Autobiografías de Escritores y Escritoras

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Autobiografías de escritores y escritoras

Alberto Laiseca
Es imposible que una autobiografía sea sincera. Por lo menos, no del todo. O porque calla
algunas cosas o porque transforma otras. Ni a la mujer amada uno le cuenta todo (ni ella a uno).
¿Por qué entonces uno habría de ser más sincero con un pedazo de papel? Ni aunque supiera que
voy a morir mañana.
No sólo uno silencia defectos: también virtudes. Ojo: no virtudes grandísimas, a lo mejor
chiquititas, pero sí muy molestas. Sobre todo porque la gente es rara y uno también: lo que uno ve
como virtudes los demás tienen por graves defectos, y defectos propios (que para uno son
clarísimos) los demás, si los supieran, se quedarían lo más frescos (pero uno se moriría de
vergüenza): “¡Qué humano es por esos defectos!”, dirían como si no tenerlos no fuera también muy
humano.
De todas maneras, aquí van algunas cosas. Nací el 11 de febrero de 1941. Estudié ingeniería
y la dejé para dedicarme a la literatura. Era ateo y ahora soy pagano (por lo menos, todo lo que me
da el cuero) Conocí muchísima gente, toda distinta: obreros de la construcción, cosechadores,
peones de limpieza, telefónicos, portuarios, bolivianos, paraguayos, uruguayos, chilenos. Gente rica
y gente pobre. Sé que las brujerías existen, pero por suerte la amistad y el amor, también.
Hace treinta años quise ir a una guerra (no importa cuál). No pude. A lo mejor me salvé de una
buena o a lo mejor me jodí. Me voy a quedar con la duda eterna. No era por ideología, era para
seguir un curso rápido de crecimiento.
De cualquier manera, vayas o no a una guerra, igual pasan cosas pesadas y perpetuamente te
echan de Saigón. Pero uno es un vasco cabeza dura: siempre vuelve. Durante unos cuantos años viví
en pensiones. Ganaba poco, así que tenía que compartir las piezas con dos o tres tipos. Imposible
tener un cuarto para mí solo. Recuerdo una de las tantas casas de pensión: había chinches y
cucarachas, sin embargo no me daba el cuero para tener un lugar sin compartir: El dueño me dijo
“Los lujos hay que pagarlos”. Cuando el tipo me salió con esa yo miré una grieta en la pared
(parecida a la de la casa Usher) llena de bichos y otras alegres bestezuelas que por ahí pululaban y
le contesté: “Tiene razón señor”
Una de las primeras cosas que me enseñaron, ya sea trabajando o viviendo en pensiones fue:
“Si no le gusta, vayasé.
Creo que los que más me lo decían lograban con ello una suerte de erotismo. Yo no sé cómo
a los médicos no se les ha ocurrido este remedio soberano contra la impotencia: usted tiene que
alquilarle sucuchos a unos veinte tipos y que los pobres infelices no tengan adónde ir. Entonces
usted dígales ocho veces diarias: “Si no le gusta, vayasé” (aunque ellos ni hayan abierto la boca).
Siga este tratamiento durante seis meses y tendrá erecciones que se las envidiaría el mismísimo
Casanova.
Casi siempre tuve problemas de convivencia con los tipos con quienes compartía
habitaciones. Muchas veces la culpa no fue ni de ellos ni mía, sino que los roces eran el resultado
inevitable del hacinamiento. Con los que peor me llevé fue con dos hermanos: Juan Carlos y Luis
Soria. Sufrí tanto, pero tanto con esa gente que la única manera de librarme de ellos (de sus
fantasmas) fue escribir un libro de mil doscientas páginas. Se llama Los Sorias. Con los hermanos
viví tres meses. Para escribir la obra tardé diez años.

Osvaldo Soriano
Mi primer libro lo leí en 1961 y todavía tengo el ejemplar, mortecino y pegado con el scotch
amarillo de aquellos tiempos. Es Soy leyenda de Richard Matheson, un tipo que el verano pasado,
ya viejo, se jugó la vida en el incendio de California para salvar su gato. Después vino Raymond
Chandler y a él le debo el gusto por escribir historias con muchos diálogos. Chandler, enamorado de
los gatos, hacía un romanticismo irónico de hombres duros que dicen frases shakespeareanas. Esto
explica muchas cosas. Me las explica a mí al menos. El día que nací en la calle Alem de Mar del
Plata, había un gato esperando al otro lado de la puerta. Mi padre fumaba como loco en el patio de
la casilla de madera. Mi madre dice que fue un parto difícil, a las cuatro y veinte de la tarde de un
día de verano. El sol rajaba la tierra. Los jóvenes Borges y Bioy Casares paraban cerca, ahí en Los
Troncos, alucinando las historias de don Isidro Parodi. A Borges lo seguían los gatos.
A mí un gato me trajo la solución para Triste, solitario y final. Un negro de mirada fija y
contundente, muy parecido a la gata de Chandler. Otro me acompañó al exilio. Tuve uno llamado
Peteco que me sacó de muchos apuros en los sufrientes días en que escribía A sus plantas rendido
un león. Vivía con una chica alérgica a los gatos y al tiempo nos separamos. En París, mientras
trabajaba en El ojo de la Patria, en un quinto piso inaccesible, se me apareció un gato equilibrista
caminando por la canaleta del desagüe. Para sentirme más seguro de mí mismo puse un gato negro
al comienzo y uno colorado al final de Una sombra ya pronto serás.
Para decirlo mal y pronto: hay gatos en todas mis novelas. Soy uno de ellos, perezoso y
distante. No sé si aprendí la sutileza de la especie. Ahora mismo, una de mis gatas se lava las manos
acostada sobre el teclado y tengo que apartarla con suavidad para seguir escribiendo. Hace cinco
meses que ella y yo hemos parado de fumar. Juntos sufrimos la abstinencia. Hace unos meses esta
habitación era un quemadero de fragancias maravillosas. Tabaco de aquí y de Cuba, de Holanda y
de Egipto. Ya no: resignamos algo de la utilería que compone a los duros: cigarrillos, sombrero,
impermeable, un revólver. El realismo sucio de Matheson y Chandler sobrevive a las modas y los
desprecios porque el lector quiere verse ahí, en la sangre de papel. Necesita leer sus miedos. Con
eso Stephen King hizo una obra. En uno de sus libros un personaje acusa de plagiario al narrador y
le mata el gato. La mitología dice que al morir los gatos van a sentarse sobre la redondez de la luna.
Hay quienes sólo pueden verlos en las noches claras. Otros los vemos en todas las penumbras. Yo
no tengo biografía. Me la inventarán, un día, los gatos que vendrán cuando yo esté, muy orondo,
sentado en los bordes de la luna.

Sylvia Molloy
De un tiempo a esta parte sueño, con cierta frecuencia, con comunicaciones frustradas.
Pongo por caso: anoche soñé que llamaba a E., que por alguna razón estaba en Londres, y apenas
comenzada la conversación se quedaba dormida. Pese a mis esfuerzos por mantenerla despierta, yo
sentía que el sueño la iba venciendo hasta hacer desaparecer su voz. Emerjo de esos sueños
desorientada, como quien ha perdido coherencia. No sé con quién hablo, no sé para dónde hablo.
Debe ser tiempo de volver a la ficción, me digo.
Me impresiona pensar que tengo la edad que tenía mi madre cuando me fui de casa, cuando
me le escurrí de entre las manos para vivir mi vida. Me impresiona empezar a calcular el tiempo
que me queda.
Me he vuelto impaciente. Fantaseo vidas paralelas. Me veo en distintos países, me pienso en
distintos idiomas, como para multiplicar espacios y ganar tiempo.
En una de mis fantasías, regreso a la Argentina, me invento una vida en Buenos Aires. Es
una fantasía muy pobre, en el sentido de que intenta retomar aspectos de la vida que dejé allí hace
más de veinticinco años. No retomo acontecimientos ni relaciones, sí lugares. Por ejemplo, me veo
de nuevo viviendo en Palermo, me veo comprando remedios en la misma farmacia, comida en el
mismo almacén de entonces. Por alguna razón, la comida es muy importante: el queso, el jamón, el
dulce, el café, el pan adquieren dimensiones auráticas. Fantaseo perversamente un comadreo con
vendedores, con otros clientes, una lengua callejera en la que nunca participé cuando vivía allí: era
más bien hosca.
La última vez que estuve en Buenos Aires, quedándome de hecho no lejos de mi vieja casa,
me pasó algo extraño. Busqué el edificio pero no lo encontré. Es decir, pasé por una casa de
departamentos que tenía que ser la mía, pero no la reconocí con certeza. Me pareció que era el
mismo número pero no logré identificar un solo detalle que me permitiera salir de la duda. Por un
momento –y sin duda para mitigar mi desconcierto- llegué a pensar que a lo mejor habían echado
abajo el edificio para construir uno nuevo.
Mi madre murió hace diez años. Todavía no he podido abrir su libreta de teléfonos (la misma
que tenía cuando yo era chica) y repasar esos nombres que también fueron míos mientras viví en la
Argentina, nombres que convocan voces familiares disponibles, una comunidad telefónica. Todavía
me cuesta, a mí que me encanta abrir cajones ajenos.
¿Qué sentido tendrá que el primer libro que escribí en inglés haya sido un libro sobre
autobiografías? Hasta entonces el inglés no era lenguaje de crítica. Estaba destinado, en su versión
más pragmática, a la vida cotidiana del exilio; en su versión excesiva, no utilitaria, a los afectos,
presentes y pasados. Y era también uno de los lenguajes del recuerdo, el recuerdo de mi padre.
La elección del inglés, para ese libro, fue deliberada. También mi método para adquirir
soltura con un inglés escrito. Anotaba en papelitos palabras, expresiones, cláusulas adverbiales (por
lo general adversativas) que me gustaban y que quería usar, como quien plagia. Fue un largo
ejercicio de traducción. Acaso allí está la justificación autobiográfica. Y también el recuerdo de mi
padre.
Desde el jardín de un departamento que da al mismo centro de manzana que el mío, un perro
ladra todos los días al atardecer. En cierta época del año –en otoño, cuando la luz ya es gris a esa
hora en Nueva York y las tardes destempladas- ese ladrido me devuelve a Buenos Aires, las tardes
de invierno de mi infancia, los perros ladraban en la casa del fondo mientras yo hacía los deberes
escuchaba atenta las conversaciones de mi madre y mi tía, pequeñeces chismosas que se
intercambiaban entre costuras y radioteatros del aire. Yo era triste de chica, también muy curiosa:
¿de qué hablaban, en realidad, mi madre y mi tía? En Nueva York los ladridos reproducen, intacto,
aquel desencanto. También la curiosidad. Desde hace un tiempo que siento que me ha cambiado la
memoria. No es que me olvide de las cosas, es que recuerdo de manera diferente: como si mi
memoria hubiera cambiado de retórica y necesitara una escritura nueva.

Rodolfo Walsh
Me llaman Rodolfo Walsh. Cuando chico, ese nombre no terminaba de convencerme:
pensaba que no me serviría, por ejemplo, para ser presidente de la República. Mucho después
descubrí que podía pronunciarse como dos yambos aliterados, y eso me gustó.
Nací en Choele–Choel, que quiere decir “corazón de palo”. Me ha sido reprochado por varias
mujeres.
Mi vocación se despertó tempranamente: a los ocho años decidí ser aviador. Por una de esas
confusiones, el que la cumplió fue mi hermano. Supongo que a partir de ahí me quedé sin vocación
y tuve muchos oficios. El más espectacular: limpiador de ventanas; el más humillante: lavacopas; el
más burgués: comerciante de antigüedades; el más secreto: criptógrafo en Cuba.
Mi padre era mayordomo de estancia, un transculturado al que los peones mestizos de Río
Negro llamaban Huelche. Tuvo tercer grado, pero sabía bolear avestruces y dejar el molde en la
cancha de bochas. Su coraje físico sigue pareciéndome casi mitológico. Hablaba con los caballos.
Uno lo mató, en 1945, y otro nos dejó como única herencia. Este se llamaba “Mar Negro”, y
marcaba dieciséis segundos en los trescientos: mucho caballo para ese campo. Pero ésta ya era zona
de la desgracia, provincia de Buenos Aires.
Tengo una hermana monja y dos hijas laicas.
Mi madre vivió en medio de cosas que no amaba: el campo, la pobreza. En su implacable
resistencia resultó más valerosa, y durable, que mi padre. El mayor disgusto que le causo, es no
haber terminado mi profesorado en letras.
Mis primeros esfuerzos literarios fueron satíricos, cuartetas alusivas a maestros y celadores de sexto
grado. Cuando a los diecisiete años dejé el Nacional y entré en una oficina, la inspiración seguía
viva, pero había perfeccionado el método: ahora armaba sigilosos acrósticos.
La idea más perturbadora de mi adolescencia fue ese chiste idiota de Rilke: si usted piensa
que puede vivir sin escribir, no debe escribir. Mi noviazgo con una muchacha que escribía
incomparablemente mejor que yo me redujo a silencio durante cinco años. Mi primer libro fueron
tres novelas cortas en el género policial, del que hoy abomino. Lo hice en un mes, sin pensar en la
literatura aunque sí en la diversión y en el dinero. Me callé durante cuatro años más porque no me
consideraba a la altura de nadie. Operación Masacre cambió mi vida. Haciéndola, comprendí que
además de mis perplejidades íntimas, existía un amenazante mundo exterior. Me fui a Cuba, asistí al
nacimiento de un orden nuevo, contradictorio, a veces épico, a veces fastidioso. Volví, completé un
nuevo silencio de seis años. En 1964 decidí que en todos mis oficios terrestres, el violento oficio de
escritor era el que más me convenía. Pero no veo en eso una determinación mística. En realidad, he
sido traído y llevado por los tiempos; podría haber sido cualquier cosa, aun ahora hay momentos en
que me siento disponible para cualquier aventura, para empezar de nuevo, como tantas veces.
En la hipótesis de seguir escribiendo, lo que más necesito es una cuota generosa de tiempo.
Soy lento, he tardado quince años en pasar del mero nacionalismo a la izquierda; lustros en
aprender a armar un cuento, a sentir la respiración de un texto; sé que me falta mucho para poder
decir instantáneamente lo que quiero, en su forma óptima; pienso que laliteratura es, entre otras
cosas, un avance laborioso a través de la propia estupidez.

Hebe Uhart
Tengo 56 años pero me siento de 46. Vivo en un barrio medio, ni pobre ni rico y así es como
me gusta: no desearía ser muy rica ni pobre. Tengo y he tenido desde que recuerdo muchos amigos,
tengo la certeza de que puedo hacerme amigos en cualquier parte del mundo, aunque la barrera del
idioma es enojosa, le tengo miedo a los aviones; me gusta viajar pero volar es un suplicio. ¿Cómo
voy a volar si no tengo alas? Me gusta viajar para encontrar a mi casa diferente, bah, para volver.
De los primeros libros que compré en mi vida (y los segundos y los etc) no conservo ninguno: los
presté, los perdí, los regalé, los vendí; ahora los guardo más. Cuando un libro me gusta mucho suelo
reponerlo y comprarlo, porque he leído siempre mucho todo lo que me gusta o pienso que me va a
gustar: en ese sentido soy muy prejuiciosa: si pienso que algo no me va a gustar, no lo leo. Por eso
estoy bastante desinformada, lo que en sí mismo no me preocupa, salvo cuando quedo fuera de las
conversaciones. Soy egresada de Filosofía y lo mismo me pasa con los filósofos: si me interesa, leo
mucho de lo mismo, autor o tema y si no, ignoro. Como soy una persona que saca poco partido de
la experiencia en cuestiones prácticas y además no me gusta muchas gestiones: administrativas,
editoriales y de dentista, cada vez que debo ir a una editorial nueva a llevar mis cosas o al dentista
yo misma me premio. Yendo así a variados dentistas, editoriales y gestores, uno puede entender lo
uno y lo múltiple. “Venga la semana que viene”, o “No hay plata”, dicho de las maneras más
inverosímiles. Desde hace más de treinta años trabajo en la docencia, primaria, secundaria, ahora
universitaria, privada, pública, de adultos. No creo que los jóvenes de ahora sean tan distintos a
como fuimos nosotros: quieren ser reconocidos, valorados y tratados con justicia, por lo tanto, casi
siempre responden. Rechazo las ideas apocalípticas en todas sus manifestaciones, a saber: que los
jóvenes no leen y van a ser ágrafos, que el mundo se va a destruir, que el país va hacia la disolución,
que el tango va a morir, etc. De los libros de la Biblia, el Apocalipsis es el que menos me gusta.
Tengo muy pocos principios o convicciones firmes, pero sí creo en que debemos tratar bien a los
que tenemos cerca y en que todas las personas tienen derecho a momentos de placer, alegría o como
se llame: debemos tratar de no amargar a nadie.

Vlady Kociancich
Nací en el barrio de Palermo. Mis padres vivieron ahí tan poco tiempo que solo recuerdan un
departamento prestado y la sala de maternidad del Hospital Rivadavia. Por una de las ventanas que
da a Las Heras mi madre trató de arrojarse, en medio del trabajo de parto. Esa noche no había
médicos disponibles para atender a una primeriza y las enfermeras la encerraron bajo llave hasta la
mañana siguiente. Veinticuatro horas después de nacer fui sustituida por un varón con ictericia.
Tuvo que intervenir la policía. De alguna cama ajena volvió la beba de ojos claros.
Comprensiblemente, mi madre se negó a tener más hijos.
Me crié fuera del centro, en el lado pobre de Olivos, hoy una zona de típica clase media,
entonces un barrio de obreros especializados, la mayoría inmigrantes. Las calles eran de tierra. Las
casas, cuadradas, sin revoque, toscas crisálidas de donde saldrían chalecitos de tejas. Tenían un
fondo con parra, quinta de verduras y frutales. El matrimonio de mis padres fue una las tantas
alianzas de familias criollas y europeas. Los Kociancich (Cociansi), eslovenos de Friuli, habían ido
llegando de a gotas: primero mi abuelo, luego mi abuela y dos hijas, finalmente mi padre, un chico
de catorce con su hermana de diez. Durante el viaje, mi padre tiró al mar la camisa negra que le
había puesto su tía Nina. La tía Nina era una autoridad de las flamantes Juventudes Fascistas.
Recuerdo haber visto una fotografía de ella de uniforme. Se parecía a Marlene Dietrich y a todas las
nazis rubias de los campos de concentración. Diez años después, su único hijo, Walter, huía a
Inglaterra, se enlistaba en la Royal Air Force y moría en combate. Hollywood hizo más films
realistas de lo que uno supone.
Mi familia materna, los Correa, venían del campo, de la zona de Lincoln. Como toda la
gente de la provincia de Buenos Aires se jactaban de haber estado ahí desde siempre. Pero mi
bisabuela materna era irlandesa, una Collins, y mi bisabuelo era un vasco, un Bastida. Correa es
apellido de judíos conversos que se refugiaron en Galicia.
Mis dos familias habían conocido un pasado mejor o lo inventaban para despreciarse
mutuamente. Crecí en una guerra de mujeres. Criollas contra europeas. Las Kociancich eran de una
belleza exangüe, con su delgadez crónica, su pelo claro, sus ojos grises de muñeca. Las Correa eran
morochas, de inmensos ojos negros, impetuosas, audaces. Mis abuelas dirigían las maniobras desde
la base de domando del patio o de una mesa de costura: Fanny Kociancich, con su languidez de
posguerra, injuriosamente refinada; Isabel Correa, con su insoportable altivez de criolla bien nacida
que no le debe nada a nadie. Los hombres eran piezas de relativa importancia, suministraban
víveres y armas. Yo iba y venían entre estos continentes enfrentados. No había otros chicos. Fui un
botín que cambiaba de manos según la suerte de cada batalla. Una Navidad, mi padre, furioso, tuvo
que ir a buscarme a casa de mi abuelo en Urquiza. Pasamos la medianoche solos arriba de un
tranvía.
Tenía dos años y medio cuando desaparecí nuevamente. Me encontraron en el fondo de un
pozo de cal seca, después de un día de búsqueda. Sana y callada. No hablé durante meses y luego,
con tartajeantes monosílabos. Enfermé de asma. Para distraerme, mi abuela materna me enseñó a
leer y escribir. También me contaba historias que yo escuchaba como cuentos de hadas: mi
bisabuelo, cautivo de los indios; mi bisabuela, haciendo encaje para los patrones de una estancia
dentro de una carreta; el desierto, los malones, los caballos. Mi padre me hablaba de tierras con
castillos, de la nieve, de Roma, como si ese mundo estuviera a la vuelta de la esquina. Mi tío, actor
de un teatro independiente, vestido de Cyrano de Bergerac, recitaba junto a mi cama. Aprendí que
todo lo extraño era posible.
A los dieciocho años, descubrí Buenos Aires. Como un libro a otros libros, la ciudad daba a
otras ciudades: la sórdida de un cuarto de pensión, que compartía con dos chicas igualmente
hambreadas; la radiante de mi amistad con Borges, Bioy Casares y Silvina Ocampo; la marginal de
mi primer empleo, en una agencia de automóviles cerca del Botánico, de la que me echaron mis
jefes, buenos muchachos, antes de caer presos. Ciudades incompatibles, simultáneas.
Me decían que escribiendo no se va muy lejos. Cuando me hice a la idea, ya estaba en
Roma, París, Londres, Moscú, escribiendo para una revista de turismo. No tenía plata para pagarme
un taxi en Buenos Aires ni una cena en Bachín, pero en Europa me alojaba en los grandes hoteles,
comía en los mejores restaurantes y tomaba mi copa de champagne en la Ópera de Viena. Durante
seis largos años fui una especie de Cenicienta en tránsito. La literatura me mantuvo cuerda. Un día,
con gran fe en mi talento, dejé la revista y sus espejismos de película para dedicarme a escribir. Esa
misma fe ha llevado a muchos al suicidio. A mí, a la humildad y a la alegría de estar haciendo lo
que quiero. Mi Ángel de la Guarda es literario y le gustan los viajes. Publiqué mi primera novela en
una editorial de España. Un año después se publicaba en Alemania e Italia. Desde entonces, he
viajado siguiendo el caprichoso itinerario de mis libros en el extranjero.
Le debo a Europa una identidad de escritora que mi país solo me ha dado lenta y mesuradamente,
con ese afán de madre que educa en el rigor, no en la ternura, para templarnos el carácter. Le debo a
Buenos Aires un amor por su gente y por sus voces que no se extingue nunca, y mi única, verdadera
conciencia de una patria

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