Besar A Un Elfo

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Besar a un elfo

Tamara Molina

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Título original: A Slow Fire Burning

© Paula Hawkins,
MatchStories 2021colección de Esencia Editorial
es una
© por la traducción, Aleix Montoto, 2021
© Tamara
© Editorial Molina,
Planeta, S.2024,
A., 2021
en colaboración con Agencia Literaria Antonia Kerrigan
Avda. Diagonal, 662-664,
© Editorial Planeta, S. A., 08034 Barcelona (España)
2024
www .editorial.planeta.es
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www.planetadelibros.com
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© página 479 es una
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interior:de esta página de créditos
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Primera edición:
Primera edición: septiembre de 2021
noviembre de 2024
Segunda
ISBN: impresión: septiembre de 2021
978-84-08-29436-8
ISBN: 978-84-08-24636-7
Depósito legal: B. 15.821-2024
Depósito legal: B.Realización
Composición: 11.071-2021 Planeta
Composición: Realización
Impresión y encuadernación: PlanetaRotoprint By Domingo, S. L.
Impresión
Printed y encuadernación:
in Spain EGEDSA
- Impreso en España
Printed in Spain - Impreso en España
Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares y sucesos que aparecen
son producto de la imaginación del autor o bien se usan en el marco de la ficción.
Cualquier parecido con personas reales (vivas o muertas), empresas, acontecimientos
o lugares es pura coincidencia.
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Mall of America

Ubicado en Bloomington, Minnesota, Mall of America es uno


de los centros comerciales más grandes del mundo. Como au­
tora, me he inspirado lo máximo posible en la distribución
concreta de este complejo, pero también me he tomado bas­
tantes libertades para modificar la disposición de los estableci­
mientos con el fin de lograr una mayor fluidez (y diversión) en
la historia. Mall of America es un lugar real, gigantesco y lleno
de sorpresas.
Hora de perderse, espero que lo disfrutéis.

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Esta historia contiene palabras malsonantes, violencia, drogas,
escenas de naturaleza sexual que han sido tremendamente desa­
gradables de describir y mucho humor.
No, esto no es un libro de galletas navideñas, por muy ape­
tecible que sea la cubierta, así que mantened esta novela fuera
del alcance de los niños.
O no, me trae sin cuidado, para qué mentir.
Atentamente,
Cupido

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Capítulo 1

Lola

La Navidad era la única época en la que Lola se obsesionaba


con comprarse jerséis feos, y cuanto más estrafalarios y horro­
rosos fueran estos, mejor. Pese a que el de aquel año era bas­
tante peculiar, no superaba la indecencia del que llevó las Na­
vidades pasadas, las últimas que celebró en casa. Un jersey que
consiguió en una página web de dudoso origen, de un color
rojo chillón fácilmente confundible con un incómodo naranja,
que hacía sangrar los ojos nada más verlo a cualquiera que tu­
viese la desgracia de toparse con él. Incluso a su gato —‌renom­
brado— Casimiro.
Casimiro llevaba ocho años ciego por una conjuntivitis.
El jersey contaba con un trineo bordado de mala manera
sobre el pecho del cual tiraban cuatro renos atados por unas
luces navideñas que dibujaban un zigzag por todo el torso y
terminaban enrolladas en ambos brazos. La parte favorita de
Lola no era que las luces se iluminaran con un ritmo epilépti­
co, sino que el desagradable Papá Noel que dirigía el trineo
cantaba un villancico desentonado e ininteligible cuando le pe­
llizcabas la punta del micropene que sobresalía como un botón
entre la tela de mala calidad.
Se le pasó por la cabeza la idea de volver a ponérselo para

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aquella ocasión, pero supo nada más pensarlo que no sería lo
más adecuado para todos los públicos. Aunque estaba segura
de que a los niños de los que ahora se hacía cargo les habría
encantado verlo.
—¿Puedo tocarlo otra vez? —‌le preguntó Sophie mientras
acercaba con lentitud la mano.
Antes de que Lola pudiese responder, la cría posó su pe­
queña mano sobre el jersey, observó complacida los restos de
purpurina en forma de copos de nieve que la brillante barba
de Papá Noel le había adherido a la palma y, sin previo aviso,
se la estampó contra las mejillas con brusquedad.
—Lo estás afeitando a manotazos —‌bromeó Lola, retirán­
dole con cuidado un par de copos que reposaban demasiado
cerca de sus ojos.
—Tengo sed. —‌Tosió de un modo desagradable sin tapar­
se la boca.
¿Por qué los niños pequeños siempre lo hacían de manera
tan enfermiza?
Extendió la mano y le acercó desde el asiento del carrito su
nueva botella de agua color verde pistacho con varios anima­
les salvajes estampados. Por suerte, esta le duraría más que la
última, la cual había dejado en el tejado derritiéndose bajo el
sol durante días, con la excusa de que «quería crear un ecosis­
tema con agua y escupitajos».
Suspiró pensativa, mirando por unos segundos lo bonita e
inocente que se veía aquella cría cuando no hablaba.
—Aaahh... —‌exhaló Sophie tras pegar un sonoro trago—. ¿Si
echo purpurina dentro crees que puedo crear bichos brillantes?
Lo de mantenerse callada pocas veces sucedía.
Se alejó con un torpe paso hacia atrás al ver como la niña
le dirigía otro manotazo a su estómago y le quitó la botella
para volver a dejarla en su sitio antes de que se le ocurriera
experimentar con cualquier otra cosa.

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Sí, sin duda ese jersey no era tan hortera como el del cipote
colgón. Era de un color fucsia que le quedaba mejor de lo que
esperaba en contraste con su cálido subtono de piel, y el rostro
de aquel Papá Noel bordado en el centro no se veía lo bastante
cutre para su gusto. Pero, por suerte, tanto su barba como las
gafas de sol en forma de corazón y el gorro navideño que lleva­
ba estaban cubiertos de una cantidad indecente de purpurina
que se desprendía constantemente al más mínimo movimien­
to, dejando un rastro por donde pasaba y unos brillitos adora­
bles en las mejillas de Sophie.
Lola estaba segura de que en cuanto llegase a casa tendría
que sacarse los dichosos brillos hasta de entre los labios de la
vagina.
No sabía de qué se había sorprendido al bajarse del coche y
encontrarse con los asientos hechos un cristo. Creía que po­
dría deshacerse de los copos dando bruscos tortazos, pero la
puñetera purpurina estaba más enganchada a la tapicería que
ella a las telenovelas turcas.
Tomó la decisión más madura: ignorar el estropicio. Ya se
encargaría la Lola del futuro. La de ahora tenía peores cosas de
las que preocuparse.
—¡Argh! ¡Aquí está! —‌Se giró para descubrir a Finn sa­
cando su parche de pirata, que ella creía haber escondido es­
tratégicamente en el compartimento de la puerta del conduc­
tor, pero parecía ser que el maldito crío lo había encontrado
de nuevo—. Soy el pirata más temido de América. ¡Argh!
—‌gruñó de nuevo, encogiendo el dedo índice a modo de gar­
fio y alejándose de las manos de Lola cuando intentaron acer­
carse a él.
—Estaos quietos un segundo, por favor.
Decidió no empezar otra lucha en la que tenía las de perder.
Dejó al crío con su incómodo parche puesto mientras volvía a
asegurarse de que la correa estaba bien atada y ninguno de

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ellos se la había quitado antes de sacar a la pequeña Olivia de la
sillita para bebés del coche y sentarla en su carrito.
Bueno, la madre de los niños llamaba a la correa arnés de
seguridad antipérdida, pero para Lola la experiencia era más com­
parable a intentar domar a dos rottweilers, así que se decantó
por asignarle el apodo de «correa». Una «correa doble anties­
capada». No, tal vez era más acertado una «correa controla-de­
monios».
«Demon control strap», que en inglés suena todo más chic.
—Mamá nos ha dicho que tienes que comprarnos chocola­
tinas para mantener nuestros niveles de gluposa estables.
Sophie le dedicó una de sus tiernas sonrisas, con las que los
ojos se le entrecerraban de manera encantadora y sus hoyue­
los salían a relucir. Sujetando sus brillantes manos tras la espal­
da del vestido, se balanceaba hacia delante y hacia atrás lucien­
do como una niña buena y dulce.
Nada más alejado de la realidad.
—Se dice glucosa, y no sabes ni lo que me acabas de decir
—‌negó divertida mientras se agachaba y comprobaba una vez
más que el arnés que les abrazaba el pecho estaba bien atado.
Toda revisión era poca—. Qué extraño, porque a mí vuestra
madre me ha comentado que, si queréis comer dulces, tenéis
vuestros caramelos mágicos.
Mágicos sí que eran: bibidi, babidi, ¡ugh!
Apoyando las manos sobre sus rodillas, se levantó y se acer­
có al carro de Olivia. Abrió la bolsa maternal que colgaba del
manillar y extrajo una pequeña bolsa de plástico repleta de ca­
ramelos caseros que se veían igual de apetecibles que los boto­
nes del camisón de su abuela.
El señor y la señora Nightingale le tenían terminantemente
prohibido comprarles a sus hijos cualquier cosa azucarada o
mínimamente procesada sin una petición previa. Petición que
le resultaba inútil, porque las pocas veces que la había hecho se

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la habían negado, así que ya no se molestaba en tratar de con­
seguirles a los críos una galleta decente que llevarse a la boca.
Trabajaba para ellos y debía acatar sus normas, aunque en mu­
chas ocasiones le parecían un tanto extremas para dos chiqui­
llos de apenas ocho años.
Sophie y Finn fruncieron el ceño en un gesto de repulsión y
ella les respondió con una mueca de comprensión antes de vol­
ver a meter los insípidos caramelos en la bolsa. No les iba a
recriminar el gesto de desagrado porque tenían toda la razón,
eran realmente asquerosos.
Se agachó frente a ellos y los cogió con suavidad de las ma­
nos para que le prestaran la mayor atención que eran capaces
de dedicarle.
—Sabéis que este centro comercial es muy grande y habrá
mucha gente —‌les dijo con sumo cuidado, intentando pro­
nunciar el inglés lo mejor posible, creyendo que así, tal vez, se
comportarían mejor—. Os pido, por favor, que os portéis bien
y que hagáis caso a todo lo que os diga, ¿sí?
—Siempre te hacemos caso —‌se burló Finn escondiendo
una sonrisa.
—Hablo en serio —‌les dio un pequeño apretón—, es muy
complicado para mí llevaros a vosotros con el arnés mientras
tiro del carrito de vuestra hermana. Así que os agradecería que
pusierais de vuestra parte; ¿me ayudaréis? —‌Asintieron robó­
ticos—. ¿Cuál es nuestro objetivo?
—¡Conocer a Santa Claus! —‌chillaron eufóricos al unísono.
—¡Caus! —‌se unió Olivia desde su asiento.
—¿Y qué vamos a hacer cuando estemos con Santa Claus?
Volvió a darles otro apretón a sus frías manitas para impe­
dir —‌con poco éxito— que empezaran a alterarse.
«Por favor, universo, que al menos me den tiempo a salir
del parking», deseó dedicando una suplicante mirada al cielo
antes de cerrar el coche.

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—¡Vamos a sentarnos en su regazo y vamos a pedirle mu­
chos regalos! —‌canturreó Sophie.
—¿Y qué más?
—La foooto —‌bufó exasperado el pirata más temido de
América—. ¡La foto! ¡La foto! ¡La foto!
Puede que hubiera sido un poco pesada con el tema duran­
te el viaje hasta allí, pero ella mejor que nadie sabía cómo era la
señora Nightingale, y estaba segura de que no iba a conformar­
se con cualquier foto de sus preciosos hijos con Papá Noel, no.
Tenía claro que Beatrice necesitaba una foto perfecta, una foto
de revista, de postal navideña. Una foto de sus tres angelitos de
cabellos dorados y ojos azul celeste sonriendo de forma encan­
tadora a cámara, como recién salidos de un anuncio de mate­
rial escolar, del student’s book que garabateaba en las clases de
inglés, o de un sueño divino.
Más bien de su peor pesadilla.
Solo esperaba que le diera tiempo a hacerles la maldita foto
antes de que alguno de ellos le quitase la peluca a Papá Noel de
un tirón o le intentaran robar las gafas para utilizarlas como
lupa y torturar a las hormigas hasta abrasarlas vivas.
—Perfecto, pues vamos allá.
Respiró hondo, planeando cada segundo, cada paso, cada
movimiento que debía ejecutar para lograr llevar a cabo su mi­
sión lo más deprisa posible y salir de allí con todos los dedos de
la mano intactos y sin ninguna orden de alejamiento.
Pobre muchacha, aún no era consciente de todo lo que le
esperaba.
Lola tenía la absurda esperanza de que, al haber llegado a
primerísima hora al centro comercial, todavía no estaría masi­
ficado y el objetivo sería mucho más rápido y sencillo de cum­
plir. Pero la cantidad de vehículos aparcados que iba contando
intranquila a medida que avanzaba por el parking hacia la en­
trada disipó esa falsa ilusión.

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Estaba claro que, por muy pronto que fuese, se dirigía a uno
de esos lugares que siempre estaban repletos de gente, aunque
lloviese, tronase o se agrietase el suelo y resurgieran desde el
inframundo los mismísimos jinetes del Apocalipsis. Lola ten­
dría que agradecer a los señores Nightingale la maravillosa
idea de llevar a sus hijos a ver a Santa Claus justamente a ese
centro comercial.
«Serán cabrones —‌gruñó—. No había otro.»
Mall of America, el complejo comercial más grande de
América del Norte y uno de los más visitados del mundo.
Comprobó una última vez que llevaba la correa —‌que co­
nectaba con el par de demonios que andaban dos pasos por
delante— bien atada a su cintura.
Lola no era creyente, pero en ese momento estuvo a punto
de ponerse a rezar.
Debería haberlo hecho.

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