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IES ISLA DE LA DEVA Lengua Castellana y Literatura – 4º ESO

Relatos literarios del siglo XIX


(Lectura del primer trimestre del curso 2024/25)

El monte de las ánimas – 1


Leyenda romántica
Gustavo Adolfo Bécquer

La Noche de Difuntos, me despertó a no sé qué hora el doble de las campanas. Su tañido


monótono y eterno me trajo a las mientes esta tradición que oí hace poco enSoria.
Intenté dormir de nuevo. ¡Imposible! Una vez aguijoneada la imaginación es un caballo que se
desboca y al que no sirve tirarlo de la rienda. Por pasar el rato, me decidí a escribirla, como en efecto
lo hice.
A las doce de la mañana, después de almorzar bien, y con un cigarro en la boca, no le hará
mucho efecto a los lectores de El Contemporáneo. Yo la oí en el mismo lugar en que acaeció, y la he
escrito volviendo algunas veces la cabeza con miedo cuando sentía crujir los cristales de mi balcón,
estremecidos por el aire de la noche.
Sea de ello lo que quiera, allá va, como el caballo de copas.I
—Atad los perros, haced la señal con las trompas para que se reúnan los cazadores y demos la
vuelta a la ciudad. La noche se acerca, es día de Todos los Santos y estamos en el Monte de las
Animas.
—¡Tan pronto!
—A ser otro día, no dejara yo de concluir con ese rebaño de lobos que las nieves del Moncayo
han arrojado de sus madrigueras, pero hoy es imposible. Dentro de poco sonará la oración en los
Templarios, y las ánimas de los difuntos comenzarán a tañer su campana en la capilla del monte.
—¡En esa capilla ruinosa! ¡Bah! ¿Quieres asustarme?
—No, hermosa prima. Tú ignoras cuanto sucede en este país, porque aún no hace un año que
has venido a él desde muy lejos. Refrena tu yegua, yo también pondré la mía al paso, y mientras dure
el camino te contaré esa historia.
Los pajes se reunieron en alegres y bulliciosos grupos. Los condes de Borges y de Alcudiel
montaron en sus magníficos caballos, y todos juntos siguieron a sus hijos Beatriz y Alonso, que
precedían a la comitiva a bastante distancia. Mientras duraba el camino, Alonso narró en estos
términos la prometida historia:—
—Ese monte que hoy llaman de las Animas pertenecía a los Templarios, cuyo convento ves allí,
a la margen del río. Los Templarios eran guerreros y religiosos a la vez.
Conquistada Soria a los árabes, el rey los hizo venir de lejanas tierras para defender la ciudad
por la parte del puente, haciendo en ello notable agravio a sus nobles de Castilla, que así hubieran
solos sabido defenderla corno solos la conquistaron. Entre los caballeros de la nueva y poderosa
Orden y los hidalgos de la ciudad fermentó por algunos años, y estalló al fin, un odio profundo. Los
primeros tenían acotado ese monte, donde reservaban caza abundante para satisfacer sus necesidades
y contribuir a sus placeres. Los segundos determinaron organizar una gran batida en el coto, a pesar
de lasseveras prohibiciones de los clérigos con espuelas, como llamaban a sus enemigos.
Cundió la voz del reto, y nada fue a parte a detener a los unos en su manía de cazar y a los
otros en su empeño de estorbarlo. La proyectada expedición se llevó a cabo. No se acordaron de
ella las fieras. Antes la tendrían presente tantas madres como arrastraron sendos lutos por sus hijos.
Aquello no fue una cacería. Fue una batalla espantosa: el monte quedó sembrado de cadáveres. Los
lobos, a quienes se quiso exterminar, tuvieron un sangriento festín. Por último, intervino la
autoridad del rey: el monte, maldita ocasión de tantas desgracias, se declaró abandonado, y la
capilla de los religiosos, situada en el mismo monte, y en cuyo atrio se enterraron juntos amigos y
enemigos, comenzó a arruinarse. Desde entonces dicen que cuando llega la noche de Difuntos se
oye doblar sola la campana de la capilla, y que las ánimas de los muertos, envueltas en jirones de
sus sudarios, corren como en una cacería fantástica por entre las breñas y los zarzales. Los ciervos
braman espantados, los lobos aúllan, las culebras dan horrorosos silbidos. Y al otro día se han visto
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impresas en la nieve las huellas de los descarnados pies de los esqueletos. Por eso en Soria lo
llamamos el Monte de las Animas, y por eso he querido salir de él antes que cierre la noche.
La relación de Alonso concluyó justamente cuando los dos jóvenes llegaban al extremo del
puente que da paso a la ciudad por aquel lado. Allí esperaron al resto de la comitiva, la cual, después
de incorporársele los dos jinetes, se perdió por entre las estrechas y oscuras calles de Soria.
II
Los servidores acababan de levantar los manteles; la alta chimenea gótica del palacio de los
condes de Alcudiel despedía un vivo resplandor, iluminando algunos grupos de damas y caballeros
que alrededor de la lumbre conversaban familiarmente, y el viento azotaba los emplomados vidrios
de las ojivas del salón.
Solas dos personas parecían ajenas a la conversación general: Beatriz y Alonso. Beatriz seguía
con los ojos, y absorta en un vago pensamiento, los caprichos de la llama.
Alonso miraba el reflejo de la hoguera chispear en las azules pupilas de Beatriz. Ambos
guardaban hacía rato un profundo silencio.
Las dueñas referían, a propósito de la noche de Difuntos, cuentos temerosos, en que los
espectros y los aparecidos representaban el principal papel; y las campanas de las iglesias de Soria
doblaban a lo lejos con un tañido monótono y triste.
—Hermosa prima exclamó, al fin, Alonso, rompiendo el largo silencio en que se encontraban,
Pronto vamos a separarnos, tal vez para siempre; las áridas llanuras de Castilla, sus costumbres toscas
y guerreras, sus hábitos sencillos y patriarcales, sé que no te gustan; te he oído suspirar varias veces,
acaso por algún galán de tu lejano señorío. Beatriz hizo un gesto de fría indiferencia: todo un carácter
de mujer se reveló en aquella desdeñosa contracción de sus delgados labios.
—Tal vez por la pompa de la Corte francesa, donde hasta aquí has vivido se apresuró a añadir el
joven. De un modo o de otro, presiento que no tardaré en perderte... Al separarnos, quisiera que
llevases una memoria mía... ¿Te acuerdas cuando fuimos al templo a dar gracias a Dios por haberte
devuelto la salud que viniste a buscar a esta tierra? El joyel que sujetaba la pluma de mi gorra cautivó
tu atención. ¡Qué hermoso estaría sujetando un velo sobre tu oscura cabellera! Ya ha prendido el de
una desposada;mi padre se lo regaló a la que me dio el ser, y ella lo llevó al altar... ¿Lo quieres?
—No sé en el tuyo contestó la hermosa, pero en mi país una prenda recibida compromete una
voluntad. Sólo en un día de ceremonia debe aceptarse un presente de manos de un deudo..., que aún
puede ir a Roma sin volver con las manos vacías.
El acento helado con que Beatriz pronunció estas palabras turbó un momento al joven que,
después de serenarse, dijo con tristeza:
—Lo sé, prima; pero hoy se celebran Todos los Santos y el tuyo entre todos; hoy es día de
ceremonias y presentes. ¿Quieres aceptar el mío?
Beatriz se mordió ligeramente los labios y extendió la mano para tomar la joya, sin añadir
una palabra. Los dos jóvenes volvieron a quedarse en silencio, y volvióse a oír la cascada voz
de las viejas que hablaban de brujas y de trasgos, y el zumbido del aire que hacía crujir los
vidrios de las ojivas, y el triste y monótono doblar de las campanas.
Al cabo de algunos minutos, el interrumpido diálogo tornó a reanudarse de este modo:
—Y antes que concluya el día de Todos los Santos en que así como el tuyo se celebra el mío, y
puedes, sin atar tu voluntad, dejarme un recuerdo, ¿no lo harás? —dijo él, clavando una mirada en la
de su prima, que brilló como un relámpago, iluminada por unpensamiento diabólico:
—¿Por qué no? —exclamó ésta, llevándose la mano al hombro derecho, como para buscar
alguna cosa entre los pliegues de su ancha manga de terciopelo bordado de oro, y después, con una
infantil expresión de sentimiento, añadió:
—¿Te acuerdas de la banda azul que llevé hoy a la cacería, y que no sé qué emblema de su color
me dijiste que era la divisa de tu alma?
—Si.
—¡Pues... se ha perdido! Se ha perdido, y pensaba dejártela como un recuerdo.
—¡Se ha perdido! ¿Y dónde? —preguntó Alonso, incorporándose de su asiento y con una
indescriptible expresión de temor y esperanza.
—No sé... En el monte acaso.
—¡En el Monte de las Animas! —murmuró, palideciendo y dejándose caer sobre el sitial. ¡En

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el Monte de las Animas! —luego prosiguió, con voz entrecortada y sorda—: Tú lo sabes, porque lo
habrás oído mil veces. En la ciudad, en toda Castilla, me llaman el rey de los cazadores. No habiendo
aún podido probar mis fuerzas en los combates, como mis ascendientes, he llevado a esta diversión,
imagen de la guerra, todos los bríos de mi juventud, todo el ardor hereditario de mi raza. La alfombra
que pisan tus pies son despojos de fieras que he muerto por mi mano. Yo conozco sus guaridas y sus
costumbres, y he combatido con ellas de día y de noche, a pie y a caballo, solo y en batida, y nadie
dirá que me ha visto huir el peligro en ninguna ocasión. Otra noche volaría por esa banda, y volaría
gozoso como a una fiesta; y, sin embargo, esta noche...,
¿a qué ocultártelo?, tengo miedo. ¿Oyes? Las campanas doblan, la oración ha sonado en San
Juan del Duero, las ánimas del monte comenzarán ahora a levantar sus amarillentos cráneos de entre
las malezas que cubren sus fosas... ¡Las ánimas!, cuya sola vista puede helar de terror la sangre del
más valiente, tornar sus cabellos blancos o arrebatarlo en el torbellino de su fantástica carrera como
una hoja que arrastra el viento sin que se sepa adónde.
Mientras el joven hablaba, una sonrisa imperceptible se dibujó en los labios de Beatriz, que,
cuando hubo concluido, exclamó en un tono indiferente y mientras atizaba el fuego del hogar, donde
saltaba y crujía la leña, arrojando chispas de mil colores.
—¡Oh! Eso, de ningún modo. ¡Qué locura! ¡Ir ahora al monte por semejante friolera!
¡Una noche tan oscura, noche de Difuntos y cuajado el camino de lobos!
Al decir esta última frase la recargó de un modo tan especial, que Alonso no pudo menos de
comprender toda su amarga ironía; movido como por un resorte se puso en pie, se pasó la mano
por la frente, como para arrancarse el miedo que estaba en su cabeza y no en su corazón, y con
voz firme exclamó, dirigiéndose a la hermosa, que estaba aún inclinada sobre el hogar,
entreteniéndose en revolver el fuego:
—Adiós, Beatriz, adiós, Hasta pronto.
—¡Alonso, Alonso! —dijo ésta, volviéndose con rapidez; pero cuando quiso o aparentó querer
detenerlo, el joven había desaparecido.
A los pocos minutos se oyó el rumor de un caballo que se alejaba al galope. La hermosa, con
una radiante expresión de orgullo satisfecho que coloreó sus mejillas, prestó oído a aquel rumor que
se debilitaba, que se perdía, que se desvaneció porúltimo.
Las viejas, en tanto, continuaban en sus cuentos de ánimas aparecidas; el aire zumbaba en los
vidrios del balcón, y las campanas de la ciudad doblaban a lo lejos.
III
Había asado una hora, dos, tres; la medianoche estaba a punto de sonar, cuando Beatrizse retiró
a su oratorio. Alonso no volvía, no volvía, y, a querer, en menos de una hora pudiera haberlo hecho.
—¡Habrá tenido miedo! —exclamó la joven, cerrando su libro de oraciones y encaminándose a
su lecho, después de haber intentado inútilmente murmurar algunos de los rezos que la Iglesia
consagra en el día de Difuntos a los que ya no existen.
Después de haber apagado la lámpara y cruzado las dobles cortinas de seda, se durmió; se
durmió con un sueño inquieto, ligero, nervioso.
Las doce sonaron en el reloj del Postigo. Beatriz oyó entre sueños las vibraciones de las
campanas, lentas, sordas, tristísimas, y entreabrió los ojos. Creía haber oído, a par de ellas,
pronunciar su nombre; pero lejos, muy lejos, y por una voz ahogada y doliente. Elviento gemía en los
vidrios de la ventana.
—Será el viento —dijo—, y poniéndose la mano sobre su corazón procuró
tranquilizarse.
Pero su corazón latía cada vez con más violencia, las puertas de alerce del oratorio habían
crujido sobre sus goznes con chirrido agudo, prolongado y estridente.
Primero unas y luego las otras más cercanas, todas las puertas que daban paso a su habitación
iban sonando por su orden; éstas con un ruido sordo y grave, y aquellas con un lamento largo y
crispador. Después, un silencio; un silencio lleno de rumores extraños, el silencio de la medianoche;
lejanos ladridos de perros, voces confusas, palabras ininteligibles; ecos de pasos que van y vienen,
crujir de ropas que arrastran, suspiros que se ahogan, respiraciones fatigosas, que casi se siente,
estremecimientos involuntarios que anuncian la presencia de algo que no se ve y cuya
aproximación se nota, no obstante, en la oscuridad.

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Beatriz, inmóvil, temblorosa, adelantó la cabeza fuera de las cortinas y escuchó un momento.
Oía mil ruidos diversos; se pasaba la mano por la frente, tornaba a escuchar; nada, silencio.
Veía, con esa fosforescencia de la pupila en las crisis nerviosas, como bultos que se movían
en todas las direcciones, y cuando dilatándolas las fijaba en un punto, nada; oscuridad de las
sombras impenetrables.
—¡Bah! —exclamó, volviendo a recostar su hermosa cabeza sobre la almohada de raso azul del
lecho. ¿Soy yo tan miedosa como esas pobres gentes cuyo corazón palpita de terror bajo una
armadura al oír una conseja de aparecidos?
Y cerrando los ojos, intentó dormir...: pero en vano había hecho un esfuerzo sobre sí misma.
Pronto volvió a incorporarse, más pálida, más inquieta, más aterrada. Ya no era una ilusión: las
colgaduras de brocado de la puerta habían rozado al separarse, y unas pisadas lentas sonaban sobre
la alfombra; el rumor de aquellas pisadas era sordo, casi imperceptible, pero continuado, y a su
compás se oía crujir una cosa como madera o hueso. Y se acercaban, se acercaban, y se movió el
reclinatorio que estaba a la orilla desu lecho. Beatriz lanzó un grito agudo, y rebujándose en la ropa
que la cubría, escondióla cabeza y contuvo el aliento.
El aire azotaba los vidrios del balcón; el agua de la fuente lejana caía y caía con un rumor eterno
y monótono; los ladridos de los perros se dilataban en las ráfagas de aire, y las campanas de la ciudad
de Soria, unas cerca, y otras distantes, doblaban tristemente por las ánimas de los difuntos.
Así pasó una hora, dos, la noche, un siglo, porque la noche aquella pareció eterna a Beatriz. Al
fin, despuntó la aurora. Vuelta de su temor entreabrió los ojos a los primeros rayos de la luz. Después
de una noche de insomnio y de terrores, ¡es tan hermosa la luz clara y blanca del día! Separó las
cortinas de seda del lecho, tendió una mirada serena a su alrededor, y ya se disponía a reírse de sus
temores pasados, cuando de repente un sudor frío cubrió su cuerpo, sus ojos se desencajaron y una
palidez mortal descoloró sus mejillas: sobre el reclinatorio había visto, sangrienta y desgarrada, la
banda azul que fuea buscar Alonso.
Cuando sus servidores llegaron, despavoridos, a notificarle la muerte del primogénito de
Alcudiel, que por la mañana había aparecido devorado por los lobos entre las malezas del Monte de
las Animas, la encontraron inmóvil; asida con ambas manos a una de las columnas de ébano del
lecho, desencajados los ojos, entreabierta la boca, blancos los labios, rígidos los miembros, muerta,
¡muerta de horror!
IV
Dicen que después de acaecido este suceso, un cazador extraviado que pasó la noche de
Difuntos sin poder salir del Monte de las Animas, y que al otro día, antes de morir, pudo contar lo que
viera, refirió cosas terribles. Entre otras, se asegura que vio a los esqueletos de los antiguos
Templarios y de los nobles de Soria enterrados en el atrio de la capilla levantarse al punto de la
oración con un estrépito horrible, y, caballeros sobre osamentas de corceles, perseguir como a una
fiera a una mujer hermosa y pálida y desmelenada que, con los pies desnudos y sangrientos, y
arrojando gritos de horror, daba vueltas alrededor de la tumba de Alonso.
FIN
____________________________

Los ojos verdes – 2


Leyenda romántica
Gustavo Adolfo Bécquer

Hace mucho tiempo que tenía ganas de escribir cualquier cosa con este título.
Hoy, que se me ha presentado ocasión, lo he puesto con letras grandes en la primera
cuartilla de papel, y luego he dejado a capricho volar la pluma.

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Yo creo que he visto unos ojos como los que he pintado en esta leyenda. No sé si en sueños,
pero yo los he visto. De seguro no los podré describir tales cuales ellos eran: luminosos,
transparentes como las gotas de la lluvia que se resbalan sobre las hojas de los árboles después de
una tempestad de verano. De todos modos, cuento con la imaginación de mis lectores para
hacerme comprender en este que pudiéramos llamar boceto deun cuadro que pintaré algún día.
I
-Herido va el ciervo... herido va; no hay duda. Se ve el rastro de la sangre entre las zarzas del
monte, y al saltar uno de esos lentiscos han flaqueado sus piernas... Nuestro joven señor comienza
por donde otrosacaban... en cuarenta años de montero no he visto mejor golpe... Pero.
¡por San Saturio, patrón de Soria!, cortadle el paso por esas carrascas, azuzad los perros,
soplad en esas trompas hasta echar los hígados, y hundidle a los corceles una cuarta de hierro en
los ijares: ¿no veis quese dirige hacia la fuente de los álamos; y si la salva antes de morir podemos
darle por perdido?

Las cuencas del Moncayo repitieron de eco en eco el bramido de las trompas, el latir de la
jauría desencadenada, y las voces de los pajes resonaron con nueva furia, y el confuso tropel de
hombres, caballos y perros se dirigió al punto que Íñigo, el montero mayor de los marqueses de
Almenar, señalara como el más a propósito para cortarle el paso a la res.
Pero todo fue inútil. Cuando el más ágil de los lebreles llegó a las carrascas jadeante y
cubiertas las fauces de espuma, ya el ciervo rápido como una saeta, las había salvado de un solo
brinco, perdiéndose entre losmatorrales de una trocha que conducía a la fuente.
-¡Alto!... ¡Alto todo el mundo! -gritó Íñígo entonces-; estaba deDios que había de marcharse.
Y la cabalgata se detuvo, y enmudecieron las trompas, y los lebreles dejaron refunfuñando la
pista a la voz de los cazadores.
En aquel momento se reunía a la comitiva el héroe de la fiesta, Fernando de Argensola, el
primogénito de Almenar.
-¿Qué haces? -exclamó dirigiéndose a su montero, y en tanto, ya se pintaba el asombro en
sus facciones, ya ardía la cólera en sus ojos-. ¿Qué haces, imbécil? ¡Ves que la pieza está herida,
que es la primera que cae por mi mano, y abandonas el rastro y la dejas perder para que vaya a
moriren el fondo del bosque! ¿Crees acaso que he venido a matar ciervos para festines de lobos?
-Señor -murmuró Íñigo entre dientes-, es imposible pasar de estepunto.
-¡Imposible! ¿Y por qué?
-Porque esa trocha -prosiguió el montero- conduce a la fuente de los Álamos; la fuente de
los Álamos, en cuyas aguas habita un espíritu del mal. El que osa enturbiar su corriente, paga caro
su atrevimiento. Ya la res habrá salvado sus márgenes; ¿cómo la salvaréis vos sin atraer sobre
vuestra cabeza alguna calamidad horrible? Los cazadores somos reyes del Moncayo, pero reyes
que pagan un tributo. Pieza que se refugia en esa fuente misteriosa, pieza perdida.
-¡Pieza perdida! Primero perderé yo el señorío de mis padres, y primero perderé el ánima
en manos de Satanás, que permitir que se me escape ese ciervo, el único que ha herido mi venablo,
la primicia de mis excursiones de cazador... ¿Lo ves?... ¿Lo ves?... Aún se distingue a intervalos
desde aquí... las piernas le faltan, su carrera se acorta; déjame... déjame... suelta esa brida o te
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revuelco en el polvo... ¿Quién sabe si no le daré lugar para que llegue a la fuente? Y si llegase, al
diablo ella, su limpidez y sus habitadores. ¡Sus!, ¡Relámpago!, ¡sus,
caballo mío!, si lo alcanzas, mando engarzar los diamantes de mi joyel en tu serreta de oro.
Caballo y jinete partieron como un huracán.
Íñigo los siguió con la vista hasta que se perdieron en la maleza; después volvió los ojos en
derredor suyo; todos, como él, permanecíaninmóviles y consternados.
El montero exclamó al final:
-Señores, vosotros lo habéis visto; me he expuesto a morir entre los pies de su caballo por
detenerle. Yo he cumplido con mi deber. Con el diablo no sirven valentías. Hasta aquí llega el
montero con su ballesta;de aquí adelante, que pruebe a pasar el capellán con su hisopo.

II
-Tenéis la color quebrada; andáis mustio y sombrío; ¿qué os sucede?
Desde el día, que yo siempre tendré por funesto, en que llegasteis a la fuente de los Álamos
en pos de la res herida, diríase que una mala brujaos ha encanijado con sus hechizos.
Ya no vais a los montes precedido de la ruidosa jauría, ni el clamor de vuestras trompas
despierta sus ecos. Sólo con esas cavilaciones que os persiguen, todas las mañanas tomáis la
ballesta para enderezaros a la espesura y permanecer en ella hasta que el sol se esconde. Y cuando
la noche oscurece y volvéis pálido y fatigado al castillo, en balde busco en la bandolera los
despojos de la caza. ¿Qué os ocupa tan largas horas lejos de los que más os quieren?
Mientras Íñigo hablaba Fernando, absorto en sus ideas, sacaba maquinalmente astillas de su
escaño de ébano con el cuchillo de monte.
Después de un largo silencio, que sólo interrumpía el chirrido de la hoja al resbalar sobre la
pulimentada madera, el joven exclamó dirigiéndose a su servidor, como si no hubiera escuchado
una sola de suspalabras:
Íñigo, tú que eres viejo; tú que conoces todas las guaridas del Moncayo, que has vivido en
sus faldas persiguiendo a las fieras, y en tus errantes excursiones de cazador subiste más de una
vez a su cumbre, dime:
¿has encontrado por acaso una mujer que vive entre sus rocas?
-¡Una mujer! -exclamó el montero con asombro y mirándole de hito en hito.
-Sí -dijo el joven-; es una cosa extraña lo que me sucede, muy extraña... Creí poder guardar
ese secreto eternamente, pero no es ya posible; rebosa en mi corazón y asoma a mi semblante.
Voy, pues, a revelártelo... Tú me ayudarás a desvanecer el misterio que envuelve a esacriatura, que
al parecer sólo para mí existe, pues nadie la conoce, ni la ha visto, ni puede darme razón de ella.
El montero, sin desplegar los labios, arrastró su banquillo hasta colocarle junto al escaño de
su señor, del que no apartaba un punto los espantados ojos. Éste, después de coordinar sus ideas
prosiguió así:

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-Desde el día en que a pesar de tus funestas predicciones llegué a la fuente de los Álamos, y
atravesando sus aguas recobré el ciervo que vuestra superstición hubiera dejado huir, se llenó mi
alma del deseo de lasoledad.
Tú no conoces aquel sitio. Mira, la fuente brota escondida en el seno de una peña, y cae
resbalándose gota a gota por entre las verdes y flotantes hojas de las plantas que crecen al borde
de su cuna. Aquellas gotas que al desprenderse brillan como puntos de oro y suenan como las
notas de un instrumento, se reúnen entre los céspedes, y susurrando, con un ruido semejante al de
las abejas que zumban en torno de las flores, se alejan por entre las arenas, y forman un cauce, y
luchan con los obstáculos que se oponen a su camino, y se repliegan sobre sí mismas, y saltan, y
huyen, y corren, unas veces con risa, otras con suspiros, hasta caer en un lago. En el lago caen con
un rumor indescriptible. Lamentos,
palabras, nombres, cantares, yo no sé lo que he oído en aquel rumor cuando me he sentado
sólo y febril sobre el peñasco, a cuyos pies saltan las
aguas de la fuente misteriosa para estancarse en una balsa profunda, cuya inmóvil superficie
apenas riza el viento de la tarde.
Todo es allí grande. La soledad, con sus mil rumores desconocidos, vive en aquellos lugares
y embriaga el espíritu en su inefable melancolía. En las plateadas hojas de los álamos, en los
huecos de las peñas, en las ondas del agua, parecen que nos hablan los invisibles espíritus de la
Naturaleza, que reconocen un hermano en el inmortal espíritu del hombre.
Cuando al despuntar la mañana me veías tomar la ballesta y dirigirme al monte, no fue
nunca para perderme entre sus matorrales en pos de la caza, no; iba a sentarme al borde de la
fuente, a buscar en sus ondas...
no sé qué, ¡una locura! El día en que salté sobre ella con mi Relámpago, creí haber visto
brillar en su fondo una cosa extraña... muy extraña...; los ojos de una mujer.
Tal vez sería un rayo de sol que serpeó fugitivo entre su espuma; tal vez una de esas flores
que flotan entre las algas de su seno, y cuyos cálices parecen esmeraldas... no sé: yo creí ver una
mirada que se clavó en la mía; una mirada que encendió en mi pecho un deseo absurdo,
irrealizable: el de encontrar una persona con unos ojos como aquellos.
En su busca fui un día y otro a aquel sitio. Por último, una tarde... yo me creí juguete de un
sueño...; pero no, es verdad; la he hablado ya muchas veces, como te hablo a ti ahora...; una tarde
encontré sentada en mi puesto, y vestida con unas ropas que llegaban hasta las aguas y flotaban
sobre su haz, una mujer hermosa sobre toda ponderación. Sus cabellos eran como el oro; sus
pestañas brillaban como hilos de luz, y entre las pestañas volteaban inquietas unas pupilas que yo
había visto... sí; porque los ojos de aquella mujer eran los que yo tenía clavados en la mente; unos
ojos de un color imposible; unos ojos...
-¡Verdes! -exclamó Íñigo con un acento de profundo terror e incorporándose de un salto en
su asiento.
Fernando le miró a su vez como asombrado de que concluyese lo que iba a decir, y le
preguntó con una mezcla de ansiedad y de alegría:
-¿La conoces?
-¡Oh no! -dijo el montero.- ¡Líbreme Dios de conocerla! Pero mis padres, al prohibirme llegar
hasta esos lugares, me dijeron mil veces que el espíritu, trasgo, demonio o mujer que habita en sus
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aguas, tiene los ojos de ese color. Yo os conjuro, por lo que más améis en la tierra, a no volver a la
fuente de los Álamos. Un día u otro os alcanzará su venganza, y expiaréis muriendo el delito de
haber encenagado sus ondas.
-¡Por lo que más amo!... -murmuró el joven con una triste sonrisa.
-Sí -prosiguió el anciano-; por vuestros padres, por vuestros deudos, por las lágrimas de la
que el cielo destina para vuestra esposa, por las de un servidor que os ha visto nacer.
-¿Sabes tú lo que más amo en este mundo? ¿Sabes tú por qué daría yo el amor de mi padre,
los besos de la que me dio la vida, y todo el cariño que puedan atesorar todas las mujeres de la
tierra? Por una mirada, por una sola mirada de esos ojos... ¡Cómo podré yo dejar de buscarlos!
Dijo Fernando estas palabras con tal acento, que la lágrima que temblaba en los párpados de
Íñigo se resbaló silenciosa por su mejilla, mientras exclamó con acento sombrío: -¡Cúmplase la
voluntad del cielo!III
-¿Quién eres tú? ¿Cuál es tu patria? ¿En dónde habitas? Yo vengo un día y otro en tu busca, y
ni veo el corcel que te trae a estos lugares, ni a los servidores que conducen tu litera. Rompe una
vez el misterioso velo en que te envuelves como en una noche, profunda. Yo te amo, y, noble o
villana, seré tuyo, tuyo siempre.
El sol había traspuesto la cumbre del monte; las sombras bajaban a grandes pasos por su
falda; la brisa gemía entre los álamos de la fuente, y la niebla, elevándose poco a poco de la
superficie del lago, comenzaba aenvolver las rocas de su margen.
Sobre una de estas rocas, sobre una que parecía próxima a desplomarse en el fondo de las
aguas, en cuya superficie se retrataba temblando, el primogénito de Almenar, de rodillas a los pies
de su misteriosa amante, procuraba en vano arrancarle el secreto de su existencia.
Ella era hermosa, hermosa y pálida, como una estatua de alabastro.
Uno de sus rizos caía sobre sus hombros, deslizándose entre los pliegues del velo, como un
rayo de sol que atraviesa las nubes, y en el cerco de sus pestañas rubias brillaban sus pupilas,
como dos esmeraldas sujetas enuna joya de oro.
Cuando el joven acabó de hablarle, sus labios se removieron como para pronunciar algunas
palabras; pero sólo exhalaron un suspiro, un suspiro débil, doliente, como el de la ligera onda que
empuja una brisa al morir entre los juncos.
-¡No me respondes! -exclamó Fernando, al ver burlada su esperanza-;
¿querrás que dé crédito a lo que de ti me han dicho? ¡Oh, no!... Háblame; yo quiero saber si
me amas; yo quiero saber si puedo amarte, si eres una mujer...
-O un demonio... ¿Y si lo fuese?
El joven vaciló un instante; un sudor frío corrió por sus miembros; sus pupilas se dilataron
al fijarse con más intensidad en las de aquella mujer, y fascinado por su brillo fosfórico, demente
casi, exclamó en unarrebató de amor:
-Si lo fueses... te amaría... te amaría, como te amo ahora, como es mi destino amarte, hasta
más allá de esta vida, si hay algo más allá deella.

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-Fernando -dijo la hermosa entonces con una voz semejante a una música-: yo te amo más
aún que tú me amas; yo que desciendo hasta un mortal, siendo un espíritu puro. No soy una mujer
como las que existen enla tierra; soy una mujer digna de ti, que eres superior a los demás
hombres. Yo vivo en el fondo de estas aguas; incorpórea como ellas, fugaz y transparente,
hablo con sus rumores y ondulo con sus pliegues. Yo no castigo al que osa turbar la fuente donde
moro; antes le premio con mi amor, como a un mortal superior a las supersticiones del vulgo,
como a unamante capaz de comprender mi cariño extraño y misterioso.
Mientras ella hablaba así, el joven, absorto en la contemplación de su fantástica hermosura,
atraído como por una fuente desconocida, se aproximaba más y más al borde de la roca. La mujer
de los ojos verdesprosiguió así:
-¿Ves, ves el límpido fondo de ese lago, ves esas plantas de largas y verdes hojas que se
agitan en su fondo?... Ellas nos darán un lecho de esmeraldas y corales... y yo... yo te daré una
felicidad sin nombre, esa felicidad que has soñado en tus horas de delirio, y que no puede
ofrecerte nadie... Ven, la niebla del lago flota sobre nuestras frentes como un pabellón de lino... las
ondas nos llaman con sus voces incomprensibles, el viento empieza entre los álamos sus himnos
de amor; ven... ven...
La noche comenzaba a extender sus sombras, la luna rielaba en la superficie del lago, la
niebla se arremolinaba al soplo del aire, y los ojos verdes brillaban en la oscuridad como los
fuegos fatuos que corren sobre el haz de las aguas infectas... Ven... ven... Estas palabras zumbaban
en los oídos de Fernando como un conjuro. Ven... y la mujer misteriosa le llamaba al borde del
abismo donde estaba suspendida, y parecía ofrecerle un beso... un beso...
Fernando dio un paso hacia ella... otro... y sintió unos brazos delgados y flexibles que se
liaban a su cuello, y una sensación fría en sus labios ardorosos, un beso de nieve... y vaciló... y
perdió pie, y calló al agua con un rumor sordo y lúgubre.
Las aguas saltaron en chispas de luz, y se cerraron sobre su cuerpo, y sus círculos de plata
fueron ensanchándose, ensanchándose hasta expiraren las orillas.

FIN
____________________________

El encaje roto – 3
Relato del realismo
Emilia Pardo Bazán

Convidada a la boda de Micaelita Aránguiz con Bernardo de Meneses, y no habiendo podido


asistir, grande fue mi sorpresa cuando supe al día siguiente -la ceremonia debía verificarse a las diez de
la noche en casa de la novia- que esta, al pie mismo del altar, al preguntarle el obispo de San Juan de
Acre si recibía a Bernardo por esposo, soltó un «no» claro y enérgico; y como reiterada con extrañeza la

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pregunta, se repitiese la negativa, el novio, después de arrostrar un cuarto de hora la situación más
ridícula del mundo, tuvo que retirarse, deshaciéndose la reunión y el enlace a la vez.
No son inauditos casos tales, y solemos leerlos en los periódicos; pero ocurren entre gente de
clase humilde, de muy modesto estado, en esferas donde las conveniencias sociales no embarazan la
manifestación franca y espontánea del sentimiento y de la voluntad.
Lo peculiar de la escena provocada por Micaelita era el medio ambiente en que se desarrolló.
Parecíame ver el cuadro, y no podía consolarme de no haberlo contemplado por mis propios ojos.
Figurábame el salón atestado, la escogida concurrencia, las señoras vestidas de seda y terciopelo, con
collares de pedrería; al brazo la mantilla blanca para tocársela en el momento de la ceremonia; los
hombres, con resplandecientes placas o luciendo veneras de órdenes militares en el delantero del frac; la
madre de la novia, ricamente prendida, atareada, solícita, de grupo en grupo, recibiendo felicitaciones;
las hermanitas, conmovidas, muy monas, de rosa la mayor, de azul la menor, ostentando los brazaletes
de turquesas, regalo del cuñado futuro; el obispo que ha de bendecir la boda, alternando grave y
afablemente, sonriendo, dignándose soltar chanzas urbanas o discretos elogios, mientras allá, en el
fondo, se adivina el misterio del oratorio revestido de flores, una inundación de rosas blancas, desde el
suelo hasta la cupulilla, donde convergen radios de rosas y de lilas como la nieve, sobre rama verde,
artísticamente dispuesta, y en el altar, la efigie de la Virgen protectora de la aristocrática mansión,
semioculta por una cortina de azahar, el contenido de un departamento lleno de azahar que envió de
Valencia el riquísimo propietario Aránguiz, tío y padrino de la novia, que no vino en persona por viejo y
achacoso -detalles que corren de boca en boca, calculándose la magnífica herencia que corresponderá a
Micaelita, una esperanza más de ventura para el matrimonio, el cual irá a Valencia a pasar su luna de
miel-. En un grupo de hombres me representaba al novio algo nervioso, ligeramente pálido,
mordiéndose el bigote sin querer, inclinando la cabeza para contestar a las delicadas bromas y a las
frases halagüeñas que le dirigen…
Y, por último, veía aparecer en el marco de la puerta que da a las habitaciones interiores una
especie de aparición, la novia, cuyas facciones apenas se divisan bajo la nubecilla del tul, y que pasa
haciendo crujir la seda de su traje, mientras en su pelo brilla, como sembrado de rocío, la roca antigua
del aderezo nupcial… Y ya la ceremonia se organiza, la pareja avanza conducida con los padrinos, la
cándida figura se arrodilla al lado de la esbelta y airosa del novio… Apíñase en primer término la
familia, buscando buen sitio para ver amigos y curiosos, y entre el silencio y la respetuosa atención de
los circunstantes… el obispo formula una interrogación, a la cual responde un «no» seco como un
disparo, rotundo como una bala. Y -siempre con la imaginación- notaba el movimiento del novio, que se
revuelve herido; el ímpetu de la madre, que se lanza para proteger y amparar a su hija; la insistencia del
obispo, forma de su asombro; el estremecimiento del concurso; el ansia de la pregunta transmitida en un
segundo: «¿Qué pasa? ¿Qué hay? ¿La novia se ha puesto mala? ¿Que dice «no»? Imposible… Pero ¿es
seguro? ¡Qué episodio!…«
Todo esto, dentro de la vida social, constituye un terrible drama. Y en el caso de Micaelita, al par
que drama, fue logogrifo. Nunca llegó a saberse de cierto la causa de la súbita negativa.
Micaelita se limitaba a decir que había cambiado de opinión y que era bien libre y dueña de
volverse atrás, aunque fuese al pie del ara, mientras el «sí» no hubiese partido de sus labios. Los íntimos
de la casa se devanaban los sesos, emitiendo suposiciones inverosímiles. Lo indudable era que todos
vieron, hasta el momento fatal, a los novios satisfechos y amarteladísimos; y las amiguitas que entraron
a admirar a la novia engalanada, minutos antes del escándalo, referían que estaba loca de contento y tan
ilusionada y satisfecha, que no se cambiaría por nadie. Datos eran estos para oscurecer más el extraño
enigma que por largo tiempo dio pábulo a la murmuración, irritada con el misterio y dispuesta a
explicarlo desfavorablemente.
A los tres años -cuando ya casi nadie iba acordándose del sucedido de las bodas de Micaelita-, me
la encontré en un balneario de moda donde su madre tomaba las aguas. No hay cosa que facilite las
relaciones como la vida de balneario, y la señorita de Aránguiz se hizo tan íntima mía, que una tarde

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paseando hacia la iglesia, me reveló su secreto, afirmando que me permite divulgarlo, en la seguridad de
que explicación tan sencilla no será creída por nadie.
-Fue la cosa más tonta… De puro tonta no quise decirla; la gente siempre atribuye los sucesos a
causas profundas y trascendentales, sin reparar en que a veces nuestro destino lo fijan las niñerías, las
«pequeñeces» más pequeñas… Pero son pequeñeces que significan algo, y para ciertas personas
significan demasiado. Verá usted lo que pasó: y no concibo que no se enterase nadie, porque el caso
ocurrió allí mismo, delante de todos; solo que no se fijaron porque fue, realmente, un decir Jesús.
Ya sabe usted que mi boda con Bernardo de Meneses parecía reunir todas las condiciones y
garantías de felicidad. Además, confieso que mi novio me gustaba mucho, más que ningún hombre de
los que conocía y conozco; creo que estaba enamorada de él. Lo único que sentía era no poder estudiar
su carácter; algunas personas le juzgaban violento; pero yo le veía siempre cortés, deferente, blando
como un guante. Y recelaba que adoptase apariencias destinadas a engañarme y a encubrir una fiera y
avinagrada condición. Maldecía yo mil veces la sujeción de la mujer soltera, para la cual es imposible
seguir los pasos a su novio, ahondar en la realidad y obtener informes leales, sinceros hasta la crudeza -
los únicos que me tranquilizarían-. Intenté someter a varias pruebas a Bernardo, y salió bien de ellas; su
conducta fue tan correcta, que llegué a creer que podía fiarle sin temor alguno mi porvenir y mi dicha.
Llegó el día de la boda. A pesar de la natural emoción, al vestirme el traje blanco reparé una vez
más en el soberbio volante de encaje que lo adornaba, y era el regalo de mi novio. Había pertenecido a
su familia aquel viejo Alençón auténtico, de una tercia de ancho -una maravilla-, de un dibujo exquisito,
perfectamente conservado, digno del escaparate de un museo. Bernardo me lo había regalado
encareciendo su valor, lo cual llegó a impacientarme, pues por mucho que el encaje valiese, mi futuro
debía suponer que era poco para mí.
En aquel momento solemne, al verlo realzado por el denso raso del vestido, me pareció que la
delicadísima labor significaba una promesa de ventura y que su tejido, tan frágil y a la vez tan resistente,
prendía en sutiles mallas dos corazones. Este sueño me fascinaba cuando eché a andar hacia el salón, en
cuya puerta me esperaba mi novio. Al precipitarme para saludarle llena de alegría por última vez, antes
de pertenecerle en alma y cuerpo, el encaje se enganchó en un hierro de la puerta, con tan mala suerte,
que al quererme soltar oí el ruido peculiar del desgarrón y pude ver que un jirón del magnífico adorno
colgaba sobre la falda. Solo que también vi otra cosa: la cara de Bernardo, contraída y desfigurada por el
enojo más vivo; sus pupilas chispeantes, su boca entreabierta ya para proferir la reconvención y la
injuria… No llegó a tanto porque se encontró rodeado de gente; pero en aquel instante fugaz se alzó un
telón y detrás apareció desnuda un alma.
Debí de inmutarme; por fortuna, el tul de mi velo me cubría el rostro. En mi interior algo crujía y
se despedazaba, y el júbilo con que atravesé el umbral del salón se cambió en horror profundo. Bernardo
se me aparecía siempre con aquella expresión de ira, dureza y menosprecio que acababa de sorprender
en su rostro; esta convicción se apoderó de mí, y con ella vino otra: la de que no podía, la de que no
quería entregarme a tal hombre, ni entonces, ni jamás… Y, sin embargo, fui acercándome al altar, me
arrodillé, escuché las exhortaciones del obispo… Pero cuando me preguntaron, la verdad me saltó a los
labios, impetuosa, terrible… Aquel «no» brotaba sin proponérmelo; me lo decía a mí propia… ¡para que
lo oyesen todos!
-¿Y por qué no declaró usted el verdadero motivo, cuando tantos comentarios se hicieron?
-Lo repito: por su misma sencillez… No se hubiesen convencido jamás. Lo natural y vulgar es lo
que no se admite. Preferí dejar creer que había razones de esas que llaman serias…
FIN
____________________________

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IES ISLA DE LA DEVA Lengua Castellana y Literatura – 4º ESO

El pájaro azul – 4
Cuento modernista
Rubén Darío

París es teatro divertido y terrible. Entre los concurrentes al café Plombier, buenos y decididos
muchachos -pintores, escultores, poetas- sí, ¡todos buscando el viejo laurel verde!, ninguno más querido
que aquel pobre Garcín, triste casi siempre, buen bebedor de ajenjo, soñador que nunca se
emborrachaba, y, como bohemio intachable, bravo improvisador.
En el cuartucho destartalado de nuestras alegres reuniones, guardaba el yeso de las paredes, entre los
esbozos y rasgos de futuros Clays, versos, estrofas enteras escritas en la letra echada y gruesa de nuestro
amado pájaro azul.
El pájaro azul era el pobre Garcín. ¿No sabéis por qué se llamaba así? Nosotros le bautizamos con ese
nombre.
Ello no fue un simple capricho. Aquel excelente muchacho tenía el vino triste. Cuando le
preguntábamos por qué cuando todos reíamos como insensatos o como chicuelos, él arrugaba el ceño y
miraba fijamente el cielo raso, nos respondía sonriendo con cierta amargura…
-Camaradas: habéis de saber que tengo un pájaro azul en el cerebro, por consiguiente…
***
Sucedía también que gustaba de ir a las campiñas nuevas, al entrar la primavera. El aire del bosque
hacía bien a sus pulmones, según nos decía el poeta.
De sus excursiones solía traer ramos de violetas y gruesos cuadernillos de madrigales, escritos al ruido
de las hojas y bajo el ancho cielo sin nubes. Las violetas eran para Nini, su vecina, una muchacha fresca
y rosada que tenía los ojos muy azules.
Los versos eran para nosotros. Nosotros los leíamos y los aplaudíamos. Todos teníamos una alabanza
para Garcín. Era un ingenuo que debía brillar. El tiempo vendría. Oh, el pájaro azul volaría muy alto.
¡Bravo! ¡bien! ¡Eh, mozo, más ajenjo!
***
Principios de Garcín:
De las flores, las lindas campánulas.
Entre las piedras preciosas, el zafiro. De las inmensidades, el cielo y el amor: es decir, las pupilas de
Nini.
Y repetía el poeta: Creo que siempre es preferible la neurosis a la imbecilidad.
***
A veces Garcín estaba más triste que de costumbre.
Andaba por los bulevares; veía pasar indiferente los lujosos carruajes, los elegantes, las hermosas
mujeres. Frente al escaparate de un joyero sonreía; pero cuando pasaba cerca de un almacén de libros, se
llegaba a las vidrieras, husmeaba, y al ver las lujosas ediciones, se declaraba decididamente envidioso,
arrugaba la frente; para desahogarse volvía el rostro hacia el cielo y suspiraba. Corría al café en busca
de nosotros, conmovido, exaltado, casi llorando, pedía un vaso de ajenjo y nos decía:
-Sí, dentro de la jaula de mi cerebro está preso un pájaro azul que quiere su libertad…
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IES ISLA DE LA DEVA Lengua Castellana y Literatura – 4º ESO

***
Hubo algunos que llegaron a creer en un descalabro de razón.
Un alienista a quien se le dio noticias de lo que pasaba, calificó el caso como una monomanía especial.
Sus estudios patológicos no dejaban lugar a duda.
Decididamente, el desgraciado Garcín estaba loco.
Un día recibió de su padre, un viejo provinciano de Normandía, comerciante en trapos, una carta que
decía lo siguiente, poco más o menos:
“Sé tus locuras en París. Mientras permanezcas de ese modo, no tendrás de mí un solo sou. Ven a llevar
los libros de mi almacén, y cuando hayas quemado, gandul, tus manuscritos de tonterías, tendrás mi
dinero.”
Esta carta se leyó en el Café Plombier.
-¿Y te irás?
-¿No te irás?
-¿Aceptas?
-¿Desdeñas?
¡Bravo Garcín! Rompió la carta y soltando el trapo a la vena, improvisó unas cuantas estrofas, que
acababan, si mal no recuerdo:
¡Sí, seré siempre un gandul,
lo cual aplaudo y celebro,
mientras sea mi cerebro
jaula del pájaro azul!
***
Desde entonces Garcín cambió de carácter. Se volvió charlador, se dio un baño de alegría, compró levita
nueva, y comenzó un poema en tercetos titulados, pues es claro: El pájaro azul.
Cada noche se leía en nuestra tertulia algo nuevo de la obra. Aquello era excelente, sublime,
disparatado.
Allí había un cielo muy hermoso, una campiña muy fresca, países brotados como por la magia del
pincel de Corot, rostros de niños asomados entre flores; los ojos de Nini húmedos y grandes; y por
añadidura, el buen Dios que envía volando, volando, sobre todo aquello, un pájaro azul que sin saber
cómo ni cuándo anida dentro del cerebro del poeta, en donde queda aprisionado. Cuando el pájaro canta,
se hacen versos alegres y rosados. Cuando el pájaro quiere volar abre las alas y se da contra las paredes
del cráneo, se alzan los ojos al cielo, se arruga la frente y se bebe ajenjo con poca agua, fumando
además, por remate, un cigarrillo de papel.
He ahí el poema.
Una noche llegó Garcín riendo mucho y, sin embargo, muy triste.
***
La bella vecina había sido conducida al cementerio.
-¡Una noticia! ¡una noticia! Canto último de mi poema. Nini ha muerto. Viene la primavera y Nini se
va. Ahorro de violetas para la campiña. Ahora falta el epílogo del poema. Los editores no se dignan
siquiera leer mis versos. Vosotros muy pronto tendréis que dispersaros. Ley del tiempo. El epílogo debe
titularse así: “De cómo el pájaro azul alza el vuelo al cielo azul”.
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IES ISLA DE LA DEVA Lengua Castellana y Literatura – 4º ESO

***
¡Plena primavera! Los árboles florecidos, las nubes rosadas en el alba y pálidas por la tarde; el air e
suave que mueve las hojas y hace aletear las cintas de los sombreros de paja con especial ruido! Garcín
no ha ido al campo.
Hele ahí, viene con traje nuevo, a nuestro amado Café Plombier, pálido, con una sonrisa triste.
-¡Amigos míos, un abrazo! Abrazadme todos, así, fuerte; decidme adiós con todo el corazón, con toda el
alma… El pájaro azul vuela.
Y el pobre Garcín lloró, nos estrechó, nos apretó las manos con todas sus fuerzas y se fue.
Todos dijimos: Garcín, el hijo pródigo, busca a su padre, el viejo normando. Musas, adiós; adiós,
gracias. ¡Nuestro poeta se decide a medir trapos! ¡Eh! ¡Una copa por Garcín!
Pálidos, asustados, entristecidos, al día siguiente, todos los parroquianos del Café Plombier que
metíamos tanta bulla en aquel cuartucho destartalado, nos hallábamos en la habitación de Garcín. Él
estaba en su lecho, sobre las sábanas ensangrentadas, con el cráneo roto de un balazo. Sobre la
almohada había fragmentos de masa cerebral. ¡Qué horrible!
Cuando, repuestos de la primera impresión, pudimos llorar ante el cadáver de nuestro amigo,
encontramos que tenía consigo el famoso poema. En la última página había escritas estas palabras: Hoy,
en plena primavera, dejó abierta la puerta de la jaula al pobre pájaro azul.
***
¡Ay, Garcín, cuántos llevan en el cerebro tu misma enfermedad!
FIN
____________________________

El don Juan – 5
Relato del realismo
Benito Pérez Galdós

«Esta no se me escapa: no se me escapa, aunque se opongan a mi triunfo todas las potencias


infernales», dije yo siguiéndola a algunos pasos de distancia, sin apartar de ella los ojos, sin cuidarme
de su acompañante, sin pensar en los peligros que aquella aventura ofrecía.
¡Cuánto me acuerdo de ella! Era alta, rubia, esbelta, de grandes y expresivos ojos, de
majestuoso y agraciado andar, de celestial y picaresca sonrisa. Su nariz, terminada en una hermosa
línea levemente encorvada, daba a su rostro una expresión de desdeñosa altivez, capaz de esclavizar
medio mundo. Su respiración era ardiente y fatigada, marcando con acompasadas depresiones y
expansiones voluptuosas el movimiento de la máquina sentimental, que andaba con una fuerza de
caballos de buena raza inglesa. Su mirada no era definible; de sus ojos, medio cerrados por el sopor
normal que la irradiación calurosa de su propia tez le producía, salían furtivos rayos, destellos perdidos
que quemaban mi alma. Pero mi alma quería quemarse, y no cesaba de revolotear como imprudente
mariposa en torno a aquella luz. Sus labios eran coral finísimo; su cuello, primoroso alabastro; sus
manos, mármol delicado y flexible; sus cabellos, doradas hebras que las del mesmo sol escurecían. En
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IES ISLA DE LA DEVA Lengua Castellana y Literatura – 4º ESO

el hemisferio meridional de su rostro, a algunos grados del meridiano de su nariz y casi a la misma
latitud que la boca, tenía un lunar, adornado de algunos sedosos cabellos que, agitados por el viento,
se mecían como frondoso cañaveral. Su pie era tan bello, que los adoquines parecían convertirse en
flores cuando ella pasaba; de los movimientos de sus brazos, de las oscilaciones de su busto, del
encantador vaivén de su cabeza, ¿qué puedo decir? Su cuerpo era el centro de una infinidad de
irradiaciones eléctricas, suficientes para dar alimento para un año al cable submarino.
No había oído su voz; de repente la oí. ¡Qué voz, Santo Dios!, parecía que hablaban todos los
ángeles del cielo por boca de su boca. Parecía que vibraba con sonora melodía el lunar, corchea escrita
en el pentagrama de su cara. Yo devoré aquella nota; y digo que la devoré, porque me hubiera comido
aquel lunar, y hubiera dado por aquella lenteja mi derecho de primogenitura sobre todos los don
Juanes de la tierra.
Su voz había pronunciado estas palabras, que no puedo olvidar:
-Lurenzo, ¿sabes que comería un bucadu? -Era gallega.
-Angel mío -dijo su marido, que era el que la acompañaba-: aquí tenemos el café del Siglo, entra
y tomaremos jamón en dulce.
Entraron, entré; se sentaron, me senté (enfrente); comieron, comí (ellos jamón, yo… no me
acuerdo de lo que comí; pero lo cierto es que comí).
Él no me quitaba los ojos de encima. Era un hombre que parecía hecho por un artífice de
Alcorcón, expresamente para hacer resaltar la belleza de aquella mujer gallega, pero modelada en
mármol de Paros por Benvenuto Cellini. Era un hombre bajo y regordete, de rostro apergaminado y
amarillo como el forro de un libro viejo: sus cejas angulosas y las líneas de su nariz y de su boca tenían
algo de inscripción. Se le hubiera podido comparar a un viejo libro de 700 páginas, voluminoso, ilegible
y apolillado. Este hombre estaba encuadernado en un enorme gabán pardo con cantos de lanilla azul.
Después supe que era un bibliómano. Yo empecé a deletrear la cara de mi bella galleguita. Soy
fuerte en la paleontología amorosa. Al momento entendí la inscripción, y era favorable para mí.
-Victoria -dije, y me preparé a apuntar a mi nueva víctima en mi catálogo. Era el número 1.003.
Comieron, y se hartaron, y se fueron.
Ella me miró dulcemente al salir. Él me lanzó una mirada terrible, expresando que no las tenía
todas consigo; de cada renglón de su cara parecía salir una chispa de fuego indicándome que yo había
herido la página más oculta y delicada de su corazón, la página o fibra de los celos.
Salieron, salí.
Entonces era yo el don Juan más célebre del mundo, era el terror de la humanidad casada y
soltera. Relataros la serie de mis triunfos sería cosa de no acabar. Todos querían imitarme; imitaban
mis ademanes, mis vestidos. Venían de lejanas tierras sólo para verme. El día en que pasó la aventura
que os refiero era un día de verano, yo llevaba un chaleco blanco y unos guantes de color de fila, que
estaban diciendo comedme.
Se pararon, me paré; entraron, esperé; subieron, pasé a la acera de enfrente.
En el balcón del quinto piso apareció una sombra: ¡es ella!, dije yo, muy ducho en tales lances.

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IES ISLA DE LA DEVA Lengua Castellana y Literatura – 4º ESO

Acerquéme, miré a lo alto, extendí una mano, abrí la boca para hablar, cuando de repente,
¡cielos misericordiosos! ¡cae sobre mí un diluvio!… ¿de qué? No quiero que este pastel quede, si tal
cosa nombro, como quedaron mi chaleco y mis guantes.
Llenéme de ira: me habían puesto perdido. En un acceso de cólera, entro y subo rápidamente la
escalera.
Al llegar al tercer piso, sentí que abrían la puerta del quinto. El marido apareció y descargó sobre
mí con todas sus fuerzas un objeto que me descalabró: era un libro que pesaba sesenta libras. Después
otro del mismo tamaño, después otro y otro; quise defenderme, hasta que al fin una Compilatio
decretalium me remató: caí al suelo sin sentido.
Cuando volví en mí, me encontré en el carro de la basura.
Levantéme de aquel lecho de rosas, y me alejé como pude. Miré a la ventana: allí estaba mi
verdugo en traje de mañana, vestido a la holandesa; sonrió maliciosamente y me hizo un saludo que
me llenó de ira.
Mi aventura 1.003 había fracasado. Aquélla era la primera derrota que había sufrido en toda mi
vida. Yo, el don Juan por excelencia, ¡el hombre ante cuya belleza, donaire, desenfado y osadía se
habían rendido las más meticulosas divinidades de la tierra!… Era preciso tomar la revancha en la
primera ocasión. La fortuna no tardó en presentármela.
Entonces, ¡ay!, yo vagaba alegremente por el mundo, visitaba los paseos, los teatros, las
reuniones y también las iglesias.
Una noche, el azar, que era siempre mi guía, me había llevado a una novena: no quiero citar la
iglesia, por no dar origen a sospechas peligrosas. Yo estaba oculto en una capilla, desde donde sin ser
visto dominaba la concurrencia. Apoyada en una columna vi una sombra, una figura, una mujer. No
pude ver su rostro, ni su cuerpo, ni su ademán, ni su talle, porque la cubrían unas grandes vestiduras
negras desde la coronilla hasta las puntas de los pies. Yo colegí que era hermosísima, por esa facultad
de adivinación que tenemos los don Juanes.
Concluyó el rezo; salió, salí; un joven la acompañaba, «¡su esposo!», dije para mí, algún
matrimonio en la luna de miel.
Entraron, me paré y me puse a mirar los cangrejos y langostas que en un restaurante cercano se
veían expuestos al público. Miré hacia arriba, ¡oh felicidad! Una mujer salía del balcón, alargaba la
mano, me hacía señas… Cercioreme de que no tenía en la mano ningún ánfora de alcoba, como el
maldito bibliómano, y me acerqué. Un papel bajó revoloteando como una mariposa hasta posarse en
mi hombro. Leí: era una cita. ¡Oh fortuna!, ¡era preciso escalar un jardín, saltar tapias!, eso era lo que a
mí me gustaba. Llegó la siguiente noche y acudí puntual. Salté la tapia y me hallé en el jardín.
Un tibio y azulado rayo de luna, penetrando por entre las ramas de los árboles, daba
melancólica claridad al recinto y marcaba pinceladas y borrones de luz sobre todos los objetos.
Por entre las ramas vi venir una sombra blanca, vaporosa: sus pasos no se sentían, avanzaba de
un modo misterioso, como si una suave brisa la empujara. Acercose a mí y me tomó de una mano; yo
proferí las palabras más dulces de mi diccionario, y la seguí; entramos juntos en la casa. Ella andaba
con lentitud y un poco encorvada hacia adelante. Así deben andar las dulces sombras que vagan por el
Elíseo, así debía andar Dido cuando se presentó a los ojos de Eneas el Pío.

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IES ISLA DE LA DEVA Lengua Castellana y Literatura – 4º ESO

Entramos en una habitación oscura. Ella dio un suspiro que así de pronto me pareció un
ronquido, articulado por unas fauces llenas de rapé. Sin embargo, aquel sonido debía salir de un seno
inflamado con la más viva llama del amor. Yo me postré de rodillas, extendí mis brazos hacia ella…
cuando de pronto un ruido espantoso de risas resonó detrás de mí; abriéronse puertas y entraron más
de veinte personas, que empezaron a darme de palos y a reír como una cuadrilla de demonios
burlones. El velo que cubría mi sombra cayó, y vi, ¡Dios de los cielos!, era una vieja de más de noventa
años, una arpía arrugada, retorcida, seca como una momia, vestigio secular de una mujer
antediluviana, de voz semejante al gruñido de un perro constipado; su nariz era un cuerno, su boca era
una cueva de ladrones, sus ojos, dos grietas sin mirada y sin luz. Ella también se reía, ¡la maldita!, se
reía como se reiría la abuela de Lucifer, si un don Juan le hubiera hecho el amor.
Los golpes de aquella gente me derribaron; entre mis azotadores estaban el bibliómano y su
mujer, que parecían ser los autores de aquella trama.
Entre puntapiés, pellizcos, bastonazos y pescozones, me pusieron en la calle, en medio del
arroyo, donde caí sin sentido, hasta que las matutinas escobas municipales me hicieron levantar. Tal
fue la singular aventura del don Juan más célebre del universo. Siguieron otras por el estilo; y siempre
tuve tan mala suerte, que constantemente paraba en los carros que recogen por las mañanas la
inmundicia acumulada durante la noche. Un día me trajeron a este sitio, donde me tienen encerrado,
diciendo que estoy loco. La sociedad ha tenido que aherrojarme como a una fiera asoladora; y en
verdad, a dejarme suelto, yo la hubiera destruido.

FIN
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Sin trabajo – 6
Relato naturalista
Émile Zola

Por la mañana, cuando los obreros llegan al taller, encuéntranlo frío, como oscurecido con la
tristeza que se desprende de una ruina. En el fondo de la sala principal, la máquina está silenciosa, con
sus brazos delgados, sus ruedas inmóviles; y ella, cuyo soplo y movimiento animan habitualmente toda
la casa, con los latidos de su corazón de gigante, incansable en la faena, agrega al conjunto una
melancolía más.
El amo baja de su despacho y con aire de tristeza dice a sus obreros:
—Hijos míos, hoy no hay trabajo… Ya no vienen pedidos, de todas partes recibo contraórdenes,
voy a quedarme con las existencias entre las manos. Este mes de diciembre, con el cual contaba, este
mes que otros años es de tanto trabajo, amenaza arruinar las casas más fuertes… Es preciso suspenderlo
todo.
Y al ver que los obreros se miran unos a otros, con el espanto que les imbuye la idea de volver a
casa, con el miedo del hambre que los amenaza para el día siguiente, añade en voz más baja:
—No soy egoísta, no, se los juro… Mi situación es tan terrible, más terrible tal vez que la de
ustedes. En ocho días he perdido cincuenta mil billetes. Hoy paro el trabajo para no ahondar más la

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IES ISLA DE LA DEVA Lengua Castellana y Literatura – 4º ESO

sima; ni siquiera tengo los primeros cinco céntimos de la suma que necesito para mis vencimientos del
15…
Ya lo ven, les hablo como un amigo, nada les oculto. Tal vez mañana mismo vengan a
embargarme. No es nuestra la culpa, ¡no es cierto! Hemos luchado hasta última hora. Hubiera querido
ayudarlos a pasar días de apuro; pero todo ha acabado, estoy hundido; no tengo ya ni un pedazo de pan
para partirlo.
Después les tiende la mano. Los obreros se la estrechan silenciosamente. Y durante algunos
minutos permanecen allí, mirando sus herramientas inútiles, con los puños cerrados. Otros días, desde el
amanecer, las limas cantaban, los martillos marcaban el ritmo; y todo aquello parece que duerme ya en
el polvo de la quiebra. Son veinte, son treinta familias que no tendrán qué comer la semana próxima.
Algunas mujeres que trabajan en la fábrica sienten las lágrimas humedecerles los ojos. Los
hombres quieren aparecer más resueltos. Se hacen los valientes, diciendo que la gente no se muere de
hambre en París. Luego, cuando el amo los deja y lo ven alejarse, encorvado en ocho días, abrumado tal
vez por un desastre de mayores proporciones que las confesadas por él, van saliendo uno por uno,
ahogados por la angustia, con el corazón oprimido, como si salieran del cuarto de un muerto. El muerto
es el trabajo, es la máquina grande que permanece muda y cuyo esqueleto se destaca siniestro en la
sombra.
II
El obrero está fuera de su casa, en la calle, en medio del arroyo. Ha paseado las aceras durante
ocho días sin encontrar trabajo. De puerta en puerta ha ido ofreciendo sus brazos, sus manos,
ofreciéndose él en cuerpo y alma para cualquier faena, para la más repugnante, la más dura, la más
nociva. Y todas las puertas se han cerrado.
Entonces se ofreció a trabajar por la mitad del jornal; pero las puertas permanecieron cerradas.
Aunque trabajase de balde no se le podría admitir. Es la paralización del trabajo, la terrible paralización
que toca a muerto para los que habitan en las buhardillas. El pánico ha parado las industrias, y el dinero,
cobarde, se ha escondido.
Al cabo de ocho días todo ha concluido. El obrero ha hecho una tentativa suprema y ahora vuelve
con paso tardo, con las manos vacías, abrumado de miseria. La lluvia cae; aquella tarde París, inundado
de barro, aparece fúnebre. El hombre va andando, recibiendo el chaparrón sin sentirlo, no oyendo más
que su hambre y deteniéndose para llegar menos pronto. Inclínase sobre el parapeto del Sena: el río,
cuyo caudal ha aumentado, corre con un rumor prolongado; la espuma blanca se desgarra en
salpicaduras en uno de los tramos del puente. Inclínase más, la colosal riada pasa debajo de él
lanzándole un llamamiento furioso. Después, piensa que sería una cobardía y se va.
La lluvia ha cesado. El gas flamea en los escaparates de las joyerías. Si rompiese un cristal,
tomaría pan para algunos años con abrir y cerrar la mano. Las cocinas de los restaurantes se encienden;
y detrás de las cortinas de muselina blanca, ve gentes que comen. Apresura el paso, vuelve a subir a los
barrios extremos, encontrando en el camino las asadurías y pastelerías del todo París comilón, que se
exhibe a las horas del hambre.
Como la mujer y la pequeña lloraban por la mañana, les ofreció llevarles pan por la tarde. No se
ha atrevido a decirles que había mentido, antes de que anocheciese. Al ir andando, pregúntase cómo
entrará y qué les contestará para que tengan paciencia. Sin embargo, no pueden permanecer más tiempo
sin comer. Él probaría aún, pero la mujer y la pequeña son muy débiles.
Un momento se le ocurre pedir limosna; pero cuando una señora o un caballero pasan a su lado y
él intenta alargar la mano, su brazo se paraliza y la voz se ahoga en su garganta. Entonces permanece
plantado en la acera, mientras los transeúntes adinerados le vuelven la espalda, creyéndolo borracho, al
ver su feroz semblante de hambriento.
III
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IES ISLA DE LA DEVA Lengua Castellana y Literatura – 4º ESO

La mujer del obrero ha bajado a la puerta de la calle, dejando arriba a la niña dormida. La mujer
es muy delgada; lleva un vestido de percal. El viento helado de la calle la hace tiritar.
Ya no le queda nada en casa: todo lo llevó al Montepío. Ocho días sin trabajo bastan para vaciar
una casa. La víspera vendió a un trapero el último puñado de lana de su colchón: el colchón se fue así;
ahora no queda más que la tela. Allá arriba la colgó delante de la ventana, para impedir que entre el aire,
porque la niña tose mucho.
Sin decir nada a su marido, ella también ha buscado por su parte. Pero la falta de trabajo ha
alcanzado con más dureza a las mujeres que a los hombres. En la meseta de su cuarto oye a unas
desgraciadas que lloran durante la noche. Encontró una de pie en el rincón de una calle; otra ha muerto;
otra ha desaparecido.
Afortunadamente, ella tiene un buen hombre, un marido que no bebe. Vivirían sin apuros si la
falta de trabajo no los hubiese despojado de todo. Ha agotado el crédito: debe al panadero, al especiero,
a la frutera y ya ni siquiera se atreve a pasar delante de las tiendas. Por la tarde fue a casa de su hermana
a pedirle una moneda prestada, pero allí encontró también tal miseria, que se echó a llorar, sin decir
nada, y las dos, su hermana y ella, estuvieron llorando mucho tiempo. Luego, al marcharse, le ofreció
llevarle un pedazo de pan si su marido volvía con algo.
El marido no vuelve. La lluvia cae; la mujer se refugia en la puerta; grandes gotas de agua caen a
sus pies; un polvillo de agua atraviesa su falda. A ratos se impacienta, se echa fuera a pesar de la lluvia,
va hasta el final de la calle para ver si ve a lo lejos al que espera. Y cuando vuelve, toda mojada, pasa la
mano por sus cabellos para escurrir el agua; aun cobra paciencia, sacudida por cortos escalofríos de
fiebre.
Los transeúntes al ir y venir la codean y la pobre mujer se encoje cuanto puede para no molestar a
nadie. Los hombres la miran frente a frente y a ratos siente alientos calientes que le rozan el cuello.
Todo el París sospechoso, la calle con su lodo, sus claridades crudas y el rodar de los coches, parecen
querer cogerla y arrojarla al arroyo. Tiene hambre, pertenece a todo el mundo. Enfrente hay un
panadero, y la pobre mujer piensa en la pequeña que duerme arriba.
Después, cuando al fin el marido aparece, rozando como un miserable las paredes de las casas, se
precipita a su encuentro, y lo mira ansiosamente.
—¿Qué hay? —dice balbuceando.
En vez de contestar, el obrero baja la cabeza. Entonces, la mujer sube la primera, pálida como una
muerta.
IV
Arriba la pequeña no duerme. Se ha despertado, y está pensando enfrente de un cabo de vela que
se extingue en un extremo de la mesa. Y no se sabe qué pensamiento terrible y doloroso pasa sobre la
faz de aquella chicuela de siete años, con rasgos serios y marchitos de mujer hecha.
Está sentada sobre el borde del cofre que le sirve de cama. Sus pies desnudos tiemblan de frío, sus
manos de muñeca enfermiza aprietan contra el pecho los trapos con que se cubre. Siente allí una
quemadura, un fuego que quisiera apagar. Está pensando. Nunca ha tenido juguetes. No puede ir a la
escuela porque no tiene zapatos. Recuerda que cuando era más pequeña su madre la llevaba a tomar el
sol. Pero aquello está lejos. Fue preciso mudar de habitación, y desde aquella época le parece que un
gran frío sopló dentro de su casa. Desde entonces nunca ha estado contenta; siempre ha tenido hambre.
Es una cosa profunda en la cual penetra sin poder comprenderla. Pues qué, ¿todo el mundo tiene
hambre? Ha procurado, sin embargo, acostumbrarse a eso, pero no ha podido. Piensa que es demasiado
pequeña y que es preciso ser grande para saber. La madre sabe, sin duda, esa cosa que se oculta a los
niños. Si se atreviese, preguntaría quién nos trae así al mundo para que se tenga hambre.

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IES ISLA DE LA DEVA Lengua Castellana y Literatura – 4º ESO

¡Luego, en su casa todo es tan feo! Mira la ventana, donde el viento sacude la tela del colchón, las
paredes desnudas, los muebles rotos, toda aquella vergüenza de buhardilla, que la falta de trabajo
ensucia con su desesperación.
Imagina haber soñado con habitaciones bien calientes, en las que había cosas que relucían; cierra
los ojos para volverlas a ver, y a través de sus párpados adelgazados, la llama de la vela se convierte en
un gran resplandor de oro, en el que desearía entrar. Pero el viento sopla y por la ventana llega una
corriente tan fuerte de aire que le produce un acceso de tos. La niña tiene los ojos llenos de lágrimas.
Antes tenía miedo cuando la dejaban sola; ahora no sabe, lo mismo le da. Como no ha comido desde la
víspera, cree que su madre ha bajado a buscar pan. Entonces esta idea le divierte. Cortará su pan en
pedazos pequeñitos, los irá cogiendo despacio, uno por uno. Jugará con su pan.
La madre ha vuelto, el padre ha cerrado la puerta. La niña les mira las manos a los dos, muy
sorprendida. Y, como nada dicen, al cabo de un momento la pequeña repite un canto monótono:
—Tengo hambre, tengo hambre.
El padre, en un rincón, se ha cogido la cabeza entre los puños; allí permanece abrumado,
sacudidas las espaldas por desgarradores y silenciosos gemidos. La madre, conteniendo las lágrimas,
acuesta la pequeña. La tapa con todos los andrajos que hay en la casa; le dice que sea buena, que
duerma. Pero la niña, a la que el frío hace dar diente con diente y que siente el fuego de su pecho
quemarla con más fuerza, se hace atrevida. Se cuelga del cuello de su madre y muy quedito:
—Di, mamá —le pregunta— ¿por qué tenemos hambre?
FIN

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