Draper-Ocho Dias de Junio
Draper-Ocho Dias de Junio
Draper-Ocho Dias de Junio
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Albert Draper
ePub r1.1
orhi 01.04.2021
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Título original: Vuit dies de juny
Albert Draper, 1987
Traducción: Manuel Quinto Grané
Colección Etiqueta negra dirigida por: Paco Ignacio Taibo II
Cubierta: Juan Cueto y Silverio Cañada
Ilustración de cubierta: J. Pablo Suárez
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PRÓLOGO
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CAPÍTULO UNO
VIERNES, 7 DE JUNIO
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Les explicó el asunto y salieron zumbando. ¡Lo que era correr sí que sabían! ¡Eran
unos atletas! ¡Niñatos!
Campos se había largado murmurando algo que no había podido entender. Se
colocó el auricular en la oreja izquierda para estar pendiente del teléfono con la otra,
si convenía. Primera comunicación: se habían detenido delante de la granja y el
chaval no había salido. Sólo eran tres. Era un inconveniente. Tenían pensados los
planes para un mínimo de cuatro y un máximo de cinco. En este último caso, él era el
quinto y tenía que dirigir la operación sobre la marcha pistola en mano y, muy pocas
veces, desde el coche. Ya se encargaría de espabilar a aquel fantasma. Debía estar
tonteando con la camarera de la granja o contemplando el vuelo de las moscas como
un idiota.
Sonó el teléfono. Que nada, que ya se acabó. Han huido en un coche blanco.
—¿Cuántos minutos hace?
—Un momento —dijo la voz. Dio dos caladas. Dio tres—. Hace tres o cuatro o
cinco minutos —respondió finalmente.
—Alarma 3. Vigilancia intensiva. De las salidas que se encargue la Civil. No
tenemos suficientes hombres. Ya llamo yo a Comandancia.
La parsimonia de la Guardia Civil no la había entendido nunca. Eran más difíciles
de mover que una elefanta preñada.
Iba a llamar a la comandancia cuando llegó la segunda comunicación:
—Nos estamos acercando…, un momento, ya lo vemos. Corto.
—Calla, calla, que ya se han largado. Parece que hay un zeta por allí. Casi no han
sabido decirme nada. Informaros rápidamente y comunicad. ¿Nada más? Corto.
Llamó a la Comandancia. El oficial de guardia no estaba. El suboficial no se
encontraba allí. (¿Qué quería decir que «no se encontraba allí?»)
—Ponedme con el jefe de prevención. —Lo conocía. Se entendían bastante bien.
Dio una calada, dos caladas, tres caladas. Cuatro, cinco. Tiró el cigarrillo al suelo.
No lo atinaba con el pie para apagarlo. Se agachó y en aquel momento lo reclamó una
voz:
—Es el jefe, señor. Se lo paso ahora mismo.
—Oye, Matías, soy Bouzes. Sí, sí, aún no estoy de vacaciones. Mira, tú, que te
llamo por asuntos de trabajo…, cuando encuentres a tus oficiales de guardia, que
preparen el plan 3, la alarma 3 quiero decir. Cuando vuelvan de desayunar, ¿eh?…
No, que no es cachondeo. El sector sur, pero, cuando os pongáis manos a la obra, ya
tendremos que vigilar toda la provincia, ¿verdad? Venga, sed buenos chicos…, bien,
bien. Un día de éstos cenamos y hablamos de ello, ¿vale? Hala, adiós que tengo que
hacer. Te pasaré las descripciones detalladas a medida que las vaya recibiendo, ¿de
acuerdo? —Y colgó.
Soltó una blasfemia. Cuando le echara la vista encima le iba a tirar de las orejas.
Eso no podía seguir así. Mucho hablar de coordinación, mucho hablar de
colaboración. Hablar demasiado, vaya, y no hacer nada. Teóricamente la vigilancia
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no era cosa de los de antiatracos, pero lo parecía. Cuando se producía un asalto,
¿quién se movía? Los zetas lo adivinaban muy pocas veces. Cuando lo adivinaban,
ellos tenían que dirigir las operaciones de ataque, rodeo, persecución y captura. Él
siempre había sostenido que tales operaciones correspondían a un dispositivo
unificado de seguridad y vigilancia de la ciudad, y que los grupos antiatracos tenían
que realizar las investigaciones posteriores de los casos no resueltos. Sabía que
Campos era de la misma opinión. Pero, ¿quién los escuchaba a ellos? ¿Los jefes
superiores, que cambiaban cada cuatro días? ¿Los gobernadores, que sólo se
dedicaban a la política y el día de Navidad visitaban las comisarías para dejarse
fotografiar al lado de los grises? (Verdad que ya no iban de gris. Otra animalada.) ¿El
ministro? Al ministro no lo había visto nunca, ni ganas. Fuese quien fuese. ¿Los
subsecretarios, que ya ni siquiera se acordaban de a qué se dedicaban no hace mucho
tiempo? Última hora: quizás obraba bien la Guardia Civil tomándose las cosas con
más calma.
Encendió otro cigarrillo.
El poli joven (era inspector en período de prácticas) entró acojonado, y con razón.
—¡Eres tontolculo, tú, chaval! ¡Tus compañeros de cacería y tú haciendo el
capullo! Se han detenido delante de la granja. ¿Qué estabas haciendo? ¿Un repaso de
bajos a la camarera, gilipollas? —Se había puesto rojo y cada vez gritaba más. Se les
había de mantener a raya a esos novatos—. ¡No te abriré expediente! ¡No te creas!
¡Te voy a meter un petardo por el culo! Yo…
Sonaba el teléfono. Era Pamies, el único catalán del grupo. Buen muchacho,
aunque un tanto distraído. Digamos que era eficiente.
—Llamo desde el mismo banco. Los tenemos a todos en el despacho. Dos
muertos y un herido. Escopeta y ametralladora. El herido, pistola. Va hacia el
hospital.
—¿Has preguntado si habían tocado algún teléfono?
—No.
—¡Qué burro eres! Y si acabas de borrar unas huellas, ¿qué? Le gustaba castigar
al personal.
—¡Ay, yo…! —Se lo imaginaba mirándose el teléfono con asco.
—Ni ay ni hostias. Sigue.
—Parece que eran cuatro. El coche, un R-18 blanco. Iban enmascarados. Ningún
acento especial. Todos están acojonados aquí. Cuesta entenderlos.
—Dales tila y que se calmen. —Tila era coñac en el argot.
—Los de juzgado aún no han llegado…
—¿Quién los ha avisado?
—El comisario del distrito. Como que el primero que ha llegado ha sido un zeta y
la alarma les ha sonado a ellos…
—¡Los atracos son nuestros! Date prisa en efectuar el primer interrogatorio antes
de que lleguen. Ahora mismo te mando un equipo de Homicidios por lo de los
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muertos. Atento a todo, ¿eh?
—Sí, sí. No te preocupes. —Era el único que le trataba de tú.
—¿Os hace falta que venga yo? Si os hace falta, me lo dices, ¿eh?
—Me parece que no será necesario.
—Muy bien. Trabaja fino, chaval. Si no, no te podrás ir de vacaciones hasta que
no hayas terminado el asunto ése. Mantenme informado. A mediodía quiero el
preliminar. Adiós. —Y colgó.
Abrió otro paquete de Mencey y se llevó uno a los labios. Telefoneó a la
centralita. Sin novedad en la alarma 3. Les dijo que se comunicaran con él en el
despacho de Campos. Se levantó cansado. Tenía los sobacos empapados de sudor y el
orillo de los calzoncillos se le clavaba en las ingles. Entonces se dio cuenta de la
presencia del muchacho. No se había movido de allí, acoquinado, el muy capullo.
—Venga, chaval. Tira pallá que aún podrás ver parte del show.
El chico se levantó y se apresuró a salir. Quería decir adiós, y no sabía cómo. Dio
un paso atrás.
—Vete, vete. No te quedes ahí parado.
No era mala persona, el abuelo (como le llamaban los jóvenes). Tenía fama de
ogro, pero no era mala persona. Se largó corriendo y hasta un poco contento.
Bouzes salió del despacho con toda su cachaza y, sorteando a la chiquillería
(inspectores de la new wave), enfiló hacia arriba, al despacho de Campos. Dos cosas
le preocupaban.
Al llegar delante de la puerta procuró poner cara de tranqui y arrojó el cigarrillo al
suelo, como siempre, y lo aplastó con insistencia con el pie.
Era un ritual, no entrar fumando en el despacho de Campos. Un ritual que
obedecía a dos razones. Campos era un superior. Pero se lo habría disculpado. Porque
eran amigos, porque habían sido buenos compañeros, sobre todo después de su paso
por la BPS. Ahora ya hacía tiempo de todo aquello, pero la relación seguía siendo
buena. La otra razón, la principal, era que Campos vestía muy bien, tenía criada, y no
mujer de limpieza como él. Los zapatos le brillaban y, en vez del submarinismo, a
Campos le gustaban los caballos. Eran diferencias que no le avergonzaban, pero sí le
incomodaban.
—Hola, Campos. Perdona, volveré más tarde. —El jefe de la brigada de
Estupefacientes estaba con él.
—No, no. No te vayas. Ya hemos terminado. Os conocéis, ¿verdad? —Le gustaba
siempre hacer las presentaciones.
—Sí, sí. Ya nos han presentado. —El nuevo jefe de Narcóticos hacía poco que
había llegado ascendido desde Algeciras.
—Sé que tiene fama de policía muy astuto y persistente. Dicen que nunca da un
asunto por archivado. Me gustaría que un día habláramos usted y yo. ¿Lo haremos?
—dijo el nuevo jefe al salir.
—Claro que sí, señor, cuando usted quiera…
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—Apee el tratamiento, ¿vale? Hasta luego. —Y salió. Entonces se dio cuenta de
que usaba brillantina para el cabello. No le gustó. Se encaró con Campos y no hizo
comentario alguno. Tuvo que escuchar el suyo.
—Es un andaluz muy educado. ¡Un señorito! —dijo—. Hala, ¿qué quieres?
—Hay un par de cosas que quisiera hablar contigo —dijo mientras se sentaba.
—Tú dirás…
—El atraco ese al Iberoamericano del Pueblo Nuevo. No me gusta. Ha habido dos
muertos y un herido, que no está grave. —Hizo una pausa y, viendo que el otro
callaba, prosiguió—: Una gente muy zafia. Pero eso es igual. Necesito tu ayuda para
dos cosas. Una, la prensa. ¿Acaso no tenemos un gabinete de prensa que no hace
nada y ocupa un despacho mayor y más flamante que el mío y todo? —Se refería al
despacho para todo el grupo—. Pues que se encarguen de esa gente. Te aviso, porque
ya deben haber metido sus hocicos de hurón en el asunto.
—No te preocupes. Hecho. Ahora me ocupo de ello. Ahora mismo. Y el otro
problema, ¿cuál es?
—La alarma 3. Mira: ha habido dos muertos. No pasa cada día algo así. Tenemos
que quedar bien. Se hablará de ello. Tenemos que capturarlos. Pero ya sabes cómo
funciona lo de la coordinación. Sí, ya sé que por cuestiones de disponibilidad de
personal, etc., etc. —dijo imitando al BOE—, la alarma 3 no se puede mantener más
de una hora o dos, en casos sonados. Pero la Guardia Civil no está acostumbrada.
Tendríamos que mantenerla bastante más. Al menos hasta la noche. Con suerte los
podríamos pescar. Piénsalo.
—Ya sabes que éste es un problema delicado. Tendría que hablar con el
gobernador. Él es quien manda en la Guardia Civil. Con la Urbana podemos contar,
pero ya sabes que si unos son lentos, los otros son un desbarajuste. No sé por qué
confías tanto en estos dispositivos.
Tenía que convencerlo.
—Porque si todos arrimaran el hombro resultarían efectivos —contestó con cierta
exaltación.
—Bien. Haré lo que pueda. Cuenta con la alarma 3 hasta la hora de comer. Si
logro convencerlos, claro. Quizás un poco más y todo. —Ya se levantaba cuando le
dijo—: ¿Sabes que el director de la sucursal es amigo mío? No le ha pasado nada. Me
lo han dicho en la centralita. Pórtate bien con él, ¿eh?
—Naturalmente. —Y se dirigió hacia la puerta.
—¿Comeremos juntos?
—Si no pudiera por todo ese follón, ya te lo haré saber. Te pasaré a buscar.
Y se fue meditando el porqué había pedido novedades directamente a la centralita
y no a él, que llevaba el caso. Encendió un Mencey mientras bajaba las escaleras.
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CAPÍTULO DOS
SÁBADO, 8 DE JUNIO
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Anselmo España se puso a repasar los teletipos. Al cabo de dos minutos se le
empezó a poner dura. Una detención de elementos anarquistas le hizo alzar las cejas.
El día anterior había enviado al fotógrafo y a un gilipollas a que cubrieran la noticia.
Un atraco con muertos (un atraco de los buenos) en el Pueblo Nuevo y ahora, a la
mañana siguiente, se producían nuevas detenciones «oportunas». Y pensaba entre
comillas lo de oportunas, porque no eran horas de dar cuenta de ello, cuando la
edición tenía que cerrarse. Eliminaría a unos squatters y lo pondría en su lugar.
La morcilla comenzaba recordando los detalles del atraco, la crueldad y la
frialdad de los atracadores. La frialdad, sin embargo, no se notaba en parte alguna.
Ejemplo: habían olvidado la pasta y total porque se les reventó la bolsa.
Confundieron a un conserje con un guardia jurado o con un urbano. Dispararon sin
lógica alguna contra el cajero e hirieron de muerte a un teléfono por el simple hecho
involuntario de sonar en mal momento. Claro que de rebote hirieron al empleado que
estaba al lado. El empleado fue entrevistado, porque conocía al jefe de Urgencias del
Clínico, porque antes le había curado de siete u ocho venéreas en su consultorio
particular, y, claro, dejó entrar al gilipollas del Correo de Barcelona con su fotógrafo.
Se tiró un cuesco largo que se extenuó él solito en una especie de pedorreo final,
como quien ofrece una seña de identidad, que no conviene perderlas ahora no me
acuerdo exactamente por qué.
Levantó sus carnosos muslos para dar satisfacción al olfato e identificar el origen
nutritivo del tufillo, al tiempo que llamaba a Mortadelo por el teléfono interior:
—Ven.
Y fue. Guau, guau.
—¿A quién tenemos en Sociedad?
—Sólo queda el Moulinex —se apresuró a decir Mortadelo.
—Pues dile al Emiliano que redacte treinta líneas con eso.
Y le pasó la morcilla. El otro se fue, que es lo que tenía que hacer. Él se removió,
inquieto. No identificaba el origen nutritivo del tufillo y eso le puso de mal humor.
Esparció todos los papeles que tenía sobre el escritorio y encontró la edición del día.
Buscó en la página de Sociedad y los ojos le leyeron la noticia sin especial
dedicación. Iba encabezada por fotografías: una de la sucursal atracada y la otra de
los dos muertos.
Ayer por la mañana fue atracada la sucursal del Banco Iberoamericano de la calle
Ramón Llull 203, en el barrio del Pueblo Nuevo de Barcelona. Según hemos podido
saber, el asalto tuvo lugar a las nueve y diez minutos. Un hombre llamó al timbre y
entró corriendo mientras se tapaba la cara con una careta de cartón. Le seguían tres
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individuos más, que se distribuyeron de forma estratégica por el local. Todos iban
enmascarados y armados con pistolas y escopetas de cañones recortados.
Obligaron a todos los que allí estaban a quedarse quietos mientras amenazaban al
cajero a fin de que pusiera todo el dinero de la caja fuerte dentro de una bolsa de
plástico. Unos segundos más tarde empezó a sonar el teléfono. Eso les puso muy
nerviosos y, cuando entró por la puerta —que había quedado mal cerrada— el
vigilante Eusebio Vázquez Molero, empleado de unas oficinas próximas, le
dispararon un tiro a la cara que lo mató en el acto. Probablemente la gorra de plato
que llevaba el vigilante hizo que lo confundieran con un guardia. Acto seguido, se
produjeron más disparos, a resultas de los cuales resultó gravemente herido Jaume
Castell y Vilacusí, empleado del banco, que murió mientras era trasladado al Hospital
Clínico.
Los atracadores, muy nerviosos, también dispararon contra el teléfono, que había
sonado de manera insistente. Después, huyeron en un R-18 blanco que los esperaba a
la puerta con un cómplice al volante. Se da el caso de que no consiguieron llevarse el
botín, porque en el momento de marcharse, la bolsa en la que llevaban el dinero, que
era de plástico, reventó al engancharse con una máquina de escribir.
Puestos en contacto con el servicio de Urgencias del Hospital Clínico, nos han
confirmado que las dos defunciones se deben a heridas de arma de fuego, y nos han
hecho saber que Emilia López Durán, cliente del banco, que había resultado herida en
una caída durante los hechos, fue dada de alta, ya que sólo había sufrido una
lipotimia.
Fuentes de la Dirección Superior de Policía han informado de que ha sido hallado
el coche utilizado por los atracadores, el robo del cual había sido denunciado la noche
anterior por su propietario.
La policía trabaja intensamente para encontrar indicios que puedan conducir a la
identificación y detención de los responsables de los asesinatos. De momento, la
policía trabaja sobre diversas hipótesis, que no se han dado a conocer por razones de
eficacia.
Por otro lado, las federaciones de banca de CC. OO. y UGT han emitido un
comunicado en el cual, una vez más, denuncian la falta de medidas eficaces para
evitar tan tristes acontecimientos, y han convocado un paro de cinco minutos para
esta mañana en señal de duelo.
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Entre una cosa y otra, intentaba arrambar a alguna teclista, que bastante se le
escabullían.
Entonces se acordó. Se acercó y le dijo al Moulinex: «Tú, oye, eso que no pase
por las manos del Vos, que si no, estamos apañados». El Vos era un saldo jubilado de
otro periódico que esperaba cumplir los años de cotización reventando a todo dios.
Era el corrector. Un viejo demacrado y canceroso, que no era simpático ni siquiera
cuando se entonaba en la celebración del aniversario de alguien. Ahora que El Correo
se hacía bilingüe, les habían endosado tres correctores bufanda, pero el Vos era el
peor de todos, y se quedaba hasta última hora para tocar los cojones o quizás para no
tener que soportar a la mujer en casa.
Soltó cuatro tonterías a los redactores en prácticas, que se quedaban hasta tarde
porque él quería, y miró con asco al corrector de platinas porque sabía que era un
maricón aunque lo disimulara muy bien. Después, como cada día, evitó pasar por la
garita de los correctores para no aguantar la bronca, porque aquel viejo arrugado, vete
a saber quién se figuraba que era, le trataba con menosprecio.
Llegó a la sala de compaginación. Antes, para llegar allí, pasó por donde las
teclistas y echó una ojeada. Alguna de aquellas chicas podía ser una buena secretaria
de redacción para encerrarse los dos en el despacho a discutir. Pero se notó el paquete
morcillón. Los pensamientos eróticos se le esfumaron en la sala de los monos.
Los monos pegaban los cromos en las paginadas tal como les habían enseñado a
hacer con mucha paciencia. Todo con mucha paciencia al fin y al cabo. Los monos no
dominaban la noción del tiempo. Siempre necesitaban que un encargado les recordara
su condición artística. Los monos eran idiotas.
Mesa por mesa miró las paginadas. En la página 24 ya habían quitado a los
squatters. Fue dando vueltas por entre las mesas hasta ver cómo pegaban el nuevo
texto:
Según se ha podido saber antes del cierre de la presente edición, ayer sábado, a
última hora, inspectores de la Brigada Antiatracos consiguieron la detención de
cuatro personas que se supone son los autores del atraco a la sucursal del Pueblo
Nuevo del Banco Iberoamericano, en la calle Llull 203.
En nuestra edición de ayer El Correo de Barcelona informaba con detalle del
suceso, en el cual perdieron la vida el empleado del banco Jaume Castell y el
vigilante de unas oficinas próximas Eusebio Vázquez.
La Dirección Superior de Policía de Barcelona ha confirmado a este periódico la
información y ha hecho saber que pronto emitirá un comunicado en el cual se darán a
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conocer los detalles de esta rápida acción policial.
Los nombres de los detenidos, a los cuales se les ha aplicado la Ley
Antiterrorista, no han sido facilitados, aunque hemos podido saber que entre ellos hay
una mujer, que les han sido ocupadas las armas que utilizaron en el atraco y que han
sido reconocidos por diversos testimonios, entre otros, por el propietario del coche
que utilizaron, que había sido robado la noche anterior a punta de pistola. Además, en
el domicilio de uno de los detenidos se han encontrado explosivos. Este último hecho
junto con los comentarios que atribuyen a los detenidos proximidad a sectores
anarquistas, podría dotar de un cariz político a este suceso.
A pesar de las faltas tipográficas, el Moulinex lo había redactado bastante bien. El
Moulinex siempre hacía las cosas tal y como se esperaba. Nunca las hacía mejor. Era
una gran virtud y a él le hacía un gran favor, porque era el otro subdirector, y así la
cosa estaba clara. Un día, él, Anselmo España, estaría detrás de los cristales helados.
Tuvo un algo de delirio y, sin decir nada a nadie, se fue caminando con las
rodillas juntas hasta el despacho. Sentía los pies pastosos dentro de los zapatos, se
aflojó el cinturón y dejó ir el cuerpo. Sus manos regordetas plancharon los cabellos
lechosos y en medio de este marasmo voluptuoso echó una cabezadita.
Lo despertaron con la edición del nuevo día. Ni se la miró. Se puso el papel bajo
el sobaco y se fue ascensor pabajo.
En un top-less se chupó dos whiskys y magreó a todas las camareras, porque ya
cerraban.
Al llegar a casa, aplastó a su mujer.
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CAPÍTULO TRES
DOMINGO, 9 DE JUNIO
Abrí un poco los ojos. Entraba mucha luz por la ventana. Los ojos se me cerraron
y regresé al lugar donde estaba: en el interior de un camión atravesando la frontera.
Los veintidós senegaleses, a los que se habían unido cuatro moros, estaban cagados
de miedo. Se habían plantado en la última parada de refresco. Querían garantías y la
situación en algunos momentos había llegado a ser muy tensa. El Gordo había estado
a punto de hacerlos entrar a punta de pistola o dejarlos allí tiraos. Finalmente
aceptaron subir siempre que uno de nosotros se metiera con ellos en la caja del
camión. «Subo yo», le dije al Gordo. «Tú conducirás».
Abrí los ojos otra vez. No sabía dónde me encontraba. Ni siquiera me acordaba de
haberme metido en la cama. Cerré los ojos. ¿Por qué tenía que andar soñando cosas
como aquéllas? Ya hacía tiempo que habían sucedido. Palpé la cama a mi lado. La
chica se las había pirao. ¿Dónde estaba? Quizás se estuviera duchando. Sin darme
cuenta, me encontré en medio de un griterío enorme y hostias por todas partes. Las
metralletas apuntaban hacia adentro. Más gritos. Tiros al aire. Corría y corría. Venga
a correr. No me atraparían. Otra vez, no.
Me desvelé un poco, pero no abrí los ojos. Los tenía cerrados y todavía apretaba
los párpados. Por un deseo malévolo seguí recordando aquellos días de angustia. El
Gordo era todo un hombre. Lo habían metido en la cárcel, pero no me había delatado.
A mí también. Pero a él lo habían cogido de lleno y yo había sorteado la situación.
Exactamente eso: sorteado.
Durante aquellos días de cárcel conocí a un tipo bien curioso. Un francés. El
Marcel. ¡Era tan vulgar! Pero, última hora, fue él quien me proporcionó faena.
Siempre me han dado asco los gorilas, pero no tengo nada contra ellos. Bien mirado,
ése es más o menos mi oficio ahora en la discoteca de Platja d’Aro, procurar que no
entre nadie sin pagar, separar a los que se pelean y echar a la calle a los que han
bebido demasiado.
Oía los golpes en la puerta. Abrí los ojos y la luz me cegaba. No paraban de
golpear. Se me escapó un «ya va» que se convirtió en un gruñido gutural, tras el cual
empecé a toser. Más golpes.
Agarré una espardeña y la lancé contra la puerta. El que estaba fuera se dio por
aludido y cesó de llamar. Con los ojos entrecerrados fui al lavabo a mear. Fue una
larga y fuerte meada. Hice gárgaras con un poco de agua y nada. Me tuve que lavar
los dientes mojando el cepillo en el jabón de las manos: no tenía otra cosa. Me dolía
el pecho cada vez que lo ensanchaba para respirar y también me dolían los costados.
Las piernas no eran mías.
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Abrí la puerta y apareció Quim. Alto y delgado, bien repeinado y afeitado, con
aquella boquita de piñón y los dientecitos de ratón, traía cara de exaltado. Al revés
exacto de como yo estaba.
—Tú, hacía media hora que te llamaba. Es muy tarde, tío. ¡Hostia, qué cara
exhibes! Suerte que yo me largué antes. Ya veo cómo habría acabado.
Aquella maricona era una máquina de charlar, y nada hay tan molesto como que
te den la tabarra de buena mañana. Ya no me lo escuchaba. Me vestí poco a poco.
Quim no cesaba de hablar.
—Hazme café y no hables tanto, venga —tuve que decirle y se lo repetí porque
no me había entendido. No había podido dejar de hablar como las bicicletas de tres
ruedas en las bajadas.
Ya podía abrir los ojos. Quim hacía el café y callaba. Las dos cosas eran de
agradecer. La cabeza se me iba a la noche anterior. Estaba baldado. Pensé que me
quería muy poco a mí mismo. Que cada día me maltrataba más. Son los escorpiones,
los que se tratan así. De pronto me vi como un escorpión rodeado de fuego.
Alucinaciones no, gracias. Me desnudé otra vez y me duché con agua fría. Un buen
rato. Cuando cerré el agua vi que Quim había encendido la radio. Una chica que
seguramente se creía muy simpática, pero que seguro era un cardo, entrevistaba al
presidente del Casino del pueblo. ¡Éste sí que se amaba a sí mismo! No hay nadie
más hortera que los veraneantes de Playa d’Aro.
Ahora me encontraba mejor. Incluso me había vuelto el humor. Me acerqué al
Quim y le acaricié el culo. Él lo meneaba que daba gusto.
—Quimeta, el día menos pensado te doy polculo. Te lo juro.
—Qué más quisieras. ¡Y no me llames Quimeta! Mira que te lo he dicho de
veces, ¡hostia!
Por eso me lo decía.
—¿Y por qué me vienes a empreñar a esas horas?
—¿Horas? ¿Qué horas? Son las dos. —Se empreñaba de verdad. Solución:
—Venga, vamos a hacer el vermut.
Me vestí como el rayo. Agüé un poco el café con agua del grifo para que no
estuviera tan caliente y me llevé a Quim a la calle. Había poca gente, porque todo el
mundo estaba en la playa o comiendo. En los bares, algunos alemanes tomaban café.
Entramos en el snack de la Riera Mayor. Magnífico, fresquito y poca gente.
—Pau, un jugo de melocotón y…
—Un biter Kas —pidió Quim.
El jugo de melocotón seguro que me entonaría. Estábamos sentados en el patio, al
lado de una fuentecilla de jardín con peces rojos y envolturas de polos. Yo estaba un
poco alelado. El café aún no me había estimulado.
—Oye, tú —ya derramaba—. Es que te tenía que ver, y ya no me acordaba.
¡Cómo eres!, porque tengo un recado para ti. —Y me sonrió como un bobo.
—Pau —dije, aprovechando que pasaba por allí cerca—, ¡un martini!
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—Te digo que tengo un recado para ti. ¿Me escuchas?
—Te escucharé el día que te parezcas a aquella alemana de allí. Me parece que
tendrías bastante trabajo. —Se ponía tenso—. Dime, dime, pesao.
—Que me ha llamado la Toñi.
—Y qué. —Después de tanto insistir, ahora le tenías que arrancar las palabras una
a una—. Ve al grano, corre, guapo.
—Pues que me ha llamado y me ha dicho que vayas a Barcelona hoy mismo, que
es muy importante, «de vida o muerte» —dijo con rentintín como si imitara a la Toñi
—. Y me ha dicho: «Dile literalmente eso: que Máximo lo quiere ver en el lugar de
siempre. Que ha habido mala suerte. Que es para poner un anuncio». ¿Eh? Parece una
consigna, ¿verdad? Y que se trata de la… Ahora no me acuerdo qué nombre me ha
dicho. De la…
«Parece una consigna, ¿eh?», el muy idiota lo había adivinado. «Que es para
poner un anuncio». ¿Cuántas veces había tenido que oír eso? ¡Y cuántas veces lo
había dicho yo mismo!
Un chaval me dejó el martini en la mesa. Debía poner cara de lunático, porque
dos segundos más tarde el Quim me agarraba por el brazo.
—¡Eh, tío, el martini!
—Sí, sí. Es que me extraña…
Me extrañaba que, después de tantos años, Salardú volviera a ser «Máximo» y
usara el viejo sistema para comunicarse conmigo. Aparte lo del anuncio. «Anuncio»
quería decir detenidos, y en una redada especialmente grave. Pero, en esos tiempos,
¿qué indicaban tales palabras?
—Que le den por el culo —se me escapó.
Al Quim le sobraban orejas.
—¿De qué se trata? Venga, tío, dímelo.
—Nada, rico, nada. Cosas de antes.
Me miraba con curiosidad, con la cara de bobo que ponía cuando notaba que en
alguna cosa podía haber «tomate», como decía él mismo. Seguramente creía que la
cosa iba de marranadas.
—Es que siempre te lías —insistía—. Y ese asunto tiene pinta cosa mala.
—Oye —dije cambiando expresamente de tema—, ¿has visto a la Lolita esta
mañana?
¡Ahí va, lo que había dicho! Ya se le inyectaban los ojos en sangre, al draculín.
¡Tomate!
—¿Qué le has hecho? La Toñi me ha dicho que esta mañana ha ido a su casa y
estaba hecha mierda, que no paraba de llorar y que tú eres una bestia y una mala
persona, que después de llorar dos horas ha tomado un tren en dirección a Barcelona.
¿Qué le has hecho, eh?
—¡Qué sé yo! Primero brincan a tu alrededor y después resulta que son como de
algodón. —«Quien con niños se acuesta, meado se levanta», pensé, pero no dije nada
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por no parecer aún más carroza—. Quimeta, te digo que el día menos pensado me
paso a vuestro bando.
—¡No me llames Quimeta, eh! Me largo. ¡No me cuentes nada, y que conste que
todo lo que de ti pueda decir la Lolita, seguro que es verdad!
Se levantó, dio por supuesto que pagaba yo y se fue como si fuera una chica a la
que han tomado por lo que no era. Antes de salir del jardín se dio la vuelta y me dijo
voz en grito:
—¡Ah! ¡Se trataba de la Froilán, eh! —Y se esfumó muerto de risa.
Fue como un puñetazo. La cosa merecía un trago. Pedí otro martini. «Froilán»,
«Laura», «la Vandálica», llamadla como queráis. Su verdadero nombre era Julia, pero
me parece que sólo yo llegué a saberlo. Una fuerza extraña me empujaba hacia atrás.
Era como si aún conservara el cordón umbilical. Una fijación oculta. Un tirón…
Buenos años aquéllos. Luego, sólo resaca y vomitonas. Pero el gusto a licor que te
embriagaba suavemente aún se queda en el pliegue del cerebro. Y un buen día, sale.
Es un efluvio traidor, contra el que no puedes hacer nada. Abandonarte y mirar de no
quedar colgao.
Por eso, porque la melancolía no es cosa buena, me fui a la barra. Un empedrado,
dos empanadillas y un vaso de vino blanco.
—Me lo apuntas, ¿eh, Pablo?
El Pablo cada vez lo veía más claro, que no cobraría.
En la calle, todos me parecían ranas.
Agarré en 1430 y me desfogué por la carretera. Mi 1430 ronca más que un
aparato a reacción y casi deja la misma estela, porque quema tanto aceite como
gasolina. Eso, que a mí me la pendulea, parece que le molesta a la Guardia Civil de
Tráfico. Solución: no me queda más remedio que correr más de la cuenta. Son unos
mantas de cuidao. Sólo paran a los que van poco a poco. Si pasas a 130 no tienen
tiempo de avisarte y no te preocupes, que no van a montarse en la cabra para zumbar
detrás de ti. Masiao trabajo.
A la altura de Arenys por poco me llevo a un ciclista enganchado en el parabrisas.
Durante un segundo lo vi pegado al cristal, y yo gritándole «¡aparta, burro!, que no
veo na». Después me lo vi pegado al suelo como una calcomanía, él y su bicicleta. La
gente pasaba y decía: «Atención, carril bici». La vida es sueño, cuando voy en coche.
Aquella excitación me duró hasta Montgat. En Montgat está colocado el cristal
que separa los aires del Maresme de los de Barcelona y sus satélites. Se ve muy claro.
Te montas en la autopista gratuita y todo está lleno de humo. Badalona, Sant Adriá. A
la derecha, Santa Coloma de Gramenet. La alcantarilla del río Besós. Todas aquellas
aglomeraciones de pisitos para obreros los dejas atrás comosiná. La autopista se
interna en Barcelona arrogante como una espada clavada en la ciudad. La Verneda y
Sant Martí a la derecha, las barriadas salvajes de Sant Adriá y el Poblenou a la
izquierda. Cuando llegas a la Olivetti, ya estás en la calle Aragón, que más que la
gran arteria, yo diría que es la gran vena de Barcelona.
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Pensar en tantas animaladas no era más que no querer pensar en lo que me
esperaba. Dos razones. Primera, el motivo del aviso. Segunda, ver a un gusano. No
tenía ganas de tratar con el Salardú.
Aparqué sobre la acera de la calle Aragón, tocando al Capsa rogué cagoendiós
que el coche no se me lo lleve la grúa y enfilé escaleras arriba. Me detuve a ver las
fotos de la peli que echaban. Era «Blood simple». Entré en el bar. Allí estaban las
mismas tipas. Las avisé que iba arriba. Arriba era una antigua sala de billar y ahora
allí preparaban comidas y, si no tenías prisa, te podías pasar el rato por la tarde.
Habían dado ya las cinco. Me puse de manera que viera la calle. Prefería verlo llegar.
Por eso había querido llegar antes de la hora. Aún me quedaban tres cuartos largos. El
amo del bar me trajo gaseosa. Al entrar, no lo había visto. Tenía más barriga, había
envejecido y sus cabellos eran más claros. Me dijo que ya se acordaba, ya, que hacía
mucho tiempo que no me veía y que bla, bla, bla, hasta que se dio cuenta de que yo
no le hacía caso. Sonriendo, se las piró. No me acordaba que fuera tan hablador.
Porque éste antes era un bar tranquilo, en el que concertábamos las citas de seguridad
tras las acciones. Y otra vez la Froilán me vino a la cabeza. De todos sus nombres,
«Froilán» era el que más me gustaba. ¡Había estado colgao tanto tiempo con la
Froilán! ¡Las habíamos pasao de todos los colores! Lo más que habíamos hecho era
huir, sobre todo huir. Nos pasábamos la vida huyendo de la policía, que tenía mucho
trabajo, porque éramos los responsables de Extensión, de manera que no parábamos
de movernos. Ahora me daba cuenta de hasta qué punto dependí de ella. Cuando la
expulsaron del partido, por liberal, izquierdista, anarquista y pequeñoburguesa, y qué
sé yo, sólo yo salí en su defensa. Expulsada ella, no pasaron ni seis semanas antes de
que me largara yo, para no tener que hacer lo mismo. Aquellas autocríticas
repugnantes que más parecían psicodramas politizados. Un gran cagarro para todos
ellos. Y ahora estaba esperando a uno de los dirigentes del partido. El tío había sido
un puta de cuidao. Él sí que entendió eso de la transición. De los cócteles molotov a
un alto cargo en la Generalitat.
Yo iba mirando hacia la calle sin verlo. O lo veía sin mirarlo. Pero si existe
alguien que tenga la vista selectiva, ése soy yo. De un coche azul, con protecciones
laterales de plástico, de los que utiliza la Gene, descendió un tipo gordito, en traje de
verano, de los que se lavan en casa y que de tanto que se arrugan se ven de tan lejos
como yo lo estaba viendo ahora. El coche se había parao en Aragón y el hombre
venía caminando. En la cantonada de Vía Layetana miró el reloj. Era él. Faltaban
cinco minutos para las seis. Lo perdí de vista delante del cine. Tardó en subir.
Primero debía haber mirado abajo, en el bar. Sacó la cabeza como quien se equivoca
de habitación en un hospital. En un rincón había dos viejos que hablaban en voz baja.
En la otra mesa, dos sordomudos, chico y chica, ligaban. No podía confundirme.
—No te reconocía tan playero —me dijo.
—¿Has pedido algo? —le dije.
—No.
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—Pues baja y manda que me suban una Guiness.
Era una prueba, esclaro. No debía de estar acostumbrado a obedecer y me debía
ver de mal humor.
—Está bien. —Y bajó.
Cuando volvió a subir me dijo que no tenían Guiness (y menos bien fría, que es
como hay que bebería), pero que me subirían una lata holandesa que está muy bien.
¡Vaya pencas, pedir por mí!
Se sentó con aires de cansado, como hacen todos los que trabajan en la
Administración. Había engordado, tenía bastante barriga. Ahora lo podía ver de
cerca: barbero cada semana, manicura y una colonia insoportable. El cabello, más
escaso.
—¿De qué se trata? ¿Qué pasa con la Froilán? —Tenía ganas de abreviar y, si era
una tontería, darme el piro pero ya.
—¿Sabes dónde trabajo, verdad?
—Sí, no hace falta que lo jures para que me lo crea. O vendes muebles o estás en
la Generalitat. Malas lenguas me han dicho que en Gobernación, ya ves.
—Déjate de bromas, que eso va de veras. La Froilán está detenida en Vía
Layetana y le han aplicado la ley antiterrorista. Es todo un grupo. Son cuatro.
Anarquistas. Un atraco con dos muertos y un herido.
—¡Cojones! —exclamé. Me quedé de una pieza. No podía imaginar a la Froilán
mezclada con un grupo de anarquistas, ella que se leía a Marx y tenía los cuarenta
volúmenes de Lenin en su mesilla de noche. Pero aún resultaba más sorprendente que
Salardú se preocupara de estas cosas. Hacía muchos años y parecía una conversación
en el túnel del tiempo.
—¿Y ahora te preocupas por eso? Si eres un cargo de Gobernación, tendrías que
estar contento de que la bofia detuviera a los anarquistas que no están de acuerdo ni
con la Constitución ni con el Estatuto.
—Ya veo que no has cambiado mucho. Continúas sin valorar lo que es posible y
lo que no lo es. ¿Qué quieres?
—¿Yo? Yo no quiero nada. Me la trae floja, pero me extraña que ahora te
preocupes por la Froilán. Siempre os dabais de hostias y tú fuiste uno de los más
interesados en sacarla del partido.
—Éramos amigos. Somos amigos, vaya.
—¿Sois amigos? —Ése era un golpe bajo—. Amigos, ¿de qué?
—Nos encontramos, hablamos de los viejos tiempos, de la guerra que
hacíamos…, y fuimos amigos, digamos que amigos ocasionales, pero nos veíamos a
menudo.
Di tres sorbos a la lata de cerveza que tenía delante, pero realmente habría
necesitado algo más fuerte. El tío hacía una cara de Picasso que no se podía aguantá.
—Ya lo entiendo. ¿Era como una especie de novia?
—Más o menos…
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—Ésa sí que es buena. ¡Y ahora yo tengo que ayudarte porque el señor, con el
cargo que tiene, no puede sacar a su novia de la trena!
Ya me acordaba de ella, ya. Me había dejado en la estacada cuando no me
quedaba otra cosa. Me había dejado como si nada.
—Pero es que le adjudican el liderazgo del grupo…, piensa que le caerán muchos
años si después hay proceso.
Una nube lo cubría todo. Era difícil verla con los ojos cerrados, por la noche, en
la cama, a su lado, en una habitación llena de cuadritos pequeños, de tonterías, que
siempre arrastraba arriba y abajo. De día, paseando por el Guinardó. Su rostro, su
voz, venían de muy lejos, de otro yo, de un tiempo en tecnicolor que se había vuelto
amarillo y se había difuminado.
—¿Y qué?… Si he entendido bien, la Froilán ha participado en un atraco, ha
habido dos muertos y la han detenido. Bien. Era amiguita tuya. Muy bien.
Formidable… ¿Y qué?
Me miró medio sorprendido. Debía creer que soltaría la lagrimita, que me
revolcaría por el suelo a causa de una tipa que me había dejado hacía años. Yo había
estado muy colgado por la Froilán, pero el tiempo había transcurrido…, mucho
tiempo.
—¿Y qué? —volví a repetir.
—Pues mira, creía que tú querrías saberlo… —Ya vi que quería decir algo más y
que quizás no se atrevía.
—Ahora ya lo sé. Si tienes otra cosa que decir, dila. Venga.
—Pues la fueron a buscar el sábado a casa de sus padres. No estaba allí y la
esperaron hasta que se presentó a la hora de comer. Iba a menudo. Era la dirección
que tenía en el carnet de identidad. Ella no vivía allí, era su domicilio «legal», y allí
la encontraron.
—La poli no fue a la casa en que vivía de verdad. Ya lo comprendo. ¿Y qué? —
Ya estaba harto de tanto preguntar «¿y qué?»
—La policía no ha ido a su casa. Pero quizás haya cosas comprometedoras y yo…
—Tú no quieres ir por si está vigilada. Me lo imagino, si la bofia te pesca allí,
vaya follón. Lo estoy viendo en primera página de los periódicos: «Alto cargo de
Gobernación de la Generalitat detenido. Era el amante de una atracadora».
—¡Hombre!
—¡Sí, hombre, y tu carrera a tomar polculo! Lo comprendo. Y pretendes que vaya
yo mientras tú te tomas un gintónic con la mujer y los niños.
—Hija. Sólo tengo una hija. —¡Cojones! Un rato cínico, el andova.
—Está bien. Me voy pallá, miro a ver si la casa está vigilada, entro, limpio y me
voy. ¿Cómo me las apaño para entrar?
—Tengo una llave. —Esclaro, tenía la llave. ¡Si eran amigos!
—¿Y por qué crees que voy a encargarme de esto?
—La Froilán creía que aún la apreciabas. A menudo me hablaba de ti.
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—Ya que te pones así, tú también la debes «apreciar». Lo que sucede es que
«aprecias» más tu carrera que a tus amantes.
—Hombre… no, yo… —Se había encallado y no sabía qué decir. Lo desencallé.
—¿Gobernación, eh? —dije—. Pues mira, espero que si te hago este pequeño
favor, tú podrías agilizar un expediente que presentarán a vuestro departamento para
abrir un local con estas máquinas de juego. No es nada para mí, es del dueño del
lugar donde trabajo. Me entiendes, ¿verdad? Que sea un expediente más bien rápido y
que tu departamento no nos toque los cojones viniendo a contar y a comprobar cada
semana las máquinas. ¿Me comprendes? —Asintió con la cabeza.
—Me chantajeas —lo comentó como si no pudiera imaginar una tal inmoralidad.
—¿Chantaje? ¡Qué dices, tío!… Es un pequeño favor y nada más. ¿O quieres que
empiece a darle nombres desagradables a lo que tú me has pedido?
—Está bien, está bien. Lo haremos así. No sospechaba que me salieras con ésas,
pero está bien. —¡Al final me perdonaba la vida! ¡Vaya huevos!
Un tío que se ha cambiado de camisa, que se dedica a la escalada política, que
engaña a la mujer, que no se arriesga por su amante y que a mí me quiere exigir la
moralidad desinteresada de un franciscano. ¡Vaya huevos! Me dio la llave y la
dirección y quedamos para las once en el bar Velódromo, allá en la calle Muntaner.
Otro local de los tiempos de la reconquista.
Miró su reloj digital.
—Dentro de una hora tengo un contacto. Hay que actuar con rapidez.
—¿Ah, sí?
—¡Sí! —No le había gustado la bromita. Adiós, adiós.
Se largó y supongo que pagaría las consumiciones, porque yo no lo hice y nadie
me dijo nada. Adiós, adiós a las mujeres del Capsa y gracias a Dios que seguía
teniendo el coche allí. Con una multa, pero en el mismo lugar.
Yo navegaba. La Froilán, anarca, liada con un cargo. Hacía poco había regresado
de Nicaragua. La cosa no tenía ninguna explicación. Vaya, vaya.
Arranqué la multa del parabrisas del coche. La estrujé allí mismo y la arrojé al
suelo. Yo nunca utilizo las papeleras. Dentro del coche me agarró una histeria difícil
de explicar. Paul, que era mi jefe, estaría contento, pero yo más aún que él. Hostia, ya
me convenía, ya. Estaba harto de discoteca, de música a tope, de las niñas pesadas, de
las hostias de costumbre. Al lado del Cairo’s había un local de coña, pero Paul no
quería ni oír hablar del asunto. Ahora ya no podía decir que no. Instalaríamos un
casino e iríamos a medias. ¡Jo! Un poco de pasta me iría bien. ¡Cojones si me iría
bien! Cuando llegué al Guiñardó, busqué la calle. Era curioso, pero, para vivir había
escogido el mismo barrio en el que ella y yo vivimos durante más tiempo. Me
sobrevino una especie de nostalgia estúpida y ya no pensé más: puse la directa hacia
la calle de la Torre deis Pardals. El número 43. Vi el entresuelo. Aquella nostalgia
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estúpida pegó un estirón para recorrer todos los nervios de mi cuerpo. Sin poderlo
evitar, todo aquel tiempo me vino a la memoria.
La Froilán era la hostia. Durante medio año anduvimos por el barrio repartiendo
propaganda a mano. Ella daba la cara junto con un tal Mari. Yo y «el Guardia Civil»
(lo llamábamos así por el mostacho y la gabardina verde que llevaba siempre)
vigilábamos armados con un par de mangos de azadón, sin hacernos notar demasiado.
Algún día tuvimos que atizarle a un portero chivato o a algún facha, pero la poli
nunca se presentaba a tiempo. «El Guardia Civil» llevaba una pipa, el cabrón, por
más que lo teníamos estrictamente prohibido. No lo supe hasta el día que la sacó. El
guardia urbano, que había querido hacerse el chulo, se llevó el mayor susto de su
vida. Tenía agarrada a la Froilán por el cuello y la arrojó al suelo. Cuando le iba a dar
una patá en el estómago, una bala le atravesó la pierna. Era «el Guardia». Yo mismo
me quedé de piedra. Le quitamos el arma al urbano. La gente se esfumó en dos
segundos. Cuando ya nos íbamos, la Froilán me arrebató el garrote. El urbano salió
con un par de costillas rotas de propina. Lo tenía merecido. Aquel mismo día nos
trasladamos. Después vendría toda la historia de la expulsión de la Froilán. Al cabo
de tres meses ya no la vería más, cuando aún no habíamos terminado de deshacer
todos los paquetes del nuevo piso de Santa Coloma a donde nos habían enviado.
Recorrí un poco el barrio. Me tomé unos quintos hasta entonarme un pelo.
Muchas calles habían sido asfaltadas y también había muchos bloques nuevos. Me fui
a la calle Varsovia. No tenía que perder el tiempo. El 142 es una casa enorme de pisos
pintada de verde. ¿Quién la debió pintar de verde? ¡Cantaba un montón! Decidí dejar
pasar un rato antes de entrar. Me pareció que no la vigilaba nadie. En el ascensor tuve
que poner cara de circunstancias con una señora que venía hipercargada hasta el
moño. Ella bajó primero. Yo iba al quinto. El pisito era pequeño y tranquilo, de los
que daban a detrás. Un corredor largo con puertas a la derecha: el cuarto de baño y la
cocina, que era superpequeña. Al final, el comedor con un balconcillo. Dos puertas
más daban a las habitaciones.
No quise entrar. Necesitaba hacerme una idea general de la casa. Me senté en el
sofá y encendí un pitillo. Conté cuatro ceniceros en el comedor. Todos perfectamente
limpios. Era la manía de la Froilán, tener siempre los ceniceros superlimpios. Me los
miré un rato. Brillantes, rutilantes, refulgentes. Eran los mismos. Ella y yo los
habíamos robado. El tapiz de la pared también era el mismo. Ella veía el mar en aquel
tapiz. Yo siempre había visto un manojo de cuerdas azules y amarillas descoloridas.
Pero las mujeres, ya se sabe. Son así, poéticas, místicas, imaginativas. Idiotas en el
fondo, vaya. Me supo mal ensuciar un cenicero, pero no tuve más remedio. La ceniza
me caía al suelo, estaba a punto de caer y si aún aguantaba era porque mantenía el
cigarrillo vertical como un mástil. La dejé caer en el cenicero. Cayó por su propio
peso. Fue ella, no yo. Pero el cenicero ya estaba sucio: ya podía empezar a trabajar.
La habitación no me proporcionó demasiada información. La cama estaba hecha.
En la mesilla de noche, algunas fotos de Salardú y ella. No reconocía los lugares.
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Parecían de un viaje. Fui corriendo a la cocina. En un armario encontré bolsas para la
basura. Cogí una para las cosas que me llevaría conmigo y otra para las que haría
desaparecer. Toda la casa estaba limpia y ordenada. En la habitación, aparte de las
fotos, algunas cartas de Nicaragua y papelotes sin importancia que también guardé,
no había gran cosa. Volví a la cocina y la registré de arriba a abajo, y nada. En el
wáter, nada. El comedor, nada. La tela marinera la encontré en el estudio. Allí sí. En
una cómoda cerrada con llave aparecieron cosas muy interesantes: papeles e informes
del grupo anarquista, y apuntes. Muchos apuntes, sobre las conversaciones de la Junta
de Seguridad entre la Generalitat y la Delegación del Gobierno en Catalunya. Eran
notas a lápiz, tomadas a toda prisa. En otro cajón, mapas. Mapas del futuro
despliegue de los Mossos d’Esquadra y de la Guardia Civil. Los repetidores de
televisión en Catalunya y el detalle de uno de los repetidores en concreto: el de
Collsuspina.
En el último cajón, cuando yo creía que no me podía llevar más sorpresas, me
encontré con la rehostia consagrada. Estaba lleno de cintas y había también un sobre.
Lo abrí. Eran cartas en papel oficial, en blanco, y firmadas por Salardú. Un membrete
de la Dirección General de Seguridad, otro de los Mossos de Esquadra y, envuelta en
celofán, una credencial. Muy interesante, la credencial: el de la foto era Jordi Salardú
Quintal. Me cogió el ataque. Me puse a reír solo. Solo, como un loco. Cómo podía ser
tan idiota el Salardú. ¡Vaya tía la Froilán! A cada polvo que le metía, el Salardú se
llenaba más de mierda. Y encima debía estar contento, el infeliz.
Y las cintas. Las cintas, masiao pal coco. Busqué el radiocassette y las fui
poniendo. Fantástico. Eran el Salardú y ella. Me costó reconocer su voz. Ya no me
acordaba de ella. Todas eran de 90 minutos y repletas de punta a cabo, con muchos
espacios en blanco. No me tomé el tiempo de escuchar muchas, esclaro, pero me lo
pasé teta. La tía le interrogaba muy hábilmente. Siempre empezaba hablándole de su
trabajo, la alfabetización de adultos, y se lo llevaba hacia la política, o sea que
hablando ella del trabajo conseguía que él le hablara del suyo. Y el idiota caía de
cuatro patas. ¡Cómo se podía ser tan memo!
Lo recogí todo con cuidado. La bolsa quedó bien llena. La otra, la que contenía
las cosas para hacer desaparecer, también quedó llena del todo. Allí había metido
todos los papeles relacionados con el Ateneo Libertario de Gracia y el grupo
anarquista sin nombre que se encontraba detrás.
De la estantería no me llevé nada. Todo eran programas de curso, libros de texto,
algunas colecciones de apuntes de cultura general y cosas por el estilo. Se lo había
montado bien, la Froilán. En las clases de adultos del Clot, en una escuela de la calle
Ter, coleccionaba futuros militantes. En el Ateneo de Gracia parecía que el grupo ya
era más consistente y, además, sacaba de Salardú la información que quería. ¡Qué
santos ovarios tenía la tía! Me saqué el sombrero. Antes de marchar, cogí la botella
de alcohol del armario del lavabo.
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En la calle ya oscurecía y las farolas empezaban a encenderse. Con el coche, tuve
que dar unas cuantas vueltas, pero delante del Parc de les Aigues encontré uno. Como
sea que ya se había hecho de noche, hacía la mar de bonito, el contenedor de trastos y
muebles viejos. Las llamas llegaban a alcanzar los diez metros de altura y para los
vecinos aquello resultó todo un entretenimiento. Para los bomberos, no demasiada
faena, porque llegaron cuando ya todo se había quemado. Pero para la Froilán, que no
lo sabía, fue todo un descanso. Unas cuantas pruebas se las había llevado el humo
hacia el cielo.
Contento, rutilante, me fui a la casa de Horta. Nada me impidió ir cantando por el
camino.
No es que el piso de Horta fuera bonito, pero el caso es que le tenía cariño. En el
piso de arriba vivían dos hermanas. La una soltera y la otra viuda. Hicieron como que
se alegraban de verme, pero no lo sé muy bien. Eran sordas como una campana y las
podías llamar lo que te pasara por la cabeza sin que se enteraran de na. Pero me
dieron las llaves. Era una escalera curiosa. Yo me había criado allí con la abuela. En
el ático, cuando era pequeño, vivía una familia muy especial, al menos para mí. El
padre trabajaba en el zoo, y siempre traía animales a casa. Cachorros de león, de
tigre. Gorilas, monos. Ya os podéis imaginar las veces que yo iba de su piso al
nuestro. Después se fueron, sin dejar el piso, a vivir en la Floresta. Eran los amos del
bloque y no tenían interés ninguno en venderlo. En los bajos vivía una mujer ya
mayor, sola desde que se le mató el marido, cuando yo tenía catorce años. Tenía
gracia, pero aparte de la familia del ático, padre y madre y dos hermanos mayores que
yo, en la escalera todos eran viejos. En los bajos, el matrimonio viejo. En el piso de
arriba, las viejas. Y yo en el primero, que me crié con una vieja, mi abuela. Nunca he
querido hacer llorar a nadie con esta historia. Al revés. Viví muy contento entre
tantos viejos. Mucho mejor que muchos niños con sus padres. Seguro.
Decía que me dieron las llaves. Las había buscado alguna vez en mi casa y no las
había encontrado nunca. Suerte tuve de las pobres vecinas. Abrí, hizo un rac-rac-rac y
me instalé. Instalarse quiere decir dejar la bolsa en un rincón. Extender el colchón,
que estaba doblado, y correr en busca de velas, porque no veía nada. Antes subí a la
azotea a abrir el grifo de paso del agua. En la casa, el agua aún era de depósito. El
colmado de la esquina aún no había cerrado. Las velas, unas latas de cerveza y
esparadrapo, porque no tenían cinta aislante. Cuando volví arriba, era ya negra noche.
Decidí efectuar el empalme a la mañana siguiente. Repartir las velas y echarme sobre
la cama, que olía a moho. Nada. De todas formas, antes de dormir, cuando regresara
de ver a Salardú, aún iría a dar una vuelta. Me gusta Horta. Es mi barrio.
Por poco me quedo dormido. Me levanté como impulsado por un resorte. Agarré
la bolsa en la que tenía todos los papeles de la Froilán que no había querido quemar
ni dar a Salardú y la fui a esconder a la azotea, detrás del depósito de agua. Se me
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metió en la cabeza que tenía que ducharme. Lo hice. El agua fría me espabiló. Una
vez en la calle, me detuve a telefonear desde la plaza Ibiza. En el Cairo’s no se
extrañaron de que faltara al trabajo. Ya estaban acostumbrados. Seguro que creían
que estaba con alguna marrana de discoteca poraí. Tenía demasiadas cosas en la
cabeza y no quería llegar tarde. Así que cogí el metro. Por el camino me iba
entrenando. Mira, Salardú, mira, que quería el permiso para el pequeño casino, pero
tenía que explicarle lo de la Froilán sin que se me escapara la risa. Sobre todo no
tenía que decirle nada de lo del carnet. Lo del carnet, no, que no me podría reprimir.
Era difícil, pero al llegar al Hospital Clínico consideré que el entrenamiento ya había
sido suficiente.
Cuando faltaban diez minutos para las once ya estaba en el Bar Velódromo con un
doble café delante. Cuando faltaban cinco, entró Salardú con su traje arrugado.
—¿Todo bien? —preguntó.
Estaba impaciente. Asentí con la cabeza. Se puso contento y no debía de haber
cenado. Pidió bocadillos americanos, tortilla y, para beber, jugo de naranja. Quería
pedir algo para mí.
—Un Ballantine’s con hielo. A mí el jugo de naranja me remueve el estómago —
le dije, y pensé que pagaría él.
Cuando se sentó le expliqué lo que había encontrado. Le di el sobre con las
fotografías y le enseñé el papel con dibujos. Pero no le mostré nada más. Todo lo
demás lo tenía en Horta. Nunca se sabe.
—Eso son anotaciones hechas durante una reunión. —Era un as haciendo
deducciones.
—¡Vale, cinco puntos! ¿Pero te dice algo esta nota?
—El coche del atraco fue robado a punta de pistola el día anterior. Y fueron dos
personas. «Los cinco en el Carmelo»…, en un descampado del Carmelo fue donde la
policía encontró las armas.
—Los detenidos han sido cuatro, dices.
—Sí, pero en los libros de Enid Blyton el quinto es un perro.
—Vaya cultura la de Salardú.
—Bueno, tú dame el teléfono del despacho que mañana te daré los datos.
—¿Qué datos?
—Los datos del expediente que ya te he dicho para lo de las máquinas
tragaperras, y yo me largo, que es tarde y tengo trabajo.
—¿No había nada más?
—No. Cuando limpio una casa lo hago bien.
—Es que…, ¿no había nada más que pudiera afectarme? ¿Sólo las fotos?
—¡No! Lo he mirado bien. ¿Qué te pasa ahora?
—Que yo no sabía que estuviera liada con estos anarquistas. No sabía nada del
asunto.
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—Esclaro, si sólo la veías una vez por semana, de noche, y lo que hacíais era
follar y nada más que follar. ¿Qué quieres saber?
—Yo ahora pienso… ¿Para qué coño tenía los planos del repetidor de
Collsuspina? Me los debía quitar y fotocopiar. Si no, no lo entiendo. Pienso…
—¿Qué? ¿Que te espiaba? Mira, chico, a mí no me marees. Tú debes saber lo que
le contabas, qué te preguntaba y qué le contestabas.
—Quisiera saber más cosas de esa chica. Quisiera estar más seguro y tú puedes
tener tu papel.
Me quedé clavado en la silla. Ahora el sinvergüenza quería que lo ayudara a
cubrirse por si estaba en un lío.
—¿Yooo? Tu carrera política me importa menos que la del subsecretario del
Partido Comunista de Corea. Ya os apañaréis con vuestras constituciones y estatutos.
Yo ni siquiera voto.
—De acuerdo, de acuerdo. Ya me imagino lo que piensas tú de todo eso. Eres un
político frustrado, de los que todo se lo cargan y no aportan ninguna solución. ¿Qué
quieres? ¿Que aquel partido hubiera triunfado y ahora tuviéramos aquí la dictadura
del proletariado?
—No, gracias, yo ya estaría en Andorra La Vella.
—No quiero convencerte de nada. Pero no tienes lo que se dice un buen trabajo y
yo te podría dar la oportunidad de ganar unos buenos duros.
Vi claro que aquel individuo se encontraba inseguro y no podía ir a contarle sus
problemas a la Guardia Civil, ni a la policía, ni a los Mossos d’Esquadra. Y me venía
a mí. ¿Lo había pensado sobre la marcha? ¿O lo tenía planificado desde antes? Pensé
que lo de ir a limpiar la casa de la Froilán había sido un examen de ingreso.
—¿Cuánto? —pregunté sin mostrar interés.
—Pongamos un kilo. No se trata de mucho tiempo.
—Dos. Y además lo del expediente. —Hombre, si me decía que sí no me
solucionaba la vida, pero podría permitirme algún pequeño lujo; por ejemplo, estrenar
coche, cosa que no había hecho nunca. Y si lo del expediente iba bien, podía sacarme
una pasta gansa.
—Está bien. Dos. —Cedió tan fácilmente que me llamé imbécil a mí mismo,
podías haber pedido cuatro. Seguro que pensaba distraerlos del presupuesto de su
departamento. Por eso no regateaba.
Cerramos el trato. Quería saber qué conexiones tenía la Froilán con el grupo, qué
conexiones tenía el grupo y si existía la posibilidad de haber sido espiado y que ella
le pasara la información a alguien. Y sobre todo lo del repetidor de TV. No me
imaginaba de modo alguno a la Froilán haciendo espionaje. Era demasiado activista,
le costaba disimular, tampoco poseía una memoria excesiva. No tenía las
características que según los libros han de tener los espías. Pensé que quizás lo que
más le preocupaba a Salardú era la sospecha de que la Froilán hubiera ido a la cama
con él por otros motivos que no fueran su atractivo físico e intelectual. Un cretino.
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Eso es lo que era el tío. Salardú me hizo un talón de cien mil pesetas para ir tirando y
me dio un sobre con una carpeta. Dentro había recortes de periódicos, la lista de los
detenidos con sus direcciones, edad y profesión, el nombre y la dirección del
individuo al que habían robado el coche, y otras informaciones menos importantes.
No podía darme ningún tipo de cobertura oficial, pero a la mañana siguiente me
facilitaría un carnet del Departament de Governació de la Generalitat. Me entregó una
lista de cinco teléfonos en donde podía encontrarlo a cualquier hora del día o de la
noche, y nada, que tenía que tenerlo informado en todo momento si encontraba
alguna cosa. Quedamos en encontrarnos de nuevo en el Velódromo al día siguiente a
las nueve.
Le dije que aquella noche lo estudiaría todo y que hasta la mañana siguiente no
me pondría a trabajar. Estaba contento. Me había portado bien, se lo había dicho sin
reírme. Cuando se fue, me regalé otro whisky. Me lo merecía.
Aquel otro whisky sirvió para enjuagarme la boca como si fueran Oraldine. Lo
pagaba yo. Allí sentado, más bien inmóvil, dejé que el alcohol hiciera su efecto. Y
fue traidor. Para empezar, me fue cogiendo una buena rabia por toda la gente que
llenaba el bar. Modelos de pacotilla que se reunían allí para repartirse por los locales
nocturnos de Barcelona. Todos con ropa supercara, con unos cortes de cabello de
imitación y bastante maricón camuflado. Todos con aquella estúpida entonación al
hablar, más acusada aún en las tías asquerosas.
Pensé que tenía que pensar en mí. Así que apagué la tele. Es que quizás no podía
estar demasiado contento de mí mismo. No era yo mejor que aquella gentuza. ¿Qué
había hecho yo durante aquellos últimos años, si no era irme dando de hostias a
derecha e izquierda? Uno podía decir soy feliz porque estoy haciendo lo que me
gusta. O porque me he hecho rico. Me ha tocado la lotería. O tengo mujer y cuatro
hijos que me obligan a trabajar como un asno, así que no me entero de na. O como
Salardú, que soy un político y hago cosas importantes. O como cualquiera de los
estúpidos del bar, que me he comprado esto en tal sitio, en Zeleste o en Distrito no
pago porque me conocen y todos los amigos me invitan a coca. Qué bien. ¿Por qué
no puede ser todo tan sencillo como eso? No, no, no. No era yo mejor que aquella
gentuza, ni que Salardú. No obstante, no podía evitar sentirme diametralmente
opuesto a todas las formas de vivir. ¿Dónde me encontraba yo, pues? Si en la esfera
de los colores estaba al otro lado de cada uno de ellos, ¿dónde estaba yo? ¿De qué
color era mi vida?
Me habría pasado toda la noche bebiendo para someterme a esta tortura. Pero ya
era tarde y me cerrarían el metro. Pagué la copa y salí a la calle.
Había empequeñecido, sí señor. Tanta desolación, tanta miseria. No verla, que ya
la veo a menudo, vivo en ella realmente. Era el hecho de masticarla, de sentirla.
Verme metido en ella y enmierdarme hasta el cuello. Tenerla dentro de mí. De
repente, necesité una buena ducha. Agarré el metro como un desesperado. La gente
iba más bien poco a poco, ya que la mayoría no iba a trabajar. Pues bien, yo sí que
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parecía ir al trabajo y andar con retraso. En el metro me calmé un tanto. Línea IV
traqueteaba que daba gusto. Hacía rato que iba con la cabeza gacha, mirando al suelo,
en un asiento que había podido cazar y que seguro que alguna viejales me envidiaba.
No, en realidad a aquellas horas no hay viejales en el metro. Así que no pensé más en
el asunto. Mi cabeza parecía un nido de abejas. Con las sacudidas volví a mi lugar. A
mi lado tenía a un tipo caribermejo, bebedor de taberna, y más allá una mujer de
hacer faenas, o al menos así me lo pareció. Está bien eso de ir en metro. Hacía tiempo
que no lo tomaba y no lo echaba en falta, qué va. Pero me gustaba. Hace que uno
piense con suavidad. Calma. Y cuanto más traquetea más calma. Y la línea IV es
ideal para eso. ¿Pero qué hacía en el metro una mujer de hacer faenas a aquellas
horas?
En la Sagrera se bajó la mitad de la gente. La mujer de hacer faenas también.
Debía ir a Santa Coloma, pensé (pero, ¿a aquella hora?). No subió nadie. Miré a los
que habíamos quedado en el vagón. Ahora me fijé en una muchacha. Era joven, 18
años, e iba con la cabeza muy rapada. Me pareció que la conocía. Casi aseguraría que
era ella, la misma. Pero ya me había sucedido lo mismo más de una vez y puedes
llegar a hacer el ridículo a base de bien. No cesé de mirarla. No la quería provocar ni
encantarla. Nunca hago esas cosas. Quiero decir que parece que no me atrevo. Es que
no podía evitar el hacerlo, os lo juro. Me miró y, por cómo lo hizo, yo diría que me
reconoció. Seguro, seguro que era ella. Pero no nos dijimos nada. Última hora, podía
ser que no lo fuera. Me miró a través del cristal antes de bajar. Estábamos en Horta,
así que tuve que bajar yo también. Ella se fue en dirección a la calle Tajo y yo hacia
la plaza de Ibiza.
Fuera, las calles estaban casi desiertas. Nadie transitaba por ellas. Horta es un
barrio muy muerto. Hacen lo que las gallinas: cuando se hace de noche todo el
mundo se va a dormir. Quien no lo hace, se retrata. No dejé de pensar en la gatita que
había visto en el metro. De hecho, ella había hecho desaparecer el mal olor que yo me
notaba a mí mismo y el zumbido de la cabeza. Es curioso que pensar en las jais sirva
para eso. Aquella cabeza rapada me trajo a la memoria una noche ya hacía tiempo.
¿Tres años, cuatro? Una lengua fresca y un pecho pequeño y fuerte, unas piernas
largas y un vientre liso. Lo siento, de verdad que lo siento, pero no, no aprecié nada
más en ella, a menos que os explique con detalle las marranadas que hicimos. ¡Ya sé
que no está bien, pero qué queréis que le haga!
Así que miré el reloj. Por curiosidad. Quería saber la hora por si volvía a coger el
metro a la misma hora otro domingo. Entonces miraría a ver si la veía. Y, llegado el
momento, sí que le diría algo. Cuatro palabras, no lo sé. Última hora, quizás no me
atrevería. Te tiene que salir de dentro. O quizás nunca más cogiera el metro en
domingo. En Sagrera debían de ser la una menos cinco o menos diez, porque ahora
eran la una. Es igual, siempre que hago eso de fijarme en la hora, y luego no me
acuerdo más. No sé ni por qué lo hago. Estoy como una cabra.
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Las callejuelas subían, pero un vientecillo fresco me ayudaba a no sudar. Hice
parte del camino de ir a la escuela de cuando era pequeño. Una asquerosa academia
con el nombre escrito en latín.
Ahora me daba cuenta que no estaba pensando nada en todo el asunto de la
Froilán. No. No quería pensar en ello. Así que, fuera. Fuera, pues. Ya me pondría a
pensar por la mañana.
Y pensé otra vez en la gatita. Tampoco me iba a costar demasiado recordar la
hora, ¿no? ¡Total! Y total que llegué a casa.
Era una gran suerte que en la escalera hubiera luz. Como se trataba de una
escalera de viejos, ni tan siquiera habían puesto un portero automático. La puerta de
la calle aún se abría estirando de una cuerda. Llegué al rellano, saqué las llaves. No sé
si me faltaría tabaco. No tenía ningún paquete de reserva. Pero si os sucede eso en
Horta, andáis listos. Recé un poco para que me durara el que tenía. Retiré pronto las
oraciones. Me pareció que ya tendría suficiente. Aquella escalera me recordaba la del
Ciruelo. Aquel que arrastraba los cojones por el suelo. Un tipo curioso, el Ciruelo, de
verdad. Pero es que ahora no tengo tiempo: tenía que encender la vela o hacer el
empalme o coger luz de la escalera. Encendí la vela. Es extraño que una mujer de
edad como la abuela no tuviera más palmatorias. Sólo había encontrado una. La
encendí. Ya no hacen velas como antes. La del vaso y la del plato se habían
consumido. Arrorró, las tías. Eso ahora, que en aquel momento estaba deprimido,
hostia. Ni empreñado ni consternado. Deprimido hasta el fondo. Hubiera querido
morirme un rato.
Bebí agua en cantidad chupando del grifo. No me la terminé.
La habitación aún atufaba a cerrado. Abrí la persiana del balcón, me eché encima
de la cama y me cubrí con la colcha. La palmatoria me servía de cenicero. Encendí un
cigarrillo y me puse a trabajar. Me leí detenidamente toda la información que me
había pasado Salardú. Quizás invirtiera dos horas en ello. Muy peludo, todo junto.
Me calentó la cabeza cosa mala. Empecé a transpirar y de nuevo sentí asco. No había
derecho a que el asco me dominara. No me gustaba nada lo de la Froilán y aquel
trabajo de chalaos. Mejor dicho, al cabo de poco rato me di cuenta de que no podía
pensar en ello y me prometí que no pensaría más en todo el follón hasta la mañana
siguiente.
Cambié de canal. En el otro canal estaba la gatita que me esperaba. Me hice una
paja digna de un rey y me asaltó el sueño. Y no me había duchado.
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CAPÍTULO CUATRO
LUNES, 10 DE JUNIO
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—¿De qué?
—Contrabando. Pero ya estaba archivado. Tranquilo.
—¡Tranquilo! Lo harás desaparecer, ¿verdad? Eso lo añado al trato, si no te
buscas a otro, que yo me abro.
—Ya te he dicho que estuvieras tranquilo, que ya está archivado, pero si te tiene
que hacer feliz, te prometo que desaparecerá.
—No. Que desaparecerá, no. Que me lo darás, ¿vale?
—Entendido.
Me largué a toda pastilla del Velódromo. No me había hecho nada de gracia, el
Salardú. Corrí como un loco con el coche y al cabo de diez minutos ya estaba delante
del banco. No me costó demasiado reconocerlo. Era un edificio nuevo entre casas
viejas, con la fachada de mármol artificial, una entrada que parecía un escaparate,
sino porque los bancos no exponen al público el dinero que tienen. La única utilidad
que debía tener era la de cobijar a los abuelos cuando llovía. Al lado de la entrada,
una ventana enorme de cristal grueso, con unas cortinas de tiras que no dejaban ver el
interior. Seguro que se trataba de la oficina del director.
Delante mismo del banco estaba el taller de reparaciones que figuraba en el
informe de la poli.
Electro Benito, se llamaba. Tres coches más bien tronados estaban aparcados
encima de la acera. A uno de ellos, un R-8 de color amarillo, con un gato que dejaba
parriba las dos ruedas traseras, dos chicos con monos grasientos le manipulaban el
motor, uno por encima y el otro por debajo, que sólo se le veían las piernas. Me
acerqué a ellos.
—¡Eh! Buenos días.
—Buenos días —me dijo el que estaba de pie y empezó a secarse las manos con
unos trapos.
—¡Hola! —repetí. Saludar dos o tres veces puede proporcionar mejor entrada,
con los desconocidos—. Soy periodista del «Interviú» y venía por lo del atraco del
viernes pasado.
Al oír eso, el otro chico, el que estaba debajo del coche, sacó la cabeza y, dejando
la faena, prestó atención, pero sin levantarse ni dejar de manejar la llave de rosca.
—Si estabais aquí, lo deberíais ver todo —pregunté.
—¡Hombre! Ver, lo que se dice ver, no mucho, sólo lo oímos y luego los vimos
huir.
—¿Cuántos eran? —Saqué una libreta pequeña y un lápiz para ir apuntando.
Pensé que eso hacía periodista.
—Tres en el interior del banco y uno que conducía el R-18.
—Contadme cómo fue todo, si no os distraigo demasiado de lo que estáis
haciendo.
Me dieron una explicación que coincidía generalmente con todo lo que yo ya
sabía: habían visto salir del banco tres personas con las caras cubiertas por caretas de
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carnaval. El coche, que estaba parado unos metros más allá, se había colocado
delante de la puerta del banco, habían subido y después habían arrancado a toda
velocidad. No, no se ponían de acuerdo sobre si había o no una mujer. Mientras uno
decía que seguro que no, el otro decía que la que llevaba el coche podría serlo, pero
que no lo sabía.
—Os debe de haber molestado mucho la policía —dije.
—No. Nos preguntó que cómo había ido todo y el sábado nos tuvimos que llegar
hasta la comisaría para firmar la declaración.
—¿No habéis ido a identificar a los que han detenido?
—No. Cuando firmamos la declaración en comisaría nos dijeron que ya los
tenían, que eran unos terroristas que querían dinero y no sé qué cosas más.
—Sí. El policía nos empezó a contar historias y que si eso antes no pasaba, pero
yo le dije que no me calentara el coco.
Había hablado el que sacaba la cabeza por debajo del coche. Para demostrar que
seguía con la misma opinión, es decir, que no quería calentarse la cabeza, la volvió a
meter debajo del R-8. Como sea que la conversación no podía ya dar para más, les di
las gracias y me fui hasta la puerta del banco. Oí que uno le decía al otro: «… ¿y ha
dicho que era del Interviú»?
Dentro todo estaba como tiene que estar en los bancos. Limpio, iluminado, sin
manchas de sangre y con un ficus. Unos obreros de la Telefónica estaban cambiando
los cables y uno de los aparatos. Anuncios de proyectos de ahorro, de pensiones para
la tercera edad y el indicativo de caja de apertura retardada. No había clientes. Fui
hasta el fondo del mostrador, que parecía una barra de bar. Sólo faltaban los
taburetes. Me dirigí al joven que tenía delante un letrero de aluminio con el indicativo
«cartera».
—Hola, ¿el viernes estabas tú aquí, quiero decir con eso del atraco? —me salió
así, muy directo, al grano.
—Sí, sí… —Tenía la cara triste y los ojos casi llorosos, había quedado
impresionado de veras.
—¿Y no os han dado unos días de fiesta para pasar el susto? —pregunté para
hacerme más simpático.
—No, no… —Si continuaba así no sacaría gran cosa de él. Aquel tipo era
tontolculo.
—Soy periodista, estoy escribiendo un artículo sobre este caso, no debo de ser el
primero.
—No, no… —Seguía tan explícito el muchacho.
—Eran tres, ¿entró la mujer también? —A ver si desatascaba la lengua.
—No…, me parece que no, eran jóvenes y muy malos. Peligrosos, quiero decir.
Ya empezaba a ir mejor, volví a preguntar:
—¿La caja estaba abierta o esperaron que se abriera el mecanismo de apertura
retardada?
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—Sí, estaba abierta, pero no se llevaron nada. Se les cayó el dinero y, como que
ya habían disparado y estaban muy nerviosos, huyeron corriendo sin llevárselo. —
Ahora ya estaba a punto de llorar. Sus demás compañeros del banco también tenían
cara de no haber dormido y se les notaba muy afectados. Una chica que se sentaba
unos metros más allá, delante de una máquina de escribir, fue la que habló:
—¡Basta! Ya está bien, si quiere saber algo más pregúntelo al director. Además,
tú, Jaume, ya sabes lo que te han dicho. —Y volvió a ponerse a escribir a máquina, la
muy histérica.
—Perdón, sí…, sí que es verdad. Más vale que hable con el director, nosotros casi
no sabemos nada y, tiene que comprenderlo, aún estamos impresionados —dijo el
mudo.
Se abrió la puerta, la de la habitación que daba a la calle por la ventana que había
visto desde el exterior, y me salió un hombre más bien gordo, un poco calvo, vestido
con un traje azul oscuro y corbata marrón sobre una camisa azul cielo. A pesar de que
aún estaba lejos de mí, ya me di cuenta de que llevaba un emblema en la solapa,
debía de ser el del banco. Sin duda se trataba del director de la sucursal, que
inmediatamente avanzó hacia mí por detrás de la barra. Tendría unos cincuenta años
y fumaba en pipa, el desgraciao.
—Perdone —me dijo con la pipa en la boca, cuando ya estaba cerca de mí—, le
pedimos, por favor, que si tiene que efectuar alguna operación que la haga, pero le
ruego que no nos recuerde los hechos del viernes, piense que aún estamos todos muy
afectados.
Todos los trabajadores del banco se pusieron a trabajar, sin mirarnos. Me
parecieron un atajo de cagaos.
—No, no tengo que efectuar ninguna operación. Soy periodista y estoy
preparando un reportaje.
—Bien, si es así, pase a mi despacho que lo atenderé personalmente. —Hizo un
movimiento con la mano invitándome a ir hacia la puerta del banco, avanzamos unos
metros siguiendo la barra, él por dentro, yo por fuera. Al llegar al final, salió y me
abrió la puerta de su despacho, que utilizaba para los clientes, y me hizo sentar.
—Lo comprende, ¿verdad? —insistió—. El viernes y el sábado estuvimos
rodeados de periodistas, de policías, etc. Se trata de recuperar la normalidad, a pesar
de que hayamos perdido un compañero de trabajo, hemos de recuperar la normalidad.
Es nuestra aportación contra el terrorismo. Ayudar a la policía tanto como podamos, y
trabajar. De todas maneras, si quiere le responderé a las preguntas que me haga.
Se despatarró en la butaca giratoria y se puso a soltar humo.
—Lo comprendo, lo comprendo. No le molestaré mucho rato. Parece que el
desencadenante del tiroteo fue un vigilante que entró. ¿No cerraron la puerta los
atracadores?
—Sí, era el portero de una fábrica de cervezas que hay un poco más arriba de la
calle…, pobre hombre, venía a buscar cambio. Parece que los atracadores no cerraron
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la puerta bien, a veces falla el resorte, y el hombre entró como si no sucediera nada.
Ellos debían pensar que se trataba de un policía.
—¿Fue usted a la comisaría a identificar a los detenidos?
—Sí que los fui a identificar y no hay duda. Además, les han encontrado las
armas, las tenían escondidas, un grupo de terroristas, sí…, terroristas. ¡Mangantes,
criminales, drogados, eso tendría que terminar de una vez! No hay autoridad, oiga.
Bien…, estoy exaltado…
—¿La mujer fue la primera en disparar?
—No, la mujer debía de ser la que se puso frente al cajero.
—¿«Debía»? ¿Qué quiere decir?
—Que no estoy seguro, iban con la cara tapada.
—Pero a una mujer se la reconoce por la voz.
—No dijo palabra.
—Pues por la forma de las piernas, los pechos, por el grosor del cuello, por las
manos. —Me acordé de la discoteca. Tenía mucha práctica en distinguir a las
mujeres. Y a veces era difícil.
—No estaba como para mirar los pechos de las mujeres en aquel momento. Ya
está, no sé dónde estaba la mujer…, ¿y qué? —Aquel hombre estaba aún más
nervioso o al menos no podía evitar ponerse así. Su rostro congestionado comenzaba
a sudar y se echaba los mocos narices arriba.
—Pero cuando salieron corriendo sí que tuvo que notar quién era la mujer, ellas
corren muy diferente de los hombres. —Me miró, pareció que hablaría con tal
torrente de palabras que se le trabaría la lengua, pero cambió de expresión y luego fue
él quien preguntó.
—¿De qué periódico me dijo que era?
—No se lo he dicho. Soy Free Lance, periodista por libre, escribo el reportaje y
luego lo vendo. —Intenté ser convincente.
—¿Pero tendrá un carnet?
—Sí, naturalmente. —Saqué mi cartera y simulé que no lo encontraba. Pasaron
algunos segundos—. Debo de haberlo olvidado en alguna parte.
—Sí. ¿Me dejará ver el de identidad? Comprenda. —Su mirada era de
desconfianza mal disimulada. Se lo mostré, sin entregárselo. Cogió un lápiz. Seguro
que después se apuntaría el nombre.
—Bien, si acaso ya volveré, gracias, de todas formas me ha sido de mucha
utilidad. —Me levanté para salir. Él también lo hizo.
—Pero cuando vuelva no olvide su carnet. No está bien —dijo.
Con una sonrisa me abrió la puerta de la oficina y volví a encontrarme en el
vestíbulo del banco. Él volvió a encerrarse, yo me fui hasta la puerta de la calle y la
abrí, entonces volví atrás y abrí la puerta del despacho. El director me miró con
sorpresa, tenía el teléfono en las manos y estaba marcando un número.
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—Quería decirle si tendría inconveniente en que tomara unas fotografías…,
cuando vuelva, esclaro —dije. Palabra que me hubiera gustado retratarlo y no me
hacía falta la máquina.
—No…, no. Podrá fotografiar cuanto quiera. —Mientras colgaba el teléfono.
—Gracias. Hasta pronto, adiós. —Volví a cerrar la puerta y salí a la calle. Tenían
que hacer revisar el muelle de la puerta de la calle porque no hacía saltar el cierre. A
lo mejor estaba destensada. Valía la pena que lo hicieran. Ya les había costado dos
muertos.
Los mecánicos me miraron al salir, cuando subía al coche y cuando tuve que darle
al demarré cuatro o cinco veces. Debían pensar que tendrían un nuevo cliente,
finalmente el 1430 se puso en marcha, arranqué con calma, el semáforo que venía
estaba en rojo y no hacía falta poner la segunda.
Hubiera pagado un cubata por saber a quién telefoneaba el director cuando entré
en su despacho por segunda vez. El semáforo se puso verde.
Ahora que ya había visitado el banco, tiré hacia Gracia. Me parecía que era el
paso más adecuado si quería saber alguna cosa de nuevo. Hablar con las familias de
los detenidos, ir por los centros del barrio…, eso me acercaría a la Froilán o al menos
me daría una idea de las relaciones que tenía últimamente.
Pero en aquella hora, a media mañana, ir del Pueblo Nuevo a Gracia es suicida si
uno va en coche y comete la equivocación de ir a buscar al Arco de Triunfo y tirar
paseo arriba. Es suicida por el asunto nervios. Porque aún descontando la jeta de los
conductores de autobús y de la purria taxista, el tránsito normal y corriente ya es lo
suficiente denso como para darte el ataque. Suerte que de cuando en cuando te
encuentras con una mujer o algún viejo en un Volkswagen para desahogarte, que si
no…
Y como que aparcar en Gracia es igualmente suicida y no se puede circular sin
atropellar a tres o cuatro criaturas, opté por dejar el coche en Bailén. Miré la guía de
Barcelona. Ya tenía seis o siete años, la guía. Pero aquellas calles no habían
cambiado, lo único el nombre. Como que las que yo buscaba eran pequeñas, ni
siquiera habían cambiado de nombre, a lo sumo se habían muerto allí algunos viejos.
Dejé la guía y un carajillo de ron me llamó desde la puerta de un bar. Después, con el
entendimiento equilibrado, entré en el barrio por el lado del Cine Texas, en el que
daban una de Louis de Funes. Según el título hacía de abuelo y lo congelaban. Por mí
que no lo saquen de la nevera.
Pasé por la calle Camprodón, Tordera y la plaza del Raspall[1]. Lo que es el
cepillo lo tienen bien guardadito: las paredes están pintadas con miles de consignas
de todos los colores, marcas y tipos. Las fachadas de muchas casas se caen a pedazos.
Cuando llegué a la calle Progrés la cosa no mejoraba. A pesar de ser por la mañana,
se escuchaban las teles a toda pastilla con aquellos seriales que no se acaban nunca,
de manera que podías seguir los diálogos mientras caminabas por la calle. En la
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puerta de la casa que yo buscaba, sólo había garabatos de la chiquillería con
palabrotas y pollas descomunales. La escalera estrecha y oscura. Subí.
Al cabo de una hora y media había visto dos familias. Era necesario entrar en el
primer bar a mano. Me tocó «O Fugitivo d’Ourense», así se llamaba. Me dio lo que
precisaba: un carajillo de ron Pujol y unas cuantas raciones del Fary. Fantástico. Me
reconfortó. Aquellas familias eran un desastre. Una sólo se preocupaba por un loro
disecado que tenían en el recibidor y la otra era tan poca cosa que cualquier día una
ráfaga de viento se la llevaría de este mundo. ¡Ni abogados tenían! Un desastre, un
desastre. Otro carajillo, por favor.
Recuperado, saltando por las aceras mojadas por las incansables máquinas del
Ayuntamiento preolímpico, que las enjuagaba sin compasión, enfilé por la calle
Fraternität.
La calle ya cantaba. El número 14 no aparecía por parte alguna. Una mujer
extraordinariamente gorda me preguntó que qué quería. La fatibomba estaba sentada
en una silla minúscula, a la escasa sombra de las casas de la otra acera.
—El 14 —le dije.
—Está allí —me dijo.
—Gracias. —Y hacia allí me dirigí.
Cuatro portales. Cuando iba a hurtar mi cabeza al sol impertinente, la mujer dijo
gritando: «¡No encontrará a nadie!».
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Qué remedio. Le dije:
—Sí, sí, que sí.
—Vale. —Y me fue soltando poco a poco. No se podía jugar con ese chiquillo.
¡Cojones!
—¿Puedo lavarme?
Me lavé en un lavabo al lado de la cocina. La camisa completamente manchada.
—¡Algodón! —Pedí a gritos y me lo dio.
Sólo me salía sangre por un agujero. Empotré en él tres kilos de algodón y la cosa
paró. Mi aspecto estrambótico me asustó en el espejo. No me favorecía. Me fui al
comedor. El chaval me esperaba con una pata de mesa en la mano. Tranquilo,
tranquilo, y me senté en una silla. Me miraba.
Llevaba un tatuaje en los bíceps. Un toro y olé. Me lo miré dos veces. Me quité la
camisa. Eso le extrañó. Empecé a hablar.
—Mira, chaval…
—¡Fuera de aquí! —me interrumpió. Y a mí no me gusta que me interrumpan.
Pero tenía que ir con cuidado porque el tío no dejaba la estaca ni por un momento.
—Ya me iré, pero primero tengo que hablar contigo.
—¿De qué?
—¿Quién eres tú? —le pregunté.
—¿Y tú?
—Soy amigo de la chica del ateneo que han detenido. Tú debes ser el hermano
del Ramón.
—Sí, ¿y qué?
—Pues nada, que les quiero ayudar.
—¡Fuera de aquí! —Vaya manía.
La sangre ya se había cortado. Me levanté. Abrí una puerta del comedor. Me
parece que era la habitación del chico de la estaca. Se puso tenso. Pero me dejó hacer.
Saqué un niqui del armario y me lo puse. Era azul y de marca. Me iba bien.
Al volver al comedor por un pelo que no me abre la cabeza. Lo vi venir justo a
tiempo, pero lo vi venir. Bailamos un vals en el comedor. Los dos con la misma
chavala. La teníamos bien agarrada. Ni él ni yo soltábamos la estaca. Quien lo hiciera
estaba frito. Fue divertido y duró un ratillo. Pero el disco se rayó. La música no
sonaba. Me fui retirando hacia la puerta. Agradecí el hecho de que ni él ni yo
hubiéramos recurrido al juego sucio de las patadas.
Muy deprisa, abrí la puerta haciendo girar el pomo. El del tatuaje aprovechó para
arrebatarme la estaca, pero no calculó que yo la cedería de buen grado. Aún más: se
la di con fuerza y cayó patrás, él y dos sillas. Una s’escacharró. Ya tenía el arma, pero
yo ya estaba fuera de su alcance. Con aquel muchacho no se podía hablar. Detrás de
mí escuché el ruido de la puerta al cerrarse.
La cosa se merecía otro carajillo. El bar era cutre a morir. El café era malo y el
ron, como que era Pujol y no lo fabricaban ellos, era bueno. El conjunto no daba muy
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buena impresión. Esclaro que yo tampoco hacía buen efecto, con aquella nariz
hinchada. Entró un charnego y se dedicó al vasito de vino y a los Chunguitos a todo
trapo. Era de agradecer. El carajillo me destapó la nariz por dentro y sentía bajar
garganta abajo los cuajos de sangre caliente y salada. Me estuve quieto hasta que
cesó. Ya me habían quitado el vasito de delante y esperaban que me fuera. La de la
verruga no paraba de mirarme. La última visita me quedaba un poco más lejos.
Camina que caminarás.
No era una calle. Era un callejón, no estaba asfaltado y las casas, planta y piso,
tenían una galería delante.
El número 19 era la penúltima casa. La galería se veía bien cuidada pero no
mataba. Había geranios, para no complicarse la vida, vaya. Salté el cercado de
madera, que era como las barreras del tren de antes, y llamé a la puerta maciza de la
casa. Me abrió una mujer. Tenía unos cincuenta años o más. Seguramente más, pero
ahora parecía tener noventa. Los ojos rojos de tanto llorar y la cara pálida como una
hoja de papel. No había puesto la cadena. Aún no me había dicho nada cuando se oyó
una voz desde el interior que gritaba:
—María, ¿quién es? —La María me hizo un gesto.
—Hola, señora. Mire, me llamo Albert y soy amigo de la chica que detuvieron
con su hijo Luis. Quisiera saber si tienen abogado y si les puedo ayudar en algo.
Se puso a llorar.
—¿Más policías? —Salió el padre. Trajinaba una barriga gruesa y redonda y
parecía afable detrás de aquel evidente malhumor.
—No, escuche, no soy policía. Al revés. Me intereso por su hijo, porque es amigo
de una chica que conozco y que también ha sido detenida.
—¿Cómo se llama usted? —dijo, a la vez que miraba mi nariz hinchada.
—Albert, Albert Draper.
—Ya, ya. Está bien. Mire, más vale que no nos digamos nada, ni nos veamos. Si
usted tiene un abogado, yo también. Quizá nos estén vigilando, ¿eh? Si eso, pues
usted habla con mi abogado y el mío con el suyo, ¿eh? —Me dio una tarjeta y me dijo
que me fuera. La cogí, pero aún no quería marcharme.
—Es que me gustaría saber más cosas. Hacía tiempo que no la veía, a mi amiga.
No me explico lo que ha sucedido. Quiero saber lo que hacía, por dónde iba, qué
amigos tenía. Bueno, es el abogado quien quiere saberlo. —(Buena trampa, ¿no?)—.
Y me ha dicho que lo mire.
—Pues ya le he dicho que no le diré nada. Hable primero con mi abogado y que
él me avise. ¡Hombre, ya se lo he dicho!
—Pero, ¿por qué nos hemos de complicar tanto la vida? —exclamé mirando a la
mujer, en busca de condescendencia—, si nos podemos ayudar ahora mismo, ¿por
qué hemos de perder el tiempo mientras aquellos chicos sufren metidos allí dentro?
—¡Tampoco sabría decirle qué hacía mi hijo! ¡No sé lo que hacía! Nunca
explicaba nada. A nosotros, no —me lo soltó excitado.
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Ella se lo miraba con lágrimas en los ojos y sólo murmuró una cosa, una cosa que
sería sensacional. Dijo: «La Bet, quizás».
El hombre se puso en plan violento, se llevó padentro a la mujer con un
imperativo que no entendí y me cerró la puerta en las narices. Le perdoné la rabieta.
Me había caído bien. No le podía reprochar que me hubiera dejado con la palabra en
la boca. Pero dudaba si marcharme o volver a llamar. Por primera vez durante el día
me daba cuenta de lo fastidioso que podía llegar a ser un tipo como yo. Y me sabía
mal, de verdad. Así que me di la vuelta pensativo, porque tenía la impresión de estar
perdiendo una buena ocasión.
Estaba en el extremo de la calle cuando oí que llamaban a un gato. Tardé un poco
en darme cuenta de que el gato era yo. La mujer me requería desde la galería. Me la
miré incrédulo. Finalmente, fue ella la que vino hacia mí. Yo me acerqué a ella
también.
—¿Qué quiere, señora? ¿Qué me quería decir antes de la Bet? ¿Quién es?
—Es mi hija. Luis es el pequeño. Se llevan cinco años. Mi marido no quiere ni oír
hablar de ella. Se fue de casa hará unos años y su padre le tiene prohibido que vuelva.
Pero yo sé que Luis la veía a menudo, porque algún día me ha hablado de ella. Ella le
podrá ayudar más que nosotros.
Quise prescindir del aire de confidencia y revelación que tenía la cosa.
—¿Por qué se fue de casa?
—Cosas de mujeres…
—¿De mujeres?
—Sí. —Se suponía que yo tenía que entenderlo.
—¿Y dónde la puedo encontrar?
—No lo sé.
—¡Pues vamos bien!
—El Luis lo sabe, pero ahora no nos lo puede decir.
—¿Quiere que le diga una cosa? Ya empiezo a estar harto de tantos familiares que
no nos ayudan en nada.
—Luis me dijo que trabajaba en una sala de fiestas. Yo la quería ir a ver con él,
sin que su padre lo supiera, pero Luis me dijo que no, que no era un lugar apropiado
para mí. Que ya quedaríamos un día. Me pareció entender, porque insistí mucho en
que si era en el Paralelo o qué, y me dijo que no, que era un trabajo honrado, para
gente fina, cerca del Turó Pare.
—¿No sabe el nombre, ningún otro detalle?
—No. Si hiciera tanta falta, quizás mañana le podría decir algo… —Se puso
colorada y todo. Quizás lo tenía que preguntar en la peluquería o en el bar.
—¿Y cómo lo sabría mañana y no hoy?
—Preguntaría a las antiguas amigas de la niña. Quizás ellas saben alguna cosa…
Hizo unas maniobras con el monedero y dijo:
—Mire, ésa es.
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Me mostró una foto bastante gastada de una chica de unos dieciséis años, morena,
muy bonita. La cara ovalada y los cabellos largos y lisos.
—¿Me la puede dar, señora?
—Mire, hace años que no la veo a ella, pero la foto me la miro cada día.
Pobrecita. No se la doy, no. —Y le sabía mal. Yo ya me iba. Me detuvo—. A ver si
tenemos suerte y los sacamos de allí, ¿eh? —Y me hizo anotar su número de teléfono.
Sólo faltaba que me diera un beso.
Calle abajo, hacia la Asociación de Vecinos. Había perdido el tiempo todo el
santo día, y hasta ahora al final no había encontrado ayuda de nadie y aún no sabía si
localizaría a la tal Bet. Ya lo veríamos.
Al revés de la mayoría de las barriadas, la Asociación de Vecinos de Gracia era
un edificio relativamente nuevo. Empujé la puerta, que era de cristal y aluminio, pero
no cedió. Tenía que haber pensado en la hora. Eran las cuatro menos cuarto. Y eso me
recordó que era el momento de sentir hambre.
Con una consulta rápida, como las del seguro, tuve bastante: tenía hambre. Me
receté un bocata de chorizo en un cafetucho de allí cerca. No era muy limpio, pero la
mujer no tenía verrugas en la nariz. En el lavabo me quité el algodón de la nariz y
después, sentado a la mesa, me di cuenta con satisfacción que el cartílago recuperaba
la forma y el volumen normal. Al cabo de poco rato, ya podía respirar como siempre.
Maté el tiempo mirando los seriales televisivos de la tarde. A la dueña le pareció
razón suficiente para que me quedara poraí sin más pedir que un par de carajillos. De
ron blanco. No hay que abusar del negro, no.
Después, como sea que se acabó el serial, pensé que alguien iría a la Asociación.
Efectivamente, esta vez la puerta cedió. El local era grande y había plafones que
separaban diferentes salas que quedaban a derecha e izquierda de una especie de
corredor que se adentraba hasta el fondo, en donde había una sala mayor y unas
cuantas mujeres reunidas, algunas aún con el jersey de calle puesto. Como que ni
siquiera se volvieron, entré tranquilamente. Me quedé mirando unas mesas con toda
clase de escritos, adhesivos y carteles pidiendo firmas para unas cuantas protestas.
Una de las reunidas al fondo se dio cuenta de mi presencia. La gordita se llegó
hacia la entrada con cara risueña. Llevaba una camiseta de manga corta llena de
medallas. Sobre los pechos móviles, una medalla antinuclear y otra de la mujer, de
color de mujer; en la manga, corta como era, cabía un «Quiero andar tranquila».
—¡Hola! ¿Vienes de la imprenta?
—No. Vengo del periódico.
—¿Del periódico? ¿Qué periódico?
—Del Avui. ¿No os han avisado?
—Yo no sé nada.
Se giró hacia las mujeres, que se habían sentado a una mesa larga, y la discreta
dijo gritando como una pescadera:
—¿Alguien está esperando a uno del diario Avui?
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La tía era basta con avaricia. Pero todos se la miraron como si ná. Nadie sabía ná
de ná.
Después de darle cuatro explicaciones sobre con quien tema que hablar y con
quien no y no sé qué más que ni yo mismo entendí, me hizo pasar a un despacho
funcional que había en un rincón. Se espatarró en la butaca que parecía de cine y era
toda orejas.
—Estoy preparando una serie de artículos sobre movimientos juveniles y los
jóvenes en general y el ocio. Por eso, estoy corriendo por las Asociaciones de
Vecinos, entidades y ateneos y quiero dedicar un capítulo al origen de todo eso. —Ya
me estaba cansando.
—Me llamo Marta Molines —por si quería publicar su nombre, supongo—, y soy
de la vocalía de la Mujer, pero hasta no hace mucho estaba en la de la Juventud. Así
que te puedo informar de lo que te convenga y si quieres nos vemos otro día con
documentación…
—No hace falta, no hace falta. —Vaya reprise el de la tía—. De momento, una
primera impresión me servirá.
Salí con la cabeza como un bombo. Y total pa ná. Los del Ateneo, unos sectarios
según decía la gordita, se salieron de la Asociación de Vecinos hacía unos años. Se
apuntaron a la CNT, al menos algunos de ellos, y alquilaron un local. En fin, la
misma historia que en todos los barrios de Barcelona. Nada especial. Pero tampoco
les hacía peligrosos o armados. Al revés, el pacifismo había entrado en el Ateneo, que
para más inri casi resulta que tenía la exclusiva, me había dicho la chavala.
Desde una cabina, ¡milagro!, funcionó a la primera, llamé al abogado de la tarjeta.
Les habían aplicado la Ley Antiterrorista y el abogado sólo se había ocupado de
llevarles mantas y comida, que volviera a llamar al cabo de una semana. Debía de ser
un abogado de oficio.
Me había costado encontrar ropa presentable, pero al fin lo había conseguido más
o menos. Dejé el jersey en el guardarropa y le dije a la chica que lo dejara cerca que
seguramente no me quedaría mucho por allí. Éste era el sexto local que recorría
aquella noche. Era elegante y se llamaba Saratoga. El nombre me había intrigado.
Esclaro, era un barco, ahora me daba cuenta. En esos cabarets los empleados hablan
muy poco. No te dicen nada, ni de clientes ni de personal. En alguno de ellos me puse
a mirar como todo un inspector y utilicé el carnet de la Gene. Incluso a mí me extrañó
que hiciera tanto efecto. Me hablaban del aforo, de los antiincendios. Por causa de los
cócteles ya iba yo con un velo ante los ojos. Pero aquí en el Saratoga, el velo ante los
ojos no me impidió ver claro.
Era ella. Seguro. Alta, delgada como un clavo. Los pechos redondos y los
pezones negros parriba. Los cabellos largos y negros, lisos y brillantes bajo los focos.
Bajó del pódium al mismo tiempo que el otro, un tipo atlético, pero de los finos. El
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simulacro de amor duró a lo menos un cuarto de hora. Contorsiones y caricias. Una
mamada y un orgasmo de perro. Y sanseacabó. La clientela ya se podía secar la baba
y regresar a las copas o a bailar. Si sabían hacerlo, a follar en un reservado oscuro.
Acabada la actuación, la chica desapareció. Pregunté por ella en la barra.
El tío era un karateka de esos subnormales. Que no recibe a nadie y que me fuera.
Insistí.
—Es un asunto personal, tengo que hablar con ella.
—Sí, sí. Todo el mundo quiere «hablar» con la Bet. Hablar y, si se puede, algo
más. Mira, tío —ahora se hacía el macho— o te largas o te aplasto la cara.
—Su hermano ha tenido un accidente. Es urgente que hable con ella. —Más valía
no ponerlo nervioso, porque de verdad que podía romperme la cara.
—No sé que tenga ningún hermano. —E hizo una seña a dos gorilas que se
acercaron enseguida. Podía haber utilizado el carnet, pero habiéndolo utilizado en la
entrada, ahora ya no me serviría pa ná.
—¡Sacadlo de aquí!
Me moví con rapidez. Salté detrás de la barra y entré por la puerta que daba a la
cocina y al almacén, y la cerré con un pestillo. ¡Suerte que había pestillo! No podía
echar la puerta abajo delante de la gente. Así que vendrían por otro lado. Al final
había dos puertas. Vendrían por allí. Una daba a una sala con una barra. Seguramente
complementaria de la otra o bien privada. La otra iba parriba. Subí por ésta. Un
descansillo y cinco puertas. Tenía que apresurarme. Entré en un despacho, detrás de
la puerta más lujosa. Un tío con una barbita blanca, barrigón y con aspecto de ser de
los que sudan día y noche, se dio la vuelta poco a poco.
—¿Qué quiere usted? ¡Ah! Antes que nada, ¿quién es usted? —Como si no se
hubiera acordado de decirlo desde un principio—. ¿Vestido así le han dejado entrar
en el local? Cada día tienen menos cuidado. ¿Qué quiere? ¡Ah! ¿Y cómo ha llegado
hasta aquí? —Tampoco se había acordado de eso.
Hablaba tan pausadamente, como si hablara de lejos, como si tuviera que recordar
cada palabra que pronunciaba, que me desapareció toda sensación de peligro.
—Quiero ver a la Bet. Tiene usted unos tíos tan bestias aquí abajo que no
procuraban otra cosa que romperme la crisma.
En aquel momento llamaron a la puerta.
—¡Adelante!
Ya la había hecho buena.
Entró el gorila, me vio y llamó al otro. Dos segundos y ambos estaban conmigo.
Al más grueso le caía el sudor cara abajo. El otro estaba quieto y tranquilo.
—Señor Ardit, ha entrado por la jeta. ¿Qué hacemos?
—Avisaremos a la policía —dijo— si no nos cuenta algo que tenga gracia. Hace
rato que me aburro. Se me ha estropeado el vídeo.
Ahora sí que temblaba. Aquel tío estaba como una cabra. Con la misma
tranquilidad que gastaba, podía mandar que hicieran croquetas conmigo.
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Y mira por donde, me invitó a fumar un Coronas. Era de agradecer.
—Mire usted, señor Ardit. —¿Cómo coño podía ir por el mundo con aquel
apellido?—. El hermano de la Bet, porque no sé si sabe usted que la Bet tiene un
hermano, está ingresado en Sant Pau, en Vigilancia Intensiva. Lo he atropellado yo,
pero la culpa ha sido de él. Parecía llevar una trompa como un piano y yo tengo por
norma evitarme problemas siempre que pueda hablar con su hermana, esclaro. Así
que no he venido a su local, ni a ver el espectáculo horroroso que presenta, ni a
buscar jaleo con estos hombres, ni a ligar con la chica. Quizás no le haga a usted
demasiada gracia, pero es la única forma que sabía para encontrar a la Bet. Me lo ha
dicho su hermano mismo.
Se acarició la barbilla con un gesto. Miró la televisión que tenía en un rincón y
que yo no había visto.
—Avisad mañana al técnico, a ver qué pasa con esta tele, y decidle a la Bet que
venga. —Y todavía refunfuñó—: No sé si es la tele o el vídeo.
El carasudada me miró fastidiado y se fue. El otro obedeció con presteza. Al cabo
de un momento entraron la Bet y el gorilita.
—¿Quiere usted algo más? —preguntó el andova.
—No, nada. Puedes irte, chico.
Se volvió hacia la Bet que me estaba mirando a mí. Iba con un vestido negro,
vaporoso, un cinturón ceñido. No llevaba sostenes. Era muy bonita. Tumbaba de
espaldas.
—Aquí lo tienes. Este señor tan atrevido te quiere ver.
—No lo conozco —dijo ella—. Yo no quiero verle a él.
Seguramente le molestaba mi mirada, que era inevitablemente descarada.
—Este señor ha tenido el gusto de llevar a tu hermano, ¿verdad que tienes un
hermano?, al Hospital de Sant Pau con la cabeza rota. Tras haberlo atropellado, claro.
—¿Qué? ¿A Luis? ¿Qué ha sucedido?
Creía que me iba a morder. Se acercó a mí y me hablaba gritándome a la cara. Me
gustaba. Resultaba erótico, afrodisíaco. Una mujer enfurecida siempre te la pone
dura.
—Más vale que hablemos en privado. Aparte, quiero decir. Los dos solos. —«Los
dos solos», me detuve a pensar, «los dos solos».
—Ah, no. Nada de eso. A mí me gustan mucho las películas y quiero saber de qué
va —dijo Ardit.
—Pues va de que vale más que me acompañes al hospital, que los médicos
quieren saber qué tienen que hacer y conviene una autorización familiar. He aquí toda
la historia. El otro capítulo viene mañana, señor Ardit.
—Un momento que voy a cambiarme —dijo ella.
—Creo que estás muy bien —dije yo.
No dijo palabra y se fue. Nos quedamos el abuelo y yo solos, sin conversación.
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Eran las tres y media de la madrugada. La calle estaba desierta y había muy poco
tráfico. Barcelona en junio, de noche, es una delicia. Pasear por las calles con una
chica como aquélla habría sido una gozada. Por un instante, sólo por un instante, se
me ocurrió que las cosas eran así, frescas y tiernas, naturales. Que nos sentaríamos en
un banco, que nos dejaríamos llevar por una cierta atmósfera de frenesí. Pero mi
cerebro dio el clic. La idea se hizo pedazos, cayó al suelo y se hizo pedazos.
—Tengo el coche aquí… —le dije.
—Cogeré el mío. —No había pensado en que lo tuviera.
—Pero…
—Ve delante y yo te sigo. —Era seca y cortante.
No podía decirle que no íbamos a Sant Pau, que lo que sucedía era algo muy
diferente, que en aquellos momentos Luis se lo estaba pasando francamente mal. Si
notaba que iba en otra dirección, se enfurecería y se me escaparía, y era forzoso que
me explicara unas cuantas cosas cuanto antes mejor. Solución: iríamos hacia Sant
Pau.
Al poco rato ya tenía un Peugeot 205 negro a mi lado esperando que saliera del
aparcamiento. No esperé a que el semáforo se pusiera verde y arranqué, y tuve que
parar. La chica sí que esperó en el semáforo. Pero no fue una pánfila, cuando la tuve
detrás. Me siguió en todas las animaladas que hice hasta llegar al hospital. Entramos
por Urgencias, pero no por donde entraban a los heridos, sino al lado. Una vez al otro
lado, bajé procurando hacerlo antes que ella. Tenía que explicarle que su hermano no
estaba allí sin que me armara un escándalo.
Me acerqué al coche justo cuando se detenía y le abrí la portezuela.
—Baja. —Ponía mala cara a todo lo que pudiera parecer una orden y no una
invitación. Era una mirada presuntuosa, acostumbrada a los halagos—. Mira, tengo
que decirte una cosa. Tu hermano no está aquí. Hizo una mueca, queriendo decir:
«muy hábil, Flanagan, te lo has montao bien. Mejor que nadie. Este señor tan
atrevido sabe mucho». Y me clavó una bofetada.
Una buena bofetada. ¿Por qué era tan creída la chica? ¡Pero qué suponía la muy
estúpida!
Le devolví el golpe. Fuerte. Seco. Los cabellos ejecutaron el movimiento que
hacen en los anuncios de champú. Ahora se pondría a gritar.
Iba a gritar. Le tapé la boca y la hice rodar por el suelo. Pobre. Su vestido, pensé.
No sé la cara que metí yo que la chica se puso a tono. No estaba yo para hostias en
aquellos momentos. Sólo me faltaba ir a parar a comisaría acusado de intento de
violación. Vi que se calmaba y se disponía a obedecer.
—Te dejo… Pero si gritas, de la hostia que te doy te parto la cara. Quedarás
inhabilitada para unos cuantos meses, y eso con suerte. —Relajó los músculos. Puso
cara de angelito. Hizo como si sonriera. La solté.
Se puso a correr gritando. Los chillidos le salían tan entrecortados y apagados que
nadie podía oírlos. El segundo sopapo fue definitivo. No me pasé. Pero la bofetada
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consiguió hacer salir a dos enfermeros de Urgencias. Sacaron la cabeza, y la emotiva
escena que vieron deshizo el equívoco. ¡Bah!…, una pareja, debieron de pensar. La
estaba abrazando y le murmuraba a la oreja quieta, quieta, que te mato, que sólo te
quiero ayudar. Que tu hermano está detenido, que la palmará, que sólo quiero hablar
contigo. Quieta, quieta.
Y se estuvo quieta y abrió los ojos.
Y las orejas.
—¿Detenido? ¿Por qué?
Al fin reaccionaba.
De qué se le acusa y un montón de preguntas más que no entendí.
—¿Eres policía?
—No. Me llamo Albert. Albert Draper. Sólo quiero ayudar a tu hermano. Lo han
detenido junto con una amiga mía. Quiero saber el motivo. Y basta.
—¿Por qué me has traído hasta aquí?
—Es la primera cosa que se me ha ocurrido.
Iba calmándose.
—Pero, ¿por qué no me lo has dicho desde el principio?
Su indignación, cada vez más, resultaba sólo una pose.
—¿No querrías que fuera con esta historia delante de tu jefe, verdad? Bastante
trabajo me ha costado verte. Un poco más y ahora tendría yo la cara de Quasimodo.
—Le hablaba poco a poco, pero con contundencia. Aún podía volver a dispararse. Y
en Urgencias siempre estaba lleno de coches de la policía y de furgonetas de
atestados.
—¿Por qué no me lo decías antes de entrar aquí?
Aún no me creía. Se enderezó. Se peinaba y se arreglaba la ropa. De repente,
empezó a caminar. Más allá se veían las luces de la policía. Pensé que se dirigía hacia
ellos. La alcancé y me puse delante.
—¿A dónde vas?
—Me voy. Déjame. Allí está la policía. Si me molestas… —Seguía caminando.
Me había esquivado y caminaba decidida. Pero confié en que no iría a la policía. Y
tuve razón. Pasó de largo. Fue hacia su coche. ¡Por qué había tenido que tropezarme
con una tipa así!
—Mira, nena, si quieres me voy y sacabao. —Ya me estaba cansando de aguantar
tantas estupideces—. Pero al final tu hermanito te va a agradecer que hayas hablado
conmigo.
—¿Cómo sé que lo que dices es verdad? ¿Por qué me has pegado? —Estaba
indignada, la chica. Un macho la había pegado.
—Mira. Aclaremos una cosa, primero. Yo no te he pegado. Te he devuelto el
golpe y basta. Si no me crees con respecto a tu hermano, llama a tu madre, nena. Esta
tarde la he visto y está angustiada.
Le di la dirección y el número de teléfono de la madre. Entonces me creyó.
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—Iremos a un lugar tranquilo. Sígueme —me dijo. No me gustó el tono
autoritario, pero no sabía adonde llevarla, así que si ella tenía un lugar…
Aparqué el coche no demasiado lejos, en una esquina del Eixample que no
reconocí pero que quedaba cerca de la Sagrada Familia. Para mí no había espacio en
el chaflán, así que aparqué detrás de ella. Por un lado solucionaba el aparcamiento y
por otro lado ella no podía irse sin que yo retirara el coche. Era una medida de
seguridad. A media manzana nos adentramos en un callejón, un pasaje como tantos
otros que hay en el Eixample, y a medio camino entramos en un local anunciado con
neones verdes encuadrados por una correndilla de luces tutifruti.
Llamé al timbre y salió un ando va con un traje de maître extravagante. Ella sacó
el carnet, a pesar de que no valía la pena mostrarlo, por la cara que puso él. Debía de
ir a menudo por allí, pensé.
—Es un amigo…
Y entramos. Atravesando la doble puerta el ruido resultaba intensísimo. La barra,
una cabina vídeo-musical y una pista pequeña en la que bailaban tres o cuatro parejas
al ritmo de la música disco.
La detuve.
—Un lugar tranquilo.
—Calla y sube —replicó.
Arriba había una sala con una pantalla de vídeo de las grandes. Tres o cuatro
mesas estaban ocupadas. Exactamente dos parejas y dos grupos de amigos.
Noctámbulos modernos. Inofensivos.
El clip era del Rod Steward cuando era joven. El ruido, si no era como el de
abajo, poco le faltaba.
Nos sentamos en una mesa del rincón.
—Aquí arriba sí que se está tranquilo —dije en plan irónico.
—¡Es el lugar más tranquilo que conozco a estas horas!
Y además querías escogerlo tú misma, y no lo dices. ¿Por qué eres tan puñetera,
cariño?
Ahora en la pantalla se podían ver dibujos de colorines. Descansar la vista. Como
en los hospitales. El camarero y la madonna entraron juntos.
—Una Guiness —pedí primero. Aquí sí tenían.
Ella pidió un whisky con tónica. No tenía mal gusto.
Al cabo de un rato, con las bebidas y un platito de tonterías para picar, ya podía
abordar la situación. Tranqui.
Bebía a pequeños sorbos, como si temiera atragantarse. Ya no tenía la cara
encarnada. Bajo aquellas luces, la piel parecía de plátano. Sus muslos relucientes se
escondían tras el vestido, que también era negro. Debía de tener una debilidad por el
negro, la chica ésa. Y yo también.
Por entre unos labios finos, aunque no demasiado, por entre una dentadura
menuda y bien hecha salía una voz.
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—¿Te distraes?
—Pienso. —A mí sí me distraía el mirarla.
—¿Quién eres? ¿Por qué has venido a buscarme? ¿Qué ha pasado con mi
hermano? —Una ametralladora haciendo preguntas.
—Poco a poco, nena…
—No me llames nena. Tengo un nombre y me parece que te lo sabes bien. —Otra
que no quiere que se le llame nena, o eso y lo otro.
El mundo está repleto de maniáticos.
—Tu hermanito, el Luis, forma parte de un grupo activista. Tu hermanito sabe
muy bien cómo se utiliza una pistola y seguramente cómo se fabrica una bomba de
goma-2. ¡Tu hermano ha estado en un banco este último viernes y se ha cargado a dos
tipos!
—¡Eso es mentira! No puede ser verdad. Mi hermano… —Se dio cuenta que nos
miraban desde la mesa más próxima y bajó el tono de voz—, mi hermano es un buen
chico. Tú eres un poli y no te voy a decir nada más.
—Ya te he dicho que no soy ningún poli. Si lo fuera y quisiera interrogarte, ahora
estarías en comisaría. Ni me hubiera peleado con los chulos de tu cabaret, ni te habría
conducido al Hospital de Sant Pau con un rollo como excusa. Ni hubiera tenido
miedo que fueras a la policía. ¿No lo ves? Junto con tu hermano han detenido a una
amiga mía. Sólo quiero saber cómo se produjeron las cosas y de qué se trata en
realidad, por si puedo ayudarlos.
—¿Ayudarlo o ayudarla?
—Me parece que todos van en el mismo paquete.
—Ahora vuelvo. —Se levantó.
No tardó demasiado en volver. Me dijo que había llamado a casa de su madre. Me
lo imaginaba, cuatro insultos, cuatro lágrimas y un silencio muy largo. ¿Qué hacer?
—Me ha dicho que has ido a verla.
—Ya te lo he dicho yo antes.
—Pues luego han vuelto y mi madre les ha dicho que había hablado contigo. Les
ha gustado mucho saberlo. —Ésa sí que era buena—. Mi hermano no es ningún
anarco. Al menos convencido. Va por el Ateneo y basta. Va mucha gente por el
Ateneo.
—¿Qué Ateneo?
—El Ateneu Llibertari de Gracia.
—Ya.
—Está en el paro, no tiene trabajo y se caga en todo. Todos los de su edad hacen
lo mismo.
—Y los de la mía —le dije. Al grano—. ¿Sabes si forman un grupo compacto?
—¿Qué quieres decir?
—Que si forman un grupo organizado. Si tienen otras actividades al margen de
los actos públicos del Ateneo.
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—No lo sé. ¿A quién han detenido?
Le recité la lista completa. Julia —dijo—, ¿qué Julia? Que rondara por allí sólo
había una chica y se llamaba Laura.
—Pues Laura. —Me extrañó que siguiera utilizando aquel nombre.
—¡Vaya tía aquella Laura! Ella lo manejaba todo en realidad. Ella y aquel otro tío
asqueroso. —Y entonces se dio cuenta—. ¿Laura? ¿Es ella tu amiga?
—Sí. —Puso mala cara. Dijo: ya, ya, y me pareció que se encerraba en sí misma.
—¿De qué la conoces? Hace ya muchos años que no la veo. —A ver si eso lo
arreglaba todo un poco.
—Luis me ha hablado de ella. Siempre la tiene en la boca. Laura, Laura, Laura;
Laura por aquí, Laura por allá. —No llegó a hacer una mueca de asco, pero le faltó
poco.
—¿Tienes celos?
—¡No digas tonterías!
—¿Te sientes muy unida a tu hermanito, verdad? —No le gustaba el tono. Repetí
de otra manera—: Quiero decir que lo quieres mucho.
—Sí, sí, es claro. Hace años que me echaron de casa. Yo no fui una buena
estudiante, pero es que tampoco fui buena para aprender un oficio. Pero era bonita y
bastante tonta. Me aproveché de ello, o al menos eso creía. Mejor dicho, se
aprovecharon los demás. Pero en casa, cuando lo supieron, me echaron a la calle. El
buen nombre ante todo. Ahora ya no sé ni lo que piensan. Me parece que ni tan sólo
piensan, que son unos desgraciados.
Yo la escuchaba atentamente. Me parece que empezaba a caerle bien. Continuó en
un monólogo, como si estuviera delante de un sacerdote.
—De todas maneras, no cambio nada de lo que he hecho. No me gustaría
haberme casado con un compañero de oficina o estar pariendo cada dos años. Luis es
mi única familia. De la familia, una puede llegar a estar harta, pero cuando no se tiene
a nadie la puedes encontrar a faltar. Él me decía lo que hacían mis padres. Me
felicitaba por mi santo, me hacía regalos. Es muy buen chico. Distraído, pero buen
chico. Imposible que esté complicado en un atraco y menos aún con algún muerto.
¡Si es incapaz de matar una mosca!
Ahora se ponía a punto de llorar. Ya era mía. Me creía, y por eso ya era mía. De
hecho, ella era hasta el momento el único familiar que había visto que podía serme
útil. No la podía dejar perder. Además, tenía las piernas más bonitas que había
contemplado nunca. Eso tampoco podía perdérmelo.
Pero no llegó a llorar. Se contenía. Lo notaba. Era valiente.
—¡Idiotas! —dijo—. ¡Los han cogido a todos!
—¿Qué quieres decir?
—Sí, los inseparables. Iban juntos a todas partes. Eran los que más pencaban en el
Ateneo. Yo me pasaba por allí de vez en cuando, pero lo veía perfectamente, todo
eso. Fiestas, mercadillos, pegar carteles. Con motivo de la Ley Antiterrorista me
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pidieron que les ayudara a colgarlos. No lo hice. La política está podrida. No quiero
saber nada de ella. Pero no se le puede llamar política a lo que ellos hacían. ¡Idiotas!
Ahora parecía que era al revés. Que no la podía hacer callar. Pero ya me estaban
bien tales expansiones.
—Escucha. ¿A qué se dedica Luis? ¿Cómo se gana la vida cuando trabaja, si es
que alguna vez ha trabajado?
—Es técnico electrónico, pero como que no terminó la FP2 no tiene título.
Trabajaba para discotecas, montando los equipos de sonido para bares, hacía equipos
de radioaficionados…, cosas así. Una vez hizo de disc-jokey y todo. Siempre detrás
de la música…
—Ya.
—¿Qué quieres decir con «ya»?
—Que todo encaja.
—¿Que todo encaja con qué? —Se mosqueaba.
—Con nada, nena, con nada. —Esta vez se mordió la lengua. La había llamado
nena y no se había enfadado.
Ya me había terminado la Guiness. Ella a duras penas había probado su copa. Se
estaba distrayendo con el humo del cigarrillo. Pasó un rato. El vídeo estaba apagado y
en la sala únicamente quedábamos los dos.
—¿Cómo puedes ayudar a mi hermano?
El silencio se había roto. Cambié de posición. Estaba cansado y la butaca no me
ayudaba demasiado a descansar.
—Tengo algunos contactos. Influencias. —Me miró incrédula. Proseguí—. No en
la policía. En otros lugares. La policía no siente ninguna simpatía por mí, pero la cosa
es recíproca. Digamos que me parece que tengo a un pez gordo agarrado por el cuello
y puedo apretar o soltarlo. Es una historia muy larga. —Eso le pareció mejor.
—¿Vamos?
—¿A dónde?
—Yo, a mi casa. —Gracias, reina, y yo a la mía. Apúntatelo.
—Acompáñame mañana a Gracia. No trabajas hasta tarde y yo no conozco bien
el barrio.
—Muy bien. En la plaza del Ayuntamiento a la una.
Y bajamos las escaleras. Los camareros recogían los vasos con aire cansado. Nos
miraron indiferentes. El maître le dijo adiós a ella.
Una vez en la calle, el aire fresco me hizo notar que había llovido.
De repente, vi las calles mojadas, las luces resplandecientes y el aire limpio. El
regaliz de la Guiness no combinaba mal con todo aquello. La chica también resultaba
apropiada. Subió a su coche y, antes de meter la cabeza dentro, hizo el gesto de tener
que decirme algo. Se reprimió. Pero al momento volvió a hacerlo. Me lo tenía que
decir. Pensé en quién sabe qué revelaciones.
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—No soy ninguna puta, yo, ¿eh? —Y se metió dentro sin esperar a ver la cara que
yo ponía.
¿Por qué me lo tenía que decir a mí? ¿Acaso se lo decía a todo el mundo? Hola,
soy Bet, trabajo en un espectáculo de cabaret, pero no soy ninguna puta. ¿Qué tal
estáis? Me alegro. Sí, me gusta el tiempo que hace. Añoraba el verano.
No me hagas reír.
Antes de que arrancara, un Opel Corsa me cerró la salida. Ya estamos. Dos tipos
bajaron a toda prisa. Tanta agilidad no me hacía nada de gracia. La Bet, que estaba
dentro de su coche con las luces de posición encendidas, se dio la vuelta. Bajé el
cristal. Mientras lo hacía, el más alto abrió la portezuela violentamente. Traía la
americana abierta exhibiendo un pistolón.
—Bájate, y… poco a poco. Policía. —Y me mostró la placa.
—Está bien, está bien. —Bajé y me hizo ir hasta la parte trasera del automóvil,
las manos abiertas sobre el portaequipajes.
Mientras tanto, el otro poli se metió en mi coche. Había encendido la luz y lo
registraba de arriba a abajo.
—¡El carnet!
—Lo tengo dentro del coche.
Miró hacia su compañero. El otro, el más bajito, salió con un montón de papeles.
La documentación del coche, el carnet de conducir y todo lo que queráis. Los
extendió sobre el capó del motor. También había quitado las llaves de contacto.
En aquel momento la Bet abrió la puerta. El más bajito corrió hacia ella muy
exaltado.
—¡Métase dentro y no se mueva! —Era andaluz.
El mío, después de haberme palpado bien, me hizo levantar y quedamos frente a
frente.
—¿De dónde vienes?
Me hablaba de tú, como si eso me provocara.
—De tomar una copa con aquella señorita.
—¿Dónde?
—Muy cerca de aquí.
El otro se acercó y dijo que mi carnet estaba caducado.
Dije que lo lamentaba. Me replicó que me callara, que no estaba hablando
conmigo. Que todos los documentos coincidían. Y que el coche iba a mi nombre. Y
dale, y se acercó al otro buscando decirle un secreto. Ya lo sabía, yo. Le enseñó la
credencial de la Generalitat. «Seguretat», ponía. «Dep. de Governació» y nada más.
Nombre, el número del DNI y una firma ilegible, aparte del sello y la foto.
Plastificado y con banda magnética.
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Se miraron un momento. El más alto, el que hablaba en catalán, me puso un dedo
en la frente y lo fue bajando hasta la nariz, hasta la boca y se echó un poco hacia
atrás.
Entonces me golpeó en el pecho con la mano plana. Fui a parar de espaldas sobre
el coche. Esperaba otro golpe, esta vez en el estómago con un poco de suerte. Pero
no. Como tardaba en venir, me incorporé.
Con dos dedos, como se hace con las criaturas, me agarró la nariz aunque sin
apretar. Ya me estaba cabreando aquel tipo.
—Generalitat, ¿eh? Tenéis la nariz muy larga. Y a ti, a ti te debe gustar oler la
mierda.
Me lo escuchaba impasible, mirándole a los ojos, como diciendo ¿cuándo
acabarás, que ya debes tener sueño a estas alturas?
—No me gustaría encontrarte otra vez husmeando por ahí. Más vale que vayas a
ponerte moreno. Tu nariz te lo agradecerá.
Alcé los hombros y enderecé la espalda. Que quedara claro que yo era bastante
más alto que él.
—Ya veo que sentís debilidad por las narices, pero más vale que no me toquéis
las mías —le dije—. No os preocupéis que yo no hago como vosotros. Sé oler la
mierda sin ensuciarme la nariz.
¡Qué hube dicho! El más bajito saltaba hacia mí. El otro lo paró a tiempo. Yo
estaba en guardia. El más alto sacó la pistola.
—Acompáñanos —dijo.
—Lo siento, pero tengo que irme a dormir. No son horas de paseo.
La puerta del Peugeot se abrió y la Bet se bajó. Los dos policías se la miraron.
—¿Puedo irme yo? —soltó en plan inocente.
—¡Quieta aquí! —dijo el bajito.
Debió pasar medio minuto. Todos estábamos inmóviles. Finalmente, el más largo
se puso la pistola dentro del pantalón. Sin que me dijeran nada me metí en el coche.
La Bet hizo lo mismo. Era valiente la chica. Puso el motor en marcha. O nos detenían
o lo dejaban estar. Aún estaban allí, mudos, cuando volví a bajar para recoger mis
papeles, que estaban diseminados por el capó.
—El carnet, por favor.
Y me lo devolvieron. Me dijeron que quedaba advertido y se fueron hacia su
coche. Arrancaron y adiós. Fue entonces cuando empecé a sudar. Bet se bajó para
decirme que continuaba en firme la cita para la mañana siguiente.
Arrancamos y cada uno nos fuimos por nuestro lado. Hasta llegar a Horta aún me
quedaba un buen trecho. Por el paseo Maragall me aseguré de que no me seguía
nadie. Por detrás de las callejuelas de la plaza de Ibiza di cuatro vueltas. Convencido
de que transitaba solo, si descontamos a quienes iban a trabajar en los primeros turnos
de las fábricas, aparqué cerca de casa.
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Entré. Con el encendedor busqué la bujía. La encendí. El agua del grifo estaba
caliente y, como no tenía electricidad, no podía meter nada en la nevera.
En la cama, entre el ruido del tráfico mañanero y el bumbum de mi cabeza, no
podía dormir.
La incursión policíaca no me había gustado nada. De acuerdo que estaba
hurgando en un asunto de su competencia. De acuerdo que yo ya sabía que corría este
riesgo. Pero uno no puede andar haciendo preguntas a la gente, a la misma gente que
la policía, sin esperar una topada (en las narices, por ejemplo). El carnet de la
Generalitat no me autorizaba a hacer todo eso. Sólo me había parado el primer golpe.
¿Pararía también el segundo?
Mañana tendré trabajo. Antes de ir a ver a Bet, haré el empalme para tener luz.
Soplé la vela, y al cabo de dos minutos ya dormía como un tronco.
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CAPÍTULO CINCO
MARTES, 11 DE JUNIO
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—Muy amable. —Y me lo echó. No lo digo nunca. No soy tan cursi, pero es que
fue muy amable, de verdad. Tenía su gracia que alguien se acordara de mí.
Me comí la aceituna antes de que se hundiera por debajo del hielo. Tengo que
comérmela siempre y a veces esta manía me hace cometer verdaderas marranadas.
Mientras tanto, tanta fauna no me dejaba concentrar. Incluso me pareció ver a un
eunuco escuchumizado con cara de chino. Progres con barbas descuidadas, con
barbas retocadas. Chicas ya ganapias con faldones indios y cabello rizado. Modelnos
pobres y modelnos ricos. Pijos y quinquis, maricas y travestís. Cráneos rapados y
crestas pintadas. Cuarentones rejuvenecidos, vendedores de lavadoras y algún pobre
de tradición que también asoma. Salí de allí intentando poner cara de mala leche y
seguramente sólo poma cara adusta. Al salir me di de narices con una pareja.
¡Cojones! Ahora tú, ahora yo, ahora el otro. No me dejaban pasar. Ella era bastante
alta, o lo parecía. Iba de negro y lucía un pendiente rojo y enorme de plástico. No
paraba de reír. El tío reía pero en voz baja, digamos. Iba también de negro, pero con
tejanos. Después de tropezar con ella, tropecé con él. ¡Y se reían! Pero no de la
situación, no. De sus cosas. Son así.
Pero yo había salvado el vaso. Me senté en un banco de la plaza que se acababa
de quedar vacío, a esperar a la Bet.
La verdad es que ya empezaba a impacientarme. Eran la una y cinco y la chica
aún no había llegado. Es que yo esperaba que incluso llegara un poco antes de la
hora. A ver si me la estaba jugando.
No sé por qué, pero alguna cosa me hizo mover la cabeza hacia el ayuntamiento.
Ella estaba allí, en un banco, y quizás ya me había visto antes, porque ahora me
costaba reconocerla. ¿Cómo podía ir vestida así? ¡Lo estaba enseñando todo!
Dos chicos se la miraron embobaos desde un Wolkswagen Golf.
Por primera vez en muchos años me agarró el canguelo. Estuve a punto de hacer
como si no la conociera. Despistar y pasar de largo.
Pero me vio y me hizo dirigir hacia ella.
—¿Cuándo has llegado? —dije.
—Hace cinco minutos.
A pesar de todo había dormido. Se le notaba en la cara.
—¿Y no me has visto allí, en aquel banco?
—No. Como hemos quedado delante del ayuntamiento…
—Pues allí estaba.
—Sí. Allí, en medio de tanta gente…
—No me habrás confundido con toda aquella gentuza, ¿verdad?
—Eres igual que ellos.
—Ya.
Había dejado mi vaso en el banco, pero por una vez iba a dejarlo tranquilo. Ya se
puede quedar allí.
—¿Vamos a comer? —le dije al bullebulle que no paraba de moverse.
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—No. No tengo hambre. Normalmente no almuerzo.
—Mejor. Yo tampoco tengo hambre. Vamos al asunto, pues. Y nos pusimos a
andar. Ella, como si fuera delante. Esclaro que la chica se conocía el barrio y yo
bastante trabajo había tenido para encontrar las calles aquella mañana. Por otro lado,
aquella chica valía cien mil guías de Barcelona juntas. Tendríais que haber visto
cómo se meneaba.
—Ahora iremos al Ateneo.
Enfilamos una calle larga. A mitad de camino lo encontramos. Una casa vieja. En
la vidriera, algunos cristales estaban rotos y a uno y otro lado de la puerta había
plafones llenos de carteles, papeles y anuncios encima de más carteles, papeles y
anuncios.
—Parece un trapero, ¿vale? —me dijo.
—Y está cerrado, parece.
Efectivamente estaba cerrado. Intenté forzar la puerta, pero nada.
—¿Y ahora qué hacemos?
—Ven conmigo, que quiero que conozcas a un tío —me dijo, poniéndose a
caminar.
—¿A quién?
—Uno que iba a veces por el Ateneo. Nos puede decir muchas cosas. Es un tío de
recursos.
—Ya.
No caminamos mucho. En una plazoleta había un bar. Mucha gente comiendo
dentro. Jóvenes, viejos. En las mesas del bar, antes de entrar en el comedor, no había
nadie. Nos sentamos allí. Noté que a pesar de que no saludó a nadie, ni nadie le dijo
nada a ella, la tía conocía a la gente.
—¿Vienes mucho por aquí?
—¿Por aquí? Sí, a veces. Con Luis siempre nos citábamos aquí. Para comer. Es la
hora en que yo podía verle. ¿Qué quieres?
—Un vermut. —Ya iba a pedir—. Martini blanco, seco, con hielo, ginebra y
sifón. ¿Demasiadas cosas?
—Sí. Pide tú. A estas horas te tienes que levantar de la mesa. Están pendientes de
las comidas. Yo quiero un café con hielo y un chorro de vodka.
Los viejos se la comían con los ojos y los jóvenes se la miraban con indiferencia.
Es que los jóvenes se la habrían querido ligar.
Me contó de qué iba la cosa. En aquel bar iban a comer la mayoría de aprendices
de los talleres de los alrededores, que había muchos. Algunos ya no eran aprendices,
pero no acababan nunca de tener un oficio. El local del Ateneo y aquel mismo bar
pronto no fueron sino un buen lugar para ir a beber unos quintos y hacerse unos
canutos y los más lanzaos algún pico cuando podían.
Del tiempo de las melenas y las fiestas por la calle se pasó a las chaquetas de
cuero, a los cráneos rapados y las provocaciones continuas. Y, esclaro, la gente del
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barrio se lo miraba todo con un poco de miedo, con un cierto asco.
Mientras la Bet me contaba todo eso, el comedor se fue vaciando. El tiempo
pasaba deprisa y yo me estaba impacientando. Ya nos habíamos contado media vida.
No la quise impresionar y sólo le conté la cuarta parte de la verdad. No me habría
creído, que si no. A ella, ya se sabe, mujer desamparada, la habían engañado muchas
veces. Artista. Había rodado alguna peli, también. Erótica, esclaro. Ahora esperaba la
oportunidad de hacer algo serio. Torera, la tía. Sabía utilizar sus piernas, todo su
cuerpo y aquella gracia altiva que tenía, aquella viveza de ojos y quizás se espabilara.
¿Por qué no?
—Pero nunca me enredaría con un indio como tú. Sería mi perdición.
—Pues ve con cuidao que a mí me gustan las artistas guapas y las guapas que no
son artistas. Pero no te preocupes que no me lío con ellas demasiado tiempo. Las
mujeres se me terminan enseguida, como los helaos.
Y me pidió un helao. Lo lamía con ganas, con avidez. No hace falta que os detalle
lo que me pasó por la cabeza.
—¿No se te correrá la pintura de los labios?
Se puso seria.
—¿Qué te pasa?
—Nada. Que aquí estamos hablando de tonterías, que me estoy comiendo un
helado, que hace buen día, ¡qué sé yo! Y mientras tanto el Luis está en la comisaría
con dos muertos a la espalda…
—Se le humedecían los ojos.
Siguió—: Y Luis es la única familia que tengo. El único amigo que tengo.
—Ahora también me tienes a mí… —Y fui a acariciarle la mano que reposaba
encima de la mesa. La retiró como si le diera un calambre.
—¡Corta el rollo! —¡Hostia!—. ¡Y no me toques!
Callé un buen rato. No sabía qué decir. No sabía a dónde mirar. Ella jugaba con
los anillos y los brazaletes. Ponía la cara más seria que había yo visto nunca. Su única
satisfacción parecía constituirla el agitar los brazaletes y reseguir con obstinación el
relieve de sus manos huesudas.
¿Acaso me estaba colando por ella? Pensé: no te líes; pero un metro o más
padentro, desde un metro o dos más en el interior de mi cabeza, surgió un
pensamiento nuevo: no puedes evitarlo. Cuélgate tío, cuélgate de ella. Me decidí, hice
un esfuerzo, abrí la boca.
—Tranquila, Bet, tranquila. —Quizás fuera la primera vez que la llamaba por su
nombre—. Me juego unas cuantas cosas, yo, en esta historia. Quizás tú me vas
también un poco.
Ya lo había dicho. Ella, sin embargo, me miró con indiferencia. Y qué, pensé. Me
caía bien aquella chica y no la quería engañar. Quiero decir que es verdad, que ella
también empezaba a contar para mí.
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Así estábamos cuando entró una cara conocida. Me puse en tensión. Lo tengo que
reconocer. Su mirada pasó sobre mí como quien pasa por encima de un bulto. Se
sentó en un taburete y pidió un carajillo. Bet no lo había visto entrar porque estaba de
espaldas a la puerta. Comenzó a darse la vuelta cuando le dije, no sé si a ella o a mí
mismo: «¡¿este tipo?!». Entonces se levantó y dijo:
—Hola, Rufos, te estaba esperando. ¡Ven!
Me quedé de piedra. Aquella alegría de la Bet me resultaba incomprensible y más
cuando mi nariz aún me dolía. El tío se nos acercó a la mesa. Me miraba fijamente y
se frotaba las manos. Tuvo un momento para decir un hola a la Bet. La chica se lo
miraba todo con aire de no entender nada.
—Ya nos conocemos, ¿sabes? —dije, mirando a la Bet.
—Siéntate, es amigo mío. ¿Cómo os habéis conocido? Pero siéntate, hombre, que
tengo que hablarte en serio.
El hombre hizo caso a la Bet y se sentó, pasando de mí.
—Nos hemos conocido bailando un vals —le dije a la Bet.
—Creía que era un policía o algo así —dijo, mirando a la Bet—. Discutimos un
poco ayer.
—Se llama Albert. Albert —me dijo a mí—, el Rufos, hermano del Ramón. Es a
él a quien quería ver. —Y dirigiéndose a él añadió—: Tú nos podrás ayudar.
Parecía toda una directora de orquesta. Los dos estábamos pendientes de ella,
ahora.
—Pero primero dime qué hace éste aquí —soltó el tío.
—Déjalo, ya te he dicho que es amigo mío y que me está ayudando. —Me gustó
oír eso de amigo mío.
—Está bien. —E hizo un gesto con la cabeza hacia mí, queriendo decir vale, que
borráramos los inconvenientes. Se lo devolví. Se sentó más cómodamente y cogió el
carajillo de la mano del dueño, que se fue a la cocina, de manera que nos quedamos
solos en el bar. Eran las tres y media.
Empezó la chica.
—Hablemos de Luis.
—De los detenidos —puntualicé, adelantándome a Rufos.
—El Rufos es el «Nervios» —me dijo a mí. No me extrañó.
Supe desde el primer momento por qué le llamaban el «Nervios». Me acaricié la
nariz. Estaba clarísimo. Era un buen tío, a pesar de tóo, y experto en materias muy
diversas, según había podido ver. Lo pusimos al corriente.
—¿Y el «Tarántula»? —nos preguntó.
—¿Quién es ése? —dije yo.
—Un tío que siempre iba con este grupo.
—¿Aquél tan asqueroso? —dijo la Bet mientras hacía una mueca.
—Sí, aquél tan peludo que llegó de Francia, que metía mano a todo el mundo y
tiene una Lambretta. —Entendí rápidamente por qué le llamaban así, pregunté por el
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fetén, pero no lo sabían, hacía sólo un año que vivía en el barrio y no lo conocían
demasiado—. Pero si hace falta lo busco.
—¿Y las armas?
—Dice que las encontraron enterradas en un descampado del Carmelo. Pero eso
sí que es extraño, el Ramón…
—Su hermano —señaló la Bet, que escuchaba con atención.
—Sí, el Ramón no sabía manejar pipas, ni creo que tuviera ninguna.
—¿Por qué?
—Porque si hubiera querido una me la habría pedido a mí.
Nos explicó cómo ir al descampado del Carmelo. Me lo quería mirar de cerca,
pero primero queríamos dar una vuelta por el Ateneo.
Nos habíamos soplao unos cuantos carajillos, que tuve que pagar yo. El
«Nervios» también tenía muy claro que yo era el pagano: ignoró por completo el
detalle de que los del bar tuvieran que cobrar.
—Ven conmigo que os abriré.
—¿Tienes llaves?
—Tengo las llaves de todas partes, yo —respondió riendo.
Y las tenía, las llaves. Coño si las tenía. Al llegar a la puerta del Ateneo, sacó un
gancho y, haciendo como al que se le encalla la llave de la puerta, la abrió en un
momento. Una vez dentro quedamos para la mañana siguiente y se anotó el teléfono
de la Bet por si había novedad.
Cuando se hubo ido nos quedamos a oscuras.
—Busca la luz.
Abrí la luz y ella se dio prisa en cerrar la puerta.
—¿Te da miedo estar aquí? —le dije.
—No me hace nada de gracia, al menos hoy.
—A mí tampoco. Podrían venir, ¿sabes? Y pillarnos aquí dentro. Echemos una
ojeada y larguémonos.
Registramos lo poco que había que registrar. Al menos no había muebles cerrados
y los cajones estaban prácticamente vacíos. Las estanterías estaban llenas de las cosas
más variadas: rollos de papeles de embalaje, cartulinas de todos colores con
inscripciones, espray llenos y vacíos, cajas de cartón. Pinturas, rotuladores, tiza. En
un rincón, un caballete de pintor. En las paredes, posters y pintadas. Detrás de todo,
una pantalla de cine bastante nueva, si alguien cuidaba de quitarle el polvo. Esto en la
sala grande, producto de haber echado abajo unas cuantas paredes. Otra habitación,
en la parte de atrás, era el taller. Todas las artes manuales estaban representadas y me
parece que de una manera bastante parcial. Arriba, una habitación completamente
vacía, un cuarto con dos colchones y otra habitación, la mayor, con una mesa y
muchas sillas diferentes. En la mesa, además de mucha mierda, dos ceniceros y una
lata llena de colillas.
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Durante todo el rato, no me acordé de la Bet. La volví a descubrir abajo, debajo
de la escalera, al lado del teléfono, con un dietario en las manos. O sea, que ella había
tenido que encontrar la única cosa que valía la pena.
—Mira eso.
Y me lo miré. Era una agenda de las más desordenadas que haya visto nunca. Más
que la mía, si es que tengo alguna. Allí estaban las direcciones de las entidades del
barrio. Suscriptores de un boletín. Teléfonos y direcciones de otros ateneos, partidos,
sindicatos, grupos, gente extranjera…, un montón de cosas sin orden ni concierto.
—¿Sabes? Vayámonos. No encontraremos nada más en todo ese follón. Nos
llevaremos sólo eso.
Ella también tenía ganas de largarse, se hacía tarde y queríamos ir a ver el agujero
de las armas. En la esquina de la calle vi el morro de un Golf blanco.
—Un tipo curioso, este Nervios.
En poco rato, mientras bajábamos hacia el lugar en donde habíamos dejado el
coche, supe quién era el Nervios.
Voluntario de la Legión, fue al Sahara y al regresar no supo hacer otra cosa que de
camello. Con mayor o menor fortuna, visitó un par de veces la cárcel y lo detenían un
par de veces al año por pura rutina. Como era un violento, sus enemigos lo temían,
pero también tenía muchos amigos, que lo respetaban porque en el fondo era un tipo
legal y honrado en el oficio. Medio por la moda ácrata, medio por sus clientes, de los
pequeños, esclaro, de los de cada día, se metió por un tiempo con la Pájara en el
Ateneo, en donde fueron muy bien recibidos. No tardó en abandonarlo, porque era un
comecocos. La última actividad pública de el Nervios, y ésta fue sonada, es cuando
improvisaron un conjunto de rock, que no llegó a tener nombre porque tuvo
demasiados y destrozaron literalmente con tanto ruido la pacífica tarde de la Fiesta de
Primavera que habían organizado los mismos del Ateneo. De eso hacía tres años y
desde entonces había costado mucho que la gente de los alrededores no hablara del
Ateneo como de simples gamberros.
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marcadas en el suelo.
Era un lugar para esconder cosas, siempre que los niños pobres no se
entretuvieran hurgando en la tierra.
Unos chavales salieron corriendo del edificio por una puerta reventada.
—¡¡Que viene, que viene, que viene!! —gritaban huyendo.
Vimos al que venía.
El Palanca. Un desgraciao que debía vivir allí y que con las zancadas más rápidas
que podía, y casi no podía porque parecía tropezar con cada una que daba, se
acercaba blandiendo un gran palo y blasfemando de mala manera.
Nos acercamos a él. Aunque hubiéramos estado ciegos lo habríamos notado, por
la peste a vino que despedía.
—¡Estos niños son unos malparidos! —empecé la conversación.
—¡Malparidos, cabrones, hijos de puta! ¡Sólo saben fastidiar! —los iba mirando y
blandía el palo, aunque ya estaban a una distancia a la que no podía llegar ni en hora
y media.
—¡Querían pegar fuego a mi jergón, los hijos de la gran puta!
A pesar de que ya llevaba sus buenas raciones de vino, la lengua se le encallaba
poco, o es que las palabrotas le salían solas, por borracho que estuviera.
—¿Vive usted aquí?
—¿Dónde si no? ¡Malparidos! —Aún estaba amenazando inútilmente a los niños,
que ya habían cesado de correr y recogían latas del suelo, seguramente para tirárselas
a el Palanca.
—Éste es un lugar tranquilo si no fuera por estas criaturas malparidas, ¿verdad?
—dije, por ver si podía captar su atención. Finalmente, miró.
—Sí, ¿qué queréis? ¿También habéis venido a tocarme los huevos?
—No, hombre, no. —Los niños empezaron ahora a arrojar latas—. ¡Fuera de
aquí! —grité, dirigiéndome a ellos y haciendo como si arrancara a correr detrás. Se
retiraron bastante más lejos.
—Sólo queríamos saber si ha oído alguna cosa estas noches pasadas.
—Yo no oigo nunca nada. —Saqué un billete de cinco mil pesetas y se lo di.
—Para que se compre comida.
—Esto se ha puesto de moda, cagoendiós —dijo—. Parece la Rambla.
—¿Sí? ¿Qué ha pasao?
—El viernes por la mañana me despertaron unos motores de coche y motos. El
viernes por la noche, otra vez, y el sábado por la noche, otra vez. Y venga a cavar,
bofias por todas partes. Ahora vosotros y las criaturas. Se me están hinchando los
cojones. —Entonces se dio cuenta de la presencia de la Bet y le pidió perdón por las
palabrotas que decía. La Bet se quedó asombrada. El Palanca la fue repasando con la
mirada turbia.
—¿Era muy temprano, el viernes, cuando escuchó el ruido?
—Sí, sí, casi ni había salido el sol. —Ahora le miraba los pechos.
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—¿Eran muchos coches y motos?
—No, no, un coche y una moto que llegó más tarde. —Ahora el ombligo.
—¿Era un dos caballos? —preguntó Bet.
—Sí, era como aquél de allí —dijo el Palanca señalando un chasis oxidado que
estaba abandonado al otro lado de la explanada.
—Era de Ramón —me informó la Bet.
—¿Y la moto, una Lambretta? —pregunté yo—. Como una vespa, vaya —añadí,
viendo que ponía cara de no saber qué cosa era aquello.
—Sí, sí, pero llegó mucho más tarde, a lo menos una hora después, y mientras
tanto todos iban charlando y gritando que dónde estaba el coche y que dónde estaba
no sé quién, hasta que llegó el de la moto.
—¿Y el viernes por la noche?
—Cavaban.
—¿Quién cavaba?
—Dos o tres hombres. No lo sé. No me gusta espiar a la gente.
Ahora le miraba las piernas.
—¿Y el sábado por la noche? —pregunté.
El Palanca que ya estaba terminando la energía de su cerebro, cambió de
expresión con una mueca de asco.
—Bofias, todo estaba lleno de bofias. Me escondí en el sótano. No quiero saber
nada de la bofia. —Se miró a la Bet como quien mira el horizonte en el mar y le dijo
—: Señorita, ¿es usted la nueva asistenta social?
La cosa no daba para más. Nos fuimos. Los niños volvían a arrojar latas y
piedras. No les dije nada.
Subimos hacia donde tenía yo mi coche estacionado. La Bet me dijo que tenía
prisa, que tenía que ir al Saratoga a toda pastilla.
—Pero antes tienes que encontrar al Nervios y decirle que sí que nos conviene
que busque a ese Tarántula de la Lambretta.
—¿Sí? ¿Por qué no vas tú?
—Porque tú lo encontrarás más deprisa o podrás hacer que le den el recado. Te
conoces a toelmundo por aquí.
—¡Está bien! Escucha, si te quiero encontrar, ¿qué tengo que hacer? Dame tu
teléfono.
—No tengo teléfono. Casi no tengo casa. Te quería proponer si puedo ir a tu casa.
Necesitaría el teléfono.
Me miró fijamente. ¿A dónde iba a parar? Yo que nunca pido nada a las mujeres
me colocaba en posición para que me arrojaran una jarra de agua fría. Iba a decirle no
pienses más, nena, que Barcelona está llena de cabinas, cuando respondió.
—Está bien. —Registró el bolso y me pasó un juego de llaves, al tiempo que me
daba la dirección—. Esquina Rosselló-Borrell. Puedes dormir en la primera
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habitación del corredor a la izquierda. Es la de los invitados. Esta noche yo no
vendré. Tengo un compromiso.
—¡Tú y tus compromisos! —dije, haciéndome el enfadado.
Ella, pasando del comercio, se fue calle arriba. Paró un taxi que frenó en seco.
Cuando se inclinó para entrar por la puerta enseñaba casi toda la espalda. De verdad,
de verdad que estaba buenísima. Pero era una mujer difícil, ya me iba haciendo a la
idea.
Encendí el interruptor. La cara se me despejó. Una mueca me vino a ver un
momento y yo ya iba calle arriba lleno de color.
El 1430 arrancó a la primera vuelta de llave. Pensé que la pendiente debía hacer
difícil que la gasolina llegara al carburador. Di la vuelta y siguiendo el camino natural
regresé por donde antes había pasado. Como agua de torrente, abajo, Nuestra Señora
del Coll, Vallcarca, República Argentina, pabajo…
Tenía que telefonear, hacía rato que me rondaba. Primero, había bajado a
Barcelona y no había visto a nadie. No podía ser. Segundo, el Anselmo era aquel
género de amigos perennes que no exigen nada, no piden preámbulos ni
explicaciones y que siempre se pueden enmierdar en las animaladas más gordas por
el simple hecho de ayudarte o por el simple hecho de reírse del mundo entero. Por
otra parte, era un tío conectadísimo, polifacético y a prueba de bomba.
Príncipe de Asturias, Vía Augusta, Balmes, pabajo…
Fui a parar a la dirección que me había dado la Bet, a su casa, vaya; aparqué con
dos ruedas sobre la acera de la calle Rosselló. Un Golf blanco se detenía en doble fila
en la esquina. Ya empezaban a sonarme demasiado aquellos tíos.
La puerta de la calle era de madera, con mucho cristal, a la derecha estaban los
timbres de todos los pisos y el interfono. Pensé si el de casa de la Bet sería el rojo.
No.
No me dio la gana de subir, atravesé la calle y me metí en el Bar Peña. Una
mediana y el teléfono.
Pedí el número a la «señorita» de información, que al cabo de media hora (es que
lo buscan en la pantalla) me lo dio. Correu de Barcelona, ¿diga?, ya tenía al Anselmo
España al otro lado de la línea.
—¡Hostia, Albert! ¡Cuánto tiempo! ¿Qué es de tu vida?
Nada, que fuera a su casa y que ya avisaba a la mujer. Que ahora tenía. De mujer.
Que lo esperaba allí y dispusiera. Cojonudo, que cuando terminara del periódico iría
allí recto. Se ve que a menudo iba torcido.
Seguidamente marqué el teléfono de Salardú. Nada. Ni siquiera insistiendo. Probé
con dos de los otros teléfonos y tampoco estaba. La secretaria tomó nota y basta. Ya
lo llamaría desde casa de Anselmo.
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Arranqué. El Golf tardó un poco, pero también lo hizo detrás de mí. Seguí por
Rosselló hasta Villarroel, entonces a la derecha. Ellos iban dos o tres coches más
patrás. Seguí hasta Aragón y giré de nuevo a la derecha. El tráfico era abundante,
pero fluido, como dicen los de la Guardia Urbana en los informativos.
En la calle Aragón, aprovechando que los semáforos estaban sincronizados, me
metí en una fila bien lenta para ir más despacio de lo normal por seguir la cadencia.
Lo calculé bien: cuando llegué al último semáforo, el de la calle Tarragona, ya estaba
en ámbar. Entonces cambié de fila y atravesé la calle Tarragona en rojo. Entré en
Sants por la calle Sant Nicolau. Aceleré y, en tercera, hacia la plaza Erennio —la
plaza de los gitanos de Sants— y hacia la calle Muntades, por el lado de la España
Industrial. Después, Watt hasta la carretera de Sants. Los del Golf aún debían estar en
la calle Aragón. Aminoré la marcha y me encaminé hacia Salvador Anglada.
Realizada la hazaña, decidí tomármelo con calma e ir a la estación de Sants a
comprar un cartón al estanco y a respirar un poco. Entré en el aparcamiento, que
siempre está vacío. Cuando las ruedas delanteras iban a tocar el bordillo y yo me
disponía a quitar las llaves del contacto, un coche frenó con un chirrido la mar de
deportivo. Era una Ronda marrón claro. Vi por el parachoques que debía estar a
medio palmo de mi parachoques. Aún no había separado la mirada del retrovisor
cuando oí la voz.
—Sal deprisa y no te hagas el listo. —Tema la mano izquierda dentro del bolsillo
y con la derecha abrió la puerta de un golpe.
Debía tener unos 40 años o más, era robusto y carnoso. Traía el cabello corto y
sólo tenía pequeñas entradas.
—No hagas tonterías. —Y con la mano derecha me enseñó una placa. Era policía.
Se me puso delante—. ¿Quién eres tú, qué haces, quiénes son esos amigos tuyos del
Golf blanco?
La voz sonaba segura y exigente. Éste sí que era un poli de los de antes. Le podía
haber dicho que era Harrison Ford y que tomaba fotos para mi próxima película y que
los del Golf eran unos admiradores que deseaban pedirme un autógrafo. Suerte que
tuve buen juicio y no lo dije. Resulta tonto, pero sólo se me ocurrió reírme, de
verdad. Con todo, el hecho de reírme tampoco estuvo bien. Fue un golpe seco. No vi
ni siquiera el movimiento de la pierna. Él sólo dio un saltito y yo me doblé hacia
adelante. La punzada recorrió todo mi espinazo. Aquel malparido me había acertado
de lleno en los cojones con su rodilla. A cambio, me dejó sordo de la oreja izquierda
con el puño. No intenté mantenerme de pie cuando me fallaron las piernas. Entonces
se limitó a pisarme la nuez del cuello con su zapato. Al cabo de un minuto volvió a
abrir la boca.
—¡Te he dicho que no te hagas el listo y contesta!
Me quitó el pie de encima muy lentamente y al fin pude tragar saliva y empecé a
levantarme. Él asintió con la cabeza. Gracias. Me pasé la mano por el cuello y
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vientre. Lo tendría tóo morao. Después, ¡qué humor!, saqué el carnet de la
Generalitat. Se lo miró y me lo devolvió.
—¿Y qué más? —dijo—. Podría ser falso.
—No lo es. Llévame a comisaría. Me puedes encerrar en el calabozo. Después,
cuando lo hayas comprobado, entonces haré una declaración y después que el forense
certifique que me han atizado un par de golpes bien daos, naturalmente. —Pareció
aflojar—. ¿Por qué me seguías tú a mí? —insistí.
La autoridad estaba en juego. Los dos hacíamos preguntas y nadie las contestaba.
No acabaríamos nunca.
—Mira, chico, no te quiero hacer daño, en serio. Cuéntame cosas que me
convenzan y todavía puedes salir bien parado del asunto.
—Lo que quiero yo saber es por qué me seguías —añadí.
—¿Quiénes son los del Golf? —insistió.
Yo iba ganando terreno y ahora él no estaba tan seguro de lo que hacía.
Comenzaba a sospechar que quizás había metido la pata.
—Mira, chico —le dije—. Primero, debes de estar fuera de servicio. Segundo, has
agredido a un agente de la autoridad. Tercero, tengo mucha más cobertura de la que
crees. Por todo lo cual, quedas detenido.
Se echó a reír. Le endiñé una patada en los cojones que la recordaría toda la vida.
Con aquella patada, los míos empezaron a dejar de dolerme. Era la hostia, el tío se
retorcía por el suelo, pero yo no las tema todas conmigo. Dudaba entre huir corriendo
o pegarle otra patada en la cara y dejarlo sin sentido.
Me quedé allí a seguir con el cuento. Le quité la pistola y se la puse en el cogote.
Eso le debió de curar el dolor de cojones, porque el tío se estuvo quieto como un
muerto.
—Vale, vale —dijo.
Eso me iba gustando más. No hacía falta correr.
Al cabo de poco rato, estábamos los dos sentados a una mesa del bar de la
estación de tren. Hasta que el camarero no nos hubo servido no intercambiamos
palabra. Nos habíamos sentado en la mesa más discreta, lejos de los cristales que dan
a la plaza de los Paisos Catalans y de los que dan al vestíbulo de la estación.
Resultaba que quería saber quién era yo y por qué estaba husmeando lo del atraco
al banco.
—No, no es cierto. Nosotros no vamos detrás del atraco al banco, sino que
teníamos vigilada a esta gente por cuestiones de droga en Gracia y, cuando estábamos
a punto de conseguir algún resultado, venís vosotros y os los quedáis. Queríamos
comprobar unas cuantas cosas y por eso fui a ver al director del banco, como tú dices.
—Pero una operación de esta envergadura tendría que estar coordinada y lo que
me dices no puede ser. —Arrugaba la frente al hablar.
—Efectivamente, está coordinado, pero sois vosotros los que no estáis
coordinados.
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Puso cara de que continuara.
—Pues queríamos comprobar algunas caras y por eso he ido a ver al director del
banco.
—¡Pero una operación de drogas ha de estar coordinada! —volvió a decir.
—¡Qué dices de coordinación! Nosotros la empezamos con el conocimiento del
fiscal especial y la hemos continuado con la Dirección General de la Lucha
Antidroga. ¿Quieres aún más coordinación? —Reposé—. Perdona, pero Vía
Layetana es una casa de putas sin mastresa. Como si lo viera: los de Estupefacientes
estaban al corriente —cabe suponerlo—, ¡pero los de la Brigada Antiatracos qué
tenían que saber! Natural, ¿no?
Me estaba saliendo bastante bien del atolladero. Al menos el tío me escuchaba,
pero, hostia, se podía haber evitado la presentación.
—Bien, a mí no me interesa todo eso. Es vuestro problema. Nosotros tenemos
que resolver nuestros casos —dijo—. Estos tíos han atracado un banco y nosotros los
hemos atrapado y ya está.
Entonces fue cuando lancé el boomerang:
—Pues te diré una cosa: no fueron ellos.
Noté que se quedaba parao. Fueron sólo unas décimas de segundo. Enseguida
reaccionó:
—Les ocupamos las armas y los explosivos. Habían robado un coche y tenemos
un testigo. En el atraco también tenemos testigos que los identifican. No tienen
coartada para aquella mañana y, además, están a punto de confesar.
—¿Ves? Eso sí que me lo creo. Vosotros podéis hacer confesar a una bombona de
butano. De todos modos, eso no me preocupa. Lo que me preocupa es que hemos
perdido el hilo y a lo mejor ya no lo podemos recuperar. Me gustaría interrogarlos.
Mañana hablaré con mis jefes, que hablen con los tuyos y vendré a haceros una visita.
Pero cuando volvamos a vernos procura no tocarme los cojones, en todos los
sentidos.
Finalmente me dio su nombre: Bouzes, Carlos Bouzes, de la Brigada Antiatracos,
jefe de Grupo. Le pagué el café.
Me abrió la Gloria. Eres una gloria, le dije. No traes buena cara, le dije, es que he
tenido una discusión, y cosas así por el estilo. Porque la Gloria es enfermera. Es el
último fichaje del Anselmo. No sé cuántos duros le habrá costado esta chica, porque
la verdad es una gloria. Tiene la casa limpia, las sábanas planchadas (es el colmo), la
nevera llena y la cocina ordenada. No como la otra, la que tenía antes, que no sabía
hacer un huevo frito sin que se le reventara. Sí, hay que saber escoger a las chicas
para llevárselas a casa.
—Deja, deja, que primero tengo que telefonear.
—Pero tienes sangre en la oreja y un morado…, se te hincha.
—Si supieras qué otra cosa se me hincha…
—¿Qué? —No caía.
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—Que me han atizao una patada en los cojones que ya está bien.
Se quedó de una pieza.
—Perdóname pero es que soy muy malablao.
—No, no es eso… —Pero era eso—. El teléfono está allí.
Contestó el Salardú automáticamente diciendo que se le dejara el recado o que si
era importante se le llamara a otro número. Llamé al otro número. No estaba. Había
salido, pero volvería. Ni que es muy importante ni que se enfadaría si sabía que yo
había llamado y no me lo pasaban. Nada. Seguro que se había ido de verdad. Esos del
Gobierno siempre están «reunidos».
Me duché y con el jabón me di unas buenas friegas en los cojones. Terminé con el
agua helada. Fue refrescante. Me puse la bata del Anselmo y salí. Había sido un día
completo y necesitaba un buen trago. El mueblebar me dejó estupefacto. Había de
todo. Era demasiado. Me serví una buena ración de whisky que mezclé con una
tónica. Fantástico, tú.
—Que te voy a poner esa crema que te digo. Si no, no te bajará la hinchazón. —
Aquella chica era un chollo, no me cansaré de repetirlo.
—¿Dónde me la pondrás?
—Alrededor de la oreja…
—Ah.
—En el otro sitio ya te la pondrás tú mismo.
—¡Lástima!, porque lo estás haciendo muy bien. —Y era verdad.
—Si el Anselmo no me hubiera hablado de ti, estaría realmente asustada.
—¿Sí? ¿Por qué?
—Porque eres un fresco.
En el otro sitio me puse yo mismo la crema. Al cabo de diez minutos ya me iba a
poner otra, de copa.
—¿Más anestesia? —me dijo cuando me vio con el vaso en la mano.
—Sí, me duele mucho. Ahora se despierta.
—Pues eso no te lo calmará. ¿Quieres una pastilla?
—Tampoco me calmará.
Apareció con una jeringa y me clavó un Nolotil inyectable. Una delicia. Una
delicia. Ya le estaba pidiendo más cuando llegó el Anselmo. El Anselmo España era
un tipo formidable. Lo vi como de costumbre. Era un tipo gordo. Tiene todo él la
forma de un melón, o de una sandía, en las épocas en que está gordo. Y hablando de
gordo. No lleva brillantina en el cabello, qué va. Es grasa. Suda demasiao, pobre. Y
se lava poco. Quizás con esta mujer de ahora la cosa habría cambiado un poco.
—¡Ey!, ¿qué tal? ¿Cómo va, chico?
—Lleno de mierda hasta el cuello.
—Ya me lo contarás. Ahora cenaremos. ¿Podemos cenar?
La Gloria le dijo que sí y se fue a la cocina.
—¿Qué te parece esta yegua?
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—No está mal. ¿Dónde la conseguiste?
—Nada, que la chica me admiraba, y como que folla bien…
«Os estoy oyendo», dijo una voz desde la cocina.
—Calla y haz la cena o te atizo.
No había cambiado demasiado, qué va. Se quitó la americana y se puso a
limpiarse las gafas sentado en una butaca. Me senté en la otra. La media luna de
sudor en el sobaco de mi amigo era considerable y el pañuelo para limpiar las gafas
estaba lleno de mocos. Mamé un poco del vaso. Al cabo de diez minutos ya
comíamos sentados a la mesa. Hacía días que iba de bocatas y aquella manduca me
puso fetén. ¡Qué bien vive el tío! La mujer anterior, la última vez que había ido a su
casa a cenar, nos había dado una ensalada vulgarísima con unas salchichas frankfurt a
continuación. Francamente, entendí a Anselmo cuando arrojó la comida por la
ventana. A ella la tenía que haber tirado también, según sus propósitos, pero luego te
andan buscando las cosquillas —decía—, porque una cena infame no es suficiente
como para hacer una cosa tan poco airosa con una señora. Ni que seas el marido, me
había dicho.
Mientras la Gloria fue a lavar los platos y a cargar la lavadora, me parece, puse al
Anselmo en antecedentes de casi todo. Tal como esperaba, podía contar con él sin
otra reserva que la de conservar su figura y su cara tal como ahora la tenía. Me dio
una copia de las llaves y se fue a dormir.
—¡Gloria! Vamos a echar un polvete que voy quemao.
La Gloria vino a aclararme que nunca se portaba así. Que ahora lo hacía porque
yo estaba delante y lo transformaba. Me enseñó mi habitación y me dio las buenas
noches. Antes, sin embargo, me recomendó que me hiciera otra friega. Sí, mamá.
Me puse las llaves en el bolsillo y pensé que pronto podría poner una ferretería.
Llamé a Salardú y me dijeron que se había ido, pero que había dejado el recado
de que lo llamara a su casa. Quizás ya estaba en la cama, porque tenía una voz que se
notaba que andaba groggy.
—Hola, soy Alberto. Quiero pedirte unos datos.
—¿Qué datos?
—He avanzado un poco, pero no mucho. Necesito saber si la bofia busca a
alguien más con motivo de este mismo caso. Y después si sabes algo acerca de un
Wolkswagen Golf blanco, si es vuestro o qué.
—Nuestro no lo es. Escúchame, tenemos que hablar.
—Sí, sí. ¿Y de mi primera pregunta, qué?
—No lo sé. Puedo intentar saberlo. Ya te lo diré. Pero tenemos que hablar, tú ya te
has pasado.
—¿Yo? ¿Por qué lo dices?
—Escucha, no hablemos tanto por teléfono, nos tenemos que ver pronto. Por
favor, no hagas nada.
—De acuerdo, mañana nos vemos. ¿A las seis en la Rotonda?
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—Antes.
—¿Por la mañana?
—No, tengo una reunión. A las cuatro.
—Está bien, a las cuatro. Hasta mañana.
¿Qué significaba aquello de que me había pasado? Seguramente se trataba de un
encuentro con el animal de Bouzes. No, no podía ser, era demasiado reciente. ¿Se
refería a aquellos otros polis de Sant Pau? ¡Si no había pasao ná! El Golf me volvió a
venir a la cabeza. Si el poli no los conocía, es que el coche no era de bofias. Y si no
era de la gentuza de Salardú, ¿de quién coño era el coche aquel?
¿Qué vamos a hacer? Estaba hecho un guiñapo, a pesar de que no lo notara
gracias a la inyección. Estaba cabreado y me fue surgiendo una idea. Al principio era
pequeña. Después se fue perfilando y al final era como una casa. Me salió de la
cabeza como una butifarra por la oreja ensangrentada. Cayó al suelo, pero esta vez no
se rompió. Era como una pelota: botaba y botaba. La agarré y la escondí. Era una idea
estupenda.
Me serví otro whisky, esta vez con menos tónica. El líquido caía lentamente y
sentía cómo se unía al Nolotil. Mis venas eran como una balsa de aceite y yo estaba
metido en el interior de una burbuja de jabón. El ruidito se fue haciendo cada vez más
fuerte. Al final, parecía que la casa se viniera abajo. Era el Anselmo que se la
trabajaba a ella. No me lo imaginaba follando. Si él se ponía encima, tenía que ser
algo terrible para la chica, que podía morir ahogada, asfixiada. Con la barriga tensa,
el Anselmo se lo podía montar estilo aquellos secantes de funcionario que son
ovalados, el tipo balancín, ahora dentro, ahora fuera, a medida que se iba meciendo.
Si la chica se le ponía encima, le parecería estarse follando una montaña inmensa de
carne. Vaya extraño efecto. En cambio, si se colocaban…
Me adormecí. Quizás durmiera veinte minutos. Era el Nolotil, seguro. Me
desperté pensando en la Bet. Tenía las llaves de su casa y una invitación. Pero ella no
iría a dormir. Peor para ella. Fuera mujeres. Volví a acariciar la idea de la pelota
hinchada. Me pareció que se reía, que la idea también estaba contenta con su padre.
Que yo era cojonudo. Estuve de acuerdo.
Manos a la obra. No quería despertar ni interrumpirlos, así que registré medio
despacho y parte de la casa. Un radiocassette cojonudo y una buena cámara
fotográfica me irían de coña. Todo era de lo bueno en aquella casa. Dejé una nota
encima de la mesa del comedor diciendo que me llevaba aquel material y que ya nos
veríamos mañana.
Haciendo que mi idea rebotara por las paredes salí al exterior, cerré poco a poco
la puerta para no hacer ruido y le dije al ascensor que me llevara a la calle.
Cogí el coche y enfilé en dirección a Bellvitge. Tenía que ir a pescar.
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Me había dormido sin darme cuenta. Abrí los ojos y el resplandor de una lucecita
me cegó. Abrí poco a poco los párpados dejando entrar la luz rojiza. Entonces vi un
Van Gogh. Me estaba mirando con dos ojos negros serenos. Los cabellos le caían por
los hombros, la mitad por la espalda, la mitad por delante. Entonces vi la conjunción
de clavículas y esternón más perfecta que hubiera visto nunca. Su piel la veía
verdosa, suave, inmaculada.
—¿Qué miras? —le pregunté.
—Nada. Te miro.
—Me gustan tus huesos, ¿lo sabías? —Se puso a reír.
—Pues todo el mundo encuentra a faltar la carne.
Fui a encender el cigarro y ella se acurrucó conmigo. Puso la cabeza sobre mi
hombro y su mano peinaba mi pecho. Yo fumaba con la mano derecha y veía que no
lo hacía nada bien. Siempre me sucede con las mujeres. Quiero decir que tengo que
fumar continuamente, pero tampoco quiero ceder en la cuestión de la cama. Si no
duermo en mi lado favorito, me molesta que, con alguien en la cama, tenga que fumar
con la otra mano. Pues bien, y ésa es buena, ahora me daba igual. Nada. Me invadía
una ternura tal y tan traidora que pensé que tenía que hablar y decir alguna
impertinencia con tal de romper aquel clima fatal. Pero fue ella la que habló:
—He estado pensando, ¿sabes? Sabía que terminaría así, quiero decir en la cama
contigo. Lo sabía porque sólo al verte ya me diste miedo…, miedo. Quiero decir…,
sé que no me entiendes. —No dije nada. No sabía qué decir. Siguió—. Tú eres fuerte.
Eso es. Eres fuerte y eso se pega. Me lo contagias. Tengo la mano sobre tu pecho y tu
fuerza entra dentro de mí. Gano peso, no floto, soy más… más… más maciza. Estoy
loca.
¡Y tanto! Iba a decirle pues procura que no se te contagie el pelo en el pecho a ti,
ahora, pero tuve el buen criterio de no decir una animalada tan gorda. Nunca me
había interesado nada de lo que me decían en este plan. Confidencias y cosas así.
Pero o me estaba volviendo viejo o la chica me atontaba. Nos tapamos bien con la
sábana, porque a aquellas horas hacía fresquito.
—¿Bajo del todo la persiana? —me preguntó, y ya se levantaba.
—No, no. Deja que circule el aire. —Apagué el cigarrillo, la hice tenderse en la
cama y la abracé.
No sé cuánto tiempo transcurrió. Pensé que era como estar en una barca en aguas
tranquilas y eso me trasladó a mi infancia, en verano, fabricando barcos con la
corteza de un pino, haciendo barcos de vela, incluso llegamos a construir una almadía
con troncos y neumáticos de coche. Ahora era un niño que se abrazaba a la madre y
veía la luz a través de la ventana y era de noche y no era verano y hacía frío. ¡Qué
idea! La borré enseguida. No me había gustado nada. Los freudianos, tarumbas que
son, siempre me han caído mal. En el fondo son unos morbosos.
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—¿Duermes? —me preguntó.
—No.
—Estoy sintiendo tus latidos. —La abracé más fuerte.
Pasaba el tiempo tan plácidamente que ni siquiera tenía ganas de fumar. Ella se
apartó, se sentó en la cama y encendió uno de esos horribles cigarrillos rubios que
fuman las mujeres y también cada vez mayor número de gilipollas que andan sueltos.
Me abrigué de nuevo y puse la cabeza en su regazo mirando hacia arriba. No era
posible un cuerpo tan perfecto. ¿Acaso nunca se había cortado? ¿Ni tan sólo un
rasguño? ¿Nunca una pequeña quemadura? Por favor, una cicatriz pequeñita
pequeñita.
Su rostro se volvió serio y un halo de preocupación vino a visitarla.
—¿Qué te sucede? —le pregunté.
Sus ojos centelleaban tras una película de cristal.
—He estado hablando con Dios. Hace rato que no puedo quitármelo de la cabeza.
Le pido por favor que todo salga bien. Le pido milagros.
—¿Tú crees en esas cosas?
—Nunca he creído. No creo en Dios, no está, no hay nada. Pero hoy hablo con él.
Ahí está lo malo. Que no existen ni Dios ni los supermanes.
Y entonces se puso a llorar, y entonces apagó el cigarro y entonces se acurrucó
conmigo y entonces, diciendo Dios, Dios, Dios, se durmió. Se lo merecía.
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CAPÍTULO SEIS
MIÉRCOLES, 12 DE JUNIO
Yo no soy como ella, no. Yo me levanto con la cara tan demacrada que no parezco
el mismo.
—No, no. Agua fría, de verdad. No, te digo que no, que ya estoy acostumbrado.
Había salido de la ducha y ahora me tocaba a mí. Me había despertado con un
vaso de jugo de naranja en la mano. Me había besuqueado, acariciado, movido,
gritado. Y, al fin, había conseguido hacerme poner de pie.
—¿Quieres un café con leche? Estoy haciendo café.
—No, no. Café solo.
—¿Solo?
—Solo.
—Solo —remató.
Me metí en la lavabo. Me lavé la cara cuatro o cinco veces. Ella sacaba la cabeza
por la puerta de cuando en cuando y me miraba. Yo observaba mi dentadura.
—Utiliza el mío.
—¿El qué?
—Mi cepillo.
—¿Te parece?
—¡Sí! —Entró y me abrazó. Me iba a morrear pero no se lo permití—. ¿Qué me
vas a contagiar?
—La tontería.
—Pero utiliza mi cepillo, ¿eh? Me gusta tu tontería. —Se puso seria y en plan
teatral vino hacia mí, me agarró y dijo en tono exclamatorio—: ¡Me gustas tú!
Utilicé su cepillo, la maquinilla de los sobacos para afeitarme y su peine para
peinarme. ¿Qué más puede compartir un hombre con una mujer?
Cuando terminé, fui a tomar el café con ella a la cocina.
—Bet, ¿cómo es?
—¿El qué?
—Ya lo sabes. Tus compromisos… Me dijiste que no vendrías a dormir. —
Sonreía—. Yo llego aquí por la noche, loco perdido, pensando que cometía la mayor
tontería del mundo, y te encuentro sentada en el sofá fumando.
—Te esperaba.
—¿Por qué me esperabas?
—¿Por qué? Porque tenía ganas, porque no me gustaban los compromisos que
tenía y porque sí. —Como que yo ponía cara de satisfacción y se me notaba, tuvo que
añadir—: Pero no te emociones.
—Vale.
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Y sonó el teléfono. Ella se levantó. No pude oír la conversación desde la cocina,
pero me pareció que era muy excitada. Y lo había sido.
—Era el Nervios.
—¿Sí? ¿Qué te ha dicho?
—Que vayamos. Hemos quedado citados en aquel bar de la placita, el del otro
día, ¿te acuerdas?
Parecía nerviosa. Aquella mañana le había vuelto el ansia que la reconcomía por
la noche. Me lo decía con la cara. Yo era Tarzán, ella Jane y Luis el Boy. Yo que
había comenzado la cosa por la Froilán, a ella sólo le quedaba ahora el papel de
Chita, pobrecita. Me fastidiaba haberme puesto sentimental por ella, porque, total,
ahora, a última hora, sólo era la Chita.
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eso. Estaremos en contacto —le dije— y buena suerte. Al cabo de cinco minutos ya
estábamos en la calle Terrassa y llamábamos a casa de la Dolores. La Dolores nos
abrió la puerta. Era una mujer fantástica, que pesaría media tonelada, alta y gruesa y
con unos cántaros capaces de dar de mamar a todos los parados de Barcelona. Había
cumplido los 50 años.
—No está. Hace días que no está… ¿Que cuándo se marchó? Pues debía ser…, sí,
el jueves ya no vino a dormir.
«¿Es verdad que se la tiraba?», le habría preguntado, pero no venía a cuento. El
jueves se quedó sin polvo. Tendría que volver a meter mano al vejete. Lo cierto es
que ya empezaba a notar los efectos de tanto fino. Esos vinos andaluces en ayunas…
—Mire, señora, tenemos que encontrarlos urgentemente. Es para un negocio muy
importante, al menos para él. Ya debe usted saber que no tiene trabajo, ¿verdad? Yo
era su socio en una empresa de transportes. ¿Le habló alguna vez de ello? ¡Claro que
sí! Pues él siempre me persigue para hacer negocios y yo no tenía nada para él hasta
hoy. Pero si no lo encuentro ya mismo, se lo doy a otro. Es un buen asunto. Tendría
un camión y sería autónomo. Con un TIR por Europa, ¿qué le parece? Tocaría pasta
cantidá. Necesitamos gente bregada. —Yo era una locomotora. Ella cada vez
embaucada. No sé qué se imaginaría, pero me miraba con la boca abierta no entran
moscas—. No se lo podemos dar a cualquiera, pero de expertos como él hoy en día
hay muchos sin trabajo. A mí me gustaría dárselo, porque se quedó muy colgao
cuando plegamos. Señora, por favor, ¿cómo podemos encontrarlo?
—No lo sé, ahora. Déjeme pensar.
La Bet me miraba estupefacta. Vaya rollo que había soltado. Era rollo fino,
esclaro. La invité a fumar. A la elefanta también.
—¿Por qué no mira en su habitación? —le dije mientras encendía su cigarrillo.
Se lo pensó mientras iba mascando la boquilla del Ducados.
—Está bien. Vale más que esperen… —Vuelta a pensar—: No, venga, entren
ustedes también.
Le habíamos caído bien. Menos mal.
—Usted debe de ser Justo Prado, ¿verdad? Ya me había hablado de usted. —Y lo
dio por cosa hecha.
La habitación era un modelo de desorden. Nada estaba en su sitio. La ropa sucia
estaba en el suelo, en un rincón, pero también andaba diseminada por todas partes. La
cama por hacer y la ventana un poco abierta, para que no oliera mal. Y yo, resulta que
era el Justo Prado.
La patrona se había convertido en la jefe de la Brigada de Registros: abría los
cajones uno detrás de otro.
—Es raro. Antes estaban llenos de papeles…, habrá hecho limpieza.
Mientras ella miraba, yo me iba fijando a ver si existía algún escondite o doble
fondo. El armario de luna estaba lleno de ropa apilada y los colgadores estaban
vacíos, salvo un abrigo, una gabardina y un anorak, que no eran ropa del tiempo. En
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los cajones no había nada significativo y detrás del espejo tampoco, porque no había
rendija alguna.
—Bueno, señora. ¡Qué le vamos a hacer! Dele recuerdos de mi parte. Lo siento
mucho.
Simulé irme. La Bet, que no había dicho nada, me siguió, convencida de que
efectivamente nos largábamos. Pero por fin sucedió lo que esperaba. Había obligado
a la mujer a que hiciera memoria y no tuvo que esforzarse tanto:
—Ahora que me acuerdo, tengo una carta para él. Ha llegado hoy. ¡Qué tonta soy!
Espere.
Volvió al cabo de un instante, de modo que no tuve tiempo de registrar el colchón.
—No hace falta que mire debajo del colchón, no. Mire: de su madre. Le escribe
una vez al mes o así. Él, él no le escribe nunca, porque la llama a menudo por
teléfono.
—Mira por dónde aún vamos a tener suerte. Deje que la vea.
—Pero no la abra, ¿eh?
—¡Claro que no! Sólo quiero ver el remite. ¿Lo anotas? —dije a la Bet.
—No tengo bolígrafo. —Pero ya tenía el papel en la mano.
—Espere, le traeré uno. —Y la tetas se fue hacia el comedor.
Mientras tanto miré a ver si podía abrir la carta, pero estaba muy bien cerrada y
también pensé que no valía la pena. Apuntamos la dirección y la señora nos deseó
buena suerte. Lo debía de apreciar, pobrecilla, al chaval.
Dimos las gracias a la ballena y nos fuimos contentos a base de bien. Me dio la
sensación de que tenía que haberle dejado una tarjeta o algo así, pero, bah, era el fino.
Me parece que ya estaba creyendo que era el Justo Prado. Por el camino abracé a la
Bet. También era fino.
—Pero, ¿qué te pasa, qué tienes?
—Nada. Que estoy contento. —¡Qué quería que le dijera!
—Venga ya, que te has pasao con aquella señora. Se te comía con los ojos. A mí,
ni siquiera me ha dicho nada…, ni me ha mirado.
—Es una mezcla de simpatía y atractivo…
—¡Sí, anda, créetelo!
—¡No me digas que soy un engreído!
—¡Y tanto!
Y nos pusimos a reír como locos en medio de la calle. Y se levantó viento y unas
nubes negras fueron cubriendo el cielo a marchas forzadas, el poco cielo que uno
puede ver desde las calles de Barcelona. Y se puso a llover y a tronar. Entramos en un
bar.
Dos cafés, pidió, antes de que yo pudiera reclamar un carajillo, y nos sentamos a
una mesa. A través de los cristales veíamos pasar la tormenta. Tan pronto miraba la
lluvia como le miraba las piernas. Llevaba una faldita blanca. Y digo faldita porque
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no medía más de dos palmos. Al cuerpo, una camisa azul cielo que le iba
exageradamente ancha, de algodón grueso, las medias mangas arremangadas.
—¿Tienes hambre? —Los ojos chinescos.
—¿Cómo te lo montas para estar tan guapa?
—Nací así. Sólo es cuestión de no estropearte, como diría mi madre. ¿Tienes
hambre?
—No tengo nada de hambre.
Nos trajeron los cafés. Sorbíamos el líquido como criaturas. Era bueno. Cosa rara.
—Escucha, ¿irás a buscar al Tarántula?
Estaba guapísima.
—No. ¿Por qué? Primero tengo que ir a hablar con un amigo. Después ya
veremos. Ahora tengo la cabeza como un bombo.
—¿Quién es ese amigo tuyo? —Yo no decía nada—. Deja que vaya contigo…
—No, que tienes que ir a trabajar.
—Es igual. Telefonearé y diré que estoy enferma.
Estaba guapísima, de verdad.
—No. No puede ser. Es una cosa privada y… delicada.
Terminé mi café. La chica se estaba mosqueando.
—Pero dime quién es o qué hace.
—Ahora no te lo puedo explicar. Tampoco tenemos tiempo y es una historia muy
larga.
—Ya. Ya lo comprendo. Demasiado larga. ¡Tú sí que eres largo! Veamos: tú
mismo, ¿quién eres tú? De dónde has salido y qué buscas, ¿eh?
Me miraba con los ojos fijos, como para taladrarme el cráneo y sorberme el
cerebro.
—Ya hablaremos. Ahora tengo que irme. Después iré a tu casa y hablaremos de
todo, te lo juro.
—No me encontrarás allí. —Si tenía que creerla, nunca estaba en casa.
—Te esperaré.
Empezó a levantarse.
—Albert Draper: eres un malparido.
—Ya lo sé.
Me costó deshacerme de ella, en serio. Pero me esperaba Salardú y no podía faltar
a la cita. Además, tenía que ir solo, esclaro. Había cesado de llover. Por la calle sólo
goteaban los toldos y los balcones de las casas. Detuve el taxi y la hice subir. O se
subió sola, propinándome un codazo. Realmente estaba enfadada. Era todo un
sacrificio. Realmente estaba guapísima.
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querido conquistar el Tibidabo. Que había convertido un pueblo de campesinos y
soñadores y de pequeñas tiendas en barrios residenciales, cuando ya la burguesía se
sentía incómoda en el Eixample, demasiado cerca de su propio feto, de su creación
monstruosa. Sarriá, Sant Gervasi, las Tres Torres pasaron de ser lugares de veraneo
para barceloneses a ser barrios de gente de pelas. La Rotonda constituía el exponente
más al norte de aquella proeza. Al final de la calle Balmes, con los ferrocarriles
catalanes y el Tranvía Azul hasta el Tibidabo, aquella zona prometía ser el núcleo de
la ciudad.
Pero no fue así. La Rotonda es ahora un hospital psiquiátrico de locos que no
están como para ser encerrados del todo. Quiero decir de locos que tienen familia que
paga y que someten al niño, a la niña, al abuelo o a la abuela a un tratamiento. No es
extraño el cambio. La mayoría de las torres buenas de la ciudad son hoy clínicas
privadas. Y la mayoría, además, se apresuran a establecer conciertos privados de
asistencia con la Seguridad Social, porque resulta que, hoy en día, eso de los
enfermos ya no es aquel negocio fabuloso que tenía que haber engordado a la clase
médica del país. Sea como fuere, aquel café aún es el heredero de aquel sueño, quizás
del sueño que sólo los enfermos que ahora lo frecuentaban eran capaces de entender.
Subí las escaleras con cierta sensatez. Los dos kilos que Salardú me había
prometido me empujaban más que las ganas. Como siempre, llegaba con adelanto.
Quien llega primero siempre manda en las reuniones y no me interesaba por nada del
mundo perder preponderancia. A la entrada, un conserje o algo así me preguntó que a
qué habitación me dirigía. Le pregunté por el bar, que acababa de ingresar a la abuela
y necesitaba comer algo, que… Le coloqué tal rollo mientras iba hacia el bar que
enseguida dejó de molestarme.
Poca luz, mobiliario de madera roble, pocas botellas en las estanterías y un
barman con chaquetilla roja. Las tonalidades en rojo de las luces, de la madera, del
barman, tan apagadas, difusas y discretas no invitaban en modo alguno a recordar el
color de la sangre, que es lo que siempre inspiran.
El barman se aseguró de que yo no era un loco. No lo era. Con una mirada tuvo
suficiente. Era la práctica, supuse.
Llegó en el mismo momento en que yo acababa de sentarme. El traje (no debía de
cambiárselo nunca) ya daba verdadera lástima. Bastante sudadillo, se sentó sin decir
ni hola. Hizo un intento de hablar que le salió rana. Se aclaró la garganta y entonces
ya funcionó.
—Se acabó —dijo con cara de dolor de estómago.
—¿Qué quieres?
—Nada. Que se ha terminado.
—No, que qué quieres que pida para ti.
—Ah, es igual.
Me puse delante de la barra. Estaba tan nervioso, él, que preferí interrumpirlo así.
El camarero, el barman, vaya, se constituyó en mi cómplice. Me vino a ver
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lentamente, tomó nota y me dio a entender que no nos serviría a la mesa, así que
esperé a pie firme. Ya sé que es una combinación aberrante, pero me llevé a la mesa
dos Guiness con unas aceitunas picantes. Entró una señora en el bar. Por la cara, tenía
que tratarse de una loca. Con una chica joven que tenía cara de ser su hija, se sentaron
en una mesa a nuestro lado y saludaron con educación. A la hija me la miré un
momentito. ¡Qué remedio: iba con la blusa tan escotada y tenía unos pechos tan bien
puestos! El culito lo tenía precioso y encogido, como en miniatura, y…
—Ey, pues… —Me había pillao distraído. La verdad es que andaba un poco
volao. Era como si todo me resbalara. No el Salardú, que ya me resbalaba siempre,
no. Todo.
—… la situación es ésa. He hablado con un cargo de la policía. Me han llamado
más tarde y he recibido otras presiones por parte de mi propio departamento. Primero
no sabía qué hacer, por eso no he querido pasar por tonto y he solicitado garantías.
No porque tuviera gran fuerza, en realidad, sino más bien como si estuviera molesto
personalmente. Me las han dado.
—¿Qué quieres decir?
—Que quizás descarten el atraco. La cosa posiblemente acabará en acusación de
constituir una banda armada, que quedará a las previas como un simple intento.
Libertad condicional y el juicio, sin apenas pruebas, dentro de seis años. Ya está.
—¿Cómo que ya está?
—Toma. Ya está.
Me lo miré. Era muy hermoso. Al portador y sin barrar. Del Banco de Sabadell.
Un kilo nuevecientas. El muy avaro había descontado las cien. De todas formas, no
era cuestión de ponerse a discutir. Me lo metí en el bolsillo. Levanté los ojos y vi su
expresión. Pequeñas gotitas de sudor cubrían su rostro. Yo también cambié de cara.
Los dos kilitos ya los tenía, pero quería además alguna otra satisfacción.
—Escucha muy bien. Se acabó, pero me quedan algunas dudas. Quiero saber
quiénes son los jovencitos del Golf. Son muy interesantes. No me dejan ni a sol ni a
sombra.
Me miró y dio un par de resoplidos, queriendo decir ¿me vas a complicar la vida
tú también ahora? Pero continué:
—Y un tío: José Hierro. Es una figura un tanto oscura, para ser benévolo con él.
¿Quién es? ¿Qué es? ¿Por qué no lo buscan?
Repitió el gesto de antes. Se mueve en la silla, se me acerca y el tufo de Guiness
me llegó mezclado con su mal aliento habitual.
—Del Golf nada he conseguido saber. Y sé que la policía no busca a nadie más.
¿Qué quieres que te diga?
—¿Y ya sabes que termina aquí la historia? ¿Y aquello de que la Froilán te
espiaba?
—No me espiaba. No existen más complicaciones. Se acabó todo. Estoy más en
peligro por las animaladas que tú haces que por cualquier otra cosa.
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—¿Te refieres al intercambio de información que tuve con un compañero en
Sants?
—Eso. Sí, eso. —Se exaltaba—. Te llamé para resolver las cosas y sólo las has
complicado. De momento he podido parar el golpe, pero he tenido visitas.
—¿Los de tu servicio?
—Sí. Mis propios compañeros. Una estocada fuerte. He detenido el golpe, ya te lo
he dicho. Me he puesto fuerte y han terminado por darme explicaciones. Ya te lo he
dicho. Cuando me han hablado de ti, he tenido que hacerme el distraído. De
momento, la cosa se ha parado, pero si volvieras a cometer alguna inconveniencia yo
ya no podría arreglarlo, y todos saldríamos perdiendo… Tú, yo, la Froilán…, todos.
Así que devuélveme el carnet, cobra el talón y desaparece. Desaparece, Draper.
La loca comenzó a mirarme demasiado. Su hija me miraba para ver qué miraba su
madre. Salardú no se daba cuenta de nada, el muy idiota. Congestionado, preocupado
y sordo.
—Óyeme una cosa, Salardú. Pronto sabré quiénes son ésos del Golf blanco. Lo
sabré porque quiero saberlo, ¿te enteras?
—Devuélveme el carnet, venga. Ahora mismo. —Imperativo, el tío.
—Toma tu carnet. Te lo puedes poner donde te quepa, ese carnet de mierda.
Le dejé el carnet encima de la mesa y me puse a mirar las luces. Él seguía dale
que te pego:
—Y no me llames más. Si aún aprecias en algo a la Froilán, regresa a Platja d’Aro
y abre tu chiringuito. No te preocupes por el expediente. ¡Nos daremos prisa!
Se había enfadado y estaba frenético, el tío. Debía de ser verdad que su carrera
estaba a punto de irse al agua. Se levantó y se fue. Pero regresó enseguida:
—Y el talón lo cobras en ventanilla. A ver si serás capaz de meterme en un
compromiso.
Ahora sí. Ahora se largó sin darme la mano. Yo me quedé en la mesa. Ya no
miraba las luces. Aún quedaban aceitunas. Terminé mi cerveza y pedí otra. No sé por
qué, pero esta vez el barman me la llevó a la mesa. La mujer que iba con su hija se
levantó y se me puso de pie delante de mí.
—Soy de Vilassar, ¿sabe usted?
—¿Sí? ¿De Vilassar de Dalí o de Mar?
—De Vilassar, de Vilassar. De Vilassar sólo hay uno. Mire: el año pasado (¿o fue
el anterior?) —preguntaba a su hija, que la agarraba del brazo queriéndola hacer
marchar— celebramos el bicentenario. ¿Qué le parece?
—No lo sabía, no. —Y me miraba a la chica haciéndole comprender que lo
entendía perfectamente.
—Pues es que de Vilassar, Vilassar, sólo hay uno, ¿entiende?
Ahora la hija la estaba ya empujando. Me dediqué a la cerveza. No me rompería
las meninges, pero si todo iba bien pronto sabría lo que me faltaba por saber.
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Descubriría a los del Golf y encontraría al Tarántula. Si no estaba en su pueblo,
quizás lo dejara correr, ya lo veremos.
Al cabo de un rato, pagué y me fui. A la entrada me encontré con la hija de la
loca. Se llama Mariola y es del Vilassar auténtico. La acompañé un trecho. No
descarto que un día de ésos me deje caer por Vilassar. Me ha contado que allí siempre
hace sol.
Regresé a casa de la Bet, entré y ella no estaba. El reloj de la cocina marcaba las
11. Hacía un rato que debía de haberse ido y no había dejado nota alguna. Abrí la
nevera y no había nada para comer. Como tenía hambre, cogí el periódico de ayer que
estaba en la mesa del comedor y me fui a la calle. Fui a pie hasta la esquina con Urgel
y entré en una cafetería. Hay una en cada esquina. Me había jugado a cara o cruz a
ver en cuál entraba, pero ahora no sé en cuál me metí.
Allí pude cambiar el periódico que llevaba por el del día. La tortilla también era
del día, pero no lo parecía. Suerte tuve de la cerveza, que no era del día, pero es igual.
El periódico nada decía del caso. Pagué y salí afuera. Volví a subir a casa de la Bet,
dejé el periódico nuevo y fui a coger una cartera vacía del armario, una de estas
carteras de skai negro que llevan los representantes. Metí dentro un par de botellas de
champán vacías que estaban en el cuarto de la lavadora. Las envolví en papel de
periódico mientras pensaba ofrecer mil pelas a quien me dijera con quién se las había
bebido, esas botellas.
Ya en la calle, fui hasta mi coche y lo puse en marcha. Fui tirando hasta la calle
Aragón y luego hacia la plaza de España y por la carretera de la Bordeta hasta
Hospitalet. El Golf iba detrás de mí. Había muy poco tráfico y conducía poco a poco.
Dentro, iban los dos chavales de siempre, que se mantenían bastante a distancia.
Seguí la misma carretera: la parroquia de San Medir, donde se habían celebrado
tantas reuniones y asambleas. Después, atravesar el cinturón la Ronda, ahora
iluminado con unas farolas color calabaza que siempre parece que haya niebla.
Después, la fábrica de cristales Indo. A la derecha, dejas la Vanguard, que ahora ya no
existe o es japonesa, el puente del tren, el barrio de Santa Eulalia y la subida hasta el
metro. Por aquella estrecha carretera avancé hasta la avenida de la Fabregada.
Entonces, a la izquierda hasta llegar de nuevo a Bellvitge. Aparqué y entré en el bar.
La tele aún estaba encendida. El dueño se la estaba mirando mientras pasaba el
spontex por la cafetera. En un rincón, una pareja bastante tronada discutía y un
parado que se tomaba quintos en la barra hacía esfuerzos para enfocar la televisión.
De cuando en cuando se fregaba los ojos con la manga de la camisa.
Me senté a una mesa, de espaldas a la puerta, pero de forma que por el espejo la
pudiera ver. Dejé la cartera en el suelo y pedí una copa. El dueño me dejó un coñac
asqueroso andaluz sobre la barra y puso cara de no tener ganas de salir a servírmelo.
Así que tuve que levantarme. Entre sorbo y sorbo, miraba el reloj como si estuviera
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esperando a alguien. Entonces lo miré a través del espejo. Estaba fuera, bastante
alejado de la puerta, pero era demasiado rubio. Se le distinguía perfectamente por
mucho que las luces de la calle no fueran muy abundantes. Me levanté y entré en el
wáter, después de haber dejado la cartera encima de la silla. La ventana era pequeña,
pero ya la conocía y no me fue difícil salir. Cuando estuve en la calle, regresé al lugar
en donde tenía aparcado el coche. El de ellos estaba al otro lado, cincuenta metros
más allá. Vi que el conductor miraba con atención a su socio. Abrí la puerta de mi
coche, tomé un periódico atrasado e hice ver que colocaba algo dentro. Sin entrar en
el coche, volví a cerrar la puerta. El tipo del Golf también había abierto la suya y me
pareció que incluso tenía un pie en el suelo. Empecé a caminar en otra dirección,
alejándome del bar. Finalmente se decidió y vino detrás de mí con precaución. Todo
estaba desierto, si descontamos a una pareja que se estaba morreando en un portal.
Caminé lentamente, como si mirara los números de la calle. Entonces torcí por una
callejuela, arranqué a correr hasta la otra esquina y me escondí.
Él debió de sorprenderse cuando llegó al callejón y no me vio, pero seguro que se
sorprendió aún más cuando lo golpeé con el periódico y con la llave inglesa que había
metido dentro. Cayó al suelo como un saco. Salté encima de él, con la mano
izquierda le agarré por el cuello mientras con la derecha tenía a punto el periódico
para estrellárselo en medio de la jeta si convenía. No sé si había perdido los sentidos,
pero la cosa es que pronto los recuperó y abrió los ojos.
—Este diario es El País, que ya es pesado de por sí, pero como que dentro tengo
una llave inglesa, aún pesa mucho más y te puede aplastar las narices y dejarte sin
dientes. Más vale que me contestes deprisa y sin pasarte un pelo. Ahora dime: ¿por
qué has venido hasta aquí?
Se quedó mudo. Aquello no entraba en sus planes.
—Chaval, no vas bien. Si no ando equivocao, te encuentras en un apuro. —Le
acaricié la nariz con mi arma, con una cierta presión, pero sin romperle nada—. Así
que explícate.
No sé de dónde sacaba yo tanta paciencia.
—¿Quién eres y por qué has venido hasta aquí? Y es la última vez que te lo
pregunto.
Empezó a hablar con una arrogancia que no me esperaba.
—Porque no nos gustan los curiosos, y queríamos saber quién eres. Ahora ya lo
sabemos, hijoputa. Ya pasaremos cuentas.
No tenía que habérmelo dicho. Le aplasté la nariz con El País. Empezó a sangrar
a todo trapo. Le solté el cuello. Debía de tener candela para un rato: no se movió lo
que se dice ná. No llevaba cartera ni documentación. Lo dejé allí tirao y me fui hacia
el bar, donde había dejado a su socio. En el mismo portal, la pareja seguía
morreándose. Otros que tenían también para rato.
Cuando entré en el bar, el dueño y el chico rubio estaban golpeando la puerta del
wáter. El chico estaba muy nervioso y no paraba de proponer que la echaran abajo. El
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dueño hacía cuanto podía para salvar la puerta y ni tan siquiera quería estropear el
cerrojo. El chico le decía que tenía que haberme sucedido algo. Para mí fue una
sorpresa el ver que se preocupaba por mi salud. Cuando me vieron, los dos se
detuvieron en seco.
—¿Qué le debo? —le dije al dueño.
—Cincuenta y cinco. ¿Pero no había entrado en el wáter? —dijo, rascándose la
caspa con la mano.
—Sí, pero ya he salido. Tome usted quinientas más por si tiene que cambiar el
cerrojo. De todas maneras se puede entrar bastante bien por la ventana y no hace falta
romper nada.
Miré al rubito y dije:
—Tu amigo me parece que te espera. Yo de ti me daría prisa.
Y salí enseguida sin mirar atrás. Había olvidado la bolsa aquella sobre la silla,
pero ahora no era el momento de irla a recuperar. El chico me seguía. Me apresuré a
llegar al coche, lo abrí y me metí dentro como un cohete. Entonces reaccionó. Corrió
a agarrar la manecilla de la puerta pero yo ya había puesto el seguro. No sé qué
gritaba, pero con el ruido que derramé no podía entenderlo. Tampoco lo entendí
cuando con el motor revolucionado solté de golpe el embrague y el coche saltó hacia
atrás. Con la sacudida, el chaval perdió el equilibrio y se dio un buen revolcón por el
suelo. Sin frenar, puse la primera. Rascó un poco pero me entró. Volví a soltar en
embrague y ahora el 1430 saltó hacia adelante. Lo toqué de refilón y volvió a caerse.
Se levantó de un impulso, pero yo ya había puesto la segunda. Por el retrovisor lo vi
de pie y lleno de polvo en medio de la calle. Todo estaba lleno de polvo, parecía
niebla baja. El ayuntamiento haría bien asfaltando esas calles.
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Efectivamente, la pelota había rebotao bien y la había acertao. La ida a Bellvitge
la otra noche con los hierros del Anselmo había valido la pena. Y esos tíos, muy
legales, y la tía, un lince.
En el interior del coche no había gran cosa. En la guantera del conductor había
una cartera, muchos papeles y una agenda. Me lo metí todo en el bolsillo. Cogí
también la documentación del coche que estaba en una carpeta de plástico en el
bolsillo de la puerta.
Con todos los papeles y ya que no tenía nada más que hacer en aquel lugar, dije
adiós a aquella gente y me volví a mi coche. Cuando pasé junto a la ermita, en
dirección a la Gran Vía, me di cuenta que aún llevaba las luces apagadas. Las
encendí. La autovía de Castelldefels iba casi vacía. Era el amo de la carretera.
Pensé que pronto me encontraría con los camiones que iban a Mercabarna, con
las frutas y las verduras. Fue entonces cuando decidí ir allí. Tenía hambre y allí te
pueden preparar un buen plato a cualquier hora de la noche. Tomé las avenidas
amplias de la Zona Franca, pagué el peaje de entrada al mercado y aparqué. Entre una
cosa y otra, eran más de las dos. Fui hasta el pabellón H. El bar, como sucede con
muchos otros pabellones, es como un puente transversal en medio de la nave. Parece
un Jacques Boral de la autopista. Te sientas arriba y puedes ir mirando cómo discuten
compradores y vendedores y cómo regatean el precio de las judías, los melocotones y
los limones. Pedí un bistec con champiñones y un huevo frito, y para beber: vino tinto
de la casa. Mientras me lo traían, fui mirando los papeles que había sacado del coche.
La documentación iba a nombre de Jesús Diosdado Carlos. Quizás se trataba del
chico al que un rato antes había partido la nariz. Había un par de revistas que se
llamaban Jóvenes Horizontes, del Escuadrón Regional de Cataluña. No llevaba
fotografía alguna y los artículos eran panfletos machacones. Los miré así por encima.
En fin, contaban las cosas que siempre suele contar esta gente, sólo que parecían más
radicales que los demás. Que si la culpa era de los curas y del rey. Que La Cruzada,
traicionada por el propio general Franco. Que si la II guerra mundial, los judíos y los
marxistas. Nada de nuevo, vaya. Había algunas proclamas para los «españoles
biennacidos», que tenían que rebelarse contra la degenerada democracia burguesa
para construir el verdadero Estado nacional-socialista, que abriera camino a la
definitiva liberación de la humanidad de los yugos capitalista y comunista. Hablaban
del terrorismo y del separatismo, y de los héroes del GAL en las notas de sociedad.
Suerte que me sirvieron el bistec. Para no llamar la atención, escondí los papeles
y me metí en faena. Después, con la barriga llena, me miré todo lo demás. Había unos
cuantos prospectos de una tal Sauna Take Kwon Do «Samurai», en la calle del Dr.
Roux, a cien metros de la Vía Augusta, según especificaban.
La agenda de mano estaba dentro de la carpeta. Contenía los teléfonos en clave,
porque no había ninguno que empezara por 2 o por 3. Uno de ellos ponía «sauna». Lo
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comparé con los que constaban en el prospecto y no coincidían. Con calma, y eso
significaba en otro momento, deduciría la clave. Seguí mirando. Había notas que
hablaban de una reunión y de la propaganda que habían repartido. En una hoja había
el número de la matrícula de mi coche con la indicación 1430 azul. Algunas notas
sobre mis movimientos. Al final, la dirección de la Bet y una anotación que rezaba
«Saratoga, Beethoven 38».
Un relámpago iluminó mi cerebro.
Cuando pagué me regalaron una invitación para el Cabaret de Mercabarna, un
espectáculo acojonante, me dijo, con la mejor vedette del mundo y parte del
extranjero. Pero me largué deprisa, tan deprisa como pude, hacia el coche. A más de
ciento veinte por el Cinturón de Ronda, plaza Cerdá, los puentes del metro, del tren,
calle Badal, El Corte Inglés y Diagonal. Aparqué encima de la acera y atravesé la
avenida corriendo.
En la calle Beethoven no se veía a nadie. El club estaba abierto. Aún no eran las
cuatro.
Pregunté por la Bet, pero había llegado tarde. Había salido hacía poco con un tipo
que había preguntado por ella, pero volvería enseguida. ¡Tanto como me había
costado a mí llevármela el primer día y ahora la habían dejado marchar de cualquier
manera! Salí a dar una vuelta por los alrededores. Corrí hasta no poder más. Tenía
que dejar de fumar. Volví a entrar en el club para sentarme. Al cabo de media hora se
presentó. Iba empapada y con las cortinas de la puerta se secaba la cara y el cuello y
se puso a llorar como una bendita.
—Pagad el taxi —dijo llorando, y me vio a mí.
Se me echó en los brazos temblando y me apretaba tan fuerte que me hacía daño.
—¿Qué te ha sucedido, Bet? ¿Qué te han hecho? —dije, gritando como si ella
tuviera la culpa. No esperé a que contestara, salí apartando las cortinas con una fuerte
sacudida y abrí la puerta de un empujón.
—Tranqui, tío —me dijo el portero.
En la calle sólo había un taxi parado.
—¿Dónde la ha subido?
—En Montjuic, cerca del castillo. La han atracado, ¿verdad?
—Sí.
Le pagué y se largó.
Dentro, la Bet estaba ligeramente doblada hacia adelante caminando como un
muerto viviente, arriba y abajo, por el vestíbulo del club.
—Entremos dentro. Estamos montando el número aquí —dijo ella al verme.
El camarero nos acompañó hasta su camerino. Los clientes no se dieron cuenta de
nada: estaban pendientes de lo que hacían en escena una chica y una serpiente.
—Trae el coñac —le pedí al camarero, que salió enseguida de la habitación.
Ella seguía llorando, pero se iba calmando cada vez más. La besé en la frente.
—¿Qué te han hecho? Cuéntamelo con calma, ¿eh?
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—Han querido ahogarme. Me han metido dentro de una fuente y me mantenían la
cabeza dentro del agua. Estaba segura de que me moría. Es horrible, Alberto,
horrible.
Volvía a llorar a lágrima viva. Yo la abrazaba y le acariciaba la cabeza, pero no
me decía palabra.
—Y luego…, luego me han dicho que me ahogarían de verdad si no te
encontraban pronto y si no les dejabas de empreñar. Sólo preguntaban por ti, Alberto.
Entró el camarero con una copa llena de coñac. Ella bebió un trago. Yo también.
A pesar de que no me lo merecía. Había pensado con demasiada lentitud, pero me
bebí de golpe todo el que ella había dejado.
—Vamos a que te vea algún médico. Te llevaré al Clínico.
Entró el señor Ardit, el que siempre suda.
—¿Qué ha sucedido? ¿Le han hecho daño a la chica?
—¿No lo ve? —contesté molesto.
—¿Otra vez los argentinos? —ahora hablaba con la Bet.
—No, qué va, cosas mías —le dijo ella.
—Vaya, vaya…, seguro que son cosas de este rufián. —Me señaló a mí con la
cabeza—. Primero atropella a tu hermano y ahora te pasa eso. No es buena compañía,
no. Es problema tuyo.
Se dio la vuelta. No estaba demasiado preocupado por el daño que hubiera podido
haber recibido la Bet. Se ve que lo único que le preocupaba era lo de los enigmáticos
argentinos. Se quedó plantado con la puerta semiabierta.
—¡Ah! Y como que no vas a poder hacer el segundo pase del espectáculo le diré a
la Bony que lo haga por ti. Pero no te acostumbres, que el negocio es el negocio y
hay que trabajar.
—Gracias. Ahora me voy al Clínico. Más vale que lo haga la Bony —dijo ella.
—Bien, bien. Lo hará. Yo te lo tendré que descontar, ¿entiendes? —Y acabó de
salir cerrando la puerta finalmente.
Ni Clínico ni hostias. La única cosa que ella quería era salir de aquel local y
esconderse bajo una piedra. Estaba completamente asustada. La habían sacado del
local diciéndole que yo la estaba esperando fuera, la habían hecho subir a un coche y
se la habían llevado a los aparcamientos de Montjuic. Le preguntaban quién era yo y
dónde estaba. No les había dicho nada en concreto, sólo que intentaba ayudar a su
hermano y basta. De su hermano le habían dicho que era un hijoputa anarquista y que
más le valía estar en la cárcel, porque si lo encontraban algún día por la calle lo iban a
matar. Que a mí me dijera que me esperaban y que tarde o temprano me iban a
agarrar y las pagaría todas juntas. Y que si a ella le quedaban dos dedos de frente, que
no se ocupara tanto de su hermano ni volviera a verme nunca a mí. Que ahora sólo la
remojaban un poco porque resultaba divertido y porque las putas se tenían que lavar
de vez en cuando, pero que otra vez le destrozarían la cara a fin de que nadie
reconociera el cadáver.
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Fuimos directos a casa de Anselmo España. Estuve atento a que no nos siguiera
ningún coche. Al menos por aquella noche no deseaba más sorpresas. La Gloria se
levantó enseguida y cuidó de la Bet como de una reina, hasta que la chica se durmió.
Me ahorré las explicaciones con el Anselmo porque el tío no se levantó. Su
curiosidad tiene también sus límites. Cuando la Gloria se retiró, yo también me metí
en la cama. Aún no había digerido mi absurda falta de cerebro. Me abracé a la Bet
procurando no despertarla, como si quisiera pedirle perdón, y me dormí.
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CAPÍTULO SIETE
JUEVES, 13 DE JUNIO
Salí temprano, a las 9. La Bet aún estaba durmiendo. No sé por qué le di un beso
en la mejilla. Tenía una cara angelical. Era mi hermana pequeñita. En la cocina, el
Anselmo estaba desayunando. Huevos fritos. Mojaba mucho pan y hacía gran ruido
al comer. Un poco cerdícola lo era, sí señor.
—¿Qué hay? Buenos días —me dijo con la boca llena.
—Bien. Qué quieres que te diga.
—Nada.
—¿Hay café?
—Allí, en la cafetera.
Me serví. Una taza hasta el borde. Me lo bebí de una tirada. La casa me ahogaba.
—¿Qué hace la chica? —me dijo el Anselmo.
—Bien. Seguro que cuando se levante ya le habrá pasado el susto. Duerme
todavía.
—¿Qué susto?
—¿No te lo ha contado Gloria?
—No. Está en la cama durmiendo. Ve a despertarla, date prisa.
La fui a ver y le pedí que cuidara bien a la Bet.
En la calle miré al cielo. El día aún tenía que decidirse. De todas maneras había
cosas que no podía dejar de lado. Quiero decir que de momento era yo quien tenía
que tomar las decisiones. Y de momento me fui al Banco de Sabadell, en la Rambla
de Cataluña. En la caja me pagaron a tocateja el talón de Salardú. Me fui como el
rayo en busca de la caja cada-día-más-cerca para ingresar el dinero en mi libreta, que
yo también tengo libreta. La encontré enseguida. No pisé la raya amarilla trazada en
el suelo, delante de la caja. El cajero se pegó un hartón de contar dinero. Le gustaba.
Se le notaba en la cara.
A mí no. Me asaltó una especie de asco. Por mucho que nunca me han dado asco
los billetes. Pero me parecía que era el sueldo de un canalla para dejar que le peguen
una paliza a la mujer que ama. ¿Ama?… ¡Uy!… Hacía sol. Por fin el día se había
decidido. Dos kilos son dos kilos y no hablemos más de ello. Bien, señor Salardú.
Esclaro que sí, señor Salardú. Quiere que me baje los pantalones, señor Salardú. A la
mierda, señor Salardú. ¡A la mierda!
Necesitaba quince mil carajillos de ron. Tenía el corazón encogido. Me metí en el
bar «Cada Día Más Cerca». El café estaba bueno, espeso y cremoso. El ron, Pujol,
espeso y ardiente. Hay que beberlo poco a poco. Y aún más el segundo. Me senté a
una mesa para el segundo. Veía pasar la gente por la Rambla de Cataluña. Las
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mujeres pisaban el suelo con sus tacones puntiagudos y los hombres arrastraban los
pies.
Terminé mirando a todos los jubilados que pasaban por delante del bar. A mí
también acababan de retirarme. Podía volver a casa de mi amigo. ¿Qué le diría a la
Bet? «¿Nena, te vienes conmigo una temporadita a Platja d’Aro? Tengo un buen
dinero para gastar.» ¿Qué respondería cuando me preguntara por su hermano? «Nena,
tu hermano es un delincuente, pero le saldrá barato: tres o cuatro años de cárcel y
fuera.» Si después de eso se venía conmigo a Platja d’Aro es que estaba loca. Y
tampoco había para tanto. De chicas como la Bet las hay a montones, bien mirado.
Bueno, tampoco las hay a montones. Algunas son casi como ella. ¿Qué me sucedía
con aquella chica?… ¿Que no tenía ni cicatrices, ni rasguños, ni heridas, ni verrugas,
ni granos y basta?
Pedí otro carajillo.
La verdad, me tocaba los cojones que Salardú hubiera jugado conmigo. Ahora por
aquí, ahora por allá. Además, ¿qué pintaban en el rollo los gilipollas del GT-1?
¿Quién era en realidad José Hierro? ¿Por qué la Froilán se había mezclado en algo
así? Y el hermano de la Bet. La Bet. La Froilán robando un coche a punta de pistola.
¿Podía ser?
Comenzaba a delirar. Me fui a Horta volando. Hurgué en la bolsa que tenía
escondida detrás de los depósitos del agua. Ahora sí. Ahora estaba equipado por
completo. Me fui a ver al individuo que le habían robado el coche. Un tal Xavier
Forner Cugat.
Vivía en la Sagrada Familia, exactamente en la calle Provenza. Aparqué en zona
azul, pero no saqué el ticket. Que les den por el culo a los mangantes del
Ayuntamiento. Buscando el número pasé por delante de una casa en donde dan
comida a los pobres. Una especie de convento. Me vinieron ganas de ponerme a la
cola. No tenía yo un día bueno, no. Ya se nota.
La casa era de las corrientes en aquella zona. Un gran portalón de hierro y un
vestíbulo muy amplio. En el entresuelo, vivía el tal Forner, actor.
Ring, ring. Me salió un espantapájaros con un pañuelo al cuello y una bata de
andar por casa.
—¿Sí? —me miró—. ¡Ah, el lampista!
—¡Policía! —¡Me salió del alma, el hijoputa!
Se echó los mocos parriba un par de veces, el guarro.
—Entre. Pase usted.
Le mostré el carnet de la Generalitat de Salardú, con la foto de él, y se quedó de
una pieza. Ni lo miró, esclaro.
—Ah, usted es de la policía de Cataluña. —Y se le llenaba la boca cuando decía
«Cataluña». Como si dentro tuviera un sapo.
—Venía por lo del coche.
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—¡Pero si ya lo han encontrado! ¿Qué sucede ahora? ¿Me lo devuelven? —De la
alegría se echó los mocos otra vez parriba.
—No, señor, no. Lo que quiero son más detalles. A usted le robaron el coche el
jueves día 6 de junio, ¿verdad?, pues tendría que volver a contarme exactamente
cómo fue la cosa.
—Bueno, yo ya lo conté todo…, espere que haga memoria… Pero pase usted,
pase al comedor.
El comedor era a tope convencional. Respetaba todas las reglas de la tradición. El
tío andaría por los cuarenta o cuarenta y cinco a lo sumo. Era difícil de precisar,
porque iba con el cabello muy corto, sin patillas, y adoptaba aires de un chaval de
veinte años. Quizás hubiera heredado la casa de su difunta madre.
Me senté en un butacón de skai negro y él en otro.
—Perdone, ¡pero estoy con un resfriado encima! No he ido a trabajar.
—¿De qué trabaja usted?
—Soy actor. —Lo dijo con otro sapo en la boca.
—Sí, sí, pero ahora, ¿qué está haciendo?
—Pues mire. Hago doblaje. Para TV3, ¿sabe? En castellano también, ¿eh? Pero
ahora más en catalán, ya se sabe. Hoy mismo tenía una convocatoria en un estudio,
pero ya lo ve. —Ahora se sonó las narices.
Ya lo estaba viendo, ya.
—Se puede decir que trabajamos para la misma empresa —añadió.
Qué imbécil era, el muy mamón.
—Vayamos al grano, señor Forner…, ¿cómo sucedió?
Se puso serio. Hizo un esfuerzo de memoria y soltó freno.
—Pues iba por Maragall y por los Quinze, ¿sabe lo que quiero decir? Delante del
Sidney, aquel bar…
—Sí, sí.
—Pues en el semáforo, una chica me dijo, se me acercó a la ventanilla del coche
y me dijo que si le ayudaba a empujar el coche, que lo tenía en la esquina, sin batería,
y…
—Y usted la quiso ayudar, ¿por qué?
—No vi nada malo en ello. Era una mujer joven, una chica y me la creí. Pues
resulta que cuando voy a la esquina con ella, sale un tío con una pistola y me apunta.
La chica se vuelve para atrás y el chico me dijo que fuera andando hasta Virrey Amat.
—¿Y usted llegó hasta Virrey Amat?
—¡Claro! Me dijo que me vigilaban. Desde allí llamé a la policía, pero el coche
ya había volado.
—¿Sabe que usted es un poco tonto? ¿No se lo han dicho nunca?
—¿Qué quiere decir?
—Pues eso mismo. Dígame cómo eran, él y ella.
—Bueno, pero no nos perdamos el respeto, ¿eh?
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Le cayó hilillo mucoso de la nariz. Se sacó el pañuelo de bolsillo y se secó la bata
y los morros. Siguió como si nada.
—Ella era bastante alta, rubia y con el cabello rizado. Muy guapa. Iba con faldas.
No me acuerdo de nada más. Pero la reconocí con toda seguridad en comisaría. No
tuvieron que insistir. Estoy seguro de que se trata de la misma chica. El chico
también. Normal de estatura, moreno, blanco de cara y poco pelo en la barba y los
ojos azules. Los cabellos cortitos y un tanto cargado de espaldas. También lo reconocí
en la comisaría. Pero, ¿qué pasa ahora? ¿Para qué quieren saber más cosas? ¿No es
suficiente? ¡Que me devuelvan el coche, digo yo!
—Dígame cómo era la pistola.
—Pues negra.
—¿Y aparte de negra?
—No lo sé. Nunca he visto una pistola.
—¿Ni haciendo de actor?
—No. Nunca he hecho una película del Oeste, ¿sabe?
—Mala suerte.
El tío empezaba a estar un poco picao, pero yo también. Los tíos así me molestan,
y más cuando están constipados.
—Escuche, ¿usted vive solo?
—No. Con mi madre, ¿por qué?
—Por nada. Por si tenemos que ponernos en contacto. Como que los actores no
están nunca en casa, ¿verdad?
Eso le gustó. Ya lo tenía contento. Ahora me explicaba lo de aquel comedor. El
paragüero a la entrada, la bata y el pañuelo de seda al cuello. Me despedí del mocoso.
—No creo que haga falta, pero por si acaso ya lo llamaríamos. Burro.
Quiso darme la mano, pero pude evitarlo. Menos mal. En la calle busqué un bar.
Conté cuarenta pasos y encontré uno, como siempre. Mientras saboreaba un Martini,
pensé en las cosas que me había dicho ese mamón. No había duda. La chica que robó
el coche era la Froilán. ¿Eso quería decir que necesariamente también habían
atracado el banco? Lo más seguro que sí. Si esta hipótesis, que es la más probable, es
cierta —pensé—, el asunto está acabado. Ya no hay nada más que hacer ni más
dinero que sacar.
La perspectiva era Platja d’Aro. El trabajo habitual y las juergas de siempre. Ir un
poco volao y divertirte tanto como puedas. Vete a Platja d’Aro. Con este dinero
puedes empezar con el casinito de las máquinas y pagarte unas cuantas animaladas.
Pero por el momento no pierdas el trabajo, un trabajo que en realidad no lo es, por tan
poca cosa. Si la Bet viene, pues mejor. Si no, apabuenas. Me sabía mal, pero no había
nada que hacer.
Cogí el coche para ir a Horta. Tuve que romper la multa como siempre. Por el
camino hice un repaso a la situación. ¿Cómo era la pistola? Negra, me había dicho el
mamón. Tuve ganas de reír, pero no lo hice, porque no quería reírme solo. «Negra»,
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¡qué mamón! Tuve que reírme. ¡Ja!, ¡ja! Pongámonos serios. Robaron el coche y se
lo llevaron al descampado del Carmelo. Allí encontraron las armas. Según el
borracho que vimos con la Bet, allí dejaron las armas, pero también, si no lo recuerdo
mal, tuvieron un follón con el coche: que no lo encontraban. La discusión duró hasta
que apareció el de la Lambretta, pero la policía no sabe nada de nadie que tuviera una
Lambretta y que era el Tarántula ése de los cojones. Si ese tío intervino hasta el punto
de poner fin a una discusión que tuvieron en el descampado, quiere decir que este
mismo tío me podría aclarar muchas cosas ahora mismo. Pero, ¿quién se fía de un
borracho? Un borracho empedernido dice lo que piensa y sólo se acuerda de las cosas
cuando va bien trompa.
Nada tenía que hacer. La Bet estaba en casa del Anselmo. Yo tenía que hacer la
maleta y largarme a Platja d’Aro un día de éstos, pero, ¿qué me impedía ver al
trompa aquél y hacerle contar otra vez toda la historia?
Me detuve en una bodega a comprar vino. Uno que sea de los buenos —le dije al
dueño—, y fuerte. Me dio Marqués de Riscal. Demasiado bueno para aquel golfo de
mala muerte. El Palanca no lo sabría apreciar. ¿O sí? Quizás había sido camarero en
el Ritz antes de que la vida lo machacara. Quizás hubiera ido con pajarita al cuello y
todo.
Subí por las cuestas del Carmelo hacia cerca de la explanada. Procuré aparcar en
un lugar que no hiciera tanta subida por aquello de la gasolina. Llegué al descampado
a pie.
No había niños jugando. Lo que sí había era dos coches Z de la bofia, una
ambulancia y un montón de gente en semicírculo alrededor de un edificio en
construcción. Lo adiviné enseguida. Una mujer me dio los detalles. Los niños lo
habían encontrado a media mañana, hacía poco más de una hora. Lo habían matado a
golpes, a bastonazos. El cadáver estaba desfigurado y decían que habían intentado
quemarlo después… ¿O antes? Dependía del morbo de la gente. De todas maneras,
pobre hombre. Eso de los bastonazos me recordaba demasiado los bates de béisbol.
Conozco a gente que les tiene mucha afición.
Entre los policías, reconocí a uno. Habíamos tenido una charla en la Estación de
Sants. ¿Qué pintaba el tío ese por allí? La cosa se estaba liando cantidad. Sin que me
viera, regresé al hotel y tomé una decisión: abrir la botella de vino. Me bebí la mitad
de un trago.
Al Nervios me lo encontré enseguida. Estaba en su bar habitual. Me preguntó
para qué lo quería y si necesitaba ayuda.
—Aún no lo sé.
—Si pasa algo, ya lo sabes, ¿eh?
Si pasa algo, el Nervios, con cuatro puñetazos lo arreglaba todo. Pero el Nervios
no sabía con quién me las tema que ver. No sabía que aquellos niñatos malparidos y
traidores habían matado a un viejo a garrotazos. Que no tienen reglas, que son
sádicos y desequilibrados. Si me encontraban, me encontrarían armado.
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La pistola me la pasó dentro de una bolsa de El Corte Inglés, cargada y además
con munición de reserva.
—Es de confianza, ¿verdad?
—¿Va de coña? —me dijo—. Es una Smith & Wesson del 38. Pura potencia, tío.
—No, no. Quiero decir si está marcada, si tiene historias.
—¡Qué va, tío, está limpia! ¡Bien limpia!
Me fui dejando al Nervios bastante intrigado, pero no le podía explicar lo que
pensaba hacer. De hecho, ni siquiera yo lo sabía con certeza. Sólo sabía que lo que
fuera tenía que hacerlo deprisa. También notaba el peso de la pistola en el bolsillo.
Un peso que no me molestaba nada.
Fui corriendo a casa del Anselmo. Quería ver a la Bet. El tráfico era de alivio y
tuve que hacer bastante el cafre. Me parece que por el camino le pegué gritos a un
guardia y todo. Aparcando me calmé.
Estaban a punto de comer. La Bet me dio un beso y el Anselmo me pasó el brazo
por la espalda y dijo para que todos lo escucharan:
—Antes de comer, como que falta aún un ratito, ¿verdad, cariño? —le dijo a la
Gloria—, el Albert y yo nos tomaremos un combinado en el despacho.
Una vez en el despacho, dejó reposar el culo en la mesa, me miró y soltó:
—Chico, me dirás que me meto donde no me llaman, que no son cosas mías y
que soy un pesado. Pero tú ya me conoces. A veces no lo puedo evitar. Y lo que le
hicieron a la Bet, lo que le hicieron ayer, no tiene perdón. ¡Me ha puesto nervioso!
Hablaba lentamente, como lo hacen en las películas los generales de la II Guerra
Mundial.
—Bueno y qué —le dije.
—No te empreñes porque te diga dos cosas. La primera es que te has dejado
tomar el pelo, te has portado como un tonto. Te han liado como a un chaval. Y ahora
te diré otra. Te he echado un vistazo a los papeles que trajiste ayer por la noche,
cuando viniste con la Bet de aquella manera. Desde que me lo has contado esta
mañana, lo he estado pensando. Y he vuelto a casa. Total, en el periódico esta mañana
sólo tenía que conspirar un poquito, je, je.
Efectivamente. No me gustó.
—¿Sabes una cosa, Anselmo? Te dije que te mantuvieras al margen de todo. Ése
era nuestro trato. Y no lo hacía sólo por mí. Te lo pedí también por tu seguridad y la
de la Gloria.
—Pero si yo estoy la mar de seguro. Mira tú que mesa tan firme: me sostiene a la
perfección. Y es que todo cuanto tengo y lo que hago está a prueba de mi peso, de
mis medidas.
La Gloria entró con dos combinados. Ahí los tenéis, y se marchó. Ella sabía justo
lo que esperábamos que hiciera.
—Mira, Anselmo, dejémoslo. Tengo un buen lío en la cabeza y no me vengas
ahora con problemas protocolarios…
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—¿Protocolarios? ¡No digas tonterías!
Fue al escritorio y sacó un sobre. De su interior fue sacando papeles y más
papeles, toda la documentación que yo había encontrado dentro del Golf GTI.
—No creas que no me ha costado. Me gustan los crucigramas, ya lo sabes. Por
eso he perdido más de una hora haciendo combinaciones tontas con estos números de
teléfono. He tardado una hora en caer en la cuenta.
—¡Pero si era muy fácil! El teléfono de veras de la sauna está escrito en la
propaganda y debe de corresponder al mismo número que dice «sauna» en la agenda.
Déjame…
Me miró con cara de sorpresa y retiró el papel que tenía en las manos.
—¡He tardado una hora para encontrar todo eso que me dices! ¡Mariconazo:
podías habérmelo dicho antes!
—No pensaba que te dedicaras a fisgar en mis papeles. —Volví a repetir el gesto
de agarrar el papel que él tenía.
—¡Pues ahora te esperas! —Retiró el papel—. Te decía que he hallado la clave,
pero he hecho más cosas. He ido al periódico y he llamado a un tío que nos pasa
información de la Telefónica y que nos debe muchos favores. Él me ha dado la lista
de abonados de estos números…, ¡y las piernas me temblaban! ¡Toma, mira y
aterriza, chaval! ¡Mira!
Finalmente, me alargó el papel. En él había escrito toda una lista de números de
teléfono y al lado el nombre de los abonados. Los dedos del Anselmo me señalaban a
uno. Decía: jefe de la Brigada Regional Antiatracos, Vía Layetana 43. Tengo que
reconocer que me impresionó.
—¿Quién es este pez gordo?
—Javier Campos Rivero. Uno que vino de Melilla. Se hizo famoso desmontando
Comisiones Obreras a finales de los 60. Siempre ha estado en Barcelona. ¡Es un
facha nato, no un monigote! Y mira este otro.
Al lado del número de teléfono la indicación «Sucursal del Poblenou del Banco
Iberoamericano».
El Anselmo no lo señaló, pero a mí el teléfono que me puso a mil era el de
Dolores García Petit, c/Tarrasa 10. La anotación de la agenda correspondía a un tal
«Belmondo» y se trataba sin duda alguna de la Pensión Dolores.
Aún no me lo podía creer. Ahora era más claro que nunca: tenía que encontrar al
Tarántula ya mismo. Los ojos me parpadeaban sin cesar.
—Anselmo, vete a comer. Y vendré enseguida. No tengo hambre.
—Esclaro…
—¡Ah! Y gracias…
Se hizo el pícaro y se fue. Yo salí a la terraza. Barcelona se veía grande y yo me
veía pequeño, como la gente que caminaba por la calle, que parecían muñequitos
desde aquella altura. Quizá sí que el asunto era demasiado grande para mí, pero
llegados a este punto, si no lo terminaba yo, lo terminarían ellos. Y ya se sabe cómo
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las terminan ellos esas cosas. O quizás si me enterraba en la discoteca de Platja d’Aro
y me estaba quieto me perdonarían la vida. Quizás lo hicieran. ¿Y qué cara pondría la
Bet? ¿Y la Froilán, si alguna vez me encontraba con ella? ¿Y el mismo Salardú, que
me diría ves cómo al final todos vamos a abrevar al mismo abrevadero? Ven, entra en
nuestro club.
El asco y la rabia creo que me dieron la fuerza necesaria. Llamé a la Bet.
—Si eso se acaba, te raptaré —le dije—. Tengo que irme. ¡Voy a encontrarme con
ese Tarántula de los cojones! Tú no te muevas de aquí. Tú, a todas partes con la
Gloria, y más vale que no salgas de casa. Y, sobre todo, ni se te ocurra ir a trabajar.
Se lo tuve que decir. Tenía que hacerse cargo de la situación. Le conté el asunto
del Palanca, de cómo y de quién lo había matado. Era imprescindible que se
escondiera, aunque sólo fuera por miedo.
—¡Ah, y al Anselmo no le digas nada de todo eso! De momento, que no sepan
nada.
El beso que me dio fue de los que hacen historia.
Bajé los cristales del 1430, pero no había nada que hacer. El aire que entraba por
las ventanillas parecía importado del Sahara. En la Diagonal, allí donde se convierte
en autopista, pasada la zona universitaria, había un par de guiris haciendo autoestop.
Encantadoras: con sus pantaloncitos cortos, camisetas y enormes mochilas, parecían
dos caracoles. Serían alemanas. Pasé de largo. Hacía demasiado calor dentro del
coche.
Me coloqué el cinturón, encendí un cigarrillo y, conduciendo con una mano, puse
el coche a 120. Relajación y kilómetros por delante. Había escondido la pistola dentro
de la caja de herramientas.
Esperaba encontrar al Tarántula. Era una pieza de aquel rompecabezas. La policía
no lo había ido a buscar, no lo buscaba, ni sabía que existía. ¿O lo sabían demasiado
bien?
Con este objetivo, con tal fijación, fui acelerando cada vez más. El viento me
despeinaba, casi arrancaba mis cabellos. El motor roncaba como un león y las curvas
eran una aventura. Disfrutaba conduciendo. Me detuve en Cervera para tomar un
bocado, a ver si me calmaba un poco.
El trayecto hasta Tolba fue más reposado. Tenía que llegar entero. Serían hacia las
tres cuando llegué. Tolba es un pueblo pequeñito que se encarama a la montaña y
que, como todos, está presidido por el campanario de la iglesia. Dejé el coche en una
callejuela.
Andando, me fui a la plaza del pueblo. En una esquina, una mujer estaba regando
el suelo. Estaba muy atareada salpicando la calle con una mano, mientras con la otra
sostenía el cubo. Era la única persona a la vista, así que me dirigí directamente a ella.
Le pregunté la dirección de José Hierro. De entrada no conocía a nadie que se llamara
así. Le expliqué que vivía en Barcelona, lo describí a grandes rasgos y le dije que
había estado un tiempo en Francia. Entonces se le refrescó la memoria. Era el chico
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de la Cándida. La tía se enrolló de mala manera. Que si era un buen hijo, que si su
madre, viuda desde hacía muchos años, suerte tenía de tener un chico tan trabajador y
bla, bla, bla.
Me atreví a interrumpirla para preguntarle dónde estaba la casa de la Cándida.
Pero la tipa era sorda cuando le convenía. Siguió contándome las excelencias de la
Cándida, de su hijo y que si el padre era un inútil y un borracho y que estuvo bien que
muriera joven. En el pueblo todo el mundo suponía, si es que tenía que creerme lo
que me decía aquella señora, que el chico trabajaba duro en Barcelona para mantener
a su madre. Probé suerte y volví a preguntar dónde estaba la Cándida. Nada de nada.
Pero ya se me estaban hinchando los cojones e insistí. La tía aún tuvo los ovarios de
decir:
—Pero usted no debe de saber dónde vive la Cándida, ¿verdad?
—No. No, señora.
—Es claro que no. Pues mire, subiendo arriba del todo del pueblo, como si se
quisiera salir. Es la última casa de la calle de la Iglesia. Una que está pintada de
nuevo y tiene una reja de hierro muy bonita y muchas flores. Enseguida la verá. ¿Es
usted amigo del hijo?
—Sí, soy amigo suyo. Perdone pero tengo un poco de prisa.
«Y yo aquí entreteniéndolo y bla, bla, bla…» Cuando me alejé, dejé de oírla de
una vez. Por esos pueblos o bien te encuentras con gente que no te dice nada o con
gente que no calla nunca.
Volví al coche. Me puse un niqui de chándal amplio y me coloqué la pistola en la
cintura. Ahora ya estaba preparado. Podía ir hacia arriba.
Efectivamente, la casa de Cándida resultaba fácil de identificar. Era una agresión
visual. Era la única casa que estaba pintada de nuevo de toda la calle. Era pequeña,
blanca, con orillo verde manzana que enmarcaba ventanas, balcones y la puerta.
Cuando me acerqué, vi la reja de hierro de la puerta que en medio dibujaba un «Deu
vos guard» y los geranios a uno y otro lado. También tenía incrustados mosaicos de
Valencia con dibujos de la Virgen y los santos alrededor de la puerta.
Apreté el botón que me pareció ser el timbre. Al menos estaba en un mosaico que
ponía «timbre», con cenefas y flores.
Abrió la puerta el Tarántula en persona. Enseguida estuve seguro que se trataba
de él. Moreno, peludo, cara chupada, brazos largos; iba vestido de andar por casa, con
pantalones cortos tejanos y una camisa vieja amarilla desabrochada, que resaltaba la
negrura de su pecho.
—¿Dígame?
—¿José Hierro?
—¿Quién es usted? —preguntó rápidamente. Una mueca recorrió su jeta. No
esperaba visitas particulares en su pueblo. Por eso era tan educao que me trataba de
usted y todo.
—Me llamo Juanjo.
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Se quedó un momento pensando quién coño de Juanjo sería yo. No debía de
haber oído hablar de ningún Juanjo, porque puso el pie en la puerta y estaba
preparado para cerrarla de golpe. Yo, que no me perdía movimiento alguno, deduje
que por la parte de atrás tenía que haber una o más salidas. No tenía ganas de jugar al
gato y al ratón.
Le solté así por las buenas.
—Belmondo, vengo de parte de Jóvenes Horizontes. —Mientras tanto,
levantando un poco el chándal, le mostré la pistola—. Invítame a entrar, ¿no? Tengo
que hablar contigo.
—No, aquí no.
—¿Por qué?
—Está mi madre.
—¡Ah! Pues vamos a dar una vuelta.
De momento había colado, porque se dio la vuelta hacia adentro y hablando en
dirección al fondo de la casa dijo: «Ahora vuelvo, mamá». Una voz respondió que
estaba bien.
Como que la casa era de las últimas del pueblo, él prefirió tirar parriba. Yo
también. Acabamos de subir la calle y después se convirtió en un camino y después
en un sendero que se internó por entre matorrales y bosquecillos. Coincidíamos. A los
dos nos gustó ir a sentarnos en una piedra grande. Por el camino no habíamos
pronunciado palabra. Yo sólo lo iba mirando. Era corpulento, más de lo que pensaba.
—¿Qué pasa? —dijo él.
—Que no todo ha ido como esperábamos. Campos no ha podido llamar por
teléfono. Me ha enviado a mí. Es más seguro. El Juzgado te busca…, busca y captura.
Eso es lo que tenía que comunicarte.
Se quedó de una pieza. El cerebro le debía ir a tope, centrifugado.
—Te hemos preparado una salida al extranjero. Estarás seguro en Bayona.
—¿Por qué?
No dije nada durante un rato. Él añadió:
—No. No me interesa. Ya me espabilaré. Dadme dinero y me espabilaré. Yo a
Bayona no voy, que no soy tonto. Díselo al Campos.
—Está bien. Tú mismo. Yo se lo diré, pero piensa que será él quien decida. Por la
cara no hay dinero.
—Bueno, hay gente que sí tiene dinero. Yo no hice las cosas mal. Si el asunto se
complicó no es culpa mía, todo el mundo lo sabe. —¡Se ve que el único que no lo
sabía era yo!—. Además, ¿a santo de qué me tiene que andar buscando el juez a mí?
¿Qué cojones ha sucedido ahora?
Yo tenía que contestar enseguida y así lo hice.
—Un testigo. En el descampado del Carmelo había un tío que lo oyó todo, los
abogados lo han sabido y han comenzado a remover influencias. ¡Ya ves que no lo
hiciste tan bien como crees!
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—¿Qué es lo que oyó ese idiota?
—La preparación del atraco, el coche, todo. ¡Lo oyó todo!
—¿Lo del Collsuspina? Eso no me implica en nada. No podía oír nada más.
Ya empezaba a comprender. Iba atando cabos. Un coche robado que no aparece,
discusiones en un descampado, los nenes fachas, una sucursal, el teléfono de esa
sucursal y un repetidor de TV. Calma, silencio, reflexión. Desconfianza, nerviosismo,
miedo. Todo eso lo fui viendo en la cara de perro que tenía.
Se levantó. Se dio cuenta que había patinado.
—¿Adónde vas? —le dije autoritario.
—A telefonear. Quiero hablar con el Campos en persona.
—No se pondrá al teléfono.
—¡Pues con el Hernando! Quiero hablar con alguien conocido.
Se me ocurrió y lo solté. Nunca lo hubiera hecho.
—El Hernando no está en la Brigada.
La cara que puso me explicó que la acababa de cagar. No vi cómo lo hacía, pero
ya tenía un tronco descomunal entre las manos. Si no hubiera agarrado el tronco, creo
que habría arrancado un árbol con la misma rapidez.
Yo también fui rápido. Más que él. Le lancé una piedra a la cara y le di de lleno.
Debí de romperle algún hueso.
Yo ya tenía la pistola en la mano y le clavé un culatazo en la cara, entre la oreja y
los labios, tan fuerte como pude. Cayó de costado. Recordé al Nervios, al Bouzes, la
Froilán de los Derechos Humanos, Amnesty Internacional…, el Palanca muerto a
garrotazos.
El Tarántula no había perdido el conocimiento. Estaba en el suelo delante de mí.
Yo estaba de pie y con la pistola en la mano. Tenía que potenciar mi autoridad. Le
clavé una patada en el estómago y luego con el otro pie una en la espalda a la altura
de los riñones. Tuvo unas convulsiones. Con mi pie izquierdo en el hombro le hice
dar la vuelta, que quedara mirando al cielo o a mi cara, lo que le gustara más.
Entonces me incliné. Él mantenía la boca cerrada, pese a lo cual le metí dentro el
cañón de la pistola, hasta que comenzó a vomitar con más convulsiones. Lo agarré de
los cabellos, girándole la cabeza para que sacara el vómito de la boca y no se
ahogara. Empezó a toser, saqué el cañón de su boca. Estaba sucio de vómitos y
sangre. Cuando cesaron las convulsiones, se lo volví a meter. No tan adentro, no
fuera a vomitar otra vez.
—Mira, chaval, ya he perdido demasiado tiempo contigo. Te puedo matar con la
misma facilidad con que aplastaría una pulga con la uña y la misma necesidad de dar
explicaciones. Soy del CESID y ahora quiero que me cuentes algunas cosas.
—No puedo decir nada. —Su voz era temblorosa y ronca. Tenía miedo, mucho
miedo. En eso había triunfado y no podía perder ventaja. Le levanté la cabeza, que
aún tenía agarrada por el cabello, y lo golpeé contra las piedras del suelo.
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—Ya te lo he dicho. Habla o te mato ahora mismo. —Mi cara debía de ser feroz.
Realmente, yo estaba muy cabreado. Flotaba—. Antes de nada, ¿qué tratos llevas con
el Campos y con Jóvenes Horizontes? ¡Quiero que me contestes deprisa! —Repetí la
operación de golpearle la cabeza en el suelo.
—Trabajo para la policía —es lo único que dijo.
—Eso ya lo sé. ¡Explícate y deprisa! —Por tercera vez lo golpeé en el suelo.
Parecía que le iba cogiendo gusto a la cosa. Tampoco podía repetirlo demasiado
porque perdería los sentidos y eso no me interesaba.
—Soy colaborador de Campos —continuaba hablando con un hilo de voz—. Ya
había trabajado con él en Francia, un poco. Cuando regresé, he ido efectuando
trabajitos para él. Como que vivía en Gracia, me fui introduciendo en este grupo. La
aureola de anarquista venido de Francia me facilitó las cosas.
—Muy bien, ¿y qué más?
—Campos es instructor de Jóvenes Horizontes.
—¿Quién mandó robar el coche?
—Lo preparamos con Campos. Se trataba del plan R. P., pero yo no tengo nada
que ver con lo que sucedió después. —Ya había metido la directa. Si yo no patinaba,
continuaría largando hasta mañana.
—Explícame lo de ese plan.
—Era una acción que teníamos preparada con los libertarios. Teníamos que
ponernos en marcha con una contraseña de Jóvenes Horizontes. Me llamaron por
teléfono tres días antes.
—¿Y qué se tenía que hacer además de robar el coche?
—Ellos tenían que robar el coche a punta de pistola y llevarlo al descampado. Era
para ir hasta Collsuspina, hacer una emisión por el repetidor de TV y después volarlo.
Yo dije a los de Jóvenes Horizontes dónde estaría el coche y les di las llaves. Cuando
nos encontramos para ir a Collsuspina los del grupo del Ateneo, el coche ya no
estaba. Suspendimos la acción, pero yo no sabía…
—¡Y tú llegaste tarde, eh!
—Sí, era para tener aún más motivos para desconvocar la acción. Yo…
—¿Y los explosivos en casa del Nicolás? ¡Buen trabajo! —Me estaba cabreando
más de la cuenta. ¡Lo quería matar!— ¡Tú sabías lo que iba a suceder, cabrón! —
añadí con otro culatazo en su mejilla.
—¡No! —imploró—. Era un entrenamiento. Yo sabía que era un entrenamiento.
No sabía nada más. Campos era el instructor. No me dijo nada, y no sabía nada.
Ya hacía rato que habíamos dejado a su madre en el pueblo y ya no me contaba
nada de interés. Di por terminada la entrevista. No le estreché la mano porque
seguramente no la habría aceptado, pero le di un par de consejos a cambio. Primero,
que no se moviera del pueblo, que podríamos volver a necesitar de él, y segundo, que
no dijera nada de mi visita a nadie. Su vida no valdría un real. Tenía que meterse en
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la cabeza que yo era su seguro de vida. Y aún le di otro, que antes de entrar en el
pueblo se lavara en alguna fuente y, si no había ninguna, en algún lavadero.
Volví a coger el coche y me dispuse a efectuar el camino de vuelta. En Molins de
Rei llamé a Salardú para decirle que nos teníamos que ver rápidamente. Volvimos a
citarnos en la Rotonda.
A la entrada de Barcelona, empezaba ya a caer la noche. Antes de llegar a la zona
universitaria, giré a la derecha. Por el puente atravesé la Diagonal, en dirección a
Pedralbes, Sarriá y Bonanova.
Pasé de largo por la Rotonda. Me esperaba una bolsa detrás de los depósitos de
una casa en Horta.
En la Rotonda tuve que esperar. El mismo barman del día anterior, pero ya no
estaban ni la loca de Vilassar, ni su hija. Una lástima. Eran las ocho y media y el bar
estaba cerrado. De hecho, estaba cerrado desde las ocho, pero el tío hacía la vista
gorda. A la hora de cerrar se había llenado de clientela. Ahora, todos habían ido
desfilando y las dos mujeres que había se preparaban para pagar. Entraron un médico
y dos enfermeras y todavía les sirvieron. Yo esperaba a Salardú con impaciencia. Le
había telefoneado y me había dicho que no tardaba ni dos segundos. Pero de eso
hacía ya media hora y aún no se había presentado. Le había dicho: Ahora he hallado
la clave de todo el asunto. Lo tengo todo bien atado y tú eres un hijo de la gran puta si
no vienes ahora mismo. Pa que te enteres y hablando claro debías de saber más de la
mitad del lío, pero eres un acojonao (o un espabilao). Te juro que si no vienes te abro
en canal.
En aquel mismo instante entró. Sobre el traje, el mismo traje, llevaba una
gabardina. Supongo que llovía y yo no me había enterado. La verdad es que la rabia
me cegaba y mis nervios andaban desbocados.
—Hola, ¿qué ha sucedido?
—¿Que qué ha sucedido? Siéntate.
Eché un trago de whisky con hielo. Me pasé la lengua por los labios intentando
calmarme. Me lo habría comido vivo allí mismo. Pedí un café para él. Es lo que le
iría mejor. A partir de aquel momento tendría que moverse. Si no, le pondría un
petardo de dinamita en el culo.
—Antes que nada, mira en esta bolsa. —Se la arrojé encima de la mesa. Él no la
había visto. Miró alrededor, para ver si había mucho público. Nadie nos miraba. A lo
mejor le daba reparo mirar dentro de una bolsa de basura, y que lo vieran. Fue
sacando los papeles y las cintas que yo había hallado en casa de la Froilán.
—¿De dónde has sacado todo esto? —Ponía mala cara, muy mala cara. Se
encontraba muy mal.
—De casa de la Froilán, ya lo sabes.
—Me dijiste que no había nada más.
—Te lo dije, pero no era de verdad. Ya lo ves.
—¿Por qué me lo ocultaste?
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—Primero, porque me divirtió. Me divirtió que la Froilán te engañara como a un
tonto. Tú orgulloso de tu ascenso y de tu inteligencia y resulta que la Froilán se iba a
la cama contigo sólo por lo que sabías. —Me reí muy a gusto, mientras él
empequeñecía—. Segundo, porque yo no sabía qué importancia podía tener y si te lo
decía a lo mejor te hubieras acojonao más de la cuenta y quizás habrías cometido
cualquier tontería. Ahora sé la importancia que tiene. Ninguna. No vale nada. La
Froilán es también una estúpida, y ésa es una cosa que no hubiera esperado nunca.
Que fuera tan estúpida.
Le dejé meditar un buen rato.
—Tengo más cosas que decirte. He localizado al Tarántula. Lo he pescao y ha
cantao. —Puso cara de no saber de lo que estaba hablando. Proseguí—: José Hierro,
el quinto hombre. «Los cinco en el Carmelo». Y esta vez el quinto no era un perro.
Era el Tarántula.
Asintió con la cabeza. Yo no me detuve.
—No me digas cómo te acojonaron. No hace falta. Pero si te queda un resto de
orgullo, de amor propio, te vas a mover como un cohete. Los tengo en mis manos y si
tú no me respondes te voy a meter en el mismo saco. O sea, que has de tener más
miedo de mí que de ellos. ¿Entendido?
El rostro se le fue desfigurando. Al cabo de poco tiempo, el sudor le bajaba por el
cuello. Las luces rojizas se le reflejaban en la piel húmeda y bien afeitada de sus
mejillas.
En cinco minutos le tuve al corriente. En cinco minutos lo tuve en mis manos
como un gusano. Sólo tenía que arrojarlo al suelo y pisarlo. Sólo tenía que decirle que
se me arrodillara a los pies y el andova lo hacía enseguida. Se disculpó con poca
convicción y yo no le hice más reproches. Ya no hacía falta, estaba en mi poder.
—¿Por qué no te metiste a fondo?
Callaba. Salvando su reputación ya tenía bastante. Con unas vagas promesas de
que no iban a implicar a la Froilán, porque no pensaban culparles del atraco, ya tuvo
suficiente. Con tales promesas y unas cuantas amenazas ya lo tuvieron neutralizado.
Se fue recuperando. Ahora abría los ojos como naranjas, como si acabara de
digerir mi descubrimiento.
—Pero lo que dices es una locura. En estos tiempos el Ministerio del Interior no
toleraría un trabajo tan sucio y torpe como éste. Es imposible —dijo.
—Pues así es. Ya sabes lo que te toca.
—¿Qué?
—Mira: podemos convertir el asunto en una violación de todos los derechos y en
una acusación de asesinato (el del pobre borracho), con lo cual no acabaríamos nunca
y quizás no sacaríamos nada en claro, si bien tendríamos las de ganar; o bien siempre
podemos ponernos en contacto con ellos, especialmente con Campos, decirles que lo
sabemos todo. A cambio de no decir nada, tendrían que salir inmediatamente en
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libertad. Si no, siempre estamos a tiempo de avisar a unos cuantos abogados y a los
periodistas y ya tenemos el cirio montao. Además, también tenemos lo del atraco…
Lo pensó. Yo también. Y el barman también: quería cerrar. Pero no se atrevía.
Nos veía tan serios, tan graves. Fue apagando luces de la barra y limpiando las mesas.
Nos dejó la nota en la mesa sin decir palabra. «Esta vez pagarás tú, maricón», pensé.
Rompí el silencio.
—Esta negociación la tienes que hacer tú, y hoy mismo. Eres la persona indicada.
¡Pero nada de cagarte encima! ¡Ahora ya puedes gritar! ¡Ahora tienes todos los
triunfos en la mano! ¡Ahora no tienen más remedio que escucharte y callar la boca!
Tienes que dejar que te laman el culo un poco a ti, ahora, pa que s’enteren del gusto
que tiene la mierda. No están acostumbrados y ahora les puedes devolver la pelota.
Yo me quedaré en un lugar seguro, donde no me encontrarán nunca, en la reserva,
esperando a ver cómo te va. Si de aquí a mañana por la tarde no me has comunicado
nada, yo hablo con los abogados y convocamos a la prensa, además de otras medidas
que yo pueda tomar y que entonces ya habré tomado.
Resistió estoicamente todo el discurso. Lo escuchó como el monaguillo escucha
al señor párroco.
—Bien. Déjamelo a mí. —Me pareció que se iba animando. En otro tiempo había
tenido unos buenos reflejos de oportunista, pero no se podía negar que al fin y al cabo
poseía una buena mano y visión de la jugada. Esperaba que ahora pudiera sacarse de
encima aquel muermo que llevaba.
Me levanté en medio de planes un tanto alocados. El tío ya deliraba.
—Limítate a hacer lo que te he dicho.
—¿Cómo te puedo localizar? —Poma cara de primero de clase.
—¿Recuerdas aquel piso en Horta en el que habíamos celebrado alguna reunión
en el setenta y uno y setenta y dos?
—Sí, ¿era tuyo?
—Es mío. Allí estaré. No tengo teléfono. Envíame un mensajero. O ven tú mismo
a verme. De todas formas, te llamaré mañana a las nueve en punto.
Le di la dirección exacta.
No quería decirle que estaba en casa del Anselmo, porque al Anselmo quería
mantenerlo al margen y porque, última hora, era mi seguro de vida. Así que iría a
Horta.
Yo ya me iba cuando él se levantó, cogió la gabardina en plan manazas y me
siguió.
—¡Eh, que tienes que pagar!
Pagó y salió. Me ofreció llevarme en su coche, no, gracias, que tengo el mío aquí
cerca. En el vestíbulo no quedaba nadie y en aquella hora terminaba un turno de
personal y entraba otro. Todo eran saludos hasta la misma calle. Se puso la gabardina.
—Si ya no llueve —le dije.
—Ah, es verdad. —Estaba medio sonao. Tenía bastante trabajo en perspectiva.
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Lo has entendido bien, verdad, y todo eso y el hombre se fue con sus andares de
mula vieja a su casa o a quién sabe dónde.
Las calles estaban mojadas y las luces blancas de los coches eran absorbidas por
el alquitrán, que, a cambio, estaba tachonado de ratitas rojas de las luces de posición.
El aire era fresco y tuve escalofríos. Con los brazos cruzados sobre el pecho fui hacia
el coche, con la sensación de que un holocausto muy personal estaba terminando, que
se alejaba de mí un peligro espantoso y que sólo me quedaba esperar sentado en el
palco el final de las vicisitudes. Es la misma sensación que debe tener un colchón
cuando lo acaban de rellenar de nuevo. Baldado y hecho trizas, iba viendo cómo las
cosas se iban aposentando, volvían a su lugar, y llegaría la calma, aunque sin dejar de
sentir vivo en mí el recuerdo de la pasada batalla.
Sentía la molestia de la pistola en la cintura. Disimulando el gesto, me la puse en
el bolsillo y subí al coche.
Iría a casa del Anselmo a ver a la Bet. Estaría contenta. Me la imaginaba
emocionada. Al cabo de pocas horas, su hermano estaría en la calle. Entonces me
acordé de la Froilán, también ella estaría en la calle a las pocas horas. ¿Iría a su
encuentro? ¿Le contaría todo lo que yo había hecho por ella? ¿Le explicaría que
gracias a ella quizás cobraría dos kilos? Seguramente pasaría de verla. ¿Por qué? ¿Por
qué? ¡Para decirle que era una estúpida! ¡Para decirle siempre te lo he dicho! ¡Para
decirle no me comprendes cuando rompiera a llorar!
Poco a poco, la posibilidad de verla, de tener que hablar con ella, comenzó a
angustiarme.
¡Que te den pol culo! Por burra. Puse el coche en marcha y esta vez no corrí. Me
dejé absorber por la multitud.
Fui directamente a la calle Caspe, a casa del Anselmo. Me abrió la Gloria.
Llevaba una bata tan transparente que no tuve más remedio que mirar:
—¡Blancos!
—¿El qué?
—Los sostenes.
—¡Qué burro eres!
—¡Es que tú vas descocada!
—Venga, venga, pasa, que la Bet te espera. Ha estado preocupada toda la tarde.
Todos estaban en el comedor. La Bet llevaba una camiseta blanca que le marcaba
los pechos. Por lo visto, aquel día todo iba de pechos. Me pareció
extraordinariamente bonita. Cuando me vio, se levantó y me dio un beso
extraordinariamente largo en los labios.
—Esta casa parece un desfile de ropa interior.
—No lo dirás por mí, ¿verdad? —saltó el Anselmo, que estaba sentado en un
sillón.
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—¡Claro que no, tío! Lo digo por las mujeres. ¡Mira las tetas que nos enseñan!
—Ya hace rato que me las miro.
—Si no paráis de decir tonterías, la Bet y yo nos iremos a la terraza —dijo Gloria
y me sirvió un gin-tonic.
—¡Gracias, guapa!
La Bet cambió de tema.
—¿Cómo ha ido todo?
—Bien. Ha ido bien. Ya te lo explicaré. Tendrías que preparar tus cosas, que nos
vamos. ¿Te encuentras bien?
Asintió con la cabeza.
El Anselmo puso cara de sorpresa. Quería conocer la aventura de punta a cabo.
Me pidió que me explicara.
—Mira, ahora tenemos prisa y nos hemos de ir. No os podemos seguir
comprometiendo. De todas maneras, te agradeceré que si te aviso, es que la cosa se
habrá puesto seria de verdad. Si te avisara, movilízate en todas direcciones.
La Bet ya tenía la bolsa preparada. Yo también estuve listo en un momento.
Anselmo se conformó con no saber nada, con la promesa de que él sería el primero,
él y su periódico, en saber los resultados de las maniobras. Por el camino expliqué a
la Bet los acontecimientos del día.
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La cara esculpida.
—Tienes que decirme qué te pasa. Dímelo, reina. Dímelo.
—No lo sé, Albert, no lo sé. Es rabia. Todo eso, el Luis…
La voz entrecortada, a sacudidas, me estaba comunicando la impotencia. Siguió:
—Tú. No podemos hacer nada. Quizás dentro de un tiempo… Albert, eso no
puede ser bueno. Nada puede salir de bueno, de realmente bueno. ¿Por qué te habré
conocido? ¿Por qué te has metido en todo esto? ¿Qué hago yo aquí?
No es que yo fuera el rey del optimismo, en aquellos momentos más bien al revés,
pero aquel embate lo teníamos que superar. No podía permitirme, ahora que todo iba
sobre ruedas, que la moral flaqueara. Si el Salardú venía con buenas noticias, pronto
se habría solucionado todo. Hacía tanto tiempo que no ejercía de Capitán Trueno que
había perdido la práctica. Ahora tenía que empezar de nuevo. No me imaginaba qué
pasos daría Salardú para conseguir la liberación de los detenidos. Era cuestión de
tiempo y de esperar sin nervios.
—Mira, Bet, mi amigo pronto habrá conseguido que los dejen en libertad. Todo el
asunto es muy delicado, y seguro que antes quedan entrevistas y llamadas telefónicas
que hacer. Es un poco lento, pero no puede tardar. Mañana estarán en la calle.
—¿Y si falla este amigo tuyo?
—Tampoco es que sea amigo mío, en realidad. No lo está haciendo por amistad.
No le queda más remedio…
—Pero, ¿y si falla?
—No fallará.
La besé en los labios. Un beso de amigo.
Se levantó del balancín. Se acercó a la vidriera y se pasó un buen rato mirando al
patio inferior. La luz del día comenzaba a despedirse. Viéndola así, a contraluz,
parecía la Madre de Dios. A pesar de todo, a pesar de que a estas alturas ya tenía yo
ganas de que todo acabara, a pesar del asco que sentía, la repugnancia por la gente,
pues a pesar de eso no me cansaba nunca de mirar a la chica que ahora estaba en la
ventana.
Devoramos unas cuantas latas y las regamos con bastante vino. No sé por qué
comíamos ni si era buena señal o no. Los nervios quitan el hambre, pero también
sucede que a veces comes por hacer algo, para quitarte premoniciones de la cabeza.
Para empujar las agujas del reloj, para que la noche y el sueño vengan aprisa. Incluso
nos reímos los dos, porque a veces también nos reímos por idénticas razones.
—¡Tenías hambre!
—Psé —respondí.
Estábamos sentados el uno frente al otro, a pesar de que a menudo nos
levantábamos por cualquier motivo. Abrir una lata, ir a llenar un vaso de agua…
Intentaba no mirarla demasiado. Cuando veía sus ojos sin brillo se me humedecían
los míos, sin que pudiera yo hacer nada por evitarlo. Entonces abría una lata de atún,
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como si el pescado muerto me hubiera de dar coraje, unos golpecitos en la espalda y
todo arreglado.
—Ya es de noche. —Venía de la glorieta—. Quizás tendríamos que correr las
cortinas.
—Déjalas tal como están —me miró extrañada y dijo los vecinos—. Me gusta
mirar hacia fuera cuando está oscuro.
—Te gusta la noche, te gusta la oscuridad, porque crees que tú ves y que a ti no te
ven…
—Pero siempre hay alguien detrás de ti que te observa. Me gustaría darme la
vuelta un día para ver que es una chica guapa como tú y que me mira sólo por
curiosidad.
Me abrazó suavemente, con ternura, y se fue corredor abajo. Decía que no podía
estarse quieta. Yo fui a sentarme al balancín. Yo, que permanecía inmóvil mirando al
cielo negro como el carbón, la oía caminar, marcando el paso del tiempo a taconazos.
Pasó un rato. No hablamos palabra. Veía la casa reflejada en la vidriera,
compartimentada en cada cristal, con el aspecto fantasmagórico que ya tenía,
aumentado aún más por aquel puzzle amarillento. También me veía a mí mismo. De
cuando en cuando estiraba el cuello para verme mejor. Me sentí como un fantasma.
No era yo otra cosa que un fantasma, y como que a uno no le gustan las fantasmadas
me fui enfadando progresivamente conmigo mismo, con el único resultado de clavar
taconazos en el suelo o patadas en el marco de la puerta que separaba el comedor de
la galería, sin que de nada sirviera, naturalmente.
Vino la Bet. Se me puso delante. Tenía las mejillas enrojecidas y se mordía el
labio inferior. Se subió las faldas hasta arriba. Se me colocó encima, no sin arduos
trabajos, puesto que tuvo que meter las piernas por en medio de los brazos del
balancín. Me acercó su boca y me mordió en los labios. Mientras tanto se arrancó las
bragas de un tirón. La furia me desabrochó los pantalones y sin soltar mis labios me
la sacó. Colgada de mi cuello, se movía arriba y abajo.
En mitad de un charco jugoso, sentí cómo me la enfundaban y al cabo de un
instante el balancín se volcaba hacia atrás en la follada más estrepitosa, la más salvaje
violación que nunca nadie hubiera efectuado sobre mi persona. Sentía sus huesos
clavados a los míos y las pelvis se resentían dolorosamente. La saliva la tenía dulce y
clara y los dientes frescos y cortantes. Una avalancha de calor me cubrió, y en un
extremo imprevisto me corrí como un chaval.
Cubiertos de sudor, empapados, calados, nos metimos en la cama. Desnudos, bajo
las sábanas sentí sus labios, la lengua carnosa y culebreante, los muslos atenazadores,
el pecho fuerte y tenso.
No sé cuántos polvos se sucedieron. Me dormí entre una carne extenuada y unos
labios exhaustos: aquello no era amor, aquello era sexo, que es el mejor de los
amores. A pesar de que le deje a uno cansadísimo.
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CAPÍTULO OCHO
VIERNES, 14 DE JUNIO
—¡Quieto!
Fue un grito fuerte que me rompió el sueño, como una enorme piedra que cae en
un estanque de aguas quietas y en calma. Fue acompañado por el estrépito de la
puerta de la habitación contra la pared y también cayó una silla. La Bet empezó a
chillar con todas sus fuerzas. Salté de la cama, hacia una sombra que se movía en
mitad de la habitación, pero un formidable golpe en el pecho me volvió a dejar
tendido. La Bet apagó el chillido. No quería recibir.
Son ellos, pensé. Así, ellos, en general. Abrieron la ventana. Entraba muy poca
luz. Encontraron el interruptor de la luz y la encendieron. Cerré los ojos y poco a
poco volví a abrirlos a fin de que se acostumbraran a la traumática iluminación
eléctrica. El silencio se había impuesto de nuevo, y vi claramente las sombras que me
habían sacado del sueño: eran el Tarántula y el Bouzes.
—¿Qué, la parejita retozando en el nido? —Era Bouzes; tenía una pistola en la
mano, se acercó a la mesilla de noche y se metió la mía en el bolsillo.
—¿Qué pasa? —protesté.
—Veo que te buscas buenas compañías. Esta putilla tiene buen aspecto… ¿te la
trabajas fetén? Vale la pena.
La Bet, que ya se había cubierto con la sábana, hizo un gesto para cubrirse aún
más y clavó una mirada asesina al policía mientras dejaba caer un insulto gordo que
no entendí.
El Tarántula tenía todo el lado derecho del rostro de color morado y una gran
señal bajo el ojo, los labios hinchados y con costra. Supe que le había atizado fuerte.
—Tú sí que te buscas compañías buenas —se lo decía a Bouzes—. ¿Todo lo que
tiene en la cara se lo has hecho tú esta noche en una orgía loca?
El Tarántula me saltó encima. Era como una bestia feroz, babeando, la boca
abierta, y con las uñas pugnaba por llegar hasta mis ojos, mientras gritaba como
endemoniado.
—¡Hijoputa! ¡Hijoputa!
Pude detener la primera embestida doblando las piernas, a pesar de que una de sus
uñas me arañó en la mejilla. Estaba fuera de sí. Bouzes lo agarró por el cuello con un
brazo, porque el otro brazo lo tenía ocupado encañonándome con la pistola.
—¡Quietos! ¡Silencio! ¡Ya tendrás tiempo de arreglar cuentas con este cabrón!
¡Te oirán los vecinos, hombre!
El Tarántula se incorporó tembloroso. Bouzes lo soltó.
—Vamos hacia la parte de atrás de la casa —añadió después, haciendo un gesto
con la cabeza y señalando corredor adelante hacia el comedor.
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Yo me puse los pantalones, la Bet se cubrió con el albornoz que tenía al lado.
Después avanzamos todos hacia el comedor, con la amenaza de la pistola detrás de
nosotros.
Encendí la luz del comedor. Sólo se iluminaron dos bombillas en la lámpara de
lágrimas que colgaba torcida del techo. Las bombillas imitaban la llama de una vela.
La luz amarillenta acentuaba el aspecto fantasmal del trinchero, el aparador y la mesa
redonda, los tres muebles con unos tapetes de ganchillo tan apolillados como los
visillos, y con unos jarrones de flores de plástico llenas de polvo. Bouzes pegó un
empujón a la Bet, que la hizo chocar con la mesilla. El elefante de cerámica que había
encima osciló un tanto. El Tarántula se apoyó en el aparador. El policía se quedó en el
umbral. Nadie se sentó. No queríamos tomar chocolate con churros.
—¿Traes la orden de registro o se trata de una violación de domicilio? —le
pregunté sonriente. No convenía que la situación se volviera más dramática.
—Mira tú la orden de registro. —Y señaló la pistola con la barbilla al tiempo que
sacudía la mano—. Chaval, te has metido en un buen lío, y eso no resulta conveniente
para nadie —añadió.
Hablaba tranquilo, como apenado, parecía sentir una lástima infinita por mí.
Pensé que no era verdad, que más bien pensaba liquidarme. Encontrarse con la Bet lo
había desorientado, no la conocía, y ahora debía estar pensando cómo actuar. El
Tarántula no paraba de mirarme, con los ojos como ascuas estaría pensando en la
cantidad de cosas que haría conmigo. Seguro que ninguna agradable para mí.
—¿Qué lío? —Me hacía el distraído.
—Ya lo sabes. ¡Demasiado sabes tú! —Seguía en plan compasivo.
—Todo cuanto sé es lo que me contó tu socio tomando café en un pueblecito de
Aragón.
El peludo dejó de apoyarse en el aparador y cerró los puños. Una mirada de
Bouzes lo devolvió a su posición inicial, pero no abrió los puños.
—No le dije nada —dijo después.
—¡Tú calla! —habló el de la pistola.
—¿Ah, no? ¡Si me llevaste a hacer una visita turística por el pueblo y todo! —
comenté como quien no quiere la cosa.
El peludo saltó hacia adelante, pero Bouzes lo detuvo cerrándole el paso con el
hombro.
—¡No dije nada! —insistió. Quería que alguien se lo creyera.
—¡Tú calla! ¡Con una pistola en la boca venderías a tu madre!
Vi que el policía estaba bien informado, y más aún que no era el Tarántula quien
le había contado la peli. El peludo volvió a su lugar apretando los dientes tras unos
labios hinchados. Refunfuñaba.
—Y esa puta, ¿quién es? —preguntó Bouzes, señalando a la Bet, que avanzó un
paso hacia él levantando la mano, pero él fue más rápido: con un empujón en el
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pecho la sentó de golpe en la silla, al lado de la mesa pequeña. El elefante de
cerámica volvió a oscilar.
—Una amiga mía; y no me gusta que traten mal a mis amistades.
—¡Ah!… Ya sé que eres un tipo fino y bien educao —señaló el Tarántula.
—Pero no dije ná. —El peludo seguía con la misma letanía.
—¡Cállate, cojones! ¡Ya sé yo bien lo que has dicho y lo que no, pero no digas
más o también habrá candela para ti!
El policía terminó por chillar. El Tarántula se encogió en el aparador como si
fuera una calcomanía. Pensé que así sacaría un poco el polvo al mueble, que falta le
hacía.
—Chaval, quiero saber a quién le has ido tú con ese cuento. Pero no quisiera dejar
escapar nada. Ya hemos tenido bastantes desastres. Parece un concurso de hacer las
cosas mal.
Seguía con su tono de confesor compungido.
—Se lo he dicho a mi prima la Ramona y a la portera. A estas horas ya lo debe de
saber todo el barrio.
El impacto del cañón de la pistola me hizo morder la lengua. Inmediatamente
comencé a sentir el gusto salado en la boca.
—¡Basta! Eso tengo que acabarlo y lo acabaré. —No chillaba, pero le faltaba
poco.
—Déjamelo a mí —gritó el Tarántula, acercándoseme otra vez—. ¡Le sacaré los
ojos!
—¡Quieto, hostia! —Bouzes le encañonó un momento. De cada bolsillo de la
americana sacó unos paquetes que arrojó sobre la mesa. Uno de los paquetes se abrió:
eran todo papelinas. La Bet se lo miraba como si viera visiones.
—¿Y mañana el periódico dirá que dos hombres y una mujer han muerto en un
tiroteo entre traficantes en Horta? —dije. El Tarántula lo vio claro. Era listo. Se
acercó a Bouzes y lo agarró por las solapas gritando:
—¡No he dicho ná, no he dicho ná! —El policía lo encañonó.
El elefante de cerámica pesaba cuatro kilos largos, la Bet lo rompió en la cabeza
de Bouzes. Fue un movimiento rápido. El sonido de la cerámica al romperse se
confundió con un chasquido más fuerte aún. El Tarántula empezó a resbalar hacia el
suelo aflojando la presión de las manos en las solapas del policía, que, impedido por
aquel cuerpo pegado al suyo y aturdido por el golpe que acababa de recibir, no pudo
darse la vuelta lo deprisa que tenía que hacerlo. Salté con el pie por delante. Los dos
rebotaron contra la pared y volvió a oírse una nueva detonación amortiguada por el
cuerpo del Tarántula, que cayó de golpe como un higo cae del árbol. Incluso se quedó
en el suelo como si se hubiera reventado. Cogí con ambas manos la pistola por el
cañón. La Bet pegaba puñetazos a la nuca del policía, que miraba mi cara con los ojos
abiertos, parecía un pescado, como si no los pudiera cerrar. Le propiné un golpe con
el codo en mitad de la nariz, y con la otra mano me hice con la pistola. Entonces con
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una patada detrás de las rodillas se sentó en el suelo. La Bet aún golpeaba el aire,
donde antes había estado la cabeza de Bouzes. Me separé un metro y medio, tras
haber sacado mi arma de los pantalones del policía, y le dije a la Bet que fuera a
telefonear al Nervios a toda prisa. No se entretuvo demasiao, se fue a poner la ropa a
la habitación de enfrente. Cuando regresó, yo ya había hecho sentar a Bouzes en el
sillón.
—¿Qué le digo? —preguntó la Bet.
—Que venga aquí, y volando. ¡Lo necesitamos mucho!
—¿Y si no lo encuentro?
—¡No es posible, tienes que encontrarlo!
Salió corriendo, la puerta pegó un buen golpe y pude oír sus pasos bajando la
escalera a toda pastilla.
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unos momentos en blanco. Sólo sentía mis ojos y los músculos del brazo, pero no
sentía el dedo, de tal manera que pensé que podría disparárseme sin querer. Este
pensamiento me estuvo dando vueltas en la cabeza lo menos cinco minutos. Se
contorsionaba y adoptaba nuevas formas. En cada una de ellas veía a Bouzes muerto
o herido, con un disparo en el pecho o en la cabeza, gritando o retorciéndose por el
suelo. Llorando o pidiendo un médico. En la última exposición de la idea, lo vi
intacto cómo se abalanzaba sobre mí y me derribaba en el suelo. Eso me hizo
recobrar el sentido. Un escalofrío recorrió mi espalda y se detuvo en mis hombros. Al
final, se perdió brazos abajo.
Me moví. La pistola cambió de mano. ¡Cuánto tarda la Bet! ¿Qué hace? Me daba
rabia, pero me parecía que Bouzes había captado mi despegue y sólo andaba
esperando una pequeñísima distracción. Pero no era la estrategia lo que me daba rabia
precisamente. Era el hecho de que me hubiera ido a las nubes. Amor propio. Caminé
un poco. Miré al desgraciado. Me acerqué a él. ¿Y avisar al médico? Seguramente no
podría hacer nada. Ahora se movió. Me agaché sin dejar de mirar al poli. Toqué al
Tarántula como si tocara a una araña de verdad. Se dio un poco la vuelta. Abrió los
ojos. Me había parecido que no los tendría húmedos, pero los tenía; abrió la boca,
quería decir algo. Le salió un hilillo de sangre. Me eché hacia atrás. Me daba asco
aquel tío.
—¿Bet? —Había oído la puerta. Sí. Era la Bet.
—Ehi, ahora voy. —Nunca la había visto tan colorada. Tenía las mejillas como
tomates e iba despeinada de tanto manipular sus cabellos.
En aquel momento, el Tarántula nos hizo dar la vuelta. En un espasmo bestial
había sacado un litro de sangre por la boca. El cuerpo se le había doblado hacia
arriba, como impulsado por un resorte. Si había tardado tres segundos, me parecieron
tres semanas. Los vómitos de sangre lo habían ensuciado de arriba a abajo. Ahora ya
era una piltrafa. No pudo retomar la postura de antes. Se quedó encogido, con el
estómago tirante. Vomitó dos veces más, pero poca sustancia. Y ahora se estaba
ahogando.
—¿Qué hacemos? —dijo histérica la Bet.
—Déjalo. Ahora se muere.
—Pero…
—Déjalo morir tranquilo. —Me apretó el brazo hasta hacerme daño. Me mantuve
firme y, si no hubiera sido por la pistola, la hubiera abrazado.
—Déjalo morir en paz —repitió como un loro el poli.
La sangre se me subió a la cabeza por primera vez en mucho rato.
Me arrojé sobre él, trasladé mi pistola a la mano izquierda y con la derecha,
pasado el peligro, le clavé una bofetada de revés que me dejó la mano tonta.
Retembló la butaca y, como sea que me había visto los ojos, no intentó nada.
—¿Qué te ha dicho el Nervios?
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—No estaba en el bar. Por eso he tardado tanto. Lo han tenido que ir a buscar.
Ahora viene.
—¿Tardará mucho?
—No, viene corriendo.
—Tenemos que atar a ese tío. —Con la cabeza señalé al poli.
Tenía la mejilla rota y señalaba hacia el suelo.
—¿Y el otro?
—Déjalo estar al otro. Vete fuera, a la galería. Abre una ventana y verás los
alambres de tender la ropa. Córtalos con una herramienta que encontrarás en el
cajoncito de la máquina de coser. Son unos pequeños alicates. Tendrás que hacer
fuerza, ¿eh?
Se fue donde le dije y yo me quedé montando la guardia. El poli ya levantaba
cabeza. Volvía a mirar con insolencia.
—¿Cuándo crees que me echarán en falta a mí? Dentro de poco te tendré agarrao
por el pescuezo y parecerás una gallina mojá.
—Cierra ya la boca, poli, que siempre he tenido la ilusión de cargarme a un bofia
y aún no lo he hecho. A lo mejor, aprovecho ahora.
Iba a hablar, pero lo hice callar. La Bet me decía no sé qué desde la galería. Se me
acercó.
—¡Que no encuentro las tenazas!
—¡Eran alicates!… ¡Ah, que estuve haciendo aquello de la corriente! Están en el
recibidor.
Pasó por allí sin mirar. A la vuelta, con los alicates en la mano se detuvo a mirar
al Tarántula.
—¡Está vivo aún!
—¡Ve a buscar el alambre!
Al cabo de un momento (la chica era hábil), ya la volvía a tener junto a mí.
—Sostenme la pistola, que lo ato.
—No, no. —Pero ya la tenía en la mano.
Cogí el alambre. El polizonte movió el culo en la silla y la chica se asustó. Me
devolvió la pistola diciendo tengo miedo.
—Pues átalo tú.
—No, no, tú.
—¡Quieres hacer el favor de atarlo de una vez!
—Esperemos al Nervios.
No esperamos a nadie.
El poli se colocó bien. Alzó las manos y dijo:
—¿No pretenderéis que me ate yo mismo, verdad? —Y se rió.
La hostia fue considerable. Lo había visto tantas veces en la tele. Se desmayan,
pero esta vez pensé que me había pasao. Nunca me habían dado un culatazo con una
pistola. Con un fusil, sí. Con porras y con cualquier cosa, así que no sabía el daño que
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puede causar un golpe con la pistola en la cabeza. Quedó sin sentido. Resultó fácil
atarle. Tenía que haber pensado en ello desde un principio. Incluso quedaba estático,
como un pedazo de carne mechada.
Fui a ver al Tarántula. Ya estaba muerto.
Tenía dos problemas. Un muerto y un vivo. Me senté un rato. En mitad de todo el
follón, ya lo había pensado, pero tenía que darle aún más vueltas. La Bet estaba tan
tensa que no quiso sentarse. El poli tenía razón. Lo encontrarían a faltar. Las moscas
se detenían a comer o a poner huevos donde el Tarántula. Pronto habría trabajo para
los gusanos también. Cuando las tres o cuatro moscas empezaban a ponerse pesadas,
yo ya lo tenía todo decidido. El muerto sería para el Nervios y el vivo… el vivo
también, pero tenía que hablar con el Quim de Platja d’Aro. La Bet se acercó: llegaba
el Nervios. Vete a abrirle la puerta de la calle, que no llame. Tuve que volver a
empezar. No soy bueno con las interrupciones.
—¿Qué pasa? —Era el Nervios, nervioso.
Traía un pistolón grandioso, de cañón largo.
—¿Qué es eso? —le pregunté.
—¿Qué pasa? —Había visto al muerto y al poli atado a la silla—. Una Magnum
357. Es la mía, la de los domingos. ¿Qué pasa? —gritaba demasiado.
—Tranquilo. Nos haces falta, tío. Siéntate que te lo cuento… ¡y no chilles!
Salí a la calle y caminé hasta encontrar la cabina. Se levantaba el día y hacía
fresco. Dos horas. No tenía suficiente. Diez duros, y cinco duros más por si había
epílogo. Marqué el número del Quim en Platja d’Aro.
—¿Sí? —Era el Quim. Durante todo el rato había estado sonando el teléfono y no
me había dado cuenta. Ahora lo tenía al otro lado y no sabía cómo empezar.
—¡Ehi, Quimeta!
—¡Alberto! ¿Qué haces llamando a estas horas? ¿Sabes la hora que es? ¡Y no me
llames Quimeta! —No estaba enfadado. Disimulaba.
—¿Qué estás haciendo?
—¡Qué estaba haciendo! Estaba durmiendo, idiota. Venga… ¿qué quieres?
—Un favor muy grande.
—A esta hora. Vete a tomar pol culo —cómo le gustaban las palabrotas de señora
fina al tío.
—No, en serio, Quim, que la cosa va muy en serio.
—Dime, dime…
—¿Quieres hacer un viaje… todo pagado? ¡Vacaciones, guapo, vacaciones!
—¿Acaso te has convertido en agente de viajes? No te ganarás la vida, si
despiertas a los clientes a estas horas. Nunca aprenderás a hacer negocios.
—Que te digo que te vayas quince días al extranjero. Todo pagado por cuenta
mía.
—¿No tendré que pagar nada?
—No, sólo tus pinturas.
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—Te has confundido. No soy pintor.
—¡Las de la cara, burro!
—¿A dónde quiera?
—Sí, pero que a mí me guste, ¿eh?
—A Lisboa.
—¿Por qué Lisboa?
—¿Has visto La ciudad blanca de Tanner?
—No, pero ya sé por dónde vas.
—Tienes que salir hoy, o sea que ya puedes presentarte aquí enseguida.
—¿Dónde es aquí?
—En Barcelona.
—No puedo dejar el negocio así por la cara. Los chicos no lo comprenderían.
—Te pago las conferencias que pongas desde Lisboa para atenderlo, y si quieres
te pasas un mes allí.
—No lo sé. Quince días, vale. Después ya lo veremos, ¿eh?
Quedé con él. No quiso quedar antes de las once. Pues a las once en el Paseo de
Gracia-Aragón. Allí se abren muchas agencias de viajes y la cosa quedaría conforme
en un momento. Quizás antes tuviera que pasarse por la esteticién y por eso llegaría
un poco tarde, pero bueno. Volví al piso corriendo como un loco.
—¿Con quién has hablado? —me dijo la Bet.
—Con un amigo mío, pero ahora no hay tiempo para explicártelo.
—Este tío está fiambre, tú —saltó el Nervios, que lo había estado examinando
con cara de forense trapero.
—Sí, ahora te diré lo que vamos a hacer.
—Yo te lo hago desaparecer, tío, que no te lo encuentran en dos mil años.
—No. No lo entiendes. Necesito que aparezca en un lugar público y a la vista de
todo el mundo, pero no ahora. Más tarde, hacia media mañana. De momento tenemos
que abrirnos ahora mismo. Ese otro de aquí es el poli que lleva el caso. Éste, que aún
está vivo, no quiero que se muera, ¿entendido?, pero me lo tendrías que guardar hasta
que yo te diga.
Se lo miró. Hizo un gesto y un ruido muy raro, pero no me dijo que no. Parecía
estar pensándolo. El poli gimió y movió la cabeza, pero todavía no volvió en sí.
Nos pusimos a trabajar. Envolvimos al Tarántula, Dios lo tenga en su gloria, en
una colcha y lo atamos con el alambre que había sobrado. Aún no se había hecho de
día, pero la gente empezaba ya a andar por las calles. Aparqué justo delante del portal
y con alegría (sí, con alegría) comprobé que por aquella calle aún no pasaba alma
alguna. El Nervios y yo lo agarramos con resolución y contundencia (no podíamos
hacerle daño) y en un segundo lo tuvimos instalado en el portaequipajes. Al otro no
podíamos hacerle volver en sí. Ahora pude ver con claridad la herida en su cabeza. Le
arrojamos agua al rostro, bofetadas, le zarandeábamos, y nada. Mientras la Bet fue al
armario del wáter a ver si había alguna cosa que nos sirviera para sacarle del
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desmayo, el Nervios, que fue educado en el sentido de esperar a quedarnos solos él y
yo, me dijo ahora verás y le apretó los cojones con tanta furia que Bouzes intentó
pegar un salto y se puso a gritar como una bestia. Naturalmente, se ganó una
bofetada. Después le llenamos la boca de gasa, con un boli sin mina para asegurarnos
que respiraría y le cubrimos los ojos con esparadrapo. Como que era delgado le
dimos muchas vueltas. El Nervios le desató una mano, buscó las esposas y se las
colocó. De momento, no lo pensé, pero luego, en el coche, sí.
—¿De dónde has sacado las esposas?
—Las traía él.
—Ah.
Si llegaba a saber el show que nos habíamos montado para atarlo a la butaca y ni
siquiera se nos había ocurrido que llevaba las esposas a la espalda. Preferí hacerme el
distraído y cambiar de conversación.
—¿Hacia dónde?
—Hacia Cerdanyola. —Me lo dijo al oído e hizo un «chisst» en dirección a la
Bet. Enfilamos la carretera de Horta hacia los cojones del Porcioles. A la entrada de
Cerdanyola, por un camino de carro, llegamos a un desguace de coches, taller,
chatarrería, trapero. De todo un poco. Salió un gitano rubio, completamente lleno de
grasa. Por poco se dan de besos en la boca con el Nervios.
—Son unos amigos. Traigo un trabajillo. Un poli. —Señaló a Bouzes con la
barbilla.
El gitano se reía y miraba a la Bet. El poli debía de escucharlo todo, pero no sabía
en dónde se encontraba. Sólo sabía que el suelo del coche es más incómodo si te
ponen los pies encima.
Lo sacamos y nos lo llevamos a un cubierto lleno de neumáticos viejos que había
al fondo de todo. Para que no se fatigara lo trasladamos a hombros. El gitano le decía
algo al Nervios.
—Dice que si lo queremos repasar. —El Nervios se refería a lo que le había dicho
el gitano al oído—. Que él tiene ganas de hacerlo.
—No. Sólo quiero que me cuente una cosa.
La Bet se quedó fuera. El gitano no, se ve que era verdad que tenía muchas ganas.
De hecho, fue él quien aprovechando que lo llevaba por los brazos lo arrojó sobre una
pila de neumáticos, ayudándose de una fuerte patada al flanco. El asiento no era
cómodo para él. Tuve que coger al Nervios del cuello para que no le hiciera perder
los sentidos.
—¡Tranquilo, hombre! Espera. Tenemos que pensar qué hay que hacer con el
otro.
—¿El otro? —interrogó el gitano con los ojos como naranjas.
—Sí. Un chivato que éste se ha cargao.
—¡Hostia! Eso va bien. ¡Ya se matan entre ellos! —Y se reía como un maniaco.
La cosa estaba clara: les tenía manía.
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—Lo hemos de dejar en un lugar en donde lo encuentren pronto —puse como
condición.
—Lo dejamos delante del juzgado de guardia —propuso el Nervios.
—Por aquí tenemos unos pequeños remolques, de los de camping que se
enganchan detrás los domingueros. Coge uno de ellos. Un poco plegadito nos cabrá
dentro.
Dirigidos por el gitano realizamos la operación. La Bet dijo que le daba asco. A
mí también. Bouzes, que lo oía todo, no dijo nada, debía esperar que nos olvidáramos
de él. No nos olvidamos. Cuando volvimos del trabajo, le dije:
—Venga, explícate.
—¿Qué tengo que explicar? No sé nada. —Como que tropezó con un neumático,
la patada del gitano sólo le llegó a la rodilla. De todas formas el policía se crispó. Ya
tenía que saber, a pesar de que llevara los ojos tapados, que las cosas iban mal dadas.
El Nervios le cruzó la cara con una cámara vacía.
—¿Quién es el Campos? ¿Qué pasa con los niños de Jóvenes Horizontes?
—Campos es el jefe de la Brigada. Yo no tengo nada que ver con la detención de
los anarquistas.
—¿Ah, no?
—¡Si éste era uno de los que vinieron a buscar a mi hermano! ¿Y no sabes nada,
cabrón? —Lo abofeteó dos veces con la cámara vacía a manera de látigo. Tres veces.
La sangre se le fue subiendo a la cara. Me pareció que se le hinchaba. Curioso.
—¿En qué quedamos? —Yo preguntaba con simpatía, quiero decir con una
sonrisa. Se me ocurrió que podía interpretar el papel de bueno. Decirle que nos lo
contara todo, que yo le protegería de aquellos animales, que si me lo contaba pronto
podía volver a su casa sin pasar por el juzgado de guardia.
—Dime, ¿o quieres que te llevemos al Juzgado de Guardia a hacerle compañía al
Tarántula?
Lo entendió. Se veía perdido por completo.
—No. Que a mí me dieron la orden de detenerlos, las direcciones y todo.
—¿Quién?
—El Campos. —Ese Campos era el cerebro—. Yo no tenía nada que ver con todo
eso. Me dieron los datos y actué, y basta.
—¿Pues por qué te paraste en la Estación de Sants? ¿Por qué estabas en el
descampado cuando encontraron muerto al Palanca? ¿Por qué has venido a casa?
Eran demasiadas preguntas. El gitano le atizó otra patada, y esta vez acertó.
—Contesta poco a poco, no hace falta que nos atosigues.
Finalmente lo fue contando, mientras el Nervios actuaba con la cámara y el gitano
le trabajaba las partes bajas cuando se detenía en su discurso. Yo sólo sonreía
Profidén.
Resultaba que la detención de los anarquistas la había dirigido él bajo las
indicaciones de Campos. Que ese tal Campos estaba relacionado con la ultraderecha
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(y lo decía así). Era instructor de Jóvenes Horizontes, una banda de jóvenes ricos,
impacientes, radicales, con ganas de acción (también lo decía así). Tenían su base de
operaciones en la sauna Tae-Kwon Do «Samurai», que regía un tal Hernando de Hoz.
Esta gente puso en marcha un plan que el Campos había preparado con el Tarántula
en vistas a una acción en plan serio que nunca acababa de llegar. Los jóvenes,
impacientes, lo habían puesto en marcha para atracar un banco. Él, Bouzes,
naturalmente, no tenía nada que ver, directamente. Al principio, Campos no le había
explicado casi nada: cuando me había parado en la estación de Sants estaba in albis
de todo, después informó a Campos y lo fue sabiendo todo poco a poco, y siempre
obedeciendo. Se ve que era muy obediente. Los jóvenes habían actuado de nuevo
asesinando al Palanca, y él había ido al levantamiento del cadáver para comprobar
que no quedaran pistas. La orden de matar al Palanca no sabía quién la había dado.
Quizás fuera iniciativa de los jóvenes, que también me seguían a mí por propia
iniciativa. Había ido a Tolba a buscar al Tarántula y había venido a Horta siguiendo
instrucciones de Campos. No me quería matar de ninguna manera. Que no se le había
pasado por la imaginación, vaya. Sólo quería asustarme un poco para hacerme huir.
La heroína era para impresionarme. En realidad, él no era de derechas. Al final casi
quería hacerse pasar por comunista. Lo que sí era, era gallego.
—Bueno, soltadlo —les dije al gitano y al Nervios—. Tengo que hacer algunas
cosas. ¿Hay teléfono aquí? —Me lo dieron—. Pues pasad al Tarántula ahora mismo
por el Juzgado, y si mañana a las cuatro no he telefoneado pasáis a éste.
El Bouzes estaba repasao, bien repasao. Salimos todos.
Por fin, pude fumarme un cigarrillo con tranquilidad. La Bet se me acercó. No la
reconocía. Nunca la había visto tan preocupada.
Las cejas, los pómulos, la boca. Todo estaba fuera de lugar.
—Hemos matado a un hombre… —vaya.
—Lo ha matado él.
—Quizás haya sido entre todos.
—Bet, no digas tonterías. Lo ha matado él, y si no llega a ser por tu golpe de
florero, ahora estaríamos todos como el Tarántula. Venían a matarnos a nosotros.
— ¡No era un florero!… —suspiró un poco—. ¿Qué sucederá ahora?
La cogí entre mis brazos. Ella me pasó el suyo por la cintura hasta que terminé el
cigarrillo. Mientras tanto, el Nervios se ve que ya lo tenía todo arreglado, porque se
me acercó más que contento.
Me mostró unas papelinas de heroína.
—Ese caballo pal chaval. Se lo gana, ¿eh? —Dije que sí, que el gitano se lo
ganaba—. Y eso para ti.
Me entregó los carnets del muerto y del vivo y la placa del poli.
—No, tío, el carnet del muerto que lo lleve el muerto. Quizás lo necesite. El otro
sí, dámelo. Y la placa.
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—¡Ah! Y eso pa mí. —Eran dos tarjetas de crédito, la pistola y unos cuantos
billetes.
—¡Ehi! La pistola también para mí —le dije.
—Vale, toma. ¿Para qué la quieres?
—Es una prueba de quien se cargó al otro, chaval.
—¡Ah, sí! No aprenderé nunca.
El gitano se presentó con una cafetera y unos vasos bastante roñosos. Nos
sentamos por entre la chatarra y nos terminamos todo el café. Bien contentos, nos
reímos y todo.
—Cucha, tú. De mecánica entiendes, ¿verdad? —le pregunté al gitano.
—¡Hombre! —Con la cara me decía que era catedrático en la materia.
—¿Cuando para el coche en una subida, puede ser que luego no se ponga en
marcha porque la gasolina no llega al motor?
—¡Venga ya! ¡No digas animaladas!
—¿Pues por qué no se pone en marcha?
—¡Y yo qué sé!
Terminado el café, la Bet y yo nos abrimos. Por el camino, casi no nos dirigimos
la palabra. Estábamos cansados y aún nos faltaba ir a ver al Quim. Por Barcelona, el
tráfico iba fatal. Llegamos a Aragón-Paseo de Gracia a las doce y diez. El Quim, tan
puntual como siempre, ya estaba allí. Envié a la Bet a que aparcara y me quedé con
él.
—¿Quién es ese monumento?
—Venga, vayamos al grano.
—No estás para bromas, ¿eh? Bien mirado, traes mala cara. Diría que no has
dormido. Mírate al espejo.
—No tengo tiempo, Quim. Estoy metido en algo muy serio. Quiero que te vayas a
Lisboa ahora mismo, pero con la cara de ese señor. —Le mostré el carnet de Bouzes.
—No es muy guapo que digamos… ¿Qué pretendes? ¿Que pase la frontera con
este carnet?
—¡Pero si no se lo miran! Y no tenemos tiempo de fabricar uno falso…
—¡Uy, uy, uy…!
Pero era un incondicional y sabía que aceptaría. Y aceptó. Le acompañamos a
sacar los billetes y después lo llené de dinero, y en el coche lo dejé en casa de la
esteticién. Él era todo un especialista en transformismo. Podía pasar por una estrella
de cabaret habanero si quería, pero lo de ir de hombre huraño ya no le hacía tanta
gracia. Estaba seguro de que llegaría a Lisboa y con una llamada suya tendría yo
suficiente para poner en marcha el último y definitivo ataque. Si no salían bien las
cosas, estaríamos pringaos.
Llamamos a casa de Anselmo y al entrar estábamos convencidos de que
entrábamos en el cielo. Nos abrió la Gloria.
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Nos habíamos duchado, afeitado (bueno, afeitado, sólo yo) y cambiado de ropa.
La Bet parecía de segunda mano y yo de tercera reparado. Pero nuestro aspecto había
mejorado mucho. La Gloria nos lo había preparado todo, y a la Bet le había
proporcionado toda clase de polvos y potingues. Hablaban de ello, como si de verdad
fuera domingo y tuviéramos que ir a algún sitio. La ropa de la Gloria le iba bien a la
Bet. Yo aún tenía mudas.
Limpio como una patena, me senté en el despacho de Anselmo. Anselmo tenía
despacho y no estudio. Saqué el cassette del cajón. Le coloqué la cinta y largué todo
el rollo que faltaba. Que si la visita, que si el muerto, que las complicidades. Era una
bomba de relojería y el Anselmo la sabría utilizar, si hacía falta, con mesura y en el
momento adecuado. Confiaba en él.
Como sea que lo acababa de recitar, me pareció que todo aquello le había
sucedido a otra persona. Una historia estrambótica sin demasiado sentido. Desde el
despacho oía cómo reían las mujeres. Tampoco tenía sentido. Me acerqué a la
ventana. La abrí. Daba a la terraza. Las jardineras estaban verdes, del verde reciente
de la primavera que acabábamos de dejar atrás. Todo había florecido, nada se había
marchitado aún. Por detrás se veían las chimeneas de Sant Adriá. El mar era una
franja blanquecina como de agua y jabón, que se confundía con el cielo. Muy
delgada, como una salchicha alargada.
—¡Albert!
Sí, sí. Alguien me llamaba. Era la chica que había visto en un cabaret. Sí, le
reconocía la voz.
—¡Albert! ¡Albert!
Era aquella chica, me agarraba por el brazo. Su carne era blanca y caliente.
Aquella chica era de verdad.
—¿Qué quieres?
—¿Qué haces aquí? Te estábamos esperando. La comida está en la mesa.
Había notado que estaba totalmente ausente.
No sé si las chicas comen, no sé si las chicas tienen hambre. Pero el calor de
aquellos pechos tibios, palpitantes, me estaba metamorfoseando.
—Ya voy.
—Vamos.
Vamos. En la mesa había cuatro platos. Nos sentamos.
—¿Qué hora es? —pregunté.
—Las dos —dijo la voz del Anselmo.
Era una aparición. Esclaro, por eso había cuatro platos en la mesa.
—¿Has llegado ahora?
—¿Llegar ahora, yo? —dijo riendo—. Me acabo de levantar.
La Gloria no nos había dicho nada.
—Sí, como que hoy no va al periódico hasta las seis…
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—¿Y no te hemos despertado? —preguntó la Bet—. Mira si hemos armado bulla.
—También estaba sorprendida.
El Anselmo se sentó.
—Tengo hambre —dijo. Y todos nos sentamos a comer.
Nos comíamos un helado, cuando sonó el teléfono.
Mi cuerpo era todo minúsculo, todo. Fibra de hierro imantado. El cansancio había
desaparecido. Me contuve.
—Para ti —dijo el Anselmo, y me pasó el aparato—; si quieres vete al recibidor.
Era Quim.
—La primera cosa que he tenido que hacer es meterme en la ducha. Ya tengo hora
en la peluquería. Cuando vuelva no me vais a reconocer. Los portugueses, pobrecitos,
me parecen todos unos gitanos, pero hay cada negrazo, nene, cada negrazo… —El
Quim siempre igual.
—Me alegro. —De los negrazos con la polla larga y gruesa y de que hayas
llegado a Lisboa, majo—. ¿Algún problema?
—No, qué va, ninguno.
—Pues disfruta. Si quisiera algo de ti, te lo haría saber. No te muevas del Bahía.
Quiero decir que te muevas tanto como quieras, pero que no cambies de hotel.
—¡Aquí, en éste, me parece, vaya por ahora lo digo, me parece que se está teta,
chaval!
—Pues, venga, va, disfruta. Un beso. —Y una morreada si quería, si no le daba
asco, que seguro que no.
—Mil. Ciao, nene. Si regreso sifilítico que sea por una poderosa razón.
—Ciao.
Regresé al comedor. Al Anselmo me lo llevé al despacho.
Allí tomamos el café que nos trajo la Gloria. Nos dejó el coñac.
Entre sorbos de tónico, lo puse al corriente, así por encima. La cinta era la mejor
crónica, le dije, utilizando su argot periodístico. El mejor documento, remató él.
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explicándonos que ha aparecido un tío ahogado en el Besós y ese tío seas tú. O puede
que en el Llobregat.
—Me da igual.
—Tranquilo. Si te liquidan, ya procuraré que te entierren bien, je, je, je.
Resultaba un consuelo. Me serví más coñac. También resultaba un consuelo.
Tenía que irme. La Bet se me lanzó encima. Me abrazaba tan fuerte que me hacía
daño, me morreaba tan fuerte que me hacía daño. Me miraba tan fuerte que me hacía
daño.
No sabía marcharme de allí. Estábamos en la puerta y yo no me sabía marchar.
Tuve que soltarle una tontería.
Tenía que irme. Le pedí al Anselmo un último favor.
—¿Te importaría entretener a la Bet un rato en la terraza?
—¿Por qué?
—Porque sí. Hazme el favor, Anselmo.
—Está bien.
Al cabo de un rato, salí del despacho. Fui a la habitación a buscar una pistola y
me la puse a la espalda. Cuando ya me iba, escuché movimiento en la cocina. Era la
Gloria. Entré.
—Gloria…
—¡Ah! Me has asustado…
—Pues no sabía que yo diera miedo…
—No, es que así de repente, y me creía que estaba sola…
—Y estás sola. Ahora es la ocasión.
Y le pellizqué el culo.
Enseguida vio que iba en plan de coña, esclaro.
—Cuando te canses del tarambana que tienes por marido, avísame.
Se echó a reír.
—Lo haré —declaró.
Nos callamos los dos un momento. Yo permanecía más envarado que el palo de
una escoba, por culpa de la pistola.
—Ahora en serio, Gloria…
—¿Qué?
—Despídeme de la Bet. No tengo cojones para hacerlo.
Me abrazó. Al hacerlo, notó el bulto de la pistola y se asustó. Se asustó mucho,
por la cara que ponía.
—Ándate con mucho cuidado, Albert.
—No te preocupes por mí.
—¿Qué le digo a la Bet?
—Que ella no formaba parte del trato, que no estaba prevista.
—¿Qué quieres decir?
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—No lo sé. Pero a ella dile que no forma parte del botín. Y que le vaya muy
bien… No se lo digas ahora, díselo cuando su hermano Luis esté en la calle.
—¿Los soltarán?
—No lo sé.
—O los soltarán o te matarán a ti. Yo también tengo oídos, Albert; sé de lo que va
el asunto y estoy muy asustada…
Le di un beso y le acaricié la mejilla.
—Adiós, Gloria, adiós… y gracias. Gracias a ti y al Anselmo.
Tomé el ascensor. Bajaba al infierno y las yugulares lo sabían.
Me tomé un coñac en la cervecería de enfrente. Por la noche debía de ser toda una
luminaria. «Sauna Samurai». En una especie de plafón luminoso se relataban todas
las especialidades de la casa. Era una planta baja con entresuelo. Y al lado, la
escalera, y, más allá, una puerta de servicio. A las cuatro, el portero abrió la puerta de
la escalera. ¿Qué falta hacía un portero, si había una cámara de vídeo y todo? Los
ricos son así, nunca tienen bastante. Apuré la copa. Me fue bien. Estuve a punto de
pedir otra, pero me convenía mantener la cabeza clara: pagué.
Las puertas de la sauna estaban pintadas de blanco y una era la del garaje por
donde podía entrar una furgoneta grande. La otra estaba partida en dos. Una grande y
otra pequeña. En la pequeña había un timbre. Llamé. Un tío con una chaqueta azul
me advirtió que no abrían hasta las seis.
—El señor Hernando de Hoz quiere verme —le dije.
Me miró con cara de perdonarme la vida y me dijo que era muy extraño que me
recibiera antes de las seis, que don Hernando era muy estricto con el horario. Cogió el
teléfono y habló con el interior. Andaría por los sesenta años y tenía cara de guardia
civil retirado o de paleto murciano. Me lo podía cargar fácilmente, llegado el caso.
—No está esperando a nadie —me dijo, satisfecho de haberme atrapado en falso.
Ponía cara de «ya te lo decía yo».
—No me espera, pero quiere verme. —Puso cara de «no seas pesado»—. Dígale
que es de parte de Bouzes.
Ya había colgado y no quería volver a llamar.
—Mire que saldrá perdiendo; el señor Hernando se enfadará mucho.
Que no, no quería llamar, y me empujaba hacia afuera. Me puso la mano en el
pecho. Hizo mal. Tenía que reprenderle. Le agarré por la nariz. No le hacía daño,
pero no se lo esperaba. Nunca se había atrevido nadie. O empezaba el reparto de
hostias o me obedecía.
—¿Quiere volver a llamar? Bouzes, me llamo Bouzes. —Mis ojos despedían
chispas.
—Bouzes… —Y con la mano le di golpecitos en la mejilla.
—Bouzes, sí, Bouzes.
—Pero, si no quiere recibirlo… —Estaba rojo como un tomate, a punto de
estallar.
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Tardaron en responderle.
—Que pase. —Me miraba mal, le sentaba como un tiro que quisieran verme.
Me acompañó por un pasadizo largo y ancho. Una sala quedaba a la izquierda. Al
fondo, con las puertas abiertas de par en par, se veía un gimnasio imponente, en el
que algunos jóvenes hacían ejercicios, levantaban pesas y otras gilipolleces por el
estilo.
Dejamos el entablado, por una escalerilla que llevaba a una especie de oficina. Al
fondo, por otra escalera, subimos al entresuelo. Una vez allí regresamos a la puerta
delantera, la que daba a la calle, por un corredor lleno de puertas. Por unos
momentos, pensé que si tenía que salir a toda leche no sabría cómo hacerlo, porque
ya me había hecho un lío. El portero, que caminaba mucho, tal como está mandao
que camine un portero, y con la poca diligencia que también es tradicional, se detuvo
de golpe delante de una puerta de madera noble y llamó suavemente, reprimiendo sus
manos de albañil.
—¡Adelante! —exclamó una voz desde el interior.
Como que había entreabierto un poco la puerta, ni yo veía el interior ni desde
dentro se me veía a mí.
—El señor Bouzes —dijo el paleto.
Pasé y cerré la puerta enseguida. Sólo recibir su mirada y yo ya tenía la pistola en
primer plano. Mientras, la había sacado con la suficiente habilidad como para que el
gesto de cerrar la puerta con la mano acompañara al de liberar el arma de mi cinturón.
Lo apunté con el brazo estirado y lo mantenía en el punto de mira. El hombre se
quedó helado. En medio segundo tuvo que asimilar que yo no era Bouzes y que si se
movía era hombre muerto. No lo había visto nunca y de verdad que no me esperaba
tan poca cosa. Bajito y delgado, no llevaba bigotito fascista ni nada que lo
distinguiera de un hombre de negocios normal y corriente, si es que existen. Habría
podido pasar por un técnico en lavadoras a domicilio. «Señora, esta resistencia se ha
estropeado por la acción de la cal del agua».
—¡No se mueva! —contenía la voz, a pesar de que el portero ya debía estar lejos.
Estaba blanco como el papel. Esclaro que yo también lo debía estar.
—Poco a poco, levántese y siéntese aquí. —Lo hice sentar en el sofá. Sobre la
mesilla había un teléfono.
—¿Quién es usted? —preguntó con voz tranquila.
—¿No lo sabe? Me llamo Albert Draper.
—Ya me lo imaginaba. —Se calló. Se puso cómodo en el sofá y serenó sus
facciones. No me tenía mucho miedo—. ¿Ya sabe que no saldrá bien de todo eso? No
me gusta que me amenacen con un arma. —Ya se había calmado.
—A mí tampoco. —También yo era sincero.
—¿Y ahora, qué? —Creía que yo no sabía cómo seguir.
—Quiero exponer una serie de cosas y quiero que el Campos esté presente. Todos
como buenos amigos.
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—Si me encañona con la pistola, no podemos hablar como amigos.
—Si no le encañono, llamará a sus gatitos, que ya los conozco, y me parece que
ya están bastante enfadados conmigo. Quiero salir de aquí por mi propio pie y sin
ningún hueso roto.
—Cada vez lo veo más difícil. —Parecía sentir lástima de mí. Quizás me
apreciaba un poco.
—Llame a Campos.
—Está bien. —Cogió el teléfono. Era tan solícito que se lo tuve que quitar de las
manos.
—He dicho a Campos, ¿eh? No hagamos tonterías. —Respiró a fondo como si
estuviera cansado.
—¿Dónde tiene la agenda?
Sacó una agenda del bolsillo interior de la americana. Entonces me di cuenta de
que allí dentro hacía frío. El aire acondicionado estaba a tope. Encontré los teléfonos
de Campos. Había cinco. Los fui marcando uno por uno. Me respondió al tercero.
—Soy Draper, desde el despacho de la sauna «Samurai». Quiero que venga
enseguida. —Estoy seguro de que se quedó de una pieza, pero no lo demostró—. Ya
sabe que le conviene venir. ¡Ah! Y que la entrevista es confidencial. No haga que
rodeen el edificio, por favor. —Al final hice que Hernando de Hoz se pusiera al
aparato para confirmar que estábamos en su despacho. Que no le estaba tomando el
pelo, vaya. Le insistió en que tenía que venir.
Esperamos sólo un cuarto de hora. Cuando llegó, después de que De Hoz dijera al
portero que lo hiciera pasar, me miró de arriba a abajo.
—¿Así que éste es el chiflado del día, eh?
—Sí, señor. Siéntese, siéntese. —Yo tenía la pistola en la mano. Estaba seguro de
que el policía llevaba otra bajo la axila. No hice nada, sólo mantenerme alerta.
—Ya estamos todos, ¿y ahora qué? —dijo Campos.
—No, aún no estamos todos, falta el pingo de la Generalitat, pero usted lo llamará
y le dirá que tiene que presentarse aquí. —No se mostró nada sorprendido.
—¿Ese idiota de Salardú?
—El mismo. Son amigos, ¿no? —Telefoneó. Pensé que tenía ganas de hacerle
sufrir, que no le caía bien. Tenía los teléfonos en la agenda, la sacó muy lentamente.
Me mostró el correaje de la pistolera.
—¿Salardú? Sí, soy Campos. Hay una pequeña dificultad. Lo espero en el
despacho de la sauna «Samurai». No, no. Es urgente, venga ahora mismo,
inmediatamente… ¡Enseguida, cojones! De acuerdo. —Colgó el aparato—. Dice que
no tardará más de un cuarto de hora.
—¿Habéis tenido que apretarle mucho las tuercas para que os dijera dónde estaba
yo?
—Un poco, pero enseguida ha comprendido que era la única solución, que sólo
nosotros lo podíamos sacar del agujero. Vaya, que o confiaba en nosotros, o lo
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acabábamos de hundir y lo enterrábamos.
—Ya lo comprendo.
—Bien, ¿y si nos dice qué quiere? —interrogó Hernando de Hoz.
—De todos modos, habrá llegado tarde —añadió Campos.
—Bien, eso lo veremos. Siento hacerle gastar tanto teléfono, señor De Hoz, pero
ahora el señor Campos tendrá que llamar a la comisaría. Quizás sepan algo sobre José
Hierro. ¿Le suena este nombre?
Aquel hombre no perdía la flema. Cogió el teléfono como para una gestión sin
importancia. Es la diferencia que hay entre tratar con quinquis o con señores. Prefiero
a los quinquis. Conecté el altavoz del teléfono. Lo hacen en todas las películas y
quería escuchar la conversación entera, podía divertirme con ella.
—Sí, póngame al corriente, Espadaler —le dijo.
—Pues mire, estaba dentro de un carretón remolque de los de camping. Tenía tres
agujeros, uno de salida y dos de entrada. No murió en el acto porque había perdido
mucha sangre. Estaba atado con alambres y llevaba el carnet de identidad en la boca.
¿Me escucha? —«Siga»—. En el bolsillo de los pantalones había una bala. En un
rincón, la pistola. Tanto la una como la otra, se las ha quedado el juez. No hemos
podido evitarlo. El carretón ha aparecido delante del juzgado de guardia, y la
municipal ha avisado enseguida al juez y después nos lo ha comunicado a nosotros.
Cuando hemos llegado…
—Está bien, está bien. Mañana lo estudiaremos con detalle. Nada más, Espadaler,
y gracias.
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—Bien, bien… —dijo Campos. No perdía la calma, no. Iba encajando. Hernando
de Hoz sí que estaba más acojonao, porque no decía nada. Me puse la pistola en el
bolsillo en señal de amistad. Empezábamos a comprendernos.
Llamaron a la puerta. El portero acompañaba a Salardú.
—Pero, ¿qué pasa? ¿Qué es eso? Los inspectores de fuera no querían dejarme
pasar, por poco me pegan. —Venía sudado, rojo y con la ropa revuelta. Aún no me
había visto.
—Sí, a veces no saben ser educados… —dijo Campos. Luego me vio.
—¡Tú! —Se puso blanco como la nieve y materialmente se cayó. Por suerte había
el sofá, pero las piernas le habían flaqueado por completo.
—¡Tú, tú, tú! —Parecía un teléfono con la señal de comunicar. Me levanté de
golpe y le estampé los cinco dedos en la cara. Cogió línea. La bofetada fue sonora,
rebotó por todas las paredes, por el suelo y por el techo. No reaccionó.
—¡Hijoputa! Creías que no ibas a verme más, ¿eh? Pues, mira, aquí me tienes.
Tengo la piel más dura de lo que crees.
—Yo… me dijeron que no te iban a hacer nada. —Pensé que claro que se lo
habían dicho, y que él se lo había querido tragar, pero no pude contenerme y le clavé
el puño en mitad de la nariz. No hizo nada, ni intentó protegerse ni detener la sangre
que empezaba a manar.
—¡Idiota! Todo para esconder que estaba liado con la puta anarquista, y lo
sabíamos desde el primer día… Cretino. —El Campos, que hacía como si
reflexionara en voz alta.
Pensé que Hernando de Hoz también le insultaría, pero sólo lo miraba con
desprecio. No dijo palabra. Entonces me vinieron ganas de retorcerle la oreja. Lo hice
así. Le quedó roja y empezó a llorar. Las lágrimas le caían mejilla abajo.
El teléfono sonó. Era la comisaría del aeropuerto que confirmaba que Carlos
Bouzes Loureiro había embarcado en el vuelo 986 de la TWA, aquel mismo día, con
destino a Lisboa.
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—Hombre, que no puede ser. Además, tú estás en la misma barca. —Hernando
naufragaba.
—¡Sí, estoy en la misma barca y estoy también hasta los huevos de esos niños
histéricos y estúpidos!
—La Organización… —No pudo terminar. Campos había perdido la paciencia.
—¡Palabras! ¡Sólo palabras! ¡Palabras y chapuzas! Ni nacionalsocialismo ni
hostias. ¡Desastres! ¡Eso es lo que hacéis!
—¡Hacemos… Campos, hacemos!
—No. Vosotros sois quienes los habéis malcriado. Nunca les habéis dado
disciplina… ¡Nunca! ¡Atracar el banco del tiíto y encima hacerlo mal! Dos muertos y
nada. El Campos lo arreglará. Y ni siquiera así los podéis dejar quietos, no, se tienen
que meter en medio de todo, han de seguir enredando el asunto, matando a un
borracho. ¡El Campos lo arreglará! ¡Cojones! ¿Os creéis que soy Dios, yo? —Un
buen discurso. Así que además era el banco del tío de uno de los jóvenes. Realmente
era un desastre. Un desastre, pero un desastre letal. La cosa quedó en silencio unos
instantes. Hernando de Hoz aún tenía la cara roja. La volvió hacia mí. Sudaba.
—Señor Draper. —Hizo una pausa—. Treinta… treinta millones y dejemos lo de
los anarquistas tal como está. No le demos más vueltas y todos contentos.
—¡No! —dije un no que le hizo renunciar a insistir, no sé por qué me salió de
aquella manera… Por la Bet… por la Froilán… por el Nervios o por el placer de ver
sudar a aquellos individuos, a pesar de que el aire acondicionado iba a todo trapo.
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—Y ahora tú. —Me dirigí al Salardú, que estaba como gallina mojada encogido
sobre el sofá—. Tú me tienes que firmar uno de dos millones. —Se incorporó un
poco y sacó su talonario doblado y en una funda de cuero del bolsillo—. Ve con
cuidado de que no te tiemble la mano, firmes incorrectamente y no me lo paguen.
¡Ah, y recuerdos a la Froilán!
Recogí los talones y ya me iba a largar. El Campos me detuvo. Me agarraba por el
brazo. Se acordaba de que era poli. Me miró, amenazándome con los ojos.
—Yo mantendré mi palabra, pero no quiero volverme a encontrar contigo nunca
más. No respondo de lo que sucedería.
—No sucedería nada —le dije, deshaciéndome de él y dirigiéndome hacia la
puerta.
—¡Alto! —me dijo Campos con un grito.
Me detuve no sé por qué. E hice bien. Se acercó a la puerta y con la voz avisó
«soy yo, dejad que salga este hombre».
Y salí. Fuera, dos bofias de paisano sostenían dos subfusiles ligeros. Me
perdonaron la vida con la mirada. Con un «walkie-talkie» dijo no sé qué.
En el gimnasio había unos cuantos atletas. Dos de ellos me conocieron. No tenían
buena cara, sobre todo uno.
En la puerta de la calle, el último poli que vi no me dijo nada. Ni siquiera me
miró.
Subí al coche y a casa del Anselmo. La tarde era soleada, aunque fresquita.
Barcelona me gustaba, pero Lisboa, Lisboa también.
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CAPÍTULO NUEVE
UN DOMINGO RADIANTE
La luz se filtraba generosa por las rendijas de la ventana, igual que aquella
mañana en Horta. Pero aquí la luz era más blanca y no se entretenía tomando tonos
rojizos y calabaza, ni vacilaba en reflejos caleidoscópicos.
En blanco y negro me la miraba. Blanca como la espuma del mar, negra como el
papel carbón. Blanca brillante, negra opaca. Volví a cerrar los ojos y me coloqué
bien, tocándola a ella. Sonó el despertador. Lo paré, sin prisas. Seguro que no la
despertaría. En aquel momento nada nos despertaría. Se me hundían las imágenes,
con los ojos cerrados. Se oscurecían y se deformaban, giraban sin cesar, estallaban y
surgían de nuevo. Estaba justo debajo y podía ver cómo el agua se tornaba gris y
acarreaba grumos. Después llegaron los colores, los malditos colores. Azul, rojo,
verde. Se mezclaban sin orden, sin que yo pudiera hacer nada. Horta, la sauna, el
color de los ojos de un policía, el rojo de la sangre, el sudor amarillento. La cara de
Luis (nunca la había visto), Bouzes surgiendo de una carreta de camping, la cara de
los guardias municipales al verle. Rígido, convertido en una piltrafa, lleno de meados
y con el paquete en el culo. El mal olor, también me asaltó el mal olor que despedía
Bouzes al salir del carretón. Y el Nervios, en la esquina, enseñando la cordillera de
sus dientes, me decía:
—Arrojad a ese guarro a la basura. ¡Tiene la boca llena de mierda, la boca llena
de mierda!
Y yo era el guardia municipal que se tapaba la nariz y me marchaba porque no
podía aguantar la risa. Y todos reían. La patrulla reía. Algunos se meaban allí mismo,
en el césped delante de los juzgados.
Me puse a gritar: ¡Vete, Nervios, que te matarán, te matarán! ¡Que lo intenten —
decía él—, que lo intenten! ¡Nunca me cogerán vivo! Y se reía, el muy desgraciado
se reía. Y la Bet lo ayudaba. Pero, Bet, ¿aún no tienes bastante? ¿Cuánta sangre tiene
que correr? Si la matan, iré. Si la matan, me beberé su sangre, la sangre de la Bet.
¡Ven, Bet, vuelve!
Otra vez el gris lo llenaba todo de unos grumos asquerosos, que al caer hacían un
chap apagado, como si aquel gris estuviera empaquetado en bolsas de plástico. ¡Las
salpicaduras! ¡No podían tocarme las salpicaduras! Chap, chap, chap. ¡CHAP! Era el
Salardú. Se había caído por la presa. ¡Patachaf! Y allí se había quedado, delante de
mí. Como de mercurio, venenoso, pesado, gris argentado. Como un enorme empasto
de una muela, deforme, sin cabellos, sin ojos, pero con la boca abierta de punta a
punta, que tragaba el agua gris, sucia, maloliente. ¿Qué haces, Salardú? ¿Qué haces?
Me gusta, me gusta, decía. Y la Froilán, que pasaba en una barca, dice a gritos: ¡Ya te
lo decía, ya te lo decía! Y me guiñaba un ojo. ¡No me guiñes nunca más el ojo,
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¿oyes?! Pero no me hizo caso. Abría la boca diciendo cosas, pero no hablaba, y se fue
para abajo, para abajo, hasta que ya no la pude ver.
Agaché la cabeza con temor y no podía cerrar los ojos. Entonces vi que Salardú
ya no estaba y el agua se fue volviendo cada vez más limpia, más limpia. ¡Milagro!
Era cristalina y ya no hacía chaf. Y brillaba, chispas que brillaban en el agua como las
bengalas de San Juan.
Como brillaban ante mí las centellas.
—Puede que haya abierto demasiado, ¿verdad? —Y fue a cerrar más las
persianas.
Había dejado el grifo abierto y ahora volvía a lavarse la cara. Estaba allí, delante
de mí, y no tenía que beberme su sangre. Estaba yo inmóvil contemplándola,
convenciéndome de que lo que veía era real, que lo otro era un sueño, sólo un sueño
que me devolvía mi inmediato pasado a fin de que lo digiriera, lo desmenuzara y lo
evacuara.
Se sentó junto a la cama. Pidió el desayuno en la habitación. Se quedó un rato
quieta, pero yo desde detrás me la imaginaba contenta. Luis estaba en la calle y ella
estaba conmigo. De ahora en adelante trataría de soñar en otras cosas. Porque todo
aquello, todo aquello no era un sueño. Todo aquello era demasiado verdad. Se dio la
vuelta.
—¡Estás despierto!
—Sí.
—¡Sí!!!
Se me lanzó encima. Luchamos un rato, como luchan los adolescentes. Pero,
como siempre les sucede a los adolescentes, nunca se encuentra el momento ni el
lugar.
—¿Sí? —Era el teléfono.
Cubrió el micro y me dijo:
—Es Quimet.
¡Uf! El Quimet siempre tan oportuno. Me iba a cagar en sus huesos, pero
enseguida me di cuenta de que si llamaba el Quim a una hora tan intempestiva quería
decir una cosa: que estábamos en familia. Cogí el teléfono, pero ella me lo volvió a
quitar.
—¿Quim? —le dijo—. ¿Sabes lo que estábamos a punto de hacer? ¿No? ¡Pues ya
te lo diré! —Y colgó.
Ríete, ríete. ¡Vas a ver! Y la agarré y no la perdonaba, pero me parece que le
gustaba.
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CAPÍTULO DIEZ
UN HOMBRE DE PESO
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Ni siquiera se cortó, el pobrecito. Fue obediente y se dirigió hacia donde le
mandaba su amo.
Anselmo España se hizo subir el café del bar de la esquina. Mientras lo esperaba,
dio unas cabezaditas detrás del cristal. Aflojaba las carnes, que plácidamente se iban
enseñoreando de la butaca. Era su mejor momento. Soñaba que lamía el pezón, con la
lengua lo hacía girar de derecha a izquierda. Lo hundía en el pecho, a pesar de que no
es fácil para un recién nacido como él efectuar tales esfuerzos. Cuando ya lo había
ensalivado con ganas, chupaba la leche con fuerza. Sin piedad, magreaba las blancas
carnes con sus encías y con cada grito su vientre se estremecía. Le despertó el
teléfono interior. La edición estaba a punto. Vaya tíos cargantes, hubiera dicho en otro
momento, pero aquel día le interesaba mucho supervisar los últimos detalles.
Publicaba la continuación del asunto Tarántula. Los detalles y las reacciones
oficiales. Había enviado cuatro tíos a perseguir a los polis, al gobernador, la
Generalitat y los juzgados. Total, que tenía que levantarse. Movió las piernas y alargó
los brazos. Automáticamente, las manos fueron a abrir el cajón inferior del escritorio.
Había sido su ceremonia particular de ocupación de cargo: colocar la botella de
Ballantine’s en el cajón. Bebió un buen trago a morro. Lo había visto en las pelis y ya
hacía años que una botella lo acompañaba de despacho en despacho. Hay momentos
que reclaman un refresco como éste. El aroma, que le salía incluso por las orejas, lo
reanimó. Efectuó unas cuantas muecas para desentumecer los músculos faciales y se
puso en movimiento.
Atravesó la redacción levantando una cierta expectación entre la gente, cosa que
notó y le hizo extremadamente feliz. Atravesó el gallinero, entró en la sala de los
correctores, el correccional lo llamaban, y le quitó al Vos la portada de las manos,
cuando se la estaba mirando con la lupa. El Vos se quedó parado, pero no dijo nada.
Tragó saliva estirando su cuello de pavo desplumado, y basta.
—Se acabó el repaso —soltó el director, y con la página en la mano se metió en la
jaula de los monos. Antes, esclaro, deslizó un par de miradas a las teclistas. Era
verano y siempre van más ligeras.
Con los compaginadores estaba el subdirector. Un imbécil que fumaba en pipa y
que pensaba que no lo iba a aguantar demasiado tiempo. Repasó las paginadas
interiores. La foto de Draper la había sacado del álbum familiar. Era un poco antigua,
pero quedaba bien. A Draper lo había conocido cuando trabajaba en Tele-Express.
Colaba todo cuanto podía de las manís y otras informaciones políticas. Draper le
suministraba bastantes. Y se hicieron amigos, sobre todo en la etapa de transición.
Después, Draper se perdió. Dejó la política y no supo más de él hasta hacía unos
años. Le quedaban muchas amistades de aquellos tiempos. Amistades que había ido
coleccionando en previsión. Y no se había equivocado, no. La mayoría de ellos
ostentaban cargos públicos y eran dirigentes importantes de los partidos y las
instituciones. Sobre todo, éste era el caso de los sobrevenidos a la política. Los que se
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apuntaron a media transición. Ésos sí eran unos buenos pájaros. Tenía a unos cuantos
bien agarrados. Como tenía que ser, esclaro. Con los perros ya se sabe.
Y con los monos también. Todo estaba a punto. Hicieron las fotos de las
paginadas, y ¡hala!, ¡máquinas!
La telefonista lo detuvo a mitad de camino de su despacho. En cinco minutos
había recibido dos llamadas amenazando al periódico y a su director.
—No se preocupe, Teresa. Déjelo correr. —La Teresa, que ponía cara de asustada,
se extrañó de tanta tranquilidad, pero regresó a la centralilla tal como le habían
mandado.
Encerrado en el despacho, Anselmo España recordó la cita con dos miembros del
consejo de administración y uno de la Asociación de la Prensa. Habían quedado para
cenar en la pizzería frente al periódico. Solventó unos cuantos papelotes, rompió unos
cuantos más y se guardó los restantes. No quería que andaran manoseando depende
de qué. La misma cinta de Albert la había guardado en la caja del banco. En la del
periódico había guardado otra. Aparte, había efectuado tres copias más, que tenía,
una en una agencia de mensajeros, la otra la había entregado a un abogado y la
última, la última la tenía en el lugar más seguro: el armario de los contadores de su
casa. Allí también guardó la documentación escrita. Sin duda, era el lugar más
seguro. En aquel momento entró la Teresa como una exhalación.
—¡Otra vez las llamadas! —Estaba asustada, la mujer.
—¿Sí? Pásemelos.
La llamada era de algún policía.
«Te vamos a colgar por los cojones», y cosas por el estilo. Casualmente reconoció
la voz.
—Inspector Martínez, deje de hacer el payaso, hombre. No sea burro. ¡Que si
alguien tiene que terminar con los cojones colgando, Martínez, será usted, hijo de la
gran puta! ¡Mariconazo, la madre que le parió, chulo de mierda!…
Colgaron. La Teresa, que estaba escuchando, se volvió roja como un tomate.
—¡Ése sí que era un poli, y lo he reconocido, ja, ja!
Por la mañana había estado en Vía Layetana. Había sido recibido por el jefe
superior. También lo había amenazado, pero con métodos legales. Después se había
entrevistado con algunos policías, que habrían deseado que la entrevista acabara en
interrogatorio. Uno de ellos era el tal Martínez. Un muchachote joven e imberbe. Un
insolente. Le había tenido que reñir más de una vez durante la conversación por el
tono que iba tomando la cosa. Al fin se había puesto de pie, y, sin pedir permiso a
nadie, escaleras abajo, hacia la calle. Taxi y al periódico. Al llegar al periódico, ya
tenía al jefe superior al teléfono haciéndole ver la gravedad del asunto, pero
disculpándose por ciertos malentendidos, decía él. Si no llega a ir con cautela, ahora,
en lugar de un director de periódico, podía ser un periodista detenido. Y eso él,
Anselmo España, no lo tenía en el «planing».
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Cuando ya se iba, vio que había quien entraba con el paraguas mojado. Tuvo que
volver hacia atrás y coger el suyo. Aprovechó para beberse el café que estaba allí,
frío, esperándolo. Sólo tenía que atravesar la calle, pero, como luego ya no volvería al
periódico, valía más que lo llevara consigo.
En la pizzería cenó poco y bebió bastante. Tal como tiene que ser, sino que
habitualmente comía mucho y bebía mucho. Tuvo que sostener la conversación y al
final ya se sostenía por la conversación. Entre tanta conversación acabó por no saber
lo que se decía. Cansado, inerme, poroso, pasivo, recibía las gotas de lluvia después,
en la calle. Ni siquiera había abierto el paraguas. Se detuvo un momento para ver
cómo arrojaban arroz a unos novios indefensos delante del 2001. Tres autocares
estaban en fila ocupando todo un carril de Consell de Cent. No todos eran para la
discoteca. Al menos uno llevaba el personal a la Scala.
Una ráfaga de viento le trajo el agua a la cara. Tenía las mejillas frías y volvió en
sí. Detuvo un taxi y se metió en el «top-less» de costumbre. Las chicas le animaban
siempre. Los whiskys y las chicas. ¡Nenas, nenitas, qué buenas estáis todas!
Otro taxi lo llevó a casa. En la escalera echó una ojeada al armario de los
contadores de la luz, pero no lo fue a abrir. Subió sonámbulo hacia arriba haciendo
trabajar el ascensor.
Gloria le abrió la puerta. No quería buscar la llave entre las tres o cuatro mil cosas
que llevaba en el bolsillo. La Gloria se lo miró de arriba a abajo.
—Pero, ¿de dónde vienes? ¡Si vas empapado!
—¿Y qué? Me gusta.
—¡Vaya, hombre!
—Sí, sí, me gusta.
Gloria le quitó la americana y la corbata, pero no pudo continuar. No se dejaba
hacer. Y entonces se acordó.
—Han llamado amenazándote.
—Era el Martínez, el inspector Martínez, el de la fábrica de litínez —dijo voz en
grito.
Se ha vuelto loco, pensó la Gloria. Vio cómo Anselmo España, director del
periódico, se iba en mangas de camisa a la terraza para recibir la lluvia sobre sí. Ella
permaneció quieta un rato, pensando. Luego fue a la nevera, sacó el hielo y lo puso
en un vaso largo. En el mueble bar, se escanció una buena medida de Ballantine’s. Se
dirigió a la terraza.
—Toma, un whisky con hielo. El agua ya se te irá poniendo sola.
Anselmo estuvo contento. Ella ya se iba y la detuvo.
—Ven, Gloria, ven.
—¿Qué te pasa, Anselmo? ¿Qué te pasa?
—¿No lo ves? Soy el director del periódico. ¿No te lo había dicho hace tiempo?
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CAPÍTULO ONCE
Había querido efectuar el viaje en tren, a pesar de que su mujer había insistido en
que tomara el avión. Pero a él había cogido no se sabe qué manía por ahorrar, que
había extrañado a los hijos y todo. Tenía tres hijos, todos varones. Los quería mucho
a todos ellos, sobre todo porque ninguno quería convertirse en policía. A él le gustaba
hacer de policía, pero no se lo deseaba a nadie. Hay que ser especial y además
procurar que la familia no se entere nunca de nada. Eso, durante muchos años, es
bastante pesado.
Ahora iba en el tren, truc, truc, truc, y se sentía como un emigrante que se dirige a
un lugar desconocido. Y en el fondo era exactamente eso. Lo habían destituido y le
enviaban a Pontevedra de simple inspector. Los compañeros, los buenos compañeros,
le habían querido consolar o animarle. Pero él no se sentía ni desgraciao ni indignao.
Era normal que todo hubiera ido así. Ya sabía que las maquinaciones de Campos
podían acabar mal, ¡y aún gracias si habían acabado bien!
Lo habían mantenido cinco días arrestado, con cuatro interrogatorios a fondo. Los
de la brigada de Interior y los del CESID habían sido más exhaustivos. Pero todos
habían querido saber exactamente el curso de los hechos. La conspiración de cuatro
banqueros exaltados y unos cuantos empresarios ultraderechistas, que usaban a los
chicos de Jóvenes Horizontes. Era curioso lo de esos chicos. Antes se reclutaban
entre la gente pobre y marginada, y generalmente eran subnormales profundos.
Ahora, en cambio, eran insolentemente inteligentes y de buena familia. Se los captaba
en los gimnasios de artes marciales. Si alguno de sus hijos salía así, lo mataba a
hostias, y eso que nunca les había puesto la mano encima.
Se había cansado de decir que él no estaba implicado en la conspiración. Que su
relación con el Tarántula era la normal que se mantiene con un confidente. Que sabía,
intuía, mejor dicho, que algo debía haber. Pero él no hacía nada más que cumplir con
su trabajo, que entre otras cosas incluía obedecer las órdenes de Campos; que se lo
preguntaran a él.
Y lo hicieron. Y vaya si se lo preguntaron. Campos iba a esperar su jubilación
haciendo de comisario en no sé qué lugar de las Canarias. Un soldado entró en el
compartimento, saludó y se le sentó delante. El tren iba haciendo Avecrem y los
árboles cada vez pasaban más rápidos. Habían salido de Barcelona y empezaban a
verse fábricas humeantes entre manchones de bosque, barriadas miserables y
carreteras mal asfaltadas y llenas de camiones. Miró al soldado, que ponía cara de
asustado, y un escalofrío le recorrió el cuerpo. Él también era un soldado raso, y
seguramente también ponía la misma cara de asustado que la de este chico. Llegaría
más joven a Pontevedra, con la cara limpia, recién afeitado, bien repeinado y con las
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uñas limpias. Como cuando iba al colegio. Como cuando iba a la mili. Como el día en
que se casó. Después, cuando fue policía, cuando cumplió los primeros destinos,
nunca volvió a tener un día limpio de su vida. Ni uno solo. A pesar de que
antiguamente «policía» quería decir limpieza, sólo había encontrado porquería y más
porquería. Pasteleos, extorsiones, trampas, estafas, crímenes e incluso depravación.
El día antes se había encontrado con Campos por los corredores de Jefatura. Por
primera vez, había mirado con menosprecio al que había sido su jefe, mezclados el
asco y la comprensión. No lo había encontrado ni elegante ni señor. Le había causado
el efecto de uno de aquellos oficinistas que detenían de vez en cuando por apropiarse
de dinero de la empresa.
Ya no se veían tantas fábricas. El verde iba aumentando y las poblaciones
semejaban pueblos. Pueblos redondos, provistos de campanario. El soldado se puso a
hacer pelotillas. La realidad acababa por imponerse. No se puede tener ninguna
visión idílica de un soldado solo, asustado, con el aire de un monaguillo que va hacia
un destino desconocido, si en un momento se pone a hacer pelotillas. Y con
Pontevedra pasaría lo mismo. Llegaría allí con la cara limpia, con buenas intenciones,
pero ya habría quien se cuidaría de ensuciar la faena. Él no era ningún héroe. Pasar,
pasar.
Se tenía por bien amnistiado. En estos días había conocido el miedo, el miedo de
morir indefenso. Después había sufrido los interrogatorios, tan duros casi como los
que él mismo tantas veces había efectuado. Cuando lo metieron dentro de aquella
carreta de camping y lo mantenían amordazado, con el boli en la boca para que
respirara y las manos atadas con alambres, pensó que una vez dentro le dispararían un
tiro a la cabeza. Seguro, lo sintió tan seguro que se puso a temblar y se le escapó la
caguera. Como aquél. Como aquél que un día, el año setenta y dos, se llevaron al
cementerio de Montjuic. Era uno de los dirigentes de Comisiones Obreras de la
Pegaso. Lo agarraron y a mitad del interrogatorio se lo llevaron a Montjuic. Buscaron
un nicho vacío, le colocaron una pistola detrás de la oreja y le dijeron que lo iban a
matar. Uno de la brigada tenía un saco y le dijeron que era de cemento. Lo tenían que
enterrar. El tío aquel se cagó en los pantalones. Ahora se acordaba de cómo se rieron.
Lo trataron de cerdo y de criatura y le dieron una paliza. Después se lo llevaron otra
vez a comisaría. Pues, ahora, no hacía demasiados días, era él quien se había cagado.
Cagado de miedo, de miedo de morir como un perro y que te metan en una caja y no
te encuentre nunca más nadie. Ni la familia ni los compañeros. Quizás hasta ahora no
había sabido lo que era el miedo, este miedo que de pronto saltaba a la cara de los
detenidos. También él, en el momento de caer en la caja, debía hacer la misma cara
de pánico. También él quería llorar y no podía. Los intestinos se le soltaron y la
vejiga le oprimía. Luego tuvo que soportar el ridículo cuando dos urbanos lo sacaron
del interior de la caja delante del edificio de la Audiencia, al lado del juzgado de
guardia. Lo sacaron cagado y meado, hecho un desastre y no le dejaron ir a
cambiarse. Fue directo a declarar ante el juez. ¿Y qué le decía, después de pasar por
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en medio de la aglomeración de curiosos que hacían corro alrededor de la caja? ¿Qué
coño le decía?
Pues no le dijo nada. Esperó a que el jefe superior fuera y respondiera por él. Que
Campos se movilizara, cosa que hizo a toda prisa, porque él también se la jugaba. Se
pasaron y mucho. Lo trataron como a un delincuente. Insultos, reproches, amenazas.
Sacudió la cabeza, esperando que estos recuerdos se le borraran de la mente. Se
concentró en el truc-cata-truc del tren. Miró por la ventana. El día se acababa. Vio
que el soldado sacaba un bocadillo.
—Buen provecho —le dijo, haciendo un esfuerzo por resultar sociable.
Pero el soldado le dio las gracias sin dar pie a más conversación. Él también sacó
un bocadillo de atún que su mujer le había preparado. Fuera, iban pasando las tierras
secas de Aragón. Y por dentro, por dentro pasaba la cara de Draper. Cuando pensaba
en aquel tío se ponía nervioso. No podía hacer más. Iba masticando, masticando… la
cara de aquel tío. Se la había jugado bien y él no lo había podido atrapar ni lo
atraparía nunca. Tenía que reconocer que era listo, pero ésta no era razón para que
pudiera pasear tan tranquilo después de haberlo cubierto de mierda hasta el cuello y
de colgarle un muerto y hacerle creer a todo el mundo que se había ido a Portugal. ¡Si
le ponía la mano encima alguna vez!
Quizás si alguna vez le ponía la mano encima no le haría nada. Quizás lo mejor
que podía hacer era pasar la página. Borrón y cuenta nueva, y si te he visto no me
acuerdo.
Pasó el revisor y le mostró el billete. El revisor se lo miró mal y murmuró algo en
voz inaudible. Se lo quedó mirando, intentando saber por qué murmuraba, pero a
última hora se fue sin que él sacara ninguna conclusión del hecho. Se miró al soldado
buscando el qué.
—¿Qué tiene ese tío?
—Son las colillas —le respondió el soldado.
—¡Ah! —Encendió un Mencey y se fue al bar.
Había arrojado las colillas al suelo según su costumbre, y por eso se había llevado
la bronca del revisor. ¡Lo que faltaba!
En el bar, pidió un coñac y un café para acompañar, a pesar de que él no bebía
nunca. Que le metiera bronca el revisor era ya la hostia, a pesar de que él no
blasfemaba nunca.
A media copa se puso a pensar en Barcelona. Sus hijos hablaban en catalán.
¡Quién se lo había mandado! ¡Él, no, pero… y qué! El colegio, los vecinos, los
amigos…
Cuando llegaron a Barcelona, hacía dieciséis años, se pusieron a vivir en los pisos
de la policía, como delincuentes. No tardó él, no obstante, en encontrar un piso que
era una ganga, en las viviendas del Congreso, de traspaso de un funcionario, esclaro.
Del ayuntamiento, esclaro. No cuesta nada hacer un favor, esclaro. Sintió un poco de
vergüenza, en serio. Esclaro. Pero…
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A la mujer se le puso una cara larga cuando le anunció lo de ir a Pontevedra. Los
hijos, que no se irían. Eran mayores de edad. La democracia, esclaro. ¿Qué podía
hacer?
El paisaje corría a grandes velocidades, un tío a su lado le dio un codazo y le
pidió perdón por detrás y el camarero no le hacía caso y él quería pagar. Tenía
demasiadas cosas en la cabeza. Necesitaba ir a la cabina, al compartimento, a la
celda.
Se fue a mear. Largo y claro. En el lavabo el paisaje aún corría más. En la cabina,
después, ante el soldado que le miraba, durmió un buen rato. Soñó que iba a
desmatricular a sus hijos en la universidad. No atendía a razones. No había manera.
Ni la placa, ni la amenaza. Nada.
Volvió en sí en Pontevedra (la ciudad donde no venden Mencey, se dijo). En la
jefatura, muchas manos. Como un héroe, pensó. ¿De qué?, pensó. Estaban locos.
Saludó al jefe de Pontevedra. Todo fueron elogios. Vale. Era un tío gordo, con la cara
cuadrada, del país. Simpático e informal. Le gustó, si no fuera por los elogios…
En el hotel, después de haber rechazado muchas ofertas de alojamiento, se
desanudó la corbata, se quitó la camisa y, con el «maillot» puesto, metió la cabeza
bajo el chorro de la ducha. Después telefonéo a su mujer. Un palo. Después le
llamaron a él. Era el jefe. El superior. El Jefe Superior de Pontevedra. Que ya podía
presentarse corriendo, le dijo.
—Me ha llegado una orden. Por teléfono. Ni télex ni nada. Que vuelva a
Barcelona. Que primero pase por Madrid. Allí ya le darán explicaciones.
En Madrid le dijeron el qué. Volvía a Barcelona y nunca se había movido de allí.
Fuera la orden de traslado, fuera el viaje a Pontevedra. Fuera todo. Él nunca se había
movido de Barcelona. Los periódicos lo habían publicado. Las portadas iban llenas
del caso Tarántula. Manera de desmentirlo: ningún relieve, ninguna novedad, ningún
traslado. Los inspectores y jefes eran intachables. Todo eran calumnias. El meticuloso
camino de un proceso judicial lo demostraría. Policía e Interior eran los primeros en
desear la investigación. Pero, por encima de todo, tenían que defender la correcta
actuación de unos funcionarios de carrera inmaculada. Cojonudo.
Ahora sí. Iba en avión. Hacia Barcelona la nuit, hacia Barcelona la amable. ¡Vaya
potra! ¡Si no hubiera sido por aquel periódico de los cojones, por aquel periodista de
los cojones! Ahora la mujer estaría contenta. Los hijos también. Y viendo Barcelona
desde lejos, viéndola desde arriba, él, él también. Barcelona estaba bien, a pesar de
todo. Era como tener el gusanillo. Siempre lo mismo. Ñic-ñac y lo acabas por querer.
No, no tanto. Lo acabas soportando como a un hijo tonto o como un extravagante.
Barcelona, ¿por qué no?
Cuando llegara a casa, prepararía el equipo de pesca. De Barcelona a Calella sólo
había un salto en coche y le habían dicho que se tomara unas vacaciones. Dos meses
o tres, como mínimo. Prepararía el equipo de pesca submarina. Dentro del agua había
algo que no hacía: fumar tanto.
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TÍTULOS PUBLICADOS EN COLECCIÓN
«ETIQUETA NEGRA»
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028. DASHIELL HAMMETT. Cuentos II
029. STUART KAMINSKY. Disparen contra Errol Flynn
030. TERRY CLINE. Presa
031. JANWILLEM VAN DE WETERING. Dios los cría…
032. JUAN MADRID. Regalo de la casa
033. THIERRY JONQUET. La bestia y la bella
034. WILLIAM P. MCGIVERN. Un asesino contratado
035. JOSÉ LUIS MUÑOZ. El cadáver bajo el jardín
036. JAMES MCCLURE. El huevo ingenioso
037. MARTÍ SARROCA. La chica que lo enseñaba todo
038. BILL PRONZINI. Mercurio
039. DONALD WESTLAKE. Un gemelo singular
040. JOSÉ LUIS MUÑOZ. Barcelona negra
041. JAMES GOLLIN. El libro de la reina
042. JUAN MADRID. Las apariencias no engañan
043. J. P. MANCHETTE. Volver al redil
044. DIDIER DAENINCKX. Asesinatos archivados
045. DONALD WESTLAKE. Adiós Sherezade
046. HORACE MCCOY. Los sudarios no tienen bolsillos
047. BILL PRONZINI. Sombras en la noche
048. JUAN MADRID. Un beso de amigo
049. FRANCISCO GONZÁLEZ LEDESMA. Expediente Barcelona
050. DONALD WESTLAKE. Un diamante al rojo vivo
051. JAY BENNETT. Saluda al asesino
052. BILL PRONZINI. Casos de archivo
053. JUAN ANTONIO DE BLAS. ¿Hay árboles en Guernica?
054. JULIAN RATHBONE. De cuerpo presente
055. DONALD WESTLAKE. Atraco al banco
056. JANWILLEM VAN DE WETERING. Masacre en Maine
057. FREDRIC BROWN. La noche a través del espejo
058. STUART KAMINSKY. El factor Fala
059. MANUEL QUINTO. Estilo indirecto
060. TONY HILLERMAN. Sendero de los espíritus
061. JULIAN RATHBONE. Objetivo: El Rey
062. J. FRANÇOIS VILAR. Bastilla-Tango
063. MAX ALLAN COLLINS. Un detective de verdad I
064. MAX ALLAN COLLINS. Un detective de verdad II
065. ANDREU MARTÍN. A navajazos
066. ANDREU MARTÍN. A martillazos
067. JIM THOMPSON. El asesino dentro de mí
068. HOWARD ENGEL. Los suicidas asesinos
069. K. C. CONSTANTINE. Asesinato en la estación de Rocksburg
070. DIDIER DAENINCKX. Play-Back
071. ED MCBAIN. Saludos al jefe
072. DAVID C. HALL. No quiero hablar de Bolivia
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073. STUART KAMINSKY. Los hermanos Marx en apuros
074. THOMAS CHASTAIN. Escapada nocturna
075. DONALD WESTLAKE. Un pichón recalcitrante
076. THOMAS BOYLE. Solo los muertos conocen Brooklyn
077. W. R. BURNETT. Nadie vive eternamente
078. JULIÁN IBAÑEZ. Llámala Siboney
079. JIM THOMPSON. El embrollo
080. DICK LOCHTE. El perro durmiente
081. DONALD WESTLAKE. La luna de los asesinos
082. ALBERT DRAPER. Ocho días de junio
083. MARK SCHORR. Red Diamond, detective privado
084. JIM THOMPSON. Los timadores
085. PACO IGNACIO TAIBO II. Algunas nubes
086. DONALD WESTLAKE. Tiempo de matar
087. BILL PRONZINI y MARCIA MULLER. Doble
088. ED MCBAIN. Llegó la banda
089. DANIEL CHAVARRÍA. La sexta isla I
090. DANIEL CHAVARRÍA. La sexta isla II
091. PACO IGNACIO TAIBO II. La vida misma
092. DIDIER DAENINCKX. El verdugo y su doble
093. DONALD WESTLAKE. El palomo fugitivo
094. J. P. MANCHETTE. Nada
095. MARK SCHORR. Red Diamond, as del juego
096. J. FRANÇOIS VILAR. Pasaje de los monos
097. JOSEPH WAMBAUGH. La estrella delta
098. DIDIER DAENINCKX. El gigante inacabado
099. STUART KAMINSKY. Joe Louis, 10 y K.O.
100. JAMES ELLROY. Sangre en la luna
101. LAWRENCE BLOCK. Los pecados de nuestros ancestros
102. NICHOLAS FREELING. Un largo silencio
103. JIM THOMPSON. El criminal
104. MARK SCHORR. Red Diamond, ídolo del rock
105. FRANCISCO GONZÁLEZ LEDESMA. Las calles de nuestros padres
106. ROSS THOMAS. La madriguera
107. DANIEL PENNAC. La felicidad de los ogros
108. WILLIAM P. MCGIVERN. Uno contra todos
109. JAMES ELLROY. A causa de la noche
110. JAMES MCCLURE. El cerdo de vapor
111. W. R. BURNETT. Perseguido
112. WARREN MURPHY. Los marranos engordan
113. B. J. SUSSMAN y J. P. MANCHETTE. De balas y bolas
114. LAWRENCE BLOCK. Tiempo para crear, tiempo para matar
115. JAMES CRUMLEY. Un caso equivocado
116. NICHOLAS FREELING. El rey del país lluvioso
117. JIM THOMPSON. Una chica de buen ver
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118. WILLIAM P. MCGIVERN. Una cuestión de honor
119. BILL PRONZINI. Desaparecido
120. JAMES ELLROY. La colina de los suicidas
121. HERBERT LIEBERMAN. La noche floreciente
122. DONALD WESTLAKE. El hombre que cambió de cara
123. DAVID GOODIS. Viernes negro
124. GERALD PIETEVICH. Morir en Beverly Hills
125. ANA PORTER. Agenda oculta
126. STUART KAMINSKY. Movimientos inteligentes
127. ELMORE LEONARD. Hombre desconocido 89
128. LAWRENCE BLOCK. Cuchillada en la oscuridad
130. DONALD WESTLAKE. El convicto
134. BOB LEUCI. La playa de Odessa
136. JULIÁN IBÁÑEZ. Doña Lola
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Notas
Página 144
[1] «Raspali» en catalán quiere decir «cepillo». <<
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