Behm-La Mirada Del Observador
Behm-La Mirada Del Observador
Behm-La Mirada Del Observador
ePub r1.5
Titivillus 05.11.16
Título original: The Eye of the Beholder
Marc Behm, 1980
Traducción: Beatriz Pottecher Gamir
Director de colección: Paco Ignacio Taibo II
El Porsche paró en medio del puente Camden. Lucy salió del coche,
arrojó la maleta al río y luego su peluca. Sacó otra peluca de su
bolso y se la puso. Ahora era pelirroja.
Volvió al coche y se alejó.
El Toyota la seguía a un kilómetro de distancia.
Aparcó el Porsche en la avenida Neatrour, a media manzana del
palacete de cartón piedra de los Hugo, y fue andando por Lambert
Crescent.
El Ojo la siguió a pie.
El portero del hotel Concorde la conocía.
—Buenos días, señorita Granger.
—Buenos días.
Entró al vestíbulo, cogió su llave del mostrador y se quedó
esperando, las manos en las caderas, a que bajase el ascensor.
El Ojo se hundió en una butaca del salón. El detective de la
casa, un cateto llamado Vorágine, lo reconoció y se acercó a él
haciendo muecas amargas.
—¿Qué te ocurre?
—Hola, Vorágine.
—Tienes un aspecto lamentable.
—He pasado toda la noche en vela. ¿Quién es ésa?
—¿Quién?
—La pelirroja de allá junto al ascensor.
—Se llama Granger. ¿Por qué?
—Muy mona.
—¿Estás tras ella?
—No, no. Sólo miro. Le sigo la pista a otra cosa.
—Entonces ¿qué puedo hacer por ti?
—¿Tenéis alojado a un cura baptista llamado Rathbone Living?
—¿Rathbone?
—El reverendo Jacob Rathbone.
—No creo. No te muevas; comprobaré el libro.
Anduvo sin prisa hacia el mostrador. La puerta del ascensor se
cerró tras la señorita Eve Granger.
Dic. 22 - En. 20 Esta semana habrá días buenos y malos, sonrisas y lágrimas, penas y
alegrías. La suerte aún sigue contigo, aprovéchala. Si planeas viajar, ahora es el momento.
Tienes un admirador secreto. Sé circunspecto.
Lo subrayó.
Él se levantó, cruzó el pasillo y se sentó a su lado. Pasó una
azafata.
—Un Martini, por favor —pidió él, y se volvió hacia Dorotea—.
¿Qué tomarás? —Ella no respondió. Se volvió de nuevo hacia la
azafata.
—Dos Martinis.
—No. —Dorotea bajó su libro—. Un coñac. —Y siguió leyendo:
Puso el libro a su lado. El Ojo estudió los rostros de las niñas. Annie
apresaba las esmeraldas en el puño y las hacía sonar como si
fueran dados.
Luego los dos se quedaron dormidos.
El Ojo soñó que bajaba andando por un largo pasillo. Pensó que
estaba de vuelta en el Ritz-Carlton. Pero no, abrió una puerta y vio
pizarras, un crucifijo, filas de pupitres vacíos. ¡Era un colegio! Abrió
la puerta, llamando a su hija por su nombre. Se encontró en una
habitación húmeda y vacía, de pie junto a un viejo con el rostro
carcomido, sentado en un trono, sujetando un mapa en el regazo.
Mientras iban caminando por la rampa, ella echó una ojeada a los
demás pasajeros.
—¿Busca a alguien? —preguntó Forbes.
—Pensé que quizás… un amigo mío pudiera haber venido para
despedirse.
Él presionó su muñeca.
—Tranquila —le susurró.
Ella lo miró, sobresaltada.
—¿Qué?
—Su pulso —dijo él—. Va demasiado acelerado. Tenga cuidado
con la hipertensión.
—Odio volar.
—Yo la cuidaré —la palmeó afectuosamente en el brazo—. Nada
le ocurrirá yendo conmigo.
Ella lo miró fijamente.
… los del 22 Dic. - 20 En. Los Capricornio comparten cumpleaños con Katy Jurado (1924),
Cary Grant (1904), Danny Kaye (1913), Tippi Hedren (1935), Guy Madison (1922), Desi
Arnaz (1953), Dorothy Provine (1937), Paul Scofield (1922), Linda Blair (1959), Ann
Sothern (1911)…
NOMBRE
FECHA DE NACIMIENTO 24 diciembre, 1952
LUGAR DE NACIMIENTO Trenton, N. J.
SEÑAS 1952-1963, calle Tyler, 227, Trenton.
N. J. 1963-1970, Hogar Municipal de Niñas
REFERENCIALES Mercer, Mercerville, N. J. 1970-1971
Encarcelación. 1971 presente X.
LUGAR DE CONDENA White Plains, N.Y. 1970.
Robo de coche. 13 meses, Granja
CARGO Y SENTENCIA Penitenciaria de Mujeres, Norwich, N. Y. Ago
70-Mayo 71.
Se oyó un rugir de motores. Una docena de chicos y chicas en
motocicletas llegaron por la carretera dando brincos. Llevaban
gafas, cascos de rugby y chaquetas de cuero blasonadas con
estrellas rojas. Pasaron en un tifón de polvo y ruido.
El Ojo levantó el dedo gordo y leyó su verdadero nombre, JOANNA
ERIS.
7
EN DICIEMBRE ALQUILÓ una tienda vacía en el centro de la
ciudad, un pequeño rectángulo moderno de cristal y ladrillo en la
calle Hope. En menos de quince días se convirtió en una librería: La
Biblioteca.
Justo al cruzar la calle había un hotel, el Del Río. El Ojo se
instaló en el cuarto frontal de arriba, manteniendo a su vez su
alojamiento en la pensión de La Ciénaga.
Durante la restauración de la tienda, ella llegaba cada mañana
temprano y se quedaba allí todo el día, supervisando el trabajo de
los pintores, carpinteros y electricistas. A la una llegaba el Bentley, y
ella y Ralph, sentados en una esquina, trataban de mantenerse
fuera del camino de todos. El chófer, Jake, se quitaba la chaqueta y
se pasaba la tarde serrando tablones y clavando clavos. El único
problema que tuvieron fueron las bandas de motoristas, bramando
arriba y abajo, aterrorizando a los peatones y, de vez en cuando,
tirando algo a las ventanas.
El Ojo se quedaba sentado en su habitación, observándolo todo
a través de unos prismáticos.
El día de la inauguración todos los Forbes estaban allí,
descorchando botellas de champagne y repartiendo bandejas de
sándwiches. Charlotte y Joan colgaron retratos de Proust y
Hemingway, Conan Doyle y Joyce en el escaparate. Basil se sentó
en un taburete y tocó canciones populares con una cítara. Ted se
quedó fuera, invitando a entrar a los transeúntes a tomar una
bebida. Un autor de bestsellers, amigo de Ralph, entró casualmente
y firmó ejemplares de su última novela. Una multitud se arremolinó
en la acera. Dos estrellas de cine aparecieron y se dejaron hacer
fotografías.
Hacia el mediodía, más de mil clientes habían comprado libros,
vaciando la mitad de los estantes.
Era Nochebuena, el cumpleaños de Joanna Eris.
Mucho tiempo sin verte. ¿Qué estás tramando? Te echo de menos terriblemente. Espero
que seas feliz. Por favor, no me olvides. Desearía tanto verte, pero sé que nunca podré.
Feliz Navidad.
Papá
Volvió a soñar con el pasillo. Todas las puertas se abrieron para él,
pero era domingo, y las aulas estaban vacías.
Todas menos una.
En el mismo aposento húmedo y vacío en el que una vez
conoció al Rey Leproso, ahora encontró a la vieja señora Hutch
escribiendo en la pizarra.
—Su hija ya no está aquí, señor Sabelotodo —le dijo ella—.
Ahora está bien colocada como embalsamadora en una funeraria.
—Y se rió como un chacal—. Un día de éstos le pondrán enfrente
un cadáver. Será el suyo. Ella le preparará para el entierro, sin saber
jamás que es el cuerpo de su papá el que está metiendo en la caja.
El tiempo pasa. Nada queda. Excepto viejas fotografías de rostros
jóvenes.
Miró detrás de ella. En la pizarra estaba escrita la palabra
Czechoslovakia, y de repente vio la solución al crucigrama número
siete. ¡Bendito Moisés! ¡Ahí estaba! ¡Ahí mismo, frente a él!
La señora Hutch lo borró rápidamente.
—No se preocupe por eso —le dijo—. Usted sabe lo que tiene
que hacer.
Se despertó sobresaltado. ¡Claro que lo sabía! Sólo había una
manera de evitar que matase a Ralph Forbes.
Ella sólo vio el tráfico que pasaba y el hotel al otro lado de la calle.
—¿Ocurre algo? —preguntó el cliente.
Ella se echó a reír.
—Alguien anda pisando mi tumba.
El Bentley se paró junto al bordillo. Jake se apeó rápidamente y
abrió la puerta trasera. Ralph bajó a la calzada. Llevaba el brazo en
cabestrillo y un pie liado con un pesado vendaje. Se ayudaba con
una muleta.
El Ojo se levantó de su silla estupefacto, y bajó corriendo las
escaleras hacia el vestíbulo. Salió a la acera justo cuando Joanna
se precipitaba fuera de la tienda. Se quedó frente a Ralph,
petrificada por la sorpresa. Él se encajó la muleta bajo el brazo y se
rió. La besó, se dio una patada alegremente en el pie vendado, Jake
también se reía haciendo muecas, boxeando con un adversario
imaginario, hablando atropelladamente.
El Ojo cruzó la calle aturdido.
Se oyó un zumbido de motores. Un enjambre de motocicletas
pasó como un rayo por su lado. Se volvió, vio los cascos de rugby,
las negras zamarras con estrellas rojas, las mandíbulas peludas, los
ojos saltones y desorbitados. Un chico rodó frente a él, a escasos
metros de distancia, su cara de yac resplandecía, su boca se rajaba
entreabierta en un gruñido salvaje.
El Ojo echó a correr.
El joven giró en seco y se lanzó zumbando tras él. El Ojo cruzó
de un salto la calzada hacia un portal. La motocicleta rebotó tras él,
rugiendo como una furia. Alcanzó a Ralph, lo envió haciendo
piruetas, dando bandazos sin control a lo largo del bordillo, luego lo
levantó por los aires y lo arrojó acrobáticamente al parachoques de
un coche que pasaba en ese momento. Éste lo arrastró un bloque
arriba, con los frenos chirriándole.
Joanna se abalanzó sobre el montón que yacía aplastado en la
cuneta. Cayó encima, gritando, apretándolo entre sus brazos.
Y en ese mismo terrible instante, el Ojo supo que ella nunca
había tenido intención de matar a Ralph Forbes.
Y en el tablero cuadriculado de Dios, una diminuta luz roja se
encendió en la calle Hope.
9
EN EL CEMENTERIO se situó a espaldas de la multitud, detrás de
un senador y un grupo de políticos locales. Joanna también se
quedó detrás, en un extremo de la familia, discreta y aislada,
sobriamente vestida, sin hacer alarde de un luto ostentoso.
Acabada la ceremonia, regresó conduciendo ella sola.
El Ojo se puso sus ropas de niñera y pasó por delante de su
casa empujando el cochecito de bebé. Estaba sentada en el MG en
el camino de entrada, contemplando las puertas del garaje. Bajó
apáticamente del coche y subió andando hacia Wilshire.
Él la siguió, las ruedas del cochecito rechinaban como grillos.
Cruzó La Ciénaga, pasando por delante de la pensión. Compró
un periódico y se quedó parada en la esquina de Sale leyendo su
horóscopo. Él ya sabía lo que aconsejaba la sección de Capricornio;
lo había leído.
Fue hasta el museo, luego dio la vuelta y regresó. Después giró otra
vez, atravesó Wilshire y subió paseando por Hamilton hacia San
Vicente. Luego bajó por La Ciénaga, de vuelta a Wilshire, y se metió
por Ledoux. Llegó al Drive, pasando por Oak Lane, y se detuvo. Se
quedó de pie con las manos en las caderas mirando fijamente la
casa. Subió al MG y salió retrocediendo del camino de entrada.
El Ojo corrió a Lane, rompiendo todos los récords de velocidad
de cochecitos de bebé. Tenía el coche aparcado en la esquina de
Ledoux. Dos niñeras de verdad lo observaron asombradas mientras
plegaba el cochecito y lo metía en el maletero. Saltó al volante y
arrancó. Eran las cuatro en punto. Estaba casi seguro de que iría a
La Biblioteca o a su banco. Condujo hacia el Olympic Boulevard.
El MG iba justo delante de él, acelerando para Santa Mónica.
Fue al banco y vació su caja de seguridad. Luego condujo a La
Biblioteca. Estaba cerrada todo el día. Abrió la puerta de entrada y
pasó delante de la estantería de libros de lujo hacia su mesa tras las
novelas. Se sentó, encendió un Gitanes. La caja estaba en el suelo
detrás de una maceta. La cogió, la puso en el regazo, marcó su
combinación y la abrió.
El Ojo se quitó la capa de niñera, el vestido, la toca y la peluca
de viejecita decrépita. Fue al Del Río, hizo su maleta, pagó la cuenta
y se marchó.
Al otro lado de la calle, Joanna abandonó La Biblioteca sin
molestarse en cerrar la puerta tras ella.
Fue a casa.
Él se preguntó si tenía tiempo de sacar sus cosas de la pensión
de La Ciénaga. Pero allí no había nada de valor, excepto su par de
zapatos favoritos. Decidió abandonarlos.
Ella sacó dos maletas de la casa, las metió dentro del MG. Subió
al coche y se alejó. No miró atrás. ¡Hola y adiós!
Se pasó dos meses dando vueltas y más vueltas por el sur de
California, alojándose en moteles y balnearios. San Diego, El
Centro, Lakeside, San Bernardino, San Isidro, Escondido,
Oceanside, Elsinore, Redlands, de nuevo San Bernardino, de vuelta
a El Centro. Arriba y abajo, entrando y saliendo.
Se cortó el pelo. Su piel había adquirido un tono de cobre
fundido, de tomar el sol. Vestía pantalones, suéteres y viejas
chaquetas. Bebía tres, a veces cuatro coñacs al día. Leía su
horóscopo cada mañana. Leyó y releyó Hamlet subrayando sus
páginas con rotuladores, verde, rojo, naranja y amarillo. Una tarde,
en un bar de La Jolla, hizo sonar una y otra vez La Paloma en la
máquina de discos, diecisiete veces.
Luego, en marzo, condujo de vuelta a Los Ángeles, aparcó el
MG y tomó un vuelo para Las Vegas. Allí pasó un mes con el
nombre de Leonor Shelley.
Perdió seis mil dólares jugando a los dados.
Los matones de la mafia agitaron sus antenas hacia ella, pero
debieron de percibir algún tipo de prohibición que les hizo dejarla en
paz. Quizá no fuera más que un viejo presentimiento demoníaco
italiano, una caracola marina tirrena que les avisó con su eco de
cattiveria. La observaban, rodeándola de un profundo cerco de
recelo, sin atreverse a intervenir jamás.
El Ojo rezó para que no se le ocurriera hacer nada allí. Si se
atrevía, le iban a atravesar el corazón con una estaca y a llenarle la
boca de ajo. Siempre y cuando se comportase, su anonimato era
absoluto e invulnerable.
Sabía que también le observaban a él, y que estaban
perfectamente al tanto de la extraña filiación que había entre él y la
señorita Shelley. No intentaron explicárselo. Simplemente
permanecían en la retaguardia y esperaban a que, tarde o
temprano, se marchasen.
El Ojo disfrutó de la experiencia. Era tranquila y segura. Ahora
no tenía que perseguirla las veinticuatro horas del día.
Un camarero o un minero sabían siempre dónde se encontraba y
no tenía más que preguntarles.
Se relajó y se tomó unas vacaciones. Comía regularmente y
ganó algo de peso. Dormía profundamente, sin sueños. Se agotaba
en un gimnasio, jugaba al balonmano, nadaba y ganó dieciocho mil
dólares en la ruleta. Le empezaron a gustar los Gitanes. Compró un
ejemplar de Hamlet y lo memorizó. Su pasaje favorito era:
Abandónala al cielo y a aquellas espinas que anidan en su pecho para herirla y punzarla.
Capricornio. La ausencia vuelve más afectuoso el corazón. Nada perderás yéndote sólo
una temporada para pensar las cosas detenidamente. Te atraerán costas desconocidas.
Presta atención a la llamada.
10
FUE A Los Gratos y a San José. A Palo Alto, a Redwood City y a
San Mateo. Fue a todas partes mostrando ampliaciones de las
fotografías de la Minolta a los recepcionistas de hotel, doncellas,
conductores de autobuses, camareras, mecánicos de gasolineras,
barmans, taxistas, peluqueros, mozos de estación y chicos
repartidores de periódicos.
Volvió a Beverly Hills, y la casa seguía vacía, con un cartel de
«Se alquila» clavado en el césped. Telefoneó a Ted Forbes,
haciéndose pasar por un antiguo compañero de colegio de Charlotte
Vincent de Nueva Jersey, y le preguntó si tenía su dirección.
—No, no la tengo —le contestó Ted—. Charlotte se marchó hace
meses a Los Ángeles. En marzo. Desde entonces no la hemos visto.
—¿Y cómo puedo localizarla?
—No tengo ni la más remota idea. Lo siento.
El Ojo tampoco tenía ni la más remota idea. Pasó por delante de
la librería en la calle Flope. Se había convertido en una barbería.
Se pasó dos meses en Alameda, girando en círculos
interminables, vagando por los campos, visitando Livermore, Tracy,
Stockton, Sonora, Angel’s Camp, Lodi, Pittsburg, Richmond,
Berkeley y Oakland. Pasó otro mes en San Francisco, comprobando
miles de hoteles.
Pero, en realidad, no tenía ninguna razón para creer que ella
siguiera en California. Simplemente no se le ocurría pensar en
ningún otro lugar donde ir a buscarla, no se le ocurría hacer ninguna
otra cosa. Salía de la cama a las seis de la mañana creyendo que
era el crepúsculo, e iba de un lugar a otro aturdido hasta el
mediodía, esperando a que se pusiera el sol; luego se metía de
nuevo en la cama y volvía a despertarse a las cuatro o las cinco,
pensando que amanecía. Una tarde se encontró en la playa de
Halfmoon y no tenía idea de cómo había llegado hasta allí; otra
noche se quedó dormido en su coche en un aparcamiento de San
Lorenzo y despertó cinco horas más tarde al otro lado de la bahía,
en la sala de espera de una terminal de autobuses en Belmont. Una
mañana se miró al espejo y se quedó asombrado de tener bigote.
Se pasaba las horas muertas tumbado en el suelo de su
habitación de hotel, rodeado de todas sus fotos, intentando
entresacar una imagen viva de la Joanna real, de la mirada de
rostros artificiales y pelucas, tratando de abstraer alguna sustancia
suya, absorber algo con lo que nutrir su esperanza. Esparció las
sondas de su radar en todas direcciones, por cientos de pueblos y
ciudades, pero ella se le resistía tenazmente.
Durante tres meses no hizo ni un solo crucigrama.
En agosto leyó en los periódicos que habían matado a tres
presos en un motín ocurrido en un bloque de celdas en la prisión de
San José. Uno de ellos era Dan «Ken Tuck» Kenny. Cumplía una
condena de diez años acusado de tráfico de drogas.
Querido Papá:
Gracias por la postal. Siento no haber podido esperarte. No me gusta andar rodando
por aquí después de las clases. Estos pasillos están encantados por el fantasma de una
señora que golpea los muros. Dale mis recuerdos a Joanna.
Sinceramente,
MAG
Las punzadas del hombro se apaciguaron, y él supo que todo iba a
ir bien.
Aterrizaron en Savannah a las 3:30. Utilizando su identidad de
señora Mary Linda Hollander (peluca rubia), cobró el cheque de Rex
de cuarenta mil dólares en su banco de Port Wentworth; después,
esa misma noche, voló a Miami y se registró en un hotel de Dania
que daba al mar, con el nombre de señorita Ada Larkin (peluca color
castaño).
El Ojo se metió en un lugar más pequeño, y más barato, a una
manzana de la playa. Su herida cicatrizaba lentamente. En marzo ya
podía doblar el brazo tras la espalda sin dolor, y para abril realizaba
cinco tracciones con pesas al día.
Telefoneó a su banco, y se enteró de que desde el 28 de febrero
habían dejado de llegar los cheques de su paga. Así que estaba
oficialmente retirado; ¡y ya en Florida! Preparó un presupuesto y
estimó que podía vivir de sus ahorros al menos tres años. Después
de eso… ¡joder! Ya vería.
Se compró otro traje —ahora tenía tres— y un viejo Fiat. Hacía
cuatro o cinco crucigramas al día, y por la noche soñaba no sólo con
el pasillo, sino con la serpiente de cascabel y el tiburón. Algunas
veces, a solas en su cuarto de baño o paseando por la playa, se
sorprendió silbando La Paloma.
Joanna, alias Ada Larkin, volvió rápidamente a ser ella misma,
comiendo peras, comprando ropa, bebiendo coñac y leyendo su
horóscopo.
Dormía durante el día, por la tarde nadaba, y cada noche jugaba.
En menos de cuatro semanas casi había doblado los cuarenta mil
jugando a la ruleta. El Ojo apostaba cantidades mucho menores al
Black Jack y a las mesas de dados, sacando cada noche un nada
pingüe promedio de doscientos dólares, con los que pagaba su
alquiler y la mayor parte de sus gastos.
Un mediodía caluroso se metió en un bar para beber algo y vio
un cartel en la pared: «Pruebe Pilsen: La cerveza checoslovaca».
Eso le hizo recordar que aún no había solucionado el crucigrama
número siete.
Fue a la biblioteca pública y se pasó una hora leyendo la historia
de Checoslovaquia en diversas enciclopedias y almanaques.
Descubrió que era una democracia popular del bloque comunista
totalitario, pero que anteriormente había sido una república
independiente, fundada tras la Primera Guerra Mundial, y que
comprendía los países de Bohemia, Moravia, Silesia y Eslovaquia,
cada uno con una capital; una capital en Checoslovaquia: Praga,
Brünn, Breslau y Bratislava. Seis letras, cinco letras, siete letras y
diez letras. Ninguna de ellas podía caber en las cuatro letras de
Ciudad de Checoslovaquia.
Finalmente decidió mirar la solución en las últimas páginas de la
revista. Pero no lo hizo.
En vez de hacerlo, se fue a la playa y observó cómo Joanna se
tiraba de cabeza en la espuma.
Comenzó a inquietarse.
Ella se encerraba demasiado en sí misma. Eso era un error. Una
mujer solitaria vagando por Miami llamaba más la atención que la
publicidad aérea. La gente comenzaba a fijarse en ella y a
chismorrear: los huéspedes del hotel, los crupiers, los barmans, los
camareros y los botones.
—Creo que debiéramos ponernos en marcha, Joanna —la avisó.
—Todavía no.
Se compró una nueva peluca (color castaño). Fue a un oculista y
se hizo examinar los ojos. Visitó una reserva de animales en Boca
Ratón. Iba al cine.
El Ojo hizo una lista de las películas que vio:
15 abril Klute.
19 abril I heard the Owl Call my name.
20 abril Jane Eyre.
21 abril Católicos.
23 abril Jane Eyre.
23 abril Dólares.
27 abril Jane Eyre (otra vez).
Vogue
Elle
Time
Glamour
McCall’s
Newsweek
The New Yorker
Cosmopolitan
Good Housekeeping
Paris-Match
Paul Hugo
Doctor Brice
Bing Argyle
Un policía de Nueva York
Cora Earl
Jerome Vight
Rex Hollander
Pagó su cuenta y salió tan rápido que al Ojo ni siquiera le dio tiempo
de vender su Fiat. Lo dejó en el aparcamiento del aeropuerto.
Ella se puso su nueva peluca castaña y cogió un avión para
Detroit.
Ahora se hacía llamar Roxane Devorak.
—Todos los vuelos han sido cancelados —dijo la chica de detrás del
mostrador.
—¿Hasta cuándo?
—Hasta que amaine un poco la ventisca. Probablemente pueda
marcharse esta noche, si no le molesta esperar.
Joanna facturó su equipaje y se sentó en el salón. El aeropuerto
estaba hasta los topes de pasajeros dejados en la estacada, de pie
junto a las ventanas mirando airadamente el cielo oscuro. Una turba
de vuelos chárter, sumergida entre equipajes, ocupaba una vasta
extensión en la esquina de la sala. Tras ella, un hombre joven se
quejaba con voz estridente a dos japoneses.
—Bueno, si no estoy en Washington mañana al mediodía, quizá
debiera coger un tren.
Ella intentó leer, luego desistió y simplemente se recostó y
esperó. El dedo la estaba molestando. Se lo mordió suavemente, lo
masajeó. Un coro de gaitas tocaba Oh, Little Town of Bethlehem.
Luego la orquesta interpretó las bandas sonoras de Erich Wolfgang
Korngold.
—Sabía que venir a Filly era un error —se lamentó el joven tras
ella.
Frank Sinatra cantó Extraños en la noche.
—Es algo que no me explico —comentó uno de los japoneses—,
por qué no se usan las máquinas quitanieves para despejar las
pistas de aterrizaje.
Entonces su nombre sonó por los altavoces, su nombre real. Ella
se levantó de un brinco, asombrada. Pensó que había echado una
cabezada y que simplemente lo había soñado. La llamada se volvió
a repetir. Se dirigió al mostrador de información. Una azafata le
entregó un paquete envuelto en papel de regalo.
—Un señor dejó aquí esto para usted —explicó.
—¿Cuándo?
—Hace sólo unos minutos.
—¿Quién? ¿Quién era?
—No dejó su nombre.
Joanna lo abrió. Contenía una enorme pera fresca y amarilla
envuelta en una bolsa de celofán. Llevaba prendida una tarjeta. La
sacó y la leyó. Era una felicitación escrita a mano: ¡feliz cumpleaños!
Miró a su alrededor, entrecerrando los ojos. Vio al hombre joven
que hablaba con los dos japoneses. Vio a una auxiliar de vuelo de
Lufthansa. Vio a un hombre con una chaqueta de sport con
capucha, otro hombre liado en pieles como un esquimal, dos
muchachos que sujetaban esquíes, otro chico que llevaba una
guitarra.
—¿Dónde estás, hijo de puta? —susurró por lo bajo.
Vio a algunos hombres de vuelos chárter bebiendo latas de
cerveza, un hombre con uniforme de El Al, un negro leyendo Oui, un
hombre con un abrigo Chesterfield leyendo el Play girl, otro hombre
leyendo el periódico, otro que fumaba en pipa, otro durmiendo…
Se acercó al hombre de la chaqueta sport con capucha, lo miró
de reojo. Luego fue hacia el negro y lo escrutó de cerca. Él levantó
la mirada hacia ella.
—¿Puedo hacer alguna cosa por usted, señora? —preguntó
incómodo.
Ella siguió andando, pasando por delante del Ojo, y se quedó de
pie frente al hombre del Chesterfield. Él le sonrió educadamente.
—No creo que podamos salir de aquí por esta noche —comentó.
Ella volvió a su silla y se sentó. Se encogió de hombros y se
comió la pera.
A las diez el altavoz anunció que no saldrían más vuelos hasta
mañana por la mañana. Joanna se había quedado dormida. Un
portero la despertó haciendo sonar un cubo y una fregona en su
oreja.
—¡Eh! —le gritó—. ¡Vamos a cerrar!
—Feliz Navidad —contestó ella.
—Sí —rezongó el hombre.
Salió afuera. El hombre joven que tenía que estar en Washington
mañana al mediodía corría de un lado a otro intentando coger un
taxi.
—Voy a tomar un tren —le comentó.
—Yo también.
—¿Adónde va usted?
—A Baltimore.
—Yo también me dirijo en esa dirección. ¡Sea mi huésped!
Su nombre era Henry Innis. Era un marchante de antigüedades
de Alejandría, de treinta y un años de edad, soltero, y en el
momento de su muerte llevaba consigo aproximadamente
veintinueve mil dólares en su maletín, la comisión libre de impuestos
de una subasta de muebles que esa tarde había negociado en
Filadelfia.
Matarlo no era ningún problema. A las 11:45 se dirigieron a la
estación Penn, y tomaron un tren de cercanías para Washington.
Casi no habían subido otros pasajeros. Se bebieron una botella de
Bourbon, y murió envenenado por arsénico en algún lugar después
de Wilmintong.
El Ojo iba un vagón tras ellos, haciendo un crucigrama. En la
estación de Aberdeen echó una ojeada por la ventanilla y la vio
cruzar el andén y entrar en la sala de espera. El tren se había
puesto ya en movimiento. Corrió por el pasillo y se arrojó al vacío.
Eran las tres de la madrugada. Ella vagó por las calles frías,
vacías y desoladas, murmurando sola. Encontró una iglesia que
estaba abierta y durmió en un banco hasta el amanecer. El Ojo pasó
el resto de la noche sentado en un banco del transepto, leyendo un
libro de oraciones. Había otra docena de desposeídos: vagabundos,
borrachos, noctámbulos que ponían velas, un hombre gordo vestido
de Santa Claus roncando detrás del altar.
Un borracho errante se fijó en Joanna. Ella se despertó justo
cuando le intentaba coger el bolso. Lo apartó, luego se volvió a
dormir. Un marica adolescente intentó ligarse al Ojo.
—¿Un polvo navideño? —le susurró.
—Vete al infierno.
El muchacho retrocedió hundiéndose en la oscuridad. El Ojo
miró las estatuas de arriba: san José, san Antonio, santa María, san
Cristóbal… y una que no reconoció. Fue hacia ella y leyó el nombre
de la placa: santa Rita. Nunca había oído hablar de ella. Vestía un
traje largo de color azul claro ribeteado de plata. Una flor dorada
resplandecía en su garganta. Tenía un perfil muy de Modigliani. Dejó
caer una moneda de veinticinco centavos en el limosnero y cogió un
cirio del anaquel. Lo encendió y lo colocó frente a ella. Oh, santa
negra, rogó. Protege a mis dos niñas. No permitas que se las coman
los tiburones. Mantén lejos al jodido FM. Y resguarda a Maggie del
frío de esta noche.
Y dime: ¿cuál es esa condenada ciudad de Checoslovaquia?
A las seis cogieron un Greyhound de regreso a Filadelfia. A las
nueve estaban de vuelta en el aeropuerto. Joanna se zampó un
gran desayuno: huevos revueltos, pasteles de trigo, un filet mignon,
una ensalada y una tarta. Luego sacó su equipaje facturado y tomó
un vuelo para Saint Louis.
Alquilaron dos coches y siguieron el sur del Mississippi
atravesando Waterloo, Red Bud, Chester, Carbondale, Ware y
Thebes. Ella se pasó el resto del año en un motel, en un sitio
llamado Mound City, cerca de El Cairo. Se hacía llamar Victoria
Chandler (peluca rubia).
En Nochevieja se metió en un bar en Wickliffe, un sitio
cochambroso y carero lleno de borrachos de aspecto duro. El radar
del Ojo recogió las malas vibraciones del ambiente, e intentó
advertirla para que saliera de allí.
Ahora era Nita Iqutos, del Perú, con una larga peluca de cabello
negro recogido en trenzas indias. Su inglés tenía un cálido acento
de violoncelo. Era periodista de alguna revista de Lima, Quito o
Santiago y estaba en la ciudad escribiendo una serie de artículos
sobre «el sonido». Lo más seguro era que también tuviera una
tarjeta de prensa por si alguien se la pedía. Pero nadie lo hizo.
Asociarla con la bandida que hacía autostop, a la que los
periódicos de Kentucky llamaban «La arpía de la autopista», era
simplemente impensable.
El Ojo no sabía cuánto dinero había acumulado, pero ella seguía
bebiendo coñac y fumando Gitanes. Y todas las noches jugaba. Se
fue a vivir con un cantante folk llamado Duke Foote. Era un tipo que
cantaba baladas con voz de coyote, cuya canción favorita en las
máquinas de discos, Texas Freeways, había vendido novecientos
mil ejemplares. Ella lo enganchó en cuanto se conocieron porque
era impotente y un tipo bastante agradable, y como no esnifaba
coca ni pervertía a menores, la pasma le dejaba en paz. Su foto
apareció en la sección de rumores del Playboy, lo cual convertía su
relación más o menos en oficial:
Entrevistado durante una reciente sesión de grabación en Nashville, el gran Duke admitió
tímidamente que estaba pensando seriamente en ir uno de estos días a ver a un sacerdote
en vez de rejuntarse como un condenado pecador. La ardiente y encarnizada católica Nita
es justo la chica que puede volver a encauzarlo por el camino de la rectitud.
En la ruta 59
desfallezco y rezo,
llueva o haga buen tiempo.
Un día la voy a encontrar.
¡Señora del amor! ¿Estás en la ruta 45?
¡Señora del amor! ¿Estás viva o muerta?
¡Señora del amor! ¿Estás en Galveston Bay?
Vagando, deambulando,
errando, rezando,
voy caminando bajo el sol de abril
por las autopistas, riendo y llorando,
por los caminos laterales, viviendo y muriendo.
Es primavera otra vez en la ruta 61.
Una tarde calurosa de mayo, Yale Cyril retiró ocho mil dólares de su
cuenta bancaria. Recogió a Joanna en la calle K y fueron por el
Potomac hacia Harpers Ferry, donde los casó un juez de paz.
Cenaron en Frederick. Iban a pasar la noche de bodas en un motel
cerca de Westminster; luego irían en coche a Filadelfia y a Nueva
York.
No obstante, hubo un cambio de planes. Maybelle Danzing los
estaba esperando en el motel. Llegó la hora de ajustar cuentas.
Traía consigo una Lüger.
—¡Te quiero! —chilló.
Y disparó a Yale Cyril, una vez en la pierna y otra vez atrás, en el
hombro. Disparó a Joanna, haciéndole un agujero en la maleta. A un
hombre que salía de uno de los apartamentos para enterarse de lo
que ocurría, le alcanzó una bala perdida en la cadera. Otra bala
mató a un perro policía que ladraba.
—¡Te quiero! ¡Te quiero! —chilló una y otra vez, y se intentó
pegar un tiro en la sien, pero se le encasquilló la pistola.
Joanna consiguió escapar en el coche de Yale Cyril. Condujo a
Baltimore, abandonó el coche, tiró su peluca y anduvo hasta la
terminal de autobuses Greyhound.
Se quedó sentada en la sala de espera durante horas, con la
mirada fija en el suelo.
La lluvia comenzó a golpear en los cristales. Abrió su maleta,
sacó una gabardina y se la puso encima de su traje de boda.
Luego compró un billete para Trenton, N.J.
17
ERAN LAS TRES de la mañana cuando salió del autobús. Metió su
maleta en una taquilla de la consigna y se fue andando por las
calles vacías hacia State & Broad. Se detuvo en la esquina, mirando
a uno y otro lado.
El Ojo se metió en un portal, a media manzana de ella.
¿Y ahora qué vas a hacer, Joanna?
Subió andando por East State, pasó delante del edificio de Bell
Telephone y de la oficina de correos, giró y bajó por Clinton hacia la
estación de ferrocarril. Allí había un restaurante abierto toda la
noche; se comió un sándwich y se bebió una taza de café.
Me voy a casa.
Se dirigió andando a la calle Tyler.
Todas las casas habían desaparecido. El bloque entero era un
vasto cráter lleno de altas grúas que sobresalían en la oscuridad
como cuellos de dinosaurios. Un foco iluminaba un cartel en el que
se leía BATTLE MONUMENT PARK, 4000 APARTAMENTOS, 20 000 ÁRBOLES.
¡Mierda! Entonces se echó a reír. ¡En la casa de mi padre hay
muchos hogares!
Regresó a la terminal a por su maleta. Por la mañana se alojó en
una pensión en Yard Avenue. Por la tarde buscó trabajo, y se colocó
de camarera en The Hessian Barracks.
El Ojo se sentó en su sitio habitual cerca de las ventanas que
daban a la calle. Abrió el menú.
PRUEBE NUESTROS
PANQUEQUES DE MANZANA DE 1776.
PRUEBE NUESTRO BRUNCH ESPECIAL
DEL VIVAQUE DE MERCER COUNTRY.
Tiró un cuchillo.
—¡Guapa! —bramó un hombre—. No quiero meterte prisa ni
nada por el estilo, pero llevamos aquí sentados casi un cuarto de
hora.
—Sí, señor.
Finalmente se acercó a la mesa del Ojo.
—Buenos días.
—Buenas. —Manoseó torpemente el menú—. Tomaré el… el…
uhh… los huevos con salchicha y hierbas.
Empezó a temblar como un ahogado otra vez. Era su enésima
comida en aquel lugar, pero siempre que ella se ponía a su lado, le
entraba el tembleque. Con el tiempo, como le ocurría siempre, los
temblores se calmaban, gracias a Dios.
Era junio. Las ventanas estaban abiertas. El sol le calentaba la
palma de las manos. ¡Dios! ¡Ella llevaba trabajando en el jodido
comedor dos semanas, no, más tiempo, dieciocho días!
¿Qué es lo que estás haciendo, Joanna?
Esperando.
Tiró una pila de menús al suelo.
¿Esperando qué?
Esperando. Esperando.
Recogió los menús.
Esperando…
La encargada llegó aprisa y corriendo a la mesa del Ojo. Era
regordeta, melindrosa y maternal, y parecía estar siempre al borde
de una crisis.
—Estamos hasta los topes —se quejó—. ¿Le importaría mucho
compartir la mesa?
—En absoluto —respondió el Ojo.
—Muchísimas gracias. —Se volvió y llamó—. ¡Aquí, tenientes!
Dos hombres atravesaron la habitación y tomaron asiento junto a
él. Eran delgados, fríos, con el cabello corto. Vestían trajes
andrajosos. Uno de ellos necesitaba un afeitado.
—Gracias. —El teniente esbozó una sonrisa. El Ojo saludó
cortésmente con una inclinación de cabeza. Cogieron los menús y lo
ignoraron.
¡Policías!
Cerró la emisión de su radar y le echó la llave. Si comenzaba a
retransmitir señales, él sabía que ellos captarían las vibraciones.
Eran unos profesionales, veteranos tan afinados ante las ondas
como lo era él. Apagó todos los interruptores, diales y botones.
—¿Por qué estaba el sargento tan excitado? —preguntó Mejillas
Peludas.
—Por esos yonquis que ha agarrado en la calle State —murmuró
el teniente—. Uno de ellos sólo tenía once años.
—Dios mío.
—Su padre es profesor del Junior Three.
—¿Comes aquí a menudo?
—De vez en cuando. Desde que cerraron lo de Louis no hay
mucho donde escoger.
El Ojo miró por la ventana. Tenía que decir algo. Si no lo hacía lo
notarían. Un espectador inocente simplemente no se quedaba ahí
sentado, más callado que un muerto. Tendría que intentar entablar
una conversación y dejarles que se lo quitasen de encima.
—Un día muy bonito —señaló. Le sonrieron cansadamente—.
Trenton es una ciudad adorable. ¿Ustedes viven aquí?
—Sí.
—Yo estoy sólo de paso. Mi hijo está en Princeton. Subo a verle
y…
Joanna se acercó a la mesa y ellos pidieron. El Ojo le pidió una
pera. Se alejó, chocándose con otra camarera.
—¡Cuidado! —gritó la chica.
—Perdón —jadeó Joanna.
Entró volando en la cocina. El teniente la observó, soltando una
risita sarcástica.
—Una chavala muy atractiva —comentó arrastrando las
palabras.
—Espléndida —se mofó el otro—. ¡Ese uniforme! ¡Es que es
demasiado!
Engulleron su comida y se marcharon. El Ojo se comió la pera y
se bebió dos tazas de café. Cuando ella vino a recoger los platos le
susurró.
—Los policías siempre me ponen nervioso.
Ella le miró.
—¿Qué?
—Esos dos; eran policías.
Ella se encogió de hombros, indiferente.
—¡Cojones! —No reaccionaba. Se reclinó en la silla y miró con
fijeza el menú.
No lo hizo, pero otra camarera que pasaba tiró una sopera metálica,
y ésta rebotó en el suelo produciendo un gong del demonio. Todas
las cabezas se volvieron.
¿Viejos amigos? Bueno, ¡mierda! ¡A lo mejor lo eran! Qué coño,
quizá la situación no era más que una coincidencia grotesca, una
loca colcha de azares que hubiera sido cosida por una costurera de
destinos colocada. Sí, ¿por qué no? Iban todos juntos a Princeton,
se reunían una vez al año en Trenton para cenar con antiguos
alumnos… o quizá la doctora Darras fuera la psicóloga de Duke, y
Abdel Idfa, el árabe mamón, era su novio y esa noche estaba en la
ciudad para oír un concierto country western de Duke… y Duke era
el sobrino del teniente o el teniente era el tío de Martine o algo así…
y Abdel se había metido en el negocio discográfico y había
contratado a Duke para que le grabara unos álbumes, y
simplemente estaban todos picando algo juntos antes de ir al
concierto…
¡Oh, Dios! Casi se relajó, todo el horror del desastre lo
anestesiaba. ¡No, Jesús! Eso era a todas luces un montaje del FBI.
Ahora saldría un federal del escondrijo y los cinco irían a… ¡Sí! Ahí
estaba, empujando entre la gente: el mismo andrajoso follamadres
con el que él había comido. ¡Ahí estaba! Ahora iba bien afeitado y
llevaba una camisa bien limpia, aunque seguía teniendo un aspecto
sucio de no lavarse.
De acuerdo. Aquí se acabó. ¡Formidable!
¡Washington estaba al otro lado del jodido Delaware! ¡Los
Hessian estaban rodeados!
Duke estaba aquí para identificar a Nita Iqutos de Nashville. Y
Abdel Idfa, el condenado sapo, podía identificar a Dorotea Bishop de
Chicago. Y Martine a Joanna Eris, del campo de concentración de
White Plains. ¡De hecho, por Dios, ella también podía identificarlo a
él! Todo lo que tenía que hacer era girar la cabeza y mirar en su
dirección y…
Joanna estaba de pie junto a él.
—Salgo a las nueve y media. —Depositó su postre en medio de
las hojas de la ensalada.
Él miró su reloj. ¡Sólo eran las 8:30!
—¿No puede salir antes? —le preguntó.
—¡Querida! —se quejó una mujer en la mesa de al lado—.
¡Muñeca, tú me debes de estar tomando el pelo! ¿Dónde están mis
almejas?
—Señorita, ¿no tiene usted ninguna influencia en la cocina? —
bromeó alguien más.
—Espéreme fuera —murmuró Joanna. Y se alejó a todo correr.
Saque ventaja de este período de plenitud y dicha. Usted es una de las personas
afortunadas que no pueden hacer el mal. Todo lo que hoy toque se convertirá en oro.
¡Oro! Empezó a soltar una risita tonta. ¡Oro! ¡Se estaba riendo como
un idiota! Los comensales de la mesa de al lado le sonrieron. Tragó,
casi se ahogó con la bilis pastosa que le llenó la boca.
¡Dios, iba a vomitar! No, no iba a hacerlo… no, no… ¡Agárrate
bien! ¡No! ¡Tranquilo! ¿Por qué estropearles a todos la comida?
¡Relaja el abdomen! Mantente insensible, comatoso… aturdido.
Bajó el periódico, recorrió con la vista la sala hasta encontrar la
mirada de Martine. Se miraron furiosamente. ¡Estupendo! Ella lo
había descubierto. ¡Plenitud y dicha! Joanna pasó por delante y
sirvió a la mesa de al lado. Un hombre le alargó el menú.
—¿Le puede pedir al señor Foote que me firme esto? —Deslizó
en su mano una moneda de veinticinco centavos.
—¿Qué? —Se lo quedó mirando con expresión ida.
—Duke Foote, allí. —Lo señaló—. Consígame su autógrafo.
—¿Duke Foote? —Parecía atontada.
El Ojo sacó un pañuelo y se enjugó la cara bañada en sudor.
¡Un autógrafo! ¡Eso lo conseguiría! ¡Es el Apocalipsis! ¡La
cámara de gas, el pelotón de ejecución, la silla eléctrica, la ruina, un
estrago total!… Levantó la vista.
La encargada se abalanzó sobre él.
—¡Usted está completamente solo! —le espetó acusadoramente
—. ¿Le importaría…?
—¿Cómo dice…?
—Su mesa…
—¿Mi mesa…?
—¿Le importaría compartirla, por favor? —Hizo señas gritando
—. ¡Por aquí, recién casados!
Un chico y una chica, colorados de la vergüenza, se sentaron
frente a él.
—Gracias. —El chico le sonrió tímidamente.
—Yo me… me… —El Ojo trató de recobrar lo poco que le
quedaba de cordura—. Me iré en un minuto…
—No tenga prisa —le contestó el chico. Sostuvo la mano de la
chica. Ella le tocó el rostro, sonriendo abiertamente,
resplandeciente, en coma de felicidad.
—¡Cielos! —exclamó ella en un susurro—. ¡Es que me comería
un caballo!
El Ojo estudió a los recién casados. Tendrían unos veinte años, eran
frescos y limpios, sin cicatrices, sin deslustrar, aún sin contaminar.
¡Dios Todopoderoso! ¿Quién traicionaría al otro primero? ¿Tendrían
una hija? ¿Qué cornucopia de angustia, penas, soledad y repulsión
les habían ofrecido como regalo de bodas los duendecillos del
himeneo?
Eran las 9:20.
—No la detendremos aquí —le susurró el federal al teniente—.
Sólo causaría un alboroto. Esperaremos a que salga. O mejor aún,
en su casa.
—De acuerdo.
—Recuerdo una sola cosa de Dorotea Bishop —les comentó
Abdel Idfa—. Cuando el señor Argyle nos presentó en Chicago, le
pregunté si era virgen. Y me contestó… —Se volvió hacia Martine—.
Discúlpeme, doctora; me contestó: «No meta sus jodidas narices en
lo que no es asunto suyo».
El chico dijo algo. El Ojo se volvió hacia él.
—Perdone…
—Se está comiendo mis rábanos.
—¿Sus qué? ¿No me diga? Perdone. Yo… tengo los nervios
destrozados…
—Yo invito.
—Mi hija… mi hija se escapó de casa y no la puedo encontrar. —
Se los quedó mirando boquiabierto. ¿Por qué había dicho eso?
¡Mierda y corrupción!
—¡Caray! —exclamó el chico.
—¿Está ella en Trenton? —preguntó la chica.
—No lo sé. —Sonrió estúpidamente, arañando con los dedos el
mantel—. Podría ser. Podría estar en cualquier parte, realmente en
cualquier lugar. Hay tantos sitios donde esconderse. Tantos
callejones, callejuelas, suburbios y pueblos pequeños y cruces… y
puertas cerradas… y… y autopistas que se dirigen a todas partes…
—Se le quebró la voz—. Lo último que supe de ella es que estaba…
que estaba en el colegio y ella simplemente… —¡Dios mío! ¡Estaba
llorando! ¡Bendito Moisés! ¡Se estaba desmoronando! ¡Mierda de
mono! ¡Éste era el jodido final!—. ¿Qué hora es? —preguntó
lloriqueando.
—Las nueve y media —El chico parecía desolado—. Pero creo
que mi reloj va retrasado.
—Bien… sí… de acuerdo… —farfulló el Ojo—. Con un poco de
suerte creo que lo conseguiremos. Escuche… —Ellos lo miraron
fijamente—. Les deseo toda la felicidad del mundo. Se lo digo desde
lo más profundo de mi corazón. Déjenme soportar todas sus penas;
denme su pesar y sus pérdidas. Me los llevaré ahora conmigo y
ustedes dos simplemente quédense con las alegrías y las dichas
que les depare la vida. Hasta pronto.
Se levantó y voló.
18
ELLA LO ESTABA esperando en el aparcamiento. Se había quitado
su espantoso disfraz de soldado Hessian y vestía una gabardina
encima de un suéter y una falda. Era el suéter que había comprado
en Filadelfia.
—Querían que me quedase otra hora más. —Se quitó las gafas
y las metió en el bolso—. Les dije que tenía que ver a mi hermano.
—Nunca lo había visto tan lleno. —La condujo hasta el Porsche
—. ¿A qué se debe?
—Es el día D. Esta noche va a haber algo grande en el War
Memorial Building.
Subieron con el coche por West State. Podía sentir su cálido
ardor junto a él. Se forzó a no pensar en ella. Tenía miedo de
venirse abajo otra vez.
—Duke Foote estaba cenando ahí —le comentó él—. ¿Lo vio?
—Sí. —Se puso rígida—. Lo vi.
Sintió que un temblor le recorría el cuerpo. ¡Estupendo! A pesar
de todo, aún reaccionaba. A lo mejor sus instintos de supervivencia
no están tan deprimidos.
—Estaba con esos policías.
—¿Qué policías?
—El teniente o lo que sea que es. Y el otro.
Ahora iban por East State, pero en dirección contraria.
—¿Adónde quiere ir? ¿Qué le parece una copa?
—Con gusto me tomaría una copa. ¿Policía, dijo usted? ¿En el
restaurante?
—Se los señalé.
—¿Lo hizo?
¡Bien! Realmente ahora estaba saliendo. Su miedo era palpable.
Las alarmas se le habían disparado.
—Yo aquí soy forastero. ¿Conoce usted algún bar tranquilo en
algún sitio? —Sus palabras le chocaron. Aborreció el papel que
tendría que interpretar y el diálogo que se vería obligado a entablar
durante el resto de la noche.
—Por favor, bares no. Tengo un aspecto lamentable.
—¿Entonces, le parece bien mi casa?
—Claro.
Giró al norte y subió por el río hacia el Washington Crossing.
Se preguntó si ella le odiaba.
JOANNA ERIS