ALEGRE Desigualdad y Trabajo

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De Prácticas y discursos/ Universidad Nacional del Nordeste/ Centro de Estudios Sociales

Año 5, Número 6, 2016 (Enero-Julio) ISSN 2250-6942

Desigualdad y trabajo: un camino a revertir


Inequality and work: a way to reverse∗

Javier Alegre ∗∗

Resumen
El presente artículo aborda el notable crecimiento de las desigualdades
socio-económicas a escala global, dado en las últimas décadas a partir de la
imposición de políticas neoliberales, y el modo en que el trabajo participa de
esta situación. Más específicamente, apunta a mostrar rasgos y consecuencias

de las desigualdades propias de las sociedades actuales, tanto a nivel regional


como mundial, a analizar el desempeño del trabajo dentro de ellas y a brindar
aportes conceptuales dirigidos a precisar el modo en que el trabajo puede ser
entendido como fuente de mayores niveles de igualdad. Para ello, se recurre, en

un primer momento más descriptivo, a la presentación de estudios y


estadísticas actuales y, en un segundo momento más propositivo, a la

vinculación con discusiones teóricas referidas al fin del trabajo, la sociedad


poslaboral y la centralidad y revalorización del trabajo.

Palabras clave

Sociedades contemporáneas, distribución del ingreso,


centralidad del trabajo.

∗ Artículo recibido el 21 de Abril de 2016. Aceptado el 19 de Julio de 2016.


∗∗ Universidad Nacional del Nordeste. (pillancho@yahoo.com.ar)
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Año 5, Número 6, 2016 (Enero – Julio) ISSN 2250-6942

Abstract

This article discusses the remarkable growth of socio-economic inequalities


given in recent decades in the word due to the imposition of neoliberal policies and also
the way the work is involved in this situation. More specifically, it aims to show features
and consequences of inequalities in today's societies, both regionally and globally, to

analyze the performance of work within them and to provide conceptual contributions
targeted to explain the way the work can be understood as a source of higher levels of
equality. To that matter, in a first descriptive moment the paper presents current studies
and statistics and, in a second purposing moment, it links with theoretical discussions in

regard to the end of work, the poslaboral society and the centrality and enhancement of
work.

Keywords

Contemporary societies, income distribution, centrality of work.

Introducción

La defensa de la igualdad por parte de los diversos tipos de igualitarismo se basa


en que todos los seres humanos son iguales en dignidad y en valor, por lo que
ameritan poseer iguales derechos y similares condiciones fácticas de vida.1 Esta
igualdad implica muy diversos aspectos, pero podemos identificar sus principales
formas en: a) igualdad jurídica, que procura la igualdad legal de oportunidades,
eliminando privilegios y barreras jurídicas contra la dignidad humana; b) igualdad
política, que se refiere en forma directa a los modos de elección, representación y
participación políticas; c) igualdad social, que busca contrarrestar las inequidades

1
Esta convicción, si bien tiene como clave a componentes éticos y sociales, también posee al mismo
tiempo sustento científico-biológico: el Proyecto Genoma Humano confirmó en 2003 que todos los
individuos compartimos una carga genética idéntica en un 99,9%.

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sociales y garantizar la posesión efectiva de condiciones y oportunidades sociales


estructurales en toda la población; y d) igualdad económica, centrada en la distribución
y redistribución de la riqueza socialmente producida y las condiciones y posibilidades
económicas de los individuos. Si bien las desigualdades están presentes de modo
patente en cada una de ellas, consideramos que en la actualidad las dos últimas esferas
reclaman una mayor atención debido a que las desigualdades se han extendido
globalmente en forma más acentuada en dichos ámbitos.

Vivimos en sociedades cada vez más desiguales, menos equitativas: las


desigualdades socio-económicas se expresan progresiva y drásticamente en los más
diversos órdenes de nuestra vida y por eso mismo se han convertido en un signo
distintivo de nuestra época. El crecimiento de la desigualdad no sólo es percibido de
forma patente en nuestra realidad cotidiana, sino que además es confirmado de
manera reiterada por distintas estadísticas a nivel nacional y mundial, y en este
aumento de la desigualdad influyen diferentes razones económicas, políticas, sociales y

culturales. El presente artículo apunta a mostrar las características e implicaciones de


las desigualdades socio-económicas que pueblan las sociedades actuales (tomando
como eje central la distribución del ingreso), a analizar el desempeño del trabajo en
este contexto y a brindar aportes conceptuales dirigidos a que el trabajo sea entendido
del modo más apropiado como vector de igualdad en el mundo contemporáneo.

En pos de lograr estos objetivos, el escrito está estructurado en tres partes: a) la


primera, destinada a presentar algunos rasgos de los crecientes niveles de desigualdad
socio-económica en las últimas décadas y las consecuencias que ello trae aparejado a
nivel social e individual; b) la segunda, que sirve para precisar ciertas características y
funciones que adquiere el trabajo y la distribución del ingreso en las desiguales
sociedades actuales; y c) la última, en que se esbozan algunas precisiones y distinciones
teóricas acerca de las posibles vinculaciones entre trabajo e igualdad a través de un
breve recorrido crítico sobre cuestiones conceptuales vinculadas con mercado laboral,
fin del trabajo, sociedad poslaboral y vigencia y centralidad del trabajo.

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I) Desigualdad en las sociedades actuales: orígenes, características y


consecuencias

En este apartado presentamos y analizamos evidencias estadísticas en favor de dos


afirmaciones sencillas y que incluso están desprovistas de novedad, pero que no por
ello carecen de importancia, sino exactamente todo lo contrario. Estos dos puntos
constituyen la base de nuestro abordaje y sostienen: a) que la desigualdad económica
aumentó notablemente a escala mundial en las últimas décadas, y b) que el aumento
de esta desigualdad trae consecuencias negativas para la vida humana en general,
independientemente de cuál sea la situación particular de cada individuo. Abordamos
en forma progresiva estas dos cuestiones en el presente tramo, al igual que en el
próximo apartado lo hacemos refiriéndonos específicamente al mundo del trabajo.

El incremento de las desigualdades en muy diversos niveles ha seguido un proceso


notorio y constante desde finales de los ‘70, a partir de la ola de globalización
neoliberal de alcance mundial. La redistribución de la riqueza y el aumento de la

igualdad social generados por el Estado de Bienestar (basados en la implementación de


impuestos progresivos, la extensión de los mecanismos de seguridad social y los
procedimientos de regulación colectiva del trabajo) retrocedieron enormemente tras el
ocaso de este modelo de Estado y la aplicación de los programas neoliberales. Las
políticas e impuestos redistributivos, insignias distintivas del Estado Providencia,
instauraron una solidaridad socio-económica estructural, ya no dependiente de la
voluntad individual o la caridad como antaño, que condujo a que durante las tres
décadas gloriosas (período ´45-´75) se alcanzase un nivel de distribución de la riqueza
manifiestamente más equitativo si tomamos en cuenta –para no ir más atrás en el
tiempo– los inicios del mismo siglo XX.

A mediados de la década del ´70 la entrada en recesión del conjunto de los


principales países capitalistas agrupados en la Organización para el Comercio y el
Desarrollo Económico (OCDE) generó un terreno fértil para que las propuestas
neoliberales tomasen vigor y fueran implementadas en forma metódica a gran escala.
El núcleo duro del programa neoliberal, constituido por la desregulación económica
(disminución o supresión de los controles sobre el movimiento de capitales, las

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transacciones monetarias y las inversiones financieras especulativas), las privatizaciones


en masa del sector público (petróleo, metalurgia, electricidad, telecomunicaciones,
sistema previsional) y la disminución del tamaño del Estado y de los gastos públicos
(ajuste estructural), implicó un recorte drástico en los programas de seguridad social y
los gastos sociales estatales (al considerárselos gastos parasitarios que desequilibran la
balanza fiscal), con el consecuente aumento de la desigualdad y la exclusión social en la
población más desprotegida. La aplicación de reformas fiscales tendientes a reducir los
impuestos sobre las ganancias, el aumento e instauración de una tasa constante de
desempleo para naturalizar las condiciones precarias y flexibles de empleo, y una
creciente brecha económica entre los sectores más ricos y los más pobres -dentro de
un mismo país y entre los distintos países- pasaron a ser entendidos como elementos
que incentivarían la inversión y dinamizarían la economía de mercado y el sistema
productivo.

Estos lineamientos político-económicos generaron que desde fines de los ’70 la

desigualdad económica aumentara notoriamente dentro de las diferentes naciones y


entre los países más ricos y el resto del mundo. Un ejemplo claro a nivel nacional es la
principal economía del mundo, Estados Unidos, donde la concentración de la riqueza
en la década 2000-2010 batió todos los récords históricos (superando los registros de
la década de 1910-’20, que hasta entonces era la más desigual desde que se tienen
mediciones estadísticas) y alcanzó un coeficiente de Gini de 0,49; tendencia que
también se refleja en los demás países desarrollados (Piketty, 2014: 29 y 273). A su vez,
en lo que hace a las desigualdades entre países, el ingreso mensual promedio de los
habitantes de los países ricos (Estados Unidos, Unión Europea y Japón)- es entre 10 y
20 veces mayor que en los países pobres: a principios de la presente década en los
primeros el ingreso promedio per cápita rondaba en 2500/3000 euros al mes, en tanto
que en los segundos era de 150/250 euros (Piketty, 2014: 81-84). Y en cuanto a la
concentración de la riqueza a escala global, el 1% de los más ricos del planeta posee
aproximadamente el 80% de la riqueza mundial (dentro de los cuales, el 0,1% ubicado
en el tope concentra alrededor del 20% del total); en tanto que el 50% más pobre de la
población mundial sólo dispone del 5% de la riqueza total (Piketty, 2014: 482).

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Piketty, en su interesante y amplio análisis al que retornaremos en diferentes


ocasiones, plantea que la conjunción que se viene dando desde la década del ’70 entre
una baja tasa de crecimiento del ingreso y la producción, por un lado, y un elevado
rendimiento del capital, por el otro, desencadena una clara sobrevaloración del capital
frente al ingreso, lo cual ocasiona que la concentración de la riqueza se incremente en
forma aguda y se generen desigualdades cada vez mayores dentro de las diferentes
sociedades. Cuando el rendimiento del capital acumulado en un país supera de modo
notable la tasa de crecimiento del ingreso nacional (por arriba del 500 o 600%, es decir,
cuando el capital supera en forma estable en más de 5 o 6 veces a la producción anual),
la riqueza acumulada pasa a predominar sobre los ingresos productivos que se generan
y se da la perpetuación de los patrimonios ya obtenidos, con la consecuente falta de
redistribución y movilidad social, lo que no puede tener otro resultado más que el
aumento creciente y sostenido de la desigualdad a nivel mundial. Este aumento de la
participación del capital en los ingresos nacionales a escala planetaria tiene por
contrapartida necesaria la disminución del porcentaje destinado al trabajo y la
producción; es claro que en estas condiciones “el empresario tiende inevitablemente a
transformarse en rentista y a dominar cada vez más a quienes sólo tienen su trabajo.
Una vez constituido, el capital se reproduce solo, más rápidamente de lo que crece la
producción. El pasado devora al porvenir” (Piketty, 2014: 643).2

Estos fenómenos y tendencias registrados a nivel mundial han ejercido una clara
influencia y encontrado su réplica en la configuración económica de nuestro país. En el
contexto nacional, los datos disponibles demuestran una evolución similar en lo que
hace a la concentración de la riqueza y al aumento de las desigualdades económicas en
los períodos de aplicación más ortodoxa de los programas neoliberales. El modo en
que las nuevas condiciones políticas y económicas impactaron en la distribución de la
riqueza que imperaba en nuestro país a mediados de los ’70 refleja una clara ruptura

2
Piketty demuestra que la relación capital/ingreso a nivel mundial, tomando como punto de partida los
inicios del siglo XX, sigue una forma de U: en la actualidad estamos alcanzando los mismos niveles de
concentración que existían hace un siglo -alrededor del 500%-, tras haber atravesado el período de mayor
proximidad a mediados del XX tras las guerras mundiales y la instauración del modelo de Estado de
Bienestar -por debajo del 300% entre 1950 y 1970- (Piketty, 2014: 217). Es decir, luego de un período más
igualitario, estamos en una nueva fase netamente desigual en este aspecto también.

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con la fase redistributiva precedente y significó una notoria profundización de las


desigualdades económicas, sociales y laborales, que continuaron a ritmo creciente
hasta llegar a su punto cúlmine con la crisis de 2001-2002, momento a partir del cual se
registra una paulatina disminución de la desigualdad en los ingresos (INDEC, 2015a;
Gasparini et al., 2013; Beccaria, 2006; Altimir et al., 2002).3 La desigualdad en Argentina,
históricamente baja en comparación con el contexto latinoamericano, aumentó durante
las décadas del ’80 y ’90 en forma rápida y superó al promedio de los demás países
latinoamericanos en ese período, por lo que a inicios del siglo se aproximó al promedio
general del continente. Al respecto, Gasparini et al. (2001: 25) sostienen que:

…la desigualdad en la Argentina se mantuvo en niveles estables durante


varias décadas. A mediados de los setenta se inicia una etapa caracterizada
por tres episodios de fuerte aumento de las disparidades de ingreso: la
segunda mitad de los setenta, fines de los ochenta y gran parte de los
noventa. La desigualdad en la Argentina se sitúa en la actualidad en un
nivel alto si se lo compara con los registros históricos; en un nivel bajo si se
lo compara con el resto de los países de América Latina; y en un nivel alto
si se amplía la comparación al resto del mundo.

En cuanto a las consecuencias que trae aparejado el incremento de las


desigualdades, tomamos como base los estudios realizados por Wilkinson y Pickett en
sociedades desarrolladas sobre los efectos negativos que produce la desigualdad
económica en indicadores sociales y de salud. En las sociedades contemporáneas, el
aumento del consumo y las disponibilidades materiales va acompañado de un malestar
individual generalizado y de múltiples problemas sociales producto del crecimiento de
la desigualdad, lo cual afecta al conjunto de la sociedad, no sólo a los más
desfavorecidos, aunque es claro que éstos son los que sufren en forma más patente las
peores consecuencias de la desigualdad: “…además de saber que los problemas

3
De las diferentes dimensiones que dan cuenta de las desigualdades socio-económicas en el país -
ingresos, ocupación, salud, vivienda, educación, etc.-, en el próximo apartado especificamos algunos datos
referidos a la distribución del ingreso y la posesión de empleo -coeficiente de Gini, ingreso medio e índice
de desocupación- tomados a partir de estadísticas oficiales o bien de autores que elaboran sus propias
series a partir de datos disponibles fiables.

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sociales y de salud son más comunes entre los sectores menos favorecidos de cada
sociedad (…), ahora sabemos que el peso general de estos problemas es mucho mayor
en las sociedades más desiguales” (Wilkinson y Pickett, 2009: 38).

Los análisis estadísticos elaborados por estos autores demuestran que el aumento
de la desigualdad está vinculado con la disminución de la confianza, la cohesión, la
reciprocidad entre las personas y el promedio de esperanza de vida, a la vez que
genera subas notorias de ansiedad, depresión, stress, consumo de alcohol y drogas,
enfermedades mentales, obesidad, maternidad adolescente, violencia, delincuencia y
homicidios, entre otros fenómenos problemáticos que aquejan a las sociedades
contemporáneas. Además, la movilidad social intergeneracional es menor en los países
con mayor desigualdad de renta, lo cual se explica porque estos países destinan menor
porcentaje al principal agente de movilidad social: la educación. Los autores explican
por qué la desigualdad trae efectos tan nocivos para los lazos sociales en forma simple:
“…la calidad de las relaciones sociales se construye sobre cimientos materiales. La

escala de las diferencias en la renta tiene un efecto poderoso en nuestra manera de


relacionarnos” (Wilkinson y Pickett, 2009: 23).

De aquí que las profundas desigualdades del mundo contemporáneo conlleven el


empeoramiento de la calidad de vida de sus integrantes, reflejado en las estadísticas de
los problemas sociales y de salud que aquejan a toda la población. Por supuesto que
esta desigualdad ascendente afecta en especial a quienes se encuentran más
desprotegidos, pero produce un deterioro general de las condiciones de vida y del lazo
social para el conjunto de la población; tal como lo sintetiza Rosanvallon (2012: 315)
basándose en estadísticas previas de Wilkinson: “…las desigualdades, y éste es el punto
esencial, no afectan tan sólo a los más desfavorecidos sino que tienen un efecto
deletéreo para todos”.4 A su vez, en sentido inverso, las consecuencias de alcanzar
mayores niveles de igualdad impacta positivamente en la totalidad de la población,
incluidos los más ricos, aunque produce una mejoría sensiblemente mayor en la calidad
de vida de los sectores ubicados en la escala inferior de la sociedad.

4
Rosanvallon se basa en un estudio previo realizado en la misma línea por Wilkinson (2005), donde ya
analiza el modo en que las desigualdades impactan sobre los niveles de salud psico-física de la población.

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El trabajo de Wilkinson y Pickett abarca las estadísticas de 23 países desarrollados,


de ellos los que mejores indicadores sociales y de salud presentan son los que tienen
mejor distribución de la riqueza -Japón y los países escandinavos-, en tanto que el que
peores indicadores tiene es Estados Unidos, el país con mayor desigualdad de ingresos,
en lo que se refleja que no es la riqueza -Estados Unidos es el país con mayor PBI per
cápita del mundo-, sino la igualdad la que genera mayor bienestar social (Wilkinson y
Pickett, 2009:199). Si bien Argentina no se encuentra dentro de la lista de países
abordados en el estudio, es razonable prever que los resultados no serían muy distintos
en vista de las características estructurales de nuestro país y el modo en que se da la
evolución del bienestar: el crecimiento económico impacta favorablemente en forma
marcada en el grado de bienestar y la esperanza de vida sólo en los países más
subdesarrollados, una vez que los países han alcanzado cierto desarrollo -tal es el caso
de nuestro país-, el aumento de la riqueza deja de poseer el mismo efecto y los
indicadores sociales y de salud tienden a estancarse. Es decir, el crecimiento económico
sin redistribución de la riqueza no es un vector que conduzca al bienestar general en
países como el nuestro.

Este mismo efecto de amesetamiento se reproduce a nivel individual, una vez


alcanzada una posición que permite cubrir las necesidades básicas en forma estable y
adecuada, ya que para la salud y el bienestar propios no es tan importante el volumen
material que se posee, sino el lugar que ese volumen ocupa en la jerarquía social; las
personas ricas poseen en promedio mayor bienestar y salud que las personas pobres
de su sociedad, pero la variación en el caudal de bienes entre diferentes sociedades no
se traslada en forma proporcional al bienestar personal (Wilkinson y Pickett, 2009: 24-
30). Es decir que el aumento en la capacidad de consumo no se refleja en forma directa
en los índices de bienestar de los individuos, ya que la satisfacción provista por el
consumo de bienes se guía muchas veces por parámetros vicarios -se consume para las
otros más que para uno- y posicionales -se consume lo que confiere más status según
la apreciación social- antes que por el bienestar intrínseco que provee lo consumido.5

5
Estos lineamientos generales acerca del consumo ya habían sido planteados hace más de un siglo por
Thorstein Veblen (2000, primera publicación en 1899) en su clásica obra Teoría de la clase ociosa.

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II) Desigualdad y trabajo: características y consecuencias

El sostenido crecimiento de la producción y mejora en las condiciones de vida de


la población ocurrido durante las tres décadas gloriosas –sobre la base de las
instituciones del desarrollismo industrial, el pacto entre Estados, sindicatos y
corporaciones sólidos, la ciudadanía construida con relación a la figura del trabajador
asalariado y el predominio del fordismo en las organizaciones laborales– encontró
obstáculos insalvables para continuar con su curva ascendente y generó el terreno fértil
para la imposición de nuevas condiciones laborales por parte del neoliberalismo. En
este contexto, el sector privado deja de necesitar del ejército de reserva de mano de
obra provisto por el Estado de Bienestar, pues encuentra funcional una tasa de
desempleo alta y estable, con lo que se da un nuevo período signado por la presión
para reducir cargas sociales y aportes impositivos y el recurso tanto a la flexibilización
interna propia de la organización postayloriana -rotación, polifuncionalidad, trabajo por
objetivos, prácticas cambiantes, etc.- como a la flexibilización externa dada por el
notorio aumento de la movilidad en el mercado laboral.
La nueva fisonomía del ámbito laboral pasa a tener como eje vertebrador al
empleo precario o flexibilizado, por oposición al empleo típico o verdaderos empleos
distintivos de las tres décadas gloriosas, producto del aumento de la desocupación y el
retroceso de los derechos laborales en las diferentes organizaciones, con el fin de que
los trabajadores se vean obligados a aceptar peores salarios y/o condiciones de trabajo.
Así, las desigualdades en la esfera laboral tienden a ensancharse sobre la base de la
presencia conjunta de procesos que afectan la esfera laboral a escala mundial, tales
como: el ascenso e instauración de una tasa constante de desempleo y de empleo
informal, la precarización de los derechos y las condiciones laborales con el objetivo de
abaratar los costos empresariales -sin cobertura legal y social correspondientes-, la
notoria estratificación y desigualdad en los ingresos económicos, el aumento del
empleo a tiempo parcial, la inestabilidad laboral debida a los contratos temporales y el
descenso de las indemnizaciones por despido, el crecimiento de puestos de baja
calificación y remuneración en el sector de servicios, el desprestigio y debilitamiento de

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las organizaciones sindicales, entre otros fenómenos recurrentes en las últimas décadas
en el mundo del trabajo.
En nuestro país, al igual que en otras latitudes, estos procesos se manifestaron con
fuerza tanto en el plano fáctico como en el jurídico. Respecto del notable incremento
del desempleo y el subempleo, el momento más crítico de la aplicación de los
programas neoliberales en Argentina condujo a que en el primer trimestre del 2003 la
desocupación alcanzara el 20,4%, acompañada de una tasa de subocupación -
demandante y no demandante- del 17,7% (INDEC, 2015b); para dimensionar lo que
esto implicó en cuanto a destrucción del empleo, en las 500 principales empresas no
financieras del país se redujeron más de 100.000 puestos de empleo asalariado en una
década: se pasó de 610.258 puestos en 1993 a 503.532 en 2003, de acuerdo con la
Encuesta Nacional a Grandes Empresas (INDEC, 2007).

En cuanto al aumento de la concentración de la riqueza y las desigualdades en la


distribución del ingreso, esto queda claramente reflejado en la evolución tanto del

coeficiente de Gini y los ingresos medios de los hogares como en la participación del
1% más rico en Argentina en los ingresos totales. El coeficiente de Gini para nuestro
país en el período previo a la aplicación de medidas económicas ortodoxas fue de
0,367 (1974), en el momento inicial de la implementación más cruda del programa
neoliberal fue de 0,459 (1990) y en el peor momento de la crisis económica alcanzó el
0,551 (2002); en tanto que en lo concerniente al ingreso medio de los hogares
retrocedió de 1.138 pesos en mayo de 1993 hasta 775 pesos en mayo de 2002 (INDEC,
EPH). La desigualdad creciente queda expresada también en la participación del 1%
más rico, que a su vez es una radiografía de los momentos políticos por los que
atravesó el país: la participación del 1% superior tuvo su máximo récord histórico en
1943 -cuando acaparaba el 25,9% de los ingresos nacionales-, descendió a su nivel
mínimo en 1973 -sus ingresos representaban el 7,4% del total- y en el 2004 los
ingresos del 1% de la población más rica ascendieron nuevamente hasta el 16,75% de
los ingresos totales (Alvaredo, 2010).

Igualmente es necesario destacar que en la última década se registró una mejora


tanto en los niveles de empleo como en la disminución de las desigualdades en la

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distribución del ingreso en nuestro país. Según las estadísticas oficiales, la


desocupación descendió hasta el 5,9% en el tercer trimestre del 2015 y la subocupación
se ubicó en el 8,6% en igual trimestre (INDEC, 2015b); mientras que, en lo que hace a la
distribución del ingreso, el coeficiente de Gini del ingreso de la población ocupada, que
se encontraba en 0,449 a mediados del 2005, se redujo a 0,370 a mitad del 2015 según
los últimos datos disponibles del INDEC (2015a). De todos modos, consideramos que si
bien estos últimos datos demuestran una clara tendencia, no conviene entenderlos
como concluyentes tanto por la intervención ocurrida en el INDEC a partir del 2007 -y
la correspondiente puesta en duda de la fidelidad estadística de sus informes- como
por la reversión por parte del nuevo gobierno nacional de las políticas productivas y
salariales desarrolladas en la última década por el anterior gobierno.6

Además, el aumento de la flexibilización y precarización en las relaciones


laborales, las organizaciones del trabajo y los mercados laborales en nuestro país tuvo
por consecuencia una mayor inestabilidad e incertidumbre en las trayectorias socio-

laborales y una fragmentación creciente de la vida laboral de los individuos y, por otra
parte, fue acompañado por múltiples transformaciones en la legislación laboral que
avalaron y profundizaron la desigualdad y vulnerabilidad laborales (González, 2003; Del
Bono y Quaranta, 2010; La Serna, 2010; Chávez Molina, 2013). Este acompañamiento
legal a las reformas laborales estuvo presente tanto en tiempos dictatoriales como
democráticos, bajo la forma de resoluciones y leyes dictadas de manera extraordinaria
por el Poder Ejecutivo Nacional durante la última dictadura, o bien con la anuencia de
la mayoría parlamentaria durante la década del ´90.7 Estos cambios introducidos en la
normativa laboral sirvieron para dar un marco legal a prácticas que ya se venían
desarrollando con anterioridad -jornadas extensas, contratos basura, incumplimiento

6
Una interesante síntesis y exposición de los puntos en disputa y las miradas encontradas respecto de las
discusiones en torno de la desigualdad en nuestro país en la última década se encuentra en Kessler (2014).
7
Las transformaciones en la normativa laboral tomaron cuerpo mediante la aprobación de la Ley de
Empleo 24.013 en 1991, Ley de Formación y Empleo 24.465 en 1995, Ley de Empleo 25.013 en 1998 y la
Ley de Reforma Laboral 25.250 en 2000, las cuales avalaron la precarización y flexibilización laborales a
través de la legalización de diversas formas irregulares de empleo que incluían la extensión de los
contratos temporales y los períodos de prueba, la reducción de los aportes sociales -incluso excepción en
algunos casos- y de los montos de indemnización por despido, el debilitamiento de la negociación
colectiva, la disminución de las penas económicas para los empresarios en caso de empleo no registrado,
la introducción del régimen de pasantías, etc.

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de aportes sociales, no pago de indemnizaciones, etc.-, a la vez que establecieron una


estructura jurídica que permanece más allá de las condiciones favorables con que
contaban los sectores empresariales beneficiados por tales leyes cuando fueron
promulgadas y que dista mucho de haber podido ser revertida en la actualidad.
Respecto de las consecuencias generales, el marcado aumento de la flexibilización
y precarización laborales a nivel mundial, junto con el alza del desempleo y subempleo,
no sólo han implicado un marcado deterioro de la integración social (Castel, 1997), sino
que también traen nítidos efectos negativos en la esfera personal, afectiva y micro-
social, ya que el capital impaciente, preocupado por obtener ganancias a corto plazo,
vuelve disfuncional la idea de un progreso individual lineal y acumulativo a la larga y
acarrea consigo la inestabilidad emocional, el debilitamiento de la confianza informal,
el establecimiento de vínculos débiles -de baja intensidad y corta duración- y una
sensación constante de pérdida del control sobre las propias decisiones (Sennett, 2000
y 2006). Y al igual que en otros campos, en el ámbito laboral la desigualdad va en
estrecha correlación con el aumento de la vulnerabilidad estructural, ya que si las
diferentes partes que se encuentran en el mercado laboral parten de condiciones muy
desiguales –en cuanto a posesión de recursos, capacidades, formación, etc.–, la
fragilidad de la parte más débil se acrecienta y actúa como vector para la imposición de
exigencias cada vez mayores; “cuando una persona entra a un contrato en posición de
vulnerabilidad extrema, es probable que acepte casi cualquier término que se le
ofrezca” (Satz, 2015: 134-5).

En cuanto al impacto de las condiciones laborales actuales sobre la salud en


particular, estudios sobre el stress laboral han constatado que un status laboral bajo y
afectado por situaciones adversas está relacionado con un aumento de enfermedades
cardíacas, dolencias gastrointestinales, enfermedad pulmonar crónica, cáncer,
depresión y suicidio (Wilkinson y Pickett, 2009). Además, las sociedades desiguales
también presentan una mayor separación geográfica entre ricos y pobres, lo que
genera que los pobres tengan que cubrir mayores trayectos para ir a sus lugares de
trabajo, aumentando los niveles de stress, riesgo de accidentes, tiempo lejos del hogar,
exposición a mayor niveles de contaminación, entre otros efectos adversos. A su vez, el

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incremento de la desigualdad induce a que los individuos trabajen más horas para
lograr acceder a una mayor capacidad de consumo, en pos de alcanzar los estándares
de consumo propios de las clases más acomodadas que son apreciados socialmente
(efecto Veblen), así las jornadas laborales tienden a ser más largas y menores los días de
descanso en las sociedades desiguales, con lo que las personas ocupadas trabajan allí
considerablemente más que en los países que presentan mayores niveles de igualdad
(Bowles y Park, 2005).

En relación con esto, es interesante señalar que las desigualdades originadas en el


mundo del trabajo muchas veces encuentran su justificación en la idea de que las
sociedades contemporáneas responden a un modelo de competencia generalizada -se
toma a la competencia como el lazo social por excelencia-, modelo basado en la noción
de que todos los individuos compiten entre sí de acuerdo con sus propias capacidades
y talentos y el lugar al que se arriba finalmente depende de esos factores. Así, estos
discursos tienden a invisibilizar los diferentes puntos de largada desde donde parte

cada uno y desligan de mayores responsabilidades a las condiciones estructurales, a los


modos de organización de la sociedad y a los sectores dominantes, con lo que se
explica la muy desigual distribución final en el reparto del producto social vía recurso a
características y disposiciones individuales y se responsabiliza a los más desfavorecidos
por su propia condición. La asociación entre pobreza y pereza es una de las formas más
clásicas que adquieren estos discursos legitimadores subsidiarios de la ética del trabajo
basados en la concepción moralista del trabajo, que sirven para reforzar el malestar e
impotencia que deviene de un mercado laboral adverso a quienes ocupan el escalón
más bajo de la estructura social; al respecto Bauman (2003: 63) señala con propiedad
que “cargar la miseria de los pobres a su falta de disposición para el trabajo y, de ese
modo, acusarlos de degradación moral, y presentar la pobreza como un castigo por los
pecados cometidos, fueron los últimos servicios que la ética del trabajo prestó a la
nueva sociedad de consumidores”.

Para cerrar este segundo apartado, nos queda apuntar que la desigualdad
generada por la renta del capital es siempre mucho mayor que la generada por los
ingresos del trabajo, ya que la propiedad del capital está mucho más concentrada que

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los ingresos del trabajo, pero igualmente en tiempos recientes se han ensanchado
notoriamente a escala global las diferencias entre los ingresos del trabajo de los
sectores que se encuentran en los extremos de la escala. Asistimos en las últimas
décadas a la presencia y extensión del fenómeno concomitante de ejecutivos con
súper-salarios, por un lado, junto con trabajadores precarizados con salarios por debajo
de la línea de pobreza, por el otro. Esto ha generado que la desigualdad en los ingresos
del trabajo a nivel mundial siga una forma de U: en la actualidad retoma diferencias
similares a las existentes en la década de 1910, o bien va hacia esos registros, tras la
fase de mayor igualdad representada por el lapso que va del ’50 al ’70 (Piketty, 2015,
cap. 9). Es decir que sin duda alguna el trabajo también actúa como promotor de
desigualdades en las últimas décadas. Al respecto, los pronósticos acerca de que un
gran crecimiento económico a nivel mundial sea el factor clave para revertir esta
situación de creciente desigualdad no son muy favorables tomando como base las
progresiones estadísticas a largo plazo. Veamos: entre 1913-2012 el crecimiento anual
mundial fue del 3%, del cual 1,4% corresponde al aumento de la población mundial y
1,6% al incremento de la producción por habitante; ahora, este crecimiento no ocurrió
de modo uniforme, sino que se dio en forma variable: antes de 1950 el crecimiento
nunca superó el 2% anual, entre 1950 y 1970 alcanzó el 4% anual y a partir de ahí se
mantiene por debajo del 3,5%, con previsiones de continuar en disminución por la
merma en el crecimiento demográfico y porque los grandes impactos del desarrollo
tecnológico -generadores de saltos productivos enormes- ya han cubierto gran parte
del globo (Piketty, 2015: 90-117); por lo que las esperanzas de lograr revertir los graves
problemas generados por la desigualdad no pueden ser depositadas en forma unívoca
en el incremento productivo, sino que las posibles respuestas deben ser buscadas
también en otros órdenes.

III) Trabajo e igualdad: algunas precisiones teóricas

Nos encontramos viviendo entonces en sociedades en que los niveles de


desigualdad socio-económica han ido en sentido creciente y esto no se debe a
circunstancias momentáneas o coyunturales, sino que responde a cuestiones

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estructurales ínsitas en el corazón del neoliberalismo trasnacional de fines del siglo XX


y principios del XXI. Si bien podemos no dar por seguros los pronósticos pesimistas de
Piketty acerca de que las bajas tasas de crecimiento económico se mantendrán a lo
largo del presente siglo, con un desnivel cada vez más abrupto en la relación
capital/ingreso8 y el consecuente y marcado aumento de las desigualdades que ello
provocaría, tampoco podemos desconocer la ralentización del crecimiento productivo
en las últimas décadas y la profundización de las desigualdades tal como hemos
expuesto anteriormente. Es decir, esta situación problemática lejos está de retroceder
en el plano fáctico en el corto plazo y, a su vez, plantea nuevos desafíos teóricos a
quienes abogan por recuperar mayores grados de igualdad en general y en el ámbito
del trabajo en particular.

En relación con esto último, dedicamos este tramo final a realizar algunas
precisiones conceptuales acerca de las vinculaciones entre trabajo e igualdad en la
actualidad, para lo cual confrontamos o retomamos diversas posturas teóricas referidas

a la problemática que han tenido gran difusión en las últimas décadas, centrándonos
en particular en tres puntos: a) relación entre igualdad, eficiencia y mercado laboral; b)
posibilidad y conveniencia de abogar por el advenimiento de una sociedad poslaboral
a partir del derrumbe del trabajo típico, la reducción del empleo y la tesis del fin del
trabajo; y c) modo de entender la vigencia y centralidad del trabajo en pos de lograr
una sociedad con mayores niveles de igualdad.

Respecto del primer punto, desde nuestros lineamientos consideramos que es


necesario combatir la errónea idea de que la igualdad sería contraria a la eficiencia y
que se debería optar por una u otra, tal como fuera planteado en la clásica obra de
Okun (1982), sino que en el largo plazo sólo el crecimiento sustentado en niveles
crecientes de igualdad es el que puede proveer de mejores bases -educativas, sociales,
sanitarias, tecnológicas, etc.- para que el desarrollo no se vea interrumpido por el
reflujo de ciclos económicos, malestares sociales o ambas cosas a la vez. Desde el
credo neoliberal se propugna que la concentración de la riqueza y una desigualdad

8
Al prolongar sus secuencias estadísticas, Piketty (2015) encuentra que la relación capital/ingreso se
aproximaría al 700% a fines del actual siglo.

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marcada serían dinamizadoras del sistema económico ya que aumentarían las tasas de
ganancias, facilitarían la reinversión y actuarían como acicate para el esfuerzo y la
producción, pero esta visión no solo se desentiende de las profundas consecuencias
negativas que ello trae, sino que además subestima la cuestión de la (in)viabilidad en el
largo plazo de una sociedad en la que aumente incesantemente la exclusión y, a su vez,
tiende a considerar al mercado como algo que podría funcionar en forma eficaz
independientemente del empeoramiento de las condiciones de las demás esferas en
que se desarrolla la vida de los integrantes de la sociedad.

Al respecto, tal como demostrara señeramente Polanyi (2007) ya en la década del


‘40, los mercados no son solo organizaciones económicas, sino también sociales,
culturales y políticas, por lo que no se puede pensar su funcionamiento por fuera de las
relaciones que mantienen con las demás instituciones, ni deben ser evaluados
únicamente desde la óptica de la eficacia económica, sino también de las relaciones
humanas, la organización política y la justicia social. Esto que vale en general para

todos los mercados se aplica de manera especial para el mercado laboral, ya que en él
lo que se comercializa no son cosas o bienes, es la fuerza viva de trabajo imposible de
separar de sus portadores y de considerar independientemente de las imbricaciones y
consecuencias que presenta para ellos; es por eso que el mercado laboral posee una
gran capacidad para conformar jerarquías, hábitos, valores y subjetividades entre
quienes participan de él. Acerca de esta imposibilidad de considerar al mercado laboral
por fuera de sus vínculos e implicaciones para las demás esferas humanas, Debra Satz
(2015: 68 y 75) señala con acierto que:

…no se puede juzgar a los mercados laborales sólo en función de su


eficiencia. (…) Si los mercados laborales se organizan de modo que
terminan por producir servidumbre y pasividad, o bien por socavar las
capacidades de decisión colectivas de las cuales depende cualquier
sociedad democrática, podrá considerarse que ellos presentan una falla
aunque resulten eficientes en términos económicos.

En cuanto al segundo punto mencionado, la incidencia de las transformaciones


tecnológicas y productivas y la destrucción del empleo en la conformación de un nuevo

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tipo de sociedad, diferentes autores ya señalaban tempranamente en la década del ’70


que los avances informáticos y de las telecomunicaciones terminan con la esperanza
del pleno empleo y de los puestos asalariados estables propios de la sociedad
industrial (Bell, 1976; Touraine, 1973; Toffler, 1980; Habermas, 2003a) e incluso, ante la
nueva situación del mundo laboral, fue postulada la tesis del fin del trabajo. Ésta
encontró versiones optimistas a fines de los '70 (Gorz, 1982), de carácter intermedio
durante los '80 (Offe, 1985) y su concepción más pesimista en la década del '90 de la
mano de Rifkin (1997) –que gozó de gran difusión y originó múltiples debates–, quien
plantea en forma agorera que en el corto plazo desaparecería el cultivo de la tierra
producto de la revolución biotecnológica en el sector agrícola y que en 50 años –
pensemos que el libro fue publicado en 1995– los trabajadores de cuello azul del sector
industrial habrían pasado a la historia, con los consecuentes problemas sociales que
acarrearía para una sociedad estructurada aún sobre el trabajo.9

La tesis del fin del trabajo fue acompañada, en un nivel macro-social más teórico,

por la propuesta del advenimiento de la sociedad poslaboral, la cual tiene parte de su


inspiración temprana en Arendt (2003, primera edición en 1958) y es sostenida con
argumentos de variado cariz por diferentes pensadores, entre los que sobresalen
Habermas (1994, 2003b, 2003c y 2003d), Méda (1998), Gorz (1997 y 1998) y Offe (1992).
Desde la perspectiva de estos autores, los procesos y proyecciones actuales indican la
caducidad del trabajo como conformador por excelencia del lazo social, por lo que
avizoran el fin de las sociedades basadas en el trabajo y postulan el advenimiento de
una nueva formación social, la cual dejaría de tener al trabajo como factor privilegiado
9
Una buena exposición de las líneas de debate y principales respuestas frente a esta tesis del fin del
trabajo se encuentra en Neffa (2001). En cuanto a la descripción del mundo laboral hecha por Rifkin, si bien
tiene en cuenta los múltiples obstáculos que atraviesa el trabajo en las sociedades contemporáneas, no
dimensiona correctamente y exagera en forma negativa las proyecciones de los datos estadísticos, pues el
retroceso del trabajo humano en la producción no hace que esté para nada cercana su desaparición.
Además, punto crucial, aunque hace un diagnóstico muy negativo del mercado de trabajo, su propuesta
basada en el voluntariado no va contra éste, sino que lo complementa. Si bien el voluntariado está
dedicado a actividades cívicas y sociales que son necesarias promover para el bienestar común, es
indudable que por sus dimensiones poco podría hacer frente al poderío del mercado y las empresas
multinacionales. Tomar como base primordial de la solución al tercer sector implica que éste asuma bajo
su cargo tareas que el Estado ya no podría cumplir satisfactoriamente, pero esto serviría para descargar de
mayores responsabilidades al Estado respecto de condiciones y derechos laborales y, al ir reduciendo las
funciones y el poder del sector público, no habría obstáculos de importancia para el funcionamiento del
mercado; es decir que en parte actuaría en forma funcional a los intereses del sector privado y la
hegemonía de la lógica del mercado.

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de identificación, reconocimiento e integración sociales. Dado que el trabajo


socialmente necesario es cada vez menor –debido al desarrollo tecnológico, productivo
y económico– sería inconducente seguir proponiéndolo como eje de la vida humana y
entonces se lo debe hacer retroceder frente a otros elementos del mundo social -
acción, mundo de la vida, esfera política, comunicación, etc.-.

Quienes abogan por pasar a una sociedad poslaboral comparten en general el


acierto de señalar que las condiciones laborales actuales muchas veces van en contra
de una vida íntegra y satisfactoria, por lo que sólo muy parcialmente el trabajo puede
brindar las posibilidades de formación, integración y subjetivación que el industrialismo
pretendía adjudicarle en forma homogénea, pero asimismo las elaboraciones de estos
autores presentan falencias y riesgos insoslayables. Por un lado, tienden a concebir la
autonomía y cooperación como instancias por completo ajenas al trabajo, lo cual no es
ni debe necesariamente ser siempre así, por lo que resultaría más conveniente intentar
apuntalar y fortalecer los componentes de colaboración, reciprocidad y solidaridad

presentes en el mundo laboral antes que menospreciarlos o desconocerlos frente a los


factores negativos que también lo conforman.10 Por otro lado, suponen que la
disminución de la importancia del trabajo llevaría a reducir el impacto que tiene el
mercado sobre la vida de los individuos y terminaría por posibilitar el afianzamiento de
actividades y disposiciones ciudadanas más solidarias y humanizantes no contempladas
por dicha esfera, lo cual dista bastante de cumplirse en la práctica y se nos aparece
como una visión demasiado optimista, rayana con la ingenuidad, dado que en estos
tiempos el mercado coloniza cada vez más aspectos de la vida humana –
independientemente de que pueda prescindir en forma creciente de la mano de obra
gracias a los desarrollos tecnológicos– a través de los nuevos productores de sentido
predominantes en la vida moderna (consumo, medios masivos de comunicación,

10
Este aspecto criticado se expresa de modo patente en las elaboraciones de Méda, quien en sus
fundamentos teóricos repite en forma constante que el trabajo es una categoría histórica y dinámica -no
antropológica ni inmutable-, pero lo asocia invariablemente con aspectos forzosos y sufridos, invocando
de modo esencialista la cuestión de los orígenes de la actividad laboral, con lo cual niega la posibilidad de
que el trabajo en algún momento deje de estar asociado al esfuerzo penoso y el agotamiento humano.
Además, en su propuesta y la de Habermas es donde más claramente se expresa la supuesta confrontación
entre el trabajo y las otras esferas humanas, con lo que se ensancha la escisión entre las capacidades
laborales y las no laborales y se tiende a reforzar la oposición trabajador/ciudadano dentro de los mismos
sujetos.

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internet, etc.) que refuerzan los contextos simbólicos generados en y dependientes de


la esfera mercantil. Además, esta propuesta teórica está cimentada en el diagnóstico
del fin de las sociedades basadas en el trabajo –lo que está lejos de avizorarse en un
horizonte próximo– y dado que la esfera laboral ya no debería acaparar el centro de la
atención, pues no sería un elemento determinante para la estructuración y desarrollo
de las sociedades actuales, sus planteos pueden desembocar en un peligroso
desinterés por los sucesos del mundo del trabajo y así avalar implícitamente, por
omisión, muchas de las penosas condiciones y grandes desigualdades que el trabajo
viene generando en forma constante y creciente en las últimas décadas.
Por el contrario, abordando el tercer y último punto propuesto, las condiciones
actuales de trabajo obligan a replantear los modos de acercamiento a éste, pero es
inconducente pretender que las sociedades podrían continuar funcionando y
desarrollándose sin que el trabajo prosiga ocupando un lugar destacado en cuanto
factor de producción, socialización y subjetivación. Si bien la renta del capital genera
mayores ganancias que los ingresos del trabajo, tal como vimos en el anterior
apartado, y el capitalismo neoliberal se caracteriza por la proliferación de transacciones
financieras y maniobras especulativas independientes del mundo productivo en busca
del lucro inmediato, también es evidente que el trabajo es una fuente importante de
ganancias y de desigualdades y que el mercado no puede prescindir de la producción y
circulación de bienes y servicios para satisfacer las necesidades humanas y en estas
funciones es totalmente dependiente del trabajo. Por ello, el trabajo sigue actuando
como estructurador de la vida de la mayoría de las personas y continua teniendo un
lugar central en la determinación del tipo de organización social en que vivimos y
deseamos vivir; aunque, vale aclararlo, reconocer esto no implica recaer en los
discursos apologéticos del mundo del trabajo ni entenderlo como única vía regia para
acceder a sociedades mejores y más igualitarias.
Del mismo modo que conviene descargar al trabajo de varias de las funciones y
potencialidades casi salvíficas que se le otorgaron ingenua o interesadamente durante
la fase más eufórica del industrialismo, también es adecuado no decretar
apresuradamente su anacronismo y caducidad, sino resaltar tanto sus potencialidades

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positivas como negativas y examinar los vínculos e interrelaciones que mantiene con
otras esferas y actividades de socialización que presentan mayor margen de maniobra
frente a los meros criterios productivistas y de lucro que dominan la esfera laboral en la
actualidad. De aquí que desde el campo teórico resulte más apropiado defender la
centralidad del trabajo pero desde parámetros distintos a los del capitalismo actual, es
decir, no para legitimar las formas vigentes en el mercado laboral, sino para someterlas
a análisis y crítica más minuciosos, ya que las relaciones entabladas en el ámbito laboral
no son favorables o perjudiciales de por sí: el entrelazamiento dinámico del mundo
laboral con los procesos discursivos, culturales, distributivos y socio-económicos
convierte en estéril el intento de fijar al trabajo una significación y valoración
determinadas que vayan más allá de las condiciones específicas en que se desarrolla.
Esto implica intentar poner diques a la visión mercantilista del trabajo, no evaluarlo
únicamente en función del volumen de ganancias que genera, evitar todo retorno a la
ética del trabajo que enalteció sólo aquel trabajo que era adquirible en el mercado
capitalista, relegando a un lugar secundario las otras actividades, e incluir en los análisis
factores objetivos y subjetivos muchas veces descuidados, así como el surgimiento de
nuevos agentes y relaciones laborales; todo lo cual va de la mano de la revalorización y
ampliación del concepto de trabajo.11
De lo que se trata entonces es de reconocer que el trabajo es una instancia
compleja en que se ponen en juego las capacidades físicas, anímicas e intelectuales de
los individuos y un ámbito que requiere del desarrollo de conductas de cooperación,
solidaridad y entendimiento mutuo, de aquí que se constituya en un factor que no
puede ser desatendido ni enfocado con exclusividad desde los estrechos criterios
lucrativos del mercado de trabajo. A su vez, un enfoque de este tipo requiere prestar
atención especial a las importantes funciones que el trabajo cumple tanto a nivel
individual como social. A nivel individual, pues actúa como una fuente inalienable de
subjetivación, identificación e integración en el contexto inmediato, pudiendo hacerlo
en sentido positivo o negativo según las condiciones en que sea realizado y entendido;

11
Los posicionamientos teóricos que resaltan la vigencia, centralidad y ampliación del trabajo encuentran
respaldo en destacados autores de diversos puntos de nuestro continente, en particular sobre este tema
ver específicamente: Neffa (2003); De la Garza Toledo (1997 y 2010); Neffa y De la Garza Toledo (2001);
Neffa, De la Garza Toledo y Muñiz (2009); Richter (2011); Antunes (2013).

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vale aclarar que si bien el trabajo ya no es tan determinante en estas funciones tal
como lo fuera en buena parte del siglo XX, tampoco se ha convertido en algo que
carezca de peso en este aspecto. Y a nivel social, porque el trabajo, pese a todo, sigue
actuando como un gran estructurador social y un distribuidor de la riqueza, por lo que
es un ámbito de negociación por excelencia para intentar instaurar derechos sociales y
condiciones de vida en sentido progresivo; y aunque en este aspecto también ha
retrocedido su influencia respecto de la sociedad industrial, tampoco se han relevado
aún otros factores que puedan ejercer en forma eficaz su función redistributiva. Es por
ello que sostener la vigencia y centralidad del trabajo es congruente con el intento por
lograr sociedades más igualitarias.

A modo de colofón, sólo nos queda presentar en forma completa la secuencia


argumentativa que hemos intentado exponer a lo largo del escrito: i) en las sociedades
actuales se registra un ascenso de las desigualdades hasta alcanzar niveles
preocupantes; ii) este crecimiento de las desigualdades trae nítidas consecuencias
negativas para la salud psico-física de la población e intensifica los problemas sociales;
iii) el mundo del trabajo en estas últimas décadas, a través del aumento de las tasas de
desempleo y subempleo, el empeoramiento de las condiciones fácticas de empleo y
una distribución regresiva de los ingresos del trabajo, promueve y participa del
incremento de las desigualdades actuales; y iv) las elaboraciones conceptuales que
cuentan con más posibilidades de contribuir desde el campo teórico a revertir la
ecuación imperante entre trabajo y desigualdad son aquellas que se preocupan por
abordar el trabajo desde una óptica ajena al economicismo y eficientismo en el corto
plazo, por evitar las falencias y peligros presentes en decretar el fin del trabajo y la
inminencia de una sociedad poslaboral, y por resaltar la importancia del trabajo para
una vida satisfactoria y para el carácter progresivo o regresivo que adquieran la
distribución de la riqueza y las formaciones sociales. En definitiva, la preocupación por
los fenómenos y procesos del mundo laboral actual debe contribuir a detectar, enfocar
y así evitar allanar el camino a los problemas y dificultades generados por mercados de
trabajo cada vez más flexibilizados e inequitativos. Comprender y dimensionar los

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niveles y consecuencias negativas de las crecientes desigualdades de la sociedad


contemporánea implica necesariamente atender a los diversos modos en que el trabajo
actúa como promotor de esas desigualdades.

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