Carta A Un Rehen

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Si al franquear una montaña en la dirección de una estrella el viajero se

deja absorber demasiado por los problemas del escalamiento se arriesga a


olvidar cuál es la estrella que lo guía. Si se mueve sólo por moverse, no irá a
ninguna parte. Si la sillera de la catedral se preocupa demasiado por la
ubicación de las sillas, se arriesga a olvidar que está sirviendo a un dios. Del
mismo modo, si me encierro en alguna pasión de partido, me arriesgo a
olvidar que una política sólo tiene sentido con la condición de estar al servicio
de una evidencia espiritual. Hemos gustado, en las horas del milagro, una
cierta cualidad de las relaciones humanas, y allí está para nosotros la verdad.
Cualquiera sea la urgencia de la acción, nos está vedado —a riesgo de que
la acción permanezca estéril— olvidar la vocación que ha de gobernarla.
Queremos fundar el respeto por el hombre. ¿Por qué nos habríamos de odiar
dentro de un mismo campo? Nadie de entre nosotros tiene el monopolio de la
pureza de intenciones. Puedo combatir, en nombre de mi camino, el camino
que otro ha elegido; puedo criticar los pasos de su razón —los pasos de la
razón son inciertos—. Pero debo respetar a ese hombre, en el plano del
Espíritu, si pena hacia la misma estrella.
¡Respeto por el hombre! ¡Respeto por el hombre! Si el respeto del hombre
está fundado en el corazón de los hombres —siguiendo el camino inverso—
terminarán por fundar el sistema social, político o económico que consagrará
tal respeto. Una civilización se funda ante todo en la sustancia; primeramente
es, en el hombre, el ciego deseo de un cierto calor. Luego, el hombre, de error
en error, encuentra el camino que lleva al fuego.
VI
Por esta razón, amigo mío, tengo tanta necesidad de tu amistad. Tengo sed
de un compañero que respete en mí, por encima de los litigios de la razón, el
peregrino de aquel fuego. A veces tengo necesidad de gustar por adelantado el
calor prometido, y descansar, más allá de mí mismo, en esa cita que será la
nuestra.
¡Estoy tan cansado de polémicas, de exclusividades, de fanatismos! En tu
casa puedo entrar sin vestirme con un uniforme, sin someterme a la recitación
de un Corán, sin renunciar a nada de mi patria interior. Junto a ti no tengo ya
que disculparme, no tengo que defenderme, no tengo que probar nada. Como
en Tournus, hallo la paz. Más allá de mis palabras torpes, más allá de los
razonamientos que me pueden engañar, tú consideras en mí simplemente al
Hombre, tú honras en mí al embajador de creencias, de costumbre, de amores
particulares. Si difiero de ti, lejos de menoscabarte, te engrandezco. Me
interrogas como se interroga al viajero.
Yo, que como todos, experimento la necesidad de ser reconocido, me
siento puro en ti y voy hacia ti. Tengo necesidad de ir allí donde soy puro.
Jamás han sido mis fórmulas ni mis andanzas las que te informaron acerca de
lo que soy, sino que la aceptación de quien soy te ha hecho, necesariamente,
indulgente para con esas andanzas y esas fórmulas. Te estoy agradecido
porque me recibes tal como soy. ¿Qué he de hacer con un amigo que me
juzga? Si recibo a un amigo en mi mesa, le ruego que se siente, si renguea,
pero no le pido que baile.
Amigo mío, tengo necesidad de ti como de una cumbre donde se puede
respirar. Tengo necesidad de acodarme junto a ti, una vez más a orillas del
Saona, sobre la mesa de una pequeña hostería de tablones desunidos, y de
invitar allí a dos marineros en cuya compañía brindaremos en la paz de una
sonrisa semejante al día.
Si todavía combato, combatiré un poco por ti. Tengo necesidad de ti para
creer mejor en el advenimiento de esa sonrisa. Tengo necesidad de ayudarte a
vivir. Te veo tan débil, tan amenazado, arrastrando tus cincuenta años a lo
largo de horas y horas, para subsistir un día más, en la vereda de cualquier
almacén pobre, tiritando al abrigo precario de una capa raída. Te siento, a ti
que eres tan francés, en doble peligro de muerte, como francés y como judío.
Siento el precio íntegro de una comunidad que ya no autoriza los litigios.
Todos pertenecemos a Francia como partes de un mismo árbol, y yo serviré a
tu verdad como tú hubieras servido la mía. Para nosotros, franceses que
estamos afuera, en esta guerra se trata de desbloquear la provisión de semillas
heladas por la presencia alemana. Se trata de ayudarlos, a ustedes que están
allá. Se trata de hacerlos libres en la tierra donde tienen el derecho
fundamental de desarrollar sus raíces. Ustedes son cuarenta millones de
rehenes. Las verdades nuevas se preparan siempre en las cuevas de la
opresión: cuarenta millones de rehenes meditan allá su nueva verdad. Nosotros
nos sometemos por adelantado a esa verdad.
Pues serán ciertamente ustedes quienes nos enseñaran. No es nuestra
misión aportar la llama espiritual a quienes, como una vela, la alimentan ya
con su propia sustancia. Tal vez ustedes no leerán siquiera nuestros libros. Tal
vez no escucharán nuestros discursos. Nuestras ideas, es posible que las
vomiten. Nosotros no fundamos Francia, sólo podemos servirla. Y sea lo que
fuere que hiciéremos, no tendremos derechos a reconocimiento alguno. No
hay medida común entre el oficio de soldado y el oficio de rehén. Ustedes son
los santos.

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