Antologia Relata 2023
Antologia Relata 2023
Antologia Relata 2023
RELATA
Talleres Literarios
ANTOLOGÍA
RELATA
CUENTO, CRÓNICA, NOVELA,
POESÍA Y NARRATIVA GRÁFICA
Talleres Literarios
2023
Red de Escritura Creativa
y de Tertulias Literarias
ANTOLOGÍA RELATA 2023
CUENTO, CRÓNICA, NOVELA,
POESÍA Y NARRATIVA GRÁFICA
Red de Escritura Creativa y de Tertulias Literarias - RELATA
MINISTRO DE LAS CULTURAS ,
LAS ARTES Y LOS SABERES
Juan David Correa Ulloa
VICEMINISTRO DE LAS ARTES Y LA
ECONOMÍA CULTURAL Y CREATIVA
Jorge Zorro Sánchez
VICEMINISTRA DE LOS PATRIMONIOS, LAS
MEMORIAS Y LA GOBERNANZA CULTURAL
Adriana Molano Arenas
SECRETARIA GENERAL
Luisa Fernanda Trujillo Bernal
DIRECTORA DE ARTES
Ángela Beltrán Pinzón
COORDINADORA DEL GRUPO DE LITERATURA
María Orlanda Aristizábal B.
EQUIPO DE LITERATURA
Andrea Martínez Moreno
Andrés Giraldo Pava
Bibiana Parra Alzate
Clara Sánchez Mora
Daniel García León
Daniella Sánchez Russo
Felipe Martínez Cuéllar
Juan Laserna Botero
Mónica Alexandra Paz
Vanessa Morales Rodríguez
PRESENTACIÓN
CUENTO
DE TODOS LOS FINALES POSIBLES
Miguel Barrios Payares
MUERTES TRANSVERSALES
Alberto de la Espriella
ASÍ HA SIDO SIEMPRE
Ana María Valencia Agudelo
EL RECURSO DE LA ESPOSA
Ángel Ramírez Escobar
LA ESPERA
Aura Maritza Longa C.
UN DRAMA OLMÍSTICO
Carlos Eduardo Vásquez Cardona
LA TREGUA
Carmen Andrea Rengifo Gómez
EL ESPEJO DEL PRESIDENTE
Enrique Álvaro González
LA TIENDA DE DON FEDERICO
Fidel Martínez Ojeda
ABANDONO
Francisco Fajardo
EN TORNO AL LUGAR DONDE
MURIERON LOS PERROS
Fredys Castro Pérez
RETORNO DE NAVIDAD
Gabriel Ayala Pedraza
LA TERCERA ES LA VENCIDA
Gustavo Adolfo Bedoya Sánchez
CIRUGÍA
Homer Alberto Vivero Carvajal
EL GORDO
Isabella Cabarcas Hernández
LAS QUE CAMINAN CONTIGO
Johanna Rodríguez Sandoval
RUMOR DE RATAS
Jorge Eliécer Corrales Roldán
LA FLOR VIOLETA
Jorge Enrique Quintero Aguirre
EL RELOJ DE FERXXO
Juan Felipe Ardila, Davidson Andrés López,
Daniel Stiven Molina G., Valentina Garzón A.
LAS NEAS DE MI BARRIO SON UNOS FILÓSOFOS
Juan Manuel Alcalde Ríos
LABRIEGO
Juan Pablo Ortiz Rodríguez
LOS PALOS Y EL ALTILLO DE LA CASA
Juliana Enciso
ATRAPASUEÑOS
Juliana Navarrete
EL CANTO DE LA LECHUZA
Luis Alberto Niño
EL HOMBRE GLOBO
Luisa Fernanda Gómez Lozano
EL ECLIPSE
Luisa María López Mejía
ESPERANDO A MARIANA
Lupe Yovanna Montoya
CREPÚSCULO
Luz Adriana Suárez
LOS DUENDES
María Cecilia Piedrahíta Vélez
SERVICIO A LA CARTA
María Claudia Molina Villalobos
LA PERRA
Natalia Guzmán Castañeda
EL ÚLTIMO CIELO
Pablo De La Peña
ENGAÑADO
Patricia Morales Betancourt
AMAR Y YO
Walter Alonso Gómez Céspedes
NOCHE DE CINE
Yessica Chiquillo Vilardi
CANSANCIO
Yubelly Sofía Fique Sánchez
DELICIOSAS EMPANADAS
Viviana Paola Vanegas Fernández
NOVELA
MIRÍADA DE ILUSIONES
Irene Cruz Olivo
CRÓNICA
EL ÚLTIMO VIKINGO
Deiver Andrés Juez Correa
LO QUE LA AVALANCHA SE LLEVÓ
Carlos Arturo González Díaz
LA MAÑANA EN LA QUE MORÍ
Daniela Arias
VELADA POÉTICA
Pedro Hubher Zambrano Aguirre
OFELIA DETRÁS DE LAS TABLAS
Ximena Ruiz Salas
EL VIAJE DEL HINCHA
Carolina Calle Vallejo
POESÍA
LA TROJE
Luis Garay Guevara
EVOCO
Ana Cecilia Hoyos
FRÍO DE MADRUGADA
LOS MÚSICOS HAN SALIDO…
ARTE POÉTICA
FOTOGRAFÍA FAMILIAR
CUANDO SE SALGA A LA CALLE
Andrés Felipe Guerrero González
VEO A LA MUERTE
Aura Lucía Torres Niño
PLATOS VACÍOS
Cristián Camilo Orozco
NOTICIA EN DESARROLLO
JUDICIALES: “CAPACHO SALIÓ EN PRIMERA PLANA”
CRÓNICA: ¿POR QUÉ MATARON A MARITZA?
OPINIÓN: DONDE HABITA LA VIOLENCIA
David Martínez Martínez
LOS QUE NO ESTÁN
LAS AMIGAS
MUDANZA
HOY Y MAÑANA
PARTO
Édgar Alfredo Quecedo Chávez
TRES POEMAS
NIGROMÁNTICA
PREMONICIÓN
MELODÍA LEPIDÓPTERA
Elizabeth Álvarez
CANCIÓN DEL VIENTRE MUDO
Fidel Eslava Bernal
SONIDOS DE MI ESPALDA
CÓDICES
TRANSPARENTE
INSPIRACIÓN
DE NUEVO
VISITA
Gloria Esperanza Cojo
EL DOLOR DEL QUE NO AMA
DIVAGACIÓN
JUVENTUD
Isabella Bohórquez Londoño
CAMINANTE
Isidro Ramírez Villota
REMORDIMIENTO
SOBRE EL ORDEN DOMÉSTICO
COMO HAIKÚS
Jacobo Betancur Peláez
BUENAS NUEVAS
Jorge Iván Díaz Hincapié
ESCONDITE
Katherine Serna Chaverra
CINCO POEMAS
Luis Alfredo Aarón Leonis
DESMEMORIA
Luis Fernando Martínez Pacheco
EVOLUCIÓN
Lupe Yovanna Montoya
ME HE VISTO…
Luz Janeth Naranjo
ARS POÉTICA
Magda Pinilla Monroy
VÍAS CURVAS
CAPTURA
SOBREEXPOSICIÓN
VIDAS CURVAS
AMANECER
FICCIÓN
Manuel Alejandro Briceño Cifuentes
¿Y AHORA?
María Victoria Arce Montoya
ANA SE CASÓ CON EL DOLOR A CUESTAS
ESTÁS MUY MAL
Nallely Natali Flores
LOS SABORES Y EL SABER
UN PLATO EXQUISITO
Ofelia Angarita
ANIMAL PLANET
Paula Andrea Gaviria
CANCIONES PARA PERDER EN LAS NOCHES
Ricardo Javier Barreto Montero
SUSURROS
I
II
Sucy Valencia López
REALIZACIÓN
Yulieth Paola Galvis Rivero
SIETE ASEDIOS A TROYA
I AGAMENÓN Y ULISES
II PENÉLOPE Y HELENA
III NÉSTOR Y TELÉMACO
IV HELENA VUELVE A ESPARTA
V ANDRÓMACA Y CASANDRA
VI AQUILES Y BRISEIDA
VII PRÍAMO Y TETIS
Antonio José Silvera Arenas
NARRATIVA GRÁFICA
BENDICIONES
Catalina Murcia Alejo
Y SE QUEDÓ A DORMIR (FRAGMENTO)
Catalina Murcia Alejo
EL DESORDEN
Pablo Luciano Guerra Paredes y Diana Marcela Sarasti
AUTORES
PRESENTACIÓN
Digamos que la mujer se llama Ana. Digamos que el hombre se llama John.
Digamos que la habitación está limpia y que la mañana es fresca. Sabemos
que la mañana es fresca porque, como en todos los apartamentos de
edificios bajos de las zonas que dan a los parques públicos, y este no es la
excepción, cuentan con ventanales grandes. Este tiene lindas cortinas de
paneles japoneses, pero están recogidas y la luz da de lleno contra el piso.
Si la mujer a quien hemos decidido llamar Ana mirara por la ventana,
notaría que la anciana que vende loterías a las afueras del edificio no está.
Aún es muy temprano y le falta por lo menos una hora para llegar. Digamos
que guarda todos los boletos de lotería que ha comprado en la mesita de
noche, porque sí, al costado de la cama hay una mesita de noche y en la
tercera gaveta están todos los boletos a modo de recordatorio de las veces
que ha estado en este lugar. Pero la mujer no mira. Ahora está casi desnuda
y ocupa apenas una porción de la cama.
—¿Crees en la suerte? —le pregunta ella.
—¿Por qué lo preguntas?, pero claro que sí —le contesta él.
—Tengo un boleto ganador en el nochero.
—¿Sí?
—Sí. —Está por soltar la risa y él lo nota.
—¿Suficiente para irnos? —le pregunta, animado por continuar con el
juego.
—Suficiente —contesta ella y ahora sí no se puede contener.
—Entonces nos vamos —le dice y se arrima para besarla.
La conversación anterior solo se produce en la cabeza de ella, pues al
intentar darle inicio y romper el silencio, nota la mirada perdida de su
compañero, como si este observara el techo, pero intentara atravesar el
lugar y buscar quién sabe qué en quién sabe cuál lugar, así que se mantiene
sin decir ni una sola palabra. Pero sigamos. Digamos que en la calle, al
igual que en la habitación, todo está tranquilo. Si el hombre a quien hemos
decidido llamar John mirara por la ventana, se detendría en las miradas de
las personas, en la paz e inocencia que produce la ignorancia, e intentaría
adivinar sus nombres y sus edades. Al fondo de la calle, un hombre que
camina presuroso, por los modos le parecería abogado de profesión,
empleado en algún tribunal, de unos cincuenta años y llevaría un nombre
común, como el de su padre y el del padre de su padre. Justo debajo, casi en
la entrada del edificio, un niño con morral al hombro que conduce una
bicicleta con apoyadores, unos metros atrás su madre. El niño sí le dolería.
Los demás, todos los que corren alrededor del parque, le darían igual. Sin
embargo, el hombre no tiene la menor intención de mirar por la ventana.
Ya de seguro ha quedado claro que son amantes. La habitación los
delata. Por ejemplo, en el pequeño armario que está a un costado, junto a la
puerta que da al baño, hay muy pocas cosas de ella, varias mudas de ropa de
gimnasio, zapatos, una tula y casi nada de él, dos camisas, un frasco de
colonia. Hay que aclarar que el silencio no es por ellos, sino por la llamada.
Antes, solo unos minutos, habían conjugado sus cuerpos con la pasión de
quien no espera una próxima vez. Apenas al encontrarse, la lluvia de besos,
los abrazos, la ropa en el suelo, las caricias sin palabras ni promesas. Él la
tomó con brusquedad como si quisiera consumirla, mientras que ella se
abandonaba a la sensación de su toque. Una vez ella encima, luego él con
más fuerza que al principio, al final los dos, jadeantes y cansados en el
claroscuro de la mañana. Y antes de eso, ella se sintió feliz al caminar bajo
el amparo de la madrugada, con las calles solitarias, aprovechando para
recorrer lugares por los que no solía transitar, haciendo pequeños trotes de
no más de una cuadra hasta llegar al edificio, entrar, subir sin ser notada,
abrir y descubrir el olor que ya creía que solo le pertenecía a ese lugar del
mundo. Y antes de eso, descubrirse despierta antes que la alarma de su
teléfono y apagarla, echar un ojo a su costado y levantarse sin hacer ruidos,
ponerse la ropa de deportes, esperar para calzarse los zapatos en el pasillo,
ir hasta la otra habitación y contemplar que no había nada de qué
preocuparse por algunas horas, salir de la casa, cerrar con cuidado y respirar
ese primer aire de la mañana y sentir que su cuerpo estaba en el mejor
momento de su vida. Ni una sola dolencia, ni un solo músculo contraído,
solo la sensación total de plenitud, que si alguien la hubiera observado, ella
habría dicho sin siquiera sonrojarse “hoy puedo comerme el mundo”. Así
que no fue por ella, debió ser por la llamada.
Digamos, esto es clave, que el hombre tiene un trabajo que le permite
estar bien informado, pero no es, ni por asomo, un hombre poderoso o
importante. Han tenido una buena jornada y ahora descansan con la
respiración agitada. Entonces, él recibe una llamada. El teléfono suena, él
ve la pantalla, se sienta en un costado de la cama. La llamada debe ser
importante a decir por esa forma en que está sentado con la espalda recta y
una mano apoyada sobre su muslo y el gesto de desaprobación en sus labios
como si intentara una sonrisa que al final se queda a medio camino. Sin
embargo, pregunta por qué le llaman y luego contesta solo con
monosílabos. Termina la llamada, por unos instantes permanece viendo su
reflejo en la pantalla negra del teléfono y vuelve a recostarse. Cuando la
mujer lo mira él simplemente fija su mirada en el techo, para que ella no
intuya o no adivine el terror que ahora mismo le revuelve desde dentro.
La mujer quiere saber qué pasa. Busca en sus recuerdos, ensaya una
conversación sobre ganar la lotería que le permita romper el silencio, se
hunde en la cama por un minuto más hasta que vuelve a intentarlo. Se le
acerca pero él es más rápido que ella. La toma de un brazo mientras se
sienta en la cama con las piernas entrecruzadas. Ella lo imita. Se miran y lo
que se viene no es bueno. Ella lo nota, él lo sabe. Se le acerca al oído y le
habla. Lo hace tan bajo que solo ella puede escuchar. Por el tiempo que se
toma es casi seguro que utiliza las mismas palabras que quien estaba al otro
lado del teléfono, y aunque su voz es más suave no hay un solo dejo de
duda. Y entonces ella desea desoír lo que está oyendo. Se pregunta si ese es
el mejor lugar para estar en este momento. Se imagina siendo despertada
por la alarma del teléfono, posponiéndola por diez minutos y luego por
otros diez minutos más hasta que ya se hiciera de día y luego preparar
desayuno para todos en casa, sin salir a hacer ejercicios y conservar hasta el
final la sensación de paz y tranquilidad de quien no espera nada malo.
Están sentados en un costado de la cama viendo hacia la ventana.
Están muy cerca el uno del otro, pero no les alcanza para tocarse. Por un
segundo él pensó en tomarla de la mano, pero la idea le pareció ridícula.
Nunca lo había hecho y por infame que fuera la situación supo que no
comenzaría ahora. Nadie lo acusaría y tal vez eso les daría un poco de
tranquilidad, después de todo era simplemente participar en la comunión de
la compañía en los momentos difíciles. Pero él hubiera preferido tomarla de
las nalgas, porque sí que deseaba a la mujer que tenía a su lado, y hasta
pensó en deslizar su mano suavemente desde lo alto de la espalda de ella
hasta sus caderas, bajar más y continuar como si afuera nada estuviera
pasando, pero los ánimos no le dieron sino para mantenerse impávido
pensando si lograría ver algo o el final sería un simple pestañear. En algún
momento, mucho antes de esto, pensó en terminarlo todo, pero cada
encuentro con la mujer era siempre una última vez y eso que cuando lo
decía se lo creía entero. Ahora, cuando ya no había vuelta atrás, se imaginó
siendo él quien hacía la llamada, con el dejo de arrogancia en la voz, solo
por cortesía, diría al final antes de cortar, y se vio pensando en la desolación
de ese otro, en los gestos que haría, en lo que sentiría al saber que no había
posibilidades de huir y ni un solo lugar en el que esconderse. Fue solo un
instante, pero con el estallido los dos supieron que ya era hora. Lo primero
fue esa sensación sobrecogedora que llega desde dentro y contrae el
estómago, algo muy parecido al miedo, que quizá podía entenderse como la
comprensión evidente de lo inevitable. Luego desde afuera llegó la luz
brillante y cegadora seguida de una ráfaga de calor capaz de disolver
metales. Y al final la onda expansiva que borró todo rastro de ellos, todo
rastro de todos hasta que no quedó nadie para ver el hongo gigantesco que
tocó el cielo.
Pero, digamos que cuando él terminó de hablarle al oído, esos dos a
quienes ya no es necesario llamar por ningún nombre, porque a estas alturas
de qué sirven los nombres, se vieron a los ojos y lloraron en silencio y,
además, escogieron no sentarse a mirar hacia la ventana para esperar el
final. Digamos que se recostaron sobre la cama, que él la abrazó con fuerza
y acomodó la cara contra el pecho de ella y que ella le acarició la nuca, le
correspondió el abrazo y le dijo que todo estaría bien.
MUERTES TRANSVERSALES
ALBERTO DE LA ESPRIELLA
Armenia, Quindío
Taller Café y Letras Quindío
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Desde que nací, hay una regla conocida por cada persona que vive en la
finca. Mi abuelo fue quien la estableció una vez él quedó a cargo: “Aquí se
hace lo que yo diga”. Y, precisamente, porque cada una de las personas en
este lugar seguimos esa regla es que podemos gozar de una buena salud y
de una infinita felicidad. Soy feliz cuando logro tener las tres comidas del
día y una cama cómoda para descansar luego de un día largo. Estamos
rodeados de campos de un verde esmeralda, que acompañan la mañana y
dan inspiración para realizar un arduo trabajo.
Mi abuelo es un hombre tenaz que siempre ha intentado dar lo mejor
de sí a su familia. No tiene reparos en la forma de tratar con nosotras y
siempre se muestra generoso, porque, claro, algo importante es que la
mayoría de las personas que vivimos en la finca somos mujeres; los
hombres del hogar se encuentran viviendo en los diferentes predios que
posee la familia, en esta finca tenemos el privilegio de vivir las madres, las
tías, las hermanas y las nietas. Yo, en particular, soy de sus nietas favoritas.
La finca es inmensa, pero como existen diversas áreas de trabajo, mi
abuelo implantó vallas de seguridad con electricidad para poder proteger los
trabajos realizados: la cosecha de flores, los caballos, el gallinero, la
pocilga, el ganado, nuestra casa. Se siente extraño pensar que, a mis quince
años de vida, no he visto muchas personas aparte de las mujeres a mi
alrededor y de él, eso y que no conozco mucho sobre el exterior, más allá de
lo que en algún momento he escuchado mencionar a mis tías. En ocasiones,
logro ir hasta la valla de seguridad e imagino que la traspaso sin ningún
problema y el mundo está allí afuera esperando por mí, pero como entiendo
que es por mi bien, me detengo, claro está, sé perfectamente que así ha sido
siempre.
Puede surgir la pregunta de cómo logro aprender sobre la vida, el
mundo y los valores importantes si no he ido nunca a una escuela; todo es
gracias a la biblioteca que tiene mi abuelo, él allí nos provee una vasta
colección de literatura que nos permite imaginar y aprender, y sí, él es quien
nos ha enseñado a leer y a escribir a cada una de nosotras. Los hombres de
la familia han tenido acceso a la educación, pero nosotras, privilegiadas,
hemos tenido la oportunidad de que nos enseñe el mejor de todos. Son
libros que nos hablan de Blancanieves, que por estar en actividades
promiscuas terminó casi muerta. Sobre Aurora, la bella durmiente,
obediente de sus mayores y, por supuesto, de Caperucita Roja, que por
desobediente fue devorada por el lobo, aquel lobo, siempre retratado como
un ser extraño y aislado de la vida de la niña; por eso hemos de vivir
protegidas.
Es de imaginar que en este lugar todas funcionemos como un reloj
suizo: las hermanas de mi abuelo son las que cocinan día y noche, e incluso
les proveen la comida a los trabajadores de las diferentes fincas, ellas son
las únicas que tienen contacto con personas del exterior, que pueden ser
camioneros o mensajeros. Tienen la gran tarea de nutrirnos, mantenernos
fuertes y, por sobre todo, tener a mi abuelo en gran estado físico, con una
alimentación balanceada; escogen con cuidado cada fruto, verdura y carne
que reciben de los agricultores. Son mujeres agrias y serias, yo creo que ni
siquiera hablan entre ellas, es como si el silencio fuera aquello que las
conecta, son muy mayores, viven para su trabajo y no prestan atención a
nada más que a la satisfacción de servirlo a él.
Mis tías y mi mamá son la siguiente generación: edades variadas,
mujeres fuertes y voluntariosas, que se encargan de mantener la casa en pie,
cada una tiene una tarea importante para que los espacios estén organizados,
desde desempolvar hasta lavar a mano cada prenda blanca. Las más
“jóvenes”, entre ellas mi madre, son aquellas que sirven de cerca a mi
abuelo, se encargan de que su día se cumpla tal cual lo necesite, lo
acompañan en sus actividades diarias y le tienen listo cada artículo que
requiera, supervisando a las demás para que todo se cumpla perfectamente.
Son su círculo favorito y son escogidas de forma meticulosa; yo quiero
hacer parte de ese grupo cuando tenga la edad necesaria.
Finalmente, quedamos nosotras, las verdaderamente jóvenes, él nos
dice las flores de su jardín; desde que nacemos hasta los quince años, somos
aquellas que no debemos hacer absolutamente nada. Somos consentidas en
todo por mi abuelo y se podría decir que somos su ruina, porque tenemos la
potestad de conseguir casi cualquier cosa que deseemos; mientras esto no
implique un contacto directo con el mundo exterior, siempre nos será
permitido. Como dije, es un hombre generoso, siempre intenta que cada una
tenga un trato único, nos da su confianza incondicional, nos da regalos
sorpresa y pensados según nuestros gustos particulares. Nunca nos castiga,
grita o golpea. Es cuidadoso con sus palabras y nos escucha hablar con una
atención impecable, nuestra felicidad es su prioridad y así ha sido siempre.
Cada una de nosotras tiene el privilegio de dormir con el abuelo una
vez por noche, contando las niñas que integramos el grupo anteriormente
descrito. Mi turno siempre llega cada quince días, pero mi próxima noche
será la última, porque después de esa fecha cumpliré dieciséis años. A una
de mis primas le correspondió esta última noche hace unos días y una de
mis tías dijo que lo que mi abuelo hacía tenía nombre; lo dijo y nunca la
volvimos a ver. Aquella corta palabra la guardo con recelo dentro de mi ser
desde entonces y, cuando no hay nadie cerca, en la oscuridad de mi pequeño
cuarto le susurro al viento esa palabra y la dejo flotar en el espacio como
una verdad, sin que nadie sepa lo que he dicho, pero con miedo de que, si
por casualidad llega a oídos pendientes, yo también desaparezca. A veces,
me pregunto si eso implicaría una especie de libertad, si por fin vería más
allá de este lugar. Me regaño inmediatamente, no puedo ser desagradecida,
no se puede morder la mano que da de comer.
Aun así, debo confesar que tengo miedo de mi última noche; desde que
mi tía se fue o desde que se la llevaron, no podemos hablar de eso y pensar
en ello me hace sentir culpable. Hasta ahora, sentía que lo que mi abuelo y
yo compartíamos era especial. Algo sagrado, que nos ayudaba a conectar a
un nivel espiritual. Incluso, según él, está en la Biblia. Así que no creo tener
el poder de rehusarme a estar allí esa noche, a no estar dispuesta, a no estar
contenta. “Todas hemos pasado por eso”, me dicen. Pero, si así ha sido
siempre, no tengo nada que temer. ¿Por qué habría de cuestionarlo o de
preguntarle a mis primas y tías qué vivieron?: “Él nos ama, solo debes ir
relajada, así te dolerá menos”.
Dolor. Si no me equivoco, dolor es lo que leo en la mirada de mi
madre cada vez que nos cruzamos en los pasillos. Mi madre es muda. He
escuchado en los susurros que guardan las paredes que en su última noche
con mi abuelo algo pasó, y al día siguiente ya no podía hablar. Luego llegué
yo. Nuestra relación ha consistido en miradas porque la crianza que se
efectúa en la finca debe estar en manos de todas las mujeres, menos de las
ancianas, todas deben sentirse madre de todas, ser madres y tías al mismo
tiempo, no asumir ningún tipo de pertenencia o forjar lazos profundos
“madre-hija”. Aquí somos para con él, no para con nosotras mismas. He
logrado aprender ciertas señas en las cortas interacciones que hemos tenido
a lo largo de mi vida: “Te quiero”. “Abrazo”. “Detente”. “Corre”. Son como
nuestro lenguaje secreto, algo que solo ella y yo compartimos, así como con
él, pero ya no creo que sea tan único y especial.
Ha llegado mi última noche. Mis tías, sin mi madre presente, me bañan
con cuidado, me quitan el vello que pueda tener, en cualquier parte. Me
llenan de cremas y me perfuman, mientras me entregan ropa de lino blanco.
Mi cabello siempre trenzado lo sueltan para la ocasión. Ninguna me mira
realmente, actúan de forma mecánica y a alguna que otra se le escapa un
pequeño gesto de disgusto. Me dicen que debo llegar a los aposentos de mi
abuelo a las quince horas. Ni un minuto más, ni un minuto menos. Cuando
llega el momento comienzo a caminar hacia el cuarto, mi corazón está
latiendo tan rápido que pienso en el dolor, e intento relajarme, pero mis
músculos están tan tensos que caminar se ha vuelto un acto automático, no
soy yo quien controla mi cuerpo. Cuando doblo la esquina del pasillo que
da al cuarto de mi abuelo aparece mi madre vestida de blanco, con el
cabello suelto y llena de lágrimas. Me estremezco y quiero correr hacia ella,
pero al ver mis ojos lee mis intenciones y me hace la seña que significa
“detente”. Se toca el pecho, como señalándose a sí misma y mira hacia su
cuarto; cuando logro entender, ella se está dirigiendo hacia allá, su mano
detrás de su espalda me hace la seña final: “Corre”.
Temblando de pavor, le doy la espalda y salgo corriendo. Cuando llego
a la entrada principal, las hermanas de mi abuelo están hablando con varios
de los que reconozco como camioneros, mientras mis tías llevan a todas las
niñas cargadas en sus brazos hacia ellos, todas en camisón, todas descalzas,
llevando a cuestas el peso de la libertad. Corro hacia ellas, pero recuerdo a
mi madre, recuerdo su cara y cuando siento la urgencia de volver por ella, la
escucho gritar, por primera y última vez escucho su voz desgarrada y ronca,
diciendo una y otra vez:
¡ASÍ! ¡YA! ¡NO!
EL RECURSO DE LA ESPOSA
ÁNGEL RAMÍREZ ESCOBAR
Barranquilla, Atlántico
Taller Literario José Félix Fuenmayor
En mi barrio había de todo. La ventaja de vivir cerca del centro era que
teníamos acceso a una oferta de productos ilimitada. La frutería de don
Olmo quedaba en nuestra misma cuadra y comprar allí era un deleite. Su
propietario vendía manjares exóticos de toda índole. Los sábados íbamos a
comprar frutas y verduras con nuestros padres. El frutero nos regalaba una
“ñapa” al gusto de cada uno. Los murrapos, las guayabas, los mangos de
azúcar obtenidos de aquella forma se convertían en tesoros propios para
cada niño. La bondad de nuestro querido don Olmo lograba que esas
“ñapas” tuvieran un sabor más dulce.
Los muchachos del barrio teníamos un beneficio adicional: si
estábamos cerca del local en el momento en que don Olmo sacaba de sus
cajones la fruta demasiado madura que ya no se podía vender, el hombre
nos regalaba el producto todavía aprovechable. Lo hacía sin reparos.
Sonreía satisfecho al ver nuestro alboroto.
—Coman, coman, coman fruta, niños, para que crezcan mucho. Así
estarán siempre aliviados...
Yo sentía que teníamos una amistad entrañable con don Olmo, tanto
como puede haberla entre un comerciante adulto y un grupo de niños de
barrio. Todo iba bien, hasta que un día lo vi hacer algo incomprensible.
Una familia de españoles se había mudado recientemente. Paco, el
menor de la casa, se había amistado con nosotros de inmediato. Era un
muchacho alegre, muy inteligente. Nos reíamos de su acento, pero nos
gustaban las historias que contaba acerca de un país que para nosotros era
exótico.
Pues bien. Una tarde, Paco nos acompañó a la frutería de don Olmo.
Estábamos de buen humor. Veníamos riéndonos de las ocurrencias del
españolito cuando vimos que el comerciante estaba sacando la fruta madura
de los cajones. Lo saludamos. Sentimos que don Olmo estaba contento de
vernos allí. Nuestras papilas anticipaban la pasarela de sabores que íbamos
a disfrutar. El placer sencillo de hincar nuestros dientes en la pulpa dulce de
un mango nos hacía sonreír. Era uno de esos momentos puntuales de la
niñez en el que todo es perfecto, la angustia desaparece, no hay dolores. Ese
instante en el universo infantil en el que hasta el futuro parece bonito.
De repente, Paco miró a su alrededor… Con su peculiar manera de
hablar, preguntó:
—Don Olmo, tendrá usted, por casualidad, una pera. Hace tiempo no
las como. Las echo mucho de menos.
El cambio fue inmediato. El talante de don Olmo, tan inclinado a la
dulzura, se derritió en un instante. Un mazazo en la nuca no habría
producido tal arrebato emocional en el hombre. Su pecho se inflamó de
odio. Su boca se transformó en el cañón de un lanzallamas. Nos llamó
malagradecidos, exasperantes, caprichosos. Manoteaba frenético con cara
de basilisco. Nunca le habíamos escuchado decir groserías, pero ese día
hizo gala de un extenso catálogo de vulgaridades. Sobraron insultos que
tenía guardados quién sabe dónde.
Salimos aterrorizados de la frutería y no paramos de correr hasta el
parque. Nos sentamos en una banca para analizar lo que había sucedido. No
había explicación para que un hombre afable como don Olmo se pusiera tan
bravo por una pregunta más que normal en un negocio de frutas.
Fue Paco quien nos instruyó sobre algo que ninguno de los presentes
sabía hasta ese momento. Esa fue una lección que nunca olvidaríamos. Nos
contó que en su tierra, allá en Galicia, había un dicho muy común que
explicaba a la perfección lo que acabábamos de observar. Nos contó que en
su tierra cuando alguien le pide algo específico a una persona que no está en
capacidad de proporcionarlo, si esa persona no da la talla, siempre se dice
algo como: “No se le puede pedir peras al olmo”.
Resuelta la incógnita, pasamos al otro lado de la vía rumbo a la calle
del comercio. Doña Alejandra, a quien le decíamos la Mona, era la dueña
de la tienda de telas donde se vendían las mejores sedas de la ciudad. La
mujer tenía una bombonera sobre el mostrador. Siempre que pasábamos a
saludar nos regalaba caramelos de anís.
El resto de nuestra niñez, don Olmo pasó a un segundo plano. Alguna
tarde, siendo ya estudiante de universidad, entré de nuevo a su frutería. El
hombre, a las puertas de la ancianidad, me reprochó la ausencia tan
prolongada. Cuando le mencioné el incidente de ese día y los efectos
catastróficos de su furia, levantó su rostro dulcificado por los años. Sonrió
con la amabilidad de siempre y me obsequió una guayaba madura. Me pidió
que lo perdonara. Sus recuerdos habían empezado a llenarse de baches.
Sospecho que ese episodio estaba cubierto por la niebla del olvido. La fruta
me supo a gloria. Me despedí con un aprecio genuino y salí silbando una
canción de Cerati rumbo al nuevo paradero del autobús.
LA TREGUA
CARMEN ANDREA RENGIFO GÓMEZ
Cali, Valle del Cauca
Taller Narrando: Poniendo en Palabras lo Inefable
Éramos por obviedad esos mismos años más jóvenes y bullían los
sueños en nuestros pechos. No sobra decir, mi estimado doctor, que los
suyos, a pesar de ir mucho más lejos que los míos, se han cumplido, y los
que le restan por cumplir, espero que los tenga cerca de la realidad.
De mi parte, he tenido este relato enredado en la urdimbre de mis
letras desde que una amnistía, en la última década del milenio, intentó
zanjar las diferencias sociales que motivaron la rebeldía y el nacimiento de
aquel grupo que conocí entre rejas y que a partir de entonces se convirtió
en una fuerza política.
Aquí la ovación fue enorme y como los aplausos del patio de butacas
populares fueron ofrecidos a los personajes, allí las expresiones fueron más
incómodas aún y más indignadas.
Costó vidas; años perdidos, y cuando al fin el diálogo calló las balas,
la “posguerra” ultimó la postrera proclama: “la vida no debe terminar en
primavera”. Así supe del poder de esa luna de cristal que me había
ganado, al conocer en ella la noticia en una ciudad lejana de donde gané el
sorteo. A partir de aquel jueves, siempre encontré al afeitarme, peinarme o
mirarme frente al espejo, la misma pregunta: ¿será que algún día unas
ideas distintas a las impuestas desde la independencia podrían llegar a
manejar este país… ¡tan mal manejado hasta hoy!… que como al patriarca
del otoño garcíamarquiano, nos tocó ver a otro llevarse el mar que una vez
fue nuestro?
Con mi imagen hablé muchas veces. Un día, luego de dormir doce
horas tras el acuartelamiento a que obligó la mancha más violenta sufrida
por la justicia en un triste noviembre de aquellos tiempos, le pregunté cómo
era posible que esa mácula tremenda hubiera sido escondida por la
desgracia, mucho más dolorosa, que provocó un volcán.
Eran los últimos años del milenio y el odio imperturbable ordenaba
destierros, despojos y monstruosidades, como el ultimátum a “los
candidatos” que intentaban cambiar el futuro, cuyos nombres leí escritos
en el espejo y con ellos la respuesta: “Siempre presentes, el dinero, el
poder y la violencia, han sido reyes, malos sí; pero al fin y al cabo reyes, lo
que implica sumisión o muerte.
Don Bosco, tambaleante, les daba vueltas en círculos a los cadáveres, sus
ojos lagrimosos miraban a los curiosos, que en gran cantidad habían llegado
a presenciar la escabrosa escena.
—Es una masacre —se decían algunos.
—Quien hizo esto no tiene corazón —manifestaban otros, muchos
lloraban y hasta a los más insensibles se les exprimía el corazón.
—El hijo de puta que hace algo así, en vez de masa gris tiene es
mierda y en vez de corazón un pedazo de hielo —sentenció “el jipi”, quien
llegó en el momento, cargó a su perro y lo llevó al único consultorio
veterinario que había en el pueblo. Aunque el galeno hizo todo por salvarle
la vida, al cabo de unos minutos don Bosco murió.
—Fue un potente veneno el que le pusieron a esos pobres animalitos
—le comentó el veterinario; el “jipi”, salió de la clínica con el perro
cargado, como si se tratara de una persona. Al pasar por el lugar donde se
produjo el envenenamiento, tuvo tiempo para contar los cadáveres;
veintidós perros y una docena de gatos.
El viejo Lucio extrañó esa noche el ladrido de los perros, no pudo
dormir, el mal augurio de las lechuzas se oía con más claridad y el chillido
de los grillos se confundía con el clamor del silencio; se levantó con los
párpados más caídos que de costumbre, “el jipi” lo notó.
—¿No pegaste el ojo, viejo?
—Los condenados perros no me dejaron dormir. Tampoco los gatos —
dijo mirando a su hijo de reojo mientras se alejaba.
“Tiene razón el viejo”, pensó, los ruidos de sus demonios y la algazara
de las ratas en el techo, a falta de perros y gatos, de seguro lo desvelaron.
—Pero así le va a ir al que hizo semejante bestialidad —apretó contra
el pecho la bolsa donde llevaba las hierbas. Por vengar la muerte de don
Bosco, el “jipi” volvería a sus tiempos de brujo; en su juventud aprendió, de
su abuela, la hechicería, pero después de varios años de estarla ejerciendo
decidió dejarla, porque a pesar de ganar mucha plata, siempre vivía como
un arrastrado. “Esa es la ley de este oficio”, le dijo una vez su abuela,
cuando este se rebeló.
Pasó todo el día mezclando hierbas y cabezas de diferentes aves con
rezos e invocaciones, para que el malvado que mató a los animales muriera
con un sufrimiento mayor que el de ellos. Esa noche los pájaros del mal no
cantaron sus agüeros, ni las ratas celebraron la oscuridad desgatada, no
chillaron los grillos, solo los demonios deambularon conjurados en las
malas horas; se cumplió el propósito del “jipi”, su sortilegio era tan mortal
como el veneno, empezó a escuchar los rumores desde muy temprano: “Un
hombre da vueltas, con la boca llena de espumas y ojos saltones, en torno al
lugar donde murieron los perros”.
Una vez se bañó y se libró del indecoro de sus acciones, “el jipi” salió
a ver su obra consumada; más con recelo que con asombro, vio salir
excremento de las sienes y agua del glaciar del corazón de la desdichada
víctima; entonces volvió a jurar que ahora sí se retiraría de por vida de la
brujería, mientras el viejo Lucio agonizaba.
RETORNO DE NAVIDAD
GABRIEL AYALA PEDRAZA
Bucaramanga, Santander
Taller de Poética Cielo de un Día
Esta vez, en el mejor de todos los días del año, como aseguran los
cristianos, la víspera de Navidad, el niño Ludovico, sentado en su caja de
lustrabotas, se divierte mientras ve toda la algarabía que se forma en el
centro del parque, alrededor de la cucaña.
A esta hora, jamás imaginó que ese día sería uno de aquellos escasos y
raros en los que la felicidad estaría de su lado. Por eso lo recuerda con
satisfacción cuando el espíritu de la navidad retorna, porque, como se
pregunta ahora, ¿quién en Navidad no desea la dicha de compartir la cena
con sus seres más queridos?
Desde temprano se sabe en el barrio que hoy es el día de la vara de
premios, o como dicen los abuelos, la fiesta de la cucaña. Rápido corre la
noticia y a las nueve de la mañana un conglomerado de curiosos, sobre todo
de chicos, se acercan y, como si no lo creyeran, tocan la imponente vara de
eucalipto que enterrada desde la tarde anterior en el centro del parque, e
impregnada por completo de grasa, alcanza una altura de unos nueve
metros.
Arriba se ven los premios para quienes la escalen. Prendiendo de una
cruceta de tablillas de madera, cuelga una mochila de tejido ancho en pita,
con las galletas, carnes enlatadas y el vino de las “pascuas”, obsequio que
se da o se recibe de corazón en navidad. En otra se ven desde abajo los
balones nuevos para diferentes deportes y en las dos restantes se aprecia
una con un envoltorio que parece pesado, pero no se sabe qué contiene, y la
última, más liviana y larga, unos centímetros debajo de las demás, se mece
en el aire y se supone que son ropas deportivas.
Pero ajustado más arriba de la cruceta, con una cintilla roja, se aprecia
un pequeño cofre brillante.
¡Es el dinero! ¡Es el dinero!, gritan los chicos más audaces y
decididos. Y se sabe que es bastante porque esta vez los comerciantes han
hecho un buen aporte para el espectáculo.
Desde muy temprano Ludovico abandona su vivienda en busca del
sustento diario y recorre la calle.
¿Embolo, señor? Pregunta una y otra vez entre los transeúntes, pero
ninguno dice que sí. Frente a las viviendas, la gente, presurosa, termina de
instalar las luces y aplicar pintura a las fachadas, para adornarlas y hacerlas
más coloridas antes que llegue la noche de Navidad.
Todos queremos estar iluminados y pulcros para esta fecha, piensa
Ludovico. También su hermana mayor, como no tiene dinero para ir a la
peluquería, desde hace algunos días se aplica infusiones de agua oxigenada
para colorear su cabello y así, piensa ella, verse mejor.
Es cierto, Ludovico, como todos los niños en este día, también está
impregnado de alegría, pero sabe que al llegar la media noche vendrá la
desilusión. ¿De dónde sacarán su madre o su hermana los tamales, el
chocolate, las natillas o los buñuelos, y qué pensar en pavo, para la cena de
Navidad?
No, ni qué pensar en el pavo, reflexiona, como los que ve en estos
momentos bien envueltos y provocativos en la tienda de embutidos.
Claro, él no espera en su mesa ese pavo grande que acapara la mirada
y hace derretir saliva en los concurrentes, no, para los tres miembros de su
familia basta uno de esos pequeños que se guardan en las bolsas en el
calentador del interior, y hasta quedará un trozo para brindarle al tío Beny.
Ludovico sabe que el tío Beny pasa todos los 25 de diciembre por la
casa y les lleva un detalle; nunca nos olvida, piensa Ludovico como si ya
hubiese comprado el pavo.
Y sigue con su recorrido. ¿Embolo, señor? Los socios Escarmenta y
Amador, fumando de sus cigarrillos, ni siquiera lo determinan; desde la
acera observan el interior de su negocio y califican los detalles de su
presentación.
¿Cómo ve el enfoque que le di al decorado?, indaga Escarmenta a su
socio.
Ludovico se embelesa contemplando las luces de luciérnaga, que a
pesar de lo temprano del día ofrecen un incomparable juego de colores.
¿Son bellas en la noche? Quiere saber Amador.
Las verás, responde Escarmenta. Las verás en su esplendor, confirma a
su amigo, que por los viajes de negocios ha pasado una temporada fuera de
la ciudad.
Ludovico los mira cómo expulsan bocanadas de humo mientras hablan
y se admira con las volutas que de manera intencional se desintegran en el
aire, luego de ser arrojadas por Amador.
Entremos, tomémonos un trago. Y tomados un poco del brazo se
pierden en el interior.
En la noche le diré a mi madre que vengamos a mirar las luces, habla
Ludovico para sí, mientras el bullicio de los alrededores se torna cada vez
mayor.
Cuando el lustrabotas, luego de su habitual recorrido, entra en el sector
del parque, ve a la multitud de los chicos que rondan y se untan con la grasa
que recubre la vara. A medida que se acerca siente y ve la rebujiña y se
pone en estado de alerta, porque los mayores empujan a los más débiles que
incautos van llegando y hacen que se les manchen las ropas y, cuando
alguno queda bien engrudado, le forman la rechifla.
Ludovico no pasa inadvertido y cuando se acerca uno de los inquietos
que forman el alboroto intenta agarrarlo, pero él se zafa y rápido corre
alrededor.
Así, durante largo tiempo sigue la algarabía porque los chiquillos que
en el momento intentan escalar la vara no logran avanzar más de dos
metros, por la falta de experiencia, hasta que al fin aparece el loco Pipar.
¡Apártense! ¡Apártense!, grita y se hace al espacio. Ese dinero me lo
gano yo.
Todos se retiran, pues lo ven decidido y vestido de pantalón corto y
camiseta sin mangas, el traje apropiado para subir la vara.
Con bastante empeño, Pipar se da a la tarea de limpiar y hasta donde
alcanza lanza puñados de arena que se adhieren a la superficie, y luego
utiliza jirones de trapos viejos y papel sobrante de los diarios que saca de su
bolso para retirar la grasa de la vara.
Ludovico se ha olvidado de su trabajo; sentado sobre la caja de lustrar,
ve cómo, cuando Pipar descansa, los otros chicos se abalanzan a la vara,
uno tras otro, sin importarles los premios, sino el goce de participar. Escalan
unos decímetros y resbalan en un disfrute sin igual.
Mientras disfruta del espectáculo, Ludovico mantiene presente aquello
que en esta víspera de la Navidad le impide alcanzar su plena felicidad.
¿Será que esta vez tampoco celebraremos en nuestra casa la cena de
Navidad?
Él no cree que sea normal la miseria, por eso, al tiempo que se divierte
mirando lo que ocurre en la vara, piensa que quizás su madre o su hermana
logren conseguir algo para cenar.
Con el paso de las horas el sol se hace intenso, todos sudan al menor
esfuerzo y, cuando Pipar ha alcanzado la mitad de los nueve metros que
mide la vara, aparecen otros que siendo fuertes quieren participar.
Entonces Pipar les propone una alianza en la repartición de los premios
y el dinero, y acuerdan una escalada por turnos.
La tarea es difícil. A medida que se avanza, de tanto subir y resbalar,
los brazos, las piernas y el pecho de los más aguerridos han sufrido
excoriaciones, pero esto no hace que se pierda el ímpetu en la escalada y,
por el contrario, cada vez más chiquillos también lo intentan. Se acercan y
trepan hasta donde pueden, luego se deslizan impotentes, obligados por la
viscosidad de la grasa adherida a la vara, lo que aumenta el holgorio de los
curiosos que están alrededor. Pipar y sus aliados los dejan, pues ayudan a
limpiar la vara, mientras ellos se dan tiempo para descansar.
¿Por qué no puedo estar feliz y disfrutar como los demás? Ludovico
está contento con lo que sucede, pero su obligación de conseguir dinero
amilana un poco su entusiasmo.
Soy demasiado pobre, se responde. Entonces toma su caja de
lustrabotas y en busca de alguien a quien limpiarle los zapatos, decide hacer
un nuevo recorrido.
¿Embolo, señor? Ninguno de aquellos que aborda se toma la molestia
de mirarlo, parece que todos estrenan zapatos hoy. A lo lejos presiente que
alguien lo llama, pero cuando se acerca comprueba que es una falsa ilusión.
Un padre con su hija, ambos con gorro de Santa Claus, suben a un taxi y en
cuanto los mira cambia el semáforo y no puede pasar. La mayor parte de la
ciudad está construida bajo toneladas de basura, lee en el titular en la
primera página del diario que se exhibe en una caseta, las calles reflejan una
limpieza especial y relucen con todo lo que ronda en ellas. No me puedo
distraer, piensa y acomoda en su brazo la caja. Posiblemente, como dice el
tío Beny, las cosas buenas les llegan a quienes saben esperar. Así que decide
volver al parque en busca del jolgorio que suscita mirar el juego de la vara.
Cuando regresa no solo nota el avance en la escalada, también el
número de participantes con posibilidad de alcanzar los premios. Además
de Pipar y sus socios, compiten ahora los hermanos Castillo. Van unos tras
de otros y han llegado tan alto que quien los mira necesariamente ve la
catedral. El Cristo coronado en medio de las dos torres se alza imponente,
se asemeja a un gigante que duerme víctima de su encantamiento,
convirtiéndose en el único objeto en reposo digno de respetar.
Pero Ludovico está abajo y allí lo que se vive es una fiesta. Soplando
sonidos a su armónica el viejo Luis baila y canta su repertorio de coplas sin
parar. “Una mujer no muy vieja, apenas pintando canas, se quería comer
mis huevas, creyendo que eran manzanas”.
La gente ríe y celebra sus ocurrencias, y luego él toma aguardiente y
retorna con su armónica, que es parte de su leyenda. Luis sabe que sin
leyenda no es nadie.
Las campanas tañen el primer toque a misa y Mariana y Waldina se
van como espantadas. Por estar en estas simplezas nos va a coger la misa en
las gradas.
Como manda la costumbre, en los últimos dos metros el engrudo de la
vara se hace más fino, algunos dicen que para hacer alegre el último tramo
y otros que para dar ventaja a quien primero lo alcance. Y al lugar llega el
loco Pipar y no piensa descender porque en turno siguen los Castillo, que
han llegado más tarde y por lo tanto están descansados. Así que se queda en
lo alto sin cumplir lo que se ha pactado.
¡Baje!, le gritan. Pipar hace lo posible por mantenerse arriba y seguir
en el tramo suavizado.
¡Baje! ¡Baje!, lo abuchean los de abajo. Pero a Pipar no le importa,
casi puede tocar los premios y, si permanece allí, con otro esfuerzo los
alcanza.
Entonces en un momento el mayor de los Castillo asciende y se pone
arriba y, como no puede superar a Pipar, comienza a cimbrear la vara. Con
el peso de los dos el movimiento se hace más fuerte y las mochilas de los
premios empiezan a desprenderse.
El Cristo sigue arriba con su mirada perdida como un juez viendo lo
que ocurre en el parque, despreocupado de las palomas que anidan a sus
costados.
¡Cuidado!, gritan entre la multitud. De pronto cae una botella de vino,
luego una caja con galletas y después los embutidos. De tanto cimbreado,
en la punta se rompe la cintilla roja y se desprende el cofre donde se guarda
el dinero. Baja dando volteretas, confundido entre los balones y los otros
premios que caen. Muchos se han dado cuenta y se abalanzan para cogerlo
en la base de la vara. Este golpea varias manos y cae justo ahí, en los pies
de Ludovico.
Las calles de la ciudad son una corriente incesante que lanza rayos de
luz. Las tiendas de comestibles, los almacenes de ropas, calzados y
juguetes, acompañados por el bullicio disonante de los vendedores
ambulantes y por el parpadeo silencioso de las luces de navidad, ofrecen un
espléndido espectáculo a las gentes que entran, compran y salen de prisa,
para llegar a sus hogares antes que los relojes toquen las doce campanadas.
Nada lo detiene en este momento, ni siquiera la murga que traen los
matachines que acompañan el carrancio que se quemará el 31 de diciembre.
Los otros niños lustrabotas lo miran extrañados, pues saben que él es uno de
los que más se divierten con las inventivas de los matachines. Todo se ha
vuelto alegría y hasta siente deseos de arrojar el cofre lo más lejos posible.
Cuando faltan veinte minutos para las doce de la media noche, un
mensajero golpea en la puerta de la casa.
¡Madre! ¡Madre, ven! Alguien que nos quiere mucho ha enviado un
pavo relleno para la cena de Navidad.
Ludovico sonríe satisfecho después de escuchar la voz de su hermana
y luego se echa las últimas tazas de agua que hay en la palangana del baño.
Enseguida va hasta su cuarto y se viste con el traje nuevo que ha comprado
para la noche de Navidad.
LA TERCERA
ES LA VENCIDA
GUSTAVO ADOLFO BEDOYA SÁNCHEZ
Medellín, Antioquia
Taller de Historias
Como era un blanco más grande para los balones, siempre lo apuntaban a
él. El Gordo Lourdes, un muchacho rechoncho con la cara sonrosada y ojos
almendrados que complementaban un semblante casi tierno. A pesar de no
tener amigos, todos lo conocían, pero nadie sabía su nombre, ya que para
todo el mundo solo era el Gordo. Nadie llegó a conocerle más allá de lo que
la mayoría de las personas mínimamente cercanas a él ya sabían. Siempre
solitario y apartado de las canchas (lugar donde los otros muchachos
pasaban el descanso jugando al fútbol) para no ser golpeado por un
balonazo o para no ser usado forzosamente de arquero. El Gordo nunca
tuvo una noviecita, tal vez no por su apariencia física, sino más bien por la
falta de confianza que esta le generaba, por el miedo que le producía el no
entrar dentro del molde de recorte creado por la sociedad. Siempre se sintió
diferente, feo, como un ser al que nadie iba a amar y que justificaba su
existencia para hacer ver y sentir mejor a los demás.
Un día como cualquier otro en la escuela, mientras comía el sándwich
de pavo que su mamá le mandaba de merienda diariamente, algo extraño
pasó, algo maravilloso, algo que nunca había sido visto: una chica se acercó
a hablarle. No era bonita ni tenía grandes atributos como las chicas con las
que andaban sus compañeros, pero era la primera que se acercaba
aparentemente sin prejuicios. Era alta, delgada, tan delgada que al Gordo le
pareció que el espantapájaros de la finca de sus abuelos le estaba hablando;
también tenía el cabello oscuro, más negro que la noche. “A lo mejor estoy
alucinando”, pensó el pobre Gordo, muy emocionado y ansioso por la
situación, ya que nunca había hablado con alguien del sexo opuesto, a
excepción de su sobreprotectora madre.
—Hola —dijo la chica que sonriente reflejaba el hecho de que era de
nuevo ingreso.
—Hola —le contestó tembloroso el Gordo.
—¿Eres Joaquín Lourdes? —preguntó la muchacha.
Esto fue algo inesperado para el Gordo, hacía mucho tiempo que no lo
habían llamado por su nombre, en realidad era la primera persona que no
era su madre que lo llamaba Joaquín. ¿Era esto real? ¿Estaba pasando? ¿Le
hablaba a él? Todas estas preguntas inundaban su mente confusa y
emocionada. Hasta que se percató de que la chica se le había quedado
mirando, ansiosa de una respuesta.
—Sí —respondió.
Se sentía imbécil por el hecho de haber quedado como un sonso frente
a ella.
—¿Podrías decirme dónde queda el aula de 10.° B?
—Por ese pasillo a la izquierda, el último salón.
—Gracias.
La chica se fue. Unas horas más tarde, cuando el Gordo estaba
caminando por el colegio, vio que muchos estudiantes de primaria se
aglomeraban en frente de una de las materas y ocupaban por completo el
pasillo principal, mientras la flaca de pelo negro intentaba pasar por entre la
muchedumbre de infantes con los brazos a rebosar de libros.
—¿Necesitas ayuda? —le preguntó él sabiendo que posiblemente se
iba a arrepentir más tarde.
—Por favor —contestó la muchacha.
El Gordo ayudó a cargar la mitad de los libros hasta el otro lado del
pasillo.
—Me llamo María —reveló la chica—. ¿Te puedo contar un secreto?
El Gordo la miró extrañado, eso era raro. Alguien a quien no conocía
le estaba preguntando si le podía contar un secreto, pero igual asintió.
—Desde que te vi me causaste curiosidad, no sé si porque aquí todos
se ven hostiles y tú tienes cara de amable o por otra razón, por eso estuve
preguntando por ti a mucha gente, a lo que solo me respondían: “Ah, ¿ese
de ahí? El Gordo Lourdes”. Nadie me decía tu nombre, me sorprendió que
hasta los profesores te llaman así, ¿por qué?
—No sé, siempre me han reconocido de esa forma, ya no me molesta,
pero… ¿cómo sabes mi nombre si todos me conocen como el Gordo? —
preguntó a María.
—Me lo han dicho las nubes.
El Gordo se quedó perplejo. ¡¿Qué clase de respuesta era esa?! A lo
mejor la chica se enteró de su nombre de alguna forma que no le quería
decir para no parecer loca. Sí, se convenció de eso, por lo que decidió no
interrogar más.
—¿Te gusta soñar?
—No sé, casi no lo hago, cuando duermo no suelo soñar, o no que yo
recuerde.
—¿Y si todo esto es un sueño? Tal vez yo soy producto de tu
imaginación o quizás sea al revés y tú seas producto de la mía.
—Pero… si somos criaturas de nuestra imaginación, ¿por qué
podemos hablarnos?
—¿Por qué no podríamos?
***
9:45 p.m.
Abrió la puerta de su apartamento. Entró y tiró el sacó en el sofá de la
sala, se desajustó la corbata y se dirigió al dormitorio. Su esposa estaba
tendida con la boca abierta mientras dibujaba con su saliva un charco sobre
la almohada. Con cuidado abrió la puerta del clóset, pero la bisagra chirrió.
La mujer abrió los ojos y él se disculpó sobándole la pierna. Se sentó al
lado de la cama, se cambió de ropa y después se acostó junto a ella
abrazándola por la espalda.
Tendidos sobre el lecho matrimonial, conversaron sobre el día de
trabajo que habían tenido. Ella había llegado hecha polvo. Se cambió de
ropa y se recostó hasta la interrupción de la bisagra. Su jefe fue despedido
en la mañana y la pensadera la había agotado mentalmente. Él, por su parte,
había tenido una serie de reuniones rutinarias, encargos permanentes de sus
clientes y un almuerzo a deshora. Después de un rato decidieron ir a la
cocina a preparar algo.
Ella salteaba vegetales en un wok y él rebuscaba un candelabro en el
bifé de la sala. Cuando la cena estuvo lista, el hombre encendió con un
mechero las velas y apagó la luz. Pasta con vegetales y música de Paul
McCartney, era típico en ellos. A pesar del cansancio de sus cuerpos, el
momento no desmerecía ni una gota de romance, ambos conservaban la
magia de aquellas épocas de juventud.
Ella sacó de la cava una botella de vino y se la entregó en las manos.
Él se sonrió y en menos de un minuto se escuchó un ¡pum! La espuma
espesa se desbordó. Dos platos relucientes sobre la mesa y una copa de
pinot noir, la copa de ambos. Se habían acostumbrado a beber siempre del
mismo cristal, a respirar el mismo aire, a pelear por las mismas cosas y a ser
una sola persona. Paul McCartney tocaba “My love” cuando se sentaron a
la mesa y se desearon en francés bon appétit.
En medio de su ritual recordaron la primera vez que se besaron, fue en
un cine viendo a Sean Connery en Operación trueno. Se rieron de lo que
sintieron cuando se dieron cuenta de que amaban a The Beatles y odiaban a
The Rolling Stones. Recordaban y se miraban a los ojos. Se miraban y se
amaban con ternura. Él le acariciaba la mejilla y ella pestañeaba varias
veces. La mujer recordó que tenía unos macarrones dulces que le habían
regalado. Se dirigió a la alacena, abrió la compuerta y sacó una bolsa de
galletas de colores. La puso sobre la madera de la mesa. Vino, pasta,
macarrones franceses y McCartney, ¿podría todo eso superar una velada en
Le Jules Verne de la torre Eiffel?
Se besaron por encima de sus platos cuando escucharon un chillido
que salió detrás de la nevera.
Por un microsegundo recordaron la bisagra oxidada del clóset, pero
sonó tan cerca que de inmediato se miraron como quienes han visto a un
fantasma. Otro chillido. Soltaron los cubiertos y por inercia despegaron los
pies del suelo. Otro chillido emanó detrás de la nevera y ella soltó un grito.
Él corrió en puntillas y encendió todas las luces del apartamento.
A ella se le salió una palabrota y se trepó a la mesa hasta quedar con
las rodillas en los pechos. Él se armó de valor y fue al patio por la escoba.
Volvió como un samurái justiciero.
Su esposa le pidió que se deshiciera rápido de aquella amenaza. En
actitud de ataque, el hombre golpeó la nevera. Otro chillido se escuchó y
ella lanzó una grosería. De repente, una bola gris enorme se pasó por el
mesón y se refugió tras la licuadora. Él le arrojó la escoba mientras gritaba
cual guerrero que avienta su lanza a un enemigo acorazado. El cristal del
electrodoméstico voló en pedazos. La alimaña saltó tan rápido como pudo y
se instaló dentro de la estufa. La mujer gritó como si en vez de una rata
acabara de verse encerrada en una jaula con un demonio de tres cabezas.
El salero, el pimentero y el aceitero volaron por el aire como cañones.
No hubo muerto.
Lo que hacía unos minutos era una cocina impoluta, de un momento a
otro se convirtió en las ruinas de Kosovo. La mujer gritaba sin parar y le
arrojaba los macarrones sin lograr infligir algún daño al monstruo.
Se escuchó el timbre. El esposo se subió al mueble. Luego se
escucharon tres golpes en la puerta y Paul McCartney entonó “Nineteen
Hundred and Eighty Five”.
De un momento a otro, los dos vieron cómo se asomó la cola lampiña
del animal tras la freidora. Ellos, absortos por la animadversión, no se
percataron del llamado que venía de afuera. La rata apareció dando saltos y
se escondió detrás del horno tostador.
El citófono se escuchó y el portero gritaba desde afuera. La mujer
agarró el celular para darle de baja a McCartney y se le resbaló el aparato.
“¡Maldita rata!”, dijo el esposo. El teléfono cayó sobre la alfombra de
arabescos y la pista saltó a “Beautiful Night”.
Alguien desde afuera amenazó con tirar la puerta: “¡Policía, vamos a
entrar!”. El hombre respiró profundo, se bajó del sofá, se agachó y agarró
de un extremo la escoba. “¡Mátala, mátala!”, pedía su mujer. Tomó aire y le
asestó un golpe justo en la cola al roedor. La mujer gritó. El mamífero se
tiró del mesón para meterse debajo del mueble en donde el esposo se
atrincheraba. El hombre vociferaba: “¡Vamos, maldita! ¡Te voy a matar!”.
Su esposa se comía las uñas. Se agachó, metió el palo de la escoba debajo
del mueble y la rata salió. “¡Te tengo!”, gritó. Le asestó un golpe. El
mamífero emitió un gruñido y después mordió la escoba. El hombre la
empezó a sacudir. No se despegaba. “¡Auxiliooo!”, pidió la mujer. La rata
escaló por el palo y se le tiró encima a su verdugo. “¡Hija de puta!”, berreó
el hombre acompañado de un quejido de dolor. “Vamos a entrar a la cuenta
de tres”, dijo alguien desde afuera. Paul McCartney se echó a rodar con
“Live and Let Die”. El esposo se tropezó y cayó de espalda. Levantó la
cabeza y vio a la rata, sus ojos negros, sus colmillos amarillentos y
puntiagudos, sus garras. El hombre quedó estupefacto. El roedor corrió
hacia él y le hincó los colmillos en el brazo. El esposo se la arrancó de un
tirón y un chorrito de salsa Heinz salpicó la cuerina del sofá. Con fuerza la
estampilló contra la pared y se lanzó contra el mamífero para reducirlo con
sevicia.
La puerta cayó abajo y un oficial de la policía apareció en escena. La
mujer corrió con los brazos al frente y dando gritos. El uniformado vio
cómo ella se escapaba por la puerta que él acababa de tirar. Volvió sus ojos
a la cocina y vio al hombre cubierto de sangre. Entornó los ojos, llevó su
mano al cinto, desenfundó su pistola y gritó: “¡Alto, policía!”.
5:45 p.m.
La señora Carmen Home ojeaba una revista de la mesa de centro del
lobby del edificio. La puerta principal se abrió, era la señora del 401.
—¿Cómo ha estado? —Cerró la revista.
—Muy bien, doña Carmen. Algo cansada. —Se dirigió al casillero
para revisar la correspondencia—. ¿Cómo van sus lecturas?
La señora Home se puso de pie luchando con sus viejas caderas.
—Bien… en lo que cabe. —Caminó hacia el ascensor.
La mujer del 401 sacó dos sobres del casillero y los introdujo en su
bolso.
—Es una pena que una mujer tan joven como usted tenga esa cara de
desgaste, ¿no le parece?
—No se preocupe, doña Carmen, solo necesito dormir un poco.
—La invito a unos macarrones dulces. Un sobrino me los trajo de París
—sugirió la mujer mientras daba pasos lentos.
La del 401 vaciló por un segundo, pero al final negó con cara de mejor
para la próxima.
—No, doña Carmen, dejémoslo para luego. Tengo algunos encargos
que solucionar, es usted muy amable. —Entraron al ascensor—. Además,
debo prepararle la comida a mi esposo. —Presionó el botón del cuarto piso.
—Es una completa lástima, a su edad es un poco raro ese
comportamiento de mujer recluida, pero, bueno, vivimos en un país libre.
—Guardó silencio por unos segundos y luego se aventó a decir—: A su
esposo no se le va a caer nada por prepararse un sándwich con sus propias
manos.
La mujer la escuchó con cierta simpatía. No le extrañaban en lo
absoluto los comentarios destemplados de la señora Carmen. Solo quería
llegar a su apartamento, quitarse los tacones y darse una ducha.
Una vez llegaron al cuarto piso se despidieron con un hasta luego y
desaparecieron por el pasillo.
Veinte minutos después, la mujer estaba dándose una ducha cuando
escuchó el timbre. Se puso el albornoz, agarró una toalla y salió descalza.
Caminó rápido por el pasillo mientras escuchaba cómo aporreaban desde
afuera el timbre.
—¡Ya voy, ya voy!
Abrió la puerta y vio a la señora Carmen con una bolsa llena de
galletas de colores.
—No creo que pueda comer tanto dulce. —Con la mirada trató de
escrutar dentro del apartamento—. Soy diabética y esto es demasiado para
mí. Usted y su esposo pueden disfrutarlo más que yo. ¡Ah! Espero que su
marido no se moleste porque le he hecho este regalo.
—Gracias, señora Carmen. —Le recibió las galletas y se despidieron.
10:30 p.m.
Afuera del 401 el portero escuchaba las declaraciones de la señora
Home. “Válgame Dios, esa mujer vive con un hombre muy machista, de
seguro debe estar dándole una tunda”, explicó al vigilante. Otra vecina
añadió: “El hombre nunca saluda, es un careculo, un cretino. La debe estar
desbaratando a golpes”. El guarda de seguridad pensó en pedir ayuda
policial. “¡Oiga, joven! ¡Qué espera! Le van a achacar ese muerto a usted”,
le advirtió otra vecina. La señora Carmen se le acercó y con el dedo
cadavérico le apuntó al pecho, “Si ella muere, usted irá a la cárcel”. El
guarda tocó a la puerta, pero aparte de los gritos, nada más se escuchó. Se
quitó el sombrero y se rascó la cabeza. Tomó el radio y llamó a la patrulla
policial. “Válgame Dios, tan buena mujer que se veía”, dijo una vecina a las
otras. Doña Carmen puso la oreja en la superficie fría de la puerta, cerró los
ojos. “Qué horror. Le dice que es una maldita rata”, dijo espantada. Otra
mujer se persignó y añadió: “¡Ave María purísima!”.
La policía llegó.
Uno de los uniformados tenía una porra gigante. El otro gritó:
“¡Policía, vamos a entrar!”. El agente de la porra miró al otro en espera de
una señal para actuar. “La debe estar electrocutando”, dijo Carmen. Se
escuchó desde adentro un “¡Auxiliooo!”. El policía le guiñó el ojo a su
compañero de la porra. “¡La está matando!”, gritó otra vecina. Los
uniformados contaron hasta tres y tumbaron de un golpe el portón. El
oficial entró al apartamento y vio a una mujer que salió con los brazos por
delante. Miró a la cocina y vio a un hombre cubierto de sangre, con el rostro
perlado de sudor y con la ropa deshecha. La casa era un campo de batalla en
el que manchas de colores adornaban el escenario. Manchas de colores que
parecían galletas traídas de París.
10:20 p.m.
Con el palo de la escoba escarbaba debajo del sofá para que la rata
saliera y así acabar con su existencia de una vez por todas. Su esposa
permanecía recogida sobre la mesa y las lágrimas caían por sus mejillas.
Salió de nuevo el roedor, pero está vez alcanzó a trepar por el palo que
le chuzaba. El hombre dio un salto atrás y soltó el artefacto como si de
repente se hubiera puesto al rojo vivo. Echó un putazo y ella gritó más
fuerte.
La rata se le prendió en un brazo, el hombre bramó. Se la arrancó
como si fuera un velcro y la arrojó contra la pared. Tomó el palo, se lanzó
contra el mamífero y le dio un golpe en el cráneo. Se escuchó un chillido.
Otro golpe al lomo: no más chillidos. Tres golpes, cuatro, cinco y de
repente cada porrazo se fue convirtiendo en manchas de sangre. La
salpicadura se esparció por toda la sala.
Lo que hacía unos minutos era una cena romántica al estilo europeo,
ahora se había convertido en un bodegón de naturaleza muerta.
De rodillas y con su rostro cubierto de gotas de sangre, el esposo giró a
ver al intruso que acababa de ingresar a su casa. “¡Alto, policía!”, dijo el
agente con el arma apuntándole a la mitad de los ojos. “¿Conque muy
valiente, cobarde?”, preguntó al esposo que yacía en el suelo.
Conmocionado, trató de ponerse de pie. “No se mueva, maldita sea. No me
obligue a disparar”. Sin entender lo que estaba ocurriendo, no atendió a la
advertencia del policía y se puso de pie. Un sonido se escuchó por todo el
apartamento. Era Paul McCartney cantando “This One”.
LA FLOR VIOLETA
JORGE ENRIQUE QUINTERO AGUIRRE
Zarzal, Valle del Cauca
Taller Ítaca
Ferxxo era un hombre rico que fue a una subasta en Nueva York. Había
ganado un reloj de oro, pero cuando acabó la subasta, a las 11:22 a. m., se
dio cuenta de que lo habían robado.
Ferxxo se preocupó y contrató a una empresa de detectives privados:
*
Salomón se dirigió hacia él, y dijo lo que pensaba del sospechoso.
Tenía un cómplice que guardaba el verdadero reloj, que estaba debajo de la
ciudad.
El analista del FBI revisó las cámaras y vio las pruebas de lo que
sucedió. Analizó cada rincón.
La investigadora Zulay interrogó a las personas que se veían en las
cámaras. Encontraron a una que tenía un reloj igual; la interrogaron y
también indagaron sobre su pasado. La investigadora se infiltró entre los
sospechosos para averiguar más a fondo sobre los posibles culpables; ella
los siguió sin que se dieran cuenta, para saber cuáles serían los próximos
crímenes, y si ellos sí se habían robado el reloj. Un sospechoso salió a la
fuga por un callejón, había una casa con acceso al otro lado. Yesica se dio
cuenta de que el sospechoso era una mujer que tenía el reloj. Resultó ser
Karol G.
A Carolina Giraldo le tocó declarar todo. Ella dijo que Brayan lo
distrajo, mientras le decía que iba al baño. Mucho antes de lo sucedido,
Carolina y Salomón estaban cogidos de la mano. Y ella le alcanzó a
desabrochar el reloj, cuando Ferxxo levantó la suya.
LAS NEAS DE MI BARRIO
SON UNOS FILÓSOFOS
JUAN MANUEL ALCALDE RÍOS
Roldanillo, Valle del Cauca
Taller La Tertulia Jupiterina
Esta casa es grande y no hay nadie que venga a ayudarme. El último que
aguantó fue Goyo y ese también se fue. Las tías, las empleadas y la tonta de
mi hermana. Todos con el tema de irse y solo una visitica en estos años para
Leila. Además, mi sobrina con su bendito embeleco cada semana.
Esta casa con sus trinitarias fue la herencia de mis dos tías, mujeres
duras como bongas de trescientos años. Fue la primera de dos plantas en el
pueblo. Dicen que por sus columnas y el balcón que daba hacia la calle
principal fue la casa más bella de todo el departamento. Mis tías contaban
cómo se levantó a punta de envíos que llegaban cada nueve meses por barco
a la bahía y encargos del interior traídos por burro y ferri. Los mosaicos
importados de Andalucía, las materas de mármol en la entrada, las rejas de
hierro colado diseñadas en Donostia y copiadas por los herreros de aquí,
hasta las maticas de jazmín traídas desde Santa Lucía. “¡Que no se diga que
nuestra sangre no fue nacida para permanecer!”, decían mis tías Prudencia y
Juana Bautista, cuando relataban la construcción de la casa cimentada al
menos sesenta años antes de sus nacimientos. “Pobre papá, se lo llevaron
las deudas y los liberales que nos dejaron sin negros para la hacienda. Pero
eso no importa, mi niña bella”, decía mi tía Juana Bautista, “no importa
cuántos negros, cachacos y hasta indios vengan a intentar prosperar en estas
tierras. No hay dinero, pero lo que hay en esta casa es color”. Decía tía
Prudencia, orgullosa de nuestra piel rojiza, colocándose el índice debajo de
sus ojos verdes con la mano derecha y espantándose el jején con un abanico
en la izquierda. Yo las miraba y me iba al cuarto a traerles el Menticol para
que se refrescaran las piernas llenas de ronchas y venitas púrpura.
Fascinada con el hecho de que nuestra sangre era especial, que nuestro
suelo era sagrado, intocable y diferente, hacía todo lo posible para que
continuaran el relato de la construcción de nuestra fortaleza. Hasta les ponía
la cabeza. Mis tías escasamente me miraban cuando me sentaba en el
banquito frente a sus rodillas abiertas y tiraban mi cabeza de un lado al otro,
una cinta blanca, una roja, la mano de la tía Juana en la raíz, los dedos de la
tía Prudencia amarrándome las trenzas. Nos quedaban el linaje, las
baldosas, las tejas de barro, las columnas, el relato de cada una de las
materas y de los árboles de esta casa. Con eso me contentaba.
Chena era más escéptica. “Eso es puro embuste, Lei. Ellas nacieron tan
jodidas como nosotras”. Decía sorbiendo la pepa de mango, sucia, con la
boca, la camiseta y los dedos enmelocotados limpiándose las manos con las
paredes de la casa. “Eso de la fortuna es puro cuento y, si hubo una, fue
hace mucho mucho tiempo”. A mi hermana le gustaba ponerse chorcitos,
trepar los palos del patio de la casa y andar por ahí con las rodillas raspadas
como un muchachito. Yo no le creía a Chena, y, todavía, al sol de hoy
pongo en entredicho su lengua. Hay vainas, contrario a lo que piensa mi
hermana, que quedan. No cualquiera creció con un piano en la casa y
alguien como mi tía Prudencia que supiera tocar valses y piezas muy
clásicas. No todo el mundo tenía a unas tías educadas por una institutriz
criada en Bélgica y que pudieran leer el francés, cuando aquí escasamente
la gente podía leer los anuncios de la publicidad de los cigarrillos. Teníamos
empleadas: Flor, que se encargaba de la cocina, y Auxiliadora, de la
limpieza de la casa. Me acuerdo yo de mi tía Juana, que en paz descanse,
bordando sentada junto a la ventana manteles, la ropa de los ajuares de las
recién casadas, los pañuelos con monogramas de los señores. A mi hermana
se le olvidan esas cosas. Nosotras no nacimos como cualquier venido más a
esta tierra.
Alguien tenía que quedarse. Mi sobrina ahora con semejante
aspaviento dice que este no es un lugar para mí. “Venga acá, tía, ¿y usted
por qué no acepta las ofertas por el lote? Ese terreno es enorme y con todo
lo que están construyendo allá le pagarían muy bien”. Lo dice con la voz
tiesa por el teléfono la caraja esa. “Tía, podría comprarse un apartamento
por la Quinta o por la bahía que no estaría lejos de la casa”. Tamaña
insolencia. Aparte de que no se digna a venir, se atreve a llamarme cada
semana con lo mismo. “Tíia, ¿y qué pasó al fin con el hueco enorme ese
que tiene en el techo? Tíiia, ¿ya cortó el palo de mango que se llevó
prácticamente todo lo que era el cuarto de la tía Chena? Tíiiia, me han
estado llamando los vecinos: que huele a mierda el patio y que eso parece
una jungla, ¿recibió la plata que le mandé para que le corten esos palos y le
limpien el patio?”. Ella cree que así puede desde la distancia dar órdenes, la
pelaíta esa. ¡Cómo si se fuera a ensuciar viniendo acá!
No todos pueden irse así no más. Alguien tiene que cuidar el cuerpo de
nuestros orígenes. Esos palos, ahí donde los ven, dan los mangos más
dulces del pueblo. El mejor mango chancleta para las pastas que venden las
Goenaga viene de este patio, y mi sobrina con el cuento de que los corte.
Además, de qué vamos a vivir si no hay mangos. El hambre es para los
cobardes le digo yo a ella. Que deje de jorobar, se lo repito cada vez que me
llama y viene con su vaina de que debo vender la casa. Yo no me voy a
morir sola. “Esas barandas del altillo son un peligro, tíiia. Que no sea que
un día de estos la encuentren y que los vecinos la descubran por el olor,
tirada por ahí”. Me dice cada vez que puede. Yo allá no subo. Pendeja no
soy. Locuras que se le ocurren a la sobrina.
Goyo en los últimos años me ayudó con eso. Par tablas en la escalera,
cemento para que los rieles no se cayeran y quebraran más el mosaico rojo,
blanco y negro del recibidor, hasta que el muy cobarde, un día pálido como
una camita de lienzo, agarró su herramienta y salió despavorido del altillo.
Pero eso no importa, aquí nos las arreglamos. Todos los días me levanto
muy temprano, barro, pongo en un balde los pedazos de mosaico, de las
tejas que se desportillan, y trapeo la terraza, para que no digan que la
limpieza falta en esta casa. Sí, ya las trinitarias no son las mismas, ramas
gruesas abrazadas a las columnas que el sol también ha derrotado. Y sí, se
puede ver el hierro de la estructura del frente, no voy a decir mentiras. Es
como verle los huesos a la casa salir más allá del cemento, pero
independiente de lo que digan, sigue siendo nuestra.
La vida es aquí adentro. Con el tambor de bordar en la mano la tía
Juana Bautista me miraba y me decía: “La riqueza es de los que tenemos
tiempo. Los cachacos, los recién llegados son otra cosa. Vienen aquí con
sus negocios, abren tiendas, sus casetas de turismo con cerveza y ruido”.
Todavía me acuerdo mientras sacaba la aguja al otro lado de la tela tensa y
lo repetía sin perder la concentración en el patrón. “Se vienen aquí con la
suegra, el perro y sus chancletas de caucho con medias negras. Abren su
tienda, y por lo que me dice Auxiliadora, cuando uno apenas entra, se puede
ver por la cortina, detrás de la nevera, el televisor y el poco de chécheres
sobre el piso rojo de cemento. El cuarto con niños en calzones, barrigones,
amarillos, y las latas de atún debajo de la cama. Comiendo en platos
plásticos frente al televisor, sentados en mecedoras de hierro e hilo plástico.
Y a eso le llaman progreso. Eso no es vida, mi niña”, me lo repetía como si
fuera un salmo, cortando con los dientes el hilo y mirándome sobre las
gafas. “Nosotras somos, no sé, más cerreras. No nacimos para servir,
acuérdate, ni para atender a los gringos con sus vainas raras. Vienen aquí,
con sus morrales y su olor a chivo y creen que nos pueden tratar acá como
se les da la gana. Afortunadamente, en esta casa nunca hemos tenido que
trabajar, porque somos gente”. ¡Ayy mi tía, mujer sabia! Nunca me olvido
de sus palabras. Las tejas se siguen cayendo como nísperos picoteados en el
patio, a veces en la cocina, otras veces en la sala principal. Nuestra riqueza
está en pertenecer a algo más viejo que este pueblo. A lo que vive en cada
muro, en cada respiro de esta casa. Mañana y tarde recojo los fragmentos en
potes de pintura. Pieza por pieza, de aquí no se bota nada. Uña por uña,
cabellos, cartílago, eso es lo que es una pared, un pedazo de ladrillo
descascarado para ese cuerpo donde vivimos. No me interesa lo que diga la
sobrina, igual de torcida que mi hermana.
Mi hermana. Prepotente y boquisucia desde pelada. Me acuerdo que
me decía: “Tu sí que dale con esa vaina de que somos del abolengo y la
sangre asturiana”. “Ajá ¿y a quién carajo le importa que el apellido tenga
más de trescientos cincuenta años? Échee, listo Lei y, si lo somos, ¿esto te
va a comprar sandalias nuevas? Porque hasta da pena salir con estas vainas
cuarteadas a jugar por la calle, y si me van a dar una pela, que me la den
cuando regrese del sancochito de las Daza Durán”. Me gritaba con esa
lengua larga, que sí tenía, calzándose las chancletas para huir. Yo me hacía
la sorda sentada al lado de la tía Juana, pendiente de lo que necesitara
mientras bordaba. Uno debe guardar la compostura y el decoro como nos
enseñaron. Pero ella se iba por ahí como una aventurera, cogiendo sol,
morocha como una galleta, a llenarse la cabeza de las habladurías del
pueblo. Terminó el bachillerato y se fue a la ciudad. Cuando regresó vino
dizque a dictar clases de inglés a domicilio, ¡semejante vulgaridad! Hasta
que se largó otra vez con un gringo a vivir en concubinato a Panamá. Pero
el perro arrepentido siempre vuelve…
Eso sí no le dije nunca a la sobrina. Hace ya un tiempo Chena vino.
“Lei, tú no tienes que vivir así. Mira ese chiquero de tejas en la esquina. Es
verdad, esto parece una selva, mira estos muebles y la hediondez”. Me lo
decía mirando la casa del techo hasta el piso. “Con razón los vecinos tienen
a la pelá seca con mensajes para que te saquen de aquí, ¿y ese pocotón de
pepas de mango en tu cuarto? Ay, Lei, esa bata llena de manchones
amarillos. ¿Y la plata que te he estado girando? El mes anterior te mandé
unas telas, ¿sí te llegaron?”. Yo no vivo de la caridad, y menos que voy a
recibir plata de una vagabunda como ella. Dizque profesora de inglés. Puta
que es. “Chena, deja así”, le respondí. “No le pongas tanto color a la vaina.
Estás igualita que la sobrina. Más bien hablemos de lo que las dos
compartimos. Anda. Ve pa que te lleves al menos unas fotos de la familia”.
Le insistí para que fuera al altillo por los álbumes. “Tú siempre has sido la
más atlética de las dos”. La muy pendeja subió como un resorte,
sonriéndome como si fuéramos las más unidas. Me quedé calladita, sentada
en la mesa de la cocina para escuchar con cuidado. El polvo se desprendía
del techo, los palos de la estructura flexible se arqueaban como las costillas
de un torso que engulle mientras ella pasaba de un lado al otro moviendo
baúles viejos, el bolo de la araña de cristal bamboleándose de un lado a
otro. De pronto cesó la lluviecita de cal sobre la estufa y podía ver el vientre
hinchado, contento, del altillo. Me preparé un cafecito y me senté en la
mesa de la cocina a esperar a que la casa la escupiera.
Me voy al fondo, tipo cinco o seis de la mañana, cuando aparece el sol,
y le pongo mangos con tejas molidas para que coma. Debajo del palo de
caimito, me le acerco, la acaricio cantándole una de las canciones que
tocaba mi tía Prudencia y le echo agua con la manguera para limpiarla. Ya
no habla mucho Chena, pero nunca le dejan de crecer el pelo y las uñas. A
veces ensucia, pero para eso están los gallinazos. Si tuviera perros les daría
panela para que le ladraran toda la tarde… y mi sobrina con su embeleco de
que me tengo que ir de la casa.
ATRAPASUEÑOS
JULIANA NAVARRETE
Arauca, Arauca
Taller La Palabra del Mudo
Todo se veía diferente a los potreros verdes en los que corríamos de día. Esa
noche todo daba miedo. Los ruidos del río hacían sentir como si la tierra
estuviera hambrienta y nos fuera a tragar en cualquier momento. Parecía
que las pocas estrellas se iban a caer, los montes se nos fueran a venir
encima y el campo se hundiera a cada paso.
—Es raro que la abuela nos deje salir de noche —le dije a mi primo
Fercho.
—No diga pendejadas. Lo que es raro es que haya sido ella la que nos
mandó a meternos en el pajar —contestó mientras giraba la cabeza tratando
de atisbar todo alrededor. Algunas gotas de sudor caían de su frente.
Tal vez Fercho, por ser el más grande, sentía que era el encargado de
mantener la calma y evitar que mi hermana y yo nos asustáramos más de lo
que ya estábamos.
—¿Será por lo de la lechuza? Esta es la tercera noche —dijo Rosarito.
—Mírela, ahí está otra vez, parada en el duraznero —Fercho la señaló
haciendo un pico con la boca.
—Quédense quietos —murmuré—. ¿No ven que hoy no ha cantado?
De pronto si no canta no se muere nadie. Acuérdense de que la tía Cecilia
dice que detrás de la lechuza vuela la muerte.
—La abuela dice que esas son puras bobadas. Que no hay que temer a
espíritus ni agüeros, que a los que hay que temerles es a los vivos, que esos
sí son peligrosos —recordó Fercho mientras miraba la cara pálida de mi
hermanita.
Nos quedamos callados mientras vigilábamos a la lechuza en el
duraznero y al fondo, la casa. Nos estábamos durmiendo cuando llegaron
tres monteros repletos de hombres. Parecían militares, pero tenían unas
letras amarillas grandes en la espalda. El jefe, el que según el abuelo se
creía el dueño del pueblo, tenía un brazalete con los colores de la bandera
de Colombia en el hombro derecho. Lo reconocí porque había estado allí
hacía apenas un par de noches, cuando escuchamos por primera vez a la
lechuza. Esa misma noche la abuela se había quedado llorando y rezando
con mis tías. El abuelo, mi papá y mis tíos discutieron hasta bien entrada la
madrugada sobre si irnos todos y dejar la tierra que habían trabajado toda la
vida, o si negociar con los hombres pa que nos dejaran quedar.
Al día siguiente, en la mañana, vimos cómo en la finca del lado
estaban arrasando los cultivos y a lo lejos había muchas vacas, tantas como
no habíamos visto en nuestras vidas.
—Todo ese ganado no cabe ahí, nos va a tocar traernos unas pa’cá —
dijo Fercho.
Yo lo miré incrédulo porque siempre escuché decir que las vacas eran
caras y los toros ni se diga. No teníamos plata pa comprar una. ¿De dónde
íbamos a sacar pa comprar varias?
Ese día algunos tíos y primos se fueron pa’l pueblo vecino a buscar pa
dónde irnos tan pronto se pudieran vender las últimas cosechas, si es que no
se lograba hacer trato con los señores que parecían militares.
En la noche otra vez escuchamos a la lechuza. Era la segunda noche.
Mi primo, mi hermana y yo corrimos pa’l ventanal de atrás. La vimos
sobrevolar bajito. Nos pareció hasta bonita. Su pecho blanco, su cara en
forma de corazón, sus alas pardas.
Fue entonces cuando la tía Ceci nos jaló del brazo a Fercho y a mí, y
detrás se vino Rosarito. Nos contó que era ave de mal agüero, que su canto
llamaba a la muerte. Y que la muerte llegaba a la tercera noche. Se me
pararon los pelos. La noche se me hizo pesada, pensando en que la siguiente
era la tercera, la vencida.
Y hasta que por fin amaneció, una madrugada muy fría de esas que
queman las matas. A Fercho y a mí nos pareció raro que nadie hubiera ido a
revisar los cultivos de lechuga y repollo. El día pasó más bien como
pasmado, hasta cuando la tía Ceci contestó el teléfono. Que los que se
fueron, dijo, no encontraron quién les fiara una vivienda hasta que no
estuviera la plata de las cosechas. Entonces que tuvieron que acampar en el
potrero de un conocido. Todos, todos. Hombres, mujeres y niños durmiendo
a cielo abierto. Ante las malas nuevas todos los adultos, los abuelos, mis
padres y la tía Ceci quedaron cariacontecidos.
Afuera, el ganado ya se empujaba contra la cerca que rodeaba nuestro
terreno. Algunas reses empezaban a comerse lo que quedaba de nuestros
cultivos metiendo la cabeza por entre el alambrado.
Y llegó la noche y la abuela nos mandó a recostarnos aquí, en el pajar,
que aprovecháramos que mañana no sabíamos, eso sí, nos hizo poner las
ruanas. Ahí salimos corriendo, y entre la noche lúgubre lo único que
resaltaba era el pecho y la cara blanca de la lechuza. A un rato parecía
mirarnos fijo y al otro giraba toda la cabeza como vigilando la casa. De
pronto, fue cuando llegaron los carrados de hombres armados y entraron en
el rancho.
Cada vez más hundidos en el pajar, empezamos a oír que los hombres
alegaban en la casa. Rosarito y yo miramos a Fercho.
—El abuelo cree que el que habla más duro gana en los negocios.
—Ojalá el abuelo los convenza, no me quiero ir de acá. Y tal vez
podamos convencer a la tía Ceci de que la lechuza es buena y hasta nos la
podamos quedar —dije.
—Podemos ayudarle a cazar ratones —dijo Rosarito.
—Ojalá el abuelo lo logre. —Fercho nos pasó los brazos por las
espaldas—. Yo tampoco quisiera irme nunca de estos lados.
Los gritos de la abuela, la tía Ceci y mi madre nos interrumpieron.
—Las mujeres son muy escandalosas. Por eso no sirven pa hacer
negocios, eso dice el abuelo —afirmó Fercho.
En eso tronaron los disparos. Cerramos los ojos y nos enterramos entre
aquellos tallos secos. La lechuza alzó vuelo entonando su canto, un canto
que sonó a lamento.
EL HOMBRE GLOBO
LUISA FERNANDA GÓMEZ LOZANO
Cali, Valle del Cauca
Club de Escritura Creativa Altazor
Todos los que conocen la hacienda Lusitania pueden observar desde arriba
una casa como muchas de la zona, forma de L, paredes blancas, tejas de
barro y puertas y ventanas rojas; solo que esta casa es diferente, no tiene
vida, la cubre el polvo y la habita la desolación, ni siquiera los fantasmas la
recorren; todos la llaman Rancho Largo y aunque no le temen esperan el día
en que el abandono la destruya; los recolectores de café que todos los años
la usaban para comer y dormir durante la cosecha, la miran con desprecio,
prefieren ignorarla.
Sin embargo, la soledad no siempre vivió en Rancho Largo, por un
tiempo el corredor se iluminó en las noches, el jardín daba vida a las más
bellas flores, las cuerdas para secar la ropa se vestían de colores simulando
cometas al viento y de la chimenea salía esa columna de humo que dibujan
las cocinas cuando viven. Era la residencia de Javier y Eusebio García, dos
hermanos que escogieron vivir solos, acompañándose uno al otro porque
según ellos no necesitaban de una “vieja que les jodiera la vida”.
El trasteo, un sábado de enero, causó revuelo en la vereda; con los
corotos, llegaron el perro, el gato, incluso algunas gallinas, todo lo que se
necesita para montar un hogar, todo menos una mujer, y esto extrañó a los
vecinos que no entendieron cómo dos hombres podían vivir solos y
contentos.
Para Javier y Eusebio la vida era el trabajo en el campo, cultivar con
orgullo el mejor café del mundo y regresar en las tardes a su casa tranquila
donde los esperaba el fiel Bruno, que voleando la cola los perseguía sin
parar. No necesitaban más, se sentían los consentidos de Dios.
Pero la rutina de estos dos hermanos alguna vez tendría que romperse
y esto sucedió un día cuando, al regresar de la faena, descubrieron macetas
con flores en las columnas del corredor, agua fresca en el bebedero del
perro, croquetas en el plato del gato y, saliendo de la cocina, deliciosos
aromas que les llenaron de agua la boca. Ambos se acercaron con sigilo,
escuchando, pero sin ser escuchados, buscando a través de la ventana el
origen de esos nuevos olores; no había nadie, solamente pudieron ver los
exquisitos manjares que reposaban sobre la mesa, invitándolos a saciar el
hambre después de su larga jornada.
La historia se repetía día tras día y volver a casa tenía un nuevo
encanto, ya no era la paz de un hogar tranquilo, ahora los esperaban
provocativos sabores y colores que alegraron sus vidas. Ellos, hombres
sencillos y despreocupados, no se tomaron el trabajo de investigar,
escogieron disfrutar a sus anchas el placer de una buena comida que como
por arte de magia los esperaba todas las tardes; más de una vez ambos
percibieron el movimiento coqueto de una falda de mujer en alguna esquina
de la casa, pero callaron, si ella no quería ser vista, preferían no romper la
magia.
De repente, Eusebio empezó a madrugar más para terminar la faena
antes que sus compañeros, su rostro tenía un gesto diferente y a pesar de su
pésimo oído para la música no paraba de canturrear melodías románticas.
Todos lo miraban con malicia y comentaban entre risas:
—Este tiene cara de enamorao, tanto afán no es pa irse a dormir.
Tenían razón, llegar a casa cuando aún la luz del día la iluminaba se
convirtió para él en una urgencia; la falda que tantas veces vio de refilón
tenía dueña, una deliciosa morena de ojos verdes que le enseñó a disfrutar
del amor en las tardes y a soñar con caricias en las noches.
Su hermano lo encontraba sonriente y satisfecho al regresar a casa,
pero nunca se preguntó por qué; tenía su mente en otros asuntos, ya no se
acostaba con el sol, sino que permanecía despierto hasta entrada la noche;
había conocido una sensación nueva, una sonrisa blanca lo esperaba, un
cabello del color del café recién colado se enredaba en sus dedos, vivía un
sueño que nunca imaginó. Su mirada comenzó a brillar y las risas
maliciosas ya no eran provocadas únicamente por el menor de los García;
los demás labriegos de la hacienda se preguntaban:
—¿Qué se estará cocinando en esa casa que tiene a estos dos tan
contentos?
Y es que mientras Eusebio amaba a plena tarde, Javier conoció el
romance a la luz de la luna cuando su hermano dormía; esa mujer
misteriosa que trajo nuevos colores y sabores a Rancho Largo salía de la
penumbra cada noche y lo llenaba de caricias, le cambió la vida, le mostró
el amor.
Rancho Largo brillaba más que nunca, los aromas de las flores y de las
especias se confundieron en uno solo, las mascotas engordaron; las puertas
y ventanas eran más rojas y los hermanos vivían las diferentes horas del día
cada uno a su manera, disfrutaban sus secretos sin preguntar y sin tener que
dar explicaciones; simplemente, el origen de la felicidad para ellos tenía
horario y respetarlo era su acuerdo silencioso, nunca se dijeron nada, vivían
el amor cada uno en su momento, ninguno fue testigo de los escarceos
amorosos del otro ni hubo preguntas.
Transcurría el año 1998 y se anunció un eclipse de sol, ese fenómeno
tan poco común en el que por un momento el día se convierte en noche,
desorienta a los animales y asombra a los humanos.
Era 26 de febrero y Rancho Largo se sumergió en la oscuridad a la
hora menos pensada, a todos los trabajadores de Lusitania los invadió la
alegría frente a un fenómeno tan especial, a todos, menos a Javier y Eusebio
que, gracias a esta noche inesperada, coincidieron de repente en el corredor
de su casa con una hermosa morena de ojos verdes, sonrisa blanca y cabello
castaño. Sus tiempos, hasta ese momento tan de ellos, se encontraron; ya no
hubo sonrisas ni ojos brillantes, esta vez los trasteos fueron dos, cada uno
con rumbo diferente, la casa perdió el color y la alegría, y a partir de ese
momento empezó a vivir en ella la soledad.
ESPERANDO A MARIANA
LUPE YOVANNA MONTOYA
Cali, Valle del Cauca
Taller Virtual de Cuento 2023
Este baño huele inmundo, se ve limpio, pero huele mal. Mariana dice que
algo se murió acá y no lo encontraron jamás. Igual me trae, igual viene
conmigo cuando empiezan las clases, cuando los maestros se distraen y el
baño está solo. Hoy me pidió que viniera antes y buscara eso que se murió,
eso que huele mal. Pero no, no voy a buscar. ¿Para qué buscar? Debería
buscar porque Mariana quiere, pero no. Mejor me quedo quieta, para que no
me vea Rubén. Él también viene a veces, también me trae con Mariana y
hay días en que quiere que vengamos solos.
Rubén es largo como un tallarín y también es amarillo como un
tallarín. Mariana no, ella es pequeña y flaca y huele a frutas, pero Rubén
huele a algo agrio, a algo que se comería el animal muerto en el baño. Este
baño es su lugar de trabajo, el de Rubén, Mariana solo viene para hacer lo
que hacemos todos los que estudiamos acá y para estar conmigo, porque
afuera del baño todos me siguen para pincharme la panza con los lápices y
reírse de mi gordura, porque soy redondita, llena de llantas y amor, como
dice mi mamá.
A veces vengo sola al baño, sin Mariana, y sin Rubén, porque lo que
hago huele mal, huele a animal muerto, pero no como el animal muerto en
el baño, sino a algo peor y mi mamá me dice que es porque me como todos
los dulces que Mariana me regala, pero yo no soy capaz de decirle a
Mariana que no, que me duele. Me busca temprano cuando los tableros se
llenan de letras y fórmulas y los niños juegan a la guerra con todo lo que
tienen a la mano. Nos encerramos y ella modela su jardinera azul y me
muestra los colores de sus calzones antes de meterse la mano y sacar los
dulces que me trae de todos los sabores: sandía, manzana, piña y chocolate,
bombones de chocolate. Trae muchos y yo me pregunto cómo hace para
que no se le caigan cuando camina.
Mariana no llega y el olor a animal muerto ya me sabe. Lo siento en la
boca, lo saboreo como los dulces de Mariana, pero diferente: el olor tiene
sabor, nadie me cree. Pero nadie me cree nada, porque parece que ser gordo
y ser mentiroso es lo mismo, o bueno, creo que eso me dicen los niños
cuando me pinchan y cantan que los gordos también mienten y que los ricos
también lloran y otras cosas que no entiendo. Mariana se debe estar
poniendo bonita, porque piensa que no sé, pero se pone brillo antes de venir
al baño y se pone cremita para rulos y otras cosas que no sé porque las
niñas no nos maquillamos, o bueno, eso dice mi mamá. Me está doliendo la
panza y eso que todavía no me comí lo que trajo Mariana. Ojalá venga sola,
ojalá no traiga a Rubén, porque cuando lo trae, nos acomodamos en el
último baño y él se mete al del lado y se para en la taza y nos ve desde
arriba con la cámara del celular. Ojalá no traiga la cámara, ojalá no venga
hoy y Mariana me deje agarrar los dulces con mis propias manos y me bese
las llantitas y los chuzones que tanto me duelen, aunque no me duelan más
que cuando Rubén se baja de la taza y se mete a nuestro baño con la cámara
apagada para explicarle a Mariana cómo sacar los dulces, cómo meterlos y
cómo curarme con besos los dolores de panza.
CREPÚSCULO
LUZ ADRIANA SUÁREZ
Manizales, Caldas
Taller Vecinas del Cuento
I
Rodeado de bip bips, tic-tics y la bruma de la muerte, un hombre
joven, aún con conciencia, susurra en el oído de su esposa: —Perdóname
por no haberte dado más años de vida.
II
Las grandes montañas de gravilla, diminutas rocas en tumulto, resaltan
a la vista de cualquier osado que quiera ampliar su horizonte en medio de la
llanura de una tierra como esta. Todos los días llegan hombres con
carretillas, le pagan un dinero al vigilante de turno y se llevan el cúmulo de
rocas que les quepa. Sin embargo, aquel que se ha atrevido a alcanzar la
cima de alguna de ellas se encuentra de frente con el riesgo de ser aplastado
por un derrumbe de piedritas o amarrado al cuello por una cuerda.
Llegué aquí caminando, de madrugada, persiguiendo las montañas,
sedienta y hecha huesos. Al llegar, don José me vio y abrió una cajuela
metálica de la cual sacó el delicioso hueso con pezuña que lanzó. Luego se
fue, llevando la tal cajuela en su mano. Yo me quedé esperándolo todo el
día y volvió cuando cayó la noche. Desde entonces lo espero todos los días
e intento saber quién es.
El otro día supe por boca de otros que don José llevaba más de veinte
años cuidando las montañas de gravilla, siempre en el turno de noche.
Aunque es un buen hombre, no es buen vigilante, porque como le toca de
noche, siempre se queda dormido en la silla, cruzando los brazos sobre su
barriga. Entonces, el tema de la vigilancia me toca asumirlo a mí, pero debo
tener cuidado de no ladrar, porque las veces que he ladrado, don José
despierta de un salto y se cae de la silla. Luego me golpea por rabia y
vergüenza.
III
Bajo situaciones en las cuales el ser humano experimenta sentimientos
profundos de pérdida, la corteza prefrontal posterolateral del cerebro, más
específicamente el área de Broca, efectúa señales nerviosas para formar las
mismas palabras: “Perdóname por no haberte dado más años de vida” es
solo un ejemplo de aquello que le diría un hombre joven a su esposa, antes
de morir; una mujer, untada con la sangre de su amado, probablemente
escuchó una frase similar en latín, salida del dolor de un hueco forjado por
la espada que atravesó algún órgano vital de un hombre enamorado en la
Edad Media.
IV
Hoy desperté con mis ocho tetas duras. Todas, las ocho, adoloridas. El
del turno de la mañana me dejó agua, pero no pepas. A este no le hago caso,
es un muchachito conchudo, con la mirada perdida en algo que no está
nunca frente a él. Se la pasa tomando aguardiente dentro de la caseta y
escuchando la radio a todo volumen; con ese ruido no hay forma de cazar
micos o chuchas, o nada, no se oye nada. Tiene, además, un perfume
horrible que no deja de oler todo el tiempo. Cuando come, no me tira ni un
hueso.
Me estoy muriendo del hambre y de la sed, el sol ahorita está muy
arriba y muy grande, quemándolo todo. Mientras don José llega, lo espero a
la sombra de las montañas de piedra.
V
El amor y la palabra han permanecido como instinto en el hombre y,
aunque las palabras se renuevan, se reescriben y se reinterpretan día a día,
el amor, en cambio, sigue siendo un tema dejado de lado por la ciencia,
pues más allá de observar las ondas de impulso eléctrico que muestra el
cerebro en los electroencefalogramas, o estudiar cómo es que, en el coito, el
sexo femenino genera más dopamina que el masculino (Frankfurter, 2021
en el # 467 de la revista Science Society), no hay nada al respecto del
porqué seguimos creyendo que el amor es un tema posado en el mundo de
las ideas de Platón y no en el mundo de acá, cada vez más contaminado por
el consumo, el “todo tiene precio” y la inmediatez. El amor, entonces, cae
en el reduccionismo de la ciencia y en el romanticismo de las cartas del
tarot.
VI
Desde hace unos días, don José se volvió un hombre triste, la cabeza
comenzó a pesarle un poco más que el resto del cuerpo. En cambio a mí me
pesa la barriga, me duele desde hace semanas, pero don José no me
entiende y no ha podido hacer nada. Su barriga es ancha, grande, parece
llena, pero aun así no deja de comer. Antes, se llenaba de sabrosas comidas
que yo podía oler a metros de distancia: fríjoles con deliciosa pezuña y
hueso; carnecita con tomate y cebolla o pollito sudado sin habichuela.
Todos esos sabores los podía probar cuando don José me tiraba la cajuela
metálica untada de sus delicias. Pero desde que está triste, solo trae puro
frito.
VII
Charles Rusendolf, psicoanalista de principios del siglo XX , dejó
escrito en su libro Instinto y palabra (1904): “El amor ha permanecido por
instinto y supervivencia en las relaciones de mutualismo con el Ser
humano: aquellas especies que han querido asegurar un lugar en el futuro,
bajo la teoría de la selección natural de Darwin, han aprendido a hacerse el
mejor amigo del Hombre”. Esto fue confirmado en la investigación dirigida
por el más reciente nobel de neurociencia, Geodrick Bequer (2019), donde
doctorandos de diversas áreas de las ciencias —humanas y naturalistas—
pusieron a prueba a veinte humanos y veinte animales domésticos,
evaluando patrones de instinto asociados al trauma y la relación filial (Ver:
Another Case of Instinct with the Psicoanalistic Behavior in the Domestic
Environment, Robert Baum et al., 2019, Northeastern University).
VIII
Don José se quedó viendo una foto. La aprieta contra los dedos de sus
manos gordas, llorando. Llora y llora. Las gruesas gotas de los ojos le van
cayendo y se mezclan con las de sudor. Luego se pone la foto en el bolsillo
izquierdo de la camiseta y dice: —Mi amada, mi amada mía.
¿Quién será Miamada? El sudor de don José no me deja oler la foto,
solo huelo las lágrimas, la noche; con don José sí puedo escuchar la noche,
todo: los grillos, los micos, las chuchas, los sapos, pero aunque tengo
mucha hambre, me quedo aquí con él para que no se sienta solo.
VIII
Entre las mejores invenciones valerosas y útiles del ser humano, está el
perro. Pero este no salió de un laboratorio con baldosines, con cajas de petri
o paredes blancas, sino de las miles de millones de jugadas maestras,
hechas por la especie humana, que le dieron vida a las cientos de razas que
conocemos hoy en día. Entre las razas más antiguas están el basen-chi, el
pastor francés, el mastín pibetano, el husky mongoliano, el shiba inu, el
akita no y el criollo.
Cabe aclarar que todas estas razas domesticadas gozan del privilegio
de no ser alimento para el hombre en la mayoría de las regiones de la
Tierra.
IX
—Esa en cualquier momento va a parir y, como es cazadora, buen
billete el que nos hacemos con los cachorros… —dijo el joven del turno de
la mañana, hablando con alguien por celular, mientras me miraba de lejos.
Creo que tiene razón, estoy cerca de parir: de mis ocho tetas duras comenzó
a salir una leche blanquecina que no sabe nada mal y la concha me duele.
Tengo la lengua seca de tanto lamer. Mi barriga está pesada, cada vez más
pesada. Me siento mareada también y no quiero comer esas pepas que me
deja el muchachito ese, ni tampoco el arroz con papa y sin carne que don
José se acostumbró a darme.
Don José nunca ha hablado de mis hijos, ni tampoco ha dicho que los
quiera vender.
X
Si bien cada una de estas razas ha evolucionado gracias a las
habilidades adquiridas en sus contextos de desarrollo, las generaciones de
perros que hoy gozan de la existencia sobre la Tierra han llegado hasta este
siglo porque, un día cualquiera de la cadena evolutiva, uno de sus ancestros
decidió no morder el cuello de su amo; aquellos perros que osaron ver más
allá del horizonte y se sintieron más poderosos que la especie que les daba
de comer fueron amarrados por el cuello y sacrificados. Sarah Mski,
doctora en comportamiento animal de la Universidad de Michigan, resume
este fenómeno así: “Aquellas especies que descubrieron en el instinto el
amor y la lealtad a la especie dominante, sobrevivieron y su estirpe está
regada sobre la Tierra; los que no, son razas olvidadas bajo los escombros
de la humanidad” (2021).
XI
La noche del robo fue la misma noche que nacieron mis hijos. Ese día
no estaba en la caseta de don José, porque me fui a parir a un matorral que
estaba cerca de las montañas de gravilla.
Los hombres llegaron con muchas carretillas. Olían todos diferente,
pero podía sentir en cada uno el hedor a alcohol, cigarrillo y cena de casa.
Lentamente, y uno tras uno, se acercaron a las montañas y, con cuidado,
sirvieron las rocas con una gran pala metálica hasta llenar las carretillas.
Eran unos diez que iban y volvían, una y otra vez, y aunque quise despertar
a don José, preferí proteger a mis hijos, que también salieron lentamente,
uno tras uno, de mis entrañas: nacieron solo tres, enfermos, y uno de ellos
agonizó por media hora antes de morir.
XII
En la era moderna, el amor ha tomado diversas formas en el
comportamiento humano y, ahora, el perro goza de más privilegios —si se
encuentra con una familia clase media occidental— que el óvulo no
fecundado de la generación que ya no quiere tener hijos. Así, el amor ha
trascendido a las palabras y viceversa; la especie humana necesitará solo un
par de siglos para evidenciar las consecuencias, aún desconocidas, del
mutualismo como interacción biológica, con el único objetivo de sobrevivir.
XIII
Desde el matorral vi cuando don José despertó con el reflejo en sus
ojos de las montañas desaparecidas. El sol aún no se asomaba, pero sí parte
de su luz. Vi también cómo se llevó las manos a la cara y escuché mi
nombre gritado desde el fondo de sus entrañas: —¡Perra! ¡Perra! ¡Maldita
perra! —Miré hacia mis tetas y solo uno de mis hijos seguía pegado a ellas;
el otro se había arrastrado fuera del matorral jadeando sin llorar—: ¡Maldita
perra! ¿Qué se hizo? ¡Perra! ¡Perra!, shh shh, pss, pss… —siguió gritando
don José.
Después de un rato gritando, don José divisó a lo lejos a mi diminuto
hijo tratando de morir. Entonces se acercó, se arrodilló y lo tomó entre sus
manos. Yo me levanté, escondí mi cola y me fui hacia él. Ahí me vio. Tiró
al bebé agonizante y rápidamente levantó su gran mano por sobre su cabeza
para descender a toda velocidad. Yo me acurruqué y cerré los ojos, pero no
sentí un golpe, sino la caricia torpe de una mano pesada y caliente sobre mi
lomo.
Don José se dio cuenta de que el último de mis hijos también estaba
muriendo y, después de muerto, lo recogió a él y a los demás cuerpecitos
para meterlos en la caja metálica del almuerzo, ya vacía. Me llamó: —
Perra, venga. —Y yo obedecí. Don José caminó hasta la única montaña de
gravilla que seguía alta y comenzó a subirla. Cada tanto miraba hacia atrás
para verificar que yo estuviera subiendo también. Al llegar a la cima, se
sentó y puso a un lado la cajuela metálica con mis hijos adentro. Entonces
me acosté sobre mi panza, con las patas del frente estiradas, y vimos juntos
el amanecer.
EL ÚLTIMO CIELO
PABLO DE LA PEÑA
Cali, Valle del Cauca
Taller Écheme el Cuento
1
Antes de viajar miré por internet las ofertas de alojamiento que
ofrecían en la ciudad donde estudiaría. Me llamó la atención un aviso que
decía:
Ofrezco compartir espacio agradable, fácil acceso, cerca del metro.
El presupuesto se me acomodaba, me pareció atractivo el anuncio y yo
tenía una buena capacidad de adaptación. Además, mi pasantía solo duraría
seis meses. Llamé al número que estaba escrito en la parte inferior y me
dieron una cita para cuando llegara.
Me despedí de mi familia y de mis amigos. Sabía que me esperarían si
aseguraba logros, éxitos y regalos.
2
Viajé más de ocho horas en avión, salí del aeropuerto, tomé un taxi y
llegué a la dirección acordada, toqué el timbre y Érica, la casera, se
presentó. Me dio un recorrido por el espacio y me condujo a la alcoba. Lo
tenía todo. Después de un silencio escuché unos ladridos.
—Espero que no le incomoden los perros. Se llama Tommy.
—Me encantan —le respondí.
También le vi grandes ventajas cuando me ofreció el sótano como
estudio y acepté. Firmé el contrato y pagué.
Al día siguiente, pegada a la puerta del dormitorio, vi una lista de
quehaceres que yo debería cumplir: lavar el baño, secar la bañera y hacerme
cargo de todo lo que utilizáramos en común; también agregó: comprar
jabones, toallas, papel higiénico, cárnicos, lácteos, salsas, enlatados, frutas
y legumbres. Pensé que el presupuesto se me subiría al doble. Yo había
planeado alimentarme con comida chatarra hasta recibir mi primer cheque,
que llegaría por correo al buzón al mes siguiente. Ante dicha exigencia,
sacrifiqué el transporte público y empecé a buscar excusas para evitar llegar
temprano y que me cobrara más. Ella lo previó y me advirtió:
—Me incomoda cuando llegas tarde. Debes notificarme todo lo que
hagas y espero que cumplas con estos horarios de salida y de llegada.
Me extrañó, ni mi madre de pequeño me lo había exigido. Para evitar
contrariarla, me adapté y decidí faltar a clases después de las seis de la
tarde.
3
En una ocasión llegué a la casa al medio día y noté que no estaba mi
cama. Érica, al ver la expresión de mi rostro, me dijo:
—No te preocupes, hay pulgas. Después de que fumiguen y logremos
controlar la plaga te compraré un colchón nuevo. Mientras tanto puedes
dormir conmigo. Solo serán seis semanas. Te prometo que no pasará nada
entre nosotros.
Me horroricé. Ella era una mujer de aspecto grotesco. Había sufrido un
accidente y su rostro se había desfigurado. A causa de un cáncer, le habían
amputado los senos y caminaba apoyada en un bastón, con él que me
señalaba y golpeaba la mesa cuando la contradecía.
Dormir con ella era impensable. Roncaba. Con solo mirar sus uñas
largas y puntiagudas, sus manos cuarteadas, sus orejas con costras y los
dientes llenos de sarro me espantaba. Yo le respondí a su propuesta:
—No te preocupes, yo dormiré en el sofá con Tommy.
—No olvides que el perro está infestado —me previno.
La primera noche vi las pulgas pasearse sobre mi piel. La piquiña no
me dejaba dormir, pero me mantenía alerta si ella se me acercaba. Tenía
pesadillas constantes y recordaba las palabras de mi abuela:
“Pagamos todos los pecados de nuestros antepasados cuando no
perdonamos” y yo maldije arrepentido por no haberlo hecho. Siempre que
podía me vengaba de los oprobios pasados, solo por sentir un instante de
placer. Pero estaba pagando más de lo que me merecía.
4
Ya sin aliento, vi cómo ella blindaba las ventanas, las puertas y
cualquier orificio por el que pudieran entrar o salir animales, plagas o
humanos. Inmóvil sobre el sofá y asfixiado, sentía que este me aspiraba y
junto con el perro me iba adentrando y aproximando a un precipicio.
Había perdido mi pasantía, ella se había apropiado de los cheques y
estaba incomunicado.
Derrotado por el peso de mis penas, el sofá se rompió y ambos caímos
en el abismo. No tenía de dónde agarrarme. Di vueltas en el espacio por
horas hasta que fui atrapado y expulsado con fuerza por el orificio de un
tomacorriente y, como el genio de Aladino, quedé suspendido en el aire,
agarrado con una mano del reflector del techo central del salón de la casa de
mis padres y con la otra sosteniendo al perro.
Mi madre al entrar y verme dio un grito de espanto que me hizo caer
en el piso con Tommy encima.
Respiré adolorido y ella se me acercó preguntándome:
—¿Cuándo regresaste? ¡¿Por qué no me avisaste que llegabas hoy?!
Luego me recriminó:
—Pero mira qué aspecto tan deplorable tienes. ¿Qué hacías en el
techo? ¡Qué andrajoso estás! Y ese perro, ¿de dónde lo sacaste?
La miré de frente, sentí que Tommy lamía mis heridas y me quedé
dormido.
AMAR Y YO
WALTER ALONSO GÓMEZ CÉSPEDES
Bucaramanga, Santander
Taller de Narrativa Pública de Verso y Cuento
I
Nunca llegué a besar a este Javier que sonreía. Estaba esperándome en
la puerta del edificio, sin desprenderse mucho de la fachada para
resguardarse del aguacero. Mientras sacudía la sombrilla y pasaba una y
otra vez las suelas de mis botas sobre el tapete, él no paraba de sonreír. El
agua seguía cayendo sobre el mundo. Cerró la puerta con doble llave y nos
internamos en un pasillo oscuro.
Supimos que éramos vecinos por una foto que subí a mi perfil: un
atardecer desde mi ventana, la luz roja que caía a chorros y se reflejaba en
los cristales de la Unipiloto. ¡Somos vecinos!, comentaste enseguida. Solo
unas cuantas calles nos separaban y aquella cercanía animó el reencuentro,
luego de tantos años sin saber el uno del otro. Noche de cine, acordamos.
Ese mismo día bajé al sótano de la biblioteca y recorrí la sala llena de
muebles y de estudiantes dormidos sobre los muebles con los audífonos
puestos. Me pasaron un catálogo con las portadas de las películas impresas
a color. Elegí Natural Born Killers. El respaldo del DVD no tenía rayones,
estaba como nuevo.
II
El cielo empezó a desfondarse a las seis de la tarde. Igual estoy cerca,
me dije antes de lanzarme al agua y subir por toda la 45. Los cerros estaban
cubiertos por una bruma plomiza. Luché contra el viento que doblaba las
varillas de mi sombrilla. El frío me calaba los huesos. Dos calles y media
nunca se habían sentido tan lejos.
Su apartamento era la mitad de uno completo. Lo dividía un drywall
desde la puerta hasta el fondo del único cuarto. No tenía ventanas. El baño
quedaba a la entrada y, en medio, la sala de televisión: un afiche de Darth
Vader, carritos de colección, un DVD de Fullmetal Alchemist, una pantalla
de no más de cincuenta pulgadas y una consola de juegos; al frente del
televisor, un sofá mullido de color verde pino.
Javier empuja el DVD en la ranura. Se funde el azul de la pantalla.
Nube de polvo seco, chirriar de llantas y calor desértico.
Suena la rockola. Mallory empieza a bailar sola. Entran unos hombres
a la cafetería. La miran como un bocado que se puede comer. Mickey vigila
desde la barra, con disimulado desprendimiento. Uno de los hombres se
acerca a bailar, a juguetear, a imaginarse el culo de Mallory encima suyo, lo
acaricia en el aire haciendo el gesto circular con las manos. El pez ha
mordido el anzuelo. Ahora todos están condenados. Mallory saca sus garras
y le patea con sevicia la entrepierna. El juego ha comenzado. Mickey se
levanta. Una daga vuela en cámara lenta hasta clavarse en la espalda de uno
de los hombres. La pantalla enrojece.
III
Muchas noches me soñé hundida en aquel sofá mullido, viendo la
película, detenida en la misma escena. Skipback, pause, play. Vuelvo
insistentemente al baile sobre la mesa. En el sueño somos novios, no te
quedas dormido al lado mío, sino en mi regazo. Enredo mis dedos en tu
pelo desordenado. No te sobresaltas al escuchar de repente gritos y balacera
porque en el fondo —en este sueño mío—nos queda tiempo de más para
terminar la película, verla de a pedazos, uno por cada noche con o sin
lluvia.
IV
Entre la polvareda surge el Ford Mustang descapotable, de un rojo
enrarecido por el sol. Va trazando un hilo de sangre entre Nuevo México,
Arizona y Nevada. Por cada muerto se declaran amor eterno.
—I love you so much, baby! —le dice Mallory con vehemencia, no es
un cualquier te amo, le está entregando su vida entera, él es su santo, le dice
te amo como quien presencia un milagro, le besa los pies, lo adora.
Siguen aumentando las bajas de Mickey y Mallory.
Empiezas a mover una pierna, luego las manos. Me miras de soslayo,
impaciente. Al fin rompes el silencio, pides disculpas y vuelves al baño.
Aunque nunca me lo has pedido, vuelvo a pausar la película.
V
Transmisión televisiva desde la prisión, con Mickey en primer plano:
—When did you first start thinking about killing? —le pregunta Gale,
viendo las cámaras con orgullo, pues está entrevistando a un asesino, es su
momento estelar, tiene a toda América con los ojos puestos en él, luego del
Super Bowl.
—At birth —lo dice como si hubiera bostezado, desentendido de la
turba de luces, cámaras y periodistas.
VI
Disturbios, risas, disparos, gritos, silencio, tensión, Hands up!, truenan
las falanges del guardia. Se escucha un alarido, un motherfucker prolongado
y agudo. Te sobresaltas. Vuelves a cerrar los ojos y luchas contra el peso de
tus párpados, muy a pesar de la balacera de fondo, de las carcajadas de
Mallory, del you wanna touch me?, de la furia histérica de sex is violent, del
delirio de llamas y cascabeles de serpientes. Te sobresaltas. Ya están
corriendo los créditos en la pantalla negra. Pides disculpas. Te digo que no
pasa nada, que no te perdiste nada nuevo, solo más muertos. Luego
podemos repetirla. Lo digo convencida, sin saber nada, como quien camina
con la mirada fija en una montaña y no advierte que más adelante el
sendero se interrumpe, cortado por un precipicio intransitable.
VII
Ahora que organizo la biblioteca, noto un hueco en mi rinconcito de
literatura asiática. Mantengo el vacío en el estante, no quiero reemplazarlo.
Quiero olvidarme de todo e imaginar por un instante que pronto vendrás a
devolverme el libro y, de paso, terminaremos de ver la película.
CANSANCIO
YUBELLY SOFÍA FIQUE SÁNCHEZ
Bogotá, Bogotá D. C.
Taller Doxa
La hoja afilada del cuchillo le pasa cerca de los dedos y esa proximidad
peligrosa le encanta. El ruido continuo, el golpe, el corte contra la tabla de
picar es fuerte y rápido. Los pedazos de cebolla se amontonan a un lado del
mesón hasta que se apoderan del borde e indecisos esperan un empujón
certero hacia el vacío. El impulso los hace caer como pequeños suicidas,
como pétalos de una flor pútrida e intensa que se estrellan contra el piso de
cemento pulido.
Ana mira de reojo los trozos de cebolla que se aglomeran
descontrolados, también logra ver a su marido que duerme en la estera.
Suspira, decide que es mejor canturrear para amenizar el momento, aunque
nada podría distraerla de esa maraña escandalosa de pensamientos que
habita en su cabeza. Escucha un rumor de voces que no paran de hablar
entre ellas, que no dejan de gritar e insultarse. Corta, corta, corta, corta,
corta, corta…
El cuchillo se le resbala de las manos, causando un estruendo que
termina despertando a su marido. Lucho trata de levantarse, pero la falta de
voluntad y la resaca permanente que padece desde hace muchos años hace
que se le enreden las sábanas en el cuerpo como una boa constrictora.
Después de la pelea con la colchoneta y el catre, el hombre se levanta con
mucho esfuerzo. Tose, escupe en el suelo de su propia alcoba, deja salir esa
basca centenaria que le colonizó el cuerpo desde hace mucho tiempo. Grita
desde la habitación, como si estuviera lejos, como si no fuera una cortina de
flores raída la que separa la cocina de la sala y de la única habitación.
—¡Ana, tú no dejas dormir, nojoda!
Ella sabía lo que tenía que hacer. Siempre que llegaba borracho era la
misma cosa. Un plato lleno de arroz con un huevo encima. La carne molida
es para las empanadas, para venderlas desde muy temprano, para poder
vivir y darle dinero a su marido, para que pueda alimentar sus vicios.
El plato servido es inspeccionado con rigor. El disgusto en la cara de
Lucho es evidente.
—Esta comida no tiene ni una miga de carne. Oye, pendeja, ¿ni carne,
ni queso? Ana no responde. Sigue cortando cebollas que no paran de caer.
Lucho se aproxima a la mesa, la patea, agarra la silla con fuerza y la
estremece, como si quisiera pulverizarla con sus manos. Se sienta, agarra la
cuchara y empieza a comer. Mastica con la boca abierta, se le ven todos sus
dientes, y mientras sigue increpando a su mujer le salen pedazos disparados
de arroz y huevo por todas partes. Ella siente el grito de Lucho en el pecho,
en las costillas. Lo mira por un instante, él también la mira y hace un
amague con el puño derecho. No sería la primera vez que le pega. Ella ya
no le tiene miedo. No dicen nada. El olor a cebolla es intenso, insoportable.
—Te estás poniendo pesada. ¡Te voy a tener que joder otra vez,
malparida!
Ana sabe que la amenaza es una rutina. Aún tiene el cuchillo afilado
de cacha de madera en la mano, se aferra a él. Ella no se cansa, se libera
cuando corta esos trozos toscos. Se detiene y mira fijamente el utensilio que
tiene en la mano, la punta, el canto, el bisel. Observa su reflejo amorfo en la
hoja y se ve tan distorsionada como se siente.
Lucho empina la jarra de agua de panela. Deja que el líquido chorree y
le moje el torso. Ella se fastidia, le da asco, como casi todo lo que él hace.
Se dirige al cuarto y la llama desde allá. Ana sabe lo que viene. Le va a dar
duro, como a él le gusta. La empuja hacia él, le quita la bata de un solo
jalón. Decide enterrarle las uñas en los muslos, le muerde los pezones con
crueldad, mientras ella ahoga los gritos, porque a Lucho le molesta. Él se
excita al verle la cara agria, resignada. Sabe que su juego de “montar a la
yegua” es lo peor que le puede hacer. Él intenta penetrarla, pero es un
fraude, ya no se le pone duro. La mira con desprecio, le dice que ya no le
provoca nada. Se tumba a un lado y se queda dormido enseguida. Ana se
ahoga, reprime el llanto, el grito que quiere estallar. Respira, respira,
recupera la fuerza, el aliento. Lo mira en la oscuridad, casi ni espabila,
como si lo viera por primera vez. Recorre los tatuajes y las cicatrices
malogradas en su espalda. Ve su calva brillante y grasosa que se asoma por
encima de la almohada. Sabe que es el mejor momento. Su arma está a unos
cuantos metros, el cuchillo afilado que dejó en el mesón, incrustado en una
cebolla blanca. Se levanta con cuidado, lo toma, siente el frío del acero,
siente el miedo desbocándose en su cuerpo. Piensa en qué clase de corte
podría ser el mejor, para que muera enseguida o para que sufra un poco.
Piensa en el ruido, en ese grito que debe ser ahogado. Es de madrugada, la
gente como ella despierta antes que el sol para poder irse a trabajar. Se
muerde los dedos sin dejar de observarlo. Lo piensa mejor, se incorpora, se
apura, debe hacer el guiso para sus deliciosas empanadas. Antes de las seis
deben estar listas para luego tomar el bus hasta la plaza. Cuando llega al
sitio donde siempre monta su puesto, le parece escuchar la voz de Lucho
diciéndole cosas para atormentarla. Ana trata de olvidarse de él y
concentrarse en su negocio, en alistar los tarros de ají y las salsas. La
imagen de su marido se posa irreverente en su cabeza, como una plaga
inmunda. La chica que vende mazamorra le ofrece café y le cuenta sobre
una vecina entrometida. Habla con ella tratando de ser cortés, aunque no
quiere que nadie le hable, que nadie sepa que lo único que tiene adentro es
dolor. Antes de las diez de la mañana ya ha vendido la mitad de su
producción. Aletargada se mueve en ese pequeño espacio, mientras recoge
las servilletas enchumbadas en aceite y espanta los insectos que quieren
arruinar su sustento. Su mente está en otro lado; va y viene, entre clientes,
entre billetes y monedas que debe contar. Cuando le despacha cuatro
empanadas a un muchacho, puede ver a su marido, como si estuvieran
transmitiendo en vivo desde su casucha de invasión. Ahí siguen en el suelo
las cebollas que no alcanzó a recoger y el plato lleno de sobras de la cena-
desayuno. Ve la cortina que separa el cuarto, enloquecida por la brisa que se
cuela por los calados. Ve su pobreza, sus sueños sucios. Lucho sigue tirado
en el catre con moscas posándose sobre su calva brillante. Lucho se ve
como un gran pedazo de carne fileteada.
NOVELA
MIRÍADA DE ILUSIONES
(Fragmento de novela)
***
La empresa Vikingos practicaba la pesca de arrastre. Las redes se
ataban a guayas y winches que, acoplados a una máquina que operaba como
grúa, sumergía el equipo de pesca en el fondo del mar. Después de unas
horas se subía de nuevo a la superficie para sacar el producto. Como el
Instituto Nacional de Pesca y Acuicultura (INPA ) tenía prohibido a las
empresas pesqueras capturar especies protegidas como delfines y tortugas,
las redes se diseñaban de tal manera que los peces grandes, en caso de
quedar atrapados, pudieran escapar fácilmente. En casos fortuitos, si alguna
tortuga se enredaba, se regresaba nuevamente al mar (de no hacerlo la
empresa podía ser multada). Lo mismo ocurría con los delfines; mientras
que los tiburones casi nunca se dejaban capturar porque, cuando se
enredaban, destruían las mallas.
***
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***
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***
El 1.º de junio de 2023 pinta como los seis días anteriores: gris, triste, vacío,
ansioso y miedoso. Son las siete horas, la mañana está fría. Me decido a
empezar mi rutina, porque en una hora entraré a trabajar. Antes de bajar a
hacer el desayuno, miro fijamente el techo de mi habitación, casi rogando
por un milagro, aunque no sea creyente.
Rumbo a la cocina, me detengo para saludar de lejos a mi abuela. ¿La
razón? Hace unos días, exactamente ocho, la diagnosticaron, junto con mi
abuelo, positivo para covid-19. A pesar de ser tan cuidadosos, ellos se
contagiaron primero que yo, por tal razón, me estoy haciendo cargo de todo
en la casa, pues somos solamente los tres.
Al llegar allí, lo primero que hago es calentar café para las dos, pues
soy fiel creyente de que las bebidas calientes llegan también al corazón.
Luego me dispongo a hacer el desayuno y llamo a mi pareja para que
desayune conmigo. A mi abuela la llevamos a su cuarto, y desde el mueble
que queda en el otro costado nos hacemos compañía.
8 a. m. Ya está saliendo más el sol, y empieza mi jornada laboral.
Paradójicamente, en mi rol como profesional en trabajo social, estoy
cumpliendo con labores en el área de la salud, algunas como llamar a
pacientes y sus familiares contagiados con el mismo virus, para verificar
que tengan toda la información necesaria para su estancia en la clínica.
Otras veces, llamo para avisar a las familias que los pacientes van a ingresar
a la unidad de cuidados intensivos, lugar donde también está mi abuelo.
Pero nada, ¡a seguir!, me digo, pues no puedo hacer algo más que eso.
9 a. m. No he realizado muchas llamadas, pues la gente no suele
contestar tan temprano. Entra mi gata, y sin medir distancias salta encima
del armario de mis abuelos, pasa por detrás del televisor y empieza a
maullar de una manera desconsoladora. También rasguña con sus dos patas
delanteras el cenicero de mi abuelo, donde están sus cigarrillos y las llaves.
Mi abuela y yo tan solo nos miramos, con eso nos decimos muchas
cosas, pero ella toma la delantera y me dice:
—¡Eso no me gusta! Los animales sienten mucho, ¡no me gusta!
Yo no puedo hacer más que agachar la mirada y suspirar, sabiendo que
es verdad.
Nueve y media de la mañana. Empieza a sonar “RINGGGG,
RINGGG”. Hasta el día de hoy creo que ningún timbre ha sonado como
ese. Mi abuela se levanta de la cama, mira su celular y me lo pasa de
inmediato:
—Es del hospital, yo no quiero contestar —por lo cual, me dispongo a
hacerlo en altavoz:
—¡Buenos días! ¿Me comunico con Inés?
—¡Buenos días, doctor! No, señor, soy la nieta de Inés y la nieta de
Álvaro.
—¡Buenos días! Mi llamada es con el motivo de informarles que
lamentablemente don Álvaro acaba de fallecer…
En este momento pienso: “él no falleció, ¡fallecí yo! ¡Porque en esta
mañana me acaban de decir que me morí!”.
Pero no lo digo en voz alta. Me dispongo a salir del cuarto mientras mi
abuela grita y mi novio la sostiene en sus brazos. Le pregunto al médico
acerca del proceso a seguir, porque además de no poder despedirnos en
vida, tampoco lo haremos en la muerte; nos han privado de tanto, que nos
privaron hasta de tener un ritual de despedida. ¡Y ahí estoy yo! Llamando y
contestando, sin estar segura de quién me llama, sosteniendo tres teléfonos
a la vez, y respondiendo a todos: “Sí, es verdad, ¡falleció!”.
Me pongo a llorar en el piso y pienso en que nada se podría comparar
con unos días atrás, cuando él estaba conmigo. Y siento que mi mundo se
derrumba. No hay palabras ni abrazos que reconforten. ¿Será un sueño?
¿Estoy loca?
Entre parpadeos y parpadeos, medicamentos, suspiros, risas y llanto,
ahora son las 9:00 p. m., pero del 14 de julio de 2023. Y, a veces, creo que
seguimos siendo tres. Aún me pregunto si sigo en un sueño, si estoy en
piloto automático, o si en verdad confirmo lo que pensé aquella mañana en
la que morí.
VELADA POÉTICA
PEDRO HUBHER ZAMBRANO AGUIRRE
Ibagué, Tolima
Taller Ibagué Escribe y Cuenta
M ONTA ÑE R A …
Crecí en cordillera,
mis pisadas cruzaron matorrales y arroyos,
me arrullaron conciertos de grillos y ranas.
Sobre mi torso las nubes lloraron.
Mi piscina fue un tanque con musgo,
mi sauna, el cielo ardiente;
mi medicina, unas ramas;
mi enfermera… mamá.
La aritmética asomó a mi vida
tras las grietas de un espejo:
Una maestra me enseñó de sumas,
la vida misma me enseñó a restar.
Agua en movimiento,
vida que demora a la muerte,
designio extraño del que medita
al influjo de las gotas despeñadas.
MI MADRE
El coraje de mi madre canta su victoria.
De niña, montaba a “Lunares” el corcel del abuelo.
A galope, valiente y errante, aprendió a llegar a sus
metas.
Sus manos estoicas tejen calor bendito
Y su risa alegra el hogar.
HOGUE R A
Desnuda
bronceada por la luna.
Mis ojos
se intimidan ante tu belleza.
Mi pie
arde entre tus brazos.
Tus besos…
Queman.
Soy vertical.
pero preferiría ser horizontal.
Sylvia Plath
1
Era el hombre más feliz del mundo en esa ambulancia. Aunque no estaba
enfermo, Diego iba en la parte de atrás con urgencia, con ansiedad de
volver a Medellín después de diez años de lejanía. Mientras salía del
desierto, pensó que era un tipo afortunado. Pocos entran y salen ilesos de la
prisión más temida de Colombia. Al penal de Valledupar lo conocen como
la cárcel del cuchillo, le dicen la Tramacúa, la Gorgona del siglo XXI . Salir
sano y salvo de allá es una hazaña.
Cuando le notificaron que quedaba en libertad, contuvo la felicidad
para evitar una implosión. Le tomaron las huellas, las firmas, las fotos y,
como solo había una ambulancia disponible, el comandante le pidió al
conductor del vehículo que lo llevara a la terminal de transporte. Después
de cruzar todas las puertas del perímetro de seguridad, Diego en sus
adentros le gritó a ese sitio: “¡Hasta nunca, Tramacúa!”. Y salió victorioso
de esa mole gris clavada en esa esquina perdida del país.
Ya no era el necio, la plaga, la papeleta, el rebelde, el buscapleitos, el
hincha del Atlético Nacional que recorrió el país de estadio en estadio sin
un peso, montando en mula, aguantando hambre, frío, peligro, sueño. Ese
hombre ya no era el mismo joven que fue capturado el 13 de octubre de
2009.
Cuando Diego tenía veinticuatro años, el fútbol le programaba su
tiempo. El Atlético Nacional era su punto de partida y su meta. Antes de ser
barrista, Diego tenía el sueño de ser marinero. Pero conoció el estadio, la
tribuna, la marihuana, la navaja y se volvió “pirata”. Así les decían a los
integrantes del grupo más desadaptado de todas las tribunas a finales de los
noventa. Lo conformaron los expulsados de todas las barras que hacían
parte de la tribuna Sur.
Diego terminó el colegio y trabajó como aseador de sofás, mecánico,
mensajero, en oficios varios. Todos los empleos los perdía por ausente, por
ebrio. Su prioridad era el verde. Era tanta su fiebre que empezó a viajar para
verlo jugar de visitante. Como no tenía dinero para financiar las
excursiones, aprovechaba los peajes para montarse al escondido a mulas,
camiones, planchones, containers, jaulas, cualquier vehículo del cual
pudiera colgarse.
2
En la terminal de transportes de Valledupar reclamaría un giro que le
hizo su familia y con ese dinero compraría los pasajes para regresar a su
tierra. Le esperaban más de doce horas de carretera. Llevaban diez minutos
de camino cuando el conductor de la ambulancia frenó de repente, lo
rodearon un par de motocicletas y cruzó algunas palabras, números y
códigos con varios uniformados.
—¿Para dónde va? —indagó Diego perplejo cuando notó que el
hombre al volante estaba reversando.
—Me dieron la orden de regresar —respondió el conductor. Diego
quedó frío en ese infierno. No podía ser. Ya se había despedido del presidio
y en cuestión de minutos estaba de vuelta, otra vez la Tramacúa estaba
abriéndole sus rejas. “Dios mío bendito, no lo puedo creer. ¿Qué es esto?,
¿qué pasó?, ¿ahora qué hice”. Lo sacaron de la ambulancia y lo metieron a
un calabozo. Nadie le daba respuestas. Después de un rato apareció un
dragoneante.
—Carmona, vamos, venga yo lo llevo.
Le explicó que se había presentado una emergencia en un patio y
necesitaban la ambulancia para un reo rebosado de sangre y con pocos
signos vitales. Esta vez salió en moto y no se despidió de la cárcel, ni le dijo
adiós. Por prudencia, por miedo de tener que volver. Cuando por fin llegó a
la terminal de transporte, la empresa de giros estaba cerrada. Le tocó
esperar a que fuera el día siguiente para reclamar la plata y poder comprar
el pasaje de vuelta.
Pensó en devolverse en mula, como en los viejos tiempos. Pero no. Ya
no era el joven de las aventuras. Lo que otrora era vértigo en ese instante
era un riesgo que no valía la pena correr. Cuando era joven recibió
propuestas del Ejército, de la Iglesia o del combo del barrio.
En esa época, Diego encontró su lugar en la tribuna. Solo quería
entregarse a un escudo, a una bandera verde y blanca, a su equipo
verdolaga. Gracias al fútbol conoció la pasión, la fe, la aventura, la amistad,
otra familia. Sintió por fin que pertenecía a algo, que era miembro de un
espacio que lo esperaba cada semana. Asimismo conoció en vivo y en
directo, de frente y por la espalda, la violencia, la droga, el exceso. Se sentía
como un toro de lidia, no podía ver nada rojo porque tomaba impulso,
corría, embestía. Convertía cualquier espacio en un rin de pelea. Se hizo
hincha del insulto, de la revancha, del puño. De los viajes solía volver con
un ojo cerrado, con el pómulo morado, con la camisa rota o manchada de
sangre, con una navaja escondida.
3
Le suplicó al sol para que saliera pronto en el norte de Colombia. Al
día siguiente ese hombre recién salido de la cárcel quiso hacer una escala en
Santa Marta para cumplir el sueño de volver a tocar el mar. Cuando llegó a
El Rodadero guardó sus contadas pertenencias en una tienda, corrió sobre la
arena ardiente, se tiró al agua y abrió los ojos por debajo aunque fuera
salada, aunque fuera turbia, aunque después de tres horas de nado saliera
con la mirada roja. Miraba al cielo cada tanto como los futbolistas cuando
meten un gol. Agradeció, lloró, gritó, saltó, chapaleó, celebró, jugó, sintió la
plenitud a solas delante de extraños en la playa que no se imaginaban de
dónde venía. De lejos parecía un niño, de cerca, un señor. Solo él sabía con
cuánta juventud contenida.
Cuando el sol lo recargó, se salió, se vistió, se tomó un consomé de
pescado y se despidió de esa bahía. Yendo a la terminal escuchó sirenas,
tambores, trompetas a la redonda. Se acercaba una multitud, el carro de
bomberos, una caravana celebrando el ascenso del Unión Magdalena.
Cuando los hinchas rojos vieron a Diego caminando con una gorra verde
empezaron a gritarle: “Paisa marica”, “verdolaga hijo de puta”, “sureño
cagado”, “tu equipo no vale una mondá”. Diego los miró, los escuchó en
silencio, respiró, siguió su camino. Diez años atrás su reacción habría sido
otra. Con el tiempo, con la experiencia, con una condena encima, aprendió
que también es de varones esquivar una riña callejera. Esta vez no iba a caer
en la trampa, su destino era Medellín en flota y no Valledupar en patrulla.
4
El día que Diego condenó su futuro tenía puesta una gorra con el
escudo del Atlético Nacional. En la cuadra de su barrio había otro hincha
del verde. De él se decía que le pegaba a la mamá. La primera vez que
Diego lo vio fue en la mitad de la calle dándole patadas a una señora. Diego
lo interrumpió con una seguidilla de golpes. Desde esa paliza, el Flaco
buscaba a Diego con ánimo de bonche, en busca del desquite. Le mandaba
razones, que la venganza era dulce como el aguardiente. Como Diego se
mantenía viajando casi nunca lo encontraba. Pero cuando coincidían Diego
lo ahuyentaba, siempre estaba preparado para sacar pecho, mover la cabeza
y palmotear. “¿Qué hubo?, ¿qué?, ¿qué quiere?, ¿qué se le perdió?”. El
Flaco siempre se retiraba con una mirada de amenaza. Un domingo de
junio, Día del Padre, Diego llegó a la tienda de la esquina. Traía tos de tanto
aguantar frío en la carretera.
—Por ahí está el Flaco buscándolo todo loco desde anoche —le
advirtieron.
—Ah qué pereza, en un rato me abro —respondió.
Al mediodía apareció el Flaco en la esquina. Diego estaba sentado en
la acera, junto a la puerta de una casa. El Flaco pasó por la calle del frente.
Le ladró con la mirada, Diego le respondió con la suya, el Flaco se acercó
escoltado por dos acompañantes que lo alentaban: “¿Ya está decidido?”.
Mientras cruzaba la calle, el Flaco sacó un cuchillo de cocina. Diego
esquivó el primer golpe afilado con los tenis. Se paró y logró meterse en la
tienda. Allá encontró refugio, los vecinos hicieron una barrera. Hubo un
cruce de insultos, de afuera hacia adentro y viceversa. “Salga, deje de
esconderse”, gritaba el Flaco. Se cansó de esperar y partió.
“Ya se fue, déjenme salir”, les dijo Diego a los que estaban en la tienda
escudándolo. Apenas salió escuchó un grito que rompió el aire:
“¡Cuidado!”. El Flaco estaba escondido, atento a su salida, iba directo a su
espalda. Diego corrió. Se quitó la camisa, la envolvió en la mano, sacó su
navaja y comenzó el duelo. El Flaco le tiraba y Diego le respondía. Ambos
estaban calientes, las gotas de sudor y de sangre se las tragaba el asfalto.
Diego sacó un derechazo que le llegó directo al corazón. El Flaco lo miró,
blanqueó los ojos y cayó bocabajo. En ese momento todo el corrillo se
dispersó. Los escoltas del Flaco huyeron. Diego salió de la escena del
crimen que había protagonizado. Entró a su casa tembloroso, se fue para la
terraza. Lavó la navaja y la escondió entre un ladrillo del tejado. Empezó a
fumar, a caminar de un lado a otro, tenía taquicardia, los pensamientos
revueltos, no sabía qué hacer. La mamá de Diego subió llorando.
—¿Qué hiciste, Diego León?, ¿por qué un policía vino a preguntar por
vos?
Su primer reflejo fue saltar al tejado y escaparse de techo en techo.
Hasta que encontró un árbol, se trepó y ahí se quedó hasta que llegó la
noche. “¿Estará vivo o muerto?”, pensaba. “Me calenté”, “si no es con la
autoridad es con los del barrio”, “qué güiro tan hijueputa”, “me tengo que
volar”. Y en esas horas de turbulencia planeó el itinerario de su fuga. Así
como la primera vez que viajó sin un peso, se iría en mula hasta Pasto,
cruzaría el Puente Internacional de Rumichaca, pasaría la frontera hacia
Ecuador, luego a Perú y de ahí se perdería en una selva a vivir con
chamanes unos años mientras pasara la calentura. No se escapó en ese
momento porque estaba sin camisa, con cachucha, pantaloneta, sin billetera,
salpicado por sangre ajena.
Regresó a la casa como un gato por el tejado. Ya era de noche. Entró a
su habitación empinado, empacó una muda de ropa, agarró la billetera.
Volvió a subir a la terraza. Ya estaba listo para volarse. Pero tanto silencio,
tanta oscuridad, tanta soledad lo detuvieron. Bajó las escalas de nuevo.
Entró con sigilo a la pieza de su hermana, después a la de sus padres y no
encontró a nadie. Era extraño tanto vacío. Se asomó a la sala y en el pasillo
encontró un cuerpo tirado. Era su mamá sobre el piso. Soltó su equipaje de
plástico. Corrió hacia ella, le gritó, la movió, le dio golpes en el pecho
como si fuera un salvavidas. Sintió terror. Volvió a gritarle, a moverla, a
suplicarle que reaccionara. Hasta que abrió los ojos.
—Ma, ¿qué le pasó? —le preguntó Diego nervioso. Ella solo lo abrazó
y empezó a llorar.
—¿Qué hiciste, Diego León? —le reclamó al oído—. ¿Qué hiciste?
Diego guardó silencio.
—¡Entréguese!, ¡por favor!, ¡entréguese a la Policía! —le rogó.
—¿Qué creés, ma?, ¿que me voy a podrir en una cárcel? —le
respondió angustiado deshaciendo el abrazo—. No, yo me vuelo, yo me
voy.
La reacción de doña Amparo fue jalarse el pelo con tanta fuerza que se
quedó con un par de mechones en las manos. Le corría la sangre por la sien,
por las mejillas, por el cuello. Mientras lloraba empezaba a arrancarse otro
tanto desde la raíz. Diego, acostumbrado a riñas, golpes, accidentes, caídas,
fracturas, no resistió ver a su madre arrancándose las canas.
—Pare, hágale pues que yo me entrego —le dijo Diego impresionado,
desesperado, abatido—. Pare, me entrego ya, pero deje de lastimarse.
Doña Amparo se detuvo. Retomaron el abrazo. Antes de llamar a un
abogado, Diego llamó a un parcero de confianza para saber si de pronto el
Flaco había sobrevivido.
—Parce, ábrase que está es caliente. Ese man se murió.
5
Los que “cuidaban” el barrio no dejaban que nadie se metiera con la
familia. “Pero si lo cogemos afuera nos lo fumamos”, fue la razón que le
mandaron a Diego. La Policía ya no lo buscaba porque el abogado notificó
su intención de entregarse a la Justicia. Le asignaron una cita para hacer su
confesión.
Llegó puntual a la audiencia. Confesó lo que recordaba. Cuando le
leyeron los cargos se enteró de que, en total, fueron 5 puñaladas las que
dejó en el cuerpo del Flaco, también joven, también verdolaga. Escuchó
cientos de meses de condena. Hizo cuentas, dividió por 12. “Marica, no me
imaginé que fuera tanto”, se dijo. Estaban hablando de una pena de 38 años.
Por haberse entregado le rebajaron la mitad. Por tratarse de una
defensa propia le disminuyeron un poco. La pena quedó de 208 meses, es
decir, 17 años, 4 meses de prisión. Lo esposaron y, un viernes 13 de octubre
de 2009, Diego se despidió de la familia, del estadio, de Medellín, de la
libertad, de la juventud que le quedaba.
6
El 16 de noviembre de 2018 llegó a la terminal de transporte de Santa
Marta tranquilo, plácido, imperturbable por esa dosis de mar. Compró el
tiquete de ida. No durmió un solo minuto en el trayecto. Como el bus iba
casi vacío rodaba de puesto en puesto para ver el paisaje a través de
ventanas diferentes. Cuando la noche pobló la ruta de oscuridad, siguió
despierto. Le quedó el hábito de no dormirse en carretera. Cuando viajaba
pegado de camiones tenía que estar pendiente de cada segundo. Muchos
compañeros perdieron la vida en el camino. A algunos los levantó un árbol,
a varios los venció el sueño y los tumbó una curva, otros cayeron porque
iban ebrios, algunos se tiraron en medio de un vuelo alucinógeno, a
bastantes los acuchillaron otros hinchas viajeros.
El sábado 17 de noviembre de 2018, Diego llegó a primera hora a
Medellín. Descendió del bus, miró para todos los lados, estaba asustado,
aturdido, nervioso, feliz. “¡Por fin, por fin, por fin!”, celebraba por dentro
su regreso a Medellín. De todos los pasajeros Diego era el más ligero de
equipaje. Solo traía consigo su documento de identidad, sus recuerdos, sus
ansias de retomar la vida. Pero esta vez de local y con la hinchada de
siempre, la que lo apoyó en el tiempo más adverso, por la que resistió esa
condena: la familia. Su hermana lo reconoció solo de cerca después de
mirarlo por varios segundos y lo abrazó como a un campeón que por mucho
tiempo no ha conocido la victoria.
POESÍA
LA TROJE
LUIS GARAY GUEVARA
Ganador Poesía Asistentes
Bogotá, Bogotá D. C.
Taller Distrital de Poesía
***
Zona de colina
casas con acabados de bloque y madera
piso en barro y cubierta de zinc
doscientos cuarenta y seis habitantes
balnearios - kioscos - discotecas sobre la carretera
río Duatá vigilando el sueño:
podría ser tan linda La Troje,
aunque no hay alcantarillado
podría.
***
De La Troje a Quibdó
hay nueve mil trescientos pasos
para una niña de doce años
que son dieciocho mil
cuando hay un bebé en el vientre,
que son cuarenta mil
con el dolor del desgarro
producto de hombres convencidos
de ser dueños del oro
de la selva
de ella.
Al menos se camina cuesta abajo.
***
Cerca de La Troje
Tutunendo: paraíso pluvial
donde el llanto es lenguaje.
Debes hablar en voz baja
o te callan
otros pronuncian tu dolor
en sus lágrimas.
***
***
***
Su voz resuena
llega a su corregimiento como un canto
o una maldición
y se esparce por Chocó
en periódicos y radios:
“en alguna calle de Medellín
salía de su boca
Yegueraú plan plan
un rap rítmico
que se atoró en su garganta
cuando un ajuste de cuentas
se equivocó de fisionomía”.
Evoco emociones,
solo las que quiero experimentar.
Evoco mis sueños,
aquellos que quiero realizar.
Evoco mis recuerdos,
aquellos que quiero memorizar.
Ahora ya no evoco,
vivo mi momento actual,
ya no evoco,
presente voy a estar.
Ya no evoco, vivo mi felicidad.
FRÍO DE MADRUGADA
ANDRÉS FELIPE GUERRERO GONZÁLEZ
Bogotá, Bogotá D. C.
Taller El Lenguaje Secreto
II
Con puntapiés
los músicos de ojos desorbitados
de cuencas tan oscuras
como la boca de un instrumento
despiertan a los vagabundos que viven
bajo los puentes
o las alcantarillas.
III
Es de madrugada
y el frío entume los dedos de los músicos
que han salido de nuevo a la calle
que han venido a golpear sobre mi frente
y a redoblar sobre mi pecho.
IV
Les duele tanto las manos
de hacer la vida
y sonríen
porque saben que su canto
siempre tiene algo de doloroso.
V
Hoy han salido los músicos…
Arte poética
Fotografía familiar
muestre
°
Ella vuelve, me
atrapa, me
envuelve
y me desgarra desde adentro
•
Con ese puñal afilado que me atraviesa sin piedad
dejando a su paso solo sobras de coraje
que vuelan como esporas y se
transforman en miedo
°
Acechando mi vida pidiéndome
respuestas
a cambio de esos ojos dilatados
que permanecen vacíos
En Altos de San Jorge hallan muerto a un hombre en su vivienda; un castillo de naipes cotidiano
se derrumba.
Mudanza
Hoy y mañana
Moriré gris
sin olvido ni recuerdo
todas las mañanas sin ti, todas
con el mundo a mi espalda
No será un día ni una noche
de la historia
sin sacerdote ni religión
Parto
Nigromántica
Sube al árbol
se balancea
carcajea
reposa en el huevo azul
quema yerbas
conjura las cartas
cobra con prisa
tropieza
da vueltas al oráculo plástico
El reflejo es huella
lo musita el viento cuando recorre los techos
En su garganta surge una estrella
donde implosiona el vacío
El gato ha muerto
lo escribe en piedras calizas que avienta al olvido
lo acaricia con cuernos de búfalo en una bandurria
Fabrica llantos
duerme en la brisa
transforma la cábala
Y al atardecer
detrás de las colinas de su mente
cada día muere…
Premonición
Si mi palabra te alcanza
serás
remanso ineludible
libación lunar
tejido de mandrágora y flor de loto
puerta al infierno en Turkmenistán
Boda marina en la gruta azul
salvia en las manos
sinfonía de mirlos en golpe solar
Si mi palabra te alcanza
serás
dolor exiguo
sonrisa pródiga
llanto de Satán
Luz fundida
de
mi
soledad
Melodía lepidóptera
Cantaba la mariposa
el vuelo de un verso que nadie leyó
Códices
Transparente
Inspiración
De nuevo
Visita
Divagación
Juventud
Mi fortuna fue ver este mundo y darme cuenta de que soy joven, que no es
que yo sea inconforme, tal vez tú lo eres en demasía, y que todo es tan
devastador para lo poco que dura el ocaso.
Quiero gritar y recordar la lucha de los miserables, que si por ser joven me
condenas he de manchar tu historia. Pues, ¿quién más necio o más tenaz
que mi ser? Este ser polifacético, lleno de identidad y gozo.
Me he dado cuenta de que soy joven y que no he vivido nada… Quiero
volverme sudor entre palpitaciones y risas, desnudarme en la frontera entre
tu vida y la mía, llorar en unos brazos cuando no haya un corazón que
destrozar ni una vida que vivir.
¡Díganme! ¿Quién no hizo el amor con la juventud una vez en su vida?
¡Quiero!, quiero estar ebria de lucha, poesía y vino, perderme en sórdidas
multitudes y representarme ante un mundo falto de sentido. He de ser mi
gozo y los años vacíos e inútiles jamás podrán reprocharme nada.
¡Y que Las Musas nos bendigan mientras su Dios nos condena!
CAMINANTE
ISIDRO RAMÍREZ VILLOTA
Samaniego, Nariño
Taller José Pabón Cajiao
Como haikús
I
Una por una
dibujan las hormigas
la huella de la pisada en el barro.
Mañana de lluvia.
II
Agitado, en el charco
yace el reflejo del cielo.
Pisadas de sinsonte.
III
Caída la noche
oscilan las ramas y nidos de la alameda.
Aleteo de pájaros.
BUENAS NUEVAS
JORGE IVÁN DÍAZ HINCAPIÉ
Medellín, Antioquia
Taller Meca
Escondite de tu ausencia,
oscuridad que me abraza,
tirito de frío en el suelo,
no hay sosiego;
estás tan dentro mío.
1.
Sobre el musgo
huella en su declive
hilera de Ángeles conocidos
migración de hojas podridas
es la oscuridad que no duele.
2.
Ermitaño de amor
sin coraza
sus huellas de arcilla
cachorro del tiempo
una flecha es dormida
en la borra sin adivinar el café
desde el sureste, sin la madeja.
3.
Aleteo de horas
fueron pájaros espejismo del abandono
cartílago de la infancia
repetidos al saltar en la oscuridad
cantando leña de brasas, por dos veces.
4.
Agua errante de aquel valle
luna de árboles sin neblina en la casa
melancolía sagitario húmeda
de atar besos inéditos
memoria manoseo lento
emoción al tocar
vasijas sin los caracoles.
5.
Huellas ligeras
piedra de los magos
sortilegio papel de faroles
afuera es el café
balcón muslos insomnio
ocupando su lugar
obituario de costura del tiempo
luna visible en los Dos Monigotes
cediendo la ausencia.
DESMEMORIA
LUIS FERNANDO MARTÍNEZ PACHECO
Bogotá, Bogotá D.C.
Taller Cartografías del Silencio
Llaman,
no hay quien conteste.
Las voces se han perdido,
buscan tiempo para responder.
Del otro lado preguntan por la historia
por la vida cortada a pedazos
que los dejó ahí
inconclusos,
nadando en un río ahogado de muerte.
Golpean,
no hay quien abra.
Las manos tendidas olvidaron el surco.
Ya no son de la tierra,
ahora son cruces y llanto
de aquellos que esperan todavía
hallar y ser hallados.
Gritan,
no hay quien escuche.
Sordos de tiempo, de realidad,
el silencio ha invadido el cielo
solo hay barcos tristes
que nunca encuentran puerto
sin destino, sin esperanza.
Esperan,
no hay quien llegue.
Transformados en espectros
deambulan hojas de un recuerdo en blanco,
no pueden escribir más sufrimiento.
Están ahí, en el limbo de un sueño
en el despertar de un dolor que nunca calla.
Regresan,
no hay quien aguarde.
Hacen parte del espacio sin mención,
imágenes que viajan sin pasaje
entre las puertas cerradas de un mañana
que nunca supo de hoy, que no sabe de ayer.
Seguirán en la intemporalidad,
ahí,
en donde rompe el viento contra la mordaza.
Recordando,
recordándonos
que no tenemos memoria.
EVOLUCIÓN
LUPE YOVANNA MONTOYA
Cali, Valle del Cauca
Taller Virtual de Poesía 2022
A Natividad Murillo
Me he visto…
Navegar en secreto por el sol negro de la mirada
cruzar el puente profético del cuerpo y del alma
como espejo disuelto en el agua
fluorescente de sueños.
Me he visto…
Por una cerradura de ojo
llevar ropajes de recuerdos
ruinas de una ciudad perdida
que colgaban de los muros
bisagras silenciosas
párpados abiertos en flor
que no cerraban el tiempo
dejando cruzar espectros
que se despojaban del infierno.
ARS POÉTICA
MAGDA PINILLA MONROY
Paipa, Boyacá
Taller Virtual de Poesía 2023
Vadeamos el puente.
Tu mano se extiende
para tratar de imitar en el vacío
las formas frágiles del tiempo.
Trazas preguntas como mapas
buscas un destello
una oración a los dioses muertos,
el sueño y su raíz oscura,
aquello que te ata un poco a este puente.
Captura
Capturar el verso;
juego sencillo.
¿Y ahora?
Ahora el dilema es
domesticar
el verso
y volverlo
sencillo.
Sobreexposición
Vidas curvas
I
Entre el silencio de la calle
y el barullo de los edificios,
confinadas en la tediosa urbe
en algunas salas ocultas
marcadas por el sello hipocrático,
la gente espera
a veces
eternamente
como fantasmas de cuentos
Un llamado
Una voz
Una mirada
Un aliento
que responda a la agobiante súplica
de la fragmentada carne
nombrada por extraños diagnósticos
y auscultada por ajenas miradas
el resto incinerado que aún queda
de aquellas palabras
en las que habitábamos desde niños.
II
Descubrir las curvas
de las calles
tiene su ciencia.
III
El límite
de lo que llamamos hogar
tiene como nombre
para otros
Ciudad.
Amanecer
Y yo
seguía siendo
Y el sol
buscando lo incierto
buscando lo herido
cavando cuerpos
encontró el mío
Ficción
Para Leminski
Me creó la ficción.
Si es de día o si es de noche,
si vengo o si voy,
si hablo o callo…
Yo no sé qué es verdad,
lo que siento, lo que pienso,
a veces creo…
Son cosas del más allá.
Trato de explicar…
No encuentro la razón
ahora no distingo
entre la realidad y la ilusión.
Vete:
es mi último recuerdo.
Tú solo quieres que esté bien,
que me calme,
que no te rompa,
que no te escupa en la cara.
Me estás sacando de mis casillas:
es ser adulto, es culparme
por los abandonos,
por las lágrimas,
por el rencor.
Búscate un mudo:
una de tus soluciones
mientras sigues gritando
por mi llanto,
por mi dolor,
por tu sed de razón.
El arte de la escritura
es de los más exigentes
hay que estarnos preparando
ojalá constantemente.
Escribir es expresar
nuestros propios pensamientos
haciendo de nuestros textos
aportes al crecimiento.
No basta la información
que es por demás importante
hay que adornar con detalles
porque escribir es un arte.
La cocina de la escritura
nos enseña a redactar
y cada quien que le ponga
su estilo y creatividad.
Un mundo tecnificado
con avances sorprendentes
exige que los autores
innoven constantemente.
Estructuremos el texto
priorizando contenidos
condensando las ideas
sin que pierdan su sentido.
Verdades irrefutables
se encuentran fuera de base
pues el mundo está cambiando
y hay un continuo desfase.
Escribir es un proceso
de elaboración de ideas
que con ingenio y destreza
en la mente se moldean.
Describir el escribir
nos aclara muchas dudas
pues nunca estaremos listos
en el arte de la escritura.
Sacrificar contenidos
para imponer redacción
seguro pone en peligro
un texto de gran valor.
El fomentar la igualdad
a través de la escritura
es un deber del autor
y un respeto a la cultura.
Trabajar el pensamiento
como las piedras preciosas
da brillo a nuestras recetas
y las hace apetitosas.
La cocina de la escritura
nos da valiosos recursos
para tenerlos en cuenta
y ser cada día más cultos.
Un plato exquisito
Estofado de verduras
es el plato a preparar
teniendo en cuenta que tiene
gran valor nutricional.
Seleccionar lo mejor
le será un poco difícil
pero va a quedar un plato
con los mejores matices.
I
El sonido del amanecer cuando aún duermes,
los rayos del sol que penetran la ventana,
el cuarto palpitando al ritmo de tu respiración,
los susurros que brotan del cofre donde guardas tus cartas,
el golpeteo de la gota de lluvia que te nombra,
el compás de fondo mientras todos duermen,
lo que balbucean los sueños,
la caída de una lágrima en la almohada,
el crujir de las puertas que se cierran.
¿Es producto de la casualidad?
II
Bocanada de luz
te escabulles entre los orificios
—pequeños escondrijos inhabitados—
para dar consistencia
a lo que habita.
El primer rayo
atravesando la espesa niebla,
la sensación cálida de las mañanas
cuando la temperatura asciende,
el verde intenso de las hojas
al medio día,
el brillo de la ciudad
tocada por el sol,
la sombra que nace en las paredes,
lo que irradia tu rostro,
mi reflejo en el espejo.
Su mirada ardía como fuego, la impresión tan grabada como dibujos en las
ruinas de mi alma
Nadie nunca lo escogió, nadie nunca se sacrificó, siempre al revés, siempre
al revés...
Entonces mi alma cantó, vibrando con determinación, él siempre iría
primero, aunque yo me perdiera
Entonces sonrió y fue como ver un eclipse, tan hermoso, tan magnífico y
tan efímero.
Con el corazón latiendo con tranquilidad, con una que hace mucho no
sentía, me atreví a preguntar
¿Quién eres y por qué decides que tu existencia vale tan poco comparada
con el mundo? Mi piel vibró apenas me expresé, como si me preparara
Él ladeó su cabeza, mirándome fijamente, tan inexpresivo que dolía, con
pestañas ocultando lo que años de faltas ocasionaron en su alma
¿Quién más podría ser sino una parte de ti misma?, dijo finalmente ¿Acaso
no eres tú misma la que está destinada a perderse sin siquiera entenderse?
I
Agamenón y Ulises
II
Penélope y Helena
III
Néstor y Telémaco
IV
Helena vuelve a Esparta
Qué iluso
el que se piensa único.
La felicidad es egoísta,
del que la tiene solo.
A veces se vive junto a otro
(por otro, incluso, a veces).
Y por ella se lucha hasta la muerte.
Pero el asunto es
que siempre hay más opciones
(hasta tornar a un repudiado lecho).
Cuando no está el amante ante tus ojos,
por bello que haya sido,
por alto el gozo hallado,
qué ancho se ve el mundo en la ventana.
V
Andrómaca y Casandra
VI
Aquiles y Briseida
La flecha en el talón
no fue tu pérdida.
Habías caído antes.
Ayer el rey me confesó su estratagema,
desnudo, tras amarme intensamente,
se burló de los dioses y sus pestes:
perderme te llevó a la tienda,
donde hallaste el consuelo de Patroclo.
Luego su muerte te volvió a la guerra,
más hosco, más bárbaro y terrible.
Cómo reía Agamenón, pues lo ha logrado:
por el dolor, tumbaste a Troya su baluarte.
Sin Héctor ya Ilión está abolida.
Igual que tú:
vestido con tus propias prendas,
te derrumbó el cadáver del amor.
VII
Príamo y Tetis
—Nuestros hijos
no serán como nosotros.
No peinarán las canas
ni verán madurar su descendencia.
—Tampoco morirán.
Perdurará en la memoria su pasión.
NOVELA
CRÓNICA
POESÍA
NARRATIVA GRÁFICA
Daniela Arias
Parche Literario Mosqueruno, Mosquera
(Bogotá, Cundinamarca, 1997)
Trabajadora social de veinticinco años, apasionada por la literatura y la
escritura con carácter realista. Le gusta la naturaleza, se relaciona
especialmente bien con los animales y, al igual que al arte, le da un gran
significado a la familia, encabezada por su abuela.
Juliana Enciso
Taller Brurráfalos, Barranquilla
(Bogotá, Cundinamarca, 1979). Doctora en Lengua y Literatura Hispánica
de la Universidad de Pittsburgh. Poeta, ensayista y crítica literaria.
Ganadora dos veces consecutivas de la Beca en Crítica Cultural y Creativa
del Ministerio de Cultura como directora de Aluvión, proyecto de crítica
literaria de autoras y autores del Caribe colombiano contemporáneo (2020 y
2021). Tiene tres libros de poesía: Laberíntica (1999), Panóptico (2005) y
Derivas de la piel (2020), este último fue editado y diseñado por la editorial
independiente barranquillera Mackandal. Entre el 2020 y el 2022 fue
editora de la sección “Queer” de la revista cultural argentina Abisinia
Review. Sus ensayos se han publicado en revistas como Huellas,
Viacuarenta, La Trenza, Literalidad, El Heraldo, Abisinia Review, entre
otros. Sus poemas han sido incluidos en más de una decena de antologías
nacionales e internacionales entre las cuales se encuentra Como la flor:
antología de poesía cuir colombiana (Planeta, 2021). Actualmente es
profesora e investigadora del área de literatura de la Facultad de Ciencias
Humanas de la Universidad del Atlántico en Barranquilla.
https://www.instagram.com/lajulienciso/,
https://draculjuliana.journoportfolio.com/
Juliana Navarrete
Taller La Palabra del Mudo, Arauca
(Bogotá, Cundinamarca, 1996). Politóloga de la Universidad Nacional de
Colombia, que ha definido una gran parte de mi identidad. Con vocación de
artista y decisión por las ciencias sociales, ambos difíciles para los
estómagos míos y de un perro (Fito) y un gato (Charlie) que mantengo.
Actualmente vivo en Arauca por motivos laborales y escribo como manera
de recordarme a mí misma quiénes fui, dónde estoy, y alumbrar dónde
pondré el siguiente paso.
Pablo de la Peña
Taller Écheme el Cuento, Cali
(Cartagena, Bolívar, 1985). Ingeniero electrónico, apasionado por la
literatura y la escritura de cuentos. Vivió desde los dos años en Barranquilla
y desde hace más de quince años, por razones laborales, se estableció en
Santiago de Cali, donde encontró su hogar.
Su interés por la escritura lo llevó a participar de manera virtual
durante año y medio en el taller de cuentos de la biblioteca de Miami
Beach, dirigido por el escritor Jaime Cabrera, experiencia que lo introdujo a
través de nuevas perspectivas y herramientas en el género del cuento.
En la actualidad, forma parte del taller Écheme el Cuento, de la red
cultural del Banco de la República, impartido por el escritor Alberto
Rodríguez, en la ciudad de Cali. Esta experiencia en un entorno presencial,
con una alta exigencia y dedicación, ha fortalecido su pasión por la escritura
y le ha permitido mejorar su estilo narrativo. Como resultado de su
participación escribió el cuento “El último cielo”, que refleja una historia
tan personal como universal, que podría ser la de cualquiera en su último
día.
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