El Fondo de Este Mundo C
El Fondo de Este Mundo C
El Fondo de Este Mundo C
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El fondo de este mundo
Elí Isaí Loya Balcazar
Edición y maquetación:
Juan Antonio Castro Durón
Asesoría literaria:
José Luis Domínguez
Diseño de portada:
Jorge Bedoy Orona
Registro en trámite
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plástico—, pero obstinarse en refutarlo, ya es tamaño be-
rrinche que solo se me ocurre endilgárselo a la vanidosa
estulticia de los doctores y los magistrados.
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correctas. “¿Es que sirvió de nada meterme hasta las alas a
este pozo hediondo del amor?”.
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da de tanto no comer, pensó que había llegado al paraíso.
En su juventud, aletargada por una obsesiva inclinación
a administrarse cualquier cosa que la sacara de sí misma,
en su cara, que en vez de manchas de belleza cosmética lle-
vaba una delgada capa de maquillaje de muerte prematura,
resplandecían sus ojos negros, preciosos, a los cuales debía
(según le había explicado alguna vez su abuela, y que ni en-
tendió entonces ni recordaría nunca) su nombre, que abo-
rrecía; ojos que, desde muy chica, eran dos agujeros negros
que atraían a todo tipo de inofensivos bonachones, bichejos
torpes o carroñeros salvajes.
Pero el misterio de su soledad, que estaba llena de dro-
gadictos y borrachos, de palomas y perros, era también un
palimpsesto en el que siempre se estaba verificando un
poema, o, mejor dicho, su soledad era un poema en el que
cada línea que vivía era una poesía; las nubes eran barcos o
ballenas, en los que podía irse lejos de la isla que ella misma
era, pese a estar siempre asediada o interrumpida, más que
acompañada.
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ejemplo; ella, más habitante de la luna que ninguno de los
vecinos de aquel barrio impreciso y, por si no fuera poco,
ahora empobrecido no nada más por los poetas, sino enci-
ma, por los pudientes, con su reverencial séquito y su agra-
decida servidumbre; ese lejano barrio ahora impedido por
un mundo que no tenía ni remedio ni medianías, que hace
años prefería no mirar, pues no le veía por ningún lado la
belleza que sus galanes y amantes le señalaban, si bien con
la mano alzada al cielo, apuntando más hacia su sexo, cálido
nido imperturbable que se ahuecaba lo mismo para recibir a
huérfanos pichones, que a radiantes y melindrosos pájaros
exóticos.
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hasta meterse en la primera cantina que encontró; se sentó
en una mesa, segura de que más temprano que tarde llegaría
quien fuera a ofrecerle unos tragos y, con algo de suerte,
cuando le propusiera pasar la noche juntos, el lugar al que
la llevara no fuera el cuchitril que era la casa de sus abuelos,
con quienes vivió hasta que le hicieron ver del modo más
razonable que pudieron que ellos eran cada vez más viejos,
que con pena podían mantenerse a flote, y que a sus 17 ya
tenía edad para valerse por sí misma.
Si valerse por sí misma era aceptar la invitación de cual-
quier pendejo que se le arrimara, haciéndole creer que le
encantaba la idea de revolcarse con él, y, en cambio, ne-
gociando sin mediar palabra un lugar donde pasar las más
noches posibles, Apolonia pensaba que lo había hecho bas-
tante bien hasta entonces.
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Aunque le parecía llamativa la idea de la sobredosis, no
se inyectaba porque sus brazos eran el único vínculo que la
unía con su madre, y aunque en realidad no la recordaba,
había terminado por dar por hecho que esos eran los brazos
de su madre, gracias a su abuela, quien cada vez que podía
le repetía: “igualitos a los de tu madre, mija. Si pa’ bien o pa’
mal, solamente los dioses”.
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en cualquier agujero de su casa, algo que le permitiera se-
guir muriendo otro ratito.
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Por eso le tomó por sorpresa que, de camino, David no
intentara arrinconarla en algún escondrijo, ni le volviera a
mencionar su “preciosura”, y, en cambio, caminara con toda
la paciencia del mundo, hablándole de las constelaciones, y
de lo igual pero más lindas que se ven desde arriba.
—¿Has salido del fondo? —preguntó Apolonia más bien
incrédula, pero demasiado confiada en cada uno de sus mo-
vimientos, sintiéndose obligada a una conversación, por lo
menos cortés, que la acercara paso a paso hacia sus propios
fines.
—Por mera suerte —contestó David sin darle mucha im-
portancia al tema—; soy bueno haciéndome amistades. Por
cierto, hablando de amistades —añadió jalándola del ante-
brazo izquierdo para doblar en una esquina—, yo no me
enveneno con nada… me dan náuseas solo de imaginarme
lo asqueroso de profanar de manera consciente mi propio
cuerpo; yo sólo bebo vino; cerveza cuando mucho... ¿tú qué
te metes?
Lo dijo de manera tan vaga, tan natural, que Apolonia
contestó en automático:
—Escorpión… — lo dijo sin tener claro si David le es-
taba restregando una superioridad moral o, únicamente, a
propósito de que al mismo tiempo sacó de su bolso inusual
una botella que no supo cómo la había escamoteado del bar,
porque cuando llegó a sentarse con ella aventó su bolso en
una esquina de la mesa sin el más mínimo cuidado, abrien-
do una sonrisa entre encantadora y burlona.
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Caminaron bajo una luna esquiva, que entre los nuba-
rrones que anticipaban lluvia, se asomaba y se perdía, como
si participara de un juego al que ni a David ni a Apolonia (y
en realidad a nadie de los que dentro de la penumbra densa
del callejón al que entraron, ni a quienes, en ocasionales
balcones o cuartos malolientes que pretendían semejarse a
cenaderos o a cantinas, cantaban o reñían) les tenía sin cui-
dado, sobre todo a Apolonia, que no había comido ni bebido
ningún tipo de líquido desde que saliera de la estación, pero
que, sobre todo, le urgía un piquete.
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—Querías algo más fuerte; ¿no? — Recompuso su pos-
tura y su camisa abigarrada de colores y volvió a tocar la
puerta, esta vez aplicando un poco más de fuerza.
—¿Quién chinga? —Amenazó una voz impostada que
sonaba lejana.
—El que puede chingar, amigo, todo el mundo lo sabe.
Contestó con mucha seguridad David, mientras Apolonia
se arrepentía de estar muriéndose de ansias frente a una
puerta que parecía que jamás iba a abrirse.
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temeroso; no es que deseara que el Gordo le reventara la
cabeza a David, que en un minuto había perdido la segu-
ridad y la soltura con que hacía cada cosa, incluso divagar
sobre asuntos de los que no tenía ni idea , opiniones que ni
a él mismo convencían; pero lo cierto es que para Apolo-
nia, la idea de que, con el sencillo movimiento de un dedo
índice, terminara por fin su sufrimiento, que no era la abs-
tinencia, ni siquiera la sobriedad, pues de un modo que no
podremos comprender, al menos por ahora, le parecía que
la poesía (que no es lo mismo que la realidad, sino una rea-
lidad recompuesta, ordenada, armonizada con quién sabe
qué cosas que ignoraba y no le interesaba preguntarse), es
decir, la vida, era más bella que la muerte, pues la muerte se
le antojaba un libro que se cierra para siempre, y por tanto,
ya no será leído.
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Soy la más fea y estúpida de las estatuas.
Y en un silencio que amenazaba con asfixiar el resto de
la noche, los ojos oscuros de Apolonia se quebraron como
una botella estrellada sobre el piso, añicos que brillaban so-
bre un alcohol inservible, sobre la calle desconocida, como
todas las calles anteriores de las que creía recordar que ve-
nía.
Cuando quedó vacía de llanto, pero no de dolor, se echó
sobre el lugar más oscuro que encontró, y después de sollo-
zar como una niña, sabiendo de sobra que llorar no servía
de nada, pero que al menos, sollozar aliviaba un poco los
temblores eléctricos que le recorrían el cuerpo, y en todo
caso, cualquier cosa, incluso sollozar, era mejor que ese si-
lencio miserable. Cuando se fijó bien, podía escuchar, muy
bajo, que David y el Gordo discutían, a veces alzando la voz,
a veces soltando carcajadas, a veces cuchicheando; tratando
de concentrarse para descifrar sus palabras, cada vez más
difusas, un frescor repentino le arrulló con la dulzura de
una canción de cuna.
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y, cada cosa, cada segundo y cada respiración que hacía, se
completaban por fin, como un rompecabezas, y su corazón,
seco, volvía a palpitar, pero no tras su pecho, sino en el puño
apretado que de pronto abarcaba toda la dicha que pudiera
desear alguien lo suficientemente infeliz para dejarse amar
por un engaño que jamás duraría lo suficiente.
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en algún momento llegarían a lo que sea en que viviera Da-
vid, y Dios le prestaría sus ojos por un instante indefinido, o
la muerte, que de un modo u otro vendrían a ser lo mismo:
su salvación.
—Le vas a caer bien— dijo más bien para sí mismo Da-
vid, que seguía fresco como la noche anterior.
—¿A...? —le contestó ella tratando de adivinar si a su
abuela, su madre, su esposa o su familia…
—¡A las arañas! —evadió con pericia—. La luna ya no
será nunca la misma, preciosa, la luna será tu nuevo barrio.
Esa frase, tan simple, tan sacada más del culo que del
bolso inusual, le pareció no obstante tan poética.
—De tantas cosas cursis que me han dicho, esa es la más
idiota, pero también ha sido la más bella.
—No es una cursilería, preciosa —se puso serio y solem-
ne— el Gordo vende mucho más que obsidiana.
Apolonia lo miró distraída, sin comprender nada.
Cuando por fin llegaron al cuartucho, que estaba muy
lejos de ser el más horrendo de los que había escapado, le
sorprendió gratamente que David le indicara dónde podía
encontrar lo que necesitaba para hacerse sus sueños y besa-
ra su mano izquierda antes de echarse sobre una cama llena
de ropa sucia y botellas de vino vacías.
—Buen viaje, preciosa— se despidió en una innecesaria
voz muy baja—, nos vemos a tu vuelta.
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Después del fondo, el río.
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principio y, muy naturalmente, se construyeron las cár-
celes y manicomios, pero que después de un tiempo se
prescindió de sus edificios, por un lado porque —en la ló-
gica de los políticos, especialmente los pertenecientes a La
Pensaduría de la República—, La Ribera era ya de por sí, al
mismo tiempo, una cárcel inmensa y un manicomio.
Para sus adentros, y no pocas veces en la franca inti-
midad de sus charlas entre iguales, donde La Ribera salía
a relucir, no hacían falta ni celdas, ni camisas de fuerza, ni
trabajadores del ámbito de la salud —“Esos pendejos felices
están encerrados en su propia cabeza. Y lo peor, o no sé
si mejor, —añadió cualquiera de ellos un día, lanzando una
sonora carcajada refinada, mientras sostenía con una mano
suave, con más anillos que dedos, un vaso de whiskey—: ahí
se sienten los más afortunados del mundo”.
También en La Ribera se construyeron los cemente-
rios y los cubículos públicos para quien eligiera la opción
de “planificar libremente su temporalidad”; un eufemismo
inútil para justificar la ineptitud del Estado y al tiempo para
que los ciudadanos no tuvieran que lidiar con el pésimo
gusto de las personas que elegían ahorcarse en el sitio más
inadecuado de sus casas; o desangrarse indistintamente so-
bre los tapetes del retrete o sobre cualquier cama.
Dichos cubículos self service, están prudencialmente
alejados de los lugares públicos o transitados, y cuentan
con un espacio suficiente para la comodidad del usuario;
también están diseñados para que, luego del tiempo pro-
gramado, e independiente del modo con que una persona
termine con su vida, de forma automática arranca un silen-
cioso mecanismo que disuelve los cuerpos en compuestos
químicos, para luego absorberlos en un remolino que trae al
recuerdo los antiguos retretes comunes cuando se activaba
la descarga de agua, arrastrando, a través de un intrincado
recorrido, las inmundicias de la vida hasta La Ribera.
A todo esto, para irnos entendiendo, Saúl no debía
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estar vivo. Sería un error de lógica básica decir que no tuvo
madre, e innecesario agregar que no supo su nombre. Por
ello, digamos que la susodicha, el martes tal decidió que se
desharía de él por El Puente de Los Pájaros, cuando hicie-
ran efecto los medicamentos prescritos por su médico en la
última consulta.
Esa madrugada la despertó el dolor que el doctor inten-
taba describir sin tener otra certeza que lo que alcanzaba a
imaginarse sentirían las mujeres que iban a parir al puente,
pero que, con una firmeza ganada a fuerza de las muchas
lecturas durante sus años de estudio, y apoyado tanto en la
confianza y autoridad que impone en todos los individuos
la investidura de un doctor, de un juez o un sacerdote, como
en las muchas veces que lo tenía que repetir a diario.
Salió de su casa con el alba, vestida lo más discreta posi-
ble, aun cuando no era mal visto ni juzgado por nadie. Pidió
un coche que la recogiera a unas cuadras de su calle, y se
bajó otras tantas como consideraba que mediaban entre no
corroborar con palabras o con el hecho del tamaño de su
panza de seis meses, y entre el tiempo que presentía justo
para caminar hasta el puente con sus dolores.
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sabe qué algo que más bien tenía que ver con lo feliz—, le
sorprendió la cantidad de mujeres que buscaban algún si-
tio donde poder desprenderse de un peso que no sintieron
nunca como suyo, y que, ya más urgidas por alcanzar la
orilla del puente que por que alguien les recriminara con
propagandas y sentidas razones que difícilmente lograban
convencer a alguien, o alguien las reconociera, y se forma-
ra una opinión inconveniente de eso que por demás todo
mundo entendía inevitable.
Como pudo, se abrió paso entre mujeres que ascendían
al puente sin ningún tipo de orden, cordialidad o empatía;
empujando y cediendo ante la fuerza desbordada de una
muchedumbre que no se interesaba a sí misma, es decir,
que de pronto dejó de tener una cara específica, y que daba
lo mismo lo que hubiera sido de su pasado y lo que en el fu-
turo le deparara la fortuna o el infortunio. De pronto todos
los límites se difuminaron, los contornos perdieron impor-
tancia, si acaso, apenas, un atisbo de sol encendía con luz
parda un horizonte inexplicable.
Cuando por fin consiguió llegar hasta la barandilla, pasó
al lado exterior con una facilidad de la que no hubiera creí-
do ser capaz; ya sin pensar en nada, se levantó el vestido
floreado y se puso en cuclillas, abriendo las piernas y empi-
nando el trasero tanto como le fue posible. El tiempo perdió
sentido, pero de una manera irrevocable, ese momento in-
édito e indistinto, perduraría en su memoria, no de manera
nítida en términos sensoriales, sino sensaciones inaprehen-
sibles que la estremecerían hasta el fin de sus días.
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no sólo con ese ser con el que no compartía ningún vínculo,
sino con ella misma, como un acto —pensó—, poético, pues
en el fruto, de algún modo, vive el árbol, y en la semilla
lanzada a su propia fortuna, siempre late el impulso de una
suerte imposible de intuir o prever; pero sus manos, aunque
por un momento ya no formaban parte de sí misma ni po-
dríamos decir que obedecían sus órdenes, permanecieron
firmes.
Todavía sin un nombre, y todavía sin vida, Saúl salió dis-
parado hacia el vacío, en cuyo fondo lo esperaban todo tipo
de pájaros y perros, para los que, por lo demás, su aparición
no significaría sino otro bocado del banquete; fue entonces
que debajo del puente salió un ángel, con la gracilidad con
la que algunas brisas, mecen con parsimonia las hojas de
los árboles, y las delgadas flores de las enredaderas, y en
un tiempo que no seremos capaces de analizar ni suponer,
aleteó con premura, causando una ventisca y un leve tre-
molar sobre el agua, como si hubiera estado esperando el
momento.
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El señor de las ideas
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Muchos lamentaron el hecho, y, además, poco a poco
fueron negándose a semejante destino, hasta terminar re-
negando de la voluntad de Los Creadores. Fue entonces que
ocurrió algo inesperado ni por Los Dioses, ni por las mentes
más grandes de la humanidad: el tema llegó a causar polé-
mica entre grupos u órdenes de los mismos Creadores, lo
que favoreció (o condenó, según se quiera ver) a los seres
humanos, pues hubo desertores, rebeldes y enemigos decla-
rados de la idea de que la humanidad se desapareciera para
siempre, y de inmediato se mudaron a la tierra para hacer
todo cuanto pudieran para sabotear el plan primigenio. A
estos Creadores disidentes, se les impuso, por la mera co-
rrespondencia en la lógica y la capacidad humanas, el epíte-
to de Ángeles, de manera indistinta y genérica.
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El caso es que Los Creadores no habían regresado desde
aquella ocasión, hasta ahora, (recordemos que los rebeldes
se asentaron en La Tierra), cuando Laudo Augusto, un res-
petable trabajador del estado, a quien debemos haber perdi-
do el frágil equilibrio que mantenía unidos los estratos que
ahora son El Mundo, ya por demás caótico y difícil de lidiar.
Aunque sería injusto no aclarar un hecho que es imposible
soslayar, en primer lugar, por honor a la verdad y, en segun-
do, porque Laudo es mi amigo.
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Concebir ideas como destellos o como semillas, que
luego se tornarían en acertijos que habría que resolver.
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Por supuesto, se supone que la aprobación de ideas,
financiadas con recurso del estado, obedecía a una se-
rie de normativas y restricciones tanto inflexibles como
transparentes, pero, como se pueden imaginar, en tanto
que personas, todos somos susceptibles al soborno, a los fa-
vores, al nepotismo rampante, y a delinquir del más elegan-
te de los modos. Ese fue el primer error de Laudo: pensar.
No pensar.
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Pero Laudo —pobre de ti—, no fuiste un hombre que
pudiera mantenerse quieto, y tampoco tenías tendencia ni
afición por deprimirte y dormir a todas horas, y se te tuvo
que ocurrir.
Si ya la habías librado, amigo, ¿qué te impulsó, no sólo
a experimentarlo, sino a proponerlo? Es decir, sí, lo sé: tú
siempre pensando en resolver los más posibles problemas,
tú, siempre queriendo ayudar a la gente ofreciendo solucio-
nes a problemas que todos veían perfectamente, pero sólo a
ti te importaban. Y si te soy sincero cuando me lo planteas-
te, después de darle vueltas, de buscarle defectos y virtu-
des, al final no me pareció tan descabellado.
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que nunca desolado hogar de Laudo, era por el frente; en un
acto que era obligatorio, pero que se esmeraron en que pa-
reciera un gesto magnánimo, los antiguos compañeros de
La Pensaduría tuvieron el detalle de apostar una treintena
de policías que, cuando los manifestantes se envalentona-
ban y arremetían, extinguían la revuelta con gran facilidad
y volvían a fumarse un cigarro, a platicar, a cualquier cosa
que se hiciera en un descansito de trabajo.
No obstante, los aliados de Laudo habían engatusado a
un trabajador de la huerta para que, a cambio de propinas
que le parecían bastante generosas en relación a lo que le
pedían, le llevara cartas con información valiosa, ya sea por-
que su contenido fuera de carácter sentimental, o porque
contuvieran noticias relativas a José, a quien no me referiré
como su último error, porque fui el primero en conocerlo,
después de Laudo, y fui la segunda persona que él conoció.
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Cuando Laudo escuchó el ansiado canto, su corazón re-
sonaba de tal modo que temía que el sonido de las pulsa-
ciones lo escucharan desde afuera; fue a toda prisa hasta un
rincón del patio en el que habían cavado un agujero sufi-
cientemente discreto, pero por el que podía pasar fácilmen-
te una sandía de buen tamaño.
Laudo extendió su mano, sudada y temblorosa, y sintió
ese temor feliz en cuanto reconoció al tacto la textura de un
sobre.
En voz baja, Laudo le agradeció mucho a Luisito, el que,
de nuevo de forma innecesaria, volvió a graznar a modo de
despedida, y como agregando “¡no hay de qué, profesor!”
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“No tengo mucho tiempo, así que a lo importante: al fin
pude reunirme con Ellos. Me dijeron que tu idea no es para
nada mala, pero no aceptan el compromiso de tener que ser
ellos quienes tomen la decisión; en cambio, exigen que sean
ustedes quienes lo hagan.
“Quizá no lo comprendas, yo tampoco lo comprendí al
principio, pero no me es posible extenderme más.
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El camino del loco
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los cuernos con la misma frecuencia y la tranquilidad con la
que le decía “te quiero” cuando le daba un beso.
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ta electrodomésticos que iba sumando el Gordo conforme
le caían, quitándoselos a borrachos que no traían para pagar
la cuenta, o aprovechando gangas que se encontraba en los
mercados de La Ribera.
—Cualquiera pensaría que vienes a quedarte —le dejó
ir el Gordo como no queriendo, iniciando sin ceremonias
el calentamiento y sin dejar su quehacer, pero mirando de
reojo la maleta, la mochila y un par de bolsas que José había
sacado esa misma mañana de la casa de Diana.
—Ya tienes un montón de cosas colgadas —divagó sin
voltearlo a ver, y preguntó, pero como si lo hiciera para sí
mismo —¿Pos hace cuánto que no venía?
El Gordo dejó la botella y la franela sobre la barra, y se
apoyó en el borde con los brazos extendidos.
—Me dejé llevar por tu aspecto de forastero —dijo con
un rostro que no se correspondía con su sarcasmo, y des-
pués de un breve silencio, en el que escudriñó a José, aña-
dió, con una media sonrisa:
—No me hagas mucho caso, güey, ya sabes que soy me-
dio pendejo. Pero hubiera jurado que venías a quedarte—.
—¿A poco está desocupado el cuarto? —preguntó José
innecesariamente, mirándolo a los ojos de manera continua
por primera vez, como si no supiera que con el Gordo se
podía prescindir de protocolos y obviedades.
36
cuando volvieras; y sabía que volverías, porque siempre
vuelves.
José, tratando de distraerse mirando las llaves, guardaba
silencio; pero, nadie sabía de qué manera, el Gordo siempre
se las arreglaba para echar a perder cualquier conversación,
convivencia o negocio, era como una maldición que lo man-
tenía aislado, pues todo mundo prefería mantenerse lejos
de él; por otro lado, esto no parecía preocuparle en lo más
mínimo, por el contrario: para el Gordo todos eran unos
imbéciles o unos abusones, y de la forma más honesta y
verdadera, en su interior se decía que prefería estar solo
que lleno de pendejos.
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ando bien jodido, y tengo que terminar un artículo sobre La
Ribera que me pidieron en El Celeste.
—¡No mames, pinche José —le dijo su patrón, dando
la vuelta y retomando las carcajadas— ahora escribes para
esos pinches mentirosos; nomás eso me faltaba: no confor-
me con dedicarte a morir de hambre, a no ganar un puto
premio, y a no tener vieja, ¡ahora eres un pinche vendido
del Celeste!
Con los ojos llorosos y la cara colorada de tanta risa que
le daba José, el Gordo sacó una silla de una mesa y se sentó
hasta saciarse de reír.
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voz de autoridad que José repudiaba y respetaba de igual modo
(porque, Mario, al que todo mundo conoce como el Gordo,
podría ser todo aquello mezquino, depravado y maligno que
se le imputara, pero, José no tiene otro recuerdo de su infancia
que a su lado, donde jamás le faltarían palizas, justificadas o
no, y donde aprendería el español peor estimado de todos los
niveles de la Tierra.
—A ver, pinche poeta —le advirtió— en mi casa los hue-
vos se llevan a ras de suelo, a evidente excepción del anfi-
trión; sobre todo si vienes, como siempre, a pedir chichi,
perro, a perdedores como tú yo les pongo el nombre que
me aconsejen mis chingadas ganas, cabrón. Te digo Popo
para que nunca se te olvide de dónde te saqué; para que ten-
gas muy presente que no llegas ni a perro, pendejo, porque
esos güeyes si tienen los huevos suficientes para mostrarse
agradecidos; pero si nomás a eso vienes, a chingar tu madre,
pinche chilletas.
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que al fin iba a aceptar cualquier cosa que le ofreciera y de-
mandara el que, desde el momento en que cruzó la puerta,
volvía a ser su dueño.
40
El camino del loco
II
42
Y no es para menos. Escuche usted bien: ella le escribió
durante ¡casi dos años!
“Así como lo oye, dos años durante los cuales, en
algún punto se inició una correspondencia, y como es
natural, Ramón se enamoró de la supuesta admiradora
secreta, y ahora vive los últimos días de su vida con el
corazón roto.
“Pero le daremos más detalles en la segunda parte
de esta serie, de esta historia que se ha ganado el título,
merecido para muchos, exagerado para otros tantos: La
asesina de ilusiones.
“Buenas noches. Como siempre, gracias por sintoni-
zarnos. Los esperamos mañana, para darles más detalles
de esta viejecita que… pues yo ya no sé si, queriendo o
sin querer, hoy está en boca de todos.
“Recuerden: en cualquier nivel del planeta que te
encuentres, hasta ahí te estaremos informando porque,
todos nosotros somos… un solo mundo. ¡Hasta mañana!”
43
El camino del loco
III
“Quiero evadirme
hoy solamente
darme al mundo en silencio
amar en el silencio los pasos diminutos de los pájaros
reverenciar con mi silencio
esta noche que llueve como sin hacer ruido
callarme para escuchar el bullente silencio
consagrar el amor sin pronunciar nombres ni calles
padecer el amor sin injurias ni trampas ni lamentos
devolverle el favor a este silencio mágico
que no excluye a los perros ni a los grillos
que no te dice nada para que lo comprendas.
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y con todos los ojos que no están para ver
ser el espectador y el espectáculo
el mago
la magia
el embrujado
ser el loco
hoy me quiero quebrar para que me entre el huevo
por todos los pedazos
tuve que confrontarme con el golpe
de que mi mejor verso
ya lo había mejorado cualquier conciudadano
trecientos años antes
cuando quise contar historias nuevas
me vi desembocar
en los mejores casos
en descarados plagios o en reminiscencias
busqué palabras nuevas
para ponerle nuevas ropas a las cosas de siempre
pero al final
cualquier pájaro era siempre el pájaro
y en el cielo veía siempre las mismas nubes
atesoré canciones
que de tanto querer no parecerse a otras
están tan emparchadas que han dejado de parecerse a ellas
quise decir “amor” y erré diciendo nombres
y cuando entendí al fin las letras de la palabra vida
un ángel escribió bienvenida la muerte
sobre la inevitable puerta de mi casa
47
como si fuera otro el cielo que llenaba sus calles
y fuera otra la plaza que cruzaban
una nostálgica sorpresa me enmudeció cuando entendí
que en todo caso
yo sólo fui otra cosa que llenaba la plaza
mi soledad me orilló a hermanarme con los árboles
a ser una parte de la banca más que estar sobre ella
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como si el escribir que estoy aquí escribiendo
lo volviera más cierto
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prendió la noche en el cielo
y más rápido que un sueño
la semilla de noche se hizo árbol
quise trepar su copa
hasta quedarme dormido de una rama
más resbalé en el intento
y el insomnio
en un abrir de ojos sopló todo el follaje de mi cama
pequeñita
invisible
la noche se ha vuelto una pelusa extraviada en
mi almohada
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botellas, y se detuvo un momento con la única que no es-
taba abierta. “Tal vez me venga bien un whiskey para el ca-
mino”.
Y sin pensarlo mucho, abrió una cajita de cerillos con
menos de la mitad, los encendió y los lanzó sin apuntar.
Con suerte pudo salir sin que el fuego lo alcanzara, pues,
aunque había pocas cosas, esa pequeña caja a medias se hizo
incendio en un santiamén.
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se detienen a orinar, en cualquier lugar y muy sin cuidado
de la hora; sobre los largos años que bien pudiera decir eran
su vida entera.
Su vida, que, en una absurda epifanía, y en sus propias
palabras, se fue lo mismo que una miada.
52
La aparición
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matorrales secos y basura doméstica. No soy dado a fijarme
en el aspecto de las personas, pese a que, si algo tuve en la
vida (para mi desventura) fue muy buena memoria; sin em-
bargo, y por supuesto ya aburrido de escuchar que un ángel
le devolvió la vista a un ciego; que otro engendró quien sabe
cuántos monstruos en cualquier cantidad de mujeres; que
uno más crucificó, desollado y sin ojos, al sacerdote tal de
una misa de tantas, y muchos otros chismes en los que no
podemos detenernos, por la sencilla razón de que el chisme
que a nosotros nos atañe es este que te cuento. No digo que
no importen; de hecho, si pudiéramos, sería un feliz des-
canso para mí relatarlos, y una delicia para ti escucharlos.
Tal vez, si nos… No te prometo nada.
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esquina, estuvo siempre el baldío, tupido de matorrales se-
cos; pero jamás, no cabe duda, ni el guayacán ni el ángel.
56
Antes me daba pena; mas lo he contado tantas veces,
que me he llegado a convencer que no es mi vida la que
relato, sino la de cualquiera, pero eso no tiene relevancia;
te decía que el ángel ni me miró, se detuvo como para es-
cuchar con atención. Daba unos cuantos pasos y reculaba,
girando alrededor del árbol, mirando errático quién sabe a
qué lados, hasta que una expresión que no sé definir modi-
ficó su cara y se sentó justo en frente de mí, omitiéndome
de lo que fuera que estuviera buscando o contemplando.
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una convivencia feliz y lo mucho que le agradecería que de-
jara de comerse las hojas que caían de mi árbol. Estuve a
punto de decirle que sus ojos eran, no los más bellos que
hubiera visto nunca, sino la belleza misma, pero miró hacia
el cielo, y su cara hizo algo semejante a sonreír sutilmente.
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en vez de verse reflejada, su imagen cobra vida y se alegra
de verse a sí misma, y esa primera imagen concebida por
ella, se mira replicada en otro espejo, y la belleza se repite,
exponencial, hasta perderla de vista.
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arriba, e impedidos de manos nos corresponden acaricián-
donos con sus lenguas. Pero no desesperes, que ya vamos
allá; si lo menciono es porque es necesario.
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mí, que me sentí como cuando despiertas en lo mejor del
sueño; fue entonces que sentí las miradas.
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¿Cuándo llegaron?, no sabemos.
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Fue entonces cuando sentí dos manos deslizarse con
gran facilidad por debajo de mi espalda y, tirándome de las
axilas, me arrastraron un par de metros, luego de los cuales,
mi cuerpo se fue enderezando despacio, no hasta ganar su
vertical, pero inclinado de tal modo que, todavía sin poder
voltear, en algún punto pude ver que ahí seguía mi casa, la
única casa que tuve en vida. Me hubiera sonreído de haber
podido, y de poder hablar me hubiera despedido: ¡Adiós, mi
guayacán!
Mi guayacán querido.
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heladísimos aires de aquella altura, le sacaron la capucha,
dejando al descubierto su rostro fascinante (que algo tenía
de triste), y una larga cabellera que, aunque estropeada por
plastas de inmundicia, lo hacían lucir imponente e inalcan-
zable.
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—No puedo decirte mucho por ahora— contestó él, y
aquella como tristeza que me había parecido captar en su
cara, se agudizó o se trocó por otra cosa que no supe defi-
nir, y me advirtió:
—Te puedo asegurar que, si aceptas, te vas a arrepentir
más de una vez, pero tendremos ocasión de resolver mucho
más que preguntas, y aunque al final terminarás pensando
que no valió la pena, de todas formas, ya estás muerto.
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Verse llover
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lejanía ese punto suspenso que es el mundo, al que tanto
le gusta imaginar a la gente, hubo un tiempo remoto, en el
que, si lo mirabas desde el espacio, desperdigaba su resplan-
dor en verde y en azul.
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Pero lo vi salir, por debajo del puente (aún llevaba pues-
ta su mirada), y justo a la mitad del borde del puente y de la
superficie del caudal oscuro que corre en la Ribera, ahuecar
una mano para atraparme, esto resulta más borroso para mí
que para ti, porque, hay gente (lo pude ver la segunda vez
que nací) que vio al ángel, y hay quienes juran que no hay
cosa más alejada de la realidad.
72
Lo que será
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para enseguida, adquiriendo un semblante ceremonioso,
exponer la cuestión:
—Lo que ha de suceder lo decidiremos de camino, reu-
nirte con los capitanes no es más que un trámite.
—¿Lo han aprobado, sin más?
—Digamos que le han dado el visto bueno. De hecho,
el que lo tiene que aprobar eres tú. Verás: tu propuesta fue
aprobada de forma general. La idea de unificar a las perso-
nas, retornando al unus, ya lo creo que podría traer consigo
generar todos los beneficios que planteas en el documento
que redactaste, y aún otros, que no sé si omitiste por cor-
tesía, o no te pasaron por la cabeza, pero da la misma. La
única razón por la que te hubieran podido amonestar, ya
se paseaba por el mundo en la flor de su adolescencia para
cuando nos reunimos a discutirlo, y aunque su existencia
suponía por defecto un acto punible de herejía, era también,
no obstante, el punto más prometedor y contundente. ¿Qué
hacer ante el milagro de la vida, que, ya por la inercia en
que gira inmutable la naturaleza, ya por curso retorcido de
obscenas insistencias y fatalidades, se abre camino, con la
ingenua ventura de quien no sabe?—
—Mi hijo—, murmuró Laudo tras la disertación de su
acompañante, resignándose al perjuicio propio que aque-
llas palabras entrañaran. Luego se quedaron mirando por
un momento, como si ambos dieran por hecho que le toca-
ba mover piezas al otro.
—El mismo que nos está esperando— corroboró el
acompañante, agregando mientras se levantaba de forma
inesperada—, aquí nos bajamos, profesor, no es el camino
más corto, pero quedan de paso los mejores tacos de asada
que probará en la vida—.
—¡No se me hubiera ocurrido algo más bello, para este
mediodía!—, se relajó el profesor, sin darse a penas cuenta,
olvidándose por un momento de él mismo y las circunstan-
cias en que se encontraba respecto al resto del mundo. Pero,
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antes de abandonarse de lleno a esa sensación placentera
de normalidad, pensó que era mejor dejar todo bien dicho
y redicho; ya después, se imaginó, ingenuo, habría ocasión
para la más pequeña de las felicidades.
—Tal vez podríamos resolver aquello de tomar decisio-
nes durante el viaje, antes de que alcancemos la esquina de
los tacos.
—Cuando buscaste el renacimiento del andrógino, con
obstinación de necio y paciencia de esfinge, tomaste todas
las decisiones que lo tocan— respondió sin dejar de cami-
nar el inquirido, con las manos tomadas por detrás de la
espalda—. Dalo todo por hecho bajo nuestra palabra, inque-
brantable—.
—¿Y para qué el preámbulo?— reprochó Laudo, aunque
más sorprendido que indignado.
—Ellos prefieren no tomar partido, porque su fallo, en
contra o a favor, anularía el principio del albedrío, lo que
es inadmisible. En cambio, piden que ustedes mismos con-
fronten el total de opiniones, y que sea lo que aclame la
mayoría.
Laudo dudó sobre la pertinencia de exponer las dudas
que lo acosaban; luego de un par de minutos se animó pre-
guntar:
—¿Cómo harían el cómputo de…— se detuvo, indeci-
so—, las opiniones?
— A través de las urnas, naturalmente.
—¿Urnas? —repitió incrédulo.
—A menos que improvises una alternativa menos de-
fectuosa, mejor ve haciéndote a la idea de la democracia.
—Pero, ¿por qué hacer votaciones?— preguntó enco-
giéndose de hombros y subiendo las manos abiertas, a pe-
sar de que el interrogado caminaba por delante de él, y se
apuró a puntualizar: es decir... ¿no saben ya la decisión que
tomaremos… que tomaríamos?
—No de forma absolutamente literal,— inició el guía,
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volteando a ver a Laudo sin dejar de caminar, al mismo
tiempo que, con los ojos brillosos y arqueando las cejas,
señalaba a un puñado de personas que amontonadas alre-
dedor del puesto—, el porvenir, por decirlo de un modo, o
las cosas que sobrevendrán, están sujetas al albedrío, al que
nunca hay que subestimar.
—Permiso, permiso— repetía mientras se habría paso
entre la gente—. Dos quesadillas de asada por favor. De tal
suerte que, no las cosas que pasarán, sino las cosas que po-
drían o no pasar.
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—Imagina un camino —dijo su guía, dibujando en el aire
una línea horizontal con el índice y apurando el paso— lue-
go imagina que caminas por él, y en el trayecto, cortas una
granada; te muerde un perro y cruzas tu mirada con una
señora hermosa, y los dos quedan presos de ambos. Laudo
hacía un esfuerzo para seguirle el paso, e intentaba poner
toda su voluntad en aquello que oía para no perderse ni una
vocal. Imagina que vuelves, por quién sabe qué causa, ya te
has comido la granada, aunque ya no está el perro, conti-
núa la mordida en tu chamorro y la hermosa señora, aunque
estuviera presa todavía, ya no está más en el camino, y no
sabremos ya dónde ha quedado.
Laudo intentó repensar la respuesta para ver entre lí-
neas, pero no tuvo tiempo, porque su guía apuró su carrera;
reparó que el sitio por el que transitaban no le era familiar,
volteó hacia atrás por ver si encontraba algún rastro que
lo ubicara un poco, pero fue en vano. Intentó mantener la
compostura y le pareció que aquello debía concretarse de-
clarándolo, o con un apretón de manos:
¿Qué tenemos que hacer para que este asunto quede fir-
mado?—
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fijamente, para finalizar:
—A partir de aquí no puedo hablar ni responder más;
tómate el tiempo que necesites.
Con los ojos puestos en ninguna parte, el profesor repa-
só lo más rápido que pudo las posibilidades, y en un esfuer-
zo de sabiduría práctica, resolvió que, después de la muerte,
no hay cosa en el mundo y en la vida que pueda ser más
lamentable o más temible.
—Siempre y cuando la vida de mi hijo no esté condi-
cionada por mi respuesta, asumo y me hago cargo de todo
cuanto pudiera derivar de esto— y agregó, pero más bien
como que no era parte de su respuesta, sino una exhala-
ción involuntaria: Al fin y al cabo, la vida que vivimos en
este mundo perfectible, la construimos para que sean otros
quienes, con suerte, puedan vivirla con poca más ventura.
El silencio repentino acentuó el enigma del rostro de su
guía. Tomándolo por una mano, lo jaló a gran velocidad y se
encaminaron hacia una encrucijada. Al fondo de lo que pa-
recía un muelle, junto a una barca, lo esperaba su hijo, con
una sonrisa serena y el corazón palpitando como si fueran
dos.
Te escucho.
X
T
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Índice
Un depa en la Luna 1
La aparición 53
Verse llover 69
Lo que será 73