Rosa Montero - Las Pasiones

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Amar al amor.

Introducción de Pasiones, Rosa Montero

(…) Pero decir que vamos a hablar de la pasión no aclara gran cosa: en realidad, no hemos hecho nada más que nombrar
el caos. ¿Qué es lo que define a la pasión, cuál es la característica sustancial que nos hace reconocerla? ¿Tal vez un
ingrediente sexual desenfrenado? Pues no, porque existen las pasiones platónicas, los amores galantes de los
trovadores, la Beatriz de Dante. Más bien se diría que la esencia de lo pasional es la enajenación que produce: el
enamorado sale de sí mismo y se pierde en el otro, o por mejor decir en lo que imagina del otro. Porque la pasión, y éste
es el segundo rasgo fundamental, es una especie de ensueño que se deteriora en contacto con la realidad. Tal vez sea
por eso por lo que, tercera condición, la pasión parece exigir siempre su frustración, la imposibilidad de cumplimiento.
Como decía el ensayista suizo Denis de Rougemont en El amor en Occidente, “el amor feliz no tiene historia. Sólo el
amor amenazado es novelesco”. Por supuesto: las perdices siempre se comen fuera del libro, una vez terminado el
cuento. Y añade Rougemont que los poetas cantan al amor como si se tratara de la verdadera vida, “pero esa vida
verdadera es la vida imposible”. Platón decía que Eros, el dios del amor, poseía una doble naturaleza, según fuera hijo
de Afrodita Pandemos, la diosa del deseo carnal, o de Afrodita Urania, de los amores etéreos. Esta Afrodita era una
divinidad de armas tomar; poseía unos poderes tan inmensos que, encorajinada con Zeus por una fruslería, fue capaz de
vengarse de él: le obligó a perseguir ninfas y mujeres mortales, descuidando así a su esposa Hera. De modo que ya los
antiguos estaban convencidos de que la fuerza enajenante del amor era capaz de poner en ridículo hasta al mismísimo
rey de todos los dioses. El amor es representado en todas las culturas con los mismos símbolos: arcos, flechas, ojos
vendados, antorchas con las que inflama el corazón de los mortales. Suele estar desnudo y ser un niño: porque es una
emoción que no puede ocultarse y porque permanece igual a sí misma. La pasión nunca aprende: siempre es idéntica,
eternamente joven, intacta, irreflexiva. “Pero cómo es posible que vuelva a estar haciendo otra vez a estas alturas las
mismas tonterías”, suele gemir nuestra razón, espantada, cuando esperamos durante horas una llamada de teléfono
que no llega jamás. “Es que yo no aprendo”, se queja el amante dolorido. Y está en lo cierto, porque el amor permanece
impermeable a la experiencia. Según la cosmogonía órfica, al principio de todo sólo existía la Noche. Esta Noche infinita
puso un huevo, y de él salió el Amor; y de las dos mitades rotas de la cáscara se crearon el Cielo y la Tierra. Así es que el
Amor es el centro del Universo, el núcleo de la unidad antes de que el huevo se rompiera. Es el principio de la
regeneración y de la vida, una fuerza cósmica que lo aglutina todo. Pero, claro, es un poder tan imponente que produce
devastación entre los míseros mortales. Como la guerra de Troya, por ejemplo. Este conflicto también lo empezó
Afrodita: ya dije antes que era una diosa de cuidado. Afrodita hizo que Paris, hijo del rey troyano Príamo, y la bella
Helena, esposa del rey espartano Menelao, se enamoraran como borregos el uno de la otra. Raptada Helena, la guerra
de Troya se prolongó durante diez años, hasta que el triunfador Menelao entró en la ciudad y encontró a su mujer con
los pechos desnudos, tan hermosa que la perdonó inmediatamente y volvió a vivir con ella tan contento. Atrás quedó
Troya destruida, un campo regado de cadáveres ilustres (Héctor, Aquiles, Patroclo, el mismo Paris…) y una memoria
épica que luego se estructuró en los cantos de la Ilíada. Y toda esta enormidad a consecuencia de un simple
estremecimiento del corazón. La percepción del amor como gestor de catástrofes era algo común en el mundo clásico.
Otra pareja mítica en la historia de las pasiones fue la de Cleopatra y Marco Antonio. Este romano era un hombre
“espléndido cuando mozo”, al decir de Plutarco en su fascinante Vidas paralelas. Era un buen guerrero al que le
encantaban los placeres de la carne y de la mesa: regaló una casa en Magnesia a un cocinero como premio por una cena
suculenta. Sobre este temperamento blando y vano, explica Plutarco, cayó Cleopatra como un rayo mortal, es decir,
cayó una pasión que sorbió definitivamente a Marco Antonio el poco seso con que había nacido: “Cleopatra le traía
como a un niño, sin aflojar ni de día ni de noche”. Desairó Antonio a su virtuosa e inteligente esposa y se enfrentó a
Octavio en una batalla naval; fue derrotado ignominiosamente, y Cleopatra y él acabaron como todos sabemos, o sea,
fatalmente. He aquí de nuevo la idea de una guerra supuestamente provocada por el envenenamiento de un amor. A
esta historia le dedicaremos un capítulo del libro. Con todo, el amor clásico era trágico porque terminaba muy mal, pero
al menos pasaba por una etapa de sobrado cumplimiento. Helena y Paris vivieron su pasión durante una década, y lo
mismo sucedió con Antonio y Cleopatra. Sin embargo, en los siglos XII y XIII apareció un nuevo modelo de pasión, el
amor cortés, que extremaba la imposibilidad de la relación. Lo que se empezó a amar a partir de la época galante fue la
dificultad y el sufrimiento. Es decir, sólo era auténtico amor aquel que se frustraba. De esta paradoja somos hoy
herederos. El amor cortés es impuesto en el mundo por la fascinante reina Leonor de Aquitania, nieta del primer
trovador conocido y esposa de Luis VII. Leonor tuvo dos hijas que se casaron con los condes de Troyes y de Blois, y que
también contribuyeron al triunfo del espíritu cortés. Estas mujeres formidables crearon brillantes y refinadas cortes en
las que se cantaba al amor y a las bellas damas. El mundo ensangrentado y feroz de las batallas medievales dejó paso a
un mundo de combates amorosos: el buen caballero ya no servía prioritariamente a Dios y al Rey, sino a la Mujer. Y
escribo Mujer con mayúscula porque, para que las damiselas se mantuvieran dignas de tan total entrega, tenían que
permanecer dentro del territorio de lo ideal. Así es que los amores corteses todos eran por definición amores
imposibles. De hecho eran en su mayoría amores adúlteros: resulta curioso constatar lo muy unida que va la idea de la
pasión a la del adulterio a través de todas las culturas y todas las épocas. En el siglo XII, en cualquier caso, el adulterio se
convirtió abiertamente en un motivo poético. El capellán Andreas dedicó a María de Champaña, una de las brillantes
hijas de Leonor, su trabajo teórico Tractatus de Amore, en el que se critica el amor conyugal como falto de libertad, y se
elogia la pasión adúltera, valiente y esforzada. En realidad, y si se mira bien, el avance del amor cortés supuso el avance
de la civilidad. Poco a poco los antiguos guerreros dejaron de descuartizar a sus enemigos y empezaron a encontrar la
medida de su hombría en “el juego de la guerra”, es decir, en los torneos, los cuales acabaron por suplantar a las
auténticas batallas. Dichos torneos eran lances celebrados dentro de las normas del amor galante, con damas que daban
prendas a sus caballeros y que luego se vestían con las camisas ensangrentadas de los vencedores, en un intercambio de
ropa íntima y humores corporales de lo más promiscuo. De hecho los torneos fueron prohibidos enseguida por la Iglesia
porque se convirtieron en una celebración de la infidelidad conyugal; pero la prohibición, naturalmente, no hizo sino
aumentar el atractivo de estos actos. A este mundo medieval de las justas galantes pertenecen dos leyendas del siglo XII
que ejemplifican el amor imposible y que han permanecido vivas hasta nuestros días: la historia de Tristán e Isolda y la
de Lanzarote y la reina Ginebra. Tristán viaja a Irlanda para traer consigo a Isolda, la prometida del rey Marcos. Pero, en
el barco que les conduce de vuelta, ambos beben por equivocación un filtro amoroso y caen el uno en brazos de la otra
inevitablemente. Cometen adulterio y sufren los dos como bellacos por la imposibilidad misma de su amor. Al cabo
escapan juntos y viven como miserables en un bosque. El rey Marcos les persigue y les encuentra dormidos; están
desnudos, pero Tristán ha colocado su espada entre los dos, como para impedir mayores proximidades de la carne. El
rey, conmovido ante esa prueba de heroica fidelidad, se marcha sin hacerles daño, no sin antes cambiar la espada de
Tristán por la suya propia, en una escena freudianamente elemental que seguro que provoca paroxismos de deleite
entre los psicoanalistas. Al final, claro está, tanto Tristán como Isolda mueren. Pero a pesar de esta especie de castigo
del destino, lo curioso es que ninguno de los dos se había sentido culpable por el adulterio: fueron embrujados, estaban
fuera de sí, todo fue irremediable. Es la idea del amor como droga, como un territorio que está más allá del Bien y del
Mal. En el mundo de los amantes no existen otras leyes que las de la pasión. Tampoco hay culpabilidad ni
remordimiento en la célebre historia de Lanzarote y su amada Ginebra, la esposa del rey Arturo. En su hermoso libro
Lanzarote del Lago (escrito en la corte de la ya citada María de Champaña), Chrétien de Troyes cuenta cómo Lanzarote
abandona la búsqueda del Grial por salir detrás de Ginebra. De hecho no conocemos el nombre del protagonista hasta la
mitad de la novela, momento en que aparece la reina Ginebra. Una dama pregunta: “¿Quién es ese caballero?”, y la
reina contesta: “Es Lanzarote del Lago”. De modo que es ella, la amada, quien concede nombre y vida al amado. Sin la
luz del amor, el amado ni tan siquiera existiría, sería una mera sombra indeterminada. Chrétien de Troyes define el
estado mental de Lanzarote con bellas y exactas palabras, perfectamente asumibles por el enamorado de hoy: “Su cuita
es tan profunda que se olvida de sí mismo, no sabe si existe, no recuerda ni su nombre ni si va armado o desarmado ni
sabe adónde va ni de dónde viene”. Y es que, como decía Catón, “el alma del amante vive en un cuerpo ajeno”. Tengo
para mí que éste es exactamente el quid de la cuestión: si nos entregamos a la pasión, si el amor loco nos arrebata, es
porque gracias a él podemos evadirnos de nuestra asfixiante individualidad, de ese encierro del yo que nos condena a
nuestra propia y solitaria muerte. En su arrebato por Ginebra, Lanzarote se olvida de buscar el Grial, que es la Vida
Eterna: en realidad no necesita el Santo Vaso porque su amor ya le hace inmortal. La pasión es un impulso místico, un
sentimiento religioso (de religare, unir) que nos apremia a fundirnos con el otro, porque al deshacernos en el amado nos
hacemos indestructibles. Se ama contra la muerte, como una manera de escapar de ese despeñarse hacia la nada que es
la vida. De ahí que el amor pasión sea tanto más valorado cuanto más individualista sea la sociedad; por ejemplo, en
aquellas culturas tradicionales orientales en las que el sujeto formaba parte de un cuerpo colectivo, apenas si existía la
pasión tal y como hoy la concebimos. El Romanticismo (otra época ferozmente individualista) acuñó uno de los mitos de
amor y muerte más conocidos: el vampiro. Lo inventó Polidori, médico de Byron, aunque la consagración vendría varias
décadas después con el Drácula de Bram Stoker, y es un perfecto ejemplo de cómo la pasión te rescata del yo. Las
amantes se entregan por completo al amado conde Drácula, hasta el punto de ofrecerle sus propias vidas; y la fusión es
tal que se convierten en lo mismo que él es, es decir, en vampiras, y alcanzan por medio de ese estado la vida eterna. El
ya citado Rougemont dice que en su origen el amor cortés estaba muy relacionado con la herejía albigense o cátara. Y
como ejemplo explica que Shakespeare situó su paradigmática obra Romeo y Julieta en Verona, uno de los más
importantes centros cátaros de Italia. Los cátaros eran dualistas, creían que el Bien y el Mal eran principios distintos, de
modo que Dios, que era el Bien, no podía haber creado este mundo asqueroso. El mundo lo había creado, por el
contrario, Satán, y los humanos éramos ángeles que, tentados por el demonio, habíamos tenido la peregrina y
desdichada ocurrencia de bajar a la Tierra y encarnarnos en cuerpos mortales. De ahí esa percepción tan común de
sentirnos presos dentro de la materia, atrapados en el interior de unos cuerpos extraños. La pasión, en fin, nos
permitiría trascender ese encierro. ¿Hay alguna diferencia en la vivencia del amor dependiendo del hecho de ser
hombre o mujer? Peliaguda pregunta. Parecería que nuestro concepto de lo sexual tiende a ser distinto; la sabiduría
popular sostiene que las mujeres dan sexo para conseguir amor, mientras que los hombres dan amor para conseguir
sexo; y algunos autores, como Finkielkraut en El nuevo desorden amoroso, extreman tanto las diferencias que aseguran
que jamás podremos entendernos unas con otros. Sin embargo a mí estas distinciones me parecen más que nada
culturales, ambientales, pasajeras. Supongo que la percepción de lo amoroso, el deseo de escapar de ti mismo y de
fundirte con el otro, es básicamente igual para todos: sólo que durante siglos a las mujeres no se les ha permitido otra
ambición en la vida que la amorosa, lo cual ha contribuido a obsesionarlas aún más con un sentimiento ya de por sí
obsesivo. Emma Bovary, la Regenta y Anna Karenina no tienen otra cosa para llenar sus días que sus enfebrecidas
ensoñaciones románticas. Estas tres patéticas heroínas literarias tienen en común su naturaleza adúltera. Regresamos
así al tema de la infidelidad y de las relaciones a tres, una fórmula extremadamente común en el amor. “Incluso si el
enemigo es un cándido dragón, siempre resuena en el fondo el deseo sexual”, dice Huizinga (El otoño de la Edad Media).
Y René Girard (Mentira romántica, verdad novelesca) explica que el deseo siempre es triangular; que sólo deseamos lo
que algún otro desea, hasta el punto de buscar que el amado sea infiel para poder renovar nuestra pasión por él. A todo
esto hay que añadir el triángulo original freudiano, el viejo y denostado complejo edípico, la pasión por el padre o por la
madre, siempre imposible, siempre renovada, siempre intacta, porque esos padres se convirtieron, en el momento de la
creación del mundo que se da en toda niñez, en la representación inalterable (e inencontrable) de la Mujer y el Hombre.
De manera que amar, a lo que parece, significa enajenarse, drogarse, perderse, buscar lo inalcanzable, desdeñar lo
factible. Y este comportamiento manifiestamente patológico debe de responder a una necesidad muy básica y profunda
del ser humano, porque podemos reconocernos en los sentimientos de los troyanos de hace tres mil años o de los
trovadores de hace ocho siglos. Todas las pasiones son iguales y todas son al mismo tiempo diferentes, porque varía el
escenario, las necesidades de cada cual, la manera en que nos enfrentamos a la felicidad y la desdicha. (…) Hay también
amores doblemente prohibidos, como las pasiones homosexuales, ilegales en muchos países y durante muchos siglos,
que a menudo provocaron la prisión o incluso la muerte de los amantes: es el caso de Oscar Wilde, cuya historia
veremos en estas páginas. O como el incesto, un tabú ancestral que es transgredido mucho más a menudo de lo que se
piensa, pero que permanece tan enterrado en el secreto de lo doméstico que se conocen pocos casos famosos. (…)
Suele suceder que las parejas que han pasado a la historia como símbolos de la pasión perfecta se deshacen en la
patología o la mezquindad en cuanto se las contempla de cerca. Y es que todos tendemos a creer que el prójimo es
capaz de vivir esa plenitud que a nosotros mismos siempre nos es esquiva: el amor absoluto, la dicha completa. Pero la
plenitud es un espejismo y los humanos somos seres precarios y pequeños. Incluso los llamados grandes hombres (entre
los que hubo también muchas mujeres grandes) suelen tener unas vidas sentimentales desastrosas en cuanto que te
enteras del detalle. El mismo Freud vivió una situación doméstica un tanto ambigua, habitando bajo el mismo techo con
su mujer y con la hermana de ésta; y de Einstein se están diciendo ahora barbaridades: la relación con su primera
esposa, por ejemplo, acabó siendo terriblemente cruel. El pobre Kafka dejó un hermoso y estremecedor estudio de la
pasión frustrada en la copiosa correspondencia que mantuvo con sus dos amadas, primero Felice y luego Milena. (…)
Claro que también hay alguna historia que, mirada de cerca, se descubre conmovedoramente bella. Como la relación de
Mark Twain con su esposa Olivia, con la que vivió treinta y tres años. A la muerte de ella, Twain escribió en su memoria
un tierno y divertido librito, titulado Diario de Adán y Eva, que trata sobre la primera pareja de la Creación. La obra
termina con unas palabras dichas por Adán que Twain inscribió en la tumba de Olivia: “Allá donde Eva estuviese, era el
Paraíso”. Pero me parece que esta historia de Mark Twain y de Olivia es justamente lo contrario de la pasión amorosa.
Porque es una relación auténtica entre dos personas, una convivencia construida con trabajoso esfuerzo día tras día y
sin duda plagada de altibajos y de carencias, con momentos de desdén y aburrimiento, como siempre sucede en lo real.
Mientras que la pasión permanece enquistada en lo imaginario, es una fantasía, una alucinación en la que la persona
amada no es más que una excusa que nos buscamos para alcanzar la emoción extrema del enamoramiento. En realidad
importa muy poco a quién queremos: por eso podemos volver a repetir una y otra vez el mismo paroxismo. Como dice
san Agustín, lo que el enamorado ama es el amor. Una droga muy bella, desde luego; pero la vida auténtica y menuda
empieza justamente donde el cuento acaba. Más allá del colorín colorado y de las perdices.

Montero, Rosa. “Amar al amor” en Pasiones. Disponible en https://documentop.com/pasiones-


muchoslibros_59ae7f6c1723dd7df6d1b37c.html. Consultado por última vez el 20-12-17.

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