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PREFACIO

Durante más de dos décadas, he estudiado como psiquiatra e


investigador de psicología la última frontera de la ciencia: el
mundo en que se construyen los pensamientos y se genera la
inteligencia y la conciencia. Aun así, a pesar de ser considerado
un autor de éxito y de haber publicado libros en decenas de
países, no me siento un profesional realizado, ya que he vis-
lumbrado una masacre emocional en las sociedades modernas
que me quita el sueño y perturba mi tranquilidad.
Por haber investigado la mente humana y haberla tratado,
he denunciado esta masacre sutil y sórdida en congresos nacio-
nales e internacionales. Ahora ha llegado el momento de escri-
bir sobre ella. He preferido crear un texto de ficción, en lugar de
producir uno de divulgación científica, por la necesidad que
siento de recrear imágenes inolvidables que se proyectan en mi
mente; imágenes de personas que destrozaron su placer de vi-
vir y su libertad.
Cada capítulo es un grito que hace eco en mi alma. He em-
pleado datos reales para la construcción de esta novela. A través
de intensas emociones y de apasionantes aventuras, mi objetivo
es diseccionar un cáncer social que ha provocado literalmente
la infelicidad y la frustración de millones de seres humanos, en
especial de mujeres y adolescentes.
Se supone que vivimos en la era del respeto de los derechos

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humanos, pero, dado que no conocemos el teatro de nuestra
mente, no nos damos cuenta de que nunca antes estos se habían
violado en las sociedades democráticas. Estoy hablando de una
terrible dictadura que oprime y destruye la autoestima del ser
humano: la dictadura de la belleza. A pesar de que son más ama-
bles, altruistas, solidarias y tolerantes que los hombres, las muje-
res han sido el blanco preferente de esta dramática dictadura.
Cerca de seiscientos millones de mujeres se sienten esclavas de
esa mazmorra psíquica. Se trata de la mayor tiranía de todos los
tiempos y una de las más devastadoras de la salud psíquica.
El patrón inalcanzable de belleza ampliamente difundido
en la televisión, en las revistas, en el cine, en los desfiles, en los
anuncios... ha penetrado en el inconsciente colectivo de las per-
sonas y las ha aprisionado en el único lugar en que no es admi-
sible ser prisionero: dentro de sí mismas.
Tengo bien nítida en mi mente la imagen de jóvenes mode-
los que, a pesar de ser muy valoradas, odiaban su cuerpo y se
planteaban acabar con sus vidas. Me acuerdo de personas bri-
llantes y de gran calidad humana que no querían acudir a luga-
res públicos por sentirse excluidas y rechazadas por la anato-
mía de sus cuerpos.
Recuerdo a los enfermos de anorexia nerviosa que he trata-
do. A pesar de estar excesivamente delgados, reducidos a piel y
huesos, controlaban los alimentos que ingerían para no «engor-
dar». ¿Cómo no quedarse perplejo al descubrir que hay cientos
de miles de personas en las sociedades ricas que, a pesar de te-
ner la mesa llena, se mueren de hambre porque han bloqueado
su apetito debido al intenso rechazo hacia su autoimagen?
Esta dictadura asesina la autoestima, asfixia las ganas de vi-
vir, produce una guerra contra el espejo y genera un profundo
autorrechazo. Innumerables jóvenes japonesas repudian sus
rasgos orientales. Muchas mujeres chinas desean tener la silue-

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ta de las mujeres occidentales. Por su parte, éstas quieren con-
seguir la rara belleza y el cuerpo excesivamente delgado carac-
terísticos de las adolescentes de las pasarelas, que suelen estar
desnutridas y descontentas con su propia imagen. Más del 98
por ciento de las mujeres no se ven guapas. ¿No es esto una lo-
cura? Vivimos inmersos en una paranoia colectiva.
Los hombres han controlado y herido a las mujeres en casi
todas las sociedades. Considerados el sexo fuerte, en realidad
son seres frágiles, pues sólo los frágiles controlan y agreden a
los demás. Ahora han creado una sociedad de consumo inhu-
mana que usa el cuerpo de la mujer y no su inteligencia para
vender sus productos y sus servicios, promoviendo, en muchos
casos, la explotación sexual. Dicho sistema no tiene como obje-
tivo crear personas resueltas, saludables, felices, sino que las
que interesan son las insatisfechas consigo mismas, ya que,
cuanto más ansiosas, más consumistas serán.
Hasta niños y adolescentes son víctimas de esta dictadura.
Avergonzados por su imagen, angustiados, cada vez consu-
men más productos en busca de chispas superficiales de placer.
A cada segundo se destruye la infancia de un niño en el mundo
y se masacran los sueños de un adolescente. Deseo que muchos
de ellos puedan leer con atención esta obra para que puedan
escapar de la trampa en que, inconscientemente, corren el ries-
go de quedar atrapados.
Cualquier imposición de un patrón de belleza estereotipa-
do para atentar contra la autoestima y el placer frente a la au-
toimagen provoca un desastre en el inconsciente, una grave do-
lencia emocional. La autoestima es un estado de espíritu, un
oasis que se debe buscar en el territorio de la emoción. Cada
mujer, hombre, adolescente o niño debería vivir un romance
consigo mismo, una historia de amor con su propia vida, pues
todos poseemos una belleza física y psíquica singular y única.

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Esta afirmación no es jerga literaria prefabricada, sino que
se refiere a una necesidad psiquiátrica y psicológica vital, ya
que sin autoestima los intelectuales se vuelven estériles, las ce-
lebridades pierden su brillo, los anónimos permanecen invisi-
bles, los hombres se vuelven miserables, las mujeres pierden
la salud psíquica y los jóvenes no encuentran el encanto por la
existencia.
En breve pasaremos a encerrar nuestra vida en el pequeño
«paréntesis» del tiempo que nos abarca. ¿Qué tipo de marcas
transformadoras vamos a dejar en el mundo en que vivimos?
Tenemos que dejar al menos el vestigio de que no fuimos escla-
vos del sistema social, de que vivimos una existencia digna y
saludable, luchando contra una sociedad que se convirtió en
una fábrica de personas enfermas e insatisfechas.
Es necesario iniciar una revolución inteligente y serena con-
tra esta dramática dictadura. Los hombres, a pesar de que tam-
bién son víctimas de ésta, se sienten inseguros a la hora de lle-
varla a cabo. Esta batalla depende sobre todo de las mujeres. En
esta novela, apoyadas por dos fascinantes pensadores, un psi-
quiatra y un filósofo, ellas emprenden la mayor revolución de
la Historia. No obstante, pagan un precio demasiado alto, pues
han de enfrentarse a depredadores implacables.
Para llevar a cabo esta revolución internacional saturada de
aventuras, lágrimas y alegrías, las mujeres se inspiran en el
hombre que más las defendió en todos los tiempos: Jesucristo.
Descubren que el Maestro de los Maestros corrió riesgos dra-
máticos por ellas. Se quedan fascinadas al saber que Él tuvo el
valor de hacer de las prostitutas seres humanos de la más alta
dignidad y, de las despreciadas, princesas.

Dr. Augusto Cury

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CAPÍTULO 1

La bella Sarah salió tambaleante de su cuarto y entró súbita-


mente en el amplio salón del apartamento. Su pelo largo acara-
colado estaba revuelto; sus ojos, hundidos; su piel, pálida; y su
respiración, jadeante. La modelo estaba prácticamente irreco-
nocible. Al verla, Elizabeth, su madre, se asustó. Asombrada,
dejó caer la revista de las manos y pegó un grito.
—‌¡Sarah! ¿Qué te ha pasado, mi niña? —‌La desesperación
rasgaba su voz.
—‌Te voy a dejar de molestar. —‌Su voz salió frágil y pasto-
sa, mientras la joven desfallecía en los brazos de su madre.
—‌¡Sarah! ¡Sarah! ¡Háblame! —‌clamaba Elizabeth con el co-
razón acelerado, un nudo en la garganta y el semblante tenso.
Intentó despertar a su hija del sueño profundo del que parecía
no haber retorno.
Elizabeth colocó a Sarah en el sofá. Cogió el móvil, pero sus
dedos temblorosos a duras penas conseguían marcar los núme-
ros. La angustia le había robado la coordinación motora. Tan
simple tarea se le antojaba dantesca.
Momentos después, llegó la ambulancia. Al ver al médico y
a los enfermeros, Elizabeth gritó:
—‌¡Salven a mi hija! —‌Las lágrimas empaparon su rostro.
Llorando, repetía—‌: No la dejen morir. Por favor, no la dejen
morir...

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El médico rápidamente auscultó el corazón de la chica.
Aunque descompasado, seguía latiendo. La ambulancia partió
a toda prisa hacia el hospital. Unos pocos segundos pueden de-
terminar los momentos más importantes de toda una vida.
Aquellos segundos tuvieron un sabor eterno. El trayecto, que
era corto, parecía interminable. El sonido de la sirena, que siem-
pre había sido incómodo, ahora agredía los oídos de Elizabeth.
Ella quería despertar de la pesadilla, pero la realidad era cruel
y angustiante.

Al día siguiente, la nieve caía suavemente, posándose sobre las


ramas de los árboles, sustituyendo las hojas por copos de algo-
dón, dibujando un paisaje fascinante. El psiquiatra Marco Polo
contemplaba el blanco panorama por la vidriera, cuando su se-
cretaria entró a comunicarle que una mujer, sumida en llanto,
quería hablar con él. Con su sensibilidad habitual ante el dolor,
se levantó, fue hasta la sala de espera, saludó amablemente a la
afligida señora y le pidió que entrara.
Elizabeth se sentó frente a él, lo miró intensamente, pero es-
taba paralizada y no conseguía pronunciar ni una palabra. De
todos modos, éstas eran dispensables, pues los músculos con-
traídos de su cara acusaban su angustia y las lágrimas que des-
cendían por su rostro, abriendo surcos en su maquillaje, revela-
ban su dolor. Para Marco Polo, el templo del silencio era el
ambiente más elocuente para expresar la fuerza de los senti-
mientos. Por ello le ofreció un pañuelo y también su silencio. El
primero, para que se secara los ojos; el segundo, para permitirle
penetrar por las callejuelas de su personalidad en el intento de
vislumbrar lo invisible, lo esencial.
Poco después, Elizabeth profirió las primeras palabras con
voz temblorosa:

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—‌Mi hija, Sarah, de dieciséis años, ha intentado acabar
con su vida. Está internada en un hospital. ¡No me lo puedo
creer! —‌dijo como si se estuviera enfrentándose al más angus-
tioso terremoto emocional. Conmocionada, continuó—‌: No
entiendo su actitud. Lo he dado todo por esa niña. Ha vivido
como una princesa, pero nada la satisface. Se ha traicionado y
me ha traicionado a mí... —‌Sus palabras dejaban entrever un
sentimiento que alternaba compasión y rabia por la conducta
de su hija.
Elizabeth tenía cuarenta y dos años y estaba separada desde
hacía tres. El divorcio de la pareja no había afectado a la rela-
ción de Sarah con su madre, ya que el ambiente entre ambas ya
era pésimo. El padre siempre había sido un tanto desequilibra-
do, poco afectivo y negativista, y tenía la costumbre de culpar a
los demás de sus errores. Nunca había tenido éxito en sus pro-
yectos y con frecuencia necesitaba dinero de su mujer para pa-
gar sus facturas. Elizabeth había soportado el fracaso de su ma-
rido, pero no la infidelidad. Cuando se enteró de que la
engañaba, rompió la relación.
La distante relación de Sarah con su padre contrastaba con
la agitada relación con su madre, pautada por roces, discusio-
nes y acusaciones. En ocasiones, Sarah amenazaba con irse a
vivir con su padre, pero, a pesar de estar sumidas en una gue-
rra continua, madre e hija no se abandonaban, no conseguían
estar lejos la una de la otra. El hermoso y espacioso apartamen-
to era pequeño para contener los conflictos entre ambas. Indig-
nada y sufrida, Elizabeth presentó a Marco Polo las paradojas
entre su profesión y el mundo de la niña:
—‌Estoy deprimida y perpleja con todo lo que está suce-
diendo. Escribo reportajes sobre la autoestima y la felicidad,
pero mi hija no tiene ganas de vivir. Oriento a periodistas que
trabajan conmigo para que valoren el cuerpo de la mujer, que exal-

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ten la belleza y la sensualidad, pero mi hija odia su cuerpo, a
pesar de que todo el mundo la considera guapa.
Hizo una pausa para respirar, y él una pausa para pensar.
—‌¿A qué se dedica, Elizabeth? —‌preguntó Marco Polo, im-
presionado por el contraste que describía la mujer. Quería en-
tender si el ambiente profesional y social de la madre había in-
fluido en el proceso de formación de la personalidad de la hija.
—‌Soy gerente editorial de la revista Mujer Moderna. —‌Su
respuesta salió sin el entusiasmo con que siempre exaltaba su
trabajo.
Los ojos de Elizabeth eran verdes; su pelo, negro y largo,
suavemente ondulado. Era una mujer hermosa y una ejecutiva
de éxito. Ocupaba la gerencia editorial de una de las revistas
más importantes para público femenino de Estados Unidos,
con sede en Nueva York. Organizaba las tareas, los materiales
y establecía la línea editorial de los reportajes. Coordinaba un
batallón de periodistas, fotógrafos y otros profesionales.
Había ganado numerosos premios a lo largo de su carrera.
Era determinada, creativa, sabía tomar decisiones y asumir
riesgos. Se esforzaba por trabajar en equipo y motivar a la gen-
te, pero no le gustaba que la cuestionaran; tenía tendencia a
concentrar el poder y a ejercer autoridad. Era de carácter fuerte
y de una inteligencia brillante. Sarah era su única hija. Quería
controlarla e influir sobre ella, al igual que hacía con los miem-
bros de su equipo, pero no lo lograba.
A continuación, suspirando, Elizabeth continuó describien-
do su inconformismo:
—‌Sarah está iniciando su carrera de modelo. Tiene una tra-
yectoria magnífica por delante en el mundo de la moda. Millo-
nes de niñas desearían estar en su lugar. ¿Cómo puede tirarlo
todo por la borda? —‌dijo, expresando su perplejidad. Y le plan-
teó al psiquiatra la pregunta que se hacía a sí misma, intentan-

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do desvelar el hilo conductor de la crisis de su hija—‌. ¿Cómo
puede ser que una persona que ha sido amada, que ha tenido
todos los juguetes, que no ha sufrido pérdidas ni privaciones,
una niña sociable que ha asistido a fiestas y que ha destacado
como alumna en el colegio, se odie a sí misma y deteste la vida?
No puedo entender las reacciones de Sarah.
Elizabeth era una mujer pragmática, le gustaban las expli-
caciones lógicas y no conseguía entender el comportamiento de
la chica, ilógico ante sus ojos. No admitía tener una hija emocio-
nalmente enferma y mucho menos haber contribuido a dicha
enfermedad. A pesar de ser una ejecutiva brillante, no sabía mi-
rar al espejo de su propia alma ni navegar dentro de su ser, re-
conociendo sus fallos y percibiendo sus fragilidades.
Para la madre, el éxito de su hija como modelo coronaría sus
logros profesionales. El fracaso de Sarah pondría en jaque su fi-
losofía de vida. Llegaba a pensar que la muchacha simulaba al-
gunos de sus comportamientos enfermizos para que ella, como
madre, girara en su órbita. Pensaba esto cuando observaba a su
hija viviendo momentos alegres o relajados con sus amigas. No
conseguía creer que realmente ella estuviera pasando por una
crisis depresiva. Sin embargo, la última actitud de Sarah la ha-
bía chocado profundamente, cambiando su pensamiento.
—‌¿Consiguen acceder la una al mundo de la otra? —‌pre-
guntó Marco Polo sin medias palabras, intentando descifrar el
código secreto de la relación entre madre e hija.
—‌Doctor, mi hija es inaccesible. Cuando empiezo a hablarle
de algo, ella me interrumpe diciendo que ya lo sabe. Ningún
consejo tiene impacto, ninguna orientación es bien recibida. Me
siento una intrusa, una pesada que invade su intimidad. Parece
que ella disfruta agrediéndome.
—‌Ninguna personalidad es inaccesible. Depende de la lla-
ve que uses —‌sentenció serena y sabiamente el psiquiatra.

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Elizabeth reaccionó con agresividad ante tales palabras:
—‌Es fácil hablar de una persona que no conoce. Si viviera
con mi hija, estoy segura de que no soportaría su agresividad.
Marco Polo notó que Elizabeth no creía en la posibilidad de
que se produjeran grandes cambios en la relación con Sarah.
Por el embate en que ambas vivían, el psiquiatra tuvo la impre-
sión de que se conocían muy poco; como mucho conocían las
salas de visita de la personalidad de la otra. Habían vivido mu-
chos años en una gran proximidad física, respirando el mismo
aire, pero eran extrañas compartiendo un espacio común. Ante
esto, él miró fijamente a los ojos de la mujer que tenía delante y
comentó con seguridad:
—‌Detrás de una persona que hiere siempre hay una perso-
na herida. Nadie agrede a los demás sin autoagredirse prime-
ro. Nadie hace a los demás infelices si no ha sido infeliz antes.
—‌Y espoleando la inteligencia de Elizabeth, dijo—‌: Piense so-
bre ello.
Estas palabras calaron en ella, dejándola sorprendida. La
madre no conseguía entender el lenguaje de los comportamien-
tos de la hija. Antes de ser modelo, para ganarse un regalo,
cambiar de móvil, conseguir un nuevo videojuego, Sarah tenía
crisis de ansiedad. A gritos, decía que todos la rechazaban por-
que era fea. Elizabeth siempre había tratado esos comporta-
mientos como rabietas y manipulaciones, pero acababa cedien-
do. Por primera vez, empezó a comprender que, por más que
su hija quisiera manipularla, sus comportamientos representa-
ban un grito; no por un objeto, sino que eran una llamada de
socorro de alguien que sufría y atravesaba conflictos. Afectada
por las palabras de Marco Polo, repitió la frase en voz baja, bus-
cando absorberla y entenderla plenamente:
—‌«Detrás de una persona que hiere siempre hay una perso-
na herida.» —‌A continuación, dijo—‌: Pero ¿qué trauma tiene

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ella? ¿Qué es lo que le ha faltado? ¿Dónde hemos fallado su
padre y yo? —‌El tono expresaba toda su perturbación.
—‌Muchos padres se esfuerzan por dar el mundo a sus hijos,
pero olvidan darse a sí mismos. Les compran ropa fabulosa, les
pagan los mejores colegios, los llenan de regalos, pero no les dan
su historia, no les hablan de sí mismos, no les cuentan sus fraca-
sos, sus éxitos, sus pérdidas, sus osadías, sus proyectos... ¿Usted
sabe qué sueños tiene Sarah? ¿Ya le ha preguntado cuáles son las
lágrimas que nunca se ha atrevido a llorar? ¿Ha descubierto cuá-
les son sus temores y frustraciones más importantes?
Elizabeth se quedó impactada por las preguntas plantea-
das por el doctor Marco Polo. Al igual que la gran mayoría de
los padres, ella nunca había conversado con su hija sobre sus
días más tristes, nunca le había preguntado sobre sus lágri-
mas ocultas. Se sintió perdida al darse cuenta de ello, ya que,
como periodista, había entrevistado a innumerables celebri-
dades, pero nunca le había formulado esas preguntas vitales a
la persona más célebre de su vida: su propia hija. El éxito de
Sarah era tan evidente que ni siquiera su madre le había pre-
guntado seriamente si su gran sueño era ser modelo o si de-
searía cambiar la fama, el dinero y el estatus por una carrera
más simple.
—‌Siempre he pensado que conocía a mi hija, pero ahora lo
dudo. Me siento culpable y fracasada como madre —‌comentó,
como si no pudiera sustentar sus convicciones.
—‌Padres maravillosos fallan intentando acertar. No tenga
miedo de entrar en contacto con sus errores, pero tenga cuida-
do, pues la culpa destruye o construye. Si la dosis de culpa es
pequeña, nos estimula a reflexionar o corregir la ruta, pero si
es intensa, bloquea la inteligencia y fomenta la depresión.
Elizabeth respiró un poco más aliviada. Ella había acudido
al doctor Marco Polo siguiendo el consejo de Julia, una de las

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periodistas de su equipo, que había sido tratada por él. Le ha-
bía dicho que él era instigador, osado, transparente. La psicote-
rapia la había ayudado a superar sus frecuentes crisis depresi-
vas, asociadas a una vida pesimista y dependiente. Julia vivía
dominada por una necesidad neurótica de prestigio y aproba-
ción de los demás.
Una frase inolvidable del doctor Marco Polo había impul-
sado un cambio en su vida: «Julia, si no deja de ser espectadora
pasiva de su enfermedad psíquica, si no se convierte en actriz
principal del teatro de su mente, perpetuará su enfermedad,
incluso tratándola». Bajo el impacto de estas palabras, ella
comprendió que estaba alimentando su enfermedad. Tenía
miedo de equivocarse, de decir «no» y de expresar su deseo y
su pensamiento. Entonces decidió dejar de ser víctima de su
historia.
Así, Julia dio un salto enorme en su calidad de vida, percep-
tible a los ojos de todos sus compañeros de trabajo. Rompió con
un novio que la humillaba, la agredía y la controlaba. Se volvió
intrépida, alegre y comenzó a escribir textos más osados para la
revista. El cambio visible de Julia motivó a Elizabeth a acudir al
terapeuta que la había tratado, aunque alimentara pocas espe-
ranzas de que pudiera hacer lo mismo por su hija.
—‌¿Cómo voy a poder corregir mi relación con Sarah si ella
me critica todo el tiempo y, peor aún, si vive castigándose, no
se ama, no ama la vida, no ama a sus amigos, en fin, si parece
no amar nada? Ya se ha tratado con tres psicólogos y ha recibi-
do seguimiento de dos psiquiatras. Ninguno de estos trata-
mientos duró más de un mes. Llegó a decir que los psiquiatras
son tontos, que no entienden nada sobre ella. Sarah es muy re-
sistente e insatisfecha. Incluso reniega del éxito, del asedio, de
los elogios, de los premios que recibe. —‌Elizabeth suspiró de­
sanimada—‌. Me siento incapaz de ayudarla.

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—‌¡Excelente! —‌exclamó Marco Polo, sorprendiéndola—‌.
Lo mejor para conocer la caja de secretos de la personalidad de
alguien es reconocer nuestra impotencia para abrirla y desci-
frar sus códigos. Deje de lado lo que cree que sabe sobre Sarah.
Comience un nuevo capítulo en su historia con ella. Ábrase a
nuevas posibilidades. Intente ir más allá del escaparate de su
comportamiento.
—‌Entre mi hija y yo hay una gran montaña.
—‌No tropezamos con las grandes montañas, sino con las
piedras pequeñas —‌dijo poéticamente el pensador de la psi-
quiatría.
Estas palabras dejaron a la madre extasiada y reflexiva. Em-
pezó a darse cuenta de que las desavenencias y las ofensas mu-
tuas comienzan en las pequeñas cosas. Pero luego entró en al-
gunas zonas de conflicto de su inconsciente y, de nuevo, volvió
a hacer gala de su pesimismo.
—‌Mi hija ya me ha dicho cuatro veces que me odia —‌reveló
con profunda tristeza y vergüenza.
—‌El odio es una piedra bruta del territorio de la emoción
que puede estar cerca o infinitamente lejos del amor —‌aseveró
con énfasis Marco Polo—‌. Dependiendo del artesano que la
pula, ésta puede transformarse en la experiencia más sublime
del amor.
Las frases de Marco Polo desbloqueaban poco a poco la in-
teligencia de Elizabeth. Él irrigaba su ánimo y expandía su vi-
sión sobre la vida, dándole una perspectiva multifocal. Ella
volvió a hablarle sobre los conflictos de Sarah. Su hija perse-
guía un patrón perfecto de belleza y por ello rechazaba algunas
partes de su cuerpo, odiando particularmente la anatomía de
su nariz. La hermosa modelo la consideraba monstruosa. Des-
pués de años de insistencia, la madre aceptó que la hija se so-
metiera a una operación de cirugía plástica con un cirujano de

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confianza. Tras la cirugía, sorprendentemente, Sarah había en-
trado en una grave crisis emocional y había intentado suicidar-
se. Se tomó todos los medicamentos que encontró.

Marco Polo no era solamente un psiquiatra que atendía a sus pa-


cientes en su consulta. También era investigador en psiquiatría y
psicología, un pensador de la filosofía. Tenía una amplia visión
del ser humano. Escribía artículos y libros sobre el caos de la cali-
dad de vida de las personas en las sociedades modernas.
Estaba convencido de que el asesinato de la autoestima de
Sarah no era un caso aislado. En los últimos años, se preocupa-
ba extrañamente al darse cuenta de que millones de mujeres
adultas, adolescentes e incluso niñas estaban descontentas con
la imagen de su cuerpo, vivían paranoicas en busca de un pa-
trón de belleza inalcanzable. El psiquiatra era plenamente
consciente de que el autorrechazo encerraba al ser humano en
la más profunda mazmorra psíquica.
Para él, los hombres también se iban hundiendo cada vez
más en los pantanos de un falso ideal de belleza y, consecuente-
mente, desarrollando una serie de trastornos psíquicos. Lo que
más intrigaba a Marco Polo era observar que en las generacio-
nes actuales se estaba produciendo un entristecimiento colecti-
vo de la humanidad. Era de esperar que, en el siglo xxi —‌con el
acceso a la poderosa industria del ocio que sobrevalora la ima-
gen, como la televisión, el cine, las revistas e internet—‌, la gente
se convirtiera en la más feliz que hubiera pisado el enigmático
escenario de esta Tierra. No obstante, las personas parecían
cada vez más infelices, pues la emoción no reacciona con una
alegría estable e intensa.
La era de la imagen había traído consigo una expansión de
la belleza estética en diversas áreas de la actividad humana. Sin

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embargo, en el ámbito de la autoimagen y de la imagen del ser
humano ante los demás, había causado un estrago en el incons-
ciente, haciendo que gran parte de las personas perdieran el
sentido de la magia, de la suavidad, de la levedad del ser, del
encanto por la vida, lo que afectaba drásticamente a la salud
emocional y a las relaciones sociales. Marco Polo investigaba
esta paradoja, la cual le quitaba el sueño. Para intentar ayudar a
Elizabeth a superar sus conflictos con Sarah, él habló en un len-
guaje simple sobre el poder de la imagen en el proceso de cons-
trucción de las relaciones humanas.
Comentó que los seres humanos nos relacionamos con los
demás no por lo que son en sí, sino por las imágenes que de
ellos tenemos archivadas en el subsuelo de nuestra personali-
dad, en el inconsciente. Las críticas, los roces, las agresiones, así
como los sentimientos de desconfianza, incomprensión e into-
lerancia construyen sutilmente estas imágenes en las ventanas
de la memoria. Explicó que son éstas las que dictan las reglas de
la relación, las que determinan si las personas han actuado con
gentileza y amabilidad o con impulsividad e irritabilidad las
unas con las otras. Dos personas encantadoras son capaces de
vivir en pie de guerra si las imágenes archivadas en su incons-
ciente son pésimas. Además, añadió que no es posible apagar
estas imágenes, como en los ordenadores; sólo reeditarlas.
A continuación, reveló a Elizabeth algunos secretos para al-
canzar el territorio inconsciente de las personas con las que ella
tenía conflictos, en especial el de Sarah. Dijo que debería empe-
zar conquistando la emoción de su hija y, después, su razón. Si
intentara conquistar primero la razón, apuntando a los errores y
fallos de Sarah, cabría la posibilidad de que se perpetuaran los
conflictos entre ambas. Era preciso explorar el suelo de la emo-
ción de la hija, sorprendiéndola en las pequeñas cosas, hablan-
do de lo que nunca se había atrevido a hablar, teniendo gestos

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nunca expresados. Debía abrazarla cuando Sarah esperara una
regañina, hacerle un elogio cuando esperara un rechazo.
Recomendó que la famosa gerente editorial se humanizara,
saliera de su pose de ejecutiva y liberara su creatividad para ser
fotógrafa en la psique de Sarah de una forma nueva y afectiva.
No le dio reglas, sino que le mostró el camino de la sabiduría.
Terminó su exposición diciendo:
—‌La vida es un contrato de riesgo. Puedes convivir con mi-
llones de animales de otras especies y nunca tener problemas,
pero, si convives con un ser humano, por buena que sea la rela-
ción, habrá problemas y decepciones. —‌Con osadía, comple-
tó—‌: Todos fallamos y frustramos a los demás y éstos nos frus-
tran a nosotros. Todos estamos enfermos en algún área de
nuestras personalidades; unos más y otros menos, inclusive los
psiquiatras y psicólogos. La sabiduría no consiste en ser perfec-
to, sino en saber que no lo somos y en tener la habilidad de usar
nuestras imperfecciones para comprender las limitaciones de la
vida y madurar. No culpe a Sarah: conquístela. No se culpe a sí
misma: ¡conquístese! Yo ya he desistido de ser perfecto, ¿y us-
ted? Sólo una persona incompleta necesita nuevas conquistas.
La ilustre periodista suspiró profundamente, relajó sus
músculos y esbozó una sonrisa serena. Se zambulló en la sabi-
duría del intrigante pensador. Por primera vez, se desarmó y
no se sintió culpable por sus errores. Recordó los obstáculos
que había superado al inicio de su carrera. Tuvo que luchar
mucho para ver materializados sus proyectos y conquistar a la
gente. Ahora tenía otro gran desafío: salir de la rutina, recons-
truir una relación destrozada y conquistar a la casi inconquista-
ble Sarah.

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