FASCE, María

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MARÍA FASCE (Buenos Aires, 1969) es una escritora (novelista y narradora), traductora (de Proust y Pa-

trick Modiano, entre otros) y editora argentina de larga trayectoria, que reside en España desde 2002 y
ha recibido, entre otros: el Premio Fondo Nacional de las Artes de Argentina (1999) por el libro de rela-
tos La felicidad de las mujeres, el Premio del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires (2012) de novela por
Dos extraños, en el 2015 el Premio Iberoamericano de Relatos "Cortes de Cádiz" y el Premio del Go-
bierno de la Ciudad de Buenos Aires por su libro de relatos Un hombre bueno, y el Premio Café Gijón
(2024) por El final del bosque. Está traducida al francés, inglés, ruso, holandés, portugués y alemán.
Licenciada en Letras por la USAL (Universidad del Salvador) de Buenos Aires y la Universidad de Saboya
(Francia), ha sido editora de Emecé Editores (1995-1996), de Planeta (1996-1998), Edhasa (2004-2005) o
Alfaguara (2008-2013), y es desde 2020 directora literaria de Alfaguara, Lumen y Reservoir Books (grupo
editorial Penguin Random House): en su actividad de editora destacan obras de autores contemporáneos
como, entre otros, Lucia Berlin, John Banville, Joyce Carol Oates, Joël Dicker, Tony Judt, Pierre Lemaitre o
Rodrigo Rey Rosa.
Como escritora, su poética bebe de Hemingway, F. Scott Fitzgerald, John Cheever, Lorrie Moore y Siri
Hustvedt, habiendo dicho la crítica de su estilo: "es una excelente observadora de detalles mínimos y
tiene una sensibilidad especial para los cambios de estado de ánimo sutiles, contando como pocos las
confusiones sentimentales o los desórdenes amorosos”; y ello viene servido "con un lenguaje fresco y
coloquial trufado de cierto humor esquinado, un poco ácido, con el resultado de que, aunque cuente las
situaciones más conflictivas, desentraña sus historias dejando -como en los mejores relatos de Beckett o
en las hirientes miniaturas de Grace Paley- una bomba que estalla después de terminada la lectura".
Algunos de sus primeras textos narrativos habían aparecido en la revista universitaria Gramma, de la
USAL, pero su primer libro publicado fue uno de entrevistas a Abelardo Castillo (Emecé Editores, 1998),
El oficio de mentir, donde la autora y el entrevistado reflejan su visión sobre los escritores argentinos Jor-
ge Luis Borges, Roberto Arlt, Julio Cortázar y Leopoldo Marechal. A partir de ese momento Fasce alterna-
ría el cuento con la novela.
En La felicidad de las mujeres (2000), que había obtenido el año anterior el Premio del Fondo Nacional de
las Artes de Argentina, compiló doce relatos donde aparecen elementos que serán recurrentes en su
obra, como la sexualidad femenina, las relaciones materno-filiales y las de pareja. El libro incluye el rela-
to La señorita Julia, que había sido finalista en 1998 del Premio Ana María Matute.
En su primera novela, La verdad según Virginia (Planeta, 2004), narra la historia de Virginia, una editora
residente en Buenos Aires junto a su esposo e hijo, que en 2001 recibe en su casa a un antiguo amor: en
la historia se conjugan el deseo, los secretos matrimoniales, la infidelidad, y la incomodidad del regreso
emocional al pasado.
En su por ahora única obra de teatro, El mar (2006), que se representó en Buenos Aires y en Barcelona,
Fasce rescató a la protagonista de su relato del mismo título incluído en su libro La felicidad de las muje-
res, quien al volverse ciega recupera el amor del hombre que iba a dejarla. Los personajes a la vez
contradictorios y cercanos, buscan una felicidad que cambia de condición a cada paso, como el mar.
Siguió otro libro de cuentos: A nadie le gusta la soledad (Emecé Editores, 2007), que contiene doce rela-
tos cortos, incluyendo Diario de una madre, de marcado carácter autobiográfico. Sobre esta obra, la críti-
ca volvió a incidir en que "la autora demuestra una vez más que es una gran observadora y traductora de
los estados de ánimo de sus personajes, a los que examina a fondo con una feroz ironía, pero sin perder
la delicadeza.., a través de una serie de variaciones e improvisaciones, en analogía con la música de jazz,
sobre temas que se multiplican y se deforman sin fin: felicidad, soledad, tristeza, olvido”.
En La naturaleza del amor (Emecé Editores, 2008), la autora regresa a la novela para narrar la historia de
Ana, una joven editora que abandona Buenos Aires rumbo a Europa empujada por la crisis económica de
2001 y por la de un amor que no tomó forma, asentándose en Barcelona. La crítica ha señalado la reso -
nancia en la obra del llamado en anglosajón género chick de literatura romántica de salón: "Las heroínas
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de Fasce son mujeres muy mundanas, inteligentes y ciclotímicas, cuyo objetivo principal pareciera con-
sistir en la búsqueda de príncipes azules con pies de barro: hombres construidos con las coordenadas de
una versión dark de la revista Cosmopolitan".
Dos extraños (2012) recibió el Premio del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y quedó finalista en el
Premio Nadal. Su siguiente obra, La mujer de Isla Negra (Alianza Edit. 2015) es una novela de amor car-
gada de sensualidad y tensión, basada en hechos y personajes reales: Fasce muestra a Pablo Neruda y su
entorno entre 1953 y 1961, en la localidad chilena del título, donde se encuentra una de las tres casas
que el poeta tenía en su país. De esta obra la crítica ha señalado: "Acierta la escritora al reconstruir la
historia desde la mirada de Elisa, que llega con su madre a la famosa casa donde residía Neruda. En los
primeros capítulos, acaso los de mayor voltaje, asistimos al despertar de la pubertad de Elisa entrevera -
da por el conocimiento paulatino del universal poeta"; "con una escritura sobria pero cargada de sensua -
lidad, la autora traduce subjetivamente y con acierto las impresiones sensoriales y las particularidades
anímicas de la joven Elisa”..
Tras esas novelas, María Fasce regresa a los libros de relatos con Un hombre bueno (Edit. Algaida, 2016),
que fue galardonada con el XII Premio Iberoamericano de Relatos "Cortes de Cádiz" y el Premio del Go-
bierno de la Ciudad de Buenos Aires: el libro consta de 14 relatos breves vinculados a temáticas tan ex-
ploradas ya por la autora como el amor, el deseo y la soledad.
En 2023 publica Las vidas de Elena (Edhasa), una novela que narra una historia de amor a través de la
que se explora el poder reparador del arte y el deseo. En la obra, que había sido finalista del Premio Café
Gijón en 2021, la autora "quería explorar la evolución de alguien a quien le pasa algo terrible y debe vol -
ver a meterse en la vida". En 2024 recibe con El final del bosque el Premio Café Gijón y, en palabras de la
autora, se trata de "una novela intimista y con un punto de novela negra".

RELATOS: Julia en Saint-Nazaire (p.2) y Un hombre bueno (p.13).

JULIA EN SAINT–NAZAIRE (de A nadie le gusta la soledad; Emecé ed., 2007)

Cuando bajamos del tren el aire no era frío como en París. Jean Renaud y Catherine Demolis, la
coordinadora de la Maison, se acercaron a darnos la mano. Llevábamos dos valijas, una llena de
mis libros y mi ropa, y otra en la que yo mismo había puesto las cosas de Julia, seguro de que
dejaba fuera todo lo que realmente iba a necesitar. “Te llevo poca ropa para que te comprés lo
que quieras en Saint-Nazaire”, le dije. Era un intento más para animarla. Íbamos a una pequeña
ciudad portuaria de la Bretaña, conocida por sus crêpes, su industria naval y sus eventos litera-
rios, no precisamente por la moda.
Renaud cargó la valija de Julia y yo la mía hasta el taxi que nos condujo al Building. En el déci -
mo piso estaba el departamento destinado a albergar por dos meses al escritor de turno que había
becado la Maison.
-Podemos cenar juntos en una media hora, después de que se instalen –dijo Renaud-. O bien to -
mamos un trago y les mostramos dónde hacer las compras. Hay un supermercado muy cerca.
Julia me miró: todavía no eran las seis de la tarde.
-Deciden tranquilos y de todos modos nos vemos en media hora, en el bar que está justo en la
esquina.
Los acompañé hasta el ascensor y oí desde el palier a Julia, que abría la puerta del balcón. Había
olvidado poner la silla para que no se cerrara, como nos había recomendado Catherine. Tendría
que recordárselo con un cartel pegado en el vidrio, podía quedarse afuera y congelarse si yo no
estaba.
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“Mira”. Leía sus labios del otro lado del vidrio. Tenía los ojos brillantes como cuando nos cono-
cimos. Me asomé y la abracé para que no tuviera frío mientras me mostraba el mar, el faro, el
puente levadizo.
Entró y miró el reloj de la sala, faltaban quince minutos. Revolvió adentro de la valija y se en-
frentó al espejo con un par de pulóveres y de blusas. Mientras decidía, recorrí otra vez la casa.
Un vestíbulo, una sala grande con sofá y televisor, una cocina y un lavadero. Detrás de una puerta
con vidrio esmerilado, un baño con bidet y bañadera, y otro pequeño, en el que sólo había un ino-
doro. La ventaja de este curioso sistema típicamente francés era que uno podía afeitarse, o maqui-
llarse –como Julia en ese momento- mientras el otro orinaba. Junto al baño estaba la habitación
con cama doble a la que habíamos llevado nuestras valijas, y, del otro lado del corredor, una con
dos camas pequeñas y otra que servía de estudio, con un gran escritorio, computadora y bibliote-
ca. Desde la ventana, como desde todas las ventanas del departamento, se veía el estuario del
Loire. Apoyé la frente contra el vidrio y oí abajo los pasos y el ruido de las ruedas sobre el asfal-
to, los graznidos de las gaviotas.
Había enviado mi solicitud tres años atrás desde Buenos Aires: una botella arrojada al mar cuan-
do sentí que mi vida había naufragado. Desde entonces no había vuelto a escribir poesía. Conocí
a Julia en un viaje a España y me mudé a su casa de Barcelona. Conseguí el trabajo en la editorial
y “los acontecimientos se precipitaron”, como decían las novelas que tenía que editar. Ahora me
parecía insólito que me dieran una casa y dinero por sentarme a escribir lo que se me ocurriera.
“En un par de días van a decirme qué es lo que esperan que haga”, pensé.
En todos los lugares donde querría vivir o pasar una temporada me gusta el agua de la canilla.
Abrí la de la cocina y me serví un vaso. Olí y degusté el agua como un enólogo. Era buena.
-¿Vamos, Julia?
Agarré las llaves que había dejado sobre el mantel de hule. Entonces lo vi. Un chupete rosa, en la
repisa, junto a un frasquito de escarbadientes. Tanteé la superficie pegajosa de la fórmica. Alcan-
cé a esconderlo en el puño justo cuando Julia se apoyó en el umbral.
-Ya deben estar en el bar.
Tenía los labios rojos y ese perfume a melón que me producía ligeras náuseas.
Tiré el chupete en la basura y lo cubrí con el Le Monde que había comprado en la estación de
Montparnasse.
El dueño del bar, un corpulento pelirrojo de bigotes, vestido de negro, me estrechó la mano y le
dio cuatro besos a Julia, dos en cada lado de la cara. Al parecer, ésa era la costumbre en Saint-
Nazaire. Trajo cuatro copas, una botella de vino blanco y unas aceitunas.
Yo tenía que traducir los diálogos para Julia. Naturalmente me salteaba algunos. Ella asentía,
ajena a mis palabras, como si entendiera todo pero le divirtiera usarme de intérprete. Se había
quitado el chal, el tapado y el saco, y por un segundo sorprendí a Renaud mirándole el lunar en el
escote. Ella se acomodó la blusa y supe que también se había dado cuenta. Hacía mucho tiempo
que no le veía un gesto femenino como ése y me pareció una buena señal. Si hubiera sabido que
un viaje al extranjero podía ser terapéutico, no habría esperado cuatro meses para pedir la exce -
dencia en la editorial.
El anuncio de la beca había llegado en el momento justo, como casi todas las cosas que uno no
recuerda que necesita. Julia se había hundido y nadie conseguía sacarla a flote. Yo estaba harto
de Barcelona y de mi trabajo. El 1 de enero entraba en vigor la ley que prohibía fumar en las ofi-
cinas y los bares, y no me sentía capaz de nada, mucho menos de dejar el cigarrillo.
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Renaud volvió a llenar las copas y Julia agradeció con una sonrisa. Debía encontrarlo parecido a
Gerard Depardieu. Hubiera pensado lo mismo de cualquier francés alto y más o menos atractivo.
-Si tiene algún problema con la computadora o lo que sea, avíseme por favor – estaba diciéndome
Catherine.
Tardé unos segundos en traducirme a mí mismo sus palabras. Asentí.
-Creo que la impresora no anda –siguió-. El escritor anterior…
-¿De dónde era?
-Ucraniano. También era poeta. Guardaba sus poemas en un diskette y venía a imprimirlos en la
oficina.
La oficina funcionaba del otro lado del edificio. La puerta se abría con las mismas llaves de nues-
tro departamento. Entramos para que nos dieran un plano de la ciudad y algunas publicaciones de
la Maison.
Julia trastabilló al bajar las escaleras, un poco por el vino y otro poco por los tacos de las botas.
Alcancé a sostenerla antes que Renaud.
En la puerta pensé en avisarle, pero preferí ver las caras de Catherine y de Renaud cuando les
estampó cuatro besos a cada uno.
Esa noche hicimos el amor con el mismo cuidado con que se retiran las vendas de una herida, con
el mismo alivio con que se descubre que ya ha cicatrizado.
-¿Todavía duele?
-Un poco.
Le besé los párpados y la abracé. Le acaricié la espalda hasta que su respiración se hizo lenta y
acompasada, y empezaron esos pequeños ronquidos suyos.
Salí al balcón y miré el mar, los barcos y el faro en la oscuridad, las luces que quedaban encendi -
das en el Petit Marroc, la isla del otro lado del puente. Prendí el último cigarrillo y saboreé el
humo como había saboreado más temprano el agua.
Volví a la cama y besé la nuca tibia de Julia. Se dio vuelta y me cubrió con su cuerpo. Frotó sus
muslos contra mis piernas, hasta que ya no tuve frío sino ganas de hacerle otra vez el amor. El
puente crujió varias veces al levantarse para dar paso a los barcos. Después me quedé dormido.
En la alacena de la cocina había una lata de galletas de manteca –otra especialidad bretona- y
leche en polvo. En el segundo estante, detrás de las tazas y la tetera, encontré la mamadera sin
tapa. La envolví en una bolsa negra que había en el lavadero y la tiré a la basura. En el cuarto,
Julia intentaba levantar la persiana. Finalmente descubrió el mecanismo y vino a la cocina atraída
por el olor del café.
-¿Y eso?
Estaba envuelta en una bata de toalla blanca con dos jotas bordadas en el bolsillo delantero.
-Acabo de encontrarla en el placard [armario ropero] de la habitación.
Dio unos pasos alrededor de la mesa, abriéndose y cerrándose la bata, como en un desfile de mo-
das. Sacó dos galletitas del paquete y lo cerró.
-A este paso, voy a ponerme como una ballena.

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-Sobre la tele está el dinero de la beca para la primera semana y el plano de la ciudad. Catherine
dijo que es fácil ubicarse. Para ir al centro hay que seguir derecho por la avenida Charles de Gau-
lle, que es la del bar, en dirección contraria al puerto. A la izquierda está la playa.
-¿Tú no vienes?
Parecía contenta. Desde hacía varios meses me negaba a contradecirla en nada, pero ahora su
pregunta no era un reclamo, sino una constatación. “Aquí va a curarse”, pensé.
-Más tarde paseamos juntos. Me gustaría trabajar un poco.
Le acaricié el pelo y la dejé frente a su taza de café. Me encerré en el estudio y prendí la compu -
tadora. El teclado francés era completamente distinto al español, todas las letras, los acentos y los
signos estaban en otro sitio. Debía ser la pesadilla de un narrador, pero para un poeta era un buen
ejercicio. Si el verso resistía al trabajo de descifrado del teclado, valía la pena guardarlo.
En la ventana, las gaviotas planeaban desorientadas como el cursor en la pantalla. Una hora más
tarde, oí cerrarse la puerta.
Me hice otro café y hojeé la pequeña guía de la ciudad que nos habían dejado en la biblioteca.
Había sitios interesantes para visitar: el astillero en el que se construyó el Queen Mary II –junto a
los ascensores del Building, una ilustración a escala mostraba al trasatlántico, tres veces más
grande que nuestro edificio-, el submarino Espadon, una exposición de marionetas en la mediate-
ca y un jardín botánico, el resto era publicidad gastronómica. La verdad, prefería recorrer el de -
partamento buscando las huellas de los escritores anteriores.
En el armario en el que Julia había encontrado la bata, había un par de pantuflas de corderoy azul.
Me las probé y me las dejé puestas. Quizás iban con la bata que se había quedado Julia, no cono -
cía a ningún escritor con las inciales J.J. En el botiquín del baño sólo habían dejado un cepillo de
uñas, debajo del módulo central donde había guardado mi afeitadora, el secador de pelo y el por-
tacosméticos plateado de Julia.
Por el departamento habían pasado muchos escritores, pero identificar el legado de cada uno era
como buscar los huesos de alguien en una fosa común. ¿Qué habían dejado Piglia, Aira, Alan
Pauls, Rodrigo Rey Rosa, todos esos personajes de extrañas costumbres? Después de muerto Kie-
rkegaard, por ejemplo, encontraron en un armario de su casa centenares de tazas de todo tipo y
tamaño. Nunca tomaría café en la misma taza, o quizá simplemente las coleccionaba. Volví a la
cocina. Ya no estaban ni la mamadera ni el chupete, pero había otras huellas. El escritor anterior
y su mujer –o la escritora y su marido, no sé por qué me resistía a imaginarme a una escritora en
ese departamento-, tenían manías alimenticias: en la estantería sobre la cocina había tres tipos
distintos de aceite y de azúcar, y varios frascos de miel, uno importado de Argentina. En el arma -
rio junto a la puerta, cuatro tipos de cuscús y dos tipos de arroz.
Noté el efecto narcótico de la calefacción al entrar en el otro cuarto, el que no usábamos. El ra-
diador estaba estropeado, o tal vez sólo apagado. Levanté el edredón amarillo como si estuviera
jugando a las escondidas y fuera a encontrar a alguien. No me habría sobresaltado más si hubiera
encontrado a un niño: las sábanas tenían un estampado de osos, globos y caramelos de colores.
También las sábanas de la otra cama. Las saqué de un tirón y volví a poner los edredones.
No me atrevía a tirar las sábanas, como había hecho con el chupete y la mamadera. Me senté y las
doblé. Ya se me ocurriría algo antes de que volviera Julia. De pronto tuve un mal presentimiento
y abrí el armario. Pero sólo había toallas descoloridas, sábanas blancas, sin dibujos, y perchas de
alambre. Me sentía un asesino tratando de borrar las huellas de un crimen.
-¿La llave no funcionaba? –me preguntó Catherine después de abrirme la puerta.

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-Ah –sólo atiné a decir.
Había olvidado que tenía que usar las mismas llaves del departamento. Debía verme ridículo con
las sábanas bajo el brazo.
-¿Un café? –sonrió.
Acepté y dejé las sábanas en un extremo de la mesa llena de papeles y ejemplares de la revista de
la Maison. Las paredes estaban cubiertas de bibliotecas. Saqué un par de volúmenes de autores
que no conocía y volví a ponerlos en su lugar.
Catherine apoyó la bandeja junto a las sábanas.
-¿Podría dejarlas aquí? –dije.
Asintió y no preguntó nada. El café áspero, caliente y sin azúcar corrió como un bálsamo por mi
cuerpo.
Catherine todavía bebía el suyo. El líquido pasaba como una pequeña bolita por su garganta. Era
extraño que me hubiera parecido gorda en la estación. Las mujeres no deberían usar abrigos ni
camperas infladas, ni siquiera en el Polo.
-¿Puedo fumar?
-Claro. Voy por un cenicero.
La seguí con los ojos a lo largo del pasillo y vi algo asombroso: una trenza que le llegaba hasta
las caderas. Había estado allí todo ese tiempo, quieta y dócil como una serpiente domesticada.
Julia se probaba un pulóver gris de escote en uve. Me tiré en la cama y hurgué en las bolsas que
tenían nombres como “La fée”, “Cloche” y “Reverie”. Otro pulóver –de angora, negro y de cuello
tortuga-, una pollera negra, un pack con cinco pares de medias de lana, dos pares de medias de
seda. Junto a la cama había una caja con forma de corazón y adentro, envueltos en papel rojo, un
corpiño y una bikini de encaje negro con vivos rojos, y un portaligas haciendo juego.
-Mejor probate esto –dije señalando el corazón de metal.
Me recosté con la almohada detrás de la nuca, como cuando había subido al avión en Barcelona.
Como si fuera a emprender un viaje.
Tampoco por la tarde pude escribir nada. A medida que pasaban los días me sentía cada vez más
un impostor. ¿Y si no se me ocurría nada? No había vuelto a escribir poesía porque había enten-
dido que se trataba de una empresa imposible. No había tantas palabras, y había que encontrar
aquellas que encajaran perfectamente las unas con las otras para que los versos tocaran el cuerpo
y el alma como el viento que soplaba junto al mar. Lo increíble era que hubiera tantas personas
que se declararan poetas, yo mismo unos años antes. Hacer poesía era un delicado proceso quími-
co. Algo muy parecido al amor, por otra parte. A primera vista parecía muy fácil: había tantos
hombres y mujeres sobre la faz de la tierra que, necesariamente, cada uno debería congeniar con
algún otro o incluso con muchos. Pero estaban las variables, el lugar y el momento y la circuns -
tancia. Lo mismo pasaba con las palabras. Y así, el mundo estaba lleno de parejas mal avenidas y
de versos malos. Claro que mis anfitriones no sancionarían a un falso poeta. En el peor de los
casos, podría presentarles un mismo verso repetido varias veces, o poner en funcionamiento la
técnica y pergeñar haikus o sonetos mediocres.
Me miré la cara en el espejo del botiquín. Hacía varios días que no me afeitaba. Rescaté la afeita -
dora detrás de varios potes de crema de belleza que Julia habría comprado también esa mañana.
Tenían las indicaciones escritas en francés, español, inglés y alemán, de modo que no habría teni-
do problemas en encontrar lo que buscaba. Ya se había gastado por lo menos el doble de la suma
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que me entregaban por semana. Pero el tratamiento en Barcelona salía aún más caro, y no había
dado resultado. “¡Viva Francia!”, me dije, hasta una pequeña ciudad como ésa podía ofrecer ex-
quisiteces para el cuerpo y el paladar.
Llevábamos cuatro días en Saint-Nazaire y todavía no habíamos probado los croissants. Sentí un
irreprimible deseo de tomar el café con croissants. Escribí una nota rápida y la dejé sobre la al-
mohada para que Julia la viera al despertarse. Mi mujer había recuperado el sueño y parte de la
alegría y la belleza originales. Todo lo que necesitaba era un lugar donde poder dormir sin miedo
a las pesadillas, y lo habíamos encontrado.
Le di un beso en la frente. La crema había desaparecido bajo su piel sin dejar rastros y sólo se
apreciaban sus efectos benéficos. Siempre pensé que hay dos tipos de mujeres: las que usan cre-
mas y las que no. Una vez transpuesto el umbral ya no hay retorno. Era otro de mis pensamientos
injustos hacia las mujeres, originado probablemente en un trauma infantil. Recordé el horror con
que veía salir del baño a mi madre cada noche, transfigurada por la crema desmaquillante que
oscurecía y adelgazaba sus cejas y le dejaba en la cara una capa oleosa, y con qué alivio la miraba
cuando venía a despertarme por las mañanas, con la piel seca y los rasgos nuevamente reconoci-
bles.
Crucé la calle a la altura del afiche de Tintín, y tuve que caminar varias cuadras con el viento de
frente, a lo largo de la avenida Charles de Gaulle. El frío me quemaba la cara, y los dedos de los
pies se me crispaban como garras.
La boulangerie me abrazó como una gorda suculenta y voluptuosa, con su irresistible olor a pan y
brioches recién horneados. Compré cuatro croissants, una baguette, dos quiches lorraine, y antes
de salir volví por una magdalena envuelta en celofán que acababa de ver en la cesta de mimbre de
la entrada.
Me olvidé del frío. Era perfectamente verosímil que Proust hubiera escrito En busca del tiempo
perdido inspirado en esa pequeña maravilla que se deshacía en mi boca como la nieve que estaba
por caer de un momento a otro. Pensé en Julia y en todas las cosas que Saint-Nazaire me ofrecía
para regalarle: magdalenas y croissants, la nieve, las crêpes y los quesos, el vino, el faro, los
grandes barcos, la playa helada. Apuré el paso para llegar antes de que se levantara. En el último
estante de la cocina había también una bandeja de madera. Hacía mucho, desde antes de que fué-
ramos al hospital, que no le llevaba el desayuno a la cama.
La encontré sentada en el vestíbulo. No sé dónde había encontrado la muñeca. La acunaba con el
pelo tapándole la cara, con un movimiento frenético, como una mecedora que no podía detenerse.
Dejé caer la bolsa y la baguette. La abracé por la espalda. Temblaba y soltaba unos sollozos pare -
cidos al hipo. Poco a poco se fueron apaciguando y le saqué la muñeca de las manos.
Nunca había reparado en que allí existía un armario. Cerré la puerta corrediza para que Julia no
siguiera viendo el cochecito rosa. También había baldes, palas y rastrillos de plástico para jugar
en la playa.
La senté a la mesa de la cocina. Tenía manchas rojas en la cara y los pechos le asomaban por en-
tre la bata abierta. Empezó a delinear con el dedo las cerezas del mantel de hule. Le serví café y
le acerqué un plato con los croissants.
Abrí la puerta de la cocina, junto al lavadero. Tampoco había visto esa puerta antes. El balcón
rodeaba la parte trasera del departamento. Estaba tapizado de cagadas de palomas. Prendí un ci-
garrillo y me tragué el humo. Me hubiera comido todos los cigarrillos del paquete, uno detrás de
otro. La comadrona y el obstetra me habían mirado como a un delincuente cuando confesé que
era fumador. Sin embargo, nuestra hija no había llegado a aspirar ni una sola bocanada de humo.

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Ahora daba lo mismo morirse de cáncer, de tristeza, de tedio o de locura. El cáncer era menos
doloroso y más rápido.
-¿Podríamos poner una llave en el armario del vestíbulo?
Mi francés rudimentario hacía aún más incomprensible el pedido. El armario tenía puertas corre -
dizas, sin cerradura.
Renaud salió de uno de esos cuartos del fondo de la oficina, a los que nunca me habían hecho
pasar. “¿Oui?”, dijo dispuesto a oficiar de intérprete.
Miré los ojos de Catherine. Eran grises, no negros.
-Rien, rien, merci –balbuceé, y bajé la cabeza a modo de saludo.
Catherine cerró la puerta delante de su sonrisa y me quedé un rato junto al ascensor, mirando por
la ventana del palier.
La luz caía como un polvo fino detrás del vidrio. La ciudad toda parecía moverse al ritmo de los
barcos. Autos, hombres y mujeres se desplazaban en cámara lenta. Niños, no había. Los únicos
eran los que los escritores traían al departamento del Building. Habíamos tenido la desgracia de
toparnos con las huellas del anterior. La anterior. Era una niña, como la que no habíamos traído
nosotros.
Tampoco el sexto día crucé el puente hacia el Petit Marroc. Di la vuelta al edificio hasta la playa.
Entonces vi los otros dos faros, uno de torre verde y el otro azul, los hijos del gran faro de torre
roja que se veía desde el balcón del departamento. Tuve ganas de subir con Julia hasta ese balcón
que rodeaba las ventanitas y mirar el mar hasta que el frío nos convirtiera en estatuas.
La arena estaba cubierta de unos caracoles o caparazones retorcidos. Algunos estaban unidos por
un lado y mostraban el interior como si alguien acabara de extraerles la perla. Un hombre con
gorro de lana paseaba su perro y un viejo con calzas de lycra color fucsia hacía footing. Del otro
lado de la calle, como un espejismo, había un bar de paredes vidriadas y sillas de mimbre verde:
un simulacro del Deux Magots de Sartre y Simone de Beauvoir, pero con mesas de formica. Ou-
vert” anunciaba la pizarra.
Sólo desde el bar vi los pinos que rodeaban la playa. Una especie tan curiosa como los habitantes
de esa ciudad: tenían la altura de los plátanos, y una copa redonda, pequeña y tupida como una
esponja. Apoyé junto al café el caracol que había recogido para Julia y saqué mi cuaderno y las
Nuevas impresiones del Petit Marroc de Aira, que había encontrado en la biblioteca del departa-
mento. Otro hombre de campera azul paseaba su perro por la playa.
Cuando alcé la vista del libro, el cielo estaba atravesado por una franja rosa y se habían prendido
las luces de la costanera y de los autos.
-Allez, vite –dijo de pronto la dueña del bar. Oí un ruido de sillas, gritos y puños, y con los insul-
tos me llegó el aliento del borracho que salía tropezando, antes de que lo empujaran y cerraran la
puerta. Lo vi subirse a un auto estacionado frente al bar y por un momento tuve la certeza de que
iba a estrellarse contra mi mesa. Pasó de largo, con el índice en alto.
Poco después, una pick up con una valija en el portaequipajes paró delante de la playa. El con-
ductor bajó y abrió la puerta trasera, de la que salieron dos niños y una niña con gorros y bufan-
das color rojo. Por el otro lado salió la madre, con un bebé en los brazos. Los chicos bajaron co-
rriendo a la playa y el hombre pasó el brazo por el hombro de su mujer. Se quedaron un rato mi-
rando a los chicos que jugaban cerca del mar. Después subieron otra vez al auto y desaparecieron.
Julia estaba sentada con una bolsa de croissants.

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-Tienen queso –dijo mirando el pequeño rectángulo de cielo negro en la ventana de la cocina.
-No, no tienen relleno. -Me acerqué pero ya no quedaba ninguno en la bolsa.
-Se lo pondrán en la masa, entonces.
Asentí vagamente y me serví un vaso de agua. Tragué un sorbo y lo escupí en la pileta. Para aho-
rrar dinero y viajes al supermercado, llenaba las botellas vacías con el agua de la canilla. Saqué
las dos que había guardado en la heladera y las vacié.
Con el paso de los días también el agua acababa arruinándose. El cambio era imperceptible a pri-
mera vista. Esa misma mañana había descubierto una cinta de moho en el borde de la bañadera,
parecido a la falsa nieve que adornaba los pinos de navidad del Hôtel de Ville.
Dejé el caracol junto a Julia, sobre el mantel cubierto de migas.
La tercera semana descubrí en el Petit Marroc un parque infantil abandonado, con las hamacas y
los toboganes destruidos, una cocina de juguete y mesas y sillas de plástico rotas. Habían recons-
truido toda la ciudad después de los bombardeos de la segunda guerra, hasta la iglesia, pero se
habían olvidado de ese parque. Ahora ya no tenía sentido reconstruirlo, no había niños en Saint-
Nazaire. Volví a casa y metí adentro del cochecito rosa la muñeca, el balde y las palas que Julia
había encontrado en el armario del vestíbulo. Lo empujé hasta la isla del otro lado del puente
levadizo, y abandoné en el parque mi ofrenda, como uno de esos ramos de flores que terminan
pudriéndose delante de las tumbas.
“Ya basta de croissants y crêpes y pizzas congeladas”, me dije. Iba a alimentar a Julia con el mis-
mo cuidado con que lo hacía durante su embarazo, para asegurarle las vitaminas y proteínas nece-
sarias. Llené el carrito del supermercado de frutas, verduras, carne y pescado. Dudé delante de los
quesos: teníamos quesos de todo tipo en la heladera, y a Julia le habían empezado a salir granos,
ya fuera por los quesos y la manteca, o por esas cremas que atiborraban el botiquín.
Abrí el cesto de basura para tirar las bolsas vacías y vi los envoltorios de nylon transparente de
los quesos envasados, y los de papel de aluminio con la etiqueta del brie Président y La vache qui
rie.
-Yo ya comí –dijo Julia. Llevaba un pijama nuevo, grande, con cuadros rosa y blanco, que me
pareció haber entrevisto en las góndolas del supermercado.
-¿No querés una ensalada, o una fruta?
Se sacudió el pelo. Lo tenía un poco pegajoso, como si se lo hubiera untado con crema.
-Me voy a dormir –dijo y movió la mano despidiéndose.
De repente también yo me sentí gordo, pesado y somnoliento. Me preparé una ensalada y me
senté frente al televisor con un repasador y la ensaladera sobre las piernas. Habían tenido la pie -
dad de dejar una película de Hitchcock en su idioma original. Ya había empezado, no tenía que
entender la trama. El sabor de las endivias frescas y los gestos femeninos de Cary Grant me rela -
jaron como un baño de espuma. Las escenas se encadenaban a la perfección. Era como seguir los
movimientos de un mago con la ingenuidad de un espectador que no intenta descifrar el truco.
Hitchcock era un gran mago. Si yo fuera narrador en vez de poeta, me dije, lo tomaría como mo -
delo.
Hitchcock le había dado a Truffaut una regla para los films de suspense basados en la persecu-
ción de un objeto: para apropiárselo, los protagonistas debían ser capaces de violencias y asesina-
tos, hasta que, cuando finalmente lo conseguían, nos dábamos cuenta de que no valía la pena. En

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la vida, esa regla se aplicaba a la persecución de la riqueza, del amor, del éxito, de un buen poe -
ma: de todo, con la excepción, quizá, de los hijos. Pero nosotros ya no íbamos a comprobarlo.
Al final, después de un tortuoso descenso por el monte Rushmore, la estatuilla que ocultaba los
valiosos microfilms se rompía, y sus pedazos -y los microfilms- yacían abandonados al pie de la
cara de Jefferson. Cary Grant se quedaba con la chica, cuyo poco valor también acabaría por des-
cubrir, tarde o temprano.
Las colillas en el cenicero me recordaron esos insectos que se carbonizan atrapados en los tubos
de luz. Las tiré a la basura, sobre la cara de La vache qui rie. Habíamos llegado a Saint-Nazaire
para escaparnos, y todo, hasta una película de Hitchcock por cable, nos devolvía a nuestra hija
muerta. Era como esos cadáveres que los asesinos arrojan al fondo de un río y la marea devuelve
a la orilla.
Busqué en el armario de la cocina otro cenicero para llevar a la habitación. Tanteé en el último
estante, donde había encontrado la mamadera. Había restos de hojaldre y una caja de cartón con
un pedazo de galette.
Me desnudé en la oscuridad, me puse el pijama y me acosté con cuidado de no despertar a Julia,
que dormía entre las sábanas húmedas. Un olor agrio llenaba la oscuridad. Le di la espalda y me
acerqué todo lo que pude al borde de la cama. Tuve un sueño extraño y reparador: pasaba de uno
y otro lado del pelo de Catherine, igual que hacía cuando era pequeño con una cortina de cintas
de goma que había en la quinta de mis padres.
¿Cuánto hacía que estábamos allí? ¿Dos meses? ¿Un año? El último diario lo había comprado en
la estación de Montparnasse. Entré en un tabac y pedí el Le Monde. Martes 31 de enero: hacía un
mes que habíamos llegado.
Vi a Julia cruzando la avenida Charles de Gaulle con dos bolsas del supermercado y retrocedí.
¿Sería el grueso tapado gris y los pulóveres debajo lo que la hacía tan enorme y lenta? Sentí una
mezcla de ternura y repulsión, y tragué saliva para asimilar ese nuevo sentimiento que ahora me
inspiraba mi mujer. El mismo que había sentido la tarde anterior, al espiarla por la cerradura del
baño y verla sentada en el bidet, comiendo un croissant mientras las migas caían sobre la bata de
toalla.
Las gaviotas, enloquecidas y ruidosas como cuervos, sobrevolaban un barco pesquero que acaba-
ba de entrar en el estuario. Di la vuelta por el lado del río, entré al bar y me senté de espaldas a la
playa.
Un grupo de hombres, los mismos de siempre, bebían sentados o parados contra la barra, los ojos
a la altura de los pechos de la patrona, que iba y venía llenando vasos, abriendo y cerrando la caja
registradora. Tenían por costumbre pedir la cuenta cada tanto, para tratar de controlarse. Sus mo-
vimientos se hacían más temblorosos y torpes a medida que aumentaba el porcentaje de alcohol
en la sangre. Se señalaban con el dedo e inclinaban el cuerpo hacia el interlocutor, pero le habla-
ban de costado, sin mirarlo a los ojos. Un viejo de campera de cuero tartamudeaba frente a un
chico marroquí de gorro de lana y zapatillas blancas. El chico le tocaba el codo y el hombro. Bus-
caba el dinero de la cuenta en los bolsillos y sólo encontraba monedas de poco valor que iba po-
niendo sobre el platito. Al final, el viejo pagó la cuenta de los dos.
“En un rato voy a verlos salir juntos”, pensé. ¿Por qué todo en Saint-Nazaire empezaba a parecer-
me promiscuo y sórdido? El bar, la camarera de largas uñas rojas, sus clientes. ¿Cuál era exacta-
mente la relación entre Renaud y Catherine? ¿Estarían juntos ahora, en el cuarto del fondo de la
oficina? ¿Acaso tenía celos? No. Ese sentimiento me habría tranquilizado, habría sido un síntoma
de recuperación. Pero se trataba de una reacción primitiva, la respuesta de los perros de Pavlov,
que segregaban saliva y tenían hambre cuando sonaba la campana que los llamaba a comer.
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La cortina tenía el mismo color amarillo de los edredones. Un paisaje de rascacielos, autopistas y
edificios con antenas estaba impreso en la tela con finas líneas blancas. “El paraíso de los saint-
nazarianos”, pensé. Abrí las ventanas para que el viento helado desinfectara y purificara la casa.
Julia salió enseguida, como las cucarachas y las ratas cuando se enciende una luz. Más bien,
como un hipopótamo en busca de comida. Los árboles negros y sin hojas, con unas vainas delga-
das colgando de las ramas, parecían grietas en el paisaje.
-¿Puedo? –dijo Catherine señalando la impresora que acababa de escupir la primera hoja, sin títu-
lo, con una misma línea repetida cinco veces.
”¿Una cuna vacía? –acentuó todas las últimas aes y arqueó sus cejas tupidas como el borde de los
pinos de la playa.
-Un berceau vide.
Me devolvió la hoja y puso su mano sin peso, como un pañuelo blanco, sobre mi antebrazo.
-En el cuarto del fondo hay una biblioteca, si quiere consultarla… –dijo en el umbral, pero yo ya
bajaba la escalera y no me di vuelta.
-Llamó Renaud, para invitarnos a tomar algo en el bar de la esquina –dijo Julia y me miró con sus
ojos bovinos.
Agarró su bolso como si tuviéramos que bajar en ese preciso momento, pero yo me senté en el
sofá a leer el diario.
-Podrías ponerte la pollera negra –dije distraído-, esa que te compraste cuando llegamos.
Hay muy poco -o más bien nada- escrito acerca de la importancia de la ropa en el matrimonio. Si
fuera filósofo, o sociólogo, en vez de falso poeta, escribiría un ensayo. El matrimonio: cuántas
grandes y pequeñas tragedias, batallas, exploraciones y descubrimientos, tratados y pactos, nue-
vas oportunidades desperdiciadas. La historia de cualquier pareja podía ocupar más tomos que
toda la historia de Francia.
Julia trataba de subir la pollera a través de las caderas. Estaba frente al espejo pero no se miraba.
La pollera cayó vencida, con el cierre probablemente roto. Las medias de seda le llegaban un
poco más arriba de las rodillas, y la carne blanca las rodeaba como un donut crudo. La bikini de
encaje parecía un sello negro aplicado a presión sobre un gran queso.
Se puso el viejo pantalón de gimnasia que yo había metido en la valija porque sabía que lo usaba
como pijama, el pulóver negro de cuello alto, y demasiado perfume de melón.
También Catherine tenía un pulóver negro. Llevaba sus largas trenzas en dos enormes rodetes a
los lados de las orejas, como una princesa galáctica.
El pelirrojo nos sirvió las copas de vino blanco y las aceitunas. Esta vez trajo unas rodajas de pan.
Los ojos de Julia cayeron como tenedores sobre el pan, y su mano salió del abrigo como una boa
para atrapar una rebanada. El anillo de plata con la piedra negra que habíamos comprado en Mé-
xico, en nuestra luna de miel, había pasado del dedo mayor al anular y parecía fundirse con la
carne del dedo.
Renaud se había sentado frente a ella y le miraba la boca. No era la mirada de la primera vez. Yo
mismo reconocía mi mirada en la suya.
Julia me habló al oído: “¿Dónde está el baño?”. Tenía una miga de pan en el labio superior y se
levantó antes de que pudiera sacársela.

11
Cuando volvió, lenta y gris, con el tapado todavía puesto, me di cuenta de que no eran ideas mías.
Sólo la mirada de Catherine se mantenía intacta. Una mirada de comprensión, de cariño, incluso.
Si al menos pudiera rescatar el cariño de las aguas nauseabundas de mi corazón, pensé. La culpa
no era de Saint-Nazaire, tampoco nosotros éramos los culpables. La culpable era nuestra hija. Un
fantasma que insistía en seguirnos a esa ciudad sin niños y no acababa de morirse nunca.
Pero Julia ya no se daba cuenta de nada. Yo ya no traducía para ella, y ella ni siquiera nos miraba.
Buscaba el río detrás de la ventana. Tenía los ojos blancos y opacos, como las luces sobre el agua
brumosa.
-¿Y qué le pareció el texto de Mignone? –me estaba preguntando Renaud.
-Es una copia de un cuento de Cortázar, “Continuidad de los parques”. Puedo mandarle el libro,
si lee en español.
Catherine despegó los labios y volvió a juntarlos. Faltaban apenas unos días para que terminara
mi beca. Ya no podían echarme, en todo caso. Terminamos nuestras copas y nos despedimos en
la puerta. Julia no les dio ningún beso esta vez. “Au revoir”, murmuró con las manos en los bolsi-
llos del tapado. Siguió mirando el agua negra en la que temblaban las luces hasta que entramos en
el edificio.
Estaba dormida cuando salí del baño. Le levanté el pijama. Le desprendí el corpiño y le bajé las
medias hasta los tobillos para que los elásticos no siguieran lacerándola. Tenía la piel del torso, la
cadera y los muslos atravesada de líneas rojas como latigazos.
Con los hombres era fácil saber si roncaban o no: todos los barbudos roncaban. Con las mujeres
no se sabía. Hasta el ronquido de Julia había cambiado. El tenue resoplido sibilante había mutado
hasta convertirse en esos bramidos nocturnos. ¿Roncaría Catherine? Yo nunca iba a averiguarlo.
El ruido traspasaba los tapones de silicona que había comprado en la farmacia. La moví suave-
mente y luego con más violencia. Los ronquidos cesaron por un momento, y luego recomenzaron.
Fui al estudio pero no escribí. Me dormí sobre el escritorio, envuelto en el edredón del cuarto
vacío.
Fue una mañana o una tarde, no lo recuerdo. El tiempo en Saint-Nazaire no era igual que en otros
lugares. Las horas pasaban como las edades remotas de la historia: una especie de dinosaurios
desaparece y no importa que hayan transcurrido doscientos o trescientos millones de años. Ade-
más, el frío me había anestesiado. Al llegar de la calle no encontré a Julia. Se había llevado su
valija y su ropa. Busqué por todas partes una nota, pero todo lo que me había dejado eran las cre-
mas en el botiquín.
No hice nada ese día, tampoco al otro día, ni al otro. Pensé que Julia estaría esperándome en Bar -
celona, en nuestra casa. Quizás hubiera vuelto con su familia. Las aguas del Loire siguieron flu-
yendo hacia el mar detrás de la ventana. En las noches sólo se oían, como siempre, algunos pasos
en la calle, autos que se alejaban, y cada tanto, el ruido del puente. Una madrugada, salí a fumar
al balcón y el aire estaba tan húmedo que no conseguí prender el cigarrillo, se me cayó al suelo y
entré porque hacía demasiado frío.
El día anterior a mi partida tomé el bus en la parada de la avenida, frente al afiche de Tintín.
-¿Hasta dónde llega? –le pregunté al conductor.
-Hasta el Tumulus de Dissignac –dijo apretando la colilla entre los dientes, y enseguida recordé
la foto en la guía de Saint-Nazaire.
”Es una reliquia celta –agregó.

12
Una ciudad nueva se deslizaba por la ventanilla: en la rue Pornichet, dos calles con casas del si-
glo XVIII que habían sobrevivido milagrosamente al bombardeo, el jardín botánico junto al mar,
cinco panaderías que no conocía y una biblioteca con el nombre de Anna Frank. En un cruce de
caminos había un calvario, una de esas cruces de piedra que alejan los malos espíritus.
-Aquí es –me dijo el conductor. No quedaba nadie en el bus-. Paso en diez minutos a recogerlo, si
no, tendrá que esperar al próximo, una hora más tarde. –Estaba de mal humor, acaso porque era
domingo y sólo unos pocos buses deambulaban vacíos por la ciudad.
El túmulo estaba rodeado de un cerco y era inesperadamente pequeño, pero se trataba del mismo
tipo de antigua construcción piramidal que existía en Galicia, en México, en Egipto y Babilonia.
Sin conocerse, los hombres de distintos rincones del planeta habían levantado los mismos tem-
plos, monumentos y plegarias. Pasaron los años y los hombres y sólo quedaban esas piedras api-
ladas, roídas por el pasto o la arena, y en el interior, polvo de huesos.
Me bajé en la misma parada en la que me había subido al principio y caminé hasta el supermerca-
do para comprar leche y algo de fruta. A la salida crucé a la antigua base submarina que habían
construido los nazis sobre el puerto.
Subí por una escalera de acero y recorrí la plataforma desierta. Un laberinto de cemento erizado
de alambres de púa albergaba una galería de fotos. Miré las imágenes de los bombardeos, y las de
antes de la guerra, que mostraban una Saint-Nazaire dorada y feliz. Parejas con niños de la mano
saliendo del correo, de una estación y de un café que ya no existían. Todo estaba destruido ahora,
o tenía otro nombre. Sobre los escombros de esas calles que antes salían del puerto, habían cons-
truido el supermercado y una gran plaza parecida más bien a un párking, con una extraña escultu-
ra de colores: la plaza de América Latina.
Recorrí otra vez los pasillos de la base como si persiguiera la imagen de Julia. Era allí adonde iría
cuando salía del supermercado. Pasaría las horas frente a esas fotos. Triste y vacía, ella también
era una sombra de lo que había sido una vez. Se sentaría en esas sillas de acero atornilladas al
suelo, esperando la nieve que nunca llegó.
Pero ahora sí estaba nevando, por fin. Unos copos ligeros como pétalos blancos. El agua del río
entraba en los alvéolos de hormigón, donde antes dormían los submarinos nazis, y mis pasos re-
sonaban como en una caverna por las galerías subterráneas de la base.
Ya en la puerta apoyé las valijas y regresé a servirme el último vaso de agua. Volvió a gustarme,
porque me iba.
Al cerrar la canilla lo escuché por primera vez. Era un chirrido que venía del fondo de los caños.
Un crujido, como el de los engranajes del puente. Por eso me había pasado inadvertido hasta en -
tonces. Pero ese lamento ahogado y largo tenía que haber estado allí antes de que viniéramos. A
menos que nosotros lo hubiéramos traído. Ahora seguiría en todas las tuberías de la casa, para los
escritores que vendrían, y para todos los que quisieran oírlo.
Renaud me esperaba en el bar de la esquina para llevarme a la estación. Quizá también Catherine
quisiera decirme adiós.
Saint-Nazaire, 10 de enero de 2006

UN HOMBRE BUENO (en libro de relatos homónimo; edit. Algaida, 2016)

La chica, el novio y su amigo bajaron a la calle a ver a los manifestantes. El mapa de las islas
Príncipes con los horarios de los ferrys quedó sobre la mesa.
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Yo había insistido en mantener el plan inicial del viaje a Turquía por dos semanas a pesar de la
situación política: la represión de la policía, los gases lacrimógenos. Llevaba conmigo a mi padre
de ochenta y dos años y a mi hijo de nueve. No sé cuál cuidaba del otro. Los dos cuidaban de mí.
Nuestros flamantes amigos turcos volvieron enseguida con los ojos brillantes.
—¿Es peligroso por aquí? —preguntó mi padre.
—No, aquí no. Pero conviene no acercarse a la plaza Taksim.
Nuestro hotel, el hotel de Londres, un hotel decadente donde se habían hospedado Graham Gree-
ne, Churchill y Agatha Christie, quedaba a unas diez cuadras de la plaza. Allí se reunían los ma-
nifestantes contra el Gobierno, que había decidido construir un gran centro comercial en la plaza
y talar todos los árboles. También iba talando los derechos de la Turquía moderna que había
construido Atatürk.
—¿Qué gritan? —pregunté señalando hacia la calle.
—Que la policía no debería atacar a la gente sino defenderla. Ayer murió un hombre, y quieren
que el policía que lo mató vaya preso.
—¿Y ustedes qué piensan?, ¿qué va a pasar?
La chica, con su piel aceitunada y su corte de pelo parisino, me sonrió:
—Ahora no va a pasar nada porque no hay una clase política de recambio. Pero es un signo: un
signo de que no pueden convertirnos en Irán, porque los jóvenes no vamos a permitirlo.
Me extrañó que hablara de ellos mismos como jóvenes. Lo eran. También eran bellos. Su novio
me había dibujado las tres islas Príncipes en una hoja que arranqué de mi libreta. No era necesa-
rio contratar una excursión, había ferrys que salían de Kabatas a las 6:50, 8:30, 9:30, 10:30 —
buscó los horarios en su iphone y los anotó junto a la silueta de las islas. La primera, Büyükada,
no valía la pena; tampoco la última, Burgazada; pero Heybeliada era muy bonita. Podíamos pa-
sear en un carro tirado por caballos, no había autos en la isla.
A sus espaldas, un heladero hacía malabarismos con las bochas de helado. Ponía el cono bocaba-
jo y el helado no se caía, luego lo hacía girar alrededor de la cabeza de una chica antes de dárselo.
—Quiero uno —dijo Marcos, y le di tres liras.
El amigo de la pareja me miraba. Tenía una camiseta amarilla de cuello en uve, y el pelo oscuro y
largo, salpicado de canas.
—¿Y tú, a qué te dedicas? —hablaba un inglés perfecto, como los otros dos.
—Escribo.
Mi hijo regresó con su helado.
—Uf, tiene gusto a goma.
—Es porque lo hacen con un tubérculo de las orquídeas silvestres. Lo dice la guía. —Mi padre
había leído la guía de Estambul en el viaje en avión. Subrayaba o marcaba párrafos con un lápiz,
igual que yo hacía con mis libros.
—¿Y qué escribes?
—Novelas, cuentos.
—¿Sobre qué temas?
—Amor, en general. Todos los tipos de amor —dije. Parecía que hablaba de helados.
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—¿Y terminan bien?
—Nunca.
—¿Y qué hay de tu vida? ¿Cómo son tus historias de amor?
—También son tristes. No tristes… Aburridas. —Y aquí mismo podría estar empezando una,
pensé. Era un diálogo ridículo, que sólo el inglés, que no era la lengua de ninguno de los dos,
hacía posible. Mi padre y mi hijo escuchaban, confiaba en que no entendieran.
—¿Nos vamos? —dijo Marcos.
—Sí, nos vamos.
—Son muy amables —les agradecí guardando el papel de las islas.
—Vivimos en el mismo planeta —dijo camiseta amarilla. Y allí se quedó, para siempre, frente a
la torre Gálata.
Mi padre se puso la gorra, se acercó a la torre y lo seguimos.
—La construyeron los genoveses antes del descubrimiento de América —leyó en la placa de
bronce. Su abuelo era genovés. Yo seguí leyendo: “Un hombre diseñó unas alas especiales con
las que voló desde la torre hasta el lado asiático, en homenaje al sultán, quien primero pensó en
premiarlo, pero luego, temeroso de su arrojo, lo exiló en Argelia”.
Regresamos al hotel escalando unas calles accidentadas donde los hombres improvisaban mesitas
y taburetes para tomar el té.
Marcos fue a saludar al loro. Lo había llamado Príamo.
—Buenas tardes —me dijo el conserje poniendo nuestra llave sobre la mesa—. ¿Qué tal lo han
pasado?
—Ah —dije—, habla español.
—Sí, tenía una novia en Alicante. Me gusta mucho España. Pero lo hemos dejado.
Me miraba. Era oscuro e intenso, con los mismos ojos del de la camiseta amarilla. No me gustaba
él, pero me gustaba su mirada, igual a la del otro: como si te vieran sin ropa por un instante, y les
gustara lo que ven.
Mi padre y mi hijo me alcanzaron en el mostrador.
—¿Cómo te llamas? —preguntó el conserje.
—Marcos.
Luego volvió sus ojos hacia mí:
—Y tú Lara. Un bonito nombre.
—¿Cuál es el tuyo?
—Azimet.
—¿Qué quiere decir?
—El que llega a su destino.
—¿Ya has llegado?
Se rio, volvió a mirarme de aquel modo.
—No aún, no aún.
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Yo iba junto al conductor, que había aceptado llevarnos a Sultanahmet por veinticinco liras: el
precio que Azimet había fijado como razonable. Su brazo grande y peludo rozaba el mío. El taxi
olía vagamente a sudor y a especias. Nos dejó delante de la plaza. Hacía muchos años, este lugar
era el centro del mundo.
Visitamos primero la basílica de Santa Sofía. La habían convertido en mezquita en 1453. En Es -
paña, había ocurrido lo contrario, eran las mezquitas las que se convertían en catedrales. Miramos
el mosaico de Cristo entronizado, con la emperatriz Zöe y el emperador Constantino IX. La guía
contaba que la figura del emperador correspondía al principio a la del primer marido de Zöe, y
que luego fue sustituida por la imagen del segundo, y finalmente por la del tercero, Constantino.
—Ésa debe ser santa Sofía —dijo mi padre. No lo era: era la emperatriz Irene.
—Irene, como tu cuñada, mándale la foto por mail. ¿Y cuál será santa Sofía?
Me acerqué a un hombre que estaba apoyado contra una columna.
—¿Podría decirme cuál es la imagen de santa Sofía?
—No hay ninguna santa —me dijo muy serio—. Sofía quiere decir «sabiduría» en griego. Ésta es
la iglesia de la «santa sabiduría».
Mi padre sacudió la cabeza desconfiado: «Voy a buscarla en la guía».
Visitamos la mezquita Azul, con su penetrante olor a pies sucios, a pesar de las abluciones de los
hombres en la entrada. Y la cisterna de la basílica, con sus doscientas veinticuatro columnas hin-
cadas en el agua y sus cabezas de medusa invertidas. Luego regresamos a Beyoglu para ver la
ceremonia de los derviches en el monasterio Mevlevi.
Marcos mira boquiabierto a los monjes que giran con sus túnicas blancas y sus bonetes cónicos.
Cada tanto se da vuelta para ver mi expresión:
—Mira ése, el más bajito, cómo lucha con su bonete —le digo—. El pobre tiene miedo de que se
le caiga y lo echen de la orden.
Se ríe, aliviado, y seguimos las desventuras del monje que se ajusta en vano el bonete.
Papá se remueve en su asiento, serio y callado, como si hubiera cometido una herejía y esperara
su castigo, pero nosotros seguimos riéndonos del monje y su bonete que le tapa los ojos.
—Tu padre hace esto todos los meses —le digo a mi hijo, y procuro que mi voz no deje transpa-
rentar juicio alguno. Su padre es sufí, nos ha preparado una lista de mezquitas para visitar en Es-
tambul.
Marcos lo llama al móvil mientras caminamos hacia el hotel. Le cuenta que vimos las cabezas de
las medusas, y después, el baile de los sufís.
—Sí, mi padre hace algo parecido —me dice luego de colgar, como si admitiera un leve error en
una máquina perfecta—. Pero muy relajado. Es un modo de expresarse.
»¿A vos no te gustan los sufís? —pregunta finalmente. Yo trato de elegir las palabras, de no men-
tirle.
—Me parece algo… muy alejado de nuestra forma de ser. Atatürk prohibió la orden —digo como
si la opinión de Atatürk, cuya vida leímos brevemente en la guía, validara la mía—. Es una fe que
no se lleva bien con nuestra vida occidental. No se puede rezar cinco veces al día, hay demasia-
das cosas interesantes para hacer.

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—Pero no estoy segura de que los sufís recen cinco veces al día, tal vez son sólo los musulmanes.
Todos los sufís eran musulmanes pero no todos los musulmanes eran sufís, creo recordar que su
padre había intentado explicarme.
Marcos empieza a llorar despacio, y luego, desconsoladamente.
—Pero eso no quiere decir nada, hijo. Vos no tenés que decidir ahora en qué vas a creer.
Sigue llorando. Mi padre se ha quedado atrás, comprando castañas. Lo veo insistir en que le relle-
nen más el cartucho.
Pongo mis manos en los hombros de mi hijo:
—Yo, a los dieciocho años iba a misa, aunque ya no creyera, para poner contentos a mis padres.
—No es lo mismo: tus padres eran católicos los dos. Ustedes…
—Tu padre es sufí. Y yo... Yo soy atea. Como tú.
—No. Yo no sé qué soy.
—Sos agnóstico entonces: no sabés en qué creés. Como Borges.
Eso parece tranquilizarlo. Borges es un antepasado admirado por los dos, mucho más admirado
que Atatürk, que no ha escrito ningún gran cuento.
Mi padre nos ofrece el cartucho de castañas. Sólo queda una, que se come Marcos.
Saco mi chal de la mochila que carga papá, para poder entrar en la mezquita nueva. Está mancha -
do de algo rojo y pegajoso.
—Son las ciruelas del desayuno, que guardó el abuelo —dice Marcos, y se arrodilla fervorosa-
mente.
—¿Por qué te arrodillás acá, y en las iglesias no?
—Porque en las iglesias no me parece que sea obligatorio.
También en ésta hay un intenso olor a pies. Los hombres, de rodillas, besan la alfombra. Mi padre
permanece en una esquina, muy tieso, hasta que le hago señas de que salimos por la derecha.
Nos sentamos en una terraza, a comer un kebab.
—¿Vos pasabas hambre, de chico? ¿Eras pobre?
—Le muestro las ciruelas maduras y despachurradas que mancharon mi chal.
—¿¡Cómo iba a pasar hambre!? No… Era muy comilón. Mi padre no tenía dinero, pero vivíamos
con mis abuelos, que eran ricos. Tenían una casa enorme. En el fondo había un gran jardín con
una higuera. Y yo siempre comí mucho. ¿No te acordás de mis fotos?
—Ahora me acuerdo de una en la que estás en Mar del Plata...
—¿Y no te acordás de la de Punta Lara, donde estoy comiendo un queso?
—Ésa no la vi nunca. —Se come el resto del kebab que he dejado yo en mi plato.
Nos ofrecen té. Es otra costumbre turca. Lo sirven en unos jarritos de vidrio sin asa, sobre unos
platos de porcelana blanca con motivos en rojo y dorado. También en los ferrys, los platos y las
tazas vacías quedan apoyados en los asientos.
Cuando vuelvo del baño, mi hijo me dice al oído: «El abuelo se robó un platito».

17
Estoy con Marcos en el lobby del hotel, hablando con Príamo, el loro, y de golpe, vemos por la
ventana una multitud corriendo con máscaras y pañuelos en la boca. «Alle camere», grita una
italiana, y subimos las escaleras hacia las habitaciones, pero el gas nos alcanza. Nos arden los
ojos y la garganta.
—¡Mi abuelo! —grita Marcos.
—El abuelo es médico —le digo, como si eso pudiera protegerlo.
Mi padre fue a misa. Hay dos iglesias católicas en Istiklal, y no sé a cuál habrá ido. ¿Habrá entra-
do ya, o lo habrán sorprendido los gases en la calle? Pienso qué hacer y me doy cuenta de que
sólo puedo esperar.
Estamos los dos abrazados, la cara pegada al vidrio de la ventana de la habitación. Marcos llora
desconsoladamente, por segunda vez en Turquía, como cuando lloraba porque su padre era sufí, o
porque yo no lo era. Entonces suena el teléfono. Es Azimet, el conserje: «Ha llegado el abuelo».
Dejo a mis dos hombrecitos jugando a las cartas en el hotel para ir con Sedef, mi amiga turca, a
Anatolia. Nos citamos delante del túnel. No estoy segura de reconocerla. Nos habíamos hecho
amigas fugazmente, en un congreso de escritores en Madrid. Pero Sedef viene a mi encuentro y
me abraza.
Tiene el pelo muy corto. Y va a cortárselo más aún, me cuenta tocándose la nuca. Le miro el ve-
llo en las axilas.
Lleva un vestido blanco corto y escotado y unos aros de caracoles que parecen hechos por mi
hijo. Pasan dos mujeres de negro y la miran. No llego a descifrar sus miradas.
—Me han dicho que antes no se veían tantas mujeres con velo… —digo.
—No me preocupa el islam, sino los derechos cívicos: el derecho al aborto, a la libertad de pren-
sa, a manifestarse.
Subimos al ferry. Sedef me lleva a la borda. El agua nos salpica y Estambul empieza a alejarse.
Contengo la respiración: la mezquita Azul se oscurece y los minaretes se rodean de una luz ana-
ranjada en la que vuelan las gaviotas. Sedef me mira, orgullosa.
—Los turcos de la parte europea decían que los de Anatolia eran ciegos, que no conocían la be -
lleza porque no vivían en ese lado. Pero los de Anatolia decían que los ciegos eran los otros, por -
que sólo desde la distancia puede verse la belleza de Estambul.
Ahora sonríe, pero no me sonríe a mí. Se acerca un chico rubio. Conversan en turco. Sedef se
pasa la mano por el pelo. Cuando llegamos al muelle, se despiden.
—Era un compañero del colegio —me dice—. Siempre estuve enamorada de él y no había vuelto
a verlo.
—¿Y no se han dado el teléfono?
—No. —Vuelve a tocarse la nuca, como cuando me dijo que iba a cortarse aún más el pelo.
Comemos cada noche en uno de los Ficcin de la calle lateral al hotel que nos recomendó Azimet.
Una cadena de pequeños restaurantes a lo largo de doscientos metros: los camareros van de uno a
otro llevando platos. En uno de ellos funciona la cocina que surte a todos; en otro, el baño.
Marcos se ha enamorado de una camarera con grandes pechos y hoyuelos. La buscamos cada
noche y nos sentamos en el local en el que ella sirve, uno distinto cada vez. También Azimet nos
busca cuando termina su turno en el hotel. Se sienta a una mesa cercana a la nuestra, frente a mí.
Alza su copa.
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La camarera nos regala siempre un plato: un hojaldre de espinacas y piñones, humus, esos paque
titos de hojas de parra con carne y arroz dentro. Una noche que mi padre no nos acompaña, em-
peñado en su cena de dátiles comprados en los puestos callejeros, nos regala un plato de berenje -
nas en escabeche, que dejamos intacto.
—Va a ofenderse —dice Marcos preocupado—, decile que soy alérgico a las berenjenas, que me
sacan verrugas.
Ese sábado, sin embargo, pedimos que nos traigan la cena a la habitación. Los gases lacrimóge -
nos llegan incluso hasta la terraza del hotel.
—Protestan los sábados porque no tienen nada que hacer —explica Azimet—. El problema es
que el Primer Ministro no quiere que vayan a Taksim. Ese hombre cree que puede decidir todo,
con su ropa cara y sus modales. Se mete en la vida de la gente: que no fumen, que no beban, que
tengan tres hijos.
Tres hijos. Mi padre sería un buen musulmán.

Papá ha vuelto a guardar ciruelas. Acabo de tirarlas. «¡Eran mi cena!», se quejó. Me ha dado tres
mil euros antes de salir de Madrid, pero ahora quiere controlar cada mínimo gasto. Sigo rastrean-
do las huellas de su tacañería, como Schliemann los restos de Troya. Pero insiste en que ha sido
un niño feliz y bien alimentado.
En la cubierta del ferry, un vendedor perfora una naranja con un exprimidor manual de dos liras.
«Ooooh», dice cuando sale el jugo. Y nos alienta como un director de orquesta: todos repetimos
«Ooooh». Lo diremos muchas veces los tres, riéndonos, a lo largo del viaje.
Otro vendedor, menos histriónico, vende un bastón que también puede funcionar como linterna.
Cuesta diez liras.
Hemos viajado de Canakkale a Troya. «Y los vientos trajeron riqueza a Troya», dice el lema de la
ciudad. Han dispuesto unas grandes velas blancas que nos cubren como un toldo y simulan para
el turista la sensación de navegar. Sentimos el viento, el mar, la libertad.
La visita es breve, pero mi padre traspasa vallas, camina por sendas prohibidas en busca de más
placas
y explicaciones. No hay mucho que ver, además del caballo de madera en el que les tomo la foto,
y las piedras amontonadas que placas y gráficos nos señalan como restos del mercado, o de la
casa del rey Príamo.
Volvemos por un camino calcinado, mi padre siempre adelante, a gran velocidad, hasta la parada
del bus.
—Andá más despacio, papá.
—Es porque voy en bajada —miente. Hasta Azimet me lo ha dicho: «Qué rápido camina tu pa-
dre».

De Troya regresamos a Canakkale. De Canakkale, a la estación.

FIN

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