Sirio, La Historia Del Ojo en El Cielo - VENTURA
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Situada únicamente a 8,6 años luz del Sistema Solar, Sirio es la estrella más brillante del
cielo nocturno. Este será con toda seguridad el principal motivo de su importancia en la
cultura y la historia de la Humanidad, pero hay más. Sirio (Sirius, en latín) puede verse
prácticamente desde cualquier lugar habitado de la Tierra, y desde siempre ha tenido
una relación especial con diferentes pueblos y civilizaciones, quienes, aun
encontrándose a miles de kilómetros entre sí y en continentes distintos, han coincidido
en elevar a Sirio a lo más alto en sus leyendas y creencias. Es una estrella mágica.
El grupo inglés The Alan Parsons Project (1975-1990) fue uno de los más
experimentales durante la segunda mitad de los setenta y durante los ochenta.
Descritos por Homer Simpson como «una especie de transbordador espacial», estos
rockeros progresivos jugueteaban mucho con la música electrónica. Su disco más
famoso es una referencia directa a Sirio. Eye in the Sky (1982) no sólo tiene una cubierta
que nos adelanta las implicaciones históricas y culturales que tiene esta estrella (vemos
el Ojo de Horus, dios egipcio), sino que además comienza con ‘Sirius’, una pieza
instrumental de innegable espíritu cósmico. No hay mejor manera de empezar nuestro
viaje que escuchando esta música.
Cuando por fin se decidió a dar el primer paso, un fantasma blanco apareció de la nada frente
a su cabeza. El susto hizo que Oukonunaka tirara la leña y agitara los brazos. El grito debió
espantar al espíritu, que se fue volando hacia el cielo. El chico esbozó una sonrisa y
suspiró divertido al comprobar que había sido una lechuza. «Bastante grande» pensó. Nunca
había visto una lechuza de ese tamaño en el bosque. Oukonunaka siguió con la mirada el
vuelo del gran pájaro blanco, que rodeaba los pinos como queriendo llamar la atención. La
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lechuza se posó en una rama y fijó su ojos amarillos en los ojos marrones de Oukonunaka. Los
pocos segundos que pasaron parecieron años. Durante el contacto visual con el ave, el joven
cherokee imaginó que volaba sobre las montañas. De pronto cayó. La lechuza pestañeó y la
visión se apagó. Oukonunaka se frotó los ojos y vio cómo el mágico animal emprendía su vuelo
por encima de los árboles, hacia el exterior del bosque. Trató de no perderlo de vista, pero la
lechuza desapareció en el firmamento nocturno. En su lugar apareció ante Oukonunaka una
gran estrella que brillaba como el Sol.
El joven se quedó un rato mirando aquel gran ojo que flotaba en la oscuridad. No sabía muy
bien qué había sucedido, pero antes de su encuentro con la lechuza Oukonunaka nunca se
había fijado en aquella estrella tan brillante. Se agachó a recoger las tres ramas de leña y,
deshaciendo el camino, volvió a la aldea. Cuando llegó, los tambores habían parado. La
hoguera se estaba consumiendo, y todos le miraban con el ceño fruncido.
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Sirio aparece en la mitología de varias civilizaciones y pueblos alrededor de todo el
mundo. Los inuit de Alaska conocían a esta estrella como el «Perro Luna», mientras que
en China se hablaba del «Lobo Celestial». Los indios pawnee de Nebraska la llamaban
«Estrella Coyote». Todos ellos nombres cánidos y que hacen referencia a la forma de la
constelación Canis Maior, que estas culturas ya habían detectado en el cielo nocturno.
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La relación de Sirio con Egipto va más allá de la portada del álbum Eye in the Sky (1982)
de The Alan Parsons Project. Los antiguos pobladores a orillas del Nilo consideraba a
Sirio la estrella más importante del cielo. Varios de los dioses del Antiguo Egipto
estaban relacionados con el Ojo del Cielo, como por ejemplo Anubis, el dios con cabeza
de perro, la diosa Sothis, representada con una estrella en la cabeza (y que daba
nombre a Sirio, que era conocida como Sothis por los egipcios), o también Isis, de la que
se decía que era la misma estrella.
Muchos analistas han querido ver otro vínculo entre Sirio y Egipto en la disposición de
las Pirámides. Hay quien asegura que la Gran Pirámide de Giza fue construida en
perfecta alineación con Sothis (Sirius), para que la luz de la estrella cayera sobre la Gran
Galería en la que descansaban los cuerpos de los grandes faraones. Más
concretamente, la luz de Sirio iluminaría la Cámara de la Reina. ¿Relación con las
diosas? Se ha escrito mucho sobre este tema, y se pueden encontrar por la red montajes
curiosos.
Existe sin embargo un tercer vínculo que relaciona al Antiguo Egipto con la estrella más
brillante, y es un vínculo mucho más interesante. Lejos de rumores sobre dioses y
conexiones cósmicas con el Universo, este tercer vínculo que desvelaremos a
continuación está basado en una realidad científica y natural muy clara. Y es bien
interesante. Pero antes de analizar esta misteriosa relación con el Ojo del Cielo,
recordemos de qué manera describía el poeta y astrólogo romano Marco Manilio, en el
siglo I d.C, lo que ocurría en la Tierra cuando Sirio brillaba en el firmamento:
”Vomita sus llamas la canícula; quema su fuego y duplica su calor el Sol cuando
lanza su hálito sobre la faz de la Tierra incidiendo con sus rayos, y el mundo brilla
en sus cenizas como si hubiera llegado su fin. Las olas de Neptuno languidecen y
desaparece el recuerdo de la verde savia y de las hierbas. Todos los animales
buscan lejanas tierras y el mundo necesita hallarse en otro lugar. La Naturaleza
misma enferma de sus propias dolencias agobiada por los calores excesivos y
vive su propia muerte. Y parece como si todos los astros se centraran en uno
sólo….”
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¿Qué nos quería decir Manilio con esto? ¿qué extraño fenómeno estaba describiendo?
¿en qué situación las personas sufren este tipo de apocalipsis? La respuesta es bien
sencilla: un cambio de estación. El comienzo del verano, la llegada de las altas
temperaturas. «Desaparece el recuerdo de la verde savia y de las hierbas».
No es casual que a Sirio se la conociera como la Estrella Perro. Era un cánido celeste
que nos avisaba con sus ladridos de que llegabael verano. Y no es una figura literaria.
Efectivamente, al aparecer la Estrella Perro en el cielo nocturno llegaba la canícula (el
periodo del año en el que las temperaturas son más altas en el Hemisferio Norte,
aproximadamente del 23 de Julio al 2 de Septiembre). La relación es más que evidente:
al aparecer Sirio (un cánido) comenzaba la estación más calurosa (la canícula). La
constelación del Can Mayor está directamente relacionada con el verano.
Se denomina ‘orto helíaco’ a la primera aparición de una estrella por el horizonte Este
después de su periodo de invisibilidad. El orto helíaco de Sirio coincidía en tiempos del
Antiguo Egipto con el solsticio de verano, y con la llegada de las inundaciones a la
llanura del Nilo. Así pues, el vínculo entre la mitología egipcia y la estrella Sirio se
basaba en un hecho real: la coincidencia natural entre el orto helíaco de Sirio y la
crecida del río.
Los egipcios tenían muy claro que lo que hacía que el Nilo creciera y que la cosecha
fuera buena debía ser algo divino. Agradecían a los dioses el milagro del río, y
encontraron la respuesta mirando al cielo. Allí estaba el Ojo, brillando con fuerza. Debía
ser un dios. Los más sabios decidieron que el año debía comenzar el mismo día que Sirio
aparecía tras el horizonte Este, adelantándose al mismo Sol en el amanecer.
Conmemoraron la aparición de Sirio haciendo de ese día el primero del año. En la
actualidad se calcula que se trataba del 19 de Julio, el primer día del antiguo calendario
egipcio. Por la gracia de Sirius.
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Mientras los hombres colocaban la leña en la hoguera, el chamán esparcía polvo de arena roja
murmurando algo incomprensible. El padre de Oukonunaka reprendía a su hijo por haber
tardado tanto en regresar del bosque. «No es un lugar seguro» le repetía como tantas otras
veces. Era verdad que otras tribus de cherokees moraban en las faldas de la Montaña, pero
habían pasado años desde el último enfrentamiento entre aldeas. El joven de ojos marrones
tenía la mirada puesta en el fuego. Oía las palabras de su padre, pero no las escuchaba. Sólo
podía concentrarse en el cántico del chamán y en el baile de las llamas.
-¿Me has entendido, Oukonunaka? -le dijo su padre agarrándole con fuerza por los hombros.
El chico asintió sin decir nada. Sabía que la celebración de la llegada del verano era muy
importante para su padre y para el resto de la aldea. Todos los años se cantaba junto al fuego
y se daban las gracias a los dioses. Oukonunaka nunca había sentido atracción por las fiestas
estivales. A él le interesaban los misterios del bosque y del cielo.
-Deja al chico, Atohi -la voz del chamán llamaba al padre de Oukonunaka-. Ya es adulto para
conocer la diferencia entre lo correcto y lo aventurado.
-No distingue entre un perro y un lobo -dijo el padre levantando algunas risas en la plaza. La
hoguera volvía a arder con fuerza.
Atohi era un hombre respetado en la aldea. Rápido cazador y eficaz leñador. Se movía entre
los árboles como los salmones en la corriente. Las mujeres le miraban más desde que enviudó,
y eso incomodaba a Oukonunaka. Desde aquel negro día en el que los osos salieron de
hibernar, la relación con su padre se había enfriado.
-¿Sabes lo que es esto, Lechuza Blanca? -preguntó el chamán al joven mientras despedía a
Atohi con la mirada. Oukonunaka quedó sorprendido. ¿Cómo le había llamado? El viejo
extendió un puñado de polvo rojo hacia el chico-. Es sangre de dioses. Los hombres la recogen
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cerca del río, donde el agua es colorada. Yo la machaco con piedra hasta hacerla polvo. Es
sangre de dioses.
-¿De qué dios? -Oukonunaka no era muy dado a mantener el misterio. Él quería saber.
El chamán sonrió. «De todos ellos», dijo. Y le explicó: Todos los dioses del bosque mueren
alguna vez. Luego vuelven a la vida, pero su sangre queda manchando la tierra. Cerca de la
Pequeña Cascada, donde el río hace una poza, la tierra es rojiza. Allí murió un dios no hace
mucho. El polvo que lanzo al fuego permitirá al dios regresar al Mundo de los Vivos, y si es
magnánimo nos recompensará con lluvias y buena caza.
-¿Ha recuperado a algún dios alguna vez? -aunque le fascinaba la idea de poder revivir a los
dioses echando su sangre pulverizada en una hoguera, el chico dudaba que fuera posible.
-¿No me crees? -en ese momento Oukonunaka temió haber enfadado al chamán, que se giró
hacia los hombres. Los tambores dejaron de sonar y la gente miró al sabio. Atohi miró a su
hijo-. ¡Este joven no cree en mis poderes!
El viejo acompañó al chico hasta el centro de la plaza. Todos le miraban. «Voy a mostrarte el
último dios que he recuperado, siéntate». Como cada vez que comenzaba una de sus historias,
todo el mundo cerró el círculo alrededor del chamán. Sentados sobre sus piernas, mujeres y
hombres, adultos y niños, esperaron a que el sabio les iluminara. En todos los ojos se
reflejaban las llamas del fuego, y en los de Oukonunaka brillaba la llama de la curiosidad. El
hombre empezó:
«Hará unas semanas que resucité a un nuevo dios. Era un lobo del bosque, que murió en las
Montañas Negras, y cuya sangre conseguí convertir en polvo de arena. Al esparcirla sobre la
hoguera las llamas subieron veinte palmos hacia el cielo. Supe entonces que el lobo había sido
liberado y volvía a la vida. Pero no regresó al bosque -el chamán negó cerrando los ojos-, no
volvió a correr entre los árboles ni a cazar animales. El Dios Lobo no resucitó para volver a su
forma animal. No entendí qué había sucedido. Esa noche no pude dormir. Salí de la tienda
cuando la aldea soñaba y, en la quietud del bosque, pude ver con claridad y comprender. El
dios lobo había subido al firmamento, y ocupaba un lugar central y brillante en el universo -el
viejo indicó a los hombres que apagaran el fuego. Se mantuvo en silencio. Cuando las llamas
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quedaron reducidas a cenizas y la columna de humo pasó a ser un fino hilo gris, el chamán
continuó-. Desde ese día hay una nueva estrella por la noche, y es sin duda la estrella de un
dios.»
-¡Mirad! ¡Es verdad! -la gente estaba asombrada ahora que, sin la luz de la hoguera, podían
ver claramente el cielo nocturno. Nunca se habían fijado en aquel Ojo brillante que ahora
pendía sobre su aldea.
-¡Silencio! -el sabio no había terminado-. Esa estrella que veis ahora no existía antes de
resucitar al dios lobo. Apareció cuando el alma del dios subió al cielo. Cada vez que muere un
hombre o una mujer, su espíritu atraviesa el Camino de las Almas -«Yo he visto un espíritu en
el bosque», pensó Oukonunaka-. Ese camino está bien guardado por los dioses animales, que
guían a los muertos hasta el fondo negro del firmamento. Al llegar se convierten en astros, y
brillan durante una eternidad, vigilando a sus familiares y protegiéndolos. Pero esas estrellas
más brillantes que podéis ver no son simples hombres o simples mujeres. Son dioses, y han
dejado la Tierra para cuidar y guiar a nuestros muertos.
El viejo siguió explicando que había muchas estrellas porque eran muchas las personas que
habían muerto desde la creación del mundo, y que había tan sólo unas pocas estrellas de
dioses, que destacaban entre las demás. Recordó al dios lobo que se había unido a ese
conjunto de dioses brillantes en el cielo, y habló de cómo consiguió resucitarlo. Oukonunaka
no dejaba de mirar hacia la noche. Sentía que todavía no comprendía todo ni nada. ¡Estaba
tan lejana la verdad de su aldea! ¿Cómo podía alcanzar a comprender ese universo que
parpadeaba sobre su cabeza? Quizás la respuesta estaba en ese último dios que había subido
al cielo, la Estrella Lobo, aquella con más luz. El joven dejó de fijarse en las estrellas de dioses,
ocupaban demasiado la atención de las personas de la tierra. Escudriñó aquel manto
negro, intentando encontrar algo en su profundidad. Intentando recordar a alguien. Buscando
respuestas. Cuando algo le devolvió a su aldea. «Tu madre también brilla ahí arriba, Lechuza
Blanca -el chamán señaló al cielo estrellado-, y es ese el brillo más importante».
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En el imaginario indígena y antiguo encontramos que Sirio es tanto un gran Ojo que
simboliza lo más divino como un perro que avisa de que llega el calor y que ayuda a
cazar a su amo Orión. Entre estas dos concepciones de la estrella más brillante del
cielo, los egipcios se inclinaron por la primera, dando a Sirio categoría de dios. Los
escandinavos también, pues llamaban a esta estrella «la Antorcha de Loki». En cambio
los pueblos americanos vieron este cuerpo celeste como una parte de un todo (la
constelación Canis Maior) y relacionaron a Sirio con los perros, los lobos y los coyotes.
La escritora Raven Hail (1921-2005) cuenta en su libro Cherokee Astrology que este
pueblo consideraba a Sirio y a Antares (otra gran estrella, la más brillante de la
constelación Escorpio) como una pareja de perros-lobo guardianes que custodiaban los
dos lados del llamado «Camino de las Almas», que conducía a la otra vida. Podemos
imaginar a los indios mirando al cielo nocturno y pensando que esas dos brillantes
estrellas, una a cada lado del firmamento, guardaban la entrada al Más Allá.
El capítulo 53 del Corán se titula An-Najm (La Estrella), y tiene un versículo que dice: ُه#وأن
, ب
الش ْع َرى 0 ُه َو َر, y que se puede traducir como: «Él es el Señor de Sirio, la Poderosa Estrella». La
relación entre Sirio y el poder y las deidades es muy repetida en varias civilizaciones del
mundo. En la India, esta estrella se conoce como Mrgavyadha («El Cazador de Ciervos»),
y representa al dios Rudra, así como en Egipto Sirio representa a la diosa Isis.
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¿Qué es lo que diferencia a un dios de un hombre? Podríamos decir que principalmente,
además del hecho de la inmortalidad u otras características materiales/físicas, lo que
diferencia a un ser divino de un simple ser humano es la sabiduría. Los dioses son
sabios, tienen conocimiento de la verdad absoluta. Y en ese sentido se ha especulado
mucho sobre las aptitudes ilustrativas de Sirio.
Famosa es la historia del pueblo de los dogones, originarios de Malí, de los que se dice
que adquirieron conocimientos astronómicos superiores gracias a la visita de
extraterrestres llegados de Sirio. Esta leyenda se puede encontrar en muchos sitios de
Internet, pero lo cierto es que los dogones, que ciertamente sabían mucho sobre
astronomía y sobre Sirio, aprendieron todo tras un proceso de contaminación y
asimilación cultural, esto es, de la visita de occidentales. Aun así la relación entre Sirio y
el pueblo dogón es una muestra más de que la estrella más brillante del cielo se
relaciona con la sabiduría, pues se llegó a creer que los dogones debían sus
conocimientos directamente a Sirio.
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aparece Sirio como un símbolo de sabiduría suprema y divina. Además, este dios en
concreto era uno que observaba continuamente a la Tierra y a las personas, por lo que
su representación en forma de Ojo era bien común.
El Ojo de Horus (que aparece en la cubierta del disco Eye in the Sky) es uno de los
símbolos a los que se acude en la masonería para representar la sabiduría. Horus, «El
Elevado» en la mitología egipcia, era el dios celeste, el Señor del Cielo. También conocido
como «El Único en las Alturas», no es difícil imaginar que se relacionaría con la principal
estrella del firmamento. Así, para ilustrar la búsqueda de la verdad absoluta y del
conocimiento completo, los masones imaginaban normalmente escaleras que subían
hasta el cielo, hasta Sirio, que era ilustrado como una estrella brillante con un ojo en su
interior (el Ojo de Horus, seña de la sabiduría del dios egipcio).
Por otro lado, y como ejemplo más reciente, vemos una clarísima referencia a las dotes
liberadoras de Sirio en la película El Show de Truman (Peter Weir, 1998). Con un
estupendo guión que mereció una nominación al Oscar, esta genial película que
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analizamos en otros artículos (en este y en este otro) trata del proceso que sigue un
hombre que quiere saber qué ocurre a su alrededor, que quiere comprender el mundo
que le rodea. Quiere conocer la verdad, al fin y al cabo.
Evidentemente Sirio aparece aquí de nuevo como imagen de la sabiduría. Incluso con
un toque divino: un objeto que ha caído misteriosamente del mismo cielo para avisar a
un hombre. En ese momento, Sirio está señalando a Truman el camino hacia el
conocimiento verdadero, le está iluminando, conduciéndole hacia la verdad. El Ojo de
Horus, el Ojo en el Cielo, la estrella más brillante nos guía hacia la sabiduría. Igual que
los egipcios contemplaron ese Ojo centelleando en el firmamento, igual que los indios
bailaban bajo la sabiduría de la estrella, Truman mira hacia el cielo sobre su cabeza para
cuestionarse la realidad del mundo y buscar respuestas. Y allí está Sirio para dárselas.
La historia del chamán no había convencido a Oukonunaka, que se fue a dormir sin dejar de
pensar en el Gran Ojo que le había mirado en el bosque. ¿Acaso había sido la lechuza,
convertida en estrella? ¿eran aquellos puntos blancos las almas de los que ya no estaban en la
tierra? Quizás el viejo tenía razón, como casi siempre según el resto de la aldea, y aquella
estrella recién aparecida era el dios lobo resucitado. Pero Oukonunaka no estaba seguro de
creérselo.
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Sobre el montón de pieles que hacían de cama el joven se revolvía sin encontrar la comodidad
ni las respuestas que buscaba. No podía dormir. ¿Por qué le había llamado ‘Lechuza Blanca’?
Escuchaba los ronquidos de Atohi, fiel creyente de las palabras del chamán. Su padre le había
repetido varias veces antes de irse a dormir que hiciera caso al viejo, que era el más sabio de la
aldea y portador de la verdad verdadera. Oukonunaka no le iba a hacer caso. De pronto se
apartó las pieles y se levantó. Sintió frío en los pies.
Abandonó la tienda sin hacer ruido, y regresó a la plaza de la aldea, donde ya no quedaba
nadie. Los restos de la hoguera desprendían un débil humo que se perdía en la noche.
¿Encontraría restos del polvo rojo entre las cenizas? El chico recordó las palabras del chamán.
«Cerca de la Pequeña Cascada, donde el río hace una poza, la tierra es rojiza. Allí murió un
dios no hace mucho». Oukonunaka había estado varias veces en la cascada, las mujeres solían
lavar la ropa en esa zona del río. Quizás era por la noche cuando los dioses animales se
acercaban a morir junto al agua.
Su espíritu curioso crecía cuando no encontraba respuestas, y Oukonunaka decidió que las
encontraría en el bosque. Corrió a través de los árboles esquivando ramas y piedras, no quería
parar. Cuando finalmente llegó hasta el río un escalofrío le recorrió el cuerpo. Estaba solo. No
había nadie a su alrededor, sólo los animales que le miraban escondidos en lo alto de los pinos.
Jadeando se acercó a la orilla y se agachó. La cascada quedaba unos metros más arriba, pero
la arena roja ya se comenzaba a adivinar en el suelo. Caminó durante un rato remontando el
curso del río y llegó hasta la poza donde se lavaba la ropa y donde morían los dioses, según el
chamán. La cascada tenía poca agua, pero el ruido del goteo constante era ensordecedor en la
noche.
Oukonunaka creyó oir algo moviéndose en la otra orilla, y por un momento sintió miedo. Pero
él no era un chico asustadizo, se consideraba bastante valiente. Su padre estaba de acuerdo
en eso. Los demás jóvenes cherokee no se atreverían a adentrarse solos en el bosque, pensó
Oukonunaka para vencer el miedo. «Hay muchos animales y las ramas crujen». Trató de
olvidar los sonidos y se concentró en buscar respuestas en la arena colorada que en ese lugar
lo cubría todo. En realidad no quería respuestas, sino confirmar sospechas. Y el chico
sospechaba que aquello no era sangre de dioses. Era simple arena que, por alguna extraña
razón, era de color rojo. Se quedó un rato pensando, jugando con puñados de arena,
observándolos atentamente. Pero nada. ¿Por qué iba él a poder saber cómo funcionaba la
naturaleza, después de todo? ¡Era sólo un chico!
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«Si los adultos cuestionaran al chamán, quizás ellos sí podrían encontrar respuestas».
Oukonunaka aun era muy joven, y pareció aceptar en ese preciso momento que no estaba a su
alcance poseer todos los conocimientos del mundo. Iba a desistir de seguir preguntándose y a
volver a casa cuando una piña cayó junto a sus pies. Miró sobre su cabeza. Los pinos se
movían levemente bajo el firmamento. Allí estaba ella, mirándole. Recogió la piña. ¿Otro
mensaje de la Estrella Lobo?
Era la estrella más brillante que había visto nunca. Pero que no la hubiera visto antes no
significaba que no hubiera estado siempre allí, pensó. ¿Era posible que nunca se hubieran
fijado en aquel punto tan luminoso? Sea como fuera, estaba allí, destacando entre las demás
estrellas, que a su lado parecían luciérnagas. En los ojos de Oukonunaka brillaban todos esos
puntos de luz, iluminándole las ideas. Agarró la piña con las dos manos y suspiró
profundamente. Estaba en completa conexión con la tierra, con el bosque y con el enorme
universo que tenía encima suyo. En ese momento supo que no dejaría nunca de buscar. Él
quería saber. No quería que le contaran. Quería conocer.
No sabía por qué la arena era roja, no sabía por qué unas estrellas brillaban más que otras, no
sabía muchas cosas del mundo que le rodeaba. Pero allí, en ese instante, estando solo en el
bosque, acompañado únicamente por el sonido de la Pequeña Cascada, tenía muy clara una
cosa: había sido aquella estrella la que había despertado su interés por encontrar otras
respuestas.
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Juan Pérez Ventura
Juan Pérez Ventura es profesor por las mañanas y divulgador por las tardes. Le interesa
todo. Absolutamente todo. En 2012 fundó la página web 'El orden mundial en el S.XXI',
que se ha establecido como un referente en la información internacional. En 2023
publicó el libro 'Música y cine, año a año', una obra única que repasa de manera anual la
historia de la música y el cine.
RELIGIÓN GEOPOLÍTICA
de Dios o Dios?
1 AGOSTO, 2024 · BY JUAN PÉREZ VENTURA
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1 COMENTARIO
Ya hace dos años que leí tus ensayos sobre la peli El Show de Truman, que son
increíbles, y no he parado de leerte desde entonces, sea política, geografía, etc
pero con artículos como este de Sirio o el los mensajes secretos en obras de
arte, sinceramente, te la sacas…. ¡Pedazo de artículos! La verdad es que
tenemos muchas cosas en común jajaja. Al caso, este comentario era para darte
todo mi apoyo y para que no dejes nunca de informar de esta manera que yo te
leo y como yo, muchísima más gente y cada vez somos más, siempre
recomiendo a amigos míos tus artículos. ¡Un fuerte abrazo Juan!
Comentarios no permitidos.
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