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TEMA PARA CONTROL N°2

MATERIA: MACROECONOMIA II
MSc. Lic. Carlos Rodríguez Ortega

MACROECONOMÍA Y POLÍTICAS DE CRECIMIENTO


(Segunda parte)

Las repercusiones del déficit del gobierno


El gasto público y la tributación tienen repercusiones distributivas. Generalmente, se supone que
la posición fiscal agregada sólo es relevante para el patrón de crecimiento agregado. Sin embargo,
la mayor o menor generación de empleo que resulte de esta posición también tendrá
repercusiones distributivas, repercusiones que son consideradas relevantes hoy en día en la
mayoría de países.
Este también es el caso del déficit fiscal, el cual tiene efectos totales e impactos diferenciales
sobre ciertos grupos sociales. Mientras que los grupos rentistas (personas naturales que obtienen
ingresos a partir de la posesión y explotación de bienes y derechos, tales como acciones, bonos,
inmuebles, etc. Estos ingresos pueden ser de diversa naturaleza, como regalías, intereses,
arrendamientos, entre otros.) se oponen a un gran déficit fiscal ante cualquier circunstancia, los
trabajadores y los ciudadanos que utilizan los servicios públicos bien podrían agradecer el déficit
si éste se asocia a un gasto público que genere más empleo, al aumento de la prestación de
servicios públicos o si actúa de manera contra cíclica. Obsesionarse con el control del déficit
gubernamental conforme a una norma arbitraria, –como se percibe en muchas legislaciones
recientes–, perjudica las posibilidades de posiciones macroeconómicas contra cíclicas y reduce
las actividades del gobierno orientadas al desarrollo y el crecimiento.

Aun cuando el déficit fiscal tenga que ser reducido, hay un problema fundamental al hacer de los
recortes de gastos el único medio para lograrlo. Una reducción del déficit de ingresos o del déficit
fiscal puede ser efectuada de muchas maneras además de los recortes de gastos. El método más
obvio es un aumento de los ingresos tributarios directos, los cuales son preferibles en las
economías en desarrollo con altos niveles de desigualdad de ingresos y de activos, lo que puede
ocurrir a lo largo de lo expresado en líneas anteriores. Asimismo, los impuestos al comercio
deben ser seriamente tenidos en cuenta como medio de movilización de los recursos públicos,
otra vez de acuerdo a lo expresado en líneas anteriores.

Recientemente se viene sosteniendo el argumento de que los déficits fiscales son


desestabilizadores. Esto es debido al impacto que ejercen en las expectativas de los inversores,
quienes pueden sacar su capital del país. En una economía que está liberalizada con respecto a la
cuenta de capital de la balanza de pagos, y por ende abierta a flujos de capitales especulativos, se
podría dar el caso de que los especuladores se fijaran en el tamaño del déficit fiscal, lo cual se
tornaría decisivo para el nivel de confianza. En tales casos, los formuladores de políticas deben
ser conscientes de que los aumentos del déficit fiscal que se creen necesarios a efectos anticíclicos
o de futuro crecimiento, deberían acompañarse de medidas que impidan la fuga de capital
motivada por las expectativas adversas de los inversores. Tales medidas pueden incluir períodos
de inmovilización para los inversores extranjeros, restricciones a la exportación de capital de
residentes internos y otras medidas similares; estas serán analizadas en detalle en la nota de
orientación.
Financiamiento del Desarrollo.
Cabe destacar, en este contexto, el papel negativo que pueden desempeñar marcos contables
deficientes que incluyan ciertos gastos como parte del déficit sin considerar el contexto global
(Stiglitz et al, 2006). Por ejemplo, la práctica del FMI de incluir la ayuda externa en los
presupuestos de gasto (y, por lo tanto, el déficit) ha llevado a una excesiva restricción fiscal en
el caso de algunos gobiernos africanos, aún en situaciones en las cuales hubiera sido más
apropiado considerar políticas expansivas.

Obviamente, esto no implica que tener un déficit fiscal sea siempre deseable, o que los gobiernos
puedan adoptar una política del tipo “gaste ahora, arrepiéntase después” al elegir la situación
fiscal. Más bien es un indicador de la necesidad de mayor flexibilidad respecto a los objetivos
fiscales, especialmente cuando el déficit sea el resultado del gasto público productivo, así como
durante recesiones económicas.

La sostenibilidad fiscal es un problema crucial a medio plazo. Pero se puede compatibilizar con
una mayor inversión pública productiva, en especial cuando se combina con mayores ingresos
tributarios (provenientes de los ciudadanos con más recursos) y con ciertos controles de los
movimientos de capital para impedir flujos de recursos desestabilizadores; las reglas rígidas sobre
el déficit fiscal reducen a corto plazo la efectividad de las políticas contra cíclicas de los
gobiernos, incluso en las economías abiertas en desarrollo. La habilidad, por ejemplo, para
recuperarse con relativa rapidez de la crisis de la deuda de fines de los años 90 en Malasia y
Corea del Sur estuvo directamente relacionada con la situación fiscal expansiva que los gobiernos
de esos países adoptaron luego de la fuerte recesión de 1998.

¿Son siempre malos los déficits fiscales?


El punto de vista convencional según el cual el déficit fiscal es siempre “malo” se basa en tres
argumentos. En primer lugar, se arguye que el déficit fiscal puede ser inflacionario, o que puede
causar un déficit externo y, por consiguiente, es desestabilizador. En segundo término, se sugiere
que un gran déficit fiscal puede “desplazar” la inversión privada más deseable al reducir los
recursos invertibles de que se dispone para el sector privado y al aumentar los tipos de interés de
los préstamos. Por último, se aduce que aun en el caso de que el déficit fiscal no cause inflación,
éste conlleva la acumulación de deuda pública y crecientes obligaciones futuras de pago de
interés del gobierno y, por ende, no sería sostenible.

Ninguno de estos argumentos es necesariamente cierto. Su validez depende de unas condiciones


específicas que bien pueden no darse en la práctica. De este modo, las ventajas del déficit fiscal
–más producto y empleo– podrían ser superiores a los inconvenientes.

Considérese el primer argumento: el déficit fiscal es inflacionario o produce déficits comerciales.


Ambos resultados –inflación o déficit externo- son fruto de un exceso de demanda agregada
previa sobre la oferta agregada. Pero el tamaño del déficit fiscal, el cual sólo muestra una
demanda neta del sector gubernamental, no necesariamente es indicativo del exceso de demanda
agregada. Es posible realizar cualquier combinación de superávit o déficit público o privado, lo
cual implica resultados muy distintos con respecto a la inflación y al déficit externo.

La identidad típica de una economía abierta:


inversión pública - ahorro privado + déficit fiscal del gobierno = Déficit de la cuenta
corriente
La identidad típica de una economía abierta, permite un déficit fiscal gubernamental que no
implica déficit en cuenta corriente si el sector privado ahorra más de lo que invierte por el mismo
monto. De igual modo, puede permitir una situación opuesta en la cual un superávit en la cuenta
del gobierno, se asocia con el déficit de la cuenta corriente si la cuenta del sector privado está en
déficit, esto es, si la inversión privada es superior a los ahorros privados en un monto superior al
del superávit del gobierno.

Así, es posible que un gran déficit público sea totalmente financiado por un superávit voluntario
de ahorro del sector privado. Este fue el caso de Italia durante más de una década, desde mediados
de los años 80, cuando un déficit fiscal del 9 por ciento del PIB fue alcanzado a través de saldos
positivos de inversión-ahorro privado de proporciones iguales.
Asimismo, puede haber un gran déficit de la balanza de pagos o una inflación más alta en países
con cuentas fiscales bajas, nulas o positivas, cuando el sector privado gasta más de lo que gana.
Este fue el caso de un gran número de economías en el sureste asiático antes de la crisis de fines
de la década de los 90, y es cierto en la actualidad en el caso de la economía estadounidense.

Desde 1990 en adelante, una de las características más interesantes de algunas “economías
emergentes” (Países en vías de desarrollo que comienzan a crecer con su propio nivel de
producción industrial y sus ventas al exterior), en el mundo en desarrollo ha sido que la estricta
disciplina fiscal y el bajo déficit público o superávit del presupuesto del gobierno han ido
asociados a grandes déficits externos, producto del despilfarro que permite la liberalización de la
economía.

Es obvio que el déficit fiscal creará inflación si el gasto público no crea efectos multiplicadores
que hagan que el producto se expanda, y ello es debido a los cuellos de botella de la oferta (Un
cuello de botella es un obstáculo para la productividad de la organización. Se produce cuando la
empresa está limitada por un recurso esencial, ya sea un insumo o una capacidad de producción,
Por ejemplo, si tienes un equipo de ventas que está al borde de su capacidad o una máquina
trabajando al máximo nivel, pero que no da más de sí, entonces tienes un cuello de botella que
está interfiriendo en tus procesos de producción y ventas). Tales restricciones de oferta existen
en muchos países en desarrollo, pero son menos evidentes en un mundo en donde las
importaciones se pueden utilizar para salvar la brecha temporalmente. Los países en desarrollo
pueden, en efecto, hacer uso de la situación fiscal para encarar situaciones de capacidad
excedente o caídas cíclicas, sin que ello conlleve efectos adversos. Obviamente, este no es un
argumento a favor de continuados o grandes déficit fiscales –se debería centrar la atención en
asegurar el balance fiscal a medio plazo, lo cual es posible si los déficits financian sobre todo el
gasto público productivo.
El segundo argumento –que la inversión pública “desplazará” a la inversión privada–se basa en
dos supuestos: que la demanda del gobierno de fondos prestados causará un aumento en tipos de
interés de mercado predominantes, y que un alza de tales tasas deprimirá, como consecuencia, la
inversión privada.

Ambos supuestos son problemáticos. Los tipos de interés son administrados por el gobierno a
través del banco central; la medida en la que aumentan refleja las opciones políticas del gobierno,
como es el caso cuando dicho aumento se considera necesario para atraer ahorro externo. En
economías liberalizadas financieramente, los tipos de interés tienden a elevarse no debido a la
demanda de crédito del gobierno, sino a la necesidad de atraer y mantener la confianza del
inversor. De manera que los países en desarrollo se ven afectados por los tipos de interés
internacional, en particular por los del mundo desarrollado. Tipos de interés más altos pueden ser
compatibles con niveles sustancialmente más bajos de déficit fiscal como parte del PIB.
Asimismo, cuando las expectativas de los inversores acerca de la rentabilidad futura están en alza
–por ejemplo, debido a una sustancial inversión de infraestructura hecha por el Estado, el cual da
lugar a eslabonamientos positivos de demanda y oferta con la industria privada, la inversión
aumentará, a pesar de los tipos de interés más altos. Además, es poco probable que el
desplazamiento sea un problema cuando haya capacidad excedente en la economía, ya que el
gasto público llevará a un producto superior en tales casos.

El tercer argumento contra el déficit fiscal es la posibilidad de una acumulación indeseable de la


deuda pública. Es importante distinguir entre el déficit de ingresos (esto es, la diferencia entre el
gasto corriente y los ingresos) y el déficit fiscal en conjunto, que incluye el déficit de ingresos,
así como también la inversión pública productiva. En general, un déficit de ingresos financiado
con deuda, es decir, la toma de empréstitos para cubrir los gastos corrientes, debería ser
controlado. Sin embargo, aun para el déficit de ingresos, hay ciertos casos –como en las
recesiones–, en los cuales la caída de la recaudación impositiva del gobierno no debería ir
acompañada de un recorte del gasto corriente que busque equilibrar las cuentas, ya que un gasto
público financiado con deuda podría ser necesario para sacar la economía de la recesión.
Obviamente, esto no debería ser la práctica en períodos “normales”.

El caso del déficit fiscal es más complejo. No hay nada de malo en pedir préstamos para cubrir
los requerimientos de inversión. De hecho, se puede abogar por un déficit fiscal compuesto
totalmente de inversión en capital público, siempre que la tasa de retorno social de tal inversión
exceda el tipo de interés. Hay muchos sectores cruciales, por ejemplo, en infraestructura física y
social, en donde la inversión pública es esencial ya que la presencia de externalidades hace que
sea poco probable que el sector privado invierta a niveles socialmente óptimos. Por lo tanto, el
papel del gobierno en tanto que inversor es crucial. El gobierno puede y debe pedir prestado para
invertir en áreas socialmente necesarias, ya sea en infraestructura o servicios públicos. Otras
inversiones públicas que aumenten el déficit se pueden apoyar siempre y cuando los retornos
sociales proyectados sean más altos que el tipo de interés proyectado. Si estas inversiones son
socialmente productivas, supondrán mayores ingresos futuros para el gobierno, debido al
crecimiento generado a través del tiempo. Si tales inversiones suponen retornos sociales más
bajos que el tipo de interés proyectado, éstas deberán ser financiadas con los ingresos del
gobierno en lugar de hacerlo con préstamos.

La administración de la deuda pública


Los países en desarrollo deben calcular el nivel adecuado de deuda pública interna y externa y
luego, alcanzar esa norma. Hay una regla general: las tasas de retorno de la inversión financiada
con deuda no deberían ser más bajas que los tipos de interés para evitar una espiral de deuda.
Pero hay otras cuestiones. Existen muchos puntos de vista acerca de cuál debería ser la ratio de
deuda pública al ingreso nacional.
Actualmente, muchos países en desarrollo se inclinan por el criterio del Pacto por el Crecimiento
y la Estabilidad de la Unión Europea de no permitir que el cociente supere el 60 por ciento, pero
éste no es sino una regla arbitraria “a ojo de buen cubero” que no está respaldada por un
razonamiento económico sólido.

Para los países en desarrollo, la cuestión se complica más debido al hecho de que la deuda pública
externa tiene efectos muy distintos a los de la deuda interna y, puede exponer a las economías en
desarrollo a crisis financieras que socaven el sistema financiero interno.

Las medidas de liberalización financiera usualmente conducen a un incremento de los tipos de


interés de la deuda pública al forzar a los gobiernos a entrar al mercado abierto de deuda y a
eliminar los topes a los tipos de interés que solían operar en la mayor parte de los países en
desarrollo. Como resultado, la deuda pública se acumula más rápido que antes si el ingreso
tributario no aumenta al mismo ritmo que el tipo de interés. Para muchos países en desarrollo,
este proceso en sí ha generado “una trampa de la deuda” en la cual una proporción considerable
del gasto corriente del gobierno, a veces tan alto como el déficit fiscal, se destina a los pagos de
interés y, aun así, no alcanza a cubrirlos. En consecuencia, como las tasas de interés de los
préstamos del gobierno pueden ser administradas (ver más adelante) y, los gobiernos
generalmente son los prestatarios privilegiados de los mercados financieros, es deseable usar la
política del tipo de interés para mantener la acumulación de la deuda pública dentro de ciertos
límites e impedir niveles de deuda explosivos.

Si un país ya se encuentra en lo que podría percibirse como una situación de deuda insostenible,
diferentes cuestiones se ven implicadas al tratar de salir de la misma. La experiencia acumulada
acerca de las crisis financieras y de deuda de los países en desarrollo ha arrojado luz sobre cómo
continuar el proceso de reestructuración de la deuda pública cuando el peso de la deuda se hace
excesivo o simplemente se hace imposible de pagar.

Recuadro 4: Niveles deseables de deuda pública


Es muy difícil definir normas estrictas acerca del nivel de deuda pública deseable debido a que depende
de muchas condiciones, aparte de la tasa de crecimiento del PIB. Habitualmente, se toma un cociente entre
deuda y PIB como el indicador relevante, lo cual ha dado origen, por ejemplo, a la norma de la Unión
Europea del 60 por ciento del PIB como máxima carga pública. Por supuesto que esto es bastante
arbitrario, ya que niveles más altos o bajos podrían ser sostenibles dependiendo de la tasa de crecimiento
del PIB durante el período relevante.
Además, no diferencia entre la deuda pública interna y la externa, lo cual puede ser una consideración muy
importante, en particular para los países en desarrollo de bajos ingresos.
En lugar de mirar sólo a los niveles absolutos de deuda en relación al PIB, los flujos de pagos asociados a
los niveles de la deuda también deberían ser considerados. Algunas reglas básicas a tener en cuenta son:

(a) Debe haber una estabilidad de los niveles de la deuda a medio plazo, esto es, los países deben
posicionarse dentro de ciclos de deuda que entrañen períodos de ingreso neto o acumulación de deuda
seguidos de períodos de egreso neto o rescate de deuda. La extensión de esos períodos depende de la
naturaleza de la inversión financiada con la deuda y sus efectos.
(b) Los países deberían evitar niveles explosivos agregados de la deuda pública, es decir, niveles de deuda
que se incrementen progresivamente cada año, porque en tal caso la deuda se tornaría insostenible a medio
plazo.

(c) La deuda externa pública en particular, debería estar sesgada hacia bonos y préstamos con vencimientos
más largos que tengan tipos de interés más bajos. Una cuestión importante para muchos países en
desarrollo es la estructura de vencimientos de la deuda pública.
Como Stiglitz y Ocampo (2006) han señalado, la mayor parte de la deuda a largo plazo se encuentra
denominada en monedas extranjeras (lo que implica un riesgo cambiario) mientras que la deuda interna es
de corto plazo por naturaleza. Sin embargo, la mayor parte de la inversión pública implica retornos a largo
plazo, lo que crea una disparidad entre los cronogramas de amortización y la capacidad de pago.

(d) Debería evitarse una deuda pública por motivos meramente de consumo, salvo que por otras razones
(por ejemplo, cambios demográficos), se anticipe una recaudación impositiva mayor en el futuro.

(e) La distribución de la deuda pública entre fuentes internas y externas debería evitar una excesiva
dependencia del país respecto a los acreedores extranjeros. Idealmente, la mayor parte de la deuda pública
debería ser interna.
(f) Para la deuda externa, debería mantenerse una relación de igualdad a medio plazo (no necesariamente
en cada período) entre la tasa de interés y la tasa de incremento de los ingresos en divisas, ya sea a través
de exportaciones o de remesas de trabajadores.

Si estas condiciones no se cumplen, es importante pensar en medios alternativos para aumentar los
recursos públicos, tales como la movilización de los recursos internos, en lugar de depender de préstamos
externos adicionales que podrían llevar a una situación de deuda insostenible y hasta a una crisis. Tal crisis
puede ocurrir aún con bajos cocientes entre deuda pública y PIB si la mayor parte de la deuda es externa.
Hay que tener en cuenta estas condiciones más allá de la medida convencional de existencia – flujo.

La reestructuración de la deuda puede resultar muy útil al deshacerse del exceso de deuda,
permitiendo que los recursos públicos que estaban atados al servicio de la deuda se utilicen de
manera productiva, lo cual permite a su vez a los formuladores de políticas retomar el proceso
de crecimiento y desarrollo. Las condiciones de reestructuración de la deuda pueden variar desde
opciones muy cómodas y preferidas para los deudores, con alguna quita implícita de la deuda y
menores tipos de interés sobre la deuda reprogramada, hasta opciones muy dolorosas que
impliquen intereses mucho más altos sobre la deuda que se ha multiplicado por la inclusión de
todos los intereses no pagados en el capital. Sin embargo, que la reestructuración sea posible o
implique condiciones de políticas menos dolorosas que la imposición de “austeridad” para los
sectores más pobres dependerá de la habilidad para negociar con los acreedores del gobierno en
cuestión. También dependerá de mantener una postura firme para conseguir la mejor negociación
sin acordar condiciones que podrían ser potencialmente muy dañinas. Es incorrecto suponer que
los países deudores no tienen más opción que aceptar condiciones sumamente perjudiciales para
la reestructuración de su deuda. La reciente reestructuración fructífera de una parte significativa
de la deuda externa en Argentina sugiere que se puede lograr siempre y cuando exista voluntad
política para ello, e incluso en condiciones de una crisis prolongada e intensa.

IV. POLÍTICAS MONETARIAS

La ampliación del espacio de las políticas


Se sostenía en una época que la meta principal de las políticas macroeconómicas era alcanzar el
equilibrio interno, definido como pleno empleo, y el equilibrio externo, definido como equilibrio
en las cuentas externas. Si había desempleo y exceso de capacidad en la economía, el objetivo de
las políticas monetarias y fiscales sería el de generar suficiente expansión económica para
alcanzar la meta del pleno empleo. Ir más allá de dicha meta generaría inflación debido a los
cuellos de botella de la oferta.
La apertura complicaba el panorama no sólo debido al efecto de la expansión interna sobre la
cuenta corriente de la balanza de pagos, sino también debido al posible efecto sobre los flujos de
capital. En el marco keynesiano básico, alcanzar el equilibrio interno y externo requería no sólo
el uso de las palancas internas de política, sino también el tipo de cambio.

La política monetaria era vista como parte de esta estrategia global de administración de demanda
agregada combinada con la administración del tipo de cambio. En esta estrategia, el control de la
inflación era sólo uno de sus muchos fines. En los países en desarrollo, la política monetaria
estaba dirigida no sólo a fines amplios, tales como el nivel de la actividad económica y el empleo,
sino también a fines específicos como asegurar la inversión en sectores particulares, o incluso la
reducción de la pobreza.

La política monetaria era, por lo tanto, una parte integral de las estrategias macroeconómicas y
de desarrollo global, y no se ocupaba únicamente de la estabilización de los precios y el control
de la inflación, mucho menos de la fijación de metas de inflación. Apuntaba a expandir la oferta
en sectores estratégicos, mejorando las condiciones de vida en sectores que empleaban a una gran
proporción de mano de obra como la agricultura, generando más empleo productivo al
proporcionar crédito institucional a los productores de pequeña escala en todos los sectores. Estas
continúan siendo características fundamentales de la política monetaria y fiscal, pero han sido
eclipsadas progresivamente por la obsesión por la estabilidad de precios como única
responsabilidad de la política monetaria.

Tales preocupaciones más amplias, junto con el papel vital de la banca de desarrollo, deben ser
rescatadas para que las economías en desarrollo alcancen un crecimiento sostenido generador de
empleo. Puesto que el resurgimiento de estas preocupaciones más amplias de la política
monetaria depende de que exista una postura más crítica frente a la estrechez de miras que supone
centrarse en las metas de inflación, examinaremos algunos de los fundamentos de esta limitada
postura a fin de reestablecer la validez de un enfoque más amplio y flexible.

¿Puede la política monetaria controlar la oferta monetaria?


Se dice que los gobiernos pueden controlar la oferta de dinero y, la conveniencia de tal control
se basa en la creencia de que la oferta de dinero es responsable de la inflación, una situación
supuestamente causada por la presencia de demasiado dinero persiguiendo muy pocos bienes.

La realidad es que a medida que las economías se hacen más sofisticadas, siempre es posible que
nuevos tipos de liquidez o “cuasi dinero” (cuasidinero, es una modalidad de pago con una
aceptación más restringida. Algunos ejemplos que pueden tomarse son los depósitos que las
entidades bancarias comerciales realizan, cuentas de ahorros, certificados de inversión, bonos del
estado, pagarés o las letras de cambio), emerjan. En un mundo de innovación financiera en el
cual puede crearse “cuasi dinero”, la liquidez total del sistema no puede ser controlada
rígidamente por las autoridades monetarias, tal y como fue reconocido por Nicholas Kaldor en
1982. Al contrario, la liquidez presente en el sistema está determinada de manera endógena. La
innovación financiera crea nuevas posibilidades de liquidez. Así, tanto las transacciones con
tarjetas de crédito como las letras de cambio, los pagarés y el contrato de compra a plazos
implican la creación de liquidez. En ocasiones, los bonos sociales han sido tratados como activos
líquidos. La emergencia de compraventa de futuros y derivados ha creado redes muy complejas
de creación de liquidez.

Dado que el dinero adopta formas tan complejas, muchas de ellas casi imposibles de calcular y
mucho menos de regular, es imposible que los gobiernos controlen la oferta monetaria. Más bien
la oferta monetaria está determinada por el funcionamiento del sistema, por el nivel de la
actividad económica y por los precios en que los bienes y servicios son comercializados. En este
caso está claro que la demanda crea la oferta.

No existe, es más, un argumento convincente que demuestre que el aumento de la oferta


monetaria cause inflación. Es incluso más probable que la relación de causalidad sea a la inversa.
Desde un punto de vista empírico, no existe una relación clara entre las tasas de crecimiento de
la oferta monetaria y de la inflación por una parte y, el crecimiento del producto real por el otro.
El argumento teórico se basa en las suposiciones dobles de pleno empleo (o condiciones de oferta
agregada dadas exógenamente) y oferta monetaria agregada determinada exógenamente por la
macro política. Ninguna de estas suposiciones es válida; en particular, la noción de una función
“demanda real de dinero” estable (de acuerdo a la cual la demanda de dinero está determinada
por el nivel de la actividad económica real) se derrumba por la posibilidad de una demanda
especulativa de dinero, una característica que es intensificada por la sofisticación financiera y las
mayores incertidumbres que surgen de operar en las economías actuales. Ello significa que no es
tanto el aumento de la oferta de dinero el que causa la inflación, sino que es la tasa de inflación
más alta la que genera cambios en la oferta de dinero definida en un sentido amplio.

Puesto que la demanda de dinero y activos financieros se basa en expectativas formuladas en


condiciones de incertidumbre, se caracteriza por ser inherentemente volátil, impredecible y
proclive a fuertes oscilaciones. Ello implica que la política monetaria debe estar asociada a un
poder regulatorio por parte del gobierno y de los bancos centrales que baste para minimizar tal
volatilidad, ya que podría tener repercusiones desafortunadas para la economía real.

En este punto surge la evidencia de que la verdadera variable monetaria en manos del gobierno
son los tipos de interés. Los intentos, por tanto, de controlar la oferta monetaria se traducen
generalmente en una política de los tipos de interés. La administración de los tipos de interés en
los países en desarrollo debe concentrase no sólo en la estabilidad, sino también en el crecimiento,
esto es, los tipos de interés deben mantenerse a niveles que fomenten una mayor inversión. Es
también aquí en donde las ventajas de cierto monto de crédito dirigido hacia sectores estratégicos
o prioritarios son significativas. Por supuesto que los tipos de interés y la política monetaria no
pueden funcionar por sí solas para crear la expansión interna; éstas deben estar acompañadas por
una política fiscal expansiva.

El aspecto crítico es que, en la medida de lo posible, la política monetaria debería acomodarse a


la política fiscal y a las metas globales de la sociedad, tales como el crecimiento y la generación
de empleo. Esto no significa que la política monetaria deba alentar la inestabilidad en aras del
crecimiento; por el contrario, debería ser parte del amplio conjunto de políticas que apuntan a
reducir la volatilidad e incrementar la actividad económica de una manera equilibrada y
sostenible. La inflación excesiva es perjudicial para la equidad, la estabilidad y el crecimiento,
pero lo que se percibe como “excesivo” varía considerablemente entre los países. En países en
donde la mayor parte de los ingresos, incluyendo los ingresos salariales, están indexados ( es
decir que el salario no se desvaloriza por el aumento generalizado del precio de los productos de
la canasta básica; por ejemplo la indexación es una técnica para ajustar pagos de ingresos
mediante un índice de precios, para mantener el poder adquisitivo del público luego de la
inflación), podría haber tolerancia social hacia niveles de inflación internacionalmente altos, en
un rango de 15 a 20 por ciento anual o más, lo que no repercutiría negativamente en la inversión.
Pero en países en donde la mayoría de la población recibe ingresos que no están indexados
automáticamente, incluso tasas de inflación de 10 por ciento por año pueden ser percibidas como
dañinas o desestabilizadoras.

Es importante recordar que la inestabilidad macroeconómica puede acabar con el crecimiento,


pero la estabilidad macroeconómica (cuando está definida de manera amplia de manera que no
se concentra en una meta estrecha como la inflación) es sólo una condición necesaria, pero no la
única, para el crecimiento.

¿Formular metas de inflación o metas de crecimiento, empleo y bienestar?

Como se ha indicado anteriormente, el eje de la política monetaria en un gran número de países


del mundo ha cambiado en años recientes. Los bancos centrales tienden cada vez más a fijar una
meta específica para la tasa de inflación y, por consiguiente, a ajustar los tipos de interés y otras
políticas bancarias. Otros objetivos son ignorados o se vuelven secundarios al tiempo que las
autoridades monetarias se concentran en lograr la tasa de inflación deseada. Un caso extremo a
este respecto es el de los bancos centrales “independientes” (véase el anexo para una explicación
pormenorizada sobre la “independencia” de los bancos centrales). Dichos bancos declaran
públicamente cierta tasa de inflación deseada y ajustan las palancas monetarias en consecuencia.
Tal práctica se intentó primero en los países desarrollados, pero un amplio número de países en
desarrollo también la ha adoptado explícita o implícitamente. De hecho, cuenta con el beneplácito
de las instituciones financieras multilaterales y de organizaciones de inversores privados
internacionales.

Esta estrategia ha sido criticada por diferentes razones (Epstein, 2002, 2005; Stiglitz, 2006). Los
principales argumentos son que:

1. Es una estrategia que conlleva altos costos económicos, sociales y políticos, dado que los altos
tipos de interés real inhiben (impiden) la expansión económica y la generación de empleo; dichos
tipos, en la práctica, han sido impuestos, aún en contextos de considerable desempleo y
persistencia de la pobreza.

2. Es una estrategia innecesaria, puesto que existe evidencia convincente alguna de que una
inflación moderada tenga efectos reales sobre las variables macro, y su impacto sobre la
distribución del ingreso depende de las condiciones institucionales de una economía. Sin duda,
los tipos de inflación muy altos no son deseables y resultan dañinos por las repercusiones que
genera en la distribución del ingreso y el crecimiento, tal y como la literatura empírica se ha
encargado de demostrar. Sin embargo, existen ejemplos en diferentes países que sugieren que
una cierta inflación tiene efectos insignificantes sobre las posibilidades de crecimiento. Así lo
han venido demostrando países con “crecimiento alto” como China e India durante las dos
pasadas décadas.

3. Los efectos negativos sobre la distribución del ingreso pueden ser manejados por políticas de
protección social apropiadas que aseguren a los ciudadanos con menos recursos el acceso a los
bienes básicos, o que provean amortiguadores de consumo que los proteja hasta cierto punto de
la erosión del ingreso real por la inflación. Tales políticas de protección social también pueden
cumplir un papel muy importante como estabilizadores automáticos en las recesiones, un tema
que será desarrollado en la siguiente sección sobre la administración de los ciclos.

Hay otros problemas relacionados con la estrategia de metas de inflación. Ésta no distingue entre
los casos en donde pueda haber inercia inflacionaria (es decir, donde las expectativas crean altas
tasas de inflación continuamente) y en donde pueda no haberla, por ejemplo, cuando el
incremento de precios se deba a algún factor específico como una perturbación en el precio de
las importaciones o un aumento en la tasa de del impuesto IVA.

Es más, perseguir metas de inflación no necesariamente genera equilibrio interno o externo, y


mucho menos conduce a lograr ambos simultáneamente. Si, por ejemplo, la política fiscal se
orienta a una meta del tipo de cambio (lo que ahora es común en muchas economías de mercado
emergentes; los países clasificados como economías de mercado emergentes son aquellos que
tienen algunas, pero no todas, las características de un mercado desarrollado, esto incluye
mercados que pueden convertirse en mercados desarrollados en el futuro o que lo fueron en el
pasado), podrían darse graves problemas de coordinación entre los dos. Así, una devaluación
puede tener efectos expansivos en la producción de exportaciones y la producción sustitutiva de
importaciones, pero sólo si el banco central no aumenta inmediatamente los tipos de interés para
impedir que la devaluación tenga repercusiones inflacionarias que excedan su propia meta de
inflación. Si hubiera una perturbación en las exportaciones, tendría sentido (si uno quisiera
restaurar el equilibrio interno y externo rápidamente) tomar medidas que deshicieran la
perturbación a través de la política fiscal en lugar de una política monetaria restrictiva, que podría
generar otros desequilibrios. De manera inversa, concentrarse en metas de baja inflación puede
provocar que el gobierno se vuelva excesivamente contractivo, con repercusiones para la
administración del tipo de cambio también.

De hecho, en los países en desarrollo es bastante común que los períodos de crecimiento
acelerado estén asociados a una inflación moderada porque se encuentran con restricciones de
oferta. En tales casos, el enfoque de los formuladores de política debe ser:

• Impedir que la inflación aumente de forma excesiva enfrentando cuellos de botella efectivos y
potenciales y corregir los desequilibrios sectoriales que puedan añadir presión inflacionaria, por
ejemplo, en la producción agrícola.

• Asegurarse de que el proceso de crecimiento no se vea perjudicado por las políticas de control
de la inflación.
• Contrarrestar los posibles efectos regresivos de la inflación a través de medidas específicas
dirigidas a los ciudadanos con menores ingresos, como la provisión pública de ciertas
necesidades básicas.

• Cerciorarse de que las expectativas inflacionarias no se vayan incrementando dentro del


sistema, lo cual puede generar altas tasas de inflación con el tiempo.

Una alternativa a las metas de inflación es una estrategia macroeconómica que formule metas de
las variables reales que sean importantes para cada país en particular (Epstein, 2005). Estos
objetivos no tienen por qué ser los mismos en todos los períodos, y, de hecho, no deberían serlo.
Los objetivos estándar serían obviamente crecimiento económico agregado, empleo e inversión.
Asimismo, las metas podrían hacer referencia a medios de vida adecuados para las personas, lo
cual se traduciría en una preocupación por asegurar la viabilidad de las actividades económicas
que sostienen la mayor parte de la fuerza de trabajo, como, por ejemplo, la agricultura y las
pequeñas empresas manufactureras y de servicios. Dichos objetivos podrían guardar relación con
la reducción de la pobreza, lo cual implicaría una preocupación por aumentar la oferta de trabajo
más productivo y mejor pagado para los trabajadores menos calificados o por reducir los precios
de las necesidades básicas como alimentación, agua, servicios de salud y vivienda básica. Estos
objetivos podrían asimismo incluir la reducción de los desequilibrios sectoriales o regionales, lo
cual comprendería paquetes especiales para los sectores o regiones rezagados o políticas para
aumentar los vínculos intersectoriales.

Esta estrategia obviamente tiene relevancia directa en las políticas fiscales adoptadas.
Pero implica también que la política monetaria debería ser diferente a la adoptada en un
paradigma de metas de inflación. El banco central, en particular, tendrá que considerar el uso de
otros instrumentos, además del tipo de interés, para alcanzar varias metas y, dichos instrumentos
tendrán que ser utilizados en consonancia con la política fiscal global en términos del nivel y
dirección del gasto público. Los elementos básicos de esta estrategia alternativa son:

• Los formuladores de políticas y el banco central deben identificar los objetivos de manera que
sea posible medirlos. Algunos, como el crecimiento agregado o la inversión, pueden ser medidos
con facilidad. Otros, como la generación de empleo o la reducción de la pobreza, pueden
presentar problemas en países en donde el sistema estadístico no esté equipado para calcular
ciertas variables de manera sistemática y periódica. En tales casos, se debe recurrir a
“representantes” confiables. Por ejemplo, si el objetivo es la reducción de la pobreza, pero las
grandes encuestas sobre el consumo tienen lugar sólo cada cinco o diez años, los factores que
afecten directamente a los ciudadanos más pobres –a saber, los salarios de los trabajadores
agrícolas y no cualificados comparados con los precios de las necesidades– podrían ser
monitoreados. Si la generación de empleo productivo es el objetivo a lograr, el empleo en las
pequeñas empresas podría ser monitoreado como representativo del proceso más amplio del
crecimiento del empleo.

• La política monetaria debe ser parte de una política macroeconómica global dirigida a estos
objetivos, en lugar de operar por un camino separado centrado únicamente en las variables
monetarias. Debería estar alineada con las políticas fiscales y cambiarias, y amoldarse a ellas.
• Puesto que el objetivo elegido debe satisfacerse en el marco de otras restricciones, la
administración de los tipos de interés no es suficientes, y el banco central deberá utilizar otros
instrumentos. Éstos pueden incluir el crédito dirigido y otros mecanismos que motiven a los
bancos a conceder préstamos a prestatarios generadores de empleo; garantías para ciertos tipos
de inversión deseada; ciertos controles sobre los flujos de capital para reducir el riesgo de
problemas en la balanza de pagos asociados con la estrategia; creación de paquetes específicos
para los sectores y regiones identificados como áreas prioritarias.

• Los formuladores de políticas deberían evitar la excesiva rigidez en relación con los objetivos
marcados y ser lo bastante flexibles como para adaptar los objetivos e instrumentos a los
requerimientos de cada situación.

V. LA ADMINISTRACIÓN DE LOS CICLOS ECONÓMICOS

La volatilidad de la economía (La volatilidad es un término que hace referencia a la variación de


las trayectorias o fluctuaciones de los precios. Si el precio de un activo se mueve mucho y muy
rápido se dice que ese precio es muy volátil), se ha convertido en uno de los problemas más
apremiantes de la política macroeconómica en la mayor parte de los países en desarrollo. Las
cuestiones fundamentales para los formuladores de políticas que intenten administrar los ciclos
económicos desde el punto de vista de la administración económica a corto y largo plazo son:

• Cómo reducir la tendencia a que los ciclos económicos se originen no sólo en tendencias
internas, sino también en los mercados internacionales de productos y capital.

• Cómo reducir la vulnerabilidad a los choques externos a que se enfrenta la economía y que dan
origen a la volatilidad.

• Cómo mejorar la respuesta automática de la economía a dichos choques.

• Cómo expandir el alcance de las respuestas discrecionales.

• Cómo diseñar respuestas discrecionales.

• Cómo diseñar “estabilizadores integrados”, que reduzcan automáticamente los efectos adversos
de los choques.

• Cómo administrar los ciclos económicos, sobre todo a fin de reducir la gravedad y duración de
las recesiones.

• Cómo reducir los peores efectos de una crisis y los ajustes subsiguientes minimizando dichos
efectos en los ciudadanos de bajos ingresos y en los más pobres.

• Cómo ayudar a las capas sociales más pobres y desprotegidas a enfrentar las repercusiones de
los choques y los ajustes posteriores.
• Cómo extraer crecimiento y estabilidad a largo plazo de auges económicos de duración
relativamente corta.

La administración de ciclos económicos ha sido la meta estándar de la política macroeconómica


desde la revolución keynesiana, desde el momento en que se aceptó que la situación fiscal y
monetaria del gobierno podía reducir la duración e intensidad de las recesiones. Durante mucho
tiempo se supuso que las políticas contra cíclicas estaban relacionadas sobre todo con el manejo
de las recesiones y las crisis de diferentes dimensiones. Esto se debía al impacto potencial adverso
de los choques, ya sean externos, como los choques de términos de intercambio (exógenos al
sistema económico como las malas cosechas), o relacionados con el impacto de las
intervenciones de política. La administración de estos choques para impedir o reducir la gravedad
de una recesión o las medidas para sacar a la economía de un pozo, fueron las formas más
importantes de administración de los ciclos económicos.
Recientemente, sin embargo, han surgido otros temas relacionados con los patrones cíclicos, por
ejemplo, cómo beneficiarse a medio plazo de auges económicos temporales generados en el
sector externo, como, por ejemplo, mejoras repentinas en los términos de intercambio.

La administración keynesiana de la demanda sigue constituyendo un enfoque importante para


manejar los ciclos económicos. Pero tal administración de la demanda es a menudo inadecuada
a efectos de reducir la volatilidad económica o impedir las crisis de las economías pequeñas de
bajos ingresos; ello es debido a las razones estructurales fuertemente arraigadas de tal volatilidad,
asociadas a varios cuellos de botella de la oferta (La falta de suministros se debe a lo que se
conoce como cuellos de botella. Los cuellos de botella se producen porque la oferta no puede
cubrir la demanda de bienes. En los últimos años se ha dado un exceso de capacidad de la
industria o, lo que es lo mismo, una demanda insuficiente para el exceso de oferta que había), el
predominio de actividades de baja productividad y la naturaleza del comercio internacional en
los principales artículos de exportación e importación.

La mayor parte de los países en desarrollo enfrentan una volatilidad económica generada interna
o externamente. Los ciclos internos pueden provenir de colapsos en el producto como fracasos
en las cosechas en economías pequeñas con fuerte dependencia de algunos productos agrícolas
importantes, o ciclos industriales relacionados con desequilibrios sectoriales o intervenciones de
políticas. La volatilidad externa emana de una mayor vulnerabilidad de los mercados emergentes
a las crisis financieras, o el impacto de choques repentinos negativos en los términos de
intercambio en pequeñas economías en desarrollo. La distinción entre los dos tipos de ciclos se
hace cada vez más difícil de esbozar, pues tienden a fusionarse debido a la gran movilidad de
capital. Por ejemplo, la fuga de capital puede resultar no sólo de factores exógenos tales como
los cambios en los tipos de interés en Estados Unidos o problemas en un país fronterizo que
causen “contagio” en los mercados financieros, sino también de cambios internos de las políticas,
los procesos o hasta la situación política.

Entonces, ¿cómo pueden los formuladores de políticas de los países en desarrollo llevar a cabo
políticas contra cíclicas a fin evitar o mitigar las depresiones y recesiones en un mundo de alta
movilidad de capital y cuentas comerciales abiertas?
En el ámbito nacional, los instrumentos básicos continúan siendo los mismos, pero hora deben
ser combinados con medidas que regulen o minimicen la fuga de capitales. Ello significa que
algunas formas de control de capital son indispensables para que los gobiernos implementen
estrategias para contrarrestar las recesiones.
Dichas formas de control no deberían limitarse a controles administrativos de mano dura. Existen
en los países en desarrollo medidas que toman y otras que no toman al mercado como base;
medidas que deben ser utilizadas con flexibilidad y buen juicio en combinación con las políticas
macroeconómicas internas. Así, medidas basadas en el mercado como requisitos de reserva para
las inversiones de cartera, pueden ser combinadas con medidas fiscales como tasas impositivas
diferenciales para diferentes tipos de ingreso de capital y medidas administrativas como un
período mínimo de inmovilización del capital. Estas medidas no deben ser “permanentes”, sino
que deberían utilizarse de manera flexible en situaciones cambiantes.

Existen diferentes maneras de lograr los objetivos enumerados anteriormente en términos de


administración de los ciclos, y muchas han sido puestas en práctica en el mundo en desarrollo
recientemente.

“Estabilizadores automáticos”
Aunque las políticas fiscales y monetarias continúan siendo las palancas básicas para asegurar
cambios en la actividad económica agregada a lo largo del ciclo, hay otras medidas que pueden
resultar bastante efectivas. En particular, existen “estabilizadores automáticos” que los países en
desarrollo podrían y deberían utilizar tales como:

• Tributación progresiva, la cual reduce el impacto fiscal negativo en las capas sociales más
pobres (Nótese que algunas reformas económicas que se alejan de los sistemas de tributación
progresiva, incluido el cambio hacia un sistema del tipo IVA, pueden debilitar a los mencionados
estabilizadores automáticos).

• Programas de asistencia y protección social, lo cual incluye esquemas de seguro de desempleo,


protección al trabajador, acceso especial a crédito sin garantías, sistemas de distribución pública
de comida y otras necesidades, subsidio a los hogares cuya cabeza de familia son mujeres
trabajadoras, etc.
Estos programas tienden a asegurar que el consumo no disminuya en exceso durante una etapa
recesiva.

• Ajustes automáticos de aranceles aduaneros a los precios externos, tal como el esquema de
arancel variable discutido en la sección III.

• Planes de jubilación que no impliquen una contribución definida, ya que tales programas
podrían conllevar una mayor volatilidad en el consumo en respuesta a una perturbación en el
mercado bursátil.

Estabilizadores discrecionales
Además de los estabilizadores automáticos –especialmente importantes en épocas recesivas– hay
maneras de responder a los auges que podrían amortiguar los procesos cíclicos. Entre estas
respuestas, cabe destacar:

• Un impuesto contra cíclico, como por ejemplo un impuesto a la exportación, que le permitiría
al gobierno generar más ingresos durante períodos de auge exportador. Estos podrían servir para
crear un fondo de estabilización de precios para las exportaciones futuras.

• Un impuesto a los ingresos de capital, limitado al capital accionario y de cartera, en oposición


a la inversión en áreas no desarrolladas, en períodos en donde tales ingresos sean altos.

• En situaciones de claro recalentamiento y conformación de burbujas especulativas, restringir


las actividades que tienden a estar asociadas a auges/quiebras. A saber, negocios inmobiliarios
especulativos, mediante medidas tales como la imposición de tributos más altos a las ganancias
de capital y regulaciones bancarias que restrinjan el alcance de la concesión de préstamos al
sector inmobiliario.

VI. POLÍTICAS CAMBIARIAS EN ECONOMÍAS EN DESARROLLO ABIERTAS

Administrar los tipos de cambio para asegurar el crecimiento y la estabilidad se ha convertido en


uno de los requisitos más significativos de las recientes políticas macroeconómicas,
especialmente después de que la liberalización del comercio redujera la capacidad de los
gobiernos de administrar la balanza de pagos por otros medios, y de asegurar que los niveles más
altos del tipo de cambio no estén asociados a niveles más bajos de actividad y empleo. Con la
liberalización del comercio, aún antes de la liberalización de los flujos de capital, una moneda
nacional significativamente sobrevalorada tiende a generar desempleo, mientras que una moneda
subvaluada, tiende a generar inflación.

El problema ahora es cómo alcanzar un valor deseable del tipo de cambio, para alentar la
inversión en bienes comercializables sin dejar de proveer estabilidad de precios y evitar cambios
desestabilizadores agudos. Los países en desarrollo han aplicado una serie de estrategias que van
desde sistemas de fuerte fijación del tipo de cambio a regímenes “flotantes” flexibles. Ambos
extremos han mostrado sus inconvenientes. Los regímenes de tipo de cambio fijo son muy rígidos
y demoran movimientos finalmente necesarios del tipo de cambio, que terminan por quedar
sujetos a cambios muy bruscos asociados a crisis. Los tipos de cambio totalmente flexibles son
normalmente muy volátiles (inestables) y pueden deprimir la inversión a largo plazo dada la
considerable incertidumbre que generan.

En general, los tipos de cambio son administrados directa o indirectamente por los gobiernos y
no son dejados a la libre determinación de las fuerzas del mercado Para los países en desarrollo,
los regímenes intermedios tales como las flotaciones administradas o las paridades móviles
funcionan mejor al permitir que los gobiernos ajusten el nivel d l tipo de cambio a las condiciones
externas tanto como a las prioridades actuales de política para la economía interna. Estas
flotaciones administradas funcionan mejor a través de una combinación de medidas de la cuenta
de capital y de política bancaria, junto con las más frecuentes operaciones de mercado abierto del
banco central que incluyen compras o ventas en el mercado cambiario.
El argumento a favor de un tipo de cambio bajo es habitualmente presentado en términos de
promoción de los sectores de exportación. Ello se justifica no sólo por meras razones comerciales,
sino también porque se percibe que los sectores de bienes comercializables son más dinámicos
que los sectores de bienes no comercializables, y que las tasas de progreso técnico más altas se
van a desviar, como consecuencia, hacia otros sectores. Se argumenta, pues, que es más probable
que la expansión de los sectores de bienes comercializables conduzca a un mayor crecimiento
que la expansión del sector de la construcción. Un segundo argumento se centra en la pobreza.
Un alto nivel del tipo de cambio podría llevar a precios internos más bajos para sectores como la
agricultura, por ejemplo, lo cual a su vez podría perjudicar a los campesinos. En los países en
donde los campesinos conforman un segmento importante de la población y la economía, ello
llevaría directamente a la pobreza rural. En tales casos, el gobierno puede optar por mantener un
tipo de cambio bajo y combinarlo con algunos impuestos a las exportaciones: de este modo se
logra equilibrio externo a la par que protección para los agricultores y generación de ingresos
para los gastos de desarrollo.

Sin embargo, estas posibilidades están disponibles principalmente cuando existe alguna
posibilidad de contener los flujos de capital móvil más volátiles. Cuando los flujos de capital son
liberalizados, los tipos de cambio se hacen sumamente difíciles de manejar. Ello puede conducir
a procesos y resultados no deseados.

Ejemplos referentes a ingresos de capital y crisis posteriores sugieren que una vez el mercado
emergente “es elegido” por los mercados financieros como un destino atractivo, se ponen en
marcha una serie de procesos que con toda probabilidad conducirán a una crisis. Esto funciona
mediante los efectos de un aumento de los ingresos de capital sobre los tipos de cambio de la
siguiente manera: un tipo de cambio real que se aprecia, fomenta la inversión en sectores no
comercializables, siendo el más evidente el sector de bienes raíces y los mercados de activos
internos.
Este movimiento ascendente de la moneda, desalienta, al mismo tiempo, la inversión en bienes
comercializables y como consecuencia, contribuye a un proceso de relativo declive en los
sectores económicos reales, e incluso, desindustrialización en los países en desarrollo. Dados los
diferenciales del tipo de interés entre los mercados internos e internacionales y la falta de
prudencia por parte de los prestamistas e inversores internacionales, los agentes locales solicitan
numerosos préstamos del extranjero para invertir directa o indirectamente en los mercados de
propiedades y acciones.

Es importante recordar que los altos tipos reales de interés tienden a estar asociados con tipos de
cambio que se aprecian, lo cual genera a la vez las consecuencias negativas ya descritas. Las dos
condiciones –tipos de interés altos y tipo de cambio alto– van, por lo tanto, juntas y repercuten
de forma negativa en la inversión y el nivel de actividad de la economía.

Una conclusión importante es que, en la medida de lo posible, los tipos de interés en las
economías en desarrollo abiertas, todavía deben ser “administrados”, de preferencia dentro de
una banda en línea con una paridad móvil que se puede ajustar a cambiantes circunstancias
económicas internas y externas. Otra conclusión ligada a ésta es que los ingresos de capital
también deben ser “administrados” en términos de ingresos y egresos para prevenir una excesiva
volatilidad y una posible crisis.

Sin tener todo esto en cuenta, lo más probable es que los intentos de mantener los déficit fiscales
y externos dentro de límites “prudentes”, sin permitir que el tipo de cambio se aprecie, signifiquen
simplemente ahorrar los ingresos de recursos en lugar de usarlos para aumentar la inversión o el
consumo en la economía.

De hecho, eso es lo que está sucediendo actualmente en buena parte del mundo en desarrollo. En
la mayoría de los países en desarrollo, el aumento reciente del ahorro neto no ha provenido del
ahorro de los hogares o de ahorros corporativos privados altos, sino de déficit reducidos o grandes
superávit del sector público, principalmente debido a los recortes del gasto público. Ello denota
el carácter deflacionario de las políticas de los gobiernos de los países en desarrollo, y suprime
el consumo y la inversión internos con efectos evidentes en los niveles de actividad económica y
empleos actuales. Pero también afecta las perspectivas de futuro crecimiento a largo plazo de
manera negativa, debido a las potenciales pérdidas de inversión inadecua da en infraestructura.

La convertibilidad de la cuenta de capital acompañada de una regulación interna prudente no


ofrece protección contra la volatilidad del tipo auge-crisis en los mercados de capital. Con flujos
de capital totalmente irrestrictos, ya no es posible que un país controle el monto de ingreso o
egreso de capital y, ambos movimientos pueden crear consecuencias no deseadas. La
liberalización financiera y el comportamiento de las finanzas fluidas han creado, por lo tanto,
problemas análogos al de la “enfermedad holandesa”, a saber, ingresos de capital que provocan
una apreciación del tipo de cambio real, que a su vez provoca cambios en la economía real, todo
dentro de un proceso que es en sí mismo insostenible con el paso del tiempo.

Sin embargo, los ingresos de capital –ya sea de ayuda extranjera o inversores privados– no tienen
por qué ser adversos desde un punto de vista macroeconómico.
Dichos ingresos obviamente pueden cerrar una o más “brechas” de desarrollo y pueden contribuir
a reducir la brecha de ahorros al proporcionar recursos invertibles.
Si estos se utilizan como inversión productiva que opera para aumentar la demanda y la oferta,
conducen a un mayor crecimiento y empleo. Si mejoran las condiciones de productividad, se
puede fomentar un mayor volumen de exportaciones o producción interna de sustitutos a las
importaciones, reduciendo así la brecha de divisas.

Algunos controles sobre los flujos externos de capital y bienes ayudarán a alcanzar estos
resultados de manera más rápida y sostenible. Las políticas macroeconómicas coordinadas
pueden prevenir las consecuencias del tipo “enfermedad holandesa” de la liberalización
irrestricta de la cuenta de capital, y permitir que los ingresos de capital extranjero se utilicen de
forma efectiva para los propósitos para los cuales fueron concebidos.

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