Linch Revoluciones Americanas
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1. EL NUEVO IMPERIALISMO
2. RESPUESTAS AMERICANAS
mitad habían nacido en España. A principios del siglo xix, de una po-
blación total de 16,9 millones había 3,2 millones de blancos, y de éstos
sólo 30.000 o 40.000 eran peninsulares. 44 Esta minoría no podía esperar
mantener indefinidamente el poder político, A pesar del aumento de la
inmigración, los factores demográficos estaban en contra suya: los crio-
llos dominaban ahora a los peninsulares en alrededor del 99 por ciento.
En tales términos la independencia tenía una inevitabilidad demográfica
y simplemente fue la derrota de la minoría por la mayoría. Pero había
algo más que números. La hostilidad social de los americanos hacia los
nuevos inmigrantes tenía matices raciales. Los peninsulares eran blan-
cos puros, con un sentido de la superioridad nacido de su color. Los
americanos eran más o menos blancos; de hecho muchos de ellos eran
morenos, de labios gruesos y piel áspera, casi como describe al propio
Bolívar su edecán irlandés, el general O'Leary.45 Odiaban a los super-
blancos españoles y también ellos querían ardientemente ser considera-
dos blancos. Humboldt observó esa conciencia de raza: «[...] en Améri-
ca, la piel, más o menos blanca, decide de la clase que ocupa el hom-
bre en la sociedad.»46 Esto explica la obsesión por la minuciosa definición
de la gradación racial —zambo prieto era siete octavos negro y un octa-
vo blanco— y la ansiedad de las familias sospechosas en probar su blan-
cura acudiendo incluso al litigio y teniendo que quedar satisfechas a
veces con la declaración del tribunal de «que se tenga por blanco».
Las sociedades coloniales estaban compuestas, en variadas propor-
ciones, de una gran masa de indios, un número menor de mestizos y
una minoría de blancos. La base india de esta vasta pirámide era amplia
en Perú, México y Guatemala, menor en Río de la Plata y Chile. Pero
en casi todas partes los indios eran un pueblo conquistado, obligado a
vivir en una situación social inferior, sujeto a tributos así como a servi-
cios públicos y personales. En toda Hispanoamérica, pero sobre todo en
el norte de Sudamérica y en el Perú costero, los esclavos negros eran
un elemento superpuesto, del cual descendían negros libres y mulatos,
a veces llamados pardos o castas. La situación social de los gardos era
incluso peor que la del otro grupo mezclado, el de los mestizos, pro-
ductos de la unión hispanoindia. El pardo era despreciado por su ori-
gen esclavo y por su color; una legislación discriminatoria le prohibía
acceder a los símbolos de la situación social de los blancos, incluida la
educación; estaba confinado en los oficios bajos y serviles en las ciuda-
des y en los trabajos de peonaje en el campo; y su origen en la unión
de blanco y negro era considerado tan monstruoso que se le compara-
ba a la naturaleza del mulo, de donde viene el nombre de mulato. Un
español podía casarse con una mestiza, pero raramente lo hacía con una
mulata; los mulatos y los indios eran considerados seres inferiores con
los que ni siquiera sus iguales sociales como los blancos pobres y los
mestizos querían matrimonio. 47 Las distinciones raciales formaban una
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sólo para arrebatarle el poder a España, sino, sobre todo, para impedir
que los pardos se hicieran con él. Bolívar estaba aterrado por el dilema,
consciente de que sobreviviría a la independencia: «Un inmenso volcán
está a nuestros pies. ¿Quién contendrá las clases oprimidas? La esclavi-
tud romperá el fuego: cada color querrá el dominio.» 58
Mientras tanto, el avance del estado borbónico, el freno a la partici-
pación criolla y el incremento de los impuestos no dejaron de encon-
trar oposición. La resistencia a las innovaciones y al abuso del poder
por parte del gobierno encontró expresión en protestas y rebeliones que
culminaron con las revueltas de 1780-1781 en Perú, Nueva Granada y
Venezuela. 59 Más que movimientos populares, fueron coaliciones tem-
porales de grupos sociales que los criollos encabezaron primero y luego,
alarmados por la presión desde abajo, abandonaron. No fueron «antece-
dentes» de la independencia. Los rebeldes abogaban más bien por una
utopía de tiempos pasados en los que la centralización burocrática y la
opresión fiscal eran desconocidas. Si bien no preveían la independen-
cia, no por ello dejaron de socavar la lealtad al gobierno borbónico. De-
mostraron que la tradicional fórmula de la protesta: «Viva el rey y muera
el mal gobierno», estaba desfasada y desacreditada, en no poca medida
por culpa de los propios Borbones, cuya política centralizadora invalidó
la antigua distinción entre el rey y el gobierno e hizo a la corona res-
ponsable directa de la actuación de quienes la servían. Según los rebel-
des, las autoridades españolas eran extranjeras, mientras que los ameri-
canos no hacían más que reclamar sus propios países. En este sentido
fueron una etapa más avanzada de la evolución de la conciencia colo-
nial, una defensa de los intereses americanos contra los de España.
3. EL NACIONALISMO INCIPIENTE
Poder político, orden social: éstas eran las exigencias básicas de los
criollos. Pero, aunque España hubiera querido y podido responder a sus
necesidades, los criollos no hubieran estado satisfechos mucho tiempo.
Las peticiones de cargos públicos y de seguridad expresaban una con-
ciencia más profunda, un desarrollado sentido de la identidad, una con-
vicción de que los americanos no eran españoles. Este presentimiento
de nacionalidad sólo podía encontrar satisfacción en la independencia.
Al mismo tiempo que los americanos empezaban a negar la nacionali-
dad española se sentían conscientes de las diferencias entre sí mismos,
porque incluso en su estado prenacional las distintas colonias rivaliza-
ban entre sí por sus recursos y sus pretensiones. América era un conti-
nente demasiado vasto y un concepto demasiado vago como para atraer
la lealtad individual. Sus hombres eran primeramente mexicanos, vene-
zolanos, peruanos, chilenos, y era en su propio país, no en América,
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[...] no somos europeos, no somos indios, sino una especie media entre
los aborígenes y los españoles. Americanos por nacimiento y europeos
por derechos, nos hallamos en el conflicto de disputar a los naturales los
títulos de posesión y de mantenernos en el país que nos vio nacer, contra
la oposición de los invasores [españoles]; así, nuestro caso es el más ex-
traordinario y complicado. 60
Hasta donde había una nación era una nación criolla, porque las cas-
tas tenían sólo un oscuro sentido de la nacionalidad, y los indios y ne-
gros ninguno en absoluto.
Las condiciones en el período colonial favorecían la formación de
unidades regionales distintas unas de otras. Las divisiones administrati-
vas españolas proporcionaron la estructura política de la nacionalidad.
El imperio estaba dividido en unidades administrativas —virreinatos, ca-
pitanías generales, audiencias—, cada una de las cuales tenía una maqui-
naria burocrática y un jefe ejecutivo. Estas divisiones, basadas en las
regiones preespañolas, promovían más el regionalismo y un sentido de
arraigo local. Y después de 1810 fueron adaptadas como armazón terri-
torial de los nuevos estados, bajo el principio de uti possidetis, o, como
exponía Bolívar: «la base del derecho público que tenemos reconocido
en América. Esta base es que los gobiernos republicanos se fundan entre
los límites de los antiguos virreinatos, capitanías generales, o presiden-
cias».61
La naturaleza reforzó las divisiones impuestas por el hombre. Amé-
rica era un conglomerado de países. ¿No había una gran diferencia en-
trere las pampas del Río de la Plata y el altiplano del Alto Perú, entre
el campo chileno y las plantacionnes de la costa de Venezuela, entre la
economía agrícola de Nueva Granada y las zonas mineras de Méx7co y
Perú, entre el gaucho, el llanero, el cholo y el inquilino? La dificultad
de las comunicaciones separaba más cada colonia de la otra. Los Bor-
bones mejoraron los caminos, los servicios postales y las comunicacio-
nes marítimas del imperio, pero los obstáculos naturales, los formida-
bles ríos, llanuras y desiertos, las impenetrables selvas y montañas de
América eran demasiado grandes para vencerlas. Los viajes eran largos
y lentos. Se tardaba cuatro meses por mar entre Buenos Aires y Aca-
pulco, y el regreso era todavía más lento. 62 El viaje por tierra de Buenos
Aires a Santiago, cruzando pampas y cordilleras, costaba dos agotadores
meses. Si alguien era lo bastante temerario para viajar desde Buenos Aires
a Cartagena por tierra se enfrentaba con un viaje a caballo, mula, carros
y transportes fluviales vía Lima, Quito y Bogotá, que le tomaba nueve
LAS REVOLUCIONES HISPANOAMERICANAS 31
dos Unidos, «el trono de la libertad y el asilo de las virtudes», los lla-
maba él. Las relaciones económicas forjaron más vínculos. El comercio
de Estados Unidos con Hispanoamérica, primero con el Caribe, luego,
después de la desintegración del monopolio español durante las gue-
rras napoleónicas, con el Río de la Plata y la costa del Pacífico, era un
canal no sólo para mercancías y servicios sino también para libros e
ideas. Ejemplares de la Constitución Federal y de la Declaración de In-
dependencia, convenientemente traducidas al español, fueron introduci-
dos en la zona por comerciantes norteamericanos cuyas opiniones libe-
rales coincidían con sus intereses en desarrollar un mercado libre del
monopolio español. Después de 1810, antes de que cundiera la desilu-
sión con su poderoso vecino, los estadistas hispanoamericanos miraban
hacia el norte en busca de orientación. Las constituciones de Venezue-
la, México y otras partes imitaron muy fielmente la de los Estados Uni-
dos, y muchos de los nuevos líderes —aunque no Bolívar— estuvieron
profundamente influidos por el federalismo norteamericano.!
La influencia de los Estados Unidos, como la de Europa, es difícil
de medir. Aunque desempeñara un papel secundario en la educación
política de los hispanoamericanos, fue significativa porque, como la Ilus-
tración, ayudó a abrir sus espíritus. Esa nueva visión la aplicaron desde
entonces a su propio medio. En el curso del siglo xviii los hispanoame-
ricanos empezaron a redescubrir su tierra en una original literatura ame-
ricana. Su patriotismo era americano, no español, regional más que con-
tinental, porque cada uno de los países tenía su identidad, observada
por sus gentes y glorificada por sus escritores. Los intelectuales criollos
en México, Perú y Chile expresaban y nutrían una nueva conciencia de
patria y un mayor sentido de exclusivismo, porque, como observaba el
Mercurio Peruano, «más nos interesa saber lo que pasa en nuestra na-
ción».69 Entre los primeros en dotar de expresión cultural al «america-
nismo» estaban los jesuítas criollos expulsados de su tierra natal en 1767,
que se convirtieron en el exilio en los precursores literarios del nacio-
nalismo americano.
Hasta cierto punto era ésa una literatura de la nostalgia. El jesuita
chileno Manuel Lacunza se imaginaba a sí mismo comiendo su plato
chileno favorito, mientras que Juan Ignacio Molina estaba sediento de
las centelleantes aguas de la cordillera. El mexicano Juan Luis Maneiro
imploraba al rey de España que le permitiera morir en el «patrio suelo»:
Pero el patriotismo de los jesuítas americanos iba más allá de los senti-
mientos personales. Escribían para desvanecer la ignorancia europea de
sus países, y en particular para destruir el mito de la inferioridad y de-
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LAS REVOLUCIONES HISPANOAMERICANAS
NOTAS
1. Alexander von Humboldt, Ensayo político sobre el reino de la Nueva España, 4 vols.,
México, 1941, II, p. 118; hay una edición más reciente, al cuidado de Juan A. Ortega y
Medina, México, 1966.
2. John Lynch, Spain under the Habsburgs, 2 vols., Oxford, 1981, II, pp. 212-248. (Hay
edición castellana: España bajo los Austrias, 2 vols., Ediciones Península, Barcelona, vol.
I, 1970; vol. 2, 1972.)
3. Citado por Jaime Eyzaguirre, Ideario y ruta de la emancipación chilena, Santiago,
1957, p. 61.
4. J o h n Leddy Phelan, The people and the king. The Comuneros revolution in Colom-
bia, 1781, Madison, 1978, pp. 7-11, 30.
5. D. A. Brading, Miners and merchants in Bourbon México 1763-1810, Cambridge, 1971,
pp. 29-30, concluye que los Borbones «reconquistaron América». (Hay traducción caste-
llana: Mineros y comerciantes en el México borbónico, 1763-1810, Madrid, 1975.)
6. J o h n Lynch, Spanish colonial administration, 1781-1810. The intendant system in the
viceroyalty of the Rio de la Plata, Londres, 1958; Luis Navarro García, Intendencias en
Indias, Sevilla, 1959; Jacques A. Barbier, Reform and politics in Bourbon Chile, 1755-
1796, Ottawa, 1980; J. R. Fisher, Government and society in colonial Perú. The intendant
system 1784-1814, Londres, 1974; Brading, Miners and merchants in Bourbon México, pp.
33-92.
7. Guillermo L o h m a n n Villena, El corregidor de indios en el Perú bajo los Austrias,
1957, pp. 403-449.
8. Brian H. Hamnett, Politics and trade in southern México 1750-1821, Cambridge, 1971,
pp. 5-7; José Miranda, Las ideas y las instituciones políticas mexicanas, México, 1952, pp.
191-193.
9. Concolorcorvo, El Lazarillo de ciegos caminantes desde Buenos Aires hasta Lima
(1773), BAE, n.° 122, Madrid, 1959, p. 369.
10. Fisher, op. cit., pp. 78-99.
11. Hamnett, Politics and trade in southern México, pp. 55-71.
12. Concolocorvo, op. cit., p. 370.
13. Fisher, op. cit., p. 91.
14. Hamnett, Politics and trade in southern México, pp. 72-94, para un estudio minu-
cioso de este proceso; obispo Antonio de San Miguel, Informe (1799), en Humboldt, En-
sayo político, II, pp. 99-103.
15. Miguel Batllori, El abate Viscardo. Historia y mito de ¡a intervención de los jesuitas
en la independencia de Hispanoamérica, Caracas, 1953; A. F. Pradeau, La expulsión de los
jesuitas de las provincias de Sonora, Ostimuri y Sinatoa en 1767, México, 1959; Magnus
Mórner, ed., The expulsión of the jesuits from Latin America, Nueva York, 1965.
16. N. M. Farriss, Crown and clergy in colonial México 1759-1821. The crisis of eccle-
siastical privilege, Londres, 1968.
17. Véanse pp. 308-310 de la presente obra.
18. Juan Marchena Fernández, Oficiales y soldados en el ejército de América. Sevilla
/
LAS REVOLUCIONES HISPANOAMERICANAS 41
1983' Alian J. Kuethe, Military reform and society in New Granada, 1773-1808, Gainesville,
1978,' pp. 41-43, 170-171, 180-181, 185.
19. León G. Campbell, The military and society in colonial Perú 1750-1810, Filadelfia,
1978' Christian I. Archer, The army in Bourbon México, 1760-1810, Albuquerque, 1977, pp.
28-31, 191-222.
20. Sergio Villalobos R., Tradición y reforma en 1810, Santiago, 1961, pp. 89-100; M.
Carmagnani, «La oposición a los tributos en la segunda mitad del siglo xvm», Revista
Chilena de Historia y Geografía, n.° 129 (1961), pp. 158-195.
21. Eduardo Arcila Farías, El siglo ilustrado en América. Reformas económicas del siglo
XVIII en Nueva España, Caracas, 1955, pp. 94-117; C. H. Haring, The Spanish Empire in
America, Nueva York, 1952, pp. 341-342; Sergio Villalobos R., Comercio y contrabando en
el Río de la Plata y Chile, Buenos Aires, 1965.
22. John Fisher, «Imperial "Free Trade" and the Hispanic economy, 1778-1796», JLAS,
XIII, 1981, pp. 21-56.
23. John Fisher, «The imperial response to "Free Trade": Spanish imports from Spa-
nish America, 1778-1796», JLAS, XVII, 1985, pp. 35-78.
24. R u b é n Vargas Ugarte, ed., «Informe del Tribunal del Consulado de Lima, 1790»,
Revista Histórica, Lima XXII (1958), pp. 266-310.
25. Sergio Villalobos R., El comercio y la crisis colonial, Santiago, 1968, pp. 99-109;
Enrique de Gandía, Buenos Aires colonial, Buenos Aires, 1957, p. 20.
26. Pedro Santos Martínez, Historia económica de Mendoza durante el virreinato
(1776-1810), Madrid, 1961, pp. 122-126; E. O. Acevedo, «Factores económicos regionales
que produjeron la adhesión a la Revolución», Revista de la Junta de Estudios Históricos de
Mendoza, 2. a época, n.° 1 (1961), pp. 107-133.
27. Humboldt, Ensayo político, pp. 386-387 y 425; Brading, Miners and merchants in
Bourbon México, pp. 129-158.
28. Stanley J. y Barbara H. Stein, The colonial heritage of Latin America, Nueva York,
1970, pp. 100-101.
29. Citado por Catalina Sierra, El nacimiento de México, México, 1960, p. 132.
30. Simón Bolívar, Carta de Jamaica, 6 de septiembre de 1815, en Vicente Lecuna,
ed., Cartas del Libertador, 10 vols., Caracas, 1929-1930, I, pp. 183-196.
31. E. Arcila Farías, Economía colonial de Venezuela, México, 1946, páginas 315-
319.
32. Ibíd., pp. 368-369.
33. Manuel José de Lavardén, Nuevo aspecto del comercio en el Río de la Plata, ed.
Enrique Wedovoy, Buenos Aires, 1955, p. 132; Germán O. E. Tjarks y Alicia Vidaurreta
de Tjarks, El comercio inglés y el contrabando, Buenos Aires, 1962, pp. 29-35; Susan Midgen
Socolow, The merchants of Buenos Aires 1778-1810. Family and commerce, Cambridge, 1978,
pp. 54-70, 124-135.
34. Lavardén, op. cit., pp. 130 y 185.
35. Gandía, Buenos Aires colonial, p. 121.
36. Brading, Miners and merchants in Bourbon México, pp. 30 y 104-114.
37. Pierre Chaunu, L'Amérique et les Amériques, París, 1964, p. 199.
38. En Guanajuato en 1792 más de dos tercios de todos los inmigrantes procedían
del norte de España y un poco más de la mitad entraron en el comercio; véase Brading,
Miners and merchants in Bourbon México, pp. 251-254.
39. Alamán, Historia, I, pp. 54-55.
40. Mark A. Burkholder y D. S. Chandler, From impotence to authority. The Spanish
crown and the American Audiencias 1687-1808. Columbus, 1977, pp. 54-55.
41. I b í d , pp. 134-135.
42. Humboldt, Ensayo político, II, p. 117.
43. Alamán, Historia, I, pp. 58-59.
44. Las cifras proceden de Humboldt. Ensavn nnlítim. II nn. 28-30. con la exceDción