Leonardo - Robyn Hill

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LEONARDO

LOS BARONE
LIBRO CUATRO

ROBYN HILL
Índice

Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Epílogo
Prólogo

NATALIA

El sonido de unas voces a mi espalda hace que me detenga, extrañada. Me


resultan familiares. Vienen del despacho de Giovanni. La ventana está
entreabierta y, guiada por un impulso, me acerco con discreción.
—¿Tienes ya a buen recaudo el anillo de la Bratva de Natalia? —
pregunta Giovanni.
Al oír ni nombre noto un escalofrío.
—No, lo tiene guardado. Le he dejado caer que tenemos una caja fuerte,
pero le tiene mucho apego y no quiero separarse de él.
Esa es la voz de Leo, sí.
—Dile que se lo guardamos nosotros.
—Ya se lo he dicho, papá —dice un poco irritado—. Dale tiempo, es
mejor no presionarla. Ella no es tonta, sospechará si la presiono.
—Ese anillo es fundamental, recuerda que por eso te casaste con ella.
¿Mi anillo de estrellas, el de mis padres biológicos? ¿Por qué lo
quieren?
La música en directo de la fiesta hace que no escuche bien lo que dicen
después. Me acerco un pasito más, pero nada. Vaya, en qué momento el
grupo se pone a tocar más alto. Todos siguen bebiendo y pasándoselo bien.
No se han dado cuenta de que estoy aquí, espiando una conversación.
Ahora bajan el volumen, menos mal.
—Lo sé muy bien, pero tenemos tiempo de sobra —dice Leo—. Aquí
está protegida y además ella no sabe su verdadera identidad.
—Eso está bien, que confíe en nosotros.
—Por supuesto, le hemos puesto la alfombra roja, está encantada. Solo
hay que ir con cuidado para que no se entere de su verdadero pasado.
Leo y Giovanni callan un momento, y temo que se hayan dado cuenta
de que estoy aquí. Retrocedo un par de pasos en silencio…
El corazón late desbocado. Cómo he podido ser tan ingenua. Lo que
hasta hace un momento me parecía un cuento de hadas ha resultado ser una
artimaña cuidadosamente planeada. Leo, sus promesas. Todo tenía un
propósito oculto. Lo que debo hacer... no puedo adelantarme, no. Debo
pensar, actuar con cautela. Eso sí, ya no confío en nadie.
Capítulo 1

NATALIA

Un mes antes…

¿Sabes lo peor de tener un hotel rural en propiedad? No es solo la cantidad


de horas que hay que echarle, ni tampoco ser la única empleada, sino
aguantar las quejas de los clientes. Eso sí que no lo soporto.
Hay que poner una cara que no se corresponde con lo que sientes dentro
de ti, y eso a la larga, te quema. Por eso ahora mismo pongo una expresión
de pena, mientras el huésped de la habitación 7 se queja de que las sábanas
están roídas.
Me dan ganas de decirle ¿y a mí qué? Pero no tiene sentido porque para
eso soy la dueña y tengo que mostrar que me importa. Y en el fondo, me
importa, claro, porque quiero que mis huéspedes disfruten de su estancia en
el hotel rural El Cortijo.
—De verdad, esto es inaceptable —dice el cliente—. Las sábanas están
roídas, las toallas parecen de papel de lija, y la presión del grifo es muy
baja. En fin, un desastre.
Tiene unos cincuenta años, con una barriga prominente y una camisa
que ya ha visto mejores días. Si quieres lujo, vete a Marbella.
—Mi familia y yo estamos muy decepcionados —dice sacudiendo la
cabeza con disgusto.
—Lamento mucho escuchar eso —digo intentando mantener la calma
—. Permítame ofrecerle un descuento en su próxima estancia o, si lo
prefiere, un reembolso parcial por estas dos noches.
Me corta con un gesto brusco de la mano. Sí, está indignado. La verdad
es que no es el primer cliente indignado. Llevo una pésima racha.
—No quiero descuentos ni reembolsos. Esto es algo que voy a publicar
en las redes sociales para que todos sepan lo mal que está este lugar.
Llegamos ayer y hoy mismo nos queremos marchar.
La amenaza de las redes sociales hace que mi estómago se contraiga.
Cojo aire otra vez. Ánimo, Natalia, tú puedes con esto.
—Entiendo su frustración —digo sonriendo—. Le aseguro que
tomaremos medidas inmediatas para mejorar la calidad de nuestras
instalaciones. Lamento profundamente que haya tenido una experiencia
negativa.
He dicho «tomaremos» como dar a entender que somos una plantilla
numerosa, pero en realidad solo hay un empleado: yo.
—¡Yo también! —exclama.
El hombre frunce el ceño, mirando hacia el vestíbulo donde su esposa e
hijos pecosos le esperan con las maletas en mano. Al pagar con la tarjeta de
crédito le aplico un pequeño descuento por las molestias.
—¡Hasta nunca! —dice.
Se gira bruscamente y se marcha, dejándome el ambiente cargado de
malas vibraciones.
Me quedo allí unos segundos, observando cómo se alejan hacia el coche
los únicos huéspedes. Tengo eso que llaman dejan vu. La escena que acabo
de vivir ya la he visto demasiadas veces. Hay que solucionar estos
problemas antes de que se convierta en un desastre mayor.
Un rato después, camino por los pasillos del hotel con el móvil en la
mano, anotando todos los desperfectos. El suelo de madera chirría, y a las
lámparas no les vendría mal un retoque. Entro en la habitación 7, la misma
de la que el cliente se quejó, y examino las sábanas. Sí, están roídas.
Suspiro y lo anoto. La lista crece y crece.
Continúo en la siguiente habitación, la 9. Al abrir la puerta, noto el olor
a humedad. Me acerco al baño y veo una fuga de agua en el grifo del
lavabo. Por eso tenía poca presión la otra habitación. Anoto: reparar
tuberías, habitación 9. El fontanero me va a crujir con la factura. Se va a
hacer rico a mi costa.
La pintura descascarillada en las paredes me recuerda a los días cuando
mis padres adoptivos estaban vivos. Ellos siempre hablaban con entusiasmo
sobre las mejoras que querían hacer en el hotel. Recuerdo a mi padre con su
cinturón de herramientas y a mi madre con sus bocetos de decoración. El
hotel era su sueño y su proyecto.
Anoto en la app: Pintar paredes.
Paso a la siguiente habitación y me encuentro con otro problema: la
calefacción no funciona. Enciendo y apago el interruptor varias veces, pero
no hay respuesta.
Revisar sistema de calefacción, habitación 12.
Sigo caminando mientras reviso la lista interminable. Qué nostalgia de
los tiempos mejores. Me acuerdo de cómo solían ser las cosas antes del
maldito COVID.
Mis padres tenían tantas esperanzas y sueños para este lugar... Habían
planeado tantas mejoras. Pero todo cambió cuando el virus se los llevó,
dejándome sola con este legado que parece desmoronarse poco a poco.
Regreso al mostrador de Recepción, con el móvil en la mano y la lista
de reparaciones. Suspiro y empiezo a echar un cálculo por encima. Cambio
de sábanas, reparación de tuberías, pintura nueva, revisar el sistema de
calefacción... La cifra se dispara rápidamente. Cierro los ojos un momento,
intentando no sentirme abrumada.
Dios mío, cualquier cosa es carísima. Menos mal que respirar es gratis.
En internet comienzo a pedir presupuestos. Enseguida me confirman lo
que ya sabía: esto va a costar una fortuna. Sin mencionar el tiempo que
llevarán las reparaciones. Lanzo un suspiro de resignación.
Dejo caer la cabeza entre mis manos. Necesito dinero y rápido. ¿Llamar
al banco? No tengo muchas opciones más, así que marco el número
personal del director. Un viejo amigo de la familia.
Espero unos segundos que parecen eternos. Al otro lado del teléfono
suena una voz bonachona.
—Natalia, ¿qué tal? ¿En qué puedo ayudarte?
—Hola, Ramiro —digo con una voz que intenta sonar despreocupada
—. Necesito hablar contigo sobre un préstamo para el hotel. Tengo algunas
reparaciones urgentes que realizar y...
—Podría recibirte el jueves a las diez de la mañana. Ando estos días
muy liado.
—Perfecto, allí estaré. Gracias.
Cuelgo el teléfono sintiéndome un poco más esperanzada. Quizá pueda
conseguir ese dinero y sacar a flote el Cortijo después de todo. Es un riesgo
grande, pero es lo único que tengo ahora mismo.
Capítulo 2

NATALIA

Al día siguiente, estoy sentada en la salita de espera del banco, con un


montón de papeles desordenados sobre mi regazo. Balances y proyecciones
financieras del hotel que he repasado mil veces. Mis pies se mueven
nerviosos, mientras mi mirada se pierde una vez más en las líneas de
números y cálculos.
Espero que Ramiro me eche una mano.
Él sabe que soy adoptada. Su mirada siempre fue cálida y comprensiva,
aunque eso no me garantiza un préstamo, claro.
Mis pensamientos vuelven al orfanato donde estuve cuando tenía cinco
años. No era un lugar tenebroso como los que se ven en las películas, pero
tampoco era un cuento de hadas. Las paredes estaban decoradas con dibujos
coloridos y había juguetes por todas partes, pero siempre había una
sensación de temporalidad, como si todo estuviera en pausa esperando a
que alguien viniera a reclamarnos.
Recuerdo el agradable aroma a perfume de rosas de la directora. Pero
también recuerdo las noches en las que lloraba bajo las sábanas, deseando
tener una familia propia. Agridulce es la palabra exacta para describir esos
recuerdos.
Mi mano se cierra con fuerza alrededor de uno de los papeles. No puedo
permitirme perder el hotel. El Cortijo es más que un negocio; es mi vínculo
con mis padres adoptivos y el sueño que compartimos.
La puerta del despacho se abre. Aparecen Ramiro y el panadero, que
tiene una sonrisa de oreja a oreja. Se estrechan la mano y se dan recuerdos
para las respectivas familias. Ojalá esto sea una buena señal para mí.
El panadero y yo intercambiamos un amable saludo. Otro que también
conocía a mis padres, que eran muy entusiastas de su pan de pueblo. Es
verle y evocar el aroma del delicioso pan caliente.
—Natalia, puedes pasar —dice Ramiro.
Me levanto recogiendo los papeles y el bolso. Hora de conseguir ese
préstamo, cueste lo que cueste.
Entro al despacho. La ventana tiene unas impresionantes vistas a la
montaña. Allá, a lo lejos, se divisa una enorme franja azul, el Mediterráneo.
Dejo los documentos sobre su escritorio, y me siento.
Ramiro los coloca cuidadosamente, intentando que no se vean
demasiado desordenados. Me observa con una sonrisa amable, pero veo la
sorpresa en sus ojos ante tanto papeleo. Tiene unos sesenta años. Viste una
camisa blanca, sencilla, y desprende aroma a café de la mañana. Toda una
institución en el pueblo.
—Estos son los balances y los presupuestos del hotel —le explico,
señalando las diferentes hojas.
—¿Quieres pedir un préstamo?
Vaya, me doy cuenta de que no le he contado el motivo de mi visita.
Malditos nervios.
—Sí, necesito un préstamo para reformas —digo sonriendo por el
despiste—. El Cortijo está en mal estado y sin estas mejoras, no podré
mantenerlo abierto.
Ramiro hojea los documentos, asintiendo en silencio. Su mirada se
vuelve más seria a medida que pasa las páginas.
—Veo que has trabajado mucho en esto, Natalia —dice mientras coloca
los papeles a un lado—. Pero antes de seguir, dime cómo estás tú.
Me encojo de hombros.
—Más o menos, he estado mejor —digo sinceramente.
Ramiro asiente. Intuyo que se estará acordando de mis padres, que en su
cabeza irá desarrollando más o menos mi historia familiar, y la del hotel. No
sé si eso es bueno o malo.
—¿Y tus nietas? —pregunto, intentando desviar la conversación a un
tema más agradable.
Sus ojos se iluminan al instante.
—Están fenomenal. Laura empezó a caminar hace poco y no para quieta
ni un segundo. Y Sara, la mayor, ya está aprendiendo a leer. Me tienen loco
de contento.
Le escucho hablar sobre ellas con tanta ilusión que por un momento me
olvido de por qué estoy aquí. Es agradable ver esa chispa en sus ojos. Sin
embargo, después de unos minutos de conversación, el silencio incómodo
se instala. Ramiro consulta su ordenador, tecleando algunos datos mientras
yo espero ansiosa su respuesta.
Carraspea y me mira con seriedad.
—Natalia, lo siento mucho, pero no puedo autorizar el préstamo. La
situación del hotel es muy precaria y no podemos correr ese riesgo.
La esperanza, la poca que tenía, salta por los aires. Un nudo se forma en
mi estómago. Qué desastre.
—¿Seguro que no se puede hacer nada? —pregunto a la desesperada.
—Me sabe mal porque tenía mucho cariño a tus padres, pero los
negocios son los negocios —añade con una expresión apenada—. ¿Te
queda algún familiar? Alguien que te puede avalar. A lo mejor con eso
puedo hacer algo…
—No —digo—, no que yo sepa. Mis padres no tenía familiares
cercanos.
—Ya —dice con resignación.
Sin poder quitarme el disgusto de encima, empiezo a recoger los
papeles. Anoche estuve hasta las tantas preparando todo para nada.
—Aguanta como puedas, hija —dice Ramiro—. Ya vendrán tiempos
mejores.
Inclino la cabeza a un lado, como diciendo «a ver si es verdad».
Agradezco sus buenos deseos, pero eso no arregla por arte de magia las
tuberías. El futuro que tengo por delante es desolador.
Capítulo 3

LEO

Por desgracia, nunca he estado en Colombia, pero al menos sí que conozco


a una de sus mujeres. Y la estoy conociendo muy, muy a fondo. Se llama
Gabriela y me encanta su acento latino. La conocí en uno de estos eventos
que organizan mis cuñadas en la galería de arte de Marbella.
Gabriela fue la primera que dio el paso con una mirada descarada, que
dejó claro que me iba a exprimir al máximo en cuanto tuviera ocasión.
Después, me entregó su número de móvil en una tarjeta, que guardé a buen
recaudo en mi chaqueta.
La llamé y quedamos en un hotel. Así de fácil.
Al principio me extrañó de que quedáramos en un lugar tan alejado de
Marbella, en Sotogrande, en la provincia de Cádiz, pero no tardó en
confesarme el motivo. Estaba casada con un banquero y quería privacidad.
—Mi marido me tiene harta y soy una latina en la flor de la vida, usted
ya me entiende, ¿si me entiende? —me dijo una vez con esa manera de
hablar tan colombiana.
A mí, que esté casada, me pone mucho más.
Ahora es la noche de un viernes y nos alojamos en la suite de un hotel
de lujo disfrutando de los placeres de la vida. En realidad, estamos en el
jacuzzi con dos copas de champaña. Tomando un descanso entre polvo y
polvo.
Gabriela se acomoda en el borde del jacuzzi, sus largas piernas
envueltas en espuma. Me observa con esos ojos hambrientos de mí que
parecen devorarme vivo.
—Mi marido viaja mucho últimamente —se queja con un suspiro—. Va
a Francia cada dos por tres y, cuando está aquí parece que se olvida
completamente de mí.
Le sirvo más champán. Su piel está húmeda y brilla de una manera tan
provocativa que es imposible no acariciar.
—Pienso que tiene una amante —dice mientras juega con las burbujas
—. Pero tampoco se lo puedo reprochar porque lo que hacemos tú y yo es
lo mismo.
En nuestras conversaciones, es habitual que ella hable de él.
—Por cierto, ¿cómo se llama? Nunca me lo has dicho.
Gabriela se pellizca el labio inferior, como sopesando si decirlo o no.
Finalmente, niega con la cabeza.
—Prefiero no decírselo a usted, por si acaso. No quisiera involucrarlo
más de lo necesario, ¿si me entiende?
Respeto su decisión, aunque la curiosidad me carcome por dentro.
—¿Y qué planes tienes para la próxima vez que nos veamos? —le
pregunto para cambiar de tema.
Gabriela sonríe y sus dedos, decorados con largas uñas postizas,
recorren mi musculoso brazo. Bajo el agua mi polla se pone en tensión, lista
para la enésima ronda de sexo desbocado.
—La próxima vez podríamos ir a esa casita en la montaña que
mencionaste —dice ella con una sonrisa insinuante—. Estaríamos lejos de
todo y de todos, sin preocupaciones.
Me gusta esa idea. La llamada de la naturaleza siempre es un buen plan
en estos casos. La beso con lujuria. Sabe al champán más caro del mundo.
—Perfecto —murmuro en sus labios.
Gabriela se levanta del jacuzzi. El agua resbala por su piel bronceada
mientras se envuelve en una toalla. Joder, qué cuerpo. Viva Colombia.
Dice que quiere revisar su calendario en el móvil para concretar nuestra
próxima cita. La veo marcharse al dormitorio, sus caderas moviéndose con
una elegancia natural. Me quedo en el jacuzzi, disfrutando del último trago
de champaña.
—¡Leo, venga aquí, rápido! —grita nerviosa.
Desconcertado, salgo del jacuzzi empalmado y me envuelvo una toalla
en la cintura. Entro en el dormitorio y veo a Gabriela mirando por la
ventana.
—¿Qué pasa? —pregunto con ansia.
—He visto a dos hombres entrando al hotel —responde muy rápido—.
Son empleados de mi marido, los muy malparidos. No sé cómo, pero saben
que estoy aquí… contigo.
Lo que me cuenta me cae como un jarro de agua fría.
—Tiene que irse ya, Leo —insiste Gabriela—. Si le encuentran aquí,
estamos perdidos. Nos matarán.
—¿Nos matarán? Pero ¿quién es tu marido?
—Te mentí, no es un banquero —dice empujándome—. Es un
narcotraficante.
—No me jodas.
Si hay algo que siempre hemos respetado Los Barone son las esposas de
los mafiosos, nuestros compañeros. No trae a cuenta desatar guerras entre
familias por un polvo, o bueno, unos cuantos. Siempre me he mantenido
alejado de la tentación, pero ahora he caído en una trampa por confiarme. A
ver cómo salgo de esta porque he venido sin escolta.
—¿Por qué no me lo dijiste? —pregunto.
—Para que no se rajara usted, huevón. En cuanto mis amantes se
enteran, salen corriendo.
—Pero sí yo… —digo pero me callo. No es el momento tampoco de
confesarle que soy compañero de trabajo de su marido—. ¿Es colombiano?
—¡Sí!
Estupendo. Mafia colombiana. Italianos, rusos, irlandeses, suecos,
holandeses, y ahora colombianos. Qué bien que Marbella se vaya
expandiendo internacionalmente.
Empiezo a vestirme lo más rápido posible. Calzoncillos, pantalones,
camisa. Nunca me he vestido a tanta velocidad. Mierda, me he puesto los
calzoncillos al revés.
—Apúrese —apremia Gabriela mientras también se viste.
—Tranquila, saldré antes de que lleguen.
Ella asiente, pero su expresión sigue siendo de pura angustia. El reloj
sigue avanzando y cada segundo cuenta. No hay tiempo que perder.
—Nos vemos —le digo a Gabriela, sabiendo que no hay momento para
despedidas románticas.
Salgo al pasillo mientras me coloco la chaqueta, intentando parecer
tranquilo. A lo lejos, veo a dos tipos con pinta de buscar problemas. Seguro
que son los hombres que dice Gabriela.
Los dos hombres se detienen frente a un camarero de Room Service y le
preguntan algo. No puedo oír las palabras exactas, pero el camarero se gira
y me señala.
—Justo de donde acaba de salir ese señor —dice, apuntándome con el
dedo.
Joder, pienso para mí mismo.
Los hombres salen corriendo hacia mí. Han sumado dos más dos. Por
desgracia, no son tontos.
—¡Oye, tú! —grita uno de ellos mientras se ponen a correr.
Giro rápidamente hacia la escalera de emergencia. Sus pasos detrás de
mí resuenan por el pasillo, cada vez más cerca. Bajo los escalones de dos en
dos, sabiendo que si tropiezo, la cago.
Al llegar al primer rellano, les escucho. Ellos también están bajando las
escaleras. Rápido, Leo, no hay tiempo que perder.
Capítulo 4

LEO

Vaya putada, la noche prometía ser placentera con sexo fácil, y ahora acabo
conduciendo mi Jaguar descapotable huyendo de unos matones. He tenido
que salirme de la autovía bruscamente. Esos tipos son peligrosos, han
disparado desde su coche sin importarles el peligro de darles a otros
conductores. Pues sí que está cabreado el mafioso colombiano por follarme
a su esposa. Ni que fuera mi culpa.
En fin, si él le hubiera dado a su mujer lo que necesitaba no estaríamos
en esta lamentable confusión. Gabriela no hubiera tenido la necesidad de
buscar amor por ahí, y no se habría visto obligada a ocultar que su marido
es narco.
La verdad, no sé muy bien por dónde estoy. El GPS me indica un punto
en el mapa pero desconozco la zona, solo sé que estamos en la montaña.
Vuelvo a mirar por el retrovisor para comprobar si me siguen. Hay dos
luces que veo serpentear por la carretera. ¿Serán ellos? Creo que sí.
Debería avisar a mis hermanos y primos de lo que sucede, pero de
momento voy a esperar. Tampoco quiero que se enteren de que me he liado
con la esposa de un mafioso rival, porque voy a quedar como un idiota.
No me preocupa si han visto la matrícula de mi coche, el propietario
está registrado como una compañía extranjera que a simple vista no está
relacionado con nosotros. Gabriela les podría decir mi nombre, pero nunca
le dije mi apellido, y eso que vio la B marcada a fuego en mi pecho. Por
suerte, no me preguntó a qué se debía.
Vuelvo a mirar por el retrovisor. Esas luces van quedando atrás, pero no
me fío. Suspiro mientras fijo la mirada en la línea continua de la carretera.
Seguro que llegaré a algún pueblo de estos de montaña.
En algún momento tendré que parar, no me queda batería del coche.
Mierda, debí de haberla recargado en el hotel, pero cuando llegué para
verme con Gabriela solo podía concentrarme en lo que sentía en la
entrepierna.
Esto de los coches eléctricos es una maravilla, sobre todo por el
pequeño sonido que producen al no tener motor, pero la duración de las
baterías es una puta mierda. Así de claro.
¿Eh? El GPS indica un puesto de recarga a unos 10 kilómetros. Un hotel
rural llamado El Cortijo. De puta madre. Parece mi única opción. No puedo
permitir quedarme aquí tirado en medio de la nada. Una grúa tardaría en
venir a por mí una eternidad.
Espero que a Gabriela no le haya pasado nada malo, por cierto.
Tomo el desvío y, tras unos segundos, el hotel aparece en la falda de la
montaña. No veo el típico letrero anunciando el lugar. ¿Estará cerrado?
Sería una putada muy gorda.
Veo una luz en la planta baja, y eso me da un poco de esperanza. Aparco
el coche en el estacionamiento vacío. Como se suele decir, no hay mal que
bien no venga. Los tipos no darán con este hotelito a no ser que lo busquen
a propósito.
Al bajar, una brisa revolotea mi pelo, lo que no me hace gracia, así que
me peino con la mano. Echo una rápida ojeada hacia atrás por si vienen.
Leo, no te relajes, mantente en tensión. Palpo la empuñadura de mi pistola.
Sí, está conmigo. No dudaré en usarla.
Camino hacia la luz, supongo que será la recepción. El hotel hace honor
a su nombre, tiene la forma de esos cortijos andaluces. El porche
tradicional, esos arcos tan característicos y el portón a dónde me dirijo
ahora. Huele a romero y tierra húmeda.
¿De cuántas estrellas será este hotel? Da igual, no pienso quedarme más
de lo necesario. Recargo el coche y me piro. La luz proviene de una ventana
cercana al portón. Decido tocar suavemente con los nudillos.
—¿Hola? —pregunto en voz alta.
Escucho movimiento dentro, el arrastre de una silla, y espero con
paciencia. Al cabo de unos segundos, la puerta se entreabre y una mujer
aparece.
—¿Qué quiere? —pregunta con brusquedad.
Cuando la puerta se abre del todo, me quedo sin palabras. La mujer que
tengo delante parece sacada de una revista de modelos. Su piel es de un
tono marfil, delicado. El cabello castaño cae en cascada sobre sus hombros
y enmarca unos ojos azules, grandes y bonitos, pero con un punto de
tristeza. Esa combinación me intriga. ¿Qué historia tendrá esta mujer tan
espectacular?
—¿Qué quiere? —repite ella con un tono más impaciente.
—Necesito recargar mi coche.
Sus ojos me escanean de arriba abajo.
—Llévelo a la parte de atrás. Allí está el cargador —dice antes de cerrar
la puerta de golpe.
Me quedo así, atónito. La frialdad con la que me ha tratado contrasta
tanto con su belleza triste. ¿Qué le habrá pasado para estar así? Noto una
punzada de dolor en mi interior. Reconozco esa sensación. Me pasa cuando
una mujer me deja impresionado.
Vuelvo al coche. No puedo sacarme de la cabeza a esa mujer. Siento una
punzada de curiosidad, mientras arranco el motor y conduzco hacia la parte
trasera del hotel.
Aparco junto al cargador. La noche es fresca y silenciosa. Conecto el
cable y me dispongo a darle el botón de inicio pero no funciona. Joder,
¿ahora el cargador está jodido?
Me cago en la puta, pero ¿se puede saber qué está pasando? Hace una
hora estaba en el delicioso cuerpo de una mulata, y ahora estoy tirado en
mitad de la montaña.
Capítulo 5

NATALIA

Bien, ¿por dónde iba antes de que me interrumpiera ese chico? Ah, sí,
estaba aquí en el portátil, consultando préstamos en internet. Me estaba
horrorizando de los intereses. ¿Veinte, treinta por cien? Un robo a mano
armada, vamos. Más que prestamistas, son usureros.
Pero la cara del chico aparece en mi mente. Qué atractivo. Y qué
bonitos ojos color miel... Uf, noto un calor subiendo por el pecho. Sacudo la
cabeza. Tengo demasiados problemas como para pensar en hombres sexys.
Los intereses de los préstamos, las cuentas del hotel que no cuadran, y
ahora esto. Un hombre cañón. Necesito calmarme.
Maldita sea, ¿por qué le habré hablado así, tan borde? Ni siquiera ha
hecho nada malo. Para un cliente que tengo y lo trato fatal. Bueno, ahora, se
irá como tantos otros. Al menos este no me ha montado una escenita.
Suspiro. ¿Debería salir a hablar con él? Quizá tenga algún problema con
el cargador. No puedo permitir que un cliente se vaya con una mala
impresión. Camino hacia el espejo colgado en la pared. Me observo,
alisándome el pelo con las manos. Uf, no me veo tan mal, aunque el
cansancio en mis ojos es evidente. Me doy una última mirada, intentando
sonreír. Dios mío, pero ¿eso es una sonrisa o una mueca?
Voy hacia el portón y tomo aire antes de abrirla de nuevo. Camino hacia
la parte trasera del hotel. A medida que me acerco, lo veo junto al coche.
Está de espaldas, lidiando con el cargador, maldiciendo entre dientes.
—¿Hay algún problema? —digo tratando de que mi voz suene más
amable que antes.
Al escuchar mis pasos, se gira. Al mirarme siento un estremecimiento
en mi sexo. Imposible ser más atractivo.
—No consigo que seamos amigos —dice señalando la máquina.
—A veces estos cacharros se ponen tontos.
Al examinar el panel, percibo sus ojos miel fijos en mí. Me siento un
poco nerviosa, pero intento concentrarme. Desconecto y vuelvo a conectar
el cargador.
—¿Funcionará solo con eso? —pregunta.
El panel se ilumina por un instante y después se vuelve a apagar.
—Parece que no —respondo.
—Joder, está claro que hoy no es mi día.
—Aún me queda un as bajo la manga.
—¿Ah, sí?
Aporreo con fuerza la parte superior, a la manera con la que los viejos
cacharros suelen funcionar, a lo bruto. Por desgracia, el cargador no
responde. Se ha quedado muerto. Y me he quedado sin recursos.
—Genial —dice el chico y resopla—. ¿Y ahora qué hago?
No puedo evitar sentir un poco de lástima. Parece una buena persona.
No parece uno de esos que vayan matando a gente por ahí.
—Tienes dos opciones —le digo mostrando dos dedos de la mano—.
Llamar a una grúa y esperar unas horas a que venga. O pasas la noche y
esperas a que venga el técnico a primera hora de la mañana y arregle el
cargador.
El chico, con las manos en las caderas, se lo piensa.
—Avisaré a la grúa —responde con un suspiro, sacando el móvil y
abriendo la aplicación del seguro—. Mientras espero, ¿hay posibilidad de
cenar algo? Tengo el estómago con un agujero.
Intento no sonreír demasiado ante la idea de estar un poco más de
tiempo con él y hacer un poco de caja, la verdad.
—Claro, la cocina está abierta.
—¿Qué tal un filete mignon con patatas horneadas? —pregunta como si
estuviera en un restaurante de Puerto Banús.
—¿Qué tal un pincho de tortilla? Me salen de miedo.
Me mira, seguramente sorprendido por la enorme variedad de la carta.
—Vale, eso servirá —dice sonriendo y siento que muero un poco.
Caminamos hacia el hotel.
—¿Suele pasar a menudo? —pregunta.
—¿Qué el cargador no funcione? Es muy raro —digo sabiendo que es
una mentira como una casa.
Entro en la cocina y abro el frigorífico. Ahí está, el pincho de tortilla,
envuelto en film transparente. Lo saco y lo coloco en un plato antes de
meterlo en el microondas. Él se sienta en una mesa del comedor.
—¿Tienes vino? —pregunta alzando la voz.
—Sí, pero no un Ribera del Duero, sino un tinto de la casa. ¿Te apetece?
—Venga, vamos a probarlo.
Saco la botella de vino y una copa del armario, mientras el microondas
zumba suavemente calentando la tortilla. Coloco todo sobre una bandeja y
lo llevo a la mesa.
Coloco el plato y me quedo de pie. Toma un sorbo de vino y luego corta
un trozo de tortilla con su tenedor. Me fijo en sus manos, limpias y bonitas.
—Gracias —dice antes de probar el primer bocado—. No está mal para
una cena improvisada.
Sonrío ligeramente, sintiéndome algo más relajada.
—Me alegra de que te guste —respondo mientras él sigue comiendo—.
Si no es mucha indiscreción, ¿a dónde ibas?
Corta otro trozo de tortilla, lo mastica despacio. Me mira con un brillo
misterioso mientras se limpia elegantemente con la servilleta.
—Me perseguían unos tipos colombianos que quieren matarme.
Suelto una carcajada.
—No, en serio —insisto—. ¿Qué haces por aquí? En mi hotel viene la
gente con reserva y pasan el fin de semana.
—Estoy pensando en comprar una villa apartada del mundo —dice
sonriendo—. Me recomendaron esta zona, y decidí dar una vuelta solo para
ver qué sentía al verme rodeado de montañas, bosques y esos pueblecitos.
Pero me entretuve demasiado.
—¿Viste algo que te gustó?
Sonríe de una manera que me derrito. Sus labios son tan carnosos y
sensuales que casi puedo sentir su suave textura en los míos.
—Sí, me encanta este lugar —dice clavándome sus ojazos miel.
Agacho la cabeza, intuyo que no está hablando de propiedades
inmobilarias.
—¿Cuándo dices mundo a qué te refieres?
Hace un gesto con la mano para que me siente con él. Acepto, resulta
agradable estar entretenida con algo que no sean los problemas del hotel.
—Vivo en Marbella.
—No está lejos de aquí.
Ahora que me puedo detener a observar sus facciones perfectas, me doy
cuenta de que no solo es guapo, sino que es el hombre más hermoso que he
visto en mi vida.
—El clima, el mar, la gente, la comida... Es un buen lugar para trabajar
—dice con convicción—, pero últimamente se está volviendo peligroso.
—¿Y eso?
—Mucha mafia —dice con un mohín de disgusto—. Cada dos por tres
salen en las noticias que ha habido un tiroteo.
Como mis padres, siempre he disfrutado escuchando las pequeñas
historias de los clientes. Hay algo fascinante en asomarse a las vidas ajenas,
aunque sea por un momento, como si se ofreciera la oportunidad de
observar solo una parte de un misterio mucho más grande.
Sonríe y toma otro sorbo de vino. La conversación fluye de manera
natural y sigo olvidándome de las fugas de agua, las sábanas roídas y
cargadores que no funcionan.
—Aún no me has dicho tu nombre —dice sonriendo.
Capítulo 6

LEO

—Natalia —responde ella, con una mano por debajo de esa barbilla tan
bonita—. ¿Y tú?
Bebo un sorbo de vino peleón, a la vez que guardo su nombre en un
rincón privilegiado de mi memoria, junto a un adjetivo que lo dice todo.
Bella. La bella Natalia.
—Yo me llamo Leonardo, aunque todos me llaman Leo.
—Leo… —repite en un murmullo, pero es tan sedoso que siento que
atraviesa el espacio y el tiempo y llega a mi pene—. Italiano.
Asiento con una sonrisa.
—De Catanzaro, provincia de Calabria. ¿Conoces Italia?
—No, pero en el futuro me gustaría conocerlo a fondo.
—Lo tienes muy cerca, a un par de horas.
—Sí, ahora cojo mi avión privado y me planto ahí —dice con ironía.
Esa tristeza con la que me recibió, se ha ido disipando y ahora saltan
vivas chispas de sus ojos azules. No recuerdo que lo haya visto antes en otra
mujer, de repente hay un cambio, una pequeña transformación como el
capullo de una flor que se abre.
—Joder, ¿este hotel rural tiene aeropuerto? —pregunto bromeando.
—Justo detrás del cargador eléctrico —dice señalando—. Va con
monedas.
Se me escapa una risa que invade la cocina. A ella le hace gracia
también su propio chiste. Al sonreír muestra una fila de dientes blancos.
Guapa y con sentido del humor. ¿Cómo será en la cama?
—Esto es muy silencioso, ¿hay más huéspedes? —pregunto.
—Sí, una pareja joven, por suerte —dice suspirando.
—¿No viene mucha gente?
—No mucha, pero es lo que hay. Ser dueña de un negocio no es fácil —
dice tocándose el cabello y mirando hacia un punto indeterminado del
comedor.
—Eres muy joven para ser empresaria —digo.
—Heredé el negocio de mis padres, así que no fue una iniciativa mía.
Joder, tan joven y sus padres muertos. Una punzada de compasión me
atraviesa el estómago.
—Pero decidiste quedártelo y luchar por él —digo con admiración,
encantado de encontrarme con una mujer emprendedora.
Inclina la cabeza hacia un lado, como dando a entender que hay mar de
fondo. De repente, se levanta y coge mi plato, que ya tengo vacío. Como no
me esperaba su movimiento, sin querer me roza la mano. O tal vez soy yo
quien se la roza. El caso es que siento el cosquilleo cálido del contacto.
Otro detalle que guardo en el rincón de mi memoria.
—¿Vas a querer postre? —me pregunta.
—Un tiramisú casero.
—No tengo.
—¿Tarta de queso?
—Tampoco.
—¿Natillas?
—¿Estás loco?
—Creo que es mejor que me digas qué es lo que hay, ¿no?
—Helado de vainilla.
—Vale, ponme dos bolas.
—Solo queda cantidad para una.
—Genial.
Natalia entra en la cocina, deja las cosas y regresa. A unos metros de
mí, abre el congelador y saca una tarrina de helado de vainilla. Sirve una
bola en un cuenco, y lo adorna con unas virutas de chocolate. Sonriendo,
me lo coloca delante y se sienta. Otra vez su apetecible barbilla apoyada
sobre la mano.
—Espero que te guste.
—Gracias, Natalia. Tiene muy buena pinta.
Antes de probar el helado, mi móvil vibra en el bolsillo. Lo saco y leo
una notificación del seguro del coche. El mensaje: «La grúa está de
camino». Lo que me faltaba, justo ahora que estoy conectando con ella.
Piensa rápido, Leo. Esta mujer puede ser tuya esta noche.
—Mierda —digo.
—¿Qué pasa? —pregunta Natalia, frunciendo el ceño.
—La grúa no puede venir esta noche por un problema técnico —digo,
simulando el disgusto—. Al final tendré que quedarme a pasar la noche
aquí.
Natalia se queda en silencio por un momento, pero luego asiente con
una leve sonrisa. Aprovecho para probar el helado y dejar que el azúcar
estimule mi paladar.
—Bueno, al menos podrás descansar bien —dice resuelta—. Te
prepararé una habitación, pero antes tengo que hacerte el check-in.
Unos minutos después, llegamos a la recepción. Natalia se coloca detrás
del mostrador y enciende el portátil. Sus dedos se deslizan sobre el teclado.
—Necesito que me muestres tu DNI —dice.
Saco mi cartera y le paso el documento. Lo examina unos segundos
antes de seguir escribiendo. Me gusta cómo se ve concentrada, arrugando
ligeramente la frente al escribir.
—Y también la tarjeta de crédito para el pago —dice entregándome el
DNI.
Le doy la tarjeta. La coge con delicadeza y la desliza por el datáfono.
Me fijo en la suave curva de su cuello. La fantasía se me dispara y me
imagino dejando un rastro de saliva por su piel.
—El check out es a las doce —anuncia, devolviéndome la tarjeta.
—Estupendo —digo con una sonrisa irónica—, así podré dormir catorce
horas seguidas.
—Acompáñame a tu habitación —dice levantándose, ignorando mi
genial chiste.
Coge una llave del cajón, pero se le resbala de las manos y cae al suelo.
Me agacho rápidamente y la recojo antes de que ella pueda hacerlo. Al
entregársela, dejo que mis dedos rocen los suyos descaradamente. La
electricidad carga la atmósfera de repente. Sus ojos se abren un poco más,
sorprendidos por mi atrevimiento, pero no retira la mano.
Nos quedamos así, unos segundos que parecen eternos. Me inclino
lentamente hacia ella sin romper el contacto visual. Voy a besarla, pero
entonces aparta la cabeza.
Aun así, Leo nunca se da por vencido. Conozco el lenguaje no verbal, y
sé que es una prueba más. Si ella no lo quisiera, se marcharía pero se queda
quieta.
En silencio, cojo con delicadeza su barbilla y la giro hacia mí. Sus
pupilas se dilatan, sus labios se entreabren, húmedos.
—Lo deseas tanto como yo —susurro.
El beso es suave al principio, pero pronto se vuelve más intenso y
salvaje.
Capítulo 7

NATALIA

Mi primer pensamiento es «me estoy besando con un desconocido»,


después «¡me estoy besando con un desconocido!», y después «Dios mío,
me estoy besando con un desconocido… mmm… quiero más».
A veces la vida te sorprende con estas situaciones en las que si una
rasca un poquito en la superficie, te das cuenta de que te hacen sentir viva.
Las sorpresas, las buenas sorpresas, son difíciles de encontrar, como
tréboles de cuatro hojas o pepitas de oro.
Solo es un beso. Nada más. Un beso entre desconocidos o quizá lo
correcto sea decir entre dos personas que se acaban de conocer. Aunque no
tengo claro la diferencia porque ¿saber su nombre y cuatro datos
biográficos hace que conozcas a una persona?
Qué bien besa este hombre. Se nota porque la sensación eléctrica del
beso, lo que me hace sentir, se extiende más allá de la boca, baja por el
vientre, pasa por el coño y se detiene en las rodillas, que las hace flaquear.
Ya era hora de sentirse otra vez así. VIVA.
Con tantos quebraderos de cabeza y residiendo cerca de un pueblo
donde todos se conocen, las ocasiones de darme un homenaje no son muy
frecuentes. Bueno, más bien, escasas.
Qué alegría saber que mi apetito por el sexo sigue ahí, entre telarañas,
pero sigue ahí.
La mano de…¿cómo se llamaba el guaperas? Ah, sí. Leo. La mano de
Leo rodea mi cintura para no soltarme hasta que termine.
¿A qué sabe? Vino dulce, perfume canela y naranja. Creo que es una
fragancia que nunca olvidaré. La fragancia de la increíble virilidad de Leo.
Siento un estremecimiento cuando noto su larga erección por debajo de
su pantalón. Sabe que lo noto y me achucha un poquito más, como
diciendo: no me avergüenzo de lo cachondo que me pones.
Tomamos aire con ansia para respirar y nos miramos con intensidad. Su
iris de miel me tiene ya más que seducida, entregada y dominada.
—Esto no debería pasar… —le digo porque es lo primero que sale de
mi cabeza.
—Pero está pasando y va a pasar, Natalia.
Pronuncia mi nombre lentamente y con énfasis, como si con cada sílaba
humedeciera mis bragas.
—Nos pueden ver… —digo.
En un momento de lucidez, la empresaria hotelera que hay en mí me
pide que pare. Los huéspedes podrían vernos y si ya de por sí estoy en la
ruina, eso acabaría por hundirme. Pero el deseo que siento entre los muslos
es mucho más poderoso. Sí, me avergonzaré de mi comportamiento más
tarde.
—No es momento de pensar en lo que puede pasar, es momento de
sentir —susurra—. Solo quiero hacer que te sientas bien.
O también podíamos ir a la habitación.
—¿Quién te dice que lo necesito? —digo sí, siendo contradictoria,
retándole.
—Puede que no lo necesites, pero lo deseas —replica sin dudar.
El brillo en sus ojos es perverso y arrogante. No es excitante que un
huésped quiera echarte un polvo porque ya me ha pasado más de una vez,
pero sí lo es que lo quiera un macho alfa, un empotrador como Leo.
Le cojo del brazo y me lo llevo con ansia por el pasillo. De repente,
tengo la sensación de que si me paro a pensarlo, me echaré atrás.
Abro la puerta de la habitación con la llave magnética. La tensión
sexual en mi coño es evidente. Ya dentro, empujo a Leo hacia la cama con
un poco de brusquedad. Ni siquiera tengo que encender la luz del techo
porque me sé de memoria la configuración de los muebles y dónde está la
cama. Con la de la entrada, es más que suficiente. Así ahorro en costes.
Entre la penumbra, cae sobre el colchón y se apoya sobre los codos.
Una sonrisa juguetona se dibuja en su guapa cara. Se lleva una mano al
paquete y se lo acomoda. ¿Le molesta la erección o es una especie de señal
de bienvenida?
Me subo a horcajadas sobre él. Nuestras miradas se encuentran. El
deseo arde en sus ojos como llamaradas. Sin pensarlo dos veces, me lanzo a
besarle. Mis labios devoran los suyos con avidez. Nuestras lenguas vuelven
a saborearse.
Leo desliza sus manos bajo mi falda. Sus dedos acarician los muslos y
suben rápidamente. Con un movimiento de maestro, me quita las bragas y
las arroja al suelo.
—Qué ganas de follarte —dice jadeando.
—¿Ah, sí?
—Sí… —consigue decir.
Sus manos vuelven a explorar mis muslos, solo que esta vez terminan
en mi culo. Me estremezco al sentir doblemente su intenso calor en la piel.
—Bájame el pantalón —me ordena.
Le desabrocho los botones lo más ágil que puedo. Sus bóxer de primera
marca asoman. Enseguida se los bajo y su polla se libera. Al ver su
majestuosa longitud me quedo boquiabierta y después me pellizco el labio
inferior.
—¿Te gusta lo que ves? —pregunta con voz grave.
—Sí...
—Pues es todo tuyo —dice con soberbia.
Me meto ese espectacular falo dentro de mí, hasta lo más hondo. Cierro
los ojos y empiezo a cabalgar entre jadeos, con sus manos dirigiendo el
ritmo. Más y más fuerza. Me siento bien, en el cielo y mi cuerpo es una
llama viva.
Después de un delicioso rato así, me tumba bocarriba y se echa sobre mí
como un tigre de bengala, poderoso y fiero. No se ha quitado los pantalones
del todo porque no hay tiempo, nos consumimos rápidamente. Roza el
clítoris y disfruto de una ola de intenso placer.
Con las piernas, presiono su espalda para que me penetre con más
intensidad. Me embiste con ese vigor suyo tan masculino y maravilloso.
Una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez. Voy sintiendo que me
deshago en mil pedazos, y cada uno en otros mil.
Leo me lleva a un orgasmo lento y estremecedor. En sus últimos
empujones siento una humedad conocida que se derrama en mí.
Después, se retira e intenta recupera el fuelle, y yo también, claro. El
corazón sigue latiendo a toda máquina, mientras a mi voz interior le apetece
charlar. Te acabas de follar a uno. Y eso que lo acabas de conocer. Menudo
ejemplar. Bien por ti, Nati. Pero ahora, ya sabes, toca sentirse pelín
culpable.
Me bajo de la cama en silencio.
—¿Ya te vas? —pregunta Leo.
—Sí —respondo voz baja.
Busco las bragas y las encuentro. Me da no sé qué ponérmelas, así que
las estrujo en la mano. Leo me mira con aire de echarme otro si me quedo
un segundo más en la habitación.
—Me tengo que marchar.
—¿Seguro? Una pena, la verdad. Ahora que empezábamos a
conocernos…
No puedo evitar sentirme un poco avergonzada. Este se pensará que lo
hago con cualquiera que se presente. En fin, ese no es mi problema. Sin
decir nada más, salgo del dormitorio y me voy a mi cuarto a ducharme. Sí,
una buena ducha es lo que necesito. Mañana se irá y no lo volveré a ver.
Será lo mejor que me pueda pasar.
Capítulo 8

LEO

Al quedarme solo en la habitación, me doy cuenta de lo que ha pasado con


Natalia. Brutal y único. Joder, qué momento más irrepetible. Puro fuego y
pasión entre dos personas que cruzan sus caminos. ¿Cómo iba a saber que
la noche iba a acabar así, tan bien?
Me recuesto en la cama, dejando que los recuerdos del polvo inesperado
que acabo de echar vuelvan a mí. La conexión que he sentido con ella fue
algo fuera de este mundo. La electricidad que recorrió mi cuerpo cuando
nuestras miradas se cruzaron, la erección tan rápida y dura.
¿Cómo es posible que una mujer que apenas conozco haya logrado
desarmar todas mis defensas en cuestión de minutos? Yo, Leonardo Barone,
el implacable mafioso, me siento hechizado por una mujer.
¿Qué estará pensando ella ahora? Seguro que en mí y en lo que le hecho
sentir como mujer.
Me levanto, sintiendo la necesidad de una ducha. Ahora por primera vez
reparo en la habitación y paseo la mirada. Sencilla, muy alejada del lujo al
que estoy acostumbrado. Tiene lo imprescindible, mesita, silla, espejo,
incluso una tele aunque de solo 32 pulgadas.
De repente, me acuerdo de Gabriela y decido llamarla.
—¿Leo? —su voz suena bien, no asustada.
—¿Estás bien?
—Sí, pero tuve que decirles tu nombre a los hombres de mi marido. Lo
siento, no tuve otra opción.
Eso podría complicarlo todo. Siento un nudo en el estómago.
—¿Dónde está él ahora?
—De viaje. Cuando vuelva, hablaré con él. Trataré de calmarlo.
—De acuerdo. Si necesitas algo, llámame.
—Cuídate, no sé qué podrán hacerte si te pillan —dice porque ella sigue
sin saber que también soy un mafioso.
—Tranquila, sé cuidar de mí mismo.
Cuelgo la llamada. Mierda, las cosas se complican. Cojo el móvil y
llamo a Pietro. El tono suena varias veces antes de que responda.
—¿Leo? ¿Dónde estás? Se supone que tenías que estar en casa.
—No voy a dormir allí esta noche. Me surgió algo y estoy en un hotel
rural cerca de Sotogrande.
—¿Algo? ¿Qué has estado haciendo durante el día?
Pienso en Natalia, en sus pechos, su coño y sus inmensos ojos azules.
Pero antes en Gabriela y el lío que se ha montado en el hotel.
—Pietro, hay algo que tienes que saber —digo midiendo mis palabras
—. La mafia colombiana podría estar buscándome y no precisamente para
bailar reguetón.
—Déjate de bromas, ¿qué has hecho esta vez, Leo? —pregunta irritado.
—Nada grave, solo que estuve con la esposa de un narco y él se enteró.
Tuve que salir corriendo del hotel y ahora estoy aquí, en un lugar llamado
El Cortijo.
—¿Estás loco? ¿Cómo se te ocurre follarte a la mujer de un mafioso? —
dice Pietro.
—¡No lo sabía! Me dijo que su marido era banquero.
Mi hermano deja escapar un largo suspiro.
—¿Cómo se llama?
—Gabriela Montoya.
—Veré que puedo averiguar —dice y añade—. ¿Estás seguro en ese
hotel?
—Sí, tranquilo. Está perdido en la montaña, así que no creo que me
encuentren aquí. De todas formas, mañana volveré a casa.
—Espera, necesito unas horas para averiguar más sobre esta situación.
No quiero que te arriesgues.
Resoplo.
—Está bien, espero tu llamada.
—No hagas nada imprudente en ese rato, cabrón.
En el baño, al abrir el grifo de la ducha, descubro que el agua caliente
no sale. Joder. Me va a costar dormir si no me quito de encima este sudor y
olor a sexo. Tengo que hablar con Natalia.
Enrollado con una toalla, salgo al pasillo. Al llegar a recepción,
compruebo que está vacía. Chasqueo la boca, frustrado. ¿Habrá alguna
manera de contactarla? Quizá un botón o algo.
Busco dentro del mostrador pero nada. Me fijo en el portátil. Parece que
está consultando préstamos por internet. ¿Problemas de liquidez?
En una ventana del navegador, aparece una plataforma de reservas para
hoteles rurales. Veo la ficha de su hotel. Hay unas cuantas reseñas de una
sola estrella, negativas. Me pica la curiosidad. Antes de leerlas, miro hacia
el pasillo por si viene alguien y me pilla con las manos en la masa.
Las quejas van desde el mal servicio hasta problemas con la calefacción
y el agua caliente. Joder, qué duras son. Lo siento por ella. Pero pintan una
imagen clara de la situación precaria del hotel.
¿Le afectarán mucho esas críticas? Me acuerdo ahora de la tristeza que
percibí en sus ojos cuando la conocí.
Vuelvo a mi habitación, frustrado por no haber podido hablar con
Natalia. Me siento en la cama, pensando en todo lo que he descubierto. El
hotel está en problemas y ella parece estar luchando por mantenerlo a flote.
Suena mi móvil. Pietro otra vez.
—¿Qué pasa ahora? —pregunto.
—Tengo noticias sobre el marido de Gabriela. Se llama Alejandro
Montoya y es un pez gordo en el cartel de Medellín.
—Joder.
—Exacto. Leo, esto es serio. Tienen contactos por toda España. No
puedes volver a casa todavía.
Me paso la mano por la cara, preocupado.
—¿Cuánto tiempo tengo que quedarme aquí?
—Unos días como mínimo. Hasta que sepamos más y podamos
negociar.
—¿Negociar?
—Es eso o que te maten, hermanito.
La situación es una mierda, pero al menos estoy en un lugar seguro y
tranquilo. Y con Natalia…
Capítulo 9

NATALIA

Al día siguiente, me despierto temprano, a eso de las siete con el


despertador de mi móvil. La oscuridad aún envuelve El Cortijo. Me arrastro
fuera de la cama en dirección al baño, donde me ducho con agua tibia,
apenas logrando sacudirme el sueño de encima.
Ya vestida y arreglada, salgo al exterior para asegurarme de que todo
esté en orden. Camino alrededor del hotel, escuchando el murmullo del
rocío.
En la ventana de la habitación de Leo, la cortina está echada. El
impresionante italiano aún duerme. ¿En qué sueñan los bellos y ricos
italianos?
Finalizada la inspección de la mañana, voy dentro y empiezo a limpiar y
el comedor. Tengo tiempo, el desayuno se sirve a partir de las nueve. La
idea de tener que hablar con Leo me inquieta un poco, la verdad. Intento
concentrarme en la faena, pero el intenso recuerdo de sus besos y su cuerpo
de modelo de Gucci me distraen. En mi mente, me monto una versión de la
peli «Cincuenta sombras de Grey».
De repente, mi móvil vibra en el bolsillo del delantal. Una videollamada
de Lorena, mi mejor amiga. Si es que las amistades que se crean en los
colegios son las mejores. Me limpio las manos y acepto la llamada.
—¡Hola, Lore! —sonrío al verla en la pantalla.
—¡Hola, Nati! ¿Qué tal?
—He tenido días mejores —admito, intentando mantener la sonrisa.
—¿Qué pasa? ¿Cómo va el hotel?
—No muy bien —Me siento en una de las mesas—. Las cosas pintan
mal. Necesito dinero para reparaciones y mejoras, pero el banco no me ha
aprobado el préstamo.
Lorena frunce el ceño, preocupada.
—Lo siento mucho. ¿Hay algo que pueda hacer para ayudar?
—¿Quieres invertir en un hotel rural?
—Ojalá mi sueldo de profesora de español me lo permitiese.
Siempre he admirado a mi amiga por tener la valentía de dejarlo todo y
lanzar a la aventura de irse al extranjero. Sí, Lore tiene un par de ovarios.
—¿Cómo va todo por Londres?
—Bueno, sigue igual —empieza—. El colegio está lleno de
adolescentes que no tienen ni idea de cómo comportarse. Ayer mismo, uno
de mis alumnos se quedó dormido en medio de una lección sobre el
subjuntivo. ¿Te imaginas?
No puedo evitar reírme.
—Pobre chico, seguramente no duerme bien —digo con ironía.
—Sí, claro —responde—. Seguro que fue eso y no quedarse jugando a
la consola hasta las tres de la mañana.
—¿Sigues en pie de guerra con la comida inglesa?
—¡Ay, Natalia, no lo recuerdes! —responde suspirando—. El otro día
me atreví a probar un trozo de carne en la cafetería del colegio. ¡Parecía un
trozo de cartón relleno de algo que no pude identificar! Echo tanto de
menos la comida española, las croquetas de mi madre, la paella...
—Quizás deberías abrir un restaurante español allí. Te forrarías.
—Sí, claro, porque tengo tanto tiempo libre —se ríe—. Aunque te digo
una cosa, he encontrado un mercado que vende productos españoles. El otro
día compré jamón ibérico y queso manchego. No es lo mismo que estar en
casa, pero ayuda.
Me alegra saber que tiene un pedacito de España con ella.
—Y, bueno, ¿qué tal de amores? —le pregunto, sabiendo que siempre
tiene alguna historia interesante.
—Pues... —Lorena se ruboriza ligeramente—. Fui a una cita con un
chico de Bristol. Se llama Tom. Es guapo, pero... un poco raro.
—¿Raro cómo?
—Bueno, primero, tiene una obsesión con el té. Me hizo probar como
cinco tipos diferentes en una sola tarde. Luego, empezó a hablarme de su
colección de monedas antiguas. No sé, parecía más interesado en el té y las
monedas que en mí.
—¡Qué personaje! —me río, imaginando la escena—. ¿Vas a volver a
verlo?
—No creo, pero fue una experiencia interesante.
Después de una media hora más hablando de lo humano y lo divino, nos
despedimos hasta la próxima. Qué pena tenerla tan lejos, aunque gracias a
la tecnología la siento cerca.
Mierda, se me ha hecho tarde. El comedor sigue a medio limpiar y el
tiempo avanza sin piedad.
Se me ha olvidado hablarle del polvo de la otra noche. Bueno, tal vez
sea mejor así. No sé qué pensaría mi querida amiga si le contara que he
tenido sexo desenfrenado con un huésped del hotel. Se quedaría blanca,
aunque ella no es una monja que digamos. Otra zorra como yo.
Voy hacia la cocina para preparar el bufé cuando me detengo de pronto.
Oigo unos ruidos.
Pom, pom, pom.
¿Qué es eso? ¿No se estará viniendo abajo el hotel, verdad?
Vuelvo a escuchar el estruendo. Pom. Pom, Y pom.
El sonido es rítmico, como si alguien estuviera martilleando algo. ¿Será
alguno de los huéspedes? Abandono la cocina, y camino por el pasillo
desesperada tratando de localizar el origen del ruido.
Al acercarme a la habitación de Leo, oigo otro pom. ¿Es Leo? ¿Qué
estará haciendo?
Como la puerta está entreabierta, entro sin llamar. En el baño, me
encuentro a Leo cambiando el grifo de la ducha. Lleva solo una camiseta
blanca de tirantes, dejando al descubierto sus brazos musculosos y su piel
bronceada. Parece salido de un sueño erótico.
—¿Qué estás haciendo? —le pregunto con los ojos como platos.
—Por el grifo no salía agua y pensé que podría arreglarlo —responde
sin dejar de usar una herramienta de la que no sé el nombre.
Me quedo en la puerta, inmóvil. La camiseta se le pega al cuerpo,
acentuando cada músculo. Anoche fue todo tan rápido que no pude estudiar
a conciencia su cuerpazo.
Trato de no sentir un pálpito entre los muslos, pero es difícil, misión
imposible. Leo parece concentrado en su tarea, pero puedo notar una leve
sonrisa de listillo en sus labios. Dios, sabe que es atractivo y el efecto que
causa. Maldito. Está para una foto de un calendario de bomberos.
—No tienes que hacer eso —digo finalmente—. Podría llamar a un
fontanero.
—Tranquila, me gusta hacer este tipo de cosas —responde mientras
hace fuerza y veo una bonita vena surcando su piel—. Encontré la caja de
herramientas en el sótano. Por cierto, tenía una cantidad de polvo que no
veas.
Asiento con la cabeza, aunque en mi mente cuaja una idea.
—¿Sabes también de calderas, Leo?
Capítulo 10

LEO

Trabajar como fontanero no es como tenía pensado empezar la mañana,


pero no soporto quedarme de brazos cruzados. ¿Qué se puede hacer en la
montaña? No soy de esos a los que les mola dar un paseo y ver ovejas. Lo
campestre no me va.
Si mi hermano no me hubiera pedido que me quedara aquí, ya estaría en
casa disfrutando de la comodidad y el lujo. Ahora toca matar el tiempo
desenroscando tornillos, ajustando tuercas y conectando latiguillos.
Si me vieran mis hermanos... Los cabrones se cachondearían de mí.
Natalia me mira babeando como si fuera un experto en fontanería. En
realidad, he visto un par de vídeos en YouTube que han sido la guía
perfecta. Eso será un secreto que me llevaré a la tumba.
—A ver si ahora funciona —le digo abriendo el grifo.
Ella está apoyada en el marco de la puerta, con los brazos cruzados y
esos ojazos azules. Me gusta ese aire indolente que la envuelve. Anoche
cuando la conocí me pareció un bellezón de mujer y ahora lo sigue siendo.
Hay mujeres a las que no le sientan bien las mañanas, pero ella está
tremenda. Qué ganas de darle otra vez.
Viste una blusa blanca un poco desabotonada por arriba, dejando ver
una parte de su piel, aunque no lo suficiente para disfrutar de las vistas a su
escote. Los vaqueros le quedan ajustados al contorno de sus piernas. Esas
piernas que anoche acaricié con ansia.
De uno de los bolsillos cuelga un trapo. Estaría con labores de
mantenimiento. Para una persona sola este hotel debe de ser un trabajo
continuo.
Después de oírse un ruido de cañerías, el agua sale en un flujo constante
y la miro sonriendo. Ella asiente con la cabeza, admirando mi hazaña.
—Está fría —le digo metiendo la mano bajo el grifo.
—Pues si quieres echarle un vistazo a la caldera, por mí encantada.
—Vas a tener que contratarme.
—Me encantaría, pero no podría pagar tu sueldo.
—Podrías invitarme a cenar.
—Vamos a empezar por unas cañas, ¿vale?
Sonrío. No deja de ser irónico que primero follemos y ahora quedemos
para tomar unas cañas. El mundo al revés.
—Eso, y después nos pedimos los teléfonos —digo.
—Ya veo que lo vas captando… —dice haciéndose la interesante—.
Ven, ahora quiero presentarte a la caldera.
Bajamos por una escalera estrechas y empinadas hacia el sótano. Natalia
va delante y no puedo evitar fijarme en la manera en que se mueven sus
caderas. Qué cadencia más sexy. ¿Y si la achucho contra la pared y se la
meto por detrás? Joder, estás enfermo, tío.
—Este hotel tiene historia —empieza a decir—. Mis padres lo
compraron como una casa para ellos al inicio de los 2000. Al principio solo
era una vivienda, pero poco a poco fueron añadiendo habitaciones y
servicios.
La escucho atento. Llevo la caja de herramientas en la mano, y me doy
cuenta de que sigo con la camiseta de tirantes.
—Eran otros tiempos —continúa Natalia con un tono nostálgico—.
Tenían más empleados, más ayuda. Mis padres se entregaron a este
proyecto con alma y vida.
—¿Y qué pasó? —pregunto curioso.
—Murieron de COVID —responde—. De repente, me encontré con
todo esto sobre mis hombros. Fue un golpe duro. Aún lo es.
Llegamos al sótano. Natalia se acerca a la caldera
—Y aquí estamos —dice, intentando sonar optimista—. Haciendo lo
que podemos con lo que tenemos.
Asiento, admirando su determinación. Mientras me agacho para revisar
la caldera, me doy cuenta de que esta mujer es mucho más fuerte de lo que
aparenta.
—Leo, te presento a la caldera. Caldera, te presento a Leo.
—Encantado —digo inclinando la cabeza.
—¿Te atreves? —pregunta mirándome, y por un instante pienso que me
está desafiando a que la bese.
Sacudo la cabeza, quitándome esa tentación tan alucinante.
—Hace poco tuvimos un problema con la caldera en mi casa. Fue un fin
de semana, y llamamos a un técnico de urgencia. Recuerdo que ajustó algo
parecido a esto —digo buscando la válvula de llenado de agua—. Creo que
esta es la llave que necesito.
—¿De verdad? —pregunta.
A un milímetro de mí, se recoge el pelo y se lo acomoda detrás de la
oreja. Un gesto sencillo, inocente pero cargado de una sensualidad brutal.
—Sí —respondo girando la válvula con cuidado.
El agua comienza a entrar al sistema. Miro el panel de control,
buscando el botón de reinicio.
—¿Y qué más hizo el técnico? —pregunta Natalia intrigada.
—Presionó un botón por aquí —digo localizando el botón de reinicio—.
Este debería ser el que necesitamos.
Presiono el botón y esperamos unos momentos en silencio.
Intercambiamos una mirada que me permite fijarme en los puntitos
azules de su iris. Más que mirarla, admiro su belleza y tengo que frenar otra
vez el impulso de besarla. Ella baja la cabeza e intuyo que algo piensa sobre
mí.
De repente, el ronroneo del motor de la caldera comienza a funcionar de
nuevo.
—¡Funciona! —exclama Natalia.
Antes de darme cuenta, me abraza de manera espontánea. Su calidez y
entusiasmo son contagiosos. Por un instante, olvido completamente la razón
por la que estoy aquí, las complicaciones con Gabriela y Montoya. Por un
momento, mi vida es normal.
—Eres un genio, Leo —dice aún abrazándome.
Noto la erección haciéndose cada vez más grande. De un momento a
otro, ella lo notará.
—Lo sé, por eso mis padres me pusieron Leonardo, como Da Vinci.
En realidad, es una mentirijilla. Mi madre me puso Leonardo porque lo
soñó. Mi nombre y el de mis hermanos, todos de una vez en el mismo
sueño, en la víspera de su noche de bodas. Sí, eso fue lo que nos contó.
—Ahora me voy a dar una ducha decente —digo sonriendo—. Podemos
comprobar la temperatura del agua juntos.
—Tengo cosas que hacer —dice apartándose y dándome unas
palmaditas en la espalda.
Sonrío mientras pienso que no me importaría estar otro día más. Esto
está siendo divertido.
Capítulo 11

NATALIA

En la recepción, me pongo a ordenar el mostrador. Al menos eso es lo que


creo estar haciendo. A los pocos segundos me doy cuenta de que estoy
dejando todo en el mismo sitio. No, no estoy en mí. Cuesta concentrarme.
Maldito italiano.
La presencia de Leo ha despertado algo en mí que no había sentido en
mucho tiempo. Esos brazos musculosos, esa sonrisa de medio lado, esa
manera de hablar tan segura... Dios, tengo que centrarme. Natalia, es un
huésped. Pues bien que te lo tiraste anoche. No seas cínica.
Me sacudo esos pensamientos y comienzo a revisar la app de reservas
en el portátil. Necesito concentrarme. Leo parece un seductor nato, alguien
que sabe exactamente cómo jugar con las emociones. Y yo no quiero líos
amorosos ahora. No, no me conviene un hombre como él. Tiene dinero, es
arrogante y ha vivido experiencias que no puedo ni imaginar. No es tu tipo
de hombre, Natalia.
Respiro profundamente y por enésima vez trato de centrarme en mis
tareas.
Recuerdo a mi último novio, Luis. Alguien del pueblo, un chico serio y
formal que trabajaba en el pequeño supermercado local. Con él perdí la
virginidad.
Nuestra relación comenzó de manera simple y natural. Nos conocimos
en una de esas tardes en las que el sol calienta las calles empedradas, y la
gente se toma un respiro bajo la sombra de los árboles.
Luis siempre estaba ahí, con su uniforme de trabajo y una sonrisa tímida
que poco a poco me fue conquistando.
Nuestras citas consistían en paseos por el campo y cenas en el único
restaurante decente. Luis me hacía reír con sus historias del supermercado,
desde los clientes más extravagantes hasta las bromas con sus compañeros.
Me sentía cómoda y segura con él, algo que realmente necesitaba después
de todo lo que había pasado en mi vida.
Pero, con el tiempo, comenzaron a surgir diferencias. Luis tenía una
visión más tradicional de la vida. Él quería casarse, formar una familia y
que yo me quedara en casa. No podía juzgarlo mal por eso, era lo que
muchos en el pueblo consideraban una vida ideal. Pero, para mí, esa idea
era rancia.
Fue difícil, porque en el fondo sabía que Luis me quería de verdad. Pero
también sabía que no podía conformarme con esa vida. No después de todo
lo que habían sacrificado mis padres para darme la oportunidad de ser libre.
Así que, con el corazón roto, decidí terminar la relación. A veces me
pregunto si tomé la decisión correcta.
Por fin logro ordenar unos papeles cuando escucho el ruido de maletas
rodando por el pasillo. Levanto la vista y veo al matrimonio, los únicos
huéspedes además de Leo, acercándose. El hombre, alto y calvo, aparca su
maleta delante del mostrador. La mujer, detrás de él, parece incómoda.
—Buenos días —saludo con amabilidad.
—De buenos días, nada —responde el hombre—. Este hotel es un
desastre. Nos vamos ya y quiero que nos hagas el check out.
—Lo siento mucho por cualquier inconveniente que hayan tenido —
digo intento mantener la calma—. Puedo ofrecerles un descuento en la
factura.
—¿Descuento? —El hombre se ríe—. No pienso pagar ni un euro. Y si
tengo que pagar algo, te aseguro que voy a dejar una reseña muy mala en
todas partes.
Siento un nudo en la garganta. La situación del hotel no puede soportar
más críticas negativas, pero hay límites que no se pueden tolerar.
—Lleva aquí tres noches con el consecuente gasto —digo seria—. Un
descuento del veinte por cien es lo máximo a lo que puedo llegar.
—Lo quiero gratis o me ensañaré en la crítica, y no vendrá nadie. Fíjate,
el hotel está vacío. Será por algo, ¿no?
Abro la boca para intentar negociar, pero en ese momento aparece Leo,
caminando hacia nosotros. Tiene el pelo húmedo y vestido con la camisa
que llevaba anoche. El aire se llena de ese olor tan agradable a recién
duchado. Por su expresión cabreada, creo que ha escuchado la conversación
desde el pasillo.
—¿Hay algún problema? —pregunta mirándome.
—No es asunto tuyo —dice el hombre con desdén.
—Todo está bien —digo intentando apaciguar los ánimos.
—Así que todo está bien —dice con un tono que no presagia nada
bueno.
—Espere su turno, ahora estoy hablando con ella.
Leo lo agarra por la ropa y lo empuja contra el mostrador. El hombre
tiene cara de susto. No puedo decir que lo lamente.
—¡Oiga! ¿Qué hace? —Se queja la mujer.
Leo se gira hacia ella y la fulmina con la mirada. La mujer da un paso
atrás, atemorizada. Dios, cómo impone el italiano.
—Escúchame bien —dice Leo al hombre con su cara a escasos
centímetros—. Vas a pagar la factura completa, y te vas a ir de aquí sin
dejar ninguna reseña negativa. Jamás. ¿Entendido?
El hombre, asustado, dice que sí con la cabeza rápidamente. Leo se
aparta y hace un gesto con la mano hacia el mostrador. Saco el datáfono e
informo del importe de la cuenta.
Con manos temblorosas, el hombre abre su cartera y paga la cuenta sin
rechistar. Su esposa, pálida, no dice ni mu.
—Muchas gracias —les digo con una sonrisa forzada.
—De nada —dice con un hilo de voz.
Después cogen sus maletas y se marchan en silencio a toda prisa. Ahí se
van mis últimos clientes, bueno, los penúltimos.
—¡No hacía falta hacer eso! —le digo a Leo con el corazón aún
acelerado.
—Sí, hacía falta —responde como si nada, encogiéndose de hombros—.
Hay gente que solo entiende ese lenguaje, el de la amenaza. Créeme, lo sé
muy bien.
—Pero es mi hotel, mi casa. Aquí las reglas las pongo yo, ¿vale?
Leo se queda callado, apretando las mandíbulas con las manos en la
cintura.
—¿Vale? —insisto.
—Vale —concede a regañadientes—. Voy afuera, que ha venido el
técnico del cargador del coche.
Me quedo mirándolo mientras se marcha sin saber qué decir. La mezcla
de gratitud e indignación se agolpa en mi mente mientras intento procesar
lo que acaba de suceder. ¿Es Leo peligroso?
Capítulo 12

LEO

En la habitación, decido llamar a Salvatore. Deben de saber más sobre


Montoya. Espero impaciente mientras suenan los tonos.
—Bien, escucha —dice mi primo al descolgar—. Hemos contactado
hace una hora con Pierre, el mediador. Montoya está dispuesto a negociar
para no entrar en una guerra. Solo necesitamos saber sus pretensiones. La
reunión será esta noche. Hasta entonces, mantente oculto en el hotel.
Respiro hondo. Las horas pasan lentas aquí en la montaña. Pero tienen
razón, incluso ahora un viaje en coche a casa podría ser peligroso, con
coches apostados en el cruce de Benahavís para seguirme y después
matarme. Lo más sensato es aguantar un poco más aquí.
No te engañes, Leo. Natalia es una buena razón para estar en el hotel.
Sabes que te gustan mucho las mujeres, muchísimo. Y esta la tienes a
huevo. Sonrío al recordar cómo se ha cabreado conmigo en la recepción.
Qué carácter español. Eso me pone.
—Entendido. ¿Algo más que deba saber?
—Recuerda que Montoya puede estar al acecho.
—Estaré quietecito, seré bueno. No preocuparos.
Cuelgo y me dejo caer sobre la cama. La negociación con Montoya no
será barata, y me inquieta lo que costará a la familia. Pero solo me queda
esperar.
Gabriela.
¿Cómo estará? ¿Cuál habrá sido la reacción de Montoya?
La llamo.
—Leo, ahora no puedo hablar —susurra.
—Solo dime cómo estás.
Silencio al otro lado de la línea. Puedo imaginarla mordiéndose el labio,
preocupada.
—¿Gabriela?
—Montoya me ha dicho que vuelvo a Colombia, que no me quiere aquí.
—Joder, vaya putada.
—Me gusta vivir acá, en España, pero él manda. Si me envía a Bogotá,
ni modo. Allí tengo la familia por lo menos.
Teniendo en cuenta lo que ha pasado, la reacción de Montoya no es
mala. Lo que no sé es si le harán algo en su país. Gabriela tendría que
haberme dicho la verdad desde el principio, que estaba casada con un narco.
No, no hubiera permitido ponerla en riesgo tanto tiempo. Quizá un polvo
único y nada más.
—Tengo que marcharme, Leo —dice con apremio.
—Vale, cuídate.
—Tú también.
Cuelgo. Consulto la hora en mi reloj. Aún queda un rato para salir con
Natalia a tomar unas cañas al pueblo. Iremos en mi coche porque ahora ya
se está cargando la batería sin problema. Por suerte, el técnico lo pudo
arreglar al momento.
Enciendo la tele y hago zaping para pasar el rato. Ahora mismo estamos
Natalia y yo, los dos solos, en el hotel. Voy a tener que sacar el armamento
pesado para convencerla de pasar la noche juntos en la cama.
Horas después, conduzco el Jaguar hacia el pueblo con Natalia a mi
lado. El atardecer baña el paisaje con tonos dorados. Ella parece más
relajada, su sonrisa ilumina su cara. Aparco en el centro, y bajamos del
coche. Las calles están desiertas, el ambiente tranquilo.
—¿Dónde quieres ir? —pregunto.
—Hay un bar con unas vistas preciosas al valle. Te va a encantar.
Al caminar juntos, no puedo evitar fijarme en cómo la brisa juega con
su cabello. Deja descubierto el cuello y siento ganas de mordisquearlo.
Llegamos al bar y encontramos una mesa en la terraza, justo donde se
puede ver todo el valle en su esplendor. Pedimos unas cañas al camarero
que, por supuesto, conoce a Natalia. Echo una ojeada discreta a mi
alrededor en busca de una posible amenaza.
—Leo, quería preguntarte algo —dice Natalia.
—Dime.
—He estado pensando... Mencionaste que querías comprar una villa por
aquí. ¿Te has planteado invertir en el hotel?
Me lo pienso por un momento observando el paisaje. Sería una buena
manera de lavar dinero de la familia. Podría funcionar, pero claro, habría
que apartar a Natalia de la contabilidad.
—Podría pensarlo, ¿cuánto dinero necesitas exactamente?
Me mira, su mirada cargada de esperanza.
—No sé la cifra exacta todavía, pero sería lo suficiente para mantener el
hotel en pie.
Antes de que pueda responder, noto que entran dos hombres con aspecto
rudo. Se mueven con una seguridad que no me pasa desapercibida. Miro de
refilón y veo que uno de ellos me observa fugazmente. Mi cuerpo se pone
en tensión al momento. ¿Serán los hombres de Montoya?
Natalia sigue hablando ajena a la situación. Intento relajarme, pero no
puedo dejar de vigilar a los hombres. Se sientan y piden unas bebidas al
camarero. Estudio las facciones de su cara. No son los del hotel de
Sotogrande, pero pueden ser otros de la organización.
Palpo la empuñadura de la pistola que guardo bajo la camisa.
—Leo, ¿estás bien? —pregunta Natalia, notando mi distracción.
—Sí, claro. Solo estaba pensando en lo que me has dicho.
—Haré unos cálculos y te daré una cifra.
—Me parece bien.
Natalia sigue hablando sobre la inversión en el hotel. Sin embargo, no
puedo concentrarme en todo lo que dice. Mi atención está fija en esos dos.
Siguen sentados a unas mesas de distancia, demasiado lejos para escuchar
lo que dicen, aunque sus miradas y lenguaje corporal despiertan cada vez
más mis sospechas.
Uno de ellos se masajea el cuello mientras el otro mira alrededor,
aparentemente casual. Cada gesto, cada pequeña acción, parece calculada y
eso me inquieta. Miro a Natalia a mi lado y sé que no puedo permitirme
ponerla en peligro.
—¿Leo, estás seguro de que estás bien? —Natalia frunce el ceño,
preocupada.
—Perdona, pero no me encuentro bien. Mejor volvemos al hotel.
—¿Qué te pasa? —pregunta alarmada.
Siento su mano rozar mi brazo. Su contacto me tranquiliza un poco,
pero no lo suficiente. Tenemos que ir a un lugar seguro.
—Me siento mareado, vámonos ya.
Mantenemos una conversación superficial sobre el atardecer y el bar
mientras volvemos hasta el Jaguar. Me giro hacia atrás, no hay nadie.
Seguro que es una falsa alarma, pero para qué arriesgarse.
De camino al hotel, sigo atento por el espejo retrovisor, buscando
cualquier indicio de que nos estén siguiendo. Al llegar al hotel, nos bajamos
del coche y vuelvo a estudiar el entorno.
Entramos por el comedor. Todo parece en calma.
Leo, estás paranoico.
—¿Estás mejor? —me pregunta poniendo una mano sobre mi brazo.
—Sí, gracias —respondo sonriendo.
—Voy por unos refrescos a la cocina —dice y se levanta.
—Vale.
Cuando ella desaparece, de repente, escucho un crac en el lado
contrario.
¿Qué es eso?
Busco con la mirada hasta que descubro algo que me deja helado. Una
de las ventanas está rota, pero eso no es lo extraño. Lo extraño es que hay
un agujero con forma de bala. Alguien acaba de disparar.
Capítulo 13

LEO

Se me pasan un montón de cosas por la cabeza.


La primera es, como es lógico, tirarme al suelo enseguida.
La segunda, tenía razón sobre esos tipos sospechosos en el bar. Joder,
debería haber hecho caso de mi instinto y pegarles unos tiros ahí mismo.
La tercera, ¿cómo me han encontrado los colombianos? Son muy
buenos rastreando. Los cabrones me han estado vigilando para encontrar el
momento adecuado.
Vale, ya estoy en el suelo. Quedo escondido entre las mesas y las sillas.
Al segundo, tengo la mano agarrando la empuñadura de la pistola. ¿Cuántos
sicarios serán?
Oigo más ruido de cristales rotos. Dos, quizá tres ventanas. Tiran a dar
los hijos de puta. Balas que entrarán a cargarse todo lo que encuentren.
Natalia.
—¡Natalia! —grito a pleno pulmón.
Sin respuesta. Siento una punzada de angustia. Como le haya dado una
bala, no me lo perdonaré.
Un tipo con la cabeza rapada entra en el comedor con la pistola en la
mano. Camina paso a paso y mira desconfiado hacia todas partes. Viste una
chupa de cuero, lleva guantes para no dejar huellas y unos feos pantalones
cortos.
No estoy seguro de si es uno de los antes en el pueblo. Ahora no tengo
tiempo para recordarlo con precisión. Además, qué más da. Todos quieren
lo mismo. Que el bueno de Leo pase a mejor vida.
Pero no ha llegado mi momento. Quiero casarme, tener hijos… Un
momento, ¿qué acabo de decir? ¿Casarme, yo? ¿Hijos, yo?
Agachado entre las mesas, le disparo a una distancia de unos diez
metros. No le doy. La bala acaba incrustada entre la pared. Joder, tengo peor
puntería que Pietro, que ya es decir.
El tipo me dispara y me da justo en la pistola, que acaba en el suelo. Por
un pelo. Se acerca hacia mí con unos ojos de asesino total. ¿Qué hago? De
una patada, le tiro una de las sillas con todas mis fuerzas. Le impacta en las
rodillas y se trastabilla.
Sin tiempo para pensar, me abalanzo sobre él. Mis manos se aferran a su
cuello mientras caemos rodando con gran estruendo entre mesas y sillas. Su
pistola vuela lejos, deslizándose por el suelo de madera hasta chocar contra
una pared. Bien, ya no puede disparar.
El tipo se revuelve como una bestia herida. Me da un codazo en las
costillas que me deja sin aire. Contraataco con un puñetazo a la mandíbula.
Escucho el crujido de sus huesos. Me golpea en el costado con la rodilla, y
suelto un bufido.
Estamos cerca de un cajón abierto. Alargo la mano y agarro un cuchillo.
El filo brilla. Intento clavárselo, pero el tipo me agarra de la muñeca.
Luchamos por el control del arma. Siento sus dedos clavándose en mi piel
como tornillos. Su fuerza es sorprendente.
De un empujón, me lanza contra una mesa. La cabeza me da vueltas. Se
lanza sobre mí pero consigo patearle en el estómago, empujándolo hacia
atrás.
Se golpea contra un aparador, y una lluvia de gruesos ceniceros de
cristal cae sobre su cabezota. Vaya, es cierto eso de que fumar perjudica la
salud.
La sangre brota de su frente, pero el cabrón sigue en pie.
El tipo se lanza de nuevo a por mí. Agarra un tenedor del suelo y lo
clava en mi brazo. Grito de dolor, pero enseguida le doy un puñetazo en la
nariz. Su sangre me salpica y cae hacia atrás, aturdido. Aprovecho para
quitarme el tenedor del brazo.
Nos levantamos, jadeando, mirándonos con odio. Sé que esto no ha
terminado. El próximo movimiento podría ser el último.
El tipo da un paso hacia mí y, sin querer, patea ligeramente mi pistola.
La maldita pistola que debería estar en mis manos. Me siento un imbécil
por haberla perdido.
Se agacha rápidamente a por ella. Intento esconderme, pero él es más
rápido. Levanta el arma y me apunta. Su sonrisa desquiciada me deja claro
que disfruta del momento.
No tengo escapatoria. Estoy vendido. No puedo creer que vaya a acabar
así, muerto en este puto hotel en medio de la nada.
Entonces, un golpe seco resuena en el comedor. El tipo se queda
paralizado por un instante, con los ojos abiertos de par en par. Luego, se
desploma como un saco de patatas. ¿Qué coño ha pasado?
Natalia tiene en la mano una sartén de acero inoxidable tan grande que
parece una raqueta de tenis. Tiembla ligeramente.
Su cara es de no saber lo que acaba de pasar. Deja caer la sartén al suelo
con un estruendo. Se queda inmóvil.
Me acerco al tipo, que está tumbado bocabajo. Está claro que ha perdido
el conocimiento.
—¡Tráeme algo que pueda usar como una cuerda! —le digo a Natalia.
—Pero ¿el qué?
—¡Búscalo, joder! ¡Rápido!
Natalia sale corriendo hacia la cocina. Aprovecho para examinar al
sicario. La piel de su cara es muy blanca para ser colombiano, pero no le
doy mayor importancia. No es momento para analizar su árbol genealógico.
Lo registro. En su chupa encuentro unas llaves, algunas monedas y un
móvil pequeño. No lleva identificación, lo que no me sorprende. Un sicario
no lleva documentos encima, solo la orden de asesinar.
Natalia vuelve con un delantal en las manos.
—¡No he encontrado otra cosa mejor! —dice alterada.
—Creo que servirá.
Ato las muñecas del sicario con el cinturón del delantal. No es lo ideal,
pero aguantará un rato. Después cojo las pistolas del suelo, les pongo el
seguro y me las guardo.
Ahora viene lo más complicado. Convencerla de que deje todo y se
venga conmigo. Le cojo de los hombros y la miro a sus bonitos ojos azules
y almendrados. Tengo que sacudir la cabeza. Su belleza me distrae. Joder,
en qué puto momento.
—Tenemos que marcharnos de aquí, ya —le digo.
—¿Qué? —me responde, con la voz temblorosa—. ¿Y la policía?
—Yo no puedo esperar a la policía, me detendrían —digo para que
entienda la gravedad de la situación—. Ese hombre quería matarme por un
ajuste de cuentas.
—Pero entonces…
—Sí, soy un mafioso. Nada de esto que ha pasado es tu culpa, por eso
voy a protegerte.
—Yo, espera, cómo…
Está aturdida. Normal.
—¿Vas a quedarte a que se despierte este? —digo refiriéndome al
sicario—. ¿Vas a esperar a que vengan más? ¿Eh?
Se queda callada.
—Yo me marcho, Natalia —digo con firmeza—. Cojo mis cosas y me
largo cagando leches.
Me voy alejando y antes de llegar a recepción oigo su voz.
—¡Espera, Leo!
Al girarme, la veo aproximándose con paso acelerado.
—¡Voy contigo! —dice balbuceando.
—Prepara tus cosas, solo lo esencial.
Capítulo 14

NATALIA

La maleta está abierta de par en par sobre mi cama. El corazón me late tan
fuerte que se me va a salir del pecho. Todavía estoy alucinando por lo que
acaba de pasar. Un hombre ha intentado matar a Leo, que además resulta
que es un mafioso y que dice que ha sido por un ajuste de cuentas. Y
encima, voy y le pago un sartenazo al otro.
¿Cómo? ¿Estoy soñando o simplemente drogada?
No, Natalia. Esto es real. Está pasando. Las mafias existen en la Costa
del Sol, lo dicen los periódicos, la televisión, las redes sociales... Hay
disparos y cada vez más los mafiosos salen con pistolas a la calle. Existe
preocupación, o debería decir, miedo.
¿Qué me lleve lo esencial ha dicho? ¿Qué es lo esencial para una mujer?
No creo que nadie tenga una respuesta clara. Para un hombre, sí, condones
y ya está. Venga, reacciona, déjate de tonterías. No hay tiempo que perder,
que te has quedado alelada.
Primero, meto unos vaqueros. Después, cojo un par de blusas, una
rebeca de lana y unos botines. Después, el cepillo de dientes, neceser y
compresas.
¿Qué más? Documentación, sí.
Cajón de la mesita de noche. Cojo el DNI y lo guardo en el bolso. Ah,
no puedo irme sin el anillo de estrellas. Casi se me olvida, increíble. Entre
la ropa interior, medio escondido, ahí está la cajita de terciopelo.
Esto sí es esencial. Lo único que conservo de mis padres biológicos.
Mis padres adoptivos dijeron que me lo entregó la directora del
orfanato, el día en que me marchaba a casa con ellos. No me acuerdo
físicamente cómo era ella, pero de lo que sí me acuerdo es de su agradable
perfume de rosas.
Gracias a lo que me contaron, puedo imaginar cómo fue el momento.
—Ven conmigo, Natalia —me diría la directora con voz agradable—.
Tengo algo importante que darte.
Mis nuevos padres me dan la mano, y caminamos por el pasillo hasta su
despacho. Siento un cosquilleo de nerviosismo en el estómago. ¿Qué será lo
que va a darme? ¿Un regalo?
—Cariño —comienza diciendo, sacando una cajita de terciopelo de su
escritorio—, esto lo tengo conmigo desde que llegaste. Como ahora te
marchas, quiero que lo guardes, te pertenece.
Se arrodilla frente a mí y la abre. El anillo de estrellas. Soy tan pequeña
que no entiendo lo que es, por eso miro a mis padres y ellos asienten.
—Era de tus padres Víctor y Lidia —dice—. ¿A qué es bonito?
Lo pone sobre las dos diminutas palmas de mi mano, y yo miro la joya
llena de curiosidad.
—Guárdalo, es lo único que queda de ellos, ¿vale?
—Vale —respondo.
Vuelvo al presente, con el anillo plateado aún en la mano. En el centro
tiene una estrella de ocho puntas en relieve. Alrededor hay pequeñas líneas
que parecen rayos de sol. A los lados, otras dos estrellas más acompañan a
la principal. Por eso lo llamo el anillo de estrellas.
Lo guardo en el bolso.
Recuerdo cuando mis padres adoptivos, José Luis y Vanesa, me
contaron lo que les había pasado a mis padres. Tenía unos seis años.
Me había pasado el día entero preguntándoles sobre mi pasado. ¿Por
qué había terminado en el orfanato? Siempre había intuido de que había
algo más, algo que no me habían contado.
Estábamos en la sala de estar de casa, sentados en el sofá. Mamá tenía
una expresión triste y papá estaba más serio de lo normal. Me miraron con
una mezcla de amor y preocupación antes de que mamá comenzara a hablar.
—Nati, cariño, hay algo que queremos contarte —dijo, tomando mi
mano entre las suyas—. Es sobre tus padres biológicos.
—Creemos que ya tienes edad suficiente para saberlo —dijo papá.
Estaba rígida, sin mover un músculo. Por fin iba a saberlo.
—No tenemos mucha información, pero algo sabemos, lo que nos contó
la directora —dijo mamá—. Sabemos que eran buenas personas, pero que
tuvieron un día de mala suerte, ¿verdad, José Luis?
—Muy mala suerte —repitió él—. Por lo visto, estaban en el centro de
Málaga, en el coche, en un semáforo esperando a que se pusiera en verde.
Mamá apretó mi mano, como si quisiera protegerme del dolor que se
avecinaba.
—Un camión llegó por detrás y los embistió —continuó papá—. Fue
todo muy rápido. No sufrieron. Por suerte, no estabas en el coche.
—Sabemos que te querían mucho —dijo mi madre con ternura.
Recuerdo quedarme sin saber qué decir, impactada. Con solo seis años,
no alcanzaba a comprender el significado de la tragedia. Con el tiempo, he
llegado a la conclusión de que fue una cuestión de azar. Ese conductor sería
un drogadicto, un loco o borracho. Mala suerte, sí.
Por suerte, el destino me trajo unos padres adoptivos maravillosos.
Aunque suene cruel, no los hubiese cambiado por los biológicos ni en un
millón de años. Esa es la verdad.
Respiro hondo como cada vez que me acuerdo de mis padres, de los
cuatro. Me han dejado sola pero los llevo dentro de mí.
—¡Natalia! —grita apremiante Leo desde lejos.
—¡Ya voy!
Nerviosa, cojo la maleta y el bolso, y salgo lista para enfrentarme a este
nuevo giro en mi vida.
Capítulo 15

NATALIA

Al anochecer, llegamos a la casa Barone. Bueno, quizá debería decir


residencia Barone porque es espectacular. Gigantesca, moderna e
intimidante. Una mansión en una de las urbanizaciones más lujosas y
exclusivas de Benahavís, a un paso de Marbella.
El viaje en el Jaguar de Leo ha sido frenético. Sí, yo creo que es la
palabra que mejor lo define. No recuerdo un momento en el que hayamos
viajado a menos de ciento veinte por hora.
—¡Mira que no nos sigan! —me dijo Leo más de una vez.
Y yo me giraba y me esforzaba por encontrar un coche que no se
despegara de nosotros. Tampoco sabía muy bien cómo hacerlo. Eso de que
un coche me persiga es de las películas, no de la vida real.
A medida que nos alejábamos, Leo se fue calmando y eso me calmó
también. Fue entonces cuando le pregunté adónde íbamos. Me había subido
en el coche de un ¿desconocido?, sin saber el destino. Así de loco es todo.
—A la casa de mi familia —respondió atento al tráfico—. Ya no
estamos seguros en tu hotel.
Ni se me pasó por la cabeza decirle no, gracias, déjame en la siguiente
parada de autobús. Acepté que estábamos metidos en esto, los dos, desde
que le salvé la vida con el sartenazo.
—Pietro, ya estoy aquí —dice Leo por el móvil.
La puerta del garaje se abre y aparcamos al lado de otros cochazos de
lujo. Madre mía, esto parece un concesionario de Puerto Banús. ¿Es eso un
Rolls-Royce?
—¿Cuánta gente vive aquí? —pregunto.
—Unas ocho o nueve personas, según el día —replica sin pensarlo
demasiado.
Salgo del coche justo cuando aparece un hombre algo mayor que Leo.
Tiene la misma elegancia que él, y también es atractivo, aunque no tanto.
—Pietro —dice Leo.
Los dos se funden en un cálido abrazo. Sí, tienen cierto parecido. Deben
de ser hermanos.
—¿Estás bien? —pregunta Pietro, con una mirada que refleja
preocupación.
—Sí, de una pieza —responde Leo.
Me acerco, un poco nerviosa. Pietro, sorprendido, me observa de arriba
abajo. Siento su escrutinio y no puedo evitar un poco de incomodidad. Soy
una especie de intrusa.
—Ella es Natalia Valverde, la dueña del hotel rural donde me quedaba
—dice Leo.
—Encantada —digo medio sonriendo.
—¿Qué hace aquí? —pregunta Pietro a Leo con brusquedad.
—Me ha salvado la vida —responde Leo con firmeza—. Ella se queda.
Pietro asiente, aunque a regañadientes.
—Tenemos que hablar en privado —dice Pietro ignorándome.
—Vale, pero ahora no —dice Leo.
Pietro, el simpático, se marcha sin decir nada más. Como sean así todos
los de la familia, voy apañada. Mañana mismo me marcho, pero ¿adónde?
Buena pregunta, Natalia.
—Ven, coge tu maleta, te llevo a la habitación de invitados —dice Leo.
Le sigo a través de un pasillo que conduce a otro. ¿Qué hago aquí?, me
pregunto una y otra vez. Estoy en la casa de unos mafiosos que parecen
modelos de pasarela. Pero si esta mañana estaba tan tranquila limpiando el
comedor de mi hotel…
Leo se detiene frente a una puerta. Más allá, distingo lo que parece ser
un saloncito moderno.
—Aquí vas a dormir —dice abriéndola y dejándome pasar.
Hay una cama enorme, un baño privado y un armario empotrado tan
grande que necesitaría dos vidas para llenarlo. Todo está decorado con un
gusto exquisito. Dejo la maleta en el suelo y me giro hacia Leo.
—¿Qué estoy haciendo aquí? —pregunto con un punto de
desesperación.
Leo se humedece esos labios tan carnosos y sensuales. Por un momento,
pienso que va a besarme, y lo raro es que no creo que me fuera a negar. Un
beso ahora, incluso breve, me ayudaría a calmar los nervios.
—Después de lo que has hecho por mí, no voy a dejarte tirada —dice—.
Puedes marcharte cuando quieras, pero ahora mismo ese sicario y sus
compinches estarán vigilando el hotel. No deberías volver allí.
Siento un nudo en el estómago.
—¿Tienes otro lugar donde quedarte? —me pregunta—. ¿Tienes
familiares, amigos, parejas…?
—El hotel es todo lo que tengo —digo sintiéndome un poco
avergonzada.
Me coge de los hombros con suavidad y me mira. Sus iris de color miel
se clavan dentro de mí. Trago saliva. ¿Que esté tan bueno ha influido en que
me haya dejado arrastrar por él? Prefiero no saberlo.
—Date una ducha, descansa y mañana hablaremos de todo esto —dice,
acercándose un poco más—. Aquí estás segura. Nadie va a hacerte daño.
Qué extraño confiar tanto en alguien que apenas conozco, pero no tengo
otra opción. Como se suele decir, que sea lo que Dios quiera.
Leo se marcha. Me siento en la cama y cierro los ojos, intentando
ordenar el caos en mi mente. Cojo el móvil y llamo a Lorena. Necesito
escuchar una voz amiga. Da igual la hora que sea en Londres.
—¡Nati! —responde ella al segundo tono—. ¿Qué pasa?
—Lorena, no te lo vas a creer... —empiezo, intentando no romper a
llorar.
—¿Qué ha pasado? —pregunta con tono grave.
Le cuento todo, desde la llegada de Leo hasta el ataque en el hotel. Se lo
cuento un poco atropelladamente. Lorena escucha en silencio,
interrumpiendo solo para preguntar pequeños detalles.
—Dios mío, Nati... Alucino, ¿estás bien? —pregunta al final, con una
mezcla de preocupación y sorpresa.
—Sí, estoy bien... por ahora —respondo, sintiendo un pequeño alivio al
compartir mi carga—. Leo dice que estoy segura aquí, pero no sé qué hacer.
—¿Has llamado a la policía?
—Se lo dije a Leo en el hotel, pero me respondió que entonces él no
podría protegerme.
La oigo suspirar. Claro, sigue impactada.
—Pero son mafiosos, esa gente es peligrosa.
—Desde que conocí a Leo me ha tratado bien, incluso hemos follado —
digo en voz baja por si alguien está afuera escuchando.
—¿Qué te lo has follado? ¿Cómo se te ocurre?
—Es que no sabía que era un mafioso, solo un tío bueno.
Lorena se tapa la cara con las manos.
—Por eso te has ido con él. Te has encaprichado porque es sexy y
peligroso.
—Qué va —digo sabiendo que no es cierto—. Bueno, si.
—Quédate allí por ahora —dice Lorena—. Ya pensaremos en algo. Lo
importante es que estés bien, dentro de lo que cabe.
—Sí, tienes razón.
—Ya lo sabes, cualquier cosa que necesites, estoy aquí.
La voz de Lorena me da fuerzas para continuar. No sé qué haría sin ella.
Capítulo 16

LEO

Gabinete de crisis en la familia Barone. Como es habitual, el despacho es el


lugar para manejar estas situaciones. Somos cuatro: mis padres, Pietro y yo.
Ahora mismo mi padre me está echando la gran bronca. De pie,
gesticulando con las manos, enfadado como pocas veces lo he visto.
—¿En qué estabas pensando, Leonardo? ¡Liarte con la esposa de un
mafioso colombiano! —grita, sus palabras resonando por la casa.
—No sabía que su marido es un mafioso, papá —Me defiendo—. Te lo
juro, pero entiendo que eso ya no importa.
—¡Pues claro que no! ¡Mira que hay mujeres en Marbella! —grita con
una vena hinchada en la sien—. ¡Todas las que quieras! Pero no, Leonardo
tiene que elegir las más peligrosas.
—Soluciones, Giovanni —interviene mi madre, jugueteando con su
collar de perlas—. Necesitamos soluciones.
Mi padre se pone de espaldas mirando a través de la ventana hacia el
jardín. La piscina está iluminada por los focos internos, y la luz contrasta
con la oscuridad de la noche.
—Y encima traes a una mujer a la casa como si esto fuera un hotel. ¿En
qué estás pensando, Leonardo?
—Me salvó la vida —digo y todos me miran con asombro.
Mi padre gruñe y guarda silencio. Hay que esperar a que se le pase el
cabreo. Bajo esa capa de ira, sé que se preocupa por mí.
—Todo esto es extraño —dice Pietro, poniéndose de pie—. Según nos
dijo Pierre, el mediador, los colombianos estaban dispuestos a negociar una
compensación. Y ahora resulta que todo es mentira, que querían cargarse a
Leo desde el principio. Nos han traicionado.
—Hay que pedir explicaciones al mediador —dice mi madre.
—Lo haremos —dice mi hermano.
—Mañana a primera hora, hay que ir a hablar con él —digo con
determinación—. Que nos diga todo lo que sabe sobre Montoya.
—Inevitablemente, iremos a la guerra —dice mi padre aún de espaldas
—. Avisad al resto de la familia, tienen que estar preparados.
—Llamaré a Vincenzo —les digo.
—Yo a Salvatore —dice Pietro.
—Y yo a Riccardo, aunque esté lejos tiene que enterarse —dice mi
madre.
La reunión termina. Para lo que me esperaba, no ha ido tan mal. Al salir
del despacho, mi madre se cuelga de mi brazo mientras recorremos el
pasillo.
—Leo, ¿cómo se llama la chica? —me pregunta.
—Natalia.
—¿Y cómo está?
—Está asustada, pero se mantiene fuerte.
—En la nevera hay un trozo de empanada y tiramisú. Llévaselo, seguro
que le hará bien comer algo —dice entornando los ojos—. Hay que tratarla
bien, es nuestra invitada.
Me da un beso en la mejilla y, con una sonrisa cansada, se dirige hacia
su dormitorio. Ni se me había ocurrido preguntarle a Natalia si tenía
hambre. Vaya mierda de anfitrión estoy hecho. Menos mal que mi madre
está siempre atenta a todo. ¿Qué sería de esta familia sin ella?
En la cocina, abro la nevera y cojo lo que será la cena de Natalia.
Después, lo pongo en una bandeja junto con unos cubiertos y un botellín de
agua. La empanada tiene una pinta tan buena que hace que me ruja el
estómago. Ahora volveré para hincarle el diente al resto.
Bajo al sótano oliendo el agradable aroma de la comida y el postre.
Todo esto me lo hubiera perdido si hubiera muerto hoy. La fragilidad de la
vida. Por primera vez me doy cuenta de que todo puede cambiar en un
instante.
La valentía de Natalia me ha impresionado. Nunca pensé que una mujer
podría enfrentarse a un sicario de esa manera. Ella tiene que ser alguien
especial. Hay algo más que una cara preciosa y un cuerpo espectacular.
Joder, es pensar en ella y sentir una erección. Noto el calor subiendo por
mi pecho. Me gustaría estar ahora en el hotel y que no hubiera aparecido el
sicario. Seguro que estaríamos en la cama follando como si no hubiera un
mañana.
Llamo a la puerta pero no responde. Abro lentamente y entro.
—¿Natalia?
La habitación está vacía, pero enseguida oigo el sonido de la ducha.
Dejo la bandeja en la mesita de noche y, con los brazos en jarras, echo
una ojeada a la cama. Todas sus pertenencias están desparramadas. Me fijo
en un sujetador de encaje negro y unas bragas a juego. Hay también una
blusa blanca y unos vaqueros ajustados. Calcetines, compresas, una rebeca.
Todo es Natalia, su pequeño mundo.
Su bolso. Pequeño, ligero, de pana.
Cedo a la tentación. Sé que está mal, pero tengo que hacerlo. Necesito
saber más sobre ella. Al fin y al cabo, es una desconocida que vive en mi
casa junto a mi familia.
Abro su cartera. Lo primero que encuentro son tarjetas de crédito.
Algunas de bancos que reconozco y otras de tiendas de ropa. Asoman unos
cuantos billetes doblados con cuidado.
Tarjetas de descuento de una peluquería. Su DNI: Natalia Valverde. Sí,
es su nombre verdadero.
Pañuelos de papel, un pequeño espejo, un llavero con el Big Ben de
Londres, probablemente un recuerdo de algún viaje. Un pintalabios y una
barra de cacao para los labios.
Encuentro también un paquete de chicles de menta, un cargador portátil
para su móvil, y una libreta de notas con tapas de cuero. La abro y veo
algunas anotaciones, listas de cosas por hacer, números de teléfono sin
nombres.
¿Qué es esto? ¿Un estuche morado?
Intrigado, lo abro. Para mi asombro descubro un anillo plateado.
La estrella de ocho puntas en relieve me llama la atención. Un diseño
peculiar, muy ostentoso. Un poco raro para una mujer. Me pregunto qué
historia hay detrás de este anillo. Tiene que valer una fortuna.
Le hago una foto con el móvil y guardo el anillo en su sitio. Justo en ese
momento el murmullo de la ducha desaparece. Ojo, está a punto de salir.
Me acerco a la puerta del baño.
—¡Natalia, te he traído algo de cena!
—Vale, gracias —dice al otro lado.
—Que descanses.
—Tú también, Leo.
Salgo de la habitación. No entiendo cómo está con falta de dinero,
teniendo un anillo como ese.
Natalia tiene secretos.
Capítulo 17

LEO

¿Quién sino mi padre, puede arrojar un poco de luz al misterio del anillo de
Natalia? Subo al despacho, y me lo encuentro de pie dando de cenar a las
pirañas. Sus nombres son Julio César, Nerón y Napoleón. Yo soy incapaz de
distinguirlos, pero mi padre sí. Además, creo que habla con ellos cuando
está a solas.
Al mirarme, percibo que su cabreo no se ha esfumado. Su frente sigue
arrugada. Conozco bien cada una de esas arrugas, son las mismas que veía
cuando me echaba la bronca cuando era un niño. Y las mismas que veía
cuando eran mis hermanos o primos los que recibían sus regañinas. Solo
hay una excepción. Riccardo. Siempre fue su favorito.
—¿Qué ocurre ahora? —gruñe al darse cuenta de mi presencia—. ¿Es
que no puedo estar tranquilo?
—Papá, quiero que veas esta foto.
Me acerco y le muestro la pantalla del móvil. Deja el bote de comida
sobre un estante. Las pirañas me miran con resentimiento, o eso me lo
parece a mí. Les he privado de la cena.
—Tráeme las gafas —dice girándose hacia el escritorio— si no, no veo
un pimiento.
Una vez puestas, examina con interés la imagen del anillo.
—¿Te suena? —le pregunto.
—Por la inscripción parece que es ruso, pero todas esas estrellas…
habrán de tener algún significado —dice quitándose las gafas—. ¿Por qué
me lo preguntas?
—Este anillo lo tiene Natalia. Se lo acabo de ver.
—¿Ella tiene este anillo?
—No sabe que se lo he visto. He registrado sus cosas y estaba en su
bolso.
—Interesante…
Mi padre se aproxima al escritorio, y coge su móvil.
—¿A quién llamas?
—A Fiodor Ivanov. Creo que nos puede ayudar.
Un movimiento lógico. Mi padre y el ruso son aliados. En realidad, los
únicos buenos aliados que tenemos en la Costa del Sol, incluso nos
invitaron a la boda de Anton, su hijo. Allí conocí a Andrei y Leon. Los
cabrones bebían vodka como si fuera agua.
La voz ronca de Ivanov suena por el altavoz del manos libres.
—Giovanni, viejo zorro. ¿Cómo estás?
—Bien, Fiodor, bien. ¿Y tú? ¿Cómo va todo?
—No me puedo quejar. Los negocios van viento en popa.
—Enhorabuena. A ver si algún día nos vemos y celebramos como se
debe.
—Seguro que sí. Y tú, ¿qué me cuentas?
—Fiodor, te llamo porque necesito tu ayuda con algo.
—Dime, Giovanni. ¿Qué necesitas?
—Me han ofrecido una joya para comprar y quiero tu opinión —
Miente, claro, aunque sean buenos socios, siempre hay que guardar secretos
—. Pienso que puede ser falsa, pero no estoy seguro. Te voy a mandar una
foto por el móvil. ¿Te importa echarle un vistazo?
—Claro, mándamela ahora mismo.
—Mándasela, Leo —ordena mi padre—. Tú lo harás más rápido.
Cojo su móvil, y en un par de clics se la envío a Fiodor.
—Vale, la tengo —dice el ruso.
Después de unos momentos, su voz se vuelve a oír por el altavoz.
—Giovanni, este anillo no es cualquier cosa. Es un anillo de la Bratva.
—¿De la Bratva? —dice mi padre.
—Sí, y por la cantidad de estrellas y el diseño tan elaborado, pertenece a
alguien muy poderoso. La inscripción dice en cirílico «Viktor Zirkov.
Ladrón de ley», un juramento de lealtad a la Bratva.
Mi corazón se acelera. Joder, Natalia tiene un anillo que la conecta con
la mafia rusa. ¿Qué coño está pasando aquí?
—Conozco la leyenda de Zirkov —continúa Ivanov con un tono que
mezcla reverencia y temor—. Fue un gran jerarca en Rusia de la Bratva.
Viktor Zirkov no era un mafioso común y corriente; era un estratega
brillante y despiadado. Durante los años noventa, consolidó su poder en
Moscú y extendió su influencia por toda Europa del Este. Se dice que tenía
una red de contrabando que abarcaba desde armas hasta tráfico de personas,
y todo lo manejaba con una precisión casi militar. Un hombre poderoso, sí.
Ivanov hace una pausa, como si estuviera midiendo el impacto de sus
palabras antes de continuar.
—Zirkov no solo se limitaba a las operaciones típicas de la mafia. Tenía
contactos en los niveles más altos del gobierno y de las fuerzas de
seguridad. Su capacidad para manipular a políticos y oficiales de policía le
permitió crear un imperio casi impenetrable. Incluso, se rumorea que fue
uno de los principales artífices detrás del colapso de varios bancos en
Europa del Este, usando la crisis financiera para fortalecer su posición y
eliminar a sus rivales.
Me quedo en silencio, asimilando la magnitud de lo que Ivanov está
revelando. Si Natalia está conectada con esa clase de poder, las
implicaciones son enormes.
—La inscripción en el anillo —prosigue Ivanov—, «Viktor Zirkov.
Ladrón de ley», no es solo un título honorífico. Significa que Viktor Zirkov
no solo era respetado, sino también temido y venerado por los suyos. Este
anillo no solo es un símbolo de poder, sino también una llave que podría
abrir puertas que muchos considerarían mejor dejar cerradas. Él y su mujer
murieron asesinados hace años. No recuerdo cómo. Se decía que no tenían
descendencia, por eso su anillo fue buscado durante mucho tiempo, pero se
dio por perdido. Giovanni, ese anillo tiene mucha simbología.
Miro a mi padre, quien permanece en silencio, procesando la
información. Ivanov sigue hablando.
—Cualquiera de los jefes actuales de la Bratva en Rusia pagaría
millones por tenerlo. Es un símbolo de poder y lealtad. Tenerlo significa
tener una conexión directa con la historia y el honor de la Bratva. ¿Quién
dices qué te ha ofrecido el anillo?
—Un asiático, pero está claro que es un timo —Mi padre miente sin
inmutarse—. Gracias, Fiodor. Nos has sido de gran ayuda.
Cuelga y se vuelve hacia mí.
—Tenemos una bomba entre las manos, Leo.
Suspiro mientras sacudo la cabeza, incrédulo. Entonces una luz se
enciende dentro de mí.
—Claro, ahora lo entiendo todo —digo chasqueando los dedos.
—¿El qué?
—El sicario no venía a por mí, iba a por Natalia.
Capítulo 18

NATALIA

Aquí estoy enrollando una toalla sobre el pelo húmedo, recién duchada en
una casa de mafiosos. No consigo quitarme de encima la tensión de lo que
ha pasado. Gracias a la ducha, mi cuerpo está un poco más relajado pero no
mi cabeza, que sigue dándole vueltas a todo. Por lo menos Lorena sabe que
estoy aquí. Mañana la volveré a llamar.
La empanada tiene una pinta muy buena, pero no me acabo de fiar. ¿Y
si tiene algo? ¿Y si le han puesto droga? Anda, no seas tonta, Nati. ¿Vas a
estar sin comer? Además, tienes hambre, sí. El aroma del atún me está
llamando de una manera muy seductora… Fíjate en el color dorado de la
masa, parece muy jugoso.
¿Solo un bocado?
Vale.
Estupendo, ahora hablas contigo misma.
Con el tenedor, parto un trozo. Antes de metérmelo en la boca, examino
el contenido. Atún, tomate, pimiento verde y esto que parece un trozo de
aceituna. Venga, para adentro. Al momento, el agradable sabor conquista mi
boca.
Muy buena. Y sigo viva, dato importante. Otro segundo trozo viaja
directo al paladar. Voy recobrando fuerzas, mi cuerpo lo necesita. Creo que
pediré la receta. Muy rica, sí. Imagino que en esta casa tendrán un cocinero
de un montón de estrellas Michelín.
Algo me llama la atención. Mi bolso sobre la mesita. No está en el
mismo sitio exacto donde lo dejé. Está un par de centímetros más hacia la
esquina. Leo ha estado aquí para dejarme la cena. ¿Habrá sido él?
Aun con la boca llena de empanada, examino el bolso. Abro la cartera,
sí, está todo. ¿El estuche? Vale, está el anillo. Puede que sean
imaginaciones mías.
¿Qué pasará entre nosotros? De repente, hay vínculos que unen. Hemos
follado y sobrevivido a un sicario y ahora estoy viviendo en su casa.
Supongo que habrá que ir viéndolo sobre la marcha.
La puerta se abre y suelto un respingo. ¿Quién es?
Una niña de unos doce o trece años entra con paso decidido.
—Hola, soy Mónica —dice con una sonrisa—. ¿Quién eres tú?
—Soy Natalia —respondo agitando la mano, tratando de ser amigable.
—¿Eres la novia de Leo? —pregunta con una naturalidad que me
descoloca.
—No, no lo soy —respondo con una sonrisa nerviosa, ¿o si lo soy?
—Tengo dos hermanos y mi madre se llama Beatrice —dice mientras se
sienta en la cama—. Mi hermana Anna y yo vivíamos en esta habitación
cuando llegamos.
—Ah, ya veo —digo, intentando encontrar algo más que decir.
—¿Te gustan los videojuegos?
—No mucho, la verdad —respondo, pensando en la última vez que
toqué una consola. Probablemente cuando era adolescente.
Mónica se levanta de la cama y empieza a curiosear por mis cosas. No
me molesta su presencia. Al contrario, me hace compañía.
—¿A qué curso vas?
—Primero de la ESO.
—Vaya, qué mayor, ¿eh?
Se fija en una goma para el pelo de colores vivos que está sobre la
mesita de noche.
—¿Te gusta? —pregunto.
—Sí, es muy bonita —dice sin apartar la vista.
—Puedes quedártela si quieres —le ofrezco.
—¡Gracias! —exclama, cogiendo la goma con entusiasmo—. Anna y yo
siempre compartimos cosas así.
La veo sonreír mientras se pone la goma.
—Mónica, ¿qué haces aquí? —pregunta Leo desde el umbral.
—Solo estaba hablando con Natalia.
Leo se acerca a ella con una mirada cómplice.
—Ah, ¿sí? Pues creo que te mereces un castigo —dice.
—¡No, el abrazo del oso, no! —dice Monica sonriendo divertida.
—¡Claro que sí!
Se pone detrás de ella y la rodea con sus brazos. Presiona ligeramente
su barbilla sobre la columna vertebral de la niña, que cae al suelo
quejándose entre risas.
—¡Leo, no vale! —dice, riendo mientras se levanta.
Le da un beso en la cabeza.
—Venga, tienes que dejarme hablar con Natalia. ¿Vale?
—Hasta luego, gracias por la goma —dice agitando la mano.
—Adiós, Mónica.
Leo cierra la puerta detrás de ella y se vuelve hacia mí, su expresión
cambia. Ahora, serio.
—Tenemos que hablar —dice sentándose a mi lado.
Me enderezo en la cama, preparándome para lo que sea. La luz de la
lámpara hace que sus alucinantes ojos miel brillen todavía más. Sus
facciones son perfectas, nariz alargada y recta, y una boca de ensueño. Creo
que si ahora se tirase sobre mí, no lo detendría. Estoy loca, sí.
—La situación es complicada —dice con tono grave y sexy, o eso me lo
parece a mí—. Necesitaré unos días para arreglarlo todo. Mientras tanto,
tendrás que quedarte aquí más tiempo del que pensamos en un principio,
pero serás mi invitada. Serás tratada como una más de la familia.
Lanzo un suspiro de resignación. Sería tonto de mi parte decir que no,
pero no las tengo todas conmigo. Hay responsabilidades pendientes en el
hotel.
—De acuerdo, Leo, pero no puedo dejar el Cortijo abandonado a su
suerte —respondo.
—Lo estarán vigilando. Es una locura volver, Natalia.
—Dejar mi hotel abandonado es como dejar una parte de mí misma
abandonada también. Me quedo muy nerviosa.
—Me encargaré de las pérdidas económicas y de las reparaciones que
sean necesarias —dice como si hubiera leído mi mente. Vaya, este chico
guapo lo tiene todo.
—No tienes por qué hacerlo. Es mi problema.
—Quiero hacerlo, y no voy a admitir un no como respuesta —dice con
firmeza—. Es lo menos que puedo hacer.
Respiro hondo, sintiendo que al menos no tengo que preocuparme por el
dinero en este momento. Pero aun así, el hotel es todo lo que me queda de
mis padres. No puedo evitar sentir una punzada de dolor al pensar en
dejarlo solo.
—Dame tu móvil —ordena de manera tajante—. Por seguridad,
necesito borrar el contenido y poner una nueva tarjeta SIM. Tendrás un
nuevo número de teléfono.
—¿Por qué?
—A estas alturas, los malos ya sabrán quién eres. Y lo primero será
rastrearte a través del móvil.
Suena razonable.
—¿Y mis contactos? Sobre todo el de Lorena no quiero perderlo.
—Respetaré tus contactos —promete.
Se lo entrego no muy segura del todo.
—¿Quién es Lorena? —pregunta con un tono casual.
—Lorena es mi mejor amiga desde el colegio. Es profesora de español
en Londres. Siempre ha estado ahí para mí, especialmente después de la
muerte de mis padres.
—Otra cosa —dice con un tono más sereno—. Si quieres guardar algo
en la caja fuerte de la casa, dímelo.
Me quedo un poco sorprendida.
—¿A qué te refieres?
—Dinero, documentación, joyas…
—Ah, vale —digo asintiendo—. No, está bien así.
—Insisto, puede ser más seguro si lo guardamos nosotros.
—No, de verdad. No tengo nada importante que guardar.
Leo me observa en silencio unos segundos antes de asentir, aunque no
parece del todo convencido. ¿Por qué insistirá tanto?
—Como quieras —dice un poco molesto.
Capítulo 19

LEO

A la mañana siguiente, voy a recoger a Natalia para que desayune con la


familia. Lo curioso es que ya no la veo de la misma manera. Antes era una
chica atractiva y especial, pero ahora es como si tuviera un halo alrededor.
De repente, hay algo más en ella: un misterio.
¿Puede haber algo más erótico que una mujer misteriosa? Un misterio
que hay que desentrañar. Mi objetivo es claro: divertirme en la cama con
ella y saber quién es en realidad.
Cuando la saludo, me quedo un poco desconcertado. Su belleza por la
mañana es resplandeciente. Quizá esté un poco condicionado por la
revelación, pero sus rasgos angulosos, labios finos y su piel de porcelana
ahora me recuerdan a las mujeres rusas.
—¿Has dormido bien? —le pregunto.
—Fatal —responde con la mayor naturalidad.
—Ya verás como esta segunda noche, será mucho mejor.
Antes de que se me olvide, le entrego su móvil. Como pidió, le he
mantenido los contactos, Lorena incluido.
La mesa del desayuno está llena. Esperanza, como siempre, se ha
encargado de que todo esté perfecto. Miro a Natalia, que parece un poco
abrumada por la cantidad de gente y el bullicio. Mi madre le sonríe con
amabilidad y le ofrece un asiento junto a ella. Natalia acepta pero un poco
incómoda.
Mi padre está sentado al otro lado de la mesa, leyendo el periódico.
Apenas levanta la vista para mirarla, pero sé que está evaluándola con
atención. Pietro está sirviendo café, y Eli ayuda a Ronan a sentarse en su
sillita. Una escena típica, familiar.
Esperanza llega con más café, zumo y tostadas. Se las ofrece a Natalia
con una sonrisa. Eli se acerca a ella.
—Buenos días, Natalia. Soy Eli, la cuñada de Leo. Y este pequeño es
Ronan.
Ronan le dedica una sonrisa tímida, quien agita la mano para saludarle.
—Encantada de conocerte, Eli —responde.
Eli comienza a hacerle preguntas sobre el hotel, interesándose de
verdad. Me doy cuenta de que Eli está intentando crear un vínculo con ella,
y eso me parece perfecto. Cuanto más cómoda se sienta Natalia, mejor para
nosotros.
—Debe de ser un trabajo duro manejar un hotel sola —comenta Eli.
—Sí, lo es —responde Natalia, sonriendo levemente—. Pero también su
parte buena tener un negocio propio.
La sinceridad en sus palabras me impacta. Es evidente que Natalia es
una buena persona. Eso me hace sentir un poco culpable por mis
intenciones, pero rápidamente desecho ese pensamiento.
Al rato, la familia termina de desayunar y todos se dispersan por la casa.
Solo quedamos Natalia y yo. Afuera, la luz del sol cae sobre el jardín recién
cortado por Manuel.
—Estaba pensando... —comienzo, buscando sus ojos—. Cuando todo
esto termine, me gustaría invertir en tu hotel como me sugeriste.
—¿Ah, sí?
—¿Sigues pensando lo mismo?
—Si, por supuesto —dice aunque no sé si está convencida del todo,
ahora que sabe que pertenecemos al mundo mafioso.
—Cuéntame, ¿cuál es la historia del hotel?
Se apoya en el respaldo, y se humedece esos labios que saboreé en el
hotel una y otra vez.
—Mis padres compraron el hotel hace muchos años. Querían un lugar
tranquilo y también un negocio que les permitiera vivir. Trabajaron muy
duro para levantarlo. Lo fueron ampliando y mejorando con el tiempo. La
gente volvía porque se les trataba bien.
Natalia hace una pausa, como si reviviera esos momentos en su mente.
—Pero llegó el maldito COVID y todo se fue al traste —dice con un
mohín de disgusto.
—Y te viste sola ante el negocio.
—Sí —dice con resignación.
—¿Cómo se llamaban tus padres?
—José Luis y Vanesa —dice—. Vale, yo había crecido en el hotel.
Llegué allí cuando tenía cinco años y ese fue mi mundo, y lo conocía bien,
pero claro la recuperación después del COVID no fue igual para todo el
mundo. Enseguida vinieron las pérdidas y me está costando un montón
remontar.
Sin darse cuenta, Natalia me ha abierto la puerta que estaba buscando.
—¿Llegaste con cinco años? Entonces…
—Sí, soy adoptada. Pasé un año en el Roble, un orfanato de Málaga.
Otro dato que guardo en la memoria junto a los nombres de sus padres
adoptivos.
—¿Tienes contacto con tus padres biológicos?
—No, murieron, pero de eso prefiero no hablar.
—Como quieras —digo levantando las manos a modo de disculpa.
Guardo silencio por si ella quiere continuar hablando de su pasado, pero
parece que ya no está por la labor, y no voy a presionarla. Es mucho mejor
que vaya soltando la información así, a cuenta gotas. Lo que estoy
convencido es de que ella no sabe el verdadero significado del anillo.
—Me vas a pasar tu cuenta bancaria —le digo.
—¿Para qué?
—Te dije que me haría cargo de las perdidas económicas, ¿no?
—Sí, pero no puedo aceptarlo, así como así. Tiene que haber un
contrato, abogados, ya sabes…
—Sé que nos acabamos de conocer, pero confío en ti, Natalia.
—Te lo agradezco, pero quiero que todo sea legal y correcto.
Me quedo mirándola, impresionado. La mayoría hubiera aceptado el
dinero sin rechistar, aprovechándose de la situación. Pero Natalia no, ella es
distinta. Es una persona íntegra, y eso la hace aún más interesante.
—Natalia, no tienes que decidirlo ahora mismo. Piénsalo.
Ella asiente con la duda en sus ojos. Esa integridad, esa fuerza, la hacen
única. Y eso me hace querer saber más sobre ella.
—¿Quieres que te enseñe la casa? —le pregunto cambiando de tema a
propósito.
—Claro, me encantaría.
Empiezo por el jardín. Con mi mano en su cintura, vamos dando un
paseo alrededor de la piscina, mientras el olor de césped recién cortado nos
rodea. Se agacha e introduce con calma sus manos en el agua. Lleva una
falda corta y sus bonitas y suaves piernas asoman sin pudor.
—Está fresca —dice chapoteando.
—Cuando quieras puedes darte un chapuzón.
—No he traído el bañador.
—Eso no es un problema.
Me acerco a ella. En silencio observo nuestro reflejo borroso en la
superficie del agua. Hago una foto con el móvil y después se la enseño.
—Es bonita —dice.
—Ya lo creo —le digo sonriendo.
La cojo de la mano y me la llevo a la parte del jardín más alejada de la
casa. Siento que tengo una necesidad imperiosa de ella. Natalia es excitante.
Su piel blanca, sus ojos azules y esos labios que quiero que rodeen mi polla.
Creo que es mucho más que una atracción, ¿una obsesión enfermiza? Sí,
puede ser.
El monstruo que hay en mi interior exige otra vez su cuerpo desnudo de
una puta vez, ya. Quiero follármela y no me importa que sea a plena luz del
día.
—¡Leo! —grita Salvatore desde lejos.
Cierro los ojos, frustrado. ¿Qué querrá el pesado de mi primo justo
ahora que iba a echar un polvo?
—Ven, tenemos que hablar.
—¿Ahora?
—Sí, ahora.
Respiro con calma mientras baja mi libido de golpe. Le digo a Natalia
que me espere en el salón, que volverá a por ella.
Capítulo 20

NATALIA

Leo interrumpe el tour, porque Salvatore tenía que hablar con él en privado.
Así que me han dejado sola en el salón. Salvatore, otro nombre que tengo
que memorizar. Por Dios, ¿cuántas personas viven en esta casa?
La casa es impresionante. Como un gran hotel de lujo. Jamás había
estado en un lugar parecido. Piscina privada, servicio doméstico, garaje con
coches de lujo… Cuesta no sentirse abrumada. No quiero acostumbrarme a
esto porque sé que va a durar poco. Arreglarán el lío que tienen entre manos
y yo volveré a mi querido hotelito.
¿Y eso de que Leo quería darme dinero en negro? Quiero que haya
facturas, documentación, que todo sea legal.
Con todo este ajetreo se me ha olvidado llamar a Lorena. Me voy a un
rincón donde creo que nadie me oirá.
—Lore, soy yo —le digo porque estará viendo que la llamo desde otro
número.
—Natalia, tía, ¿cómo estás? Me alegra tanto escuchar tu voz…
—Quería llamar antes, pero ha sido imposible.
—¿Todo bien? ¿Cómo has pasado la noche?
—Fatal, pero es normal, los nervios. Ahora estoy mejor,
—¿Qué tal con el guapo mafioso?
—No lo sé, Lorena —respondo bajando la voz—. Por un lado, sé que
debería mantener las distancias, pero por otro... no puedo evitarlo. Es como
si hubiera algo entre nosotros que no puedo explicar.
—Natalia, tú sabes que siempre te apoyo, pero ten cuidado. Este mundo
es peligroso, y no quiero que te hagan daño.
—Ha sido muy atento en todo momento, incluso se ha ofrecido a ayudar
con las pérdidas del hotel, aunque lo he rechazado. Supongo que es una
manera de agradecer que le salvé la vida.
—¡Pues no seas tonta y coge el dinero!
—¿Tú crees?
—¡Les sobra!
—Sí, pero es ilegal.
—Pero lo necesitas. Mira, voy a tener que ir a Marbella para que
espabiles, hija.
—¿Harías eso?
—Claro que sí. ¿Acaso lo dudas? Eres mi amiga, y estaré allí para ti y
para conocer la mansión, claro —dice sonriendo.
—Sería genial.
—Solo quiero saber que estás bien.
Estoy a punto de decir algo, pero Leo regresa de repente. Prefiero no
hablar delante de él, por si acaso.
—¿Lista para continuar el tour? —pregunta con una sonrisa
encantadora.
Me despido de Lorena quedando para hablar más adelante. Guardo el
móvil y sigo a Leo, que me guía por un largo pasillo decorado con bonitos
cuadros abstractos.
—¿Con quién hablabas?
—Con Lorena.
—¿Qué le has contado?
—Poca cosa, que estoy en la casa de un amigo —digo intentando que
no se note mi mentira.
—Cuanto menos sepa, mejor —dice mirándome de refilón.
—Sí, vale.
Nos detenemos frente a una puerta de madera.
—Este es el despacho de mi padre —dice invitándome a entrar.
Me encuentro con un elegante escritorio presidiendo la estancia. Una
gran estantería repleta de libros donde destaca una fotografía enmarcada de
cuatro jóvenes sonriendo a la cámara. En sus rasgos de juventud creo
distinguir a Francesca y Giovanni.
Pero lo que capta mi atención de verdad es el acuario de pirañas.
—Impresionante, ¿verdad? —dice Leo.
—Nunca las había visto tan de cerca. Son fascinantes y aterradoras.
—Mi padre las adora, creo que más que a sus hijos.
Suelto una carcajada. Otro ejemplo de su sentido del humor. Este
hombre lo tiene todo, es irresistible.
—Vamos, hay más cosas que ver.
Con su mano en la cintura, me guía por las escaleras hacia el último
piso. Hay una mesa de billar con un tapete verde resplandeciente, una tele
espectacular y una consola de videojuegos. No se aburren en esta casa, no.
—¿Te gusta jugar? —pregunta Leo cogiendo un taco.
—Nunca he jugado.
—¿Nunca? —pregunta asombrado.
—Pues no.
—Te enseñaré —dice con una sonrisa cautivadora, y entregándome el
taco.
Me acerco al borde de la mesa y me inclino sobre el tapete. Leo se
coloca detrás de mí, sus manos sobre las mías, guiándome con paciencia. La
cercanía me hace sentir nerviosismo y excitación.
—Así, despacio —susurra.
El golpe resuena y las bolas se dispersan por la mesa. Leo se ríe y me
suelta, observando mi reacción.
—No está mal pero se puede mejorar —dice guiñándome un ojo.
La tensión entre nosotros crece como la espuma. Leo se inclina y me
besa. Mis labios responden al instante. Sus labios rozan los míos, suaves
pero decididos. La calidez de su aliento se mezcla con el mío, creando una
conexión inmediata. Siento su mano en mi nuca, acercándome más a él,
mientras sus dedos acarician mi cabello. Mi corazón late con fuerza, y mi
mente se nubla.
Mis labios se entreabren y su lengua se encuentra con la mía,
explorando con ternura y pasión. Cada movimiento es un baile
sincronizado, una coreografía natural que nos lleva a perder la noción del
tiempo y el espacio. El sabor a menta de su boca me embriaga, y me dejo
llevar por la intensidad del beso.
La mano de Leo desciende por mi espalda, trazando un camino de
sensaciones eléctricas que me hacen estremecer. Siento su cuerpo pegado al
mío, su calor traspasando nuestras ropas, y me dejo envolver por la fuerza
de su abrazo.
El beso se vuelve más profundo, más urgente, y una oleada de deseo me
invade. Sus labios se mueven con destreza, marcando el ritmo, y yo sigo sus
pasos, entregándome por completo. Dios, qué cachonda estoy.
Nos separamos brevemente para tomar aire, y nuestras miradas se
encuentran. Sus ojos miel me dicen más de lo que las palabras podrían
expresar. Sin dudarlo, volvemos a fundirnos en un beso aún más
apasionado, como si quisiéramos recuperar el tiempo perdido. Mis manos
recorren su espalda sintiendo la firmeza bajo la tela, mientras sus dedos se
enredan en mi cabello.
El beso se vuelve más suave, más lento, pero no menos intenso. Es un
juego de caricias y suspiros, una conexión que va más allá de lo físico.
Siento que, en este instante, seguimos rompiendo todas las barreras.
Capítulo 21

LEO

—Te deseo aquí y ahora, Natalia —le susurro al oído mientras la abrazo,
sintiendo su erótico calor.
El riesgo de que alguien subiera de repente y nos pillara lo hacía todo
un poco más estimulante y divertido. Intercambiamos una mirada de
audacia, y en el fondo de su iris azulado me doy cuenta de que ella también
me desea. Aquí y ahora, porque un segundo más de espera no es posible
cuando nuestros cuerpos están ardiendo.
La acorralo contra el rincón donde hay una pequeña estantería con
libros, plantas y objetos de decoración. Nos volvemos a besar intensamente,
y el sabor húmedo de la sal inunda mi boca. Sabe a lujuria y deseo. Uf,
cómo me pone eso.
Soy un cabrón que quiere apoderarse de sus secretos y pasado, pero no
puedo controlar lo que me hace sentir por dentro. La fascinación de soñar
despierto todo el rato que estoy dentro de ella, lo más hondo posible.
Mi erección es tan evidente que sé que ella ya la ha notado, y se abre de
piernas. Me ajusto entre sus muslos frotándole mi miembro. Mientras
seguimos besándonos como dos posesos le cojo de las muñecas y las
presiono contra el estante. La desafío con la mirada como diciendo voy a
follarte cuando me dé la gana. Ella tiene la boca entreabierta, húmeda. Su
lengua ansiosa por seguir bebiendo de mí.
Qué sensación tan poderosa.
Ella se lanza y me muerde cerca de la barbilla. Siento como un
aguijonazo pero dulce y arrebatador. Las palabras ya no existen, solo
hablamos con la mirada provocadora y los gruñidos salvajes. El juego más
excitante del mundo. Quiero devorar a esta mujer, hacerla mía y lo voy a
hacer cuando me apetezca.
De un golpe, libera sus muñecas, me tira del pelo y me devora la boca.
Ahora es ella quien tiene la iniciativa y su lengua explora la mía con una
desesperación que me pone aun más cachondo. Esta mujer es alucinante,
puro fuego.
Le desabotono la blusa a toda prisa. La visión del sujetador es una de
mis partes favoritas. Es como la última puerta antes del paraíso. Por suerte,
el cierre lo tiene delante, así que lo desabrocho y enseguida al ver sus
pechos me quedo sin respiración.
Al acariciarlos con las manos siento que una gota se me escapa en los
calzoncillos. Otra vez tengo que pelear conmigo mismo contra las ganas de
penetrarla ya, pero sé que merece la pena esperar un poco más. Mordisqueo
sus pezones erectos y ella deja escapar un jadeo discreto. A los dos nos está
faltando el aire, pero nuestros cuerpos no nos dejan parar. Necesitamos más
y más.
Natalia me quita la chaqueta, me desabotona la camisa de Armani, me
muerde deliciosamente en el cuello. Las sensaciones son de alta intensidad,
y queremos más carne y gemidos.
Sí, hay gente en la casa, pero no nos llegan los ruidos habituales. Aquí
solo existe el ahora y esta intensa sensación que nos está consumiendo, y
destruyendo a mordiscos y besos.
Ansioso por explorar su cuerpo, agarro su culo fuerte con las dos manos
y la froto contra mi entrepierna, que ya es un bulto enorme al que los
calzoncillos ya se le quedan pequeño.
—Cómo me pones, Natalia —digo reuniendo aire de donde puedo—.
Necesito correrme dentro de ti ya.
Su mirada sonríe de lujuria. Le gusta que la excite de esa forma, que la
penetre con palabras duras. Se baja las bragas y yo aprovecho para bajarme
los pantalones y los calzoncillos.
—Mírame —le ordeno.
Sin dejar de mirarla, me la cojo y, por debajo de la falda, la dirijo hacia
su coño. Se la meto lentamente. Qué espectáculo ver cómo al mismo tiempo
sus pupilas se dilatan al sentirme dentro. Hay asombro, gozo y miedo. Se
estará preguntando, ¿me cabrá entera?
Solo hay una forma de averiguarlo.
Sigo hasta el límite y me detengo. Natalia jadea, cierra los ojos, se
pellizca el labio inferior. Lo está gozando, sentirse atravesada por la mitad.
Me froto con ella para acariciarle el clítoris y se pone de perfil, totalmente
dominada.
Empiezo a embestirla, moviéndome despacio al principio para
follármela bien. Sus jadeos me indican que lo está disfrutando tanto como
yo. Tiene la mirada perdida, los labios mojados, entregada.
Acelero el ritmo, sintiendo cómo su coño se aprieta alrededor de mi
polla. Cada empuje es más fuerte, más profundo. La estantería cruje con el
peso de nuestros cuerpos en movimiento.
Ella se cuelga de mi cuello, dejando escapar pequeños gemidos al oído
que me vuelven loco.
—Sigue, no pares…
No hay marcha atrás, solo este frenesí que nos consume. Mi respiración
se vuelve irregular, el calor sube por mi cuerpo. Sé que estamos cerca, los
dos al borde del clímax. Natalia arquea la espalda, sus uñas se clavan en mi
piel. Me sigue pidiendo más y más fuerza.
La intensidad crece con cada embestida. Somos prisioneros del placer
más profundo. No puedo contenerme más. Nuestros cuerpos se sincronizan,
un compás perfecto de deseo y necesidad. El clímax llega, está aquí y me
está matando.
Con el corazón palpitando con fuerza, me derramo en ella hasta que ya
no puedo más. .
Capítulo 22

NATALIA

Reprimo un grito al correrme.


Estoy de pie, paralizada, transformada en un trozo de carne, sin
conciencia, con la mente en blanco. Casi sin darme cuenta, me estoy
subiendo las bragas. Leo también, quiero decir, sus calzoncillos. No sé ni lo
que pienso. Me abrocho el sujetador, y después la blusa de lino que compré
en rebajas.
Estimula echar un polvo así, en un lugar donde pueda entrar alguien,
pero contenerme es lo más difícil. Vamos, un rollo.
Leo con solo tocarme, me desarma y con qué facilidad me abro de
piernas y me echo en sus brazos.
Él suspira y hace gestos como diciendo «esto nos supera». Pienso otra
vez que si me fui con él en el hotel no fue por el peligro que dijo que me
acechaba, sino por la atracción que siento desde el primer momento que le
vi. Sí, ahora estoy completamente segura.
No sé qué hace siendo un mafioso, podría hacer anuncios de perfume y
ganarse la vida honradamente. Bueno, tal vez no sería una vida apasionante.
—¿Estás bien? —me pregunta sonriendo.
No puedo reprimir una risita tonta al verle un poco despeinado.
—¿Qué pasa? —pregunta confuso.
—Nada, nada —respondo, atusando su pelazo como puedo.
—Tengo que decirte algo, Natalia —me dice un poco serio.
—¿Qué?
—Eres la primera mujer que traigo a casa.
—¿Debería estar agradecida? —le suelto bruscamente.
—Pues sí —dice medio arrogante, medio irónico.
Mejor voy a cambiar de tema.
—Tengo que ir al baño.
—Vamos a mi dormitorio, hay uno privado.
El cuarto de Leo me intriga. Al abrir la puerta, veo que cumple mis
expectativas. Es amplio, lujoso y con una decoración moderna que no
desentona con la casa. Las paredes son de un tono gris suave, y el suelo de
madera oscura le da un toque cálido. Grandes ventanales permiten que la
luz inunde la habitación y ofrecen vistas espectaculares al jardín.
—Es alucinante —digo.
—Lo sé.
Entro al baño y cierro la puerta. Me limpio mientras observo a mi
alrededor. El olor a mar fresco me envuelve, una mezcla de sal y algas que
me recuerda a unas vacaciones de verano en la costa Brava con mis padres.
El espacio es luminoso, con azulejos de color blanco marfil que reflejan la
luz de los focos empotrados en el techo.
La ducha de hidromasaje es gigantesca, con paneles de cristal
transparente y múltiples cabezales de ducha. Me imagino a Leo ahí dentro,
desnudo, cubierto de gotas de agua resbalando por su culo respingón. Joder,
Natalia, qué salida estás, siempre pensando en el sexo.
Abro el grifo del lavabo, y dejo que el agua corra un momento antes de
lavarme la cara. Me miro al espejo. Tengo el pelo un poco alborotado. Lo
arreglo con las manos, intentando darle una apariencia más decente.
Salgo y me encuentro a Leo consultando su móvil. Al verme, sonríe de
esa forma suya, arrogante y encantadora. Ay, malditos italianos. Tan guapos
que debería ser un delito.
En un estante, descubro varias fotografías. Me acerco para verlas mejor.
En una, Leo está con sus padres. Los tres están sentados en un restaurante.
Su madre sonríe, guapísima. Su padre es más serio, claro, el patriarca. Leo
se parece más a su madre.
Eso de los parecidos entre padre e hijos para mí es fascinante. Muchas
veces me he mirado al espejo y he jugado a adivinar cómo serían
físicamente mis padres. ¿Sería mi nariz la de él o de ella? ¿Y los ojos?
Bueno, cosas así sin mucho sentido. Preguntas sin respuestas.
En una mesa de madera noble, veo un portátil de gama alta, encendido y
con la pantalla mostrando un bonito paisaje caribeño. Me llama la atención
un estante lleno de trofeos de atletismo. Leo se pone a mi lado, señalando
uno en particular.
—Ese lo gané cuando tenía quince años —dice sonriendo con nostalgia.
—Era la final de los cien metros en el campeonato regional. Corrí como si
me persiguiera el diablo.
—¿Y qué te dijeron tus padres?
—Fue una de las pocas veces que vi a mi padre orgulloso.
Leo me cuenta más anécdotas de su adolescencia, de cómo solía
escaparse de casa para entrenar y de las veces que sus padres le castigaban
si no traía buenas notas. Cada historia me revela un poco más de su mundo,
de la persona que vive detrás de esa fachada de mafioso.
Leo me sonríe, y en sus ojos de miel veo algo más que peligro y deseo.
A un hombre de familia.
—¿Y la tuya? ¿Cómo fue tu adolescencia con José Luis y Vanesa?
—Fueron maravillosos —respondo mirando hacia el jardín—. Mis
padres eran personas sencillas, pero con un corazón enorme. El hotel era
nuestro hogar y nuestro mundo. Siempre estaba lleno de vida. Mis amigas
solían venir los fines de semana. Les encantaba quedarse a dormir.
Leo se sienta a mi lado en la cama, atento.
—Recuerdo que a Lorena le fascinaba explorar el hotel. Cada rincón era
una aventura para nosotras. En verano, solíamos hacer hogueras en el jardín
y contar historias de miedo.
—Suena divertido.
—Mi padre tenía una paciencia infinita. Podía pasarse horas
enseñándome a cocinar. Mi madre, por otro lado, era más enérgica. Siempre
estaba inventando nuevos proyectos para mejorar el hotel. Ella fue quien
tuvo la idea de ampliar el jardín y crear el huerto. Era su pequeño oasis.
—Estabais muy unidos.
—A veces pienso que todo lo que soy se lo debo a ellos. El hotel era
nuestro sueño compartido. Y aunque ahora sea difícil, quiero seguir
adelante por ellos. No quiero que todo su esfuerzo se pierda.
Leo me acaricia la mejilla con el dorso de la mano. Se queda un instante
sin decir nada, contemplándome en silencio.
—No puedo estar sin tocarte ni un segundo —dice con una voz
insinuante.
Me recoge el cabello y me lo aparta de los hombros. Hacía tiempo que
un hombre no me miraba como lo hace él. Habrá estado con cientos de
mujeres y yo seré una más, pero ahora mismo mis defensas están bajo
mínimos.
Cierra los ojos y me besa. Caigo a cámara lenta sobre el edredón.
¿Vamos a echar otro polvo? De reojo, veo la entrepierna de Leo que va
creciendo en tamaño. Sí, eso parece.
Capítulo 23

LEO

Voy camino al despacho, mi padre me ha llamado por el móvil. Ha dicho:


¡Ven ahora mismo! Y ha colgado después. ¿Qué querrá ahora? ¿Será por lo
del anillo de estrellas? Espero que sí, tengo mucha curiosidad.
Sin tiempo que perder, me ajusto el nudo de la corbata y me paso la
mano por el cabello. Humedezco mis labios porque me he quedado sin
saliva. La tiene Natalia por todo su cuerpo escultural.
Hemos echado otro en mi cama. Joder, no pude aguantarme, imposible
quitarle las manos de encima. Ahora estoy como vacío sin ella, me falto
algo, y eso que la acabo de dejar en mi dormitorio.
Qué diferencia con Gabriela. Otro cuerpo diez, pero ni de lejos he
sentido la misma conexión.
¿De dónde ha salido Natalia? ¿De Rusia? No es cierto que sean frías,
son todo lo contrario, ardientes, fogosas, espectaculares.
Mi padre está de pie junto a su escritorio con los brazos cruzados. Sus
cejas gruesas y grises se fruncen, y el alfiler dorado de su corbata brilla por
el sol que entra por la ventana. Mi madre está sentada en el sofá, con las
piernas cruzadas y jugueteando con su collar de perlas. En su cara hay
tensión.
—Ya tenemos noticias de Pierre, el negociador —dice mi padre—.
Montoya ha transmitido sus pretensiones.
—¿Qué ha dicho? —pregunto.
—Quiere el restaurante de Puerto Banús —responde mi madre.
Me quedo helado. Montoya se atreve a exigirnos eso por solo un polvo
a su mujer, bueno varios, bueno bastantes. ¿Quién se cree que es? Jamás le
daremos nuestro restaurante más emblemático ni a él ni a nadie.
—Cree que con eso puede lavar su honor —dice mi padre sentándose en
el escritorio.
—Piensa que somos unos aficionados —añade mi madre sacudiendo la
cabeza.
—Ese hombre no sabe con quién se ha metido —continúa mi padre—.
No vamos a ceder ante sus amenazas. No vamos a dejarnos pisotear por un
narcotraficante de tres al cuarto. Hemos lidiado con situaciones peores en el
pasado. ¿Recordáis a los Vukovic? Acabaron muertos. Y luego, los
McCarthy. Intentaron lo mismo y también. No dejaremos que Montoya se
salga con la suya. No queda otra, vamos a la guerra.
—Estoy de acuerdo —apoya mi madre.
Lo saben tan bien como yo. La guerra es una pérdida para todos.
Marbella se mantiene en un frágil equilibrio. Si uno de nosotros lo rompe,
se crea una alarma social que no interesa a nadie. La policía actuará
imponiendo más controles aleatorios, efectuando arrestos de nuestros
empleados, perjudicando nuestro negocio.
Por eso si tiene que desencadenarse una guerra, que sea entre otros.
Ahora hay que hacer valer la investigación que he hecho tirando de mis
contactos. Después de cagarla, ha llegado el momento de hacerse valer en
esta familia.
—Hay otra opción —intervengo con determinación.
Me miran con curiosidad.
—Aliarse discretamente con el rival de Montoya, los Hijos del Norte.
Mis padres cruzan una mirada de sorpresa. No, no lo habían visto venir.
—¿Cómo piensas llevar a cabo esa alianza? —pregunta finalmente mi
padre.
—Los Hijos del Norte tienen una reputación en la que podemos confiar.
Si logramos establecer una relación operativa con ellos, confiarán en
nosotros. Así, Montoya se vería sorprendido.
Mi madre acaricia su barbilla, pensativa.
—Pero si esto sale mal, nos pondremos en una posición vulnerable. No
podemos permitirnos debilitar nuestra posición frente a los enemigos —dice
mi padre.
Siento que cada palabra que digo podría ser un paso en falso.
—Sí, pero Montoya ya ha cruzado la línea. Actuar solos es un riesgo
mayor. Si conseguimos que los del Norte hagan el trabajo sucio por
nosotros, tendríamos más margen para maniobrar y responder
estratégicamente. Además, entrar en una guerra abierta con Montoya podría
traer consecuencias desastrosas para nuestros negocios. Podría afectar
nuestras operaciones, nuestras alianzas y, lo que es peor, poner en peligro a
nuestra gente. Necesitamos una estrategia que minimice los riesgos.
Mi madre asiente lentamente, comenzando a ver el valor de la idea.
—Pero esta alianza debe gestionarse con cuidado. Si fallas, las
consecuencias recaerán sobre ti, hijo —dice mi madre.
—Sé cómo manejarlo.
Mi padre se levanta y me mira directamente a los ojos.
—Adelante, Leo. Haz lo que sea necesario. Pero no olvides que estás en
un terreno lleno de minas.
—Que tus hermanos te ayuden —dice mi madre—. Ni si te ocurra ir por
tu cuenta.
Salgo de la reunión con un nudo en el estómago. La tensión recorre mi
espalda y siento el peso de la responsabilidad sobre mis hombros. Montoya
es un problema, pero el pasado de Natalia es una bomba de relojería que
podría explotar en cualquier momento.
Llego al dormitorio. La puerta del baño está entreabierta, y el vapor se
escapa en finas volutas. Natalia está sumergida en un baño de espuma, sus
ojos cerrados con una expresión de serenidad. Me detengo en el umbral,
observándola. La escena es un oasis momentáneo en medio del caos.
—¿Va todo bien? —Natalia abre los ojos y me mira.
—Mejor, imposible—respondo con una sonrisa.
Ella extiende una mano, invitándome a aproximarme.
—Ven, siéntate un momento.
Me siento en el borde, dejando que el vapor y el aroma del baño me
envuelvan.
—Pareces distante —Me examina con esos ojos llenos de una
curiosidad inocente.
—Solo estoy pensando en cómo resolver algunos problemas.
Natalia asiente, aceptando mi respuesta sin más preguntas. Mientras ella
se sumerge nuevamente en el agua, mi mente sigue trabajando. Montoya y
sus demandas no pueden esperar. Tengo que moverme rápido. La propuesta
de aliarme con los Hijos del Norte es solo el comienzo. Y Natalia... ella no
sabe nada de su verdadera herencia.
—¿Te quedas conmigo un rato más? —Natalia me saca de mis
pensamientos.
—Claro, no me iría a ningún lado —Le acaricio la húmeda mejilla.
Se ríe y salpica un poco de agua sobre mi camisa. El sonido de su risa es
bonito, como un cosquilleo en el aire. ¿Por qué me fijo ahora en estos
detalles? ¿En qué me estoy convirtiendo? ¿En qué me está convirtiendo
ella?
Capítulo 24

NATALIA

Un sonido me despierta por la mañana. Con una gran pereza, voy abriendo
los párpados como si dos grúas tirasen de ellas. La luz de la mañana entra
muy tenue a través de las cortinas. Despatarrada sobre la cama, veo una
sombra que se desliza frente al armario empotrado. Leo se está vistiendo,
¿se va tan pronto? ¿qué hora es?
Le observo en silencio como una espía. Se ajusta la corbata, un nudo
elegante y perfecto, como todo en él. Se mueve con la confianza de
siempre. Chaqueta de primera marca, camisa blanca impecable. Cada
detalle parece pensado para impresionar y, de hecho, lo logra.
Su aroma es inconfundible: notas de madera con un toque de bergamota.
Es intenso, seductor. Me envuelve por completo y me transporta a la
intimidad de la noche anterior. Recuerdo cómo sus bonitas manos de
pianista recorrían cada oscuro rincón de mi cuerpo.
A base de sexo, estamos teniendo mucha intimidad. Siento los vínculos
y la confianza creciendo a cada rato. Inevitablemente, se da cuenta de que
lo miro arrobada y se gira hacia mí.
—Buenos días, bellísima —susurra sonriendo.
—Buenos días —digo con una voz resacosa de camionero.
Leo se sienta en el borde de la cama. Me besa en el hombro desnudo
dejando un rastro cálido en mi piel.
—Tengo que marcharme por motivos de trabajo —me dice—. Volveré
por la noche.
Asiento, aún medio adormilada. Coge un sobre que está sobre la mesita
de noche y me lo muestra.
—Dentro hay dinero en efectivo y una cuenta en un paraíso fiscal —
explica mientras lo vuelve a dejar en su sitio—. Todo es tuyo, Natalia. Un
regalo por todo lo que hiciste por mí, por todo lo que has pasado en el hotel.
Si no lo quieres, puedes tirarlo a la basura o donarlo a una ONG.
Me observa esperando una reacción.
—Vale —digo aún sin saber lo que quiero hacer.
—Ya sé que dijiste que te lo querías pensar, así que sigue pensándolo,
pero ese dinero te lo mereces. La integridad está muy bien, pero no paga las
facturas.
Se inclina hacia mí y me besa en la mejilla. Un beso tierno, de esos de
novio. ¿De novio? Sí, eso es lo que has dicho. Espabila, hija.
—Ciao, Natalia —me dice el bello italiano.
—Ciao, Leo —digo medio suspirando.
Cuando la puerta se cierra detrás de él, me quedo mirando el sobre. La
curiosidad me puede. Lo abro y mis ojos se llenan del color del dinero. Un
montón de billetes. ¿Cuánto hay? Me pongo a contar.
¡Seis mil euros! Qué fuerte.
Nunca había visto tanto dinero junto.
¿Y la cuenta?
A ver qué dice el documento. Ante la falta de luz, me levanto y corro las
cortinas dejando que el sol de la mañana inunde el dormitorio. Me siento
con las piernas cruzadas sobre la cama y empiezo a leer.
Aquí dice que soy la propietaria de una cuenta bancaria en Delaware,
Estados Unidos. La cantidad es desorbitada: cincuenta mil euros.
¿Qué? ¿Cincuenta mil pavos?
Siento una mezcla de incredulidad y asombro.
«Nos complace informarle de que la cuenta número... ha sido abierta
con éxito a su nombre. El monto inicial depositado es de cincuenta mil
euros. Esta cuenta le brinda ventajas significativas, incluyendo tasas de
interés preferenciales y confidencialidad bancaria...»
«El titular de la cuenta, Natalia Valverde, tiene acceso ilimitado a
fondos mediante transferencias electrónicas internacionales. Los extractos
mensuales se enviarán a la dirección indicada en su solicitud...».
Me dejo caer de espaldas sobre la cama. Podría hacer muchas cosas con
ese dinero. Mejorar el hotel, liquidar deudas, viajar. Pero todo parece tan...
irreal.
La tentación y la incertidumbre se mezclan en mi mente. ¿Es esto una
oportunidad? ¿Una trampa? ¿Una simple muestra de afecto de alguien que
vive en un mundo tan diferente al mío?
Una hora después, me acabo de duchar en mi dormitorio y me he
vestido con una blusa y una falda corta vaquera.
Lista para hacer vida social, subo al comedor para desayunar. Ah, tengo
que llamar a Lorena y decirle que soy rica. Va a flipar.
Francesca, las gemelas, Ronan y el bebé Mattia están desayunando
formando un pequeño alboroto. Esperanza da el biberón al bebé. Con toda
la confianza del mundo, me sirvo un café y un tazón de muesli.
—¿Qué tal dormiste? —pregunta Francesca, mientras está pendiente del
zumo que se está bebiendo el pequeño Ronan.
Las gemelas sonríen, susurran algo entre ellas y hacen muecas. Debe de
ser sábado, por eso no están en el colegio. No sé ni en qué día vivo.
—Bastante bien, gracias.
—Como ves, todos se han ido y nos han dejado a cargo de la tropa —
dice sonriendo—. ¿Tienes hermanos?
—No, soy hija única. Siempre deseé tener hermanos, pero mis padres
eran mayores y no pudieron tener más hijos.
—Debe haber sido un poco solitario a veces.
—Sí, un poco —admito.
Ronan empieza a jugar con su cucharita, y derrama un poco de zumo.
—Ya no quiero más, abuela —dice.
—Ronan, cariño, ten cuidado, venga, bebe un poco, que tiene mucha
vitamina C —dice Francesca, y luego vuelve su atención hacia mí.
Las gemelas terminan su desayuno y se levantan de la mesa, dejando
claro que la conversación adulta no les interesa.
—Abuela, vamos al jardín a jugar un rato con los monopatines —dicen
mientras se alejan.
Francesca las observa irse con ternura y luego se dirige hacia mí.
—Siempre he creído que los niños necesitan un ambiente seguro para
crecer bien. Parece que tus padres te dieron eso, ¿verdad?
—Sí, lo hicieron lo mejor que pudieron.
El silencio se instala, incómodo. Francesca sigue observándome,
curiosa.
—¿Te puedo hacer una pregunta personal?
—Sí, claro —respondo.
—Leo me ha contado que pasaste por un orfanato.
—Sí, estuve un año.
—¿Cómo fue tu experiencia ahí? Debió de ser duro.
—Fue agridulce —digo—. Ha pasado tanto tiempo que ya no estoy
segura de qué es real y qué soñado.
Francesca me mira con atención, esperando que continúe.
—Lo que sí recuerdo es un montón de literas. Yo dormía en la de abajo,
y también recuerdo que los trabajadores sociales nos contaban cuentos antes
de dormir. Eso me gustaba.
—¿Qué tipo de cuentos? —pregunta.
—De todo tipo. Cuentos clásicos, fábulas... A veces inventaban
historias sobre niños valientes que superaban dificultades.
—¿Hiciste amigos allí?
—Sí, pero... —dudo un instante— es curioso, no recuerdo sus caras ni
sus nombres. Solo la sensación de no estar sola.
El pequeño Ronan se acerca y se sienta en mi regazo como si nada. Me
quedo sorprendida por su espontaneidad. Qué guapo es. Aunque ahora no
recuerdo quiénes son sus padres. Los Barone son tantos…
—Debió ser una experiencia difícil —comenta.
—Lo fue, sí, aunque no tanto como la gente se espera. Los orfanatos no
son como las películas de terror —digo, y continúo hablando mientras
pienso en que me parece raro que Francesca esté tan interesada en mi
pasado.
Capítulo 25

LEO

Por la noche, las luces de colores iluminan el cielo de Marbella,


reflejándose en las aguas revueltas de la playa. Las risas y la música se
entrelazan en el aire, creando una atmósfera vibrante y llena de vida.
Los asistentes, luciendo trajes carísimos, se mueven al ritmo de la
orquesta en directo que toca desde una imponente tarima. Bailarines
acróbatas vestidos con trajes brillantes, ejecutan números impresionantes
que dejan a todos boquiabiertos. El champán fluye en copas de cristal,
decorando el ambiente con un brillo dorado.
Sí, me encantan las fiestas de Marbella.
Pietro está a mi lado, su mirada afilada observa cada detalle, mientras
que Salvatore vigila discretamente nuestras espaldas. La alfombra roja que
cruza el jardín nos lleva a una gran carpa decorada con flores tropicales y
luces brillantes. La opulencia se percibe en cada rincón.
Ahora, a ver dónde están esos que llaman Hijos del Norte. Es el único
motivo por el que estamos aquí.
La música cambia de ritmo, ahora acompañada por el chisporroteo de
los fuegos artificiales que comienzan a estallar en el cielo nocturno. Una
mesa llena de gente estalla en carcajadas cuando alguien cuenta un chiste.
Los destellos de los fuegos artificiales iluminan las caras de los invitados,
que ya están borrachos.
—Impresionante, ¿verdad? —dice Pietro señalando a los acróbatas que
ahora forman una pirámide humana perfecta.
Salvatore, después de perderse un rato, vuelve con una copa de ron
Zacapa en la mano.
—He escuchado que Fernández y Gutiérrez están al fondo, cerca de la
carpa de bebidas.
—Pues vamos para allá —respondo, mi mente ya imaginando la
conversación con los Hijos del Norte.
Un grupo de mujeres, todas vestidas con deslumbrantes vestidos de
lentejuelas, se acerca riendo y hablando animadamente. Una de ellas, con
un vestido rojo que destaca entre la multitud, fija su mirada en nosotros y
sonríe.
—Parece que tenemos compañía —dice Pietro refiriéndose a ella.
—Ahora no tenemos tiempo —digo ajustando mi corbata.
Nos adentramos en el área privada del evento, buscando con la mirada a
los líderes de los Hijos del Norte. La luz tenue de los focos esconden a los
invitados entre las sombras.
Finalmente, encontramos a Carlos y Alejandro, los líderes. Carlos
Fernández lleva un traje blanco que le queda grande. Alejandro Gutiérrez,
una camisa dorada que atenta contra el buen gusto.
Carlos, con su mandíbula cuadrada y expresión severa, nos observa con
atención. Alejandro tiene los ojos rojos. Es el primero en hablarnos.
—Vaya, los Barone —dice, como si el simple hecho de estar aquí fuera
un espectáculo para su diversión personal.
Extiendo mi mano hacia Carlos. El apretón de manos es fuerte. Sobre la
mesa, veo rayas de cocaína como para un ejército. Después de una
conversación superficial donde intercambiamos falsos cumplidos, vamos al
grano.
—Carlos, Alejandro —digo—. Hablemos de negocios. Montoya está
siendo un problema para todos. Juntos, podemos eliminarlo del mapa.
Alejandro se cruza de brazos, lanzando una mirada fugaz a Pietro y a
Salvatore antes de fijarse en mí. Su lenguaje corporal grita inseguridad,
pero intenta ocultarlo tras una fachada de bravuconería.
—¿Y por qué deberíamos unirnos a vosotros? —pregunta con un
escepticismo que suena más a súplica que a desafío.
Hago una pausa teatral, recorriendo el lugar con la mirada. No por
seguridad, sino para aumentar la tensión. Sé que tengo el control.
—Porque si cada uno hace la guerra por su cuenta, Montoya lo tendrá
fácil para defenderse —respondo con calma—. Si nos unimos, tendremos
los recursos y la estrategia para acabar con él. La alianza no solo
beneficiará nuestras operaciones, sino que salvará las vuestras.
Compartiremos información y, lo más importante, armas.
La expresión de Carlos es una mezcla de alivio y resignación mal
disimulada.
—¿Y cuál es vuestra garantía de que podéis cumplir? —pregunta, su
tono brusco no logra ocultar su desesperación. Les encanta este trato que les
estoy ofreciendo.
—La garantía Barone. Sabemos de vuestros problemas internos. Os
daremos la cohesión que necesitáis. Nosotros seremos el pilar que
mantendrá en pie vuestra organización.
El ambiente se carga de electricidad. Alejandro mira a Carlos, buscando
en sus ojos la confirmación de lo inevitable. Finalmente, Carlos asiente.
—Aceptamos vuestra propuesta —dice Fernández alzando su copa—.
Que sea el inicio de una alianza muy buena.
Siento una oleada de satisfacción. Sonrío ampliamente y le doy una
palmada en la espalda a Carlos, un gesto que es más una marca de
seguridad en mí mismo que de camaradería.
—Celebrémoslo como se merece, ¿eh? —sugiero, pidiendo al camarero
una botella de whisky de 30 años—. Por una nueva era de cooperación y
éxito.
—¡Eso, y por mucha cocaína! —grita Gutiérrez.
—¡Y que le den a ese malparido de Montoya!
—¡Vamos a celebrarlo, traed a las mujeres!
Mientras Carlos y Alejandro asienten con entusiasmo, casi
patéticamente agradecidos por nuestra generosidad, intercambio una mirada
cómplice con Pietro y Salvatore. La noche es joven, y los Hijos del Norte
acaban de convertirse en nuestros nuevos peones en este juego de poder.
Que empiece la fiesta.
En medio del bullicio de la fiesta, veo una mujer despampanante
acercándose a mi mesa. Se sienta a mi lado con confianza. Lleva un vestido
negro ajustado que acentúa su cadera. Su cabello, una melena oscura y
ondulada, cae sobre sus hombros como una cascada.
—Hola, guapo —dice con una voz seductora mientras me guiña un ojo.
Sus labios se curvan en una sonrisa de complicidad.
Estoy acostumbrado a este tipo de situaciones, a estas mujeres que ven
en mí una oportunidad de ascender. Su mano se desliza por mi brazo,
acariciándolo suavemente mientras sus ojos me recorren como si ya me
hubieran desnudado.
—¿Te gusta la fiesta? —pregunta acercándose más, invadiendo mi
espacio personal—. Podríamos hacerla más interesante.
La tentación del sexo fácil, de una escapada rápida y sin
complicaciones, se presenta irresistible. Su cercanía, su perfume y la
promesa implícita en sus palabras me tientan.
Pero antes de que pueda responder, una imagen se materializa en mi
mente: Natalia. Su sonrisa inocente y su mirada curiosa, su boca salvaje y
sus increíbles tetas.
De repente, lo veo claro.
—Lo siento, pero ahora estoy ocupado —respondo secamente,
apartando la mano de ella y levantándome. La sorpresa en su cara es
evidente.
Aún no he acabado con Natalia, pero cuando me la folle unas cuantas
veces más, ya buscaré otro cuerpo que me dé calor. Mientras tanto, sigo con
ella.
Capítulo 26

LEO

Al día siguiente, voy a almorzar con mis padres en nuestro restaurante del
Puerto Banús. En casa, me adelantaron de que hablaríamos sobre el anillo
de estrellas, y que tenía que ser discreto. Por lo visto, ya han recibido la
información relevante que esperaban. Han tenido que tirar de contactos a
muy alto nivel en Rusia, y eso ha requerido unos días de espera.
Aparco el coche justo enfrente y entro al restaurante. Las mesas, llenas.
El ambiente, acogedor. Qué bueno para el negocio. La caja de hoy será de
puta madre. Dinero fresco que Pietro organizará para que no sea detectado
por los inspectores de Hacienda.
Busco la mesa reservada. Mis padres ya están sentados, y en cuanto me
ven, sonríen. Me acerco a ellos, les doy un beso en la mejilla y me siento.
Una de nuestras camareras, Ángela, se aproxima con su dispositivo para
tomar nota y una sonrisa profesional.
—Lo de siempre, Ángela. Gracias.
—Perfecto, Sr. Barone —dice y se marcha.
El bullicio de la sala aquí se oye como un leve rumor. Estamos a salvo
de oídos indiscretos. Me sirvo un poco de vino en mi copa, y tomo un sorbo
paladeando el sabor afrutado y dulce.
—Leo —comienza mi padre—, hemos investigado sobre el anillo de
estrellas. No ha sido fácil.
—Y hemos descubierto más de lo que esperábamos —añade mi madre,
estrechando mi mano con calidez.
Me remuevo en el asiento, interesado. Quiero saberlo todo sobre
Natalia.
—La familia Zirkov era conocida en Rusia por su poder y su brutalidad
—dice mi padre con gravedad en la voz—. Hace más de veinte años, Viktor
Zirkov era el líder de la Bratva. Su esposa Lyidia era su mano derecha.
Dominaban el mundo del crimen en Rusia con mano de hierro.
—Hasta que los mataron —dice mi madre.
—Fueron traicionados y asesinados por sus enemigos, la banda del
Lobo Kirill —continúa mi padre—. Pero antes, seguramente porque lo
sospechaban, consiguieron esconder a su hija en un orfanato aquí en
España. Crearon una nueva identidad para protegerla, para que nadie
pudiera encontrarla, quedarse con el anillo y matarla.
—¿Qué pasó exactamente? —pregunto lleno de curiosidad.
—La traición vino de dentro. Lobo Kirill era su mano derecha. Viktor y
Tatiana pensaron que podían confiar en su círculo cercano. Los emboscaron
y fueron ejecutados sin piedad.
—Los Zirkov borraron cualquier rastro de su conexión de su hija con la
mafia —dice mi madre—. Por lo que pasó en el hotel rural, Lobo Kirill no
ha dejado de buscarla en todo este tiempo. Necesita el anillo de estrellas
para consolidar y legitimar su jerarquía como jefe absoluto.
Ángela regresa con nuestras bebidas y platos. Deja el Negroni frente a
mí, lo levanto y doy un sorbo, disfrutando del sabor amargo que tanto me
gusta.
Mi mente da vueltas con toda esta información. Natalia tiene un pasado
tan oscuro como el mío. Su vida está ligada a la mafia de una forma que ni
ella misma imaginaba.
—Y hay más —añade Giovanni—. La familia Zirkov tenía una regla no
escrita: solo un heredero de sangre directa puede reclamar el control total de
sus recursos y redes. Natalia es esa heredera.
—¿Una mujer?
—Sí, una mujer. Imagina que se casa con uno de los enemigos de Lobo
Kirill y tiene un hijo varón. Tendrá derecho al trono de la Bratva.
Mi padre mete la mano dentro de su chaqueta y extrae un documento.
Lo despliega y lo desliza sobre la mesa hacia mí.
—¿Qué es esto? —pregunto, mirando el sobre con extrañeza.
—Léelo —ordena mi padre.
Mis ojos recorren el documento deteniéndose en palabras clave:
«contrato», «matrimonio», «heredero».
—No entiendo —digo levantando la vista—. ¿Un contrato de
matrimonio?
Mi madre asiente con la cabeza.
—Natalia debe casarse contigo y tener un hijo.
Las palabras caen sobre mí como un jarro de agua fría. Mi cuerpo se
tensa, la mandíbula apretada.
—¿Casarme? ¿Yo, con solo treinta y tres años? ¿Tener un hijo? —
sacudo la cabeza—. No, de ninguna manera. Esto es una locura.
Mi padre se inclina hacia adelante.
—No te hemos preguntado, Leo —dice juntando sus espesas cejas.
—Es por el bien de la familia —añade mi madre.
—¿El bien de la familia? —replico subiendo de tono—. ¿Y qué hay de
lo que yo quiero?
Giovanni golpea la mesa con la palma de la mano.
—Escúchame bien, hijo —dice levantando el índice—. No podemos
permitir que nuestros enemigos adquieran tanto poder. Si Natalia se casa
con otro, si tiene un hijo con alguien más, perderemos una oportunidad
única.
—¿Oportunidad? —repito, incrédulo—. ¿De qué?
—De expandirnos —explica mi padre—. Con Natalia de nuestro lado,
con un heredero Barone, tendríamos acceso a recursos inimaginables.
Vuelvo a leer el contrato. La idea de un matrimonio concertado me
revuelve el estómago. Me gusta mi libertad para follarme a quien me dé la
gana.
—Debe haber otra forma —insisto, buscando una salida.
—No la hay —sentencia mi padre—. Es una medida de precaución, una
necesidad. La firmarás, te casarás con ella y tendrás un hijo. Es tu deber con
la familia.
Miro a mi madre buscando apoyo, pero su expresión es igual de
inflexible que la de mi padre.
—¿Y si me niego? —pregunto, sabiendo ya la respuesta.
—No es una opción —responde mi padre, su voz cortante como el acero
—. Harás lo que se te ordena, Leonardo. Por el bien de la familia.
—¿Y si no quiere?
—Usa de todos los recursos a tu alcance para que firme
voluntariamente, incluido el engaño —dice mi madre.
Capítulo 27

NATALIA

Sobre la cama de mi dormitorio, descansa el vestido más increíble que he


visto en mi vida. Color rojo intenso. Al pasar la yema de las manos la
textura me cosquillea la piel. Pura seda italiana.
Uno de los guardaespaldas de Leo, creo que se llama Giancarlo, me lo
entregó este mediodía. Bueno, me entregó la caja y a solas lo abrí. Una
sorpresa que me dejó de piedra.
El escote en v es elegante, con tirantes finos que son cadenitas de oro
brillante. El cinturón es fino y de cuero, de primera calidad. Qué bonitos los
pliegues a mano. ¿Son cosidos a mano? Creo que sí.
Me quedo pasmada. Estos cristalitos que hay desperdigado que brillan
como estrellas son como diamantes, ¿serán cristales de Swarosvki? Ojalá.
Pero no es el único regalo. Hay una fabulosa gargantilla que tiene que
haber costado un ojo de la cara. Creo que son oro y gemas. No soy una
experta pero creo que son gemas, sí. Me gusta mucho, es sencilla pero muy
bonita.
La nota de Leo escrita a mano es clara. La vuelvo a leer y disfrutar de su
sofisticada letra, con esa manera de trazar la «a» con un rabito tan chulo.

Esta noche a las 9. Cena conmigo en un lugar


seguro.
Directo y sencillo. Siento un estremecimiento por la columna al
imaginarme ya vestida delante de Leo. ¿A qué se referirá con «un lugar
seguro»? Qué misterio.
En el baño veo mi cara en el espejo. Los nervios me tienen con el
estómago revuelto, pero intento mantener la calma. Abro el neceser de
maquillaje y saco la base. Aplico un poco en la esponja y la extiendo con
movimientos suaves. Las ojeras y el cansancio desaparecen bajo la capa de
maquillaje.
Aplico colorete sobre mis pómulos. El color rosado da un toque de vida
a mi cara.
Luego toca el turno de la sombra de ojos, mi parte favorita. Después,
difumino un tono dorado por el párpado, un truco que me enseñó mi
querida Lorena. La mirada es mucho más intensa y especial. Termino con
un pintalabios rojo, el único que tengo pero que, mira, combina con el
vestido. El Sr. Barone va a quedar impresionado.
Empiezo a vestirme. La seda italiana acaricia mi piel con un intenso
cosquilleo. El vestido se ajusta perfectamente. ¿Cómo sabía Leo cuál era mi
talla? Con delicadeza, aliso los pliegues. Dios mío, cada detalle está
cuidado de forma exquisita. Es una obra de arte.
El lujo no solo me viste, me transforma. La mujer que veo reflejada no
es la misma de antes. Hay algo en su mirada: una seguridad desconocida.
Levanto la cabeza, la Natalia de siempre se va desvaneciendo.
Respiro hondo y cojo la gargantilla con las dos manos. La joya reposa
en su caja brillando como diciendo «¡ponme ya en tu cuello!». ¿Quién soy
yo para negarme a una joya tan espectacular?
Llaman a la puerta. Gianluca aparece en el umbral.
—¿Lista ya, señorita?
Asiento con mariposas en el estómago. Cojo el bolso y salgo. Me guía
por el pasillo hacia el garaje. Al llegar, me sorprende la cantidad personas
que hay. ¿Cuántos son?
—Es por seguridad —dice Giancarlo—. Serán sus escoltas. Dos coches
con hombres armados.
El garaje resplandece bajo la luz de los fluorescentes del techo. Los
hombres, con sus trajes oscuros e imponentes, me miran con expresión
seria.
Creo… que estoy un poco asustada, sí. Nunca había visto tal despliegue
de seguridad.
Salimos de la casa Barone hacia la oscuridad de la noche.
Permanecemos en silencio, un silencio que intimida, la verdad. Tranquila,
Nati, confía.
Giancarlo se vuelve.
—¿Todo bien, señorita?
—Sí, gracias.
Unos minutos después, el coche gira hacia Puerto Banús. Me inclino
hacia la ventanilla, con los ojos abiertos de par en par.
A lo largo del paseo marítimo, unos coches deportivos alucinantes. Uno
de color naranja pasa rugiendo, seguido de otro plateado. Turistas con
bolsas de marcas exclusivas pasean por las aceras haciendo fotos y riendo.
Hay discotecas pequeñas en los bajos de los edificios. Sus fachadas de
neones prometen noches de desenfreno. Un grupo de chicas con vestidos
cortos y tacones imposibles, hace cola frente a uno del que sale música a
todo volumen.
Pero lo que más me impresiona son los yates. Enormes se mecen en el
agua, relucientes bajo la luz de la luna. Algunos parecen verdaderos
palacios flotantes, con varios pisos y helipuertos en lo alto.
—¿Es su primera vez en Puerto Banús? —pregunta Giancarlo.
—Sí —respondo sin apartar la mirada de la ventanilla—. Había oído
hablar de este lugar, claro, pero nunca imaginé que fuera así.
—Es otro mundo, ¿verdad?
El coche se detiene frente a una de las dársenas del puerto. Me quedo
pasmada. ¿No íbamos a un restaurante?
—Hemos llegado, señorita —anuncia Giancarlo.
Bajo del vehículo con cuidado. El aire carga con el salitre del mar.
Gianluca me guía por el muelle, pasando junto a una fila de majestuosos
yates atracados . Cada uno más lujoso que el anterior. Al final, un yate de
dos plantas se alza imponente. Su nombre, «Calabria».
—¿Vamos de viaje? —pregunto desconcertada.
—El Sr. Barone le espera a bordo.
Subo la pasarela con pasos titubeantes. El vestido rojo ondea con la
brisa marina. En la cubierta, un hombre de mediana edad y vestido con
uniforme blanco me recibe con una reverencia.
—Bienvenida al Calabria, señorita. Soy el capitán Moretti —dice
llevándose una mano a la visera de la gorra.
—Gracias —murmuro, abrumada.
—Por aquí, por favor.
Me conduce por una escalera hacia la parte de abajo. Lo primero que
me encuentro es una mesa para dos con velas y flores. Y Leo ya está
sentado.
Al verme, sus ojos se iluminan. Se levanta y me besa la mano.
—Estás deslumbrante, Natalia.
Su mirada recorre mi cuerpo deteniéndose en la gargantilla.
—Te sienta de maravilla —susurra.
—Gracias por los regalos, son preciosos —respondo con un hilo de voz.
Leo sonríe y me ofrece su brazo.
—¿Lista para zarpar?
—¿Qué? ¿Vamos a...?
—A cenar bajo las estrellas, en alta mar.
De repente, el motor del yate cobra vida con un ronroneo. Nos sentamos
a la mesa mientras la tripulación se marcha a la cabina.
Un mantel blanco de lino cae con elegancia sobre la mesa. En el centro,
un arreglo floral destaca con rosas rojas y blancas, sus aromas se mezclan
con el aire salado del mar.
Dos copas relucen junto a las velas. Las servilletas están delicadamente
dobladas en forma de abanico, sostenidas por un aro de plata.
Sobre la mesa, entre los platos y las copas, hay pequeños candelabros de
cristal. Las velas arden creando un juego de sombras y luces que danza a
nuestro alrededor.
Leo descorcha la botella de champán, sirve las copas y me entrega una
con un centelleo miel en los ojos.
—Por esta noche, que sea la nuestra —brinda con una amplia sonrisa.
Mientras siento el burbujeo en el paladar, el Calabria navega fuera del
puerto. Las luces de la costa se alejan poco a poco. Pronto, solo nos rodeará
la oscuridad del Mediterráneo.
—Es increíble —murmuro, maravillada por el espectáculo.
—Tú sí que eres increíble —replica Leo.
Su mano acaricia la mía sobre el mantel. Un estremecimiento me
recorre la espalda. Esta noche promete ser inolvidable.
Capítulo 28

LEO

La tengo donde quiero, impresionada por el romanticismo y el lujo. Poco a


poco la iré dirigiendo donde me interesa, al punto en el que caiga en la
trampa.
El camarero aparece con los primeros platos. Trae una pequeña obra de
arte culinaria. Natalia lo observa con asombro.
—Señores —saluda con una reverencia—. Les presento un carpaccio de
pulpo con vinagreta de cítricos y toque de trufa. Todo acompañado de una
crema de coliflor con caviar.
—Gracias, Mariano —respondo.
El camarero inclina la cabeza y se retira, dejándonos solos de nuevo.
Natalia sigue mirando su plato con los ojos muy abiertos.
—Impresionante —dice—. Nunca había visto algo así.
—Vamos, pruébalo —insisto, levantando mi tenedor—. Es una de las
especialidades de nuestro chef.
—Qué pasada —dice después de probarlo.
—Sabía que te gustaría —le digo—. Quiero que esta noche sea especial
para nosotros.
—¿Por qué todo esto, Leo? —pregunta de repente, dejando el tenedor a
un lado.
—Quiero que entiendas lo especial que eres para mí, Natalia —Le
estrecho la mano con delicadeza—. Mereces solo lo mejor, por eso te he
traído aquí.
—Nunca había estado en un yate
—Pues este yate es de la familia, tiene muchas historias.
Natalia levanta la vista, intrigada.
—¿Sí? A ver, cuéntame una.
Asiento, tomando un sorbo de vino tinto.
—Recuerdo una vez cuando tenía dieciséis años. Mi hermano Pietro y
yo decidimos que sería una buena idea tomar el Calabria y salir a navegar
sin permiso. Queríamos impresionar a unas chicas del instituto.
Sonrío con aire nostálgico.
—Imagina dos adolescentes sin mucha idea de navegación y poco
cerebro —continúo—. Arrancamos el motor y salimos del puerto. Todo iba
bien, o eso creíamos, hasta que el motor empezó a hacer ruidos extraños.
—¿Y qué pasó?
—Nos dimos cuenta de que habíamos olvidado revisar el nivel de
gasolina. Estábamos en medio del mar, tirados, y sin forma de volver a casa.
—No puede ser. ¿Qué hicisteis?
—Usamos el equipo de radio del yate para pedir ayuda. Siempre hay
abierto un canal para emergencias.
—Menos mal que todo salió bien.
—Sí, menos mal. Al día siguiente, mi padre nos dio una charla que
nunca olvidaré. Nos enseñó la importancia de la responsabilidad y la
preparación. Nos castigó, claro, pero aprendimos mucho de esa experiencia.
—Vaya, y parecías alguien responsable…
—Todos pasamos por etapas. Pero esa aventura, aunque peligrosa, nos
unió más como hermanos. El Calabria se ha convertido en un símbolo para
mí. Un recordatorio de la familia, la responsabilidad, y bueno, una anécdota
divertida.
A través de las ventanillas, se observa la costa iluminada por las luces
del puerto. Unos minutos después, Mariano aparece con los segundos
platos.
—Señores, les presento nuestra specialité de la maison: Tournedó
Rossini con foie gras de pato y trufas negras del Périgord, sobre un lecho de
espárragos trigueros y salsa añeja de Oporto. Todo ello acompañado de un
puré de patatas trufado y chips de alcachofa de Jerusalén. Que aproveche.
—Muchas gracias —dice Natalia.
—Tiene una pinta cojonuda —digo frotándome las manos.
—Sí, desde luego.
—No olvides dejar una buena reseña en Google —digo en broma.
Natalia sonríe mientras se limpia sus sensuales labios con la servilleta.
Qué ganas de que recorran todo mi cuerpo, sobre todo mi entrepierna. Esta
mujer es una adicción, una completa y delirante adicción.
—Lo haré, no te preocupes. Cinco estrellas.
—¿Cinco estrellas? Me parecen pocas, aspiro a muchas más.
—Ya veremos si te las mereces, la noche no ha terminado —dice
haciéndose la interesante.
—Me gusta tu estilo, Natalia —digo de broma y alzo mi copa.
Deja el tenedor sobre el plato y me mira con ojos inquisitivos.
—Leo, ¿cuándo podré volver a mi vida normal? —pregunta de repente,
sin venir a cuento.
Respiro hondo. Sí, me esperaba la pregunta pero no ahora.
—Natalia, te prometo que haré todo lo posible para que regreses al hotel
pronto. Ojalá pudiera ser ya mismo, pero...
—¿Pero qué? —interrumpe.
Dejo la copa sobre la mesa y la miro directamente a sus ojazos azules.
—Necesitamos asegurarnos de que la situación esté bajo control. Tu
seguridad es lo primero.
—¿Y cuánto tiempo llevará eso?
—No puedo darte una fecha exacta. Depende de muchos factores.
Natalia frunce el ceño, claramente a disgusto de mi respuesta. Ahora es
el momento para seguir tejiendo la tela de araña en la que caerá.
—¿Estás deseando volver al hotel?
—Tengo que regresar, es mi negocio, mi vida.
La observo mientras saborea el último bocado de su plato. La luz de las
velas baila sobre su cara, resaltando sus bellos rasgos. Decido aprovechar
este momento de intimidad para indagar más en sus aspiraciones.
—¿Cuáles son tus sueños con el hotel?
Ella levanta la vista, sorprendida por la pregunta. Sus ojos brillan con
una mezcla de emoción y nostalgia.
—Mis sueños... —murmura—. Supongo que siempre han estado ligados
al hotel. Es el legado de mis padres.
—Cuéntame más sobre eso —la animo, inclinándome hacia adelante.
—El Cortijo no es solo un negocio para mí. Es mi hogar, mi historia.
Quiero convertirlo en el mejor hotel rural de la zona.
—¿Y cómo piensas lograrlo?
—Bueno, con el dinero que me diste... —hace una pausa, como si
dudara en continuar—. Pienso hacer algunas reformas. Nada extravagante,
pero sí necesario. Arreglar el tejado, renovar las habitaciones, tal vez
construir una piscina pequeña de esas infinitas...
Sus palabras despiertan mi curiosidad. Veo una oportunidad para
profundizar en su conexión emocional con el hotel.
—¿Qué más planes tienes para El Cortijo?
Natalia sonríe, sus increíbles ojos centellean con entusiasmo.
—Quiero crear experiencias únicas para los huéspedes. Talleres de
cocina tradicional, rutas de senderismo por la sierra, catas de vino local... —
hace una pausa y suelta una risita—. Incluso he pensado en organizar
noches de astronomía en la azotea.
—Suena fascinante —comento, impresionado de verdad por su visión
empresarial.
—Es más que un negocio, Leo. Es una forma de honrar a mis padres.
Ellos pusieron su corazón en ese lugar.
La veo juguetear con la servilleta, perdida en sus recuerdos.
—Siempre quisieron que El Cortijo fuera un lugar especial, no solo para
los turistas, sino para la comunidad. Quiero que sea un referente, un lugar
donde la gente venga a desconectar del mundo y reconectar con la
naturaleza y consigo misma.
Terminamos de cenar y la guío hacia la cubierta superior, en la proa del
yate.
—Mira allí —señalo un grupo de estrellas luminosas en el cielo—. Es la
Osa Mayor.
Natalia entorna los ojos, tratando de distinguirla.
—¿La ves? —insisto—. Siete estrellas formando un carro.
—Sí, la veo —responde con ilusión.
—Hay una teoría fascinante sobre la Osa Mayor. Algunos dicen que las
estrellas que la forman pueden influir en nuestras vidas. Los antiguos
navegantes la utilizaban para guiarse cuando estaban perdidos. Era su
brújula.
Natalia está intrigada. La emoción se nota en su mirada. Es el momento
perfecto para besarla. La tengo en la palma de la mano.
Ella inclina la cabeza hacia el cielo, y es en ese momento cuando dejo
que mis labios rocen suavemente los suyos. Es un gesto leve, pero
suficiente para prender la chispa.
Su respuesta es inmediata. Sus labios se abren ligeramente, y la beso
con mucha más pasión. El calor se acumula en mi interior, una ardiente
necesidad crece en mis entrañas. Siento una corriente eléctrica que va desde
la nuca hasta la punta de los dedos.
La agarro por la cintura, atraigo su cuerpo hacia el mío. Qué ganas de
estar dentro de ella, oír sus gemidos y mi nombre en su boca.
Mis labios abandonan los suyos momentáneamente, trazan un camino
ardiente hasta su barbilla y luego regresan hambrientos a su boca. La falta
de oxígeno nos obliga a apartarnos ligeramente, pero nuestras frentes
permanecen unidas, compartiendo una respiración acelerada y ansiosa.
—Vamos al camarote —digo cogiéndola de la mano.
Capítulo 29

NATALIA

El camarote es precioso. Una cama enorme repleta de cojines. Paneles de


madera que brillan al recibir la suave luz del techo. Las cortinas cubren las
ventanas que dan al mar, ahora oscuro. Hay un chaise lounge, una mesa y
sillas formando un pequeño saloncito, coqueto y elegante. Me encanta ese
cuidado por el detalle.
—Me quedaba a vivir aquí —digo.
—Sí, no está mal, ¿verdad? —susurra Leo, cogiéndome por la cintura y
dándome media vuelta—. Aunque yo me quedaba a vivir en tu cuerpo.
Su mirada está lleno de pecado. Puedo verlo mientras el yate se mueve
un poco por el efecto de las olas.
—Natalia —susurra Leo con su voz grave y seductora—. Te deseo
como nunca he deseado a otra mujer.
Mis mejillas se sonrojan y bajo la mirada, un poco avergonzada. Me
alza la barbilla y me devora la boca con lujuria animal. Cierro los ojos y me
dejo llevar por las palpitantes sensaciones que empiezan a sacudir mi
cuerpo.
Leo me baja los tirantes del vestido sin dejar de besarme, los hombros
desnudos. Tengo la piel de gallina, cada poro abierto a sus carnosos labios.
—Eres perfecta —murmura.
Me levanta en brazos y me lleva a la cama. El yate se inclina a un lado
de repente, pero se endereza al momento.
—Es normal —dice Leo—. Estamos en alta mar, pero, tranquila, que
esta noche no vamos a naufragar.
—Genial, porque ahora no me viene bien —digo sonriendo.
Se tumba sobre mí, besándome una vez más. Puedo sentir su deseo, su
urgente necesidad de mí. Se quita el cinturón y los pantalones quedándose
solo en calzoncillos.
Me pellizco el labio, sintiendo cómo mi cuerpo responde con llamaradas
entre las piernas. Me besa de nuevo, esta vez con más intensidad. Sus
manos exploran mi cuerpo, acariciando cada curva de mis pechos. Lame la
areola y mordisquea el pezón.
Gimo de placer.
Se desliza hacia abajo besando cada centímetro de mi piel. Me
estremezco cuando siento su lengua en el ombligo, luego más abajo. Nos
miramos, cómplices- Sus ojos miel llenos de deseo por mí.
—Quiero saborear tu coño —dice con una voz implacable y sexy.
Asiento, incapaz de hablar. Baja aún más, besando el clítoris. Gimo,
agarrando el edredón con fuerza. Otra vez me inclino hacia un lado, aunque
ya no sé si es por el vaivén de las olas, o por el vaivén del intenso gozo que
me está produciendo el italiano. El italiano de Gucci que apareció de la
nada, y que ha puesto mi vida del revés.
Continúa aumentando la intensidad, llevándome al borde del éxtasis.
—Leo... —gimo, mi cuerpo temblando.
Se quita los calzoncillos, revelando su enorme polla. La miro,
asombrada, como si fuera la primera vez, sintiendo cómo la libido se me
dispara. Se abalanza sobre mí como un alud de carne, virilidad y fuerza, que
amenaza con devorarme.
—Oh, Dios… —gimo, sintiendo cómo nuestros cuerpos se funden en
uno.
Comienza a moverse, sus embestidas lentas y profundas. Me aferro a él,
mis uñas clavándose en su espalda. Incrementa el ritmo con movimientos
más rápidos y urgentes.
Mis brazos, mi cadera, mi coño, todo, se tensa.
—Leo... —gimo.
Llego al clímax, mi cuerpo estremeciéndose con una intensidad que
nunca había sentido. Leo me sigue poco después, su cuerpo temblando
mientras libera su esencia dentro de mí.
Después nos quedamos así, abrazados, nuestros cuerpos aún unidos.
Puedo sentir los latidos del corazón de Leo, su respiración agitada. Buf, qué
momento para enmarcar.
—Natalia, quiero poner el mundo a tus pies —dice de repente.
Leo toma mis manos, su voz es baja pero cargada de poder.
—Cásate conmigo.
—¿Qué?
—Puedo darte todo lo que deseas. Puedo hacer realidad tus sueños con
El Cortijo. Reformas, talleres, experiencias únicas para los huéspedes.
Todo. Sé que estás sorprendida, pero piensa en las posibilidades. Piensa en
tu hotel convertido en un referente, un lugar especial.
Mis pensamientos vuelan a El Cortijo, a ese lugar que significa tanto
para mí. La oportunidad es tentadora, pero estoy demasiado aturdida para
pensar.
—Leo, no sé si podría adaptarme a tu mundo.
—No es cuestión de adaptarse. Es de construir algo nuevo juntos, tú y
yo. Confía en mí. Podemos hacerlo. Tú eliges, Natalia. No te pido que
decidas ahora mismo. Pero quiero que sepas que esto es real. Y todo lo que
se te pase por la imaginación puede ser tuyo.
Incorporarme a su mundo es un riesgo inmenso. Y, sin embargo, la
visión del futuro que él me ofrece es irresistible. Todo a mi alcance.
Leo se levanta de la cama. Se dirige hacia la mesa y abre un cajón. Saca
un documento.
—Quiero que leas esto —dice entregándomelo.
—¿Qué es?
—El contrato de matrimonio.
Lo leo por encima. Una cifra se destaca por encima de todo.
—Sesenta mil euros al mes... —susurro, atónita.
—Esa cantidad irá directamente a tu cuenta.
—A cambio de matrimonio y ¿un hijo también? —añado sorprendida.
—Sí, un hijo.
Sus ojos permanecen serenos, pero hay una intensidad en ellos que me
pone nerviosa.
—Natalia, cariño, no quiero que pienses que esto es una transacción fría
—insiste—. Lo hago porque creo en lo que podemos construir juntos. No
solo por El Cortijo, sino por nosotros.
—Leo, esto es...
Su mano se posa sobre la mía.
—Es una oportunidad única en tu vida, Natalia. Piensa en lo que puedes
hacer con esa cantidad. No solo en el hotel, sino en tu vida.
Vuelvo a leer el contrato. El futuro que Leo pinta suena tan tentador…
—Es mucho para digerirlo ahora —murmuro, más para mí que para él.
—Firma —dice tendiendo una pluma estilográfica.
—¿Me lo puedo pensar?
—No. Ahora o nunca. Si no aceptas, todo esto se habrá terminado ahora
—dice chasqueándose los dedos.
Mis ojos se cierran por un segundo, intentando encontrar sensatez en
medio de la tormenta.
Cuando abro los ojos, Leo está allí de nuevo. Su belleza, su dominio, la
manera en que folla y se viste, parece un dios griego prometiendo amor
eterno. Mi mente me insta a decir que no, pero mi corazón late con fuerza
gritando que sí.
Sesenta mil euros al mes para siempre. Matrimonio y un hijo. Es una
propuesta surrealista. Intento encontrar algo que me permita decir no, pero
todo lo que veo es un futuro brillante, lleno de posibilidades.
—Esto es una locura —digo.
Leo se inclina y roza mis labios con los suyos. Mi cuerpo se enciende,
una chispa que se convierte en incendio.
—¿De verdad crees que esto puede funcionar?
—Funcionará. Confía en mí, Natalia.
Leo sonríe, seguro de sí mismo, y me ofrece la pluma.
—Ahora o nunca.
Cojo la pluma y firmo. Al instante, siento un vacío en el estómago.
¿Habré tomado la decisión correcta?
Capítulo 30

NATALIA

Dos días después…

Alucino una vez más con mi anillo de casada, mientras estoy rodeada de la
familia e invitados que han venido a la íntima fiesta de celebración.
Francesca, es decir, mi suegra, lo llama así íntima, aunque para mí es
multitudinaria.
No falta de nada. Decoración esmerada con arreglos florales, catering
de lujo con camareros uniformados, un grupo de música en directo. ¿Qué
entenderán ellos por una fiesta por todo lo alto? ¿Con elefantes y fuegos
artificiales?
Leo me ha dicho que ha venido toda la familia, menos como siempre
Riccardo, que sigue en Italia.
—El anillo es precioso, Natalia, realmente hermoso —dice Eli
sacudiendo la cabeza.
Beatrice asiente, con su bebé en brazos, dejando escapar una sonrisa.
—Sí, absolutamente —dice mirándome—. Hay que reconocer que los
Barone tienen buen gusto.
Mis ojos se cruzan con los de Leo a lo lejos. Él está conversando con
Vincenzo y Chiara. Siento un cosquilleo en el estómago. Leonardo Barone
es mi marido. Qué fuerte. Cuando se lo dije a Lorena casi se desmaya. Me
da mucha pena que mi amiga del alma no esté aquí, pero pronto nos
veremos.
Con el móvil, hago una foto panorámica de toda la fiesta. Antes de
enviársela a Lorena le echo un vistazo. Algo me llama la atención. Una de
las camareras mira a Leo comiéndoselo con los ojos. Una punzada de celos
me agujerea el estómago. Si la vuelvo a pillar, le diré cuatro cosas a esa
lagarta. ¿Es que no ve que ese hombre está pillado?
—¡Cuidado, niñas! —exclama Salvatore.
Las gemelas, Mónica y Anna, recorren el jardín en sus patinetes
eléctricos, y han estado a punto de atropellar a una camarera. Son un
auténtico terremoto. Los niños ríen, corren y saltan. Leo en el yate me habló
de un futuro prometedor, pero la manera en que me ha tratado esta familia
también es muy importante. Tengo la sensación de que no me sentiré tan
sola como antes.
Leo se acerca, su presencia me llena de energía. Hoy lleva un traje
diferente, de un azul marino maravilloso. La camisa blanca hace que su
bonita cara resplandezca más. Esos ojos de color miel… Creo que no me
cansaré de verlos. Ni de besar esa boca tan sexy.
Al llegar a nuestro lado, coloca una tierna mano en mi cintura. Cada vez
que me toca, noto el fuego vibrando en mi interior. No ha pasado un día que
no follemos a lo bestia. Me voy a quedar embarazada en breve.
—¿Lo estáis pasando bien? —pregunta mi marido con una sonrisa.
—Muy bien —responde Eli—. La fiesta es perfecta, Leo.
—Tu madre, como siempre, atenta a todo —apunta Beatrice.
Miramos hacia la mesa con la comida. Los canapés van desapareciendo
poco a poco. El de salmón ha tenido un éxito arrollador. El atardecer va
cayendo sobre el tupido seto que recorre el jardín. Mi corazón late con
calma, lleno de una esperanza que no había sentido en mucho tiempo.
—Esto es solo el comienzo —murmura Leo cerca de mi oído, y me besa
con ternura en la mejilla.
Un rato después, las gemelas me piden que les enseñe el anillo de
casada.
—¡Vaya! —exclama Anna—. ¡Es enorme!
—¡Parece un anillo de la realeza! —dice Mónica.
Su inocencia es contagiosa. Me gusta eso de que soy algo así como una
tía y ellas mis sobrinas.
—Cuando me case, yo tendré uno igualito —dice Mónica.
—¡Y yo también! —replica su hermana.
—¡El mío será mucho mejor!
—¡No, el mío!
De repente, mi móvil vibra. Mensaje de Lorena.
Qué bonita foto, amiga. Tenemos que hablar pronto, me muero
por saber cómo ha ido todo.

Claro que sí, te llamo luego. Beso.

Guardo el móvil y me doy cuenta de que las gemelas se han marchado.


Bien, no voy a quedarme aquí apartada. Tengo que unirme a la fiesta, hablar
con todo el mundo.
El sonido de unas voces a mi espalda hace que me detenga, extrañada.
Su sonido me resulta familiar. Vienen del despacho de Giovanni. La
ventana está entreabierta.
—¿Tienes ya a buen recaudo su anillo de la Bratva? —pregunta.
—No, ella lo tiene guardado. Le dejé caer que tenemos una caja fuerte,
pero le tiene mucho apego.
Esa es la voz de Leo. ¿De qué hablarán? ¿De mí?
—Dile que se lo guardamos nosotros.
—Ya se lo he dicho, papá. Dale tiempo, es mejor no presionarla. Ella no
es tonta, sospechará si la presiono.
—Ese anillo es fundamental, recuerda que por eso te casaste con ella.
El sonido de la música del grupo hace que no oiga bien lo que dicen
ahora. Me acerco un pasito más, pero nada. Vaya, en qué momento se ponen
a tocar más alto. Los Barone siguen bebiendo y pasándoselo bien. No se
han dado cuenta de que estoy aquí.
Ahora bajan el volumen. Menos mal, puedo seguir escuchando.
—Lo sé muy bien, pero tenemos tiempo de sobra —dice Leo—. Aquí
está protegida y además ella no sabe su verdadera identidad.
—Eso está bien. Ella confía en nosotros.
—Por supuesto, le hemos puesto la alfombra roja para que se sienta a
gusto.
Leo y Giovanni callan un momento, y temo que me hayan oído.
Retrocedo un par de pasos en silencio. Intento calmarme…
El corazón late desbocado. Cómo he podido ser tan ingenua. Lo que
hasta hace un momento me parecía un cuento de hadas ha resultado ser una
artimaña cuidadosamente planeada. Leo, sus promesas. Todo tenía un
propósito oculto. ¿Qué debo hacer... ? No puedo adelantarme, no. Debo
pensar, actuar con cautela. Eso sí, ya no confío en nadie.
Capítulo 31

NATALIA

Tengo que hablar con Lorena. Tengo que hablar con Lorena. Tengo que
hablar con Lorena y contarle lo que acabo de descubrir. Ahora.
Sí, voy al cuarto a llamarla. Estoy que me voy a desmayar. ¿Qué está
pasando aquí? Veo a los Barone conversando entre ellos y siento que todo
es un gran teatro. Leo me ha traicionado.
¿Y eso del anillo? ¿Bratva? ¿Qué es eso?
Me encamino hacia el interior, pero alguien me coge del codo.
—¿Estás bien, hija? Te veo pálida.
Al girarme, veo a Francesca.
—Sí, claro —Sonrío—. Voy al baño.
—Los nervios, ¿verdad?
Será mejor que le siga la corriente.
—Un poco sí, la verdad.
—Ya verás que unos días estás completamente adaptada. ¿Qué te parece
Eli? ¿A qué es maravillosa?
—Un encanto, sí.
—Seguro que seréis grandes amigas.
—Seguro, Francesca —digo escuetamente.
Se instala un silencio incómodo. ¿Va a seguir parloteando esta mujer?
—Bueno, te dejo que vayas al baño —dice liberando mi codo.
—Gracias —digo y voy rápido al interior.
Subo las escaleras de dos en dos. Mi mente es como una gran nube
oscura. Los pensamientos se acumulan, se pisan unos a otros, se pierden y
vuelven. Las emociones se desbordan.
Entro al dormitorio de Leo, donde están mis cosas desde que me
trasladé oficialmente como esposa. Cierro con pestillo y me apoyo sobre la
puerta. Saco el móvil y veo que las manos me tiemblan.
Calma, Nati, calma.
Pulso el contacto de Lorena. Mientras suena el tono de las llamadas,
cambio de idea y decido hablar con ella desde el baño. Por si acaso, alguien
viene.
—¡Nati! Me alegro…
—Lorena, he oído algo —La interrumpo mientras no paro de moverme
—Algo muy grave. Estaba en el jardín y oí una conversación.
—¿Una conversación? —Su voz cambia al instante, se vuelve
preocupada.
—Entre Leo y su padre. Fue sin querer, estaba con las gemelas y…
—¿¿Pero qué oíste?? —pregunta con ansiedad.
—Hablaban sobre algo del anillo... algo de la Bratva. Y que me
utilizaron para casarse conmigo. ¡Que no sé mi verdadera identidad!
—¡Dios mío, Natalia! Voy a llamar a la policía ahora mismo.
—¡No, Lorena! Ni se te ocurra. La policía puede estar comprada por los
Barone. Además, ¿qué van a hacer? Firmé el contrato de boda por voluntad
propia. En teoría, no estoy secuestrada ni nada.
—¿Qué vas a hacer entonces? ¿Vas a pedirle explicaciones a Leo? —
pregunta.
—No lo sé, Lorena. Tengo que pensar.
—Voy a reservar un vuelo para mañana mismo. No puedes estar sola en
esta situación.
—Lorena, por favor, no vengas. Puede ser peligroso.
—¿Tú crees?
—Espera un poco, ¿vale?
—Como quieras, pero mantenme al corriente.
—Sí, tranquila, no te preocupes.
Cuelgo y busco en internet todo lo relacionado con la Bratva. Enseguida
me sale un resultado. «Bratva es una variante informal en Rusia de la
palabra fraternidad. Es un apodo para describir gánsteres en general».
Un estremecimiento recorre mi espina dorsal. ¿Rusia? ¿Gánsteres? Pero
¿qué coño es todo esto? Yo no tengo nada ver con esto. Mis padres
biológicos eran españoles, o eso fue lo que me dijeron.
El anillo, claro.
Voy al armario y saco la maleta. Mis manos tiemblan mientras busco en
uno de los bolsillos. Ahí está, el estuche de terciopelo. Lo abro de un golpe.
Ya no lo veo solo como una joya familiar. Este anillo es algo más, pero ¿el
qué?
Me acerco a la ventana para aprovechar mejor la luz. Examino las
estrellas en relieve, dos pequeñas flanqueando a una mayor en el centro.
Las líneas que parecen rayos de sol me hacen pensar. ¿Es esto lo que
quieren?
—Ese anillo es fundamental, por eso te casaste con ella, dijeron en el
despacho
¿Qué tiene de especial?
Los Barone, sus promesas, sus sonrisas encantadoras. Todo ha sido una
estrategia desde el principio. Me duele el pecho con una mezcla de rabia y
miedo.
Todo en lo que he creído se desmorona. No es solo el anillo, es el
legado de mis padres, su conexión con la mafia rusa. La verdad que ahora
sé que Leo conoce. Su traición es despiadada, pero tengo que mantener la
calma y ser más astuta que ellos.
El corazón late a cañonazos, mientras valoro mis opciones. Enfrentarme
a Leo y exigirle la verdad podría ser desastroso. Si descubren que sé algo,
¿hasta dónde serán capaces de llegar?
Imagino escenarios cada vez más oscuros. Quizás me encierren en algún
lugar remoto, lejos de todo y todos. O peor aún, podrían... No, no quiero ni
pensarlo. El miedo me paraliza por un instante.
Debo ser más lista. Si actúo con normalidad, ganaré tiempo para planear
mi próximo movimiento.
Observo mi reflejo en el espejo. La mujer que me devuelve la mirada
parece asustada, pero determinada a hacer algo. Me obligo a sonreír,
practicando la máscara que tendré que llevar.
Me pongo el anillo en el dedo anular de la mano izquierda. Siento su
poder extendiéndose en mí, como una fuente de energía extra que me viene
muy bien en esta crisis.
—Puedes hacerlo —susurro para darme ánimos.
Alguien intenta abrir la puerta del dormitorio. Me llevo un sobresalto.
Esa persona intenta abrir pero está cerrada. Golpea.
—¿Natalia? ¿Estás bien?
Es Leo. Tengo que salir.
Me pongo a pensar dónde guardarlo ahora. Lo mejor será que lo lleve
encima. Lo meto dentro de una de las copas del sujetador. Sí, me parece que
ahí nadie buscará.
Salgo del baño y me dirijo a la puerta del dormitorio. Al abrirla, me
encuentro frente a Leo. Su intensa mirada me da escalofríos.
—¿Estás bien?
—Sí, solo me dolía el estómago —respondo rápidamente, tratando de
sonar despreocupada.
—Ven, volvamos a la fiesta —Me coge firme de la mano—. Todos nos
están esperando.
Asiento, aunque mi mente sigue revuelta. Caminamos juntos de vuelta
al jardín. Intento no parecer nerviosa, pero siento su mirada penetrándome.
¿Sospechará de algo?
Al llegar al jardín, veo que la fiesta sigue en pleno auge. La música en
directo y el murmullo de las conversaciones. Francesca está ahora rodeada
de familiares, riendo y charlando animadamente. Las gemelas, Mónica y
Anna, corren alrededor del jardín.
Leo me toma por la cintura, su contacto me hace contener la
respiración. Nos adentramos en el grupo y yo sigo sonriendo como si nada
hubiera pasado. Un par de personas nos felicitan nuevamente por el
matrimonio, y yo respondo con una amabilidad fría.
—¿Estás segura de que estás bien? —insiste Leo.
—Sí, estoy bien. Quizás fue algo que comí —digo, forzando una
sonrisa.
Leo me observa un segundo más antes de aceptar mi respuesta. Se gira
y comienza a conversar con Vincenzo, quien nos esperaba con una copa de
vino en la mano. Mi mente sigue corriendo a mil por hora. Debo
mantenerme fuerte, la actuación tiene que ser perfecta.
Capítulo 32

LEO

De vuelta a la fiesta, Pietro y Salvatore me piden hablar un momento a


solas. Aunque estamos en familia y podemos hablar de nuestros temas
profesionales, tampoco nos gusta hablar tan en detalle de manera descarada.
Además, hay mucho niño dando vueltas.
Sobre todo por las gemelas, que son las niñas más avispadas que
conozco. Dejo a Natalia conversando con mi madre y Chiara. ¿Qué ha
pasado antes arriba? Estaba doblemente encerrada en el dormitorio y en el
baño. ¿Por qué? Ella dice que todo está bien, y ahora que me voy alejando
la veo conversando sin el mayor problema. Sonríe, asiente con la cabeza,
calmada.
Me voy con ellos a un aparte en el jardín. Pietro me enseña la pantalla
de su móvil. Hay una noticia de un periódico.
—Mira esto —dice.
El titular es «Tiroteo en Puerto Banús». La fotografía es de una calle
muy céntrica llena de bares y restaurantes. Dice que ayer por la tarde dos
individuos dispararon a otro en una peluquería. El muerto es de origen
colombiano, cliente habitual del comercio. La policía sospecha de que fue
un ajuste de cuentas.
—¿Crees que tiene conexión con Montoya? —pregunto.
—No lo creo, lo sé —replica Salvatore—. El muerto era Julio Montiel,
su mano derecha.
—¿Estás seguro?
—Sí, confirmado por nuestro contacto.
—¿Atienza? —pregunto.
—Sí.
—El plan está funcionando. A Montoya le crecen los problemas.
La noticia continúa con el testimonio de varios testigos. Una peluquera
declaró haber visto a dos jóvenes entrar poco antes de los disparos.
—Montoya comenzará a desesperarse —dice Pietro—. Lo siguiente es
comprobar cómo reacciona.
—Con suerte, se volverá paranoico —añade Salvatore—. A esta hora ya
sabrá que fueron los Hijos del Norte.
—¿Qué más sabemos? —pregunto a Pietro.
—Montoya ha reforzado la seguridad en sus otros puntos clave. Está
nervioso, pero no va a mostrarlo abiertamente.
—Bien —digo—. Que siga protegiendo sombras. Cuanta más presión
sienta, más vulnerable será.
Pietro guarda el móvil y se ajusta la corbata.
—Seguimos con el plan.
Asiento. Está claro que el golpe ha sido certero. Montoya debe estar
tambaleándose. Con su mano derecha fuera de juego, sus decisiones serán
erráticas.
—Mantenme informado de cualquier cambio —digo a Salvatore.
—Por supuesto, Leo.
Mientras regresamos a la fiesta, mi mente sigue maquinando. Cualquier
paso en falso puede significar el fin, pero por ahora, Montoya ha recibido
nuestro mensaje alto y claro. Tenemos la ventaja y pienso mantenerla. Me
acuerdo de Gabriela. Imagino que ya está en Colombia.
Regreso junto a Natalia, que sigue charlando con mi madre y Chiara. Al
acercarme, escucho que hablan de la galería de arte. Seguro que ella
también formará parte de la banda de las chicas. Tiene mucho que aportar.
—Ven, quiero hablar contigo un momento —digo y la cojo de la mano.
Ella asiente, aunque noto cierta tensión en su mirada. Nos alejamos del
bullicio de la fiesta y buscamos un rincón más tranquilo en el jardín. Los
músicos siguen tocando su repertorio, ahora con algo un poco más cañero.
Menos mal, porque me estaba durmiendo.
—He estado pensando en el Cortijo —comienzo—. Creo que ha llegado
el momento de hacer una remodelación completa. Quiero convertirlo en
algo espectacular, y para ello voy a contactar con un arquitecto muy bueno.
Los ojos de Natalia se abren como platos.
—¡Eso sería increíble!
Verla tan entusiasmada me da un subidón de alegría inesperada, pero al
mismo tiempo noto una punzada de remordimiento. Saber lo que oculto
sobre su identidad empieza a pesarme más en la conciencia de lo que
debería.
—Necesito que vayas recopilando ideas. Todo lo que te gustaría ver en
el Cortijo. Detalles grandes y pequeños, todo. Sé que te gustaría construir
una piscina infinita, pero no te quedes ahí, piensa a lo grande.
—¡Claro! Me encantaría.
Deseo que esta remodelación pueda darle a Natalia un poco de alegría.
Se lo merece. Su felicidad es contagiosa. Me estoy dando cuenta de que me
gusta escucharla, me gusta ver cómo se ilumina su mirada cuando habla, la
manera que tiene de gesticular, la manera en que entona ciertas palabras, el
gesto de acariciarse la barbilla cuando piensa…
Con Gabriela no me pasaba eso. Con Gabriela no recuerdo ni un
momento sentado con ella, hablando. Siempre en la cama, desnudos,
rodeados del aroma a sexo. Qué curioso, y yo que pensaba que solo me
gustaba un tipo de mujer, y ahora ya no sé qué pensar.
—Iré recopilando fotos e ideas, hay tantas cosas que se pueden hacer —
dice Natalia sonriendo.
—Perfecto. Cuanto más detallado, mejor. Así, cuando hablemos con el
arquitecto podrá captar tu visión al completo.
—Gracias, Leo —dice ladeando la cabeza.
La estrecho contra mí, sintiendo cómo la cercanía de su cuerpo afecta al
mío. Un cuerpo que conozco tan bien, en el que me he hundido, he chupado
y succionado todo lo que podía ofrecerme. Y no me he cansado de él.
Siento la erección cómo se va a abriendo paso en la ropa interior. Esta
noche también acabaremos follando. Esto del matrimonio puede que no está
tan mal del todo.
Capítulo 33

NATALIA

Ya es de noche. Desde la mesa de los canapés, rodeado de los niños que


comen y juegan, observo algo interesante. Los cuatro músicos que forman
el grupo están recogiendo sus instrumentos, equipo de sonido y objetos
personales. En silencio, los van llevando por el jardín a un lugar que no veo,
supongo que a una furgoneta.
Cojo a Ronan en brazos y le digo que quiero enseñarle algo. Él tan
tranquilo comiendo gominolas. ¿Es el hijo de Beatrice o Eli? Mira, qué lío
con tanta familia. Lo importante es que no patalea y que está a gusto
conmigo. Me lo llevo por el jardín y señalo la casa del vecino, otra mansión
impresionante.
—¿Qué increíble, eh? —le digo.
Ronan hace un gesto de indiferencia, pero yo con el rabillo del ojo
observo a los músicos cómo van guardando sus instrumentos en una
furgoneta blanca. Tienen un rótulo en la puerta que dice «Los Destroyer».
Deben de ser los típicos que tocan en bodas, bautizos y comuniones. Uno de
ellos tiene melena y barba, el cantante, parece el mayor de todos y da
órdenes a los demás.
Siento el cosquilleo de los nervios, cuando tengo la idea de fugarme con
ellos sin que los Barone se enteren. En cuanto han cargado sus bártulos, el
cantante y otro se fuman un cigarro con calma. Están a punto de marcharse.
Ahora o nunca, Nati. Me lo repito varias veces para darme ánimos.
Llevo a Ronan de nuevo a la mesa y miro a mi alrededor. Leo está
hablando con sus primos. Bien, está ocupado.
Subo al dormitorio. El pulso va a mil revoluciones mientras cojo el
sobre con el dinero que me dio Leo, y la información sobre la cuenta en el
paraíso fiscal. También guardo mi documentación personal en el bolso.
Los nervios me atenazan. Cómo me descubran… No quiero ni pensarlo.
¿El anillo de estrellas? ¿Dónde está?
Lo busco en los cajones, nada. En el baño, encuentro el estuche de
terciopelo. Al instante, me llevo la mano a la copa del sujetador. Suelto una
risa nerviosa. Mira que olvidarse que lo había guardado aquí…
Bajo los escalones aparentando normalidad. En el jardín, la familia está
a lo suyo y no reparan en mí. Menos Anna, que me saluda con la mano y yo
la saludo, sonriendo. Voy directa al garaje por el jardín.
—Hola, ¿qué tal? —digo al cantante con una sonrisa que espero sea
encantadora.
—Hola —dice escaneándome de arriba abajo con una sonrisa
bobalicona.
—Me preguntaba si podríais hacerme un favor. Necesito ir a Marbella,
¿podéis llevarme?
El cantante, de unos cuarenta años, exhala el humo del cigarrillo por la
boca. Le parecerá extraño que alguien de la fiesta no tenga quien lo lleve.
—Es que me ha surgido un imprevisto y tengo que marcharme ya —
añado.
—Claro, ¿por qué no? Justo nos marchábamos ahora. ¿Te importa ir
detrás con los chicos?
—Para nada —respondo—. Muchísimas gracias. De verdad, me salváis
la vida.
Subo a la parte trasera de la furgoneta y me siento entre maletas,
altavoces y una maraña de cables. Saludo con una sonrisa a los dos
músicos, que me miran desconcertados. El cantante se sube al puesto del
conductor y arranca la furgoneta.
Nos acercamos al primer control de seguridad.
—Somos los músicos —le explica el cantante con el brazo apoyado en
la ventanilla.
—Ya lo veo —dice.
Contengo la respiración mientras el vigilante se asoma por la ventanilla.
En medio de la penumbra, me agacho para que no me vea. Los músicos
saludan al guardia con la mano. Se produce un momento de silencio en el
que comprueba algo en un listado.
Finalmente, el vigilante asiente y les deja pasar. Suspiro aliviada.
—Buscamos una cantante que cante bien y sea guapa, ¿te interesa? —
pregunta el conductor sonriendo.
—Me encantaría, pero canto fatal.
—Igual que él —dice el músico que tengo a mi lado.
Ríen con ganas, incluido el cantante. Yo estoy tan tensa que no me sale
reír. ¿Cuánto tiempo tardarán los Barone en darse cuenta de que no estoy?
El móvil suena en mi bolso. Dios mío, Leo me está llamando. Paso de
contestar. Pues ya se han dado cuenta de que no estoy. Tranquila, Nati.
La furgoneta avanza hasta el siguiente control, el de la urbanización,
que pasamos también sin problema.
—¿A dónde vais? —les pregunto para distraer mi mente.
El batería, un chico joven con el pelo teñido de azul, se gira hacia mí.
—Tenemos otro bolo en una discoteca de Fuengirola.
—¿Os gusta tocar más en discotecas o casas? —pregunto buscando
quitarme los nervios de encima.
—En las casas pagan mejor —responde el cantante—. En esta nos han
dado una pasta, ¿eh, chicos?
—Ya te digo.
—Pero lo nuestro es el rock.
El guitarrista, un tipo con barba y tatuajes en los brazos, asiente.
—Algún día triunfaremos con nuestra música. Recuerda este nombre,
los Destroyer.
—Bonito nombre —digo admirando su optimismo.
La furgoneta baja por la carretera de montaña. De vez en cuando miro
por la ventanilla trasera por si descubro las luces de un coche.
—¿Estás bien? —pregunta el batería—. Pareces nerviosa.
—Sí, sí. Es que... tengo prisa por llegar. Solo eso.
—¿Dónde quieres que te dejemos exactamente? —pregunta el cantante.
Mi mente se queda en blanco por un momento. Seré tonta, no había
caído en eso. Me he escapado guiada por un impulso y ahora qué. A ver,
piensa un poco, Nati. No puedo volver al Cortijo, eso está claro. Sí, necesito
un hotel para pasar la noche.
—En el centro de Marbella, ¿os viene bien?
—Sí, claro, sin problema —responde el cantante.
Saco el móvil del bolso y escribo un mensaje a Lorena como puedo,
porque la furgoneta se inclina a un lado y otro por las curvas de la carretera.
Tía, me he escapado de casa de los Barone.

Espero unos segundos hasta que aparece la respuesta de Lorena.


¿Qué? ¿Cómo que te has escapado?

Los músicos charlan entre ellos sobre un cambio en su repertorio.


Voy en una furgoneta con los músicos de la fiesta. Estoy bien,
pero muerta de miedo

No puedo creerlo! ¿Adónde vas?

A un hotel, no sé cuál aún. Te aviso cuando llegue.

No uses ninguna tarjeta de crédito, que te rastrean.

—Oye, ¿no eres tú la novia de la fiesta? —me pregunta el batería—.


¿Es esto un caso de novia a la fuga?
Un escalofrío me recorre la espalda. Niego con la cabeza.
—No, no. Soy una invitada.
—Ah, vale. Es que me ha parecido verte antes con el novio.
—Te habrás confundido.
El cantante interviene desde el asiento delantero.
—Déjala en paz, anda.
Agradezco su intervención con otra sonrisa tensa. El móvil vibra en mi
bolso. Otro mensaje de Lorena.
Ten cuidado, por favor. Avísame en cuanto puedas
Capítulo 34

NATALIA

Entro al Miguel, el modesto hotel de tres estrellas en el centro de Marbella.


El recepcionista levanta la vista del ordenador y me dedica una sonrisa
amable.
—¿Tiene una habitación disponible para esta noche? —pregunto.
—¿Una persona?
—Sí.
El recepcionista consulta el ordenador unos segundos.
—Sí, tenemos una. ¿Para cuántas noches?
—Solo una —respondo, sacando el sobre con el dinero que me dio Leo
—. Pago en efectivo.
—Déjeme su DNI.
Lo cojo de mi bolso y se lo entrego. Copia la información en el
ordenador y me lo devuelve junto a la llave de la habitación. Veo el número:
115.
—Aquí tiene. ¿Tiene equipaje?
—No, solo lo que llevo puesto.
—Tercera planta, al fondo del pasillo.
El recepcionista me mira intrigado, pero no dice nada. Subo al ascensor
y pulso el botón del piso. Mientras subo, el móvil vibra insistentemente en
mi bolso.
Dios mío, Leo otra vez.
Dejo escapar una suspiro muy profundo, lleno de tensión y nervios. No,
no voy a contestar. Si lo hago, estoy perdida.
Recuerdo que Leo me cambió la tarjeta SIM para que no me rastrearan,
así que tengo que buscarme otra o apagar el móvil.
Al llegar a mi habitación, lo primero que hago es copiar el contacto de
Lorena en una hoja. Por suerte, sobre la mesa hay un bloc de notas con el
logotipo del hotel y un bolígrafo. Lo anoto y me quedo con la hoja.
Después, apago el móvil.
La habitación es sencilla: una cama, una mesa con silla y una pequeña
televisión en la esquina. Tiro el bolso sobre la cama y me dejo caer junto a
él, sintiendo el peso de todas las decisiones tomadas en las últimas horas.
Me quedo mirando el techo, reprimiendo la urgencia de huir de nuevo.
Los nervios siguen presentes, pero ahora necesito descansar y despejar la
mente.
Un ruido afuera me sobresalta. Los pasos de alguien en el pasillo. Ya me
encontraron. Vienen a por mí.
Contengo la respiración hasta que ya no los escucho. Falsa alarma.
La habitación del hotel sigue en silencio cuando descuelgo el teléfono
fijo y marco el número de Lorena. El corazón me late a mil por hora
mientras espero que conteste.
—¿Nati? —pregunta al otro lado de la línea.
—Sí, soy yo.
—¿Estás ya en el hotel?
—Sí, en el Miguel, en el centro. He pagado en efectivo.
—¿Cómo estás?
—Bien, pero ha sido una locura eso de escaparme con los músicos.
Todavía no me creo lo que acabo de hacer.
—Cuéntamelo todo, Nati.
Respiro hondo antes de empezar. Le detallo todo lo sucedido después de
nuestra última conversación por teléfono. Lo que averigüé sobre la Bratva,
los planes de Leo sobre el Cortijo y cómo me escapé con los músicos en su
furgoneta. Ella resopla continuamente, alucinando con todo.
—Necesito averiguar más sobre mis padres —le digo—. Quiénes eran,
por qué me dejaron en el orfanato y si es cierto que son mafiosos. Necesito
confirmarlo.
—¿Cómo lo vas a hacer?
—Mañana voy a ir al orfanato. Necesito conocer toda la verdad sobre
mi pasado.
—Nati, comprendo que necesites respuestas. Qué pena que tus padres
no estén aquí para ayudarte. Creo que no puedes hacer esto sola, quiero
ayudarte. No te preocupes, mañana estoy en Marbella. Iremos juntas al
orfanato.
Los ojos se me humedecen. Libero toda la tensión, el miedo y no sé qué
más… Mis padres, el Cortijo, los problemas económicos, todo vuelve a mi
mente. Rompo a llorar mientras mi amiga me escucha en silencio.
—Gracias, Lorena —digo sorbiendo la nariz—. No sé qué haría sin ti.
—Para eso están las amigas, ¿no? Podemos resolver esto juntas.
—Tengo tanto miedo... pero también curiosidad. Quiero saber quién
soy.
—Todo irá bien —dice con determinación—. Descansamos esta noche y
mañana nos vemos. Vamos a buscar la verdad, cueste lo que cueste, aunque
tengamos que convertirnos en mafiosas.
Rompo a reír a carcajadas. Las lágrimas de la risa y la tristeza se
mezclan.
Me entra el recuerdo del día que Lorena y yo nos despedimos en el
aeropuerto de Madrid, cuando ella se marchaba a Londres.
—Prométeme que nos llamaremos cada semana, Nati.
—Claro, no te vas a librar de mí tan fácilmente.
—Recuerda, ¡nada de comida basura!
—Pues tú no te abuses del fish and chips, que se va todo a las caderas.
Las dos reímos. La risa oculta el dolor de la separación. Buscamos
alivio en nuestras bromas y consejos absurdos.
—Voy a echarte tanto de menos...
—Yo también, Nati.
Nos abrazamos una última vez. El altavoz anuncia su vuelo. Las risas se
quiebran en nuestras gargantas.
—Debes irte ya —le digo.
—Sí, Nati. Tengo que irme, pero seguiremos en contacto.
Intento aparentar fortaleza, pero las lágrimas aparecen.
—Te quiero un huevo, tía. No lo olvides.
—Y yo a ti. ¡A por todas en Londres!
Lorena sonríe, sus ojos brillan. Se gira y camina hacia el control de
seguridad, y me cuesta creer que se está yendo a otro país. Me seco las
lágrimas con la manga de la chaqueta vaquera.
Regreso al presente. Siento un gran alivio de contar con Lorena. Estará
aquí mañana y no me sentiré tan sola. La noche pasará rápido, lo sé.
Mañana empezaremos un viaje al pasado. El verdadero pasado.
Capítulo 35

LEO

¿Se puede saber qué coño está pasando aquí? Me quedo mirando el móvil
como si funcionara mal, o estuviera llamando a otra persona que no fuera
Natalia. Pero no, funciona bien y es su contacto.
No sé dónde está Natalia y tampoco contesta mis llamadas. Empiezo a
pensar que algo le ha pasado.
—¿Ya la has encontrado? —pregunta mi madre.
—No.
—¿Cómo que no? Tiene que estar en alguna parte de la casa.
—La vi con Ronan hace un rato —dice Beatrice.
—¿Un rato cuánto tiempo es?
—Veinte minutos, media hora.
—¿El móvil da señal?
—Sí, lo tiene encendido.
—Voy a preguntar a los de seguridad —digo encaminando ya hacia allá.
—¡Todos a buscar a Natalia por la casa y el jardín! —grita mi madre a
toda la familia—. Hace media hora que no sabemos nada de ella.
Compruebo una vez más mi móvil por si me ha enviado un mensaje.
Nada. En el Whatsapp no hay información sobre su última conexión. La
tierra se la ha tragado. ¿Se habrá escondido? Qué absurdo, ¿para qué? Tiene
que haberle pasado algo. A lo mejor está desmayada en algún rincón. Joder,
¿cómo puede estar pasando esto? Desaparecida en nuestra propia casa.
—Gianluca, ¿has visto a Natalia por las cámaras? —le pregunto con
ansiedad en el cuarto de seguridad, en el garaje.
Se gira hacia mí y frunce el ceño.
—No, jefe.
—¿Cómo es posible que no la hayáis visto? Hay cámaras por la casa.
—La mayor parte en el exterior. Hace un año se quitaron algunas
cámaras del interior.
Maldigo para mis adentros. Fui yo quien pidió a Pietro que quitara las
cámaras. No puedo creer que mi propia sugerencia ahora se vuelva en
contra.
Salgo del cuarto de seguridad con el estómago revuelto. Joder, tengo
que encontrarla. Voy hacia la entrada principal y me dirijo a los guardias.
—Necesito la lista de personas y vehículos que han salido en la última
hora.
—Por supuesto —dice uno de ellos.
Enseguida me entregan una carpeta con un cuadrante. A mano, están
escritos la hora de entrada, de salida y la matrícula. Con el dedo voy de
arriba hacia abajo. Reconozco a la matrícula de Esperanza. Después, hay
otras matrículas.
—¿Estos quienes son?
El vigilante se acerca para echar una ojeada.
—Sí, algunos de los camareros contratados que han venido solo para el
evento.
—¿Y estos?
—Los músicos. Iban en una furgoneta. Creo recordar que tenían un
rótulo que ponía Los Destroyer.
De repente, algo resuena en mi interior, como una voz de alerta. Los
músicos… Además, han venido con una furgoneta. Hay que hablar con
ellos. Por si acaso, fotografío el número de la matrícula con mi móvil.
—Llama a Seguridad de la urbanización y diles si este vehículo pasó
por su control. Quiero asegurarme de que no están por aquí.
—De acuerdo, jefe.
Pietro y Salvatore se acercan, expectantes.
—No la encontramos por ninguna parte —dice mi primo.
—¿Qué has averiguado tú? —me pregunta mi hermano.
—Creo que la han secuestrado los músicos. Se la han llevado en la
furgoneta.
—¿Qué información tenemos de ellos?
En el móvil busco la web de «Los Destroyer». Encuentro una página,
pero algo no me cuadra. Parece demasiado básica, casi como si alguien la
hubiera montado en cinco minutos, pero hay un apartado de conciertos.
Examino rápidamente el listado, y descubro que tienen uno programado en
una sala de conciertos de Fuengirola dentro de una hora.
¿Será un grupo verdadero de música, o son los rusos que quieren el
anillo?
—Necesitamos comprobarlo —digo alzando la voz, tenso—. Salvatore,
tú vienes conmigo. Pietro, tú y Vincenzo investigad todo sobre la matrícula.
Localizad esa furgoneta cuanto antes.
Pietro asiente y se marcha para informar a Vincenzo. Con apremio,
Salvatore y yo vamos al garaje. Subimos al Jaguar y al segundo, ya estamos
camino a Fuengirola.
—Si es cierto que los músicos son los rusos, hay que quitarse el
sombrero porque han planeado el secuestro que te cagas —dice Salvatore.
—No es momento para reconocer el mérito de esos cabrones.
—¿Y si ella se ha escapado? ¿Lo has pensado, eh?
—Anda ya, no me jodas. ¿Por qué se iba a escapar? Estaba de puta
madre conmigo. Yo le iba a dar todo lo que necesita.
Mi mente corre a mil por hora, repasando cada momento desde antes de
que Natalia desapareciera. ¿Tendrá que ver su desaparición con lo que
ocurrió en el baño? Entonces se me ocurre una idea.
—Llama a Pietro o Vincenzo —le digo a Salvatore.
—¿Para qué?
—¿Les quieres llamar, joder?
—Vale, vale.
Salvatore acerca el móvil y pone el manos libre.
—¿Qué ocurre? —pregunta Vincenzo.
—Vin, ve a mi cuarto y registra todas las pertenencias de Natalia.
—¿Qué busco?
—Un estuche de terciopelo, dinero en metálico y un sobre con la
información de una cuenta en Delaware.
—Vale —dice y cuelga.
—Si todo eso está en su sitio, significa que la han secuestrado. Ella no
se iría a ninguna parte sin eso, y menos sin el anillo —le digo a Salvatore
—. Si no están, es que ella se ha ido por su propio pie.
—Que se ha escapado, vamos.
Mis manos aprietan el volante con tanta fuerza que los nudillos se
ponen blancos.
—Sí —digo a regañadientes—, que se ha escapado con los músicos.
—Qué lista —dice Salva con admiración.
—¿Y si se ha enterado de lo que sabemos de su pasado? —pregunto.
—¿Cómo?
—A lo mejor nos ha escuchado, mierda —digo haciendo un chasquido
con la boca—. Tanto esfuerzo y por un error tonto… Si la pillan los rusos,
estamos jodidos.
Capítulo 36

NATALIA

¿Qué hora es? Me cuesta dormir. No entra la luz del día, aún es de noche.
Tienen que ser las tantas de la madrugada. Enciendo la luz de la mesita de
noche y consulto la hora en mi reloj de muñeca. Las 5:03. El móvil sigue
apagado, ahora llamaré a Lorena para que me dé los detalles del vuelo.
Qué alegría que viene a verme.
Leo estará cabreadísimo pero que se joda, sí. Me mintió. Todos me
mintieron. Caí en la trampa como una tonta. Un marido guapo, que folla
bien y que es rico. Además, estaba sola. Me pillaron con la guardia baja. La
sortija del matrimonio me la he quitado y guardado.
Me levanto de la cama. Los nervios, la incertidumbre, la revelación…
todo lo siento aquí, en el pecho. Caigo en la cuenta de que llevo puesto el
anillo, pero el de estrellas. No sé ni cuando me lo he vuelto a poner. Tengo
que esconderlo, no puedo llevarlo a la vista de todos.
Es solo un objeto caro aunque tiene algo especial. Como si sintiera una
conexión íntima con mis padres. Un momento. Se llamaban Víctor y Lidia,
eso fue lo que me dijeron, por eso siempre pensé que eran españoles. Ahora
pienso que a lo mejor no son sus verdaderos nombres, que han de ser rusos,
¿no? Viktor y… Tengo que buscar en internet el equivalente de Lidia en
ruso. Mierda, no puedo. Móvil apagado.
¿Lo sabrían mis padres biológicos? ¿Sabrían la verdad del anillo? ¿Por
qué no me dijeron nada cuando fui mayor o cumplí los dieciocho? Saberlo
era mi derecho. ¿O querían protegerme? Dios mío, cuántas preguntas sin
respuesta. Me voy a volver loca.
Vuelvo a la cama. Doy tumbos, acomodo la almohada, voy al baño,
regreso. Qué angustia no poder dormir. Me vuelvo a levantar y extiendo la
mirada por la Avenida Ricardo Soriano, la principal de Marbella, que ahora
está desierta. Solo pasan algún coche que otro, esporádico.
La última vez que estuve por aquí fue con mis padres. Era domingo y
fuimos a almorzar. Sí, fue poco antes de la pandemia.
Como si pudiera verles ahora mismo. Mi padre, robusto y de risa
estruendosa, siempre bromeaba con los camareros cuando ordenaba los
platos. Mi madre sonreía, paciente, si es que ya se sabía todo el repertorio
de chistes. La pobre tenía mucho aguante.
Mis padres formaban un matrimonio muy equilibrado. Los vi muchas
veces acariciarse en público y demostrarse su gran amor. En San Valentín,
se iban a cenar a un restaurante de lujo, de esos de no sé cuantas estrellas.
Era de los pocos momentos que se alejaban del hotel. Se lo tenían ganado
porque trabajaban muy duro para salir adelante.
Nunca les pregunté por qué no adoptaron a más niños. Siempre tuve esa
curiosidad. Lo que me acuerdo fue lo que le dijo mi madre a mi padre
cuando me conocieron. Como la llamé mamá en la primera salida que
hicimos a la calle, cuando volvieron solos a casa, le dijo a mi padre que yo
era para ellos por ese detalle. Que ya no podía a volver a irse sin mí.
Un rato después, me despierto. El reloj marca las 7:15. Al menos he
logrado dormir un par de horas. Me incorporo, con la mente aún nublada
por los sueños y tomo el teléfono de la habitación para llamar a Lorena.
—Nati, estoy a punto de embarcar. Llegaré en dos horas —me dice—.
¿Cómo estás?
—Fatal, apenas he podido dormir.
—Normal.
—Te esperaré en el aeropuerto.
—Vale.
Cuelgo y me quedo unos segundos en silencio mirando la habitación,
como buscando fuerzas para arrancar el día. Llamo al room service y pido
un desayuno continental.
Después, decido darme una ducha para despejarme. Me levanto, voy al
baño y abro el grifo de la ducha. El agua tibia cae sobre mi pecho desnudo.
Este pecho que Leo devoró y chupó, y que acarició con esas manos tan
bonitas. No sé qué pasa, es como si mi cuerpo lo echara de menos. Qué
extraño que sienta algo así ahora. Todo era idílico, un sueño, cuando estaba
con él. Me trataba tan bien… y resultó que me salió rana.
Pero sigo casada con él. Supongo que podré divorciarme. ¿O no?
Al salir del baño, me acuerdo de que solo tengo el vestido. No puedo ir
por ahí con un vestido de noche. Hay que comprar algo de ropa. Por suerte,
estoy en el centro de Marbella, así que habrá alguna tienda que abra pronto.
A los diez minutos, tocan a la puerta. Servicio de habitaciones, el
desayuno.
—Muchas gracias —digo.
Una camarera coloca la bandeja sobre la mesa y se marcha. Me siento a
comer. El café y el zumo de naranja fresco me reaniman. Termino
rápidamente, no quiero retrasarme más de lo necesario. Hago un rápido
repaso de la habitación para no dejarme nada, y después el check-out en la
recepción.
—Necesito un taxi al aeropuerto de Málaga para dentro de una media
hora.
—Sí, no se preocupe —dice el recepcionista—. Les avisaré con
antelación.
Voy a la tienda de ropa de la esquina. No es la típica cadena que todos
conocemos, sino una modesta, de barrio. La dependienta, una mujer de
mediana edad, que parece la dueña, me mira un poco extrañada por mi
vestido. Seguro que pensará que vengo de fiesta.
—Necesito una blusa, vaqueros, calzado cómodo y un bolso grande —
digo como si recitara la lista de la compra—. Ah, y un sombrero y gafas de
sol. ¿Lo tienes todo?
—Las gafas de sol, no, pero tiene una tienda aquí mismo, doblando la
esquina —dice señalando con la mano.
Una media hora después, ya estoy en el taxi rumbo al aeropuerto. El sol
empieza a ascender por un cielo cargado de nubes. Por instinto, a veces
miro por la ventanilla de atrás. Leo no estará de brazos cruzados, estará
removiendo cielo y tierra para encontrarme.
—¿Cuánto tiempo tardaremos? —pregunto.
—Una horita más o menos —responde el taxista, amable.
Me ajusto el sombrero. Creo que me queda un poco grande. La mujer
me dijo que es muy conocido el modelo, Fedora. Y con las gafas de sol,
parezco una espía. A ver si ahora voy a llamar la atención en vez de pasar
desapercibida.
—¿Es usted famosa? —pregunta el taxista—. Lo digo como va tapada.
—Más o menos.
Capítulo 37

LEO

—Leo, me acabo de levantar. Infórmame de la situación —exige mi padre


por el móvil—. ¿Dónde estáis y que tenéis pensado hacer?
—Salvatore y yo estamos delante del hotel Miguel, en el centro de
Marbella, muy cerca del parque de la Alameda. Es el único hotel de la zona
que nos queda por preguntar. Estamos a punto de entrar.
—¿Natalia ha pasado la noche en ese hotel?
—Los músicos, después de amenazarles en Fuengirola, nos dijeron que
la dejaron en el centro de Marbella. Ella no conoce a nadie por aquí, así que
no creemos que haya pasado la noche en la calle. Además, lleva mucho
dinero encima.
—Tienes que recuperarla cueste lo que cueste. ¿Me has oído?
—Sí, papá, no te preocupes. Daré con ella —digo y cuelgo.
Entramos en la recepción. Vaya mierda de sitio. No dormiría aquí ni
gratis. El recepcionista nos saluda con una sonrisa. El infeliz no sabe lo que
le espera. Cojo el móvil y le muestro una foto de Natalia.
—¿Está en este hotel? —pregunto sin girar en mi voz.
El recepcionista pone una cara seria de repente.
—Lo siento, señor. No puedo divulgar esa información por razones de
privacidad.
Le cojo de las solapas del traje y lo levanto sobre el mostrador. No
tengo tiempo para sutilezas.
—Vas a meter el nombre de Natalia Valverde en ese puto ordenador y
me vas a decir si está aquí —ordeno fulminándole con la mirada—. Si te
niegas, te mataré ahora mismo como a un perro. ¿Me has entendido o te
hago un dibujo?
Salvatore abre la chaqueta y enseña la empuñadura de su pistola bajo la
axila. El miedo brilla en los ojos del recepcionista.
—Vale, vale.
Le suelto con desprecio. Empieza a teclear en su ordenador con un claro
nerviosismo. Cada segundo que pasa siento que me hierve la sangre.
—Se ha marchado hace unas horas.
—No me jodas —digo mirando a mi primo.
—¿Ha hecho alguna llamada al exterior a través del teléfono fijo? —le
pregunta Salvatore.
El recepcionista vuelve a consultar en la pantalla.
—Sí, sí. Hizo una llamada a un número esta mañana, y anoche también
al mismo.
—Dame ese número —exijo con cara de malas pulgas.
Apunta el número en un trozo de papel y me lo da. Lo arranco de sus
manos. Salimos del hotel con apremio.
—El número tiene que ser de su amiga Lorena —le digo a Salvatore.
—Hay que rastrearlo.
Llamo a mi primo.
—Vin, acabo de conseguir un número de teléfono —digo mirando el
papel—. Necesito que el hacker acceda de manera remota al móvil.
Tenemos que averiguar correos, mensajes, llamadas, todo. ¿Se puede hacer,
verdad?
—Sí, le enviarán un sms con un enlace, en cuanto haga clic el hacker
podrá entrar en su móvil, pero eso llevará unas horas —responde Vincenzo.
—Perfecto.
—Envíame el número por mensaje.
Cuelgo y se lo envío. Ahora, a esperar.
—Vamos a reponer fuerzas a un bar —dice Salvatore—. Nos lo
merecemos.
—Sí, está bien —digo a regañadientes—. Me jode estar con los brazos
cruzados.
—A mí también, pero tenemos que comer algo. Con mucha hambre, no
puedo estar concentrado.
El bar está casi vacío cuando llegamos. Nos sentamos en una mesa al
fondo. Un camarero se acerca, serio, con cara de haber dormido poco, como
nosotros.
—Un Negroni y un Ron Zacapa con hielo —le digo sintiendo la boca
más seca que una alpargata.
—¿Algo para desayunar?
—Sí, un par de tostadas con tomate y aceite.
Se marcha camino de la barra.
—Nunca pensé que Natalia huiría así, como de película —digo a
Salvatore—. Es como si de repente fuera una persona diferente. Es más lista
de lo que pensaba. Pero, ¿de dónde ha sacado esa valentía? Todo esto... es
imposible que lo haya planeado sola, ¿o sí? Esa mujer me está
sorprendiendo. De hecho, me ha impresionado.
Mi primo pone cara rara.
—¿Qué pasa? —le pregunto.
—Nunca has hablado de una tía de esta manera. Siempre dices que tiene
un buen culo o buenas tetas. Nada más.
—No me jodas.
—Te has encoñado.
Bebo un sorbo de mi bebida. La paladeo mientras pienso en lo que dice
el bocazas de mi primo. Cuesta reconocerlo, pero hay algo en ella, una
fortaleza que nunca vi venir, y que tal vez ni me molesté en descubrir.
—A lo mejor también tiene sus propios demonios de los que escapar —
dice mi primo.
—¿Ella? Puede ser. Una chica que pasó por un orfanato. Eso tiene que
marcar para siempre.
—Vaya que sí.
—¿Pero por qué ha tenido que escaparse?
—Quizá no es una huida exactamente, sino más bien una búsqueda. Si
es cierto lo que suponemos, que se enteró de algo sobre su pasado, a lo
mejor se ha ido a encontrar respuestas.
—Pero yo le podía haber ayudado.
—A lo mejor quiere hacerlo sola.
—Sí, es posible.
—¿Tú qué harías?
Me quedo pensativo mientras bebo otro sorbo de mi ginebra. El
camarero llega con las tostadas. El aceite de oliva y el tomate rayado aparte.
Vuelve al mostrador a entender a unos nuevos clientes.
—Supongo que iría al orfanato a recabar información —digo a mi
primo, cayendo en la cuenta de que hemos tenido una pista delante de
nuestras putas narices todo el tiempo—. ¿Cómo me dijo que se llamaba? El
Roble, sí. Vamos a buscar la dirección en internet.
Capítulo 38

NATALIA

Después de recoger a Lorena en el aeropuerto, tomamos un nuevo taxi para


ir a mi orfanato. Avanzamos por la Avenida de Andalucía, el centro de la
ciudad. El tráfico es denso y en el ambiente hay una intensa humedad. A lo
mejor hasta llueve, algo muy raro en la Costa del Sol. Sí, el día se ha
levantado extraño.
Lorena me coge de la mano. Ella es delgadita, menuda y con una
barbilla pronunciada, pero con mucho carácter. La recuerdo con una mano
especial para los niños, muchas ganas de conocer mundo. Y lo ha logrado,
vive en una de las ciudades más importantes del mundo. Qué orgullosa
estoy.
Vaya abrazo nos dimos en el aeropuerto, de tan intenso que fue hasta se
me cayó el sombrero y las gafas de espía. La gente nos miraba como
diciendo «vaya par de locas».
—¿Estás bien, amiga? —me pregunta.
—Sí, ahora contigo aquí mucho mejor —digo sonriendo—. Gracias por
venir.
—¿Para qué están las amigas si no? Además, todo esto parece una gran
aventura —Sonríe con un guiño—. Cuando acabemos con todo esto, iré a
ver a mis padres en Granada. Podrías venirte conmigo y pasamos unos días.
—Claro, me encantaría, pero a ver cómo termina esto.
—Seguro que bien —dice ladeando la cabeza—. Oye, ¿me dejas ver el
anillo? Tengo una curiosidad que no veas, tía.
Asiento mientras me llevo una mano al pecho y saco el anillo de
estrellas que tengo guardado en la copa del sujetador. Sus ojos se ensanchan
al ver el brillo y el diseño. Lo coge con cuidado, como si fuera un tesoro
frágil. Sus dedos acarician las estrellas, admirando cada detalle del relieve.
—Hacía años que no lo veía —dice asombrada—. No lo recordaba tan
bonito.
Lorena sigue examinando el anillo, fascinada. La estrella de ocho
puntas en el centro y las líneas que parecen rayos de sol.
—Siempre fue tu mayor tesoro —dice a la vez que me lo devuelve.
—Sí, el único recuerdo de mis padres biológicos.
—Menos mal que lo has conservado todo este tiempo. ¿Crees que
valdrá mucho dinero?
—No tengo ni idea, pero es más importante de lo que nunca imaginé.
El taxi llega al orfanato el Roble y se detiene junto a la acera. Pago al
taxista y las dos bajamos. Me encuentro con la fachada del edificio, que
ahora es diferente a mis recuerdos de hace casi veinte años. El color ha
cambiado y hay graffitis en las paredes. Dejo escapar un suspiro nostálgico.
—Esto no es como lo recordaba —digo en voz baja.
—Es normal. Después de tanto tiempo, las cosas cambian.
—Me acuerdo ahora de correr por aquí, por la acera, pero es un
recuerdo muy lejano, como un sueño.
Me acerco al portal sintiendo que las manos me sudan.
—¿Estás lista para entrar? —pregunta Lorena acariciando mi espalda.
Dejo escapar un suspiro largo y asiento con la cabeza. Llamo al portero
automático, al piso que pone El Roble.
—¿Quién es? —pregunta una voz de hombre.
—Me llamo Natalia Valverde y estuve aquí cuando era pequeña.
Necesito hablar con algún trabajador social.
Silencio. Después, se oye el chisporroteo metálico y abrimos la pesada
puerta de metal. Cruzamos el vestíbulo mirando hacia todos lados. Aquí no
me asalta ningún recuerdo. Subimos por las escaleras hasta el segundo piso.
—¿Te acuerdas de algo? —pregunta Lorena.
—No, de nada.
Llegamos a una puerta que está entreabierta. Salen voces de niños y eso
me crea un vacío en el estómago. Una nueva generación que busca padres,
que busca ser queridos. Qué suerte tuve yo de estar solo un año. Si hubiera
sido más mayor, como seis o siete años, hubiera sido mucho más difícil ser
adoptada. Los padres buscan a niños cuanto más pequeños, mejor. No, no es
justo.
Recorremos un pasillo largo. De momento, nadie sale a recibirnos.
Quizá los trabajadores sociales estén en la cocina o en el baño. En la
primera habitación que encuentro me entra un recuerdo, también como a
través de una niebla. Veo muchos cojines de colores y todos los niños
tirándose y peleándose con ellos. Creo que eso lo hacíamos por las tardes.
Yo casi siempre estaba en el suelo, como era de las pequeñas…
Un trabajador social, de unos cuarenta años, con camisa a cuadros,
vaqueros y un delantal, sale a nuestro paso. Tiene el pelo corto y una
expresión amable en la cara.
—Hola, ¿en qué puedo ayudaros?
—Buenos días. Soy Natalia Valverde y estuve aquí cuando era pequeña,
hace casi veinte años. Necesito acceder a mi archivo personal.
El hombre frunce el ceño antes de responder.
—Lo siento, eso tiene que gestionarse a través de la Junta de Andalucía
—dice encogiéndose de hombros—. Hace falta rellenar un formulario, y
después te envían el expediente a casa por correo ordinario.
—¿Eso cuánto puede tardar?
—Unos seis meses, creo.
Me parece una eternidad. Respiro hondo, intentando reunir fuerzas para
superar el primer revés.
—Es muy importante para mí que cuanto antes sepa todo lo relativo a
mi adopción. ¿No existe otra forma?
—Esa es la oficial, la que está establecido en el protocolo.
—¿Podría ayudarnos de alguna manera? —interviene Lorena—. Yo
vengo de Londres para ayudar a mi amiga. Por favor, hágase cargo de la
situación. No vivimos en Málaga y tenemos que marcharnos en unas horas.
—Solo necesitamos algo de información —insisto—. Ayúdenos, por
favor.
El hombre nos mira, evaluándonos.
—¿Tienes tu DNI?
—Sí, lo tiene —responde Lorena por mí.
Lo saco del bolso y se lo entrego. Lo examina con atención.
—Puedo mirar en el portal y ver qué encuentro. Venid conmigo.
Nos lleva hasta un pequeño cuarto que parece un despacho. Los
muebles son simples, las paredes llenas de dibujos infantiles. Se sienta
frente a un portátil y comienza a teclear.
—Dadme un momento, que hay días que no funciona nada y todo va
lentísimo.
Mis manos sudan, y noto el suave apretón de Lorena en mi brazo.
Tras unos minutos, se gira hacia nosotras.
—Aquí está. Natalia Valverde. Sí, he encontrado tu expediente.
Mi corazón da un vuelco. No puedo evitar que un ligero temblor recorra
mi cuerpo. Todo lo que he querido saber está a punto de revelarse.
Capítulo 39

LEO

Poco antes del mediodía, Salvatore y yo llegamos al orfanato el Roble.


Gracias a internet, encontrar la dirección ha sido chupado.
Es una calle residencial, tranquila. Un repartidor sube a la furgoneta,
una pareja de adolescentes caminan cogidos de la mano y un jubilado pasea
solo con las manos detrás de la espalda. Detenemos el coche frente a una
vacía parada de autobús. Aparentemente nada sospechoso.
—¿Estará ella ya ahí? —pregunta Salvatore.
—Lo más probable —respondo—. Mientras nos llega la información
del teléfono de su amiga, nos quedamos aquí haciendo guardia.
De repente, cuando la furgoneta del repartidor se aparta, me fijo en que
unos veinte metros más lejos, hay también un coche en doble fila. Una
persona dentro en el asiento del conductor. Distingo la forma de la cabeza
rapada e incluso parece que tiene algo encima, ¿un esparadrapo? Parece que
está consultando su móvil, bueno, más bien hablando con alguien.
Lo reconozco y me pongo tenso.
—Creo que ese que está ahí es el que irrumpió en el hotel rural —le
digo a Salvatore señalando con la barbilla—. El que pensaba primero que
era colombiano, pero después supe que era de la banda del Lobo Kirill.
—No me jodas.
—Ha llegado a la misma conclusión que nosotros, que Natalia volvería
al orfanato —digo pellizcándome el labio inferior mientras pienso qué
hacer—. ¿Cuánto tiempo llevará ese cabrón ahí esperando?
Lo que me sale de dentro es pegarle cuatro tiros y dejarlo muerto, pero
estamos a plena luz del día. Sería demasiado arriesgado. Hay que
neutralizarle para proteger a Natalia.
Intercambio una mirada con mi primo. Los dos hemos llegamos a la
misma conclusión sin decirnos nada. Creo que pasamos demasiado tiempo
juntos.
—Como a ti no te conoce, acércate, dile algo y yo voy por el otro lado
del coche, ¿vale? —le digo a Salvatore.
—Vale, después lo podemos llevar a un aparcamiento. He visto uno
viniendo para acá.
—Manos a la obra, primo.
Salvatore se baja del coche y se acerca con paso decidido al sicario. Me
quedo en el coche observando sus movimientos. Mantengo la culata de la
pistola bien firme en mi mano.
Enseguida yo también me bajo, pero me muevo hacia el lado opuesto,
acercándome a la ventanilla del acompañante. La calle sigue en calma. El
murmullo del tráfico es lo único que se escucha. Con sigilo, me aproximo.
Siento el metal frío de la pistola en mi mano.
Salvatore golpea la ventanilla con los nudillos. Le pregunta si tiene
fuego. El tipo se voltea hacia él y, en ese breve instante en que está
distraído, abro la puerta del acompañante y entro con rapidez. Cuando el
sicario quiere reaccionar, se encuentra con que le estoy apuntando con mi
bonita y mortífera pistola.
—¿Te acuerdas de mí? —pregunto sonriendo en modo romántico.
El tipo se queda petrificado. Sus ojos son dos puntos negros de puro
terror. Sí, en la cabeza tiene un esparadrapo. Supongo que por culpa del
sartenazo de mi esposa. He dicho ¿mi esposa? Sí, lo has dicho, pero ahora
no es el momento para eso.
—¿No te acuerdas? Qué desconsiderado —le digo sin dejar de apuntarle
—. Venga, arranca el puto coche. Nos vamos de paseo.
Salvatore se sube al asiento de atrás.
—¿A dónde vamos? —pregunta el sicario con un fuerte acento ruso.
—A un aparcamiento subterráneo que hay a la vuelta de la esquina. Te
iré indicando el camino —y extiendo la mano hacia él—. Ah, y dame tu
móvil.
A regañadientes, mete la mano en los vaqueros y me lo entrega. Desde
atrás, Salvatore palpa la sudadera del tipo buscando la pistola que seguro
llevará. La que estuvo a punto de acabar con mi vida. Mete la mano y la
saca. Una Beretta de 9 mm.
—Gracias, camarada, me la quedo para mi colección —dice mi primo.
—Ya sabes cómo va esto —digo al sicario—. Somos colegas de
profesión. Si haces un movimiento estúpido, te meto dos balazos y la
palmas.
—Vale, me portaré bien.
Vamos circulando a unos cuarenta kilómetros por hora. Nos detenemos
en un semáforo rojo.
—Sabemos por qué sigues a Natalia, ruso loco —dice Salvatore.
—Queréis el anillo —digo.
El tipo ni se inmuta.
—Pues todo eso está en mi poder —le digo con arrogancia—. El anillo
y ella, ya es mi esposa. No tenéis nada que hacer.
El sicario me mira con un centelleo de desconcierto. Por fin, una
reacción humana.
—Vaya sorpresa, ¿eh? —dice Salvatore.
Entramos en el aparcamiento. De refilón, me fijo en las cámaras de
seguridad e inclino la cabeza hacia un lado.
—Vamos a la planta baja —ordeno.
—Vais a matarme, ¿no?
—Claro ¿qué esperabas? ¿Qué íbamos a jugar al parchís?
El tipo empieza a murmurar en ruso. Parece como si rezara, así que le
dejo que lo haga. Me fijo en la mano derecha que sostiene el volante. En el
anular lleva un anillo. Con un gesto de la mano, le digo a Salvatore que
haga una foto de eso. Creo que ya que el tipo es duro de roer, con la joya
podremos obtener más información.
—Envíaselo a papá —le digo.
El coche se detiene en un lugar solitario del aparcamiento. Las luces del
techo parpadean, creando sombras inquietantes en las paredes de hormigón.
Miro al tipo, que está cagado de miedo.
—¿Quieres decir tus últimas palabras? —le pregunto, apuntándole con
la pistola en la sien.
Sus labios tiemblan. Habla en ruso. Me mira con ojos suplicantes. Esa
mirada desesperada que he visto tantas veces.
—No entiendo ni una mierda de lo que dices.
Respiro profundamente y aprieto el gatillo. Un solo disparo, preciso. La
sangre salpica el volante, y el cuerpo del ruso se desploma de inmediato.
Me limpio las manos con un pañuelo mientras Salvatore abre la puerta
trasera y sale del coche.
—Vámonos —dice.
Nos bajamos con la cabeza gacha, evitando la cámara de seguridad. No
hay tiempo que perder. Las escaleras de emergencia están a unos metros.
Los pasos resuenan en el aparcamiento. Siento la adrenalina recorrerme
el cuerpo. Hemos hecho esto demasiadas veces, pero nunca se vuelve más
fácil.
Al llegar a la escalera, subimos los peldaños de dos en dos. Salvatore
abre la puerta que da a la salida al exterior. Una bocanada de aire fresco nos
recibe.
Atravesamos un callejón solitario y nos encontramos de nuevo en una
avenida concurrida. La sensación de peligro disminuye un poco, pero la
tensión sigue ahí. Ahora vamos al orfanato.
Capítulo 40

NATALIA

El trabajador social frunce el ceño delante del portátil. Se remueve en el


asiento, después se rasca la cabeza. No, no es una buena señal.
—Aquí hay algo raro —dice.
Siento un nudo en el estómago. Sabía que no sería tan fácil como llegar,
preguntar y listo.
—¿Qué pasa? —pregunto ansiosa.
—Mira —responde apartándose para que me acerque.
Lo primero que veo es un documento escaneado, parece un formulario.
Arriba del todo, una fecha. Será la de mi ingreso. Sí, coincide en el tiempo.
Justo después, en adelante todo está tachado con un rotulador negro.
Párrafos enteros tachados con gruesas líneas negras. ¿Por qué?
—No puede ser —murmura Lorena, asomándose también.
—¿Puedes hacer zoom? —pregunto.
—No, esto es lo único que se puede ver.
Lo vuelvo a mirar todo como si fuera un enigma indescifrable, un muro
imposible de sortear.
—¿Por qué está así? —pregunto apretando los puños.
El trabajador social contempla la pantalla unos segundos más, y se
encoge de hombros.
—No sabría decirte. La verdad es que no es común ver algo así en
nuestros registros. Podría tratarse de un error, pero... —Niega con la cabeza
—. Me temo que no puedo ver nada más.
—No puede ser solo un fallo —respondo con voz quebrada—. Hay algo
que alguien no quiere que se sepa.
Intento calmarme, pero la angustia me atenaza el pecho. Lorena me
coge del brazo.
—¿Qué hacemos ahora? —pregunta ella, buscando alguna solución.
—Podéis intentar otra vía. Quizás hablar con algún abogado
especializado en adopciones, pero no lo sé. Se escapa de mi experiencia.
Siento las lágrimas agolpándose en mis ojos. Estaba tan cerca…
De repente, me viene un recuerdo. La voz dulce de una mujer, el
perfume de rosas y unas gafas redondas. La directora del orfanato cuando
me trajeron aquí.
—¿Podrías decirme el nombre de la antigua directora? Tengo un vago
recuerdo de ella.
—Yo es que llevo solo cinco años y ahora hay un hombre como
director, pero hoy no está aquí.
Se concentra en la pantalla. Tecla algo, examina el documento, desplaza
el cursor varias veces hacia abajo.
—Aquí hay una firma y debajo leo un nombre —dice inclinándose—.
Isabel Jurado. Me suena, sí. En algún momento, habrá salido en alguna
conversación entre los compañeros. Creo que se jubiló ya hace unos
cuantos años, pero sigue viviendo en Málaga.
—¿Sería posible ponerse en contacto con ella? —pregunta Lorena—.
Seguro que nos podría ayudar.
El hombre pone cara de reflexionar, frunciendo los labios y rascándose
la cabeza.
—Puedo hacer unas llamadas. No prometo nada, pero intentaré
conseguiros su contacto.
Lorena saca su móvil. El mío lo sigo teniendo apagado, aunque no sé
por cuánto tiempo. Así no voy a estar todo el día.
—Aquí tienes mi número —dice ella—. Por favor, cuando tengas
información, pásamela.
El hombre coge un bolígrafo y toma nota del contacto en un papelito.
—Lo intentaré. Si hay suerte, os diré algo, ¿vale?
Unos minutos después, salimos a la calle. Un rayo de sol se filtra a
través del cielo espeso de nubes. Lorena y yo caminamos por la acera, pero
sin un rumbo fijo.
—¿Y ahora qué? —pregunta.
Me detengo y miro a mi alrededor. Un coche pasa lentamente.
—No podemos solo quedarnos de brazos cruzados, esperando que nos
llame. Nosotras tenemos que encontrar a Isabel Jurado, o intentarlo.
—¿Cómo? No tenemos su dirección ni su teléfono.
—Podría contratar a un detective privado —digo dando la primera idea
que se me ocurre—. Tengo dinero de sobra.
Lorena se detiene y me mira con los ojos entrecerrados.
—Muy buena idea, pero eso va a llevar un tiempo.
—¿Se te ocurre algo mejor?
Ella se chasquea la lengua y desvía la mirada.
—¿Y si llamas a tu marido el mafioso? Quizás él pueda ayudarnos.
La idea me revuelve el estómago. Niego con la cabeza.
—No, prefiero hacer esto sola.
—Pero Natalia...
—He dicho que no —la interrumpo—. Es mi pasado, mi problema.
Lorena suspira y alza las manos como clamando al cielo.
—Vale, como quieras. ¿Entonces qué hacemos?
—Vamos a comer algo y pensamos un plan.
Caminamos hasta un pequeño bar en la esquina. El olor a café y a
tortilla recién hecha nos recibe. Nos sentamos en una mesa junto a la
ventana.
—¿Y si buscamos en las redes sociales? —sugiere Lorena mientras ojea
el menú del día.
—¿Tú crees que una señora jubilada va a tener Facebook o Tik Tok?
—Oye, que mi abuela tiene Instagram y postea unas fotos muy chulas
de su huerto. Tiene cinco mil seguidores.
No puedo evitar sonreír. Es verdad que a veces prejuzgamos a la gente
sin pensarlo demasiado.
—Vale, podemos intentarlo.
Pedimos dos cervezas y un pincho de tortilla. Mientras esperamos,
Lorena saca su móvil y empieza a teclear como una posesa.
—Aquí en Facebook hay varias Isabel Jurado. En concreto, cuatro —
dice animada—. Hay que contactar una por una, enviarles un privado y
esperar a que respondan.
—Genial, una semilla que plantamos.
—Para ser dos aficionadas, no está mal, ¿eh?
—Claro que no —digo sonriendo.
Doy un sorbo a mi cerveza y lanzo una mirada al exterior. De lejos, veo
una de las ventanas del orfanato. Me imagino cuando yo era pequeña y me
asomaba a la calle. Seguro que me preguntaba si tendría unos padres
nuevos. Si pudiera volver atrás en el tiempo, le diría a mí yo pequeña.
Tranquila, no sufras, tendrás unos padres maravillosos.
—¿Y si vamos a la biblioteca? —digo de repente—. Quizás en los
periódicos antiguos encontremos algo sobre ella o sobre el orfanato.
Lorena asiente con entusiasmo.
—Esa es una buena idea.
La cabeza me da vueltas con todas las posibilidades.
—Natalia —dice Lorena poniendo una mano sobre la mía—. La
encontraremos, ¿vale?
Asiento, pero no puedo evitar sentir un nudo en la garganta. ¿Y si al
final la encontramos y tampoco sabe nada?
Capítulo 41

LEO

Después de hablar un rato con mi padre por el anillo del ruso, cuelgo el
móvil y me lo guardo. Estamos delante de una biblioteca donde han entrado
Lorena y Natalia.
—¿Qué te ha dicho el padrino? —pregunta Salvatore.
—Lo que ha averiguado es que las cuatro estrellas indican que es un
miembro respetado de la Bratva, pero que aún está lejos del rango máximo,
las ocho.
Salvatore tamborilea con los dedos en la mesa, pensativo.
—Hay que proteger a Natalia mientras ella está investigando su pasado
—le digo—, después volverá con nosotros.
—Te veo demasiado seguro, primo. Cuando se entere del valor del
anillo, igual se lo vende al Lobo Kirill y se hace millonaria.
—¿A los que mataron a sus padres? Eso es una locura.
—Lo que digo es que deberíamos ir ya a por ella, Leo, y llevarla a casa
para que el anillo esté a salvo.
—Es mi esposa, cabrón. Sé lo que me hago. Su pasado es muy
importante para ella. Es alguien especial con unos valores familiares como
los nuestros.
Salvatore rompe a reír.
—¿Ahora qué coño te pasa?
—Te has pasado años despotricando del matrimonio, y ahora en
cuestión de días te has encoñado como un adolescente.
—¿A qué viene esa estupidez?
—Joder, cómo te picas.
Cómo odio estar en el coche con mi primo. No puedo enviarle a tomar
por culo.
¿Qué sabrá él de lo que siento por ella? Natalia. Esta mujer ha sacudido
mi mundo y con muy poco. No solo es audaz, sino que es una mujer muy
sexy.
Me quedo callado mientras me sumerjo en el erótico recuerdo de su
cuerpo. Ah, aquella noche en el Calabria. Sus gloriosos pechos, su coño
húmedo, y esos gemidos pronunciando mi nombre hacen que sienta una
erección que va creciendo. Me llevo una mano al paquete y lo acomodo
para que no me moleste. Joder, está dura como una piedra. Y solo he
pensado en ella unos pocos segundos.
—¿Qué te pasa, Leo? Tienes una cara rara.
—¿Me puedes dejar tranquilo?
—Estás tenso, ¿eh? Claro, todo esto te viene grande —dice el muy
cabrón para joderme.
—Estoy empalmado, ¿vale?
Salvatore rompe a reír.
—Pues yo ayer follé con Beatrice. Buf, con eso te lo digo todo.
—Me la suda lo que hagas con tu mujer. La pobre ya tiene bastante con
aguantarte.
El móvil vibra en mi bolsillo.
—¿Qué pasa, Vin? —digo al contestar.
—Ya hemos accedido al móvil de Lorena. El hacker ha activado el
micrófono de manera remota. Tengo una conversación reciente grabada
hace unos minutos.
—Cojonudo, ¿de qué hablan?
—Te lo envío ahora al móvil.
El archivo llega al momento. Lo abro y se oyen las voces de Natalia y
Lorena.
—Hemos avanzado bastante. Varias Isabel Jurado nos han respondido
en Facebook, pero ninguna fue directora del orfanato —responde Natalia
con un tono de frustración.
El sonido no es perfecto, pero se las entiende. Salvatore se inclina hacia
adelante, mostrando algo de interés.
—Entonces, ¿seguimos buscando, no? —insiste Lorena.
—Claro, no podemos detenernos ahora. Esa mujer puede tener las
respuestas que necesitamos.
—Vale, pero esto no será fácil. Podríamos tardar días o incluso semanas
en encontrarla.
Natalia deja escapar un suspiro. Puedo imaginar su expresión frustrada.
Cuando lo hace resopla con mucho encanto, como una chiquilla.
—No me importa cuánto tiempo nos lleve. Isabel Jurado es vital. Sin
ella, nunca sabré la verdad sobre mis padres.
El camarero interrumpe la charla, trayendo las cervezas y la tortilla.
Natalia hace una pausa antes de reanudar la conversación.
—Podemos buscar en archivos de prensa. Tal vez haya referencias a su
época en el orfanato.
—Es una buena idea, pero eso también lleva tiempo —responde Lorena.
Apago el audio y miro a Salvatore, que arquea una ceja.
—Parece que están bastante decididas.
—¿Qué piensas hacer?
—Ayudar a mi esposa. Voy a averiguar dónde vive esa Isabel Jurado.
Salvatore hace un gesto de impaciencia, pero me la suda. Llamo a
Atienza, nuestro contacto en la policía. Espero que conteste rápido.
—Sr. Barone… —responde al primer tono.
—Necesito un favor, Atienza. Tengo una pista que hay que seguir de
inmediato. Hay una mujer, Isabel Jurado. Fue directora de un orfanato en
Málaga y ahora está jubilada. Necesito su dirección ya.
—Deme una hora.
—¿Puedes acelerarlo? Es urgente.
—Hago lo que puedo, pero estos asuntos llevan tiempo. Media hora
mínimo.
—Está bien, pero no más de eso.
Salvatore bosteza exageradamente. Me pone de los nervios cuando hace
eso.
—Ponte cómodo —digo sin mucha convicción—. Tendremos que
esperar.
Asiente y se recuesta en el asiento, como si su vida fuera la de un
jubilado. Yo, en cambio, no puedo quedarme quieto. Aprieto y suelto el
volante repetidamente, intentando que los minutos pasen más rápido.
Cierro los ojos y respiro hondo. Natalia necesita respuestas. Lo poco
que he oído de esa grabación me confirma que no se detendrá hasta conocer
la verdad. Y, sinceramente, no esperaba menos de ella.
Reviso mi reloj por quinta vez en los últimos minutos. Atienza debe
estar cerca de darnos la información. Sí, quiero ayudar a mi esposa.
Capítulo 42

NATALIA

La biblioteca está genial. Nos permite a Lorena y a mí pasar un buen rato


ojeando antiguos periódicos locales. A través de unas máquinas especiales
para visualizar microfilms, consultamos noticias de la época en la que yo
vivía en el orfanato.
Aunque empezamos muy ilusionadas, poco a poco nos damos cuenta de
que no hay muchas noticias que nos vengan bien para cumplir nuestra
misión de encontrar a Isabel Jurado. Por eso, me vengo abajo. Apenas
hemos comenzado la investigación de mi pasado y ya estoy en un callejón
sin salida.
—Nati, aún hay esperanza —dice Lorena—. Además, todavía tenemos
la llamada pendiente del trabajador social. Seguro que estará moviéndose.
Sus palabras me ayudan, aunque sigo sintiendo la angustia del fracaso
en mi pecho.
—Recuerda aquella vez en el instituto cuando estabas dibujando ese
mural en la clase de arte, y se me volcó el bote de pintura encima —dice
con una sonrisa nostálgica—. ¿Te acuerdas?
Hago memoria. Sí, una imagen viene a mí. Lorena con pintura azul
cubriéndole desde el cabello hasta las zapatillas.
—¡Dios mío! —exclamo—. Sí, qué desastre fue eso.
—Pues ese día tú me animaste a seguir con el mural, a pesar de que yo
quería mandarlo todo a la mierda. Me dijiste que los accidentes pasan, y que
lo importante es terminar lo que se ha empezado.
—¿Yo te dije eso? —pregunto sorprendida—. No me acuerdo.
—Sí, fuiste tú.
—Qué inspirada estuve ese día.
—Ya te digo, pero no te vengas arriba que fue solo una vez.
Las dos nos reímos tan alto que nos chista una de las bibliotecarias
desde el mostrador. Nos tapamos la boca aguantando la risa. Cuando se nos
termina la risa floja de adolescente, volvemos a la misión. De repente, su
móvil vibra y las dos damos un respingo.
—Tranquila —dice ella mirando la pantalla—. Solo es una notificación
de las redes sociales.
—¿De alguna de las Isabel Jurado?
—No, de otra cosa. De momento, ellas no han respondido.
Con mucha discreción, me saco el anillo del sujetador y me lo coloco en
el dedo.
—¿Qué haces? —pregunta Lorena.
—A ver si me trae suerte —le respondo mientras contemplo la estrella
de ocho puntas en el centro—. Seguro que mis padres, donde quiera que
estén, nos ayudan.
Siento esa energía especial. Como si un vínculo me conectara con ellos
a través del tiempo y el espacio.
—Desde que me puse este anillo, he notado algo diferente, como si
ellos estuvieran cerca —le confieso a mi amiga del alma—. Lo sé, suena
absurdo, pero no puedo ignorarlo. Cada vez que lo llevo, es como si me
protegieran del mal. Siento su presencia más fuerte, casi real.
—Puede que tengas razón, Nati. A veces, los objetos tienen más poder
del que creemos.
Sonrío. En el fondo, necesito creerlo. Necesito sentir que mis padres
están conmigo, que no me han dejado sola aunque estén muertos. Empiezo
a pensar que la búsqueda de Isabel Jurado puede tener más sentido del que
creía, que descubrir la verdad sobre mi pasado es también una forma de
encontrarlos de nuevo.
El móvil de Lorena vuelve a vibrar.
—Es un mensaje de texto —dice y hace una pausa—. Qué raro, es de un
número desconocido.
—Debe de ser del trabajador social. ¿Qué pone?
—«Plaza Enrique García Herrera, portal 13. 2-2ª. Ahí vive Isabel
Jurado» —dice y me mira boquiabierta.
—¡Tenemos su dirección! —digo entusiasmada, notando que el cielo se
abre para nosotras.
La bibliotecaria nos vuelve a chistar.
—Ese anillo es increíble, funciona —dice Lorena en voz baja, y
empieza a teclear en su móvil—. Le voy a dar las gracias al hombre, que ha
sido muy amable.
Unos segundos después, ya estamos saliendo de la biblioteca. Lorena en
su móvil busca en internet la dirección de Isabel Jurado.
—Está a unos veinte minutos andando —dice señalando el camino con
la mano.
—Vamos a pie, que me vendrá bien el movimiento para calmar el
nerviosismo.
—Sí, a mí también —dice y casi se tropieza con una señora paseando a
su perro.
El cielo sigue nublado, pero me da igual. La temperatura es primaveral.
Me ocurre algo alucinante, empiezo a oler el perfume de rosas de la
directora. Ese recuerdo que ha estado en mi memoria durante años, en un
rinconcito, ahora sale a la luz.
¿Querrá hablar con nosotras? ¿Se acordará de mí? ¿Será amable o una
borde que te cagas? Cuántas preguntas se me amontonan en la cabeza.
—¿Estás bien? —pregunta Lorena.
—Sí, creo que sí —y hago una pausa—. ¿Te imaginas que esa mujer
conoció a mis padres? A lo mejor me dice algo sobre ellos.
—Sería increíble.
—¿Tú crees que si mis padres adoptivos estuvieran vivos se molestarían
si supieran que estoy haciendo todo esto?
—¿Por qué?
—Puede ser como una traición, no sé.
—¡Anda ya! Deja de comerte la cabeza.
Siguiendo las indicaciones del GPS, vamos cruzando calles en medio
del pequeño caos del centro. Málaga es una ciudad que con el paso del
tiempo se está poniendo guapa. De hecho, siempre me he sentido un poco
malagueña.
Caminamos hasta llegar a la plaza Enrique García Herrera. El lugar está
lleno de vida. Niños corretean detrás de una pelota. Las terrazas de los bares
están repletas de gente bebiendo y charlando.
—Es ahí —me dice Lorena, señalando un edificio al otro lado.
Tiene una fachada bonita, con balcones forjados de hierro que se abren
al cielo, decorados con flores. Me paro un momento para admirar la vista, a
la vez que intento contener la mezcla de nervios y emoción.
—Es un barrio bonito, ¿verdad? —dice mi amiga.
—Sí, y muy céntrico.
—Vamos a llamar al portero —digo sintiendo el pulso acelerado.
Busco el piso y aprieto el botón. Lorena y yo intercambiamos una
mirada expectante. Pasan unos cuantos segundos interminables.
—¿Quién es?
Intento hablar, pero noto un nudo en la garganta.
—¿Isabel Jurado? —pregunta Lorena que se ha dado cuenta.
—Sí, soy yo.
—Venimos para hacerle unas preguntas sobre el Roble.
—¿Cómo?
—Isabel —digo por fin recuperando la voz—. Soy Natalia Valverde, ¿se
acuerda de mí?
La mujer se calla de golpe. Lorena y yo nos miramos mientras solo
oímos el bullicio de la plaza.
—¿Oiga?
—Sí, sigo aquí —y hace una pausa—. ¿Cómo se llaman los padres que
te adoptaron?
—José Luis y Vanesa.
Otro momento de silencio. Estoy a punto de decir algo cuando se oye el
zumbido eléctrico para abrir la puerta. Empujamos y entramos en el
vestíbulo. Lanzo un hondo y largo suspiro. Qué nervios. Estoy a punto de
reencontrarme con mi pasado.
Capítulo 43

NATALIA

El timbre de la puerta resuena en el interior del piso. Mi corazón palpita a


cañonazos. Lorena me aprieta la mano en señal de apoyo. La cerradura hace
un clic metálico y la puerta se abre lentamente.
Isabel Jurado aparece. Una mujer de casi setenta años, con el cabello
plateado recogido en un moño. A través de sus gafas, sus ojillos se
agrandan por la sorpresa.
—Oh, Dios mío, Natalia… —susurra con voz temblorosa, llevándose
una mano a la boca. Su mirada recorre mi cara buscando a la niña que fui.
El aroma a rosas me envuelve. Es el mismo perfume que recordaba
desde pequeña.
—Hola, Isabel —respondo con un hilo de voz—. Ella es mi mejor
amiga, Lorena.
Isabel sonríe formando pequeñas arrugas en la comisura de los labios.
—Pasad, por favor —dice al fin, apartándose para dejarnos entrar.
El salón es acogedor. Mi atención se dirige a las fotografías que decoran
las paredes. Son imágenes en blanco y negro de Moscú. La Plaza Roja, el
Kremlin, la Catedral de San Basilio.
—Voy a preparar café —anuncia Isabel y se marcha a la cocina.
Lorena y yo nos sentamos a una mesa redonda. Intercambiamos miradas
nerviosas. Nos llega el ruido de la plaza.
Al cabo de unos minutos, el tintineo de las tazas anuncia el regreso de
Isabel. Coloca la bandeja sobre la mesa y se sienta frente a nosotras. Sus
manos tiemblan ligeramente al servir el café.
—Sabía que este día llegaría —murmura—. Tarde o temprano, pero
sabía que llegaría el momento de rendir cuentas.
Un estremecimiento recorre mi espalda.
—¿Qué quieres decir? —pregunto, inclinándome hacia delante.
Isabel toma un sorbo de café antes de responder.
—Veo que lo llevas puesto —dice, señalando el anillo con un gesto de
la cabeza.
—Siempre va conmigo. Es lo único que tengo de ellos.
Isabel suspira profundamente. Su mirada se pierde en las fotografías de
Moscú.
—Tu madre, Lidiya Zirkov, era una mujer extraordinaria —comienza—.
Tenía una fuerza interior que irradiaba en todo lo que hacía.
—¿Cómo la conociste?
—Su madre y yo crecimos en el mismo barrio, a las afueras de Moscú
—hace una pausa—. Nos veíamos casi todos los sábados cuando salíamos a
pasear, y poco a poco nos fuimos haciendo amigas. Ella se casó muy joven
a los diecinueve y tuvo a Lidiya enseguida. Yo conocí a tu madre recién
nacida y después me mudé aquí, a España, a estudiar Graduado Social.
Sabía el idioma porque tenía familia cercana. Aunque mi vida estaba aquí
nunca perdí el contacto con tu abuela. Nos queríamos mucho. A lo largo del
tiempo ella me fue contando muchas cosas sobre ti, tu madre, tu padre…
Estoy tan absorta en el relato que ni tomo café.
—Un día, años después de que nacieras, me llamó tu abuela.
—¿Qué te dijo?
—Estaba muy preocupada por tu vida. Me contó sobre los peligros que
rodeaban a los Zirkov. Nunca entró en detalles, pero supe que era algo serio,
que había amenazas de muerte. Yo entonces era ya la directora del orfanato
y estaba encantada. Tenía el trabajo que siempre había soñado: ayudar a los
desamparados.
Isabel se frota los brazos como si tuviera frío. Me doy cuenta de que
estoy delante de una persona que conoció a mis padres, aunque fuese
brevemente.
—Entonces me pidió un favor —continúa—, que si podía recibir a
Viktor y Lidiya, tus padres, porque querían proteger la vida de su hija, es
decir, la tuya. Y la única manera era darla en adopción.
Toda la vida pensando que mis padres habían muerto en un accidente, y
resultó que me estaban protegiendo.
—Tuve que borrar cualquier rastro tuyo de Rusia –dice Isabel con un
tono pausado mientras sus dedos juegan con el borde de su taza de café–.
No sabes la cantidad de sobornos y documentos falsificados que tuve que
manejar durante años. Fue una tarea monumental —suspira—. Alteré
registros, pagué a personas clave para que te identificaran como española
desde el principio. No podía dejar nada al azar.
Así que soy rusa y no española. Siento como si una nueva persona
saliera dentro de mí, alguien que había estado oculto todo este tiempo.
—Pasé mucho tiempo eliminando cualquier prueba de tu existencia –
sigue con voz apagada–. Me aseguré de que no hubiera manera de
encontrarte. No podía permitir que te alcanzaran los enemigos de tus
padres.
—¿Falsificaste?
—Sí –responde, mirando directamente a mis ojos–. Certificados de
nacimiento, documentos de adopción, todo.
El salón parece encogerse alrededor de nosotras. Las risas de los niños
en la plaza afuera apenas llegan hasta aquí,
—Y después... ¿qué pasó? —pregunto con un hilo de voz.
—Tuve que tachar información de tu expediente y borrar las pistas que
quedaban —contesta Isabel, su mirada se vuelve más distante, perdida en
esos recuerdos—. Los documentos falsos fueron destruidos y cualquier
registro de tu estancia en el orfanato fue modificado. Tenía que ser
imposible rastrear tu pasado.
Me invade un torbellino de emociones. Agradecimiento, tristeza, rabia...
no puedo identificarlas todas. Luchan por salir y me dejan aturdida
—Tus padres confiaron en que nunca rompería mi palabra —concluye
Isabel—. Y no lo he hecho hasta hoy.
Nos miramos. Esta mujer no solo me protegió, sino que arriesgó todo
por cumplir la promesa a una amiga.
—Isabel, ¿cómo murieron mis padres en realidad?
Ella clava sus ojos en mí, suspira y bebe de su taza de café. Lorena está
con la boca abierta, alucinando con la historia.
—No lo sé con certeza. Solo sé lo que tu abuela me dijo por teléfono,
que alguien los quería ver muertos.
Sacudo la cabeza, triste. Qué terrible saber que alguien quería ver a tus
padres muertos.
—Natasha Zirkova —pronuncia Isabel con voz serena.
El nombre resuena en mi cabeza como un eco lejano.
—¿Qué has dicho? —pregunto extrañada.
—Ese es tu verdadero nombre, Natasha. El que tus padres te dieron.
Lorena me aprieta la mano. Isabel deja la taza. El tiempo se detiene un
instante.
—Es hora de que conozcas tu identidad —continúa—. Las
circunstancias que te trajeron aquí ya no importan. Lo que cuenta es quién
eres ahora y quién puedes llegar a ser.
Sus palabras resuenan en mi interior. Increíble el poder que esconde un
nombre propio. Puede cambiar por completo la visión de una misma.
—Natasha —repito, saboreando cada sílaba—. Natasha Zirkova. Me
gusta, suena bien.
—Sí, a mí también —dice Lorena.
—Ibo eto imya tvoye naveki —dice Isabel en ruso ante el desconcierto
nuestro—. Lo que significa es «pues ese es tu nombre para siempre».
—Habrá que ponerse las pilas con el ruso —le digo a Lorena
guiñándole un ojo.
Capítulo 44

LEO

Está a punto de anochecer. Salvatore y yo estamos en el interior de uno de


los bares de la plaza Enrique García Herrera, tomando algo y vigilando,
claro. A través de la ventana, veo el portal de la antigua directora del
orfanato. ¿Cuánto tiempo más va a estar Natalia en el piso? Lleva como dos
horas. Por lo visto, esa mujer tiene mucho que contar.
—¿Le vas a decir cuando veas a tu esposa que fuiste tú quien le
consiguió la dirección? —pregunta Salvatore.
—No, eso nunca lo sabrá y más te vale no abrir tu bocaza. Será nuestro
secreto.
—Como quieras, pero ella debería saberlo. Y que la estamos
protegiendo de los rusos, también.
—Eso tampoco. Ahora lo importante es que Natalia consiga lo que
quiera y que vuelva a casa tranquilamente, no porque la obligo. Eso será
mucho mejor para todos —me volteo hacia él—. Vete si quieres, yo me
quedo.
—No, deberían relevarnos e irnos los dos a descansar. Date una ducha,
te vendrá bien. Tienes un aspecto lamentable, tío.
—Igualmente, primo —digo con ironía—. Eres un encanto.
Lanzo una mirada sobre la plaza. Ya no hay niños jugando con el balón,
ahora los jóvenes van de un lado a otro, algunos con monopatines eléctricos
que están por todas partes. Una vida de barrio, vamos.
Salvatore habla por el móvil con Beatrice. Parece que las gemelas han
hecho alguna trastada de las suyas. Escucho que han escondido las
pantuflas de todos los de la casa, y que no quieren decir dónde están. Pues
cómo exijan un rescate de mayores serán unas buenas profesionales.
Salvatore gesticula y resopla. Me río descaradamente.
El móvil vibra en mi bolsillo. Al sacar el teléfono compruebo que es
una llamada de un número oculto. Frunzo el ceño, desconcertado.
Descuelgo.
—¿Sí?
—Leo, necesito hablar contigo.
Reconozco su acento al momento.
—¿Gabriela? Pensaba que estabas en Colombia.
—Al final no me fui —dice y hace una pausa—. Hay algo que tienes
que saber.
—¿El qué?
—Te envío una foto.
Suena el bip de llegada del archivo en un mensaje. Abro la imagen.
Joder, es un test de embarazo. Aparece una carita feliz: positivo. Siento
unas arcadas tremendas.
—Estoy embarazada, Leo. Y es tuyo.
El mundo se me viene encima.
—¿Desde cuándo lo sabes? —pregunto alzando la voz.
Los clientes y Salvatore me miran preocupados.
—Una semana —dice con voz frágil, sollozando—. Ahora estoy en una
situación complicada. No tengo dinero y estoy sola. Necesito ayuda, el
malparido de Montoya me ha llamado puta y me ha echado de casa.
Lanzo un largo suspiro. Justo ahora, no me jodas.
—Voy a enviar a unos hombres para que te protejan. No te preocupes
por el dinero. Lo arreglaré.
—No, Leo. No lo entiendes. Necesito algo más que tu apoyo
económico. Necesito que tú estés aquí. Tienes que hacerte cargo tú también.
No puedes ser tan cruel. Eres el padre.
La oigo llorando.
—Vale, tienes razón. No te dejaré sola en esto. ¿Dónde estás?
Se sorbe la nariz.
—En el hotel de la estación de autobuses de Marbella —dice
esperanzada—. Te espero, amor.
La llamada finaliza y guardo el móvil. La conversación sigue rondando
en mi cabeza. Gabriela, embarazada. Joder, qué fuerte. Sí, lo correcto es
estar con ella. ¿Querrá tenerlo? Supongo que sí. Mierda, ¿por qué a mí?
—¿La has dejado preñada, no? —pregunta mi primo.
Asiento con la cabeza lentamente.
—No te preocupes, yo me quedo vigilando a tu esposa y te mantendré
informado.
—Ni una palabra a mis padres, ¿vale? —digo levantándome.
Salvatore se lleva los dedos a la boca y hace el gesto de cremallera.
Salgo del bar con paso vivo. Levanto la mano y un taxi se detiene frente a
mí.
—A Marbella —digo al subir.
—De acuerdo —dice el taxista—. Llegaremos en una hora, así que
póngase cómodo.
Pegado a la ventanilla, sacudo la cabeza, resignado.
Un hijo. Voy a tener un hijo.
En qué momento. El peor posible, siendo ya un hombre casado.
La noticia cae sobre mí como una losa. ¿Qué dirán mis padres? La
imagen de mi madre con su gesto severo se forma en mi cabeza. Y mi
padre... seguro que me echará un sermón sobre la responsabilidad. No le
gusta que los hijos crezcan fuera del matrimonio.
¿Tendré que anular mi matrimonio con Natalia? No, no lo creo. Ni de
coña. Ahora que la empiezo a conocer, no pienso a renunciar a una mujer
como ella. Esta vez me plantaré delante de mis padres si es preciso. Quiero
follar mucho solo con ella y tener hijos con ella.
¿Cómo se lo tomará Natalia? Apenas nos conocemos y ya tengo que
soltarle esta bomba. Tendrá que aguantarse porque no me voy a divorciar.
Antes, muerto.
A Gabriela le diré que seré un padre responsable, pero que no voy a ser
su pareja, ni mucho menos casarme, que no se haga ilusiones. Le daré
dinero para alquilar un piso y pagarle los gastos. Por supuesto, antes haré un
test de ADN. Solo faltaría que en realidad el padre fuese Montoya.
Capítulo 45

NATASHA

Antes de marcharnos de casa de Isabel, tengo una pregunta más.


—¿Y el anillo? ¿Cómo fue ese momento cuando te lo entregaron para
que lo guardases?
—Tu padre lo llevaba en la mano, cerrado en un puño. Sus ojos estaban
llenos de sufrimiento y amor cuando se dirigió a ti.
Guardo silencio escuchando cada palabra con atención.
—Se arrodilló ante ti y empezó a hablarte en ruso. «Natasha, este anillo
es muy importante. Es un símbolo de nuestra familia, del amor que siempre
te mantendrá protegida». Te lo colocó en la mano y te miró con ternura.
Sabía que esa sería la última vez que te vería.
El corazón se me hace un nudo al visualizar la escena.
—Fue un momento de mucha emoción. Tu madre, Lidiya, estaba al
lado, con lágrimas en los ojos. Intentaba mantenerse fuerte, pero el dolor
era evidente en su cara. «Te quiero mucho, Natasha» dijo abrazándote.
Lorena se seca las lágrimas con la yema de los dedos. A ella le afecta
también la historia.
—Tus padres no querían abandonarte, pero sabían que era el único
modo de salvar tu vida —continúa Isabel—. Cuando te entregaron a mí,
Viktor me pidió que guardara el anillo hasta que fueras adoptada. Sabía que
el anillo tenía que estar contigo, y yo tenía que guardar el secreto.
Bajo la mirada y acaricio el anillo.
—El anillo de estrellas, Natasha, es mucho más que una simple joya.
Según me contaron, en la Bratva es un símbolo de poder y lealtad. Solo los
líderes más importantes lo tienen, y quien lo lleva es reconocido y respetado
dentro de la organización. Tus padres querían que tuvieras ese poder,
aunque tuvieras que esconderlo.
Siempre había sentido su importancia, pero nunca había comprendido
realmente qué representaba.
—Todos los que conocían a tus padres sabían lo que significaba, pero
nadie podía descubrir que tú lo tenías. Era un secreto que tus padres
llevaban consigo, un último acto de amor y protección.
Mis dedos acarician la joya, sintiendo cada detalle del relieve de la
estrella principal, como si estuviera conectando con un pasado que hasta
ahora me había sido desconocido.
El frío metal me transmite una sensación de poder y responsabilidad que
hasta ahora no había comprendido del todo. Es como si ese anillo, con sus
estrellas y rayos, guardara en su interior las esperanzas y los sueños de mis
padres.
En la despedida, Isabel me abraza con cariño. Su mirada refleja el alivio
por compartir el secreto que guardaba durante tantos años. Me susurra al
oído:
—Sé fuerte, Natasha. Tus padres estarían orgullosos de ti.
Al salir, la plaza está tranquila. El bullicio de antes ha desaparecido.
Apenas si hay gente en las terrazas, e incluso los comercios ya han cerrado.
Todo lo contrario pasa en mi interior. Mi mente no deja unir un pensamiento
con otro, como un río de ideas y emociones. Alegría, tristeza, miedo,
valentía…
—Esto ha sido lo más alucinante que he oído en mi vida —dice Lorena,
cogiéndome del brazo—. ¿Qué vamos a hacer ahora?
Buena pregunta. Resoplo mientras caminamos sin un destino claro, solo
caminar por la ciudad, como un paseo de dos amigas.
—Primero necesito pedirle explicaciones a Leo —respondo.
—Bien, eso está muy bien. Que te oiga.
—Me ha mentido desde el principio, y estoy cabreada y dolida. Los
Barone han querido usarme.
—Ten cuidado, Natalia.
—Ahora soy Natasha —rectifico cariñosamente—. Mi verdadero
nombre.
—Vale, a ver si me acuerdo —dice divertida—. Pues, Natasha, ten
cuidado, ¿vale?
—Lo tendré.
—¿Quieres que guarde el anillo en Granada? Allí estará a salvo hasta
que se calmen las cosas.
Me quedo pensativa, valorando los pros y contras.
—Sí, vale, me parece una buena idea —digo y se lo entrego en la mano.
—Lo cuidaré, tranquila —dice guardándole en su bolso.
—Voy a pagarte un taxi para que te lleve ya a Granada. Yo tengo que
volver cuanto antes a la casa Barone para hablar con mi marido.
—Nos mantendremos en contacto.
—Gracias por estar siempre ahí, Lorena. Eres como una hermana para
mí.
Nos abrazamos. No puedo evitar pensar en el contraste de nuestras
vidas. Lorena, con su familia y su trabajo seguro en Londres. Yo, con un
pasado que apenas empiezo a desenterrar y una vida llena de incertidumbre.
Cerca, encontramos una parada de taxis. Le doy dinero en metálico que
ella rechaza, pero que acepta después de que insista.
—Nos veremos pronto —digo mientras la suelto—. Prométeme que te
cuidarás.
—Lo mismo te digo. Y no te olvides de llamarme si necesitas algo,
aunque solo sea para hablar.
Lorena asiente y se aleja, girando la cabeza varias veces hacia atrás para
mirarme. Luego se sube al primer taxi de la fila.
Estoy a punto de subir al siguiente taxi cuando de repente alguien me
coge del brazo. Suelto un respingo y me giro.
Salvatore.
—Te acompaño a casa —anuncia.
Le miro sorprendida, sin saber cómo reaccionar.
—¿Cómo sabías dónde estaba?
—Te hemos seguido todo el tiempo, Leo y yo. Lo quieras o no, eres una
Barone y tu seguridad es prioritaria.
—¿Una Barone? —repito. Las palabras se sienten extrañas en mi boca.
—Así es. Vamos, no tenemos tiempo que perder.
Me subo al taxi junto a Salvatore, que informa al taxista de nuestro
destino. La noche empieza a caer sobre la ciudad. Las farolas se encienden
y la luna cuelga entre las nubes.
—¿Dónde está Leo? —pregunto.
—Ha tenido que marcharse por una emergencia. Ahora soy yo quien se
encarga de tu seguridad. Bueno, cuñada, cuéntame, ¿cómo ha sido tu
excursión al pasado?
Capítulo 46

LEO

El hotel cerca de la estación de autobuses de Marbella es uno que usan los


turistas de clase baja o media en caso de emergencia, por si se encuentran
tirados. Apenas si está anunciado. Es un hotel con muchos años a sus
espaldas y se nota en la fachada, que necesita con urgencia una mano de
pintura. Qué raro que Gabriela esté aquí.
Aparco el coche y me bajo. Muy cerca se oye el zumbido de la autovía,
y mucho más cerca el estruendo de los autobuses urbanos e
interprovinciales que vienen y van.
Gabriela ocupa todos mis pensamientos. Imagino que estará nerviosa,
esperándome paseando de un lado y otro de la habitación.
Supongo que ha elegido este sitio porque no le queda mucho dinero. Me
la llevaré al mejor hotel de Marbella, cenaremos y hablaremos sobre el
futuro. Conociéndola, querrá sexo pero eso no va a pasar. Leo, tienes que
ser fuerte, piensa en Natalia. Es tu esposa y será la madre de tu hijo. Sea
cuando sea.
En la recepción, solo hay un tío detrás del mostrador. Me dice buenas
noches, y yo inclino la cabeza ligeramente. Conozco el número de la
habitación, así que no necesito preguntarle nada. Algo me llama la atención,
no lleva uniforme. ¿Será normal?
Subo por el ascensor hasta la tercera planta y recorro el pasillo. La
moqueta tiene alguna mancha que otra. No se oye ni el vuelo de una mosca.
Llamo a la puerta. Al segundo, Gabriela me abre de golpe. Está algo
despeinada y en sus ojos veo una gran inquietud. Viste con ropa deportiva
holgada, sudadera y un pantalón azul. Qué extraño en ella, pero será por
todo lo que le está pasando.
—Leo, por fin —dice con desesperación y se abalanza sobre mí con los
brazos abiertos.
La abrazo, comprensivo por la situación. Quiero mantenerme cercano
pero no mucho. No quiero que se haga ilusiones.
—Vamos dentro —le digo.
Al entrar, noto extrañado un olor a tabaco.
—¿Ha estado fumando embarazada?
—No, ese olor lleva desde que llegué —responde con una mano sobre
el pecho.
Al pasear la vista por la habitación, noto algo también fuera de lo
común. Hay poco desorden. Gabriela es de esas que llegan y desparraman
sus cosas por todas partes. Bolso, móvil, ropa. Aquí parece que acaba de
llegar.
—Recoge tus cosas. Nos vamos a un sitio más decente.
—Vale, como quieras.
De repente, siento un estremecimiento. Como una alerta que viene de un
sexto sentido. Me doy cuenta tarde de que me he precipitado viniendo aquí.
Gabriela me llama y vengo enseguida sin protección.
Oigo un ruido detrás de mí.
—Por fin tengo al malparido del Barone delante de mí —dice una voz
con acento colombiano.
No me queda otra que girarme.
Montoya, supongo. Fumando un puro asqueroso.
No está solo. Viene con un tío bajo pero ancho. Cierro los ojos. Ay, Leo,
qué pardillo. Caíste en la trampa. Al abrirlos, Gabriela se está encogiendo
de hombros, como diciendo ¿qué querías que hiciese?
—Entonces no estás embarazada.
—No… —dice ella—. Era una foto falsa.
Después, se marcha corriendo de la habitación.
Montoya aplasta el puro en el cenicero. Tendrá unos cincuenta años
pero mal llevados. De su cuello, cuelga una cadena de oro con una letra, la
M.
—¿Creías que esa maniobra tuya de ayudar a los Hijos del Norte iba a
funcionar? ¿Que ellos iban a matarme? ¿A mí? —dice Montoya sonriendo
como un loco.
Su acompañante le ríe la gracia. Tengo que pensar cómo salgo vivo de
aquí.
—Si no aviso a mi familia, aparecerán aquí en un segundo —le digo
manteniendo la calma.
—Entonces no hay tiempo que perder —dice Montoya.
Se lanza sobre mí con una sonrisa sádica. No tengo tiempo de sacar la
pistola. Intento esquivar su primer golpe, pero es rápido. Su puño impacta
en mi mandíbula y veo destellos. No me rindo. Giro y le devuelvo el golpe
en el estómago.
—¡Maldito Barone! —gruñe mientras retrocede.
El otro tipo se une al ataque. Me lanza una patada que me alcanza en las
costillas. Le agradezco que no sea en los cojones. Reacciono y agarro su
pierna, tirándolo al suelo. Montoya aprovecha y me da otro puñetazo en la
cara. Siento el sabor metálico de la sangre en la boca.
—Vas a salir de aquí, pero muerto —escupe Montoya.
Le suelto un puñetazo en la nariz. El sonido del crujido me encanta,
pero mi victoria es breve. Montoya se tambalea, pero rápidamente se
recupera y busca un arma improvisada. Coge una mesilla de noche y la
estrella contra mi brazo. Un dolor agudo me atraviesa y sé que se ha roto un
hueso.
—¡Mierda! —grito de dolor, retrocediendo un paso.
Montoya y su matón se abalanzan sobre mí de nuevo. Me defiendo
como puedo, lanzando golpes con mi brazo bueno. Logro derribar al
acompañante una vez más, pero Montoya me toma por sorpresa. Me agarra
por el cuello y me empuja contra la pared. Mi visión se nubla mientras
lucho por respirar.
—¡Es el fin, perro Barone! —grita Montoya, apretando más fuerte.
Con lo poco de fuerza que me queda, le doy un rodillazo en la
entrepierna. El agarre se afloja y caigo al suelo, tosiendo. El alivio es
momentáneo. Montoya se recupera y me lanza una salvaje patada en el
pecho. Me duele hasta cuando respiro.
—Nos veremos en el infierno —dice, levantando el pie para darme otro
golpe.
Envuelto en un torbellino de dolor y desesperación, reúno fuerzas para
una última defensa. Golpeo su pierna con todas mis fuerzas,
desequilibrándolo.
Me arrastro hacia el cenicero. El puro sigue encendido. Lo cojo y me
dirijo hacia el cuarto de baño. Cierro la puerta de un empujón. La imagen
en el espejo me muestra una cara ensangrentada y llena de moretones.
Maldigo en voz baja y me subo a la tapa del váter. El brazo roto es una
tortura, pero mantengo el puro en la mano. Acerco la brasa al detector de
humo, aguantando la respiración mientras la alarma se activa con un pitido
ensordecedor.
El sonido resuena como una sirena de guerra. Montoya y su ayudante
deben de haberlo oído. Escucho el ruido de pasos rápidos que se alejan. Me
dejo caer al suelo, mi cuerpo no puede soportar más el dolor.
Me recuesto contra la pared, tratando de controlar la respiración. El
brazo roto apenas me permite moverme.
—Joder… —digo con la voz entrecortada.
El dolor es constante, pero al menos sé que Montoya ha huido. El pitido
de la alarma sigue sonando.
No puedo pensar con claridad. Solo quiero que este maldito dolor se
detenga. Aguanto la mirada en el techo, esperando a que llegue ayuda,
mientras una mezcla de furia y revancha me consume.
Los pasos apresurados de los huéspedes se mezclan con el estruendo de
la alarma. Cojo el teléfono y llamo a Pietro.
Capítulo 47

NATASHA

De camino a casa de los Barone, Salvatore recibe una llamada a su móvil.


Al responder baja el tono de voz. Imagino que será porque no quiere que se
entere el taxista, aunque el hombre va a lo suyo, conduciendo atento al
tráfico. Tiene puesta la radio pero al mínimo volumen.
Consulto el reloj de pulsera, son casi las diez de la noche. Llegaremos
dentro de una hora más o menos. Solo de pensarlo siento un hormigueo de
nervios porque voy a enfrentarme a Leo. A lo mejor Natalia Valverde
hubiera sido más sumisa, pero Natasha Zirkova no se va a conformar con
palabras bonitas de disculpa.
—¿Cómo? —dice Salvatore en el móvil.
Por su expresión, intuyo que algo no va bien. Sacude la cabeza y
resopla.
—No puedo creerlo —dice—. ¿Es grave?
Alguien de los Barone o algún familiar. Una mala noticia. Siento una
especie de mal augurio. No es que sea bruja, pero pienso en Leo y me
asusto aunque esté enfadada. Seguro que no es él. Tonterías mías.
—Sí, vamos para allá —dice Salvatore y cuelga con cara de contrariado.
—¿Qué pasa? ¿Qué va mal? —pregunto con el corazón encogido.
—Vamos a la clínica privada de Marbella, en Nueva Andalucía.
Al oír la palabra «clínica» me pongo rígida.
—Oído cocina —dice el taxista, y reprograma la ruta en su dispositivo
de GPS.
De refilón, mira al taxista y me hace un gesto con la cabeza. Claro, no
puede hablar delante de él. La discreción es muy importante. Para la mafia
todo es secreto. Se inclina hacia mí para hablarme en susurros.
—Es Leo.
Me quedo con la boca abierta. Sabía que algo malo le había pasado.
Trago saliva y guardo silencio en tensión esperando que me diga más.
—Los colombianos le tendieron una trampa.
—¿Se encuentra bien?
—Sí, consciente. Le están haciendo radiografías y análisis, ya sabes.
Con una mano en el pecho, suelto una bocanada de aire, aliviada de que
esté bien. No, no quiero que le pase nada malo, a pesar de que me ha
mentido.
Un rato después, llegamos a la clínica. Salvatore paga al taxista y nos
encaminamos hacia la entrada. A lo lejos veo a los Barone. Después de
cómo me han manipulado, prefiero no hablar con ellos ni tampoco con Leo.
Sigo odiándole.
—¿Qué haces? —pregunta Salvatore al ver cómo me siento en el
vestíbulo.
—Me quedo aquí —digo cruzándome de brazos.
—¿Estás cabreada con Leo?
—¿Tú qué crees? Me has dicho que está bien, ¿no? De momento es lo
único que me importa.
Salvatore mira a su alrededor y se sienta a mi lado. Solo está una chica
de recepción hablando por teléfono, a unos quince metros.
—Leo ha estado preocupado por ti desde que escapaste —dice.
—Pues mira que bien.
—Encontramos a un ruso cerca del orfanato. Te estaba esperando.
Me quedo helada. No sabía que había estado en peligro.
—¿Un ruso? —mi voz tiembla un poco—. ¿Estaba buscándome?
—Tranquila, lo neutralizamos. Leo no quería que te enteraras para no
agobiarte. Era el mismo que le atacó en tu hotel —Se pasa la mano por la
boca, dubitativo—. No debería decirte esto, pero la dirección de la directora
del orfanato te la consiguió Leo. Le enviamos el mensaje a Lorena desde mi
número.
Me enseña su móvil con el mensaje y la respuesta de Lorena. Eso me
desarma completamente. Cada detalle, cada paso que he dado ha sido
controlado por él. Me ha estado cuidando y ayudando.
—No quiere que lo sepas, ¿vale?
—¿Por qué?
—Odia parecer un blando, pero le importas.
Me llevo una mano a la cara, intentando contener la avalancha de
sentimientos.
—Todo lo que hace es por ti —continúa Salvatore—. No lo olvides
cuando le hables.
—No sé qué decir —murmuro.
Se pone de pie, como si ya hubiera terminado lo que tenía que decir. Se
aleja hacia la sala de espera. Me quedo sola, con un nudo enorme en la
garganta.
Leo, maldito Leo. ¿Es que ni siquiera puedo estar enfadada con él? Sin
su ayuda, me habría costado encontrar a Isabel. A regañadientes, me
levanto y camino hacia la habitación.
Entro con los nervios a flor de piel. Los Barone me miran y se echan a
un lado y se forma un silencio. Están Francesca, Giovanni, Pietro y
Salvatore.
Leo está tumbado en la camilla, con la cara llena de magulladuras, y un
brazo en cabestrillo. Mi corazón se rompe un poco. La preocupación y el
cariño o algo que estoy sintiendo muy a fondo se entremezclan con el odio.
—Natalia —dice al verme entrar.
—Leo, yo... —Las palabras se me quedan en la garganta.
—Estoy bien, no te preocupes.
—¿Cómo no voy a preocuparme?
Leo intenta incorporarse, pero hace una mueca de dolor.
—Quédate quieto —le digo, poniendo una mano en su hombro.
—Los médicos dicen que estoy perfecto.
—Me gustaría hablar con mi marido a solas —digo mirando a los
Barone con cara seria—. Ahora.
La familia se queda a cuadros, extrañada de que les hable así con esa
insolencia. Se lo merecen.
—Vamos, haced caso de lo que pide Natalia —dice Francesca haciendo
que todos obedezcan sin rechistar. Uno a uno, salen de la habitación,
dejándonos a Leo y a mí solos.
Intento mantenerme firme, pero noto cómo la rabia se va disipando al
verlo tan vulnerable.
—Lo siento, Natalia —dice serio—. Siento haberte ocultado la verdad.
Sus palabras me desconciertan. Cada intento de reproche se desvanece
al verlo ahí, postrado en la cama, con la piel magullada y el brazo en
cabestrillo.
Sus ojos de miel, que siempre me habían parecido de acero, ahora
muestran una fragilidad desconocida. Extiende su mano sana hacia mí.
—Acércate —dice.
Dudo un segundo, pero el deseo es más fuerte. Me pongo a su lado con
nuestras manos entrelazadas. Leo sonríe, una sonrisa sincera.
—Te prometo que no volveré a mentirte.
El corazón se me encoge. Ay, malditas palabras que son capaces de
derretir el hielo.
—Lo que importa ahora es que estés bien —digo.
Nuestros labios se rozan, un contacto breve que se convierte en un beso
profundo. En ese momento, todas las dudas y miedos se disipan. Sus labios
son suaves y sexys. Me dejo llevar por la corriente de emociones, sintiendo
que cada segundo es eterno.
—Leo... —susurro entre besos.
—Te he echado de menos, Natalia —dice mientras aparta un mechón de
pelo de mi cara.
Ese sencillo gesto hace que todas mis barreras finalmente caigan. Sin
decir nada más, vuelvo a besarle aunque esta vez con más pasión si cabe.
—Ya no me llamo Natalia, ahora soy Natasha —digo con
determinación.
Su iris de miel centellea por la revelación, pero Leo es listo y entiende
mi transformación.
—Natasha… —dice como saboreando el nombre en el aire—. Me
encanta, me pone muy cachondo, sí.
Los dos nos reímos. Nuestras miradas se entrelazan y sé que, por
primera vez, estamos realmente unidos.
Capítulo 48

NATASHA

Por regla general, odio los hospitales o clínicas, pero esta vez es diferente.
Estoy en la cama con Leo, tumbada a su lado, rodeados de la quietud de la
medianoche. Me rodea con su brazo sano y yo tengo la cabeza sobre su
hombro, cerca de su corazón.
Hace rato que se fueron los Barone a casa y nos hemos quedado los dos
solos poniéndonos al día. No ha pasado una eternidad desde que nos vimos
por última vez, pero han pasado tantas cosas que no hemos parado de hablar
durante horas.
Me reveló el motivo por el que fue a ver a esa tal Gabriela y me dejó
impresionada, la verdad. Leo es un buen tío, algo que llegué a dudar. Como
todos los Barone, viven en un mundo oscuro y rígido, por lo que no resulta
fácil salirse de las normas.
Le conté mi encuentro con Isabel Jurado y fue increíble pensar que él
estaba a pocos metros, velando de que estuviera segura, de que nadie
pudiera arrebatarme el derecho de conocer mi pasado. Levanto la vista y
acaricio su cara magullada, con moratones. Resulta increíble pero me
parece incluso más atractivo. Sí, oficialmente me he vuelto loca.
Solo pasará esta noche en la clínica por precaución, pero me gusta que
estemos los dos solos.
Una enfermera joven y rubia entra en la habitación. Saluda a Leo con
naturalidad, pero cuando me ve se queda sorprendida. No se esperaba
encontrar visita. En su bata leo su nombre: Eva.
—Buenas noches, Leo —dice ella con una sonrisa, y a mí se dirige con
seriedad—. Buenas noches.
¿Leo? ¿A qué viene esa familiaridad? ¿Por qué no lo llama Sr. Barone?
Mejor me callo.
—Solo vengo a comprobar qué todo esté bien —dice con ojos risueños.
Me levanto de la cama, decidida a marcar territorio.
—Soy Natasha, su esposa —digo extendiendo una mano.
—Muy bien, encantada.
Eva se acerca a Leo y le revisa el brazo con cuidado, haciendo que una
punzada de celos me pinche el vientre. Ella le toca con familiaridad,
demasiado para mi gusto. Leo se deja hacer, claro.
—¿Cómo te sientes? —le pregunta sin dejar de tocarle.
—De puta madre, Eva. Solo necesito descansar.
Ella le sonríe y nota que estoy vigilándola. Aparta la mano de su brazo,
casi como si mi mirada quemara.
—Pronto te daremos el alta —dice, y se gira hacia mí—. Natasha,
cualquier cosa que necesites, no dudéis en avisarme.
—Gracias, Eva —digo con frialdad.
Eva sale de la habitación, pero no sin una última miradita a Leo.
—¿Qué ha sido eso? —pregunto sin poder evitarlo.
—¿El qué?
—Como te miraba esa…
—Solo hacía su trabajo, cariño —dice y me hace un gesto con la mano
—. Ven a la cama, anda. Solo tengo ojos para ti, tonta.
Nos besamos otra vez. Una mezcla de besos cortos y largos, pero todos
sensuales, apasionados, únicos. A veces Leo suelta un pequeño quejido,
pero no podemos parar de besarnos y tocarnos. Una ola de calor va
creciendo dentro de mí. Esa lagarta de enfermera me ha puesto tan celosa
que ahora quiero follarme a mi marido.
—Le has dicho «Soy Natasha, su esposa» —dice Leo mirándome—.
Eso me ha puesto muy cachondo.
—A ti te pone cachondo hasta el vuelo de un pájaro.
Leo se ríe, aunque se duele.
—Es verdad, pero tú con diferencia eres lo que más me pone de este
mundo —dice con un brillo en sus alucinantes ojos de miel.
Sabe bien lo que me gusta escuchar. Deslizo su mano sobre su pecho,
sintiendo su cicatriz hecha a fuego vivo y la dureza de sus músculos.
Mirándole me pellizco el labio inferior, juguetona.
—Me gusta a dónde se dirige esa mano —dice socarrón.
—No me extraña.
Su piel se eriza bajo mi tacto. Leo gime suavemente. Paso mi lengua por
su abdomen, saboreando cada centímetro.
—Natasha... —murmura con voz ronca.
Mis manos juguetean con el elástico de su pantalón. Leo respira con
dificultad, pero no es eso lo que me llama la atención, sino el bulto entre las
piernas que va haciéndose más grande. Mi pulso se acelera, fantaseando con
lo que me voy a llevar a la boca.
—Cuidado con el brazo —le advierto.
—No te preocupes.
Bajo lentamente su ropa interior, liberando su potente erección. Acaricio
su miembro con delicadeza, observando cómo se pone más y más grande
todavía. Antes de lanzarme a por él, le lanzo una mirada traviesa y me
encanta verle ansioso y un punto desesperado porque empiece ya.
Mi lengua recorre toda su longitud provocando que Leo arquee la
espalda.
—Joder... —gruñe entre dientes.
Lo introduzco en mi boca y le oigo soltar un suspiro. Noto una arcada
pero se me pasa. Enreda sus dedos en mi pelo, guiando el ritmo de la
felación. Su respiración se acelera. Alterno entre succiones y caricias con la
lengua, llevándolo al límite de la cordura.
Es todo tan erótico y excitante. La penumbra, el silencio, el lugar. Él.
Esta especie de dios italiano, perfecto en todo, que ahora tengo dominado
con mi boca. Quiero de él su esencia al completo, la esencia de la
masculinidad en la flor de la vida.
Intensifico el ritmo de mi boca. Sus gemidos se vuelven más urgentes,
más desgarradores. Siento como si tuviera un volcán entre las manos.
—Natasha... —jadea—. Voy a...
No termina la frase. Noto el primer chorro cálido en mi boca. Lo recibo
con avidez, sin dejar de mover mi lengua. Leo suelta un gruñido gutural,
primitivo, agonizante.
Trago su esencia, saboreando cada gota. Es salado, intenso, pura
virilidad. Leo tiembla, completamente entregado al placer que yo le estoy
dando.
Cuando termino, alzo la vista. Su cara está perlada de sudor, los ojos
cerrados en éxtasis.
—Joder... —murmura otra vez en medio de un suspiro.
Me bajo de la cama y voy al baño a limpiarme. Cuando termino me seco
con la toalla.
—¿Te ha gustado? —pregunto con una sonrisa pícara.
—Ha sido increíble —responde, aún jadeando.
Capítulo 49

LEO

Consulto el reloj en mi móvil. Pasada la medianoche. Natasha sigue en la


cama conmigo, tumbada a mi lado. Agradezco estar vivo y haber disfrutado
de este sexo cojonudo con ella. Me hace olvidar el dolor de las
magulladuras y la tensión constante que siento en el pecho. Su cercanía me
da una especie de paz que creía perdida hace tiempo.
Sin embargo, no puedo dejar de pensar en las amenazas de Montoya y
Lobo Kirill. Intento relajarme, pero la preocupación me asalta
constantemente. Montoya y Kirill son como dos bestias esperando el
momento perfecto para atacar y matar.
En sigilo, me bajo de la cama y abro la puerta. Compruebo que mi
familia ha dejado a dos hombres. Bien, ya tranquilo, vuelvo a la cama.
Debo encontrar una manera de deshacerme de ellos de una vez por
todas. No pueden seguir amenazando a Natasha o a mí. La cuestión es cómo
aniquilarlos. He intentado anticipar sus movimientos, pero no ha salido
como esperaba. La alianza con los Hijos del Norte no ha funcionado como
esperaba.
Montoya, con sus contactos en Colombia y su brutalidad sin límites.
Igual lo subestimé. Lobo Kirill, inteligente y despiadado, el hombre que
traicionó a los padres de Natasha.
Pienso en los recursos que tengo a mi disposición. Mis hombres, aliados
y negocios. Pero ¿serán suficientes? Cada paso en falso podría poner a
Natasha en peligro. Y eso es algo que no puedo permitir.
Los pensamientos revolotean en mi cabeza como un enjambre de abejas
furiosas. ¿Atacarles directamente? ¿Tratar de pillarlos desprevenidos?
Parecen invencibles. Necesito ser más astuto, más calculador. Ellos también
tienen puntos débiles. Piensa, Leo, piensa. Tu honor y tu felicidad están en
juego.
Natasha se remueve a mi lado, su cuerpo cálido junto al mío. Me mira
con esos ojos que me desarman.
—¿En qué piensas? —susurra.
Acaricio su espalda suavemente, notando la tersura de su piel. Bajo
hasta su culo y, por debajo del pantalón, acaricio las nalgas sintiendo que
una nueva erección está en camino.
—En ti.
Ella sonríe, pero noto que hay algo más en su mirada.
—¿Y tú? ¿En qué piensas?
Se incorpora sobre un codo, su cara a centímetros de la mía. Sus ojos
azules brillan con una determinación que no había visto antes. ¿Qué va a
decirme?
—He estado reflexionando sobre mi nueva identidad. Sobre quién soy
en realidad —dice con gravedad.
—¿Y qué has descubierto?
—Me siento como una persona nueva, Leo. Como si hubiera renacido.
—Me parece genial.
—Hay algo más —hace una pausa.
—¿El qué? —pregunto intrigado.
—Quiero renegociar nuestro contrato matrimonial.
Joder, sus palabras me pillan por sorpresa.
—¿Qué quieres decir?
—Ya no me conformo con una asignación mensual de sesenta mil euros.
Quiero una prima de tres millones de euros al año.
Me quedo de piedra. ¿De dónde ha salido esto? ¿Quién es esta mujer?
—No lo entiendo —digo atónito, incorporándome sobre la cama.
—Soy la hija de una familia legendaria, Leo —dice con calma—. Y soy
la dueña de un anillo por el que pagarían millones sus enemigos. Seguro
que puedo encontrar aliados con los que hacer negocios de toda clase. Mi
apellido va a abrir muchas puertas.
La miro fijamente. ¿Está hablando en serio?
—Natasha, ¿te das cuenta de lo que me estás pidiendo?
—Perfectamente, y es lo justo.
Su tono no admite réplica. Veo en sus ojos una chispa de desafío que me
resulta inquietantemente familiar.
—¿Y si me niego?
—Entonces tendremos un problema porque seré yo quien empieza a
montar un negocio paralelo. Aprenderé lo que sea necesario, aunque me
lleve mucho tiempo.
—¿Me estás amenazando?
—Te estoy dando una oportunidad, Leo. Tómala o déjala.
Me incorporo, ignorando el dolor en mi brazo. La miro directamente a
los ojos. Si es una manera de vengarse porque ocultamos lo que sabíamos
de ella, hay que admitir que no está nada mal. Casi hubiera preferido una
bronca y un polvo de reconciliación.
—La Natalia que conociste ya no existe. Ahora soy Natasha Zirkova. Y
quiero lo que me corresponde.
—Necesito unos días para pensarlo.
—Vale, te los doy —dice y vuelve a apoyar su cabeza sobre mi pecho.
Me quedo pensativo mientras me doy cuenta de que he convertido a
Natalia en un monstruo. No físicamente, claro, porque sigue siendo un
bellezón con un cuerpo increíble, pero ahora tiene una personalidad que
jamás había visto en ella. Ahora es mucho más sexy que antes.
—Por eso me has follado antes, ¿no? Para ablandarme —le digo.
—Lo mismo que tú hiciste en el yate para que firmara el contrato —dice
con toda naturalidad.
Carraspeo, incómodo. Sí, tiene razón la jodida. Está claro que no la voy
a pillar en falso. Como no me ve, sonrío de oreja a oreja. Me costará
reconocerlo pero me gusta esta nueva Natalia, digo Natasha.
Bien, ahora he de encontrar la manera de comentárselo a mi padre sin
que parezca que Natasha me ha puesto entre la espada y la pared. Otro
problema más que tengo que resolver. Genial, se me acumulan los frentes
abiertos.
¿Qué hora es? Casi las doce y media. Sigo acariciando la hermosa curva
de su trasero. La yema de mis dedos juguetean con sus rincones oscuros.
Uno de ellos llega hasta el perineo, la antesala del paraíso, y lo rozo con
ternura de delante hacia atrás. Natalia suelta un discreto gemido. Le
encanta.
Quizá inspirado gracias a la sexualidad de mi esposa, se me ocurre una
idea muy buena. ¿Y si Kirill cree que Montoya quiere unirse a él para
acabar con nosotros? ¿Y si Montoya cree a la vez que Kirill quiere unirse
con él para acabar conmigo? Podemos matar dos pájaros de un tiro.
Río solo como un loco.
—¿Qué te pasa? —pregunta Natasha.
—Quiero follarte otra vez. Eso es lo que pasa —digo más caliente que
una estufa—. Quítate los pantalones, las bragas, todo y ponte encima.
Natasha se coloca a horcajadas. Deslizo mis manos por sus muslos,
haciendo mía la suavidad de su piel.
Se acomoda sobre mí y, lentamente, ella me introduce en su interior.
Los dos gemimos a la vez. Natasha comienza a moverse con un ritmo lento
y tortuoso. Cada movimiento es una deliciosa agonía. Agarro su culo,
guiando sus movimientos.
—Más rápido —ordeno.
Aumenta el ritmo, la respiración entrecortada, la lujuria a tope. No
puedo apartar mis ojos de su coño siendo penetrado.
El placer crece en mi interior como una ola imparable. Natasha arquea
la espalda, perdida en su propio éxtasis. Sus gemidos reinan en la
habitación.
Siento que estoy cerca del clímax. Se inclina hacia adelante, sus labios
rozando mi oreja.
—Córrete para mí, Natasha.
El orgasmo me sacude y me deja en el limbo. Natasha me sigue
segundos después, su cuerpo temblando sobre el mío.
Nos quedamos así, abrazados y jadeantes, durante lo que parecen horas.
Finalmente, Natasha se aparta y se tumba a mi lado.
—Eso ha sido...
—Increíble —termino la frase por ella.
Nos miramos y reímos, cómplices en nuestro pequeño acto de pasión.
—¿Sabes qué? —le digo.
—¿Qué?
—Voy a traerte la cabeza de Kirill en bandeja para que estés tranquila.
—Tú siempre tan romántico.
Capítulo 50

LEO

Un par de días después…

El Rolls Royce se dirige a toda velocidad al hotel de lujo más conocido de


Marbella, el Puente Romano. Hemos quedado con Pierre, el mediador, para
ejecutar el siguiente paso de mi plan maquiavélico para acabar con nuestros
enemigos, Kirill y Montoya.
Aparcamos cerca de la playa, donde el aire está cargado de sal. Se oyen
las gaviotas y sopla una brisa agradable.
Cada vez que echo un vistazo a mi brazo enyesado, me encuentro con
las firmas y los dibujos de las gemelas y Ronan. Hay de todo, corazones,
bichos y cosas que no sé distinguir. Han tomado el yeso como un lienzo
para pintar. Me sorprende, y me parece divertido el recordatorio de mis
sobrinos.
Recuerdo cómo conocí a Pierre hace años, su rol de mediador siempre
ha sido estratégico para nosotros. En este negocio, tener una figura neutral
que pueda sortear las aguas turbulentas es una bendición. Alguien que se
mueva de un lado a otro sin levantar sospechas.
—¿Llevas la joya? —miro a Pietro mientras caminamos.
—Claro —responde palpándose el pecho.
En pocos minutos, estamos frente al majestuoso beach club, donde cada
café cuesta quince euros, más la propina. Dentro, el lujo se despliega por
todas partes.
Ventanales que enmarcan el Mediterráneo, suelo de láminas de madera
noble, camareros con uniformes de diseño, y que nos miran con discreta
curiosidad. Pero nosotros estamos pendientes de un objetivo: Pierre, quien
nos espera en la terraza tomándose un aperitivo, y atusándose su melena
plateada. Sí, como a todos, le gusta la buena vida.
Su habilidad para leer a las personas, sus intenciones y manipulaciones
es lo que lo hace tan indispensable. En nuestro mundo, donde la lealtad
cambia como el viento, Pierre sigue siendo un activo poderoso.
Montoya y Lobo Kirill siguen siendo una amenaza inminente, como dos
serpientes esperando el momento para dar el golpe fatal. Pero hoy, con
Pietro y Pierre a mi lado, siento que las cosas van a cambiar.
—¿Qué te ha pasado en la cara y en el brazo? —pregunta el mediador
nada más reconocerme.
—Nada, una caída tonta.
Nos sentamos a la mesa. Una camarera muy guapa se acerca y toma
nota de nuestras bebidas. Un negroni para mí y para Pietro, un dry martini.
—Marbella es bonita pero París es hermosa esta época del año —
empieza diciendo Pierre con aire nostálgico—. He pensado en volver por
una temporada.
—No tenemos tiempo para charlas existenciales, Pierre. Vamos al grano
— le interrumpo, impaciente.
—Montoya tiene que recibir un regalo de parte de Kirill— digo.
—¿Kirill, el ruso?
—Sí.
—Ese es un tipo peligroso.
Un silencio tenso se interpone entre nosotros.
—Como todos en nuestra profesión —dice Pietro.
Pietro se inclina ligeramente, saca el anillo de estrellas de su chaqueta, y
se lo entrega a Pierre. Este lo examina con las dos manos. Su cara muestra
una expresión de asombro genuino.
—Qué maravilla. ¿Cuánto cuesta?
—Una fortuna —responde mi hermano.
—Tienes que decirle a Montoya que es un regalo de ofrecimiento de
Kirill para aliarse contra los Barone —explico—. ¿Me entiendes?
—Por supuesto.
—Se acordará una reunión en la que Montoya tiene que asistir, así que
deja caer que sería un bonito gesto que apareciera con el anillo puesto,
como una buena voluntad para negociar.
—Tranquilos, lo haré personalmente. Montoya no sospechará nada,
pero voy a pediros una tarifa más alta de la habitual.
—¿Cuánto? —pregunto con aburrimiento.
—Un veinte por ciento.
—Joder, qué cabrón —digo dando un puñetazo en la mesa.
—Son dos capos de cuidado, Leo. Va a requerir mucha mano izquierda.
—Lo pagaremos sin problema —dice Pietro mirándome fijamente.
La camarera regresa con las bebidas y las deja sobre la mesa. Cojo mi
Negroni y doy un sorbo, el amargor de la ginebra me renueva el espíritu.
Llevo una hora sin estar con Natasha. Demasiado tiempo. ¿Qué estará
haciendo? Hago una foto de la playa y se la envío. La he dejado esta
mañana en la cama, con toda su melena desparramada sobre la almohada.
Con una grúa han tenido que separarme de ella.
—No pierdas la joya, Pierre —amenazo—. Por tu bien.
—La cuidaré como si fuera mía.
Recuerdo ahora cuando contacté con Ramsés, el joyero de la familia. El
mejor de Marbella.
—Necesito una réplica exacta de este anillo —le dije al verlo en su
joyería del centro de Marbella, en Ricardo Soriano.
Le mostré la fotografía. La estrella de ocho puntas en el centro. Las
pequeñas líneas que parecían rayos de sol. Las dos estrellas que
acompañaban a la principal.
Ramsés no hizo preguntas sobre el motivo. Siempre ha sido un hombre
de pocas palabras y muchas habilidades.
—¿Para cuándo? —preguntó.
—Para ayer.
Asintió sin pestañear. Sabe la importancia de la rapidez en estas tareas
urgentes.
—Serán diez mil euros —dijo después de pensarlo unos segundos.
No me importa el precio. La estrategia es clara. El anillo debía parecer
auténtico para engañar a Montoya y Kirill cuando lo viesen. Me fui de allí
sabiendo que Ramsés cumpliría. Siempre lo hace.
Nos despedimos de Pierre con un apretón de manos. Justo cuando nos
acercamos al coche me llega el mensaje de respuesta de Natasha. Una foto
suya. Joder, qué guapa sale. Ella posando en la sala de juegos con las
gemelas, el pequeño Ronan y en brazos Vittoria. Hay sonrisas y alegría.
¿Me estará diciendo algo esta buena mujer de una manera sutil?
Capítulo 51

NATASHA

En el salón de juegos con Ronan, Vittoria y las gemelas. Las niñas están
jugando a la consola mientras Ronan espera su turno, ansioso. La risa y el
bullicio llenan la habitación. Francesca me ha pedido que les eche un ojo
mientras ella se encarga de asuntos de la casa.
Para matar el rato, estoy con una aplicación de idiomas instalada en el
móvil. Creo que estaría bien aprender unas palabras en ruso. Debí de
haberlo aprendido de pequeña, pero no me acuerdo de nada. La primera ha
sido «amor» que se dice «liubof». La segunda «padres» que se dice
«roditeli».
Suena mi móvil. Lorena. Contesto con una sonrisa.
—¡Natasha! —exclama—. ¡Qué alegría oírte!
—¡Lorena! ¿Cómo estás? —le digo con entusiasmo, apartándome
ligeramente para tener una conversación privada. Los niños son pequeños
pero se enteran de todo.
—Acabo de volver de Granada. Fue un viaje maravilloso con mis
padres —comienza—. Fuimos otra vez a la Alhambra y el Albaicín. Mis
padres estaban encantados, y yo más. Papá, como siempre, encantado de ir
de bar en bar pidiéndose tapas.
—¡Qué envidia! Granada es preciosa —digo.
—Espero que vengas con nosotros la próxima vez.
—Sí, me gustaría ver a tus padres.
Lorena carraspea.
—Cuéntame, ¿cómo van las cosas en la casa de los Barone? ¿Todo
bien? —pregunta, y noto la preocupación en el tono de su voz.
—Bien, sí. Algo complicado, pero estoy bien.
—¿Con Leo qué tal? ¿Os habéis reconciliado?
—Sí, y de qué manera. Fue muy excitante —respondo pensando en el
polvo de la clínica.
—Me alegra de que estés bien.
Lanzo un largo suspiro.
—Sé que parece complicado, pero él me hace sentir de una manera que
no había sentido en mucho tiempo. Lo necesito.
Mientras hablo observo a los niños. Me doy cuenta de que todo esto es
parte de la realidad que estoy viviendo. Esta es mi vida ahora.
—¿Y qué va a pasar con el Cortijo?
—Hay grandes planes. Estoy muy ilusionada, créeme.
—Sabes que puedes contar conmigo.
—Lo sé, y me ayuda mucho hablar contigo. Te echo de menos.
—Yo también. Cuídate mucho, por favor.
—Lo haré. Te llamo pronto.
Termino la llamada con Lorena y me quedo pensativa. Cuando todo este
termine, Leo y yo le haremos una visita sorpresa a Londres.
Siento una arcada repentina y salgo corriendo al piso de abajo. Con
apenas tiempo para reaccionar, alcanzo el baño y vomito en el retrete. Me
quedo quieta, tratando de recuperar el aliento. Cierro los ojos. ¿Será
posible? Hace días que no me baja la regla. Pensé que era por el estrés, pero
esto es diferente. Ahora es una certeza.
Estoy embarazada.
Una vida dentro de mí.
Tengo que decírselo a Leo.
Me miro al espejo. La cara pálida, el cabello desordenado. Me doy
cuenta de que no solo estoy asustada, también estoy emocionada. ¿Qué dirá
Leo? ¿Cómo reaccionará?
Respiro hondo. Sé que Leo ha cambiado, al igual que yo, pero no sé qué
pasará. De repente veo Francesca entrando con preocupación.
—Las gemelas me han dicho que has salido corriendo. ¿Estás bien,
Natasha?
Antes de que pueda responder, Francesca mira el retrete, el vómito y
después a mí.
—Estás embarazada —afirma con sorpresa.
—Eso parece —le digo sonriendo.
—Ven aquí, anda.
Me envuelve en un cálido abrazo de suegra a nuera.
—Tranquila, querida. Vas a ser una gran madre. Lo sé —susurra,
acariciando mi espalda—. Yo he tenido a tres y ha sido la mejor experiencia
de mi vida.
—Qué nervios, Francesca.
—Normal —dice con un gesto de despreocupación—. Llamaré al
médico de la familia para que te examine. Necesitamos estar seguras de que
todo marcha bien. Enhorabuena, Natasha.
Nos soltamos y ella me estudia con una mirada maternal.
—¿Cuándo se lo dirás a Leo? —pregunta.
—Es lo que estaba pensando. Quizá cuando las cosas se calmen un poco
—le explico, sintiendo un nudo en la garganta.
Francesca coge mis manos y las aprieta suavemente.
—Hasta entonces, será nuestro secreto —asiente con un guiño
cómplice.
Respiro hondo, sintiéndome un poco más aliviada. La mujer que tengo
delante me da una seguridad que no sabía que necesitaba.
—Gracias, Francesca.
—No tienes que agradecerme nada. Somos familia, Natasha. Y las
familias se cuidan —responde con una sonrisa amable.
Después de asearme, Francesca se marcha y me quedo sola en el
dormitorio. La noticia del embarazo aún me parece increíble, y tengo la
urgente necesidad de contárselo a mi amiga del alma.
—Lorena, voy a ser madre —le confieso por teléfono.
Al principio, su reacción es de sobresalto absoluto. Sus ojos se agrandan
y su boca se abre ligeramente, como si quisiera decir algo pero no supiera
por dónde empezar. Finalmente, encuentra las palabras.
—¿Qué? ¿En serio? ¿De verdad? —exclama, su voz temblando entre la
incredulidad y la emoción.
—Sí, sí, en serio —respondo.
—¿Ya lo sabe tu marido?
—No, será una sorpresa.
En ese instante, sus ojos se llenan de lágrimas y no puede contenerse
más. Llora emocionada, y yo también, claro.
—¡Ay, Natasha! ¡Esto es increíble! —Lorena casi grita entre sollozos—.
Vas a ser una madre genial, lo sé.
Su confianza en mí me conmueve, y no puedo evitar pensar en mis
padres, los biológicos y adoptivos. Los que me trajeron a este mundo y los
que me cuidaron. De alguna manera, serán abuelos donde quiera que estén.
Sonrío, sintiéndome un poco más fuerte y preparada para lo que venga.
Con amigas como Lorena, sé que no estoy sola en este nuevo capítulo de mi
vida.

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Capítulo 52

NATASHA

Estoy soñando, sí.


Un jardín lleno de flores. Es primavera, lo sé por el aroma y la luz del
sol. Mi barriga es enorme, como si tuviera ocho meses de embarazo. La
palpo, asombrada y maravillada a la vez.
De repente, me doy cuenta de que no estoy sola. Al girar la cabeza, veo
a Leo a mi lado. Su presencia es tan reconfortante que casi me emociono.
Sin decir una palabra, coloca una mano sobre mi barriga y sonríe.
Su gesto es sencillo, pero está cargado de significado. La forma en que
sus dedos se posan sobre mi piel, la suavidad de su caricia. Siento un calor
en mi pecho, una mezcla de amor y protección que nunca había
experimentado con tanta intensidad. Parece que el mundo se reduce a este
momento, a nosotros dos y a nuestro futuro hijo.
De repente, todo el paisaje se zarandea. Dios mío, parece un terremoto.
Al abrir los ojos, noto que alguien me está sacudiendo el hombro.
Me sobresalto.
Es Gianluca y su cara está muy cerca.
—Perdone, Sra. Barone —dice con amabilidad—. El Sr. Barone me ha
pedido que la recoja.
—¿Que me recoja? No lo entiendo —digo confusa—. ¿Qué hora es?
—Pasada la una.
Me apoyo sobre el cabecero de la cama, parpadeo y me esfuerzo en
tomar conciencia de lo que está pasando.
—El Sr. Barone está bien —aclara Gianluca—. Pero tiene que venir
conmigo.
—¿Adónde? ¿Por qué?
—Él se lo explicará todo —y se echa para atrás—. La espero en el
garaje y no traiga el móvil, déjelo aquí.
Voy al baño y me echo agua en la cara. Necesito despejarme. Me recojo
el pelo en una coleta y lanzo un suspiro. ¿A qué vendrá todo esto? Me quito
el camisón y elijo para vestirme ropa informal. Una blusa, una chaqueta
vaquera y unos pantalones. No creo que a estas horas vayamos a un cóctel.
Muy bien, así me gusta, con humor.
La casa está en silencio sepulcral. Bajo al garaje llena de intriga.
Cuando llego, Gianluca ya está allí y me abre la puerta trasera de un
todoterreno negro.
—¿A dónde vamos? —insisto.
—Ya lo verá.
Gianluca se pone al volante y arranca. Comenzamos a alejarnos de la
casa. Siento el cosquilleo de la incertidumbre en el vientre, pero no me
queda otra que aguantarme. Pasa una media hora larga y estoy que me caigo
de sueño. Es noche cerrada, así que solo veo oscuridad a mi alrededor. Ni
idea de dónde estamos.
Estoy tan tensa que no puedo ni seguir aprendiendo ruso.
Un rato después, el todoterreno se desvía y entra en una carretera de
tierra muy empinada. La suspensión del vehículo sufre en cada bache. A lo
lejos, las luces encendidas de un par de coches. Vamos frenando hasta que
nos detenemos por completo.
—Hemos llegado —anuncia Gianluca.
Me bajo sintiendo curiosidad y nerviosismo. Se ha levantado una brisa
helada. Veo a Leo acercándose con el brazo escayolado.
—Por fin —dice, mostrando una sonrisa algo cansada.
Su camisa está manchada de sangre.
—¿Qué ha pasado? —pregunto alarmada, lanzándome hacia él.
—Estoy bien, no te preocupes. Gajes del oficio.
Leo da un paso al lado, dejando ver a Pietro y Salvatore. Están
sudorosos y arremangados, como si vinieran de hacer un esfuerzo
monumental.
—¿Qué está pasando aquí?
—Mira allí —responde Leo señalando al suelo.
Hay una especie de tumba recién cavada. Con mucha cautela, me
asomo. Lo que distingo entre las sombras es un cuerpo de un hombre,
inmóvil. Un escalofrío recorre mi espina dorsal.
—Te dije que te traería a Kirill —dice Leo cogiéndome de la cintura—.
Bien, pues ahí lo tienes. El hombre que mandó asesinar a tus padres.
Muerto.
Con el cuerpo rígido, me pellizco el labio inferior. La primera vez en mi
vida que veo un cadáver y tiene que ser la de ese hombre. Genial.
—¿Cómo...?
—No hace falta que sepas todos los detalles. De hecho, es lo mejor para
ti, por tu seguridad. Lo que importa es que ya no hay nada de qué
preocuparse, y además se ha hecho justicia.
Salvatore le da una pala a Leo, y él la pone en mis manos sujetándola
entre los dos.
—Ahora date el gusto de enterrarlo —dice sonriendo.
—Te sentará bien —dice Pietro.
—Se lo merece, cuñada —dice Salvatore.
Comienzo a echar tierra lentamente sobre el cuerpo de Kirill. Mis
pensamientos se centran en mis padres, Viktor y Lidiya. Imagino que,
dondequiera que estén, por fin descansarán en paz.
¿Qué habría sido de mi vida si ellos siguieran vivos? Sin duda, todo
sería distinto. Viviría en Rusia. Probablemente, estaría inmersa en el mundo
de la Bratva, rodeada de poder y peligro, con la responsabilidad de llevar la
sangre de los Zirkov.
Sigo echando tierra, sintiendo cada grano como si cubriera no solo al
hombre que mató a mis padres, sino también una parte de mi pasado.
Ellos quisieron salvar mi vida...
Me detengo y respiro profundo. La brisa fría acaricia mi cara y siento
un estremecimiento en el vientre.
—¿Estás bien? ¿Quieres parar? —me pregunta Leo.
—No, quiero continuar.
Retomo la pala y sigo echando tierra en silencio. Quiero que ese cabrón
arda en el infierno. Por último, me agacho y cojo un puñado de tierra con
las manos, que lanzo con rabia. Después, doy un paso atrás y Leo me rodea
con el brazo. Pietro, Salvatore y Gianluca terminan de enterrarlo.
—Es hora de irnos —dice mi marido.
—Gracias, Leo —digo mirándole con una sonrisa.
—De nada, amor mío.
Sin más palabras, nos dirigimos al coche bajo la siniestra luz de la luna.
Capítulo 53

LEO

A la mañana siguiente, en el despacho de mi padre hacemos balance de


todo lo ocurrido en los últimos días. Anoche cerramos otro capítulo más
con las muertes de Montoya y Kirill.
Como sabíamos dónde se produciría el encuentro gracias al chivatazo
de Pierre, el mediador, unas horas antes nos apostamos amparados en la
oscuridad. Lo vimos todo a una prudente distancia.
Cuando se reunieron los dos capos cada uno con su banda, primero
conversaron con cordialidad, después se desató el conflicto. Kirill se había
dado cuenta de que el anillo que llevaba Montoya era el que llevaba
buscado veinte años, aunque no supiera que era falso. Se lo exigió a
Montoya, pero este sorprendido le dijo que se lo había regalado él. Kirill se
sorprendió a su vez.
Se dieron cuenta de que era una trampa, claro. Tontos no son. Pero
cuando quisieron reaccionar nosotros ya estábamos disparando a matar. Fue
una masacre. ¿Cuántos muertos? Por lo menos diez. Lo peor fue lo que vino
después. Enterrarlos para que en la prensa no se formara un escándalo
nacional.
Si la gente supiera lo que pasa de verdad, se asustaría, pero parece que
lo que no sale en los periódicos no existe. Mejor para nosotros.
Mi padre asiente en silencio, concentrado. Con sus cejas grises y tupidas
formando una sola. Lo conozco. Todo lo que le cuento lo va registrando en
su memoria. Cuando termino, guarda silencio.
Un recuerdo me viene de repente. Al cumplir los dieciocho, mi padre
me llamó al despacho.
—Leonardo, ya no eres un niño —me dijo sentado enfrente—. Es hora
de que ocupes tu lugar en la familia. Ya eres un Barone con todos los
derechos y deberes que conlleva ese nombre.
Por la noche, sin previo aviso me arrastraron al jardín. En el centro, una
pequeña hoguera. Las llamas bailaban y crepitaban, y el calor era casi
insoportable.
Me sujetaron entre varios. Cerré los ojos, tratando de prepararme para el
dolor inminente. Sabía lo que se avecinaba. Mis hermanos y primos lo
habían sufrido antes.
—A partir de ahora, Leonardo, llevarás esta marca con honor —dijo mi
padre.
El hierro ardiente entró en contacto mi piel. Fue fulminante, una
descarga infernal que recorrió todo mi cuerpo. Segundos más tarde,
retiraron el hierro y me soltaron. Caí de rodillas aullando de dolor.
—Levántate, Leonardo —ordenó mi padre—. Ya eres oficialmente uno
de nosotros.
Mis ojos se encontraron con los suyos. Vi en ellos el reconocimiento.
No solo de ser su hijo, sino de ser un hombre de la familia Barone.
De vuelta al presente, mi padre me mira con severidad.
—Leo, estoy muy disgustado contigo —dice rompiendo el silencio—.
Te has descuidado demasiado, especialmente con la huida de Natalia. Por
suerte, todo ha salido bien, pero no puedes arriesgarte así y poner en peligro
tu vida de una manera tan imprudente.
Me remuevo en la silla, incómodo.
—Papá, es mi esposa. Ella necesitaba hacer esa investigación sola. Es
una mujer fuera de lo común. Además, su verdadero nombres es Natasha,
no Natalia.
—Eso no justifica tus acciones —replica con dureza—. Tu
responsabilidad es con la familia. ¿Está claro?
—Natasha es de la familia, y ahora quiere que le llamen así. Ese es su
verdadero nombre. Natasha Zirkova. Y fuiste tú quien me obligó a casarme
con ella. Además, vamos a pagarle una prima de tres millones.
Mi padre se echa hacia atrás, sorprendido.
—¿Has perdido la cabeza? Ni hablar.
—Escúchame —digo impulsado por no defraudar a mi esposa—.
Natasha puede abrir muchos negocios gracias a su apellido. Quiere su parte
y tiene razón.
Entrecierra los ojos, evaluándome. La primera vez que le desafío.
—Es una inversión a largo plazo —continúo—. Podemos abrir rutas de
negocio desde Moscú a Marbella. La droga que llegue a Rusia será gracias
a nosotros, por no hablar de las armas.
Mi padre se levanta y camina hacia la ventana que da al extenso jardín.
Los aspersores rocían la hierba con un sonido susurrante.
Se gira hacia mí con una expresión solemne.
—Muy bien, que sean tres millones. Pero recuerda, si esto sale mal tú
repondrás el dinero aunque sea euro a euro.
—No saldrá mal —lo interrumpo—. Te lo prometo.
Asiente lentamente.
—Espero que sepas lo que haces, hijo.
—Lo sé, papá. No te defraudaré, seremos más ricos todavía.
—Eso espero.
Bajo al garaje sonriendo. Sorpresa, justo llega un mensaje de texto de
Gabriela.
Leo, perdona lo que pasó. Me obligaron. Por fin vivo en
Colombia y estoy bien.

Supongo que tendré perdonarla. Que estés bien, Gabriela.


Natasha me espera en el descapotable. Le sonrío porque voy a darle una
buena noticia.
—No hay problema con el dinero que pediste —digo mientras entro y
cierro la puerta—. Te lo he conseguido.
—Bien —dice sonriendo.
—Enhorabuena, te saliste con la tuya —digo poniéndome las gafas de
sol.
—Y vosotros también.
Salimos del garaje a toda velocidad. Qué bien sienta dejar toda la
tensión y la angustia detrás de nosotros. Hace un día cojonudo.
—¿A dónde vamos? —pregunta.
—Al hotel rural, vamos a ver cómo está.
—Por fin —responde con un suspiro, visiblemente aliviada—. Qué
ganas tenía de regresar.
Veo que sus manos descansan sobre su vientre.
Capítulo 54

NATASHA

—¿Qué ocurre? —me pregunta Leo con cara extrañada—. ¿Por qué me
miras así?
Al mando del volante de su descapotable, vamos serpenteando por la
montaña. La luz es clara y radiante, y mi melena se agita con el viento. Nos
rodea un paisaje conmovedor, un valle que se extiende como un tapete. Allí,
hay un rebaño de ovejas que pacen tranquilamente, y más allá hay un
caserón plantado en mitad del campo. No sé, todo me parece tan distinto
ahora que llevo una vida dentro de mí.
—Nada —le digo—. ¿Es que no puedo mirarte con amor?
Estoy deseando contarle que espero un hijo o una hija suyo, pero me
hace una enorme ilusión confesarlo en el hotel de mis padres. Seguro que
sentiré su energía y amor envolviéndome.
—Claro que puedes mirarme, pero como pones esa sonrisa de atontada
—dice socarrón.
—¿Como qué atontada? —le digo atizándole en el brazo.
Leo se ríe. Solo quería picarme.
—Sí, desde que te has levantado hay algo en tu mirada que no me
cuadra… Como si estuvieras en otro mundo.
—Estoy perfectamente normal.
—Si tú lo dices… —dice levantando los brazos.
Qué guapo está con esas gafas de sol y el viento lamiendo su cabello. Es
la elegancia personificada. Me encanta su perfil, la nariz larga y esa barbilla
redondeada. Y esa boca tan sensual que ya conoce todos los rincones
eróticos de mi cuerpo. No es normal el vuelco que ha dado mi vida pero ha
sido para mejor, así que solo puedo estar agradecida.
Al poco, llegamos al desvío. El Cortijo se recorta contra el cielo
despejado, infinito y azul. Siento una inquietud, como un remordimiento
por haberlo abandonado durante estas semanas.
—Tranquila —dice Leo cogiéndome de la mano—. Seguro que no le ha
pasado nada.
—Eso espero.
Intento imaginar cómo fue la primera vez que llegué aquí. No lo
recuerdo porque era muy pequeña, pero quiero creer que fue un momento
especial.
Mis padres me llevan de la mano. Ellos también ilusionados,
hablándome con dulzura. Acabo de salir del internado.
Imagino la sonrisa en la cara de mi padre, esa sonrisa que me hacía
sentir protegida y querida. La risa de mi madre, que siempre era música
para mis oídos. En mi mente, ellos se miran y comparten un momento de
complicidad y alegría al verme tan feliz. Si me he convertido en lo que soy,
es gracias a ellos.
Entramos al hotel por la recepción y noto con alivio que no hay ningún
desperfecto. Todo está en orden.
—No parece haber daños —digo, sintiendo que me quito un enorme
peso de encima.
—Vamos al comedor —dice Leo.
Comprobamos que aún sigue el desastre de la batalla que ocurrió
cuando atacaron a Leo. Cubiertos tirados por el suelo, sillas volcadas y
cristales rotos. Esto va a llevar un rato limpiarlo todo.
—Después nos encargamos de esto —digo.
Pasamos por la cocina y las salas comunes. Por suerte, todo está en
orden.
—Acuérdate de cambiar las tuberías —dice Leo—. No pienso hacer de
fontanero otra vez. Solo lo hice para impresionarte.
Suelto una carcajada.
—¿De verdad? ¿Solo para impresionarme?
—Sí, y funcionó.
Subimos las escaleras y revisamos las habitaciones. Todas parecen
intactas.
—Por cierto —dice Leo, deteniéndose en seco—, estaría bien que
instalasen un sistema de seguridad nuevo, más moderno, pero eso lo pagas
tú de los tres millones que te vamos a dar.
—Gracias, ¿instalar un sistema de seguridad? Jamás se me hubiera
ocurrido a mí —digo con ironía.
—Tienes tanto que aprender de mí… —dice sonriendo.
—Chego yeshchyo ty khotel by, umnik —le digo en ruso.
—¿Qué me has llamado?
—He dicho qué más quisieras tú, tío listo.
—Joder, sí que estás haciendo progresos con el ruso —dice alucinando
—. ¿Cómo se dice «quiero echarte un polvo aquí mismo»?
—Aún no he llegado a esa lección.
—Pues ya estás tardando, camarada.
Cuando dijo Leo que me darían los tres millones no pude evitar sonreír
de oreja a oreja. Tres millones limpios de impuestos es mucho dinero, y fue
una cifra que dije sin pensar porque de momento no tengo idea de esos
negocios, pero por lo visto no estuve muy desacertada. Lo que tengo claro
es que no me voy a quedar de brazos cruzados disfrutando del dinero. Me
voy a dedicar a convertir el hotel en lo que soñaron mis padres.
Me doy cuenta de que tengo la mano en el vientre, de forma instintiva
sale mi lado protector. Se va acercando el momento para desvelar el gran
secreto. ¿Cómo reaccionará? Ay, qué nervios.
Salimos al exterior del hotel y nos encontramos con la bonita pradera.
El pasto verde se despliega ante nosotros con un resplandor casi mágico
bajo la luz del sol. Respiro hondo, el aire está cargado de la fragancia de
flores silvestres y pinos.
—Corrí tantas veces por aquí —digo con aire nostálgico— cuando era
una niña. Me sentía tan libre y feliz con mis nuevos padres…
Leo asiente mirando el paisaje con una sonrisa. Sus ojos de miel
parecen verme de pequeña corriendo como una loca.
—Nuestro hijo o hija hará lo mismo —digo sin apartar la vista del
paisaje.
—Ya llegará el momen…—Se interrumpe.
Se queda de piedra, inmóvil. Pasa un segundo interminable antes de que
gire la cabeza y me mire.
—¿Qué has dicho?
—Te he dicho que vamos a ser padres, Leo.
Su incredulidad se convierte en alegría al instante. Me rodea con sus
brazos, abrazándome fuerte.
—No puedo creerlo. ¿Desde cuándo lo sabes?
—Hace unas semanas. Quería esperar el momento adecuado para
decírtelo.
La alegría en su cara es un poema inolvidable. Otra fotografía mental
para el recuerdo.
—Yo, casado y esperando un hijo. Si me llegan a decir esto hace unas
semanas, diría que es una broma pesada. Ahora me siento afortunado.
—Amor mío, seremos los mejores padres del mundo.
—Sí, los mejores.
Nos quedamos un momento en silencio, disfrutando de la calma y la
felicidad.
Epílogo

LEO

Nos detenemos frente a la residencia Barone. Primera hora de la mañana. El


sol aún no ha salido, pero empieza a despuntar. En el asiento de atrás,
Natasha tiene a nuestra hija Rita en brazos. Bajo y corro hacia el lado de mi
esposa para ayudarla a salir.
—Leo, mira cómo duerme —susurra Natasha con una sonrisa tierna.
Rita descansa tranquila con los párpados cerrados.
La puerta principal se abre y aparece Esperanza. Se acerca con pasos
rápidos y una sonrisa que ilumina su cara.
—¿Es esta nuestra pequeña Rita? —pregunta con ilusión—. ¡Qué
preciosidad!
Mi esposa sonríe orgullosa.
—¿Todo bien? —pregunta Esperanza.
—Por suerte, sí, todo salió bien —contesta Natasha.
—Rita, me encanta el nombre.
Natasha quería hacerle un homenaje a sus madres, Lidiya y Vanesa,
pero consideró injusto escoger solo un nombre, así que se decidió por otro
que le gustaba. Rita en latín significa «perla».
—Mi esposa me apretó la mano tan fuerte durante el parto que creo que
me ha roto un hueso —bromeo.
—¡Exagerado!
En el enorme salón todos los Barone están allí, esperando con ganas
conocer al bebé. Mi madre, mi padre Salvatore, Pietro, Vincenzo, Chiara,
Eli, Beatrice y las gemelas nos reciben con sonrisas. Ellas corren hacia
nosotros.
—¿Podemos coger a nuestra prima, por favor?
Natasha les sonríe y asiente. Las niñas se sientan en el sofá, ansiosas.
Deja a Rita en el regazo de Mónica y Anna.
—Con cuidado, ¿vale?
Las gemelas asienten, concentrándose en la bebé, que sigue durmiendo
a pierna suelta.
—Es preciosa —susurra Anna.
—Hola, prima —dice Mónica.
Salvatore me da una palmada en el hombro, y puedo sentir la fuerza y el
afecto en ese gesto tan típico de él.
—Buen trabajo, Leo —dice animado.
Pietro se acerca con una sonrisa radiante. Me abraza con fuerza.
—Bienvenido al club de los padres, hermano —dice.
—Felicidades, Leo —dice Vincenzo sonriendo—. Nuestra familia sigue
creciendo y eso me encanta.
—¡Felicidades, hijo! —exclama mi padre.
Francesca toma a Natasha del brazo y la lleva a un rincón más tranquilo
del salón. Chiara, Eli y Beatrice se unen a la conversación, formando un
pequeño círculo de apoyo maternal.
—¿Cómo fue el parto? —pregunta Chiara.
—Uf, intenso, estoy agotada —responde Natasha, aunque su sonrisa
desmiente cualquier señal de fatiga.
—Eres una valiente —comenta Beatrice, mirándola con admiración.
Eli asiente, manteniendo su mirada fija en Natasha.
—Sí, de verdad. Yo recuerdo que en mi primer parto no sabía qué
esperar —añade Eli.
—Es que cada parto es una aventura diferente —dice Chiara riendo
suavemente.
—Y ahora, ¿cómo te sientes con Rita en brazos? —pregunta mi madre.
—Es increíble. No puedo creer que sea real —responde mi esposa.
Las otras madres asienten, entendiendo perfectamente esa mezcla de
incredulidad y alegría que acompaña a la llegada de un hijo. Las gemelas
siguen observando a su prima, hacen muecas y cuchichean entre ellas.
Un rato después, hecha la parada de rigor para la familia, nos vamos al
hotel rural, nuestro hogar desde hace unos pocos meses, una vez que
acabaron las obras. No fue una reforma al final, sino empezar de cero con
los mejores materiales del mundo.
Ahora parece una puta joya arquitectónica. La fachada de piedra, el
techo de tejas, la terraza amplia iluminada, los balcones elegantes, los
grandes maceteros. En fin… Todo tiene una mezcla de moderno y antiguo.
Cojonudo. Su continua aparición en revistas de diseño no me sorprende: es
uno de los hoteles rurales más impresionantes del país. Y es nuestro, de
Natasha y mío.
Por supuesto, como todos los negocios Barone tiene una contabilidad B.
Una manera genial de aumentar nuestros ingresos ya de por sí enormes. Sin
duda, soy el más rico de los hermanos y eso me encanta, para qué negarlo.
Los empleados del hotel, todos impecablemente uniformados, nos
reciben formando un pasillo en la entrada.
—¡Enhorabuena! —dicen al unísono—. ¡Felicidades!
Natasha sonríe, emocionada.
—Es como un sueño hecho realidad —me dice, mientras cruzamos el
umbral.
Llevamos a Rita hasta su cuarto. Las paredes están pintadas en un suave
tono arena, contrastando con las cortinas de terciopelo en color burdeos.
Sobre un estante de color blanco, hay figuras de animales tallados a
mano. La habitación está iluminada por una lámpara de araña que cuelga
del centro del techo, con sus cristales refractando la luz en cientos de
colores. Las ventanas, con marcos de madera oscura, dejan entrar el sol de
la mañana.
La cuna, situada en el centro, es una obra de arte. Está hecha de caoba y
adornada con unos grabados florales, que a mí me dan un poco igual, pero
que a Natasha la vuelven loca.
Dejo que Natasha coloque a Rita en la cuna. Me acerco para observar
cómo nuestra hija duerme. Es la cosa más pequeña e increíble que he visto
en mi vida.
Salimos del cuarto en silencio, cerrando la puerta con sigilo.
Caminamos por el pasillo hasta nuestro dormitorio. El cansancio se hace
evidente en nuestras caras, pero también una felicidad que no se puede
describir con palabras.
—Estoy feliz —le digo a mi esposa—. Hecho polvo, pero feliz.
—Yo también.
Nos miramos en silencio, nuestras manos entrelazadas. La tranquilidad
del dormitorio nos envuelve, y en ese momento, me acerco para besarla con
pasión.
—¿Me puedes traer el anillo de estrellas? —me pregunta—. Me apetece
llevarlo un rato en casa.
—Claro que sí, corazón.
Dentro del armario, tenemos una caja fuerte pequeña para nuestras joyas
y algún dinero en metálico. Pulso el código y la abro. Cojo el estuche de
terciopelo y saco el anillo. Cuánta historia simboliza y pienso en el
momento en que Rita lo sepa todo. Alucinará.
Natasha sonríe al ponerse el anillo. Por su manera de mirarlo, parece
que lo ha echado de menos. Le beso la mano como si fuera una princesa
rusa. Siento una paz inmensa. Esta es nuestra nueva vida, y no podría estar
más agradecido.
—Te quiero, amor mío —le digo.
Ella me mira con sus inmensos ojos azules.
—Y yo a ti, Leo.

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