Historia
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Argentina indígena
La población del actual territorio argentino a la llegada de los españoles a principios del siglo
XVI sumaba unas 330.000 personas agrupadas en una veintena de grupos étnicos. Los
habitantes del Noroeste, de las Sierras Centrales y de la Mesopotamia practicaban la
agricultura, mientras que el resto del territorio estaba ocupado por grupos de cazadores-
recolectores. Las culturas más extendidas fueron los diaguitas al Noroeste, los guaraníes, los
tupíes, los tobas y los guaycurúes en el Noreste, los pampas en el centro y los tehuelches,
mapuches y onas en el Sur.
En 1536 Don Pedro de Mendoza fundó Santa María de los Buenos Ayres, la primera ciudad
argentina. La miseria y el hambre doblegaron a Mendoza y su gente y Buenos Aires quedó
despoblada hasta su segunda fundación por Juan de Garay en 1580. Las ciudades argentinas
fueron fundadas por conquistadores que provenían de distintas zonas de América. La corriente
pobladora del este, llegada desde España, tomó como base de operaciones la ciudad de
Asunción y fundó las ciudades litorales. La que vino desde el Perú ocupó el Tucumán, como se
llamaba entonces a todo el Noroeste argentino. Las ciudades cuyanas fueron fundadas por la
corriente proveniente de Chile.
Virreinato (1776-1810)
Lo que hoy es la Argentina perteneció al virreinato del Perú hasta que en 1776 el rey Carlos III
creó el Virreinato del Río de la Plata, cuyo primer virrey fue Pedro de Ceballos. La capital,
Buenos Aires, se convirtió en un gran puerto comercial y se incrementó notablemente la
exportación de cueros, tasajo y de la plata proveniente de las minas del Potosí. El sistema de
monopolio impuesto por España prohibía comerciar con otro país que no fuera la propia
España. Esto encarecía notablemente los productos y complicaba la exportación al tiempo que
fomentaba el contrabando a gran escala. En 1806 y 1807 se produjeron dos invasiones
inglesas, que fueron rechazadas por el pueblo de Buenos Aires, alistado en milicias de criollos y
españoles. En cada milicia, los jefes y oficiales fueron elegidos democráticamente por sus
integrantes. Las milicias se transformaron en centros de discusión política.
Independencia (1810-1820)
Las invasiones inglesas demostraron que España estaba seriamente debilitada y que no podía
ni abastecer correctamente ni defender a sus colonias. La ocupación francesa de España por
Napoleón, la captura de del Rey Carlos IV y su hijo Fernando VII y la caída de la Junta Central
de Sevilla decidieron a los criollos a actuar. El 25 de mayo de 1810 se formó la Primera Junta
de gobierno presidida por Cornelio Saavedra, que puso fin al período virreinal. Mariano
Moreno, secretario de la Junta, llevó adelante una política revolucionaria tendiente a fomentar
el libre comercio y a sentar las bases para una futura independencia.
Entre 1810 y 1820 se vive un clima de gran inestabilidad política. Se suceden los gobiernos
(Primera Junta (1810), Junta Grande (1811), Triunviratos (1811-1814) y el Directorio (1814-
1820) que no pueden consolidar su poder y deben hacer frente a la guerra contra España. En
esta lucha se destacaron Manuel Belgrano, José de San Martín, llegado al país en 1812, y
Martín Miguel de Güemes. Las campañas sanmartinianas terminaron, tras liberar a Chile, con
el centro del poder español de Lima. El 9 de julio de 1816 un congreso de diputados de las
Provincias Unidas proclamó la independencia y en 1819 dictó una constitución centralista que
despertó el enojo de las provincias, celosas de su autonomía.
A partir de 1819 en el país se fueron definiendo claramente dos tendencias políticas: los
federales, partidarios de las autonomías provinciales, y los unitarios, partidarios del poder
central de Buenos Aires. Estas disputas políticas desembocaron en una larga guerra civil cuyo
primer episodio fue la batalla de Cepeda en febrero de 1820, cuando los caudillos federales de
Santa Fe, Estanislao López, y de Entre Ríos, Francisco Ramírez, derrocaron al directorio. A partir
de entonces, cada provincia se gobernó por su cuenta. La principal beneficiada por la situación
fue Buenos Aires, la provincia más rica, que retuvo para sí las rentas de la Aduana y los
negocios del puerto.
En 1829 uno de los estancieros más poderosos de la provincia, Juan Manuel de Rosas, asumió
la gobernación de Buenos Aires y ejerció una enorme influencia sobre todo el país. A partir de
entonces y hasta su caída en 1852, retuvo el poder en forma autoritaria, persiguiendo
duramente a sus opositores y censurando a la prensa, aunque contando con el apoyo de
amplios sectores del pueblo y de las clases altas porteñas. Durante el rosismo creció
enormemente la actividad ganadera bonaerense, las exportaciones y algunas industrias del
interior que fueron protegidas gracias a la Ley de Aduanas. Rosas se opuso a la organización
nacional y a la sanción de una constitución, porque ello hubiera significado el reparto de las
rentas aduaneras al resto del país y la pérdida de la hegemonía porteña.
En 1880 llegó al poder el general Julio A. Roca, quien consolidó el modelo económico
agroexportador y el modelo político conservador basado en el fraude electoral y la exclusión
de la mayoría de la población de la vida política. Se incrementaron notablemente las
inversiones inglesas en bancos, frigoríficos y ferrocarriles y creció nuestra deuda externa. En
1890 se produjo una grave crisis financiera en la que se cristalizaron distintas oposiciones al
régimen gobernante. Por el lado político, la Unión Cívica Radical luchaba por la limpieza
electoral y contra la corrupción, mientras que, por el lado social, el movimiento obrero
peleaba por la dignidad de los trabajadores desde los gremios socialistas y anarquistas.
La aplicación de la Ley Sáenz Peña hizo posible la llegada del radicalismo al gobierno. Los
radicales gobernaron el país entre 1916 y 1930 bajo las presidencias de Hipólito Yrigoyen
(1916-1922) (1928-1930) y Marcelo T. de Alvear (1922-1928), e impulsaron importantes
cambios tendientes a la ampliación de la participación ciudadana, la democratización de la
sociedad, la nacionalización del petróleo y la difusión de la enseñanza universitaria. El período
no estuvo exento de conflictos sociales derivados de las graves condiciones de vida de los
trabajadores. Algunas de sus protestas, como la de la Semana Trágica y la de la Patagonia,
fueron duramente reprimidas con miles de trabajadores detenidos y centenares de muertos.
El 6 de septiembre de 1930 los generales José Félix Uriburu y Agustín P. Justo encabezaron un
golpe de estado, apoyado por grupos políticos conservadores, y expulsaron del gobierno a
Yrigoyen, inaugurando un período en el que volvió el fraude electoral y la exclusión política de
las mayorías. En 1933 se firmó el Pacto Roca-Runciman con Inglaterra, que aumentó
enormemente la dependencia Argentina con ese país. Se sucedieron los gobiernos
conservadores (el general Uriburu, entre 1930 y 1932; el general Justo, entre 1932 y 38;
Roberto Ortiz, entre 1938 y 1942, y Ramón Castillo, entre 1942 y 1943), que se desentendieron
de los padecimientos de los sectores populares y beneficiaron con sus políticas a los grupos y
familias más poderosas del país.
En 1955 un golpe militar con amplio apoyo político y social derrocó a Perón, quien marchó al
exilio. Tras el breve interregno de Lonardi, militar de corte nacionalista y católico, un nuevo
golpe de comando puso al Ejército, representado por Pedro Eugenio Aramburu, y a la Marina,
representada por Isaac Rojas, a la cabeza de un gobierno, cuyo objetivo medular era eliminar
al peronismo de la vida nacional, apuntando fundamentalmente al movimiento obrero. El
decreto 4161 y los fusilamientos de junio de 1956, máxima expresión de la reacción, se
combinaron con la reforma de la constitución (1957) y la implementación de un proyecto
económico liberal ideado por Raúl Prebisch, que buscaba desmontar el modelo peronista y
lograr la “estabilización” económica con el respaldo del FMI. En este marco de violenta
persecución, comenzó la denominada “resistencia peronista”, que se extendió también a
numerosos sectores populares no peronistas. No sin oposición interna, el régimen militar
concedió una apertura electoral que creyó controlar y que dio paso al período de las
democracias condicionadas encabezadas por gobiernos radicales.
Frondizi e Illia (1958-1966)
En 1958 el líder de la Unión Cívica Radical Intransigente, Arturo Frondizi, llegó al gobierno tras
sellar una alianza con Perón. Sin embargo, su política desarrollista, llevada a cabo mediante la
contratación de empresas extranjeras para la extracción de petróleo y la gestión de un crédito
del FMI, condicionado a la implementación de medidas liberales, no tardaron en granjearle la
hostilidad del peronismo. Para hacer frente a las manifestaciones de descontento, el gobierno
puso en marcha el “plan Conintes”, que otorgó al Ejército la facultad de arrestar, detener e
interrogar a gremialistas y opositores. Su política exterior y el triunfo del peronismo en las
elecciones de 1962 precipitaron un nuevo golpe de estado. Procurando salvar la
institucionalidad, asumió el presidente del Senado, el radical José María Guido, cuyo gobierno
estuvo tutelado desde las filas castrenses. Las elecciones presidenciales de 1963, con
proscripción del peronismo, llevaron a la presidencia a Arturo Illia, de la Unión Cívica Radical
del Pueblo. La anulación de los contratos petroleros, la Ley de Medicamentos y un aumento en
la inversión en salud y educación cosecharon hostilidad en el empresariado. El peronismo,
especialmente su base sindical, y la prensa llevaron adelante una fuerte campaña contra el
líder radical, dejando el terreno libre para que, una vez más las Fuerzas Armadas, asestaran un
nuevo golpe a la democracia. El 28 de junio de 1966, Juan Carlos Onganía asumió de facto el
mando del país. Contaba, una vez más, con amplio apoyo político y social.
El general Juan Carlos Onganía aplicó, con apoyo del FMI, un fuerte programa liberal orientado
a satisfacer los intereses de los grandes grupos económicos, al tiempo que, bajo los auspicios
de la Doctrina de la Seguridad Nacional impulsada por Estados Unidos, convirtió la persecución
del peronismo en la del comunismo y de las guerrillas. Implantó una rígida censura, que
alcanzó a toda la prensa y a todas las manifestaciones culturales, incluyendo la intervención de
las universidades y la expulsión de profesores opositores, que derivó en lo que se conoce como
la “fuga de cerebros”. Sin embargo, las movilizaciones estudiantiles, las insurrecciones
populares (como el Cordobazo) y la organización guerrillera debilitaron al gobierno
provocando un golpe interno. En junio de 1970 asumiría Roberto Levingston, de corte
nacionalista, que no lograría contener las protestas populares y la actividad guerrillera. Una
segunda manifestación popular en Córdoba, conocida como el “Viborazo”, dio por tierra con
este nuevo gobierno. En marzo de 1971, asumió Alejandro Agustín Lanusse, quien propugnó
una política conciliatoria, a través del GAN (Gran Acuerdo Nacional), permitiendo el regreso de
Juan Domingo Perón y convocando a elecciones nacionales sin proscripciones para el
peronismo. En marzo de 1973, el triunfo sería para los candidatos de esa fuerza, Héctor
Cámpora y Vicente Solano Lima.
Entre 1973 y 1976 gobernó nuevamente el peronismo con cuatro presidentes (Cámpora, 1973;
Lastiri, 1973; Perón, 1973-1974; e Isabel Perón 1974-1976), quienes intentaron retomar
algunas de las medidas sociales del primer peronismo, como el impulso de la industria y la
acción social, el mejoramiento de los sueldos y el control de precios. Pero los conflictos
internos del movimiento peronista y la guerrilla, sumados a la crisis económica mundial de
1973, complicaron la situación, que se agravó aún más con la muerte de Perón en 1974 y la
incapacidad de su sucesora, Isabel Perón, de conducir el país. Esta crisis fue aprovechada para
terminar con el gobierno democrático y dar un nuevo golpe militar, que contó una vez más con
un amplio respaldo civil.
Dictadura (1976-1983)
La dictadura militar que gobernó el país entre 1976 y 1983 contó con el decisivo respaldo de
los grandes grupos económicos nacionales y el financiamiento permanente de los grandes
bancos internacionales y los organismos internacionales de crédito, como el Banco Mundial y
el FMI. El saldo de su gestión fue el de miles de muertos y desaparecidos, centenares de miles
de exiliados, la derrota del Ejército argentino en Malvinas, la multiplicación de la deuda
externa por cinco, la destrucción de gran parte del aparato productivo nacional y la quiebra y
el vaciamiento de la totalidad de las empresas públicas a causa de la corrupción de sus
directivos y de la implementación de una política económica que beneficiaba a los grupos
económicos locales y extranjeros.
El 10 de diciembre de 1983, después de casi veinte años, el radicalismo volvía al gobierno tras
el triunfo de Raúl Alfonsín. Empujado por la fuerza de los organismos de derechos humanos
que nacían tras la feroz represión militar, el líder radical abrió las puertas a las denuncias y a
una primera investigación sobre los crímenes de lesa humanidad cometidos durante la
dictadura, que se reflejó en el informe de la CONADEP y que permitió que fueran juzgadas las
cúpulas militares en el Juicio a las Juntas. Aunque insuficiente para algunos organismos, la
política de derechos humanos de Alfonsín fue severamente atacada por amplios sectores
militares, que produjeron el movimiento carapintada, los retrocesos hacia las Leyes de
Obediencia Debida y Punto Final, y el último intento guerrillero que culminó en la masacre de
La Tablada. Pero lo que había cambiado sustancialmente eran las bases económicas. Con el
creciente poderío de los grupos financieros y un mecanismo de endeudamiento externo
incontrolable, Alfonsín cedió ante las recetas liberales y no logró reencauzar una economía
desindustrializada y anémica. Con escaso apoyo social, frente a un peronismo conspirativo y
con los grupos económicos en contra, la hiperinflación obligó a Alfonsín a renunciar antes de
tiempo. Vendría el tiempo del “menemato”.
La caída del Muro de Berlín y el fin de la era del mundo bipolar se combinaron con el avance de
Estados Unidos hacia la región latinoamericana, cuya formulación más emblemática en
materia económica fue el Consenso de Washington, una serie de medidas que establecían la
aplicación en América Latina de un proyecto de corte neoliberal. Carlos Menem, el candidato
peronista que accedió a la presidencia en 1989, procedió paradójicamente a implementar este
programa, que se encontraba en las antípodas de su prédica electoral y de los postulados
históricos del peronismo. La privatización de empresas estatales, como YPF, Aerolíneas
Argentinas, Entel, Gas del Estado, entre otras, fue acompañada por una apertura
indiscriminada del mercado a los productos y capitales extranjeros y por una política de
“relaciones carnales” con los Estados Unidos. El proyecto se completó con el Plan de
Convertibilidad monetaria impulsado por Domingo Cavallo y las renegociaciones de la deuda
externa, que provocaron una mayor dependencia y endeudamiento. El modelo suscitó el
apoyo de los sectores medios, que inicialmente se vieron beneficiados por la política
monetaria y de importación. Pero pronto comenzaron a hacerse visibles los efectos
devastadores en términos sociales y culturales, con una explosión de la desocupación y de la
pobreza, y con la visibilidad e impunidad de la corrupción a gran escala. A ello se sumaba una
política de “reconciliación” plasmada con los indultos a las cúpulas militares que
implementaron el Terrorismo de Estado y también a las guerrilleras. El descontento social no
se hizo esperar y algunos estallidos populares (Santiagueñazo y piqueteros en CutralCó y
General Mosconi) fueron acompañados por la convergencia política de amplios sectores en lo
que terminaría conformando el crítico y progresista espacio del FREPASO y la posterior
moderada Alianza en 1997, que con Fernando de la Rúa a la cabeza, pondría fin al gobierno
menemista en 1999, pero no al modelo neoliberal implementado.
Planeta-Noviembre-2024-2
El Historiador
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ISSN 1851-5843 otorgado por el Centro Argentino de Información Científica y Tecnológica (CA