo que se dirige a un joven de su misma clase.
—Conozco bien Salisbury y Bulford, y toda aquella zona —⁠dijo⁠—. Hace
mucho tiempo fui el caballero de Southampton. Solía ir a menudo a la Mesa
de los Caballeros de Salisbury, y, de vez en cuando, a Bulford. No sé por qué,
pero la comida de aquellos caballeros del Ejército era mucho mejor y,

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además, eran unos hombres muy agradables. El Ejército siempre parece
conseguir la mejor comida, tanto si se la merece como si no.
Alfred no dijo nada, pero pensó: «Pues a mí no me importaría cenar en la
Mesa de los Caballeros de Southampton, para variar. No me costaría mucho
esfuerzo prescindir de la de Salisbury».
—Así pues, ¿fue en Bulford —⁠continuó el Caballero⁠— donde conociste a
nuestro joven trabajador Hermann?
—Sí, señor.
—¿Y os hicisteis amigos?
—Sí, señor.
—Pues fue un joven muy afortunado —⁠murmuró el Caballero.
—¿Perdón? —dijo Alfred, no muy seguro de haber oído bien. Quizás sí,
pero mejor asegurarse.
El Caballero sonrió.
—Yo sé que hacer amistad con determinado tipo de ingleses puede ser
afortunado para un joven alemán. Es posible que otros no vean en esto último
nada más que condescendencia, motivada por la lujuria o por una curiosidad
sin sustancia, o por algún otro motivo más bien trivial. No obstante, cuando
digo que fue un joven afortunado, quizás tendría que añadir que, entre todos
los jóvenes alemanes, él podría ser el más lamentablemente desafortunado.
Desde cierto punto de vista, sí. Alfred, ¿por qué Hermann está siempre tan
decaído? Trabaja en mi propia granja y, como yo me intereso mucho por la
granja, lo veo a menudo. Es un buen trabajador, le gusta su trabajo, pero, aun
así, siempre se le ve apagado. ¿A qué se debe?
—No lo he visto en cinco años, señor.
—¿No podría ser que te hubiera estado añorando todo este tiempo?
—No lo sé, señor. Quizás un poco sí. Se alegró de verme.
—Puedo entenderlo. ¿Y no eres consciente de nada durante vuestra
relación en Inglaterra, algo que le explicaras o sobre lo que hablarais, que
hubiera podido afectarle de forma negativa, incluso durante cinco años?
Alfred respondió muy comedidamente:
—Estimado y muy respetable noble señor, ¿cómo podría afectar a un nazi
de forma negativa cualquier cosa sobre la que pudiera hablar un inglés,
aunque fuera solo durante cinco minutos?
—Vamos, Alfred, no hay necesidad de tanto decoro, te lo digo con
sinceridad, no hace falta. Te doy mi palabra de honor de caballero de que…
—⁠el Caballero se quedó en silencio. Alfred le estaba mirando de una manera
extraña, casi parecía que le diera lástima.

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—Señor, donde no hay libertad de opinión, no hay honor. «Nada es
deshonroso». Si en la mente de un hombre hay alguna idea predominante,
alguna fe, que pueda hacer que todas las cosas sean honrosas, por muy
crueles, muy indeseables o muy falsas que resulten, en el alma de ese hombre
no puede haber honor. Su palabra de Caballero Teutónico no tiene ningún
valor para mí.
El Caballero recibió este amargo golpe en silencio, aparentemente sin
inmutarse. Por un instante, su vieja sangre altiva hirvió y le subió
efervescente hasta retumbarle en las orejas, tratando de ahogar con su
estrépito la fría sonoridad de esta verdad que ahora escuchaba por primera vez
de la boca de otro hombre. Él siempre lo había sabido. Pero ¡oírlo! ¡Que la
vergüenza se pronunciara en voz alta! Y, sin embargo, ¿para qué le servía a
él, Friedrich von Hess, saberlo, si no actuaba en consecuencia? Había cientos
de miles de caballeros, pero solo un Von Hess. Ahora, literalmente, solo uno.
Supongamos que cediera ante el viejo deseo salvaje de destruir cualquier cosa
que fuera contraria, que fuera ajena, que osara criticar; supongamos que
ordenara apalear a Alfred, o torturarlo, o incluso matarlo, la verdad aún
estaría allí, en el mismo lugar, dentro de su propia mente. «Si no quedara
absolutamente nadie que la supiera», pensó, «si él y yo estuviéramos muertos,
aún seguiría viva. Si no quedara absolutamente ningún hombre, aún habría
ciertas cosas sobre el comportamiento de los hombres que serían verdad.
“Donde no hay libertad de opinión, no hay honor”».
El Caballero soltó las manos, que tenía entrelazadas. Las puso planas
sobre el escritorio ante él, una al lado de la otra, y se las miró fijamente. Se
quitó el anillo de caballero y lo dejó sobre el escritorio; allí, entre los dos
hombres, como un gran ojo rojo brillante.
—Te doy mi palabra como hombre —⁠dijo con solemnidad.
Alfred se conmovió, y avergonzó.
—Está bien, señor… —dijo—. Nunca hablé con Hermann sobre nada de
lo que yo pienso. Al fin y al cabo, solo era un chico.
El Caballero suspiró aliviado y volvió a ponerse el anillo. Sentía el dedo
frío y abandonado sin él, y lo debía llevar puesto hasta el día de su muerte; un
día que, curiosamente, pensaba que podía llegar pronto.
—Creo que Hermann está preocupado, en parte, porque no puede soportar
a las mujeres —⁠sugirió Alfred⁠—, pero eso no tiene nada que ver conmigo.
—No es de extrañar, es bastante común. Bien, está decidido —⁠dijo el
Caballero levantándose⁠—, lo haremos ahora.
—Haremos, ¿qué, señor? —preguntó Alfred sorprendido.

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—Tú crees que eres capaz de pilotar un aeroplano, ¿no?
—Estoy convencido de ello —⁠dijo Alfred con firmeza, pero estaba
totalmente perplejo.
—Entonces subiremos juntos a uno y lo pilotarás tú. Iremos hasta Múnich
y volveremos y, si aterrizamos sanos y salvos, puede que tenga algo más para
decirte.
La primera reacción de Alfred fue de una emoción y un placer
descontrolados. ¡Volar! ¡Tener el aparato, aquel aparato tan sensible y
fascinante, bajo su control! ¿Peligroso? Terriblemente, sin duda. Morir en una
o dos horas, en pocos minutos, ¿qué más daba? ¡Volar! ¡Volar! Pero entonces
se serenó un poco y se puso pensativo.
—¿Podría decirme por qué, señor? —⁠le pidió.
—No, no puedo. Solo puedo decirte que, por desgracia, hasta cierto punto
todavía soy supersticioso. Y esta decisión la he tomado para satisfacer un
impulso de ese tipo.
—Nos podemos matar —⁠le recordó Alfred.
—Creo que existe la posibilidad. Aunque reconocerás que un caballero
teutónico, además de no tener honor, es muy probable que tampoco tenga
miedo a la muerte.
—Claro que sí. Pero ¿por qué quiere matarme a mí? Ardo en deseos de
tener la oportunidad de volar, no lo negaré, y no tengo miedo, pero ¿por qué?
—Si mueres, habrá muerto un hombre peligroso.
—Entiendo. ¿Y si usted también muere?
—Habrá muerto otro que es más peligroso todavía. Por ahora no te pienso
decir nada más. Cuando lleguemos al hangar, diré a los hombres que estén de
servicio que pilotaré el aparato yo mismo, y les daré permiso para ausentarse.
Alfred temblaba de emoción.
—¿Y si volcamos antes de elevarnos? ¿O si chocamos, o vaya usted a
saber qué, y no podemos salir? Me encontrarán en el asiento del piloto. Un
inglés.
—Tenemos que correr algunos riesgos.
—¿Es un autogiro?
—No, un Hertz de dos plazas. Solo es una pequeña avioneta privada.
Alfred soltó un silbido.
—¿Todavía crees que puedes hacerlo?
—Estoy seguro de que sí. Pero aún lo estaría más si lo que tuviera que
hacer aterrizar fuera un autogiro. Si los autogiros son igual de eficientes y

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mucho más seguros, nunca he entendido por qué seguimos fabricando tantas
unidades de un modelo anticuado.
—Ya no queda ningún peligro en todo el Imperio, excepto el de aprender
a volar modelos anticuados o de pilotarlos con mal tiempo. Si no hay peligros,
tampoco hay hombres valientes. Necesitamos un funeral militar de algún
héroe de vez en cuando. El mío será uno de ellos, sin embargo el tuyo, no.
—Puedo prescindir de él —dijo Alfred, riendo encantado⁠—. Sean cuales
sean sus motivos, señor, os estoy muy agradecido. No os podéis imaginar lo
que significa para un hombre que se pasa la vida entera entre motores de
aeroplanos que nunca se le permita volar.
—Quien tiene el poder siempre puede obsequiar con placeres curiosos e
inesperados —⁠dijo el Caballero con sarcasmo⁠—. Ahora bien, si te hubiera
hecho torturar por el insulto descarado que me has proferido, te sentirías
ultrajado, pero como lo único que hago es ofrecerte la posibilidad de que
mueras abrasado, estás muy agradecido. Venga, manos a la obra, a marchar.
De camino hacia el hangar, el Caballero iba delante marcando el paso con
naturalidad y elegancia, derecho como un palo, mientras que Alfred lo seguía
diez metros atrás, como correspondía a su bajo estatus. Al llegar al hangar,
dos mecánicos y el piloto del Caballero, que estaba de servicio, se pusieron
firmes de un salto tan pronto como vieron entrar a su señor.
—Hoy llevaré el aparato yo mismo —⁠dijo Von Hess, sin dignarse dar
ninguna otra explicación, a pesar de que hacía años que no pilotaba⁠—. Quizás
vuelva esta noche, quizás no. Todos quedan libres de servicio por el resto del
día. Retírense.
Saludaron, giraron sobre sus talones y, sin dilación, se fueron caminando
por la pista de aterrizaje.
—¿Quién le ayudará a ponerlo en marcha? —⁠dijo uno de los mecánicos.
—Supongo que aquel tipo.
—¿Quién es?
—No lo sé.
—¿Crees que el viejo caballero se apañará? No ha volado en años.
—No es asunto nuestro. Obedece órdenes, no hagas preguntas. Espero que
le vaya bien —⁠agregó ansioso aquel nazi modélico⁠—. No creo que tenga
problemas para despegar, pero ¿estará en buena forma para luego aterrizar?
Creo que, a pesar de lo que nos ha ordenado, sería mejor que nos quedáramos
por aquí. ¿Qué te parece, Willi?
Willi asintió.

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—Pues que sí. Es posible que no se encuentre a gusto allí arriba y quiera
bajar enseguida. Si estamos por aquí y cuando aterriza se la pega, podremos
sacarlo o lo que haga falta. Quedémonos un rato.
Mientras tanto, Alfred había sacado el aparato del hangar. Era muy ligero
y fácil de maniobrar. El Caballero se instaló en el asiento trasero.
—¿Lo arranco, señor?
—Espera. Si la bajada no sale demasiado bien, pero tampoco demasiado
mal, me tendrás que ayudar a salir de aquí detrás.
—Sí, señor.
—Primero siéntate un momento, que probaremos si funcionan bien los
tubos acústicos. Cuando estemos arriba te pasaré la ruta y podrás orientarte
con la brújula. Te será más fácil que buscar puntos de referencia en un
territorio que no conoces. ¿Has oído esto que te acabo de decir? Lo he dicho
susurrando.
—Sí —respondió Alfred, también susurrando por el tubo.
Volvió a salir, puso en marcha el motor e hizo la puesta a punto. Todo
estaba en perfecto orden, por supuesto. Era precioso y Alfred tarareaba
mientras escuchaba el rugido del motor con el oído perfectamente entrenado
de un experto. No era demasiado nuevo. «¡Ah, pequeña belleza, eres mía,
mía! ¡Allá vamos!». Consiguió que se elevara sin ningún contratiempo; no lo
encontró nada extraño, era realmente fácil. Sin embargo, cuando acabaron las
sacudidas y fue plenamente consciente de que estaba en el aire, no pudo
reprimir lanzar un grito triunfal.
—¡Hurra! —gritó bien alto—. ¡Estamos volando, señor!
—Continúa ascendiendo como mejor te parezca —⁠dijo la voz del
Caballero por el tubo acústico⁠—, hasta que estés bien arriba. Entonces te
pasaré la ruta. Recuerda que esto no es la llanura de Salisbury. Esta región es
montañosa y hay que volar bien alto.
Alfred se elevó aún más y empezó a virar. Aquel pequeño aeroplano era
muy sensible.
—¡Es facilísimo! —gritó Alfred—. ¡Oh, qué maravilla! ¡Esto es el
paraíso!
—Coge altura lo más rápido posible —⁠fue la respuesta del Caballero a sus
exclamaciones infantiles⁠—. Sería absurdo que nos estrelláramos contra una
montaña mientras te estás regocijando de esta manera.
Alfred continuó subiendo, tan rápido como el aparato le permitía. Estaba
embriagado de alegría. Quería llegar hasta una milla de altura por encima de
Alemania para luego cambiar el rumbo hacia Inglaterra; cuando llegara allí

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escondería el aeroplano en algún lugar secreto. ¿Y qué haría con el Caballero?
¡Matarlo, sí, matarlo! ¡Mataría a cualquier caballero y a cualquier nazi que
osara impedir volar a un solo hombre! ¡Los mataría a todos!
—Así bastará por ahora —dijo la voz del Caballero por encima del rugido
del motor⁠—. Ahora sigue la ruta. —⁠Le alargó el mapa y Alfred se las apañó
para corregir la dirección sin que el aparato perdiera la estabilidad⁠—. Alfred,
eres un piloto nato. Apenas he notado ninguna vibración.
«Sí», pensó Alfred, «soy un piloto nato, y la mitad de vuestros nazis
tarugos son totalmente innatos». Sin embargo, cuando el Caballero le dijo que
mirara hacia abajo, se desanimó; tenía la sensación de que solo había pasado
un minuto desde que habían partido y ya veía, allí abajo, cómo la luz del
atardecer coloreaba la blanca y tranquila Ciudad Santa de Múnich. A Alfred
le hubiera gustado lanzar una bomba, en concreto y especialmente sobre el
Aeroplano Sagrado. «Algún día», pensó sin piedad, «¡lo haré añicos… de una
manera u otra!».
—Ahora regresa —ordenó el Caballero⁠—. Da la vuelta haciendo una
circunferencia muy abierta y te volveré a pasar la ruta.
Pero Alfred gritó muy fuerte por el tubo:
—¡No pienso volver!
—No grites así —le dijo el Caballero⁠—, estos tubos tienen amplificadores
y, si gritas, retumban. Habla en voz baja. ¿Qué has dicho?
—¡No pienso volver! —repitió Alfred con un tono más tranquilo pero
implacable.
Su pasajero solo respondió con una leve risa cínica. Alfred continuó
volando sin virar, el Caballero continuó sin decir nada y él empezó a
avergonzarse de su infantilismo. No tenía ni la menor idea de hacia dónde iba
ni de cuánto combustible tenía el aparato.
—¿Puedo continuar un poco más antes de regresar? —⁠preguntó.
—¿Quién quieres que te detenga? Pero, para ser la primera vez, me parece
que ya llevas suficiente tiempo aquí arriba. Mucho más de lo que se le
permitiría a cualquier piloto nazi novato. Estás en tensión, aunque no te des
cuenta, y todavía tienes que aterrizar. Lo estás haciendo bien, pero ten esto
presente.
Empezó a dar la vuelta y el Caballero le pasó la ruta. De nuevo, tuvo la
sensación de que apenas había tenido tiempo de disfrutar del vuelo, cuando
aquel le dijo:
—Ahora mira hacia abajo. ¿Ves la pista de aterrizaje, allí, a la izquierda?
Pues desciende en espiral y trata de acercarte tanto como puedas. Aterriza con

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el morro mirando hacia el hangar, tienes el viento a favor. Yo ya no diré una
palabra más.
Alfred descendió bastante bien, pero cuando ya tenía el aeroplano en
perfecta posición para aterrizar, vio a un grupo de hombres que corrían hacia
el hangar y volvió a elevarse.
—¿Asustado? —preguntó el Caballero.
—¡Malditos estúpidos! —exclamó Alfred sin aliento.
—Ya se apartarán. Venga, inténtalo otra vez, y hazlo, estén donde estén.
—¡Pero los muy idiotas ahora se han quedado plantados como
pasmarotes! —⁠gritó Alfred muy atolondrado⁠—. ¡Si al menos siguieran
corriendo!
—Se preguntan qué diablos estoy haciendo. No te preocupes por ellos.
Haz como si no hubiera nadie.
Alfred volvió a virar, descendió y planeó por encima de las cabezas de los
mecánicos para acabar tocando tierra mucho más allá de donde estaban.
Bam… ¡arriba! Bam… ¡arriba! Bam, bam, bam, en tierra sanos y salvos;
ahora lo único que podía suceder es que volcaran. ¡Oh, no, por Hitler, el
hangar! Había dejado demasiado poco espacio para detenerse. Parecía como
si el edificio se abalanzara sobre él a gran velocidad con la boca abierta de par
en par para devorarlo. Apagó el motor e intentó hacer virar el avión, pero este
no respondió; se deslizó directamente hacia dentro del hangar y no se detuvo
hasta que se estrelló estrepitosamente contra el muro de hormigón del fondo.
Se golpeó la cabeza y se quedó medio aturdido, pero lo suficientemente
consciente para oír, lejana como si saliera de un espeso silencio ensordecedor,
la voz del Caballero que le decía:
—Sal de aquí, hombre. Rápido.
Se apresuró a salir tan deprisa como pudo y se sorprendió al comprobar
que tenía todos los huesos intactos. Poco a poco se le fue despejando la
cabeza. El motor y la hélice estaban totalmente destrozados, pero los daños
personales eran mínimos. El Caballero se encontraba de pie con una mano en
la nariz, tapándosela con un pañuelo, y con la otra en las costillas del lado
izquierdo.
—¿Está usted bien, señor? —⁠preguntó Alfred palpándose la cabeza.
—Solo tengo algún que otro cardenal… Tampoco ibas muy rápido.
—¡Soy un chapucero! —musitó Alfred, disgustado consigo mismo⁠—. He
destrozado una maravilla. ¡Qué desagradecido! Lo siento muchísimo, señor,
ha sido horrible. Pero estoy convencido de que me habría salido bien si no
hubiera tenido que esquivar a aquellos malditos estúpidos.

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—Tendrías que haber ido hacia ellos como te dije. Entonces habrías
tenido espacio de sobra.
Los mecánicos entraron corriendo para ver qué había pasado. Cuando
vieron al Caballero allí de pie, fuera del aparato, se serenaron. Lo miraban
apocados, esforzándose por controlar su ruidoso jadeo, pues habían
desobedecido la orden de abandonar el servicio durante el resto del día.
Parecía casi un milagro que la dignidad del Caballero no se viera afectada por
la sangre que le salía por la nariz. Gesticuló con la mano libre señalando el
aparato empotrado contra la pared.
—Lo he destrozado —dijo fríamente⁠—. No creo que podáis hacer mucho
para repararlo. Será mejor que manden otro de la fábrica de inmediato.
Telefoneadles. Ah, por cierto, ¿me falla la memoria u os dije que quedabais
libres de servicio durante el resto del día?
—Sí, noble señor, así lo dijisteis —⁠respondieron, derechos como estatuas
en hilera.
—Entonces, ¿por qué habéis vuelto a la pista?
Nadie respondió. Entonces, Wilhelm, el piloto, un anciano, dijo:
—Mi señor, nos preguntábamos… temíamos que… —⁠Se quedó callado,
no le apetecía en absoluto decir que todos habían pensado que el aterrizaje
podía ser un desastre y que el aparato podría incendiarse. El Caballero los
miró fijamente por encima del pañuelo hasta que no pudieron evitar desear
que se hubiera golpeado la cabeza con la fuerza suficiente para que no se
percatara de su desobediencia. Después se dio la vuelta y salió del hangar,
buscando un trozo de pañuelo que aún no hubiera enrojecido. Había andado
muy pocos pasos cuando se volvió a girar y gritó con brusquedad:
—¡Alfred! ¿No tendrás un pañuelo limpio?
Alfred se acercó a él hurgándose los bolsillos. No, no tenía ninguno. Tenía
dos en el saco, pero estaba en el vestíbulo de la sala del tribunal.
—No importa —dijo el Caballero—, parece que ya se está cortando.
Preséntate mañana a las diez en mi casa.
—Sí, señor.
—Puedes retirarte.
—Señor… ¿puedo decirle algo?
Von Hess no le prestó atención y continuó andando, alejándose de él unos
cincuenta metros. Alfred lo siguió dubitativo; no veía claro si el Caballero
estaba siendo genuinamente celoso de su estatus o si solo fingía que le
ignoraba para guardar las apariencias ante la presencia de aquellos hombres
en el hangar.

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—¿De qué se trata? —El Caballero se había vuelto y lo estaba esperando,
ahora ya nadie podía oírlos.
—Mañana, ¿me dirá por qué quería que pilotara el avión?
—Sí.
—¿Me dirá algo más?
—Sí.
—¿Puedo poner una condición?
—Puedes intentarlo.
—Querría que Hermann también lo escuchara.
—¿Por qué?
—Él tiene más derecho a escucharlo que yo. O al menos lo debería tener.
—No es una cuestión de derechos, es una cuestión de capacidad mental y
de estabilidad emocional. Hermann no tiene mucho ni de la una ni de la otra.
—Puedo estabilizarlo.
—No me digas. ¿Puedes hacer que se muerda la lengua hasta que se le
diga que puede hablar? Si ese momento llega alguna vez.
—Sí —dijo Alfred, con la misma seguridad que cuando había dicho que
podía pilotar.
—No sabes a qué le expones. Envíalo a una guerra, rómpele las
extremidades, arráncale los intestinos, déjalo ciego, lo soportaría todo, pero
esto… no lo sé.
—Quiero que crea algo. Lo que diga usted, lo creerá.
El Caballero estuvo pensando un rato mientras bosquejaba patrones
efímeros sobre la hierba con su largo bastón negro.
—De acuerdo —dijo al fin—, se lo diré. Pero la verdad puede ser una
carga insoportable incluso para un hombre adulto. Yo mismo me alegraré de
sacármela de encima.
—Usted es viejo, él es joven. Debería haber algún joven alemán que
recogiera lo que usted se quita de encima.
—Como quieras, Alfred. Será como pides. Es muy probable que decírselo
a Hermann comporte incluso algún riesgo físico, pero supongo que eso no te
preocupa.
—He tenido que preocuparme de demasiadas cosas a lo largo de la vida
como para que nada en particular me preocupe.
—¿Excepto que no se te permita volar?
—Oh, bueno… —Alfred rio—, ya sé que es bastante infantil, lo sé.
—¿Cuándo empezaste a preocuparte?
—Perdí la fe a los dieciséis años.

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—¿Y ahora tienes…?
—Casi treinta y seis.
—Veinte años buscando luz en la oscuridad y armonía en el caos. A
menudo te debes de sentir muy cansado, supongo.
—Sí.
—¿Tanto que preferirías morir, solo para poder dejar de pensar?
—Mmm, alguna vez me he sentido así, sí.
—A veces, los hombres son admirables. Auf wiedersehen, Alfred.
Sin Saludo ni Heil Hitler, y con la nariz muy roja y las costillas doloridas,
el viejo caballero se encaminó hacia su casa.

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CAPÍTULO CUARTO

Cojeando, Alfred regresó al juzgado para recoger el saco y el bastón. Le dolía


la cabeza y tenía una rodilla tan magullada que casi no podía andar, pero se
sentía inmensamente feliz. Ahora tenía algo que nunca nadie le podría quitar,
aunque le arrancaran la piel a tiras: había volado. Y eso no era lo único que le
llenaba de satisfacción; por fin empezaría a desvanecerse la oscuridad y
aclararía algunas de sus incertidumbres; por fin habría algo que sabría con
certeza en lugar de solo suponerlo y de volverlo a suponer una y otra vez
hasta que pensara que estaba a punto de volverse loco, precisamente él, un
hombre tan íntegro y obstinado. Sin embargo, mientras reía aún embriagado
por las alturas, no pensaba en nada más que el vuelo.
En el juzgado, el nazi que estaba de guardia en la entrada, devoto y
orgulloso de su sangre, no parecía estar de muy buen humor y lo recibió con
desprecio.
—¿Qué quieres, Kerl? —⁠le gritó con la irritación habitual, cuando entraba
cojeando hacia el vestíbulo.
—Mi saco y mi bastón, por favor.
Al oír el acento de Alfred se le encendieron los ojos. Un puerco
extranjero. Si quería el saco y el bastón, se lo tendría que ganar. Solo hacía
media hora que estaba de servicio y todavía faltaban dos más para que el
juzgado cerrara por la noche; unos minutos de conversación agradable no le
irían mal para matar el rato.
—¿Y por qué has dejado el bastón y tu bonito y pulcro saco extranjero
piojoso de mierda en nuestro juzgado?
Alfred estaba demasiado feliz para ofenderse, no le hacía falta disimular.
De hecho, prácticamente no había prestado atención a las palabras del nazi.
—El Caballero me pidió que fuera con él sin demora.
—¡El Caballero! —exclamó el nazi, dirigiendo el puño rápidamente hacia
la cabeza de Alfred⁠—. ¡Para ti es el «noble señor», escoria!
Alfred esquivó el puñetazo agachándose instintivamente con la destreza
de toda una vida de práctica. Y, cómo no, el repentino movimiento hizo que

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su rodilla magullada se quejara con una punzada espantosa. Con un gesto de
dolor contenido, se alejó del nazi, que soltó una desagradable carcajada.
—Tú, inglés gallina —dijo—, ¿que no te gustan las caricias? Está bien,
Lieblein, no te haré daño, chiquillo de porcelana. Si te tocara me tendría que ir
a lavar las manos y me da pereza.
—El noble señor me pidió que fuera con él sin demora, así que tuve que
dejar el saco y el bastón —⁠explicó de nuevo Alfred⁠—. ¿Puedo entrar a
buscarlos, por favor?
—No.
—En ese caso, ¿me podría dejar entrar a buscar solo el bastón?
—⁠preguntó Alfred, sin dejar de ser educado. Había volado, iba a saber cosas,
¿qué le importaba este palurdo? Lo mismo que una rata o cualquier otro
animal indeseable, que, cuando está solo, es inofensivo⁠—. Estoy cojo.
—Pobrecito, ¡qué lástima! Mucho me temo que si quieres un bastón esta
noche, le tendrás que pedir al Caballero que te preste el suyo. Estoy seguro de
que estará encantado de dejártelo.
Esta ocurrencia absurda del portero era tan cercana a la realidad que
Alfred soltó una carcajada. Lo más seguro era que el viejo Von Hess le
prestaría su vara, si pudiera.
—¿Qué cojones es todo este jaleo? —⁠Esta interrupción provenía del
Comisario del Caballero, que no podía trabajar en paz en la sala del tribunal y
se acercaba a zancadas a la entrada⁠—. Esto no es una guardería. ¡Vaya, tú otra
vez! —⁠dijo al ver a Alfred⁠—. ¿Qué quieres?
—Mi saco y mi bastón, por favor, Herr Comisario. Los tuve que dejar
aquí porque el Caballero noble señor me pidió que fuera con él sin demora.
—Entonces, ¿por qué diablos no los coges sin tanta palabrería? Sé
perfectamente que te fuiste con el Caballero. Os vi salir.
Alfred no dijo nada más; se limitó a entrar cojeando y a recoger sus cosas.
Hizo el Saludo al Comisario y le dedicó una sonrisa al nazi.
—¡Heil Hitler! —gritó con alegría⁠—. Buenas noches.
—¿Por qué no le dejabas coger sus pertenencias? —⁠inquirió con
severidad el Comisario.
—Solo es un extranjero asqueroso, Herr Comisario —⁠respondió
incómodo el nazi.
—Pues precisamente porque es extranjero tendrías que haber deducido
que no habría podido entrar aquí sin un buen motivo. Ve con cuidado y déjalo
en paz. Tiene algún asunto entre manos con el Caballero. No puedes cambiar

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esa cara de calabaza que tienes, supongo, pero sí que puedes tener la boca
cerrada.
El Comisario volvió a la sala y, malhumorado, cerró la puerta de golpe,
dejando al nazi con el orgullo por los suelos.
Alfred no tuvo dificultades para encontrar la granja particular del
Caballero, en la que tenía una casa magnífica; no estaba muy lejos del hangar
y la pista de aterrizaje. Estuvo rondando un rato por los corrales hasta que
encontró a un hombre en la vaquería y le preguntó dónde tenía Hermann su
habitación. Era un alemán alegre que no parecía que despreciara a los
extranjeros.
—Sobre el establo de las vacas —⁠le indicó⁠—. Si entras por aquella puerta
verás las escaleras para subir. La cena será en unos tres cuartos de hora en el
comedor de la casa. Si quieres lavarte, allí tienes la bomba.
—¿Puedo cenar con vosotros? —⁠preguntó Alfred sorprendido.
—Bueno, eres el amigo inglés de Hermann, ¿no? Nos ha dicho que
vendrías cuando el Caballero hubiera terminado contigo. Por cierto, ¿para qué
te quería?
—Ah, quería hablar de Inglaterra. Se ve que hace tiempo fue el caballero
de una gran ciudad portuaria que hay cerca de donde yo vivo. ¡Oh, no,
maldito chico!
De repente, Alfred recordó que su jersey se había escapado con destino
desconocido, bajo el brazo del chico malherido. Sería muy extraño que
Hermann tuviera sábanas de sobra para él, y los tablones del suelo del altillo
no estarían precisamente blandos. Pero, al menos, no hacía frío. Se quitó la
chaqueta y la camisa y se refrescó a gusto bajo la bomba de agua. Se peinó los
cabellos y la barba, y pidió al amable lechero un trozo de cuerda o una correa
vieja.
—Se me caen los bombachos y mi cinturón lo tiene el chico, y mi jersey
también.
—¿Qué chico?
—Mejor se lo preguntas a Hermann. Gracias, con esto ya me apaño.
¿Subirá él al altillo antes de la cena?
—Si no aparece lo llamarán con un silbato para que venga. Tú no hace
falta que lo esperes, puedes venir sin él. No pasa nada, no te preocupes. Por
mucho que solo seas un inglés, aquí, en esta granja, eres el amigo de
Hermann. Eso sí, sé cortés con el capataz. Es un hombre bajito con una barba
muy negra.

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Alfred le dio las gracias. Subió a la habitación de su amigo y se estiró en
su camastro; era estrecho y duro, pero eso no impidió que se sintiera aliviado
de poder descansar por fin la rodilla. Parecía que Hermann ya había preparado
un poco el aposento para su huésped, puesto que había unos cuántos sacos
dispuestos en forma de cama en el rincón menos ventilado; pero Alfred pensó
que no había nada de malo en usar la cama hasta que viniera su anfitrión. A
pesar del dolor de la rodilla, sintió sueño y acabó durmiéndose
profundamente.
La risa de Hermann lo despertó.
—¡Estás hecho un dormilón! —⁠dijo mirándolo desde tres palmos sobre su
cabeza. Alfred parpadeó.
—¿Ya es hora de cenar?
—Casi. Escucha, Kurt me ha dicho que ibas tan cojo que no podías andar
sin bastón. ¿Qué te ha pasado?
—Oh, un montón de cosas. Pero creo que será mejor que te lo cuente más
tarde. Me alegro de que duermas aquí solo y no en la casa.
—Prefiero quedarme aquí —dijo Hermann. Ya había recuperado
completamente el humor y su cara irradiaba una felicidad pasajera por haber
encontrado a Alfred en su propia habitación, acostado en su propia cama.
Pero ahora ya se le oscurecía con su tristeza habitual⁠—. Es lo que más me
gusta, estar solo, y, en invierno, acompañado por los mugidos de las vacas de
abajo. Ahora, por la noche, se quedan en el campo. Detestaría tener que
dormir en la casa. ¿Te duele la cabeza?
Alfred se había palpado la cabeza y ahora la movía de un lado al otro
como si no lo viera claro.
—No, está mucho mejor. Pero ha sido un buen porrazo.
—¿Te has peleado con alguien?
—Nunca me peleo con nadie salvo que sea absolutamente necesario. Eh,
Hermann, el silbato. ¿Qué tal se come aquí?
—Me atrevería a decir que mejor de lo que estás acostumbrado. Para
cenar hay patatas, sopa y pan, y tantas manzanas como quieras. Pero, por
supuesto, todavía sería mejor si te hubieras quedado a cenar con el Caballero.
—Podría zamparme tres veces todo lo que pudiera haber sobre cualquier
mesa de los caballeros —⁠dijo Alfred mientras se subía la correa prestada⁠—.
Dicen que si un hombre duerme mucho, no necesita comer tanto, pero yo
duermo toda la noche y también cuando durante el día no tengo nada que
hacer, y siempre tengo hambre.

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—Es de débiles comer siempre tanto como se puede —⁠sentenció el joven
nazi con fervor religioso.
—Entonces los caballeros deben de ser unos mojigatos.
—Ach, no es lo mismo. Ellos se podrían reprimir si… si fuera necesario.
Alfred disfrutó muchísimo de la cena. Había comida suficiente y, teniendo
en cuenta los humildes ingredientes, estaba muy buena. Además, todos los
alemanes que le acompañaban fueron muy amables con él, incluido el
capataz, a quien le habían llamado la atención su aspecto robusto y corpulento
y sus oscuros ojos grises. Incluso les obsequió, a él y a Hermann, con un puro
barato a cada uno para que se lo fumaran después de cenar. Hermann no podía
permitirse el lujo de fumar muy a menudo, mientras que el presupuesto de
Alfred para su peregrinaje estaba calculado hasta el último pfennig para poder
subsistir, pero sin ningún tipo de lujo, y no tenía dinero ahorrado. No se
incentivaba el ahorro, ni entre los nazis ni entre las razas sometidas. El Estado
se hacía cargo de ellos cuando estaban enfermos o cuando ya eran demasiado
viejos para trabajar, el Estado se hacía cargo de sus hijos y el Estado también
se hacía cargo de las mujeres, particularmente bien cuando aún eran
inmaduras y cuando estaban en edad fértil; una vez habían pasado de esa
edad, tenían que subsistir bajo mínimos. La vieja Marta creería que estaba en
el paraíso de los hombres si pudiera comer lo mismo que Alfred acababa de
comer. Pero este nunca se había preocupado por el sufrimiento cotidiano de
las mujeres, a duras penas era consciente de que sufrían. Era correcto y
natural que siempre tuvieran menos comida que los hombres y, cuando ya no
podían tener hijos, ¿por qué alimentarlas más de lo que necesitaban para
mantenerse con vida? No tenían que realizar ningún esfuerzo para hacer nada,
ni físico ni de ningún otro tipo. Así pues, como el placer del momento no
estaba turbado por pensamientos inútiles sobre otros seres que pasaban
hambre, vio muy acertado acabar aquel día glorioso con una pequeña
recompensa, y aceptó el puro encantado.
Marcharon los dos hacia el altillo para saborear los puros juntos lejos de la
compañía de quienes difícilmente podrían evitar morirse de envidia. En el
Imperio no estaba prohibido fumar, pero tampoco se fomentaba. El Santísimo,
el Dios-Héroe, nunca había fumado, por supuesto, ni había comido carne o
bebido vino ni cerveza. Su tamaño colosal (medía dos metros) y las
fenomenales hazañas que había logrado gracias a su fuerza no tenían nada que
ver con la comida ordinaria pero sabrosa que tanto apreciaban los alemanes
de las clases más bajas. No obstante, no era imprescindible imitar su estilo de
vida, su ascetismo total (que hasta incluía no estar nunca en la presencia

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contaminante de una mujer), y la mayoría de los hombres fumaban, bebían
cerveza y comían carne, aunque solo cuando estaba a su alcance.
Hermann encendió la luz, que estaba conectada a la red eléctrica del
establo, pero Alfred dijo:
—Hay luna llena. Abramos la puerta esa de la pared y apaguemos la luz.
Todavía hace mucho calor.
El alemán apagó la luz y abrió la puerta por la que saldrían los sacos de
trigo si el altillo se utilizara para lo que se suponía que se había construido.
Acercaron la cama a la puerta y se sentaron en ella, uno al lado del otro.
Encendieron los puros y los dos le dieron una larga y deliciosa calada.
—No creo que me gustara ser caballero —⁠dijo Alfred⁠—, siempre tienen
de todo, pero no creo que puedan disfrutar nunca de nada. No he fumado
desde que salí de Inglaterra.
—Bueno, ¿verdad? —refunfuñó Hermann⁠—. Pero cuando nos lo hayamos
acabado nos moriremos de ganas de fumarnos otro, y, si uno de nosotros fuera
caballero, solo lo tendría que coger de la caja.
—Escucha, todavía no nos los hemos acabado, apenas los hemos
empezado, así que no pensemos en eso y saboreémoslos.
Fumaban en silencio, mirando el campo iluminado por la luna, con el gran
granero, ahora negro pálido, que se levantaba al otro lado. Vieron un gato que
avanzaba con pasos delicados, como si el terreno estuviera lleno de charcos.
Los dos hombres estaban demasiado relajados para silbarle siquiera. Hermann
tenía mucha curiosidad por saber cómo le había ido a Alfred con el Caballero
después de que hiciera que él se marchara de la sala del tribunal, pero estaba
dispuesto a esperar hasta que a Alfred le viniera bien explicárselo. Y este
también se esperó, porque no quería estropearle aquellos momentos de placer.
Esperó hasta que hubieron agotado la última calada posible y tenían las
colillas enganchadas en las puntas de los dedos. Apagaron con cuidado los
restos humeantes en el suelo.
—Ni pizca —dijo Alfred—. Acabado. Definitivamente. Ahora bien, si yo
fuera un caballero, ¿me fumaría otro o no me lo fumaría? Pues no, no me lo
fumaría porque sabría que me podría volver a fumar otro mañana por la
mañana. ¡Mañana por la mañana! —⁠añadió, cambiando de tono.
—¿Tiene que pasar algo mañana por la mañana?
—Pues sí. Mañana, bien temprano, recibirás un mensaje para presentarte
ante el Caballero en su casa a las diez en punto.
—¿Sobre ese maldito soprano?
—No.

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—¿Pues para qué puede ser? —⁠dijo Hermann inquieto⁠—. ¿Y tú cómo lo
sabes? ¿Sabes de qué se trata?
—Dime, ¿te gustaría que hubiera una guerra con los japoneses?
—¡Hitler mío! ¡Y tanto que sí! ¿Va a haber una? ¡Hurra!
—No, no la va a haber, pero esto que va a pasar va a ser mucho peor que
una guerra, al menos para ti. Tendrás que ser más valiente que si se tratara de
una guerra. Mira, te explicaré algo para demostrarte lo extraño e importante
que será. Esta tarde he llevado al Caballero en su aeroplano privado. Lo he
pilotado yo.
—¡Que tú has pilotado el…! ¡Pero si tú no eres más que un inglés! Tú no
puedes pilotar un avión. Venga, va, Alfred, no me tomes el pelo. No estoy
para bromas.
—Es verdad, Hermann. Me tienes que creer o la conmoción será aún más
dura de lo que puede ser. Hemos ido hasta Múnich y hemos vuelto, y he
hecho bien la maniobra de descenso, pero unos imbéciles se han metido en
medio y, a pesar de que había espacio de sobra, me han puesto nervioso y he
entrado con demasiada velocidad en el hangar. He acabado estrellando el
avión contra la pared, pero, bien pensado, ha sido divertido, como un perro
que entra corriendo en su caseta. Menos mal que ninguno de los dos ha
resultado herido. Bueno, yo me he magullado un poco la rodilla y la cabeza, y
él se ha golpeado el costado y le ha salido sangre de la nariz.
—¡Le ha salido sangre de la nariz! —⁠exclamó Hermann aturdido, como si
ese fuera el único detalle importante de la increíble historia.
—Sí, sí. ¿Acaso no se les permite sangrar a las narices de los caballeros si
reciben un golpe? Pero ¿no te das cuenta? Él estaba convencido de que
probablemente nos mataríamos.
—Se ha vuelto loco. La familia Von Hess… no es como las otras. Alfred,
no tendrías que haber aceptado llevarlo. Es cruel acceder a hacer algo así
cuando alguien no… cuando alguien no está en sus cabales.
—Este hombre no está loco —⁠dijo Alfred muy seriamente, y, a
continuación, añadió, riendo por lo bajo⁠—, ahora bien, tampoco me habría
importado mucho que lo estuviera. ¿Tú crees que yo dejaría que la vida de un
caballero chiflado se interpusiera entre mí y la oportunidad de volar? Nunca.
Pero no, no está loco, créeme. Y ahora, escúchame bien, Hermann. Mañana
me va a decir por qué quería tener una buena oportunidad de matarse, de
dejarlo todo (sea lo que sea) en manos de la improbable buena suerte, para él,
de que yo fuera capaz de pilotar un avión por primera vez sin otro hombre

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sentado a mi lado en el doble juego de controles. Y a ti también te lo va a
decir.
—¿Por qué querría matarse?
—Para tener la oportunidad de matarse.
Hermann meneó la cabeza con desesperación.
—No lo entiendo.
—Yo tampoco. Pero mañana lo entenderemos. He insistido en que
también te lo dijera a ti.
—¡No quiero que nadie me diga nada! —⁠gritó Hermann, presa del
pánico⁠—. Este viejo está loco y tú lo has aprovechado para volar. Todo esto
es… ¡es una locura!
—Hermann, no lo es. Y tú tendrás que comportarte como un hombre y
hacer frente a cuestiones que son más importantes que las peleas o el trabajo
en la granja. Probablemente será un infierno para ti, pero no huyas de él, yo te
guiaré. Y el Caballero también nos ayudará.
—No lo entiendo —dijo Hermann al borde de la desesperación⁠—, ¿por
qué se nos tiene que explicar nada y después se nos tiene que ayudar? ¿Por
qué no puede dejarnos tranquilos? ¿Y por qué le has dicho que a mí también
me tenía que dar una explicación?
—¿Quieres que yo escuche cosas de boca del Caballero y que tú te quedes
fuera de la conversación, como un chico de doce años al que echan de las
conversaciones de los mayores?
—Bueno, no, pero… ¿por qué no otro? Quiero decir… Oh, yo qué sé.
—Hermann, tú me quieres, ¿verdad? ¿Confías en mí?
—Sí —respondió Hermann en voz baja.
—¿Aunque sea un inglés?
—Sí.
—Entonces, si eres capaz de querer a un inglés y de confiar en él, ¿no
puedes ser también capaz de entender que puede haber algo importante, algún
conocimiento, un pellizco de sabiduría, que sea beneficioso para todos
nosotros, para todos los hombres por igual?
—Sí… creo que lo entiendo… pero no, Alfred —⁠la voz de Hermann se
redujo a un susurro⁠—, no si es contra Alemania.
—El Caballero es alemán.
—Lo sé… oh, ya sé que no puede ser.
—Quiero decir que el Caballero nunca estaría en contra de lo bueno que
pueda tener Alemania. De hecho, Hermann, es un hombre admirable, este

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caballero de familia vuestro. En fin… ¿y si nos fuéramos a dormir? Se está
haciendo tarde.
—Sí —respondió Hermann aliviado⁠—. Tú dormirás en la cama.
—No, no. Con los sacos estaré de primera.
—Tienes la rodilla jodida, por favor, Alfred —⁠suplicó Hermann⁠—. Si
mañana me tengo que convertir en un desgraciado a saber de qué espantosa
manera, haz ahora esto por mí.
—Oh, muy bien, chaval, de acuerdo. Como quieras.
Hermann se quitó las botas, se tumbó sobre los sacos y se puso de cara a
la pared. A pesar del miedo y la ansiedad que lo invadían, se quedó
profundamente dormido en un instante. En cambio Alfred, al contrario de lo
que era habitual en él, aún estuvo despierto un buen rato.
En su gran casa, sobre su cómoda cama, el viejo Von Hess también estaba
despierto, con el costado dolorido y el frío de la duda que le enviaba
escalofríos arriba y abajo de la columna. La incontinencia emocional se había
apoderado de él, él que pensaba que hacía mucho tiempo que le había
abandonado, y no se la podía sacar de encima. La religión y ética de su
infancia, que tenía arrinconadas, ahora se despertaban como gigantes y se
abalanzaban sobre él, que empequeñecía hasta el tamaño de un niño y se
encogía impotente ante ellas. Pasaban las horas sin que se atreviera a
presentar batalla, y, cuando finalmente lo hizo, el desenlace no fue decisivo.
Cuando por fin se durmió, agotado, las dudas y las alucinaciones todavía
estaban allí, pero cuando se despertó con la luz sanadora del amanecer, habían
desaparecido.
Por la mañana tenía un aspecto bastante ojeroso, lo que, junto con el color
rosado de su nariz aguileña ligeramente hinchada, le daba un aire de vicioso.
Pero estaba muy tranquilo y, cuando hicieron pasar a Alfred y Hermann a su
despacho, el segundo tuvo claro, solo con verlo, que, fuera lo que fuera lo que
le rondaba por la cabeza, no estaba loco. Sus ojos grises miraron con
solemnidad a los dos hombres, y a continuación se giró hacia el criado nazi
que los había traído:
—Heinrich.
—Mi señor.
—Que nadie me moleste ni se acerque a esta habitación más allá de la
puerta del final del pasillo. Y tú no te muevas de allí hasta que te haga venir.
¿Entendido? No quiero que se me moleste bajo ningún concepto.
—Mi señor —dio un taconazo e hizo el Saludo.
—Puedes retirarte.

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Heinrich salió del despacho y Hermann y Alfred se quedaron firmes.
—Descansad. No, no, quiero decir que os sentéis, los dos.
Hermann se quedó sin aliento. Nunca antes se había sentado en presencia
de este o de cualquier otro caballero.
—Quieres hacer el favor de sentarte, Hermann —⁠dijo el noble irritado⁠—.
Haz lo que te diga, ¿entendido? —⁠Su estado de nervios se hacía patente con
este primer arranque.
Hermann se apresuró a sentarse en la silla que estaba junto a la de Alfred.
El Caballero se encontraba frente a ellos, sentado detrás de una gran mesa de
escritorio, con los codos encima y las manos medio entrelazadas. Hermann,
terriblemente avergonzado de estar sentado ante un caballero, fijó su mirada
en el gran rubí del anillo. Alfred se concentró en su rostro.
—No sé ni por dónde empezar —⁠dijo, acompañando sus palabras con su
tos habitual⁠—, en especial porque ninguno de los dos será capaz de entender
todo lo que os voy a decir. Alfred puede llegar a entender aproximadamente
la mitad, Hermann casi nada. Quizás sería mejor que empezara con un tema
muy personal. Hermann, ¿has oído alguna vez por estos lares la expresión
«loco como un Von Hess»?
—Sí, noble señor, lo… esto… lo he oído una o dos veces.
—Somos una familia excéntrica. No estamos locos, ninguno de nosotros
lo ha estado nunca, aunque realmente no me explico por qué no, pero somos
excéntricos, y por un buen motivo. Ahora bien, algunos de mis parientes
—⁠agregó⁠— se han suicidado. También por un buen motivo. Uno mucho más
racional que el que provoca todos los otros y numerosos suicidios que hay
entre los hombres alemanes.
—¿Hay sui…? —comenzó Alfred, pero se detuvo⁠—. Lo siento, señor.
—Sí, los hay, Alfred. Pero ya volveremos a eso a su debido tiempo.
Suicidios, sí, más y más cada año. Bueno, el motivo de la excentricidad de los
Von Hess es una maldición familiar inusual, una maldición familiar
provocada por el saber. Y también es el motivo de los suicidios entre la
familia; los hombres débiles no soportan la carga del saber. —⁠Sus ojos se
fijaron en Hermann por un momento y después se volvieron hacia Alfred⁠—.
Me parece que hablaré en inglés. ¿Podrás seguirlo mínimamente bien,
Hermann?
—Sí, señor.
—Quiero estar absolutamente seguro de que Alfred entiende todo lo que
tengo que contar. Me enorgullece poder decir que la mayoría de los hombres
Von Hess han sido fuertes. Fueron capaces de convivir con la maldición y de

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transmitírsela a sus hijos cuando creyeron que era el momento oportuno. No
permitieron que el saber les llegara a traer la muerte (a excepción de unos
pocos cobardes), pero ninguno de ellos se lo transmitió nunca a nadie que no
fuera de la familia. Yo soy el primero en hacerlo, porque soy el último Von
Hess. Si no lo fuera, eludiría esta responsabilidad, como todos los demás. Sin
embargo, y como bien sabe Hermann, mis tres hijos murieron todos juntos
hace unos años en un accidente de aeroplano y, caprichos del destino,
ninguno de ellos tenía aún ningún hijo varón. Yo ya no podía engendrar más
hijos, así que la familia terminó su recorrido con aquel accidente. Podría
adoptar al hijo huérfano de algún otro caballero, pero no quiero. La verdad es
que nunca me lo he planteado seriamente; considero que es injusto imponer
una maldición sobre el linaje de otro hombre. Además, una maldición familiar
de este tipo es una posesión que, para bien o para mal, da a los caballeros Von
Hess un estatus diferente al del resto de la orden, y me repugnaría que el hijo
de otro lo compartiera. Afortunadamente, los hombres somos tan ridículos
que podemos llegar a estar orgullosos de una maldición siempre y cuando esta
sea de la familia. A lo largo de todos estos siglos y generaciones, ningún Von
Hess la ha destruido nunca, a pesar de que, con toda probabilidad, no han sido
pocos los que se han sentido terriblemente tentados a hacerlo.
—¿Es posible preservar realmente el linaje de un caballero de padres a
hijos durante cientos y cientos de años? —⁠preguntó Alfred, aprovechando que
el noble hacía una pausa.
—Pues no, no es posible. Los vacíos que van surgiendo en las filas de los
caballeros se llenan constantemente con bebés nazis varones de los cuales
nadie ha reclamado la paternidad. Eres muy perspicaz, Alfred, ya os hablaré
de temas como este más adelante. La familia Von Hess ha tenido la
extraordinaria suerte de que nunca le faltara descendencia masculina. Es
como si tuvieran un dedo que los llama de una generación a otra. —⁠El
Caballero levantó la mano izquierda⁠—. Se estira y se encoge; va y viene.
Hermann pensaba ensimismado: «¿Con bebés nazis? Bebés nazis, bebés
nazis. Va y viene».
—Se supone que el primer Von Hess —⁠continuó el Caballero⁠— fue
amigo de Hitler, pero no tengo la certeza. Sé de la existencia de dos hombres
con el mismo apellido. Uno tiene un día dedicado en el calendario de los
héroes, Rudolf von Hess, pero el otro, el Von Hess que nos importa, vivió
unos ciento cincuenta años después de la muerte de Hitler.
«¿Muerte?», pensó Hermann, «¿Murió? Mueren los hombres. ¡Oh,
Santísimo Tronador, si pudiera huir de aquí!».

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—Se llamaba Friedrich, como yo. Bueno, este Von Hess le dejó dos
objetos a la familia. Uno que adquirió y otro que hizo. Adquirió una
fotografía y escribió un libro. Creo que será mejor que primero os muestre la
fotografía.
El Caballero puso la mano en un cajón del escritorio y sacó un objeto
rígido y alargado, envuelto en un papel muy fino. Lo puso sobre el escritorio
y posó delicadamente las manos encima.
—Esta no es la impresión original, por descontado. Se ha reproducido
muchas veces y, además, la placa se ha ido renovando de vez en cuando
haciendo fotografías de impresiones especialmente nítidas. Pero os doy a los
dos mi palabra de que, por lo que yo sé, se trata de una representación
fotográfica exacta de Hitler Nuestro Señor tal y como era en vida. Ambos
habéis visto innumerables estatuas y cuadros suyos; sabéis cuáles eran sus
características físicas igual de bien que sabéis cómo es la cara de vuestro
mejor amigo. Altura colosal, larga y espesa cabellera dorada, una varonil y
tupida barba dorada que le llega hasta el pecho, intensos ojos azules como el
mar, una frente noble y rugosa, y todo lo demás. Pero este es él.
El Caballero desenvolvió la fotografía y se la pasó a Alfred.
—Cogedla por los bordes —les requirió.
Hermann estaba tan frenéticamente emocionado que apenas podía ver. Se
le habían nublado los ojos, se los frotó con furiosa impaciencia y volvió a
mirar. Miró fijamente y volvió a mirar, jadeando como si estuviera corriendo.
Vio a un grupo de cuatro personas, dos un poco atrás, las otras dos en primer
plano. La figura central de la imagen era bajita (las dos traseras eran más
altas); se trataba de un hombre de cabello oscuro, con los ojos marrones o
muy avellanados y un rostro sin pelo, como el de una mujer, excepto por un
poco de pelusa negra sobre el labio superior. Tenía el cabello muy corto,
excepto por un mechón liso algo más largo que le caía sobre la mitad de la
frente. Iba vestido con unos pantalones inapropiadamente ajustados, como los
de una mujer, en lugar de los bombachos completamente masculinos de todas
las estatuas y cuadros, y su apariencia era poco heroica, incluso nada
masculina. ¿Dónde estaban los hombros anchos, el pecho robusto, el
estómago plano, y aquellas caderas y cintura tan esbeltas? Este hombrecillo
casi estaba gordo. Tenía —⁠¡oh, qué horror!⁠— una inconfundible prominencia
bajo el arco de las costillas: ¡tenía barriga! También mostraba una sonrisa
cautivadora; tenía la mirada fijada en el jovencito que tenía al lado, su rostro
radiaba felicidad y hacía que sus atributos innobles y más bien débiles
parecieran agradables. El chico, bañado por los rayos de luz divina, no le

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devolvía la mirada, sino que miraba directamente a la cámara. A pesar de que
todavía era inmaduro, su físico tenía más de santidad alemana que Hitler
Nuestro Señor o los dos que había detrás de él. Llevaba unas magníficas
trenzas, largas y gruesas, tan claras que debían de ser de color amarillo, que le
caían por encima de los hombros hasta el pecho; su noble frente era ancha, los
ojos azules o quizás gris claro, la mandíbula cuadrada, y su ancha boca estaba
medio abierta con una sonrisa que dejaba entrever unos grandes incisivos
blancos y compactos. Iba vestido más bien como el hijo de un caballero el día
de su Primera Comunión de la Sangre a los catorce años, solo que la túnica
clara de este joven muerto hacía siglos era tan corta que casi no le tapaba las
rodillas. Tenía un porte erguido y elegante, pero sin llegar a ser rígido. Este
chico, a pesar de su juventud, ante los ojos estupefactos de Hermann, parecía
más noble, más alemán y más viril que el pequeño y moreno Hitler Nuestro
Señor de apariencia más bien débil.
Alfred, como era de esperar, fue el primero en recuperarse.
—En el fondo —dijo—, no veo que tenga mucha importancia que no se
parezca a lo que se supone que se debe parecer. Miles de alemanes son
pequeños y morenos y, si comen demasiado, engordan. Esto no contradice
que fuera un gran hombre.
—Fue un gran hombre. Pero ¿era Dios?
—Yo siempre he creído que no. Desde que tenía dieciséis años.
—Pero en esta fotografía hay más cosas para observar además de su
apariencia —⁠dijo el Caballero⁠—. ¿Con quién crees que ha estado hablando y
ahora le está sonriendo?
—Con un chico apuesto de unos catorce años, hijo de algún caballero,
pero ¿cómo voy a saber quién es? ¿Rudolf von Hess, quizás?
—No —respondió el Caballero—, es una chica.
—¡Una chica! —exclamó Alfred totalmente incrédulo. Hermann se limitó
a exhalar un suspiro.
—Una chica de unos quince o dieciséis años, una mujer joven. Mirad sus
pechos.
Tan convencidos estaban de que la figura que casi tocaba a Hitler Nuestro
Señor era masculina, que se les había pasado por alto aquel detalle que ahora
era evidente. Bajo los pliegues de la túnica corta y delicada había unos pechos
femeninos perfectamente desarrollados.
—¡Una chica! —volvió a exclamar Alfred, ahora aguantando la
respiración. Una chica tan encantadora como un chico, con cabello de chico,
porte noble de chico, y mirada intrépida y segura de chico. Él y Hermann la

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miraban y remiraban, ignorando totalmente a las otras personas de la
fotografía. Alfred palideció y Hermann se puso rojo como un tomate. El
Caballero los observaba comprensivo; ahora ya era demasiado viejo para
darle importancia, pero muchas veces, cuando tenía la sangre más caliente,
había cogido aquella fotografía secreta solo para mirar la cara de aquella
preciosa chica alemana.
De nuevo, Alfred fue el primero en recuperarse. Hizo un esfuerzo para
apartar los ojos de la imagen y, vacilante, preguntó en voz baja:
—¿Es una… una chica especial? ¿La mujer de un caballero… la hija, o
algo así?
—Es una chica alemana normal y corriente, la hija de un nazi. Lo único
que podría tener de especial es su estatura. Ya lo veis, es casi tan alta como él.
—Las chicas, cualquier chica, ¿eran así?
—Sí. Se vestían así, tenían el cabello largo, eran guapas, y de ninguna
manera tenían prohibido estar en presencia del Santísimo. Todo eso vino
después, y no fue culpa de él.
—Entonces —empezó a hablar Hermann por primera vez, con un
marcado acento alemán⁠— es mentira que no quería tener nada que ver con las
mujeres. Es mentira, mentira.
—En el sentido de que evitaba su presencia por completo, sí, lo es. En el
sentido de que no nació de una mujer, sí, lo es. En el sentido de que las
excluía de la especie humana y de sus agrupaciones no permitiéndoles tener
ni nacionalidad ni clase, sí, lo es. Pero debéis recordar que en la época en que
vivió Friedrich von Hess, Hitler ya era una leyenda. Los documentos sobre su
vida personal, si alguna vez los hubo, se habían perdido o destruido. Es cierto
que nunca contrajo matrimonio, pero sí tuvo relaciones de tipo sexual, si era
con mujeres o no, eso no lo sabemos.
—¿Matrimonio? —dijo Alfred extrañado⁠—. Lo siento, señor, esta palabra
alemana la desconozco.
—Es una palabra que ha desaparecido. No aparece en ningún sitio más
que en el libro de Von Hess. Contraer matrimonio significa vivir en una
misma casa con una mujer y vuestros hijos, y continuar así con ella hasta que
muere uno de los dos. Estrafalario, ¿verdad?, que los hombres alguna vez
hayan llegado a vivir con mujeres, pero era así.
—Las mujeres eran distintas —⁠dijo Alfred⁠—, se ve claramente en esta
fotografía.
—Sí, se ve —asintió el Caballero⁠—. Más de una vez yo, y probablemente
también todos los otros Von Hess que me han precedido, he salido a dar una

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vuelta después de mirar esta imagen para constatar cómo son de diferentes
ahora las mujeres. Gracias a Dios, todos hemos sido muy sensatos. Tenía que
haber hijos, e hijos hubo. Pero, sobre el matrimonio… tú no lo sabes, Alfred,
pero los cristianos, en sus comunidades, no viven como nosotros, hombres y
mujeres por separado, sino que viven en familias, quiero decir, el hombre, la
mujer y sus hijos e hijas, todos juntos bajo un mismo techo. No sé cómo lo
soportan, porque sus mujeres parecen exactamente iguales que las nuestras.
—Sí que lo sabía —dijo Alfred abstraído⁠—, hace unos años descubrí
algunas cosas sobre los cristianos. Convivir con las mujeres forma parte de su
religión.
—Creo que será mejor que me devuelvas la fotografía —⁠dijo el
Caballero⁠—, no me estás prestando atención.
—¿La podremos volver a ver antes de irnos? —⁠suplicó Alfred. Hermann
no dijo nada, respiró hondo y siguió la fotografía ávidamente con la mirada
hasta que el Caballero la envolvió y la guardó.
—Sí, Alfred. Pero no es bueno, sabes. Solo hace que uno se sienta triste,
vacío, y lo llena de insatisfacción. Quizás gran parte del peso de la maldición
sobre mi familia tiene el origen en el hecho de saber cómo eran las mujeres.
Ahora no hay ninguna que sea así, en ningún lugar del mundo, y es probable
que no vuelva a haberla en siglos, pase lo que pase. Tendrían que pasar
generaciones y generaciones para que una mujer llegara a parecerse a esa de
la fotografía.
—Pero ¿cómo es posible que se hayan dejado degradar de este modo?
—⁠preguntó Alfred.
—Aceptaron someterse a la «Reducción de las Mujeres», un premeditado
plan estratégico cuidadosamente diseñado por hombres alemanes. Las
mujeres siempre serán aquello que los hombres quieran que sean. No tienen
voluntad propia ni personalidad y, por supuesto, alma tampoco; no son nada
más que un reflejo de los hombres. Así pues, lo que sean o puedan llegar a ser
no es nunca por culpa o por virtud suya. Si los hombres quieren que sean
bellas, serán bellas. Si los hombres quieren que aparenten tener voluntad y
personalidad, desarrollarán algo que parezca voluntad y personalidad, a pesar
de que en realidad no sea más que una farsa. Si los hombres quieten que
parezca que son totalmente libres o incluso que parezca que tienen
capacidades masculinas, desarrollarán las estrategias necesarias para
convertirse en un simulacro de todo ello. Sin embargo, lo que los hombres no
pueden hacer, lo que nunca han sido capaces de hacer, es acabar con esta

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sumisión ciega y conseguir que las mujeres los ignoren y los desobedezcan.
Es la tragedia de la raza humana.
—Yo no lo veo así, señor —dijo Alfred⁠—. No puede ser malo que las
mujeres se sometan a los hombres. Cualquier otra cosa sería antinatural.
—No sería malo —dijo lentamente el Caballero⁠— si los hombres fueran
infalibles, es decir, si siempre hicieran que las mujeres fueran de la manera en
que mejor pudieran contribuir a la salud y a la felicidad de la raza. Pero los
gobernantes han cometido un gran error. Los pequeños errores locales no
tienen importancia, pero uno que afecta al mundo entero (porque los
japoneses, con su poca originalidad, nos lo copiaron) es una tragedia
espantosa de consecuencias fatales. Nosotros, los alemanes, hemos hecho que
las mujeres fueran aquello que, por muy buena voluntad que ellas pongan, no
pueden continuar siendo, no por los siglos de los siglos: lo más bajo de la
sociedad, un simple animal. Y la raza se está extinguiendo. Los hombres se
están suicidando, pero las mujeres, con su derrotismo totalmente inconsciente,
están dejando de nacer.
Hermann miraba fijamente al Caballero con la boca abierta, pero Alfred
estaba pensativo y dijo muy serio:
—Sí, hay demasiados hombres. Pensaba que era un problema local
nuestro. Pero nosotros no nos suicidamos como vosotros.
—En realidad no importa que os suicidéis o no. Aunque en Alemania no
haya, ni mucho menos, una mujer por cada hombre, en Inglaterra el balance
es peor, eso es lo que importa. No tendréis más descendencia que nosotros.
—No lo puedo entender… —dijo Alfred, después de una pausa⁠— por qué
los hombres quisieron que las chicas fueran diferentes de esa chica de la
fotografía. Debían de estar todos locos.
—Tenían un motivo. La chica de esta imagen, además de tener una
belleza parecida a la de un chico, también tenía la libertad de poder elegir y
rechazar. Imaginaos por un momento que coincidís con ella y la queréis
poseer. Es posible que ella no os lo permitiera. No quiero decir que se pudiera
resistir como un niño, sino que la ley la protegería, una ley hecha por
hombres. Le estaba permitido rechazar a cualquier hombre, aunque él se lo
suplicara incluso de una manera totalmente inconcebible para la dignidad
masculina, tal como nosotros la entendemos; le estaba permitido rechazar a
todos y cada uno de los hombres que se le pudieran presentar a lo largo de
toda su vida. Incluso tendría derecho a rechazar a der Führer, aunque
probablemente no lo haría. Pero ella tenía derecho a rechazar a todos y cada

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uno de los hombres que la quisieran poseer, y si alguno de ellos no respetara
ese derecho, sería un criminal. ¿Qué te parece, Alfred?
—Es una idea nueva para mí —⁠confesó él⁠—. ¿Y no podrían ser bellas y a
su vez no tener el derecho de rechazo?
—No lo creo. Se les permitía, por supuesto, que se dejaran crecer el
cabello y que se vistieran con ropa que disimulara lo mejor posible el
desequilibrio natural de sus cuerpos. Pero creo que el sorprendente encanto de
esa chica alemana radica, por un lado, en el hecho de que sabe que puede
elegir y rechazar y, por otro, en que sabe que puede ser amada. Los hombres
no pueden amar a los animales hembra, pero pueden y han amado a las
mujeres que ellos mismos han modelado según un patrón más humano y
masculino, del mismo modo que ahora nosotros amamos a nuestros amigos.
En aquellos tiempos, los hombres podían amar a sus mujeres y podían ansiar
su presencia, incluso cuando ya eran viejas y no podían tener más
descendencia. Resulta incomprensible, pero es verdad. Y ahora, antes de
volver con Von Hess, voy a revelaros una mentira más. A vosotros, Hermann
y Alfred, se os ha enseñado que los cristianos son una raza de gente
infrahumana, que está incluso por debajo de las mujeres, en general.
—Hace siglos que dejé de creérmelo —⁠dijo Alfred⁠—. Son extraños, pero
no tan diferentes como dicen.
—Bueno, pues resulta que no son ninguna raza. Son los restos de la
religión de una civilización prehitleriana. En otra época, fue la religión de
toda Europa, de la mayor parte de Rusia, de las Américas y de una parte de
África. El mismo Hitler, cuando era joven, era cristiano. Ahora
probablemente saben muy poco sobre su propia religión. Estoy convencido de
que yo sé mucho más que ellos.
—¡Hitler cristiano! —murmuró Hermann una y otra vez⁠—. ¡Hitler
cristiano!
—Dicen —dijo Alfred— que son un pueblo que está purgando un gran
crimen que cometió. Que están segregados y se les desprecia porque en un
tiempo remoto fueron ellos quienes despreciaron y persiguieron a la raza de
Jesucristo, su Señor, y que, cuando llegue la hora, ese tal Jesús, que es como
lo llaman a menudo, volverá para perdonarlos en persona y los pondrá por
encima de los alemanes.
—¿Y todavía saben por qué en sus orígenes persiguieron a los judíos, que
era precisamente la raza de Jesús, o lo han olvidado? Ojalá hubiera sido
privilegiado como tú, Alfred. Nunca he tenido la oportunidad de hablar con
un cristiano.

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—No crea, es bastante difícil incluso para mí, aun habiendo hablado con
ellos. Dicen que fueron los mismos judíos los que mataron a Jesús, pero que
él, ese hombre excepcional, les dijo que debían perdonarlos porque no sabían
lo que hacían. Aun así, desobedecieron a Jesús, a pesar de que era el hijo de
Dios, y dejaron que los judíos fueran castigados durante mil años. Por lo
tanto, tienen que aceptar el desprecio durante mil años, y entonces será
cuando Jesús regresará.
—Tienen el calendario un poco equivocado. Estuvieron persiguiendo y
humillando a los judíos durante casi dos mil años, hasta que los alemanes
asumieron la persecución, la convirtieron en racial y, finalmente, los mataron
a todos, después de la Guerra de los Veinte Años. Supongo que mataron a
todo aquel que no quiso adorar a Hitler cuando se convirtió en Dios, excepto a
unos pocos que fueron segregados.
—No lo entiendo, ¿por qué no los mataron?
—Supongo que se consideró que era mejor que las razas sometidas y los
nazis alemanes tuvieran algo en común que despreciar. Una idea sensata.
—Y los cristianos ¿también se están extinguiendo?
—No, su número se mantiene más o menos estable. A pesar de que su
Dios, Jesucristo, nació de una mujer y no explotó como Hitler, sus mujeres
también están obligadas a participar en la Reducción, pero tienen alguna
ventaja que las nuestras no tienen.
—Sus mujeres tampoco tienen alma —⁠dijo Alfred⁠—, viven con los
hombres, sí, pero de la misma manera que un perro puede hacerlo. No se les
permitirá la entrada al cielo de Jesús y no participan en sus ceremonias
religiosas. Pero son diferentes a otras mujeres, eso sí, son mucho más
animadas.
—Eso es porque están en contacto permanente con los hombres. Y
también porque no tienen que renunciar a sus hijos. Los chicos y los hombres
les dan fuerza y vitalidad. ¿Qué creen que sucederá exactamente cuando
Jesucristo venga de nuevo?
—El Pecado les será perdonado, las mujeres desaparecerán, los cristianos
que estén vivos ya no morirán nunca, los que estén muertos saldrán de sus
tumbas como si nunca hubieran fallecido, los alemanes y los japoneses, y
todos los demás infieles, serán juzgados y lanzados a un lago de fuego y
azufre, y los cristianos, absueltos de sus pecados, vivirán con Jesús en
completa y absoluta felicidad por los siglos de los siglos. No habrá ni
hombres ni mujeres ni pecado de ningún tipo. Eso es lo que me dicen a mí.
¡Pero puede que tengan muchos secretos para un inglés!

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—La religión se ha degradado mucho y ha perdido su pureza, pero eso era
inevitable. La antigua teología cristiana tenía a las mujeres en muy buena
consideración. En teoría, su alma estaba al mismo nivel que la de los
hombres; en la práctica, evidentemente, no lo estaba. No se les permitía ser
sacerdotisas, por ejemplo. Sin embargo, los hombres les dijeron que Jesús
amaba sus almas y, por lo tanto, desarrollaron un simulacro de alma y unas
convicciones que no eran más que una farsa. Pero cuando empezó la
«Reducción de las Mujeres», los hombres cristianos la consintieron,
probablemente porque, en el fondo, la religión siempre había odiado la
belleza femenina y había considerado repugnante el control sexual que las
mujeres hermosas ejercían sobre los hombres al poderlos elegir y rechazar. Y
cuando las mujeres se vieron rebajadas a la condición de animales parlantes,
probablemente les resultó imposible continuar creyendo que tenían alma.
—Supongo que si no la hubieran consentido —⁠dijo Alfred⁠— las mujeres
cristianas seguirían siendo tan bellas como la chica nazi de la fotografía. No
veo qué mal puede haber en eso.
El Caballero soltó una carcajada macabra.
—Entonces los habrían matado a todos, hombres y mujeres, por muy
inconveniente que fuera. Es inimaginable que algo así se pudiera llegar a
permitir nunca.
El Caballero volvió a poner la mano bajo el escritorio y esta vez sacó un
enorme libro de un reluciente color amarillo. Al abrirlo, las hojas crujieron de
forma muy peculiar, nada que ver con el rumor suave del papel.
—Ven aquí un momento, Alfred. Ponte detrás de mí y mira esto.
Hermann, ven tú también si quieres, pero no apreciarás su belleza. Mira
—⁠dijo⁠—, está todo escrito a mano con los caracteres góticos tan pequeños
como pudo, pero legibles como si fueran letra impresa; todas las letras están
dibujadas a la perfección y espaciadas. Está escrito en hojas delgadas de
pergamino especialmente preparadas. Von Hess dice en la introducción que
tardó más de dos años solo en preparar el libro y, cuando lo empezó a escribir,
tuvo que hacerlo todo de memoria. No tenía ni un solo libro como referencia.
—¿Y eso?
—Porque los quemaban todos. Ninguno se salvaba de la destrucción.
—¡Ja! —exclamó Alfred, golpeando con un puño la palma de la otra
mano⁠—. Entonces, ¿hubo historia? ¿No fue todo oscuridad y salvajismo? ¡Lo
sabía! Ya sabía yo que tenía que haber algo más que Hitler, cristianos y
leyendas.

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Alfred volvió ufano a su silla; se sentía un hombre triunfante. Hermann
volvió a la suya a trompicones, como si estuviera bebido.
—Hubo historia —dijo solemnemente el Caballero⁠—. Escuchad lo que
dice: «Yo, Friedrich von Hess, Caballero Teutónico del Sacro Imperio
Alemán, miembro del Círculo Interior de los Diez, dedico este libro a mi hijo
primogénito, Arnold von Hess, a él y a sus descendientes por siempre jamás.
Conservadlo inviolado, custodiadlo como custodiaríais vuestro honor,
porque a pesar de que todo lo que aquí he escrito es solo un minúsculo
fragmento de la verdad de la historia, juro que, según mi pobre saber, todo es
verdad».
»Ya veis, pues —continuó el Caballero, cerrando el libro⁠—, que pensaba
que algún día llegaría el momento en que los hombres volverían a sentir la
necesidad imperiosa de buscar la verdad, y que este libro suyo escrito a mano,
su pequeña historia terriblemente incompleta y fragmentada, podría ser un
tenue fuego fatuo en la oscuridad. Como una luciérnaga, dice en algún lugar.
A menudo se desespera: “Aquí me falla la memoria” o “Aquí,
lamentablemente, no tengo más información”. Era paciente y meticuloso, un
buen trabajador alemán, pero no era un erudito. Simplemente era un hombre
que había leído mucho como entretenimiento. Pero cuando se libró la batalla
final por la verdad, todos los eruditos entre los caballeros huyeron, y este, sin
ninguna habilidad en particular, se quedó solo rodeado de demonios. Aun así,
hay un libro, un libro de verdad, el único en el mundo.
—No, no —dijo Alfred emocionado⁠—, puede que haya otros. Solo es
cuestión de encontrar a las personas que los tienen guardados. Incluso podría
ser que hubiera alguno en inglés.
—No puede haber ninguno, Alfred. Todo el mundo vive bajo la amenaza
de un registro repentino, solo nos libramos los caballeros. Von Hess logró
escribir su libro en secreto solo porque, a pesar de no tener buena reputación,
era un caballero del Círculo Interior de los Diez. Si no fuéramos caballeros no
habríamos conseguido mantenerlo en secreto. Podría haber alguna otra
familia de caballeros que tuviera algún libro como este, pero lo dudo. Más
adelante te explicaré por qué. Por ahora, Alfred, ya entiendes por qué te he
mostrado este libro y esta fotografía, porque cuando muera, puesto que no
tengo herederos, todas mis posesiones irán a parar a manos del Estado, es
decir, a manos de los caballeros. Encontrarán el libro y lo destruirán. Al fin y
al cabo, es un objeto capaz de resistir el paso del tiempo, de mucho tiempo,
pero no el fuego.

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—No puede acabar en la hoguera —⁠dijo Alfred. Un escalofrío recorrió su
cuerpo de pies a cabeza⁠—. Nunca jamás.
—Bien —dijo el Caballero—, creo que te lo voy a dar a ti. ¿Harás todo lo
que esté en tus manos para protegerlo?
—Aunque la muerte me visite diez veces —⁠juró Alfred⁠—, por muy
dolorosas que sean las visitas.

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CAPÍTULO QUINTO

—No os penséis que este Von Hess —⁠continuó el Caballero⁠—, mi


antepasado, era un mal alemán o que pusiera en entredicho que el destino de
Alemania fuera gobernar el mundo entero. Un destino de dominación mucho
mayor que el reflejado en las publicaciones proféticas del héroe Rosenberg;
los hechos consumados han demostrado que era el camino correcto y que esa
era la voluntad de Dios. Los alemanes demostraron que eran aptos
conquistadores y gobernantes, sometiendo Europa, Rusia hasta los Urales,
África, Arabia y Persia, consolidando las conquistas y gobernando con una
severidad tan realista y sensata que cualquier rebelión tendría las mismas
posibilidades de triunfar que un niño de tres años que se peleara con un
hombre armado.
—Cualquier rebelión armada —⁠corrigió Alfred.
—Sí, lo sé, existe una rebelión del espíritu. Y Von Hess también lo sabía,
igual que todos los alemanes de su época. Creía que el tremendamente
poderoso Imperio Alemán, que se había convertido en el centro del mundo,
sería capaz, con el tiempo, de atacar y aplastar al Imperio Japonés, que por
aquel entonces todavía estaba en expansión, y que entonces el destino
supremo de Alemania se habría cumplido. Sin embargo, no ha sido así. Los
japoneses dominan Asia, Australia y las Américas, pero no son capaces de
aplastarnos, ni nosotros a ellos. La paz entre Japón y Alemania es
permanente. Los caballeros lo sabemos, pero los nazis ni siquiera lo
sospechan.
Hermann se tapó la cara sollozando. Luego miró suplicante al Caballero.
—¿Ni siquiera nos queda eso, señor? ¿La posibilidad de morir por
Alemania?
—La posibilidad de morir por Alemania, tal vez. Pero, por el Imperio
Alemán, no. No puede haber más guerras.
—Pero ¿por qué? —preguntó Alfred⁠—. A menudo me he preguntado por
qué no ha continuado la expansión.

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—Ni los japoneses ni nosotros nos podemos permitir el lujo de perder un
solo hombre de la raza dominante, este es el motivo. Su población está
comenzando a disminuir, como la nuestra. No podemos enviar a las razas
sometidas a la batalla y quedarnos nosotros en casa. Eso iría en contra de
nuestro honor y de nuestra religión. Además, ambos imperios siguen la
política inflexible de no permitir nunca que las razas sometidas aprendan a
usar ningún arma de guerra que sea verdaderamente peligrosa. Se os enseña a
ser soldados de tropa, fusileros, para fomentar la disciplina entre vosotros,
pero no se os permite manipular artillería ni tampoco tanques o aeroplanos. Es
necesario que todos los alemanes y todos los japoneses formen parte tanto de
los ejércitos de ocupación como de la vida cotidiana de la patria y, por lo
tanto, no puede haber más guerras entre nosotros.
—Es comprensible. Entonces, ¿qué pensáis hacer, señor?
—No lo sé, ni yo ni nadie. Hemos llegado a un punto en que se está
desvaneciendo incluso la simple esperanza de que haya alguna guerra. Un
pueblo que desde la infancia es adoctrinado para que dependa de la guerra,
que tiene la guerra como ética, como religión, puede vivir, aunque no muy
felizmente, con la esperanza de que haya una guerra, pero cuando esta
esperanza desaparece tiene que cambiar esa dependencia o se extinguirá,
como los animales que no se adaptan a un nuevo entorno. Y ni nosotros ni los
japoneses podemos cambiarla sin abandonar la religión y la ética. No es
suficiente con controlar países sometidos, que están desarmados, con grandes
flotas de aviación, no es suficiente. Nadie vería, ni de lejos, ningún indicio de
guerra. Nos hemos hecho demasiado fuertes, excesivamente fuertes, y ambos
imperios estamos sucumbiendo en paralelo ahogados por nuestra propia
fuerza.
—¿Y qué pasaría si nos enseñarais a utilizar la artillería y los tanques, los
aeroplanos, los barcos y los submarinos, y nos dierais toneladas y toneladas
de material de guerra para que pudiéramos organizar una rebelión general?
—⁠sugirió Alfred.
—No funcionaría. Por un lado, podríais ganar, y, por el otro, aunque no
ganarais, los japoneses podrían aprovechar la ocasión para atacarnos.
—Ellos podrían hacer lo mismo con sus razas sometidas.
—Nunca confiaríamos en su palabra. Ni ellos confiarían en la nuestra.
Pero nos estamos alejando mucho de Von Hess, a él no le preocupaba nada de
todo esto. La población alemana crecía con rapidez y su destino no le quitaba
el sueño. En el exterior, el poder de nuestro imperio era indestructible, y, en el
interior, el orden social estaba sólidamente establecido para toda la eternidad

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desde la instauración de los Tres Rangos: der Führer, los caballeros y los
nazis. No obstante, en medio de todo este poder, gloria y orgullo, había, según
dice Von Hess, cierto malestar espiritual. Los alemanes todavía no eran
felices del todo. Las ideas primitivas, es decir, las ideas prehitlerianas todavía
estaban latentes por doquier, a pesar de que era imposible verlas
materializadas. Las razas sometidas estaban resentidas y despreciaban en
secreto a su opresor; no dejaban de soñar, por muy inútil que fuera, con la
libertad. Las sombras de los imperios del pasado…
—¡Ajá! —gritó Alfred, levantándose de un salto⁠—. Entonces, ¿hubo otros
imperios en el pasado? ¿El nuestro y el japonés no fueron los únicos? ¡Todo
mentiras! ¡Nada más que mentiras!
—El asirio, el babilonio, el persa, el egipcio, el griego, el romano, el
español y el británico. En los territorios coloniales…
Alfred lo interrumpió de nuevo:
—¡El británico! ¡Y nos queréis hacer creer que todas las razas que hablan
inglés no habían sido más que tribus salvajes sin ninguna conexión entre
ellas! Como si cualquiera con dos dedos de frente se lo pudiera llegar a tragar
nunca. ¡Sois unos mentirosos! ¡Sois imbéciles!
El Caballero también se puso de pie y miró a Alfred con firme
desaprobación, pero sin perder el control.
—Estás orgulloso de haber pertenecido a un imperio, ¿verdad? ¿Eso te
hace sentir orgulloso de ser inglés? Mira a este pobre tarugo de Hermann…
no se atreve a enfrentarse a nada, no se atreve a creer en nada, casi no se
atreve ni a escuchar nada; tiembla, querría esfumarse, es un cobarde, y no
tanto porque cree en Hitler ni porque sea alemán, sino porque ¡pertenece a un
imperio! Deberías avergonzarte de tu raza, Alfred, aunque hayan pasado
setecientos años desde que tu imperio desapareció. No es tiempo suficiente
para desembarazarse de un estigma como ese.
—¡Sois vosotros quienes nos habéis enseñado a admirar un imperio! —⁠le
espetó Alfred⁠—. ¡Los sacrosantos! ¡Los alemanes!
El Caballero volvió a sentarse.
—No —dijo con tranquilidad—, fuisteis vosotros quienes nos enseñasteis
a nosotros. Una de las fuerzas motivadoras del imperialismo alemán fue la
envidia hacia el Imperio Británico. Fue una de las fuerzas que hizo que
Alemania creciera desde una agrupación de pequeños reinos hasta dominar
una tercera parte del mundo. Una envidia terriblemente negra y amarga, como
dice Von Hess, a pesar de que cuando él vivió ya hacía tiempo que el triunfo
estaba consolidado. Las naciones viriles siempre han soñado en convertirse en

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un imperio sólido e inexpugnable, pero ahora este sueño se ha convertido
finalmente en una realidad de pesadilla. En un monstruo que nos está
matando.
—No deseo recuperar el nuestro —⁠dijo Alfred más calmado⁠—, es solo
que siempre he pensado que lo habíamos tenido y me gusta saber la verdad.
—Eso es totalmente admirable —⁠dijo el Caballero⁠—. Ojalá a Hermann
también le haya gustado oírlo. —⁠Hermann murmuró algo entre dientes, pero
el Caballero no le hizo caso⁠—. Bien, como decía, las sombras de estas ideas
viejas y de estos vastos imperios antiguos todavía se cernían sobre Alemania,
recordando a los alemanes que los imperios se levantan y caen, y
recordándoles también lo pequeños que eran ellos mismos en sus inicios. No
tenían suficiente con saber que ahora gobernaban una tercera parte del
mundo, que en ellos descansaba la única civilización santa y verdadera;
querían olvidar la existencia de cualquier otra civilización anterior en Europa.
Había tanta belleza que ellos no habían gestado, tantos libros que ellos no
habían escrito, tantas historias de guerras en las que ellos no habían luchado,
y el comportamiento humano se basaba en tantas ideologías que ellos
reprobaban, que era necesario borrarlo todo. El socialismo, por ejemplo, fue
aniquilado por completo, pero solo en la práctica, porque la idea permaneció
en la mente de los hombres. No, Alfred, no me desviaré para explicarte qué
era el socialismo. Puedes leerlo en el libro. Pero si tú fueras socialista,
pensarías que los caballeros no tienen derecho a poseer todas las tierras,
fábricas, naves y casas del Imperio, sino que estas tendrían que ser propiedad
de la gente que realmente trabaja el campo o en las fábricas.
—Pues entonces soy socialista. ¿Había muchos?
—En Rusia era como una especie de religión, desde la frontera con
Polonia hasta Vladivostok, y también había muchos en todos los demás
países. Pero, después de la lucha más cruenta de la historia (o eso es lo que
dice Von Hess), el ataque combinado de Alemania y Japón derrotó,
finalmente, a Rusia. La cuna del socialismo quedó hecha añicos. Pero déjame
que continúe con lo que ahora nos importa. Los alemanes de aquella época se
sentían irracionalmente orgullosos, el fanatismo alimentaba su vanidad, y, por
supuesto, lo encontraban plenamente justificado. Pero todavía tenían miedo.
Detrás de ese orgullo se escondía el miedo, no a nada físico, sino a la misma
Memoria. Ese miedo se convirtió gradualmente en una especie de histeria
(Von Hess dice que los alemanes siempre han sido propensos a la histeria),
hasta que un hombre al fin la verbalizó en un libro. Ese hombre se llamaba
Von Wied y era el típico caballero erudito, un ratón de biblioteca, dice Von

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Hess, pero también un absoluto histérico compulsivo. A pesar de que su
espíritu era de lo más sanguinario, tenía una discapacidad física que le
obligaba a conformarse con ríos de tinta en lugar de ríos de sangre. Von Hess
dice que si hubiera sabido qué estaba planeando Von Wied, lo habría
asesinado sin el más mínimo remordimiento. En su libro, Von Wied demostró
que Hitler era Dios y que no había nacido, sino explotado, que las mujeres no
formaban en absoluto parte de la especie humana sino que eran un tipo de
simio, y que todo lo que se había dicho, hecho y pensado antes de que Hitler
llegara a la Tierra era el disparate más pernicioso del salvajismo infrahumano
y, por lo tanto, debía eliminarse. El miedo a la Memoria llegaba así a su punto
álgido, y Von Wied nos proporcionaba el único remedio posible para la lógica
teutónica: la destrucción. Toda la historia, toda la psicología, toda la filosofía,
todo el arte, excepto la música, todo el conocimiento médico, excepto el que
era puramente anatómico y físico, todos los libros, todas las imágenes y
estatuas que pudieran recordar a los alemanes los tiempos antiguos, todo tenía
que ser destruido. Se tenía que abrir un abismo tan enorme que nunca nadie
pudiera volverlo a cruzar. El cristianismo tenía que desaparecer, la enorme
cantidad de teología cristiana existente tenía que ser erradicada en todos los
rincones del Imperio, todas las biblias cristianas se tenían que confiscar y
quemar, e incluso el libro del mismo Hitler, reverenciado en toda Alemania,
solo podía conservarse parcialmente. Es lógico, porque contenía parte de la
Memoria. Memoria sobre lo que conocemos como el Ataque Preliminar.
—En el que Hitler luchó a la edad de catorce años, el Chico Esplendoroso
—⁠dijo Alfred.
—Sí, pero, en realidad, era mucho mayor. Y Alemania sucumbió,
totalmente derrotada. A Von Hess no le importa admitirlo, pero para Von
Wied eso era una parte de la Memoria que tanto temía. A todos se os enseña
que Hitler luchó en aquella guerra a los catorce años, que a los treinta ya
había sometido a todo el Imperio, y después fue a reunirse con Su Padre. Sin
embargo, se tardó mucho más. Cuando el Imperio llegó a su tamaño actual,
Hitler ya hacía cien años que había muerto.
—Mentiras, todo mentiras —murmuró Alfred⁠—. ¡Mentiras, mentiras y
más mentiras!
—Podríamos decir que este Von Wied fue el padre de las mentiras, el
archimentiroso. No es que no se hubieran dicho embustes antes de él. Von
Hess reconoce que incluso en vida de Hitler ya se habían manipulado hechos
históricos. Y dice, con mucho acierto, pienso yo, que la falsificación de la
historia y su destrucción fueron de la mano a todo lo largo y ancho del

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Imperio. Von Hess era partidario de explicar toda la verdad sobre la historia,
tanto la de Alemania como la del resto del mundo, porque, dice, aparte de
consideraciones sobre aquello que pueda tener de bueno y de malo, ¿se puede
poner en entredicho que la verdad no sea suficientemente gloriosa? Pero Von
Wied opinaba que no, y estaba dispuesto a dejar que se destruyera su propia
gran obra, siempre y cuando la acompañaran a la pira todos los otros
documentos de la humanidad.
—¿Ni siquiera se conservó su libro? —⁠preguntó Alfred, con cierto
asombro.
—No. Pero creo que una buena parte se incorporó a la Biblia hitleriana.
Pues ¿no sería contraproducente conservar un libro que deja constancia de
que Dios es un hombre y que aboga por la destrucción del recuerdo de otras
civilizaciones? Simplemente habría constancia de que esos documentos
habían existido y de que Hitler no siempre había sido una divinidad. El libro
de Von Wied estaba lleno a rebosar de Memoria. Renegaba contra ella,
gritaba como un poseso y montaba en cólera, como dice Von Hess, pero la
Memoria todavía estaba allí. Aún no había muerto. En realidad, era un libro
que plasmaba fielmente el sentimiento de la nación en aquel momento.
—¿A pesar del apartado sobre las mujeres?
—Precisamente por el apartado sobre las mujeres. No quiero decir que
solo fuera por eso, sino que las teorías de Von Wied sobre las mujeres eran
muy populares entre gran parte de los hombres. Mirad, la vanidad fanática del
pueblo alemán era, en realidad, solo cosa de los hombres. Las mujeres no
habían conquistado el mundo ni habían construido el Imperio, únicamente
habían parido a los hijos que lo habían hecho, y eso no era diferente de lo que
podía hacer cualquier mujer rusa o inglesa. Y en esos soldados orgullosos,
bisnietos de los hombres que realmente habían construido el Imperio,
empezaba a crecer la sensación de que era indigno para un alemán tener que
correr el riesgo de ser rechazado por una simple mujer, tener que permitir que
pudieran herir lo más frágil de ellos: su vanidad, sin poder poner remedio con
un duelo. Querían que todas las mujeres se sometieran a su voluntad, igual
que las de cualquier nación conquistada. Pero, en realidad, Von Wied no fue
quien inició la Reducción de las Mujeres, pues ya hacía tiempo que había
empezado. Las violaciones eran extraordinariamente habituales en
comparación con tan solo cincuenta años antes, y las sentencias por violación
cada vez más leves. La teoría de Von Wied era que el derecho de rechazo de
las mujeres era un insulto para la virilidad, que la vida en familia también era
un insulto para la virilidad, y que permitir que un animal (porque las mujeres

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no eran nada más que eso) tuviera el control total sobre los seres humanos en
su período de vida más tierno y manipulable, la infancia, era el disparate más
perverso que uno se podía imaginar. Decía que se les tenían que quitar los
niños en el alborear de su conciencia, antes de que fueran capaces de empezar
a acumular recuerdos. Cuando tuvieran un año, decía él. Ahora dejamos que
las mujeres los tengan seis meses más. También sostenía la teoría de que la
belleza de las mujeres era un insulto para la virilidad, porque les daba (a
algunas de ellas) un enorme y repugnante poder sexual sobre los hombres. Sin
embargo, afirmó que esta belleza no era real (puesto que no concedía a las
mujeres ningún tipo de cualidad redentora), sino una farsa forjada con
cabellos largos y una misteriosa manera de vestir que revelaba a la vez que
ocultaba. Defendía que las mujeres llevaran la cabeza rapada y un tipo de
ropa que no pudiera distorsionar la realidad ni tuviera nada de misterioso o
elegante. Tenían que vestir todas de un único color amarronado (que es como
visten ahora) y, a partir de los trece años, debían ser totalmente sumisas, no
solo al padre de sus hijos, sino a cualquier hombre, porque esa era la voluntad
de Hitler Nuestro Señor, expresada a través de su humilde portavoz
Rupprecht von Wied. Decía que no se podía sentir amor hacia ellas, solo
lujuria o el deseo de engendrar hijos, y que tener preferencia sexual por una
respecto a otra era una debilidad nada masculina, excepto en el supuesto de
que esta preferencia fuera por una mujer más fuerte y más sana. Se tenía que
cambiar todo el patrón de vida de las mujeres y adaptarlo a la nueva virilidad
alemana, la primera virilidad civilizada del mundo.
—¿Y qué hicieron las mujeres? —⁠preguntó Alfred.
—Lo mismo que habían hecho siempre. Una vez tuvieron claro que
aquello que los hombres realmente querían de ellas era que fueran animales
feos y completamente sumisos, y que abandonaran a sus hijos por siempre
cuando tuvieran un año, se lanzaron conscientemente al nuevo patrón con un
entusiasmo que no conocía límites. Se afeitaban la cabeza hasta que sangraba,
presumían de sus horribles uniformes del mismo modo que un joven caballero
puede presumir de su nueva túnica ceremonial, se arrancaban los incisivos
hasta que se les prohibió por motivos de salud, y renunciaban a sus hijos con
la misma heroicidad con que estaban acostumbradas a entregarlos para ir a la
guerra cuando eran mayores.
—Ahora no se comportan así —⁠dijo Alfred, frunciendo el ceño.
—Ahora no tienen ningún motivo para entusiasmarse —⁠dijo el
Caballero⁠—. Ya no es una nueva manera de complacer a los hombres, ahora
no es más que su forma de vivir. Pensaban, ellas, aquellas pobres idiotas

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típicamente femeninas, que si hacían con alegría y entusiasmo todo aquello
que los hombres les decían que hicieran, ellos, en contra de toda lógica, las
amarían todavía más. No eran capaces de ver que estaban ayudando a matar el
amor. ¿Quién de ellas soñaría ahora con que un hombre pueda amarla del
mismo modo que ama a sus amigos? Pero aquellas mujeres, conscientes de la
creciente irritación de los hombres hacia ellas, confiaban ciegamente en que
los calmarían y complacerían si sacrificaban su belleza y su derecho de
elección y rechazo, y si aceptaban su condición de animales. Las mujeres no
son nada más que la personificación del deseo de complacer a los hombres;
¿cómo podía fracasar su manera natural de actuar más que en cualquier otra
ocasión anterior?
Alfred negó con la cabeza.
—Hay algo que no acaba de encajar —⁠dijo pausadamente⁠—. No sé qué
debe de ser. Tendré que meditarlo a fondo. Continuad, señor. Pero me estoy
dando cuenta de que tendré que pensar con seriedad en las mujeres. Nunca
había pensado que fueran importantes.
—Mientras no podamos reproducirnos explotando como Hitler,
ciertamente lo son. No son importantes en sí mismas, eso, por supuesto. Pero
retrocedamos un poco. Cuando Von Hess leyó esa sarta de mentiras
descomunal y disparates catastrofistas, y se dio cuenta de la sorprendente
aceptación casi inmediata que obtuvo por parte de los alemanes de la calle, se
inquietó. Cuando los caballeros empezaron a hablar seriamente sobre el libro,
se asustó. Cuando el tema se sometió a debate en el Consejo del Círculo
Interior de los Diez, se horrorizó. Porque sabía que Alemania tenía la
capacidad para hacerlo. Era perfectamente capaz de destruir toda la verdad
escrita. Con paciencia y escrupulosidad alemanas, podrían, una vez se
hubieran decidido a hacerlo, confiscar y quemar todos y cada uno de los
libros del Imperio, aunque necesitaran cien años para lograrlo. Bien, él se
opuso a la idea siempre que los caballeros la debatían, y algunos del Círculo
de los Diez lo estuvieron apoyando durante un tiempo, también der Führer.
Pero, mientras tanto, el entusiasmo que había generado Von Wied en el
pueblo en general estaba derivando en histeria. Cada día había más gente que
gritaba y vociferaba exigiendo que se destruyera la Memoria para que se
disipara el pánico que les torturaba las entrañas. Incluso había voces que
decían que Von Wied tenía que ser nombrado Führer, puesto que era el
primer hombre que reconocía abiertamente aquello que todo el mundo sabía y
nadie decía, que Hitler era divino y que el mundo, el mundo real de la
humanidad, había empezado con su explosión. Los caballeros del Círculo de

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los Diez, ante esta situación, fueron pasándose todos uno a uno al bando de
Von Wied y, finalmente, también lo hizo der Führer. Von Hess estaba
desesperado. En un asunto tan grave era necesario que hubiera unanimidad
entre todos los caballeros, pero sabía que si se oponía demasiado tiempo
acabarían asesinándolo. Aun así, hizo un último esfuerzo para preservar la
Verdad. Dice que estaba fuera de sí. Discutió, suplicó, se enfureció, dice que
incluso lloró. Estuvo hablando casi una noche entera. Nadie se conmovió
siquiera. Todo el peso de Alemania estaba en su contra. Dentro del salón del
consejo, los otros nueve caballeros y der Führer, con los rostros
macabramente rígidos, lo escuchaban con educación, pero totalmente
impasibles. Fuera estaba el resto de Alemania, caballeros, nazis y mujeres,
todos poseídos por una histeria de miedo y rabia, y por un ansia de
destrucción tan generalizadas y enérgicas como si un enemigo hubiera
invadido físicamente el suelo de la mismísima santa Alemania. Y cabalgando
sobre aquella tormenta, como un Dios montado en un torbellino, sobresalía la
figurita mezquina de Von Wied, un bajito lisiado, siniestro e inestable (como
dice Von Hess), que no tenía nada de viril y ni siquiera era valiente. Von
Wied afuera, aclamado como el profeta, el apóstol, el salvador, la voz de
Hitler, e incluso la voz de Dios. Von Hess dentro, derrotado. Finalmente, los
caballeros se pusieron en pie y lo hicieron callar a gritos, y entonces der
Führer suspendió el consejo hasta el día siguiente por la tarde. Von Hess hizo
el Saludo y se marchó. Subió a su coche y se dirigió hacia aquí, bueno, en
realidad no era esta casa, su castillo estaba en aquella colina, al sur de la pista
de aterrizaje. Era verano y ya estaba empezando a amanecer. En el trayecto
vio algo que parecía un muerto en el arcén. Le pidió al conductor que
detuviera el coche y salió a investigar. Era el cuerpo desnudo de una mujer,
parecía joven, pero tenía la cara tan destrozada que difícilmente podía
distinguirlo. Le habían vaciado los ojos y desgarrado las fosas nasales. Le
habían arrancado salvajemente todo el cabello y solo le cubría la cabeza un
casquete rojo de sangre horripilante. Tenía todo el cuerpo cubierto de
innumerables puñaladas y cortes que parecían hechos con una navaja. Le
habían amputado los pezones. Von Hess no era más impresionable de lo que
se supone que debería ser cualquier buen alemán, pero dice que le dieron
ganas de vomitar. De todos modos, podía ser consecuencia de la fatiga por el
esfuerzo que había hecho aquella noche. Quería creer que aquel cadáver
desfigurado era obra de un maníaco sexual solitario, pero lo dudaba mucho.
Al día siguiente se enteró de que era el cuerpo de una chica que se había
burlado de un pelotón de las nuevas «Mujeres de Von Wied», una chica

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bastante joven a quien no le importaba que Hitler fuera Dios, pero que no
entendía por qué las mujeres tenían que ser feas. Así era el talante de la
Alemania inmersa en la histeria. Si las mujeres se comportaban de ese modo,
¿cómo podía ningún hombre oponerse a aquello que para ellas era una
conquista que las henchía de orgullo? Pero Von Hess apenas era consciente
del peligro físico que corría. Estaba demasiado desesperado. Dice esto: «No
puedo malgastar este preciado pergamino describiendo minuciosamente mis
sensaciones. Estaba inmerso en la desesperación más profunda conocida por
el hombre, y era incapaz de pensar qué era lo que tenía que hacer».
»Ya muy entrada la mañana, un caballero le trajo un mensaje de der
Führer desde Múnich que le advertía, sin amenazarlo, que tenía que dejar de
oponerse al plan de Von Wied de inmediato. Pero todavía no sabía qué hacer,
aparte de continuar oponiéndose y esperar a que llegara el momento en que lo
asesinaran a hurtadillas. No fue hasta el atardecer, cuando ya estaba a punto
de llegar al salón del consejo, cuando le vino una idea a la cabeza. “Nunca he
sido un hombre demasiado avispado”, dice, “mi cerebro es lento; supongo que
me eligieron para el Círculo Interior más bien por mi carácter”. Sin embargo,
una vez hubo concebido su idea, no fue lento. En cuanto empezó la sesión
claudicó humildemente ante los caballeros y der Führer; les dijo que había
sido un necio por no haber visto la belleza y la santidad del plan de Von Wied
ni el verdadero espíritu alemán que tenían su simplicidad y su fuerza.
Reconoció a Hitler como Dios. Suplicó, por el amor de Hitler, que su propia
colección de libros (una biblioteca nada despreciable, dice) tuviera el honor
de ser quemada de inmediato. Ninguno de los caballeros se creyó esa
conversión repentina. Estaban convencidos de que temía por su vida y quería
salvar el pellejo. A pesar de que quedaron estupefactos e indignados, les
tranquilizó que se hundiera la oposición. Y esto creo que hace evidente que
Alemania ha tenido hombres con honor, Alfred, porque este caballero, mi
antepasado, decidió cargar con la lacra de que lo consideraran un cobarde el
resto de su vida en aras de la Verdad. Incluso se negó a desafiar a un
caballero, un amigo personal de Von Wied, que poco después lo acusó, casi
públicamente, de haber cedido solo para salvarse de una muerte segura. Eso
era justo lo que él quería, que pensaran que era un cobarde. En ese mismo
consejo también suplicó a der Führer que se le dispensara formalmente de
continuar asistiendo a las reuniones por motivos de edad y salud. Un caballero
no puede renunciar a ser miembro del Círculo Interior de los Diez, pero, si
der Führer lo autoriza, se le puede dispensar permanentemente de asistir a las
reuniones. Von Hess dice: “Ya no era joven, tenía casi sesenta años, pero mi

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salud era buena como si aún lo fuera. Aun así, der Führer accedió a mi
petición”. También se apresuraron a aceptar el sacrificio de sus libros y, como
no había conseguido disipar las sospechas y aún dudaban de su supuesta
cobardía, le hicieron marchar enseguida hacia su castillo, acompañado de un
pequeño grupo de caballeros ordinarios que supervisarían cómo ponía todos
los libros en una misma habitación y sellaba sus puertas y ventanas. Sin
embargo, antes de abandonar el salón del consejo por última vez, se avino a
suscribir el plan de Von Wied, que se aprobó por unanimidad. También tuvo
que quedarse a la discusión posterior sobre el procedimiento que debían
seguir, pero estaba cabizbajo en su sillón, como si estuviera avergonzado, sin
participar a menos que tuviera que votar. Finalmente pudo volver a casa con
su escolta de caballeros, y fue entonces cuando uno de ellos, el amigo de Von
Wied, lo ultrajó. Se lo tragó como un niño pequeño que ha estado alardeando
más de la cuenta y no tiene valor para defenderse. Por la mirada despectiva de
los otros comprendió que su deshonra era total. No se haría público entre los
caballeros, dadas las peculiares circunstancias, pero se correría la voz. Desde
entonces se lo conocería como “Von Hess el Cobarde”. Y le dejarían vivir
tranquilo. Se marchó de su casa y se fue a Inglaterra, donde compró una
extensa granja de ovejas en Romney Marsh, en la comarca de Kent. ¿Conoces
ese paraje, Alfred?
—No, señor. ¿Para qué fue a Inglaterra?
—Es un buen lugar para las ovejas y no quería quedarse en Alemania.
Propagó el rumor de que iba a experimentar con la cría de ovejas. Su afición
por la agricultura era bien conocida y nadie encontraría extraña esta nueva
inquietud. Pero lo que en realidad pretendía era aprender a fabricar
pergamino. No se atrevía a comprarlo, a pesar de que se vendía para ciertas
cosas, como actas de las comisiones de los caballeros y cosas por el estilo.
Antes de marcharse de Alemania fue a ver a sus hijos, Arnold, Kaspar,
Friedrich y Waldemar, y les explicó que había caído en desgracia ante der
Führer, pero que no había hecho nada de lo que se tuviera que avergonzar. No
les explicó lo que había pasado, pero les exigió estrictamente que ninguno de
ellos se batiera nunca en duelo en su nombre, con independencia de lo que
oyeran. Todos juraron obedecerlo. Tened en cuenta que si mataban a todos
sus hijos, no habría nadie a quien pudiera confiar su libro. También le mandó
a Arnold (un buen chico, dice, aunque no muy inteligente) que le comprara a
hurtadillas un libro sobre la técnica de confección de pergamino y provisiones
de un tipo concreto de tinta. Estaba convencido de que sería suficientemente
inteligente para hacerlo sin cometer errores. Cuando lo tuviera todo, se lo

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tenía que llevar a su padre en Inglaterra. Cuando Von Hess tuvo el libro en
sus manos se centró en criar ovejas con el objetivo de sacrificar algunas para
fabricar las hojas de su libro con sus pieles. En Romney Marsh. Es una
llanura verde insólita, Alfred, por debajo del nivel del mar, una zona de
humedales a menudo cubierta por la niebla, pero de una belleza sorprendente.
Von Hess sacrifica dos líneas enteras de su preciado pergamino para decir que
era un lugar tan hermoso que, a veces, su belleza lo llenaba de felicidad. Sé
que lo es. Fui a echar un vistazo. Es un contraste muy grande en comparación
con esta parte de Alemania. Allí vivió dos años, confeccionando hojas de
pergamino, trabajando con intensidad y, muy a menudo, fracasando
estrepitosamente. Casi todos sus trabajadores y criados eran ingleses, solo uno
era nazi, un joven palurdo de confianza que, parece, se había marchado de
Alemania con él. Este chico le ayudó en la confección del pergamino. No
sabía para qué lo quería, pero el Caballero le había dicho que se mordiera la
lengua y no alardeara de lo que estaba haciendo. Según Von Hess, habría
dejado que se la arrancaran antes de decir nada. En cuanto a los ingleses, les
traía sin cuidado. Trabajaban para él, con mucha parsimonia, lo dice así,
Alfred, pero con suficientes ganas y sin hacer preguntas. Nadie le fue a visitar
nunca, aparte de sus hijos. Su esposa, es decir, la mujer con quien vivió
permanentemente, había muerto mucho antes de todo ese revuelo. Ningún
caballero que estuviera de servicio en Inglaterra o que fuera allí de viaje se
acercó nunca a su granja de ovejas en Romney Marsh. «Me encontraba tan
solo», dice, sacrificando un poco más de su preciada piel de oveja, «que
empecé a comprender el significado de Dios. No de Hitler, no del dios de los
alemanes, sino de Dios, sea lo que sea, pero nunca fui capaz de concretar lo
que comprendía. Venía y se iba, como el mejor momento de una puesta de
sol».
—Eh —dijo Alfred—, ahí hay algo. Sí, como el mejor momento de una
puesta de sol. Y sin ser capaz de concretarlo. Señor, este Von Hess sabía
cosas.
El Caballero dijo:
—Los grandes hombres, en su soledad, pueden llegar a unirse
emocionalmente. Aunque uno sea alemán y el otro inglés. Cuando creyó que
ya tenía suficiente pergamino para trasladar sus escasos conocimientos,
vendió la granja y recorrió Inglaterra lentamente, de punta a punta,
comprando un poco de papel aquí y otro poco allá, para ir tomando notas para
su libro, pero nunca en una cantidad que pudiera provocar el más mínimo
comentario. El coche lo conducía el chico nazi, Johann Leder, la única

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compañía que tuvo en todo el viaje. Dormía en vulgares hostales ingleses,
pero esto no era sorpresa alguna para los caballeros que llegaban a tener
noticia de sus viajes. No era más que el deshonrado Von Hess, el Cobarde,
por supuesto que no se tomaría la molestia de ir a casa de ningún caballero ni
de sentarse a ninguna de sus mesas. Llegó muy al norte, hasta la isla de Skye,
en Escocia, y allí se estableció en una caseta, una simple cabaña, para escribir
su libro. Como no le habían confiscado las fincas que tenía en Alemania,
podía permitirse comprar incluso un castillo, pero él ya no quería nada más
que una habitación, una mesa, su tinta especial y algo de comida para ir
trampeando. Planificaba y replanificaba, iba tomando notas a lápiz, con letra
muy pequeña, en la escasa provisión de papel ordinario que tenía, y se
exprimía la memoria hasta que, a veces, esta amenazaba con fallarle
completamente y caía presa del pánico y la desesperación. Es comprensible,
tenía que estar seguro de todo lo que escribía, tenía que organizarse bien, y
tenía que ser conciso. Aun así, no sabía nada sobre la confección de libros ni
nunca había escrito nada en su vida, salvo un par de informes sobre
cuestiones agrícolas y correspondencia privada. Cuando hacía dos años que se
concentraba y planificaba de este modo, llegó a la conclusión de que ya había
compilado todo lo que podía recordar sobre la historia de los seres humanos,
y de que lo había ordenado de una forma adecuada para que incluso los
hombres completamente ignorantes lo pudieran entender. Así pues, empezó a
escribirlo en el libro de pergamino, muy despacio, dibujando los trazos de
cada letra con el mayor cuidado para ahorrar espacio sin que la escritura
dejara de ser legible. Y cuando había escrito más o menos la mitad, se dio
cuenta que la vista le empezaba a fallar.
—No —suspiró Alfred—. Oh, señor.
—Sí. No se atrevió a ir a ningún lado para que le miraran los ojos. Nunca
había llevado gafas, y el médico, cuando supiera quién era aquel caballero,
podría preguntarse cómo era posible que criar ovejas y esconder su vergüenza
en las Tierras Altas de Escocia le hubiera podido perjudicar la vista de aquella
manera. Arnold compró una selección de lentes en Alemania y se las llevó a
su padre; de hecho, durante unos años, siempre que alguno de sus hijos lo iba
a visitar le llevaba gafas de varias graduaciones para que las probara. Pero
ninguno de ellos sabía lo que estaba haciendo su padre, porque cuando
estaban allí cerraba con llave la puerta de su habitación y se abstenía de
trabajar en el libro. Dice que cree que Johann Leder, en cambio, sí lo sabía,
pero no le dijo nada a nadie; de hecho, tenía que saberlo a menos que fuera un
hombre de pocas luces. Con gafas, Von Hess pudo continuar bastante bien,

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pero, aun así, su ceguera iba en aumento y cada día escribía menos. Sin
embargo, su escritura nunca perdió su belleza y claridad: con fuerza de
voluntad, al parecer, continuó haciéndola pequeña, uniforme y bien trazada.
Tardó cinco años en transcribir el contenido de todas las notas y terminar el
libro. Le quedaron algunas hojas en blanco al final, pero dice que no fue su
ceguera lo que le privó de llenarlas, sino que no tenía nada más que escribir
de cuya veracidad tuviera certeza. Entonces hizo venir a Arnold y le habló del
libro. A menudo me lo he imaginado, tal vez en una agradable tarde de
verano, puesto que la fecha al final del libro es el 6 de junio (este es el mes
que ahora llamamos himmler), tal vez sentado en la puerta de su cabaña, con
sus lentes sobre la nariz, mirando a Arnold fijamente, apenas capaz de ver la
expresión de sus ojos, e incapaz por completo de ver la belleza de la isla de
Skye al anochecer. He estado allí, y vi una cabaña en el poniente de la isla
que me imaginé que podría haber sido la suya. Tal vez todavía vestiría su
guerrera de caballero, muy gastada y descolorida, con las esvásticas doradas
en el cuello que lo identificaban como miembro del Círculo Interior. O quizás
la escena habría tenido lugar dentro de la casa, al amor de la lumbre, en uno
de aquellos días eternos de niebla tan espesa que cala hasta los huesos y que
hacen que aquel clima sea tan crudo nueve meses al año. Fuera como fuere,
húmedo o agradable, dentro o fuera, consiguió que Arnold le entendiera. Ven
aquí otra vez, Alfred.
Alfred dio la vuelta al escritorio y miró por encima del hombro del
Caballero. El anciano abrió el libro a pocas hojas del final. Alfred vio unas
líneas de la escritura artesanal de Von Hess, luego un espacio, y luego unas
palabras en alemán en una caligrafía que, en comparación, se veía
extremadamente torpe, raquítica y descuidada:
Mi padre, Friedrich von Hess, Caballero Teutónico del Círculo Interior de los Diez,
me dio este libro el 19 de junio de 2130. Entonces tenía setenta años y estaba casi
ciego, y como ya no tenía ninguna razón para vivir, a pesar de que, como él mismo
me dijo, lo inundaba una fe absoluta en la bondad y la universalidad de Dios, se quitó
la vida el día siguiente, el 20 de junio de 2130. Me pidió que lo llevara a un lugar no
muy lejano llamado los Verdugones de los Coolins, rodeado de colinas abruptas, y
que lo dejara allí tres horas. Cuando volví, mi padre estaba muerto. Se había tomado
un veneno que debía de llevar encima desde que dejó Alemania diez años antes.
Había un pequeño trozo de papel a su lado en el que enviaba recuerdos y cariño a
Kaspar, a Friedrich y a Waldemar, y a mí, Arnold, me escribió: «Sé fiel y custodia el
libro». Así pues, aquí dejo constancia de mi juramento.

Juro ser fiel y custodiar este libro.


Arnold von Hess, Knecht

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Debajo había una lista de nombres escritos a mano en diferentes
caligrafías, precedidos todos ellos de las palabras Und Ich.
El Caballero pasó la página y la lista continuaba. Casi todos los hombres
de la estirpe Von Hess se llamaban igual que alguno de los cuatro hijos del
viejo escribano. Alfred echó un vistazo a la lista hasta que llegó a la última
inscripción, escrita con una letra casi tan exquisita como la del mismo libro:
«Und Ich, Friedrich von Hess, Knecht».
—¿Y juras ser fiel, Alfred?
—Sí.
—Entonces coge esta pluma, mójala en la tinta especial que hay en este
frasco y escribe tu nombre debajo de los demás.
—No se me da nada bien esto de escribir, señor —⁠dijo Alfred,
apesadumbrado⁠—. Dejaré la página hecha un desastre.
—Pero ¿sabes escribir?
—Bueno, sí.
—Entonces puedes copiar el Und Ich.
—Ich bin nicht Ich —⁠dijo Alfred⁠—, yo soy yo.
Con mucho esmero escribió en inglés un alargado y desgarbado «Y yo»
debajo del último Und Ich alemán. Debajo de los nombres de los Von Hess
escribió «Alfred», y debajo de Knecht escribió, con penas y fatigas, la palabra
«inglas».
—Quizás sería mejor que fueras inglés —⁠dijo el Caballero⁠—. Dame la
pluma. —⁠Hábilmente corrigió la falta de ortografía de Alfred⁠—. Supongo que
nunca se te presenta la ocasión de escribir, ¿es así? —⁠le preguntó.
—No muy a menudo. No hay nada sobre qué escribir. Prácticamente lo
único que llego a escribir es «Conforme» en las fichas técnicas de los
motores.
—¿No tienes que llevar registros de existencias, hacer pedidos de
herramientas y cosas por el estilo?
—Eso lo hace el nazi encargado del taller. Soy el primero de esta lista sin
apellido. Queda un poco mal, ¿no le parece? «Alfred» a secas.
—Podrías haber puesto Alfred Alfredson.
—Eso no serviría para nada. No es un apellido de verdad como Von Hess.
Usted se llama Friedrich Kasparsohn von Hess.
La tinta ya estaba seca y el Caballero cerró el libro.
—Ese nazi, ese tal Johann Leder, él tenía apellido. ¿Cómo es posible? Y
Hermann tampoco tiene, como yo.

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—Ya os lo explicaré mañana… —⁠dijo el Caballero. Parecía cansado⁠—.
Cómo perdisteis vuestros apellidos y todo lo que sé sobre el tema. Ya sé que
debes de estar lleno de preguntas, pero por hoy ya ha sido suficiente y ahora
os tendríais que ir, y, a pesar de que el libro ahora ya es tuyo, Alfred, todavía
no te lo puedes llevar. Tengo que pensar cómo hacerlo para pasártelo.
—Señor, ¿cómo pudo arriesgar su vida haciéndome pilotar un aeroplano
si sabía que si se mataba este libro terminaría destruido?
—No dejo de ser alemán, y caballero. No siempre es fácil ver dónde
reside el verdadero deber de uno. Pero tengo que reconocer que fue mi manía
supersticiosa lo que me empujó a volar contigo. ¡Hermann!
Hermann dio un brinco como si lo hubieran despertado de repente de un
sueño profundo. Se puso firme sin pensárselo.
—Ve al final del pasillo, abre la puerta y espera fuera con Heinrich hasta
que venga Alfred, pero no hables con él. Saludo. ¡Media vuelta! Al frente,
¡marcha!
Hermann, marcando el paso muy rígido, salió del despacho y cerró la
puerta.
—Alfred, dile de mi parte que hoy, si no le apetece, no hace falta que
trabaje en la granja. No le quites la vista de encima. Cuida de él. Podría ser
que intentara matarse, o matarte a ti. Ten cuidado y toma esto.
Esto era un pequeño revólver que el Caballero sacó de un cajón del
escritorio.
—Mejor no, señor —dijo Alfred—. Si alguien lo encontrara o si lo tuviera
que usar, se levantaría un escándalo de miedo. No pasa nada si nos peleamos
de vez en cuando.
—Pero él tiene un puñal y tú no tienes nada. Lo tienes que entender,
Alfred, no puedes morir asesinado, de ninguna de las maneras. Hermann no
sabe controlarse si no es con disciplina, y ni diez ni cien Hermanns
compensarían tu muerte.
—No me matará —dijo Alfred—. Y tampoco se suicidará. Cuidaré de él
mientras esté aquí —⁠añadió, un poco inquieto⁠—. Solo me quedan quince días.
—¿Lo ves? No tendríamos que haberle dicho nada.
—No, es verdad. Lo siento, señor. Veré qué puedo hacer para sacarlo de
su aturdimiento.
—Tengo mucho en lo que pensar —⁠dijo el Caballero⁠—, así que Heil
Hitler, Alfred. Puedes volver a venir… a ver, digamos… mañana a las seis de
la tarde.
—Señor… —dijo Alfred, dubitativo.

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—¿Sí? Dime.
—¿No creéis que es arriesgado que un inglés y un campesino nazi vengan
a veros cada dos por tres? Una vez, para un tirón de orejas, aún.
—No hay ningún problema —dijo Von Hess, con una sonrisa cansada⁠—.
La reputación de mi familia es, afortunadamente, tan peculiar que puedo
hacer casi cualquier cosa que me parezca. Auf wiedersehen.
Alfred hizo el Saludo y se fue.
Al salir del pasillo encontró a Hermann y Heinrich plantados como dos
tallas de madera, uno a cada lado de la puerta, mirando al vacío, ignorándose,
aparentemente, el uno al otro. Alfred se detuvo a observarlos, ahora a uno,
ahora al otro, y pensó que cualquiera de los dos podría servir como modelo
del Hitler legendario. Los dos eran jóvenes, muy altos, corpulentos y rubios.
Se preguntaba si la apariencia varonil de Heinrich ocultaba la misma
debilidad que Hermann, una profunda necesidad de depender de los demás.
Nadie lo diría de Hermann solo con mirarlo. Si tenía la barbilla poco
prominente, su espesa barba dorada lo escondía. «Supongo que esta debilidad
nos irá bien», reflexionó Alfred, «si puedo hacer que solo piense en mí,
quizás se sentirá mejor. ¡Pobre chaval! Ha sido un error hacerle venir a
escuchar. Ni siquiera es medio hombre».
Estos pensamientos no fueron más que un breve momento de duda,
mientras cerraba la puerta.
—Vamos, Hermann —le dijo, dándole un golpecito con el codo⁠—. El
noble señor me ha dejado muy claro que no quiere que nos quedemos por
aquí haciendo el remolón y que ahuecáramos el ala. Al frente, ¡marcha!
Hermann se puso a marchar de una sacudida. Caminó en silencio con
Alfred hasta que estuvieron fuera del recinto del Caballero y fueron de
camino a la granja.
—¿Adónde me llevas? —preguntó con voz apagada.
—Pues adonde tú quieras. El Caballero dice que si no quieres no hace
falta que trabajes hoy. ¿Qué tenías que hacer?
—Cavar con la azada.
—Entonces, si quieres trabajar, dame una azada, dime cómo se coge y
cavaré contigo.
—¿Ha dicho que no hace falta que trabaje?
—Así es.
—Ha dicho que soy un cobarde.
—No, hombre, no, no ha querido decir eso. Solo me estaba recriminando,
a mí, que estuviera orgulloso de que los ingleses hubiéramos tenido un

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imperio.
—¿Es verdad?
—¿El qué?
—¿Todo lo que ha dicho?
—Nadie podrá saberlo jamás. Pero, por la manera que le ha llegado el
relato, yo diría que sí. Si un alemán está realmente decidido a decir la verdad,
no puedo dejar de pensar que, hasta donde lleguen sus conocimientos, la dirá
tal como es, sin falsear nada de nada.
Hermann se detuvo y se giró para ponerse de cara a Alfred. No había
nadie a la vista.
—Por supuesto que piensa que soy un cobarde —⁠dijo Hermann⁠—. Y tú
también lo piensas. Piensas que no soy capaz de soportar nada. Y él también,
pero ninguno de los dos os dais cuenta de que para mí es peor que para
vosotros. Él lo ha sabido toda la vida. Tú estás ufano porque eres inglés. Yo
estoy hundido porque no soy nada, solo un vulgar nazi. —⁠Se le quebraba la
voz. Tosió y se recuperó⁠—. Pero los dos estáis equivocados.
—Me equivoqué —dijo Alfred—. Lo siento, Hermann. Es verdad que en
el fondo ya pensaba que no lo podrías soportar, que te quitaran de un plumazo
a tu Dios y tu fe en la infalibilidad de Alemania. Porque yo mismo, si creyera
en la infalibilidad de los ingleses y si tuviera a mi propio Dios inglés, por
supuesto que tampoco lo podría soportar. No obstante, me he equivocado de
lleno, te ha afectado mucho más de lo que pensaba. No era consciente de que
pudiera ser tan duro.
—¿Y el Caballero?
—No te lo quería contar. Pero no, él no es consciente, Hermann. No ha
habido nada en su vida que le influenciara tanto como el viejo Von Hess. Pero
¿era él un verdadero alemán? Sí que lo era, era uno de los alemanes más
puros que pueda haber; ¿puedes imaginarte algún otro tipo de hombre que se
preocupe tan poco por sí mismo, que sea tan decidido, tan devoto, tan
paciente, tan fuerte? Y, sin embargo, todo eso de la Sangre parece que no le
importaba demasiado. «La bondad y la universalidad de Dios» es el último
pensamiento que dejó escrito. Creía que Alemania tenía que gobernar el
mundo, y, a su vez, también pensaba que la verdad tenía que prevalecer. Fue
un gran hombre. Por Dios, Hermann, él creía en Alemania más que tú.
—Hablas demasiado —dijo Hermann⁠—, me confundes. Lo que quiero
decirte es que lo puedo soportar, que no soy ningún cobarde, penséis lo que
penséis tú y el Caballero… pero, Alfred, no me puedes dejar aquí.
—¿Dónde?

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—En Alemania. Tú dices… él dice que Alemania está equivocada… y
todo eso. Bueno, entonces, si me quedo aquí, me mataré. ¿Qué otra cosa
puedo hacer?
—Puedes seguir cavando.
De los labios barbudos de Hermann salió un grito de angustia totalmente
falto de orgullo.
—Alfred, si un hombre en quien confío me dice lo que tengo que hacer, lo
haré. Seas tú o sea el Caballero. No me importa cuál de los dos.
Alfred lo tomó del brazo.
—Hermann, muchacho, llevas demasiado rato pensando. Vamos a buscar
un par de azadas.
Pero él sí se puso a pensar. «¿Cómo puede ser que haya hombres como
Hermann? ¿Había hombres como Hermann en la época de aquella chica de la
fotografía? ¿No será, quizás, que no es tan infantil como parece, sino que es
más bien como una mujer, cuando las mujeres eran diferentes? Sea como sea,
no matará a nadie, y eso es bueno. ¿Cómo se debe usar una azada?».
Cuando llegaron a la granja, Hermann se fue al almacén de herramientas a
buscar dos azadas, y después a la cocina a pedir su fiambrera con la comida.
Le preguntó al cocinero si le podía dar otra para Alfred, y lo hizo sin poner
ningún inconveniente. Aquel largo encuentro con el Caballero les había
elevado, a ojos de los hombres de la granja, al estatus de privilegiados. Una
de dos, o el Caballero estaba terriblemente disgustado con ellos, y en ese caso
se merecían cierta solidaridad, incluso el inglés, o bien les tenía un aprecio
especial. El cocinero le dejó entrever su interés y curiosidad con indirectas,
pero Hermann se hizo el despistado y el hombre tuvo que volver a la cocina
insatisfecho. «Supongo que debe de ser por aquel corista», pensó, «quizás le
han dicho al Caballero que se ha muerto».
En el campo encontraron a otros hombres trabajando afanosamente entre
las largas hileras de raíces.
—Tienes que hacer así con la azada, Alfred. Ponte en la fila a mi lado y
no quieras ir demasiado deprisa. Es un trabajo duro.
—Esto son colinabos —dijo Alfred, arrancando distraídamente las hojas
de uno con la azada⁠—, pero tienen muy mala pinta.
—De acuerdo, pero no les arranques las hojas, que si no, no saldrá nada
bueno. La verdad es que no crecen nada bien en esta parte de Alemania. No
tienen suficiente humedad. Es uno de los eternos experimentos del Caballero
con abonos especiales. Está convencido de que, si se cava a menudo, se
compensará la lluvia que no cae cuando hace falta.

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—Así que también es aficionado a la agricultura, como el viejo.
—Sí, pero es muy malo —dijo Hermann, casi sonriendo⁠—. Hace las cosas
más extravagantes. No caves tan hondo. Solo hace falta que remuevas la
superficie.
—¡Santa Noche! —no tardó en murmurar Alfred, refiriéndose a la noche
en que Hitler se esfumó para siempre en el Bosque Sagrado⁠—. ¡Qué
porquería de trabajo!
Le dolía la rodilla, el sudor le chorreaba por todo el cuerpo y tenía un
dolor insoportable en la espalda. Hermann se iba alejando de él rápidamente
sin esforzarse lo más mínimo, o al menos eso parecía. Pero Alfred no quería
pasar la vergüenza de darse por vencido. Se esforzaba para avanzar tan rápido
como podía, tratando de alcanzarlo. Aun así, cada vez estaba más retrasado,
porque el alemán, totalmente inmerso en su tarea, iba acelerando el ritmo
cada vez más. «Este muchacho es una máquina de cavar con turbina», pensó
Alfred, deteniéndose un instante para enjugarse el sudor de los ojos. «Espero
que haya algo para beber a la hora de la comida».
Afortunadamente para él, habían llegado al campo cuando faltaba poco
para la hora de la comida. Cuando ya estaba del todo para el arrastre y a punto
de claudicar, llegó la deseada llamada para ir todos a comer al cobertizo.
Alfred estiró la espalda, que parecía que se le había comprimido en forma de
arco, cogió la chaqueta y fue renqueando hacia el grupo de cavadores. Lo
recibieron burlándose de él amigablemente.
—Vale, vale… —dijo, dejándose caer bajo la sombra⁠— es que no estoy
acostumbrado. Si vosotros probarais a reparar un motor, acabaríais igual.
—Eso es un trabajo para especialistas —⁠dijo uno⁠—. Cualquiera, incluso
un inglés, tendría que ser capaz de arrastrar una azadita por el suelo.
—Me temo que esta tierra sagrada que tenéis aquí en Alemania es
demasiado compacta para mí. ¡Salchichas! Vosotros, los nazis, sí que vivís
por todo lo alto. ¿Todos los trabajadores del campo comen tan bien como
vosotros? ¿Tenéis agua?
—Hay cerveza. Pásasela, Hermann. Está hecho polvo, el pobrecito.
Alfred bebió agradecido. La cerveza estaba aguada, pero había mucha y
no estaba amarga.
—Lo que comemos depende, en parte, del caballero para el que
trabajamos —⁠explicó uno de ellos⁠—. Hay muchas cosas que solo tenemos los
días de fiesta, claro. Mantequilla… cosas así. Pero nuestro caballero es muy
bueno. Los Von Hess pueden estar locos, pero no son rácanos. Es triste que el
viejo no tenga ningún hijo.

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Hermann se sentó junto a Alfred bajo la sombra, masticando despacio. No
decía nada, pero tampoco escuchaba lo que decían los demás. Cuando se giró
para mirar a Alfred, lo hizo con una mirada extrañamente estúpida y perdida,
vaga pero desesperada, como la de una mujer que acaba de tener que entregar
a su hijo aún bebé.
—Todo irá bien, todo —⁠murmuró Alfred en inglés⁠—. El Caballero velará
por nosotros. Nos dirá lo que tenemos que hacer. Tú continúa cavando con la
azada y deja de pensar.
Hermann asintió.
—Si estuviera cavando durante un año, más o menos, ¿llegaría a ir tan
rápido como Hermann? —⁠preguntó Alfred.
—Lo dudo mucho. Es el más fuerte de la granja.
—Entonces no me molestaré en aprender. Cavaré un poco más a eso de
las cinco, cuando no haga tanto calor.
—¿Dónde vas? —preguntó Hermann en el acto.
—A dormir. Y luego a la tienda a comprar cigarrillos. Mirad, anfitriones
míos y todos buenas personas, si me mantenéis a base de salchichas, cerveza
y sopa, puedo permitirme compraros cigarrillos. Vuestro paternal y generoso
Gobierno me da dos marcos diarios para gastos, además del pase para el
ferrocarril. ¿Qué queréis que compre?
—Por relación calidad-precio, los puros pequeños salen más a cuenta que
los cigarrillos. Pide los paquetes del precinto rojo. ¿Te han dado todo el
dinero de golpe antes de salir de Inglaterra?
—Puedo presentarme ante el comisario de cualquier caballero para pedirle
hasta cierta cantidad cada vez. Lo anota en mi salvoconducto y me da lo que
le he pedido.
—Entonces, ¿podrías pedir de golpe todo lo que te queda y zamparte un
buen festín en Hamburgo o allá donde sea que aterrices?
—Podría. Pero me echarían de Alemania arrastrándome por la oreja y me
llevaría una mancha como devoto. Y tendría que volver a trabajar. Prefiero
quedarme el mes entero y ver todos los lugares sagrados.
—¿Cuáles te han gustado más hasta ahora?
—El Bosque y el Rin.
—El Rin no es particularmente sagrado. Solo lo es por la zona que Él
atravesó a nado.
—Es precioso —murmuró Alfred, adormilado⁠—. Bueno, señores, cuando
volváis a la faena, no hagáis demasiado ruido con las azadas.
—Hermann, a este le conviene una buena paliza. ¿Por qué no se la das?

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—Dásela tú —respondió Hermann—. Pero no servirá de nada. Después
continuaría siendo igual. Y puede que no os trajera el tabaco.
—¿Por qué no lo matamos, le birlamos los dos marcos, o los que lleve, y
compramos el tabaco nosotros mismos?
—Porque sería mejor torturarlo, hacerle pedir el resto del dinero al
Comisario, y después matarlo, entonces sí. No creo que nadie se preocupe
mucho si nunca más vuelven a ver a un inglés estrambótico. Vamos, chicos.
Manos a la obra.
Hermann se levantó y se quitó la chaqueta. La deslizó bajo la cabeza de
Alfred para que le sirviera de almohada.
—Inglés estrambótico, ya tienen razón, ya —⁠dijo.
Alfred, que ya estaba profundamente dormido, abrió la boca y empezó a
roncar.
—¿Todos los ingleses son tan perezosos como este? —⁠preguntó alguien a
Hermann mientras volvían con desgana al trabajo.
—Pues no tienen prisa para ponerse a trabajar, ninguno de ellos. Pero
Alfred, cuando se pone, es rápido y eficiente. En el aeródromo donde trabaja
tienen muy buen concepto de él. Si fuera nazi ya haría cinco años que sería
capataz de tierra del taller en el aeródromo.
Hermann volvió a su hilera solitaria. El ritmo del duro trabajo lo
tranquilizó; logró abstraerse hasta el punto de que prácticamente no era más
que un simple puñado de músculos que funcionaban solos a la perfección. La
cabeza se le llenó de paz, la paz del vacío. Pero, a pesar de la concentración
física, tomó conciencia de su estado cuando Alfred, dos horas después, se
despertó y atravesó el campo.
Lo saludó con la mano, y él le respondió levantando la azada. Tenía la
esperanza de que fuera a hablar con él, pero no lo hizo. Se fue hasta la puerta
de la verja y desapareció. Alfred se sentía como si tuviera la fuerza de diez
hombres. Toda la vida se había sentido un hombre nuevo cuando se
despertaba, más que después de comer, de beber, de disfrutar del amor o de la
lujuria, o de conseguir algún logro en el trabajo, y no solo en el aspecto físico.
Nunca se lo había sabido explicar, pero por muy desesperado y desmoralizado
que estuviera en su lucha de casi toda la vida por no dejar de creer que había
una luz en la oscuridad de los orígenes de la humanidad, cuando se despertaba
después de una buena siesta siempre se sentía renovado para la batalla, y el
pesimismo, el abatimiento y el miedo a volverse loco habían desaparecido.
Era como si algo dentro de él, que no era su cerebro, continuara pensando
mucho mejor de lo que él era capaz, y, a pesar de que no sabía aclarar nada en

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concreto, cuando se despertaba siempre tenía la sensación de haber avanzado
un poco. A veces se dormía pensando en suicidarse para así descansar
eternamente de ese conflicto amargo, lo que era peor, porque era como una
batalla contra el viento y la niebla, pero después se despertaba decidido a
vivir hasta el último minuto posible de la hora señalada. «Estoy seguro»,
pensaba en esos momentos de euforia gigantesca, «que si continúo pensando
el tiempo necesario y con la intensidad necesaria, lo entenderé». Después de
su profunda y reconfortante siesta bajo la sombra, más profunda y más
reconfortante de lo que era habitual por la noche que había pasado desvelado
y por su incursión frenética e inexperta en el ámbito de la azada, estaba
convencido de que el mundo ciertamente era un paraíso. Porque de ninguna
manera habría cambiado aquel paisaje alemán, y la posibilidad de pasearse
por él, por ningún Valhalla o por ningún paraíso de los héroes, ni por ningún
otro tipo de paraíso sobrenatural y eterno. Cuando se acostó estaba feliz,
porque, después de escuchar la historia del Caballero, vislumbraba luz en el
horizonte, y ahora que se había despertado, sentía cómo el mecanismo secreto
de su interior, aquel que siempre le obsequiaba con un mensaje que nunca era
directo pero que siempre era enérgico y esperanzador, había pegado el
habitual salto adelante.
«Ahora lo voy a entender todo», pensaba, «cuando tenga el libro de Von
Hess en mis manos y lo lea, todo se aclarará. La parte difícil, pensar en
solitario, ya está terminada. Y yo estaba en lo cierto. La Sangre es una
patraña. Los hombres son hombres. Algunos son más fuertes que otros, eso es
todo. Y todo esto de las mujeres… Tengo que pensar sobre las mujeres.
¿Cómo se hace eso? Ellas ¿piensan sobre sí mismas?». Hizo un gran esfuerzo
para reflexionar sobre las mujeres sin prejuicios sexuales y con objetividad y,
al menos, consiguió concentrarse. Cuando volvió a prestar atención a su
entorno físico, se dio cuenta de que había atravesado todo el pueblo y estaba
cojeando por la carretera hacia el bosque donde él y Hermann se habían
bañado el día anterior. «Parece como si hubieran pasado seis semanas», pensó
mientras daba media vuelta. «Maldita pierna. La he hecho caminar más de lo
necesario». Pero no tardó en olvidar las molestias a favor de sus
pensamientos. De repente, se detuvo y miró su bastón de arriba abajo.
—¡Dios mío! —dijo en voz alta, aparentemente al bastón⁠—. ¡Qué buena
idea! ¿Qué defecto debe tener?
Pero, como es lógico, su idea no tenía ningún defecto, solo era totalmente
ilusoria y ridícula. Volvió a ponerse a andar hacia el pueblo. «Probablemente
sea totalmente acertada», pensó, «porque cuando empecé a pensar que era

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superior a casi todos los alemanes que conocía también pensé que era una
idea ilusoria y ridícula. Todo es ilusorio si sale del camino que te han
marcado desde que naciste. De momento lo probaré con el Caballero. Bueno,
pero ahora no puedo pasarme el pueblo de largo otra vez sin comprar los
puros. Precinto rojo. Y tendría que volver con Hermann. ¡Mañana a las seis!
Será como esperar seis semanas más. La vida se me está alargando a marchas
forzadas».
Alfred empezó a cantar una melodía que había oído a un escocés, una
tonada melancólica y pegadiza que no tenía nada que ver con la música
alemana. Se había ido transmitiendo desde las tribus que habitaban la
oscuridad de antaño. «Row bonny boat, like a bird on the wing, over the sea
to Skye».
La canción solo tenía dos partes, pero que las palabras se acabaran no
parecía razón suficiente para dejar de cantarla. La primera parte de la tonada
fluía hacia la segunda, y el final de esta fluía de vuelta hacia el principio. El
escocés la solía tocar con una flauta de madera, una vez tras otra, hasta que
entraba en un profundo estado de melancolía celta que siempre hacía que el
día siguiente estuviera de mejor humor. Era una flauta muy buena y, a pesar
de que él nunca lo admitió, Alfred estaba casi seguro de que era de
fabricación cristiana; ¡era tan dulce el sonido que salía de ella! Quién sabe si
Von Hess escuchó esta melodía en todos aquellos años que estuvo viviendo
en Skye. ¡Cómo debía de extrañar la música alemana el pobre valiente
defensor de la verdad! Lejos de cualquier aparato receptor de radio público y
sin poder hacerse con uno para su uso personal, salvo que Arnold se lo llevara
y le fuera suministrando las válvulas, las bobinas y todo lo que le fuera
necesario para mantenerlo. De todos modos, no tendría electricidad. Pero,
claro, era muy rico, podía ir pidiendo que le enviaran radios nuevas desde
Inglaterra siempre que quisiera. Que el caballero deshonrado tuviera un
receptor de radio no tenía por qué levantar ninguna sospecha. Pero quizás no
tenía ningún interés en escuchar nada del mundo exterior, ni siquiera su
música. Alfred no tenía dotes musicales; no cantaba bien ni tampoco sabía
tocar una flauta de madera, ni siquiera una cristiana, y eso que en manos del
escocés parecía que tocaba sola. Pero le gustaba mucho la música y, en
ocasiones, le dejaba profundamente impresionado. A veces le era difícil no
tener una sensación de auténtica inferioridad cuando escuchaba una coral o
una cantata de Bach interpretada a la perfección por el coro nazi de la gran
iglesia de los cuarteles de Salisbury. La facilidad que los alemanes tenían para
la música era asombrosa. Cuatro paletos cualesquiera podrían, con solo un

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trocito de una canción sencillita, llenar de felicidad o de desesperación a
quien les estuviera escuchando, según la predisposición de su estado de
ánimo. Y en cuanto a los compositores, Bach, Brahms, Beethoven… cuando
se les escucha, sí, uno tiene momentáneamente la sensación de que hubo una
época en el pasado en que los alemanes nacían con una cierta superioridad
natural. La música era importante, Alfred estaba seguro de ello. Ningún
hombre de acción llegaría a tener nunca ni un mínimo de la grandeza de Bach.
«Si me hubieran dicho que Dios era él», pensó Alfred, «quizás aún sería
creyente». De repente, se le ocurrió una teoría reconfortante. ¡Quizás no era
alemán! Quizás vivió mucho antes que Hitler y pertenecía a alguna otra
civilización perdida. ¡Quizás era inglés! Pero lo negó con la cabeza. Si era tan
evidente que los alemanes eran una nación profundamente musical, no había
ningún motivo particular para suponer que los grandes compositores no
fueran alemanes. «Wagner», pensó, «es tan alemán como el Aeroplano
Sagrado. Pero Bach… bueno, no, pero él, siendo franco, está por encima de
cualquier valoración. Debía de ser —⁠probablemente era⁠— una especie de
punto culminante de las civilizaciones en general. Los mismos nazis suelen
emocionarse mucho más con Wagner. Quizás fue en la época de Von Wied
cuando se empezó a decir que era alemán. Como manifestación del pánico, de
la histeria que originó toda aquella avalancha de violencia y brutalidad y la
aparición de las virtudes sagradas. Pero yo ya no creo nada de lo que se dice.
“Alemán” no quiere decir nada más que “hombre que tiene miedo de la
verdad”. Excepto Von Hess. Quizás hubo un tiempo en que todos eran como
él. Entonces habría sido una nación apta para gobernar, pero tan pronto como
empezaron a hacerlo se corrompieron. Así pues, el poder corrompe, y cuanto
más poder se tiene, más corrupto se es. Pero yo tengo poder sobre Hermann, y
sobre docenas y docenas de otros hombres, y no me he corrompido. Es el
poder físico el que corrompe. Todo se reduce a eso. La rebelión tiene que ser
sin armas, y el poder detrás de la rebelión tiene que ser espiritual, tiene que
salir del alma. Del mismo lugar de donde Bach sacó su música. De Dios,
quizás. ¿Qué es Dios? “Una fe absoluta en la bondad y la universalidad de
Dios. El sentido común viene y se va como el mejor momento de una puesta
de sol”. Tiene narices que adoren aquella cosita sonriente, débil, gorda y de
cabello oscuro, cuando podrían adorar a Bach o a Von Hess. Pero, claro, no
saben nada de Von Hess. Y tampoco saben que Hitler era una cosita
sonriente, débil, gorda y de cabello oscuro, a pesar de que seguramente debía
de ser un gran hombre. Adorarlo a él es, con toda probabilidad, tan sensato
como adorar a cualquier otro hombre. Ahora, puros, puros, piensa en los

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puros, que si no aquellos pobres desgraciados santos alemanes esta noche no
fumarán».

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CAPÍTULO SEXTO

Con puntualidad, a las seis de la tarde del día siguiente, Alfred y Hermann se
presentaron ante el Caballero. Von Hess dio a Heinrich las mismas órdenes
que el día anterior y, cuando el criado hubo cerrado la puerta, les pidió que se
sentaran, aunque ninguno de los dos lo hizo. Hermann empezó a hablar, pero
titubeaba y se detuvo. Alfred le echó una mano.
—Le quiere decir algo, señor.
—Bien, pues, adelante, Hermann.
—Mi señor —dijo Hermann, sin mirar al Caballero, sino fijamente al
suelo delante de él⁠—, si fuerais tan amable de concederme la gracia de
permitírmelo, preferiría hacer mi trabajo en la granja y no escuchar nada más
del libro de vuestro triplemente noble antepasado. No me tome por un
cobarde, por favor, pero es que no entiendo casi nada cuando Alfred y usted
hablan. Prefiero que Alfred me lo explique más tarde. Por eso le ruego, noble
señor, que me excuse de venir más.
—Por supuesto, Hermann, te excuso —⁠respondió el Caballero, aliviado
para sus adentros, pero escondiéndolo con educación⁠—. Sé que todo esto es
muy difícil para ti, y si no quieres escuchar más, es mejor que no lo hagas.
—No tengo miedo de escuchar ciertas cosas, señor. Solo es que no lo
entiendo nada bien y prefiero hacer mi trabajo.
—Entonces puedes irte. Ah, por cierto, Hermann, ¿cómo van esos
colinabos?
—No tienen buena pinta, señor. Son más o menos la mitad de grandes que
los de Wiltshire en la misma fase de crecimiento.
—Estarán mejor después de cavar —⁠dijo el Caballero, esperanzado⁠—.
Puedes irte.
Hermann hizo el Saludo, dio la vuelta agarrotado y se marchó. Alfred
obedeció al Caballero y se sentó.
—¿Cómo está Hermann, Alfred?
—Hundido.
—Yo lo veo bien.

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—Físicamente, sí, está bien, trabaja como una máquina. Pero ni de lejos
ha reaccionado como pensábamos. Cuando él aún creía en Hitler y yo no, era
violento, pero ahora se ha quedado sin nada en lo que apoyarse. Se ha
hundido por completo y ahora su vida depende exclusivamente de nosotros
dos. Ahora es nuestro perro, no el de Alemania. El alma de Hermann es muy
frágil, como la de un bebé. Pero me ha pedido que le diga que, a pesar de que
le considera su padre, su Dios y su autoridad, todo representado en una misma
persona, o algo parecido ha dicho, no puede quedarse en Alemania cuando yo
me vaya. Dice que si se quedara no tendría más remedio que suicidarse. No se
vería capaz de continuar viviendo.
—¿Incluso si le ordeno que no se suicide?
—No creo que fuera suficiente para evitarlo. Es un buen quebradero de
cabeza. Si me quedo más tiempo del que me autoriza el permiso de
peregrinaje, me arrastrarán esposado a casa y seré un hombre marcado. A
menos que usted pudiera solicitar que sea su mecánico de tierra privado, o
algo por el estilo.
—No quiero hacer eso. Eres mecánico del Ejército, y bueno, y harían todo
tipo de preguntas. Además, quiero que este libro salga de Alemania antes de
morir. No sé cuándo acontecerá mi muerte, evidentemente, pero soy viejo y
en invierno siempre cojo bronquitis. No, Alfred, debes regresar cuando toca.
Me figuro que lo que realmente quiere decir Hermann es que ahora no puede
vivir sin ti.
—Bueno, con usted no puede hablar, señor. Está demasiado por encima
de él. La verdad es que se encontrará completamente solo.
—Siempre ha sido infeliz, desde que volvió de Inglaterra, aunque tuviera
intactos sus principios. Nunca he visto a ningún trabajador como Hermann.
En estos últimos cinco años, la vida no habría tenido ningún sentido para él
sin la granja, es su refugio… En fin, pensaré en algo antes de que te vayas.
Alguna manera para enviarlo a Inglaterra. Quizás volviéndolo a incorporar al
Ejército. No, no funcionaría. Le harían preguntas por todos lados. Este
Imperio está tan malditamente bien gestionado que nadie puede hacer nada
tranquilo, sin llamar la atención.
—Él dice —comentó Alfred, escéptico⁠—, y si realmente lo dice de verdad
solo usted lo puede saber, supongo, que se resignaría a someterse al Exilio
Permanente antes que quedarse en Alemania sin mí.
—Oh —se sorprendió el Caballero⁠—, ¿eso ha dicho, de verdad? Hummm.
El Exilio Permanente era un castigo tan terrible que era preferible la pena
de muerte, al menos en teoría. Pocos nazis, si se les hubiera dado la opción,

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habrían estado tan faltos de orgullo como para escoger el Exilio. Era una
sentencia dictada normalmente solo por los más graves delitos de sedición
contra der Führer, contra la religión o contra Alemania, y ningún caballero
tenía la potestad para dictarla de forma individual; la tenía que pronunciar el
Tribunal Superior de Caballeros. Implicaba la pérdida total y para siempre de
la condición de alemán del inculpado, puesto que quedaría probado que su
Sangre se había infectado y era indigna; sería expulsado a perpetuidad de
Tierra Santa y, desde aquel momento, tratado como si perteneciera a una raza
inferior y conquistada. Alfred nunca había visto a ninguno de esos
desgraciados parias, y era un tema que cualquier alemán evitaría en una
conversación con un inglés.
—Tendrá que arrancar un pedazo del Aeroplano Sagrado o alguna otra
irreverencia por el estilo, ¿verdad? —⁠preguntó Alfred.
—De hecho, matarían al instante a cualquiera que hiciera algo así, no
fuera que la desesperación le acabara de hacer perder el oremus y cometiera la
irresponsabilidad de presumir de su fechoría. Normalmente suele ser por un
tipo concreto de traición. Solo hay una acción delictiva que pueda ser
castigada con el Exilio Permanente.
—¿Cuál? ¿Asesinar a un caballero?
—No. Llevar a un alemán a juicio malintencionadamente, con la falsa
acusación de haber tenido relaciones sexuales con una mujer cristiana. Eso
está contemplado como la peor ofensa que un alemán puede hacer a otro,
mucho peor que apalearlo o matarlo. Una acusación falsa por equivocación
sería castigada con severidad, porque el acusador tendría que haberse
cerciorado antes de presentarla, pero una acusación malintencionada es un
delito muy grave. Si Hermann realmente la lleva a término… —⁠El Caballero
hizo una pausa, frunciendo el ceño⁠—. No creo que lo pueda soportar.
—De todos modos, acusar a un chico ¿funcionará?
—Si el acusado es un chico, el Tribunal Superior de Caballeros aún lo
consideraría peor. Una criatura ingenua y pura en pleno despertar de su
virilidad alemana… ¡tratar de mancharlo de por vida con falsa inmundicia!
—Pero ¿y si el chico se defiende? Yo estoy completamente seguro de que
no es una acusación falsa malintencionada, aunque Hermann podría haberse
equivocado. Pero no creo que sea así.
—El chico está muerto. Murió ayer de una hemorragia interna.
—Pobre palurdo estúpido —se lamentó Alfred⁠—. No deberíamos haberle
hecho caminar. Pero parecía que se iba apañando.

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—Vivimos en una época en que la ternura y el humanitarismo apenas
tienen cabida —⁠observó el Caballero⁠—. La gente de Múnich está muy
molesta por la muerte del chaval, pero en realidad solo es porque aún podría
haber estado cantando seis meses más, poco más o menos. Sin embargo, fuera
cual fuera su talante, es muy improbable que dejara que sentenciaran a
Hermann con el Exilio Permanente si con su declaración hubiera podido
salvarlo. En cualquier caso, no nos tenemos que preocupar, puesto que ya no
puede hacerlo. Hermann tendrá que presentar una nueva declaración a fin de
manifestar que la muerte del chico lo abruma de remordimiento, que no había
ninguna chica (porque, si había una, es de suponer que solo podía ser
cristiana) y que presentó la acusación fruto de la rabia porque se sentía atraído
por el muchacho y él había rechazado sus insinuaciones con desdén. Me
atrevería a decir que los sentimientos jugaron un papel importante. La paliza
que Hermann le propinó no fue precisamente ordinaria.
—No —reconoció Alfred—, fue un arrebato descomunal de violencia,
brutalidad y arrogancia militar. Si no lo hubiera parado, le habría dado
puntapiés hasta matarlo.
—Tanto da —dijo el Caballero con frialdad⁠—, la vida de este chico no
habría sido precisamente un camino de rosas. Hermann se habría cerrado en
banda defendiendo con uñas y dientes que era una cristiana y aquel casi
seguro que hubiera confesado. Eso sería lo mismo que aceptar oficialmente la
sentencia.
—¿Cuál, el exilio?
—No. Como solo tenía catorce años, lo habrían apaleado de lo lindo
cuando se hubiera recuperado lo suficiente para poderlo soportar, pero habría
quedado marcado de por vida. En cuanto a Hermann, sus dos declaraciones
llegarán al Tribunal Superior de Caballeros. Las presentaré yo en persona
para dar fe de que se presentaron ante mí; Hermann tendrá que volver a
confesar en el juicio oral y, sin duda, su sentencia será el Exilio Permanente.
Eso si tiene el coraje de afrontarlo y si realmente lo quiere hacer. Esta manera
rocambolesca y humillante de expulsar a un hombre inocente del país puede
parecer extraña, pero, como he dicho antes, este Imperio está demasiado bien
gestionado; las autoridades saben dónde está todo el mundo y solo los
caballeros y los cristianos pueden desplazarse adonde les plazca.
—O los peregrinos, por una temporadita. Señor, he pensado algo sobre las
mujeres. Usted dice que están desanimadas y que han decidido no
reproducirse.

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—No puedo asegurarlo a ciencia cierta. Puede haber escondida alguna
razón física que explique por qué las niñas no nacen en una proporción
natural. Como dice Von Hess, en su época la investigación en el campo de la
biología sexual ya no se fomentaba.
—Oh, ¿y eso?
—Temían que se pudiera llegar a demostrar con certeza que es el hombre
quien determina el sexo del feto, y entonces nadie podría culpar nunca a
ninguna mujer por no tener hijos varones. Eso sería muy problemático.
También temían que se llegara a constatar que las hembras, puesto que son las
máquinas físicas más complicadas y desarrolladas, se cargan de vitalidad
durante la gestación y la concepción. Vamos, que se constatara que el sexo
femenino es físicamente mejor y que si los progenitores están cansados es
probable que nazcan más niños que niñas.
—¿Hay alguna evidencia en humanos que avale esto?
—Por regla general, en tiempos de escasez, asedios, bloqueos
prolongados y guerras, es decir, cuando los cuerpos están definitivamente
debilitados por la tensión nerviosa, la fatiga y la desnutrición, nacen más
niños. La explicación oficial fue que la naturaleza se preocupa por la
destrucción de los machos, toma cartas en el asunto y restaura el equilibrio.
No creo que sea en absoluto probable que la naturaleza haga las cosas de una
manera tan rápida y conveniente, y tampoco le tendría que importar
demasiado que haya escasez de machos, porque uno solo puede fertilizar a
cientos de hembras. La escasez de hembras es lo único naturalmente grave.
—¿Y eso es lo que está pasando ahora? ¿Que los progenitores no están
fatigados ni severamente malnutridos ni bajo tensión nerviosa?
—Sí.
—¿Y cómo puede usted saber que las mujeres son infelices?
—Eso lo sé. Y tú también lo sabrías si fueras caballero. Pueden ir tirando
hasta que se juntan todas en su Culto, entonces exteriorizan su profundo dolor
de forma automática con los aullidos más deprimentes que te puedas
imaginar.
—Pero si una mujer no se considera a sí misma nada más que un animal,
solo un conglomerado de úteros, senos, hígados y bofes, ¿por qué deberían
ser infelices, precisamente ahora que por fin se les exige que no sean más que
animales?
—Una vaca brama cuando le quitan a su ternero.
—Solo unos días, luego se olvida. Pero vuestras mujeres, cuando son más
viejas, ¿vuelven a ser felices? ¿Dejan de llorar?

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—Lloran siempre, a cualquier edad, excepto una cosa rara increíblemente
vieja y asquerosa que se llama Marta.
—¿Por qué tendrían que llorar las más viejas, si solo son animales? O las
jóvenes que aún no han engendrado ningún hijo, ¿por qué tendrían que llorar?
—¿Dónde quieres llegar, Alfred? Personalmente creo que las mujeres
están inmersas en un desánimo muy profundo. No lo niego.
—Pero ¿no ve que eso prueba que deben de ser algo más que animales
con un deseo innato de complacer a los hombres, como una buena perra con
su amo? Son animales y son complacientes con los hombres, si no, su patrón
de comportamiento sería diferente. No obstante, ahora, según dice usted,
están siendo ellas mismas, quizás, por primera vez en la historia. Aun así,
están desanimadas. ¿Por qué?
—No lo sé —respondió el Caballero⁠—. A todos nos gustaría saberlo.
—Es evidente como una esvástica que las mujeres son algo más que
animales y un reflejo de los deseos de los hombres.
—Pero, Alfred, míralas bien. Incluso la chica alemana de hace tanto
tiempo. Era hermosa, ciertamente, pero igual de dócil y adaptable. Las
mujeres siempre han actuado según el patrón establecido, por lo tanto, ¿cómo
pueden haber tenido nunca nada que fuera propio de ellas mismas?
—Cuando era un niño me educaron en la creencia de que era diferente de
todos los alemanes de una manera profunda e inalterable y de que, por el
hecho de ser diferente, era inferior. Cuando crecí, me di cuenta de que no era
así, y entonces llegué a la conclusión que todo esto de la Sangre era un
disparate religioso, porque todos los hombres son iguales en cierto modo,
pues algunos, tanto individuos como razas enteras, tienen habilidades
especiales que los diferencian. Los alemanes, por ejemplo, la tienen para la
música. Y habilidad marcial. Sin embargo, nunca lo hablé con nadie,
naturalmente, y los alemanes continuaron diciéndome que era inferior. De
repente, un día, mientras trabajaba en el taller con un nazi muy educado pero
terriblemente orgulloso de la supremacía de su sangre, me di cuenta de que si
él tenía razón en que éramos tan diferentes, entonces yo no era igual que él,
sino que, por descontado, era superior.
—Pero ¿por qué, Alfred? No pongo en entredicho que lo fueras, pero ¿por
qué «por descontado», si él tenía razón sobre la Sangre?
—Porque, si realmente hay alguna diferencia, la esencia propia de uno
mismo es la más evidente. Un hombre no quiere ser un elefante o un conejo.
Un elefante, si pudiera pensar, no querría ser un conejo o un hombre. Quiere
ser él mismo, porque uno mismo es lo mejor que hay en el mundo. En cierto

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modo, el mundo gira a su alrededor, su vida es el centro de todo. La vida de
uno mismo es el centro de todo. Si miras cualquier otra vida con envidia o
con deseo o con sensación de inferioridad, pierdes la tuya propia, pierdes tu
«yo». Así pues, si la vida de un alemán es diferente, pero de verdad, se siente
superior, pero yo también. La aceptación por mi parte de la inferioridad como
principio fundamental sería un pecado no solo contra mi condición de
hombre, sino contra la vida misma en general. ¿Conoce ese tipo de inglés que
siempre intenta hacerse pasar por alemán y difícilmente hablará en su propio
idioma?
—Sí.
—¿Verdad que los despreciáis mucho más que a un hombre corriente que
nunca finge ser lo que no es?
—Sí, desde luego.
—Y así lo hacen también la mayoría de alemanes, incluso aquellos que no
saben ni la mitad de cosas que usted. Los alemanes quieren, de forma
consciente, que aceptemos nuestra inferioridad e, inconscientemente, nos
desprecian por hacerlo. De forma inconsciente conocen la esencia de la vida y
saben que es un crimen contra ella. Bien, la razón por la que las mujeres
nunca han desarrollado lo que sea que sean, aparte de su cuerpo animal, es
porque han cometido un crimen contra la vida. Se les presenta otra forma de
vida, sin duda diferente a la suya propia, que no es ni la mitad de abstracta
que la Sangre, pero cuya diferencia viene marcada por el sexo, y dicen: «esta
forma de vida es mejor que la nuestra». Por este motivo, los hombres siempre
las han despreciado inconscientemente, mientras que de forma activa las han
instado a aceptar su inferioridad. Y así como aquellos ingleses frívolos no son
ni ingleses ni alemanes, sino unos cobardes idiotas e inmaduros, las mujeres
no son ni hombres ni mujeres, sino una especie de desastre.
—Pero, Alfred, Alfred, ¿no estarás diciendo que las mujeres tendrían que
creerse superiores a nosotros? Es una idea demencial.
—Es una idea lógica —replicó Alfred⁠—. No tiene que pensar en las
mujeres tal y como son ahora, es muy confuso, tiene que pensar en la
argumentación. Todo lo que es algo tiene que querer ser «ese algo» por
delante de cualquier otra forma de vida. Las mujeres son algo… hembras,
tienen que querer serlo, tienen que pensar que es la más superior, la forma de
existencia humana más sublime posible. Pero, por supuesto, nosotros no lo
tenemos que pensar, porque, si lo pensáramos, se volvería a cometer el mismo
crimen y, entonces, nosotros seríamos el desastre. Las mujeres tienen que
estar orgullosas de tener hijas, nosotros tenemos que estar orgullosos de tener

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hijos. ¿Podría haber existido alguna vez en el mundo una mujer que haya
estado tan orgullosa de tener diez hijas y ningún hijo como lo puede estar un
hombre de tener diez hijos y ninguna hija?
—¡No! —respondió sofocado el Caballero⁠—. Por supuesto que no.
Vamos, por lo que yo sé.
—Entonces, el crimen se cometió en los tiempos de oscuridad tribal de
antes de que empezara la historia, y ya lo tenemos —⁠soltó Alfred, satisfecho.
—¿Qué es lo que tenemos? —reclamó el Caballero.
—Tenemos la explicación de por qué las mujeres siempre viven de
acuerdo con un patrón impuesto, porque no son mujeres ni por asomo, nunca
lo han sido. No son ellas mismas. Nada puede ser lo que debería ser a menos
que sepa que es superior a todo lo demás. Ningún hombre podría creer que
Dios fuera una mujer. Ninguna mujer podría creer que Dios fuera un hombre.
Cualquiera de las dos creencias lo convertirían en un ser inferior.
—Pero, aparte de Dios, ¿cómo pueden las mujeres llegar a creerse
superiores, sea lo que sea en lo que se acaben convirtiendo, cuando no pueden
ser soldados? Algunas lo fueron, como leerás en el libro de Von Hess, pero
solo unas pocas a las que la naturaleza había obsequiado particularmente con
algún don especial. Siempre es necesario algún tipo de fuerza para defender
cualquier tipo de ley y las mujeres no tienen fuerza.
—Los valores humanos de este mundo son masculinos. No hay valores
femeninos porque no hay mujeres. Nadie puede saber qué es lo que
tendríamos que admirar o tendríamos que hacer ni cómo nos tendríamos que
comportar si hubiera mujeres en lugar de medio-mujeres. Es una situación
que se escapa a la imaginación.
—Todo este argumento es una fantasía de cabo a rabo.
—Este argumento es tan sólido y consistente como un flamante bloque de
cilindros. Las ideas que plantea parecen fantasiosas, pero no les encontraréis
ningún defecto. Y yo he estado cavilando cómo se podría encauzar para poner
fin al crimen. Hay dos cosas que las mujeres nunca han tenido y que los
hombres han tenido siempre, y están relacionadas con el desarrollo y la
estimulación. Una es la invulnerabilidad sexual y la otra el orgullo por el
propio sexo, que hasta el chico más humilde tiene por derecho de nacimiento.
Hasta que no puedan recuperar esas dos cosas, que perdieron cuando
cometieron su crimen al aceptar de los hombres la idea de que eran inferiores,
nunca podrán desarrollar lo poco que les queda de personalidad y vitalidad.
Es evidente que aún las tienen, si no ahora no se sentirían infelices.

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—Por supuesto que nunca podrán conseguir una invulnerabilidad sexual
total e incuestionable —⁠dijo el Caballero⁠—. No importa cómo sea la ley que
promulgues. Las leyes siempre se pueden violar.
—No quiero decir que se tengan que promulgar leyes, quiero decir
invulnerabilidad personal. Los animales salvajes, las hembras, la tienen.
Tienen sus épocas de celo; en otros momentos, tienen a los machos a raya. No
los quieren para nada y no tienen por qué aguantarlos. Con esto no quiero
decir que las mujeres puedan acabar adoptando ese comportamiento. Quiero
decir que habría un poder interior que surgiría por el mero hecho de ser ellas
mismas, de ser mujeres. Los hombres nunca las querrían forzar. Sería
impensable, imposible.
—Nada es ni ha sido jamás impensable ni imposible para los hombres.
Von Hess así lo dice.
—Nada es impensable para los hombres nacidos del desastre. Son muchas
las cosas malas que pueden ser impensables para los hijos nacidos de hombres
y mujeres.
—¿Y cuál es tu remedio, mi querido Alfred? —⁠preguntó el Caballero con
sarcasmo.
—El remedio, en teoría, es tan simple como el argumento. Se tendría que
imponer a las mujeres el patrón de vida masculino más elevado posible y,
cuando hayan recuperado mínimamente la capacidad de entendimiento, se les
tendría que explicar el crimen que habrían cometido tiempo atrás; que los
hombres, en realidad, no las admiran por lo que hicieron, sino que
interiormente las odian, y que ahora tendrían, tienen, que considerarse
superiores y educar a sus hijas en consecuencia. Lo que quiero decir es si,
para que puedan llegar a ser ellas mismas, ¿se les podría enseñar a leer? Una
vez supieran, lo que pudieran llegar a ser o a hacer supera todos los límites de
la imaginación.
El Caballero se puso a reír, casi histérico.
—Alfred, realmente eres el pensador más fantasioso que debe de existir.
Y eso que ni siquiera sabes que las mujeres sí sabían leer… Leer, escribir,
editar libros, componer música, tomar fotografías, construir casas (todo peor
que los hombres, por supuesto), podían ser abogadas, médicos, gobernantes,
soldados, pilotar aviones…
—¿Podían? ¡Válgame Dios! —⁠Alfred se quedó atónito y se puso celoso al
instante⁠—. ¡Y a nosotros no nos dejáis! ¡Vaya jeta!
—Pues sí, todo eso, y tú dices que el único remedio para todo pecado (por
lo que he podido interpretar) es que las mujeres tendrían que creerse

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superiores a nosotros.
—Y a todas las otras formas de vida, también —⁠dijo Alfred, en un tono
conciliador.
—Has llegado a tu conclusión por lógica, ciertamente, pero resulta que las
mujeres que hacían todas esas cosas nunca se sintieron superiores. Solo
ambicionaban la igualdad, las muy modestillas.
Alfred suspiró.
—Está pensando en las mujeres y no en el argumento. Por supuesto que
entonces nunca se creyeron superiores. No eran ellas mismas. Vivían según
un patrón masculino impuesto, igual que ahora las nuestras. No eran más
mujeres que las nuestras, solo estaban en mejores condiciones para poderlo
ser, si algún hombre hubiera tenido el sentido común de ver cuál era el
verdadero problema y explicárselo…
—No sabían que hubiera ningún problema.
—Pero usted sí que lo sabe. Me ha dicho que la docilidad de la mujer es la
tragedia de la raza humana y, cuando le explico qué la provoca, no es capaz
de entenderlo ni de aceptar el argumento de ninguna manera. No lo mira con
imparcialidad y, con toda probabilidad, este ha sido el problema que siempre
habéis tenido los alemanes. Pero ahora dejemos de lado a las mujeres, no
podemos hacer nada. ¿Cree que hay libros en el Imperio Japonés?
—No —dijo el Caballero—, no las pienso dejar de lado ni un solo minuto.
Si suponemos que las mujeres son un tipo de hombre inferior, y que cuando
estaban adaptadas al patrón más masculino imaginable eran ellas mismas y
eran capaces de imitar a los hombres bastante bien, como pasaba en la Rusia
socialista, ¿qué sucede entonces con tu argumento? Las mujeres rusas no eran
precisamente ineficientes en lo que concierne a proporcionar hijas.
—Cuando las mujeres sean lo que realmente son, el patrón no volverá a
cambiar nunca más. No permitirán que los hombres lo cambien. Pero usted
dice que a las mujeres no les importa cambiar el modelo, por muy
desventajoso que sea para ellas. ¿Hubo alguna vez en Alemania mujeres
doctoras, abogadas, escritoras y cosas por el estilo?
—Sí.
—¿Y qué pasó?
—Hitler las disuadió, pero no pretendía que fueran totalmente analfabetas,
feas y animales, ni que perdieran la nacionalidad ni la clase ni su derecho a
rechazar a un hombre.
—No, pero pretendía cambiar el patrón, aunque fuera solo un poco. ¿Y
qué decían las mujeres al respecto?

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—Estaban locamente entusiasmadas con él y con todo lo que hacía.
—Pues aquí tiene su respuesta. ¿Cómo puede ser que las mujeres estén
locamente entusiasmadas por un hombre? Permitir que algo totalmente
distinto de uno mismo te imponga su patrón de vida es un crimen antinatural.
Esto puede que le sorprenda, pero los nazis normalmente no sienten aversión
hacia mí, sino todo lo contrario. Tengo muchos amigos entre los nazis que
hay en Inglaterra, tipos que me gustan y a los que yo les gusto. Esto es así
porque, a pesar de que de puertas afuera tengo que aceptar el patrón de vida
alemán y sus creencias, porque pertenezco a una nación conquistada, de
puertas adentro lo he rechazado. Se dan cuenta, de forma inconsciente, de que
realmente soy yo mismo, distinto (si es que de verdad hay alguna diferencia
entre ingleses y alemanes), y de que, por lo tanto, me siento superior. Y les
gusta. Desprecian consciente e inconscientemente a los ingleses que tratan de
hacerse pasar por alemanes. A mí solo me desprecian conscientemente, y la
mitad de las veces lo olvidan por completo.
—No les gustarías tanto si anduvieras por ahí diciendo que eres superior.
—No, claro. Porque entonces la religión y la tradición, y todo tipo de
factores conscientes se pondrían de por medio. Además, haría falta un largo
recorrido de pensamiento imparcial y objetivo antes de que ningún alemán
pudiera llegar a darse cuenta de que podría continuar sintiéndose superior sin
hacer sentir inferior al resto del mundo. ¿Entiende lo que quiero decir?
—Puedo entender tu razonamiento cuando lo aplicas a vosotros y a
nosotros. Pero, en definitiva, todos somos hombres.
—Y, por lo tanto, no tan diferentes. Y probablemente no tenemos ningún
derecho a sentirnos solo superiores entre nosotros.
—Sin embargo, cuando lo trasladas a las mujeres, soy incapaz de seguirte.
La esencia de su inferioridad radica precisamente en el hecho de que son
diferentes por completo.
—¿Y por qué lo son?
—Porque su físico y estructura mental les impide hacer nada que merezca
la pena, de hacerlo bien, quiero decir, salvo su función animal de parir
criaturas.
—¿Y qué sexo decide los estándares de lo que merece la pena?
—El sexo masculino, como es obvio —⁠admitió el Caballero.
—¿Y cómo sabe qué harán las mujeres cuando dejen de ser sumisas y de
despreciarse a sí mismas, poniendo así fin a la tragedia de la raza humana?
El Caballero negó con la cabeza.

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—Volvemos a estar donde estábamos. Pensaré en todo lo que dices y
trataré de entenderlo. Pero mucho me temo que soy uno de esos hombres
incapaces de ser imparciales.
—Bueno, es lógico, Von Hess ha condicionado su manera de pensar.
Probablemente, la única posibilidad que tiene de pensar desde la
imparcialidad es forzándose a pensar por usted mismo. Cualquier tipo de
tradición le viciará sin remedio.
—¿Y cómo es que nunca habías pensado en las mujeres? Siempre han
estado ahí. No las he inventado yo, ni tampoco Von Hess.
—No sabía que fueran importantes. Si se me pudiera hacer creer que las
pulgas son importantes, pensaría sobre ellas seriamente desde la
imparcialidad y, en la medida de lo posible, sin prejuicios. Mi primera
reacción nunca sería del estilo «pero si solo es una pulga, una mísera y vulgar
pulga».
—Pero si alguien te plantea seriamente que una pulga se considera a sí
misma superior a cualquier otra cosa, y que toda la vida sobre la…
—¡Lo es! —gritó Alfred—. ¡Y a Dios le gusta que piense así! Sí, Dios,
sea lo que sea, tiene que querer que las mujeres se sientan superiores, y las
pulgas, y los piojos, y los hombres. Es condición indispensable para una vida
sana. Bueno, insisto otra vez, ¿cree que hay libros en el Imperio Japonés?
Libros viejos, quiero decir. Por favor, noble señor, dejemos de lado a las
mujeres. ¡Es tanto lo que quiero saber!
El Caballero, con un esfuerzo casi visible, alejó la mente de la cuestión de
las mujeres, la cual, aunque Alfred se la presentaba de una manera absurda y
repugnante, producía en él cierta fascinación profana, y la orientó hacia el
Imperio Japonés. Este, de pronto, por enorme y potencialmente peligroso que
fuera, parecía agradable en comparación.
—Tampoco creo que allí haya ningún documento preimperial
—⁠respondió⁠—. No lo sabemos, por supuesto; Asia y América son lugares
inmensos, y los japoneses, por muy ciegamente que nos imiten, no es
probable que nunca lleguen a ser tan minuciosos y tan pacientes en términos
de destrucción como nuestro pueblo. Pero Von Hess dedica una frase a
especular sobre este punto. Dice: «O bien en algún momento conquistaremos
a los japoneses y, por lo tanto, tendremos el mundo entero y sus documentos
bajo nuestro control, o bien los japoneses, cuya única característica mental
que les define como nación es la imitación simiesca, nos copiarán y destruirán
los documentos ellos mismos en cada país que conquisten». Todo lo que sé es
que los japoneses de la casta samurái se creen el origen de la civilización en

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Asia, América y Australasia; una creencia ciertamente ridícula, puesto que
incluso la cultura que tenían antes de occidentalizarse, la que podríamos decir
que era su cultura nativa, la habían heredado de los chinos. Los japoneses no
son capaces de ser el origen de nada ni de crear nada, salvo bebés con cara
amarilla. Afortunadamente, ahora les está fallando incluso esta chapucera
forma de expresión creativa.
—Me da la impresión de que tenéis algún que otro prejuicio contra ellos
—⁠insinuó Alfred⁠—. ¿Ha conocido a muchos japoneses?
—Estuve cinco años de servicio en la frontera oriental de Persia y, cuando
la tregua se convirtió a todos los efectos en una paz permanente (hasta que
algo cambie en uno u otro imperio) hubo contactos por cortesía entre nosotros
y los samuráis, que no calificaría con exactitud como amistosos. Solicité ir
expresamente porque quería entrar en contacto con los japoneses, y los
encontré más insípidos que cualquier cosa que te puedas imaginar. Son un
pueblo extremadamente aburrido. No tienen nada en la cabeza, nada de nada,
salvo máquinas de guerra, su honor y el Emperador.
—Pero entonces, ¿en qué se diferencian de la mayoría de caballeros
alemanes? ¿No será que cuando tropiezan con alguien con quien comparten la
misma idea de vida, pero que pueden criticar, en vez de verla como una mala
idea la ven insípida?
—Siempre he sabido que es una mala idea y siempre he sido capaz de
criticar a los otros caballeros. Y te aseguro que los japoneses son mucho más
insípidos y estúpidos que nosotros. Nosotros tenemos los restos de una gran
cultura propia; nuestra música, por ejemplo, es nuestra, expresa algo que
hemos perdido, es cierto, pero que era alemán cuando estaba vivo. Los
japoneses no tienen más que trapos sucios recortados de ropa vieja de otras
naciones. Si conquistaran el mundo entero, la cultura nunca podría comenzar
de nuevo, sería una actividad humana perdida, perdida por siempre jamás.
—¿Y qué me dice de las mujeres japonesas? ¿Son igual que las nuestras?
—Nunca llegué a ver a ninguna, aunque los japoneses las tienen
catalogadas igual que nosotros, por supuesto, como seres sin nacionalidad.
Copiaron la idea de Von Wied y las mujeres de Asia y América, vamos, las de
todo el Imperio, son todas iguales, feas, animales y desgraciadas. Si Oriente
hubiera sido conquistado por cualquier otra nación, los chinos, los rusos
siberianos o los norteamericanos, por ejemplo, el panorama sería muy
diferente.
—Y si Europa hubiera sido conquistada por otra nación que no fuera
Alemania, el panorama también sería diferente, ¿no es así? ¿O quizás es la

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conquista en sí misma lo que no funciona? Es difícil saber qué va primero: si
las naciones insípidas, estúpidas y perversas acaban siendo las mejores
conquistadoras, o si la conquista las acaba convirtiendo en naciones insípidas,
estúpidas y perversas. ¿Cómo eran los británicos cuando tenían un imperio?
¿Dice Von Hess algo sobre eso?
—En realidad no fue un imperio construido a fuerza de conquistas. Fue
fruto de la inquietud. Los ingleses, los irlandeses, los escoceses y los galeses
recorrían el mar de arriba abajo y se apropiaban de lugares donde todavía no
había llegado ningún otro europeo, o de otros que los demás no querían;
reducían a los habitantes nativos, que estaban prácticamente desarmados, y se
quedaban allí sin más. Gestionaban el imperio de la manera más chapucera
que te puedas imaginar; cada cual hacía exactamente lo que le apetecía sin
tener en cuenta al Gobierno británico y solo trataban con cierta autoridad a las
razas de piel oscura. Nunca fue fuerte en el aspecto militar y, cuando su gran
y eficiente armada ya no fue capaz de defenderlo (Von Hess admite que
tenían cierto talento para las batallas marítimas), cayó hecho añicos. Los
japoneses consiguieron hacerse con la mayor parte y nosotros nos quedamos
el resto, las migajas africanas.
—¿Y qué dice sobre el carácter de la gente? ¿Eran insípidos, estúpidos y
perversos? ¿O un imperio chapucero resultaba mejor que uno militar?
—No dice nada. Verás, él sabía que los alemanes, cegados por la locura,
estaban cometiendo un gran crimen contra la humanidad al destruir los
documentos, pero nunca atribuyó su locura al militarismo y a la conquista,
porque consideraba que su maldad era intrínseca. Decía que la provocaba un
defecto del carácter germánico. En algún lugar lo llama «una tendencia a la
cobardía moral», a un pánico espiritual que raya la paranoia. Las pocas
observaciones que hace sobre el carácter inglés son a modo de contraste con
esta debilidad de los alemanes, puesto que, en lo que él llama la población
nórdica de las islas, es decir, en los ingleses y en los escoceses de las tierras
bajas, encuentra la tendencia opuesta. Tenía una pobre opinión de vuestros
antepasados como soldados o administradores, dice que vuestra cultura
general no era nada en comparación con la francesa, que vuestra música era
casi inexistente y que vuestra aportación a la gran literatura universal se
reducía a solo dos poetas, los cuales creía (lo remarca, «yo creo») que eran
inferiores a los mejores poetas alemanes, y a una magnífica traducción de la
Biblia cristiana. Pero dice que los ingleses tienen una particularidad
verdaderamente destacable, que surge de la firmeza de su fuerza moral, un
apego inamovible a lo que creen que es lo correcto, a menudo en contra de la

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creencia de las grandes mayorías, y eso Von Hess lo encuentra admirable. Lo
explica así: «Son recios herejes. Los mejores son incapaces de experimentar
pánico espiritual, pero incluso los más corrientes son difíciles de encarrilar
por sendas moralmente cuestionables, por mucha presión espiritual que se
ejerza sobre ellos. Si tienen la convicción de que lo que piensan es lo
correcto, se aferrarán a ella con una terquedad apabullante. Una secta cristiana
llamada Sociedad de los Amigos cosechó una influencia totalmente
desproporcionada respecto a su escaso número de miembros, que se hacían
llamar cuáqueros, gracias a su obstinada devoción por sus principios, que
incluían la negativa a llevar armas, cualquiera que fuese su finalidad. Incluso
cuando Inglaterra sufrió las amenazas más graves, tanto durante la guerra de
1914 como durante la Guerra Final Europea, un gran número de estos
hombres se negaba a luchar, les daba lo mismo la presión moral o física que
se pudiera ejercer sobre ellos, y lo que todavía es más insólito es que durante
la guerra de 1914 el país en general sentía cierta simpatía, no por su
pacifismo, sino por su entereza. Consideraban que cualquier cuáquero
genuino (no los cobardes que se escondían bajo el abrigo de la secta) hacía
bien en no luchar si creía que hacerlo no era correcto. Y los ingleses son
propensos a añadir: “Un hombre debe hacer aquello que cree que es correcto
y yo soy el único juez que puede decidir qué lo es”». Y aún continúa: «Una
moralidad de esta magnitud sería inimaginable entre los alemanes, y también
lo sería que alguno de ellos fuera capaz de respetar ningún principio pacifista
en tiempo de guerra, pero esta tolerancia a la sinceridad a la hora de expresar
ideas que uno encuentra abominables muestra un bagaje espiritual de una
solidez que no puedo evitar envidiar para nuestro pueblo. Es en estos herejes
ingleses y escoceses de todas las edades, y en los hombres comunes que no se
reprimen a la hora de expresarles toda su simpatía, donde yace la verdadera
grandeza de Inglaterra. Si son capaces de resistir, no la destrucción física de
sus documentos, porque eso será imposible, sino la germanización de su
carácter y, a pesar de todos los engaños que sufrirán, consiguen no dejar de
ser ellos mismos, cuando esta época malvada de oscuridad llegue al fin de sus
días, en Europa todavía habrá viva una fuerza espiritual». Ahí lo tienes,
Alfred. ¿Has heredado alguna de las cualidades de estos herejes? ¿Has
resistido la germanización de tu carácter? Creo que muchos ingleses lo han
logrado de forma notable. Esa es una de las razones por las que siempre hay
caballeros que hacen lo posible para que los envíen allí.
—No lo creo —dijo Alfred, dubitativo⁠—. No debería ser tan perseverante
como para no luchar cuando los otros ingleses lo hacen. La verdad es que no

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creo en las guerras ni por asomo, pero debería unirme. Para mí es una idea
nueva que un hombre pueda negarse a luchar al lado de su propia gente.
—No puedes olvidar que era uno de sus principios religiosos. Tú no lo
puedes tener porque la religión de tu infancia fue la nuestra y, además, está
claro que ahora no profesas ninguna.
—En el fondo es un poco confuso. Reacciono contra el derramamiento de
sangre, la violencia y la crueldad porque es vuestra religión, pero no sé si
permitiría a ningún hombre que insinuara siquiera que soy un cobarde. Von
Hess era mejor inglés que yo.
—Se dio cuenta de que, por el bien de la verdad, tenía que dejarse llamar
cobarde.
—Bueno, podría permitirlo, por supuesto —⁠concedió Alfred, después de
una pausa⁠—. Sí, si fuera necesario para proteger el libro, permitiría que mis
mejores amigos me tomaran por un cobarde. ¿Por qué no se hizo, aunque
fuera con solo uno o dos libros más, la Biblia cristiana, por ejemplo, y los
dejó también con Arnold?
—No hace ningún comentario sobre eso. En el estado de cosas en que se
encontraba Alemania en aquel momento, creo que comprar un solo libro sería
muy peligroso para cualquiera, salvo que se tratara de libros técnicos.
Supongo que no se atrevió a arriesgarse ni por medio de Arnold ni de algún
intermediario ni de nadie. Y ya no tenía acceso a los suyos. Además, ese tipo
de libros, hechos con papel de poca calidad, no habrían perdurado. Dice que
hizo el suyo de forma que soportara el paso de miles de años. Antes de que te
vayas, te enseñaré cómo repasar las letras con un pincel si alguna muestra la
más pequeña señal de estar languideciendo.
—Podría haber enviado a Johann Leder a comprar una Biblia en algún
pueblecito tranquilo de Inglaterra y entonces yo podría leer nuestra aportación
a la gran literatura universal.
—Estoy convencido que se habría hecho con otros libros si hubiera sido
posible. Pero si lo hubieran descubierto, ni siquiera tendríamos el suyo.
—¿Y cómo lo hicieron para destruir todo aquello? ¿Había muchos libros?
—Millones. Y escritos grabados en piedra, en pinturas y en obras
arquitectónicas.
—¿Cómo se las arreglaron? Debieron de hacer falta veinte años.
—Más bien diría que cincuenta, o incluso cien, y debió de ser tan costoso
como una guerra menor. No sé cómo lo hicieron.
—¿No lo dice?

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—No fue entonces cuando lo llevaron a cabo. Solo empezaron. No
sacrifica pergamino para hablar de eso.
—Pero alguien lo tiene que saber. Der Führer o el Círculo Interior tienen
que tener algún documento que hable de ello.
—Alfred, pareces imbécil. Si matas a un caballero, no lo entierras en un
campo sagrado con una lápida que explique cómo lo has matado. Escondes el
cuerpo y confías en que la gente piense que se ha perdido o que se ha caído
por la grieta de un glaciar o que se ha ahogado. Aquellos alemanes querían
que las generaciones futuras, incluidas las de caballeros y las de führers,
ignoraran, que ignoraran por completo la existencia anterior de otras
civilizaciones.
—Entiendo. Pero debe de haber leyendas. Nosotros tenemos leyendas
sobre todo tipo de cosas.
—En Alemania, no hay leyenda alguna sobre este tema. Ninguna que yo
haya oído nunca, y he estado recopilando muchas desde que leí el libro por
primera vez a los veintiún años. En realidad, aquellos alemanes estaban
avergonzados. Y lo olvidaron deliberadamente tan rápido como pudieron.
—Creo que en Inglaterra aquello ha quedado diluido en nuestra pérdida de
libertad —⁠dijo Alfred⁠—. No sé nada en concreto sobre la quema de libros,
ciertamente. Los moonrakers decimos que había habido un gran edificio en
Salisbury que tenía una torre acabada en punta donde ahora se levanta la
iglesia de la Sagrada Esvástica de los Cuarteles. Pero los alemanes nos dicen
que, hasta que ellos no nos enseñaron, nosotros no sabíamos cómo hacer
construcciones con mortero y solo éramos capaces de construir monumentos
primitivos como Stonehenge.
—Esta torre acabada en punta que decís era probablemente una gran
iglesia cristiana. Había miles de ellas, algunas muy bellas, por lo que dice
Von Hess.
—Entonces, ¿por qué no las conservaron para usarlas como iglesias
hitlerianas?
—Porque estaban construidas en forma de cruz y estaban llenas de
esculturas que eran testimonio de la civilización pasada. Pero Stonehenge es
muy anterior a vuestra iglesia de Salisbury.
—¿Von Hess menciona Stonehenge? —⁠preguntó Alfred, sorprendido y
emocionado.
—Sí, lo menciona porque en Europa era famoso. En Alemania no hay
nada tan espléndido.
—¿Cómo es de antiguo?

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—Dice que no se sabía a ciencia cierta, pero que era precristiano,
prerromano… o probablemente druídico.
—¿Y por qué no lo hicieron saltar por los aires?
—Porque no tiene nada de civilizado y sirve para recordaros la oscuridad
de vuestros orígenes tribales.
—Bueno, es un lugar extraño —⁠admitió Alfred⁠—. A menudo voy allí a
pensar. Todas aquellas piedras tan grandes tiradas en el suelo, y aquellas dos
que aún están en pie con otra encima. Me alegro de que conservaran
Stonehenge.
—No es tuyo —dijo el Caballero⁠—. Cuando se celebraban rituales en
Stonehenge, tus antepasados correteaban por Jutlandia o más hacia el norte.
—Es mío ahora. Vosotros lo habéis hecho mío. Vuestra gente me ha
repetido hasta la saciedad que es nuestro monumento salvaje primitivo y
ahora no me lo pueden quitar. Me alegro de que no tengáis nada parecido en
Alemania. La fotografía de la chica, ¿cómo la consiguió Von Hess?
El Caballero sonrió.
—Es curioso que todos los hombres que ven esta fotografía la recuerdan
más por la chica (una vez saben que lo es) que por Hitler, a pesar de que
cuando la ven todavía creen que Hitler es Dios.
—Yo no. Y seguramente usted tampoco, ¿verdad?
—Por supuesto que sí, lo creía cuando tenía veintiún años. A los niños no
se les pueden contar herejías secretas peligrosas, porque no se puede confiar
en que no las revelen. Los Von Hess educamos a nuestros hijos como
cualquier otro caballero y, cuando tienen veintiún años, o cuando el padre
cree que la personalidad del joven es suficientemente estable, reciben este
golpe brutal.
—Y, claro, el padre siempre es no creyente, ¿verdad?
—Exacto. Es un momento complicado, se abre una grieta entre padre e
hijo, pero este último lo acaba entendiendo y vuelven a hacerse amigos. Ha
habido pocos momentos en mi vida más felices que los años que pasé
forjando una amistad con mi padre, primero, y con mis hijos, más tarde.
—Por favor —dijo Alfred, un poco incómodo porque el Caballero se iba
por las ramas⁠—, ¿cómo consiguió la fotografía?
—Ah, sí, siempre había sido suya. Era una posesión muy preciada de su
familia, una de las pocas imágenes privadas de Hitler que quedaban. Tenían
mucho cuidado con ella, y cuando Von Hess se marchó de Alemania se la
llevó con él. Sabía que, si Hitler iba a ser Dios, irían a la caza de todas sus
fotografías e imágenes y las destruirían, igual que todas sus estatuas. A pesar

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de que estaba muy idealizado tal como lo representaban las estatuas, todavía
no era lo suficientemente impresionante ni lo suficientemente alemán para ser
Dios. El Tronador, por supuesto, lo haría explotar con un físico mucho más
corpulento, más rubio y más noble. Von Hess, cuando escribe sobre Hitler,
afirma que no tiene ninguna duda de que es una fotografía auténtica de él, y la
describe con exactitud, de modo que es evidente que está hablando de esta
fotografía: la ubicación de las personas, su ropa, la postura algo peculiar de
las manos de Hitler y una descripción detallada de todas las caras. Dice que la
chica es miembro de la rama femenina de las Juventudes Hitlerianas, la Liga
de Muchachas Alemanas, con toda probabilidad una de sus líderes, y que los
hombres de detrás son dos guardaespaldas de Hitler. Se la pasó a Arnold junto
con el libro, evidentemente, y desde entonces no se han separado nunca.
Ahora es tuya.
—¡Oh! —exclamó Alfred—, ¡fantástico!
—Preferiría que fueras un hombre más viejo… no, en realidad no, pero
ten presente que esta chica no es importante, solo sirve para mostrar la poca
solidez de los cimientos de nuestra religión. ¡Cuántas mentiras puede poner al
descubierto una sola imagen!
—Y también muestra cómo Von Wied cambió el patrón para las mujeres.
¿No veía Von Hess la importancia de esto?
—Desde luego. Encontraba las ideas de Von Wied tan repugnantes y tan
poco masculinas que dedica un apartado bastante largo (se disculpa por su
extensión) a la historia de las mujeres. Bueno, en el fondo, supongo que esta
en concreto es importante. Pero si la miras demasiado, solo conseguirás
sentirte infeliz.
—Pues creo que prefiero ser infeliz. ¿Son realmente alemanes todos los
compositores que decís que son alemanes?
—Beethoven, Bach, Brahms, Mozart, Wagner, Schumann, Meyerbeer,
Gluck, Mendelssohn, Schubert, Händel, Haydn, Bruckner, Strauss… son
innumerables. La lista que da Von Hess es tan larga que no te la puedo recitar
entera a bote pronto. Todos eran alemanes o austríacos. Cuando compusieron
su música, los austríacos no se consideraban alemanes, pero siempre lo han
sido, por supuesto. Sin embargo, algunas de las grandes composiciones que
interpretamos no creo que sean alemanas, más bien creo que son rusas. Von
Hess menciona a un gran compositor ruso llamado Chaikovski y varios
menores. Además, también hay, sin duda, una gran cantidad de música
francesa, italiana y española atribuida a compositores alemanes menos
importantes. A menudo se escuchan cosas que no encajan lo más mínimo con

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el resto de la obra del compositor en particular que se supone que uno está
estudiando.
—¿Y nada de música inglesa?
—Podría ser que hubiera algo —⁠respondió el Caballero, dubitativo⁠—,
pero dudo que hubiera algo lo suficientemente bueno como para perdurar en
el tiempo. Te diré una cosa interesantísima sobre la música, Alfred —⁠añadió,
con los ojos brillándole de entusiasmo por lo que le iba a contar⁠—: las
grandiosas obras de Wagner que interpretamos no las compuso solo para eso,
son óperas. Las compuso para que también fueran representadas y cantadas.
—¿Se refiere a algo parecido a una obra de teatro sobre el milagro de
Hitler con los héroes?
—Sí.
—Entonces, ¿por qué no se hace así?
—Pues porque las óperas están repletas de mujeres bellas y sexualmente
atractivas que, además, hacen de heroínas. Von Hess dice que tiene claro que
las óperas como tales tendrían que desaparecer.
—Esto lo encuentro una tontería. Podrían haber puesto como héroes a
chicos encantadores en sustitución de las mujeres y hacer que los hombres los
amaran a ellos. Los hombres aman a los chicos, casi todos, en un momento u
otro, de una forma u otra.
—El problema es, desafortunadamente, que los chicos no tienen suficiente
voz para poder cantar esos papeles.
—Vaya, eso sí que es un problemón. ¿Realmente las mujeres sabían
cantar en aquella época?
—A juzgar por como suena la música de Wagner, en la que se puede
deducir dónde encaja la letra de todas las canciones una vez se sabe que están
ahí, había mujeres con una voz muy potente y con mucha variedad de
registros. Soy incapaz de imaginar cómo sonaría, por mucho que lo intente.
Ningún chico podría cantar más que pequeños fragmentos, incluso en las
partes del soprano. La música de Wagner no despierta particularmente mi
interés, pero a menudo desearía poder retroceder en el tiempo para escuchar la
interpretación de una de aquellas óperas. Debían de ser magníficas, a su
manera.
—¿Y por qué nadie escribe una ópera para hombres y chicos, con
canciones de soprano que no sean tan difíciles?
Al Caballero se le apagaron los ojos y suspiró.
—Ahora nadie sabe cómo escribir nada de música, ni siquiera una nueva
marcha. Nadie ha escrito nada desde hace cientos de años, solo plagios y

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refritos flagrantes. No se puede cortar la raíz de toda una cultura y esperar que
continúe floreciendo. A muchos de nosotros, a la mayoría, nos encanta la
música. Muchos somos excelentes instrumentistas, y somos bastantes los que
podemos cantar con sentimiento sin desafinar. Pero no sabemos componer
música. No tenemos nada con que hacerlo. Nadie sabe ni supo nunca, o al
menos eso es lo que dice Von Hess, cómo se genera una cultura vigorosa ni
cómo se pone en marcha el espíritu creativo de los hombres. Pero dice que
tiene la impresión de que una cultura nace a partir de otra, una se marchita
hasta morir y, entonces, de su tumba brota la siguiente haciendo suyos
elementos de la anterior, vaya, como si la primera fuera el estiércol. Mira
aquellos pobres colinabos, no quieren crecer, pero todavía crecerían menos si
no hubiera puesto antes algo en la tierra para estimularlos. Nosotros ahora no
tenemos nada en la tierra. No dejamos que las viejas culturas murieran, las
matamos. Ahora no nos queda nada más que el recuerdo que nuestra música
conserva de ellas. Porque, por si eso fuera poco, incluso hemos matado buena
parte de lo que era nuestro; nuestra literatura, por ejemplo, ha desaparecido
sin dejar rastro… ahora, ocupando su lugar, solo tenemos la Biblia hitleriana,
las leyendas, y eso que nosotros llamamos historia de Alemania. Estamos
estancados, somos incapaces de evolucionar. No se puede decir que seamos
exactamente bárbaros, tenemos habilidades y conocimientos técnicos, no
tenemos miedo a la naturaleza, no pasamos hambre… Pero carecemos de la
riqueza mental y emocional que empuja a los hombres a ir hacia adelante,
con el propósito decidido de conseguir algo que está más allá de sus
limitaciones, por muy ridículo que pueda parecer. Nada podemos crear, nada
podemos inventar… la creatividad no tiene ninguna utilidad para nosotros, no
tenemos ninguna necesidad de descubrir. Somos alemanes. Somos sagrados.
Somos perfectos, pero estamos muertos.
—Es increíble que se paralice absolutamente todo, así, de buenas a
primeras —⁠dijo Alfred.
—No más increíble que el hecho de que me sangre la nariz después de
golpeármela con fuerza contra una barra rígida de acero. Una cosa lleva a la
otra. Ocurre lo mismo con todas las demás artes. Hay hombres que saben
dibujar, hombres que saben pintar, hombres que saben tallar madera y
esculpir piedra… pero solo copian. Tienen técnica, conocimientos de
perspectiva y demás, pero son incapaces de hacer nada, solo estatuas y
pinturas de Hitler y de los héroes, todas exactamente iguales, todas
monótonas y desvaídas. Si dibujan un gato, pues eso, hacen el dibujo de un
gato. Si el hombre es habilidoso, el dibujo se parecerá a la fotografía de un

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gato y, si no lo es, se parecerá a una mala fotografía de un gato. Nada de eso
es arte, no merece la pena hacerlo. No sé cómo debe ser una pintura de
verdad, pero estoy convencido de que debe ser algo muy diferente. No, ahora
no hay cultura civilizada en ningún lugar del mundo, solo vestigios de la
antigua, como nuestra música, las tonadas tradicionales de las razas sometidas
y todas las leyendas. Me refiero a las leyendas auténticas, no a las de Hitler.
—Tonadas como esta —dijo Alfred, y silbó el aire popular escocés, la
tonada de la isla de Skye.
—Eso es un lamento celta —dijo el Caballero⁠—. Transpira auténtica
melancolía celta. Las tonadas escandinavas son bastante parecidas. Supongo
que debe de ser por los inviernos largos y oscuros, por la falta de sol. Sonaría
mejor si la silbaras afinado y con el tono adecuado. Es una melodía preciosa.
—Puede que silbe desafinado, pero el tono es el correcto. Es como si
ahora mismo estuviera oyendo a Angus tocándola.
—No, no es el tono correcto —⁠insistió el Caballero. Fue a un rincón de la
habitación y volvió con un violín. Lo sacó de su funda, lo afinó y tocó
algunos acordes y compases y arpegios con tanta gracia y autoridad que
Alfred se quedó boquiabierto de admiración. Finalmente interpretó la tonada
de Skye tal como Alfred la había silbado.
—¿Lo has oído, verdad?
—Sí, así es. Así es como empieza.
—Pues ahora escucha esto.
El Caballero la tocó en un tono diferente, con los dedos algo más abajo en
el diapasón.
—Este es el tono. ¿Tan sordo eres, infame analfabeto musical inglés, que
no eres capaz de distinguir la diferencia? ¿Cómo puedes ser tan necio para
pensar que cualquier música, desde la más sencilla hasta la más soberbia,
puede ser interpretada en cualquier tono aunque no sea el suyo, si este se
encuentra íntimamente ligado a su forma y a la intencionalidad de la
composición? ¿Serías capaz de transportar las sinfonías de Beethoven y
pensar que continúan sonando exactamente igual? Sí, probablemente lo
pensarías.
—Angus siempre la tocaba en el primer tono —⁠se defendió Alfred
obstinadamente.
—¿Y con qué instrumento la tocaba?
—Una flauta de madera.
—Claro. Y el tono de la flauta era re bemol. Con estas primitivas flautas
caseras de madera se pueden tocar notas secundarias, tapando agujeros a

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medias, pero el abanico es tan pequeño que no se puede tocar
convenientemente una melodía si la flauta no es del tono que le corresponde.
Si ese Angus la hubiera cantado o hubiera sido capaz de tocarla con un violín,
lo habría hecho, a buen seguro, en el tono adecuado. Ahora, escucha esta otra
melodía celta; es de origen irlandés o escocés. La primera vez que la oí la
tocaba un japonés.
El Caballero interpretó una melodía sencilla, dulce y muy melancólica con
el violín. Empezó con notas individuales y luego pasó a una doble cuerda
llena de sentimiento. Alfred estaba fascinado.
—Ach, te gusta, ¿verdad? —⁠le preguntó con sarcasmo⁠—. Ach, ¡qué inglés
llegas a ser, Alfred! Las melodías celtas no se deberían tocar nunca a doble
cuerda, no las crearon con esa intención, están demasiado impregnadas de
dulzura. La armonía de la doble cuerda las sobrecarga hasta un punto que me
provoca náuseas. Y así es precisamente como tú las prefieres. ¿Quieres que la
vuelva a tocar?
—Sí, por favor —dijo Alfred, sin inmutarse⁠—. Es preciosa.
El Caballero la volvió a tocar, entregado en cuerpo y alma, con la capa
que se agitaba con elegancia por el movimiento del brazo que manejaba el
arco y su gran nariz inclinada apuntando al violín mientras iba girando los
ojos hacia su público agradecido. Después pasó a un aria de Bach, una pieza
musical fría y austera.
—Solo para sacarme el regusto del oído —⁠se explicó al terminar.
—Toca de fábula, señor —dijo Alfred⁠—. Incluso un inglés infame puede
darse cuenta.
—Solía tocar, hace tiempo —⁠dijo el Caballero, exhalando un suspiro
mientras volvía a poner el violín dentro de la funda⁠—. No demasiado bien, la
verdad sea dicha. Ahora se me entumecen los dedos. Si quisiera ponerme a
tocar en serio, tendría que practicar tres horas al día durante tres meses y, aun
así, todavía no tendrían suficiente flexibilidad.
—¿Ha dicho que esa melodía preciosa la oyó de un japonés?
—Sí. Pero no era obra suya. Los japoneses no tienen más espíritu musical
que un minino, y, de hecho, cuando cantan casi parecen gatos maullando. Es
una melodía tradicional americana, una melodía antigua. Sabía el nombre,
pero no sabía si tenía letra. Se llama Shenandoah, y el Shenandoah es un río
de América del Norte. Aquel samurái era de los pocos que tenían una mínima
chispa de gusto y de inteligencia.
—Pero, si es una melodía americana, ¿cómo es posible que sea celta?

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—Pues porque en América hubo mucha influencia celta. No me importa
lo que digas, Alfred, si el hombre que hizo esta melodía no era escocés ni
irlandés o, en el caso de que no lo fuera, si no estaba bajo la hipnótica
influencia celta, yo… yo hago añicos el violín. Es una melodía celta. Ahora
cántame o sílbame una tonada inglesa. Creo que volveré a sacar el violín para
tocarla. Te seguiré mientras silbas, pero no sonará igual.
—Esta tonada no la ha oído nunca ningún alemán antes que usted —⁠dijo
Alfred⁠—. Es secreta.
Alfred silbó una tonada y el Caballero la siguió con el instrumento. Al
acabar sonrió.
—¿Y qué letra le ponéis cuando la cantáis? ¿Palabras rebeldes secretas?
—Pues sí. Cantamos esto:
Dios, enviadnos a nuestro rey guerrero,
Dios, enviadnos a nuestro valeroso rey,
Dios, enviadnos a nuestro rey.
Enviádnoslo victorioso,
extenuado por la batalla pero glorioso
para reinar largo tiempo sobre nosotros,
Dios, enviádnoslo pronto.

Vuestras mejores armas escondidas


entre nosotros placeos repartir,
entre nosotros, simples gañanes y duques.
¡Expulsemos al enemigo!
¡Muera Alemania!
Inglaterra volverá a ser libre
bajo su esplendoroso reinado.

—¡Qué…! —exclamó el Caballero—. ¿Me estás diciendo que todos


vosotros, buenos hitlerianos ingleses, cantáis esta canción?
—No. Es una canción pagana. Pero todos nos la sabemos y, a veces,
algunos la cantamos. Dice que se levantará un gran líder que nos armará, ya
lo ve. Cuando se acabó la guerra, se recogieron montañas de armas que los
alemanes habían dejado abandonadas, solo hay que saber dónde están
escondidas. Trozos de aviones y de tanques y demás… se supone.
—Si las encontrarais, no os serían de mucha utilidad, después de más de
seiscientos años, ¿no crees?
—Sí, sí, ya lo sé. La verdad es que todo es una tontería.
—¿Qué son gañanes y duques?
—Nadie lo sabe. Pero no importa, son los hombres que tienen que recibir
las armas.

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—Kerl, supongo —dijo el Caballero⁠—. Deben ser palabras anglosajonas
muy antiguas que seguramente hagan referencia al pueblo llano, Kerl, y a los
mandos. Algo parecido a los nazis y los caballeros.
—Y rey quiere decir líder, führer. Nosotros tenemos dos palabras para
líder, vosotros solo una.
—Al contrario, la palabra que utilizáis para rey en inglés, king, es una
palabra alemana. Von Hess la menciona, König. Históricamente, un rey no era
exactamente lo mismo que un führer. Era un cargo hereditario. Der Führer es
elegido, un rey lo era por nacimiento. Cuando en Alemania se extinguió la
dinastía real y se hizo desaparecer la historia, la palabra también desapareció.
Pero vosotros aún la conserváis porque todavía sois básicamente no creyentes
y desleales. Y yo me alegro. Pero nunca derrotaréis a Alemania ni
conseguiréis ser libres mediante la fuerza de las armas. No debéis permitir
que vuestra canción secreta os vuelva estúpidos y violentos.
—La verdad es que no nos la tomamos al pie de la letra. Esta canción
inglesa solo sirve para mantenernos unidos… los que queremos.
—De acuerdo, lo entiendo, pero la tonada no es inglesa —⁠dijo el
Caballero.
—¡Y tanto que es inglesa! —⁠dijo Alfred, enojado⁠—. Es una melodía
sagrada inglesa muy antigua. Apostaría que, con letra diferente, se había
cantado en todo el antiguo imperio.
—Puede que así sea, pero, de todas formas, no es inglesa. Es alemana. La
he oído en Sajonia. Y aunque no la hubiera oído nunca antes también tendría
claro que es alemana. Es una tonada típicamente alemana: buena, sólida y
tirando a monótona.
—¡Es que os queréis apropiar de todo, ahora incluso de nuestras
canciones! ¡No nos dejáis nada, nada de nada! ¡Me pregunto cómo nos
permitís comer o llevar ropa!
—Alfred, no te acalores así, hombre. Tendré que tocarte más piezas en
doble cuerda. Sin embargo, ya puedes decir lo que quieras que, aunque me
mates, nunca conseguirás que admita que esa tonada no es alemana. Sílbame
otra canción inglesa.
Alfred silbó otra, una triste, pero dulce. El Caballero la empezó a tocar
nota a nota y después pasó a unas armonías que hicieron que a Alfred se le
saltaran las lágrimas, y le hicieron olvidar la falta de respeto que el Caballero
acababa de mostrar hacia la secreta canción sagrada inglesa.
—Suena bien a doble cuerda —⁠dijo el Caballero al terminar⁠—. Es más
sofisticada que la tonada escocesa, no es tan genuinamente dulce… sí, se

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puede tocar a doble cuerda. Le queda bien. Ganz gut!
La tocó de nuevo. Alfred le dio las gracias, agachando la cabeza para que
el Caballero no notara su llanto. Se avergonzaba de sí mismo por emocionarse
tan profundamente, pero había algo en la manera de tocar del viejo alemán o
en la misma melodía que…
—Esta te permito que os la quedéis —⁠dijo el Caballero, volviendo a
guardar el violín dentro de su funda⁠—. No es celta ni tampoco alemana; rusa,
todavía menos, tampoco tiene nada que haga pensar en los aires populares
franceses o españoles. Tiene su propio carácter. ¿Cómo es la letra?
—Es una canción de amor que un hombre le canta a un joven encantador;
empieza así: «Drink to me only with thine eyes».
El Caballero canturreó el verso, había perdido la capacidad de entonar,
pero su voz era clara y expresiva.
—Pues sí —dijo—, sin duda es una canción de amor, pero no fue escrita
para un chico. Se debe de haber cambiado la letra, como probablemente
también debe de haber pasado con vuestra canción rebelde. Es una canción
vieja escrita en la época en que las mujeres eran bellas y los hombres tenían
que galantearlas, cortejarlas y ellas podían rechazarlos. Desde luego. Piensa
por un momento en la chica alemana de la fotografía, podrás llegar a entender
vagamente la melodía… no quiero decir en lo musical, eso es sencillísimo,
quiero decir emocionalmente. No se han escrito canciones como esta desde
que los hombres dejaron de amar a las mujeres. No queda ninguna melodía de
ningún tipo que sea ni la mitad de buena que esta cancioncita inglesa. Pero,
Alfred, te deberías ir marchando. Hemos perdido el tiempo con temas triviales
y no te he contado nada de lo que esperaba. Además, esta noche tengo que ir a
Múnich.
—¿Con el nuevo aeroplano?
—No, lo haré en mi coche. Ahora voy con más cuidado, no quiero correr
riesgos ni por asomo. ¿Ya has cenado?
—No, señor.
—Pues ve a la cocina y averigua qué come el servicio personal de un
caballero. Los sirvientes viven demasiado bien para un imperio que
oficialmente es espartano, pero los caballeros no son espartanos, a menos que
decidan serlo de forma voluntaria, y siempre hay comida en la despensa que
los criados se comen, como es lógico.
—¿Qué es «espartano»?
—Otra casi-civilización guerrera como la nuestra. Ahora, Alfred, ni una
palabra. Ponte de pie y firme. Voy a llamar a Heinrich para que te acompañe a

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la cocina. Mañana, vuelve a venir, pero más temprano, digamos a las cuatro.
Tráete a Hermann. Quiero saber exactamente qué es lo que quiere hacer. Y
piensa en más melodías… o no, mejor que no, tenemos demasiado poco
tiempo. Aún te tengo que enseñar… ach, ¡aquí está Heinrich!

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CAPÍTULO SÉPTIMO

—Hermann —empezó Von Hess cuando el insólito trío se reunió de nuevo el


día siguiente⁠—, ¿estás realmente dispuesto, tú, un hombre inocente, o más
bien un hombre relativamente inocente, puesto que mataste a ese chico, a
someterte al Exilio Permanente para poder ir a Inglaterra con Alfred?
Hermann hizo una mueca como si estuviera sufriendo un intenso dolor,
pero no porque sintiera lástima, algo nada varonil, por su joven víctima.
—Mi señor, estoy dispuesto —⁠dijo en voz baja.
—¿Y estás seguro de que podrás soportar el interrogatorio, la confesión,
la sentencia del Tribunal Superior de Caballeros, la humillación pública y el
viaje por Alemania?
—Puedo soportarlo todo, señor. Por favor, noble señor, no soy un
cobarde.
—No eres consciente de todo lo que implica. ¿Has visto alguna vez a un
nazi que haya sido humillado para luego ser enviado al Exilio Permanente?
—No, señor.
—Pues yo sí, una vez. Es escalofriante. A pesar de que yo no creo en la
Sangre, lo encontré escalofriante. Y no podré hacer nada por ti una vez se
haya dictado sentencia, ni siquiera mostrar compasión o dirigirte la palabra.
Desde ese momento nunca más podré volver a hablar contigo, ni siquiera
volverte a ver.
Hermann volvió a hacer una mueca.
—Mi señor, será muy doloroso para mí no volverlo a ver nunca más.
Creo… creo que no lo haré.
—Entonces, ¿serás un buen muchacho, harás tu trabajo y te comportarás
con sensatez?
—No, mi señor. Si no me voy, me suicidaré.
—En ese caso tampoco me volverás a ver nunca más. Todo esto es muy
problemático, por no decir otra cosa.
—Creo que será mejor que me vaya, señor —⁠dijo Hermann.

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—Tienes que estar seguro. Una vez que esto haya empezado, no podré
detenerlo aunque quiera. Te arrollará como un tanque. ¿Crees que puedes
vivir en Inglaterra sin suicidarte? Porque, si lo tienes que hacer de todos
modos, sería mejor que murieras en Alemania como un buen alemán y que te
enterraran aquí.
—En Inglaterra podré vivir con Alfred. Dice que me puede conseguir
trabajo en una granja inglesa, bajo las órdenes de ingleses. En Wiltshire, no
muy lejos de Bulford.
—¿Y protegerás a Alfred y mi libro, que ahora es suyo, en la medida en
que te sea posible?
Hermann levantó la cabeza bien alto y respiró hondo.
—Con toda la sangre que corre por mis venas, mi señor.
—Pues entonces, como no puedes continuar siendo nazi ni uno de mis
hombres, ahora eres el hombre de Alfred y tendrás que servirlo y protegerlo
tal como harías conmigo.
—Así lo haré, mi señor.
—Muy bien. Ahora escúchame con atención. Anoche fui a Múnich para
interesarme sobre el asunto del chico este, Rudolf, que murió anteayer.
Todavía no le he enseñado tu declaración a nadie. Oficialmente, mi comisario
te ha arrestado por haber apaleado al chico con tanta severidad que le has
provocado la muerte. Pero sería un asesinato accidental y, como es natural, no
pasaría nada, excepto que te azotarían para enseñarte a ir con más cuidado en
el futuro y para recordarte que los chicos de catorce años, por muy fuertes que
puedan ser, aún no son hombres. Si hiciera pública esta declaración —⁠el
Caballero tocó el bolsillo de su guerrera⁠—, no pasaría absolutamente nada.
Matar a un chico que está cometiendo el crimen repugnante de corromper la
raza no es un asesinato a los ojos de ningún alemán de verdad, como tampoco
lo sería matar una moscarda. Pero, para conseguirte el Exilio Permanente,
tendrás que dictarme otra confesión que diga que esta primera declaración es
una falsa acusación malintencionada y, para que sea verosímil, será mejor que
digas que fue un arrebato de odio y celos hacia Rudolf porque no quería saber
nada de ti.
—Sí, señor —aceptó Hermann, con voz inexpresiva.
El Caballero hizo una pausa.
—Hermann, la próxima sesión del Tribunal Superior de Caballeros será
dentro de una semana. Pero tengo que notificar el caso antes para que se
pueda llevar a juicio. Si te saltas esta, no volverá a haber otra hasta dentro de
tres meses.

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—Me presentaré a esta.
—Ten presente que esto quiere decir que tienes que venir a hacer la
segunda declaración esta misma noche, porque se tiene que llevar a Múnich
mañana sin falta, junto con la otra. Y que mañana mismo tendrás que ingresar
en la prisión de Múnich.
—Lo haré, señor.
—De momento, no podrás ir a Inglaterra con Alfred. Él, aquí, en
Alemania, tiene que fingir que está tan indignado contigo como cualquier
otro. Además, estarás bajo vigilancia hasta que hayas subido al barco.
—¿Me enviarán allí directamente después de la humillación?
—Eso creo.
—Entonces llegaré casi al mismo tiempo que él.
—Si llegas primero, puedes ir a mi casa igualmente —⁠le ofreció Alfred⁠—.
Thomas, Fred y el joven James estarán allí. ¿Llevará dinero, señor? ¿O tendrá
que ir andando desde donde sea que desembarque hasta Wiltshire?
—Tendrá el dinero que yo le dé. No puedo darle mucho, por supuesto,
pero no se lo requisarán. En Inglaterra, hasta que no tenga trabajo tendrá
derecho a una ración de comida igual que la de una mujer vieja, que es la
mitad de nada, y si algún capataz inglés quiere contratarlo, el propietario de la
finca no pondrá trabas para pagarle un salario, por descontado. Hermann, no
se te permitirá parecer inglés, aunque, claro, cuando abras la boca te será
imposible hacerte pasar por uno de ellos.
—Lo sé, señor. Tendré que llevar un uniforme especial de color rojo y, si
me lo quito, me darán una paliza.
—Sí, cualquiera podrá ver a la legua tu condición de paria. Cualquier nazi
tendrá derecho a propinarte patadas y cualquier inglés a vilipendiarte. ¿Estás
seguro de que podrás soportarlo?
—Sí, señor. ¿Cuándo tengo que venir para hacerle al noble señor mi
segunda declaración?
—Oh. Hacia las cinco. Pero ahora, si quieres, te puedes quedar, Hermann.
—Señor, hoy preferiría pasar todo el día trabajando en la granja, por
favor. Mire la época que es y todavía ni siquiera hemos acabado con los
colinabos.
—¡Al diablo con los colinabos! Oh, bueno, está bien, será mejor que te
vayas. Estarás más a gusto trabajando, supongo. Esta noche te daré mis
últimas órdenes y consejos. Puedes retirarte.
Hermann se fue. El Caballero estaba visiblemente afectado, pero
permaneció en silencio.

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—Señor —se aventuró Alfred después de un largo silencio⁠—, ¿le dejarán
elegir dónde tendrá que cumplir el exilio? ¿Y si, después de todo por lo que
habrá pasado, lo envían a Rusia?
—Les dejan escoger cualquier lugar del Imperio siempre que sea fuera de
Alemania. Si un exiliado dijera que quiere ir a Sudáfrica, allí lo enviarían. El
castigo consiste en el exilio y en convertirse en un paria, no les importa donde
vaya el hombre en cuestión.
—Uno que lo sea de verdad se debe de sentir muy mal.
—Me temo que así es como también se sentirá Hermann durante una
temporada, por mucho que te ame y que no lo sea de verdad. No le
tendríamos que haber contado nada, Alfred.
—Habría que contarles todo a todos los alemanes.
—Sí, pero aún no. No ha llegado el momento.
—¿Y cómo se supone que llegará?
—No lo sé. Pueden pasar dos cosas: en primer lugar, no creo que la
nación pueda soportar otros cincuenta años sin ninguna guerra. Quizás ni
siquiera treinta. En ese caso, el desconsuelo profundo que abruma a un pueblo
cuando es incapaz de adaptarse a los cambios, a la paz permanente en este
caso, provocará que la gente haga algo. Puede volverse contra los caballeros y
der Führer, que se recupere parte del ancestral sentimiento socialista y crean
que la causa de su desdicha reside exclusivamente en el orden social. En ese
caso, habría una guerra civil; algunos nazis serían leales a los caballeros y
algunos caballeros, pocos, se pondrían del lado de los nazis descontentos.
Pero las razas sometidas probablemente no se conformarían con dejar que los
alemanes se mataran entre ellos y se levantarían en rebeliones estúpidas. Eso
provocaría que los alemanes se volvieran a unir de inmediato, todo lo que
hubieran podido empezar a hacer para cambiar el orden social en Alemania
quedaría en agua de borrajas, y se darían el gusto de volver a aplastar a las
razas sometidas. Pero no creo que sea probable que pase nada de todo esto,
sino que, más bien, habrá una gradual, o no tan gradual, pérdida de fe. La
religión, la ética… toda nuestra filosofía empezará a tambalearse porque es un
cadáver putrefacto y su hedor ya está en el ambiente. Esta religión, tan pronto
como no haya ninguna posibilidad de guerra, morirá irremediablemente,
porque en realidad solo es útil y vigorosa en tiempos de conflicto. Cuando
esta pérdida de fe se empiece a imponer con firmeza en Alemania, cuando los
hombres, desbordados por el desconsuelo, empiecen a tantear nuevas ideas,
nuevas maneras de pensar, una nueva ética, será el momento en que los
apóstoles de la Verdad deberán empezar a llevar a cabo su cometido. Pueden

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venir de cualquier parte, tanto de dentro como de fuera de Alemania, pero sé
un lugar desde el que, si la buena suerte nos acompaña, vendrá un mensaje
primordial, y ese lugar es Inglaterra. No mientras yo viva, y probablemente
tampoco mientras lo hagas tú, pero todo vendrá. Debes crear el núcleo,
Alfred, con la ayuda de mi libro y valiéndote de tu propio talante, y debes
preparar a los hombres que formen parte de él. Prepara a tus hijos… ¿Tienes
hijos?
—Tres.
—Bien… Ten tres más, y prepara también a los hijos de otros hombres.
En tu sociedad de la verdad, no aceptes a nadie de carácter débil ni a ningún
ignorante, todavía no. Cerciórate bien con todos los hombres que captes y no
quieras tener demasiados. Y alértalos, Alfred, alértalos, con toda esa fuerza
que tiene tu alma, alértalos contra la violencia. No me refiero a decirles
simplemente que no la utilicen físicamente contra la autoridad alemana, me
refiero a que dejen de aceptarla como una cualidad noble y masculina. Los
alemanes lo hemos hecho, hemos concedido el poder supremo a la fuerza
física y no hemos conseguido hacer de la vida algo agradable, y ahora, ni
siquiera posible. Así que, por el amor de Dios, alértalos contra todas nuestras
virtudes bélicas corporales; prepara un nuevo código de virtudes espirituales y
predícalas. Hazles entender a Von Hess. Oficialmente y de cara al exterior
todavía creía en la fuerza, en la conquista, en la dominación física del hombre
por el hombre, pero la virtud y el heroísmo los llevaba dentro del alma.
Recuerda que «las mejores armas escondidas» de un hombre son la
honestidad y el coraje espirituales. A veces —⁠continuaba el Caballero, fijando
sus grandes ojos grises en los de Alfred con una mirada soñadora⁠—, creo que
las civilizaciones del pasado, con todas sus inimaginables complejidades y
riquezas (Von Hess dice que no podría explicar ni la millonésima parte de sus
maravillas), quizás tan solo eran la infancia de nuestra raza; que este abismo,
este vacío deprimente, es algo parecido a la monotonía que a veces abruma a
los chicos en la adolescencia, y que todavía no hemos llegado a la madurez.
Que quizás Dios permitió a los hombres cometer este crimen contra la verdad
con los instrumentos que tenía a mano, los alemanes y los japoneses, para
poner un paréntesis entre la infancia y la madurez, para darnos un descanso,
para permitirnos superar la añoranza por aquello que no puede volver. Si
tuviéramos conocimiento de las maravillas de nuestra infancia, quizás
quisiéramos volver a ella; pero mientras las desconozcamos, si solo sabemos
que existieron, podemos continuar adelante sin pesar. Tu cometido y el de tus
descendientes será conseguir que esos chicos sin sustancia, esos estúpidos

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adolescentes destructivos, sepan que no son perfectos, que tuvieron una
infancia brillante y que, si son capaces de proseguir con su deber de crecer,
lograrán una madurez ante la cual incluso aquella infancia genial no parecería
más que una vela ardiendo a plena luz del día. ¿Conoces algún hombre al que
pudieses ahora, ya, confiar la custodia del libro? No debes dejarlo, como yo,
en manos del azar. No tienes ninguna razón para hacerlo. Yo no tenía claro
cuál era mi deber, tú sí.
—Sé de uno, sí —dijo Alfred.
—¿Qué edad tiene?
—Diecisiete años.
—Demasiado joven —objetó el Caballero negando con la cabeza.
—Es el mejor hombre para confiarle el libro que conozco. No es que sea
más valiente o más decidido ni que sea más digno de confianza que muchos
otros de mis amigos, pero es el más inteligente.
—Bueno, espero que pasen muchos años antes de que llegue el momento
en que realmente tenga que hacerse cargo. Es tu hijo, ¿verdad?
—Sí, el joven Alfred.
El Caballero recordó algo que le hizo sonreír.
—Por cierto, aquel valiente rey-führer que os tiene que liberar a todos de
Alemania, ¿por casualidad no tendrá nombre?
—Pues sí. Se llamará Alfred. Igual que un gran rey inglés de antes de ser
conquistados.
—¿Conquistados cuándo?
—Ah, eso no lo sé.
—Pero sí que debes de saber que habéis sido conquistados dos veces,
¿verdad? ¿Que los alemanes no fuimos los primeros invasores, sino los
segundos?
—Una leyenda dice que ya nos habían conquistado antes, pero también
dice que nos zampamos a los conquistadores. Los escoceses, en cambio, dicen
que a ellos nunca antes los había conquistado nadie.
—Mmm… qué interesante. Sí, ya habíais sido conquistados, y Von Hess
lo menciona; lo hace porque tuvo repercusiones importantes en toda Europa.
Unos mil años antes de Hitler, los normandos, unos hombres de ascendencia
escandinava, se establecieron en el norte de Francia, y desde allí conquistaron
a los anglosajones y tomaron Inglaterra.
—¿Y nos los zampamos? Tal como lo dice, tengo la sensación de que no.
—En cierto modo, sí. Tuvieron que dejar de gobernar Inglaterra desde
Francia, se convirtieron en ingleses, y después intentaron gobernar Francia

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desde Inglaterra durante cientos de años. Es como si los caballeros de
Southampton, los de Londres y los de todos los distritos ingleses
permanecieran en Inglaterra toda su vida y, más adelante, sus descendientes
formaran un ejército de nazis, ingleses, galeses, escoceses e irlandeses y
atacaran Alemania.
—Pues no sería una mala estrategia, solo para ir haciendo algo hasta que
podamos contar la verdad.
—Mucho me temo que más de la mitad de vosotros aún preferís el uso de
la violencia —⁠dijo el Caballero negando con la cabeza⁠—. En cuanto a eso de
que los escoceses nunca fueron conquistados antes de que llegaran los
alemanes, parece muy probable. Von Hess solo dice que, en una fecha
concreta que no recuerdo, mil setecientos y pico, Escocia e Inglaterra se
unieron y todas las islas británicas pasaron a estar bajo un mismo rey. Parece
más un acuerdo, un matrimonio o algo por el estilo, que el resultado de una
guerra.
—¿Dice algo sobre un rey llamado Alfred?
—Sí. Estableció la ley sajona y evitó que Inglaterra se convirtiera en un
reino escandinavo.
—¡Ajá! —dijo Alfred sonriendo de placer⁠—. ¡Veis como hubo uno que se
llamaba así! Y habrá otro. Quizás el hijo del joven Alfred. El mensajero.
—Quizás sería una buena idea que escribiera al caballero de Londres y le
dijera que reúna a todos los hombres de la provincia de Inglaterra que se
llamen Alfred Alfredson y que a su hijo mayor le hayan puesto Alfred por
nombre. Le diré que puede fusilarlos a todos sin problema por manifiesta
deslealtad.
—Ostras, señor, esto no sería justo. Es un nombre casi tan común como
Hermann.
—¿Cómo? ¿Pasa de padre a hijo mayor, generación tras generación? Por
cierto, esto me recuerda que me preguntaste cómo perdisteis los apellidos.
Creo que es porque el Gobierno alemán pretendía que los hombres comunes,
los nazis y las razas sometidas, tuvieran el mínimo sentimiento de familia
posible. A los caballeros se nos permite tenerlo y ya ves lo peligroso que
puede ser el poder que esto comporta. Los Von Hess nunca han hecho nada en
relación con el libro, pero ninguno de ellos lo ha destruido, lo que es su deber
como buenos alemanes; sin embargo, los caballeros son aristócratas y deben
sentirse orgullosos de su linaje. A los nazis solo se les permite sentirse
orgullosos de Alemania y, por lo tanto, la Sangre es su única familia. Así,
pues, se hicieron desaparecer todos sus apellidos y, en cuanto a los nombres

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que se les permite poner a sus hijos, solo pueden escoger entre un número
limitado de ellos, todos corrientes. Ningún hombre puede presumir de poseer
un nombre fuera de lo normal. Pero todo esto se estipuló hace mucho tiempo.
En realidad no sé gran cosa. Ahora, sencillamente, forma parte del orden
social. Los caballeros tienen apellidos, los nazis no.
—Y nosotros, ¿de qué nos tenemos que sentir orgullosos?
—Ah, de nada. Vuestros apellidos se hicieron desaparecer para evitar que
los nazis tuvieran envidia. Al fin y al cabo, todos los hombres del Imperio
tienen un número de registro, ¿qué más se puede querer?
—Tanto me da. Alfred es suficiente buen nombre para mí, y al jovencito
lo llamamos Fred. Aun así, hay algo más que últimamente me tiene muy
intrigado. Si nos queríais germanizar, ¿por qué nos dejasteis conservar
nuestro idioma y nuestra caligrafía? El hecho de tener una lengua y una forma
marcadamente diferente de escribir las letras, seguro que consigue que los
ingleses se sientan más unidos. No habría costado mucho imponer el alemán
en las guarderías de niños.
—No os queríamos germanizar de arriba abajo, teníamos suficiente con
haceros aceptar nuestra filosofía y vuestra inferioridad. Si nuestra sangre y
nuestra lengua son sagradas, no podemos permitir que todos los niños rusos,
italianos e ingleses la tengan como nativa. La gente como vosotros no es apta
para tenerla como derecho, si hacemos que la aprendáis es simplemente para
nuestra comodidad, eso es todo. Un imperio se puede gobernar de dos
maneras diferentes. Una es hacer que los súbditos extranjeros sientan que
están mucho mejor dentro que fuera de él, hacer que se sientan orgullosos de
ello, ofrecerles una civilización realmente mejor que la suya y permitirles
obtener la ciudadanía plena por buen comportamiento. Así es como lo
hicieron los romanos. Había miles de hombres que, con orgullo y satisfacción,
decían que lo eran sin tener ni una sola gota de sangre romana corriendo por
sus venas. La ley se lo permitía y, por lo tanto, compartían privilegios con la
raza dominante. La otra manera es hacer que las razas sometidas se
consideren fundamentalmente inferiores, que crean que las gobierna una raza
sagrada de un tipo de hombres totalmente distinta y negarles a todas la
ciudadanía igualitaria para siempre. Así es como lo hacemos nosotros. Para
nosotros sería inconcebible que ningún hombre dijera que es alemán a menos
que lo sea de nacimiento. Nosotros somos la Sangre. Todos vosotros sois la
no-Sangre, por lo tanto, tenéis que hablar vuestras propias lenguas y escribir
con vuestra propia caligrafía y pensar, en inglés, cuán sagrados somos, por
qué Hitler no podría haber sido más que alemán y entender que no es posible

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que exista ninguna otra filosofía o forma de vida que no sea la nuestra. Ni
siquiera se os permite la igualdad dentro de la religión. Hay ciertas
ceremonias en nuestras iglesias de las que los extranjeros estáis excluidos. La
exclusión es una manera excelente para hacer que los hombres se sientan
inferiores. Además, dentro de la religión en la que se supone que todos creéis
y, de hecho, sois muchos los que realmente lo hacéis, siempre seréis seglares.
Nunca podréis ser sacerdotes…
—¿Sacerdote? ¿Eso qué es?
—Un hombre que dirige las ceremonias dentro de una religión.
—Eso lo hacen los caballeros.
—Tuvimos la sensatez de que no hubiera sacerdotes y caballeros. La
coexistencia de los dos siempre había sido fuente de problemas. En el Imperio
alemán, la Iglesia y el Estado son realmente una sola cosa, y der Führer es el
Papa.
—No lo entiendo.
—En la religión cristiana, los sacerdotes, es decir, los hombres que
dirigían las ceremonias y podían entrar en lo que ahora equivaldría a las
capillas de Hitler, esto es, los hombres santos, eran un grupo, por lo general,
diferente a aquellos que se encargaban de la Administración, del Gobierno y
de los conflictos bélicos.
—¡Qué fórmula más sorprendente! Pero uno de los dos grupos debería
estar por encima del otro, supongo.
—No siempre. Los sacerdotes tenían el poder espiritual y los Gobiernos el
poder temporal. Los nobles, a menudo, tenían más miedo a los sacerdotes que
a la inversa.
—¿Estaban armados, pues, los sacerdotes?
—No. Pero podían maldecir a la gente.
—¿Y qué más da? A mí, los caballeros me han maldecido muchas veces.
—Podían excluirlos del favor y la bendición de Dios.
—¿De verdad? ¿Podían? No me lo creo.
—Por supuesto que ningún hombre puede separar de Dios a ningún otro
hombre, pero la gente creía que sí, y ellos se aprovechaban.
—Entonces tendrían que haber matado a los sacerdotes.
—Eso, por sí solo, también los habría separado de Dios. Los sacerdotes
eran sacrosantos, como der Führer y el Círculo Interior.
—Pero me está diciendo que no eran caballeros, solo sacerdotes, sin
ningún poder real más allá de sus maldiciones. Si el castigo por dar una
bofetada a un hombre es que te azoten hasta morir, no hay ninguna duda de

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que ese hombre es sacrosanto. Si pudiera abofetear a cualquier caballero sin
ninguna otra repercusión que recibir una maldición, en Inglaterra hay uno o
dos con los que no dudaría ni un segundo en hacerlo… de forma suave, eso sí.
—Me temo que eres demasiado irreligioso para entenderlo. Nadie, ni
siquiera la nobleza, podía acercarse a Dios si no era a través de la Iglesia, es
decir, de los sacerdotes. Del mismo modo que tú no puedes dirigirte a un
caballero si no es a través de su comisario. Tampoco te puedes dirigir a der
Führer de ninguna forma ni bajo ninguna circunstancia. Y si importunas al
comisario, ¿verdad que no llegarás ni al caballero? Con la religión pasaba lo
mismo: si la gente o los nobles importunaban seriamente a los sacerdotes, se
les apartaba de Dios.
—¿Y qué importancia puede tener eso si Dios no se aparta de ellos?
Supongamos que der Führer oye hablar de mí y dice: «Quiero conocer a ese
sujeto tan interesante, Alfred, el que se llevará el libro de Von Hess a
Inglaterra». Ninguno de ustedes podría mantenerlo, a él, alejado de mí. Si
pudieran hacerlo querría decir que, en realidad, él no es der Führer, sino
ustedes. Si los sacerdotes podían alejar a Dios de los hombres y decirle:
«Podéis continuar bendiciendo a este individuo, pero ya no podéis concederle
vuestro favor», entonces es que no es Dios. Los sacerdotes estarían por
encima. Y mientras der Führer no es más que un hombre y no nos conoce ni a
mí ni a la millonésima parte de las personas que tiene bajo su gobierno, Dios
sí que tendría que conocer a todo el mundo y saber si quieren acercarse a Él o
no. Nadie puede haberse creído nunca una idea tan disparatada como que un
hombre pueda alejar a Dios de otros hombres.
—Dios dio a los sacerdotes la potestad de alejarlo de ellos.
—Eso es aún más disparatado, porque quiere decir que Dios renunció
deliberadamente a su libertad de decisión y se la regaló a una pandilla de
sacerdotes. Vamos, que si aquella gente se creía todo eso, en cierto modo era
menos civilizada que vosotros o, como mínimo, más estúpida. Cuando era un
niño y aún creía en Hitler, nunca se me pasó por la cabeza que algún caballero
pudiera alejarme de Él, ni siquiera el mismo der Führer. En cuanto a mi
manera de relacionarme con Hitler, solo estábamos nosotros dos, a todos
ustedes se los podía tragar una ola gigantesca. En mis plegarias, a menudo
rogaba: «Por favor, Hitler, déjame entrar en la Escuela Técnica», sin que se
me pasara por la cabeza siquiera que, para pedírselo, tenía que darme permiso
un caballero.
—La nuestra no es una religión sobrenatural, al menos no en el mismo
sentido. No hay infierno y, como los sacerdotes son también soldados, y es

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una religión guerrera, se gobierna de manera militar, no sacerdotal.
—El día en que intentéis gobernarnos de manera sacerdotal, Inglaterra
será una fiesta —⁠dijo Alfred, riendo por lo bajo⁠—. Las cabezas de los
caballeros se venderán a un chelín, por el marfil de la dentadura.
—Sin embargo, si los mensajeros queréis ser efectivos, tendréis que
proceder más como sacerdotes que como soldados.
—Alto ahí, eso es diferente. No irán fingiendo que pueden interponerse
entre Dios y cualquier hombre. Van a explicar la verdad, no hay nada
sacerdotal en eso. ¿Quiénes son los archidemonios? Supongo que en realidad
se pueden considerar tan demonios como a Hitler se le puede considerar Dios.
—¿Cómo? —dijo el Caballero, cogido por sorpresa⁠—. ¿A quién te
refieres?
—A los demonios del Credo. ¿Dice Von Hess qué eran realmente?
—Ah, ellos. Bueno, se podría decir que Lenin y Stalin eran algo parecido
a demonios, porque eran líderes rusos y la lucha más dura con la que se topó
Alemania fue, con mucha diferencia, contra Rusia. Lenin, sin embargo, murió
mucho antes de que Hitler llegara al poder y, en cuanto a Stalin, Hitler no
intentó siquiera acercarse a él.
—Entonces, ¿nunca voló a Moscú con el Aeroplano Sagrado al frente de
la flota aérea?
—Por supuesto que no. Era demasiado valioso para permitirle que corriera
el riesgo de romperse aunque fuera tan solo una uña.
—¿Entonces, no fue un héroe?
—No tengo ninguna duda de su valor, porque los alemanes nunca
seguirían a un cobarde, pero no se le permitía hacer nada. Solo entra en
acción en las leyendas, para justificar su divinidad.
—Entonces, ¿era tan malo Ernst Röhm como lo pinta la Biblia hitleriana?
¿El architraidor, el impostor, el demonio que adoptó la forma de uno de los
amigos-héroes?
—No sé por qué se le escogió a él como Judas de entre todos los
involucrados.
—¿Quién es Judas? ¿Involucrados? ¿Involucrados en qué?
—Judas es un personaje de la religión cristiana. Un amigo de Jesús que lo
traicionó. Röhm fue un hombre que, o bien se rebeló contra Hitler poco
después de que este llegara al poder, o bien no lo hizo y lo asesinaron por otra
razón. Además lo ejecutaron junto con otros; Von Hess dice que el episodio
está rodeado de oscuridad. En aquel momento quizás fue importante, pero, sin
duda, no se trató de una rebelión en toda regla. Röhm era amigo de Hitler, y

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un hombre con un poder considerable antes de hacer lo que fuera que hizo
mal, pero realmente no sé por qué el Credo lo menciona a él y no a ninguno
de los otros malhechores. La mayoría de ellos eran nazis importantes. En
cuanto a Karl Barth, el cuarto, no he sido capaz de averiguar nada al respecto.
Von Hess ni siquiera lo menciona. Creo que es posible que, viendo que dos de
los demonios son rusos y uno es un traidor alemán, Karl Barth pueda
representar al otro enemigo, la cristiandad. Creo que también debió de ser
alemán y, naturalmente, un cristiano alemán sería para los hitlerianos más
letal que cualquier otro tipo de cristiano.
—¿Porque sería demasiado resistente?
—O demasiado vergonzoso.
—Karl Barth tendría que aparecer en la Biblia hitleriana. A los otros tres
se les menciona en las Luchas heroicas.
—Karl Barth es todo un misterio —⁠dijo el Caballero con un suspiro⁠—.
Uno que nunca podremos aclarar. Pudo haber sido alguien normal y corriente
como Röhm, o un gran líder como sin duda fueron Lenin y Stalin, o quizás un
hombre como Von Hess, un hombre con cierta riqueza espiritual, pero
también pudo haber sido un hombre realmente malvado. Cuando recito el
Credo siempre me pregunto quién debía de ser o qué debió de hacer Karl
Barth.
—No sé cómo se las apaña para recitarlo sin echarse a reír.
—Es un texto absurdo, sí, pero a su vez no lo es. El Credo ha mantenido
unido este inmenso imperio durante más de seiscientos años. Si un disparate
tiene esta capacidad de resistencia, prácticamente deja de ser un disparate.
—Este razonamiento es muy peligroso. Aunque resista un millón de años
continuará siendo un disparate, del mismo modo que si nadie creyera nunca
en la verdad, no por eso dejaría de ser la verdad. Señor, ¿ha pensado qué
tendría que hacer para conseguir introducir este libro en Inglaterra?
—He pensado en ello. Lo envolveré, sellaré el paquete y, con mi nombre
bien visible como remitente, se lo enviaré al Caballero de Gloucester. Es
amigo mío. Si los oficiales nazis te inspeccionan el saco allá donde sea, tanto
si todavía estás aquí en Alemania como si ya has llegado a Inglaterra, nunca
se atreverán a romper el sello de un caballero; tampoco lo haría uno de
nosotros. Sería una descortesía por la que podría desafiarlo. Además del
destinatario y el remitente, también pondré: «Portador: Alfred, I. W. 10762»,
así nadie será lo bastante diligente como para pensar que lo tendrían que
confiscar y enviarlo por correo. Si te preguntan qué contiene, dirás una
mentira como una casa: que no lo sabes. Si te preguntan cómo puede ser que

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un caballero te haya escogido a ti, un inglés, para hacerle de mensajero, dirás
que me has caído en gracia, y eso ya no es ninguna mentira.
—¿Y si a algún funcionario nazi se le queda grabado en la cabeza y en un
momento dado escribe al Caballero de Gloucester para saber si le ha llegado
un paquete enorme con pinta de ser importante?
—El Caballero de Gloucester se pondrá en contacto contigo a través del
comisario de tu caballero, para pedirte explicaciones. Y tú dirás simplemente
que lo lamentas mucho, pero que el paquete se te cayó al Avon, o al mar, o lo
que te parezca más acertado, tanto da la excusa que te inventes, pero le tienes
que decir que lo has perdido y que estabas tan compungido que no te sentías
con fuerzas para escribirle explicándoselo. En ese caso, el Caballero de
Gloucester dirá para sus adentros: «El pobre Von Hess, definitivamente, está
como un cencerro; cómo se le puede ocurrir confiar ningún encargo a un
inglés con tan pocas luces», y con toda probabilidad me escribirá para
preguntarme qué había dentro del paquete. Le responderé explicándole que
era un pergamino con planos minuciosos para preparar un nuevo ataque
contra los japoneses, con artilugios que se excavan en galerías para atravesar
sus líneas bajo tierra y aparecer por sorpresa en su retaguardia, y él dirá: «Qué
pena, qué pena», y no se preocupará más. Pero no creo que el Caballero de
Gloucester llegue a saber nunca nada al respecto. Los funcionarios nazis son
muy cautos antes de interferir en ningún asunto entre caballeros, aunque sea
con la más loable de las intenciones, y, en realidad, no es nada probable que
nadie llegue a mirar dentro de tu petate, ni siquiera el comisario de algún
caballero. Hazte con algunas ramitas y un par de piedrecitas, como si fueran
del Bosque Sagrado y de la Montaña Sagrada.
—No hace falta, tengo algunas genuinas.
—¿Y eso?
—Un nazi nostálgico me pidió que se las llevara.
—¡Oh, pobre! Bueno, espero que le hagan sentir mejor. ¿Y qué piensas
hacer con el libro en lugar de llevárselo al Caballero de Gloucester?
—Esconderlo bajo tierra hasta que pueda volver a sacarlo sin que los
alemanes se den cuenta. Ahora le contaré algo muy confidencial, un secreto
estrictamente inglés, algo que no me podrá decir que ha oído en Sajonia. Ha
estado en Stonehenge, ¿verdad que sí?
—Sí.
—¿Por casualidad no se fijaría en una pequeña cantera de yeso, o lo que
parece una cantera de yeso, más o menos hacia el este, a un cuarto de milla,

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no muy lejos de unas viejas ondulaciones del terreno que debieron de ser una
red de trincheras?
—No.
—¿Una especie de montículo aislado, blanquecino por un lado?
—La comarca de Wiltshire está plagada de montículos. No, no la
recuerdo.
—Bien, pues aquello sí es una galería, y no es precisamente primitiva. Es
una antigua cámara de gas, o quizás un refugio; una sala con paredes de
hormigón, bastante grande, bajo tierra.
—¿No la conocen los nazis?
—No. La parte delantera se derrumbó, tal vez en un bombardeo o por un
desprendimiento de yeso en un temporal. La entrada está bloqueada. Un día,
hace mucho tiempo, cuando solo tenía diecinueve años, mientras curioseaba
por los alrededores de Stonehenge, pisé un trozo inestable de yeso que se
hundió y caí a la entrada del refugio. Por poco me mato. Pero pude salir sin
problemas y no le dije nada a nadie; más adelante cavé un túnel a través del
yeso hasta el refugio y oculté la entrada.
—¿Y qué encontraste? ¿Gas?
—No. Ahora bien, el aire era irrespirable, pero gracias al agujero del yeso
fue mejorando poco a poco. Al cabo de un rato pude entrar con seguridad. Era
un refugio decente, grandecito, en una pequeña habitación contigua había
once cadáveres. Cuerpos momificados, casi reducidos al esqueleto. No diría
exactamente que apestaran, pero desprendían un extraño hedor a humedad.
Cuando los rocié con desinfectante, este no tardó en disiparse.
—¿Por qué no los sacaste fuera? Es muy probable que hubieran muerto
víctimas de una epidemia de gripe.
—No los podía sacar. Supongamos que me los llevo para enterrarlos y me
ve un sargento nazi y me dice: «Eh, tú, Engländer-schwein, ¿de dónde has
sacado este montón de huesos?». No, los dejé allí dentro. Pero quería una vía
de entrada y salida más ancha para mi madriguera, así que se lo expliqué todo
a un colega, un joven de mi edad que trabajaba en armamento, también en
Salisbury. Robó unos cuantos explosivos e hicimos volar un trozo de un
rincón del refugio. Conseguimos abrir una grieta y, a partir de ahí, pudimos
abrir un pequeño agujero.
—¿Sabía algo sobre explosivos tu compañero?
—No mucho. Pero no los amontonamos y nos pusimos a tirar cerillas a lo
loco, lo preparamos todo con una mecha lo suficientemente larga y esperamos
que viniera una tormenta. Por fin llegó una ideal, por la noche,

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afortunadamente. Fui corriendo hasta allí desde Bulford y encendí la mecha.
No provocó grandes daños y la parte superior del refugio aguantó muy bien,
pero mientras esperaba la explosión, tumbado afuera bajo una lluvia
torrencial, me entró un pánico terrible al pensar que quizás habíamos puesto
demasiada carga y que podría saltar por los aires el refugio entero, así como
también, quizás, media milla de campo a la redonda, Stonehenge incluido. Yo
era muy joven y estúpido, y ni mi amigo ni yo sabíamos realmente nada sobre
explosivos. Entonces estalló un trueno descomunal de lo más ensordecedor y
pensé: «Oh, no, adiós Stonehenge». En ningún momento se me pasó por la
cabeza que si Stonehenge volaba, yo también volaría con él. Pero no, todo fue
bien y se redujo a un golpe seco, prácticamente inaudible en medio de la
tormenta. Cuando pudimos ir juntos comprobamos que todo estaba en orden.
Perforamos un túnel a través del yeso e hicimos una entrada mucho mejor,
escondida al otro lado del montículo, donde había unos pequeños arbustos de
enebro. Luego cogimos todos aquellos fiambres y los… alambramos.
—¿«Alambrasteis» los «fiambres»? ¿Qué significa eso en alemán?
—Wir haben den Draht durch die Skelleten gerannt. Había once, diez
hombres y un niño. Debía de ser un niño, aunque no entiendo qué podía estar
haciendo allí. Había también una vieja ametralladora, oxidada y atascada sin
remedio, y algunos fusiles.
—«Vuestras mejores armas escondidas» —⁠dijo el Caballero, sarcástico.
—También nos vino a la cabeza, sí, y reímos a gusto —⁠admitió Alfred⁠—.
Pero, a pesar de eso, pudimos comprobar que todos ustedes eran un hatajo de
mentirosos. Los alemanes siempre nos habían dicho que todos los antiguos
refugios y demás construcciones de hormigón, y todas las antiguas galerías
que hay por debajo de todo Londres, las habían construido ellos, hace
centenares de años, para protegernos, tanto a nosotros como a sí mismos, de
los japoneses. Pues bien, en la pared de hormigón encontramos las palabras
«No Smoking» pintadas para la eternidad. En inglés, sí, en inglés. Revelador,
¿no le parece? Para entonces yo ya no creía en Hitler, y Tom, mi amigo,
tampoco. Poco a poco, fui robando tanta longitud de alambre como pude de la
tienda y fuimos recomponiendo los esqueletos, uniendo un hueso de la pierna
con otro hueso de la pierna, un hueso del brazo con otro hueso del brazo para
que no se desmontaran, ya ve, y los volvimos a vestir con los restos de
harapos que todavía se podían aprovechar y con otras prendas que hicimos
con cualquier retal que encontrábamos. Colocamos la ametralladora con
cuatro hombres en la entrada, y colocamos cada esqueleto en el lugar que, se
suponía, le correspondía, como si estuvieran haciendo lo que se suponía que

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tendrían que haber estado haciendo. A los otros les dimos los fusiles y los
apoyamos contra la pared en posición de descanso, sujetándoles los dedos de
los pies con piedrecitas. Tienen buen aspecto bajo la luz de las linternas.
Como solo nos podíamos acercar por la noche, estuvimos unos dieciocho
meses apañando aquellos fiambres, pero por fin conseguimos tenerlos todos
listos. Aquellos diez ingleses custodiarán mejor aquel lugar ahora, ya
muertos, que cuando estaban vivos. En Inglaterra, los nazis tienen miedo de
los fantasmas. ¿Lo sabía?
—Sé que tienen miedo de Stonehenge. Sí, ese refugio está en un buen
lugar. ¿Qué hicisteis con el niño?
—Lo enterramos. Era muy pequeño; lo arrastramos a través del agujero
trasero y lo enterramos un poco alejado. Lo hicimos creyendo que era un niño
inglés, pero ahora tengo mis dudas. Tenía algo de cabello largo, no
exactamente en su cabeza. Creo que debió de haber sido una niña pequeña. En
fin… construí una puerta grande de madera, tablón a tablón, para la
habitación pequeña y, una vez colocada, la pinté de un color terroso. Bajo la
luz de las linternas no se distingue en absoluto del resto del refugio. Así pues,
allí es donde guardaré el libro. Los nazis nunca encontrarán el lugar, porque
no les cautiva la idea de hacer prospecciones por los alrededores de
Stonehenge y, además, allí no hay nada que buscar. Y si lo encontraran, no les
haría ninguna gracia toparse con esa compañía de soldados macabros
parapetados cerca de la entrada. Simplemente dirían «¡Ach, Hitler!», y los
dejarían allí, sin hacer ningún daño a la Heilige Deutschland. Y aunque
osaran ir más allá de los soldados, no encontrarían la habitación interior.
—¿Y qué me dices de tu amigo Tom? ¿Es totalmente digno de confianza?
¿Lo sabe alguien más?
—No, nadie. Pensé que podría llegar un momento en que me fuera útil.
Pero no mientras nos limitemos a no creer en Hitler y a cantar «Dios,
enviadnos a nuestro rey» de noche por las colinas. Tenemos que hacer más
que eso. Así que no se lo he contado a nadie.
—¿Y qué me dices de Tom?
—No puede ser más digno de confianza. Está muerto. Tuvo un altercado
con unos nazis en armamento y lo terminaron matando a patadas.
—Ach! —soltó el Caballero.
—Debería estar contento. Tom era muy desleal.
—Pues no, no estoy contento. Era un muchacho valiente, y a los jóvenes
valientes no habría que aporrearlos hasta morir.

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—Oh, bueno, de eso hace mucho tiempo —⁠dijo Alfred,
reconfortándolo⁠—. Tom no era malicioso. Tenía sed de sangre y le habría
encantado darle patadas al comisario de Salisbury hasta matarlo cinco veces,
partiendo cada vez de un perfecto estado de salud, pero era un muchacho
agradable. ¡Lo bien que nos lo pasábamos con aquellos pobres fiambres! Les
pusimos nombre a todos y nos burlábamos de ellos, pero también pensábamos
en cómo debían de ser cuando estaban vivos. Hasta que la tristeza nos hizo
darnos cuenta de que nos estábamos volviendo excesivamente crueles.
—¿Cómo crees que murieron? ¿Cómo estaban cuando los encontraste?
—Simplemente estirados en el suelo. La niña había muerto con la cabeza
sobre el hombro de otro muerto. Por lo menos, el hombre no se movió hasta
que murió también. No tenían nada roto, excepto el rey Nosmo, que tenía
reventada la tapa de los sesos.
—¿El rey Nosmo?
—No-smo-king. No-smo, nuestro rey. El rey Nosmo. Como si se tratara
del rey Alfred.
—¿Es un típico chiste inglés? No le veo la gracia por ninguna parte.
—Pues a nosotros nos hizo mucha, aunque no nos atrevíamos a reír muy
fuerte, no fuera a ser que alguien pasara por arriba y nos oyera, y casi nos
ahogamos. El rey Nosmo era nuestro esqueleto favorito, y es el que tiene el
aspecto más horrible de todos por cómo tiene la cabeza. No me extrañaría que
los otros hubieran muerto gaseados o de alguna enfermedad.
—Bueno… suena como un lugar bastante seguro, aunque ni la mitad de lo
seguro que sería si fueras un caballero y dejaras el libro en un cajón de tu
escritorio sin cerrarlo con llave. Pero ¿qué me dices de los cristianos del
distrito? ¿Hay muchos? Siempre salen por la noche a poner y revisar trampas.
—Hay algunos en Amesbury.
—Eso está muy cerca. Saldrán a cazar liebres y conejos por las colinas de
alrededor.
—Sí, lo sé, pero no creo que encuentren nunca el lugar. Verá, ya no se
puede encontrar por casualidad, por decirlo de alguna manera. Cuando me caí
dentro, el yeso se asentó con firmeza; ya nadie puede volver a caer por ahí y
no parece que el agujero lleve a ninguna parte. La otra entrada siempre está
bloqueada y no se puede abrir a no ser que haya alguien dentro. Está obstruida
con una piedra tan grande que nadie la podría mover siquiera. A mí mismo
me costó un trabajo monumental hacerlo. Es un trozo de aquella gran piedra
solitaria que hay en el exterior del círculo principal de Stonehenge y que está
hecha añicos.

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—Sé cuál quieres decir —dijo el Caballero⁠—. Debió recibir el impacto
directo de una bomba o de un obús.
—Que un trozo relativamente pequeño esté algo más lejos que los otros
no tiene por qué parecer extraño. Una noche la arrastramos hasta el refugio, y
espero que proteja el libro tan bien como hizo lo que fuera que se suponía que
tenía que hacer cuando estaba de pie y unida a la grande.
—Y los cristianos, ¿tienen miedo de Stonehenge?
—No. Pero tienen otras supersticiones. Si alguno encuentra la entrada
principal, aquellos viejos soldados no le van a hacer ninguna gracia. Además,
incluso si encontraran el lugar, el libro y todo lo demás, no harían nada, no
hay ninguno que sepa leer. Deducirían que es la madriguera de un inglés o el
escondrijo de un nazi muy excéntrico y nunca interferirían ni hablarían mucho
sobre el tema. Los cristianos se ocupan exclusivamente de sus cosas: rezar a
Jesús, arrepentirse del Pecado, cazar furtivamente, tallar madera, hacer flautas
y cestos, preparar remedios a base de hierbas y dedicarse al comercio ilícito
con los futuros habitantes del lago ardiente.
—Sí —dijo el Caballero—, me satisface sobremanera que siempre haya
sido imposible impedir el comercio con los cristianos. —⁠Se levantó y abrió la
puerta de un pequeño armario en la pared⁠—. Aquí tengo la mejor colección
de flautas cristianas de entre todos los caballeros de la patria. Cuando muera y
mis posesiones vuelvan al Estado, probablemente habrá algún fanático que se
sienta impulsado a quemarlas todas. Será un crimen imperdonable. Las tengo
en todos los tonos, y no hay ninguna que sea alemana. Los cristianos deben
tener un método secreto para tratar la madera antes de hacer los agujeros para
dar a las flautas ese sonido tan peculiar que recuerda el dulce canto de un
pájaro. Son tan primitivas y, a su vez, tan fascinantes. Hay cierto tipo de
música que es imposible reproducir de forma satisfactoria con ningún otro
instrumento. Escucha esto.
El Caballero escogió una de las flautas y tocó con un aire suave y
delicioso.
—¿Lo oyes, Alfred? Esto no es música primitiva, sino el producto de un
hombre que piensa con la cabeza llena de cantos de pájaro, y las flautas
cristianas son el instrumento adecuado para reproducirlos. Ningún ruiseñor ni
ningún mirlo podría cantar con más dulzura ni con más pureza. ¿Has
reconocido alguna vez el canto del pájaro en lo que erróneamente llamamos la
sinfonía Sigfrido, de Wagner? No es una sinfonía en absoluto, sino una ópera,
por supuesto.
—Pues sí, ahora que lo dice.

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—Esa música de pájaros se tendría que tocar siempre con flautas
cristianas. Se interpretaría a la perfección. No se puede adaptar a otros
instrumentos más sofisticados, del mismo modo que el canto de un pájaro
tampoco es adaptable a nada en el mundo. Serían pájaros de verdad,
inadaptables, sorprendentes y exquisitos. Pero, lamentablemente, nunca he
osado sugerir siquiera que se podría intentar algo así. Hay tantas cosas que a
un hombre sensato le gustaría hacer, pero que no se pueden ni sugerir…
muchas. —⁠El Caballero devolvió con tristeza la flauta a su lugar y cerró el
armario.
—¿Cómo habéis conseguido todas estas flautas, señor? No podéis ir a un
intermediario nazi y decirle: «Consígueme una flauta cristiana en do mayor».
—No, no, claro que no. Me las trae mi gente directamente. De vez en
cuando, muy de vez en cuando, algún hombre me hace saber que tiene una
flauta. Lo mando buscar y le digo: «¿Está seguro que esta flauta es
alemana?». Dice que sí, que está seguro, que conoce al hombre que la ha
hecho. Entonces escucho cómo la toca y, si realmente es alemana, como pasa
en algunas ocasiones si el dueño no tiene oído musical, le digo que se la
puede quedar porque no tiene el tono que busco. La puesta en escena es muy
infantil y estúpida, porque todos saben que no les compraré ninguna flauta
que no sea cristiana y, además, buena, pero hay que observar las
formalidades, además de que, por supuesto, coleccionar flautas cristianas es
algo muy incorrecto e irreligioso por mi parte. No debería permitir que
entraran cosas tan impuras en mi casa, e, indirectamente, estoy alentando el
comercio con los cristianos, cuando mi deber como caballero es reprimirlo,
pero hacen la vista gorda por dos motivos: por un lado, ellos mismos son
hombres, en su mayoría, a los que les apasiona la música y, por el otro, soy un
Von Hess. Cuando estaba fuera de casa destinado de servicio en Inglaterra, en
Persia, en Francia o en Egipto, tenía que ser más prudente, pero aquí, a pesar
de que estoy a cuatro pasos de la Ciudad Santa, hago lo que se me antoja. La
aristocracia feudal, porque el espíritu de nuestra aristocracia es feudal, tiene
grandes ventajas.
—Sí, claro, para los caballeros —⁠dijo Alfred, con una sonrisa.
—E incluso para los nazis también.
—Manteniéndoles como adolescentes de por vida e impidiendo que
lleguen a ser hombres.
—No pueden ser hombres mientras continúen sometidos a cualquier tipo
de disciplina. Yo mismo no podría ser hombre si jurase obediencia ciega y
con total sinceridad a der Führer. Pero mis no-hombres, mis chicos nazis

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bávaros, están mejor bajo mi mando que bajo el de los caballeros y sargentos
del Ejército. La disciplina marcial es fría e indiferente, la mía es una autoridad
paternal. Hasta que los hombres no sepan gobernarse a sí mismos, es mejor
obedecer ciegamente a un padre que a un Gobierno.
—Depende del padre. Sospecho que no todos los caballeros son como
usted, ni siquiera si gobiernan en el mismo distrito en que nacieron.
—No. No todos los padres son buenos padres, es verdad. Pueden ser fríos,
poco afectuosos, injustos y más crueles de lo que incluso nuestra religión
permite. Pero un Gobierno debe ser frío.
—Aunque no necesariamente injusto. Los nazis deberían poder conformar
su propio Gobierno.
—¿Cómo? ¿Todos ellos?
—No. Aquellos a los que eligieran.
—¿Y quién los tendría que elegir?
—Los nazis.
—¿Y quién sería der Führer?
—Los elegidos lo escogerían.
—Ahora imagina por un momento que fueran ingleses en lugar de
alemanes, y que Inglaterra fuera libre. ¿Prometerías obediencia ciega a
cualquier hombre, siempre, solo por el mero hecho de que lo hubieran
escogido los mismos ingleses?
—No. El líder tendría que ser yo mismo.
—Sin saber nada de democracia has encontrado su punto débil. En una
democracia, ningún hombre de carácter está dispuesto a renunciar a su
derecho a tomar sus decisiones personales y, como no puede confiar
ciegamente en su líder, porque está hecho del mismo molde, él tiene que ser
el líder. Y así, gobernar se convierte en algo extremadamente difícil, porque,
a pesar de que hay muchos hombres de carácter, y la democracia fomenta su
proliferación, también existe un gran colectivo de hombres débiles e
influenciables, a los que siempre se les tiene que decir qué tienen que hacer y
qué no tienen que hacer, y no se puede confiar en que sin leyes se comporten
de forma correcta. Por lo tanto, el final de la democracia, dice Von Hess,
siempre es el mismo: se disuelve en el caos y del caos emerge algún tipo de
Gobierno autoritario, un führer, una oligarquía, un Gobierno militar o algo
por el estilo. Ahora bien, yo no siento tanto desprecio por la democracia como
mi antepasado, porque he visto adonde lleva la degradación natural de un
Gobierno autoritario: al estancamiento absoluto. Pero todavía no veo cómo se
podría hacer que la democracia durara el tiempo necesario para poder

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desarrollar el carácter de un número suficiente de personas. Aquí yace el
problema que tendrán que solucionar tus bisnietos, Alfred, porque una vez
que la verdad haya vuelto al mundo, será imprescindible que las formas
autoritarias de gobierno se derrumben.
Alfred estaba profundamente interesado y fruncía el ceño, concentrado.
—No creo que la gente se tenga que deshacer de la… ¿cómo ha dicho que
se llamaba? Democracia, solo porque sea difícil —⁠dijo⁠—. Si está lo
suficientemente convencida de que es un buen sistema, será capaz de
enfrentarse a cualquier dificultad. Si persevera para consolidar este
convencimiento, cada vez será más fácil. ¿La probaron alguna vez durante
mucho tiempo?
—La verdad es que no, por la amenaza de guerra. Los soldados no pueden
ser demócratas, y los ejércitos, incluso los ejércitos de los países
democráticos, siempre eran autoritarios.
—Claro, los soldados no pueden ser hombres de carácter —⁠dijo Alfred⁠—.
No pueden ser hombres. Deben ser siempre chicos. Siempre lo he tenido
claro.
—Y además, en tiempos de guerra, si un ejército autoritario tiene detrás
un Gobierno también autoritario, su nación está en una posición enormemente
ventajosa. Los países democráticos, cuando había una amenaza de guerra,
eran presa del pánico al percatarse de su apabullante desventaja, y era
inevitable que perdieran la confianza en su forma de gobierno.
—Entonces, lo que realmente quiere decir, es que la democracia es
demasiado difícil cuando tiene que mantenerse con una guerra en el
horizonte, no que sea demasiado difícil, a la fuerza, para que los seres
humanos la puedan asimilar.
—Supongo que es así.
—[…][1]
—Yo diría que es muy poco probable. Las democracias surgían a partir de
aristocracias en estado de descomposición.
—Pero piense que nosotros empezaremos casi desde cero. En Alemania
habrá muchos caballeros descontentos, indignados por la pérdida de sus
privilegios o por tener que compartirlos, pero eso no pasará entre nosotros
una vez el Imperio se haya desmoronado. Los ingleses son todos tan poca
cosa ante vuestros ojos que los habéis convertido a todos en iguales y,
además, así nos sentimos nosotros también en cuanto a nuestros juicios de
valor. No hay clases entre nosotros, como sí las hay en Alemania. La única

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diferencia es que algunos hombres saben leer y otros no saben. Y, esto, en
realidad, no tiene ninguna importancia.
—No. Cuando todo lo que se puede leer se limita a la Biblia hitleriana, las
leyendas absurdas de los héroes y libros técnicos, la alfabetización adquiere
un significado completamente distinto al que había tenido en otros tiempos.
Un chico que quiera ser técnico de cualquier cosa aprende a leer solo como
parte de su trabajo, y eso no es motivo de celos para los otros que no quieren
ser técnicos o que no son aptos para serlo. A Hermann le leen la Biblia en la
iglesia, gracias a eso puede conservar la vista en condiciones; no leer tiene sus
ventajas. Hermann ve muchas más cosas que tú. Percibe matices sobre el
tiempo, la naturaleza, los animales y sobre todos los fenómenos y aspectos
cambiantes del mundo en que vive de los que tú no te percatarías nunca. Los
ojos y el cerebro de un analfabeto son diferentes a los de aquellos que están
alfabetizados, pero, a su manera, salvo que el hombre sea un mentecato, son
igual de válidos. No es solo porque Hermann sea un trabajador del campo. He
observado las mismas particularidades en los operarios de fábrica analfabetos
que hacen el mantenimiento de las máquinas más simples. Ven las cosas de
otro modo. Pero, Alfred, tú tendrás que enseñar a leer a tus hijos. Tienen que
leer a Von Hess por sí mismos.
—Fred sabe leer, y habla un alemán de niño pequeño, pero todavía no
domina demasiado la gramática.
—Tienes que enseñarles a leer alemán. Von Hess no es difícil. Pero no
quieras hacer las cosas deprisa y corriendo. Ni Jesús ni Hitler ni sus mejores
discípulos pudieron, en vida, convertir a Europa. Si antes de morir consigues
que unos veinte hombres lo entiendan bien, será todo un éxito.
—No entiendo que tiene que ver Jesús en todo esto. ¿De dónde eran los
judíos?
—Eran un pueblo del Mediterráneo oriental, no eran negros, solo oscuros,
y sospecho que se podían llegar a confundir con árabes.
—Pero ¿ahora dónde están?
—Ya no existen. Una de dos, o bien fueron absorbidos por otras naciones,
o bien fueron aniquilados. Todavía quedaban algunos en tiempos de Von
Hess. Cuando el Ejército Imperial alemán tomó Jerusalén, asesinaron a todos
los judíos de Palestina; masacraron hasta al último hombre y el último niño.
Los judíos de Alemania fueron asesinados en varios pogromos, durante y
después de la Guerra de los Veinte Años. En otros países, los judíos fueron
primero perseguidos por gobiernos autoritarios y antisemitas en guerra, y su
número se vio muy reducido. Cuando Alemania los terminó conquistando

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fueron perseguidos de nuevo por los ejércitos alemanes de ocupación, pero
desconozco cómo desaparecieron los últimos que quedaban. Aconteció
después de la época de Von Hess, igual que la segregación de los pocos fieles
seguidores de Jesús que quedaban. El final de la tragedia judía yace oculto en
la oscuridad del fondo del abismo de nuestra ignorancia. Debe de haber
muchos hombres de ascendencia judía, sobre todo en Rusia, América e
Inglaterra, donde se habían mezclado más con los pueblos indígenas, pero,
judíos como tales, no queda ni uno. Era un pueblo desafortunado.
—¿Desde que mataron a Jesús?
—No, siempre lo fueron. Primero los esclavizaron los egipcios, luego los
babilonios y finalmente los romanos. Luego tuvo lugar la masacre de
Jerusalén y la diáspora (como si toda una nación fuera condenada al Exilio
Permanente), a eso le siguió la persecución cristiana, y cuando apenas esta,
que había tenido lugar por motivos religiosos, concluyó, empezó la
persecución racial. Apenas una pequeña parte de los judíos había tenido
tiempo de construir un nuevo hogar en su antigua tierra de Palestina cuando
los alemanes invadieron el país, lo anexionaron al Imperio y los mataron a
todos.
—¿Por qué los odiaba tanto todo el mundo?
—Me es imposible descifrarlo —⁠dijo el Caballero—. Von Hess no lo
sabe. En su época había tan pocos que nadie tenía ánimo para nada más que
detestarlos y apartarlos. Para entonces en Alemania ya no había ninguno. Von
Hess había leído mucho sobre ellos, pero dice que incluso en sus días era
imposible entender realmente el porqué del antisemitismo. Tenían los rasgos
desagradables que tienen todos los pueblos que son perseguidos
persistentemente y a los que se les hace sentir forasteros en el país donde
viven, pero tenían cualidades brillantes y su valentía rallaba el fanatismo si
alguna vez tenían que luchar. Resistieron heroicamente contra Tito y contra el
Ejército Imperial alemán. Tito los recompensó con crucifixiones, y nosotros,
más caritativos, los fusilamos o los matamos a palos. Tengo la impresión de
que debía de ser el mundo entero, y no solo los alemanes, el que de alguna
manera había tenido miedo siempre de los judíos, pero Von Hess ya no podía
sentir ese miedo y, por lo tanto, no pudo entender el odio. Ahora bien, nunca
nadie ha tenido miedo de los cristianos. Los vemos más bien como si fueran
animales silvestres. Si se volvieran salvajes, los fusilaríamos, pero, como son
inofensivos, los podemos dejar en paz.
—Es que ahora son muy pocos. Cuando eran muchos y predicaban a Jesús
contra Hitler, ¿no se les tenía miedo?

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—No lo creo. Al menos no de la misma manera. Von Hess dice que la
mayoría de cristianos de su tiempo no tenían demasiada devoción por su
propia religión. Alemania no era cristiana, no tenía religión excepto el culto a
la propia Alemania, y las razas sometidas eran en su mayoría cristianas solo
porque serlo implicaba ser antigermánico. Había cristianos por toda Europa,
incluso en Alemania. Algunos eran creyentes fervorosos, pero la mayoría no.
Ahora bien, los judíos parece que siempre estaban totalmente decididos a ser
judíos antes que cualquier otra cosa, y a utilizar su judaísmo como poder
amenazador. Pero claro, eran una raza, no solo una religión, y quizás la
Sangre tenía algo que ver, aunque no siempre. El cristianismo quizás llegó
demasiado temprano. Quizás era demasiado difícil, como la democracia. Von
Hess, que cuando escribe sobre él lo hace desde su predominante faceta
marcial, lo desprecia. Dice que es una religión afeminada.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Que es como una mujer.
—¿Cómo puede una religión ser como una mujer?
—Hacía que los hombres fueran como mujeres.
—Eso es imposible. Ahora bien… en algún momento he pensado que
quizás Hermann… sí, sí, lo entiendo. Es porque las mujeres eran como los
hombres. Pero ¿demasiado temprano? ¿Quiere decir que el cristianismo
volverá?
—No, no es eso lo que quiero decir, aunque lo que sí que debe volver es
el rechazo a la guerra. Me refiero a un rechazo consciente, no a esta
deprimente inanición involuntaria. Cuando Von Hess apenas estaba
empezando a escribir el libro habría dicho, probablemente, que cualquier
hombre que negara la gloria, las virtudes y la bondad de la guerra era un
afeminado… es decir, como una mujer.
—Pues si lo tuviera aquí ante mí —⁠dijo Alfred⁠—, y sin ánimo de
ofenderlo, noble señor, le arrancaría la cabeza.
El Caballero sonrió y después exhaló un suspiro.
—Alfred, te echaré de menos. También echaré de menos a Von Hess. Y,
por si fuera poco, tengo que ayudar a formalizar la deshonra de uno de mis
propios nazis. Qué final más miserable para la vida de un viejo. En fin… aquí
lo tienes. Se nos ha acabado el tiempo.
El Caballero había sacado del escritorio un paquete de aspecto imponente,
sellado por todas partes, sobre el que había escrito muy cuidadosamente con
su minuciosa caligrafía gótica alemana:

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De Friedrich von Hess, Caballero de Hohenlinden, Baviera, para el noble Wilhelm
von Hodenlohe, Caballero de Gloucester, Inglaterra, para ser entregado por el
portador, Alfred, I. W. 10762, inglés de peregrinaje en Alemania.

Alfred lo miró fijamente y no dijo nada.


—La fotografía está dentro del libro —⁠explicó el Caballero⁠—. No he
incluido la placa. La destruiré. Esta impresión puede conservarse cien años en
buenas condiciones si evitas exponerla a la luz del sol y, antes de que pase
todo este tiempo, alguien ya habrá podido hacer una nueva. Cuídala. No es
tan importante como el libro, pero tiene su trascendencia.
—Pero, señor, ha dicho que envolvería el libro. ¿Me está diciendo que me
tengo que ir ahora, ya, para no volver?
—Sí. Pero no quería que la inminente despedida estropeara nuestra última
conversación.
—Pero ¿por qué no puedo volver a venir? Todavía ni medio entiendo lo
que me ha contado. Ha dicho que puede hacer lo que se le antoje.
—Hasta cierto punto. Cuando los otros caballeros sepan que Hermann ha
ido a la cárcel, y eso pasará esta noche, tendré que dejar de verte. Más
adelante sabrán por qué Hermann ha sido enviado a la cárcel, y yo, como
caballero, se supone que desde esta noche estoy sumergido en una especie de
luto vergonzoso porque uno de mis hombres, un nazi que conozco
personalmente, ha caído en deshonra. Sería impensable que en esas
circunstancias prestara atención a un inglés, por mucha reputación de loco
que pueda tener, y, si lo hiciera, se levantaría la sospecha indiscutible de que
algo raro hay detrás de todo el asunto. ¿Lo comprendes ahora?
—Sí, claro que sí. Pero es muy triste. No podré terminar de entender el
libro.
—Von Hess dice que incluso un zoquete lo puede entender. Si encuentras
palabras que hoy en día ya no existen, como será el caso, podrás deducir su
significado por el contexto. Hermann quizás pueda ayudarte al principio con
el poco alemán que no entiendas. De hecho, a pesar de que tu acento británico
es patético, el dominio que tienes del alemán parece bastante bueno.
—Ni la mitad de bueno que su dominio del inglés. ¡Dios mío, con todo lo
que aún me queda por preguntar! En ningún momento he pensado que se me
podría quedar en el tintero porque creía que la maniobra solo afectaba a
Hermann. Por cierto, ¿puedo salir tranquilamente a la calle ahora mismo con
este paquete bajo el brazo? Esta noche supongo que no puedo venir con
Hermann, porque le va a confesar su horrible crimen.
—Exacto. Pero ahora puedes salir con el paquete y enseñárselo a todo el
pueblo si te apetece, aunque yo no lo haría, y después creo que lo mejor es

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que cojas el petate y te marches a otra parte. A Múnich, por ejemplo. Debes
terminar el peregrinaje como es debido. Verás, todo lo que he hecho hasta
ahora ha sido con buena disposición porque todo lo que sé hasta ahora es que
Hermann ha matado accidentalmente a un chico y que ha jurado que este
estaba abusando de una chica cristiana. Pero, a partir de esta noche esa buena
disposición se acabó, y sería conveniente que tú ya hubieras vuelto a
emprender tu viaje y estuvieras bien lejos de nuestros asuntos.
—Yo, ahora, ya no estoy de muy buen humor —⁠dijo Alfred⁠—. ¿Puedo
despedirme de Hermann?
—Cuanto más emotiva y pública sea vuestra despedida, mejor. Y si a él se
le cae alguna lágrima, mejor que mejor. Ya está nervioso por tener que venir a
mí esta noche con su horrible relato.
Alfred se levantó con su valioso paquete bajo el brazo. Miraba fijamente
al Caballero con especial atención, como si estuviera creando en su cerebro
una imagen fotográfica perfectamente clara. Suspiró y, de repente, bajó la
mirada hacia el escritorio.
—Cuando era joven —dijo—, en mi tiempo libre solía sacar al pequeño
Fred de la guardería y lo llevaba a pasear por el Avon o por donde fuera, y
solíamos jugar a un juego en el que yo decía: «Quiero a mi amor con una A,
porque es Alfred. Lo odio con una A porque es un asno o antipático, o
aburrido», o cualquier cosa negativa y, entonces, el jovencito Fred lo hacía
conmigo. Y así repasábamos todo el alfabeto para que fuera aprendiendo
palabras, a veces alemanas.
Alfred volvió a levantar la mirada hacia el Caballero.
—Quiero a mi amor con una A —⁠dijo lentamente⁠—, porque es admirable.
Lo odio con una A, porque es alemán. ¡Si pudiera recordar solo su rostro, sus
cabellos y el contorno de su barba y sus ojos, y olvidar esa guerrera azul y la
capa con esas esvásticas plateadas colgadas en el cuello! Nos habéis hecho
muchísimo daño y ahora no podemos querer con sinceridad, a pesar de que
nos gustaría, ni siquiera al mejor alemán, aunque fuera también el mejor
hombre del mundo.
—Bueno —dijo el Caballero, con un poco de su tos habitual⁠—, estoy de
acuerdo en que es lamentable, pero me tienes en demasiada buena
consideración, Alfred. No soy el mejor hombre, solo soy un hombre
especialmente privilegiado. Un hombre afortunado, y eso no tiene nada de
admirable. Ahora te cedo mi fortuna y espero que no te traiga la muerte. Así
que adiós.

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Alargó la mano y Alfred se la estrechó, medio preguntándose cuántos
siglos debían de haber pasado desde la última vez que un caballero teutónico
había tratado así, como a un igual, a un inglés.
El Caballero volvió a sentarse y dijo:
—Firme. Voy a llamar a Heinrich.
Alfred se puso rígido como un palo y se quedó mirando al vacío por
encima de la cabeza del Caballero hasta que llegó Heinrich.
—Mi señor —pronunció a la vez que hacía el Saludo.
—Acompaña a este hombre fuera y notifica al Comisario que lo quiero
ver ahora mismo.
—Mi señor —volvió a decir Heinrich.
Tanto él como Alfred saludaron, pero Alfred salió exhibiendo una
informalidad típicamente inglesa, con la cabeza vuelta descaradamente sobre
el hombro. El Caballero no levantó la suya. Sus manos viejas, elegantes y
largas reposaban extendidas ante sí sobre el escritorio, mientras contemplaba
el anillo.

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CAPÍTULO OCTAVO

Alfred llegó a Southampton a primera hora de la tarde del último día de su


peregrinaje. El salvoconducto le daba margen hasta las ocho de la mañana
siguiente, hora en que debía presentarse ante su encargado nazi en el
aeródromo. Se entretuvo en Southampton hasta el anochecer, contando a los
estibadores ingleses un montón de anécdotas sobre sus viajes por Tierra
Santa; luego se fue hasta la carretera de Salisbury e hizo parar al primer
camión que pasó.
—¿Adónde va? —le preguntó al conductor, un alemán.
—A Bulford. ¿Te va bien, Engländer?
—Nein. Danke schön.
Alfred continuó andando, con las correas del saco estrujándole los
hombros por el peso de la enorme obra de Von Hess. No tardó en acercarse
por su espalda, a trompicones, otro camión del Ejército. Alfred pensó: «Si
este también va a Bulford, será mejor que suba, aunque sea alemán. Al menos
podré llegar hasta Salisbury». Lo hizo parar.
—¿Hacia dónde va? —preguntó, ahora en alemán.
—A Bulford, hijo de un millón de perras sarnosas —⁠respondió en inglés
el conductor, con un perfecto acento de Wiltshire⁠—. Venga, sube, Alfred, y
no me hables en alemán, por favor.
—¡Oh, qué suerte, Johnny! No te he reconocido. ¡Esto es fantástico!
Podré dormir un rato. Despiértame cuando estemos en Amesbury, ¿de
acuerdo?
—¿No nos piensas contar nada de tu peregrinaje? —⁠preguntó su
acompañante.
—Cuando queráis, pero no ahora —⁠dijo Alfred, bostezando⁠—. He estado
vomitando todo el viaje desde Hamburgo. No he dormido demasiado.
Se encajó cómodamente entre el conductor y el joven acompañante, con
los pies descansando sobre su preciado saco. Se reclinó un poco sobre el
joven para no obstaculizar la conducción de Johnny, y se quedó
profundamente dormido casi al instante. El camión iba traqueteando por un

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paisaje cada vez más oscuro. Johnny no tardó mucho en encender los faros.
Cuando llegaron a Amesbury, la oscuridad ya era absoluta. Johnny despertó
entonces a Alfred con un codazo en las costillas.
—Alfred, Amesbury. ¿Bajas aquí, pues?
—Sí, por favor. Tengo una cita en Stonehenge con una pandilla de
fantasmas.
Johnny rio y le lanzó su voluminoso saco.
—¡Hitler mío! ¿Qué demonios llevas en ese saco, Alfred?
—Piedras de la Montaña Sagrada. Buenas noches, Johnny. Buenas
noches, Charles. Hasta pronto.
El camión continuó su camino y Alfred marchó hacia el oeste.
—No puede ser verdad que vaya a Stonehenge a estas horas de la noche
—⁠soltó Charles.
—Yo tampoco me lo creo —dijo Johnny⁠—, a pesar de que sé que le gusta
aquella antigualla. Lo más seguro es que vaya a ver a alguien en Amesbury y
después se vaya andando a casa. También apostaría lo que fuera que dentro de
ese saco no hay piedras de la Montaña Sagrada. Maldito viejo hipócrita, yo
soy el doble de religioso que él y no me caen peregrinajes del cielo.
Charles se rio.
—Los que son devotos no necesitan peregrinajes —⁠dijo⁠—. Con Alfred, en
cambio, creen que su fe se tiene que fortalecer.
—Claro que sí, así es. ¡Y de qué manera! —⁠aseveró Johnny.

Ya eran las cuatro de la mañana cuando Alfred llegó a su casa en Bulford,


donde vivía con Fred y James, sus dos hijos mayores, y Thomas, su hermano
menor. Ahora el saco era considerablemente más ligero. En silencio, entró en
la habitación que compartía con los chicos, se quitó la chaqueta y las botas, y
se acostó. Fred oyó crujir la pequeña cama estrecha de su padre.
—Padre, ¿es usted?
—Sí, hijo mío. No despiertes a Jim.
—Tenía miedo de que llegase tarde para poder presentarse por la mañana
—⁠susurró Fred⁠—. Hemos estado todo el día esperando que llegara en
cualquier momento. El pequeño Jim parecía un gato de lo nervioso que
estaba. Déjeme que lo despierte solo para decírselo. Seguro que tiene
pesadillas.
—Tonterías —dijo Alfred. Aun así, se levantó y se acercó a la cama del
jovencito⁠—. Adivina quién está aquí, Jim —⁠le dijo, sacudiéndole el hombro.

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Jim se despertó y, a oscuras, saludó a su padre con tanta efusividad que
sin querer le pegó un buen tortazo en la oreja.
—Maldito seas —renegó Alfred—. Hala, vuélvete a dormir. —⁠Le dio un
beso y volvió a su cama.
—¿Cómo es que llega tan tarde, padre? —⁠preguntó Fred.
—Ya te lo explicaré en otro momento. Ahora no. Duerme, Fred. Tenemos
que levantarnos en menos de tres horas.

Al día siguiente, Alfred volvió a su trabajo en el taller, pero con la mente en


otro lado. Lo hacía bien, lo tenía todo bien automatizado, pero no era capaz de
poner toda su atención. Su intención había sido dejar el libro de Von Hess en
la habitación interior del refugio e irse directamente hacia casa, pero cuando
llegó a su madriguera secreta y lo encontró todo tal como lo había dejado la
última vez (los soldados muertos todavía estaban de guardia en sus puestos
habituales, el montón de sílex y yeso desmenuzado que él y Tom habían
escarbado del túnel trasero estaba igual que siempre), sucumbió a la tentación
de sentarse sobre la vieja pila de sacos que él y Tom habían llevado allí hacía
años para descansar y leyó un poco el libro a la luz de su linterna. Lo hizo
hasta que esta empezó a apagarse y volvió a la realidad del presente con un
dolor de cabeza terrible. Decidió que en el futuro llevaría velas para usarlas
como fuente de luz principal. Cuando las dos entradas de los túneles estaban
abiertas, había corriente, pero no a través de la habitación interior y, si dejaba
abierto el escudo articulado de madera para dejar entrar un poco de aire,
podría sentarse y leer sin preocuparse por si las velas se apagaban. Guardó el
libro, se arrastró por el túnel y, una vez fuera, bloqueó la entrada con el viejo
trozo de piedra. Fue tropezando por las colinas hacia Bulford; le fallaban las
rodillas y tenía la cabeza saturada de confusión y gloria. También de las
maravillosas visiones, como cuevas de hadas decoradas con joyas, débilmente
reveladas por la pequeña luz que Von Hess había sido capaz de dejar
encendida y que todavía ardía. ¿Cómo podía, hoy, poner los cinco sentidos en
los mecanismos que tenía entre manos, a pesar de que era un trabajo que
encajaba perfectamente con él y que le satisfacía, si andando una o dos millas
y arrastrándose por un agujero podía ponerse en contacto con civilizaciones
perdidas y con el mecanismo del pensamiento de seres humanos complejos?
A la hora de la comida, en medio del desmadre de los mecánicos ingleses,
la enajenación se esfumó. Después de comer, los hombres solían holgazanear
haciendo ver que escuchaban las noticias que salían del altavoz hasta que

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sonara el silbato que los haría volver a ponerse manos a la obra. Uno de ellos
llamó a Alfred aparte del grupo en que estaba hablando sobre su peregrinaje,
algo que todo el mundo encontraba más interesante que las noticias.
—Alfred —dijo el hombre—, tu mujer, Ethel, ha parido ya, no es más que
una niña. Ahora debe de tener unas tres semanas.
—Ah, lo había olvidado. Bueno, no siempre puedo tener suerte, supongo.
Gracias, Henry. ¿Ya te has llevado a tu hijo?
—No. Margaret se lo quedará seis semanas más.
Alfred no añadió nada y se quedó pensativo; no volvió a hacer caso a los
demás hombres.
Después de la jornada de trabajo, cuando ya había cenado en casa con
Thomas, Fred y Jim, y estaba sentado cómodamente en mangas de camisa, se
levantó y volvió a ponerse la chaqueta.
—¿No va a salir, verdad, padre? —⁠suplicó el pequeño Jim⁠—. Aún no nos
ha contado casi nada de su viaje.
Fred no dijo nada. Era un chico paciente, una criatura rubia, alta y
delgaducha, nada que ver con su padre, con unos ojos azules inteligentes y
penetrantes.
—Sí, voy a salir —dijo Alfred—. Voy a estar aquí el resto de mi vida,
Jim. Escucharás mis historias tantas veces que te vas a hartar.
—Si vas a estar aquí el resto de tu vida, esta noche puedes quedarte con
nosotros —⁠dijo Thomas razonablemente⁠—. ¿Adónde vas?
—A los Barrios de las Mujeres.
—Ah, vaya. —Thomas sonaba resignado⁠—. ¿Te ha dicho alguien que
aquel bebé que esperabas no es más que una niña?
—Nació hace tres semanas —le espetó Alfred⁠—. Supongo que puedo ir a
ver a Ethel si me da la gana, ¿no?
—Claro que sí, claro que sí —⁠respondió Thomas, suavizando el tono⁠—.
Nadie trata de detenerte.
Alfred gruñó y se marchó. Los Barrios de las Mujeres estaban dentro de
una gran jaula de aproximadamente una milla cuadrada en el extremo norte
del pueblo. Las mujeres no estaban autorizadas a salir de allí sin un permiso
especial que se les concedía muy rara vez. Dentro tenían el hospital y el
correccional, al que se las enviaba si se hacían daño entre ellas o si su
humildad no era perfecta. Cada día les llevaban sus raciones de comida y,
también a diario, todas las mujeres y chicas que no estaban en la etapa final
del embarazo ni estaban enfermas, tenían que hacer ejercicios físicos
femeninos suaves bajo las órdenes de unos instructores masculinos apáticos.

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Aparte de eso, eran libres de emplear su tiempo en lo que quisieran, pues no
tenían nada que hacer excepto dar el pecho a sus criaturas, cocinar las
raciones de comida y discutir. La ropa se la traían confeccionada de fuera y se
distribuía, como las raciones. Una vez al mes las sacaban del recinto para
conducirlas hasta la iglesia, la única ocasión en que se les permitía andar por
las calles de la ciudad como los hombres. Sin embargo, este privilegio no las
seducía lo más mínimo, porque el Culto las hacía llorar. Preferían pasar sus
vidas estúpidas en pequeños grupos de dos o tres mujeres en casitas de
madera separadas entre sí, con sus hijas e hijos menores. Apenan sabían que
había mujeres que podían moverse libremente, las mujeres cristianas, porque
nunca habían visto a ninguna, ni tampoco a ningún cristiano. Sabían
vagamente que existían unas cosas horribles llamadas cristianas a las que no
se les exigía que se sometieran a sus monstruos masculinos, pero esa
tentación se mantenía fuera de su alcance. Ningún cristiano osaría acercarse a
menos de media milla del centinela de la puerta de la verja del Barrio de las
Mujeres de cualquier pueblo o ciudad. Los otros hombres podían entrar
cuando quisieran, siempre que fueran mayores de dieciséis años. Para evitar el
incesto, pues se consideraba que este debilitaba la raza, los padres indicaban a
sus hijos la casa o casas concretas a las que tenían prohibido entrar. Las
mujeres de esas casas no eran para ellos. El tabú era tan fuerte que los hijos
normalmente no solo evitaban la casa sino toda aquella zona. Ninguna mujer
se percataba de que su vida tuviera nada fuera de lo normal; eran tan
conscientes de la apatía, la cautividad o la humillación que sufrían como
vacas que pacen en el campo. Eran demasiado estúpidas para ser realmente
conscientes de cualquier cosa que pudiera angustiarlas, excepto el dolor
físico, la pérdida de los hijos, la vergüenza de parir niñas y el desconcertante
dolor colectivo que siempre las abrumaba en la iglesia.
Alfred se abrió paso por el parque infantil de las niñas, donde una
multitud de criaturas, demasiado jóvenes para tener la insipidez que se
apoderaba de todas las mujeres durante la pubertad, jugaban como cachorros.
No se trataba de juegos reconocibles, puesto que no había nadie que les
enseñara ninguno, solo se perseguían, se peleaban y se tiraban por el suelo. Si
se interponían en su camino, Alfred las apartaba gentilmente con el pie o la
mano.
Llegó a la casa donde su mujer, Ethel, vivía con su hermana Margaret,
que entonces pertenecía a un hombre que se llamaba Henry. Se dirigió
directamente a la sala de estar. Ni Henry ni Margaret estaban, salvo que se
hallaran en uno de los dormitorios. Ethel sí, tenía aspecto de no encontrarse

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bien y se la notaba tristemente apagada. No veía a la recién nacida por
ninguna parte. Cuando Ethel vio a Alfred se levantó con desgana, le hizo una
reverencia y empezó a dirigirse hacia la puerta de una de las habitaciones
interiores. No osaría hablar a menos que él lo hiciera primero.
—Quédate aquí, Ethel —le ordenó Alfred⁠—. No es eso lo que quiero.
Entonces Ethel empezó a llorar.
—Amo, estoy avergonzada —le respondió.
Se sentía la mujer más desgraciada del mundo. Lo había ofendido
pariéndole a una niña. Ahora le quitaría el brazalete blanco de la chaqueta que
la identificaba como propiedad de un hombre e iría a parar a manos de
cualquier otro. Alfred nunca la había tratado mal, nunca le había pegado ni le
había dado patadas, ni siquiera le había propinado una simple bofetada. Todo
podría irle mucho peor a partir de ahora. Incluso podría tener que ir a la casa
grande que frecuentaban los nazis y, a pesar de que esto significaría un largo
descanso de la maternidad, puesto que a los hombres alemanes se les
enseñaba cómo hacerlo para evitar calamidades raciales de esa índole, la
perspectiva nunca era motivo de alegría para ninguna mujer. Ellas no tenían
ningún tipo de sentimiento patriótico, todos los hombres eran para ellas
igualmente señores, pero no podían entender a los nazis, solo sabían que los
alemanes tendían a ser más brutales físicamente que algunos de sus hombres
ingleses. Para evitar que la enviara a la casa de los nazis, Ethel habría parido
alegremente a un niño cada año para Alfred hasta su muerte. Pero todo esto
Ethel solo lo sentía vagamente y con apatía del mismo modo que sentía su
debilidad y un dolor persistente en su espalda. Era desgraciada y no se
encontraba bien, pero no era mucho más consciente de ello de lo que podría
estarlo cualquier animal.
—Siéntate, Ethel —le dijo Alfred al ver que empezaba a temblar además
de llorar⁠—. Aún no estás recuperada.
Ethel se sentó. Alfred la miró y pensó en la chica alemana de la fotografía.
—No me costará lo más mínimo dejarte tranquila hasta que te hayas
recuperado del todo —⁠dijo, más para sí mismo que para Ethel.
—Amo, estoy avergonzada —dijo Ethel sollozando.
—No eres tú quien debe estar avergonzada —⁠dijo Alfred⁠—, somos
nosotros.
Ethel ni siquiera trató de entender lo que acababa de oír, pero se sintió
algo aliviada. Alfred aún no le había tocado el brazalete.
—Mujer —dijo Alfred después de un largo silencio⁠—, ¿dónde está mi
hija?

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Ethel lo miró fijamente. Alfred había utilizado la fórmula ceremonial de
un padre que viene a llevarse a su sagrado hijo varón, ¡pero la había aplicado
a una niña!
—Bueno, ¿dónde está? ¿No la habrás ahogado, espero?
—No, amo. Está durmiendo en la habitación.
—Ve a buscarla.
—¿La… la quiere ver, amo?
—Ethel, si no te levantas y me traes a mi niña ahora mismo, te pegaré una
colleja. Si la fuera a buscar yo mismo, aún la rompería.
Ethel se lanzó de rodillas ante él y juntó las manos.
—Oh, amo, soy una mujer indigna, pero le he parido dos hijos. ¡No haga
daño a la niña, oh, por favor, no le haga daño!
—Quieres poder quedarte al menos con una criatura, ¿no? No le voy a
hacer daño. Quiero verla.
Ethel, completamente desconcertada pero obediente, fue a buscar a su
pequeña. Cuando no había terminado de entrar en la sala con el pequeño fardo
entre sus brazos, vaciló.
—Tráela aquí —dijo Alfred.
Ethel se acercó un poco.
—Ponla en mis brazos.
—Amo, oh, por favor…
—No le voy a hacer daño. Así, muy bien. ¿Es así como se coge? Se la ve
muy tranquila. ¿Está fuerte y sana?
Ethel se movía inquieta a su alrededor con una ansiedad terrible reflejada
en sus ojos, como una perra a la que le están toqueteando sus cachorros recién
nacidos.
—Sí, amo, para ser una niña. Por favor, ¿podría… podría devolvérmela
ya?
—No, siéntate. Está muy contenta conmigo.
Ethel se sentó. Su ansiedad empezaba a disminuir. La manera de actuar de
Alfred era totalmente incomprensible pero, finalmente, quedó convencida de
que no tenía intención de hacer daño a la niña. Alfred estaba sentado con la
recién nacida, pequeña y fea, entre sus brazos a la vez que tenía pensamientos
muy extraños. La bebé tenía una buena mata de pelo castaño oscuro, que, por
supuesto, caería para dar paso a la pelusa de los bebés. Más adelante, cuando
fuera mayor y tuviera cabello de verdad, se lo afeitarían y lo conservaría
siempre así, como la cabecita fea de Ethel. Esa era la única habilidad que se
les permitía adquirir a las mujeres: afeitarse la cabeza entre ellas con una

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maquinilla de afeitar, porque, por supuesto, ningún hombre se haría cargo de
una tarea tan humillante. Pero tenían que hacerlo bajo supervisión, y no se les
permitía quedarse con las maquinillas. Podrían llegar a utilizar las hojas en
sus peleas. Alfred pensaba: «si alejara a esta bebé de Ethel y de todas las otras
mujeres, y no le dejara ver nunca a ningún hombre ni ningún chico, y la
educara yo por mi cuenta, y le enseñara a respetarse a ella misma más de lo
que me pudiera respetar a mí, podría convertirla en una mujer de verdad: en
algo totalmente insólito. Quizás sería bella, como la chica nazi, pero sería
algo más que solo bella. Podría crear un nuevo tipo de ser humano, uno que
nunca antes habría existido. Quizás me querría. Quizás yo la querría. ¿O
heredaría la manera de ser de Ethel? No, porque ni Jim ni Robert son como
Ethel, insípidos y estúpidos. No es en el útero donde se hace el daño. Ethel no
puede despreciar a la criatura que lleva en el útero porque no sabe de qué sexo
es. Esta cosita se podría convertir en una mujer, pero cuando sea mayor será,
en cambio, exactamente igual que Ethel».
—Ethel —dijo—, ¿qué te parecería si me llevara a esta niña y la criara por
mi cuenta para que se convirtiera en algo muy diferente a lo que eres tú?
Pero lo único que Ethel era capaz de entender era que, por alguna lógica
masculina totalmente incomprensible, Alfred la amenazaba con quitarle a su
niña.
—¡Oh, no, amo, no! —dijo lloriqueando⁠—. Soy una mujer indigna, pero
no soy mala. Le juro que no es más que una niña. La puedo cuidar, tanto da
que sea escoria.
—No más escoria que tú —soltó Alfred bruscamente. Decir eso había
sido una estupidez, por supuesto, pero estaba trastornado. La sensación de la
bebé en sus brazos, su peso casi imperceptible, su placidez (aún dormía
profundamente) y el desconcertante deseo de darle una vida distinta de la del
resto de su sexo, le hacían sentir como si él y su hija pequeña fueran una
unidad, como si pertenecieran el uno al otro, mientras que Ethel se había
convertido en una extraña.
—Claro que sí, amo, no más escoria que yo —⁠dijo Ethel, disculpándose
dócilmente⁠—. Todas somos porquería.
—Bueno, en realidad no me la puedo llevar —⁠lamentó Alfred.
Se sentó de nuevo en silencio, evitando moverse sobre aquella dura silla
primitiva de madera por miedo a despertar a la bebé. Pensaba en la vida de
familia. En tiempos pasados, probablemente, habría estado sentado como
ahora, con esta cosita…
—¿Ya la llamas de alguna manera? —⁠preguntó.

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—Edith, amo.
Y sentadas en la misma sala de estar, además de Fred, Jim y Robert,
también estarían esta pequeña Edith y Ethel, todos juntos en una misma
habitación, como los cristianos. No podía imaginárselo. Incluso en ese preciso
instante en que estaba encantado de tener la recién nacida en brazos, tanto
tiempo en la misma habitación con Ethel le ponía nervioso. Un hombre podía
estar sentado con un perro al lado indefinidamente, pero no podía estar con
una mujer más tiempo del que fuera necesario para satisfacer sus necesidades
naturales. Cuando sus hijos ya habían tenido edad suficiente para reconocerlo
y hacerle caso, siempre los había sacado fuera de casa o había enviado a Ethel
a algún otro lugar mientras jugaba con ellos. Nunca se le había pasado por la
cabeza que fuera injusto privar a una mujer de aquellas medias horas, que
para ella eran preciosas por el poco tiempo que podría conservar a sus hijos a
su lado. Se preguntaba por qué las mujeres ponían nerviosos a los hombres.
No eran más criticonas de lo que podría ser un perro. Eran calladas. Nunca
decían nada a menos que un hombre hablara primero, y, aun así, no
soportaban su compañía; tenían la necesidad de quedarse solos o de volver
junto a otros hombres. «Estamos todos avergonzados», pensó. «No somos
conscientes de ello, que yo sepa solo lo somos el Caballero y yo, pero todos
estamos avergonzados de este patrón de vida vil y ruin que se les ha impuesto.
Su apariencia y su manera de comportarse son, para nosotros, una crítica tan
enérgica que es como si nos estuvieran abucheando a gritos, y no lo podemos
soportar. Los hombres quizás podían sentarse con aquella chica nazi sin
querer salir corriendo, pero incluso eso también seguía un patrón, las mujeres
no eran ellas mismas. Yo podría interesarme por Edith cuando fuera un poco
mayor. Podría jugar con ella como hacía con los niños. Así Ethel no la
despreciaría tanto y ella tampoco se despreciaría tanto a sí misma, y
seguramente crecería de otro modo, sería una mujer distinta. Distinta. No apta
para los Barrios de las Mujeres. No apta para la jaula. ¡Oh, Dios mío, ojalá
nunca hubiera tenido que pensar en las mujeres! No puedo hacer nada de nada
por ella, si me intereso por ella, haré que sea consciente de su infelicidad.
Cogerla ahora así, en brazos, no tiene ninguna importancia, porque nunca
sabrá que lo he hecho. Es lo mismo que pasa con los niños. Las mujeres
pueden quererlos tanto como quieran, mientras ellos no sean lo bastante
mayores para poder retenerlo en la memoria. Yo puedo querer a Edith…
querer a Edith… ¿querer a una niña? ¡Qué cosa más extraña! Mientras ella no
lo llegue a saber nunca. No, no podría querer a Ethel. Es imposible querer a
las mujeres tal como son. Pero esta aún no es nada. Solo es Edith, mi hija. Ah,

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Von Wied, un millón de años en el lago ardiente de los cristianos sería
demasiado poco tiempo por lo que habéis hecho». Alfred, inconscientemente,
estrechó a la niña más fuerte contra el pecho cuando recordó a Von Wied, el
hombre que había hecho desaparecer de la faz de la tierra a chicas como la
joven de Hitler y había hecho imposible que un hombre pudiera querer a su
propia hija. Edith empezó a gemir, y poco tardó en estallar en un lloro
ahogado de enfado, como el maullido impaciente de un gato.
—¡Amo! —exclamó Ethel, levantándose de un salto a pesar del dolor de
espalda.
—¡Siéntate! —replicó Alfred con brusquedad⁠—. Está perfectamente bien.
En seguida se calmará.
Pero Edith no se calmaba. Continuaba maullando y agitando sus pequeños
brazos como un débil acto de protesta. Alfred la mecía con suavidad, como
había visto hacer a Ethel con los niños, pero Edith continuaba llorando.
Ethel aguantó callada tanto como pudo, hasta que la agonía la cargó de
valor y musitó:
—Amo, perdóneme, pero creo que tiene hambre. Ha dormido mucho rato.
Si me permitiera cogerla… solo un ratito. Acaba en seguida.
Alfred capituló y le entregó a la niña. Mientras Ethel la amamantaba, él no
paraba de pasear arriba y abajo por la habitación. No podía soportar la visión
de esa operación natural. Estaba infinitamente trastornado. No tendría que
haber hecho caso a Edith; tendría que haber sentido asco por su género. Por la
mañana, cuando le habían dicho que era una niña, se había llevado una
decepción, pero, después, se pasó toda la tarde con ganas de verla. Y ahora, su
nada masculina simpatía había llegado mucho más lejos, puesto que estaba
furioso con Ethel porque ella podía hacer algo por la niña que para él era
imposible. Ahora sentía que Edith era suya y solo suya, no la tendría que
poder tocar nadie más que él. Porque solo él sabía que Edith, ahora, no era
escoria, ni por asomo, sino que era el embrión de algo inimaginablemente
maravilloso. Ethel no era apta para tocarla.
—Amo —dijo de pronto Ethel—, ¿quiere… quiere volver a cogerla?
Sin embargo, el estado de ánimo de Alfred había cambiado de nuevo. Se
sentía profundamente consternado, y ahora solo quería huir. Puso un dedo en
la palma de la mano de Edith, y la mano del bebé se cerró a su alrededor, muy
suavemente, pero Alfred podía percibir la presión.
—Ahora quédatela tú. Cuídala bien, Ethel.
—Sí, amo. ¿Y no me quitará el brazalete?

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«¿Cómo?», pensó Alfred. «¿Y que venga aquí otro hombre y haga que
Ethel descuide al bebé porque la quiere demasiado a menudo y demasiado
rato cada vez? ¡Ni pensarlo!».
—No —le respondió—, no tengo nada de qué quejarme.
—Oh, gracias, amo. Soy indigna, pero os juro que nuestro próximo hijo
será un niño.
—¡Ah no, eso sí que no! —masculló Alfred⁠—. Ya me encargaré yo de
que no tengas ningún otro hijo hasta que Edith tenga tres años. Sé cómo se
menosprecia y desatiende a las niñas cuando llega un niño.
—Amo, ¿de qué otra manera se tendría que hacer si no? —⁠preguntó Ethel,
con tal asombro que incluso se atrevía a simular que discutía con él.
—¡No lo sé! —gritó Alfred⁠—, ¡pero por cojones que algún día se tiene
que hacer de otra manera, y si no cuidas bien de Edith, te apalearé hasta que
no te puedas aguantar en pie!
—Amo, lo haré. Yo… yo siempre la cuidaré como si fuera… como si
fuera un niño —⁠dijo Ethel, muy temeraria.
—Muy bien, entonces —dijo Alfred con más suavidad⁠—. Volveré pronto.
Salió y cruzó el parque infantil, ahora oscuro y desierto, en dirección a la
puerta de la verja. Había algunas luces, no en el parque, sino en la entrada de
cada callejón. Cuando entró en una de las calles principales, o más bien una
plazoleta, puesto que las casas estaban construidas alrededor de un espacio
abierto de forma cuadrada, vio a un caballero que salía de una de las casas y
cruzaba la plaza hacia él. Alfred le vio la cara un momento cuando pasaba por
debajo de un farol. Era un caballero del Ejército. Para satisfacer las
necesidades de los caballeros se escogían a las jóvenes más vigorosas y sanas,
y estas pasaban a ser las mujeres de los caballeros. Más adelante, cuando los
caballeros ya se habían cansado de ellas, o bien se las apropiaban los ingleses,
o se las llevaba a la casa de los nazis. Las mujeres de los caballeros llevaban
prendida una pequeña esvástica en su brazalete blanco, y arrimarse a ellas era
muy peligroso, tanto para un inglés como para un nazi, y, en cualquier caso, a
pocas chicas les apetecía acercarse a la plaza de los caballeros. Por un lado,
con un caballero no tendrían hijos, y por el otro, tenían mucho más miedo de
sus nobles exigencias lujuriosas que de las de los ingleses o de los alemanes
comunes. Vivían aterrorizadas, no solo por el temor a la violencia física, sino
también a la espiritual, porque el caballero con el que yacían por la noche
podía gritarles y enfurecerse con ellas a la mañana siguiente en la iglesia, si
coincidía con ese día del mes.

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Cuando Alfred vio a ese hombre cruzando la plaza de los caballeros hacia
él, entró en un estado de rabia tan imprudente que se estremeció y el corazón
se le puso a latir en las sienes. Ahí tenía al enemigo que había hecho todo
aquello a Edith y a él mismo, ahí tenía al descendiente de alguno de los
hombres que habían ayudado a Von Wied a poner en marcha su repugnante
plan, ahí tenía a Alemania, a la que ahora odiaba por una nueva razón que
nunca había ni soñado hasta que había empezado a pensar seriamente en las
mujeres y había tenido en brazos a una niña que era suya. El caballero se le
acercaba y Alfred lo esperaba con intenciones macabras. Incluso osó ir hacia
él, hacia el mismísimo centro de la plaza de los caballeros. Se olvidó del libro
y de que en Inglaterra aún no le había dicho a nadie dónde estaba; olvidó
todas las advertencias solemnes del viejo Von Hess sobre la estupidez y la
perversidad de la violencia; incluso olvidó su profunda convicción de que con
acciones agresivas no se consigue nada bueno. Dentro de su cabeza solo había
un pensamiento, que el caballero estaba solo y que él, Alfred, si era rápido y
astuto, podía destrozarlo, quizás incluso matarlo, antes de que viniera nadie a
socorrerlo. Empuñó fuerte el bastón y esperó. Pero cuando aquel caballero del
ejército ya casi estaba a su altura, Alfred recordó, con un efecto
deplorablemente debilitador, a aquel otro caballero, el que llevaba una
guerrera igual que la de este, con esvásticas plateadas brillando en el cuello y
su capa agitándose con elegancia por el movimiento del brazo cuando había
tocado el violín. Alfred se lamentó por dentro, desesperado. «Ahora, incluso
su indumentaria, unas ropas que representan todo el mal que me han causado,
tienen que hacer que me acuerde de él». Alfred clavó el bastón en el suelo.
Era prácticamente como si el viejo Von Hess estuviera de pie detrás de él,
diciéndole en ese agradable tono de voz suyo: «Alfred, no te acalores tanto».
El caballero del Ejército, que parecía acongojado, de repente levantó la vista y
vio a Alfred quieto cerca, en el centro, en el mismísimo centro de la plaza de
los caballeros.
—¿Qué haces aquí, Kerl? —⁠le preguntó con aspereza⁠—. ¿Eres forastero?
—No, noble señor.
—Lárgate.
Sin articular más palabra, el caballero continuó su camino. En ningún
momento se giró para ver qué hacía Alfred; tenía tan profundamente
interiorizada su autoridad que era incapaz de imaginar que pudiera
desobedecerle o representar peligro alguno. Alfred le siguió, pero sin pensar
más en violencia, muy aliviado ahora que se había liberado de cometer una
locura tan grande y de consecuencias irremediables. «Es este lugar», pensó,

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«una vez empiezas a pensar en las mujeres, se hace insufrible. El ambiente
que se respira es como el de un pantano apestoso: espeso, perverso y
enfermizo. Y Edith tiene que vivir aquí toda su vida. Espero que muera». Sin
embargo, una vez hubo cruzado la puerta de la verja y volvió a estar en el
mundo de los hombres, se sintió mejor. Se dio cuenta de la poca importancia
que tenían, y de lo pequeños que eran, sus sentimientos personales hacia la
niña en comparación con la tarea que Von Hess le había encomendado. La
verdad tenía que prevalecer por encima de todo, primero custodiándola y
después difundiéndola. «Todo este asunto de las mujeres se desintegrará una
vez se haya hecho añicos la idea alemana, la idea de la fuerza. Debo tener más
cuidado cuando vuelva a venir y tengo que esforzarme en pensar con
claridad». Y continuó su camino a casa, pensando ahora en Hermann.
Cuando llegó, Jim, el hijo de trece años, ya se había acostado. En la
Escuela Técnica hacía muchas horas y, normalmente, por la noche estaba muy
cansado. Thomas había salido. Nunca iba a los Barrios de las Mujeres. Toda
su vida sexual y sentimental giraba en torno a los hombres. Eso no conllevaba
ningún estigma, y al Gobierno alemán no le importaba que la homosexualidad
de los ingleses fuera a tiempo completo; si no tenían descendencia, era su
problema. Alfred, que era todo lo normal que un hombre podía ser en una
sociedad como aquella, nunca le había reprochado a Thomas su manera de
vivir ni la había envidiado, pero ahora, cuando entró en la cocina y encontró a
Fred solo, leyendo un libro de ingeniería, de repente deseó ser como su
hermano. Él no estaría inmerso en el ambiente enfermizo de los Barrios de las
Mujeres, preocupándose por su hija y tentado de apalear a caballeros del
Ejército. Saldría con el amigo del momento, libres para ir donde les pareciera,
con todo el paisaje nocturno a su alcance. Pero ahora, mientras miraba a Fred,
estudioso, concentrado, paciente, con la sólida personalidad que se escondía
detrás de su inteligencia y de la que solo tenía conocimiento su padre, dejó de
envidiar a Thomas por completo. Por un hijo como Fred merecía la pena
hacer frente a cualquier problema o preocupación.
—Supongo que mientras estaba fuera no se ha presentado ningún alemán
rojo, ¿verdad? —⁠preguntó Alfred al sentarse.
—No. Fúmese un cigarrillo, padre. —⁠Fred le acercó uno que estaba sobre
la mesa.
—¿De dónde lo has sacado?
—Me lo ha dado un colega.
—¿Un nazi?
—No, un inglés.

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—Fúmatelo tú, chaval.
—No, no, padre, es para usted. Quería intentar comprarle más, pero no he
podido ahorrar suficiente dinero. Thomas no se las apaña tan bien como usted
con la compra. A veces hemos pasado un poco de hambre. Eso sí, Jim
siempre ha tenido el estómago lleno. Venga, va, fúmeselo, padre. No me
importa, de verdad.
—Gracias, Fred. De acuerdo, me irá bien darle una caladita.
—¿Qué quiere decir con eso de un alemán rojo?
—Un alemán con uniforme rojo. Un exiliado permanente.
—Nunca he visto a ninguno.
—Pues pronto verás a uno, Hermann. ¿Te acuerdas de un nazi que solía
venir mucho por casa hace cinco o seis años, un soldado joven?
—Claro que me acuerdo de Hermann, y tanto que sí. ¿Qué ha hecho?
—En realidad no ha hecho nada. Pero tenemos que fingir que sí, porque
ningún inglés decente querrá tener nada que ver con un hombre que
malintencionadamente ha intentado desgraciar a un chico de por vida.
—Pero ¿qué es lo que en realidad sí ha hecho?
—Ah, pues, en realidad mató al chico. Pero será mejor que empiece por el
principio y te lo explique bien. Cierra la puerta.
Alfred le explicó la historia de Hermann con todo lujo de detalles: el
corista, Von Hess, el vuelo en aeroplano y el libro. Fred lo escuchaba
totalmente concentrado. No hacía ningún comentario, aunque de vez en
cuando formulaba alguna pregunta.
—¿Cuándo podré verlo? —preguntó cuando Alfred hubo acabado de
resumir muy concisamente sus aventuras y se paró para tomar un trago de
agua.
—Mañana tengo que ir a ver a Andrew, el capataz de la granja Long
Barrow. Le encantará poder hacerme un favor, si está en sus manos. Quiero
que contrate a Hermann. Le saldrá a cuenta; puede hacer el trabajo de dos
ingleses sin despeinarse. A pesar de que no estará mal visto que me haya
dejado llevar por los sentimientos para hacer todo lo que estuviera en mis
manos para evitar que un nazi deshonrado que había sido amigo mío se muera
de hambre a base de las raciones de una vieja, una vez esté contratado, no lo
deberemos ver nunca más… públicamente, quiero decir. Por supuesto que lo
veremos. Mañana tengo que arreglar esto, porque Hermann puede aparecer en
cualquier momento. Pasado mañana por la noche podemos acercarnos a
Stonehenge para que veas el libro, aunque, de momento, te lo tendré que leer
yo, y traducírtelo sobre la marcha, porque todavía no dominas ni la caligrafía

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gótica ni la gramática alemana. Ya veo que tendré que cambiar mis hábitos de
dormir. Además, hay otra fuente de información que aún no he sabido
aprovechar: los cristianos. Siempre me ha interesado saber cosas sobre ellos,
pero pensaba que sus viejas historias no eran más que supersticiones
primitivas sin pies ni cabeza. Sin embargo, ahora podremos comparar sus
leyendas con lo que dice Von Hess. Una noche de estas bajaremos a
Amesbury a ver a mi viejo amigo Joseph Black. ¿Recuerdas que siempre he
pensado que tanto él como su familia se llamaban «negro» porque son muy
sucios? Pues bien, resulta que no es por eso, es un apellido como el de un
caballero. Hace mucho tiempo, todos teníamos uno. Ahora solo tienen los
caballeros y los cristianos. Hola, ¿ya estás aquí, Thomas?
Pero los pasos que se oían afuera, después de detenerse un momento,
continuaron calle abajo. Alfred fue a echar un vistazo, pensando que podría
ser Hermann.
—Pues no, nada de nada. Solo un tipo que buscaba un número —⁠dijo
cuando volvió⁠—. Pero no le quiero decir nada a Thomas, de momento. No es
que no esté con nosotros contra los alemanes, aunque no sea un no creyente
en firme y demás, pero Von Hess me advirtió que no tuviera prisa. Primero
quiero que tú lo entiendas todo a la perfección. Ah, y que no se te escape ni
una palabra delante de Jim. Sería tan leal como tú o yo, pero es demasiado
joven e impresionable. Podría querer hacerse el interesante y que se le
escapara algo. Así que, por ahora, no digas nada a nadie, excepto a mí y con
cuidado. Y no hables mucho con Hermann. Estará de un humor extraño, lo
tengo clarísimo.
—Padre, no es un lugar seguro —⁠dijo Fred después de un largo
silencio⁠—. No es seguro del todo.
—¿Alguna vez has pensado o adivinado que debajo de aquel montículo
podía haber un refugio?
—No. Incluso me atrevería a decir que ni yo ni nadie, y nunca lo sabrá
nadie más que nosotros. Pero, aun así, no es seguro. Porque alguien podría
encontrarlo. Y no podemos fiarnos totalmente del terror que los nazis les
tienen a Stonehenge y a los fantasmas en general.
—¿Pero tú qué harías entonces, Fred? En todo lo largo y ancho de
Inglaterra, ¿dónde dejarías el libro para que los alemanes nunca lo pudieran
encontrar?
—No lo sé —respondió Fred—. No hay ningún lugar totalmente seguro.
Solo que es muy duro tener que confiar tanto en el azar como nos va a tocar
hacer.

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—Preocuparse no es la mejor manera de llegar a buen puerto —⁠filosofó
Alfred⁠—. Von Hess no se lo podía quedar y ahora somos nosotros los
responsables. Si hacemos las cosas bien, Dios velará para que no lo encuentre
nadie.
—¿Cree en Dios? —le preguntó Fred con escepticismo.
—Cada día más. Pero no hasta el punto de decir que es alemán, o esto y
aquello y lo de más allá. Ahora me voy a dormir. Tenemos que aprovechar
mientras podamos.

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CAPÍTULO NOVENO

El capataz de Long Barrow era un hombre práctico. Al día siguiente, al


atardecer, cuando Alfred le presentó su propuesta, le llegó incluso a decir que
cogería a dos cualesquiera de los cuatro archidemonios del Credo solo con
que tuvieran una mínima noción de cómo trabajar en una granja.
—Voy tan escaso de mano de obra que ya no sé a quién suplicar
—⁠añadió⁠—. Me quejé al Comisario del Caballero y me dijo que enviarían a
trabajadores del este, que allí tienen más de los que necesitan, pero aún no ha
venido ni uno… y las semanas que tardarán todavía. Los enviarán seguro,
pero el Gobierno no es que sea rápido como una liebre. Así que mándame a
ese nazi travieso tuyo en cuanto llegue, que le haré sudar la gota gorda. En las
escuelas técnicas dejan entrar a demasiados chicos, Alfred, y están
abandonando la tierra.
Alfred asintió muy serio ante la eterna queja.
—A mí me viene bien que sea así —⁠dijo⁠—. No me gustaría que este tío se
muriera de hambre. Es muy corpulento, no puede subsistir con las raciones de
una vieja. No sería mala idea que de alguna manera dieras a entender a los
demás que estará desesperado y que tanto le da vivir como morir. Es muy
fuerte, y si se meten con él, es probable que se cargue a unos cuantos antes de
que lo tumben.
—Lo dejarán en paz —dijo Andrew⁠—. Para ellos, pelearse con él
implicaría caer muy bajo. Los hombres civilizados deberían estar unidos
contra los cristianos. Si hay alguno que pretende defenderlos… entonces…
—⁠Escupió en el suelo con desprecio⁠—. Pero ¡ningún problema! Trabajo no le
va a faltar.
Hermann llegó tres días más tarde. Cuando Alfred volvió del trabajo a la
hora de la cena, se lo encontró en la cocina, solo con Fred. Ninguno de los dos
abría la boca. Hermann levantó la vista. Continuó sin decir nada. Se le veía
enorme con aquel uniforme rojo (bombachos rojos, chaqueta roja, gorra roja),
pero parecía envejecido y enfermo; tenía los anchos hombros curvados y
abatidos, y la mirada apagada y perdida.

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«Lo ha pasado mal», pensó Alfred, «peor de lo que pensaba. Oh, mi pobre
tonto nazi, yo soy el causante de todo esto».
Le puso la mano sobre el hombro.
—Te he encontrado trabajo, Hermann.
Los ojos de Hermann no cobraron vida. Murmuró algo que Alfred no
pudo oír. Fred le sirvió la sopa a su padre y Alfred se sentó a comer sin decir
nada más. Cuando terminó, se levantó.
—Venga, Hermann. A la granja.
—¿No puede quedarse aquí esta noche, padre? —⁠preguntó Fred.
—No. Oficialmente no podemos dormir bajo el mismo techo que él.
Hermann se levantó y siguió a Alfred sin articular palabra. Casi se dio con
el dintel de la entrada en la cabeza. Probablemente nunca antes había pasado
un hombre tan alto por allí, aunque tampoco era un gigante. Era unas siete
pulgadas más bajo que el Hitler legendario. Salieron del pueblo y tomaron el
camino hacia la granja Long Barrow, descompasados, como de costumbre.
Cuando tomaron el sendero solitario entre colinas que llevaba hasta la granja,
Alfred lo cogió del brazo.
—Siento haberte causado todo esto, Hermann.
Hermann permaneció en silencio. Sin embargo, cuando ya estaban muy
cerca de la granja, dijo, muy despacio:
—¿Cómo haré para volverte a ver?
—Mañana por la noche después de cenar, cuando haya oscurecido, quiero
decir, ve hasta el final de este camino y allí me encontrarás con Fred. Iremos
al refugio donde guardo el libro. Solo Fred y yo. Los demás saben que
andamos en algo, pero no saben el qué. Anímate, hombre. Sabes que desde tu
punto de vista no has hecho nada malo, y Von Hess confía en ti para
ayudarnos.
—Me recuperaré —dijo Hermann, aún con aquella voz pausada⁠—, en
cuanto pueda trabajar. Ahora quédate aquí, prefiero entrar solo.
Alfred se quedó mirando mientras se iba hasta la entrada del corral y abría
bruscamente la puerta de la verja, después la cerró con cuidado y desapareció
detrás de unos graneros.
«¿Por qué habían escogido el rojo como el color de la deshonra?», se
preguntó. «Las cruces cristianas son rojas y los exiliados permanentes visten
de rojo. Debe de haber alguna razón ancestral que ni ellos mismos conocen. A
saber si la llegaré a descubrir».

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La descubrió, esto y muchas otras cosas interesantes, entre finales de aquel
verano y el invierno siguiente, gracias a sus reuniones con el viejo Von Hess,
uno de los diez caballeros del Círculo Interior.
Fred, Hermann y él iban al refugio una noche de cada tres, más o menos.
A medida que avanzaba el otoño podían hacerlo cada vez más temprano, pero
pronto empezó a hacer mucho frío allí dentro y no podían quedarse durante
tanto tiempo. Los tres se gastaban hasta el último penique que podían reunir
en velas, y Hermann ponía tanto empeño como los demás, aunque luego él no
pudiera leer. Alfred llevó un pequeño taburete para él y otro para Fred, y
llevaron, pieza a pieza, una mesita vieja para el libro y las velas. Hermann
normalmente se estiraba sobre la pila de sacos, a los que iba añadiendo más
en cuanto tenía la oportunidad de birlar alguno viejo de la granja, y se echaba
a dormir. Sus jornadas de trabajo físico lo dejaban reventado, y su interés por
el libro, a diferencia de los otros dos, no le absorbía lo suficiente como para
mantenerlo despierto. De vez en cuando lo despertaban para preguntarle el
significado de una frase o palabra, o para explicarle algún detalle realmente
interesante sobre su país.
—Oye, Hermann, despierta. A ver qué piensas de esto. ¿Sabes qué eran
realmente los Caballeros Teutónicos?
—Los caballeros de Hitler.
—Pues no, son de una época muy anterior a Hitler. Eran caballeros
alemanes que fueron a convertir a los paganos eslavos de Prusia al
cristianismo. Y pues, ¿qué piensas?
Pero Hermann estaba demasiado cansado para pensar. Se conformaba con
poder estirar su cuerpo enorme entre Alfred y la entrada por donde podía
venir algún enemigo y llegar hasta él y el libro. Durante el día estaba
deprimido, porque los otros hombres de la granja, a pesar de que lo dejaban
en paz, no disimulaban su desprecio y, a veces, le costaba creer que no era lo
que parecía ser, un exiliado permanente con uniforme rojo o, sencillamente,
un rojo. Pero, una de cada tres noches, era feliz, ya que cada vez que se
despertaba entre cabezadas podía ver el cabello oscuro de Alfred y el rubio de
Fred inclinados sobre el libro, y oía el rumor de la voz de Alfred murmurando
indistintamente en alemán y en inglés. Nunca oían ningún ruido del exterior,
salvo, a veces, el viento. Tomaban infinitas precauciones, como, por ejemplo,
ir por separado y cambiar con frecuencia el lugar de encuentro. Ninguno de
los tres llevaba las botas puestas a menos de doscientas yardas de la entrada,
por si acaso dejaban rastro. Se oían maldiciones contenidas constantemente,
cada vez que alguien pisaba un cardo. Parecía como si en aquella zona en

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concreto hubiera más cardos que hierba. A veces, uno de los miembros del
pelotón de lectura no se presentaba a la hora señalada. Esto quería decir que
se había encontrado a un cristiano cazando furtivamente o a alguien
demasiado cerca de Stonehenge, y había continuado andando en otra
dirección para luego regresar a casa. Pero no sucedió ninguna desgracia y, a
pesar del frío, el cansancio y la vista cansada, porque tenían que aprovechar
las velas al máximo, Alfred fue adquiriendo conocimientos y
traduciéndoselos a Fred. Fred muy pronto empezó a ser capaz de leer muchos
fragmentos por su cuenta y, a partir de entonces, Alfred se limitaba a leer en
alemán, sin traducir el texto, hasta que Fred lo detenía. La noche que
acabaron el libro por primera vez, habiendo analizado a fondo cada frase para
intentar extraerle su significado más profundo, fue una gran noche. Alfred
sugirió entonces que deberían descansar un poco de la lectura y pasar más
tiempo con el viejo Joseph Black, el líder de la comunidad cristiana de
Amesbury.
—No, no hagas eso —suplicó Hermann⁠—. Si lo haces no podré verte.
Alfred pensaba que era mejor no llevar a Hermann a casa de Joseph
Black. Después de las revelaciones en Alemania, le había contado a Fred que
conocía algunos cristianos y ya le había llevado a ver a Joseph dos o tres
veces, pero Alfred no había tenido mucho tiempo libre en los últimos cuatro
meses. Entender a Von Hess requería de mucho esfuerzo. Cuando no estaba
estrujándose los sesos para entenderlo tenía que verse con los amigos, visitar
al pequeño Robert en la guardería, ir a ver a Ethel y, pesaroso, calentarse un
rato la cabeza con la recién nacida Edith, y también tenía que prestar un poco
de atención paternal a su adorable segundo hijo, el pequeño Jim. Por si esto
fuera poco, tenía que ir a trabajar y encontrar tiempo para dormir. Así pues,
Joseph, que era una mina de información interesante, aunque normalmente
imprecisa, había quedado bastante arrinconado. La relación de Alfred con
aquel cristiano, que, en realidad, se podía decir que era amistosa, había
empezado a raíz de un hecho accidental. Fue una noche que volvía tarde de
una reunión de la Hermandad de los Paganos Británicos, el nombre oficial de
la organización secreta antihitleriana. Tenía células esparcidas por toda
Inglaterra, Escocia, Irlanda y Gales, y, a pesar de que sus miembros no podían
viajar con libertad, las informaciones sobre el progreso en los diferentes
lugares se filtraban de un grupo a otro de forma que los líderes estaban
siempre al corriente de cómo iba la organización. Alfred volvía por las colinas
de esta conspiración sediciosa con dos hombres más cuando, a unas tres
millas de Amesbury, escucharon un llanto que resultó pertenecer a un niño

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cristiano muy pequeño, de no más de cinco años, solo y medio congelado. Sus
acompañantes, consecuentes con su antihitlerianismo, rechazaban también
cualquier otro tipo de religión y, por lo tanto, tenían como norma rigurosa
despreciar a los cristianos, que eran para ellos una porquería peor que el
estiércol. Le dijeron a Alfred que dejara al mocoso en paz, que parecía lo
suficientemente fuerte para aguantar vivo toda la noche, y seguro que su gente
lo encontraría tarde o temprano… de todos modos, ¿qué importaba? Pero
Alfred rechazaba con tanta contundencia las virtudes hitlerianas de
derramamiento de sangre, brutalidad y crueldad que, como es lógico, las
virtudes opuestas ya empezaban a brotar en su interior. Así que decidió que
no dejaría al niño allí; se separó de los demás y lo llevó a Amesbury. Joseph
Black, el padre, recibió al niño, que era su hijo pequeño, sin inhibirse en sus
muestras de alivio y alegría, y le dijo a Alfred que con toda probabilidad el
niño habría pasado a la intemperie toda aquella noche de helada y, quizás,
también el día siguiente. Debido a un malentendido sobre hacia qué dirección
se había extraviado, todos lo estaban buscando en la zona equivocada de las
colinas. Sin embargo, a pesar de estar muy agradecido, Joseph se mantuvo
distante y poco inclinado a la conversación, y Alfred, a quien de inmediato se
le despertó el interés por los cristianos, a pesar de que hasta entonces los
había considerado algo insignificante y bastante repulsivo, no pudo hacerlo
hablar. Más adelante, con la excusa de preocuparse por si el niño había
acabado muriendo de pulmonía, volvió y dio a entender a Joseph que era
antigermánico y que no creía que Hitler fuera Dios. Fue entonces cuando
Joseph le abrió el corazón y habló sin pelos en la lengua de prácticamente
todo, excepto de los misterios más profundos de su religión, a pesar de que,
en este aspecto, advirtió a Alfred con total sinceridad de que «cuando llegue
el último día, tanto importará si crees en el malvado demonio de Hitler como
si no. El Señor no te preguntará si crees en ese hombre endemoniado o si has
perdido la fe en aquel otro; lo que te preguntará es si has creído en Nuestro
Señor Jesús, y de nada servirá que pienses que mintiendo te puedes salir con
la tuya, porque Dios puede leer los corazones de todo el mundo». A Alfred
poco le preocupaba el último día, pero estaba muy satisfecho con el cambio
de actitud de Joseph. Ya hacía mucho de todo aquello. Aquel niño pequeño se
había convertido en un robusto joven de dieciséis años y Joseph era casi un
anciano que se había convertido en el líder del asentamiento.
—Tenemos que dejar de leer un poco, colega —⁠le replicó Alfred a
Hermann⁠—. Fred casi no puede hacer su trabajo al día siguiente de tanto que

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le duelen los ojos. Necesitamos un descanso. Si evitamos la carretera, por la
noche puedes acompañarnos a Amesbury.
—¿Cuándo volveréis a leer de nuevo?
—Empezaremos a releerlo todo otra vez dentro de unos quince días, o
quizás antes si tenemos los ojos mejor. Y, Hermann, que no se te pase por la
cabeza venir a proteger el libro tú solo.
—Ni a mirar a la chica nazi —⁠dijo Fred muy serio.
—A ver si te pego una colleja, mein Junker —⁠refunfuñó Hermann⁠—. No
me marché de Alemania para que me dé sermoncitos un chiquillo de
diecisiete años que no tiene ni tres pelos en la barba. De acuerdo, pues,
Alfred, lo que tú digas, en quince días.
—Podrás dormir caliente del tirón cada noche en vez de quedarte tan tieso
por el frío que apenas puedas andar a la hora de volver a casa.
—Prefiero tener frío —protestó Hermann.
Así pues, Alfred y su hijo hicieron algunas visitas a Joseph a escondidas,
de noche, con cuidado de que nadie los viera por el camino porque tenían
mucho miedo de perder su reputación de ingleses normales y corrientes.
Joseph los recibía siempre de buen grado en su choza pringosa y de
inmediato echaba a todas las mujeres fuera de la habitación, puesto que no
eran aptas para escuchar las conversaciones de los hombres, aunque dos de
ellos fueran no creyentes condenados. El padre de Joseph, un hombre muy
viejo y bastante sordo, solía quedarse con ellos, puliendo una flauta que
acababa de tallar o cualquier otra tarea adecuada a su avanzada edad. Los
hijos normalmente no rondaban por casa, sino que estaban fuera poniendo o
revisando trampas, robando verduras de los campos o pillando un buen pollo
de algún gallinero de las afueras. Alfred a menudo comía mejor con Joseph
Black de lo que él podía permitirse con su salario, a pesar de que los
cristianos no tenían acceso a las raciones del Gobierno y no se les permitía
trabajar para ganarse el sustento. Tenían que vivir del campo o subsistir de
mala manera con los pequeños ingresos de sus ventas ilícitas, pero, aun así,
gran parte del año vivían aceptablemente bien.
Sentado en su taburete, Joseph podía hablar durante horas sobre toda una
retahíla de asuntos terrenales y celestiales con la más absoluta convicción y
con un tono de lo más categórico. La expresión de su cara consistía en una
mezcla extraordinaria de fanatismo religioso e ironía perspicaz. Era una
persona muy sucia; su cabello largo y canoso estaba grasiento, nunca se lo
lavaba y rara vez se peinaba. Ahora bien, sus dientes eran perfectos y estaban

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muy blancos, y sus pequeños ojos oscuros podían ver estrellas en el cielo
donde Alfred no podía distinguir ninguna.
Alfred le preguntaba cosas como:
—¿Por qué crees que las mujeres tienen que llevar la cabeza rapada,
Joseph?
—No sé por qué vuestras mujeres infieles tienen que llevar la cabeza
rapada, esas que tenéis encerradas en jaulas como perras en celo. Ese
seguimiento frívolo de las palabras del bienaventurado Pablo, hermano de
Nuestro Señor, no os salvará el día del Juicio Final. En el caso de nuestras
mujeres, la llevan rapada porque el bienaventurado Pablo dijo: «El cabello de
una mujer es su vergüenza, por lo tanto, deberá raparse», y esta verdad es bien
evidente, por cuanto el cabello de un hombre es su gloria y en él reside su
fuerza, como Sansón en el foso de los leones.
—¿Qué pasaría si los hombres se cortaran el cabello o se raparan la
cabeza?
—Que no podrían engendrar hijos y se extinguirían merecidamente.
Alfred se fijó en la expresión solemne de la cara de Fred y él le guiñó un
ojo con disimulo. Los dos sabían la verdad sobre la cabeza rapada de las
mujeres y el orgullo que, en consecuencia, sentían los hombres por su cabello
y su barba.
—Y si una mujer se dejara crecer el cabello hasta allá donde llegara,
¿sería estéril? —⁠preguntó Fred.
—El cabello de una mujer nunca crecería más allá de las orejas
—⁠sentenció Joseph⁠—. Pero incluso eso sería una vergüenza para ella. Las
mujeres no tienen pelo. Pensad que si su cabeza estuviera destinada a tener
pelo, también deberían tenerlo en la cara. ¿Habéis visto alguna vez a una
mujer con una barba como la mía? A veces les crece un poco de pelo en el
rostro, pero solo cuando ya no tienen edad de tener hijos. Pero este es un tema
demasiado trivial para una conversación entre hombres, incluso si es entre
cristianos y no creyentes a los que les espera un destino peor que el de una
mujer. Al fin y al cabo, ella solo se descompondrá y se dispersará, átomo a
átomo, trocito a trocito, sin sentir ningún dolor. Nada es y en nada se
convertirá.
—En cambio los hombres tendrán que arder por siempre jamás en el lago
ardiente.
—Así es, Alfred. Ese día, ante los ojos de los fieles que entonces estén
vivos y de todas las gloriosas legiones de cristianos muertos, Hitler, el

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malvado demonio, y todos los demás falsos dioses, encabezarán la hilera de
sus réprobos seguidores para acabar todos en el lago de fuego.
—Joseph, si pudieras, ¿utilizarías la violencia para derrocar a los
alemanes?
—Los judíos utilizaron la violencia para matar a Nuestro Señor. Con
violencia, nosotros, desobedientes, perseguimos y matamos a los judíos,
olvidando el mandamiento que dice: «Cristianos, perdonadlos, porque no
saben lo que hacen». Con violencia, nos han perseguido los alemanes y todos
los otros seguidores de Hitler. ¿Debemos añadir, pues, más pecado al pecado,
más calamidad a la calamidad?
—Pero entonces —replicó Alfred—, si se supone que teníais que perdonar
a los judíos porque no sabían lo que hacían, ¿no tendríais que perdonar
también a los alemanes? Porque la simple persecución de los cristianos no
puede ser un crimen tan mayúsculo como matar al hijo de Dios.
—No somos nosotros a quien nos corresponde perdonarlos. No se nos ha
dicho que los perdonemos y, por lo tanto, no estamos desobedeciendo.
Nosotros no hemos perseguido a los alemanes ni tampoco les hemos
presentado ningún tipo de violencia. Es a Dios a quién le corresponde
perdonarlos, pero no lo hará —⁠dijo Joseph, con contundencia⁠—. Nosotros
hemos pecado y ellos son el instrumento de nuestro castigo, pero son un
instrumento por decisión propia, porque son un hatajo de hombres
sanguinarios y embaucadores.
—Sí que nos embaucaron bien, sí —⁠murmuró Alfred⁠—. Joseph, ¿qué
había en el mundo antes que los alemanes?
—Judíos y cristianos. Pero al principio solo había judíos. Todos los
hombres del mundo eran descendientes de la raza bendita de Jesús. A ti qué te
parece, ¿cómo podría ser de otra manera?
—Pero los japoneses son amarillos y los africanos oscuros, y nosotros
somos blancos —⁠dijo Fred, mirando la piel sucia y grisácea de Joseph.
—¿Y por qué los judíos y sus descendientes no pueden ser de diferentes
colores? Fred, tu cabello es casi amarillo, el de Alfred es castaño. ¿No eres
hijo suyo?
—Eso creo.
—Entonces no hay ningún obstáculo que lo impida. No hay ningún
obstáculo para nada salvo que la incredulidad ensucie y oscurezca ojos y
mente.
—Joseph, ¿crees que los cristianos podrían llegar a aprender a leer?
—⁠preguntó Alfred.

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—No. Leer y escribir son actividades paganas. La verdad siempre se tiene
que transmitir con palabras que salgan por la boca. ¿Nos escribe Dios para
decirnos cuál es su voluntad? ¿Crees que el último día Dios os enviará notitas
para haceros saber cuál es vuestra condena? Te lo dirá Él directamente, con
una voz más potente que el trueno más ensordecedor que te puedas imaginar.
No te burles, Alfred. ¿Crees que no sé por qué venís aquí? Para burlaros de
este viejo cristiano y tomarle el pelo.
—Joseph, sabes perfectamente que vengo aquí porque me caes bien. Y a
Fred también.
Joseph dibujó una sonrisa, su perspicaz sonrisa irónica.
—Lo sé, Alfred. Salvaste a mi hijo, eres muy buen hombre para ser un
condenado, pero el último día me oirás cantarte como el mejor gallo del
gallinero… —⁠Joseph se detuvo, parecía un poco desconcertado.
—¿Qué pasa? No te preocupes, Joseph, yo no lo lamentaré. Si estás en lo
cierto, pues ya está, estás en lo cierto y no te culparé.
—No es eso. Ha sido sin querer, no he dicho nada sagrado, pero ha faltado
muy poco.
—Vaya, hombre —dijo Alfred para sí mismo⁠—, ahora no sabremos nunca
a cuento de qué venía eso del gallo. Pero supongo que no es nada importante.
Joseph, ¿qué hay más allá de este mundo?
—Este mundo es una bola redonda envuelta por la coraza del cielo. Las
estrellas son todos los demás mundos.
—¿Y qué hay allí? ¿Cristianos, alemanes?
—Angeles, espíritus y los ministros del fuego eterno.
Joseph se acercó a una caja que había junto a la pared y sacó una botella,
muy negra y sucia por fuera, y, hurgando un poco entre la basura esparcida
por la caótica habitación, consiguió encontrar cuatro tazas de barro. Las llenó
con el contenido de la botella y le llevó una a su padre. Le murmuró al oído
unas palabras que Alfred fue incapaz de captar, después volvió a la mesa, se
hizo la señal de la cruz en el pecho y cogió su taza.
—Ahora bebe, Alfred… y tú, hijo de Alfred.
Así lo hicieron. Era un brebaje muy fuerte y no hizo falta casi nada para
que a Fred le diera vueltas la cabeza. Nunca había bebido nada que no fuera
agua. Incluso Alfred, que de vez en cuando tomaba cerveza, no bebió más de
la mitad de lo que había en la taza.
—¿Qué es? —preguntó Alfred—. Es muy fuerte, Joseph.
—Es un vino que hacemos a base de miel y endrinas, pero la fuerza le
viene de tenerlo en la barrica. ¿Está bueno?

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—Muy bueno.
—Todos los frutos y las bestias de la tierra son para uso del hombre
—⁠dijo Joseph, y tomó un buen trago del vino⁠—. Cuando Cristo Nuestro
Señor estuvo entre nosotros, comía y bebía, no como el demonio de Hitler, al
cual las sabrosas y benditas viandas de este mundo le daban tantas arcadas
que no podía guardar ni una sola dentro de su asqueroso estómago. Por eso,
ya que él era tan anormalmente indeseable que incluso la carne muerta de las
bestias y el vino de grano o de frutos se encogían en su interior y huían de su
compañía, los paganos dicen que si un hombre quiere complacer a Dios debe
comer poca carne o ninguna, y no debe beber nada que no sea cerveza
aguada. De todos modos, no es sobre esto sobre lo que el Señor hará
preguntas el último día.
—Pero ¿no crees que los alemanes seguramente serían peores si se
emborracharan? —⁠sugirió Alfred.
Joseph tomó otro trago.
—Nada los puede hacer ser peores —⁠dijo⁠—. Como tampoco nada podrá
nunca hacerlos ser mejores. Hagan lo que hagan, la misericordia del Señor no
los acogerá. Ahora bien, si tú, Alfred, reconocieras que has pecado y creyeras
en Nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de Dios, yo te podría acoger en el redil
del cristianismo y el último día te salvarías. —⁠Joseph bajó la mirada, parecía
apesadumbrado⁠—. Pero no tengo ninguna esperanza de que esto pase, porque
no soy tonto. En cambio, en cuanto a los alemanes y a los japoneses, su
condena es inapelable. Si el más eminente de sus caballeros, si el hombre a
quien llaman der Führer, un líder que no los lidera hacia ninguna parte,
viniera a mí con total sinceridad y humildemente me pidiera ser absuelto,
bendecido y acogido entre los brazos de Cristo, yo no podría hacerlo.
Nosotros no somos nadie para contradecir los designios de Dios.
—Esto es increíble, Joseph, tú lo desprecias a él, y él te desprecia a ti. O
no, no es increíble, es como debe ser.
—Exacto, es como debe ser. El desprecio que me tiene forma parte de
nuestro proceso de redención y es la voluntad de Dios. El que le tengo yo a él
es porque, mientras que nosotros somos el pueblo del Señor, a pesar de que
sufrimos por culpa de nuestros pecados, él es uno de los condenados.
—Joseph, ¿qué pasó antes de que Jesús fuera asesinado? ¿Cómo empezó
el mundo?
—Dios lo creó para que fuera la morada de los judíos. Estuvieron mil
años sin pecar. Hasta que Caín mató a su hermano Abel.
—¿Por qué?

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—Porque los dos querían ser el rey de los judíos. Así nació el pecado, el
pecado del orgullo y del poder; todos los demás pecados surgieron a raíz de
ese, y los judíos vivieron en pecado durante mil años.
—¿Cómo pudieron concebir el concepto de pecado si hasta entonces no
había existido nunca? —⁠preguntó Fred, profundamente interesado.
—Es un misterio —dijo Joseph moviendo la cabeza.
—Quiere decir que es un misterio religioso que no se les puede explicar a
los paganos.
—No. Lo que quiero decir es solo que ningún hombre puede ni podrá
entender nunca cómo puede ser que haya pecado si Dios es bueno. El último
día nosotros, finalmente, entenderemos este misterio, pero vosotros por
supuesto que no. Pero así fue como empezó el pecado, con un asesinato, con
la violencia de un hombre contra otro hombre. Desde aquel momento vivieron
mil años en pecado, hasta que nació Jesús para redimirlos de todos ellos y
hacer que el mundo volviera a ser como había sido antes de Caín y Abel. Pero
no todo el mundo estaba dispuesto a renunciar al pecado, ya que muchos
habían acabado cogiéndole gusto. La mitad de los judíos quería deshacerse de
él y la otra mitad quería quedárselo. La mitad que no estaba dispuesta a
desprenderse del pecado crucificó a Jesús utilizando a su líder, al que
llamaban el Piloto Pontificio, un nombre que a pesar de que pueda aparentar
cierta santidad, en realidad no representa ningún santo misterio —⁠añadió
Joseph, volviendo a mostrarse apesadumbrado⁠—. A los otros que aceptaron a
Jesús y deseaban que el pecado desapareciera se les llamó cristianos. Y
entonces se cometió el Segundo Gran Pecado, el asesinato de Jesús. Entonces,
los cristianos, enfurecidos por la muerte de aquel hombre justo…
Joseph se quedó callado. Sus ojos ya no irradiaban fanatismo ni les
quedaba rastro alguno de perspicacia. Su rostro se había sosegado y había
adoptado una expresión extrañamente ennoblecida. Parecía como si estuviera
en medio de un sueño y viera algo que, a pesar de ser superior a él, le era
accesible. Alfred pensó: «Estoy seguro de que Joseph tiene un embrollo
tremendo con todo esto del cristianismo. Bueno, sé que lo tiene. Es un viejo
cristiano ignorante y supersticioso, y, sin embargo, el Jesús de verdad aún le
conmueve. Ah, aquel sí que fue un hombre».
—Pues sí —dijo Joseph, de vuelta al mundo real⁠—, persiguieron a los
judíos hasta los confines de la tierra, dondequiera que se quedaran,
dondequiera que tuvieran sus casas y pusieran sus trampas, los cristianos los
echaban de allí, les escupían y los torturaban y los mataban. Vivían en la
desobediencia, ya que se les había ordenado que perdonaran a los judíos. Y

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eso duró mil años. Hasta que llegó el castigo. Los cristianos habían sido tan
persistentes en su persecución que habían empujado a los judíos menos fieles
a cometer la peor de las inmoralidades: alinearse con los alemanes o los
japoneses, y, los más decididos, con los franceses o los ingleses o los rusos o
los que te pasen por la cabeza. Pero como la mordedura de una serpiente es
más peligrosa que la de un perro, esos judíos que habían caído tan bajo se
convirtieron en nuestros principales perseguidores, mientras que los más
valientes de los nacidos entre vosotros, es decir, los descendientes de los
judíos ligeramente menos cobardes, como tú, Alfred, nunca habéis sido tan
proclives como los alemanes a restregarnos nuestra indisciplina. Aunque no
es que eso os vaya a salvar el último día.
—Y ese día llegará cuando hayáis sido despreciados durante mil años.
—Sí —corroboró Joseph—, el castigo aún tiene que durar trescientos
cinco años más.
—Pero si decimos que ahora han pasado 721 años desde Hitler…
—Vuestro calendario está equivocado. Quedan trescientos cinco años y
algunos meses.
—Entonces, ¿el mundo se supone que solo va a durar cuatro mil años?
—Sí, y el tercer milenio fue, con diferencia, el más ignominioso y
desgraciado. Porque, no satisfechos con la desobediencia, los cristianos de
aquellos días se entregaban a pecados terribles sin miramientos, unos pecados
peores que los de los antiguos judíos: brujería, magia, idolatría, y también
desavenencias entre ellos que provocaron que se fueran desmembrando.
—Pero ¿no vendéis hechizos ahora, Joseph?
—Pues no, nada que se les parezca. Vendemos remedios a base de hierbas
que podríais preparar vosotros mismos perfectamente si no fuerais todos tan
ignorantes. Si a veces parece que curan por arte de magia es, o bien porque
los paganos que los han utilizado tienen realmente la enfermedad que creen
que tienen y, por lo tanto, el remedio es apto para ellos, o bien tienen tanta fe
en el remedio que les curaría cualquier enfermedad que les provocara su
mente perturbada. Esto es algo que de ningún modo vosotros podéis entender,
porque al menos la mitad de vuestras dolencias paganas os vienen por la
profunda miseria de estar apartados de Dios y por vuestros pecados. Un
remedio cristiano puede tener poder curativo por el solo hecho de tener fe en
que lo tiene y algunos de vosotros, agobiados por el sufrimiento, dejáis de
despreciarnos momentáneamente y veis nuestra medicina con una fe ciega
que sería merecedora de enfermos más dignos. Pero es tan improbable que el

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Señor os pregunte si creíais en la medicina cristiana como que os pregunte si
en la olla poníais carne de liebre o solo patatas.
—¿Cómo era la idolatría en que cayeron los cristianos? —⁠preguntó
Alfred.
—Adoraban imágenes e ídolos indignos exactamente de la misma manera
que lo hacen los hitlerianos. Es difícil de creer —⁠dijo Joseph, meditativo⁠—.
Parece imposible que pudieran caer tan bajo como para arrastrarse por el
suelo ante unas imágenes, pero lo hicieron.
—¿Y su magia cómo era?
—Aún era peor, porque no era más que una farsa. Mira, Alfred, cuando
digo que te podría acoger dentro del cristianismo, no quiero decir que yo sea
el único que lo pueda hacer de entre todos los que estamos en este
asentamiento nuestro de Amesbury. Aquí soy el líder solo porque para los
asuntos relevantes tiene que haber un hombre que pueda tener la última
palabra en cualquier discusión, pero cualquier hombre que haya superado la
etapa pueril y que no tenga mermadas sus capacidades, como el pobre joven
William Whibblefuss, puede celebrar los misterios y acogerte entre nosotros.
Nuestra potestad no es más que la potestad de Jesús, y ningún hombre es más
santo que otro. Lo contrario sería paganismo, como cuando los alemanes
presumen de ser más sagrados que los ingleses o cuando los caballeros, en su
vanidad y ceguera, no se creen hechos de la misma pasta que los nazis
comunes. Sin embargo, durante aquellos mil años que duró el error, algunos
cristianos se colocaron muy por encima de los otros en relación con los
misterios y osaron decir: «Nosotros y solo nosotros tenemos la autoridad,
Nuestro Señor Jesucristo solo os llegará a través de nosotros», esto representó
el punto final de toda fraternidad y amor entre cristianos; empezó a haber
desavenencias de lo más atroces y sangrientas entre ellos.
—Así pues, además de matar a judíos, ¿se dedicaron a masacrarse entre
ellos?
—Durante los mil años del error, sí. Después, nunca más ningún cristiano
ha matado a ningún otro.
—¿Ni siquiera en peleas personales de tú a tú?
—Nosotros nunca nos peleamos —⁠dijo Joseph.
—Pero ¿cómo lo hacéis para no pelearos?
—Nunca nos peleamos porque nos amamos los unos a los otros. ¿Es que,
Alfred, si tú tienes cualquier desavenencia con Fred te peleas con él? No,
discutes hasta que al final os ponéis de acuerdo o lo dejáis por imposible y
cada cual continúa aferrado a su opinión sin más. No os lanzáis el uno sobre

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el otro como dos gatos y os arrancáis los ojos. Todos los cristianos son como
padre e hijo, hermano y hermano, porque están purificados, ya no viven en el
error, y, a pesar de que continúan soportando el castigo y no tienen ninguna
esperanza de que la pena se reduzca ni en un solo día, ahora no tienen nada
que les encolerice los unos con los otros. Matar a hombres, igual que leer y
escribir, es una actividad pagana, y que hubiera un tiempo en que los
cristianos la practicaban nunca dejará de ser una vergüenza para nosotros.
—Me gustaría poder presentarte a un viejo alemán que conozco —⁠dijo
Alfred⁠—. Tenéis mucho en común.
—Imposible —dijo Joseph, sin resentirse, pero implacable⁠—. A no ser
que se trate de un cristiano que conocieras en Alemania, por supuesto, pero en
ese caso no deberías llamarlo alemán.
—No, no, es un alemán auténtico, pero si conocieras a un cristiano nacido
y educado en Alemania, ¿sería para ti un hermano igual que los de
Amesbury?
—Claro que sí. Todo hombre que lleve la cruz es hermano mío y, hasta
que él no supiera hablar inglés o yo alemán, podríamos intercambiar, con el
amor que nos une, las palabras sagradas que los dos conocemos.
—¿En una lengua que conocéis los dos?
—Sí.
—¿Y alguno de nosotros la conoce, esa lengua?
—¡Dios no lo permita! Es la lengua del mismísimo Cristo. Aparte de los
cristianos, nadie conoce las palabras sagradas.
—¿Me puedes decir algunas? —⁠se aventuró Alfred, vacilante.
—No. Pronunciar una sola ante un pagano ya es blasfemia.
—Vaya, lo siento, Joseph. No pretendía ofenderte. Pero ¿dónde ha ido a
parar el resto de esa lengua? ¿Cómo es que solo quedan unas pocas palabras?
—Se perdió —respondió Joseph con tristeza⁠—. Por culpa de nuestro gran
pecado se perdió la mayor parte de la lengua bendita de Jesús. No
recuperaremos el resto hasta la redención y la gloriosa revelación del último
día. Entonces, todas estas lenguas paganas que hemos tenido que utilizar
desaparecerán igual que las mujeres y podremos saludarnos los unos a los
otros y alabar a Dios en su propio idioma. ¡Ah! —⁠exclamó Joseph, llevado
por el entusiasmo⁠—. «¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh
sepulcro, tu victoria?». Entonces cantaremos Laus Deo y muchas otras cosas.
Oh… Ejem —⁠tosió en cuanto se dio cuenta de su blasfemia.
Alfred cambió rápido de tema.
—Joseph, ¿va a desaparecer incluso la madre de Jesús?

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—Ella ya desapareció hace mil seiscientos cincuenta años. Las mujeres no
son más que nidos de pájaros —⁠declaró con firmeza⁠—. ¿De qué sirve un nido
de pájaros cuando ya ha cumplido con su cometido? ¿Hay alguien que le dé
importancia? ¿Hay alguien que lo quiera conservar? Incluso el pájaro, ¿se
preocupa de él? ¿Y qué podemos decir incluso de María, salvo que en su nido
se puso un huevo excepcionalmente divino? ¿Qué haría ella sola en el cielo?
Si fuera al cielo, también tendrían que ir todas las demás mujeres.
—Ya veo, ya. Pero ¿qué quieres decir con que son nidos de pájaros?
¿Crees que no aportan nada a la criatura que va a nacer?
—Nada de nada. Tanto si es varón como si es hembra, la futura criatura
ya sale completa de la simiente del hombre. La mujer, lo único que hace es
nutrirla dentro de su cuerpo hasta que ha crecido lo suficiente para venir al
mundo.
Alfred estaba muy interesado en el tema, ya que Von Hess había
mencionado esta teoría biológica ancestral errónea como uno de los gérmenes
de los patrones de comportamiento tan denigrantes que se habían impuesto a
las mujeres.
—Eso nosotros no nos lo creemos —⁠dijo⁠—, tanto si creemos en Hitler
como si no. La mujer también contribuye; la criatura tiene cosas que vienen
de ella.
—No tiene nada de ella —dijo Joseph, impasible⁠—. Estáis equivocados,
pero ¿por qué no deberíais estarlo? Pues mira, si la criatura tiene que ser
varón, en el momento de la concepción, el padre le transmite el alma, pero, si
tiene que ser hembra, no le transmite nada, no tiene alma. Cuando nace es
nada, como todas las demás mujeres, incluso María. En las familias cristianas,
a nuestra primera niña le ponemos de nombre María, en su recuerdo, pero
ninguna de esas Marías presume nunca de ser algo que cualquier otra mujer
no es, ni siquiera lo piensa.
—¿Por qué, pues, los hijos a veces se parecen a sus madres cuando se
hacen mayores?
—Porque el alimento que la madre le da durante el embarazo afecta a su
aspecto físico.
—Ah.
—Y si realmente tenéis una creencia tan fantasiosa como que las mujeres
contribuyen a formar a la criatura, ¿por qué tratáis tan mal a las vuestras?
—⁠preguntó Joseph, trasladando la ofensiva al terreno de su contrincante⁠—.
¿Por qué las tenéis encerradas en corrales y les robáis a sus hijos pequeños,

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que es la crueldad más terrible que cualquier hombre puede hacer a una
mujer?
—Creo que está mal, Joseph. La manera como vosotros tratáis a vuestras
nadas me gusta más que la nuestra. Antes de echar de aquí a las mujeres para
que se vayan a una de las otras barracas, siempre veo que ríen y hablan
contigo. Y no solo las niñas pequeñas. Nuestras mujeres adultas nunca ríen.
—Tratamos a nuestras mujeres como si fueran buenos perros entrañables.
Las apreciamos, se entretienen con nosotros y están contentas. Si tenemos
comida, nunca pasan hambre, mientras nosotros tengamos el estómago lleno,
claro; nos obedecen y nos quieren. Nunca les levantamos la mano a menos
que cometan alguna transgresión y, como cualquier perro bien adiestrado y
digno de confianza, son libres de ir y venir donde quieran cuando no están
haciendo su trabajo. Ellas, a su vez, nos recompensan por el cuidado que les
brindamos: recolectan todas nuestras hierbas, hacen nuestras medicinas y
nuestro vino, recogen leña para hacer fuego y cocinar nuestros alimentos, e
incluso una o dos de las más espabiladas saben cómo se tiene que tratar la
madera antes de hacerle los agujeros para convertirla en una flauta. Vuestras
mujeres, en cambio, son como cachorritas mal criadas, débiles y mentecatas,
que cualquier hombre con dos dedos de frente estrangularía.
—Pero nunca has visto a ninguna, ¿verdad, Joseph?
—Las he visto en Bulford, dirigiéndose hacia vuestro templo pagano,
conducidas como ganado de un campo a otro. Y sé que no son capaces de
hacer nada, y que no son felices. La manera cristiana de tratar a las mujeres es
la única manera tolerable. La estableció de una vez para siempre el
bienaventurado Pablo, hermano de Nuestro Señor, e incluso durante los mil
años del error los cristianos no hemos dejado nunca de seguirla.
—¿No?
—No, nunca.
—Qué extraño.
—¿Por qué lo dices, Alfred? El error y la desobediencia eran cosas de
hombres. Estas cuestiones son demasiado elevadas para las mujeres, que solo
pueden errar y desobedecer como puede hacerlo un perro contra su amo, pero
no contra Dios. Por lo tanto, ya que el error no fue culpa de ellas, ¿por qué se
las debería castigar? Dios no puede ser injusto.
—Pero, entonces, ¿por qué nuestras mujeres tienen que ser infelices por
algo que tampoco es culpa suya?
Por una vez, Joseph se quedó perplejo sin saber qué responder.
Finalmente dijo:

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—Sufren igual que el perro de un mal amo, pero no se puede decir que sea
Dios quién lo martiriza, azota y le hace pasar hambre. Es el hombre quien lo
hace. A vuestras mujeres las martirizáis porque sois un hatajo de paganos
asquerosos, pero el tiempo de su sufrimiento acaba llegando a su fin. Termina
cuando mueren, e incluso para aquellas que estén vivas el último día, la
dispersión es indolora. En cambio, vuestro sufrimiento no tiene final, puesto
que el último día todos tendréis que salir de vuestras tumbas para ser
juzgados.
—Bueno, se ha hecho tarde —⁠dijo Alfred con un suspiro⁠—. Nos tenemos
que ir, Joseph. Me encantaría estar hablando contigo horas y horas.
—¿Y cuándo volveréis a venir?
—Creo que tardaremos un poco. Quizás dentro de tres meses.
Joseph asintió con la cabeza; su mirada inteligente y perspicaz no
mostraba ahora rastro alguno de fanatismo.
—Puedes venir por aquí siempre que quieras y cuando quieras, Alfred.
Las puertas de mi casa siempre están abiertas para ti, de día o de noche, pero,
claro, a ti te va mejor por la noche porque te da vergüenza que os vean venir.
—Lo siento, Joseph. Si pudiera hacer lo que quisiera, vendría a plena luz
del día, marcando el paso hacia el asentamiento bajo la mirada de ingleses y
nazis.
—Lo entiendo.
Joseph los dejó marchar y acto seguido llamó a Fred para que volviera un
momento.
—Fred —le dijo—, tu padre está haciendo algo peligroso.
—¿Qué le hace pensar eso, Joseph?
—Soy un hombre de Dios, pero también soy un hombre intuitivo, y mis
habilidades mentales innatas no están enturbiadas por la lectura y la escritura.
Incluso cualquier niño cristiano, por poco inteligente que fuera, lo deduciría
por su manera de comportarse. Quiero que sepas, Fred, que aprecio a Alfred
tanto como me es posible apreciar a un pagano. Salvó a mi hijo y ya hace
tiempo que ha dejado de despreciarnos, pero eso no lo ha envilecido con el
vicio contrario, que sería codiciar a nuestras chicas con ojos lujuriosos. Ha
comido nuestro pan y nuestra carne y ha bebido nuestro vino, y le escudaría
con mi cuerpo frente a sus enemigos, a él y también a cualquier persona que
sea preciada para él, o por cualquier cosa que quisiera proteger, aunque fueran
armas de guerra. Si quiere un refugio, aquí lo tiene, conmigo o con mis hijos,
o con los hijos de mis hijos, por generaciones y generaciones. La amistad que
hay entre mi familia y la suya es para siempre, lo juro ante Dios. La ingratitud

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no es un pecado cristiano, Fred, pero si le explico todo esto a tu padre, es
probable que se ría, puesto que, en cierto modo, es modesto, y no se lo
tomaría en serio. Ahora ya lo sabes.
—Sí, Joseph. No lo olvidaré.
Fred se marchó corriendo para alcanzar a Alfred.
—¿Qué quería? —le preguntó Alfred.
—Me ha dicho que te aprecia y que te está muy agradecido.
—Es un buen tipo, el viejo Joseph.
—¿Confía en él, padre?
—Al menos hasta donde él pueda verme —⁠respondió Alfred riendo⁠—, o
sea, solo hasta cierto punto, porque el mundo es redondo.
—Yo creo que puedes confiar en él.
—No se puede confiar del todo en ningún hombre que sea religioso. Si tus
intereses entran en conflicto con su religión, romperá su palabra y te
traicionará y estará convencido de que está obrando de forma correcta, pero,
de todos modos, Joseph es un buen hombre.
Fred se quedó pensativo en silencio, y optó por no decir nada más sobre
Joseph.
Alfred no tardó en romper el silencio:
—Ese idioma que casi han perdido por completo debe de ser el latín, el de
los romanos. Von Hess dice que mucho antes de Hitler ya era una lengua
muerta, excepto en textos escritos y en las iglesias cristianas. Deben de
haberse ido recitando fragmentos de boca en boca desde la época de la
antigua Iglesia hasta ahora. Y también es interesante que sepa algo de los
sacerdotes y de las guerras religiosas. Fred, tenemos que volver a sumergirnos
en la lectura de Von Hess en uno o dos días. Estoy seguro de que sacaremos
más provecho la segunda vez. Además, Hermann estará encantado de volver a
montar guardia, pobre muchacho.
—Espero que nunca tenga que hacer nada más que dormir —⁠dijo Fred⁠—.
Padre… —⁠empezó, pero se lo pensó y decidió guardarse sus palabras.

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CAPÍTULO DÉCIMO

Cinco nazis comandados por un cabo volvían a Bulford por la carretera que
unía Amesbury con Exeter, en la comarca de Devon, después de reparar una
avería en la red de telefonía a unas dos millas al oeste de Stonehenge. Habían
estado trabajando hasta que casi había oscurecido y, para volver, se habían
apiñado dentro del pequeño camión que llevaba el material y las
herramientas. El camión no había querido arrancar, y al examinarlo
constataron que se había roto la junta del tubo de alimentación. Arreglarla
improvisando en medio de la oscuridad con tan solo la luz de las linternas
sería complicado y agotador, así que el cabo ordenó al destacamento que se
dirigiera marchando a casa. Pasar media noche andando era una bagatela para
cualquier soldado alemán joven e infatigable, pero aquel paseo nocturno en
particular no les apetecía lo más mínimo. Tenían que pasar justo por delante
de Stonehenge, a oscuras, a pie. Aun así, iban cantando mientras marcaban el
paso, hasta que se acercaron a las piedras. Entonces se quedaron en silencio.
El cabo no los animó a continuar; no lo habría admitido ni a cambio de oro ni
bajo tortura, pero él también creía que no había ninguna razón para montar un
alboroto en alemán por los alrededores de aquel sitio inglés en particular. Que
él supiera, marchar con discreción frente a Stonehenge no iba en contra de
ningún precepto militar. Así pues, continuaron en silencio, pero cuando ya
casi habían llegado al recodo del muro de piedra seca que rodeaba el lugar, un
fuerte grito escalofriante, proveniente de justo detrás del muro, a solo unas
yardas del hombre que iba a la cabeza, les hizo pegar un salto y ponerse a
temblar todos del susto. Les invadió el ferviente deseo de alejarse de allí lo
más rápido posible. Aun así, como soldados muy disciplinados que eran,
aceleraron tan poco el paso que prácticamente fue imperceptible. Los gritos
continuaron, acompañados de una especie de risita maliciosa que parecía más
bien inhumana.
—¡Ach, Hitler! —exclamó uno de los hombres⁠—. ¡Son los fantasmas!
¡Los fantasmas de Stonehenge!

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—¡Alto! —ordenó el cabo—. ¡Seréis tontos! ¡Solo es una liebre! Alguien
la está matando.
Sin pensárselo ni un segundo, saltó el muro y, con la luz de la luna, que
estaba empezando a salir, los demás vieron una silueta que saltaba y se
escapaba corriendo, con el cabo detrás, en dirección al círculo de piedras. El
instinto persecutorio del cabo era tan fuerte que probablemente la habría
seguido hasta el mismísimo centro del círculo, pero no le hizo falta, pues era
muy buen corredor y atrapó a su presa antes de que llegara allí. Le arrebató
algo que llevaba y la arrastró hasta donde estaban sus nazis. Enfocaron el
botín con las linternas para ver qué era exactamente. Se trataba de un chico
cristiano y, obviamente, tenía pocas luces. El alboroto que había montado al
sacar una liebre de la trampa, cuando seguro que había oído los pasos de los
soldados que se acercaban por la carretera que pasaba justo por su lado, no
dejaba lugar a dudas de que así era. La liebre, que finalmente había
conseguido acabar de matar un segundo antes de que el cabo saltara sobre él
desde el otro lado del muro, colgaba inerte y tranquila de la mano del cabo; se
le habían acabado los problemas. El chico no llevaba puesto nada más que
una camisa sucia de lana y unos bombachos, a pesar de que aquella noche de
primavera soplaba un frío viento de levante. Aun así, la cruz que llevaba en el
pecho de la camisa era perfectamente visible. El cabo lo agarró con fuerza y
se le pusieron los ojos en blanco, aterrorizado.
—La liebre nos la quedamos, escoria —⁠le dijo⁠—. Romped filas, hombres,
rodeadlo. Le explicaremos un par de cositas sobre la caza furtiva de nuestras
liebres. Ya lo sabes, ¿verdad, escoria? Todas las liebres pertenecen a
Alemania.
—Nein verstehen —jadeó el pobre palurdo⁠—. Ich sprech Deutsch nicht!
—Ya lo veo, ya, y mejor que así sea. El alemán es demasiado sublime
para una boca como esa —⁠y le dio un golpecito en los labios⁠—. El inglés sí
que lo debes entender, ¿verdad? Las liebres son nuestras. Todas las liebres,
todos los conejos, todo de todo es nuestro.
Todos estallaron en carcajadas ante la expresión aterrorizada del pobre
pasmarote. Ya se les había pasado el susto, pero ahora estaban enfadados con
el cristiano por haberlo provocado. Si les hubiera fallado la disciplina,
probablemente lo habrían matado allí mismo, pero no fue así, y se limitaron a
vejarlo dándole golpecitos en la cara y en las orejas, empujándolo de un lado
a otro dentro del corro. Solo se trataba de mofarse de él y entretenerse un rato,
y pronto se habrían cansado y continuado su camino si el pobre desgraciado
no se hubiera asustado cada vez más. La saliva brotaba a mares de su boca

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abierta de par en par, y sus ojos brillaban enloquecidos bajo la creciente luz
de la luna.
—Mein Herren! Mein Herren! —⁠empezó a gritar⁠—. Oh, nicht, oh, nicht.
¡Dejadme ir! ¡Por favor, dejadme ir! ¡Os enseñaré dónde están los fantasmas,
mein Herren! Y los fusiles… fusiles perfectos para cazar liebres, pero yo no
me atrevo a cogerlos. Tengo miedo de los fantasmas.
—¡¿Qué?! —exclamó el cabo—. Dejadlo en paz. A ver, tú, ¿qué quieres
decir con eso de fantasmas y fusiles? ¿Cuántos fusiles?
El idiota empezó a contar con los dedos:
—¡Cinco, seis, siete, diez, sesenta, mil!
—Está como un cencerro. Se lo inventa para que lo dejemos ir.
—Creo que es demasiado cortito para inventarse historias —⁠dijo el
cabo⁠—. Creo que será mejor que indaguemos un poco. Aunque, si es cierto lo
que dice, probablemente sea solo un camión antiguo abandonado. ¿Dónde
están esos fantasmas y fusiles, Kerl? ¿Por aquí? ¿En Stonehenge?
—Nein, nein, Herren. Por allí, todo recto. ¡Ahora dejadme ir!
—Jamás en la vida. Tú te vienes con nosotros y nos enseñas los fantasmas
y los fusiles, y, si no encontramos nada, lo tienes crudo. Tráelo tú, Karl.
El joven cristiano los llevó hasta la cantera de yeso bajo la que estaba el
refugio. Su capacidad de razonamiento era más escasa de lo habitual, pero
tenía la vaga esperanza de que, si podía convencer a los alemanes para que
entraran en el túnel, los fantasmas los devorarían. Luego huiría como alma
que lleva el diablo, no fuera que los fantasmas salieran y también le quisieran
devorar a él, a pesar de que sabía que un hombre con una cruz en el pecho
estaba mucho mejor protegido contra ellos que un no creyente. Sin embargo,
pensó que los fantasmas podrían enfadarse un poco con él por haberles
enviado a un grupo de infieles a su santuario, tanto como se habrían puesto si
se hubiera llevado los fusiles, porque, para sus ojos ingenuos, aquel material
estaba en perfectas condiciones y podía ser muy útil. Así que, cuando todos
los alemanes hubieron rodeado la entrada del túnel, mientras les explicaba
que allí era donde tenían que entrar y todos se agachaban para mirar dentro
del agujero, forcejeó desesperadamente y se deshizo de las garras de su
carcelero. Este lo volvió a agarrar, pero sus manos no consiguieron hacerse
con nada más que un trozo de camisa que se había rasgado como si fuera una
telaraña. El chico se escapaba, medio desnudo, corriendo a un ritmo que,
excepto el cabo, ninguno de ellos podía emular con aquellas botas gruesas y
toda aquella ropa y equipo tan pesados que llevaban.

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—Bah, olvidémonos de él —dijo el cabo cuando vio lo que había
sucedido⁠—. Mira por dónde, aquí tenemos un túnel, vaya si lo tenemos. Al
fondo gira a la derecha. Dame la linterna, Karl. ¿Alguien más tiene linterna?
—Sí, yo, pero solo funciona cuando quiere.
—Pues, hala, adelante, todos al centro de la tierra, en fila de uno —⁠ordenó
el cabo burlándose⁠—. Una de dos, o encontramos a esos fantasmas y los
fusiles o nos quedamos enganchados por el camino.
Dentro del refugio, Alfred y Fred estaban tan absortos que no oían nada,
ni un murmullo de voces. Quizás el viento helado de levante se apoderaba de
ellas y se las llevaba lejos de allí. No oyeron nada hasta que el sonido del roce
del primer hombre que venía por el túnel arrastrando el vientre, con la ayuda
de pies y codos, sorprendió la fina oreja de Fred.
—Viene alguien, padre.
Alfred despertó a Hermann de una patada, quien, como era habitual,
dormía sobre la pila de sacos.
—Hermann, viene alguien. No hagas ruido. Fred, coge el libro. Toma, pon
la fotografía dentro. Sal por detrás y tapa el agujero con la roca. —⁠Alfred
apagó las velas.
—¿Y usted no viene, padre? —⁠le susurró Fred al oído.
—No. Nos pillarían antes de que pudiéramos desaparecer los tres por el
túnel. Huye, Fred, rápido.
—Hacedles creer que os habéis escondido aquí porque no queréis que os
vean juntos —⁠murmuró Fred precipitadamente, pero sin perder la serenidad.
Se fue. Alfred continuaba oyendo el sonido del roce que venía de la
entrada del refugio, pero no oía nada del lado por donde huía Fred. Se quedó
de pie de espaldas al agujero del rincón, a la espera de lo que pudiera suceder
a continuación. No había tiempo para tirar de la puerta que cerraba y
camuflaba la habitación interior. No había tiempo para hacer nada. Solo podía
escuchar la respiración de Hermann. Quizás los fantasmas detendrían a
quienquiera que estuviera en la entrada. Se vio el resplandor de una luz y
alguien dijo:
—¡Ach, Hitler!
—¡Ach, Himmler! —acto seguido dijo alguien más.
Se oían gritos y ruido de confusión. A pesar de la ansiedad y la tensión, a
Alfred le entraron ganas de reír. Se imaginaba a unos alemanes, que no sabían
lo que había allí dentro, abriéndose camino a empujones por el túnel, y se
imaginaba a unos alemanes que sí sabían lo que había allí dentro,
desesperados por volver a salir. Lo cierto es que no iba desencaminado del

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todo, porque, por unos instantes, incluso el cabo tuvo ardientes deseos de
batirse en retirada ante aquellos esqueletos macabros. Sin embargo, valiente
como era, se rehízo y empujó uno, que cayó al suelo de hormigón
desmontándose estrepitosamente.
—¡Manda cojones! ¡Callaos ya, atajo de imbéciles! —⁠rugió, y el vacío dio
a su voz un tono muy peculiar⁠—. Solo son cadáveres viejos. Y por Hitler que
alguien los ha plantado aquí así.
—Arriba, Hermann —resopló Alfred, agarrándolo por el brazo⁠—. Ese tío
no tiene miedo. Fred ya predijo que esto podía pasar.
El brazo de Hermann se endureció por la presión del agarre de Alfred. Sus
músculos parecían cobrar vida propia, enfurecidos fuera de control. Alfred
pensó: «Ahora se va a volver loco, pero yo tengo que aguantar sereno».
El cabo se escurrió entre la guarnición de esqueletos armados y enfocó la
linterna hacia Alfred y Hermann, que estaban de pie en el fondo del refugio.
—Ach —exclamó—, ¡no todo son huesos por aquí!
Hermann entró en acción. Cogió un sílex bien grande de la pila de piedras
y yeso, y lo lanzó con todas sus fuerzas contra la linterna acertando en la
diana de lleno. El caos y la oscuridad se apoderaron de la estancia. Por el
alboroto de gruñidos, gemidos y jadeos, era evidente que Hermann estaba
peleando. Los esqueletos crujían, y el chasquido de sus huesos secos sonaba
como un staccato a modo de acompañamiento macabro para los más
familiares sonidos humanos. Alfred decidió no hacer nada. Si participaba en
la pelea, Hermann se podía confundir. Tal como estaban las cosas, podía
golpear, dar patadas, morder y arrancar los ojos a cualquiera que no fuera él
mismo, a sabiendas de que estaba actuando de forma correcta. La lluvia de
blasfemias era constante, vendrían de boca de cualquiera que se separara lo
suficiente de la pelea para recobrar un poco el aliento. De repente, en medio
de aquel caos que parecía eterno, se encendió una luz. El cabo estaba de pie
tranquilamente, apartado de la pelea y revólver en mano, ileso, excepto por un
corte profundo en la mano derecha. Hermann todavía se mantenía erguido,
pero le brotaba sangre por todo el cuerpo. El cabo le disparó dos veces.
Hermann se derrumbó como una enorme torre roja, y se quedó estirado en el
suelo tan inmóvil que Alfred incluso se sorprendió. Acto seguido el pobre rey
Nosmo le hizo reír; se había deslizado agarrado a la ametralladora hasta
quedarse en posición de estar a punto de vomitar. La pelea había dejado su
cabeza destrozada todavía peor de lo que estaba, totalmente abierta como si
fuera un cuenco vacío, y, aun así, parecía una persona vencida por las

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náuseas. Hermann parecía muerto y lo estaba, pero el rey Nosmo, que nadie
sabía cuánto tiempo hacía que estaba muerto, solo parecía indispuesto.
«Es por sus posiciones», razonó Alfred. «Un hombre muerto siempre
tendría que yacer tumbado».
Hermann había derribado a dos de sus enemigos. Uno estaba tumbado y
agonizaba. El otro estaba sentado contra la pared del refugio, aturdido. Dos
más sangraban copiosamente pero todavía se aguantaban de pie y los únicos
combatientes que habían salido ilesos eran el nazi que, a oscuras, se había
estado peleando obstinado con su linterna, y el cabo, que solo tenía un corte
en la mano que le había hecho el sílex. Había tenido la sangre fría de quedarse
esperando a que hubiera luz para poder hacer uso de su arma con precisión. El
humo del revólver se disipó y las impresionantes reverberaciones se
atenuaron, habían dejado medio sordos a todos durante unos minutos. Se hizo
un silencio sepulcral, solo roto por el jadeo de los alemanes. El cabo apuntaba
a Alfred con el revólver, pero él ni se daba cuenta. Estaba concentrado
mirando a Hermann y pensando en él y en Von Hess. «Con toda la sangre
que corre por sus venas. Pobre nazi… tan valiente, tan estúpido, tan
sentimental. Pero esta última pelea salvaje debe de haber sido para él un
alivio formidable después de su corta y trágicamente pacífica vida. Por unos
minutos debe de haber sido completamente feliz».
—¡Es el Rojo! —dijo alguien finalmente, muy sorprendido.
—Ya lo he visto —dijo el cabo—. Y tú, ¿quién eres tú?
—Alfred, mecánico de tierra del aeródromo. Por aquí tengo velas, cabo.
¿Las enciendo?
—Sí. Enfócalo con la linterna, Adalbert. Te estoy apuntando, Alfred. No
hagas nada extraño.
Alfred, seguido por la luz de la linterna, encendió las velas. Todo iba bien.
No había ningún rastro de la presencia de un tercer hombre. Dos taburetes, la
mesita vieja y la pila de sacos. La fuga de Fred había sido perfecta. Cuando
Alfred hubo encendido las velas, el cabo se acercó para tener una perspectiva
mejor. Con un solo vistazo lo tuvo todo visto.
—¿Qué esconden aquellos sacos? —⁠preguntó.
—Nada, solo son para tumbarnos —⁠respondió Alfred.
—Karl, regístralos —ordenó el cabo al nazi que había resultado ileso.
Karl revolvió los sacos y no encontró nada más que una ínfima colilla y
los restos de un par de cerillas.
—Un chico nos ha dicho que aquí había armas.

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—Y no os ha engañado —dijo Alfred⁠—. Están la ametralladora de la
entrada y los fusiles de aquellos hombres apoyados a la pared de la entrada.
—Eso son trastos viejos.
—Muy viejos —admitió Alfred.
—¿De dónde ha salido todo este yeso? —⁠preguntó el cabo, señalando el
enorme montón de escombros.
—Del otro túnel. La entrada está ahí.
—¿Llega hasta fuera?
—Sí, pero no se puede pasar. Hay una roca que bloquea la salida.
—Karl, coge la linterna y adéntrate por el túnel hasta que te encuentres
con la roca. Y pálpala bien. Vosotros dos, rebuscad en esta montaña de
escombros a fondo con las dagas.
—Karl no podrá darse la vuelta para volver —⁠advirtió Alfred.
—Bromitas no, Alfred. Si no dices nada a menos que se te pregunte
primero saldrás ganando, y quizás ni así.
No encontraron ningún arma escondida entre el yeso, y Karl no tardó
mucho, con penas y fatigas, en salir del túnel con los pies por delante.
—Por aquí no hay nada, cabo, aparte de la gran roca. Y es imposible
moverla desde este lado.
—¿El Rojo y tú siempre habéis usado la otra entrada?
—Sí.
—Y este otro túnel y esta falsa pared, ¿quién los ha hecho? Y todos estos
esqueletos, ¿quién los ha colocado así?
—Alguien que no tenía mucho que hacer, supongo.
—¿Ya lo encontrasteis todo así?
—Sí, está todo exactamente igual que el primer día que Hermann y yo
empezamos a venir.
—¿Quién os habló de este sitio?
—Un cristiano —dijo Alfred, adivinando la identidad de quien les había
traicionado.
—¿Y has estado viniendo aquí con el Rojo porque tenías miedo de que
fuera algún nazi o algún inglés respetable os pillara?
Alfred fingió estar avergonzado.
—Lo conocí hace mucho tiempo, cuando estaba haciendo aquí su
instrucción militar. Entonces no era un rojo.
—Tienes un gusto asqueroso, Alfred. Asqueroso incluso para un inglés,
pero eso no es problema nuestro. Karl, coge velas y vamos a echar un vistazo
al resto de los hombres.

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El cabo enfundó el revólver y todos se dirigieron con las velas hacia la
entrada del refugio para evaluar la gravedad de las víctimas de la furia
desatada de Hermann. Después de la excitación nerviosa por el susto en
Stonehenge, y la inyección de adrenalina que les había administrado el
forcejeo a oscuras contra un adversario tan digno, los alemanes ya empezaban
a recuperar la calma. Era muy probable que a partir de aquel momento todo el
asunto se hubiera ido olvidando sin hacer más ruido si los seis soldados aún
apoyados contra la pared en posición de descanso no hubieran elegido justo
aquel momento, después de tantos años de servicio continuado sin desfallecer,
para desplomarse. Uno de ellos, probablemente tocado durante la pelea,
resbaló y cayó sobre el camarada que estaba a su lado, este, a su vez, cayó
sobre su vecino, y uno tras otro terminaron todos en el suelo. Con el peso
añadido del fusil que tenían afianzado en la mano derecha, protagonizaron
una boda cuáquera estrepitosa y horripilante. El espectáculo visual y sonoro
que, sin ningún tipo de intervención humana, habían organizado aquellos
horribles esqueletos a medio vestir, montando aquel alboroto y colapsando en
medio de la penumbra, fue excesivo para el único alemán que hasta entonces
había conseguido reprimir los nervios y la tensión. Pegó un brinco y se le
escapó un chillido. Los otros estallaron en carcajadas, se tronchaban
histéricos, y él, ofuscado por la rabia y la vergüenza, se desfogó salvajemente
a patadas contra la cara de Hermann que en aquel momento tenía
convenientemente al alcance de su pesada bota. Alfred perdió totalmente el
control por primera vez desde que era un adolescente, se sacó las manos de
los bolsillos y le asestó un puñetazo descomunal en toda la boca. A partir de
aquí ya solo recordaría la sensación de que el refugio se derrumbaba sobre él.
Cuando recuperó el conocimiento, se encontró tumbado en una cama y
terriblemente dolorido de pies a cabeza. No había ningún rincón del cuerpo
que no le doliera, pero donde más dolor sentía era en el pecho cuando
respiraba. Tenía la sensación de que la agonía de cada respiración lo estaba
matando a marchas forzadas, pero, aun así, continuó respirando. Intentó no
hacerlo, pero no pudo, solo consiguió que la siguiente inhalación fuera más
terriblemente implacable que las anteriores. Después de no hacer nada más
que sufrir durante lo que para él fue una eternidad, el dolor mejoró un poco, o
quizás solo era que se estaba acostumbrando. Se dio cuenta de que no había
perdido la capacidad de pensar. Si estaba en el hospital, su estado debía de ser
muy grave. Lo fue recordando todo. Tenía que ver a Fred. Tenía que llamar a
alguien para preguntar si se le permitiría verlo. Intentó hacer ruido con la
boca. Se le llenó de sangre y el sonido fue prácticamente inaudible, pero el

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rostro encantador de un nazi de servicio, un rostro enjuto que parecía una talla
de madera tosca y vieja, enseguida apareció a un palmo de sus narices. Solo
podía ver por un ojo, el otro lo tenía vendado, pero lo veía todo borroso.
—¿Voy a morir? —susurró, haciendo un esfuerzo considerable para
articular cada una de las sílabas.
—Ja —respondió el nazi y, después de una pausa, añadió⁠—:
Probablemente.
—Entonces quiero ver… Fred, mi… hijo mayor. ¿Puedo?
—No lo sé. Lo preguntaré.
El soldado se fue y Alfred se volvió a concentrar en respirar tan poco
como le fuera posible. Susurrar aquellas pocas palabras le había dejado
totalmente agotado. Pero cuando llegó Fred todavía estaba consciente y tenía
la mente bastante clara. El muchacho se sentó junto a su padre y le cogió la
mano derecha que, milagrosamente, seguía entera y solo tenía un rasguño en
los nudillos.
—Habla tú, Fred —susurró Alfred.
—De acuerdo. Tendré que hablar muy bajito. Si no me oye, mueva un
poco la mano. Cuando golpeó a aquel hombre, los nazis que iban con él
enloquecieron y le zurraron de lo lindo. El cabo no hizo nada para detenerlos,
sino todo lo contrario, se unió a ellos. Pero ahora están más bien arrepentidos,
a pesar de su mala imagen al descubrirse su relación con el Rojo. En el
aeródromo, el capataz del taller está furioso y todos sus amigos alemanes se
sienten molestos. Ha estado inconsciente dos días y han tenido tiempo para
reflexionar. Nadie tiene ni la más remota idea de que yo también había estado
allí. La gente lo… lo siente mucho por mí y por el pobrecito Jim.
Alfred movió la mano.
—¿No me oye bien, padre? No me atrevo a hablar mucho más alto. Hay
un hombre a solo tres camas de la suya.
—Te oigo. Lo siento por ti y Jim… Robert… di… les… quiero.
—Lo haré, por supuesto. El libro está en un lugar seguro. Creo que mucho
más que el refugio. Está con Joseph Black.
El ojo solitario de Alfred lo miró preocupado.
—Cristiano… nos delató.
—Ya lo suponía, pero no fue queriendo. Joseph sabe que el libro tiene
mucho valor para ti y para mí. Piensa que no puede leerlo. Y solo hay dos
clases de personas libres de registros. Los caballeros y los cristianos. Se lo
tendríamos que haber confiado a Joseph desde el primer día. Si yo no hubiera
sido tan tonto de… Bah, qué más da. De todos modos, padre, es el lugar

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perfecto para el libro. Los alemanes desprecian tanto a los cristianos que
nunca mancharán sus nobles manos revolviendo entre sus míseras
pertenencias. Le he preguntado a Joseph si alguna vez los alemanes habían
registrado sus barracas, y me miró como si hubiera perdido el juicio.
Entonces, el Joseph perspicaz, no el fanático, me respondió esto: «El Señor
nos protege de cualquier posible registro. ¿Alguien registra a los erizos? Y si
alguien lo hiciera, ¿qué encontraría sino piojos?». Así que, padre —⁠susurró
Fred solemnemente⁠—, tiene que entender que, mientras haya cristianos sobre
la tierra, el libro estará siempre a salvo. Es el lugar ideal para la Verdad. Ellos
no lo podrán leer, y, a su vez, a nadie se le pasará por la cabeza buscarla entre
ellos. Cuando sea el momento adecuado, yo prepararé a los hombres que la
difundirán. No será nada fácil, pero lo conseguiré.
—Escribe tu nombre… debajo… mío. Y sé… menos estúpido… menos…
violento.
—Sí, padre.
—Edith —susurró Alfred.
—¿Edith? ¿Quién es Edith?
—Mi hija… bebé.
—¿Y qué quiere que haga con ella?
Fred estaba prácticamente convencido de que su padre estaba desvariando
y, sin embargo, su ojo solitario aún parecía mostrar lucidez.
—No sé. Nada… puedes… hacer. Déjala… Con el tiempo…
El susurro de Alfred se apagó. Cerró el ojo. El dolor había descendido.
Volvió a abrir el ojo y a su lado estaba el viejo caballero Von Hess en lugar
de Fred, estaba casi seguro. El Caballero no dijo nada; su delicada nariz
aguileña se inclinaba respetuosa sobre Alfred; sus ojos lo miraban satisfechos.
Alfred quería saludarlo, pero representaba un esfuerzo demasiado grande y, a
fin de cuentas, a quien tenía allí a su lado era a Fred, así que tampoco hacía
falta. Se adormeció hasta que quedó inconsciente. Nadie los molestó. Fred
permaneció sentado allí durante horas, hasta que la mano de su padre
comenzó a enfriarse.

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PRÓLOGO DE DAPHNE PATAI
A LA EDICIÓN DE 1985

La autoría de La noche de la esvástica se ha mantenido oculta detrás del


pseudónimo Murray Constantine durante casi cincuenta años. No fue hasta
principios de la década de 1980 que, en respuesta a consultas persistentes, los
editores originales de la novela reconocieron que Murray Constantine era en
realidad Katharine Burdekin. Nacida en Derbyshire en 1896, Burdekin murió
en 1963 después de haber publicado diez novelas entre 1922 y 1940.
Estaba totalmente interesada en política, historia, psicología y religión, y a
pesar de que experimentó con varios géneros literarios, sus novelas, tanto las
que publicó con pseudónimo como las que firmaba con su propio nombre, son
claramente el género que mejor refleja su inteligencia creativa en constante
proceso de desarrollo. A pesar de que la crítica feminista de Burdekin también
aparece en su ficción realista, e incluso en un libro infantil, es especialmente
en las novelas de ficción utópica donde esta es más relevante, sobre todo
gracias a la posición privilegiada que alcanza con el salto imaginativo hacia
otras «sociedades» de sus dos libros más importantes: La noche de la
esvástica (1937) y Proud Man (1934). Cuando aparecieron estas novelas por
primera vez, los críticos literarios de la época solían pasar por alto la
importante crítica que Burdekin hacía de lo que hoy llamaríamos ideología de
género y política sexual, a pesar de que en ocasiones señalaron sus tendencias
feministas, cosa que llevó a algunos a deducir que Murray Constantine era
una mujer. Confío en que con esta reimpresión de La noche de la esvástica las
obras de Burdekin por fin empiecen a ocupar el lugar que les corresponde.
Las distopías («lugares malos»), igual que las utopías («lugares buenos»),
proporcionan a quien las escribe un escenario que le permite dirigir su crítica
hacia su propio momento histórico. Pero en La noche de la esvástica, al
imaginar una Europa después de siete siglos de dominación nazi, Burdekin
hacía algo más que lanzar un grito de alarma sobre los peligros del fascismo.
La novela de Burdekin es importante para nosotros en la actualidad porque

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analiza el fascismo en unos términos que van más allá de Hitler y de las
circunstancias de su tiempo. Con el argumento de que la diferencia entre el
fascismo y la realidad cotidiana de dominio masculino —⁠una realidad que
polariza hombres y mujeres según los roles de género⁠— es una diferencia
cuantitativa y no cualitativa, Burdekin satiriza los modelos de
comportamiento tanto «masculino» como «femenino». Desde este punto de
vista, la ideología nazi es la culminación de lo que Burdekin llama «culto a la
masculinidad». Es esta conexión, junto con una sólida argumentación contra
el culto a la masculinidad, lo que marca la diferencia entre la novela de
Burdekin y las otras muchas distopías antifascistas escritas en los años treinta
y cuarenta del siglo XX[1].
Burdekin nos plantea cómo podrían ser Alemania e Inglaterra en el
séptimo siglo de un hipotético milenio hitleriano. El mundo está dividido en
dos territorios estáticos: el Imperio Nazi (Europa y África) y el Imperio
Japonés (Asia, Australia y América), ambos igual de militaristas. En el
Imperio Nazi, Hitler, que es venerado como un dios, no nació de una mujer
sino que explotó de la cabeza de su padre, Dios el Tronador, y nunca tuvo
contacto alguno con ninguna mujer para no contaminarse y mantener su
pureza. Se ha llevado a cabo un proceso llamado «Reducción de las Mujeres»
que las ha llevado a un estado cuasianimal de ignorancia y apatía, y su
existencia se limita exclusivamente a ejercer su indispensable función
reproductiva. Se han destruido todos los libros, documentos e incluso los
monumentos del pasado, en un esfuerzo para hacer que la «realidad» nazi
oficial sea la única posible. En todo el Imperio Nazi rige una sociedad de tipo
feudal, con caballeros alemanes como autoridades locales adoctrinadoras de
una mitología teutónica, cuyo falso origen hace mucho tiempo que ha pasado
al olvido. Las mujeres están recluidas en jaulas instaladas en barrios
segregados, y la Reducción se complementa con la exaltación de los hombres.
Esta situación ha fomentado las relaciones homosexuales masculinas
(Burdekin plantea que la homosexualidad masculina comporta la aceptación
total del rol inherente al género masculino, en lugar de rechazarlo), a pesar de
que la procreación es un deber cívico para el hombre alemán. Después de
haber aniquilado a todos los judíos a comienzos de la era Nazi, ahora son los
cristianos los que son odiados y considerados intocables.
En su novela anterior, Proud Man, Burdekin había puesto sobre la mesa la
relación entre la jerarquía de género y la estructura de clases, y escribió que la
sociedad inglesa —⁠que el narrador del libro, personaje andrógino y de una
mentalidad plenamente evolucionada, tilda de «infrahumana»⁠— está dividida

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horizontalmente por el privilegio de clase y verticalmente por el privilegio de
sexo. En La noche de la esvástica sugiere, además, que el hecho de pertenecer
al género que ejerce la dominación asegura que los hombres cooperen, a pesar
de que ellos también son sus víctimas, ya que, sea cual fuere su estatus, la
superioridad sobre las mujeres la tienen garantizada[2]. Por su parte, los
hombres alemanes tienen totalmente asumido el credo hitleriano, que dice
cosas como: «Y creo en el orgullo, en el coraje, en la violencia, en la
brutalidad, en el derramamiento de sangre, en la crueldad y en todas las
demás virtudes heroicas y militares». Si bien esto puede verse como una
sátira, no deja de ser una fiel representación de la ideología nazi y una
pequeña exageración de una identidad de género masculina que se considera
normal en muchas partes del mundo.
Burdekin se centra en dos aspectos esenciales de la ideología masculina
representada en La noche de la esvástica: la falta de control de las mujeres
sobre sus propios cuerpos y sobre su descendencia. Son el resultado de los
dos pilares fundamentales de la sociedad hitleriana de la novela: el derecho de
los hombres a violar y la ley que prescribe la «Sustracción» de los hijos
varones del cuidado de su madre a los dieciocho meses de edad, de forma que
puedan ser criados por y entre hombres.
Al entender que la violación es, en esencia, una agresión contra la
autonomía femenina, Burdekin formula cómo sería la lógica de la violación
dentro de una sociedad supremacista masculina. En una sociedad tradicional
polarizada sexualmente, el derecho de las mujeres al rechazo representa un
desafío para la supremacía masculina. El derecho de la mujer a seleccionar su
pareja sexual, un hecho «natural» en gran parte del mundo animal, en los
humanos se convierte en un ultraje perpetuo a la vanidad masculina. Al privar
a las mujeres de este derecho, los hombres las transforman en meros objetos
que utilizarán únicamente según sus deseos. Una vez establecido el culto a la
masculinidad, es evidente que los hombres no pueden permitir que las
mujeres sigan ejerciendo este derecho de rechazo. Así pues, se
institucionaliza la violación como práctica habitual; un recordatorio constante
a las mujeres de su falta de importancia y autonomía. En La noche de la
esvástica, los hombres solo tienen obligaciones entre ellos; las mujeres, en
cambio, solo se libran de ser violadas si llevan un brazalete que las identifique
como posesión de un hombre y, de hecho, esta es su única «libertad». La
relación con las mujeres está marcada exclusivamente por el poder sobre
ellas, no por el placer sexual, puesto que solo los chicos son considerados
bellos, deseables y adorables. Las mujeres, por su parte, son adoctrinadas

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desde la infancia en su propia insignificancia y en la aceptación de la voluntad
de los hombres. La lógica de las normas sociales en La noche de la esvástica
es implacable. Las mujeres no deben saber que es necesario que nazcan más
niñas, que el número desproporcionado de nacimientos masculinos es un
peligro para la sociedad: «si alguna vez las mujeres se dieran cuenta de todo
esto, ¿qué podría impedir que naciera en ellas una pequeña brizna de
autoestima? Si una mujer pudiera regocijarse en público del nacimiento de
una niña, el Hitlerianado empezaría a desmoronarse». Y, por supuesto, ni los
hombres ni las mujeres tienen ningún verdadero conocimiento del pasado,
ninguna memoria histórica anterior al advenimiento del hitlerianismo.
En Proud Man Burdekin critica Un mundo feliz de Aldous Huxley porque
da por hecho que los seres humanos serían igual aunque las condiciones
fueran totalmente diferentes. Ella no comete ese error. De hecho, las mujeres
de La noche de la esvástica se han convertido en animales ignorantes y
temerosos; su miseria es su único rasgo humano reconocible. Burdekin
también se asegura de mostrar incluso los personajes masculinos positivos
seriamente afectados por su entorno. En su libro no hay héroes ejemplares,
sino hombres que luchan para comprender, y con la ayuda del conocimiento
que adquieren, cada uno de ellos es capaz de superar, hasta cierto punto, su
condicionamiento.
El protagonista de la novela, el inglés Alfred, es una figura destinada,
como su homónimo histórico, a contribuir a la libertad de su país. Pero Alfred
no es guerrero, ni por asomo. En 1930, Burdekin había publicado una novela
pacifista, Quiet Ways, en la que censuraba precisamente la idea de que la
virilidad viene determinada por la violencia y la aptitud militar. En Proud
Man, Burdekin describe a un soldado como un «hombre asesino», y en La
noche de la esvástica continúa con el ataque al militarismo mediante la
oposición de Alfred a la ideología nazi. Alfred se da cuenta de que la
violencia, la brutalidad y la valentía nunca pueden hacer «hombres», solo
niños de por vida. Está convencido de que para ser hombre se requiere tener
alma. Por lo tanto, en La noche de la esvástica, para liberarse del
hitlerianismo no se puede recurrir a la violencia y la brutalidad, las «virtudes
heroicas y militares».
Victor Gollancz, el primer editor de La noche de la esvástica, añadió una
nota a la novela cuando se reeditó en julio de 1940 como obra selecta del Left
Book Club (fue una de las pocas obras de ficción que el Club llegó a
distribuir). Los planteamientos pacifistas que se desarrollan en La noche de la
esvástica probablemente no serían recibidos con mucha simpatía en un

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momento en que ya había empezado la guerra contra Hitler, y quizás por eso
Gollancz incluyó las siguientes palabras en sus comentarios: «Si bien el autor
no ha cambiado en lo más mínimo su opinión de que la ideología nazi es
perversa y de que debemos luchar contra los nazis por tierra, mar y aire, y en
casa también, ha cambiado de opinión sobre la capacidad del poder nazi para
hacer que el mundo sea perverso…». Este mensaje optimista, por muy
necesario que fuera en aquel momento, diluye y tergiversa la esencia de La
noche de la esvástica, porque la aportación perdurable del libro es
precisamente la trascendencia de las particularidades de la ideología nazi y la
ubicación del nazismo, y del militarismo en general, dentro del espectro más
amplio del «culto a la masculinidad». Hitler no inventó los conceptos de
desigualdad y dominación, ya sea racial o sexual. Simplemente los llevó un
lógico paso más allá, y allí es donde Burdekin empieza su crítica.
Burdekin complementa el énfasis en el «culto a la masculinidad» con el
análisis de la complicidad de las mujeres en su propia opresión. El caballero
alemán Von Hess, aunque posee el manuscrito secreto que le proporciona
cierto conocimiento del pasado, todavía cree que la inferioridad es una
cualidad inherente a las mujeres. Cuando analiza su conformismo, llega a la
conclusión de que «las mujeres no son nada más que la personificación del
deseo de complacer a los hombres». Se muestra así cómo Von Hess, a la vez
que las critica, reproduce las opiniones de Von Wied, el caballero erudito que
siglos antes había demostrado que las mujeres no eran humanas. Las ideas
atribuidas a Von Wied en La noche de la esvástica se parecen mucho a las del
ideólogo vienés prefascista Otto Weininger, quien en su libro de 1903 Sexo y
carácter elabora un catálogo sorprendente de supuestas características
femeninas. Basándose en Platón y Aristóteles, Weininger ve el principio
masculino como un organismo activo, mientras que el femenino es mera
materia pasiva, una nada que debe ser moldeada por el hombre, de aquí la
famosa «naturaleza» sumisa de la mujer. Weininger dice que la mujer es un
rechazo, un sinsentido, y por tanto, el hombre recela de ella; está poseída por
sus órganos sexuales y solo se siente realizada a través de la unión sexual con
el hombre. Y como considera que la sexualidad es inmoral, para él la mujer
impide al hombre realizarse moralmente como le corresponde. Concluye que
la fecundidad es repugnante y que la educación de la humanidad tiene que
dejar de estar en manos de las madres. Weininger contrasta las mujeres con
los hombres y los arios, a la vez que las compara con los judíos, y, a pesar de
que los judíos son lo más bajo que puede haber, escribe, con palabras que

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resuenan en el credo hitleriano de La noche de la esvástica, que «la mujer del
más alto nivel está infinitamente por debajo del hombre del nivel más bajo».
Del mismo modo que el caballero Von Hess, en La noche de la esvástica,
rechaza algunas de las teorías de Von Wied, Alfred se permite rechazar parte
de lo que Von Hess le explica. Desarrollando su propia explicación del
conformismo de las mujeres como consecuencia de la Reducción, Alfred
resuelve que su falta de desarrollo es el resultado del crimen de no valorarse a
sí mismas: creen que el sexo masculino no es solo diferente, sino que es
mejor. Así pues, aceptan los principios que les han sido impuestos por los
mismos hombres. Alfred piensa que los valores del mundo son masculinos
porque nunca ha habido mujeres, es decir, ninguna mujer que haya sido capaz
de serlo por sí misma prescindiendo de las exigencias de la masculinidad.
Alfred se da cuenta de que la sumisión de las mujeres no es atribuible a su
naturaleza, sino al hecho de que las mujeres nunca han tenido dos cosas que sí
tienen los hombres. Una es la invulnerabilidad sexual, la otra es el orgullo por
su sexo, «que hasta el chico más humilde tiene por derecho de nacimiento».
Las mujeres, concluye Alfred, necesitan redescubrir su propio «poder
interior».
Burdekin arroja más luz sobre los orígenes de la conformidad de las
mujeres con la Reducción con la analogía que desarrolla en la novela entre el
ámbito político y el personal, el público y el privado. El Imperio Nazi trata a
sus súbditos del mismo modo que los nazis tratan a las mujeres, como objetos
que se tienen que conquistar y subyugar. Al describir cómo gobierna el
Imperio, inferiorizando los pueblos vasallos en lugar de asimilarlos, Von Hess
dice: «La exclusión es una manera excelente para hacer que los hombres se
sientan inferiores». Aunque en La noche de la esvástica solo se insinúan las
causas del «culto a la masculinidad», Burdekin ya había abordado el tema
más directamente en su novela anterior, Proud Man. En esta obra, que hace
una profunda crítica a la idea convencional de género, Burdekin atribuye el
origen del patriarcado a la necesidad masculina de corregir el equilibrio
natural que otorga a las mujeres una mayor importancia biológica que a los
hombres.
Al igual que la psicóloga Karen Horney, que publicó sus primeros
ensayos sobre psicología femenina en la década de 1920, Burdekin ve que la
imposición masculina de una identidad social devaluada a las mujeres es el
resultado de un miedo ancestral y de los celos del poder procreador de las
mujeres. Esto explica la insistencia de los hombres en que las capacidades
artísticas (y otras) de las mujeres son inferiores, afirma el narrador-narradora

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de Proud Man. Pero el orgullo de los hombres es incómodo, «no se basa en
ningún hecho biológico sólido». Por lo tanto, también es necesario que los
niños reciban una buena formación en el comportamiento adecuado que
corresponde a su género, basada en provocarles ansiedad por no poder
convertirse en «hombres» de verdad sin una separación forzada de las
mujeres, en escuelas, clubes, deportes y, sobre todo, en el ejército. El encanto
de la guerra surge, escribe Burdekin, de su exclusión de las mujeres. En
Proud Man Burdekin distingue entre género y sexo (para utilizar nuestra
terminología) y concluye que tanto los hombres como las mujeres se tienen
que transformar: «Tienen que dejar de ser masculinos y femeninas y
convertirse en hombres y mujeres. La masculinidad y la feminidad son tan
solo diferencias artificiales entre hombres y mujeres. Ser hombre y ser mujer
son las verdaderas diferencias…».
El tono y el vocabulario de los argumentos de Burdekin en Proud Man
suenan extraordinariamente contemporáneos; esto quizás no es tan evidente
en La noche de la esvástica, en una lectura actual, puesto que la situación
política que muestra abiertamente pertenece a nuestro pasado. Burdekin habla
del falo como garante del poder ciudadano, pero, a diferencia de Karen
Horney, nunca le atribuye ninguna superioridad real, lo que cuenta es su
relevancia social. Esta psicología llega a su punto culminante con el escenario
de pesadilla de La noche de la esvástica, en el que el orgullo fálico se ha
convertido en el principio organizador de la sociedad. Burdekin hace
desaparecer la máscara de «virilidad» (un término peyorativo en muchos de
sus escritos), que garantiza la condición de adulto, para mostrarnos unos
hombres que nunca dejan de afirmar su masculinidad, y unas mujeres,
reducidas a animales femeninos, que siempre tienen un papel reconfortador
que contrasta con esta gloriosa masculinidad. De este modo politiza un
comentario que hace un personaje femenino frustrado en la novela de H. G.
Wells The Passionate Friends (1913). Este personaje, quejándose de la
especialización sexual impuesta a las mujeres, dice: «Las mujeres no son
humanas, son una reducción del ser humano».
La perspectiva de Burdekin se asemeja a la de la escritora estadounidense
Charlotte Perkins Gilman, que en su utopía feminista El país de ellas (1915),
hace que su narrador masculino desarrolle lentamente la convicción «de que
los tan cacareados “encantos femeninos” no son femeninos en absoluto, sino
solo un reflejo de la masculinidad, y que ellas los han desarrollado para
darnos gusto»[3]. Virginia Woolf también hace una observación similar en
Una habitación propia (1929). Con ironía amarga, Woolf escribe: «Las

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mujeres han servido durante siglos como espejos dotados del mágico y
delicioso poder de reflejar la figura del hombre duplicando su tamaño natural.
A falta de ese poder es posible que el mundo siguiera siendo pantano y jungla.
Las glorias de todas nuestras batallas serían desconocidas»[4].
A pesar de que en sus obras anteriores Burdekin ya estaba en sintonía con
los problemas de la ideología de género, el ascenso de Hitler al poder
aparentemente contribuyó a que los peligros de los conceptos convencionales
del machismo cristalizaran en su mente. Para una feminista que seguía los
acontecimientos de la Alemania nazi (y antes los de la Italia de Mussolini), la
lógica de la ideología de género fascista tenía que ser evidente. Las
declaraciones nazis sobre las mujeres eran suficientemente claras. En 1932,
un año antes de que los nazis acabaran con todas las organizaciones del
movimiento femenino, el Reichskomitee de Mujeres Trabajadoras hizo un
llamamiento a las mujeres alemanas de la clase trabajadora. Se publicó en Die
Rote Fahne («La bandera roja»), un periódico comunista alemán, para
denunciar la brutalidad nazi y pedir a las mujeres que participaran en acciones
antifascistas, diciéndoles: «Los nazis pretenden que el aborto sea castigado
con la pena de muerte. Quieren convertiros en máquinas sumisas de
producción de nacimientos. Seréis sirvientas y criadas al servicio de los
hombres. Vuestra dignidad humana será pisoteada»[5]. Winifred Holtby, en su
libro de 1934 Women and a Changing Civilization, también advertía a sus
lectores sobre el ataque a la razón implícito en el desarrollo del fascismo,
tanto en Alemania como Inglaterra. Concluía que «Los enemigos de la razón
son inevitablemente contrarios a la “igualdad de derechos”».
Originalmente, Hitler expuso su visión sobre el rol que les corresponde a
las mujeres en Mein Kampf (Mi lucha) (1925): estaban encargadas de
reproducir la raza. En su discurso del 8 de septiembre de 1934 ante las
mujeres nacionalsocialistas, Hitler desarrolló esta idea a partir del argumento
de que la división «natural» del trabajo entre hombres y mujeres era el
complemento que armonizaba el mundo superior (masculino) y el mundo
inferior (femenino). «El programa de nuestro movimiento de mujeres
nacionalsocialistas contiene solo un punto, y es este: la descendencia». Según
Hitler, la vida política era «indigna» de las mujeres y, por lo tanto, la política
nazi las excluyó[6]. De todos modos, a diferencia del escenario dibujado por
Burdekin en La noche de la esvástica, la política nazi fomentó la salud y el
bienestar de las mujeres que eran racialmente convenientes. La promoción de
la maternidad se concretó en una serie de leyes que estipulaban prestaciones y
atenciones a la maternidad, así como incentivos para contraer matrimonio

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para aquellas personas que pudieran engendrar descendencia que fuera
«genéticamente valiosa» para la nación[7].
Burdekin se propuso unir los diversos elementos de la política nazi en un
único todo ideológico. Vio que la exaltación masculina de las mujeres como
madres solo distaba un pequeño paso para que estas fueran degradadas a
simples animales reproductores. En ambos extremos las mujeres se ven
reducidas a una función biológica a partir de la cual se construye toda una
identidad social. Y conectó esta reducción con los comportamientos
habituales en la sociedad patriarcal. Joseph Goebbels, ministro de propaganda
nazi, había articulado la ideología de género de la Alemania nazi en su
discurso del 11 de febrero de 1934: «El movimiento nacionalsocialista es, por
su naturaleza, un movimiento masculino […] Si bien el hombre debe diseñar
las grandes líneas y formas de la vida, la tarea de las mujeres, motivadas por
su entusiasmo y su riqueza interior, es la de llenar de color estas líneas y
formas»[8].
Un año después de la publicación de La noche de la esvástica, Virginia
Woolf, en Tres guineas (1938), también conectó la tiranía de los estados
fascistas con la tiranía de la sociedad patriarcal. Estudios recientes sobre el
fascismo han corroborado aún más esta conexión. Maria Antonietta
Macciocchi, por ejemplo, en un artículo sobre la sexualidad femenina en la
ideología fascista sostiene que no se puede hablar de fascismo sin hablar al
mismo tiempo de patriarcado. Su análisis sitúa la originalidad del fascismo
«no en una capacidad para generar una nueva ideología, sino en su
transformación y recombinación coyunturales de lo que ya existe»[9].
Otro aspecto de La noche de la esvástica de interés para el lector
contemporáneo es su parecido con 1984 de George Orwell. No hay ninguna
evidencia directa de que Orwell conociera La noche de la esvástica, publicada
doce años antes que su novela; solo las similitudes internas sugieren que
Orwell, que solía tomar ideas prestadas, también lo hizo con Burdekin. Pero
da la casualidad de que Victor Gollancz, el editor de La noche de la esvástica,
también fue el primer editor de Orwell, y El camino a Wigan Pier de Orwell
fue obra selecta del Left Book Club en 1937, igual que La noche de la
esvástica lo fue en 1940.
Tanto 1984 como La noche de la esvástica representan regímenes
totalitarios en los que el pensamiento individual ha sido prácticamente
eliminado y, con el fin de eliminarlo totalmente, toda la información sobre el
pasado, incluso la memoria misma, ha sido destruida, mucho más
exhaustivamente en la novela de Burdekin que en la de Orwell. En ambos

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libros el mundo está dividido en imperios que están permanentemente en
conflicto de manera estática. Las jerarquías sociales son similares en los dos
casos, y los grupos más despreciados (los proles y las mujeres,
respectivamente) son considerados como animales repulsivos. Solo los grupos
situados en los extremos de la jerarquía están, hasta cierto punto, libres de la
dominación. En La noche de la esvástica, ni los caballeros ni los cristianos
están sometidos a la vigilancia constante; los caballeros por la importancia de
su posición, y los cristianos porque son intocables. De manera parecida, en
1984 los miembros del Partido Interior pueden apagar sus telepantallas y los
proles, por otro lado, no están obligados a tenerlas instaladas, puesto que
simplemente son seres insignificantes. Y, de acuerdo con el concepto mismo
de jerarquía, las clases superiores de ambas sociedades tienen unos privilegios
materiales que son negados a las demás.
Además, en cada novela hay un protagonista rebelde al que se le acerca un
hombre con una posición de poder (O’Brien, el miembro del Partido Interior;
Von Hess, el caballero). Este hombre poderoso se convierte en el mediador a
través del que inicialmente se canaliza la tendencia del protagonista a
rebelarse y, en los dos casos, entrega al protagonista un libro secreto, y por lo
tanto, conocimiento. También, en las dos novelas aparece una fotografía que
proporciona una prueba clave sobre el pasado. Tanto Winston Smith como
Alfred intentan aleccionar sobre el pasado a otro personaje leyendo el libro
secreto (a una amante y a un amigo, Julia y Hermann, respectivamente), pero
los dos encuentran resistencia o indiferencia. En ambos casos ocurre un
detalle curioso: Julia y Hermann duermen mientras se lee el libro en voz alta,
una muestra de su falta tanto de interés como de desarrollo intelectual.
Igual que en La noche de la esvástica, en 1984 la oposición secreta se
llama Hermandad. A pesar de la inclinación apolítica de Hermann y Julia, los
dos se sienten atraídos por la rebeldía del protagonista, que los acabará
destruyendo. En las dos novelas también hay enemigos oficiales que se tienen
que odiar: Goldstein en 1984 y los cuatro archidemonios, enemigos de Hitler,
en La noche de la esvástica; contrariamente, los míticos líderes eternos, el
Gran Hermano y Hitler, se tienen que adorar. Finalmente, como si se tratara
de una puesta en escena de las teorías de Wilhelm Reich, en ambas novelas se
produce una distorsión de la sexualidad: en 1984 con la prohibición del sexo
por placer, en La noche de la esvástica con la degradación y la Reducción de
las Mujeres que han convertido el amor y la atracción sexual en prerrogativas
de los hombres. Y en ambas novelas se fomenta el sexo por el bien de la
procreación, pero solo entre determinadas personas.

Página 211
Orwell puso nombre a fenómenos que también aparecen en La noche de
la esvástica; es probablemente en estos nombres donde se encuentra la
principal contribución de 1984 a la cultura moderna. «Neolengua» es el
término de Orwell para la reducción del lenguaje que se ha diseñado para
inhibir el pensamiento. En La noche de la esvástica también se han perdido
conceptos y palabras. «Matrimonio» y «socialismo» son dos de estos
conceptos, como también lo es la idea de que las mujeres son seres humanos
orgullosos y valiosos. «Doblepensar» es el término de Orwell para la
capacidad de mantener pensamientos contradictorios simultáneamente sin
experimentar ninguna contradicción y, por extensión, se refiere a la capacidad
de censurar los propios pensamientos y recuerdos, como hacen las mujeres en
La noche de la esvástica cuando niegan la evidencia de sus propias
sensaciones en favor de la ideología oficial que han absorbido.
Pero Orwell no puede proporcionar ni proporciona ningún nombre para el
factor clave que explicaría la obsesión del partido por la dominación, el poder
y la violencia, elementos de la ideología de género que Burdekin etiqueta
como «culto a la masculinidad». Gracias a su habilidad para poner nombre a
este fenómeno y analizar su funcionamiento en el mundo, Burdekin da a su
representación de un régimen totalitario una dimensión crítica totalmente
ausente en la novela de Orwell. Tanto La noche de la esvástica como 1984
tratan principalmente sobre los hombres y su comportamiento. Burdekin
aborda el tema explícitamente poniendo en evidencia el culto a la
masculinidad. Orwell, en cambio, al tomar la figura masculina como modelo
para la especie humana parece que esté representando características innatas
en todos los seres humanos. Así, la desesperación que se siente al final de la
novela de Orwell y la esperanza que todavía existe al final de la de Burdekin
son el resultado del grado de concienciación que cada escritor tiene en cuanto
a los roles de género y a la política autoritaria como modelos sociales[10]. A lo
largo de todas sus obras, Orwell siempre rehúye cuestionar una ideología de
género que acepta completamente. Así pues, las ansias de poder solo las
atribuye, en vano, a la misma «naturaleza humana». Burdekin, por el
contrario, es capaz de ver la obsesión por el poder en el contexto de una
polarización del género que puede degenerar en un mundo como el de La
noche de la esvástica, con su masculinidad hipertrofiada por un lado y su
Reducción de las Mujeres por el otro. A través de la relación entre estos dos
extremos, así como de su continuidad en los estereotipos de género de la
sociedad «civilizada» tradicional, Burdekin hace una crítica rotunda sobre los
peligros de la supremacía masculina.

Página 212
Para más información sobre Katharine Burdekin, ver el epílogo de Daphne
Patai de The End of This Day’s Business (Nueva York: The Feminist Press,
1989) y sus prólogo y epílogo de Proud Man (Nueva York: The Feminist
Press, 1993).

Página 213
Notas

Página 214
[1]Nota del editor digital: En este diálogo no coincide la alternancia entre
Alfred y Von Hess debido a que falta la traducción de un párrafo de la edición
original (traducción del editor digital):
“And there is another thing. Has a democracy ever started in a community, a nation,
where the men all really considered themselves equal, no one fundamentally and
unalterably superior to any other?”
—Y hay otra cosa. ¿Ha comenzado alguna vez una democracia en una comunidad,
en alguna nación, donde todos los hombres realmente se consideraran iguales, sin
que hubiera nadie intrínseca y rotundamente superior a otro?

<<

Página 215
[1]Véase el importante artículo de Andy Croft, «Worlds Without End Foisted
Upon the Future: Some Antecedents of Nineteen Eighty-Four», en
Christopher Norris (ed.), Inside the Myth: Orwell, Views from the Left
(Londres: Lawrence and Wishart, 1984), pp. 183-216. Croft considera que La
noche de la esvástica «es sin duda la más sofisticada y original de las muchas
distopías antifascistas de finales de los años treinta y cuarenta». <<

Página 216
[2]Deborah Kutenplon, «The Connections: Militarism, Sex Roles and
Christianity in The Rebel Passion and Swastika Night» (artículo inédito,
1984). <<

Página 217
[3]
Nota del traductor: Herland, traducción de Helena Valentí, El país de ellas
(Barcelona: LaSal, 1987), p. 134. <<

Página 218
[4]
Nota del traductor: A Room of One’s Own, traducción de Catalina
Martínez Muñoz, Una habitación propia (Madrid: Alianza, 2012), p. 50. <<

Página 219
[5]
Susan Groag Bell y Karen M. Offen, Women, the Family, and Freedom:
The Debate in Documents, vol. II, 1880-1950 (Stanford, California: Stanford
University Press, 1983), p. 383. <<

Página 220
[6]
Susan Groag Bell y Karen M. Offen, Women, the Family, and Freedom:
The Debate in Documents, vol. II, 1880-1950 (Stanford, California: Stanford
University Press, 1983), pp. 377-378. <<

Página 221
[7]
Jill Stephenson, Women in Nazi Society (Londres: Croom Helm, 1975), pp.
41 y sigs. <<

Página 222
[8]Citado en Clifford Kirkpatrick, Germany: Its Women and Family Life
(Indianapolis: Bobbs-Merrill, 1938), p. 116. <<

Página 223
[9]
Jane Caplan, «Introduction to Female Sexuality in Fascist Ideology»,
Feminist Review, n.º 1, p. 62. <<

Página 224
[10] Para un debate más detallado sobre La noche de la esvástica y 1984,
véase mi artículo «Orwell’s Despair, Burdekin’s Hope: Gender and Power in
Dystopia», en Women's Studies International Forum, vol. 7, n.º 2, pp. 85-95,
en el que aparecieron originalmente algunos de los comentarios de esta
introducción; y también mi Orwell Mystique: A Study of Male Ideology
(Amherst: The University of Massachusetts Press, 1984), pp. 253-263. <<

Página 225

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