La Narración Descriptiva
La Narración Descriptiva
La Narración Descriptiva
Ahora bien, la narración descriptiva consiste en representar verbalmente lo que sea; puede ser
una persona, un espacio, un tiempo, un objeto y demás.
Es fundamental entender que para llevar esto a cabo, necesitamos tener en cuenta lo siguiente:
a. El tema de la narración.
b. La organización, la forma y los momentos en que la descripción se lleva a cabo.
c. La forma de expresarla mediante el uso de palabras.
a. Teniendo siempre en cuenta el TEMA de la narración, nos resultará más sencillo saber en
qué detenernos para realizar la narración descriptiva. Puede ser una persona, un estado de
ánimo, un objeto, un pueblo o ciudad, una canción y demás.
Supongamos que el tema principal de nuestra narración es “el viaje”. Como todo viaje
consiste en la traslación del punto A al punto B, es evidente que nuestro relato puede
“pausarse” un momento (la sucesión de acciones) para permitirnos describir tanto el lugar
A como el lugar B. Sin embargo, también es probable (o casi seguro) que ambos nos
despierten distintas emociones, que podamos relacionarlos con distintos estados de ánimo,
personas, momentos, ubicaciones, paisajes, comidas, olores y demás. Entonces, nuestro
RETRATO VISUAL conduce a otros elementos y es precisamente aquí donde se
produce una NARRACIÓN DESCRIPTIVA ya que podremos relacionar verbalmente lo
que vemos con lo que esto nos recuerda o provoca. De esta manera, dentro de la misma,
hay acciones que suceden unas otras; se trata de eventos en sí mismo, pero colocados
dentro de una “burbuja” descriptiva. Aquí relataremos acontecimientos, lo que
interpretamos de ellos, lo que sentimos y demás, pero esto se encontrará subordinado a la
SECUENCIA NARRATIVA (o sea, las acciones principales que construyen la historia y
su orden).
Este fragmento pertenece a la célebre novela de Cesar Aira, La villa (2022, Emecé.
Originalmente publicada en el año 2001). El contexto de la siguiente cita consiste en que Maxi, el
protagonista, observa por primera vez, y en detalle, la villa del Bajo Flores. Si bien Maxi vivía a
unas pocas cuadras, esta es la primera vez que se detiene efectivamente a observar ya que, al no
poder dormir, opta por ayudar a los cartoneros a llevar sus pesadas cargas:
La calle Bonorino, desde que nacía en Rivadavia, se llamaba en los carteles “Avenida”
Esteban Bonorino, y nadie sabía por qué, porque era una calle angosta como todas las demás.
Todos pensaban que era uno de esos frecuentes errores burocráticos, una confusión de los
distraídos funcionarios que habían mandado a pintar los carteles sin haber pisado ja- más el
barrio. Pero sucedía que era cierto, aunque de un modo tan secreto que nadie se enteraba.
Dieciocho cuadras más allá, pasando una cantidad de monoblocks y depósitos y galpones y
baldíos, donde parecía que la calle ya se había terminado, y donde no llegaba ni el más
persistente caminador, la calle Bonorino se ensanchaba transformándose en la avenida que
prometía ser desde el comienzo. Pero no era el comienzo, sino el fin. Seguía apenas cien metros,
y no tenía otra salida que un largo camino asfaltado, a uno de cuyos lados se extendía la villa .
Maxi nunca había llegado hasta allí, pero se había acercado lo suficiente para verla, extrañamente
iluminada, en contraste con el tramo oscuro que debían atravesar, casi radiante, coronada de un
halo que se dibujaba en la niebla. Era casi como ver visiones, de lejos, y acentuaba esta impresión
fantástica el estado de sus ojos y el sueño que ya lo abrumaba. A la distancia, y a esa hora, podía
parecerle un lugar mágico, pero no era tan ignorante de la realidad como para no saber que la
suerte de los que vivían allá estaba hecha de sordidez y desesperación. Quizás era por vergüenza
que los cirujas se despedían de él antes de llegar. Quizá querían que este joven apuesto y bien
vestido que tenía el curioso pasatiempo de ayudarlos siguiera creyendo que vivían en un lugar
lejano y misterioso, sin entrar en detalles deprimentes. Eso equivalía a suponerles una delicadeza
de la que difícilmente podrían haberlos dotado sus circunstancias. Aunque era igualmente difícil
pensar que no hubieran notado la pureza de Maxi, que resplandecía en su cara linda de niño, sus
ojos límpidos, su dentadura perfecta, su corte de pelo al rape, su ropa siempre recién lavada y
planchada.
Lo que también tenían que notar era el sueño que lo dominaba al final: masivo, invencible.
Podrían haber temido que se les durmiera, y no sabrían dónde meterlo. Ese rasgo tenía mucho
de infantil; era un niño en el cuerpo de un atleta hiperdesarrollado, que había reemplazado el
desgaste del juego por el del levantamiento de pesas, y lo complementaba con el acarreo
voluntario de basura. A lo que se sumaba el ritmo diurno muy marcado que le dictaba la
alteración química de su hipotálamo y las pupilas (la “ceguera nocturna”). Y como si esto
fuera poco (pero era parte del mismo sistema general), madrugaba muchísimo. Más de lo que
debía, en realidad, por un hecho casual. El gimnasio abría a las ocho de la mañana, y él estaba
levantado, vestido y desayunado un buen rato antes. En el verano, cuando a las cinco ya era
de día y la espera se le hacía excesiva, tomó la costumbre de salir con el bolso una hora antes,
y hacer tiempo con una caminata. En esos paseos había descubierto a un muchacho,
evidentemente sin casa ni familia, que dormía bajo la autopista. Era un lugar raro, una especie
de rincón de los que había formado la autopista al cruzar brutalmente la ciudad. La
municipalidad había hecho una pequeña plaza seca en ese triángulo, que unía dos calles:
habían puesto unos bancos de cemento y canteros, pero todo se había destruido de inmediato
(no era un sitio viable para ese fin y se había cubierto de un pastizal altísimo. Sólo quedaba
un estrecho pasaje libre, que los vecinos debían de seguir usando para ir de una calle a otra
sin dar la vuelta. Encima, como una colosal cornisa curvada, la autopista). Una vez Maxi, a
primera hora de la mañana, se metió por ahí, y vio a este joven sentado contra el paredón,
poniéndose las zapatillas. El joven lo miró con desconfianza mientras pasaba, y Maxi se dio
cuenta de que había pernoctado al amparo de la autopista y de lo abandonado del pasaje. Los
yuyos ocultaban a medias unos diarios que debían de haber sido su cama, y un bolso en el que
debían de estar sus posesiones. Días después volvió a pasar, a la misma hora, y otra vez lo vio
en tren de partir. Por lo visto ése era su dormitorio: un lugar solitario, por el que no pasaba
nadie de noche; y él lo abandonaba al rayar el día. Maxi era el único que lo había descubierto.
Las primeras veces que lo vio, le dio la impresión de que no le gustaba la intrusión, pero
después lo dejaba pasar sin alzar la vista. Empezó a pensar que, una vez descubierto su
secreto, no le disgustaba que él pasara por ahí todos los días; podía transformarse en un
hábito, y por ello en una especie de compañía, aunque no intercambiaran una palabra, casi un
sustituto, tan precario, de la familia o los compañeros que no tenía. Quizás al verlo pasar
pensaba “ahí está otra vez, mi amigo desconocido”, con esas u otras palabras. Uno nunca sabe
a qué se pueden aferrar los solitarios, cuando no tienen nada. Y tener menos que éste era
directamente imposible. Maxi lo llamaba “el linyerita”. Quién sabe qué hacía durante el día,
de qué se alimentaba, cómo pasaba el tiempo; no debía de alejarse mucho, para que pudiera
volver a dormir siempre en el mismo lugar. A unos pocos pasos, antes de salir de ese breve
pasa- je, el pastizal se hacía más alto y tupido, y de él salía un olor feo; ahí debía de hacer sus
necesidades el linyerita. Era de edad indefinida, pero imberbe, así que no debía de tener más
de dieciséis o diecisiete años, flaco y pequeño, de pelo muy negro, pero bastante pálido, con
los ojos hundidos y cara de animal asustado. Tenía una especie de traje azul oscuro, sucio y
arrugado.
[…]
Puede parecer extraño que una villa miseria dispusiera de tanta luz artificial. Pero tenía una
explicación perfectamente razonable. La conexión con la red eléctrica era ilegal; todos sabían
que las villas se "colgaban” de la red, y tenían electricidad gratis. Al no pagarla, podían
derrocharla sin problemas. Una “bajada” de un cable de alta tensión es fácil de hacer: no
obstante, hay que hacerlo, hay que saber cómo conectar y cómo distribuir. Pero justamente,
en la villa abundaban los electricistas, como abundaban todos los oficios, al menos en su fase
básica. Casi se podía decir que todos sus habitantes eran “oficiales básicos” de todo; los
pobres debían arreglárselas...
[…]
Estos a su vez no eran un dato eterno con el que se pudiera contar, sino que su existencia
misma era casual y dependiente de una circunstancia histórica. La gente no se dedicaba a
hurgar en la basura por vocación o, mejor dicho: habría bastado un pequeño cambio
socioeconómico para que esa misma gente hiciera otra cosa. ¡Pero resultaba que ahora hacían
precisamente eso: hurgar en la basura! Era como si se hubieran adaptado, en un instante, de
un día para otro. Esas adaptaciones súbitas quizás eran más frecuentes de lo que parecía:
quizás eran la norma. Y debían de tener muchos niveles, en uno de los cuales se había alojado
Maxi, que a su modo también había efectuado una adaptación, o algo parecido: había
transfigurado un gesto casual y repentino en una ocupación del tiempo.