Behm-La Mirada Del Observador

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Un detective fracasado y solitario, obsesionado con una hija a la que

busca desde hace años, es contratado por unos padres


preocupados para que investigue a la pareja de su hijo. Ante la
sorpresa del detective, la joven mujer se revela como una auténtica
viuda negra capaz de matar a su marido con frialdad. Sin embargo,
el investigador no la delatará y se dedicará a seguirla e incluso a
protegerla en ocasiones, puesto que en ella ve personificada la
figura de su hija.
En esta insólita obra maestra, Marc Behm va atrapando
irremediablemente al lector en una hipnótica espiral narrativa que
poco a poco se va extendiendo en el espacio y en el tiempo.
Marc Behm

La mirada del observador


Etiqueta negra - 15

ePub r1.5
Titivillus 05.11.16
Título original: The Eye of the Beholder
Marc Behm, 1980
Traducción: Beatriz Pottecher Gamir
Director de colección: Paco Ignacio Taibo II

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2
En el teatro de la vida de un hombre sólo a Dios y a los
Ángeles les está reservado ser espectadores.
BACON
1
LA MESA del Ojo estaba situada en una esquina junto a la ventana.
Su único cajón contenía sus útiles de coser, su maquinilla de afeitar,
sus plumas y lápices, su 45, dos cargadores, una revista de
crucigramas, su pasaporte, un tubo de pegamento, una botellita sin
abrir de Old Smuggler, y una fotografía de su hija.
La ventana daba a un aparcamiento situado dos plantas más
abajo. En la oficina había otras once mesas. Eran las nueve y
media.
Se estaba cosiendo un botón de la chaqueta y observaba el
aparcamiento, donde un tipo mayor, vestido con un mono, estaba
desvalijando un Toyota amarillo. El bastardo parecía tener llaves de
todos los coches, y ya había saqueado un Monza V8, un Citroen DS
y un Mustang II. Cogió un cartón de cigarrillos del Toyota amarillo y
volvió a cerrar la puerta con llave. Nadie podía verle desde la calle
porque iba a gatas. Correteó hacia un Jaguar XJ6C.
El Ojo dejó caer sus útiles de costura en el cajón, se puso la
chaqueta, descolgó el teléfono y llamó al sótano. A los pocos
minutos, tres brutos de la brigada de vigilancia rodearon al viejo
ladrón. Le quitaron su botín y las llaves, le tiraron un cubo de agua
sobre la cabeza y lo echaron del aparcamiento.
Eran las diez en punto.
El Ojo hizo los últimos cuatro crucigramas; terminó el libro. Lo
arrojó a la papelera.
A las diez y media le pidió prestado Le Fígaro a la chica que
estaba sentada en la mesa ocho, leyó los titulares, el Carnet du
Jour, los resultados de las carreras de Vincennes, y los Programmes
radiotélévision. Intentó hacer los mots croisés franceses, pero lo
dejó.
El joven chuleta de la mesa nueve le pasó el Playboy, y miró los
desnudos. Todas las chicas posaban ladeadas y se toqueteaban a
hurtadillas. «Miss Agosto, la despampanante Peg Pagee (izquierda),
se excita con las películas árabes, el submarinismo, Mahler y la
zoología.» «Miss Diciembre, la tímida Hope Korngold (derecha),
admite que a menudo sus fantasías eróticas tienen que ver con
metros, autobuses y transbordadores. ¡Pasajeros a bordo!»
Volvió a observar el aparcamiento durante un rato. Luego, a las
once y media, sacó la fotografía del cajón y la estudió. Normalmente
hacía esto durante una media hora todas las mañanas que estaba
en la oficina.
Era una foto de grupo de quince niñas pequeñas sentadas en
pupitres en un aula. Su mujer se la había enviado en el sesenta y
uno, en una carta sellada en Washington, D.C. «¡Aquí está tu jodida
hija, gilipollas! ¡Te apuesto a que ni siquiera la reconoces, mamón!
P.D. ¡Que te den por culo!»
Era cierto: no tenía idea de cuál de las niñas era Maggie.
Voló a Washington y se pasó dos meses buscándolas, pero allí
no había ni rastro de ellas. Agencias de detectives de todo el país
intentaron localizarlas durante diez años; finalmente acabaron
archivando la carpeta.
Apoyó la fotografía contra el teléfono de la mesa, se reclinó en
su silla y se cruzó de brazos.
Quince niñas con tímidas caras de fotografía. Siete, ocho o
nueve años. Una de ellas era su hija. Cumpliría veinticuatro años el
próximo julio.
Su favorita durante largo tiempo había sido la mocosa
despeinada del jersey blanco sentada bajo el crucifijo que colgaba
de la pared. Sostenía una manzana y fruncía el entrecejo. Luego se
cambió a la rubia con cola de caballo sentada junto a la pizarra en el
otro extremo del aula. Mordisqueaba un lápiz. En la pizarra estaba
escrito esmeradamente con tiza el principio del Salmo 23: El señor
es mi pastor, yo… Luego, durante años, su elección se había
centrado en el rostro pálido y delgado con flequillo de la última fila.
Estrechaba sus manos con fuerza y parecía aterrorizada. Luego
atrajo su imaginación la chica que estaba a su lado. Llevaba gafas y
sonreía abiertamente…
Pero ya no tenía ninguna preferencia. Ahora las conocía a todas
de memoria y las quería a cada una de ellas.
El aula era el decorado más familiar de su vida: tres paredes, el
crucifijo, los pupitres, la pizarra, el salmo, la manzana. Y las quince
caras adorables, como fotomatones infantiles, la mirada de ojos
fijos… y en la esquina lejana una puerta a través de la cual él sabía
que un día entraría y la llamaría por su nombre. Y de entre la
multitud se alzaría su niña perdida.
De eso estaba completamente seguro.
Miró fijamente por la ventana. El hombre del mono estaba de
nuevo en el aparcamiento, saqueando la guantera de un
Thunderbird.
Sonó el teléfono. Era la señorita Dome, la secretaria de Baker,
citándole arriba.
Era mediodía.
La Watchmen, Inc., ocupaba dos plantas de sótano y los pisos
segundo, tercero y cuarto de la torre Carlyle. La oficina de Baker se
hallaba situada en la esquina noroeste del cuarto piso, un enorme
salón con dos Van Gogh, tres Picasso y un Braque que ocupaba
una pared entera.
Baker sólo tenía veintinueve años. Había heredado hace un año
la agencia de su padre. Los veteranos de abajo llevaban el negocio,
pero él siempre se ocupaba en persona de lo que llamaba «el
cliente de mil dólares diarios».
Dos de ellos, un señor y una señora de edad, ambos con traje de
tweed, estaban sentados en sillas Hepplewhite de cara a la mesa
escritorio. Baker se los presentó al Ojo: el señor y la señora Hugo.
El Ojo conocía el nombre. Zapaterías Hugo. «Boterías 5»
chapadas a la antigua (Casa fundada en 1867) en las calles
céntricas de todas las grandes ciudades. Se quedó de pie e intentó
anticipar el caso. Seguramente un problema familiar. Un hijo o una
hija descarriados.
Estaba en lo cierto.
Baker adoptó una pose, de aspecto serio y profesional.
—El señor y la señora Hugo tienen un hijo —hizo saber—, Paul.
Hace poco se ha licenciado en la universidad y por el momento está
desocupado.
El señor Hugo se rió nerviosamente.
—¡Lleva desocupado los últimos diez meses!
—No ha hecho ningún esfuerzo por encontrar trabajo —
puntualizó la señora Hugo—. Simplemente holgazanea.
—Tiene una novia —continuó Baker—. Sus padres quieren
averiguar algo de ella. Quieren saber hasta qué punto el chico está
comprometido. ¿Me sigue?
El Ojo asintió. Un universitario y una ramera. Papi y Mami
desesperados. Un buen anticipo. Se volvió hacia el señor Hugo.
—¿Cuál es el nombre de la chica, señor?
El señor Hugo se crispó.
—No lo sabemos. Nunca hemos conocido a la señorita.
—Ella le ha estado llamando a casa —gimoteó la señora Hugo
—. Así es como supimos de ella.
Baker saltó de su silla, poniendo punto final a la entrevista (tenía
una partida de squash en el club Harvard a la una).
—Averiguar la identidad no será ningún problema —dijo. Bordeó
el escritorio y se quedó mirando fijamente la pechera de la chaqueta
del Ojo.
—Desearían tener un informe preliminar en el plazo de
veinticuatro horas. ¿Es eso posible?
—Sí. —Metió el dedo en el ojal. ¡El condenado botón había
desaparecido!
—¿Podemos tener noticias de usted mañana a esta misma
hora?
—Sí.
—Entonces, eso es todo. Gracias.
El Ojo se despidió del señor y la señora Hugo con una
inclinación, y salió de la oficina. Se preguntó dónde demonios
estaría el botón. Lo encontró fuera, en el pasillo, en el suelo junto a
los ascensores.
En su última misión había seguido a un malversador de fondos
llamado Moe Grunder hasta Cheyenne, Wyoming. (Los chicos de
abajo le llamaban «Grunder, el Huido».) Una noche acorraló al Ojo
en un callejón y trató de romperle la crisma con un martillo. El Ojo le
disparó en el estómago. La Watchmen, Inc., no permitía matar
sospechosos y, desde entonces, había sido confinado a su mesa. El
asunto Hugo significaba que la prohibición había sido levantada. La
idea de escapar de la Torre y salir de nuevo a la calle le regocijaba.
Decidió saltarse la comida.
Cogió sus útiles de coser del cajón y retiró una cámara Minolta
del almacén. Bajó al segundo sótano y preguntó a la chica del
parque móvil si le podían dar un coche. Le dio las llaves del Toyota
amarillo.
Salió al aparcamiento. El viejo ladrón con mono aún seguía allí,
pero se escabulló rápidamente en cuanto vio venir al Ojo.
Era la una menos cuarto. El cielo parecía agua sucia, grasienta y
dorada; el aire sabía a ilusión y a júbilo; las relucientes ventanas de
la Torre casi le cegaron.
Subió al Toyota amarillo y condujo a través de la ciudad.

Los Hugo vivían en la avenida Neatrour, en una casa que parecía un


palacete de cartón piedra.
Aparcó al otro lado de la calle. Mientras se cosía el botón de la
chaqueta, de repente se acordó de los desnudos del Playboy.
¡Cristo! ¡Quizás una de ellas fuera Maggie! Miss Agosto o Miss
Diciembre. ¿Por qué no? Una ninfa soberbia recostada y desnuda
en una página, acariciándose los muslos. ¿Desaprobaría él
semejante cosa? Probablemente, no. En sus fantasías siempre le
perdonaba sus faltas. Una vez se imaginó que la encontraba en una
celda con una pandilla de yonkis. Sus brazos supuraban de
abscesos y se le habían caído todos los dientes, pero nunca se le
pasó por la cabeza regañarla. En otro melodrama —él lo llamaba
Noche feliz, noche de amor— ella era una puta que se lo intentaba
ligar en una tasca barriobajera en Nochevieja. Vestía un abrigo de
piel sarnosa y tenía una pinta verdaderamente lamentable. Tenía
alrededor del cuello, atado con una cuerda, un alfiler de corbata de
latón.
¿De dónde has sacado ese alfiler?
Es un souvenir. Era de mi padre…
La llevaba a un sanatorio y una semana después estaba curada
y aparentaba veinte años menos; exultante, de ojos verdes, limpia,
divina… Y finalmente la pudo reconocer. Era la mocosa del jersey
blanco sentada bajo el crucifijo en el aula.
Papaíto, estoy tan avergonzada.
No seas tonta.
¿Podrás perdonarme alguna vez?
¡Cojones! Hizo el crucigrama del periódico. Ocho horizontal,
Abundancia de pan. Nueve letras. Panadería. Tahona. No.
Opulencia. Éste iba a estar chupado. El asunto Hugo también iba a
resultar fácil. Tendría que amañarlo, hacer que durase. No quería
volver a aquella jodida mesa por lo menos en dos semanas.
Siempre se encontraba a sus anchas fuera, en la ciudad, en las
calles, entre el tráfico, desplazándose por el laberinto como un
fantasma, observando la marea de gente, atisbando en los rincones,
buscando secretos… Ocho vertical, Hija de Rex: Ocho letras.
Antígona.
Una de sus películas mentales favoritas se llamaba Madame
Agamenón. Maggie era la viuda del magnate griego, Kosta
Agamenón, «el hombre más rico del mundo». Le había conocido en
Irak o en otro lugar por el estilo (ella era estudiante de arqueología
en la universidad de Antioquía). Después de un noviazgo
relámpago, se fugaron a París, donde él cayó muerto en la suite
nupcial la misma noche de bodas. Le había dejado una flota de
petroleros y unos cuantos bancos, ferrocarriles e islas privadas.
Después del funeral volvió inmediatamente a América y fue a la
Torre Carlyle. Baker le hizo subir al salón y se lo presentó a ella.
Ésta es la señora Agamenón. Quiere que localicemos a su
padre.
El Ojo miró atónito a la clienta. Ella era una joven exquisita, casi
una niña, vestida con un modelo de Vogue negro, con gafas.
Llevaba el pelo recogido en una cola de caballo y comía una
manzana. Baker estaba visiblemente impresionado.
Quiere que pongamos a todo el personal en la tarea. El asunto
es extremadamente urgente y los gastos no importan. Usted se hará
cargo del caso. No se moleste por el papeleo. Le dará todos los
informes a la señora Agamenón en persona. (Aparte). ¡Maldito seas!
¡Necesitas un afeitado!
¿Puedo preguntar… cuál es el nombre de pila de la señora
Agamenón?
¿Y qué demonios importa eso?
¿Es… Margaret?
La señora Agamenón se lo quedó mirando fijamente, sus
magníficos ojos verdes resplandecientes por la sorpresa.
¡Sí, es ése! ¿Cómo demonios lo sabe?
¡Me cago en diez! Terminó el crucigrama y arrojó el periódico al
asiento trasero. ¡Madame Agamenón, por supuesto que sí! Se había
abandonado demasiado tiempo. Un día de estos el joven Baker le
pondría el dedo encima, le quitarían el 45 y le ofrecerían el trabajo
de limpiar ceniceros y abrillantar las puertas de los ascensores. No
es que en realidad le importase un carajo. ¿Dónde coño estaba
Maggie, de todos modos?
A las dos en punto Paul Hugo salió de la casa.
Tenía poco más de veinte años; enjuto, cabello largo, vestía traje y
corbata y fumaba un puro. Se metió en un Porsche y condujo hacia
la parte alta de la ciudad.
El Ojo le siguió.
El tráfico les arrastró por Lafayette Boulevard y por el paso
subterráneo hasta la Segunda Avenida. Paul encontró un espacio
para aparcar en la esquina de South Chilton. El Ojo le pasó y se
metió en un hueco frente al edificio del Globe. Volvió andando, y
bajó por la Segunda, a veinte pasos detrás de Paul. Se metieron en
un drugstore. Paul se comió un sándwich. El Ojo se tomó dos
batidos y un trozo de tarta. Luego, uno detrás del otro, anduvieron
hasta la calle Broadway. Paul se paró en el vestíbulo del teatro
Lincoln y miró los fotogramas de King Kong. Encendió otro puro.
Cruzó la calle y entró al Bank Capital. El Ojo estaba casi a su lado,
pero invisible, tan discreto como el punto de la i en un párrafo. Si un
guardia le echaba un vistazo, tan sólo vería una mancha gris en el
atildado paisaje de trajes que pasaban. Ni una sola nota
discordante, nada cantaba, su estela no dejaba rastro. De no haber
sido por ese botón hijoputa —le echó una mirada, esperando que se
cayese de su chaqueta con un sonido metálico y rodase por el suelo
de mármol como la rueda de un carro— hubiera sido perfectamente
neutro.
Paul retiró ocho, nueve, diez, once, doce —el Ojo contaba los
billetes desde el otro extremo del mostrador—, trece, catorce,
quince, dieciséis, diecisiete, dieciocho mil dólares de su cuenta.
¡Santo cielo! Metió el dinero en un sobre, lo guardó en su bolsillo y
salió. El Ojo alcanzó primero la puerta, a cinco pasos de él. Paul lo
siguió a lo largo de la calle Broadway, lo adelantó, cortando por la
plaza Arcade hacia South Clinton. Se detuvo frente a una zapatería
Hugo (Casa fundada en 1867). El escaparate estaba lleno de
zuecos de madera, la última moda en calzado. A veinte dólares el
par. Se volvió a parar más adelante, frente al póster de la entrada
del cine club. La hija de Drácula (1936). Encendió otro puro. Los
dieciocho grandes habían desconcertado al Ojo. ¿Qué demonios iba
a hacer con todo ese dinero en efectivo? La mujer en la Luna
(1928). The Cat People (1942). Paul siguió andando. ¡Dieciocho mil
dólares! El Ojo se mantuvo a distancia; aquí había malas
vibraciones, y su radar no hacía más que detectar algo sospechoso.
Una fracción de segundo antes de que Grunder el Huido tratase de
atizarle con el martillo, se sacó el 45 del cinturón, dio un paso atrás
y apretó el gatillo. En ese preciso instante apareció Grunder y el
martillo le pasó rozando. Ahora sentía exactamente el mismo
desasosiego.
Paul fue andando por la Segunda Avenida y subió al Porsche. El
Ojo comenzó a correr en dirección al edificio del Globe. Aminoró, y
luego fue paseando. Subió al Toyota amarillo justo cuando el
Porsche pasaba a su lado. ¡Malas vibraciones!
Cruzaron el Independence Circle y giraron hacia el Constitution
Boulevard, pasando por la fachada de cristal de la Terminal Aérea.
Allí era donde había conocido a su esposa. Trabajaba allí en el
cincuenta y dos. El año en que explotó la bomba de hidrógeno. Atoll
H, ocho letras. Eniwetok. Maggie nació en el cincuenta y tres. El año
en que murió Stalin. Ambas habían desaparecido en el cincuenta y
cuatro. El año… El Porsche se metió en un hueco de la acera del
Parque Sur. Había sitio para dos. El Toyota, de un viraje, se encajó
limpiamente justo detrás de él.
Eran las cuatro en punto.
Paul se adentró en el parque. El Ojo cogió la Minolta XK y le
siguió de cerca. Chicas y chicos andrajosos se desparramaban
sobre el césped como si fueran escombros, tocando flautas y
guitarras. El Ojo les hizo una foto. Se mofaron de él. Sacó una foto
de la fuente. Paul se sentó en un banco y encendió otro puro. El Ojo
tomó algunas fotografías del campo de juegos, rebosante de niños.
Compró un helado de cucurucho a un vendedor ambulante junto al
pabellón. En uno de los senderos un organillero estaba tocando A la
sombra del viejo manzano. Le hizo una foto a una niña con una
pelota. ¡Cristo! ¿Cómo urdía Dios los destinos de todos estos críos?
¡Tú! ¡Tú allí… tú! Tú compondrás nueve sinfonías. Tú serás taxista y
tú cartero y tú un detective privado. Tú una mecanógrafa, tú
secretario de Estado, tú marica, tú timador. Tú escribirás Coriolano y
tú morirás en la silla eléctrica. En el sótano de la calle Fair Oaks
había un mapa de la ciudad, tan grande como una pista de baile,
recubierto de luces brillantes. Verde para las violaciones, rojo para
los homicidios, azul para los atracos a mano armada, amarillo para
los accidentes. A lo mejor también había un mapa en el Cielo, un
inmenso tablero cuadriculado en el que se seguía la pista de cada
uno.
¿Eh, qué hay de ese ojo en el parque? ¿Lo captas? Alto y claro,
Señor. ¿Qué es lo que hace? Está comiendo un helado de
cucurucho. Vainilla y chocolate. ¿Está tranquilo?
Negativo, Majestad. Tiene un problema de malas vibraciones.
¡Pues pégale un meneo!
Y apareció la chica.

Ella bajaba por un sendero hacia el banco. Veinteañera, vestía una


boina y una gabardina oscura, y llevaba una maleta. Más cerca…
más cerca… ágil, flexible… más cerca… más cerca… hermosa, de
ojos gris azulados… más cerca…
Paul se dio la vuelta y la vio. Tiró a un lado su puro, se levantó y
corrió a su encuentro.
El Ojo le sacó una fotografía.
El organillero estaba tocando Shine on Harvest Moon. Se
besaron. El Ojo tomó otra fotografía. Sentía un sabor extraño en los
labios, metálico. Se limpió la boca con la manga de la chaqueta. Se
le borró la visión. Intentó sacar una tercera fotografía pero no podía
ver nada. Se apoyó contra un árbol, parpadeando y bizqueando.
¡Jesucristo! El parque se hallaba tan a oscuras como el vacío, y sus
jodidas orejas le zumbaban. Dejó caer la cámara. Intentó escupir,
resopló y se sonó la nariz. ¿Estaba sangrando? ¡Dios, tenía que
echar una jodida y monstruosa meada! Bueno, de acuerdo,
adelante; nadie podía verle, estaba demasiado oscuro. Se bajó la
cremallera con dedos muertos de hielo y chorreó por todo el
pantalón y los zapatos. ¡Joder! ¿Qué estaba haciendo? ¿Dónde
estaba la hijaputa de la Minolta? ¡El helado debía de estar
envenenado! El pito se le estaba encogiendo. ¡Había desaparecido!
¡Desaparecido!
Dos niñas cruzaron el césped y revolotearon ante él. Él les
sonrió. Una de ellas recogió la cámara y se la alcanzó. Él la tomó,
carraspeando. Tres viejas arpías sentadas en un banco al otro lado
del césped lo contemplaban como un trío de basiliscos. Al menos,
podía verlas. Pero ellas también lo podían ver a él. ¡Gente
mirándole! ¡Formidable! ¡Esa mierda debía parar de una vez!
Alzó los ojos al cielo. El sol caía de plano. Bien. Estaba bien. Tan
sólo aturdido. Sí. Claro. Bueno. ¿Eh? ¿Hummm? Tranquilo…
tranquilo…
Las dos niñas lanzaban la pelota de acá para allá. Las viejas
arpías hacían punto. ¡Estupendo! Todo iba a pedir de boca. Excepto
que no se había abrochado, exponiéndose a plena luz del día junto
a un jodido campo de juegos.
Anduvo por un sendero y encontró un lugar escondido. Se subió
la cremallera. Tenía los calzoncillos empapados. Se escabulló por
entre los árboles. ¡No te toques el pito! ¡Aún sigues allí, pobre
desgraciado! Los trastornos siempre afectan a los genitales.
Ahora… ahora bien… así pues…
Miró atrás.
La chica aún seguía allí.
Le daban la espalda, gracias a Dios.
Paul sostenía la maleta y ella estaba de pie con las manos en las
caderas, meciéndose, ligeramente ladeada, susurrándole algo.
Luego viró rápidamente y miró fijamente al Ojo, o detrás de él, ¿a…
qué? ¿A los flautistas del césped? ¿A la fuente? ¿Al pabellón?
Se marcharon.
Él los siguió.
Fueron al Ayuntamiento, a dos manzanas de distancia. Se
casaron.
2
EL PORSCHE SALIÓ de la ciudad por la avenida Belle Plaine, luego
cogió el paso subterráneo de Clarion hacia la carretera Liberty. Pasó
zumbando por Ada, Delphos, Kenia y Cedarville. El Toyota amarillo
le siguió todo el camino a un kilómetro de distancia.
En la Minolta XK del Ojo había unas cuantas fotografías de la
ceremonia. Y un primer plano de los dos nombres del registro del
Ayuntamiento: Paul Hugo y Lucy Brentano.
La novia era de Nueva York. Vivía en la Calle 91 Este. Trabajaba
en la oficina de Air France de la Quinta Avenida.
A las nueve llegaron al lago Camden, y se alojaron en el
Woodland Inn.
El Ojo los dejó allí y condujo hasta una gasolinera de la carretera
68. En el lavabo se quitó los pantalones y los restregó con un paño
mojado. Tiró los calzoncillos y se enjabonó el pene y los muslos.
Luego cenó en un restaurante de Evanstown, devorando todo lo que
le sirvieron: ensalada, sopa, ternera, arroz, una tortilla, otra
ensalada, una tostada, queso, un plato de cerezas, bizcocho, café,
otro bizcocho y un coñac doble.
En la mesa de al lado un borracho y su amiga discutían sobre
África. Ella le tiró un cuenco de salsa y él casi la alcanzó con un
tarro de mostaza, salpicando la pared de atrás. Tres camareros los
pusieron de patitas en la calle.
El Ojo se comió un melocotón. Luego pidió otro coñac doble. A
las once volvió al Woodland Inn.
Aparcó el Toyota junto a un soto al borde de la carretera y entró
en el recinto por una puerta lateral. En el jardín brillaba una farola,
coloreando de ámbar los bordes de la noche. Pasó la piscina y la
pista de tenis, y descendió hacia la parte trasera del edificio por una
estrecha escalinata de caracol con peldaños de piedra.
Los recién casados tenían una cabaña junto a la orilla del lago.
Todas las luces estaban encendidas. Se aproximó a la ventana
deslizándose silencioso como una sombra.
El cuarto de estar se hallaba vacío. El bolso de Lucy estaba en el
sofá. Su gabardina oscura colgaba del respaldo de una silla. En la
mesa-comedor había una botella de coñac Gastón de Lagrange y un
paquete de Gitanes.
El dormitorio también estaba vacío. Una cadena con un medallón
de plata colgaba del pomo de la puerta del cuarto de baño. La
maleta, un traje, una combinación, un sostén y una boina estaban
desparramados por la cama. Había una radio en la cómoda.
Fue al patio de atrás y miró por una ventana trasera. Paul, en
calzoncillos, estaba en la cocina, fumando un puro, sacando vasos
del aparador. Encontró dos vasos largos de licor y los llevó al cuarto
de estar.
El Ojo se arrastró de nuevo a la ventana del dormitorio. Lucy
salió del cuarto de baño, envuelta en una toalla, con un gorro de
baño. Cogió la cadena del pomo y se la colgó alrededor del cuello.
Iba descalza; su rostro resplandecía.
—¡Lucy!
—Un momento.
Se sentó a los pies de la cama y se quitó el gorro. Tenía el
cabello muy corto y rojizo oscuro. Cogió una peluca de la maleta y
se la puso. Ahora era castaña.
—¡La puerta está cerrada!
—¿Sí?
—¿Qué estás haciendo, dejarme fuera?
—Lo siento. Es la costumbre.
Se puso en pie, recorrió el cuarto, abrió la puerta. El Ojo se
escurrió a la ventana del cuarto de estar. Paul estaba sirviendo dos
coñacs. Lucy fue hacia la mesa, cogió el paquete de Gitanes y
encendió un cigarrillo. Él le alcanzó la copa. Ella la tomó y bebió
unos sorbos. Él le apartó a un lado la toalla, tocó el medallón.
—¿Qué es esto? ¿Una cabra?
—Capricornio.
—¿Tú eres Capricornio?
—El veinticuatro de diciembre.
—¡Feliz Navidad! Yo soy leo. El cinco de agosto. ¡Y aquí
estamos! —brindó—. Verano e invierno. Caliente y frío.
Bebieron. El Ojo dio un paso atrás en la oscuridad. ¡Un
momento! ¿Capricornio? Su radar vibraba otra vez. En el registro la
fecha de nacimiento era el 22 de marzo de 1954.
—¿Puedes traerme un poco de hielo? —preguntó Lucy.
El Ojo se acercó de nuevo a la ventana. Paul dejó su copa en la
mesa y fue hacia la cocina. Lucy se acercó al sofá, sacó una
ampolla de su bolso, le quitó el tapón y lo vació en el vaso de Paul.
Metió la ampolla dentro del paquete de Gitanes, se sentó y
terminó su copa. Paul salió de la cocina con un tazón de cubitos de
hielo. Lo colocó en el brazo de su silla.
—Me voy a dar una ducha rápida, cielo.
—No tardes mucho.
—No tardaré ni un segundo. —Cogió su copa y se metió en el
dormitorio.
Comenzó a llover.
Ella destaponó la botella, se la llevó a los labios. Bebió un buen
trago, luego encendió otro cigarrillo. Se puso en pie. Llevó el tazón
de hielo a la cocina.
El Ojo se subió el cuello de la chaqueta. Le iluminó el destello de
un relámpago. Se agachó, avanzó pegado a la pared hasta la
ventana del dormitorio. Paul estaba en el cuarto de baño, bebiendo
el coñac. Colocó el vaso en un anaquel, se quitó los calzoncillos,
abrió la ducha y, silbando, se metió bajo el chorro de agua.
El Ojo estaba calado. Sacó el pañuelo, se enjugó la cara. ¿Qué
era lo que había en la maldita bebida? ¿Hidrato de doral? ¿Un
afrodisíaco? ¿Cianuro? ¡Cojones! Capricornio. Maggie era cáncer.
El cangrejo. Tenía los pies empapados.
Lucy entró en el cuarto. Fue a la cómoda y encendió la radio.
Una mezzosoprano canturreó.

Laisse-moi prendre ta main,


Et te montrer le chemin,
Comme dans la sombre allée
Qui conduit à la vallée.

Samson et Dalila. Diez horizontal, compositor francés con brío. Diez


letras. Saint-Saëns. Lo iba a matar.

Tu gravissais les montagnes


Pour arriver jusquà moi
Et je fuyais mes compagnes
Pour être seule avec toi.

Ella se apoyó contra la pared y se fumó el cigarrillo. El Ojo la miró


atónito. Lo iba a matar. Movió las caderas con una contorsión tan
graciosa y exquisita que al Ojo se le hizo un nudo de dulzura en la
garganta. La toalla se deslizó del cuerpo y ella se quedó allí de pie,
desnuda a excepción de la cadena y el medallón. Lo iba a matar,
estaba absolutamente seguro de ello.

Pour assouvir ma vengeance


Je t’arrachai ton secret…

Paul salió de la ducha arrastrándose a gatas. Rodó por el suelo y


chilló a voz en grito.
Lucy fue al armario y lo abrió. Detrás de la puerta colgaba la
chaqueta de él. Metió la mano en el bolsillo lateral y sacó el sobre,
fue a la cama y esparció los dieciocho mil dólares en su maleta.
Cerró la ducha, apagó la radio y todas las luces.
El Ojo se secó con el pañuelo los oídos, que le zumbaban.
Echó hacia atrás la cabeza y dejó que la lluvia le salpicara el
rostro.
Lucy reapareció por la parte de atrás de la casa, con la gabardina
puesta, sacando a rastras por la puerta el cuerpo desnudo; atravesó
el patio con él, bajó a la orilla, a un bote de remos amarrado a un
pequeño embarcadero. Lo subió a bordo, trepando dentro tras él.
Levó amarras, metió los remos en los toletes y se alejó remando en
la lluviosa oscuridad.
El Ojo se sentó en el suelo bajo un árbol y la esperó. Barro.
Estaba pegajoso de barro. Un letrero en el embarcadero advertía:

¡No se aleje mucho de la orilla


o se ahogará y no podrá nadar más!
Pete Stone.
Sheriff del Condado de Camden.

Hacía unos años había habido un caso que los chicos de la


Watchmen denominaron «El Siniestro Caso de la Bañera
Abominable». Un vendedor de monedas raras llamado Nitzburg
desapareció con una saca de valiosos sextercios romanos o algo
así, y Bill Fleet, el experto en personas desaparecidas —conocido
en toda la empresa por Piesplanos— se pasó cuatro días
buscándolo. Finalmente lo encontró en su propio cuarto de baño,
sentado en la bañera, con la mitad izquierda del cuerpo paralizada.
Se había quedado allí del orden de las noventa horas, incapaz de
moverse, bebiendo el agua a sorbos para no morir. Sobrevivió. Cada
Navidad le enviaba una tarjeta a Piesplanos. El…
Un momento. ¿Qué tenía eso que ver con esta travesura? Nada.
Algunos trabajos simplemente eran más extraños que otros. Bueno,
de todos modos, él estaba cubierto. ¡Coño, y tanto que sí! Les diría
que se fue al coche a coger la gabardina, y que cuando volvió a la
jodida cabaña se había ido. Diría que…
Lucy Brentano. ¿Cuál era su verdadero nombre? ¿En qué
pensaba ahora, ahí fuera, a solas en el lago?
¡Eh! Podía meterse a hurtadillas en el dormitorio, coger los
dieciocho billetes y desaparecer con ellos. Podría decir que esa
tarde perdió su pista y que se pasó toda la noche volviendo atrás,
tratando de encontrarlos. Podía…
Mierda.
Se quedó allí sentado, escuchando la tormenta.
Ella regresó al embarcadero. Amarró el bote y saltó a la orilla,
pasando a escasos metros de él sin verlo.
Volvía a ser invisible, parte del paisaje y de los elementos. Barro.
Una ciénaga. El viento y la lluvia.
Ella entró en la cabaña, encendió una lámpara, se quitó la
gabardina y se caló un par de guantes. Desnuda, cogió el dinero de
la maleta y lo dejó caer en la almohada de la cama; fue al armario y
lió un fardo con la ropa de Paul, luego entró en el cuarto de baño y
recogió sus enseres. Lo metió todo en la maleta. La botella de
Gastón de Lagrange también. Y la radio.
Tarareaba. El Ojo, en cuclillas junto a la ventana, tratando de
seguir de cerca sus movimientos, escuchó con atención la melodía
de La Paloma.
Ella encendió un Gitanes, fregó los vasos y los metió en el
aparador; luego recorrió la cabaña entera con una toalla, limpiando
huellas dactilares de los grifos de los lavabos, los pomos de las
puertas, los ceniceros, las tablas de las mesas, los brazos de las
sillas, la cómoda, la puerta del armario negro, los accesorios del
cuarto de baño y los interruptores de la luz.
Aún con los guantes puestos, se dio una ducha; luego se vistió y
arrojó los guantes a la maleta, cogió los dieciocho mil y se sentó en
la cama. Se apoyó sobre la almohada, con el dinero en su regazo, y
se durmió.
Dejó de llover. El Ojo se quedó donde estaba, temeroso de
moverse en la repentina quietud. Podía ver sus pies y tobillos,
brillando en la neblina plateada de la luz de la lámpara. El resto
estaba envuelto en sombras.
Se llenó la cabeza de espectáculos para relajar los músculos.
Una corrida de toros. Un rodeo. Carreras de coches en Le Mans.
Una chica haciendo esgrima con un indio iroqués. Maggie
esquiando. Paul saliendo a flote en el lago. Un escenario
desplomándose bajo una orquesta sinfónica completa, todos los
músicos volcados en una loca avalancha de esmóquines, violines,
oboes, violoncelos y fagots. Loca de veras. ¡Hombre, la cogerían en
menos de veinticuatro horas!
¿Ellos?
Sí, ellos. Los señores que hay abajo, en homicidios.
¿Qué pasa con ellos? ¿Homicidios? ¿Qué homicidio?
¡Hombre, el novio flotando ahí fuera en el lago!
Suponte que no lo encontraran por un tiempo. ¿Una semana,
dos semanas, un mes? O nunca.
¿Nunca? (Aparte.) ¡Por Dios, tienes razón! ¡Nunca lo
encontrarán si no lo buscan!
¿Y eso qué significa, papaíto?
¿Eh?
Ella se despertó a las cinco. Se levantó de la cama, cogió la
maleta y se fue al cuarto de estar. Metió el dinero en el bolso, se
puso los zapatos y la gabardina y salió fuera; tiró la maleta en el
Porsche.
El Ojo corrió a lo largo de la orilla y subió los escalones de
piedra. Atravesó al galope el jardín hacia la puerta lateral e intentó
abrirla. Estaba cerrada. ¡Hija de puta! Trepó por encima, bajó a todo
correr la carretera hasta el Toyota amarillo. Saltó dentro y puso el
motor en marcha.
Salió el sol.

El Porsche paró en medio del puente Camden. Lucy salió del coche,
arrojó la maleta al río y luego su peluca. Sacó otra peluca de su
bolso y se la puso. Ahora era pelirroja.
Volvió al coche y se alejó.
El Toyota la seguía a un kilómetro de distancia.
Aparcó el Porsche en la avenida Neatrour, a media manzana del
palacete de cartón piedra de los Hugo, y fue andando por Lambert
Crescent.
El Ojo la siguió a pie.
El portero del hotel Concorde la conocía.
—Buenos días, señorita Granger.
—Buenos días.
Entró al vestíbulo, cogió su llave del mostrador y se quedó
esperando, las manos en las caderas, a que bajase el ascensor.
El Ojo se hundió en una butaca del salón. El detective de la
casa, un cateto llamado Vorágine, lo reconoció y se acercó a él
haciendo muecas amargas.
—¿Qué te ocurre?
—Hola, Vorágine.
—Tienes un aspecto lamentable.
—He pasado toda la noche en vela. ¿Quién es ésa?
—¿Quién?
—La pelirroja de allá junto al ascensor.
—Se llama Granger. ¿Por qué?
—Muy mona.
—¿Estás tras ella?
—No, no. Sólo miro. Le sigo la pista a otra cosa.
—Entonces ¿qué puedo hacer por ti?
—¿Tenéis alojado a un cura baptista llamado Rathbone Living?
—¿Rathbone?
—El reverendo Jacob Rathbone.
—No creo. No te muevas; comprobaré el libro.
Anduvo sin prisa hacia el mostrador. La puerta del ascensor se
cerró tras la señorita Eve Granger.

Condujo hasta la torre Carlyle y dejó el Toyota amarillo en el


aparcamiento. Bajó al gimnasio del sótano, se duchó y afeitó. Lucy
Brentano. Eve Granger. ¡Joder! Guardaba una muda completa en su
taquilla. Se puso una camisa limpia, una corbata nueva, otro traje y
calcetines sin estrenar. Se miró en el espejo y se vio en la primera
página de un periódico sensacionalista.
¡DETECTIVE DETENIDO POR CÓMPLICE! El papel de la Watchmen, Inc.
en este trágico suceso aún no ha sido completamente esclarecido.
¿Por qué, por ejemplo, estaba un investigador privado (arriba)
siguiendo a la víctima el mismo día del asesinato? ¿Y cuántas
partes interesadas había en el lago Camden la noche en que Paul
Hugo halló su muerte?
¡Mierda!
A las nueve estaba en el salón Baker contando mentiras.
—Paul Hugo tomó un avión para Montreal.
—¿Montreal? —Baker lo miró alelado—. ¿Cuándo?
—Ayer noche a las once y media. Air Canada, vuelo 586.
—¿Con la chica?
—No, solo.
—¡Maldita sea!
—Sacó dieciocho mil dólares de su cuenta ayer por la tarde a las
tres cuarenta y cinco.
—¿Y qué es lo que hace en Montreal con dieciocho mil dólares?
—Ni idea.
—¡Bueno, pues entérate! ¡Ya estás moviendo el culo y subiendo
inmediatamente!
—¿Dónde?
—¡A Canadá!
—¿Y qué pasa con la chica? Aún no sabemos quién es.
—¡Olvídate de ella! Tú ocúpate del muchacho. Dios, si lo
perdemos sus padres se pondrán como locos conmigo.
—De acuerdo.
Bajó las escaleras y fue hacia su mesa; abrió el cajón y se metió
en el bolsillo el pasaporte, el 45, los cartuchos y la foto del aula.
Decidió no coger su maquinilla: compraría una nueva. Dejó la
oficina. Nunca volvió a ella.
A las doce estaba de vuelta en el vestíbulo del hotel Concorde.
Vorágine se acercó torpemente a él, con su cara de idiota crispada
por el fastidio.
—¿Y ahora qué? No me gusta que entres aquí a todas horas a
sentarte en las butacas, ¿sabes?
—Siento molestarte, Vorágine, pero escucha —bajó la voz—. El
reverendo Jacob Rathbone está utilizando probablemente otro
nombre. ¿Tienes alguien aquí con las mismas iniciales?
—¿Con las mismas qué?
—Las mismas iniciales; J. R.
—Podría ser. Lo comprobaré. —Fue al mostrador.
Eve Granger salió del ascensor. Le sonrió mientras dejaba caer
la llave en el buzón.
—Hola, señor Vorágine.
—¡Hola, señorita Granger!
Salió a la calle. El Ojo fue tras ella. Atravesó Lambert Crescent y
se metió por la calle Seymour.
No era la misma chica a la que había seguido ayer. Lucy
Brentano había sido seria y distante, bella y sajona, una damisela de
un tapiz de Dresde, sentada en una muralla, leyendo al venerable
Beda. Eve Granger era segura y atrevida, celta y bermeja, como un
gamo saltando arroyos de montaña. Andaba con pasos largos y
ágiles, y siempre parecía estar a punto de reírse a carcajadas.
Pero ambas chicas fumaban Gitanes, llevaban el mismo
medallón plateado colgado al cuello. Y mientras Eve miraba los
escaparates de Darcy, se ponía las manos en las caderas.
Hoy iba toda de marrón —americana, suéter y falda—, calzaba
botines y llevaba un bolso tan grande como una saca de correos.
Ella…
Se volvió bruscamente y miró por encima del hombro.
El Ojo pasó por su lado, invisible, perdido entre el torbellino de
peatones. Pero no… ella no lo estaba mirando. Algo al otro lado de
la calle le había llamado la atención. Miró la acera de enfrente. Allí
no había nadie. Tan sólo la multitud.
Ella compró un periódico en un quiosco y dos peras en una
tienda de la calle Front, luego subió hasta Belle Square y se sentó
en un banco.
El Ojo sacó la Minolta y le hizo una fotografía mascando una
pera y leyendo el periódico. Sacó un lápiz del bolsillo y señaló una
columna.
Le sacó tres fotografías más.
Dejó el periódico a un lado, se terminó la pera, se levantó y fue
andando a South Clinton.
Él se acercó al banco y cogió el periódico. Estaba doblado y
abierto por la sección del horóscopo. La casilla de Capricornio
estaba marcada con un círculo.

Dic. 22 - En. 20 Esta semana habrá días buenos y malos, sonrisas y lágrimas, penas y
alegrías. La suerte aún sigue contigo, aprovéchala. Si planeas viajar, ahora es el momento.
Tienes un admirador secreto. Sé circunspecto.

Así que Lucy y ella también tenían el mismo signo.


Se metió en Stern’s. En la sección de equipajes compró una
pequeña maleta, luego subió al piso de Señoras Chic, y examinó
detenidamente un perchero de vestidos. Escogió un vestido ligero
azul marino muy simple, muy caro, y se metió en el probador con él.
Un dependiente lo divisó y se acercó.
—¿Puedo ayudarle en algo, señor?
—Se supone que he quedado aquí con mi hija. Vamos a comprar
un traje de noche. Pero no la encuentro.
—¿Quiere que diga su nombre por el altavoz?
—¡Por Dios, no! Eso sólo conseguiría avergonzarla. Gracias, de
todos modos. Simplemente me daré una vuelta.
Ella salió del probador con el vestido azul puesto. Una
dependienta le envolvió el conjunto marrón y se lo metió en la
maleta.
La próxima parada tuvo lugar en la zapatería, donde compró un
par de zapatos italianos. Con ellos puestos, y con los botines
metidos en la maleta, bajó al servicio de señoras.
¡Cuando volvió a salir era morena!
Y a las dos en punto tenía cita con su próxima víctima.
3
SE LLAMABA Brice.
Entró al aparcamiento del hospital de San Juan y se quedó
esperándole junto a su coche, un Triumph blanco en una plaza
privada, señalada con un Reservado para el Dr. James Brice.
Al Ojo le entró pánico. ¡Seguramente iban a ir en coche a algún
sitio y él no tenía vehículo! Había una parada de taxis en Windfall
Lane, y un taxi solitario junto al bordillo. Enseñó con ostentación su
insignia falsa al conductor, le dio un billete de diez dólares y le dijo
que lo esperase.
Regresó al aparcamiento. Eve aún seguía sola, apoyada contra
el Triumph, fumando un Gitanes, una mano en la cadera.
Pero ya no era Eve. Había cambiado otra vez. Su exuberancia y
su sonrisa abierta, su nerviosa energía y suficiencia habían
desaparecido. Ahora era lánguida, seria, mágica, mediterránea…
cretense… no, más del este… chipriota, del Eufrates, parta… una
vestal en bata azul, en un templo lleno de humo, rindiendo culto a
los cocodrilos. Dentro de un momento contemplaría el interior de
una vasija de baba de bruja y lo vería, de pie, tras ella.
En vez de eso, se comió la otra pera.
El doctor Brice apareció a las dos en punto. Se besaron. Andaba
por los cuarenta, guapo, elegante, fuerte. Metió su maleta en el
portaequipajes, y se marcharon.
El Ojo bajó corriendo por Windfall Lane y se metió en el taxi. Los
siguió hasta Linker Bank y el edificio Trust. No había dónde aparcar,
así que Eve dio una vuelta a la manzana mientras Brice iba adentro.
El Ojo le dijo al taxista que se quedara junto al Triumph y fue tras el
doctor.
Brice retiró veinte mil dólares, que metió en un voluminoso
billetero y en su bolsillo. Salió. El Triumph se acercó y él se
acomodó junto a Eve. El taxi estaba justo detrás. El Ojo se precipitó
en él, resoplando como una olla. Le latía el pecho, tenía las manos
mojadas de sudor.
El tráfico era criminal. El taxista los perdió de vista en Maddox
Drive, los encontró de nuevo en Lamont, los volvió a perder en
Riverside.
Luego tres camiones y un Jaguar los encajonaron en un atasco y
tuvieron que parar en seco. Sonaron los cláxones. Un dóberman
asomó su cabeza de pitón por la ventana del Jaguar y aulló.
El Ojo salió a la acera y subió corriendo por Riverside. Un millar
de coches embotellaban la calle. Torció bajando por Gibbon, se
metió trotando en el Circle; paró. ¡Dónde carajo iba! Regresó
corriendo al taxi. Aún seguía allí, apretujado entre el Jaguar y los
camiones. Se dejó caer pesadamente en su interior. El dóberman le
ladró. El atasco se deshizo y el tráfico volvió a fluir con normalidad.
Entraron en la Avenida Frederick, pasaron de largo la capilla que
había en Woodlawn.
—Nos han dado esquinazo —dijo el taxista.
—Sí.
—Ahora, ¿por dónde?
—Continúe.
—¿En qué dirección?
—Todo recto. No. ¡Espere! ¡Pare aquí! —Le dio otros cinco,
supersticioso, y regresó bajando por Frederick hasta Woodlawn.
¿Y por qué no? Piesplanos, el experto en personas
desconocidas, siempre estaba diciendo: «¿Cuál es el modelo?
¡Busca el modelo!». Bueno, ése era el jodido modelo, ¿no? El
banco, la peluca, Brice ¡y la hijaputa de la capilla!
Subió a la parte trasera de la capilla por un sendero. El Triumph
estaba allí, en el aparcamiento de atrás.
Entró en la sacristía y fue de puntillas hasta la nave. Se sentó
cansinamente en el último banco.
Eve y el doctor Brice estaban de pie frente al altar, casándose.

Su nuevo nombre era Josefina Brunswick.


Había una docena de personas presentes, todas elegantemente
vestidas, modernillos de veinte a treinta años, atufando a
marihuana. Tres fotógrafos profesionales no invitados estaban
sentados en un banco lateral, así que —como siempre— nadie
prestó atención al Ojo repantigado entre ellos, sujetando la Minolta.
Lucy Brentano. Eve Granger. Señora de Paul Hugo. Josefina
Brunswick. Señora de James Brice.
¿Quién era ella?
Ella se volvió ligeramente, mirando por encima del hombro,
observando… ¿el qué?
¡Dios Todopoderoso! Era indeciblemente encantadora. Su
belleza lo golpeó. Se quedó allí sentado, su caricia de escorpión lo
paralizaba con arrobo, su veneno le calentaba la sangre. ¿Quién
demonios era aquella chica? Tenía los ojos verdes, gris azulados.
Llevaba una cabra colgada de una cadena alrededor del cuello. A
menudo posaba con las manos en las caderas. Comía peras.
Fumaba Gitanes. Creía en las estrellas. Y había nacido el
veinticuatro de diciembre.
Capricornio, el símbolo del invierno.
La noche anterior había matado a un hombre y le había robado
dieciocho mil dólares. Esta noche iba a matar de nuevo por veinte
mil.
Se dejó caer de rodillas y rezó fervorosamente. ¡Oh, Señor, no te
la lleves de mi lado! ¡No me dejes solo de nuevo, rebuznando en la
oscuridad, como un burro herido!
—Sí, quiero —dijo Josefina Brunswick.
Tras la ceremonia, la novia y el novio, acompañados por el
enjambre de invitados, salieron a la escalera delantera y posaron
para las fotografías. No se libraría de ésta. El Ojo se quedó con los
tres fotógrafos durante un momento, sacando unas cuantas tomas.
Luego corrió a la parte trasera de la capilla y se precipitó como un
loco de un coche aparcado a otro.
Encontró un Honda Accord naranja completamente nuevo y
abierto, con las llaves puestas. Saltó tras el volante y salió a la calle
Woodlawn.
Se metió en el camino de entrada de una casa vacía dando
marcha atrás y se detuvo tras un seto. Pasarían dos o tres horas
antes de que diesen la descripción de aquel coche robado a los
patrulleros. Eso daría tiempo de sobra para joderlo todo.
Veinte minutos después pasó el Triumph, en dirección sur. Lo
siguió.
Condujeron por la Avenida Cooper, bajaron todo el Jefferson
Boulevard, pasando por la universidad y el Country Club. En
Stuyvesant salieron a campo abierto, y Richlan, Ormo y Hayward
pasaron volando. Pararon en Fort Vale. El doctor Brice compró un
cartón de cigarrillos; Josefina, un cepillo de dientes y una botella de
Gastón de Lagrange; el Ojo, una revista de crucigramas.
El parte del coche robado ya estaba circulando, pero no había
ninguna patrulla a la vista. Condujeron sin parar. A las diez el
Triumph se detuvo en el aparcamiento de The Cat’s Pajamas, un
albergue de carretera cercano a San Vicente.
Tocaba una banda de jazz. Una chica vestida con un sari
transparente cantaba. Oficiales de las Fuerzas Armadas de la base
vecina bailaban con chicas enfundadas en vestidos que parecían
toldos.
La novia y el novio bebieron champagne y comieron cailles du
Liban. El Ojo encargó una comida de quince dólares y devoró todas
las calorías que contenía. Mientras comía, hizo los cinco primeros
crucigramas de la revista.
La habitación era una espesa ciénaga de bienestar con arenas
movedizas. La plata relucía sobre los manteles blancos como la
nieve. Las águilas destellaban en elegantes uniformes. Las joyas y
los ojos de las mujeres espejeaban en la penumbra empalagosa
como si fueran luces de puerto.
—¡Esta fiesta se está poniendo guarra! —gritó un coronel
borracho—. ¡Devuélvanme mis pantalones!
Todo el mundo se rió. El Ojo terminó el quinto crucigrama. Once
vertical, licor de oriente. Cuatro letras. Arac.
Sacó la foto del aula de su bolsillo y la apoyó contra la lámpara.
Invitó a las niñas a tomar el postre con él.
¡Había llevado consigo el fantasma de Maggie a tantos sitios! A
teatros y conciertos, a los partidos de béisbol, ella lo acompañaba. Y
ahora estaban comiendo juntos un helado en una tasca de oficiales
en medio de ninguna parte.
Las quince caritas se lo quedaron mirando fijamente, haciendo
que le doliera el corazón. Ya se habían ido todas, requeridas por
otros. Maggie también. No era justo. El juego tenía trampa. El mapa
cuadriculado de Dios era una ratonera; atraía con señuelo a los
caminantes a una tierra de nadie y los sacrificaba con el tiempo y las
pérdidas.
Josefina tiró una cuchara. Brice tomó su mano y le besó los
dedos. Ella miró por encima del hombro.
La banda de jazz tocaba La Paloma.
Se levantaron y fueron a la pista de baile. El Ojo se reclinó en la
silla, cruzó los brazos y los miró. Pasaron bailando junto a su mesa.
Permaneció meciéndose justo enfrente de él, con los ojos cerrados.
Nunca había estado tan cerca de ella. Su mano izquierda, sobre el
hombro de Brice, señalaba en su dirección. El dedo índice estaba
deformado, doblado como una hoz. El maquillaje de los ojos a
media luz daba a su rostro la misteriosa extrañeza de una máscara.
Perlas diminutas colgaban de los lóbulos de sus orejas. Su carne
repelía la oscuridad, iluminándola, arropándola en un halo de
incandescencia.
Brice se percató de su escrutinio. Frunció el ceño y la alejó,
bailando, de la mesa.
Diez minutos más tarde se marcharon.
El Triumph salió de la autopista y subió por un camino de tierra a
través del monte. Un rústico cartel con una flecha indicaba entre los
árboles: La jaula.
El Ojo dejó el Accord en una cañada y subió la colina a pie. En el
claro de la cima había una casa de campo pequeña con paredes de
cristal.
Brice estaba en el cuarto más amplio, arrojando cerillas
encendidas en una gigantesca chimenea. Josefina estaba en una de
las alas, quitándose el vestido azul.
—¡Jim!
—¿Eh?
—¿Es que no hay cortinas?
—¿Qué no hay qué? —Las llamas chisporrotearon en la
chimenea.
—¡Cortinas! ¡En las ventanas!
—¿Para qué? ¡Si a alguien se le ocurriera subir todo el camino
hasta aquí, sólo para mirar, creo yo que se merece echar un vistazo!
¡Y era cierto!
Brice se hallaba ahora en la otra ala, desvistiéndose, poniéndose
un conjunto de judo. Se peinó despacio el cabello. Luego puso un
disco de Vivaldi en un Kenwood. Las habitaciones de cristal y el
bosque de alrededor se estremecieron con la música.
Josefina destapó la botella de Gastón y se sirvió una bebida
cargada.
El Ojo subió al porche y se sentó en la barandilla. Brice regresó
al cuarto principal, pasando frente a él como un héroe de kung-fu en
cinemascope.
—¿Te gusta Vivaldi? —Ella no contestó—. ¡Jo!
—¿Qué?
—¿Te gusta Vivaldi?
—Es Vivaldi, Jim. Seguro. Es una monada. —Se quitó el sostén
y las medias.
—¿A qué hora quieres salir mañana?
—No me importa. —Alzó su ganchudo dedo izquierdo y lo frotó
contra el pulgar derecho—. No hay ninguna prisa.
—No. Pero es un viaje largo. Me siento como un oso. Y el
viernes tenemos que estar en Miami.
Encendió un cigarrillo. El Ojo podía ver el paquete. Larks. Había
un bar de acero en la esquina de la habitación. Brice se metió
detrás, alzó una tapa y sacó ruidosamente una lata de cerveza.
Cambió de parecer. Bajó una botella del estante. El Ojo pudo ver su
etiqueta amarilla. Kahlúa.
También podía ver el medallón con la cabra colgada sobre los
pechos desnudos de Josefina. Sacó su chaqueta marrón de la
maleta y se la puso.
Brice se sirvió una copa. Tenía canguelo. El Ojo estaba seguro
de que no se habían acostado juntos con anterioridad.
—Jim, estas jodidas ventanas me ponen nerviosa.
—Ya te acostumbrarás.
Apagó una lámpara y desapareció. El Ojo columpió las piernas
por encima de la barandilla y cayó rodando del porche en un saco
de oscuridad.
Ella salió de la casa y se quedó de pie a su lado. Sorbió su
coñac, echando una ojeada al bosque. Brice vino a acompañarla,
tras servirse otro Kahlúa.
—En noches como ésta no me arrepiento de toda la pasta que
me he gastado construyendo esta barraca.
—Me gustaría vivir aquí.
—¡Imposible! ¡Eso significaría conducir cinco horas de ida y
vuelta cada día! ¡Menuda!
—Tú podrías quedarte en la ciudad. Y yo viviría aquí sola.
—¿Sola? —Aquello lo dejó totalmente estupefacto—. ¿Qué
quieres decir? Te volverías loca si vivieras aquí completamente sola.
¿Y qué harías para encontrar placer? —Era tan frío como su
vocabulario.
—Soledad —respondió Josefina—. Soledad y paz. ¿Qué
mejores placeres hay?
—Pero ¿qué es lo que harías? —preguntó colocando la botella
en la barandilla, a un pie del hombro del Ojo—. Quiero decir, ¿qué
tipo de cosas harías?
—Escucharía el viento y caminaría por el bosque. —Se desplazó
al otro extremo del porche. Él la siguió—. Y me pasaría el día
tumbada al sol.
—¿Y por la noche? —Metió sus manos bajo la chaqueta.
—Me iría a la cama y me haría el amor. —Se apartó de él—.
Lenta y maravillosamente, como si estuviera durmiendo con un
amigo… un amigo muy querido…
—¿Eh? —Estaba escandalizado—. Pero ¿qué clase de tonterías
son ésas? Masturbarse es… algo solitario.
Ella se rió.
—¿Dónde lo leíste? ¿En el Playboy?
Él se rió, a su vez, avergonzado de su reacción moribunda.
Esperó que ella no se hubiera dado cuenta.
—¡De acuerdo! —Volvía a ser el dueño de una barraca muy
chula, con una chavala muy chula en los brazos, alta, bronceada,
ágil, una chavala de páginas centrales con una sonrisa misteriosa,
vestida sólo con una chaqueta, una apariencia de muñequita
cayéndole por encima de los muslos al descubierto. De hecho, era
su mujer—. ¡Estás en lo cierto, señora Brice! —Estaba en su chula
luna de miel, con una novia chula en su jaula chula—. ¡Eso es! ¡Así
que haz como si yo fuera tú!
Cayó de rodillas y la besó en el estómago. Luego metió la
cabeza bajo la chaqueta y su nariz entre las piernas.
—¡Ñam! ¡Ñam!
Josefina sorbió su coñac, haciendo caso omiso de él. Luego miró
por encima del hombro, directamente al escondite del Ojo.
—¡Hay alguien ahí, Jim! —Lo apartó de un empujón—. ¡Nos está
observando!
Brice se levantó de un brinco.
—¡Debes de estar bromeando!
—¡Por allí! —señaló—. ¡Mira!
—¡Ahí no hay nadie, Jo!
—¡Sí, sí que hay alguien!
Entró en la casa y encendió una luz. El Ojo se había echado
silenciosamente al suelo y, con una vuelta de campana, se había
metido bajo el porche. Se encendió una linterna.
—¿Lo ves?
—Lo siento —se rió ella—. Las bodas siempre me ponen
paranoica.
—Ven adentro, me estoy helando.
—Voy a hacer una taza de té. ¿Te importa, Jim?
—¡Por supuesto que no!
La luz se apagó.
Estaba en la cocina tomando una taza de té y fumando un
Gitanes. Brice se hallaba en el otro cuarto, en cuclillas frente a la
chimenea, estilo cowboy, lanzando leña menuda a las llamas.
Sonaba un disco de Bach.
El Ojo se paseó por el claro, con las manos en los bolsillos. Un
búho ululó en el monte. Tres aviones silbaron al pasar, llegando al
pie de la colina. Luchadores. Se acordó de las historias de revistas
que había leído fielmente cada mes cuando era niño. G-8 y sus ases
de batalla. La marca del buitre. Los colmillos del leopardo celeste.
Vuelo de la tumba. Ed Billings vivía al otro lado de la manzana. Leía
La sombra. Simonozitz, en la Segunda Calle, compraba Doc
Savage. Se los pasaban de acá para allá, como escolares chiflados
que se intercambiasen folios, discutiendo quién era el mejor escritor
de América. Era Maxwell Grant o Robert J. Hogan o… ¿cómo se
llamaba el otro tipo? ¿Roberts? Durante años había guardado todos
los ejemplares. Su mujer se los tiró a la basura. Billings estaba en
Washington. Se dejó pillar en el escándalo Watergate. Simonozitz
era dentista en Denver. Su hijo era un ejecutivo de la TWA. La
exmujer de Billings se casó con un conde italiano. Ahora se
dedicaba al cine. La había visto en una película la semana pasada,
junto a Steve McQueen.
En la cocina Josefina se caló un par de guantes. Fue al
aparador, abrió un cajón y sacó un cuchillo de carnicero, pegó unos
golpecitos con el filo en el fregadero: ¡ting!, ¡ting!, ¡ting!, ¡ting!
Fue hacia la caja de fusibles en la pared y tiró hacia abajo de la
palanca. Todas las luces se apagaron. Bach se cortó con un
gruñido.
—¡Jim!
—¡No pasa nada, amorcito! ¡Seguro que se han fundido los
plomos!
El Ojo le oyó entrar en la cocina, le oyó gritar. Una cacerola
golpeó contra el suelo. Otro avión pasó volando. Una silla patinó
contra el frigorífico.
—¡Jo!
El Ojo fue hacia el Triumph y pateó una rueda.
Cinco… diez… quince minutos después las luces se volvieron a
encender. Josefina entró en la habitación principal. Tenía la boca
entreabierta, formando una profunda brecha en su cara. El Ojo la
observó horrorizado. ¡Iba a chillar! Esperó, con las manos puestas
en las orejas…
¡Cristo! ¡Pero si bostezaba!
Casi se echó a reír. ¡Era increíble! ¡Jesús! Esa cosa echada ahí,
en la cocina, en realidad no era un cadáver; simplemente era una
molestia, un amigo borracho que se había desplomado sobre ella en
medio de la noche y se había desmayado en el suelo. Ella le había
dejado dormir la mona, y a la mañana siguiente él se disculparía y
se marcharía. Y mientras tanto, simplemente pondría un poco de
orden en la casa.
Tenía sangre en las piernas. Se la limpió con un pañuelo.
El concierto de Bach prosiguió.
Arrojó el pañuelo a la chimenea; se quitó la chaqueta marrón,
doblándola cuidadosamente sobre una silla; abrió un armario y sacó
una sábana.
Volvió a entrar en la cocina, envolvió a Brice en la sábana, lo
arrastró afuera, haciéndolo rodar desde el porche trasero hasta los
matorrales.
El Ojo retrocedió entre los árboles.
Encontró una pala en el cobertizo que servía de garaje; cavó un
agujero al borde del claro y lo enterró.

Estaba a gatas, desnuda, fregando el suelo de la cocina. Había una


mancha de sangre en el frigorífico. La limpió con un guante; lo
enjabonó, lo restregó.
El Ojo escuchó. Silbaba La Paloma.
Fue al fregadero, lavó el cuchillo, lo secó, lo volvió a poner en el
cajón del aparador; se sirvió un trago de Gastón, se lo echó al
coleto, lavó y secó el vaso.
Sacó una toalla limpia de la despensa y fue por toda la casa
limpiando las huellas. Luego, aún con los guantes puestos, se dio un
baño. Dormitó en la bañera durante una media hora. La luna estaba
alta. Los chotacabras cantaban arriba y abajo de la colina. En su
duermevela, se quitó un guante y colocó su mano desnuda sobre su
corazón.
La garganta del Ojo estaba áspera de sed. Se deslizó a la cocina
y bebió un vaso de agua. Había una gota de sangre en la pared. La
quitó con un trapo. Se suponía que iban de viaje a Miami, así que
pasarían días, semanas probablemente antes de que echasen de
menos a Brice. Lo suficiente. Sin embargo, la sepultura era un
riesgo. La tierra recientemente removida era una pista. Y las ratas y
los zorros podían escarbar. Cogió la pala del cobertizo. Desenterró
el cuerpo y lo arrastró al bosque. Cavó otro hoyo en un bancal de
helechos. Lo volvió a enterrar; estuvo de vuelta en el claro justo
cuando ella salía de la bañera. La chica se afeitó las piernas con la
maquinilla de Brice. Eso le recordó… que tenía que comprar una
nueva maquinilla. Se metió en el otro cuarto y tiró los guantes a la
chimenea.
Él devolvió la pala al cobertizo.
Ella se vistió, poniéndose las botas y el conjunto marrón. Metió
los zapatos italianos y el vestido azul de boda en la maleta. Se bebió
otro buen trago de coñac y luego metió también la botella en la
maleta. Volvió al dormitorio, sacó el billetero del bolsillo de la
chaqueta de Brice, contó el dinero, metió los billetes en su bolso.
Encontró algunos billetes más en el bolsillo del pantalón, al menos
doscientos o trescientos, y los arrojó al bolso. Todo su cambio
suelto, también: las monedas de veinticinco, cinco y diez centavos,
todo. Limpió el billetero con el borde de la colcha y lo arrojó al suelo,
de un golpe bajo una silla.
Encendió un Gitanes, cogió su maleta y su bolso y salió afuera.
Cerró la puerta tras ella.
El Ojo bajó corriendo la colina y se metió en el Accord. Se alejó
conduciendo hacia San Vicente. Unos minutos después el Porsche
apareció tras él. Aceleró.
Ella lo siguió todo el camino hacia Fort Vale, luego lo adelantó.
Durante el instante en que los dos coches rodaron uno junto al
otro, él echó un vistazo. Ella miraba hacia delante, ajena a él.

Regresaron a la ciudad a las 7:30. Ella dejó el coche en un


aparcamiento de larga temporada; se había cambiado de peluca
durante el viaje. Mientras bajaba caminando por la calle Cartes,
volvía a ser de nuevo Eve Granger.
El Ojo la siguió, abandonando el Accord con inmenso alivio. Fue
directamente al hotel Concorde. El portero la saludó.
—Buenos días, señorita Granger.
—¡Hola!
Entró al vestíbulo. Vorágine agitó la mano.
—¡Qué se cuenta, señorita Granger!
—Buenos días.
Cogió su llave y se metió en el ascensor.
El Ojo se zambulló dentro y se sentó en el salón. Vorágine fue
hacia él.
—Vi a Piesplanos en Scipio’s ayer noche. Me dijo que estabas
en Montreal.
—Acabo de regresar.
—¿Agarraste al tipo ése?
—Aún no. Estoy convencido de que sigue aquí.
—No hay nadie en el hotel con las iniciales J. R.
—Eso no significa nada. ¿Y qué hay de R. J.?
—¿R.J.?
—Ya sabes, al revés. A menudo lo hacen cuando se cambian el
nombre. Simplemente se cambia el orden de las iniciales.
—Sí, buena idea. Echaré un vistazo. —Se alejó deambulando.
Eve Granger pagó la cuenta y se marchó nuevamente. Cogió un
taxi al aeropuerto. Durante el viaje hacia la parte alta de la ciudad se
quitó la peluca. Compró un billete de ida a Chicago, que pagó al
contado. Ahora, su nombre era Dorotea Bishop.
4
SIN LA PELUCA y sin maquillaje parecía mucho más joven.
Dieciocho o diecinueve. Su pelo corto estaba cepillado de lado
sobre la frente y tenía los ojos enmascarados con gafas oscuras.
Esa mañana iba vestida combinando distintos tonos de gris, con
medias negras; llevaba una bolsa de viaje azul de Lufthansa.
En la librería del aeropuerto compró un periódico y un libro de
bolsillo, la edición de Folger del Hamlet. Se dirigía al bar, pero lo
pensó mejor, y fue al salón.
Un marinero ligón probó suerte, preguntándole si era, por
casualidad, Jennifer O’Neill. Ella ni siquiera lo escuchó: se sentó
junto a una ventana y abrió el periódico por la página de los
horóscopos. Luego leyó Hamlet hasta que su vuelo fue anunciado.
Continuó leyendo en el avión. Terminó el acto primero, y lo
releyó, señalando diversos pasajes con un rotulador fino color
naranja.
Sentado al otro lado del pasillo había un hombre joven con una
camisa rosa. Se inclinó hacia ella.
—Disculpe —dijo. No hubo respuesta—. Perdone. —Ella le miró
por encima—. ¿Le importa que ligue con usted?
—Claro que no —contestó ella—. Pero espere a que termine
esto.
Leyó el final de la quinta escena.

Calma, calma, ánima en pena.

Lo subrayó.
Él se levantó, cruzó el pasillo y se sentó a su lado. Pasó una
azafata.
—Un Martini, por favor —pidió él, y se volvió hacia Dorotea—.
¿Qué tomarás? —Ella no respondió. Se volvió de nuevo hacia la
azafata.
—Dos Martinis.
—No. —Dorotea bajó su libro—. Un coñac. —Y siguió leyendo:

¡Oh, suerte maldita!… Que haya nacido yo


para ponerlo en orden! ¡Eh, venid, vámonos juntos!

Metió el libro en su bolsa de Lufthansa. Contempló por la ventana el


azul infinito.
—No es que sea muy atrevido o un descarado o algo por el estilo
—dijo el joven—, pero siempre tengo que hacer yo el primer
movimiento. Es defensivo, ¿sabes? Si una chica me tira un lance,
desconfío inmediatamente.
—¿Por qué? —Lo evaluó con el rabillo del ojo. Bronceado.
Alrededor de treinta. Traje de Cardin. Un chaleco de terciopelo a
rayas. Una pluma estilográfica de oro. El rosado de su camisa lo
inundaba todo.
—Es por el trabajo que hago.
—¿En qué trabajas?
—Oh, a propósito, soy Bing Argyle.
—Dorotea Bishop.
La azafata les trajo sus bebidas, y brindaron.
—¿Te puedo preguntar algo muy personal, Dorotea?
—Adelante. —Volvió a contemplar el cielo. Tensó los músculos
de su mano izquierda, obligando al índice a deslizarse alrededor del
vaso.
—¿De qué color son tu ojos?
Ella se quitó las gafas y se le encaró. Él se quedó boquiabierto.
—¡Viridis, por Dios! ¡No lo puedo creer! ¡Puro viridis!
—¿Quiere decir verdes?
—No seas vulgar. Son esmeraldas indias ¡Esmeraldas del
Rajasthan, sin mezcla ni tacha, inmaculadas!
—¡La hostia en polvo!
—¡Yo debo saberlo! —Escrutó el pasillo, metió la mano en el
bolsillo y sacó una pequeña caja rectangular de terciopelo. La abrió
con un golpe seco, con una sonrisa afectada. En su interior había
dos grandes esmeraldas.
—¡Qué impresionante!
—No trato de impresionarte. Si lo hiciera, simplemente te las
daría. Pero no son mías. Yo sólo soy un pequeño vendedor
ambulante.
—¿Puedo? —Cogió la caja y sostuvo las gemas cerca de la
ventanilla.

El crucigrama número siete tenía al Ojo completamente


desconcertado. Indicaciones tales como la dos vertical, Rey leproso,
la tres horizontal, Ciudad de Checoslovaquia, y la una horizontal,
Kraut Gato Cinco, no lo llevaban a ningún sitio. Señaló la página y
continuó con el número ocho.
Dorotea Bishop subió por el pasillo pasando junto su asiento.
Una azafata la paró.
—Discúlpeme… —No estaba del todo segura, pero sus ojos eran
duros como piedras—. ¿Por casualidad, no es usted de Cleveland?
—No.
—¿Su nombre no es Doris Fleming?
—Me temo que no.
—Lo siento… me… el… —La azafata tartamudeó, e intentó
sonreír—. El parecido es… Un amigo mío salía con una chica… una
chica que era idéntica a usted. En Cleveland. Hará unos años.
Dorotea alzó las manos hasta las caderas.
—Nunca he estado en Cleveland.
—Hubiera jurado que…
—Todo el mundo se parece a alguien. —Siguió caminando y
entró en el lavabo.
Otra azafata pasó junto al asiento del Ojo.
—Es ella —cuchicheó la primera chica—. Estoy segura.
—¿Quién? —preguntó la otra.
—Me robó a un tipo hace tiempo,
—¡Que se vaya con viento fresco!
—Se marcharon a algún sitio juntos y eso fue lo último que se
supo de él.
—Quizá se enroló en la Legión Extranjera.
Se fueron andando por el pasillo.
El Ojo se puso en pie y se movió a popa. ¡Doris Fleming! ¡Cristo!
¡Claro! ¿Por qué no había pensado en ello antes? ¡Cojones! Se
estaba olvidando de todas las viejas reglas fundamentales de Pies-
planos. ¿Cuántos otros cadáveres había? ¿Cuántas pelucas?
¿Cuántos nombres? La señal de no fumar se encendió. Podía sentir
inclinarse la cubierta del avión bajo sus pies. ¿Y cuántos otros
testigos podían recordarla e identificarla? ¿Cuánto podía durar?
La puerta se abrió de repente y Dorotea salió del lavabo, con los
labios apretados por la rabia. Pasó por su lado sin mirarlo siquiera.

En O’Hare, ella y Bing Argyle bajaron juntos del avión. La azafata se


quedó de pie en la rampa, mirándola con ferocidad. Dorotea le
sonrió.
Bing aún seguía tratando de hacerla caer en la trampa con
suavidad, totalmente inconsciente de su propia cautividad.
—¿Dónde te alojas, Dorotea?
—Aún no lo sé. Nunca he estado en Chicago.
—¿Qué te parece el Ritz-Carlton? Es el único lugar, te doy mi
palabra.
—De acuerdo. —Lo cogió del brazo—. Te tomo la palabra.
Él resplandeció con la conquista. Tomaron juntos un taxi para
East Pearson, y se hospedaron en el Ritz-Carlton. A ella le dieron la
habitación 1214. El Ojo se las arregló para meterse en la 1211, justo
cruzando el pasillo. Bing estaba en el piso de abajo, en la 1109.
El Ojo dejó su puerta entreabierta. Se sentó sobre un cojín en el
suelo y contempló el pasillo. Regresó al crucigrama número siete e
intentó resolverlo. Rey leproso, ocho letras, Kraut Gato Cinco, siete
letras, Ciudad de Checoslovaquia, cuatro letras, y algunos jodidos
rompecabezas más —Cabeza de ibis, Pez espada ártico, Adrastea
— siguieron frustrándole.
La lluvia salpicó en los cristales. Un botones le trajo a Dorotea
una cesta de peras. Al final de la tarde salió vestida con pantalones,
un jersey de cuello alto, botas de goma y una cazadora; llevaba
paraguas.
El Ojo la siguió.
Doblaron la manzana dos veces. Le dio cincuenta centavos a
una vagabunda, luego se quedó bajo la lluvia, mirando el tráfico.
Bajó por la calle Saint Clair, giró hacia East Huron, fue hasta el lago,
regresó por el Drive a Pearson. Volvió a toparse con la misma
vagabunda en la calle Séneca y le dio otros cincuenta centavos.
Compró un Trib y se apoyó en un portal a leer su horóscopo. El Ojo
recogió el periódico cuando ella lo tiró.

CAPRICORNIO. Estupenda salud si no comete excesos. Necesita un descanso, pero


¿quién no? Berilo es su color. Sab. su día. Los encuentros con acuario son los mejores.

Se comió otra pera. En la avenida Michigan una chica negra intentó


ligar con ella. Regresó al hotel a las seis. A las ocho, Bing Argyle,
que llevaba un maletín y una rosa, vestido con un chaqué escarlata
Palazzi, llamó a la puerta 1214. Cuando vio a Dorotea vestida con
un traje de noche verde lima y el cabello envuelto en una cinta de
seda de color oliva, dobló una rodilla e imitó el sonido de una
trompeta.
—¡Ta-ta-ta-taaa! ¡Crescendo! ¡Lo juro, estás, disculpa mi
inexactitud, preciosa!
—¿Cuándo es tu cumpleaños? —preguntó ella.
—El diecisiete de febrero —dijo poniéndose en pie—. 1945.
—¡Acuario!
—Sí. El aguador. Y el florista. —Le dio la rosa.
La puerta se cerró tras ellos. Al otro lado del pasillo, la puerta de
la 1211 también se cerró. El Ojo bajó las escaleras y los esperó.
Media hora más tarde cruzó tras ellos el vestíbulo atestado y salió a
la calle.
—Te encantarán —le iba diciendo Bing—. Son gente deliciosa.
Son árabes.
—¿Árabes?
—Egipcios, iraquíes, sirios. Son tan ricos que no saben qué
hacer con toda la pasta que tienen. Uno de ellos, oye bien, acaba de
comprar tres rascacielos en la avenida North Michigan. Me encanta
el dinero, ¿a ti no?
—Claro que sí.
—Pero imagínate a John D. Rockefeller con caftán. ¡Es delirante!
La fiesta se daba en un rascacielos que parecía una ficha de
dominó construido en el North Boulevard, un ático que daba al
Shore Drive y al Lincoln Park. En la puerta de entrada había un
cartel que decía: No se admiten judíos.
Dorotea y Bing atravesaron varios salones de baile atiborrados
de gente bien de ciudades de segunda que disfrutaban de la
parranda. Músicos en ropa granjera tocaban violines y banjos, y dos
columnas de invitados bailaban la danza del granero. Una
habitación era un mercado árabe souk lleno de tenderetes y casetas
y sudorosos mercenarios envueltos en turbantes y chilabas que
servían comida y bebida.
—¡Seas bien recibido, Bing Argyle! —gritó una voz.
Bing condujo a Dorotea hasta el anfitrión, un hombrecillo grueso
con aspecto de director de orquesta sudamericano.
—¡Abdel, muchacho! —Bing lo abrazó—. ¡Shalom!
—¡Bing, querido! Ravi de vous voir. ¿Quién es esta chica tan
adorable?
—Dorotea Bishop, Abdel Idfa. Es el jeque de Kilowat o algo así.
—Kuwait. —Abdel besó la mano de Dorotea—. Bienvenida a mi
fiesta, hermosa doncella. ¡Oh! ¿No es atractiva?
—Ella también es una skiksa —dijo Bing.
—¿Llevas contigo la mercancía, Bing?
Bing alzó el maletín.
—¡A tu servicio!
Abdel miró a Dorotea frunciendo el ceño.
—¿Eres virgen, niña mía? —le preguntó.
—No meta sus jodidas narices en lo que no es asunto suyo —le
contestó ella.
Bing se ruborizó y rió, cacareando. Abdel y Dorotea se sonrieron
el uno al otro, ambos a punto de estallar llevados por un odio súbito.
En la souk un palestino con gafas de sol, traje color crema,
zapatos blancos y negros, camisa roja y una pajarita morada, se
hallaba en medio de una bandada de chicas con pinta de
estudiantes, perorando sobre las Cruzadas.
—Los francos eran bastante más imperialistas que los romanos
o los judíos —dijo—. Se anexionaron el país entero y se hicieron
llamar a sí mismos los condes de Trípoli, la princesa de Antioquía,
los duques de San Jean d’Acre y cosas por el estilo. Trataron de
esclavizar a todo el islam.
—Mi personaje favorito es Saladino —dijo una de las chicas
interviniendo en la conversación.
—Sí —accedió el palestino—. Salah-ell-Din. Bueno, acabó con
su pirateo.
—¿Y quién era el pobre rey que tenía lepra? —preguntó otra
chica—. Solía ganar todas sus batallas tumbado en una hamaca,
porque no se tenía en pie.
—Ése sería Balduino IV —le dijo el palestino—. Una figura de
trágica repulsividad.
El Ojo se adelantó empujando a la gente.
—¿Cómo dice que se llamaba? —preguntó.
El palestino lo miró con ferocidad, sus gafas oscuras eran como
agujeros.
—Balduino IV —respondió.
—¿Y fue rey?
—Sí. Se hacía llamar rey de Jerusalén.
—¿Y tenía lepra?
—Sí. ¿Por qué lo pregunta?
El Ojo se escabulló entre la gente. ¡Balduino! ¡Ocho letras! ¡Eso
quizá desatascaría todo el jodido crucigrama! Se acercó a uno de
los tenderetes y se tomó un plato de helado.
Dorotea se acercó a otro puesto y examinó la fila de botellas.
Estaba sola. Bing se había marchado a algún lugar con Abdel.
Encontró un Rémy Martin y se sirvió una copa. En el borde del
mostrador había una pitillera de oro. La cogió y la dejó deslizar en el
pecho de su traje color lima.
El Ojo la observó tras un tenderete vecino, y la siguió fuera del
cuarto.
Ella se unió a la danza del granero, rotando ágilmente de pareja
en pareja, saltando y bailando con pies ligeros, ruborizada de placer.
La música se acabó.
Salió a la terraza, donde soplaba el viento.
Se pasó el brazo por la cara y se quedó de pie junto a la
balaustrada, mirando abajo, al lago Michigan. El tráfico del North
Shore se movía como un serpentín de joyas alrededor del Lincoln
Park. Su pie topó con algo. Se agachó; recogió un paquete de
preservativos Fourex. Enrollados en finas laminillas rosas… pieles
naturales… Antideslizantes xxxx… Lo arrojó al abismo.
Vagó entre las plantas, la cabeza erguida, las aletas de la nariz
dilatadas olfateando el aire. La oscuridad estaba perfumada de agua
y follaje. Frente a ella, encima de una mesa, había una cimitarra en
una vaina. La cogió; desenvainó la hoja. Volvió la cabeza, mirando
por encima del hombro. A través de la ventana que había tras ella,
vio a Abdel y a Bing sentados alrededor de una mesa. Otro hombre
entró en la habitación.
—Discúlpeme, señor. El señor Iscari está aquí.
—¡Ah, bien! Perdóname un segundo, Bing.
Se marcharon, dejando solo a Bing. Ella golpeó el cristal. Él se
levantó y abrió la ventana. Las mandíbulas se le desencajaron de la
sorpresa.
—Dorotea…
Salió a la terraza y fue derecho a la hoja. Ésta le perforó el
abdomen, atravesándole.
Ella entró en la habitación y cogió las esmeraldas. Cruzó
corriendo la terraza hacia el ático atestado. Un cómico de televisión
estaba en medio de un corro de risas, contando chistes.
La gente le aplaudía. En la entrada, los abrigos y las capas se
apilaban sobre las sillas y los sofás. Cogió un abrigo de visón, se
deslizó en su interior y salió al ascensor.
El Ojo arrastró a Bing entre las plantas; lo metió rodando en una
esquina de la terraza detrás de una fila de tiestos. Abdel salió de la
habitación.
—Bing, ¿dónde estás, querido mío?
El Ojo le dio un golpe detrás de la oreja con el canto de la mano
y lo derribó. Lo arrastró al invernadero; empujó una mesa frente a él.
El cómico de televisión disparaba una broma tras otra en medio
de la tormenta de risas y aplausos. Nadie prestó atención al Ojo
mientras fue paseando por la habitación hasta llegar a la entrada.
El ascensor lo bajó al vestíbulo. Salió corriendo hacia el North
Boulevard.
Ella iba a una manzana de distancia; bajaba andando la calle
Astor en dirección a East Burton.
La siguió.
Dobló al oeste por Burton, luego al sur bajando por Deaborn,
vuelta al oeste por Clark, luego al sur, bajando por Clark, hacia la
calle Goethe.
Cogieron dos taxis de regreso al hotel.
Le llevó exactamente diecisiete minutos cambiarse de ropa,
hacer la maleta, pagar la cuenta y salir del hotel.
Otros dos taxis les condujeron a O’Hare. Tomaron un vuelo de
noche para Nueva York. El nombre en su billete era Annie Green.
En el avión vació los Marlboro de la pitillera de oro y la rellenó de
Gitanes. Luego leyó Hamlet.
El Ojo trabajó en el crucigrama número siete. El Rey leproso era
Balduino. Cabeza de ibis tenía que ser Thoth. Pez espada ártico era
Narval. Kraut Gato Cinco era una marca alemana de tanques V, un
Panther.
Pero Ciudad de Checoslovaquia aún seguía desconcertándole.
¡De hecho, todo le confundía, todos los jodidos detalles!
Pero no quiso pensar en ello.
Sacó la foto del aula de su bolsillo. Annie Green terminó el tercer
acto, escena tercera.

Mis palabras vuelan a lo


alto; mis pensamientos quedan
en tierra; palabras sin pensamientos
no van al cielo.

Puso el libro a su lado. El Ojo estudió los rostros de las niñas. Annie
apresaba las esmeraldas en el puño y las hacía sonar como si
fueran dados.
Luego los dos se quedaron dormidos.
El Ojo soñó que bajaba andando por un largo pasillo. Pensó que
estaba de vuelta en el Ritz-Carlton. Pero no, abrió una puerta y vio
pizarras, un crucifijo, filas de pupitres vacíos. ¡Era un colegio! Abrió
la puerta, llamando a su hija por su nombre. Se encontró en una
habitación húmeda y vacía, de pie junto a un viejo con el rostro
carcomido, sentado en un trono, sujetando un mapa en el regazo.

He estado trazando tu destino, dijo él.


¿Quién eres tú?, preguntó el Ojo.
Soy el rey de Jerusalén.

Y le tendió los brazos, enseñándole sus zarpas de leproso.


5
AL DÍA SIGUIENTE aparecieron en los periódicos de Nueva York
cinco breves líneas comunicando el asesinato de Kent «Bing»
Argyle. Según el parte policial de Chicago, su cuerpo fue
descubierto en el Lincoln Park a las nueve de la mañana; le habían
robado y apuñalado. No se menciona a Dorotea Bishop. Tampoco a
Abdel Idfa.
El Ojo leyó la noticia, aliviado. Los árabes se mantenían al
margen. Habían sacado el cadáver clandestinamente del ático, y
ahora iban de un lado a otro muy ocupados en sus negocios, sin
revelar en absoluto pista alguna. ¡Lo que era el destino!
Así que Annie Greene estaba a salvo.
Pero ya no era Annie Greene. Se registró en el hotel Park Lane
en Central Park South como Dafne Henry (peluca rubia). Vendió las
dos esmeraldas a un encubridor de objetos robados en la avenida
Bedford, en Brooklyn. Ya había tenido tratos con él; pensaba que
era una refugiada húngara llamada Marta Ozd (peluca roja).
Depositó el dinero en una caja de seguridad en un banco de la
avenida Jerome, en el Bronx, donde era conocida como Erica Leigh
(peluca platino). Se pasaba la mayor parte del tiempo en un club
privado para chicas en la Calle 59 Este. Su nombre allí era Debra
Yates (sin peluca).
Lucy, Eve, Josefina, Dorotea, Annie, Dafne, Debra… se dio por
vencido al intentar clasificar sus identidades. Todas las fotografías
de la Minolta XK se hallaban esparcidas en el suelo de su habitación
en el Park Lane, justo en la puerta de al lado de la suite de ella. Se
sentó y las miró con avidez. La mejor era la primera que hizo, la
joven que vio en el parque a las cuatro de aquella tarde, andando
por un sendero de árboles, cuando entró en su vida como Gracia,
fustigando con violencia a un descreído.
En otra de las fotografías, tomada en la sala de espera de
O’Hare, estaba de pie con las manos en las caderas, mirando
fijamente el escaparate de una boutique. El índice de su mano
izquierda se curvaba contra su cintura, un patético áspid hecho un
ovillo en su nido.
Lo besó suavemente.
La pena se apoderó de él, y le fue envolviendo en un apretón de
agonía. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Se mordió el labio,
ahogando un sollozo. Éste se hundió en su interior, haciéndole un
nudo en la garganta y llenándole los pulmones de anzuelos y
electricidad.
Miró la pared.
Ella estaba allí, a menos de cinco metros de distancia,
chapoteando en el baño. La podía oír silbar. Se levantó y cruzó la
habitación.
Tocó la pared.
Luego la culpa y el desaliento le azotaron furiosamente.
¡Pobre Maggie! La había traicionado. Por lo general, uno de cada
tres pensamientos que tenía era para ella, guiándola, como en una
pantomima, ayudándola a pasar cada escollo y cada riesgo que su
angustia pudiera inventar. Ahora era huérfana, iba a desviarse
sola… ¿adónde? Mientras él veneraba a la diosa que se bañaba en
el cuarto de al lado, ¿quién protegería a su hija —aunque fuera en el
pensamiento— de los callejones a oscuras, de los solares
desocupados, de los vertederos de basura, de los sótanos, de los
obsesos sexuales con el pito colgando en los portales, de los
tiburones de la calle, de los anormales del metro, de los camellos y
los chulos, de los chorizos que iban con punzones de hielo y los
yonkis que trepaban por los tejados como monos, de toda la gente
macabra que pululaba por el desierto de la ciudad?
Sus uñas arañaron la pared, y lloriqueó como un perro atado a
su caseta.
Ella y cinco o seis chicas más se agotaban en el gimnasio del
club todas las mañanas, tres días a la semana. Dos de ellas eran
hijas de papá, sin nada más que hacer. Las otras eran actrices y
modelos.
Al mediodía se bañaban desnudas en la piscina del ático. Una
mañana el Ojo le dio al portero del edificio adyacente diez dólares
para poderlas observar a través de una claraboya. Luego, en una
cafetería en la Primera Avenida, oyó a dos hombres hablar de ella.
—Creo que es una lesbiana machorra, apuesto a que se lo hace
con Ditty cuando nos marchamos.
—Es imposible. Una vez la toqué bajo el agua y no hubo ninguna
respuesta.
—Esos ojos que tiene me asustan un huevo.
—Adoro su culo. Es que es perfecto.
—El otro día me miró y me mareé.
—Me pregunto cómo se lo hará.
—Yo tuve un gato con ojos como ésos. Una auténtica bestezuela
despreciable.
—Si tuviera su culo, sacaría cuatro grandes a la semana.
—Ese visón que lleva le debe de haber costado cuatro de los
grandes.
—Se lo pregunté. Me dijo que lo compró en el oeste
prácticamente por nada.
La siguiente vez que intentó espiar a las bañistas, el portero no
le dejó entrar al edificio.
—¡Váyase al diablo! —exclamó—. ¡Un tipo subió ayer y lo
pesqué pelándosela! ¡Yo no llevo un salón de masajes!

Debra Yates estaba desnuda, sentada al borde de la piscina,


leyendo su horóscopo.
Eres demasiado impulsivo. Éste no es momento para actuar despreocupadamente. No
busques complicaciones innecesarias. Confía en las amistades de siempre.

Las otras chicas se zambullían y retozaban a su alrededor, mirando


la claraboya de encima, tratando de vislumbrar a algún mirón que
pudiera estar arriba, en las ventanas de la galería del edificio de al
lado, observándolas. Cuando estaban seguras de que había
alguien, daban comienzo a su número orgiástico, retorciéndose al
borde de la piscina como bacantes, pretendiendo echarse unas
encima de otras, bailando lascivamente en el trampolín,
encadenándose bajo el agua, masturbándose en un loco frenesí.
Debra no participaba en aquellas bufonadas. Nadaba sus doce
largos (uno bajo el agua), luego se comía una pera, leía o
simplemente se tumbaba hasta que sentía frío y se marchaba.
Raras veces charlaba, no tenía amigas y casi nunca se reía.
Las especulaciones sobre ella se desataron. Decían que era una
exmonja. Que se había licenciado en el Vassar. Que era una hija
ilegítima del shah de Irán y de una india apache. Que era la puta
más cara de Manhattan, especializada en anilingus, bestialismo,
sadomasoquismo, escatofagia, terapia sexual de grupo y
representantes de las Naciones Unidas. Que hacía películas porno
en Los Ángeles. Que era el juguete WASP de un Don de la mafia.
Que era marciana. Que era frígida.
Finalmente todos decidieron que simplemente era una excéntrica
y no menearon más el asunto.

Ditty, la administradora del club, se acercó a ella.


—Ven aquí, Debra, que quiero enseñarte algo.
Debra se levantó y la siguió bordeando la piscina a una ventana
frontal. Miraron abajo, a la Calle 59.
—Mierda —exclamó Ditty—. Se ha marchado. Estaba allí, frente
al antro de Charlie.
Un repentino escalofrío cubrió la desnudez de Debra con carne
de gallina.
—¿Quién era? —Se envolvió una toalla alrededor de los
hombros.
—Escucha. —Ditty la rodeó con el brazo, aprovechándose de su
complicidad para acariciarle el hombro—. El otro día, el viernes,
estaba abajo, fuera, en la puerta, esperando a Romy. Quería ver
quién conducía su coche. —Romy trabajaba en el gimnasio. Era la
novia de Ditty y andaba constantemente envuelta en turbias
infidelidades—. Creo que está jugando al gato y al ratón con Liz. Ya
sabes, la tía del Hunter College. Se pegan el lote rápido cada vez
que se les presenta la ocasión, como quien no quiere la cosa.
—¿Y qué ocurrió, Ditty?
—Bueno, yo estaba con el ojo alerta, de no ser así no me habría
dado cuenta. Ese tío pasó por la puerta, ves. Luego volvió. Luego
volvió otra vez. Pasó cuatro o cinco veces. Seguía allí cuando tú te
marchaste. Te siguió de cerca.
Debra se envolvió con la toalla, puso la cabeza entre los
hombros y cruzó las manos sobre el pecho.
—Quizá sólo sea uno de los pelmazos de al lado —dijo.
—No lo creo, Debra. Como que el lunes estaba aquí otra vez.
Llevaba puesta una trenca. Pasó andando, ¿sabes?, hacia la
avenida York. Luego, cinco minutos más tarde ahí estaba, cruzando
la calle, desde la Primera. Llevaba puesta una chaqueta de Tweed
Harris. ¡Luego de vuelta otra vez, con un jodido impermeable!
Probablemente tenga un coche aparcado en algún sitio y se vaya
cambiando de ropa. Los cerdos de al lado no se tomarían tantas
molestias.
—Descríbemelo.
—Pues normal. Mediano. Un término medio.
—¡Eso no es una descripción, Ditty!
—¿Y cómo coño describes tú a los hombres? Son amorfos. Te lo
señalaré cuando vuelva a pasar por aquí.
Pero el Ojo no volvió a pasar por allí. Las vio de pie en la
ventana y se volvió a escabullir en su coche.
Bajó por la Primera Avenida; entró en un edificio de oficinas en la
esquina de la 57 Este, y se quedó en el vestíbulo observando a todo
el que entraba por la puerta. Pasaron cincuenta personas. Intentó
memorizar a todos los hombres.
Anduvo siete manzanas hasta la Calle 50, giró al oeste, cruzó la
Segunda, la Tercera y Lexington. Se metió en la iglesia de San
Bartolomé, en Park Avenue, y se sentó en un banco trasero para
poder mirar la puerta. Pasaron quince minutos. Un hombre entró.
Tenía sesenta y tantos años, rechoncho, sonrosado, con el pelo
cano; vestía una chaqueta cruzada. Dio unos pasos medidos hacia
un banco, cruzando la nave lateral; frotó escrupulosamente el banco
con las puntas de los dedos antes de sentarse.
Le echó una ojeada furtiva, pestañeando, el rostro estremecido
de tics. Giró hacia ella, se desabrochó el abrigo. Entre sus muslos,
colgando de un trozo de cuerda que llevaba atada a la cintura, había
un pepino grande y verde. Meneó las caderas, sacudiéndolo en su
dirección. Luego se levantó de un brinco y salió trotando por la
puerta.
Ella se quedó sentada un rato más, reprimiendo una sonrisa y
dándole tiempo a escapar. Salió a la 50, anduvo hacia Madison,
luego viró al norte.
Entró en una zapatería Hugo (Casa fundada en 1867) en la 55
Este. Se quedó frente al escaparate, mirando fijamente la acera. Le
dijo al dependiente que esperaba a un amigo.
Pasaron mil personas, dos mil, tres mil. Sólo miraba a los
hombres, el interminable desfile de perfiles masculinos: narices,
orejas, barbillas, torsos, tripas, sombreros, verrugas, muecas,
lunares, guiños, gafas, puros, pipas…
Se marchó. Compró dos peras en una frutería de la Calle 56 y se
comió una.
En la Quinta Avenida tomó un metro en el Queensboro Plaza.
Se comió la otra pera, estudiando las caras de los viajeros. Un
soldado. Un japonés. Un muchacho con gorra de béisbol. Un cura.
Un negro. Otro japonés. Tres hombres con aspecto de ladrones,
con bolsas de herramientas. Dos sordomudos que movían los dedos
y emitían ruiditos de pájaros. Un policía. Y una decena más, todos
con la cara en blanco, sin rasgos distintivos, tan inexpresivos como
los muros de un retrete.
Tomó tres autobuses, para Greenpoint, la Navy Yard y la avenida
De Kalb. Comió una hamburguesa en un drugstore. Una vez se
detuvo y miró por encima del hombro; por supuesto, él se
encontraba justo a sus espaldas.
En la calle Pacífico se volvió a meter en el metro.
Se pasó toda la tarde y la mitad de la noche vagando de arriba
abajo por Brooklyn en la Cuarta Avenida, West End y las Brighton
Beach Lines. Cambiaba de vagón cada cuatro o cinco paradas. Fue
y volvió a Coney Island cuatro veces. Estaba convencida de que
nunca veía la misma cara dos veces.
A la una de la madrugada se registró en un hotel de mala muerte
en Kings Highway. Le dio diez dólares al portero de noche.
—Quiero que me anote los nombres de todos los que entren
detrás de mí —le dijo.
El tipo soltó una risita.
—¿Para qué?
—Para recibir otros diez cuando me marche mañana.
—Es un trabajo de toda la noche, señorita —dijo sonriendo
afectadamente—. Mejor que sean veinte.
Ella le dio diez dólares más. Se pasó toda la noche sentada en
una habitación fría y húmeda, mirando a la calle. A las seis bajó a
recepción y el portero le pasó un ejemplar de Penthouse. Tres
nombres estaban garabateados en la cubierta.

El señor y la señora Gable.


El señor Wm. O’Algunacosa.
El señor Ed Dantes.
Ella le dio sus veinte dólares y se sentó en el mísero vestíbulo a leer
el Penthouse, esperando a que saliesen del hotel.
O’Algunacosa bajó a las 6:40. Era tan alto como un gigante de
circo y llevaba tres pesadas maletas. Se marchó en un coche con
matrícula de Idaho. El señor y la señora Gable eran una puta y su
chulo, ambos puertorriqueños. Se marcharon a las 7:10. Ed Dantes
era el Ojo.
La vio cuando se disponía a bajar las escaleras. Retrocedió
sigilosamente al pasillo de arriba y salió trepando por una ventana.
Cayó de un salto en el patio trasero, cruzó corriendo un solar hacia
la calle paralela.
Ella se quedó allí sentada hasta las nueve, mirando la escalera.
Cuando llegó el portero de día hizo que le telefoneasen al cuarto.
Nadie respondió.
Se marchó.
Estaba en el andén de la estación de King Highway cuando ella
cogió el tren de vuelta a Manhattan, pero no le vio.

Regresó al hotel Park Lane y se dio un baño. Luego volvió a las


andadas. Fue al club y ella y Ditty observaron la Calle 59 Este hasta
pasadas las dos.
Comida en un restaurante chino en la Tercera. Una película en la
Calle 42. Cruzó el Central Park hacia la 72 Oeste, luego bajó
andando la avenida de Colón hasta Broadway. Cenó en una pizzería
próxima al Grand Central. Un hombre de traje beige y camisa
hawaiana se sentó a la mesa de al lado, comiéndosela con los ojos,
aguándole la cena.
Fue a un bar en la Calle 54 Este, bebió dos coñacs y leyó
Hamlet. A medianoche telefoneó al hotel de Kings Highway y
preguntó al portero de noche de las risitas si podía hablar con el
señor Dantes.
—¿Quién?
—El señor Dantes.
—Se ha marchado.
—¿No dejó ninguna dirección?
—¿Es usted la bella señorita que me dio los cuarenta dólares?
Colgó. El hombre del traje beige y la camisa hawaiana entró en
el bar cuando ella salía.
Bajó dando un paseo por la Calle 50 a la 42, luego subió por
Broadway a la Séptima.
Dos marines borrachos salidos de ninguna parte se abalanzaron
sobre ella. Gritaron, la levantaron por los aires, dándole vueltas por
la acera, luchando juguetonamente por encima de ella,
vapuleándola entre ambos. Se desembarazó de ellos, empujándoles
a un lado. Se tambalearon saliendo del bordillo a la cuneta, y un taxi
que viraba en ese momento golpeó a uno, lanzándolo, dando
volteretas entre la multitud como un derviche borracho. Alguien gritó.
Ella siguió andando lentamente, sin mirar atrás.
Dobló la siguiente esquina, se paró en un portal. La parte
delantera de su traje estaba desgarrada. Sacó del bolso la peluca
rubia y se la puso.
Prendió el traje con un alfiler y cruzó la Calle 57. Diez minutos
más tarde entraba en el vestíbulo desierto del Park Lane. El portero
de noche le dio su llave.
—Buenas noches, señorita Henry.
—Buenas noches.
Se quitó la peluca rubia al llegar a su habitación, y se sentó a la
mesa, recobrando el aliento. Le habían arruinado el traje. Se puso
un par de guantes.
Una llave giró en la cerradura; la puerta se abrió. El hombre del
traje beige y la camisa hawaiana dio un paso en la habitación.

El Ojo estaba bajo una farola en la Séptima Avenida pensando en el


crucigrama número siete y observando a los marines jugar con
Debra Henry.
Pez espada ártico, seis letras vertical, tenía que ser Narval Así
que Adrastea era Némesis.
Vio venir el taxi.
Pero Ciudad de Checoslovaquia, cuatro horizontal, no tenía
ningún secreto. ¡De hecho, todo el asunto se estaba convirtiendo en
un coñazo monumental!
Embistió hacia delante, tropezando con uno de ellos,
empujándolo fuera del bordillo. El marine salió dando un bandazo
hacia la cuneta y el taxi lo golpeó y lo dejó hecho polvo.
Pero los condenados crucigramas habían sido una tapadera
perfecta todos aquellos años, tenía que admitirlo. Lo camuflaban
todo.
Alguien gritó.
Nadie —¡pero nadie!— sabía verdaderamente lo chiflado que
estaba. Todos pensaron —Baker, Piesplanos y los zombis sentados
en la habitación de las once mesas—, todos pensaron que
simplemente era un excéntrico. ¡Oh, él! Es inofensivo. Un zumbado
de los crucigramas. Está así desde que su mujer lo dejó. Colgado.
Siguió a Dafne a la Calle 57.
Todo había comenzado en Washington, D.C., el año que se pasó
seis meses buscando a Maggie. Una noche se despertó a las tres y
se vio sentado afuera, en la cornisa de la habitación de su hotel, a
diez pisos de altura. Entró gateando en la habitación, abrió una
revista y se pasó el resto de la noche haciendo crucigramas.
Y desde entonces los había estado haciendo.
Luego ocurrió aquel horror en el callejón de Cheyenne. ¡Jesús!
¡En ese último instante, justo cuando blandía el martillo, había
mirado a Grunder y lo había visto con cuernos y rabo! Y cuando la
bala le alcanzó, vomitó llamas.
¡Colgado de veras! ¡Formidable!
Por eso le resultaba imposible volver a la jodida oficina, por el
momento, en cualquier caso. No se podía esconder detrás de sí
mismo para siempre. Tarde o temprano alguien se decidiría a caer
en la cuenta. Y cuando eso ocurriera, lo cercarían con
cazamariposas y terminaría sus días farfullando fuera, en la cornisa,
para siempre.
Rezó: ¡Ahora no, Señor, aún no! Permíteme andar suelto un
poquito más.
Necesitaba un descanso… amparo… paz… un refugio.
Necesitaba «esto». Ella lo apaciguaba, era su bastón y su cayado
en el valle de la muerte. Y él era suyo.
La siguió al Park Lane, justo tras el hombre del traje beige y la
camisa hawaiana.

—¿Su nombre es Dafne Henry?


—Sí.
—Soy el sargento Sheen, departamento de policía de Nueva
York.
—¿En qué puedo servirle?
—Dejó caer esto. —Le enseñó el medallón de plata.
—Eso no es mío.
—Sí lo es.
—¿Quién le ha dado la llave de mi cuarto?
—El tipo de abajo. Dice que es usted de Iola, Kansas.
—Así es.
—Es suyo. —Lanzó el medallón al aire y lo agarró al vuelo—.
¿Desaparecería de un accidente de Iola, Kansas? —Ella estaba
atrapada contra la mesa. Él estaba de pie frente a ella, inclinado
hacia delante, casi tocándola—. Bueno, también va contra la ley en
Nueva York, ¿sabe?
—¿Cuánto?
—¿Qué?
—¿Que cuánto me costará?
—¿Está intentando sobornarme, nena?
—Simplemente quiero saber de cuánto será la multa.
—Quinientos dólares. —Le sonrió haciendo una mueca—. ¿Qué
es eso? —Señaló la botella en la mesa.
—Courvoisier.
—¿Qué es?
—Coñac. —Se quitó los guantes, arrojándolos al sofá.
—Quinientos y un trago de eso.
—Sírvase. —Pasó por su lado con sumo cuidado y fue hacia la
bandeja con vaso que había sobre la cómoda—. Que sean dos. —
Le alcanzó dos vasos largos—. ¿De dónde ha sacado esa camisa
tan fea?
Él se quitó la chaqueta y la colgó del respaldo de una silla.
—De una tienda en la Tercera Avenida. Había rebajas. Compré
seis. —Llevaba una pistolera enganchada a la cadera—. ¿Cómo se
gana la vida, Dafne? —Llenó dos vasos.
—Hago pelucas. —Cogió la peluca y la colgó sobre un soporte
—. Estoy en Nueva York intentando vender algunas piezas.
—¿Era eso lo que hacía vagando por las calles a la una de la
madrugada? ¿Haciendo clientela?
—Simplemente visitaba la ciudad.
—¿Me puede enseñar algún documento de identidad?
—¿Algún qué? ¿Identidad? Por supuesto.
—Tiene roto el vestido. —Se desabrochó la pistolera y la dejó
caer sobre la mesa.
—No importa. Tengo varios.
El tipo se bebió el coñac de un trago.
—¡Uuuaaj! —exclamó, sirviéndose otro. Le dio su copa—.
Quítatelo.
—¿El carné de conducir? —Se quitó el traje—. ¿Tarjetas de
crédito? ¿Qué es lo que quiere?
—Ya sabes lo que quiero, monada. —Cruzó la habitación, se
desabrochó el cinturón. Se bajó los pantalones y los dejó plegados
sobre una silla—. ¿Estás segura de que tienes los quinientos?
—Sí.
—De acuerdo, pues supongo que podemos hacer un trato entre
nosotros. —Se bajó los calzoncillos—. Ven aquí.
Ella tragó de golpe el coñac y se acercó a la mesa. Puso el vaso
a un lado, cogió la pistolera y la abrió.
—¡No toques eso! —gritó él.
Ella se giró y le disparó en la cara.
Fue al sofá, se puso los guantes. Recogió el traje, limpió la
pistola y luego su copa. El vaso de él estaba en el suelo; también lo
frotó. Echó una rápida ojeada alrededor. No había huellas en ningún
lado, siempre iba con los guantes puestos en la habitación. Ya había
decidido de antemano que su equipaje tendría que ser sacrificado.
¡Era una auténtica lástima! Sacó la peluca platino de la maleta y la
metió en el bolso. Cogió el medallón de plata del bolsillo de la
chaqueta del hombre.
Bajó corriendo las escaleras de servicio —diez pisos— hasta
llegar al sótano. Atravesó la galería trepidante y oscura, que vibraba
con un golpeteo de maquinaria como la bodega de un barco. Un
vigilante roncaba en un catre metido en un hueco. Pasó junto a él de
puntillas, descorrió un cerrojo y abrió la puerta de salida.
Subió andando por Central Park West a la 72, y se metió en el
parque. Escaló una ladera empinada y se sentó bajo un árbol.
Permaneció allí hasta el amanecer, observando a los duendes
que habitaban los bosques ir y venir a su alrededor, a la luz de la
luna. Tres chicos hicieron el amor sobre la hierba justo enfrente de
ella. Otros dos hicieron strip-tease y se vistieron con tutús de
bailarina; luego desaparecieron, silbando, por un sendero oscuro.
A las 5:30 descendió de la ladera y tomó un metro en la 72
Oeste hacia el Bronx. Fue hasta la última parada, en Dyre Avenue,
luego volvió a la Calle 180. Luego hasta la parada de la 241, y
regresó a la 149. Desde allí fue hasta Woodlawn y regresó.
Así se pasó tres horas mortales.
A las 8:30 desayunó en un café de la avenida Tremont. A las
9:10 se colocó la peluca platino y fue al banco de la avenida
Jerome: vació la caja de seguridad de Erica Leigh. Mientras
esperaba a que apareciese un taxi se zambulló en una tienda y
compró una maleta. La llevó consigo, vacía, al aeropuerto Kennedy.
Compró un billete para Los Ángeles utilizando el nombre de
Charlotte Vincent.
6
SE SENTÓ EN UN BAR del aeropuerto, desnuda bajo el visón;
releyó Hamlet y bebió una copa de Gastón Lagrange. Subrayó con
un rotulador rojo:

Hay una divinidad que


labra nuestros destinos

Estaba sola en el bar, a excepción de un hombre sentado en una


mesa junto a la esquina.
—¿Qué hora es? —preguntó. Ella no se molestó en contestarle
—. ¿Qué hora es, por favor?
Había un reloj en la pared justo encima de ellos. Ella se lo señaló
con el dedo.
—Usted perdone, ¿me podría decir la hora?
—Las diez cuarenta.
—Gracias.
Unos minutos después derramó su bebida. Un camarero vino y
limpió.
—Perdón —dijo el hombre.
—Está bien. ¿Otra?
—Sí, por favor.
Ella se lo quedó mirando, intrigada. Tenía unos cincuenta años,
delgado, gris, calmado. Su mano buscó a tientas. Ella bajó la vista.
Tirado en el suelo bajo su silla había un bastón. Se puso en pie, fue
hacia él, lo recogió y se lo puso en la mano.
—Gracias.
Volvió a su mesa y se sentó. Él sacó una billetera, extrajo un
billete de diez. Lo palpó a ciegas. El camarero le trajo otra bebida.
—Le pagaré ahora.
—Sí, señor. Cinco sesenta. —Cogió los diez—. Me da uno de
cinco, señor.
—¿Ah, sí? Discúlpeme. —Hurgó en su billetera buscando más
dinero—. Pensé que le daba diez.
Ella lo miró furiosa, violentada.
—¡Es uno de diez, condenado imbécil!
El camarero le devolvió la feroz mirada.
—Oh, sí, así es. Ha sido culpa mía. —Se alejó, hirviendo de
rabia. El hombre se rió por lo bajo.
—Los camareros siempre me la intentan pegar —dijo—. En
realidad, puedo distinguir entre los de diez y los de cinco.
—¿Cómo? —preguntó ella.
—Los doblo de diferente manera.
—Muy inteligente.
—La paz sea contigo —brindó él.
—Amén —respondió ella. Bebieron juntos.
—¿Qué es lo que está leyendo?
—¿Cómo sabe que estoy leyendo?
—La oigo pasar las páginas.
—Hamlet.
—Yo lo tengo en discos —dijo él—. Burton, Barrymore, Gielgud,
Evans, Leslie Howard… todos. Una docena de álbumes.
—Yo lo vi con Richard Burton.
—Yo nunca lo he visto —dijo él prosaicamente—. ¿Y por qué
está leyendo Hamlet?
—Hay una frase que me fascina —se rió—. Es como escuchar
una y otra vez tu canción favorita. Siempre te coge de sorpresa.
—¿Qué frase? —preguntó.
Ella volvió las páginas al segundo acto, la escena segunda y
leyó:
Porque aunque el homicidio no tenga lengua, puede hablar por los medios más
prodigiosos.

El vuelo a Los Ángeles fue anunciado.


—Ahí voy yo —dijo él.
—Yo también. ¿Le puedo echar una mano?
—Se lo agradecería. Mi nombre es Ralph Forbes.
—Charlotte Vincent.
El camarero los vio salir juntos del bar. Se volvió al barman.
—Fino de verdad —dijo refunfuñando—. Probablemente ella le
robe todo lo que tenga.
El Ojo pensó exactamente lo mismo.

Mientras iban caminando por la rampa, ella echó una ojeada a los
demás pasajeros.
—¿Busca a alguien? —preguntó Forbes.
—Pensé que quizás… un amigo mío pudiera haber venido para
despedirse.
Él presionó su muñeca.
—Tranquila —le susurró.
Ella lo miró, sobresaltada.
—¿Qué?
—Su pulso —dijo él—. Va demasiado acelerado. Tenga cuidado
con la hipertensión.
—Odio volar.
—Yo la cuidaré —la palmeó afectuosamente en el brazo—. Nada
le ocurrirá yendo conmigo.
Ella lo miró fijamente.

Se hallaban sentados en medio del silencioso y sereno murmullo de


la cabina de primera clase, a 1200 metros sobre Pensilvania.
Ella observó su perfil por el rabillo del ojo. Tenía una nariz
aguileña y una barbilla como una C obstinada. En su mejilla había
cortes de afeitado.
Abrió la cremallera de un bolso de viaje y sacó una bolsa de
caramelos.
—Tome uno. Se supone que calma los nervios.
—No, gracias.
—Entonces ¿un poco de chicle? —Sacó un paquete—. O, ¿qué
le parecería…? —Rebuscó en el bolso y sacó una caja roja—. ¿Un
toffee de fresa y crema? Son de Inglaterra. Callard y Bowser,
Londres.
—¡Vamos, Ralph!
—¿Qué?
—¡Chicle, caramelos! —se rió—. Espero que no piense que soy
una niñita. Quiero decir… que no lo soy.
—Soy bastante consciente de eso.
—Bien, temía que luego me ofreciera un cómic.
Él desenvolvió un toffee; se lo comió.
—Tiene aproximadamente… —vaciló—. ¿Veinticinco?
—Sí, aproximadamente.
—Y es muy alta, de veras. Tan alta como yo.
—¿Y qué más soy?
—Lleva puesto un abrigo de piel. —Tocó su hombro—. ¿Es que
no se lo va a quitar? Se va a asar.
—No, estoy bien… Dígame más.
—Fuma cigarrillos extranjeros.
—Gitanes. —Abrió la pitillera de oro y le ofreció uno. Él lo aceptó
con dedos hábiles. Se lo encendió.
—Ha estado recientemente en una piscina —dijo él.
—¿Y cómo lo sabe?
—Por su cabello. —Olisqueó—. Cloro. Es aún más fuerte que el
coñac que ha estado bebiendo.
Ella cogió un chicle, lo desenvolvió y lo masticó.
—Espero que no se haya molestado, Charlotte…
—No, no.
—Sí lo está.
—Por supuesto que no.
—¡Soy un caso! —Sus manos se movieron con torpeza,
volcando el bolso de viaje, tirando chicles y caramelos—.
¡Imagínese, decirle a una mujer que le huele el aliento!
Ella recogió las bolsas y los paquetes, y los metió de nuevo en el
bolso. En su regazo había cinco billetes de cien dólares sujetos con
un clip.
—Son mis napias —dijo él, pellizcándose la nariz aguileña—. Me
guían. Puedo oler la lluvia inminente, los terremotos, los huracanes,
los incendios forestales, los cambios de temperatura…
»Una vez, cuando era niño, abajo, en Tijuana, yo (ella) salvó la
vida a mi madre. Estábamos de pícnic en el bosque y olí una
serpiente entre los matorrales. ¡Un olor espantoso! ¡Primitivo!
¡Horroroso!
—¿Cuánto…? —empezó a preguntar ella, luego vaciló.
—¿Qué?
—Nada.
—¡Por favor! —Le puso la mano en el brazo.
—¿Cuánto tiempo lleva así?
—Desde siempre.
El avión pegó un violento bandazo. Alguien dejó escapar un grito
en un asiento cercano.
Él le apretó el brazo.
—No tenga miedo —le susurró.
—No lo tengo —dijo ella, y puso el dinero en su bolso de viaje.

El Ojo estaba sentado en un asiento de popa, terminando todos los


crucigramas de su revista. Todos, excepto el número siete. Que se
joda. Lo puso a un lado y abrió un periódico matutino. El titular era
sorprendente, pero los hechos, parcos. Policía muerto a tiros en una
habitación de hotel, Irwin Sheen. Cuarenta y seis años. Vernon
Boulevard, Queens. Divorciado. Dos hijos, de dieciocho y veintiún
años de edad. Con su propia arma. Dafne Henry. Veinticinco años.
Iola, Kansas. Paradero actual desconocido. Se busca para
interrogar.
No mencionaban el huésped desconocido de la habitación de al
lado que desapareció a la misma hora que ella, pero supo que
también se le «buscaba para interrogar». La policía nunca dejaría
pasar una coincidencia como ésa sin investigarla. Que se jodan. Él
se había registrado en el Park Lane con nombre falso. Utilizó otro
nombre cuando compró el pasaje de avión. Dafne Henry en realidad
nunca existió. Tampoco Erica Leigh. Tampoco él.
Llamó a la azafata y pidió un coñac.
Que se jodan.
Salieron del edificio del aeropuerto y se pararon bajo el sol
caliente. Forbes la tocó.
—¿Aún lleva puesto el visón? ¡Quíteselo, por amor de Dios!
—No puedo. —Ella sonrió.
—¿Por qué no?
Un chofer uniformado se acercó a ellos.
—Buenos días, señor Forbes.
—¿Eres tú, Jake?
—Sí, señor. Siento llegar tarde.
—Ah, no tiene la más mínima importancia. Estoy en buenas
manos. Jake, ésta es la señorita Vincent. Vamos a dejarla en su
hotel.
—Sí, señor.
El Ojo vio cómo se marchaban en un Bentley.
Ella se quedó durante tres semanas en el Beberly Wilshire. Se
compró un nuevo vestuario y un coche. Un MG. Comía con Ralph
Forbes casi a diario. Salían juntos todas las noches.
Él vivía en un palacio en el Benedict Canyon. Su abuelo había
llegado a California a principios de siglo, e hizo una fortuna en
naranjos. Había una calle con su nombre en el centro de la ciudad
de Los Ángeles. Su hijo se había casado con una rica petrolera.
Ralph tenía una fábrica en San Bernardino: Forbes, Ropa deportiva,
Inc. Había una Cosmética Forbes en Burbank, propiedad de su
hermana, Joan. Había una galería Forbes en Sunset, llevada por su
hermano Ted. Otro hermano, Basil, era vicepresidente de una
cadena de televisión. Su tío era fiscal.
Charlotte Vincent los conoció a todos. Ahora verdaderamente
estaba saliendo al descubierto, pero de una forma muy recatada. No
obstante, el Ojo estaba preocupado. Si planeaba hacer lo de
siempre, esta vez no llegaría muy lejos.
En octubre alquiló una pequeña casa en Oak Drive. La amuebló
escasamente, como el templo de un asceta, cuarto por cuarto: unas
cuantas sillas, dos pinturas, algunas alfombras, una cama, una
mesa con bancos, un sofá y una mecedora. Ralph le regaló un Dual
1249 de trescientos dólares, y ella comenzó a comprar discos. Bach,
Verdi, Ravel, Shakespeare, Chopin. Ted Forbes fue el responsable
de las pinturas: un Thomas Eakins y un William Parker. Joan Forbes
le dio una caja de champagne. Una noche cenaron allí todos juntos:
Ralph, Joan, Ted, Basil y Charlotte. Charlotte cocinó un Navarin aux
navets nouveaux, y sirvió de postre una tarte au citron meringuée.
Después fueron a ver una película a Hollywood. Ralph y Jake, el
chófer, trajeron a Charlotte a medianoche y la dejaron en su puerta.
Ella se quedó toda la noche sentada en el salón, fumando Gitanes.

No había ningún lugar en la vecindad donde el Ojo pudiera


esconderse, así que se trasladó a una pensión en La Ciénaga, a dos
manzanas de distancia. Ahora, él también tenía coche, pero como
no podía pasar arriba y abajo por la calle una docena de veces al
día sin llamar la atención, se convirtió en niñera.
Compró una peluca. Y un vestido, un par de zapatillas playeras,
una capa y una toca. Y mañana y tarde andaba con dificultad de acá
para allá por Oak Lane y Oak Drive empujando un cochecito de
bebé que contenía un niño de plástico, pasando por delante de su
casa.
Al principio se sintió grotesco, como si fuera un travestí
desgarbado. Pero había unas cuantas niñeras más vagando por las
calles con cochecitos, y no parecía más extravagante que ellas. Se
mezcló en su procesión, teniendo cuidado de no acercarse mucho a
ninguna.
Entonces revivieron lejanos recuerdos. Comenzó a imaginar que
era padre otra vez, que el fardo del cochecito era la pequeña
Maggie. Tenía cuatro meses, estaba envuelta en lana brillante, sin
sonreír, mirándole fijamente con unos ojos muy abiertos, ojos
solemnes azul celeste. Imágenes y aromas hacía tiempo olvidados
regresaron a él… su menuda, casi inexistente hija en la cuna, en el
baño, a la luz de la lámpara, en la oscuridad… su bautizo, sus
berrinches, sus frascos, polvos y ungüentos, sus fiebres, su sueño,
sus paseos… ¡Todo había pasado tan deprisa!
Apenas había llegado a conocerla. En realidad, no había habido
tiempo suficiente para los recuerdos.
Luego, un día ya no estaba.
Pero ahora había vuelto. ¡La había encontrado de nuevo, tal y
como siempre pensó que ocurriría… en los Beverly Hills de todas
partes! Ella creció… seis meses, diez meses, quince meses…
desapareció su roja y arrugada tosquedad de recién nacida, se
volvió suave y resplandeciente, dorada y solar. Comenzó a repetir
las palabras que él le enseñaba: árbol… calle… mano… papá…
cielo.
Le compró un sonajero y una muñeca de trapo en una tienda, en
Wilshire.
Sabía que se estaba volviendo loco de atar, pero le importaba un
carajo. Su felicidad era demasiado aguda; anestesiaba todo lo
demás.
Hizo un pacto con ella, una alianza que era el punto culminante
de toda su locura. Le pidió que le prometiera que cuando ella
muriese, se le iba a aparecer, tan a menudo como quisiese, pero al
menos una vez, así él sabría que estaba muerta y dejaría de
buscarla. Ella le dijo que lo haría. Incluso escogieron el lugar del
encuentro: debajo de un roble en algún sitio, al anochecer, justo
antes de que llegase la noche solitaria.
Y mientras tanto, observaba a Charlotte. La vio lavar el coche,
abrir y cerrar persianas, volver a casa con las bolsas de la compra,
andar por sus habitaciones, de pie en el patio con las manos en las
caderas.
Por la noche desechaba el disfraz y se agachaba detrás de su
garaje, para atisbar a través de sus ventanas.
Una noche Forbes la visitó y no regresó a su casa.
Se sentaron en el sofá, vieron juntos la televisión hasta las once,
luego ella lo condujo a su dormitorio.
El Ojo se durmió en su coche y soñó con el pasillo flanqueado de
puertas. En una de las aulas un coro de voces infantiles cantaba un
villancico. Se acercó a una puerta y escuchó. Tenía miedo de abrirla
porque sabía que sólo le conduciría fuera del colegio, a otros
sueños. Llamó con los nudillos.
¡Maggie!, gimió. Pero quizá no le gustase que la llamaran así.
Los niños a menudo toman a mal sus nombres. ¡Margaret!, gritó.
¡No, eso nunca daría resultado! Estaba metiendo demasiado miedo.
Alguien podría venir y echarlo fuera. Siguió caminando, pasó por
una verja abierta. Ahora estaba en un cementerio lleno de cabras.
Un viejo pastor vestido con un uniforme confederado hecho jirones
estaba sentado sobre una lápida, observándole.
—Nunca devolviste la Minolta XK —dijo—. Baker se va a poner
de mala hostia si pierde una de sus cámaras.
—¿Hay por aquí algún colegio? —preguntó el Ojo.
—Sí que lo hay. Los niños están cantando… ¿puede oírlos?
Se despertó al amanecer y decidió irrumpir en la casa.

En un solar de coches usados en Glendale encontró una vieja


furgoneta abollada. Tenía pintados a ambos lados unos triángulos
verdes que enmarcaban el Ws blanco de Wentworth Household
Maintenance. El vendedor se la alquiló por un día por cincuenta
dólares.
A las tres la iba conduciendo por Oak Drive y giró
descaradamente en su camino de entrada. Aparcó delante del
garaje, saltó de detrás del volante; llevaba una caja de
herramientas. Vestía un mono caqui y una gorra. Fue a la puerta
trasera de la casa. Le llevó cuatro minutos saltar la cerradura. Entró
en la cocina.
Estaba sudando.
Se paró un momento junto al fregadero hasta que se apaciguó el
palpitar de su pecho. Abrió el grifo, se salpicó agua en la cara. Ella
lo rodeaba por entero, violenta, airada, gritándole en silencio, sus
brazos agitados como las alas de un murciélago.
La cocina estaba vacía e inmaculada. Una cesta de peras yacía
encima de la mesa del desayuno. A un lado había un periódico
abierto por la mitad, la casilla de Capricornio de la sección de
horóscopos estaba enmarcada con un rotulador. La leyó.

… los del 22 Dic. - 20 En. Los Capricornio comparten cumpleaños con Katy Jurado (1924),
Cary Grant (1904), Danny Kaye (1913), Tippi Hedren (1935), Guy Madison (1922), Desi
Arnaz (1953), Dorothy Provine (1937), Paul Scofield (1922), Linda Blair (1959), Ann
Sothern (1911)…

Fue al salón y se quedó de pie tras la mecedora. Aguzó el oído. O


bien ella había aceptado su presencia, o se había marchado a
convocar un rebaño de vengativas Erinias para que lo echaran
fuera. Por el momento, no obstante, no se oía un solo ruido.
Dejó la caja de herramientas en el suelo y miró alrededor. Cinco
botellas de champagne se ordenaban en un anaquel como una fila
de granaderos. Había un libro en el sofá, La mente de Proust, de F.
C. Green. Había un París-Match sobre la mesa, un Elle sobre un
banco. Una pera junto al teléfono. Un Parker en una pared, un
Eakins en la otra. Un paquete de Gitanes en la repisa de la ventana.
Fue al dormitorio.
Algo golpeó en la puerta al ir a abrirla. Se paró en seco, helado.
Avanzó lentamente. Uno de los bastones de Ralph colgaba del
pomo.
Las persianas estaban echadas. El aire olía denso, a perfume.
Había un gráfico astral fijado con chinchetas a la pared: Piscis,
Acuario, Capricornio, Sagitario, Escorpión…
Había una pipa en un cenicero, en la mesilla de noche. ¿Es que
el hijo de puta fumaba en la cama? ¿Es que se echaba ahí a fumar
su jodida pipa? Unos celos ardientes le apuñalaron. ¡El mamón! ¡El
ciego lamepollas! Fumando su pipa de mierda, tendido entre las
sábanas limpias y frescas, su esqueleto flacucho, pustuloso,
rezumando y retumbando…
Se apoyó contra la pared, farfullando de la rabia. ¡Un momento!
¡Un momento! ¡La hostia! Se enjugó el rostro con la manga y entró
en el cuarto de baño. ¡Dios Todopoderoso! ¡Formidable!
Cayó de rodillas y vomitó en el retrete. ¡Cristo! ¡Jesús! ¡Oooooh!
Llenó la taza de gordos y nauseabundos residuos. ¡Uf! Se incorporó
como pudo y limpió con agua la porquería. ¡Cojones! Taponó el
lavabo, abrió el grifo, sumergió la cara en el agua, abrió la boca. Se
le doblaron las rodillas, que cedieron bajo su peso. ¡Maldita sea! Tiró
del tapón. ¡Mierda! Se lavó las manos, limpió las manchas de la
grifería. Había dos cepillos de dientes en el vaso del anaquel.
¡Bendito Moisés! Esto no le había vuelto a suceder desde que…
¿cuándo era?, oh, sí, cuando su esposa y Maggie se marcharon.
Luego otra vez, cuando recibió por correo esa jodida foto…
Regresó bordeando la cama y fue al salón, moviendo las piernas
a trompicones.
Bueno, de todos modos, si vivían juntos ella no podía llevar
puestos los guantes en la casa, ¿cierto? ¡La boca le sabía como la
cojonera de Toro Sentado! Se comió una pera. Luego abrió la caja
de herramientas, sacó un bote de talco, un cepillo, un rollo de
celofán adhesivo y diversas tarjetas en blanco.
Espolvoreó la puerta del frigorífico, la superficie del Dual, los
brazos de la mecedora, el teléfono, diversos vasos, un cajón, el
marco del Parker. Había huellas latentes por todas partes, limpias y
claras. Pero ¿eran de él o de ella? ¿O de otra persona?
Entonces lo averiguó. Bajo el Match, en la esquina del tapete,
había una impronta perfecta de la mano izquierda: tres dedos y el
pulgar, sin el índice. Pegó la cinta adhesiva, trasfiriendo cada huella
a tarjetas separadas.
Quitó todo el polvo con un trapo y volvió a meter las cosas en la
caja de herramientas. Se marchó, cerrando con llave la puerta de la
cocina tras él. Subió a la furgoneta y dio marcha atrás recorriendo el
camino de entrada hasta salir a la calle. Eran las tres y veintinueve.
Había permanecido en el interior de la casa exactamente dieciocho
minutos.

La filial de Watchmen, Inc., en la costa Oeste estaba en un


rascacielos en la Central Avenue. La chica encargada de los
informes era una expolicía llamada Gómez. Se quedó asombrado de
que ella le recordase. Y no sólo eso, sino que parecía sinceramente
encantada de verle.
—¡Bien, bien! ¿Cuándo llegaste, forastero?
—Ayer noche. ¿Cómo está, señorita Gómez?
—Con altos y bajos, como el mercado de la bolsa. ¡Oye!
Recibimos un télex de distribución general sobre ti el mes pasado,
amigo. Baker te está buscando como loco.
—Seguramente sólo querrá desearme un feliz año nuevo.
—Igual que yo.
—Lo mismo digo. —Le pasó las tarjetas con las huellas
dactilares—. ¿Puede echarlas a la rendija por mí, señorita Gómez?
—Cosa hecha.
—¿Cuánto tardará?
—Un par de horas.
Regresó a su habitación en La Ciénaga y se sentó a mirar por la
ventana. ¡Cojones! Tendría que hacer algo respecto a Baker. No
podía estar para siempre fuera de la oficina sin dar una explicación.
Le telefoneó.
—¡Tú, cachomierda! ¿Dónde coño estás?
—En Los Ángeles. En el aeropuerto.
—Escucha…
—¿Oye?
—¡Oye! Escucha, capullo…
—¡Oye! ¡No te oigo!
—¡Paul Hugo! ¿Qué pasa con Paul Hugo?
—Se cambió de nombre. Ahora se hace llamar Gregory Finch.
Pasó una semana en Montreal, dos semanas en Ottawa, una
semana en Seattle, y un mes en Butte, Montana. Ahora está en Los
Ángeles, dispuesto a tomar un vuelo para Roma. Yo también.
—¿Roma?
—¿Oye?
—Pero ¿qué es lo que ocurre? ¡Mira, me cago en la leche puta!
¡No puedo seguir entreteniendo a sus padres por más tiempo!
¡Quieren pasar todo el asunto al FBI! ¡Y otra cosa! ¿Aún tienes
contigo esa Minolta XK que sacaste? ¡Oye!
—¡Están anunciando mi vuelo! ¡Hasta la vista!
Colgó.
A las seis estaba de vuelta en la oficina de la señorita Gómez.
—¡Tiene un antecedente! —anunció radiante. A los del registro
siempre les encantaba descubrir fechorías—. Estado de Nueva
York.
—¿Ah, sí? —Temblaba como una hoja. Ocultó sus manos en la
espalda—. ¿Se la busca por alguna cosa, señorita Gómez?
—No. Cumplió la condena. —Abrió una carpeta y sacó un
informe de la Watchmen. Él lo cogió, agarrándolo con rapidez para
encubrir su temblor.
Intentó leerlo. Lo veía borroso.
—Vamos a cerrar —dijo ella—. Venga, le invito a tomar algo.
—Me encantaría. —Se restregó los ojos—. Pero en cualquier
otro momento. Tengo que estar en… en… he quedado con alguien
dentro de cinco minutos.
Dobló la hoja y salió apresurado hacia los ascensores, se sentía
como Dolly Madison cuando huía de la Casa Blanca ardiendo con la
Declaración de Independencia entre las manos. ¡Jesús! ¡Tenía que
echar una meada! Ella tenía un antecedente. No era de extrañar que
se pusiera guantes. ¿Y ahora qué haría Baker? ¿Qué podía hacer?
¡Nada! Por supuesto que llevaba guantes. Cumplió una condena.
Eso significaba que había una fotografía de su cara archivada, y que
si la identificaban, la podían poner en circulación. Pero ¡un
momento! También había fotografías de Josefina Brunswick. ¿Y qué
pasaba con esos fotógrafos de la boda cuando se casó con el doctor
Brice? Esas imágenes podían circular también. Si encontraban el
cadáver de Brice… ¡Dios! Sólo se necesitaba un leve empujón para
que le cayeran las jodidas cartas sobre la cabeza. Los Capricornio
deben de ser unos jugadores fanáticos.
En el ascensor, dos mujeres se fueron apartando poco a poco de
él, incomodadas porque no se estaba quieto. Que se jodan. Y que
se joda Baker también. ¡Formidable! ¡Tenía que echar una
monstruosa meada! ¡Era abominable!
Abajo, en el vestíbulo, encontró el lavabo. A continuación salió, y
fuera, se sentó en un banco, en la Central Avenue. No, un momento,
Gómez podría encontrarle allí. Se metió en el coche y condujo hasta
el Hollywood Bowl.
Aparcó en una cuesta remota, temblando todavía. Se quedó allí
sentado un momento, mientras golpeaba con los dedos el
parabrisas. Luego leyó el informe, tapando su nombre en la primera
línea con el dedo gordo.

NOMBRE
FECHA DE NACIMIENTO 24 diciembre, 1952
LUGAR DE NACIMIENTO Trenton, N. J.
SEÑAS 1952-1963, calle Tyler, 227, Trenton.
N. J. 1963-1970, Hogar Municipal de Niñas
REFERENCIALES Mercer, Mercerville, N. J. 1970-1971
Encarcelación. 1971 presente X.
LUGAR DE CONDENA White Plains, N.Y. 1970.
Robo de coche. 13 meses, Granja
CARGO Y SENTENCIA Penitenciaria de Mujeres, Norwich, N. Y. Ago
70-Mayo 71.
Se oyó un rugir de motores. Una docena de chicos y chicas en
motocicletas llegaron por la carretera dando brincos. Llevaban
gafas, cascos de rugby y chaquetas de cuero blasonadas con
estrellas rojas. Pasaron en un tifón de polvo y ruido.
El Ojo levantó el dedo gordo y leyó su verdadero nombre, JOANNA
ERIS.
7
EN DICIEMBRE ALQUILÓ una tienda vacía en el centro de la
ciudad, un pequeño rectángulo moderno de cristal y ladrillo en la
calle Hope. En menos de quince días se convirtió en una librería: La
Biblioteca.
Justo al cruzar la calle había un hotel, el Del Río. El Ojo se
instaló en el cuarto frontal de arriba, manteniendo a su vez su
alojamiento en la pensión de La Ciénaga.
Durante la restauración de la tienda, ella llegaba cada mañana
temprano y se quedaba allí todo el día, supervisando el trabajo de
los pintores, carpinteros y electricistas. A la una llegaba el Bentley, y
ella y Ralph, sentados en una esquina, trataban de mantenerse
fuera del camino de todos. El chófer, Jake, se quitaba la chaqueta y
se pasaba la tarde serrando tablones y clavando clavos. El único
problema que tuvieron fueron las bandas de motoristas, bramando
arriba y abajo, aterrorizando a los peatones y, de vez en cuando,
tirando algo a las ventanas.
El Ojo se quedaba sentado en su habitación, observándolo todo
a través de unos prismáticos.
El día de la inauguración todos los Forbes estaban allí,
descorchando botellas de champagne y repartiendo bandejas de
sándwiches. Charlotte y Joan colgaron retratos de Proust y
Hemingway, Conan Doyle y Joyce en el escaparate. Basil se sentó
en un taburete y tocó canciones populares con una cítara. Ted se
quedó fuera, invitando a entrar a los transeúntes a tomar una
bebida. Un autor de bestsellers, amigo de Ralph, entró casualmente
y firmó ejemplares de su última novela. Una multitud se arremolinó
en la acera. Dos estrellas de cine aparecieron y se dejaron hacer
fotografías.
Hacia el mediodía, más de mil clientes habían comprado libros,
vaciando la mitad de los estantes.
Era Nochebuena, el cumpleaños de Joanna Eris.

Esa noche el Ojo se adentró en la oscuridad del patio hasta llegar a


la ventana del salón. Forbes estaba en el sofá, bebiendo coñac y
fumando su pipa.
Joanna pasó por delante. Sujetaba su bastón y le daba vueltas.
—Yo quería ser majorette —dijo ella—. Pero no podíamos
costeárnoslo. El uniforme valía cincuenta dólares. Eso quedaba muy
lejos de nuestras posibilidades. —Lanzó el bastón al aire, lo recogió
—. Solía practicar durante horas. Con un palo, Papá me prometía
una y otra vez que, tan pronto como tuviéramos algo de dinero en el
banco, todo iría bien. Pero nunca tuvimos ningún dinero y nunca
salía nada bien.
Ralph dijo algo.
—Él era de todo —continuó ella—. Fontanero, camionero,
empapelador. Lo que se te ocurra, barman, reparador de
televisiones, jardinero, basurero, albañil. De todo y nada. Un verano
—se le quebró la voz; tosió—, un verano vendió enciclopedias a
domicilio. O lo intentó. No vendió ni una. —Hizo girar el bastón, se le
cayó—. El peor trabajo que tuvo… ¡fue acomodador principal del
Mayfair! ¡Dios! —Recogió el bastón y lo colocó en una silla—. El
Mayfair era un cine en la calle Broad. Vestía un uniforme rojo con
grandes botones, charreteras y capa, una capa malva, y un pequeño
sombrero redondo…
Se acercó a la ventana. El Ojo se puso en cuclillas.
—¡Cogía las entradas en el vestíbulo, y tenía un aspecto
absolutamente ridículo! Con un… un… no sé qué. —Fue hacia el
Dual y lo encendió. Cogió un disco del estante—. Ya era tremendo
cuando era fontanero y solía llegar a casa apestando a mierda,
¡pero ese uniforme! Todas mis amigas del colegio lo vieron, mis
profesores, los vecinos.
El disco estaba sonando.
—Pero entonces, gracias a Dios, lo despidieron… como siempre.
Ése fue el invierno en que murió mi madre, en septiembre. Y allí nos
quedamos, nosotros dos solos. Para entonces ya no trabajaba en
nada. Estábamos completamente arruinados. Septiembre. Octubre.
Noviembre.
Iba de un lado a otro del cuarto, restregándose las manos,
pellizcándose el dedo ganchudo.
—Diciembre. Nos iban a desalojar de la casa. Una tarde llegó un
hombre y nos cerró el agua y la electricidad. Era mi cumpleaños. El
24 de diciembre. Cumplía once años. Papá se las arregló no sé
cómo para comprar un árbol, y lo adornamos con tiras de papel. Una
mujer vieja que vivía en la misma casa, la señora Keegan, me dio
unas peras. Ésa fue nuestra cena. Luego salimos a dar un paseo.
Vagamos por las calles como un par de desposeídos, mirando las
luces navideñas. Nevaba y la gente aún seguía de compras. Había
unos tipos vestidos de Santa Claus en las esquinas que tocaban
campanas. Yo estaba helada. Nos metimos en unos grandes
almacenes para calentarnos.
Fue hacia el Dual y volvió a poner el mismo disco.
—Esta música sonaba por los altavoces. La Paloma. —Se quedó
mirando el disco que giraba—. ¡Era tan increíblemente maravillosa!
La canción más hermosa que nunca había oído. Me hizo llorar.
Pensó que yo lloraba porque él… porque él… Yo estaba ahí de pie
sollozando, ves, y él pensó que era porque no podía ofrecerme
ningún regalo. Así que dijo: «Espera un minuto, te traeré algo». ¡El
pobre! Intentó robar un jersey y lo pescaron. Yo salí corriendo de la
tienda. Fui a casa y le esperé. Le esperé toda la noche. A la mañana
siguiente vinieron dos policías y me dijeron que estaba muerto.
Pasó por delante de la ventana.
—Estaba muerto. Tuvo un ataque de corazón en la comisaría. Él
sólo… él… —Se le abrió la boca. Se mordió el dedo. Un chasquido
de profundo dolor le recorrió la garganta y le estremeció el cuerpo.
Se dejó caer en el suelo y se sentó sobre la alfombra, la mirada
desorbitada, con la cara bañada en lágrimas.
Ralph se puso en pie y se adelantó, buscándola a tientas. Chocó
contra una silla, volcándola.
—¡Charlotte!
Sus manos anhelantes la encontraron y la apresaron. Se
arrellanó tras ella y la tomó entre sus brazos.
Ella se reclinó contra él, gimiendo débilmente.
—¡No puedo esperar al día del Juicio Final —gimió—, cuando
pueda estar ante Dios, y decirle lo mucho que le aborrezco!
El Ojo se marchó a la calle.

Se pasó el resto de la Nochebuena en un bar de La Ciénaga,


bebiendo cerveza y haciendo un crucigrama. A las dos de la
mañana dio una vuelta con el coche por los alrededores de Los
Ángeles, observando a los juerguistas. Aparcó en la calle Fifth y se
sentó en una escalinata de La Biblioteca durante una hora. Una
puta, luego un marica, luego otra puta intentaron ligárselo. Cuando
iba por la calle Hope pasó por delante de La Biblioteca, y miró los
libros y retratos del escaparate. Tomó una taza de café en un local
que permanecía abierto toda la noche en Grand Avenue. En la mesa
del cajero había expuestas unas tarjetas navideñas. Compró una.
Era noruega, ¡VELKOMMEN DEILIGE JULEFEST! Sacó su bolígrafo y
escribió en la solapa interna:

Mucho tiempo sin verte. ¿Qué estás tramando? Te echo de menos terriblemente. Espero
que seas feliz. Por favor, no me olvides. Desearía tanto verte, pero sé que nunca podré.
Feliz Navidad.
Papá

Dirigió el sobre a Maggie, American Express, Ulan Bator, Mongolia,


y la echó en un buzón de la Pershing Square.
Al día siguiente tomó un avión para Nueva Jersey.
El Hogar Municipal de Niñas Mercer era puro Charles Dickens.
Paredes mugrientas, un patio sucio de hollín, ventanas puercas,
arcadas de mazmorra. Parecía una imagen retrospectiva de la
época victoriana.
1963-1970
Joanna Eris.
Una fila de niñas con delantales grises salía de un cobertizo,
todas llevaban cubos. Otras barrían una entrada. Dos más
cambiaban la rueda de un camión levantado con la ayuda de un
gato en el patio.
Un tipo delgado, calvo, de aspecto borroso, vestido con algo que
parecía un uniforme de conductor de autobús, condujo al Ojo a
través de un pasillo. Golpeó respetuosamente en una puerta, lo hizo
pasar a la guarida de una mujer vieja llamada señora Hutch.
Tenía unos setenta años, cuello de morsa, hinchada, mezquina,
carnívora.
—¿Joanna Eris? Sí, la recuerdo. —No le invitó a tomar asiento
—. ¿Qué es de ella?
—Mi compañía está intentando localizarla. Un tío suyo muerto de
West Virginia le dejó algún dinero del seguro.
Le dio una de sus tarjetas falsas. Ella no se molestó en cogerla.
—Probablemente esté en Sing Sing.
—¿Es allí donde suelen acabar sus antiguas alumnas, señora
Hutch?
—En los últimos años, señor Sabelotodo —cogió una regla, la
desplazó por la mesa de izquierda a derecha—, quinientas treinta y
seis jovencitas han salido de esta institución, y ahora todas se hallan
bien colocadas, todas y cada una de ellas.
—Eso es admirable.
—Yo también lo pienso. Estamos muy orgullosos de nuestro
récord. Una de nuestras antiguas alumnas, como usted las llama,
está ahora en el gobierno, de secretaria particular del gobernador de
Nueva Jersey. Otra es supervisora de teléfonos Bell, a cargo de cien
centralitas.
—¿Y Joanna Eris?
—Joanna Eris —cogió un lápiz y lo movió— fue uno de nuestros
raros casos de estudiantes que abandonan. Se marchó de aquí con
dieciocho años. ¡Y menudo alivio!
—¿No le gustaba, señora Hutch?
—Era una lianta y una ladronzuela. Insubordinada, viciosa. Una
malhablada, una pequeña inadaptada de ojos gatunos.
—¿Y adónde fue cuando se marchó?
—A Trenton. Trabajó durante dos meses en la General Motors.
Luego fue despedida. El jefe de personal me llamó un día y me dijo:
«Lo siento, señora Hutch, simplemente no se puede quedar aquí».
Y me preguntó si era retrasada.
—¿Y qué le contestó?
—Le contesté que el asunto no era de mi incumbencia. —Volvió
a desplazar la regla de derecha a izquierda—. Luego fue a Nueva
York, y fue detenida por hurto. —Su falsa cabeza de abuela se
hundió aún más en su cuello seboso, y lo miró con ojos
entrecerrados—. ¿Se trata, en realidad, de un seguro? —preguntó.
Se quedó completamente sorprendido.
—No comprendo, señora Hutch…
—¿No estará —le sonrió tristemente— pescando, por
casualidad?
—¿Pescando?
—Intentando poner un pleito a la casa después de estos años. —
Él se rió rotundamente—. Ella me dijo que un día me demandaría. Y
no me extrañaría nada de su parte. Pequeña fresca descarada.
Él no tenía ni idea de lo que le estaba diciendo. Esperó.
—Fue culpa suya. Como cuando ocurrió aquello de la
electricidad. Casi se electrocutó jugando con los plomos. Fundió las
luces de todo Mercerville. O como cuando trabajó en la cocina. Una
vez se dejó el gas encendido toda la noche. Nos podía haber
matado a todas.
Desplazó un pisapapeles por la mesa.
—Siempre estaba destruyéndolo todo. Era torpe, inepta, incapaz
de tocar algo sin romperlo. Arruinó tres máquinas de coser. Tuve
que reponerlas. Metió el codo por la ventana del invernadero, hubo
que darle cinco puntos. Si tuviera que enviarle una cuenta por todo
el destrozo que causó, le costaría una fortuna. No puede culpar a
nadie más que a sí misma por lo de su mano.
—¿Su mano? ¿Se refiere usted al dedo?
—Pura negligencia.
—¿Cómo ocurrió?
—¿Lo ve? Usted está pescando.
—No estoy pescando, señora Hutch. ¿Cómo ocurrió?
—Con una hoz.
—¿Una hoz?
—Cortando el césped.
Miró tras ella. Colgando de la pared tras la mesa, había un
retrato al óleo polvoriento de una hermosa mujer con un rostro
tímido y asustadizo.
—¿Quién es? —preguntó.
Ella se volvió, levantando la vista.
—Yo. —Su boca se torció—. Una de nuestras chicas lo pintó. En
1929. El año del crack. Herbert Hoover. Todo el mundo recibía
ayuda estatal, pero mis niñas tenían tres comidas satisfactorias al
día. Tenían carbón en invierno y una semana de vacaciones en
Atlantic City cada verano. Hoy nadie se acuerda de la Depresión. No
duró mucho, alabado sea Dios. Todo pasa. —Desplazó un par de
tijeras de la mesa—. El tiempo pasa. Me gustaría saber qué aspecto
tiene Joanna. La pequeña zorra.
Venteó suavemente, atufando el cuarto con el fétido olor del
humo de una locomotora.
El Ojo regresó a Trenton.
Bajó andando por la calle Tyler.
El número 127 correspondía a una pequeña casa de madera
cuadrada y descolorida, pegada a una tienda de comestibles. La
barandilla del porche delantero estaba rota. Las ventanas estaban
abiertas, una voz proveniente de la televisión reía y charlaba en el
salón.
Un joven negro salió del portal.
—¿Puedo ayudarle, monada?
El Ojo vaciló. ¿Cuál era el nombre que Joanna había
mencionado?
—Estoy buscando a… —¿Cómo demonios era? La vieja de las
peras—. La señora Higgins.
—No la conozco.
—No, espere. La señora Keegan.
—¡Oh, ella, sí! Vivía arriba del bloque. Muerta y desaparecida
hace mucho tiempo. Pasó a mejor vida cuando yo no era más que
un pigmeo.
—¿Cuánto tiempo lleva aquí?
—¿Y a ti qué te importa, tío?
—Nada. Simple curiosidad. —Más negros se habían ido
apiñando alrededor, observándole con una mirada vacía. Cuatro…
cinco… ocho… diez de ellos. En la acera, en la calle, en los porches
vecinos—. Yo conocía a la familia que vivía en el 127. El señor Eris
y su hija. ¿Les conoció?
—¿Hace cuánto de eso?
—En los cincuenta, principios de los sesenta.
—¡Del todo imposible! —Se rió tontamente—. Esto entonces era
territorio blanco. Desde entonces los zulús se han hecho con el
poder, como puede ver.
Un hombre enorme con un suéter de cuello vuelto dio un paso
hacia el Ojo, actuando para la concurrencia.
—¿Tú, quieres algo?
—No, no quiero nada.
—Entonces ¿por qué no sigues andando?
Cogió el tren de mediodía para Nueva York. Condujo hasta White
Plains, primero al Palacio de Justicia, donde leyó una copia de su
juicio, luego a una estación de servicio en la avenida Hudson, donde
habló con un mecánico jorobado metido en un foso. Se llamaba
Zaleshey.
—Sí. Claro —dijo pensativamente—. Una chavala guapa de
veras. Como vestía esa clase de mono blanco, los tipos le tocaban
la bocina al pasar. No duró mucho. Un par de meses. Trabajaba en
la oficina, con el señor Wozniak. Y en los surtidores, cuando no
dábamos abasto. Un día se subió a un Lancia Scorpio nuevecito,
simplemente arrancó y se fue. La policía del estado la arrestó muy
lejos de aquí, al norte, en algún lugar cerca de Albany. El propietario
se cabreó muchísimo. Presionó al abogado del distrito para que la
empapelaran, el muy jodido. Yo no entiendo por qué se armó tanto
jaleo por eso. Ella tan sólo estaba dando una vuelta. Probablemente
lo hubiera traído de regreso. Le cayeron trece meses.
El Ojo condujo en dirección a Norwich y echó un vistazo a la
Granja Penitenciaria de Mujeres. Era un pueblo inmaculado con
edificios blancos, con varios kilómetros cuadrados de bosque y
prados. Chicas en sayal verde conducían tractores y marchaban
alrededor, acarreando palas al hombro. Vistas de lejos, parecían
soldados.
Un guardia de la verja telefoneó a la administración, y unos
minutos más tarde un carcelero salió conduciendo un jeep para
hablar con el Ojo. Se llamaba Guilianello.
—De la revista Time. —El Ojo le dio una de sus tarjetas falsas—.
Me gustaría entrevistar a su psiquiatra.
—¿El psiquiatra? —Guilianello le miró con asombro.
—¿Tenéis uno, no?
—Sí, señor. El doctor Brockhurst.
—Estamos haciendo un reportaje sobre psicología en las
cárceles. Yo me ocupo de la detención de mujeres en el estado de
Nueva York.
—No le podemos dejar pasar sin autorización de Albany, señor.
Además el doctor Brockhurst este mes no está aquí. Está
impartiendo conferencias en Yale.
—Bueno, entonces me pondré en contacto con él más adelante.
Y antes probaré con Albany.
—Eso sería lo mejor, señor. Yo tengo una suscripción del Time
por tres años.
—Estupendo. ¿Cuánto tiempo lleva Brockhurst con ustedes?
—Desde el setenta y tres.
—¿Y quién estaba antes? A lo mejor, si pudiera hablar con su
predecesor, me evitaría todo el papeleo.
—La doctora Darras —dijo Guilianello—. Martine Darras. Ahora
ejerce en privado. En Boston.
El Ojo pasó la noche en Nueva York y por la mañana temprano
tomó un vuelo regular para Boston. En el listín telefónico encontró la
dirección de la doctora Martine Darras, en la avenida St. James.
Su oficina se hallaba en una suite de la décima planta de un
edificio de paredes de cristal templado de unos tres centímetros de
grosor, frente a la torre de John Hancock. La sala de espera era
azul, escasamente amueblada, con un sofá bajo alargado puesto
contra la pared y un gráfico astral colgado de la misma.
Una mujer joven vestida con un traje impecable de Chanel color
granate salió de la oficina interior. Tenía unos treinta y dos años,
morena, exquisita, de ojos como espejos. Colgado alrededor del
cuello con una cadena fina, llevaba un medallón de plata grabado
con el signo de Virgo. En la mano tenía un paquete de Gitanes.
—Hemos cerrado —dijo amablemente—. Es sábado.
—¿La doctora Darras?
—Sí.
—Hace años usted fue la psicóloga carcelaria de la Granja
Penitenciaria de Norwich.
—Sí, lo fui.
Decidió no mentirle. Le dio una de sus tarjetas de Watchmen,
Inc.
—Estoy investigando a una de sus antiguas presidiarias. ¿Podría
concederme unos minutos?
—¿A quién está investigando?
—Joanna Eris.
—Pase —dijo.
8
—ELLA FUE TRASLADADA allí en agosto de 1970. La procesé el
mismo día en que llegó. Así es como lo llamaban, procesamiento —
se rió—. Unos cuantos tests sencillos —continuó— para determinar
si el prisionero es o no un completo retrasado mental. La mayoría de
las chicas lo eran. El lugar era una Babel de malhechoras
ignorantes, iletradas y dementes. Robo a mano armada, hurto,
extorsión y robo con allanamiento de morada. Incluso había unas
cuantas falsificadoras. Todas eran unas farsantes que fingían ser
unas santurronas contritas con tal de poder cumplir su tiempo de
condena en la granja, en vez de dejarse encerrar entre cuatro
paredes. Estar allí con ellas resultaba nauseabundo. Lo que Sartre
llama huis clos. La llegada de Joanna fue como una bendición.
Aunque, en realidad, yo no pude conocerla bien hasta que tuve que
retirarla de la brigada de trabajo.
Estaban sentados uno a cada lado del sofá largo en el cuarto
azul y glacial, de cara a la ventana. Frente a ellos la torre Hancock
se erguía en la neblina matinal como un acantilado de hielo amarillo.
—Nuestros profesores siempre nos advirtieron —dijo la doctora
Darras— de la posibilidad de enamorarnos de nuestros pacientes.
Pero ahí estaba yo metida, en aquel zoológico putrefacto, con
aquella chusma… y de repente ella apareció ante mí como Juana de
Arco. ¿Qué podía hacer yo? Eris, Joanna. Número 643291. Ella era
tan limpia, tan impecable y saludable. Solía observarla cuando
marchaba alrededor del patio… de pie, en filas… sentada en el
auditorio y en el comedor… no podía apartar mis ojos de ella. Me
levantaba a las cinco y media sólo para oírla exclamar «¡Aquí!»,
cuando la llamaban por su nombre al pasar lista. Había una
marimacho espantosa que intimidaba a todo el mundo. Era una india
seneca que cumplía condena de diez años por homicidio
involuntario. Tuve que hacerla trasladar al pabellón de psicópatas en
Bellevue cuando comenzó a sacar las garras por Joanna. ¿Ético,
eh?
—¿Y por qué tuvo que retirar a Joanna de la brigada de trabajo?
—preguntó el Ojo.
—Ella estaba en una unidad de trabajo, afuera, en los campos,
cavando una zanja de desagüe. De repente dejó de trabajar, y se
limitó a quedarse mirando fijamente el bosque. Los guardias
intentaron hacerla volver a la zanja. Pero no pudieron. Le gritaron y
comenzaron a darle empujones. No reaccionó en absoluto. Estaba
en trance. Cuando la trajeron al dispensario, parecía encontrarse en
estado catatónico. No podía hablar ni moverse. La metí en la cama y
le puse una inyección de tiopental. Le pregunté qué era lo que le
preocupaba. Ella contestó que había visto algo en el bosque.
—¿El qué?
—Se negó a decírmelo. Quiero decir, se negó a decírmelo
entonces, durante esa primera sesión. Lo descubrí mucho más
tarde. Me llevó meses sacárselo.
—¿Y qué fue lo que vio, doctora Darras?
—Un hombre que había bajo los árboles, mirándola. Obviamente
era su padre muerto. Habían estado muy unidos. Ella se negó a
aceptar su muerte. Bueno, para abreviar una larga historia… —Se
levantó y anduvo sin objeto por la habitación—. La sometí a un…
oh, a un análisis muy superficial. Encontré rabia y hostilidad, odio y
melancolía. ¿Qué más desearía usted saber?
—Virgo —dijo él.
—¿Cómo dice?
—Su signo zodiacal —señaló el medallón de su pecho.
—Ella es Capricornio.
—Lo sé. Ésa fue mi tarea, sacarlo a relucir. La hice interesarse
por la astrología para mantener su mente ocupada. Y…
—¿Y qué?
—La música. Había una discoteca bastante buena en la granja.
La hice escuchar los clásicos, ópera, jazz, de todo. Cualquier cosa
que la hiciera despertar, que la estimulase y la inspirase. Hice que
recitara poesía. La enseñé a bailar. Y los libros. La hice leer. Devoró
cientos de novelas. Proust, Balzac, Dostoievski, Stendhal, Tolstoi.
¿Le apetece beber algo? —Abrió un armario, sacó una botella de
Gastón de Lagrange y dos vasos.
—¿Lleva puesta una peluca?
—Sí, la llevo. —Sirvió dos bebidas. Se sentó a su lado y se quitó
la peluca, descubriendo un cabello corto de color platino—. Hice que
la nombrasen bibliotecaria. Eso la apartó de la brigada de trabajo. —
El límpido y plateado efecto de sus ojos, el medallón y su cabello
armonizaban, infundiéndole un matiz argénteo. Bebió a sorbos su
coñac.
—¿Descubrió usted tendencias suicidas? —le preguntó.
Ella se lo quedó mirando fijamente.
—Debe de conocerla bien.
—No… no la conozco en absoluto. Pero cuando ella estuvo en
ese hogar de chicas en Jersey, metió el brazo por una ventana y le
tuvieron que dar cinto puntos. En otra ocasión, dejó el gas
encendido toda la noche en la cocina.
—Intentó matarse varias veces. Casi se electrocutó con unos
cables o algo así. Y se cortó con una hoz. —Se estremeció—. ¡Una
hoz!
Él le preguntó inesperadamente, pensando no en la hoz, sino en
la cornisa:
—¿Se puede considerar el suicidio como una forma de locura,
doctora? ¿Y las alu-lu —tartamudeó—, las alucinaciones y todo lo
demás? —Como Grunder en el callejón, quiso añadir, disfrazado de
Mefistófeles.
Ella volvió a llenar su vaso.
—La locura es mera infelicidad —contestó ella—. La mente es
como cualquier órgano, se contamina con la polución. Y el suicidio
no es más que otra variante de dosis de tiopental.
Sus labios se crisparon con furia.
—¡Ese condenado hogar de niñas casi acabó con ella! —
continuó—. ¿Está usted en contra de la pena de muerte? Me
gustaría ver a todos los bastardos que atormentan a los niños
ahogados, descuartizados y destripados… —Luego se rió y
encendió un Gitanes—. Y sin embargo, mi propio hijo se marchó de
casa el otro día… Dijo que le perseguía. Me llamó sádica. —Se
encogió de hombros.
—¿Hasta dónde llegó?
—¿Hasta dónde? —Le miró con asombro.
—Usted y Joanna.
Se levantó y se quedó frente a la ventana, bajando la mirada
hacia la avenida St. James.
—Le estoy contando todo esto y no debiera. Es absurdo. Ahí es
hasta donde llegó. —Fue al fondo de la habitación y tiró el cigarrillo
en un cenicero—. Cada noche nos encontrábamos en la biblioteca
después de que apagasen las luces. Yo traía una botella de coñac.
Nos desvestíamos y nos emborrachábamos. Bailábamos. Nos
sentábamos en el suelo y hablábamos. O jugábamos al ajedrez. Se
me olvidó decírselo, también le enseñé a jugar al ajedrez, o lo
intenté. Fue un verdadero fracaso. Luego hacíamos el amor. Sólo
que era algo más parecido a la desesperación que al amor. Otra
forma de locura y suicidio.
—¿La ha visto luego, después de que fuera puesta en libertad?
—No, nunca —regresó al sofá—. Dígame, ¿qué es lo que ha
hecho?
Él se restregó la frente con gesto cansado, finalmente el
agotamiento le había alcanzado tras todos aquellos días.
—¿Qué es lo que le dijo que hiciera, doctora Darras?
—¿Yo? —Frunció el entrecejo—. Le dije que hiciera frente a la
vida. Que luchase. Que no se rindiera ni se arrastrase.
—Bueno, pues eso es justo lo que ha hecho.
En el vuelo de regreso a Los Ángeles hizo el crucigrama de The
Boston Globe. Luego leyó hasta el final algunos prospectos de la
TWA. En uno de ellos había un gráfico con las líneas aéreas de
Europa. Estudió un mapa de Checoslovaquia. Sólo había una
ciudad indicada, Praga (Praha), atendida por un vuelo de la Air
France desde París. Sacó su revista del bolsillo y la abrió por el
crucigrama número siete. Ciudad de Checoslovaquia. Cuatro letras.
Pero estaba demasiado cansado para pasar por todo ello de nuevo.
Dos veces había arrojado la revista al lado y pidió prestado Los
Angeles Times a una mujer que estaba sentada cruzando el pasillo.
Leyó sobre la economía. Leyó sobre la caída de la producción de
acero. Leyó sobre los misiles soviéticos, sobre el Programme
Commun en Francia, y el racismo en Rodesia. Leyó la página de
sociedad. La señorita Charlotte Vincent y el señor Ralph Forbes
anunciaron ayer su compromiso en una fiesta celebrada en el Mark
Taper Forum…
Se incorporó, despabilándose del todo. La boda ha sido fijada
para abril… Había una foto de la pareja, apoyados contra la rampa
de una escalera, sonriendo. ¡Joder! ¡Más le hubiera valido figurar en
la hilera de un Cuartel General de la Policía de Nueva York! ¿Es que
se había vuelto loca? Todo lo que cualquier policía de homicidios
perspicaz tenía que hacer era echarle un vistazo y… No, un
momento. La miró de cerca. Vestía un brillante traje de noche
Cardin, llevaba la cabeza envuelta con una cinta tipo turbante. Su
rostro era una máscara adorable de dulce anonimato. No era Dafne
Henry. Tenía que admitirlo. No, ella no era nadie que cualquiera en
Nueva York pudiera reconocer… o cualquiera en Chicago, tampoco.
La señorita Vincent es de Nueva Jersey… Pero ¡qué descaro! La
doctora Darras se sentiría orgullosa de ella. El señor y la señora
Newman felicitaron a la feliz pareja, al igual que hicieran Jodie
Foster, el señor y la señora Warner, Le Roy, Lily Tomlin, LeVar
Burton, Gore Vidal… ¡Una gala de futuros testigos!
—Por favor, puede ponerse en pie la acusada. Señor Newman,
¿reconoce usted a esta mujer?
—Sí.
—¿Es la misma mujer que usted conoce como la señora de
Ralph Forbes, alias Charlotte Vincent?
—Sí, lo es.
—¡Protesto! La acusación está declarando por el testigo.
—Admitido.
—Señor Newman, ¿podría decir a la audiencia con sus propias
palabras quién es esta mujer?
—Ella es la señora Forbes. La viuda de Ralph Forbes. Como
usted dice, alias Charlotte Vincent.
¡Jesús! No lo conseguiría esta vez. Era demasiado insensato.
No tendría más remedio que pararle los pies.

Un accidente en la autopista bloqueó el tráfico durante más de una


hora. Eran las ocho pasadas cuando regresó a la calle Hope. La
Biblioteca estaba cerrada. Se aseguró de que aún tenía su
habitación en el Del Río, y luego condujo hasta Beverly Hills.
¿Pararla? ¿Cómo? Tenía hasta abril para encontrar la manera de
hacerlo. ¿O no? A lo mejor intentaba realizar la jugada antes del
casamiento. Un viaje de quince días en coche a algún lugar… al
desierto, la montaña o la playa. Un hombre ciego no era difícil de
matar.
A lo mejor ya estaba muerto. Ella se podía haber largado. ¡Aquel
viaje a Trenton había sido una completa idiotez! ¡Se había quedado
sola durante tres días enteros!
Condujo por Oak Drive, aminorando la velocidad al pasar por
delante de su casa. Suspiró con alivio. El Bentley se hallaba
aparcado junto al bordillo.
Pero no era más que un alivio. ¿Y mañana qué pasaría? No, no
podía esperar hasta abril. No tenía idea de cuándo, cómo ni dónde
planeaba hacerlo. Todo su modelo se había vuelto caótico desde
que llegó a Los Ángeles.
Giró por Oak Lane, subió por Ledoux, acortó vía Stanley Terrace
de vuelta a Oak Drive.
Joanna Eris, Ralph y el chófer salieron de la casa. Los dos
hombres subieron al coche y se marcharon. Ella volvió a entrar.
Aparcó en la callejuela, y anduvo por el oscuro y familiar
laberinto de senderos hasta la parte trasera de la casa. Pasó
delante del garaje deslizándose por entre los matorrales hasta la
ventana del salón.
Ella estaba sentada en la mecedora, silbando suavemente.
Él se sonrió y se relajó. Estaba de nuevo en casa.
Se quitó los zapatos de una patada, se alzó la falda del vestido y
se quitó las medias.
Estaban juntos. Nada importaba de momento.
Se levantó, desabrochó la cremallera del vestido, se lo quitó. Se
sentó en el sofá y se quitó el sostén.
Él se aflojó la corbata, se reclinó confortablemente contra la
pared. Juntos. Indivisibles. El resto carecía de importancia.
Ella bostezó y se acarició los senos. Las palmas de él se
cargaron del calor que desprendía la piel de ella, sus pezones
acogieron los dedos de él como viejos amigos. Ronroneó de placer.
Ella se metió en la cama a medianoche. Él condujo hasta La
Ciénaga y pasó la noche en su pensión.

Volvió a soñar con el pasillo. Todas las puertas se abrieron para él,
pero era domingo, y las aulas estaban vacías.
Todas menos una.
En el mismo aposento húmedo y vacío en el que una vez
conoció al Rey Leproso, ahora encontró a la vieja señora Hutch
escribiendo en la pizarra.
—Su hija ya no está aquí, señor Sabelotodo —le dijo ella—.
Ahora está bien colocada como embalsamadora en una funeraria.
—Y se rió como un chacal—. Un día de éstos le pondrán enfrente
un cadáver. Será el suyo. Ella le preparará para el entierro, sin saber
jamás que es el cuerpo de su papá el que está metiendo en la caja.
El tiempo pasa. Nada queda. Excepto viejas fotografías de rostros
jóvenes.
Miró detrás de ella. En la pizarra estaba escrita la palabra
Czechoslovakia, y de repente vio la solución al crucigrama número
siete. ¡Bendito Moisés! ¡Ahí estaba! ¡Ahí mismo, frente a él!
La señora Hutch lo borró rápidamente.
—No se preocupe por eso —le dijo—. Usted sabe lo que tiene
que hacer.
Se despertó sobresaltado. ¡Claro que lo sabía! Sólo había una
manera de evitar que matase a Ralph Forbes.

A las nueve sacó su MG del garaje dando marcha atrás, y condujo


hasta el Benedict Canyon. Pasó todo el domingo oculta tras los altos
muros del Coliseum de Ralph.
A las 7:30 condujeron a Santa Mónica y cenaron en Nero’s. Le
trajo de vuelta a su casa a las diez.
El Ojo entró por un oscuro agujero que había tras la propiedad.
Trepó por la pared, cayó en un huerto. Avanzó por entre los árboles,
su radar acariciaba la oscuridad para detectar posibles trampas.
Sintió un tenue latido de peligro… apenas un susurro en la
hierba. Se detuvo, escuchó. ¿Una serpiente? ¿Un perro? ¡Ahí
estaba otra vez! Esperó. Un diminuto erizo cruzó corriendo un trozo
de césped iluminado por el claro de luna frente a él.
Continuó. Encontró un camino pavimentado, lo siguió pasando
por delante de una pista de tenis y una piscina. La casa apareció
ante él, tintada como un mausoleo.
El MG estaba aparcado junto a la terraza. Joanna y Ralph
estaban al lado, riendo.
Se fundió entre las sombras, los observó.
—Pero tú tienes una familia enorme —le estaba diciendo Joanna
—. Tías, primos y tíos que nunca se ven entre sí excepto en las
bodas y en los funerales. Todos me han estado telefoneando,
insistiendo en algo grande.
—Quiero una boda tranquila —explicó Ralph—. En una pequeña
iglesia de pueblo en algún lugar. Después podemos invitarles a
todos aquí para el asunto familiar.
—¿Y por qué no les ofrecemos un montaje, si es eso lo que
quieren?
—Escucha, Charlotte, la idea de tener presentes a todos mis
familiares, ahí sentados en sus bancos, observándome andar hasta
el altar, esperando que me tropiece con algo, simplemente no me
seduce.
—De acuerdo —se rió ella—. Pero en ese caso, entonces ¿por
qué esperar? Vayámonos ahora mismo.
—¿Ir adónde?
—No lo sé. A San Luis, o a cualquier lugar.
—¿Esta noche?
—Claro.
—No podemos. Mañana tengo una entrevista con los auditores.
—Entonces mañana.
—¡De acuerdo! —La tomó entre sus brazos—. Mañana por la
tarde. Es una cita.
Ella se desprendió de él, señalando el camino de entrada.
—¡Mira!
—Yo nunca miro, cariño. ¿Qué es?
—¡Un erizo! —Bordeó el coche, pasando delante de una hilera
de crisantemos—. Está por aquí entre los matorrales —dijo—. ¿No
es una señal de buena suerte, Ralph?
—¿Los erizos? Sí, creo que sí. Si es luna llena o algo así.
—¿Esta noche es luna llena? —Cogió un palo, hurgó con él
alrededor de los zapatos del Ojo.
—¿Y cómo puedo saberlo? No, creo que está en cuarto
creciente. ¿Estás segura de que no era una rata?
—Lo he visto. Aquí mismo. ¿Significaría eso que sólo seré
afortunada en un setenta y cinco por ciento?
Ella se marchó unos minutos más tarde.
Ralph encendió su pipa y golpeó con su bastón las baldosas de
la terraza mientras andaba hacia la parte trasera de la casa. Se
detuvo, apoyándose contra un pilar.
—Sé que estás ahí —dijo—. ¿Qué es lo que quieres?
El Ojo dio un salto hacia atrás cuando el bastón le pasó rozando
la cara. Rodeó a Ralph rápidamente y le pegó una patada en la
rodilla, derribándole en el camino de entrada. Se abalanzó tras él,
dirigiendo sus piernas. Le pegó con el canto de la mano en el muslo,
falló y le arreó en la cintura. Ralph salió disparado por el suelo,
relinchando agónicamente, pegándole furiosos bastonazos. El Ojo le
machacó de nuevo, en el brazo, rompiéndoselo, Ralph gritó y
forcejeó. El Ojo bailó a su alrededor atizándole en la pantorrilla. El
golpe era doloroso, pero inofensivo. Tenía que romperle una pierna.
Intentó agarrarle del tobillo. Las sacudidas del bastón le
obligaron a retroceder. Le pegó en la cabeza, luego en los riñones.
¡Una pierna! ¡Tenía que agarrarle una condenada pierna! Golpeó de
nuevo en el muslo, volviendo a fallar, y le alcanzó en la tibia
izquierda.
Las luces se iban encendiendo en las ventanas. Intentó un último
y desesperado golpe. Éste cayó como un hacha sobre el zapato de
Ralph y lo envió al césped, girando como una peonza.
Alguien gritaba en la terraza. El Ojo corrió a la parte trasera de la
casa, cruzó un patio, subió precipitadamente varios peldaños de
ladrillo. Intentó calcular su situación. El huerto estaba al este de la
casa. La pared trasera daba al norte. Él se movía hacia el oeste,
directo al Benedict Canyon. ¡Imposible! Giró a la izquierda… al sur.
Pasó delante de un cobertizo, un reloj de sol, una sombrilla, sillas,
un columpio. De nuevo a la izquierda… al este. Unas palmas
batieron tras él: ¡clap!, ¡clap!, ¡clap! Tres balas pasaron silbando.
¡Que se jodan! ¡Un rifle o una carabina! Una ráfaga le resonó en el
oído. Un abejorro murmullador casi le tocó la nariz. ¡Rebotes! Subió
una cresta, embalado. Árboles. El huerto. La pared. La subió a
gatas, se desplomó en el remate, cayó. El agujero negro lo engulló.
—¡Eh! ¿Qué ha sido eso?
Una linterna se encendió. Vio dos figuras desnudas boca abajo
sobre una manta a los pies de un sauce.
—¿Son los cerdos, George?
—¡Alguien ha saltado el muro!
Él pasó galopando delante de ellos.
—¡Ahí está!
El haz de luz lo siguió mientras salía del declive, alumbrándole el
camino. Cruzó volando un claro, giró a la derecha… al sur… otra
vez a la derecha en un arroyo… al oeste… hacia el final del
Benedict.
Cinco minutos más tarde se encontraba a salvo en las entrañas
de su coche aparcado en Sunset.

Pasó la mañana sentado junto a la ventana de su cuarto en el Del


Río, observando La Biblioteca con sus prismáticos.
Joanna llegó a las ocho, la otra chica a las ocho y cuarto.
Hicieron café en un hornillo. Joanna leyó el correo.
Desempaquetaron una caja de libros, colocaron uno de ellos en el
escaparate: Raíces, de Alex Haley. Un camarero de un restaurante
que había más abajo en la calle les trajo una bolsa de bollos y tres
peras. El primer cliente entró en la tienda, una mujer con un perro.
Comenzó a llenar una bolsa de la compra con libros de bolsillo:
cuatro… cinco… ocho… diez… una docena de ellos. Los libros de
bolsillo estaban a la izquierda, los de tapa dura a la derecha, al
fondo las novelas y delante los libros que no eran de ficción. A lo
largo de la pared trasera estaba el mostrador. Las ediciones de lujo
se hallaban colocadas en varios estantes en el centro de la tienda, y
la mesa de Joanna estaba en un hueco, exactamente tras las
novelas.
Entraron más clientes. Compraron cinco ejemplares de Raíces.
Uno de ellos compró un gran volumen de Picasso con una
sobrecubierta chillona por quince dólares. La mujer del perro llevó
su cesta de libros de bolsillo a la caja registradora. Fue hacia el
mostrador deprisa y corriendo, humedeció una pluma con la punta
de la lengua y extendió un cheque. Lo rompió, hizo otro. Una chica
con un sombrero tejano compró un voluminoso diccionario:
veinticinco dólares. Un niño compró un álbum de Tarzán, que pagó
con un puñado de monedas de cinco y diez centavos. La pluma de
la mujer se quedó sin tinta. La agitó, la tiró al suelo, la recogió, la
lamió, la raspó en el mostrador. Joanna le prestó un bolígrafo.
No se mencionaba a Ralph en los periódicos de la mañana ni en
las noticias de las nueve. El Ojo esperaba que estuviera en el
hospital, al menos por unas cuantas semanas. Una pierna rota le
hubiera puesto fuera de circulación bastante más tiempo, pero
asaltar a un hombre ciego no había sido tan fácil como había
pensado. Tenía los brazos y las muñecas amoratadas de las marcas
del bastón.
De todos modos, esa tarde no habría boda.
Los prismáticos le acercaron La Biblioteca, y Joanna estuvo
frente a él. Se apoyaba contra el mostrador, una mano en la cadera,
la otra sujetando el medallón de la cabra, haciéndolo girar entre los
dedos mientras hablaba con un cliente.
De repente se giró y miró directamente al Ojo.

Ella sólo vio el tráfico que pasaba y el hotel al otro lado de la calle.
—¿Ocurre algo? —preguntó el cliente.
Ella se echó a reír.
—Alguien anda pisando mi tumba.
El Bentley se paró junto al bordillo. Jake se apeó rápidamente y
abrió la puerta trasera. Ralph bajó a la calzada. Llevaba el brazo en
cabestrillo y un pie liado con un pesado vendaje. Se ayudaba con
una muleta.
El Ojo se levantó de su silla estupefacto, y bajó corriendo las
escaleras hacia el vestíbulo. Salió a la acera justo cuando Joanna
se precipitaba fuera de la tienda. Se quedó frente a Ralph,
petrificada por la sorpresa. Él se encajó la muleta bajo el brazo y se
rió. La besó, se dio una patada alegremente en el pie vendado, Jake
también se reía haciendo muecas, boxeando con un adversario
imaginario, hablando atropelladamente.
El Ojo cruzó la calle aturdido.
Se oyó un zumbido de motores. Un enjambre de motocicletas
pasó como un rayo por su lado. Se volvió, vio los cascos de rugby,
las negras zamarras con estrellas rojas, las mandíbulas peludas, los
ojos saltones y desorbitados. Un chico rodó frente a él, a escasos
metros de distancia, su cara de yac resplandecía, su boca se rajaba
entreabierta en un gruñido salvaje.
El Ojo echó a correr.
El joven giró en seco y se lanzó zumbando tras él. El Ojo cruzó
de un salto la calzada hacia un portal. La motocicleta rebotó tras él,
rugiendo como una furia. Alcanzó a Ralph, lo envió haciendo
piruetas, dando bandazos sin control a lo largo del bordillo, luego lo
levantó por los aires y lo arrojó acrobáticamente al parachoques de
un coche que pasaba en ese momento. Éste lo arrastró un bloque
arriba, con los frenos chirriándole.
Joanna se abalanzó sobre el montón que yacía aplastado en la
cuneta. Cayó encima, gritando, apretándolo entre sus brazos.
Y en ese mismo terrible instante, el Ojo supo que ella nunca
había tenido intención de matar a Ralph Forbes.
Y en el tablero cuadriculado de Dios, una diminuta luz roja se
encendió en la calle Hope.
9
EN EL CEMENTERIO se situó a espaldas de la multitud, detrás de
un senador y un grupo de políticos locales. Joanna también se
quedó detrás, en un extremo de la familia, discreta y aislada,
sobriamente vestida, sin hacer alarde de un luto ostentoso.
Acabada la ceremonia, regresó conduciendo ella sola.
El Ojo se puso sus ropas de niñera y pasó por delante de su
casa empujando el cochecito de bebé. Estaba sentada en el MG en
el camino de entrada, contemplando las puertas del garaje. Bajó
apáticamente del coche y subió andando hacia Wilshire.
Él la siguió, las ruedas del cochecito rechinaban como grillos.
Cruzó La Ciénaga, pasando por delante de la pensión. Compró
un periódico y se quedó parada en la esquina de Sale leyendo su
horóscopo. Él ya sabía lo que aconsejaba la sección de Capricornio;
lo había leído.

Éste es el invierno de tu infelicidad y


todos los planetas caen sobre ti. Se
recomienda un cambio radical de escena.
¡Hola y adiós!

Fue hasta el museo, luego dio la vuelta y regresó. Después giró otra
vez, atravesó Wilshire y subió paseando por Hamilton hacia San
Vicente. Luego bajó por La Ciénaga, de vuelta a Wilshire, y se metió
por Ledoux. Llegó al Drive, pasando por Oak Lane, y se detuvo. Se
quedó de pie con las manos en las caderas mirando fijamente la
casa. Subió al MG y salió retrocediendo del camino de entrada.
El Ojo corrió a Lane, rompiendo todos los récords de velocidad
de cochecitos de bebé. Tenía el coche aparcado en la esquina de
Ledoux. Dos niñeras de verdad lo observaron asombradas mientras
plegaba el cochecito y lo metía en el maletero. Saltó al volante y
arrancó. Eran las cuatro en punto. Estaba casi seguro de que iría a
La Biblioteca o a su banco. Condujo hacia el Olympic Boulevard.
El MG iba justo delante de él, acelerando para Santa Mónica.
Fue al banco y vació su caja de seguridad. Luego condujo a La
Biblioteca. Estaba cerrada todo el día. Abrió la puerta de entrada y
pasó delante de la estantería de libros de lujo hacia su mesa tras las
novelas. Se sentó, encendió un Gitanes. La caja estaba en el suelo
detrás de una maceta. La cogió, la puso en el regazo, marcó su
combinación y la abrió.
El Ojo se quitó la capa de niñera, el vestido, la toca y la peluca
de viejecita decrépita. Fue al Del Río, hizo su maleta, pagó la cuenta
y se marchó.
Al otro lado de la calle, Joanna abandonó La Biblioteca sin
molestarse en cerrar la puerta tras ella.
Fue a casa.
Él se preguntó si tenía tiempo de sacar sus cosas de la pensión
de La Ciénaga. Pero allí no había nada de valor, excepto su par de
zapatos favoritos. Decidió abandonarlos.
Ella sacó dos maletas de la casa, las metió dentro del MG. Subió
al coche y se alejó. No miró atrás. ¡Hola y adiós!
Se pasó dos meses dando vueltas y más vueltas por el sur de
California, alojándose en moteles y balnearios. San Diego, El
Centro, Lakeside, San Bernardino, San Isidro, Escondido,
Oceanside, Elsinore, Redlands, de nuevo San Bernardino, de vuelta
a El Centro. Arriba y abajo, entrando y saliendo.
Se cortó el pelo. Su piel había adquirido un tono de cobre
fundido, de tomar el sol. Vestía pantalones, suéteres y viejas
chaquetas. Bebía tres, a veces cuatro coñacs al día. Leía su
horóscopo cada mañana. Leyó y releyó Hamlet subrayando sus
páginas con rotuladores, verde, rojo, naranja y amarillo. Una tarde,
en un bar de La Jolla, hizo sonar una y otra vez La Paloma en la
máquina de discos, diecisiete veces.
Luego, en marzo, condujo de vuelta a Los Ángeles, aparcó el
MG y tomó un vuelo para Las Vegas. Allí pasó un mes con el
nombre de Leonor Shelley.
Perdió seis mil dólares jugando a los dados.
Los matones de la mafia agitaron sus antenas hacia ella, pero
debieron de percibir algún tipo de prohibición que les hizo dejarla en
paz. Quizá no fuera más que un viejo presentimiento demoníaco
italiano, una caracola marina tirrena que les avisó con su eco de
cattiveria. La observaban, rodeándola de un profundo cerco de
recelo, sin atreverse a intervenir jamás.
El Ojo rezó para que no se le ocurriera hacer nada allí. Si se
atrevía, le iban a atravesar el corazón con una estaca y a llenarle la
boca de ajo. Siempre y cuando se comportase, su anonimato era
absoluto e invulnerable.
Sabía que también le observaban a él, y que estaban
perfectamente al tanto de la extraña filiación que había entre él y la
señorita Shelley. No intentaron explicárselo. Simplemente
permanecían en la retaguardia y esperaban a que, tarde o
temprano, se marchasen.
El Ojo disfrutó de la experiencia. Era tranquila y segura. Ahora
no tenía que perseguirla las veinticuatro horas del día.
Un camarero o un minero sabían siempre dónde se encontraba y
no tenía más que preguntarles.
Se relajó y se tomó unas vacaciones. Comía regularmente y
ganó algo de peso. Dormía profundamente, sin sueños. Se agotaba
en un gimnasio, jugaba al balonmano, nadaba y ganó dieciocho mil
dólares en la ruleta. Le empezaron a gustar los Gitanes. Compró un
ejemplar de Hamlet y lo memorizó. Su pasaje favorito era:

Abandónala al cielo y a aquellas espinas que anidan en su pecho para herirla y punzarla.

No obstante, lo que más le gustaba eran las noches largas: el sabor


del desierto en su almohada y el profundo sopor sin pasillos ni
pesadillas. Soñaba con Maggie sólo durante el día, la llevaba
consigo a la piscina, comían juntos, tomaban el desayuno en la
terraza, quedaba con ella en la calle en las tardes bochornosas y se
escabullían al frescor de una película o a un local de helados. Luego
ella desaparecía, y su añoranza lo atormentaba despiadadamente
hasta que ella volvía. Y ella siempre volvía, siempre, atravesando un
cruce, haciéndole señas, apareciendo de repente entre la multitud y
cogiéndolo de la mano, llamándolo suavemente por su nombre a la
luz del sol.
Pasaron juntos más de treinta días, casi constantemente. Le
compró un parche «Nevada» para que se lo cosiera al suéter. Le
daba monedas para que jugara a las máquinas tragaperras. Cuando
se percató de que ella ya no era ninguna niña, sino una mujercita,
que tenía más de veinte años, ¡una mujer de verdad!, trató de
pensar en algún regalo fabuloso que pudiera ofrecerle. Una pulsera
o un Lancia o un traje de Saint Laurent, o… Pero, de todos modos,
¿qué coño les regalaban los padres a las hijas como prueba de
homenaje y veneración? Finalmente, en la joyería de un hotel, hizo
que le grabasen su signo zodiacal en un medallón de platino y se lo
colgó alrededor del cuello para el resto de su vida.
En abril, cuando las pérdidas de Joanna-Leonor en la mesa de
dados ascendieron a seis mil doscientos dólares, ella regresó a Los
Ángeles.
Había una manifestación en el aeropuerto cuando aterrizó el
avión. Un destacamento de hombres y mujeres con caretas antigás
invadió la pista agitando pancartas en las que se leía: ¡ABAJO LOS
REACTORES! ¡PELIGRO, NO RESPIRAR! ¡ES UN GAS! ¡SALVAD EL MEDIO
AMBIENTE! La policía contraatacó. El Ojo perdió su sombrero en la
reyerta. Media decena de personas fueron arrojadas de la rampa y
transportadas al hospital en una escuadra de ambulancias. Joanna-
Leonor fue machacada contra una pared; el traje se le desgarró y
tenía sangre en el brazo. Un doctor del aeropuerto la vendó.
Ella reclamó el MG y fue al norte por la costa. Pasó la noche en
Santa Mónica y al día siguiente viró tierra adentro. Pasó por Paso
Robles, Coalinga, Harford y Selma. A las afueras de Fresno paró en
un hospital clínico al borde de la carretera y se hizo cambiar la
venda.
El Ojo pasó por delante de la clínica, se metió por un camino
lateral y paró junto a la verja de un campo de golf. Abrió el Chicago
Sun-Times que encontró en el avión e hizo el crucigrama.
Ése fue el día que cantó el sinsonte; ¡gracias a Dios! De no ser
así, se hubiera podido olvidar de todo el incidente. Desde un árbol
próximo, comenzó a mofarse de él, desgañitándose como un
flautista enloquecido. Un golfista se acercó a la verja.
—Aquí no se puede aparcar —le dijo amablemente—. Esto es
una propiedad privada.
El Ojo se disculpó.
—Llevo conduciendo todo el día. Simplemente quería tomarme
un descanso de media hora.
—Bueno, pues puede seguir ahí, supongo. Mientras no bloquee
la carretera. —Se alejó andando.
El Ojo intentó concentrarse en el crucigrama, pero el pájaro se
burlaba de él vehementemente, bombardeándole con rencor y
desprecio. Dobló el periódico y lo puso a un lado.

Joanna durmió en el hotel de Fresno, registrándose como Diane


Morrel. Al día siguiente regresó a la costa.
A unas cuantas millas de Gilroy aparcó en la cuneta de la
autopista y abrió el capó del MG. Salía humo del radiador; intentó
abrir la tapa y se achicharró los dedos. Un deslumbrante Porsche
927 nuevo se detuvo. Salió un hombre con una rebeca rosa.
—No se preocupe por él —dijo—. Tírelo y yo le compraré uno
nuevo.
El Ojo aminoró la velocidad y se detuvo junto a ellos.
—Hay un garaje más arriba —gritó estúpidamente.
Por nada del mundo podía entender qué fue lo que le obligó a
hacerlo. Fue por puro impulso. Ellos lo ignoraron. Se inclinaban
sobre el vapor del MG, riendo y bromeando. Él siguió adelante.
Rebeca Rosa ató con una cuerda los dos coches y remolcó el
MG hasta Gilroy. Dejaron el coche en un garaje y fueron a un
albergue junto a la carretera.
El Ojo entró tras ellos. Tomó asiento en el bar. Estaban en una
mesa junto a la esquina, envueltos en sombra. Su radar volvía a
sonar irregular. ¡Malas vibraciones!
Él la estaba llamando Diane. Ella le llamaba Ken.
El local estaba casi desierto. Había dos fornidos tenistas en
pantalón corto y blanco de pie en la barra, que llenaban el lugar con
un hedor a cuarto cerrado. El camarero discutía con alguien. Los
postigos estaban cerrados, cubriendo las mesas con una cortina de
niebla.
Ken. Ken. Ken. El Ojo le conocía; estaba convencido de ello, las
vibraciones se lo decían. Kenneth. Kenley. Kendall. Indianápolis. St.
Louis. Kansas City. Un tipo duro. Un caso perdido. Sureño. Destapó
los archivos de su cabeza y sacó montañas de viejos informes
cubiertos de telarañas. Tennessee. Carolina del Norte. Mississippi.
Nashville. Memphis. Chattanooga. Un material basto. Brutal.
Peligroso. Un rebelde.
Él llevaba la mayor parte de la conversación. Joanna-Diane
simplemente se reclinó en su silla y le dejaba que la envolviese en
una melaza espesa y engañosa. Ken. Ken.
—¿Alguien te ha dicho alguna vez —se metió dos cigarrillos
entre los labios— que tienes unos ojos de puma?
—Espuma de almeja —se rió ella—. Ojos de espuma de almeja.
Eso lo dejó frío un instante. Luego se sonrió.
—¡Dios mío! —dijo arrastrando las palabras—. Hay que ver
cómo hablas. —Encendió ambos cigarrillos y le pasó uno.
—Eres soberbio —dijo ella. El Ojo reconoció la voz; la
entonación; todo, incluso la ironía. Era la doctora Darras hablando
—. Soberbio y formidable. Y rosa. —Palpó la manga de su rebeca
—. ¿Por qué los hombres se empeñan en ir de rosa?
—Mi hermana pequeña lo tejió para mí. —Le cogió la muñeca y
miró la venda—. ¿Te cortaste, cielo?
—Me caí —contestó ella—. Esquiando. En Chamonix. Mi papá y
yo. Me hundí en la nieve profunda que cubría unas rocas. Él me
sacó y envolvió su bufanda alrededor de mi brazo. «¿Puedes
agarrarte a mí?», me preguntó. Y me aupó a su espalda y bajó
esquiando la montaña. Toda la horrible gente que hay por allí… los
esnobs y los playboys… los forofos del esquí, los millonarios y los
listillos… toda la gente que anda muy satisfecha de sí misma se
sentía incapaz de hacer una cosa así, entiendes. Ellos hubieran
abandonado a sus hijas en la nieve para que se asfixiasen y se
congelasen.
Él sonrió enseñando unos dientes blancos, regulares y
fosforescentes en la penumbra.
—Cuéntame más —dijo.
El Ojo salió del albergue. El Porsche 927 se hallaba aparcado en
una esquina ciega del aparcamiento. Forzó el cierre del maletero y
lo abrió. El suelo estaba cubierto por una manta. La destapó,
dejando a la vista un cuchillo Bowie en funda de goma, una
bayoneta del ejército en su vaina, un cuchillo de caza de quince
centímetros con la punta pinchada en un corcho, un cuchillo de hoja
curva y afilada, tres navajas gigantes y un par de puños de hierro.
Estaban desplegados en una fila ordenada, como un juego de
utensilios de carnicero del laboratorio del doctor Frankenstein.
Ken. Sí, ahora sí que se acordaba de él. También había una caja
de zapatos; la abrió. Estaba llena de docenas de saquitos, agujas,
una cuchara, dos jeringas y un bote de cápsulas de amytal. Lo cerró
y lo cubrió todo de nuevo con la manta.
Se llamaba Dan Kenny. El Ojo cerró con llave el maletero.
Louisville, Kentucky. Dan. «Ken Tuck.» Kenny, alias Kenny Tucker.
Un psicópata. Tres condenas: una por atraco, otra por asalto con
lesiones y la otra por actividades homosexuales. Había salido en las
primeras páginas de los periódicos durante más de una semana, en
1976, debido a la espeluznante acusación de agresión sexual que le
imputaba el hombre que fuera víctima, en Elkton. El caso nunca fue
llevado a los tribunales.
A las 6:30 regresaron al garaje. Luego se marcharon juntos,
Kenny a la cabeza en su 927, Joanna siguiéndole en el MG.
Condujeron hasta Santa Cruz y se alojaron en un motel en
Monterrey Bay. Iba a ser una noche movida.
El Ojo desenvolvió su 45, lo cargó y se lo sujetó al cinturón. Su
departamento era el último del bloque, en las dunas, separado de la
playa por una alta alambrada. Atisbó por la ventana del cuarto de
baño. Joanna estaba sentada en la bañera, reclinada hacia atrás
cansinamente, con la cara escondida entre las manos. Junto a ella,
sobre una silla, un transistor sintonizaba el Concierto para piano en
mi menor de Beethoven. El medallón de la cabra yacía en el alféizar,
a unos metros de su frente. Se cambió a otra ventana.
—¡Diane!
—¿Qué?
—¡Date prisa, cariñito!
—¡Aguántate las ganas, follamadres! Tu cariñito está en medio
de sus abluciones.
En el dormitorio «Ken Tuck» Kenny se despojaba de su rebeca
rosa, riendo entre dientes.
—¡Hay que ver cómo habla!
Se desabotonó la camisa. Llevaba atado alrededor de la cintura
un pesado cinturón de dinero. Se lo desabrochó y lo tiró al suelo
detrás del sofá; fue hacia la caja de zapatos que había en el bureau,
levantó la tapa y sacó una jeringa. Se volvió. El monedero de
Joanna yacía sobre la cama. Se acercó a él, lo abrió, le echó una
ojeada. Estaba cargado de dinero. Silbó.
—¡Muñequita!
El Ojo regresó a la ventana del cuarto de baño. Joanna salió de
la bañera, goteando por todo el suelo.
—¿Qué dices?
—Digo que qué muñequita.
—No te oigo.
—No tiene ninguna importancia.
Ella se puso un kimono, demasiado agotada para secarse,
recogió el medallón, se lo abrochó al cuello. Entró en el dormitorio.
El Ojo se arrastró a la otra ventana. Kenny ya no estaba allí. Ella
se acercó al bureau y se quedó mirando muy seria la jeringa. Metió
la mano en la caja y sacó una aguja. ¿Dónde estaba Kenny? Fue
hacia la cama, abrió su monedero. El dinero aún seguía allí. Silbó de
alivio, rebuscó, sacó un pequeño revólver. El Ojo se quedó
boquiabierto. ¿De dónde demonios había sacado eso? Debió de
adquirirlo en Las Vegas. Lo deslizó bajo la almohada. ¿Dónde coño
estaba Kenny?
Giró sobre su eje. Kenny intentó golpearle. Él se agachó. El puño
pasó por encima de su cabeza y chocó contra la pared. Corrió.
Kenny se tambaleó tras él, arremetiendo de nuevo, bramando. El
puño de hierro le raspó el hombro, desgarrándole la chaqueta y
lacerando su espina dorsal. Saltó por encima de la alambrada, se
desplomó sobre ella, bajó dando volteretas por una pendiente de
dunas. Dio una vuelta de campana y se puso en pie, corrió por la
playa.
Kenny se rió.
—¡Gilipollas! —le gritó. Regresó a la pieza tembloroso,
regocijado, meciéndose sobre los tacones. Joanna miró fijamente el
puño de hierro. Él lo lanzó sobre la cama—. Sólo ha sido un
pequeño mirón, ahí fuera —explicó resollando—, se estaba pegando
una ración de vista. —Tocó el escote de su kimono—. No es culpa
suya. La verdad es que tienes un aspecto realmente fresquito y
agradable, querida nena.
Ella señaló la jeringa.
—¿Esto que es, Ken?
—Es para ti, muñequita.
—Oh, no.
—Claro que sí.
—Yo no.
—No me gusta colocarme solo.
—Tú te la pones y listo. Yo sólo miraré.
—¿Conque tú sólo mirarás, eh? —la empujó contra la pared,
sobándola a manotazos—. Miras a los tipejos cómo se pican. Les
observas actuar. Un numerito de circo, ¿eh? —Se estaba poniendo
cachondo. Restregó su polla contra ella—. Será algo que luego
podrás contar a tus amiguitos.
Ella intentó desembarazarse de él.
—Yo no tengo ningún amigo.
—Algo que contar a tu papá. —Hincó la rodilla entre sus piernas
—. A papaíto.
—Mi papá está muerto.
Lo empujó hacia atrás, corrió hacia la cama a por la pistola. Él la
golpeó a un lado de la cabeza. Cayó al suelo. Le pisó una mano.
—¿Te gusta? ¿Quieres más? —La golpeó de nuevo,
derribándola a lo largo de la alfombra—. ¿Eh? ¡Y si comienzas a
gritar, de una patada te meto todos los dientes en la garganta! —Se
inclinó sobre ella y le palmeó el trasero—. ¡La pequeña puma! —Le
arremangó el kimono de un tirón, restregó la cara entre sus muslos.
La dejó allí tumbada y fue hacia el bureau. Se bajó los
pantalones, se acarició la erección, palmeándola juguetonamente.
Arrugó un pedazo de periódico, lo tiró a un cenicero, encendió una
cerilla y lo prendió. Sacó la cuchara de la caja de zapatos, la calentó
sobre la llama.
Insertó una jeringa en una aguja, la llenó. Bailoteó hasta ella, se
agachó, la puso de espaldas. Apuñaló el brazo y empujó el pistón.
Luego se calentó otro chute para él, se lo inyectó y se sentó en
el suelo, dándose palmaditas en el pene hasta que le subió la carga.
Fue a gatas hasta Joanna, le quitó el kimono. Jugueteó con los
dedos de su pie, sus pezones, su ombligo. Intentó penetrar la oreja,
pero perdió dureza. La puso en su mano y meneó las caderas hasta
que volvió a empalmarse.
Ella lo contempló, mirando con extrañeza el vello de su pecho. Él
se sentó encima de su cara, botó arriba y abajo, intentó evacuar sus
intestinos. Luego se dejó caer hacia delante sobre sus codos y
escuchó.
Afuera petardeaba el motor de un coche.
Se levantó, fue dando saltos hacia la puerta, descorrió el pestillo,
la abrió de un tirón y salió dando tumbos. El 927 y el MG estaban
aparcados uno al lado del otro en el patio. Dio vueltas alrededor de
ellos, intentando abrir las puertas. Ambos coches estaban cerrados.
—¡Eh, venga, los que estáis ahí! —gritó. Regresó al
departamento dando traspiés, cerró la puerta de golpe y echó el
pestillo.
Joanna se arrastraba hacia la cama. Chillando de regocijo la
cogió por los tobillos y la arrastró hacia atrás. Fue al cuarto de baño,
se sentó en el borde de la bañera, agarró una de sus medias,
retorciéndose lascivamente, se la puso y levantó la peluda pierna en
el aire. Luego se abrochó el sostén alrededor del pecho. Se puso en
pie, fue bailando el shimmy mientras movía las caderas hasta el otro
cuarto. Batió las palmas, trotó, soltó varios trinos.
Bailó el bambulú, la danza del pastel, alrededor del lecho, saltó
sobre Joanna y se paró en seco. El Ojo estaba apoyado en el
bureau, sonriéndole. Su brazo salió disparado como una catapulta,
el cañón del 45 le atizó en toda la mandíbula, partiéndole sus
dientes blancos y uniformes, dejándolo fuera de combate.

Abrió los cobertores, alzó suavemente a Joanna en sus brazos y


depositó cuidadosamente su cuerpo desnudo entre las sábanas.
Salió espuma de su boca y murmuró: «No le hagas daño… por favor
no le hagas daño». Le miró ferozmente de soslayo y trató de
incorporarse, pero él la sujetó hasta que se desmayó, luego empapó
una toalla y le enjugó la cara.
Cogió las llaves del coche de los pantalones de Kenny, quitó el
pestillo y abrió la puerta, arrastró a Kenny afuera, abrió el 927 y lo
descargó dentro.
Regresó al cuarto, sacó el cinturón de detrás del sofá. Tenía
pequeños compartimentos llenos de fajos prietamente envueltos de
billetes de cien dólares, se hizo con unos veinte y le dejó el resto a
Joanna junto a la almohada.
Recogió la rebeca rosa, la camisa y los pantalones, los
calcetines y los mocasines, la bolsa de viaje de Kenny y su caja de
zapatos; lo llevó todo fuera y cerró de una patada la puerta tras él.
Vació los saquitos sobre Kenny, esparciendo a su alrededor las
agujas y las jeringas; le echó por encima la ropa y la bolsa.
Se sentó al volante, soltó el freno y rodó silenciosamente hacia la
autopista. Aparcó en las dunas, a varios kilómetros de la playa, abrió
el tapón del depósito y echó en el tanque unos cuantos puñados de
arena; luego vació el aire de dos ruedas.
Cuando llegó al motel, el sol estaba saliendo.
El MG ya no estaba allí.
Corrió al departamento. La cama estaba vacía. El cinturón del
dinero ya no estaba allí. Tampoco el equipaje de Joanna. Tampoco
ella.
Desaparecida.
Se quedó parado un momento, mirando inútilmente a su
alrededor. El puño de hierro estaba en el suelo. Lo cogió; metió la
mano bajo la almohada. El revólver aún seguía allí. Se lo guardó en
el bolsillo y se marchó.
En el porche había una vieja en pijama, encendiendo un puro
cortado por ambos extremos.
—Buenos días —dijo ella.
—La chica del número ciento once…
—Acaba de marcharse.
—¿Hace cuánto?
—Veinte minutos.
—¿En qué dirección se fue?
—¿Y cómo coño lo voy a saber? —Agitó la mano hacia la
autopista—. Por allí.
Se metió en el coche y fue hacia la verja. Se quedó mirando la
carretera vacía de arriba abajo. Santa Cruz quedaba a la izquierda,
Watsonville a la derecha. ¡En qué dirección ir! En esos momentos
podía estar a medio camino de San Francisco, o de regreso a Los
Ángeles.
Giró a la izquierda. Compró un periódico en Santa Cruz y miró la
columna del horóscopo.

Capricornio. La ausencia vuelve más afectuoso el corazón. Nada perderás yéndote sólo
una temporada para pensar las cosas detenidamente. Te atraerán costas desconocidas.
Presta atención a la llamada.
10
FUE A Los Gratos y a San José. A Palo Alto, a Redwood City y a
San Mateo. Fue a todas partes mostrando ampliaciones de las
fotografías de la Minolta a los recepcionistas de hotel, doncellas,
conductores de autobuses, camareras, mecánicos de gasolineras,
barmans, taxistas, peluqueros, mozos de estación y chicos
repartidores de periódicos.
Volvió a Beverly Hills, y la casa seguía vacía, con un cartel de
«Se alquila» clavado en el césped. Telefoneó a Ted Forbes,
haciéndose pasar por un antiguo compañero de colegio de Charlotte
Vincent de Nueva Jersey, y le preguntó si tenía su dirección.
—No, no la tengo —le contestó Ted—. Charlotte se marchó hace
meses a Los Ángeles. En marzo. Desde entonces no la hemos visto.
—¿Y cómo puedo localizarla?
—No tengo ni la más remota idea. Lo siento.
El Ojo tampoco tenía ni la más remota idea. Pasó por delante de
la librería en la calle Flope. Se había convertido en una barbería.
Se pasó dos meses en Alameda, girando en círculos
interminables, vagando por los campos, visitando Livermore, Tracy,
Stockton, Sonora, Angel’s Camp, Lodi, Pittsburg, Richmond,
Berkeley y Oakland. Pasó otro mes en San Francisco, comprobando
miles de hoteles.
Pero, en realidad, no tenía ninguna razón para creer que ella
siguiera en California. Simplemente no se le ocurría pensar en
ningún otro lugar donde ir a buscarla, no se le ocurría hacer ninguna
otra cosa. Salía de la cama a las seis de la mañana creyendo que
era el crepúsculo, e iba de un lugar a otro aturdido hasta el
mediodía, esperando a que se pusiera el sol; luego se metía de
nuevo en la cama y volvía a despertarse a las cuatro o las cinco,
pensando que amanecía. Una tarde se encontró en la playa de
Halfmoon y no tenía idea de cómo había llegado hasta allí; otra
noche se quedó dormido en su coche en un aparcamiento de San
Lorenzo y despertó cinco horas más tarde al otro lado de la bahía,
en la sala de espera de una terminal de autobuses en Belmont. Una
mañana se miró al espejo y se quedó asombrado de tener bigote.
Se pasaba las horas muertas tumbado en el suelo de su
habitación de hotel, rodeado de todas sus fotos, intentando
entresacar una imagen viva de la Joanna real, de la mirada de
rostros artificiales y pelucas, tratando de abstraer alguna sustancia
suya, absorber algo con lo que nutrir su esperanza. Esparció las
sondas de su radar en todas direcciones, por cientos de pueblos y
ciudades, pero ella se le resistía tenazmente.
Durante tres meses no hizo ni un solo crucigrama.
En agosto leyó en los periódicos que habían matado a tres
presos en un motín ocurrido en un bloque de celdas en la prisión de
San José. Uno de ellos era Dan «Ken Tuck» Kenny. Cumplía una
condena de diez años acusado de tráfico de drogas.

A principios de septiembre encaró finalmente el hecho de que había


fracasado. O lo dejaba por imposible o se volvía majara. Así que se
afeitó el bigote y telefoneó a Baker.
—¡No, mierda! ¡No puedo creérmelo!
—Perdí a Paul Hugo, señor Baker.
—¡Tengo a dos tipos en Roma buscándoos!
—No estoy en Roma, estoy en Frisco.
—¡Frisco!
—Voló a El Cairo en mayo, luego se fue a Hong Kong pasando
por Bombay y Singapur. Ayer volvió a Estados Unidos y esta
mañana lo perdí de vista. ¿Y ahora, qué es lo que hago?
—Dalo por terminado. Sus padres la diñaron la semana pasada
en un accidente de coche en Florida. Se acabó el cliente.
—Eso es fatal.
—No te preocupes. Su último pago cubrirá tus gastos. ¿Cuánto
has gastado?
—Algo así como… hummm… cuarenta mil.
—¡Me cago en Dios!
—He intentado gastar lo mínimo, pero…
—De acuerdo. No te esfuerces. Vuelve aquí.
—Primero me gustaría tomarme un descanso de un par de
semanas ¿Qué te parece si me das algo de pasta?
—Ve a ver a la gente de allí. Diles que se ocupen ellos de la
jodida contabilidad. —Y colgó.
El Ojo falsificó unos cuantos justificantes en la máquina de
escribir del hotel y los llevó a la oficina de Watchmen, Inc., que
había en la calle Post. El cajero lo solucionó todo por télex y le dio
un cheque por valor de cuarenta y cinco mil dólares, lo que cubría
todos sus gastos de los últimos ocho meses, multiplicados por tres.
Lo depositó en un banco, compró dos trajes, media docena de
camisas, un suéter, varias corbatas, un par de zapatos Hugo (Casa
fundada en 1867), y un abrigo de tweed Harris. Dio su coche como
entrada por un nuevo VW Rabbit. Se cambió de hotel. Bebió tres
coñacs dobles. Luego se fue a la cama y esperó a ver qué pasaba.
Se sorprendió al volverse a encontrar de repente en el pasillo del
colegio, intentando abrir las puertas de las aulas. Todas estaban
cerradas con llave, por supuesto. ¡Aún seguía actuando en la misma
vieja película de serie B! Se rió con deleite. ¡Le encantaba su
película! ¡La había visto cientos de veces! El protagonista era un
pobre imbécil que buscaba a su hija y que insistía en aporrear las
puertas… ¡Era divertidísimo! En alguna parte del edificio estaba el
aula con quince niñas sentadas en sus pupitres. Una de ellas era
Maggie… pero él no sabía cuál. Se escondía de él. ¿Por qué? Ése
era el misterio. El misterio de las quince alumnas diminutas. De
todos modos, la gran escena —el desenlace (nueve letras que
significaban «la resolución de una serie dudosa de ocurrencias»)—
era cuando él irrumpía en la habitación gritando: ¡Maggie! ¡Maggie!
¿Dónde estás?, y… Bueno, era sólo una película. La pescaría entre
clase y clase. Durante… ¿cómo lo llamaban? El recreo.
Czechoslovakia ¡Un momento! Sabía la solución, pero su pluma
estaba vacía. Intentó garabatear las cuatro letras, pero era
imposible. No había tinta. No importaba. Sabía la condenada
solución. Era el nombre de un santo que empezaba por J. San
Juan… San Jaime… San José… Santa Juana… J… J… ¿Y por qué
J? ¡Un hospitalario! ¡Los caballeros de San Juan de Jerusalén!
¿Pero eso qué tenía que ver con Czechoslovakia? Entonces su voz
le susurró al oído: No le hagas daño.
Se incorporó, completamente despabilado.
La lluvia salpicaba en los cristales. La lámpara junto a la cama
estaba encendida. La apagó. La gris humedad del amanecer
empapó las esquinas del cuarto.
No le hagas daño. Había dicho eso en el motel, justo después de
que él pegara a Kenny.
Se vistió y bajó al vestíbulo. Eran cerca de las seis. El conserje
de noche le sonrió miserablemente.
—Buenos días, señor.
—Buenos días.
Salió fuera y deambuló por las calles desiertas, plomizas y
lluviosas. No le hagas daño. Le estaba diciendo dónde se hallaba,
todo estaba allí en su sueño-película de serie B, estaba convencido.
Se sentó en un banco mojado próximo al parque.
Ella pensó que él era Kenny, y le suplicaba que no le hiciera
daño. Le. Me. ¡No! ¡Mierda! ¡Ella había dicho le, «por favor no “le”
hagas daño»! Así que había hablado en otra persona. ¿Quién?
Ya llegaría.
Lo dejó a su lado e intentó analizar el resto del sueño. La pluma
vacía; eso era, obviamente, un asunto freudiano. Seguro. La polla
inevitable. Sin tinta. Impotencia, esterilidad o alguna otra cosa. La J
era ¿él qué? ¿Un santo? ¿San o Santa? ¿Uno de esos pueblos en
los que había indagado recientemente? ¿San José? ¿San Juan?
¿Santa Juanita? Y el colegio de las aulas… el pasillo y todo lo
demás… eso había sido Maggie. Tan sólo un montaje.
¡Un momento! A lo mejor no. En los sueños existía una jodida
sutileza que al despertar siempre ridiculizaba. Maggie. Su hija. El
colegio. Un edificio. Un edificio lleno de niños escondidos. ¡Hijo de
puta! ¡Estaba llegando! ¡Hospitalario de él y de ella! ¡No le hagas
daño!
—¿Qué es lo que está haciendo, amigo?
Se volvió. Un alto policía estaba de pie junto al banco.
—Dolor de muelas. No podía dormir. —Se cogió la mandíbula—.
Me está matando.
—¿Vive por aquí cerca?
—En el hotel de allí.
El policía calibró con la vista el abrigo de tweed y los zapatos
buenos.
—Lo que usted necesita es una aspirina. Vitamina B-1.
—Ya lo he probado. No funciona.
—¿Y qué es lo que va a hacer?
—Ver a un dentista. Tengo hora a las nueve. Hasta entonces, me
aguantaré el mal rato.
—Bueno, que no le detengan por vagabundo. —Se marchó
soltando una risa ahogada.
El Ojo se levantó de un brinco y se metió en el parque. ¡Maldita
sea! ¡Lo había perdido! ¡Ahora todo no era más que una confusión!
¡Cojones! Mecanografió un informe de Watchmen, Inc., en su
cabeza:

Sujeto: Joanna Eris.


Observaciones: Durante los últimos X meses, en algún momento durante el curso de mi
vigilancia, el sujeto visitó un lugar situado en el pueblo de San J. Después de su
desaparición, con toda probabilidad regresó al mismo lugar y se encuentra allí en el
momento actual. Hay tres fallos en esta conclusión: 1) No sé dónde está el lugar. 2) No sé
por qué ella regresó allí. 3) No sé por qué fue allí en primer lugar.
¡Por supuesto que lo sabía! ¡Y hoy mismo la encontraría! ¡Que se
jodan! Sólo le faltaba una pieza. Se apoyó contra un árbol y se
mordió las uñas. De acuerdo, de acuerdo. Ya llegaría. Ella y Kenny
se habían metido en un motel de Monterrey Bay. Vale. ¿Y
anteriormente? Ella había dormido en un hotel de Fresno. ¿Y antes
de eso? Selma, Harford, Coalinga y Paso Robles; una noche en
Santa María; Los Ángeles y Las Vegas. ¿Podría haber vuelto a Las
Vegas? Su radar giró y zumbó. No, allí no había nada. Entonces
¿Los Ángeles? El radar bordoneó: zzzzzzzzzzzzzzz. ¡Sí! ¡Allí había
algo! ¿El qué? Habían aterrizado en Los Ángeles. Había habido un
motín en el aeropuerto. A ella le habían lastimado el brazo. Un
doctor la vendó. Había ido al garaje para sacar su MG y había
conducido hacia el norte por la costa… El zzzzzzzzz se desvaneció.
Sus pensamientos se dispersaron.
Se quedó allí de pie, con la mente en blanco.
Aquello era peor que el crucigrama número siete.
Paró de llover. Salió el sol. La gente ahora se paseaba por el
parque. Un organillero tocaba ¡Oh, Susana!:

Llovió toda la noche el día que me fui.


El tiempo era seco
y el sol tan caliente que me helé de muerte.
Susana no llores…

Entonces, el sinsonte cantó. Se había posado justo sobre una rama


encima de su cabeza, y se mofaba con estridencia.
Escuchó el reproche encantado. ¡Ahí estaba! ¡Dios mío! ¡El
sinsonte! ¡Bendito Moisés! Se había metido con el coche por un
camino lateral junto a un campo de golf; había intentado hacer un
crucigrama, pero aquel jodido pájaro le había chillado como un
bugle; un golfista había llegado y le había dicho: «No se puede
aparcar aquí». ¡Y ella estaba… haciéndose cambiar el vendaje!
¡Hospitalario! ¡Hospital! ¡Una clínica! ¡Al otro lado de Fresno! ¡Y
precisamente allí era donde debía de estar ahora, por Dios!
Cuatro horas más tarde estaba en Fresno. Atravesó la ciudad y giró
por la carretera de Selma. Se metió por el carril lateral que bordeaba
el campo de golf. Salió del coche aturdido. Se quedó parado junto al
VW durante unos minutos, pasándose la lengua por los labios y
temblando como un epiléptico. Los últimos ciento cincuenta
kilómetros casi le habían convencido de que toda la hipótesis no era
más que pura ilusión, basada en algo totalmente insignificante.
—Aquí no puede aparcar, señor. —Un caddy gordo se hallaba al
otro lado de la verja haciendo girar con el dedo un manojo de llaves.
El Ojo asintió tontamente con un movimiento de cabeza y subió
andando por la carretera hasta la entrada de la clínica. Se quedó
mirando fijamente el poste con el cartel: «Maternidad San Joaquín».
J.
Se metió en el camino de entrada. Había varios coches
aparcados bajo los árboles en un patio. Dos Jaguar, un Mercedes,
un Lancia HPE, un Austin Allegro, un Plymouth Volares. Y un MG.
La sala de espera era una cueva amplia, de techo bajo, fresca y
embaldosada con un mural imitando a Utrillo que ocupaba la pared
del fondo. Una bonita chica con un uniforme de rayas estaba
sentada en una mesa leyendo las Energísticas de Buster Crabbe.
—Llega demasiado tarde —le dijo ella. Él la miró boquiabierto—.
Las horas de visita son de nueve y media a diez y media. Y de dos a
cuatro. —Tenía acento de Massachusetts y las uñas verdes.
—Ehhh… —dijo él. ¡No podía hablar! ¡Su jodida voz había
desaparecido! Apretó los labios y se concentró en el Utrillo. Un
molino marrón. Vallas. Árboles. Un cielo azul pálido—. En realidad
no tengo tiempo para hacer una visita. Simplemente pasaba por
aquí y pensé pararme y… —¡Mierda! ¿Qué nombre estaba
utilizando ella?— ver cómo se encontraba nuestra paciente. —
¿Charlotte Vincent? ¿Leonor Shelley? ¿Diane Morrel? ¿Señora de
Ralph Forbes? No. ¿Ella quería que su hijo naciera con nombre
falso?
La chica abrió de golpe una caja con fichas.
—¿Qué nombre?
—Joanna Eris.
—Oh, se recupera estupendamente bien. ¿Es usted pariente
suyo?
—Sólo un amigo, sólo un amigo —farfulló—. He estado fuera.
Volví esta mañana y me enteré… me enteré de ello. Vine enseguida.
—Ocultó sus manos temblorosas en los bolsillos—. Pensé en
colarme un segundo y… —Se le hizo un nudo, tragó saliva—. No la
he visto hace tiempo, y…
—¿Sabe usted —un susurro— que perdió el bebé? ¡Una
verdadera lástima! Una niña. Pero la señora Eris se encuentra
perfectamente. Saldrá de aquí en pocos días.
Él la contempló y vio tres chicas con uniforme de rayas sentadas
en tres mesas.
—Quiero verla —dijo.
—Será mejor que espere a la tarde. Esta mañana está bajo el
efecto de los sedantes, y…
—Quiero verla.
—Pero…
—Por favor, quiero verla.
—¿Es que no puede volver esta tarde?
—Por favor.
Una enfermera pasó junto a la mesa. La chica se levantó y la
siguió. Cuchichearon entre sí, mirándolo de soslayo. Luego la
enfermera le hizo una seña y lo condujo a través de la sala de
espera hacia un pasillo.
Abrió una puerta y dio un paso a un lado.

Las persianas estaban cerradas. Un único rayo de luz solar blanca,


fino y nítido, atravesaba la oscura estancia y caía sobre el brazo de
Joanna, que colgaba de la cama.
Se inclinó sobre ella.
Dormía profundamente, acostada de lado, su perfil sobre la
almohada era un rostro falso de ébano en sombras. Se sentó junto a
ella, alargando su mano tímidamente, cerniéndola sobre ella.
Sonrió, una enorme quietud se aposentó en su alma. Le tomó
suavemente la muñeca y alzó el brazo hasta la cama, colocándolo
sobre las sábanas como si fuera una frágil concha de jade.
Ella se agitó, sus labios se entreabrieron. Olía a medicinas y a
bálsamo. Le había crecido el cabello. Tenía la carne de las manos
hundida.
La había encontrado. En recompensa por todas sus pérdidas le
había sido concedido este premio: una chica dormida en un cuarto
sombrío. El mundo entero era un abismo lleno de los hombres que
ella había asesinado, pero ella también era su gracia y su redención.
Le había llamado y él había venido. A partir de ahora nunca la
abandonaría. Permanecería para siempre bajo los robles, con sus
hijas perdidas y su milagro.
11
—¿QUIÉN ERA ÉL? —preguntó Joanna.
—No dio su nombre —le contestó la enfermera.
—¿Y preguntó por mí?
—Sí.
—¿Preguntó por Joanna Eris?
—Sí. Dijo que era amigo suyo.
—¿Y qué aspecto tenía?
Estaban en el jardín de la clínica, paseando a lo largo de un
camino que se hundía entre una hilera de hierba crecida. El Ojo
estaba a menos de cinco pasos de ellas, oculto tras un montículo de
lilas.
—A menudo hacen eso —le comentó la enfermera.
—¿Quién? ¿Hacer el qué?
—Lo vendedores, los fotógrafos y gente así. Sacan los nombres
de nuestros pacientes de nuestros registros y entran aquí
pretendiendo ser miembros de la familia.
—Pero ¿por qué?
—Para vender su basura. Ya sabe, fotografías de niños y toda
esa mierda maternal. O quizá fuera un periodista. Siempre andan
merodeando por los alrededores también, buscando celebridades
que aborten. —Mencionó a tres actrices de Hollywood—. Todas
estuvieron en el San Joaquín. Con nombres falsos, por supuesto.
—Eso debe de ser… sí. Algo por el estilo, nadie sabe que estoy
aquí.
Pero no se dio por vencida. Se volvió y se quedó de pie con las
manos en las caderas, mirando atentamente alrededor del jardín.
El nombre de la pequeña era Jessica. Fue enterrada a orillas del
río San Joaquín. Joanna se pasaba allí una hora cada día, sentada
junto a la tumba, encima de la minúscula lápida que llevaba la
inscripción de Jessica Eris, 15 días de edad.
El cementerio era un bosque sombreado de viejas arboledas,
lleno de pequeñas cuestas de flores silvestres, senderos tortuosos,
setos, helechos y paredes musgosas. Joanna traía jarrones de
rosas, tulipanes o narcisos, y los colocaba encima del pequeño
túmulo, luego se sentaba en el suelo con las manos sobre el regazo
e intentaba conciliar su dolor. El Ojo aún no la compadecía. La
desgracia la había dejado estupefacta, se hallaba bajo los efectos
inconscientes de un shock. El horror llegaría después, bastante más
tarde, cuando volviese a ser dueña de sí misma.
Salió de la clínica al siguiente fin de semana, y fue en coche a
Sacramento. Se registró en un hotel como Ellen Tegan, se inscribió
en un club de salud y se pasó tres semanas, cuatro horas al día,
nadando y haciendo ejercicio. Volvió a cortarse el pelo. No bebía ni
gota. Pasó algún tiempo bajo la lámpara de cuarzo y perdió su
palidez clínica. Daba largos paseos, cientos de manzanas cada
mañana, andando atléticamente a grandes zancadas de una punta a
otra de la ciudad; el Ojo la seguía con dificultad.
En una de las matadoras excursiones a pie, se descuidó, y ella
estuvo a punto de abordarle. Se detuvo en un portal y dejó que la
adelantase. Él vio la trampa en el último momento, y tan
casualmente como pudo, se metió en el edificio más cercano. Era
una casa de apartamentos. Estaba de suerte; la puerta estaba
entreabierta. Corrió por la entrada hacia el vestíbulo, se metió en el
ascensor y apretó el botón del quinto piso.
Cinco minutos después bajó por las escaleras. Ella estaba de pie
en el vestíbulo, las manos en las caderas, leyendo los nombres de
los buzones. Se deslizó fuera por una puerta trasera, circunvaló el
edificio, y cuando ella reemprendió su paseo la estaba esperando un
poco más arriba de la manzana.
Esa misma tarde fue a ver a un hombre llamado Pancho Kinski.
Tenía una oficina en la parte trasera de una casucha de ladrillo
amarillo que daba a un callejón. El cartel de su puerta era bastante
evasivo: Servicio Kinski. Medía dos metros, era fuerte y enjuto, sin
un dedo de frente, mezquino.
Era un detective privado.
Le contrató durante tres días por unos cuantos dólares la hora, y
él salió de su ratonera y comenzó a investigar. Al Ojo no le tomó
mucho tiempo descubrir qué era lo que tramaba. ¡Lo estaba
buscando a él!
El Ojo trató de evitarle, pero era imposible; Joanna no hacía más
que atraerlo a sitios solitarios y poco frecuentados. Un restaurante
barato junto a la autopista, un café-barco en el río, una bolera
suburbana, un pequeño teatro en Folsom. Y, finalmente, aun siendo
tan inepto como era, Kinski logró divisarlo.
A la tercera noche se decidió a entrarle por las bravas.
Joanna fue en coche a Lincoln para cenar. El Ojo la seguía a
unos tres kilómetros de distancia en su VW Rabbit. A escasos
kilómetros de Roseville un sedán Chevrolet se colocó delante,
forzándolo a meterse en la cuneta de la carretera. Pancho saltó
fuera, con aspecto de nomo grande, sujetando un rifle largo como la
pata de un piano.
—¡Te cogí! —chilló—. ¡Fuera! ¡Fuera!
Había otros dos tipos con él. Un espantajo alto con gabardina,
apuntándole con un Colt, y otro enano con gorra de marinero que
blandía una cachiporra.
Al Ojo no le gustó ni pizca la pinta que tenían. Eran demasiado
salvajes. Obedeció rápidamente. Lo registraron y le quitaron su 45.
—Tú te vienes con nosotros —gruñó Pancho—. ¿Me oyes? ¿Me
oyes?
—Le oigo, claro.
—¡Anda! ¡Marchando! ¡Anda!
Lo metieron a empujones en la parte trasera del sedán. El enano
se sentó al volante. Fueron hasta Roseville.
—Al sitio de Ike —dijo Pancho.
—¿Eh? —El enano lo miró asombrado, con cara de cordero.
—¡A donde Ike! ¡A donde Ike! ¡A donde Ike!
—Sí, bueno.
Continuaron. Apestaban a sudor, graznaban y se movían a
trompicones de la excitación. Las tres armas —el 45, el Colt y el rifle
— le apuntaban a dos palmos de su cara. Se metieron por varias
calles laterales, dieron dos veces la vuelta a la misma manzana.
—¡A la izquierda! —chilló Pancho—. ¡A la izquierda! ¡A la
izquierda!
—Tranquilo, tranquilo —susurró el espantajo—. Ésta es la calle.
Se adentraron por una puerta abierta hasta la boca oscura de un
garaje, salieron como un enjambre del coche, arrastrando al Ojo
consigo. El enano cerró la puerta corredera de la calle, el espantajo
encendió una luz. Pancho empujó al Ojo contra la pared.
—Así que, ¿quién eres tú? —rugió—. ¿Quién coño eres tú?
—¿Yo?
—¡Sí, tú, tú! —Le golpeó en el hombro con el cañón de la pistola
—. ¡Tú!
—¿Esto es un atraco?
—¿Qué quieres decir con que esto es un atraco? Somos
investigadores privados que trabajamos legalmente.
—Me han secuestrado. Eso no es legal.
—¡Antes de que acabemos contigo, haremos mucho más que
eso, hijo de perra! —Le pegó de nuevo con el cañón—. ¿Te haces a
la idea?
—Enséñeme su licencia. Y sus permisos para llevar toda esta
artillería.
—¡Pégale con la correa, Kinski! —chilló el enano—. ¡Canéale
bien el culo!
—¿Por qué sigue a esa mujercita? —le preguntó Pancho.
—¿Qué mujercita?
—La señorita Tegan. Mi cliente. La señorita Ellen Tegan.
—No conozco a la señorita Ellen Tegan.
—¿Por qué la sigue? ¿Por qué la sigue?
—Ni siquiera la conozco. Esto ha de ser algún tipo de
malentendido.
—¡Ella te ha visto! ¡Te ha visto el Rabbit! ¡Te ha visto en Auburn
y en Folsom! ¡Y antes de eso, le seguías la pista en Fresno!
—Yo no sigo a nadie. —Se volvió hacia los dos payasos—.
Rapto. Secuestro. Treinta años. Cincuenta años. La vida. —Pero no
podían oírle. Se estaban divirtiendo de lo lindo como para escuchar
a nadie.
—Rómpele el brazo, Kinski —propuso el enano.
—¡Quiero algunas respuestas! —vociferó Pancho.
—Tómatelo con calma, Pancho —dijo el espantajo en un susurro
—. Estás metiendo demasiado ruido.
—¡Respuestas! ¡Vacíate los bolsillos!
—Deberías llamarla, Pancho —susurró el espantajo.
—¿Qué?
—Habías quedado en que la llamarías.
—Sí. ¡Vigiladle!
Pancho fue hacia el teléfono que había colgado en la pared, alzó
el brazo, bajó el auricular y marcó.
—Te voy a romper unos cuantos huesos —rugió el enano
meneando la cachiporra ante el Ojo.
—La señorita Tegan —gruñó Pancho por el teléfono—. Ellen
Tegan… ¿está ahí? ¿Está ahí la señorita Tegan? Bueno, llegará
más tarde porque tiene reservada una mesa en su establecimiento
para esta noche, así que dígale que llame… ¡Oiga! ¡Oiga! ¿Me está
escuchando, imbécil del culo? ¡Oiga! Dígale que llame a Pancho
Kinski… Kinski… Kinski… ¡k-i-n-s-k-i! A este número. Es un número
de Roseville. —Le dio el número—. ¿Lo ha cogido? Es un número
de Roseville. ¿Se ha enterado?… Bien. —Y colgó.
—Me voy a guardar yo su pieza —dijo el enano quitándole el 45
al espantajo.
—Dame eso —gruñó Pancho echando mano al arma. El enano
se alejó de un brinco—. ¡Dámelo! ¡Dámelo!
El Ojo fue hacia el interruptor de la luz y la apagó con un
chasquido. Luego se tiró al suelo, rodó bajo el sedán. Las tres
pistolas dispararon una salva en la oscuridad. Las balas rebotaron
en las paredes, el coche, el techo. El garaje zumbaba y bordoneaba
como una colmena de abejas. El parabrisas se quebró. Una rueda
silbó, dejando escapar el aire. El espantajo gritó.
Sonó el teléfono.
El Ojo se levantó y encendió la luz. Estaban tirados por el suelo
de color rojo. El enano tenía un lado de la cabeza prácticamente
serrado. El espantajo se arrodillaba sujetándose el estómago
sangrante, gorgojeando. En la mejilla de Pancho había un agujero
de bala. El Ojo le quitó el 45 al enano y se lo metió en el bolsillo.
Fue hacia el teléfono. Dejó caer un pañuelo sobre el auricular, lo
cogió y luego colgó; lo volvió a levantar y lo dejó colgando.
En la pared del fondo había una puerta. Salió del garaje a un
patio lleno de cubos, bidones de gasolina y guardabarros. Se oían
gritos en la calle. Trepó por una verja, bajó de un salto a un solar y
estampó los pies en el barro para limpiar las manchas de sangre de
las suelas de los zapatos. Cruzó corriendo un campo oscuro lleno
de escombros hacia una avenida adyacente, y bajó caminando la
manzana, mirando a las estrellas, vagando hacia el sur.
Dos borrachos discutían a la entrada de un bar. Un policía subía
a medio galope por la acera hacia él. El Ojo se acercó a los
borrachos y trató de separarlos.
—Vamos, chicos —intervino—. Seamos todos amigos.
Uno de ellos lo apartó de un empujón.
—¡Mete las narices en tus asuntos, cabrón! ¡Esto es un ajuste de
cuentas!
—¡Se lo ha ganado a pulso!… —bramó el otro.
—¡Paren de una vez! —les gritó el policía mientras pasó
corriendo por su lado.
El Ojo siguió andando. Media hora más tarde estaba fuera de
Roseville. Un Ford descapotable lleno de histéricos jovenzuelos
pasó zumbando por su lado. Uno de ellos le tiró una botella. Pasó
delante de un caballo que pastaba, como un fantasma plateado, en
un prado iluminado por la luna.
No… Joanna no sabía que él existía. No, realmente. No. Ella
sospechaba de todo el mundo, y él no era más que otro duende de
su cabeza. Así que había dos posibilidades: 1) Quería desaparecer
de nuevo y había contratado a Kinski para tender una emboscada a
cualquiera que fuese tras ella. Lo cual significaba que ya se había
dado a la fuga. 2) Tenía curiosidad por descubrir de una vez por
todas si en realidad la seguían o no. Lo que significaba que se
quedaría un tiempo por los alrededores para ver qué sacaba Kinski;
lo cual significaba que ahora estaba en peligro si la policía local
descubría que ella era cliente de Kinski; lo cual significaba que no
había más remedio que avisarla.
Encontró el Rabbit aparcado en la cuneta, allí donde lo había
dejado. Subió al coche y fue a Sacramento.
El MG estaba en el aparcamiento detrás del hotel. Se dirigió a un
bar y la telefoneó a su cuarto.
—¿La señorita Ellen Tegan?
—Sí.
Su voz le dio un vuelco al corazón.
—Ho… hola.
—Hola.
—Le habla el lugarteniente McElliot, de la policía local. Estamos
investigando el asesinato de Pancho Kinski y encontramos su
nombre en los archivos de su oficina…
—Oh, sí. Lo contraté hace un par de días para… para encontrar
un… algo que perdí. ¿Asesinato, dice usted?
—¿Podría pasar por mi oficina mañana en algún momento,
señorita Tegan? Es sólo una formalidad para hacer la declaración.
—Desde luego.
—Gracias. Buenas noches.
—Buenas noches, lugarteniente.
Diez minutos más tarde pagó su cuenta y salió del hotel. Fue en
coche a Oakland, a ciento sesenta kilómetros por hora.
Pasó el resto de la noche en un motel, registrada como señorita
Valerie Anderson. Por la mañana vendió el MG en un
establecimiento de coches usados en Alameda. El Ojo también se
deshizo del Rabbit allí.
Cogió un taxi para el aeropuerto y voló a Boise, Idaho.
Se pasó dos meses en Sun Valley. Su nuevo nombre era Ella
Dory.
El Ojo, liado en un anorak de piel y una bufanda, se sentaba
mañana y tarde tiritando en la terraza del hotel con sus prismáticos,
observándola esquiar; por la noche iba al Igloo, una taberna de la
zona turística, y la miraba bailar. Ella sólo hizo amistad con un
hombre. Y su encuentro casi le costó al Ojo un ataque de apoplejía.
Una noche mientras entraba en el Igloo, ella surgió de repente
frente a él, saliendo de la pista.
—Desearía que dejaras de perseguirme —dijo ella—. De veras.
Él se quedó petrificado.
Pero ella miraba por encima de él a alguien que estaba de pie en
la entrada. El Ojo se giró y vio a un hombre esbelto, bronceado y
sonriente de unos cincuenta años que llevaba una pelliza de
carnero.
—Yo no la persigo —se rió—. Simplemente parece que siempre
vamos en la misma dirección y a la misma hora.
El Ojo salió corriendo y tragó varias bocanadas de aire. Se
sentía como si acabara de precipitarse por la ladera del Borah Peak.
Su nombre era Jerome Vight. Era procurador de Little Rock,
Arkansas. Un solterón. Después de aquello, ellos y unas cuantas
parejas más formaron una peña casual que se reunía para tomar
cócteles y esquiar, Joanna completamente indiferente a todo el plan,
y Vight (el Ojo observaba cada fase de la seducción) cada vez más
cautivado por su calma. A finales del primer mes ya estaba
enganchado.
Cora Earl era otra historia completamente distinta. Diseñadora
de moda de Nueva York, de treinta y dos años, divorciada dos
veces, misántropa de pies a cabeza. Llegó al hotel una tarde con un
safari de botones que le transportaban quince bultos de equipaje.
Vio a Joanna sentada en el salón, se acercó a ella y dijo
exactamente lo que tenía que decir:
—Te apuesto mil dólares a que has sido seducida al menos por
uno de esos bastardos forofos del esquí desde que estás aquí.
Joanna la miró fijamente y alargó la mano.
—Dame los mil —contestó.
Cora abrió su cartera, sacó dos billetes de quinientos.
—Estoy en la ciento diecisiete C —le dijo—. Cuando te pongas
cachonda, sube y duerme conmigo.
Una semana después Joanna aceptó la oferta.
El Ojo, observándolas bailar juntas en el Igloo, estaba encantado
por dentro. Ella necesitaba a alguien que le restituyera la confianza
en sí misma y que le enmendara el cuerpo. Ningún hombre en la
tierra era capaz de esa tarea, pero Cora era perfecta; justo como lo
había sido, años atrás, la doctora Martine Darras. Ambas mujeres
eran el mismo narcótico que la apaciguaba, el mismo sueño de
pasión por la noche, la misma diosa que sonreía en la tempestad y
que alargaba una mano tranquilizadora con la que poder cicatrizar
una herida espantosa.
Las siguió de vuelta al hotel. En el pasillo del séptimo piso saltó
por una ventana y avanzó, centímetro a centímetro, a lo largo de un
antepecho resbaladizo, hasta la terraza de la 117C. Se quedó bajo
la nieve, junto a la ventana del apartamento, observándolas.
Joanna colgó su abrigo de visón en el respaldo de una silla.
Luego se sentó y se quitó las botas. Cora andaba de un lado a otro
de la habitación, agitando airadamente los brazos.
—¡… Yo le enseñé todo lo que sabe sobre diseño de ropa, la
muy puta! De hecho, todo el material de Los Ángeles del año
pasado era idea mía en un principio. Los pantalones harén, el pico
del pañuelo, los monos, los trajes de baño y todo eso. La semana
pasada la telefoneé y le dije: «¡Querida, bravo!», y ella me contestó:
«¡Vete a joder a otra parte!». ¡Qué te parece! —se rió—. ¡Pero
espera a que vea mi nueva colección! ¡Hará que sus harapos
parezcan el último grito de Bulgaria! ¡La muy asquerosa!
Vestía una falda de gamuza y un blusón de gasa transparente.
Un cilindro le colgaba de una cadena alrededor del cuello. Joanna lo
tomó en su mano.
—¿Esto qué es? —preguntó.
Cora lo abrió y sacó del tubo un cepillo de dientes.
—Es para utilizar dondequiera que estés —dijo—, para después.
—Se desvistió del todo y se acercó, desnuda, a la ventana. Joanna
se quitó su suéter y su traje de esquiar. Se levantó, fue tras ella y se
apoyó en su espalda. Estaban junto al vidrio empañado, justo
enfrente del Ojo. Cora tocó el cristal con sus pezones—. ¿Qué hay
entre Jerry Vight y tú? —susurró.
—Es un tauro —contestó Joanna.
Cora alzó su mano derecha hacia atrás y la posó en sus
caderas, acercándola hacia sí.
—Debieras agarrarlo. No sabe qué hacer con todo su jodido
dinero. Pero no le saques nada hasta que esté dispuesto a casarse
contigo. Me gusta que te apoyes sobre mi espalda. —Cerró los ojos
—. Te siento amenazadora. Una amiga mía fue sodomizada por un
policía en Central Park. ¡Dijo que aquello era la gloria! Yo nunca lo
he probado. Se supone que funde toda clase de plomos.
Físicamente es repugnante; Jerry, quiero decir. Una comadreja.
Probablemente tenga una polla como un obelisco. ¡Pero es tan
jodidamente rico! Una vez voló alrededor del mundo con una chica
que recogió en Nueva Orleans. Fueron a Madrid, Atenas, Nairobi,
Sidney y Tokio. ¡Así como así! ¡Pero me estoy yendo por las ramas!
—Se giró y la tomó entre sus brazos—. Deja que te mire. —La besó
en el hombro—. «Tenerte, abrazarte» —canturreó—, «tan sólo una
breve hora de éxtasis…»
—Mi padre fue a Nairobi —dijo Joanna—. Era antropólogo.
Escribió un libro, El principio del tiempo.
—«Y luego dejarte marchar otra vez» —cantó Cora. Sus manos
se movieron entre ambos cuerpos.
—Fue a Mozambique. —Joanna se llevó el dedo torcido a la
boca, lo mordió—. Y remontó el río Cocodrilo en una goleta hasta…
no sé hasta dónde. Nunca regresó. Estaba buscando la tribu perdida
de los limpopo. Los limpopo eran una raza de dioses que construían
ciudades de oro por toda África, en tiempos inmemoriales.
Probablemente nunca existieron… pero él estaba convencido de
que aún seguían allí, en algún lugar más allá de la selva y las
planicies, morando en templos dorados, esperándolo a él. A lo mejor
los encontró. Quizás ahora estén allí.
—Pero ¿de qué coño me estás hablando? —Cora la bajó
bruscamente al suelo y la envolvió entre sus piernas.
El Ojo trepó por la barandilla, se arrastró hacia atrás a lo largo
del antepecho hasta la ventana del pasillo. Se metió en su cuarto e
hizo un crucigrama.

A la mañana siguiente Joanna se encontró con Jerry Vight en la


cafetería. Naturalmente, estaba furioso.
—Déjame darte un consejo paternal, Ella —soltó con
brusquedad.
—«Sea tu intención benéfica o malvada —le recitó seriamente—,
te presentas en forma tan sugestiva que quiero hablarte.»
—¿Qué? —preguntó él frunciendo el entrecejo.
—Hamlet —dijo ella sonriendo—. ¿Qué es lo que te preocupa?
—Bueno, escucha… —Bajó la voz—. Sé que este asunto de
chica con chica es lo que se lleva hoy en día, y no quiero parecerte
un carca anticuado, pero… —La cogió de la mano—. Cora es una
puta. Una auténtica desgraciada, lo juro por Dios. Es egoísta, cruel,
ególatra, y completamente despiadada. Cuando haya acabado
contigo, te echará de una patada y cerrará la puerta de un golpe.
Joanna se rió.
—Hablas de ella como si fuera un hombre.
—Es peor que un hombre —aseguró él—. Es neutra.
El Ojo, sentado en la mesa de al lado, observó la cara de
Joanna. La tristeza de la noche anterior había desaparecido. Otra
vez llevaba puesta su máscara de asesina. Él sintió como si unos
puños fríos de nerviosismo lo agarrasen por sus partes vitales.
Atacó en Nochebuena.
Tan pronto como el sol se puso, saltó por la ventana del pasillo a
la terraza de la 117C. Lo había estado haciendo las últimas tres
semanas, y ya estaba familiarizado con cada paso escurridizo del
antepecho y la cornisa.
Estaba nevando.
Se quedó en medio de la nívea oscuridad mirando fijamente a
través de la ventana. Estaba sola, echada en el suelo, desnuda.
Tenía la espalda cubierta de arañazos y cardenales. Se incorporó y
estiró los brazos. Llevaba ensartadas de la muñeca a los hombros
unas relucientes guirnaldas de pulseras. Se había atado una ristra
de perlas alrededor de su cintura. Tenía abierta frente a ella una de
las quince maletas de Cora. Era un pequeño neceser de cuero azul
lleno de joyas. Cogió un anillo de diamantes y se lo deslizó en el
dedo pequeño del pie. Se volvió y sonrió. Él podía ver sus ojos
verde claro por toda la habitación. Destellando de placer mientras se
colgaba un pequeño rubí de la oreja. Ella casi lo estaba mirando, y
era como si su presencia fuera la causa de su deleite.
Él levantó la mano, y la agitó tímidamente.
Ella rodó sobre su espina dorsal como un gato y se rascó la
espalda contra la alfombra. Luego se levantó de un salto, cogió el
reloj de la chimenea y comprobó la hora. Metió todas las joyas en el
maletín y lo cerró con llave.
Fue al dormitorio. Reapareció, arrastrando por los pies el cuerpo
rígido y desnudo de Cora. Cruzó el cuarto tirando de él y abrió la
ventana. El Ojo trepó al antepecho y se ocultó en el ángulo ciego de
la pared. Joanna alzó el cadáver y lo tiró por la barandilla. Éste cayó
siete pisos hasta el callejón sin salida que había detrás del hotel,
hundiéndose en varios metros de nieve. Volvió a la habitación y
cerró la ventana.
Quince minutos después el Ojo estaba abajo en el vestíbulo,
pagando su cuenta. A las nueve en punto Ella surgió del ascensor,
seguida de un botones que llevaba su equipaje. Sostenía el joyero
azul bajo el brazo, envuelto en el visón. Pagó la cuenta, luego envió
al botones a buscar a Vight. Se sentó en el salón y encendió un
Gitanes.
Había una fiesta en el bar. Una orquesta tocaba polkas de
taberna. Invitados con sombreritos de papel salían y entraban por
todos los corredores, arrojando serpentinas y tocando pitos.
Jerry atravesó el salón, su esmoquin salpicado de confeti.
—¿Qué te ocurre, Ella?
—Tenías razón. —Mantuvo un pañuelo en los ojos, sorbió y
lloriqueó—. Me despidió. Fue horroroso. Me siento tan asqueada.
Deberías haberla oído. Tenías razón. Es un monstruo.
—Bueno… —Él no sabía qué decir—. Que se vaya al infierno.
Ella se puso en pie.
—Hasta pronto, Jerry.
—¿Qué quieres decir con hasta pronto?
—Me marcho.
Salió al vestíbulo. Él la siguió.
—¡Ella! Espera un segundo… ¡Ella!… Por favor, ¡escúchame! No
puedes… ¡Ella!
Él salió del hotel también. Esa noche se casaron en Boise. A la
mañana siguiente tomaron un avión a Honolulú.
12
EL OJO ESTABA sentado en la playa, tras el casco destripado de
un bote de remos, observándolos a través de sus prismáticos. Se
encontraba en el punto central de una W entre las dos calas. El
Cariddi estaba anclado en la ensenada de la izquierda, a medio
kilómetro de la costa. Jerry se acuclillaba en la cubierta de delante,
con un sombrero de paja, bebiendo una lata de zumo de naranja.
Durante los últimos días, habían ido allí cada tarde a buscar el
destructor americano que se suponía estaba hundido en algún lugar
del fondo de la bahía de Keneoke.
Joanna salió a la superficie, subió por la escalerilla. Estaba
desnuda de cintura para arriba, y llevaba unos tejanos cortados a la
altura de los muslos. Se quitó las gafas de buceo y se sentó en la
proa.
—¡Dios! El agua está como el aceite. ¿Qué temperatura hace?
—Treinta y seis grados.
Sus voces resonaban en la cala con la claridad de un anfiteatro.
El Ojo incluso podía oír el zumbido de la radio en la cabina.
—En Boston hace diez menos. Y está nevando en Nueva
Orleans.
—Apaga la jodida radio —dijo ella.
—Quiero oír las noticias.
—¿Para qué?
—¡Madre mía! ¡Estás para comerte!
Intentó gatear entre sus rodillas. Ella se rió, lo alejó de una
patada.
Su risa era falsa; casi histérica. Jerry no podía interpretarla, pero
el Ojo, que la conocía mucho mejor que él, se dio perfecta cuenta de
lo que significaba. Se hallaba en peligro mortal, atraída con tanta
tirantez que se mareaba de la tensión. Cada hora que pasaba la
acercaba al desastre. Habían transcurrido cinco días, y aún no
había aparecido el cuerpo de Dora. Pero quizás, en ese mismo
momento, lo estaban sacando de la nieve con palas, y esa misma
noche daría comienzo la búsqueda de Ella Dory. No sería difícil de
localizar. Su rastro conducía directamente de Idaho a Oahu:
directamente a esta cala azul en el mar caliente. Y en vez de volar,
se veía forzada a quedarse tomando el sol, jugando a las
vacaciones y rechazando los tanteos amorosos de un hombre al que
aborrecía.
—No hay ningún destructor. —Jerry arrojó la lata por la borda.
—Hay algo ahí abajo.
—¿Dónde?
—Justo detrás de esas jodidas algas. Un bulto bastante grande
recubierto de arena.
—¡No fastidies!
—Tan grande como una casa.
Esa mañana, mientras Jerry desayunaba, ella había salido y
había comprado un par de esposas en una tienda de juguetes cerca
del hotel. El Ojo lo había visto.
Jerry arrojó su sombrero sobre el techo de la cabina.
—Vamos a echarle un vistazo.
Se puso la máscara y las aletas y saltó por la borda. Joanna se
quedó sentada un momento, mirando fijamente hacia la playa.
Luego, se levantó, se quitó los tejanos, abrió su bolso, sacó las
esposas y desbloqueó sus cierres. Y se fue por la borda.
Las moscas devoraban al Ojo. Se palmeó los brazos y el cuello,
los golpes resonaban como los disparos de un rifle de un extremo a
otro de la playa. El hedor de la sal y la caliente podredumbre casi le
sofocaban. Una aleta puntiaguda entró flotando en la cala. La
observó atentamente, calculando sus medidas. Parecía una bolsa
larga de golf arrastrada por la corriente. Pegó un brinco. ¡Mierda!
¡Era un tiburón hijoputa! Rodeó el Cariddi, salió a flote; batió una ola
grande por encima. ¡Dios! ¡Era gigantesco! Giró, se zambulló.
Joanna subió la escalerilla, sus nalgas resplandecientes al sol. El
Ojo se arrastró tras el bote de remos, alzó sus prismáticos. Ella saltó
por encima de la cabina, desató la cadena del ancla de la
abrazadera de popa y la dejó caer al mar. El tiburón emergió a la
superficie, se golpeó contra la bovedilla y se volvió a zambullir.
Joanna fue hacia el timón y puso en marcha el motor. El Cariddi
bramó y viró mar adentro.
El Ojo se quedó sentado un momento, observándolo bordear el
promontorio de la W. Luego miró al agua. La cala era una ciénaga
de verde y azul. Jerry aún seguía allí abajo, esposado al ancla.
Con el tiburón.

El Ojo ya había pagado la cuenta y estaba sentado en el vestíbulo


haciendo un crucigrama cuando ella llegó. Llevaba sandalias y una
bata de baño turquesa sin mangas. Sus ojos esmeralda, destellando
en un rostro curtido por el sol, eran casi insoportablemente exóticos.
Parecía tener unos dieciocho años.
La espera había acabado. Ahora iba a la fuga, tranquila y suave.
—El señor Vight se ha ido a Lahaina —le dijo al conserje—.
Estará de vuelta el viernes o el sábado.
—Sí, señora Vight.
—Resérveme un vuelo para San Francisco esta tarde.
—¿Nos deja?
—Sólo una semana. Mi madre se ha puesto enferma.
—¡Oh, cuánto lo siento!
—Nada serio. Se torció la muñeca jugando al tenis o algo así.
El Ojo encontró un ejemplar del día anterior de Los Angeles
Herald-Examiner en el avión. La fotografía de Cora Earl estaba en
primera página, bajo el titular ¡SOSPECHOSA CAÍDA EN SUN VALLEY! Se
abre una investigación para decidir la causa de la muerte de la
famosa diseñadora.

Esa noche se quedó en el Mark Hopkins y mantuvo su alias de


señora Ella Vight hasta que cobró en efectivo todos los cheques de
viaje de Jerry. Luego, con una peluca roja y cambiando de identidad,
vendió las joyas de Cora a un encubridor de objetos robados en San
Mateo por otro buen puñado. Al día siguiente, metió casi seis mil
dólares en una caja de seguridad de un banco de Oakland antes de
partir al aeropuerto.
El Ojo intentó conseguir un billete para el mismo vuelo a ciudad
de México, pero no había plazas libres. Probó con otras dos
compañías aéreas. Todos los vuelos del jueves estaban completos;
las listas de espera estaban llenas. La catástrofe era tan inesperada
que no tuvo tiempo de que le entrara el pánico. Su vuelo fue
anunciado, ella caminó a la rampa de embarque, se detuvo, miró por
encima del hombro y desapareció. Para cuando se percató de que
probablemente no la volvería a ver nunca más, ella ya estaba en el
aire.
Mierda. Desde México podía desaparecer en cualquier otra
dirección: Sudamérica, el Caribe, Europa… ¡No, no podía! Ella no
podía obtener un pasaporte. Así que no era el acabose. Estaría sólo
a diez horas de él. Y probablemente, al menos se quedaría a pasar
la noche; ¿cierto? Quizás un día o dos. Tiempo de sobra. Hizo una
reserva para el vuelo más temprano que saliera el viernes. Por otro
lado, aún estaba la caja de seguridad de Oakland. Podía apostarse
a las afueras del banco. Ella regresaría allí tarde o temprano; un
mes, seis meses, un año. El corazón le dio un vuelco. ¿Un año?
Mierda.
Cogió un taxi de vuelta al Mark Hopkins. Iría a un cine, cenaría,
se metería pronto en la cama. Su radar giró. En el vestíbulo había
dos hombres en recepción hablando con el conserje. Ambos eran
jóvenes, de pelo largo, bien vestidos, con elegantes abrigos de
cuello de piel. ¡Federales!
—¿La señora Vight? Sí. —El conserje estaba desconcertado—.
Pagó su cuenta y se marchó hace dos horas.
—¿Tiene idea de adónde fue? —le preguntó el número uno.
—No, señor. Sólo pagó la cuenta y…
—Descríbala —interrumpió el número dos.
—Veintipico… veintimuchos, calculo. De piel bronceada. Cabello
corto. Ojos azules. Alta, uno setenta y cinco.
—Muy bien —asintió el número uno—. Ésa es una excelente
descripción. ¿Y sabe usted dónde puede estar ahora?
—¿La señora Vight? —el Ojo, todo sonrisas, se acercó a ellos—.
Está en Denver.
Se lo quedaron mirando.
—¿La conoce usted? —le preguntó el número uno.
—¿Conocerla? Cielos, no. Pero ya lo creo que me gustaría. Una
chica encantadora. Simplemente tomamos juntos unas copas ayer
por la noche. De hecho, la invité a cenar, pero tenía una cita, siento
decirlo.
Intentó no sobreactuar. Ya lo habían calado de un vistazo: la
ropa, el acento, las uñas, el corte de pelo; y clasificado como Tipo O:
un brutote emigrante. Un pueblerino del Medio Oeste o de Nueva
Inglaterra. Paleto. Honesto. Cateto.
—¿Y le dijo que se iba a Denver?
—Sí. —Chasqueó los labios con un aire de suficiencia—. Incluso
puedo darles su dirección.
—Se lo agradeceríamos mucho.
—Ramada Inn.
—Ramada Inn, Denver. Compruébalo.
—Dijo que estaría allí un par de semanas, y que luego se iba a…
ahhh… Kansas City, creo. ¡No! Retiro lo dicho. ¡Omaha! ¡Omaha,
Nebraska!
—Muy agradecidos.
—De nada.
Se marcharon. Lo mismo hizo él. Se metió en el café y se deslizó
por una puerta lateral; salió a la calle. La multitud se apretujaba a su
alrededor como una confortable ciénaga de edredones. ¡Federales,
por Dios! ¿De Sun Valley o de Honolulú? ¡En las próximas
veinticuatro horas todo Colorado y Nebraska se iba a convertir en
Dragnetville!
Eso mantendría a los hijos de puta ocupados por un tiempo.
Pero entonces comenzarían a rastrear en el pasado.
Se metió en un bar y se tomó dos coñacs largos. Luego se
registró en el Sir Frances Drake. No podía dormir. Se pasó toda la
noche sentado leyendo Helter Skelter. A las 7:30 estaba en el
aeropuerto. El avión despegó a las 8:10.
La encontró a las 11:45. Estaba sentada en un banco en el
paseo de la Reforma, comiéndose una pera.
Era como si lo estuviera esperando; excepto que había un
hombre con ella.

—¿Por qué sonríes? —le preguntó él.


—No lo sé —se rió ella—. Por una u otra razón me siento, así de
repente, dichosa. Indultada.
—¿Indultada?
—Como si tuviera que ir a la cámara de gas esta mañana, a las
—le echó una ojeada al reloj— once cuarenta y cinco exactamente.
Y el carcelero, de repente, hubiera entrado en la celda y me hubiera
dicho: «Señorita Kane, déjeme ser el primero en felicitarla. Se le ha
concedido el indulto». Y yo respiro hondo, y en vez de inhalar
cianuro, huelo los árboles del parque y el agua del lago, las casetas
de flores y los carritos de fruta.
—¿Estás segura de que no inhalas pegamento también?
—Vamos a la iglesia a encender velas.
—Preferiría ir a San Juan Ixtayopán a echar un vistazo al nuevo
complejo de supermercados.
Se llamaba Rex Hollander. Era un arquitecto de Savannah. Tenía
cuarenta y ocho años, estaba recién divorciado, solitario, alegre e
infantiloide. Acababa de construir un edificio de oficinas valorado en
siete millones de dólares, en Mazatlán.
Pasaron juntos las tres semanas siguientes, visitando
Atzcaptzalco, Ixtacalco, Coyoacán y los sitios turísticos más
comunes, regresando a la ciudad cada noche para los restaurantes
y la vida nocturna. Dormían en diferentes habitaciones de hotel y
aún no se habían acostado juntos. Jugaban al tenis y al golf,
nadaban e iban a las corridas de toros. Se inscribieron en un club de
juego privado y Joanna perdió cuatro mil dólares al chemin de fer.
Hicieron un largo y penoso viaje en tren a Juchitán y a Tonala para
ver un nuevo edificio de apartamentos.
Joanna estaba contenta y en paz: su risa era franca y,
aparentemente, no tenía intención de matarle, al menos por un
tiempo. El Ojo hacía crucigramas en español. Leyó La conquista de
México de William H. Prescott. Compró un chal para Maggie.
El 30 de enero dos submarinistas encontraron un brazo
esposado a una cadena de ancla en el fondo de la bahía de
Keneoke. El 2 de febrero Rex Hollander Junior salía en la portada
de Time: «El constructor disidente: un reto a la urbanización». Para
celebrarlo, esa noche él y Joanna se fueron juntos a la cama. Al día
siguiente tomaron un vuelo para Tucson, Arizona. El 5 de febrero un
juez de paz los casó en Casa Grande.
En Phoenix alquilaron una furgoneta con remolque y fueron al
norte en viaje de camping al Grand Canyon Park. El 6 de febrero la
policía hawaiana identificó el brazo de Keneoke como perteneciente
a Jerome Vight. El 7 de febrero, Los Angeles Times, en un artículo
en la página tres, informó de que las muertes de Vight en Hawai y
de Cora Earl en Sun Valley estaban con toda probabilidad
conectadas, y que el FBI buscaba a la señorita Ella Dory «para
interrogarla».
Ella Dory, alias Mary Linda Kane, alias señora de Rex Hollander,
cuyo nombre verdadero era Joanna Eris, y su marido vagaban por el
Coconino Plateau, conduciendo de noche y acampando de día para
evitar el calor.
El Ojo los seguía en un Mercury alquilado, manteniéndose a una
prudente distancia. Cuando ellos se detenían, él aparcaba el coche
y circunvalaba el remolque como un apache. Una vez un enorme y
polvoriento escorpión le picó en el tacón del zapato, acojonándolo.
Otra vez, metió el pie en un agujero, encima de una familia de
lagartos gilas. Comenzó a odiar Arizona apasionadamente.
Una mañana Joanna condujo sola a un pueblo cercano, a por
provisiones. Cuando regresó, clavó el primer clavo en el ataúd de
Rex.
—Rex, acabo de llamar a mi agente de bolsa en Los Ángeles.
Estoy en un apuro.
—¿Cuál es el problema, diente de león?
—Necesito cuarenta mil dólares antes de que cierre el mercado
el viernes. ¿Puedes prestármelos?
—¡Cosa hecha!
Extendió un cheque. Ella lo metió en un sobre, luego regresó al
pueblo en coche y fingió echarlo al correo. Se compró un rifle.
Esa misma noche, todo el infierno se desencadenó.
El Ojo, rondando por un paisaje lunar de riscos, se topó con un
chacal muerto. Unas enormes y gordas hormigas rojas lo estaban
devorando. Más adelante, asomado al borde de un precipicio, había
un cartel de hojalata: Mesa del Diablo, Población 15. No había nada
más, excepto un trozo de valla y una choza de barro en ruinas. Y
una serpiente de cascabel. Se empinó entre las piedras, mirándolo
ferozmente. Él dio un salto hacia atrás, tropezó y cayó, rodó dando
volteretas por un barranco.
Rex lo vio. Salió a escape del remolque, agitado por la
excitación.
—¡Mary Lin! ¡Hay un tipo ahí arriba en las rocas!
Ella se rió.
—No, no hay nadie. No es más que mi duende.
—¿Tu qué?
—Un espíritu que me he inventado para que me visite. No le
prestes atención.
—¡Y una mierda! ¡Dame tu rifle!
—Rex, no voy a permitir que tirotees a mi espíritu.
—¡Entonces vamos a capturar vivo a ese hijo de puta! Tú vas
dando un rodeo detrás de él. Yo subiré directamente a la colina.
El Ojó se metió en una escarpadura de cantos rodados,
insultándole. Se ocultó en una hendidura, rezando para que nada
saliera de la tierra y le hincara el diente.
Rex subió a la cima, pasó corriendo por su lado y cruzó el
precipicio que había detrás de la choza. Entonces apareció Joanna
en dirección contraria. Se detuvo, se quedó mirando un momento
las hormigas. Vio el cartel, cruzó la valla y se adentró en la Mesa del
Diablo.
La cascabel salió escurriéndose de su guarida, enroscándose en
el camino frente a ella. Ella se quedó helada.
—Hola… —susurró.
Sacudió la cabeza hacia ella, abriendo las fauces y silbando. El
Ojo sacó su 45 del cinturón. Pero no estaba en peligro; todavía no.
Tenía tiempo suficiente para poder retroceder. Pero no se movió. Se
quedó ahí, esperando. La serpiente se adelantó oscilando,
repicando furiosamente. Rex apareció por un lado de la choza.
—¿Lo viste? —la llamó.
—No.
—Supongo que le dimos un susto. —Avanzó hacia ella—.
Observa este sitio dejado de la mano de Dios. Es como una película
de John Ford.
Joanna levantó los brazos lentamente.
—Debe de haber sido un rancho o algo así —dijo, y lentamente
posó las manos en sus caderas.
—¡Imagínate a alguien viviendo en este infierno!
La cabeza de la serpiente se agitó en derredor. El Ojo la
observaba, fascinado. Rex se aproximó más, y más. Pateó una
piedra con la bota, la culata de su fusil se raspaba contra la tierra.
Joanna se quedó inmóvil. Más cerca.
—Es perfecto para tomar baños de sol. —Ella forzó una risa.
—¡Menudo sitio para pasar una luna de miel! —Él fue hacia ella
—. Bajemos al remolque y…
Su sombra cayó sobre la serpiente. La cascabel chasqueó como
una castañuela. Rasgó el aire con las fauces y lo alcanzó en la
entrepierna. Él soltó un grito, al tiempo que dejaba caer el rifle.
Retrocedió cojeando.
—¡Mary Lin! —Las fauces le mordieron de nuevo, en el
estómago—. ¡Mary Lin!
Entonces oyó el coche.
Salió de la hendidura, trepó por los cantos rodados hasta la cima
de la loma. Una patrulla venía conduciendo por el estrecho sendero
que había tras la escarpadura.
—¡Mary Lin!
El Ojo bajó corriendo al precipicio. La serpiente había
desaparecido. Al igual que Joanna. Rex bramaba, sentado en el
suelo. Se volvió hacia el Ojo. Intentó ponerse en pie.
—¡No puedo mover las caderas! —aulló—. ¡Estoy paralizado!
¡No puedo mover las caderas!
El Ojo recogió el rifle de Joanna y regresó corriendo a la cima. La
patrulla se detuvo en un barranco, justo a sus pies. Se abrieron las
puertas. Un sheriff gordo con Stetson salió con dificultad de detrás
del volante. Del otro lado se apearon dos hombres: los mismos
federales que había encontrado en el vestíbulo del Mark Hopkins el
mes pasado. Se quedaron escuchando los chillidos de Rex que
retumbaban en los cañones de alrededor.
—¡Suena como una jodida pantera!
El Ojo se dejó caer sobre una rodilla y disparó. Las dos primeras
balas perforaron las ruedas de detrás y de delante de la patrulla; la
tercera atravesó la puerta abierta y pulverizó la radio del
salpicadero. Los tres hombres se desparramaron para cubrirse entre
las rocas.
Se deslizó por los cantos y corrió bordeando el barranco y la
loma que había encima del campamento. Joanna estaba en la
furgoneta, dirigiéndose hacia la carretera.
Miró a Rex por encima. Estaba echado de espaldas en el polvo,
llamándola aún.
—¡Mary Lin!
Su rostro estaba cubierto de espumarajos burbujeantes, y se
daba puñetazos en el abdomen.
—¡Mary Lin!
El Mercury estaba aparcado a medio kilómetro hacia el sur. El
Ojo corrió hacia él. Una bala salida de ninguna parte le golpeó
ligeramente en el hombro. Pensó que era la serpiente y lanzó un
grito de terror. Sus pies patearon en distintas direcciones. Se
encontró levantado en el aire como un saltador de altura.
—¡Alto, lamepollas! —chilló una voz.
Cayó de lado sobre una densa alfombra de arena, con todos los
huesos dislocados. Metió la mano por abajo, intentando agarrar la
cabeza de la cascabel. Se tocó la herida y soltó un rebuzno.
—¡Alto!
Una bala rebotó delante de él.
—¡Alto!
Se metió detrás de una duna. Se miró el brazo izquierdo. Aún
seguía allí. Lo levantó, lo agitó, flexionó los dedos. Unas sutiles
punzadas de dolor le vibraron por la espalda de arriba abajo,
logrando casi adormecerlo. ¡Que se jodan! ¡Se iba a desmayar! Se
incorporó, fue dando traspiés hasta el Mercury. Abrió la puerta…
¡upa! La meseta se inclinó y lo envió de un capirotazo detrás del
volante. Puso en marcha el motor. ¡Ahora todo iba bien! Ahora todo
lo que tenía que hacer era seguir moviéndose. Nunca le pescarían,
no sin ruedas y sin radio. Unas mariposas pasaron revoloteando
delante del parabrisas: radiantes nubes de mariposas amarillas,
naranjas, moteadas de negro y llamativas.
Maggie se inclinó sobre él y cerró la puerta. Abrió la maleta y
sacó el chal mejicano. Se lo envolvió alrededor bien prieto. Bien, va
bien. Cesó la hemorragia. Gracias. Ella le señaló el
cuentakilómetros. Iba a cien. Aminoró a cuarenta. Ella le indicó
dónde estaba la carretera, sostuvo el volante, lo desvió de las rocas.
Eso es. Estaba en carretera. Magnífico. Aceleró. Sesenta…
ochenta… cien… ciento veinte… ¡Viva!
Ella puso en marcha el aire acondicionado. Le frotó las mejillas
con sus dedos fríos. Él se preguntó qué aspecto tendría ella. Ella se
apoyó en él, encajonándole contra la puerta para que no se cayera.
Cuando se puso el sol, fue ella quien encendió las luces. Gracias.
Luego puso la radio. En la cerrada oscuridad la podía oír respirar.
Tenía miedo de doblar la cabeza… su cuello estaba tan
agarrotado… la miraría un momento, sin embargo… Tenía que
hacerlo… Ella le despertó con la punta del dedo cuando se quedó
dormido. Gracias. Cantó una canción para él.

No será un matrimonio a la moda,


no puedo costear un coche.
Pero estarás encantada
sobre el sillín
de una bicicleta hecha para dos…

La furgoneta iba a un par de kilómetros delante de él.


13
NUEVE HORAS DESPUÉS, a las tres, llegaron a Alburquerque. La
furgoneta se metió en un motel, poniendo punto final a tan
espantoso viaje.
El Mercury patinó en una estación de servicio nocturna, dio una
pila de botes, se rozó contra un surtidor y se golpeó contra una
valla. El Ojo, sentado tras el volante, se reía tontamente del chiste
que contaba el pinchadiscos. «¡Doctor, es terrible, estoy perdiendo
la memoria! ¿Qué voy a hacer?» Y el doctor le decía: «Bueno, antes
de nada, págueme por adelantado». Apagó la radio, abrió la puerta
e intentó mover las piernas.
Una chica vestida con un mono salió precipitadamente del
garaje.
—¡Cretino de mierda! ¿Qué coño significa esto? —Luego vio el
chal sangriento y silbó.
Se dejó deslizar al suelo, apoyándose contra el parachoques.
—¿Me puede dar un vaso de agua?
—Y dele a la joven una Coca-Cola o alguna cosa.
—¿Qué joven?
Miró el coche de reojo. Maggie había desaparecido.
—Oh, es verdad… se apeó en Arizona.
Era cierto. La había dejado en algún lugar del Bosque
Petrificado. Simplemente había abierto la puerta y de un salto se
había perdido en la noche. Después de eso la había vuelto a ver en
Nuevo México, de pie en un campo, haciéndole señas con la
mano…
La chica se sacó del mono un Smith & Wesson del 38 y le
apuntó con aplomo.
—Ahora bien —dijo arrastrando las palabras—. No quiero tomar
parte alguna en lo que sea que ande metido.
—¿Yo? —Le sonrió con una mueca de dolor—. Yo no ando
metido en nada.
—¿A lo mejor se cortó afeitándose?
—Algo así, sí.
Le dio un billete de cincuenta y le dijo que telefoneara al número
de Watchmen, Inc., local. Mientras esperaba, se sentó en un
bordillo, envuelto en el chal como una vieja cansada, y se bebió casi
un litro de agua. Ella mantuvo el 38 apuntado hacia él.
Veinte minutos más tarde, un detective llamado Dace llegó en un
MG rojo. Llevaba botas de cowboy. El Ojo le saludó.
—¿Qué hay?
—¿Te puedes mover, amigo?
—No.
Dace lo cogió en brazos y lo metió en el coche. Lo condujo a una
casa apartada en Istela. Un médico le exploró la herida con unos
ganchos y le extrajo una tonelada de hierro puerco del hombro. El
Ojo se desmayó dos veces. Cuando se despertó la segunda vez,
estaba vendado y drogado con morfina. El sol brillaba.
—Así que ¿cómo te encuentras? —le preguntó Dace.
—¡Muy animado! —Se levantó y se movió por la habitación como
un equilibrista—. Estupendo, animadísimo. —El agujero de su
espalda estaba calmado y entumecido. Su brazo izquierdo no tenía
peso. Como un dandy. Se palpó la barbilla—. Necesito un afeitado.
—Doc dice que deberías permanecer quieto una temporada.
—Imposible. No puedo.
—Tu Mercury está fuera.
—No puedo hacerlo. Tengo que… ¿mi qué? ¿El Mercury? —Dio
unos pasos arriba y abajo, con la morfina rezumando en su interior,
desatando todos los nudos—. Te ocuparás tú de eso por mí, ¿lo
harás? Raspe… Casque… Dale…
—Dace.
—Deshazte de él. Yo ya no lo necesitaré.
—¿Estás en tus cabales, amigo?
—Me iré de aquí en avión. Me puedes llevar al aeropuerto en tu
MG. ¿Qué quieres decir con que si estoy en mis cabales?
—¿Puedes oírme?
—Por supuesto que te puedo oír.
—Bien, porque tengo malas noticias para ti.
—Simplemente apárcalo en algún lugar donde puedan
encontrarlo. ¿A cuánto estamos de Alburquerque? Déjame ponerme
una camisa limpia y ya puedes sacarme de aquí. ¿Malas noticias?
—¿Estás seguro de que logro hacerme entender, amigo?
—Sí, habla.
—Acabo de hablar por teléfono con el señor Baker. Dice que te
diga que estás despedido. Y que me des la cámara Minolta.

Facturó su equipaje en el aeropuerto y cogió un taxi hacia el motel.


Ella aún seguía allí. Eran las once. No se movía rápido. Con el FBI
un estado detrás de ella tendría que moverse mucho más aprisa.
Regresó al aeropuerto, lo afeitaron en una barbería y la esperó
en el salón. Ella llegaría tarde o temprano. Tenía que irse en avión.
Mantener la furgoneta era algo a descartar, y alquilar otro coche era
casi igual de arriesgado. Y tenía demasiada prisa para coger un
tren.
Se sentó sudando y retorciéndose conforme el efecto de la
morfina desaparecía gradualmente, sacando su dolor al descubierto.
Pensó en la Watchmen, Inc. Nunca podrían despedirlo si hacía de
ello un problema. O si se arrastraba un poquito. Todo lo que tenía
que hacer era telefonear a Baker y prometerle que mañana estaría
de vuelta en la oficina. Pero ¿para qué molestarse? No volvería
nunca.
11:45 ¿Dónde coño se había metido? En la dicha y la
desventura. En la salud y la enfermedad. Tragó una aspirina. Se
preguntó quién le sustituiría en su mesa de la esquina junto a la
ventana. Había sido su único hogar durante veinte años. ¡Dios!
¿Qué se había dejado en el cajón? Una botella de Old Smuggler, un
tubo de pegamento, sus útiles de coser y su máquina de afeitar,
plumas y lápices. ¡Veinte años!
—Sí. —Habló en voz alta. Ella llegó a mediodía, con una peluca
roja. Compró un billete para Savannah.
—¡Por qué has tardado tanto! ¡Hace horas que debiéramos
haber salido de aquí!
—¿Crees que Rex está muerto?
—No lo sé. Probablemente.
—Si lo está, ¿cuánto tiempo pasará antes de que el banco lo
sepa?
—¿Qué banco?
—¡Su banco, estúpido!
—Un par de días. Primero avisarán a la familia. ¿Por qué?
¿Estás preocupada por el cheque?
—Sí. ¿Cómo está tu brazo?
—Petrificado. Escucha, ¿tú no piensas cobrar ese jodido cheque,
verdad, Joanna?
—Por supuesto que sí.
Se dejó caer en un asiento trasero y se quedó profundamente
dormido. Caminó durante horas por el pasillo del colegio buscando
las aulas. Pero no había puertas, sólo muros. Los estuvo
aporreando con el puño izquierdo hasta que se le cayó el brazo.
Entonces, en un hueco oscuro de la parte de atrás del edificio,
encontró un tablón de anuncios. Pinchado con un alfiler había un
mensaje de Maggie, garabateado en un pedazo de papel marrón de
embalar arrugado.

Querido Papá:
Gracias por la postal. Siento no haber podido esperarte. No me gusta andar rodando
por aquí después de las clases. Estos pasillos están encantados por el fantasma de una
señora que golpea los muros. Dale mis recuerdos a Joanna.
Sinceramente,
MAG
Las punzadas del hombro se apaciguaron, y él supo que todo iba a
ir bien.
Aterrizaron en Savannah a las 3:30. Utilizando su identidad de
señora Mary Linda Hollander (peluca rubia), cobró el cheque de Rex
de cuarenta mil dólares en su banco de Port Wentworth; después,
esa misma noche, voló a Miami y se registró en un hotel de Dania
que daba al mar, con el nombre de señorita Ada Larkin (peluca color
castaño).
El Ojo se metió en un lugar más pequeño, y más barato, a una
manzana de la playa. Su herida cicatrizaba lentamente. En marzo ya
podía doblar el brazo tras la espalda sin dolor, y para abril realizaba
cinco tracciones con pesas al día.
Telefoneó a su banco, y se enteró de que desde el 28 de febrero
habían dejado de llegar los cheques de su paga. Así que estaba
oficialmente retirado; ¡y ya en Florida! Preparó un presupuesto y
estimó que podía vivir de sus ahorros al menos tres años. Después
de eso… ¡joder! Ya vería.
Se compró otro traje —ahora tenía tres— y un viejo Fiat. Hacía
cuatro o cinco crucigramas al día, y por la noche soñaba no sólo con
el pasillo, sino con la serpiente de cascabel y el tiburón. Algunas
veces, a solas en su cuarto de baño o paseando por la playa, se
sorprendió silbando La Paloma.
Joanna, alias Ada Larkin, volvió rápidamente a ser ella misma,
comiendo peras, comprando ropa, bebiendo coñac y leyendo su
horóscopo.
Dormía durante el día, por la tarde nadaba, y cada noche jugaba.
En menos de cuatro semanas casi había doblado los cuarenta mil
jugando a la ruleta. El Ojo apostaba cantidades mucho menores al
Black Jack y a las mesas de dados, sacando cada noche un nada
pingüe promedio de doscientos dólares, con los que pagaba su
alquiler y la mayor parte de sus gastos.
Un mediodía caluroso se metió en un bar para beber algo y vio
un cartel en la pared: «Pruebe Pilsen: La cerveza checoslovaca».
Eso le hizo recordar que aún no había solucionado el crucigrama
número siete.
Fue a la biblioteca pública y se pasó una hora leyendo la historia
de Checoslovaquia en diversas enciclopedias y almanaques.
Descubrió que era una democracia popular del bloque comunista
totalitario, pero que anteriormente había sido una república
independiente, fundada tras la Primera Guerra Mundial, y que
comprendía los países de Bohemia, Moravia, Silesia y Eslovaquia,
cada uno con una capital; una capital en Checoslovaquia: Praga,
Brünn, Breslau y Bratislava. Seis letras, cinco letras, siete letras y
diez letras. Ninguna de ellas podía caber en las cuatro letras de
Ciudad de Checoslovaquia.
Finalmente decidió mirar la solución en las últimas páginas de la
revista. Pero no lo hizo.
En vez de hacerlo, se fue a la playa y observó cómo Joanna se
tiraba de cabeza en la espuma.

Comenzó a inquietarse.
Ella se encerraba demasiado en sí misma. Eso era un error. Una
mujer solitaria vagando por Miami llamaba más la atención que la
publicidad aérea. La gente comenzaba a fijarse en ella y a
chismorrear: los huéspedes del hotel, los crupiers, los barmans, los
camareros y los botones.
—Creo que debiéramos ponernos en marcha, Joanna —la avisó.
—Todavía no.
Se compró una nueva peluca (color castaño). Fue a un oculista y
se hizo examinar los ojos. Visitó una reserva de animales en Boca
Ratón. Iba al cine.
El Ojo hizo una lista de las películas que vio:

15 abril Klute.
19 abril I heard the Owl Call my name.
20 abril Jane Eyre.
21 abril Católicos.
23 abril Jane Eyre.
23 abril Dólares.
27 abril Jane Eyre (otra vez).

El Ojo hizo una lista de las revistas que compró:

Vogue
Elle
Time
Glamour
McCall’s
Newsweek
The New Yorker
Cosmopolitan
Good Housekeeping
Paris-Match

El Ojo hizo una lista de los libros que leyó:

Jane Eyre, de Charlotte Bronte.


Guerra y paz, de Tolstoi.
Nana, de Zola.
Moby Dick, de Melville.
The End of the Affair, de Greene.
Hamlet.

Hizo una lista de sus crímenes:

Paul Hugo
Doctor Brice
Bing Argyle
Un policía de Nueva York
Cora Earl
Jerome Vight
Rex Hollander

De siete de ellos estaba seguro. Cuatro maridos.

—¡Vamos Joanna, tenemos que marcharnos ahora mismo!


—Oh, todavía no.
Entonces, en mayo, tres o cuatro limusinas llegaron al hotel y un
enjambre de árabes se apoderaron de todas las suites del último
piso. En el periódico de la mañana venía una noticia sobre ellos:
Delegación árabe en la ciudad para entablar conversaciones sobre
bienes raíces.
Cuando el Ojo los vio en el vestíbulo, casi se desplomó sobre el
suelo. ¡Uno de ellos era Abdel Idfa!
¡Dios mío!

Durante el resto de la tarde los traviesos duendes del destino


inminente se hicieron cargo de la situación.
Hicieron que Joanna escogiera ese día de entre todos los días
para cambiar su horario. En vez de ir a la playa, salió a la piscina, y
practicó saltos durante una hora. Abdel Idfa se juntó allí con ella,
como si se hubieran citado, y se tumbó en una hamaca a tomar el
sol a menos de quince metros de ella.
Luego, ambos pasaron una media hora en el bar del patio,
bebiendo martinis, entrando uno detrás del otro, cada uno bebiendo
a sorbos su bebida en cada extremo del bar, y a continuación
marchándose juntos tan simultáneamente que casi se chocaron en
la puerta.
El Ojo se volvió loco del canguelo. ¡La multitud la salvaba!
¡Gracias, Señor, por todos estos comparsas de vacaciones, esta
Gente Guapa de Miami: los tarzanes atléticos con cojoneras de Ted
Lapidus y las innumerables nenas semidesnudas precipitándose de
un lado a otro, y las viejas de cabello morado con gafas de sol
gigantes, y sus maridos con cara de solomillo en bermudas! Estaban
por todas partes, en vastas manadas, abarcándolo todo en fosos y
rampas de ruido, de movimiento y de densidades.
Después, a las dos en punto, ambos comieron en el comedor del
hotel; Abdel y diversos miembros de la tribu en una mesa, Joanna
en la otra, separada de él tan sólo por algunos tiestos de plantas y
unas escasas docenas de comensales.
Luego ella se pasó dos horas leyendo en su habitación, y él se
marchó a algún lugar. Pero hete aquí que se volvieron a encontrar
en el vestíbulo a las 4:30, ella saliendo del ascensor, él emergiendo
de la barbería. Se cruzaron justo enfrente de la recepción, a
escasos centímetros de distancia, ella dejando su llave en el buzón,
y él preguntando al conserje por unos cablegramas en blanco.
El Ojo no podía más.
Fue a una floristería en la calle Tampa y compró dos docenas de
rosas para que se las enviaran a la habitación de ella. Garabateó en
una tarjeta:

Querida señorita Larkin:


La he visto esta tarde en la piscina y desde entonces me he estado preguntando si es
usted la misma joven que conocí en Chicago hace un tiempo.
Lo sea o no, ¿quisiera acompañarme a tomar una copa? Estoy en la 196-197.
ABDEL IDFA

Pagó su cuenta y salió tan rápido que al Ojo ni siquiera le dio tiempo
de vender su Fiat. Lo dejó en el aparcamiento del aeropuerto.
Ella se puso su nueva peluca castaña y cogió un avión para
Detroit.
Ahora se hacía llamar Roxane Devorak.

Pasó cuatro meses en Chicago, viviendo en Lansing, Grands Rapids


y San José, justo al otro lado del lago del rascacielos en el que
acuchilló a Bing Argyle.
En septiembre se marchó a Pittsburg por un mes, luego se pasó
dos meses en Buffalo y otro mes en Tonawanda, cerca de las
cataratas del Niágara, donde apostó cada noche en un cabaret muy
caro. Perdió nueve mil dólares. El Ojo ganó once mil. Una mañana
miró por la ventana y vio que estaba nevando. Era Nochebuena.
Había transcurrido otro año. Volaron a Filadelfia y aterrizaron en
medio de una ventisca.
14
ENVUELTA EN SU visón, Joanna vagó por las calles, mirando
escaparates y escuchando a las bandas del Ejército de Salvación
tocar villancicos. El día 24 su horóscopo le aconsejaba:

Éste es tu mes y ésta


la estación para estar alegre,
así que saca partido del regocijo
e intenta pasarlo bien…

Ella obedeció las instrucciones y se quedó sonriendo ansiosa y


mirando fijamente a las multitudes que pasaban por su lado como si
estuvieran esperando a alguien para darle la bienvenida entre el
júbilo general. Le dio un dólar a un desastrado Santa Claus en la
calle Market.
—Gracias —dijo él echando un vistazo a sus piernas—. Yo
también tengo un regalo para ti, nena. —Se bajó la cremallera de
sus pantalones rojos y le enseñó la polla envuelta en tiras de oropel.
Entró en unos grandes almacenes y vagabundeó por los pasillos
arriba y abajo. Los altavoces tocaban God Rest Ye Merry,
Gentlemen. Miles de personas pululaban a su alrededor. Compró un
suéter. Se metió por un bosque de árboles de navidad gigantes de
resplandeciente cartón. Había niños por todas partes. Vio montones
de Jessicas agarradas de la mano de sus padres, pasando de largo
por su lado, dejándola atrás sin participar de su alegría. Y dejó de
sonreír.
El Ojo también veía a su hija dondequiera que miraba. Ella
estaba con su padres auténticos, apresurada, feliz, hombres
capaces que la sostenían firme y suavemente para que no se
extraviara en el tumulto, y que esa noche la conducirían a casa, a
las calientes habitaciones de hogares confortables con acebo en las
ventanas.
Perdió de vista a Joanna. Cuando la volvió a encontrar había un
hombre con ella.
Nunca supo cómo se llamaba; todo sucedió y acabó demasiado
rápido.

Pasearon por las calles sin rumbo fijo, y se metieron en un bar


donde se pasaron el resto de la tarde sentados, bebiendo grogs.
—Sí, he estado haciendo viajes rápidos por todo el país —le dijo
ella—, durante meses y meses.
—Tienes suerte de poder viajar —comentó el hombre—. Yo
simplemente no tengo tiempo.
Tenía unos cincuenta años, calmado y serio. Un hombre bueno,
resultaba claro, alguien que nunca era cruel o malicioso.
—Pero me gustaría descansar un tiempo. —Encendió un
Gitanes, se recostó, miró la habitación en penumbra a su alrededor
—. Aquí.
—¿Y por qué no? Fila es una ciudad agradable. Creo que te
gustaría.
—Alquilar una casa y sólo dormir y… —Se tocó el medallón de
plata—. Estoy tan cansada…
—Yo podría ayudarte a encontrar una casa. Eso no es ningún
problema.
—Eso no es ningún problema, no —se rió ella—. El problema
es…
—¿El qué?
No muy lejos de su mesa había un pequeño árbol de Navidad.
Joanna lo miró fijamente. En la esquina del salón un pianista tocaba
Jingle Bells. La escarcha cubría los ventanales, nublando la luz con
cumulonimbos níveos y grisáceos.
—El problema es —dijo ella—: ¿qué haré mañana? O al día
siguiente. O las próximas Navidades. —Probablemente había
empezado con la intención de contarle alguna historia. Pero ahora
se estaba yendo por las ramas, y hablaba casi para sí misma—.
¿Cuánto tiempo puedo descansar? El tiempo pasa muy rápido. Y es
tan caro. Cuesta una fortuna comprar un día o un año de vida.
Tenemos que pagar un alquiler para vivir en el mundo. Cada vez
que el mundo se mueve, el propietario quiere su dinero. Y mi
monedero siempre está vacío, me gasto todo mi tiempo y todo mi
dinero, y no tengo nada que dar a cambio. Absolutamente nada.
Todo lo que poseo es un sentimiento de pérdida. Lo he perdido todo.
—¿Qué has perdido?
Se miraron el uno al otro. Ella le sonrió.
—¿Eres banquero?
—No. ¿Qué es lo que te hace pensar eso?
—Tienes pinta de ser uno de ellos.
—¿Quiénes?
—En un banco, sentado a la mesa en un cuchitril acordonado.
Cada vez que intento cobrar un cheque, la chica del mostrador va y
te comenta algo por lo bajo y ambos me miráis. Y tú coges un
teléfono y llamas a alguien en otro cuchitril, y finalmente regresa la
chica y me dice: «¿Puede identificarse, por favor?».
—Hago publicidad.
—No —cabeceó—, no haces publicidad, eres un banquero que
preguntas por qué tengo un pasivo.
—Yo sólo te he preguntado qué era lo que habías perdido.
—Bueno, te lo diré. Perdí mi infancia y mi juventud. Mi padre y mi
marido. Mi hija. Y mi cabeza, eso también me ocurre ahora, mi
memoria no hace más que ponerme zancadillas. Todos mis
recuerdos están enlodados. Y mis ojos. —Lo miró de reojo—. Me
estoy volviendo miope. Todo tiene un aspecto borroso. Necesito
gafas. ¿Qué voy a hacer cuando sea vieja, cuando me encuentre
agotada, ciega y loca de atar?
El pianista tocaba La Paloma. El camarero les sirvió otras copas.
—¿Quién pidió esa canción? —le preguntó ella.
—No lo sé —contestó el muchacho.
—La Paloma. —Sonrió haciendo una mueca—. Estaban tocando
eso la noche que papá se fue de Nueva York. Vimos Hamlet, con
Richard Burton. Antes de eso fuimos… nos fuimos a patinar sobre
hielo toda la mañana. Y por la tarde subimos andando por el
Riverside Drive hasta la Tumba de Grant; un día magnífico. En el
Hudson había unos enormes barcos grises con chimeneas color
naranja. En el parque había sillas. ¿Quién fue el que dijo que la
Tierra es incapaz de responder? ¡Eso no es verdad! La Tierra puede
hablar. Nos puede cantar. Los árboles, las calles, las lilas pueden
tocar música en tus oídos si escuchas y si eres una niña, paseando
por el River Side con tu padre. Después del teatro nos fuimos a una
fiesta en algún lugar del East Side, creo. Todo el mundo pensó que
era su novia, o así lo pretendieron. «La recogí en la Calle 42», decía
él cuando alguien le hacía alguna broma. Luego nos fuimos al
Kennedy y se montó en el avión. Había sido un día tan largo, toda la
mañana, tarde y noche, y estuvimos juntos cada minuto. Pero era su
último día y su última noche. Nunca lo volví a ver.
—¿Adónde fue?
—¿Y quién lo sabe?
—¿Qué le ocurrió?
—Simplemente se largó. Me compró un suéter. No era de mi
talla. Un suéter rojo. Y los altavoces tocaban La Paloma. Dijeron que
tuvo un ataque de corazón. Ahora siempre que salgo de un banco
pretendo que él me está esperando en la esquina. Pero él ya no
necesita el dinero; es una pena, porque sería agradable comprarle
cosas. También me hubiera gustado que conociera a mi hija. Ni
siquiera sabe que es abuelo. Podríamos vivir todos juntos en esa
casa que vas a buscar para mí. Pero por supuesto no podemos.
Ambos están muertos. Y yo me estoy emborrachando.
El hombre no se rió ni se burló de ella. No se adelantó por
encima de la mesa, ni la cogió de la mano y le dijo: «Salgamos de
aquí y vayamos a otro sitio». Él no podía seguir todo lo que ella
intentaba contarle —o intentaba decirse a sí misma—, pero
comprendió la mayor parte. Abrió su cartera y le enseñó una
fotografía.
—Es mi pequeño —explicó—. Murió cuando sólo tenía tres años.
—No se estaba poniendo sensiblero; no había nada empalagoso en
él; simplemente le estaba enseñando una fotografía de cómo eran
las cosas—. Eres muy afortunada si piensas que el tiempo
transcurre rápido. Para mí se mueve muy despacio, y ello me da
todo el tiempo que necesito para sobrellevar mi tristeza —se sonrió
—. Te puedes volver increíblemente viejo cuando cada hora que
pasa parece que nunca vaya a acabar.
Y aquí acabó la cosa.
Ella se quedó allí sentada un momento, fumando un cigarrillo y
escuchando al pianista tocar unas cadencias. Luego recogió su
visón, su bolso y el paquete con su suéter.
—Discúlpame un segundo —dijo ella.
Y nunca volvió. Tuvo piedad de él.
El Ojo la siguió afuera. Se fue caminando por la acera con la
cabeza gacha, el abrigo colgándole de un hombro. Él fue tras ella,
casi a su lado.
Estaba oscureciendo. Las farolas de la calle estaban
encendidas, los regueros de apresurados compradores se
empujaban a su alrededor. Hacía frío, estaba húmedo y resbaladizo,
era una noche de postal navideña, adornada con guirnaldas y luces
de color, el clamor de las campanas y los cláxones de los coches,
resplandeciente de escaparates dorados que brillaban en la nieve. Y
ella estaba justo enfrente, tan sólo a unos centímetros, con las
mejillas encendidas, la respiración empañada. Su cagoule de lana
brillante de copos de nieve. Se puso el visón. Él alargó la mano, lo
sujetó por el cuello mientras ella deslizaba sus brazos por las
mangas. No se dio cuenta. Estaba llorando.
Él prodigó su amor de pastor por delante, abriendo paso entre la
multitud para que ella pudiera pasar sin que nadie la tocase. En los
cruces cambiaba los semáforos del verde al rojo, interrumpiendo el
tráfico para que ella pudiera cruzar las calles a salvo.
Él nunca olvidaría ese crepúsculo tan especial. Años después,
rememorando los viajes que habían hecho juntos, aquel paseo por
el Penn Boulevard llegaría a ser su recuerdo más querido. Se
despertaría de un sueño profundo en la muerte de la noche y
recordaría Filadelfia, las Navidades y la nieve. Oiría villancicos a lo
lejos, tocando a vísperas, y saborearía el aire invernal que se
respiraba y sentiría el helado pesar y la soledad que los dividió. Ése
fue el año en que le di una pera, le diría a la oscuridad.

—Todos los vuelos han sido cancelados —dijo la chica de detrás del
mostrador.
—¿Hasta cuándo?
—Hasta que amaine un poco la ventisca. Probablemente pueda
marcharse esta noche, si no le molesta esperar.
Joanna facturó su equipaje y se sentó en el salón. El aeropuerto
estaba hasta los topes de pasajeros dejados en la estacada, de pie
junto a las ventanas mirando airadamente el cielo oscuro. Una turba
de vuelos chárter, sumergida entre equipajes, ocupaba una vasta
extensión en la esquina de la sala. Tras ella, un hombre joven se
quejaba con voz estridente a dos japoneses.
—Bueno, si no estoy en Washington mañana al mediodía, quizá
debiera coger un tren.
Ella intentó leer, luego desistió y simplemente se recostó y
esperó. El dedo la estaba molestando. Se lo mordió suavemente, lo
masajeó. Un coro de gaitas tocaba Oh, Little Town of Bethlehem.
Luego la orquesta interpretó las bandas sonoras de Erich Wolfgang
Korngold.
—Sabía que venir a Filly era un error —se lamentó el joven tras
ella.
Frank Sinatra cantó Extraños en la noche.
—Es algo que no me explico —comentó uno de los japoneses—,
por qué no se usan las máquinas quitanieves para despejar las
pistas de aterrizaje.
Entonces su nombre sonó por los altavoces, su nombre real. Ella
se levantó de un brinco, asombrada. Pensó que había echado una
cabezada y que simplemente lo había soñado. La llamada se volvió
a repetir. Se dirigió al mostrador de información. Una azafata le
entregó un paquete envuelto en papel de regalo.
—Un señor dejó aquí esto para usted —explicó.
—¿Cuándo?
—Hace sólo unos minutos.
—¿Quién? ¿Quién era?
—No dejó su nombre.
Joanna lo abrió. Contenía una enorme pera fresca y amarilla
envuelta en una bolsa de celofán. Llevaba prendida una tarjeta. La
sacó y la leyó. Era una felicitación escrita a mano: ¡feliz cumpleaños!
Miró a su alrededor, entrecerrando los ojos. Vio al hombre joven
que hablaba con los dos japoneses. Vio a una auxiliar de vuelo de
Lufthansa. Vio a un hombre con una chaqueta de sport con
capucha, otro hombre liado en pieles como un esquimal, dos
muchachos que sujetaban esquíes, otro chico que llevaba una
guitarra.
—¿Dónde estás, hijo de puta? —susurró por lo bajo.
Vio a algunos hombres de vuelos chárter bebiendo latas de
cerveza, un hombre con uniforme de El Al, un negro leyendo Oui, un
hombre con un abrigo Chesterfield leyendo el Play girl, otro hombre
leyendo el periódico, otro que fumaba en pipa, otro durmiendo…
Se acercó al hombre de la chaqueta sport con capucha, lo miró
de reojo. Luego fue hacia el negro y lo escrutó de cerca. Él levantó
la mirada hacia ella.
—¿Puedo hacer alguna cosa por usted, señora? —preguntó
incómodo.
Ella siguió andando, pasando por delante del Ojo, y se quedó de
pie frente al hombre del Chesterfield. Él le sonrió educadamente.
—No creo que podamos salir de aquí por esta noche —comentó.
Ella volvió a su silla y se sentó. Se encogió de hombros y se
comió la pera.
A las diez el altavoz anunció que no saldrían más vuelos hasta
mañana por la mañana. Joanna se había quedado dormida. Un
portero la despertó haciendo sonar un cubo y una fregona en su
oreja.
—¡Eh! —le gritó—. ¡Vamos a cerrar!
—Feliz Navidad —contestó ella.
—Sí —rezongó el hombre.
Salió afuera. El hombre joven que tenía que estar en Washington
mañana al mediodía corría de un lado a otro intentando coger un
taxi.
—Voy a tomar un tren —le comentó.
—Yo también.
—¿Adónde va usted?
—A Baltimore.
—Yo también me dirijo en esa dirección. ¡Sea mi huésped!
Su nombre era Henry Innis. Era un marchante de antigüedades
de Alejandría, de treinta y un años de edad, soltero, y en el
momento de su muerte llevaba consigo aproximadamente
veintinueve mil dólares en su maletín, la comisión libre de impuestos
de una subasta de muebles que esa tarde había negociado en
Filadelfia.
Matarlo no era ningún problema. A las 11:45 se dirigieron a la
estación Penn, y tomaron un tren de cercanías para Washington.
Casi no habían subido otros pasajeros. Se bebieron una botella de
Bourbon, y murió envenenado por arsénico en algún lugar después
de Wilmintong.
El Ojo iba un vagón tras ellos, haciendo un crucigrama. En la
estación de Aberdeen echó una ojeada por la ventanilla y la vio
cruzar el andén y entrar en la sala de espera. El tren se había
puesto ya en movimiento. Corrió por el pasillo y se arrojó al vacío.
Eran las tres de la madrugada. Ella vagó por las calles frías,
vacías y desoladas, murmurando sola. Encontró una iglesia que
estaba abierta y durmió en un banco hasta el amanecer. El Ojo pasó
el resto de la noche sentado en un banco del transepto, leyendo un
libro de oraciones. Había otra docena de desposeídos: vagabundos,
borrachos, noctámbulos que ponían velas, un hombre gordo vestido
de Santa Claus roncando detrás del altar.
Un borracho errante se fijó en Joanna. Ella se despertó justo
cuando le intentaba coger el bolso. Lo apartó, luego se volvió a
dormir. Un marica adolescente intentó ligarse al Ojo.
—¿Un polvo navideño? —le susurró.
—Vete al infierno.
El muchacho retrocedió hundiéndose en la oscuridad. El Ojo
miró las estatuas de arriba: san José, san Antonio, santa María, san
Cristóbal… y una que no reconoció. Fue hacia ella y leyó el nombre
de la placa: santa Rita. Nunca había oído hablar de ella. Vestía un
traje largo de color azul claro ribeteado de plata. Una flor dorada
resplandecía en su garganta. Tenía un perfil muy de Modigliani. Dejó
caer una moneda de veinticinco centavos en el limosnero y cogió un
cirio del anaquel. Lo encendió y lo colocó frente a ella. Oh, santa
negra, rogó. Protege a mis dos niñas. No permitas que se las coman
los tiburones. Mantén lejos al jodido FM. Y resguarda a Maggie del
frío de esta noche.
Y dime: ¿cuál es esa condenada ciudad de Checoslovaquia?
A las seis cogieron un Greyhound de regreso a Filadelfia. A las
nueve estaban de vuelta en el aeropuerto. Joanna se zampó un
gran desayuno: huevos revueltos, pasteles de trigo, un filet mignon,
una ensalada y una tarta. Luego sacó su equipaje facturado y tomó
un vuelo para Saint Louis.
Alquilaron dos coches y siguieron el sur del Mississippi
atravesando Waterloo, Red Bud, Chester, Carbondale, Ware y
Thebes. Ella se pasó el resto del año en un motel, en un sitio
llamado Mound City, cerca de El Cairo. Se hacía llamar Victoria
Chandler (peluca rubia).
En Nochevieja se metió en un bar en Wickliffe, un sitio
cochambroso y carero lleno de borrachos de aspecto duro. El radar
del Ojo recogió las malas vibraciones del ambiente, e intentó
advertirla para que saliera de allí.

Levántate y sal, Joanna.


Sólo un par de copas más.
Ya te has tomado cinco.
¡Aléjate de mí! De todos modos, ¿tú quién eres?
Vete a casa y acuéstate.
¿Quién me está hablando?
Vamos, larguémonos.
¡Déjame en paz!

A las dos de la madrugada estaba petrificada. Una máquina de


discos berreaba música country. Sólo quedaban en el bar una media
docena de bebedores empedernidos. Uno de ellos, con aspecto de
camionero, se acercó a ella. Se echó sobre la mesa, la cogió del
hombro y la zarandeó.
—¡Eh, rubiales! —le dijo—. Vamos fuera a tomar el fresco.
Joanna intentó incorporarse, resopló y cayó de la silla. Él la
agarró de los brazos y de un tirón la puso en pie. La soltó y ella cayó
resbalando al suelo. Los chacales del bar los observaron y
cacarearon de risa.
El Ojo salió de su esquina.
—Lárgate —le espetó al camionero—. Yo me ocuparé de ella.
El camionero lo empujó a un lado.
—¡Desaparece ahora mismo, cacho mierda! ¡La tía está
conmigo!
Afortunadamente estaba demasiado borracho para pegarle a
algo. El Ojo esquivó los dos primeros puñetazos como cuchillas de
carnicero, y lo golpeó en el estómago. El camionero se desplomó en
el suelo, se incorporó balanceándose de forma asesina. El Ojo le
arreó un izquierdazo salvaje en plena mejilla, haciéndole rechinar
los dientes, luego fue a su espalda y le pegó un garrotazo en la
nuca, derribándole otra vez. Esta vez se quedó ahí abajo. Nadie
intentó nada.
El Ojo levantó a Joanna, cogió su bolso, la arrastró hacia la
puerta.
Afuera la empujó por el aparcamiento, encontró las llaves en su
bolso, la levantó torpemente y la puso en el asiento trasero. En el
bolso también encontró su libro de bolsillo, Hamlet. Lo sostuvo bajo
la luz y hojeó sus páginas. Cientos de líneas y pasajes estaban
señalados con una X de color naranja, con círculos rojos,
subrayados en negro y con asteriscos en verde, azul y marrón. Leyó
un verso al azar.

… la Naturaleza os dio una cara,


y vosotros os fabricáis otra distinta.

Dos borrachos salían a trompicones del bar, dando alaridos y


cantando. Salió del aparcamiento hacia la autopista, y al pasar
delante de ellos tocó el claxon.
—¡Feliz Año Nuevo! —le gritaron.

La salida del sol la despertó, ardiendo a través del parabrisas en


una rociada de lava rosada. Se incorporó en el asiento trasero, abrió
la puerta, miró en derredor. El coche se hallaba aparcado a la orilla
de un río. Saltó a tierra, se quitó la peluca y la tiró al suelo. Se apoyó
contra el guardabarros y se cogió la cabeza entre las manos,
quejándose. Luego se volvió, agarró el bolso del asiento delantero,
rebuscó en él frenéticamente. Encontró su dinero, lo contó. Estaba
todo. Suspiró aliviada, colgándose de la puerta, con las rodillas
temblando. Se sentó en las rocas, escondió la cara entre las manos.
Los temblores pasaron. Se mordió el índice izquierdo, frotándolo
contra su rodilla. Observó el cielo y el río. De un puntapié se quitó
los zapatos, se subió la falda y se quitó las medias. Se levantó,
desnuda, y colgó la ropa sucia del capó.
Se metió en el agua helada. Se zambulló en la corriente ligera y
nadó en un ancho semicírculo lejos de la orilla.
El Ojo la observaba detrás de un seto, arriba, al borde de la
carretera, sonriendo tristemente.
Esperó que no planease ahogarse, porque él no sabía nadar.
15
JOANNA ATRAVESÓ EN coche el oeste de Kentucky hacia el
Green River. En Rockport estaba lloviendo, se salió patinando de la
carretera y se dio contra una valla. En realidad no pasó nada, pero
finalmente se vio forzada a hacer algo con su miopía: se puso
lentillas.
La oficina de correos de Rockport le proporcionó al Ojo un póster
federal de ella; hasta ahora no se había percatado de cuán buscada
era. Su retrato robot era casi un facsímil exacto de su cara. Faltaba
la franja de su nariz, pero el resto de sus facciones eran de una
similitud perfecta. Se la identificaba como Ella Dory, alias señora de
Jerome Vight, alias Mary Linda Kane, alias señora de Rex Hollander,
alias Ada Larkin. ¡Ada Larkin! Eso de veras lo sobresaltó.
Significaba que le habían seguido la pista hasta Miami. ¿Cómo? Los
muy bastardos, probablemente habían comprobado las listas de
pasajeros de todos los vuelos que salían de Savannah el día que
fue cobrado el cheque de cuarenta y cinco mil dólares de Hollander.
Tenía que reconocerlo, los follamadres… eran verdaderamente
eficientes. ¿Descubrirían ahora sus identidades de Roxane Devorak
y Victoria Chandler, y le seguirían la pista a Michigan, Filadelfia y
Saint Louis? No, no veía cómo podían hacerlo. Y sin embargo…
Esa noche, en la tele de su cuarto de hotel vio una película sobre
un preso que se había fugado de una cadena de presidiarios y al
que perseguían unos sabuesos. Continuamente atravesaba con
dificultad arroyos y pantanos para alejar a los perros de su rastro,
pero luego tenía que cruzar un desierto y el pelotón le pescaba. Ése
también era el problema de Joanna. La estela que dejaba tras de sí
era demasiado obvia, y estaba escaseando el agua para cubrir sus
huellas. Simplemente ya no era suficiente con cambiarse de nombre
y de peluca.
Siguió conduciendo hacia Louisville, el antiguo teatro de
operaciones de Dan «Ken Tuck» Kenny. Intentó traer a su mente el
recuerdo de Kenny, pero no se acordaba de su cara. ¡Dios! ¿Hace
cuánto tiempo que ocurrió eso? Fresno, Los Ángeles, la librería,
Ralph Forbes, la clínica, Jessica, el cementerio a orillas del río San
Joaquín… ¿Había matado ella a Kenny? Sí… no… había muerto en
chirona. ¡Habían recorrido juntos tantas carreteras, parado en tantos
sitios! Ahora iban por la ruta 60, por algún lugar del sur del río Ohio,
pasando por ciudades que se llamaban Hawerville, Cloverport,
Hardinsburg, Irvington…
Hacía una tarde de enero brillante y ventosa. Una chica hacía
autostop al borde de la carretera. Vestía pantalones tejanos, botas
del ejército, una gorra puntiaguda y una guerrera. Era rubia, pecosa,
tenía diecisiete o dieciocho años. Su nombre —lo supo mucho más
tarde— era Becky Yemassee.
Joanna la recogió.
Después de unos kilómetros salieron de la carretera por una
pista de ceniza y desaparecieron por un bosque. Él se detuvo,
temeroso de seguirlas demasiado de cerca. ¿Adónde demonios
iban? ¿Es que había un pueblo tras el oquedal? ¿Una granja? ¿O
una casa? Esperó diez… quince… veinte minutos. Ya estaba a
punto de ir con el coche tras ellas, cuando la chica reapareció
corriendo. Un viejo Dodge Royal Lancer con un motor que sonaba
como una carraca llegó acelerando por la autopista. Lo conducía un
muchacho con un sombrero hongo al que le faltaba el ala. Se acercó
patinando a ella, abrió la puerta. Ella se metió de un salto tras él, y
salieron zumbando como Bonnie & Clyde.
El Ojo se adentró en el camino. Encontró el coche de Joanna
aparcado en un claro. Todo su equipaje había sido abierto y su ropa
esparcida por tierra. Ella estaba acostada en el asiento delantero,
inconsciente, el corte de su frente era un golpe limpio y profesional,
probablemente un machetazo. Lo limpió con loción para después del
afeitado. Luego hurgó en su monedero, las bolsas y el coche. No
pudo encontrar ningún dinero. Bonnie la Pecosa debía de haberlo
cogido todo.
Salió del bosque a pie media hora después. Vestía unos
pantalones viejos y un suéter, y llevaba una bolsa de viaje atada con
una correa a la espalda. Bajó andando hacia Irvington. Parecía un
muchacho de una granja dando zancadas hacia el pueblo para
comprar un saco de avena. Se había quitado la peluca y el viento le
restregaba el cabello por la cara. El golpe en la frente no parecía
importarle. Tampoco la pérdida de su dinero. Silbaba… de hecho, se
estaba riendo. A dos kilómetros del sendero se paró, recogió un
pedrusco y lo dejó caer en la bolsa.
Luego comenzó a hacer autostop.
La cogió un sedán Honda. El Ojo les siguió. Giró al norte y
condujo a lo largo de Ohio. Se detuvieron en un depósito de
chatarra junto a las ruinas de un malecón. Vio cómo ella le golpeaba
en el cráneo con la piedra. Cogió su cartera, le tiró de espaldas a
una zanja, y luego regresó conduciendo a la ruta 6o.
Se metió por la pista de ceniza, dejó el sedán en el claro y salió a
la carretera con su propio coche.
Durante las dos semanas siguientes repitió la escena doce
veces, haciendo autostop arriba y abajo de Louisville a Huntington, y
de Danville a Bowling Green. En una tarde muy atareada en la ruta
68, entre Campbellsville y Edmondton, golpeó a cuatro hombres en
fila. Sólo murieron dos de sus víctimas.
A finales de febrero, cuando toda la policía montada del condado
de Kentucky estaba buscándola, se bajó a Nashville.

Ahora era Nita Iqutos, del Perú, con una larga peluca de cabello
negro recogido en trenzas indias. Su inglés tenía un cálido acento
de violoncelo. Era periodista de alguna revista de Lima, Quito o
Santiago y estaba en la ciudad escribiendo una serie de artículos
sobre «el sonido». Lo más seguro era que también tuviera una
tarjeta de prensa por si alguien se la pedía. Pero nadie lo hizo.
Asociarla con la bandida que hacía autostop, a la que los
periódicos de Kentucky llamaban «La arpía de la autopista», era
simplemente impensable.
El Ojo no sabía cuánto dinero había acumulado, pero ella seguía
bebiendo coñac y fumando Gitanes. Y todas las noches jugaba. Se
fue a vivir con un cantante folk llamado Duke Foote. Era un tipo que
cantaba baladas con voz de coyote, cuya canción favorita en las
máquinas de discos, Texas Freeways, había vendido novecientos
mil ejemplares. Ella lo enganchó en cuanto se conocieron porque
era impotente y un tipo bastante agradable, y como no esnifaba
coca ni pervertía a menores, la pasma le dejaba en paz. Su foto
apareció en la sección de rumores del Playboy, lo cual convertía su
relación más o menos en oficial:

Entrevistado durante una reciente sesión de grabación en Nashville, el gran Duke admitió
tímidamente que estaba pensando seriamente en ir uno de estos días a ver a un sacerdote
en vez de rejuntarse como un condenado pecador. La ardiente y encarnizada católica Nita
es justo la chica que puede volver a encauzarlo por el camino de la rectitud.

El Ojo se aterrorizó y comparó su foto con el retrato robot que había


robado en una oficina de correos, pero, en realidad, no había por
qué preocuparse. Nita Iqutos no guardaba ningún parecido con esas
otras mujeres.
En la primavera Duke se marchó a Nueva York, dejándola sola
en su mansión de Franklin. El Ojo había estado viviendo todo ese
tiempo en un motel de la ruta 31, y la visitaba cada noche como un
amante, merodeando por los jardines y atisbando por las ventanas,
observándola cocinar la cena, leer, escuchar los discos y, por lo
general, emborracharse sola. Una noche pretendió estar ciega y
anduvo a tientas por las habitaciones durante horas, dando
golpecitos con un bastón y alargando una taza para las limosnas. Y
un sábado por la noche, apareció una banda calentona de amigos
de Duke, y montaron una orgía. Mientras gateaban por las
alfombras de la sala de estar haciendo ejercicios calisténicos, ella se
marchó a otro cuarto y se sentó a escuchar el concierto Emperador.
Una de las chicas salió a rastras de la marea de cuerpos y fue junto
a ella. Era rubia, pecosa y atractiva; su desnudez ya no era del todo
núbil, y parecía ligeramente perdida.
—¿Puedo entrar aquí contigo? —preguntó—. No me molan los
asuntos en grupo.
Era Becky Yamassee.
Joanna cerró la puerta con llave y la abofeteó. Becky dio un
aullido. Pero todo el mundo aullaba. Su grito de terror sonaba igual
que cualquier otro orgasmo.
—¿Qué hiciste con mi condenado dinero, jodida mocosa?
—¡Moby lo cogió!
—¿Quién es Moby?
—Mi chico. ¡Dijo que tenía que subir a Terre Haute, me pegó el
corte y me dejó en Shebyville, y se llevó toda la pasta, excepto
doscientos dólares que me dio, y ésa fue la última vez que lo vi!
—¿Cómo te llamas?
—Becky Yamassee. ¿Y tú eres Nita, la chica de Duke?
—Sí.
—No te reconocí. ¿Qué te has hecho en el pelo?
—Es una peluca.
—¿Ah, sí? ¿Me la puedo probar?
Joanna se quitó la peluca y se la pasó. Becky se la puso y se
acercó a un espejo. Parecía una ofrenda azteca.
—Me voy a conseguir una —parloteó—. Llevando esto y
meneando el culo les puedo cobrar el polvo a cien dólares a esos
hijos de puta.
—¿Mover el culo? ¿Es eso lo que haces?
—Ni hablar, yo voy a ser cantante. Tan pronto como encuentre
una guitarra de segunda mano que no sea muy cara. Yo sólo lo
hago cuando no tengo más remedio que hacerlo.
—Cántame algo.
Y Becky cantó «I heard the crash on the highway but I didn’t hear
nobody pray».
El veredicto de Joanna fue compasivo.
—Delipendo —opinó con guasa.
—Más bien desafinado —admitió Becky—. Pero eso se puede
arreglar cuando se grabe. ¡Escucha esto! —En la otra habitación
estaban haciendo ruidos de zoológico—. ¡Ése es el verdadero
sonido de Nashville!
—Ven a darte una ducha —le aconsejó Joanna—. Hueles a
cocodrilo.
Comenzó a llover.
Más tarde, el Ojo escaló por la celosía del mirador hasta la
ventana del dormitorio. Estaban sentadas en la cama, desnudas.
Joanna sostenía a Becky entre sus rodillas, la apretaba contra su
pecho, meciéndola suavemente. Las dos estaban sollozando. Él las
observó y pensó: ¿De qué manera se fragmenta la luz? ¿Tiene
padre la lluvia? ¿De qué entraña sale el hielo? Se preguntó dónde
demonios había oído eso antes.
Becky era de Charleston, Carolina del Sur. Su nombre verdadero
era Azalea Goche.
—Mamá era de Orangeburg —explicó—. De ahí saqué ese
nombre mierdoso, Azalea, de los jardines de Edisto que hay allí. Y
Goche, ¡menuda mierda! ¿Qué te parece eso? ¡Azalea Goche!
Cuando me largué me cambié de nombre. ¿Has leído alguna vez
Rebecca, de Daphne du Maurier? Yo lo he leído dos veces. ¿Has
visto alguna vez la película en televisión con Joan Fontaine? ¡Ella es
probablemente una de las cosas más hermosas que hay en la
Tierra! Estuve a punto de llamarme Rebecca Fontaine, pero sonaba
demasiado falso. En cambio, escogí Yamassee. Es una pequeña
ciudad que hay abajo, en la frontera con Georgia. Me recuerda con
frecuencia de dónde vengo.
Su madre había trabajado toda la vida en casas de putas en
Walterboro, Charleston y Folly Beach.
—Allí es donde crecí. En burdeles. Para cuando tenía diez años,
sabía hacer trabajos manuales de cincuenta maneras diferentes.
Solía pelársela a los marines por veinticinco centavos. «Cuidado»,
me solía decir mamá. «Uno de ellos puede ser tu padre.» Eso te da
una idea del tipo de salidas graciosas que solía tener.
Su madre murió cuando ella tenía once años.
—Un par de gilipollas de Parris Island se la llevaron a nadar un
domingo. Estaba pedo perdida, y tan pronto como la golpearon las
olas, cayó muerta.
Becky se escapó a Columbia, luego fue a Charlotte y a Knoxville.
—Todo el camino a través de los tres jodidos estados se la fui
pelando a los tipos. En las estaciones de ferrocarril, en los váteres,
en aeropuertos, en zonas de aparcamientos, en Greyhounds, en
sitos a donde se entra en coche, en el cine, una vez en la parte
trasera de un coche de bomberos con un bombero. En Charlotte
subí mi precio a dólar y medio. Pero nunca las chupaba, porque es
que no soporto esa mierda. Metértela en la boca sería como comer
fiambre podrido. Ni siquiera podía hacerlo con Moby. Olía
particularmente asqueroso ahí abajo.
Conoció a Moby en Knoxville, y él la llevó a Indianápolis.
—Era jugador de béisbol. Un delantero de los Yankees, pero lo
expulsaron por esnifar coca. También le daba al caballo, las anfetas,
los poppers, lo que quieras. Siempre estaba colgado, el «País del
desembarco feliz». Se inventó el truco del autostop con una
cachiporra. Lo probamos un par de veces en Indiana, luego bajamos
a Kentucky, donde te encontré y me hice con tanta pasta. Cuando
esa tarde me recogiste cerca de Irvington me dije a mí misma, «¡Me
cago en la virgen María! ¡Es más bonita que Joan Fontaine!». No te
golpeé demasiado fuerte; espero que sepas apreciarlo. No quise
dejarte una cicatriz en la frente. Después le dije a Moby, el mamón:
«¡Mierda! ¡Espero que me perdone!». Me perdonas, ¿no, Nita?
—Claro, Becky.
—¡Adoro tu acento! ¡Me pone la carne de gallina! Nunca he
conocido a nadie que tuviera tantas maneras diferentes de hablar. Y
tantas maneras diferentes de ser diferente. Cambias todo el tiempo.
—«El demonio tiene poder para asumir una apariencia
agradable».

Vivieron juntas durante tres meses mientras Duke Foote estaba en


Nueva York. El Ojo se colgaba todas las noches de la celosía de la
ventana, y las oía hablar, reír, llorar, hacer el amor y leerse libros en
voz alta. Leyeron Rebecca, Lo que el viento se llevó, Hamlet y
Variety. Visitaron el campo de batalla de Shiloh, la montaña Lookout,
el museo atómico de Oak Ridge. En mayo fueron al Carnaval del
Algodón de Memphis. Joanna le enseñó a conducir. Le compró ropa
y la llevó a la peluquería. Se volvió elegante y arreglada, chic y
perfumada. Maduró. Y una mañana, cuando el Ojo las vio andando
una al lado de la otra en el Centennial Park, apenas pudo
distinguirlas.
Cuando Duke regresó a Franklin, las puso de patitas en la calle.
Se trasladaron a un apartamento en Nashville, pero a Joanna se le
estaba acabando el dinero. Compraron dos pistolas con
silenciadores a un oscuro traficante, y un sábado por la noche,
enmascaradas y vestidas con trajes de hombre, atracaron una
gasolinera en Lebanon. El botín fue más que suficiente para hacer
las maletas y volar a San Francisco.
Quedaba aún el dinero de la venta de las joyas de Cora Earl en
la caja de seguridad de Oakland. Mientras Joanna entró en el banco
para recogerlo, Becky la esperó fuera. Lo mismo hizo el Ojo,
sudando del pánico. Examinó cada paso en la calle, pero no pudo
identificar a nadie que estuviera apostado en las afueras, lo cual, por
supuesto, no significaba nada. A lo mejor los federales estaban
dentro. O, milagrosamente, quizá simplemente ignoraban la
existencia de esa caja.
Transcurrió una media hora. Él estaba convencido de que la
habían cogido. Casi vomitó de terror. Vio los titulares de mañana en
el cielo: ¡DETENIDA LA ASESINA DE MARIDOS! ¡ARRESTADA LA VIUDA ARAÑA! ¡EL
FBI ATRAPA A UNA ASESINA MÚLTIPLE! ¡LA CAZA POR TODO EL PAÍS DE LA NOVIA
DE LA MUERTE FINALIZÓ CON LA CAPTURA DE OAKLAND!
Entonces apareció ella, tranquilamente, dando grandes
zancadas por la acera, silbando, con una saca de dólares encima.
Durante la comida en el restaurante del aeropuerto, las escuchó
hacer planes.
—¿Adónde quieres ir, Becky?
—¿Qué te parece Miami?
—No, Miami no.
—¿Y por qué no?
—Tengo que mantenerme alejada de Florida.
—Entonces ¿qué te parece Hawai?
—Eso tampoco me va bien.
—Entonces Los Ángeles. Nunca he estado allí.
—Preferiría evitar Los Ángeles.
—¡Mierda! ¿Tienes algo contra Nueva York?
—La verdad es que sí.
—¡Joder!
Pasaron tres meses en el lago Tahoe y seis meses en Nueva
Orleans. Luego, en un Opel Manta, condujeron por Texas, Colorado,
Wyoming, Montana y por el norte de Idaho hasta Washington. En
Seattle se quedaron dos meses.
—En la casa de putas de Walterboro —le contó Becky— había
un cuarto lleno de juguetes. Muñecas, ositos de peluche, trenes,
coches de carreras, lo que quieras. Algunas veces mamá me
encerraba ahí dentro todo el día.
Las dos muchachas estaban en una playa nudista cerca de
Townsend en Puget Sound, tumbadas en la arena, comiendo peras
y tomando el sol. Joanna leía Beethoven, de Romain Rolland.
—Pero primero me hacía quitarme la ropa. Me quedaba ahí
dentro con el culo al aire, ¿lo pescas? Debía de tener ocho o nueve
años. No me gustaba ni pizca. El jodido cuarto me daba miedo.
Tenía algo fantasmal. Yo me echaba a llorar y ella entraba y me
daba unos cuantos azotes, diciendo: «¡A jugar con tus condenados
juguetes, coñito!». Bueno, había agujeros en la pared, ¿entiendes?
Luego descubrí que siempre había un par de tipos en el cuarto de al
lado mirándome. Yo era parte del espectáculo. ¿Qué te parece?
—¿Alguna vez te ocurrió algo agradable? —preguntó Joanna.
—Sólo tú. —Becky sonrió melancólicamente—. Todo lo demás
que me ha ocurrido es pura mierda. Pero la cuestión es que… —
Echó una ojeada a su alrededor frunciendo el entrecejo—. La
cuestión es que aquí también hay agujeros en la pared. Alguien nos
está observando.
—No, no los hay.
—Oh, claro que sí. Y también en Nueva Orleans. Y todo el viaje
mientras conducíamos hacia aquí. Y hace tiempo, en Nashville,
también. Alguien nos está observando.
—Yo solía pensarlo también todo el tiempo. Pero no es más que
un efecto.
—¿Un qué? ¿Qué es eso?
—Una fantasía. —Cerró el libro y encendió un Gitanes—.
Nosotros creemos cosas, ¿lo entiendes? Del aire, del viento y de la
gente que nos rodea, de las impresiones, las sensaciones y todo
eso. Y de nosotros mismos también, de nuestros pensamientos,
nuestros miedos y nuestros remordimientos. Y de nuestras
oraciones. Y estas cosas adquieren forma y viven a nuestro
alrededor, nos miran fijamente, e incluso a veces nos hablan.
Escucha. —Y mirando a la multitud, susurró—: ¿Aún sigues ahí,
viejo compañero? —Se rió y se incorporó—. ¿Has oído eso? ¡Me ha
contestado!
—¿Qué es lo que ha dicho?
—«¡Sí, estoy aquí!»
—¿Qué, estás alucinando o qué?
—¡En absoluto! —exclamó, abrazándola—. Espero que siempre
esté ahí. Es reconfortante. Arrodillémonos ante él y démosle las
gracias.
—Mierda.
Se fueron a Reno y a Las Vegas y perdieron todo su dinero
jugando a la ruleta. Vendieron el Opel y atravesaron el país en avión
hasta Portland, Maine. Allí Joanna tenía una reserva escondida, de
antes de que el Ojo la conociera, cuatro mil dólares en una caja de
seguridad en un banco de Westbrook, alquilada a nombre de la
señorita Faye Jacobs (peluca oscura). Y dos mil más al norte en otro
banco de Auburn, donde se la conocía como señorita Paula Jason
(sin peluca).
Pasaron los diez meses restantes viajando hacia el oeste en un
viejo Peugeot 604, sin prisas, pasando tres, cuatro o cinco semanas
en cada parada: Siracusa, Toledo, Indianápolis, Des Moines,
Omaha, Denver, Salt Lake City (¡ocho semanas!), Carson City.
Para cuando llegaron a California, se habían vuelto a quedar sin
blanca.
Dieron un golpe a las afueras de Pasadena; desempaquetaron
sus pistolas y sus silenciadores, se pusieron las caretas y sus trajes
de hombre y atracaron un ultramarinos en Sierra Madre y una
mercería en Azusa. Y una zapatería Hugo (Casa fundada en 1867)
en Alta Loma.

Eran las ocho de la tarde, hora de cerrar. Se marchó el último


cliente, un ranchero que se llevaba puestas un par de botas nuevas.
El chico de detrás del mostrador estaba solo. Tenía veinticinco años,
delgado, con el pelo largo y no muy guapo. Se llamaba Finch.
Probablemente odiaba su trabajo, odiaba a su jefe, la tienda, Alta
Loma, el olor del cuero, de los pies y los calcetines, o esto supuso el
Ojo al leer sobre el atraco en los periódicos del día siguiente. En
realidad, sin embargo, no había manera de saber lo que Finch
pensaba sobre cualquier cosa, si es que pensaba algo. Pero no
debía de haber sido muy listo. Sacrificar su vida por una caja llena
de dinero de otra persona era algo extremadamente noble y
concienzudo, y probaba su dedicación inequívoca a los intereses de
su patrón, pero era una estupidez. A lo mejor, de haber sobrevivido,
lo hubieran ascendido. Eso pudo haber motivado su actuación. O
quizás estaba enamorado de la hija del patrón, y esperaba ganar su
mano en recompensa por su heroísmo. Así que, de nuevo, a lo
mejor era exactamente lo que aparentaba ser, un estúpido y un
esclavo aplicado con un calzador atado a una cuerda alrededor del
cuello.
Al tiempo que las dos chicas atravesaban la puerta apuntándole
con sus pistolas, él metió la mano bajo el mostrador, abrió un cajón
y sacó una Magnum 357.
—¡Mierda y corrupción! —chilló Becky.
Él le disparó en el estómago justo cuando ella apretaba el gatillo
y le reventaba las cuerdas vocales.
Joanna vació el contenido de la caja en su bolsa y sacó a Becky
fuera al Peugeot. Condujo hacia San Bernardino a 140 kilómetros
por hora.
La dejó sangrando y farfullando en el umbral de un hospital en
Rialto, luego se registró en un motel cerca de Riverside. Lo mismo
hizo el Ojo.
La muerte de Becky fue anunciada en las noticias de las once.
Se la identificó por su carné de conducir. El locutor puso una cara
convenientemente solemne al mencionar su edad. Tenía diecisiete
años.
El Ojo oyó a alguien golpear débilmente la puerta del
apartamento de al lado.
—¿Sí? —voceó un hombre—. ¿Qué hay?
—¿Puedo entrar un minuto, por favor? —preguntó Joanna.
El Ojo miró por la ventana. Ella estaba de pie frente a la puerta,
con una mano detrás de la espalda. La puerta se abrió y el hombre
le sonrió abiertamente.
—¡Vaya, por supuesto, entre! —exclamó—. ¡Venga, adelante!
El Ojo oyó el exaltado ¡poooooof! del silenciador cuando ella le
disparó en la cara. El cuerpo cayó hacia atrás con estrépito en la
habitación. Fue al apartamento de al lado, y llamó a la puerta.
—¿Qué pasa? —gritó otro hombre.
—Por favor, déjeme pasar—suplicó ella.
Aquella noche mató a siete hombres.
16
PASARON CINCO LARGOS AÑOS; cinco Navidades y cinco
cumpleaños. Y nueve hombres más… no, diez, once… El Ojo
intentó acordarse.
Diez u once.
Se casó con tres de ellos. Uno de los maridos era doctor. (Igual
que… ¿cómo se llamaba? Hace muchos, muchos años, justo
después de haber matado a Paul Hugo. ¡Brice! ¡El doctor James
Brice! Sus huesos seguían enterrados bajo los matorrales, a las
afueras de La Jaula.) El doctor número dos fue asfixiado con la
almohada mientras dormía bajo los efectos de su champagne de
bodas. Después de que Joanna se hubo marchado, el Ojo registró el
cuarto y encontró una docena de tarjetas de crédito en una maleta.
Se quedó con ellas, y durante el año siguiente pagaron toda su
gasolina, sus coches, comidas y billetes de avión. Incluso compró un
traje nuevo con una de ellas (su cuarto traje).
Descubrió que era un medio ideal de economizar. Así que, una o
dos veces al año, en noches sin luna, descargaba su 45 y, en una
calle solitaria o en un aparcamiento a las afueras de un bar o un
restaurante, aguardaba emboscado a alguien, lo atracaba y le
quitaba todas sus tarjetas. De esa manera siempre estaba
abundantemente provisto de crédito.
El juego también le llenaba la cartera. Una Nochevieja, en una
ruleta de Reno, apostó al cero y saltó la banca. Ganó todas las
fichas que había en la mesa, más treinta y cinco veces su propia
mise. Aquello solucionó sus problemas financieros para los dos
años siguientes.
Joanna no era tan afortunada. Perdía casi continuamente. En un
casino de Tulsa, perdió en una sola noche todo lo que había sacado
de uno de sus matrimonios. Y estaba bebiendo bastante,
demasiado. Aún seguía siendo ágil y encantadora, pero cada vez
tenía que pasar más y más tiempo en gimnasios, piscinas y salones
de belleza para estar presentable.
Los nombres de Nita Iqutos, Faye Jacobs y Paula Jason fueron
añadidos a su lista de alias en su póster de la oficina de correos.
Debido a su asociación con Becky, los federales la culparon del
asesinato de Finch en Alta Loma y del cataclismo del motel en
Riverside. Ahora era una de las cinco mujeres más buscadas de
Estados Unidos.
Fueron tras ella lenta y masivamente, como un glaciar en
movimiento. Pero no podían cogerla por sorpresa. Aunque ella abría
un camino, nunca dejó de huir. Y como no tenía ninguna dirección,
eran incapaces de interceptarla.
Fue a Houston, y Houston, como Los Ángeles, pasó una página
de su vida.
Era el país de Duke Foote, celebrado aún en su famosa canción
Texas Freeways.

En la ruta 59
desfallezco y rezo,
llueva o haga buen tiempo.
Un día la voy a encontrar.
¡Señora del amor! ¿Estás en la ruta 45?
¡Señora del amor! ¿Estás viva o muerta?
¡Señora del amor! ¿Estás en Galveston Bay?

Conoció a Chuck Estes, el hijo del petrolero Bertie Estes, que


había sido una de las arpías del presidente Johnson. Chuck tenía
cuarenta años, de frente estrecha, con la mentalidad de un
adolescente perturbado, y varios millones de dólares. Vestía
camisas de ante hechas a medida, trajes de cowboy para turistas,
un sombrero descomunal y espuelas. Sus amigos lo llamaban
Chuck Wagon.
Ligó con ella en una barbacoa de Liberty. La trajo de vuelta a
Houston en su Thunderbird rayado como una cebra, y tomaron unas
copas en el Longhorn Grill.
—¿Así que eres de Los Ángeles? —Su conversación era tan
plana y estéril como una pradera—. Es un pueblo movidillo de puta
madre. Ahora tenemos oficina allí. Todo el piso de un edificio en
Sunset Boulevard. Fui allí el mes pasado. Volé a San Diego y me
dije, «Bueno, qué demonios, más vale que suba a Los Ángeles y
que vea un poco de acción». Me quedé dos semanas y media. Me
alojé en el hotel Beverly Wilshire. Vi una movida de puta madre. Las
paredes no paraban de temblar. «¿Qué es eso?», le pregunté a un
muchacho del ascensor. «Un terremoto», me contestó. «Un día de
estos la ciudad entera se va a partir por la mitad como una sandía.»
¡Y, toma ya! ¡Abajo, en el vestíbulo, va y se cae al suelo un enorme
pedazo del techo! Me dije: «¡Eh!». Subí a un taxi y me dirigí volando
a la oficina. Sin embargo, allí estaba todo en orden, excepto… ¡Eh,
camarero! ¡Dos más aquí, por favor! Excepto todas las ventanas,
que estaba hechas polvo. Nos costó mil quinientos dólares instalar
nuevos cristales. Los Ángeles; no, gracias. Nueva York es mi ciudad.
¡Ése sí que es un lugar de primera! ¡Cualquier cosa, a cualquier
hora, en cualquier lugar! «Nueva York y Los Ángeles», solía decir mi
padre. «Dos apoyalibros para el vacío.» ¿Qué es esto que fumas?
¿María? ¿Gitanes? Déjame probar uno. —Luego su atención vagó
hacia el otro lado de la habitación, hasta una chica sentada en el bar
con un vestido con la espalda al aire—. Discúlpame —le dijo. Y fue
hacia ella.
Y así es como sucedió; de una forma casual y cruel.
Comenzaron a reírse juntos. Él la invitó a una copa.
Joanna esperó a que él regresara a la mesa. No lo hizo. Se
quedó allí sentada durante tres cuartos de hora. Él ni siquiera la
miró una sola vez. Simplemente se olvidó de que estaba allí. Los
labios se le habían puesto blancos de la rabia. Pidió otro coñac. Las
parejas que estaban sentadas en las otras mesas la miraban
sonriendo.
El Ojo también la observaba, esperando que no se emborrachara
y montara un escándalo. No lo hizo. Simplemente se marchó.
Y pasó página.

Señora del amor en la autopista,


señora del amor en el camino apartado,
señora del amor, es que nunca vas a salir a mi encuentro
en las largas, largas carreteras solitarias.

Viajó por Louisiana, Mississippi, Alabama, Georgia y Carolina del


Norte, soltando un par de miles en cada parada en clubes de juego
y mesas de poker entre bastidores y, de vez en cuando, en
hipódromos. ¿Cuánto dinero le quedaba? El Ojo no estaba seguro.
¿Cuánto le quedaba de cualquier cosa? ¿Cuánto ánimo y energía?
¿Cuánto aguante? Él observaba espantado mientras el abismo se
abría ante ella.
Se le averió el coche en Burnsville, N.C., y repararlo costó
cuatrocientos dólares. Se quedó en la ciudad de Linville intentando
su vieja travesura del autostop en el Blue Ridge Parkway;
simplemente no funcionó. El primer día se quedó en la cuneta de la
autopista durante tres horas. Pasaron cientos de coches. Ninguno
paró. Comió en un café de camioneros, luego, por la tarde, regresó
a la carretera y se quedó allí hasta las nueve moviendo el dedo
gordo como una autómata.
El segundo día llovió. Un gorila que llevaba un Alfa la recogió, la
condujo a un descampado cerca de Deep Sap e intentó violarla.
Consiguió librarse de él sólo con un ojo morado y una lentilla
perdida y anduvo bajo el azote de la tormenta hasta Bloming Rock,
donde tenía aparcado su coche. Se pasó una semana en cama con
gripe, leyendo Homeward, Angel, de Thomas Wolfe.
Cuando se marchó a Carolina del Norte llevaba gafas. Fue a
Virginia, vendió su coche en Portsmouth, intentó cobrar un cheque
falso en un banco en Virginia Beach, pero en el último minuto le
entró pánico y huyó. En mayo su patrona la expulsó de la pensión
de huéspedes en Norfolk, y le embargó el equipaje.
En Newport News comenzó a birlar en las tiendas: robaba jabón,
pasta de dientes, sopa enlatada y peras en los supermercados. Sólo
la pillaron una vez… intentando mangar una botella de scotch. El
dependiente la dejó marchar; incluso le permitió quedarse con la
botella. Durante días estuvo atontada por la bebida, durmiendo en
coches aparcados y en las casetas de baño de la playa. Una azafata
de Pan Am que estaba de vacaciones ligó con ella en Hampton, y
durante tres semanas vivieron juntas en un camping de caravanas.
Cuando la azafata regresó a su trabajo, Joanna subió en un barco
con rumbo a Yorktown, donde vivió en una choza abandonada en
las dunas, manteniéndose limpia a base de baños de mar. Robó un
vestido en un tendedero y un par de tejanos en un velero anclado en
la bahía.
En Williamsburg la policía no la molestó, ya que en pleno verano
la península era un hervidero de vagabundos. Se mudó a un viejo
cobertizo en el río James. El Ojo no sabía qué hacer por ella.
Compró una caja de comestibles y por la noche la dejó en el
embarcadero, pero dos chicos que pasaban en una canoa
arramblaron con todo. Otra noche dejó caer una pila de tarjetas de
crédito en el buzón del cobertizo, pero Joanna nunca lo abrió.
Luego su conducta se volvió extraña, y comenzó a vagar por las
calles durante horas y horas cada día, yendo a ninguna parte,
deambulando simplemente, una manzana arriba y otra abajo, con la
espalda encorvada, atisbando en las cunetas y entre los matorrales.
Aquellos paseos interminables lo asustaron. ¡Parecía una loca! No
podía entender qué estaba haciendo.
Una tarde encontró una moneda de veinticinco centavos, y
finalmente comprendió.
¡Estaba buscando dinero!
En la siguiente excursión se las arregló para dejar caer un billete
de cien dólares en la acera frente a ella. Cuando lo vio, no se lo
podía creer. Se quedó traspuesta un instante, luego lo agarró
rápidamente y salió corriendo, huyendo como un atracador de
bancos al otro extremo de la ciudad.
En vez de gastárselo todo en bebida, como él pensó que haría,
se cortó el cabello y se compró una falda nueva, una blusa y un par
de zapatos.
Fue a Richmond y consiguió un empleo; de hecho, diversos
empleos, trabajando durante algún tiempo en un ultramarinos, luego
en una tintorería, en una tienda donde todo vale cinco o diez
centavos, como camarera en un restaurante de coches, y
finalmente, en el hotel del Ojo.
Vivía en una habitación barata de pensión situada en una
callejuela, y en sus días libres iba al cine o a la biblioteca pública.
Leyó La buena tierra, de Pearl Buck, Death Comes for the
Archbishop, de Willa Cather, Barren Ground, de Ellen Glasgow, y El
corazón es un cazador solitario, de Carson McCullers. De vez en
cuando iba a la piscina, pero nadar parecía fatigarla esos días. Dejó
de beber, luego empezó otra vez, luego lo volvió a dejar.
Envejeció.
Igual le sucedió al Ojo. Ahora llevaba gafas, y estaba plagado de
reumatismo y ciática, y tenía una hernia. Mientras ella trabajaba en
el hotel, él se pasaba todo el día abajo, en el vestíbulo, sentado en
un sillón confortable, haciendo crucigramas y chismorreando con el
detective de la casa y con los botones. Pensaban que era un
dentista retirado de algún lugar del norte, de paso por Richmond,
que iba a visitar a sus nietos. Empleaba su propio nombre y su
tarjeta de crédito, así que no tenía por qué esconderse. Disfrutó del
reposo. Siempre sabía dónde estaba ella, no tenía nada más que
hacer que esperarla. Ella pasaba por una de sus temporadas
abstemias, y él sabía que estaba ahorrando, así que no había razón
alguna —al menos, por el momento— para esperar lo peor.
Una mañana oyó por casualidad a dos viajantes de comercio
bravucones discutir sobre ella durante el café del desayuno.
—¿Qué piensas de esa doncella del piso diez para arriba? El
corte de pelo que lleva me excita.
—Parece un basurero disfrazado de mujer.
—Estaría bien si se arreglase un poco, tiene buenas piernas y un
cuerpo hermoso.
—¡Pero de qué me estás hablando!
—La próxima vez que la veas échale un vistazo de cerca. Chico,
hace una tarde lluviosa de mierda. Ayer entró en mi habitación justo
cuando salía de la bañera y la dejé que me viera el churro y las
canicas. Ni se inmutó.
—¿Qué es lo que hizo?
—Nada. Pero ya sabes, si un tipo en cuestión la agarrara, la
tirase en la cama y le arrancase las braguitas…
—¡Yujuuu!
—Probablemente no diga nada, ¿no? Probablemente tenga
demasiado miedo a perder el trabajo para armar un jaleo por eso.
—Probablemente incluso lo busque.
—Adelante. ¿Quieres que lo intentemos?
—¿Los dos?
—Claro. Primero uno y luego el otro.
—¡Yujuuu!
El Ojo salió y compró dos papelinas de caballo a un camello que
operaba alrededor del mausoleo de Edgar Allan Poe. Forzó el cierre
de una de las habitaciones de los viajantes y ocultó la mercancía en
un zapato del armario. Más tarde tuvo una charla con su amigo, el
detective de la casa.
—Dime, ¿conoces a esos dos viajantes que están siempre
pavoneándose en el bar?
—Sí, son un coñazo. Viejos delincuentes juveniles.
—De todos modos, ¿qué es lo que venden?
—No lo sé. Plásticos o algo así.
—¿No andan metidos en el negocio de municiones?
—¡El negocio de municiones! ¿Qué te hace pensar eso?
—Bueno, esta mañana les escuché indiscretamente en la
cafetería… Ellos no sabían que yo estaba oyendo… En realidad no
quería, simplemente no pude evitar oír lo que estaban diciendo…
—¿Sí?
—Hablaban sobre dinamita y TNT, y uno de ellos dijo que era
demasiado peligroso guardar toda la pólvora en el hotel. Dios, pensé
que a lo mejor tenían bombas o alguna cosa en sus habitaciones.
—¿Sí? ¿Dinamita? ¿TNT?
—Eso es lo que pensé que decían. A lo mejor entendí mal.
—¿Estás seguro de que no era STP? ¿O DMT?
—Podría ser.
Esa noche los dos viajeros de comercio fueron detenidos por
tenencia ilícita de drogas.
Unos días más tarde, el detective de la casa se le acercó en el
vestíbulo, temblando de la excitación.
—¿Has visto a ese tío que se acaba de marchar?
El Ojo estaba tomando un nuevo tipo de aspirina, y sus dolores y
malestares sólo le atenazaban cuando se movía. Había estado
sentado junto a la ventana, observando la lluvia y dormitando
felizmente, soñando con el pasillo. Se despertó de mal humor.
—No. ¿Qué tipo?
—Un federal.
—¿Un qué?
—Del FBI, inspeccionando a todo el que está en el hotel.
El Ojo bostezó.
—¿A quién busca?
—A un asesino sospechoso. —El detective le enseñó el póster
de Joanna—. A esto le llaman un retrato robot. Está hecho a tiras;
ves: cabello, ojos, nariz, boca y barbilla.
—El asesinato más informe, horrendo y monstruoso.
—¿Cómo?
—¿Está ella en el hotel?
—No. Pero sí está en Richmond, te apuesto un huevo a que la
cogerán. De esos tipos no te puedes andar escondiendo mucho
tiempo.
Esa tarde el Ojo visitó la pensión de Joanna, un viejo y mohoso
edificio de ladrillo junto a la ribera. (Durante el asedio de
Petersburgo, el cuartel general de Robert E. Lee había estado
emplazado abajo, en la misma calle. Todos los coches aparcados
junto al bordillo llevaban banderas confederadas en los
parachoques.) La pequeña mujer con cara de caniche que
administraba la casa lo recibió en un salón húmedo lleno de caballos
de bronce metidos en campanas de cristal.
—Del FBI. —Le enseñó una insignia—. Estamos tratando de
localizar a una señorita llamada Nita Iqutos. ¿Es uno de sus
huéspedes, señora?
—No, señor —le ladró—. En esta casa no vive ningún refugiado
de la justicia.
—¿Hay alguien aquí de Los Ángeles?
Pareció sobresaltarse.
—¿Por qué? Sí… la señorita Vincent es de Los Ángeles.
(Joanna había estado utilizando su viejo alias de Los Ángeles;
tenía una cartilla de la seguridad social a ese nombre).
—¿Puedo hablar con la señorita Vincent, por favor, señora?
—Está en el trabajo.
—¿Cuándo volverá a casa?
—A las siete y media.
—Podría decirle que volveré a las… —Echó un vistazo a su reloj
—. No, no puedo volver esta tarde. Dígale que volveré mañana por
la noche alrededor de las ocho. Gracias, señora.
Pagó la cuenta de su hotel, se despidió del detective de la casa,
le dio propina a los botones y a las 7:35 cogió un taxi de vuelta a la
pensión. Joanna salió a las 8:10 por la puerta principal, llevando tan
sólo su bolso. Pero iba abultada, y se movía con una pesadez
afelpada, lo cual significaba que bajo su gabardina llevaba puesta
toda su ropa.
La siguió a la estación de ferrocarril. Compró un billete para
Washington.

Vagando, deambulando,
errando, rezando,
voy caminando bajo el sol de abril
por las autopistas, riendo y llorando,
por los caminos laterales, viviendo y muriendo.
Es primavera otra vez en la ruta 61.

Se quedó en Washington un par de meses, viviendo de sus ahorros,


cambiándose el nombre, llevando puesta una peluca, emergiendo
de su caparazón de dejadez, floreciendo otra vez. Y conoció a Yale
Cyril Polk en un baile de granero que hubo en el YMCA. Tenía
sesenta y dos años, era un conservador retirado de la National
Gallery, un soltero campechano y erudito, autor de un libro llamado
Front King Tut to the Mens Room, a Study of Mural Erotica
(Stuyvesant Press, 12,15$).
La llevó al Kennedy Center a ver Aida, Der Fliegende Holländer,
y la obra Tis Pity She’s a Whore, escenificada por el New York City
Ballet. Fueron al cine y a restaurantes chinos, a un festival de
canción folk, a un torneo de ping-pong, a un partido de béisbol y a
un combate de lucha libre de mujeres. Pasaron un fin de semana
juntos (pero en habitaciones separadas) en Ocean City.
Una mujer los siguió hasta allí.
Al Ojo, que en los últimos tiempos no sólo se había convertido en
un ser reumático, sino también en alguien descuidado, le pasó casi
desapercibida. Y cuando finalmente la descubrió, corrió renqueando
a esconderse, insultándose.
Ella se quedó sentada en su coche, fuera del motel, durante dos
noches. Cuando Joanna y Yale Cyril Polk fueron a pasear por el
camino de la playa, ella los espió tras las dunas. Cuando bailaron,
cenaron, jugaron al dado mentiroso en un bar, ella los observó tras
los ventanales. Cuando condujeron de vuelta a Washington, ella los
siguió todo el camino a un kilómetro de distancia.
Tenía cincuenta años, era guapa, vivaracha y furiosa. Fue su
rabia lo que convenció al Ojo de que de ninguna manera podía
tratarse de un agente del FBI. Demasiado tensa. Le siguió la pista
hasta una casa de apartamentos en Laurel. Se llamaba Maybelle
Danzing. Era profesora de matemáticas en una escuela preparatoria
de Rockville. Hasta hacía pocas semanas había sido la novia asidua
de Yale Cyril Polk. Los guasones de D.C. los llamaban Mamá y
Papá.
El radar del Ojo, tras un largo sueño, resoplaba como una tetera,
recogiendo avisos de tormenta en todas partes. Robó una de sus
cartas de amor del buzón de Yale Cyril.

Pobre y patético Lotario:


Estate bien seguro de una cosa, que eres mío, todo mío, y lo digo en serio, tú sabes,
Yale, que yo no bromeo a la ligera con estas cosas, y que no permitiré que esa vulgar
mujerzuela se interponga entre nosotros. Yo sé que tienes un «mirar inconstante», lo cual
siempre me ha divertido, pero esta última escapada es demasiado infame como para ser
expresada en palabras y no voy a tolerarla. Puedes estar seguro de una cosa, yo no soy de
esa clase de mujeres de las que uno simplemente se «deshace»; ¡no, señor! Mi difunto
marido, que en paz descanse, probablemente se esté «revolcando en su tumba» ante el
espectáculo de mi humillación. ¡Pero tú puedes tener por segura una cosa, que tu crueldad
no va a quedar impune, y habrá un ajuste de cuentas!
MAYBELLE

Una tarde calurosa de mayo, Yale Cyril retiró ocho mil dólares de su
cuenta bancaria. Recogió a Joanna en la calle K y fueron por el
Potomac hacia Harpers Ferry, donde los casó un juez de paz.
Cenaron en Frederick. Iban a pasar la noche de bodas en un motel
cerca de Westminster; luego irían en coche a Filadelfia y a Nueva
York.
No obstante, hubo un cambio de planes. Maybelle Danzing los
estaba esperando en el motel. Llegó la hora de ajustar cuentas.
Traía consigo una Lüger.
—¡Te quiero! —chilló.
Y disparó a Yale Cyril, una vez en la pierna y otra vez atrás, en el
hombro. Disparó a Joanna, haciéndole un agujero en la maleta. A un
hombre que salía de uno de los apartamentos para enterarse de lo
que ocurría, le alcanzó una bala perdida en la cadera. Otra bala
mató a un perro policía que ladraba.
—¡Te quiero! ¡Te quiero! —chilló una y otra vez, y se intentó
pegar un tiro en la sien, pero se le encasquilló la pistola.
Joanna consiguió escapar en el coche de Yale Cyril. Condujo a
Baltimore, abandonó el coche, tiró su peluca y anduvo hasta la
terminal de autobuses Greyhound.
Se quedó sentada en la sala de espera durante horas, con la
mirada fija en el suelo.
La lluvia comenzó a golpear en los cristales. Abrió su maleta,
sacó una gabardina y se la puso encima de su traje de boda.
Luego compró un billete para Trenton, N.J.
17
ERAN LAS TRES de la mañana cuando salió del autobús. Metió su
maleta en una taquilla de la consigna y se fue andando por las
calles vacías hacia State & Broad. Se detuvo en la esquina, mirando
a uno y otro lado.
El Ojo se metió en un portal, a media manzana de ella.
¿Y ahora qué vas a hacer, Joanna?
Subió andando por East State, pasó delante del edificio de Bell
Telephone y de la oficina de correos, giró y bajó por Clinton hacia la
estación de ferrocarril. Allí había un restaurante abierto toda la
noche; se comió un sándwich y se bebió una taza de café.
Me voy a casa.
Se dirigió andando a la calle Tyler.
Todas las casas habían desaparecido. El bloque entero era un
vasto cráter lleno de altas grúas que sobresalían en la oscuridad
como cuellos de dinosaurios. Un foco iluminaba un cartel en el que
se leía BATTLE MONUMENT PARK, 4000 APARTAMENTOS, 20 000 ÁRBOLES.
¡Mierda! Entonces se echó a reír. ¡En la casa de mi padre hay
muchos hogares!
Regresó a la terminal a por su maleta. Por la mañana se alojó en
una pensión en Yard Avenue. Por la tarde buscó trabajo, y se colocó
de camarera en The Hessian Barracks.
El Ojo se sentó en su sitio habitual cerca de las ventanas que
daban a la calle. Abrió el menú.

PRUEBE NUESTRO ESPECIAL 13


ORIGINAL DESAYUNO COLONIAL
PRUEBE NUESTRA ENSALADA
DEL MARQUÉS DE LAFAYETTE.

Ya las había probado ambas. Eran vomitivas.


Había ocho camareras, dos a cada lado del restaurante; vestían
uniforme de granaderos Hessian, pequeños tricornios sujetos a unas
pelucas con un alfiler, botas altas hasta la cadera y minifalda. La
media docena o más de mesas que había en la esquina de la sala
pertenecían al sector de Joanna.

PRUEBE NUESTRA TERNERA ASADA


BATALLA DE TRENTON
PRUEBE NUESTRO CRUCE DELAWARE:
PAN DE MAÍZ DE PANADERÍA
CON GALLETAS SALADAS.

Ella salió de la cocina y atendió a una pareja que estaba sentada


frente a él.
—¡Eh, chata! —la llamó alguien—. ¿Qué pasa con nuestros
cafés?
—Sí, señor. —Tiró la cuchara. Llevaba puestas las gafas. Tenía
la peluca ladeada y el tricornio desprendido. Parecía una caricatura
de Betsy Ross.

PRUEBE NUESTROS
PANQUEQUES DE MANZANA DE 1776.
PRUEBE NUESTRO BRUNCH ESPECIAL
DEL VIVAQUE DE MERCER COUNTRY.

—Señorita, señorita —pidió una mujer—. ¿Me puede dar otra


servilleta, por favor?
—Sí, señora.

PRUEBE NUESTRAS BEBIDAS DE LA PRIMERA LUZ DEL ALBA, POR 1,50$

Tiró un cuchillo.
—¡Guapa! —bramó un hombre—. No quiero meterte prisa ni
nada por el estilo, pero llevamos aquí sentados casi un cuarto de
hora.
—Sí, señor.
Finalmente se acercó a la mesa del Ojo.
—Buenos días.
—Buenas. —Manoseó torpemente el menú—. Tomaré el… el…
uhh… los huevos con salchicha y hierbas.
Empezó a temblar como un ahogado otra vez. Era su enésima
comida en aquel lugar, pero siempre que ella se ponía a su lado, le
entraba el tembleque. Con el tiempo, como le ocurría siempre, los
temblores se calmaban, gracias a Dios.
Era junio. Las ventanas estaban abiertas. El sol le calentaba la
palma de las manos. ¡Dios! ¡Ella llevaba trabajando en el jodido
comedor dos semanas, no, más tiempo, dieciocho días!
¿Qué es lo que estás haciendo, Joanna?
Esperando.
Tiró una pila de menús al suelo.
¿Esperando qué?
Esperando. Esperando.
Recogió los menús.
Esperando…
La encargada llegó aprisa y corriendo a la mesa del Ojo. Era
regordeta, melindrosa y maternal, y parecía estar siempre al borde
de una crisis.
—Estamos hasta los topes —se quejó—. ¿Le importaría mucho
compartir la mesa?
—En absoluto —respondió el Ojo.
—Muchísimas gracias. —Se volvió y llamó—. ¡Aquí, tenientes!
Dos hombres atravesaron la habitación y tomaron asiento junto a
él. Eran delgados, fríos, con el cabello corto. Vestían trajes
andrajosos. Uno de ellos necesitaba un afeitado.
—Gracias. —El teniente esbozó una sonrisa. El Ojo saludó
cortésmente con una inclinación de cabeza. Cogieron los menús y lo
ignoraron.
¡Policías!
Cerró la emisión de su radar y le echó la llave. Si comenzaba a
retransmitir señales, él sabía que ellos captarían las vibraciones.
Eran unos profesionales, veteranos tan afinados ante las ondas
como lo era él. Apagó todos los interruptores, diales y botones.
—¿Por qué estaba el sargento tan excitado? —preguntó Mejillas
Peludas.
—Por esos yonquis que ha agarrado en la calle State —murmuró
el teniente—. Uno de ellos sólo tenía once años.
—Dios mío.
—Su padre es profesor del Junior Three.
—¿Comes aquí a menudo?
—De vez en cuando. Desde que cerraron lo de Louis no hay
mucho donde escoger.
El Ojo miró por la ventana. Tenía que decir algo. Si no lo hacía lo
notarían. Un espectador inocente simplemente no se quedaba ahí
sentado, más callado que un muerto. Tendría que intentar entablar
una conversación y dejarles que se lo quitasen de encima.
—Un día muy bonito —señaló. Le sonrieron cansadamente—.
Trenton es una ciudad adorable. ¿Ustedes viven aquí?
—Sí.
—Yo estoy sólo de paso. Mi hijo está en Princeton. Subo a verle
y…
Joanna se acercó a la mesa y ellos pidieron. El Ojo le pidió una
pera. Se alejó, chocándose con otra camarera.
—¡Cuidado! —gritó la chica.
—Perdón —jadeó Joanna.
Entró volando en la cocina. El teniente la observó, soltando una
risita sarcástica.
—Una chavala muy atractiva —comentó arrastrando las
palabras.
—Espléndida —se mofó el otro—. ¡Ese uniforme! ¡Es que es
demasiado!
Engulleron su comida y se marcharon. El Ojo se comió la pera y
se bebió dos tazas de café. Cuando ella vino a recoger los platos le
susurró.
—Los policías siempre me ponen nervioso.
Ella le miró.
—¿Qué?
—Esos dos; eran policías.
Ella se encogió de hombros, indiferente.
—¡Cojones! —No reaccionaba. Se reclinó en la silla y miró con
fijeza el menú.

PRUEBE NUESTRO MELÓN DEL DÍA


DE LA INDEPENDENCIA CON OPORTO Y
POMELO BRASEADO CON MIEL DE TRÉBOL.

Tenía que sacarla de allí. ¿Cómo?

PRUEBE NUESTRO STRUDEL


DEL SOLDADO HESSIAN.

¡Qué se jodan! ¿Cómo?

PRUEBE NUESTROS PLATOS FRANCESES


DE PESCADO YANKEE DOODLE.
Filets de solé aux raisins à la Thomas Jefferson.
Médaillons de colín à la Ben Franklin.
Brochet grillé à la John Hancock.

Sólo había una manera de hacerlo.


Cogió un tren a Camden y compró un coche: un Porsche de la
Edad de Piedra con una lavadora por motor que sonaba como una
carraca. Lo pagó con dinero, sin molestarse en usar una de sus
falsas tarjetas de crédito del Bank American. Eso resultó ser una
afortunada inspiración, que más tarde lo libraría de una detención,
cuando la policía investigó la identidad del propietario del coche.
Lo condujo de vuelta a Trenton, y se mudó a un motel en la
autopista de peaje de Washington Crossing.
Luego alquiló otro coche, un Chevette, que también llevó al
motel.
Compró seis balas de fogueo en una tienda de artículos
deportivos en Greenwood Avenue, y las metió en el cargador de su
45.
Fue al National Bank en la calle Broad, y sacó mil dólares en
cheques de viaje. Lió el dinero en un fajo de veinte billetes de
cincuenta y lo metió en un maletín.
Luego regresó al The Hessian Barracks para cenar.

Joanna pasaba y volvía a pasar transportando bandejas y menús.


La saludó con la mano pero ella no lo vio.
Abrió la maleta, sacó el fajo de billetes, aparentó esconderlos
mientras contaba. Los volvió a contar. Luego, otra vez. Y otra.
Finalmente ella se acercó a él, quitándose las gafas y
pellizcándose la nariz.
—¿Qué tomará esta noche? —preguntó indiferente.
—No me importa. —Sostuvo el fajo en ambas manos, como una
ofrenda—. Nada de nada. Yo… —Estaba temblando. Levantó la
vista. Ella miraba por la ventana. Vio cómo su garganta salía del
cuello abierto del uniforme. Vio la curva que describía el colorete en
sus mejillas. Vio sus ojos verdes que resplandecían sobre él, más
allá de él, fuera de él. Bajó la vista y vio su mano en la mesa, el
dedo torcido justo a su lado.
Ella se puso las gafas y pestañeó.
—Discúlpeme…
—¿Y qué tal una tortilla? —Dejó caer los billetes de nuevo en el
maletín—. Una ensalada o algo así.
—Claro. —Él colocó el maletín en una silla vacía—. Muy bien.
Se alejó andando. Se detuvo, miró la silla por encima del
hombro.
¡Vaya!
Hacia las ocho todas las mesas estaban llenas. Entró el agente
solo. Se sentó en el extremo opuesto del salón.
—Ha vuelto —dijo.
—¿Quién?
—El policía.
—¿Quiere pedir ahora su postre?
Esperando, susurró. Esperando…
La puerta de la cocina se abrió de par en par, tirando al suelo
una garrafa que llevaba en la mano, que se rompió en pedazos.
Un fanfarrón gritó:
—¡Dele otra vez!
Ella le trajo su ensalada. Intentó hablar con ella. Pero no pudo.
Todas las mesas estaban llenas. Se estaba formando una línea
tras el cordón de entrada.
Ella le sirvió otra ensalada, recubriendo la mesa con una jungla
de lechuga.
—¿Dos por el precio de una? —comentó irónico.
—¿El qué? —Miró con una expresión vacía las dos fuentes
enormes—. Oh, disculpe…
—No pasa nada. Me las comeré las dos. Me muero de hambre.
—Se tragó la verdura con la boca llena—. Estoy famélico.
Trepó a la punta del rascacielos y miró hacia abajo cómo se
movían los microbios a miles de kilómetros de distancia. Casi vomitó
del vértigo. Luego saltó al vacío.
—¿A qué hora termina de trabajar? —le preguntó.
Ella simplemente se quedó ahí parada.
—¡Camarera! —chilló alguien—. ¡No tengo nada de mostaza!
—Sí, señor.
Y se alejó.

El teniente saltó de su silla de un brinco y alzó la mano como un


árbitro. El Ojo se volvió. Dos hombres y una mujer estaban de pie en
la entrada.
Se volvió y miró por la ventana; se le encogieron los cojones
como si se los hubieran puesto en remojo en agua helada.
Uno de los hombres era Abdel Idfa. El otro era…
—¡Eh! —rebuznó alguien en la mesa de al lado—. ¿Ése no es
Duke Foote?
Claro que era Duke Foote. ¿Quién si no podía ser? Vestía
pantalones de gacela, una chaqueta Buffalo Bill, botas de serpiente
y un sombrero John Wayne.
—¿Qué hay? —cantó a la tirolesa. Y él y Abdel escoltaron a la
mujer a la mesa del teniente.
Ella iba vestida con un traje RAF azul de lana muy simple y una
cinta en el cabello haciendo juego; llevaba un bolso de cáñamo de
rayas. Un medallón de plata con su signo del zodíaco colgaba de su
cuello.
Era la doctora Martine Darras, de Boston.

El Ojo los observó helado de espanto. Se negó a aceptar que eso


estuviera sucediendo. Era demasiado desolador. Ningún otro
desastre podía ser tan colosal.
Se estaban dando la mano con el teniente y se sentaron a la
mesa como viejos amigos. A sus espaldas, cubriendo la pared
entera desde el suelo hasta el techo, había un brillante mural en el
que estaba pintado George Washington cruzando el Delaware con
una flota de chalupas llenas de fusileros continentales con el
uniforme hecho jirones.
Los soldados encerraban la visión de la mesa, alzándose sobre
ellos como un ballet de locos inválidos.
—¿Duke Foote? —estaba preguntando alguien—. ¿Ése no se
casó con Michelle Phillips?
—No —intervino alguien más—. Usted está pensando en Denis
Hooper.
—Bueno, ¿no estaba en los Mamas & The Papas?
—¿Denis Hooper?
—¡No, Duke Foote!
—No, Duke es un cantautor.
Joanna salió de la cocina transportando una bandeja con platos
de helado. El Ojo se acobardó. ¡No tires nada, Joanna…! ¡Por favor,
no se te ocurra hacer ningún ruido… por favor!

No lo hizo, pero otra camarera que pasaba tiró una sopera metálica,
y ésta rebotó en el suelo produciendo un gong del demonio. Todas
las cabezas se volvieron.
¿Viejos amigos? Bueno, ¡mierda! ¡A lo mejor lo eran! Qué coño,
quizá la situación no era más que una coincidencia grotesca, una
loca colcha de azares que hubiera sido cosida por una costurera de
destinos colocada. Sí, ¿por qué no? Iban todos juntos a Princeton,
se reunían una vez al año en Trenton para cenar con antiguos
alumnos… o quizá la doctora Darras fuera la psicóloga de Duke, y
Abdel Idfa, el árabe mamón, era su novio y esa noche estaba en la
ciudad para oír un concierto country western de Duke… y Duke era
el sobrino del teniente o el teniente era el tío de Martine o algo así…
y Abdel se había metido en el negocio discográfico y había
contratado a Duke para que le grabara unos álbumes, y
simplemente estaban todos picando algo juntos antes de ir al
concierto…
¡Oh, Dios! Casi se relajó, todo el horror del desastre lo
anestesiaba. ¡No, Jesús! Eso era a todas luces un montaje del FBI.
Ahora saldría un federal del escondrijo y los cinco irían a… ¡Sí! Ahí
estaba, empujando entre la gente: el mismo andrajoso follamadres
con el que él había comido. ¡Ahí estaba! Ahora iba bien afeitado y
llevaba una camisa bien limpia, aunque seguía teniendo un aspecto
sucio de no lavarse.
De acuerdo. Aquí se acabó. ¡Formidable!
¡Washington estaba al otro lado del jodido Delaware! ¡Los
Hessian estaban rodeados!
Duke estaba aquí para identificar a Nita Iqutos de Nashville. Y
Abdel Idfa, el condenado sapo, podía identificar a Dorotea Bishop de
Chicago. Y Martine a Joanna Eris, del campo de concentración de
White Plains. ¡De hecho, por Dios, ella también podía identificarlo a
él! Todo lo que tenía que hacer era girar la cabeza y mirar en su
dirección y…
Joanna estaba de pie junto a él.
—Salgo a las nueve y media. —Depositó su postre en medio de
las hojas de la ensalada.
Él miró su reloj. ¡Sólo eran las 8:30!
—¿No puede salir antes? —le preguntó.
—¡Querida! —se quejó una mujer en la mesa de al lado—.
¡Muñeca, tú me debes de estar tomando el pelo! ¿Dónde están mis
almejas?
—Señorita, ¿no tiene usted ninguna influencia en la cocina? —
bromeó alguien más.
—Espéreme fuera —murmuró Joanna. Y se alejó a todo correr.

¡Tenía que pasar una jodida hora!


El Ojo observaba el quinteto en la esquina del fondo de la
habitación. No la habían visto. Ni a él tampoco. El lugar estaba
demasiado lleno y estaban sentados en la esquina inadecuada.
Martine encendió un cigarrillo. Duke firmaba autógrafos en los
menús. El teniente mascaba su filete, Abdel y J. Edgar Hoover
bebían vodka con naranja.
Se había retrasado sólo por una noche. ¡Era exasperante! ¡Ayer
hubiera sido perfecto! ¡Perfecto! Estaba violentándose por el
capricho y la demoledora inconsistencia de la rueda de la fortuna.
¡Que se jodan!
8:40.
Era cierto, había rachas de suerte ganadoras y había rachas
perdedoras, y cuando te caía encima un maleficio no había nada
que hacer. ¿O sí?
Consideró una serie de formas desesperadas de resolver el
mierdoso punto muerto al que habían llegado. Vio una caja de
fusibles junto a la esquina del váter. A lo mejor podía fundir todas las
luces, ir a la cocina y sacarla clandestinamente por la puerta
trasera… Sí, ¿y luego qué? También podía caer como una fiera
encima de la multitud disparando con el 45 balas de fogueo. Eso
haría que aquellos gilipollas salieran en desbandada como si fueran
novillos, en todas direcciones, y él podría cogerla y correr como un
loco… Pero ¿correr adónde?
El teniente y esa pequeña rata de federal tendrían todas las
salidas de Trenton cerradas en menos de diez minutos.
Necesitaba al menos tres horas… dos horas… de acuerdo, una
hora, una hora para sacarla de aquí y de la ciudad. ¡Además,
primero tenía que echar una meada!

—Es ésa —susurró el federal.


Martine atravesó con la vista la habitación.
—¿Dónde?
—Allá, junto a la cocina.
—¿Pero qué demonios es un plato francés de pescado Yankee
Doodle? —preguntó Abdel Idfa.

El Ojo se levantó y comenzó a andar hacia el servicio de hombres.


La encargada lo detuvo.
—¿Se marcha usted, señor?
—No, simplemente voy al…
—¡Es que estamos completamente abarrotados esta noche! ¡Es
espantoso! ¡Ya no hay más mesas disponibles! ¡Nunca he visto
nada igual!
—Yo tampoco.
Llegó hasta la caja de fusibles, luego cambió de opinión. ¡Joder!
Volvió a su mesa y se sentó; cada nervio del cuerpo le chirriaba.
Eran las 8:50.
—¡Ésa no es Joanna Eris!
—¡Por favor, baje la voz, doctora! —El federal se volvió al
teniente—. ¿Tenéis a alguien vigilando su casa?
El teniente asintió con la cabeza, masticando un trozo de
empanada.
—Le digo que no es ella —insistió Martine.
—Tenemos razones para creer que lo es, doctora Darras.
—¿Cuál de ellas se supone que es? —Duke emergió de su silla
y miró alrededor.
—¡Siéntese, señor Foote! Ya se la indicaré luego.
—Como iba diciendo —parloteó Abdel mientras mordisqueaba
su solé aux raisins a la Thomas Jefferson—, simplemente no les
puedo asegurar categóricamente que sea capaz de reconocer a esa
mujer después de todo este tiempo.
—Nos damos cuenta, señor. Sólo queremos que le eche un
vistazo.
—Bueno, yo estoy más seguro que el demonio de reconocer a la
vieja Nita. —Duke cortó una tajada de su asado—. Usted limítese a
traérmela aquí.
—¿Está usted seguro de que estoy mirando a la chica correcta?
—preguntó Martine—. ¿Ésa de ahí, con gafas?
—Sí.
—Ésa no es Joanna. —Negó con la cabeza—. No.
—¿Cuál? —se volvió Duke—. ¿Dónde? ¿Quién?
—Ahí, junto a la puerta.
—¿Ésa? —abucheó Duke—. ¿Ustedes están delirando o qué?
¡Eso de ahí no es Nita!
—¡Basta ya, Duke! —gruñó el teniente—. Deje de gritar.
—Dese la vuelta, señor Foote —murmuró el federal—. No se la
quede mirando.
—Yo no la veo desde aquí. —Abdel se dio unos golpecitos con la
servilleta en los labios—. ¿Pedimos más vino?
Entonces Martine miró entre la gente y vio al Ojo.
9:05.
Toqueteó el Trenton Times, abriéndolo torpemente de un tirón,
desgarrándolo casi en pedazos. Leyó el horóscopo de Joanna.

Saque ventaja de este período de plenitud y dicha. Usted es una de las personas
afortunadas que no pueden hacer el mal. Todo lo que hoy toque se convertirá en oro.

¡Oro! Empezó a soltar una risita tonta. ¡Oro! ¡Se estaba riendo como
un idiota! Los comensales de la mesa de al lado le sonrieron. Tragó,
casi se ahogó con la bilis pastosa que le llenó la boca.
¡Dios, iba a vomitar! No, no iba a hacerlo… no, no… ¡Agárrate
bien! ¡No! ¡Tranquilo! ¿Por qué estropearles a todos la comida?
¡Relaja el abdomen! Mantente insensible, comatoso… aturdido.
Bajó el periódico, recorrió con la vista la sala hasta encontrar la
mirada de Martine. Se miraron furiosamente. ¡Estupendo! Ella lo
había descubierto. ¡Plenitud y dicha! Joanna pasó por delante y
sirvió a la mesa de al lado. Un hombre le alargó el menú.
—¿Le puede pedir al señor Foote que me firme esto? —Deslizó
en su mano una moneda de veinticinco centavos.
—¿Qué? —Se lo quedó mirando con expresión ida.
—Duke Foote, allí. —Lo señaló—. Consígame su autógrafo.
—¿Duke Foote? —Parecía atontada.
El Ojo sacó un pañuelo y se enjugó la cara bañada en sudor.
¡Un autógrafo! ¡Eso lo conseguiría! ¡Es el Apocalipsis! ¡La
cámara de gas, el pelotón de ejecución, la silla eléctrica, la ruina, un
estrago total!… Levantó la vista.
La encargada se abalanzó sobre él.
—¡Usted está completamente solo! —le espetó acusadoramente
—. ¿Le importaría…?
—¿Cómo dice…?
—Su mesa…
—¿Mi mesa…?
—¿Le importaría compartirla, por favor? —Hizo señas gritando
—. ¡Por aquí, recién casados!
Un chico y una chica, colorados de la vergüenza, se sentaron
frente a él.
—Gracias. —El chico le sonrió tímidamente.
—Yo me… me… —El Ojo trató de recobrar lo poco que le
quedaba de cordura—. Me iré en un minuto…
—No tenga prisa —le contestó el chico. Sostuvo la mano de la
chica. Ella le tocó el rostro, sonriendo abiertamente,
resplandeciente, en coma de felicidad.
—¡Cielos! —exclamó ella en un susurro—. ¡Es que me comería
un caballo!

Al menos un centenar de personas esperaban ahora tras el cordón


de la entrada, y la encargada volaba alrededor de las mesas,
anonadada. Se abalanzó como una fiera sobre Joanna, que, de pie,
aún sostenía el menú entre las manos y miraba atentamente a su
alrededor con ojos de miope.
—¿Se puede saber qué estás haciendo, chica? —le espetó.
—Este caballero quiere un autógrafo…
—Yo se lo conseguiré. —Y le arrebató el menú.
—¿A qué hora sale del trabajo, teniente? —preguntó el federal.
—A las 9:30. Está mirando hacia aquí. Creo que se ha dado
cuenta de nuestra presencia.
—No importa.
Martine se volvió hacia él.
—Me pidieron que cooperase con ustedes. De acuerdo. Eso he
hecho. Ésta no es Joanna Eris. Puede tomarlo como una
declaración formal. Ahora, quisiera regresar a Boston.
—A su debido tiempo, doctora Darras.
—Quiero que sepan que encuentro todo este asunto deprimente.
Completamente deprimente.
—¿Le apetece algún postre?
—Yo sí tomaré —dijo Abdel Idfa terminando su lenguado—. Creo
que probaré ese fudge helado Declaración de Derechos con frutas y
nueces.
—Ya saben… —comenzó a decir Duke. La encargada le pasó el
menú. Garabateó su nombre en él.
—¡Gracias, señor Foote!
—De nada, señora, de nada. El placer ha sido mío. —Le agarró
la mano y se la besó. Ella cacareó encantada y atravesó la sala
como una flecha—. Saben… —continuó diciendo pensativamente—,
si es la vieja Nita… No digo que lo sea o que no, no como aquí la
doctora… pero si es ella, la verdad es que tengo muchas ganas de
verla. Era una monada de chiquilla.
—Estoy seguro de que la volverá a ver —soltó el federal.
Martine se reclinó en su silla, sujetando el medallón de Virgo,
apretándolo fuertemente entre los dedos.

El Ojo estudió a los recién casados. Tendrían unos veinte años, eran
frescos y limpios, sin cicatrices, sin deslustrar, aún sin contaminar.
¡Dios Todopoderoso! ¿Quién traicionaría al otro primero? ¿Tendrían
una hija? ¿Qué cornucopia de angustia, penas, soledad y repulsión
les habían ofrecido como regalo de bodas los duendecillos del
himeneo?
Eran las 9:20.
—No la detendremos aquí —le susurró el federal al teniente—.
Sólo causaría un alboroto. Esperaremos a que salga. O mejor aún,
en su casa.
—De acuerdo.
—Recuerdo una sola cosa de Dorotea Bishop —les comentó
Abdel Idfa—. Cuando el señor Argyle nos presentó en Chicago, le
pregunté si era virgen. Y me contestó… —Se volvió hacia Martine—.
Discúlpeme, doctora; me contestó: «No meta sus jodidas narices en
lo que no es asunto suyo».
El chico dijo algo. El Ojo se volvió hacia él.
—Perdone…
—Se está comiendo mis rábanos.
—¿Sus qué? ¿No me diga? Perdone. Yo… tengo los nervios
destrozados…
—Yo invito.
—Mi hija… mi hija se escapó de casa y no la puedo encontrar. —
Se los quedó mirando boquiabierto. ¿Por qué había dicho eso?
¡Mierda y corrupción!
—¡Caray! —exclamó el chico.
—¿Está ella en Trenton? —preguntó la chica.
—No lo sé. —Sonrió estúpidamente, arañando con los dedos el
mantel—. Podría ser. Podría estar en cualquier parte, realmente en
cualquier lugar. Hay tantos sitios donde esconderse. Tantos
callejones, callejuelas, suburbios y pueblos pequeños y cruces… y
puertas cerradas… y… y autopistas que se dirigen a todas partes…
—Se le quebró la voz—. Lo último que supe de ella es que estaba…
que estaba en el colegio y ella simplemente… —¡Dios mío! ¡Estaba
llorando! ¡Bendito Moisés! ¡Se estaba desmoronando! ¡Mierda de
mono! ¡Éste era el jodido final!—. ¿Qué hora es? —preguntó
lloriqueando.
—Las nueve y media —El chico parecía desolado—. Pero creo
que mi reloj va retrasado.
—Bien… sí… de acuerdo… —farfulló el Ojo—. Con un poco de
suerte creo que lo conseguiremos. Escuche… —Ellos lo miraron
fijamente—. Les deseo toda la felicidad del mundo. Se lo digo desde
lo más profundo de mi corazón. Déjenme soportar todas sus penas;
denme su pesar y sus pérdidas. Me los llevaré ahora conmigo y
ustedes dos simplemente quédense con las alegrías y las dichas
que les depare la vida. Hasta pronto.
Se levantó y voló.
18
ELLA LO ESTABA esperando en el aparcamiento. Se había quitado
su espantoso disfraz de soldado Hessian y vestía una gabardina
encima de un suéter y una falda. Era el suéter que había comprado
en Filadelfia.
—Querían que me quedase otra hora más. —Se quitó las gafas
y las metió en el bolso—. Les dije que tenía que ver a mi hermano.
—Nunca lo había visto tan lleno. —La condujo hasta el Porsche
—. ¿A qué se debe?
—Es el día D. Esta noche va a haber algo grande en el War
Memorial Building.
Subieron con el coche por West State. Podía sentir su cálido
ardor junto a él. Se forzó a no pensar en ella. Tenía miedo de
venirse abajo otra vez.
—Duke Foote estaba cenando ahí —le comentó él—. ¿Lo vio?
—Sí. —Se puso rígida—. Lo vi.
Sintió que un temblor le recorría el cuerpo. ¡Estupendo! A pesar
de todo, aún reaccionaba. A lo mejor sus instintos de supervivencia
no están tan deprimidos.
—Estaba con esos policías.
—¿Qué policías?
—El teniente o lo que sea que es. Y el otro.
Ahora iban por East State, pero en dirección contraria.
—¿Adónde quiere ir? ¿Qué le parece una copa?
—Con gusto me tomaría una copa. ¿Policía, dijo usted? ¿En el
restaurante?
—Se los señalé.
—¿Lo hizo?
¡Bien! Realmente ahora estaba saliendo. Su miedo era palpable.
Las alarmas se le habían disparado.
—Yo aquí soy forastero. ¿Conoce usted algún bar tranquilo en
algún sitio? —Sus palabras le chocaron. Aborreció el papel que
tendría que interpretar y el diálogo que se vería obligado a entablar
durante el resto de la noche.
—Por favor, bares no. Tengo un aspecto lamentable.
—¿Entonces, le parece bien mi casa?
—Claro.
Giró al norte y subió por el río hacia el Washington Crossing.
Se preguntó si ella le odiaba.

Paró en el patio del motel y aparcó junto al Chevette.


No funcionará, se dijo a sí mismo. Caminaron hacia el
apartamento, dos inválidos de pies y manos actuando en una
producción hortera de Samson et Dalila, un tenor calvo y asmático y
una mezzosoprano sosa que olía vagamente a grasa de cocina.
Abrió el cerrojo de la puerta y pasaron dentro. Encendió las
luces, colocó el maletín y las llaves del Porsche encima de la mesa.
—Creo que tiene el lugar acordonado —comentó él.
—¿Quién? —Se quitó la gabardina. Tenía un agujero en el codo
del suéter.
—La policía. El restaurante. Probablemente vayan a detener a
alguien.
—¿A quién?
—A uno de los clientes que comen allí asiduamente, supongo. O
a alguien que trabaja allí. —Sacó de su maleta una botella de
Martell—. O a lo mejor es que simplemente les gusta la comida.
Ella tomó asiento y cruzó las piernas. Tenía una carrera en la
media. Intentó ocultarla.
Destapó la botella, sacó dos vasos largos del bureau, iba de un
lado a otro de la habitación para no tener que mirarla.
—Esto es todo lo que tengo. ¿Le gusta el coñac?
—¿Coñac? Nunca lo he probado.
¡Excelente! Sirvió dos copas.
—Yo lo he visto antes en algún lugar —dijo ella de repente.
Sintió que se le doblaban las piernas y se sentó en el borde de la
cama.
—¿De veras? Pensé que nunca había reparado en mí. He ido a
ese sitio durante todos los días las últimas…
—No. En algún otro lugar. ¿Ha estado alguna vez…? —Bebió su
copa a sorbos, frunciendo el ceño—. ¿Ha estado alguna vez en
Florida?
—Sí. Un par de veces.
Ella se encogió de hombros.
—Todo el mundo parece familiar. Esto está muy bueno. —Bebió
otro sorbo—. ¿Ha estado alguna vez en Los Ángeles?
—No.
—¿Qué es lo que hace en Trenton?
—Simplemente estoy de paso. ¿Y usted?
—Yo nací aquí. —Se levantó—. Me siento asquerosa. ¿Puedo
utilizar su ducha?
—Adelante.
Se llevó la copa al cuarto de baño. El 45 estaba ahí colgado, en
su pistolera, detrás de la puerta.
Abrió rápidamente su bolso. Contenía sus gafas, un pañuelo
sucio, un rotulador fino, su Hamlet de bolsillo manoseado y varias
bolsitas de azúcar con el nombre de The Hessian Barracks.
Se asomó desnuda a la puerta del cuarto de baño.
—A propósito, me llamo Rita Holden.
—Encantado de conocerla, Rita. —Empujó el bolso detrás de él.
—¿Quién eres tú?
—¿Yo? Oh… nadie en particular. Soy contable.
—¿Me pones otra copa? —Alzó su vaso.
Él cogió la botella de la mesa y fue hacia ella. Ella se tapó el
pecho con timidez.
—¿No quieres hablar de ti?
—No realmente. —Le sirvió un trago doble.
—¿Y qué hay sobre mí? ¿Te cuento la historia de mi vida?
—Naturalmente.
Se volvió a sentar al borde de la cama. Aquí estaría a salvo
durante un rato. Y si conducía toda la noche, los podría perder de
vista. Caerían sobre ella de nuevo tarde o temprano, pero podía
tener varias semanas, meses, incluso un año de gracia.
Ella abrió el grifo de la ducha.
—Mi padre era un famoso ladrón de tiendas —contó en voz alta
—. La Interpol, Scotland Yard y el FBI lo persiguieron durante años.
Pero nunca podían agarrarlo. Era demasiado astuto. Entonces, una
noche… ¿Me oyes?
—Sí. —Escondió el rostro entre las manos. Rita. ¿Dónde había
oído ese nombre antes?
—Entonces, unas Navidades, cayó muerto en unos grandes
almacenes, con los bolsillos repletos de joyas robadas. Así es como
lo pillaron. Finalmente lo cazaron. Pero ya era demasiado tarde.
Simplemente murió. Era Navidad. Lo último que dijo fue «Feliz
Navidad». Y pasó a mejor vida, burlándoles en su castigo.
La noche de Navidad, sí. ¡Santa Rita! En una iglesia de
Baltimore. ¡Oh, santa adorable —había rezado él—, deja que ella
me mate y que quede en paz durante un tiempo!
—Eso no es verdad —se rió ella—. Era doctor. Un ginecólogo
bastante conocido. Le mató un rayo una noche mientras asistía en
un parto a un niño en un establo de Bethlehem, Pensilvania. —Se
volvió a reír, cerró la ducha y comenzó a silbar La Paloma.
Él abrió el maletín, sacó el dinero y contó los billetes: 1, 2, 3, 4,
5, 6… ¿Se quedaría desnuda y continuaría jugando a ese triste
juego con él? 11, 12, 13, 14, 15, 16… Si simplemente supiera dónde
estaba Maggie, también le daría mil dólares a ella. Debe de ser
agradable poder hacer algo así, pensó… ofrecerle a tu hija regalos y
dinero…
Ella salió del cuarto de baño. Iba vestida y llevaba en la mano el
45.
—Mira lo que he encontrado —dijo ella.
—Ten cuidado. —Se levantó—. Está cargada. —Metió los
billetes de nuevo en el maletín—. No te preocupes, no soy un
gángster ni nada por el estilo. Tengo permiso para llevarla.
Normalmente suelo llevar conmigo bastante dinero.
—¿Cuánto tienes ahí?
—Bastante.
Le disparó dos veces. Él dio unas vueltas hacia atrás, se golpeó
violentamente contra el bureau y cayó al suelo.
Ella tiró a un lado la pistola y se puso la gabardina. Cogió
rápidamente el maletín y las llaves del Porsche y salió corriendo
hasta llegar al coche.
El Ojo oyó cómo se alejaba conduciendo. ¡Aleluya!
Se levantó y se apoyó contra la mesa. Se había dejado olvidado
su bolso. Y las gafas. Los cogió, cerró su maleta, le puso el corcho a
la botella de Martell, recogió el 45, lo sacó todo fuera y lo tiró dentro
del Chevette.
Salió a la autopista y la siguió.
¡Fuera y lejos!

Esperó que no hubiera intentado regresar a la avenida Yard. Ellos


estarían vigilando la pensión.
No lo hizo. Atravesó Mercerville, pasando por delante del Hogar
Municipal de Niñas Mercer. Probablemente ni siquiera lo vio. ¿Qué
podía ver sin sus gafas? Una avalancha de luz, una ventisca de
colores.
Conducía demasiado deprisa.
Pasó volando por Highstown, luego por Princeton. Ahora iba por
un túnel largo y oscuro de árboles a la orilla de un río. ¿Adónde se
dirigía? ¿Llevaba puesto el cinturón de seguridad? Un camión salió
rodando de la autopista frente a ella. Dio un violento giro para evitar
el Porsche, haciendo chirriar los frenos. Se dio un golpe contra un
antepecho. Cayeron a la carretera unas cestas. El Ojo pasó
conduciendo a través de un millón de manzanas saltarinas.
Irrumpió en Pennington, pasó de largo la curva de una calle y
acortó por la esquina de un parterre, chocando contra un columpio y
derribando una mesa de jardín. Un grupo de gente que estaba en el
porche delantero de la casa se acercó a ella chillando. Se escurrió
por la acera como un trineo hacia la calle, chocando de refilón
contra un coche aparcado.
Condujo por la ciudad como un huracán, subiendo por una
avenida y bajando por otra, buscando la salida. Luego salió
corriendo a la carretera de Ewing, esquivando por los pelos un taxi
que pasaba. Los dos guardabarros se tocaron y rechinaron.
¡Vamos, Joanna, basta ya!
De repente dio un brusco viraje y patinó en un apartadero; salió
volando a un campo labrado. Retrocedió deprisa hasta la autopista,
golpeando un poste.
¡No te asustes! ¡Aparca en cualquier lugar y espera a que sea de
día!
Al siguiente cruce cayó una señal de carretera. Pasó zumbando
por Ewing a ciento sesenta kilómetros por hora. Volvió a frenar sin
motivo aparente y se lanzó estrepitosamente contra una pila de
botes amontonados en una curva, desparramándolos con un ruido
metálico por toda la carretera.
¿Por qué estás yendo tan jodidamente deprisa?
Pasó zumbando otra vez por Mercerville, volviendo a pasar
delante del Hogar de Niñas. Había huido dando un círculo inmenso
y ahora estaba de vuelta en la carretera de Highstown.
Comenzó a llover.
«No te pares —decía siempre Piesplanos—. Y no te agarrarán
nunca.» Bueno, la verdad es que no se habían parado. ¡Dios
Todopoderoso, cómo se habían movido! En realidad, había sido un
largo, largo documental de viaje.
Y nunca les habían dado caza.
Pero ahora se había acabado. Ésta era su última carretera. Lo
supo en el instante en que vio cómo se le bloqueaban las ruedas.
El Porsche se deslizó de lado contra una valla, pulverizándola, y
salió contra una cartelera.
No más moteles. No más coches. No más dinero. No más
aeropuertos.
Esperó a que surgieran las llamas.
No más pelucas. No más peras. No más horóscopos.
Se detuvo, abrió la puerta, saltó a la hierba. No salían las llamas.
El claxon sonaba como una trompeta, pero no se incendiaba. Se
lanzó contra la brecha de la valla, cayó por una cuneta, dio saltos
alrededor de la cartelera. No se incendiaba.
No más coñacs. No más Gitanes. No más tiburones y serpientes
de cascabel.
Ella colgaba de la ventana, boca arriba, la lluvia le salpicaba en
el rostro.
La cogió por los hombros, la arrastró al suelo, la levantó y subió
la cuesta con ella. No, no se incendiaba. Cruzó la autopista
tambaleándose, la echó sobre un montículo de maleza.
Se acordó de ella en su librería de la calle Hope. La recordó de
pie con las manos en las caderas en Nueva York, Chicago y
Nashville.
Tenía la nariz rota. Le sangraban las orejas.
La recordó esquiando en Sun Valley, y nadando en el Mississippi
al amanecer.
Ella abrió los ojos y le sonrió.
—Sí, te conozco —le susurró—. Tú estabas en el parque…
tenías una cámara… me hiciste una foto…
Y el Porsche explotó, arrojando girasoles de fuego por encima de
sus cabezas.
Miró la cartelera al otro lado de la carretera y finalmente resolvió
el crucigrama número siete.

BEBA PILSEN: LA CERVEZA CHECOSLOVACA.


Lo lamieron las llamas, tragándose todas las letras excepto OSLO,
una ciudad de Checoslovaquia.
19
SHAKESPEARE Y Auge y caída del Imperio Romano y la mayoría
de los nuevos libros gordos le fatigaban la vista. Pero no tenía
ningún problema leyendo a Zane Grey, Max Brand, Edgar Rice
Burroughs, Sax Rhomer, Rex Stout, Erle Stanley Gardner o Ellery
Queen. Se leía de cabo a rabo todo lo que habían escrito.
Pero se pasaba la mayor parte del tiempo construyendo
maquetas de aviones. Su especialidad eran los cazas de la
Segunda Guerra Mundial. Tenía escuadrones enteros de Stukas,
Thunderbolts, ME 109, FW 190, Spitfires, Mustangs y Zeros
alineados en fila sobre anaqueles que rodeaban las paredes de su
casa de campo.
Por las mañanas salía a pasear por las montañas y conducía
hasta Fresno para hacer sus compras.
La casa distaba sólo escasos kilómetros del río de San Joaquín,
y por las tardes iba al cementerio a visitar a Joanna.
En su lápida estaba grabado su nombre verdadero:

JOANNA ERIS

con las fechas de su nacimiento y defunción. Su epitafio era:

Calma, ánima en pena.

Ésa había sido una de sus muchas frases subrayadas en el Hamlet


de bolsillo. La había escogido al azar.
Se sentaba durante horas junto a la tumba, conversaba con ella,
compartían sus recuerdos y le contaba historias.
¿Cuándo te vienes a la cama?, preguntaba ella. Y ambos se
reían. Era su broma diaria. Se refería a la parcela de al lado que se
había comprado. Todo estaba listo para él.
Con la puesta de sol se marchaba a casa.
Por la noche miraba la televisión, luego leía o trabajaba en sus
aviones hasta medianoche y luego, o bien se echaba en su turca o
se sentaba en su mecedora hasta el alba.

Después de su accidente, cuando se llevó en avión su cuerpo a


California, el FBI lo citó varias veces para interrogarle.
Querían saber quién y qué era y por qué estaba tan interesado
en el sujeto Rita Holden, alias Nita Iqutos, alias Charlotte Vincent,
alias Dorotea Bishop, etcétera, etcétera, cuyo nombre verdadero era
Joanna Eris.
Les contó vagamente algo sobre su involucración en el caso
Paul Hugo mientras trabajaba para la Watchmen, Inc. (Se dio cuenta
de que eso encajaba, que la historia de ella acababa como había
empezado, con Paul Hugo. Más o menos cerraba el círculo.) No les
dio ningún detalle. Sólo declaró que durante el curso de un
interrogatorio rutinario —¡hace años!— había encontrado al sujeto
en Chicago… ¿o había sido en San Francisco? ¿O en Los Ángeles?
De cualquier manera, se la había vuelto a encontrar en Trenton,
cuando ella trabajaba de camarera en The Hessian Barracks. La
había invitado a cenar. Habían tomado unas copas juntos, luego ella
le había robado su Porsche.
Había reclamado su cadáver porque quería que tuviera un
entierro cristiano.
Ellos lo creyeron a medias.
Lo pusieron en una fila y trajeron a Duke, Abdel Idfa y a Martine
para ver si podían identificarlo. Duke y Abdel no tenían la más
remota idea de quién era, y Martine se hizo la tonta.
Más tarde, ella y el Ojo se quedaron a solas unos segundos en la
oficina exterior. No hablaron. Ambos tenían miedo de los
micrófonos, así que simplemente se miraron seriamente el uno al
otro. Los federales la llamaron para que entrase en otro cuarto, y
antes de salir ella le guiñó un ojo.
Se rió al acordarse de ello. ¡A buen entendedor, pocas palabras
bastan!
Finalmente, después de tres o cuatro interrogatorios el Ojo los
mandó a todos a tomar por culo. No tomaron represalias contra él.
Y se marchó a Fresno y alquiló la casa de campo, su
«antecámara», como la llamaba Joanna. ¡Date prisa!, decía una y
otra vez. ¡Hace frío, aquí sola!
Sus vecinos pensaron que era viudo. Los chicos le llamaban
Pop. Su casera, una enfermera joven muy chula que vivía en
Reedly, lo adoraba.
—¿Habéis visto lo que ha hecho con ese cobertizo? —relataba
con entusiasmo a sus amigos—. ¿El techo, las ventanas y el
porche? ¡Si parecen completamente nuevos! ¡Caray, hasta los
clientes trabajan! ¡Si no fuera porque es un viejo divino, le pegaba
una patada en el culo y vendía el lugar por ochenta mil dólares!

Y pasó el tiempo. Medianoche, el alba, la mañana, la tarde y el


crepúsculo.
Cada cinco o seis meses limpiaba su 45 y conducía a Oakland o
a San Mateo, y atracaba a alguien por unos cientos de dólares.
Eso le permitía seguir haciendo sus compras y pagar el alquiler.
Ocasionalmente se preguntaba: ¿Qué coño estoy haciendo? La
respuesta era siempre la misma: Esperando.
Alguna que otra tarde la pasaba con el padre Antonio, el cura del
pueblo. Bebían cerveza, jugaban a las cartas y hablaban de rugby y
de Dios.
—¡Los Oakland Raiders, ése era el equipo! ¿Te acuerdas de
Cozie? ¿Y te acuerdas de Ken Huff, de los Colts?
—Mike Fanning probablemente era el mejor.
—Fanning no podía ni moverse cerca de Cozie o de Ken Huff.
¡Pero mi favorito de siempre fue Bartkowski!
—¿Jugaba en Los Eagles, no?
—Pero ¿qué dices? ¡Los Eagles! Estaba con los Falcons…
uhh… ¿Estaba bautizada esa joven del cementerio?
—No, padre.
—Bueno… uhh… Por supuesto que Fanning también era un
portento. La última vez que vi jugar a los Rams fue en el setenta y
cinco. En directo, quiero decir. Contra los Cuarenta y nueve…
—Padre, ¿qué es lo que Dios ve cuando nos mira?
La pregunta no le pilló por sorpresa al cura. Era un hombre viejo
y sabio que había servido en varias parroquias, y nada le
sorprendía.
—Si lo supiera, amigo —contestó riéndose—, yo mismo sería
Dios. Sea lo que sea lo que mire, es sólo para sus ojos.

Durante la última noche de su vida el Ojo soñó con el pasillo.


Encontró la puerta y no estaba cerrada con llave. La abrió, dio unos
pasos y entró en la fotografía.
¡Y allí estaba!
Las quince caras adorables se volvieron para mirarle, vivas,
milagrosas, sobresaltadas.
Se quedó parado ante ellas, absolutamente seguro de estar
despierto, y de que todo lo demás, toda la larga, larga saga de su
deseo había sido un sueño.
—¿Maggie? —preguntó.
Pero murió antes de que su hija perdida pudiera responderle. Y
lo enterraron bajo el oquedal de robles junto a su novia virgen.
TÍTULOS PUBLICADOS EN
COLECCIÓN «ETIQUETA
NEGRA»
001. DONALD WESTLAKE. ¿Por qué yo?
002. CHESTER HIMES. Violación
003. JIM THOMPSON. Al sur del paraíso
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005. ALFRED BESTER. Carrera de ratas
006. DONALD WESTLAKE. Policías y ladrones
007. THIERY JONQUET. La Calera
008. CHESTER HIMES. Plan B
009. ANDREW BERGMAN. El escándalo del 44
010. PACO IGNACIO TAIBO. Cosa fácil
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012. ISAAC ASIMOV (rec). Sherlock Holmes a través del tiempo y
el espacio
013. JANWILLEM VAN DE WETERING. Extranjero en Amsterdam
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015. MARC BEHM. La mirada del observador
016. DAVID GOODIS. Calle sin retorno
017. LAWRENCE BLOCK. Ocho millones de maneras de morir
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039. DONALD WESTLAKE. Un gemelo singular
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042. JUAN MADRID. Las apariencias no engañan
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102. NICHOLAS FREELING. Un largo silencio
103. JIM THOMPSON. El criminal
104. MARK SCHORR. Red Diamond, ídolo del rock
105. FRANCISCO GONZÁLEZ LEDESMA. Las calles de nuestros
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MARC BEHM (Trenton, U.S.A., 12 de enero de 1925 - Fort-Mahon-
Plage, Francia, 12 de julio de 2007), escritor, actor y guionista
americano, se instaló en Francia tras la Segunda Guerra Mundial y
fue allí donde escribió la mayoría de sus obras.
En el mundo del cine su obra más conocida es el guión de Charada
(1963) y en lo literario destaca su novela, mezcla de género negro,
comedia y terror, llamada La doncella de hielo (1983), así como su
obra maestra de género negro La mirada del observador (1980).

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