ANCIRA, Lola-7 relatos
ANCIRA, Lola-7 relatos
ANCIRA, Lola-7 relatos
Querétaro, México, 24 de Marzo de 1987), escritora y editora, colaboradora en revistas culturales y di-
rectora de talleres literarios (de cuento en general y de literatura fantástica) que en el 2019 fue seleccio-
nada por la Feria Internacional del Libro de Guadalajara como uno de los ocho nuevos talentos mexica-
nos para su programa literario ¡Al ruedo! , al año siguiente obtuvo Mención honorífica en el XLIX Concur-
so Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés por su relato Oficio de difuntos, y en el 2021 ganó con
su libro de relatos Despojos el Certamen Nacional de Literatura “Laura Méndez de Cuenca”. Esencial-
mente narradora, bajo una poética crítica y naturalista, cercana en espíritu a la crónica negra, en sus
ensayos-crónicas y relatos se ocupa de temas macabros e inusuales, por los que -como ella misma ha
manifestado- tiene un interés especial en tanto muestran los horrores de los que es capaz el ser huma -
no, así como por el ámbito de lo prohibido y lo que no se quiere ver (fundamentalmente -como es fácil
suponer- el sexo y la violencia).
Desde una edad temprana demostró interés por la literatura, en lo que fue alentada por su madre, co-
menzando a escribir sus primeros cuentos con 15 años. A resultas del conocimiento familiar de personas
del mundo de la fotografía y la moda, se convirtió en modelo a los 16 años, práctica que abandonó para
cursar la Licenciatura en Letras Modernas en Español por la Universidad Autónoma de Querétaro. Tras
vivir varios años en Guadalajara (Jalisco), se trasladó a CD México, donde reside.
Antologada en diversas publicaciones de narrativa joven mexicana, ha publicado 4 libros de cuentos;
además, ha colaborado en las revistas o suplementos La Testadura Literaria, Tierra Adentro del FCE, La-
berinto del diario MILENIO, El cultural (España) y La Jornada Semanal.
Los relatos de Tristes sombras (2021) están inspirados en personas reales que transitaron dentro de dos
de los espacios más tétricos de la Ciudad de México: el hospital psiquiátrico La Castañeda y el palacio
negro de Lecumberri; dos regímenes de control y exclusión, dos ciudades marginales donde prevaleció la
ley del más fuerte y de donde Ancira ha rescatado los escombros de sus habitantes, para sacar a la luz
aquello que nos esmeramos en mantener sepultado para no perturbar nuestra estabilidad emotivo-men-
tal: unos personajes que carecen de voz por estar en la periferia social y que generalmente son ignora-
dos o puestos a un lado por sus problemas de salud mental, delincuencia, o por su mero estatus de mar -
ginalidad.
ENSAYO: relato-crónica La narcosatánica Sara Aldrete (p.1). RELATOS: Área 51 (p.5), Cabalgar
estrellas (p.9), Raíces y filamentos (p.10), Territorio de brujas (p.14), Furor impius (p.17) y La
rabia lenta (p.23).
En los 80, el estrecho vínculo derivado de la santería entre Cuba y México, aquella adoración de
los santos a través de ritos, adivinación, rezos y ofrendas que pueden incluir sacrificios animales,
la cual admite que existe un solo dios y cuenta con una organización jerárquica bien definida y
establecida de acuerdo a los conocimientos y capacidades de sus miembros; protagonizó uno de
los sucesos más impresionantes en la historia del crimen en nuestro país: la noticia del hallazgo
de un rancho en Matamoros donde se realizaban rituales y en el que encontró una fosa común con
más de una docena de cadáveres. Las particularidades terroríficas de las evidencias llevaron a los
medios de comunicación sensacionalistas a apodar a los involucrados como los narcosatánicos, a
utilizar indistintamente el término “santería” y vincularlo sin inconvenientes con el narcotráfico,
el satanismo y el asesinato, alimentando así la estigmatización de la práctica en el país.
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Los nativos del oeste africano, tras ser esclavizados y arribar a países como Haití y Cuba,
crearon la santería al incorporar a su propia religión algunas características del catolicismo que
les fue impuesto. Practicada por los primeros esclavos y sus descendientes, se extendió por todo
Cuba pero, al no ser aceptada abiertamente, sus ritos se realizaban de forma clandestina. Más
adelante, en 1953, la revolución cubana causó que una gran cantidad de santeros migraran a sitios
de Estados Unidos con una población hispana considerable como Miami, Los Ángeles y Florida,
así como a Puerto Rico y México, dada la cercanía.
Durante los 60, los mexicanos comenzaron a incursionar en esta práctica religiosa que cada
vez adquiría más adeptos. La mayoría pertenecía a un estrato social alto, específicamente, a la
élite de artistas y políticos. Al igual que en Cuba, los ritos se realizaban de forma secreta, y a es-
tos se fueron incorporando elementos del catolicismo, lo que los alejó cada vez más de su origen
africano.
En 1987, Sara María Aldrete Villarreal, originaria de Tamaulipas, era una joven de clase
media de 23 años, alta, rubia y de ojos claros; estudiante distinguida de la carrera en Educación
Física en el Southmost College, en Brownsville, Texas, ciudad en la que realizó la mayor parte de
sus estudios. Además, contaba con una beca para estudiar danza, y en su tiempo libre daba clases
de tenis.
Dos años después, su rostro se exhibía sonriente junto al de Adolfo Constanzo en la nota
roja bajo los titulares “A la caza de los diablos mayores”, “¡Más crímenes satánicos!”. Las multi-
tudes, tan satisfechas como alarmadas, leían con avidez sobre los “templos satánicos” de “el rey
de la cocaína”. Los llamados “narcosatánicos” fueron acusados de sacrificar niños y cercenar a
sus víctimas, de secuestro y tortura y de buscar protección a través de ofrendas sangrientas.
A pesar de que Constanzo era abiertamente homosexual (al igual que varios de sus ahija-
dos), y de que Sara se declaró fascinada por su belleza aunque siempre negó haber tenido algo
más que un vínculo de amistad con él, Sara y Constanzo pasaron a la historia del crimen como
pareja, una de las tesis que ha generado mayor interés y gracias a la cual forman parte de una
infame lista de parejas criminales entre los que destacan en el siglo XVIII, William Burke y Wi-
lliam Hare quienes conformaron un dúo para asesinar y vender los cadáveres a la ciencia, crimen
por el que Burke fue condenado a la horca y que inspiró a R. L. Stevenson a escribir el cuento “El
ladrón de cadáveres” (1884).
Otra pareja criminal de renombre es la de Bonnie Parker, de 21 años, y Clyde Barrow, de
22, quienes durante la década de 1930 asolaron durante dos años los pequeños comercios y ban-
cos de diversos Estados de Norteamérica. Finalmente, fueron acribillados juntos en su auto, un
Ford V8. Varias películas se inspiraron en su trágica historia, como Sólo se vive una vez (Fritz
Lang, 1937) o Bonnie and Clyde (Arthur Penn, 1967). La canción “Bonnie & Clyde”, de La Casa
Usher, inicia con la frase: “Cuando mató, fue porque no hubo otro remedio”.
En 1940, Raymond Fernández, practicante del vudú con el objetivo de estafar mujeres, co-
noció a Martha Beck, con quien inició una relación amorosa y a quien hizo pasar por su hermana
sin imaginar que los celos añadirían el componente fatal a sus estafas, llevándolos a asesinar a
cerca de veinte mujeres. La película Lonely Hearts (Todd Robinson, 2006) está basada en su his-
toria.
El nombre de Adolfo Constanzo es la clave en esta historia: un joven de ascendencia cuba-
na, tez clara, ojos verdes, cabello negro y tan solo dos años mayor que Sara. Nació en Miami y
fue criado en Puerto Rico, donde su madre lo inició en el culto afroamericano Palo mayombe en
el que ella era sacerdotisa y que, en esencia, es el culto a los espíritus y a la naturaleza.
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Desde la adolescencia, Constanzo estuvo en contacto con el tráfico de drogas y el ocultismo
a través de uno de sus padrastros. Fue acusado de crímenes menores, y en los 80 se dedicó a per-
feccionar sus habilidades en el culto para viajar a México, donde también incursionó como mode-
lo. Se dio a conocer como santero y médium, asegurando que sus rituales podían conseguir fama,
poder y protección. Gracias a su experiencia, ganó popularidad y entró en contacto con diversas
personalidades del espectáculo, narcotraficantes, políticos y funcionarios.
En 1984 se instauró en Matamoros como líder de un grupo dedicado a la santería y al tráfi-
co de estupefacientes, cobrando miles de dólares por sus trabajos bajo el abrigo de los círculos de
poder de la localidad. Tres años después, conoció a Sara. El Padrino, como lo llamaban, la intro-
dujo al culto y la “bautizó” como la Madrina. Entre ambos reclutaban y lideraban a sus “ahija -
dos”, jóvenes entre los 21 y los 23 años de edad que trabajaban para ellos. Aquél vínculo favore-
ció a la familia nuclear de Sara, pues Constanzo se hizo cargo de todas sus necesidades económi-
cas.
En abril de 1989, uno de los ahijados que conducía por la carretera en dirección al rancho
Santa Elena fue detenido por la antigua Policía Judicial Federal al evadir un retén. El joven de 22
años llevaba en su vehículo un arma de fuego y estupefacientes. Un largo interrogatorio logró su
confesión: pertenecía a una secta que realizaba sacrificios en el rancho Santa Elena, donde tam-
bién traficaban para el cártel del Golfo.
Las autoridades llegaron al lugar y descubrieron los horrores que le darían fama al grupo:
un caldero de hierro con varios palos de madera a medio calcinar y restos de sangre y sesos, di-
versas cacerolas pequeñas con despojos animales, grandes manchas de sangre en las paredes y en
el piso, osamentas carbonizadas tanto humanas como de animales, columnas vertebrales colgan-
do, machetes y varios kilos de marihuana. Sin embargo, el descubrimiento más espeluznante fue
el de una fosa común debajo de un corral donde localizaron restos en diferentes estados de des-
composición de trece cuerpos humanos mutilados, lo que llevó a los agentes a etiquetar aquellos
rituales como satánicos. En el rancho detuvieron a cuatro hombres, entre ellos, el dueño.
Una vez identificados los cadáveres, reconocieron al del estadounidense Mark J. Kilroy,
estudiante de medicina de 21 años que desapareció tras viajar a México algunos meses atrás. Kil-
roy fue el verdadero motivo de que la noticia trascendiera en una región donde imperaba la vio -
lencia y la impunidad, pues el gobierno estadounidense presionó al gobierno de Salinas, que bus-
caba mejorar la relación entre ambas naciones, para esclarecer el crimen y encontrar a los culpa-
bles.
Los detenidos confesaron que las víctimas eran seleccionadas al azar, pero que Kilroy había
sido elegido por ser norteamericano, pues Constanzo había especificado que necesitaba a un
hombre con ciertas características para realizar un ritual sumamente importante tras perder una
considerable carga de droga. Según los testimonios, Constanzo usaba las columnas vertebrales,
los corazones y los cerebros de sus víctimas para realizar rituales de protección e invulnerabilidad
para sus famosos clientes.
Mientras tanto, los otros cuatro miembros del culto y sus líderes, Sara y Constanzo, estaban
prófugos. Al ser acusados de asesinato, huyeron en auto al centro del país. Algunas semanas des -
pués, la policía los ubicó en un edificio de departamentos en la delegación Cuauhtémoc, en la
Ciudad de México, urbe en la que asesinaron a otras dos personas.
Sitiados, Constanzo ordenó tirar dólares por las ventanas para atraer a la gente, generar con-
fusión e intentar escapar, pero la policía inició una balacera. Cuando Constanzo se dio cuenta de
la imposibilidad de huir, le pidió a uno de los suyos que le disparara a otro de los ahijados y a él y
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que luego se diera un tiro. Sólo hubo tres sobrevivientes en el departamento. Sara fue una de
ellos.
Al día siguiente, los cuerpos acribillados de Constanzo y otro joven encabezaron las publi-
caciones de nota roja que alimentaron el morbo de los espectadores. Tras la detención, aunque
Sara alegó inocencia y declaró que había sido víctima de Constanzo asegurando que la tenía se-
cuestrada, diversas pruebas corroboraron su complicidad y participación activa en los descarna-
dos crímenes.
Cuatro eran los elementos esenciales que unían a los narcosatánicos: juventud, ambición,
un nulo respeto por la vida humana y la supuesta impunidad de la que gozaban. En sus líderes,
además, se conjugaron las características necesarias para representar sus papeles: el atractivo físi -
co, la inteligencia y la habilidad de manipulación. Vivir sus breves existencias cruzando el límite
de lo legal entre millones de dólares fue lo que los sedujo, pues esto les otorgó una exaltación de
sensaciones que, de otra forma, no hubieran experimentado jamás.
Los sobrevivientes fueron acusados de homicidio, posesión de armas de fuego, profanación
de cadáveres, asociación delictiva, delitos contra la salud y encubrimiento. Uno de ellos se fugó
de la prisión, el otro murió poco después. Sara fue condenada a más de 60 años, sentencia que se
redujo a 50 al encontrarla culpable solamente de encubrimiento.
Después de once años de encierro y de asistir a un taller de creación literaria, publicó un
libro autobiográfico titulado Me dicen la narcosatánica (reeditado por Debolsillo en 2013), en el
que afirma su inocencia y acepta que su único crimen fue haber conocido a Constanzo. Además,
describe sus experiencias con El Padrino y los terribles abusos físicos, la tortura (como la abra-
sión de genitales) y violación que sufrió en manos de las autoridades para lograr su confesión.
Sara tuvo oportunidad de presentar el libro dentro del reclusorio. Esa tarde apareció sonriente,
maquillada, con su larga melena rubia ondulada y un sobrio vestido color rosa pálido.
Éstas son las primeras líneas de su obra: “Desde el 13 de abril de 1989 se me conoce con
varios alias, apodos o sobrenombres: la Sacerdotisa, la Madrina, la Concubina del Diablo, la Nar-
cofanática y la Narcosatánica. O, simplemente, Satánica. A partir de ese día, y a lo largo de dos
meses, los medios de comunicación, nacionales e internacionales, difundieron mi nombre, mi
imagen y mi vinculación con el cubano-norteamericano Adolfo de Jesús Constanzo, alias El Pa-
drino”.
Sara ha respondido diversas entrevistas desde el presidio, entre ellas, una para Univisión,
que influyó en el guion de la serie Capadocia (HBO, 2008).
En el 2000, afirmó para La Jornada creer en Dios, haber sido católica y estar interesada en
diversas religiones además de la santería, mas no pertenecer a ninguna. Al preguntarle sobre su
libro, comentó, desde el Reclusorio Preventivo Femenil Oriente, que todo lo que escribió era ve-
rídico y que quizá después escribiría ficción. Sobre Constanzo, afirmó que a pesar de que él pudo
haberla matado en diversas ocasiones, nunca lo hizo, y que lo recordaba constantemente. A la
pregunta de si desearía poder olvidarlo, respondió: “A veces juego a odiarlo. Pero no lo consigo”.
En 2004, en una entrevista con John Carlin, de El País, Sara relató haberse vinculado con
Constanzo debido a su rango de sacerdote en la santería y por su dinero y poder. También, que él
mismo la “bautizó” con la sangre de dos animales sacrificados para poder formar parte de la sec-
ta. Negó haber involucrado el homicidio en sus rituales y cualquier vínculo con el narcotráfico.
La brutal historia de los narcosatánicos inspiró la película Perdita Durango (Alex de la Igle-
sia, 1997), en la que dos adolescentes son secuestrados por una atractiva pareja de santeros para
sacrificarlos.
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A 31 años de los crímenes de los narcosatánicos, Sara, de 55, ha pasado la mayor parte de
su juventud recluida y ha defendido su inocencia a lo largo de su recorrido por diversos centros
penitenciarios del país, y actualmente purga condena en el penal femenil de Tepepan, donde soli-
citó su excarcelación para pasar las casi dos décadas que le restan bajo vigilancia.
Su voluntad férrea no ha podido ser doblegada ni con la violencia más extrema, lo que de-
muestra que su discreción casi total respecto a Constanzo y los crímenes del culto va incluso más
allá de lo cognoscible.
ÁREA 51 (en rev. digital Timonel, Instituto Sinaloense de Cultura, Julio de 2022)
Now, I am become Death, the destroyer of worlds.
J. ROBERT OPPENHEIMER
La cartelera anuncia a Paul Newman y Grace Kelly. La sala está repleta a pesar de las dudas
que suscita entre el auditorio que los productores hayan decidido emplear a una pareja joven.
Debido a la sobreventa de asientos, varios padres cargan a sus hijos; otros se sientan en el sue-
lo, muy cerca de la pantalla, o en el pasillo de las escaleras. La mayoría, provistos con palomitas
y refrescos, esperan ansiosos que la función inicie.
La pareja despierta con segundos de diferencia tras escuchar la melodía de un organillo que se
filtra en su sueño. Con la tenue luz del amanecer, notan que no están en su habitación y el único
motivo de alivio es reconocer el rostro del otro.
El hombre y la mujer, quienes bien podrían pasar por dobles de Paul Newman y Grace Kelly (de
ahí que los productores les asignaran sus homónimos), no muestran signos de violencia; están
deshidratados y reconocen la proximidad de la cefalea. Están acostados sobre un edredón y aún
visten la ropa del día anterior. Tratan de ponerse de pie cuanto antes, pero el cansancio y la resaca
actúan como un sedante capaz de detener su voluntad. La melodía ha cesado.
El público aplaude, las similitudes son asombrosas. Ambos son tan atractivos que los deleitan al
instante. Los espectadores, atentos, miran la inmensa pantalla para no perder detalle.
Hacen todo lo posible por recordar: ninguno de los dos sabe la hora exacta en la que salieron de
la fiesta, mucho menos quién condujo y cómo llegaron hasta ahí. Paul se sienta sobre la cama y
conjetura para tratar de comprender la situación; dice que, seguramente, cuando volvían, alguien
los detuvo en la carretera para robar su codiciado auto, un Karmann Ghia del año. Lo que no en-
tiende es por qué no despertaron tirados en una cuneta, desaliñados y maltrechos. Grace mencio-
na que tal vez quien conducía ignoró por completo una curva muy cerrada; cayeron en un precipi-
cio, murieron al instante y este lugar es el limbo (tiene las razones suficientes para saber que no
merecen la gloria, aunque tampoco están condenados). Se miran y no descartan una tercera op-
ción: que algún conocido, testigo de su estado de ebriedad, decidió buscar una casa cercana para
dejarlos reposar unas horas. Se lamentan más por el extravío del vehículo que por su propia suer-
te, y una angustia creciente los apremia a salir de la habitación.
Ella es la primera en ponerse de pie, alisa su entallado vestido negro y nota que conserva sus jo-
yas; su bolso no está por ningún sitio. Él la secunda, arregla un poco su saco, reacomoda la corba-
ta y encuentra su sombrero en la mesa de noche. No aparecen su cartera ni las llaves del auto.
Comentan sus pérdidas y casi aseguran que la primera opción es la correcta: el móvil era el des -
capotable.
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En la habitación no hay particularidades que les remita a un lugar familiar. Las paredes blancas y
los escasos muebles no exhiben fotografías ni ornamentos. Buscan en el cuarto de baño, no tardan
en encontrarlo ni en darse cuenta de que no hay un espejo para rectificar su ruinoso aspecto, tam -
poco agua corriente en el lavamanos, en la ducha ni en el retrete. Sin poder componer su pinta,
deciden salir.
En el pasillo, dan voces para saber si hay alguien. No obtienen respuesta. Se miran y bajan por las
escaleras. Llegan a la sala, encuentran objetos de cristal en un par de muebles y el retrato de una
autoridad que no conocen; nada que delate algo íntimo sobre los ocupantes de la casa. En una
mesa pequeña hay un teléfono, y Grace se dirige hacia él. En cuanto levanta el auricular, se da
cuenta de que es demasiado ligero: simple utilería. Vuelven a escuchar el organillo. Cuando la
melodía cesa, el silencio lo consume todo de nuevo. Se miran, contrariados, y prosiguen con la
exploración. Paul, desconcertado, se pasa una mano por el cabello y frunce el ceño. Grace empie -
za a morderse las uñas.
Siguen indagando y llegan a la cocina. En una mesa cuadrada hay fruta, una jarra y dos vasos
vacíos. Paul abre la llave del grifo. Nada. Se toca las sienes y decide sentarse, frustrado. Grace
intenta abrir las gavetas; las que logra forzar están vacías, otras son falsas como las frutas de cera
al centro de la mesa. Mira la alacena y descubre latas de conservas junto con un par de cajas de
sopa deshidratada de cebolla y varios frascos de leche en polvo, nada de líquidos.
Los espectadores beben sus refrescos y malteadas. La pareja les contagia la sensación de deshi-
dratación. Un vendedor de hot-dogs y otro de helados se pasean con dificultad entre las hileras
de asientos.
Grace carraspera y le dice a Paul que necesita beber algo de inmediato. Él, pensativo, se pone de
pie y le pide que salgan de la casa. Afuera se ofrece ante su vista un sitio que tampoco reconocen
y que los hace dudar incluso de estar en la ciudad; ambos niegan haber estado allí antes. La quie-
tud y el silencio desoladores los envuelven, un calor seco se extiende por el aire y los sofoca con
discreción. Grace se lleva una mano al pecho.
No ven ninguna figura humana alrededor. Paul justifica esta ausencia al recordar que es domingo
y, por la posición del sol, aún no es mediodía. Comienzan a avanzar por la acera e intentan hacer
memoria, rescatar algo de lo ignorado, cualquier detalle, por insignificante que sea.
A pesar de que caminan durante varios minutos, el paisaje no se altera, es la repetición de la mis-
ma calle con las típicas casas norteamericanas estilo victoriano: perfectas y simétricas, mismo
número de ventanas, techos a dos aguas, estructura de madera recién pintada y cuidados jardines
amplios. En uno de estos es donde descubren a dos niños de pie que, estáticos, parecen jugar con
una pelota inexistente. Al acercarse lo suficiente, se percatan de que ellos no mueven un músculo
ni reaccionan a sus llamados.
No tardan en descubrir que los niños son maniquíes vestidos a la perfección, muñecos con delica-
dos rasgos, cabello real y mirada de vidrio. Grace abre tanto los ojos que la intensa luz hiere sus
pupilas claras y se humedecen. Su desconcierto es tal que ni siquiera atina a especular en lo que
están inmersos. Recuerda la segunda opción: se han convertido en fantasmas ignorados, dos som-
bras huérfanas de cuerpo. Derrotada, se inclina y se descalza.
Paul hace un gran esfuerzo por no gritar, por no descargar su ira en una de las figuras. Toca el
césped y reconoce la flexibilidad del engaño; después se decide por un crisantemo, consciente de
que esa flor, la favorita de Grace, es de invierno. No se equivoca: el plástico de su tallo tarda en
ceder a la fuerza del ataque. Su pulso se acelera haciendo que la vena en su sien derecha palpite
visiblemente. Cuando escucha los pasos ahogados de ella acercándose, con el gesto descompues-
to de quien conoce su sentencia, le extiende la flor sin pronunciar palabra.
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Grace hace una mueca de disgusto al tocarla y la arroja.
Algunos espectadores aplauden. Ríen, apuestan entre ellos sobre quién de los dos perderá la
cordura primero y no paran de consumir alimentos. La mayoría, con un sobrepeso visible, pare-
ce digerir mejor las angustias ajenas con grasas, carbohidratos y líquidos azucarados.
Abrumados, se alejan de la escena y continúan en la misma dirección. En una de las calles deci-
den girar. Encuentran un auto estacionado con una persona dentro. Se toman de la mano y tratan
de componerse un poco; no disimulan una mínima alegría que se esfuma al llegar a la ventanilla
abierta, pues la figura es otro modelo de aparador con un traje que hace juego con su sombrero.
El Mercury es viejo y la pintura opaca, y caen en cuenta de que no han encontrado superficies
reflejantes; ese territorio parece condenado a no repetirse. No cabe más falsedad en el mismo
espacio.
Grace externa su desconcierto, niega con la cabeza en repetidas ocasiones y le pide a Paul que la
saque de ahí. El hombre, con manos temblorosas y sudor en la frente, le ruega que reanuden la
marcha. Sus piernas avanzan mecánicamente aumentando la velocidad hasta que se encuentran en
una carrera desenfrenada por encontrar a otro ser humano, uno que los rescate del horror o les
indique cómo escapar; una voz cualquiera que les haga saber que esto es sólo una broma y les
muestre dónde se ocultan sus amigos.
La concurrencia se emociona y elige que se active la música. El suspenso los hace comprar
abundantes carbohidratos y azúcares con creciente compulsión.
Ambos escuchan por tercera vez el organillo, que ahora se prolonga, y se detienen. Grace mira a
Paul y le afirma que debe haber alguien que active el mecanismo. Tratan de localizar el lugar de
donde surge el sonido, esa melodía que los despertó ante la pesadilla, mas este juego de adivina -
ción no es equitativo: descubren en la punta de cada farol dos pequeñas bocinas encargadas de
extender la tonalidad a cada rincón, acompañadas de cámaras.
La música tiene una presencia total y enloquecedora; Paul, en un intento por acallarla, se cubre
las orejas y emite sonoras amenazas al aire. Grace, alterada aún más por la reacción de su esposo,
se cubre la cara y se encoge sobre la banqueta, temblorosa; no llora, no permite que una sola lá-
grima desperdicie el escaso líquido que apenas conserva su cuerpo. No sabe qué tipo de reto es
éste, pero no piensa perder.
La mujer decide no levantarse ni dar otro paso hasta que quien los ha llevado allí aparezca. Paul,
tras fuertes inhalaciones, continúa andando y a dos cuadras encuentra edificios que se distinguen
del resto de las construcciones. El único al que puede ingresar es una especie de templo carente
de ornamentos religiosos. El organillo está justo en el centro, y a pesar de que el mutismo ha
vuelto a reinar, la ira y frustración de Paul se vuelven incontrolables y comienza a golpearlo con
un objeto metálico que encuentra cerca. Descarga en éste la furia acumulada, logrando que el
artilugio se active de nuevo y adquiera una velocidad frenética que distorsiona sus tonos y crea
una atmósfera desquiciante de repeticiones y sonidos agudos. Grace lo observa temblorosa desde
la puerta y lo deja hacer, le permite empeorar la situación para pretender controlar, al menos, su
ruina.
Los espectadores que votaron por Paul están confiados en que ganarán. Despreocupados, invi-
tan rondas de helado y chocolates a los niños, quienes suelen asistir sólo por los dulces, sin
preocuparse por lo que ocurre en la pantalla.
Paul se acerca a Grace. Las lágrimas de ambos son muestras involuntarias del fracaso. En silen-
cio, retoman su trayectoria original y, con pasos lentos, continúan caminando. Ella suspira cada
que una calle termina, arrepentida de haber escuchado las súplicas de Paul para ir a la fiesta de la
noche anterior. Estaba intranquila desde que supo que la casa de campo de los Jackson estaba
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kilómetros al noroeste yendo por la carretera. No debía estar cansada, cubierta de sudor y sucie-
dad en un pueblo plástico, sino en su hogar, disfrutando del brunch después de su baño en tina.
Paul, por su lado, maldijo la hora en que no aceptó compartir auto con los Highsmith a pesar de
saber que no se medirían con el alcohol. Ahora, su preciado Karmann está desaparecido y ellos
vagan en una maqueta a escala real de quién sabe qué periferia. Empieza a temer por sus vidas,
que Grace se desmaye por inanición y él pierda el juicio.
Varios minutos después, un enorme letrero de hierro con letras doradas y la palabra Celebration,
sostenido por dos columnas de ladrillo rojo, señala la frontera entre el solitario desierto en derre-
dor y el embuste del que intentan huir. Notan que la última manzana carece de edificaciones, sólo
es un parque simulado con árboles ficticios y un par de bancas.
Identifican a un hombre mayor sentado en una de ellas y Grace corre hacia él. Esta vez es Paul
quien cobra conciencia sobre la inutilidad de la precipitación, mas ella lo intuye como una salva -
ción real. Lo llama, le pide ayuda con desesperación, pero el anciano no voltea, parece no escu -
char. El perro echado a su lado tampoco muestra ningún signo de prestar atención.
Al acercarse lo suficiente, Grace nota un zumbido familiar: el vuelo de varias moscas al unísono.
A punto de tocarle el hombro, su brazo se detiene a escasos centímetros del cuerpo, a la distancia
suficiente para que uno de esos pesados insectos se pose sobre su palma. Lo aparta de inmediato
sintiendo una profunda repulsión. Con la cabeza ardiendo y palpitando, presintiendo el horror de
lo que tiene delante, prefiere no corroborarlo y empieza a alejarse. Ni siquiera piensa relatarle lo
sucedido a Paul; no nombrará al horror, no lo volverá real, no le dará el placer de atravesar el
enjambre de podredumbre para llegar hasta ellos. Regresa con la mirada baja para ocultar la hu-
medad a punto de convertirse en llanto.
Las dos horas de la programación estaban por concluir. La pantalla muestra la opción de reanu-
dar la función dentro de un descanso o dar paso al anochecer en el set. La mayoría, ansiosos del
desenlace, sopesa la opción de la oscuridad. La votación es terminante: los dedos rechonchos
oprimen el botón rojo para finalizar la transmisión. Las reglas son irrebatibles.
La luz comienza a extinguirse. Extenuados, no logran pensar en otra cosa que volver a dormir,
con la posibilidad de despertar en otro lugar, quizá el indicado.
Deciden entrar en una de las casas lujosas, las que rodean la parte central del pueblo condenado.
Ignoran por completo las figuras dispuestas en el comedor, ante una cena eterna. Suben a la recá -
mara. Grace no pronuncia palabra, comprende lo vano de cualquier expresión y esfuerzo, de cual-
quier empeño por tratar de comprender lo que ocurre. Paul, resignado, dice que será mejor des-
cansar un rato para recobrar fuerzas y salir más tarde a buscar la carretera.
Encuentran una cama y se recuestan fatigados, sudorosos. Paul, de espaldas a la única ventana, se
dedica a mirar a Grace con ternura mientras toca su rostro con las puntas de los dedos. Lamenta
no poder ayudarla, ignora cómo protegerla de una amenaza invisible que, sin embargo, es casi
palpable.
Ella sólo quiere dormir y despertar en su hogar, olvidar la aridez en su cuerpo y el hambre. Cierra
los ojos cuando los dedos de Paul se posan sobre sus cejas. Él también se abandona a la incons-
ciencia.
La última imagen en la pantalla es la de sus rostros asombrados cuando una blanquecina y ence-
guecedora luz, tan veloz como el fuego, invade por completo la habitación desde la ventana.
Treinta y dos segundos después de la claridad, los espectadores escuchan el sonido de la ansiada
explosión. Pocos aplauden. Para el auditorio, acostumbrado a brotes psicóticos tempranos, com-
portamiento errático y prematuras manifestaciones de desequilibrio mental, el corto espectáculo
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de la pareja en el sitio de pruebas nucleares fue mediocre, como lo habían sospechado. Sin em-
bargo, opinaron que valió la pena pagar los boletos sólo para poder observar el encanto de am-
bos. El dinero de las apuestas es devuelto. Abandonan con lentitud la sala. Algunos dejan cubos
y platos de cartón con sobras de comida en sus asientos o en el suelo, otros los arrojan con des-
dén al único bote de basura, sin que les importe acertar o no, y algunos se retiran todavía masti-
cando.
Es la segunda vez durante esta semana, y apenas es miércoles. Dalila va parada enfrente de él y,
aunque el hombre sentado del lado de la ventana se cubre con una mochila, ella lo ve agitar su
mano izquierda con prisa. Se pregunta por qué quien va a su lado no se queja y sólo evita mirarlo.
El lunes notó también que el sujeto delante de ella en los asientos movía el brazo derecho de una
manera mecánica y repetitiva. Dalila imaginó lo que él estaba haciendo y miró alrededor. Nadie
reaccionó.
Aunque su madre está algunos asientos atrás, va al pendiente de ella. Al bajar en la estación
de Metro, Dalila no menciona lo sucedido porque, de nuevo, la confusión la deja muda. Además,
toman ese autobús a diario, y cambiar de ruta no es una opción.
Dalila ha sido testigo de silbidos, gritos y hasta insultos cuando su madre les responde.
Nota que los hombres ven a Zaira con una mirada distinta, y algunos, al pasar a su lado, se le
acercan al oído para susurrar cosas que le generan muecas de asco.
Incluso a ella la han mirado así. Una de esas veces fue una mañana en la que no pudieron
abordar el metro en los vagones preferenciales. Un viejo la veía fijamente y buscaba acercarse.
Dalila puso al tanto a su madre y ésta lo encaró. Entonces él empezó a vociferar que estaban locas
y se bajó en la siguiente estación. El resto sólo miraba como aquella vez en la que, de regreso a
casa, Zaida empujó a un sujeto que se le acercó demasiado. Él se rio y se alejó de los reclamos a
gritos. O cuando su madre le arrebató el celular a un joven por fotografiarla y recibió un puñetazo
en el rostro.
A sus ocho años, la niña tiene claro que, cuando las agreden, una multitud es inútil. Es
como si aquello ocurriera en otra dimensión, como si no las pudieran ver ni escuchar. Como si
fueran fantasmas, o menos aún, sombras de fantasmas.
El viernes por la tarde, Dalila charla con su abuela, quien vive con ambas. “Llámame en
cuanto llegues al trabajo” y “avísame en dónde estás” son, según Dalila, sus dos frases favoritas,
pues las escucha a diario. Cuando termina la tarea, ve televisión. Su abuela prepara la cena y le
pregunta qué quiere para su cumpleaños, ya próximo. La niña le cuenta de su gusto por los caba-
llos y sus ganas de convertirse en jinete cuando sea mayor para así poder cabalgar estrellas, pues
su madre le aseguró que era algo que le encantaría hacer. La abuela sonríe al escuchar las fanta-
sías imposibles mientras las imagina.
Zaira sale de su empleo y se dirige al Metro. Dos cuadras antes, un hombre aprovecha la
oscuridad entre la luz mortecina de un faro y otro para atacarla por detrás. Le cubre la boca y la
arrastra a un baldío. En el forcejeo, ella suelta la bolsa donde carga un gas pimienta.
Poco después, una figura encorvada se abre paso entre la maleza y la basura y desaparece
con agilidad. En el escenario, un teléfono celular suena sin tregua junto a un cuerpo aún tibio.
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La fatídica noticia llega de madrugada. La abuela, con el corazón fracturado, enfrenta a la
par el duelo y la orfandad de Dalila, de quien debe hacerse cargo. No sabe cómo explicarle lo
sucedido, pero tiene que hacerlo. Poco antes del amanecer, la despierta y le pide acompañarla a
las jardineras. A pesar de la contaminación, algunos astros se esfuerzan por resplandecer. Le se-
ñala el cielo, suspira y suelta las primeras palabras:
—Mi amor, tu mamá ya está ahí arriba, cabalgando entre las estrellas.
RAÍCES Y FILAMENTOS (en rev. digital Tierra Adentro del FCE, CD México, 21/04/2020)
De todos los cadáveres del mundo, ése
era el más necesitado de compasión.
JOSÉ REVUELTAS
La luz de las ocho de la mañana es ideal para el cometido. Valeria toma diligente el espejo de
mano y las pinzas de depilar y se acerca a la ventana. Analiza con detenimiento su rostro, en es -
pecial el contorno de las cejas y los labios. Extirpa de raíz cualquier vello con más de medio milí -
metro de crecimiento. Si luego de diversos intentos no los puede arrancar, descansa unos segun-
dos para arremeter de nuevo. Queda satisfecha ya que logra liberar a su piel de los indeseables
inquilinos.
Cada tanto inspecciona sus fosas nasales con el mismo cuidado. Tan pronto un pelo se aso-
ma, Valeria prefiere arrancarlo a tener que recortarlo usando unas minúsculas tijeras, pues el leve
ardor y el atisbo de un estornudo la reconfortan.
Estas inspecciones matutinas son breves comparadas con las horas que llega a destinar para
depilar por completo y con sumo cuidado axilas, piernas, brazos, abdomen y pecho, labor que no
le permite descanso.
La vergüenza la acompaña desde la infancia. En la primaria, los tupidos y largos vellos de
sus piernas y brazos flacos la apremiaban a usar calcetas apretadas arriba de las rodillas y suéter
el año entero, sin importar el calor durante el verano sinaloense o el sudor por el esfuerzo en edu-
cación física. Las únicas personas entre las que se sentía cómoda eran sus padres, a pesar de sus
casi inexistentes folículos pilosos.
A los trece años inició la contienda permanente contra las fibras capilares más insignifican -
tes cuando la mamá de Sandra, su mejor amiga en ese entonces, le dijo que se parecía a la cantan -
te Alaska. Le prestó unas revistas donde observó el rostro de Olvido Gara, nombre real de la mu-
jer. Exhibía dos líneas delgadas a modo de cejas, los costados de la cabeza rapados y una melena
cardada con mucho volumen, maquillaje cargado y vestidos cortos entallados. Valeria, quien sólo
se vestía de negro y apenas usaba delineador oscuro, comenzó a darle forma a sus cejas hasta que
las depiló por completo. Frente al espejo del baño, sacó pelo por pelo y pequeños puntos de san-
gre dibujaron la zona ahora expuesta.
Junto con Sandra probó cremas, ceras frías y calientes, depiladoras eléctricas, agua oxige-
nada, peróxido y polvos decolorantes. A diferencia de su amiga, casi lampiña, su vellosidad desa-
fiaba cualquier producto o procedimiento. Por más que desterraba a los indeseados desde la raíz,
siempre volvían. Eran igual de necios que ella.
Se distanció de Sandra al notar que un pelo grueso y negro invadía su pubis y los alrededo -
res, incluso brotó una vereda que llegaba casi a su ombligo y un par de esos vellos circundó sus
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anchas areolas. Estaba convencida de que no era una mujer; hastiada de pelear consigo misma
para lograr algo por lo que su amiga ni siquiera se tenía que preocupar.
En quinto semestre de preparatoria, Valeria conoció a otra mujer que cambiaría su relación
con el exceso de vello. Comenzó a leer a Darwin en clase de Biología porque el profesor les daba
puntos extra cada bimestre si leían obras relacionadas con sus temas, y el primero que eligió
fue El origen de las especies. No lo hacía sólo por la recompensa, disfrutaba la asignatura y esta-
ba segura de que su vocación era ésa, quería ser bióloga.
Buscó más ejemplares del naturalista en la biblioteca de la escuela y encontró La variación
de animales y plantas domesticados. En ese libro halló la fotografía en blanco y negro de la me-
xicana Julia Pastrana. Aparecía ataviada con zapatillas, medias, un vestido de época de falda vo-
luminosa y amplia y un corsé muy ajustado que resaltaba su busto. Un collar con dije de cruz le
adornaba el cuello. El rostro grande cubierto de pelo parecía formar parte de otra imagen y estar
superpuesto. La nariz ancha y los labios prominentes y gruesos resaltaban tanto como la barba.
En el texto que acompañaba la foto leyó que Julia padecía de hirsutismo, aunque ésa no era
la razón por la que Darwin la incluyó en su investigación. El autor supo de Julia al recibir una
muestra de yeso de su mandíbula, que exhibía una hilera doble de dientes en ambos maxilares,
malformación culpable de sus rasgos simiescos. Darwin la describió como una persona muy edu-
cada con exceso de vello por todo el cuerpo y una barba masculina. Además, la ficha mencionaba
su lugar de origen, Sinaloa de Leyva.
Por primera vez, Valeria se sintió identificada con otra mujer. La obsesionó al grado de
pensar y casi asegurar que ella también era una Pastrana. Se preguntó cómo Julia había sobrevivi-
do y triunfado a pesar de su aspecto, o si en realidad fue este el que trazó su destino. Sopesó olvi-
darse de los rastrillos y las pinzas, detener el suplicio rutinario.
Llegó a la conclusión de que, al no aceptarse tal cual era, quizá estaba evadiendo su propia
suerte. Si en verdad era una Pastrana, debía tener alguna habilidad escondida que ya hubiera des-
cubierto de no perder tantas horas en el asiduo escrutinio de sus zonas más pilíferas.
Al llegar a casa le preguntó a sus padres si conocían a Julia Pastrana. Ambos, extrañados al
escuchar el apellido, respondieron que no. En su habitación, Valeria se dedicó a investigar en
internet y encontró varios sitios amarillistas e investigaciones serias en torno a la vida de Julia.
Leyó variaciones de la historia con elementos centrales que no cambiaban: nació en 1834 en Si-
naloa de Leyva, y había aprendido a leer y escribir en la casa del gobernador de entonces, de
quien era criada. La mayoría de las páginas incluían ilustraciones que exageraban los rasgos si-
miescos, así como volantes y pósteres que anunciaban sus presentaciones artísticas e incluso foto-
grafías de su cuerpo y el de su hijo recién nacido tras ser embalsamados.
Descubrió que lo más peculiar de Julia no era su aspecto: tenía una habilidad notable con
los idiomas y bailaba y cantaba con maestría; fue una mezzosoprano reconocida en diversos paí-
ses. Sin embargo, su apariencia peculiar la convertía en un espectáculo visual explotado por va -
rios hombres a lo largo de su corta vida. Supo que su cadáver estaba en Oslo y que otra artista
mexicana trabajaba ya en la repatriación del cuerpo.
Poco antes de concluir la búsqueda, encontró dos grabaciones breves en las que la cantante
desplegaba su don en las zarzuelas Jugar con fuego, compuesta por Barbieri, y Marina, compues-
ta por Arrieta. Una voz sublime le desveló la fuerza que había en Julia. Era una mujer extraordi-
naria, Valeria quería saber todo lo posible sobre ella. Entonces pensó que, de haber coincidido en
tiempo y espacio, no hubiera dudado en invadir su privacidad y comprarle un boleto a su esposo
para verla comer o dormir. De repente, un pensamiento más oscuro la invadió: si ella misma po-
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nía en duda su propia feminidad por un motivo estético, lo que ponían en duda en Julia era su
mera condición humana.
Valeria imprimió fotografías en el centro de cómputo de la escuela, armó un rompecabezas
coherente de la biografía de Julia y esa misma tarde buscó a Sandra para hacerla partícipe de sus
hallazgos. Antes de hablarle sobre Pastrana, la hizo escuchar las dos romanzas recordando las
tardes en las que tenían el pasatiempo de apreciar diferentes tipos de música para después adivi-
nar cómo era físicamente el artista.
Compartían unos audífonos sentadas en la banqueta afuera de casa de Sandra, quien escu-
chaba con atención. Extasiada, Valeria dijo:
—Se llamaba Julia Pastrana, ¿cómo te la imaginas?
—Alta, de pecho amplio. De cabello castaño oscuro o negro…
—Acertaste en el cabello, pero te equivocaste en lo demás. No llegaba ni al metro y medio.
Sandra hizo un gesto de extrañeza. Valeria sacó su celular y escribió en el buscador de imá-
genes “Julia Pastrana”. Le mostró su favorita, la que aparecía en el libro de Darwin.
—Llevo días buscando información sobre ella. Fue una mujer súper sensible y con muchos
talentos, ya le conociste uno.
Sandra miró las fotos con asombro.
—¡Parece un mono!
Valeria, ofendida, replicó:
—A mí no me gusta decirle así. “Híbrido maravilloso” o “la indescriptible” le quedan mu-
cho mejor, Julia era una extrañeza en cada aspecto. Ni te imaginas lo inteligente que era, hablaba
tres idiomas y ya escuchaste cómo cantaba. También era muy buena bailarina. Lo más sorpren-
dente es que nació aquí hace muchísimo, trabajó en la casa del gobernador y a los veinte años él
se la vendió al dueño de un circo en Nueva York, de esos que tenían espectáculos de freaks. Se
presentó en Estados Unidos y escribieron sobre ella en el New York Times. Luego la compró un
tal Teodoro, un empresario que se casó con ella y la siguió exhibiendo. Se aprovechó todo lo que
pudo de Julia e inventó historias para hacerla más famosa, como que, de niña, acá en México la
rescataron de una cueva donde la criaba un lobo. En ese entonces, la teoría de la evolución de
Darwin era súper popular, y decían que Julia era el eslabón entre el humano y el orangután, ¿te
imaginas? —Valeria hablaba deprisa, mirando sus manos—. La usaban para confirmar que los
blancos eran más evolucionados. Estando en Moscú se enteraron de que tendrían un hijo, y a
Teodoro se le ocurrió vender entradas para el parto. Ése fue su último espectáculo, el bebé murió
muy pronto, ella tampoco sobrevivió. Lo peor es que Teodoro mandó disecar los cuerpos para
seguirlos exhibiendo, ¡¿puedes creerlo?! Él se murió en un psiquiátrico, y los restos de Julia y de
su hijo rondaron de aquí para allá, hasta cayeron en manos de los nazis. Después los guardaron en
una bodega en Oslo y se volvió a saber de ellos cuando robaron los cadáveres. El gobierno de
Noruega sólo pudo rescatar el cuerpo de Julia, lo resguardaron en el sótano de una universidad.
Hace poco, otra artista de aquí empezó a pelear para traerla de vuelta. Ya te imaginarás el embro-
llo en el que anda. Pobre Julia. ¿Sabes? Nunca la trataron como a una persona, pero ella sabía que
lo principal era aceptarse tal cual era; antes de morir, sus últimas palabras fueron “muero feliz
porque me amé a mí misma” —Valeria terminó de hablar y su sonrisa de disipó al ver que Sandra
no había dejado de mirar con repulsión mal disimulada las imágenes de Julia en su celular, y en-
tendió que fue un error tratar de acercarse a ella de nuevo. Sintió como una afrenta propia aquel
rechazo, le arrebató el celular, se puso de pie y se alejó con rabia.
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Julia Pastrana (de Wikimedia Commons).
***
Valeria no siente que se esté apropiando de un duelo ajeno, sino de uno olvidado durante
más de ciento cincuenta años. Trae un ramo de rosas blancas y es de los pocos que viste de negro;
la muerte de Julia es tan remota que los asistentes no sienten la necesidad de llevar el riguroso
negro para un luto respetuoso.
En la iglesia de San Felipe y Santiago, inmersa entre una multitud que no llora ni se lamen-
ta, tiene la sensación de que es la única en duelo. Valeria tiene veintiséis años, la misma edad que
tenía Julia al morir. Vino con la mínima esperanza de ver su rostro al menos por un instante, pero
colocaron un paño rojo sobre el cristal del féretro cerrado. Mientras observa el níveo ataúd de
zinc rodeado por miles de rosas, alelíes, casablancas y gladiolas igualmente blancos, imagina a
detalle las facciones que ha examinado en papel y en pantalla durante tanto tiempo. Lleva el ros-
tro y la voz de Julia en la memoria: evoca la larga cabellera negra, el cuerpo pequeño cubierto de
vello, la prominente barba, su timbre enérgico y grave.
El olor a incienso, a cera líquida y al cúmulo de flores crea una atmósfera tan sofocante
como el aire cargado que respira el gentío reunido en ese espacio amplio ahora reducido. Antes
de colocar su ramo entre el resto, toma un capullo.
Al terminar la misa, Valeria sigue el cortejo fúnebre al panteón municipal. Cuatro hombres
llevan el féretro al sitio indicado al tiempo que la tambora ambienta la peregrinación de diez mi -
nutos. Ya que depositan el féretro en una fosa de cemento, empleados públicos le arrojan flores
entre capas de tierra y mezcla gris. Con su mejor puntería, Valeria lanza con fuerza el capullo
sobre las cabezas de los asistentes y se alegra al verla aterrizar en el sitio indicado. El único que
se percatan de la hazaña es un niño que la mira con curiosidad.
Al terminar de colocar la lápida en la que se lee en letras grandes y negras “Julia Pastrana,
1834-1860”, la multitud comienza a dispersarse y Valeria camina algunas cuadras más para llegar
a un parque.
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No tiene con quién compartir el momento. En la agencia de publicidad pidió permiso para
tener el día libre. El motivo fue el entierro de un familiar. Sin indagar ni darle el pésame, su jefe
directo accedió. Hubiera querido que le preguntara qué familiar era, qué había sucedido. Tener la
oportunidad de hablar de Julia una vez más, decir que la fallecida era una prima mezzosoprano a
la que le encantaba viajar.
TERRITORIO DE BRUJAS (en rev. digital Tierra Adentro del FCE, CD México, 30/10/2020)
Existen distintos tipos de fuego. Está el que quema y calcina. El que ilumina, reconforta y no
hace daño. El que sólo sabe de gritos y dolor. El que sana y limpia. Josefa podía transformarse en
cualquiera de los cuatro.
Su cuerpo era el reflejo de su nombre: duro, fuerte. A pesar de eso, al caminar parecía que flota -
ba, apenas rozaba el piso. Su piel antigua, de edad incalculable, acumulaba la arena del desierto;
su cabello larguísimo preservaba la tiniebla de la noche y el olor del almizcle. La conocí cuando
un hilito de sangre que corría en mi pierna derecha alarmó a mi padre. Él me mandó a limpiar, me
dio unos trozos de manta de cielo y me dijo que me pusiera uno dentro del calzón. Asustada, obe-
decí. Mi madre se había ido a aliviar de su quinto hijo con la abuela, yo era la mayor. Cuando
regresé, él me estaba esperando con un bulto de ropa. Me tomó con fuerza del brazo, con más
temor que ira, y me encaminó al cerro de San Pedro. Cuando ya no había casas ni ganado a la
vista, apenas en las faldas, me soltó.
—De aquí te sigues tú sola. En una media hora vas a ver una casucha, ahí tocas. Te vas a quedar
un tiempo allá. Estate serena, chamaca —me dio una palmada en el hombro que casi me tira y
regresó por donde mismo. Mi padre parecía gastarse con las palabras, por eso siempre había ha-
blado tan poco. Al soltar un vocablo se encorvaba, como si se desprendiera de su alma de a po-
quito con cada sílaba, por eso no hice preguntas. Tampoco me dio tiempo de abrir la boca porque
él salió disparado, huyendo de algo invisible.
Oscurecía y empezaba a refrescar. Entre el silencio se colaba el sonido de una serpiente cascabel;
de matorrales agitados por las correrías de liebres y tlacuaches. Los quebrantahuesos volaban en
círculos. Yo estaba tensa. Intuí a dónde iba, mas no para qué. Avancé cada vez más de prisa, es-
quivando los cardones y los nopales de púas afiladas, hasta que comencé a trotar. No podía fijar-
me bien en el camino y las rocas me hirieron los pies. Los zarzales secos me arañaron las panto -
rrillas. Cuando empezaba a quedarme sin aliento, vi una luz redonda y roja. Me dirigí hacia ella.
Sentí que el fuego se alejaba conforme yo me acercaba. De pronto estuve frente a una puerta des -
vencijada. Me arrodillé para tomar aliento y se abrió. Primero me llegó un aroma dulce, a hinojo,
luego, una voz se fue asomando entre la oscuridad:
—Mija, qué bueno que ya llegaste, te estaba esperando desde hace rato. ¿Qué haces ahí en el sue-
lo? Pásate, que el vapor frío te viene siguiendo —Josefa traía un chal sobre los hombros, un vesti-
do holgado y opaco y un paño sobre la cabeza del que pendía un collar de cuentas de colores.
Llevaba el cabello negrísimo y largo atado en una coleta. Retrocedió y dejó la puerta abierta.
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Nunca llegué a entender cómo, en aquel pueblo olvidado, la gente, sigilosa y gris como las pie -
dras o arisca como planta de desierto, parecía estar al tanto de cualquier detalle ajeno a su pere -
za.
Tardé en tomar confianza y entrar, ¿qué otra cosa podía hacer? ¿Qué hubieras hecho tú? Si regre-
saba, mi padre era capaz de llevarme de las trenzas con Josefa. Entré y me quedé al lado de la
puerta, por si acaso. Un olor a herrumbre me dio la bienvenida. Luego descubrí que también olía
a moho, a tela guardada. El lugar, apenas iluminado por una lámpara de aceite, parecía abandona-
do. Una cortina separaba la cocina del resto. Había distintas sillas y sillones repartidos a lo largo
de las paredes, por el pasillo que llevaba a una única puerta. Lo reducido de la fachada era eso,
una mera pinta.
—Teresa, deja tus cosas y ven a la cocina —más que una orden, su voz en la penumbra era como
un faro, y me dirigí a ella.
Dentro, el olor a manzanilla y canela hirviendo me llevó a una taza humeante sobre la mesa re-
pleta de hierbas secas, frascos con líquidos y plastas. Josefa señaló un huacal y se sentó en la úni -
ca silla desocupada. Me dijo que bebiera y el primer sorbo fue una sanación casi instantánea. Mi
vientre dejó de punzar.
—Tu mamá se acaba de aliviar y tu papá no sabía qué hacer contigo, así que te vas a quedar aquí
unos días. Lo que te pasó es normal, a todas nos sucede cada mes. Ya estás lista para traer chama-
cos al mundo y para entender el fuego. En mi cuarto te puse un catre, desde mañana me vas a
ayudar con los pacientes. En una semana estarás de vuelta en tu casa —al terminar de hablar, me
acercó una charola vieja rebosante de pan de anís recién horneado.
Sus ojos parecían estar cubiertos por una capa gris. Muchos decían que era ciega, pero nunca la vi
equivocarse al tomar algo, manotear en el aire ni dudar en sus movimientos.
En una colchoneta que chirriaba y olía a polvo, descansé mejor que nunca. Sin gallos ni alarmas,
Josefa despertó de golpe: “Ya es hora, niña, son las cinco en punto”. Salió del cuarto, luego de la
casa. La vi entrar a la letrina. Un poco más lejos, noté el reflejo de las estrellas en el agua negra
de una pila. Al lado, rumiaban una yegua con su potrillo. Me cambié el camisón, tomé una muda
y fui a la cocina. Dos mujeres ya estaban preparando infusiones, haciendo montones de hierbas,
separando hojas de ramas. A pesar de que la misma penumbra de la noche anterior reinaba den-
tro, pude observar, colgando alrededor del techo, pieles y pequeños animales secos, arrugados y
negros como pasas. Una de ellas me señaló un cuenco con pimienta roja y unos cucuruchos para
repartirla. Les dije que primero me quería limpiar. Una me alcanzó una jícara: “Y ni se te ocurra
meterte. Esa pila es para baños curativos”. Nunca vi a Josefa bañarse ahí, y aun así, no olía mal.
Su humor era dulce, igual al anís.
Josefa volvió con un hombre detrás y fueron directo a la habitación cerrada. No tardaron en llegar
los primeros pacientes. Yo sabía que trataba diferentes males, que la gente hacía fila durante ho -
ras y que más les valía llegar temprano. Pero si preguntabas dónde quedaba la casa, nadie te de -
cía. Era como un pacto comunal: visitarla, mas no hablar al respecto. Supe de personas que regre -
saban con un corazón nuevo, de mujeres embarazadas que volvían sin panza. Los del pueblo de-
cían que ella era uno de esos fuegos que tenían un pacto con el diablo, que no era mujer de dios.
Y aún así, no dejaban de visitarla.
En Catorce, cuando había luna llena y el bramido ardiente del viento traía un tufo a huevo podri-
do —que los viejos comparaban con la peste del azufre del infierno—, luego se veían bolas de
fuego en el aire, luces que nos acompañaban, como la que vimos hace rato. “¡Son las brujas!”,
decían, “vienen a buscar niños para chuparles la sangre. Hay que persignarse tres veces cada que
uno las ve, para librarse de todo mal”. No había otra explicación cuando un bebé de meses moría
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en su cuna, ¿qué otra cosa lo podía matar? Las confundían con las tlahuelpuchi, y hasta pensaban
que lo que asustaba y hacía huir a unas, tenía el mismo efecto sobre las otras. No sabían que el
ajo, las tijeras y los espejos no actuaban contra el fuego.
Catorce está poblado por generaciones enteras saturadas de terror, obstinadas en sus creencias.
Josefa sólo hacía el bien, lo sé por el tiempo que viví con ella. Esos siete días se convirtieron en
cinco años; ya no volví al pueblo. Me vine acá, para Matehuala, y fui a dar con tu abuelo.
Te decía: muchos odiaban a Josefa, la llamaban “bruja” como si eso fuera algo malo, la criticaban
por no tener hijos, por estar sola. Alegaban que su matriz estaba llena de guijarros y espinas, y
que me iba a pasar lo mismo. Pero Josefa no los había tenido porque no deseaba quedarse con un
solo hombre, porque no había que elegir entre el placer y la libertad.
Le echaban la culpa de cada desgracia, en especial los hombres. La utilizaban como amenaza con
los niños pequeños y no tan pequeños; iniciaban la tenebra [ chismorreo] y la maldecían por lo bajo
cuando, por cualquier razón, debía bajar al pueblo. Por lo mismo, sus ayudantes, siempre discre-
tos, se encargaban de lo necesario para los rituales de sanación. Que te quede esto bien claro:
Josefa, más que una bruja, era una curandera.
Mi primer día me dieron un chal que debía llevar puesto siempre, dentro y fuera de la casa, cu -
briéndome medio rostro. El olor a herraduras oxidadas del sitio se disfrazaba con la esencia pene-
trante de las ristras de ajo, los manojos de yerbanís, ruda, hierbabuena, altamisa, epazote, llantén,
flor de muerto, sincuya… También había montones de raíces y semillas dormidas, cogollos, ho-
jas, pelo y granos de maíz. Me mostraron por primera vez las casitas de avispa, las espinas de
puercoespín, el coral, la cáscara sagrada, los corazones verdes y los huesitos resecos de distintas
alimañas. “Cada elemento con distintas propiedades medicinales”, dijo una, “lo mismo son bon-
dadosos que peligrosos. Cada cuerpo es diferente; debemos ser precisas”, dijo la otra.
Josefa atendió durante horas seguidas a los pacientes conforme iban llegando. La mayoría eran
adultos, aunque en ocasiones llevaban niños que necesitaban una limpia, con torsión de intestinos
o una simple gripe. A falta de médico en Catorce, ella era la única alternativa. Una vez, un peque-
ño se coló hasta la cocina y preguntó: “¿Qué comen las brujas?”, “bolín, biznagas y a ti”, soltó
una de las ayudantes al momento. El niño salió de la cocina y no se volvió a mover de su asiento.
Poco antes de cumplirse el mes, la sangre me visitó de nuevo. Al anochecer, sin nada más que el
olor del desierto, aparecieron tres bolas de fuego a lo lejos. Verlas moverse fue muy bello, era
como si danzaran. Sus llamas se tocaban, alargaban sus lenguas rojas y se alejaban para encon -
trarse de nuevo. Josefa dijo que era el baile de iniciación. Luego de eso, me mandó a la choza
trasera, donde vivían las dos mujeres. Comencé a acompañarlas al pueblo una vez por semana
para hacer mandados y traer lo que hiciera falta. Noté que, quienes me miraban, lo hacían con
cierto respeto o temor. Agachaban la cabeza si pasaban junto a nosotras y se persignaban. Ahí
entendí que volver no sería tan sencillo, y me conformé con ver a mi madre y a mis hermanos
desde lejos. A veces ella se escapaba e iba a la casa de Josefa, me dejaba alguna prenda y dulces
de leche o camote.
Todos los días se trabaja igual, “no hay descanso para la enfermedad”, decía Josefa. De seis de la
mañana a cinco de la tarde, la puerta de la casa permanecía abierta. A las cinco y media se cerra -
ba. Había días en que llegaban casos urgentes o a deshoras porque venían de fuera, y ella siempre
supo hacer un espacio para cada uno.
Cuando aprendí lo suficiente sobre las hierbas y podían confiar en mí para surtir los tratamientos,
Josefa me permitió presenciar sus consultas. Mis recuerdos son turbios: entre la oscuridad mal
iluminada por cirios viejos, el olor nauseabundo a carne podrida y el humo del sahumerio, no sé
qué tanto de lo que vi fue real. El aire en ese sitio, que yo sentía como un pozo asfixiante y húme-
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do, era denso; costaba moverse y respirar. Trata de imaginarlo: sólo me ubicaba por su voz, al
escuchar sus susurros. El cuchillo era siempre el mismo, un deshuesador oxidado pero filoso con
una cinta negra en el mango, tan viejo como ella. El procedimiento tampoco variaba. El paciente,
recostado bocarriba o bocabajo, según se requiriera, era envuelto por hechizos, Josefa se enco-
mendaba a Nakawé, la madre y la vida, y con una estocada certera abría piel, grasa, carne y hue-
so. El hombre que la acompañaba, su mano derecha, presto ayudaba a rasgar y separar para que
ella sacara el “daño”, como le decían a la enfermedad o al mal que aquejara el cuerpo. Luego,
Josefa, ávida, metía los dedos, adornados siempre con sus anillos enormes de oro y plata, y hun-
día también las manos. Extirpaba el tumor, el hígado, la vejiga, la próstata o matriz, el pulmón o
hasta el corazón dañado, incluso huesos; lo lanzaba lejos y sacaba de una caja de madera, adorna-
da con lagartijas de chaquira azul, un tejido u órgano idéntico y sano, lo levantaba sobre el cuerpo
recipiente y lo dejaba caer. La entraña siempre se hundía en el lugar exacto, emitiendo un ruido
líquido al embonar. Todo aquello transcurría en baños de sangre y dolor, y si se trataba de un
hombre, había además gritos y blasfemias. Después, Josefa pasaba las manos sangrientas sobre la
herida, untaba menjurjes y colocaba vendas. Recetaba lo indicado y decía que, después de tres
días de reposo, estarían sanos y podrían volver a trabajar. A los del pueblo los trataba con breba-
jes y pócimas; a los extranjeros, con medicamentos. A quienes eran muy católicos, les recomen-
daba rezar; y a los huicholes, el contacto con la tierra, invocar a Tatewari, el abuelo fuego.
No me preguntes de dónde salían esos órganos, yo tampoco lo sé. Algunos decían que eran dona -
ciones; otros, que Josefa se los arrancaba a los animales desperdigados. Ve tú a saber. Para el
caso, a nadie le interesaba mucho la procedencia, siempre y cuando recuperaran la salud.
—Ya lo ves, niña, ni demonios ni diablo, esta es la pura magia de la tierra, la naturaleza misma
de la vida. El universo susurra en soledad, son sus palabras las que sanan a través de mí. Yo no
me convertí en sanadora, nací siéndolo. Nadie me dio a elegir. Aprendí a descifrar los secretos, a
utilizar el poder. A comprender el cuerpo —me dijo Josefa al terminar la primera faena en la que
participé—. Esta sabiduría se remonta al inicio de los tiempos, de nuestros orígenes. La naturale-
za es una diosa poderosa, yo nomás la interpreto. Estos ritos, ofrendas y sacrificios me ayudan a
proteger a todo aquel que lo pida. Nuestra tierra seca nos obliga a esto, a comunicarnos con ella.
Hechicera o bruja, da lo mismo cómo me digan. No te imaginas cuántas somos. Aunque nunca
las hayas visto, ahí andan, estamos al tanto las unas de las otras. Hay otras que hablan con los
muertos, adivinan el futuro, tienen visiones. Yo nomás curo.
¿Sabes que Wirikuta es tierra sagrada? Para los indígenas, el mundo como lo conocemos nació
aquí. De ahí viene el poder de esta tierra. Nuestras bolitas de fuego no son otra cosa que un buen
augurio, la esperanza para muchos; el alivio de la enfermedad, el consuelo para la aflicción. Una
guía en medio del abismo.
El poder en la sangre y las manos de las brujas es inmenso. No temas cuando las veas de nuevo
en medio de la oscuridad muda. Piensa que podría ser yo.
No se atrevió a ver y tocar su sexo sino hasta los doce años. En su hogar la desnudez era, junto
con la blasfemia, lo más condenado. Su madre le enseñó, al igual que a Guadalupe, su hermana
mayor, a bañarse siempre con un camisón blanco, y cuando se duchó por primera vez sin ropa y
miró su sexo, creyó que estaba enferma o deforme. ¿Cómo podía estar sana esa carne suave y
violácea? ¿Por qué estaba tan prohibido siquiera verla? Llamó a su hermana y se la mostró. Gua -
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dalupe la miró unos segundos para después voltear la cara y pedirle que se cubriera y saliera del
baño rápido. Sí, eso era normal. Sí, así era ser mujer.
Descubrió que aquello no sólo se veía extraño, también se sentía diferente. Tras tocarse por fuera,
sus manos siguieron un curso natural que la llevó a rozar un punto desconocido y emitir sonidos
espontáneos; apareció el placer, un deleite que la acompañó desde entonces y que evolucionó
junto con ella hasta convertirse en una criatura alimentada de sustancias adictivas liberadas en
cada orgasmo, un endriago seductor y dominante, una sombra que la cubría por completo y diri-
gía su vida.
Tenía tiempo observando al hijo del jardinero, un joven fornido que visitaba tres veces a la sema-
na su amplia casona en el pueblo de Tacubaya para ayudar en lo que hiciera falta. Aprovechó una
mañana en la que su madre y su hermana salieron al mercado de la colonia Guerrero. Su padre,
como de costumbre, estaba desde temprano supervisando el movimiento en su establo a las afue-
ras de la ciudad.
El muchacho, dos años más grande que ella, sabía cómo actuar. En la bodega, en cuanto ella se
acercó, levantó el vestido de Consuelo y hurgó en su entrepierna con desesperación; tenían el
tiempo contado. Consuelo lo dejó hacer, ya había escuchado a la criada en turno hablar sobre la
habilidad del joven con la lengua y los dedos, del vigor de su miembro. Una penetración forzada
y dolorosa le mostró, al acoplarse de forma natural, un universo de sensaciones cuya intensidad
iba creciendo conforme él también se acercaba al éxtasis. Menos de un cuarto de hora después, él
se secó el sudor con un trapo y se lo pasó para que se limpiara los fluidos que acompañaban al
hilillo de sangre entre sus piernas. Ella acomodó su vestido y se retocó el peinado. Sin decir pala-
bra, cada uno salió por un sitio diferente.
Consuelo pensó que era otra, sentía en su rostro el reflejo de lo que acababa de suceder y, en lu -
gar de ocultarse, buscó, soberbia, a quienes estaban en la casa para saber si notaban algo diferente
en ella. El único comentario que recibió fue que estuviera lista para la cena a las ocho.
Los encuentros continuaron durante los días de mercado. El jardinero, al enterarse, le dijo a su
hijo que no perderían el empleo por la calentura de una vieja y le prohibió regresar.
Consuelo empezó a asistir a las celebraciones del barrio que su familia consideraba vulgares.
Viernes y sábados bailaba y bebía pulque con los jóvenes de la colonia, y se perdía con ellos en-
tre arbustos o autos para volver a la fiesta con más ímpetu. Anhelaba sus bocas ávidas, sus manos
y miembros intranquilos. Sus propios dedos no la satisfacían igual, el tacto conocido resultaba
monótono. Quería aprisionar con ansias cada falo y no dejarlo ir, alimentarse de ellos. La vorági -
ne que abrasaba sus entrañas era mucho más fuerte que ella, una tea transformada en hoguera que
sólo podía ser contenida con un hombre dentro.
Los rumores no se hicieron esperar. Condenada por los suyos, la encerraron bajo llave. Su padre,
de carácter nervioso y consumado a los negocios, dejó que su esposa fuera la responsable, a pesar
de que ella misma estuvo internada varias veces en la Quinta de Salud de Tlalpan por «agresivi-
dad e insolencia» e incluso, durante una crisis, le había roto la nariz.
Aislada en su habitación, Consuelo no tuvo más que remediar la urgencia por mano propia, ahora
llegando al exceso: su vulva se volvió cárdena de tanto frotar, introducir, restregar y golpear en
busca del cada vez más lejano orgasmo. El dolor se tornó placentero. Hastiada de gritos y gemi-
dos, su familia buscó ayuda.
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Contactaron a un especialista francés, aprendiz de Eugenio Frey, célebre por curar la histeria fe-
menina. Su técnica consistía en un masaje pélvico con aceites naturales para lograr el «paroxismo
histérico». Con la madre presente en la habitación de Consuelo, el hombre le pidió a la joven que
abriera las piernas y flexionara las rodillas. El francés aseguró que, aunque ése era trabajo de las
comadronas, él prefería hacerlo personalmente para asegurar un mejor resultado. Sacó un frasco
de aceite de nardo y, conforme la habitación se impregnó del aroma cautivador que predisponía
los sentidos, introdujo sus dedos índice y medio de la mano derecha en el líquido. Después se
sentó al lado de la cama y se acercó a Consuelo escurriendo un poco de aceite. Masajeó su vulva
y clítoris. En segundos, ésta experimentó un orgasmo profundo y, entre gemidos, apretó con fuer-
za la mano de su madre, que estaba a su costado. Satisfecho, el francés dijo que seguirían el trata-
miento con frecuencia y lo irían espaciando según los avances, hasta realizarlo una vez por sema-
na.
Consuelo empezó a estar de buen humor, acataba las órdenes de su madre y de su hermana y no
hacía más que pasar sus días en la biblioteca familiar, entre ficciones impresas en miles de pági-
nas. Descansaba bien por las noches, y aseguró que la tranquilizaba el olor a nardos que imperaba
en su habitación.
Su madre comenzó a llevarla los domingos a la misa de la Iglesia del Purísimo Corazón de María
y a pasar el resto de la tarde en la Glorieta de Mariscal Sucre, en la colonia del Valle. Entre sema-
na, se volvieron constantes sus visitas a los Bosques de Chapultepec junto con su hermana.
Consuelo, al ser vista de nuevo en las calles, era requerida a través de las ventanas por los hom-
bres que había frecuentado. Su madre descubrió que algunos incluso recibían cartas gracias a la
ayuda de la nueva criada, quien también les concertaba citas en la bodega. Guadalupe, al saber de
la recaída, instigó a su madre a tomar medidas más severas: una reclusión total.
Guadalupe se encargaba de la alimentación de su hermana, cautiva de nuevo, y fue la primera en
notar el ligero abultamiento en su vientre. Aunados a las náuseas que no le permitían desayunar,
los síntomas se reducían a una sola explicación. Guadalupe indagó entre sus conocidas cómo re-
solver el nuevo problema. No estaba dispuesta a sufrir más calumnias vergonzosas. Ella, una
solterona de veintiocho años que llevaba la administración de los bienes familiares, creía que
Consuelo aún podía conseguir marido y tener suerte si se deshacían del inconveniente.
Supo entonces de Felícitas Sánchez, una enfermera de Veracruz que cobraba cincuenta pesos por
realizar un aborto, precio elevado porque su trabajo era impecable: tenía las mejores manos y
ojos para aquella delicada tarea. Cobraba unos pesos extra por realizar el procedimiento a domici-
lio. Sin escatimar, Guadalupe decidió mandar por ella.
Felícitas realizó el procedimiento con sigilo y se marchó en cuanto recibió el dinero. Consuelo
yacía, pálida y sudorosa, aún en el letargo del éter. A pesar de que tuvo que permanecer en cama
más de dos semanas y de que hubo que tirar su colchón, se recuperó. Al padre se lo ocultaron
fingiendo una enfermedad complicada de infecciones y diarreas. Su madre, internada una vez
más, al enterarse de lo sucedido sufrió una apoplejía; murió a los pocos días de un infarto fulmi -
nante. Tras su muerte, que coincidió con los cambios políticos y económicos que acarreaba el
cardenismo, el padre era una aparición que se refugiaba en el establo y rara vez volvía a dormir.
Abrumadas por la última tragedia, tomaron como señal un anuncio en el periódico Excélsior: un
médium conocido como el Jorobado de la Colonia Guerrero revelaba que podía hablarles a los
muertos a través del espiritismo. Decidieron asistir a una sesión para tratar de hablar con su ma -
dre. Temerosas, llegaron a la plaza de Garibaldi y atravesaron las vecindades hasta el sitio indica-
do. Mientras esperaban su turno conocieron a Dolores Gambino, quien se presentó como una
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reconocida seguidora de la escuela kardeciana y les habló de las sesiones que realizaba con su
grupo selecto de señoritas. Desconfiadas, las hermanas decidieron salir de ahí.
Ya en casa, Consuelo convenció a Guadalupe de visitar a Dolores al menos una vez. Además, no
tenían que ir las dos: una se podría quedar en casa por si aparecía su padre.
El siguiente miércoles, Consuelo llegó puntual a la casa de Dolores. Las sesiones se realizaban en
la sala, en un ambiente iluminado por velas. Antes de comenzar le dijeron que, si lograban esta-
blecer comunicación con algún espíritu, éste se manifestaría a través de una voz áspera en las
cuerdas vocales de Dolores. Tras comenzar, una energía densa invadió la sala y los cirios se apa-
garon de un momento a otro. La electricidad inundó la atmósfera con una fuerza que volvía impo-
sible cualquier movimiento.
Dolores, ojos en blanco y cuerpo tenso, habló con una voz prestada, apenas pronunciando las
palabras: «¿Sabes por qué te lo quitaron? Porque era un hijo del demonio, de Satanás. Un niño
que no debía nacer. Eso está muy claro. Era un bebé impregnado con azufre del mismo infierno,
del averno que tienes entre las piernas. Y no será el único con esa suerte».
Al escucharla, Consuelo sintió un hueco profundo en el pecho que le dificultó respirar. El ardor
en los ojos le impidió llorar y reconoció a la bestia incandescente agazapada, esperando. No vol-
vió más, pero aquel encuentro fue decisivo: el tiempo que estuvo convaleciente en cama se difu-
minó de su memoria y los hombres recobraron su especial atractivo: altos, bajos, delgados, obe-
sos, rubios, morenos… cualquiera despertaba el deseo: la virilidad, el miembro flácido esperando
por sus manos, su boca, su cuerpo entero. Al verlos, empezaba a sentir un corazón miniatura pal-
pitando en sus genitales y un deseo incontrolable de ser poseída.
Fastidiada, Guadalupe tuvo que contratar al francés para empezar de nuevo la terapia, pero recha-
zó acompañarlos. Él se negó a trabajar solo, así que ella tuvo que darle algunos pesos más a la
criada para que realizara los masajes. Aunque Consuelo descubrió que también podía ser tranqui -
lizada por manos delicadas, femeninas, convenció a la mujer de llevarle algún hombre a cambio
de más monedas.
No tardaron en volver las náuseas. Guadalupe le advirtió que era la última vez que la ayudaba. Se
dirigieron juntas al departamento de Felícitas en la colonia Roma. Fueron y volvieron en el mis-
mo taxi, un Ford viejo, y le pagaron el triple al conductor por el tiempo de espera y por la mancha
de sangre que Consuelo dejó en el asiento trasero. Su recuperación fue más lenta y dolorosa.
Antes de que la enfermedad acabara con la familia, Guadalupe decidió internarla. Llegaron juntas
al Pabellón de Servicio Generales de La Castañeda, donde solicitó, con seiscientos pesos en la
mano, que ingresaran a su hermana como pensionista. En el apartado «Descríbase su delirio, ex-
travagancias, sus dichos y actos irracionales y todo lo anormal que se haya notado en la conducta
del enfermo» bastó que escribiera insumisa, blasfema y exaltada en la mitad de la hoja en blanco
para que la aceptaran. El psicólogo a cargo interpretó el comportamiento de Consuelo, según lo
atestiguado por Guadalupe, como furor uterino con un «carácter marcadamente erótico, insumi-
sión, rebeldía y algo de ateísmo».
Con una calma relativa, Consuelo aceptó quedarse. Esa misma noche tuvo accesos de risa incon-
trolable que culminaron en la inconsciencia. Volvía en sí llorando sólo para retomar el ciclo; de-
cidieron sedarla y mantenerla atada a su cama. Al otro día la fuerza ejercida en su cuerpo fue sus-
tituida con psicofármacos; el control mental suplió al físico.
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Guadalupe la visitaba cada domingo. Sin embargo, terminó abandonándola porque un médico
afirmó que las continuas peleas entre ambas desataban «ataques histeriformes» en la interna.
—Dolores, tiene que haber alguna forma de liberarme de esto. Pregúntale, ella te dirá qué debo
hacer. —Consuelo sabía que sólo una voz sin cuerpo podía comunicarse con Dolores, pero creía
que si era insistente lograría su objetivo. Caminaba a un costado de las hortalizas con la idea de
que los terrenos baldíos precedentes eran un buen sitio para una sepultura. Tocó los barrotes me-
tálicos pensando cómo podría salir—. Esta ciudad no debería ser una fortaleza.
Margarita, la enfermera, notó que Consuelo hablaba sola y fue tras ella. Aunque la mayoría de las
veces no podía entender lo que pronunciaba porque las palabras se perdían en un susurro diluido
en el aire, hacía lo posible por responderle como si se dirigiera a un animal pequeño que no en-
tiende el lenguaje humano.
Las dos mujeres no podían ser más opuestas. Lo primero que las diferenciaba era la ropa: el uni-
forme blanco —a excepción de la capa azul marino— de Margarita contrastaba con el vestido
amplio de lino floreado de Consuelo. La enfermera era baja y robusta, y la interna, alta y esbelta.
El cabello rojizo de Consuelo se mostraba siempre en una larga trenza, mientras que el de Marga -
rita era un bulto negro resguardado por una cofia. A pesar de la diferencia de edades, Margarita,
quien aún no cumplía dieciocho años, alcanzaba la década que la distanciaba de Consuelo debido
a la falta de cuidados en la piel.
Margarita, como el resto de sus compañeras, no había concluido la educación básica. Tomó el
trabajo porque La Castañeda estaba a cuadras de su casa y realizarlo parecía sencillo: cuidar a
una interna del Pabellón de Pensionistas de primera clase. Debía permanecer en el psiquiátrico de
lunes a domingo, un día a la semana podía dejar el manicomio. Debía hacer que la interna tomara
los alimentos y las medicinas en los horarios adecuados, asegurarse de que durmiera el tiempo
suficiente y vigilar su comportamiento y salud. En caso de alguna emergencia, debía vocear a la
segunda jefa de enfermeras o a la jefa, quienes sí estaban tituladas y podían requerir al médico de
guardia.
El cuarto que habitaban ambas en el primer piso del edificio tenía dos camas individuales y dos
pequeñas cómodas blancas en contraste con la duela oscura y gastada. Una ventana permitía una
buena iluminación durante el día a pesar del grueso cortinaje.
A las siete en punto, Margarita desactivó el despertador de cuerda. Se desperezó y se puso en pie
para tomar su bata:
—Buenos días, preciosa, ¿cómo amaneciste? La mañana está fresca, más vale abrigarse. Aquí
está tu medicina.
Consuelo, amodorrada, abrió la boca y pasó las pastillas con un trago de agua.
—No me quiero bañar…
—El agua tibia te va a reanimar, ya verás. Además, hoy te toca bordado, y siempre haces unas
cosas muy bonitas. Ándale, a ver si hoy nos toca desayunar bistec, acuérdate que les queda bien
rico.
Consuelo sonrió y se puso en pie con la ayuda maternal de la enfermera. Tras ducharse en un área
compartida, visitaron el comedor, donde las esperaban unos huevos a la mexicana y café aguado
con un pan. Después, Margarita la llevó al taller de manualidades durante algunas horas y, un
poco más tarde, a las dos, volvieron al comedor por un plato de fideos y arroz rojo, picadillo,
asado de pollo, frijoles, agua fresca y una fruta. Alrededor de las cuatro pasearon por las hortali-
zas —cuando los trabajadores ya se habían marchado— y llegaron hasta los jardines antes de que
los pabellones de hombres abrieran sus puertas. Ya por la noche, Consuelo, agotada, tomó otra
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dosis de medicamento junto con la cena: lomo de cerdo frito y algunas verduras, café con leche y
más pan. A las ocho ya estaban en cama, listas para volver a despertar a las siete y empezar la
rutina.
Lo que evitó que los días se sucedieran como copias exactas unos de otros fue una punción que
los medicamentos ya no podían sofocar. Una tarde, conversando sobre el pasado, Margarita habló
de sus siete hermanos y el campo de Michoacán, y Consuelo de sus tardes de lecturas, gusto fo-
mentado por su propia madre al comprarle cada semana, cuando era niña, libros infantiles de Ca-
lleja contenidos en cofrecitos metálicos. También habló de sus hombres, como el francés que le
colmaba el cuerpo con frotaciones y nardos. Cuando llegó a ese punto, sintió un hormigueo en las
plantas de los pies, una necesidad de ser tocada en un sitio específico. Su pulso aumentó. Necesi-
taba unos dedos, una lengua, una boca. Era el furor que la había controlado desde siempre, una
excitación que saturaba sus sentidos: frenesí traducido en espasmos. Margarita, asustada, supuso
que eso era una posesión demoniaca y pidió ayuda a gritos. La segunda acudió debido al alboroto
y la jefa convocó a su superior, quien describió el lapsus en el expediente médico como psicosis
maníaco-depresiva: «excitación maníaca… ninphomanía de origen histérico».
Cuando uno de los galenos la visitó para una revisión general, Consuelo se desnudó gustosa y
comenzó a tocarse alegando que veía la esencia erótica en las personas, que percibía un aura sen-
sual imperceptible para los demás, y que la de ese doctor era muy aguda. A pesar de que al menú
diario de fármacos se añadieron tres pastillas, ella notaba cómo, al estar junto a otro ser humano,
la fiebre surgía tímida siempre en el centro, atrás del ombligo, se expandía y se concentraba en su
sexo.
Las pastillas la mantenían serena; el fulgor era apenas perceptible. El único contacto que Consue-
lo tenía con los hombres eran las noches de cine de los sábados, función a la que también podían
entrar los trabajadores. Ahí conoció a Elías, el nuevo fotógrafo, un joven estadounidense alto,
rubio y de ojos azules muy bien parecido y de sonrisa fácil. Fueron vecinos de asientos en varias
ocasiones.
Un sábado, Margarita pidió su descanso. Por la noche, otra enfermera se encargó de llevar a su
propia interna y a Consuelo a la función. Poco antes de terminar la película, el fotógrafo salió, y
Consuelo lo imitó con sigilo. Lo siguió entre la arbolada que conducía a la entrada principal, notó
dónde vivía y tocó a su puerta. Las películas de Pedro Infante se convirtieron en la coartada per-
fecta para desaparecer por al menos una hora en el cuerpo de un hombre en aquel lugar tapizado
de ojos y rostros de papel en blanco y negro.
Su vientre abultado y senos hinchados, disimulados apenas por la bata rasposa y desvaída un
poco más suelta de lo normal, presagiaron lo que ella supuso su maldición. Margarita le prohibió
las salidas al cine mientras pensaba cómo explicarles la situación a sus superiores. El hecho no se
convirtió en un escándalo porque era algo usual en el Palacio de la Locura. Consuelo le aseguró
que su boda con el hombre más guapo del lugar, el que se encargaba de hacer los retratos, estaba
planeada dentro de unas semanas. Cuando interrogaron a Elías, éste se deslindó del asunto ale-
gando que sólo la había visto un par de ocasiones en el cine.
Margarita le explicó a Consuelo lo que sucedería. Le dijo que estaba prohibido que los bebés per -
manecieran allí. Consuelo le preguntó por qué, si las madres debían alimentarlos, y Guadalupe
respondió: «Se los quitan así de chiquitos para que ninguno de los dos sufra más. Para la leche
están las nodrizas. Ya hablaron con tu hermana y se niega a pagar para ayudarte. No te preocu-
pes, se lo van a llevar a la Casa de Niños Expósitos. Es común, siempre hay por lo menos dos
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panzonas en cada pabellón. Ya verás que será lo mejor para tu bebé…», aclaró al tiempo que
trenzaba el cabello cobrizo con cuidado.
Consuelo anhelaba estar vacía, libre. Intentó pedir ayuda personalmente, implorando que Felíci-
tas la visitara, pero la última carta que recibió de Guadalupe la condenó: no estaba dispuesta a dar
más dinero para corregir sus errores. No podía creer que, a pesar de estar recluida, sucediera de
nuevo. Además, un detective había descubierto el oficio de la Trituradora de Angelitos, como
apodaron a Felícitas, la mujer rechoncha de ojos saltones: «Debiste escuchar lo que decía la gente
y la policía cuando destaparon la cañería de su edificio, que esa peste no era de este mundo».
Los continuos llantos lograron que Margarita interviniera, pero los tés sólo le provocaron dolores
insoportables. Consuelo gritaba que quería sacar al invasor de sus entrañas, y una noche comenzó
a golpearse el vientre con furia hasta que la sedaron. Tuvo un ligero sangrado que no duró más de
dos días, y se preguntó si debía dejarlo vivir.
Llegó la temporada de lluvias abundantes, en la que se solían quedar sin energía eléctrica y nu-
merosas lámparas de gasolina iluminaban las estancias y habitaciones. En la cama, Consuelo mi-
raba hipnotizada la lámpara en la cómoda de Margarita; la sorprendía esa minúscula flama que
distorsionaba la realidad con su tenaz baile.
Antes de dormir, lo último que vio fueron los ojos de Margarita mirándola sobre el fuego casi
extinguido y sus labios fruncidos soplando. El rostro benévolo y redondo se mantuvo quieto hasta
que la totalidad de la oscuridad lo devoró y la ausencia volvió a llenar el espacio.
Consuelo, pira ardiente, soñó con Dolores y con su madre en una sola voz anunciando que el be-
bé sería un niño libre de mal, con unos ojos más puros que el cielo y un cabello finísimo y dora-
do. Despertó antes del amanecer y advirtió la lámpara encendida de nuevo. Quizá si combatía su
fuego con otro fuego todo acabaría. Tomó la lámpara de gasolina, con una mano quitó el mechero
encendido y con la otra vertió el contenido líquido en su vello púbico. La pelambrera castaña y
húmeda brilló con el reflejo de la luz. Acercó la flama moribunda y, de un instante a otro, se con-
virtió en una mujer ígnea que se consumía en vida junto con su calor mal disfrazado.
Consuelo sonreía mientras Margarita la cubría con una manta, tratando inútilmente de extinguir
unas llamas que, a la distancia, volvían crepúsculo la negrura.
Al momento de poner un pie fuera del auto, su semblante cambia. Deja a la Abigaíl sosegada en
el asiento del conductor y camina varios metros por la acera gris que bordea el estacionamiento.
Pasa cerca de una pareja que construye un precario castillo, ensartando fierros viejos entre sí,
mientras en la cajuela de una camioneta destartalada aguardan varios botes multicolores de plásti-
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co cerrados. El frágil castillo que resguardará a una mujer con mandil, donde el fuego calentará
un comal y vasijas de barro con guisados humeantes, estará terminado para cuando ella salga.
Llega a las escaleras que dirigen a la entrada principal. Sube y muestra su credencial. El guardia
abre la puerta y le permite pasar. Se detiene en un escritorio de madera desvencijado del siglo
anterior, cada objeto pertenece a otro tiempo. Entrega su credencial y le devuelven un papel blan -
co con algunas letras y números. En un mostrador contiguo entrega su bolso, saluda a los inspec-
tores alegres prestos a la plática y pasa a los cubículos de revisión, único lugar en el que es aten-
dida por una mujer. Casi siempre la recibe la misma. Pasan a un pequeño cuarto blanco similar a
un vestidor en el que la otra palpa cada parte de su cuerpo.
Le da permiso de salir, ella agradece, toma su bolso y se dirige a otro mostrador, donde enseña el
papel blanco y recibe un gafete con un cordón que debe llevar al cuello. Luego la marcan en la
parte interior del antebrazo derecho con tinta invisible. Atraviesa la reja de barrotes azules que
custodia el primer pasillo rodeado por campo, sus pasos ya saben a dónde dirigirse en aquel labe-
rinto plomizo. De repente, una ráfaga se cuela entre las hendiduras de las paredes y se aterra de
que la engulla aquello que viene a buscar. Traga saliva para ahuyentar el terror y avanza a través
de dos, tres rejas más, donde el procedimiento es el mismo: saludar al guardia e introducir su bra-
zo en una caja negra para mostrar el tatuaje temporal que sólo es perceptible en esa mínima oscu-
ridad con luz neón.
Encuentra a pocas personas en los pasillos grises, escucha murmullos que apenas son voces y
siente las miradas punzantes de los pocos que andan por los jardines adyacentes. Al atravesar la
última reja, se detiene y observa el patio con mesas y bancas de cemento ocupadas por un número
reducido de presos y visitantes. El sonido de voces que hablan a un nivel normal le da la bienve-
nida antes de que algunos la volteen a ver; otros charlan a la distancia, unos más están de espal -
das, en silencio. Reconoce la figura alta y delgada de Ernesto entre estos últimos. Saluda con una
sonrisa a los guardias que están a los costados. Sus miradas severas le recuerdan, como cada mes,
que, si alguno de los presos se pone violento o intenta hacerle algo, lo que debe hacer es correr a
toda prisa hacia los extremos.
Con pasos lentos que retrasan el encuentro lo más posible, llega al sitio. Ocupa el lugar frente a
Ernesto. Se saludan con un movimiento de cabeza y se miran unos segundos, ella reconoce en los
ojos de aquel la mirada lastimera de un can famélico. Él parece amedrentado y se mira las ma-
nos.
Hoy, la densidad de su mutismo le pesa a Abigaíl como nunca. Ernesto se aclara la garganta, pre -
ludio para hablar, y la mujer estira el cuello hacia él, mas éste no emite palabra alguna. Ella cono -
ce cada uno de sus silencios: el taciturno, el resentido, el rabioso. El de hoy es nuevo, los asfixia a
ambos. Trae consigo la tempestad.
Ella comienza a respirar por la boca y se lleva una mano al pecho al tiempo que Ernesto niega
con la cabeza. Se distancian un poco haciéndose hacia atrás, como si en aquellos centímetros que
acaba de interponer lograra encontrar el oxígeno faltante. Él suspira y, al levantar la mirada, se
encuentra de nuevo con aquellos ojos interrogantes que quisieran asomarse a lo más hondo de su
ser, así que los esquiva de nuevo. Permanece en su sitio. Siempre resiste. Esta rutina mutua de los
últimos martes de mes no ha sido alterada por ninguna de las dos partes.
Abigaíl mira a los otros. Algunos rostros de los visitantes imitan tan bien las muecas de los pre-
sos, que, si no fuera por los uniformes, sería difícil decir quién está purgando qué condena.
Hay instantes más breves que un pestañeo en los que piensa que él por fin dirá algo: al abrir un
poco la boca y humedecer los labios, al aclararse la garganta o rascarse la frente. A veces cree
que una disculpa está a punto de ser pronunciada. Pero no. Nada. Él sigue impasible. Ernesto
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hace un movimiento brusco y su quijada truena. Abigaíl no sabe si la quiere intimidar o si es él el
intimidado. Trata de tranquilizarse y recurre a su bolso. Se pone crema en las manos. A él le llega
el aroma cítrico que le trae a la memoria migajas de un placer distante. Luego ella saca un cigarro
y le ofrece otro. Ernesto acepta, único gesto de complicidad que ha mostrado en sus encuentros.
Ella enciende el suyo y le acerca el encendedor. La mano huesuda que lo recibe hace lo posible
por tocar sólo el plástico. Cuando dan caladas al mismo tiempo, el humo se reúne y sube en una
sola columna que se disipa pronto.
A diferencia del resto de las personas que visitan a los presos a esa hora y en ese día, la mayoría
mujeres, Abigaíl es de las pocas que entran con un bolso pequeño. En el resto de las mesas se
observan alimentos, refrescos y café que acompañan pláticas y discusiones animadas continua-
mente reprimidas por los guardias.
Quienes los observan se preguntan para qué se reúnen. Cuando Ernesto es cuestionado al respec-
to, responde que es algo que tiene que hacer. Por su parte, a Abigaíl nadie la cuestiona porque ha
tenido el cuidado de no mencionarle a nadie estas visitas.
Las primeras veces, ella se empeñó en hacerlo hablar, mas nada que dijera, nada que preguntara
podía arrancarle siquiera un monosílabo a aquel gólem reducido. Preguntas, recriminaciones,
distintos tonos de voz. Calma e ira, ambas daban igual. Así que comenzó a imitar su mutismo.
Está atenta al tiempo gracias a su reloj de mano. Lo mira con disimulo cada tanto. Cuando com-
prendió lo inútil de sus palabras, implementó una señal para indicar que la reunión había llegado
a su fin: mirar el reloj colocando su brazo sobre la mesa. De los cuarenta minutos permitidos,
nunca ha superado los veinte. Ernesto parece estar de acuerdo, no se ha quejado ni le ha pedido
que se quede más tiempo. Ella toma su bolso y lo mira a los ojos. Él también la mira. A veces,
como ahora, la mujer deja algunas mentas sobre la mesa tras ponerse de pie. Abigaíl recorre el
mismo camino a la inversa. Pasa por las rejas, muestra de nuevo el sello, llega a la entrada princi-
pal. Cambia el gafete por su credencial, vuelve a pasar por el cuarto de revisión. Entrega el papel
en el escritorio desvencijado y se despide del guardia de la puerta principal. Atraviesa el vidrio
negro y regresa a la realidad de los libres que purgan penitencias sin estar en confinamiento.
Vuelve a recorrer la acera sintiéndose veinte gramos más ligera, siente que una fracción de la
culpa se quedó ahí dentro, absorbida por Ernesto, quien ya debe caminar como si llevara zapatos
de hierro.
Para él, las visitas de la madre de la mujer a la que asesinó son una segunda condena silente que
aceptó cumplir sin protesta.
Abigaíl había terminado de cenar cuando sonó su celular. Aunque no solía contestar números
desconocidos, estaba tan relajada que no le dio importancia. Escuetas palabras la hicieron partíci-
pe de la tragedia. Con tanta historia funesta alrededor, se había prohibido imaginar cómo reaccio-
naría de ser alcanzada por la fatalidad, cuando ésta no tenía ni que asomarse por error. No gritó ni
lloró. Sintió un ardor punzante en el rostro y en la garganta que le impedía reacción alguna. No
podía pensar más allá del puñetazo que significaron las palabras “reconocer el cuerpo”. Lo que
siguió a las tres palabras que anunciaban la muerte de su hija ocurrió en una realidad que no era
la suya. La rabia y la tristeza se mezclaron junto con el pulso acelerado, recorrieron cada una de
sus extremidades y comenzaron a formar el núcleo de un explosivo en su vientre.
Clavada en el sillón, se quedó sosteniendo el celular casi una hora, pero la Abigaíl resuelta se
dirigió por las llaves del auto y bajó al estacionamiento. Condujo hasta la dirección que le señala -
ron. Al tiempo que manejaba, marcó varias veces el celular de Julia sin tener respuesta. Una vez
en el Semefo, respondió preguntas y firmó documentos mecánicamente. Antes de pasar a la mor-
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gue, le pareció escuchar las indicaciones en otro idioma. Asentía sin pensar. Sentía que sus pies
no tocaban el piso y que tampoco respiraba, que estaba suspendida en el tiempo.
A pesar de estar en verano, sintió un frío que iba en aumento. Sus extremidades estaban ateridas,
le dolía caminar. Al pasar al cuarto repleto de refrigeradores y camas de metal con cuerpos cu-
biertos, el médico forense le indicó cuál era el que debía reconocer. Mientras lo descubría hasta la
cadera, la palabra reconocer dio tumbos entre los oídos de Abigaíl a diferente volumen, el palín -
dromo perfecto para señalar que debía examinar las características de un cadáver y afirmar o ne-
gar su relación de parentesco. El cabello ondulado y castaño enmarcando las facciones aun pueri-
les, la nariz chata, los labios delgados, la piel clara, un tatuaje pequeño de un símbolo de infinito
que ella desconocía debajo del seno izquierdo. La pérdida de sangre la volvía más pálida de lo
normal. Sus ojos se anegaron al comprobar que aquella era su hija. Se enjugó las lágrimas y la
tocó para cerciorarse de lo que estaba ocurriendo. Su frío se acrecentó al palpar aquel glaciar hu -
mano.
El explosivo en su vientre detonó. Y pudo gritar y llorar de una forma tan terrible que desgarraba
lo circundante. Ahí estaba Julia recostada con los ojos cerrados, durmiendo el sueño eterno. Pen-
só en la Abigaíl petrificada en casa, libre de tener que realizar esta terrible labor.
Ésa fue la primera de una serie de pruebas que pensó que no superaría. La peor fue enfrentarse, a
la mañana siguiente, a las fotografías de los periódicos de nota roja que, aunque sólo mostraban
un cuerpo cubierto por una manta blanca rodeado de policías, exhibían lo que le sucedió a su hija
bajo la leyenda “Una pasión convertida en delito”. Las fotografías y la historia saturaban internet.
Quería comprar los periódicos y calcinarlos, hacer que desapareciera cada página que exhibía el
caso: lidiar con la situación sin millones de espectadores.
Las continuas llamadas para darle el pésame fueron otra prueba, lo mismo contratar un paquete
funerario y citar a las personas cercanas. Otra más, elegir el último atuendo de Julia, buscar entre
sus vestidos de color oscuro una prenda menos sobria, elegir su maquillaje y accesorios. Jugar a
las muñecas con el cuerpo de la adolescente.
Pidió autorización para maquillarla después de la autopsia. Llegó mucho antes al velatorio y la
encontró lista. Sin convencerse de su partida, de nuevo palpó su muerte. Colocó la base de ma-
quillaje con cuidado, después las sombras, el delineador y el rímel. Por último, el labial. Le puso
unos aretes de plata con forma de cruz egipcia y un dije que hacía juego.
Esa noche, acompañada de dolientes, el sentimiento de que no conocía del todo a Julia no hizo
más que incrementarse. Mientras velaba el ataúd que contenía la mitad de su corazón, custodián-
dolo para que no lo volvieran a dañar, escuchó hablar a los amigos de su hija. Describían a una
adolescente que ella apenas reconocía; mencionaron tantas visitas y situaciones de las que jamás
había escuchado que en cierto momento sintió que estaba usurpando el lugar de alguien más, el
de aquella Abigaíl que continuaba sosteniendo el teléfono.
Ningún familiar de Ernesto acudió al velatorio. El salón para cincuenta personas resultó inmenso,
y por más que pedía que bajaran la temperatura del aire acondicionado, en momentos tiritaba de
frío y le temblaban las manos y la voz. Algún chiste trivial la trajo a la realidad de la Abigaíl ori -
ginal, rio por unos segundos y, aunque aquella sensación fugaz de bienestar la hizo sentir como
una traidora, le recordó que había otro mundo esperando por ella después de atravesar ese um-
bral.
Antes de que anocheciera, el cuerpo fue cremado. Al mirarla por última vez, le tomó una fotogra -
fía. A las diez de la noche, le entregaron la urna de metal que había elegido previamente, esa que
decidió colocar en casa sobre un pequeño altar improvisado.
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Casi una semana después, asistió a otra de las pruebas más difíciles, una reunión de los compañe-
ros de clase de Julia. Cada uno compartió anécdotas con ella. Cuando llegó el turno de Abigaíl, le
resultó tan doloroso evocarla que no pudo mencionar palabra alguna. Pensó que, así como ella era
distintas mujeres, lo mismo ocurría con su hija. Una era la que vivía con ella, otra, a partir de
atravesar la puerta de la casa. Una distinta, la que había amado a Ernesto.
Había días en que volvía a ser la Abigaíl autómata que actuaba por inercia. Firmaba documentos,
recibía condolencias, reiteraciones de “no estás sola”, “cualquier cosa…”. Fórmulas aprendidas y
heredadas, expresiones repetitivas dichas por educación, vacías de significado. La visitaron algu-
nos amigos de Julia en distintas ocasiones. Y cada uno aportaba una pieza del rompecabezas para
armar a aquellas otras que también eran su hija. Y ella, al exponer diversas intimidades, sin saber-
lo, aportaba piezas a enigmas ajenos.
Comenzó a encontrar rasgos de cada una de las Julias al convertir su habitación en un sitio antro -
pológico, donde se detenía en cada detalle para intentar descubrir pistas. Los cuadernos de poe-
mas resultaron uno de los hallazgos más valiosos, al igual que la lista de cosas por hacer para el
resto del año. Encontró a una joven oculta entre hojas y letras, una en la que no había reparado.
La lista incluía terminar de leer los libros de la repisa superior, donde encontró La fuente del uni-
cornio, Oro y sangre y La increíble y triste historia de la Cándida Eréndira y de su abuela desal-
mada; tener un trabajo de verano en Plaza del Sol para comprarse la chamarra de piel que tanto le
había gustado, pasar los niveles intermedios de alemán en la aplicación de su celular y ver com -
pletas las películas de Buñuel de la colección del papá de Ernesto. Ahí estaba de nuevo ese nom -
bre.
A la Julia que más ansiaba conocer era a la enamorada. Y no tuvo que desearlo más: encontró
uno de los diarios de su hija en los cajones del escritorio, debajo de una colección de películas.
Así supo que Julia prefería guardar silencio porque sabía lo que diría su madre, porque la haría
dejar de verlo. Escribió que en algún momento todo volvería a ser como al principio, que ella
podría controlar lo que le sucedía.
Tal como lo declaró en el juicio, Abigaíl no tenía antecedentes de que el novio de su hija fuera
violento. Era un compañero de preparatoria con el que convivía a diario. Tenían varios amigos en
común con los que solían salir, y él la visitaba seguido en casa. En general, su relación era cor -
dial. O eso pensaban los demás. El único que tenía conocimiento de los problemas que había en
la relación era el padre de Ernesto, quien los había ayudado a librarse de disturbios en la vía pú-
blica y a resolver choques poco aparatosos, porque su hijo era mayor de edad y Julia no. Interce-
día por su hijo porque debía convertirse en un abogado como él, y si eso implicaba salir de casa a
las diez de la noche en domingo para solucionar un altercado en el que ya estaba involucrada la
policía, lo hacía sin reparos. Conocía el temperamento violento y explosivo de Ernesto porque él
se lo había heredado, y parte de su ayuda era para sanar la culpa que esto le provocaba. A Julia la
veía como una más de sus novias. No era la primera ni sería la última; se limitaba a ser amable
con ella y le hacía regalos para comprar su silencio.
Los celos de Ernesto sí eran conocidos entre sus amigos. La tarde del hecho hubo suficientes tes-
tigos para poder apresarlo después, a pesar de los intentos del padre por defenderlo y eliminar
pruebas. Durante el juicio, varios de ellos declararon que el grupo partió un sábado por la mañana
en varios autos hacia Tapalpa, se dirigían al Salto del Nogal. Pasaron la tarde nadando y bebiendo
en la cascada. La pareja comenzó a discutir, pelea que hizo que Ernesto obligara a Julia a dejar el
lugar para regresar solos, a pesar de los reclamos del grupo.
Fue la última vez que la vieron con vida. Ernesto cambió sus declaraciones en varias ocasiones,
pero finalmente aceptó que volvieron a la casa de sus padres, quienes no estaban en la ciudad. Se
encerraron en su habitación y alegó que su intención nunca fue matar a Julia, pues la amaba. Que-
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ría que dejara de llorar y cambiar su opinión sobre separarse, misma que reiteraba desde la casca-
da e incluso mucho antes, según su mejor amiga. Ernesto alegó que la abrazó con tanta fuerza y
por tanto tiempo, que ambos se quedaron dormidos. Al despertar notó que Julia no reaccionaba, y
lo primero que hizo fue llamar a su padre. Ambos pensaron qué hacer y éste terminó por llamar a
la policía. Ernesto aseguró que la idea de escapar fue suya. Aprovechó un momento para ir al
baño y salir por la ventana que daba a la calle. Subió al auto y condujo durante horas. Lo arresta -
ron en un paradero de la autopista Guadalajara-Colima, lo que agravó la condena.
Julia murió por asfixia a pesar de no tener signos de ahorcamiento. Los moretones en brazos y
piernas que ocultaba usando blusas de manga larga y pantalón fueron los únicos vestigios de la
violencia que sufría en silencio.
Compañeros del trabajo, familiares lejanos, excolegas, amigos con años de distanciamiento, pe-
riodistas, desconocidos y entrometidos interrogaron incontables veces a Abigaíl sobre lo sucedi-
do. Los abogados querían llevar su caso, los conductores de radio y televisión solicitaban entre -
vistas. Ella evitaba a la mayoría. Las opiniones se dividían en dos bandos: quienes compadecían a
Ernesto y quienes lo aborrecían.
Abigaíl descubrió que la pena por una pérdida adoptaba muchas formas. La de una sombra acosa-
dora, la de un demonio hostigador que no pueden predecirse ni controlarse, y que actúan con total
libertad sobre tu ánimo, tu vida entera. La de un perro fiel que te sigue a sol y sombra.
Visitó de nuevo la iglesia en la primera misa del mes. Escuchar la cantidad de oraciones dirigidas
al oído de Dios le hizo pensar que su susurro se diluiría entre la gente, que hacía tanto que no le
hablaba, que era muy probable que ya la hubiera olvidado. A pesar de no confesarse desde años
atrás, pensó que hacerlo la ayudaría a aclarar su mente. El padre le dijo que debía perdonar al
asesino “por caridad cristiana, por amor”. Y los restos frágiles de lo que alguna vez fue una sólida
fe comenzaron a desmoronarse.
Abigaíl había crecido en un hogar católico y se formó en escuelas de monjas, bajo la amenaza de
que Dios está siempre presente, sin importar lo íntimo de la situación. Se imaginaba que la obser-
vaba en la escuela, en el recreo, en los baños. El suyo era un dios que no conocía de vergüenzas,
un espía tenaz. Ahora, su fe era la misma que de niña, la diferencia era que no creía en la sarta de
restricciones y mandatos de la Iglesia. Al terminar la universidad, su familia la desterró por irse a
vivir con su novio sin haberse casado. A los veinticinco años se embarazó de la que sería su única
hija. Decidió ser madre soltera y continuó trabajando como profesora de latín en la Facultad de
Letras de la Universidad de Guadalajara hasta poco antes del parto, y logró compaginar su vida
profesional con la maternidad. Suplió el bautizo de la niña con un rito propio; no le impuso su
religión a Julia para ofrecerle la posibilidad de elegir una propia cuando ella fuera mayor.
Hablaba con su hija constantemente, tenían una relación cercana que se fue fracturando con la
llegada de la pubertad. Recordó que ella misma, a esa edad, se escapaba para salir los fines de
semana, y prefirió establecer reglas permisivas, no entrometerse demasiado ni preocuparse de
más cuando Julia buscara su libertad.
Cinco años atrás, durante la audiencia final del juicio, su perdón para Ernesto había sido sincero.
Con lágrimas en los ojos, lo abrazó ante los presentes. Desde entonces pensó que él no tendría
suficiente con un castigo impuesto por la ley. Hacía falta el castigo divino, ese del que muchos se
libraban o en el que no creían.
Sus ojos se negaron a soltar más lágrimas. Sentía el alma como una brasa. Al rezar, sus palabras
sólo sabían exigir. Su pensamiento se repartía entre el duelo y una obsesión enfermiza por Ernes-
to. En aquel océano de desesperación, logró divisar un peñasco al cual asirse, una esperanza entre
la angustia. Si decidió perdonarlo fue para librarse de él, de un yugo que no era la muerte, aunque
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se le parecía bastante. Abigaíl sentía que aún había una deuda pendiente. No con ella, sino con su
hija.
Eligió esperar y sanar a su tiempo. El primer año tras el perdón resultó el peor, incluso se culpaba
por seguir viviendo. Esos doce meses fueron lo más parecido a la eternidad. El segundo, reanudó
por completo su ritmo de trabajo. El tercero, volvió a sonreír, aunque la pérdida nunca le dejó de
doler. Al quinto, decidió que era suficiente. Se reconcilió consigo misma, hizo a un lado el rencor
que la carcomía, a tiempo para no perder por completo el cimiento y derrumbarse. Comenzó a
sanar, y supo que era hora.
Por más que fuera consciente del sinsentido del odio, le resultaba imposible ignorarlo. Regresó a
la iglesia solamente para escuchar que su alma estaba envenenada. Y al ver la imagen de Cristo
crucificado, lo escuchó con tanta claridad como si se lo susurrara al oído: “Tienes que buscarlo”.
Miró a los lados, estaba sola. Lo vio de nuevo y éste habló con claridad sin mover los labios y
con los ojos fijos en ella: “No lo dudes más”. Cuando llegó a su casa, volvió a ponerse el crucifijo
de plata que había guardado desde la muerte de Julia. Contactó a la administración del penal de
Puente Grande, donde Ernesto purgaba su condena, y le informaron que, al no ser familiar, debía
enviar una carta solicitando la autorización del presidiario para visitarlo.
Así lo hizo, y recibió la respuesta dos semanas después. En una escueta hoja blanca y con escasas
palabras, Ernesto le respondió que sí, que podía ir los martes temprano. Pasaron dos semanas más
en lo que Abigaíl reunió los documentos solicitados y tramitó el permiso. La primera mañana en
la que se encontró con él, la mujer sintió que revivían los bordes de su herida más honda.
Abigaíl, sin saber que ése es el último martes que visita Puente Grande, camina anhelando des -
pertar de la pesadilla, de los domingos de comprar flores frescas para el altar, de los martes de
desvelo para viajar al penal. Mientras cabila en su cansancio, la detiene una voz que ya ha escu-
chado en otras ocasiones. Es la vendedora desde su castillo marchito:
—Doña, usted tiene una luz que se ve desde por allá —dice y señala a la lejanía—. Cada que la
veo le hablo, y aunque usted ni me mira, yo bien sé que sí me ve y me oye —suelta con una son -
risa astuta—. Venga, le quiero contar algo.
Abigaíl, desconcertada, se acerca al puesto vacío.
—Yo sé que viene por lo de su hija, chula. Mire, aquí adentro se pelean a cada rato entre ellos y
se meten hasta lo que no en las venas, por eso hay tanto muertito. Los que están aquí hicieron
algo imperdonable, se ganaron el odio de muchos. Y el odio nos enerva tanto como el amor, ¿ver-
dad, chula?, pero nomás en eso se parecen, porque el odio nos pudre. Y entonces tenemos que
elegir si no el perdón, el olvido. Yo sé que usted no puede olvidar, por más que ya lo perdonó. Y
no la culpo, yo tampoco lo haría de estar en su lugar —la mujer niega con ambas manos al tiem-
po que mueve la cabeza de un lado a otro. Luego se limpia las palmas en el mandil—. A lo que
voy es que aquí le conseguimos de todo. También nos deshacemos de lo que se tiene que tirar,
usted nomás diga, nomás dé la orden, chula. Es cosa de quince días, a lo mucho. Ni tiempo le va
a dar de venir el mes que viene, ¿cómo ve? —la señora le guiña un ojo y voltea al comal para
girar las tortillas—. Usted nomás diga, chula.
Dos veces más escucha el “usted nomás diga, chula”, mientras la señora gira tortillas y revuelve
guisados. Abigaíl no se mueve del puesto. Días atrás, se enteró de que el padre de Ernesto aboga
cada vez por una condena más corta. Buen comportamiento, alega. Incluso habla ya de libertad
condicional. Saber que Ernesto está preso es muy diferente a saberlo libre. Una Abigaíl resuelta
se convence de que la única respuesta posible es la que le ofrece la señora, estira la mano y recibe
una tortilla con una servilleta debajo. La reina en mandil le indica con la cabeza que se marche.
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Ya en el auto, encuentra una hoja con un número de cuenta y la cantidad que debe pagar. La ma-
dre abandonada de sí, la docente, la mujer solitaria y la persistente le dan la bienvenida a la apo-
teósica. No volverá a recorrer los pasillos, escuchar murmullos, recibir miradas afiladas, pasar un
segundo más en aquel deplorable patio manteniendo una conversación visual. Ya no tendrá que
enfrentarse a un cuerpo cada vez más flaco en el que se amontonan las heridas de brazos picados
con venas destrozadas.
Se niega a ser testigo de lo que aquel dios acosador verá con detalles: conjunción de encierro,
odio comprado y fentanilo. Ya se perdonará luego a sí misma, por caridad.
FIN
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