La Cofradía Del Anillo

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La Cofradía del Anillo

(Aristóteles, Dickens, Joyce, Faulkner, Tolkien, Moore…)

Jaime González Galilea y Óscar Sánchez Vadillo


(Más Amicus veritatis, de Quintín Racionero)
Para Mercedes Samajón, anglófona de relumbrón
No digáis de mí que, débil, decliné
los trabajos de mis mayores, y que hui del mar,
de las torres que erigimos y las luces que encendimos,
para jugar en casa, como un niño, con papel.

Robert Louis Stevenson


Índice

Prefacio: Nick Cave y demás nibelungos…

Fondos y trasfondo de El Señor de los Anillos


Mi Año Dickens (2012)
Alan Moore en los ´80: cuando todos los futuros eran distópicos...
These are the stories of Edgar Allan Poe / not exactly the boy next door
Los anillos de Sebald
Dark in August: William Faulkner y Barack Obama (2015)
El largo y tórrido verano
Alan Moore en los 90´: From Hell y Supreme
El viejo Faulkner, con un par…
En torno a El ruido y la furia
Alan Moore en los 2000´s: La Liga de las Top Ten Prometheas…
Ulyssex
Keith Richards, más vivo que Carracuca…
Eneko, mimo gráfico
Lecturas en el Más Allá: Dickens y Delillo
¡Absalón, Absalón!
Alan Moore en 2015-2017: Providence, el último cómic…
Reprobación del ídolo “un poquito hijo de puta”
Wachtmen, por homonimia y equivocidad
The Raven confined
Charles Dickens, siglo y medio “post-mortem auctoris”
El tercer policía: los anillos infernales según Flann O´Brien
Los invictos
Nieves y bienes sobre Madrid a los 80 años de la muerte de Joyce
Grandes Esperanzas, de Charles Dickens
Wilkie Collins, bígamo, opiómano y novelista
Ringo Starr: el de en medio de The Beatles
Centenario del Ulysses: James Joyce contra las Neurociencias…
La “fragua” política atizada por Aristóteles
Cormac McCarthy, el último faulkneriano
El “Anillo del Retorno” en el condado de Yoknapatawpha

Amicus veritatis, Vida y obra de Aristóteles, Quintín Racionero Carmona


Prefacio: Nick Cave y demás nibelungos…

Debemos creer que nuestros demonios


privados pueden ser derrotados.
DKR, Frank Miller.

Ahora que no fumo, lo primero que hago al despertarme, mientras estoy en el cuarto de baño, es
ponerme música; y, así mismo, lo último que hago, antes de irme a la cama y rezar mis oraciones, es
escuchar música. Nunca me pongo temas de estudio, siempre versiones de concierto. No lo
valoramos lo suficiente, pero es un verdadero milagro que podamos hacer que Elvis reviva en tu
pantalla sudando y perdiendo el resuello en un recital en Las Vegas. Youtube es, así, el verdadero
tesoro de Alí Babá, aunque no hagan más que intentar estropearlo con anuncios cortarollos y
encuestas estúpidas. La sacralidad sigue existiendo en el s. XXI, pero despedazada bajo la forma de
una constante interrupción comercial. Dionysos niño también fue despedazado y devorado por los
titanes, que se creían invencibles, pero su corazón sobrevivió y Zeus pudo recomponerlo. En la
cuarentena dura me dio por poner conciertos completos de Nick Cave, el cual siempre me había
atraído pero conocía muy poco. Todas las noches de esos dos meses haciendo la cena con Nick
poseído de fondo (en realidad era al revés, lo que estaba de fondo era la cena...), y para que mi deseo
se viera colmado tenía que tomarme una cerveza, ser de noche y tener las ventanas bien abiertas -
estoy seguro de que mis vecinos lo comprendieron. Pues ha sido un gran descubrimiento, que me ha
hecho averiguar que o Nick me estaba esperando para estos 49 años y cierta experiencia del dolor, o
que he hecho mal en perdérmelo el resto de mi anterior vida. Pero es igual, uno tiene ya el oído
podrido de belleza. Hay tanta que llevarse a las orejas que podrías explorar Youtube durante cien
años, si otra pestilencia maligna nos confinase a todos en casa como larvas en su capullo.
Nick Cave es un dandi. Me recuerda, con esos trajes de Drácula y esos oros de rapero, el mito
de Paganini vendiendo su alma al diablo, del que ya se hacía eco Heinrich Heine. Sólo que él es
Paganini y a la vez Mefistófeles. Para ser estrella del rock, o del post-punk, o como lo queráis llamar,
hay que haber nacido con el físico adecuado para ello, y Nick lo tiene. Sólo existen, que yo recuerde,
tres excepciones a esta regla de oro: Roy Orbison, que podría ser tu tío Roy, el que te pellizca el
moflete, Phil Collins, que parece un camarero de restaurante caro, y Elton John, que si no llevase sus
galas habituales sería Paco Clavel entrado en carnes. Esas cejas de villano de vodevil, enmarcando
esos ojuelos gris-plata, que flanquean una nariz respingona de niño travieso, representan justamente
lo que sus canciones dicen, y sus canciones dicen exactamente lo que se cuece tras unos rasgos como
los suyos. Hablando es un hombre pausado, que controla bien la elección de sus palabras y la dicción
profunda con que las emite. En 2014 se hizo un documental bastante bueno sobre él y su mundo que
podéis encontrar en Google (esta vez no en Youtube, de manera que os ahorráis las salpicaduras en la
cara de la vulgaridad de los anuncios), aquí: https://zoowoman.website/wp/movies/20-000-dias-en-la-
tierra/
Está realmente bien, para lo que suelen ser estos artefactos hagiográficos. Rodado de manera
muy original, a la vez que muy cuidada y hospitalaria, con diálogos muy naturales y en el que Nick
nos da muy poco la paliza acerca de su sí mismo y su vida privada. Hay unas cuantas reflexiones
sobre el proceso creativo un tanto místicas o mágicas, pero según lo veía me he dado cuenta de que
me fastidiaban porque ya no nos creemos nada que no sea una realidad flagrantemente económica. En
esto nos han jodido bien, tanto unos como otros, marxistas y liberales, desde el s. XIX: todo lo que no
sea objeto de una transacción económica no existe, es una ilusión o una superstición. Y estas, a su
vez, son mercadeadas por gurús, sectas, sanadores, escritores cursis o manuales de anti-ayuda. Nick
Cave lleva anillos bien gordos en sus dedos, como Aristóteles 1, Edgar Allan Poe, Charles Dickens o
Alan Moore, que es el que se lleva la palma. A saber qué venenos contienen de su época de yonqui en
Berlín. Es un extraño habito ese de cuajarse de anillos los dedos, como si más que mano tuvieras un
guantelete, aunque no del Infinito. Portados por hombres, los anillos como que recalcan su virilidad,
sin dejar de ser ambiguos, algo que sabía muy bien Jack Sparrow. Anillarse a uno mismo como si
fueses un cernícalo es bello, y tiene algo de romanticismo oscuro. El planeta mismo es como un cofre
de ajuar que guarda varios carísimos anillos, aquellos que hacen circular las partículas infinitesimales
a velocidades de vértigo. Además, y como por casualidad, esos grandes personajes de la cultura son
también mis predilectos, tanto en filosofía como en literatura como en cómic, sin contar con otros que
se suman a la fiesta aquí, como Keith Richards, nibelungo también al igual que Ringo Starr, J.R.R.
Tolkien, por descontado, Wilkie Collins, dos alianzas de boda, G.W. Sebald, que escribió sobre
Saturno, William Faulkner, que, como trato de mostrar en estas páginas, intuyó el nietzscheano
Anillo del Retorno, Cormac McCarthy, que siguió a este último en lo que a buscar algo de luz en
mitad de las más tenebrosas tinieblas se refiere, y mi propio maestro, Quintín Racionero, que se puso
en hasta tal punto en las sandalias de Aristóteles que no podía dejar de incluirlo aquí a modo de gran
lección de lo que debería ser la Filosofía. Juntos -no incluyo a Green Latern porque sólo he visto la
película de Ryan Reynolds- representan mi particular “cofradía del anillo”, a la que he intentado
analizar y ensalzar en estas líneas para regocijo del curioso lector, todavía más si comparte esa
bizarra costumbre de metalizarse las garras.
Al año siguiente del documental de Cave, uno de sus hijos pequeños, de 15 años, probó el LSD
al lado de un acantilado y terminó siendo tragado por él veinte metros de vuelo sin motor. Nick decía,
en el docu mencionado, que no sabía si había conseguido honrar y mantener con vida a sus
fantasmas, y yo comprendo eso demasiado bien, sintonizo con ello. Pero también dice que es bueno
sentirse un dios aunque sea por un momento, en el escenario o dónde fuera, y a los padres, claro, más
vale no hacerles caso siempre en todo…

1
Lo refiere Indro Montanelli en su Historia de los griegos, Plaza y Janés, tomándolo, supongo, del español
Pedro Sánchez (no confundir con Pretty…), que en su Historia Moral y Filosófica, publicada en 1590, dice del
filósofo que “Andaba muy polido, y bien aderezado, y con muchos anillos en los dedos”, parágrafo quinto de su
La vida de Aristóteles, príncipe de los Filósofos Peripatéticos, allí contenida.
Fondos y trasfondo de El Señor de los Anillos

Leo también muchos libros de guerra y de misterio, pero no me


vuelven loco. Los que de veras me gustan son esos que cuando
acabas de leerlos piensas que ojalá el autor fuera muy amigo tuyo
para poder llamarle por teléfono cuando quisieras. No hay muchos
libros de esos.
J. D. Salinger, El guardián entre el centeno.

¿Quién no ha oído hablar de J.R.R. Tolkien y su obra magna, ahora que han pasado al celuloide
-con la colaboración de infinidad de bytes- incluso la precuela, El Hobbit, tras el tremendo éxito de
las tres partes de la saga del anillo? Y, mirándolo bien, hay que hacerse cargo de lo chocante del
fenómeno, puesto que, en términos estrictamente literarios, El Señor de los Anillos es la obra más a
contracorriente del siglo XX, y no digamos nada ya de lo extravagante de su permanencia en el siglo
XXI, en el que hasta las películas de animación desorbitadamente lucrativas de Disney/Pixar
contienen elementos de ironía y de caricatura social que están completamente ausentes en la escritura
de Tolkien. Piénsese si no en el ya viejo pero estupendo anticuento de hadas Shrek, esta vez de la
casa Dreamworks, del que se puede decir todo salvo que esté aquejado de la ingenuidad tolkieniana,
tan propia suya y tan apreciada, no obstante, a fines de los claroscuros años ’60 de la pasada centuria
—los cándidos hippies, en efecto, buscaban en la trilogía significados ocultos que les sirviesen de
guía para retornar a un modo de vida más sencillo y natural al estilo de una nueva Edad de Oro, e
incluso la banda de rock más sonada de entonces llegó a dedicarle una canción en su mejor trabajo:
The battle of evermore en el conocido como Led Zeppelín IV.
Que antes ya de la intervención millonaria de Peter Jackson la popularidad de El Señor de los
Anillos era grande lo demuestra bien a las claras el hecho de que en 1997 fuese elegido en el Reino
Unido como el mejor libro del siglo, con enfático echarse las manos a la cabeza por parte de los
dictadores del gusto británicos. Y su éxito ha sido tal que, inevitablemente, el relato de las crónicas
de la Tierra Media (no exactamente novelas: propongo romances) se presenta fatalmente reducido y
cerrado para el incondicional de la literatura fantástica, que parece quedarse siempre con ganas de
que Tolkien & Sons fuera acaso algo así como la firma comercial de un línea de best-sellers
internacional a lo Harry Potter, de modo que fuese ofreciendo al público cada poco tiempo más de lo
mismo para coleccionar escrupulosamente en interminables estanterías de la salita de casa 2. Pero lo
cierto es que El Señor de los Anillos no es solamente una pueril novela fantástica de aventuras más,
cuyo destino natural es un público adolescente impenitentemente machacador de videoconsolas
(aunque para limitarse a eso, extrañamente dotada con la molesta peculiaridad de sus exageradas
2
Y en parte así ha sido, debido sobre todo a la insistencia del tercer hijo de Tolkien, Christopher Tolkien, quien se
convirtió en ayudante suyo desde la mocedad, lo cual también ha concitado el reproche de algunos, como el crítico
cultural Jónatan Sark que afirmaba que “como principal colaborador de su padre para asuntos editoriales, además de
receptor y fan de sus historias desde bien pequeño, parece claro que siempre aportó un ojo relativamente externo y
ayudo a poner en orden y a clarificar todo tipo de información, desde cronologías hasta los famosos mapas de la Tierra
Media que dibujó”, a lo que añade, por dar un poco de cal y otro de arena que Christopher Tolkien, en “su papel como
editor, primero en 'El Silmarillion' y después en los 'Cuentos Inconclusos y las Historias de la Tierra Media', dejan
claro que el legado estaba perfectamente protegido por alguien con una formación académica indudable (al fin y al
cabo, también él había acabado trabajando en Oxford) pero, desde luego, también por alguien que iba a estar sacando
todo lo sacable del legado de su padre”.
dimensiones), ni tampoco únicamente la mera excentricidad literaria de un profesor oxoniense -como
lo fue, por cierto, también Lewis Carroll-, acaso aburrido de tener siempre sus augustas narices
hundidas entre las páginas de áridos tratados de filología germánica. Ni una cosa ni la otra, ni la
mezcla de las dos -aunque sin duda ambas son parcialmente verdaderas-, sirven suficientemente
como criterio para dar cuenta de la génesis del libro ni de su tremenda repercusión posterior entre un
público lector de todas las edades ¿Qué es, pues, El Señor de los Anillos, habida cuenta de que se
trata de una obra de creación pacientemente labrada pieza a pieza en la década de los cuarenta por un
dulce y apacible profesor británico experto en lingüística? Y, sobre todo… ¿Qué interés puede
suscitar hoy semejante suerte de cuento de hadas ecológico -inspirado, por demás, en una moral
claramente anticuada-, farragoso y caudaloso como de hecho es, entre los resabiados y descreídos
lectores del siglo XXI, precisamente aquellos que los críticos nos dicen que han terminado con la
fascinación de la imprenta, matado, en consecuencia, la novela, y estrangulado hasta sus últimos
estertores la pausada fiesta de la comunicación escrita?

Para empezar, lo primero que hay que decir es que si el recurrido alienígena venido del espacio
exterior del tropo retórico habitual tuviese hoy únicamente en sus manos la obra de John Ronald
Reulen Tolkien (1892-1973) como solitario testimonio de la vida sobre este planeta en los últimos
sesenta años, resulta evidente que juzgaría muy erradamente por el sólo carácter de ésta la trayectoria
de la literatura occidental en el pasado siglo XX, por no hablar de la historia de la humanidad en
general. El Señor de los Anillos supone, en efecto, la eclosión -nunca mejor dicho: puesto que estuvo
en crisálida durante doce largos años- de una rareza inclasificable e inequívocamente arcaizante en el
panorama literario de los primeros años cincuenta (¡Por Dios! -exclamaría teatral el crítico- ¡Si para
entonces incluso William Faulkner había publicado la casi totalidad de su obra y recibido el
Nobel!). No obstante, no por ello el relato de la Tierra Media carecía de una cierta conexión con el
inmediato presente de una Europa castigada por las secuelas de la guerra (aproximadamente por las
fechas en que Tolkien ideaba lo que denominaba su nuevo hobbit, Chamberlain firmaba el Tratado de
Munich con Hitler), vínculo que se expresa ante todo en la forma de reflexión fabulada acerca de la
esencia del todavía dolorosamente reciente fenómeno del dominio fascista. En efecto, El Señor de los
Anillos refleja con sensibilidad poética e intención parcialmente alegórica un estado de cosas que fue
la más lacerante seña de identidad política de su tiempo, como escribe a este respecto acertadamente
Patrick Curry:

La comunidad -los hobbits en la Comarca-, el mundo natural -la Tierra Media misma-, y los
valores espirituales -simbolizados por el mar- se encuentran en Lord of the Rings amenazados por la
unión patológica del poder estatal, el capital y la ciencia tecnológica que representa Mordor.

Tolkien, sin embargo, negó siempre cualquier relación entre su fantasía y el mundo histórico
real, tal vez por pudor literario -ya que, ciertamente, la alegoría establece un paralelismo muy tenue y
tangencial-, o tal vez por rabia hacia el propio mundo real, que había demostrado que nada
demasiado bueno se podía extraer de él. De hecho, si acaso tal relación existiera en la imaginación de
Tolkien, tomaría una orientación muy distinta, de forma que El Silmarillión sería la prehistoria de la
Tierra Media, su Biblia particular, así como la Tierra Media misma en su Tercera Edad sería, en la
ficción, la prehistoria de nuestro propio mundo. En cualquier caso, la Tierra Media es un vasto
mundo autónomo que Tolkien ha diseñado con increíble minucia en el espacio y en el tiempo,
dejando poco lugar para lo propiamente extraordinario. Lo explicaba mucho mejor que yo ahora
Fernando Savater ya en los años setenta en La infancia recuperada:
Una vez postulado lo fantástico, Tolkien hace de ello el más discreto uso posible (…) Pero la
presencia de lo cotidianidad, precisada del modo más realista, nos predispone a aceptar lo mágico,
cuya aparición nunca es más portentosa que lo estrictamente necesario. Gracias a su longitud, la
historia se va desgranando con todo el sosiego que exige el deliberado regodeo en los detalles y la
atención sin impaciencia a cada uno de los incidentes (…) Es como leer un antiguo poema mágico-
épico celta contado de nuevo por Dickens o Ridder Haggard.

Ahora bien: puestos en el caso de buscar un determinado simbolismo, intencionado o


inintencionado por parte del autor, más correcto, palmario y comprehensivo parecería buscarlo en el
singular catolicismo de Tolkien, una especie de cristianismo nuevo deudor, me parece, del
pensamiento religioso de G. K. Chesterton3, Hillary Belloc y otros, cuya área mayor de influencia fue
precisamente Oxford, y mediante el cual se pretendía devolver a la vieja y gastada cáscara del
cristianismo militante algo de la perdida inocencia y nobleza de unos idealizados tiempos
medievales. De ahí que el trasfondo más profundo de El Señor de los Anillos sea el relato alternativo
tanto de la creación y formación del mundo, como de la fórmula cristiana de la redención del mal y
del pecado original por mano de los humildes de la tierra: los hobbits... 4 En lo que se refiere a esto
último, la redención del mundo por los humildes, por los sencillos, no hay que olvidar que,
significativamente, el otro nombre dado por Tolkien y sus personajes a los hobbits son la “Gente
Mediana” (el criado de Frodo, Sam, es paradigmático a este respecto, y de hecho es el único que
conserva un nombre reconocible actualmente). Sólo la gente mediana puede salvar el mundo, parece
pensar Tolkien, y tampoco ella carece de una referencia directa: Los hobbits son simples campesinos
ingleses, pequeños de tamaño, porque esto refleja el alcance generalmente escaso de su
imaginación, aunque de ningún modo de poco valor o energía latente (…) Siempre me ha
impresionado que estemos aquí, que hayamos sobrevivido, a causa del indomable valor que gentes
muy pequeñas opusieron a fuerzas abrumadoras5 En El Silmarillión, la primera obra comenzada por
Tolkien y la más vocacional de ellas, no había hobbits, y sólo aparecieron más tarde: Mr. Bolsón
empezó como un relato cómico entre los convencionales e inconsistentes enanos de los cuentos de
hadas de Grimm, y fue arrastrado hasta el límite, de modo que incluso el terrible Saurón se asoma a
este límite (de nuevo Pierce). No obstante, la figura de Bilbo y del esquizofrénico Gollum/Smeagol,
que nacieron de un cuento infantil dirigido a sus hijos, precisamente The Hobbit, son probablemente
los caracteres dramáticos más marcados y personalizados de todo el relato hombro con hombro con
Sam Gamyi.
Lo más curioso es que el mensaje cristiano está ambientado en una añoranza de la Edad Media
europea con aporte de elementos celtas (el episodio druídico más característico, obviado en la
película, es el de En casa de Tom Bombadil), y gruesas pinceladas de aportes mitológicos nórdicos
(recuérdese el otro anillo, el de los Nibelungos), al modo de las sagas artúricas. La misma
proliferación de criaturas y razas -escorzos paganos en el marco de una más amplia perspectiva
cristiana- proviene de tales fuentes mitológicas, aunque en la finalmente ortodoxa visión terminal
tolkieniana tal biodiversidad esté destinada a desaparecer al término del relato. Y, en efecto, este es
en parte el objetivo de la Saga del Anillo: retirar las demás criaturas inteligentes de la faz del mundo,
dando así comienzo a la exclusiva historia -ahora sí, la nuestra- de la arrogante y ambivalentemente
dotada especie humana mortal6 El cristianismo triunfa así, al cabo, sobre el paganismo perceptible de
3
En cuya manifestación principal, el ensayo Ortodoxia -retraducido hace unos años en la editorial Ad Litteram-,
puede leerse justamente una ardorosa defensa de la pedagogía contenida en los cuentos de hadas.
4
Recuérdese el también por dos veces filmado C. S. Lewis (1898-1963), amigo de Tolkien y rector como él de
dicha universidad. En Tierras de Penumbra se filma su testimonio autobiográfico Una pena en observación, y sus
relatos fantásticos han sido puestos en imágenes en las célebres Crónicas de Narnia. Ambos formaron parte de los
Inklings -moradores de la tinta-, que el más honesto y bello nombre para un cenáculo literario que yo haya conocido.
5
Palabras del propio Tolkien reproducidas en J.R.R. Tolkien, Joseph Pierce, editado en Minotauro.
6
En El Silmarillión, que es una maravilla, la condición mortal de los hombres es una bendición que le ha sido
concedida como privilegio especial por su ausencia de cualidades en otros aspectos más materiales de la existencia. El
los elfos, aunque no debe pasarse de largo el hecho de que Tolkien concibió, no obstante, la
perversidad del anillo monoteísta como una usurpación inmanente del poder trascendente de Dios.
Pero antes de alcanzar tal conclusión, Tolkien dispara su inusitada industriosidad tanto como su fértil
imaginación, pues a esta misma biodiversidad de razas inteligentes corresponde en el interior mismo
de su relato una irradiación de lenguas artificiales perfectamente estructuradas a cuya construcción
dedicó veinticinco años de su vida —su propio diario personal estaba escrito en alfabeto fëanoriano.
Tolkien designaba a este proyecto su árbol interno7, que crecía y crecía con el paso del tiempo, y
que, según se decía acertadamente a la sazón en su necrológica del The Times:

No era un galimatías arbitrario, sino una lengua realmente posible con raíces coherentes,
reglas fonéticas e inflexiones en las que volcó todas sus capacidades imaginativas y filológicas; y
por extraño que parezca, fue sin duda la fuente de este esplendor incomparable y concreto lo que
posteriormente le distinguiría de los otros filólogos. No había avanzado mucho cuando descubrió
que todas las lenguas presuponen una mitología; y de inmediato emprendió la tarea de crear la
mitología necesaria para el élfico.

Y eso es fundamentalmente El Señor de los Anillos: nada más -pero tampoco nada menos- que
un complejo experimento literario montado sobre la necesidad de configurar un mito ficticio (¿y cuál
no lo es?) para dar razón de unas lenguas ficticias. En este sentido la empresa tolkieniana se muestra
en su faceta más formidable: Lo que ocurre, en realidad -escribe Tolkien-, es que el hacedor de
narraciones se demuestra un exitoso sub-creador [el Creador Titular es Dios, por supuesto, añado
yo]. Construye un Mundo Secundario al cual otra mente puede acceder. Lo que relata es “verdad”
en su interior; se ajusta a las leyes de ese mundo. Por lo tanto uno lo cree, cuando está, por así
decirlo, dentro de él. En el momento en que aparece la duda, se rompe el hechizo; la magia, o mejor
dicho, el arte, ha fracasado. Y uno retorna al Mundo Primario, mirando desde fuera el pequeño y
abortivo Mundo Secundario8. En este pasaje Tolkien no dice, al modo del Formalismo Ruso, que en
ese Mundo Secundario o ficticio todo tenga una consistencia únicamente estética, y que, por
consiguiente, en él sólo hay posible sentido con respecto a las interrelaciones del conjunto, sin
referencia alguna al Mundo Primario o real. Lo que se afirma, más bien, tal como yo lo interpreto, es
que el arte es el vehículo a través del cual una creencia toma contacto con un mundo distinto al real,
pero no por ello menos mundo que él, por cuanto ambos son igualmente creados. La sub-creación,
por tanto, es pequeña y abortiva vista desde la Creación, sí, pero no por su naturaleza estética, sino
por la condición de inferioridad real del sub-creador humano respecto al Creador pleno, divino.
Desde dentro, en cambio, la sub-creación exhibe su faceta edificante, al mostrar una filosofía de vida
y unos valores que en nada desmerecen respecto de los que ejercemos los hombres en el mundo real.
Por esta razón, en definitiva, Tolkien rechaza cualquier analogía de su obra con el mundo histórico,
aunque a sabiendas de que ningún artista responsable puede ni debe desligarse del todo de él. No
hecho de que, después, el hombre experimente la muerte como una condena, no es para Tolkien más que un ardid del
astutísimo diablo de turno para amargarle el regalo de este don -envidiado por los virtuosos y eviternos elfos- a la raza
humana. Bonito giro patafísico (o de metafísica-ficción) que recuerdo siempre porque me cayó enormemente en
gracia...
7
De hecho, el árbol como realidad y como metáfora tiene una gran presencia en la obra de Tolkien, no sólo
escrita, sino también en su parte gráfica. Árboles caminantes que se convierten en el ejército de reserva contra las
huestes preterindustriales de Mordor tienen un papel importante en el segundo volumen de El Señor de los Anillos,
pero también en uno de los escasos cuentos de Tolkien, La hoja de Niggle, sin relación alguna con la Tierra Media,
como en el siguiente pasaje, indisimuladamente simbólico:

Ante él se encontraba el Árbol, su Árbol, ya terminado, si tal cosa puede afirmarse de un árbol que está vivo,
cuyas hojas nacen y cuyas ramas crecen y se mecen en aquel aire que Niggle tantas veces había imaginado y que
tantas veces había intentado en vano captar. Miró el Árbol, lentamente levantó y extendió los brazos.
“Es un don”, dijo.
8
Citado en Tolkien, una biografía, Humphrey Carpenter, también editado en Minotauro, la edición mítica en España.
obstante, casi al final de Las dos torres, Tolkien se permitió una suerte de reflexión metanarrativa en
forma de diálogo que tal vez merezca la pena transcribir entera, puesto que se trata de Frodo y Sam,
ya muy cerca de la frontera de Mordor, acongojados, a la intemperie y con un negro nubarrón en el
alma, disertando acerca de la propia naturaleza de las narraciones; dice así:

-Sí, es verdad -dijo Sam-. Y de haber sabido más antes de partir, no estaríamos ahora aquí
seguramente. Aunque me imagino que así ocurre a menudo. Las hazañas de que hablan las antiguas
leyendas y canciones, señor Frodo: las aventuras, como yo las llamaba. Yo pensaba que los
personajes maravillosos de las leyendas salían en busca de aventuras porque querían tenerlas, y les
parecían excitantes, y en cambio la vida era un tanto aburrida: una especie de juego, por así decir.
Pero con las historias que importaban de veras, o con esas que uno guarda en la memoria, no
ocurría lo mismo. Se diría que los protagonistas se encontraban de pronto en medio de una
aventura, y que casi siempre ya tenían los caminos trazados, como dice usted. Supongo que también
ellos, como nosotros, tuvieron muchas veces la posibilidad de volverse atrás, sólo que no la
aprovecharon. Quizá, pues, si la aprovecharan tampoco lo sabríamos, porque nadie se acordaría de
ellos. Porque sólo se habla de los que continuaron hasta el fin... y no siempre terminan bien, observe
usted; al menos no de ese modo que la gente de la historia, y no la gente de fuera, llama terminar
bien. Usted sabe qué quiero decir, volver a casa, y encontrar todo en orden, aunque no exactamente
igual que antes... como el viejo señor Bilbo. Pero no son ésas las historias que uno prefiere
escuchar, ¡aunque sean las que uno prefiere vivir! Me gustaría saber en qué clase de historia
habremos caído.
-A mí también -dijo Frodo-. Pero no lo sé. Y así son las historias de la vida real. Piensa en
alguna de las que más te gustan. Tú puedes saber, o adivinar, qué clase de historia es, si tendrá un
final feliz o un final triste, pero los protagonistas no saben absolutamente nada. Y tú no querrías que
lo supieran.
-No, señor, claro que no. Beren, por ejemplo, nunca se imaginó que conseguiría el Silmaril de
la Corona de Hierro en Thangorodrim, y sin embargo lo consiguió, y era un lugar peor y un peligro
más negro que este en que nos encontramos ahora. Pero esa es una larga historia, naturalmente, que
está más allá de la felicidad y más allá de la tristeza... Y el Silmaril siguió su camino y llegó a
Eärendil. ¡Cáspita, señor, nunca lo había pensado hasta ahora! Tenemos... ¡usted tiene un poco de
la luz del Silmaril en ese cristal de estrella que le regaló la Dama! Cáspita, pensar... pensar que
estamos todavía en la misma historia. ¿Las grandes historias no terminan nunca?
-No, nunca terminan como historias -dijo Frodo-. Pero los protagonistas llegan a ellas y se
van cuando han cumplido su parte. También la nuestra terminará, tarde... o quizá temprano.
-Y entonces podremos descansar y dormir un poco -dijo Sam. Soltó una risa áspera-. A eso me
refiero, nada más, señor Frodo. A descansar y dormir simple y sencillamente, y a despertarse para el
trabajo matutino en el jardín. Temo no esperar otra cosa por el momento. Los planes grandes e
importantes no son para los de mi especie. Me pregunto sin embargo si algún día apareceremos en
las canciones y en las leyendas. Estamos envueltos en una, por supuesto; pero quiero decir: si la
pondrán en palabras para contarla junto al fuego, o para leerla en un libraco con letras rojas y
negras, muchos, muchos años después. Y la gente dirá: -¡Oigamos la historia de Frodo y el Anillo!»
Y dirán: «Sí, es una de mis historias favoritas. Frodo era muy valiente ¿no es cierto, papá?» -Sí, hijo
mío, el más famoso de los hobbits, y no es poco decir.»
-Es decir demasiado -respondió Frodo, y se echó a reír, una risa larga y clara que le nacía del
corazón. Nunca desde que Sauron ocupara la Tierra Media se había escuchado en aquellos parajes
un sonido tan puro. Sam tuvo de pronto la impresión de que todas las piedras escuchaban y que las
rocas altas se inclinaban hacia ellos. Pero Frodo no hizo caso; volvió a reírse-.
-Ah, Sam si supieras... -dijo-, de algún modo oírte me hace sentir tan contento como si la
historia ya estuviese escrita. Pero te has olvidado de uno de los personajes principales: Samsagaz el
intrépido. «¡Quiero oír más cosas de Sam, papá! ¿Por qué no ponen más de las cosas que decía en el
cuento? Eso es lo que me gusta, me hace reír. Y sin Sam, Frodo no habría llegado ni a la mitad del
camino ¿verdad, papá?»
-Vamos, señor Frodo -dijo Sam- no se burle usted. Yo hablaba en serio.
-Yo también -dijo Frodo-, y sigo hablando en serio. Estamos yendo demasiado de prisa. Tú y
yo, Sam, nos encontramos todavía atascados en los peores pasajes de la historia, y es demasiado
probable que algunos digan, al llegar a este punto: «Cierra el libro, papá, no tenernos ganas de
seguir leyendo.»
-Quizá -dijo Sam-, pero no es eso lo que yo diría. Las cosas hechas y terminadas y
transformadas en grandes historias son diferentes. Si hasta Gollum podría ser bueno en una historia,
mejor que ahora a nuestro lado, al menos. Y a él también le gustaba escucharlas en otros días, por
lo que nos ha dicho. Me gustaría saber si se considera el héroe o el villano... ¡Gollum! -llamó-. ¿Te
gustaría ser el héroe?... Bueno, ¿dónde se habrá metido otra vez?

De modo que Tolkien hace por un momento conscientes a sus protagonistas de verse envueltos
en una leyenda, a la vez que Frodo hace referencia a su situación como “la vida real”, un juego de
espejos que recuerda la segunda parte de El Quijote, cuando tanto él como Sancho han leído ya la
primera parte de Cervantes e incluso la espuria de Avellaneda, por si a alguien pudiese caberle alguna
duda de la modernidad de la escritura tolkiana, pese a su aspecto medievalizante. Gollum, por cierto,
con cuya mención termina este fragmento del capítulo octavo -Las escaleras de Cirith Ungol- es el
verdadero personaje providencial del relato, por cuanto que es él, con todo su envilecimiento y
mezquindad, el que realmente pone fin a la amenaza milenaria de Sauron dando su vida en el trance 9.
Sauron, por su parte, que es el Señor de los Anillos propiamente dicho, da en este caso su nombre (y
esto no suele ser subrayado nunca: la saga lleva el nombre del malo) a la sub-creación; no en vano, es
realmente el co-autor de ella, pues el relato, la epopeya, la memoria misma, serían impensables, al
menos desde esta perspectiva cristiana, sin la intervención del Mal-o, si se prefiere, de la distancia
infinita de Dios-. Ayunos de memoria, los seres de la Tierra Media no serían sino pseudo-bestias, y el
lenguaje mismo perdería su función mitopoiética para convertirse en un medio transparente, pura
inmediatez del intercambio de signos utilitarios. Por eso, independientemente de las convenciones
genéricas que dictan la ineluctable victoria final del Bien, para el lector la amenaza de la hegemonía
del Anillo Único10 y su Corrupto Forjador es, en todo momento, real, como vimos que era sentida en
el diálogo entre Frodo y Sam. Y es que nada impide a la guerra terminar mal, con tal de que la
9
Y donde, también, Tolkien hace el experimento psicológico más arriesgado de su obra y también el lingüístico;
resulta inolvidable la manera en que monologa, en frases cortas como Leopold Bloom en el Ulises de Joyce o como
Alfred Jingle en los Papeles póstumos del Club Pickwick de Dickens, de donde quizá Tolkien lo haya tomado o se
haya inspirado, monólogos que son un clásico de la literatura mundial como el siguiente (de “El estanque vedado”,
Las dos torres):

-Pecesss, buenos pecesss. La Cara Blanca ha desaparecido, mi tesoro, por fin, sí. Ahora podemos comer pescado
en paz. No, no en paz, mi tesoro. Pues el Tesoro está perdido: sí, perdido. Sucios hobbits, hobbits malvados. Se han
ido, y nos han abandonado, gollum; y el Tesoro se ha ido también. El pobre Sméagol no tiene a nadie ahora. No más
Tesoro. Hombres malos lo tomarán, me robarán mi Tesoro. Ladrones. Los odiamos. Pecesss, buenos buenos pecesss.
Nos dan fuerzas. Nos ponen los ojos brillantes y los dedos recios, sí. Estrangúlalos, tesoro. Estrangúlalos a todos, sí,
si tenemos la oportunidad. Buenos pecesss. ¡Buenos pecesss!
10
Es sabido, por cierto, que el poder del Anillo Único para otorgar invisibilidad a su portador proviene del mito
del Anillo de Giges narrado por Platón en República, como experimento mental para dilucidar lo que yo denominaría
el juicio por la honorabilidad humana, algo que quizá ahora como nunca estemos en condiciones de dictaminar.
Todavía hay un anillo mítico más, registrado en la Biblia, ese que permitía a Salomón hablar de tú a tú con los seres
sobrenaturales pero también con los animales, y que utilizó Konrad Lorenz como título de un fantástico libro suyo que
se publicó después de la SGM pero que conserva todavía mucho del “calor” de la ideología nazi de la antropología de
Arnold Gehlen.
derrota misma suponga no más que un episodio aislado de una gesta más vasta que pueda luego -y
por siempre- ser contada. El hecho de que esto no suceda, de que la historia termine relativamente
bien, se debe principalmente a lo que acabamos de indicar: la exigencia que la corriente de la leyenda
deba continuar, proseguir, tener una sucesión, sumada a la necesidad de que siempre pueda ser de
nuevo vindicada. ¿Qué es, pues, el Mal (al margen de consideraciones maniqueas tan caras al
cristianismo y a algunos cultos políticos) en El Señor de los Anillos? Pues algo así como una potencia
mitopoiética a su pesar, podríamos decir, el intento siempre frustrado de establecer la epopeya anti-
trágica de un sólo protagonista absoluto y dominante, la ambición de acaparar y absorber todas las
historias de sacrificio y heroísmo en beneficio propio, de cegar, pues, las fuentes de todas las
narraciones posibles en provecho de uno solo. Por esta razón, tal vez, Dios no hace acto de presencia
en El Señor de los Anillos (recordemos la doctrina: la Creación es sólo un canto a su gloria, posición
que le aproxima peligrosamente a su terrible adversario) 11, y por esta razón el Mal, que sí que lo
hace, trabaja muy activamente para eliminar una virtualidad poética que, sin embargo, con su acción
contribuye a estimular y, por ende, a preservar. De hecho, el Bien en el plano mundano consiste
precisamente en el convencimiento íntimo del héroe en la objetividad del mundo y la intrascendencia
relativa de la muerte, es decir: se trata de sacrificar la vida pensando que, de todos modos, el mundo
sigue su curso, que jamás se cancela con la disolución del sujeto particular (véanse los casos de
Boromir o Gandalf en la primera parte, la más infantil de ellas: El primer volumen es verdaderamente
distinto del resto, escribió el propio Tolkien12).
Puede pensarse, en fin, que a la postre todo ello no es más que una quimera, una gigantomaquia
urdida para el entretenimiento de gentes piadosas y dadas a la evasión y a la nostalgia, una pompa de
jabón, en último término, indigna de la atención de un comentario serio. Como el anillo -
precisamente otro anillo- de Kojève13 que tanto impresionara a Jean-Paul Sartre, no negaré que el
agujero forma parte de la joya tanto como el metal dorado que la circunda, y por tanto que el ser de la
sub-creación tolkieniana depende tanto de sus cualidades nobles (pureza, brillo, pulido acabado…),
como de su misma nada (es decir: su vacío referencial, su nulidad significativa para nuestros tiempos,
su oquedad, por decirlo así, representativa); pero tal vez por ello mismo El Señor de los Anillos se
erige como la obra de adopción perfecta para el siglo XXI, en tanto que justamente su carácter
enérgicamente anti-novelístico y para-moderno14 la hace un poco más próxima a nuestro sentir
postmoderno… En definitiva, lo dijo el primer lector de Tolkien (hijo de su editor; de cualquier
manera, no de otro modo podía ser con un nombre tan tolkiano) Rayner Unwin:

Honestamente, no sé quién se espera que lo lea: los niños no lo entenderán del todo; pero sin
duda, si los adultos no se sienten infradotados por leerlo, muchos quedarán encantados.

11
Pero sí en El Silmarillión, bajo el nombre de Ilúvatar (“padre de todo” en la alta lengua de los elfos de Valinor) o
Eru (“único”, en élfico de la Tierra Media). Ainulindalë, título del primer capítulo de El Silmarillión, aventaja en
belleza, imaginación, encanto y grandiosidad al Génesis de la Biblia, en opinión del que esto subscribe.
12
Lo es, creo yo, porque La comunidad del Anillo era alegre, mientras que las dos siguientes partes resultan
gradualmente más melancólicas según se acerca el final, hasta el punto de que una vez destruido el Anillo Único, tanto
Frodo como Bilbo como Gandalf se ven imposibilitados a seguir habitando la Tierra Media y parten hacia los Puertos
Grises. Porque regresar, aún “teniendo en casa todo en orden”, como profetizaba Sam en el diálogo que hemos visto,
ya no es regresar al mismo lugar ni a la misma vida, y de ahí que Frodo y Bilbo finalmente sacrifican su naturaleza
hobbit.
13
Alexander Kojève fue un filósofo ruso que, desde su cátedra en la universidad francesa, recuperó la lectura de
Hegel para la crítica contemporánea después de la Segunda Guerra Mundial, allá por 1947.
14
Antes me preguntaba cómo es que nunca Jorge Luis Borges, en su dilatada obra crítica, menciona siquiera de
pasada los relatos de Tolkien, a quién tantas afinidades de gusto literario, sin embargo, le unen. La respuesta que me
daba es que quizá Borges considerara Lord of the Rings como parte de una moda fantástica a la que pertenecían
también las novelas arturianas de T. H. White (The once and future king, 1938-58), o la densa arquitectura novelística
-casi faraónica- de Mervyn Peake (Gormenghast, 1946-59). Y parece que así es, porque resulta que un amigo me ha
hecho llegar un fragmento de entrevista que existe en Youtube (https://youtu.be/FUYfankq1EI?si=lexD-
Q8D9oWa1T2s) donde, efectivamente, y como versificaba Machado, Borges “desprecia cuanto ignora”.
Mi Año Dickens (2012)

Un escritor sin sentido de la justicia y la injusticia haría


mejor en preparar un libro de lectura para una escuela de
chicos infradotados que en escribir novelas. El don más
esencial para un buen escritor es el de poseer un detector de
mierda, innato y a prueba de choques. Ese es el radar del
escritor y todos los grandes escritores lo tienen
Ernest Hemingway

Es el 9 de junio de 1865. El escritor y periodista más célebre -y más leído, que no es lo mismo-
de la época en ambos lados del Atlántico, Charles Dickens, regresa en tren de Francia cómodamente
alojado en un vagón de primera clase y algo ansioso, se confiesa, por ver a su jovencísima amante,
Ellen Ternan, a causa de la cual no hace mucho tiempo se había resuelto al divorcio pese al seguro
escándalo social y al posible desagrado de sus diez hijos. Súbitamente, un espantoso estruendo le
atraviesa los tímpanos y una tremenda sacudida le tira al suelo (quizá recuerde por un instante los
terribles vuelcos y bamboleos del buque que le llevó a Estados Unidos cuando era joven). Pero no,
era peor, desmedidamente peor: se había producido un aparatoso choque de trenes, y los siete
primeros vagones del suyo cayeron a gran altura desde un puente que entonces estaba siendo
reparado. Dickens recupera la compostura, sale y contempla estupefacto el horror que yace
agonizante a metros bajo sus pies. Las siguientes largas, febriles horas, las pasa atendiendo a los
heridos y moribundos, trayendo agua, repartiendo palabras de consuelo, tapando cadáveres e
improvisando vendas de manera infatigable hasta que al fin llega el equipo de rescate. Antes de
marcharse aturdido del lugar del siniestro el shock le permite acordarse del manuscrito inacabado de
Nuestro común amigo, y regresa a su vagón únicamente para recuperarlo. Una vez en Londres, se
desmorona, extenuado, rendido, desmayado, y cae dormido hasta el día siguiente…
Me parece una anécdota extraordinaria. Primero las personas, luego el libro: ese era el modo de
actuar del novelista victoriano por excelencia, aquel que este año que ahora acaba ha celebrado con
grandes fastos el bicentenario de su nacimiento. Su meteórico ascenso desde la famosa fábrica de
betún en la que fue explotado en su niñez de manera inmisericorde por culpa de las deudas de su
padre, que a la sazón deshilachaba sus torpes días en la prisión de Marshalsea, sencillamente no tiene
explicación cabal ni aunque recurramos a esa palabra pomposa y confusa: “genio”. Naturalmente,
han existido muchos otros genios, pero pocos de ellos (en las letras tal vez Sófocles, seguramente
Lope de Vega…) han dado en el mismísimo blanco desde el primer intento hasta el último, sin errar
jamás el tiro del gusto popular, forjando ese gusto puesto que era también instintivamente el suyo.
Vino, vio y venció, así de fácil, así de extraño. Y no sólo porque, como afirmaron sus escasos
detractores, Mr. Sentir Común, como le llamaban, careciese de alguna idea de lo que sea la literatura
“elevada”, sino porque le daba una higa la Literatura por sí misma, ese barro de palabras sublimado
por los espíritus selectos. De hecho, su tiempo libre antes lo empleaba en enterarse minuciosamente
de las noticias grandes y pequeñas, propinarse larguísimas caminatas por los barrios depauperados de
las ciudades donde residía, visitar lupa en mano las variadas instituciones de presunto espíritu
humanitario del tiempo, organizar locas e interminables fiestas jocosas para la familia y los amigos o
decorar con mucha luz, espejos y vivos colores las casas donde se iba mudando, pasaba su tiempo en
todo esto antes, digo, que en “fatigar”, como decía Borges, las páginas de gruesos volúmenes de
prosa o poesía. Escribió Bertrand Russell con aguda perspicacia a propósito de la eclosión del
movimiento romántico en su Historia de la filosofía occidental: El hombre de sensibilidad llegaría
hasta las lágrimas ante la vista de una sola familia campesina desamparada, pero se quedaría frío
ante los planes bien preparados para mejorar la suerte de los campesinos como clase social.
Dickens, por el contrario, que era discretamente romántico, dentro de lo que cabe, en el país del auge
del Romanticismo, redactaba él mismo tales planes, o promovía el redactarlos, colaboraba después
activamente con ellos, los publicitaba y abanderaba y ¡ay de quien no los llevase a cabo de la forma
deseada, prometida y pactada: a no dudarlo había de sufrir más pronto que tarde la cólera de la pluma
más afilada y eficaz de su siglo!
Mi celebración particular del bicentenario-Dickens ha tenido lugar por pura casualidad. Yo no
entendía la gracia de Dickens más que en el gran humor pintoresquista de Los papeles póstumos del
Club Pickwick: lo demás que había leído -completo apenas Tiempos difíciles- me parecía ñoño,
previsible y lacrimógeno. La culpa, en gran parte, procedía de David Copperfield, que ahora me he
propuesto acabar, pero como quien desafía un duro escollo. Sin embargo, a finales de 2011 cogí
Martín Chuzzlewit, que es enorme, más que nada pensando en conseguir un efecto sedante, y por
afición a la mitología y escenarios de la Inglaterra imperial. Resultó, para mi sorpresa, que
efectivamente es Enorme, pero no sólo en tamaño. Independientemente de la creación de personajes
tan singulares e irresistibles como Sairey Gamp o Mark Tapley, lo cual de ya por sí eleva a Dickens
derecho al Parnaso, nunca había visto una libertad semejante en la exposición de la trama, tanta que
casi le cuesta el fracaso a la novela. Un Dickens apenas treintañero disertando maravillosamente lo
mismo sobre las ventajas del paseo por la carretera rural en vez del viaje en carruaje o en coche de
postillón que burlándose muy solemnemente de los árboles genealógicos de las “buenas familias”. Y
en cuanto a la sátira feroz de la Norteamérica anterior a la Guerra de Secesión (el “detector de
mierda” hemingwaiano bien engrasado desde Oliver Twist, aunque Dickens, desde luego, nunca lo
hubiera expresado así) lo glosa mucho mejor que yo el siguiente -y espléndido-artículo:
http://www.culturamas.es/blog/2012/02/28/dickens-an-englishman-in-new-york/
(Parece que los estadounidenses sólo pudieron perdonarle con la posterior publicación de
Cuento de Navidad: lo que deploraron del Dickens insobornable tuvieron que tolerarlo del Dickens
seductor…) Picado en mi curiosidad, que es ampliamente sensitiva, contagiado de la exuberante
vitalidad del folletín -porque es un folletín como los restantes-, y admirado incluso por la verdad que
asistía a las partes más “sensibleras” del Chuzzlewit, encontré que las librerías exhibían al principio
del este año la extensa biografía del autor compuesta por Peter Ackroyd. Sin saber todavía de fechas
ni efemérides, mi “conversión” literaria a la anglofilia dickensiana estaba ya servida…
La biografía de Ackroyd es más bien pobre, superficial y repetitiva (de verdad no me puedo
creer que todo se explique por un miedo regresivo a la fábrica de betún, como si el escritor no
hubiese adquirido desde muy pronto una posición social ya irreversible), además de estúpidamente
subtitulada al castellano (“el observador solitario”, dice… ¿y por qué “solitario”? ¿no eran todos los
observadores de alguna manera “solitarios” antes de la bárbara invasión del fútbol y la televisión?;
pienso que “solidario”, casi homofónico, hubiese sido más oportuno, ya puestos…), pero aporta datos
y episodios curiosos que faltan a los ensayos biográficos de Stephan Zweig y, sobre todo, G.K.
Chesterton. Estos ya las había leído antes, pero en honor de sus propios autores, no de la personalidad
estudiada. El problema del ensayo de Chesterton, como con todo lo suyo -Chaucer, Browning,
Blake…-, es que si le crees a él, ya no necesitas saber ni pensar nada más, fascinado por su
incuestionable brillantez y originalidad. Por esta razón lo dejo aquí un poco de lado, tan deslumbrante
que quizá me ciegue, no sin recomendarlo ardientemente a quien no lo conozca aún. Porque lo que
realmente hice después de saciarme del fácilmente saciable pero bueno de Ackroyd fue dejar pasar el
tiempo, hacer otras lecturas, y enseguida atacar Una historia en dos ciudades.
Dicha novela, cuyo título a menudo es mal traducido al castellano, representa al Dickens serio
consciente de su misión didáctica, de didáctica político-histórica en este caso. La Revolución
Francesa como el momento en que ese pueblo innúmero al que ama y que le ama se desata y genera
el Terror. Escenas memorables para una reflexión en la que Dickens se juega sus convicciones más
profundas y aquellas por las que es querido entre un público, muchas veces iletrado, que espera
escuchar sus relatos como agua de mayo. Y lo que le dice es que la muchedumbre sin control puede
ser tan peligrosa como los malos gobiernos que la encadenan, aunque tenga mejores motivos. Toda
una lección en los límites de la venganza viniendo de quien fue por méritos propios el apóstol
literario de la compasión y la caridad entre y hacia la gente ordinaria. Porque Dickens es capaz de
defender el derecho a la riqueza de la vida en libertad hasta para un caballo que es fustigado con
crueldad o para un pájaro encerrado en su jaula, como sucede en Chuzzlewit. Sus personajes
“buenos”, de hecho, hoy nos parecen demasiado empeñadamente buenos, generosos y puros para ser
verdaderos, y a la vez demasiado conformistas, anónimos y simples como para merecer una atención
tan desprendida. Casi les corresponde una especie de santidad de clase humilde, mientras que los
“malos” son esperpénticos (Valle Inclán no inventó el Esperpento, sólo lo sitúo en España, donde
reina sin oposición desde entonces…), que es tal y como los ruines y poderosos se reflejan en la
córnea cóncava de Charles Dickens. Esa maldad, esa injusticia, ese ciego abuso, en lo que tienen de
estructurales, se enfrentan en Dickens con una potencia de denuncia y crítica sociales que fue
reconocida elogiosamente por los propios Marx y Engels. No obstante, Dickens nunca deja a sus
personajes, víctimas, victimarios o neutros, encarnar un soso papel de títeres del sistema, a lo Émile
Zola, y tiene para ellos dispuesto un carácter único, irrepetible y cautivador, para bien o para mal –no
en vano, Dickens hacía sus pinitos de actor, entre amigos, en un escenario e incluso a solas, lo que
explica tanto su sensibilidad para concebir míticas criaturas de ficción que han dado la vuelta al
mundo como su tremendo éxito a la hora de hacer lecturas públicas de sus obras: el auditorio se venía
literalmente abajo…
Por ahora no he leído más. David Copperfield, que tiene ilustres amigos y también egregios
enemigos, se interpone en mi camino, un camino que conduce hacia Casa desolada. Supongo que en
esta ocasión podré con él, pero eso no significa que vayamos a simpatizar. Dicen que no se puede
tener todo. Uno de los encantos del siglo XIX consiste en que estamos ante un universo mental en el
que todavía se podía entender casi todo, es decir, que era complicado pero no complejo, o no tanto
como el nuestro. Ahora yo, personalmente, no sé ni cómo funciona un microondas, por no hablar de
“flujos de capital internacional”. Ebenezer Scrooge, sin embargo, comprende perfectamente la moral
de los tres espíritus que le visitan esa noche legendaria de Navidad, al igual que Samuel Weller sabe
reparar una rueda de carro. Resulta, en cierto modo, tranquilizador. La propia Navidad, por ejemplo,
se nos ha convertido en una cosa espantable y enigmática, ya que los Scrooge reales han hecho de
ella un negocio descomunal y obsceno a base de buenos sentimientos en los que resulta imposible
creer. Charles Dickens prácticamente diseñó la escenografía ética y estética de esos buenos
sentimientos navideños cuando aún tenían sentido en tanto condena irrestricta de la avaricia, y esta
no es más que una de sus muchas y duraderas glorias.
Alan Moore en los ´80: cuando todos los futuros eran distópicos...
.

El gran acto mágico es decidir si vas a vivir en tu propia ficción.

Alan Moore

El mito -en el sentido etimológico de “narración tradicional”- de la Bella y la Bestia fue llevado
al cine por Disney, como todos sabemos, en 1991, pero ya antes había existido el proyecto de hacer
una versión más vanguardista del cuento que la de la “fábrica de sueños”, que apenas se aparta de la
matriz habitual creada por Jeanne Marie Leprince de Beaumont de 1756. En realidad, la Bella y la
Bestia, en su forma moderna, es el mito por antonomasia de nuestra cultura patriarcal, puesto que
expone la necesidad de la mujer de ser bella sin que eso le dé derecho a elegir pretendiente, al
contrario: debe aceptar a un monstruo (eso sí, acaudalado y noble) de aspecto aterrador y malos
modales que prácticamente la secuestra, el cual termina por ganársela mediante el chantaje
emocional. A un mensaje tan claro como sexista Disney añadió el famoso eslogan cristiano de que “la
belleza está en el interior”, algo que no parece aplicarse para ellas y que, en cualquier caso, puede ser
replicado con el famoso chiste de Eugenio: si su belleza es interior, pélalo, mujer, pélalo...
Pues bien, aquel proyecto alternativo nació en la cabeza de Malcom McLaren, manager de los
Sex Pistols y tantas otras cosas, entre ellas diseñador de moda en los setenta, que es de lo que trata la
cosa. Quiso rodar una película futurista donde Bella y Bestia cumpliesen roles distintos a los
habituales y para ello contó con el guion de Alan Moore, que en aquellos años estaba en la cresta de
la ola realizando sus cómics más, digamos, históricos. La película prevista no se llevó a cabo por falta
de presupuesto y el guion quedó enterrado hasta que hace dos años a alguien se le ocurrió exhumarlo
y convertirlo en cómic, dado que, además, entretanto Moore había aprendido a odiar las adaptaciones
al cine de su obra (lo cierto es que, cuanto Moore más reniega del cine, mejores y más puntillosas
versiones consigue de sus historias, y es que no hay nada como tronar con esas barbas de bíblico
profeta...) El resultado se llama, entonces como ahora, Fashion Beast, diez números que fueron
publicados en el formato unitario de una novela gráfica en España hace diez años por Panini cómics.
Aunque la traducción al lenguaje del cómic no corre al cargo de Moore, sino de Antony Johnston, que
en ocasiones funge de negro suyo oficial y público, el volumen tiene su bendición en la forma de un
prólogo donde explica el origen de todo y expresa su reconocimiento hacia el fallecido McLaren. No
está mal, y es de agradecer, teniendo en cuenta que tiempo antes prometió públicamente dejar el
cómic para siempre y dedicarse exclusivamente a la prosa loca15.
Desde luego, al cómic se le notan mucho sus raíces ochenteras, pese a lo bien que se deja leer
hoy. Se tiene la impresión de que nos perdimos esta pieza del rompecabezas pesimista y visionario de
aquella década que arrancó con Blade Runner y terminó con Akira. No hay que olvidar, además, que
en 1990 Thomas Pynchon puso el broche de oro con Vineland, donde también encontramos trazos de
15
En la que tampoco es manco. En el volumen de cuentos encadenados La voz del fuego, Planeta DeAgostini, el
primer capítulo, donde oímos pensar a los larguísimos inicios del hombre, es impresionante, y el último, donde, de
repente, el autor recoge personalmente el testigo, amplio y espectral. En todos ellos, se ponen a prueba todos los
lenguajes, se da voz a todos los foucaultianos hombres infames y, en general, se recurre a cualquier experimentación
que haga posible liberar el pasado oscuro e innombrable de la limpieza amañada de la Historia Oficial.
ciencia-ficción, de pulsiones anarquizantes e incluso de fantasía sobrenatural. El propio Alan Moore
había contribuido enormemente a poblar ese imaginario metropolitano oscuro, y puede que en el
trasfondo de Fashion Beast latiera una necesidad íntima de explicarse mejor a sí mismo de lo que lo
hace en V de Vendetta. No lo consigue, en mi opinión. El cabo suelto de V... era, creo, que lo que el
protagonista parece ofrecer para el futuro es la Anarquía y la Cultura, esa Cultura de la que está
repleta la Galería de las Sombras, su guarida. McLaren propuso la idea de que esa Cultura fuera
belleza de la apariencia en un mundo regido por la moda, cuando “moda” significa también una
cortina de humo que impide el cambio social sustituyéndolo por mero cambio estético (e incluso con
juegos de cambio de género). Tal crítica es acertada, pero Moore no intentó llevarla más allá, no
respondió a la cuestión de qué es entonces la Cultura defendida por V. Más tarde, cruzado el largo
túnel siniestro de From Hell, responderá, por fin, que la Cultura es algo así como un compendio de la
Imaginación Humana, una salida que arriesga poco políticamente, puesto que únicamente parece
válida para el individuo aislado -se dirá que es enteramente coherente con la filosofía de un
anarquista, pero Moore no concibe la anarquía de modo ermitaño, sino como una sociedad regida por
sorteos, a la manera de la Atenas clásica, sin diseñar su estructura con demasiado empeño.
El guion, pues, es muy bueno, pero no tan bueno como de costumbre. Se diría que la
conjunción entre esos cuatro factores distintos, McLaren, el soft-punk, Moore, el hard-hippy (es
sabido que un punk es milimétricamente inverso a un hippy, ya en su mismo look: cuero en vez de
telas, botas en vez de sandalias, cresta en vez de melena, abalorios metálicos en vez de flores, etc.),
Antony Johnston, y el código cinematográfico terminan por chirriar o aportar soluciones simplistas.
Los personajes secundarios resultan algo desdibujados y estáticos, y no llegan a ninguna parte,
mientras que los principales, por el contrario, se mueven demasiado, despistando al lector. Hay,
también, un juego semiótico con el Tarot muy del gusto de Moore pero que no veo que sume nada a
la trama. Es fácil encontrar a la concepción de una suerte de Bayreuth de la alta costura, presidida por
un Christian Dior atormentado, en tanto una metáfora más de la deshumanización contemporánea
(viene a decirse que no somos más que “vestidos vacíos”...), algo reduccionista. El dibujo es también
bueno, por no hablar del color, y su estética recuerda un poco al Neverwhere de Neil Gaiman. Se ve
que hubo un momento en que Moore, el auténtico Señor de los Anillos de la fantasía gráfica, el
“mago de Northampton”, se hartó de dibujantes mediocres, aunque originales, y optó por los
perfeccionistas, pero más adocenados, lo que es decir más semejantes unos a otros.
Rememorando, inter nos, supongo que el resorte del éxito inicial de Alan Moore, que fue
bastante fulminante, estribó en que era el tuerto en el país de los ciegos. No es que estuviese en
posesión de una gran formación, que era más bien una formación friki de cine alternativo, música
electrónica y literatura esotérica, pero es que la inmensa mayoría de sus compañeros de profesión (a
los que enseguida sintió como rivales) no tenían ninguna. Y tenía ideas: las tenía constantemente, se
impuso como su deber tenerlas16. Ideas muy barrocas, por cierto, pero que funcionaban bien en orden
a impulsar un clímax y acercar el personaje al lector (estoy pensando en Miracleman, pero igual
daría...) Sus experimentos en el mercado británico ya eran brillantes -y distópicos, como el estupendo
La balada de Halo Jones-, aunque sin comparación a lo que su ambición llegó a concebir en EE.UU.
Swamp Thing aún era muy ingenuo, pero totalmente imprevisible. El personaje con menos
perspectivas del manicomio superheroico de repente desarrolló un mundo propio como el que no
podía imaginarse en ningún otro, y voló hasta las estrellas, nunca mejor dicho. Personalmente,
todavía me siento acogido en aquel hospitalario pantano, donde hasta la putrefacción bulle de vida, y
los romances de corazones solitarios vuelven a ser posibles -por cierto, esa fue su primera incursión
en el locus classicus de la Bella y la Bestia. De Wachtmen no queda mucho por decir17 (incluso están
catalogados todos sus sabios y bien encajados plagios), salvo lo obvio: a partir de su publicación en
16
Destacaron también en la década hitos como el Dreadstar de Jim Starlin, el inclasificable Cerebus de Dave Sim,
y, sobre todo, para mi gusto, el magnífico Nexus de Mike Baron y Steve Rude, que no mencioné en
http://hyperbole.es/2013/03/los-superheroes-en-los-80/, del cual este texto es, en cierta manera, una segunda parte.
1987 el concepto noble de la Lectura se extendió irreversiblemente al cómic. Leer, hoy, significa
también leer cómics, ciertos cómics, pese a que no todos se hayan enterado todavía -y pese a su
elevado precio, sobre todo-, gracias eminentemente a aquellos doce números del Fin del Mundo 18.
Moore se arrepintió después de haber perpetrado el Fin del Mundo, por lo menos del Mundo del
Cómic, y se ha pasado el resto de su vida re(y de-)construyéndolo desde las raíces, como trato de
analizar en posteriores capítulos. Sobre el mencionado V de Vendetta escribí esta apasionada y
enfática reseña no hace mucho tiempo, a la que sólo disculpa su brevedad:

Si esta fuese una presentación a la española, evocaría la sociología de una generación que
pasó de los tebeos a la historieta y de ésta a los cómics. Yo pertenecí a ella. Si esta fuese una
presentación Made in Usa, me extendería sobre el paisaje emocional de ciertos ambientes, ciertos
personajes y ciertas fascinaciones adolescentes. Yo los contemplé en su aurora. Pero Alan Moore es
inglés, y un inglés culto, de modo que esta será una presentación británica. No encontrarás su
nombre en los títulos de crédito de la película: sus protestas se oirían entre el crujir de palomitas. No
oirás ni una nota de la Obertura 1812: el cómic es un medio indirecto, te informa de que los dibujitos
humanos la están oyendo por ti. Y tampoco hallarás un realismo balzaquiano: asistirás a
sentimientos desmedidos, héroes sobrehumanos y lógicas redondas, diamantinas. ¿Y qué? Gracias a
eso, la libertad se opone a la rutina de la organización, el espíritu derrota sobradamente a las armas
y el ideal sobrevive al último de sus usurpadores. Quizá esto sea la poesía, nada más que la ficción
donde existen por siempre la Justicia, la Belleza y el Bien. V es un taumaturgo, fue un gran error de
la adaptación cinematográfica atraparle siendo un simple humano. V no tiene sexo, es un ángel de la
destrucción sin más espada flamígera que su sonrisa hierática. V no está vivo, carece de instinto de
conservación, no se agarra a la vida a cambio de un plato de garbanzos. Por eso vence, por eso sus
planes se realizan a la perfección, por eso les pone punto y aparte al terminar y permite a los demás
escribir su propia historia. Coleridge dijo que “es más fácil sacar con las manos una piedra de las
pirámides que alterar una palabra o la posición de una palabra en Milton o Shakespeare”. Esto vale
también para Moore, con viñetas, con globitos y en sólo dos dimensiones.

Realmente, todos habíamos leído ya algo como V..., pero no tan bien hecho; no, por ejemplo,
con un monólogo teatral del protagonista frente a la estatua de la Justicia antes de reventarla. Eso
explica la adopción por parte del movimiento Anonymous de la máscara diseñada por Dave Lloyd,
esa fisionomía que, según Moore, es la de una Idea. Pronto circularon fotos, caricaturas,
descripciones: el tipo medía casi dos metros de melenas y barbas rizadas, una imagen crística
imponente. Y rumores acerca de su vida privada que hacían las delicias de sus fans post-adolescentes:
se decía que le habían echado del instituto por traficar con pequeñas cantidades de droga, que a los
veintitantos, y nacida una hija, había abandonado su empleo para arriesgarse con el cómic, que vivía
un trío con dos mujeres, que tocaba en una extraña banda de música, que se las tenía tiesas con las
dos grandes y decadentes editoriales, Marvel y DC cómics, etc. Por todo, parecía el Gran Inquisidor
del mundillo despreciado de los putos tebeos. Pero si él creía en esto, los demás también podíamos
creer. Cuentan que en una convención de cómics de las muchas que se producen en el entorno
anglosajón, Moore, acosado por los fans, decidió refugiarse en el cuarto de baño. Incluso allí,
17
Quizá haya algo que todavía no se haya dicho de Wachtmen: es el primer cómic netamente ateo, por cuanto que
un aspirante a Dios acontece entre sus páginas y sólo hace sentir una soledad aún mayor a los mortales. El ateísmo
aquí, sin embargo, abona la tragedia…
18
Un tal J.J. Vargas publicó en 2010 un libro titulado Alan Moore, la autopsia del héroe en una edición magnífica
de Dólmen, de lujo en formato e imagen. Una obra vasta, variadísima e imprevisible analizada echando mano de toda
suerte de posmodernidades, simbolismos y fractales a destajo, y encima la primera en el mundo, según parece. Cuando
Vargas termina el capítulo previo al comentario de Wachtmen, escribe algo así como: “Y ahora, llega el momento de
ponerse en pie”. Moore el erudito, Moore el especulativo a la vez que underground, Moore el Espacio-Idea
ensanchándose en sí mismo, Moore el erotómano delicuescente pero disciplinado, Moore, Moore, Moore...
haciendo sus cosas, un chico logró pasarle un papel bajo la puerta para que le firmase un autógrafo.
Nunca más ha vuelto a acudir a esas citas. Aún no había cumplido cuarenta años....
En el cómic, y la subsiguiente serie de televisión, The Surrogates -“Los sustitutos”, en
castellano- de 2005 se planteó también un futuro de pesadilla donde la apariencia física era la clave
de una nueva forma de relación social. Sin embargo, su sentido estaba más bien en una expansión
compartida de la duplicidad esencial de El retrato de Dorian Gray, lo cual entiendo que penetra más
en el secreto de nuestros coqueteos actuales con las redes sociales. Cuando el romano clásico
Apuleyo escribió, en El asno de oro -siglo II d.C.-, la que se considera la primera presentación del
mito de la Bella y la Bestia, ni se le ocurrió que la fealdad masculina fuese digna de amor, quedando
estrictamente condenada por el dios Eros. Aquí, Moore mediante, ocurre igual. La fealdad moral, sin
embargo... Porque lo cierto es que el testimonio de la historia, y los mismos informativos todos los
días, muestran que hasta los sistemas político-sociales más opresivos o estúpidos son capaces de
captar y satisfacer una franja importante de los más bajos deseos de gran parte de su población.
¿Cuando todos los futuros, en los ochenta, “eran” distópicos? ¿Y es que hoy, ahora mismo, con
la llegada del nuevo año, en esta parte desarrollada del mundo, no lo siguen siendo?...

Addenda: Hay una cosa que llaman hoy “Fan Fiction”, por la cual los seguidores de un autor o
una colección se atreven a escribir sus propias continuaciones o variantes de una historia determinada
por amor al arte. Ahí va mi contribución, disculpable, también, tan sólo por su brevedad:

Diario de Walter J. Kovacks, 4 de Abril de 1968

Le sigo hasta Memphis, bonita ciudad, no es lugar para agitadores. Una tarde sangrienta, muy
bien ejecutado, tenía que haber sido uno de nosotros. Los demás son decadentes, no el Comediante,
hace tiempo que sospecho que trabaja para la agencia, es un hombre comprometido, no estoy a la
altura para juzgar. Hablar, hablar, hablar, ajusticiado, solo sabía hablar esa verborrea comunista
que produce nauseas. Los negros, los indigentes, los niños, son todos como niños, escuchándole
hablar, parloteo bolchevique sobre el voto, sobre sus “derechos”, sobre la guerra, propaganda
antiamericana, una gran boca que finalmente se ha cerrado. Como mis “hermanos de armas”, dos
años, y nadie actúa realmente, nadie se lo toma en serio más que él. Iba de paisano, como yo, sabe
manejar ese fusil, tras el arbusto, alguien pagará esto, un tonto útil, debo salvarlo. Dispara, no lleva
antifaz, podría ser cualquiera, pero no lo impido, es el Comediante, es un patriota, no es un fanático,
es mejor que yo, no es el Ku-kux-klán, merecen una lección, quizá él pudiera dársela… El pastor cae,
garganta perforada, el órgano de hablar, hablar, hablar, muy simbólico, bien mirado. Se mezcla
entre el público, gritos, se atusa el bigote, enciende un puro, ningún sentimiento perceptible, leve
sonrisa en su cara.
Gentuza, chillando como cerdos, llorando como niñas, como niños, no entienden que hay
jerarquías, que se ahogarían de sí mismos si no los protegiésemos, si no los vigilásemos. Como
niños, llegará un momento en que yo deberé también actuar, esto no es un juego, los demás creen
que es un juego, excepto él, él es un cirujano, cercena la enfermedad, cercena la súplica, cercena el
miedo. Dejo el escenario, abandono el teatro, la función ha terminado, no hay sitio para mí. ¿Quién
será el tonto útil? Sea quien sea, debo protegerlo, debo vigilarlo, debo salvarlo, esto no es asunto de
civiles, no de víctimas. El negro, un idiota menos, su mujer, gimoteando, luto nacional, verás, hay
que actuar, actuar, actuar…
These are the stories of Edgar Allan Poe / not exactly the boy next door19
(Featuring Fiori Calvo)

Atuendo de época pero gastado, recosido y zarrapastroso. El sujeto lee encogido con una
petaca en la mano, que esconde rápidamente en el interior de su chaleco cuando irrumpen los
visitantes...
-Pasen, pasen, señoritas, caballeros... soy el bibliotecario. Lamento lo descuidado de mi
aspecto, pero comprendan que apenas nadie viene por aquí, y yo nunca salgo (lenta y
sombríamente), nunca más... (servicial otra vez) Pero pasen, pasen, háganme el favor... ¡Ah, las
bibliotecas! Creemos que guardan todo el conocimiento de los hombres, y ¿qué es lo que sabemos,
realmente? Modestamente, yo he estudiado muchas cosas: astronomía, cosmología, criptografía,
hipnosis, y hasta la misteriosa forma de las conchas marinas, y puedo decirles (redicho, remarcando
las palabras) sin-a-tis-bo-de-du-da, que nada sabemos, que la vida (inquisitivo y echándole
suspense), si es que hay vida... no es más que un tránsito a la muerte (igual afectación), si es que
hay muerte... Y, en medio, sólo hay una cosa segura a la que aferrarse, que muy pocas personas
conocen y aún menos personas disfrutan: (ampuloso) LA BELLEZA.... Pero la belleza, señores, no
se muestra a plena luz del día, no, no; la belleza es recatada, pudorosa, como una doncella virgen.
Una pálida belleza, en efecto, ronda la noche, los cementerios, las mismas tumbas... se insinúa en
las mansiones en ruinas, en el mar desértico, en los salones vacíos, en las palabras susurradas de los
enamorados a la luz de la luna, y también, muy pocas veces, rarísimas veces, en los libros, en libros
como estos, tumbas a su manera, y en otros libros, intensos, depravados, venenosos, malignos,
terribles, que miran más allá de las tumbas... (haciéndose el interesante) Pero acompáñenme,
acompáñenme y verán, les contaré un secreto, no lo divulguen (dedo en boca), psssst....
Encabezando el paso, camina encorvado con las manos anudadas a la espalda, hasta que se
detiene en el pozo, donde exclama: “¡Ja, el pozo! ¡sólo falta el péndulo!... (insinuante) ¿o no
falta...?”. Saca la petaca del chaleco, pega un trago brusco y la guarda rápidamente. Sigue, en la
misma postura.
Museo, en penumbra. Enciende un viejo quinqué. Nuevamente dedo en boca: pssssst...

-Aquí acumulo mis tesoros. No toquen nada. Ese espejo perteneció a mi madre: (ahuecando la
voz): murió de tuberculosis, no la veré (lenta y sombríamente) nunca más... (petaca y trago) Y esa
polvera a mi mujer: murió de tuberculosis (lenta y sombríamente), no la veré nunca más... (petaca y
trago). La tuberculosis... ustedes no la conocen... tos crónica, fiebre, sudores nocturnos, pérdida de
peso... Ah, y aquella tabaquera es un recuerdo de mi hermano: murió de alcoholismo, antes de que
la tuberculosis me lo arrebatara también, no lo veré (lenta y sombríamente) nunca más (petaca y
trago)... Y bajo ese anaquel mi cofre, el cofre que encierra toda la belleza que el hombre puede
19
Guion para una actuación que tuvo lugar en el I.E.S. San Isidro de Madrid, que efectivamente tiene un patio
con un pozo y cerca una nutrida biblioteca. El título lo tomo prestado de la canción que abre el The Raven, álbum de
Lou Reed de 2003.
robar de este mundo para ponerla en palabras y embalsamarla por toda la eternidad. (Lo abre, extrae
los ejemplares y cita títulos y autores con arrobamiento, especialmente el Necronomicón, del árabe
loco Abdul Alhazred, cuyo sólo nombre eriza los pelos de la nuca, hasta llegar a sí mismo) ¡Edgar
Allan Poe, ese pobre desgraciado, ese vidente del Otro Mundo, ese poeta excelso, soy yo, que estoy,
con esta facha, ante ustedes! ¡Yo inventé el relato de misterio, el relato policíaco, la ciencia-ficción
y el relato de terror puro! (se atusa el bigotito). Sí, señoritas, caballeros, yo creé el bosque tenebroso
en el que creció toda esta esta flora monstruosa (señalando en un amplio gesto los libros),
monstruosa pero increíblemente bella, así como bellamente increíble. Adéntrense en él, y no
volverán a ser los mismos; piérdanse en sus caminos, y olvídense del mundo; lean, y ya no sabrán ni
cómo se llaman... Ahora les presentaré a mis amadas mascotas: este enjaulado es Arthur, aunque no
debía estarlo (es más listo que la mayoría de ustedes) pero en ese reducido habitáculo se guarda de
tentaciones ajenas que le obliguen a accionar su inteligente pico… (petaca y trago) Y éste es mi
gato Gordon, un rufián que huye de las paredes y que podría estar maullando toda la eternidad para
llamar su atención… Sí, y no es sólo por la penumbra de esta estancia, es que son negros los dos,
por lo que aprovecho para rogarles que vayan con tiento para no pisar un bello escarabajo dorado
llamado Pym, que se me escabulló en octubre de 1849, y que no ha vuelto a dar señales de que
estuviera vivo alguna vez…. Pero pasen, pasen por aquí… no se queden ahí, que Usher, el conserje
con complexión de gorila puede llegar a ser muy convincente...
Petaca y trago. Encamina a los chicos por un pasadizo, gira y se marcha a gran velocidad sin
mirar atrás ni decir una palabra de despedida.
Los anillos de Sebald

Somos lo que nunca se acaba, nunca se forma para ser reconocido, todo lo
que hay y que, sin embargo, no es la totalidad, puesto que las partes son tanto
más grandes que la totalidad, que sólo Dios, el matemático, puede deducir.
Henry Miller, Primavera negra

No hace mucho tiempo encontré una frase de un señor británico enteramente desconocido que
ni siquiera es propiamente escritor, científico o filósofo, pero que me flechó hasta el punto de
convertirla inmediatamente en mi divisa personal de letraherido de medio pelo, y que dice así: en los
libros se trata de comunicar ideas, no de imprimir palabras. La pensó, y consecuentemente la dijo,
un tal John Davey, director editorial a la sazón de Blackwell Publishings, y creo que define la actitud
adecuada, la más responsable, incluso, a la hora de ponerse frente a la página en blanco todos
aquellos que quieran hoy engrosar con su nombre el cómputo de las publicaciones (en papel o
virtuales, eso importa menos) anuales de esta cultura de “los demasiados libros” -en expresión de
Gabriel Zaid- en que irremisiblemente vivimos. Que esas ideas sean propias o ajenas tal vez sea una
cuestión secundaria con tal de que el lector destinatario de tu escritura no las conozca de antemano y
resulte informado de (y por) ellas. Pero lo que no es de recibo ya, al menos para mí, es aquello que
oímos por ahí de que de lo que se trata es de “contar por contar”, con la nebulosa e indemostrable
justificación de que constitucionalmente el ser humano teje historias de la misma manera que los
gusanos de seda tejen capullos y, por consiguiente, que qué bonitas son por sí mismas las historias y
hay que ver las historias cuánto nos enriquecen vitalmente –“eclosionamos” en mariposa también
nosotros, gusanos culturales. En realidad, las historias contadas porque sí suelen enriquecer sobre
todo a su autor, como se sabe, así como al oportunista que defiende esa poética, y es por eso que la
competencia existente para el puesto de narrador del medio audiovisual o impreso que sea es feroz y
multitudinaria, dado que, primero, quien más, quien menos, todos contamos con la formación mínima
para juntar palabras dignamente, segundo, en otros trabajos o profesiones lucimos menos y, por
último, que a nadie le amarga ese dulce (ya que el mundo está compuesto de legiones de insaciables
espectadores, por qué no organizar también nuestro propio teatrillo...) De ahí que a todo aquel que
escriba algo en la soledad de su oscuro anonimato pronto se le venga encima la pregunta inevitable
de familiares y amigos, y que reza así: “¿Y para cuando te pondrás con una novela?” Porque si no
hay parto -y parto con dolor- de novela (“¡señora, ha sido novela!”), parece que no hay verdadero
oficio ni jugosa gloria, aunque uno tenga buenas ideas sobre cualquier cosa, ideas, por ejemplo,
acerca de la reforma del aspecto general de su barrio, y le dé además por ponerlas por escrito, asunto
del que, si se decidiese por hacer la consabida novela, además de la posibilidad de salirle mala y
ñoña, jamás conseguirá que su concejal de urbanismo la lea y a continuación se “aplique el cuento”,
ya que -además del riesgo bastante probable que los concejales no lean, ni siquiera los de cultura- la
ficción es ficción y como tal debe continuar...
Tengo la impresión de que a W.G. Sebald, fallecido hace ya más de 20 años, le debió ocurrir
algo semejante llegada la interesante madurez: sus allegados y colegas de universidad le pedirían una
novela, pese a que todos sabían muy bien cuantas y cuán excelentes habían sido escritas a través de
los siglos, tantas como para llenar a plena satisfacción varias vidas de lector. Sebald debía ser un tipo
sensible, inquieto y reservado, y sin duda dotado de un buen estilo literario, de manera que se abrían
dos opciones completamente honestas: o aportaba otra novela al mundo, cuya temática fuera más en
plan fin de milenio, que es donde se puede verdaderamente innovar algo, a la manera del infame
Michel Houellebecq, o hacía otra cosa que no tuviera nada que ver con el aire de los tiempos, acorde
con sus gustos, algo anticuados y más respetuosos. En una entrevista con José María Pérez Gay, que
anda por Internet, tras reconocer que “mi instrumento es la prosa, no la novela”, a la pregunta a
propósito de “¿Dónde traza usted la frontera entre el reportero que investiga a fondo y el escritor de
ficción?”, Sebald responde: “Para poder escribir una buena historia, necesito siempre material
auténtico, de ser posible puntual y exacto. A veces creo que escribir es como el trabajo del sastre. La
ficción es el corte del traje; pero el buen corte de nada sirve, si la tela, el material, no es de primera.
Sólo se puede trabajar bien con un material que pueda legitimarse”. En Los anillos de Saturno20 el
material es variopinto, y Sebald presupone que el lector no lo conoce, o que si lo conoce, la corriente
de simpatía que va a crear entre entendidos le favorecerá necesariamente. Sin embargo, es un
material poco o nada elaborado: nos vuelve a contar fragmentos de la obra de Thomas Browne o de
Jorge Luís Borges sin añadir nada propio, cuando uno espera alguna reflexión o, al menos, una
explicación más fundamentada de su intromisión en el texto. De esta manera, fabrica un artefacto
literario frankensteiniano, es decir, compuesto de los retazos de cadáveres heterogéneos, que, con el
pretexto de un viaje a Suffolk, al sureste de Inglaterra, sólo están cosidos por su prosa honda, de gran
aliento y serena, casi alciónica. Sebald avala su escritura por el parentesco con el ensayo, pero donde
el contenido se da tal cual, prácticamente como podríamos hallarlo en Wikipedia (hay que tener en
cuenta, en su descargo, que el libro se publicó en 1995); es la forma, es la cadencia del periodo, lo
que realmente justifica la obra. De hecho, Sebald sazona el texto con fotos de su propia cosecha, que
en las ediciones españolas apenas se ven de borrosas que resultan, pero fotos también tenemos, hoy,
en abundancia en dichos artículos de la Wikipedia, o buscando en Google, o en cualquier
enciclopedia al uso. Lo voy a formular en forma de pregunta: ¿dónde están las ideas a comunicar en
los libros de Sebald? Porque nadie piensa de él, ni yo mismo, que se trate sólo de imprimir palabras...
Así, al inicio nos habla de un compañero de universidad que ha muerto, y de una compañera de
universidad que le amaba platónicamente y que muere poco después, quizá de tristeza, pero el caso
desaparece enseguida y no se vuelve a saber de él. O nos narra la vida de Joseph Conrad, que ya
conocíamos, hasta el momento en que arriba en el Congo Belga, el auténtico “Corazón de las
Tinieblas”, y entonces adiós Conrad y bienvenido Roger Casement, cuya vida en relación con esa
misma región y periodo es interesantísima (no en vano, Mario Vargas Llosa, él sí, ha escrito la
novela), pero que queda despachada, una vez más, en beneficio de otra historia, sin solución de
continuidad -nunca hay un buen motivo, por cierto, para la clausura de un capítulo y la apertura de
otro-, porque sí, como decía antes. O al final, donde una bella descripción de lo que yo denominaría
“el holocausto de los árboles” muere para ser reemplazada por la rememoración del antiguo comercio
de la seda -nosotros y los gusanos de seda, de nuevo. Son, todos ellos, los anillos que circundan a
Sebald, que bien pudieran haber sido los de un árbol centenario pero que nos dice que son los de
Saturno, seguramente por sentirlos como externos, aunque el sentido del título tampoco es comentado
en ninguna parte (investigando, me entero de que cuando Sebald nació Saturno regía en las
constelaciones, como recuerda él mismo en el poema Del natural, pero nada nos garantiza que esa
sea la razón; ¿deberíamos convertirlo en un anillo erudito nuestro, a su manera, también?)
Son, desde mi punto de vista, descuidos estructurales, o caprichos imperdonables que, no
obstante, sus muchos admiradores perdonan de mil amores. Tampoco el marco narrativo mismo,
como de vagabundeo físico al tiempo que memorioso, es idea original suya, como señalaba Rodrigo
Fresán en su famosa crítica “un si es no es” cariñosa a Sebald en Letras Libres -y que también está en
Internet-; lo suyo propio parece ser la melancolía puesta en cada una de las evocaciones, esa

20
Sobre otros trabajos: https://hyperbole.es/2021/04/ambivalencia-ante-el-austerlitz-de-sebald/
superficial profundidad que empapa cada rescate de lo perdido y olvidado, en definitiva: ese aura de
poética de lo ido que Sebald mismo fundamentó en la siguiente máxima: “El presente simple encaja
con la comedia. El pasado es algo ido y naturalmente melancólico”. ¿Y no ha sido este precisamente
el espíritu de la poesía en Occidente durante mucho, mucho tiempo? ¿Y es, efectivamente, disoluble
en la fría crónica histórica, espigada de aquí y de allá, y dispuesta anárquicamente? En la entrevista
de Pérez Gay se le interroga frontalmente sobre la cuestión,

-¿ Por qué sigue usted insistiendo en la ficción? ¿Por qué escribe usted narraciones y no
monografías históricas?
-Las monografías históricas terminan tarde o temprano -con un tiraje de no más de 1.200
ejemplares- en una biblioteca especializada que nadie consulta. Y ahí mueren. Además, lo que la
monografía histórica no puede darnos es la metáfora de un devenir histórico colectivo porque, si me
permite decirlo así, sólo al metaforizar la realidad accedemos a la historia mediante una empatía.
-Díganos: ¿La historia sólo puede conmovernos cuando logramos narrarla metafóricamente?
-No, no, eso no quiere decir que prefiera lo "novelesco". Siento horror ante las formas baratas de la
ficción, las que lo trivializan todo, las que abusan del melodrama.

Si el problema es la tirada, Vargas Llosa vendió espléndidamente su “melodrama” de la figura


de Roger Casement en El sueño del celta... En sus clases de la Universidad de East Anglia, Sebald
solía aconsejar “leed libros que no tengan nada que ver con la literatura”, a lo que añadía “sed
experimentales por todos los medios, pero dejad al lector ser parte del experimento”. El experimento
que es, de su no muy extensa obra, Los anillos de Saturno, resultaría inaceptable incluso fuera de la
literatura tradicional de no ser por un factor que va más allá de toda lógica, o al menos de la lógica
clásica. Ese factor consiste en que el lector aprende leyendo a Sebald el superior valor de las partes
frente al todo, lo cual no es pequeña lección en los tiempos de la conciencia globalizada. Alguien
como Sebald, que mantiene tan vivo el recuerdo del exterminio nazi, y que permaneció casi toda su
vida fuera de Alemania, no puede tener nada de nacionalista. Y, sin embargo, allí están sus
fragmentos, sus pedazos del monstruo de Frankenstein, reivindicando tozudamente que ninguna
totalidad puede absorberlos, puesto que hasta Dios a partir de cierto momento se olvidó de ellos, pero
que subsisten en el libro, ese precario Portavoz de los Muertos...
Dark in August: William Faulkner y Barack Obama (2015)

Es que suceden muchas cosas. Demasiadas cosas. Eso es. El hombre realiza,
engendra más de lo que puede o de lo que debería soportar. Así es como
descubre que puede soportarlo todo. Eso es. Eso es lo terrible, el hecho de que
pueda soportarlo todo, todo.
Reverendo Gail Hightower, Light in August

Leo esta calurosa mañana acerca de los incidentes raciales en Ferguson, Missouri, e
inmediatamente pienso en la narrativa de Faulkner, de quien estoy leyendo ahora precisamente, y a
fin de que el tono general de la estación acompañe, Luz de agosto. La brutalidad policial que ha dado
comienzo a estos sucesos bien pudiera ser la de los descendientes del sheriff de la novela, todo
transcurre a escasos trescientos kilómetros del centro del territorio imaginario de Yoknapatawpha y
exactamente en el mismo paralelo, “a la misma altura”, por decirlo así, o sea, en pleno Deep South.
Lo que cambia, lo que hay de nuevo, consiste sobre todo no tanto en la presencia de los medios de
comunicación como en el hecho de que Faulkner nunca hubiese concebido una revuelta de la
población negra, no a esta escala. Pero las algaradas nocturnas, el crimen de fondo, el entorno de
miseria, el odio racial, el peso del pasado, el dolor ya viejo, la tragedia incesante... todo ello bien
pudiera haberlo recreado el Nobel (seguramente el Nobel de Literatura más merecido de la historia,
en mi opinión y creo que no sólo en la mía) para la posteridad con suma viveza y mano maestra.
Y no es que Faulkner acostumbre a tomar muy nítidamente postura en tales conflictos: en
general, pinta los usos del Sur otrora esclavista con colores oscuros, tenebrosos, pero nunca termina
de condenarlos terminantemente. Él mismo incurre en prejuicios que el lector no sabe si atribuir a
ideas bien definidas del autor o a descripciones de males remediables. Por ejemplo, en Luz de Agosto
caracteriza a las mujeres por su facilidad para el mal y a los negros por su carencia de noción del
tiempo, entre muchos otros momentos de escritura irrefrenable. Son detalles que se dejan caer por el
camino pero que sumados explican los profundos antecedentes de desgraciados episodios como los
actuales. Si hasta su máximo cronista, Faulkner, que a menudo buscó una redención para los pecados
del Sur y una suerte de Espíritu que se abriera paso por entre las postraciones de la Carne del
Hombre, en ocasiones se muestra ambiguo, no es de extrañar que pase lo que pasa. Barack Obama
ofrece estos días un aspecto de no poder creérselo del todo, aunque él mismo, como mulato, parece
que ha sufrido algún abuso menor en su juventud. Yo no sé qué medidas tomará en adelante, además
de sacar a pasear a la Guardia Nacional -que, por cierto, también aparece al final de aquel agosto
ficticio-, pero me gusta imaginarle tomándose un receso para hacer lo que William Faulkner haría en
circunstancias parecidas, por no decir casi en cualesquiera circunstancias: servirse un whisky bien
cargado, llenar una pipa y meditar...
Luz de Agosto se publicó en 1932, cuando arreciaba la Gran Depresión, y es una novela
abrasadora, inclemente, que se lee rapidísimo -pese a la fama, cierta, de complejidad del resto de sus
libros-, como si el lector fuese arrastrado por la pasión sin esperanzas de sus protagonistas. Como
siempre, el despliegue de técnicas innovadoras al servicio del relato es asombroso, pero más
asombroso aún es el tema, que va al corazón mismo del calvario racial y que no voy a destripar aquí
(por cierto, tengo la impresión de que Boris Vian se inspiró en él, afrancesándolo, para el Escupiré
sobre vuestra tumba de 1946; y es que el registro de los faulknerianos, como bien sabemos en nuestra
lengua, es tan interminable como la fuente de la que beben...) Para mi gusto, todos los grandes
escritores norteamericanos sufren de una mezcla de solemnidad y frivolidad que consigue que, en
cierto último reducto íntimo irrenunciable, no terminemos de tomarlos absolutamente en serio.
Vemos, casi sin querer, que nos están desplegando su espectáculo particular. En el trato con Henry
Miller esta situación es ya exagerada: intuimos con idéntica certidumbre que debe ser un genio y un
fraude al mismo tiempo, o por lo menos yo. Con Faulkner ocurre algo semejante: sin duda es un
genio mucho mayor, y pese a que nada tiene de fraude, aturde y mosquea un poco el tremendo vigor
con el que, en cantidad y calidad, no para ni por un instante de demostrárnoslo. Ostenta además una
actitud de sabio rústico y gnómico a lo Hesíodo que se muestra a cada paso con frases que arrancan
con un “Un hombre...” -en el sentido de un hombre cualquiera y en general, aunque, por descontado,
ejemplar y marcadamente masculino-, y lo que viene después transciende los eones y va a misa. No
en vano, Jean Paul Sartre, atraído cual polilla, le consagró este espléndido y conocidísimo ensayo:
http://cdigital.uv.mx/bitstream/123456789/1003/1/1997103P137.pdf
Pero la obra de Faulkner es incuestionablemente inmensa, y en su núcleo brilla, como un
pináculo más, el discurso de aceptación del premio Nobel, uno de los más cortos jamás pronunciados,
poco conocido en España y emitido cuatro años después de la Segunda Guerra Mundial:

Pienso que este premio no se otorga a mi persona sino a mi trabajo; el trabajo de una vida en
el sudor y la agonía del espíritu humano, no por la gloria, y menos que nada por la ganancia,
sino por crear, a partir de los materiales del espíritu humano, algo que no existía antes. Así
que este premio sólo se me confía.
No será difícil encontrar un destino a su parte monetaria que sea adecuado al propósito y
significado de su origen. Pero quisiera hacer lo mismo con la proclama, al emplear este
momento como una cumbre desde la cual pueda ser escuchado por los hombres y mujeres
jóvenes que ya se dedican a la misma labor y angustia, entre los cuales se encuentra ya aquel
que ocupará el lugar que ahora ocupo yo.
Nuestra tragedia hoy es un miedo físico general y universal, sostenido por tanto tiempo que
incluso podemos sopesarlo. Ya no hay más problemas del espíritu. Sólo existe la pregunta:
¿Cuándo me barrerán? Por este motivo, el hombre o mujer joven que escribe hoy ha olvidado
el problema del conflicto del corazón humano consigo mismo, que es lo único que puede lograr
la buena escritura porque es lo único sobre lo que vale la pena escribir; sólo eso merece el
sudor y la agonía. Él debe aprenderlo otra vez.
Debe enseñarse así mismo que tener miedo es lo más bajo que hay; y al enseñarse eso, olvidar
el miedo para siempre, y no dejar espacio en su taller a nada que no sean las viejas verdades y
realidades del corazón; las viejas verdades universales sin las cuales una historia es efímera y
está condenada a morir: amor y honor y caridad y orgullo y compasión y sacrificio. Mientras
no haga eso, trabajo bajo una maldición. No escribe de amor sino de lujuria, de derrotas en
las que nadie pierde nada de valor, de victorias sin esperanza, y lo peor de todo, sin caridad ni
compasión. Sus aflicciones no se duelen en huesos universales, no dejan cicatrices. No escribe
del corazón sino de las glándulas. Hasta que vuelva a aprender estas cosas, escribirá como si
asistiera al fin del hombre y lo contemplara.
Me rehúso a aceptar el fin del hombre. Es bastante fácil decir que el hombre es inmortal
simplemente porque perdurará: prevalecerá. Creo que es inmortal no por ser la única criatura
que tiene voz inextinguible sino porque tiene un alma, un espíritu capaz de compasión, de
sacrificio y de perseverancia. El deber del poeta, del escritor, es escribir acerca de éstas cosas.
Es un privilegio aligerar el corazón del hombre para ayudarlo a resistir, al recordarle el valor
y honor y orgullo y esperanza y compasión y caridad y sacrificio que han sido la gloria de su
pasado. No es necesario que la voz del poeta sea un mero registro del hombre, puede ser uno
de los apoyos, de los pilares para ayudarlo a perdurar y prevalecer.

Ante el “ruido y la furia” civiles de la ciudad de Ferguson, Obama, el presidente cuyo tono de
piel ha generado todo un movimiento político y social (y económico, desde luego) de racistas
conservadores y rednecks contra él, debe estar pensando que suceden muchas cosas, demasiadas
cosas. Quizá no conozca con hondura a Faulkner, que ya debe ser pasto de lecturas obligatorias en las
escuelas, pero no por ello está Estados Unidos legitimado a decir que no había sido avisado. Otra
cosa es que haya que soportado todo, todo... No, si el Hombre está destinado a prevalecer.
El largo y tórrido verano

En este pueblo es verdadera devoción lo que hay por Faulkner.


Amanece que no es poco

Nos rodeamos de libros porque los libros (como también, por ejemplo, la música) apenas ocultan
sus secretos, y se nos dan tal y como son, con todo su artificio, de un modo directo, mientras que otras
realidades igualmente construidas se presentan aviesamente como fenómenos desnudos, cuando de
sobra nos consta que accedemos a ellas a través de un sinfín de mediaciones. Uno podría, pongamos
por caso, dedicar su ocio a enterarse a fondo del estado del mundo gracias a las noticias, el periodismo
o Internet, pero ese “hasta el fondo” intencional no llegaría nunca. Toda una espesa maraña de
intereses y confusiones enteramente deliberadas nos separa del hecho aparentemente más crudo, y a lo
más que podemos aspirar es a formar parte de un debate que sólo terminará por mero cansancio. Los
libros, sin embargo, se nos ofrecen tal cual, con todas sus trampas, las cuales tenemos ahí quietecitas
para ser desentrañadas pacientemente, de tal manera que, alcanzado cierto punto, podemos determinar
una cierta interpretación de lo leído y pasar a otra cosa. Después de todo, los libros, como la música,
ostentan a su autor, cosa que no cabe esperar de otras transmisiones de sentido cuyo artífice o artífices
no dan la cara y escapan de cualquier imputación de responsabilidad. Así, si alguien quisiera, en estos
días, comprender bien el acuciante “problema” (entre comillas lo digo) griego, tendría que abrirse paso
fatigosamente en una jungla inextricable de mensajes contradictorios y, aunque termine por cobrar
conciencia de que, en general, está siendo engañado por unos o por otros o por todos en general, le
resultaría difícil poner nombre y apellidos concretos a los mentirosos, tan difusa es en el mundo real la
responsabilidad y tan sencillo -tanto para el individuo como para los medios- el olvido…
Sin embargo, a veces tampoco el contacto directo que representa un libro resulta fácil, primero,
si el autor hace mucho tiempo que está muerto, y, segundo, si en lo que leemos él mismo parece contar
con una especial connivencia con el Destino. Es el caso, en el campo de la novela, de William
Faulkner. Bill, como le llamaba su mujer, exige mucho del lector, porque (de modo semejante a
cuando preguntan o preguntaban a Bob Dylan por el sentido de sus letras) lo que nos cuenta ha sido
forjado indirectamente entre él y el Destino y ninguno de ambos está disponible últimamente para
responder a preguntas comprometidas. No obstante, en su vasta producción hay novelas más oscuras y
otras más claras, aunque “claras” sea aquí un calificativo relativo. Yo voy entreteniendo este largo y
tórrido verano semi-heleno en la lectura, entre otras cosas varias y disparatadas, de El villorrio -en
inglés, The Hamlet-, una narración de la madurez de Faulkner publicada en 1940, que, al contarse en
parte entre las más claras, fue versionada al cine con un reparto estelar en el año 1958 justamente con
el nombre de esta estación que padecemos, El largo y cálido verano. Digo “versionada”, y no
“adaptada”, puesto que, si el espíritu de la película pretendiera ser el mismo que el de una fracción de
la novela, en la letra en absoluto lo es. Pero yo soy partidario de estas traiciones típicas del cine, y no
me duelen, al contrario: me gusta ver qué han hecho para la pantalla grande con cierto mito, y si lo han
transformado demasiado, mejor, que cada medio tiene sus limitaciones y sus posibilidades y el
guionista de turno también tiene derecho a inventar (el propio Faulkner, de hecho, fue también
guionista de cine, más bien malo y desganado, por cierto). El villorrio es genial, increíble, brutal, como
de costumbre, y los sobreentendidos en los que juega con el lector se reducen al mínimo. Ese mismo
prurito exagerado que llevó a Fernando Trueba a decir en la entrega de su Óscar que Billy Wilder es
Dios –un dios del cine, quiero entender-, me podría llevar ahora, sin falta igualmente de razón, a
afirmar que William Faulkner es un dios, tal vez el Dios, de la Literatura. La película de Paul Newman
y Orson Welles tampoco está mal, posee algo de la fuerza de Faulkner aun edulcorada, y cuando yo la
vi en mi pubertad me impresionó mucho.
La palabra que más se repite, sin embargo, en la novela en cuanto al sufrimiento térmico es
“tórrido”, más que “cálido”, y eso marca la diferencia. Porque Faulkner castiga a sus criaturas tanto o
más que al fascinado lector, que transcurre por el relato entre asombrado y horrorizado. Pero es que no
es sólo él, se trata del Destino, ya digo, y a veces me he preguntado si Faulkner es o no un estoico
profundo (es decir, no superficialmente, que lo es, sino hasta la raíz). El Destino puede parecer cruel,
pero para un estoico encierra una lección que en último término es justa. Por eso Faulkner está muy
por encima, en mi opinión, del existencialismo, incluso del existencialismo norteamericano a la
manera paradigmática y de largo influjo de Ernest Hemingway. Sus personajes lo pasan mal, desde
luego, pero viven una vida intensa y grande en escenarios geográficos tan duros y olvidados que se
diría que únicamente podrían albergar resignación. Son seres toscos y prácticamente analfabetos, sin
embargo Faulkner les dota de las pasiones de un rey shakespiriano sin convertirles por ello en algo
distinto de lo que son, para bien y también -casi siempre- para mal, y ese es su logro más característico
y más formidable, al margen de los muchos y sutiles mecanismos literarios puestos en juego. Yo no sé
exactamente si, en el fondo, Faulkner entiende que sólo aquellos que aprenden a controlar sus
pasiones, como el sabio estoico, salvan la cordura y finalmente el pellejo. Tampoco sé muy bien si este
tipo de narraciones abonan todavía más, queriéndolo o no, lo que la mentalidad americana posee ya de
por sí de darwinismo social, que en El villorrio podría encontrar un cierto apoyo. Lo que sí sé es que
Faulkner coge una tierra pobre y la eleva a universo dramático, coge unas gentes doblegadas y míseras
y las ensalza hacia la heroicidad trágica. Concentra, en definitiva, en unos kilómetros cuadrados de
granjas, herrerías y campos de labranza el Destino de la Humanidad, y da la sensación de que las
historias entrelazadas del condado de Yoknapatawpha podrían no terminar nunca. El lector del siglo
XXI no está preparado para tanto, y generalmente uno sigue la escritura de Faulkner (referencias
clásicas y bíblicas incluidas) con el alma en vilo y recibiendo una paliza mental formidable que se
cobra su precio en verdadero cansancio físico, como si del agobio del calor insoportable del verano se
tratase.
En cambio, no se va al cine para eso. Hollywood tomó el esqueleto de las primera de las cuatro
partes de la novela faulkneriana e hizo de ella algo así como una puesta en escena de Tennessee
Williams, pese a que Tennesse Williams nada tuvo que ver con el asunto. De hecho, por esas mismas
fechas Tennessee Williams estaba en pleno auge. No sólo había ganado muchos premios teatrales, sino
que las películas basadas en sus obras triunfaban en taquilla. Ese mismo año de 1958 se estrenaba,
también, La gata sobre el tejado de Zinc caliente, lo cual terminaba de cimentar la carrera de Paul
Newman. Faulkner era ya por entonces un reclamo comercial porque había ganado el Nobel de
Literatura, pero, en realidad, hasta bien entrados los años cuarenta casi nadie le leía y la crítica le había
sido adversa. Demasiado melodrama, demasiada farragosidad, demasiadas “atrocidades”, como dijo
después de su obra Borges. Así que pienso que Hollywood vio la situación de esta manera: el estilo de
un sureño, Williams, puede atemperar la energía del otro sureño, Faulkner, aprovechando el potencial
de ambos en una historia remodelada para ser casi apta para todos los públicos. El resultado mereció la
pena, creo yo, pero para completar la experiencia hay que adentrarse también, no sin algún esfuerzo,
en el clásico de Faulkner, aunque sea para cerciorarse de los extraños orígenes que tienen ciertas cosas.
Este verano se acabará, las noticias seguirán siendo difíciles de descifrar, el mundo seguirá
girando sin un objetivo definido y uno no habrá hecho nada mejor gastar sus vacaciones en comerse
unas gambas, echarse la siesta y leerse una novela esforzada. En fin, peor lo tienen los pobres
griegos…
Alan Moore en los 90´: From Hell y Supreme

¿Qué se puede hacer, a qué te puedes dedicar, cuando se abre una nueva década y la anterior
te ha hecho mundialmente famoso por haber escrito dos de los guiones de cómic más aplaudidos de
la historia del medio, si no los que más? En la noche del fin de año de 1989, Alan Moore ya lleva un
tiempo metido hasta los ijares en una historia distinta, sólo que esta vez la matriz de dicha historia
no salía de su imaginación sino de la realidad, o eso es lo que parecía. Se trata de los crímenes de
Jack el Destripador, que se produjeron justo un siglo antes, en 1888, de que Moore se pusiera a
investigarlos. Al guionista le encantan estas coincidencias, puesto que, como tantos aficionados al
ocultismo hermético o a la filosofía trascendente, no cree en las coincidencias. Y Alan Moore, poco
antes, al menos delante de su estupefacta familia, se había declarado mago, es decir, oficiante de la
Magia del Caos, una variante (post-moderna, dice Wikipedia) de las teorías sobrenaturaloides del
charlatán más influyente del s. XX, el británico Aliester Crowley, cuya obra Moore conocía bien.
De verdad pienso que si cualquiera de nosotros fuese catapultado al éxito de modo tan fulminante y
tan irreversible como Alan Moore al final de los ochenta, nos volveríamos igual de excéntricos,
quizá de cosas peores o más dañinas (hay, por ejemplo, quien, dentro de este mismo terreno
espiritual, se interesa por la Cienciología…) El caso es que a Moore no le da por los bólidos, o por
las drogas, o por la especulación financiera, sino que siente que ahora debe escribir algo grande que
esté a la altura de Wachtmen o de V de vendetta. Eso es lo que su público va a esperar de él. Y quien
dice “grande” dice denso, oscuro, muy simbólico y algo laberíntico, que dé qué pensar. La única
condición que parece imponerse a sí mismo es que no trate de superhéroes, ni genuinos ni
supuestos. A Moore, con cierta razón, le producen vergüenza propia y ajena los superhéroes,
aunque sabe de sobra que es lo que realmente vende en el mundo del cómic.
De modo que se encuentra con la leyenda de Jack el Destripador. No es siquiera una leyenda:
por un lado, las muertes horrendas tuvieron lugar, pero por otro lado, no existe un relato unificado
de lo que ocurrió, sino cien interpretaciones distintas. Todo un siglo de especulaciones en torno al
asesinato de unas prostitutas en un barrio bajo de Londres, Whitechapel. La pregunta es por qué.
Por qué tanto interés. Si, de nuevo buscando en Wikipedia, pincháis la entrada de “Jack el
Destripador” o de “Sospechosos de ser Jack el Destripador”, lo que halláis es una sábana larguísima
de texto plagado de referencias, referencias de investigaciones reales y referencias de ficción,
música, videojuegos, películas, etc. Supongo que lo que Moore descubre inicialmente es
precisamente eso: que las referencias que hemos llamado “reales” acerca de Jack el Destripador son
prácticamente indistinguibles de las referencias “culturales”, y que Jack es ya un mito en toda regla,
el mito del primer psicópata de la Era Contemporánea. Moore lo flipa, como se decía ya en los
noventa. Terminar su versión de los sucesos de Whitechapel que conmocionaron al mundo le va a
llevar diez largos años, y cuando la novela gráfica se publica, Moore le agrega otras cien páginas de
explicación erudita de lo que hemos visto en las viñetas, como si quisiera tres cosas: una, consolidar
su posición en la cadena de los estudiosos de Jack; dos, justificar punto por punto las elecciones de
guion que ha realizado con base en datos externos más o menos fieles; y tres, argumentar su opción
por la tesis más melodramática del mito, la expuesta por Stephen Knight en su monográfico sobre el
asesino. De esta manera, Moore consigue acotar muy claramente qué es suyo y qué es ajeno en su
relato, o qué es leyenda propia y qué es leyenda ajena. El resultado fue From Hell, que, ciertamente,
como título suena muy a cómic, pero en realidad consiste en la primera frase de una carta atribuida
al Destripador que apareció en prensa...
No voy a contar nada de From Hell (seguro que trae mala suerte destripar al Destripador…)
Sólo señalar que el propio Alan Moore se percata de que la interpretación de Knight, que involucra
a los máximos poderes de la Inglaterra victoriana, es sin duda la más atractiva desde el punto de
vista de su potencia narrativa. Es decir, que hasta podríamos decir que Moore comete
deliberadamente una falsificación de un hecho histórico, si no fuese porque carecemos por
completo de certeza alguna acerca de tal hecho histórico. Y de eso trata From Hell, por encima de
sus incidentes concretos, que aquí vamos a obviar. Trata de Moore en los años noventa haciendo el
ejercicio de inventar más sobre lo ya inventado sobre la historia de Jack el Destripador, por la
simple razón de que no existe una historia original, verdadera del asunto. Es como si el propio Jack,
con sus hechos, insignificantes a priori, hubiese logrado revolverlo todo e impedir que nadie pueda
ver claro a través de ellos, o sea, como si el propio Jack fuese el artífice voluntario de su mito. En
aquello intervino el gobierno, la prensa, la policía, la opinión pública, algún artista y muchos
auténticos falsificadores, por decirlo así, ya en la época. De modo que Moore se limita a aportar
otro espejo deformante en una larga serie de espejos deformantes para los cuales no hay modelo
primordial, no hay evidencia originaria. Hay signos, hay signos de signos, pero no hay referente del
cual supuestamente serían eso, signos: suena como la Deconstrucción derridadiana, de la cual, me
consta que Moore no sabe nada (él está con sus rituales, sus músicas, sus películas, incluso, pero la
Filosofía particularmente nunca le ha interesado…)
Por eso, finalmente -no insisto más- From Hell es una obra tan perturbadora. Moore hace, en
un momento de genial intuición, que los acontecimientos de Whitechapel pongan la base de los
horrores sin medida del siglo XX, precisamente porque en ellos ya operan a toda marcha la
falsificación sin límite, el papel de las masas, la frialdad calculadora de los gobiernos y el terror
sociológico y humano en general. Jack el Destripador sólo mató, metódicamente, y con sus propias
manos, a unas cuantas chicas, seguramente no más de cinco, y, sin embargo, en su sinrazón, en su
venalidad, escribió la obertura de las matanzas descontroladas e ingentes del siglo XX. O esto es, al
menos, lo que fundamentalmente aporta Moore sobre la literatura tradicional acerca de Jack el
Destripador. Es un gran peso para llevar encima durante diez años, y al término Alan Moore (el
mismo dice que no tenía intención, e incluso le parecía peligroso, tratar de meterse en la cabeza de
un criminal…) se sentiría cansado, incluso harto de representar para el cómic el rol del escritor de
las tinieblas patológicas del hombre contemporáneo, y decidió cambiar de tercio, de una vez y para
siempre. Para colmo, muchos guionistas mediocres, siguiendo la estela de Watchmen y de Frank
Miller, se habían pasado esos mismos años infectando el mundillo de los superhéroes de personajes
locos, violentos y psicopáticos, de manera que Moore se siente responsable. Él ha engendrado esta
prole degenerada de macarras con superpoderes y él debe ahora devolverles su sentido más prístino;
líder de la oscuridad, y sumamente vanidoso, mira el resultado de sus actos, se arrepiente, y decide
convertirse en el nuevo líder de la luz para el entorno del cómic. Por eso, tras abandonar el infierno,
colabora con unos cuantos autores de esos que desprecia, y que han llenado los cómics de sangre sin
inteligencia (colaboraciones muy notables, por cierto, pero que no voy a comentar ahora), y se
encuentra con la oportunidad de comenzar de cero con un plagio de Superman totalmente
desprovisto de interés, pero al que él va a inyectar una vida prodigiosa –y, sobre todo, respetuosa:
respetuosa con todo el periodo anterior a Wachtmen, que jamás se propuso destruir; Superman es el
paradigma de esos cómics que le fascinaron de niño, y esa pelota que arrojó aún no ha tocado el
suelo…
Lo que ocurre es que, al igual que sucedía con Jack el Destripador, no hay “sentido prístino”
que buscar. Algo tan elemental y esquemático como Superman ya ha acumulado tal cantidad de
signos, y de signos de signos, que la única manera que Moore tiene de destilar una esencia
superheroica tan icónica como la del simple Superman es referirse a todos ellos a la vez. En
Supreme, la genial manera como Moore se resuelve a dignificar lo que él mismo había ridiculizado
involuntariamente, a esos signos, o planos culturales superpuestos, Moore los denomina
“revisiones”, y, sencillamente, como digo, las pulsa todas a un tiempo. Si no hay manera humana de
quedarse con una, Moore las acoge todas. Filosóficamente, Moore se convierte así al pluralismo
ontológico: todas las versiones de Supreme (lo que es decir: del Superman de la Edad de Oro y de
Plata del cómic norteamericano) son igualmente Supreme, como en los mitos grecorromanos.
“Supreme” es invención, es cultura, y más allá de la cultura sólo hay más cultura, una infinidad de
capas de cultura: manejar esta idea tremenda en las meras páginas de un tebeo a fines de los noventa
hacen de Moore mucho más post-moderno que la tontuna esa suya de la Magia del Caos. De hecho,
Moore aprovecha para cascar en Supreme su filosofía (ya digo que no sabe Filosofía académica
ninguna) de la región del Espacio-Idea, según la cual, de una manera muy hermética, neoplatónica o
jungiana, todo lo que somos procede de la Imaginación, la cual a su vez no es más que el reflejo
filtrado históricamente de arquetipos intemporales. Eso importa poco, por lo menos a mí: lo que
importa es que para ello, y mediante una ironía realmente “suprema” (la ironía, primeramente, de
utilizar un personaje plagiado por un descerebrado que lo ignora todo de dibujar o de escribir, un tal
Rob Liefeld), acaba con toda ironía y reinventa la ingenuidad de los primeros tebeos de
superhéroes. J.J. Vargas, en su ya mencionado libro Alan Moore: la autopsia del héroe (Pretextos
Dolmen, 2010, pág. 252) dice que “volver al héroe arquetípico no significa pecar de ingenuidad”;
creo que es justamente al revés: se vuelve al héroe con capa, con la vergüenza que eso da, para
pecar alevosamente de ingenuidad.
Pero, claro, no una ingenuidad previa a Watchmen o a From Hell, sino a una ingenuidad
nueva, post-moderna, si se acepta esa denominación tan desacreditada por estos pagos. La
ingenuidad nueva de que hay aventuras y prodigios, como en el Superman de antes, incluso mejores
y más sorprendentes que en el Superman de antes, pero sin que se pierda la conciencia de su
carácter no-natural, ficticio. Como en la película Origen, de Christopher Nolan, los niveles del
sueño ahondan unos sobre otros, y, así, el Alter Ego de Supreme trabaja dibujando cómics de otro
plagio de Superman, el replagio que los parió, y muchas veces llega más lejos y a punto está de
darse cuenta de que él mismo es un cómic. Moore aprovecha también para castigar a los nuevos
guionistas hiperviolentos, y para insertar la propia parodia de los superhéroes. Las portadas y la
rotulación son las del viejo Superman, también los personajes auxiliares y los escenarios, pero se
introducen guiños al mundo actual o pasado como la presencia -deformada, culturalizada también
ella misma- de Bill y Hilary Clinton, Bon Jovi, Wilhelm Reich, la serie Friends o el dibujante Jack
Kirby. Todo es un juego meta-textual (un capítulo, por ejemplo, se titula, coltreanamente, A Love
Supreme: no se podía evitar…) que no es jugado únicamente por sí mismo, como para demostrar
que se está a la última en estética rabiosamente actual, sino porque el viejo encanto de la aventura lo
precisa y lo merece para reverdecerse. Quiero decir que si algo no hay en Supreme es pedantería. Lo
que hay es homenaje, a veces llevado hasta la reducción al absurdo, como en una página impagable
en que Supreme, como en los años cincuenta Superman, se dirige a los niños para encarecerles a
cambiar todas sus pilas (“¡es el día nacional del cambio de pilas!”, se mofa Moore), y al final
terminan todos riendo y dando algo de asquito al lector. Alan Moore vuelve a los superhéroes para
magnificar el cómic mismo como lugar privilegiado de la imaginación, sin necesidad de que todo
sea tan espeluznante y moroso como en From Hell. Pero, entre uno y otro, entre el From Hell y el
Supreme de los noventa, Moore ha dado un salto: del caos de las muchas interpretaciones de un
hecho, que incoan un cierto nihilismo abismático, demoledor, ha pasado a aceptarlas todas a la vez,
lo que supone el regreso de un nihilismo ligero, afirmativo. Ahora, quien quiera, que se aparte de la
oscuridad y le siga…
El viejo Faulkner, con un par…

La pasión de lo posible, ese ojo eternamente joven y


eternamente ardiente que ve por todos lados posibilidades. El goce
decepciona, pero la posibilidad no.
Sören Kierkegaard.

Robert Louis Stevenson es el único autor del Romanticismo, hasta donde yo conozco, que
reconoció que la obra literaria siempre es inferior a la realidad. Recuerdo que decía que la vida es
como el sol, demasiado cegadora para mirarla directamente, y, desde luego, tal como yo lo veo, el
arte, más que tratar de reflejarla, la elude, transponiéndola a un código indirecto, la escritura, donde
su brillo resulta más manejable. Si uno, además, ha leído algo de historia o biografía histórica -por
ejemplo, me viene a la cabeza ahora la extraordinaria vida de Hernán Cortés-, sabe que no es del todo
cierto que la ficción sea capaz de concebir una épica más grandiosa y perfecta que la del mundo real.
A menudo, en efecto, han sucedido cosas, episodios verificables, que desafían la imaginación del más
pintado, y que parecen pertenecer a un arte superior (más bien amoral, por cierto) que el arte humano
jamás podría remedar. Que el propio Hernán Cortés, por seguir con mi ejemplo, llegase a viejo
después de hacer todas las barbaridades que hizo parece obra de un artista cósmico con un extraño
sentido del humor. No obstante, algunos narradores lo han intentado, han intentado, quiero decir, ser
tan grandes como la vida, y el resultado, inevitablemente, produce un efecto algo teatral, a veces
afectado y otras veces tragicómico, pero siempre exagerado. Entre ellos destaca, por derecho propio,
William Faulkner, creador de un universo propio paralelo al del mundo real, en el cual nada sucede
que no sea sobrecogedor, absoluto, decisivo y habitualmente aterrador.
También Honoré de Balzac, antes, había creado un universo paralelo donde se agitaban sus
personajes como microbios en una gota de agua en persecución de sus ambiciones, pero Faulkner
dobla la apuesta y despoja a su mundo de la sofisticación social del París decimonónico para
sumergir a sus criaturas en un ambiente de primitivismo casi intemporal, cuyo único dato histórico
concreto consiste en las secuelas de una posguerra civil cuasi-eterna. Las primeras novelas de
Faulkner, las más arriesgadas y complejas (sobre todo ¡Absalón Absalón!, pero habría mucho donde
escoger) pusieron el listón muy alto, pero luego, con la madurez, comenzó a serenarse y a recapitular,
y se dedicó, no diré a limar asperezas, porque eso era imposible para él, mas sí, cuanto menos, a
repensarlo todo bien, a rellenar huecos y a afinar el toque. Ya más viejo, concibió la que es casi su
última obra, la saga de los Snopes, que comprende El villorrio, La ciudad y La mansión, trilogía más
sobria, en la que la acción transcurre linealmente y los puntos de vista no se diversifican tanto como
en su producción anterior. La razón de este remansamiento, de esta suerte de suavización del estilo
(aunque el estilo, en el caso de Faulkner, siempre ha estado al servicio del contenido, de la historia,
en mi opinión), puede fundamentarse en el hecho de que ya había recibido el premio Nobel y era
famoso, o en la circunstancia absurda y estúpida de su propia edad o, como yo creo y él declara, en
un mayor interés por los personajes mismos y sus vicisitudes, al margen de las virguerías de la
exposición en prosa. Sin embargo, la intensidad -“casi intolerable”, decía Borges- es la misma. Como
siempre, sus criaturas otorgan una inmensa importancia a su destino y al de los que tienen cerca,
como si no hubiera Dios, como si en su mera vida se jugase toda la victoria o la derrota del Hombre.
Como siempre, el vocabulario es sencillo, pero la frase enigmática (la hueca charlatanería sería
hacerlo justamente al revés), y unas tramas se enredan con otras dando lugar, en conjunto, a una
amalgama polifónica de voces y ecos, al modo de un orbe cerrado y abierto a la vez en el que el
lector podría quedar atrapado de por vida. Y, como siempre, las descripciones de la acción o del
trabajo son minuciosas hasta la impaciencia, que es la manera en que Faulkner sabe ser preciso en el
detalle físico para ir concretando poco a poco, de un modo material, la neblina mental en que
zambulle al lector respecto de las intenciones últimas de sus personajes. Sin embargo, el Faulkner
viejo -no tan viejo, tampoco: avanzada la cincuentena- ahora confía un poco más en la esperanza,
concede cierta redención incluso al más vil de sus villanos (el “flemático” Snopes, servidor del
dinero y, por lo tanto, del diablo) y hace, en general, menos angustioso el esfuerzo del lector,
brindándole al término un desenlace soberbio, casi una celebración de la existencia y también de su
propia obra, que la refleja parcialmente. La pasión por lo posible, “ese ojo eternamente joven y
eternamente ardiente que ve por todos lados posibilidades”, como escribió Kierkegaard, es más fuerte
y más aguda en el Faulkner experimentado que en el Faulkner experimentador, y pese a que sigue
considerando (como repite muchas veces en La Mansión, en un espíritu muy calvinista) que los seres
humanos no somos más que una pandilla de pobres “hijos de perra”, perdona la vida al cafre más
cafre de la Literatura Universal y le encamina hacia un futuro incierto, pero enteramente suyo, con la
simpatía del lector…
La Literatura, sin duda, ha consistido en gran medida en el siglo XX en esa Tierra paralela que
luego ha sido roturada por numerosos autores tras la enseñanza pionera de William Faulkner. Fue en
el año 1936 que Faulkner diseñó un mapa del Condado imaginario de Yoknapatawpha, que suscribió,
en un deje de orgullo, como de su única e inalienable propiedad. Más tarde, sin embargo, declaraba
que hubiese preferido que sus novelas no llevasen el nombre de su autor en la portada, y que las
tremendas crónicas entrelazadas de Yoknapatawpha subsistiesen autónomamente como un tejido
monocromo y basto transversal a la historia del Sur de los EEUU. Ese afán de anonimato, que se va
acrisolando con la edad (y tal vez con la frecuentación del alcohol y las casas de mala nota), llega a
extremos misantrópicos insufribles como cuando escribió en carta personal a Malcolm Cowley, en
1949, “Mi ambición, como individuo privado, es ser abolido y anulado de la historia...”. O, después,
a Bob Haas: “Sigo manteniendo que mis obras impresas son del dominio público y cualquiera puede
discutir sobre ellas. Pero mi vida privada y mi cara fotografiada son de mi propiedad y las defenderé
como tales hasta el final.” O cuando, poco más tarde, declinó en unos términos algo secos la
invitación de los Kennedy para cenar en la Casa Blanca. En todo ello hay un cierto rechazo de la
servidumbre del escritor, que envidia secretamente a sus personajes porque se atreven a vivir hasta
las últimas consecuencias, mientras que su creador deja pasar los años en la paralizante función de
voyeur. Y hay también, seguramente, miedo de sí mismo, de no saber cómo reaccionar ante la gloria
y terminar, frente al presidente del país, borracho como una cuba -que es lo que sucedió todos y cada
uno de los días del viaje político que la CIA de la Guerra Fría le organizó en Sudamérica, lo cual
tampoco tenía mucho sentido, puesto que en La Mansión Faulkner no tendrá tan malas palabras para
con el comunismo…
El Faulkner viejo decía querer reencarnarse en un buitre porque al buitre “nadie lo odia, ni lo
envidia, ni lo desea, ni lo necesita; jamás lo molestan y nunca está en peligro; además, le mete el
diente a cualquier cosa”. Pero, a pesar de semejante hostilidad, o deseo de autarquía, se muestra
como nunca compasivo en sus últimos relatos, como si recapacitase y concluyese que el balance de
aventura de la Humanidad, ese hatajo de “hijos de perra”, acaba por salir positivo si se contempla
desde un nivel lo suficientemente alto al tiempo que profundo. Es verdad, no obstante, que Faulkner
sigue, hasta el final, buscando comprender a las mujeres como si fueran una especie distinta, y que
pasa de las féminas abnegadas y duras de sus comienzos a una apoteosis solar de la femme fatale de
la novela negra que él mismo ha contribuido a consolidar. También es cierto que el mundo posterior
a la Segunda Guerra Mundial le agrada poco, de manera que sus personajes más modernos y
cosmopolitas -Gavin Stevens, que se mueve en coche y lleva corbata- no se enteran demasiado y
confunden lo que está ocurriendo, mientras que los provincianos y poco formados -V.K. Ratliff, que
se mueve caminando o en carreta de mulas- las cazan al vuelo. Son gajes, rémoras, quizá manías
inextirpables de señor mayor: sus propios personajes viejos (“Los viejos del lugar” de Desciende,
Moisés), que son viejísimos y muy activos, representan la obstinación misma y el apego a las
costumbres y hechos del pasado, que, para ellos, jamás desaparecen.
Yo imagino todos los títulos de los cuentos y relatos de Faulkner, que suelen ser cortos,
escoltados por exclamaciones. No sólo ¡Absalón, Absalón!, sino todos: ¡El ruido y la furia! ¡Las
palmeras salvajes! ¡Los invictos!, y así. Resulta más divertido, señala mejor la potencia de lo que
contienen y toma también un poco el pelo al sentido tan acusadamente trágico de su autor. Según se
hacía viejo, Faulkner recurría más al humor, pero en la escritura, no en su vida. Su mujer, Estelle
Oldham, estaba hasta el gorro de él tras una vida en común de discusiones e infidelidades, y cuando
murió, lo primero que hizo, al día siguiente, fue colocar el aire acondicionado que su marido nunca le
había permitido instalar, probablemente por sentir pegado a la piel el calor característico de sus
asfixiantes y geniales narraciones. Y es que, como dice mi padre, no se puede llegar a viejo... No, al
menos, con esa mala leche, o traduciendo la sabiduría interior en mala leche exterior. La realidad es
superior a la ficción, como decía Stevenson, pero siempre y cuando seleccionemos para nuestra
comparación tanto la una como la otra. El arte consiste en esa selección minuciosa, que en la
literatura de Faulkner es siempre hiperbólica. Pero, como dijo de él Juan Benet, pese a ese efecto
general algo teatral, a veces afectado y otras veces ridículo, pero siempre exagerado que he
mencionado antes, William Faulkner

es el escritor que más he admirado, el que más he leído, es una constante en mi vida, me ha
influido como el cielo que me ha visto nacer o como el mismo lenguaje… No dejaré de leerlo nunca,
para mi propio estímulo, en los años que me queden de vida. Y por eso nunca llegaré a conocerlo.
En torno a El ruido y la furia

Life’s but a walking shadow, a poor player


That struts and frets his hour upon the stage
And then is heard no more. It is a tale
Told by an idiot, full of sound and fury,
Signifying nothing.
Shakespeare, Macbeth, Acto 5, escena 5.

La semana pasada terminé El ruido y la furia. Es la polla, con perdón. Se publicó el año del
Crack y no había nada parecido antes, excepto el Ulysses de James Joyce, o alguna cosa de la Woolf.
Pero ese Joyce es para muchos un sublime paliza, como ya protestaban los lectores cultos de la
época, y la Woolf demasiado profunda y algo envarada. En cambio, aquí el monólogo interior cuenta
una historia concreta y larga que hay que reconstruir. Tiene un poco, pues, de novela-Ikea: Faulkner
te da el material y tú tienes que montarla. La edición castellana de Cátedra ayuda bastante con un
mini-manual de instrucciones. El caso es que hay tres largos monólogos interiores, y un último
capítulo en que el narrador por fin habla por sí mismo, aunque apoyándose en la experiencia de una
jornada de domingo de una criada negra ya entrada en años. ¡Ah, el problema de los negros en la vida
del Sur, aun no resuelto, y que Faulkner, en cada nuevo libro, desarrollaba todo lo que podía o sabía,
pero sin creer que hubiera nada definitivo que decir! Todavía hay hostias allí hoy por eso, y con
Trump podría haber aún más. No obstante, la sirvienta negra es la que sale más favorecida de los
cuatro. Los demás, un disminuido mental, un suicida por honor y un cabrón pesetero, hermanos todos
ellos entre sí, merecen también la compasión de Bill, que es como la presunta misericordia de Dios,
una emoción tan marcada como finalmente distante y pasiva. Se sabe que tanto Dios como Faulkner
la tienen o la deben tener, pero apenas la ejercen en sus respectivos mundos. Más bien es como si su
obra, la obra de ambos, consistiese en la pregunta eterna por si tiene sentido la compasión o no… ¿y
es que acaso hay otra pregunta absolutamente decisiva para un narrador?
Bill nos presenta a sus pobres pero rudos personajes precipitándose a la tragedia, y no se mete,
no juzga, sólo les quiere, o, al menos, les respeta. Para eso precisamente le sirve la psicología, o la
técnica, de la corriente de conciencia. Claro, no es posible saber lo que se le pasa por la cabeza a un
disminuido de 33 años que tiene una mente de 3 y que ni siquiera habla, pero Bill se vale de ese
artificio -el de pretender transcribirlo tal como se manifiesta- al modo de la filosofía crítica del viejo
Kant, como algo que el sujeto ha de poner para que el objeto confiese su verdad. Es un doble
artificio, en realidad: Faulkner nos cuenta una historia ficticia, el declive de la saga Compson, y
además lo hace desde un punto de vista ficticio, el flujo psíquico de varios de ellos. Flaubert, por
ejemplo, todavía podría hacernos creer, si le diera por ahí, que Madame Bovary existió, y que él se ha
limitado a narrar su historia de la manera más realista posible. Pero Bill jamás podría alegar, claro,
que ha estado físicamente en la mente de Quentin Compson y sabe cómo deseaba a su hermana (que,
por cierto, aunque Faulkner lo niega en el apéndice, para no suscitar irritabilidades, se describe aquí
una intención de incesto como la copa de un pino; incluso yo sospecho que al propio escritor le pone
su personaje, Candance, Caddy...) El viejo estilo indirecto libre del narrador omnisciente desde luego
no llegaba a tanto; aun así, Faulkner es también un realista puntilloso en lo mundano, y nos informa
así de que Quentin se lava bien los dientes antes de tirarse al río y ahogarse…
Sea como fuere, en El ruido y la furia el lector asiste a lo oculto, es decir, a cómo alguien va
organizando lo que percibe de acuerdo con sus caóticos recuerdos, un truco que sirve también y sobre
todo para que no tengas más remedio que comprometerte con el destino del personaje, puesto que le
estás espiando en lo más íntimo21. Una intimidad bruta, sexual, corporal, impura y sucia, pero
inevitablemente pensante, como Bill ha aprendido de Joyce. El que no la haga suya es que no tiene
alma, o no vale para la literatura. Faulkner aprende a respetar a sus criaturas así, abriéndolas en canal.
Si fuese un jodido nihilista -y en El ruido… el nihilista de mierda es Jason Compson Sr., no el propio
Bill-, a lo Beckett o Sartre, los terminaría matando sólo para que dejasen de sufrir, como a un caballo
que se le ha roto la pata, por torpe o por gilipollas. Pero Bill es mucho más grande, además de mucho
más caudaloso y original: a veces los termina matando, sí, pero porque su sufrimiento ya les ha
dignificado tanto y tan extrañamente -por tan extrañas vías, diría yo- que lo mejor va a ser dejarlo así
y acabar. Vale que a veces dibuja canallas sin remisión, desgraciados sin corazón, como Anse
Bundren en Mientras agonizo y tantos otros, pero nunca aquellos a los que hayamos visto
previamente por dentro. Porque, si accedemos al tremendo lío que ellos mismos tienen respecto a lo
que hacen (vidas duras pero llenas tan sólo de sí mismos y de sus pasiones exclusivamente
materiales) y de lo que piensan (eso que, señalaba antes, “se les pasa por la cabeza”, y que no son
capaces de evitar ni de dominar), descubrimos que para qué, que ni el autor ni yo como lector somos
quiénes para juzgar. Para eso está o estará luego ha estado siempre la misericordia de Dios, si es que
existe... Y si existe, más le vale -y más nos vale a nosotros- que tenga un criterio mejor, más lúcido y
más ordenado que el idiota de la famosa frase del Macbeth de Shakespeare que da título a la crónica,
o nada tendrá, efectivamente, sentido. La polla, ya digo, y de nuevo con perdón…
Hay una entrevista con Faulkner de 1961 cuando realizaba su viaje como fenómeno de feria en
Sudamérica que encuentro en Internet. Están en Venezuela y pregunta un tal Guillermo Meneses:

—¿Cree usted que ha realizado una obra importante por la obtención de una nueva técnica,
por la descripción de ambientes y personajes que le son absolutamente personales, por la lucha
con formas de lenguaje que han logrado una expresión de auténtica equivalencia con el
contenido ideológico y la condición de los personajes?

—Para mí, el escritor está demasiado ocupado en escribir, en tratar de llevar al papel la suma de sus
observaciones, de su imaginación y de su experiencia como para tener tiempo de preocuparse con el
estilo y la técnica. La técnica es simplemente el proceso de narrar de la manera más conmovedora
que esté a su alcance el cuento que está narrando. El estilo, pienso, se inventa a sí mismo. Yo diría
que un escritor excesivamente preocupado por el estilo no es en realidad un escritor de primer rango,
si se le da a esta palabra el sentido de individuo que tiene el ardiente deseo de decir algo.

—¿Es cierto que usted tenga menosprecio y desconfianza por la literatura, que su obra sea, en
cierta manera “antiliteraria”? Se dice que usted detesta las conversaciones literarias, las
revistas de vanguardia, las discusiones de ideas abstractas…

—Nunca he sentido menosprecio y desconfianza por la literatura. Casi podría decir que no estoy
interesado en la literatura, que ningún escritor que esté ocupado tratando de poner en el papel la suma
de sus experiencias de su imaginación y sus observaciones tiene tiempo para ser literato. Es verdad
que no gozo en las conversaciones literarias, por las mismas razones que acabo de mencionar arriba.
21
Ernesto Castro, en el curso que dedica en Youtube a la obra de Joyce dice, y lo encuentro convincente y
revelador, que otra ventaja o ganancia del monólogo interior es que simultánea en frases cortas los recuerdos, la
impresiones y a las expectativas, logrando que tengan lugar a la vez en la mente del lector, en una suerte de topología
-esto ya lo digo yo- que convierte, o trastoca el tiempo de la narración en espacio narrativo, algo enteramente
posmoderno avant la lettre. Sin embargo, creo que se equivoca de medio a medio al hacer una interpretación
flaubertiana de Joyce, pero eso es otra historia…
He estado demasiado ocupado en escribir como para tener tiempo o gusto en hablar acerca de ello o
acerca de los libros de cualquier otra persona. Cuando dejo de escribir lo que quiero es una tregua en
el trabajo de escribir. Escojo entonces algo completamente diferente: montar a caballo, por ejemplo.
Es decir, me considero no como hombre de letras sino como criador de caballos y cazador de zorros
que escribe por el placer y el estímulo que en ello encuentra. Como el jugador amateur de tenis juega
al tenis.

Es de coña. El mayor escritor vivo, al que muchos están ya imitando, con una obra increíble y
un Nobel bajo el brazo quiere hacernos creer que sólo es un granjero anónimo que escribe por
afición. Vamos, hombre… ¿Cabe mayor ficción, mayor artificio? Sin embargo, igual que en sus
novelas, el truco, el estilo, produce un tremendo e inesperado efecto de realidad. Es, por otra parte,
una prueba de su final admiración y tributo hacia sus propias criaturas: tanto, que pretende hacerse
pasar por una de ellas… Años de observación maniática de las múltiples formas de la opresión y la
miseria económica y moral no significa que Faulkner interprete que bajo ellas no siga habiendo seres
humanos, y parece insinuar que siempre hay un reducto de elección a pesar de todo. A menudo el
lector le adora por la gratitud de conseguir entender algo de lo que ha pasado, pero él pretendió,
quizá, provocar aposta esas interferencias para alejar la indiferencia de aquel que no va a otorgar
tanta importancia al destino individual de sus personajes como se la otorga él, o que está demasiado
acostumbrado a reírse de ellos como sucedía a menudo en la literatura decimonónica. Faulkner no se
recrea en la tristeza, pasa por ella con extrema rapidez para recalar en otra orilla triste, incidente tras
incidente. Pero exige seriedad, exige ser tomado en serio como un grave y circunspecto filósofo, o
mejor ni molestarse, y sólo por eso, por el interés literario que esa actitud recaba, merece
sobradamente ser leído.
Alan Moore en los 2000´s: La Liga de las Top Ten Prometheas…

“Haz lo que quieras” será la totalidad de la Ley.


Aleister Crowley

En las viñetas finales de la magnífica saga American Gothic, dentro de la etapa del guionista en
Swamp Thing (que es toda entera magnífica sin paliativos, y que curiosamente gana más cuanto más
tiempo nos aleja de ella, o por lo menos eso me ocurre a mí), Moore hace que dos personajes
grotescos dejen caer que en el futuro las historias no tendrían por qué consistir en enfrentamientos
entre la dualidad tradicional y maniquea Bien/Mal. Siempre he pensado que lo decía por él mismo,
quizá expresando una intención íntima, un proyecto personal para su trabajo ulterior. De hecho, sus
siguientes producciones, acogidas unánimemente como algunas de entre las mejores de la historia
mundial del cómic, ya incorporaban unos matices morales mucho más sutiles y complejos, y, de
nuevo de hecho, en 1991 se publicó la historia autoconclusiva A Small Killing, donde Moore, junto
con Óscar Zarate, parecía querer incursionar en un cierto realismo en el que no hay Bien ni Mal, sino
que lo que juega más bien es el par autenticidad/inautenticidad. Andaba entonces con From Hell en la
cabeza, que ya hemos reseñado aquí en un artículo anterior, y seguramente esa tentación en concreto
le asaltó muy fuertemente: la tentación de abandonar los lucrativos superhéroes para ser un escritor
serio y grave, a la manera de los álbumes europeos, con temas extraídos de problemáticas humanas
reales y candentes aunque no por ello costumbristas. Ya vimos en aquel mismo texto que la tentativa
se frustró alegremente, y que Moore prefirió profundizar en lo que ya había hecho anteriormente, a
fin, probablemente, de expiar sus culpas y devolver el sentido de la maravilla a lo genuinamente
maravilloso, en vez de revolcarlo prodigiosamente en el fango como en Wachtmen. Pues bien, a
partir de 1999 Moore funda su propia editorial, American Best Cómics -jugando, como se ve, con el
alfabeto-, y lanza no uno, sino un centenar de nuevos personajes con los que revitalizar el género
fantástico, no sin apoyarse en un acervo cultural previo, acervo en algunos casos prestigioso y en
otros pura y llanamente subcultural, como de serie Z erudita, por decirlo así.
El primer resultado de esta explosión de creatividad es la Liga de los Caballeros
Extraordinarios, para comentar la cual hay que desterrar completamente de la memoria la película de
Sean Connery que se perpetró al efecto. Moore la odia por encima de todas las que se han hecho
inspirándose en su obra, y nosotros, ya antes de que él se pronunciase, también. La Liga…, en
cambio, es un proyecto verdaderamente enciclopédico, oceánico, que arranca con un homenaje a los
personajes emblemáticos de la imaginación victoriana (sobre todo ingleses, pero también franceses y
unos pocos alemanes), pero que termina diversificándose a toda la mitología presuntamente juvenil
de la cultura fantástica. La Liga… podría ser una serie interminable, ciertamente, y seguirla con
completo detalle requeriría de un buen bagaje de conocimientos literarios y hasta cinematográficos.
Por ejemplo, y por poner un ejemplo fácil, de los que hasta yo he pillado: en cierto momento de los
dos primeros volúmenes -en el segundo, si no recuerdo mal- los personajes trazan un plan sobre una
mesa de madera en el interior del Nautilus. En la vieja, noble y arañada mesa hay una inscripción
incidental, que casi pasa desapercibida: “Hispaniola”… Así es como aparece en la historia una
alusión periférica a Stevenson, pero muchas otras alusiones más desarrolladas se presentan en primer
plano, actúan en la trama y son bastante más difíciles de reconocer. No es que, me parece, Alan
Moore quiera tirarse el pisto cultureta, o no sólo (el Nigromante se resiste y se resistirá siempre a ser
considerado únicamente un lumbrera del cómic), es que realmente pretende llenar su universo
ficticio de todo aquello que corrobore su visión místico/especulativa del Espacio-Idea, es decir, de
que existe algo así como una región superior a la materia en la que todas las figuras de la
Imaginación Humana se dan cita, y cuanto más populares y sugestivas, mejor (es decir, no está la
Princesa Casamassima de Henry James, que sin duda es fascinante, pero sí la Fanny Hill 22 de
Cleland, que es casi igual de desconocida pero que tiene la ventaja de que se desnuda enseguida… 23)
Sin embargo, a partir del tercer volumen, Dossier Negro, la concepción pierde vigor narrativo a
favor de la erudición, su microverso se complica demasiado y queda atrás el espléndido espíritu
steampunk de los dos primeros volúmenes. El Orlando de Virginia Woolf cobra demasiado
protagonismo, a mi juicio (pienso que es porque a Moore personalmente le encanta la androginia), y
las evocaciones de la contracultura sesentera o de un presente alternativo a la altura de 2009, aunque
originales y desbocadas, no son tan atractivas como la del victorianismo idealizado de los números
iniciales. Casi resultan mejores los tres cuadernillos del spin-off acerca de la hija de Nemo, un
personaje mejor construido, donde Moore rinde pleitesía a H.P. Lovecraft o Fritz Lang. Además,
esos textos finales en prosa con los que Moore complementa las viñetas con todo aquello que se le ha
quedado en el tintero mitológico de otro buen centenar de lecturas de la época son peores de lo que él
cree (Moore es un genio de los diálogos, que son fluidos y significativos siempre, pero no de la
escritura corrida, que cuaja con demasiados énfasis y retórica hueca, me parece, como sucede en Lost
Girls). Pero donde mejor se ilustra la -ingenua y juguetona, desde mi punto de vista- filosofía del
Espacio-Idea no es en la Liga…, que es demasiado elíptica al respecto, sino en la serie en cinco
22
http://hyperbole.es/2013/05/fanny-hill-memorias-de-una-cortesana-o-de-la-inmortalidad-de-la-novela-erotica/
23
En Lost Girls todas se desnudan enseguida. Como se narraba en un diario de Fortaleza, Brasil, el 15 de agosto
de 2010, traducido mi amigo Miguel González Carrasco: “Defensor de la pornografía como un acto de libertad,
el artista inglés de cómics y escritor Alan Moore ofrece una interpretación de la historia humana en la que la
libertad sexual y el desarrollo cultural van de la mano. Alan Moore todavía hace ruido -y sorprende incluso a
sus lectores más fieles. Fue el caso de Lost Girls, serie de tres volúmenes producidos en colaboración con su
esposa, la ilustradora Melinda Gebbie. Mejor conocido por su trabajo con los superhéroes, la ciencia ficción y el
misticismo, el inglés sorprendió al entrar en el terreno del sexo. Y como lo radical es una constante en su obra,
no se limitó al erotismo simple, antes al contrario, incluyó escenas explícitas de orgías sexuales y sexo oral, y
experiencias bisexuales. Su cómic fue etiquetado como pornográfico. La situación se agravó, sin duda, por el
hecho de que Lost Girls estaba protagonizado por tres personajes icónicos de la literatura infantil, Wendy(de
Peter Pan), Alice (Alice in Wonderland) y Dorothy (El Mago de Oz). La legitimidad de la utilización de figuras
del imaginario infantil en una obra cargada de sexo genera polémica. No la genera la calidad de HD (¿la calidad
del trazo de Gebbie está a la altura del texto del famoso marido?). Sin embargo, se hace más difícil dudar del
valor y la calidad de 25, 000 años de libertad erótica, nuevo libro del autor el año pasado y aún desconocido en
Brasil. Esta es una versión ampliada del ensayo Pantano Venus vs nazis Cock Ring: Algunos pensamientos
sobre la pornografía, artículo publicado por Moore en el número 27 de Arturo, revista británica de línea
contracultural. La aceptación de la obra fue desigual. Algunos críticos de Moore, con alguna razón, vieron el
trabajo como expresión del diletantismo del autor, que trataba de descalificar a sus opositores degradándolos
intelectualmente. Sería fácil aceptar esa tesis si no fuese por el raro poder de comunicación y persuasión de
Moore. Alan Moore defiende la tesis de que hasta el advenimiento del cristianismo "platónico", con los escritos
del apóstol Pablo, el cuerpo no era motivo de vergüenza en Occidente. Moore recuerda que Roma, incluso en
sus días de gloria, siempre había mantenido una relación viva con el sexo, permisiva con la homosexualidad y
con el sexo en grupo. El autor llama la atención sobre las estatuas romanas clásicas, en la que hay muchos
ejemplos de desnudos y situaciones sexuales -todos a la vista de cualquier ciudadano de cualquier edad. Para el
inglés, esta apertura hacia el sexo no se limita, en principio, a los griegos y romanos. Sería un sello distintivo de
las civilizaciones que han dejado un sinnúmero de marcas que se ven en sus estatuas eróticas, sobre todo en
piezas sagradas relacionadas con ritos de fertilidad. Lejos de ser tachadas de imágenes inmorales, “sucias”,
piezas antiguas como la Venus de Willendorf (tallada alrededor de 22. 000 años) se identifican como objetos
rituales que todos pueden ver. Este tipo de arte no se limita a trabajar con la representación como un proceso de
asepsia estética. Más bien, como en la pornografía, cumplían la función de componer una atmósfera sexual
efervescente y productiva (en más de un sentido). En Moore, la historia del sexo en Occidente se cuenta con un
crescendo de la persecución con cierto heroísmo y acciones de resistencia. Como si civilización de base
cristiana proporcionarse el combustible para los deseos “inmorales” de los creadores de todos los ámbitos del
arte -desde las artes plásticas hasta la literatura, pasando por el cine y los cómics”.
volúmenes Promethea. En Promethea, Moore se consagra a exponer un tratado completo de su
concepción de la Magia, lo cual incluye el Tarot, la Cábala e incluso al mismísimo Cristo tomado
como símbolo. El verdadero guía de este tour es Aleister Crowley, el charlatán más exitoso del s.
XX, un tipo perverso y glotón cuyas extravagancias satánicas han dejado huella en personalidades
tan destacadas como Winston Churchill o la mitad de la nómina del Rock a partir de los años sesenta,
sobre todo en Jimmy Page, guitarrista de Led Zeppelin, que se compró la casa del mago a orillas de
un lago, y en Mick Jagger, que le dedicó la estupenda Simpathy for the Devil –que procede también
de la lectura de El maestro y margarita de Mijaíl Bulgákov.
Sorprendentemente, Moore se toma a Crowley en serio, le ofrece un crédito desmesurado, y
hasta asume la creencia underground de que nunca murió, sino que únicamente cambio de plano de
realidad, sea ello lo que sea… Pues bien, Promethea está planteado como un lujo gráfico y narrativo,
un artefacto para seducir a su público sobre las bondades y encantos de la vieja Magia, actualizada
sobre el trasfondo de un futuro oscuro y deprimente en el que lo que triunfa son las lamentaciones de
un personaje mediático e inexistente, el Gorila Llorica, y los chanchullos del alcalde de la ciudad, un
individuo con personalidad múltiple, pero muy múltiple. Hasta su apocalíptico final, Promethea
retuerce la reflexión acerca de la distancia y la conjugación entre Imaginación y Realidad, y para que
la sugestión de estar haciendo algo más que leer un cómic se potencie en su público, Moore llega a
hacer, en cierto momento, que el mismísimo dios Hermes, si no recuerdo mal, se dirija directamente
al lector, al cual le sobreviene un cierto sobresalto. Mientras tanto, Moore nos regala con un episodio
entero dedicado a un fornicio místico entre un viejete y una maciza que es verdaderamente
alucinante, y con el que sublima su particular obsesión con el sexo entendido como algo más que
pasar un buen rato. Promethea puede resultar demasiado densa, demasiado confusa, y es evidente
que requiere ser leída varias veces, con un buen diccionario de rarezas ocultistas en la mano, pero no
por ello jamás el interés y la acción decrecen. Nadie había hecho algo así antes, y, por su
complejidad, me parece que es algo que sólo se puede llevar a cabo en el formato reposado de un
cómic, pues sería como poco psicodélico tan sólo el intento de pasarlo a algo más semejante a video
o cine. Eso además de la dificultad de hallar a una actriz -varias, en realidad- a la altura del físico
atlético/etéreo de Promethea, que al fin y al cabo es una suerte de diosa…
La tercera de ellas, que también vio la luz en 1999, es Top Ten, que sirve un poco de
contrapunto a la espectacularidad solemne de Promethea. La idea responde a una vieja inquietud
artística de Moore, que ya había expresado en alguna entrevista en tiempos de Swamp Thing. La
proliferación de individuos con mallas y máscara era ya tal en los universos Marvel y DC que cabría
preguntarse qué pasaría con todo un mundo, o toda una ciudad, poblada completamente con gente
con superpoderes. Parece de cachondeo: es superhéroe hasta el panadero, y no en sentido figurado. Y,
de hecho, Moore se lo toma con un poco de cachondeo, permitiéndose ser irreverente con el mayor
mercado americano del cómic sin por ello dinamitarlo, sólo devolviéndole cierta naturalidad, cierta
cotidianeidad que sin duda le faltaba. Lo hace inspirándose en la serie que vimos con cierta adicción
cuando éramos adolescentes, Hill Street Blues, “Canción triste de Hill Street”. La trama, en efecto, de
Top Ten recrea las incidencias diarias de una comisaría en Neopolis, la megaurbe de los bichos raros.
Todos, policías, criminales y sociedad civil son personas normales -Moore representa muy bien los
hábitos, la conversación y los ritmos de las personas normales-, pero a la vez cada uno de los
habitantes posee una cualidad extraordinaria diferente. Neopolis es, de hecho, la apoteosis de la
variedad, de la biodiversidad humana o humanoide, y como siempre en la escritura de Moore, nada
está de más, no hay decorado estático, todo se mueve y contribuye al drama. Porque es un drama, un
folletín, como aquella vieja serie de los 80, con sus momentos épicos y también con los humorísticos.
Es genial, por ejemplo (cuidado que van spoilers), el momento en que el problema es un Godzilla
gigante, borracho y patético, o conmovedor cuando muere el Caballo de una especie de Gran Ajedrez
Cósmico y dice sus últimas palabras trascendentes, o la persecución de una actriz porno extraterrestre
que es como una especie de oruga repulsiva enorme que mata sin poder evitarlo, o, más llanamente,
las tribulaciones amorosas del miembro lesbiano y fantasmal de Top Ten, que se siente sola y no
consigue que nadie se enrolle con ella -quizá, precisamente, porque es fantasmal... Y un largo
etcétera. Un derroche de imaginación por parte de Moore, un prodigioso manejo coral, igual que en
las dos anteriores series comentadas, pero que aquí resulta tanto más grata, tanto más fácil de seguir,
puesto que realmente se termina por querer a cada personaje y hasta los villanos son a su manera
simpáticos.
Esto es, creo, lo que más separa a Moore de su aventajado aprendiz, ya consagrado, Neil
Gaiman. Gaiman, también británico, es siempre serio, me parece, y en ello se cifra gran parte de su
éxito. Top Ten ha conocido varios spin-off, pero sin duda el de “Smash” es el más descacharrante.
Los cómics de Moore, además, son los únicos en los que hay música de fondo: de conciertos, de la
radio o de los propios personajes cantando. Moore controla hasta el último detalle no sólo del guion,
sino también del dibujo. A partir de los 2000´s suele usar de una estrategia muy cinematográfica, que
es la que pasar de una escena a otra ofreciendo panorámicas del lugar donde ocurre la acción,
consiguiendo así, primero, que los ilustradores lo den todo de sí, y, segundo, que el lector entienda
que es otro mundo distinto a aquel con el que está familiarizado. Son estéticas urbanas un tanto
colosalistas, y en esto coinciden La Liga de los Caballeros Extraordinarios, Promethea y Top Ten,
como si Moore fuese un arquitecto y urbanista del gusto de un Hitler o un Stalin futurista (por cierto,
que Hitler está presente en La Liga..., pero en su versión chaplinesca) Yo preferiría un futuro más de
clase media inglesa, con casas y edificios bajos, pero es posible que esa no vaya a ser la tendencia del
s. XXI avanzado, con los ejemplos actuales -y demenciales- de Dubai o Kuala Lumpur. Una última
cosa más, para terminar. He dicho que Moore desprecia con todo su ser las adaptaciones
cinematográficas que se han hecho de sus cómics, incluyendo la casi impecable de Wachtmen. No
obstante, en el número final de La Liga... hace referencia a Johnny Depp y su papel en la película que
se hizo con From Hell. Tal es su afán, su obsesión por fagocitarlo todo, por “moorenizar” el orbe
entero del mundo imaginario, propio y ajeno, cuanto más subcultural y poco refinado más interesante
de ser reelaborado por él en sus coordenadas particulares e intransferibles. Y ahí sigue…
Ulyssex

Crees que te escapas y te encuentras contigo mismo.


El camino más largo es el camino más corto a
casa24
Nausicaa, Ulises, James Joyce.

Todavía hoy, bicheas en Internet páginas en castellano sobre el Ulises de Joyce y descubres la
misma discordia que persigue a la obra desde su publicación, en 1922 (un año, por cierto, prodigioso
para la literatura: Trilce, La tierra baldía, Babbitt…) Críticos o gente particular que, con todo
derecho, describen en sus revistas o blogs el porqué aman u odian la criatura joyceana, conformando
dos bandos bien delimitados -aunque raras veces enfrentados- de los que sólo se puede decir que
tienen razón, cada uno a su manera y de modo contrapuesto. Para los que odian Ulises, no se les
puede negar que esa locura era innecesaria, que construir una novela llena de secretos que hay que
investigar más que disfrutar es una megalomanía pedante y pretenciosa, que Joyce fue un señor que
se escaqueó de la Gran Guerra exiliándose a la neutral Suiza y que después de componer su
monstruo, defendella y no enmendalla, fabricó un monstruo aún mayor, epítome de la ilegibilidad
erudita, Finnegans Wake. Es cierto que resulta cuanto poco inaceptable que para leer el relato de un
día cualquiera de unos dublineses cualesquiera haya que realizar tan grande esfuerzo, robándole
tiempo a otras lecturas más amenas o instructivas, y es el colmo que además Joyce pretenda que con
ello se ha culminado la escritura en lengua inglesa, e incluso -como se adivina en su mismo título-
ese friso consagrado que es la Literatura Occidental. Es una desmesura, un abuso, o lo que es peor,
una suerte de capricho abismático, que no se puede tolerar, y que un buen lector debería descartar
para siempre como hasta un buceador avezado descartaría sumergirse hasta el fondo del Foso de las
Marianas, y olvidándose del cual todavía subsisten grandes paisajes literarios al alcance del más
devoto lector que son merecidamente conocidos por todos. El gran Proust, por ejemplo, es
enormemente más accesible y claro que Joyce, pese a que sus temas, sin embargo, son prácticamente
opuestos: Proust analiza los recovecos psicológicos, sociológicos y sentimentales de la muy
sofisticada clase alta francesa de su tiempo, mientras que Joyce tan sólo consagra su polivalente
pluma a los desvelos cotidianos y conyugales de un patán judío-irlandés y las personas comunes que
le rodean. Para ese viaje, piensan sus detractores, por mucho que ese viaje busque emular y revisar en
clave contemporánea la homérica Odisea -¡osadía máxima!-, no hacían falta tan prolijas y
sobredimensionadas alforjas…
Por otra parte, los que aman el Ulises tienen también sus buenos motivos. Precisamente porque
Leopold Bloom es un hombre sin interés, es un personaje eternamente interesante. Él somos nosotros,
y de ahí que nosotros mismos, en nuestras diarias miserias, tal vez daríamos también para mil páginas
de variada estilística y hondura anímica y humana como probablemente no merezca el refinado
24
La idea que refleja esta frase, desde luego muy homérica, la he encontrado de modo recurrente en muchas
lecturas, incluso de cuentos infantiles. Y no es extraño, puesto que recoge el modo de ver grecolatino al que se opuso
el modelo oriental cristiano, puesto que precisamente volver al hogar tras un exilio no sólo es lo que hace Odiseo, su
singular Nostos, sino en cierto modo la ousía aristotélica y, combinando de modo magistral el paganismo y el
cristianismo, el pensamiento de Hegel. Pero es que incluso la Filosofía de la Historia teológica tiene también mucho
de retorno, ya que, aun siendo un recorrido lineal desde la caída del Paraíso al Juicio Final, lo que se restaura es la
unión inicial con Dios, de ahí la expresión bíblica “los exiliados hijos de Eva”, y de ahí que Chesterton esbozase un
cuento con esa misma inspiración: un hombre que da la vuelta al mundo para encontrar su lugar bajo el Sol y al
hallarlo descubre que es su propio lugar de partida.
Barón de Charlus del divino Marcel. Joyce mismo es un sujeto no poco sugestivo: renegado del
catolicismo, obseso del sexo cuanto más sucio mejor, excesivo con el vino blanco, escritor casi ciego
como John Milton, padre de familia preocupado pero distante, políglota en persona y por escrito,
nómada paneuropeo y dependiente de sus mecenas, empollón repelente de lo grande y de lo
ridículo… Es verdad que Ulises es un libro que hay que descifrar más que leer, pero fue el mismo
Joyce quien aseveró, en un arrebato de autocomplacencia, que a quien no le gusta el Ulises es que no
gusta de la vida. Aceptando que el Ulises sea la vida, milenios después de las gestas del astuto rey de
Ítaca, fecundo en ardides, hay que reprocharle a Joyce que sea la vida envuelta y escondida bajo
tantas capas. Pero sería una equivocación creer que no son más que capas cultas, fruto del estudio,
pues, como el mismo Joyce hizo notar en una ocasión…

La experiencia es el descenso a los infiernos, y Ulises es justamente ese descenso, pues uno no
puede ser un adolescente para siempre. Ulises es el hombre con experiencia. De ese matrimonio, del
matrimonio forzado del espíritu y la materia, surge el humor: Ulises es, en efecto, una obra
humorística. Cuando se haya disipado toda esa confusión que han sembrado los críticos, la gente
comprenderá la verdadera naturaleza de la novela.
(Conversations with James Joyce, The Lilliput Press, 1999, pág.102).

Ese humor se expresa sobre todo como sexo, sexo explícito aunque en su forma más burda, más
fisiológica y más guarra. Nunca se aborda directamente un coito en Ulises, pero los personajes viven
con ello, viven en la expectativa de satisfacer sus apetitos más elementales como algo en lo que
habitamos todos y que recordamos sin rebozo como una parte importante y jugosa de nuestras
anónimas vidas, y de cuyos aspectos más básicos y vulgares nadie se libra ni honestamente querría
librarse del todo. Ya se sabe que cuando Ezra Pound consiguió publicar algunos capítulos del Ulises
en la revista The Little Review en el año 1921, la publicación recibió una multa y fue obligada a
acabar con tanta horripilante obscenidad. Antes, los capítulos 8, 9 y 12 habían sido confiscados y
quemados, como en los peores tiempos de la Lista Inquisitorial de los Libros Prohibidos (o de los
Autos de Fe nazis posteriores). La heroica Sylvia Beach impulsó la novela en París, pero la tirada fue
realmente muy pequeña y Joyce ya había cumplido en su espera los 40 años. Más tarde, el juez
Woolsley la admitió para su edición en EEUU, pero en Gran Bretaña no salió a la luz hasta 1936.
Estos primeros admiradores, así como estos primeros escandalizados, tenían, también, cada uno a su
modo, su cuota humanamente comprensible de razón. Ulises afloraba desvergonzada e
insistentemente, para unos, lo más bajo e inmundo del ser humano, y para otros, lo más real y velado
del mismo. Ya en el capítulo 4 -Calypso-, según acaba de aparecer “Poldy” Bloom en una operación
tan sencilla como elegir unas salchichas, Joyce le hace pensar, como quien no quiere la cosa, que “a
ellas les gustan de buen tamaño”. Allí mismo comienza la escalada de grosería, o de veracidad (eso si
es que antes Stephen Dedalus no se ha masturbado en la playa, como apuntan algunos exégetas),
según se mire, de la novela, escalada que alcanza su cenit en las evocaciones del pasado amoroso de
Molly Bloom del capítulo final de la novela -Penélope-, pasando por el bellísimo éxtasis vouyerista y
onanístico de Leopold a las ocho de la noche de nuevo en la playa y observando a una chica corriente
y encima coja que se tiene a sí misma por la princesa romántica del pueblo –Nausicaa.
Todo eso y mucho más que se halla salpicando la escritura del Ulises es sexo, desde luego, pero
no es en absoluto pornografía, como lo entendieron las mentes sensibles y puritanas de su época. La
pornografía es exhibición del sexo como si se tratase de un acto demoniaco, perverso, demasiado
intenso y desafiante de las convenciones sociales como para ser soportado, una suerte de
espectacularización hinchada del sexo como si aquel que se entrega a la lujuria negase con ello el
mundo. En Ulises -o Ulyssex, podríamos decir-, sin embargo, es al revés. El sexo no se exhibe, se
tiene inscrito en el cuerpo como se tiene inscrita sin ocultaciones hipócritas la necesidad de nutrición
o de abrigo, y no hay nada de satánico o de especial en ello. El sexo no niega el mundo, lo afirma, y
por eso Ulises termina con un “Sí” de Molly que Joyce explicó una vez que significaba a la vez su
vagina (y yo, extremando la interpretación, quiero ver también la simple reproducción: olvidamos
muy a menudo en estos días nuestros de justas reivindicaciones de sexualidades alternativas que el
sexo es también básica y simplemente genésico). Sexo como algo ordinario, inmanente, algo tan
obvio como atarse los zapatos, y como también decía Joyce -a la gran Djuna Barnes-, el escritor no
debería escribir nunca sobre lo extraordinario. Eso es tarea del periodista. (Ellmann, James Joyce,
p. 457). Lo bueno es que ahora ya podemos leer todo eso sin sonrojo ni sensación de inmoralidad: en
este sentido, Ulises es un libro más actual que en 1922, excepto que nadie a lo largo de la novela -y
gracias a Dios…- mira su teléfono móvil o mete post en Facebook, puesto que todos se guardan sus
pensamientos para sí y acaso para el insaciable y desconcertado lector. Césare Pavese 25 decía que el
mito del Odiseo antiguo no es el punto de partida de Joyce, sino su punto de llegada. Igualmente,
podríamos decir hoy que adentrarse en el Ulises de Joyce merece la pena porque hace hogar, hogar
cultural y literario, sí, pero también hogar vital y rutinario, como en un retorno a casa tras siglos de
abstracción metafísica, teológica o antropológica. Representa, en cierto modo, el programa realizado
de Stephen Dedalus en Retrato del Artista Adolescente, pero desacralizado, hecho carne, horas,
ventosidades y jodienda, cuando decía aquello tan solemne de que

(el artista es) el sacerdote de la imaginación imperecedera, capaz de trasmutar el pan


cotidiano de la experiencia en materia radiante que vive eternamente.

25
La literatura norteamericana y otros ensayos, DeBolsillo.
Keith Richards, más vivo que Carracuca…

Never want to be like papa,


Working for the boss ev´ry night and day
Happy, Keith Richards

Estos días se ha hablado un poco del 75 cumpleaños de Mick Jagger, sorprendido medio mundo
de que el vocalista de los Stones haya llegado a tan viejo en tan excelente forma, con una hija de dos
años recién estrenada y con tantos proyectos entre manos (dan ganas de decir “entre piernas”, vista
esa fecundidad que no para…) En diciembre, supongo, o eso espero, se hará lo propio con Keith
Richards, su doppelgänger, su sombra jungiana, la otra pata compositora y carismática de la banda
más longeva de la historia del rock, porque tiene la misma edad que Jagger y las mismas ganas que él
de colgar los trastos y morirse, o sea, ningunas. Más que “sus satánicas majestades” (su álbum, por
cierto, más fracasado, en el que un productor avispado quiso buscar la antítesis de The Beatles,
cuando en realidad eran unos y otros más amigos que gorrinos…), estos tíos son como los popes de la
música popular, que cuanto más viejos más doctrina imparten y más creyentes congregan, con la
diferencia de que ellos han estado ahí desde siempre, o sea, desde los fantásticos y crédulos años
sesenta. La fumata blanca, en cualquier caso -y la negra, y la verde…- la ha puesto siempre Richards,
que es incluso capaz de tocar o cantar fumando, siendo este, como sabemos, el menor de los vicios
que ha cultivado en su politoxicómana vida. Parece que es cierto que Keith se esnifó las cenizas de su
padre, que era un señor de clase obrera, pero ni lo hizo en su totalidad ni tampoco en un avión como
se ha contado. Se trató, por lo visto, de unas pocas que se le habían caído de la urna, porque Keith es
un descuidado y porque todo se lo mete para el cuerpo, sean substancias o sean estilos musicales,
como un panteísta flacucho que absorbe el mundo en su divinidad viejuna y que no desperdicia nada,
que hay mucha escasez en el mundo aunque a él no le afecte nada. The Rolling Stones consiste
actualmente en un grupo de multimillonarios incombustibles que sólo se miran el ombligo y de los
que dependen numerosos parientes que son los que les cuidan después de cada concierto, porque
nadie querría exprimir demasiado la proverbial gallina de los huevos de oro…
Pero yo creo que a Richards es al que mejor le ha sentado la gloria y la fortuna, pese a sus
muchos accidentes del pasado con la heroína, ya que ha sabido extraer de ello una lección de soltura
y relajamiento vitales de la que tal vez adolezca Jagger, el empresario -estudió economía- y posturitas
de gimnasio Jagger, sin el cual, también es verdad, el invento se hubiese ido a pique hace mucho
tiempo. Richards vive de Jagger, de la disciplina que impone a todos Jagger, pero vive mejor que
Jagger, es como ese personaje del Sandman de Neil Gaiman al que le conceden la inmortalidad y el
tío se lo pasa igual de bien siglo tras siglo, sin perder el juicio ni la alegría, en una versión
desenfadada del solemne cuento de Borges o del diktum heroico del Zaratustra de Nietzsche: “¿Era
eso la vida? ¡Bien, venga otra vez!”. Pero a la vez Jagger vive de Richards, depende de que él
mantenga viva la llama del amor por el blues y el rhythm and blues como si no se hubiese inventado
nada después, como si la música se hubiese mantenido intacta en su fuente negra, que es de la que
proviene todo desde que Gustav Mahler y otros cerraron el capítulo de la grandiosidad sinfónica
blanca y europea. Jagger y Richards son ingleses, claro, y allí debió sentirse con mucha más fuerza el
impacto de la novedad de las nuevas músicas populares estadounidenses posteriores a la Segunda
Guerra Mundial, y de esa inspiración aún alientan, como un recuerdo viviente de la contribución
colosal de la negritud, sí, pero también de que la cultura no se crea ni se destruye, únicamente se
transforma –es conocido que “Rolling Stones” es un nombre tomado de Muddy Waters.
Además, Keith Richards es buen orador, da buenas entrevistas porque dice lo que se le viene a
la cabeza con cierta sinceridad y alguna sucia ocurrencia de vez de vez en cuando, pero sin
demasiada afectación. El mundo de las estrellas del rock es como el de los futbolistas famosos:
esperan que se les pregunte únicamente acerca de ellos, y es muy poco o muy prefabricado lo que
luego tienen que decir. Richards, en comparación, es un dialéctico, y como sabe que nadie (tampoco
el movimiento MeToo le ha encontrado nada) le va a bajar de su pedestal, goza de la libertad propia
de los pioneros del rock de soltar todo lo que le apetezca, y que el mundo allá se las componga.
Parece que es cierto también que en una ocasión Chuck Berry le arreó un puñetazo por una mala
contestación como un maestro a la antigua usanza haría con un alumno díscolo, pero Keith se lo tomó
bien porque es de barrio, y en peores plazas había toreado (y, ¡qué coño!, era Chuck Berry….)
Cuando le escribieron su autobiografía, por esa bocaza salieron lindezas como que Mick Jagger la
tenía pequeña, tanto que Marianne Faithfull no sabía qué hacerse con ella, y hasta eso parece que su
amigo se lo ha perdonado, aunque sólo sea porque mayores guarradas se habrán hecho el uno al otro
y porque el show debe siempre continuar. Keith Richards ha salido más o menos entero de todas las
autodestrucciones que él mismo había programado para con su propio cuerpo (y de alguna otra
externa: en 2006 se cayó contra una piedra tratando de subir a una palmera en las Fidji), y creo que
ha aprendido algo valioso de tales estragos: que lo que verdaderamente importa es estar contento con
uno mismo, que el dinero ayuda mucho para eso, y que al fin y al cabo nadie te puede quitar tu
guitarra. Ojalá tanto millonario desalmado como hay por el mundo intentando engrosar aún más su
botín siguiese su ejemplo… ¿o es que alguien se imagina a Amancio Ortega o a Rupert Murdoch en
su ancianidad vestidos de Piratas del Caribe? Quiero pensar que ese es un privilegio quizá hippy,
quizá puramente estético -o tal vez ambas cosas a la vez-, que el rock ha traído a la historia
occidental y que el abuelo Richards es quien mejor encarna todavía hoy. Long live Keith Richards!
Eneko, mimo gráfico

Yo pensaba, irreflexivamente, que este Eneko de las formidables viñetas del diario Público
(el único diario digital que me permite leer sin pagar) era un chaval joven, muy diestro pero recién
llegado, incubado al calor de El Roto como tantos otros también habilidosos del chiste amargo. Pero
no, resulta que Eneko ya frisa los sesenta, y cuenta con una amplia experiencia a sus espaldas, en
Venezuela tanto como aquí, el terruño de Mingote, Chumy Chúmez, Forges, Manuel Summers y
tantos otros genios del monigote inteligente. No hace ni un mes que Eneko ha sacado recopilación,
titulada Libertad y editada en Siglo Veintiuno, y debo decir que es una gozada y un ejercicio mental
recomendable para todas las edades. No soy yo mucho de los sudokus, pero sí de los dibujantes de
periódico. De hecho, algo tienen cuando, desde la aparición misma de la prensa allá por los albores
del s. XIX, lo primero que miramos todos en el almanaque de mentiras de hoy es al ilustrador, sea el
Alex Raymond de Flash Gordon, que una entrañable tira cómica, que la implacable Mafalda o que
Antonio Fraguas sacándonos retratados de Marianos, ellos, o de Conchas, ellas. La mitad de los
enigmas gráficos de Libertad son muy buenos, la otra mitad son geniales. Porque son enigmas:
Eneko apenas utiliza de la palabra, y cuando lo hace es en el uso más lacónico posible en beneficio
de la imagen, que es limpia, pero esperpéntica, o nítida, pero alegórica. Eneko practica el mimo
gráfico, en el doble sentido de que mima su composición y de que el tema de la misma es un gesto
que se explica a sí mismo. Y si de vez en cuando no se explica tan claramente mejor, porque el
asombrado lector no tendrá más remedio que exprimirse lo sesos hasta dar con la solución de la
muda y pícara adivinanza, que siempre la hay puesto que aquí no hay trampa ni cartón ni se juega al
viejo y sucio truco del “oiga, interprete usted lo que le venga en gana, yo me lavo las manos...”
No conozco mucho a Eneko, pero después de leer Libertad veo que lucha por la igualdad de
género, que es más libertario que los que ahora se hacen llamar tales en nombre de tomar una caña o
lanzar una OPA hostil, y que ni halla en los dispositivos móviles traza alguna de una emancipación
posible ni encuentra en la Estatua de la Libertad de Staten Island (que, os aseguro, es mucho más
pequeña de lo que parece) motivo para dar palmas al símbolo internacional de la acogida al Nuevo
Mundo y al Libre Mercado. No es nada fácil esto de hacer un garabato de línea clara y con él poner
en cuestión todo un estilo de vida de alcance casi global. Eneko -me acabo de percatar de que un
venezolano sólo puede tener un nombre vasco si sus padres lo son, soy así de obtuso- lo consigue,
pasando a formar parte de un elenco de grandes autores de la crítica política comenzando por
Honoré Daumier y pasando por nuestro grandísimo Ivá (pero Ramón Tosas, eso sí, era
verborréico...) hasta él mismo. El humor, la comedia, es el memento mori del ser humano, allí
donde nos recuerdan que como vamos a palmarla igual, más nos vale relativizarlo todo un poco
excepto el puro gozo inmediato. Eneko quiere eso pero parece querer también sacudirse esas
cadenas que decía Rousseau en El contrato social (es esta antología hay una referencia explícita al
contrato social) que nos acompañan desde el mismo preciso momento en que nacimos libres. Tal
vez este librito de Eneko, elástico, manejable y noble también en su formato de presentación, esté
cargado de ese tipo de paradojas que estimulan a las mentes más preclaras, pero también a las más
sombrías. No importa: cada una de ellas podría ocupar un lugar preferente en la pared más triste de
nuestra casa, luciendo en claroscuro, bien, pero también en lúcido. Lejos de mí recomendarles que
lo compren, la venta de cultura no es mi negocio, si no si acaso mi cruz. Pero quizá no estaría tan
mal pasarse por una tienda de esas de novedades editoriales y darle un repaso profundo, hasta que te
echen o hasta que cierren, saludando amablemente al salir…
Lecturas en el Más Allá: Dickens y Delillo

This is the way the world ends


Not with a bang but a whimper.26
T.S. Eliot, 1925

En el Cielo y el Infierno ya no creen más que los musulmanes y los jevis. Las jerarquías
católicas menos, aunque sí parecen conservar alguna repulsiva querencia hacia los querubines, y los
protestantes hace cinco siglos que llevan Cielo e Infierno dentro de sí mismos. Pero es tal la potencia
de los mitos largamente pregonados que uno se encuentra pensando en ellos incluso aunque no se los
crea, como ciertos varones soñamos con bellas mujeres que hemos visto en películas y que jamás
conoceremos, o que están muertas. Estoy releyendo los Papeles póstumos del club Pickwick, de
Charles Dickens, y no puedo evitar asociarlo con el Cielo cristiano, un Cielo, lo reconozco, que
imagino bastante material y pequeñoburgués bajo la mediación de las enseñanzas informales de G. K.
Chesterton. Porque si verdaderamente existiera un Cielo, o una vida eterna bienaventurada después
de la muerte o del Juicio Final, tendría que tener sus esparcimientos legítimos entre tanto Aleluya y
tanto canto a la Gloria de Dios. Al caer la tarde, por ejemplo, Dickens, que ya habría aterrizado allí
tras algún tiempo en el Purgatorio (ya sé que esto tampoco se lleva, pero así lo encontramos en
Dante) por algún asuntillo de faldas, podría congregar a los benditos ociosos en una verde campiña
celeste y a la sombra de un álamo resplandeciente e inmortal amenizar al personal celeste haciendo
lecturas públicas de su primera novela, la más feliz de todas. Porque Pickwick no es la mejor novela
del mundo, ni mucho menos, ni siquiera la más bonita o reveladora, en absoluto y para nada -estos
rankings, además, no tienen demasiado sentido-, pero sin duda es la más feliz. Se repartirían pastas y
té entre las almas ingenuas del Más Allá, y muchas de ellas ocuparían sus manos en tareas de labor,
que son las que más ayudan a concentrarse. Dickens recitaría las aventuras de los pickwickianos
entre grandes ademanes y cambiando las voces cuando hiciera falta, como hacía en la tierra, y todos
se regocijarían, deseando que las andanzas de Mr. Pickwick, Mr. Tupman, Mr. Snodgrass y Mr.
Winkle no terminaran nunca, aún a sabiendas de que esto no puede ser, puesto que nadie en el Cielo
puede hacer más o ser más que lo que fue en vida, donde nos definimos para la toda la eternidad…
Es un pequeño milagro que Dickens fuera capaz de escribir esto con tan sólo 25 años. Hay que
saber mucho del funcionamiento del mundo para poder reírse de él, y Dickens tan sólo contaba
entonces con un origen humilde, pocas lecturas, escasa experiencia de reportero en los juzgados y un
par de ojos vivísimos capaces de engullir como una ballena toneladas de plancton todo hecho
microscópico que se pusiera a tiro a su alrededor. En los Papeles póstumos… la vida transcurre
apacible, agradable, y es imposible llegar a odiar de verdad incluso a los pocos villanos o gente
inmunda que puebla sus páginas. Hay, desde luego, multitud de incidentes, una constante peripecia,
pero nada tan grave que no pueda resolverse con una buena comida entre amigos en una posada local.
Los personajes comen mucho, con gran apetito, y beben mucho, hasta emborracharse, en el relato de
Dickens, y si bien no existe el sexo como acto consumado o consumable, al menos se manifiesta un
gran interés en el flirteo grandilocuente, que es la parte cómica del amor que más se festeja entre los
espíritus recatados pero algo morbosillos del Cielo. Los caracteres masculinos se tratan unos a otros
con toda cordialidad de “sir”, también en medio de una pelea, y los femeninos son conceptuados
como altas damas, incluso entre las criadas, en un gusto muy conservador que seguramente sea el del
mismo Dios. Las descripciones de paisajes y paisanajes son deliciosas, como ya actualmente nadie
sabría o querría trazar, porque eso cargaría innecesariamente la novela de información ambiental que
26
Esta es la manera en que acaba el mundo/ no con un estallido sino con un agónico gemido….
alejaría al lector contemporáneo. Aquí, sin embargo, son imprescindibles, porque dan el tono
sentimental de la acción, y pintan para el público decimonónico una escena que le es familiar y
querida en tiempos en que aún todos los lugares no han sido desdibujados y solapados por efecto del
avión o la televisión. Dickens tiene una gran ventaja de entrada como escritor: él no tiene que
cuestionarse a lo largo de sus narraciones por el sentido de la virtud, la justicia o la belleza, porque ya
los tiene claros desde el principio, y así puede consagrarse enteramente a su exhibición polémica en
un nuevo mundo industrial que las deja vilmente de lado, como zapatos viejos que el escritor tiene
que aprender a remendar una y otra vez capítulo a capítulo, aventura tras aventura.
Pickwick es una historia de estirpe cervantina, como antes lo había sido el Tristam Shandy de
Sterne o luego lo serán las Almas muertas de Gogol. Sus personajes son objeto de mofa, pero también
de respeto por parte de su autor. Mr. Pickwick es un payaso gordinflón que de verdad cree en el
estudio y la filantropía, como los Bouvard y Pécuchet de Flaubert, pero Dickens nunca le degrada al
cinismo o al desencanto, siempre tiene para él otra causa noble que abanderar. A este Quijote ridículo
-como el otro, pero en una epocalidad más confortable, menos garrula- y su séquito, que han
sustituido las novelas de caballerías por el positivismo filosófico, le sale a partir del capítulo 10
(aunque no alcanza su verdadera talla hasta el 16) un Sancho Panza en la figura de Samuel Weller,
que representa toda la picardía del bajomundo asimilada de una manera simpática, pro-sistema que
diríamos hoy. Mr. Weller es todo un hombre, como decía Somerset Maugham del Tom Jones de
Fielding, un tipo con todas sus pasiones e impulsos intactos pero que sabe sofrenarlos en bien de sus
amos, a quienes no le duele servir. A partir de ese momento, todas las torpezas, todos los
desencuentros y todas las posibilidades agridulces del mundo real están servidas, para retozo de las
almas que saben que ni la Tierra, ni el Cielo, dan para gran cosa, pero que eso para lo que dan es
infinitamente mejor que la Nada, de la que nada sabemos y con la que nada queremos tener que ver…
(Además, también como Cervantes, Dickens joven trufa el folletín de los pickwickianos con relatos
cortos independientes, increíblemente buenos y bien escritos, acerca de gente anónima a la que
acontecen sucesos inusuales, produciendo así la sensación en el lector de que allí donde se ha puesto
la pluma bien podría haberse puesto igualmente en otra parte, de forma que la narración del pueblo
innúmero de Inglaterra es interesante y humana y caudalosa doquiera se escoja empezar, y que la
literatura no tiene fin, como un río modesto pero que se desvía por cien afluentes imprevistos…)
La alegre tontería de Dickens se publicó en 1837, y fue un resonante éxito desde su inicio. A la
vez que Pickwick, que ya lo conocía, he estado leyendo Punto Omega, de Don Delillo, publicado en
2010, mucho más corto y también aclamado, pero únicamente entre la crítica. Mientras que Pickwick
es una obra de juventud, Punto Omega lo es de vejez, y muestra, me parece, todas las virtudes
necesarias para ser leída por recomendación satánica en las duras jornadas del Infierno. Una lectura
solitaria, por cierto, bajo la luz mortecina de un flexo herrumbroso que alguna vez fue de la Bauhaus,
envenenada por las volutas del humo de tabaco y dando sorbos nerviosos a un bourbon aguado
procedente de las bodegas mohosas del Averno. Delillo ha aplicado en este librito una visión y un
estilo que no suelen ser los suyos habituales, y como testamento literario es, si no lo he entendido
mal, de una negatividad o de un pesimismo ciertamente escalofriantes. El autor toma un concepto del
teólogo Teilhard de Chardin, que escribió en la primera mitad del pasado siglo, y lo convierte en una
pesadilla morosa, detallada y asfixiante. No es que en Punto Omega ocurra nada demasiado grave,
pero está contado de un modo que parece abocar al fin del mundo (tal como lo conocemos, que
añadirían los REM). No hay resquicio para la esperanza, nada tiene demasiado sentido, todo se
disuelve en una indiferencia brutal. Delillo echa mano de una instalación real de arte contemporáneo
para enmarcar su alegoría, confirmándonos así una vez más que el arte actual está ahí, como decía
Gilles Deleuze de la filosofía27, para entristecer. Los personajes comen, beben, charlan, con
frugalidad y sin ganas. Son ciudadanos de EE.UU, como los pickwickianos lo eran del Imperio

27
Célebre pasaje de Nietzsche y la filosofía, 1965.
Británico (hay alguna referencia a la Guerra de Irak que tan sólo funciona para subrayar el entorno
desértico), pero ello sólo sirve para destacar aún más que si en el país más poderoso y rico del mundo
la vida se vacía de todo significado, más todavía cabría esperar eso mismo del resto del globo. Todo
está muy bien escrito, aquí la escritura debe subsanar con su pericia todo aquello que le falta a la
acción o que necesita suplir a la acción justificando su inanidad, pero es una escritura afilada, áspera,
quirúrgica. Delillo está mucho más cerca de nosotros que Dickens en el tiempo, en hábitos y
costumbres y en percepción del mundo, y sin embargo me resulta un extraño, un tipo que escribiese
desde un lugar desconocido, quizá desde las entrañas del Infierno solipsista y catéctico al que ha
derivado una realidad social e histórica que se extinguió no con un estallido, sino con un agónico
gemido… La ópera prima de Dickens no dejaba de moverse, los personajes iban de un lugar a otro
hasta recalar en Londres (el cual Dickens conocía mejor que la palma de su mano), por eso se
desarrolla en tres volúmenes en la edición de Alianza; la última obra de Delillo no deja ni un
momento de paralizarse, transcurriendo en una tierra baldía y en la sala funcionalista de un museo, y
por eso no cuenta más que con apenas 160 páginas en la edición de Austral.
Por supuesto, opino que hay que leer a los dos, a no ser que a uno le guste más aislarse de toda
cultura escrita, pasada o presente, para jugar al Fortnite. Pero no deja de ser curioso el viraje de los
tiempos, que han llevado a la conciencia culta de la sátira gozosa al desengaño atroz, del Cielo al
Infierno, de la infrahumanidad victoriana a la poshumanidad milenarista. Y eso que la idea de
Teilhard de Chardin del Punto Omega era sumamente generosa, hasta exultante. Toda conciencia
humana iba a converger en una Gran Conciencia Universal en la que no existiría la muerte 28, y nada
quedaría ya por saber o experimentar, puesto que esa conciencia se fundiría con Dios, abarcaría el
Absoluto. Delillo -ya digo, si no lo he interpretado mal- recoge explícitamente esta idea para
invertirla, haciendo de esa conciencia inconciencia, de aquella hambre indigestión y de la integración
chardiniana dilución literaria. De manera que nuestro ateo escritor actual resulta ser mucho más
teológico y espiritualista que el cristiano, materialista y amante de lo concreto Dickens, en una
paradoja que ya señaló en más de una ocasión Chesterton29.
En cuanto al Purgatorio, que he mencionado antes… Supongo que en el Purgatorio se harán
lecturas terapéuticas de manuales de Autoayuda, que, como dijo alguien hace poco, no sólo es que
únicamente ayuden de verdad al que los ha escrito, es que además representan una bonita
contradicción en los términos (puesto que, ya se entiende, el que pone la ayuda es el libro, no
propiamente el lector…)

28
Existe una deriva patafísica del concepto de Punto Omega muy interesante por parte del físico Frank Tipler.
29
Sobre todo en su biografía de Tomás de Aquino, si no recuerdo mal.
¡Absalón, Absalón!

El odio es un borracho al fondo de una taberna,


que constantemente renueva su sed con la bebida.
Charles Baudelaire

“Odio” es la última palabra que escribió Faulkner en ¡Absalón, Absalón!, publicada en 1936, y
se diría que no sin cierto don profético, puesto que ese año comenzó la guerra fratricida española, lo
cual, según muchos historiadores, fue la antesala ineludible de la conflagración más enorme y
homicida de la historia de la humanidad. No es que Bill le cante al odio, como si se pudiera amar el
odio, que resulta un fácil oxímoron, pero tampoco lo esquiva ni lo refuta o anula mediante un final
feliz. Piensa, Faulkner, al parecer, como en su momento Aristóteles, que el odio perdura siempre, y
que lo más que se puede hacer es anestesiarlo provisionalmente. Esas sagas familiares de Bill -aquí
comparecen los Sutpen y los Compson- que siempre terminan mal, que rememoran sus tragedias en
retrospectiva, para las cuales el presente es casi una ilusión tenebrosa engendrada por ese abominable
pasado y que no necesitan de la guerra (la Guerra de Secesión, esa “sanguinaria aberración”, escribe)
para reforzar sus demonios internos, pues ya los tenían en casa, ya había guerra antes y después de la
Guerra. Como Faulkner admiró tanto a Shakespeare, el lector -y Bill no quiere un lector casual,
precisa un auténtico héroe de la lectura- nunca termina de saber si el Sur se mereció esa derrota (lo
cual sería horrible) o no, si la esclavitud de los negros fue un pecado tan cósmico que nada podrá
redimir esa ignominia, y si los descendientes de aquel orgullo de caballeros sureños no son partícipes
también, y no sólo legatarios, de los crímenes de sus padres y abuelos. Y el lector no llega nunca a
saberlo porque Faulkner se muestra siempre de espaldas como narrador, al igual que Shakespeare,
diseminando los puntos de vista y oscureciendo su opinión propia entre muchas voces. Leo en
Wikipedia que Absalón es la novela de la incertidumbre epistemológica (creo, por cierto, que sería
mejor término “gnoseológica”), puesto que el autor, más que otras veces, permite lo mínimo al lector
aferrarse a hechos claros, los hechos se escurren y en general no tienen lugar en la acción hasta que la
escritura ha amontonado una tonelada de sutilezas interpretativas. Pero no me parece a mí que sea del
todo de este modo, más bien al contrario: los personajes -cronistas e implicados a la vez, menos uno-
se toman un grandísimo interés en saberlo todo, hasta el punto de que son las demasiadas
excogitaciones que se dan cita unas al lado de otras, unas tapando a las otras, las que convierten el
presunto hilo argumental en enigmático. O sea, que no es que Faulkner haya querido sentar acta de
una carencia humana, a la manera de un filósofo anti-positivista que se divirtiera hurtando al lector el
conocimiento absoluto, sino que antes bien es el sobreexceso de atención por parte de sus cronistas el
que lo enturbia todo, como si el lector de Absalón tuviera que trabar conocimiento con varios previos
lectores concienzudos y obsesivos de los mismos hechos, todos ellos cruzados, amalgamados y
superpuestos, con la inevitable consecuencia de que la historia-matriz, caso de haberla de una forma
efectiva, se difracta, se profundiza, se amplía radicalmente y prácticamente se vuelve loca.
Y es que, en efecto, hay algo de locura, incluso de hýbris (de desmesura sacrílega) en la
concepción de Absalón. Faulkner contaba que alumbró Sartoris, la primera novela del condado
impronunciable, de un fogonazo, como un rayo que de repente ilumina todo un paisaje, y que de esa
intuición brotaron todos sus subsiguientes derroteros narrativos. Al margen de que esta sea la
afirmación propia de quien quiere pasar a la posteridad por genio -algo de lo que era de todos modos
difícil dudar-, en la propia Sartoris germinal las cosas eran todavía más serenas, más dulces, mientras
que en la coda final, Los rateros (casi una novela de formación que en castellano ha sido traducida
también por La escapada), un Faulkner ya viejo deja de fulminar al lector y le permite recrearse.
Pero, en medio, como una montaña picuda en la noche sobresaliendo de una cordillera y cubierta de
nubes, Absalón, la locura en su máximo grado, Bill extralimitándose y ofreciendo a la Historia de la
Literatura tal abyección que incluso los supuestamente pavorosos incestos del relato le parecen
comparativamente tolerables al lector. Tenía razón Richard Rorty (en Contingencia, ironía y
solidaridad) cuando decía que en muchas ocasiones no hay que buscar más motivos para las
transformaciones históricas y estéticas que el cansancio. Faulkner no podía proceder a contar las
cosas igual que un novelista anterior, ya no serían creíbles, ya no parecerían auténticas, el público
estaría cansado de la taumaturgia literaria conocida, y el escritor a su manera también. Reautentificar,
si se puede decir así, revivificar la Literatura, por consiguiente, tanto norteamericana como
extranjera, pasaba no sólo por recuperar el romanticismo oscuro de un Melville o de un Hawthorne,
ofreciendo así al lector maldiciones y desgracias más extremadas todavía y más íntimas y
devastadoras que las que rebuscaron aquellos dos bestias, también había que conseguir narrarlas
ahogando lo que tuvieran de inefable -con el propósito precisamente de subrayar eso de inefable
latente, y esto es quizá lo más importante- con un aluvión de frases, frases paratácticas, hipotácticas,
entre paréntesis, en cursiva, interpoladas, ofreciendo todas las alternativas verbales, etc. (Faulkner, en
su demencia literaria, llegó a pedir a su editor diferentes colores de tinta para El ruido y la furia,
sesenta años antes de Michael Ende).
Todo ser humano, naturalmente, vive poseído y como atravesado por fuerzas superiores de
carácter social que son a menudo inconscientes y que obran soterradamente en sus pensamientos y
acciones, pero esta verdad, que no habían sabido ver un Descartes o un Locke (y en general la
tradición científica y filosófica occidental, ni siquiera el Psicoanálisis, que las sitúa equivocadamente
en un interior), Faulkner la toma y la multiplica exponencialmente, convirtiendo a sus criaturas en
hojas virtualmente arrastradas por una tormenta psíquica y moral. Porque hasta la poderosa voluntad
de poder encarnada de un Thomas Sutpen o de un Flem Snopes (o de otros hombres implacables
menores que tanto disfruta describiendo Bill), saben y no saben a la vez muy bien lo que hacen y por
qué lo hacen, y su Dios les condena y les comprende en un mismo acto. Resulta, así, sobre todo
¡Absalón, Absalón!, un cierto ejercicio de oscurantismo literario, basado, ya digo, en una evidencia
empírica (o por lo menos así lo es para mí, y parece que también lo fue para Faulkner), pero peraltada
al infinito. Esas fuerzas anónimas, pero finalmente históricas, son para Bill, o en Bill, tan potentes
que rozan una cierta fantasmagoría del Destino, como si no estuviesen en manos únicamente de los
seres humanos, como si se forjasen en el horno gélido y tórrido a la vez -todo en la escritura de
Faulkner se antoja un intento de coincidentia oppositorum- del ser, como si, en fin, no ofreciesen más
alternativa postrera a sus personajes que la desesperación. Curiosamente, esta sensación que deja la
lectura de Absalón (si se puede llamar “sensación” a algo que requiere ansiolíticos), contrasta
agudamente con las alocuciones públicas o ensayos de ceremonia que Faulkner escribiera o
pronunciara en vida -y que, por cierto, los valientes de la editorial Capitán Swing han publicado hace
algunos años-, donde todos son buenos deseos para el conjunto de la humanidad, henchidos de
optimismo y regados de parabienes respecto del incierto futuro. Quizá es que la misión de la
conciencia literaria, en opinión de Bill, sea necesariamente la de descender a las calderas del Infierno,
o del Odio más acerbo, para desde allí volver a creer en algún atisbo de Cielo, o de Amor
incondicional, y en eso consista para él la epopeya opulenta y misérrima -más coincidentia
oppositorum- de Yoknapatawpha. O es que, más probablemente, esas historias de locos rematados
del pasado heredadas y sufridas en otros locos consanguíneos suyos no sean más que la evocación de
un tiempo y una manera de sentir y de luchar -sobre todo contra uno mismo- que ya pasó, que es
propia de otro género de hombres (y mujeres, se entiende), blancos tanto como negros, que no
volverán, y que por eso debemos imperativamente conocer, como Bill insinúa muy claramente, aún a
riesgo de ofender al lector, en la página 111 de Absalón (en la excelente traducción de Miguel
Martínez Lage, editorial Verticales):

Sí, para ellos: los de aquel día y los de aquel entonces, un tiempo acabado, concluido, extinto,
personas también como nosotros, víctimas como nosotros también, sólo que víctimas de
circunstancias distintas, más simples y por tanto integérrimas, de mayor amplitud, más heroicas, y
sus figuras más heroicas también, no concernidas, ni empequeñecidas, ni complicadas, sino
distintas, nítidas, sin pliegues, que poseían el don de amar de golpe y morir de golpe en vez de ser
criaturas difusas y desmadejadas y aventadas, extraídas a ciegas y trozo a trozo de un bolso lleno de
todo y de nada y ensambladas de cualquier manera, autores y víctimas también de un millar de
homicidios de un millar de cópulas y divorcios.
Alan Moore en 2015-2017: Providence, el último cómic…

En un zarzal, en una selva oscura


O al borde de una ciénaga
En donde cada paso es peligroso,
Monstruos y fuegos fatuos nos acechan
Y estamos bajo el riesgo de algún hechizo.
East Coker, T.S. Eliot

La parte que a mí más me gusta de la vida de Howard Philips Lovecraft es cuando lo dejó todo
para intentar ser una persona normal. Lo cuenta Sprague De Camp, y resulta una bonita historia de
redención -me encantan las historias de redención, debo de necesitar una-, pero desgraciadamente
corta, porque poco después Lovecraft murió de un cáncer estúpido, y por lo visto lo aceptó con
entereza y fue muy amable con los médicos y enfermeras que le cuidaron hasta el último momento.
Claro que para que ese desenlace tenga el hermoso sentido que tiene uno debe de haberse interesado
antes por lo que Lovecraft fue hasta que se decidió a salir de casa y conocer gente, y que es
precisamente todo ese profundo pozo de depresiones y visiones lóbregas que le dieron resonancia
literaria internacional póstuma. No obstante, tal como lo ve su biógrafo, en realidad a Howard sus
escritos macabros le importaban poco, sólo eran la manera que tenía de irradiar oscuramente su
soledad. Lovecraft era un tipo feo y delgado, huraño y antisocial, atildado y pedante, arruinado y
raruno, al que le hubiese gustado ser un caballero del s. XVIII, pero que en vez de eso se encontraba
sumergido en un mundo cosmopolita y multirracial que le horrorizaba. Así que ni siquiera a
Lovecraft le gustaba ser Lovecraft, y si el destino le hubiese concedido más tiempo, quizá hubiera
logrado convertirse en un buen compañero de reuniones de amigos, ocurrente y servicial, aunque
nunca interesado en el sexo (el poco tiempo que estuvo casado, con una admiradora naturalmente,
descubrió con espanto el mecanismo grosero con el que los mamíferos superiores hacemos el amor y
quedó tan impactado que nunca más volvió a pensar en ello, por no decir practicarlo).
Sin embargo, la posteridad ha interpretado masivamente que sí, que Lovecraft quiso ser
Lovecraft e incluso que llegó a levantar una mitología propia y subcultural que tomarse realmente en
serio. Alan Moore es, hasta ahora, el último autor decidido a convencernos de que en Lovecraft hay
alguna visión sinóptica, incluso alguna estructura, tras esa serie de textos caóticos, improvisados y
elaborados para la ocasión. Yo no lo creo, yo creo que Howard sólo mataba el tiempo, aunque lo
hiciese no sin cierto genio, y que no se puede obtener nada coherente de esos sueños fragmentarios,
fruto de lecturas heterodoxas, un talante reaccionario y una vida tristemente retirada. Moore ya había
incursionado antes en el universo lovecraftiano, con esa arrogancia tan suya de tratar de rematar el
conjunto de textos del solitario de Providence con una conclusión de su propia cosecha, como quien
hace suya una obra ajena para cerrarla para siempre proporcionándole una consistencia que nunca
tuvo, o como esos tipos que ahora han decidido que un algoritmo puede subsanar la divina mutilación
de la Sinfonía inacabada de Schubert. No cuela, ciertamente, pero tampoco está de más. Lo había
hecho, en efecto, en aquel spin-off de la Liga de los caballeros extraordinarios consagrado a la
indómita hija de Nemo y sus secuaces adentrándose en el territorio helado y pavoroso de En las
montañas de la locura (en Hollywood, por cierto, habían planeado rodar este cuento largo con Tom
Cruise como protagonista, lo cual es una locura mayor que la de las montañas, y, ya antes, Borges
había plagiado como de pasada su espíritu en algún párrafo de su famoso relato El inmortal…), y lo
había hecho, magníficamente esta vez, en las historietas complementarias The Courtyard y
Neonomicon, que en castellano se publicaron unidas. Ahí sí, ahí Moore, en mi opinión, en muy pocas
páginas de gran eficacia acertó de pleno proporcionando al cajón de sastre lovecraftiano tres claves
que resultaban muy sugestivas, terroríficas y hasta terminales, como eran el explicar el porqué del
lenguaje críptico de los adoradores de los Primigenios, qué papel reprimido juega el sexo en los
rituales blasfemos, y cómo acaba todo, cómo los Primigenios son también finalmente y a la vez los
Futuros30…
Pero fue tal el éxito que consiguió entre el público friki el Neonomicon que parece que decidió
a Moore a continuar explorando las posibilidades de fagocitar el legado lovecraftiano para darle una
culminación en forma de viñetas y a la altura del s. XXI. Además, pregonó que iba a ser su último
cómic, en esa especie de obsesión propia de los adictos incurables con la que Moore sale a la palestra
cada dos por tres a declarar que abandona algo, a los superhéroes o los propios cómics, y que
recuerda a Gilles Deleuze cuando decía que uno sólo está verdaderamente enganchado a algo cuando
lo está dejando todos los días. Pues bien, el resultado, los doce números de Providence (doce, como
en Watchmen o en el abortado Big numbers…), no es tan bueno como aquella primera cala del
Neonomicon hacía esperar. Moore impone al lector un viaje casi turístico por la rancia, vetusta y
puritana Nueva Inglaterra que dura demasiadas páginas, prácticamente una recreación arquitectónica
y geográfica, y encima lo cuaja con largas tiradas de un diario íntimo en prosa que, hasta el final, no
aporta mucho a la trama. Alan Moore siempre ha sido esa clase de guionista al que le gustan los
puzles, como deseoso de que se le dedique una tesis doctoral -y le habrán dedicado muchas…-, pero
es que aquí parece querer una tesis sólo para Providence en exclusiva, sin que el interés de la trama
lo justifique demasiado, puesto que lo que ocurre en primer plano es menos estimulante que, por
ejemplo, en La liga de los caballeros extraordinarios. También en la Liga… había mucha erudición
enterrada, pero pasaban cosas, la noche se movía, por decirlo con el título de la película de Gene
Hackman, mientras que en Providence es un poco como “ver crecer la hierba”. Vemos, es cierto, a
Lovecraft desarrollar la poca vida social de que era capaz entre sus admiradores, recorremos muchos
kilómetros cuadrados de región arcaica y cerril, y sobre todo seguimos las andanzas sexuales de su
protagonista gay (que en ese contexto resultan aberrantes), pero nada de eso nos llama locamente la
atención, hasta que en los últimos tres números se desata todo con demasiada rapidez. Moore ha
querido hacer en Providence la genealogía de H.P. Lovecraft, y además ponerle un broche final, pero
obligando al lector a leer antes con cuidado toda la obra del homenajeado y varias veces también la
interpretación del propio Moore. O yo he entendido poco, a falta de ese estudio tan detenido, o esto
es un poco abuso. Las ideas fundamentales que presiden toda la narración, además, están ya vistas
aunque sigan siendo poderosas. Moore ya había dramatizado el tiempo como simultaneidad en
Watchmen, que parece que es algo en lo que él personalmente cree –supongo que si yo fuera un divo
como él tampoco querría morirme y me gustaría que cada instante de mi exitosa y creativa vida
estuviera teniendo lugar ahora mismo. Asimismo, la concepción de que las deidades extraterrestres y
supratemporales a lo que vienen es a recuperar sin posibilidad alguna de resistencia el poder sobre la
Tierra devolviendo al hombre su condición de microbio insignificante ya estaba en el Lovecraft
original, sobre lo que Moore sólo aporta el manto de su doctrina del Espacio/Idea, haciendo que esa
transformación del Antropoceno al Cthulhuceno, por decirlo con Donna Haraway (o esa restauración
legítima, porque es enteramente legítima aunque se diga malvada, del “Cthulhuceno”), tenga lugar
como suplantación de la realidad por la imaginación, o de la vigilia por el sueño. Y también estaba en
30
En realidad, muchos han recogido y continuado las intuiciones enteramente deliberadas de Lovecraft pero nadie
hasta Moore, que yo sepa, las ha culminado en un desenlace superior. Incluso el propio misántropo de Providence
halla un lugar en esta historia que abarca su vetusta ficción desde un marco de realidad contemporánea. Las imágenes
e ideas del cómic quedan impresas en la imaginación durante varios días, instilando esa inquietud y grandiosidad que
los relatos originales raras veces consiguieron -además del necesario sexo que no estaba en el original... Más que
another turn of the screw, a mi juicio, la deconstrucción definitiva.
Lovecraft, rudimentariamente como todo, el sentido de que toda esta teomaquia o teogonía no es más
que una manera de arrasar con las rutinas y servidumbres de la vida cotidiana del hombre común a
favor de una eternidad tan terrible como artísticamente sublime…
Porque, en efecto, esa es la clave última del atractivo póstumo de las cosas de Lovecraft,
incluida la poca poesía que escribió: que en el fondo se trata del anhelo por destruir el mundo real en
aras de un chute de arte, tan común entre las escuelas y movimientos estéticos de finales del s. XX.
La peculiaridad de Lovecraft fue tomarse radicalmente a pecho la sugestión de Baudelaire, al señalar
que ese es un Golpe de Estado perverso, malvado y depravado, y escribir terror a partir de ello, a la
manera del maestro adorado por ambos, Mr. Edgar Allan Poe. En el Providence de Moore, sin
embargo, no queda tan claro que el reinado de lo sublime vaya a ser tan irrevocablemente
monstruoso. Los seres humanos no parece que vayan a ser aniquilados, ni esclavizados, al contrario:
se diría que van a vivir sin tener que comer o dormir, por no hablar de tener que trabajar o esforzarse
lo más mínimo. La era del “Cthulhuceno” casi es apetecible en Providence, y Robert Black un tipo
exagerado e impresionable. Daba más miedo cósmico, en realidad, el Neonomicon. Pero, bueno, es lo
que hay, y es el último cómic de Alan Moore, presuntamente, así que puede llevar y atar los hilos
lovecraftianos dónde y cómo le dé la real gana. Una cosa parece clara como el agua, incluso en mitad
del fango: si Howard Philips Lovecraft hubiese seguido vivo cuando comenzaba a ser algo feliz, se
hubieran acabado para él los relatos de miedo mal pagados para revistas del tres al cuarto. Llamad a
esto psicología barata, de esa que el propio nigromante de Providence odiaba…
Reprobación del ídolo “un poquito hijo de puta”

Quid iuvat innumeros scire atque evolvere libros


Si facienda fugis, si fugienda facis?
(¿De qué sirve conocer y leer innumerables libros,
si huyes de lo que hay que hacer y haces lo que hay que rechazar?)
E. H. Raspe

Nos levantamos esta mañana de domingo -por “nos” entiendo a todos los lectores que no sólo
frecuentan al último premiado/a extremadamente joven que escribe de amor- con la noticia de que se
ha encontrado una carta de la época de Dickens en la que se dice inequívocamente que el gran
escritor pretendió quitarse de en medio a su mujer encerrándola en un manicomio. Fue cuando
Dickens andaba de amoríos con una jovencísima actriz recién conocida, Ellen Tiernan, episodio
desdichado de su vida del que Ralph Fiennes hizo una película basada en la novela de Claire
Tomalin, biógrafa de Dickens, titulada La mujer invisible. En la película, vemos como Fiennes mira a
través de una rendija de su alcoba y contempla a su mujer desvistiéndose (o vistiéndose, no
recuerdo), y hecha una mole de carne, todo un espectáculo cetáceo que trasciende a Rubens para
redondearse en Botero, sin que yo pretenda establecer paralelo alguno entre ambos. Pero es que
Catherine Hogarth había “dado” a Dickens -por usar una expresión sexista que debería estar en
desuso- diez hijos, no tenía cerca de casa salones de belleza o palacios del fitness y encima en mitad
del siglo XIX ni siquiera se habían inventado las dietas o regímenes. Muy al contrario: incluso en la
capital del prospero Imperio Británico, podía darse por afortunado quien comiera tres veces al día y
desarrollase un perímetro abundante. No obstante, Dickens, el novelista defensor de la bondad, la
piedad y la gente sencilla, el autor que en sus novelas se reía a menudo de los predicadores porque él
se sentía todavía más santo que ellos, San Dickens, por tanto, parece que intrigó como un canalla y
removió cielo y tierra para deshacerse de su mujer y meter en su lugar en su cama a una chica sin
duda adorable pero que en absoluto hubiera deseado verse cómplice de ese crimen a cambio de
recibir las atenciones del señor mayor más genial de su tiempo, pero un viejoverde ilustre al fin y al
cabo…
El caso me ha recordado directamente a otros dos, e indirectamente a muchos más. El primero
está muy de actualidad: se trata de esos sitios, cada vez en mayor cantidad, donde están dejando de
poner la música de Michael Jackson a cuento de los testimonios de pederastia que están saliendo a la
luz. O en Los Simpsons, que han suprimido el episodio de un personaje friki doblado por Jackson.
Uno no sabe qué opinar ante estas cosas. Por un lado es cierto que el cancionero -y “videoclipero”, si
se pudiera decir así- de Jacko es un patrimonio indiscutible e irrenunciable de la humanidad, como la
obra de Dickens, pero también es cierto que el primero fue un cerdo y el segundo un traidor. Se ha
discutido mucho, así mismo, de las filiaciones filonazis de Louis Ferdinand Céline, por ejemplo
(olvidándose a menudo, por cierto, de las inclinaciones similares de Walt Disney), en el sentido de si
la Era de la Corrección Política en la que vivimos inmersos puede soportar la presencia de esas
figuras ambiguas que o bien se equivocaron, o bien se dejaron llevar por los vientos de la historia. A
mí no me parecen situaciones análogas, no creo que las simpatías políticas estén en el mismo plano
que la ética personal. Entiendo que las fechorías de Dickens y Jackson son peores moralmente que las
de Céline o Heidegger31, porque los primeros hicieron daño real a personas cercanas y supuestamente
queridas, mientras que los segundos sólo realizaron declaraciones estúpidas y postureo chungo, que
diríamos hoy. Pero habrá quién lo vea al revés: al fin y al cabo, los primeros fueron víctimas del
Eros, y nada es más fuerte que el deseo, mientras que los segundos tomaron irresponsable partido por
causas que cambiaron el mapa y acabaron con la vida de millones. Por eso el otro caso al que
recuerda directamente la maldad de Dickens (que en la película Wilkie Collins trata de justificar) es
el de otro literato al que admiro, mucho más limitado y menos notorio, eso sí, que el victoriano:
Patrick O´Brian32. Así lo cuenta Arturo Pérez Reverte en una entrada de su blog de Abril del año
2000:

Siempre tuve la certeza de que los autores de los libros que uno ama no deben conocerse en
persona jamás. Estoy seguro de que Thomas Mann, un fulano maniático e insoportable, me habría
desgraciado para siempre el placer de leer y releer La montaña mágica; que Stendhal me habría
parecido un snob gordito y ordinario que iba de ingenioso con las señoras en los salones, y que el
conocimiento de Mujica Lainez o del aristócrata Lampedusa me habría estropeado para siempre
Bomarzo, o El gatopardo. En ese registro, ni de Cervantes me fío.
Ahora, como para darme la razón, acaba de aparecer en Estados Unidos una biografía de
Patrick O'Brian donde el fulano, según parece, no queda muy guapito de cara; empezando porque en
realidad se llamaba Patrick Russ y no era irlandés como afirmaba, sino inglés. Además, nunca fue
héroe de guerra, no lo aceptaron en la marina de Su Majestad, y cambió de apellido en 1945,
después de abandonar por el morro a su mujer y a dos criaturas. Pero lo más gordo es que apenas
navegó en su vida, en la práctica no sabía hacer nudos marineros, y sus conocimientos sobre la
Armada inglesa los obtuvo a base de leer y documentarse a tope. Resumiendo, que el supuesto
irlandés en realidad era inglés —y como buen anglosajón despreciaba a los españoles— fue un
farsante, un embustero y un poquito hijo de puta.

En efecto, pienso que todo el problema de la censura implícita o no de estos ídolos se cifra
sencillamente en llamar a las cosas por su nombre, incluso con la parresía propia de Reverte. No
podemos ni debemos borrar sus extraordinarios legados -no podemos, desde luego, retocar ni media
palabra de Huckleberry Finn…-, pero tampoco debemos excusar sus faltas con la disculpa de que el
arte está por encima de la moral. Los estetas puros suelen ser malas personas, en lo ético, y además
hacen gala de ello, porque encuentran a su prójimo vulgar, y políticamente no fue extraño que en el
pasado se afiliasen a políticas fascistas, ya que entendían que la chusma sin sentido de la belleza y de
conducta grosera sólo puede ser gobernada con mano dura. De ahí que sean del todo previsibles los
pronunciamientos de Céline para quien haya leído Viaje al fin de la noche, o los alegatos
reaccionarios de un Baudelaire (a favor de la Iglesia o de la pena de muerte, entre otras cosas
absolutamente anti-modernas33), pero dolorosa culturalmente la debilidad de Dickens, que era todo
menos un diletante. Con Dickens ocurre como con Unidas Podemos en España, que le exigimos sin
la menor salvedad la integridad que pregona. De modo que mi opinión es que hay que estar con la
31
Todavía continúa Víctor Farías haciendo negocio de la cuestión Heidegger, cuando está más clara que el agua.
El filósofo no sólo tuvo carné nazi, con lo cual fue fehacientemente nazi hasta el año 34, sino que continuó siéndolo
toda su vida (pese a que pronto el régimen lo considerara un “nihilista inoperante” y le pusiera a cavar zanjas) en lo
que a mística nacionalista de “la tierra y la sangre” se refiere. Sólo hay que leer la conferencia o alocución Serenidad,
que está en castellano en internet, donde todavía trata de asumir “la pregunta por la técnica” desde el desarraigo por
las tradiciones del Heimat natal. No obstante, para conocer el asunto completo, podría leerse a más amena y
brevemente a Fernando Savater en Ética como amor propio, y no a un señor que parece llevar décadas viviendo de
ello. Dicho esto, también es verdad que Heidegger, en lo personal, fue sucesivamente infiel a su mujer, Elfride, bajo el
pretexto de que ella lo había sido una vez, pero, en realidad, me temo, por el mismo motivo que Dickens: la
convicción de fondo de que el genio masculino merece necesariamente una recompensa de tipo sexual…
32
https://hyperbole.es/2012/10/patrick-obrian-almirante-en-tierra-i-2/ y
https://hyperbole.es/2012/11/patrick-obrian-almirante-en-tierra-y-ii/
33
Los anti-modernos, Antoine Compagnon, Acantilado.
frase de Raspe -editor de Leibniz y autor del Barón de Münchhausen, pero un pájaro de cuidado
también en lo personal- que consta en epígrafe, y entender que no puede ser diferente predicar que
dar trigo. Cuando así ocurre, desde luego sería bárbaro proceder a la proscripción de la obra de nadie
como si se hubiera convertido en un enemigo de la humanidad, pero lo contrario, lo civilizado, es
también reconocer públicamente que nuestro ídolo en cuestión era “un poquito hijo de puta”, y que
conste tal cual en los libros de historia. No hay frase más sabia, más profunda y de mayor alcance, a
mí juicio, en el Nuevo Testamento, que aquello que dice el nazareno de que “quien esté libre de
pecado que tire la primera piedra…”; es verdad, pero es del todo impracticable, si ha de haber justicia
humana en el mundo. Creo que una cierta picota cultural, y no una amnistía elitista, debe de existir
para el ídolo que debiera ser ejemplar y al que hemos pillado siendo humano, demasiado humano…
Wachtmen, por homonimia y equivocidad

Para los aficionados al cómic norteamericano, Wachtmen, la obra de Alan Moore y Dave
Gibbons que cuenta con más de treinta años ya, es como la Biblia para un cristiano o la saga de El
Padrino para un cinéfilo. Conocedores de ese hecho, en HBO han aprovechado el tirón de
popularidad universal (suele ser considerado el mejor cómic de la historia, pero eso es algo que,
naturalmente, no se puede decir de nada ni nadie) del cómic para hacer una serie que se presenta
como una secuela, pero que siendo estrictos no tiene nada que ver. Nada de nada, ni en la letra ni en
el espíritu. En la letra, han tratado de dar un papel marginal a los personajes sobrevivientes de Moore,
pero más bien parecen metidos con calzador, además de que se ha deformado su carácter original.
Luego, han intentado que las marcas icónicas del cómic -Wachtmen está lleno de signos, emblemas, y
distintivos de sí mismo, es un universo autorreferencial- aparezcan diseminadas por aquí y por allá,
pero desprovistas del sentido que pudieron tener entonces. Están, también, las charlas cazurras y
veristas del kiosquero con un chico negro, pero no pueden ser una continuación de las que tanto nos
gustan, porque aquellos pobres diablos murieron abrazados. En cuanto al espíritu, era realmente
imposible que se pudiese ser fiel a la matriz de Wachtmen. La obra era como un reloj, como el reloj
de Jon Osterman o el Reloj del Fin del Mundo de la contraportada de cada episodio, funcionaba a la
perfección siempre que la narración fuera cerrada, tuviera un final –abierto, por cierto, pero
clausurando todo “después” posible: una genialidad. En el formato de una serie, que, como todas, se
pretende interminable hasta que el interés de los espectadores se debilite, no encaja ni puede encajar
el espíritu de Wachtmen. Sería como coger un mandala (tu terrible simetría…) y obligarlo a
desplegarse, abrirse, mezclar sus colores, llevar sus curvas al infinito y derretir sus formas hasta que
se salgan de la página. O sea, convertir una pieza de fina artesanía, milimétrica, exacta, como es
Wachtmen, en un largo convoy de episodios que recorren la autopista hacia ningún lugar.
Se ha intentado que la serie se desarrolle en un ambiente post-apocalíptico, fúnebre, violento,
moralmente degenerado y repleto de seres muy marcados, pero, insisto en mi odiosa comparación, el
resultado tampoco guarda relación alguna con Moore y Gibbons. En aquella historia flotaba la
nostalgia, que es el nombre del perfume de la casa Veidt que se anunciaba en todas partes y que
usaba la segunda Silk Spectre. Nostalgia por la inocencia de los primeros tiempos, de los Minutemen
y del barbero al que pillaron con unas tetas de plástico, antes de que ocurriera lo imposible, que es la
existencia del Doctor Manhattan y con ella la hegemonía mundial de los Estados Unidos de Richard
Nixon. Tampoco en la película que dirigió Zack Snyder en 2009 había mucho de eso, pero fue una
adaptación excelente, incluso sin las partes que se podaron para no despistar al público. Wachtmen es
tan mítico -tan ochentero también-, que conozco un chico granadino que publicó un poemario sobre
él. No creo, la verdad, que eso vaya a ocurrir con los personajes y situaciones de la serie, esa
prolongación que no podía ser más que aberrante, porque es como coger una sinfonía y tras el último
chin-pún intentar por todos los medios que dure unas horas más. O como lo que decía Javier Marías
de la versión de su Todas las almas (único libro suyo que he leído entero: me gustó) que le hicieron
para el cine: que ni era versión libre, ni esclava ni manumitida. Estoy convencido de que el artífice de
la serie no va de mala fe, quiero decir, que no es que se haya aprovechado del prestigio del cómic
para hacerle tres miserables homenajes y luego contar lo suyo. Seguramente sea un verdadero
admirador, que ha pensado (como DC con Before Wachtmen) que era una pena que esos personajes
tan apasionantes quedaran encerrados para siempre en doce episodios de epopeya memorable y
oscura. Por supuesto, a Alan Moore no le ha gustado nada la idea, y aunque en esta ocasión no ha
tronado mucho, ha vuelto a retirar su nombre de los créditos y ceder sus ganancias a Gibbons. He
leído que en una entrevista a TV Line, el showrunner de la serie, David Lindelof ha sido bastante
específico a la hora de reaccionar a las críticas de Moore: “Si alguien le hubiera dicho a Moore cómo
hacer las cosas le habría mandado a la..., y habría seguido haciendo lo mismo; así que voy a hacer lo
mismo con el propio Alan Moore y le diré que se vaya a la..., y seguir haciendo lo que me dé la
gana”.
Eso es lo que pasa cuando los derechos de una obra los posee la editorial y no el autor. Pero
para mí es tan interesante como si a alguien le diera por proseguir Moby Dick sin el capitán Achab, y
tan auténtico como cuando aquel escritor suplantó a Vázquez Montalbán para hacer un Carvalho ¡en
primera persona! Vamos, que me planto en capítulo cuarto (ahora alguien me dirá que lo bueno
empieza en el quinto…)
The Raven confined

Una vez, al filo de una lúgubre media noche,


mientras débil y cansado, en tristes reflexiones embebido,
inclinado sobre un ordenador caduco, tenso de bulos,
cabeceando, casi dormido,
oyóse de súbito un leve golpe,
como si suavemente tocaran,
tocaran a la puerta de mi cuarto.

“Es -dije musitando- un visitante


tocando quedo a la puerta de mi cuarto.
Eso es todo, y nada más.”
¡Ah! aquel lúcido recuerdo
de una extraña primavera;
espectros de encierros solitarios
entre un techo y un suelo;
angustia de la nostalgia del viejo mundo;
en vano encareciendo a mis contactos
dieran tregua a mi dolor.

Dolor por la pérdida de las calles, soleadas,


ruido del tráfico, ciudad de Madrid llamada.
Aquí ya sin nombre, para siempre…
Y el crujir triste, vago, escalofriante
de la televisión con interferencias
llenábame de fantásticos terrores
jamás antes sentidos. Y ahora aquí, en pie,
acallando el latido de mi corazón,
vuelvo a repetir:
“Es un visitante a la puerta de mi cuarto
queriendo entrar. Algún visitante
que de seguro luce mascarilla.
Eso es todo, y nada más.”

Ahora, mi ánimo cobraba bríos,


y ya sin titubeos:
“Señor -dije- o señora, en verdad vuestro perdón imploro,
mas el caso es que, adormilado
cuando vinisteis a tocar quedamente,
tan quedo vinisteis a llamar,
a llamar a la puerta de mi cuarto,
que apenas pude creer que os oía.”
Y entonces abrí de par en par la puerta:
Oscuridad, y nada más.
Escrutando hondo en aquella negrura
permanecí largo rato, atónito, temeroso,
dudando, soñando sueños que ningún mortal
se haya atrevido jamás a soñar.

Mas en el silencio insondable la quietud callaba,


y la única palabra ahí proferida
era el balbuceo de un nombre: “¿Coronavirus?”
Lo pronuncié en un susurro, y el eco
lo devolvió en un murmullo: “¡Coronavirus!”
Apenas esto fue, y nada más.
Vuelto a mi cuarto, mi fiebre toda,
toda mi fiebre abrasándose dentro de mí,
no tardé en oír de nuevo tocar con mayor fuerza.
“Ciertamente -me dije-, ciertamente
algo sucede en la reja de mi ventana.
Dejad, pues, que vea lo que sucede allí,
y así penetrar pueda en el misterio.
Dejad que a mi corazón llegue un momento el silencio,
y así penetrar pueda en el misterio.”
¡Es el viento, y nada más!
De un golpe abrí la puerta,
y con suave batir de alas, entró
un majestuoso cuervo
semejante al ave de Twitter.

Sin asomos de reverencia,


ni un instante quedo;
y con aires de gran señor o de gran dama
fue a posarse sobre el Mackintosh,
como un cactus curativo.
Posado, inmóvil, y nada más.
Entonces, este pájaro de ébano
trocó mis tristes ralladas en una sonrisa
con el grave y severo decoro
del aspecto de que se revestía.
“Aun con tu cresta cercenada y mocha -le dije-.
no serás un cobarde.
hórrido cuervo vetusto y amenazador.
Evadido de la ribera nocturna.
¡Dime cuál es tu nombre en la ribera de la Noche Pandémica!”
Y el Cuervo dijo: “Nunca más.”

Cuánto me asombró que pájaro tan desgarbado


pudiera hablar tan claramente;
aunque poco significaba su respuesta.
Poco pertinente era. Pues no podemos
sino concordar en que ningún ser humano
ha sido antes bendecido con la visión de un pájaro
posado sobre el monitor de su Mac,
pájaro o bestia, posado como un cactus
curativo en la pantalla de su PC
con semejante nombre: “Nunca más.”

Mas el Cuervo, posado solitario en el sereno busto.


las palabras pronunció, como vertiendo
su alma sólo en esas palabras.
Nada más dijo entonces;
no movió ni una pluma.
Y entonces yo me dije, apenas murmurando:
“Otros amigos se confinaron antes;
mañana él también se confinará,
como se confinaron mis esperanzas.”
Y entonces dijo el pájaro: “Nunca más.”
Sobrecogido al romper el silencio
tan idóneas palabras,
“sin duda -pensé-, sin duda lo que dice
es todo lo que sabe, su solo repertorio, aprendido
de un amo infortunado a quien Sars Cov 2 impío
persiguió, acosó sin dar tregua
hasta que su cantinela sólo tuvo un sentido,
hasta que las toses secas de su esperanza
llevaron sólo esa carga viral
de “Nunca, nunca más.”

Mas el Cuervo arrancó todavía


de mi ida de pinza una sonrisa;
acerqué un mullido asiento
frente al pájaro, el Mac y el ratón;
y entonces, hundiéndome en la piel de vaca,
empecé a enlazar un alucine con otro,
pensando en lo que este ominoso pájaro de antaño,
lo que este torvo, desgarbado, hórrido,
flaco y ominoso pájaro de antaño
quería decir graznando: “Nunca más,”

En esto lo flipaba, sentado, sin pronunciar palabra,


frente al ave cuyos ojos, como tizones encendidos,
quemaban hasta el fondo de mi pecho.
Esto y más, sentado, adivinaba,
con la cabeza reclinada
en el forro del cojín de IKEA
acariciado por la luz de una GRUNSTED;
en el forro de terciopelo fosforito
acariciado por la luz de la lamparita
que sería mi único sol, ¡ay!, ¡nunca más!
Entonces me pareció que el aire
se tornaba más denso, perfumado
por Axe o tal vez por Hugo Boss
cuyas pisadas tintineaban en el piso alfombrado.
“¡Miserable -dije-, tu Dios te ha concedido,
por estos ángeles te ha otorgado una tregua,
tregua de morriña de tus recuerdos del exterior!
¡Apura, oh, apura este dulce Gintonic
y olvida a tu vieja Madrid!”
Y el Cuervo dijo: “Nunca más.”

“¡Tertuliano! exclamé-, ¡cosa diabólica!


¡Tertuliano, sí, seas pájaro o demonio
enviado por el Mediaset, o arrojado
por la República China a este refugio desolado e impávido,
a esta desértica tierra encantada,
a este hogar hechizado por el horror!

Experto, dime, en verdad te lo imploro,


¿hay, dime, hay vacuna para la Covid?
¡Dime, dime, te imploro!”
Y el cuervo dijo: “Nunca más.”
“¡Experto! exclamé-, ¡cosa diabólica!
¡Experto, sí, seas pájaro o demonio!
¡Por ese cielo limpio que se curva sobre nuestras cabezas,
ese tapeo con caña que adorábamos tú y yo,
dile a esta alma abrumada de penas si en el remoto Lavapiés
existirá por acaso un bar abierto
llamado por los dueños “Marytere”,
que tendrá en sus brazos una rara y radiante birra
llamada por los parroquianos “Coronita”!”
Y el cuervo dijo: “Nunca más.”

“¡Sea esa palabra nuestra señal de partida


pájaro o espíritu trumpiano! -le grité, presuntuoso.
¡Vuelve a la tempestad, a la ribera del Manzanares.
No dejes pluma negra alguna, prenda de ese fake
que profirió tu espíritu!
Deja mi soledad intacta.
Abandona el puto monitor de mi Mac.
Aparta tu pico de mi patata
y tu figura de la webcam de mi maquinón.
Y el Cuervo dijo: Nunca más.”

Y el Cuervo nunca emprendió el vuelo.


Aún sigue posado, aún sigue posado
en el jodido monitor de mi Mac,
como un cactus infeccioso y fatal.
Y sus ojos tienen la apariencia
de los de un troll que está soñando.
Y la luz de la Led que sobre él se derrama
tiende en el parqué su sombra. Y mi alma,
del fondo de esa sombra que flota sobre el suelo,
no podrá liberarse de este encierro...

¡Nevermore!
Charles Dickens, siglo y medio “post-mortem auctoris”

No hay grandeza donde faltan la sencillez, la bondad y la verdad.


León Tolstói

Dickens murió de la manera más tonta. Tenía cincuenta y tantos años y cayó desplomado sobre
una alfombra. Fin. Algo extraño en un hombre que daba paseos campestres o urbanos de decenas de
kilómetros al día (los pensamientos caminados, como quería Nietzsche por aquel entonces), y que no
tenía más vicios que los naturalmente franceses de la época, que ahora nos dicen que son muy sanos.
Hay a quien ese tipo de salida del tablero le parece la ideal, sin miedo y sin darse uno ni cuenta. De
repente te duele algo indefinido, y al instante siguiente estás más allá del dolor y del goce. A mí no, a
mí me produce horror, yo prefiero una buena y larga agonía, como la de Guillermo el Mariscal en el
libro de George Duby, que haya tiempo a despedirse y a decir alguna cosa sentida a los hijos, aunque
sólo fuera eso del moribundo Pancho Villa: “¡no me hagan esto, digan que dije algo grande, carajo!”.
En 2012 se celebró el bicentenario del nacimiento del escritor, que fue más sonado, al menos en
Inglaterra, que la efeméride de hoy del 150 aniversario de su muerte, de ese pájaro acertado en pleno
corazón y yacente sobre una alfombra. Entonces prometí leer Casa Desolada, y ya lo hice. Dickens
está entre los diez grandes escritores de la Literatura Occidental, si confeccionar una lista tal tuviera
algún sentido -yo, como no soy Harold Bloom, no me atrevo-, y aún más: entre los diez grandes
talentos de la Historia del Arte Occidental, que ya está mucho más reñido. O, más difícil todavía,
entre los cinco poetas más queridos en vida de las Letras Universales -aquí sí me atrevo: Sófocles,
Lope, Dickens, Conan Doyle, Gabo y quizá Victor Hugo...
De modo que esa promesa, aunque tonta e irrelevante, había que cumplirla, por placer
estrictamente. Pero como ha acontecido el Brexit, que es harto más tonto, aunque sí
infortunadamente relevante, me temo que no se va a hablar demasiado hoy de la onomástica cultural
británica. Es verdad que Dickens es el más humorístico de los clásicos, más que Cervantes o Sterne
en mi opinión, y eso podría tener un cierto atractivo sobre los lectores actuales (mis alumnos, por
ejemplo, han leído muchos Wilt, de Tom Sharpe, pese a que es de 1976), pero ese humor a menudo
es satírico, feroz, y viene envuelto en una sensiblería que para Dickens era casi religión y para
nosotros en cambio algo anticuado e ingenuo. Sólo Casa desolada ya es más largo que toda la obra
publicada de Cristina García Morales, más de mil páginas en letra pequeña y un año y pico de
disfrute y lágrimas para sus lectores de la época, que la recibían en porciones, pero mucho menos
antisistema que Morales, pese que Dickens ataque con toda su artillería verbal a aristocracia y
tribunales:

—¡Ya empezamos! —exclamó el señor Gridley sin apaciguar su ira en absoluto. ¡El sistema!
Todo el mundo me dice que es el sistema. No debo pensar en las personas. Es el sistema. No tengo
que ir al Tribunal a decir: «Milord, le ruego que me diga si tengo razón o no. ¿Tendrá Su Señoría la
cara de decirme que ya he recibido justicia y tengo que irme?» Su Señoría no sabe nada de eso. Se
sienta ahí a administrar el sistema. No tengo que ir a ver al señor Tulkinghorn, el procurador de
Lincoln's Inn Fields a decirle cuándo me pone furioso de puro tranquilo y satisfecho que está —igual
que todos ellos, porque todos ellos saben que lo que yo pago es lo que ellos ganan, ¿no?—. No tengo
que decirle que si yo me arruino alguien me las va a pagar, por las buenas o por las malas. Él no
tiene la culpa. Es el sistema. Pero si no les hago algo a todos esos, ¡van a verme! ¡No respondo de lo
que pueda pasar si pierdo el control, por fin! ¡Estoy dispuesto a acusar a todos y cada uno de los
que están en el sistema en el Tribunal del Juicio Final!

Como Dickens no veía su entorno a través de lentes foucaultianas, lo que veía eran cosas,
personas e instituciones, articuladas dinámicamente en vida social, y esa vida social era Londres y
sus parajes y mansiones aledañas. En cambio, la literatura puntera hoy, al menos en Europa, para ser
vanguardista lo que tiene que manejar son discursos, vigilancias y castigos, para lo cual es igual que
te sitúes en Londres o en Beirut, porque la opresión y su resistencia es en todas partes la misma.
Dickens era un reformista, no un revolucionario, como dijo de él Stefan Zweig en la biografía que le
dedicó, pero un reformista de una magnitud que encandilaba a Marx y Engels, mientras que los
actuales revolucionarios radicales gastan su pólvora en salvas, en mi opinión, ya que su visión de la
amenaza es tan ubicua -pese a que ellos, personalmente, reciban premios y reconocimientos- que no
queda nada que cambiar, nada que reivindicar más que el derecho a “escupir” al Sistema en la cara.
Dickens descubría desgracias reales, realmente lacerantes, como esta en que una noche, en el barrio
más siniestro y abandonado de Londres un policía dialoga con un par de prostitutas que cuidan de un
bebe y cuyas vidas rozan la desesperación...

—Pareces quererlo tanto como si fuera hijo tuyo —dice el señor Bucket.
—Tuve uno igual que él, señor, y murió.
—¡Ay, Jenny, Jenny! —le dice la otra mujer—. Más vale así. ¡Más le vale haber muerto que
seguir vivo, Jenny! ¡Mucho más!
—Bueno, no serás tan antinatural como para desear que muera tu propio hijo, ¿verdad? —
exclama el señor Bucket severamente.
—Bien sabe Dios que no, señor —le responde ella— Le defendería con mi propia vida si
pudiera, igual que cualquier señorona.
—Entonces no digas esas cosas —dice el señor Bucket, que vuelve a ablandarse—. ¿Por qué
las dices?
—Me vino a la cabeza, señor —replica la mujer, cuyos ojos se llenan de lágrimas—, al ver
cómo duerme el pobrecito. Si no se volviera a despertar, me daría una que me tomarían por loca.
Eso lo sé muy bien. Yo estaba con Jenny cuando ella perdió al suyo, ¿no es verdad, Jenny?, y sé la
pena que le dio. Pero mire usted este sitio. Míreles — contemplando a los que duermen en el suelo—.
Mire al chico que están buscando, que ha salido a hacer una buena obra. ¡Piense en los chicos que
tanto trabajo le dan a usted, y cómo los ve usted crecer!
—Bueno, bueno —dice el señor Bucket—, si le educas para que sea honrado, será la alegría
de tu vida y el báculo de tu vejez, ya verás.
—Es lo que pienso intentar —responde ella, secándose los ojos—. Pero esta noche, como
estaba tan cansada y con los dolores de la fiebre, he estado pensando en todas las cosas con que va
a tropezar. Mi hombre se opondrá, y le pegará, y verá cómo me pega a mí, y tendrá miedo de venir a
casa, y se puede desviar del buen camino. Aunque yo me mate a trabajar por él con todas mis
fuerzas, no tengo a nadie que me ayude, y si se hace malo, haga yo lo que haga, y si llega un día en
que cuando le esté velando el sueño le veo cambiado y endurecido, ¿no le parece normal que cuando
le veo dormido en mis brazos piense que más le valdría morirse, igual que se murió el de Jenny?

Será sensiblero, pero espantoso. Una mujer que adora a su bebé, pero que presiente que cuando
crezca se convertirá en su verdugo. En una novela actual, rompedora y “necesaria”, a un personaje la
sociedad (no la Inglaterra Victoriana, siendo concretos, si no la “sociedad” en general: lenguaje de
los años sesenta) le discrimina por ser trans o discapacitado físico o mental, pese a las cuotas, pese a
los accesos habilitados o las ayudas sociales, y esa discriminación significa no más que que te miren
raro los más tarugos de tu barrio, y con ello puedes armar una novela que no deje títere con cabeza y
que exija el Apokatástasis Ton Panton ahora mismo y en todo el globo terráqueo. Dickens, claro,
aunque insuperable en la crítica, aunque alto como una montaña cuando se indignaba, en el fondo era
mucho más cándido, y entendía que todos los problemas se solucionan con buena voluntad y una
actitud humilde. En Casa Desolada, los pasajes más aburridos son sin duda los del diario sentimental
de Esther, pero -al margen de convertir a una mujer en protagonista y privilegiar su punto de vista,
sin dejar de ser una mujer conforme con su rol de género-, son sin duda los preferidos de Dickens,
porque en ellos proyecta su moral, que es algo tan sencillo como esto:

¿Qué podía yo hacer para convencer a mi niña (como la consideraba yo) y demostrarle que ya
no tenía yo aquellos sentimientos? ¡Bien! Lo único que podía hacer era estar lo más activa y
trabajadora posible, y eso era lo que intentaba estar en todo momento. Sin embargo, como la
enfermedad de Caddy había causado una interferencia indudable, más o menos, con mis deberes
domésticos (aunque siempre había estado en casa por las mañanas para preparar el desayuno de mi
Tutor, y él se había reído cien veces, diciendo que debía de haber dos mujercitas, pues su mujercita
nunca desaparecía), decidí ser doblemente diligente y bien dispuesta. De manera que recorría la
casa cantando todas las canciones que me sabía y me sentaba a hacer labores como una obsesa, y
me pasaba el tiempo hablando, mañana, tarde y noche.

(Esta traducción, que encuentro en descargas de Internet, es más sintética que la de Editorial
Montesinos que he leído, de José Luís Crespo Fernández, que viene sin fecha; no me fiaría yo
mucho...)

¿Y qué se puede hacer, si no? ¿Poner muchos “likes” a Amnistía Internacional (hay que
admirar a Amnistía, ojo, y leer el Derechos torcidos de Esteban Beltrán, editorial Debate)? ¿Donar
20 euros al mes a una ONG escogida por tu asesor fiscal (que también)? ¿Sumarte a la huerta
ecológica del barrio (cerca de mi casa hay una donde se puede entrar y todo...)? Pues habrá que hacer
todo eso pero también ser como Esther Summerson, en la medida en que se pueda. En Casa
Desolada hay tres o cuatro muertes, y dos de ellas narradas en riguroso directo. Una es la de un pobre
diablo sin techo, sin educación y retrasado mental, si me está permitido emplear esta expresión
capacista, la otra, la de un muñidor de ricos y aristócratas, una especie de híbrido entre Bárcenas y el
comisario Villarejo. Dickens expone ambas con igual solemnidad, haciendo que toda la atención del
mundo/mundial -lo juro- se concentre sobre ellas. Cuando expira el pobre tipo, Jo, hace que el
Universo entero se estremezca con ello; cuando es asesinado el pez gordo, el hombre de las cloacas
de la clase alta, también el Tiempo mismo se para y Dickens hace de ello objeto de un interrogante
cósmico. Es teatral, es melodramático, es folletinesco, si se quiere, pero es también grandioso.
Dickens no permite que se pase sobre ambos acontecimientos como si fueran nimiedades risibles de
un vodevil o de una novela de Agatha Christie. Charles Dickens hubiera aprobado este fragmento de
Bradbury, en el famoso Fahrenheit 451:

Cuando muere, todo el mundo debe dejar algo detrás, decía mi abuelo. Un hijo, un libro, un
cuadro, una casa, una pared levantada o un par de zapatos. O un jardín plantado. Algo que tu mano
tocará de un modo especial, de modo que tu alma tenga algún sitio a donde ir cuando tú mueras, y
cuando la gente mire ese árbol, o esa flor, que tú plantaste, tú estarás allí. “No importa lo que hagas
–decía-, en tanto que cambies algo respecto a como era antes de tocarlo, convirtiéndolo en algo que
sea como tú después de que separes de ellos tus manos. La diferencia entre el hombre que se limita a
cortar el césped y un auténtico jardinero está en el tacto. El cortador de césped igual podría no
haber estado allí, el jardinero estará allí para siempre.

De hecho, así es como un novel Dickens, con 27 años, todo vitalidad y ganas de impresionar, se
despidió conmovido de Mr. Pickwick, su ópera prima, su salto a la fama, tras casi mil páginas de
haber tratado de burlarse de él con la complicidad de sus lectores, y, si lo leéis bien, pese al
amaneramiento inevitable de la época, se deja traslucir claramente el brillo del genio, tanto de la
escritura como del corazón...

Dejemos a nuestro amigo en uno de esos momentos de felicidad sin reservas, de los cuales, si
los buscamos, siempre hay algunos que alegran nuestra transitoria existencia en este mundo. Hay
sombras oscuras en la tierra, pero sus luces son más fuertes por contraste. Algunos hombres, como
los murciélagos o los búhos, tienen mejor mirada para la oscuridad que para la luz. Nosotros, que
no tenemos tales poderes ópticos, preferimos lanzar nuestra última mirada de despedida a los que
nos han acompañado en visiones durante tantas horas de soledad, ahora que el breve fulgor del sol
de este mundo resplandece de lleno sobre ellos.

Semejante espíritu ya sólo lo encontramos en las novelas malas, es decir, en los best-sellers de
ochocientas páginas (cuantas más páginas, más ganancia), repletas de diálogos monosilábicos,
ambientadas en lugares exóticos, con su dosis prescriptiva de sexo, pero que al menos tratan a sus
personajes con dignidad, porque buscan conmover al lector y dejar cierto recuerdo cálido y
esperanzador en él. No pidáis eso de los escritores amados por la crítica, de Houllebecq, o Atwood, o
Cartarescu, o Murakami -este último es mucho más blando que Dickens pero sin su garra para la
caricatura, y sensiblero hasta decir basta; ya veréis como termina con llevarse el Nobel. Dickens no
era ningún santo, aunque ni siquiera lo intentase. En sus últimos días, trato de meter a la mujer con
que había tenido diez hijos en un manicomio para justificar su acoso asaltacunas a una actriz de
veinte años, como ya se ha referido aquí. Pero ya digo, rebosaba esperanza, que es más de lo que se
puede decir de nosotros incluso tras haber salvado el pellejo después de dos meses y medio de
confinamiento y pandemia. ¿Volveremos a ser los de siempre? Parece que sí, en mi calle ya sólo
aplaudimos dos a las ocho de la tarde. ¿Caeremos fulminados de repente sin decir ni mu, con un
proyecto a medias, como el Dickens carrocilla? Espero que no, pero nunca se sabe…
El tercer policía: los anillos infernales según Flann O´Brien

Desde Dante Alighieri en el s. XIV no sabía yo de ningún literato que se hubiera atrevido a
describir el infierno hasta que he conocido a este Flann O´Brien, irlandés algo posterior a Joyce pero
a quien Joyce leía. Y es que mira que son raros los escritores irlandeses, pero lo compensan porque
también son sumamente originales, y O´Brien (que ni siquiera es su nombre, sino uno entre sus
muchos pseudónimos) casi se lleva la palma. En este libro, que apenas es una novela ni posee
género definido -al menos, lineal sí es-, O´Brien teje una pesadilla que tiene reminiscencias de
Lewis Carroll y también de Franz Kafka, con algún toque de G.K. Chesterton y también de H.P.
Lovecraft, que son todos autores que con toda seguridad conocería, como si mezclándolos todos nos
hallásemos ante un cóctel literario inaudito, en algunos de sus tragos difícil de beber y con efectos
secundarios psicotrópicos, alucinógenos. Para decir unas cuantas palabras acerca de él voy a tener
que cometer algún spoiler, pero es que ya la contraportada de Nórdica libros incurre en este mismo
defecto, y además no estoy muy seguro de recomendarlo al paciente lector, ya que muchos pasajes
son desconcertantes, otros aburridos incluso en su delirio y todos, absolutamente todos, locos como
una cabra y dos regaderas. El infierno no sería el infierno si no poseyese también sus monotonías…
A mí me gustan los libros de fantasía adulta, por así llamarlos, del estilo de aquel genial y
constantemente sorprendente de Gonzalo Suárez, Rocabruno bate a Ditirambo. Pero esto es
demasiado. Es como un Stop making sense de los Talking heads desde la segunda página hasta la
penúltima, sin freno. Ya digo que ni siquiera es una novela, porque, de serlo, de entrada serían dos, y
la segunda de ellas se desarrollaría únicamente en las notas a pié de página. Sin embargo, incluso en
su monstruosa manera de ser, era de algún modo necesario que El tercer policía existiera, para que
la imaginación humana no se permitiera ningún terreno sin hollar, y para que dispusiésemos de una
versión del infierno a la altura del s. XX. Los párrocos de las aldeas medievales inventaron durante
siglos muchos infiernos físicos y morales para asustar a sus pobres feligreses, pero eran todos
infiernos horrendos, espeluznantes, pródigos de tormentos y oscuridad y dotados además de la más
aterradora de las cualidades: eran incuestionablemente eternos… Aquellos astutos curitas, en su casi
analfabetismo, sabían muy bien cómo sujetar a sus fieles, y no ahorraban en toda clase de metáforas
a la hora de hacer sentir a su rebaño la infinita extensión de tiempo que implicaría la eternidad. El
infierno de O´Brien, en cambio, no es un infierno exactamente moral, pero sí físico o más bien
donde lo físico se desdobla en mental, y desde luego no contiene sólo tormentos y oscuridad, sino
heteróclitas maravillas desquiciadas y desquiciantes. Es el infierno que se corresponde a la inflexión
subjetiva de la filosofía moderna, y está repleto de percepciones equívocas y locas, muchas de ellas
prodigiosas y probablemente localizadas solo en la conciencia criminal de su protagonista. Es un
infierno también eterno, seguramente, pero de una eternidad en espiral, como si fuese la eternidad
propia de las circunvalaciones cerebrales de un demente.
Pero lo más curioso, para mí, es lo que Flann O´Brien nos insinúa acerca de la función de las
finalidades con que se dota a sí misma una vida cualquiera. El protagonista cree tener una finalidad,
y se aferra a ella, pero el resto de los personajes de su pesadilla de ultratumba no, se limitan a flotar
como en una pecera de incertidumbre y satisfacción. Y seguramente sea ese el elemento que más
inquieta al lector y que abona en ocasiones su apatía. Que persistamos en una especie de tonta
existencia onírica pero sin nada definido que hacer, nada que buscar o desear: eso es propiamente un
infierno en el marco de la conciencia subjetiva moderna, el infierno del hastío o de la inanidad,
aunque dé lugar, aquí, a pequeños portentos. O´Brien lo deja caer casi al final del relato: “el mundo
entero parecía no tener finalidad salvo la de encuadrar aquella casa”. Somos nuestras finalidades,
nuestras metas, e incluso el protagonista espera o anhela algo distinto a lo que pertenecer después de
la muerte, en los pasajes más líricos del texto. Pero todo ello queda prohibido finalmente por el
Tercer Policía, que yo conjeturo que es el Diablo, un Diablo parsimonioso y tranquilo que lleva el
rostro de nuestro pecado y que está extraña y anómalamente obsesionado con las bicicletas…
Los invictos

¿Qué se ha “resuelto”? ¿Todas las cuestiones de la vida vivida no han


quedado atrás como un boscaje que nos impedía la visión? En talarlo,
siquiera aclararlo, difícilmente pensamos. Seguimos caminando, lo dejamos
atrás y se lo puede vislumbrar desde lejos, pero indistinto, sombrío y tanto
más misteriosamente enmarañado.
Walter Benjamin

Hay dos grandes escuelas de Literatura en el s. XX, fundamentalmente. Me refiero entre los
autores que realmente han sido leídos e idolatrados, que han marcado una diferencia y que han
transformado a lectores y preñado a sus sucesores –es decir, Oulipo es estupenda, por ejemplo, pero
no creo que cumpla estos requisitos, y Franz Kafka no constituye escuela, ni ha tenido sucesores
literarios, sino en todo caso filosóficos. Está Hemingway, por un lado, y está Faulkner, por otro, dos
individuos que en principio no se llevaban muy bien en el Periodo de Entreguerras. Ernest -The
importance of being Earnest-, aunque no lo parezca, procedía de James Joyce, a quien hace aparecer
de lejos y con reverencia en una novela tardía suya, Islas en el golfo. Bill, en cambio, procede de
Marcel Proust, aunque tampoco lo parezca demasiado, por el tan opuesto ambiente y gusto de sus
respectivas temáticas –Joyce y Proust, por cierto, viajaron un rato en coche juntos y resultó una
conversación realmente calamitosa. A la frase corta, sencilla y descriptiva de Hemingway se la ha
imitado mucho (él, a su vez, la imitaba de Stephen Crane, ese predecesor americano que vivió tan
poco y al que sin embargo Paul Auster ha dedicado 800 páginas): minimalistas, “realistas sucios”,
beatnicks... Ese modo de proceder tiene sus trampas características, ante todo, en mi opinión, la de
hacernos creer que su romanticismo es la realidad, ya que viene servido en partículas de experiencia
escasamente adornadas de matices adjetivales. Pero no es cierto, la escritura es un dispositivo
ficcional, y por tanto no es más que otro truco de estilo jugar a disimular este hecho. Esa treta la
llevan a cabo tipos como Hemingway, cuya vanidad estribaba en fingir que su propia vida era así de
romántica, que ellos de verdad viven lo que escriben, cosa que si luego te interesas por su biografía
es un poco de risa. O sea, que nos venden su personaje particular antes de y por encima de su
producción novelística, con la que en cierto modo buscan confundirse. Adiós a las armas es ficción y
a la vez es Hemingway en la PGM, por ahí van los tiros.
Pero luego está o estuvo Faulkner, a quien admiro mucho más, puesto que no disimula nada, y
en donde el dispositivo ficcional es mucho más evidente, porque desborda, emboba, aturde en su
propia desmesura. Tanto, que ni siquiera el mundo del que se habla es exactamente real, sino que es
un territorio fingido desde el principio. A la realidad se llega, si acaso, por vías indirectas, que es
mucho más honesto, creo yo, puesto que una narración, como un enunciado científico, es una
estructura lingüística, mitopoiética, un fantasma, y no la vida tal cual. Lo dice incluso el propio
Bayard Sartoris en Los invictos, para que quede claro que Bill es consciente de ello y también
melancólicamente de sí mismo en tanto escritor: “(…) y comprendí entonces el abismo insalvable
que existe entre toda la vida y toda la letra impresa; que los que pueden, lo hacen, y los que no
pueden y sufren mucho porque no pueden, escriben sobre ello”. Claro, Faulkner no puede hacerse el
despistado respecto de las reglas del artefacto narrativo porque más de la mitad de ellas las ha
inventado él. Además, en mi opinión, lo que ocurre es que a Bill se le ocurren muchas más cosas
cuando escribe que a todos sus colegas de generación juntos (no cuenta en esto la ayuda del alcohol,
que compartía con Hemingway, Hammett y tantos otros), y hace con ese abigarramiento suyo como
un charcutero con las salchichas, tal vez por vaguería: ve algo más, y no hace una frase nueva para
mostrarlo, sino que lo embute sobre la marcha, que ya se le va agolpando lo siguiente…
Esta poética a mí me gusta mucho más, aquí no se exige un previo culto al autor, como si su
nombre aportase crédito al cheque en blanco que es la novela sin abrir, aquí todo lo que lees es el
grifo abierto de la cabeza del escritor sin freno y sin tasa al servicio de su mundo apócrifo pero
torrencial, que palpita y se multiplica a cada segundo. Si este estilo no te cuadra no será porque el
artífice te haya ocultado nada, aquí nadie se hace el interesante si no encuentras de por sí interesante
eso que te está contando, y que ni por un instante ha parado de manar. El mismo Bill lo enunció
como una norma del oficio: “creo que cada historia exige su propio estilo en gran parte, por lo que el
escritor no tiene que preocuparse por eso. Si está reflexionando sobre el estilo, entonces escribirá
algo precioso y vacío de contenido”. Cuando leo que a Raymond Carver, en otro ejemplo, su editor le
quitaba palabras y le podaba párrafos en nombre de esa sacrosanta concisión que tanto alaban críticos
y lectores me entran escalofríos. Pienso que sería entonces peor escritor de lo que nos han contado y
podemos comprobar, no, en absoluto, que en el puritanismo laico y duro de la brevedad esté el
secreto de la escritura. Si alguien se hubiera atrevido a tocar una sola palabra de la verborrea
imposible pero sagrada de Faulkner hubiera pasado inmediatamente a la historia de la infamia, como
de hecho ocurrió con el animal de bellota que recortó Sartoris hacia Banderas en el polvo al inicio de
la carrera de Faulkner. Por eso Bill tardó mucho más que Ernest en tener público, pero sin embargo le
dieron el Nobel antes. Y es que no hay ni color, en mi opinión: en el balance final, los
hemingwaianos están hechos para lectores adolescentes, impacientes, fáciles de cansar, y los
faulknerianos (esa enorme pero sucedánea descendencia del Boom latinoamericano) son para lectores
curtidos, que aguantan la respiración, corredores de fondo de la cosa...
Los invictos se compone de siete relatos relacionados a cada cual mejor, hasta que estalla la
maestría en Olor de Verbena, el último. Quien desee saber de qué trata, o cual es la conexión de este
con el resto de las historias del condado impronunciable, que consulte el siguiente enlace:
https://pielagodelecturas.wordpress.com/2013/09/18/los-invictos-de-william-faulkner/. Yo
únicamente revelaré que es la única compilación en que la acción comienza en la Guerra de Secesión
como presente casi puro, y no como peso irrevocable del pasado. En tiempos tan duros como
aquellos la guerra era una ventaja para muchos, como declara una noche Drusilla vestida de chico, en
un monólogo que no han tenido en cuenta los estudios feministas:

Me estaba mirando.
-¿Por qué no quedarse despierta ahora? ¿Quién quiere dormir ahora que están pasando tantas
cosas, que hay tanto que ver? La vida era monótona, ya ves. Estúpida. Vivías en la misma casa en la
que había nacido tu padre, y a los hijos e hijas de tu padre los cuidaban y los mimaban los hijos y las
hijas de los mismos esclavos negros, y después te hacías mayor y te enamorabas de un joven que era
buen partido, y con el tiempo te casabas con él, quizá con el vestido de novia de tu madre y
recibiendo como regalo la misma plata que había recibido ella, y después te establecías para
siempre jamás mientras tu marido te hacía hijos en el cuerpo para que tú los alimentaras y los
bañaras y los vistieras hasta que también ellos se hacían mayores; y después tu marido y tú moríais
tranquilamente y os enterraban juntos, quizá una tarde de verano poco antes de la hora de la cena.
Estúpida, ya ves. Pero ahora puedes ver tú mismo cómo es, ahora está bien; ya no tienes que
preocuparte de la casa y de la plata porque la queman y se la llevan, y no tienes que preocuparte de
los negros porque vagan toda la noche por las carreteras esperando la oportunidad de ahogarse en
el Jordán casero, y no tienes que preocuparte por que te hagan en el cuerpo hijos que tengas que
bañar y alimentar y cambiar porque los jóvenes se pueden ir cabalgando y hacerse matar en las
bonitas batallas y tú ni siquiera tienes que dormir sola, ni siquiera tienes que dormir en absoluto, y
así lo único que tienes que hacer es enseñar el palo al perro de vez en cuando y decir “gracias a
Dios” por nada.

Como no han tenido en cuenta cuando Bill señala que “ahora los de la partida de Papá y todos
los demás hombres de Jefferson eran enemigos de hecho de la tía Louisa y la señora Habersham y de
todas las mujeres de Jefferson, por el motivo de que los hombres habían cedido y habían reconocido
que pertenecían a los Estados Unidos, pero las mujeres no se habían rendido”. Faulkner no tenía ni un
pelo de pacifista, todo lo contrario, y también lo dice aquí por boca del joven Sartoris, pero tampoco
de racista, como cuando él evoca que “(…) Ringo y yo habíamos mamado del mismo pecho y
habíamos dormido y comido juntos tanto tiempo que Ringo llamaba a la Abuela “Abuela” como la
llamaba yo, hasta puede que quizá él ya no era negro, o quizá yo ya no era un chico blanco, ninguno
de los dos ni siquiera personas ya: los dos supremos, invictos como dos polillas, como dos plumas
que flotan sobre un huracán”. Cabezota, Bill. Ni cuando se perdió una guerra da la guerra por
perdida, siempre y cuando existan las porfiadas gentes que él presenta o se imagina en estos relatos.
Viene a decir algo así como que la derrota es una actitud mental, no la adoptes. De ahí el título del
libro, que no es irónico, sino asertivo.
La muerte no está tan mal pensada como creemos. Sirve para que si algún día te entra la pereza
por existir la escapatoria sea peor, o más incierta, que ser algo decidido y valiente un rato más. Creo
que la novelística de Faulkner trata sobre eso, a través de un millar de sucesos, de personajes, de
mulas, de algodón y de experimentos técnicos: de que el ideal de “vivir tranquilos” que nos ofrecen
ahora como mejor opción es un asco, es el No surprises de la banda Radiohead. Porque si la vida
fuera tan puta, pero también tan intensa como la de Yoknapatawpha, merecería la pena empeñarse en
este mundo aun sin conseguir “resolver” nada…
Nieves y bienes sobre Madrid a los 80 años de la muerte de Joyce

No tenemos ni la esperanza de una bola de nieve en el infierno.


Ulises, James Joyce

Parecemos en Madrid hoy un pueblecito del norte de Alemania, y si bien los edificios siguen
siendo más mostrencos que las bellas casitas de Hansel y Gretel de allí, al menos son más variados y
distintos. Todo se ha vuelto pequeño de repente, y como el tráfico ha desaparecido absolutamente, los
coches aparcados parecen montículos enterrados por la nieve (como tumbas de gigantes en la
campiña), los helicópteros no osan volar, y no hay distinción entre acera y asfalto, la era preindustrial
se ha enseñoreado magníficamente sobre nosotros. Es una auténtica maravilla, sólo falta poder silbar
a un coche de punto que se acerque por el horizonte llevando en el pescante a un cochero dickensiano
de los de sus cuentos de terror -grandes patillas lobunas, chistera remendada, pobladas e hirsutas
cejas, vaho del infierno saliendo de su boca insinuante de colmillos y un “¿señor?” sarcástico y
gutural en la voz… No me gusta mucho el siglo XXI… Excepto por la medicina, me encanta nuestra
medicina. En este mismo momento, todos los habitantes de la Villa y Corte, yo incluido, estamos
enviando a los amigos y parientes, subiendo a las redes sociales y prendiendo de la Nube -esa nube
que nunca regalará nieve- mil videos de nuestros hijos hispano/europeos haciendo de
norteamericanos de película. Chabeli Díaz Ayuso debe llevar toda la mañana al teléfono, redirigiendo
el negocio que se le presenta de quitanieves, sal, postales de souvenir y encantadores atascos de los
que a ellas le gustan (¿tal vez servicios de sacrificados riders con telecomida para los coches
atascados en la carretera?... ¿se podrán poner cadenas a las ruedas de las bicis, o globos del Retiro
atados al manillar que aleviten las bicis?...) Almeida, sin embargo, más consciente y atribulado, como
mascarón de polla digo de proa de su partido en la capital que es, tal vez trate de hacerse cargo del
gasto que va a suponer este tremendo caos para su consistorio, pero no se atreverá a salir a
inspeccionar porque la capa de nieve le llegará ya por las gafas. Raphael, el cantante nonagenario que
ya amenizaba las largas tardes de merienda y penas de muerte del Caudillo, tira también en este
momento de contactos a ver si puede echarse una copla navideña desde lo alto de un tejado, pese a
que eso ya se hizo en el edificio Apple un otoño y más tarde lo repitió el llorado Pau Donés en
España un verano. Y hasta es posible que el Spiderman gordo de la Plaza Mayor, tan entrañable y tan
castizo como las estatuas del Oso y el Madroño y de La Violetera, se esté tomando un chocolate
caliente en el callejón de San Ginés junto con los jevis viejunos que viven a la intemperie todo el año
en la calle Gran Vía. No es barato, pero un día es un día… (y en España todos los días son ese día…)
A los profesores de algo Chabeli nos confina en casa dos días más, justo hasta el 13 de enero,
cuando se cumplen 80 años justos de la muerte de James Joyce. He leído la mitad de la monumental
biografía de Richard Ellmann sobre el chalado irlandés, lo suficiente como para ver al gran Joyce, ese
pináculo de la Literatura Universal que desafió al porvenir redactando Finnegans Wake34, no siendo
no más que un holgazán pendenciero y borracho que repartía sablazos por toda Europa y que cuando
ni así le llegaba se malganaba la vida en trabajos de lo más arrastrados. Menos mal que siempre
estuvo convencido de que era un genio -él y su hermano Stanislaus-, y menos mal que pronto tuvo
34
Resulta que Finn es el nombre del hotel donde se lo hizo por primera vez con Nora Barnacle, su musa de la
coprofilia y madre de sus hijos, a la que nunca gustaron mucho sus escritos. Así mismo, Finn´s hotel, una miscelánea
de textos breves y alocados a la manera de un Lewis Carroll fuera de la universidad, está traducido y publicado en
castellano desde 2013.
que alimentar a una familia (Joyce era de esos, con Aristóteles, a quien sin duda conocía, que siempre
pensó que tener hijos era lo más grande que un ser humano podía hacer en su vida, tochos sesudos
incluidos, algo que, sin embargo, y a diferencia de los tochos, está al alcance hasta del más tonto o
del más pobre, y también por eso ambos me caen bien), que, si no, hubiera terminado viviendo bajo
un puente y la crítica literaria se hubiera perdido el gran festín de acertijos que el propio interesado
vaticinó que les entretendría durante tres centurias. En aquellos años, iniciáticos y bohemios, del
Joyce miope, jactancioso35 y desastre escribió cosas como estas, que sin duda estaban en su
background sentimental -Ellmann, pág. 120:

Y me senté entre la multitud


y asistí a su ruidoso juego;
y puesto de pie, grite, con todas mis fuerzas
y fui tan bajo y grosero como ellos.

Tomé por compañera a la vulgaridad


y quedé indeleblemente marcado por su beso bestial.
Viviendo miserablemente de la caridad ocasional
he vivido con avidez las heces de la felicidad.

Más bonito imposible, ignoro cómo sonará en inglés. Es más o menos lo que dijo en una
conferencia que impartió, siendo un Don Nadie, en unas charlas sobre Ibsen el 20 enero de 1900 en el
Physics Theatre de Dublín: Debemos aceptar la vida tal y como la encontramos en el mundo real y
no como nos la imaginamos en un mundo de fábula. O lo que cuenta Ellmann que parloteaba con
Stanislaus, para sugestionarle con su sagrada misión, esa por la que Stanislaus, hay que reconocerlo,
se sacrifica filialmente: “¿Ves ese hombre que acaba de esquivar el tranvía? Piensa, en caso de ser
atropellado, lo importante que hubiera sido cada acción de su vida. Y no para el inspector de policía.
Me refiero a todos cuantos le conocían. Esa es mi idea acerca del significado de las cosas que deseo
darles a los dos o tres pobres diablos que me lean”, págs. 230-231. Consiguió que le leyeran dos o
tres, pero tampoco muchos más. Más difícil todavía que escribir el Ulysses fue lograr colocar ese
dragón obsceno e interminable ante los ojos de la gente y sobre todo de los colegas escritores. La
proeza no la realizó Joyce (que, por cierto, estaba seguro de que su apellido procedía de “joy”, alegría
de vivir), que, claro, iba entonces revestido de la pose de luminaria incomprendida y encima con
parche del cantante de Sínkope, sino Sylvia Beach, una librera modesta pero de gran visión -la
historia se cuenta amenamente en Joyce en París y el arte de vender el Ulises, en Gallo Nero,
VVAA. ¿Cómo demonios se podía vender un ladrillo de mil y pico páginas, encriptado de principio a
fin, evacuado lentamente en un millón de mañanas color ceniza por un sucio irlandés, y que para
colmo contenía brillantes guarrerías como esta (escojo una en la que salga la palabra “nieve”)?:

Y Jacky Caffrey gritó mirad, allí iba otro y ella se recostó hacia atrás y las ligas eran azules a
juego a causa de lo transparente y todos lo vieron y todos gritaron mirad, mirad, allí va y se recostó
para atrás cada vez más para ver los fuegos artificiales y algo raro volaba por el aire, una cosa
suave, de un lado a otro, oscura. Y vio una larga carcasa subiendo sobre los árboles, a lo alto, a lo
alto, y, en la tensa quietud, todos quedaron sin aliento con la excitación según se elevó más arriba y
más arriba y ella tenía que recostarse hacia atrás más y más para mirarlo en lo alto, arriba, arriba,
35
A nadie nos gustan los pedantes, pero los pedantes no son lo que demuestran lo que saben, o la buena educación
que han recibido. Pedirles a los cultos que no exhiban su cultura o a los educados que no practiquen su educación es
como pedir a Charlie Parker que no salga al escenario a presumir de lo bien que toca el saxofón. No: en mi opinión
pedante es el que hace eso, sacar a relucir su segunda piel, como un intento descarado de hacer sentir a los demás que
son peores que él.
casi no se veía, y su cara estaba inundada de un divino, un arrebatado sonrojo de estirarse hacia
atrás y él podía ver sus otras cosas también, bragas de nansú, la tela que acaricia la piel, mejor que
esas otras de medio ancho, las verdes, cuatro con once, por ser blancas y ella le dejó y vio que él
veía y luego subió tan arriba que se perdió de vista un momento y ella temblaba de arriba a abajo de
tanto doblarse para atrás de modo que pudiera ver bien arriba de la rodilla donde nadie jamás ni en
el columpio ni cuando se mojaba las piernas en la playa y no se avergonzaba ni él tampoco de mirar
de esa manera indecorosa ya ves porque él no podía resistir la visión de la revelación maravillosa a
medias ofrendada como esas bailarinas de falda corta que se conducían tan indecorosamente
delante de caballeros que miraban y él seguía mirando, mirando. A ella le hubiera gustado gritarle
sofocadamente, tenderle sus finos brazos de nieve que viniera, para sentir posar sus labios en su
blanca frente, el grito de amor de una mujer joven, un grito casi estrangulado, que le estalló, ese
grito que ha resonado a través de los siglos. Y entonces un cohete subió y explotó pum fogonazo
cegador y ¡Oh! luego la carcasa reventó y fue como un suspiro de ¡Oh! y todo el mundo exclamó
¡Oh! ¡Oh! en éxtasis y derramó un chorro de finas hebras de lluvia de oro y se deshicieron y ¡ah!
eran estrellas todas de un verdor de rocío que caían junto con doradas ¡Oh tan preciosas, Oh,
suaves, dulces, suaves!

Más admisible era, desde luego, el Joyce de Zurich y Trieste, el pretendiente que escribía cosas
serias y nostálgicas como Dublineses para que John Houston se las pasara a cine una vez muerto, un
Houston con respirador reptándole por las fosas nasales como los de nuestros hospitales del pasado
año. Si Filomena ha descargado también hoy en su provincia de usted, sugiero que no vea hoy la tele,
como si no se hubiera inventado aún para nuestro mal. Mire por la ventana y vea la nieva caer, cuajar
y hacerse hielo, digan lo que digan los políticos madrileños en los medios, que esos no dan ni un
copo de nieve de esperanza en el infierno. Y viaje en el tiempo un siglo atrás, hacia la época en que
tras una cena copiosa los dublineses vulgares reflexionaban en los siguientes términos, porque no
sabían nada de José Mota, ni de los memes, ni de Spiderman, ni de esa Nube que nunca va preñada ni
de nieve ni de relámpago…

Leves toques en el vidrio lo hicieron volverse hacia la ventana. De nuevo nevaba. Soñoliento
vio cómo los copos, de plata y de sombras, caían oblicuos hacia las luces. Había llegado la hora de
variar su rumbo al poniente. Sí, los diarios estaban en lo cierto: nevaba en toda Irlanda. Caía nieve
en cada zona de la oscura planicie central y en las colinas calvas, caía suave sobre el mégano de
Allen y, más al oeste, suave caía sobre las sombrías, sediciosas aguas de Shannon. Caía, así, en todo
el desolado cementerio de la loma donde yacía Michael Furey, muerto. Reposaba, espesa, al azar,
sobre una cruz corva y sobre una losa, sobre las lanzas de la cancela y sobre las espinas yermas. Su
alma caía lenta en la duermevela al oír caer la nieve leve sobre el universo y caer leve la nieve,
como el descenso de su último ocaso, sobre todos los vivos y sobre los muertos.
Grandes Esperanzas de Charles Dickens

No existen más que dos reglas para escribir:


tener algo que decir y decirlo.

Oscar Wilde

No creo que Karl Marx escribiera nada específico sobre el humor, pero desde luego lo utilizaba,
y seguro que conocería la opinión de Hegel36 sobre la risa que vertió en sus escritos sobre Estética. Si
para Hegel reírse de un chiste implica un cierto sentimiento de superioridad por haber comprendido la
inteligencia de la broma, en tanto que, a la vez, la broma actúa como disolvente de un determinado
modo de vida que comienza a declinar históricamente, eso me recuerda muy directamente las
comedias de Óscar Wilde, que son contemporáneas de los últimos años londinenses de Marx. Allí, el
público aristocrático o simplemente acomodado se reía de las debilidades y contradicciones de su
propia clase social, que en términos de Marx era la clase dominante en Inglaterra, la primera potencia
mundial de la época. Si ese humor hegeliano, por así decirlo, era el propio de las clases altas de
aquellos años… ¿cuál sería el tipo de humor, entonces, de la clase oprimida, desde el punto de vista
de Marx? No lo sabemos, pero se trataría sin duda de una visión más social del humor que la que se
ha tenido en periodos anteriores, y Marx la situaría, como todo, en el contexto de la lucha de clases.
Pero, como hay que imaginárselo, yo creo que sería la risa dirigida a quién se cree mejor de lo que es,
el sarcasmo que baja los humos, la burla igualadora. Eso no estaba en Wilde, que yo recuerde, pero sí,
por ejemplo, en Dickens, a quién Marx había leído mucho. Porque lo que hacían los personajes
característicamente cínicos de Wilde era soltar ingeniosidades que demostraban que los ricos que
presumen de encarnar nobles ideales en el fondo se mueven por bajas y rastreras pasiones como el
placer o la vanidad, mientras que, en cambio, un obrero o proletario se reiría más bien de quién aspira
a salir del fango y vuelve a caer en él, como sucedía en el Mr. Pickwick de Dickens (de hecho, un
periodista que murió en 2009, Javier Ortiz, declaraba que fue la temprana lectura del Pickwick lo que
le había coloreado políticamente a rojo…)
Si esta fuera la idea, me parece un enfoque del humor noble y sano: devuelve al farsante al seno
de la comunidad de donde cree escapar, que es donde en realidad pertenece, al contrario que Wilde,
que desenmascara con complacencia al favorecido en los verdaderos motivos individualistas de su
fortuna. Las clases humildes son humildes, pero forman un grupo más o menos solidario; las clases
propietarias son propietarias, pero sus miembros compiten entre sí. Creo recordar que las parodias
socialistas del viejo programa de televisión la Bola de cristal eran parecidas: un electroduende
cualquiera quería imitar a los capitalistas y terminaba escarmentado, porque no es ese el mundo al que
irrevocablemente pertenece. Puesto que la lucha de clases -Klassenkampf-, como decía Marx, también
es cultural -Kulturkampf-, cada clase social hace humor dentro de su ámbito y conforme a sus
circunstancias, y la clase dominante, como esta situación de división incluso en los gustos dirigidos a
la diversión le conviene para mantener su predominio, se limita a permitirlo. Por lo demás, para Marx
y el marxismo posterior, la Revolución es cosa muy seria, desde luego, donde mueren todos los
chistes, y por eso, en general, los comunistas son gente muy grave y circunspecta, enzarzados como
están en una liza titánica por el Absoluto...
36
Que está resumida en la siguiente página, junto con muchas otras de filósofos ilustres de mano del nieto de
Jardiel Poncela: http://humorsapiens.com/articulos-y-ensayos-de-humor/teorias-del-humor
Pero volviendo a Dickens, en 1861 escribiría Grandes Esperanzas, su penúltima novela, donde
su protagonista (no hay cuidado: voy a intentar destripar lo menos posible del argumento, por si
alguien aún no conociera ninguna de las muchas versiones que se han hecho de la historia) comienza
siendo un desgraciado huérfano maltratado por su hermana que vive en una choza rodeada de
lóbregos marjales. A Dickens le encantan los huérfanos como motor argumental, primero porque,
aunque él no fue huérfano, también se sintió maltratado en su niñez, y luego porque no hay nadie más
rematadamente pobre que un huérfano, que por no tener no tiene ni padres. Pues bien, este chico
recibe una fortuna imprevista de la que desconoce el origen, y lo primero que se plantea es usarla para
convertirse en un caballero y casarse con una niña-bien que le trata como un perro. El resto de la
novela versa, entre otras cosas, de averiguar si esta posibilidad es viable, es decir, si la movilidad
social es posible en la era victoriana y qué es lo que se pierde o se gana por el camino. Digo “entre
otras cosas” porque leer a Dickens siempre significa, además del propósito principal del relato,
conocer gente. Y es en esa otra mucha gente que uno conoce leyendo a Dickens donde el autor vierte
todo su vitriólico humor, dejando para los protagonistas un curso de acción más digno y usualmente
sentimental. Hay gente con nombre y apellidos y hay también instituciones concretas que sufren la
crítica mordaz de Dickens, como la muy respetable policía al poco de comenzar la novela, cuando se
personan para investigar una grave agresión y hacen de todo menos ocuparse realmente del asunto:

Los condestables y los hombres de Bow-Street de Londres -porque esto ocurría en tiempo de la
extinguida policía de los chalecos encarnados- estuvieron una semana o dos rondando por la casa, e
hicieron poco más o menos lo que yo había oído contar que hacían esta clase de autoridades en
casos parecidos. Detuvieron a varias personas que, evidentemente, no tenían nada que ver con el
hecho. Se pusieron a trabajar con gran empeño sobre ideas equivocadas, e insistieron en querer
adaptar las circunstancias a las ideas, en vez de sacar ideas de las circunstancias. Además, se
pasaban horas enteras en la puerta de Los Tres Barqueros, con un aire entendido y reservado que
llenaba de admiración a todo el vecindario; y tenían una manera tan misteriosa de beber que valía
casi tanto como prender al culpable. Pero no tanto, porque a éste no llegaron a detenerle.

También la ciudad de Londres, gigantesca y populosa capital del imperio, cae bajo el martillo
crítico de Dickens, que la conocía palmo a palmo, y de este conocimiento extrajo esta opinión:

En aquel tiempo los británicos estábamos firmemente convencidos de que era una traición
dudar siquiera de que nosotros éramos lo mejor del mundo; de otro modo, al tiempo que me sentía
intimidado por la inmensidad de Londres, creo que habría tenido algunas dudas acerca de si no era
más bien feo, tortuoso, estrecho y sucio.

Pero es en los personajes secundarios con nombres y apellidos, siempre numerosos en Dickens
como digo, donde el lector encuentra solaz en la descripción satírica de aspectos y costumbres.
Dickens no era ningún ingenuo, y no por estar de lado de los desfavorecidos se daba menos cuenta de
que la mayoría de ellos no eran almas benditas castigadas por las calamidades de la vida, sino que,
aún siendo estas calamidades fruto de un orden social injusto, sin embargo envilecen a muchas de su
víctimas hasta un punto que les convierte en irrecuperables. De manera que muchos pobres son tan
poco salvables para el agudo sentido del realismo de Dickens como los propios ricos, y a menudo el
transcurso del relato castiga a ambos por igual. No obstante, Dickens distingue normalmente entre los
secundarios grotescos inofensivos y los secundarios grotescos peligrosos, aunque la gran novedad de
Grandes Esperanzas está en que esta división se difumina como nunca. El propio protagonista, Philip
o “Pip”, lejos de ser puro, es dolorosamente consciente durante todo el recorrido de su particular
bildungsroman de estar malográndose moralmente, pese a que Dickens haga que el motivo de su
descarrío sea el amor y no la posición social. Su padrastro, un humilde herrero analfabeto con mucha
gracia, se lo había advertido al inicio del relato: “Oye, Pip, lo que te dice un amigo verdadero: si no
puedes dejar de ser ordinario, siguiendo por el camino recto, nunca lo conseguirás por los caminos
torcidos.” Todo esto es muy genuinamente Dickens, quiero decir: narrar siempre un cuento de hadas
realista, y este en particular goza incluso de casa encantada con bruja dentro, pero el fallo, la fisura
realista en el marco mágico, reside en que la princesa del cuento es irremisiblemente una princesa
rota. De manera que, al final -y esta novela peculiar tiene dos finales, que se editan juntos-, Pip sí
consigue en cierto modo ascender socialmente, pero sin obtener el botín más deseado de sus desvelos.
Dickens, en realidad, no le ha dejado muchas opciones, porque entiende que, tanto si escoge “caminos
rectos” como si se decanta por los “caminos torcidos”, un huérfano desvalido debe ser fiel a sus
orígenes, por lamentables éstos que sean, y Pip no puede serlo del todo si es que de verdad aspira a
albergar “grandes expectativas” –que es el verdadero título de la novela. No sé si Dickens se percató
cabalmente de que el mensaje social de la novela puede ser interpretado tanto en términos progresistas
como en términos conservadores, puesto que Pip consigue salir del fango sólo en parte, lo cual
alimenta la esperanza del lector de clase obrera, pero a la vez aprende que se debe al fango también en
parte, en un giro muy marxiano tal como yo lo conjeturaba antes que sumerge finalmente la narración
en la ambigüedad y la equidistancia.
Pero el humor es el humor y Dickens no lo abandona nunca. Para terminar, merece la pena
recordar lo que Dickens puede hacer en beneficio de la risa del pueblo incluso con algo tan sagrado
para el espíritu británico como el Hamlet de Shakespeare; aquí, en efecto, todo es burla igualadora:

A nuestra llegada a Dinamarca encontramos al rey y a la reina de aquel país sentados en dos
sillones y sobre una mesa de cocina, celebrando una reunión de la corte. Toda la nobleza danesa
estaba allí, al servicio de sus reyes. Esa nobleza consistía en un muchacho aristócrata que llevaba
unas botas de gamuza de algún antepasado gigantesco; en un venerable par, de sucio rostro, que
parecía haber pertenecido al pueblo durante la mayor parte de su vida, y en la caballería danesa,
con un peine en el cabello y un par de calzas de seda blanca y que en conjunto ofrecía aspecto
femenino. Mi notable conciudadano permanecía tristemente a un lado, con los brazos doblados, y yo
sentí el deseo de que sus tirabuzones y su frente hubiesen sido más naturales.
A medida que transcurría la representación se presentaron varios hechos curiosos de pequeña
importancia. El último rey de aquel país no solamente parecía haber sufrido tos en la época de su
muerte, sino también habérsela llevado a la tumba, sin desprenderse de ella cuando volvió entre los
mortales. El regio aparecido llevaba un fantástico manuscrito arrollado a un bastón y al cual parecía
referirse de vez en cuando, y, además, demostraba cierta ansiedad y tendencia a perder esta
referencia, lo cual daba a entender que gozaba aún de la condición mortal. Por eso tal vez la sombra
recibió el consejo del público de que «lo doblase mejor», recomendación que aceptó con mucho
enojo. También podía notarse en aquel majestuoso espíritu que, a pesar de que fingía haber estado
ausente durante mucho tiempo y recorrido una inmensa distancia, procedía, con toda claridad, de
una pared que estaba muy cerca. Por esta causa, sus terrores fueron acogidos en broma. A la reina
de Dinamarca, dama muy regordeta, aunque sin duda alguna históricamente recargada de bronce, el
público la juzgó como sobrado adornada de metal; su barbilla estaba unida a su diadema por una
ancha faja de bronce, como si tuviese un grandioso dolor de muelas; tenía la cintura rodeada por
otra, así como sus brazos, de manera que todos la señalaban con el nombre de «timbal». El noble
joven que llevaba las botas ancestrales era inconsecuente al representarse a sí mismo como hábil
marino, notable actor, experto cavador de tumbas, sacerdote y persona de la mayor importancia en
los asaltos de esgrima de la corte, ante cuya autoridad y práctica se juzgaban las mejores hazañas.
Esto le condujo gradualmente a que el público no le tuviese ninguna tolerancia y hasta, al ver que
poseía las sagradas órdenes y se negaba a llevar a cabo el servicio fúnebre, a que la indignación
contra él fuese general y se exteriorizara por medio de las nueces que le arrojaban.
Últimamente, Ofelia fue presa de tal locura lenta y musical, que cuando, en el transcurso del
tiempo, se quitó su corbata de muselina blanca, la dobló y la enterró, un espectador huraño que
hacía ya rato se estaba enfriando su impaciente nariz contra una barra de hierro en la primera fila
del público, gruñó:

- Ahora que han metido al niño en la cama, vámonos a cenar.

Lo cual, por lo menos, era una incongruencia. Todos estos incidentes se acumularon de un
modo bullicioso sobre mi desgraciado conciudadano. Cada vez que aquel irresoluto príncipe tenía
que hacer una pregunta o expresar una duda, el público se apresuraba a contestarle. Por ejemplo,
cuando se trató de si era más noble sufrir, unos gritaron que sí y otros que no; y algunos, sin
decidirse entre ambas opiniones, le aconsejaron que lo averiguara echando una moneda a cara o
cruz. Esto fue causa de que entre el público se empeñase una enconada discusión. Cuando preguntó
por qué las personas como él tenían que arrastrarse entre el cielo y la tierra, fue alentado con fuertes
gritos de los que le decían «¡Atención!» Al aparecer con una media desarreglada, desorden
expresado, de acuerdo con el uso, por medio de un pliegue muy bien hecho en la parte superior, y
que, según mi opinión, se lograba por medio de una plancha, surgió una discusión entre el público
acerca de la palidez de su pierna y también se dudó de si se debería al susto que le dio el fantasma.
Cuando tomó la flauta, evidentemente la misma que se empleó en la orquesta y que le entregaron en
la puerta, el público, unánimemente, le pidió que tocase el Rule Britania. Y mientras recomendaba al
músico no tocar de aquella manera, el mismo hombre huraño que antes le interrumpiera dijo: «Tú,
en cambio, no tocas la flauta de ningún modo; por consiguiente, eres peor que él.» Y lamentó mucho
tener que añadir que las palabras del señor Wopsle eran continuamente acogidas con grandes
carcajadas. Pero le esperaba lo más duro cuando llegó la escena del cementerio. Éste tenía la
apariencia de un bosque virgen; a un lado había una especie de lavadero de aspecto eclesiástico y al
otro una puerta semejante a una barrera de portazgo. El señor Wopsle llevaba una capa negra, y
como lo divisaran en el momento de entrar por aquella puerta, algunos se apresuraron a avisar
amistosamente al sepulturero, diciéndole: «Cuidado. Aquí llega el empresario de pompas fúnebres
para ver cómo va tu trabajo.» Me parece hecho muy conocido, en cualquier país constitucional, que
el señor Wopsle no podía dejar el cráneo en la tumba, después de moralizar sobre él, sin limpiarse
los dedos en una servilleta blanca que se sacó del pecho; pero ni siquiera tan inocente e
indispensable acto pasó sin que el público exclamara, a guisa de comentario: «¡Mozo!» La llegada
del cadáver para su entierro, en una caja negra y vacía, cuya tapa se cayó, fue la señal de la alegría
general, que aumentó todavía al descubrir que entre los que llevaban la caja había un individuo a
quien reconoció el público. La alegría general siguió al señor Wopsle en toda su lucha con Laertes,
en el borde del escenario y de la tumba, y ni siquiera desapareció cuando hubo derribado al rey
desde lo alto de la mesa de cocina y luego se murió, pulgada a pulgada y desde los tobillos hacia
arriba.
Wilkie Collins, bígamo, opiómano y novelista

No soy más que un manojo de nervios


vestido y arreglado para que parezca que soy
un hombre.
Wilkie Collins

Se cuenta (no recuerdo bien dónde lo he leído) que Charles Dickens y Wilkie Collins estaban
en una ocasión en Francia sentados en la hierba de un promontorio mirando hacia el mar del Canal de
la Mancha tras una noche de francachela decimonónica cuando el segundo le dijo al primero:

-Desde luego, el puritanismo inglés se nutre ampliamente de la inmoralidad francesa.


-Desde luego –replicó Dickens.

Parece que es cierto: el par de amigos, ambos paradigmas de la novelística victoriana, solían
acudir juntos a lupanares y casas de mala nota tanto en su tierra natal como en algún viaje esporádico
al país vecino. Tampoco es muy de extrañarse, puesto que las restricciones en materia sexual en
general valen sólo para el pueblo llano, y, como cuenta Enric González en Historias de Londres, los
primeros clubs londinenses abiertos para caballeros de clase media o alta se fundaron con la intención
de poder meter de vez en cuando prostitutas de la calle. No obstante, Dickens tenía una buena
cantidad de hijos, y Collins, el bueno de Wilkie, era bígamo. Quiero decir no que tuviera dos mujeres
únicamente (con las que consiguió no casarse nunca, o hacerlo con nombre falso a sabiendas de la
otra parte), sino que mantenía económicamente a dos familias con sus respectivos hijos, y hacía
equilibrios con su horario para que no se conociesen mutuamente. En la película de Ralph Fiennes La
mujer invisible, que narra los últimos amores de Dickens, sólo podemos ver a una de esas dos
familias; la otra se omite. Pero allí estaban las dos, esperando que la pluma del escritor rindiese lo
suficiente como para dar de comer a ambas…
Todos los conjuntos de relatos que Dickens y Collins escribieron a cuatro manos merecen ser
leídos. Componen bufonadas muy agradables, pasatiempos divertidos mediante los cuales los dos se
emancipaban un poco de su papel público para permitirse unas cuantas gamberradas literarias. El
gancho era Dickens, claro, pero tampoco Collins era poco conocido en su tiempo. Había dado a la
imprenta La dama de blanco y La piedra lunar justo al inicio de su carrera, dos folletines exquisitos
que además introducían en el mundo-mundial y de una vez para siempre la novela policiaca extensa,
aunque todavía confundida con la sentimental, en el primer caso, y con el exotismo oriental, en el
segundo. Yo prefiero, con diferencia, La piedra lunar, porque La dama de blanco aún tiene mucho
de drama campestre de haciendas y fortunas en juego en el marco de enigmas familiares truculentos.
La piedra…, en cambio, se abre más al mundo -cuyo centro, naturalmente, no dejan de ser las Islas
Británicas-, y la pluralidad de puntos de vista narrativos que también caracterizaba a la anterior se
muestra más rica y contrastada, como un poliedro multicolor. La dama de blanco es para leer una
vez, con gusto, aun siendo un poco lenta 37, pero La piedra lunar es para leer y releer y habitar un
37
Tiene detalles, no obstante, estupendos, como cuando en las páginas 50 y 51 de la edición en castellano de
Mondadori se explaya acerca de la verdadera relación del hombre, y por tanto de la literatura, con el paisaje natural.
poco en ella, dejándonos un trozo de nuestra fantasía morando entre sus ficticias estancias (no en
vano, fue la preferida del crítico de críticos del modernismo inglés, el ilustre y muy exigente T.S.
Eliot, que la tenía por la obra maestra fundacional del relato detectivesco antes de Conan Doyle, un
género muy sólido que parece que nunca pasará de moda).
Después, Wilkie escribió muchas novelas por entregas más. Yo sólo he recorrido, entre las
restantes, Las hojas caídas -metáfora muy recurrente en Collins, por cierto-, que me resultó muy
interesante al principio y que luego se desenvolvía otra vez en un asunto de secretos familiares
desvelados (parece que gustaban mucho en la época, y todavía hoy, como si a la gente común le
encantase la idea de imaginar que su propia sangre da para más enjundia de lo que ya le es dado
conocer, y como si eso les igualase de alguna manera a los descarríos reproductivos de nobles o
reyes…) Pero ya digo que hay muchas, muchas más, así como relatos y obras de teatro. Wilkie
Collins era el galeote encadenado a su propia proliferación narrativa, de ahí que comenzase desde
muy pronto a consumir opio -por eso, y por dolencias insufribles, como le ocurriera a Thomas de
Quincey- como alivio de su pobre cabeza estrujada y sobreexplotada. Sus excesos con la droga
fueron tales que terminó por sufrir alucinaciones, la más frecuente de las cuales parecía ser un replica
de sí mismo en la figura de un fantasma. Quizá simplemente aquel fantasma expresase el anhelo de
poseer un doble o doppelgänger o un “clon” como decimos hoy, menos románticamente-, con el que
poder repartir tareas intelectuales, obligaciones familiares y la propia ración semanal de opio,
excesiva sin duda para una sola persona. Hubieran sido, así, al menos, dos manojos de nervios
vestidos y arreglados para parecer hombres… (o cuatro las viviendas familiares, quién sabe…)
Wilkie Collins era un hombre personalmente poco agraciado, extremadamente bajito pero
ancho de pecho y cabezudo, con brazos y piernas chiquitos y raquíticos, lo cual le valió burlas desde
la niñez. Sin embargo, logró enamorar a sus mujeres (excluimos ahora a las de pago…), al mismo
Dickens y a una legión de lectores que pedían de él lo más difícil y exigente para la profesión de la
imaginación: intrigarse, emocionarse mes tras mes, al margen de filigranas literarias más o menos
epatantes. No obstante, esas filigranas también estaban allí, en la estructura expositiva de sus fábulas,
y creo que todavía hoy, en la era de las mil teleseries y de las grandes sagas interminables de cine, se
dejan leer bastante bien.
Ringo Starr: el de en medio de The Beatles

I'd ask my friends / To come and see


An octopus' garden / With me.
Ringo Starr

Anillarse trae suerte. Richard Starkey sin duda tuvo una desproporcionada ración de ella
cuando ingresó en The Beatles tras ser reclamado por personalidades tan exigentes como John y
Paul tan sólo un segundo antes de que la banda de Liverpool tocara el Cielo. Conocido como Ringo
Starr -según se cuenta en Wikipedia, él decía que era nombre de perro, y que le encantaban los
perros...-, además de ser un baterista dotado de un sentido del ritmo digno de la bóveda celeste de
Aristóteles, el cuarto miembro de los Fab Four debió ser, y tal vez aún es, el tipo más afable del
mundo, un verdadero “Simón el simpaticón” como el de la memorable serie Superagente 86.
Debemos apreciar al señor Starkey como ese tipo de personas que, como no son demasiado
atractivas físicamente (como lo eran en mayor medida George, Paul o John, e incluso el anterior
batería del grupo, Pete Best), aprenden a serlo humanamente, y conquistan a todo el mundo con su
bonhomía y diplomacia. Porque Ringo era, visto desde lo que hoy ya se denomina el “Espacio de
Todas la Imágenes Posibles de una Inteligencia Artificial”, una suerte de mixtura entre Rosendo
Mercado y Mario Bros., al menos en sus mejores tiempos de mostacho y casaca. Con todo, las y los
fans amaban especialmente a Ringo, tal vez por su aparente modestia (que no lo era tanto, puesto
que hizo que elevaran su batería sobre un estrado para que también se le pudiera ver a él, nada
menos que el de en medio de The Beatles y el que defendía el logo característico del grupo en su
tambor), o tal vez por ser el miembro que apaciguaba y limaba las aristas de los egos de sus
compañeros cuando las rencillas salían a relucir. Llegó a ser tan querido, Ringo, que lejos de ser el
verso suelto, el “perro” de compañía o el último mono de The Beatles durante un tiempo se vendía
merchandising del cuarteto con el lema “Ringo For President” (teniendo en cuenta que a la sazón el
Primer Ministro del Reino Unido de la Gran Bretaña era un tal James Harold Wilson, que hizo las
cosas bastante bien -y precisamente por ello no es recordado-, no parece hoy tan buena idea, pero
considerando que Lyndon B. Johnson acababa de ocupar el puesto repentinamente vacante de JFK a
fin de servir de puente a Richard Nixon, casi como que se hubiera agradecido esa curiosa forma de
revertir la Guerra de Independencia Americana…)
Sin duda la simpatía ablanda corazones y abre puertas, más todavía en el mundo artístico,
repleto de envidias y puñaladas. Tras la ruptura más dolorosa de la historia de la música popular,
Ringo siguió tan amigo de todos, y realizó y sigue realizando colaboraciones como anillos de
alianza imperecederos hasta con Yoko Ono. A Ringo le he visto yo por sorpresa en una película
loquísima y surrealista de los sesenta dirigida por Frank Zappa, divirtiéndose mucho antes de su
protagonismo en la afamada Cavernícola. Es cierto que su contribución compositiva en The Beatles
es escasa en comparación con el triunvirato de genios con los que tenía que lidiar (prácticamente
Don´t pass me by y Octupus´s garden…), pero sus pasajes de batería engalanan con maestría e
imaginación piezas como A day in the life o The End. Los feos tenemos además una ventaja, y es la
de que el paso del tiempo nos estropea poco, y así el Ringo Starr de la ochentena luce un aspecto de
mafiosillo de barrio macarrilla y sonriente que le sienta muy bien.
El ejercicio de la historia acaba de cobrar, gracias al Deepfake y a la propia Inteligencia
Artificial, el papel más importante que jamás haya adquirido en la Historia de la Humanidad. Antes
de nuestra década, el estudio de la historia solía servir para retocar convenientemente las acciones
cruentas de los vencedores, para qué nos vamos a engañar, pero ahora en cambio la necesitamos
más que nunca, porque mis nietos querrán saber cuál fue el verdadero rostro de los miembros de
The Beatles (si es que para entonces el reguetón no lo ha arrasado todo, como una suerte de banda
sonora de la película Idiocracia de 2006), y no ese totum revolutum que circulará en las redes

gracias al mencionado “Espacio de Todas la Imágenes Posibles de una Inteligencia Artificial” -que
es, por cierto, exactamente lo opuesto al espacio eidético de Platón- y que los solapará con las caras
de los One Direction, por ejemplo. Pero con respecto a Ringo eso no será problema, porque siempre
nos quedarán los mil y un retratos que con devoción le pintó Marge Simpson… (y el que hacemos
figurar aquí de otro admirador, Jaime González Galilea).
Centenario del Ulysses: James Joyce contra las Neurociencias…

Toda vida consiste en muchos días, día tras día, caminamos


a través de nosotros mismos encontrando ladrones, fantasmas,
gigantes, viejos, jóvenes, esposas, viudas…
Ulises, James Joyce

Si fuésemos honestos, todos deberíamos titular nuestro suelto de hoy, a cien años vista de la
publicación de Ulysses en París, y 140 años del nacimiento de su autor, con un “Yo tampoco he leído
el Ulises de Joyce”, y sería hermoso en su modestia, como el propio matrimonio Bloom y su entorno.
Pero el caso es que algunos lo tenemos en casa, y no para presumir 1 (de modo análogo a lo que
Francisco Umbral contaba que de siempre que Baroja visitaba a Ramiro de Maeztu el hombre tenía el
Zaratustra de Nietzsche abierto por exactamente la misma página… 2), sino para leerlo en porciones,
como los quesitos de La vaca que ríe. Habría que ser un auténtico bulímico de la Literatura, un
“beato de la cultura” como diría Ortega y Gasset, para zamparse el clásico más clásico de las
vanguardias de un empellón, algo así como tres meses a pan y agua y sin salir de casa hasta que
nuestra querida Molly llegase al fin a puerto con su fantástico “Sí quiero Sí….”, gracias al cual Joyce
performa -perdón- el prodigio de que una simple mujer sin apenas cultura, de vida sencilla y para
colmo adultera redima todas las pequeñas miserias de la humanidad acaecidas en el Reino de Este
Mundo3. Yo también “quiero sí”, pero tuvo razón aquel crítico -¿Valery Larbaud?- que afirmó a la
sazón que leído así el Ulises se convertía en una absurda condena a trabajos forzados 4. No es una
buena estrategia, por tanto, abordar el primer tocho de Joyce como si se tratara de El Señor de los
Anillos, así como no lo es tampoco hacer el menor caso a Cortázar cuando nos aconseja su bobada
adolescente de jugar a la rayuela con su novela homónima –y encima aderezando su exhortación con
un tonto apelativo de género que hoy estaría con toda justeza muy mal visto. Es mejor idea, creo,
conocer la trama general del novelón (sin ir más lejos, está bien apretada aquí, pero hay en la red
versiones más amplias: https://ia800304.us.archive.org/1/items/jordimas/ulises_joyce.pdf), y luego
hacer las calas que a uno le vayan apeteciendo conforme se entera o no de lo que se encierra en cada
episodio. Así, yo leí por ahí que en cierto momento Joyce imita a Thomas de Quincey, y como me
encanta Sir Thomas ataqué ese tramo y dejé el resto para otro día. Es como hacen los taxistas (no
saquemos el tema de las VTCs ahora…): ninguno se recorre su ciudad entera el primer día, sino que
van conociéndola según rutas concretas, construyendo el todo a partir de una infinidad de detalles…
Tantos detalles, en realidad, que Ulises no es más que la erupción loca y cachonda de la forma-
novela convertida en una hilarante y brutal perfusión de coladas de minucias en todas direcciones,
dicho sea con el lenguaje de la vulcanología a que nos familiarizó la experiencia de la Palma. Joyce
apretó a fondo el pedal del “monólogo interior” en Ulises, una técnica cuya paternidad los manuales
de literatura achacan a Édouard Dujardin en Les lauriers sont coupés, de 1888, pero que en realidad
ya estaba enterita y verdadera en el impactante y desconcertante final abierto de Portrait of a Lady de
Henry James, siete años antes, aquel tremendo pasaje en que Elisabeth Archer se da cuenta hundida
en un sofá de que ha perdido años de juventud y toda una fortuna -además de fracasar a los ojos
ilusionados de un amigo difunto- casándose con un cretino pedante. James Joyce conocía a Dujardin,
y había analizado elogiosamente que “el lector se encontraba, a partir de las primeras líneas, instalado
en el pensamiento del personaje principal. El desarrollo ininterrumpido de este pensamiento,
substituyéndose completamente a la forma usual del relato, es el que enseña al lector lo que hace este
personaje y lo que le sucede.” El propio Dujardin había escrito en un ensayo de 1931 que “el
monólogo interior es (…) el discurso sin oyente y no pronunciado, mediante el cual un personaje
expresa su pensamiento más íntimo, el más cercano posible del inconsciente, anteriormente a toda
organización lógica…”, y que su objetivo es “evocar el flujo ininterrumpido de pensamientos que
atraviesan el alma del personaje a medida que surgen y en el orden que surgen, sin explicar el
encadenamiento lógico (…), por medio de frases reducidas al mínimo de relaciones sintácticas, de
forma que da la impresión de reproducir los pensamientos tal como llegan a la mente”. Pero Joyce sin
duda conocía también profundamente a James, no sólo porque escribiera en su lengua y porque fuera
un autor inexcusable en su tiempo (y quiero pensar que hoy también, pero Arturo Pérez Reverte quizá
no estaría de acuerdo), o porque me parece recordar que lo imita en el famoso capítulo 14, las
filigranas estilísticas de Los bueyes del sol, sino porque así nos lo confirma Richard Ellmann en su
monumental biografía del escritor –por cierto, sin duda muy extensa y muy pormenorizada, pero no
tan completa, puesto que nos hurta toda la jugosa información que aportan las cartas guarras de Joyce
a su mujer Nora, una chica tan avispada que se negó obstinadamente a leer los geniales ladrillos de su
marido, pero de las que podéis haceros una idea aquí (no apto para melindrosos):
https://cultura.nexos.com.mx/tres-cartas-cochinas-de-james-joyce-a-nora-bernacle/. Ellmann, en
efecto, narra en la página 733 de su esforzado volumen que en una ocasión Joyce, algo alterado,
comenzó una frase espetando “Mr. Seldes, sé que el Dial no es una institución caritativa…”, y la
terminó expresando, por deformación profesional, “… No, esto parece una frase a lo Henry James;
volveré a empezar…”
Que Henry James adelantara la exploración del monólogo interior no tiene nada de
sorprendente, dado que había sido su hermano William el primero en teorizarlo en Principios de
psicología, tratado publicado más tarde, en 1890, por lo que parece claro que algo habrían hablado
del asunto en familia. Pero eso no tiene importancia alguna ahora, lo que me importa a mí
particularmente aquí es que esta misma mañana nos hemos desayunado con la noticia
(https://elasombrario.publico.es/declaracion-universal-neuroderechos-humanos/) de que empresas
tecnológicas como Neuralink o Kernel llevan años intentando replicar el arte de James Joyce pero
con propósitos mucho más turbios. Piensan, estos villanos de película de James Bond, que si la
“corriente de conciencia” -ese el nombre exacto que le dio William James- puede ser conocida,
entonces también puede ser reorientada con objetivos de negocio o de simple poder, al modo de los
múltiples intentos históricos que se han hecho de modificar el curso de los ríos. James, o Joyce, o
Woolf, o Martín-Santos, no pusieron a la vista del lector una corriente de conciencia particular para
dar a entender que estaban haciendo ciencia del espíritu humano, sino para reflejar hasta qué punto
ese espíritu humano es libre, impredecible y saltarín incluso la más cotidiana y vulgar de sus
transiciones mentales. Los griegos arcaicos, de hecho, denominaban a la mente “mariposa”, y eso es
lo que significa precisamente el término psyché del que nace nuestro mostrenco terminacho y dudosa
disciplina científica llamada “Psicología”. No puede, en realidad, haber Psicología, es decir, discurso
acerca del devenir errabundo de nuestra mariposa interior, porque dejaría entonces de ser un bello
insecto que va de flor en flor para ser una maquinita predecible a la que controlar con tres palancas
básicas. Pongamos un ejemplo del propio Ulises, en el que Leopold Bloom cavila lo siguiente…

Me animo a decir que el suelo engordaría con el abono de cadáveres, huesos, carne, uñas,
osarios. Horribles. Se vuelven verdes y rosas, se descomponen. Se pudren rápido en la húmeda
tierra. Los flacos viejos son más duros. Luego como ceroso con aspecto de queso. Luego se empieza
a poner negro, una melaza que se les rezuma. Luego se secan. Mariposas de la muerte. Claro que las
células o lo que sean siguen viviendo. Van cambiando. Viven prácticamente para siempre. Nada
para comer se comen ellas mismas.
Pero deben criar un infierno de gusanos. El suelo debe formar remolinos con ellos. Se le
arremolina la cabeza a uno. Esas lindas chicas en la playa. Él parece bastante contento con esto. Le
da una sensación de poder ver a los demás ir bajo tierra primero. Me pregunto cuál es su mirada
sobre la vida. Cuenta sus chistes, además: lo pone de lo más feliz. Aquel del boletín. Spurgeon se fue
al cielo a las 4 AM esta mañana. Las 11 AM (hora de cerrar). No llegó todavía. Pedro. Los mismos
muertos los tipos de alguna manera querrían oír algún chiste o las mujeres saber qué está de moda.
Una pera jugosa, o un jugo de frutas para damas, caliente, fuerte y dulce. La humedad, afuera. Hay
que reírse a veces así que mejor hacerlo así. Los sepultureros en Hamlet. Muestra el profundo
conocimiento del corazón humano. No se anima a contar un chiste de muertos por dos años, al
menos. De mortuis nil nisi prius. Primero hay que salir del duelo. Difícil imaginarse su funeral.
Parece como un chiste. Leer el propio obituario dicen que uno vive más. Como que da nuevos
ímpetus. Un nuevo contrato para vivir.

Me pregunto qué podrían obtener de algo así nuestros ambiciosos empresarios del control
mental, esos que pretenden colocarnos las gafas del Metaverso de Zuckerberg para estudiar hasta la
más mínima reacción de nuestras pupilas a su porquería de estímulos perceptivos virtuales… ¿Qué la
sociedad irlandesa del 1916 estaría muy interesada en contratar a mansalva pólizas de seguros de
vida? ¿O que pobres diablos como Bloom demandan claramente que se les ofrezca la opción de
incinerarse? ¿Tal vez que el dublinés común ha leído mucho el Hamlet de Shakespeare y por tanto
hay que hacer llegar a las librerías locales obras de Christopher Marlowe en formato bolsillo? Yo
creo que no saben muy bien lo que quieren, y que primero están obsesionados en saber cómo se hace
eso de descerrajar almas ajenas y después ya pensarán como lo monetizan, como decimos ahora. Y
eso, y no otra cosa, es lo que denominan, con gran solemnidad, “Neurociencias” hoy: la misma
detestable ingeniería de almas que predicaba Stalin pero accediendo directamente al teatrillo interior,
ya que no funcionó tan bien transformando el gran teatro exterior. Desde luego, no era eso lo que en
Ulises se pretendía. Si Joyce hubiera querido eso, se habría metido en el tingladillo de establecer los
cocientes de inteligencia de la población negra en Estados Unidos, que acababa de estrenarse
entonces para desgracia, naturalmente, de los negros. No, es más bien lo que versificaba
admirablemente Jorge Luís Borges, en Invocación a Joyce…

Dispersos en dispersas capitales,


solitarios y muchos,
jugábamos a ser el primer Adán
que dio nombre a las cosas.
Por los vastos declives de la noche
que lindan con la aurora,
buscamos (lo recuerdo aún) las palabras
de la luna, de la muerte, de la mañana
y de los otros hábitos del hombre.
Fuimos el imagismo, el cubismo,
los conventículos y sectas
que las crédulas universidades veneran.
Inventamos la falta de puntuación,
la omisión de mayúsculas,
las estrofas en forma de paloma
de los bibliotecarios de Alejandría.
Ceniza, la labor de nuestras manos
y un fuego ardiente nuestra fe.
Tú, mientras tanto, forjabas
en las ciudades del destierro,
en aquel destierro que fue
tu aborrecido y elegido instrumento,
el arma de tu arte,
erigías tus arduos laberintos,
infinitesimales e infinitos,
admirablemente mezquinos,
más populoso que la historia.
Habremos muerto sin haber divisado
la biforme fiera o la rosa
que son el centro de tu dédalo,
pero la memoria tiene sus talismanes,
sus ecos de Virgilio,
y así en las calles de la noche perduran
tus infiernos espléndidos,
tantas cadencias y metáforas tuyas,
los oros de tu sombra.
Qué importa nuestra cobardía si hay en la tierra
un sólo hombre valiente,
qué importa la tristeza si hubo en el tiempo
alguien que se dijo feliz,
que importa mi perdida generación,
ese vago espejo,
si tus libros la justifican.
Yo soy los otros. Yo soy todos aquellos
que ha rescatado tu obstinado rigor.
Soy los que no conoces y los que salvas.

Cyril Connolly escribió que la “mariposa” de Joyce tenía dos alas aparentemente contrapuestas.
Conforme a la primera, el escritor era ese ser “legendario, ciego, pero paciente, pomposo, irritable,
inextricable”, y conforme a la segunda, Jim era ese “personaje irlandés cariñoso y concupiscente”.
Cien años después de la gran putada que nos hizo con el laberinto de su Ulysses, vamos a quedarnos
con eso…
1 Tal vez un poco, para qué nos vamos a engañar.
2 Pero a Paco le encantaban los bulos y las maledicencias. Yo lo leí, si no lo recuerdo mal, en Del 98 a Don Juan
Carlos y después en Las palabras de la tribu, que es el álbum de filias y fobias más arbitrario y cruel de la literatura
hispana.
En realidad, tal como yo lo veo, toda la obra de Joyce posterior a Dublineses gira en torno a Nora Barnacle, su
muje3r y madre de sus hijos. No a Nora en tanto sublimación de la feminidad, al modo de una Musa intocable y
venerada, sino todo lo contrario: Nora en tanto carne mortal y temperamento natural, sin doblez ni rebuscamiento
intelectual alguno. Joyce la conoció íntimamente por primera vez en el Hotel Finn, y no solamente hizo con ella en
años posteriores la experiencia sexual más intensa posible, también comprendió que en eso consiste la verdadera vida
para la inmensa mayoría de los organismos sintientes, y no, por ejemplo, en los estudios sesudos de las claves de la
belleza en Santo Tomás de Aquino. Molly Bloom es, sin duda, Nora en la hipótesis de una infidelidad hacia él, porque
sin duda James era perfectamente consciente de que ella estaba en posesión de una fuerza vital, por así llamarlo,
mucho mayor que la suya, y jamás dejó de sentirse muy por debajo de ella pese a sus diferencias de formación e
inteligencia. Digamos que es como si Joyce testimoniase en Ulysses algo así como el traspaso del testigo de la
existencia a Nora, y a la vez mostrase su agradecimiento hasta el punto de superar en su imaginación los celos frente
las anteriores relaciones de ella.
¿Más pruebas?: Finnegans wake, el particular Everest de Joyce, sigue conservando el “Finn” del Hotel Finn al
comienzo de su título, es decir: Nora siempre, Nora emplazada en el corazón de todo lo que Jim escribió en su vida,
everlasting Nora, pero no, insisto, como la idealizada Beatriz de Dante, sino en tanto persona real (“mujeres reales”,
decimos ahora en los contra-calendarios anti-industria del modelaje que sacan chicas de verdad) con la que cohabitar,
hacer una familia y fornicar, hasta el fin de tus días… Joyce, el Joyce colosal, no hizo otra cosa que defender eso,
defender lo que Nora representa para el mundo, contra todo y contra todos, y valiéndose de los recursos lingüísticos y
estilísticos que se le alcanzaron. Existe una película de Ewan McGregor acerca de esta etapa de la escritura del
Ulysses que se llama, muy acertadamente, Nora.
A mí me parece admirable…
4 Aunque la que se lució de verdad fue Edith Wharton, que me cae fatal -no dejen de leer su biografía de la mano
de mi compañero y colega, Jorge Freire-, cuando escribió a su amigo Bernard Berenson que el Ulises es “un
maremágnum de pornografía (de la peor calaña, propia del colegial más ordinario) y una sarta de chorradas
indefinidas e insignificantes”.
La “fragua” política atizada por Aristóteles

Nadie querría vivir sin amigos, aun teniendo todas las demás cosas buenas.
Ética a Nicómaco, VII, 1, 1155a5-6.

De toda la obra escrita que se ha conservado de Aristóteles, es decir, del corpus aristotelicum,
la parte política no es la más significativa en cantidad pero sí en lo que se refiere a continuidad en la
vida del filósofo. Digamos que no se exageraría al decir que se pasó toda la vida dándole vueltas a
estas cuestiones al tiempo que investigaba acerca de zoología, cosmología, teatro, psicología,
botánica, lógica, física, meteorología, crítica literaria y tantas otras materias más. Todas estas áreas
fueron prácticamente inauguradas por él (llevándolas a un alto grado de desarrollo), mientras que en
la meditación política, que ya existía entre los griegos desde hacía siglos, fue sobre todo original por
su intento de conciliar lo mejor de la sofística de la época en consonancia con los ideales de la
filosofía platónica retocados al efecto. Aristóteles era un filósofo, desde luego no un sofista, pero
creía (y esta convicción se refleja sobre todo en su Retórica) que había que asimilar en alguna medida
las concepciones sofísticas para elaborar una política razonable -a diferencia de Platón, que odiaba a
los sofistas a muerte y ansiaba refutarlos.
Partiendo de eso, el primer movimiento que hace Aristóteles en la reflexión sobre la polis es
contrario al de Platón: en vez de pretender extraer de la pura razón la única constitución perfecta que
para colmo nunca ha tenido lugar1, el Liceo colecciona y fija todas las constituciones existentes hasta
el momento -consiguen hasta ciento sesenta y tantas, de la que sólo hemos conservado una,
justamente la de Atenas- para hacer su crítica y averiguar cuál es la más preferible. Desde luego que
incluso la más preferible será una constitución imperfecta, la cual hemos escogido por razones que
responden a circunstancias concretas: esta será la parte inicialmente sofística de la cuestión. Pero eso
no quita que no existan motivos basados en la naturaleza que expliquen la presencia de facto de todas
esas constituciones en lo que tienen de común y esencialmente humano: esta será la parte
inicialmente platónica de la cuestión. Expondremos la una después de la otra teniendo en cuenta que
Aristóteles realiza un desarrollo entrelazado de los dos aspectos que no toma ninguno de ambos en su
sentido puro original. Digamos que es como una aleación: el bronce, por ejemplo, es mezcla en
diferentes proporciones de cobre y estaño calentados en un horno con carbón vegetal, por tanto algo
distinto de los dos metales a la vez que síntesis de ambos; tanto el “horno” y el “carbón” como el
“bronce” son aquí el forjador Aristóteles y su extraordinario talento para la teoría a partir de la
observación: para él, en efecto, sólo se hace filosofía para tomar registro de la experiencia real, al
contrario de Platón y sus seguidores, que hacen filosofía antes de la experiencia para ordenarla
conforme a su concepción apriorística de la razón.
De esta manera, respecto al origen, por así decirlo, “material” del Estado, claro está que
Aristóteles entiende que la polis no aparece conformada de repente como de la nada: como es sabido,
para él el núcleo originario de la comunidad política es la familia. Las necesidades reproductivas que
llevan al apareamiento conducen a la configuración de este pequeño grupo social que es la familia, la
cual será la base de organizaciones más amplias como la aldea y la ciudad: la familia es así la
comunidad establecida por la naturaleza para la convivencia de todos los días. A su vez, las
pequeñas asociaciones de grupos familiares dan lugar al surgimiento de la aldea, y la asociación de
aldeas da lugar por fin a la constitución de la ciudad: de aquí que toda ciudad exista por naturaleza,
no de otro modo que las primeras comunidades, puesto que es ella el fin de las demás. Y dentro de la
ciudad, para la comunidad doméstica Aristóteles considera naturales las relaciones hombre-mujer,
padres-hijos y amo-esclavos; de esa naturalidad de base se deduce también la preeminencia del
hombre sobre la mujer en el seno de la familia, la de los padres sobre los hijos y la del amo sobre los
esclavos -en este sentido Aristóteles no hace más que reflejar las condiciones reales de la sociedad
ateniense de la época, limitándose a justificarlas. Resulta chocante en la actualidad la consideración
de la esclavitud como un estado natural de algunos hombres, tanto como la consideración negativa y
subsidiaria de la mujer, pero todos sabemos que no estamos tan lejos de aquello como creemos y que
el imaginario gratificante de nuestro tiempo a la hora de la verdad no se corresponde tanto como
quisiéramos con el estado de las cosas del mundo. Respecto a la actividad económica Aristóteles
consideraba que hay una forma natural de enriquecimiento derivada de las actividades tradicionales
de pastoreo, pesca, caza y agricultura, estableciendo sus dudas acerca de que sea una actividad
natural el trueque, a menos que sea para satisfacer una necesidad. Sin embargo, el uso del dinero
como forma de enriquecimiento es considerado “no natural”, criticando especialmente el aumento del
dinero mediante el préstamo con interés (la “usura” que también desaprobará el cristianismo
posterior, como se ilustra en El mercader de Venecia de Shakespeare; no podemos ni imaginar, por
cierto, lo que pensaría Aristóteles de nuestro actual sistema financiero internacional, que tantos
quebraderos de cabeza ha producido recientemente...) La propiedad privada, en cambio, es
considerada como en cierto modo congénita en el hombre para Aristóteles, por la sencilla razón, no
fácilmente apropiable por el liberalismo moderno, de que nadie se va a cuidar de nada que no sea
suyo. Igualmente, Aristóteles critica la propiedad comunal de los guerreros en el diseño platónico de
la cuidad más perfecta, porque lo que es de todos, incluidos los hijos, no interesa a nadie en
particular, y todos piensan que será otro el que se ocupe de ello. Por parecido motivo, un sistema
comunista de producción es descartado inmediatamente por Aristóteles con el doble argumento -
acertado a mi juicio- de que en una comunidad en la que los que más trabajan reciben lo mismo que
el resto no es una comunidad justa, y de que la solidaridad voluntaria entre los hombres desaparece
como virtud allí donde el vínculo laboral y la organización del trabajo es impuesta desde arriba.
En el estudio de los diversos modelos de constitución -politeía- de las ciudades/estado de su
época Aristóteles propone una teoría de las formas de gobierno basada en una clasificación que toma
como criterio si el gobierno en cuestión procura el interés común o busca su propio interés. Cada una
de estas clases se divide a su vez en tres formas de gobierno, o tres tipos de constitución que ser
ordenan conforme a una separación entre las buenas constituciones y las malas o desviadas. Las
consideradas buenas formas de gobierno son la Monarquía, la Aristocracia y la Democracia; las
consideradas malas, y que representan la degeneración de aquellas, la Tiranía, la Oligarquía y la
Democracia extrema o Demagogia u Oclocracia. La Monarquía, el gobierno del más noble con la
aceptación del pueblo y el respeto de las leyes, se opone a la Tiranía, donde uno se hace con el poder
violentamente y gobierna sin respetar las leyes; la Aristocracia, el gobierno de los mejores y de mejor
linaje, se opone a la Oligarquía, el gobierno de los más ricos; la Democracia, el gobierno de todos
según las leyes establecidas, se opone a la Demagogia u Oclocracia, el gobierno de todos o del
populacho sin alguno respeto de las leyes, donde prevalece la demagogia –el conducir (gogos)
valiéndose de las pasiones al pueblo- sobre el interés común.
La democracia moderada es considerada por Aristóteles la mejor forma de gobierno, tomando
como referencia la organización social de la ciudad-estado griega: una sociedad por lo tanto no
excesivamente numerosa, con unas dimensiones relativamente reducidas y con autosuficiencia
económica y militar, de modo que se pueda atender a todas las necesidades de los ciudadanos, tanto
básicas como de ocio y educativas. Lo que le hace rechazar, o considerar inferiores, las otras formas
positivas de gobierno es su inadecuación al tipo de sociedad que le rodea, considerándolas adecuadas
en cambio para sociedades o menos complejas y más rurales o menos avanzadas y más tradicionales;
pero también le preocupa el peligro de su degeneración en Tiranía u Oligarquía, lo que representaría
un grave daño para los intereses comunes de los ciudadanos. Así, le parece preferible una sociedad en
la que predominen las clases medias -los que no son ni muy ricos ni muy pobres, como nosotros
actualmente, a los que se podría analogar con los “productores” de Platón, que estaban para él en el
último estrato de la ciudad ideal-, y en la que en los ciudadanos se vayan alternando en las distintas
funciones de gobierno, entendiendo que una distribución más homogénea de la riqueza elimina las
causas de los conflictos y garantiza de forma más adecuada la consecución de los objetivos de la
ciudad y del Estado, que son la misma cosa.
¿Qué es, entonces, un “ciudadano”, un polités, para Aristóteles? El ser ciudadano no depende
del domicilio, ya que esclavos y extranjeros también poseen uno, tampoco proviene del derecho de
entablar una acción jurídica, porque esto pueden hacerlo las personas que no son ciudadanos: la
característica distintiva del ciudadano es que este goza de funciones políticas y judiciales, tanto como
juez como en tanto magistrado, es decir, que posee libertades políticas. Se es ciudadano en el espacio
de tiempo que se ejercen esas libertades, y que va entre la categoría de los ciudadanos incompletos,
que son aquellos que aún no han llegado a la edad de inscripción cívica, y la de los ciudadanos
jubilados, que son los ancianos que ya han sido borrados de la inscripción cívica. El buen ciudadano
debe poseer las virtudes, tanto de mando (la sensatez), como de súbdito (la obediencia), y contener
dentro de sí a la vez la capacidad de mandar y la de obedecer, puesto que en unas ocasiones hace las
leyes y en otras las acata. En conclusión, el ciudadano en democracia es aquel hombre político que es
o puede ser dueño de ocuparse, personal tanto como colectivamente, de los intereses comunes, y que
tiene participación en los asuntos públicos. Parece mentira la manera en que se ha complicado y hasta
enrarecido el pensamiento político a partir de la eclosión de los estados-nación europeos modernos,
que parecen haber sentido la necesidad de echar mano de unos presuntos derechos naturales,
contratos sociales y velos de la ignorancia tan claramente ficticios, retorcidos y metafísicos que
cuando uno los compara con Aristóteles se sorprende que lo relativamente pragmático -aunque
arduo- que para él resultaba averiguar, entre diferentes modelos de coexistencia, el que procure
menos problemas y más bienestar a la población. Hay todavía hoy quien añora la Atenas clásica
precisamente porque la política era la vida entera del ciudadano libre, pero que no se pase por alto
que eso sólo fue posible sobre un ingente fondo de esclavitud 2. La discrepancia máxima de
Aristóteles sobre el modelo político de Platón consiste en que el discípulo entiende frente al maestro
que había que hacer a menudo política para poder desentenderse cuanto antes de la política, puesto
que el fin en sí mismo de la vida humana es la contemplación. Para Platón la política virtuosa era la
finalidad suprema, pero para Aristóteles no, y esta es una diferencia crucial, decisiva. Se participa en
política para ser libre en una sociedad de amigos, de tal manera que nadie pueda -ni quiera, si
efectivamente es amigo- impedir a un hombre el acceso a una vida de estudio y aprendizaje. De ahí la
que a mí me parece que es la más brillante objeción que Aristóteles propone, de forma en cierto
modo tácita, a Platón, y es la de que Platón se ha equivocado al convertir la construcción de la polis
perfecta en la más acuciante de sus preocupaciones, porque en realidad eso es póiesis, no praxis,
producción, no acción3. La praxis suprema, propia de los espíritus más elevados, es precisamente la
filosofía, de manera que, sorprendentemente, Aristóteles coge a Platón en un renuncio: Platón ha
estado usando la filosofía para erigir la vida política perfecta, cuando lo más propiamente filosófico
hubiera sido usar la vida política menos inconveniente o menos problemática para erigir la vida
filosófica perfecta. El fin ha sido sustituido por los medios en la Academia, hay que devolver las
cosas a su lugar, el discípulo entiende que para consumar la visión del maestro hay que invertir al
propio maestro4. Touché.
Respecto al fundamento, por así decirlo, filosófico del Estado, Aristóteles mantendrá, al igual
que Platón y la mayoría de los griegos, la teoría de la “sociabilidad natural” del hombre, como se ha
repetido un billón de veces. El hombre es un animal político (zóon politikón), es decir, un ser que
necesita de los otros de su especie para vivir plenamente; no es posible pensar que el individuo sea
anterior a la sociedad y que ésta fuera así el resultado de una mera conveniencia establecida entre
individuos que antes habrían pululado independientemente unos de otros en un presunto “estado
natural” (como defendía ya cierta sofística a la sazón). Aristóteles, como es sabido, no está de
acuerdo con la llamada “teoría del pacto” de éstos, muy al contrario: él piensa que el hombre se
organiza en comunidades por naturaleza, pero con la condición necesaria del acuerdo en un fin (télos)
común. Es decir: no es verdad para él que unos supuestos individuos libres en estado de naturaleza
decidan por convención (nomos) asociarse para conseguir paz y seguridad en común; pero tampoco
es verdad que el hombre viva maquinalmente en un organismo social por naturaleza (phýsis) sin
preguntarse por qué ni para qué, por pura supervivencia de la especie, como defiende el
evolucionismo burdo. Este último es el caso de animales como los orangutanes, los lobos y tanto
otros, pero no del hombre; y la primera concepción es que ni siquiera se da en la naturaleza misma
(animales solitarios que decidan juntarse para su protección). El filósofo lo dice con estas
celebérrimas palabras: es, pues, manifiesto que la ciudad es por naturaleza anterior al individuo,
pues si el individuo no puede de por sí bastarse a sí mismo, deberá estar con el todo político en la
misma relación que las otras partes lo están con su respectivo todo. El que sea incapaz de entrar en
esta participación común, o que, a causa de su propia suficiencia, no necesite de ella, no será ya más
parte de la ciudad, sino que habrá que entender que es una bestia o un dios. (Política, libro 1,1). “Un
dios”: algo sobrehumano; “una bestia”, algo infrahumano… Que el todo, como argumenta
Aristóteles, sea anterior a las partes, es semejante a lo que ocurre con el cuerpo humano, el cual una
vez destruido o muerto ocasionará que ya no hay ni pie ni mano a no ser en sentido equívoco, o sea:
que no es del todo correcto más que nominalmente llamar a una mano “mano” cuando está cortada, o
a un pie “pie” cuando pertenece a un cadáver, puesto que ya no sirven para el fin para el que fueron
generados: agarrar para la mano o caminar para el pie5. Igualmente, un hombre solitario ya no es un
hombre más que nominalmente, cuyo destino sería convertirse en algo infrahumano -una bestia- o
sobrehumano -un dios-. Pero que cada hombre sea parte del todo social tampoco significa que actúe
como el engranaje de una maquinaria ciega. No: por naturaleza el hombre es comunitario porque por
naturaleza -también- busca un fin para su existencia que sólo se da en sociedad mas no de un modo
automático. Ese fin es la felicidad (eudaimonía en griego): el hombre no vive por vivir, sin más, sino
que por naturaleza esta “hecho” para ser feliz y en la felicidad encuentra su realización máxima como
ser natural. Prueba de que esto es así es que, a diferencia del resto de los animales, el hombre dispone
del lenguaje, un instrumento de comunicación que requiere necesariamente del otro para poder
ejercitarse; sería absurdo que la naturaleza nos hubiera dotado de algo superfluo, y sería difícilmente
explicable el fenómeno lingüístico si partiéramos de la concepción de la anterioridad del individuo
respecto a la sociedad –de hecho, los conocidos como “niños salvajes” no saben hablar y les cuesta
un gran esfuerzo hacerlo, cuando un bebé de dos años nacido en sociedad se diría que habla con la
misma facilidad con la que orina. Citando de nuevo un pasaje archiconocido, pero que hay que
recalcar: El por qué sea el hombre un animal político, más aún que las abejas y todo otro animal
gregario, es evidente. La naturaleza -según hemos dicho- no hace nada en vano; ahora bien, el
hombre es entre los animales el único que tiene palabra. (Ibídem, libro 1, 1).
Y la palabra (logos) no sirve para comunicarse a secas -muchos animales se comunican
también-, sino para intercambiar pareceres acerca precisamente de lo justo o lo injusto, lo provechoso
o lo inconveniente, según Aristóteles. Ahora bien, esto sí que es lo que nos diferencia propiamente de
los animales, y no la supuesta posesión de un alma inmortal -supuesto idealismo platónico o
cristiano- o de un cerebro evolucionado -supuesto materialismo científico o metafísico-: el hombre es
el único animal que discute sobre lo que cree justo y provechoso para obtener la felicidad en la polis.
Por estos quizá enredados caminos desde nuestro actual punto de vista, pero sin duda tocados por el
genio de la síntesis certera, Aristóteles se las arregla para quedarse con lo mejor tanto de la sofística
-”lo provechoso”- como del platonismo -”lo justo”- de una manera a mi parecer insuperada en el
pensamiento posterior. Porque… ¿Cuáles son las condiciones imprescindibles de la felicidad
entendida como la finalidad de la vida humana? Pues en primer lugar, desde luego, está la
prosperidad material. Juntos nos regalamos con mayores bienes y servicios que si estuviéramos
escondidos en una lóbrega cueva hobbesiana. En segundo lugar, está el gozo que supone para el
hombre la compañía de los demás, pues aunque el trato con el prójimo a veces sea a menudo fuente
de odio y dolor, también es cierto que la gran mayoría lo preferimos a la soledad absoluta 6. Y, por
último, existe la participación en los asuntos públicos, que permite que reunidos hagamos
incomparablemente más de lo que puede hacerse en privado (piénsese, por ejemplo, en un concierto
de rock: sería imposible que siquiera existiera algo así si el Estado no pusiese el precio, controlase la
seguridad del local, garantizase la no-invasión de la libertad de expresión, etc., etc.)
Y la política y la ética, pues, son asuntos que se hacen, no que se teorizan como pensaba
Platón. Es decir, para Aristóteles ética y política son pensadas mientras se hacen, y no pueden ser
trazadas de antemano en la mente del filósofo a solas en su gabinete privado. La ciencia acerca de los
fenómenos naturales sí puede ser descubierta por el filósofo en la intimidad de su razón mediante la
observación empírica7, porque versa acerca de lo que no puede ser de otra manera (lo necesario), pero
para promulgar leyes acerca de la convivencia hay primero que convivir, o sea, compartir, porque
versan acerca de lo que siempre puede ser de otro modo (lo contingente). No hay, pues, leyes
invariables para Aristóteles en el mundo práctico, como sí las había para Platón. Cada sociedad
decide en la práctica que es lo que le parece más justo y conveniente para alcanzar la felicidad, y tal
decisión es objeto de acción práctica colectiva, no de contemplación científica solitaria. Por eso
Aristóteles no cree en la sociedad perfecta de Platón, pero en cambio sí cree en el logro activo de la
felicidad. La “república” ideal platónica, como es conocida, únicamente buscaba el orden, una vez
conseguido el cual no hay respuesta para la pregunta “y, después de todo… ¿para qué el orden?” Sin
embargo, Aristóteles concede que las sociedades reales sean abiertas 8 con tal de que la respuesta a esa
pregunta sea “para la felicidad”. Un orden inalterable sin más no puede ser más que un medio para
algo mejor, no un fin en sí mismo 9. El “fin en sí mismo”, que Aristóteles denomina en griego
entelequia10, se traduce al latín por perfectio11, perfección, que es lo acabado, lo culminado, lo
máximo en su género, lo que ha llegado al techo de su ser y por ello ya no puede mejorar más 12, hasta
tal punto que se diría que ha tocado la eternidad de una manera finita 13 –el infinito, como se sabe, no
es comprensible para los griegos más que matemáticamente, y aún con todo no sin horror (el número
pi, la razón de la hipotenusa…), ni siquiera sus dioses son infinitos ni pueden serlo, porque si lo
fueran no podrían jamás ser perfectos al no poder acabar nunca de definirse, al no poder colmar
nunca ese máximo de sí mismos que necesaria e interminablemente se les escaparía... 14
El resultado de todo lo dicho consiste en que con Aristóteles podemos pensar la perfección en
este mundo sin buscarlo en otro imaginario perdiendo por consiguiente el sentido de la realidad
inmanente15. La perfección no se da siempre, sino sólo cuando las circunstancias son propicias; y
tampoco es una cantidad que pueda ser comparada con otra, sino una cualidad, de hecho justamente
la cualidad en la que cada cosa se expresa en su plena potencia interna. Hay perfección siempre que
algo, cualquier ser, alcanza su fin, una palabra que he estado usando hasta aquí sin aclararla. Por “fin”
debe entenderse “finalidad”, “meta”, “consumación”, télos en griego, y no acabamiento del ciclo de
existencia de algo, que en griego se dice más bien skatos –de ahí el vocablo “escatología”, que se
refiere al destino del mundo o del alma cuando mueren o “finiquitan”. En los asuntos humanos, el
“fin en sí mismo” o télos es la felicidad, puesto que somos mortales y no podemos esperar otra vida
de premios o castigos superior a esta al llegar la muerte. Todas las demás ventajas o satisfacciones
que podamos hallar en la vida lo son porque llevan a la felicidad, por tanto la pregunta de “y, después
de todo… ¿para qué la existencia feliz?” sólo puede tener sentido ya para un temperamento religioso,
al que le parece poco lo que este mundo pueda ofrecerle. Lo cual no quita para que la felicidad se
encuentre de muchas maneras, tantas como conductas en las que se cumpla la virtud (areté): hay una
virtud del músico que toca excelentemente así como una virtud del amante que ama excelentemente
como una del herrero que forja excelentemente. “Virtud” no es rectitud moral, no únicamente, sino
excelencia en el obrar cualesquiera que éste sea al margen del bien y del mal tomados en abstracto.
(Por ejemplo: un jugador de cartas o un futbolista pueden ser personalmente unas “malas personas”,
pero echarse un farol o “tirarse a la piscina” de un modo excelente, inmejorable).
No obstante, para la condición del ciudadano ser una “buena persona” y un “excelente
ciudadano” sí que son requisitos equivalentes e interrelacionados, mutuamente dependientes. No por
motivos puramente sofísticos, es decir, bajo la argumentación de que sólo el que se presente como
una persona honrada puede persuadir al pueblo. Ni por motivos estrictamente platónicos, es decir,
bajo la exigencia de que sólo el que haya dominado sus pasiones merece impartir leyes. Ni una ni
otra, sino en tanto que, para Aristóteles, sólo el que obre por la felicidad de todos puede obtener la
suya, así como, a la inversa, sólo el que sea ya feliz está en condiciones vitales de desear eso mismo
para todos (“nunca sirvas a quién sirvió”, decimos en castellano). Esto es así porque la felicidad no es
un estado estático -como lo es, por cierto, el orden-, sino una actividad, y además una actividad que
se ejerce durante toda la vida. Nada más lejos de esta idea que la concepción de la felicidad como
“momentos de felicidad” pasiva y sentimental, puramente subjetiva y relativa -“me siento feliz”, pero
luego se me pasa…; “que feliz sería si…”, y luego no lo soy tanto-, como nos venden ahora en los
anuncios de televisión tipo Coca-cola. Esa felicidad fácil y efímera, que va de pequeño placer a
pequeño placer sería para Aristóteles la propia de los esclavos. Desechado eso, la felicidad ética se
erige como el hábito de elegir consistente en un término medio relativo a nosotros, término medio
definido por una regla, aquella regla con la cual lo define el hombre sensato, en la famosa
declaración de Ética a Nicómaco. O sea, glosando punto por punto: es un hábito, puesto que se trata
de formar en nosotros un modo de ser permanente a través de conductas repetidas; es una elección
libre y consciente, puesto que ninguna ley ideal a lo Platón nos obliga en un sentido u otro; es un
término medio relativo al individuo, puesto que todos somos diferentes y cada uno debe establecer
sus hábitos evitando los excesos y deficiencias de su carácter; es una regla, puesto que, si no se
concreta en una o varias -o varias subordinadas a una o al revés- directrices enunciables, difícilmente
podremos atenernos a ello en el futuro; y, por último, es una regla sensata en el sentido de que todo
el proceso antedicho debe estar dirigido por la inteligencia, por la inspección de la razón, o no habría
servido de nada. Resulta importantísimo darse cuenta de que con este planteamiento Aristóteles deja
atrás la idea platónica de norma, que sería universal y necesaria para todo ser pensante: aquí cada uno
“hace sus propias cuentas” de lo que ha de poner de su parte para ser ética y políticamente virtuoso.
Caso de no acertar bien al hacer esas cuentas personales, bien sea porque en mí las pasiones son
demasiado vehementes, o porque mi coco no da para tanto o se distrae con el vuelo de una mosca,
entonces Aristóteles recomienda emular el ejemplo del hombre spoudaîos, que es aquel que
conozcamos a nuestro alrededor caracterizado por un proceder responsable, esforzado, noble y con
altura de miras16.
Por tanto, para Aristóteles no hay un hiato significativo entre ética y política. La ética no es
más que la disposición para la coexistencia en concordia (homonoía en griego) estudiada desde el
punto de vista individual, del mismo modo que la política la estudia desde el punto de vista de la
totalidad comunitaria. La justicia es una necesidad social, porque el Derecho es la regla de la vida
para la asociación política, y la decisión ética de lo justo es lo que constituye el derecho. A partir del
Renacimiento, sobre todo en las ciudades independientes italianas, todo esto se verá de un modo
distinto y más problemático, pero sin dejar de tener la Política de Aristóteles como referente primario
y casi exclusivo. Puesto que las determinaciones relativas a la vida pública son contingentes,
Aristóteles piensa que deben ser decididas entre todos, conforme a un cálculo de probabilidad y
verosimilitud. Vale que, como decían los sofistas, no puede irse más allá del nivel de la opinión: todo
son opiniones en el quehacer práctico. Y vale que, como decía Platón, las opiniones son insuficientes,
porque con ellas estamos en manos del listillo que las maneje con más habilidad. Por eso hay en esto
también un “término medio” adecuado para Aristóteles, que consiste en establecer que aunque en
efecto no hay una ciencia superior que zanje para siempre la libertad de opinión y de discusión,
tampoco todas las opiniones son, en sí mismas, igualmente buenas o válidas. Si calibramos en
democracia todas las opiniones mediante el criterio de lo que es más probable y más verosímil,
entonces tendremos una medida de lo mejor que supere el relativismo protagóreo sin ser la verdad
incontestable de Platón. Cuando se aportan pruebas, se usan razonamientos plausibles y la retórica
apela a la verosimilitud estamos lejos de la mera persuasión emotiva del orador sofista. A esta técnica
de criba de los argumentos políticos la denomina Aristóteles precisamente Dialéctica, modificando el
sentido del mismo vocablo que Platón utilizaba para la ciencia infalible del gobernante. Esta es, si yo
no me equivoco, la fórmula de la nueva aleación que fragua Aristóteles para el pensamiento político
en el marco de la polis, muy poco antes que ésta quede abolida como resultado de las asombrosas
conquistas de su ex-aprendiz Alejandro.
De ahí que se hable tan a menudo de la “democracia moderada” defendida por Aristóteles.
Frente a la democracia radical de los sofistas, la “moderación” estriba en este caso en que existe una
balanza racional para pesar las opiniones que aunque nunca es definitiva, tampoco es jamás
arbitraria, y en que los cargos públicos deben ser electivos, es decir, votados y no por sorteo.
Aristóteles no descarta otras formas de gobierno dependiendo de la oportunidad -todo tiene una
oportunidad (kairós) propicia que hay que saber descubrir- de su implantación en determinada polis.
Así, por ejemplo, Aristóteles se inclina también llegado el caso hacia una forma mixta de gobierno en
la que así mismo se realice el término medio 17: ni democracia absoluta, ni monarquía absoluta ni
aristocracia absoluta, sino una combinación de las tres en que cada forma política limite los excesos
de las demás e impida que degeneren. Esta solución en concreto será la adoptada tanto por la teoría
política del mundo romano como, siglos después, por la asimilación tomista del aristotelismo. Pero el
aristotelismo no es lo mismo que Aristóteles. Para él, toda combinación es buena si es capaz de crear
un gobierno estable y duradero, que elimine los estorbos que puedan alzarse para impedir la
consecución de la felicidad, por eso entiende que cada ciudad debe escoger la que más le acomode.
Aristóteles concibe la felicidad como una actividad y no un estado, sí, pero que sólo es posible en
condiciones de ocio. El ocio se dice en griego echolé, o sea, “escuela”, no en sentido de institución
escolar reglamentada, sino de constante posibilidad de aprendizaje. El hombre libre (y más aún el
filósofo) aprende por aprender, y este podría ser el objetivo último de la existencia humana una vez
superados los problemas a que nos ata la necesidad de mantenernos vivos. Una golondrina -dice- no
hace verano, e igualmente una vida no es feliz por un solo día de felicidad –Ibídem.
Y es que bastante tragedia se esconde ya en lo bueno de la vida, aunque sólo sea por su escasa
duración, como para encima andar enquistándose en lo malo…

1 Esta afirmación debe ser matizada. Parece que la Calipolis platónica se ensayó un año en Siracusa bajo el mando de
Dion, y lo sabemos sobre todo porque se han conservado curiosos documentos en los que se atestigua que, en efecto,
prescripciones platónicas como la de expulsar a los poetas de la ciudad tuvieron fehacientemente lugar. De hecho, aquel
experimento finalizó seguramente porque los militares que había apoyado a Dion en su golpe de estado a Dionisos II no
quedaron satisfechos con el papel de “perros guardianes” a que quería reducirles aquel extranjero entrometido…
2 Es gracioso que el debate actual en torno a las Inteligencias Artificiales no contemple apenas esta posibilidad tan
óptima, la que los esclavos sean máquinas que permitan el ocio y la existencia amistosa y teorética, como ya soñó
también Aristóteles, siempre y cuando se las incruste previamente las Tres Leyes de la Robótica de Asimov.
3 Sobre la prolongación histórica de esta distinción fundamental que acabó por sucumbir al espíritu protestante del
capitalismo: https://dialektika.org/2022/05/13/las-siete-artes-liberales-trivium-et-quadrivium/
4 Como ya dirá Marx de Hegel, y es que esta misma crítica es extensiva a toda la filosofía moderna de Francis Bacon
en adelante. La dichosa y cansina pregunta de para qué sirve la filosofía tiene sentido precisamente en este contexto en
que se da por sentado que toda práctica, toda actividad e incluso toda entidad substantiva o imaginaria tan sólo adquiere
peso y realidad como utilidad o posible satisfacción del ser humano, una postura frente al saber completamente ajena al
mundo antiguo y medieval, para el cual el hombre jamás fue el centro de la Creación, como gustan de decir los que
entienden como se les antoja la transformación del geocentrismo al heliocentrismo, entre ellos Sigmund Freud. Si no
fuera una extraordinaria bobada anacrónica y snob decir que el “narcisismo” del hombre medieval (¿?) sufrió por su
mudanza al universo infinito en realidad lo que habría que decir es más bien que es el “narcisismo” de Galileo Galilei (ya,
a mí también me suena ridículo), alguien que está bien lejos de ser monje, campesino o guerrero, el que le hace pensar
que lo que él ve por el telescopio es más cierto que todas las Escrituras, todo Aristóteles y toda la tradición europea junta.
5 Esto, me parece, tiene mucha más miga de lo que se le suele atribuir. ¿No tiene, acaso, la pierna justamente la forma
que necesita para cumplir su función? Ya se sabe que para Aristóteles causa eficiente, formal y final coinciden, pero lo
que quiero señalar es que si en vez de piernas los humanos tuviésemos ruedas, no podríamos por ejemplo trepar a los
árboles, de modo que la morphé “pierna” es totalmente necesaria para un ser que habita la naturaleza, en vez de una
autopista de asfalto, y por tanto tan cierto sería decir que nuestras piernas se adaptan al entorno que nos rodea (Lamarck)
como que es el entorno el que desecharía a los seres con ruedas en un medio agreste (Darwin). La forma es la función y la
función es la forma, simultáneamente, y la unión de ambas es a lo que deberíamos llamar formalmente “órgano”, algo por
tanto esencialmente activo…
6 Esto merece comentario algo extenso pero al margen de la cuestión principal. En ausencia de Cielo o de rumorosos
Campos Elíseos (pero no de Orden, ni de Destino), los estoicos lo formularon así: “la virtud es su propia recompensa”.
Pobre consuelo, o gran fortaleza, ojalá, para tan pobre consuelo. Hoy, vistas las cosas tanto tiempo después, estoy tentado
de ser más duro aún que los propios estoicos y rebajarlo a el signo inconfundible de la virtud es que nunca jamás tiene
recompensas. Observa una acción, y si su agente no obtiene de realizarla más que confirmación de su nula contrapartida,
podrás calificarla inequívocamente de virtuosa. El estoico añadiría que además ese señor ha conseguido superar a los
demás y superarse a sí mismo, que es un sabio o que va camino de serlo. Como la gente común hasta hace poco sólo tenía
como moral el cristianismo y constataba a diario que el mundo es un nido de víboras, no dejaba de sentirse insignificante
cuando hacía lo que debía, llevaba a cabo “lo que tocaba”, o sencillamente se sumaba a lo que “estaba bien”. Pero no es
verdad. En realidad, hay una recompensa más, aunque frágil y poco reconocida socialmente. El virtuoso es amigo de
otros virtuosos, y en ellos halla retribución. Nada más, pero tampoco nada menos. Eso es la philía de Aristóteles, no
únicamente el fenómeno básico y natural de “llevarse bien” o “encajar” con alguien. El hecho de que cambiando las
circunstancias él mismo, o sus amigos, pudiesen pensárselo dos veces y abandonar la virtud, no debe producirle
innecesarios dolores de cabeza. Porque cómo negarlo: el vicioso es aquel cuyas circunstancias cambiaron repentinamente
y con ellas su círculo de amigos, igual que nos podría haber ocurrido a cualquiera, con lo que se descarrió irremediable
pero alegremente. Eso, y no mucho más que eso, es un mero y craso corrupto. Un corrupto es un amigo de corruptos,
impepinablemente, digamos que es algo así como una subespecie de hombres que raramente produce ejemplares
solitarios. Los corruptos entre ellos se entienden, hacen pandilla, compiten y así es como lo pasan bien. Luego terminan
todos peleados, claro, pero siempre hay otro círculo corrupto de acogida para la resaca. Los virtuosos, en cambio,
conservan a los mismos amigos, a la vez que los mismos amigos les conservan a ellos en tanto virtuosos, y por ese o esos
sagrados vínculos (que engrandecen y recompensan la firme amistad, versifica el propio Aristóteles en sus dísticos en
homenaje al difunto Hermias) les conoceréis…
De ahí que Aristóteles dedicase dos libros de la Ética a Nicómaco a la amistad, cosa que nunca se ha explicado
suficientemente más que con gazmoñerías del estilo de “qué bonito” y demás. Amistad en la virtud, no en los honores o
en el lucro. Amistad, y no amor romántico, ni “colegueo”, ni club o feligresía, Aristóteles no tuvo en la menor
consideración la religión ni el amor de pareja ni las cuadrillas de amigotes tomando vino rebajado con agua. En la
amistad, el amigo quiere para el otro amigo los honores y el lucro, sí, pero no por razón de ellos. No vaya a ser que la
falta de fama o de riqueza o de reconocimiento nos malogre al amigo, por tristeza o por envidia. La moral es, pues, un
espejo que los allegados nos tienden, y resulta evidente que los canallas se ven más guapos que el resto, pero engañados
por sus propios imbéciles simbióticos, lo cual no significa que terminen pagando jamás por ese engaño. El poder de los
corruptos y de los aprovechados o niños de papá es el auténtico retrato de Dorian Gray, más allá del ingenuo Óscar
Wilde. Ahí persevera, envileciendo a su usuario, pero sin que este tenga que rendirle la menor cuenta –no hay Cielo, pero
tampoco Averno o Tártaro. Resumiendo: dime con quién andas y te diré qué –no tanto quién- eres, pura sabiduría popular
de toda la vida...
7 Que no “experimental”, Aristóteles nunca hubiera creído en una ciencia basada en experimentos, puesto que en ellos
se fuerza a la naturaleza sin permitirla expresarse por sí misma. La abismal diferencia entre “empírico” o “experimental”
es justamente el tema principal de la Crítica de la razón pura, allí donde se tematiza el “giro copernicano”.
8 Terminología de Karl Popper, sí, pero que él a su vez toma de Henri Bergson.
9 El orden se define negativamente como lo que no es caos, su opuesto absoluto. Pero entre el caos total y el orden
sin fisuras hay todo un abanico de organizaciones posibles que no reconoce el que, como Platón, piensa por miedo a la
stasis –o sea, las agitaciones políticas y sociales, la violencia física o verbal.
10 Término que hoy en castellano significa “quimera”, por devaluación de su sentido original a causa tanto del
pesimismo político moderno como, en general, de las ideas anti-naturalistas del cristianismo.
11 En la conjugación de los tiempos verbales “perfecto” significa justamente esto: acción ya terminada.
12 En los libros metafísicos Aristóteles define la perfección de modo aparentemente negativo como aquello a lo que
“no le falta nada” para ser lo que es, para to ti en einai, ser lo que ya desde el principio se era...
13 “Las generaciones naturales no tienen otra finalidad que la actualización incesante, generosa y gratuita de las
formas, de las especies”, pg. 25, Aristóteles y el aristotelismo, Tomás Calvo Martínez, Akal Hipecu, 1996.
14 Esta regla se incumple tan tarde como en el neoplatonismo, y con todo es la infinitud de una emanación incesante,
y por tanto no una extensión en acto, sino un eterno retorno, una dýnamis inagotable.
15 “Inmanente”, que significa “interno a la naturaleza sensible”, se opone en vocabulario filosófico a “trascendente”,
que, consecuentemente, significa “externo a la naturaleza sensible”, o sea, Dios o casi.
16 Seguir su ejemplo o dejarse disciplinar por él, puesto que, como escribe Aristóteles en Retórica: Cualquiera puede
enfadarse, eso es muy fácil. Pero enfadarse con la persona adecuada, en el grado exacto, en el momento oportuno, con el
propósito justo y de la forma correcta, eso ciertamente, no resulta tan fácil.
17 El “término medio” tan traído y llevado no es una forma de conservadurismo, mediocridad o falta de empuje, sino
una forma de tratar de quedarse siempre con lo más beneficioso de dos extremos. Por ejemplo, es excesivo que yo sea
pródigo y me guste siempre invitar a los amigos, pero es mezquino que sea tacaño, e intente que me lo paguen todo ellos.
El término medio sería la generosidad, de modo que no me importe invitar si tengo dinero y los demás no, sin por ello
descartar ser correspondido en el futuro, etc.
Cormac McCarthy, el último faulkneriano

Yo no hablo de venganzas ni perdones,


el olvido es la única venganza y el único perdón.
Jorge Luis Borges

Si algo aprendimos de Jean-Paul Sartre es que te descubres a ti mismo siendo un verdadero


escritor cuando es otro el que te sirve los cafés. Ese no fue, en cambio, el caso de Cormac McCarthy,
que tuvo unos inicios más bien duros y precarizados en la tierra de los libres y de los valientes. No le
vino mal, a decir verdad, porque acerca de esa dureza y esas dificultades trata precisamente su
narrativa, en un curso sinuoso, como el Mississippi, que va de Mark Twain, Nathaniel Hawthorne y
Herman Melville a John Steinbeck, William Faulkner y Ernest Hemingway. Tal vez el primer Paul
Auster, el de La música del azar, Vértigo o Leviatán pudiera ser incluido en esta suerte de
existencialismo norteamericano, un territorio imaginario realmente tierravirginista y en el cual se
diría que hace siglos que tuvo lugar el cambio climático. Especialmente en Leviatán, Auster realizaba
una idealización de la anarquía como la otra cara de la minarquía que está en la médula espinal más
irrenunciable de tipos como Donald Trump. Pero Auster, en mi opinión, es la mitad de escritor que
Cormac McCarthy, fallecido ayer, además de repetirse más que el ajo. Creo que se debe a que
McCarthy es faulkneriano, mientras que Auster es más de la escuela del absurdo beckettiano, tal
como puede entreverse en su compilación de ensayos Pista de despegue (Anagrama bolsillo).
Meridiano de sangre es un intento, si yo no me equivoco, de ser más faulkneriano que Faulkner,
doblando la apuesta en nombre de la brutalidad y el salvajismo ya desde el título (los títulos de Bill
solían ser brevilocuentes y apenas delataban lo que escondían). Al igual que Platón dijera de
Diógenes de Sinope que era una suerte de Sócrates enloquecido, en ocasiones McCarthy era o trató
de ser un Faulkner enloquecido. De hecho, el editor en Ramdom de Bill, Albert Erskine, fue editor
también de los primeros títulos de McCarthy, y aunque este último siempre ha dicho que fue por
casualidad y que era el único nombre de editorial que le sonaba, parece obvio que no se lo creía ni él.
Los grandes escritores tienes sus vanidades, muy a menudo desmesuradas.
Es curioso que venga a morírsenos Cormac McCarthy en estos tiempos nuestros de lo que
algunos denominan “pielfinismo”. Si hasta a algunos editores británicos avariciosos puede pasárseles
por la cabeza retocar los textos de Roald Dahl para darles un tamiz políticamente correcto, imaginad
lo poco que encajaba McCarthy en los tiempos presentes. Somos más, ahora, descendientes del
novelista norteamericano suave y místico de aquellos años de la Gran Depresión, Thomas Wolfe. Ese
espíritu, el de Wolfe, me parece que también lo cultivó McCarthy en la trilogía de Todos los
hermosos caballos, pero como no la he leído, y sólo he visto el pastelón de película que le hicieron,
no podría asegurarlo. Lo que tampoco sé es si de cara al futuro vamos a necesitar más a visionarios
de espíritu jipi o al implacable autor de La carretera o No es país para viejos. Sea como fuere, él se
lo va a perder…
El “Anillo del Retorno” en el condado de Yoknapatawpha

La crisis del sentido debe ser observada sin ilusiones, pero también
sin la ilusión de que esta crisis habrá terminado para siempre el problema del sentido.
Claudio Magris1

Lo que ha pasado se va; lo que ha sido vuelve.


Martin Heidegger en carta a Viktor Frankl

Menos mal que William Faulkner (en adelante Bill, que es como le llamaba su mujer y como él
se denomina a sí mismo en un poema, con perdón de la confianza) abandonó la poesía ya en su
juventud, aunque nunca definitivamente. Perdimos a un poeta notable pero no muy original, y a
cambio ganamos al que seguramente sea el mejor novelista de todos los tiempos. Lo mejor, lo
realmente asombroso -a la vez que para sus detractores lo peor y más chocante- de Bill como escritor
es el enorme peso que se echa a la espalda a la hora de recrear el periplo humano. A cada instante, en
cada línea, sentía que había que hacer recaer el entero destino de la humanidad sobre un acto o un
2

pensamiento concreto en apariencia trivial, y eso el lector lo nota, vaya si lo nota, como si el propio
Bill hubiera cogido a pulso un gran fardo de lomos de una mula (aunque no era él, según parece, muy
amigo de trabajos físicos...) y se lo hubiese cargado a los hombros de sus exégetas. Pero es que no
hay, quizá, ningún otro modo realmente veraz de calibrar la exacta medida (él, que no era muy alto...)
de las fuerzas del ser humano en esta tierra, que es nada menos que lo que se propuso mostrar
mediante su vasta y abigarrada obra novelística. Es cierto que la comedia también es un enfoque
artístico y literario posible que puede servir para ofrecer una visión de la capacidad humana cuando
ésta es enfocada desde sus debilidades, tanto temperamentales como escatológicas, pero es que esto
mismo está también sobradamente representado en los relatos de Bill. Sin duda Faulkner escribía
tragedias, como se ha dicho muy a menudo, tragedias en las que aunaba el espíritu sofocleo y el
bíblico, pero con la diferencia de que no se ahorraba nada, de que todo el espectro de prácticas
humanas, por desagradables o bajas que nos parezcan ahora, estaba recogido. Naturalmente, Bill era
un hombre de su tiempo, alguien que quiso participar sin conseguirlo en la Primera Guerra Mundial y
que se hizo un largo eco, en sus últimas producciones, de las consecuencias de la Segunda, de manera
que por “ser humano” entendía primordialmente la épica del colono norteamericano blanco y sus
siervos negros en el Sur tras la Guerra de Secesión Americana. No le gustaba lo más mínimo el
colectivismo de la Unión Soviética o de los fascismos europeos, y hacía gala de un feroz
individualismo que se refleja casi párrafo a párrafo en sus textos de ocasión o en sus escasos ensayos.
Pero, en cualquier caso, pese a los muy breves momentos de comedia de sus historias, que los hay y
estallan en el momento más inesperado (eso sí: siempre en la acción, nunca en los diálogos ), 3

Faulkner era un fabulador esencialmente trágico, bestialmente trágico, incluso, justamente porque tal
vez sea la tragedia, exagerando por arriba, el aparato de medición más fiel del tamaño y la capacidad
humanos, siendo la comedia, exagerando ahora por abajo, no más -pero tampoco menos, no se me
malinterprete-, que su ocasional alivio, como ya sucedía, por cierto, en la Atenas clásica.
Y tragedia es decadencia, desolación, opacidad y muerte. El tema de la muerte en Faulkner, que
es lo que voy a tratar de espigar aquí, no se mantiene, claro, estable en toda su obra como concepto
unitario y rígido, pero lo que sí es incesante y recurrente en ella son las muertes, que se suceden
fatalmente y a menudo con carácter violento. El condado de Yoknapatawpha es, sin duda, uno de los
4

lugares más difíciles para vivir que han sido creados para la ficción, incluso teniendo en cuenta que la
guerra es ya siempre cosa del pasado, aunque Bill no crea que exista el pasado, como hace decir al
abogado Gavin Stevens en Réquiem por una mujer -y citó, por cierto, Barack Obama en su discurso
5

en Filadelfia sobre la raza de 2008-: El pasado nunca muere. Ni siquiera es pasado. Bill escribió
algunas otras novelas que no transcurren en el legendario condado, y de las que por tanto no vamos a
tratar más que muy someramente en las siguientes líneas, pero sí que es cierto que desde su mocedad
de dandi decadentista le preocupaba la esencia del tiempo y de la muerte, algo que resonará tanto en
las unas como en las otras. Su Grand Tour por Europa le había enseñado a emular la actitud de los
poetas estetizantes y lúgubres, y en su colección de poemas titulada La rama verde versificaba cosas
como estas, propias de un pre-existencialismo que no por casualidad tanto le aplaudió y siguió
tiempo después:

(en el VII) Ahora, con Salomón, todo lo sabe:


que el aliento, a fin de cuentas, no es para el hombre
sino deseo y consunción.

O, poco más adelante, refiriéndose a la vida viviente, en el VIII: La furiosa esterilidad del
combate.

Entender la existencia como struggle for life y la muerte como su fatal obliteración yacía ya
latente en el darwinismo social, en los cuentos de Jack London o en el llamado “romanticismo
oscuro” de grandes autores como Nathaniel Hawthorne o Herman Melville. Bill no hacía en esto más
que prolongar una línea que casaba bien con sus males amorosos de juventud y que se expresa en esa
célebre carta a Malcolm Cowley -el hombre que le hizo famoso extractando y cortapegando sus
novelas- en la que afirma que la vida es siempre una “carrera de caballos hacia la nada”. También el
recurrido parlamento de Jason Compson en El ruido y la furia parece abonar esa idea, cuando se
dice...

Era el reloj del abuelo y cuando papá me lo dio dijo, Quentin, te doy el mausoleo de todas las
esperanzas y deseos; será extremadamente fácil que lo uses para mejorar la reductio ad absurdum
de toda la experiencia humana que no puede adaptarse mejor a tus necesidades individuales de lo
que se adaptó a las suyas o a las de su padre. Te lo doy no para que recuerdes el tiempo, sino para
que puedas olvidarlo de cuando en cuando por un rato y no malgastes todos tus esfuerzos tratando
de conquistarlo. Porque ninguna batalla se gana jamás, dijo. Ni siquiera son libradas. El campo de
batalla sólo revela al hombre su propia locura y desesperación, y la victoria es una ilusión de
filósofos y tontos.

O también más adelante, cuando Quentin, mientras pasea librando una gran batalla interior,
sopesa, con un gran nubarrón negro sobre su cabeza, otra de las genialidades especulativas de su
padre:
El hombre la suma de sus experiencias climáticas, dijo Padre. El hombre la suma de lo que te
dé la gana. Un problema de propiedades impuras tediosamente arrastrado hacia una inmutable
nada: jaque mate de polvo y deseo.

No es esta, sin embargo, la opinión de Bill, como se ha pensado a menudo, sino únicamente la
de Jason Compson, un señor más bien pedante que con sus tabarras termina malogrando la vida de su
hijo. Tampoco el final de Santuario, seco y duro como un árbol podrido que se cae de viejo, justifica
que Bill mantuviera mucho tiempo esa pose de pesimismo juvenil, esa especie de glosa
prematuramente cansada y todavía algo rebelde al mantra anglicano de las “cenizas a las cenizas y el
polvo al polvo”....

A las cinco y media apareció el carcelero. —Le he traído… —dijo. Introdujo torpemente el
puño cerrado entre los barrotes—. Aquí tiene el cambio de aquellos cien que nunca… Le he traído…
Son cuarenta y ocho dólares —añadió—. Espere; lo voy a contar otra vez; no lo sé con exactitud,
pero puedo darle una lista... conservo los tickets… —Guarde el dinero —dijo Popeye, sin moverse—,
y lárguese de una vez.
A las seis fueron a buscarlo. El pastor le acompañó, la mano bajo el codo de Popeye, y se
quedó rezando junto al patíbulo mientras ajustaban la soga, que al pasar sobre la acicalada y
engomada cabeza de Popeye le despeinó. Como tenía atadas las manos, empezó a mover la cabeza,
echándose el pelo para atrás cada vez que volvía a caerle sobre la frente, mientras el pastor rezaba y
los otros permanecían inmóviles en sus puestos con la cabeza inclinada. Popeye empezó a adelantar
el cuello mediante breves sacudidas. —¡Pssst! —dijo, logrando que el sonido destacara con nitidez
sobre el zumbido monótono de la voz del pastor—; ¡psssst! El sheriff le miró; Popeye dejó de mover
el cuello y se quedó completamente rígido, como si mantuviera un huevo en equilibrio sobre la
cabeza. —Arrégleme el pelo, Jack —dijo. —Claro —dijo el sheriff—. Ahora mismo te lo arreglo —e
hizo caer la trampilla.

Cortante desenlace de la vida de un personaje completamente despreciable, Popeye, el hombre


de la mazorca en ristre, pero que en su miseria y justamente por culpa de su miseria ha conocido el
amor el tiempo justo para que se le escurriera inmediatamente de las manos; recuerda, el pasaje, a
otro verso de La rama verde, en XXVIII: y vengan después el esplendor y la velocidad, la limpieza
de la muerte... Poco antes, en monólogo interior, Bill, decidido a hacer de Santuario su novela más
rentable y terrible había escrito que

Sería mejor que se muriera esta noche, pensó Horace mientras seguía andando. Y morirme yo
también. Pensó en Temple, en Popeye, en la mujer, en el niño y en Goodwin, todos en un solo
aposento, desnudo, mortífero, donde las cosas se viesen juntas y también en perspectiva: un único
instante, a mitad de camino entre la indignación y la sorpresa, que lo borrara todo. Y también a mí;
pensando en que sería ésa la única solución. Arrancados, cauterizados del viejo y trágico costado
del mundo. Y yo también, ahora que estamos todos aislados; pensando en el suave viento oscuro que
sopla en los largos corredores del sueño; en yacer bajo un techo acogedor que puede tocarse con la
mano, oyendo indiferente el prolongado repiqueteo de la lluvia: del mal, de la injusticia, de las
lágrimas. Al final de un callejón, dos figuras en pie, cara a cara, sin tocarse; el hombre diciendo en
voz baja —en un susurro acariciante— una interminable sucesión de epítetos obscenos, la mujer
inmóvil delante de él como desfallecida en un éxtasis voluptuoso. Quizá muramos en ese instante en
que nos damos cuenta, en que admitimos, que el mal tiene una estructura lógica, pensó Horace,
acordándose de la expresión que había visto una vez en los ojos de un niño muerto y también en
otras personas sin vida: la indignación que se enfría, la violenta desesperación que se desvanece,
dejando dos globos vacíos en cuyas profundidades acecha, en miniatura, el mundo paralizado.
(Santuario, Alfaguara, pág. 218)

Aunque no hay, sin duda, invectiva más radical y tremebunda contra la vida en la obra de
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Faulkner que Mientras agonizo, esa novelita que escribió casi de un tirón reclinado sobre una piedra
y en la que vertió tanta amargura como le fue dado acumular a su todavía poco avanzada edad, en
plena madurez creativa y casi provocando al mundo, ciscándose en él con la bilis del genio
incomprendido:

Hasta me acuerdo de cómo, cuando yo era joven, creía que la muerte era un fenómeno del
cuerpo; sin embargo, ahora sé que no es más que una función de la mente: una función de las mentes
de quienes sufren la pérdida. Los nihilistas dicen que la muerte es el final; los funcionalistas, que el
comienzo; pero en realidad no es más que un simple inquilino o familia que deja su habitación o su
ciudad.

Hasta aquí casi bien, porque aunque ya han tenido lugar algunos horrores, la madre agonizante
todavía no se ha pronunciado por sí misma; cuando lo hace, la novela se torna una oración a la
muerte:

Era entonces la ocasión de pararme a recordar que, como mi padre solía decir, la finalidad de
la vida no es otra sino la de aprestarse a estar mucho tiempo muerto. Y al recapacitar que tenía que
ver día tras día a cada uno de ellos y de ellas, y todos con sus respectivas vergüenzas y egoísmos
personales, y que tal era, a lo que parecía, la única manera de disponerme a bien morir, no podía
menos de maldecir a mi padre por habérsele ocurrido engendrarme. Siempre estaba acechando la
ocasión de cogerlos en falta, para darles de latigazos. Y cuando el látigo caía sobre sus carnes,
sentía yo su escozor sobre las mías; y cuando les levantaba verdugones y ronchas en la piel, era mi
sangre la que corría, y a cada nuevo golpe que les asestaba, me decía a mí misma: “Ahora soy algo
en vuestras vidas vergonzosas y egoístas, yo, que he marcado mi sangre en la vuestra para toda la
eternidad”.

O, el tan comentado desmentido al propio lenguaje, que se diría la herramienta del escritor:

Y cuando supe que llevaba en mis entrañas a Cash, me di cuenta de que la vida es terrible y de
que esas son las cosas que nos trae. Fue entonces cuando aprendí que las palabras no tienen nada
de bueno, pues que nunca se ajustan ni siquiera a aquello que tratan de dar a entender. Cuando el
niño nació, comprendí que la palabra “maternidad” ha tenido que ser inventada por alguien que,
por lo que fuera, la precisaba para el caso; y que a los que de verdad han tenido hijos, nunca se les
ha podido ocurrir preocuparse de si esa palabra existía o dejaba de existir. Comprendí que la
palabra “miedo” ha tenido que ser inventada por alguien que jamás lo ha pasado, y la palabra
“orgullo”, por alguien que nunca lo ha sentido 7

Estas palabras, lanzadas como un boomerang contra su propio valor comunicativo, podrían
haber constituido la coda de la carrera de Bill si no fuera porque el reconocimiento tardío, tal vez
algo avaro al principio pero sin duda creciente hasta la universalidad -y quién sabe qué otros
factores-, hicieron que el escritor, al que siempre molestó no ser más que un espectador hiperbólico
de su entorno, virase poco a poco su percepción de la Naturaleza, de la desnudez humana
(curiosamente, y hasta donde yo conozco, Faulkner jamás emite opinión o postura alguna acerca de la
cultura, es como si nada se interpusiese entre el ser humano y el ser ), y por tanto de la muerte, tanto
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individual como colectiva, personal o animal, natural o provocada, tuya o mía. El primer cambio se
destaca, nítidamente, en el parlamento de uno de los dos personajes femeninos relevantes de
¡Absalón, Absalón!, la mismísima hija de Drácula...

—Sí —repuso Judit—, guárdela o destrúyala, como prefiera. Léala usted si quiere, o no la lea.
Uno deja tan poco rastro, ¿sabe usted? Uno nace, y ensaya un camino sin saber por qué, pero sigue
esforzándose; lo que sucede es que nacemos junto con muchísimas gentes, al mismo tiempo, todos
entremezclados; es como si uno quisiera mover los brazos y las piernas por medio de hilos, y esos
hilos se enredasen con otros brazos y otras piernas y todos los demás tratasen igualmente de
moverse, y no lo consiguiesen porque todos los hilos se traban, y es como si cuatro o cinco personas
quisieran tejer una alfombra en el mismo bastidor: cada uno quiere bordar su propio dibujo. Claro
está que todo ello carece de importancia, pues de otra manera quienes dispusieron el bastidor
hubieran arreglado mejor las cosas, y a pesar de todo no deja de tener su trascendencia, puesto que
uno se esfuerza, y continúa luchando; cuando de pronto todo ha concluido y sólo nos queda un
bloque de piedra con unas inscripciones, siempre que alguien se haya acordado o haya tenido el
tiempo necesario para hacer grabar esas letras en el mármol. Pasa el tiempo, llueve y brilla el sol y
llega un día en que nadie recuerda el nombre y lo que dicen esas letras nada importa ya. Quizá por
eso, si uno puede dirigirse a alguno, cuanto más extraño mejor, y darle algo, lo que sea: un pliego de
papel o cualquier otra cosa que nada signifique por sí misma, aunque ellos no lo lean ni lo guarden,
ni se preocupen siquiera por destruirlo o arrojarlo, ya es algo porque ha sucedido y puede ser
recordado, pasando de una mano a otra, de una inteligencia a otra, al menos será un arañazo, algo
que deja rastro, algo que fue una vez por la razón de que pudo morir algún día, mientras el bloque
de piedra no puede ser es porque nunca podrá llegar a ser fue porque no puede morir ni perecer... 9

(¡Absalón, Absalón!, Verticales, pg. 157-8).

Unos párrafos después el narrador agrega una suerte de corolario de lo dicho, bajo la fórmula
de que puede que la vida, cada vida, no sea más que una “marca indeleble en el rostro impávido del
olvido”.... Y esta ya no es, en mi opinión, una variante más de esa negrura que hacía ver al Bill más
joven, inmediatamente anterior, la existencia como polvo, ceniza, absurdo, carrera hacia la nada,
desahucio inminente, “propiedades impuras”, jaque mate del ser, consunción, sinsentido y, al fin y a
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la postre, “estéril combate”. Ahora se trata de algo muy distinto, me parece. Ese bloque de mármol o
ese pliego de papel no son, desde luego, la Divina Providencia, nada “está escrito” de antemano, no
existe designio alguno, pero tampoco son esas porciones fugaces de tiempo que se dispersan en el
vacío y de las que pudiera decirse que “no hay más vela que la que arde”. Subsiste un legado,
subsiste una herencia, aunque precaria y frágil, para la cual el combate no es ya estéril, sino cuanto
poco testimonial. En el texto del “Discurso con motivo de la aceptación del premio Andrés Bello”, en
Venezuela, ya con el Nobel bajo el brazo, Bill remarcó un motivo que le obsesionaba, y que se repite
en varios lugares de su obra de no-ficción. Dice, a propósito de la misión del artista, que por supuesto
esta es su inmortalidad, quizás la única. Quizás el propio impulso que le ha compelido a esa
dedicación sea simplemente el deseo de dejar inscrito, detrás de esa puerta final hacia el olvido a
través de la que tiene que pasar primero, las palabras: “Kilroy estuvo aquí”. Kilroy no es nadie en
particular, es un cualquiera que tal vez dejó esa pintada en la puerta de los aseos de un bar, pero que
impresionó a Faulkner. La puerta de los aseos o un arañazo en un bloque de mármol (esa inscripción
que deja en la roca Tom Hanks de su paso por la isla en Náufrago) tal vez sean el único sentido
transcendente de nuestra andadura por la Tierra, pero es ya un sentido, y no la inanidad absoluta.
Incluso Addie, la madre moribunda de la desesperanzada Mientras agonizo, reconocía que creí que el
sentido era el deber de los vivos para con la terrible sangre, la amarga sangre roja que corre
hirviente por la tierra (Cátedra, pg. 170), y sin duda algo de eso hay. Ike McCaslin, el personaje más
compasivo y atormentado de Faulkner -mucho más que la mayoría de sus pétreas e implacables
mujeres- reflexiona entonces que...

Piensa en todo lo que ha pasado aquí, en esta tierra. Toda la sangre caliente y fuerte de vida y
de placer que ha vuelto a ella y que la ha empapado. De sufrimiento y de dolor también, desde luego,
pero que aun así ha sacado algo en limpio, ha sacado mucho, porque después de todo uno no tiene
que seguir soportando lo que considera sufrimiento; uno siempre puede elegir parar eso, ponerle un
fin. E incluso el dolor y el sufrimiento son mejores que nada; sólo hay algo peor que no estar vivo, y
eso es sentirse avergonzado. Pero no puedes vivir eternamente, y siempre gastas la vida mucho antes
de haber agotado las posibilidades de vivir. Y todo eso debe de estar en alguna parte; todo eso no
pudo haber sido inventado y creado simplemente para luego tirarlo. Y la tierra es poco profunda; no
hay mucha antes de llegar a la roca. Y la tierra no sólo quiere conservar las cosas, atesorarlas;
quiere volverlas a usar. Mira la semilla, las bellotas, lo que pasa incluso con la carroña cuando
intentas enterrarla: se niega también, hierve y lucha también hasta que vuelve a la luz y al aire,
todavía persiguiendo al sol. (Los viejos del lugar, en Desciende, Moisés, Cátedra. pg. 210)

Como se ve, ya es otro el ánimo que recorre la imaginación de Faulkner, más inclinado en
adelante a conceder una oportunidad al destino humano -aunque únicamente sea el de empecinarse y
prevalecer, como enunció en su exiguo discurso de entrega del Nobel - en los términos de un cierto
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Eterno Retorno, según el cual, si bien no cabe esperar inmortalidad personal alguna, la intensidad de
los momentos vividos no se apaga jamás, al margen que quién sea el que los protagonice. Todo
vuelve, y cuando vuelve su resplandor es tal que convierte en indiferente lo que haya podido irse o no
antes... ¿Quién sería tan cenizo, tan sombrío -como el propio Bill lo fue antes-, de poner el acento, es
decir, el valor, en lo que se va, en vez de en lo que retorna?... Así, en Intruso en el polvo (Seix Barral,
pgs. 189-90):

Ahora: el límite absoluto sin retorno, el de dar vuelta y regresar a casa o navegar
irremisiblemente hacia adelante y o hallar tierra o precipitarse por el final atronador del mundo.
Una vocecita, una poetisa sensible y profunda de los tiempos de mi juventud dijo que el té derramado
se va con las hojas y todos los días muere un crepúsculo, una extravagancia de poeta que como suele
acontecer revela verdad pero invertida y al revés puesto que el distraído manipulador del espejo
ensimismado en su obsesión ha olvidado que la parte de atrás del espejo es cristal también: ojalá lo
fuesen, pero en vez de ello, el crepúsculo de ayer y el té de ayer son ambos indiferenciables de las
esparcidas heces indestructibles indisolubles arrojadas por los interminables pasillos de mañana, en
los zapatos con los que habremos de andar y hasta las sábanas entre las que habremos de dormir (o
intentar): pues a nada se escapa, nada se elude; el perseguidor es quien corre y la noche de mañana
es sólo un largo combate insomne con las omisiones y pesadumbres de ayer.

“El propio Bill lo fue antes”, decía yo, pero en realidad no tanto. En su primera publicación
lírica de juventud, El fauno de mármol, ya tenía intuiciones como la que estamos subrayando;
verbigratia:

¡Ah, el mundo,
al que los sueños de la humanidad se aferran
como una crisálida, liviano y frío,
pero que, sin embargo, nunca envejece!

O...
El día que agoniza ofrece a los que penan
la bendición que ni los reyes pueden conceder: un mañana.

Igualmente en La rama verde:

XV: Hermosa tierra y hermoso cielo


y hermoso fue el aguacero
de sol y lluvia en los manzanos
cuando yo aún dormía.

Y hermosa tierra y hermoso cielo


y hermosos serán la lluvia
y el sol entre los manzanos
cuando me haya vuelto a dormir, por mucho tiempo.

(en XXXIII): Aunque calienten a ese otro pecho, entre tinieblas,


los pechos de la Muerte, y haya olvidado dónde yacía yo,
y arrancada estén del árbol las hojas de la respiración
subsiste una hoja obstinada que no ha de morir

sino que, sin reposo en la tierra triste y amarga,


gana con cada amanecer una muerte, y con cada ocaso un nacimiento.

XLIV: Si ha de haber dolor, que sea sólo lluvia,


y ésta, por todo dolor, sólo dolor de plata
si estos verdes bosques sueñan aquí con despertarse
en mi corazón, si yo amaneciera otra vez.

Pero yo dormiré, porque ¿dónde hay muerte


si en estas azules y soñolientas colinas, allí en lo alto,
tengo yo, como árbol, mi raíz? Aunque esté muerto,
esta tierra que me ciñe me ha de dar el aliento.

A lo que añadía, acto seguido, en la reelaboración titulada Colinas de Misisipi. Mi epitafio:

El árbol herido no alberga un verde nuevo para llorar


los años dorados que gastamos en comprar dolor.
Que sea esta mi condena, si olvido
que aún queda primavera para agitar y quebrar mi sueño.

Aún queda primavera, y siempre hay un mañana, aun cuando yo me haya vuelto a dormir, por
mucho tiempo. No diré que William Faulkner, el novelista experimental de ardua lectura, fuera todo
un filósofo, pero sí que sin lugar a dudas rumiaba muy a fondo lo que escribía. Mas el momento más
claro e inequívoco de esta nueva fe, por así llamarlo, no en la impotencia de la vida, sino en la parcial
impotencia de la muerte, se encuentra en El oso, un cuento largo o novela corta que se encuadra en la
colección de Desciende, Moisés y que es una obra maestra incuestionable. Allí se dice lo siguiente:
Probablemente él sabía que yo estaba en el bosque esta mañana mucho antes de que llegase
aquí, pensó, yendo hacia el árbol que había sostenido uno de los extremos de la plataforma donde
Sam yacía cuando McCaslin y el mayor de Spain los hallaron; el árbol, la otra lata de manteca
clavada en el tronco, pero deteriorada por la intemperie, enmohecida, ajena también aunque
reconciliada ya en la armónica generalidad de la selva, sin elevar una nota disonante, y vacía, ha
tiempo vacía de la comida y el tabaco que él había puesto dentro aquel día, tan vacía de aquello
como lo sería en breve de esto que sacaba del bolsillo: el rollo de tabaco, el nuevo pañuelo de
hierbas, el pequeño paquete de caramelos de menta que a Sam le gustaban tanto; también eso había
desaparecido, casi antes de que volviese la espalda, no evaporado sino sencillamente fundido en las
miríadas de vida que llenaban el molde oscuro de estos misteriosos y sombríos lugares de delicados
y fabulosos rastros, que, respirando y esperando e inmóviles, le observaban detrás de cada rama y
cada hoja hasta que él se movió, volviendo a andar, avanzando; no se había detenido, sólo había
vacilado, al abandonar la loma que no era la morada de la muerte porque allí no estaba la muerte,
ni Lion ni Sam: no sujetados en la tierra, miríadas no difundidas todavía de todo fragmento de
miríada, hoja y rama y partícula, aire y sol y lluvia y rocío y noche, bellota y hoja y bellota de nuevo,
oscuridad y amanecer y oscuridad y amanecer de nuevo en su constante sucesión y, siendo miríadas,
uno: también Old Ben, también Old Ben; hasta le habrían restituido su garra, seguramente le
habrían restituido su garra; luego el largo desafío y la larga caza, ningún corazón para ser forzado
y maltratado, ninguna carne para ser macerada y herida. (Traducción Ana M.ª Foronda)

“No había muerte”, traduce María Coy en Cátedra, en una interpretación ya abiertamente
naturalista y pagana del Eterno Retorno . No hay muerte porque el bosque reabsorbe todo lo que se
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corrompe en él y lo devuelve renovado después, como vimos en los anteriores versos. Lo que vuelve
no es el mismo, ese pájaro ahora cadáver, pero sí lo mismo, la parajareidad ahora viva y cantando, por
decirlo con Heidegger, coetáneo de Faulkner . Ni siquiera la angustia tematizada por el propio
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Heidegger sería un obstáculo de ninguna clase, como no lo era tampoco para el alemán, al Anillo del
Retorno...

Así, pues, en vez de aquello de la fantasía que pasa y “nada” queda, es el “quedar” lo que
queda siempre, lo que nunca se verá completamente libre de la vieja angustia. Porque por mucho
que el río de la sangre corra cada vez más despacio y el recuerdo se haga cada vez más doloroso, la
sangre, cuando menos, recordará siempre que algún día fue capaz cuando menos de angustia. (En la
ciudad, pg. 123, Plaza y Janés)

Algo que ya estaba, sorprendentemente, en Sartoris, arranque y mapa sentimental de


Yoknapatawpha, acerca de la muerte del aguerrido patriarca, John Sartoris (Debolsillo, pg. 38):

Y al día siguiente ya estaba muerto, como si no hubiera hecho otra cosa que esperar aquel
desenlace para librarse de la torpe limitación de huesos y aliento; como si al perder el sentimiento
de frustración producido por la propia carne, pudiera ya tensar y dar forma a lo que brotaba de él
convertido en la inevitable apariencia de su sueño, y ser así evocado, como un genio o una deidad,
por los tediosos recuerdos de un anciano analfabeto o por una pipa chamuscada de la que hasta el
rancio olor a tabaco quemado se había esfumado muchos años antes.

No hay muerte, o no del todo. Tampoco el miedo a la muerte violenta, en combate, está del
todo justificado, desde esta perspectiva, y por eso es tan injusta la derrota del Sur en la Guerra de
Secesión, puesto que, como se recuerda en Escaramuza en Sartoris, recogido en Los invictos,
Biblioteca Edaf:
Creo que fue porque los de la partida de papá (como todos los demás soldados del Sur), a
pesar de haberse rendido y de haber reconocido que les habían dado una paliza, seguían siendo
soldados. Puede que fuera por la vieja costumbre de hacerlo todo como un solo hombre; puede que
cuando uno se ha pasado cuatro años en un mundo regido completamente por los actos de los
hombres, uno no quiera abandonar ese mundo, aunque tenga peligro y combates; puede que los
motivos sean el peligro y los combates, porque los hombres se han hecho pacifistas por todos los
motivos imaginables menos para rehuir el peligro y los combates.

El condado de Yoknapatawpha, esa región cuyo “único propietario” es William Faulkner, es


ante todo el escenario de la más triste de las derrotas, que no es propiamente la de la guerra, sino
consecuencia de ella. Bill oficia de último testigo de un tiempo en que los hombres eran luminosos,
epopéyicos (ese recuerdo recurrente, ese fulgor alucinado, casi con efectos especiales, del reverendo
Hightower en Luz de Agosto es la quintaesencia del propio Bill), algo ridículos e hijos de perra
14

también, en palabras de Bill, pero inmensamente más ricos en fortaleza de ánimo y temeridad de lo
que lo serán sus desgraciados descendientes. Quentin Compson lo sabe, y por eso termina por
arrojarse a un río. Flem Snopes también lo sabe, y por eso entiende perfectamente que los viejos
caballeros del Sur son ahora arcilla en sus manos mezquinas y codiciosas. Y hasta Mink Snopes, el
tonto más obstinado que haya salido de la pluma de Bill, lo sabe también, casi inconsciente y
larvariamente, y por eso aún sigue intentándolo, aunque la muerte tire de él hacia el seno de la tierra
(La Mansión, Alfaguara, capítulo 17):

El algodón que llenaba a medias el fondo de la camioneta estaba cubierto con una lona
alquitranada, de manera que ni siquiera necesitó la manta. Se instaló allí muy cómodamente. Y
sobre todo no estaba en contacto con el suelo. Porque ése era el peligro, algo contra lo que había
que estar vigilante: una vez que te tumbabas sobre el suelo, la tierra empezaba de inmediato a tirar
de ti. Desde el momento mismo en que se viene al mundo saliendo del vientre materno, el poder y la
atracción de la tierra empiezan a trabajar; si no hubiera otras mujeres de la familia, o vecinas, o
incluso alguien contratado para sujetar al recién nacido, para tenerlo en brazos, para evitar que la
tierra lo tocase, nadie llegaría a vivir ni una hora. Y uno mismo también lo sabe. Tan pronto como
puedes moverte, alzas la cabeza, aunque eso sea todo, tratando de romper la atracción, procurando
erguirte sobre las sillas y otros sitios parecidos, incluso cuando aún no puedes sostenerte en pie,
alejarte de la tierra, salvarte. Luego ya te sostienes y das uno o dos pasos, pero incluso entonces,
durante esos primeros años, te pasas la mitad del tiempo en el suelo, mientras la vieja tierra que
espera pacientemente te dice: «No pasa nada, no ha sido más que una caída, no te has hecho daño,
no te asustes». Más tarde ya eres adulto, un hombre fuerte, estás en la plenitud de tus facultades; de
vez en cuando te arriesgas deliberadamente a tumbarte sobre la tierra cuando cazas en el bosque;
estás demasiado lejos de casa para volver, de manera que puedes arriesgarte incluso a dormir toda
la noche sobre la tierra. Por supuesto tratarás de encontrar algo, cualquier cosa —un tablón o unas
tablas, un tronco, incluso ramas de arbustos— que se interponga entre tu sueño, tu indefensión y la
vieja tierra paciente que puede permitirse el lujo de esperar porque te atrapará algún día, sólo que
no tiene ningún sentido que te dé un quilómetro porque tú te hayas atrevido un centímetro. Y tú lo
sabes; cuando eres joven y fuerte te arriesgarás una noche, pero no dos seguidas. Porque, incluso, si
sales al campo al mediodía y te sientas bajo un árbol o junto a un seto y almuerzas y luego te tumbas
y descabezas un sueñecillo, cuando te despiertas durante un minuto no sabes siquiera dónde estás,
por la excelente razón de que no estás del todo allí; incluso en ese breve rato en que no estabas
vigilando, la vieja tierra paciente que espera sin prisa su ocasión te ha cogido suavemente una
primera vez, sólo que tú has conseguido despertarte a tiempo. De manera que, si no le hubiera
quedado más remedio, Mink se habría arriesgado a dormir en el suelo esta última noche. Pero no
había tenido que hacerlo. Era como si el Viejo Patrón en persona hubiera dicho: “No te voy a
ayudar en lo más mínimo, pero tampoco te lo voy a impedir”.

El “Viejo Patrón” es Dios, por supuesto, que en Los viejos del lugar es denominado también
“Árbitro inmortal”. Coexisten, en Faulkner, una cierta esperanza de Dios no muy acusada, no muy
llamativa, con el Eterno Retorno cismundano en que nada se aniquila enteramente. Puede que
proceda no por casualidad de esa sensibilidad hacia el paso del tiempo como abismarse en la nada en
la que insistía en sus inicios y que es tan típicamente cristiana también, pero el caso es que se hace
más visible a medida que su obra adquiere consistencia y vigor. Asoma en Luz de Agosto, mediante
la redención, bellísima, del reverendo Hightower; está, más cegadora que unos fuegos pirotécnicos,
en las metáforas crísticas de Una fábula; y está, claramente, en Réquiem por una mujer, donde tiene
lugar este diálogo:

Temple Drake: (…) Y, mañana a esta hora, tú ya no serás nada. Pero para mí es otra cosa.
Porque para mí habrá mañana y mañana y mañana. Tú lo único que tienes que hacer es morir. Pero
yo, que Él me diga qué tengo que hacer. No: tampoco es eso; ya sé lo que tengo que hacer, ya sé lo
que haré; yo también lo descubrí aquella noche en la habitación de los niños. Pero que Él me diga
cómo. ¿Cómo? Mañana, mañana y todavía mañana. ¿Cómo?
Nancy Mannigoe: Confía en Él.
Temple Drake: ¡Qué confíe en Él! Mira lo que me ha hecho ya. Y está bien hecho; puede que lo
mereciese; al menos, yo no soy quien para criticarlo ni para darle órdenes. Pero mira lo que te ha
hecho a ti. Y a pesar de eso todavía puedes hablar así. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Acaso porque no hay
nada más?
Nancy Mannigoe: No lo sé. Pero hay que confiar en Él. Puede que ese sea el precio del
sufrimiento.
Stevens: ¿El sufrimiento de quién, el precio de qué? ¿Sólo los de cada uno por sí mismo?
Nancy Mannigoe: Por los de todos. Por todos los que sufren. Por todos los pobres pecadores.
Stevens: La salvación del mundo está en el sufrimiento de los hombres. ¿Es eso lo que quieres
decir?
Nancy Mannigoe: Sí señor.

Poco después, la negra asesina, Nancy Mannigoe, sólo susurrará una palabra a Temple antes de
morir ejecutada: “cree”... Yo pienso que no es que Bill se haya convertido a religión ninguna, sino
que sencillamente es que siempre ha querido creer no tanto en Dios, en Jesús o en la vida de
ultratumba como en la redención. Somos, los humanos, tan hijos de perra (se recalca en La mansión),
que no puede ser que lo mucho que nos duele serlo no tenga una cierta absolución final. En su
tiempo, y sobre todo, claro, en España, las novelas de Faulkner fueron consideradas aberrantes,
escandalosas, abyectas y hasta monstruosas. Hoy nos cuesta más verlo así, y si en efecto pulula en
ellas tanto incesto, violencia, odio y crimen es porque, al igual que ocurría con Fiódr Dostoiévsky (al
que Bill elogiaba explícitamente), únicamente partiendo del barro más sucio se puede elevar el poeta
-el escritor en general, o todo escritor que no busque exclusivamente el entretenimiento- hacia las
estrellas: per aspera ad astra. Cuando su íntimo enemigo o enemigo íntimo Ernest Hemingway
recibió el premio Nobel a causa principalmente de El viejo y el mar, Faulkner lo celebró
argumentando que Hemingway en aquel relatito había descubierto a Dios . Declaró entonces esto,
15

que es bastante aplicable a sí mismo en mi opinión:


Él aprendió temprano en su vida un método con el cual podía realizar su trabajo; él ha
seguido este método, lo ha manejado bien. Si su obra continúa, entonces va a obtener lo mejor. Creo
que su último libro, El viejo y el mar, es el mejor porque ha encontrado algo que no había
encontrado antes, que es Dios. Hasta ese momento sus personajes se desenvolvían en un vacío,
carecían de pasado, pero de repente, en El viejo y el mar, él encontró a Dios. Ahí está el gran pez:
Dios hizo el gran pez que tiene que ser capturado, Dios hizo al viejo que tiene que capturar al gran
pez, Dios hizo a los tiburones que tienen que comerse el pez, y Dios los ama a todos ellos; y si su
obra sigue avanzando a partir de ahí, será aún mejor, lo cual es algo que no todos los escritores
pueden proponerse. Muchos se agotan trágicamente, cuando jóvenes, y entonces se vuelven infelices.
Eso le pasó a Scott Fitzgerald, le pasó a Sherwood Anderson. Se desmoronaron.

El problema con la muerte, tal y como yo lo veo, es que lo que llamamos “conciencia”, lo
hagamos con razón o no, es tan resplandeciente, tan completamente distinto de toda la demás vida y
entornos dinámicos que nos rodean, que se nos hace cuesta arriba aceptar que pueda haberse
cancelado de un momento a otro. Ayer hablábamos con naturalidad con alguien, como el viejo
coronel Sartoris, que estaba perfectamente enterado de lo que sucedía a su alrededor, o que si no
podíamos informarle fácilmente de ello. Potencialmente, era capaz de sentir todo y de apreciar,
valorar o rechazar todo, cualquier incidente en grupo o aisladamente. Tenía la mirífica facultad,
también, de recordar el pasado y anticipar el futuro, pese a que ese don fuese motivo de angustia. De
repente muere, y ese haz de poderes increíbles desaparece de un plumazo. Lo que tienes enfrente no
es el glorioso coronel Sartoris, sino un pedazo de carne en descomposición. La posición de Faulkner
respecto de la muerte no consiste en que se vaya haciendo mayor y entonces le atrape la beatería , 16

consiste más bien en que no le cabe en la cabeza esa transformación que va de un núcleo vivísimo de
anhelos, frustraciones, malas pasiones y tal vez coraje a nada de nada, a un estorbo en el suelo o en
una cama que hay que retirar cuanto antes. Lo peor de la muerte no es que sea olvido de uno mismo,
lo peor es que sea olvido del mundo. Con el esfuerzo que hacemos todos por arrostrar con las
circunstancias y tratar de ser lo que mejor podamos ser dados los punzantes obstáculos que nos
encontramos -siendo el primero y principal nosotros mismos-, resulta improbable que todo
desemboque en “los ojos vueltos hacia dentro”, como dice Bill en otro poema. Lorca, no mucho
antes, había versificado en Poeta en Nueva York: “o a aquel muerto que ya no tiene más que la
cabeza y un zapato”. Lo absurdo no es la muerte en sí, como pontificarán después Jean Paul Sartre o
Albert Camus, más absurdo sería desear muy seriamente que todos nuestros antepasados siguiesen
vivos y que nosotros mismos vayamos a dar la matraca a nuestros descendientes hasta el fin de los
tiempos. No es eso, eso no es ni mínimamente respetable filosóficamente. Lo que sí es respetable
filosóficamente, a mi juicio, es dudar de que el ingente esfuerzo de la especie humana termine en un
simple “plof”, termine como quien abandona la habitación al decir de Faulkner. En absoluto es que se
esté buscando, o incluso suplicando, una recompensa para tanto mérito, puesto que Bill es el primero
en constatar que ese mérito está compuesto en su mayor parte de ambición, hambre, rapacidad y
mal . Sencillamente es que los términos no parecen proporcionados, así de claro....
17

En Palmeras salvajes, el personaje de Wilbourne se dirige a McCord con este sermón:

No hay lugar para el amor en nuestro mundo actual, ni siquiera en Utah. Lo hemos eliminado.
Hemos necesitado mucho tiempo; pero el hombre es fértil en recursos, y su facultad inventiva,
ilimitada. Así hemos terminado de librarnos del amor, como nos hemos librado del Cristo. Tenemos
la radio para reemplazar la voz de Dios, y en lugar de ahorrar nuestra moneda emocional durante
meses, durante años, a fin de merecer una oportunidad de gastarla toda en amor, podemos ahora
dilapidarla a centavos y excitarnos delante de los puestos de periódicos o con trozos de chicle o con
tabletas de chocolate en las máquinas tragaperras... Si Jesús volviera, habría que crucificarlo de
prisa para defendernos, para justificar y preservar la civilización que nos hemos esforzado en crear
y perfeccionar a imagen del hombre, creación por la que durante dos mil años hemos sufrido, hemos
muerto chillando de rabia y de impotencia. Si Venus volviera, sería bajo el aspecto de un piojoso
vendedor de postales obscenas, en los urinarios del metro.

Parece evidente que si Faulkner consideraba el pasado como actual es porque echaba
enormemente de menos ese pasado concreto, un pasado en que se forjaban los verdaderos hombres.
Venus ya está entre nosotros, en efecto, convertida en industria del porno, mas no obstante... ¿Quién
querría hoy realmente renunciar a los chicles, los periódicos, la radio o las golosinas para retroceder
al Profundo Sur? Pues ser o no ser, esa es la cuestión. En su poemario Visión en Primavera, de 1921,
Bill escribía un verso enigmático (en Canción de amor): Para el sueño es la muerte, y la muerte no
es nada excepto un sueño descifrado. Yo no sé bien lo que pudiera querer decirse allí, pero tengo
muy presente lo que el gran Bill Faulkner escribe en Luz de Agosto, como retomando sus sempiternas
dudas sobre la eficacia del lenguaje: pensando, como ya había pensado, como pensaría después,
como los hombres han pensado: qué falso puede ser el más profundo de todos los libros cuando se
pretende aplicarlo a la vida. (Biblioteca ABC pg. 455)

1 El anillo de Clarisse: tradición y nihilismo en la literatura moderna, otro anillo, de Claudio Magrís, 1984,
Ediciones 62, 1993.
2 De un gran admirador suyo y paisano nuestro, Juan Benet, leído en En la penumbra, Alfaguara: “Muchas veces
he pensado cómo el destino semeja un árbol tan lastimado por el hacha del leñador como por la fuerza del viento, cuya
forma cambia tanto con la amputación de una o varias de sus ramas cuanto por el crecimiento de otras, empero conserva
su unidad, el sistema radical con el que se alimenta y la foliación que constituye se diría su última razón de ser”.
3 Pongamos por caso la aparición en El villorio de Eula Varner, la Marilyn Monroe de Bill, descrita como “fruto
de una eyaculación de Zeus”, o, en ese mismo relato, la acometida de unos caballos que suben como locos por las
escaleras de una edificación y recorren irrefrenables sus pasillos y verandas creando un caos momentáneo pero fantástico.
4 Existe un río con ese nombre que pone límite al condado de Lafayette al noroeste del Misisipi, y en chicksaw
parece que era un topónimo compuesto de yocona y petopha, o sea, “tierra dividida”, aunque Faulkner defendió en la
Universidad de Virginia que en realidad el nombre completo significaba “agua que fluye lentamente sobre la pradera”.
5 El título de este híbrido entre obra de teatro y crónica histórica es Requiem for a nun, la secuela de Temple
Drake, que ha sido mal traducido al castellano. Sin embargo, leo en un comentario a la página web El lamento de Portnoy
una importante matización a su significado de parte de un comentarista muy sagaz pero casi anónimo. Dice un tal “Javier
dramaturgo” que “creo entender que después del famoso soliloquio de Hamlet, Shakespeare pone a su protagonista en
contra de Ofelia y mientras la increpa ¡To a nunnery you go! lo que se interpreta igualmente como “vete a un convento” y
“vete a un burdel.” Quizás el misterio de “nun” en el título de la novela resida en esa ambivalencia del término.”
6 Y en Sartoris, antes bautizado como Banderas en el polvo, no la primera novela pero sí la fundacional de
Yoknapatawpha, el último miembro de la bizarra saga familiar se despide con estas acerbas palabras que representan
exactamente el paso que va de las duras pero grandiosas vidas de los antepasados a la decadencia actual que puebla el
resto de la producción acerca del condado de nombre casi impronunciable: ¡Maldición! —profería, extendido sobre su
lecho, boca arriba, mirando por la ventana, donde nada tenía que ver, esperando el sueño, no sabiendo si vendría o no, y
fastidiándose en lo que pudiera sucederle—. Nada que ver y la larga duración de la vida de un hombre, setenta años de
arrastrar por el mundo un cuerpo obstinado y engañar sus exigencias importunas. Setenta años decía la Biblia, ¡setenta
años! El sólo tenía veintiséis. Ni un tercio siquiera, ¡maldición!
7 Tenemos también serios cuestionamientos del desempeño del lenguaje -casi a la manera estoica de Spinoza
cuando afirmaba aquello de “hablamos demasiado”, pero Spinoza no era ni por lo más remoto un literato- por parte de
Bill en ¡Absalón, Absalón! (Verticales, págs. 317-8): La lengua (esa hebra fina y quebradiza, dijo el abuelo, mediante la
cual la superficie y los rincones y las aristas de las vidas secretas y solitarias que llevan los hombres pueden por un
instante unirse de vez en cuando antes de hundirse de nuevo en las tinieblas en que clamó el espíritu por primera vez sin
ser oído y en que ha de declamar por última vez sin que tampoco nadie responda) y, mucho más tarde, en La Mansión,
capítulo 10: Quizá no se necesiten siquiera tres años de libertad, de ausencia de contactos verbales para aprender que
quizá todo el dilema de la condición humana procede de la incesante cháchara de la que el hombre vive rodeado, en la
que está encerrado, aislado, de las consecuencias de su propia estupidez, las cuales —las consecuencias, la simple tinta
roja— podrían haberle permitido, a estas alturas, resolver el problema de su condición y aprender a funcionar y a tener
éxito.
8 En esto Faulkner remite sin pretenderlo a las grandes escuelas de pensamiento helenísticas, ninguna de las cuales
(estoicismo, epicureísmo, escepticismo y cinismo) concedía, ni apenas lo apreciaba, valor existencial alguno a la cultura.
9 Traducción alternativa del último segmento de frase, sin cursivas: pues de otro modo no podría morir también;
en tanto que el bloque de mármol jamás podría ser presente, puesto que tampoco llegará a ser pasado, es incapaz de
morir o terminar…
10 No recuerdo, ciertamente, que Faulkner emplee nunca esta palabra, tan en boga después de la Segunda Guerra
Mundial, e incluso antes entre dadaístas y surrealistas, pero sin duda está implícita en el contexto del título de The sound
and the fury, como se sabe extraído de un monólogo completamente devastador del Macbeth de William Shakespeare.
11 De modo semejante, anticipándose a las actuales soluciones al colapso climático propuestas por iluminados
como Elon Musk (y anticipándose también a la propia carrera espacial), en el Discurso a la Comisión Nacional de los
EEUU para la UNESCO en Denver, Colorado, de octubre de 1959, un Faulkner ya mayor aseveraba que “eso será
cuando hayamos gastado el último grano, trago y pizca de nuestros recursos naturales. Pero el mismo hombre no estará en
esa tumba. El último sonido de la tierra sin valor será el de dos seres humanos intentando lanzar una nave espacial casera
y ya peleándose acerca de dónde van a ir a continuación.” (Ensayos & Discursos, Capitán Swing, pg. 94)
12 Otra prueba: Y volvió a ser como había sido antes. No. Dos veces, mil veces y nunca igual: los treinta, eternos
y simbólicos para el hombre joven, para el muchacho, cada nueva ocasión acumulativa y retroactiva al mismo tiempo,
implacablemente no repetitiva, el recuerdo de cada cual excluye la experiencia, la experiencia de cada cual antecede el
recuerdo; la habilidad sin cansancio, el conocimiento virginal hasta la saciedad, los astutos músculos secretos que guían
y controlan, del mismo modo que en las muñecas y en los codos yacía dormido el dominio de los caballos, en el
espléndido, casi milagroso Olor a verbena, recogido al término de Los invictos, Biblioteca Edaf.
13 De hecho, la expresión Die ewige Wiederkunft des gleichen de Friedrich Nietzsche se traduce precisamente por
el “eterno retorno de lo mismo”, no de “el mismo”; es decir, no retorna Flipper, pero sí un delfín, igual que usted y yo...
14 Este título es también de traducción dudosa, pues aunque en realidad se refiera a “dar a luz” en agosto, y por
consiguiente debiera formularse como Luz en Agosto, sin embargo en el propio texto la locución se usa también en la
acepción habitual, véase: “En la luz de agosto que la noche rezagada está a punto de invadir”, pg., 464, Biblioteca ABC.
15 Lo contaba Norberto Fuentes en El País: https://elpais.com/elpais/2019/11/19/ideas/1574182026_547130.html
16 A no ser que le ocurriera como al director de cine Kevin Smith, que suele decir que el motivo por el que él cree
en Dios es porque si no sería imposible entender que alguien como él tuviera una carrera profesional... Bill, que fue un
auténtico desastre en su primera y casi segunda juventud, tendía a pensar algo parecido a esto de vez en cuando.
17 Llevándoseme los demonios porque cosas así no sólo sucedieran, sino que tuvieran que suceder, no quedara
más remedio que sucedieran si la vida tenía que continuar y la humanidad ser parte de ella, en La escapada (traducción
de The reivers), Debolsillo, pg. 253.
Amicus veritatis
(Vida y obra de ARISTÓTELES de Estagira)

Quintín Racionero Carmona


(Clases regulares del curso de 1993 en la Universidad Complutense de Madrid)
Palabras preliminares

FUENTES BIOGRÁFICAS
BIOGRAFÍA VITAL E INTELECTUAL: PERIODO ACADÉMICO
REVISIÓN DEL 
PROTRÉPTICO
POLÍTICA Y COMUNIDAD: PERIODO ACADÉMICO
ÉTICA
CRÍTICA A PLATÓN / CAUSAS
BIOGRAFÍA VITAL E INTELECTUAL: PERIODO MEDIO
LICEO Y ALEJANDRO
EL CORPUS Y SU RECEPCIÓN
EL ÓRGANON
LIBROS METAFÍSICOS
ÉTICA (FINAL)
Palabras preliminares

El dean Swift, en su mirífico Los viajes de Gulliver, expone con su mordacidad habitual
cuál es la situación en que se encuentra la recepción de la obra de Aristóteles desde que el mundo
es mundo, o al menos desde que Europa en algo así como lo que entendemos por Europa. Estamos
en la isla de los hechiceros, Glubbdrubdrib (Swift se adelantó a Sterne y Carroll en el nonsense),
donde los espíritus de los grandes del pasado deambulan por las estancias y pueden ser
convocados a voluntad. Samuel Gulliver no es muy original, como tampoco lo sería yo, e invoca a
los más grandes, empezando por Alejandro y César. Después, en el capítulo VIII de la Tercera
Parte, Swift saca a escena al estagirita y a todo su séquito de comentadores, que se cuentan por
cientos:

Deseando ver a aquellos antiguos que gozan de mayor renombre por su entendimiento y
estudio, destiné un día completo a este propósito. Solicité que se apareciesen Homero y
Aristóteles a la cabeza de todos sus comentadores, pero éstos eran tan numerosos que varios
cientos de ellos tuvieron que esperar en el patio y en las habitaciones exteriores del palacio.
Conocí y pude distinguir a ambos héroes a primera vista, no sólo entre la multitud, sino también
a uno de otro. Homero era el más alto y hermoso de los dos, caminaba muy derecho para su edad
y tenía los ojos más vivos y penetrantes que he contemplado en mi vida. Aristóteles marchaba
muy inclinado y apoyándose en un báculo; era de cara delgada, pelo lacio y fino y su voz hueca.
Aprecié en seguida que ambos eran perfectamente extraños al resto de la compañía y nunca
habían visto a aquellas personas ni oído hablar de ellas hasta aquel momento, y un espíritu cuyo
nombre no diré me susurró al oído que estos comentadores se mantenían siempre en el mundo
inferior, en los parajes más apartados de aquellos que ocupaban sus inspiradores, a causa del
sentimiento de vergüenza y de culpa que les producía haber desfigurado tan horriblemente para
la posteridad la significación de aquellos autores. Hice la presentación de Dídimo y Eustacio a
Homero, recomendándole que los tratase mejor de lo que quizá merecían, pues pronto se percató
de que a éstos les faltaba genio para acceder al espíritu de un poeta. Pero Aristóteles no pudo
guardar calma ante la cuenta que le di de quiénes eran Escoto y Ramus al tiempo que se los
presentaba, y les preguntó si todos los demás de la tribu eran tan zotes como ellos.
Pedí después al gobernador que llamase a Descartes y a Gassendi, a quienes hice que
explicaran sus respectivos sistemas a Aristóteles. Este gran filósofo reconoció francamente sus
errores en filosofía natural, debidos a que en muchas cosas había tenido que proceder por
conjeturas, como todos los hombres, y observó que Gassendi -que había hecho la doctrina de
Epicuro todo lo agradable que había podido- y los vórtices de Descartes estaban igualmente
desacreditados. Predijo la misma suerte a la atracción, de que los eruditos de hoy son tan
ardientes partidarios. Añadió que los nuevos sistemas naturales no son sino nuevas modas,
llamadas a variar con los siglos; y aun aquellos cuya demostración se pretende asentar sobre
principios matemáticos florecerán solamente un corto espacio de tiempo y caerán en la
indiferencia cuando les llegue la hora.

Ya decía W. K. C. Guthrie, en su magnífica Historia de la Filosofía Griega, volumen VI,


que Aristóteles siempre entendió que la matemática es cuestión de entes de razón, no de
substancias reales, en contra del pitagorismo convicto y confeso de la Academia. Por ese motivo,
las palabras que atribuye Swift a Aristóteles en su diagnóstico del futuro de la Física Matemática
no van tan desencaminadas como pudiera parecer. Pero acierta todavía más, a mi juicio, en lo que
toca a la mala opinión que le hubieran merecido al Filósofo sus comentadores, dado que, no sin
buena voluntad, hicieron encaje de bolillos para que las ya complejas pero diligentes distinciones
y teorizaciones de Aristóteles se acomodasen a sus prejuicios, sus entendederas, la latitud de su
cultura escrita o simplemente su religión. Quién sabe si en este librito, que compendia un
cuatrimestre de lecciones orales del primer curso de Filosofía en la Universidad Complutense de
Madrid en 1993, no ha sucedido lo mismo, y su autor, Quintín Racionero, no ha encajado el
pensamiento del más grande filósofo jamás habido a su gusto y juicio, como Escoto, como Ramus
y hasta como Averroes, a quien Swift no tuvo en cuenta. La diferencia se cifra, en el presente
caso, en que Racionero era perfectamente consciente (eso que en el s. XIX denominaron “sentido
histórico”, y que Nietzsche criticó en la Segunda Intempestiva) de las muchas capas que había que
atravesar para leer de un modo nuevo e inocente a Aristóteles, como el filósofo griego -remarca
Racionero entre estas líneas- que es, y no como un asistente de la teología o como el vetusto
armazón de doctrina con el que tuvo que luchar Galileo Galilei. De hecho, en estas pocas páginas
Racionero consiguió, de un modo fresco y de viva voz, sacar a la luz un Aristóteles distinto, casi
inédito, un Aristóteles ontopraxeológico que no sólo tiene poco que ver con el Aristóteles de la
tradición, sino que muestra un aspecto nuevo desde el cual podría medirse e incluso superar la
conexión entre teoría y praxis tal como fue articulada por la modernidad -dando la razón de nuevo
en esto indirectamente a Jonathan Swift…
El texto fue transcrito concienzudamente por Lola Cabrera Trigo en los años noventa, el
profesor de Filología Pedro Redondo Reyes se ha encargado recientemente y con mucho tino de
ajustar los términos griegos y realizar alguna corrección de estilo y ortográfica, y en una última
revisión el que esto suscribe ha intentado eliminar repeticiones de palabras, modificar la
puntuación allí donde los periodos o los paréntesis eran excesivamente largos, corregir algunas
preposiciones desafortunadas y poco más. He respetado, por supuesto, todo lo restante, incluidas
las apelaciones al auditorio, de modo que el lector debe tener en cuenta de antemano de que se
trata realmente de oralidad fluida, sin apoyo de apuntes, guía, chuleta o guion. Quintín Racionero
llegaba al aula, daba los buenos días y enseguida se ponía a hablar, a veces fumando (estaba
permitido por aquel entonces, y muchos echábamos humo a la par que él), pero siempre
caminando de un lado a otro de la tarima y sacándoselo todo de la cabeza. Siendo así, casi resulta
un milagro de oratoria -y hay que recordar aquí que Racionero es el responsable de la monumental
traducción de la Retórica de Aristóteles para Gredos- que haya resultado un texto tan rico, ameno
y bien ponderado como el que tenemos aquí, algo que a muchos nos hubiera llevado días y días de
pergeñar y rectificar por escrito. Algo de eso se puede constatar también en las lecciones que
Racionero ofreció antes de su fallecimiento sobre pensamiento antiguo y medieval en El espíritu
en el barro, partes primera y segunda, publicadas en Dickynson y que pueden visualizarse casi
enteramente en Youtube.
Sin embargo, yo creo que, al menos en lo que toca a Aristóteles, esta transcripción es
filosóficamente mucho mejor, más audaz y más fina, que aquellas charlas, pese a que las preceda
en casi veinte años, pero eso es lo que, desde luego, le corresponde juzgar al peripatético lector.

Óscar Sánchez Vadillo


FUENTES BIOGRÁFICAS

Aristóteles es el primer pensador que ofrece un sistema completo. Platón también lo hizo
pero se ha perdido toda su παιδεία de la Academia, restando sólo los diálogos menos técnicos. Al
contrario, de Aristóteles sólo se conserva la praxis escolástica y se han perdido sus diálogos. De
este modo se convierte Aristóteles, como cualquier escolástico, en fácilmente absorbible por la
tradición, que aprovecha su arquitectura formal. La historia de Aristóteles es también la historia
del aristotelismo, de modo que conviene distinguir bien ambas. Después de la escolástica
cristiana, a Aristóteles se le entiende en el seno de la teoría del conocimiento a partir del
neokantismo. De ahí que haya que rescatar a Aristóteles como un filósofo y como un filósofo
griego (ambas palabras son hondamente significativas): comprender antes de su estudio su
historia y contexto, motivaciones y objetivos. En la actualidad, nuestro conocimiento de
Aristóteles ha aumentado por mor de unas investigaciones realizadas a partir de los años 50; éstas
son sus fuentes directas:

-Testamento de Aristóteles: Himnos (a Hermias y tres a Platón); correspondencia (no se


sabe con certeza si es auténtica, aunque es de su época y refleja hechos reales con una
interpretación cercana a la aristotélica. Sólo se sabe auténtica la correspondencia con Antípatro).
-Historiadores: ss. IV y III; Historia de Filipo, Teopompo; Elogio de Hermias, Filocare;
Historias generales de Calístenes y Timeo (uno seguidor y el otro oponente).
-Filósofos y gramáticos: biógrafos de Aristóteles; Aristón de Ceos, Hermipio, Apolodoro,
Andrónico de Rodas (ponen en marcha tradiciones biográficas).

Hay también fuentes indirectas que mencionan a Aristóteles tangencialmente, éstas son:

-Dionisio de Halicarnaso (fiable): en la primera de las cartas a Abneo expone la vida y


doctrina de Aristóteles (tradición de Apolodoro).
-Didino de Calcentera: del que se encontró un papiro que era un comentario a las Filípicas
de Demóstenes (no refiriéndose a Aristóteles, nos garantiza el crédito de otros historiadores);
-Estrabón;
-Plutarco;
-Aristocles: que escribió un Sobre la filosofía, que es un libro sarcástico sobre los filósofos,
no se conserva pero gracias a Eusebio de Cesarea sabemos qué es fiable y qué no;
-Diógenes Laercio: habla de Aristóteles mezclando 3 biografías y ofreciendo un catálogo de
sus obras. Lo curioso es que este catálogo, el real de la biblioteca del Liceo, no coincide con el de
Andrónico de Rodas. Así que hay que reconstruir a partir de este catálogo la mezcla hecha por
Andrónico;
-Ptolomeo, un gramático del s. IV, ofrece un catálogo idéntico al de Andrónico;
-Las Vidas latinas siguen el patrón de Ptolomeo casi siempre, pero cuando no lo hacen
parece que se remiten a otras fuentes que sí son interesantes. Las Vidas árabes se remiten a un
resumen siriaco de la vida de Ptolomeo, y cuando estas obras se apartan de las tradiciones
conocidas son sospechosas de invención, aunque no se sabe con certeza y están a la espera de ser
analizadas por un arabista. Todo lo que hoy sabemos de este horizonte histórico se sabe gracias al
filólogo I. Düring, Aristocle in the ancient biographical tradition, Goteborg, 1957.

En el cotejo de tales fuentes, pues, se juega la posibilidad de recomponer eso que el corpus
nos presenta de una manera confusa. El corpus aristotélico que nosotros hemos conservado es, en
efecto, no más que una recopilación tardía hecha por Andrónico de Rodas acerca de materiales
que estaban organizados de otro modo y que comportaban otros libros distintos cuyos títulos
tenemos por los dos catálogos a los que me referí, es decir, por el catálogo de Diógenes Laercio y
por el llamado “anónimo”. Esos catálogos indican que Aristóteles ha escrito una serie de obras de
las que nosotros no tenemos noticia, lo que en cambio implica que las obras, los títulos que
nosotros tenemos constituyen una apaño artificial, un fenómeno completamente no aristotélico
hecho por un editor tardío que de esa forma organizó los papeles de Aristóteles. Sólo podemos
empezar a hablar -hincar el diente a ese problema al que me referiré más tarde de una manera
más pormenorizada-, a través de una persecución minuciosa, aunque no tenga por qué ser lenta,
del desarrollo de la vida de Aristóteles, de una parte, y lo que es más importante todavía, del
desarrollo de su biografía intelectual, por así decirlo. Pero además es importante pararse a repasar
con detenimiento el desarrollo de la vida de Aristóteles por un segundo motivo, que desde el
punto de vista de la trascendencia para la interpretación es, si cabe, más decisivo todavía, a saber:
que la obra de Aristóteles no es una obra intemporal, no es una obra que se genere porque sí -con
esa imagen de los filósofos en una torre de marfil, que piensan al margen de las circunstancias
históricas... toda esa fatuidad es una completa memez. La obra de Aristóteles responde a
incitaciones de carácter histórico concreto, sin conocer las cuales se pierde o no se percibe
claramente las motivaciones que le han llevado a la creación exacta, estricta de su pensamiento.
Por tanto, por esos dos motivos, hay que detenerse, insisto, un poco, en la biografía de Aristóteles
tratando no tanto de caer en el anecdotario -que siempre tiene su interés, sin embargo-, cuanto en
aquellos datos que van a ser específicamente importantes o trascendentes para la interpretación
de su obra.

BIOGRAFÍA VITAL E INTELECTUAL: PERIODO ACADÉMICO

Bueno, entonces veamos cuál es el mundo en que habita Aristóteles o en el que Aristóteles
ve la luz de su nacimiento y en el que se forma. Quiero decir, con anterioridad a los primeros
datos que nosotros conservamos de la biografía de Aristóteles, lo que debemos estudiar son las
circunstancias en las que está empeñada la historia de Grecia en ese momento.
Aristóteles nace en el 384 o quizá ´83, a principios, pues, del primer tercio del s. IV. Pues
bien, en esa época hace dos años que se ha firmado la Paz de Antálcidas, también llamada Paz del
Rey, que define un statu quo para Grecia prolongado y duradero en el que, en efecto, se va a
desarrollar (hasta que comiencen, al menos, las campañas imperialistas de Filipo de Macedonia),
toda la juventud de Aristóteles y, por consiguiente, todo el periodo de su formación. Son, pues,
las consecuencias de la paz de Antálcidas las que determinan el horizonte histórico del mundo
griego, en el que se tiene lugar el último desarrollo de la Academia platónica y la formación del
propio Aristóteles.
La Paz de Antálcidas o Paz del Rey es el resultado de la lucha, de la rivalidad entre Atenas
y Esparta, resultado que se expresa fundamentalmente en la imposibilidad de que ninguna
comunidad griega domine a las otras y ejerza la hegemonía. Atenas lo ha intentado durante casi
un siglo y su fracaso ha sido monumental. El final de la Guerra del Peloponeso marcó la
decadencia, la desaparición de Atenas como gran potencia; pero la oportunidad que entonces se
le brinda a Esparta de ser ella quien nuclee, quien garantice la estabilidad de la comunidad
griega, a muy corto plazo se manifiesta como ella misma imposible: se le opone la Confederación
de Corinto, que entonces adquiere una gran importancia; y, por otra parte, la derrota de Atenas es
una derrota que en pocos años se rehace en forma de la restauración de una potencia, si no ya
hegemónica, sí de grado medio. Atenas logra reconstituir una segunda Liga marítima, la Segunda
Liga de Delos, la Segunda Liga délica, cuyo resultado es, bien que con carácter menos guerrero
que estrictamente comercial, una recuperación de las condiciones históricas que habían
conformado la Primera Liga délica. Por consiguiente, llega un momento en que los griegos
comprenden claramente que sus rivalidades no tienen solución posible; que sus rivalidades no
pueden ser afrontadas desde el predominio de una de las ciudades sobre las demás: la hegemonía
ateniense ha fracasado, el intento de producir una hegemonía espartana ha fracasado también, y
los intentos de hacer de Corinto -de la Confederación de Corinto- una potencia dominante
resultan imposibles ante la rivalidad de Atenas y Esparta. En esas circunstancias lo que se hace es
llegar a una negociación que garantice, ya que no la unidad de Grecia, al menos sí la estabilidad
de sus centros culturales históricos, de sus potencias hegemónicas, y, fundamentalmente, la
estabilidad entre las ciudades de Atenas, Esparta y Corinto. Y, a fin de que esa paz sea de verdad
estable, después de un siglo de guerras -100 años de guerras son muchos años- se llama, por una
curiosa ironía del destino, precisamente al rey persa para que garantice con la fuerza de su
ejército la permanencia de ese statu quo. De ahí que la paz sea Paz del Rey y que el persa quede
como árbitro del destino de Grecia. Digo curiosa ironía del destino porque -no se olvide- la
hegemonía ateniense ha surgido, el siglo anterior, precisamente de la derrota de los persas; persas
que son llamados ahora para que, justamente por su mayor poder (que Grecia reconoce por
primera vez) garantice la estabilidad, el statu quo de las potencias griegas.
Desde el punto de vista del desarrollo histórico, sobre todo si lo consideramos desde el
sentimentalismo que nos propone la historiografía del s. XIX, esto puede parecer una tragedia; en
efecto, implica que Grecia ha renunciado a su carácter de potencia mundial, y por el contrario, se
ha avenido a ser una especie de protectorado del mundo persa. Pero si prescindimos de estos
elementos sentimentales, como la paz del Rey garantiza también que los persas renuncian a la
soberanía sobre Grecia, es decir, que renuncian, pues, a la conquista de Grecia, el resultado de la
Paz de Antálcidas es justamente el propiciar unos años de paz en Grecia. Y seguramente Grecia
no ha conocido un tiempo tan estable desde el punto de vista político y tan eficaz, tan fecundo
desde el punto de vista económico, como justamente esos años, esos 50 primeros años del s. IV.
Es un tiempo de grandes realizaciones en ingeniería, en arquitectura, en arte; el arte mismo
adquiere un talante mucho más risueño, menos crispado por ideales grandilocuentes. Es el
momento de Praxíteles, por ejemplo, de Lisipo, del desarrollo último de la cerámica ateniense;
toda aquella época en que, en efecto, la renuncia a unos ideales de prepotencia sin embargo se
traduce en la felicidad relativa de las gentes y en la posibilidad de establecer una convivencia
ordenada. De modo que son años muy importantes porque el debate político pasa a ser ahora un
debate sobre la παιδεία; cuando las armas callan es el momento en que empiezan a hablar los
filósofos, los literatos, las gentes que son capaces de dilucidar las cuestiones por medios menos
hostiles y brutales de los que habitualmente usan los militares. Y este detalle es de una gran
trascendencia aunque sólo sea por este dato: Aristóteles se ha formado en una época de anormal
paz en el mundo griego y, precisamente por haber formado su pensamiento en esa época, los
horizontes de ese pensamiento han sido fundamentalmente dominados por el debate pacífico de
cuál es la  más adecuada, la educación cívica más adecuada a la organización de las
ciudades griegas, unas ciudades griegas que, por primera vez en muchos años, están en paz. Por
otra parte, el hecho de que el acrecentamiento de las condiciones materiales lleve a una economía
expansiva, a una economía consumista, explica el interés de la generación del último Platón y la
inmediatamente posterior a Platón por las conquistas de la ciencia empírica, de la minucia, del
por menor que permiten sencillamente las artes de la palabra. Por consiguiente, no es en absoluto
casual esta especie de diferencia de talante entre el pensamiento de Platón, mucho más épico que
el de Aristóteles, de un Platón que está constreñido a problemas enormes porque ha
protagonizado, ha vivido el final de la hegemonía ateniense, los terribles acontecimientos de la
caída de Atenas, con respecto a ese otro pensamiento mucho menos épico, mucho más pacífico y
a su vez llevado por ambiciones mucho más científicas, de ampliación de los saberes de escuela,
que encontramos en Aristóteles.
La historiografía romántica, tan cargada siempre de prestigio del heroísmo, ve en esto un
Platón épico frente a un Aristóteles mediocre, y es una imbecilidad propia de historiografías que
extrapolan los valores propios de su tiempo y que tienen un cierto gusto por lo atormentado y por
lo heroico, frente a este otro gusto por lo académico y lo minucioso; en cualquier caso, son
resultado de una situación social distinta.
Pues bien, en esa situación social distinta, a la que acabo de referirme, le corresponden, por
tanto, unas incitaciones de carácter cultural -ya he hablado de ello: la - que tienen poco
que ver con el mundo anterior y que, en cambio, van a determinar los grandes debates del
momento. Aristóteles no se comprende sin estos grandes debates; esos debates no son ya los del
gobierno único, como es el problema que habitualmente atormenta a Platón: no es el de
interrogarse cuál es el gobierno frente al cual todos los demás serán injustos, sino que los debates
ahora son mucho más relativos, como corresponde a una vida mucho más democrática aunque
también sea más tradicional en sus creencias. En efecto, los dos debates fundamentales en los que
se forma el pensamiento aristotélico, correspondiente a esta época de relativa paz y estabilidad
son: uno el del panhelenismo -esto es, la pregunta por si existe alguna fórmula, una vez que se
han hundido los ideales hegemónicos, de llegar a la unificación de las comunidades griegas por
vías pacíficas: sabemos ya que Atenas no va a gobernar sola, pero tampoco Esparta... ¿hay alguna
posibilidad de algún tipo de organización que nuclee en torno a ideales comunes a todas las
ciudades griegas? Este es fundamentalmente el mundo de Isócrates. Isócrates, un contemporáneo
de Platón, más joven que él, que ya es algo mayor cuando Aristóteles empieza a trabajar, es el
gran creador de toda esta corriente de pensamiento panhelenista que él ve radicada en la
posibilidad, en efecto, de una educación ciudadana de carácter democrático y retórico que, sin
embargo, evite los principales defectos que tradicionalmente se asignan a la sofística: que evite el
agnosticismo y las pugnas por la producción de virtud (el carácter productivo de la virtud). En su
lugar, lo que propone son esquemas de federalismo entre las ciudades, que deben ser regidas por
aquél que, manteniendo la soberanía (el príncipe), sea al mismo tiempo el que ejerza mayor
número de virtudes. De modo que la educación debe ser, en este sentido, la creación de virtudes
del príncipe o la creación de virtudes del que ha de gobernar. La idea de Isócrates, por
consiguiente -idea que se ha repetido después a lo largo de la historia de Occidente muchas
veces-, es la de que las sociedades se rigen bien cuando hay cuadros competentes que las
gobiernen; y el asunto de la educación del pueblo -aquél que había preocupado
fundamentalmente a los sofistas- ya vendrá luego y tendrá que ser mucho más pasivo. Isócrates
introduce las primeras noticias que nosotros tenemos de lo que podría llamarse el despotismo
ilustrado: si a unos cuantos cuadros dirigentes pudiéramos ilustrarlos de manera conveniente, de
manera adecuada, para lo cual el instrumento fundamental debe ser la retórica, es decir, la
discusión pacífica, ordenada, elegante, entonces esos cuadros dirigentes no se harían la guerra
entre sí, podrían negociar, libres de prejuicios y de dominio, la unificación de la cultura griega.
Hay, como veis, una renuncia al ideal máximo sofista de entregar el poder a todos los
ciudadanos y también una renuncia simultáneamente al ideal oligárquico o al ideal aristocrático
de que el poder es un asunto de herencia. Isócrates es, en este instante, el que determina las
condiciones mismas de la polémica panhelénica -que como veis, en segundo lugar, es una
polémica educacional, una polémica por la παιδεία y que se presenta ahora, pues, como ese ideal
educativo al que se opone la filosofía. El filósofo no va a tener que luchar ahora prioritariamente
contra el sofista: la democracia radical ha pasado a la historia, se ha hundido con los últimos
gobiernos radicales de Atenas. La desaparición del proyecto de profundización democrática en la
línea de los herederos de Pericles, la desaparición que ha tenido lugar simultáneamente a la
desaparición de la propia hegemonía de Atenas, es ahora sustituida por una imagen, ella misma
retórica aunque no sofística, de crear, como digo, unos cuadros dirigentes suficientemente
inteligentes, educados y virtuosos que dirijan las ciudades. Por la misma razón, la filosofía no
tiene ahora que oponerse o no se opone ahora de hecho al ideal sofista sino a este ideal retórico
moderado que expresa Isócrates, que expresa el panhelenismo de una ciudadanía democrática en
sentido laxo, relajado. Y, de hecho, lo que vamos a encontrar es que todo el final de la Academia
platónica, todo el periodo final de la vida de Platón -cuando Platón se ha desencantado ya de
teorizar el gobierno de los filósofos- son precisamente discusiones, o todo ese final está marcado
precisamente por discusiones con Isócrates, discusiones ahora con este ideal de la democracia
light que Isócrates representa. Frente a la noticia de una educación de todos modos retórica que,
si no va dirigida al pueblo va dirigida, en todo caso, a las clases dirigentes para que establezcan
un gobierno benéfico, la idea que persigue obstinadamente el filósofo es la del gobierno de la
virtud por aquél que tiene la ciencia que puede descubrir esa virtud, que puede alumbrar esa
virtud. Ese es, pues, el mundo que explica la primera juventud de Aristóteles y, desde luego, el
mundo que explica las ideas-fuerza, los grandes núcleos temáticos por los que se mueve su
educación. Y, en efecto -si tratamos ahora de integrar en este esquema general la biografía de
Aristóteles-, lo primero que encontramos en ella es un muchacho nacido fuera del marco de la
cultura helénica que, sin embargo, va a estudiar a Atenas y que allí vive y vive apasionadamente
este conjunto de problemas; el conjunto de problemas que establece la polémica -a la que ahora
dedicaré unas palabras- entre estos nuevos ideales de una sofística light frente a los ideales
manifiestos, prolongados, de la filosofía en el sentido platónico del término.
Aristóteles nació en Estagira; Estagira está en Calcidia, al norte de Grecia, en una zona de
habla griega pero tradicionalmente no asimilada a la cultura griega, una zona cuasi-bárbara; son
griegos pero griegos de segunda categoría. Calcidia es una ciudad de habla jonia, colonizada por
Andros y Calcis en época histórica, y por consiguiente ahormada de alguna forma a los modelos
civilizatorios de las comunidades jonias. Aristóteles por eso no se va a sentir completamente
extranjero en Atenas porque en cierto modo él tiene un ascendente jonio correspondiente a su
propio nacimiento y a su propia configuración familiar. Su padre de nombre Nicómaco -poco
después será el nombre del hijo del propio Aristóteles- era médico y servía en la corte de los
reyes de Macedonia. De hecho era médico personal de Amintas II, padre a su vez del gran Filipo.
Es verdad que el padre de Aristóteles murió pronto en relación con el hijo, el chiquillo tenía dos o
tres añejos cuando murió su padre, pero la primera infancia de Aristóteles -y este es un dato de
gran interés, como ahora voy a señalar- se mueve en la comunidad de los Asclepíadas, es decir,
en la comunidad de los médicos. Los médicos forman una comunidad esotérica, una comunidad
secreta, con sus propios ritos, sus propios dioses y que atesoran sus conocimientos sin exponerlos
públicamente porque son fruto de unas τέχναι, de unas técnicas que son aprendidas en el sentido
de una cofradía religiosa. Lo que no cabe duda es que esta formación inicial, estos contactos
iniciales del joven, del niño Aristóteles, con el mundo de la medicina ha dejado una enorme
influencia, han supuesto un enorme impacto en la vida de Aristóteles. Aristóteles siempre va a
tener un sano empirismo detrás de él, de su persona. Cuando le hablen de cosas demasiado
elevadas, demasiado abstractas siempre tenderá a pedir contrastaciones empíricas, de la misma
manera que siempre interpretará el saber un poco a la manera de los médicos como control por
parte de la sabiduría o por parte de la ciencia de elementos empíricos, es decir, de la naturaleza
empírica. Y, de hecho, todo lo que conocemos de su afición por coleccionar hojas, rocas,
animales raros, etc., procede de ese talante en el que, sin duda, hay que reconocer una influencia
de su primer contacto con la comunidad de los médicos. Y esto es así porque aunque el padre
murió siendo él un niño, él fue asignado a la tutela de un tío suyo, Próxeno, con el que vivió
hasta la edad de 17 o 18 años, momento en el que es enviado a Atenas. Pues bien, Próxeno es
también médico, también pertenece al ámbito de los Asclepíadas, aunque no nos consta que tenga
una actividad médica en el mismo sentido que el padre -podía ser un funcionario, ya que la
comunidad de médicos tenía a su servicio funcionarios, administrativos...- pero lo que sí nos
consta, en definitiva, es que toda la niñez y una buena parte de la adolescencia de Aristóteles la
ha pasado en este medio extraordinariamente cercano a ideales científicos de carácter empirista,
de carácter manipulador de la naturaleza. Así que no se puede trivializar sobre este asunto: todas
estas imágenes de la niñez quedan muy grabadas y desde luego en ellas podemos encontrar
alguna explicación, si bien que puramente ocasional o circunstancial, del talante investigador de
Aristóteles.
En cualquier caso, y esto es lo que importa, el primer dato que tenemos conocido y de gran
importancia para la vida de Aristóteles es que en el 367 marcha a Atenas a estudiar. El hecho de
que un muchacho de una región tan lejana como la Macedonia realice este viaje implica que
Aristóteles pertenece a una familia pudiente. El padre le había dejado una fuerte herencia, el tutor
la gobierna, y con cargo a esa herencia el chico va a estudiar al Oxford de la época que es Atenas.
Nuestros datos son aquí un poco confusos. Desde luego parece acreditado que la fecha de la
llegada de Aristóteles a Atenas es el 367 a. C., pero no estamos seguros de si va directamente a la
Academia platónica. Dos fuentes distintas, una muy poco apreciable y otra de gran interés
indican que antes de llegar a la Academia Aristóteles dio clase en el círculo de Isócrates. Y este
dato, no comprobado, es, sin embargo, precioso para nosotros. Porque, si efectivamente
Aristóteles llegó a la Academia por rechazo de la enseñanza retórica isocrática eso indicará la
razón de que su interés máximo en los primeros años de vida académica fuera la retórica, el
juicio a la retórica. Si no es así, en cualquier caso estos primeros años de formación muestran que
la retórica era el gran tema en cuestión en la Academia de aquel momento. De manera que,
siguiendo una y otra hipótesis se explica en ambas el interés de Aristóteles por trazar, como
primer elemento de su preocupación filosófica, una frontera bien definida entre filosofía y
retórica, entre educación filosófica y educación ciudadana no filosófica. De todos modos, lo que
sí es cierto es que como mucho al año de estar en Atenas ya está instalado en la Academia, donde
entra en un momento en que no está Platón. Platón está a la sazón embarcado en su tercer viaje a
Siracusa, Sicilia. Aristóteles entra, pues, de la mano de Eudoxo, el mandamás en la Academia, el
escolarca de la Academia, por consiguiente el que la dirige. Eudoxo es fundamentalmente un
matemático; andando el tiempo la orientación matemática será la que predomine en la Academia.
Y que Aristóteles tuvo una formación intensamente matemática en sus primeros años está hoy
demostrado a través no sólo del análisis de sus obras sino también por ciertas fuentes que lo
declaran. De manera que la primera formación de Aristóteles al llegar a la Academia es la que le
brinda la matemática de Eudoxo, y eso dejará una impronta importante en su obra.
Eudoxo se fija rápidamente en ese mozalbete, es raramente culto e inteligente para su edad;
en muy pocos años, por comparación con otros discípulos, se le llama ya νοῦς, es decir
“intelecto”, ese es el mote que se le pone, y otro mote del que nos habla Diodoro es “el lector”.
Este segundo mote es más importante que el primero ¿Qué quiere decir “el lector”? La anécdota
no es trivial: lector es aquél alumno aventajado de los últimos cursos que en la clase lee el texto
que el profesor se va a poner a comentar en el aula; esa función siempre la desempeña aquél que
ya tiene mayor confianza de su profesor, es decir, el primero de la clase, el más listo.
¿Cómo son las clases en la Academia, cuáles son las cosas que allí se ventilan? Por las
mañanas en la Academia se daban clases teóricas. Se levantaban tempranito, hacían abluciones, y
toda una serie de cosas que nos hacen pensar en que los ritos, casi religiosos, tenían importancia
en la vida de la Academia (la filosofía como una cofradía casi religiosa); y después, toda la
mañana se la pasaban dando clases teóricas. Éstas estaban fundamentalmente basadas en la
matemática y la geometría, indistinguibles en ese momento, y en otras disciplinas entre las que
debían ser importantes aquellas que remiten a la lógica. Ya sabéis que Platón no crea, en sus
escritos al menos, una lógica en el sentido en que luego hablará de ella Aristóteles, pero eso es
por la trampa que nos proporciona el hecho de que de Platón sólo conocemos la obra exotérica, la
obra publicada; sin duda en la praxis de la Academia sí tenían importancia los desarrollos
minuciosos de las posibilidades argumentativas de la dialéctica, y desde luego los Tópicos de
Aristóteles, esa obra muy primeriza, muy juvenil de Aristóteles, es una obra que se explica
fácilmente por las discusiones que en la propia Academia debían tener lugar sobre el alcance
mismo de la dialéctica.
Después, a una determinada hora, los estudiantes comen y entonces comienzan las clases
prácticas al atardecer. Y en esas clases prácticas lo que se producen son debates libres entre
profesor y alumnos sobre un tema que se saca a colación. Las clases teóricas se producen siempre
de la misma manera: el profesor trae un texto y el lector, el listo de la clase, lee ese texto y
entonces el profesor introduce comentarios, ὑπομνήματα, a ese texto leído. Eso explica mucho
del estilo del Aristóteles que nosotros conocemos, lo suyo son apuntes pero no como se creyó en
algún momento apuntes de alumnos, sino los apuntes que el profesor pone al servicio de la clase
para que sirvan de pie a los ὑπομνήματα, a los comentarios que el profesor hace verbalmente.
Generalmente en las clases teóricas el alumno no interviene, escucha, que es lo que debe hacer, y
en cambio interviene ya más relajadamente en los debates de la tarde. Pues bien, los debates de la
tarde tienen una orientación completamente práctica: son debates sobre la παιδεία, sobre el modo
como se debe educar al ciudadano, al joven, sobre las formas como la filosofía puede servir de
acicate a esa educación. Y por eso en los cursos de la tarde tiene una enorme importancia el
debate con la retórica. En la primera Academia ha sido el debate con la sofística el fundamental;
en el momento en que entra Aristóteles -lo he dicho ya- el debate está siendo con los isocráticos,
con los panhelenistas, que se entregan a una retórica relajada, moderada.
Pues bien, esto explica perfectamente lo que ocurre en la vida de Aristóteles. Como veis no
implica ninguna originalidad suya, ni mucho menos una rebaja, un relajamiento de los intereses
teóricos de Aristóteles con respecto a los intereses platónicos. En efecto, la primera obra que
escribe Aristóteles de la que tenemos noticia es un diálogo a la manera platónica, cuyo objeto,
cuyo tema, es la educación y concretamente la retórica. Esta obra se llamaba el Grilo, y Grilo era
el hijo del Jenofonte estratego -nada que ver con el Jenofonte escritor-, personaje de una gran
importancia en ese momento y que tiene el poder real en Atenas.
Jenofonte es el que ha promovido, precisamente, la alianza con Esparta que ha hecho
posible la deposición de la rivalidad y la Paz del Rey. Jenofonte es un personaje, por tanto,
favorable al establecimiento de un statu quo definitivo y a la evitación de las guerras. Por lo
tanto, este Jenofonte inicia una política agresiva contra todas aquellas comunidades díscolas que
no quieren, no aceptan el statu quo producido por la Paz de Antálcidas. Y, efectivamente, eso son
ciertas comunidades corintias, de manera que en un momento dado Atenas declara la guerra a
Corinto, a quien derrota estrepitosamente en Mantinea. Lo que pasa es que en Mantinea Grilo, el
hijo de Jenofonte, muere. Grilo es un jovenzuelo de sólo 19 años, en el que se han depositado
grandes esperanzas por parte de la comunidad ateniense. Lo tiene todo: es hijo del poderoso, él
mismo tiene buen trato, parece ser que estaba adornado de las mayores virtudes, la física entre
ellas... La muerte de Grilo provoca una especie de tristeza colectiva en Atenas, que los retóricos
aprovechan para hacer elogios fúnebres, bajo los cuales es difícil no darse cuenta que son elogios
indirectos al padre que es el que tiene el poder. Elogian al hijo pero es para congraciarse con el
padre. Pues bien, el diálogo Grilo, que en ese momento escribe Aristóteles, es un diálogo que,
primero, reproduce la doctrina sobre la retórica de Platón, concretamente lo que leemos en el
Gorgias y en el Fedro, seguramente una mezcla de argumentos de ambos, donde
fundamentalmente se mantienen estas dos tesis cohesionadas entre sí: primero, la retórica es un
falso saber, en realidad es sólo un instrumento de adulación política. Claro, la ocasión se le
brindaba a este Aristóteles jovencillo y él la ha aprovechado: desenmascara a los isocráticos que
escriben epitafios de Grilo pero en realidad lo que están haciendo son elogios implícitos del
poderoso; la retórica no es un saber pero si lo fuera es un instrumento al servicio del poder. Y este
dato concreto, la retórica al servicio del poder, inaugura la crítica de Platón a la retórica de
Isócrates, y en general a esta sofística relajada. Si es un instrumento al servicio del poder,
entonces la retórica carece de moralidad. El saber retórico es un saber inmoral puesto que lo
único que proporciona son argumentos eficaces, útiles, y como la moralidad se mide por la
intención de los hombres, si el saber no controla esas intenciones, es decir, si no hay un criterio
que elimine esas intenciones perversas o incluso cualquier intención, si el saber no es autónomo
en sus caracteres epistémicos, si el saber no se pone al margen pues del bien y el mal, ese saber
no puede pretender servir para la educación de Grecia.
De manera que las tesis desarrolladas en el Grilo implican que Aristóteles ya desde su
primera juventud ha tenido como especial motivo de su preocupación teórica la παιδεία, y la
educación precisamente en el contexto de la política, de la ciudadanía en la πόλις, y que ha hecho
una apuesta decidida y definida por los ideales filosóficos. El Grilo -del que han quedado apenas
un par de frases, pero que podemos reconstruir por un par de fuentes que ahora no vienen al caso-
afirma, inmediatamente después de la tesis crítica de que la retórica no es más que un útil al
servicio del poder, y que la verdadera sabiduría ha de ponerse al margen de las intenciones de los
hombres, una segunda tesis firme: ese saber capaz de ponerse al margen de las intenciones es la
filosofía.
Por tanto, la primera parte del argumento es típicamente platónica, ahí vemos el mundo del
Gorgias: la retórica no es más que una cosmética, dicen Platón y Gorgias, es un instrumento al
servicio del poderoso contesta a Trasímaco y a Polo el Sócrates platónico; es una tesis pues
propia de la Academia. Sin embargo, el segundo argumento ya implica un posicionamiento
propio y original frente a la Academia y este es por consiguiente el que nos interesa. Porque lo
que decía Platón respecto a este problema de la educación es que la educación debía estar
presidida por la moralidad. En la medida que la retórica puede tener fines inmorales no puede ser
un instrumento al servicio de la educación. Por lo tanto, la filosofía es un instrumento al servicio
de la educación, es la verdadera educación porque la filosofía contiene la moralidad que es capaz
de definir lo bueno y lo malo. ¿Qué es lo que está diciendo Aristóteles ya desde el Grilo? La
ἐπιστήμη carece de toda relación al bien y al mal, no es -como ha dicho Platón- algo en lo que
quedan introducidas las condiciones de la moralidad; la ciencia es neutra con respecto a toda
moral. Aristóteles va a potenciar y a desarrollar infinitamente esta idea en el curso de su vida que
está ya en los orígenes mismos de su formación, una idea que va a tener una trascendencia
histórica difícil de exagerar: la noción de una ciencia que está sobrepuesta al concepto del bien y
del mal, la noción de una ciencia que no contiene, para evitar el mal, alusión alguna al bien.
Todavía Platón ha querido hacer de la ciencia un instrumento del ἦθος moral y ha dicho: la
ciencia es aquel saber que debe darnos las condiciones que definen al bien y que, por
consiguiente, a partir de ahí, hacen que sea posible organizar una educación filosófica. Aristóteles
dice, en cambio, que la retórica nos sirve porque en ella hay la posibilidad de que se introduzcan
malas intenciones, intenciones perversas, dominio, por lo tanto la ciencia debe ponerse en un
plano en el que no tengan ningún interés, ninguna posibilidad de influencia las intenciones de
cualquier tipo.
La ciencia está al margen de la moral, ella es neutral, ella tiene la posibilidad de remitir
objetivamente a lo objetivo. Claro que para eso se necesita contar con unas proposiciones o con
unos enunciados en los que toda referencia al mundo subjetivo, al mundo de la intencionalidad
humana, quede limitada. Y esto no aparece en Platón; éste sigue manteniendo la idea socrática
del sabio que es bueno. En una relación, ciertamente no tan marcada como en Sócrates, de
identidad entre la bondad y el conocimiento pero en la que sin embargo se sigue manteniendo la
conexión estricta entre el conocimiento como condición de posibilidad de la bondad, el
conocimiento sin el cual no se puede ser bueno, aunque el sabio pueda ser malo. Lo que
Aristóteles propone ahora es que existe la posibilidad de ejercer el conocimiento con un tipo de
enunciados del que se ha abstraído, eliminado enteramente toda referencia a la intención.
Si hablar se dice φημί en griego, ἀποφήμι sería un hablar que extrae, un hablar
“extrayente”, y lo que inmediatamente preocupa a Aristóteles, inmediatamente después de la
publicación del Grilo, es encontrar ese tipo de lenguaje, ese tipo de enunciados del que se pueda
extraer, eliminar y separar toda referencia a la moralidad. Que sea, pues, un λόγος, pero
ἀποφαντικός, un λόγος sin subjetividad alguna, un λόγος que traduce objetivamente lo objetivo y,
por lo tanto, que suspende desde el principio toda referencia a la intención, bondad o maldad, de
los hombres.
De manera que, como veis, en los primeros años de los estudios de Aristóteles, cuando ya
ha empezado a ser un hombre con el que se cuenta, empieza a funcionar el problema de la lógica,
del órgano, del instrumento del saber, como un problema central; ahora bien, algunos lógicos
malinterpretan este hecho cuando piensan que en él no hay posiciones históricas definidas. El
nacimiento de un discurso lógico, por tanto, de un metadiscurso, no surge de condiciones
inmanentes a la ἐπιστήμη, nace más bien de definiciones de aquél que quiere saber, que quiere
interrogarse sobre la posibilidad de obtener un discurso del que queden excluidas las referencias
a la intencionalidad humana. Y por eso, la primera distinción que hay que hacer es entre aquellos
saberes que convienen reservar al λόγος tal cual él es el λόγος humano, con sus pasiones, sus
afectos, sus intenciones, de aquel otro saber capaz de excluir toda subjetividad y convertirla en
discurso objetivo, ἀποφαντικός; la distinción, por tanto, entre λόγος y λόγος ἀποφαντικός.
Corresponde al λόγος, al λόγος como discurso humano, que mantiene todas las características del
lenguaje, todos aquellos saberes en los se encierra la persuasión o la comunicación artística;
corresponden al λόγος del hombre corriente y de su lenguaje ordinario la retórica y la poética.
Mientras que con relación a la retórica y a la poética nosotros podemos proponer otro tipo de
saberes que se basen en enunciados nuevos, en los que precisamente lo que se ha suprimido es
toda referencia a esa subjetividad, y estos saberes son los que corresponden, en efecto, a la
matemática, en primer lugar, y a la física, en segundo lugar.
La ética…¿dónde quedará? Evidentemente, del lado del λόγος que no puede prescindir de
la subjetividad humana; también pertenecerá a esa forma de enunciados la política, mientras que
a estas ciencias teóricas que hablan en un lenguaje raro no-humano, del que se han quitado los
elementos humanos, no les corresponderá ninguna de las prácticas que conducen la vida de los
hombres. Con lo cual, la situación de Aristóteles inmediatamente después de escribir el Grilo es
la de una fuerte discusión con Platón -y eso es lo importante. El poder mantener el ideal de la
filosofía frente a Isócrates ha llevado a Aristóteles a comprender, simultáneamente, que no se
puede mantener enteramente el ideal de Platón. El defender a la filosofía va a ser ahora una
cuestión que sólo cobrará sentido desde el punto de vista de superar el ideal básico de la filosofía
de Platón, y, por eso, la vida de Aristóteles cobra desde este mismo instante una conciencia
definitiva sobre cuál tiene que ser su trayectoria intelectual: tendrá que hacer la crítica de Platón
por mor de la filosofía, tendrá que ser precisamente antiplatónico para poder ser filósofo. Y lo
que se encierra aquí es, en efecto, una crisis del ideal científico, omnicomprensivo, de la
ἐπιστήμη platónica. Ésta ha creído, en efecto, que pude dirigir no sólo los asuntos teóricos sino
también y en el mismo plano los asuntos prácticos, que la ética puede ser tan científica como la
física o como la matemática. Que puede, pues, hablarse de una cientificidad de la conducta
moral, de la misma manera que se pude hablar de una cientificidad de las leyes que rigen la
física.

REVISIÓN DEL 

Lo que experimentamos desde el primer momento que nos acercamos a la vida de


Aristóteles es precisamente una crisis de este ideal dialéctico. Crisis de la dialéctica, en todos
aquellos elementos en los que nosotros tenemos que dejar intactas las intenciones humanas, su
capacidad para ejercer el bien y el mal; y esos son los que corresponden precisamente a la ética y
a la política, de las que no podemos hacer una ciencia estricta. ¿Qué es lo que lo impide? El
carácter contingente, libre que introduce la subjetividad en los enunciados, en el lenguaje. Y todo
eso no es susceptible ya de ser tratado en el plano científico en el que quería Platón. Si nosotros
queremos realmente tratarlo en ese plano científico exigido por Platón, tenemos precisamente
que prescindir de aquello que es muestra de contingencia o muestra de libertad, aquello que
introduce la subjetividad o la intencionalidad del que habla. Sí, pero cuando hacemos eso, nos
hemos deshecho inmediatamente el mundo humano. Cuando cumplimos esa condición lo que
hemos iniciado es un camino sin retorno; no podemos después volver al mundo. Por lo tanto, lo
que se impone a Aristóteles como una obligación de su formación en la Academia, es la discusión
con Platón en el doble terreno, de una parte, acerca de criticar las posiciones de una dialéctica
científica y, de otra parte, acercar de establecer cuál es la manera de encontrar la otra forma de la
ἐπιστήμη que ha de corresponder a ese mundo partido en dos, a ese mundo en el que la libertad y
la contingencia introducen un hiato insalvable.
Por eso el siguiente esfuerzo de Aristóteles en la Academia será el de indagar qué tipo de
lógica corresponde a estas cuestiones, dado que no podemos mantener el ideal científico extremo
de Platón, ver si podemos sin embargo racionalizar la ética y la política. Este es el problema en el
que se debate el Aristóteles de la Academia y en el que se genera casi completamente la
genealogía de su pensamiento. Porque, en efecto, inmediatamente después de la publicación del
Grilo, Aristóteles se embarca en un doble proyecto: por una parte, el mantener una παιδεία
filosófica frente a la παιδεία retórica. Las consecuencias del Grilo han sido que Aristóteles ha
obtenido un fuerte éxito en la Academia, tanto que se le ha ofrecido una cátedra, se le ha ofrecido
la posibilidad de ser docente; pues bien, aquella docencia de la que se hace cargo es precisamente
la de retórica filosófica. Por tanto, su primera preocupación es la de aclarar cuál es esa παιδεία
filosófica frente a la retórica, cómo se puede crear una retórica filosófica, y a ella corresponde la
segunda de las obras de Aristóteles que conocemos: el curso de retórica, la τέχνη ῥητoρική Alfa
de que nos habla el catálogo de Diógenes Laercio y que, sin duda, está representada en nuestra
Retórica actual de alguna forma. Aquí de lo que se trata, en efecto, es de determinar cuál es la
παιδεία filosófica frente a la παιδεία isocrática, pero en realidad este problema es ya
indistinguible de este otro: cuál es la lógica que corresponde a los argumentos en los que no se
puede prescindir del elemento subjetivo de la intencionalidades del que habla, cuál es la lógica
que corresponde a un λόγος que él mismo es παθητικός o ἠθικός, es decir, que él mismo es
moral, pasional o afectivo, que él mismo pone por mor de la libertad y, desde luego, por mor de
la contingencia, condiciones que no pueden ser absorbidas enteramente por la ciencia. Y eso es lo
que encontramos, en efecto, en Tópicos.
De manera que el curso de retórica que hemos perdido o que está embutido en nuestra
Retórica actual en forma imposible de determinar y los Tópicos son las obras que muestran, en
este periodo de la juventud más evidente de Aristóteles, los ideales de su formación y, desde
luego, la génesis misma de su pensamiento. Tópicos es una obra grande, por consiguiente una
obra que ha debido de gestarse lentamente, y para comprender la cual hay que comprender
todavía un poco más el problema que introduce la παιδεία filosófica cuando se ha prescindido del
ideal cientificista de Platón. Claro, con el ideal cientificista de Platón en la mano la conducta se
convierte en algo fácil desde el punto de vista teórico. Si yo puedo definir con exactitud cuál es el
bien, desde ese momento no tengo más que determinar en forma de prescripciones legales las
conductas que serán buenas. Si yo digo que el bien es “a” entonces estaré obligado a hacer “a” y
estará condenado todo aquel que haga “b”. Sencillísimo.
Lo sencillo es además inevitable; si pudiendo tener pruebas de que la conducta “a” es la
conducta virtuosa, si este alumno que tengo aquí enfrente comete la conducta “b”, entonces está
incumpliendo algo que es obligatorio y demostrativo, por tanto podemos cortarle la cabeza sin
complejo de culpa alguno. Porque no es hombre, es un monstruo. Pero, claro está, cuando se ha
renunciado a la posibilidad de que esto ocurra, es decir, cuando no podemos aplicar un lenguaje
objetivo a estas cuestiones en las que interviene un elemento de pura posibilidad, de pura
contingencia, de ejercicio positivo de la libertad, si no podemos hacer una ciencia demostrativa
del bien y del mal entonces lo que podemos es calcular cuáles conductas son probablemente
mejores respecto de aquellas que son probablemente peores. Por lo tanto, en el mundo que no es
enteramente objetivo, en el mundo en el que nosotros tenemos que conservar alguna forma de
subjetividad, tenemos que introducir de alguna manera el conocimiento de lo probable. Y está
claro que esto nos acerca, de una manera que para Platón sería muy peligrosa, al mundo sofista.
Porque está claro que si algo es solamente probable, eso quiere decir que no es verdad en
términos absolutos, y si esto es así entonces será objeto de acuerdo, pacto, convención, discusión
libre: estaremos entonces en el tipo de los δισσοὶ λόγοι, en el tipo de los dos λόγοι enfrentados
que finalmente toman decisiones meramente por acuerdo. Por lo tanto, el problema de Aristóteles
es cómo mantener la estructura de probabilidad que ontológicamente corresponde a este mundo
en el que se conserva la subjetividad, y, sin embargo, superar el nivel erístico, el nivel de la pura
discusión en plano de igualdad entre las tesis probables. Eso es lo que se dilucida finalmente en
Tópicos, en los modelos de argumentación lógica, de aquellos temas a los que no puede
corresponder cientificidad absoluta, por lo menos total. Algo que conseguimos cuando podemos
asignar un coeficiente a la probabilidad; y esta es una solución genial que hace de la probabilidad
una cuasi-ciencia en el sentido platónico. Yo puedo mantener los ideales de la filosofía siempre
que diga: hay una tesis más probable que otra, por tanto es obligatorio seguir ésta porque
funciona de una manera semejante a la verdad, ὅμοιος τε ἀληθῇ. No nos importa ahora
demasiado el detalle de este asunto.
Lo que Tópicos desarrolla es precisamente la lógica del coeficiente mayor de probabilidad
que permite permanecer en los ideales de la filosofía prescindiendo, sin embargo, de una ciencia
de la ética y de la política. Pero claro está que cuando yo he descubierto la mayor probabilidad
que asiste a una tesis con respecto a otra, sólo he hecho la mitad del camino. La otra mitad
consiste en que, como no es una verdad que pueda proponer imperativamente en forma de ley,
como yo no puedo decir, a la manera platónica, que si este no se comporta en la forma “a”, que es
la ciencia demostrativa, que le corten la cabeza, como siempre hay un margen posible puesto que
es contingente, puesto que es libre también a lo menos probable (pongamos que había dos
montones de dinero: uno de 1000 y otro de 500 pesetas; cogí el de 500, lo cual es bastante poco
probable... pero ¿y si es tonto y sí es verdad?; no puedes asegurar completamente nada cuando
operas con probabilidad); pues bien, como todo esto es así, a la determinación de una lógica del
mayor coeficiente de probabilidad tiene que seguir un tipo de retórica, es decir, un tipo de
persuasión también a la manera sofista, que persuade, sin embargo, no por la opinión con todas
las opiniones en plano de igualdad, que persuade, por tanto, en el sentido de persuadir sobre la
mayor probabilidad, en el sentido filosófico de lo que más se asemeja a la verdad pero que tiene
por función, exclusivamente, la persuasión.
Por lo tanto, Aristóteles reintroduce en la Academia, precisamente para salvar a la filosofía,
ideales rectificados, modificados de la sofística. Y es evidente que produjo un impacto fuerte en
el mundo de la Academia, hasta el punto que todo el periodo último de la permanencia de
Aristóteles en este entorno es un periodo de controversias entre bandos. Platón en el final de su
vida ya no era capaz de inclinarse por ninguno; tendió, sin embargo, a inclinarse más bien por los
matemáticos, que eran los que de alguna forma desarrollaban más intensamente el ideal de su
ἐπιστήμη. Hay una ética matemática, eso es lo que dicen los herederos de Eudoxo y de la
matemática. Mientras que otros, los que no por casualidad se llamaron ἐμπειρικοί, los
empiricistas o empíricos, se inclinaron más bien hacia esta posición cuyo jefe de filas era
precisamente Aristóteles.
En la génesis del pensamiento aristotélico hay ya, inmanentemente a la propia formación de
su pensamiento, un debate antiplatónico que se manifiesta precisamente por distinguir entre
aquellas cuestiones que son objeto de ciencia y en las que se puede respetar la filosofía, de
aquellas cuestiones que no siendo objeto de ciencia deben ser vigiladas, controladas, tuteladas
por la filosofía; y, sin duda, Aristóteles entiende que de esa manera se oponía a Isócrates. De
hecho, en las clases del curso de retórica era tradicional en él empezar todas las clases de la
misma manera: “es indigno dejar hablar a Isócrates”, que es la cita de un verso de Eurípides, para
inmediatamente señalar en qué forma se puede acuñar todavía el ideal de la educación filosófica
en un mundo en el que, sin embargo, se ha renunciado ya a una posición fuerte, estricta,
dogmática del mundo platónico, en que se ha renunciado ya a que la filosofía absorba la totalidad
de lo real. Por lo tanto, la propia preferencia de Tópicos sobre cualesquiera otras lógicas -
posteriormente desarrollará la lógica que corresponde al mundo de la ἐπιστήμη-, el hecho de que
Aristóteles comience precisamente por determinar los argumentos de probabilidad es altamente
significativo por lo que se refiere a la comprensión de la génesis, de los grandes objetivos de su
pensamiento. Sobre todo ha tenido interés por llegar a diseñar una ética y una política que si no
científicas, al menos pueda ser las más razonable porque serán, en consecuencia, aquellas que
tenga a su favor la mayor semejanza con la verdad. Dicho de otra manera, si no podemos hacer
una praxis filosófica, hagamos al menos una praxis vigilada por la filosofía. Naturalmente,
Aristóteles desarrolló otras actividades en el periodo de la Academia, pero éstas son las que
ponen en marcha su pensamiento y éstas explican suficientemente la génesis del sistema
aristotélico.
El análisis de los fragmentos que hemos conservado de la primera obra retórica de
Aristóteles, el Grilo, que nos presenta un Aristóteles jovencillo, completamente identificado no
ya sólo con los ideales de la Academia, sino también con los métodos platónicos, dio paso, como
os señalé, a una profunda crisis en el pensamiento de Aristóteles, crisis que sólo se salda bajo la
hipótesis de que es imposible mantener el ideal cientificista, necesitarista en todos los elementos
de la vida teórica. Dicho de otra manera: que no puede haber una ciencia de la conducta, y que,
por lo tanto, las aspiraciones de la dialéctica tienen que ser rebajadas drásticamente.
Esta operación de rebajar drásticamente las aspiraciones de la dialéctica pasa, sin embargo,
por una potenciación del propio ideal filosófico platónico, es decir, pasa por la determinación
rigurosa de cuáles son las condiciones que ha de cumplir una ciencia, una ἐπιστήμη. Toda vez
que eso quede definido, y Aristóteles lo intenta ya por lo menos en las operaciones de
demarcación del problema en los Tópicos, una vez que se ha determinado con todo rigor cuáles
son las condiciones que debe cumplir la ἐπιστήμη, precisamente por ello -de qué habla Platón
cuando habla así, entusiásticamente-, el resultado es que una gran parte de las cuestiones que
pueden ser planteadas, y desde luego todas las humanas, no caben en ese ideal de ciencia.
Precisamente esa meditación aristotélica lleva a expulsar del reino platónico a una buena
parte de las materias para las que Platón se veía en condiciones de dictar normas. Pero eso, lejos
de llevar a Aristóteles a una dimisión en esa inmensa zona que queda fuera del ideal de la
ἐπιστήμη, a una dimisión metodológica de la capacidad de racionalización del hombre, lo que le
lleva es a concebir una especie de sustituto epistémico, de negativo de la ἐπιστήμη, que sin poder
cumplir completamente la rigurosidad exigida por la ἐπιστήμη, sin embargo se vea dirigida por el
mismo afán de verdad que comprehenden los ideales de la filosofía. Y esto es lo que significa
ahora “dialéctica” en Aristóteles.
Ἐπιστήμη es ciencia rigurosa pero en ella no caben muchas materias. Para estas materias,
sin embargo, no hay ausencia de ciencia completamente, no hay puro enfrentamiento de
opiniones: hay la posibilidad de reconvertir la dialéctica hacia una forma de teoría del
conocimiento de lo probable, de epistemología de la probabilidad, que conlleva dos programas
diferenciados. Los argumentos que son más probables y la técnica de argumentar y convencer
acerca de su probabilidad; es decir, la dialéctica se estructura en dos programas paralelos: el
programa de conocimiento de lo probable y el programa de la comunicación persuasiva de esa
misma probabilidad.
Hasta ahora no hemos hecho más que establecer una de las secuencias problemáticas que se
establecen en el interior de la Academia durante el discipulado de Aristóteles. El otro problema es
el de los libros que componen la Ética, es decir, el de aquellos libros que hablan de las
condiciones racionales bajo las que el hombre es feliz individualmente y buen ciudadano,
colectiva o públicamente.
En efecto, nosotros sabemos que inmediatamente después de la publicación del Grilo,
Aristóteles se interesó rápidamente por las cuestiones prácticas. Esto no os puede extrañar si os
quitáis de la cabeza el Aristóteles escolástico, que está dominado por una jerarquía de saberes que
comienza por la Metafísica, sigue con los Lógicos, primero los libros teóricos y en último
término los libros prácticos, los Éticos y la Política. Esta es una visión de Aristóteles nacida
directamente de la Paloma del Espíritu Santo: un Aristóteles que desde el principio era ya sabio,
y que por lo tanto escribió todo en uno orden lógico y sistemático. Lejos de esto, resulta fácil
comprender, inmediatamente después de haber hecho una aceptación explícita de los ideales
platónicos en el Grilo, por qué Aristóteles se preocupa de los libros prácticos. La razón es esta:
porque la praxis era el corazón mismo del platonismo, porque todo el cientificismo platónico no
era más que un largo recorrido para poder fundamentar una praxis política, científica, por lo tanto
irrefutable, de la que podría esperarse la felicidad del hombre. Interpretar el platonismo de otro
modo es desconocer enteramente no sólo a Platón son también la historiografía platónica. El
corazón de las preocupaciones de la Academia descansaba en la interrogación por cómo se puede
plantear científicamente, a través de un largo rodeo, el gobernar una ciudad conforme a los
criterios de justicia objetiva. Esta es la cuestión.
Por lo tanto, se comprende bien que un discípulo de Platón como lo fue Aristóteles se haya
ocupado fundamentalmente, desde sus mismos inicios, también de esta cuestión. La verdad es
que la primera noticia que tenemos de una obra aristotélica posterior al Grilo, es decir, de un
Aristóteles docente ya en la Academia en la que se habla de este problema, es la segunda en
términos absolutos de las obras escritas por Aristóteles: el Eutidemo.
Eutidemo es también un diálogo, exactamente igual que el Grilo, en el que se toma también
como modelo literario la obra de Platón, y que está escrito según todas nuestras noticias en el
353; es decir, en un periodo muy juvenil de la docencia aristotélica. Sabemos muy poco del
Eutidemo ya que hemos conservado escasamente un par de fragmentos. Sin embargo, esos
fragmentos nos permiten suponer fundadamente, sobre todo partiendo de otras fuentes
doxográficas, que el Eutidemo seguía los argumentos del Fedón platónico, y por consiguiente,
podemos establecer fundadamente que el tema del Eutidemo era principalmente la inmortalidad
del alma. Una noticia que nos transmite Polibio señala que en él Aristóteles pasaba revista a los
mitos órficos tradicionales y que hacía una crítica de estos mitos, sin duda de raigambre
pitagórica, que conectaban con la Teoría de las Ideas de Platón, entendidas éstas como números.
Este es un dato precioso para la interpretación del Eutidemo, porque significa que en él
Aristóteles se había hecho cargo ya de la última enseñanza platónica sobre las ideas.
Platón había tenido muchas dificultades en garantizar la solvencia de su doctrina cuando
ésta era interpretada desde el punto de vista de los conceptos -una idea, un concepto-, de manera
que, para salvar las dificultades lógicas, pero sobre todo ontológicas, que la asimilación de la idea
al concepto le proporcionaba -estas dificultades las podréis comprender fácilmente con una sola
indicación mía: los conceptos dan también lugar a conceptos negativos, el bien no es más que la
conversa del mal y la belleza de la fealdad, y por lo tanto era preciso pensar en una serie
jerárquica de ideas, unas positivas y otras negativas. Para evitar ese déficit ontológico que
presentaba el problema de la pluralidad y fundamentalmente el problema del mal, Platón había
hecho una reconversión de su sistema por virtud de la cual ahora presentaba las ideas como
números, como números ontológicos, como números que de verdad están ínsitos en la realidad
particular de los seres físicos. Pues bien, la indicación de que los argumentos del Eutidemo sobre
la inmortalidad del alma implicaban una crítica de la doctrina órfica, es decir, pitagórica (teoría
de los números), y que se conectaba con la teoría de las ideas concebidas como números de
Platón, implica, desde luego sin ninguna duda, que el Eutidemo es un ejercicio, lo mismo que el
Grilo, de identificación concreta con la metafísica y con la moral correspondiente con la ética
subsiguiente de Platón.
Por tanto, la situación desde el punto de vista de la praxis, ese corazón de las actividades de
la Academia, es semejante al que vimos respecto de la metodología. Si el Eutidemo está escrito
en el 353 y el Grilo está escrito en el 355-54, parece obvio que en los primeros años de la
docencia de Aristóteles no hay ningún apartamiento respecto de la enseñanza platónica e incluso
de la enseñanza del Platón que sigue vivo, que sigue escribiendo como pensador en activo.
Sin embargo, desde muy pronto, concretamente desde dos años después, con la aparición
del Protréptico empieza a conmoverse el espíritu aristotélico y a notar dificultades en los
planteamientos práxicos, praxeológicos de Platón.
PROTRÉPTICO

Un par de indicaciones, antes que nada, sobre la propia historia del Protréptico. El
Protréptico se daba por perdido, sólo teníamos dos noticias doxográficas, ni siquiera
transliteración de la obra de Aristóteles, además anecdóticas, que lo único que mostraban es que,
todavía en el s. IV, existía el libro del Protréptico, que aún no se había perdido. Sin embargo, en
el siglo pasado, concretamente en 1861, dos filólogos alemanes descubrieron que en una obra del
mismo nombre, escrita por Jámblico, había grandes diferencias entre unas partes y otras, y éstas
eran de dos clases: unas eran típicas del griego helenístico, de la koiné del s. II, mientras que
otras partes eran de estilo típicamente aristotélico; y, por otra parte, se dieron cuenta de que había
diferencias entre aquellos fragmentos en los que se escribía en koiné, los cuales eran comentarios
de aquellas otras partes en las que el texto estaba escrito en lenguaje aristotélico, en ático del s.
IV. Entonces determinaron que esas partes escritas en ático eran textos reales, citas literales del
Protréptico aristotélico. Salvo por pequeñas discusiones, este punto de vista está hoy en día
admitido, de manera que con el Protréptico nos encontramos con el primer escrito conservado en
una cierta medida, desde luego superior (10.400 palabras, unos 10 folios nuestros), que se
considera que es obra de Aristóteles.
Pues bien, qué pasa con el Protréptico. Tenemos la extraordinaria fortuna de saber a quién
iba dirigido, contra quién iba dirigido y cuáles fueron las circunstancias que promovieron la
escritura del Protréptico. Son más o menos las siguientes: el libro estaba dirigido a Temistio y,
por otra parte, los fragmentos que nosotros conservamos ahora se inician con una exhortación a
Temistio. ¿Quién es este Temistio? Mentiría si dijera que lo sabemos al cien por cien, pero sí al
80%, digamos. Se trata de un príncipe chipriota, que gobernaba un poco vicariamente,
feudatariamente, del gran príncipe Evágoras al que se dirige la Antídosis de Isócrates, uno de los
discursos fundamentales de Isócrates, y en el que hace los mayores esfuerzos por designar los
ideales de la παιδεία panhelénica que la propia escuela isocrática, heredera como ya sabemos de
la sofística, confiaba en hacer posible por medio de los ideales de una reunificación de toda
Grecia, conforme a un ideal específico de ciudadano y de político que es el del hombre prudente,
aquel que sabe tomar las decisiones adecuadas basándose en la experiencia que le proporciona la
acumulación de cultura. El ideal del hombre isocrático es un ideal que recurrentemente aparecerá
en la historia de Occidente, es decir, la concepción de que el Estado debe ser gobernado por
gentes, por élites, que estén bien formadas. La escuela de retórica debía enseñar
fundamentalmente eso: a ser un chico sensato, que sepa calcular (λογισμός) las posibilidades que
tiene en su mano obteniendo la información de una experiencia basada en el aprendizaje cultural,
en la gran cultura de la civilización griega. Por lo tanto, Isócrates concebía la preponderancia de
una cultura, la griega, no se ocupaba de otra cosa y trataba de conseguir una especie de
precipitado de la cultura que fuese compartible y común a toda Grecia, desde la cual se podrían
crear élites capaces de dirigir el Estado.
El Protréptico está dirigido precisamente contra la Antídosis, es decir, es un nuevo escrito
anti-isocrático, exactamente igual que lo era el Grilo. Contra los ideales, por consiguiente, de esta
 de gentes sensatas, liberales, algo elitistas y bien formadas para tomar las decisiones
correspondientes y a favor del tipo de παιδεία filosófica a la que se dirige justamente la
exhortación a Temistio. Todo el principio del Protréptico es esa exhortación: olvídate de ser sólo
sensato, de calcular en cada momento lo que te conviene, y en su lugar haz una apuesta firme y
decidida a favor de una ética, de una política que efectivamente tenga a su favor la verdad. Si
haces eso entonces desembocarás necesariamente en la educación filosófica porque sólo la
filosofía procura la verdad.
Este es, por consiguiente, el ambiente del Protréptico: de nuevo nos encontramos a un
Aristóteles empeñado en una cruzada contra la παιδεία liberal isocrática a favor de los ideales de
la filosofía; y puesto que Evágoras, el gran mandamás del mundo chipriota, era el destinatario de
los discursos de Isócrates, Aristóteles al remitir su escrito a un príncipe chipriota quiere con ello
llevar la pregunta al punto exacto donde esa polémica puede producirse. Temistio, en efecto, con
toda probabilidad era príncipe de la familia real chipriota, como digo, sin duda, había estudiado
filosofía, estaría cercano a los círculos platónicos, y por consiguiente podría contrarrestar, desde
el punto de vista de la filosofía y concretamente de la Academia, la influencia de Isócrates sobre
Evágoras, el rey de Chipre. El Protréptico es, de nuevo, un escrito polémico, cuyo principal
depositario es la crítica de Isócrates.
Ahora bien…¿qué nos cuenta el Protréptico? El análisis de la exhortación es ya muy
indicativo de cuál es la posición de Aristóteles en ese momento (351), en el que se van a producir
fallas, verdaderas crisis, que suponen otras tantas instancias de discusión con Platón; y también
anuncian ya que exactamente igual que en el problema del método, ello va a tener lugar para
salvaguardar el platonismo. Ante la imposibilidad de mantener esa desmesura platónica,
completamente imposible y por lo tanto suicida, de extender el ideal rigorista de la necesidad y
de la ciencia al orbe de la ética, mas, no obstante, para salvar el ideal filosófico es para lo que se
determina inicialmente la escritura del Protréptico.
En la propia exhortación por la que comienza el escrito que hemos conservado, Aristóteles
indica que hay dos sentidos de la palabra filosofía, de la actividad en que consiste la función de
filosofar: uno es plantear la cuestión de si, absolutamente hablando, en aquella materia
correspondiente se puede actuar o no filosóficamente. ¿Hay cuestiones acerca de las cuales puede
no filosofarse? ¿hay cuestiones para las cuales la filosofía es un instrumento inútil? Esto es lo
primero que debe plantearse alguien que se dedique a la filosofía. Y lo segundo es: en qué
consiste, supuesto que para determinadas materias cualesquiera se pueda filosofar, en qué
consiste eso, el filosofar mismo.
Esta diferenciación propone ya un interrogante decisivo sobre la ética platónica. No os
olvidéis que la ética platónica ha sido definida de una vez por todas en el Crátilo: es allí cuando
Platón señala que las esencias o las ideas no son sólo de aplicación al cuerpo de nuestras
proposiciones teóricas, sino que también lo son para las acciones, y por tanto que las ideas rigen
también en el orden de las conductas. De manera que, igual que hay una lanzadera esencial –que
es la que el artesano tiene en la cabeza cuando se pone a hacer su instrumento-, de igual manera
que potenciando por peraltación este punto de vista llegamos a todas las ciencias por elevadas
que sean, de la astronomía o de la física, de igual manera hay una ciencia de la praxis y que esas
conductas esenciales han de ser de tal suerte, dice Platón que “no se alcen ni se depongan
conforme al πάθος de los hombres o a la pura voluntad”. Es decir, que hay conductas esenciales,
y por consiguiente para un platónico estricto la pregunta sobre si hay materias acerca de las
cuales no tenga algo que decir la filosofía es una pregunta sin sentido; por supuesto que no las
hay, nada puede quedar al margen de ese ideal de cientificidad en el que quedan incluidas las
artes teóricas, las artes tecnológicas y las artes prácticas.
La pregunta, pues, manifiesta ya una interrogación por parte de Aristóteles, interrogación
que debía sonar escandalosamente a los oídos platónicos. Ahora bien, repuestos de esta
impresión, la segunda produce todavía más perplejidad.
No sería necesario que Aristóteles se planteara la cuestión de qué significa filosofar si él
fuera sencillamente, ya en este año 351, un discípulo de Platón, dispuesto a seguir enteramente su
sistema. Por tanto, ya en la exhortación a Temistio nos encontramos con que el Protréptico
supone un punto de inflexión crítico respecto del mundo platónico. Y esto contradice, en parte al
menos, la tesis de Jaeger –tesis que yo mismo he seguido en alguna publicación mía de la que
ahora me arrepiento-, según la cual el Protréptico sería un escrito él mismo completamente
platónico. Un análisis más minucioso, más ponderativo del punto mismo de arranque del
Protréptico, permite comprender que ya en él ha empezado la crisis que se va a hacer manifiesta
en la Ética a Eudemo.

POLÍTICA Y COMUNIDAD: PERIODO ACADÉMICO

Pero sigamos entonces ahora el hilo de la argumentación del Protréptico para ver en qué
forma se va separando Platón de Aristóteles y en qué forma queda el problema establecido al
término del diálogo.
En primer lugar, Aristóteles nos dice en esos fragmentos que el valor del filosofar, aquello
por lo que se está preguntando lo es tanto para la vida teórica -cosa que no hay duda-, como
también para la vida práctica, por tanto he aquí una tesis completamente platónica: la filosofía
tiene un valor teórico pero también tiene un valor para la vida práctica, y la división de la vida
práctica en ética del individuo y política, es decir, del ciudadano, posee igualmente el sello
platónico. A partir de ese momento Aristóteles dice que ese valor que tiene la filosofía para la
vida teórica y práctica se manifiesta fundamentalmente en un tipo de conducta que define la del
hombre feliz y buen ciudadano, y ese tipo de conducta es la vida contemplativa, es decir, la vida
teorética. Por tanto, tenemos aquí un preludio de lo que será en todo caso la ética aristotélica: el
ideal del sabio es el ideal de la vida contemplativa, el sabio es aquel que se limita a contemplar
las esencias puras y, por consiguiente, que no se dedica a manipular otras cosas. El ideal del sabio
es también el ideal ético por excelencia, el ideal del sabio lo expresa el βίος θεωρητικός. Que
también aquí nos encontramos con una tesis de cuño platónico no hay duda, también Platón en la
República había señalado que sólo aquel que haya sido capaz de contemplar las ideas, βίος
θεωρητικός -indica Platón con el mismo término que Aristóteles-, sólo él está legitimado para
gobernar la ciudad perfecta, porque sólo él tiene un conocimiento de las esencias, de modo que
sólo él puede reconstruir la justicia objetiva. Por tanto, como veis, tesis completamente platónicas
hasta ahora.
Ahora bien, para argumentar esta tesis platónica, tanto en el punto de partida -la filosofía
tiene que decir algo de la vida práctica-, como en el punto de llegada -el ideal ético es el ideal
científico, el del sabio contemplativo-, para llegar a ese reconocimiento de tesis platónicas la
argumentación que hace Aristóteles, sin embargo, se escapa. Esa argumentación pasa por varios
puntos que voy ahora a detallar.
El primero es el de decirnos que para llegar a eso, a la vida contemplativa, la meta suprema
del hombre es lograr una cierta virtud, una virtud de espíritu, más concretamente un ἦθος -y ya
sabéis que ἦθος significa siempre un talante que implica una costumbre, un carácter hecho a base
de acostumbrarse a hacerlo así y no de otras maneras-, pero resulta que eso que debe ser objeto
de esa virtud espiritual no es la ἐπιστήμη, sino que es la sensatez, la φρόνησις. Y esa palabra,
φρόνησις, es una palabra extraordinariamente cargada de significado porque es justamente la
palabra utilizada por Isócrates para definir el ideal del político. El político es el que es prudente,
sensato. Aristóteles, pues -fijaos que situación tan paradójica-, para salvaguardar los ideales de la
filosofía, que tienen que decir algo de la vida práctica, que se consuman enteramente en la vida
teórica, dice que no podemos apelar, sin embargo, a la ἐπιστήμη sino que tenemos que apelar -y
hay que entender, liberándola, claro, de las manos de ese hijo de perra que es Isócrates- a la
misma expresión, sin embargo, al mismo concepto que utiliza Isócrates: el hombre sensato.
Pues bien, veamos en qué consiste ese hombre sensato. Φρόνησις se traduce
indistintamente por sensatez y prudencia, porque es las dos cosas: un hombre es capaz de ser
razonable y por ello mismo no se arriesga. Para ello, dice Aristóteles, sólo en la sensatez hay la
posibilidad de crear una ciencia de lo justo. Dicho de otra manera: que las pretensiones platónicas
de crear una ciencia de lo justo tienen que pasar necesariamente por un instrumento menor desde
el punto de vista epistémico, pero el único que puede salvarlas: ese instrumento menor es
precisamente el de la sensatez.
Por lo tanto, la situación en que nos encontramos es que Aristóteles reconoce que hay un
acceso al conocimiento de lo justo pero que ese acceso no es más que el que proporciona la
sensatez. Pues bien, desde este punto de vista, se comprende ahora la argumentación de
Aristóteles, que no va a ser después seguida por él en la Ética a Eudemo, donde va a dar un giro
importante pero, sin embargo, fragua ya los instrumentos básicos que se van a repetir en todas las
éticas de Aristóteles. ¿Para qué sirve la sensatez? Pues para recuperar la ciencia de lo justo hasta
donde esto sea posible. Pero como la ciencia de lo justo es imposible epistémicamente, lo que
hará la sensatez es propiciar un camino indirecto, indagando bajo qué vida, practicando qué ideal
de vida podemos, en efecto, ser más felices y más justos. Fijaos, la rebaja es fundamental: no se
trata de mencionar el objeto que busco, la justicia, y poder señalarlo, eso es imposible para la
ciencia. Ya sabemos que para ella sólo puede haber aproximaciones probables y por ello mismo
más persuasivas; pero yo, sin embargo, puedo escoger un camino paralelo que termine siendo
convergente: puedo preguntarme, en efecto, no qué es lo justo, sino en cuál de todos los modos
de vida posibles hay encerrada mayor dosis de justicia. Es decir, altero substantivamente los
términos del problema, ya no me pregunto qué es lo justo sino cuál es la vida a la que puedo
llamar más justa.
Dejemos por un momento esto, para decir solamente esto otro: lo que hace la sensatez no es
responder a esta pregunta, la sensatez no tiene instrumentos para responder a esta pregunta.
Desde el punto de vista de la sensatez muchas veces es más sensato cosas que son menos
virtuosas (por ejemplo, hoy que está lloviendo y es el primer día de las vacaciones hubiese sido
mucho más sensato quedarse en casa haraganeando, pero es mucho menos virtuoso que
escucharme a mí, no cabe duda). Cuando yo haya descrito los modos de vida y haya dicho un
modo de vida es A, los cortesanos, otro modo de vida es B, los guerreros, etc., lo que me dirá la
sensatez es cuál de estas vidas es más razonable elegir, cuál me produce menos perjuicios y más
ventajas. Y ahora he dicho las palabras claves porque esas palabras están también tomadas, una
vez más, de la tradición sofística e isocrática: lo que decide en la praxis no es la ciencia (eso no
puede dar lugar más que a dictaduras atroces como lo es la propia historia del mundo: como uno
te salga con la verdad por bandera no hay que dudarlo un instante, detrás de él está la hoguera o
el fusilamiento), ese no puede ser el camino (ya sé que hay muchos nostálgicos porque qué otra
cosa es sino querer tener la ciencia de lo justo que pretender ser Dios: la ética científica es la
nostalgia de Dios, nostalgia que más se sufre cuanto más cientificista y materialista se proclama
uno, no os quepa duda de que esos son los más θεόλογοι de todos...) La diferencia es que yo me
conformo, ¿por qué?, diría Aristóteles: porque soy sensato, por tanto, la sensatez no responde por
supuesto a esta pregunta pero tampoco responde a la segunda ¿cuáles son los modelos de vida?;
lo que permite es elegir el ἦθος conforme a un cálculo de ventajas e inconvenientes, a un cálculo
de perjuicios y de virtudes.
Pues bien, el problema ahora se nos ha complicado porque tenemos que responder a dos
cosas: en primer lugar, a la pregunta que corresponde a cuál es la vida más virtuosa. Y en
segundo lugar, cuáles son los criterios de elección, esta última la pregunta de la sensatez. Y eso
conformará el acceso posible a la ética, un acceso que no es epistémico, como quería el dictador
de Platón, pero que tampoco es erístico, puesto que se fundamenta y se basa en la mayor
probabilidad y la mayor capacidad de esa probabilidad para ejercer una mayor persuasión. Pues
bien, cuál es la vida más virtuosa, esta es la pregunta que es confiada al conocimiento. Ya que yo
no puedo hacer ciencia de lo justo puedo, sin embargo, hacer antropología de la justicia; ya que
yo no puedo decir qué es la idea de lo justo, puedo plantearme el conocimiento exhaustivo de las
constituciones políticas, de las πολιτείαι, o el conocimiento exhaustivo de los ἤθη, de los talantes
civiles y empezar a sacar consecuencias, poner ejemplos históricos, etc... ¿Que es un camino
latoso? ¡Qué le vamos a hacer!; ¿Que no nos lleva a la intuición pura del que está en la caverna y
rompe -fijaos que todas las metáforas de Platón son metáforas del entusiasmo- la cadena y vuelve
la cabeza -son tensiones dinámicas- queda ciego por el sol -fijaos, el índice de las metáforas
poéticas son indicativas de experiencias que se consuman íntegramente en el momento en que se
hacen-, etc.? Pues no, este camino, el camino aristotélico es por el contrario mucho más
proceloso y sobre todo no nos procura estos orgasmos filosóficos del ἐνθουσιασμός, tema éste
que recogerá con mucha gracia Aristóteles en Ética a Eudemo. Lo que aquí se nos dice es que
para determinar cuál es la vida preferible lo primero que hay que hacer es tipificarla, describirla,
topificarla y decir: el régimen monárquico así, el régimen democrático asa... sus variantes y sus
mezclas... y ahora, el conocimiento empírico, histórico, que me dice cuáles han sido los defectos
de cada uno de ellos, hasta que yo tenga en mis manos un acopio de datos que pueden ser
estrictamente llamados antropológicos, que no me procuran ninguna intuición definitiva y
perfecta ni ningún teorema ante el que me quedo estupefacto, pero que me procura, sin embargo,
los modelos sobre los que tiene que ejercerse la elección. La determinación de estos modelos
constituye ya de suyo una distancia epistémica, porque como dice Aristóteles si bien aquí no está
lo justo, en todos y cada uno de ellos toma parte la justicia. (Hay dos caminos, por poner otro
ejemplo: que yo mire a esta chica y me diga “¡la mujer ideal!”, de tal modo que quede sustituida
enteramente por la idea de mujer -lo que ocurre cuando nos enamoramos locamente-, o que yo
note y aprecie en ella concretamente lo que en ella hay de mujer...) Por tanto no está desterrada la
ἐπιστήμη sino que se ha rebajado, ya no es ἐπιστήμη de lo justo sino sólo en la medida en que lo
justo toma ciertamente parte en los diferentes tipos que yo puedo aislar, describir y en último
término coleccionar.
Una noticia de la época llama al Aristóteles un “coleccionista de refranes”, porque
Aristóteles ya en la época de la Academia se dedica a confeccionar colecciones de materiales
físicos, zoológicos, botánicos, refranes, dichos populares, constituciones, para guardarlos en
archivos y así poder estudiarlos y reducirlos a tres o cuatro tipos básicos, los cuales a su vez
tienen cuatro o cinco variantes fundamentales. Cuando el conocimiento ha procurado esto, se
halla en disposición de hacer un cálculo, un λογισμός, y esto es lo que nos dice, en efecto, el
Protréptico: que la posesión de esa virtud que es la φρόνησις no es más que la capacidad de hacer
λογισμός. ¿Qué se calcula aquí? Pues se empiezan a tomar variables y si se dice “los atenienses
son díscolos”, el sistema mejor no podrá ser una dictadura porque los callará y durará poco pero
tampoco podrá ser una democracia excesivamente frágil porque si no no habrá quien los calle,
más bien una democracia moderada porque -no dice que este sea el mejor régimen...- es lo más
adecuado a esta comunidad.
Por lo tanto, la situación en la que estamos en el análisis del Protréptico es la del
reconocimiento de que la única manera de salvar una ética filosófica es la de encontrar un
camino, μέθοδος, que permita la elección por razones bien acreditadas lógicamente entre lo que
es útil y lo que es perjudicial, por consiguiente es un cálculo de utilidades. Y todo el ideal
aristotélico del que ahora no se habla nada seguirá este camino. Cuando Aristóteles defina que el
valor ético por excelencia es el término medio sencillamente lo que está haciendo es un cálculo
de lo que tiene más ventajas y menos inconvenientes, no está diciendo que entre ser iracundo y
ser completamente pasivo la ἀνδρεία, el valor responsable, sea la virtud en sí, lo que está
diciendo es que aquel que tiene el valor responsable siempre obtendrá mejores frutos que no el
vago redomado o el temerario. Toda la ética de Aristóteles va a continuar ya este camino que
ahora vemos iniciarse en el Protréptico, el de una drástica rebaja, no de los ideales científicos,
sino del objeto al que pueden ser dirigidos esos ideales.
Por lo demás, en fin, todo el resto del Protréptico orbita hacia temas completamente
platónicos, como lo es el de que el que sigue la vida contemplativa no agrada a los hombres, se
agrada a sí mismo y en ese sentido es autárquico. La αὐτάρκεια del filósofo, es decir, del hombre
teórico, es definida en términos de capacidad de no necesitar de otros; esto es además posible por
vía de la educación filosófica, con lo que el Protréptico cierra el segundo de sus ciclos. Hay
materias que pueden ser filosóficas; se puede vivir la filosofía.
Por tanto, en el Protréptico no hemos encontrado todavía una separación fuerte del mundo
platónico, pero hemos visto en él ya los inicios, los atisbos del apartamiento del gran ideal
cientificista, del gran motivo definido claramente en el Crátilo, según el cual conducirse
éticamente es conducirse según una conducta esencial, que no es alzada ni depuesta según la
voluntad de los hombres; ahora sabemos que conducirse éticamente es conducirse según un
cálculo de probabilidades sobre lo provechoso y no provechoso pero no para quedarse ahí sino
para poder juzgar a partir de ahí la mayor dosis de justicia y, por tanto, la verdad correspondiente
a los tipos humanos que pueden ser juzgados. Este punto de vista es el que se va a extremar en la
Ética a Eudemo, lo siguiente que escribe Aristóteles en el terreno de la praxis todavía en el
interior de la Academia platónica, donde la crítica al platonismo adopta ya unos tonos
completamente radicales, y donde sin embargo, esa crítica radical está hecha desde una base que
se refiere a sí misma con la siguiente expresión: “nosotros los platónicos”... De modo que no se
debe olvidar nunca esa necesidad que siente Aristóteles de defender a la filosofía para lo cual es
necesario corregir al propio Platón.
La ciencia no propone problemas porque sobre ella versa la identidad parmenídea entre el
pensar y el ser. Este no es más que un postulado del filósofo, el que implica la racionalidad del
universo; pero supuesto ese postulado, los procesos deductivos de la razón, aquellos puntos a los
que podemos llegar con la razón debemos suponer, en virtud del axioma del isomorfismo entre
lógica y realidad, entre pensamiento y realidad, que se cumplen enteramente en la naturaleza.
Dicho de otra manera, un programa ontológico no ofrece dificultades internas, ofrece las
dificultades correspondientes a hallar el mejor programa que no sea susceptible de crítica... Pero
desde el punto de vista de los principios mismos no ofrece dificultad porque no se trata nada más
que de consumar el axioma que pone en marcha la filosofía entera, es decir, el de la identidad
pensamiento/ser: la apuesta -que en Platón cobra el carácter de una apuesta estética- a favor de
que el mundo es racional. Los problemas surgen cuando esa identidad no puede ser sostenida, y
por eso los problemas para Platón habían sido, ya en su origen, los problemas que generaba la
política y la ética: cómo es posible la justicia, cómo es posible suspender las discusiones entre los
hombres a favor del diseño de una ética científica ante la que todo el mundo tenga que rendirse,
cómo es posible que en la ética -como lo dice el Crátilo- no tengamos que hablar de
probabilidades ni de opiniones sino que lo que quede determinado como lo justo no sea alzado ni
depuesto por la voluntad de los hombres.
Este es de nuevo el problema que plantea Aristóteles. Una vez más mismo el Aristóteles
que ha hecho notar que toda la aspiración epistémica de Platón sólo vale para aquellos objetos
que idealmente cumplen el sistema deductivo, los silogismos -razonamientos por deducción-, y
que a partir de ahí el problema vuelve a ser cómo podemos realizar una práctica que sea
éticamente justa y políticamente adecuada. Y este problema va cobrando en el pensamiento de
Aristóteles cada vez más intensidad, de suerte que, de igual manera que concibe todo un largo
libro (son ocho, en realidad) acerca del razonamiento por probabilidad, sus finalidades de
investigación se centran ciertamente en el diseño de una ética.
Del Protréptico podemos señalar cuál es la base problemática que pone en marcha el
pensamiento de Platón. Esta base problemática es doble: una, si efectivamente cabe hacer ciencia
de la práctica, y dos, si la filosofía cumple ese requisito. Dicho de otra manera, si efectivamente
hay alguna forma de atacar aquellos escurridizos objetos que se pueden incumplir, que no son
necesarios desde el punto de vista ontológico, y que, sin embargo, deben implicar una obligación
tan fuerte como la que proponen las leyes de la física. Por decirlo de una manera más intuitiva,
esta chica puede incumplir enteramente un código de valores éticos, su incumplimiento
demuestra que les leyes de la ética no son necesarias en el sentido en que lo son las leyes de la
física (uno arroja una tiza por la ventana y esta cae inexorablemente), sin embargo ella puede
decir “yo no cumplo la ley” y no pasa nada... Cómo se pude sostener en virtud de esta diferencia
ontológica de las acciones, cómo se puede sostener sin embargo que hay una necesidad en esa ley
que ella incumple, cómo podemos atacar, para salvar en todo caso un cierto grado de ἐπιστήμη,
los objetos éticos. Podemos hacerlo si prescindimos enteramente de una epistemización
generalizada, del programa máximo de Platón, del hecho de que nos sea posible hacer una
ciencia de lo justo, y si por el contrario sustituimos ese programa por otro que, sin embargo,
sigue conteniendo el conocimiento, en el que es sustituido lo justo por lo que hay de más o
menos justo en las conductas que pueden ser objetivadas, observadas, y en lo que hay de más o
menos justo en lo que tienen parte de justicia las diferentes constituciones políticas. Por tanto, en
esos términos es en los únicos que se pude promover una investigación ética que tenga a su favor
el concepto de lo racional, que no sea una mera erística a la manera sofística, un puro cálculo
según la oportunidad del bien para cada ocasión, en donde el “cada ocasión” pueda ser sustituido
por un conocimiento de carácter general.
Con esto no hemos hecho más que trazar la primera parte del problema: Aristóteles
sostiene, pues, que es posible salvar el concepto de ἐπιστήμη bien que relajadamente, con tal que
se sustituya el conocimiento de lo justo en general, por el de las prácticas de la justicia en las
conductas observables, sea de los hombres particulares, sea de los hombres colectivos, sea de las
constituciones políticas. Y que este es un conocimiento hacedero, un conocimiento que supone la
acumulación de conocimientos empíricos más el cálculo de los beneficios y perjuicios que, en
términos generales, y con independencia de la ocasión, del καιρός, se sigue de ellos.
Ahora bien, Aristóteles plantea, en segundo lugar, si la filosofía puede ser el final, el
modelo, el objetivo de esa ética así considerada. Es decir, si de todas las conductas o modelos
que hemos estudiado en la ética particular, si una vez analizados estos casos podemos
recomponer la definición de lo justo, y no al revés; se trata ahora de saber si este análisis lo
cumple la filosofía. Si, como pretendía Platón, la filosofía es la vida ideal, la vida más justa, y
por lo tanto la que debe gobernar las ciudades. No ya por motivos de seguridad en la cientificidad
-la filosofía define lo justo, por tanto eso justo simultáneamente domina en la conducta de los
hombres y gobierna las ciudades-, si no por otros motivos, podemos con todo salvar el ideal
platónico. De todos los posibles  del hombre, el que mejor cumple los valores verosímiles de
lo justo es la filosofía y, por lo tanto, de todos los regímenes posibles, el que mejor establece una
 ciudadana es también la filosofía.
El Protréptico se desenvuelve a partir de este momento en términos casi estrictamente
platónicos, y como esto ocupa la mayor parte de los fragmentos que hemos conservado el
Protréptico no da la imagen de haber roto todavía con Platón. En efecto, el Protréptico es un
texto en el que la ruptura con Platón es mínima, lo que se ha hecho son sutiles variaciones en el
punto de partida. Sin embargo, Aristóteles no pone en cuestión ninguna de estas dos cuestiones:
que la filosofía es el mejor ἦθος, de modo que el filósofo es el virtuoso, y que por lo tanto la
filosofía es la mejor πολιτεία. La mejor constitución sería la que objetivase en principios
normativos los principios de vida del filósofo. No hay ninguna distinción en el Protréptico
respecto de estos grandes ideales filosóficos de Platón, así que la pregunta única que nos queda
por hacer es: cómo podemos desde esta variación metodológica y epistemológica seguir
aceptando que hay unos valores, en cierto modo caracterizados por su universalidad y su
inevitabilidad, e incluso univocidad, que pueden ser recompuestos a partir de una ἐπιστήμη
relativa. Pues bien, la solución que aparece en el Protréptico es la de que esto es así cuando, y
sólo en ese caso, el análisis empírico de las formas del ἦθος y las formas de la πολιτεία
desembocan en un nivel de afirmación de principios. Y este es un punto de vista que no va a
alterar Aristóteles nunca.
Para lo que sirve el conocimiento de los ἤθη es para desarrollar una axiomática de los
principios éticos que tendrá que ser pensada desde un doble punto de vista. En primer lugar, no
tendrá a su favor una legitimación ontológica (estos principios, en todo caso, no están aquí, no
los vimos antes de nacer cuando paseábamos pacíficamente montados en un carro alado); sin
embargo, que esto no sea posible, que no sean principios desde los que deducimos los ἤθη y las
πολιτείαι, no significa que no sean principios desde los que obtenemos, en forma que nos
aseguran una no equivocidad, una estabilidad en el uso y conocimiento de esos principios porque
son aceptados por todos. Esta es la fórmula que ahora sustituye al conocimiento innato de los
principios. Y estos principios que todos aceptan y que nos vienen dados como culminación de
una investigación empírica tienen, sin embargo, la misma fuerza cogente, obligatoria para
nosotros, que si los obtuviéramos directamente de la cabeza del dios.
Es una ética, por consiguiente, sólo basada en la aceptación pública de un determinado
orden de discusiones, y en el privilegio ontológico de una región del ser. Pero no pierde por ello
absolutamente ninguna validez puesto que en sus fundamentos se cumple el carácter de ser
principios que nos obligan.
Y a esto se llega a partir del conocimiento lógico que va seguido de φρόνησις. Lo que es
evidente es que en todas las conductas morales hay ciertos valores que se respetan (por ejemplo,
el valor de la prioridad de la vida frente a los bienes, o el valor de la dignidad humana basada en
la libertad). Como se dice gráficamente en un texto de Retórica los poetas en la tragedia matan a
los héroes pero no ha existido ningún poeta que considerase que iba a ser aceptado por el público
el matar también al coro. Estas normas tienen el carácter de principios universales, no en virtud
del ser para nosotros posible de acceder a ellas por vía científica, no en virtud de una objetividad
de lo ético, sino en virtud de unos principios que debe suponerse que son principios en general de
la racionalidad humana. El punto de vista ha quedado, pues, completamente invertido respecto
del punto de vista platónico. Platón piensa que hay ideas morales lo mismo que hay ideas de la
física, que de igual manera que en el mundo ideal existe el árbol ideal, existe también el bien, lo
justo, la virtud; que la ἀνδρεία tiene cara, por decirlo gráficamente. Y además es necesario
porque, si en ese mundo ideal no hay una representación de las ideas que conforman el código de
los valores, no hay deducción posible ni por lo tanto ἐπιστήμη para toda la población. Ahora
bien, “no hay” significa no más que esto: que ya que yo no puedo poner estos valores en los
términos de una objetividad cósica, entitativa en un mundo aparte, ya que yo no puedo
contemplar lo justo general por abstracción como sí puedo contemplar el árbol ideal, no por ello
le falta sin embargo estabilidad ontológica simplemente porque tiene lugar en los principios que
admite siempre toda razón (esta idea es la que llevará a Kant a hablar de una ética formal...)
Frente a una ética de rango ontológico, lo que enuncia el Protréptico es que es posible
salvar el programa de la filosofía porque al menos podemos hablar de una universalidad de los
motivos de la razón. Frente a una ética de los entes, de las ideas, una ética de los motivos
universales que reconoce como tal la razón y para los que exige por lo tanto la aquiescencia
universal. Aquiescencia que desde este momento puede ya ser determinada según grados: lo
sensato es moverse siempre por ideales aceptados por todos y en casos de duda -desde una ética
esencialista habría que ahorcar- existen criterios de rectificación racional que no invalidan los
principios universales. También hay normas de la mayoría pero que sólo pueden ser exigidas por
virtud de ese concepto mayoritario y no por razón esencial alguna, y, si no, al menos, principios
aceptados por los más sabios. Y aquí es donde aparece el momento en el que se puede
reintroducir la filosofía. Porque, en efecto -este es el esquema final de la exhortación aristotélica
en el Protréptico: el criterio de los más sabios-, a partir de ahora se pueden reconstruir una ética y
una política que cumplan los valores de universalidad porque podemos construir, no desvelar,
principios que, en el mejor de los casos, serán adoptados por todos y en el peor de los casos
dispondrán al menos de la norma de los más sabios. Norma que deberá ser aceptada porque es
una norma universal según la cual cuando se discuten muchas cosas se lleva el problema a quién
sabe de eso. Aristóteles dice: cuando yo puedo reconstruir unos principios universales he
reconstruido con ello una ética en sentido fuerte, y en el caso de un conflicto generalizado
podemos acudir al criterio de los más sabios.
Ahora bien, la filosofía interviene en todos los niveles: es, en efecto, aquel conocimiento
que desvela la universalidad de los principios, que enuncia esos principios, esos enunciados son
enunciados de conocimiento, de razón, y eso es el ideal de la filosofía; en el caso de una
conflagración general habrá que acudir a los más sabios, y éstos son los filósofos porque son
aquellos que no practican un tipo de conocimiento interesado, sino en sí y por sí, puramente
teorético. Y en el caso de lo aceptable por la mayoría, eso tiene que ser sancionado por el
conocimiento, porque si la mayoría incumple aquellos principios que vienen dados por el
conocimiento con ello estará no reconociendo a lo racional. Por lo tanto, dispondremos de un
criterio de racionalidad tanto en las aceptaciones universales como criterio que descubre la razón,
como en las aceptaciones mayoritarias como principios que sólo justifica la razón, como también
en los criterios minoritarios pero que deben ser aceptados porque tienen a su favor la capacidad
de acabar con los conflictos.
Por consiguiente, la filosofía expresa un ἦθος y una παιδεία que están en la cumbre de todas
las costumbres, privadas y públicas, de los hombres. Aristóteles ha terminado diciendo lo mismo
que Platón. La παιδεία isocrática, contra la que esto se dirige fundamentalmente, es de menor
rango, y no se puede esperar de ella tantas consecuencias como de la παιδεία filosófica.
¿Y cuál es ese talante filosófico? El de una vida teorética. Ideal este que Aristóteles va a
seguir manteniendo a lo largo de toda su vida, y que culminará en las páginas verdaderamente
sublimes de Ética a Nicómaco.
En realidad, el Protréptico no es más que una invitación a la juventud griega para que no
sigan simplemente el ideal político de eficacia que propone Isócrates, sino que sigan el ideal
exigente de la vida teórica, desde la cual se puede hacer crítica de los principios o aceptaciones
de aquellos principios a los que corresponde propiamente la universalidad. Así, Aristóteles salva
el ideal platónico, que de lo contrario se convertiría en un imposible o en una monstruosidad.
Bueno, pues estos problemas que ha generado el Protréptico pasan a ser desde luego en el
mundo aristotélico el centro de sus preocupaciones, y podemos perseguirlos todavía en un tercer
nivel de problemas: primero eran cuestiones de lógica y teoría de la ciencia, segundo, los
problemas que genera y concita el mundo de la ética, y ahora hay que centrarse en el problema de
la política.
Desgraciadamente, del Político, que Aristóteles escribe simultáneamente al Protréptico
(351-350), no poseemos información alguna. Lo único que tenemos es una frase que dice: “la
idea de bien es el criterio de toda conducta política”, y esto es como quien no dice nada porque
esto es una idea estrictamente platónica. Sin embargo, si bien no hemos conservado el diálogo
político de juventud de Aristóteles, en cambio tal como se nos presenta ese magma de escritos
ordenados que es actualmente la Política de Aristóteles, reconocemos -en la forma en que
Andrónico de Rodas nos la ha dado- un eco de las doctrinas políticas del Aristóteles de la
Academia. El orden de lecturas en que ese segmento académico de la política se nos da es el
siguiente: los libros más antiguos son los libros 2 y 3 (de la misma época en que escribió el
Político, 350 a. C.), por razones fáciles de dilucidar sabemos que los siguientes libros más
antiguos son los libros 7 y 8 (libros que tienen entre sí un nexo de unión muy sencillo con el 2 y
3, de manera que algunos editores ha propuesto editar la Política en orden distinto al de
Andrónico; en España, la única edición bilingüe que editó Julián Marías y tradujo María Araujo,
la versión de Estudios Constitucionales, sigue este criterio: 1, 2, 3, 7, 8, 4, 5, 6). Por tanto,
podemos reconstruir a partir del año 351 una actividad aristotélica que está centrada por el
diálogo perdido el Político, y que, por lo que se refiere a las clases y cursos dados por Aristóteles
debe estar reflejado en los libros 2, 3, 7, 8 y 1, que los corona a todos; y con ello realmente
podemos decir que nos es posible hablar sobre la política aristotélica.
La situación que encontramos aquí es bastante semejante, y lo es siquiera porque, en efecto,
todo esto conforma un mundo compacto en el pensamiento aristotélico, a lo que hemos visto que
ha sucedido con la crisis de la dialéctica y con los nuevos posicionamientos de la ética. Si para
comprender estos libros pensamos de nuevo en los términos de la herencia platónica -de un
Platón que está vivo y discutiendo-, el modo de plantear el problema de la política no es ni más ni
menos que éste: el modo de determinar la constitución ideal, dice Platón. Pero ésta no es sólo, en
los términos platónicos, la constitución hacia la que deben tender las sociedades sino la que ya
antes viene dada precisamente por la capacidad de situar el problema político en los términos del
mundo de las ideas. (De una tipología del  podemos proponer objetivadamente las
consecuencias que se derivan para el plano colectivo; y como nosotros partimos de la base de que
es posible una reconstrucción ideal en el plano ontológico de esos mismos ἤθη, podremos
deducir por lo tanto, en términos estrictos de la dialéctica, la constitución ideal. Este es el camino
que ha intentado seguir Platón, primero en República y después más matizadamente en Las leyes
-obra que le ocupó veinte años de su vida...
En definitiva, el modo como Aristóteles se enfrenta a la política es el de la determinación de
la constitución justa; de igual manera que se ha enfrentado a la ética, según la determinación de
la conducta justa; aquí el problema es cómo se puede determinar una πολιτεία que sea justa.
Cuando hablamos de πολιτεία corremos el riesgo de pensarlo en los términos de la modernidad:
la constitución es una especie de ley de leyes, es decir, un marco normativo que permite
desarrollar en su seno normas positivas. Por lo tanto, la constitución en la modernidad es una
norma positiva pero de primer rango en cuyo seno se crean otras normas positivas; la
constitución es norma positiva y norma de normas. Pero en todo caso en las constituciones
modernas es norma esencial el ser norma, y una constitución que fuera meras declaraciones
generales no serviría para nada. Por ejemplo la Constitución de Cádiz se puede criticar en su
declaración de intenciones que sí valdría como constitución en sentido antiguo. Una constitución
en este sentido no es una norma positiva que tiene el carácter a su vez de ser criterio de otras
normas o de definición de principios para otras normas asimismo positivas. No hay una
reducción legisladora en la idea de πολιτείαι, sino que la constitución es, sobre todo, un ideal de
vida desde el que, en efecto, se pueden promulgar leyes concretas. Pero como es un ideal de vida,
la πολιτεία no es en sí misma solamente un texto normativo, sino que también es un texto ético,
que opta por determinadas preferencias… Es, en definitiva, un documento superior al de una
norma. Por todo ello, la pregunta platónica que va a encarar inmediatamente Aristóteles de cuál
es la constitución ideal contiene muchas cuestiones que desde el punto de vista de las
constituciones modernas no nos interesarían, por ejemplo cuestiones sobre cuál es el tipo de
convivencia mejor, o cuál es el origen de la comunidad; problemas, actualmente, o bien de
filosofía del derecho o bien de historia del derecho.
Habida cuenta de esta generalidad del problema, todo la cuestión de la búsqueda de una
constitución ideal no puede ser planteado (Libro I de Política) en términos de una cientificidad
platónica. Para Platón la comunidad era ella misma un hecho natural, Aristóteles niega esto. Dice
que la comunidad tiene un estatuto de dos niveles, y así no puede ser matematizada, estos son: en
cierto modo es natural, el hombre es un “animal político”, le corresponde por naturaleza el
gregarismo, la comunidad puede ser descrita como natural en virtud de la animalidad del hombre;
por otra parte, la sociedad es algo contingente: no hay un criterio universal que determine el
modelo de organización de lo colectivo, hay que establecerlo según la conveniencia, no puede
deducirse a partir de la naturaleza -es político todo hecho de reunión: la familia, el matrimonio...
Para acercarnos al problema tenemos que establecer otro nivel diferente a la φύσις y la
convención. Este punto en que queda resuelta la ambivalencia entre naturaleza y contingencia es
el punto en que se define al hombre como ser dotado de palabra, de λόγος. Tener palabra es
natural, pero en el nivel del λόγος podemos superar lo que hay de contingente en la vida del
hombre. Esto supone una aceptación del λόγος como potencia humana. Se da cuenta de que el
intento de solucionar el problema filosófico tiene como ámbito de posibilidad el modelo
democrático. Esto es una superación completa de la Academia: el único medio de solucionar
nuestros problemas es el diálogo. La función de la palabra es declarar “lo útil y lo perjudicial, lo
justo y lo injusto”, es decir, en los discursos se expresan las relatividades de lo útil, lo perjudicial,
etc... Pero, en otro nivel, se expresa si estas relatividades son unificables en función de la
racionalidad. El que tiene palabra es capaz de preguntarse por lo justo o injusto, útil o
perjudicial... su hallazgo se convierte así en una posibilidad hallable. Precisamente porque el
hombre tiene λόγος y con él puede analizar las posibilidades contingentes, por eso mismo puede
hallar la utilidad y la justicia. Lo agible es lo que es dado al hombre hacer para reducir el campo
de lo posible. El camino platónico de hacer política era reconocer primero la ciudad ideal y a
partir de ella deducir las conductas de los hombres. Ahora lo propio de la política es, de entre lo
posible, encontrar qué es lo que se impone como programa de acción a fin de obtener lo más útil
y lo más justo propuesto por la razón y reconocido por la ciudad -Aristóteles, pues, introduce ya
la democracia dentro de su pensamiento. Este reconocimiento depende de las condiciones que
establecerán lo agible: la concordia y el acuerdo, la concentración, instancias sin las cuales no es
posible la política, porque no hay ciencia -definición exacta- de lo justo, y eso hace necesario
introducir elementos de la vida política. En la medida en que la concordia y el acuerdo son
reconocidos por todos, conforman las leyes. La ley no es una instancia ajena al hombre que, sin
embargo, conforma el talante de los hombres; el logos (λόγος) no precede al hombre, como en
Platón. La ley es el resultado de la reducción de lo posible a lo agible en la medida en que entran
la concordia y el acuerdo, y así el estatuto bifronte de la comunidad queda salvado por la acción
del hombre. La política será una técnica que consistirá en la dotación a la sociedad de leyes.
Platón había definido la política como una imitación de la vida mejor, Aristóteles la definirá
como la “vida propia de la ciudad” -aquí acaban los libros académicos de la política.

ÉTICA

La ética comenzará siendo una consecuencia de la política: Aristóteles inicia todo un


programa para replantear la ética con la Ética a Eudemo. Al proponer las cuestiones éticas desde
la política, se habla también del carácter igualmente bifronte de la primera: es natural porque al
hombre le corresponde actuar por naturaleza, pero sus modos concretos de actuación son
contingentes y caracterizados como virtudes o vicios. Aquello por lo que se define la virtud y el
vicio no viene dado por necesidad alguna, no existe ninguna necesidad de obrar bien en vez de
obrar mal -solamente el libro VIII de la Ética eudemia pertenece al periodo académico. El que
obremos bien vendrá dado por la convención. La naturaleza es pensada como aquello que dicta
leyes, pero se encuentra un déficit: yo puedo dictar o dictarme leyes que no están en la
naturaleza. La acción libre del hombre termina de determinar lo natural, completa una naturaleza
que permanece en estado de inacabamiento. Hacemos cosas -aquí entra lo agible- porque no
todas están o vienen dadas por la naturaleza, como la ética o la política. La Ética a Eudemo se
presenta como el horizonte de una vacilación. La ética es necesaria para los no entusiastas, para
los que permanecen en la indeterminación, y por eso necesitan el λόγος, dar nombre a lo que no
lo tiene y definir lo no definido. La praxis es una instancia que suple a la Fortuna, al dios,
hacemos ética porque no tenemos al dios dentro de nosotros. La praxis es la que puede ser
susceptible de poder ser completada conforme a la previsión o a la decisión alocada, aquí estará
la decisión por una ética que apele a la φρόνησις. Lo que se presenta como mundo fenoménico se
nos presenta como mundo contingente. La necesidad no abarca la totalidad de lo que puede ser
pensado, el mundo es ontológicamente deficiente y la misión de la ética es la de completar esta
carencia. Hay que suplir, con el conocimiento de lo que funciona bajo las trama de necesidad, las
carencias del mundo sublunar no aseguradas por ella universalmente. El problema de la ética es
el de restaurar un orden racional allí donde este no es necesario -susceptible de necesidad-, es
pues un problema técnico, un arte.
El problema de la ética será un problema técnico, un arte -señala Aristóteles por medio de
una gran metáfora- semejante al que corresponde a un médico cuando tiene que curar una
enfermedad o al piloto de una nave cuando tiene que dirigir la singladura de un barco. En efecto,
ojalá se pudiese determinar un orden de necesidad sistemático, racional, de tal suerte que no
existiera la enfermedad, donde todo pudiera preverse de antemano. ¿Por qué hay piloto en un
barco? Porque la navegación es contingente. Por lo tanto, el problema de la ética no es el de la
contemplación de una πολιτεία o de una conducta esencial como aparece en el Crátilo, desde lo
cual yo pudiera deducir mi conducta sin más problema; el problema de la ética es el problema de
una τέχνη, un saber moverse en el ámbito de lo contingente para introducir en él esquemas de
necesidad, para completar lo que de no necesario hay en el mundo (lo que hace un médico ante
un enfermo es darle los medicamentos que reintroducirán los elementos necesarios para suplir
esas carencias que tiene el cuerpo: el médico reintroduce la necesidad ahí donde la contingencia
la ha hecho fracasar...) En un mundo donde la contingencia ha hecho fracasar el orden de
necesidades, el hombre tiene que reintroducirla elaborando un programa que lo será de ética: una
praxis recuperadora de lo necesario -de igual manera con el ejemplo del piloto.... Pero no se trata
ahora de salvarnos en el Cielo, todavía no hay ningún malentendido cristiano: el problema de la
ética es el de restaurar un orden racional allí donde no puede ser propuesta de antemano y desde
el principio como un axioma indiscutible la identidad entre el pensamiento y el ser.
Pues bien, siendo esto así, todo el problema de la ética consiste en determinar cuál es la
elección para cada caso. Es decir, cómo puede recuperarse en cada caso un orden de necesidad
que restaure lo que constituye la carencia ontológica del hombre; en qué medida el hombre,
mediante algo que sólo puede ser elección de conductas, que sólo puede ser aplicación acertada
de la técnica, puede introducir un mundo racional. Aristóteles no es que niegue, como programa
de la filosofía, la identidad entre pensamiento y ser, lo que propone es que ésta es el resultado de
un programa en el mundo sublunar, en lo físico contingente. Todo el problema de la ética por el
que ha de regirse como criterio la política, que es ciencia arquitectónica, se reduce a esto: la
aplicación de la sabiduría a los efectos de poder establecer la elección acertada.
Ahora bien, ¿cómo tiene lugar esa elección acertada? Es de notar aquí la coincidencia entre
lo que ha sido el sentido de la política y lo que es el sentido de la ética, porque la pregunta ahora
ya no se resuelve en el nivel de la ciencia, este es presupuesto; no hay ninguna especie de
inflamación entusiástica ante la presencia de los objetos ideales, cosa tan paralizante como
práxicamente perversa. La cuestión se desplaza -y nada sutilmente- del qué es, cuestión ésta que
es un presupuesto, una condición de posibilidad, al cómo hacerlo, la pregunta es pregunta por la
praxis. Se trata de averiguar el cómo de lo mejor, toda vez que el conocimiento de lo racional
permita acceder a lo mejor. Sabiendo qué es lo mejor, el mundo queda intacto, no se altera -esto
es lo genial de este argumento... (Por ejemplo: puedo saber que en Etiopía se pasa hambre, pero
con eso no resuelvo nada...) Esto es lo que dividirá siempre a Platón y a Aristóteles: al
cientificismo de las ontologías que pretenden la intervención, para las que la pregunta por el qué
no es la decisiva sino meramente la previa, porque una vez que yo he determinado qué son las
cosas -en términos aristotélicos: cuál es el mejor-, entonces es cuando se alza verdaderamente la
pregunta por el cómo de lo mejor.
Pues bien, ese cómo de lo mejor no tiene una respuesta única. Si yo parto de la idea de que
la pregunta es el qué, claro que tiene una respuesta única, pero falsa porque el mundo es
deficiente ontológicamente, porque partimos de que la identidad entre pensamiento y ser no es
real, es una metábasis, es la equivocación del género lógico frente al género de lo real mismo.
Por lo tanto, si yo pretendo disponer de una respuesta única es porque ya parto de una falacia, la
de que esa identidad existe, puede ser obscura pero si la buscamos la encontraremos; si digo que
ya la he encontrado, trataré de deducir las respuestas conforme a ese esquema, y esto no
convierte el problema en ningún programa ético, convierte al que lo dice en un ingeniero social.
Planteando la cuestión desde el cómo, no cabe una respuesta única, está en contra de la hipótesis
de la que hemos partido; si se hace una elección por virtud de la cual se pone en cuestión el
isomorfismo de lo racional y lo real, entonces hay que operar en términos de que la pregunta por
el cómo de lo mejor carece de respuesta única. Además, esa respuesta remite siempre a la
oportunidad -como, de alguna manera, decían ya los sofistas-, al καιρός, y esto es lo que vemos
de nuevo en Ética a Eudemo, en 2.2: Se dice que formular adecuadamente la ética es investigar
las cosas según la oportunidad; porque no puede ser lo mismo las elecciones acertadas en unas
circunstancias que en otras, porque no hay una casuística de lo mejor que agote enteramente la
deficiencia del mundo.
Ahora bien, ¿qué pone aquí la oportunidad? No como en el mundo sofístico, que pone aquel
margen en el que ha de producirse la acción del hombre aprovechándose de ella; lo que pone la
oportunidad ahora es la definición de lo posible. Por lo cual la profundización del mundo
sofístico es muy importante. ¿Qué significa plantearme el cómo de lo mejor en términos de
καιρός? Significa que la oportunidad pone ante nuestros ojos la definición de las posibilidades.
Por tanto, la ética es, ya desde ahora, una investigación que tiene que partir del
conocimiento racional, del mundo superior, de donde únicamente nacen las fuentes del
conocimiento humano, tiene que partir de la ciencia, tiene que partir de qué; pero todo eso sólo es
aplicable conforme a los datos de la posibilidad real. Y esto es lo que varía enteramente el asunto:
no hay una deducción única y exclusiva para cualesquiera circunstancias sino “según medida”,
dice Aristóteles. Pero “según medida” no introduce aquí ningún relativismo, no se trata de
proponer un convencionalismo más o menos conforme a lo que en cada caso acordemos.
Introduce, más bien, lo que es posible (por ejemplo: nada me lo impide señalar como una norma
de esta clase el que mañana tenéis que haber leído todo el Corpus aristotélico, no es
contradictorio con decir “mañana no tenéis que tener leído el Corpus aristotélico”, pero es
imposible). Por lo tanto, el καιρός no es una función solamente de lo oportuno, de lo
convincente, no es ningún subjetivismo lo que introduce, sino la medida de la posibilidad, y esta
medida es también objeto de cálculos. La oportunidad interpretada como medida de lo posible
rechaza, pues, el concepto de significación absoluta de las acciones; rechaza el concepto de una
conducta que pueda ser científicamente derivada de unos axiomas morales. Y esto que,
naturalmente, es una crítica de Platón, implica, a su vez, una crítica de la capacidad de la norma
para ser interpretada desde la significación semántica. Tenemos que reconstruir el concepto de
justicia, y en esta reconstrucción podemos incrementar el conocimiento de lo justo pero nunca
hay ontológicamente algo que podamos designar como lo justo único y perfecto.
La τέχνη ética no está pensada en el sentido de una restauración de un estado originario
ontológico, está pensada más bien en los términos de una creación nueva de lo racional, de lo
humano. Por tanto, no está pensada desde el punto de vista de conceptos semánticos que puedan
ser nombrados de antemano, sino de conceptos construidos socialmente, racionalmente, en virtud
de esa doble instancia que significa la aplicación del conocimiento de lo superior y la creación de
la necesidad como sistema en el mundo. Pese a quien pese, la justicia ideal nunca es meramente
extrapolable, ni siquiera como un programa, no es incardinable la percepción en este mundo. Ese
programa es perverso. El hiato ontológico es un hiato inevitable. Nuestro mundo no es
enteramente racional; deviene racional por la acción del hombre, y de un modo siempre
provisional, de hecho es un programa que no tiene término. (Por eso Aristóteles no pudo nunca
ser enteramente integrado por el cristianismo y Platón sí; para hacer a Aristóteles tomista hubo
que platonizarlo bajo la idea de la participación). No hay programa fuera del cálculo de lo
posible. Frente a una ética que mimetiza un modelo porque ese modelo ya existe, está esta otra
ética que sabe que el ideal es el término de un proceso que no acaba nunca, que se consuma
siempre en el ámbito de lo preferible, de lo que es susceptible de elección, de lo que es χαιρετός,
más deseable, o προχαιρετός, más deseable y elegible, de lo que es efectivamente preferible.
Esto supone que, en definitiva, las diferentes críticas que ha venido haciendo Aristóteles a
la teoría de la ciencia, a la política y finalmente a la ética de Platón, supone, pues, que lo que no
se puede mantener es la ontología platónica. A lo que nos lleva, por tanto, es a la idea de que la
política debe resolverse mediante convenios entre, que la ética sólo aboca al cálculo de lo
que es preferible, que, en definitiva, para ello tenemos que crear un instrumento de
argumentaciones no deductivas, sino probabilísticas; todo eso a lo que necesariamente aboca es a
la concepción clara que Aristóteles en un momento dado de su vida decide para siempre
determinar de que la ontología platónica se manifiesta como errónea.
CRÍTICA A PLATÓN / CAUSAS

En un momento dado de su vida -ya ha escrito bastantes cosas: el Eutidemo, el Protréptico,


los primeros libros de Ética a Eudemo, los libros más antiguos de Política, la práctica totalidad
de los Tópicos...-, coronando su etapa en la Academia decide afrontar directamente la cuestión de
qué pasa con la teoría de las ideas, y para ello escribe Περὶ ἰδεῶν (Acerca de las ideas), libro que
lamentablemente hemos perdido, pero exactamente igual que con el Protréptico tenemos una
gran cantidad de citas recogidas en el comentario de Alejandro de Afrodisia a los libros 1 y 13 de
Metafísica. De manera que podemos reconstruir esa crítica al corazón del platonismo a través de
estos comentarios.
Pues bien, lo que encontramos en el Acerca de las ideas es solamente una crítica negativa
de algunos aspectos concretos de la teoría de las ideas, lo que nos permite suponer que estamos
ante un texto que reproduce las propias discusiones del mundo de la Academia. En la última parte
de la vida de Platón hubo una gran ebullición en la Academia derivada de la propia depresión
platónica por el fracaso de su vida pública; al fin y al cabo, Platón había hecho su gran esfuerzo
intelectual para fundar una política racional, una política legítima, científica; el triple fracaso
práctico de esa política, el hecho de que ya la tercera vez que acude a Siracusa vuelva roto de
esperanzas, hace que en el mundo de la Academia se produzca una fuerte ebullición de
discusiones -según sabemos por Eudoxo-, sobre todo acerca del diagnóstico acerca por qué había
fracasado la filosofía en las circunstancias concretas de una sociedad determinada -por supuesto
que resultaría muy fácil echarle la culpa al tirano. La fuerza de la filosofía instalada en el poder
tendría que haber sido siempre de tal naturaleza -puesto que se trata de proposiciones deductivas
evidentes por sí mismas o, al menos, demostrables-, que es muy poca explicación la oposición
del tirano. Por tanto, toda esta ebullición de discusiones, en las que participa el propio Platón ya
viejo, es el contexto en el que hay que situar el Acerca de las ideas, como una contribución
concreta a la discusión histórica.
Por lo pronto, Aristóteles utiliza un primer argumento fácil, un argumento -según el propio
Platón- que servía de discusión en la Academia, atormentando al maestro: es la crítica a la noción
de idea separada, de χορισμός. El problema es el siguiente: como Platón ya sabía que el mundo
sublunar es contingente, había hecho una opción a favor de un mundo inteligible que, para que no
quedara pregnado de contingencia, tenía que suponer que estaba en una región ontológica
distinta: las ideas habitan el κόσμος οὐρανός, un mundo separado de lo contingente. Es más
problemático averiguar si ese mundo tiene una existencia física o solamente mental -a la manera
de las especies intencionales de que hablarán los escolásticos. Pero lo que importa realmente es
que la idea subsiste en tanto que es pensada separadamente (por ejemplo, nuestro corazón, el de
nuestro pecho, está siempre separado del corazón tal como es descrito en un libro de anatomía).
Ahora bien, el problema es que si pensamos las ideas como elementos en los que se cumple la
necesidad, en tanto que distintos de nosotros los seres reales, en los que esto no se cumple,
entonces la idea tiene que tener en sí la noción de sustancia. Sólo la idea puede tener, en efecto,
una entidad sustantiva porque sólo ella puede ser sujeto de todos los predicados que le
corresponden (por ejemplo: si yo digo hombre = racional, animal… y pretendo que esta es una
definición esencial, pues entonces ésta sólo se cumple íntegramente en la idea). Claro está que si
eso es así es imposible pensar sustantivamente la realidad. Por tanto, pensar las ideas como
separadas implica no poder pensar el mundo sustantivamente, significa pensar el mundo como
meras apariencias –y esta es la solución platónica. Pero si esto es así, no puede explicarse ni
siquiera la existencia del mundo.
Apelar aquí al principio de la materia -como había hecho Platón en la República- es inútil
porque de la existencia de la materia no se sigue necesidad alguna de que las ideas se proyecten
en ella. Sólo podría seguirse este argumento si pudiéramos reconocer alguna necesidad de
absorción en la materia, pero esto está impedido radicalmente por el hecho de que sólo es
sustantiva la idea. Cuando se parte de la percepción pura, de la necesidad absoluta, de las
entidades que cumplen enteramente las condiciones del ser, se hace inexplicable, desde ese
mismo momento, de no ser por vía de azar, el que exista el mundo de lo contingente. Por lo tanto,
Platón nos ha hecho cierta trampa: él parte de la existencia de lo contingente, pero como no le
gusta dice que debe ser explicado por la idea, pero dicho así sigue siendo cierto que lo real es
sólo lo aparente, de ahí que entonces el argumento hay que invertirlo, pues no basta con decir:
puesto que existe lo contingente debe existir lo inteligible -eso sería una broma de mal gusto. El
verdadero argumento consiste en decir: puesto que existe lo contingente por qué razón tendría
que existir lo inteligible. Es fácil pedir que haya una explicación universal y necesaria para lo
real, pero es difícil, si no imposible, pensar que desde esa explicación necesaria tenga alguna
razón lo deficiente, lo material. Ahora bien, esta no es más que una primera crítica: ¿dónde está la
mujer ideal? ¿quién la ha visto? Sin embargo, concedámoselo. Como dirá en los Primeros
analíticos de una manera brillantísima Aristóteles: hay que distinguir entre lo que es primero para
nosotros y lo que es primero en sí, pero aún así aceptemos este punto de partida. Aun con todo se
alza un segundo y más terrible problema: si decido pensar sustantivamente las ideas y a partir de
ahí reconstruir el mundo contingente, entonces también tengo que pensar sustantivamente las
ideas de la relación (por ejemplo, mayor que, hermano de...), sin las que no puedo pensar la
conexión entre las otras ideas. Hay pues dos tipos de ideas -y Platón lo ha reconocido siempre-,
que son: unas las que nombran sustancias, conceptos con contenido, semánticas, y otras que lo
que nombran son condiciones sintácticas. Pero ambas son ontológicamente iguales porque no
pueden admitirse en el término de lo , de lo absoluto, de la generalidad de lo necesario,
distingos; por tanto, la idea de relación tiene que ser pensada ella también como un en sí,
sustantivamente. Es decir, para que yo pueda aplicar en el mundo sublunar, donde nada se
cumple enteramente, la semejanza, por ejemplo, tiene que haber una idea de lo semejante; pero
claro que si yo pienso en esos términos, entonces me imposibilito enteramente para pensar. A
partir de ahí no es que haga mal invirtiendo el orden del pensamiento, sino que ni siquiera puedo
pensar. Porque entonces se produce -esta es una argumentación celebérrima y demoledora- la
aporía o paradoja del tercer hombre.
La paradoja del tercer hombre dice: cuando yo introduzca sustantivamente una idea de
conexión, entonces se me produce un proceso al infinito (por ejemplo, para que yo piense que A -
que es un hombre cualquiera- y B -que es otro hombre cualquiera- están unidos por un término
de semejante, necesito pensar un tercer hombre que es C que sería semejante a A y a B... Para
pensar la semejanza sustantivamente, en fin, hay que pensar en otro hombre que sea semejante a
ambos y así al infinito). Además de las críticas a la idea de “separación” y a las ideas de
“conexión”, aún existe una crítica más en el Acerca de las ideas: el argumento de cómo las ideas
no pueden ser causas, la crítica de la causalidad. (Notad que interesante es esto en el ámbito de
las analogías históricas. Siempre la causalidad aparece en el centro de las crisis graves de la
filosofía: cuando Hume critique la causalidad se pondrá en marcha el sistema de Kant; cuando a
su vez Hegel critique la distinción entre noúmeno y fenómeno, es decir, cuando critique la
incapacidad del noúmeno para causar los procesos del conocimiento se podrá en marcha en
Hegel la dialéctica. Parece que los grandes filósofos se distinguen por su capacidad para
descubrir problemas en la noción de causalidad.)
En efecto, ¿qué quiere decir que el concepto de idea separada no puede explicar el mundo?
Quiere decir que aquí hay un truco epistemológico. Si tenemos que pensar la realidad, lo que
concierne al conocimiento, el nivel de explicación al que tenemos que acudir debe estar puesto en
esa misma realidad (la ruina del pensamiento se produce a lo largo de la historia del pensamiento
muchas veces... todavía vivimos en la época en la que se busca una causa disparatada, y como la
relación causa-efecto es para la cabeza humana tan influyente, la gente está de acuerdo). Ahora
bien, Aristóteles se pone a pensar… ¿Una idea puede ser causa de la realidad? Y este es el
argumento fundamental porque tiene la fuerza de arruinar enteramente la ontología general y la
platónica en particular. La fuerza del argumento aristotélico consiste en decir que hay una
imposibilidad en que una entidad separada y de orden meramente inteligible produzca la cosa -
Platón había reconocido tres clases de causalidad: la paradigmática (a partir del modelo puedo
reconocer lo que se parece), la física, proyectiva (la idea se proyecta sobre la materia,
conformándola), y la finalidad-, puesto que la causa se agota de una vez por todas, sea en el
orden explicativo o sea en el orden físico: una idea que no cambia, que es paradigma, y una
proyección que tiene que agotar todas sus posibilidades la primera vez.
Propongamos ahora una posible salida a esta explicación: la materia cambia y la proyección
irá cambiando de la misma manera. Sí, pero como todo el principio explicativo se ha puesto en la
idea, entonces no se comprende por qué cambia la materia. O bien yo introduzco un segundo
principio explicativo esa vez en la materia misma, es decir, o bien yo pienso la materia
activamente, en cuyo caso tengo que decir que además de la idea hay otro elemento explicativo
en el interior de la materia, o si no el cambio se hace incomprensible. Por lo tanto, es fácil pensar
que, siempre y cuando hayamos encontrado una explicación universal y necesaria, hemos
encontrado la explicación, y podemos desatender lo contingente cambiante. Desde el punto de
vista de una explicación de un concepto fuerte de  es necesario despreciar lo
contingente. Desde el punto de vista de la ontología platónica el mundo se hace enigmático e
incomprensible, o simplemente inútil de explicar.
Hay que pensar, pues, con Platón, que la ontología pertenece a un orden explicativo, y que
la materia tiene sus propias leyes subalternas, sus propios mecanismos de alteración y
modificación que, aunque explican los particulares, no pueden ser universalizables. Lo que
Aristóteles dice es que eso no es ya sólo jugar con ventaja, sino que eso es arruinar enteramente
la ontología, porque la formación de la  es para explicar el mundo; si la 
inventa el objeto de su investigación y éste no tiene nada que ver con la realidad, entonces todo
eso es una gran fantasmagoría, cuyo nombre en la historia es “esencialismo” (esto aún sigue
vigente, por ejemplo cuando un físico cree que la ley general de la gravedad existe realmente...)
Lo que se dice es no sólo que se opta por lo universal, sino que toda explicación tiene que
ajustarse a ese nivel separado.
Lo que Aristóteles afirma -y con ello inicia un segundo modelo ontológico cuyo destino va
a ser vivir compensadamente con el de Platón de manera que las tradiciones de Occidente se han
conformado según esta doble modelización griega-, lo que afirma, pues, es que la idea separada
no puede explicar la realidad, que yo no puedo pensar en términos de leyes universales y de leyes
particulares subalternas. No dice que pueda haber ciencia de lo particular, lo que dice es que lo
universal no puede ser separado porque si fuera así, entonces serviría como modelo explicativo,
aun así injustificable, pero no como causa. Porque, claro, una idea con incapacidad para el
incumplimiento, cuya necesidad de unidad conceptual es interna al sistema, eso no puede de
ningún modo producir lo cambiante. El argumento, en fin, de Aristóteles es: cuando decimos
causa, no decimos modelo, ni proyección ideal, decimos exactamente producción. Así, quien
interprete que la idea de causa es sencillamente una función del conocimiento será platónico y
tendrá una visión del mundo que será más matematizante; y, por su parte, quien interprete que la
filosofía debe ocuparse de lo contingente e interprete la causalidad como un momento de la
realidad, en términos de producción, será aristotélico.
De esta manera, a partir del Acerca de las ideas, Aristóteles concibe una ontología que,
siendo así que respeta las condiciones de la explicación propuestas por Platón, buscará lo que hay
de universal y necesario en la cosa misma en vez de en la función ideal que meramente la
nombra. Lo que podemos leer en Metafísica I (991 G), directamente dirigido a responder al
Fedón de Platón, es: la causa debe ser concebida ella misma como tal esencia del ser y del
producirse.
La teoría de las cuatro causas, en lo que tiene de polémica antiplatónica, señala que si ahora
queremos pensar en términos de producción tendremos que decir de cuántas maneras se produce
el fenómeno. Una cosa produce otra según materia (por ejemplo, mi hijo no podrá ser de plástico;
ya opera de modo antiplatónico: la idea de causa sólo puede ponerse en el mismo nivel
ontológico que es requerido para la explicación); también según forma (por ejemplo, mi hijo no
podrá tener forma de elefante); también hay que pensar en la eficiencia, en lo ποιητικός; debe
haber un nexo causal real en la naturaleza física; una idea jamás puede ser causa eficiente (por
ejemplo, no todo niño que no tenga forma de elefante ni sea de plástico va a ser hijo mío; esto es
una ruptura definitiva con la ontología platónica); y, por último, la causa final (reconocida por
Platón) como la conversa de la causa eficiente -muy importante para determinar la diferencia en
ética...
Por esto, la ontología aristotélica es una enontología, “dentro de”, mientras que la ontología
platónica es una exontología, “desde fuera”. Apelar a la causalidad diciendo que las ideas no
pueden ser causas es una crítica que lo que está introduciendo es un modelo ontológico distinto,
de encuentro de la explicación inteligible en lo real.
Si pensamos así, las esencias tienen que estar dentro y no fuera de lo real; es necesario
pensar, no en términos de mundos separados, sino en términos de que la universalidad que
conforma la  está en lo real, que la explicación de lo inteligible está en lo sensible, y
este es el reto de la ontología que introduce Aristóteles. Sólo entonces puede operarse en
términos de un concepto de ἐπιστήμη que recupere los valores platónicos. Todo esto, por tanto,
no está dicho a favor de la sofística (“nosotros los platónicos...”, escribe significativamente
Aristóteles, como ya he mencionado).
El mundo se nos divide en dos: en aquello para lo que, en efecto, dentro de lo real puedo
encontrar universalidad, y en aquello para lo que dentro de lo real no la puedo encontrar. La
ontología aristotélica se hace dualista, porque la introduce en el interior de lo real: en todas
aquellas entidades no físicas, no sustantivas (la praxis que es acción) no cabrá hablar de
esencialidades, sino de las normas que introduce la razón, y esto será ahora el dominio de la
razón práctica. Mientras que, por el contrario, en el mundo físico sí que encuentro entidades
sustantivas, cosas que ofrecen sustantividad en sí mismas, por tanto sí podré pensar en términos
de realidad, que será objeto de la razón teórica, la cual no tendrá que concebir según normas su
objeto sino que tiene que reconocer según estructuras reales las cosas: tiene que limitarse pues a
contemplar.
Estas son las discusiones que ocupan los últimos años de la Academia, en las que Platón
intervino de manera indecisa, y que la dividieron en dos bandos: los μαθηματικοί, principalmente
representados por el que era escolarca de la Academia, Espeusipo, y los ἐμπειρικοί, los que se
manchan las manos con lo sensible, cuyo jefe de filas fue, sin discusión, Aristóteles. (Mientras
Platón, retirado, escribía su “testamento”: Las leyes, que consisten en repensar República desde
un punto de vista más autoritario).
Platón fallece el año 348 y entonces se produce, como es normal, el problema de la
sucesión al frente de la Academia. No hay que pensar que la Academia tuviera una importancia
decisiva al nivel de Atenas, pero en la medida en que a la Academia habían acudido gentes
influyentes, sobre ella surgieron dos tipos de problemas: los del interior mismo entre los dos
bandos, y en segundo lugar, el hecho de que se trataba de una institución de prestigio sobre la que
tenían ciertas apetencias los políticos.

BIOGRAFÍA VITAL E INTELECTUAL: PERIODO MEDIO

La posición de Aristóteles desde este momento empieza a ser bastante precaria:


fundamentalmente porque los matemáticos tienen a su favor los textos platónicos, mientras que
los empíricos son los heterodoxos y son la minoría; lo cierto es que Aristóteles finalmente se
marcha tanto de la Academia como de Atenas, por consiguiente debemos pensar que sucedió algo
más. Hoy podemos asegurar (por la obra de Ingemar Düring: colección de toda la doxografía
sobre la biografía de Aristóteles), que, además de su heterodoxia, empezó a tener problemas
políticos a raíz de que Filipo de Macedonia hiciera notar sus intenciones expansionistas sobre el
mundo griego.
La Atenas que ha vivido la Academia platónica ha sido una ciudad pacífica en torno a las
condiciones, en todo caso benéficas, de la paz del Rey: ni Esparta ni Atenas han tenido la
primacía, lo que desde el punto de vista histórico es algo melancólico -aquellos mismos griegos
que habían vencido a los persas, ahora se ven tutelados por ellos- ha proporcionado unos años de
tranquilidad que han permitido debates puramente intelectuales.
En el año 348 las cosas comienzan a ponerse más serias: Filipo no reconoce la paz del Rey,
por tanto no reconoce a los persas como garantes del statu quo panhelénico. Esto va a ser el
origen de la conquista por parte de su hijo del mundo persa, ya que la monarquía macedónica no
se siente implicada, entre otras razones porque no ha sido signataria de aquella paz
estabilizadora. Pero, además, los macedonios han mostrado ya claramente su intención
expansionista, y… ¿quién es Aristóteles? Aunque es jonio, ha nacido en Macedonia, es hijo del
médico de la corte del rey macedonio, ha tenido siempre fama de bárbaro, de extranjero en
Atenas, y además es un espía de Macedonia (pasa informes, no es enteramente neutral, y no está
de acuerdo enteramente con las formas de vida de Atenas). Por lo tanto, aun cuando no tenemos
seguridad absoluta, podemos apuntar que no es sólo la disputa entre matemáticos y empíricos lo
que le hace abandonar Atenas sino que, toda vez que no gana las elecciones para dirigir la
Academia, su posición política empieza a ser muy precaria.
De modo que el año 347 Aristóteles ha emprendido el camino de su marcha de Atenas y van
a empezar para él unos largos y fecundísimos años hasta que regrese a Atenas veinte años
después. Es lo que se llama el “periodo medio” de la vida de Aristóteles (en el que la
determinación de las obras no es tan fácil de precisar, lo cual es muy lamentable por el carácter
evolutivo y en ebullición de un pensador académico como lo es Aristóteles; la sistematización
que se da a partir de ahora será, por tanto, artificial, propia del Corpus de Andrónico).
Que triunfase el bando de los matemáticos significó el paso a segundo plano del grupo de
los empíricos. Este hecho fue el dato que más llamó la atención de Jaeger y sobre el que montó
su famosa teoría de que, a la muerte de Platón, Aristóteles sufre una crisis intelectual, replantea
su sistema en un sentido profundo, se siente decepcionado por el hecho de no dirigir la
Academia, y entonces corta sus lazos con ella e incluso se marcha de Atenas. Esta tesis de Jaeger
es falsa, no por su punto de partida: es sabido que tras la muerte de Platón, la Academia se hizo
más rígida en sus posiciones matematizantes y cientifistas, también es cierto que Platón en los
últimos años de su vida había cuestionado su línea de pensamiento, por tanto, en cierto modo el
hecho de que Espeusipo fuese el escolarca inmediatamente supuso un retroceso respecto a las
últimas investigaciones platónicas, el cual por el contrario encontraba al final de su vida motivos
suficientes de autocrítica en su obra como para cuestionarla públicamente. Lo cierto es que
Platón había hecho todo esto de una manera ambigua: a medida que dudaba más de sus
fundamentos ontológicos, potenciaba más los aspectos dogmáticos de su política y de su ética,
como diciendo: si la fundamentación ontológica de la ética no es sencilla y se enfrenta a
dificultades enormes entonces debe propiciarse un mayor protagonismo del carácter ético y
político. Pero siendo esto cierto, no debió ser la ruptura tan fuerte ni provocada por una crisis
personal tan grave como la que supone Jaeger por varias razones: en primer lugar, porque la
crisis se había producido ya antes en el interior de la Academia como hemos visto, y en segundo
lugar, porque disponemos un dato biográfico de extraordinaria importancia que nos transmite
Filócrates: Aristóteles se fue de Atenas como académico, perteneciente a la secta de los filósofos,
y todavía en una fecha tan tardía como el 339, estando en Macedonia, se le ofreció a Aristóteles -
a la muerte de Espeusipo- la dirección de la Academia. Luego sus relaciones siguieron siendo
estrechas. En el 39 Aristóteles declina el honor de dirigir la Academia entre otras razones porque
era un hombre muy influyente en la corte de Macedonia como consejero áulico. Por lo tanto la
tesis de Jaeger es fácilmente desmontable. En cambio, la segunda tesis sobre el hecho de que
Aristóteles era un agente infiltrado cobra mayor peso.
En 349 Filipo conquista Olinto y a partir de entonces la situación de Atenas se hace
desesperada. Prácticamente toda la Grecia continental se echa a los pies de Filipo y Atenas es la
única ciudad que mantiene la esperanza de permanecer como ciudad democrática e independiente
y de enfrentarse al poder macedonio que es cada vez más evidente. La conquista de Olinto es
solamente una parte del problema; Atenas va quedando como el único bastión de una Grecia
democrática y resistente a la unificación continental sobre la base de la monarquía macedonia.
La respuesta de Aristóteles fue más bien la de laborar a favor de ese proyecto panhelénico a
la manera de Isócrates.
El mismo año que muere Platón (347) es un año decisivo: la muerte de Platón acarrea
acontecimientos y dificultades en el interior de la Academia, pero además vuelven al poder los
demócratas radicales; esto acontece por primera vez desde la guerra del Peloponeso –que supuso
la desaparición del partido demócrata radical y con ella la desaparición del partido oligárquico
más extremo-, y Atenas se ha regido durante ese tiempo por la república moderada de carácter
religioso, lo que ha conseguido que Atenas mantenga la paz. La caída de Olinto hace pensar que,
en efecto, la paz de Atenas sólo será posible sobre la base del triunfo de los radicales, puesto que
los moderados son partidarios de negociar con Filipo. En definitiva, este año sube al poder
Demóstenes.
Demóstenes (seguramente el mejor orador de la Grecia clásica) es el heredero de los
demócratas radicales -de la línea de Clístenes, Pericles...-, supone, pues, la recuperación de un
tiempo perdido, pero además en un momento en que esto ya no es posible: ciertamente, Atenas
sigue siendo el titular principal de la Segunda Liga délica, es decir, que tiene un poder comercial
importante y su condición social es más rica que la del resto de Grecia, pero ese poder comercial
no se traduce en poder militar. Lo que comete Atenas es, por tanto, un suicidio político.
Es en este contexto en el que hay que situar la actividad de Aristóteles. No es un traidor a
Atenas sino que se da cuenta -partidario de un pacto con Filipo- del suicidio al que Demóstenes
les conduce y esto hace que se reafirme aún más en su idea de sostener la παιδεία filosófica, si
bien es cierto que negando el cientifismo que Platón quería dar al ámbito de la ética.
También en el 347 Hermias accede al trono de Lesbos -cuya capital es Mitilene-; éste ha
sido un personaje llamativo: fue esclavo en la corte de Macedonia, luego emancipado, luego rico,
y finalmente imprescindible para las combinaciones políticas, ministro de varios gobiernos y, al
fin, rey de la comunidad floreciente de Lesbos. Ha sido, igualmente, amigo de la infancia de
Aristóteles, por lo que ha tenido estrecho contacto con la Academia y con la filosofía. Si bien con
un talante mucho más práctico que los filósofos, se acercó a la idea de virtud platónica según reza
en el epitafio que Aristóteles le dedica: Hermias, tú que has cumplido como nadie la virtud
(ἀρετή). Pues bien, Hermias invita a Aristóteles a que funde una segunda Academia en Mitilene
para poder seguir pensando al margen de los acontecimientos patéticos en los que se está
introduciendo Atenas, y al mismo tiempo, ofrece a Aristóteles la posibilidad de una salida digna
(ha militado en el bando macedonio, ha sido amigo del bando aliado, ha experimentado las
mismas críticas que Platón había hecho al bando radical... no ha sido nombrado escolarca y teme
por su vida). Acepta la invitación y marcha a Mitilene. No hay, por tanto, una ruptura grave entre
Platón y Aristóteles, como apunta Jaeger, sino un cúmulo de acontecimientos históricos
concretos. Incluso una fuente nos indica que tal vez Aristóteles se fuera de Atenas antes de la
propia muerte de Platón. Si fuera cierto, implicaría una vez más que su salida no tiene tanto que
ver con no ser elegido escolarca sino con sus circunstancias políticas.
Con Aristóteles se van unos cuantos académicos, los ἐμπειρικοί: Jenócrates, Corisco y
Herasto, que desde 346 los vemos ya instalados como huéspedes de Hermias.

LICEO Y ALEJANDRO

Atarneo es la capital donde reside Hermias, sin embargo la Academia la sitúa en la ciudad
de Asos, a una cierta distancia prudencial de su residencia. Aristóteles pasa a ser director de la
nueva Academia, regida de modo muy similar a la ateniense, y con la que mantiene muy buenas
relaciones científicas.
Precisamente es en Asos donde se forma Teofrasto, a partir de entonces discípulo predilecto
de Aristóteles y su colaborador principal (incluso hay obras de difícil adjudicación). Teofrasto va
a empezar a ser el principal ἐμπειρικός en la relación, llegando a confundir a la tradición puesto
que pregna a las obras de Aristóteles de este rasgo de modo demasiado marcado. De este modo,
lo que va a diferenciar la primitiva Academia de lo que luego será el Liceo, gracias a la
aportación y la capacidad organizativa de Teofrasto, es el gusto por la colección de cosas que lo
convierte en una universidad casi en sentido moderno. En el Liceo las ciencias se especializan,
los saberes se compartimentan, las colecciones se enriquecen... Así como la Academia lo que
quiere es fundar, de una manera estática, una ética y una política científicas, en el Liceo, por el
contrario, los conocimientos van a convertirse en un proceso mucho más lento de acumulación y
enriquecimiento del conocimiento humano, en el que los principios ordenadores del saber siguen
siendo objeto de reflexión pero donde la acumulación de las investigaciones va a ocupar el
objetivo principal de la actividad docente.
Los no más de dos años que Aristóteles pasa en Asos son importantes para el desarrollo de
su pensamiento y años muy felices. En 344 se trasladó a Mitilene por un deseo de promoción: la
fama y el prestigio del Liceo se expande y, seguramente, marcha a fundar una segunda sucursal
en esta ciudad. Allí pasa sólo un año y en 343-2 Filipo lo llama a la corte para que sea tutor de su
hijo Alejandro, dando prueba de que se trataba ya del profesor más prestigiado de toda Grecia.
La educación de Alejandro nos resulta bastante enigmática por la escasez de fuentes.
Existen dos tesis extremas: la de Wilamowitz según la cual Alejandro lo habría aprendido todo de
Aristóteles, y otra más reciente, de Jaeger, según la cual no se habrían entendido (puesto que la
Política de Aristóteles sigue teniendo como objeto último de su reflexión la πόλις, y Alejandro
tiene en su cabeza la imagen de la monarquía universal, del imperio, y además lo lleva a
término). Pues bien, esta tesis que a nivel interno resulta aplastante, no lo es tanto si observamos
los detalles externos de su relación.
Los datos que tenemos de esta época de la vida de Aristóteles son al menos estos tres:
Aristóteles hizo que se copiaran para la enseñanza de Alejandro una versión de la Ilíada que él
personalmente comentó; cuando Alejandro comienza sus enormes correrías por el mundo
siempre enviaba a su maestro -al que no había por tanto olvidado, y que ya estaba en Atenas-
muestras de cosas raras para sus colecciones del Liceo; y, además, Aristóteles en este periodo no
sólo es profesor de Alejandro sino que también adquiere el rango de ministro, bajo el cual se le
encarga la confección de los archivos de Delfos, lugar panhelénico donde se dictan los oráculos
para toda Grecia, y de la lista de vencedores de Olimpia, otro lugar panhelénico, por todo lo cual
se le puso una columna a través de un decreto honorífico, que persistió en Atenas hasta el proceso
por indignidad que le obligó a huir por segunda vez.
Unamos estos tres datos: la Ilíada es desde luego el texto común a todos los griegos (ser
griego significa: hablar griego y haber sido educado en la Ilíada), por lo que esta concepción de
la educación del príncipe invalida la tesis de Jaeger (Aristóteles no elige una forma de educación
localista sino panhelénica); a esto hay que unir el dato de sus realizaciones en torno a los dos
hitos de la panhelenidad -Delfos y Olimpia-, claramente en contra de una educación circunscrita
a la πόλις. Y si a esto unimos el dato de la recolección de rarezas por parte de Alejandro para su
profesor, debemos interpretar el conjunto de datos como una armonía evidente entre alumno y
profesor.
Los propios datos externos, pues, nos hacen pensar en un tipo de educación no apegada a
los límites estrechos de la ciudad-estado; y esto debe ser compatible con el hecho de que
Aristóteles en la Política defienda, sin embargo, como el ideal de la convivencia humana el
marco de la πόλις. Debemos conciliar lo que parece contradictorio: la panhelenidad de Alejandro
organizada bajo la πόλις aristotélica (al margen de interpretaciones ilustradas que pretenden
como inevitable la organización a través de Estados centrales modernos surgidos de la
Revolución Francesa... Lo cual tiene poco que ver con el modelo político griego).
Se puede pensar, por tanto, en una federación de ciudades que, manteniendo el ideal de que
sólo se es feliz en comunidades pequeñas y sólo en ellas es posible llevar a cabo el ideal de una
democracia moderada, ello no está en contradicción con una ampliación inmensa de ese mismo
concepto mediante sucesivas fundaciones de nuevas comunidades, que se rigen en efecto bajo la
comunidad que produce ese lazo político-cultural propuesto por Alejandro Magno.
Alejandro no somete a nadie; funda muchas “Alejandrías” (56 o 57), bajo una concepción
de imperio que nada tiene que ver con la romana, sino con la aristotélica de una confederación de
πόλις.
En el año 432 Aristóteles llega a Macedonia y se hace cargo de la educación del príncipe,
durante un periodo de turbulencias políticas: los persas comprenden -y les inquieta- que el poder
de Filipo se está haciendo demasiado fuerte. La máquina persa se pone, así pues, en marcha, y lo
primero en sucumbir son las ciudades costeras de Jonia. Hermias cae hecho prisionero -éste ha
mantenido un poder ilustrado, conforme a las indicaciones de la Academia renovada-, y es
torturado hasta la muerte, lo cual supone un duro trance para Aristóteles.
En 334 ha muerto Filipo y Alejandro es rey. Los continuos levantamientos de una Atenas
alentada por Demóstenes, a la que, sin embargo, Filipo ha respetado en todo momento -ha dado
la vuelta por Beocia para no atravesar Atenas, le ha otorgado un estatuto especial, ha recibido a
sus emisarios...- conlleva la decisión de acabar con el problema ateniense de un modo definitivo.
El problema de Atenas es concretamente el problema de Tebas, la única ciudad suficientemente
poderosa como para enfrentarse a Filipo, de modo que los macedonios lo que han hecho es
acercarse poco a poco e ir rodeando Atenas, a sabiendas de que ésta tiene un pacto con Tebas
para su defensa. Sin embargo, este temor de Filipo es superado por su hijo Alejandro y, en este
año decisivo -se puede decir que a partir de entonces desaparece la Grecia clásica y comienza el
helenismo- se produce la destrucción de Tebas por las tropas macedonias (las falanges tebanas se
habían dispuesto en forma tal que combatían en parejas: en la batalla y en la cama...). Atenas
queda cercada y se demuestra la desmesura del discurso de Demóstenes que les ha impulsado al
combate. Cabe señalar que las condiciones de paz para Atenas -seguramente influidas por
Aristóteles- son las más generosas que cabría esperar: no se ejecuta a nadie, se destierra a
Demóstenes, la ciudad queda intacta, y además se le concede un estatuto especial de cuasi-
independencia y el rango de ciudad asociada.
En este momento Aristóteles decide dejar la política: su príncipe es un rey ya encumbrado y
determina volver a Atenas y allí en una finca de un amigo (Licabeto) funda el Liceo. Alejandro,
ya rey, encarga la tutela de Atenas a uno de sus generales, amigo íntimo de Aristóteles, Antípatro;
y a partir de ese momento empieza un periodo en el que la ciudad sigue viviendo en régimen de
completa libertad, ninguna de sus leyes ha sido alterada, ni siquiera es sometida como lo ha sido
Tebas.
Como Aristóteles es extranjero en Atenas, no es ciudadano ateniense, no puede comprar
terrenos, de modo que instala su academia, el Liceo, en los terrenos de un amigo, como acabo de
señalar. Trae a este edificio todas sus colecciones, organiza el sistema docente, potencia los
estudios empíricos y la reflexión político-ética, y deja en el centro de los saberes lo que la
tradición va a conocer como reflexión metafísica.

Perípato del Liceo, en la actualidad

Que no hay en Aristóteles ningún sentido de rivalidad con la Academia, lo demuestra el


hecho de que lo primero que hace al fundar el Liceo es financiar un altar en homenaje a Platón y
le dedica unos dísticos célebres que hablan sobre todo de la amistad. El Liceo se concibe como
una prolongación de la Academia misma.
A Atenas viene con su familia: con su mujer, Pitias (hermana o cuñada de Hermias), su hija
Pitias, y su hijo Nicómaco (la Ética será un testamento con ocasión de la muerte prematura de
éste, y será una prolongación de la Ética a Eudemo). En esta época, también, acomete la
codificación de sus escritos: reelabora profundamente su Retórica y une a los libros 1 y 2 el
tercero que es un libro independiente, igualmente reelabora la Física con diferentes materiales y
el De anima. Así que las enseñanzas de este último período reflejan una clara voluntad de
sistematización de su pensamiento y de fundación de una verdadera universidad del
conocimiento.
Este periodo de paz dura 11 años. En 323 llega la noticia inesperada de Alejandro y Atenas
lo interpreta como la muerte del tirano y se levanta contra las tropas macedonias, que, a raíz del
tratado de paz, se encuentran a las afueras de la ciudad. Se reconstruye el partido demócrata
radical y Demóstenes regresa al poder, poniendo en peligro la seguridad de Aristóteles y su
Liceo. Esto se materializa en una acusación por ἀσέβεια contra Aristóteles -según algunas
fuentes-, lo que le lleva al destierro por segunda vez “para que Atenas no vuelva a cometer por
tercera vez un pecado contra la filosofía: primero Anaxágoras, segundo Sócrates, y el tercero
sería él mismo” (en frase de Aristóteles según cuenta la leyenda). Mientras tanto habían muerto
su mujer y su hijo, él vive en la compañía de Hermípila -una esclava a la que él ha emancipado y
para la que tiene un recuerdo emotivo en su testamento, donde insiste en que sus herederos
procuren el bienestar de Hermípila, que le habiliten una casa en Carpi, donde él vive... En 322, en
Calcis, en una casa provisional, muere Aristóteles dejando una rica herencia.

EL CORPUS Y SU RECEPCIÓN

Hasta aquí la biografía de Aristóteles. Con su muerte, muere el filósofo pero empieza a
vivir su obra, y su transmisión constituye un acontecimiento de importancia por dos razones:
porque explica el carácter del Corpus y porque el destino de las obras de Aristóteles explica en
buena medida su ausencia en el mundo helenístico o su escasa presencia. De manera que es
importante perseguir ahora el destino de las obras de Aristóteles. Esto no ocurrió con Platón, su
obra no fue nunca interrumpida ni cesó su divulgación. Aristóteles cuando huye se lleva su
biblioteca e interrumpe sus enseñanzas.
Podemos hablar de tres fuentes de recepción -distintas y sólo la tercera relativamente
afortunada- de la obra de Aristóteles: a su muerte, la biblioteca no se la lega a su hija -de vida
muy disoluta- sino a su discípulo Teofrasto, el cual une ésta a su propia biblioteca, y cuando a su
vez Teofrasto muere se la lega a Meleo –hijo de aquel Coriscos que acompañó a Aristóteles en su
destierro a Calcis, Mitilene. Desgraciadamente, Meleo es un indigno sucesor de estos grandes
hombres y lleva la biblioteca a su ciudad natal, Escepsis, para venderla; su venta no es completa,
Meleo se queda con los manuscritos con intención de venderlos a mejor precio, pero lo cierto es
que allí permanecieron durante 200 años en una casa particular sin suscitar el interés de ningún
comprador. Por el contrario, el grueso de la biblioteca y las copias son vendidos a la máxima
institución cultural de la monarquía de los seléucidas y en general del mundo antiguo: la
Biblioteca de Alejandría.
En Alejandría se mantienen esos libros de una manera poco organizada hasta que la
situación del Perípato, del Liceo, se hace verdaderamente insostenible en Atenas por la falta de
recursos y alumnos, de manera que Estratón y, sobre todo, Demetrio -sucesores de Teofrasto-,
terminan por aceptar la invitación de la monarquía seléucida para trasladar el Liceo a Alejandría.
Allí, en el nuevo Liceo, lo primero que emprende Demetrio es la catalogación y conservación de
las obras de los maestros del Peripato. Como además éste ha sido encargado de la educación del
nuevo príncipe, Filadelfo -que pasa a la historia por sus obras de paz; verdadero universalizador
de la biblioteca y el museo-, las obras pasan a ser uno de los principales tesoros de la biblioteca,
de las que se inicia una gran difusión.
A partir de aquí es bien conocido que Roma llega a Alejandría, César somete a la
monarquía de los seléucidas, y toma una decisión que, a la postre, será trágica para la historia de
Occidente: trasladar la Biblioteca a Roma. Estando ya los rollos metidos en cestas y dispuestos
en barcos en el puerto de Alejandría, tiene lugar una revuelta popular como consecuencia de la
cual se produce el incendio de la Biblioteca de Alejandría. Esto tiene lugar el año 47 a. C., y entre
los libros destruidos está la obra completa de Aristóteles y Teofrasto.
En cualquier caso, en la medida en que ha sido organizado el legado aristotélico y por tanto
queda el catálogo, Diógenes Laercio establece su propio catálogo que nosotros citamos. Este
catálogo nada tiene que ver con el Corpus que nosotros conservamos, que, por tanto, no es
original de las obras de Aristóteles. Sus obras, tal como fueron depositadas en la Biblioteca tenía
una organización distinta a la nuestra.
La segunda recepción de las obras de Aristóteles es parcial y pequeña pero, sin embargo, de
una gran influencia en el helenismo. Tiene lugar a partir del traslado a Rodas de uno de los
académicos, también de la primera generación, de parte de la obra aristotélica. Me estoy
refiriendo a Eudemo -al que le dedicó su Ética-; éste es de la misma edad aproximadamente que
Teofrasto, unos 20 años menor que Aristóteles, y que se forma en el segundo periodo de sus
enseñanzas. Eudemo es a la ética lo que Teofrasto a la investigación científica.
Eudemo tiene como legado personal unos cuantos libros de Aristóteles: primero, aquellos
de los que se ha hecho alguna edición (los diálogos académicos de Aristóteles), segundo, un
ejemplar de la Ética dedicada por el maestro, y en tercer lugar, todos los comentarios
doxográficos a la obra de Aristóteles que ha hecho Teofrasto.
En Rodas, Eudemo funda una pequeña escuela que tiene una influencia meramente
provincial pero no escasa. En efecto, esto es lo que el helenismo conoce de Aristóteles, y sobre lo
que van a discutir el estoicismo y el epicureísmo -y en cierto modo el escepticismo-; de manera
que muchas de las discusiones son más contra Teofrasto que contra el propio Aristóteles. Por
ejemplo, la conformación que adquiere entre los estoicos la lógica, y más todavía en los
epicúreos la formación de la teoría científica sobre la base de dos únicos modelos (de una parte el
razonamiento deductivo, y de otra el inductivo, probabilístico) se hace simplificando
enormemente la riqueza de la argumentación metacientífica aristotélica, pero en cambio se hace
sobre la base de la sistematización que presenta Teofrasto.
La tercera recepción de Aristóteles es aún más novelesca. Un esclavo manumitido, que se
ha convertido, en virtud de sus propios méritos, en un hombre riquísimo, y cuyo nombre es
Apelicón, conecta con Artemión, el responsable del último y agónico intento de Atenas por ser
independiente (ha hecho un pacto con Mitrídates, el general que se enfrentará a Sila y el que va a
sufrir la derrota que entregará Grecia a las legiones romanas), y le subvenciona para su empeño.
Pero además este Apelicón es un consumado bibliófilo y le llegan noticias de que en un
pueblo remoto hay una magnífica biblioteca abandonada y allí se presenta. Compra los
manuscritos y se los lleva a Atenas con la sana intención de vendérselos al Estado a precio de oro
como una gloria pasada a dignificar. Mientras tanto Sila vence a Mitrídates. Sila lleva entre sus
consejeros a Lúculo, una de las grandes fortunas romanas y un amante del arte griego, el cual
percibe inmediatamente la importancia del hallazgo y lo confisca para llevárselo a Roma. Lúculo
ha hecho esclavo a un filósofo peripatético, de la segunda escuela de Rodas, a quien encarga la
organización de los libros. Pero buena parte de la flota que llevaba las riquezas de Atenas se
hunde en el Adriático; sin embargo, los libros llegan a Roma. Y allí Hilarión, el cual forma parte
de los círculos más ilustrados de Roma -fundamentalmente del de Cicerón (“la prosa de
Aristóteles es oro molido”, llega a decir éste de los diálogos, en el 59; en el 46 se referirá a los
manuscritos de Aristóteles por su aspereza y dificultad)-, es encargado de crear una biblioteca.
Por tanto, entre el 59 y el 46 a. C. se ha censado ya en Roma la obra completa de Aristóteles.
Hilarión hace una primera sistematización de la obra, diferenciando entre los libros de
Aristóteles y los de Teofrasto. Una vez aislado el legado del filósofo, le encarga a un discípulo,
Andrónico -hombre ilustrado, procedente del entorno de la escuela peripatética-, hacer una
edición definitiva de todos los legajos dispersos.
En primer lugar, separa los diálogos, claramente delimitados, y con ellos reúne los escritos
exotéricos, el Aristóteles público, las obras académicas; y con el resto de los papeles procede del
siguiente modo: cuando tiene en su poder obras ya organizadas por el propio Aristóteles, por
ejemplo los Tópicos, el De anima, los tres libros de Retórica, los conserva tal cual –son obras en
las que coinciden, por tanto, el Corpus con el Catálogo anterior de Diógenes Laercio. El conjunto
restante, en fin, se divide a su vez en dos apartados: los que tienen título, cuyo carácter unitario
se reconoce fácilmente, los cuales se publican como obras sueltas (por ejemplo, obras como De
caelo, Historia de los animales, Sobre la generación y la corrupción,…), y los que tienen en
común un objeto general (por ejemplo, Física, Metafísica...)
Pues bien, esta organización es ya publicada por Andrónico y se hacen varias copias: una
para Alejandría -cuya biblioteca está tratando de recuperar sus fondos-, otra para Atenas, y otra
para la Biblioteca de Roma. Finalmente, el valor del Corpus es tan importante que las obras
exotéricas van perdiendo importancia a favor de los libros de texto, publicados en el Corpus, lo
que conduce, a la postre, a la pérdida de los diálogos. Sobre este Corpus se elabora el Catálogo
imperial de Ptolomeo, el que permanecerá siempre en la Biblioteca de Roma. En definitiva, la
biblioteca del Liceo se ha perdido en el incendio de Alejandría, el Aristóteles juvenil o el
comentado por Teofrasto es el que ha estado vigente en el mundo de los helenistas, y entre los
siglos I y II el Aristóteles conservado es el compilado por Andrónico. Las obras de Aristóteles
son las siguientes:

 Las que se refieren al periodo académico: Diálogos: el Grilo, las Colecciones, las
Categorías, los Tópicos (las Refutaciones sofísticas), Sobre la filosofía, Sobre el bien, primera
versión de la Retórica, de la Poética y de los Magna moralia, Sobre los poetas, Problemas
homéricos; los libros I y II de Física, el libro VII de Física, y los libros III–VI de Física, De
caelo, primera versión del De generatione et corruptione, el Protréptico, diálogos ético-políticos
que hemos perdido: el Eudemo, el Político, y el Sobre la justicia, y finalmente el Sobre las ideas,
además el libro I de Política (VII-VIII), y los libros más antiguos de la Metafísica (XII -lo que
demuestra el error escolástico que cree que este libro culmina con la referencia a la divinidad las
lecciones sobre metafísica, cuando, bien al contrario, se trata de un libro muy platónico, de
juventud-, XIII y II) y Ética a Eudemo.

 Del periodo medio (los 20 años, desde la marcha hasta el regreso a Atenas, cuando conoce
a Teofrasto): la Historia de los animales (I-VI y VIII), Sobre las partes de los animales (II-IV),
obras biológicas que hemos perdido, Los metereológicos; se concluyen Retórica (III) y la Ética a
Eudemo y sigue trabajando en Política (I, VII y VIII). Los parva naturalia y los libros I y II del
De anima. (Libros científicos que han marcado la tradición de occidente hasta la revolución
copernicana, a través de Ockham, los nominalistas o los calculatori...)

 Periodo a partir de su regreso a Atenas: la reestructuración de su obra lógica (codificación


Tópicos, Analíticos); termina la codificación de la Retórica; redacta el libro I del De partibus
animalibus (introducción a la epistemología aristotélica); acaba De anima; versión final de los
Magna moralia; redacta la Ética a Nicómaco; sigue trabajando en la Política (II, V-VI, III-IV) –
nunca llega a sistematizar esta obra-; Metafísica Gamma, E, Z, H, Q.

EL ÓRGANON

La imagen de que la lógica es el instrumento de la ciencia se consagra en la Edad Media.


Sin embargo, la lógica requiere de su propio método. Estos libros son llamados por Aristóteles
μέθοδοι, frente a los de tesis, llamados πραγματεία. En el Órganon, entre los libros metódicos
aparecen unos cuantos que no proceden de la terminología aristotélica.
Órganon = Categorías, Tópicos, Refutaciones sofísticas, Analíticos I y II y De
interpretatione (catálogo de Andrónico); Poética y Retórica (catalogación aristotélica). En
Aristóteles la filosofía del lenguaje está conferida a la Retórica y Poética. Las demás obras del
Órganon aluden a la lógica formal. Aristóteles parte de la probabilidad y verosimilitud, como ya
se ha visto. En todas las materias en las que no intervienen los estados subjetivos del sujeto, ha de
ser diseñado un lenguaje en el que no entre la subjetividad. Se llegará a un discurso sin hablante,
sin las características subjetivas del que habla. Es la palabra platónica: no hay contingencia
alguna, reproduce ideas y relaciones jerárquicas. Sólo en un tipo de lenguaje en el que han
desaparecido las características del sujeto se cumple el platonismo. Hay que formular dos
preguntas esenciales:

 ¿Qué conocimientos pueden ser expresados por el λόγος ἀποφαντικός? No se puede decir
todo, como creía Platón. Aquí entra la ruptura con Platón.
 ¿Qué modelos de argumentación pueden llevarse a cabo con este λόγος? ¿En qué
consiste? Sólo en tanto que se habla de cosas los enunciados pueden ser objetivos, sólo pueden
serlo en el momento en el que se ha contestado a las anteriores preguntas. Hay otra serie de
materias en las que no cabe ponerse al margen por parte de aquel que habla. La pretensión de
suspensión del sujeto es aquí imposible. En este discurso hay también una semántica, que
contiene además de conceptos -como en el ἀποφαντικός- lo que está en el alma del sujeto,
aquello que expresa el talante moral (ἤθη), la pasión (πάθος) o instinto, y las propiedades del
sujeto (ἕξις). Estas son las características psicológicas pensadas por los griegos. Aquí la
semántica no puede ser apofántica. También este lenguaje incluye una sintaxis. Para este lenguaje
las anteriores preguntas también valen, sus materias son igualmente problemáticas.

Se trata de un diseño de límites y posibilidades al hacer las dos preguntas esenciales. El


platonismo quedará salvado si encontramos un nivel y una sintaxis que expresen las ideas. Pero
de antiplatonismo queda el no desechar la posibilidad de no expresar lo objetivo. Aquellas
cuestiones que no caen dentro del ideal platónico son susceptibles de ser dotadas de una
racionalidad: no se cae en el irracionalismo a que las delega Platón. Este proyecto será viable en
tanto que ambos lenguajes están afectados por el λόγος. Por tanto, la pregunta es ahora qué es
λόγος. Según Platón el λόγος imita a una realidad previa a las palabras, esto es, las ideas; el
lenguaje correcto es el que posibilita la transparencia del mundo ideal en el contingente. Esto es
lo que defiende Aristóteles en su periodo académico, pero luego se desvía: si el lenguaje es
imitación, aquello que es puesto por el sujeto no es lenguaje, puesto que la aparición del sujeto
introduce la contingencia y la libertad; pero la experiencia nos muestra lo contrario. Platón fue
consciente de este problema y su solución fue transferir este lenguaje no ἀποφαντικός al mito: el
lenguaje subjetivo sólo mitologiza. Las disposiciones de la psique humana son llevadas a un
lenguaje borracho, ebrio, loco, cuando lo normal sería utilizar un λόγος ἀποφαντικός que exprese
las ideas. Para Aristóteles, que no está de acuerdo con esto, el λόγος no es una mímesis y
justamente el lenguaje no normal, el especializado, es el ἀποφαντικός y lo que sea el lenguaje
estará en el lenguaje subjetivo, humano.
El lenguaje es un símbolo (en griego lo que uno lleva, caso de la moneda partida entre dos
personas) que requiere que hablen dos sujetos, esto es lo que lo configura. Una de las cosas que
pueden hacer dos sujetos A y B cuando se encuentran es poner una intermediación que ambos
llevan consigo: el lenguaje. Como es un símbolo, no necesita ser una imitación, lo único que se
precisa es una convención que a los dos sujetos permita comunicarse. El lenguaje es
convencional y aquello que nombra tendrá que referirse a algo sin lo cual no hay entendimiento.
El lenguaje se dice respecto de ciertas referencias que no son convencionales; remiten a lo
mismo, a lo que en los dos agentes hay de común. Estas referencias no pueden referirse sólo al
mundo, a las cosas, sino también a la condición de los agentes: al ethe, pathos y a lahexis. El
lenguaje es una disposición natural del hombre para el reconocimiento, que no siendo sólo
convencional remite no únicamente al hecho sino también a las disposiciones psíquicas del
individuo objetivadas. Cuando se cumplen estas condiciones tenemos lenguaje.
El λόγος contiene algo que es dicho, πρᾶγμα, el asunto y algo que es puesto por el agente:
ethe, pathos y hexis (ἤθη, πάθος y ἕξις). El ejercicio de racionalización del λόγος depende de la
capacidad que tenga el investigador de discriminar aquellos contenidos. Un juicio será la
reformulación de un enunciado ordinario en el que se ha discriminado lo que hay de πρᾶγμα de lo
que hay de subjetivo. Sólo se pude discriminar si se dispone de la capacidad de interpretar lo
dicho. Hay que desarrollar un método que permita distinguir lo que hay de subjetivo en el
πρᾶγμα o asunto. Si esto es posible se llegará a una teoría de la ciencia aceptable.
Hay que crear un discurso del discurso; hay que emplear un metalenguaje. Para hablar del
λόγος hay que tratar una semántica (en la que entran el objeto y las características subjetivas) y
una sintaxis. A partir del análisis, de la criba, de estos aspectos, es quizá posible llegar al λόγος
ἀποφαντικός, cuya semántica ha sido despojada de toda subjetividad. Al referirse a objetos se
autodicta la sintaxis. La lógica para Aristóteles es una filosofía del lenguaje, no un método.
Ahora bien, aquí entra la pregunta fundamental que será heredada por toda la filosofía
posterior: ¿Cómo puedo discriminar en el habla lo que corresponde al sujeto de lo que es propio
del objeto? Platón ha dicho que a esto se llega con la dialéctica. Para salvar a Platón sin partir de
las ideas, Aristóteles pretende llegar a la unidad de la definición sin partir de la identidad de la
definición. Como no puede acudir a la idea, Aristóteles parte del análisis del λόγος, que a la vez
es un punto de llegada, pues no existe otro espacio a donde ir. Tendremos una analítica de
lenguaje cuando dispongamos de elementos estructurales que permitan reconocer los elementos
reales del lenguaje. Esto es lo que llama una categoría, que se define por la pregunta… ¿Cómo es
dicho el lenguaje? Es una gramática de los modos de decir. Las categorías tienen que tener una
apoyatura propia en el lenguaje. Los modos del decir no son otra cosa que los modos del pensar.
Hay una identidad entre pensamiento y lenguaje. Del lenguaje uno no puede salir pero sí buscar
en él. El vehículo en el que se da el conocimiento es el lenguaje. La identidad entre pensamiento
y ser se produce en los modos del decir. El lenguaje es el que pone la identidad. La pregunta
filosófica por el ser se ha centrado en los modos del decir. Aristóteles propone cinco categorías,
pero no es un sistema cerrado. Se puede hablar de accidentes, sustancia (lo que no requiere de
nada para existir, es el sustrato, el sustantivo), género, especie y definiciones -esto es
sorprendente: la definición es a lo que llegamos después del análisis, Aristóteles lo entiende
como la unidad conceptual, es una operación de la mente en la que están dadas las condiciones
para que lo plural se convierta en uno. El problema del método queda precisado en unos términos
racionalmente delimitados. El método queda precisado al preguntarnos qué cosas pueden ser
nombradas en el lenguaje tal que en él quede identificada la realidad. ¿Cómo puedo mediante el
lenguaje conocer la realidad, cómo puedo discriminar lo objetivo de lo subjetivo?
En términos gramaticales, el accidente es el adjetivo y la sustancia el sustantivo. El
accidente precisa de una sustancia para subsistir, pero no necesita la sustancia de nada más que
de sí misma. Ahora hay que intentar lograr la unidad de la definición.

Pensamiento -> λόγος -> Ser

En las categorías se nos presenta el ser; no cabe duda de que se nos presenta el ser que está
o que cabe decir. Sólo hay contacto directo en la mística, en el entusiasmo, etimológicamente
hablando (Platón). Nombrar la realidad no es una operación natural o espontánea, lo natural son
las opiniones que han de ser superadas. Hay que saber, y el problema es metódico, cómo es
posible nombrar la realidad, fundamentar la identidad, Aristóteles no es un sofista. Se parte de lo
que ontológicamente es el lenguaje y volvemos a él, porque sólo en él podemos definir en que
consiste un juicio.
Las categorías acaban en lo que era una definición. En ésta se van cumpliendo las demás
categorizaciones. Aplicando todas las categorizaciones se llega a la definición, que es una
identidad en el lenguaje. Definición tiene la siguiente estructura lógica: [A = a+b+c+d]. Toda la
metodología se basa en la obtención de definiciones que identifiquen, que unifiquen, las
subjetividades, las pluralidades. “Definir” es una actividad de la mente. Quien define racionaliza
o expresa condiciones de la mente, aquí está el nous. Tendremos un lenguaje isomórfico cuando
quede apresado el objeto, la realidad de lo que es; cuando obtengamos una buena definición. El
nous opera con opiniones que remiten a diferentes calificaciones del decir. Para establecer el
método hay que constatar una doble pluralidad: de opiniones y de entes. El lenguaje tiene que dar
esa unidad. Todas las opiniones tienen que poder resolverse en una. La cuestión es como reducir
la pluralidad de las opiniones y las cosas a la unidad. Si no pensamos que la unidad se da en el
lenguaje, tenemos que pensar que las pluralidades son apariencias. El método entra en el camino
hacia la identidad en el lenguaje. Hay que pensar, en primer lugar, dónde se dan las opiniones:

 Descripción de opiniones: con varias opiniones se puede dar una definición no esencial,
una descripción de los pareceres de los hombres. También se pueden discutir las pluralidades
reales. Y esto porque se puede apelar a distintas opiniones sobre ellas. Esto y lo anterior son
pragmáticamente equivalentes. Este es el argumento sofístico de Gorgias por excelencia.
Aristóteles recoge la tradición sofística para superarla.
 Para superar esta pluralidad inicial se puede suponer que haya un lugar ideal (tópico)
donde se dé un enunciado en el que caben todas las opiniones ordenándolas, clasificándolas,
subdividiéndolas. Un topos es una reducción analítica de los enunciados plurales acerca de un
mismo ente. Ya no hay yuxtaposición sino ordenación. Es una noción que está en vez de la
realidad entera. Pueden ocurrir dos cosas:

1. Que toda la multiplicidad de opiniones pueda ser reducida a una sola definición
idéntica. Esto será un axioma. Su conocimiento es seguro, no hay nada que se contraponga a ello.
Es una definición en la quedan absorbidas todas las manifestaciones plurales de la cosa. Los
axiomas se dan en el lenguaje de la matemática y de la lógica formal, y no tienen excepción
posible. A este lenguaje le corresponde propiamente la verdad. No se puede fingir la posibilidad
de lo que analíticamente es verdadero. La identidad se da en el lenguaje. Lo verdadero es el
enunciado.
2. Pero a veces no se puede reducir a una definición, sino a varias. No se puede llegar
aquí a una identidad; nuestra definición no puede remitirse a objetos. La pluralidad procede de la
persistencia de lo subjetivo en los enunciados, presencia que no puede ser reducida. No se tiene
un axioma sino varias opiniones, δόξαι, donde no hay verdad. Apelar a la universalidad no es
solvente, es el argumento del rey filósofo que no deja opinar. Se puede pensar que hay pluralidad
en la realidad pero este es un argumento escéptico, no filosófico. Aun así se puede operar con
algo que es semejante a la verdad: el cálculo de la probabilidad o verosimilitud. Algo es más
probable o menos probable si las opiniones las sostienen o bien todos, o la mayoría, o al menos
los más sabios. Así se tendrá un lenguaje en el que la identidad no se deja en manos del
voluntarismo, del dominio. Tenemos la posibilidad de hacer, por una parte, ciencia y por otra, lo
más razonable. El método permite diferenciar entre la verdad y la opinión, y dentro de ésta, lo
más verosímil de lo menos.
El método para emitir juicios, para cribar, es llamado por Aristóteles “Tópicos”, que es una
traducción del término dialéctica. Es el método de la selección de lugares, contextos, en los que
aparecen las nociones. Una vez que hemos llegado a todos los contextos, podemos saber si sólo
vale una noción o si por el contrario valen varias (y hay subjetividad, opinión). En los axiomas o
para la noción de identidad el concepto es idéntico en todos los contextos en los que pueda ser
pensado, en todos los contextos posibles funciona de la misma manera: la negación de esa
propiedad es contradictoria -principio de no-contradicción. Esto me da un principio ontológico,
hay una regla sintáctica: opera en el lenguaje lo que la proposición afirma de la realidad. La
validez del principio de no-contradicción está en el λόγος, es una regla que se opera en el
lenguaje.
Ahora bien… ¿Cómo puedo mostrar que algo es idéntico? ¿Cómo puedo mostrar que algo
es un axioma? Y añade una segunda regla de verdad, entonces; la primera regla en el λόγος es la
no-contradicción, que funciona cuando encontramos proposiciones sencillas, pero hay muchas
veces que son complejas y entonces no resulta tan fácil ver que la negación implica
contradicción. Por ello añade una segunda regla que también despliega el principio ontológico de
identidad: la del tercero excluido. Significa que en los términos de un dilema cualquier tercer
enunciado queda excluido por el propio lenguaje, cualquier proposición que quisiese conciliar los
términos de un dilema debe ser excluido. Es un principio de reconocimiento de contradicciones,
por el que se pueden definir proposiciones de las que es susceptible predicar el principio de
contradicción. En proposiciones complejas excluir terceros, es decir, reducir a los dilemas
correspondientes desde los cuales a su vez se hace posible descubrir la contradicción.
De modo que, con el desarrollo de estas reglas en el λόγος, reglas, como se ve, metódicas, a
lo que se llega es a descubrir, en efecto, la identidad de estas proposiciones a las que Aristóteles
llama axiomas y desde las cuales se puede operar.
Por tanto, sólo las proposiciones idénticas son ἀποφαντικός, verdaderas, y descubribles en
virtud de las reglas de no-contradicción y de tercero excluido. Pero… ¿Cómo podemos operar
con estas definiciones? Vuelve a funcionar el método de los “tópicos”: de igual manera que yo
puedo descubrir los contextos de los enunciados con objeto de llegar a definiciones unitarias,
axiomáticas, de igual manera puedo hacer con las reglas de la razón. Como el lenguaje es un
elemento mediador entre pensamiento y realidad, el método funciona en los dos sentidos: cuando
se trata de definir enunciados idénticos, se trata de definir realidades en el lenguaje (cuando he
obtenido proposiciones idénticas no he hecho nada más que referirme a cosas, las cuales son
mencionadas por el lenguaje, a las que corresponde una definición idéntica); pues bien, ahora
podemos hacer lo mismo con los modos de operar del pensamiento: puedo pensar los contextos
del pensamiento. Ahora ya no me estaré refiriendo a cosas, por consiguiente, ya no podré hablar
de enunciados de objetos, de los que puedo privar la subjetividad, sino que ahora me estaré
refiriendo a funciones, normas que hace la razón, y entonces no obtenemos más que la definición
de la psicología. Pues bien, esas funciones en el lenguaje son no más que reglas, inferencias de la
razón (por ejemplo, un silogismo no es más que una regla).
A partir de este momento, Aristóteles tratará de dar la lista de las inferencias que son
inmediatamente reconocidas por toda razón; éstas son básicamente dos:

 La inducción: cuando una cosa sucede siempre de la misma manera la cabeza


formalmente opera dando un salto, de modo que termina proponiendo un enunciado general a
partir de los enunciados particulares que recolecta. A esta operación de la mente le llama
ἐπαγωγή (tiene en griego el valor de “comprobación”, cuando una misma cosa se comprueba en
muchos ejemplos entonces ese enunciado tiene validez), inductio (la repetición de enunciados
semejantes conduce a un enunciado general). Manejamos enunciados de experiencia, que la
mente es capaz de generalizar. (Es una forma de estadística sin matematizar... que no se hará
hasta el s. XVII de la mano de Leibniz a causa de un encargo de las compañías de seguros de las
navieras...) Pero con la inducción sólo se pueden obtener enunciados verosímiles, de lo contrario
tendría que hacer una inducción completa que sólo sería posible al final de la Historia...

 La deducción / συνλογισμός (razonamientos encadenados <-> tradición escolástica):


desde un enunciado general axiomático se obtienen enunciados particulares (conclusión) también
verdaderos, mediando otro enunciado que, aunque no sea axiomático, es verdadero; verdadero,
todo ello, en el lenguaje, quiero decir. En estos razonamientos sí obtengo verdades necesarias.

La lógica de finales del s. XIX, cuando se puso a completar el programa de Aristóteles,


pensó que podría determinar un mapa más amplio de las formas de razonamiento, y en parte lo ha
logrado, pero no podemos olvidar que en todo caso tenemos siempre que pensar en enunciados
con un grado de materialidad, y entonces… ¿Cómo llegamos a esos enunciados axiomáticos
primeros? Nunca podemos agotar todos los enunciados posibles pasándolos por todos los
contextos (tópicos) posibles, por tanto, tenemos que decir que, de todas maneras, a las
proposiciones axiomáticas sólo llegamos por inducción y, por tanto, los principios de la ciencia
son obligatoriamente convenciones.
A esto es a lo que Aristóteles llama . Y, ahora, puedo hacer una división de la
 según los principios que yo elija: frente a la idea de ciencia, la idea de división de las
ciencias por virtud de las convenciones que yo determine (matemáticas, biología, física...), lo que
ya había iniciado Eudoxo. En definitiva, el axioma en Aristóteles tiene un final trasfondo de
convención, pero también tiene una gran zona semántica de seguridad por parte del pensador en
la verdad de esas proposiciones. En realidad, este es el final de todo pensamiento que no parte de
la intuición mística de la Idea.
Hasta aquí, en todo caso, estamos hablando en términos de λόγος ἀποφαντικός, es decir, de
proposiciones que, aunque sea reconociendo un grado de convencionalidad, son proposiciones
idénticas; pero el método tiene un segundo elemento: cuando no puedo partir de axiomas,
entonces hablo de enunciados que yo afirmo y otros niegan según voluntad (no hay identidad);
estos son, pues, hipótesis y no axiomas. En este segundo caso, puedo imitar los métodos de la
ciencia:

 La inducción: multiplico enunciados hipotéticos; la inducción en discursos hipotéticos no


es más que el ejemplo (παράδειγμα). Su valor consiste en operar de manera semejante a la
verdad: hay unas cadenas más ejemplificantes que otras; no se trata, ahora, de “comprobar” su
validez sino de enumerar casos ejemplares.
 La deducción: serán deducciones a partir de hipótesis, en las que el razonamiento es el
mismo pero el lenguaje no es ἀποφαντικός –no ha eliminado el grado de subjetividad; Aristóteles
los llama “entimemas”, razonamientos formales que nos procuran conclusiones más semejantes a
la verdad que sus contrarias (por ejemplo, toda mujer que da a luz tiene leche...), procuran
estructuras arquitectónicas, marcos explicativos, signos, síntomas a través de los cuales oriento
mi explicación.

Aristóteles ha separado entre el método deductivo y el hipotético, precisamente la


modernidad lo que va a hacer es unir ambas cosas: cuando descubra que las deducciones a partir
de hipótesis pueden ser dichas unitariamente en un contexto, habremos dado lugar -pero eso ya es
Leibniz, Newton...- al llamado método hipotético/deductivo. Las grandes cartas topológicas del
método están, sin embargo, establecidas en Aristóteles.
Ya que no tenemos la suerte de ver las Ideas -como dice Aristóteles en Ética a Eudemo-,
hemos tenido que ir marcha atrás para mejor avanzar.
En efecto, la pretensión de que existe una identidad entre pensamiento y ser -en el caso de
Parménides porque niega la apariencia, en el de Platón por señalar que la referencia no son las
cosas mundanas, sino que son las Ideas-, es superada por Aristóteles estableciendo una
coordinación distinta entre ambos: si el ser es el término al que se dirigen intencionadamente las
actividades del pensamiento, éste no accede directamente al ser sino al ser que es susceptible de
λόγος, al ser en el lenguaje; en el lenguaje se nos da el lugar ontológico de la correlación
pensamiento-ser. Esta operación es la que pone en marcha el método, y hace posible operar en
unos términos en los que nos es permitido no ponerse de espaldas a la realidad. En efecto, las
proposiciones se dicen en el lenguaje.
En definitiva, hemos obtenido un criterio de verdad gramatical: sólo en los enunciados
ἀποφαντικόςs cabe hablar de verdad o falsedad; los performativos no son susceptibles de tal
denominación.
Ahora bien, ¿cómo pasar de este criterio gramatical al conocimiento de la realidad, cuál es
el fundamento ontológico de la doctrina lógica de la verdad? La respuesta tradicional es señalar
la conexión directa entre la verdad de las proposiciones y la realidad. Según Aristóteles cuando
decimos algo estamos reduciendo ese algo a una definición: esquema de relación entre un sujeto
y unos predicados. Pues bien, el criterio gramatical de verdad señala que de un sujeto dado
nosotros podemos afirmar o negar determinados predicados, pues el fundamento ontológico de
esta conexión sería decir que los predicados le pertenecen (ὑπάρχειν) realmente -Analíticos I-II.
En Metafísica , capítulo I, aparece una conexión que es prácticamente la misma que esta: si un
predicado pertenece propiamente a un sujeto esto se puede expresar también diciendo que toda
proposición que afirma o niega algo (asertórica) puede ser reescrita en términos ontológicos
mediante la partícula “ἐστί” -siguen siempre el esquema “s es p”. Es decir, que eso que nombra
mi proposición existe.
Por tanto, el fundamento ontológico de la verdad es la existencia, el estado de las cosas del
mundo. La verdad o falsedad se dicen de las proposiciones porque se dicen (adaequatio) de cosas
del mundo. Hay un doble juego en la terminología aristotélica: desde el punto de vista de los
libros lógicos es más propio decir que ὑπάρχειν porque, desde el punto de vista de la lógica, este
predicado que no tiene otra función que la lingüística que le pertenece realmente, y eso a su vez
tiene una segunda motivación en el hecho de que si le pertenece realmente es porque aquello que
designan existe, es. Por tanto, la doble terminología expresa muy bien el desarrollo de la cabeza
de Aristóteles: una proposición afirmativa es verdadera en el sentido del conocimiento real
cuando los predicados le pertenecen, y a su vez esos predicados le pertenecen realmente cuando
hay algo en el mundo a lo que la proposición se ajusta.
Hasta aquí, pues, el fundamento ontológico de la verdad, el cual es doctrina aristotélica y
profundamente original (el que únicamente ha recogido la tradición: el de la “adecuación”), pero
ni la única ni la más característica.
Sobre la célebre “adecuación”: Aristóteles sitúa el criterio de verdad no en el ser ni tampoco
en las ideas, sino en los estados de cosas del mundo, estados de cosas por tanto contingentes,
plurales. Esto supone una reconciliación con el mundo empírico, puesto que es la experiencia la
que nos proporciona el criterio de verdad. La realidad sensible no es apariencial, lo concreto es lo
que realmente hay, por tanto la ciencia tiene que remitir a una operación diferente.
No es esta la única doctrina. Aristóteles tiene que hacer una primera rectificación para
salvar el grado de universalidad que pide la ciencia, una rectificación “hacia arriba”. Aquello que
le pertenece a un sujeto puede ser de dos clases: una, que sean predicados singulares,
contingentes, en cuyo caso el valor de verdad se ajusta a la adecuación, como hemos visto; y dos,
a un sujeto cualquiera también pertenecen realmente otro tipo de predicados que no están en el
ser sino que son obtenidos por el pensamiento, es decir, predicados universales, los cuales, sin
embargo, no están en el ser. Todos los predicados de la ciencia no son predicados del ser, son
predicados del pensamiento -carga en potencia máxima contra el platonismo. Se trata de una
operación de mera “abstracción”, según la terminología escolástica: el pensamiento excluye de
los predicados singulares aquellos que le pertenecen en tanto que singulares, y descubre que al
quitarle estos elementos no por ello desaparece enteramente la consistencia de la cosa, del ente. A
estos entes universales es a los que corresponde la idea platónica: la identidad entre idea y ser es
una identidad totalmente falaz, porque el ser es siempre singular.
Pero a lo largo de toda la historia occidental, la versión platónica ha perdurado
insistentemente; es, dice Aristóteles, una confusión entre las condiciones de universalidad que
pone el pensamiento y el ser mismo. La idea es, y lo es siempre, del pensamiento. Si a la idea ha
de corresponderle algo en la realidad, le corresponderá en el interior de la realidad misma. Lo que
se ha acabado aquí definitivamente es la división de los mundos, el χωρισμός de Platón.
Por tanto, ese plus que tiene la ciencia es un plus por encima de la adecuación en un punto
específico, en el sentido que la adecuación permite eliminar la singularidad, a fin de obtener
ideas, conceptos universales, pero teniendo en cuenta que esa es una operación del pensamiento.
A partir de aquí todo el enredo platónico encuentra por fin una salida sin tener que creer en
la existencia de los dos mundos; y, del mismo modo, se inicia una tradición del pensamiento que
ha estado en pugna continua con el platonismo, que interpreta que, en todo caso, el uso legítimo
de los universales es un uso conforme a operaciones de la razón. Lo que se pierde aquí es el
concepto de perfección (se pierde el corazón del libro de anatomía), sin perder por ello ninguna
capacidad epistemológica. La apuesta platónica es una apuesta por la belleza: se apuesta porque
lo inmutable es más perfecto, lo cual no es más que una decisión estética. Como veremos más
adelante la perfección se reintroduce en el mundo aristotélico.
Aquellas proposiciones que son verdaderas en el nivel de la universalidad por ello mismo lo
son en el nivel de la singularidad, pero con una ventaja a nivel cognoscitivo: ahora, lo que se dice
en el nivel de lo abstracto se dice de todos los singulares.
Superamos, así, la doctrina de la “adaecuatio” aceptándola porque, en efecto, lo que yo digo
en el nivel abstracto, aunque en sí mismo no es real puesto que procede de una operación de la
mente, es verificado en el singular, por tanto en este primer plus indirectamente sigue teniendo
vigencia el criterio de verdad como adecuación. La ciencia sigue verificándose en el estado de
cosas del mundo, y lo que ocurre es que se propone en un nivel lingüístico diferente.
En el segundo nivel, la adecuación resulta insuficiente, no por peraltación, sino porque no
sirve como criterio de ajuste para aquellas proposiciones que no son directamente asertóricas.
Porque claro, ahora tenemos que luchar contra tres posibles proposiciones para las cuales la
adecuación no sirve, o sólo sirve parcialmente:

 Hemos visto que la adecuación está en un punto medio en el que nombra estados de cosas
del mundo;
 Hemos visto que la adecuación funciona todavía cuando de los estados de las cosas
pasamos a los lenguajes abstractos universales.
 Pero… ¿Y por debajo de esto, cuando nos encontramos con proposiciones en las que el
principio de identidad no puede partir de una proposición de carácter axiomático? ¿Qué pasa con
las proposiciones para las que no tenemos unidad de definición, cuyas contrarias no suponen
contradicción, meramente opinables? ¿Y con las proposiciones performativas? ¿Y con las que,
teniendo el aspecto de ser asertóricas, no pueden proponerse en el tiempo presente porque las
enunciamos en el futuro? Opiniones, oraciones performativas y de futuro incumplen el método de
la adecuación, porque se refieren a un mundo inexistente aunque posible. Se tienen que validar,
pues, en su estatuto de mera posibilidad.
Según Aristóteles se puede, en todo caso, hablar de adecuación respecto de lo posible, pero
entonces se ha de tener muy en cuenta que con ello no estoy hablando de la realidad terminada
sino de una realidad indeterminada.
Por lo que se refiere a las , puedo otorgarles un nivel ontológico mediante el recurso
de la probabilidad real (lo que piensan todos, la mayoría o los más sabios porque sucede así la
mayoría de las veces). Pasamos de un criterio de probabilidad meramente doxática a un criterio
de probabilidad real, que además tiene a su favor el carácter frecuencial, cuantitativo. Las δόξαι
que son más verdaderas no suspenden enteramente su negación, pero en la medida en que se
adecúan a lo que sucede la mayoría de las veces, reciben de ese ajuste su mayor cuota de verdad.
Ahora bien, esta teoría de la probabilidad real sirve también para las proposiciones que se
dicen del futuro.
Para las performativas, sin embargo, no sirve absolutamente nada ya que los deseos son
totalmente libres; sólo se pueden aplicar en el sentido de la rectificación del deseo. Hay deseos
posibles e imposibles, y dentro de los posibles, los hay probables e improbables; frente a ello se
puede ajustar la limitación de los deseos.
Se puede creer que la imperfección está en el ser cognoscente, cuyas limitaciones le
impiden descubrir la verdad en este tipo de proposiciones, pero que la realidad está
perfectamente determinada y basta con progresar en el conocimiento para observarla
pasivamente, con aparente libertad; ahora bien, también puedo postular que la imperfección
reside en las cosas mismas, en el ser, y entonces es necesaria la intervención del hombre, la
libertad. En ello se juega escoger entre las dos grandes tradiciones filosóficas: o bien somos
deterministas, según la tradición platónico-megárica, o bien somos aristotélicos y postulamos la
carencia del ser que debe ser rectificada mediante la política, mediante la intervención libre del
hombre.
Aristóteles para posicionarse tiene que salvar dos objeciones previas de gran envergadura:
si nosotros creemos en el mundo de las ideas, no hay lugar a posicionamientos, pero esta
objeción ya la ha respondido en el Sobre las Ideas; la segunda objeción es la importante: el
argumento dominador megárico de Diodoro Cronos.
Aristóteles reproduce y analiza este argumento en sus tres pasos principales. El argumento
dominador se puede enunciar en tres niveles y, a su vez, estos tres niveles se presentan en el
contexto de dos exclusiones y una afirmación. La primera pone en marcha el principio del tercero
excluido: “si la lógica exige que toda proposición sea verdadera o falsa, entonces no tolera que
un acontecimiento pueda indiferentemente producirse o no.” Queda, pues, excluida la posibilidad
de que un argumento pueda o no producirse por razones lógicas. La conversa de este argumento
también afecta al principio de tercero excluido: “a la inversa, si fuese verdadero decir que para un
acontecimiento futuro no son verdaderas ni la afirmación ni la negación, entonces habría que
admitir que algo puede ser no verdadero o no falso.”
Ahora bien, de la directa y la conversa surge el verdadero argumento dominador: “pero si
decimos que era verdadero decir que un acontecimiento se producirá o no, entonces es necesario
que ocurra o no.” Por tanto, está determinado, será necesario. Puesto que toda proposición es
verdadera o falsa toda proposición es determinada, necesaria; como en la lógica no cumple
ninguna función el tiempo, lo que es verdadero lógicamente, ha de ser verdadero realmente. El
tiempo es lo que hace deponer el principio de contradicción (Sobre la interpretación).
Aristóteles toma la palabra y dice lo siguiente:

 Si Diodoro Cronos tiene razón, vana es la ética, la política... Argumento pragmático, que
en la tradición occidental se ha llamado el argumento del mahometano, fatalista (no hagamos
nada ya que todo está determinado); es un argumento flojo desde el punto de vista lógico, pero
muy fuerte desde el pragmático (no puede estar equivocado todo el género humano cuando todos
hacen cosas para dirigir su destino). En Política recupera este argumento de un modo
tendencioso: si todo está determinado de nada sirve la democracia.
 Si el argumento dominador es cierto, vana es la lógica: según el argumento dominador en
la realidad se cumplen al cien por cien las normas de la lógica, pero, si así fuera, bastaría la
contemplación de la realidad para que tuviéramos noticia de las leyes lógicas... Mas lo cierto es
que la realidad es plural y contingente. Da la vuelta al determinismo: es vano formar la
disyunción sobre verdad y falsedad de manera anticipada, por lo que el principio de tercero
excluido no sirve para nada, arrastrando con ello el principio de contradicción, y, en fin, también
el de identidad. La lógica no le da lecciones al ser. La lógica es un instrumento sin más. Pensar
que es la lógica la que describe la realidad es una μετάβασις εἰς ἄλλο γένος. No se da la identidad
entre pensamiento y ser, entre ambos siempre está la mediación del λόγος. La indeterminación,
pues, está en lo real: “las cosas que jamás existen en acto contienen una potencia de ser o no ser
y, por lo tanto, puede darse ambos” (Sobre la interpretación). Ahora bien, si lo posible es algo
perteneciente a lo real, tengo que pensar que a lo posible corresponde un estado en el mundo
cuya definición ha de ser, precisamente, la de imperfección: lo posible es potencia. En el mundo
hay carencia de ser: hay cosas que pudiendo estar en acto (ἐνέργεια) no lo están (por ejemplo,
una semilla no es un árbol, pero lo contiene en potencia), carecen de perfección (ἐντελέχεια). La
culminación del acto expresará siempre una ley física. Toda potencia, que no es interrumpida,
puede devenir en el acto que le corresponda, y esto que devenga podrá ser medido por el
concepto en su máxima dimensión, en su estética final (en su condición de idea a la manera
platónica), por medio del concepto universal obtenido por abstracción. Lo posible se rige por
privación de acto (ἐνέργεια) y por privación de perfección (ἐντελέχεια), pero a partir de ese
momento yo puedo pensar lo posible ontológicamente como aquello aún no existente (he evitado
la aporía lógica), al que nada le falta para existir (legalidad natural), y cuya norma de existencia
será la perfección (he introducido la justificación de la universalidad y de la abstracción, la
ἐπιστήμη). No pongo la perfección al principio, pero tampoco la excluyo: Aristóteles salva la
ἘΠΙΣΤΗΜΗ (Metafísica Z).

LIBROS METAFÍSICOS

La pregunta por los fundamentos de la legitimidad del pensamiento no se puede vislumbrar


en y con los libros lógicos. El puente que tiende entre pensamiento y realidad ha de ser
legitimado como real ¿Hay isomorfismo? En el nivel lógico se llega a una conclusión
problemática. Si encontramos ese fundamento operaría en todas las instancias de la ciencia,
afectaría al ser en cuanto (en tanto) ser. No al ser físico o al ser químico. De existir esta filosofía
será la primera, pues de ella dependerían todas las otras ciencias. Fundamentaría el uso del λόγος
y el de todos los niveles selectivos de los que podemos hablar, fundamentaría a todas las ciencias
particulares. Hay que preguntarse por la existencia de una filosofía primera que fundamentase
todas las ramificaciones del árbol de la ciencia. Es la pregunta por el saber de los saberes; se
pregunta por los caracteres de esa ciencia que buscamos, que no tiene una materialidad definida,
pues si la tuviera partiría de axiomas, y estos son los que hay que fundamentar, si los tuviera
deberían ser también fundamentados. Si la obtuviéramos sería primera en rango y en orden.
La tradición cristiana ha puesto el fundamento en Dios: las ideas son pensamientos divinos,
luego la certeza está fundamentada. Aquí se busca una ciencia que fundamente a las demás y a la
vez no necesite ser fundamentada. Y se busca el fundamento porque no hemos visto las ideas, si
se accediese a ellas por intuición no se necesitaría un fundamento para la ciencia. Platón es una
apuesta por el Bien, Justicia y Belleza porque se puede llegar a dichos ámbitos. La física postula
o necesita una prote philosofía (πρώτη φιλοσοφία). Un sentido del término meta-física sería el de
la ciencia que va detrás de la física dándole un fundamento sólido: se pregunta por la legitimidad
y fundamento de los axiomas de las ciencias particulares. Los libros metafísicos, que hay que
nombrar en plural, son los cursos sueltos ordenados por Andrónico de Rodas, y cuyo orden es el
siguiente:

Libro ^ anterior al De ideis platónico;


Libros M, N, también tempranos; crítica a Platón;
Libro ;
Libros Z, H, y Omega;
Libros A, alfa;
Libros I, K;
Libro E.
Aristóteles comienza preguntándose por aquello que define a una ciencia. Cuando tenemos
una ciencia tenemos un conocimiento que se basa en unos principios o que remite a unas causas.
El conocimiento fundado sobre estas características posee el rango de ciencia. Pero hay que
buscar una ciencia de las fundamentales. El problema de fundar los fundamentos se refiere al
nivel de la episteme (ἐπιστήμη). Todas las proposiciones del nivel ἀποφαντικός pueden ser
reducidas a la forma “S es P”. Este “es” es lo que aparece como inalterable. La ciencia de los
fundamentos será la de ese “es”, que está en todas las proposiciones de todas las ciencias
particulares. La metafísica nace preguntándose si hay una ciencia del ser, la pregunta acerca de si
podemos hablar de principios y causas del ser, en el ser. ¿Qué es lo que hace que la forma de las
proposiciones científicas sea algo estable? El hombre es racional a pesar de que desaparezca el
hombre particular a partir del cual universalizaremos. La metafísica no está enfrentada a la
ciencia: en vez de tomar como objeto lo particular, toma aquello que afecta a todas las ciencias.
Hemos de preguntar si podemos hablar de la metafísica en algún nivel o si por el contrario
tenemos que inventarnos alguno.

 Caso de la física. La física requiere siempre pensar en un ente cargado de materia, aunque
es una ciencia teórica (no depende ni de la elección, ni del arte o de la técnica). Podemos buscar
la metafísica en la física, pero en ese caso investigamos un “ser” siempre acompañado de
materia.
 Caso de la matemática. Estudia entes separados de la materia. Pero probablemente no
pueden existir fuera de la materia, aunque podamos pensarla al margen de la materia, aunque
remita a seres que pueden ser pensados como no-materiales. Probablemente la matemática no se
puede decir al margen de la materia. La ciencia del ser ha de ser teórica y que sirva lo mismo
para hablar de seres materiales y de seres no materiales. Si podemos hablar de esto, tendremos
una ciencia que cubra la totalidad de las demás, que las fundamente.
 Ahora está la posibilidad de lo divino, de la teología. ¿Es la ciencia primera la teología?
Si sólo hubiera una sustancia sí. Pero no es así. La ciencia primera será la ciencia del ser en
cuanto ser. La identificación de la teología con la ciencia primera es escolástica: en el seno de
Dios está todo el ser, puesto que para ellos sólo hay una substancia. A través de la interpretación
plotiniana de Aristóteles ha sido posible asimilar teología a metafísica, y esto después ha
posibilitado el materialismo. Dios es igual a Naturaleza. Spinoza: si tomo a la Naturaleza como el
ser, la interpreto como a Dios, que es pensado como aquello en lo que está contenida toda la
Naturaleza. La conversa materialista sería pensar que dentro de la naturaleza está contenido todo
el ser. Aristóteles no quiere reducir la realidad a Dios. Lo piensa como un objeto excelente, pero
sólo un objeto más. Nos tendremos que preguntar por los géneros, especies, causas y principios
del ser en cuanto ser. Si Dios existe ha de fundamentarse también, pues todas las proposiciones
referentes a él adquieren igualmente la forma “S es P” (ejemplo fácil: Dios es omnipotente).

Libro E de la Metafísica: Aborda aquí la metafísica desde la clasificación de las ciencias. Es


un demarcador claro entre Platón y Aristóteles: todo aquel que no parta de bases empíricas o
cognoscibles ha de saber que los principios son convencionales, están acordados entre los
hombres. Un axioma es un acuerdo entre diversos principios. La metafísica nace al calor o
arranca de las múltiples ciencias particulares. En el tratamiento de la matemática se ven las
diferencias entre Platón y Aristóteles. Mientras que el primero cree que la matemática no necesita
referencias a algo que no se refiera a pura potencia de la razón, Aristóteles cree que también la
matemática necesita una fundamentación, pues está en el pensamiento, no en la realidad. No se
puede dar el salto desde el pensamiento al ser. Ahora bien, si hay un ser que unifique la
universalidad de la matemática (pensamiento) con la contingencia de la física (devenir), quedarán
legitimadas las ciencias; este ser sería Dios. Plotino y Santo Tomás interpretaron a Aristóteles
platónicamente. Pero la tesis es que la teología es una ciencia, por lo tanto se ha de dar razón de
la legitimidad de sus principios. Neoplatonismo y escolasticismo pondrán a la teología como
legitimación de las ciencias y del isomorfismo entre pensamiento y ser, la realidad y los
principios de la racionalidad coincidirán. Y es difícil romper con esta tradición: la razón también
es natural, nada nos impide pensar que el nous (νοῦς) es algo natural, y esto con tal que la physis
(φύσις) sea Dios o divina.
Pero está tradición -la de Aristóteles- no es la de la naturaleza teologizada. El θεός es acto
puro, no puede ni crear ni fundamentar ni ser primer motor, es inefable. Sólo un dios que lo tenga
todo perfectamente es necesario y universal, pero entonces no puede tener nada que ver con la
φύσις, que es definida por la movilidad. La legitimación para Aristóteles no puede buscarse en
Dios, no puede de él decirse nada ¿Cuál es, pues, la ciencia que fundamenta el puente entre el
pensar y el ser?

Libro : Esta ciencia existe y teoriza al ente en cuanto ente, hay que mirar en la cópula “es”
(εἶναι). Para hacerlo sigue un método lógico: investiga si tenemos una sola definición de ser o si
por el contrario hay diversas opiniones (como en Tópicos). Analiza los varios usos con que en el
lenguaje, λόγος, aparece el término ser, a ver si hay un uso que los englobe a todos, que unifique
las definiciones, lo primero es dialéctica, lo segundo ciencia –reducir pluralidad a unidad. En el
decirse de varias maneras hay una hipótesis que preside la investigación: que se diga de una
realidad. Los escépticos van a decir que los sentidos del ser son equívocos. El “es” en sentido
absoluto es una posibilidad que permite tomarlo en sentidos posibles y relativos: aquí es “existe”,
y da lugar a las modalidades en que se puede hablar de algo que existe: ejemplo, es alto. Estas
formas relativas son todas accidentales en el sentido de las categorías, y en estos casos se puede
apelar al no ser para mostrar al ser (ejemplo, X no es alto = X es bajo). Absoluto = es haplós
(ἁπλός); Relativo = es kat´ analogón (κατ' ἀνάλογον), analogía.
Con la investigación se han descubierto las categorías y estados de la realidad en que se
cumplen esas atribuciones categoriales, X está sentado = X es sentado. A las diferencias
categoriales corresponden diversos modos de expresarse, de comportarse la realidad que es dicha
de esa manera. Este correlato ontológico tendría que ser por ahora el hecho de ser, la entidad, el
carácter de ser ente, es decir, ousía (οὐσία). Si se puede decir “S es P” en la estructura lógica, hay
que saber si se puede decir algo en la estructura de la realidad ¿Hay ousía? ¿Corresponde
realidad a ese “es” que aparece en todo discurso científico? Si la ousía es lo que justifica y
verifica el “es” ha de ser conocida por el filósofo. Si las varias maneras de decirse el ser se
corresponden con el uso común hay que preguntarse si a esos modos corresponde una ousía. De
ella tendrá que conocer los principios y causas el filósofo.

Libro Delta: Vocabulario filosófico compuesto para ayuda y uso de los estudiantes. La
ousía se dice de varias maneras pero son reducibles a tres:

 Se dice respecto del sujeto de la atribución. Un sujeto que él mismo no es predicado es


una ousía;
 Algo que puede predicarse de otro, pero que sea determinado (que tenga una definición
única) y que sea separable (que pueda ser ello mismo sujeto de otras atribuciones) = géneros,
especies y formas;
 Al “es” lógico le ha de corresponder una ousía.
¿Qué pasa con la hipótesis que establece que han de referirse a una sola realidad? ¿Pueden
estos usos lingüísticos referir a una sola entidad? Aquí lo que tenemos son usos legítimos del
lenguaje, dice Aristóteles, estos modos del decir son básicos y fundamentales… ¿Se pueden
reducir a uno? Aristóteles vuelve a aplicar la tópica a esta cuestión. El sujeto puede serlo de un
género. Esta combinatoria funciona. El género no puede serlo de todos los demás. El género no
puede ser sujeto del sujeto, ni la especie, ni la forma. Estos elementos no son primeros, no
pueden actuar como principios y causas. Al ser corresponde la ousía, primero sólo puede ser
sujeto. La ousía sólo se cumple en el sujeto individual real: en el corazón real, no en el del libro
de anatomía. El género, la especie y la forma se dice “ser” por referencia al ente individual
concreto. Lo que haya de realidad será por referencia a los entes concretos individuales. Se ha
resuelto el platonismo: si la idea, en tanto que nombra un género, a una especie o a una forma, es
algo, lo es en tanto que referida a un sujeto concreto individual. Pensar es pensar en términos o
en los límites de los individuos concretos: desde allí, si es pertinente, se tendrá que reintroducir
universalidad, necesidad, etc...
Ahora la pregunta es… ¿Hay una ciencia que parta de los individuos concretos?
Tenemos un punto de partida cuando tenemos una unidad de la definición, un principio de
identidad que no es arbitrario o condicional sino que se da en el mundo. Operando con los
principios de construcción racional, lógicos (no contradicción, tercero excluido) podemos
establecer la idealidad lógica, pero no el principio ontológico de identidad -la identidad real. La
metafísica se pregunta por la posibilidad de establecer ese isomorfismo absoluto. En el individuo
singular es el único punto en que la identidad tiene un alcance ontológico, sólo en él porque sólo
él no puede ser más que lo que es, lo que no ocurre con la especie, el género y la forma. Si las
atribuciones son verdaderas, el principio de identidad tiene un principio ontológico en el
individuo. El principio de identidad puede ser pensado ahora como ley legítima de la razón, la
ciencia primera se expresa mediante identidades. Mientras que la contradicción y el tercero
excluido sólo operan en el nivel lógico, la identidad es el puente que une pensamiento y realidad,
ley fundamental de la razón y realidad. La metafísica será el discurso que legitime la identidad en
el individuo del género, la especie y la forma.
Hay una posibilidad de reestablecer el puente ontológico entre el pensamiento-lenguaje-
realidad; pues bien, lo primero que podemos decir es que el principio de identidad alcanza valor
ontológico justamente, y solamente, en el individuo singular. Por lo tanto, a partir de este
momento, el individuo es lo que garantiza el carácter ontológico del principio de identidad y lo
que valida las operaciones lógicas (por ejemplo, yo sí que no puedo ser más que el que soy; cosa
que no ocurre con la especie, con el género o con la forma).
La ciencia primera será una ciencia que se exprese por identidades en tanto se refiera a
sujetos individuales. En el individuo singular la identidad es de lo real y no sólo del pensamiento.
En la idea, en la esencia no se da identidad; toda identidad lo es de atribución, de la definición.
Ahora sí, el principio de identidad puede ser pensado como ley legítima de la razón, como
fundamento último del pensamiento en el nivel de los individuos, y entonces la identidad es
justamente el puente que une pensamiento y realidad: se da el isomorfismo. La Metafísica
consistirá encontrar las razones que legitimen el discurso de las identidades del individuo, las
identidades del ser.
Ahora disponemos, por primera vez, de un camino para organizar el hecho de que el ser se
dice de muchas maneras; en Metafísica  esto es una constatación que pone el análisis: todas las
maneras se dicen por referencia a un solo sentido pero se dice de uno nada más, y ese solo
sentido es el ser como individuo: la separación analítica de los muchos sentidos del ser cobra una
organización racional a partir de su pluralidad. En efecto, una vez que yo parto del sujeto
individual, los diferentes valores del ser no los constato verazmente, sino que los puedo organizar
conforme a una distribución racional que pone la identidad.
Habrá una ciencia que se refiera a un primer valor originario en el que el ser es el que es
bajo las condiciones de su identidad, el que el tiene como οὐσία: ousología. Las propiedades que
tiene este ser en concreto (οὐσία) -ontológicamente- o las atribuciones -lógicamente- que le
corresponderían en una definición, será otro nivel en el que se nos dice qué clase de ente es:
ontología. A su vez, el plano de la ontología es aquel en que yo podré establecer, si miro a las
condiciones de la atribución, el discurso lógico; y si miro a las propiedades que le caracterizan,
estaré en el plano físico, de lo real. En el nivel lógico decimos ἐστί, y en el físico decimos
ὑπάρχειν (le es propio). Al modo de Heidegger, se puede decir que la ousología pertenece al
plano de lo óntico (el hecho de ser), mientras que la ontología pertenece al plano de lo ontológico
(las propiedades del ser).
Puesta la arquitectura del problema de este modo, podemos obtener una enorme cantidad de
condiciones: si hacemos esta distinción es porque podemos diferenciar entre un uso absoluto del
ser y un uso meramente relativo del ser, entendiendo siempre el ser como sujeto individual. El
uso absoluto sólo puede reproducir la existencia pura; en cambio, en el nivel de las atribuciones
lógicas que coinciden con las ontológicas, estoy en el nivel de las esencias. Todo el problema de
la ciencia consiste en determinar las posiciones que puede adoptar la atribución; sería absurdo
preguntarse por verdad o falsedad en el plano óntico, puesto que eso está en él bajo condición de
identidad, absolutamente. El plano real se mantiene siempre como el plano real, como un bloque
indistinto al que le son completamente indiferentes las atribuciones de verdad o falsedad; estas
atribuciones se dicen bajo operaciones de la mente: operaciones de separación (διαίρεσις) y
unificación (σύνθεσις). Aquí encontramos recuperadas las leyes de la verificación: la dialéctica
está puesta en el plano que únicamente le corresponde, el de la razón humana. La dialéctica, en
fin, no tiene ninguna estructura objetiva, sino sólo subjetiva -constituye el plano de las
operaciones de la razón.
Por tanto, en el plano ontológico, hemos encontrado, por fin, las condiciones de un discurso
legítimo: lo que yo digo mediante operaciones de separación y composición, lo digo de lo real
aunque lo dice mi mente. Por eso el plano óntico permanece mudo. Ciencia es introducir un
desdoblamiento en lo que en la realidad son posiciones absolutas; un desdoblamiento que, siendo
así que en el plano óntico no dice nada, en el ontológico es perfectamente legítimo, pues
pertenece al trato de los hombres con las cosas.
Los modos -el ser se dice de varias maneras- están puestos por el conocimiento. Y a estos
modos les corresponderá un estatuto preciso que es el de que con ellos se forma una cierta
síntesis, una cierta composición. Así, cuando digo ser y no me refiero a un sujeto, lo estaré
diciendo en forma de accidente (no de sustancia; se podría decir de cualquier otro), en forma
añadida; y estos accidentes son todos aquellos que pueden ser enunciados categorialmente:
cantidad, cualidad, relación, posición, estado, acción, pasión... Hay que advertir que estas
categorías son abiertas -contrariamente a Kant que da un sistema cerrado- al desarrollo de la
investigación (Tópicos).
¿Qué es la ? Puesto que nosotros estamos hablando de seres reales, entonces
tenemos que afirmar que un ser real es, sin duda, un σύνολον, un ser compuesto, con algo que
remite a la materia y algo que remite a la forma. Esta es una mera descripción del ser singular del
que partimos; por tanto, la siempre se nos da en la realidad -cuando la observamos
empíricamente- como un compuesto.
¿Por qué materia y forma? La distinción es griega y, en particular, platónica: materia,
porque en todo lo real hay algo que consiste en la materialidad; los griegos no han llegado a
concebir un espíritu ajeno a la materia en lo empírico, luego la materia es propia de todos, es la
consistencia. Por otro lado, todos los seres que yo me puedo encontrar en el ámbito de mi
existencia tienen también una configuración particular, la cual permite distinguir la pluralidad;
por tanto, si la materia define a todos (señala la unidad que es posible en la sustancia), la forma a
cada uno señala la pluralidad que es posible en la sustancia.
Ahora bien, ¿cómo enfoca Aristóteles entonces el problema de dónde reside la “entidad”?
Para él los precedentes a la cuestión son las consideraciones que Platón ha hecho al respecto. La
entidad de los seres sensibles eran las ideas, como las ideas están separadas y constituyen una
entidad inteligible, donde tiene su realidad y también, de una manera misteriosa, su existencia,
cuando tiene que pensar en los seres los entiende como proyecciones múltiples de la idea sobre
retazos de materia. Platón llegaba a una concepción de la materia como receptáculo, y así
explicaba a los seres naturales, del mundo físico, sublunar. A esto responde Aristóteles que hay
materia cuando encuentro la materia tal cual aparece en los seres singulares por los que me estoy
preguntando (pero esto es imposible porque siempre se trata de materia informada -materia
segunda, según la tradición escolástica-, ni siquiera es posible demostrar lógicamente la
posibilidad de una materia anterior a cualquier configuración), lo contrario es una abstracción
carente de realidad. La materia se nos da en todos según su forma. La materia sin más es un
concepto teológico, que no está en ninguna realidad (lo mismo de arduo que es determinar dónde
está el alma es determinar dónde está la materia; sólo que en este segundo caso tenemos en
contra toda la tradición de occidente).
Para pensar la materia sin ninguna configuración, tengo que recurrir a una abstracción
mental que produce entes inteligibles: los entes matemáticos. Materialidad no significa más que
matemática. Cuando prescindo de toda otra descripción cualitativa lo que me queda es una mera
descripción numérica. Se podría decir que Aristóteles ha pensado en términos del intuicionismo
(no de formalismo matemático): la matemática se fundamenta en la capacidad de intuir la
extensión de los seres; los seres sensibles tienen la propiedad de la extensión.
Por tanto, en un segundo nivel, cabe decir que la forma es primaria a la materia
lógicamente. Como toda materia sólo es real si la reducimos a la matemática, si queremos hablar
de entidad tenemos que acudir a la forma. La forma es lo que nos permite decir lo que algo es:
“esto es así”. La forma está también en todo, pero en cada uno de una manera. De este modo,
estaría muy cerca de Platón al dar primacía a la forma: el uno situándola fuera del mundo, y el
otro en su interior -por ello para Platón en los seres sensibles es prioritaria la materia, pero no
tienen existencia, son aparentes. Ahora bien, Aristóteles se distancia de modo genial cuando
señala que las condiciones de la predicación de la forma primaria del ser, aquello que define la
entidad son:

 La forma se realiza en un sujeto real, singular (condición de orden ontológico) -por esto la
tradición occidental ha traducido οὐσία por “sustancia”: no hay entidad si no hay sustancia en la
que subsistir, toda οὐσία se dice de un substrato (ὑποκείμενον);
 La forma -ya siempre como οὐσία- necesita también un agente, que la efectúe: sin
producción no hay forma. Pero la producción puede ser natural o artificial:

-Para la producción artificial tienen que cumplirse varios requisitos: que el agente sea capaz
(δύναμις, “potencia”); que haya un modelo (τέλος) perfecto, al que no le falte nada, y el proceso
que pone en marcha la capacidad de producir algo planificado es la ἐνέργεια (acto).
-En el caso de la producción natural, Aristóteles la piensa de modo muy similar a la
artificial por un criterio epistemológico: si no lo pienso de una manera similar, nunca sabré cómo
produce la naturaleza. En la naturaleza, pues, la transmisión de las formas tiene lugar porque los
seres tienen una capacidad (δύναμις), porque efectivamente se produce algo (ἐνέργεια), y porque
aquello producido se reconoce en la perfección posible (τέλος).

En definitiva, lo que define la “entidad”, pensada desde la forma, es la “esencia”, que


Aristóteles define como “lo que era en tanto que ser” (τὸ τί ἦν εἶναι). Puedo hablar de entidad: si
hay un sujeto material y si puedo proponer el agente que explica la transmisión (artificial o
natural) de la forma. Finalmente, Aristóteles consigue que las ideas platónicas puedan ser
expresadas en la realidad singular. Toda realidad queda nombrada, primero en lo que se refiere a
su determinación, y segundo en el hecho de ser ella misma. La forma, en definitiva, se dice como
“esencia”, es decir, la forma propiamente remite a la esencia de las cosas.
Cuando hablamos, pues, de  sólo hay una realidad sustantiva: que no podemos
hablar de abstracciones o generalidades, sino de individuos, de seres singulares; y además sólo la
esencia cumple estrictamente la demanda de realidad en los seres concretos, que, sin embargo,
están llenos de accidentes. En Metafísica  se dan los pasos decisivos de la ontología aristotélica.
Cuando hablamos de esencia nos referimos, antes que nada, a universales; de no ser así las
condiciones de la predicación, por tanto, de la ciencia, fracasarían. Ahora bien, “universal” aquí
quiere decir que la esencia es de aplicación a todos los individuos que menciona por dos razones:
porque la esencia se representa absolutamente determinada, acabada (perfectio, en latín), pero se
refiere a individuos que se caracterizan por su no acabamiento; las realidades individuales se
dicen esencialmente (de manera totalmente legítima), pero se dicen sin terminar.
Para explicar este inacabamiento del ser individual Aristóteles prueba dos caminos: uno
típicamente platónico: la particularidad no es totalmente acabada porque es un compuesto de
materia y forma, es decir, porque en él entra la materia, pero como la materia expresa la
diferenciación, se explica esa indeterminación, los accidentes. Pero la materia no explica la
correlación entre esencia e individuo, es decir, que en cada accidente se haya de cumplir la
esencia.
La explicación está en el segundo camino: en la correlación que introduce en el nivel del
individuo la potencia o la capacidad. La individualidad que propone lo real es definida como tal
individualidad porque en ella hay muchas cosas que todavía no son, que están en potencia; por
eso están ahí sin acabar. Si aquí todo está -aunque sea en potencia-, nada falta; lo que no esté en
la capacidad de ser, no puede ser predicado en absoluto; y, a la inversa, todo lo que está
contenido en la capacidad de ser, puede ser actualizado. La οὐσία se dice como una realidad
acabada porque en ella el hecho de ser está en acto; en el individuo la οὐσία se dice como una
realidad indeterminada porque en ella la plenitud de esa οὐσία está aún en potencia; y esos
niveles son los que van a explicar finalmente la identidad y la diferencia. En un respecto del
análisis, en el de la lógica, estar en potencia y estar en acto lo hace idéntico (como la dirá Kant en
un momento que actúa de aristotélico, cuando niega el argumento ontológico cartesiano -que se
pueda explicar la existencia de Dios porque Dios sea un ser perfecto-: a cien táleros posibles no
les falta nada para ser perfectos, se da la identidad); y en este nivel se encuentra la solución a
cómo es posible una ciencia, cómo es posible hablar en universal de los particulares: hablando
siempre de lo particular en una perspectiva universal. De este modo se justifican a la vez el
principio de identidad, el de contradicción y el de tercero excluido; queda justificada la
. Lo universal no desciende teológicamente para cubrir a los particulares menesterosos
porque ahora a esos particulares no les falta nada para ser susceptibles de discurso en términos de
identidad lógica.
Ahora bien, en el segundo nivel de la realidad lo que se dan son capacidades todavía no
desenvueltas, por eso en este nivel debemos explicar las cosas sin recurrir a la identidad (lógica).
Lo que diferencia el plano lógico de la identidad del plano real de los individuos es que en
este último se permanece relativamente en la indeterminación. Parece, pues, que en el nivel de lo
real se nos presenta una objeción a la posibilidad de la ciencia. Porque, en efecto, todo lo que
hemos dicho hasta ahora es que la identidad es legítima porque las potencias tienden a ser
acabadas; pero si las potencias expresan una cierta indeterminación -pueden ser acabadas en un
sentido u otro-, entonces por qué pensamos positivamente en términos de esencias y no de otra
cosa.
Por tanto, el inacabamiento introduce la posibilidad, y la posibilidad introduce el
incumplimiento esencial o un cumplimiento distinto; el problema de lo posible introduce la
noción turbadora de la libertad...
Aristóteles señala entonces: aquí potencia se relaciona con acto, pero como el acto puede
ser varios, puesto que indeterminación significa posibilidad con objeto de que sólo pueda ser uno,
no me es suficiente con la noción de ἐνέργεια: debo también definir esa noción precisamente
como ἐντελέχεια, perfección, no ya en el sentido del acabamiento sino en el de la plenitud
ontológica: del ser lo que es absolutamente, de la οὐσία (desde el punto de vista de la ética como
una perfección moral, desde el de la física como una perfección cosmológica, pero siempre con
el carácter de la cualidad, introducido por la ἐντελέχεια). De este modo se resuelve el problema:
se cierra el elemento turbador de las varias posibilidades (sólo una de las posibilidades contiene
la cualidad, la plenitud ontológica; las otras posibilidades son excepciones monstruosas,
desviaciones de esa plenitud) -Ética a Nicómaco.
El mundo real, que se nos presenta como contingente, como inacabado, introduce, como
una condición ontológica de su desarrollo, tanto en el mundo físico si queremos establecer un
mundo perfecto como en el mundo moral si queremos que la acción del hombre complete lo que
le falta a su perfección dinámica, la ποίησις, la πρᾶξις, la τέχνη como instancias ontológicas que
ponen la condición de posibilidad de la identidad entre potencia y acto. En el plano real se
requiere la intervención del hombre; y así concluye la metafísica de Aristóteles, que sólo se
completará eficazmente en la ética y en la política, donde tienen lugar estas instancias
ontológicas.
Es escandaloso que no se haya querido ver el estricto paralelismo entre Metafísica Z,
capítulo 3, 1047 a30 donde se cita exactamente la ἐντελέχεια como la condición ontológica del
mundo, y Ética a Nicómaco 7-13, en el que se propone un mismo programa, se habla de la
“actividad que es dirigida”, se trata, para ser moral, de llegar a ser y el mal total es obstaculizar la
ἐντελέχεια (igual al “dejar ser al ser” de Heidegger...) La ontología aristotélica es, en realidad,
una ontopraxeología. El programa de la metafísica, que en el nivel epistémico justifica la ciencia,
en el nivel real requiere, integra la praxis. No cabe hablar de una ontología estática, sino que se
hace dinámicamente a través de la acción del hombre, de la acción ética y de la acción política.
De esta manera, las fronteras entre naturaleza y arte se hace efímeras, se difuminan; el
mundo está pensado artísticamente. Pero este mismo pensamiento, desde el punto de vista
negativo, supone que habrá que explicar por qué la tradición aristotélica de Occidente se ha
situado en otro punto de vista: el de la fisicidad en lugar del de la τέχνη.
La naturaleza está pensada en forma tal que ella misma requiere también una mediación
ontológica propia: es decir, ser pensada en términos de producción y además ser completada
productivamente. La manera como Aristóteles se representa la física constituye un punto de vista
de una gran novedad en la tradición de occidente porque, de nuevo enfrentado a Platón, éste ve la
física por proyección de lo inteligible sobre lo sensible, de modo que lo sensible se hace
engañoso; frente a ello, Aristóteles ve la naturaleza desde esa mediación productiva, que sólo
puede ser pensada o bien en el interior de la naturaleza o bien, en los casos en que la naturaleza
se muestra deficiente, por medio de la producción del hombre. En los dos niveles es necesario
pensar la φύσις en terrenos productivos, a través de la ποίησις. La novedad consiste en concebir
la φύσις de una manera autónoma, como el horizonte único de realidad posible. El mundo
aristotélico no puede ser pensado nunca separadamente, invita a la reconciliación con lo que hay:
la φύσις, en los términos de generación y corrupción, según las leyes inmanentes de la naturaleza.
(La modernidad ha sido esencialmente platónica y entiende la naturaleza como regularidad de los
fenómenos -punto de vista galileano/newtoniano-; pero esa perspectiva conlleva numerosas
aporías, lo cual ha supuesto la recuperación de Aristóteles, entendiendo la ley como elemento
dinámico...)
Dentro de la primacía de la ἐνέργεια sobre la δύναμις se halla la acción humana como una
ἐνέργεια más: la acción humana es un principio explicativo de este mundo. La acción del hombre
no es una acción moral (no tiene que ver con ningún tipo de imperativo categórico...), es una
acción física, cosmológica; nosotros somos seres de la naturaleza y no de un mundo supralunar.
Lo que queda invertido es el planteamiento de Parménides: el ideal estático del ser (una de las
cosas que más llaman la atención cuando uno estudia el vocabulario latino escolástico es que
Aristóteles ha sido incorporado a la tradición medieval por vía platónica: todos los términos que
en la Isagogé de Porfirio connotan como términos platónicos, Boecio los denota en el sistema
aristotélico y los identifica...).
La interpretación platónica de la escolástica explica la definición del acto puro. Con
independencia ahora de que el libro  es un libro muy platónico -del periodo de la Academia-,
además, considerando, como ya sabemos, que la potencia se define por el acto y el acto por la
perfección, se deduce una final identidad entre el plano lógico y el plano real en la que la
producción humana alcanzase su posición energética última, momento en el que la ἐνέργεια se
identificaría con la ἐντελέχεια. Ahora bien, en el momento en que se produjera ese cumplimiento
íntegro de la ἐνέργεια, porque ya hubiera cumplido su τέλος, ya no habría δύναμις posible. Y esto
se da en el plano de lo divino: aquel o aquello que llegara a la perfección por vía de la ἐντελέχεια,
ese sería divino. Pues bien, como toda la naturaleza tenemos que pensarla como la unidad de lo
existente, si este plano de lo divino está abierto a cada cosa en particular, estará abierto también
al mundo entero, y eso será también lo divino del mundo: la imagen del cumplimiento entero de
las potencias.
Lo divino será la unión dynamis-energeia subsumida o acabada en la entelequia. Es el
límite superior del mundo, su marco, su coraza ontológica. El acto puro está separado, no hace
nada, no interviene. “Lo divino” indica lo que es accesible para el mundo, es el punto en el que lo
real se hace ontológicamente pleno, justifica las secuencias de la perfección de lo real, cabe la
existencia del mundo físico -único que hay- en su plenitud ontológica, sí existe.
Queriendo salvar los objetivos platónicos, Aristóteles llega a la ética como forma de salvar
la fundamentación racional de la praxis. Para hacer ἐπιστήμη es necesario contar con la praxis
humana. La aspiración platónica es excesiva. No podemos acceder al mundo inteligible porque el
mundo, además, es deficiente. Y así, no se puede llegar a definición inteligible del bien pues hay
que contar con la acción contingente y libre del hombre.

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Aristóteles había dividido las características del razonamiento dialéctico y científico. Este
último es una especialización del primero de este modo: se parte de axiomas con carácter
universal, sin excepción, aun en el caso de ser convenciones o postulados (“sea el caso que una
línea es una sucesión infinita de puntos”: una definición), y la conclusión se infiere
necesariamente implicada en las premisas mediante razonamiento correcto o científico. Las
proposiciones de las que se parte son axiomáticas o saturadas (decididas, admitidas como
definición sin excepción pero no por ello seguras, verbigracia: “todo hombre es mortal”). Al
razonamiento dialéctico le acontece tener una proposición que puede ser discutida, que no es
axiomática ni admitida convencionalmente, sólo provisionalmente, y cuya conclusión es sólo
probable.

Razonamiento científico: Razonamiento dialéctico:


. Axiomas Dialéctica
. Saturadas Probables

En la política y ética se requiere el diálogo, no se puede hacer en soledad, sólo


colectivamente. Lo contrario es para Aristóteles la tiranía -y esta es la definición que él le da:
“falta de diálogo”. Cuando una proposición es científica no es discutible, nace del objeto mismo
y por tanto su averiguación se puede hacer en soledad, puesto que su validez no depende de
decisión o discusión. En el razonamiento científico hay ἐπιστήμη, en el dialéctico sentimiento,
en-thymos. Para Platón el segundo terreno tiene también objetos y su propia ἐπιστήμη, y esto, y
sus grandes repercusiones, es lo que divide sobre todo a ambos filósofos. Teofrasto sigue una
tendencia platónica de sucesiva asimilación científica del lado dialéctico, consensual; dice “es
posible pero sólo se está en vías de ello, en realidad entre los dos compartimientos sólo hay una
diferencia de grado pero no interna”, etc., etc. Para Aristóteles, sin embargo, la diferencia es
radical e insoslayable: el campo de la praxis no puede ser cientifizado. Los Derechos Humanos
universales dicen que corresponde a la esencia del hombre, en todo lugar y todo tiempo, que unos
derechos objetivos: este es un proyecto platonizante más que cientifiza la moral, la praxis, aún en
el s. XIX. Dentro del mismo Perípato, en su interior mismo, fue germinando esta tendencia
platonizante; todos los comentadores posteriores lo son de ella y no tanto del auténtico
Aristóteles.
La razón -que no es el alma cristiana, ni el genio romántico- es uno de los modos de
comportarse del hombre: en él está el primado porque en él está la elección. No hay distinción
entre razón teórica y razón práctica, ni hay distinción entre la ética y la política: lo que hay es una
originariedad de la conducta teórica (Metafísica A: “los hombres empiezan a filosofar porque
sienten admiración”). En esta elección de comportamientos personales reside la posibilidad de
ser felices en la πόλις.
La ἐπιστήμη es también un comportamiento humano, pero no da respuesta a cómo realizar
esta elección que lleve a la felicidad. Sin embargo, sí hay un modo de razonamiento para esta
elección de virtudes: la φρόνησις.
Cuando Aristóteles elige el término φρόνησις sabe que se está situando en una tradición
antiplatónica: es, en efecto, un término isocrático, como ya indiqué. (Advertencia: φρόνησις ha
sido traducido conforme al criterio de las virtudes cristianas por “prudencia”, lo cual consuma la
sistematización de la escolástica, la interpretación tomista como la de Pierre Aubenque; φρόνησις
está en relación con φρονεῖν, pensar, que disputa el campo semántico del pensar con , para
las operaciones de carácter matemático, mientras que φρονεῖν se refiere a las operaciones del
cálculo racional, éticas y políticas; la palabra “prudencia” carga mucho en la virtud y poco en la
inteligencia, lo cual es falso… Por ello la alternativa más coherente es la traducción por la
palabra “sensatez”, o sea, calcular las posibilidades racionalmente para tomar una decisión. La
elección de virtudes será la elección según el cálculo de la sensatez hacia la felicidad.
La φρόνησις es lo mismo que la τέχνη, es decir, un acto de ποίησις, la aplicación de una
técnica para intervenir en el mundo. La ética es intervenir en este mundo, y no vivir conforme a
unas normas preestablecidas. La φρόνησις es la “producción de bien”. Se produce, pues, un
desplazamiento fundamental en la ética aristotélica: la elección de virtudes no tiene valor en sí,
tiene valor en tanto en cuanto produce bien.
Pero ahora Aristóteles se juega el relativismo: “producción de bien” es una expresión
sofística. Para solucionarlo recupera a Sócrates: “Por eso afirman algunos que todas las virtudes
son especies de la φρόνησις, y Sócrates discurría en parte bien y en parte se equivocaba al pensar
que todas las virtudes son formas de la φρόνησις, pero tenía razón al decir que no se dan sin la
φρόνησις; señal de ello es que aun ahora todos, al definir la virtud, después de indicar la
disposición que le es propia y su objeto, añaden “según la recta razón”, y es recta la razón que se
conforma a la φρόνησις. Parece pues que todos adivinan de algún modo que es esta clase de
disposición racional la que es virtud, a saber, la que es conforme a la φρόνησις, pero hemos de ir
un poco más lejos. La que es virtud no es meramente la que es conforme a la recta razón sino la
que va acompañada de la recta razón. Y la recta razón, tratándose de estas cosas, es la φρόνησις.
Sócrates pensaba, efectivamente, que las virtudes eran razones pues todas consistían para él en
conocimiento. Nosotros pensamos que son reglas de la razón que van acompañadas de razón.”
No hay una moral universal: muchas costumbres diversas son susceptibles de producir
felicidad, siempre y cuando vayan acompañadas de razón. De modo que se acaba con la sospecha
de relativismo. Sólo las actitudes irracionales son insensatas, y lo son de manera universal
(dependiendo del momento histórico de que se trate).
Es ética cualquier conducta que tenga a su favor la aquiescencia social y sea susceptible de
discusión racional; es decir, que contenga costumbres racionales. (La tradición cristiana ha
impuesto el modelo de la norma a la historia occidental: una de las consecuencias del tiempo del
nihilismo, del acabamiento de los relatos de la legitimación nacidos con el cristianismo es
precisamente comprender -sin lamentarlo- que no disponemos de ninguna ética unívoca,
universal, y que no es necesaria).

ÉTICA (FINAL)

Para Aristóteles la τέχνη ha de estar en los dos campos, no sólo, como en la modernidad, en
el campo de la moral. Todo el largo rodeo aristotélico es para llegar a la pregunta… ¿Podemos
hablar de ethos? Cuatros obras principales:

 Protréptico.
 Ética a Eudemo (relativa diferenciación con Platón).
 Ética a Nicómaco (obra del Liceo; ruptura clara con Platón).
 Gran Ética.

El pensamiento ético ha sido seguramente el que más ha preocupado a Aristóteles. Los


puntos de partida de la ética son varios, al menos tres:
 Condena del intelectualismo moral. No podemos desde la idea de Bien saber cuál es la
ética correcta, no hay posibilidad de deducir científicamente la ética. Además, la praxis humana
interviene en la realidad y la transforma. Por ello no podemos deducir de esa realidad cuál es la
praxis correcta. Occidente nunca ha pensado así, el neoaristotelismo tiene sentido en la medida
en que este punto de vista es inédito. Occidente:

- Platón -> Cristianismo -> Nietzsche (negación)


- Sofistas -> escépticos -> relativismo

 La ética no es intelectual, pero tampoco subjetiva.


 Se parte del mundo real, en el que los hombres reconocen que se da un mundo donde
aparece la ethe, el comportamiento de los hombres. Los ἤθη existen, comportan un mundo
histórico y determinado de normas. Así los ethe son, y son aunque diversos… ¿Qué es un ἦθος?:

- Ethos = habitus, gestos que se repiten al hablar. A ello no le corresponde ninguna


valoración. Pueden también ser colectivos: sinetheia38, hábitos colectivos. En España se habla
alto, por ejemplo; es una segunda naturaleza fruto de la replicación, repetición.
- Hexis = es el modo de ser o modo de comportarse que nace del interior mismo de la
persona, de su naturaleza (y no de la repetición). Hay hexis diferenciadas: colérico, pícnico,
atlético... Ni hexis ni ethos pueden ser calificados por la moral como buenos o malos.
- Êthos = no es una mera costumbre, aunque requiera de ella. Es una costumbre
determinada, no es un modo de ser. Aunque hay modos de ser que quedan recogidos en el êthos,
y otros que son censurables por la moralidad. Es una hexis determinada: lo que define al êthos es
la elección de una naturaleza determinada, hecha segunda naturaleza por la repetición. Así
tenemos una realidad histórica formada por unos sistemas de comportamiento considerados como
buenos. Entonces la pregunta ética será… ¿Hay algún criterio, no simplemente relativo, histórico
y convencional para saber cuáles de estos comportamientos son verdaderamente buenos? Si
existe, ¿cuál es su grado de verdad? Si lo hallamos habremos salvado al platonismo, pero al final,
a posteriori. Y para llegar a ello, deberemos ya haberlo puesto en marcha tras haberlo encontrado.
Este planteamiento requiere de tres condiciones que lo hagan posible… ¿Cómo pensarlo?:

1- Esa pregunta no tiene ningún sentido en el ámbito de lo individual. En el ámbito privado


todo es posible, pero en el ámbito social, público y colectivo hay que pensar la ética
políticamente: “este es el objetivo de nuestra investigación... el de una cierta forma política”
(Ética a Nicómaco, libro III, capítulo II).
2- En todo caso la pregunta, tal como se formula, no es objeto de ciencia. Por tanto se ha de
formular retóricamente, luego no encontramos una vía epistémica para saber lo que es bueno y lo
que es malo. Superar un estado de relativismo dependerá del poder de la persuasión racional. Con
ello no se dispone del criterio que buscamos.
3- Hay una ética cuando las costumbres son consideradas en el contexto del télos: las
normas son causa final (qué acerca a la perfección) del hombre. Aquí se supera el relativismo.
Todo dependerá de una pregunta… ¿Existe un fin que todos reconozcamos como válido? Sí, este
es la felicidad.

38
Pedro Redondo hace notar que συνηθεια no deriva de εθος sino de ἦθος, lo cual es un lapsus comprensible
en una clase magistral sin apoyo de apuntes. En estas páginas mantendremos algunos términos transliterados y
otros no a fin de aclarar la exposición, ya que se emplean muchos vocablos antiguos a la vez y el lector puede
perderse.
Se apela, por una parte a una investigación empírica, y de otra, si podemos hablar de una
finalidad que sea indiscutible y que ponga los criterios para la investigación ética. Los criterios
son provisionales, puesto que no puede ser cientificizada, pero quedan asegurados por la
finalidad, por la aspiración de perfección que constituye un correlato con la naturaleza humana,
que se imponga a todos. Es la felicidad, nadie está dispuesto a discutirlo.
Toda investigación ética que persiga y se oriente desde la felicidad necesita introducir en el
contexto de lo real la acción humana. Nos hemos distanciado pues de la pasividad. El hacer va a
llevar a la felicidad. La virtud es un arte; aprendemos haciendo. Al margen de la acción humana
no hay posibilidad de procurarse la felicidad. Hay que elegir los ethe que cumplan las
aspiraciones de felicidad, y éstos serán areté, virtudes. El télos procura los criterios de elección.
Sólo los hábitos que hacen alcanzar la felicidad pueden ser denominados virtudes (decir
Aristóteles supone decir optimismo antropológico, pues supone en la confianza pleno en el sano
juicio de los hombres para crear programas de felicidad efectiva). No hay una significación
esencial de lo virtuoso, es virtuosa la elección del ethe que lleva a la felicidad. Se trata de
encontrar la felicidad del ser humano individual. Los universales abstractos quedan fuera. Para
alcanzar la felicidad hay que seleccionar entre los êthe (hábitos) aquellos que sirvan para la
consecución del fin. Y las conductas apropiadas, su elección, vienen determinadas por criterios
que se mueven no por algo exterior (ideas o naturaleza) sino por algo inmanente a las virtudes.
La elección de tales hábitos es un problema político porque los ethe son dados en la polis, están
ya empíricamente dados. Es lo que todos calificamos como censurable o no en el marco de la
polis. En el mundo privado cada uno busca su felicidad conforme a su propio gusto, a su propia
naturaleza, así que este ámbito queda desplazado como contexto de la felicidad. La función de la
política es objetivar, llevar al plano objetivo, aquellos hábitos que llevan a la felicidad. La
concepción de la política aristotélica es extraer lo mejor del hombre; la del mundo moderno,
reprimir lo peor. A partir de aquí, dos grandes preguntas… ¿Cuáles son las virtudes? ¿Existe una
regla que permita la elección sin subjetivismos, sin relativismo? Veamos las respuestas.
Se trata de describir la virtud y hablar de virtudes. Aquí está la investigación empírica sobre
la virtud. Para decidir cuáles son las virtudes sigue un punto de vista platónico que después va a
rechazar. Parte del análisis del alma, de los datos que nos puede señalar la psicología. Por alma
entiende principio vital, lo que constituye la vida de los hombres.
En el alma hay aspectos irracionales, vegetativos y apetitivos (entre estos se hallan las
partes irracionales que constituyen el deseo). Pero la elección de hábitos tiene lugar en lo que
Aristóteles considera la parte racional. Distingue en esa parte entre:

a. Instancias intelectuales, que vienen definidas por la capacidad de calcular, de prever


consecuencias. Son instancias prácticas que son incitadas por motivaciones racionales (logismos).
b. Dimensión moral/racional del hombre. Aquí lo que dominan son las costumbres,
no el cálculo. Le corresponde establecer ciertas costumbres. Sobre esta dimensión pone
Aristóteles los elementos de la eticidad, de la moralidad. La virtud no es simplemente los ethe.
¿Qué es una virtud desde el punto de vista del hombre? Es un modo determinado de comportarse
del hombre, es una hexis (un estado del alma: cólera, alegría; es el alma modificándose según
accidentes). Si estos estados duran son ya hexis, para que sean modo de ser han de disponer de
una cierta permanencia. Es una disposición permanente, un modo de ser. Las costumbres sociales
podrían discutirse como plasmaciones sociales objetivas de los modos de ser posibles del
hombre, siguiendo a Platón. Los ethe ciudadanos son objetivaciones públicas de modos de ser
psicológicos. Y para elegir aquellos ethe que son virtud, habrá que elegir aquellos modos de ser
del hombre que no impiden el acceso a la felicidad. En su primer nivel argumentativo, la ética se
ha convertido en una antropología. La misión de la política será la de proporcionar modos de ser
al hombre que le permitan el acceso a la felicidad. Virtud es un “modo de ser” elegido, digno de
elección (“hábito” me parece una mala traducción, prefiero modo de ser). Ahora introduce otro
nivel argumentativo, señala que de dos modos se puede decir “modo de ser”. El comportamiento
racional del hombre será tal que si se trata del modo del alma que produce cálculo, son las
ciencias; pero si se trata del modo del ser del alma moral, son las virtudes.
La razón tiene que convertir ciertos modos de ser ethe en costumbres sociales. Toda la
moral consiste en que ciertos comportamientos humanos definidos como buenos se conviertan en
costumbres públicas. El problema recae en la elección de estos comportamientos. La identidad
comportamiento-costumbre no nos proporciona ningún criterio. Hay un doble problema…
¿Cómo lograr que haya costumbres virtuosas? Y… ¿Cómo lograr la elección acertada? Un
problema dianoético: el de cómo elegir, es un asunto de comportamiento humano, no de ciencia.
Hay un modo de ser humano que es el modo de ser racional, que toma las decisiones de la ética.
Entre los modos de ser del hombre uno de ellos es capaz de calcular, de prever, de elegir; aquí
está el primado de toda elección práctica. La razón teórica es un comportamiento humano
habitual, y en él está la capacidad de elección. Este comportamiento debidamente educado es
capaz de elegir aquellos comportamientos del hombre que permitirían la felicidad de los
ciudadanos si se llevaran al ámbito de lo público. ¿Hay alguna actitud o comportamiento
generable en el sentido que produzca ciencias que permitan la elección de conductas que siendo
objetivadas den lugar a la felicidad? La ἐπιστήμη no da respuestas. Que no haya ἐπιστήμη para la
ética no debe ser considerado como negativo, pues hay un modo racional adecuado al cálculo y
elección de conductas virtuosas, que es la φρόνησις. Es un término isocrático, no platónico, lo
hemos visto muchas veces. Aristóteles se ha abierto al mundo de la παιδεία no filosófica. Ha
abierto la mirada a la sofística, a la retórica. φρόνησις se puede traducir por prudencia, conforme
a la traducción cristiana, pero la φρόνησις es el ejercicio del pensar. Nous -> para el carácter
matemático; φρόνησις -> sensatez, calcula y actúa según ese cálculo, cálculo racional que genera
una determinada conducta. La elección de virtudes será la elección según el cálculo hecho por la
sensatez. Se deben elegir los ethe que la sensatez presenta como más adecuados para la felicidad.
¿A qué se aplica la φρόνησις? La phronesis es un acto de ποίησις. Es una τέχνη, una
aplicación de una técnica para intervenir en el mundo. La ética va a hacer el mundo de una
determinada manera. Esta ποίησις es la generación de bienes. Esto es lo que hace la φρόνησις: la
producción de bien, porque entiende Aristóteles que el mundo no tiene todo lo necesario, es
carente e imperfecto. El valor es la producción de bien… ¿Hay ciertas conductas que sean
productoras de bien? Es una intervención, una conducta, no algo separado del mundo.
¿Cómo se genera el bien? ¿Hay algún criterio universalizable? Aquí se juega el relativismo.
Vuelve a Sócrates y no a Platón. No se puede obtener la deducción de los comportamientos. No
hay una moral universal, no hay unas normas deducibles, y muchas costumbres diversas pueden
producir felicidad. Los comportamientos se hacen universales cuando a su lado encuentran reglas
de la razón. Lo necesario es que cada uno de los comportamientos tenga para su defensa el
concurso de la racionalidad. Es la regla de la sensatez. Es ética cualquier conducta que tenga la
aquiescencia y beneplácito social, y siempre que sea discutible. Han de presentarse los
comportamientos como tratados según las reglas de la razón. La intervención de la praxis viene
exigida por la propia teoría de la realidad. Las virtudes, los ἤθη que sirven a la felicidad, vienen
marcados por aquellos hábitos sociales que están asociados a una regla racional (beneplácito o, si
no, indiscutibilidad: que podamos persuadir al mayor número), y que expresan una cierta
neutralidad respecto a su propio contenido: los que sean menos obturadores de otras virtudes.
Identifica la virtud con el medio. Es lo que puede deducirse racionalmente de dos pares de
opuestos. El único modo de hacer síntesis es afirmar el término medio (cólera-pasividad; la una
niega a la otra). El verdadero valor de la regla racional es el de hacer síntesis, desde esta posición
se puede recuperar la dialéctica platónica. También Platón define las virtudes como sintéticas. La
síntesis asegura la producción de bien, que es la esencia de la ética. Son criterios operativos que
permiten las apropiaciones dialécticas del bien. Esto no es la pasividad del mundo romano. Las
conductas medias son las capaces de integrar los elementos de bien que contienen los opuestos.
Hacer bien es crear realidad, producir realidad. Ésta opera con respecto a fines. Lo apropiado es
no permitir aquellas acciones que incumplan las finalidades. No interrumpir la posible creación
de realidad. Producir bien tiene como medida producir realidad. El bien es dejar ser al ser. El bien
es dejar que todo sea lo que es, hasta el final. Hay que producir síntesis que anulen los
impedimentos y propicien la posibilidad de perfección, de acabamiento. La ποίησις o creación
tecnológica se convierte en proyecto ontológico. El hecho de ser es algo que se consigue, que se
estructura. Ser, en el máximo grado de la plenitud ontológica, es el concepto estricto de una
concepción aristotélica, no relativista ni mística. Las mismas preguntas que nos hacíamos con los
opuestos han de formularse con respecto a los medios. La justicia es el supremo bien político.
Con esta se dice la estructuración racional de los medios, los cuadros de virtudes. Todas han de
estar en relación adecuada para que todas sean posibles. Estable la estructura conmutativa y
distributiva de todas las virtudes. La justicia tiene que quedar como criterio normativo. El
supremo bien vale sólo como condición de posibilidad de generación de bien. La justicia es
nombrada como criterio que haga posible el bien de la felicidad. El ideal en el que se ha de
identificar la producción de bien y de realidad es el de la felicidad. La felicidad será una vuelta
real y sensible al ser. Es un regreso al ὄν de la física, un llegar a ser lo que se era. Es una
reconciliación con nuestro estado de naturaleza. Esto se da en la vida contemplativa. La teoría no
es la ἐπιστήμη, sino la acción de la sabiduría. El ideal del sabio es el del sentimiento de
reconciliación final entre praxis y ἐπιστήμη. Uno sólo puede ser feliz cuando se ha reconciliado
con su propio ser. La teoría estrictamente no pertenece al programa ético. El programa ontológico
sólo se cerrará cuando se cumpla la justicia.
Acudid, gorriones míos,
flechas mías.
Si una lágrima o una sonrisa
al hombre seducen;
si una amorosa dilatoria
cubre el día soleado;
si el golpe de un paso
conmueve de raíz al corazón,
he aquí el anillo de bodas,
transforma en rey a cualquier hada.

Así cantó un hada.


De las ramas salté
y ella me eludió,
intentando huir.
Pero, atrapada en mi sombrero,
no tardará en aprender
que puede reír, que puede llorar,
porque es mi mariposa:
he quitado el veneno
del anillo de bodas.

El hada, William Blake

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