Linch Revoluciones Americanas

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Capítulo 1

LOS ORÍGENES DE LA NACIONALIDAD


HISPANOAMERICANA

1. EL NUEVO IMPERIALISMO

Las revoluciones por la independencia en Hispanoamérica fueron re-


pentinas, violentas y universales. Cuando en 1808 España se derrumbó
ante la embestida de Napoleón, su imperio se extendía desde California
hasta el cabo de Hornos, desde la desembocadura del Orinoco hasta las
orillas del Pacífico, el ámbito de cuatro virreinatos, el hogar de diecisie-
te millones de personas. Quince años más tarde España solamente man-
tenía en su poder Cuba y Puerto Rico, y ya proliferaban las nuevas na-
cionesACon todo, la independencia, aunque precipitada por un choque
externo, fue la culminación de un largo proceso de enajenación en el
cual Hispanoamérica se dio cuenta de su propia identidad, tomó con-
ciencia de su cultura, se hizo celosa de sus recursos. Esta creciente con-
ciencia de sí movió a Alexander von Humboldt a observar: «Los criollos
prefieren que se les llame americanos; y desde la Paz de Versalles, y
especialmente desde 1789, se les oye decir muchas veces con orgullo:
"Yo no soy español; soy americano", palabras que descubren los sín-
tomas de un antiguo resentimiento.» 1 También revelaban, aunque toda-
vía confusamente, la existencia de lealtades divididas, porque ¿in negar
la soberanía de la corona, o incluso los vínculos con España, los ameri-
canos empezaban a poner en duda las base de su fidelidad. La propia
España alimentaba sus dudas, porque en el crepúsculo de su imperio no
atenuaba sino que aumentaba su imperialismo.
Hispanoamérica estaba sujeta a finales del siglo xviii a un nuevo
imperialismo; su administración había sido reformada, su defensa reor-
ganizada, su comercio reavivado. La nueva política era esencialmente
una aplicación del control, que intentaba incrementar la situación colo-
nial de América y hacer más pesada su dependencia. Sin embargo, la
reforma imperial plantó las semillas de su propia destrucción: su refor-
mismo despertó apetitos que no podía satisfacer, mientras que su impe-
10 JOHN L Y N C H

rialismo lanzaba un ataque directo contra los intereses locales y pertur-


baba el frágil equilibrio del poder dentro de la sociedad colonial. Pero si
España intentaba ahora crear un segundo imperio, ¿qué había pasado
con el primero?
A finales del siglo X V I I Hispanoamérica se había emancipado de su
dependencia inicial de España. 2 El primitivo imperialismo del siglo xvi
no podía durar. La riqueza mineral era un activo consumible e invaria-
blemente engendraba otras actividades. Las sociedades americanas ad-
quirieron gradualmente identidad, desarrollando más fuentes de rique-
za, reinvirtiendo en la producción, mejorando su economía de subsis-
tencia de alimentos, vinos, textiles y otros artículos de consumo. Cuando
la injusticia, las escaseces y los elevados precios del sistema de mono-
polio español se hicieron más flagrantes, las colonias ampliaron las rela-
ciones económicas entre sí, y el comercio intercolonial se desarrolló vi-
gorosamente, independientemente de la red transatlántica. El crecimien-
to económico fue acompañado de cambio social, formándose una élite
criolla de terratenientes y otros, cuyos intereses no siempre coincidían
con los de la metrópoli, sobre todo por sus urgentes exigencias de pro-
piedades y mano de obra. El criollo era el español nacido en América. Y
aunque la aristocracia colonial nunca adquirió poder político formal,
era una fuerza que los burócratas no podían pasar por alto, y el gobierno
colonial español se convirtió realmente en un compromiso entre la so-
beranía imperial y los intereses de los colonos.
El nuevo equilibrio del poder se reflejó primeramente en la notable
disminución del tesoro enviado a España. Esto fue una consecuencia no
solamente de la recesión de la industria minera sino también de la redis-
tribución de la riqueza dentro del mundo hispánico. Significaba que ahora
las colonias se quedaban con una mayor parte su propio producto, y
empleaban su capital en administración, defensa y economía. Al vivir
más para sí misma, América daba menos a España. El giro del poder
podía también observarse fuera del sector minero, en el desarrollo de las
economías de plantación en el Caribe y en el norte de Sudamérica, que
vendían sus productos directamente a los extranjeros o a otras colonias.
La expansión de la actividad económica en las colonias denota una pauta
de inversión —capital americano en economía americana— que, aunque
modesto en sus proporciones, estaba fuera del sector transatlántico. Amé-
rica creó su propia industria de astilleros en Cuba, Cartagena y Guaya-
quil, y adquirió una autosuficiencia global en defensa. Las defensas naval
y militar de México y Perú eran financiadas por las tesorerías locales, y
esto no sólo activó los astilleros, fundiciones de cobre y talleres de armas,
sino también actividades secundarias que servían a esas industrias. Por lo
tanto, el declive de la minería no fue necesariamente un signo de rece-
sión económica: puede indicar un mayor desarrollo económico, una tran-
sición desde una economía de base estrecha a otra de mayor variedad.
LAS REVOLUCIONES HISPANOAMERICANAS 11

Cuando el primer ciclo minero de México se cerró, a mediados del


siglo xvii, la colonia reorientó su economía hacia la agricultura y la ga-
nadería y empezó a cubrir mayor número de sus necesidades de pro-
ductos manufacturados. La hacienda, la gran propiedad territorial, se hizo
un microcosmos de la autosuficiencia económica de México y de su
creciente independencia. Pero la hacienda podía generar más actividad,
porque necesitaba importar algunos bienes de consumo y proporciona-
ba materias primas para la propia producción colonial. Al mismo tiem-
po una creciente proporción del ingreso gubernamental en México per-
manecía en la colonia o sus dependencias para la administración, de-
fensa y obras públicas, lo que significaba que la riqueza de México
sostenía más a éste que a España. Se supone con demasiada ligereza
que cuando una colonia no funciona como tal está en declive, que por-
que no exporta excedentes públicos y privados a la metrópoli, no parti-
cipa en el comercio transatlántico, no consume grandes cantidades de
importaciones monopolísticas, se la debe considerar deprimida. Pero ésos
pueden ser signos de crecimiento, no de depresión. Perú siempre fue
más «colonial», menos «desarrollado» que México, y su capacidad mi-
nera duró más tiempo. Pero para abastecer a los campamentos mineros
la colonia creó una economía agrícola que se desarrolló prósperamente
por sí misma. Perú nunca fue tan autosuficiente en manufacturas como
en agricultura?; Para numerosos talleres, los famosos obrajes, que em-
pleaban mano de obra forzada y eran propiedad del estado o de empre-
sas privadas, producían para el mercado de las clases bajas o para nece-
sidades particulares. Por lo demás, Perú no dependía necesariamente de
las importaciones de España: tenía capital sobrante y una marina mer-
cante, y podía satisfacer muchas de sus necesidades de consumo dentro
de América, particularmente con lo procedente de México, y de Asia.
Y las remesas a España disminuyeron espectacularmente. Entre 1651 y
1739, el 30 por ciento del ingreso del tesoro en Lima era invertido en la
defensa del virreinato y sus dependencias; otro 49,4 era gastado en la
administración virreinal, salarios, pensiones, subvenciones, y en compras
de abastecimientos para la industria minera; y sólo el 20,6 era enviado a
España. Así pues, la mayor parte de la renta peruana era gastada en
Perú. Hasta cierto punto la colonia se había convertido en su propia
metrópoli.
En historiografía se está familiarizado con el concepto de un impe-
rio informal, de control exterior de la economía, tal como se aplica a
América Latina en el período nacional. ¿Pero no estaba Hispanoamérica
en un estado de emancipación informal en el período colonial, o más
precisamente a finales del siglo XVII y principios del xviii? Es cierto
que el poder imperial continuaba ejerciendo su control burocrático; es
también verdad que las colonias no declararon su independencia duran-
te la guerra de Sucesión española, cuando la metrópoli era impotente.
12 JOHN LYNCH

Dejando aparte el hecho de que el ambiente político e ideológico de


principios del siglo X V I I I no era propicio para un movimiento de libera-
ción nacional, los hispanoamericanos tenían poca necesidad de declarar
la independencia formal, porque gozaban de un considerable grado de
independencia defacto, y la presión sobre ellos no era grande. Un siglo
mas tarde la situación era diferente. El peso del imperialismo era en-
tonces mucho mayor, precisamente como resultado de la renovación del
control imperial después de 1765. La provocación tiene lugar no cuan-
do la metrópoli está inerte, sino cuando actúa.
La autosuficiencia de las colonias americanas fue percibida por los
contemporáneos, especialmente por las autoridades españolas. Era éste
un tema recurrente de la literatura desarrollista del siglo xviii, que in-
tentaba encontrar una manera de vincular la economía americana más
estrechamente a España. Y ésta era la obsesión de muchos virreyes y
otros funcionarios, como se puede observar en sus frenéticos consejos
de que la dependencia económica debía aumentarse como condición bá-
sica de la unión política. Estas opiniones las reflejó en 1790-1791 Gil
de Taboada, Virrey del Perú, que se congratulaba del incremento del
comercio y de la baja de los precios que produjeron los cambios co-
merciales decretados por Carlos III, en especial el notable ascenso de
las importaciones en la colonia y el consiguiente daño para las indus-
trias peruanas. «La seguridad de las Américas — decía- se ha de medir
por la dependencia en que se hallan de la metrópoli, y esta dependen-
cia está fundada en los consumos. El día que contengan en sí todo lo
necesario, su dependencia sería voluntaria.» 3
Detener la primera emancipación de Hispanoamérica, éste era el
objetivo del nuevo imperialismo de Carlos III. La política conllevaba al-
gunos riesgos: conturbar el equilibrio de fuerzas en las colonias podía
minar la estructura del imperio. Pero hasta el punto en que se podían
calibrar, los riesgos eran considerados aceptables. Porque la reforma co-
lonial era una parte de un plan más amplio para crear una España más
grande, una visión que compartían Carlos III y sus ilustrados ministros,
nacida de un movimiento de reforma que intentaba rescatar a España
del peso del pasado y restaurar su poder y prestigio. La reforma tomó
fuerza como consecuencia de la desastrosa derrota a manos de los in-
gleses en la guerra de Siete Años, y desde 1763 España hizo un esfuer-
zo supremo por enmendar el equilibrio en Europa y en las Américas.
Se emprendió una nueva evaluación nacional. La élite dirigente - u n se-
lecto grupo de intelectuales, economistas, prelados y burócratas— discu-
tió varias medidas: imposición equitativa, industrialización, expansión del
comercio ultramarinno, mejora de las comunicaciones, un programa del
colonización interna, proyectos de desvincular los latifundios y las pro-
piedades de la Iglesia, liquidación de los privilegios de pastos de los po-
derosos criadores de ovejas en favor de los cultivos, y muchas otras pro-
14 JOHN LYNCH

puestas de desarrollo económico. Las semioficiales sociedades econó-


micas fueron un importante centro de reformas, más dedicadas a las
soluciones pragmáticas que a la especulación abstracta y apuntando esen-
cialmente a la prosperidad del país mediante la ciencia aplicada. No
todos estos planes se realizaron, pero en el curso de su reinado
(1759-1788) Carlos III dirigió España en un renacer político, económico
y cultural, y dejó a la nación más poderosa de lo que la había encontra-
do. El gobierno fue centralizado, la administración reformada; la agri-
cultura aumentó su rendimiento y la industria su producción; se pro-
movió y protegió el comercio ultramarino.
¿Qué significó esa reforma para Hispanoamérica? Las élites criollas
se encontraban ya bien establecidas en toda América, con intereses crea-
dos en la tierra, la minería y el comercio, lazos duraderos de parentesco
y alianza con la burocracia colonial, y un fuerte sentido de identidad
regional. La debilidad del gobierno real y su necesidad de obtener ren-
tas habían permitido a estos grupos oponer una eficaz resistencia a la
lejana metrópoli. Se compraban cargos, se hacían tratos fiscales y no se
prestaba atención a las restricciones comerciales. La burocracia tradicio-
nal reflejaba este estado de cosas, doblegándose ante las presiones y
evitando los conflictos, y, de hecho, en vez de ser agente de la cen-
tralización imperial, hacía las veces de mediadora entre la corona espa-
ñola y sus súbditos americanos. Los Borbones tenían un concepto
diferente del imperio. Su gobierno era absolutista; sus impuestos, no
negociables; su sistema económico, estrictamente imperial. 4

2. RESPUESTAS AMERICANAS

La segunda conquista de América fue ante todo una conquista bu-


rocrática.5 Después de un siglo de inercia, España volvió a tomar a Amé-
rica en sus manos. Creáronse nuevos virreinatos y otras unidades admi-
nistrativas. Nombráronse nuevos funcionarios, los intendentes. Se inten-
taron nuevos métodos de gobierno. No se trataba de simples recursos
administrativos y fiscales: suponían también una supervisión más estre-
cha de la población americana. Los intendentes eran instrumentos de
control social, enviados por el gobierno imperial para recuperar Améri-
ca.6 Durante la época de inercia la colonización había significado distin-
tas cosas para distintos intereses. La corona quería gobernar América
sin gastos. Los burócratas querían un trabajo bien pagado. Los comer-
ciantes querían producir para exportar. Los campesinos indios querían
que los dejaran en paz. Muchos de esos intereses eran irreconciliables;
pero el problema se resolvió con asombrosa sencillez.
En un momento dado de principios del siglo xvii, en un período de
gran crisis económica, la corona virtualmente dejó de pagar el salario a
LAS REVOLUCIONES HISPANOAMERICANAS 15

sus principales funcionarios en América, los alcaldes mayores y corregi-


dores, los funcionarios de distrito en el imperio español. En lugar de
pagarles les permitió conseguir unos ingresos vulnerando la ley, convir-
tiéndose, de hecho, en puros mercaderes, que comerciaban con los in-
dios que estaban bajo su jurisdicción, adelantando capital y créditos, pro-
porcionando bienes y equipos, y ejerciendo un monopolio económicc
en sus distritos.7 Muy pocos funcionarios poseían capital inicial para es-
timular cualquier actividad económica. Así, en camino hacia sus pues-
tos, firmaban contratos con mercaderes capitalistas —en Ciudad de Méxi-
co, por ejemplo— y entraban en asociación comercial con los llamados
aviadores,8 Los mercaderes garantizaban salarios y gastos a los funciona-
rios que ilegaban, quienes luego obligaban a los indios a aceptar adelan-
tos de dinero y equipos para extraer productos agrícolas destinados a la
exportación o simplemente a consumir excedentes de mercancías. Éste
era el infamante repartimiento, un ardid que forzaba a los indios a la
dependencia financiera y al peonaje por deudas. De este modo se satis-
facían los intereses de los diferentes grupos. Los indios eran obligados
a producir y consumir; los funcionarios reales recibían un ingreso; los
mercaderes conseguían productos agrícolas para exportar; y la corona
se ahorraba el dinero de los salarios. Pero en otros aspectos el precio
era elevado. Disminuía el control imperial sobre la política y los intere-
ses locales; el imperio estaba administrado por hombres que dependían,
nó de los salarios del gobierno, sino del comercio y de los financiadores
de éste. Y reducía a los indios a una forma de servidumbre de la cual
no podían escapar. El sistema estaba muy extendido en México, Oaxa-
ca, Zacatecas y Yucatán; y en Perú, donde era practicado con particular
violencia, fue una de las causas de la rebelión india de Tupac Amaru
en 1780.
El sistema tenía sus defensores. Según el autor de El Lazarillo de
ciegos caminantes, «[...] me atrevo a afirmar que si absolutamente se pro-
hibiera fiar a los indios el vestido, la muía y el hierro para los instru-
mentos de la labranza, se arruinarían dentro de diez años y se dejarían
comer de los piojos, por su genio desidioso e inclinado sblamente a
la embriaguez». 9 Pero escandalizó a los reformadores españoles del si-
glo X V I I I . En interés de una administración humana y racional abolieron
el sistema entero por real decreto. La Ordenanza de Intendentes (4 de di-
ciembre de 1786), un instrumento básico de la reconquista, terminó con
los repartimientos y substituyó a los corregidores y alcaldes mayores por
intendentes, asistidos por subdelegados en los pueblos de indios. Esto
se hizo en México. En Perú también fueron abolidos los repartimientos
e impuesto el sistema de intendencia (1784).10 La nueva legislación in-
trodujo funcionarios pagados, y garantizó a los indios el derecho a co-
merciar libremente con quienes quisieran. Ahora podían negarse a tra-
bajar en las haciendas o en cualquier tierra que no fuera la suya y a
16 JOHN LYNCH

pagar deudas que no hubieran sido libremente contratadas. Sobre todo,


terratenientes y financieros veían restringida su utilización de la mano
de obra; la corona interponía su soberanía entre la empresa privada y el
sector indio.11
Los liberales españoles no eran populares en América. Los intereses
coloniales encontraban inhibitoria la nueva política y se resentían de la
inusitada presión de la metrópoli. Los peruanos creían que tierra y co-
mercio dependían del antiguo sistema. Como explicaba el autor de El
Lazarillo de ciegos caminantes, «[...] cuando los indios deben al corregi-
dor todos están en movimiento y así se percibe la abundancia [...]. El
labrador grueso encuentra operarios y el obrajero el cardón y la chami-
za a moderado precio, y así de todo lo demás. Los indios son de la
calidad de los mulos, a quienes aniquila el sumo trabajo y entorpece y
casi imposibilita el demasiado descanso». 12 En Perú reaparecieron los
repartimientos, cuando los subdelegados quisieron aumentar sus ingre-
sos, los terratenientes mantuvieron su control sobre la mano de obra, y
los mercaderes restablecieron los antiguos mercados de consumo. 13 En
México, también, se alertaron poderosos grupos, y los nuevos funciona-
rios fueron persuadidos gradualmente a volver a los antiguos métodos. 14
Así, después de un breve experimento, la política de los Borbones fue
saboteada dentro de las propias colonias; y en México una élite local
con el tiempo tomaría el poder político para impedir, entre otras cosas,
una repetición de la legislación liberal. El absoluto control sobre la mano
de obra era demasiado importante como para renunciar a él.
Del mismo modo que los Borbones fortalecieron la administración,
también debilitaron a la Iglesia. En 1767 fueron expulsados los jesuítas,
unos 2.500 en total, muchos de los cuales eran criollos y quedaban así
sin patria y sin misiones. No se dio ninguna razón de la expulsión, pero
fue esencialmente un ataque a la semiindependencia de los jesuítas y
una afirmación del control imperial. Los jesuítas disfrutaban de una gran
libertad en América; también disfrutaban de un poder económico in-
dependiente gracias a sus haciendas y otras formas de propiedad y a
sus prósperas actividades empresariales. Los hispanoamericanos consi-
deraron la expulsión como un acto de despotismo contra sus compa-
triotas en sus propios países. De los 680 jesuítas expulsados de México,
alrededor de 450 eran mexicanos; su exilio a perpetuidad fue causa de
gran resentimiento, no sólo entre ellos, sino entre los familiares y sim-
patizantes que dejaron tras de sí.15 Pero éste fue sólo el encuentro preli-
minar de la larga lucha con la Iglesia.
Un tema esencial de la política borbónica era la oposición a las cor-
poraciones que gozaban de una situación y privilegios especiales. El
mayor ejemplo de privilegio era la Iglesia, cuya misión religiosa en Amé-
rica era sostenida por dos fundamentos poderosos, sus fueros y su ri-
queza. Sus fueros le daban inmunidad clerical de la jurisdicción civil y
LAS REVOLUCIONES HISPANOAMERICANAS 17

eran un privilegio celosamente guardado. Su riqueza se medía no sólo


en términos de diezmos, bienes raíces y gravámenes sobre la propie-
dad, sino también de su enorme capital, amasado con los legados de
los fíeles, capital que hacía de ella el mayor gastador y prestamista de
Hispanoamérica. Este complejo de intereses eclesiásticos, otro de los pun-
tos centrales de la independencia, era uno de los principales objetivos
de los reformadores borbónicos. Intentaban colocar al clero bajo la ju-
risdicción de los tribunales seculares, y a la vez ir reduciendo la inmu-
nidad clerical.'6 Luego, con las defensas de la Iglesia así disminuidas,
esperaban lanzar un gran ataque contra sus propiedades. La Iglesia reac-
cionó enérgicamente. Aunque el clero no se enfrentó con el regalismo
de los Borbones, se resintió profundamente de la violación de sus privi-
legios e inmunidades personales. De modo que resistió a la política bor-
bónica, y fue apoyada en muchos casos por seglares piadosos. El bajo
clero, cuyo fuero era realmente su único patriotismo, fue malquistado
para siempre, y de sus filas salieron muchos de los oficiales insurgentes
y de los dirigentes guerrilleros. Como el gran sacerdote revolucionario
Morelos proclamó ante el obispo de Puebla: «Somos más religiosos que
los europeos.» 17
Otro centro de poder y privilegio era ellejército, pero aquí la metró-
poli tuvo que proceder con más cuidado. España no tenía ni dinero ni
hombres para mantener grandes guarniciones de tropas regulares en
América, y dependía principalmente de las milicias coloniales, que a me-
diados del siglo XVIII fueron ampliadas y reorganizadas. Para estimular
el alistamiento, sus miembros fueron admitidos en el fuero militar, con
lo que se concedieron a los criollos, e incluso a los mestizos, los privi-
legios de que gozaban los militares españoles. Al pasar la defensa impe-
rial a depender más de las milicias locales, al aumentar la americaniza-
ción incluso del ejército colonial regular, España creó un arma que podía
volverse contra ella.18 No tardó en hacerse evidente el riesgo que ello
representaba para la seguridad. En el Perú, la rebelión india de 1780
puso en entredicho la eficacia y la lealtad de las unidades criollas y mes-
tizas, lo que impulsó a España a tomar medidas para reforzar el control
imperial. El papel de la milicia fue reducido y en su lugar se potenció
el del ejército regular. En ambas fuerzas los oficiales de alta graduación
eran ahora invariablemente españoles; y se restringió el fuero militar,
sobre todo entre los efectivos que no eran de raza blanca. También en
México tenía sus críticos la milicia. El virrey Revillagigedo opinaba que
era una locura proporcionar armas a los indios, a los negros y a otras
castas, y dudaba de la lealtad de los oficiales criollos. A éstos empezó a
reultarles difícil obtener despachos de oficial y los mexicanos vieron
cada vez más restringidas sus posibilidades de ascender y también de
desempeñar cargos civiles.19
A la vez que España intentaba aplicar un control burocrático mayor,
18 JOHN LYNCH

también se preocupaba por reafirmar un control económico más estre-


cho. El objetivo no era tan sólo erosionar la posición de los extranjeros,
sino también destruir la autosuficiencia de los criollos, hacer que la eco-
nomía colonial trabajara directamente para España, extraer el excedente
de producción que antes había sido retenido en América. Desde la dé-
cada dé 1750 se hicieron grandes esfuerzos por incrementar el ingreso
imperial. En especial se utilizaron dos mecanismos: la ampliación del
monopolio estatal del tabaco y la administración directa de la alcabala,
antes cedida a contratistas privados. La alcabala era un impuesto espa-
ñol clásico, un robusto trasplante de la península. Ahora había aumen-
tado —en algunos casos desde el 4 al 6 por ciento— y su cobro se exigía
más rigurosamente. Mientras que las colonias se veían obligadas a pagar
una mayor cuota de impuestos, no se les consultaba ni sobre los gastos
ni sobre los ingresos públicos. En el pasado no había habido mayores
objeciones a recaudar fondos públicos para gastarlos dentro de Améri-
ca, en obras públicas, caminos, servicios sociales y defensa. Pero ahora
la intención era desviarlos en interés de la metrópoli, en particular para
hacer que los contribuyentes americanos pagaran las guerras de España
en Europa. A partir de 1765 la resistencia a la tributación fue constante
y en algunos casos violenta.20 Y cuando, desde 1779, España empezó a
presionar con más fuerza para financiar su guerra con Gran Bretaña, la
oposición se hizo más desafiante; en el Perú de 1780 los motines de
los criollos sólo fueron superados por la rebelión india; y en 1781 en
Nueva Granada los contribuyentes mestizos —los comuneros— sorpren-
dieron a las autoridades por la violencia de su protesta. Menos especta-
cular pero más implacable fue la oposición de los cabildos, las únicas
instituciones donde estaban representados los intereses de los criollos.
Aquí también se impuso el control borbónico cuando los intendentes
despertaron a las municipalidades de su antigua inercia. Las finanzas de
los cabildos se mejoraron y sus energías fueron dirigidas a las obras pú-
blicas y a los servicios. Pero el precio pagado por esas ganancias era
alto; como los agentes reales sometían a los cabildos a una supervisión
cada vez más estrecha, desde la década de 1790 provocaron en ellos
una inesperada oposición, y los concejales empezaron a exigir el dere-
cho, no sólo de cobrar impuestos, sino también de controlar los gastos.
Los planificadores intentaron aplicar la nueva presión fiscal a una
economía expansiva y controlada. Entre 1765 y 1776 desmantelaron el
sistema restrictivo del comercio colonial y abandonaron reglas secula-
res. Bajaron las tarifas, abolieron el monopolio de Cádiz y de Sevilla,
abrieron libres comunicaciones entre los puertos de la península y los
del Caribe y del continente, y autorizaron el comercio intercolonial.21 Y
en 1778 se amplió, «un comercio libre y protegido» entre España y Amé-
rica para dar cabida en él a Buenos Aires, Chile y Perú, a los que en
1789 se añadieron Venezuela y México. Todo esto, unido a la amplia-
LAS REVOLUCIONES HISPANOAMERICANAS 19

ción de la libre trata de esclavos a partir de 1789, al permiso para co-


merciar con colonias extranjeras a partir de 1795, y en navios neutra-
les a partir de 1797, aumentó en gran medida el comercio y la navega-
ción en el Atlántico español. Pero, ¿hasta qué punto benefició a España?
El valor anual medio de las exportaciones españolas a Hispanoamérica
en los años 1782-1796 superó en un 400 por ciento al de 1788, y poca
duda cabe de que la metrópoli se benefició de la recepción de mayores
excedentes de las colonias, así públicos como privados, y de las mejores
oportunidades de exportar artículos españoles. 22 Sin embargo, a pesar
de que los extranjeros se encontraban excluidos oficialmente del comer-
cio imperial, España seguía dependiendo de las economías más avanza-
das de la Europa" occidental en lo que se refiere a mercancías y na-
vios, é incluso al permiso para mantener abiertas las rutas. Gran parte
del comercio de Cádiz con América consistía en la reexportación de ar-
tículos extranjeros. En 1778 los productos extranjeros representaron el
62 por ciento de las exportaciones registradas a América, y también mar-
chaban en delantera en 1784, 1785 y 1787. En lo sucesivo, la proporción
de mercancías nacionales mejoró, alcanzando una media del 52 por cien-
to en el período 1782-1796. Pero entre ellas predominaban los produc-
tos agrícolas. La industria nacional no respondió al mercado colonial y
España no se convirtió en una metrópoli desarrollada.
Hispanoamérica experimentó períodos de recuperación y períodos de
recesión bajo el libre comercio. Durante los años 1782-1796 el valor
medio de las exportaciones americanas a España fue más de diez veces
mayor que el de 1778.23 El 36 por ciento de ellas correspondían a Méxi-
co, seguidas del Caribe (23 por ciento), Perú (14 por ciento), el Río
de la Plata (12 por ciento) y Venezuela (10 por ciento). Las exportacio-
nes de metales preciosos, que se cifraban en un 56 por ciento, conti-
nuaron dominando el comercio, y alrededor de una cuarta parte de ellas
eran rentas de la corona. Pero las exportaciones agrícolas, tabaco, cacao,
azúcar, cochinilla, índigo y pellejos, representaban el 44 por ciento. Esto
indica que regiones marginales —el Río de la Plata y Venezuela— y pro-
ductos que antes eran descuidados —los agropecuarios— se añadieron
ahora a la corriente principal de la economía de exportación. Pero los
americanos también se dieron cuenta de que todavía estaban sujetos a
un monopolio, todavía se veían privados de mercados opcionales, toda-
vía dependían de las importaciones controladas por los españoles.
El comercio libre tenía además un defecto básico. La economía ame-
ricana no podía responder con suficiente rapidez a los estímulos exter-
nos. Permaneció esencialmente subdesarrollada y falta de inversiones,
abierta a las importaciones pero con pocas exportaciones. El resultado
era predecible —una salida de metales preciosos, uno de los pocos pro-
ductos americanos dé los cuales había una demanda constante en el
mercado mundial. Sólo en un año, 1786, Perú fue inundado con veinti-
20 JOHN LYNCH

dós millones de pesos de importaciones, comparado con el anterior pro-


medio anual de cinco millones. 24 Los mercados de Perú, Chile y el Río
de la Plata estaban saturados y, si bien esto bajaba los precios para los
consumidores, arruinaba a muchos mercaderes locales y agotaba el
dinero de las colonias. 25 Hubo quejas en toda Hispanoamérica pidiendo
que la metrópoli se refrenara. Sin duda eran lamentaciones de mono-
polistas que no podían o no querían adaptarse a la competencia y a los
bajos precios, y eran insensibles a los intereses de los consumidores.
Pero otras quejas eran genuinas y desesperadas: eran las protestas de
las industrias locales, los obrajes de textiles de Quito, el Cuzco y Tucu-
mán, las herramientas de Chile, la vinicultura de Mendoza. Pronto hasta
los estribos y los ponchos de los gauchos de las pampas vendrían de
Inglaterra. Éste era el problema crucial: las industrias coloniales sin pro-
tección, las manufacturas europeas inundándolo todo, y las economías
locales incapaces de ganárselas mediante el incremento de la producción
y exportación* La política económica borbónica incrementó así la situa-
ción colonial de Hispanoamérica e intensificó su subdesarrollo. La de-
pendencia económica —la «herencia colonial»— de Hispanoamérica tuvo
sus orígenes, no en la época de inercia, sino en el nuevo imperialismo.
Las manufacturas y productos americanos que duplicaban las impor-
taciones europeas se vieron privadas de esencial protección por la polí-
tica borbónica. El Río de la Plata era un ejemplo. Los textiles de Tucu-
mán sufrieron un retroceso ante las importaciones a través de Buenos
Aires. La industria vinícola de Mendoza se veía perjudicada por una com-
binación de elevados impuestos y competencia de España. Mendoza se
quejaba de las «tiranas gabelas», de su situación de «feudataria de Bue-
nos Aires», y pedía a España que detuviera la exportación de su vino al
Río de la Plata.26 La petición fue inevitablemente rechazada porque hería
a los fundamentos de la economía imperial. Incluso cuando España no
pudo utilizar su monopolio con eficacia, especialmente durante las gue-
rras napoleónicas y el bloqueo impuesto por los británicos, los comer-
ciantes extranjeros penetraron para perpetuar la dependencia. México,
con una población creciente, prosneridad agrícola y boom minero, fue
un éxito económico a finales del siglo xviii Su producción de plata au-
mento continuamente, desde cinco millones de pesos en 1762 hasta un
máximo de veintisiete millones en 1804.27 Dede 1800 México producía
el 66 por ciento del total mundial de plata, e Hispanoamérica contribuía
con el 90 por ciento a la producción mundial. 28 México era ahora una
considerable fuente de ingresos para España, enviando un excedente de
alrededor de 6,5 millones de pesos al año en el período entre 1800 y
1810. Pero las perspectivas de desarrollo de México eran muy limitadas
y las pocas industrias existentes se encontraban en un inminente peli-
gro. En 1810 la producción textil de Querétaro y Puebla, industria flore-
ciente en el siglo XVlll, se encontraba en recesión a causa de dificul-
LAS REVOLUCIONES HISPANOAMERICANAS 21

tades regionales y de la competencia del paño importado. Éste era el


significado del nuevo imperialismo. Como el virrey Revillagigedo obser-
vaba a su sucesor en México en 1794: «No debe perderse de vista que
esto es una colonia que debe depender de su matriz, la España, y debe
corresponder a ella con algunas utilidades, por los beneficios que recibe
de su protección, y así se necesita gran tino para combinar esta depen-
dencia y que se haga mutuo y recíproco el interés lo cual cesaría en el
momento que no se necesitase aquí de las manufacturas europeas y sus
frutos.» 29 La función de América era producir materias primas. El pro-
pio Bolívar lo describió así: «Los americanos, en el sistema español que
está en vigor no ocupan otro lugar en la sociedad que el de los siervos
propios para el trabajo, y cuando más, el de simples consumidores. [...]
¿Quiere usted saber cuál era nuestro destino? Los campos para cultivar
el añil, la grama, el café, la caña, el cacao y el algodón, las llanuras soli-
tarias para criar ganados, los desiertos para cazar las bestias feroces, las
entrañas de la tierra para excavar el oro que puede saciar a esa nación
avarienta.»30
La política española creó un dilema de intereses entre los exportado-
res agrícolas y los manufactureros locales, un conflicto entre libre co-
mercio y protección que fue transferido casi intacto a las nuevas repú-
blicas. Mientras que la industria pedía vanamente protección, la agricul-
tura buscaba más mercados para la exportación de los que permitiría
España. América continuaba excluida del acceso directo a los mercados
internacionales, seguía forzada a comerciar sólo con España, seguía des-
provista de estímulo comercial para su producción. En Venezuela los
grandes terratenientes criollos, señores de vastas haciendas, propietarios
de numerosos esclavos, productores de cacao, añil, tabaco, café, algo-
dón y curtidos, tenían permanentemente dificultades por el control es-
pañol del comercio de importación y exportación. El intendente de Ca-
racas, José Abalos, concluía de ello que «si S.M. no les concede o les
dilata el libre comercio sobre que suspiran no puede contar sobre la
fidelidad de estos vasallos.»31 En 1781, la Compañía de Caracas, el prin-
cipal instrumento del monopolio, perdió sus contratos, y en 1789 el co-
mercio libre se extendió a Venezuela. Pero la nueva casta de mercade-
res continuaba siendo de españoles o criollos españolistas, y su control
del comercio transatlántico le permitía ejercer un dominio completo
sobre la economía venezolana, pagando por debajo las exportaciones y
sobrecargando las importaciones. Los terratenientes y consumidores crio-
llos pedían más comercio con los extranjeros, denunciaban a los merca-
deres españoles como «opresores», atacaban la ida de que el comercio
existiera «para sólo el beneficio de la metrópoli», y hacían campaña con-
tra lo que llamaban en 1797 «el espíritu de monopolio de que están
animados, aquel mismo bajo el cual ha estado encadenada, ha gemido
y gime tristemente esta Provincia».32
22 JOHN LYNCH

El Río de la Plata, como Venezuela, experimentó su primer desarro-


llo económico en el siglo XVIII, cuando surgió un incipiente interés ga-
nadero, dispuesto a ampliar la exportación de cueros y otros productos
animales a los mercados del mundo. Desde 1778 las casas mercantiles
de Cádiz con capital y contactos se aseguraron un firme control del co-
mercio de Buenos Aires y se interpusieron entre el Río de la Plata y
Europa. Pero en la década de 1790 fueron desafiados por mercaderes
porteños independientes, que buscaban concesiones de trata de escla-
vos y a la vez permisos para exportar cueros. Empleaban sus propios
barcos y capitales, y ofrecían mejores precios por los cueros que los mer-
caderes de Cádiz, liberando a los estancieros del dogal del monopolio. 33
Los estancieros formaban un tercer grupo de presión, hasta entonces
pequeño y poco brillante, pero aliado de los mercaderes criollos contra
los monopolistas españoles. Esos intereses porteños tenían portavoces
como Manuel Belgrano, Hipólito Vieytes y Manuel José de Lavardén.
Belgrano era secretario del consulado, que él convirtió en un foco del
pensamiento económico liberal. Lavardén, hijo de un funcionario colo-
nial, hombre de letras, estanciero próspero, cuya esencial moderación
daba mayor fuerza a sus opiniones, redujo el programa económico de
los reformadores porteños a cuatro peticiones básicas: comerciar direc-
tamente con todos los países, obteniendo así importaciones de las fuen-
tes más baratas; poseer una marina mercante propia e independiente;
exportar los productos del país sin restricciones; expansionar la agricul-
tura y la ganadería mediante la distribución de la tierra a condición de
que el que la recibiera trabajase la concesión. 34 La coherencia de este
programa puede ser engañosa. Los intereses económicos en América
no eran homogéneos: había conflictos entre las distintas colonias y en
el seno de las mismas. Y la emancipación no era simplemente un mo-
vimiento por la libertad de comercio. Pero si había una idea universal,
era el deseo de un gobierno que cuidara de los intereses americanos
pero que al mismo tiempo se limitara a proteger la libertadd y la pro-
piedad. Los americanos eran cada vez más escépticos sobre la posibili-
dad de que España se lo pudiera proporcionar.
La segunda conquista de América se vio reforzada por las continuas
oleadas de inmigración procedentes de la península, cuando burócratas
y comerciantes llegaron en tropel ehbusca de un nuevo mundo, digno
de los españoles, donde continuaban siendo preferidos en la alta admi-
nistración, y donde el comercio libre favorecía a los monopolistas pe-
ninsulares. El decreto de 1778 fue la señal de una inmigración renovada
y de un nuevo proceso de control. Las firmas de Cádiz y sus subsidia-
rias entraron en el comercio del Atlántico Sur, y a Buenos Aires llega-
ron los Anchorena, Santa Coloma, Alzaga, Ezcurra, Martínez de Hoz,
agentes de la conquista comercial y precursores de la oligarquía argenti-
na.35 En México, generación tras generación de peninsulares renovaban
LAS REVOLUCIONES HISPANOAMERICANAS 23

la presencia española. 36 Durante el período de 1780-1790 el nivel de in-


migración desde España a América fue cinco veces más alto que en
1710-1730.37 Los hispanoamericanos tenían una impresión clara, aunque
exagerada, de que sus países eran invadidos por gran número de gachu-
pines y chapetones, que eran los despectivos nombres que daban a los
peninsulares. Y la reconquista trajo no sólo más inmigrantes sino un
nuevo tipo de inmigrantes. Mientras que en los siglos XVI y xvii la
mayor parte de los españoles que llegaban a América procedían del cen-
tro y del sur de España, los nuevos conquistadores venían del norte,
de la España Cantábrica, eran duros, despiadados y avaros, verdaderos
productos de su patria.38 El estadista e historiador mexicano Lucas Ala-
mán describió a esos inmigrantes tal como los recordaba. La mayoría
eran jóvenes de humilde origen que iban a «hacer la América» y eran
confiados a un pariente o a un amigo ya establecido, bajo el cual ser-
vían como aprendices en el negocio. Era un servicio difícil y pesado; las
jornadas de trabajo eran largas, la supervisión del patrono exigente, y la
vida frugal, porque las ganancias del aprendiz se le retenían para él, po-
siblemente se casaba dentro de la firma o con el tiempo le entregaban
los salarios más los intereses para poner en marcha su propio negocio.
Los productos de este sistema formaron una seria y próspera clase em-
presarial, activa en el comercio y la minería, y reforzada constantemen-
te desde la península, porque los hijos criollos habitualmente no seguían
la vocación paterna, prefiriendo la vida del terrateniente aristócrata.
Alamán describe la culminación de su carrera de éxitos: «Con la fortu-
na y el parentesco con las familias respetables de cada lugar, venía la
consideración, los empleos municipales y la influencia, que algunas veces
degeneraba en preponderancia absoluta.»39 Desde este punto de vista la
revolución por la independencia puede interpretarse como una reacción
americana contra una nueva colonización, un mecanismo de defensa
puesto en movimiento por la nueva invasión española del comercio y
los cargos oficiales.
España no se fiaba de los americanos para los cargos de responsabi-
lidad política; los españoles peninsulares continuaban siendo preferidos
para los altos cargos oficiales, al igual que para el comercio transatlánti-
co. Algunos criollos poseían grandes fortunas, basadas principalmente
en la propidad de la tierra y, en algunos casos, en las minas. Pero la
mayor parte tenían sólo una renta moderada; eran hacendados empren-
dedores, administradores de grandes fincas o de minas, negociantes lo-
cales; o se ganaban malamente la vida en profesiones liberales, como la
saturada abogacía. La primera generación de criollos sentía la mayor pre-
sión, porque sufría el reto inmediato de la nueva oleada de inmigrantes.
Por esta razón, un cargo era para el criollo una necesidad y no un lujo.
Durante la primera mitad del siglo xviii a los criollos se les permitió
comprar cargos, y en la década de 1760 la mayoría de los jueces de las
16 JOHN LYNCH

audiencias de Lima, Santiago y México eran criollos, vinculados a la élite


local por el parentesco o los intereses. 40 Se produjo entonces una reac-
ción española: la metrópoli empezó a reafirmar su autoridad, a reducir
Ta participación criolla en el gobierno y a romper los vínculos entre los
burócratas y las familias locales. Los nombramientos para cargos supe-
riores en la Iglesia, la administración y el ejército volvieron a ser para
los europeos en un esfuerzo por desamericanizar el gobierno de Améri-
ca. En el período 1751-1808, de los 266 nombramientos que se hicieron
en las audiencias sólo el 62 por ciento fue para criollos, mientras que
200 fueron para peninsulares. En 1808, de los 99 funcionarios de los
tribunales coloniales sólo seis criollos recibieron nombramientos en sus
propias regiones, y diecinueve en otros lugares.41 La corona adquirió un
nuevo gobierno imperial, pero la frustración entre los americanos fue
en aumento. En Perú, Nueva Granada y México los criollos pidieron
explícitamente nombramientos: querían una parte de los cargos, o la ma-
yoría de ellos, o el monopolio absoluto de los mismos, y los querían en
su tierra natal. De esta manera el tradicional antagonismo de los dos
grupos se agravó con la nueva colonización. Como dijo Humboldt, «El
europeo más miserable, sin educación y sin cultivo intelectual, se cree
superior a los blancos nacidos en el nuevo continente». 42 En el Río de
la Plata, Félix de Azara afirmó que la aversión mutua era tan grande
que a veces se daba entre padre e hijo, marido y mujer. En México,
Alamán estaba convencido de que este antagonismo era la causa de la
revolución por la independencia.

Si a esta preferencia en los empleos políticos y beneficios eclesiásti-


cos, que ha sido el motivo principal de la rivalidad entre ambas clases, se
agrega el que, como hemos visto, los europeos poseían grandes riquezas,
que aunque fuesen el justo premio del trabajo y la industria, excitaban la
envidia de los americanos y eran consideradas por éstos como otras tan-
tas usurpaciones que les habían hecho; que aquéllos con el poder y la
riqueza eran a veces más favorecidos por el bello sexo, proporcionándo-
se más ventajosos enlaces; que por todos estos motivos juntos, habían
obtenido una prepotencia decidida sobre los nacidos en el país; no será
difícil explicar los celos y rivalidad que entre unos y otros fueron crecien-
do, y que terminaron por un odio y enemistad mortales. 43

Las esperanzas americanas, nutridas durante la época de inercia, fue-


ron sofocadas por el nuevo imperialismo. El revés fue grande, pero re-
sultó irreal, dada la superioridad demográfica de los criollos. Había una
diferencia obvia entre la primera conquista y la segunda. La primera fue
la conquista de los indios; la segunda, un intento de controlar a los crio-
llos. Era una batalla perdida, porque los criollos aumentaban constante-
mente su número. En el siglo xvi, alrededor de 1570, había de 115.000
a 120.000 blancos en Hispanoamérica, de los cuales un poco más de la
LAS REVOLUCIONES HISPANOAMERICANAS 25

mitad habían nacido en España. A principios del siglo xix, de una po-
blación total de 16,9 millones había 3,2 millones de blancos, y de éstos
sólo 30.000 o 40.000 eran peninsulares. 44 Esta minoría no podía esperar
mantener indefinidamente el poder político, A pesar del aumento de la
inmigración, los factores demográficos estaban en contra suya: los crio-
llos dominaban ahora a los peninsulares en alrededor del 99 por ciento.
En tales términos la independencia tenía una inevitabilidad demográfica
y simplemente fue la derrota de la minoría por la mayoría. Pero había
algo más que números. La hostilidad social de los americanos hacia los
nuevos inmigrantes tenía matices raciales. Los peninsulares eran blan-
cos puros, con un sentido de la superioridad nacido de su color. Los
americanos eran más o menos blancos; de hecho muchos de ellos eran
morenos, de labios gruesos y piel áspera, casi como describe al propio
Bolívar su edecán irlandés, el general O'Leary.45 Odiaban a los super-
blancos españoles y también ellos querían ardientemente ser considera-
dos blancos. Humboldt observó esa conciencia de raza: «[...] en Améri-
ca, la piel, más o menos blanca, decide de la clase que ocupa el hom-
bre en la sociedad.»46 Esto explica la obsesión por la minuciosa definición
de la gradación racial —zambo prieto era siete octavos negro y un octa-
vo blanco— y la ansiedad de las familias sospechosas en probar su blan-
cura acudiendo incluso al litigio y teniendo que quedar satisfechas a
veces con la declaración del tribunal de «que se tenga por blanco».
Las sociedades coloniales estaban compuestas, en variadas propor-
ciones, de una gran masa de indios, un número menor de mestizos y
una minoría de blancos. La base india de esta vasta pirámide era amplia
en Perú, México y Guatemala, menor en Río de la Plata y Chile. Pero
en casi todas partes los indios eran un pueblo conquistado, obligado a
vivir en una situación social inferior, sujeto a tributos así como a servi-
cios públicos y personales. En toda Hispanoamérica, pero sobre todo en
el norte de Sudamérica y en el Perú costero, los esclavos negros eran
un elemento superpuesto, del cual descendían negros libres y mulatos,
a veces llamados pardos o castas. La situación social de los gardos era
incluso peor que la del otro grupo mezclado, el de los mestizos, pro-
ductos de la unión hispanoindia. El pardo era despreciado por su ori-
gen esclavo y por su color; una legislación discriminatoria le prohibía
acceder a los símbolos de la situación social de los blancos, incluida la
educación; estaba confinado en los oficios bajos y serviles en las ciuda-
des y en los trabajos de peonaje en el campo; y su origen en la unión
de blanco y negro era considerado tan monstruoso que se le compara-
ba a la naturaleza del mulo, de donde viene el nombre de mulato. Un
español podía casarse con una mestiza, pero raramente lo hacía con una
mulata; los mulatos y los indios eran considerados seres inferiores con
los que ni siquiera sus iguales sociales como los blancos pobres y los
mestizos querían matrimonio. 47 Las distinciones raciales formaban una
26 JOHN LYNCH

parte, aunque no exclusiva, de las definiciones de clase.48 «Las estratifi-


caciones sociales coloniales estaban basadas en una graduada serie de
posiciones abiertamente llamadas castas por los funcionarios coloniales,
que estaban determinadas por diferencias raciales, económicas y socia-
les.»49 Fuere cual fuere el grado de factores culturales y raciales en la
determinación de la estructura social, la sociedad colonial estaba marca-
da por una rígida estratificación; era una sociedad de castas, aunque sin
sarición religiosa y al menos con posibilidad de movilidad. Era esta po-
sibilidad lo que alarmaba a los blancos.
Los criollos eran muy conscientes de la presión social que venía de
abajo, y se esforzaban en mantener a la gente de color a distancia. Los
prejuicios de raza crearon en América una ambivalente actitud hacia Es-
paña. En partes de Hispanoamérica la revuelta de los esclavos era una
posibilidad tan obsesionante que los criollos no estaban dispuestos a
abandonar a la ligera la protección del gobierno imperial. Fue ésta la
principal razón por la cual Cuba permaneció al margen de la causa de
la independencia. Por otro lado, la política borbónica introdujo un ele-
mento de movilidad social. Se permitió a los pardos ingresar en la mili-
cia, lo que les dio acceso a fueros, prestigio y riqueza en una medida de
la que muchos blancos no gozaban. También podían comprar la blan-
cura legal mediante la adquisición de cédulas de gracias al sacar. Por
una ley del 10 de febrero de 1795 se ofreció dispensa de la condición
social de pardo previo pago de la suma de 1.500 reales de vellón, que
en 1801 fue rebajada a 700 reales.50 A los solicitantes afortunados se les
autorizaba a recibir educación, casarse con personas de raza blanca, ocu-
par cargos públicos y ordenarse sacerdote. El gobierno imperial tenía sus
propias razones para fomentar esta movilidad. Las razones no eran total-
mente fiscales, ya que la fórmula no presentaba un gran potencial en lo
referente a rentas; tampoco eran puramente humanitarias. La nueva po-
lítica constituía básicamente el reconocimiento de cambios habidos en
la sociedad. Los pardos crecían en número, pero sufrían enormes injus-
ticias; era necesario ofrecerles espacio y aliviar las tensiones. Quizá la
política reflejaba también el pensamiento económico de la metrópoli y
su actitud ante el poder aristocrático y la independencia. Incrementar la
movilidad social equivaldría a reforzar la élite blanca por medio de una
clase económicamente motivada y ambiciosa, lo cual socavaría los idea-
les tradicionales de honor y categoría social y al mismo tiempo realzaría
los valores empresariales. Cualquiera que fuese el motivo, el resultado
fue difuminar las líneas que separaban a los blancos de las castas y per-
mitir que muchas personas que no eran claramente indias o negras fue-
sen consideradas como españolas desde los puntos de vista social y cul-
tural; Lo irónico fue que este ataque liberal contra los valores señoria-
les terminó robusteciendo a los mismos, con el resultado de que fueron
legados a los estados independientes bajo formas todavía más extremas.
LAS REVOLUCIONES HISPANOAMERICANAS 27

Porque los blancos reaccionaron ásperamente contra estas concesio-


nes. Su preocupación se notaba en su creciente exclusivismo y en su
sensibilidad más delicada en cuestiones de raza. En el Río de la Plata,
según Concolorcorvo, las principales familias de Córdoba «son muy te-
naces en conservar las costumbres de sus antepasados. No permiten a
los esclavos, y aun a los libres que tengan mezcla de negros, usen otra
ropa que la que se trabaja en el país, que es bastantemente grosera».
En las iglesias parroquiales, blancos y castas figuraban en registros sepa-
rados de nacimientos, matrimonios y muertes, lo que hizo de la Iglesia
una de las guardianas de la pureza racial; desde luego era práctica de
los blancos bautizar a sus hijos en casa, en la creencia de que «bautizar
en la iglesia era cosa de indios y mulatos». 51 En Nueva Granada los
criollos consideraban los términos mestizo, mulato y zambo como in-
sultantes, y se aferraban a sus privilegios como importantes distinciones
de clase en un momento en que la corona aumentaba sus críticas con-
tra los fueros y quería reducirlos. Los tribunales se veían inundados de
peticiones de declaraciones de blancura, con solicitantes que rechaza-
ban afirmaciones como «no es más que un pobre mulato», y que bus-
caban certificados de «no pertenecer a la clase de mestizos ni tener otro
defecto».52 Igualmente los mestizos trataban de ser declarados mestizos,
no indios, y por ello libres de tributar y mejor situados para aprove-
charse de la movilidad social y de la posibilidad de pasar por blancos.
Pero fue Venezuela, con su economía de plantaciones, mano de obra
esclava y numerosos pardos —juntos formaban el 61 por ciento de la
población—, quien inició el rechazo de la política social del segúndo im-
perio y estableció el clima de la revolución venidera.
La aristocracia venezolana, un grupo relativamente pequeño de te-
rratenientes y comerciantes blancos, resistió ferozmente el avance de la
gente de color, rechazó la nueva ley de esclavos, protestó contra las cé-
dulas de gracias al sacar, y se opuso a la educación popular. Según el
cabildo de Caracas, las leyes de Indias «no quieren que [los pardos] vivan
sin amos, aun siendo libres».53 La situación llegó a una crisis en 1796,
cuando se concedió un nivel social mejor a un pardo, el doctor Diego
Mejías Bejarano; fue dispensado de «la calidad de su color Pardo», y a sus
hijos se les permitió vestir como blancos, casarse con blancas, obtener
cargos públicos y entrar en el sacerdocio. El cabildo de Caracas protestó
contra lo que llamaba «esa amalgama de blancos y pardos» y concluía:

La abundancia de Pardos que hay en esta Provincia, su genio orgullo-


so y altanero, el empeño que se nota en ellos por igualarse con los blan-
cos, exige por máxima de política, que Vuestra Majestad los mantenga
siempre en cierta dependencia y subordinación a los blancos, como hasta
aquí: de otra suerte se harán insufribles por su altanería y a poco tiempo
querrán dominar a los que en su principio han sido sus Señores. 54
28 JOHN LYNCH

La política conduciría, insistían, a «la subversión del orden social, el


sistema de anarquía, y se asoma el origen de la ruina y pérdida de los
Estados de América donde por necesidad han de permanecer sus veci-
nos y sufrir y sentir las consecuencias funestas de este antecedente». La
corona repudió esos argumentos y ordenó a sus funcionarios jurídicos
aplicar la cédula. Pero cuando, en 1803, Mejías intentó que su hijo en-
trara en la Universidad de Caracas, ésta se resistió, pretextando que
«se arruinó eternamente nuestra Universidad [...] los hijos legítimos de
V. M. serían sumergidos en el hondo abismo de la barbarie y de la
confusión mientras la posteridad africana, una vergonzosa descendencia
de esclavos [...] ocuparían nuestro lugar».55
En México también la situación social era explosiva y los blancos
fueron siempre conscientes del resentimiento de indios y castas. Ala-
mán describe a los indios mexicanos como «una nación enteramente
separada; ellos consideraban como extranjeros a todo lo que no era ellos
mismos, y como no obstante sus privilegios eran vejados por todas las
demás clases sociales, a todas las miraban con igual odio y desconfian-
za».56 En 1799 Manuel Abad y Queipo, obispo electo de Michoacán, ana-
lizaba la profunda división en la sociedad mexicana:

Indios y castas se ocupan en los servicios domésticos, en los trabajos


de la agricultura y en los ministerios ordinarios del comercio y de las artes
y oficios. Es decir, que son criados, sirvientes o jornaleros de la primera
clase. Por consiguiente resulta entre ellos y la primera clase aquella opo-
sición de intereses y de afectos que es regular entre los que nada tienen
y los que lo tienen todo, entre los dependientes y los señores. La envidia,
el robo, el mal servicio de parte de los unos; el desprecio, la usura, la
dureza de parte de los otros. Estas resultas son comunes hasta cierto punto
en todo el mundo. Pero en América suben a muy alto grado, porque no
hay graduaciones o medianías; son todos ricos o miserables, nobles o in-
fames. 57

La cólera reprimida de las masas mexicanas estalló en 1810 en una


violenta revolución social, que demostró a los criollos lo que sospecha-
ban desde hacía mucho tiempo: que en último término eran ellos los
guardianes del orden social y de la herencia colonial.
Por esta razón, los criollos perdieron confianza en el gobierno bor-
bónico y empezaron a dudar de que España quisiera defenderlos. Su
dilema era real. Estaban atrapados entre el gobierno imperial y las masas
populares. El gobierno les consentía privilegios pero no el poder de de-
fenderse; las masas que se resentían ante los privilegios podían intentar
destruirlos. En esas circunstancias, cuando la monarquía cayó en 1808,
los criollos no podían permitir que se prolongara el vacío político; ac-
tuaron rápidamente para anticiparse a la rebelión popular. Entonces tu-
vieron que aprovechar la oportunidad de obtener la independencia, no
LAS REVOLUCIONES HISPANOAMERICANAS 29

sólo para arrebatarle el poder a España, sino, sobre todo, para impedir
que los pardos se hicieran con él. Bolívar estaba aterrado por el dilema,
consciente de que sobreviviría a la independencia: «Un inmenso volcán
está a nuestros pies. ¿Quién contendrá las clases oprimidas? La esclavi-
tud romperá el fuego: cada color querrá el dominio.» 58
Mientras tanto, el avance del estado borbónico, el freno a la partici-
pación criolla y el incremento de los impuestos no dejaron de encon-
trar oposición. La resistencia a las innovaciones y al abuso del poder
por parte del gobierno encontró expresión en protestas y rebeliones que
culminaron con las revueltas de 1780-1781 en Perú, Nueva Granada y
Venezuela. 59 Más que movimientos populares, fueron coaliciones tem-
porales de grupos sociales que los criollos encabezaron primero y luego,
alarmados por la presión desde abajo, abandonaron. No fueron «antece-
dentes» de la independencia. Los rebeldes abogaban más bien por una
utopía de tiempos pasados en los que la centralización burocrática y la
opresión fiscal eran desconocidas. Si bien no preveían la independen-
cia, no por ello dejaron de socavar la lealtad al gobierno borbónico. De-
mostraron que la tradicional fórmula de la protesta: «Viva el rey y muera
el mal gobierno», estaba desfasada y desacreditada, en no poca medida
por culpa de los propios Borbones, cuya política centralizadora invalidó
la antigua distinción entre el rey y el gobierno e hizo a la corona res-
ponsable directa de la actuación de quienes la servían. Según los rebel-
des, las autoridades españolas eran extranjeras, mientras que los ameri-
canos no hacían más que reclamar sus propios países. En este sentido
fueron una etapa más avanzada de la evolución de la conciencia colo-
nial, una defensa de los intereses americanos contra los de España.

3. EL NACIONALISMO INCIPIENTE

Poder político, orden social: éstas eran las exigencias básicas de los
criollos. Pero, aunque España hubiera querido y podido responder a sus
necesidades, los criollos no hubieran estado satisfechos mucho tiempo.
Las peticiones de cargos públicos y de seguridad expresaban una con-
ciencia más profunda, un desarrollado sentido de la identidad, una con-
vicción de que los americanos no eran españoles. Este presentimiento
de nacionalidad sólo podía encontrar satisfacción en la independencia.
Al mismo tiempo que los americanos empezaban a negar la nacionali-
dad española se sentían conscientes de las diferencias entre sí mismos,
porque incluso en su estado prenacional las distintas colonias rivaliza-
ban entre sí por sus recursos y sus pretensiones. América era un conti-
nente demasiado vasto y un concepto demasiado vago como para atraer
la lealtad individual. Sus hombres eran primeramente mexicanos, vene-
zolanos, peruanos, chilenos, y era en su propio país, no en América,
30 JOHN LYNCH

donde encontraban su patria. Este sentido de la identidad, desde luego,


se limitaba a los criollos, e incluso éstos eran conscientes de una ambi-
güedad en su posición. Como Bolívar recordó:

[...] no somos europeos, no somos indios, sino una especie media entre
los aborígenes y los españoles. Americanos por nacimiento y europeos
por derechos, nos hallamos en el conflicto de disputar a los naturales los
títulos de posesión y de mantenernos en el país que nos vio nacer, contra
la oposición de los invasores [españoles]; así, nuestro caso es el más ex-
traordinario y complicado. 60

Hasta donde había una nación era una nación criolla, porque las cas-
tas tenían sólo un oscuro sentido de la nacionalidad, y los indios y ne-
gros ninguno en absoluto.
Las condiciones en el período colonial favorecían la formación de
unidades regionales distintas unas de otras. Las divisiones administrati-
vas españolas proporcionaron la estructura política de la nacionalidad.
El imperio estaba dividido en unidades administrativas —virreinatos, ca-
pitanías generales, audiencias—, cada una de las cuales tenía una maqui-
naria burocrática y un jefe ejecutivo. Estas divisiones, basadas en las
regiones preespañolas, promovían más el regionalismo y un sentido de
arraigo local. Y después de 1810 fueron adaptadas como armazón terri-
torial de los nuevos estados, bajo el principio de uti possidetis, o, como
exponía Bolívar: «la base del derecho público que tenemos reconocido
en América. Esta base es que los gobiernos republicanos se fundan entre
los límites de los antiguos virreinatos, capitanías generales, o presiden-
cias».61
La naturaleza reforzó las divisiones impuestas por el hombre. Amé-
rica era un conglomerado de países. ¿No había una gran diferencia en-
trere las pampas del Río de la Plata y el altiplano del Alto Perú, entre
el campo chileno y las plantacionnes de la costa de Venezuela, entre la
economía agrícola de Nueva Granada y las zonas mineras de Méx7co y
Perú, entre el gaucho, el llanero, el cholo y el inquilino? La dificultad
de las comunicaciones separaba más cada colonia de la otra. Los Bor-
bones mejoraron los caminos, los servicios postales y las comunicacio-
nes marítimas del imperio, pero los obstáculos naturales, los formida-
bles ríos, llanuras y desiertos, las impenetrables selvas y montañas de
América eran demasiado grandes para vencerlas. Los viajes eran largos
y lentos. Se tardaba cuatro meses por mar entre Buenos Aires y Aca-
pulco, y el regreso era todavía más lento. 62 El viaje por tierra de Buenos
Aires a Santiago, cruzando pampas y cordilleras, costaba dos agotadores
meses. Si alguien era lo bastante temerario para viajar desde Buenos Aires
a Cartagena por tierra se enfrentaba con un viaje a caballo, mula, carros
y transportes fluviales vía Lima, Quito y Bogotá, que le tomaba nueve
LAS REVOLUCIONES HISPANOAMERICANAS 31

meses. El aislamiento regional ayudó a sofocar la unidad americana y a


promover el particularismo.
El regionalismo se reforzó debido a las divisiones económicas. Al-
gunas colonias disponían de excedentes agrícolas y mineros para expor-
tar a otras y quebrantaron las barreras legales puestas al comercio inter-
colonial. Cuando esas barreras fueron oficialmente levantadas, a partir
de 1765, el gobierno imperial estimuló el comercio interamericano, pero
no pudo realizar la integración económica. Chile se resentía de su de-
pendencia del Perú, virtualmente el único mercado para su trigo. Bue-
nos Aires competía con Lima por el mercado del Alto Perú. 63 Perú se
dolía amargamente por la pérdida del Potosí, en beneficio del Río de la
Plata en 1776, y se oponía a la obligación de proporcionar indios de la
mita para continuar los trabajos en las minas. 64 Buenos Aires a su vez
se convirtió en una especie de metrópoli, que controlaba las comunica-
ciones fluviales, canalizando todo el comercio hacia sí misma y desper-
tando la hostilidad de sus satélites, la Banda Oriental y el Paraguay. Estas
rivalidades económicas tenían un doble significado. En primer lugar, los
virreyes y otros funcionarios, españoles o criollos, asumieron la posi-
ción regionalista de su colonia y la apoyaron contra sus rivales. En se-
gundo lugar, aunque pudiera parecer que el nacionalismo colonial se
definía menos contra España que contra otras colonias, en realidad los
americanos habían aprendido la lección de que sus intereses económi-
cos tenían pocas posibilidades de encontrar una audiencia imparcial en
el gobierno imperial, que las rivalidades interregionales eran consecuen-
cia inevitable del dominio colonial, y que necesitaban un control inde-
pendiente sobre su propio destino. Y después de 1810 cada país busca-
ría su solución individual e intentaría resolver sus problemas econó-
micos estableciendo relaciones con Europa o los Estados Unidos sin
preocuparse de sus vecinos.
El nacionalismo incipiente también alcanzó cierto grado de expresión
política. Éste era el significado de la irreprimible exigencia americana
de cargos públicos, una exigencia que probablemente tenía más que ver
con razones de patrocinio que con la política. Pero era una prueba más
de una presunción cada vez mayor: que los americanos eran diferentes
de los españoles. En 1771, el cabildo de la ciudad de México proclamó
que los mexicanos deberían tener derecho exclusivo a ocupar cargos pú-
blicos en su país. Los americanos, decían, estaban educados y cualifica-
dos para ocupar cargos públicos, y tenían un derecho de prioridad sobre
los españoles, que eran extranjeros en México. Verdaderamente, españo-
les y mexicanos eran súbditos del mismo soberano y como tales miem-
bros del mismo cuerpo político, pero, argüían, «en cuanto a provisión de
oficios honoríficos se han de contemplar en estas partes extranjeros los
españoles europeos, pues obran contra ellos las mismas razones por que
todas las gentes han defendido siempre el acomodo de los extraños». 65
32 JOHN LYNCH

¿Cuáles eran las fuentes intelectuales del nuevo americanismo? Las


ideas de los philosophes franceses, su crítica de las instituciones socia-
les, políticas y religiosas contemporáneas, eran conocidas por los ameri-
canos aunque no fueran aceptadas indiscriminadamente. La literatura de
la Ilustración circulaba en Hispanoamérica con relativa libertad. En Mé-
xico tenían un público Newton, Locke, Adam Smith, Descartes, Mon-
tesquieu, Voltaire, Diderot, Rousseau, Condillac y D'Alembert. Entre
los lectores se podían encontrar virreyes y otros funcionarios, miembros
de las clases profesional y de negocios, personal universitario y eclesiás-
tico. La inundación alcanzó su apogeo en la década de 1790, y a partir
de entonces la Inquisición mexicana empezó a actuar, menos alarmada
por la heterodoxia religiosa que por el contenido político de la nueva
filosofía, que era considerada sediciosa, «contraria a la quietud de los
Estados y Reynos», llena de «principios generales sobre la igualdad y li-
bertad de todos los hombres», y en algunos casos vehículo de las noti-
cias de «la espantosa revolución de Francia que tantos daños ha causa-
do».66 Pero el nuevo movimiento intelectual no era un asunto que divi-
diera a los criollos de los españoles, ni era un ingrediente esencial de
la independencia. Poseer un libro no significaba necesariamente aceptar
sus ideas. A los lectores americanos a menudo los movía sólo la curio-
sidad intelectual; querían saber lo que pasaba en el mundo entero; se
resentían por los intentos oficiales de mantenerlos en la ignorancia; y
daban la bienvenida a las ideas contemporáneas como instrumento de
reforma, no de destrucción. Es cierto que algunos criollos cultos eran
algo más que reformadores; eran revolucionarios. En el norte de Suda-
mérica, Francisco de Miranda, Pedro Fermín de Vargas, Antonio Na-
riño y el joven Simón Bolívar eran todos discípulos de la nueva filoso-
fía, ardientes buscadores de la libertad y felicidad humanas. En el Río
de la Plata el virrey Avilés observó «algunas señales de espíritu de inde-
pendencias, que atribuía precisamente al excesivo contacto con los ex-
tranjeros.67 Manuel Belgrano conocía muy bien el pensamiento de la Ilus-
tración. Mariano Moreno era un admirador entusiasta de Rousseau,
cuyo Contrato social editó en 1810 «para instrucción de los jóvenes
americanos». Estos hombres eran auténticos precursores de la indepen-
dencia; pero eran una pequeña élite e indudablemente avanzada con
respecto a la opinión criolla. La gran masa de los americanos tenían
muchas objeciones contra el régimen colonial, pero éstas eran más prag-
máticas que ideológicas; en último término, la mayor amenaza contra el
imperio español procedía de los intereses americanos más que de las
ideas europeas. Suponer que el pensamiento de la Ilustración hizo re-
volucionarios a los hispanoamericanos es confundir causa y efecto. Al-
gunos eran ya disidentes; por esa razón buscaban en la nueva filosofía
más inspiración para sus ideales y una justificación intelectual para la
revolución venidera. Así pues, aunque la Ilustración tuvo un impor-
LAS REVOLUCIONES HISPANOAMERICANAS 33

tante papel en Hispanoamérica, este papel no fue una «causa» origina-


ria de la independencia. Más bien fue un movimiento de ideas proce-
dente de la Ilustración a través del movimiento revolucionario en las
nuevas repúblicas, donde aquéllas se convirtieron en un ingrediente esen-
cial del liberalismo latinoamericano. 68 Y a fin de cuentas los americanos
recibieron de la Ilustración no tanto nuevas informaciones e ideas como
una nueva fisión del conocimiento, una preferencia por la razón y la
experimentación como opuestas a la autoridad y a la tradición. Éste fue
un potente aunque intangible desafío al dominio español.
La Ilustración se destacó más a la luz de las revoluciones en Nor-
teamérica y en Francia. De estos dos grandes movimientos liberadores,
el modelo francés fue el que menos atrajo a los hispanoamericanos. Esta
reacción no se basaba en la ignorancia, sino en el interés. El gobierno
español, es verdad, intentaba impedir que las noticias y la propaganda
francesas llegaran a sus súbditos, pero las barreras fueron vulneradas
por una invasión de literatura revolucionaria en España y en América.
Algunos leían el nuevo material por curiosidad. Otros reconocían ins-
tintivamente su hogar espiritual, abrazando los principios de libertad y
aplaudiendo los derechos del hombre. La igualdad era otra cosa. Situa-
dos entre los españoles y las masas, los criollos querían más igualdad
para sí mismos y menos igualdad para sus inferiores. En 1791 la colonia
francesa de la isla de Santo Domingo fue escenario de una feroz revuel-
ta de esclavos, y en 1804 generales negros y mulatos proclamaron un
nuevo estado independiente, Haití. Como la violencia se extendió desde
Haití hasta las masas de esclavos de Venezuela, los propietarios blancos
rechazaron con horror las doctrinas revolucionarias que podían inflamar
a sus servidores. A medida que la Revolución francesa se fue radicali-
zando y fue mejor conocida, menos atraía a la aristocracia criolla. Se les
presentó como un arquetipo de democracia extrema y de anarquía so-
cial; e incluso liberales como el mexicano José Luis Mora llegaron a
pensar que Hispanoamérica no tenía nada que aprender de la Revolu-
ción francesa, que había atacado, no promovido, la libertad individual y
los derechos civiles. En cuanto a Napoleón, el instigador de la crisis en
el mundo hispánico en 1808, para los americanos no representaba a nin-
gún interés nacional, sino al imperialismo francés.
La influencia de Estados Unidos fue más benéfica y más duradera.
En los años antes y después de 1810 la propia existencia de los Estados
Unidos excitó la imaginación de los hispanoamericanos, y su encarna-
ción de libertad y republicanismo colocó un poderoso ejemplo ante sus
ojos. Las obras de Tom Paine y de Franklin, los discursos de John
Adams, Jefferson y Washington circulaban en Hispanoamérica. Muchos
de los precursores y líderes de la independencia visitaron los Estados
Unidos y conocían sus libres instituciones de primera mano; Bolívar res-
petaba a Washington y admiraba, aunque nunca ciegamente, a los Esta-
34 JOHN LYNCH

dos Unidos, «el trono de la libertad y el asilo de las virtudes», los lla-
maba él. Las relaciones económicas forjaron más vínculos. El comercio
de Estados Unidos con Hispanoamérica, primero con el Caribe, luego,
después de la desintegración del monopolio español durante las gue-
rras napoleónicas, con el Río de la Plata y la costa del Pacífico, era un
canal no sólo para mercancías y servicios sino también para libros e
ideas. Ejemplares de la Constitución Federal y de la Declaración de In-
dependencia, convenientemente traducidas al español, fueron introduci-
dos en la zona por comerciantes norteamericanos cuyas opiniones libe-
rales coincidían con sus intereses en desarrollar un mercado libre del
monopolio español. Después de 1810, antes de que cundiera la desilu-
sión con su poderoso vecino, los estadistas hispanoamericanos miraban
hacia el norte en busca de orientación. Las constituciones de Venezue-
la, México y otras partes imitaron muy fielmente la de los Estados Uni-
dos, y muchos de los nuevos líderes —aunque no Bolívar— estuvieron
profundamente influidos por el federalismo norteamericano.!
La influencia de los Estados Unidos, como la de Europa, es difícil
de medir. Aunque desempeñara un papel secundario en la educación
política de los hispanoamericanos, fue significativa porque, como la Ilus-
tración, ayudó a abrir sus espíritus. Esa nueva visión la aplicaron desde
entonces a su propio medio. En el curso del siglo xviii los hispanoame-
ricanos empezaron a redescubrir su tierra en una original literatura ame-
ricana. Su patriotismo era americano, no español, regional más que con-
tinental, porque cada uno de los países tenía su identidad, observada
por sus gentes y glorificada por sus escritores. Los intelectuales criollos
en México, Perú y Chile expresaban y nutrían una nueva conciencia de
patria y un mayor sentido de exclusivismo, porque, como observaba el
Mercurio Peruano, «más nos interesa saber lo que pasa en nuestra na-
ción».69 Entre los primeros en dotar de expresión cultural al «america-
nismo» estaban los jesuítas criollos expulsados de su tierra natal en 1767,
que se convirtieron en el exilio en los precursores literarios del nacio-
nalismo americano.
Hasta cierto punto era ésa una literatura de la nostalgia. El jesuita
chileno Manuel Lacunza se imaginaba a sí mismo comiendo su plato
chileno favorito, mientras que Juan Ignacio Molina estaba sediento de
las centelleantes aguas de la cordillera. El mexicano Juan Luis Maneiro
imploraba al rey de España que le permitiera morir en el «patrio suelo»:

Quisiéramos morir bajo aquel cielo


que influyó tanto a nuestro ser humano.10

Pero el patriotismo de los jesuítas americanos iba más allá de los senti-
mientos personales. Escribían para desvanecer la ignorancia europea de
sus países, y en particular para destruir el mito de la inferioridad y de-
27
LAS REVOLUCIONES HISPANOAMERICANAS

generación de hombres, animales y vegetales en el Nuevo Mundo, un


mito propagado por diversas obras antiamericanas de mediados del si-
glo XVIII. Buffon sostenía que la inmadurez americana se observaba en
el puma, que era más cobarde que el león; De Pauw alegaba que los in-
dios mexicanos sólo podían contar hasta tres; Raynal se refería a la de-
crepitud americana e incluso censuró a América por la «excesiva altitud
de las montañas del Perú». 71 Para replicarles, los exiliados describieron
la naturaleza y la historia de sus países, sus riquezas y cualidades, pro-
duciendo para ello tanto obras de erudición como de literatura. Juan
Ignacio Molina, el jesuíta chileno, escribió un gran estudio de la geo-
grafía y la historia de Chile, de sus riquezas minerales, vegetales y ani-
males, cuyo espíritu científico llamó la atención en Europa. Molina tenía
una clara inclinación pro-criolla y defendía a sus compatriotas america-
nos por los progresos que habían hecho a pesar de su falta de oportuni-
dades y de educación. También fue indianista en sus simpatías. Deplo-
rando la universal ignorancia sobre Chile, señaló: «la índole, las cos-
tumbres y el armonioso lenguaje de sus antiguos habitantes yacen tan
ignorados como los maravillosos esfuerzos con que han procurado de-
fender su libertad, con tantas batallas como han dado desde el principio
de la conquista hasta nuestros días».72
El más elocuente y quizá el más erudito de todos los escritores exi-
liados fue Francisco Javier Clavijero, quien comparó su México natal
con la celestial Jerusalén de las Sagradas Escrituras. 73 La nostalgia de
Clavijero enmascaraba una intención más seria. Intentó realizar un exac-
to estudio de México, especialmente de su prehistoria, y sobre la mar-
cha refutar a De Pauw. Era criollo, nacido en Veracruz en 1731, y de
joven aprendió los idiomas indios. Su Historia antigua de México, publi-
cada primeramente en 1780-1781, fue una historia del antiguo México
escrita con espíritu científico por un cualificado mexicano para, como
decía, «hacerse útil a su patria». Resalta las diferencias entre México
y España, especialmente las diferencias étnicas. Sostiene que una nacio-
nalidad mexicana más homogénea se podría formar por medio de un
completo mestizaje: «No hay duda que habría sido más sabia la política
de los españoles, si en vez de conducir a América mujeres de Europa y
esclavos de África, se hubiesen empeñado en formar de ellos mismos y
de los mejicanos, una sola nación por medio de enlaces matrimonia-
les.»74 La obra de Clavijero circuló no sólo en Europa sino también en
México, donde el rector de la universidad promovió su distribución. Y
fue continuada por Andrés Cavo, que amplió el relato hasta el período
colonial.75 Cavo prologó su estudio con la esperanza de que esta histo-
ria «emprendida por amor a mi patria quizá sea recibida favorablemen-
te por mis compatriotas». Y también trató del problema de la nacionali-
dad: «Si desde la conquista los matrimonios entre ambas naciones hu-
bieran sido promiscuos, con gran gusto de los mejicanos, en el discur-
36 JOHN LYNCH

so de algunos años, de ambas se hubiera formado una sola nación.»76.


La literatura de los jesuítas exiliados pertenecía más a la cultura his-
panoamericana que a la española. Y, si no era aún una cultura «nacio-
nal», contenía un ingrediente esencial del nacionalismo, la conciencia
del pasado histórico de la patria. Pero la significación de las obras de
los jesuitas reside menos en su influencia directa que en la forma en
que refleja el pensamiento de otros americanos menos perspicuos. Los
jesuitas eran simplemente los intérpretes de sentimientos regionalistas
que ya habían arraigado en el espíritu criollo. Y cuando los propios crio-
llos expresaban su patriotismo habitualmente lo hacían de forma más
optimista que los exiliados. El período de preindependencia vio la apa-
rición de una literatura hiperbólica, en la cual los americanos glorifica-
ban a sus países, ensalzaban sus riquezas y elogiaban a sus gentes. Sin
duda había algo de pretencioso en esas obras: su patriotismo era exage-
rado y su conocimiento de otras partes del mundo no era muy notable.
Pero era una reacción natural contra los prejuicios europeos y una im-
portante etapa en el desarrollo cultural americano. 77
En Buenos Aires, el Telégrafo Mercantil describía al Río de la Plata
como «el país más rico del mundo». Manuel de Salas describía Chile
como «sin contradicción el más fértil de América, y el más adecuado
para la humana felicidad», resumiendo el pensamiento de toda una ge-
neración de criollos como José Antonio de Rojas y Juan Egaña, que
rindieron lírico tributo a su país y afirmaron su patriotismo en literatura.
Y en 1810 la palabra patria empezó a significar Chile más que el mundo
hispánico en su conjunto. 78 En Nueva Granada, el botánico y patriota
Francisco José de Caldas —que fue fusilado por los españoles en 1816—
elogió el medio ambiente, los recursos minerales, la fauna de su país y
concluía que «nada hay mejor situado en el viejo ni en el nuevo Mundo
que la Nueva Granada». 79 Las sociedades económicas, que en la década
de 1780 se extendieron desde España a América, fueron otro vehículo de
americanismo. Su función era estimular la agricultura, el comercio y la
industria mediante el estudio y la experimentación, y, aunque eran más
reformistas que revolucionarias, buscaban soluciones americanas para
problemas americanos. Una nota patriótica y antiespañola daban las Pri-
micias de la Cultura de Quito de la Sociedad de Quito, editada por Fran-
cisco Javier Espejo, que consumió años rebatiendo los prejuicios euro-
peos sobre América y hablaba de una «nación» que era «americana». 80
En Perú las obras de los doctores José Manuel Dávalos e Hipólito
Unánue entraron en controversia contra De Pauw y aclamaron las ven-
tajas natuales del país.81 Hicieron todo lo posible para ello. El médico
mulato Dávalos afirmó que «hay en el Perú un lugar llamado Piura, en
donde la sífilis desaparece sólo con la influencia salubre del clima», y
que las brisas balsámicas de Miraflores curaban automáticamente las en-
fermedades del pecho. La Sociedad Académica de Lima fue fundada
LAS REVOLUCIONES HISPANOAMERICANAS 37

para estudiar y promover los intereses del Perú, y en particular para


editar un nuevo periódico, el Mercurio Peruano82 Éste era franco en su
patriotismo: «La amamos [a Perú] por principio de Justicia, por natural
propensión y por consecuencia del valer que la distingue.» Una precon-
dición del patriotismo es el conocimiento, de manera que el Mercurio
se ocupaba casi exclusivamente del Perú: «El amor a la patria nos hace
detestar aquel vicio de preferir más los defectos extraños que los pro-
pios y nos facilita seguir el orden que dicta la razón natural, prefiriendo
el bien propio al ajeno».83 Pero el peruanismo contenía diversos elemen-
tos, conservadores al igual que radicales, y conflictivas nociones de pa-
tria: algunos lo consideraban compatible con la unidad imperial; otros
creían que sólo podría realizarse en una nacionalidad independiente.
El nacionalismo mexicano era menos ambiguo. En la segunda mitad
del siglo xviii un grupo de mexicanos emprendió deliberadamente un
análisis de las condiciones y perspectivas de su país. Algunos, como Cla-
vijero, escribieron principalmente para un público extranjero. Otros, como
José Antonio Alzate Ramírez y Juan Ignacio Bartolache, estaban inspi-
rados por el deseo de enseñar a sus compatriotas, y lo hicieron en una
serie de periódicos, entre ellos la Gaceta de Literatura de México y el
Mercurio Volante.84 Éstos describían los recursos, fauna y flora, clima,
agricultura, minas y comercio de México, para instruir a los mexicanos
sobre sus posibilidades y su cultura y demostrarles que eran tan racio-
nales como los europeos. Su americanismo no sufría inhibición alguna
y empleaban términos como «la nación», «la patria», «nuestra nación»,
«nuestra América», «nosotros los Americanos». La Gaceta de Literatura
utilizó la frase «nuestra Nación Hispano Americana» ya en 1788. Aun-
que era éste un nacionalismo más cultural que político, y no buscaba
de modo inmediato destruir la unidad del mundo hispánico, preparaba
ya las mentes para la independencia, mostrando que México poseía re-
cursos independientes. La riqueza mexicana, sus talentos humanos, el
poder militar, eran las cualidades resaltadas por los escritores jesuítas y
criollos y aceptadas por su público.85 También las elogiaron muchos ob-
servadores extranjeros, especialmente Alexander von Humboldt, cuyas
obras científicas y políticas dieron a los mexicanos una renovada con-
fianza en su país y posiblemente una idea exagerada de su potencia.
Como Lucas Alamán señaló posteriormente, «los extractos que publicó
estando en el país, y después su Ensayo Político sobre la Nueva España
[...] hicieron conocer esta importantísima posesión a la España misma [...]
a todas las naciones cuya atención despertó; y a los mejicanos, quienes
formaron un concepto exageradamente extremado de la riqueza de su
patria, y se figuraron, que ésta siendo independiente vendría a ser la
nación más poderosa del mundo». 86 Se planteaba una irresistible con-
clusión: si México tenía grandes posibilidades, necesitaba de la indepen-
dencia para cumplirlas.
38 JOHN LYNCH

Para que el lealismo disminuyera y creciera el americanismo se ne-


cesitaba un factor más, el factor de la oportunidad. Ésta llegó en 1808,
cuando la crisis del gobierno en España dejó a las colonias sin metró-
poli. El final fue rápido, aunque la agonía precedente, prolongada. Antes
de la catástrofe final, España sufrió dos décadas de humillación nacio-
nal, cuando el programa de reforma y renacimiento de Carlos III cedió
ante un renovado declive y una nueva dependencia. Sorprendida por la
Revolución francesa, impotente ante el poder de Francia, España fue
cayendo de crisis en crisis. Cuando la dirección política decayó desde
los modelos de Carlos III y sus ilustrados ministros a los de Carlos IV
y su favorito, Manuel Godoy, el gobierno sobrevivió sólo por improvi-
sación.
A partir de 1796 España se vio arrastrada por Francia en sus guerras
contra Inglaterra y participó en ellas en calidad de satélite, obligada a
subvencionar a su vecina imperial y a sacrificar sus propios intereses. El
comercio colonial fue la primera víctima. La marina británica puso sitio
a Cádiz y cortó la ruta transatlántica. Con el fin de abastecer a los mer-
cados coloniales y asegurar para sí algunos beneficios, España permitió
que los neutrales comerciaran con América al amparo de un decreto
del 18 de noviembre de 1797. El decreto fue revocado al cabo de die-
ciocho meses, pero nadie hizo caso de la revocación y los navios neu-
trales continuaron entrando en Veracruz, Cartagena y Buenos Aires en
unos momentos en que los navios españoles sencillamente no podían
hacer la travesía. El monopolio comercial español terminó de hecho en
el período 1797-1801 y ello acercó inexorablemente la independencia eco-
nómica de las colonias. Tras un breve respiro durante la paz de Amiens
(1802-1804), la reanudación de la guerra con Inglaterra aceleró la deca-
dencia del comercio imperial. Una serie de reveses navales, cuya culmi-
nación fue la batalla de Trafalgar, privó a España de una flota atlántica
y aumentó su aislamiento de las Américas. Disminuyeron acentuada-
mente las importaciones de productos coloniales y metales preciosos y
en 1805 las exportaciones desde Cádiz sufrieron un descenso del 85
por ciento comparadas con las de 1804. El ocaso del comercio america-
no de España coincidió con un intento desesperado de los ingleses de
compensar la pérdida de los mercados europeos a causa del bloqueo
continental decretado por Napoleón, lo que dio nuevo ímpetu a las ac-
tividades de los contrabandistas británicos. La política española se veía
sometida a las presiones de varios grupos: del gobierno central, que de-
pendía de las rentas coloniales; de los exportadores agrícolas e indus-
triales de las regiones comerciantes, que exigían el monopolio del mer-
cado; y de las colonias, que ansiaban mantener el comercio y el abaste-
cimiento. Con el fin de satisfacer a tantos intereses como le fuera posible,
el gobierno español volvió a autorizar el comercio con los neutrales y, a
partir de 1805, los navios de esta procedencia dominaron el Atlántico
LAS REVOLUCIONES HISPANOAMERICANAS 39

español, representando el 60 por ciento del total de las importaciones


de Veracruz en 1807 y el 95 por ciento de las exportaciones, de las cua-
les la plata constituía el 80 por ciento. El futuro de España como poten-
cia imperial se encontraba ahora en balanza. El monopolio económico
se había perdido de modo irrecuperable. Lo único que quedaba era el
control político, y también éste se veía sometido a presiones crecientes.
Cuando en 1807-1808 Napoleón decidió destruir los últimos jirones
de la independencia española e invadió la península, el gobierno bor-
bónico se encontraba dividido y el país no pudo defenderse del ata-
que. En marzo de 1808 una revolución en palacio obligó a Carlos IV a
destituir a Godoy y a abdicar en favor de su hijo, Fernando. Entonces
los franceses ocuparon Madrid y Napoleón indujo a Carlos y a Fernan-
do a ir a Bayona para tener unas conversaciones. Allí, el 5 de mayo de
1808, forzó a ambos a abdicar y al mes siguiente proclamó a José Bona-
parte rey de España y de las Indias.
En España el pueblo empezó a combatir por su independencia y los
liberales a preparar una constitución. Las juntas provinciales organiza-
ron la resistencia a Francia, y en septiembre de 1808 se formó una junta
central, que invocó el nombre del rey y, desde Sevilla en enero de 1809,
promulgó un decreto diciendo que los dominios españoles en América
no eran colonias, sino parte integrante de la monarquía española con
derechos de representación. Pero cuando las fuerzas francesas penetra-
ron en Andalucía la junta fue arrinconada y en enero de 1810 se disol-
vió, dejando en su lugar a una regencia de cinco personas con man-
dato para convocar unas cortes donde estuvieran representadas tanto Es-
paña como América. Los liberales españoles no eran menos imperialistas
que los conservadores. Las Cortes de Cádiz promulgaron la constitu-
ción de 1812 que declaraba a España y América una sola nación. Pero,
aunque a los americanos se les garantizaba una representación, se les
negaba una representación igual, aunque se les prometían reformas
se les negaba la libertad de comercio.
¿Qué significaron esos acontecimientos para Hispanoamérica? Los dos
años después de 1808 fueron decisivos. La conquista francesa de Espa-
ña, la caída de los Borbones españoles, el implacable imperialismo de
los liberales españoles, todo produjo un profundo e irreparable daño a
las relaciones entre España y América. Los americanos se encontraron
ante una crisis de legitimidad política. No podían tener a los Borbones;
no querían a Napoleón; no se fiaban de los liberales. Entonces, ¿a quién
debían obedecer? ¿Y cómo debía distribuirse el poder entre los funcio-
narios imperiales y las élites locales? Una vez se hubieron tomado deci-
siiones autónomas sobre estos asuntos, la independencia cobró impul-
so, rápidamente. Recorrió el subcontinente en dos grandes movimien-
tos. La revolución del sur fue más rápida, avanzando desde el Río de la
Plata, a través de los Andes, hasta el Pacífico. La revolución del norte,
40 JOHN LYNCH

hostigada más de cerca por España, se desvió de Venezuela a Nueva


Granada y volvió a su lugar de origen. Ambas convergieron en Perú, la
fortaleza de España en América. Y en el norte, la insurrección mexica-
na siguió su curso propio —revolución social abortada, prolongada con-
trarrevolución y victoriosa revolución conservadora— demostrando en mi-
crocosmos el carácter esencial de la independencia hispanoamericana.

NOTAS

1. Alexander von Humboldt, Ensayo político sobre el reino de la Nueva España, 4 vols.,
México, 1941, II, p. 118; hay una edición más reciente, al cuidado de Juan A. Ortega y
Medina, México, 1966.
2. John Lynch, Spain under the Habsburgs, 2 vols., Oxford, 1981, II, pp. 212-248. (Hay
edición castellana: España bajo los Austrias, 2 vols., Ediciones Península, Barcelona, vol.
I, 1970; vol. 2, 1972.)
3. Citado por Jaime Eyzaguirre, Ideario y ruta de la emancipación chilena, Santiago,
1957, p. 61.
4. J o h n Leddy Phelan, The people and the king. The Comuneros revolution in Colom-
bia, 1781, Madison, 1978, pp. 7-11, 30.
5. D. A. Brading, Miners and merchants in Bourbon México 1763-1810, Cambridge, 1971,
pp. 29-30, concluye que los Borbones «reconquistaron América». (Hay traducción caste-
llana: Mineros y comerciantes en el México borbónico, 1763-1810, Madrid, 1975.)
6. J o h n Lynch, Spanish colonial administration, 1781-1810. The intendant system in the
viceroyalty of the Rio de la Plata, Londres, 1958; Luis Navarro García, Intendencias en
Indias, Sevilla, 1959; Jacques A. Barbier, Reform and politics in Bourbon Chile, 1755-
1796, Ottawa, 1980; J. R. Fisher, Government and society in colonial Perú. The intendant
system 1784-1814, Londres, 1974; Brading, Miners and merchants in Bourbon México, pp.
33-92.
7. Guillermo L o h m a n n Villena, El corregidor de indios en el Perú bajo los Austrias,
1957, pp. 403-449.
8. Brian H. Hamnett, Politics and trade in southern México 1750-1821, Cambridge, 1971,
pp. 5-7; José Miranda, Las ideas y las instituciones políticas mexicanas, México, 1952, pp.
191-193.
9. Concolorcorvo, El Lazarillo de ciegos caminantes desde Buenos Aires hasta Lima
(1773), BAE, n.° 122, Madrid, 1959, p. 369.
10. Fisher, op. cit., pp. 78-99.
11. Hamnett, Politics and trade in southern México, pp. 55-71.
12. Concolocorvo, op. cit., p. 370.
13. Fisher, op. cit., p. 91.
14. Hamnett, Politics and trade in southern México, pp. 72-94, para un estudio minu-
cioso de este proceso; obispo Antonio de San Miguel, Informe (1799), en Humboldt, En-
sayo político, II, pp. 99-103.
15. Miguel Batllori, El abate Viscardo. Historia y mito de ¡a intervención de los jesuitas
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16. N. M. Farriss, Crown and clergy in colonial México 1759-1821. The crisis of eccle-
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17. Véanse pp. 308-310 de la presente obra.
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/
LAS REVOLUCIONES HISPANOAMERICANAS 41

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19. León G. Campbell, The military and society in colonial Perú 1750-1810, Filadelfia,
1978' Christian I. Archer, The army in Bourbon México, 1760-1810, Albuquerque, 1977, pp.
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23. John Fisher, «The imperial response to "Free Trade": Spanish imports from Spa-
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37. Pierre Chaunu, L'Amérique et les Amériques, París, 1964, p. 199.
38. En Guanajuato en 1792 más de dos tercios de todos los inmigrantes procedían
del norte de España y un poco más de la mitad entraron en el comercio; véase Brading,
Miners and merchants in Bourbon México, pp. 251-254.
39. Alamán, Historia, I, pp. 54-55.
40. Mark A. Burkholder y D. S. Chandler, From impotence to authority. The Spanish
crown and the American Audiencias 1687-1808. Columbus, 1977, pp. 54-55.
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42. Humboldt, Ensayo político, II, p. 117.
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44. Las cifras proceden de Humboldt. Ensavn nnlítim. II nn. 28-30. con la exceDción

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