El Fondo de Este Mundo C

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El fondo de este mundo

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El fondo de este mundo
Elí Isaí Loya Balcazar

Edición y maquetación:
Juan Antonio Castro Durón

Asesoría literaria:
José Luis Domínguez

Diseño de portada:
Jorge Bedoy Orona

Registro en trámite

Queda estrictamente prohibida la reproducción parcial


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o grabación, ni por ningún sistema de almacenamiento
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previo y por escrito del autor.
El fondo de este mundo
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Elí Isaí Loya Balcazar
Un depa en la luna

H ace ya mucho tiempo, la luna dejó de ser el espejo en


el que se buscan los amantes; ese breve poema, blanco,
desleído en la luz artificial del mundo, pero que, tarde o
temprano, cualquier mano febril, decidida a rescatarlo del
silencio, divaga sobre una hoja de papel o una pantalla , ávi-
da de palabras (que nunca alcanzan a decir lo que preten-
den), y del mejor modo que sabe, intenta acariciar al menos
esa cosa que intuye debe ser el amor, desde el atardecer,
hasta el desvelo más silente de la madrugada. Brevísimo
poema que no ha tenido nunca autor ni título, que inicia y
termina con un único punto suspensivo, y que cada quien
lee según el alcance de sus empalagosas alas.

Cursi, es verdad, pero no te adelantes, quisquilloso lec-


tor, que, condenado a ser siempre suspicaz, no has llegado
al final de una frase, una línea o un párrafo, y ya te vemos
cara de que estás desconfiando de las vueltas en que van
a girar las tuercas; todos sabemos: el amor, los amantes, la
luna, forman parte de un triángulo que tiende a esfera, y,
según su rotación, le devuelve a este mundo y a todas sus
creaturas un poco de belleza, o lo arruina aún más con su
reverso ineludible, dejándolo como los campos después de
las batallas.
O, por lo menos, son consecuencias recíprocas que se
van sucediendo entre sí, de tanto en tanto, incapaces de de-
jar de rehuirse y perseguirse, sin importarles ya si están a
punto de unificarse o trascenderse.
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Sin embargo, con todo y su falaz brillo de perla super-
lativa o su influjo aberrante, son preferibles a lo que hoy
se contempla desde el fondo: ese fraccionamiento privado
eternamente abierto y cerrado para todos.

Sin ninguna vergüenza, te debo de advertir: esta, como


la mayoría, es una historia de amor, y por lo tanto, no pode-
mos salvarla de desfondarse aquí o allá, incapaz de ceder al
peso de su cursilería; porque el amor es una sustancia tan
poderosa, que una sola partícula de amor tiene girando al
mundo, y otra sola partícula podría incendiarlo hasta que
no hubiera ni mar ni superficie, sino una esfera de humo y
de ceniza… por otro lado, el amor es cursi nada más para
los que no están enamorados; pero apenas los roce una pe-
lusa de amor desperdigado, se pasarán al bando de los que
apenas antes acusaban, señalándolos. No me entendí.

Eso lo dijo el ángel, quiero decir, esto que acabo de re-


ferirte es solo una paráfrasis de lo que dijo el ángel, en una
de las muchas noches de borrachera que se alargaban hasta
el ángelus, a propósito de un debate sobre cuáles palabras
habían sido inventadas por la humanidad, pero no contem-
pladas por los dioses.
Esa mañana —para esto, el ángel ya no era ángel—, se
enfureció cuando le dije, con arrogancia de catedrático, que
no se cae ni una hoja de un árbol sin que Dios lo permita, de
modo que, añadí, no conforme (¡cómo se me ocurrió po-
nerme a las patadas con el ángel!, que a pesar de que ya no
era me superaba en todo), no tener en cuenta la omniscien-
cia de Dios, cuyo razonamiento o lógica o lo que te tomes,
no admite ni variaciones ni erratas en esta historia en que
nos narra, cuyas palabras, con sus puntos y comas, ya están
trazadas en su mente con una antelación que solo por ser
Dios se salva de ser tachada de obsesiva, es ya un desacier-
to —continué mientras llenaba de vino nuestros vasos de

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plástico—, pero obstinarse en refutarlo, ya es tamaño be-
rrinche que solo se me ocurre endilgárselo a la vanidosa
estulticia de los doctores y los magistrados.

No advertí de inmediato su descontento, con todo y que


para entonces ya sabía contraer la frente e inclinar un poco
el rostro para ver con ojos entornados, por eso le deje ir un
pilón, del que (yo lo hubiera jurado ante Dios mismo), el
ángel se sentiría orgulloso. En vez de eso, puso sus manos
bajo el borde de la mesa, y la estrelló contra el techo del
pórtico; en cuanto a mí, de un empujón me mandó volando
hasta la puerta de la casa de enfrente, que por fortuna era de
madera, y amortiguó mi caída; de otro modo, al fin hubiera
dado con la muerte, o por lo menos, hubiera terminado acu-
rrucado en los brazos de la inconsciencia.

Alcancé a verlo todavía mientras se alejaba tambaleán-


dose, mientras decía bajito, pero audible: —como tú digas
pinche Don Quijote. Lo que sí, es que, de lo adolorido, no
me moví de ahí hasta quedarme poco más que dormido.
Nunca supe si le molestó mi ignorancia; lo envalentona-
do que me sentí con el vino y le quise enseñar, más iguala-
do que temerario; o que hiciera alusión a la omnisciencia,
pues, aunque no es omnisciencia precisamente una de las
cualidades de los ángeles, tal vez lo que logró sacarlo de
quicio fue que mi grandilocuencia le tocara el son de sus
menguadas facultades, y que otras tantas irían disminuyen-
do con los días.
En fin. No pasó mucho tiempo, pos ai tienes al ángel re-
ventándose tremendo pancho, con moco suelto y pucheros
que eran un arrepentimiento, aceptando innecesariamente
que se le habían pasado las copas y la mano, y sincerándose
(más que en plena cruda, en un rescoldo de aquella guara-
peta que al rememorarla la reestablecía) por primera vez
respecto a no tener certeza de haber tomado las decisiones

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correctas. “¿Es que sirvió de nada meterme hasta las alas a
este pozo hediondo del amor?”.

Su estampa era la de un ángel derrotado, perdido, y aun-


que no tengo corazón para regodearme o aprovecharme de
un dolor semejante, le pedí que ahondara en el asunto del
amor. Pues bien, entre otras cosas que de momento no vie-
nen al caso, se recompuso y esclareció que (yo tenía la frí-
vola ilusión de aprender algo de su idioma) no fue necesaria
una voz en su lengua para el amor, sino que se comunica con
la mirada, y que todas las variaciones de la palabra amor se
las debemos a la humanidad, “solo a una especie así de ciega
le haría falta nominar al amor”, concluyó, ya de vuelta a ser
el ángel mordaz que tanto me gustaba, y más bien por joder.
Por lo demás, aquí detenme, si no divago como si fuera
Homero.
En realidad, la forma de mudarse a la luna (olvídate de
lo cursi, nada tiene que ver ya con el amor, ni con enamo-
rarse) era bastante simple, bastaba apenas con comprar el
afortunado boleto que fuera elegido por el azar a través de
un concurso cuyo mecanismo nadie podría intuir ni pre-
cisar, pero que, por alguna razón, siempre que un ser im-
personal lo anunciaba en el sinfín de pantallas que afean
aún más el deprimente paisaje de las ciudades (ya de por
si arruinadas, llenas de locos y de perros), todas las gentes
creen y aceptan sin cuestionar ni sorprenderse jamás en la
vida, según dejan ver las charlas cotidianas donde se toca el
tema, de forma repentina, como dando por hecho que así es
y que así debe ser, de cualquier modo. Mas, era verdad, me
consta: todos tenían derecho de comprar los boletos que les
viniera en gana, aunque ello significara adelgazar todavía
más el cuerpo y la despensa.
Cuando Apolonia llegó a las calles solitarias de El Teso-
ro (nombre por demás sarcástico y patético), más flaca que
una vaina de mezquite y con ese cansancio melancólico que

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da de tanto no comer, pensó que había llegado al paraíso.
En su juventud, aletargada por una obsesiva inclinación
a administrarse cualquier cosa que la sacara de sí misma,
en su cara, que en vez de manchas de belleza cosmética lle-
vaba una delgada capa de maquillaje de muerte prematura,
resplandecían sus ojos negros, preciosos, a los cuales debía
(según le había explicado alguna vez su abuela, y que ni en-
tendió entonces ni recordaría nunca) su nombre, que abo-
rrecía; ojos que, desde muy chica, eran dos agujeros negros
que atraían a todo tipo de inofensivos bonachones, bichejos
torpes o carroñeros salvajes.
Pero el misterio de su soledad, que estaba llena de dro-
gadictos y borrachos, de palomas y perros, era también un
palimpsesto en el que siempre se estaba verificando un
poema, o, mejor dicho, su soledad era un poema en el que
cada línea que vivía era una poesía; las nubes eran barcos o
ballenas, en los que podía irse lejos de la isla que ella misma
era, pese a estar siempre asediada o interrumpida, más que
acompañada.

Algunas tardes, tumbada sobre el pasto descolorido de


algún parque, previo piquete de escorpión, levantaba la
mano y con el índice escribía que los poetas (lo hacía con
una mofa que no llevaba odio, sino una compasión de la que
tal vez no era del todo consciente) se pasaban de imbéciles
cuando decían que el sol de hoy “era un sol negro”, o que la
luna era “una madriguera de cuarzo”.
Pensaba, mientras seguía tallando una caligrafía evanes-
cente sobre la parda base de los cúmulos, que la poesía de-
bería ser la vida, en tanto que fenómeno poético, y que el
poema, pálida sombra de la poesía, era un intento siempre
defectuoso de asirla o duplicarla… y sí, estás en lo correcto:
lo escribía o pensaba con distintas palabras.
Aun con todo, le gustaban los poetas, y todo aquello
que girara en torno a la poesía; las noches sin dormir, por

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ejemplo; ella, más habitante de la luna que ninguno de los
vecinos de aquel barrio impreciso y, por si no fuera poco,
ahora empobrecido no nada más por los poetas, sino enci-
ma, por los pudientes, con su reverencial séquito y su agra-
decida servidumbre; ese lejano barrio ahora impedido por
un mundo que no tenía ni remedio ni medianías, que hace
años prefería no mirar, pues no le veía por ningún lado la
belleza que sus galanes y amantes le señalaban, si bien con
la mano alzada al cielo, apuntando más hacia su sexo, cálido
nido imperturbable que se ahuecaba lo mismo para recibir a
huérfanos pichones, que a radiantes y melindrosos pájaros
exóticos.

¿Cuál pinche madriguera de cuarzo?, pensaba, ya con


los dos brazos como clavados en el pasto, conforme aquel
dulce sopor iba ganando peso y entumecimiento, y no po-
día evitar que la luna se alineara con sus pupilas eclipsadas;
y en vez de madriguera veía insalvables distancias entre los
individuos, por un lado, y por otro, la oportunidad, difícil
e improbable, pero posible, de escribir algún día desde las
nubes, en algún balcón con enredaderas colgantes, sobre la
opaca y aburrida barda que le parecía el Mundo: “Aquí los
espero. ¡A huevo que se puede!”.
Se aventuraba a decretar que, si algo poético tenía la
luna, debía ser el efecto de su deterioro, y entre nacer y en-
vejecer, mirar cómo la luna sigue intacta mientras el mun-
do no dejaba de caerse a pedazos. Le reconfortaba la idea
de amanecer muerta equis mañana, como un pájaro que ya
nunca será parte del aire, como las hojas que abandonan los
árboles con una misteriosa levedad jubilosa.

Consciente de que, a pesar de su delgadez exagerada, su


cuerpo era también un imán, un anzuelo que, si le preguntá-
ramos, preferiría no usar, lo primero que hizo cuando llegó
al Tesoro, fue caminar sin rumbo por las calles del centro

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hasta meterse en la primera cantina que encontró; se sentó
en una mesa, segura de que más temprano que tarde llegaría
quien fuera a ofrecerle unos tragos y, con algo de suerte,
cuando le propusiera pasar la noche juntos, el lugar al que
la llevara no fuera el cuchitril que era la casa de sus abuelos,
con quienes vivió hasta que le hicieron ver del modo más
razonable que pudieron que ellos eran cada vez más viejos,
que con pena podían mantenerse a flote, y que a sus 17 ya
tenía edad para valerse por sí misma.
Si valerse por sí misma era aceptar la invitación de cual-
quier pendejo que se le arrimara, haciéndole creer que le
encantaba la idea de revolcarse con él, y, en cambio, ne-
gociando sin mediar palabra un lugar donde pasar las más
noches posibles, Apolonia pensaba que lo había hecho bas-
tante bien hasta entonces.

—No te había visto por aquí, preciosura. ¿Te acaba de


reclutar la Gitana? —.
Soltó repentino y tosco un tipo que no parecía el típico
borracho, mientras jalaba una silla para sentarse, sin espe-
rar respuesta, en la mesa sin mantel. Sin contestar todavía,
Apolonia vio que el hombre sacaba de un bolso inusual pero
discreto, un par de velas medianas, que al encenderlas con
un cerillo, hicieron florecer dos débiles flamas amarillas,
cuyo olor y esplendor, Apolonia no pudo evitar asociar a
cierto momento del ritual trabajoso de cuando se ponía los
lentes para abordar la nave y largarse por fin (no a la luna,
ni a marte, ni a ninguno de los satélites bajos reservados
para los artistas y ciudadanos destacados, sino directo al
sol, a quemarse de una vez por todas); su nave: la “obsidia-
na de sueños”; una droga sintética que había que derretir
a fuego lento, y una vez que el líquido estuviera templado,
aplicar tantas gotas en los ojos como quisiera que durara
el viaje hacia su destrucción; o bien, con riesgo de pasarse,
inyectarla en uno de sus brazos.

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Aunque le parecía llamativa la idea de la sobredosis, no
se inyectaba porque sus brazos eran el único vínculo que la
unía con su madre, y aunque en realidad no la recordaba,
había terminado por dar por hecho que esos eran los brazos
de su madre, gracias a su abuela, quien cada vez que podía
le repetía: “igualitos a los de tu madre, mija. Si pa’ bien o pa’
mal, solamente los dioses”.

—Trabajo por mi cuenta —contestó sin voltear a verlo,


pensando que, al fin y al cabo, en los ojos cerrados de la
noche, los cuerpos son siempre los mismos, si acaso más
suaves o más toscos, si acaso más perfumados o asquero-
sos— ¿Me vas a invitar un par de tragos… o tienes algo más
fuerte en tu casa? —concluyó en un bostezo pretendido que
apenas alcanzaba a suponerla aburrida. Porque a pesar de
que había refinado sus dotes actorales, esa luz acentuó los
escalofríos característicos que siempre sucedían cuando
iniciaba el descenso de la dosis, y la última dosis que se dio,
cuando el camión tomó la carretera, y que fue su manera de
brindar con nadie por esa despedida, ya hacía buen rato que
se le había bajado.

Cuando el galán expectante, después de un silencio que


se alargó un poco, vio que Apolonia le volteó a mirar fijo,
se quedó sin palabras, se sentó y, con torpeza de principian-
te, derramó su copa de vino sobre la mesa, lo que hizo que
su rostro moreno se sonrosara un poco, pero no tanto por
la pena como por la lujuria que sienten los que no buscan
nada cuando dan con un billete grande.

Apolonia ni siquiera esperó a que trajeran un par de


trapos sucios para limpiar lo que consideraba un guiño del
destino: esa noche, mientras un don nadie del que no le in-
teresaba el nombre la creía engatusada, ella confiaba que,
con suerte, tendría algo de dinero que robarle o, escondido

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en cualquier agujero de su casa, algo que le permitiera se-
guir muriendo otro ratito.

Pero la vida se había encargado de enseñarle a ir siem-


pre dos o tres pasos delante de los posibles movimientos de
sus difusos contrincantes, difusos porque casi nunca pres-
taba atención al jugador (error gravísimo, según le había di-
cho una vez el único hombre que alcanzaba a ver más allá
del medianil que se aclaraba entre sus piernas; según él, y
apoyándose en el primer libro o autor que se le ocurriera,
el juego no está en el juego, sino en la compostura del opo-
nente; desde el desdén o la premura por mover sus piezas,
hasta el más leve destello u oscurecimiento en su mirada,
ya perdida en las alturas o clavada en el tablero, como sí él
mismo fuera ese alfil estoico y secretamente dispuesto al
sacrificio).
Para ella el juego no significaba sino un trámite innece-
sario, pero que por alguna razón a los hombres les preocupa-
ba de manera especial llevarlo a cabo. Por eso le dijo, como
haría un asaltante en la penumbra de un callejón incierto,
que prefería un lugar menos concurrido. No obstante, el in-
conveniente de los juegos (o de la apática estrategia con la
que le daba lo mismo ganar o perder) es que subestimaba
un elemento inexorable: la voluble imparcialidad del azar.

Dos cosas en realidad elementales pusieron en un in-


comprensible jaque a Apolonia: algo en el rostro de David
la hizo descolocarse, y algo muy semejante a una atracción
romántica hizo que cintilara en sus ojos un brillo, pálido
aunque visible; por otro lado, cosa que quizá nunca se le hu-
biera ocurrido, David no estaba interesado en poseerla, sino
en sembrar en ella una negra semilla de bondad, para que,
con todos los cuidados que en su cabeza ya estaban bien
ordenados y dispuestos, el maltrecho pero fértil cuerpo de
Apolonia se convirtiera en un lote baldío de usufructo.

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Por eso le tomó por sorpresa que, de camino, David no
intentara arrinconarla en algún escondrijo, ni le volviera a
mencionar su “preciosura”, y, en cambio, caminara con toda
la paciencia del mundo, hablándole de las constelaciones, y
de lo igual pero más lindas que se ven desde arriba.
—¿Has salido del fondo? —preguntó Apolonia más bien
incrédula, pero demasiado confiada en cada uno de sus mo-
vimientos, sintiéndose obligada a una conversación, por lo
menos cortés, que la acercara paso a paso hacia sus propios
fines.
—Por mera suerte —contestó David sin darle mucha im-
portancia al tema—; soy bueno haciéndome amistades. Por
cierto, hablando de amistades —añadió jalándola del ante-
brazo izquierdo para doblar en una esquina—, yo no me
enveneno con nada… me dan náuseas solo de imaginarme
lo asqueroso de profanar de manera consciente mi propio
cuerpo; yo sólo bebo vino; cerveza cuando mucho... ¿tú qué
te metes?
Lo dijo de manera tan vaga, tan natural, que Apolonia
contestó en automático:
—Escorpión… — lo dijo sin tener claro si David le es-
taba restregando una superioridad moral o, únicamente, a
propósito de que al mismo tiempo sacó de su bolso inusual
una botella que no supo cómo la había escamoteado del bar,
porque cuando llegó a sentarse con ella aventó su bolso en
una esquina de la mesa sin el más mínimo cuidado, abrien-
do una sonrisa entre encantadora y burlona.

No pasaría mucho tiempo para que Apolonia supiera


que el mejor talento de David era robar, pero de un modo
que parecía más un mago que un ladrón; al principio esa
pericia la encontró de lo más divertido, porque, a fin de
cuentas, a una adicta como ella no le eran ajenas la mentira,
la estafa y el hacerse de cosas de formas no precisamente
honestas.

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Caminaron bajo una luna esquiva, que entre los nuba-
rrones que anticipaban lluvia, se asomaba y se perdía, como
si participara de un juego al que ni a David ni a Apolonia (y
en realidad a nadie de los que dentro de la penumbra densa
del callejón al que entraron, ni a quienes, en ocasionales
balcones o cuartos malolientes que pretendían semejarse a
cenaderos o a cantinas, cantaban o reñían) les tenía sin cui-
dado, sobre todo a Apolonia, que no había comido ni bebido
ningún tipo de líquido desde que saliera de la estación, pero
que, sobre todo, le urgía un piquete.

En casi tres cuartos de hora, dominados ahora por un


silencio tenso, y que a Apolonia le parecieron eternos por-
que la abstinencia le empezaba a menoscabar el aliento y el
ánimo, David se detuvo de pronto ante una casa anaranjada
que desentonaba con las descoloridas paredes del resto de
la calle.
—¿Qué es aquí? —inquirió Apolonia, que ahora, bajo la
luz pálida del sitio, parecía disminuida; su belleza era la de
las viejas actrices que, fuera del escenario, sin maquillaje y
con su tristeza, y las arrugas delatadas por la vileza doble
de la luz y el espejo, esperaban a que algo ocurriera lo más
pronto posible, algo que las borrara de la faz del espejo, y
les volviera en sueños o en recuerdos la anhelada mentira
de ser otra persona, la que fuera.
David le indicó, poniendo el índice sobre sus labios, que
guardara silencio, mientras hacía sonar con la otra mano la
aldaba de la puerta con toda la lentitud y la paciencia del
mundo, como si Apolonia no sintiera como un castigo su
alegre tranquilidad y su energía.
—¿Por qué no abren? —desesperó Apolonia luego de
esperar minutos que le parecían horas. David mostró por
primera vez esa sonrisa apretada y paciente que quedaría
tatuada en el corazón de Apolonia. Tomándose su tiempo,
se acercó a su oído y le dijo, casi dulce:

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—Querías algo más fuerte; ¿no? — Recompuso su pos-
tura y su camisa abigarrada de colores y volvió a tocar la
puerta, esta vez aplicando un poco más de fuerza.
—¿Quién chinga? —Amenazó una voz impostada que
sonaba lejana.
—El que puede chingar, amigo, todo el mundo lo sabe.
Contestó con mucha seguridad David, mientras Apolonia
se arrepentía de estar muriéndose de ansias frente a una
puerta que parecía que jamás iba a abrirse.

Sin embargo, de repente se escuchó el correr de varios


cerrojos y el tintinear de un llavero que, en la angustiante
abstinencia de Apolonia, en eso que sentía como un destie-
rro o un naufragio, sonaban como un minúsculo bullicio de
risas de duendes y de hadas que se adentraran en su alma
desierta. Pero la puerta se entreabrió solamente, quedando
sujetada por un pestillo de una gruesa cadena de eslabones
negros.

—Hijo de tu repinche madre —dijo un hombre obeso


con algo de parsimonia, pero cuando vio a Apolonia, que se
había quedado a unos cuantos pasos, alzó la voz, encoleri-
zado:
—Te he repetido chingal de veces que no andes trayen-
do ni adictos ni putas a mi casa, cabrón. Mira que hago el
esfuerzo por no tronarte la cabeza cada vez que se te ocurre
aparecer.
David intentó contestar algo, pero el Gordo no le dio
tiempo, abrió el pestillo y sacó de entre una bata clara, es-
tampada con triángulos rojos y negros, una pistola que, aun-
que en su gruesa mano se veía ridícula, David dio un paso
atrás y abrió los ojos en un asombro que no se le hubiera
ocurrido a Apolonia, que intentó lo mejor que pudo no ha-
cer muy evidente la primera sonrisa que tuvo ese día, es-
forzándose de hecho para que pareciera un extrañamiento

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temeroso; no es que deseara que el Gordo le reventara la
cabeza a David, que en un minuto había perdido la segu-
ridad y la soltura con que hacía cada cosa, incluso divagar
sobre asuntos de los que no tenía ni idea , opiniones que ni
a él mismo convencían; pero lo cierto es que para Apolo-
nia, la idea de que, con el sencillo movimiento de un dedo
índice, terminara por fin su sufrimiento, que no era la abs-
tinencia, ni siquiera la sobriedad, pues de un modo que no
podremos comprender, al menos por ahora, le parecía que
la poesía (que no es lo mismo que la realidad, sino una rea-
lidad recompuesta, ordenada, armonizada con quién sabe
qué cosas que ignoraba y no le interesaba preguntarse), es
decir, la vida, era más bella que la muerte, pues la muerte se
le antojaba un libro que se cierra para siempre, y por tanto,
ya no será leído.

—En chinga, pendejo —le ordenó el Gordo, apuntándole


con el arma y al mismo tiempo señalando a Apolonia—, esta
pinchi piojosa aquí se queda con los perros, en una de esas
te dan lo que andas buscando —le dijo clavándole los ojos
en cualquier parte del cuerpo, y haciendo una muy mala
imitación del modo de hablar de David, finalizó a punto de
carcajearse: preciosura.

El gordo y David entraron, cerrando la puerta tras de sí.


Apolonia se quedó inmóvil; le irritó pensar que estaba ahí,
al centro de la noche, quien sabe dónde, como una estatua.
“Como una estatua”, repitió como cuando alguien dice algo,
y alguien más lo remeda, exagerando, haciendo voz de re-
tardado, para dejar muy claro que lo que se dijo fue torpe,
facilón, innecesario. —No mames, ya parezco poeta… estoy
parada frente a una puerta cerrada, peor que un perro, por-
que un perro estaría echado cómodamente en algún pedaci-
to de la banqueta, sin esperar nada, pero sabiendo que algo,
tal vez, podría llegar.

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Soy la más fea y estúpida de las estatuas.
Y en un silencio que amenazaba con asfixiar el resto de
la noche, los ojos oscuros de Apolonia se quebraron como
una botella estrellada sobre el piso, añicos que brillaban so-
bre un alcohol inservible, sobre la calle desconocida, como
todas las calles anteriores de las que creía recordar que ve-
nía.
Cuando quedó vacía de llanto, pero no de dolor, se echó
sobre el lugar más oscuro que encontró, y después de sollo-
zar como una niña, sabiendo de sobra que llorar no servía
de nada, pero que al menos, sollozar aliviaba un poco los
temblores eléctricos que le recorrían el cuerpo, y en todo
caso, cualquier cosa, incluso sollozar, era mejor que ese si-
lencio miserable. Cuando se fijó bien, podía escuchar, muy
bajo, que David y el Gordo discutían, a veces alzando la voz,
a veces soltando carcajadas, a veces cuchicheando; tratando
de concentrarse para descifrar sus palabras, cada vez más
difusas, un frescor repentino le arrulló con la dulzura de
una canción de cuna.

Al mismo tiempo que en los árboles sonaba la alarma de


los pájaros, en esa oscura cavidad que es la noche, es decir,
la pequeña oquedad de una boca alimentada por chorros
de albayalde materno, fresco y salvaje, indiferente y súbito,
las risas del gordo y de David resucitaron a Apolonia de su
plácida muerte; temblorosa como un polluelo que se estre-
mece meciéndose a mitad de una rama, odiaba abrir los ojos
y ver esa complicidad encriptada y feliz que cacareaban los
amigazos con alarde de gallo y guacamaya.
—Tenga, adicta durmiente, con esto se le van a olvidar
hasta los nombres de los colores —dijo como en susurro el
Gordo, mientras le lanzaba en la cara a Apolonia la bolsi-
ta más grande que había visto de sueño de obsidiana. Apo-
lonia sintió, pese a sus calambres y sus temblores, que la
vida volvía de pronto a oscurecerse, es decir, se coloreaba

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y, cada cosa, cada segundo y cada respiración que hacía, se
completaban por fin, como un rompecabezas, y su corazón,
seco, volvía a palpitar, pero no tras su pecho, sino en el puño
apretado que de pronto abarcaba toda la dicha que pudiera
desear alguien lo suficientemente infeliz para dejarse amar
por un engaño que jamás duraría lo suficiente.

—Mira Polonia, le dijo el Gordo sin dejar de sonreír como


si lo hiciera con piedad o ternura —aquí el Déivid invita. Tu
orita déjate querer por los ángeles; mañana serás de los de-
monios, pero hasta suerte tienes: en este instante es hoy, y
para zombies como tú siempre es el mismo día…
—Tras de sí, el gordo azotó la puerta impostando una
risa teatral, nefasta, que a punto estuvo de opacar el pulso
ansioso del puño derecho de Apolonia.

Pero la aurora, la risa de pronto reconfortante de David,


y el hecho de que ya no necesitaba nada en el mundo, reno-
varon sus energías y sus ganas de vivir, como si el mismo
corazón de Dios le pulsara en el puño, y se hiciera el día,
es decir, el verbo; y a pesar de que el camino, aún con Dios
en su diestra, le pareciera más largo todavía que la espera a
la puerta del Gordo, para Apolonia cada cosa que veía era
nueva, y por tanto, sentía la obligación primordial de nomi-
narla, de pronunciar cada color, cada animal y planta para
que, al pronunciarlas, existieran, y poblaran el mundo.
Por eso, si un gato saltaba del suelo al barandal, los pro-
nunciaba, “ese es el gato, y ese es el barandal”, y por primera
vez desde hace mucho, despegó la mirada del suelo y dijo,
con sus ojos que fueron las primeras estrellas de la mañana,
“y esa es la luna, que es un huevo de arañas”, y David se
sonrío con alegría genuina, como si, después de todo, supie-
ra por anticipado que él era el ganador de ese juego al que
Apolonia no hubiera podido darle nombre, por la sencilla
razón de que no le importaba; lo único importante era que

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en algún momento llegarían a lo que sea en que viviera Da-
vid, y Dios le prestaría sus ojos por un instante indefinido, o
la muerte, que de un modo u otro vendrían a ser lo mismo:
su salvación.
—Le vas a caer bien— dijo más bien para sí mismo Da-
vid, que seguía fresco como la noche anterior.
—¿A...? —le contestó ella tratando de adivinar si a su
abuela, su madre, su esposa o su familia…
—¡A las arañas! —evadió con pericia—. La luna ya no
será nunca la misma, preciosa, la luna será tu nuevo barrio.
Esa frase, tan simple, tan sacada más del culo que del
bolso inusual, le pareció no obstante tan poética.
—De tantas cosas cursis que me han dicho, esa es la más
idiota, pero también ha sido la más bella.
—No es una cursilería, preciosa —se puso serio y solem-
ne— el Gordo vende mucho más que obsidiana.
Apolonia lo miró distraída, sin comprender nada.
Cuando por fin llegaron al cuartucho, que estaba muy
lejos de ser el más horrendo de los que había escapado, le
sorprendió gratamente que David le indicara dónde podía
encontrar lo que necesitaba para hacerse sus sueños y besa-
ra su mano izquierda antes de echarse sobre una cama llena
de ropa sucia y botellas de vino vacías.
—Buen viaje, preciosa— se despidió en una innecesaria
voz muy baja—, nos vemos a tu vuelta.

16
Después del fondo, el río.

D esde el fondo del cielo, sea de día o de noche, sus ha-


bitantes miran las islas y complejos de departamentos
que orbitan La Tierra de la misma manera que ven pasar las
nubes o girar las estrellas; a fuerza de estar siempre visibles,
se han vuelto parte del paisaje.
Cuando la colonización de Marte se fue rezagando de
modo irrecuperable, hasta volverse un proyecto relegado al
olvido, facciones de todos los tipos (desde luego que tuvie-
ran los recursos y el modo) desprendieron del planeta des-
de pequeñas montañas hasta inmensos terrenos que, vis-
ta desde la atmósfera, hace lucir La Tierra como una fruta
mordisqueada y descarapelada a medias que ha sido lanza-
da a un bote de basura.
Dicho en otras palabras, en la Luna, que no era el lu-
gar más alejado del fondo, pero sí el más lujoso y exclusivo,
vivían principalmente las personas adineradas, poderosas,
dueñas de todo lo que estuviera por encima y por debajo de
ellos. Luego, cualquiera que alcanzara a juntar en sus finan-
zas virtuales las cifras prácticamente inalcanzables, pero
no imposibles, que pedían los traficantes quienes, por otro
lado, siempre podían ser estafadores de la peor calaña. Des-
pués (aunque nadie, ni del fondo ni de arriba lo han negado
o comprobado), aquellos a quienes la suerte les aconsejara
comprar el boleto ganador. Y claro, cualquiera que por ca-
pricho o por amor, por prebenda o castigo, fuera elegido
por alguien de los que poblaban las pequeñísimas ciudades
17
lunares, tan solitarias de tan lejos que están unas de otras.
Pero ningún fondo es jamás definitivo, por más hondo
que llegue y por más que sus tinieblas parecieran incapaces
de enrarecerse más. Debajo del Fondo del Mundo, asenta-
dos en las orillas de un río de deshechos humanos, hacían
sus vidas otro tipo de seres, ignorados por los habitantes del
Cielo y despreciados por los del fondo.
Sus costumbres, festejos, rituales y normas de convi-
vencia nada tenían que ver con los otros estratos, y gracias
a una afortunada apatía que se contaba en décadas, los unos
y los otros convinieron tácitamente pretender una invisibi-
lidad absoluta. La Ribera de La Piedad, atraviesa el total de
la extensión de la ciudad, llevando no sólo los deshechos de
la gente del Fondo, sino la del total de satélites habitaciona-
les, cuyo amplísimo cause, de un color café oscuro a causa
de todos los colores que en él se revuelven, apesta hasta las
fronteras del Fondo, y siempre fue un venero de cualquier
tipo de chistes y ofensas escatológicas que, a pesar de ni
siquiera voltear a verse entre sí, los del Fondo no pierden
la más pequeña oportunidad para ensañarse, como si los
supervivientes de La Ribera no tuvieran suficiente con ser
una inmensa familia de huérfanos, sin nombre ni apellido,
sin otra propiedad, invaluable e infinitesimal, que el propio
cuerpo.
A pesar de que ambos pueblos estaban exentos de las
leyes y obligaciones de uno y otro, la circunstancia de estar
siempre debajo, siempre más cerca de la tierra, es decir, de
la muerte, les obligaba por defecto a ser el receptáculo no
sólo de la mierda y la orina del mundo, sino de todo aquello
que ya nadie necesitara o quisiera. La basura, por ejemplo,
que, por una sarcástica correspondencia, entre más dimi-
nuta la zona de procedencia, siempre mayor la cantidad que
producía.
Obviemos a los despreciables rechazados sociales,
quienes, al ser enviados a La Piedad puesto que ahí, en un

18
principio y, muy naturalmente, se construyeron las cár-
celes y manicomios, pero que después de un tiempo se
prescindió de sus edificios, por un lado porque —en la ló-
gica de los políticos, especialmente los pertenecientes a La
Pensaduría de la República—, La Ribera era ya de por sí, al
mismo tiempo, una cárcel inmensa y un manicomio.
Para sus adentros, y no pocas veces en la franca inti-
midad de sus charlas entre iguales, donde La Ribera salía
a relucir, no hacían falta ni celdas, ni camisas de fuerza, ni
trabajadores del ámbito de la salud —“Esos pendejos felices
están encerrados en su propia cabeza. Y lo peor, o no sé
si mejor, —añadió cualquiera de ellos un día, lanzando una
sonora carcajada refinada, mientras sostenía con una mano
suave, con más anillos que dedos, un vaso de whiskey—: ahí
se sienten los más afortunados del mundo”.
También en La Ribera se construyeron los cemente-
rios y los cubículos públicos para quien eligiera la opción
de “planificar libremente su temporalidad”; un eufemismo
inútil para justificar la ineptitud del Estado y al tiempo para
que los ciudadanos no tuvieran que lidiar con el pésimo
gusto de las personas que elegían ahorcarse en el sitio más
inadecuado de sus casas; o desangrarse indistintamente so-
bre los tapetes del retrete o sobre cualquier cama.
Dichos cubículos self service, están prudencialmente
alejados de los lugares públicos o transitados, y cuentan
con un espacio suficiente para la comodidad del usuario;
también están diseñados para que, luego del tiempo pro-
gramado, e independiente del modo con que una persona
termine con su vida, de forma automática arranca un silen-
cioso mecanismo que disuelve los cuerpos en compuestos
químicos, para luego absorberlos en un remolino que trae al
recuerdo los antiguos retretes comunes cuando se activaba
la descarga de agua, arrastrando, a través de un intrincado
recorrido, las inmundicias de la vida hasta La Ribera.
A todo esto, para irnos entendiendo, Saúl no debía

19
estar vivo. Sería un error de lógica básica decir que no tuvo
madre, e innecesario agregar que no supo su nombre. Por
ello, digamos que la susodicha, el martes tal decidió que se
desharía de él por El Puente de Los Pájaros, cuando hicie-
ran efecto los medicamentos prescritos por su médico en la
última consulta.
Esa madrugada la despertó el dolor que el doctor inten-
taba describir sin tener otra certeza que lo que alcanzaba a
imaginarse sentirían las mujeres que iban a parir al puente,
pero que, con una firmeza ganada a fuerza de las muchas
lecturas durante sus años de estudio, y apoyado tanto en la
confianza y autoridad que impone en todos los individuos
la investidura de un doctor, de un juez o un sacerdote, como
en las muchas veces que lo tenía que repetir a diario.
Salió de su casa con el alba, vestida lo más discreta posi-
ble, aun cuando no era mal visto ni juzgado por nadie. Pidió
un coche que la recogiera a unas cuadras de su calle, y se
bajó otras tantas como consideraba que mediaban entre no
corroborar con palabras o con el hecho del tamaño de su
panza de seis meses, y entre el tiempo que presentía justo
para caminar hasta el puente con sus dolores.

De camino, con la brisa fresca que pareciera repelerla,


persuadirla, se recriminó lo ridículo de intentar ocultar
lo evidente, pero entendió que, quizá, de quien se estaba
escondiendo era de su propia mirada que la acusaba y re-
prendía, o por lo menos de una parte de ella, pues, luego de
breves y rápidas reflexiones, invariablemente terminaban
todas concluyendo que no lo quería.
A pesar de que por la hora y el día que había elegido se
imaginaba que iba a subir las escaleras con toda la tranquili-
dad y paciencia que le permitiera la urgencia anticipada de
su alumbramiento —le hacia un poco de gracia, y un poco
la irritaba la palabra 'alumbramiento', a esas horas, y por-
que no era capaz de disociarla de lo luminoso, de un quién

20
sabe qué algo que más bien tenía que ver con lo feliz—, le
sorprendió la cantidad de mujeres que buscaban algún si-
tio donde poder desprenderse de un peso que no sintieron
nunca como suyo, y que, ya más urgidas por alcanzar la
orilla del puente que por que alguien les recriminara con
propagandas y sentidas razones que difícilmente lograban
convencer a alguien, o alguien las reconociera, y se forma-
ra una opinión inconveniente de eso que por demás todo
mundo entendía inevitable.
Como pudo, se abrió paso entre mujeres que ascendían
al puente sin ningún tipo de orden, cordialidad o empatía;
empujando y cediendo ante la fuerza desbordada de una
muchedumbre que no se interesaba a sí misma, es decir,
que de pronto dejó de tener una cara específica, y que daba
lo mismo lo que hubiera sido de su pasado y lo que en el fu-
turo le deparara la fortuna o el infortunio. De pronto todos
los límites se difuminaron, los contornos perdieron impor-
tancia, si acaso, apenas, un atisbo de sol encendía con luz
parda un horizonte inexplicable.
Cuando por fin consiguió llegar hasta la barandilla, pasó
al lado exterior con una facilidad de la que no hubiera creí-
do ser capaz; ya sin pensar en nada, se levantó el vestido
floreado y se puso en cuclillas, abriendo las piernas y empi-
nando el trasero tanto como le fue posible. El tiempo perdió
sentido, pero de una manera irrevocable, ese momento in-
édito e indistinto, perduraría en su memoria, no de manera
nítida en términos sensoriales, sino sensaciones inaprehen-
sibles que la estremecerían hasta el fin de sus días.

Y así como de pronto se despierta de un sueño que


trueca en pesadilla, sintió que aquella carga, como con una
saña y un odio consientes, le desfondaban algo más que su
cuerpo; pero, aunque fue doloroso, y sus manos prendidas
a la baranda no paraban de temblar, y parecía que en cual-
quier momento soltarían la contención del puente, dando

21
no sólo con ese ser con el que no compartía ningún vínculo,
sino con ella misma, como un acto —pensó—, poético, pues
en el fruto, de algún modo, vive el árbol, y en la semilla
lanzada a su propia fortuna, siempre late el impulso de una
suerte imposible de intuir o prever; pero sus manos, aunque
por un momento ya no formaban parte de sí misma ni po-
dríamos decir que obedecían sus órdenes, permanecieron
firmes.
Todavía sin un nombre, y todavía sin vida, Saúl salió dis-
parado hacia el vacío, en cuyo fondo lo esperaban todo tipo
de pájaros y perros, para los que, por lo demás, su aparición
no significaría sino otro bocado del banquete; fue entonces
que debajo del puente salió un ángel, con la gracilidad con
la que algunas brisas, mecen con parsimonia las hojas de
los árboles, y las delgadas flores de las enredaderas, y en
un tiempo que no seremos capaces de analizar ni suponer,
aleteó con premura, causando una ventisca y un leve tre-
molar sobre el agua, como si hubiera estado esperando el
momento.

Entre decenas de cuerpos inertes e innominados que no


dejaban de caer hacia el agua, donde ya les esperaban todo
tipo de depredadores, optimistas y anhelantes de poder ex-
primirle a alguno de ellos hasta el último respiro, por cual-
quier cantidad de razones, estiró su mano derecha y, a un
metro de que Saúl chocara contra su muerte, amortiguó su
levedad de pétalo o de hoja en el hueco de su palma.
Selah, murmuró el ángel, pero no escuchó nadie o a na-
die interesó, especialmente a ella, que, cerrando los ojos to-
davía más fuerte, pretendía que no había escuchado nada;
que era imposible distinguir el sonido de cada uno de los
nacidos huérfanos al estrellarse contra el agua, o al ser arre-
batados en el aire por un pájaro, un perro o algún descono-
cido cuyas intenciones jamás podríamos adivinar.

22
El señor de las ideas

A trincherado en su domicilio particular, El Andrógino,


como terminaron llamándole al profesor Laudo Augus-
to, llevaba meses asediado por los detractores de su pro-
puesta, que encontraban perversa y contranatural (no en
un sentido religioso), la cual generó tal revuelo entre sim-
patizantes y disidentes que el caso hizo eco en todos los
niveles del mundo, distanciando todavía más los estratos
que conformaban lo que alguna vez fue El Planeta Tierra, y
dividiendo consorcios, familias y amistades.
Algunos de los pocos amigos que le quedaron cuando se
volvió loco para muchos, y despreciable para otros tantos,
se turnaban para, disfrazados de manifestantes en contra de
su propuesta, vociferar todo tipo de maldiciones y le grita-
ban, furiosos, que algún día tendría que salir, si es que antes
no derrumbaban la casa entera.
Con la menuda diferencia de que, en lugar de piedras y
bombas caseras, le lanzaban comida enlatada, trozos de pan
y queso, y cuando hallaban el modo, según la cantidad de
personas que estuvieran frente a su casa, se las arreglaban
para entregarle algún licor o un poco de café, e intercam-
biaban breves cartas para ponerlo al tanto de lo que estaba
sucediendo en el mundo, puesto que a estas alturas la turba
se había encargado de dejarlo sin los servicios básicos de las
viviendas promedio.

Pero pongámonos en un contexto necesario, antes de


que el profesor Laudo Augusto muera en el incipiente
23
incendio de su casa o linchado sin piedad por la masa, que,
nos hemos fatigado de decirlo, es ciega y sanguinaria.

Cuando “Los Dioses”, seres venidos de quién sabe qué


punto del espacio (y que a falta de un mejor nombre no tu-
vieron ningún problema con que así les llamaran), hicieron
contacto con la humanidad, revelaron algunos aspectos de
la creación (como si mostraran la palma de una mano ex-
tendida) y los planes que habían trazado desde el inicio de
los tiempos. Uno de los puntos se destacó del resto:
La humanidad es (fue desde su concepción) un proyec-
to finito. Quizá, vagamente, se intuía una eventual extin-
ción de los terrestres, pero en un tiempo siempre distante,
un tiempo que siempre avanzaba un poco más hacia al fu-
turo conforme se iba sucediendo. Por ello, en un inicio, no
resultó tan escandalosa la noticia, sobre todo con los promi-
sorios triunfos en cuanto a la colonización espacial se refie-
re. Sin embargo, el plan de los Creadores distaba un poco de
la percepción humana.
Cada persona, mujer, hombre, niño, supone un ensayo
de un ser que debe completarse a partir del autoconoci-
miento. Todos los seres son (somos) un paso hacia esa cria-
tura, plena, satisfecha, perfecta. En el hipotético momento
en que eso suceda, la humanidad se disolverá en un todo
incomprensible y vedado a los ojos humanos.
Sucede que, en su misteriosa sabiduría, que es lo mismo
que un profundo desdén, se retiraron sin mayores detalles,
dejando a los hombres solos, con su inteligencia y su albe-
drío.
Entonces hubo tiempo para el temor y la nostalgia. Esta-
mos hablando del tiempo de cuando estalló por fin la Terce-
ra Guerra Mundial, razón que a Ellos les pareció suficiente
para salir parcialmente de la oscuridad que era su misterio,
y mostrarse a los humanos de una manera que les resultara
comprensible.

24
Muchos lamentaron el hecho, y, además, poco a poco
fueron negándose a semejante destino, hasta terminar re-
negando de la voluntad de Los Creadores. Fue entonces que
ocurrió algo inesperado ni por Los Dioses, ni por las mentes
más grandes de la humanidad: el tema llegó a causar polé-
mica entre grupos u órdenes de los mismos Creadores, lo
que favoreció (o condenó, según se quiera ver) a los seres
humanos, pues hubo desertores, rebeldes y enemigos decla-
rados de la idea de que la humanidad se desapareciera para
siempre, y de inmediato se mudaron a la tierra para hacer
todo cuanto pudieran para sabotear el plan primigenio. A
estos Creadores disidentes, se les impuso, por la mera co-
rrespondencia en la lógica y la capacidad humanas, el epíte-
to de Ángeles, de manera indistinta y genérica.

Pero de ese acontecimiento ya había pasado mucho, y


los ángeles inventaron nuevos vicios y males, sumándolos
al hambre, a la mezquindad, y a todo aquello que se aleje
de (ya no diremos perfección) algo de sensibilidad. Está de
más decir que nunca tendremos idea de qué cosa pudiera
ser la sensibilidad para los ángeles, cuyo razonamiento (si
me dan permiso), no puede menos que resultar inasequible
al nuestro.
Desde entonces la humanidad se divide en quienes
tienden hacia la conciencia, (es decir, su propio fin) y los
ángeles, que hacen todo lo posible por estimular y pulir lo
más vil y animal que hay en el fondo prehistórico de todos
nosotros.
Siempre es difícil definir quién lleva la ventaja en esta
guerra en la que ya ni siquiera nos acordamos que somos
partícipes, y finalmente, aquello de la extinción planeada
de la humanidad fue deviniendo a mito, luego degeneró en
chisme o en leyenda; aunque a veces pareciera que el pro-
yecto hacia el mal está mejor organizado (será porque la
maldad se nota más).

25
El caso es que Los Creadores no habían regresado desde
aquella ocasión, hasta ahora, (recordemos que los rebeldes
se asentaron en La Tierra), cuando Laudo Augusto, un res-
petable trabajador del estado, a quien debemos haber perdi-
do el frágil equilibrio que mantenía unidos los estratos que
ahora son El Mundo, ya por demás caótico y difícil de lidiar.
Aunque sería injusto no aclarar un hecho que es imposible
soslayar, en primer lugar, por honor a la verdad y, en segun-
do, porque Laudo es mi amigo.

Es cierto, antes fue mi profesor de filosofía, pero ni la


edad ni los roles guardan relación con el amor que se puede
llegar a tener desde una amistad recíproca y, lejos de ser in-
teresada en sentido ventajoso, es enriquecedora en la mejor
connotación. Laudo era un profesor atípico, y su discurso,
insustancial para muchos, se apoyaba en el hecho de que la
principal herramienta que tenemos a nuestra disposición es
nuestra propia mente.

Defendía sus argumentos de una manera tan cordial,


que muchos le reprochaban aunque fuera un poco de pa-
sión.
Pese a que durante mis años de estudiante nunca le
concedí la razón de manera total, de forma ciega, antes me
sorprendí muchas reprochándole para mis adentros que en
realidad su prédica era bastante obvia, ahora, a través de los
años, y visto desde los acontecimientos que se han desenca-
denado a partir de sus gestiones, quizá veo un poco más cla-
ro el asunto: no me cabe ni poco de duda: su planteamiento
es en efecto obvio.
Le creí antes y ahora lo sostengo: todo mundo debería-
mos pasar al menos una hora diaria pensando, desde técni-
cas y métodos para, en su opinión, no divagar; no hacer esas
meditaciones que pretenden vaciar la mente de ideas; para
él, era imperativo hacer precisamente lo contrario: pensar.

26
Concebir ideas como destellos o como semillas, que
luego se tornarían en acertijos que habría que resolver.

El problema, según me parece ahora tan claro, no es la


obviedad de su discurso, todo mundo lo sabe o, por lo me-
nos, lo intuye; el problema es que nadie, o casi nadie, lo
hace. Por eso me dio un gusto eufórico cuando me llamó
por teléfono, hará diez años, para decirme, con la voz más
alegre que le sabía, que su propuesta para crear la Pensadu-
ría de La República estaba aprobada; que ya tenía los planos
y recurso asignado, y que hasta fecha había para poner la
primera piedra.

Ojalá pudiera ver en su rostro esa dicha de los primeros


años de la Pensaduría. Lo que no contempló Laudo, él, que
repitió hasta el cansancio que debíamos pensar; lo que no
pensó, es que las ideas corresponden al ámbito logodimen-
sional, al discurso, a la simulación casi ritual de las interac-
ciones sociales y políticas, por lo tanto, constituyen un he-
cho virtual, y nunca salen de ahí; la praxis, Laudo, no aceptó
creer que lo ignoraras, y no te perdono que lo subestimaras,
es otra cosa, es cualquier cosa, menos lo que la teoría pro-
meta y exija.
El problema también, es que la gente que trabajaba y co-
laboraba en La Pensaduría, intelectuales, artistas, políticos,
empresarios, entre otros similares, y a petición de Laudo
establecido como condición, cualquiera podía entrar a pen-
sar, y proponer, y suponer, y sugerir.

Te estarás preguntando qué diferencia hay entre pensar


cada quien en la comodidad de su casa o en La Pensaduría.
Es natural que lo cuestionen, pero en realidad la respuesta
es muy simple: las ideas que se llevaran a la Pensaduría te-
nían la potencial oportunidad de llevarse a cabo, y ya diji-
mos que, técnicamente, cualquiera podía proponer una.

27
Por supuesto, se supone que la aprobación de ideas,
financiadas con recurso del estado, obedecía a una se-
rie de normativas y restricciones tanto inflexibles como
transparentes, pero, como se pueden imaginar, en tanto
que personas, todos somos susceptibles al soborno, a los fa-
vores, al nepotismo rampante, y a delinquir del más elegan-
te de los modos. Ese fue el primer error de Laudo: pensar.
No pensar.

Para antes de que La Pensaduría cumpliera su cuarto


aniversario, aquello se había vuelto otro nido de oportu-
nistas impunes e insaciables que Laudo no pudo soportar y
prefirió renunciar a su cargo de director general, dejándole
carta abierta en charola de plata a quienes lo despidieron
con una cena en su honor y una pensión “decente”. Ese fue
su segundo error, no renunciar, sino crear La Pensaduría,
pues para la gente de todos los niveles del mundo, él sería
para siempre el responsable de los abusos y despropósitos
que se llevaban a cabo desde la dependencia creada por su
iniciativa.

Para la gente común, Laudo no era sino otro político


desalmado e insensible, si es que no es ya un exceso agregar
tales adjetivos. Para los políticos, Laudo había sido solo otro
escalón que estuvo en el momento justo cuando ellos daban
un paso hacia el cielo.

Y ahí hubiera podido quedar todo para Laudo, hubiera


podido vivir cómodamente sin mayores problemas que li-
diar con un resentimiento, que terminaba siempre dirigien-
do hacia sí mismo, quizá un poco amargado, sin esposa y
sin hijos, quizá con algún gato, yendo y viniendo a cualquier
lado, a la hora que quisiera, y esperar que a su muerte lo
redimiera el olvido al que a las dos semanas lo relegaría el
planeta entero.

28
Pero Laudo —pobre de ti—, no fuiste un hombre que
pudiera mantenerse quieto, y tampoco tenías tendencia ni
afición por deprimirte y dormir a todas horas, y se te tuvo
que ocurrir.
Si ya la habías librado, amigo, ¿qué te impulsó, no sólo
a experimentarlo, sino a proponerlo? Es decir, sí, lo sé: tú
siempre pensando en resolver los más posibles problemas,
tú, siempre queriendo ayudar a la gente ofreciendo solucio-
nes a problemas que todos veían perfectamente, pero sólo a
ti te importaban. Y si te soy sincero cuando me lo planteas-
te, después de darle vueltas, de buscarle defectos y virtu-
des, al final no me pareció tan descabellado.

La verdad es que terminé pensando que, de todos mo-


dos, era imposible que ni Los Dioses ni El Estado se intere-
saran; por el contrario, me daba pena que ahora, como si
necesitaras sumar a tu currículum, todos te verían compa-
decidos, y de inmediato se correría el chisme de que te ha-
bías vuelto loco; incluso anticipándome, quizá con premura
neurótica, temí que, para deshacerse de ti de una vez por
todas, te mandaran al fondo, un lugar que no desprecio ni
me disgusta, todo lo contrario, pero para el que tú no estás
preparado.

Me estoy adelantando, aunque de forma muy necesaria,


pero que no debe extenderse más por el momento. Por aho-
ra volvamos al momento en que Laudo está atrincherado en
su domicilio, sitiado por una turba enfurecida.
La casa en realidad era pequeña; él era su único habitan-
te, pero, por suerte, a ambos lados se levantaban dos edifi-
cios medianamente altos que le servían de protecciones la-
terales, y por la parte de atrás colindaba con una gran huerta
cuyo contorno estaba cercado con altas mallas de acero y
remates con púas, y que además estaba siempre vigilada.
De modo que, la única manera de asaltar el ahora más

29
que nunca desolado hogar de Laudo, era por el frente; en un
acto que era obligatorio, pero que se esmeraron en que pa-
reciera un gesto magnánimo, los antiguos compañeros de
La Pensaduría tuvieron el detalle de apostar una treintena
de policías que, cuando los manifestantes se envalentona-
ban y arremetían, extinguían la revuelta con gran facilidad
y volvían a fumarse un cigarro, a platicar, a cualquier cosa
que se hiciera en un descansito de trabajo.
No obstante, los aliados de Laudo habían engatusado a
un trabajador de la huerta para que, a cambio de propinas
que le parecían bastante generosas en relación a lo que le
pedían, le llevara cartas con información valiosa, ya sea por-
que su contenido fuera de carácter sentimental, o porque
contuvieran noticias relativas a José, a quien no me referiré
como su último error, porque fui el primero en conocerlo,
después de Laudo, y fui la segunda persona que él conoció.

De hecho, para Laudo eran más angustiantes las largas


esperas sin recibir noticias de José, que la tensión que le
producía su encierro y los nervios que lo hacían estreme-
cerse cuando se avivaban los gritos, los insultos y las ame-
nazas. Serían acaso las 8 de la noche cuando llegó Luisito, el
trabajador de la huerta, a quien se le facilitaba escabullirse
sin ser visto por los espías de la turba, por ser muy delgado
y chaparrito; es justo decir que también ayudaba el hecho
de que las guardias montadas por la turba, en realidad no te-
nían ninguna estrategia definida ni la suficiente disciplina.
A Luisito, que aprendió a imitar a muchas de las aves
que solían arribar a la huerta, y que tenía la inteligencia
(aunque en realidad no hubiera sido necesario, tomando
en cuenta que quienes integraban la turba se dejaban llevar
más por la improvisación de la pasión que por un pensa-
miento sistemático), para distinguir e imitar un pájaro que
correspondiera al día o a la noche, le iba la vida en cada una
de sus misiones.

30
Cuando Laudo escuchó el ansiado canto, su corazón re-
sonaba de tal modo que temía que el sonido de las pulsa-
ciones lo escucharan desde afuera; fue a toda prisa hasta un
rincón del patio en el que habían cavado un agujero sufi-
cientemente discreto, pero por el que podía pasar fácilmen-
te una sandía de buen tamaño.
Laudo extendió su mano, sudada y temblorosa, y sintió
ese temor feliz en cuanto reconoció al tacto la textura de un
sobre.
En voz baja, Laudo le agradeció mucho a Luisito, el que,
de nuevo de forma innecesaria, volvió a graznar a modo de
despedida, y como agregando “¡no hay de qué, profesor!”

Mientras se incorporaba para regresar adentro, de sus


ojos brotó un llanto contenido; un llanto que era al mismo
tiempo de dicha e incertidumbre: el sobre estaba marcado
por una letra T y una X superpuestas que simbolizaban “El
hombre de Vitruvio”. Corrió a echarse sobre el primer sitio
que pudo y destapó con desesperación el sobre, desdobló
una sola hoja, manuscrita por un solo lado. Laudo se enjugó
las lágrimas lo mejor que pudo y comenzó a leer:

“Padre, ha sido difícil escribirte de manera continua; hay


mucha gente interesada en dar conmigo. De momento, sin
embargo, ten la seguridad de que me encuentro bien; de he-
cho, estoy en un lugar maravilloso, me siento contento, pero,
sobre todo, me siento seguro aquí.

“No te puedo dar más detalles, pero es casi seguro que


aquí seguiré por un buen tiempo, a menos que…

“Perdón, padre, no quiero agobiarte más todavía; me


preocupa tu seguridad, todos los días sale tu casa en las no-
ticias, rodeada por todos esos salvajes, por favor, ¡sálvate!

31
“No tengo mucho tiempo, así que a lo importante: al fin
pude reunirme con Ellos. Me dijeron que tu idea no es para
nada mala, pero no aceptan el compromiso de tener que ser
ellos quienes tomen la decisión; en cambio, exigen que sean
ustedes quienes lo hagan.
“Quizá no lo comprendas, yo tampoco lo comprendí al
principio, pero no me es posible extenderme más.

“Lo importante es que accedieron. Lo difícil es lo que te


toca hacer a ti.

Con doble amor, tu hijo”.

32
El camino del loco

Q ue no seamos árboles no significa que no estemos plan-


tados en la tierra, y el hecho de no contar con alas, no
nos impide volar a lo ancho y largo del límite del mundo,
esos márgenes inasibles que encuadran el paisaje en el que
estamos a penas esbozados, de cuando en cuando, por quién
sabe qué mano inescrutable, tan inmensa e inmóvil que se
torna invisible a nuestros ojos.

Pero hay ciertas fisuras en la realidad por las cuales


podemos asomarnos, para entrever (si cabe la expresión)
el vago mecanismo que pone y mantiene en marcha los mo-
vimientos de la vida, desde lo, por invisible microscópico,
hasta lo que no se percibe por inabarcable; fisuras que, si te
descuidas, te jalan con su atracción de abismo, y en una de
esas terminas estrellado en el fondo más hondo, que puede
ir desde un gozoso éxtasis creativo, hasta misterios más du-
ros y más inexpugnables, como la muerte o la locura.
O al menos es una manera en que podemos referirnos a
ello, es decir, a esto que llamamos realidad real por la razón
insuficiente de que la ratificamos a través de los sentidos,
pero, por poner un ejemplo, no siempre aquello que se es-
cucha fue lo que se dijo, y a menudo aquello que leímos, no
fue precisamente lo que quiso decir quien lo escribió.

Porque, de todos modos, a pesar de que el universo se


erige en las palabras, estas tienden a ganar peso y terminan
generando múltiples laberintos ciegos; laberintos en los que
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desvariamos, tarde o temprano, ya en el más simple de los
monosílabos, o en el discurso más largo que fuera capaz de
articular o escuchar un ser humano, o escribir, o leer, o ima-
ginar.

Las palabras son pasos que nos regalan la ilusión de es-


tar situados en un punto concreto del laberinto, y las frases,
los libros, la historia acumulada, son caminatas que nos dan
la sensación de un movimiento que no nos conduce a nin-
gún lado.

Existen tantas fisuras como palabras en el mundo, por-


que al final, hemos tenido que aceptar que todas las pala-
bras están contenidas en cualquier palabra. De modo que,
de momento, usemos las palabras para intentar poblar el
laberinto de luces o señales que sirvan de asideras en este
merodear, a tumbos y a tientas, por esta encrucijada de in-
certidumbre que nos envuelve y enerva, como una niebla
tenebrosa.

Cuando se publicó la lista de ganadores del “Premio Na-


cional de Todas las Artes Enedina Breichten”, José se decep-
cionó tanto (a pesar de que nunca había ganado un solo pre-
mio, incluyendo el de su localidad) que lo primero que hizo
fue romper su abstinencia, de once meses y cuatro días.

Pero, ateniéndome a que acordamos antes no tenerles ni


miedo ni recelo a las palabras, por más sagradas o fútiles que
nos parezcan, e invocarlas a discreción sin otro afán que el
de enmarcar un hecho de la manera más nítida posible, aun
corriendo el riesgo de que ello no entrañe otra virtud que la
nitidez misma, tengo que mencionar, a mi pesar, que José ya
había pasado mucho pensando en claudicar, tal vez dos me-
ses antes, cuando empezó a sospechar que Diana, con quien
iba a cumplir un año de noviazgo justo ese día, le pintaba

34
los cuernos con la misma frecuencia y la tranquilidad con la
que le decía “te quiero” cuando le daba un beso.

Por eso, una vez que se hartó de maldecir con enorme


rencor todos los nombres que sí aparecían en la lista, se pro-
puso desaparecer por algún tiempo, junto con su obra in-
édita y las ganas mediocres de que ya se acabara la mañana.

A tres minutos de su trabajo (caminando), no le costó


nada tomar la decisión de subirse al camión y viajar hora y
media hasta la casa del Gordo; con suerte seguía disponible
el cuartucho contiguo a una cantina de su propiedad, donde
ya había vivido por temporadas, y que la última vez, cuan-
do el Gordo le ofreció volver a habitarlo a cambio de que le
“echara la mano en el congal (lo que en el español del Gor-
do significaba estar a su disposición de tiempo completo),
se dio el lujo de decirle que no, pues por entonces vivía con
Diana, a quien la fortuna le había concedido una familia y
una casa, dos conceptos que José no comprendía.
—Te lo agradezco, Gordo, pero me veo en la obligación
moral de rechazar tu oferta, bastante generosa, por cierto—
lo dijo como sintiéndose más alto—, pero ya no es lo mismo
que antes; ya sabes, el trabajo, la familia, la casa—.
—Qué chingón que no andes pedo José —respondió el
Gordo, indiferente, y agregó, finalizando la despedida— me
da un chingo de gusto—.

—¡Quiubo pinche José! —lo saludó el Gordo desde atrás


de la barra con un entusiasmo moderado, sin dejar de pa-
sarle una franela roja a una botella de licor— ¿y ahora qué te
pasó cabrón? Ya se me hacía raro que no hubieras venido—.

—Qué tal, Mario. Pos aquí, nomás, visitando el barrio


—disimuló José, mirando las paredes amarillas, repletas de
fotografías antiguas y todo tipo de cacharros, rarezas y has-

35
ta electrodomésticos que iba sumando el Gordo conforme
le caían, quitándoselos a borrachos que no traían para pagar
la cuenta, o aprovechando gangas que se encontraba en los
mercados de La Ribera.
—Cualquiera pensaría que vienes a quedarte —le dejó
ir el Gordo como no queriendo, iniciando sin ceremonias
el calentamiento y sin dejar su quehacer, pero mirando de
reojo la maleta, la mochila y un par de bolsas que José había
sacado esa misma mañana de la casa de Diana.
—Ya tienes un montón de cosas colgadas —divagó sin
voltearlo a ver, y preguntó, pero como si lo hiciera para sí
mismo —¿Pos hace cuánto que no venía?
El Gordo dejó la botella y la franela sobre la barra, y se
apoyó en el borde con los brazos extendidos.
—Me dejé llevar por tu aspecto de forastero —dijo con
un rostro que no se correspondía con su sarcasmo, y des-
pués de un breve silencio, en el que escudriñó a José, aña-
dió, con una media sonrisa:
—No me hagas mucho caso, güey, ya sabes que soy me-
dio pendejo. Pero hubiera jurado que venías a quedarte—.
—¿A poco está desocupado el cuarto? —preguntó José
innecesariamente, mirándolo a los ojos de manera continua
por primera vez, como si no supiera que con el Gordo se
podía prescindir de protocolos y obviedades.

El Gordo torció un poco más su sonrisa y, moviendo li-


geramente la cabeza de un lado a otro, como diciendo “no”,
se dio la vuelta y se inclinó para abrir alguna de las porte-
zuelas del interior de la barra. Cuando encontró lo que bus-
caba, soltó una carcajada grave, corta, pero que llenó el bar
que se encontraba todavía vacío, mientras se sacudía como
cuando alguien que se carcajea lo hace con todo el cuerpo.
—Lo vas a encontrar igualito que la última vez que te
largaste —le dijo mientras la lanzaba las llaves—, no se lo
renté a nadie porque quería que estuviera disponible para

36
cuando volvieras; y sabía que volverías, porque siempre
vuelves.
José, tratando de distraerse mirando las llaves, guardaba
silencio; pero, nadie sabía de qué manera, el Gordo siempre
se las arreglaba para echar a perder cualquier conversación,
convivencia o negocio, era como una maldición que lo man-
tenía aislado, pues todo mundo prefería mantenerse lejos
de él; por otro lado, esto no parecía preocuparle en lo más
mínimo, por el contrario: para el Gordo todos eran unos
imbéciles o unos abusones, y de la forma más honesta y
verdadera, en su interior se decía que prefería estar solo
que lleno de pendejos.

La verdad es que el Gordo se bastaba para atender la


cantina, no demasiado grande, pero también era la única
cerca del rumbo, por lo que casi siempre se llenaba de gen-
te; parroquianos que atendía desde atrás de la barra; de he-
cho, las palabras que intercambiaba con ellos, tenían que
ver de manera exclusiva con el negocio de la bohemia y el
vicio.
Pero como José ni hablaba ni se movía, y el Gordo no
era un hombre de paciencia, lo sacó de su ensimismamien-
to con su habitual prepotencia violenta, y como si el acto
de recibir las llaves del cuarto, hubiera sido el contrato que
retomaba una relación laboral:
—¡Pero en chinga, Josecito! no te me quedes ahí parado
que me estorbas —le gritó, contrastando drásticamente el
comportamiento de hace unos cuantos minutos—, ya sabes
lo que hay qué hacer—.
Tomó un sombrero del perchero mientras le explicaba
a José:
—Ahí mismo van las llaves de la cantina mi rey; yo ten-
go que atender unos asuntos. Ve y deja tus chingaderas y
date un baño, cabrón, para que andes a gusto—.
—Mario, no seas gacho, dame chance de empezar mañana,

37
ando bien jodido, y tengo que terminar un artículo sobre La
Ribera que me pidieron en El Celeste.
—¡No mames, pinche José —le dijo su patrón, dando
la vuelta y retomando las carcajadas— ahora escribes para
esos pinches mentirosos; nomás eso me faltaba: no confor-
me con dedicarte a morir de hambre, a no ganar un puto
premio, y a no tener vieja, ¡ahora eres un pinche vendido
del Celeste!
Con los ojos llorosos y la cara colorada de tanta risa que
le daba José, el Gordo sacó una silla de una mesa y se sentó
hasta saciarse de reír.

José seguía donde mismo; sopesó regresarle las llaves


y agarrar una botella de las que llevaba el Gordo para es-
trellársela en la cara. Sin embargo, sabía que no tenía otra
opción, por lo que se contuvo y permaneció en silencio.
—Es que no chingues, José, una cosa es que te guste la
poesía y esas pendejadas que nada más son para los pinches
jotos, y otra cosa es ser puta cabrón. O qué, ¿quieres putear
aquí? Tú dime, y en caliente, te ponemos faldita y verás que
te van a sobrar clientes.
—Dame chance, Gordo, a partir de mañana estoy dispo-
nible a la hora que me digas.

El Gordo, que aún seguía sonriéndose burlón, como


cuando después de comer se hace la sobremesa, se puso se-
rio y se levantó de la silla; su cara retomó su apariencia de
patrón sádico.

—No me jodas, pinche Popo, ¡si nomás es cosa de mover


sillitas y pasar un puto trapo encima de las mesas! Por favor
no, cabrón, no mames.
—No me digas así pinche Mario —le respondió José con un
volumen y un tono inusuales en él, pero el Gordo lo paró en
seco, ensanchando su cuerpo como un sapo, e impostando esa

38
voz de autoridad que José repudiaba y respetaba de igual modo
(porque, Mario, al que todo mundo conoce como el Gordo,
podría ser todo aquello mezquino, depravado y maligno que
se le imputara, pero, José no tiene otro recuerdo de su infancia
que a su lado, donde jamás le faltarían palizas, justificadas o
no, y donde aprendería el español peor estimado de todos los
niveles de la Tierra.
—A ver, pinche poeta —le advirtió— en mi casa los hue-
vos se llevan a ras de suelo, a evidente excepción del anfi-
trión; sobre todo si vienes, como siempre, a pedir chichi,
perro, a perdedores como tú yo les pongo el nombre que
me aconsejen mis chingadas ganas, cabrón. Te digo Popo
para que nunca se te olvide de dónde te saqué; para que ten-
gas muy presente que no llegas ni a perro, pendejo, porque
esos güeyes si tienen los huevos suficientes para mostrarse
agradecidos; pero si nomás a eso vienes, a chingar tu madre,
pinche chilletas.

Cambiando de opinión, pero sin explicar nada, puso el


sombrero en su lugar y regresó a la barra, le dio la espalda
a José y se quedó mirando la pared, donde tenía decenas
de botellas de licor, desde las más corrientes hasta aquellas
que nunca habían sido abiertas por que nadie las pediría por
costosas, pero de las que se sentía muy orgulloso y exhibía
en el espacio más visible.

José se quedó mudo. Retraerse sobre sí mismo era un


mecanismo que aprendió como defensa pasiva ante cual-
quier agresión o acción que sentía como ofensa; era un
modo de volverse invisible, como si su ser tuviera propie-
dades de camaleón, pero en lugar de mimetizarse con su
entorno material, lo hiciera con el silencio, que también
era la mejor manera de enfrentar los problemas, pues, re-
trayéndose, se sentía un poco menos ahí, viendo la espalda
del Gordo y haciendo un levísimo puchero infantil, y sabía

39
que al fin iba a aceptar cualquier cosa que le ofreciera y de-
mandara el que, desde el momento en que cruzó la puerta,
volvía a ser su dueño.

Hubieran podido pasar horas sin que pronunciar pala-


bra, pretendiendo que ninguno de los dos estaba ahí, pero el
puchero de José rompió de pronto en un llanto que fue inca-
paz de contener, y que aunque se esforzó por llorar lo más
quedo posible, el Gordo se giró despacio, y con un gesto que
casi rosaba la ternura, se encaminó con pasos lentos hacia
José, que lloraba por Diana y por regresar, por enésima vez,
a esa cárcel en la que estaba preso desde su infancia (a pesar
de que la primera vez que intentó huir fue cuando contaba
apenas nueve); lloraba también, porque el Gordo, que era la
persona que más odiaba en el mundo, se aproximaba; pero
sobre todo, lloraba porque otra vez no había ganado la últi-
ma versión de su “Epistolario para un amor desahuciado”,
firmado por Alejandro Pescador.
—Ah qué pinche poeta —exclamó el Gordo mientras le
daba un abrazo—, no pasa nada José, ya estás de nuevo en
casa; deja tus cosas y te me vienes en chinga porque ya no
tardan en llegar los pinches borrachos—. Por cierto —aña-
dió—, desde que entraste apestó a alcohólico. No sé cuándo
recaíste, ni me interesa; y, es más, para decirlo en plata, me
tiene sin cuidado si un día amaneces muerto cabrón. Pero
una cosa sí te voy a advertir, por más que ya lo sabes: si vas
a tomar aquí vas a pagar cabrón, quiero un empleado para
que ayude, José, no un pinche borracho que esté chingando
como moyote. Todas las botellas están marcadas, y no es
necesario que te lo diga, pero, llevo un control infalible en
mi inventario. Evítame cargar con otro cadáver, José, a fin
de cuentas, somos familia.

40
El camino del loco
II

E sa noche, después de que cerraran la cantina, José se


metió a dar un baño de agua fresca, prendió la vieja tele
para combatir el silencio, y dejó el canal que estaba sinto-
nizado previamente. Sería la una de la mañana, y a pesar
de que era cierto que tenía que redactar para El Celeste, se
echó sobre el colchón que estaba tumbado a ras de suelo, y
se puso a mirar un reportaje especial que presentaban en
las noticias. En la tele, un presentador de traje y corbata, de
aspecto bonachón, narró lo que sigue:
“Es la historia tierna y desgarradora de una mujer de
62 años, una mujer que nunca se hubiera imaginado estar
encarcelada. ¿Su crimen? No lo va usté a creer: escribir
cartas”.

A pesar de que José tenía ese programa televisivo como


sensacionalista, de inmediato se enganchó con la introduc-
ción del presentador, y dentro de sí se dijo que al rato se
ponía a redactar para el periódico, de cualquier modo, no
tenía sueño.
“Según ha declarado, ella es inocente, ella no hizo
nada malo. A veces, platica con toda tranquilidad, se sen-
tía acorralada en su soledad improductiva; por ello, se
dio a la tarea de escribir cartas.
“Dice que es imposible que existan personas en este
mundo que no hayan recibido al menos una carta en su
vida. En el fondo, dice esta tierna viejecita, sentía que de-
41
volvía un poco de lo mucho que había recibido del mun-
do.
“Por ello, se dedicó a observar a la gente en su vida
cotidiana; le conmovían sobre todo aquellos que parecían
muy melancólicos, muy desdichados o muy amargados.
Asumía que todos sabrían leer, o al menos, que todos se
las arreglarían para enterarse del contenido de los textos.
“Total, declaró la señora a nuestras autoridades,
cuando redactaba ya tenía muy bien dirigido el tema y el
tono, y se había enterado lo suficiente sobre la vida del
destinatario, como insiste ella en llamarle a quienes es-
cribía porque, para muchas otras personas, son víctimas.
“Por ejemplo, el azar la llevó hasta quien llamaremos
Ramón, un hombre viudo, sin mayores aventuras que sa-
lir a cobrar su pensión y visitar ocasionalmente la tumba
de su esposa. En la carta inesperada que un día amaneció
ante su puerta, quién escribía, confesaba ser una fervien-
te admiradora, que por respeto a la memoria de su mujer
difunta y por miedo a que la comunidad lo viera mal, no
revelaba su identidad.
“Pero Ramón solo es uno de muchos, muchos casos,
que se han ido reportando desde el martes pasado, y aun-
que las autoridades no han dado más detalles, continúan
llegando.
“Por supuesto, para la protagonista de nuestra histo-
ria, en su buena fe, le reconfortaba pensar que quien leía
sus cartas encontraría en el misterio del remitente una
emoción, una alegría que le haría más bellas las mañanas
y menos ásperas las noches.
“Lamentablemente, este ejercicio innocuo, esta chi-
fladura, digna más bien para un cuento de fantasía, tiene
su lado áspero; y es que, si en el mundo bastaran las bue-
nas intenciones, seguro que otro gallo nos cantara.
“A la larga, la inesperada correspondencia le ha de-
jado a Ramón bastante más que un mal sabor de boca.

42
Y no es para menos. Escuche usted bien: ella le escribió
durante ¡casi dos años!
“Así como lo oye, dos años durante los cuales, en
algún punto se inició una correspondencia, y como es
natural, Ramón se enamoró de la supuesta admiradora
secreta, y ahora vive los últimos días de su vida con el
corazón roto.
“Pero le daremos más detalles en la segunda parte
de esta serie, de esta historia que se ha ganado el título,
merecido para muchos, exagerado para otros tantos: La
asesina de ilusiones.
“Buenas noches. Como siempre, gracias por sintoni-
zarnos. Los esperamos mañana, para darles más detalles
de esta viejecita que… pues yo ya no sé si, queriendo o
sin querer, hoy está en boca de todos.
“Recuerden: en cualquier nivel del planeta que te
encuentres, hasta ahí te estaremos informando porque,
todos nosotros somos… un solo mundo. ¡Hasta mañana!”

Sin saber decidirse por estar a favor o en contra de la


viejita, José se levantó, amodorrado por los tragos de vino
tinto y de cerveza que se tomó como pudo arreglárselas.
Tomó una tableta portátil que le prestaban en El Celestial
donde colaboraba con pseudónimo, pues le daba pena (¿y
a quién no?), que alguien leyera un artículo firmado con su
nombre en quizá el periódico más desprestigiado.

Acercó la única silla que había, que luego sería también


su mesa, y sentado sobre el colchón escribió el título: “El
arma perfecta”, un artículo pedido a modo, bien pagado, y,
sobra decir, sobremanera tendencioso que visibilizara la
miseria y la malicia de los habitantes de La Ribera. Una pe-
queña acción, entre muchas otras, que iban encaminadas a
excluir del “mundo” ese lugar indeseable que tanto le cos-
taba al Estado.

43
El camino del loco
III

L o único que escribió fue el título. Se dio asco por ha-


ber aceptado. Traicionar a su propia familia, a todos los
huérfanos de La Ribera, era lo más vil que alguien pudiera
concebir, y él se sentía como uno que ha sido contratado
para matar a fulano, y aunque aún no lo mata, ya tiene en
sus manos el cuchillo.
En realidad, ya estaba ebrio, y era imposible que el Gor-
do no supiera, pero, como su guarapeta no fue patrocinada
por la casa, porque el Gordo no pierde, y si pierde se cobra
con triples intereses, no le prestó importancia. Se fue sin
despedirse, como siempre, con su apacible redondez de pe-
rro san bernardo que lleva puesto un piyama de rottweiler.

En esa esquinita de la noche, confluyeron de golpe su


infancia con el Gordo y el Enedina Breichten, El Celestial y
Diana; la noche que de pronto se calló con silencio de ruina,
y su consciencia carcomida por un retorcimiento de gusa-
nos; le pasó por la mente compararse con Judas, pero le dio
risa hurgar su pantalón y no encontrar más que sus manos;
él, que pocas veces terminaba lo que emprendía, y cuando
sus patrones le hablaron de un anticipo, les dijo muy segu-
ro, sin regatear y como si ya hubiera desayunado: “no es
necesario, caballeros; ya que se caiga el muerto, sueltan el
llanto”.
No dejó de pendejearse, de vuelta a la cantina, y de dar-
se de trancazos en la cara (el Gordo le había dado una copia
45
de las llaves para que abriera temprano e hiciera la talacha);
una vez dentro, ya teniéndole muy sin cuidado el inventa-
rio, con toda tranquilidad se tomó su tiempo para elegir no
las mejores botellas, sino las que creía que el Gordo echaría
más en falta.
En menos de media hora ya estaba de regreso, sentado
en su colchón, alternando tragos de vodka y de ron direc-
tamente de las botellas, y se puso a escribir, con la idea de
una carta de despedida; lo entusiasmó particularmente que
terminara diciendo: “Los culpo a todos de mi muerte”.

Como veremos, no fue precisamente carta.

“Quiero evadirme
hoy solamente
darme al mundo en silencio
amar en el silencio los pasos diminutos de los pájaros
reverenciar con mi silencio
esta noche que llueve como sin hacer ruido
callarme para escuchar el bullente silencio
consagrar el amor sin pronunciar nombres ni calles
padecer el amor sin injurias ni trampas ni lamentos
devolverle el favor a este silencio mágico
que no excluye a los perros ni a los grillos
que no te dice nada para que lo comprendas.

“¿Es este el porvenir?


¿Es este aquel edén que imaginé de niño?
Lo hubiera imaginado más lleno de otredad
de puertas a punto de tan tan y de espejismos
no obstante
su soledad aislada no me angustia
más bien
me rompe como un cántaro que se vacía de sí
para inundarse

46
y con todos los ojos que no están para ver
ser el espectador y el espectáculo
el mago
la magia
el embrujado
ser el loco
hoy me quiero quebrar para que me entre el huevo
por todos los pedazos
tuve que confrontarme con el golpe
de que mi mejor verso
ya lo había mejorado cualquier conciudadano
trecientos años antes
cuando quise contar historias nuevas
me vi desembocar
en los mejores casos
en descarados plagios o en reminiscencias
busqué palabras nuevas
para ponerle nuevas ropas a las cosas de siempre
pero al final
cualquier pájaro era siempre el pájaro
y en el cielo veía siempre las mismas nubes
atesoré canciones
que de tanto querer no parecerse a otras
están tan emparchadas que han dejado de parecerse a ellas
quise decir “amor” y erré diciendo nombres
y cuando entendí al fin las letras de la palabra vida
un ángel escribió bienvenida la muerte
sobre la inevitable puerta de mi casa

Hoy que estaba sentado en una banca


A lo lejos las calles se llenaban de cielo
y cielo a su vez se llenaba de calles
vi a unos chicos que pasaban a prisa a unos seis metros
y me pareció que acaso no fuéramos pasando
por la misma vida

47
como si fuera otro el cielo que llenaba sus calles
y fuera otra la plaza que cruzaban
una nostálgica sorpresa me enmudeció cuando entendí
que en todo caso
yo sólo fui otra cosa que llenaba la plaza
mi soledad me orilló a hermanarme con los árboles
a ser una parte de la banca más que estar sobre ella

por un instante fui parte de la quietud


de las cosas que de tan siempre estar ahí ya no las vemos
yo era lo gris del pavimento
la danza parsimoniosa de los álamos
era un copo de cielo cayendo por el cabello
de una muchacha en bicicleta
era el ruido de coches a lo lejos
era de algún modo un poquito de todo
pero al querer tocarme no me hallaba
como un sueño abortado que nace despierto*
besándome de noche con la noche
acaricio la brisa con el cuerpo extendido
algo muy parecido a un llanto casi me duele en cosquillas
incipientes
un perro
quemándose en su sombra
de algún modo ilumina toda la soledad que cae en esta par-
te de la isla
de esta casa cerrada como ostra
de este insomnio confuso como sueño
para no quebrar este silencio transparente
elocuente y sencillo
me rasco el paladar como para seguir diciendo alguna cosa,
pero de otra forma
como si con el cuerpo me explicara el cuerpo
como si las palabras fueran alguna cosa más
que las palabras

48
como si el escribir que estoy aquí escribiendo
lo volviera más cierto

por la tarde, cuando sentí la mordida del hambre


agarré una hoja y escribí la palabra arrachera
y cuando me sentí sólo y diminuto ante la inmensa
soledad de la isla
puse el dedo en la arena y escribí un recado
(¿o era un poema?)
pero como era largo y era noche
no lo pude leer para saberlo
y aquí estoy dando vueltas
tratando de recobrar ciertas palabras tal vez luminosas
o fraternas o leves o analgésicas
pero cada vez que creo que tengo el inicio de una línea
la boca se me cierra o se seca o maldice
o chupo mi saliva
y el ruido que produzco hace que parezca que
el silencio crepita
que se aviva y se vuelve todavía más silencio
luego
la lluvia más que lluvia se vuelve un manicomio
su traquetear me ciñe su camisa de fuerza
quiero quedarme quieto
pero estoy condenado a ir en la oscuridad
buscándome
buscando la orilla de esta lluvia
la raíz de esta isla
tratando de escuchar lo que dice el poema que pronuncia
la brisa
buscando alguna otra locura que me salve
alguna isla que se trague esta isla
y me plante en los labios abiertos de la arena
pequeñita
casi invisible

49
prendió la noche en el cielo
y más rápido que un sueño
la semilla de noche se hizo árbol
quise trepar su copa
hasta quedarme dormido de una rama
más resbalé en el intento
y el insomnio
en un abrir de ojos sopló todo el follaje de mi cama
pequeñita
invisible
la noche se ha vuelto una pelusa extraviada en
mi almohada

Algo me dice que vaya


¿a dónde?
no lo sé
ni sé tampoco cómo he de llegar
pero allá voy
en el fondo
de algún modo comprendo que el querer ir es ir
y que al final quizá ni siquiera se trate de llegar
sino de estar yendo
y comprenderlo es también
ir ya llegando

No le pasaron por la cabeza ni el punto final, ni la pos-


data de la que hace un par de horas se sentía orgulloso. Le
marcó a Diana más de diez veces hasta que, tal vez de ma-
nera piadosa, ella apagó su teléfono. En ese momento, José,
que ya estaba más ebrio que nunca, llorando a moco suelto
y maldiciendo, estrelló la tableta contra la pared y, cuando
miró su teléfono en el suelo lo golpeó con el pie derecho
hasta verlo hecho añicos.

Entonces vació por todos lados lo que quedaba de las

50
botellas, y se detuvo un momento con la única que no es-
taba abierta. “Tal vez me venga bien un whiskey para el ca-
mino”.
Y sin pensarlo mucho, abrió una cajita de cerillos con
menos de la mitad, los encendió y los lanzó sin apuntar.
Con suerte pudo salir sin que el fuego lo alcanzara, pues,
aunque había pocas cosas, esa pequeña caja a medias se hizo
incendio en un santiamén.

Si ya estaba arruinado cuando llegó; si ya le quedaba una


sola persona en el mundo, se empecinó en una carrera en
la que se largaba, huyendo de su infancia y como queriendo
dejarse a sí mismo detrás suyo, muchísimo más pobre y más
conmovedor de lo que había llegado, pero también (enton-
ces no lo podría saber ni comprender), más libre.

Sus movimientos, que por empeñarse demasiado en


ser rápidos y exactos, volvían más lenta y torpe su extática
borrachera, le hicieron sentir, no obstante, que la ebriedad
era un país al que volviera después de muchos años, tan-
tos y tantos años que, pese a las circunstancias, desnudo y
con un cuarto de whiskey, porque tuvo la prudencia de no
subestimar el hecho de amanecer vivo mañana, y por tanto
entregarse a las heladas y ardientes manos de la inflexible
resaca, tuvo la desvergüenza de regalarse dos caprichos.

Primero, la puntada de medio acomodar, según él, claro


está, de manera que pareciera que se quedó inconsciente y
no pudo enterarse que murió en el incendio, porque, según
su lógica trastocada, nadie habría tan imbécil que al menos
considerara recomponer un cuerpo disuelto en la mezcla
indistinta del polvo y la ceniza; y por último, detenerse en
cualquier lado para orinar, ahora despreocupado y con todo
el tiempo del mundo, y, por si acaso faltara, reflexionar so-
bre ciertas formas que tienen en común los borrachos que

51
se detienen a orinar, en cualquier lugar y muy sin cuidado
de la hora; sobre los largos años que bien pudiera decir eran
su vida entera.
Su vida, que, en una absurda epifanía, y en sus propias
palabras, se fue lo mismo que una miada.

Pero mientras le parecía que podía reconocer veredas,


árboles, casas y gentes de esa ebriedad a la que al fin volvía,
ya en una media oscuridad que pronto será plena, una voz,
desconsiderada e impertinente, lo retuvo en la frontera de
la embriaguez y no tuvo más remedio que prestar atención
a aquel lamento de tenor en el clímax de su línea melódica:
¡Mi cantina! ¡Mi cantina!

Caminando a ningún lado, tiritando de frío y los pies


deshechos, José conoció esa noche lo que es la felicidad.

52
La aparición

C omo cualquier historia que incumbe a toda la humani-


dad, y que, necesariamente, va propagándose de a poco,
y cada quien le va quitando o añadiendo, sea con malicia, o
sea con la despreocupada inocencia de aquellos que repiten
algo que escucharon de alguien cuya veracidad les tiene sin
cuidado, lo mismo que los detalles y las tonalidades; ésta,
que intentaré contarte, tiene tantas versiones como tonadas
se han silbado en el mundo, tantas y tan dispares, que ya
nadie repara en las contradicciones.

Por ejemplo, no sabemos si antes o después de que la


voz popular ratificara en uno de esos consensos tácitos que
acostumbra, que su denominación se podía abarcar de ma-
nera indistinta como “dioses” o “ángeles” (y cualquier otro
grado, símil o equivalencia), casi todos los periódicos y no-
ticieros los presentaban como “extraterrestres”, término
que pecaba tanto de ambiguo como de anacrónico, toman-
do en cuenta la actual disposición de territorios habitados
por los seres humanos.
Muy a pesar del descontento de la comunidad científi-
ca, que hasta la fecha sigue buscando las tres patas del gato,
atribuyendo a la unanimidad de la opinión pública una in-
negable neurosis epidémica (de la que admiten sin empa-
cho haber participado, aunque obligados por “ese cíclope
miope, pero monstruosa y poderosamente definitivo que es
el pueblo grueso”), o el magnífico resultado de años y años
de sistemática manipulación, cuyo origen ya nadie podría
53
ubicar con claridad aceptable. Hay contrastantes variacio-
nes de una opinión a otra, que van desde artificiosas genea-
logías de grupos o ‘razas’ primigenias, oscuras e imprecisas,
hasta entidades inaccesibles que, más desdeñosos que inte-
resados en participar en nuestro devenir, nos tienen apenas
como una cosa más entre las tantas que habitan esa abstrac-
ción a la que nos referimos, tan fácil, como universo, pero
que de algún modo terminan siempre emparentando con
los círculos de poder contemporáneos.

La cosa es que, hasta la fecha, casi todos —cómodos y


sintéticos— han ignorado las rigurosas taxonomías de los
que saben, por más que se esfuercen en actualizarlas, dán-
dole vuelta al círculo de tonos, a fin de que sean más com-
prensibles, o más comerciales, si prefieres. Y yo, que no soy
nadie para contradecir al Cíclope, así me referiré a ellos.

No diré cosas como “quiso el azar…” o, “una atroz des-


ventura…” porque las gentes de mi tiempo no sabrían per-
donar lo anticuado de construcciones semejantes, y acaso,
porque no le convenga al disfrute o provecho de quien es-
cucha, por parecer hechos de una novela más que de la vida
misma. Sin embargo, tengo que confesar, aunque fuera solo
por desahogarme, que a veces hubiera preferido no conta-
giarme de eso que nos pegaron los ángeles, eso que (al fin
seres humanos) terminamos llamando “gripa celeste”.

Pero es inevitable que desandemos el camino, pues la


gripa fue apenas anterior al desenlace de esta historia que
cuento porque no tengo opción, porque fue parte del precio
que tuve que pagar por ver la doble espalda de Dios, su es-
palda múltiple, su única espalda. De modo que, dejemos las
disculpas, que a ambos nos conviene no demorarnos más.

La primera vez que lo vi, salía de un baldío tupido de

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matorrales secos y basura doméstica. No soy dado a fijarme
en el aspecto de las personas, pese a que, si algo tuve en la
vida (para mi desventura) fue muy buena memoria; sin em-
bargo, y por supuesto ya aburrido de escuchar que un ángel
le devolvió la vista a un ciego; que otro engendró quien sabe
cuántos monstruos en cualquier cantidad de mujeres; que
uno más crucificó, desollado y sin ojos, al sacerdote tal de
una misa de tantas, y muchos otros chismes en los que no
podemos detenernos, por la sencilla razón de que el chisme
que a nosotros nos atañe es este que te cuento. No digo que
no importen; de hecho, si pudiéramos, sería un feliz des-
canso para mí relatarlos, y una delicia para ti escucharlos.
Tal vez, si nos… No te prometo nada.

Decía que no suelo fijarme en las personas, de hecho,


la primera vez que lo vi, en realidad lo que me sorprendió
fue el fulgor fascinante de un guayacán; pero aún más que
su fulgor, el hecho incomprensible de que el día anterior (y
ningún día de los muchos en que a lo largo de mi vida do-
blara aquella esquina) no estaba ese árbol, que necesita una
palabra más alta o más atinada que magnífico o bello, y del
que en el momento (sobra decir), desconocía su nombre;
ese árbol que, más que tremolar su follaje, parecía incendia-
do con un fuego en el que no se consumía.

Pero, antes que te adelantes, y tu agudeza te exija res-


puestas que te ayuden a dar sentido a este rompecabezas,
me veo obligado a pedirte, a cambio de nada, y sin la facul-
tad de hacerte promesas ni darte garantías, que me otorgues
el don de tu paciencia, en su momento, estoy seguro (nada
te puedo dar que no sea mi palabra), podrás ver en pers-
pectiva panorámica, con mirada diacrónica, los brincos y
digresiones que, con toda la razón, te parecieran inconexos.

Te decía: cada día de mi vida que di la vuelta en esa

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esquina, estuvo siempre el baldío, tupido de matorrales se-
cos; pero jamás, no cabe duda, ni el guayacán ni el ángel.

Muchas veces maldije (a pesar de que a los dos los amé


desde el primer instante), ese súbito incendio cuyos res-
coldos no han terminado de apagarse todavía en mi cabeza,
pues no podía evitar imaginar que, suprimiéndolo, quizá no
habría tenido la ocasión de interesarme en ese menesteroso
vagabundo que era el ángel, dejando ver su silueta que sa-
lía detrás del tronco, y que, encorvándose un poco bajo el
follaje, sin mirarme, con los ojos perdidos y un repugnante
atuendo de meses o de años, jamás hubiera conseguido que
lo volteara a ver.

Después de quedar paralizado en el encandilamiento de


ese amarillo insuperable, apareció ese ser que discrepaba
de manera aberrante con el fulgor que me tenía hechizado.
No sé de dónde me salió una rabia por aquel desequilibrio
estético, que, por lo demás, rarísimo de mí, me hizo ir a su
encuentro decidido a borrarlo de esa composición en la que
no cabía, ni era necesario, sino que entre más me acercaba,
no sé cómo o porqué, más me estorbaba e indignaba.

Mucho después, repasando los hechos, no encontré,


para describir mejor lo que sentí ese mediodía que la pala-
bra ‘celos’, la cosa es que, aunque me quemaba en un odio
que nunca había tenido ni volveré a tener, me sentí igual
que cuando te acercas muy decidido a correr a un perro que
te ignora, feliz, ahí echado en su vida de perro, y que, de
percatarse de tu existencia, en una de esas hasta te movería
la cola, aunque ya a metro y medio, tu rabia decidida se vol-
tea en miedo, en el mismo segundo en que el perro levanta
las orejas, y detrás de sus párpados, se asoma apenas como
por dos rendijas, dejando ver sus ojos afilados.

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Antes me daba pena; mas lo he contado tantas veces,
que me he llegado a convencer que no es mi vida la que
relato, sino la de cualquiera, pero eso no tiene relevancia;
te decía que el ángel ni me miró, se detuvo como para es-
cuchar con atención. Daba unos cuantos pasos y reculaba,
girando alrededor del árbol, mirando errático quién sabe a
qué lados, hasta que una expresión que no sé definir modi-
ficó su cara y se sentó justo en frente de mí, omitiéndome
de lo que fuera que estuviera buscando o contemplando.

Yo cerraba los puños y los abría no sé para qué diablos,


pues estaba consciente de que no tenía sentido; por eso, con
todo y mi rabia disminuida, movido más bien por una ava-
ricia instantánea y absurda, me proclamé dueño del árbol;
yo, que nada tenía en el mundo, y que nada en el mundo me
importaba a partir de ese instante.

Tenía que echar a ese mugroso de mi casa, de mi hallaz-


go, de lo que ya me había imaginado iba a ser también mi
ataúd; sin embargo, aún con todo el acopio de mi rabia y mi
avaricia, que ya tomaba tonos de lujuria violenta, cuando al
fin conseguí que me concediera su mirada, nada más me al-
canzó para susurrarle, con la esperanza de que no me oyera:
¡órale, cabrón! ¡úchale! ¡váyase!

No puedo imaginar lo ridículo que resultaba mi berrin-


che infantil. Su mirada se cerró alrededor mío, estrangulán-
dome, sólo podía mover las manos, sin despegar los brazos
de mis costados, y sacudir el pie derecho como un acto re-
flejo, según yo instigándolo (a metro y medio) para que se
largara.

Él me miraba inexpresivo, no sé si con desprecio, pie-


dad, o incapaz de entender cuando, nervioso y aterrado, le
expliqué como pude la propiedad privada, la posibilidad de

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una convivencia feliz y lo mucho que le agradecería que de-
jara de comerse las hojas que caían de mi árbol. Estuve a
punto de decirle que sus ojos eran, no los más bellos que
hubiera visto nunca, sino la belleza misma, pero miró hacia
el cielo, y su cara hizo algo semejante a sonreír sutilmente.

Luego de 10 o 15 segundos, percibí un cuchicheo que no


supe reconocer de inmediato, pero que, sin darme tiempo
de voltear hacia arriba, ya era sonoro y cristalino, como el
sonido que (me imagino) tuvo en mejores tiempos el agua
hedionda de la Ribera; un sonido, no sé, musical.

Yo no podría decir si aquellos eran ángeles, porque,


para empezar, jamás vi otra criatura con la que los pudiera
comparar o emparentar; si fueron tan sólo una ilusión di-
señada para no sé qué fines ni por quiénes, o lo que se te
ocurra proponer. Pero, no tengo ni una pizca de duda (¿qué
imbécil la tendría?), de aquí no eran; y no hablo del espa-
cio: aquellos seres no participaban en absoluto de nuestra
realidad.

O al menos eso fue lo que quise creer porque, confor-


me pasan los años delante de mí (como si fuera sentado, es
decir, inmóvil, a bordo de un camión, y el tiempo no fue-
ra sino un paisaje que no tiene nada que ver conmigo; un
paisaje del que no participo precisamente porque lo estoy
viendo deslizarse), aquellos días me van pareciendo más
sueños que recuerdos.
Porque en el fondo eso fue; eso es; un sueño. Verás: ni
siquiera se me ocurrió pensar en contarlos, porque además
de que era un grupo bastante numeroso, no supe en qué
momento ya estaban alrededor de mí, por todos lados, y si
fuiste capaz de imaginar a la mismísima belleza en persona,
cuando me referí a los ojos del menesteroso, intenta ima-
ginar que la belleza entra en una casa de espejos, pero que

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en vez de verse reflejada, su imagen cobra vida y se alegra
de verse a sí misma, y esa primera imagen concebida por
ella, se mira replicada en otro espejo, y la belleza se repite,
exponencial, hasta perderla de vista.

No solo se me olvidó el invasor, sino mi casa, primera y


última; mi única casa. Tal era la confusión de aquella belleza
que se volvió locura, borrando (en ese instante pensé que
para siempre), no solo al guayacán y al ángel, sino a toda la
tierra.

Me pasó como cuando estás rodeado de innumerables


pájaros, que los escuchas y a veces te parece que están, ve
tú a saber si chismorreando, cada quien, en su rama, o tra-
tando de asuntos importantes y urgentes. Porque, como era
de esperarse, hablaban su propia lengua, y está demás decir
que la desconocía.

Lo que sí pude hacer (pues al parecer yo les era invi-


sible) fue abrirme paso hasta el árbol, donde seguía sen-
tado el usurpador, y a partir de lo que alcancé a ver, fue
divagar y suponer: después de (cualquiera lo obviaría) sa-
ludarse largamente, todos inexpresivos, pero con un como
tenue rubor, lo que se me antojó era su forma de alegrarse
por encontrarse, noté que el vagabundo asomó una sonrisa
de entre su barba descuidada; hasta ese momento, no había
caído en cuenta de que (lo mismo que los pájaros), todos
hablaban al mismo tiempo, dirigiéndose a alguien en parti-
cular o como quien habla solo.

Luego hay una laguna, porque mi asombro, a punto ya


de colapsar, se distrajo con otros ángeles que hablaban con
mi árbol, le acariciaban las ramas y las hojas, y podría jurar
que él estremecía su follaje, como los perros que se regoci-
jan con nuestros cariños restregándose en el suelo, panza

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arriba, e impedidos de manos nos corresponden acaricián-
donos con sus lenguas. Pero no desesperes, que ya vamos
allá; si lo menciono es porque es necesario.

Llamaron mi atención un par de ángeles, que le pres-


taban especial interés al guayacán; se entretenían no sé si
examinando las ramas y sus hojas, si charlaban entre ellos
o con ellas, si eran escogidas o elegían la que tuvieran más
a mano, pero de cuando en cuando, bajando la voz hasta el
volumen en que se dicen los secretos, en realidad no sé si
les decían algo, en esa lengua que parecía más bien un can-
to, o exhalaban en ellas quién sabe qué misterios.

La cosa es que de las ramas brotaban frutos que alcan-


zaban su madurez en unos cuantos segundos, entonces los
frutos reventaban en pájaros; pájaros que nunca había soña-
do, de plumaje colorido e intenso, y de los cuales supe, poco
después, desde que salen de su fruto están facultados no
nada más para volar sino para contar historias; relatos que
son más bien improvisados, pero de hermosa inteligencia
y complejidad amable. Pero esa es otra historia, que igual
después te cuente, porque aquí empieza mi muerte.

Hasta entonces nadie me había prestado atención, en-


tonces se me ocurrió ir al encuentro de uno de los pájaros,
que al caerse del árbol fue a dar cerca de donde me encon-
traba, igual que un niño perdido en una feria. Extasiado, ya
sin importarme qué cosa era la realidad, me incliné a acari-
ciarlo.

Para mi sorpresa, el pájaro se posó en mis rodillas y


automáticamente me empezó a contar una historia. ¡En es-
pañol! ¡Una historia que entendía! Pero no bien había co-
menzado a contarla, se hizo por primera vez el silencio;
desconcertado, vi cómo el pájaro se elevaba alejándose de

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mí, que me sentí como cuando despiertas en lo mejor del
sueño; fue entonces que sentí las miradas.

Luego solo escuché (lo recuerdo porque, además de ser la


última palabra que escucharía, la volvería a escuchar un par
de veces más) que alguien pronunció con paciente y tran-
quila autoridad: ¡Selah!

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¿Cuándo llegaron?, no sabemos.

P ero sabemos por qué: nunca ha sido noticia que el mun-


do está arruinado, roto, y hoy más que nunca desarticu-
lado; que quienes tienen mucho nunca se sienten satisfe-
chos, y buscan, a cualquier costo, tapar con más y más cosas
un agujero que solo consiguen ir haciendo más grande; que
quienes se creen estar en la medianía de las gradaciones
sociales, equidistantes tanto de la pobreza espantosa como
de la riqueza más boyante y sanguinaria, se sienten por lo
tanto a salvo de la miseria, pero no vinculados a los tacaños
acumuladores ni a los usureros despreciables, y por ende,
viven sus vidas en un limbo apacible, sin anhelar mucho
más de lo que tienen, y dejando a la voluntad de la suerte,
que tengan para comer los afiliados al lado donde siempre
hace hambre.

Y bien sabemos que así ha sido siempre, desde mucho


antes que hubiera palabras para poblar el mundo de todo
cuanto en él habita, y hasta para nombrar todas las cosas
inexistentes que no lo habitan. El problema (tampoco es
algo que nadie se tenga que instruir para que sepa darse
cuenta), es que la mezquindad y la miseria se agudizaron
y envilecieron de tal modo que, una Tercera Guerra sería
en todo caso irrelevante; da igual si con inmisericorde di-
plomacia o con el más cobarde y despiadado terrorismo, el
mundo mismo se ha dado a la tarea de destruir al mundo.

Por supuesto que hay una escenografía que todos dan


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por realidad, aunque en el fondo sepan que no es más que
una fachadita en la que podemos ser menos infelices, aun-
que sea por momentos; pero en el fondo, apenas se deja
la fachada, todos son enemigos, ya no hay naciones, pue-
blos, ni partidos, ni clubes, ni grupos, ni aliados (aunque
los haya), todos vamos a la buena de Dios (como aún sigue
diciendo la gente ignorante), esperando no morir el día de
hoy, y no tener que matar para sobrevivir.

Sé que puede sonar excesivo, pero estos días tienen más


muertos que minutos. Cuando digo “estos días” me refiero a
esos días, no tengo que decírtelo. Tampoco tiene caso refe-
rir los pormenores consabidos de la violencia feroz, que no
ha hecho otra cosa que abrir más el hocico y te iba a decir
desangelar todavía más el mundo, pero esa expresión es tan
inútil que no alcanza a ser ni un retruécano torpe. Como
sea, uno de ellos dijo aquella palabra, y si antes se había des-
dibujado el mundo, apenas terminó de pronunciarla, se hizo
el silencio y, no sé si al mismo tiempo, todo fue oscuridad.

Ve tú a saber cuánto pasó —quizá un par de horas por-


que ya había oscurecido—, cuando fueron volviendo mis fa-
cultades con una lentitud que no me molestaba, de hecho,
me sentí acurrucado en ese sopor de estatua que va mudan-
do a carne y hueso; poco a poco, fui abriendo los ojos, pues,
aunque era de noche, me lastimaba la luminosidad que tem-
blaba entre los huecos de las nubes.

No se escuchaba nada que no fuera habitual en la odiosa


quietud de aquella calle, pero como si alguien le hubiera ba-
jado el volumen. Quise voltear para comprobar si ahí estaba
el árbol (porque tuve por un instante la esperanza de que
hubiera sido, si no un sueño, el resultado de una muy mala
borrachera), pero, con demasiado esfuerzo, apenas si podía
mover los dedos.

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Fue entonces cuando sentí dos manos deslizarse con
gran facilidad por debajo de mi espalda y, tirándome de las
axilas, me arrastraron un par de metros, luego de los cuales,
mi cuerpo se fue enderezando despacio, no hasta ganar su
vertical, pero inclinado de tal modo que, todavía sin poder
voltear, en algún punto pude ver que ahí seguía mi casa, la
única casa que tuve en vida. Me hubiera sonreído de haber
podido, y de poder hablar me hubiera despedido: ¡Adiós, mi
guayacán!
Mi guayacán querido.

Luego no tuve tiempo de tener miedo, solo sentí que


ganábamos velocidad y altura en no sé qué satisfacción que
me envolvía; más bien fue un extrañamiento incrédulo per-
catarme de que, abajo, la ciudad se iba empequeñeciendo
hasta que, de repente, la vaporosa niebla de las nubes hizo
que la perdiera de vista.

Se me ocurrió comprobar si tenía movilidad, pero, cuan-


do por fin cesaron los últimos girones de nube, me tomó
por sorpresa el rostro pálido del menesteroso, enmarcado
entre su barba descuidada y la capucha de lo que me pare-
ció una sudadera de jerga, que de por sí son ya de pésimo
gusto, con la peor combinación de colores que has visto,
pero que resaltaban más aún por la mugre teñida y la pesti-
lencia que despedía.
En el momento no reparé en que podía oler.

“Así que eres la muerte” pensé, es decir, creí pensar,


porque el ángel me respondió de lo más natural:
—No; pero más te valdría que fuera ella.

Y así, sin más, no sé de qué manera me giró para soltar-


me, quedando suspendido frente a él, a quien (ahí me hice
consciente de mis repuestas facultades), los furibundos y

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heladísimos aires de aquella altura, le sacaron la capucha,
dejando al descubierto su rostro fascinante (que algo tenía
de triste), y una larga cabellera que, aunque estropeada por
plastas de inmundicia, lo hacían lucir imponente e inalcan-
zable.

No pude hacer otra cosa que admirarlo; mudo, muerto


de frío y deseando quedarme ahí para siempre.

—Te convendría más que fuera ella —retomó el ángel—,


y la puedo llamar si la prefieres.
Se tomó su tiempo, como midiéndome, como ponién-
dome a prueba. Luego añadió:
—Aunque debes saber que yo tengo otros planes para ti.
No obstante, como permanecí mudo, convulso, no atiné
a preguntar ni a responder; tampoco comprendí si, compa-
sivo o impaciente, me aclaró, como dándome un empujón:
—Tú ya estás muerto. Te moriste esta tarde.

Y cuando al fin me decidí a cuestionarlo, tal vez adivi-


nando cuál era mi pregunta, se anticipó:
—No estás en un lugar, estás en un momento. Un mo-
mento donde la muerte no te puede tocar—.
Me apresuré queriendo preguntarle si él tenía poder
sobre la muerte, y no bien inicié la pregunta me volvió a
interrumpir:
—No. Solo la puedo hacer rodear. La muerte es ciega—.
Inició lo que parecía una explicación más amplia, pero
guardó silencio, acaso indeciso si decir lo que no dijo a un
hombre muerto, o quizá convencido de que no tenía senti-
do hacerlo, porque de todos modos no lo comprendería.

—¿Qué planes puede tener un ángel para un hombre


muerto?— Solté solo por terminar con ese trámite que (me
dio pavor la idea) podía llevarse toda una eternidad.

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—No puedo decirte mucho por ahora— contestó él, y
aquella como tristeza que me había parecido captar en su
cara, se agudizó o se trocó por otra cosa que no supe defi-
nir, y me advirtió:
—Te puedo asegurar que, si aceptas, te vas a arrepentir
más de una vez, pero tendremos ocasión de resolver mucho
más que preguntas, y aunque al final terminarás pensando
que no valió la pena, de todas formas, ya estás muerto.

En ese momento me pareció más un vendedor que un


ángel.

—¿Podré ver a mis gentes?—


—Las tendrás que ver, necesariamente; en su momento—.
—¿Puedo quedarme el guayacán?—
—Lo planté hace 300 años—. Respondió de inmediato,
y cerró el fraude que me impuso más que proponer, o la
ganga si quieres, según te parezca:
—Tomaré eso como un sí—.

Y sin avisos ni ceremonias, sin acercarse, levantó su bra-


zo izquierdo y abrió la mano separando los dedos, dirigién-
dola hacia mí; mi cuerpo se contrajo ante la imposición de
su mano y, como nos pasa muchas veces cuando nos vemos
rebasados por la celeridad de ciertos eventos, especialmen-
te si son de carácter violento, ni dije, ni pensé, ni intenté re-
sistirme, solo cedí mi voluntad a la presión de aquella mano
que se cerró a mi alrededor y me apretó en su puño.

Después de esto no puedo decir que ‘vi’ las cosas que te


diré a continuación, al menos las inmediatas; después el án-
gel me explicaría que me prestó su mirada, pues, dijo, regis-
trar todo cuanto pudiera ver, era el objetivo más importante
que me tocaba en los planes que tenía para mí.

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Verse llover

E n el puño del ángel, mi cuerpo se contrajo, pero cuando


me aplastó con ambas manos, y me manipuló del modo
que hacemos cuando niños con la plastilina, eso que ya no
era ni mi cuerpo ni yo, se distendió entre sus palmas. Y aun-
que he dicho que ya no era yo, ni era mi cuerpo, sentí cómo
esa masa que no era, elevó pronto su temperatura hasta la
incandescencia, y cuando estuve a punto de relámpago, el
ángel me levantó en su mano derecha, y murmurando unas
palabras que no supe, me lanzó de regreso hacia la Tierra,
en donde me esperaba el tronco dispuesto de un gran ahue-
huete, que pareció gemir cuando crujió la hendidura que le
hice, y en cuyo interior pude mirar perfectamente las in-
contables vetas que me circunscribían en círculos de fuego.
Envuelto en el movimiento esférico del denso humo negrí-
simo que despedía la resina chamuscada, vi al mismo tiem-
po cómo ardía sin remedio el árbol centenario, pues aquel
era un sitio desolado.

Sentí una inmensa pena; un dolor (que no lástima)


como de irrecuperable pérdida, mas todo se sucedía con ra-
pidez voraz; de pronto sentí que aquello que no era se licua-
ba para ponerse en marcha a través de la savia del anfitrión
desventurado, distribuyéndose por las larguísimas raíces
hasta alcanzar la profundidad del subsuelo.

Luego, el fluir se curvó hacia arriba, como obedecien-


do la atracción de un magnetismo, y fui a desembocar, por
69
debajo, a un hormiguero… en realidad no sé si aquello en-
trañaba una enseñanza, o si solo era una muerte que bus-
caba vivir aprovechando los conductos que se le presenta-
ban. Lo digo porque, de alguna manera, atravesar el cielo, la
savia, las raíces, los laboriosos túneles del hormiguero, me
parecían desdoblamientos de un mismo suceso.

En fin, en alguna de las vueltas, hecho hormigas llegué


hasta una semilla, y me vi germinar, persiguiendo la luz; y
sin perder jamás el ritmo de tal fugacidad, abrí mis pétalos
de flor, sería temprano, porque, en un intervalo en el que
alcanzaría a decir flor, ya era rocío. Y (seguro ya lo has an-
ticipado), me evaporé para subir de nuevo, pero ahora veía
como con ojos más amplios, o con mejor alcance.

Decir oír o ver dará lo mismo. El vapor de rocío se es-


pesó de tal modo, que al instante ya estaba girando en el
resplandor de una galaxia, y de una vuelta otra, ya estába-
mos girando en el punto central y por encima del manto
imaginario de cientos de galaxias. Rebuscado, lo sé, así me
lo parece también a mí; pero es una orden irrevocable del
ángel, que me dijo que no añadiera ni omitiera ni un punto
de una “i”.

Claro, comprenderás que, quizá las cosas pasaron en


distinto orden; a veces hago variaciones con el razonable
objetivo de que no llegue a la náusea el hastío de la repeti-
ción. Y aunque receloso en principio (y entre nos, creo que
he conseguido caerle bien), me ha ido concediendo pres-
cindir más o menos a discreción de algunas partes que, son
siempre otras, pero iguales.

La cosa es que, para no hacerla larga, después de aquella


esfera imaginaria, sentí cómo me iba desinflando, o desca-
rapelando, capa por capa, hasta que pude reconocer en la

70
lejanía ese punto suspenso que es el mundo, al que tanto
le gusta imaginar a la gente, hubo un tiempo remoto, en el
que, si lo mirabas desde el espacio, desperdigaba su resplan-
dor en verde y en azul.

En este segundo descenso, ahora concéntrico, empecé


a distenderme, pero esta vez tuve certeza de que aquello
era en efecto yo; sin embargo, conforme fui acercándome
al punto suspenso que debía ser el mundo, esa cosa que era
yo, aún sin forma, se estrelló contra eso que pensé que era
el mundo, y que tornó su gris a un negro que no aceptaba
luz.

Ahí me vi florecer nuevamente, pero en el vientre de


mi madre, que no había visto nunca, porque me desechó en
el río. Vi el milagro que es la gestación, cómo pasé de ser
un escupitajo, a ser un cuerpo innominado excretado en la
barandilla del puente.

Pero, no me malinterpretes; no juzgo a mi madre, de


hecho, aunque siempre me hizo falta, tan solo verla, fue un
evento tan feliz que moriría otra vez por volver a mirarla:
una mujer joven, muy linda, y si te soy sincero, en el fondo
me pudo más su terror, su desconcierto, en fin, no perda-
mos más tiempo con mi madre (a la que espero, lo digo de
verdad —el ángel de testigo—, le fuera dado disfrutar de una
larga vida), que aquí es donde comienza nuestra historia.

Cuando salí expulsado, pude entender que el ángel


me mintió; no digo que para bien o para mal, solo que fue
inexacto cuando me ofreció formar parte de sus planes:
era verdad, yo ya estaba muerto, pero no morí aquella
tarde, acariciando un pájaro, enfrente del guayacán y ro-
deado de ángeles, sino esa mañana neblinosa, en el lecho
de La Ribera.

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Pero lo vi salir, por debajo del puente (aún llevaba pues-
ta su mirada), y justo a la mitad del borde del puente y de la
superficie del caudal oscuro que corre en la Ribera, ahuecar
una mano para atraparme, esto resulta más borroso para mí
que para ti, porque, hay gente (lo pude ver la segunda vez
que nací) que vio al ángel, y hay quienes juran que no hay
cosa más alejada de la realidad.

Y vete acostumbrando, porque si hay un común deno-


minador en esta historia, es la eterna discrepancia entre los
que dicen sí y los que dicen no, así sea para resolver acer-
tijos como el del árbol que se cae en un bosque donde no
hay nadie.

72
Lo que será

A l día siguiente, Laudo pudo salir de su casa, gracias a


Luisito, que acudió al llamado que le hizo el profesor
a medianoche por medio de uno de los aliados, y que tuvo
la precaución de tomar un uniforme de algún trabajador de
la huerta. El pantalón beige le quedaba rabón, y la gruesa
camisa de mangas largas, cuya negrura lucía un gris pálido
por el uso, era demasiado holgada, de modo que, a pesar de
que se remangó, el doblez casi llegaba a las muñecas.

Cuando se arrastró por la hendidura que Luisito había


hecho para comunicar la huerta con el patio de la casa, con
ese atuendo que le hacía sentirse un clown muy triste (Lui-
sito insistió en que usara una cachucha con felpa y unos
lentes oscuros), se extrañó de la facilidad con que cruzó. —
Cada vuelta unas cuantas paladas. Dijo el chico con la cara
llena de pecas y un alborotado cabello café rojizo, mientras
alzaba una pala y una pequeña cubeta de jardinería.
El profesor se conmovió de tal manera que a penas pudo
contener un par de lágrimas. Hubiera querido entregarle
una propina generosa, o una dádiva entrañable, pero ni la
ropa que llevaba le pertenecía. Descalzo, con la ropa vieja
recién manchada de tierra, no tuvo para Luisito más que un
sincero agradecimiento y un franco apretón de manos: No
me cabe ninguna duda de que serías capaz de trasladar el
mundo, con tu tesón y gentileza.
Mientras atravesaban por los lugares más espesos del
amplio jardín para llegar a una de las salidas secundarias,
73
donde ya los esperaba en un coche su mamá, Luisito cortó
algunas manzanas, duraznos y chabacanos, y se los entregó
al fugitivo envueltos en un pañuelo viejo.
—No nos despedimos, profesor, creo que volveremos
a vernos. Dijo, muy señor, y sin más, dio media vuelta y
se perdió entre los árboles, silbando melodías de pájaros.
Después de una emotiva plática, la madre lo dejó en una
estación, del otro lado de la Ciudad.

En anteriores cartas, el andrógino le había dado indica-


ciones para dar con su escondite. Para reforzar su intento de
pasar desapercibido, se rasuró al ras la gran barba entrecana
y el bigote, y cortó su cabello lo más que pudo. Estaba muy
excitado por la tarea que había emprendido, sin embargo,
aun sin pizca de sueño, como el viaje era largo, no tardó en
abandonarse al arrullo del vagón.
Una parada repentina lo hizo despertar, y casi se sobre-
salta al percatarse de que ya no viajaba solo.
—¿Hermes?— Titubeó, desperezándose.
—Lo que entiendes por divinidad se revela a cada per-
sona según la información que tiene acumulada—.
Respondió su repentino compañero sonriendo afable-
mente, y añadió:
—Dime colega, si te place.
Laudo asintió y lo estudió con detenimiento. Se le agol-
paron en la boca media docena de cosas que traer a cuento
para satisfacer su curiosidad, pero tenía muy claro el único
asunto que le tocaba, y lo urgente que era. Por eso abando-
nó su deseo, se acomodó en su asiento al tiempo que com-
ponía las mangas de su camisa y puso manos a la obra.
—Supongo que me estabas esperando. —Comentó Lau-
do, dando por hecho que era inútil preguntar cómo supo
que vendría.
—Supones bien. Ya tenía un par de días rondando la es-
tación; ya sabes, cosa de probabilidad—. Contestó relajado,

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para enseguida, adquiriendo un semblante ceremonioso,
exponer la cuestión:
—Lo que ha de suceder lo decidiremos de camino, reu-
nirte con los capitanes no es más que un trámite.
—¿Lo han aprobado, sin más?
—Digamos que le han dado el visto bueno. De hecho,
el que lo tiene que aprobar eres tú. Verás: tu propuesta fue
aprobada de forma general. La idea de unificar a las perso-
nas, retornando al unus, ya lo creo que podría traer consigo
generar todos los beneficios que planteas en el documento
que redactaste, y aún otros, que no sé si omitiste por cor-
tesía, o no te pasaron por la cabeza, pero da la misma. La
única razón por la que te hubieran podido amonestar, ya
se paseaba por el mundo en la flor de su adolescencia para
cuando nos reunimos a discutirlo, y aunque su existencia
suponía por defecto un acto punible de herejía, era también,
no obstante, el punto más prometedor y contundente. ¿Qué
hacer ante el milagro de la vida, que, ya por la inercia en
que gira inmutable la naturaleza, ya por curso retorcido de
obscenas insistencias y fatalidades, se abre camino, con la
ingenua ventura de quien no sabe?—
—Mi hijo—, murmuró Laudo tras la disertación de su
acompañante, resignándose al perjuicio propio que aque-
llas palabras entrañaran. Luego se quedaron mirando por
un momento, como si ambos dieran por hecho que le toca-
ba mover piezas al otro.
—El mismo que nos está esperando— corroboró el
acompañante, agregando mientras se levantaba de forma
inesperada—, aquí nos bajamos, profesor, no es el camino
más corto, pero quedan de paso los mejores tacos de asada
que probará en la vida—.
—¡No se me hubiera ocurrido algo más bello, para este
mediodía!—, se relajó el profesor, sin darse a penas cuenta,
olvidándose por un momento de él mismo y las circunstan-
cias en que se encontraba respecto al resto del mundo. Pero,

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antes de abandonarse de lleno a esa sensación placentera
de normalidad, pensó que era mejor dejar todo bien dicho
y redicho; ya después, se imaginó, ingenuo, habría ocasión
para la más pequeña de las felicidades.
—Tal vez podríamos resolver aquello de tomar decisio-
nes durante el viaje, antes de que alcancemos la esquina de
los tacos.
—Cuando buscaste el renacimiento del andrógino, con
obstinación de necio y paciencia de esfinge, tomaste todas
las decisiones que lo tocan— respondió sin dejar de cami-
nar el inquirido, con las manos tomadas por detrás de la
espalda—. Dalo todo por hecho bajo nuestra palabra, inque-
brantable—.
—¿Y para qué el preámbulo?— reprochó Laudo, aunque
más sorprendido que indignado.
—Ellos prefieren no tomar partido, porque su fallo, en
contra o a favor, anularía el principio del albedrío, lo que
es inadmisible. En cambio, piden que ustedes mismos con-
fronten el total de opiniones, y que sea lo que aclame la
mayoría.
Laudo dudó sobre la pertinencia de exponer las dudas
que lo acosaban; luego de un par de minutos se animó pre-
guntar:
—¿Cómo harían el cómputo de…— se detuvo, indeci-
so—, las opiniones?
— A través de las urnas, naturalmente.
—¿Urnas? —repitió incrédulo.
—A menos que improvises una alternativa menos de-
fectuosa, mejor ve haciéndote a la idea de la democracia.
—Pero, ¿por qué hacer votaciones?— preguntó enco-
giéndose de hombros y subiendo las manos abiertas, a pe-
sar de que el interrogado caminaba por delante de él, y se
apuró a puntualizar: es decir... ¿no saben ya la decisión que
tomaremos… que tomaríamos?
—No de forma absolutamente literal,— inició el guía,

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volteando a ver a Laudo sin dejar de caminar, al mismo
tiempo que, con los ojos brillosos y arqueando las cejas,
señalaba a un puñado de personas que amontonadas alre-
dedor del puesto—, el porvenir, por decirlo de un modo, o
las cosas que sobrevendrán, están sujetas al albedrío, al que
nunca hay que subestimar.
—Permiso, permiso— repetía mientras se habría paso
entre la gente—. Dos quesadillas de asada por favor. De tal
suerte que, no las cosas que pasarán, sino las cosas que po-
drían o no pasar.

Laudo pidió “lo mismo” al hombre dicharachero que


atendía, para empezar, y a penas tuvieron su comida en las
manos, olvidaron por completo la conversación y, en com-
pleto silencio, se entregaron, ceremoniosos, a la mesita de
salsas y verduras.
Solo después de estar a unos 10 metros del puesto, reto-
maron lo suyo, como si aquella esquina fuera un templo que
el tema, o las palabras, ofendiera.
—Hay una idea que me inquieta, aunque creo que no tie-
ne mucho que ver con las urnas—. Lanzó el profesor como
quien no quisiera, para ver si, por suerte, su interlocutor pi-
caba en el anzuelo. Si los acontecimientos por venir pueden
o no pasar, ¿alguien podría, si encontrara cómo, maniobrar
para que sucediera de una u otra manera?—
—Has conseguido un hijo sin echar mano de la naturale-
za y, sin embargo, no puedes concebir que alguien pudiera
maniobrar…— recibió por respuesta, y por la forma un poco
vaga en que se respondió, Laudo interpretó que su acompa-
ñante, tal vez, debía ceñirse a ciertas órdenes, o convencio-
nes, pero no obstante, aún con ello intentaba satisfacerlo.
Se sintió agradecido, más que halagado. Por eso se aven-
turó a agregar:
—Eso sobre las cosas porvenir. ¿Y qué con aquellas co-
sas que ya fueron?

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—Imagina un camino —dijo su guía, dibujando en el aire
una línea horizontal con el índice y apurando el paso— lue-
go imagina que caminas por él, y en el trayecto, cortas una
granada; te muerde un perro y cruzas tu mirada con una
señora hermosa, y los dos quedan presos de ambos. Laudo
hacía un esfuerzo para seguirle el paso, e intentaba poner
toda su voluntad en aquello que oía para no perderse ni una
vocal. Imagina que vuelves, por quién sabe qué causa, ya te
has comido la granada, aunque ya no está el perro, conti-
núa la mordida en tu chamorro y la hermosa señora, aunque
estuviera presa todavía, ya no está más en el camino, y no
sabremos ya dónde ha quedado.
Laudo intentó repensar la respuesta para ver entre lí-
neas, pero no tuvo tiempo, porque su guía apuró su carrera;
reparó que el sitio por el que transitaban no le era familiar,
volteó hacia atrás por ver si encontraba algún rastro que
lo ubicara un poco, pero fue en vano. Intentó mantener la
compostura y le pareció que aquello debía concretarse de-
clarándolo, o con un apretón de manos:
¿Qué tenemos que hacer para que este asunto quede fir-
mado?—

Entonces, por fin, se detuvo su guía, y frente a él, to-


mándolo de las manos, le informó:
—Laudo, este asunto ya está resuelto, como te dije. De
hecho, nos están esperando.
—¿Quiénes nos están esperando? ¿Para qué?
—Para votar tu propuesta, ¡no has escuchado todo lo
que dije! Ellos, tu hijo, etcétera—.
Y acercándose un poco más a él, le dijo en un volumen
un tanto más bajo:
—Ya nos están esperando para votar, pero antes de
arribar, lo que tienes que hacer para que quede firmado, es
asumir la responsabilidad del curso que pudiera tomar tu
propio devenir. Se acercó un poco más y lo miró de cerca,

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fijamente, para finalizar:
—A partir de aquí no puedo hablar ni responder más;
tómate el tiempo que necesites.
Con los ojos puestos en ninguna parte, el profesor repa-
só lo más rápido que pudo las posibilidades, y en un esfuer-
zo de sabiduría práctica, resolvió que, después de la muerte,
no hay cosa en el mundo y en la vida que pueda ser más
lamentable o más temible.
—Siempre y cuando la vida de mi hijo no esté condi-
cionada por mi respuesta, asumo y me hago cargo de todo
cuanto pudiera derivar de esto— y agregó, pero más bien
como que no era parte de su respuesta, sino una exhala-
ción involuntaria: Al fin y al cabo, la vida que vivimos en
este mundo perfectible, la construimos para que sean otros
quienes, con suerte, puedan vivirla con poca más ventura.
El silencio repentino acentuó el enigma del rostro de su
guía. Tomándolo por una mano, lo jaló a gran velocidad y se
encaminaron hacia una encrucijada. Al fondo de lo que pa-
recía un muelle, junto a una barca, lo esperaba su hijo, con
una sonrisa serena y el corazón palpitando como si fueran
dos.

¡Que todos los dioses me vomiten! Tendrás que perdo-


narme; por razones de protocolo y de rutina, estoy forzado
a interrumpir: ¿quieres seguir? Te diría que aquí realmente
comienza nuestra historia, mas, no quisiera que tu respues-
ta se viera influenciada, de modo que mejor no digo nada.

Te escucho.

X
T
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Índice

Un depa en la Luna 1

Después del fondo, el río. 17

El señor de las ideas 23

El camino del loco 33

El camino del loco II 41

El camino del loco III 45

La aparición 53

¿Cuándo llegaron?, no sabemos 63

Verse llover 69

Lo que será 73

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