Leyendas - Gustavo Adolfo Bécquer

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El Monte de las Ánimas

Por

Gustavo Adolfo Bécquer


La noche de difuntos me despertó, a no sé qué hora, el doble de las
campanas; su tañido monótono y eterno me trajo a las mientes esta tradición
que oí hace poco en Soria.
Intenté dormir de nuevo; ¡imposible! Una vez aguijoneada, la imaginación
es un caballo que se desboca, y al que no sirve tirarle de la rienda. Por pasar el
rato, me decidí a escribirla, como, en efecto, lo hice.
Yo no la oí en el mismo lugar en que acaeció, y la he escrito volviendo
algunas veces la cabeza, con miedo cuando sentía crujir los cristales de mi
balcón, estremecidos por el aire frío de la noche.
Sea de ello lo que quiera, ahí va, como el caballo de copas.

—I—

—Atad los perros; haced la señal con las trompas para que se reúnan los
cazadores, y demos la vuelta a la ciudad. La noche se acerca, es día de Todos
los Santos y estamos en el Monte de las Ánimas.
—¡Tan pronto!
—A ser otro día no dejara yo de concluir con ese rebaño de lobos que las
nieves del Moncayo han arrojado de sus madrigueras; pero hoy es imposible.
Dentro de poco sonará la oración en los Templarios, y las ánimas de los
difuntos comenzarán a tañer su campana en la capilla del monte.
—¡En esa capilla ruinosa! ¡Bah! ¿Quieres asustarme?
—No, hermosa prima; tú ignoras cuanto sucede en este país, porque aún no
hace un año que has venido a él desde muy lejos. Refrena tu yegua; yo
también pondré la mía al paso, y mientras dure el camino te contaré la historia.
Los pajes se reunieron en alegres y bulliciosos grupos; los condes de
Borges y de Alcudiel montaron en sus magníficos caballos, y todos juntos
siguieron a sus hijos Beatriz y Alonso, que precedían la comitiva a bastante
distancia.
Mientras duraba el camino, Alonso narró en estos términos la prometida
historia:
«Ese monte que hoy llaman de las Ánimas pertenecía a los Templarios,
cuyo convento ves allí, a la margen del río. Los Templarios eran guerreros y
religiosos a la vez. Conquistada Soria a los árabes, el rey los hizo venir de
lejanas tierras para defender la ciudad por la parte del puente, haciendo en ello
notable agravio a sus nobles de Castilla, que así hubieran sabido solos
defenderla como solos la conquistaron.
»Entre los caballeros de la nueva y poderosa orden y los hidalgos de la
ciudad fermentó por algunos años, y estalló al fin, un odio profundo. Los
primeros tenían acotado ese monte, donde reservaban caza abundante para
satisfacer sus necesidades y contribuir a sus placeres; los segundos
determinaron organizar una gran batida en el coto, a pesar de las severas
prohibiciones de los clérigos con espuelas, como llamaban a sus enemigos.
»Cundió la voz del reto, y nada fue parte a detener a los unos en su manía
de cazar y a los otros en su empeño de estorbarlo. La proyectada expedición se
llevó a cabo. No se acordaron de ella las fieras; antes la tendrían presente
tantas madres como arrastraron sendos lutos por sus hijos. Aquello no fue una
cacería, fue una batalla espantosa: el monte quedó sembrado de cadáveres; los
lobos, a quienes se quiso exterminar, tuvieron un sangriento festín. Por último,
intervino la autoridad del rey; el monte, maldita ocasión de tantas desgracias,
se declaró abandonado, y la capilla de los religiosos, situada en el mismo
monte, y en cuyo atrio se enterraron juntos amigos y enemigos, comenzó a
arruinarse.
»Desde entonces dicen que, cuando llega la noche de Difuntos, se oye
doblar sola la campana de la capilla, y que las ánimas de los muertos,
envueltas en jirones de sus sudarios, corren como en una cacería fantástica por
entre las breñas y los zarzales. Los ciervos braman espantados, los lobos
aúllan, las culebras dan horrorosos silbidos, y al otro día se han visto impresas
en la nieve las huellas de los descarnados pies de los esqueletos. Por eso en
Soria le llamamos el Monte de las Ánimas, y por eso he querido salir de él
antes que cierre la noche».
La relación de Alonso concluyó justamente cuando los dos jóvenes
llegaban al extremo del puente que da paso a la ciudad por aquel lado. Allí
esperaron al resto de la comitiva, la cual, después de incorporársele los dos
jinetes, se perdió por entre las estrechas y oscuras calles de Soria.

— II —

Los servidores acababan de levantar los manteles; la alta chimenea gótica


del palacio de los condes de Alcudiel despedía un vivo resplandor, iluminando
algunos grupos de damas y caballeros que alrededor de la lumbre conversaban
familiarmente, y el viento azotaba los emplomados vidrios de las ojivas del
salón.
Sólo dos personas parecían ajenas a la conversación general: Beatriz y
Alonso. Beatriz seguía con los ojos, absortos en un vago pensamiento, los
caprichos de la llama. Alonso miraba el reflejo de la hoguera chispear en las
azules pupilas de Beatriz.
Ambos guardaban hacía rato un profundo silencio.
Las dueñas referían, a propósito de la noche de Difuntos, cuentos
tenebrosos en que los espectros y los aparecidos representaban el principal
papel, y las campanas de las iglesias de Soria doblaban a lo lejos con un tañido
monótono y triste.
—Hermosa prima —exclamó al fin Alonso rompiendo el largo silencio en
que se encontraban—: pronto vamos a separarnos, tal vez para siempre; las
áridas llanuras de Castilla, sus costumbres toscas y guerreras, sus hábitos
sencillos y patriarcales sé que no te gustan; te he oído suspirar varias veces,
acaso por algún galán de tu lejano señorío.
Beatriz hizo un gesto de fría indiferencia; todo su carácter de mujer se
reveló en aquella desdeñosa contracción de sus delgados labios.
—Tal vez por la pompa de la corte francesa, donde hasta aquí has vivido
—se apresuró a añadir el joven—. De un modo o de otro, presiento que no
tardaré en perderte... Al separarnos, quisiera que llevases una memoria mía...
¿Te acuerdas cuando fuimos al templo a dar gracias a Dios por haberte
devuelto la salud que viniste a buscar a esta tierra? El joyel que sujetaba la
pluma de mi gorra cautivó tu atención. ¡Qué hermoso estaría sujetando un velo
sobre tu oscura cabellera! Ya ha prendido el de una desposada: mi padre se lo
regaló a la que me dio el ser, y ella lo llevó al altar... ¿Lo quieres?
—No sé en el tuyo —contestó la hermosa—, pero en mi país, una prenda
recibida compromete la voluntad. Sólo en un día de ceremonia debe aceptarse
un presente de manos de un deudo..., que aún puede ir a Roma sin volver con
las manos vacías.
El acento helado con que Beatriz pronunció estas palabras turbó un
momento al joven, que después de serenarse dijo con tristeza:
—Lo sé prima; pero hoy se celebran Todos los Santos, y el tuyo entre
todos; hoy es día de ceremonias y presentes. ¿Quieres aceptar el mío?
Beatriz se mordió ligeramente los labios y extendió la mano para tomar la
joya, sin añadir una palabra.
Los dos jóvenes volvieron a quedarse en silencio, y volviose a oír la
cascada voz de las viejas que hablaban de brujas y de trasgos, y el zumbido del
aire que hacía crujir los vidrios de las ojivas, y el triste y monótono doblar de
las campanas.
Al cabo de algunos minutos, el interrumpido diálogo tornó a anudarse de
este modo:
—Y antes de que concluya el día de Todos los Santos, en que así como el
tuyo se celebra el mío, y puedes, sin atar tu voluntad, dejarme un recuerdo,
¿no lo harás? —dijo él, clavando una mirada en la de su prima, que brilló
como un relámpago, iluminada por un pensamiento diabólico.
—¿Por qué no? —exclamó ésta, llevándose la mano al hombro derecho
como para buscar alguna cosa entre los pliegues de su ancha manga de
terciopelo bordado de oro... Después, con una infantil expresión de
sentimiento, añadió:
—¿Te acuerdas de la banda azul que llevé hoy a la cacería, y que por no sé
qué emblema de su color me dijiste que era la divisa de tu alma?
—Sí.
—Pues... ¡se ha perdido! Se ha perdido, y pensaba dejártela como un
recuerdo.
—¡Se ha perdido! ¿Y dónde? —preguntó Alonso, incorporándose de su
asiento y con una indescriptible expresión de temor y esperanza.
—No sé...; en el monte acaso.
—¡En el Monte de las Ánimas —murmuró palideciendo y dejándose caer
sobre el sitial—, ¡en el Monte de las Ánimas!
Luego prosiguió con voz entrecortada y sorda:
—Tú lo sabes, porque lo habrás oído mil veces; en la ciudad, en toda
Castilla me llaman el rey de los cazadores. No habiendo aún podido probar
mis fuerzas en los combates, como mis ascendientes, he llevado a esta
diversión imagen de la guerra todos los bríos de mi juventud, todo el ardor
hereditario en mi raza. La alfombra que pisan tus pies son despojos de fieras
que he muerto por mi mano. Yo conozco sus guaridas y sus costumbres; y he
combatido con ellas de día y de noche, a pie y a caballo, solo y en batida, y
nadie dirá que me ha visto huir el peligro en ninguna ocasión. Otra noche
volaría por esa banda, y volaría gozoso como a una fiesta; esta noche..., esta
noche, ¿a qué ocultarlo?, tengo miedo. ¿Oyes? Las campanas doblan, la
oración ha sonado en San Juan del Duero, las ánimas del monte comenzarán
ahora a levantar sus amarillentos cráneos de entre las malezas que cubren sus
fosas...; ¡las ánimas!, cuya sola vista puede helar de horror la sangre del más
valiente, tornar sus cabellos blancos o arrebatarle en el torbellino de su
fantástica carrera como una hoja que arrastra el viento, sin que se sepa adónde.
Mientras el joven hablaba, una sonrisa imperceptible se dibujó en los
labios de Beatriz, que cuando hubo concluido exclamó, con un tono
indiferente y mientras atizaba el fuego del hogar, donde saltaba y crujía la leña
arrojando chispas de mil colores:
—¡Oh! Eso de ningún modo. ¡Qué locura! ¡Ir ahora al monte por
semejante friolera! ¡Una noche tan oscura, noche de Difuntos, y cuajado el
camino de lobos!
Al decir esta última frase, la recargó de un modo tan especial, que Alonso
no pudo menos de comprender toda su amarga ironía; movido como por un
resorte, se puso de pie, se pasó la mano por la frente, como para arrancarse el
miedo que estaba en su cabeza, y no en su corazón, y con voz firme exclamó,
dirigiéndose a la hermosa, que estaba aún inclinada sobre el hogar
entreteniéndose en revolver el fuego:
—¡Adiós Beatriz, adiós! Hasta... pronto.
—¡Alonso, Alonso! —dijo ésta, volviéndose con rapidez; pero cuando
quiso, o aparentó querer, detenerle, el joven había desaparecido.
A los pocos minutos se oyó el rumor de un caballo que se alejaba al
galope. La hermosa, con una radiante expresión de orgullo satisfecho, que
coloreó sus mejillas, prestó atento oído a aquel rumor, que se debilitaba, que
se perdía, que se desvaneció por último.
Las viejas, en tanto, continuaban en sus cuentos de ánimas aparecidas; el
aire zumbaba en los vidrios del balcón, y las campanas de la ciudad doblaban
a lo lejos.

— III —

Había pasado una hora, dos, tres; la media roche estaba a punto de sonar, y
Beatriz se retiró a su oratorio. Alonso no volvía, no volvía, cuando en menos
de una hora pudiera haberlo hecho.
—¡Habrá tenido miedo! —exclamó la joven cerrando su libro de oraciones
y encaminándose a su lecho, después de haber intentado inútilmente murmurar
algunos de los rezos que la iglesia consagra en el día de Difuntos a los que ya
no existen.
Después de haber apagado la lámpara y cruzado las dobles cortinas de
seda, se durmió; se durmió con un sueño inquieto, ligero, nervioso.
Las doce sonaron en el reloj del Postigo. Beatriz oyó entre sueños las
vibraciones de la campana, lentas, sordas, tristísimas, y entreabrió los ojos.
Creía haber oído, a par de ellas, pronunciar su nombre; pero lejos, muy lejos, y
por una voz apagada y doliente. El viento gemía en los vidrios de la ventana.
—Será el viento —dijo; y poniéndose la mano sobre el corazón procuró
tranquilizarse. Pero su corazón latía cada vez con más violencia. Las puertas
de alerce del oratorio habían crujido sobre sus goznes, con un chirrido agudo
prolongado y estridente.
Primero unas y luego las otras más cercanas, todas las puertas que daban
paso a su habitación iban sonando por su orden; éstas con un ruido sordo y
suave; aquéllas con un lamento largo y crispador. Después, silencio; un
silencio lleno de rumores extraños, el silencio de la media noche, con un
murmullo monótono de agua distante; lejanos ladridos de perros, voces
confusas, palabras ininteligibles; ecos de pasos que van y vienen, crujir de
ropas que se arrastran, suspiros que se ahogan, respiraciones fatigosas que casi
no se sienten, estremecimientos involuntarios que anuncian la presencia de
algo que no se ve y cuya aproximación se nota, no obstante, en la oscuridad.
Beatriz, inmóvil, temblorosa, adelantó la cabeza fuera de las cortinillas y
escuchó un momento. Oía mil ruidos diversos; se pasaba la mano por la frente,
tornaba a escuchar; nada, silencio.
Veía, con esa fosforescencia de la pupila en las crisis nerviosas, como
bultos que se movían en todas direcciones; y cuando, dilatándose, las fijaba en
un punto, nada; oscuridad, las sombras impenetrables.
—¡Bah! —exclamó, yendo a recostar su hermosa cabeza sobre la
almohada, de raso azul, del lecho—. ¿Soy yo tan miedosa como estas pobres
gentes, cuyo corazón palpita de terror bajo una armadura, al oír una conseja de
aparecidos?
Y cerrando los ojos intentó dormir...; pero en vano había hecho un esfuerzo
sobre sí misma. Pronto volvió a incorporarse, más pálida, más inquieta, más
aterrada. Ya no era una ilusión: las colgaduras de brocado de la puerta habían
rozado al separarse y unas pisadas lentas sonaban sobre la alfombra; el rumor
de aquellas pisadas era sordo, casi imperceptible, pero continuado, y a su
compás se oía crujir una cosa como madera o hueso. Y se acercaban, se
acercaban, y se movió el reclinatorio que estaba a la orilla de su lecho. Beatriz
lanzó un grito agudo, y arrebujándose en la ropa que la cubría escondió la
cabeza y contuvo el aliento.
El aire azotaba los vidrios del balcón; el agua de la fuente lejana caía y caía
con un rumor eterno y monótono; los ladridos de los perros se dilataban en las
ráfagas del aire, y las campanas de la ciudad de Soria, unas cerca, otras
distantes, doblaban tristemente por las ánimas de los difuntos.
Así pasó una hora, dos, la noche, un siglo, porque la noche aquella pareció
eterna a Beatriz. Al fin despuntó la aurora; vuelta de su temor, entreabrió los
ojos a los primeros rayos de la luz. Después de una noche de insomnio y de
terrores, ¡es tan hermosa la luz clara y blanca del día! Separó las cortinas de
seda del lecho, y ya se disponía a reírse de sus temores pasados cuando de
repente un sudor frío cubrió su cuerpo, sus ojos se desencajaron y una palidez
mortal decoloró sus mejillas: sobre el reclinatorio había visto, sangrienta y
desgarrada, la banda azul que perdiera en el monte, la banda azul que fue a
buscar Alonso.
Cuando sus servidores llegaron despavoridos a noticiarle la muerte del
primogénito de Alcudiel, que a la mañana había aparecido devorado por los
lobos entre las malezas del Monte de las Ánimas, la encontraron inmóvil,
crispada, asida con ambas manos a una de las columnas de ébano del lecho,
desencajados los ojos, entreabierta la boca, blancos los labios, rígidos los
miembros: muerta, ¡muerta de horror!

— IV —

Dicen que después de acaecido este suceso un cazador extraviado que pasó
la noche de difuntos sin poder salir del Monte de las Ánimas y que al otro día,
antes de morir, pudo contar lo que viera, refirió cosas horribles. Entre otras,
asegura que vio a los esqueletos de los antiguos Templarios y de los nobles de
Soria enterrados en el atrio de la capilla, levantarse al punto de la oración con
un estrépito horrible, y caballeros sobre osamentas de corceles perseguir como
a una fiera a una mujer hermosa, pálida y desmelenada que, con los pies
desnudos y sangrientos y arrojando gritos de horror, daba vueltas alrededor de
la tumba de Alonso.

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El Rayo de Luna

Por

Gustavo Adolfo Bécquer


Yo no sé si esto es una historia que parece cuento o un cuento que parece
historia; lo que puedo decir es que en su fondo hay una verdad, una verdad
muy triste, de la que acaso yo seré uno de los últimos en aprovecharme, dadas
mis condiciones de imaginación.
Otro, con esta idea, tal vez hubiera hecho un tomo de filosofía lacrimosa;
yo he escrito esta leyenda, que a los demás que nada vean en su fondo al
menos podrá entretenerles un rato.

—I—

Era noble, había nacido entre el estruendo de las armas, y el insólito


clamor de una trompa de guerra no lo hubiera hecho levantar la cabeza un
instante ni apartar sus ojos de un punto del oscuro pergamino en que leía la
última cantiga de un trovador.
Los que quisieran encontrarle no le debían buscar en el anchuroso patio de
su castillo, donde los palafreneros domaban los potros, los pajes enseñaban a
volar a los halcones y los soldados se entretenían los días de reposo en afilar el
hierro de su lanza contra una piedra.
—¿Dónde está Manrique, dónde está vuestro señor? —preguntaba algunas
veces su madre.
—No sabemos —respondían sus servidores—; acaso estará en el claustro
del monasterio de la Peña, sentado al borde de una tumba, prestando oído a ver
si sorprende alguna palabra de la conversación de los muertos, o en el puente,
mirando correr unas tras otras las olas del río por debajo de sus arcos; o
acurrucado en la quiebra de una roca y entretenido en contar las estrellas del
cielo, en seguir una nube con la vista o contemplar los fuegos fatuos que
cruzan como exhalaciones sobre el haz de las lagunas. En cualquiera parte
estará, menos en donde esté todo el mundo.
En efecto, Manrique amaba la soledad, y la amaba de tal modo, que
algunas veces hubiera deseado no tener sombra, porque su sombra no le
siguiese a todas partes.
Amaba la soledad, porque en su seno, dando rienda suelta a la
imaginación, forjaba un mundo fantástico, habitado por extrañas creaciones,
hijas de sus delirios y sus ensueños de poeta; porque Manrique era poeta,
tanto, que nunca le habían satisfecho las formas en que pudiera encerrar sus
pensamientos, y nunca los había encerrado al escribirlos.
Creía que entre las rojas ascuas del hogar habitaban espíritus de fuego de
mil colores, que corrían como insectos de oro a lo largo de los troncos
encendidos o danzaban en una luminosa ronda de chispas en la cúspide de las
llamas, y se pasaba las horas muertas sentado en un escabel junto a la alta
chimenea gótica, inmóvil y con los ojos fijos en la lumbre.
Creía que en el fondo de las ondas del río, entre los musgos de la fuente y
sobre los vapores del lago vivían unas mujeres misteriosas, hadas, sílfides u
ondinas, que exhalaban lamentos y suspiros o cantaban y se reían en el
monótono rumor del agua, rumor que oía en silencio intentando traducirlo.
En las nubes, en el aire, en el fondo de los bosques, en las grietas de las
peñas, imaginaba percibir formas o escuchar sonidos misteriosos, formas de
seres sobrenaturales, palabras ininteligibles que no podía comprender.
¡Amar! Había nacido para soñar el amor, no para sentirlo. Amaba a todas
las mujeres un instante: a ésta porque era rubia, a aquélla porque tenía los
labios rojos, a la otra porque se cimbreaba, al andar, como un junco.
Algunas veces llegaba su delirio hasta el punto de quedarse una noche
entera mirando a la luna, que flotaba en el cielo entre un vapor de plata, o a las
estrellas, que temblaban a lo lejos como los cambiantes de las piedras
preciosas. En aquellas largas noches de poético insomnio, exclamaba:
—Si es verdad, como el prior de la Peña me ha dicho, que es posible que
esos puntos de luz sean mundos; si es verdad que en ese globo de nácar que
rueda sobre las nubes habitan gentes, ¡qué mujeres tan hermosas serán las
mujeres de esas regiones luminosas, y yo no podré verlas, y yo no podré
amarlas!... ¿Cómo será su hermosura?... ¿Cómo será su amor?
Manrique no estaba aún lo bastante loco para que le siguiesen los
muchachos, pero sí lo suficiente para hablar y gesticular a solas, que es por
donde se empieza.

— II —

Sobre el Duero, que pasaba lamiendo las carcomidas y oscuras piedras de


las murallas de Soria, hay un puente que conduce de la ciudad al antiguo
convento de los Templarios, cuyas posesiones se extendían a lo largo de la
opuesta margen del río.
En la época a que nos referimos, los caballeros de la Orden habían ya
abandonado sus históricas fortalezas; pero aún quedaban en pie los restos de
los anchos torreones de sus muros; aún se veían, como en parte se ven hoy,
cubiertos de hiedra y campanillas blancas, los macizos arcos de su claustro, las
prolongadas galerías ojivales de sus patios de armas, en las que suspiraba el
viento con un gemido, agitando las altas hierbas.
En los huertos y en los jardines, cuyos senderos no hollaban hacía muchos
años las plantas de los religiosos, la vegetación, abandonada a sí misma,
desplegaba todas sus galas, sin temor de que la mano del hombre la mutilase,
creyendo embellecerla. Las plantas trepadoras subían encaramándose por los
añosos troncos de los árboles; las sombrías calles de álamos, cuyas copas se
tocaban y se confundían entre sí, se habían cubierto de césped; los cardos
silvestres y las ortigas brotaban en medio de los enarenados caminos, y en dos
trozos de fábrica, próximos a desplomarse, el jaramago, flotando al viento
como el penacho de una cimera, y las campanillas blancas y azules,
balanceándose como en un columpio sobre sus largos y flexibles tallos,
pregonaban la victoria de la destrucción y la ruina.
Era de noche; una noche de verano, templada, llena de perfumes y de
rumores apacibles, y con una luna blanca y serena en mitad de un cielo azul,
luminoso y transparente.
Manrique, presa su imaginación de un vértigo de poesía, después de
atravesar el puente, desde donde contempló un momento la negra silueta de la
ciudad, que se destacaba sobre el fondo de algunas nubes blanquecinas y
ligeras arrolladas en el horizonte, se internó en las desiertas ruinas de los
Templarios.
La media noche tocaba a su punto. La luna, que se había ido remontando
lentamente, estaba ya en lo más alto del cielo, cuando, al entrar en una oscura
alameda que conducía desde el derruido claustro a la margen del Duero,
Manrique exhaló un grito leve, ahogado, mezcla extraña de sorpresa, de temor
y de júbilo.
En el fondo de la sombría alameda había visto agitarse una cosa blanca,
que flotó un momento y desapareció en la oscuridad. La orla del traje de una
mujer, de una mujer que había cruzado el sendero y se ocultaba entre el
follaje, en el mismo instante en que el loco soñador de quimeras o imposibles
penetraba en los jardines.

— III —

Llegó al punto en que había visto perderse entre la espesura de las ramas a
la mujer misteriosa. Había desaparecido. ¿Por dónde? Allá lejos creyó divisar,
por entre los cruzados troncos de los árboles, como una claridad o una forma
blanca que se movía.
—¡Es ella, es ella, que lleva alas en los pies y huye como una sombra! —
dijo; y se precipitó en su busca, separando con las manos las redes de hiedra
que se extendían como un tapiz de unos en otros álamos. Llegó rompiendo por
entre la maleza y las plantas parásitas hasta una especie de rellano que
iluminaba la claridad del cielo... ¡Nadie! —¡Ah, por aquí, por aquí va! —
exclamó entonces—. Oigo sus pisadas sobre las hojas secas, y el crujido de su
traje, que arrastra por el suelo y roza en los arbustos —y corría, y corría como
un loco de aquí para allá, y no la veía—. Pero siguen sonando sus pisadas —
murmuró otra vez—; creo que ha hablado; no hay duda, ha hablado... El
viento que suspira entre las ramas; las hojas, que parece que rezan en voz baja,
me han impedido oír lo que ha dicho; pero no hay duda, va por ahí, ha
hablado..., ha hablado... ¿En qué idioma? No sé, pero es una lengua
extranjera...
Y tornó a correr en su seguimiento, unas veces creyendo verla, otras
pensando oírla; ya notando que las ramas por entre las cuales había
desaparecido se movían; ya imaginando distinguir en la arena la huella de sus
breves pies; luego, firmemente persuadido de que un perfume especial que
aspiraba a intervalos era un aroma perteneciente a aquella mujer que se
burlaba de él, complaciéndose en huirle por entre aquellas intrincadas malezas.
¡Afán inútil!
Vagó algunas horas de un lado a otro fuera de sí, ya parándose para
escuchar, ya deslizándose con las mayores precauciones sobre la hierba, ya en
una carrera frenética y desesperada.
Avanzando, avanzando por entre los inmensos jardines que bordaban la
margen del río, llegó al fin al pie de las rocas sobre que se eleva la ermita de
San Saturio.
—Tal vez desde esta altura podré orientarme para seguir mis pesquisas a
través de ese confuso laberinto —exclamó trepando de peña en peña con la
ayuda de su daga.
Llegó a la cima, desde la que se descubre la ciudad en lontananza y una
gran parte del Duero que se retuerce a sus pies, arrastrando una corriente
impetuosa y oscura por entre las corvas márgenes que lo encarcelan.
Manrique, una vez en lo alto de las rocas, tendió la vista a su alrededor;
pero al tenderla y fijarla al cabo en un punto, no pudo contener una blasfemia.
La luz de la luna rielaba chispeando en la estela que dejaba en pos de sí
una barca que se dirigía a todo remo a la orilla opuesta.
En aquella barca había creído distinguir una forma blanca y esbelta, una
mujer, sin duda la mujer que había visto en los Templarios, la mujer de sus
sueños, la realización de sus más locas esperanzas. Se descolgó de las peñas
con la agilidad de un gamo, arrojó al suelo la gorra, cuya redonda y larga
pluma podía embarazarle para correr, y desnudándose del ancho capotillo de
terciopelo, partió como una exhalación hacia el puente.
Pensaba atravesarlo y llegar a la ciudad antes que la barca tocase en la otra
orilla. ¡Locura! Cuando Manrique llegó jadeante y cubierto de sudor, a la
entrada, ya los que habían atravesado el Duero por la parte de San Saturio,
entraban en Soria por una de las puertas del muro, que en aquel tiempo llegaba
hasta la margen del río, en cuyas aguas se retrataban sus pardas almenas.

— IV —

Aunque desvanecida su esperanza de alcanzar a los que habían entrado por


el postigo de San Saturio, no por eso nuestro héroe perdió la de saber la casa
que en la ciudad podía albergarlos. Fija en su mente esta idea, penetró en la
población, y dirigiéndose hacia el barrio de San Juan, comenzó a vagar por sus
calles a la ventura.
Las calles de Soria eran entonces, y lo son todavía, estrechas, oscuras y
tortuosas. Un silencio profundo reinaba en ellas, silencio que sólo
interrumpían ora el lejano ladrido de un perro, ora el rumor de una puerta al
cerrarse, ora el relincho de un corcel que, piafando, hacía sonar la cadena que
le sujetaba al pesebre en las subterráneas caballerizas.
Manrique, con el oído atento a estos rumores de la noche, que unas veces
le parecían los pasos de alguna persona que había doblado ya la última esquina
de un callejón desierto; otras, voces confusas de gentes que hablaban a sus
espaldas y que a cada momento esperaba ver a su lado, anduvo algunas horas
corriendo al azar de un sitio a otro.
Por último, se detuvo al pie de un caserón de piedra, oscuro y antiquísimo,
y al detenerse brillaron sus ojos con una indescriptible expresión de alegría.
En una de las altas ventanas ojivales de aquel que pudiéramos llamar palacio
se veía un rayo de luz templada y suave que, pasando a través de unas ligeras
colgaduras de seda color de rosa, se reflejaba en el negruzco y grieteado
paredón de la casa de enfrente.
—No cabe duda; aquí vive mi desconocida —murmuró el joven en voz
baja sin apartar un punto sus ojos de la ventana gótica—, aquí vive. Ella entró
por el postigo de San Saturio...; por el postigo de San Saturio se viene a este
barrio...; en este barrio hay una casa donde, pasada la media noche, aún hay
gente en vela... ¿En vela? ¿Quién sino ella, que vuelve de sus nocturnas
excursiones, puede estarlo a estas horas?... No hay más; ésta es su casa.
En esta firme persuasión, y revolviendo en su cabeza las más locas y
fantásticas imaginaciones, esperó el alba frente a la ventana gótica, de la que
en toda la noche no faltó la luz, ni él separó la vista un momento.
Cuando llegó el día, las macizas puertas del arco que daba entrada al
caserón, y sobre cuya clave se veían esculpidos los blasones de su dueño,
giraron pesadamente sobre los goznes, con un chirrido prolongado y agudo.
Un escudero reapareció en el dintel con un manojo de llaves en la mano,
restregándose los ojos y enseñando al bostezar una caja de dientes capaces de
dar envidia a un cocodrilo.
Verle Manrique y lanzarse a la puerta todo fue obra de un instante.
—¿Quién habita en esta casa? ¿Cómo se llama ella? ¿De dónde es? ¿A qué
ha venido a Soria? ¿Tiene esposo? Responde, responde, animal.
Ésta fue la salutación que, sacudiéndole el brazo violentamente, dirigió al
pobre escudero, el cual, después de mirarle un buen espacio de tiempo con
ojos espantados y estúpidos, le contestó con voz entrecortada por la sorpresa:
—En esta casa vive el muy honrado señor D. Alonso de Valdecuellos,
montero mayor de nuestro señor el rey, que, herido en la guerra contra moros,
se encuentra en esta ciudad reponiéndose de sus fatigas.
—¿Pero y su hija? —interrumpió el joven, impaciente—. ¿Y su hija, o su
hermana, o su esposa, o lo que sea?
—No tiene ninguna mujer consigo.
—¡No tiene ninguna!... ¿Pues quién duerme allí en aquel aposento, donde
toda la noche he visto arder una luz?
—¿Allí? Allí duerme mi señor D. Alonso, que, como se halla enfermo,
mantiene encendida su lámpara hasta que amanece.
Un rayo cayendo de improviso a sus pies no le hubiera causado más
asombro que el que le causaron estas palabras.

—V—

—Yo la he de encontrar, la he de encontrar; y si la encuentro, estoy casi


seguro de que he de conocerla... ¿En qué?... Eso es lo que no podré decir...,
pero he de conocerla. El eco de sus pisadas o una sola palabra suya que vuelva
a oír; un extremo de su traje, un solo extremo que vuelva a ver me bastarán
para conseguirlo. Noche y día estoy mirando flotar delante de mis ojos
aquellos pliegues de una tela diáfana y blanquísima; noche y día me están
sonando aquí dentro, dentro de la cabeza, el crujido de su traje, el confuso
rumor de sus ininteligibles palabras... ¿Qué dijo?... ¿Qué dijo? ¡Ah!, si yo
pudiera saber lo que dijo, acaso...; pero, aún sin saberlo, la encontraré..., la
encontraré; me lo da el corazón, y mi corazón no me engaña nunca. Verdad es
que ya he recorrido inútilmente todas las calles de Soria; que he pasado noches
y noches al sereno, hecho poste de una esquina; que he gastado más de veinte
doblas en oro en hacer charlar a dueñas y escuderos; que he dado agua bendita
en San Nicolás a una vieja, arrebujada con tal arte en su manto de anascote,
que se me figuró una deidad; y al salir de la Colegiata una noche de maitines
he seguido como un tonto la litera del arcediano, creyendo que el extremo de
sus hopalandas era el del traje de mi desconocida; pero no importa...; yo la he
de encontrar, y la gloria de poseerla excederá seguramente al trabajo de
buscarla.
¿Cómo serán sus ojos?... Deben de ser azules, azules y húmedos como el
cielo de la noche; me gustan tanto los ojos de ese color; son tan expresivos, tan
melancólicos, tan... Sí..., no hay duda; azules deben de ser; azules son,
seguramente, y sus cabellos, negros, muy negros y largos para que floten... Me
parece que los vi flotar aquella noche, al par que su traje, y eran negros...; no
me engaño, no; eran negros.
¡Y qué bien sientan unos ojos azules, muy rasgados y adormidos, y una
cabellera suelta, flotando y oscura, a una mujer alta...; porque... ella es alta,
alta y esbelta, como esos ángeles de las portadas de nuestras basílicas, cuyos
ovalados rostros envuelven en un misterioso crepúsculo las sombras de sus
doseles de granito!
¡Su voz!... Su voz la he oído... su voz es suave como el rumor del viento en
las hojas de los álamos, y su andar, acompasado y majestuoso como las
cadencias de una música.
Y esa mujer, que es hermosa como el más hermoso de mis sueños de
adolescente, que piensa como yo pienso, que gusta como yo gusto, que odia lo
que yo odio, que es un espíritu hermano de mi espíritu, que es el complemento
de mi ser, ¿no se ha de sentir conmovida al encontrarme? ¿No me ha de amar
como yo la amaré, como yo la amo ya, con todas las fuerzas de mi vida, con
todas las facultades de mi alma?
Vamos, vamos al sitio donde la vi la primera y única vez que la he visto...
¿Quién sabe si, caprichosa como yo, amiga de la soledad y el misterio, como
todas las almas soñadoras, se complace en vagar por entre las ruinas, en el
silencio de la noche?
Dos meses habían transcurrido desde que el escudero de D. Alonso de
Valdecuellos desengañó al iluso Manrique; dos meses, durante los cuales en
cada hora había formado un castillo en el aire, que la realidad desvanecía con
un soplo; dos meses, durante los cuales había buscado en vano a aquella mujer
desconocida, cuyo absurdo amor iba creciendo en su alma, merced a sus aún
más absurdas imaginaciones, cuando, después de atravesar, absorto en estas
ideas, el puente que conduce a los Templarios, el enamorado joven se perdió
entre las intrincadas sendas de sus jardines.

— VI —

La noche estaba serena y hermosa; la luna brillaba en toda su plenitud en


lo más alto del cielo, y el viento suspiraba con un rumor dulcísimo entre las
hojas de los árboles.
Manrique llegó al claustro, tendió la vista por su recinto y miró a través de
las macizas columnas de sus arcadas... Estaba desierto.
Salió de él, encaminó sus pasos hacia la oscura alameda que conduce al
Duero, y aún no había penetrado en ella, cuando de sus labios se escapó un
grito de júbilo.
Había visto flotar un instante, y desaparecer, el extremo del traje blanco,
del traje blanco de la mujer de sus sueños, de la mujer que ya amaba como un
loco.
Corre, corre en su busca, llega al sitio en que la ha visto desaparecer; pero
al llegar se detiene, fija los espantados ojos en el suelo, permanece un rato
inmóvil; un ligero temblor nervioso agita sus miembros; un temblor que va
creciendo, que va creciendo, y ofrece los síntomas de una verdadera
convulsión, y prorrumpe, al fin, en una carcajada sonora, estridente, horrible.
Aquella cosa blanca, ligera, flotante, había vuelto a brillar ante sus ojos,
pero había brillado a sus pies un instante, no más que un instante.
Era un rayo de luna, un rayo de luna que penetraba a intervalos por entre la
verde bóveda de los árboles cuando el viento movía sus ramas.
Habían pasado algunos años. Manrique, sentado en un sitial junto a la alta
chimenea gótica de su castillo, inmóvil casi y con una mirada vaga e inquieta
como la de un idiota, apenas prestaba atención ni a las caricias de su madre ni
a los consuelos de sus servidores.
—Tú eres joven, tú eres hermoso —le decía aquélla—; ¿por qué te
consumes en la soledad? ¿Por qué no buscas una mujer a quien ames, y que,
amándote, pueda hacerte feliz?
—¡El amor!... El amor es un rayo de luna —murmuraba el joven.
—¿Por qué no despertáis de ese letargo? —le decía uno de sus escuderos
—; os vestís de hierro de pies a cabeza, mandáis desplegar al aire vuestro
pendón de ricohombre, y marchamos a la guerra; en la guerra se encuentra la
gloria.
—¡La gloria!... La gloria es un rayo de luna.
—¿Queréis que os diga una cantiga, la última que ha compuesto mosén
Arnaldo, el trovador provenzal?
—¡No! ¡No! —exclamó el joven incorporándose, colérico, en su sitial—.
No quiero nada...; es decir, sí quiero...: quiero que me dejéis solo... Cantigas...,
mujeres..., glorias..., felicidad..., mentiras todo, fantasmas vanos que
formamos en nuestra imaginación y vestimos a nuestro antojo, y los amamos y
corremos tras ellos. ¿Para qué? ¿Para qué? Para encontrar un rayo de luna.
Manrique estaba loco; por lo menos, todo el mundo lo creía así. A mí, por
el contrario, se me figuraba que lo que había hecho era recuperar el juicio.

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LA AJORCA DE ORO

GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER


(LEYENDAS)
I

Ella era hermosa, hermosa con esa hermosura que inspira el vértigo; hermosa con
esa hermosura que no se parece en nada a la que soñamos en los ángeles, que, sin
embargo, es sobrenatural; hermosura diabólica, que tal vez presta el demonio a
algunos seres para hacerlos sus instrumentos en la tierra.

Él la amaba; la amaba con ese amor que no conoce freno ni límites; la amaba con
ese amor en que se busca un goce y sólo se encuentran martirios; amor que se
asemeja a la felicidad, y que, no obstante, parece infundir el cielo para la
expiación de una culpa.

Ella era caprichosa, caprichosa: y extravagante como todas las mujeres del
mundo.

Él, supersticioso, supersticioso y valiente, como todos los hombres de su época.

Ella se llamaba María Antúnez.

Él, Pedro Alfonso de Orellana.

Los dos eran toledanos, y los dos vivían en la misma ciudad que los vio nacer.

La tradición que refiere esta maravillosa historia, acaecida hace muchos años, no
dice nada más acerca de los personajes que fueron sus héroes.

Yo, en mi calidad de cronista verídico, no añadiré ni una sola palabra de mi


cosecha para caracterizarlos mejor.

II

Él la encontró un día llorando y le preguntó:

-¿Porqué lloras?

Ella se enjugó los ojos, le miró fijamente, arrojó un suspiro y volvió a llorar.

Pedro entonces, acercándose a María, le tomó una mano, apoyó el codo en el


pretil árabe desde donde la hermosa miraba pasar la corriente del río, y tornó a
decirle: -¿Por qué lloras?

El Tajo se retorcía gimiendo al pie del mirador entre las rocas sobre que se asienta
la ciudad imperial. El sol trasponía los montes vecinos, la niebla de la tarde
flotaba como un velo de gasa azul, y sólo el monótono ruido del agua

interrumpía el alto silencio.

María exclamó: -No me preguntes por qué lloro, no me lo preguntes: pues ni yo


sabré contestarte, ni tú comprenderme. Hay deseos que se ahogan en nuestra
alma de mujer, sin que los revele más que un suspiro; ideas locas que cruzan por
nuestra imaginación, sin que ose formularlas el labio; fenómenos
incomprensibles de nuestra naturaleza misteriosa, que el hombre no puede ni
aún concebir. Te lo ruego, no me preguntes la causa de mi dolor; si te la revelase,
acaso te arrancaría una carcajada.

Cuando estas palabras expiraron, ella tornó a inclinar la frente y él a reiterar sus
preguntas.

La hermosa, rompiendo al fin su obstinado silencio, dijo a su amante con voz


sorda y entrecortada:

-Tú lo quieres, es una locura que te hará reír; pero no importa: te lo diré, puesto
que lo deseas.

Ayer estuve en el templo. Se celebraba la fiesta de la Virgen; su imagen, colocada


en el altar mayor sobre un escabel de oro, resplandecía como un ascua de fuego;
las notas del órgano temblaban dilatándose de eco en eco por el ámbito de la
iglesia, y en el coro los sacerdotes entonaban el Salve, Regina.

Yo rezaba, rezaba absorta en mis pensamientos religiosos, cuando


maquinalmente levanté la cabeza y mi vista se dirigió al altar. No sé por qué mis
ojos se fijaron desde luego en la imagen; digo mal, en la imagen no: se fijaron en
un objeto que hasta entonces no había visto, un objeto que, sin poder
explicármelo, llamaba sobre sí toda mi atención... No te rías... aquel objeto era la
ajorca de oro que tiene la Madre de Dios en uno de los brazos en que descansa su
divino Hijo... Yo aparté la vista y torné a rezar... ¡Imposible! Mis ojos se volvían
involuntariamente al mismo punto. Las luces del altar, reflejándose en las mil
facetas de sus diamantes, se reproducían de una manera prodigiosa. Millones de
chispas de luz rojas y azules, verdes y amarillas, volteaban alrededor de las
piedras como un torbellino de átomos de fuego, como una vertiginosa ronda de
esos espíritus de llamas que fascinan con su brillo y su increíble inquietud...

Salí del templo, vine a casa, pero vine con aquella idea fija en la imaginación. Me
acosté para dormir; no pude... Pasó la noche, eterna con aquel pensamiento... Al
amanecer se cerraron mis párpados, y, ¿lo creerás?, aún en el sueño veía cruzar,
perderse y tornar de nuevo una mujer, una mujer morena y hermosa, que llevaba
la joya de oro y de pedrería; una mujer, sí, porque ya no era la Virgen que yo adoro
y ante quien me humillo; era una mujer, otra mujer como yo, que me miraba y se
reía mofándose de mí. -¿La ves? -parecía decirme, mostrándome la joya-. ¡Cómo
brilla! Parece un círculo de estrellas arrancadas del cielo de una noche de verano.
¿La ves? Pues no es tuya, no lo será nunca, nunca... Tendrás acaso otras mejores,
más ricas, si es posible; pero ésta, ésta, que resplandece de un modo tan
fantástico, tan fascinador... nunca... nunca... Desperté; pero con la misma idea fija
aquí, entonces como ahora semejante a un clavo ardiendo, diabólica,
incontrastable, inspirada sin duda por el mismo Satanás... ¿Y qué?... Callas, callas
y doblas la frente... ¿No te hace reír mi locura?

Pedro, con un movimiento convulsivo, oprimió el puño de su espada, levantó la


cabeza, que en efecto había inclinado, y dijo con voz sorda:
-¿Qué Virgen tiene esa presea?

-¡La del Sagrario! -murmuró María.

-¡La del Sagrario! -repitió el joven con acento de terror-: ¡la del Sagrario de la
Catedral!... Y en sus facciones se retrató un instante el estado de su alma,
espantada en una idea.

¡Ah! ¿por qué no la posee otra Virgen? -prosiguió con acento enérgico y
apasionado-; ¿por qué no la tiene el arzobispo en su mitra, el rey en su corona o el
diablo entre sus garras? Yo se la arrancaría para ti, aunque me costase la vida o la
condenación. Pero a la Virgen del Sagrario, a nuestra Santa Patrona, yo... yo que
he nacido en Toledo, ¡imposible, imposible!

-¡Nunca! -murmuró María con voz casi imperceptible-; ¡nunca!

Y siguió llorando.

Pedro fijó una mirada estúpida en la corriente del río. En la corriente, que pasaba
y pasaba sin cesar ante sus extraviados ojos, quebrándose al pie del mirador
entre las rocas sobre que se asienta la ciudad imperial.

III

¡La catedral de Toledo! Figuraos un bosque de gigantes palmeras de granito que


al entrelazar sus ramas forman una bóveda colosal y magnífica, bajo la que se
guarece y vive, con la vida que le ha prestado el genio, toda una creación de seres
imaginarios y reales.

Figuraos un caos incomprensible de sombra y luz, en donde se mezclan y


confunden con las tinieblas de las naves los rayos de colores de las ojivas; donde
lucha y se pierde con la oscuridad del santuario el fulgor de las lámparas.

Figuraos un mundo de piedra, inmenso como el espíritu de nuestra religión,


sombrío como sus tradiciones, enigmático como sus parábolas, y todavía no
tendréis una idea remota de ese eterno monumento del entusiasmo y la fe de
nuestros mayores, sobre el que los siglos han derramado a porfía el tesoro de sus
creencias, de su inspiración y de sus artes.

En su seno viven el silencio, la majestad, la poesía del misticismo, y un santo


horror que defiende sus umbrales contra los pensamientos mundanos y las
mezquinas pasiones de la tierra.

La consunción material se alivia respirando el aire puro de las montañas, el


ateísmo debe curarse respirando su atmósfera de fe.

Pero si grande, si imponente se presenta la catedral a nuestros ojos a cualquiera


hora que se penetra en su recinto misterioso y sagrado, nunca produce una
impresión tan profunda como en los días en que despliega todas las galas de su
pompa religiosa, en que sus tabernáculos se cubren de oro y pedrería; sus gradas
de alfombra y sus pilares de tapices.

Entonces, cuando arden despidiendo un torrente de luz sus mil lámparas de


plata; cuando flota en el aire una nube de incienso, y las voces del coro y la
armonía de los órganos y las campanas de la torre estremecen el edificio desde
sus cimientos más profundos hasta las más altas agujas que lo coronan, entonces
es cuando se comprende, al sentirla, la tremenda majestad de Dios que vive en él,
y lo anima con su soplo y lo llena con el reflejo de su omnipotencia.

El mismo día en que tuvo lugar la escena que acabamos de referir, se celebraba en
la catedral de Toledo el último de la magnífica octava de la Virgen.

La fiesta religiosa había traído a ella una multitud inmensa de fieles; pero ya ésta
se había dispersado en todas direcciones, ya se habían apagado las luces de las
capillas y del altar mayor, y las colosales puertas del templo habían rechinado
sobre sus goznes para cerrarse detrás del último toledano, cuando de entre las
sombras, y pálido, tan pálido como la estatua de la tumba en que se apoyó un
instante mientras dominaba su emoción, se adelantó un hombre que vino
deslizándose con el mayor sigilo hasta la verja del crucero. Allí la claridad de una
lámpara permitía distinguir sus facciones.

Era Pedro.

¿Qué había pasado entre los dos amantes para que se arrestara al fin a poner por
obra una idea que sólo el concebirla había erizado sus cabellos de horror? Nunca
pudo saberse. Pero él estaba allí, y estaba allí para llevar a cabo su criminal
propósito. En su mirada inquieta, en el temblor de sus rodillas, en el sudor que
corría en anchas gotas por su frente, llevaba escrito su pensamiento.

La catedral estaba sola, completamente sola, y sumergida en un silencio


profundo.

No obstante, de cuando en cuando se percibían como unos rumores confusos:


chasquidos de madera tal vez, o murmullos del viento, o ¿quién sabe?, acaso
ilusión de la fantasía, que oye y ve y palpa en su exaltación lo que no existe; pero
la verdad era que ya cerca, ya lejos, ora a sus espaldas, ora a su lado mismo,
sonaban como sollozos que se comprimen, como roce de telas que se arrastran,
como rumor de pasos que van y vienen sin cesar.

Pedro hizo un esfuerzo para seguir en su camino; llegó a la verja y subió la


primera grada de la capilla mayor. Alrededor de esta capilla están las tumbas de
los reyes, cuyas imágenes de piedra, con la mano en la empuñadura de la espada,
parecen velar noche y día por el santuario, a cuya sombra descansan todos por
una eternidad.

-¡Adelante! -murmuró en voz baja, y quiso andar y no pudo. Parecía que sus pies
se habían clavado en el pavimento. Bajó los ojos, y sus cabellos se erizaron de
horror: el suelo de la capilla lo formaban anchas y oscuras losas sepulcrales.
Por un momento creyó que una mano fría y descarnada le sujetaba en aquel punto
con una fuerza invencible. Las moribundas lámparas que brillaban en el fondo de
las naves como estrellas perdidas entre las sombras, oscilaron a su vista, y
oscilaron las estatuas de los sepulcros y las imágenes del altar, y osciló el templo
todo con sus arcadas de granito y sus machones de sillería.

¡Adelante! -volvió a exclamar Pedro como fuera de sí, y se acercó al ara, y


trepando por ella, subió hasta el escabel de la imagen. Todo alrededor suyo se
revestía de formas quiméricas y horribles; todo era tinieblas y luz dudosa, más
imponente aún que la oscuridad. Sólo la Reina de los cielos, suavemente
iluminada por una lámpara de oro, parecía sonreír tranquila, bondadosa y serena
en medio de tanto horror.

Sin embargo, aquella sonrisa muda e inmóvil que le tranquilizara un instante


concluyó por infundirle temor; un temor más extraño, más profundo que el que
hasta entonces había sentido.

Tornó empero a dominarse, cerró los ojos para no verla, extendió la mano con un
movimiento convulsivo y le arrancó la ajorca de oro, piadosa ofrenda de un santo
arzobispo; la ajorca de oro cuyo valor equivalía a una fortuna.

Ya la presea estaba en su poder; sus dedos crispados la oprimían con una fuerza
sobrenatural; sólo restaba huir, huir con ella; pero para esto era preciso abrir los
ojos, y Pedro tenía miedo de ver, de ver la imagen, de ver los reyes de las
sepulturas, los demonios de las cornisas, los endriagos de los capiteles, las fajas
de sombras y los rayos de luz que, semejantes a blancos y gigantescos
fantasmas, se movían lentamente en el fondo de las naves, pobladas de rumores
temerosos y extraños.

Al fin abrió los ojos, tendió una mirada, y un grito agudo se escapó de sus labios.

La catedral estaba llena de estatuas, estatuas que, vestidas con luengos y no


vistos ropajes, habían descendido de sus huecos y ocupaban todo el ámbito de la
iglesia, y le miraban con sus ojos sin pupila.

Santos, monjas, ángeles, demonios, guerreros, damas, pajes, cenobitas y villanos


se rodeaban y confundían en las naves y en el altar. A sus pies oficiaban, en
presencia de los reyes, de hinojos sobre sus tumbas, los arzobispos de mármol
que él había visto otras veces inmóviles sobre sus lechos mortuorios, mientras
que arrastrándose por las losas, trepando por los machones, acurrucados en los
doseles, suspendidos de las bóvedas, pululaban, como los gusanos de un
inmenso cadáver, todo un mundo de reptiles y alimañas de granito, quiméricos,
deformes, horrorosos.

Ya no puedo resistir más. Las sienes le latieron con una violencia espantosa; una
nube de sangre oscureció sus pupilas; arrojó un segundo grito, un grito
desgarrador y sobrehumano, y cayó desvanecido sobre el ara.
Cuando al otro día los dependientes de la iglesia le encontraron al pie del altar,
tenía aún la ajorca de oro entre sus manos, y al verlos aproximarse, exclamó con
una estridente carcajada:

-¡Suya, suya!

El infeliz estaba loco.


Los Ojos Verdes

Por

Gustavo Adolfo Bécquer


Hace mucho tiempo que tenía ganas de escribir cualquier cosa con este
título.
Hoy, que se me ha presentado ocasión, lo he puesto con letras grandes en
la primera cuartilla de papel, y luego he dejado a capricho volar la pluma.
Yo creo que he visto unos ojos como los que he pintado en esta leyenda.
No sé si en sueños, pero yo los he visto. De seguro no los podré describir tales
cuales ellos eran, luminosos, transparentes, como las gotas de la lluvia que se
resbalan sobre las hojas de los árboles después de una tempestad de verano.
De todos modos, cuento con la imaginación de mis lectores para hacerme
comprender en este que pudiéramos llamar boceto de un cuadro que pintaré
algún día.

—I—

—Herido va el ciervo..., herido va; no hay duda. Se ve el rastro de la


sangre entre las zarzas del monte, y al saltar uno de esos lentiscos han
flaqueado sus piernas... Nuestro joven señor comienza por donde otros
acaban... En cuarenta años de montero no he visto mejor golpe... Pero, ¡por
San Saturio, patrón de Soria!, cortadle el paso por esas carrascas, azuzad los
perros, soplad en esas trompas hasta echar los hígados y hundidles a los
corceles una cuarta de hierro en los ijares; ¿no veis que se dirige hacia la
fuente de los Álamos, y si la salva antes de morir podemos darle por perdido?
Las cuencas del Moncayo repitieron de eco en eco el bramido de las
trompas, el latir de la jauría desencadenada, y las voces de los pajes resonaron
con nueva furia, y el confuso tropel de hombres, caballos y perros se dirigió al
punto que Íñigo, el montero mayor de los marqueses de Almenar, señalara
como el más a propósito para cortarle el paso a la res.
Pero todo fue inútil. Cuando el más ágil de los lebreles llegó a las carrascas
jadeante y cubiertas las fauces de espuma, ya el ciervo, rápido como una saeta,
las había salvado de un solo brinco, perdiéndose entre los matorrales de una
trocha que conducía a la fuente.
—¡Alto!... ¡Alto todo el mundo! —gritó Íñigo entonces—. Estaba de Dios
que había de marcharse.
Y la cabalgata se detuvo, y enmudecieron las trompas, y los lebreles,
refunfuñando, dejaron la pista a la voz de los cazadores.
En aquel momento se reunía a la comitiva el héroe de la fiesta, Fernando
de Argensola, el primogénito de Almenar.
—¿Qué haces? —exclamó, dirigiéndose a su montero, y en tanto, ya se
pintaba el asombro en sus facciones, ya ardía la cólera en sus ojos—. ¿Qué
haces, imbécil? ¡Es que la pieza está herida, que es la primera que cae por mi
mano, y abandonas el rastro y la dejas perder para que vaya a morir en el
fondo del bosque! ¿Crees acaso que he venido a matar ciervos para festines de
lobos?
—Señor —murmuró Íñigo entre dientes—, es imposible pasar de este
punto.
—¡Imposible! ¿Y por qué?
—Porque esa trocha —prosiguió el montero— conduce a la fuente de los
Álamos; la fuente de los Álamos, en cuyas aguas habita un espíritu del mal. El
que osa enturbiar su corriente paga caro su atrevimiento. Ya la res habrá
salvado sus márgenes; ¿cómo la salvaréis vos sin atraer sobre vuestra cabeza
alguna calamidad horrible? Los cazadores somos reyes del Moncayo, pero
reyes que pagan un tributo. Pieza que se refugia en esa fuente misteriosa, pieza
perdida.
—¡Pieza perdida! Primero perderé yo el señorío de mis padres, y primero
perderé el ánima en manos de Satanás que permitir que se me escape ese
ciervo, el único que ha herido mi venablo, la primicia de mis excursiones de
cazador... ¿Lo ves?... ¿Lo ves?... Aún se distingue a intervalos desde aquí...,
las piernas le fallan, su carrera se acorta; déjame..., déjame...; suelta esa brida
o te revuelco en el polvo... ¿Quién sabe si no le daré lugar para que llegue a la
fuente? Y si llegase, al diablo ella, su limpidez y sus habitadores. ¡Sus!
¡Relámpago! ¡Sus, caballo mío! Si lo alcanzas, mando engarzar los diamantes
de mi joyel en tu serreta de oro.
Caballo y jinete partieron como un huracán.
Íñigo los siguió con la vista hasta que se perdieron en la maleza; después
volvió los ojos en derredor suyo; todos, como él, permanecieron inmóviles y
consternados.
El montero exclamó al fin:
—Señores, vosotros lo habéis visto, me he expuesto a morir entre los pies
de su caballo por detenerle. Yo he cumplido con mi deber. Con el diablo no
sirven valentías. Hasta aquí llega el montero con su ballesta; de aquí adelante,
que pruebe a pasar el capellán con su hisopo.

— II —
—Tenéis la color quebrada; andáis mustio y sombrío; ¿qué os sucede?
Desde el día, que yo siempre tendré por funesto, en que llegasteis a la fuente
de los Álamos en pos de la res herida, diríase que una mala bruja os ha
encanijado con sus hechizos.
Ya no vais a los montes precedido de la ruidosa jauría, ni el clamor de
vuestras trompas despierta sus ecos. Solo con esas cavilaciones que os
persiguen, todas las mañanas tomáis la ballesta para enderezaros en la
espesura y permanecer en ella hasta que el sol se esconde. Y cuando la noche
oscurece y volvéis pálido y fatigado al castillo en balde busco en la bandolera
los despojos de la caza. ¿Qué os ocupa tan largas horas lejos de los que más os
quieren?
Mientras Íñigo hablaba, Fernando, absorto en sus ideas, sacaba
maquinalmente astillas de su escaño de ébano con el cuchillo de monte.
Después de un largo silencio, que sólo interrumpía el chirrido de la hoja al
resbalarse sobre la pulimentada madera, el joven exclamó dirigiéndose a su
servidor, como si no hubiera escuchado una sola de sus palabras:
—Íñigo, tú que eres viejo; tú que conoces todas las guaridas del Moncayo,
que has vivido en sus faldas persiguiendo a las fieras y en tus errantes
excursiones de cazador subiste más de una vez a su cumbre, dime: ¿has
encontrado por acaso una mujer que vive entre sus rocas?
—¡Una mujer! —exclamó el montero con asombro y mirándole de hito en
hito.
—Sí —dijo el joven—; es una cosa extraña lo que me sucede, muy
extraña... Creí poder guardar ese secreto eternamente, pero no es ya posible;
rebosa en mi corazón y asoma a mi semblante. Voy, pues, a revelártelo... Tú
me ayudarás a desvanecer el misterio que envuelve a esa criatura, que, al
parecer, sólo para mí existe, pues nadie la conoce, ni la ha visto, ni puede
darme razón de ella.
El montero, sin desplegar los labios, arrastró su banquillo hasta colocarle
junto al escaño de su señor, del que no apartaba un punto los espantados ojos.
Éste, después de coordinar sus ideas, prosiguió así:
—Desde el día en que, a pesar de tus funestas predicciones, llegué a la
fuente de los Álamos y, atravesando sus aguas, recobré el ciervo que vuestra
superstición hubiera dejado huir, se llenó mi alma del deseo de la soledad.
Tú no conoces aquel sitio. Mira, la fuente brota escondida en el seno de
una peña y cae resbalándose gota a gota por entre las verdes y flotantes hojas
de las plantas que crecen al borde de su cuna. Aquellas gotas, que al
desprenderse brillan como puntos de oro y suenan como las notas de un
instrumento, se reúnen entre los céspedes, y, susurrando, susurrando, con un
ruido semejante al de las abejas que zumban en torno de las flores, se alejan
por entre las arenas, y forman un cauce, y luchan con los obstáculos que se
oponen a su camino, y se repliegan sobre sí mismas, y saltan, y huyen, y
corren, unas veces con risa, otras con suspiros, hasta caer en un lago. En el
lago caen con un rumor indescriptible. Lamentos, palabras, nombres, cantares,
yo no sé lo que he oído en aquel rumor cuando me he sentado solo y febril
sobre el peñasco a cuyos pies saltan las aguas de la fuente misteriosa para
estancarse en una balsa profunda, cuya inmóvil superficie apenas riza el viento
de la tarde.
Todo es allí grande. La soledad con sus mil rumores desconocidos vive en
aquellos lugares y embriaga el espíritu en su inefable melancolía. En las
plateadas hojas de los álamos, en los huecos de las peñas, en las ondas del
agua parecen que nos hablan los invisibles espíritus de la Naturaleza, que
reconocen un hermano en el inmortal espíritu del hombre.
Cuando, al despuntar la mañana, me veías tomar la ballesta y dirigirme al
monte, no era nunca para perderme entre sus matorrales en pos de la caza, no;
iba a sentarme al borde de la fuente, a buscar en sus ondas... no sé qué, ¡una
locura! El día en que salté sobre ella con mi Relámpago creí haber visto brillar
en su fondo una cosa extraña..., muy extraña...: los ojos de una mujer.
Tal vez sería un rayo de sol que serpeó fugitivo entre su espuma; tal vez
una de esas flores que flotan entre las algas de su seno, y cuyos cálices parecen
esmeraldas..., no sé; yo creí ver una mirada que se clavó en la mía; una mirada
que encendió en mi pecho un deseo absurdo, irrealizable: el de encontrar una
persona con unos ojos como aquellos.
En su busca fui un día y otro a aquel sitio.
Por último, una tarde... yo me creí juguete de un sueño...; pero no, es
verdad; la he hablado ya muchas veces, como te hablo a ti ahora...; una tarde
encontré sentada en mi puesto, y vestida con unas ropas que llegaban hasta las
aguas y flotaban sobre su haz, una mujer hermosa sobre toda ponderación. Sus
cabellos eran como el oro; sus pestañas brillaban como hilos de luz, y entre las
pestañas volteaban inquietas unas pupilas que yo había visto..., sí, porque los
ojos de aquella mujer eran de un color imposible; unos ojos...
—¡Verdes! —exclamó Íñigo con un acento de profundo terror, e
incorporándose de un salto en su asiento.
Fernando le miró a su vez como asombrado de que concluyese lo que iba a
decir, y le preguntó con una mezcla de ansiedad y de alegría:
—¿La conoces?
—¡Oh no! —dijo el montero—. ¡Líbreme Dios de conocerla! Pero mis
padres, al prohibirme llegar hasta esos lugares, me dijeron mil veces que el
espíritu, trasgo, demonio o mujer que habita en sus aguas, tiene los ojos de ese
color. Yo os conjuro, por lo que más améis en la tierra, a no volver a la fuente
de los Álamos. Un día u otro os alcanzará su venganza, y expiaréis muriendo
el delito de haber encenagado sus ondas.
—¡Por lo que más amo!... —murmuró el joven con una triste sonrisa.
—Sí —prosiguió el anciano—: por vuestros padres, por vuestros deudos,
por las lágrimas de la que el cielo destina para vuestra esposa, por las de un
servidor que os ha visto nacer...
—¿Sabes tú lo que más amo en este mundo? ¿Sabes tú por qué daría yo el
amor de mi padre, los besos de la que me dio la vida, y todo el cariño que
puedan atesorar todas las mujeres de la tierra? Por una mirada, por una sola
mirada de esos ojos... ¡Cómo podré yo dejar de buscarlos!
Dijo Fernando estas palabras con tal acento, que la lágrima que temblaba
en los párpados de Íñigo se resbaló silenciosa por su mejilla, mientras exclamó
con acento sombrío:
—¡Cúmplase la voluntad del cielo!

— III —

—¿Quién eres tú? ¿Cuál es tu patria? ¿En dónde habitas? Yo vengo un día
y otro en tu busca, y ni veo el corcel que te trae a estos lugares, ni a los
servidores que conducen tu litera. Rompe de una vez el misterioso velo en que
te envuelves como en una noche profunda. Yo te amo, y, noble o villana, seré
tuyo, tuyo siempre...
El sol había traspuesto la cumbre del monte; las sombras bajaban a grandes
pasos por su falda; la brisa gemía entre los álamos de la fuente, y la niebla,
elevándose poco a poco de la superficie del lago, comenzaba a envolver las
rocas de su margen.
Sobre una de estas rocas, sobre una que parecía próxima a desplomarse en
el fondo de las aguas, en cuya superficie se retrataba, temblando, el
primogénito de Almenar, de rodillas a los pies de su misteriosa amante,
procuraba en vano arrancarle el secreto de su existencia.
Ella era hermosa, hermosa y pálida como una estatua de alabastro. Uno de
sus rizos caía sobre sus hombros, deslizándose entre los pliegues del velo,
como un rayo de sol que atraviesa las nubes, y en el cerco de sus pestañas
rubias brillaban sus pupilas, como dos esmeraldas sujetas en una joya de oro.
Cuando el joven acabó de hablarle, sus labios se removieron como para
pronunciar algunas palabras; pero sólo exhalaron un suspiro, un suspiro débil,
doliente, como el de la ligera onda que empuja una brisa al morir entre los
juncos.
—¡No me respondes! —exclamó Fernando al ver burlada su esperanza—
¿Querrás que dé crédito a lo que de ti me han dicho? ¡Oh! No... Háblame; yo
quiero saber si me amas; yo quiero saber si puedo amarte, si eres una mujer...
—O un demonio... ¿Y si lo fuese?
El joven vaciló un instante; un sudor frío corrió por sus miembros; sus
pupilas se dilataron al fijarse con más intensidad en las de aquella mujer, y,
fascinado por su brillo fosfórico, demente casi, exclamó en un arrebató de
amor:
—Si lo fueses..., te amaría como te amo ahora, como es mi destino amarte,
hasta más allá de esta vida, si hay algo más allá de ella.
—Fernando —dijo la hermosa entonces con una voz semejante a una
música—, yo te amo más aún que tú me amas; yo que desciendo hasta un
mortal, siendo un espíritu puro. No soy una mujer como las que existen en la
tierra; soy una mujer digna de ti, que eres superior a los demás hombres. Yo
vivo en el fondo de estas aguas; incorpórea como ellas, fugaz y transparente,
hablo con sus rumores y ondulo con sus pliegues. Yo no castigo al que osa
turbar la fuente donde moro; antes le premio con mi amor, como a un mortal
superior a las supersticiones del vulgo, como a un amante capaz de
comprender mi cariño extraño y misterioso.
Mientras ella hablaba así, el joven, absorto en la contemplación de su
fantástica hermosura, atraído como por una fuente desconocida, se aproximaba
más y más al borde de la roca. La mujer de los ojos verdes prosiguió así:
—¿Ves, ves el límpido fondo de ese lago, ves esas plantas de largas y
verdes hojas que se agitan en su fondo?... Ellas nos darán un lecho de
esmeraldas y corales... y yo... te daré una felicidad sin nombre, esa felicidad
que has soñado en tus horas de delirio, y que no puede ofrecerte nadie... Ven;
la niebla del lago flota sobre nuestras frentes como un pabellón de lino...; las
ondas nos llaman con sus voces incomprensibles; el viento empieza entre los
álamos sus himnos de amor; ven..., ven...
La noche empezaba a extender sus sombras; la luna rielaba en la superficie
del lago; la niebla se arremolinaba al soplo del aire, y los ojos verdes brillaban
en la oscuridad como los fuegos fatuos que corren sobre el haz de las aguas
infectas... Ven..., ven... Estas palabras zumbaban en los oídos de Fernando
como un conjuro. Ven... Y la mujer misteriosa le llamaba al borde del abismo,
donde estaba suspendida, y parecía ofrecerle un beso..., un beso...
Fernando dio un paso hacia ella...; otro..., y sintió unos brazos delgados y
flexibles que se liaban a su cuello, y una sensación fría en sus labios
ardorosos, un beso de nieve..., y vaciló..., y perdió pie, y calló al agua con un
rumor sordo y lúgubre.
Las aguas saltaron en chispas de luz y se cerraron sobre su cuerpo, y sus
círculos de plata fueron ensanchándose, ensanchándose hasta expirar en las
orillas.

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EL BESO

GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER

(LEYENDAS)
I

Cuando una parte del ejército francés se apoderó a principios de este siglo de la
histórica Toledo, sus jefes, que no ignoraban el peligro a que se exponían en las
poblaciones españolas diseminándose en alojamientos separados, comenzaron por
habilitar para cuarteles los más grandes y mejores edificios de la ciudad.

Después de ocupado el suntuoso alcázar de Carlos V, echose mano de la casa de


Consejos; y cuando ésta no pudo contener más gente comenzaron a invadir el asilo de
las comunidades religiosas, acabando a la postre por transformar en cuadras hasta las
iglesias consagradas al culto. En esta conformidad se encontraban las cosas en la
población donde tuvo lugar el suceso que voy a referir, cuando una noche, ya a hora
bastante avanzada, envueltos en sus oscuros capotes de guerra y ensordeciendo las
estrechas y solitarias calles que conducen desde la Puerta del Sol a Zocodover, con el
choque de sus armas y el ruidoso golpear de los cascos de sus corceles, que sacaban
chispas de los pedernales, entraron en la ciudad hasta unos cien dragones de aquellos
altos, arrogantes y fornidos, de que todavía nos hablan con admiración nuestras
abuelas.

Mandaba la fuerza un oficial bastante joven, el cual iba como a distancia de unos
treinta pasos de su gente hablando a media voz con otro, también militar a lo que
podía colegirse por su traje. Éste, que caminaba a pie delante de su interlocutor,
llevando en la mano un farolillo, parecía seguirle de guía por entre aquel laberinto de
calles oscuras, enmarañadas y revueltas.

-Con verdad -decía el jinete a su acompañante-, que si el alojamiento que se nos


prepara es tal y como me lo pintas, casi, casi sería preferible arrancharnos en el campo
o en medio de una plaza.

-¿Y qué queréis, mi capitán -contestole el guía, que efectivamente era un sargento
aposentador-; en el alcázar no cabe ya un grano de trigo, cuanto más un hombre; de
San Juan de los Reyes no digamos, porque hay celda de fraile en la que duermen
quince húsares. El convento adonde voy a conduciros no era mal local, pero hará cosa
de tres o cuatro días nos cayó aquí como de las nubes una de las columnas volantes
que recorren la provincia, y gracias que hemos podido conseguir que se amontonen
por los claustros y dejen libre la iglesia.

-En fin -exclamó el oficial después de un corto silencio y como resignándose con el
extraño alojamiento que la casualidad le deparaba-, más vale incómodo que ninguno.
De todas maneras, si llueve, que no será difícil según se agrupan las nubes, estamos a
cubierto, y algo es algo.

Interrumpida la conversación en este punto, los jinetes precedidos del guía,


siguieron en silencio el camino adelante hasta llegar a una plazuela, en cuyo fondo se
destacaba la negra silueta del convento con su torre morisca, su campanario de
espadaña, su cúpula ojival y sus tejados de crestas desiguales y oscuras.

-He aquí vuestro alojamiento -exclamó el aposentador al divisarle y dirigiéndose al


capitán, que, después que hubo mandado hacer alto a la tropa, echó pie a tierra, tomó
el farolillo de manos del guía y se dirigió hacia el punto que éste le señalaba.

Como quiera que la iglesia del convento estaba completamente desmantelada, los
soldados que ocupaban el resto del edificio habían creído que las puertas le eran ya
poco menos que inútiles, y un tablero hoy, otro mañana, habían ido arrancándolas
pedazo a pedazo para hacer hogueras con que calentarse por las noches.

Nuestro joven oficial no tuvo, pues, que torcer llaves ni descorrer cerrojos para
penetrar en el interior del templo.

A la luz del farolillo, cuya dudosa claridad se perdía entre las espesas sombras de
las naves y dibujaba con gigantescas proporciones sobre el muro la fantástica sombra
del sargento aposentador que iba precediéndole, recorrió la iglesia de arriba abajo y
escudriñó una por una todas sus desiertas capillas, hasta que una vez hecho cargo del
local, mandó echar pie a tierra a su gente, y, hombres y caballos revueltos, fue
acomodándola como mejor pudo.

Según dejamos dicho, la iglesia estaba completamente desmantelada, en el altar


mayor pendían aún de las altas cornisas los rotos girones del velo con que lo habían
cubierto los religiosos al abandonar aquel recinto; diseminados por las naves veíanse
algunos retablos adosados al muro, sin imágenes en las hornacinas; en el coro se
dibujaban con un ribete de luz los extraños perfiles de la oscura sillería de alerce; en el
pavimento, destrozado en varios puntos, distinguíanse aún anchas losas sepulcrales
llenas de timbres; escudos y largas inscripciones góticas; y allá a lo lejos, en el fondo
de las silenciosas capillas y a la largo del crucero, se destacaban confusamente entre
la oscuridad, semejantes a blancos e inmóviles fantasmas, las estatuas de piedra que,
unas tendidas, otras de hinojos sobre el mármol de sus tumbas, parecían ser los
únicos habitantes del ruinoso edificio.
A cualquiera otro menos molido que el oficial de dragones; el cual traía una jornada
de catorce leguas en el cuerpo, o menos acostumbrado a ver estos sacrilegios como la
cosa más natural del mundo, hubiéranle bastado dos adarmes de imaginación para no
pegar los ojos en toda la noche en aquel oscuro e imponente recinto, donde las
blasfemias de los soldados que se quejaban en alta voz del improvisado cuartel, el
metálico golpe de sus espuelas que resonaban sobre las anchas losas sepulcrales del
pavimento, el ruido de los caballos que piafaban impacientes, cabeceando y haciendo
sonar las cadenas con que estaban sujetos a los pilares, formaban un rumor extraño y
temeroso que se dilataba por todo el ámbito de la iglesia y se reproducía cada vez más
confuso, repetido de eco en eco en sus altas bóvedas.

Pero nuestro héroe, aunque joven, estaba ya tan familiarizado con estas peripecias
de la vida de campaña, que apenas hubo acomodado a su gente, mandó colocar un
saco de forraje al pie de la grada del presbiterio, y arrebujándose como mejor pudo en
su capote y echando la cabeza en el escalón, a los cinco minutos roncaba con más
tranquilidad que el mismo rey José en su palacio de Madrid.

Los soldados, haciéndose almohadas de las monturas, imitaron su ejemplo, y poca


a poco fue apagándose el murmullo de sus voces.

A la media hora sólo se oían los ahogados gemidos del aire que entraba por las
rotas vidrieras de las ojivas del templo, el atolondrado revolotear de las aves nocturnas
que tenían sus nidos en el dosel de piedra de las esculturas de los muros, y el
alternado rumor de los pasos del vigilante que se paseaba, envuelto en los anchos
pliegues de su capote a lo largo del pórtico.

II

En la época a que se remonta la relación de esta historia, tan verídica como


extraordinaria, lo mismo que al presente, para los que no sabían apreciar los tesoros
del arte que encierran sus muros, la ciudad de Toledo no era más que un poblachón
destartalado, antiguo, ruinoso e insufrible.

Los oficiales del ejército francés, que, a juzgar por los actos de vandalismo con que
dejaron en ella triste y perdurable memoria de su ocupación, de todo tenían menos de
artistas o arqueólogos, no hay para que decir que se fastidiaban soberanamente en la
vetusta ciudad de los Césares.
En esta situación de ánimo, la más insignificante novedad que viniese a romper la
monótona quietud de aquellos días eternos e iguales, era acogida con avidez entre los
ociosos: así es que la promoción al grado inmediato de uno de sus camaradas; la
noticia del movimiento estratégico de una columna volante, la salida de un correo de
gabinete o la llegada de una fuerza cualquiera a la ciudad, convertíanse en tema
fecundo de conversación y objeto de toda clase de comentarios, hasta tanto que otro
incidente venía a sustituirlo, sirviendo de base a nuevas quejas, críticas y
suposiciones.

Como era de esperar, entre los oficiales que; según tenían de costumbre, acudieron
al día siguiente a tomar el sol y a charlar un rato en el Zocodover, no se hizo platillo de
otra cosa que la llegada de los dragones, cuyo jefe dejamos en el anterior capítulo
durmiendo a pierna suelta y descansando de las fatigas de su viaje. Cerca de una hora
hacía que la conversación giraba alrededor de este asunto, y ya comenzaba a
interpretarse de diversos modos la ausencia del recién venido, a quien uno de los
presentes, antiguo compañero suyo de colegio, había citado para el Zocodover,
cuando en una de las bocacalles de la plaza apareció al fin nuestro bizarro capitán
despojado de su ancho capotón de guerra, luciendo un gran casco de metal con
penacho de plumas blancas, una casaca azul turquí con vueltas rojas y un magnífico
mandoble con vaina de acero, que resonaba arrastrándose al compás de sus
marciales pasos y del golpe seco y agudo de sus espuelas de oro.

Apenas le vio su camarada, salió a su encuentro para saludarle, y con él se


adelantaron casi todos los que a la sazón se encontraban en el corrillo, en quienes
habían despertado la curiosidad y la gana de conocerle los pormenores que ya habían
oído referir acerca de su carácter original y extraño.

Después de los estrechos abrazos de costumbre y de las exclamaciones, plácemes


y preguntas de rigor en estas entrevistas; después de hablar largo y tendido sobre las
novedades que andaban por Madrid, la varia fortuna de la guerra y los amigotes
muertos o ausentes rodando de uno en otro asunto la conversación, vino a parar al
tema obligado, esto es, las penalidades del servicio, la falta de distracciones de la
ciudad y el inconveniente de los alojamientos.

Al llegar a este punto, uno de los de la reunión que, por lo visto, tenía noticias del
mal talante con que el joven oficial se había resignado a acomodar su gente en la
abandonada iglesia, le dijo con aire de zumba:

-Y a propósito de alojamiento, ¿qué tal se ha pasado la noche en el que ocupáis?


-Ha habido de todo -contestó el interpelado-; pues si bien es verdad que no he
dormido gran cosa, el origen de mi vigilia merece la pena de la velada. El insomnio
junto a una mujer bonita no es seguramente el peor de los males.

-¡Una mujer! -repitió su interlocutor como admirándose de la buena fortuna del


recién venido; eso es lo que se llama llegar y besar el santo.

-Será tal vez algún antiguo amor de la corte que le sigue a Toledo para hacerle más
soportable el ostracismo -añadió otro de los del grupo.

-¡Oh!, no -dijo entonces el capitán-; nada menos que eso. Juro, a fe de quien soy,
que no la conocía y que nunca creí hallar tan bella patrona en tan incómodo
alojamiento. Es todo lo que se llama una verdadera aventura.

-¡Contadla!, ¡contadla! -exclamaron en coro los oficiales que rodeaban al capitán; y


como éste se dispusiera a hacerlo así, todos prestaron la mayor atención a sus
palabras mientras él comenzó la historia en estos términos:

-Dormía esta noche pasada como duerme un hombre que trae en el cuerpo trece
leguas de camino, cuando he aquí que en lo mejor del sueño me hizo despertar
sobresaltado e incorporarme sobre el codo un estruendo, horrible, un estruendo tal,
que me ensordeció un instante para dejarme después los oídos zumbando cerca de un
minuto, como si un moscardón me cantase a la oreja.

Como os habréis figurado, la causa de mi susto era el primer golpe que oía de esa
endiablada campana gorda, especie de sochantre de bronce, que los canónigos de
Toledo han colgado en su catedral con el laudable propósito de matar a disgustos a los
necesitados de reposo.

Renegando entre dientes de la campana y del campanero que la toca, disponíame,


una vez apagado aquel insólito y temeroso rumor, a coger nuevamente el hilo del
interrumpido sueño, cuando vino a herir mi imaginación y a ofrecerse ante mis ojos una
cosa extraordinaria. A la dudosa luz de la luna que entraba en el templo por el estrecho
ajimez del muro de la capilla mayor, vi a una mujer arrodillada junto al altar.

Los oficiales se miraron entre sí con expresión entre asombrada e incrédula; el


capitán sin atender al efecto que su narración producía, continuó de este modo:

-No podéis figuraros nada semejante, aquella nocturna y fantástica visión que se
dibujaba confusamente en la penumbra de la capilla, como esas vírgenes pintadas en
los vidrios de colores que habréis visto alguna vez destacarse a lo lejos, blancas y
luminosas, sobre el oscuro fondo de las catedrales.

Su rostro ovalado, en donde se veía impreso el sello de una leve y espiritual


demacración, sus armoniosas facciones llenas de una suave y melancólica dulzura, su
intensa palidez, las purísimas líneas de su contorno esbelto, su ademán reposado y
noble, su traje blanco flotante, me traían a la memoria esas mujeres que yo soñaba
cuando casi era un niño. ¡Castas y celestes imágenes, quimérico objeto del vago amor
de la adolescencia!

Yo me creía juguete de una alucinación, y sin quitarle un punto los ojos, ni aun
osaba respirar, temiendo que un soplo desvaneciese el encanto. Ella permanecía
inmóvil.

Antojábaseme, al verla tan diáfana y luminosa que no era una criatura terrenal, sino
un espíritu que, revistiendo por un instante la forma humana, había descendido en el
rayo de la luna, dejando en el aire y en pos de sí la azulada estela que desde el alto
ajimez bajaba verticalmente hasta el pie del opuesto muro, rompiendo la oscura
sombra de aquel recinto lóbrego y misterioso.

-Pero...-exclamó interrumpiéndole su camarada de colegio, que comenzando por


echar a broma la historia, había concluido interesándose con su relato -¿cómo estaba
allí aquella mujer? ¿No le dijiste nada? ¿No te explicó su presencia en aquel sitio?

-No me determiné a hablarle, porque estaba seguro de que no había de


contestarme, ni verme, ni oírme.

-¿Era sorda?

-¿Era ciega?

-¿Era muda? -exclamaron a un tiempo tres o cuatro de los que escuchaban la


relación.

-Lo era todo a la vez -exclamó al fin el capitán después de un momento de pausa-,
porque era... de mármol.

Al oír el estupendo desenlace de tan extraña aventura, cuantos había en el corro


prorrumpieron en una ruidosa carcajada, mientras uno de ellos dijo al narrador de la
peregrina historia, que era el único que permanecía callado y en una grave actitud:
-¡Acabáramos de una vez! Lo que es de ese género, tengo yo más de un millar, un
verdadero serrallo, en San Juan de los Reyes; serrallo que desde ahora pongo a
vuestra disposición, ya que, a lo que parece, tanto os da de una mujer de carne como
de piedra.

-¡Oh!, no... -continuó el capitán, sin alterarse en lo más mínimo por las carcajadas
de sus compañeros-: estoy seguro de que no pueden ser como la mía. La mía es una
verdadera dama castellana que por un milagro de la escultura parece que no la han
enterrado en su sepulcro, sino que aún permanece en cuerpo y alma de hinojos sobre
la losa que lo cubre, inmóvil, con las manos juntas en ademán suplicante, sumergida
en un éxtasis de místico amor.

-De tal modo te explicas, que acabarás por probarnos la verosimilitud de la fábula
de Galatea.

-Por mi parte, puedo deciros que siempre la creí una locura; mas desde anoche
comienzo a comprender la pasión del escultor griego.

-Dadas las especiales condiciones de tu nueva dama, creo que no tendrás


inconveniente en presentarnos a ella. De mí sé decir que ya no vivo hasta ver esa
maravilla. Pero... ¿qué diantres te pasa?... diríase que esquivas la presentación. ¡Ja!,
¡ja!, ¡ja! Bonito fuera que ya te tuviéramos hasta celoso.

-Celoso -se apresuró a decir el capitán-, celoso... de los hombres, no...; mas ved,
sin embargo, hasta dónde llega mi extravagancia. Junto a la imagen de esa mujer,
también de mármol, grave y al parecer con vida como ella, hay un guerrero... su marido
sin duda... Pues bien...: lo voy a decir todo, aunque os moféis de mi necesidad... Si no
hubiera temido que me tratasen de loco, creo que ya lo habría hecho cien veces
pedazos.

Una nueva y aún más ruidosa carcajada de los oficiales saludó esta original
revelación del estrambótico enamorado de la dama de piedra.

-Nada, nada; es preciso que la veamos -decían los unos.

-Sí, sí; es preciso saber si el objeto corresponde a tan alta pasión -añadían los otros.

-¿Cuándo nos reunimos a echar un trago en la iglesia en que os alojáis? -


exclamaron los demás.
-Cuando mejor os parezca: esta misma noche si queréis -respondió el joven
capitán, recobrando su habitual sonrisa, disipada un instante por aquel relámpago de
celos-. A propósito. Con los bagajes he traído hasta un par de docenas de botellas de
Champagne, verdadero Champagne, restos de un regalo hecho a nuestro general de
brigada, que, como sabéis, es algo pariente.

-¡Bravo!, ¡bravo! -exclamaron los oficiales a una voz, prorrumpiendo en alegres


exclamaciones.

-¡Se beberá vino del país!

-¡Y cantaremos una canción de Ronsard!

-Y hablaremos de mujeres, a propósito de la dama del anfitrión.

-Conque... ¡hasta la noche!

¡Hasta la noche!

III

Ya hacía largo rato que los pacíficos habitantes de Toledo habían cerrado con llave
y cerrojo las pesadas puertas de sus antiguos caserones; la campana gorda de la
catedral anunciaba la hora de la queda, y en lo alto del alcázar, convertido en cuartel,
se oía el último toque de silencio de los clarines, cuando diez o doce oficiales que poco
a poco habían ido reuniéndose en el Zocodover tomaron el camino que conduce desde
aquel punto al convento en que se alojaba el capitán, animados más con la esperanza
de apurar las prometidas botellas, que con el deseo de conocer la maravillosa
escultura.

La noche había cerrado sombría y amenazadora; el cielo estaba cubierto de nubes


de color de plomo; el aire, que zumbaba encarcelado en las estrechas y retorcidas
calles, agitaba la moribunda luz del farolillo de los retablos o hacía girar con un chirrido
agudo las veletas de hierro de las torres.

Apenas los oficiales dieron vista a la plaza en que se hallaba situado el alojamiento
de su nuevo amigo, éste, que les aguardaba impaciente, salió a encontrarles; y
después de cambiar algunas palabras a media voz, todos penetraron juntos en la
iglesia, en cuyo lóbrego recinto la escasa claridad de una linterna luchaba
trabajosamente con las oscuras y espesísimas sombras.
-¡Por quién soy! -exclamó uno de los convidados tendiendo a su alrededor la vista-,
que el local es de los menos a propósito del mundo para una fiesta.

-Efectivamente -dijo otro-; nos traes a conocer a una dama, y apenas si con mucha
dificultad se ven los dedos de la mano.

-Y, sobre todo, hace un frío, que no parece sino que estamos en la Siberia -añadió
un tercero arrebujándose en el capote.

-Calma, señores, calma -interrumpió el anfitrión-; calma, que a todo se proveerá.


¡Eh, muchacho! -prosiguió dirigiéndose a uno de sus asistentes-: busca por ahí un
poco de leña, y enciéndenos una buena fogata en la capilla mayor.

El asistente, obedeciendo las órdenes de su capitán, comenzó a descargar golpes


en la sillería del coro, y después que hubo reunido una gran cantidad de leña que fue
apilando al pie de las gradas del presbiterio, tornó la linterna y se dispuso a hacer un
auto de fe con aquellos fragmentos tallados de riquísimas labores, entre los que se
veían, por aquí, parte de una columnilla salomónica; por allá, la imagen de un santo
abad, el torso de una mujer o la disforme cabeza de un grifo asomado entre
hojarascas.

A los pocos minutos, una gran claridad que de improviso se derramó por todo el
ámbito de la iglesia anunció a los oficiales que había llegado la hora de comenzar el
festín.

El capitán, que hacía los honores de su alojamiento con la misma ceremonia que
hubiera hecho los de su casa, exclamó dirigiéndose a los convidados:

Si gustáis, pasaremos al buffet.

Sus camaradas, afectando la mayor gravedad, respondieron a la invitación con un


cómico saludo, y se encaminaron a la capilla mayor precedidos del héroe de la fiesta,
que al llegar a la escalinata se detuvo un instante, y extendiendo la mano en dirección
al sitio que ocupaba la tumba, les dijo con la finura más exquisita.

-Tengo el placer de presentaros a la dama de mis pensamientos. Creo que


convendréis conmigo en que no he exagerado su belleza.

Los oficiales volvieron los ojos al punto que les señalaba su amigo, y una
exclamación de asombro se escapó involuntariamente de todos los labios.
En el fondo de un arco sepulcral revestido de mármoles negros, arrodillada delante
de un reclinatorio, con las manos juntas y la cara vuelta hacia el altar, vieron, en
efecto, la imagen de una mujer tan bella, que jamás salió otra igual de manos de un
escultor, ni el deseo pudo pintarla en la fantasía más soberanamente hermosa.

-En verdad que es un ángel -exclamó uno de ellos.

-¡Lástima que sea de mármol! -añadió otro.

-No hay duda que, aunque no sea más que la ilusión de hallarse junto a una mujer
de este calibre, es lo suficiente para no pegar los ojos en toda la noche.

-¿Y no sabéis quién es ella? -preguntaron algunos de los que contemplaban la


estatua al capitán, que sonreía satisfecho de su triunfo.

-Recordando un poco del latín que en mi niñez supe, he conseguido a duras penas,
descifrar la inscripción de la tumba -contestó el interpelado-; y, a lo que he podido
colegir, pertenece a un título de Castilla; famoso guerrero que hizo la campaña con el
Gran Capitán. Su nombre lo he olvidado; mas su esposa, que es la que veis, se llama
Doña Elvira de Castañeda, y por mi fe que, si la copia se parece al original, debió ser la
mujer más notable de su siglo.

Después de estas breves explicaciones, los convidados, que no perdían de vista el


principal objeto de la reunión, procedieron a destapar algunas de las botellas y,
sentándose alrededor de la lumbre, empezó a andar el vino a la ronda.

A medida que las libaciones se hacían más numerosas y frecuentes, y el vapor del
espumoso Champagne comenzaba a trastornar las cabezas, crecían la animación, el
ruido y la algazara de los jóvenes, de los cuales éstos arrojaban a los monjes de
granito adosados a los pilares los cascos de las botellas vacías, y aquellos cantaban a
toda voz canciones báquicas y escandalosas, mientras los de más allá prorrumpían en
carcajadas, batían las palmas en señal de aplauso o disputaban entre sí con
blasfemias y juramentos.

El capitán bebía en silencio como un desesperado y sin apartar los ojos de la


estatua de doña Elvira.

Iluminada por el rojizo resplandor de la hoguera, y a través del confuso velo que la
embriaguez había puesto delante de su vista, parecíale que la marmórea imagen se
transformaba a veces en una mujer real, parecíale que entreabría los labios como
murmurando una oración; que se alzaba su pecho como oprimido y sollozante; que
cruzaba las manos con más fuerza que sus mejillas se coloreaban, en fin, como si se
ruborizase ante aquel sacrílego y repugnante espectáculo.

Los oficiales, que advirtieron la taciturna tristeza de su camarada, le sacaron del


éxtasis en que se encontraba sumergido y, presentándole una copa, exclamaron en
coro:

-¡Vamos, brindad vos, que sois el único que no lo ha hecho en toda la noche!

El joven tomó la copa y, poniéndose de pie y alzándola en alto, dijo encarándose


con la estatua del guerrero arrodillado junto a doña Elvira:

-¡Brindo por el emperador, y brindo por la fortuna de sus armas, merced a las cuales
hemos podido venir hasta el fondo de Castilla a cortejarle su mujer en su misma tumba
a un vencedor de Ceriñola!

Los militares acogieron el brindis con una salva de aplausos, y el capitán,


balanceándose, dio algunos pasos hacia el sepulcro.

-No... -prosiguió dirigiéndose siempre a la estatua del guerrero, y con esa sonrisa
estúpida propia de la embriaguez-, no creas que te tengo rencor alguno porque veo en
ti un rival...; al contrario, te admiro como un marido paciente, ejemplo de longanimidad
y mansedumbre, y a mi vez quiero también ser generoso. Tú serías bebedor a fuer de
soldado..., no se ha de decir que te he dejado morir de sed, viéndonos vaciar veinte
botellas...: ¡toma!

Y esto diciendo llevose la copa a los labios, y después de humedecérselos con el


licor que contenía, le arrojó el resto a la cara prorrumpiendo en una carcajada
estrepitosa al ver cómo caía el vino sobre la tumba goteando de las barbas de piedra
del inmóvil guerrero.

-¡Capitán! -exclamó en aquel punto uno de sus camaradas en tono de zumba-


cuidado con lo que hacéis... Mirad que esas bromas con la gente de piedra suelen
costar caras... Acordaos de lo que aconteció a los húsares del 5.º en el monasterio de
Poblet... Los guerreros del claustro dicen que pusieron mano una noche a sus espadas
de granito, y dieron que hacer a los que se entretenían en pintarles bigotes con carbón.

Los jóvenes acogieron con grandes carcajadas esta ocurrencia; pero el capitán, sin
hacer caso de sus risas, continuó siempre fijo en la misma idea:
-¿Creéis que yo le hubiera dado el vino a no saber que se tragaba al menos el que
le cayese en la boca?... ¡Oh!... ¡no!.... yo no creo, como vosotros, que esas estatuas
son un pedazo de mármol tan inerte hoy como el día en que lo arrancaron de la
cantera. Indudablemente el artista, que es casi un dios, da a su obra un soplo de vida
que no logra hacer que ande y se mueva, pero que le infunde una vida incomprensible
y extraña; vida que yo no me explico bien, pero que la siento, sobre todo cuando bebo
un poco.

-¡Magnífico! -exclamaron sus camaradas-, bebe y prosigue.

El oficial bebió, y, fijando los ojos en la imagen de doña Elvira, prosiguió con una
exaltación creciente:

-¡Miradla!... ¡miradla!... ¿No veis esos cambiantes rojos de sus carnes mórbidas y
transparentes?... ¿No parece que por debajo de esa ligera epidermis azulada y suave
de alabastro circula un fluido de luz color de rosa?... ¿Queréis más vida?... ¿Queréis
más realidad?...

-¡Oh!, sí, seguramente -dijo uno de los que le escuchaban-; quisiéramos que fuese
de carne y hueso.

-¡Carne y hueso!... ¡Miseria, podredumbre!... -exclamó el capitán-. Yo he sentido en


una orgía arder mis labios y mi cabeza; yo he sentido este fuego que corre por las
venas hirviente como la lava de un volcán, cuyos vapores caliginosos turban y
trastornan el cerebro y hacen ver visiones extrañas. Entonces el beso de esas mujeres
materiales me quemaba como un hierro candente, y las apartaba de mí con disgusto,
con horror, hasta con asco; porque entonces, como ahora, necesitaba un soplo de
brisa del mar para mi frente calurosa, beber hielo y besar nieve... nieve teñida de
suave luz, nieve coloreada por un dorado rayo de sol.... una mujer blanca, hermosa y
fría, como esa mujer de piedra que parece incitarme con su fantástica hermosura, que
parece que oscila al compás de la llama, y me provoca entreabriendo sus labios y
ofreciéndome un tesoro de amor... ¡Oh!... sí... un beso... sólo un beso tuyo podrá
calmar el ardor que me consume.

-¡Capitán! -exclamaron algunos de los oficiales al verle dirigirse hacia la estatua


como fuera de sí, extraviada la vista y con pasos inseguros-, ¿qué locura vais a hacer?
¡Basta de broma y dejad en paz a los muertos!
El joven ni oyó siquiera las palabras de sus amigos y tambaleando y como pudo
llegó a la tumba y aproximose a la estatua; pero al tenderle los brazos resonó un grito
de horror en el templo. Arrojando sangre por ojos, boca y nariz, había caído
desplomado y con la cara deshecha al pie del sepulcro.

Los oficiales, mudos y espantados, ni se atrevían a dar un paso para prestarle


socorro.

En el momento en que su camarada intentó acercar sus labios ardientes a los de


doña Elvira, habían visto al inmóvil guerrero levantar la mano y derribarle con una
espantosa bofetada de su guantelete de piedra.
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Maese Pérez el Organista


Gustavo Adolfo Bécquer
En Sevilla, en el mismo atrio de Santa Inés, y mientras esperaba que
comenzase la Misa del Gallo, oí esta tradición a una demandadera del
convento.
Como era natural, después de oírla, aguardé impaciente que comenzara la
ceremonia, ansioso de asistir a un prodigio.
Nada menos prodigioso, sin embargo, que el órgano de Santa Inés, ni
nada más vulgar que los insulsos motetes que nos regaló su organista aquella
noche.
Al salir de la misa, no pude por menos de decirle a la demandadera con
aire de burla:
-¿En qué consiste que el órgano de maese Pérez suena ahora tan mal?
-¡Toma! -me contestó la vieja-. En que éste no es el suyo.
-¿No es el suyo? ¿Pues qué ha sido de él?
-Se cayó a pedazos, de puro viejo, hace una porción de años.
-¿Y el alma del organista?
-No ha vuelto a parecer desde que colocaron el que ahora le substituye.
Si a alguno de mis lectores se les ocurriese hacerme la misma pregunta
después de leer esta historia ya sabe por qué no se ha continuado el milagroso
portento hasta nuestros días.

-I-
-¿Veis ése de la capa roja y la pluma blanca en el fieltro, que parece que
trae sobre su justillo todo el oro de los galeones de Indias; aquel que baja en
este momento de su litera para dar la mano a esa otra señora, que después de
dejar la suya se adelanta hacia aquí, precedida de cuatro pajes con hachas?
Pues ése es el marqués de Moscoso, galán de la condesa viuda de
Villapineda. Se dice que antes de poner sus ojos sobre esta dama había
pedido en matrimonio a la hija de un opulento señor; mas el padre de la
doncella, de quien se murmura que es un poco avaro... Pero, ¡calle!, en
hablando del ruin de Roma, cátale aquí que asoma. ¿Veis aquél que viene por
debajo del arco de San Felipe, a pie, embozado en una capa obscura, y
precedido de un solo criado con una linterna? Ahora llega frente al retablo.
»¿Reparasteis, al desembozarse para saludar a la imagen, la encomienda
que brilla en su pecho?
»A no ser por ese noble distintivo, cualquiera le creería un lonjista de la
calle de Culebras... Pues ése es el padre en cuestión; mirad cómo la gente del
pueblo le abre paso y le saluda.
»Toda Sevilla le conoce por su colosal fortuna. Él sólo tiene más ducados
de oro en sus arcas que soldados mantiene nuestro señor el rey Don Felipe, y
con sus galeones podría formar una escuadra suficiente a resistir a la del Gran
Turco.
»Mirad, mirad ese grupo de señores graves: ésos son los caballeros
veinticuatro. ¡Hola, hola! También está aquí el flamencote, a quien se dice
que no han echado ya el guante los señores de la cruz verde merced a su
influjo con los magnates de Madrid... Éste no viene a la iglesia más que a oír
música... No, pues si maese Pérez no le arranca con su órgano lágrimas como
puños bien se puede asegurar que no tiene su alma en su almario, sino
friéndose en las calderas de Pedro Botero... ¡Ay vecina! Malo..., malo...
Presumo que vamos a tener jarana; yo me refugio en la iglesia, pues, por lo
que veo, aquí van a andar más de sobra los cintarazos que los Paternóster.
Mirad, Mirad: las gentes del duque de Alcalá doblan la esquina de la plaza de
San Pedro, y por el callejón de las Dueñas se me figura que he columbrado a
las del de Medinasidonia... ¿No os lo dije?
»Ya se han visto, ya se detienen unos y otros, sin pasar de sus puestos...
Los grupos se disuelven... Los ministriles, a quienes en estas ocasiones
apalean amigos y enemigos, se retiran... Hasta el señor asistente, con su vara
y todo, se refugia en el atrio... ¡Y luego dicen que hay justicia! Para los
pobres...
»Vamos, vamos, ya brillan los broqueles en la obscuridad... ¡Nuestro
Señor del Gran Poder nos asista! Ya comienzan los golpes... ¡Vecina!
¡vecina! Aquí..., antes que cierren las puertas. Pero, ¡calle! ¿Qué es eso?
¿Aún no ha comenzado cuando lo dejan? ¿Qué resplandor es aquél?...
¡Hachas encendidas! ¡Literas! Es el señor arzobispo...
»La Virgen Santísima del Amparo, a quien invocaba ahora mismo con el
pensamiento, lo trae en mi ayuda... ¡Ay! ¡Si nadie sabe lo que yo debo a esta
Señora!... ¡Con cuánta usura me paga la candelilla que le enciendo los
sábados!... Vedlo, qué hermosote está con sus hábitos morados y su birrete
rojo... Dios le conserve en su silla tantos siglos como yo deseo de vida para
mí. Si no fuera por él media Sevilla hubiera ya ardido con estas disensiones
de los duques. Vedlos, vedlos, los hipocritones, cómo se acercan ambos a la
litera del prelado para besarle el anillo... Cómo le siguen y le acompañan,
confundiéndose con sus familiares. Quién diría que esos dos que parecen tan
amigos, si dentro de media hora se encuentran en una calle obscura... Es
decir, ¡ellos..., ellos!... Líbreme Dios de creerlos cobardes; buena muestra han
dado de sí peleando en algunas ocasiones contra los enemigos de Nuestro
Señor... Pero es la verdad que si se buscaran..., y si se buscaran con ganas de
encontrarse, se encontrarían, poniendo fin de una vez a estas continuas
reyertas en las cuales los que verdaderamente baten el cobre de firme son sus
deudos, sus allegados y su servidumbre.
»Pero vamos, vecina, vamos a la iglesia antes que se ponga de bote en
bote..., que algunas noches como ésta suele llenarse de modo que no cabe ni
un grano de trigo... Buena ganga tienen las monjas con su organista...
¿Cuándo se ha visto el convento tan favorecido como ahora?... De las otras
comunidades puedo decir que le han hecho a maese Pérez proposiciones
magníficas; verdad que nada tiene de extraño, pues hasta el señor arzobispo
le ha ofrecido montes de oro por llevarle a la catedral... Pero él, nada...
Primero dejaría la vida que abandonar su órgano favorito... ¿No conocéis a
maese Pérez? Verdad es que sois nueva en el barrio... Pues es un santo varón;
pobre, sí, pero limosnero cual no otro... Sin más parientes que su hija ni más
amigo que su órgano, pasa su vida entera en velar por la inocencia de la una y
componer los registros del otro... ¡Cuidado que el órgano es viejo!... Pues,
nada, él se da tal maña en arreglarlo y cuidarlo que suena que es una
maravilla... Como que le conoce de tal modo que a tientas..., porque no sé si
os lo he dicho, pero el pobre señor es ciego de nacimiento... Y ¡con qué
paciencia lleva su desgracia!... Cuando le preguntan que cuánto daría por ver
responde: «Mucho, pero no tanto como creéis, porque tengo esperanzas».
«¿Esperanzas de ver?» «Sí, y muy pronto -añade, sonriéndose como un
ángel-; ya cuento setenta y seis años; por muy larga que sea mi vida, pronto
veré a Dios...»
»¡Pobrecito! Y sí lo verá..., porque es humilde como las piedras de la
calle, que se dejan pisar de todo el mundo... Siempre dice que no es más que
un pobre organista de convento, y puede dar lecciones de solfa al mismo
maestro de la capilla de la Primada; como que echó los dientes en el oficio...
Su padre tenía la misma profesión que él; yo no le conocí, pero mi señora
madre, que santa gloria haya, dice que le llevaba siempre al órgano consigo
para darle a los fuelles. Luego el muchacho mostró tales disposiciones, que,
como era natural, a la muerte de su padre heredó el cargo... ¡Y qué manos
tiene! Dios se las bendiga. Merecía que se las llevaran a la calle de
Chicarreros y se las engarzasen en oro... Siempre toca bien, siempre; pero en
semejante noche como ésta es un prodigio... Él tiene una gran devoción por
esta ceremonia de la Misa del Gallo, y cuando levantan la Sagrada Forma, al
punto y hora de las doce, que es cuando vino al mundo Nuestro Señor
Jesucristo..., las voces de su órgano son voces de ángeles...
»En fin, ¿para qué tengo de ponderarle lo que esta noche oirá? Baste el
ver cómo todo lo más florido de Sevilla, hasta el mismo señor arzobispo,
vienen a un humilde convento para escucharle; y no se crea que sólo la gente
sabida y a la que se le alcanza esto de la solfa conocen su mérito, sino hasta
el populacho. Todas esas bandadas que veis llegar con teas encendidas
entonando villancicos con gritos desaforados al compás de los panderos, las
sonajas y las zambombas, contra su costumbre, que es la de alborotar las
iglesias, callan como muertos cuando pone maese Pérez las manos en el
órgano... Y cuando alzan..., cuando alzan, no se siente una mosca...; de todos
los ojos caen lagrimones tamaños, y al concluir se oye como un suspiro
inmenso, que no es otra cosa que la respiración de los circunstantes,
contenida mientras dura la música... Pero vamos, vamos, ya han dejado de
tocar las campanas, y va a comenzar la misa, vamos adentro...
»Para todo el mundo es esta noche Nochebuena, pero para nadie mejor
que para nosotros».
Esto diciendo, la buena mujer que había servido de cicerone a su vecina
atravesó el atrio del convento de Santa Inés, y codazo en éste, empujón en
aquél, se internó en el templo, perdiéndose entre la muchedumbre que se
agolpaba en la puerta.

- II -
La iglesia estaba iluminada con una profusión asombrosa. El torrente de
luz que se desprendía de los altares para llenar sus ámbitos chispeaba en los
ricos joyeles de las damas, que, arrodillándose sobre los cojines de terciopelo
que tendían los pajes y tomando el libro de oraciones de manos de las dueñas,
vinieron a formar un brillante círculo alrededor de la verja del presbiterio.
Junto a aquella verja, de pie, envueltos en sus capas de color galoneadas de
oro, dejando entrever con estudiado descuido las encomiendas rojas y verdes,
en la una mano el fieltro, cuyas plumas besaban los tapices; la otra sobre los
bruñidos gavilanes del estoque o acariciando el pomo del cincelado puñal, los
caballeros veinticuatro, con gran parte de lo mejor de la nobleza sevillana,
parecían formar un muro, destinado a defender a sus hijas y a sus esposas del
contacto de la plebe. Ésta, que se agitaba en el fondo de las naves, con un
rumor parecido al del mar cuando se alborota, prorrumpió en una aclamación
de júbilo, acompañada del discordante sonido de las sonajas y los panderos,
al mirar aparecer al arzobispo, el cual, después de sentarse junto al altar
mayor bajo un solio de grana que rodearon sus familiares, echó por tres veces
la bendición al pueblo.
Era la hora de que comenzase la misa.
Transcurrieron, sin embargo, algunos minutos sin que el celebrante
apareciese. La multitud comenzaba a rebullirse, demostrando su impaciencia;
los caballeros cambiaban entre sí algunas palabras a media voz y el arzobispo
mandó a la sacristía a uno de sus familiares a inquirir el por qué no
comenzaba la ceremonia.
-Maese Pérez se ha puesto malo, muy malo, y será imposible que asista
esta noche a la misa.
Ésta fue la respuesta del familiar.
La noticia cundió instantáneamente entre la muchedumbre. Pintar el
efecto desagradable que causó en todo el mundo sería cosa imposible; baste
decir que comenzó a notarse tal bullicio en el templo que el asistente se puso
de pie y los alguaciles entraron a imponer silencio, confundiéndose entre las
apiñadas olas de la multitud.
En aquel momento un hombre mal trazado, seco, huesudo y bisojo por
añadidura se adelantó hasta el sitio que ocupaba el prelado.
-Maese Pérez está enfermo -dijo-; la ceremonia no puede empezar. Si
queréis yo tocaré el órgano en su ausencia; que ni maese Pérez es el primer
organista del mundo ni a su muerte dejará de usarse ese instrumento por falta
de inteligente...
El arzobispo hizo una señal de asentimiento con la cabeza, y ya algunos
de los fieles que conocían a aquel personaje extraño por un organista
envidioso, enemigo del de Santa Inés, comenzaban a prorrumpir en
exclamaciones de disgusto, cuando de improviso se oyó en el atrio un ruido
espantoso.
-¡Maese Pérez está aquí!... ¡Maese Pérez está aquí!...
A estas voces de los que estaban apiñados en la puerta todo el mundo
volvió la cara.
Maese Pérez, pálido y desencajado, entraba, en efecto, en la iglesia,
conducido en un sillón, que todos se disputaban el honor de llevar en sus
hombros.
Los preceptos de los doctores, las lágrimas de su hija, nada había sido
bastante a detenerle en el lecho.
-No -había dicho-; ésta es la última, lo conozco, lo conozco, y no quiero
morir sin visitar mi órgano, y esta noche sobre todo, la Nochebuena. Vamos,
lo quiero, lo mando; vamos a la iglesia.
Sus deseos se habían cumplido; los concurrentes le subieron en brazos a
la tribuna y comenzó la misa.
En aquel momento sonaban las doce en el reloj de la catedral.
Pasó el introito, y el Evangelio, y el ofertorio, y llegó el instante solemne
en que el sacerdote toma con la extremidad de sus dedos la Sagrada Forma y
después de haberla consagrado comienza a elevarla.
Una nube de incienso que se desenvolvía en ondas azuladas llenó el
ámbito de la iglesia; las campanillas repicaron con un sonido vibrante, y
maese Pérez puso sus crispadas manos sobre las teclas del órgano.
Las cien voces de sus tubos de metal resonaron en un acorde majestuoso
y prolongado, que se perdió poco a poco, como si una ráfaga de aire hubiese
arrebatado sus últimos ecos.
A este primer acorde, que parecía una voz que se elevaba desde la tierra
al cielo, respondió otro lejano y suave que fue creciendo, creciendo, hasta
convertirse en un torrente de atronadora armonía.
Era la voz de los ángeles que atravesando los espacios llegaba al mundo.
Después comenzaron a oírse como unos himnos distantes que entonaban
las jerarquías de serafines; mil himnos a la vez, al confundirse, formaban uno
solo, que, no obstante, era no más el acompañamiento de una extraña
melodía, que parecía flotar sobre aquel océano de misteriosos ecos como un
jirón de niebla sobre las olas del mar.
Luego fueron perdiéndose unos cantos, después otros; la combinación se
simplificaba. Ya no eran más que dos voces cuyos ecos se confundían entre
sí; luego quedó una aislada, sosteniendo una nota brillante como un hilo de
luz... El sacerdote inclinó la frente, y por encima de su cabeza cana y como a
través de una gasa azul que fingía el humo del incienso apareció la Hostia a
los ojos de los fieles. En aquel instante la nota que maese Pérez sostenía
trinando se abrió, se abrió, y una explosión de armonía gigante estremeció la
iglesia, en cuyos ángulos zumbaba el aire comprimido y cuyos vidrios de
colores se estremecían en sus angostos ajimeces.
De cada una de las notas que formaban aquel magnífico acorde se
desarrolló un tema, y unos cerca, otros lejos, éstos brillantes, aquéllos sordos,
diríase que las aguas y los pájaros, las brisas y las frondas, los hombres y los
ángeles, la tierra y los cielos, cantaban cada cual en su idioma un himno al
nacimiento del Salvador.
La multitud escuchaba atónica y suspendida. En todos los ojos había una
lágrima, en todos los espíritus un profundo recogimiento.
El sacerdote que oficiaba sentía temblar sus manos, porque Aquél que
levantaba en ellas, Aquél a quien saludaban hombres y arcángeles era su
Dios, era su Dios, y le parecía haber visto abrirse los cielos y transfigurarse la
Hostia.
El órgano proseguía sonando, pero sus voces se apagaban gradualmente
como una voz que se pierde de eco en eco y se aleja y se debilita al alejarse
cuando de pronto sonó un grito de mujer.
El órgano exhaló un sonido discorde y extraño, semejante a un sollozo, y
quedó mudo.
La multitud se agolpó a la escalera de la tribuna, hacia la que, arrancados
de su éxtasis religioso, volvieron la mirada con ansiedad todos los fieles.
-¿Qué ha sucedido? ¿Qué pasa? -se decían unos a otros. Y nadie sabía
responder y todos se empeñaban en adivinarlo, y crecía la confusión y el
alboroto comenzaba a subir de punto, amenazando turbar el orden y el
recogimiento propios de la iglesia.
-¿Qué ha sido eso? -preguntaban las damas al asistente, que, precedido de
los ministriles, fue uno de los primeros a subir a la tribuna, y que, pálido y
con muestras de profundo pesar, se dirigía al puesto en donde le esperaba el
arzobispo, ansioso, como todos, por saber la causa de aquel desorden.
-¿Qué hay?
-Que maese Pérez acaba de morir.
En efecto, cuando los primeros fieles, después de atropellarse por la
escalera, llegaron a la tribuna vieron al pobre organista caído de boca sobre
las teclas de su viejo instrumento, que aún vibraba sordamente, mientras su
hija, arrodillada a sus pies, le llamaba en vano entre suspiros y sollozos.

- III -
-Buenas noches, mi señora doña Baltasara: ¿también usarced viene esta
noche a la Misa del Gallo? Por mi parte, tenía hecha intención de irla a oír a
la parroquia; pero lo que sucede... ¿Dónde va Vicente? Donde va la gente. Y
eso que, si he de decir verdad, desde que murió maese Pérez parece que me
echan una losa sobre el corazón cuando entro en Santa Inés... ¡Pobrecito! ¡Era
un Santo!... Yo de mí sé decir que conservo un pedazo de su jubón como una
reliquia, y lo merece, pues en Dios y en mi ánima que si el señor arzobispo
tomara mano en ello es seguro que nuestros nietos le verían en los altares...
Mas ¡cómo ha de ser!... A muertos y a idos no hay amigos... Ahora lo que
priva es la novedad... Ya me entiende usarced. ¡Qué! ¿No sabe nada de lo que
pasa? Verdad que nosotras nos parecemos en eso: de nuestra casita a la
iglesia y de la iglesia a nuestra casita, sin cuidarnos de lo que se dice o déjase
de decir... Sólo que yo, así..., al vuelo..., una palabra de acá, otra de acullá...,
sin ganas de enterarme siquiera, suelo estar al corriente de algunas
novedades... Pues, sí, señor; parece cosa hecha que el organista de San
Román, aquel bisojo, que siempre está echando pestes de los otros organistas;
aquel perdulariote, que más parece jifero de la puerta de la Carne que maestro
de solfa, va a tocar esta Nochebuena en lugar de maese Pérez. Ya sabrá
usarced, porque esto lo ha sabido todo el mundo y es cosa pública en Sevilla,
que nadie quería comprometerse a hacerlo. Ni aun su hija, que es profesora, y
después de la muerte de su padre entró en el convento de novicia. Y era
natural: acostumbrados a oír aquellas maravillas cualquiera otra cosa había de
parecernos mala, por más que quisieran evitarse las comparaciones. Pues
cuando ya la comunidad había decidido que, en honor del difunto y como
muestra de respeto a su memoria, permanecería callado el órgano en esta
noche, hete aquí que se presenta nuestro hombre diciendo que él se atreve a
tocarlo... No hay nada más atrevido que la ignorancia... Cierto que la culpa no
es suya, sino de los que le consienten esta profanación...; pero así va el
mundo...; y digo, no es cosa la gente que acude...; cualquiera diría que nada
ha cambiado desde un año a otro. Los mismos personajes, el mismo lujo, los
mismos empellones en la puerta, la misma animación en el atrio, la misma
multitud en el templo... ¡Ay, si levantara la cabeza el muerto se volvía a morir
por no oír su órgano tocado por manos semejantes! Lo que tiene que, si es
verdad lo que me han dicho las gentes del barrio, le preparan una buena al
intruso. Cuando llegue el momento de poner la mano sobre las teclas va a
comenzar una algarabía de sonajas, panderos y zambombas que no haya más
que oír... Pero, ¡calle!, ya entra en la iglesia el héroe de la función. ¡Jesús, qué
ropilla de colorines, qué gorguera de cañutos, qué aires de personaje! Vamos,
vamos, que ya hace rato que llegó el arzobispo y va a comenzar la misa...
Vamos, que me parece que esta noche va a darnos que contar para muchos
días.
Esto diciendo la buena mujer, que ya conocen nuestros lectores por sus
exabruptos de locuacidad, penetró en Santa Inés, abriéndose, según
costumbre, camino entre la multitud a fuerza de empellones y codazos.
Ya se había dado principio a la ceremonia.
El templo estaba tan brillante como el año anterior.
El nuevo organista, después de atravesar por en medio de los fieles que
ocupaban las naves para ir a besar el anillo del prelado, había subido a la
tribuna, donde tocaba unos tras otros los registros del órgano con una
gravedad tan afectada como ridícula.
Entre la gente menuda que se apiñaba a los pies de la iglesia se oía un
rumor sordo y confuso, cierto presagio de que la tempestad comenzaba a
fraguarse y no tardaría mucho en dejarse sentir.
-Es un truhán, que, por no hacer nada bien, ni aun mira a derechas -decían
los unos.
-Es un ignorantón, que, después de haber puesto el órgano de su
parroquia peor que una carraca, viene a profanar el de maese Pérez -decían
los otros.
Y mientras éste se desembarazaba del capote para prepararse a darle de
firme a su pandero y aquél apercibía sus sonajas y todos se disponían a hacer
bulla a más y mejor, sólo alguno que otro se aventuraba a defender
tibiamente al extraño personaje, cuyo porte orgulloso y pendantesco hacía tan
notable contraposición con la modesta apariencia y la afable bondad del
difunto maese Pérez.
Al fin llegó el esperado momento, el momento solemne en que el
sacerdote, después de inclinarse y murmurar algunas palabras santas, tomó la
Hostia en sus manos... Las campanillas repicaron, semejando su repique una
lluvia de notas de cristal; se elevaron las diáfanas ondas de incienso, y sonó el
órgano.
Una estruendoso algarabía llenó los ámbitos de la iglesia en aquel instante
y ahogó su primer acorde.
Zampoñas, gaitas, sonajas, panderos, todos los instrumentos del
populacho, alzaron sus discordantes voces a la vez; pero la confusión y el
estrépito sólo duró algunos segundos. Todos a la vez, como habían
comenzado, enmudecieron de pronto.
El segundo acorde, amplio, valiente, magnífico, se sostenía aún brotando
de los tubos de metal del órgano, como una cascada de armonía inagotable y
sonora.
Cantos celestes como los que acarician los oídos en los momentos de
éxtasis; cantos que percibe el espíritu y no los puede repetir el labio; notas
sueltas de una melodía lejana, que suenan a intervalos, traídas en las ráfagas
del viento; rumor de hojas que se besan en los árboles con un murmullo
semejante al de la lluvia; trinos de alondras que se levantan gorjeando de
entre las flores como una saeta despedida a las nubes; estruendos sin nombre,
imponentes como los rugidos de una tempestad; coros de serafines sin ritmo
ni cadencia, ignota música del cielo, que sólo la imaginación comprende;
himnos alados, que parecían remontarse al trono del Señor como una tromba
de luz y de sonidos..., todo lo expresaban las cien voces del órgano con más
pujanza, con más misteriosa poesía, con más fantástico color que lo habían
expresado nunca...
Cuando el organista bajó de la tribuna la muchedumbre que se agolpó a la
escalera fue tanta y tanto su afán por verle y admirarle que el asistente,
temiendo, no sin razón, que le ahogaran entre todos, mandó a algunos de sus
ministriles para que, vara en mano, le fueran abriendo camino hasta llegar al
altar mayor, donde el prelado le esperaba.
-Ya veis -le dijo este último cuando le trajeron a su presencia-: vengo
desde mi palacio aquí sólo por escucharos. ¿Seréis tan cruel como maese
Pérez, que nunca quiso excusarme el viaje, tocando la Nochebuena en la misa
de la catedral?
-El año que viene -respondió el organista-, prometo daros gusto, pues por
todo el oro de la tierra no volvería a tocar este órgano.
-¿Y por qué? -interrumpió el prelado.
-Porque... -añadió el organista, procurando dominar la emoción que se
revelaba en la palidez de su rostro-, porque es viejo y malo y no puede
expresar todo lo que se quiere.
El arzobispo se retiró, seguido de sus familiares. Unas tras otras, las
literas de los señores fueron desfilando y perdiéndose en las revueltas de las
calles vecinas; los grupos del atrio se disolvieron, dispersándose los fieles en
distintas direcciones, y ya la demandadera se disponía a cerrar las puertas de
la entrada del atrio cuando se divisaban aún dos mujeres que, después de
persignarse y murmurar una oración ante el retablo del arco de San Felipe,
prosiguieron su camino, internándose en el callejón de las Dueñas.
-¿Qué quiere usarced, mi señora doña Baltasara? -decía la una-, yo soy de
este genial. Cada loco con su tema... Me lo habían de asegurar capuchinos
descalzos y no lo creería del todo... Ese hombre no puede haber tocado lo que
acabamos de escuchar... Si yo lo he oído mil veces en San Bartolomé, que era
su parroquia, y de donde tuvo que echarle el señor cura por malo, y era cosa
de taparse los oídos con algodones... Yo me acuerdo, pobrecito, como si lo
estuviera viendo, me acuerdo de la cara de maese Pérez cuando en semejante
noche como ésta bajaba de la tribuna después de haber suspendido el
auditorio con sus primores... ¡Qué sonrisa tan bondadosa, qué color tan
animado!... Era viejo y parecía un ángel... No que éste ha bajado las escaleras
a trompicones, como si le ladrase un perro en la meseta, y con un color de
difunto y unas... Vamos, mi señora doña Baltasara, créame usarced, y créame
con todas veras..., yo sospecho que aquí hay busilis...
Comentando las últimas palabras, las dos mujeres doblaban la esquina del
callejón y desaparecían.
Creemos inútil decir a nuestros lectores quién era una de ellas.

- IV -
Había transcurrido un año más. La abadesa del convento de Santa Inés y
la hija de maese Pérez hablaron en voz baja, medio ocultas entre las sombras
del coro de la iglesia. El esquilón llamaba a voz herida a los fieles desde la
torre, y alguna que otra rara persona atravesaba el atrio silencioso y desierto
esta vez, y después de tomar el agua bendita en la puerta escogía un puesto en
un rincón de las naves, donde unos cuantos vecinos del barrio esperaban
tranquilamente que comenzara la Misa del Gallo.
-Ya lo veis -decía la superiora-: vuestro temor es sobremanera pueril;
nadie hay en el templo; toda Sevilla acude en tropel a la catedral esta noche.
Tocad vos el órgano y tocadle sin desconfianza de ninguna clase; estaremos
en comunidad... Pero... proseguís callando, sin que cesen vuestros suspiros.
¿Qué os pasa? ¿Qué tenéis?
-Tengo... miedo -exclamó la joven con un acento profundamente
conmovido.
-¡Miedo! ¿De qué?
-No sé..., de una cosa sobrenatural... Anoche, mirad, yo os había oído
decir que teníais empeño en que tocase el órgano en la misa, y, ufana con esta
distinción, pensé arreglar sus registros y templarle, al fin de que hoy os
sorprendiese... Vine al coro... sola..., abrí la puerta que conduce a la tribuna...
En el reloj de la catedral sonaba en aquel momento una hora..., no sé cuál...
Pero las campanas eran tristísimas y muchas..., muchas...; estuvieron sonando
todo el tiempo que yo permanecí como clavada en el dintel, y aquel tiempo
me pareció un siglo.
La iglesia estaba desierta y obscura... Allá lejos, en el fondo, brillaba,
como una estrella perdida en el cielo de la noche, una luz moribunda... la luz
de la lámpara que arde en el altar mayor... A sus reflejos debilísimos, que
sólo contribuían a hacer más visible todo el profundo horror de las sombras,
vi..., le vi, madre, no lo dudéis, vi un hombre que en silencio y vuelto de
espaldas hacia el sitio en que yo estaba recorría con una mano las teclas del
órgano mientras tocaba con la otra a sus registros... y el órgano sonaba, pero
sonaba de una manera indescriptible. Cada una de sus notas parecía un
sollozo ahogado dentro del tubo de metal, que vibraba con el aire
comprimido en su hueco, y reproducía el tono sordo, casi imperceptible, pero
justo.
Y el reloj de la catedral continuaba dando la hora y el hombre aquél
proseguía recorriendo las teclas. Yo oía hasta su respiración.
El horror había helado la sangre de mis venas; sentía en mi cuerpo como
un frío glacial, y en mis sienes, fuego... Entonces quise gritar, pero no pude.
El hombre aquél había vuelto la cara y me había mirado...; digo mal, no me
había mirado, porque era ciego... ¡Era mi padre!
-¡Bah!, hermana, desechad esas fantasías con que el enemigo malo
procura turbar las imaginaciones débiles... Rezad un Paternóster y un Ave
María al Arcángel San Miguel, jefe de las milicias celestiales, para que os
asista contra los malos espíritus. Llevad al cuello un escapulario tocado en la
reliquia de San Pacomio, abogado contra las tentaciones, y marchad, marchad
a ocupar la tribuna del órgano; la Misa va a comenzar, y ya esperan con
impaciencia los fieles. Vuestro padre está en el cielo, y desde allí, antes que
daros sustos, bajará a inspirar a su hija en esta ceremonia solemne, para el
objeto de tan especial devoción.
La priora fue a ocupar su sillón en el coro en medio de la comunidad. La
hija de maese Pérez abrió con mano temblorosa la puerta de la tribuna para
sentarse en el banquillo del órgano, y comenzó la Misa.
Comenzó la Misa y prosiguió sin que ocurriese nada de notable hasta que
llegó la consagración. En aquel momento sonó el órgano, y al mismo tiempo
que el órgano un grito de la hija de maese Pérez...
La superiora, las monjas y algunos de los fieles corrieron a la tribuna.
-¡Miradle! ¡Miradle! -decía la joven fijando sus desencajados ojos en el
banquillo, de donde se había levantado asombrada para agarrarse con sus
manos convulsas al barandal de la tribuna.
Todo el mundo fijó sus miradas en aquel punto. El órgano estaba solo, y,
no obstante, el órgano seguía sonando..., sonando como sólo los arcángeles
podrían imitarlo en sus raptos de místico alborozo.
-¿No os lo dije yo una y mil veces, mi señora doña Baltasara, no os lo dije
yo?... ¡Aquí hay busilis...! Oídlo; qué, ¿no estuvisteis anoche en la Misa del
Gallo? Pero, en fin, ya sabréis lo que pasó. En toda Sevilla no se habla de otra
cosa... El señor arzobispo está hecho, y con razón, una furia... Haber dejado
de asistir a Santa Inés; no haber podido presenciar el portento... ¿Y para qué?
Para oír una cencerrada; porque personas que lo oyeron dicen que lo que hizo
el dichoso organista de San Bartolomé, en la catedral, no fue otra cosa... Si lo
decía yo. Eso no puede haberlo tocado el bisojo, mentira... Aquí hay busilis;
y el busilis era, en efecto, el alma de maese Pérez.3

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