Casa Tomada
Casa Tomada
Casa Tomada
Julio Cortázar
Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las
casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus
materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo
paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura
pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la
limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once
yo le dejaba a Irene las ultimas habitaciones por repasar y me iba a la
cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba
nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato
almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos
bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que
era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin
mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a
comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada
idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era
necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos
en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos
se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el
terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos
justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.
-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.
-¿Estás seguro?
Asentí.
-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.
Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado
en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura
francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó en
una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto
solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las
cómodas y nos mirábamos con tristeza.
Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la
casa.
Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores
domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar
las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era
maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada,
nos poníamos a hablar en vos más alta o Irene cantaba canciones de
cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que
otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el
silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces
la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para
no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene
empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)
-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y
las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los
ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.
-No, nada.