El Libro de Las Puertas
El Libro de Las Puertas
Portada
Dedicatoria
Primera parte. Puertas
El generoso regalo del señor Webber
El juego del favorito
Venecia
Recorrido mágico por Manhattan a medianoche
Drummond Fox en la nieve
La ilusión en el desierto
El apartamento del señor Webber y las investigaciones de Izzy
Gente de libros
Una noche de viaje
Posibilidades y reservas
Un extraño en el Ben's Deli
La Mujer
Segunda parte. Recuerdos
La casa de las sombras
Un café en Lyon
El Libro de los recuerdos
La Biblioteca Fox, en las sombras
El libro del armario seis y debates en la Biblioteca Fox
Matt's All-American Burgers (2012)
Izzy no se encuentra bien
Cassie y Joe (2012)
Lo que Izzy olvidó
Viejos amigos en Bryant Park (2012)
Izzy y Lund
Los recuerdos de Drummond Fox (2012)
La Librera
Encallada
Tercera parte. Ecos del pasado
Sola en el pasado
El fabuloso relato de Cassie Andrews
El paso de los días
La otra Cassie
El Libro de las puertas, descubierto
El último adiós al señor Webber
La Librera (II)
El generoso regalo del señor Webber (II)
Cuarta parte. Un baile en un lugar olvidado
Un encuentro en la Biblioteca Fox: sobre la naturaleza y el origen de la
magia (2011)
Los nuevos libros de Barbary
El Libro de la seguridad
El lugar olvidado
El salón de baile del Hotel Macintosh
Dolor en el salón de baile olvidado
La llegada del demasiado tarde
Muerte en el salón de baile
Quinta parte. La nada y ninguna parte
Sexta parte. Un plan en cinco partes
La Mujer, después de la subasta
La realidad, otra vez
Hogueras nocturnas en la playa
La sombra en la arena
Hogar (2013)
Un plan en cinco partes
El plan, primera parte: la historia de Azaki
El plan, segunda parte: la Librera
El plan, quinta parte (I)
El plan, tercera parte: Drummond y Cassie en las sombras
El plan, cuarta parte: Azaki y los libros
El plan, quinta parte (II)
Desesperación
Incendio
El último acto de Hugo Barbary (2002)
Séptima parte. Principios y finales
La Biblioteca Fox
La alegría del final
El generoso regalo del señor Webber (III)
Agradecimientos
Créditos
Dedicado a mi esposa, May, por todos los
recuerdos creados y las aventuras aún por
venir. (NMINOO! VWDDR!)
Primera parte
PUERTAS
El generoso regalo del señor Webber
—¿ADÓNDE QUIERES IR? —le preguntó Cassie, que estaba de pie ante la
puerta con el estómago dándole saltos mortales.
Izzy había ido al baño y se había quitado el pijama, y ambas se habían
puesto el abrigo y los zapatos. Cassie llevaba el Libro de las puertas en la
mano.
Su amiga se encogió de hombros.
—A Italia no —respondió—. A algún sitio desde el que podamos volver
a casa andando si nos quedamos atrapadas.
—Vale —dijo Cassie.
Pensó en la librería porque era su lugar favorito, un lugar cómodo, pero
entonces a Izzy se le ocurrió algo mejor.
—Ya lo sé —dijo—. A la terraza de la azotea del Library Hotel. ¿Te
acuerdas?
Sí, se acordaba. Antes de que Izzy dejara Kellner Books, el Library Hotel
era su lugar favorito para ir a tomar algo después del trabajo. Todavía iban
de vez en cuando, pero no tan a menudo como en aquella época. Era un
sitio que a Izzy le encantaba porque podían sentarse fuera, rodeadas de los
imponentes edificios del Midtown de Manhattan, beber cócteles caros y ver
cómo socializaba la gente joven y rica. A Cassie le encantaban las vistas, la
oportunidad de contemplar todas las ventanas de Manhattan.
—Sí —contestó—. Buena idea.
—¡Elige tú también un sitio! —sugirió Izzy—. ¡Primero vamos al mío y
luego al tuyo!
Cassie sonrió, le gustaba la idea.
—¿Qué, te apetece un recorrido mágico por Manhattan a medianoche?
—¡Me encanta! —exclamó su compañera de piso con los ojos brillantes.
—De acuerdo —dijo Cassie, que se volvió de nuevo hacia la puerta del
pasillo—. El bar del Library Hotel.
Con el Libro de las puertas en la mano, se tomó un momento para pensar
en el bar del hotel, en la puerta que llevaba a la terraza de la azotea. Asintió
con decisión, alargó la mano y tiró del picaporte. Solo vio su pasillo.
—Mierda.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Izzy—. ¿Qué ha salido mal?
—¡Como si lo supiera!
—Bueno, ¿qué hiciste la otra vez? Solo tienes que repetirlo. Pero sin
Venecia. —Cassie miró a Izzy a los ojos—. Debería resultarte más fácil —
dijo—. ¡Solo está a unos cuantos kilómetros de aquí! ¡Para llegar a Venecia
hay que cruzar un océano!
—¿Quieres hacerlo tú? —sugirió Cassie mientras le tendía el Libro de las
puertas.
—Quita, quita —respondió Izzy, que dio un paso atrás.
Su amiga suspiró y volvió a concentrarse. Cerró de nuevo la puerta e
intentó ralentizar la respiración. ¿Por qué se le había acelerado tanto el
corazón? Trató de recordar lo que había hecho la vez anterior.
Había pensado en Venecia. En la calle, en la panadería. En la puerta.
Había recordado… No, no solo la había recordado, había visualizado esa
puerta de Venecia. Y entonces se había sentido rara…
Cerró los ojos y pensó en la puerta de la azotea del hotel, en la hoja de
cristal fría al tacto y mugrienta por fuera. Se visualizó estirando la mano
hacia ella al mismo tiempo que agarraba el picaporte de la puerta del
pasillo.
Entonces la sintió de nuevo, esa presión efervescente y divertida que la
recorría de arriba abajo, y una parte distante de su cerebro exclamó: «¡Lo
estás consiguiendo!».
—¡Mira! —jadeó Izzy.
Cassie abrió los ojos y bajó la mirada. El libro volvía a pesarle en la
mano, pero también se dio cuenta de que ahora estaba ocurriendo algo más.
Había un resplandor, o un aura, alrededor de él, como una especie de
sombra intangible aunque magníficamente colorida, como un arcoíris.
Cassie movió la mano de un lado a otro y el aura arcoíris siguió el
movimiento del libro nadando con pereza en el aire.
—¡Brilla! —exclamó Izzy.
Cassie levantó la vista hacia la puerta. Agarró el picaporte y tiró.
Y la puerta no se movió.
—¿Eh? —refunfuñó, sorprendida.
—¿Qué pasa? —preguntó Izzy—. ¿Qué ocurre ahora?
—La puerta no se mueve.
Cassie miró el libro. Seguía rodeado de aquella brillante y extraña aura
multicolor. Seguía sintiéndolo pesado y sólido en la mano. Estaba
ocurriendo algo.
Volvió a mirar la puerta y dio dos o tres tirones.
—Es como si no se abriera —masculló.
Al cabo de unos segundos, Izzy le dijo:
—La puerta del bar se abre hacia fuera, ¿no?
Cassie se dio cuenta al instante de que tenía razón. La puerta —la
normal, la que llevaba al pasillo— se abría hacia ellas, como la de Venecia.
Sin embargo, si estuviera en el bar del Library Hotel y quisiera salir a la
azotea, la puerta se abriría hacia fuera.
—No me lo puedo creer —murmuró Cassie, asombrada.
A saber cómo, la puerta del apartamento había cambiado y ahora se
movía de una forma que en otras circunstancias sería imposible. Cassie
empujó, la puerta del pasillo se abrió hacia atrás y el aire frío entró
corriendo a su encuentro como un perro emocionado.
Bajó la vista y vio que el aura que rodeaba el libro se estaba disipando,
arrastrada por la brisa. Una vez más, sintió que el peso del libro disminuía
en su mano.
Miró a Izzy a los ojos.
—¡Venga! —la animó su amiga, y las dos salieron en estampida a la
terraza de la azotea del Library Hotel, riendo como niñas.
LA NOCHE HABÍA cobrado vida con la nieve, el cielo que cubría la terraza
estaba blanco y lleno de remolinos, las luces de la ciudad, borrosas y
tenues. Los edificios altos eran gigantes que observaban en silencio,
amortajados por la tormenta.
Izzy guio a Cassie hasta un banco situado al fondo de la azotea y abrió la
sombrilla que había sobre la mesa para que las protegiera de los copos.
Había un hombre en la terraza, sentado en el otro extremo de la azotea,
bebiendo solo. Aparte de ellos tres, no había nadie más bajo la nieve.
—No sé si podremos pedir algo de beber —dijo Izzy, que se asomó por la
ventana hacia el bar del interior.
Allí había un pianista, sentado al otro lado del cristal, y el sonido de su
música salía flotando hacia la noche y se arremolinaba en el cielo con la
nieve.
—Esto es increíble —dijo Cassie, que no podía parar de sacudir la
cabeza, asombrada.
¿Cómo era posible que hubieran atravesado la ciudad? Miró el libro que
seguía sujetando en la mano, aquel sencillo ejemplar marrón, y se dio
cuenta de que le encantaba. Había entrado en su vida y estaba tejiendo
milagros.
—¡Hace muchísimo frío, pero me da igual! —Izzy arrojó una carcajada a
la tormenta—. ¡Estamos en el Library Hotel!
—¡Ya! —exclamó Cassie—. ¡Vamos!
Tiró de Izzy para sacarla del refugio de la sombrilla y llevarla hacia la
nieve. Se apoyaron en la barandilla que bordeaba la terraza y se asomaron
hacia el cañón que era Madison Avenue. Allí abajo el mundo era ártico, la
nieve se acumulaba a gran velocidad, la tormenta desdibujaba todas las
farolas y los faros de los coches. Unos cuantos aventureros caminaban con
dificultad entre las ventiscas, con la cabeza gacha y la capucha levantada.
Detrás de Cassie e Izzy, en el bar, el pianista terminó una melodía lenta y
atacó otra más rápida, una especie de arreglo jazzístico de un clásico de las
big band que a Cassie le resultó vagamente familiar.
—Dame la mano —dijo Izzy sonriendo.
—¿Qué? —preguntó Cassie, que miró a su amiga con los ojos entornados
para resguardarse de la nieve.
—¡Baila conmigo, Cassie! —gritó Izzy.
—¡Estás borracha!
—¡Sí!
Izzy atrajo a su amiga hacia sí y, durante un minuto, bailaron al son de la
música del bar, solo ellas, la nieve y las notas del piano haciendo piruetas
en el frío cielo nocturno.
—Esto es una locura —dijo Cassie cuando volvieron a desplomarse en
los asientos de debajo de la sombrilla y se enjugaron la nieve de la cara.
—Sigo pensando que es un sueño —aseguró Izzy—. ¿Acabamos de
bailar en el cielo?
—Una loca me ha agarrado y me ha hecho bailar un foxtrot —convino
Cassie.
Su amiga sonrió y contempló la nieve mientras negaba con la cabeza casi
para sí. Detrás de ellas, el pianista terminó la pieza y volvió a algo más
lento, algo más adecuado para aquellas horas de la noche en un bar de
Nueva York.
—¿Qué podrías hacer con esta habilidad? —preguntó Izzy unos instantes
después—. Con lo de poder ir a cualquier parte siempre que quieras. —
Cassie se lo pensó—. ¿No volver a montar en metro para ir a trabajar? —
sugirió Izzy—. Solo tienes que salir del dormitorio y ya estás en la librería.
El comentario hizo sonreír a su compañera.
—Disfruto bastante del trayecto al trabajo, a veces. Aunque no cuando
hace frío.
—El frío es lo peor —confirmó Izzy. Volvió la cabeza hacia el bar—. Me
apetece mucho tomarme una copa.
Cassie estaba jugueteando mentalmente con las posibilidades.
—No tener que volver a usar un baño público jamás.
—¡Uf, qué bueno, sí! —exclamó Izzy—. No me digas que no sería una
gozada: se acabó el hacer pis en cuclillas.
—Puedo ir al baño de casa cada vez que lo necesite —dijo Cassie.
—Pero ¿y si apareces y estoy yo dentro? —preguntó su amiga—. ¿Y si
me pillas meando?
—Por favor, pero si siempre dejas la puerta abierta cuando vas al baño.
No sería nada que no hubiera visto antes.
—Oye, es una suerte que ese libro haya acabado en tus manos —dijo
Izzy, que se deslizó hacia ella por el banco en busca de calor—. Me refiero
a en lugar de en las de otra persona, alguien menos bueno. Piensa en lo que
podrías hacer con él si no fueras una buena persona.
Cassie permaneció callada, no quería que sus pensamientos derivaran
hacia algo así. Quería jugar con las posibilidades y disfrutar de la ilusión,
no regodearse en las inquietudes.
—Imagina que un pervertido pudiera entrar y salir del dormitorio de
cualquier mujer cuando le viniera en gana —dijo Izzy—. En cualquier parte
del mundo.
—Sí —dijo Cassie.
—Podrías viajar a otro país, cometer un delito, volver y nadie sabría
quién eres. Aunque la gente pensara que eras tú, tendrías la coartada
perfecta al estar en otro país.
Cassie asintió en silencio.
—O un ladrón —prosiguió su amiga—. Podrías entrar y salir de
cualquier caja fuerte. No tendrías que forzar la puerta. Ni siquiera tendrías
que entrar en el banco. Bastaría con que abrieras la puerta de la caja fuerte y
metieses la mano. O en cualquier joyería. Nada estaría a salvo.
—Vale —dijo Cassie con el ceño fruncido—. ¿Podemos no enumerar
todas las cosas terribles que podría hacer alguien? Esto es alucinante, Izzy.
Es como… lo mejor del mundo. ¡Un libro mágico que puede llevarme
adonde me apetezca! ¡No me lo estropees!
Su compañera levantó las manos en señal de disculpa.
Se quedaron calladas un instante, pero Cassie estaba impaciente por
utilizar el libro de nuevo. Quería ver adónde más podían viajar.
—¿Nos vamos a otro sitio?
—Vale —contestó Izzy—. A algún lugar donde haga más calor.
Se encaminaron hacia la puerta del bar y Cassie se percató de que el
hombre que bebía solo seguía allí. Cuando levantó la vista, primero hacia
ella, luego hacia Izzy y después hacia los edificios de alrededor, vio que
tenía los ojos oscuros. Entonces Cassie volvió a utilizar el libro, tal como
había hecho en el apartamento: lo sintió pesado y después se produjo un
estallido con los colores del arcoíris en torno a su mano, y todo le pareció
aún más fácil que la última vez. A continuación, atravesaron la puerta del
bar, pero llegaron a otro lugar.
Viajaron a la Biblioteca Pública de Nueva York, a la sala de lectura en la
que Cassie había pasado muchas horas felices, ahora en penumbra y
silenciosa mientras la tormenta golpeaba los altos ventanales. Caminaron de
puntillas en la oscuridad, como fantasmas a los que se les escapaba la risa
tonta, Cassie aterrorizada por si había alguna alarma o algún guardia de
seguridad que las descubriera. Y después utilizaron una puerta lateral de la
sala de lectura para viajar a la librería Strand, justo al sur de Union Square,
otro de los lugares favoritos de Cassie en la ciudad. Cada vez que cruzaban
una puerta, la joven se convencía de que la tediosa realidad volvería y le
arrebataría aquel cuento de hadas, pero se equivocó en todas y cada una de
las ocasiones. De repente, el mundo era maravilloso y estaba lleno de
posibilidades.
—Tengo hambre —dijo Izzy mientras deambulaban por Strand.
—¿Un Ben's? —propuso Cassie, que se refería al local de comida
preparada que había a unas manzanas de su piso y permanecía abierto las
veinticuatro horas.
Era su sitio, el lugar donde habían esperado más de dos horas para
reunirse con el agente de la inmobiliaria el día en el que se mudaron al
apartamento y el lugar al que iban a comprar comida para llevar.
—Un Ben's —convino Izzy.
Cassie abrió una puerta al fondo de la librería y entraron en el Ben's Deli,
situado a un kilómetro y medio de allí. Se sentaron al fondo del local e Izzy
se comió unas tortitas con beicon acompañadas de una Coca-Cola, mientras
Cassie se tomaba un café e intentaba contener su entusiasmo.
—Mírame —se quejó Izzy con tristeza—. Doy asco. Es medianoche y
mira lo que le estoy haciendo a mi cuerpo.
—A tu cuerpo no le pasa nada y lo sabes.
—Pero le pasará si sigo comiendo así. ¿Has visto a mis tías? Son todas
enormes. Lo llevo en los genes, Cass.
—¿Por qué has pedido comida, entonces?
Izzy se encogió de hombros.
—Estoy sobrepasada y borracha. —Dejó caer el tenedor de golpe en el
plato y lo apartó—. ¿Qué vas a hacer con el libro?
—¿A qué te refieres? —preguntó Cassie.
Su amiga la miró con el ceño fruncido.
—Bueno, no puedes quedártelo y seguir usándolo así, ¿no?
Cassie no lo entendía.
—¿Por qué no? —preguntó—. Me lo han regalado. Me pertenece.
—No sabes nada de él, Cass. Podría ser peligroso.
La joven suspiró, odiaba aquella advertencia, odiaba que pudiera tener
razón. Se quedó pensativa unos instantes, mientras Izzy se terminaba los
últimos tragos de Coca-Cola.
—Podría intentar averiguar más cosas —concedió Cassie—. Sobre el
libro, sobre el señor Webber.
—¿Y cómo vas a hacerlo? Está muerto, ¿recuerdas?
—Le preguntaré a la señora Kellner. Es posible que lo conociera. Era un
cliente habitual.
Izzy asintió.
—Creo que, hasta que sepas más, no deberías jugar con él. No tienes ni
idea de lo que podría estar provocando.
—Llevamos toda la noche jugando con él —señaló Cassie.
—Sí —dijo Izzy con expresión seria—. Aun así, yo no lo haría.
—¿Nos vamos a casa? —preguntó para cambiar de tema—. Estoy
cansada.
CAMINABAN AGARRADAS DEL brazo, pegadas la una a la otra para darse calor
y estabilidad. Cassie llevaba el bolso colgado del hombro, con el Libro de
las puertas dentro. La calle estaba atestada de gente, de ruido y del humo de
los coches; todo el mundo iba bien abrigado, lanzando volutas de aliento
condensado al aire. Era como si las pesadas nubes grises que amenazaban
con una nueva nevada se hubieran tragado el sol. Anduvieron en silencio
durante unos instantes, y Cassie se sorprendió pensando en las muchas
veces que su amiga y ella habían caminado agarradas del brazo de aquella
manera: al ir y volver del trabajo durante los primeros tiempos de su
amistad; para acudir a cenas con amigos; cuando salían de fiesta e Izzy
buscaba citas y ella estaba desesperada por volver a casa y al libro que
estuviera devorando en aquel momento. Era su historia en común y ella
tenía la sensación de que se conocían desde siempre, casi como si fueran
hermanas.
—¿De qué querías que habláramos? —preguntó.
Izzy asintió, con la mirada clavada en el cañón urbano que se extendía
ante ellas.
—Anoche no pude dormir —dijo—. A ver, en algún momento debí de
caer rendida cuando volví a mi habitación. Habré descansado un par de
horas, quizá.
—Sí.
—Pero fue un sueño de esos inquietos, como cuando tienes que madrugar
para algo. No paras de despertarte y… —Izzy negó con la cabeza—. Vi mil
veces el vídeo que grabamos, ya sabes, el de…
—Sí —volvió a decir Cassie.
Esperaron a que el semáforo se pusiera en verde en un paso de cebra y
cruzaron la calle entre una gran multitud: dos grupos de peatones que
confluyeron como ejércitos enfrentados en una batalla antes de volver a
separarse y alejarse en direcciones opuestas.
—Al llegar al trabajo, no dejaba de pensar en ello, así que me he pasado
el día buscando en Google.
—Un día ajetreado en Bloomingdale's, entonces —observó Cassie—.
¿Qué has buscado?
Su amiga puso los ojos en blanco.
—¡El tiempo en Minnesota! ¿Tú qué crees, Cassie? Lo del libro ese que
te teletransporta. Eso he buscado.
Su amiga se mordió el labio, le incomodaba la idea de que Izzy hubiera
hecho algo referido al libro sin consultarlo antes con ella.
—¿Qué has averiguado?
—Nada —respondió su compañera de piso—. Me he pasado tantas horas
navegando por internet que parecía que estuviera haciendo un doctorado.
He consultado todos los sitios web y todos los foros. Todos los vlogs, los
blogs y Dios sabe cuántas cosas más. Y no he encontrado nada. Ni
referencias a libros que te teletransportan ni al Libro de las puertas ni a
nada. A nada de nada.
—Ah —dijo Cassie, sorprendida ante su propia decepción—. ¿Qué haces
aquí, entonces, si no has encontrado nada?
Izzy la miró de reojo con incredulidad.
—¿No lo entiendes? —preguntó—. No hay nada sobre tu libro en
internet.
—Sí, eso ya me lo has dicho.
—Cassie —replicó su amiga, hablándole como si fuera tonta—, Google
lo sabe todo. ¡Todo! Estoy convencida de que sería capaz de encontrar qué
número calzas y la declaración de la renta de la señora K. Pero ese libro…
No es normal, ¿no? Es la típica cosa de la que la gente hablaría. Entonces,
¿cómo es que no hay nada en toda la red?
Cassie reflexionó sobre la cuestión. Algo pesado se le asentó en el
estómago y la sensación no le gustó nada. La rechazó, no le hizo caso.
—Uf, venga ya, Iz —contestó—. Estás preocupada porque no has
encontrado nada, pero, si hubieras encontrado algo, también lo estarías.
—Es como si hubiera alguien vigilando, borrando todas las referencias a
cosas como esta —prosiguió Izzy con la voz grave y atropellada—. No me
gusta.
—¡Estás dándole demasiadas vueltas! —exclamó su amiga, que tuvo que
forzar una risa que en realidad no sentía en su interior.
—¡Y tú estás dándole demasiadas pocas! —le espetó Izzy. Cassie la
miró, atónita, y, por primera vez, se dio cuenta de lo en serio que su amiga
se estaba tomando el tema—. Sé que tú siempre andas por ahí soñando
despierta, como si nada importara y nada pudiese hacerte daño, pero esto
¡me pone los pelos de punta! Tienes que ir a la policía, pedirle que
investiguen a ese tal señor Webber…
Su compañera adoptó una expresión de culpabilidad que Izzy detectó al
instante.
—Cassie… —dijo en tono de decepción.
—Es posible que esta mañana haya visitado su apartamento.
—¡Madre mía, podrían haberte visto! Y ¿cómo has entra…? Oh… —
Izzy se interrumpió y Cassie asintió para confirmárselo—. No tengo nada
claro que debas usarlo así. No hasta que sepas más sobre él. Podría ser
peligroso.
—No he encontrado nada —confesó la joven, que entornó los ojos al
volver la cara hacia el viento—. No era más que el apartamento de un
hombre mayor. No he rebuscado en sus cajones ni nada por el estilo,
simplemente he sentido que allí no había nada.
Izzy no paraba de negar con la cabeza, se miraba los pies mientras
caminaban, a todas luces disgustada.
—Vamos, tengo que volver ya —anunció Cassie.
Llegaron al final de una manzana y empezaron a deshacer el camino.
Cuando se dieron la vuelta, algo llamó la atención de Cassie: una figura, un
rostro familiar. Al otro lado de la calle había un hombre observándolas: era
moreno, tenía la cara demacrada y vestía un traje oscuro. La joven se dio
cuenta de que lo había visto en otra ocasión. Era el hombre de la noche
anterior, el que se habían encontrado sentado en la terraza del Library
Hotel. Le sostuvo la mirada mientras caminaba, estirando el cuello para no
perderlo de vista.
—¿Qué pasa? —preguntó Izzy.
—Nada —mintió con una sonrisa—. Nada.
Miró hacia atrás y ya no alcanzó a verlo entre el tráfico.
—Hemos tardado más de lo que pensaba —dijo Cassie, que de repente se
sentía inquieta, aunque no sabía por qué—. Voy a utilizar el Libro para
volver.
La expresión de Izzy mostraba lo desconcertada que se sentía.
—Cassie…
—Por favor, Izzy, confía en mí.
Su tono de voz detuvo las protestas de su amiga. Giraron por la siguiente
calle y encontraron una cafetería enorme. Instantes después, aparecieron en
Kellner Books, lejos de la Segunda Avenida y del hombre que las estaba
vigilando.
Gente de libros
DRUMMOND FOX, QUE una vez había sido Bibliotecario y ahora era un simple
nómada, se despertó aquella mañana pensando en las mujeres que había
visto la tarde anterior. Sintió la urgencia de encontrarlas, de salvarlas de lo
que fuera que el destino pudiese depararles. Se duchó, se vistió y después
cogió sus tres libros de la mesilla de noche: el Libro de la suerte, con las
tapas y las páginas doradas, el Libro de las sombras y el Libro de los
recuerdos. Se detuvo de nuevo en el Libro de los recuerdos. Abrió la
cubierta y miró el texto escrito con pulcritud en la primera página, como
había hecho miles de veces a lo largo de los años.
MÁS O MENOS en ese mismo momento, aunque en Londres, donde era última
hora de la tarde en lugar de pleno día, Marion Grace estaba esperando a su
hermana en un concurrido restaurante italiano de Covent Garden. Llevaban
más de cinco años sin verse —en realidad, Marion ya casi nunca veía a
nadie—, pero su hermana le había enviado un correo electrónico pidiéndole
que quedaran de inmediato. Así que había salido de su apartamento de los
Docklands y se había encaminado hacia Covent Garden. Durante el trayecto
se había notado nerviosa e incómoda, y solo se había relajado un poco
cuando, al llegar al restaurante, le habían dado una mesa en la esquina
situada al fondo.
—La persona que hizo la reserva —le explicó el camarero—, pidió una
mesa tranquila. Espero que esta les valga.
Marion sonrió, satisfecha, agradecida de que su hermana hubiera tenido
el detalle de pensar en sus miedos. Se sentó a esperarla. El camarero le
llevó pan en una cesta y luego una bebida, y después Marion se distrajo un
momento mirando el móvil para comprobar si había recibido algún mensaje
de su hermana. Al levantar la vista de nuevo, se encontró a la Mujer delante
de ella, observándola desde el otro lado de la mesa con sus ojos oscurísimos
y su bello rostro.
Ahogó un grito. La Mujer se limitó a mirarla sin mostrar ningún tipo de
expresión.
Marion se volvió hacia el restaurante en busca de ayuda, pero allí nadie
sabría quién era la Mujer. Nadie habría visto nada que no fuese a una mujer
atractiva vestida con un fresco vestido de flores.
—Tú —dijo Marion con la voz temblorosa.
La Mujer la miró a los ojos, aún sin decir nada.
Marion tragó saliva y sintió que se le cerraba la garganta.
—He quedado con mi hermana —dijo.
La Mujer continuó sosteniéndole la mirada y luego negó despacio con la
cabeza.
—Tú —repitió Marion—. Mi hermana, ¿está…?
—Tu hermana ya no está —dijo la Mujer sin más.
Su voz era tranquila, sus palabras casi susurradas. Marion apartó la
mirada, consternada.
Pensó en salir corriendo, pero ¿cómo iba a hacerlo? Era una anciana que
se había pasado cinco años escondida. ¿Y quién sabía de qué libros disponía
la Mujer?
—¿Qué quieres? —preguntó, ahora con la voz entrecortada—. ¿Qué
quieres de mí?
La Mujer le hizo un gesto a un camarero que pasaba por allí. El hombre
se agachó para escucharla y ella le dijo algo casi al oído; al instante, el
camarero le dedicó una reverencia y se alejó a toda prisa.
—No sé nada —dijo Marion—. Por favor. Hace cinco años que vivo
como una ermitaña. No he hablado con nadie.
Mientras ella hablaba, la Mujer inspeccionaba la cesta de pan. Cogió un
panecillo blanco y lo olisqueó.
—¿Qué le has hecho a mi hermana? —preguntó Marion, aunque en el
fondo no quería saberlo.
La Mujer volvió a mirarla a los ojos y partió el panecillo por la mitad con
gran parsimonia. Entonces las comisuras de los labios se le curvaron en una
sonrisa.
—No tengo mi libro —dijo entonces la anciana, y la Mujer alzó la vista
de inmediato hacia ella mientras se llevaba un trozo de pan a la boca.
El camarero reapareció con una copa de champán y la dejó sobre la mesa.
La Mujer masticó el pan sin dejar de observar a Marion en silencio.
—No lo tengo —insistió esta—. No lo quería. No quería que vinieras a
buscarlo.
La Mujer bebió un sorbo de champán y esbozó un mohín de decepción;
examinó el líquido a través de la copa y chasqueó los labios, como si el
gusto de la bebida no fuera el que esperaba.
—Y, aunque lo tuviera, tampoco lo habrías querido —prosiguió Marion
—. ¿Qué ibas a hacer con el Libro de la alegría? —La boca de la anciana se
convirtió en un arco descendente, su odio por fin había superado a su miedo
—. La alegría es lo último que te importa.
La Mujer comió otro trozo de pan.
Marion la observó, a la espera.
A la espera de algo.
A la espera del terror.
—Se lo envié a Drummond —al fin—. Se lo envié hace más de diez años
para que lo mantuviera a salvo, ¿vale? Eso es lo que le has hecho a este
mundo. Me obligaste a esconder el Libro de la alegría porque era mejor eso
que permitir que cayera en tus manos.
Marion se sorprendió al notar que se le habían llenado los ojos de
lágrimas. No sabía muy bien si eran de miedo, lágrimas por su hermana o
lágrimas por el mundo que aquella mujer había creado.
—Eso es lo que has conseguido —dijo mientras se enjugaba los ojos con
la mano—. ¿Es que no tienes vergüenza?
—¿Dónde está la Biblioteca Fox? —preguntó entonces la Mujer, y el
sonido de su voz fue tan bajo que Marion tuvo que inclinarse hacia ella para
oír lo que decía.
—No lo sé —contestó, repentinamente aterrada—. ¿Por qué iba a
saberlo? ¡No quiero saberlo! Nadie quiere, porque eso solo significaría que
irías a por ellos, ¿no?
La Mujer estaba mirando el panecillo, pero arqueó las cejas como si
preguntara: «¿En serio dice eso la gente?».
—El único que lo sabe es Drummond Fox —continuó la anciana—. Si
quieres la Biblioteca Fox, tienes que encontrarlo a él. ¡No sé por qué me lo
estás preguntando a mí!
La Mujer no dijo nada. Era tan guapa, pensó Marion, cuánta oscuridad
encerrada en un envoltorio tan bello.
—Jamás encontrarás a Drummond Fox —afirmó Marion, que sintió que
el miedo se le resbalaba por los hombros como un abrigo que ya no quería.
Iba a morir, lo sabía, y era increíble lo liberador que resultaba aquel
pensamiento. Sonrió para sus adentros y la Mujer dejó caer sobre la mesa el
trozo del pan que no se había comido—. No has sido capaz de encontrarlo
en todos estos años y no vas a encontrarlo ahora, ¿a que no?
La Mujer la miró con su expresión impasible y hermosa.
—¡Ay, hacía años que no recibía una noticia tan buena! —exclamó la
anciana, que juntó las manos en un momento de deleite—. ¡Uf, sí! Si no das
con él, nunca encontrarás la Biblioteca Fox, ¿eh?
Marion incluso se echó a reír y, al liberar la tensión, sintió que el aire que
la rodeaba se aligeraba un poco.
Miró a la Mujer y vio lo vacía que estaba, la ausencia absoluta de
cualquier tipo de sustancia humana en su interior. Era como un retrato,
pensó Marion, hermoso, pero carente de vida.
Entonces la Mujer estiró una mano y la posó sobre el brazo de Marion,
con la boca contraída en un mueca de desdén y crueldad. Un instante
después, la anciana experimentó un dolor inmediato e inmenso, como si una
mano enorme le hubiera agarrado el corazón y se lo estuviera estrujando.
Jadeó y cayó de bruces sobre la mesa entre un traqueteo de cubiertos y
vasos. Murió en el acto, viendo su propio reflejo distorsionado en la jarra de
agua metálica: la cara de una anciana gritando.
LA MUJER CAMINÓ hacia el sur, desde Covent Garden hasta el dique que
bordea el Támesis, acariciando su furia silenciosa y detestando el mundo
bullicioso y activo que se desplegaba a su alrededor.
Estaba furiosa porque todo su trabajo había sido en vano. El Libro de la
alegría seguía fuera de su alcance. Había soportado un vuelo transatlántico
y ahora tenía que soportar otro para volver a casa.
Continuó andando hasta el puente de Westminster y vio el palacio
iluminado y resplandeciente como el oro en la penumbra vespertina. El
puente bullía de personas atareadas, de las idas y venidas de la humanidad.
La gente charlaba mientras paseaba, sonreía o se abría paso casi a la fuerza
entre los demás. La Mujer se movía entre todos ellos sin ninguna expresión
en el rostro, como un tiburón que se desliza entre bancos de peces.
Quería causar daño, quería provocar sufrimiento. Siempre era así, pero
aquel día era especialmente notable, dada su decepción. No le bastaba con
haber matado a la anciana en el restaurante. Eso había sido un desahogo
instantáneo e insatisfactorio. La Mujer sentía la necesidad de calmarse con
un tormento más sustancial, de hacer que el mundo cantara de dolor para
que ella lo oyese.
El día se iba oscureciendo a medida que la noche se acercaba y la Mujer
cruzaba el puente. Las personas entre las que avanzaba miraban a su
alrededor bajo la luz vespertina, como si de algún modo fueran conscientes
de lo que se movía entre ellas, como si de repente se sintieran inquietas pero
fueran incapaces de adivinar por qué.
La Mujer vio entonces a una madre joven que caminaba hacia ella,
agarrada de la mano de una niña de unos ocho o nueve años. La cría andaba
dando saltitos e iba vestida con un precioso abrigo de color crema y unos
leotardos blancos. También llevaba puestas unas orejeras y tenía las mejillas
enrojecidas por culpa de la brisa helada que se elevaba desde el Támesis. La
niña sonreía y admiraba la vista de las Casas del Parlamento, de la torre del
reloj que perforaba el cielo. Estaba radiante, sana y viva, y la madre parecía
tan feliz, tan satisfecha de sí misma, tan ufana por lo que había traído al
mundo… La Mujer odió todo el conjunto.
Mientras se acercaban, se permitió desviarse hacia ellas y, al hacerlo, se
sacó el Libro de la desesperación del bolso y se lo llevó al pecho, como si
fuera una mujer camino de la iglesia con la Biblia en la mano. Sintió su
poder, la desesperación que burbujeaba en el aire a su alrededor. La
oscuridad se filtró hacia el exterior por los bordes del libro cuando le hizo
cobrar vida, pero nadie la miró.
La niña pasó a su lado y la Mujer estiró una mano para acariciarle la
suave mejilla rosada con los dedos. La desesperación se desbordó de su
interior como el agua de un cántaro y se derramó sobre la pequeña en aquel
breve instante de contacto. La Mujer experimentó una oleada de entusiasmo
al sentir la agonía que la recorría y que penetraba en aquel cuerpo joven y
vibrante.
Un instante después, se oyó un gemido acongojado y, mientras seguía su
camino, la Mujer volvió la cabeza por encima del hombro y vio a la madre
acuclillada, con el rostro teñido de preocupación y la frente fruncida de
angustia mientras sujetaba a su hija con las dos manos.
La niña lloraba mientras el vacío la llenaba, y a la Mujer le pareció que
los ojos de la cría parecían más oscuros, tan negros como el cielo nocturno
tras el palacio de Westminster.
La pequeña tenía el rostro crispado y enrojecido, las lágrimas le rodaban
por las mejillas mientras chillaba a causa del repentino horror que sentía,
mientras cantaba la canción de la Mujer. Giró la cabeza para mirar a esta
última, como si conociera el origen de su desconsuelo. La observó entre las
lágrimas a pesar de que su madre la estaba abrazando y consumiéndose de
inquietud por ella, a pesar de que los demás peatones del puente miraban a
la pareja y la esquivaban.
Entonces la Mujer se dio la vuelta y le sonrió. «Sí, niña —decía aquella
sonrisa—. He sido yo. Te he hecho un regalo.»
La cría no volvería a sonreír jamás, la Mujer lo sabía muy bien. Nunca
conocería la felicidad ni la alegría. Tal vez ni siquiera alcanzara la edad
adulta, destruida por la desdicha que la Mujer acababa de transmitirle.
Y aquello la satisfizo. Ella también había sido una niña inocente y feliz
en algún momento, antes de que todo cambiara. ¿Por qué debía haber niñas
felices y sonrientes cuando podían estar cantándole su dolor al mundo para
que la Mujer lo oyera?
Continuó caminando mientras los alaridos de desesperación de la
pequeña se elevaban hacia el cielo a su espalda, una canción deliciosa y
terrible.
Una noche de viaje
CASSIE CONDUJO A su compañera de piso hasta el otro lado de una puerta que
daba a una gran sala circular rodeada de ventanales hasta el techo. Había
gente paseándose de un lado a otro y se oía un rumor de conversaciones,
pero el espacio no estaba concurrido.
—¿Dónde estamos? —preguntó Izzy mientras observaba el rostro de los
demás ocupantes de la estancia.
—Ven —dijo su amiga, que la animó con un gesto de la mano.
Se acercaron a la pared de cristal y el paisaje se desplegó ante ellas: una
interminable extensión de edificios y de calles que se esparcían en todas
direcciones bajo un cielo azul brumoso. A lo lejos, en el horizonte, se
alzaba una forma gigantesca, perfectamente simétrica y triangular, rematada
con un casquete blanco.
—¡Hala! —exclamó Izzy mientras contemplaba el panorama—. ¿Dónde
estamos?
—En Tokio —contestó Cassie sin apartar la mirada de las calles que se
extendían a sus pies—. Más en concreto, en el mirador del edificio del
Gobierno Metropolitano de Tokio. Y eso… —Señaló la silueta del
horizonte golpeteando el cristal con el índice—. Eso es el monte Fuji. ¿Has
visto alguna vez una montaña que se parezca más a una montaña?
Izzy sonrió.
—Pensaba que Nueva York era la mejor ciudad del mundo, pero esto
es… —Negó despacio con la cabeza—. Esto es Nueva York multiplicado
por diez.
—Sí —convino Cassie.
Izzy disfrutó de la vista en silencio.
—Pero podrías comprarte un billete y venir en avión —dijo al final
mientras miraba a su amiga—. Tokio está aquí, con o sin el libro.
—En realidad, esto no tiene nada que ver con Tokio —contestó Cassie
mientras recorría el monte Fuji con la mirada.
—No lo entiendo —se quejó su compañera—. ¿Con qué tiene que ver,
entonces?
Esperaron en silencio unos instantes mientras una pareja de ancianos
japoneses pasaba lentamente a su lado. Entonces Cassie respondió:
—¿Sabes que mi abuelo murió?
—Claro —dijo Izzy—. De cáncer de pulmón.
La joven hizo un gesto de asentimiento.
—Pero nada más, ¿verdad? Es lo único que digo. «De cáncer de
pulmón.» Y entonces la gente dice que sí con la cabeza, finge que lo
entiende y pasamos a otra cosa. Nunca cuento nada más porque es
demasiado duro y me da miedo que, si lo dejo salir una sola vez, ya nunca
pueda parar y se convierta en lo único que soy, en una especie de dolor
interminable y…
Desvió la vista del paisaje y vio la expresión de preocupación en el rostro
de su amiga. Las palabras se le secaron en la boca. Izzy le puso una mano
en el brazo.
—Mi abuelo me crio desde el momento en el que mi madre, que era
adicta y terminó muriendo de sobredosis, me abandonó y me dejó con él. Y,
cuando yo todavía era un bebé, también perdió a su mujer, mi abuela.
—Por Dios.
—Bueno, no fue tan horrible. No llegué a conocerlas y tuve una infancia
feliz. Mi abuelo fue el mejor padre que podría haber tenido. El mejor padre
y la mejor madre. Estábamos los dos solos. Fue él quien me transmitió el
amor por los libros. Me leía cuando era pequeña y luego me animó a leer
sola. Era carpintero y tenía el taller al lado de casa. Había un puf enorme en
un rincón y siempre me sentaba allí a leer después del colegio o los fines de
semana mientras él trabajaba. No teníamos mucho dinero, pero no nos
faltaba de nada.
Su amiga asintió, con el ceño un poco fruncido, como si no entendiera el
sentido de aquel torrente de recuerdos.
—Le detectaron el cáncer cuando yo tenía dieciocho años —prosiguió
Cassie—. Fue de repente, uno de esos casos en los que, cuando los síntomas
se manifiestan, ya es demasiado tarde. No me moví de su lado durante los
meses que transcurrieron hasta que murió, Izzy. La gente con cáncer… no
muere de un momento a otro. Es una agonía larga y lenta que se prolonga
durante unas semanas y unos meses en los que la enfermedad le arrebata a
la persona todo lo que es. Es… deshumanizante.
—¿No pudieron hacer nada? —preguntó Izzy.
La joven sonrió con tristeza.
—No teníamos un buen seguro médico. Mi abuelo había invertido todo
su dinero en la casa. Y, cuando empezó a estar enfermo de verdad, no quiso
sacar dinero de la casa para pagar los medicamentos. Decía que era para mí.
Decía que sabía que se iba a morir y que nada podría evitarlo. Una vez le
pregunté a una de las médicas si mi abuelo podría haberse salvado si
hubiéramos contado con un seguro médico decente. Me contestó que creía
que no, pero no sé si me lo creo.
Cassie notó que, mientras dejaba entrar los malos recuerdos, esos
pensamientos que normalmente mantenía encerrados bajo llave, se le
humedecían los ojos. Le dio la espalda al paisaje y caminó a lo largo del
ventanal observando la sala, a los otros turistas —con los ojos abiertos
como platos y emocionados—, al personal mientras se encargaba de sus
tareas. Izzy caminaba a su lado.
—Al final sentía muchísimo dolor —continuó diciendo—. Pasó días de
verdadera agonía en su habitación. A oscuras, sudando, tosiendo sangre.
Se estremeció, intentó deshacerse de los malos recuerdos como si fuera
un perro sacudiéndose el agua.
—¿Sabes que nunca pudo hacer lo que quería en la vida? —dijo mirando
a Izzy—. Crio a su hija y perdió a su esposa. Y luego fue su hija la que
murió. Y después tuvo que criarme a mí. Y todo eso sin dejar de trabajar
para darme una infancia feliz. Siempre quiso viajar, pero creo que ni
siquiera llegó a salir del estado, al menos no durante el tiempo que estuve
con él. ¿Y qué recibe a cambio? Una muerte horrible y dolorosa antes de los
sesenta. —Negó con la cabeza—. No es justo.
—No —le dio la razón Izzy.
—Este mundo es horrible y cruel y lo detesto…, pero los libros siempre
han sido un refugio para mí. Cuando era pequeña y cuando mi abuelo se
estaba muriendo. Prefiero los libros al mundo real.
—Lo entiendo —dijo su amiga—. La vida es una mierda.
—Y ahora tengo esto. —Cassie se sacó el Libro de las puertas del
bolsillo y lo sostuvo ante ella—. No sé por qué me lo regalaron, pero el
caso es que ahora es mío. Y el señor Webber era un buen hombre. Un
hombre que amaba los libros. Así que me niego a pensar que sea algo malo.
Tengo que creer que me lo dio para que pueda vivir la vida que mi abuelo
nunca tuvo la oportunidad de vivir. Para que pueda hacerlo por él.
Izzy reflexionó.
—Lo entiendo —repitió.
Se quedaron junto a la ventana, mirando hacia el sol.
—¿Podemos irnos a casa, por favor? —preguntó Izzy.
—Sí —respondió su amiga—. Bueno, con el libro podemos volver
cuando queramos.
—Ya —dijo Izzy con la voz un poco apagada.
—Tengo hambre. ¿Vamos al Ben's?
—Vale.
Utilizaron la puerta del baño de mujeres, situado al borde de la
plataforma de observación, y entraron en el Ben's Deli, ya de vuelta en
Nueva York. Cruzaron el establecimiento, saludando con un gesto de la
cabeza a las caras conocidas que había detrás de la barra, y se sentaron a
una mesa del fondo. Era más de medianoche y el local estaba casi vacío,
solo había una persona más, pero Cassie ya se había sentado cuando se dio
cuenta de que se trataba del hombre que había visto en otras dos ocasiones:
en la terraza del hotel y después, en la calle, mientras Izzy y ella paseaban
cogidas del brazo hacía unos días. Ahogó una exclamación en el mismo
momento en que el hombre levantó la mirada y la vio. Una expresión de
reconocimiento alteró el rostro del desconocido, que se levantó al instante,
como si tuviera algo importante que decir, y se acercó a su mesa.
—Me ha estado siguiendo —le espetó Cassie, y entonces se percató de
que Izzy levantaba la cabeza para mirarla y a continuación la volvía hacia el
hombre.
—No —contestó él—. No la he estado siguiendo y no sabía que iba a
estar aquí. Ha sido pura suerte. Pero me alegro de que nos hayamos
encontrado. Me llamo Drummond Fox y debo decirles que corren un
peligro terrible.
Un extraño en el Ben's Deli
RECUERDOS
La casa de las sombras
NACIDO A FINALES del siglo XIX y educado entre las clases altas de la
sociedad británica, Edmund Fox sentía el anhelo de escapar de lo que
consideraba una existencia tediosa. Comenzó su vida adulta con la idea de
convertirse en explorador. Durante el transcurso de sus aventuras por el sur
de Europa y el norte de África, a principios del siglo XX, se topó con varias
historias acerca de un libro especial con la capacidad de trasladar al lector
allá donde quisiera ir. Algunas afirmaban que el libro era una reliquia del
Antiguo Egipto, mientras que otras aseguraban que era producto de la
brujería y de la magia negra. Fox, que odiaba todo lo moderno y lo
científico, y adoraba cualquier cosa que implicara conocimientos arcanos y
ancestrales, empezó a perseguir ese objeto con un vigor considerable.
Seguía pistas y hacía caso omiso de los callejones sin salida con los que se
encontraba por toda Europa y por toda Norteamérica, malgastaba el dinero
familiar en cualquier historia o chismorreo descabellados. Encontró a
personas que afirmaban que habían visto el libro, a personas que afirmaban
que lo habían utilizado, y la mayoría de ellas mentían. Sin embargo, había
algunas que no. Algunas le proporcionaban información suficiente para
sugerir o insinuar una verdad oculta tras los mitos y misterios.
A los cuarenta y pocos años, Fox invirtió su considerable fortuna familiar
en la creación de una organización secreta dedicada a encontrar ese objeto
increíble: la Biblioteca Fox. Convencido de la existencia del libro, Edmund
Fox dio un salto deductivo y llegó a la conclusión de que debía de haber
otros libros y objetos mágicos semejantes, otras maravillas ocultas al
mundo racional.
—Uno no mira a un perro y da por hecho que es el único animal que
existe —es bien sabido que proclamó durante la velada de la primera
reunión celebrada por el pequeño grupo de miembros de su biblioteca—.
Uno infiere que ahí fuera hay más animales: unos que vemos con facilidad
y otros que no esperamos ver jamás. Lo mismo ocurre con estos libros. Si
sabemos que existe uno, deben de existir otros, y nos encargaremos de
encontrarlos. ¡La Biblioteca Fox seguirá en pie mientras yo viva, incluso
después, con el objetivo de preservar estas maravillas para toda la
humanidad!
El grupo de amigos y colaboradores de Fox —muchos de los cuales
consideraban que estaba loco, pero disfrutaban de las copas y de la buena
compañía— aplaudieron y golpearon la mesa, y a partir de entonces la
Biblioteca Fox se dedicó a buscar libros mágicos durante el resto de los días
de Edmund Fox.
La Biblioteca Fox —la organización, no la colección de libros— podría
haberse marchitado hasta morir poco después del fallecimiento de su
fundador y benefactor si no hubiera sido por un hecho realmente
sorprendente: la Biblioteca encontró justo lo que buscaba. No el legendario
libro que había captado la atención de Edmund Fox en un principio, sino
otro con unas capacidades igual de sorprendentes y desconcertantes.
A mediados de la década de 1920, apenas unos meses antes de que
Edmund sucumbiera por fin a la insuficiencia hepática que su prolífico
consumo de alcohol le había asegurado, uno de los investigadores más
tenaces de la Biblioteca descubrió la existencia de un libro especial. Como
todos los demás libros de ese tipo, se trataba de un ejemplar delgado, del
tamaño justo para caber en un bolsillo interior, y lo bastante inocuo como
para que la gente lo pasara por alto y no le prestase atención. La cubierta de
cuero estaba teñida de unos tonos grises oscuros y negros que solo se
distinguían con la luz adecuada; los bordes de las páginas del interior
estaban pintados de una manera parecida, como si los hubieran rociado con
tinta negra. La primera vez que el investigador de Fox tuvo conocimiento
de su existencia, el libro estaba en posesión de un exsoldado británico que
se ganaba muy bien la vida como ladrón de joyas a lo largo y ancho de toda
la Europa continental. Hacía unos cuantos años que el soldado-ladrón
reconoció que había encontrado el libro en la desatendida biblioteca de una
finca situada en algún rincón de la campiña inglesa. Durante años, el
hombre había llevado el libro consigo en todo momento y, a lo largo de
todo ese tiempo, nunca lo habían sorprendido mientras robaba, nunca lo
habían descubierto, ni siquiera en el más audaz de los robos.
—Al principio no me lo creí —le dijo al investigador de Fox mientras se
tomaban unas copas en un restaurante francés con vistas al golfo de
Vizcaya. El hombre ya era mayor y hacía tiempo que había abandonado la
profesión de ladrón—. Mire esto, mire lo que pone.
El hombre abrió el libro y le mostró al investigador la primera página.
Había varias líneas de texto que este último leyó mientras el exsoldado
continuaba hablando:
—Dice que es el Libro de las sombras. Dice que, si arranco un trozo de
una página y lo aprieto en la mano, ¡entro en las Sombras y nadie es capaz
de verme!
El investigador asintió.
—¿Qué más hay en el libro?
El hombre se encogió de hombros y pasó varias páginas, muchas de ellas
cubiertas de densos garabatos y manchas de tinta. Durante un instante, el
investigador creyó ver que el texto se movía o titilaba.
—Solo tonterías —contestó el hombre, que interrumpió los pensamientos
del investigador—. Lo que haya en las páginas da igual. ¡Lo que importa es
lo que hace el libro! Mire, cuando arranco un trozo de página y lo sostengo
en la mano, ¡empieza a brillar!
—¿A brillar? —preguntó el otro en tono dubitativo.
—¡Como los fuegos artificiales! —El hombre asintió—. Como una
nubecilla de colores. Y, mientras tenga el trozo de página agarrado en la
mano, nadie me ve. Hasta que suelto el trozo de papel y, entonces, vuelvo.
Y ¿sabe qué más? Cuando vuelvo, no hay ninguna página rota en el libro.
Es como si se curara solo.
El investigador de Fox no sabía si se creía lo que el hombre le estaba
contando, pero compró el libro sirviéndose de los recursos de la Biblioteca
Fox, que le granjearon al vendedor una fortuna que malgastar durante los
últimos años de su vida. A su regreso a la Biblioteca, el investigador
experimentó con el libro, acompañado de otros miembros del personal de la
organización. Examinaron las páginas con texto y las imágenes que
parecían flotar hasta enfocarse y desenfocarse, aparecer y desaparecer.
Estudiaron las propiedades del libro y observaron que parecía ser mucho
más ligero de lo que debería. Y experimentaron arrancando trozos de las
páginas para intentar que el libro hiciera lo que el anterior dueño había
afirmado que hacía. Tardaron varios días, a lo largo de los cuales distintas
personas lo intentaron repetidamente, hasta que al final uno de los
miembros del personal se desvaneció sin más y luego apareció enseguida,
con la mano abierta y un trozo de papel desintegrándose en el aire.
—¡Qué raro ha sido! —exclamó el hombre.
Al resto de los presentes también les pareció raro, pero su entusiasmo
superó de inmediato cualquier posible extrañeza y el libro se convirtió en el
Ejemplar 001 del catálogo de la Biblioteca Fox.
Ese fue el principio de todo. El Libro de las sombras supuso la validación
de la obsesión de Edmund Fox y la legitimación del propósito de la
Biblioteca Fox. Edmund Fox se fue a la tumba sabiendo que había
demostrado que sus escépticos se equivocaban y legándole toda su
considerable fortuna a la Biblioteca, cuya gestión y dirección habían pasado
a manos de sus sobrinos, el hijo y la hija de su hermana menor.
A lo largo de las siguientes décadas del siglo XX, la Biblioteca Fox
continuó con su labor de buscar e investigar libros especiales, siempre
utilizando como base la casa de campo de Edmund Fox en su finca
escocesa. Con los años, la organización acumuló una colección importante,
diecisiete libros en total. El Libro de las sombras había sido un gran aliado
en ese trabajo, una herramienta a disposición de uno o dos de los
investigadores que eran capaces de utilizarlo cuando era necesario. Todos
los libros compartían características similares a las del Libro de las
sombras: tenían un tamaño similar, textos igual de densos y en idiomas
ilegibles, bocetos y garabatos enigmáticos y un peso asimismo inexplicable.
Algunos de los libros tenían, en la portada, notas que describían lo que eran
o lo que hacían, pero otros no, de manera que el propósito y las habilidades
de varios de ellos seguían siendo desconocidos, tal vez a la espera de que el
lector adecuado desentrañase su misterio. En la Biblioteca se había
observado que el contenido de muchos de los ejemplares parecía cambiar y
evolucionar, como si, de alguna manera, estuvieran vivos, como si
reaccionasen a las circunstancias, quizá buscando justo a ese lector
adecuado al que recompensar con sus tesoros.
Durante los días más oscuros de la Segunda Guerra Mundial, la
organización de la Biblioteca Fox se pasó a la clandestinidad, pues se
decidió que era mejor mantener en la sombra tanto sus actividades como
sus posesiones, pero la biblioteca de libros especiales permaneció oculta en
la casa de campo de Fox.
Cuando comenzó el siglo XXI, Drummond Fox, el único descendiente del
sobrino de Edmund Fox, era el Bibliotecario, la persona responsable de
cuidar la colección de libros especiales y de continuar la búsqueda de otros.
La tranquila vida de la Biblioteca Fox, en la costa oeste de Escocia,
encajaba con su carácter. Le encantaban los libros, especiales u ordinarios,
y podía pasarse semanas leyendo, estudiando o intentando comprender todo
lo que podían hacer.
De vez en cuando, se aventuraba a salir y trababa amistad con otras
personas de otras partes del mundo, todas ellas con sus propios libros
especiales. Eran gente que compartía los intereses de Drummond, pero
también su perspectiva acerca de que los libros especiales debían
mantenerse a salvo, alejados de quienes pudieran utilizarlos para fines
equivocados. Eran objetos de museo, objetos para ser estudiados,
comprendidos y usados en rara —o ninguna— ocasión.
Pero entonces el mundo se convirtió en un lugar mucho más peligroso.
Una amenaza apareció de la nada y, cuando a los amigos de Drummond los
asesinaron en el Washington Square Park y les arrebataron sus libros, este
supo que ya no era seguro que la Biblioteca Fox continuara existiendo.
Drummond volvió a Escocia, con el Libro de las sombras como aliado en
su huida, y se escondió en la Biblioteca Fox, consciente de que el terror
podría seguirlo hasta allí. Por eso decidió utilizar el Libro de las sombras de
un modo inédito hasta entonces: hizo que toda la casa en la que se escondía
la biblioteca desapareciera con discreción de la realidad y se adentrara en
las Sombras, un lugar imposible de alcanzar. Se convirtió en una casa en
ninguna parte, en una casa esperando a que la visitaran, con una biblioteca
de libros que esperaban a que alguien los abriera y leyera.
La casa seguía existiendo, con todos sus libros y muebles, sus ventanas y
sus puertas, pero ahora no había forma de llegar hasta ella, no mientras
estuviera en las Sombras.
A menos, claro, que alguien abriera una de las puertas interiores desde
algún lugar completamente distinto.
A menos que alguien tuviera el Libro de las puertas.
Un café en Lyon
QUEDARON CON LA Librera en el bar del vestíbulo del Ace Hotel, en la calle
29 Oeste, justo al lado de Broadway. Izzy ya había estado en aquel bar
durante una cita doble no mucho tiempo después de haber llegado a Nueva
York, y el lugar no había cambiado en el tiempo transcurrido desde
entonces. Era un local grande, tanto que parecía haber sido un banco, y
tenía unas anchas columnas blancas que, además de sostener los altísimos
techos, lo dividían en diferentes espacios. Las paredes estaban forradas con
paneles de madera y la iluminación procedía de las lámparas que había en
las mesas y de varias bombillas que colgaban muy por encima de ellos.
Cuando Lund e Izzy entraron, era primera hora de la tarde y había un
bullicio agradable de clientes que pasaban el rato y se ponían al día. La
joven esperó junto al gigante mientras este paseaba la mirada por la sala
hasta posarla en una figura sentada en el rincón más alejado.
—Espera aquí —dijo.
—No —replicó la chica.
Lund la miró como si la estuviera evaluando y no opuso más resistencia.
Echó a andar hacia una mujer sentada a solas en uno de los extremos de un
sofá de cuero. La desconocida levantó la vista cuando se acercaron, e Izzy
se fijó en que era guapa. Tenía la piel oscura de los afroamericanos, unos
ojos enormes y los pómulos altos. Estaba calva y de las orejas le colgaban
unos pendientes grandes y coloridos. Vestía un traje gris de aspecto caro y
una blusa carmesí con bastantes botones desabrochados sobre el escote, y
llevaba unas gafas colgadas del cuello con una cadena. Estaba sentada con
las piernas cruzadas e Izzy vio que los zapatos de tacón que lucía también
eran caros, de un color similar al de la blusa. Tenía un cóctel delante, sobre
la mesa.
Los miró unos instantes.
—¿Querían algo?
—Azaki ha muerto —le soltó Lund sin más rodeos.
La mujer asimiló la noticia frunciendo ligeramente los labios.
—¿Y usted es?
—Lund —respondió el gigante—. Estaba con él.
Lanzó el teléfono de Azaki hacia el sofá, al lado de la mujer. Esta desvió
la mirada hacia el aparato.
—El guardaespaldas —dijo entonces.
—Un hombre calvo le disparó y lo mató —continuó Lund.
—Un hombre calvo —repitió Lottie.
—También intentó matarme a mí. —Se señaló la herida que tenía en un
lado de la cabeza—. Pero falló. Algo bastante increíble, teniendo en cuenta
que soy mucho más grande que Azaki.
—El doctor Barbary —intervino Izzy—. Así se llamaba. Hugo Barbary.
La mujer suspiró y señaló los asientos que tenía enfrente. Izzy y Lund se
sentaron.
—Tú debes de ser Izzy —dijo la mujer, y después miró a Lund, que
asintió a modo de respuesta.
—Sí —dijo la joven, vacilante—. ¿Cómo lo sabe?
—Eres una mujer preciosa, Izzy —dijo la Librera, que hizo caso omiso
de la pregunta—. Seguro que te lo dicen muy a menudo.
—No lo suficiente —replicó ella. Se señaló la cabeza con una mano
mientras miraba el cuero cabelludo de la Librera—. Me gusta su look. A mí
me quedaría fatal.
La Librera respondió con una sonrisa.
—Vaya, me caes bien —dijo—. Y eso es bueno, porque le he prometido
a alguien que te mantendré a salvo.
—¿A quién? —preguntó Izzy—. ¿A quién se lo ha prometido?
—Eso da igual —contestó Lottie—. De momento. No tendrás que
esperar mucho.
—No da igual —rebatió la joven—. Quiero saber qué está pasando.
—Lo único que importa es que estarás a salvo. Le pedí a Azaki que se
asegurara de ello, así que supongo que el señor Lund te ha traído hasta mí
por eso.
Izzy le lanzó una mirada inquisitiva al gigante.
—No es la única razón por la que queríamos verla —le dijo este a la
Librera.
Se sacó el Libro del dolor del bolsillo y se lo pasó por encima de la mesa.
—Mmm —murmuró ella. Levantó las gafas y se las puso—. Este no es el
Libro de las puertas.
—Dolor —dijo Lund sin más, y la mujer alzó la mirada, sorprendida.
—Estupendo —dijo—. He oído rumores acerca de Hugo Barbary y este
libro.
El gigante no hizo ningún comentario. Izzy vio que la mujer le daba
vueltas al ejemplar en las manos y luego lo abría.
Miró a Lund.
—¿Se lo ha quitado a Hugo Barbary, entonces?
—¿Acaso importa? —dijo él.
—Por lo general, sí, pero, con tal de fastidiar a Hugo, haré una
excepción.
—¿Puede venderlo? —preguntó Lund.
—Por supuesto. —La Librera sonrió—. Siempre. Aunque el mundo se
esté yendo a la mierda, la gente sigue queriendo comprar estos libros
especiales. ¿Quiere que lo venda?
—Sí —contestó el hombre—. Nos lo compra a nosotros, nos da el dinero
y luego lo vende.
—No —replicó la Librera, que le devolvió el libro deslizándolo sobre el
tablero de la mesa—. No funciona así. Yo no me convierto en dueña del
libro en ningún momento. Actúo en su nombre. Lo vendo en su lugar.
Tienen que esperar para recibir el dinero.
El gigante miró a Izzy y luego otra vez a la mujer.
—Ella estará a salvo —insistió la Librera—. Si por eso le urge tanto
recibir el dinero.
—¿Cómo funciona? —preguntó Lund.
—Celebraremos una subasta —respondió la mujer—. Invitaremos a
cazadores de libros de todo el mundo. Será todo un acontecimiento. Ya
tengo el lugar y está todo preparado. Pensaba que subastaríamos el Libro de
las puertas, pero, sin duda, podemos vender este.
—¿Cuándo? —quiso saber el gigante.
—Hoy, a medianoche.
—¿Tan rápido?
—La gente siempre saca tiempo para mis subastas —le aseguró la
Librera—. Son ocasiones poco frecuentes, señor Lund, pero de gran
importancia. Vendrán. Nadie está a más de doce horas de distancia y, si no
pueden venir en persona, enviarán a un representante. Y, créame, cuanto
antes lo vendan, mejor para ustedes, mejor para todos nosotros. Estar en
posesión de uno de estos libros atrae mucha atención.
—¿Cuánto? —preguntó Lund.
—Le gusta ir directo al grano, ¿eh? Bueno, está claro que no puedo
prever la subasta, pero un libro como este… —Movió la cabeza de un lado
a otro—. Veinte, veinticinco fácilmente.
El gigante asintió.
—¿Veinte qué? —preguntó Izzy.
—Millones —aclaró la Librera.
La chica sintió que toda la sangre se le bajaba a los pies y el mundo le dio
vueltas durante unos instantes. Estiró una mano para apoyarse en el lateral
de la silla.
—Mis honorarios son del cuarenta por ciento. Lo habitual es el treinta,
pero Hugo Barbary hace que la situación sea mucho más peligrosa. ¿Les
parece aceptable?
Lund se encogió de hombros.
—Vale.
La mujer se levantó y se alisó el traje.
—Lo del señor Azaki es una lástima —le dijo a Lund. Cogió el cóctel y
se lo bebió de un trago—. Me caía muy bien.
El gigante asintió en señal de conformidad.
—Pero el mundo no se detiene y vivimos tiempos tumultuosos. Debemos
adaptarnos y perseverar. Y eso se consigue con mucha más facilidad cuando
te sobra el dinero, créanme.
—La creo —dijo Izzy.
—Bien, vengan los dos conmigo —ordenó la Librera.
—¿Qué? —preguntó la joven.
—No es nada siniestro. Pero, si voy a incurrir en el considerable gasto de
organizar una subasta, quiero que la mercancía esté segura. Si quieren que
venda su libro, pasarán las próximas veinticuatro horas conmigo. Sin
contacto con el mundo exterior, sin mensajes secretos a posibles postores.
Nada de eso. No es que tenga nada que reprocharles, espero que lo
entiendan. Solo es que soy una mujer precavida.
Lund miró a Izzy, como haciéndole una pregunta.
—No sé —contestó ella. A continuación, miró a la Librera—. Pero creo
que me cae bien. Me cae mucho mejor que el calvo. Estoy de acuerdo en
que nos vayamos con ella si eso significa que estaremos a salvo.
—Tan a salvo como en cualquier otro sitio —dijo la Librera—.
Vámonos.
Salieron juntos del hotel y subieron al coche que los estaba esperando.
Encallada
CASSIE ESTABA SOLA en medio del ruido y de la luz, era una figura solitaria
entre los turistas y el tráfico de Nueva York.
Estaba sentada en lo alto de las escaleras rojas de TKTS, en el centro de
Times Square, sudando en la noche cálida. Tenía el abrigo doblado sobre el
regazo y el gorro y la bufanda metidos en los bolsillos. Por todas partes, las
luces eléctricas le gritaban, obligaban a su mente a hacerse un ovillo para
protegerse y le provocaban ganas de huir a algún lugar oscuro y tranquilo.
Pero no se le ocurría ningún otro sitio al que ir. Estaba atrapada en el
pasado, sin dinero, sin amigos y sin forma de volver a casa. La iluminación
de Times Square no se apagaba en toda la noche y la zona siempre estaba
llena de turistas. Al menos, era un lugar seguro. Ruidoso, cegador y
disonante, pero seguro.
«¿Quién narices quiere ir a Times Square? —dijo para sus adentros al
recordar algo que Izzy le había dicho hacía toda una vida, antes de que el
mundo se volviera loco—. Times Square no le importa a nadie salvo a los
turistas y a los terroristas.»
Las lágrimas volvieron a brotar; unas lágrimas silenciosas de derrota que
le colmaban los ojos y emborronaban las luces de Nueva York.
«Ay, Dios», gimió para sí.
La joven había pasado momentos difíciles en su vida. La enfermedad y la
muerte de su abuelo y la oscuridad de las semanas posteriores, cuando se
había encontrado indefensa en el mundo por primera vez. Pero ni siquiera
en aquella época se había sentido tan sola como en aquel momento, tan
desamparada.
«¿Qué voy a hacer?», se preguntó mientras se enjugaba las lágrimas con
la manga del viejo jersey.
Después de que Barbary le cerrara la puerta de su dormitorio en las
narices, la joven se había quedado un rato en el aparcamiento esperando a
que la abrieran de nuevo, a que Drummond fuera a buscarla. Pero, con el
paso de los minutos y de las horas, su esperanza se había desvanecido. Ni
siquiera sabía si Fox conseguiría usar el Libro de las puertas. A lo mejor
ella era la única capaz de hacerlo.
En aquellos primeros instantes, el aturdimiento había impedido que se
dejara arrastrar de inmediato por el pánico. Tras aceptar sus circunstancias,
había salido del aparcamiento hacia la calurosa tarde neoyorquina. Había
caminado sin rumbo durante un rato, con la mente extrañamente callada,
como si hubiera dado por finalizada su jornada laboral de aquel día. Las
calles, la gente y el tráfico la habían zarandeado. Más tarde, se había
encontrado sentada en un banco de Central Park, observando a los
paseadores de perros y a los corredores, y había intentado pensar de manera
racional acerca de su problema, encontrar la solución obvia que estaba a tan
solo unos cuantos pasos lógicos de distancia.
Pero no había solución. No tenía dinero. Estaba sola. Los documentos de
identidad que llevaba encima tenían una fecha del futuro y, casi con total
seguridad, no le servirían de nada en el pasado.
El pánico la había inundado como una riada veloz, amenazando con
ahogarla. Se había agarrado al brazo del banco para intentar estabilizarse,
había hiperventilado mientras todo Nueva York seguía a lo suyo y la
ignoraba sin molestarse siquiera en disimularlo.
Estaba sola. Más que nunca.
Ahora, varias horas después, mientras las luces de Times Square trataban
de contener la oscuridad circundante, la mente de Cassie había salido del
agujero en el que se había metido e intentaba ayudarla.
«Piensa en lo positivo», se dijo cuando una joven pareja de japoneses
empezó a posar y a hacerse fotos delante de ella. Vio que se planteaban
pedirle que les sacara una, pero, cuando le vieron la cara manchada de
lágrimas, decidieron abordar a un hombre de mediana edad que estaba unos
pasos más allá.
«Hace calor —continuó, y acompañó la idea con un gesto de
asentimiento de la cabeza—. Es verano. No vas a morirte de frío.»
Le dio unas palmaditas al abrigo que tenía sobre el regazo. Si era
necesario, podía pasar toda la noche en aquellas escaleras. Estaría a salvo y
abrigada.
«No corres ningún peligro inmediato.»
Volvió a asentir con la intención de subrayar los aspectos positivos.
«Genial. No vas a morir en las próximas horas.»
Eso era todo. Eso era lo único que tenía.
CASSIE PASÓ TODA la noche sentada en las escaleras, asediada por un extraño
miedo a moverse, como si hacerlo fuera a transformarlo todo en realidad,
como si moverse la obligara a enfrentarse a la gravedad de la situación. Era
cierto que la ciudad no dormía nunca, y menos en Times Square. Las luces
parpadeaban y zumbaban, y siempre había taxis, siempre había turistas,
aunque el gentío disminuía a altas horas de la madrugada. Y, entonces, todo
empezó a cobrar vida de nuevo —el tráfico se hizo más denso, los ruidos se
intensificaron— y la joven se dio cuenta de que se había quedado traspuesta
allí mismo. De repente, volvía a estar despierta, presa del pánico, y
parpadeaba mientras trataba de recordar por qué estaba sola en Times
Square.
En ese momento, vio un anuncio de una película de hacía diez años y su
memoria lo recuperó todo de golpe: el terror, el miedo. Tuvo que levantarse
y moverse para evitar que la desesperación volviera a engullirla.
Necesitaba ir al baño y tenía la boca seca, así que caminó por la Séptima
Avenida hasta Penn Station mientras se dejaba empujar por la marea de
pasajeros que iban o venían del trabajo. Dentro de la estación, fue al lavabo
e hizo todo lo posible por hacer caso omiso de los gritos y las
conversaciones agresivas que parecían retumbar a su alrededor. En cuanto
terminó, se escabulló a toda prisa antes de que alguien intentara hablar con
ella. Buscó una fuente y bebió hasta saciarse y quitarse el sabor del aire de
la ciudad de la boca.
Deambuló por los pasillos de la estación, que olían a pan y a perritos
calientes, y se dio cuenta de que, aunque todavía no tenía hambre, no
tardaría en llegar. Supo que tenía que hacer algo si quería sobrevivir.
Se cruzó con una sintecho que llevaba una abultada bolsa de plástico en
cada mano y muchas capas de ropa cubriéndole el cuerpo, y en aquel
instante vio su propio futuro. Se vio a sí misma convirtiéndose en una
persona anónima y olvidada, en una de esas personas ocultas bajo la
superficie de Nueva York, una mujer solitaria que contaba historias
disparatadas acerca de que venía del futuro.
De repente, Penn Station le resultó un lugar asfixiante, una trampa de la
que no podía escapar, y el miedo la empujó a salir de nuevo al aire cálido de
la mañana. Echó a andar hacia el norte, puesto que parecía que su mente
sentía menos pánico cuando caminaba, y volvió a encontrarse en Bryant
Park, donde Drummond y ella se habían sentado el día anterior para
observar al joven Fox y a sus amigos.
Cassie se sentó a una mesa e intentó relajarse. Lo único que quería era
una cama. Su apartamento. Y a Izzy.
—Ay, no, Izzy —dijo al recordar lo que Hugo Barbary le había dicho
antes de empujarla hacia la puerta: «Puede que matara a tu amiga porque
me incordiaba».
Apoyó la cabeza en las manos.
¿Y si era cierto?
¿Y si aquel hombre había matado a Izzy?
Las entrañas de Cassie eran un mar tempestuoso, agitado y embravecido,
todo su ser estaba sumido en un caos que no se parecía a ningún otro que
hubiera conocido hasta entonces. El mundo volvió a desdibujarse a su
alrededor cuando las lágrimas le brotaron de nuevo. Intentó secárselas, pero
no paraban de aflorar, así que siguió secando y secando, con la respiración
entrecortada, hasta que se le irritaron las mejillas. Sin embargo, aún había
más lágrimas. Eran infinitas.
A LO LARGO de los dos primeros días, Cassie no se encontró del todo a gusto
en el apartamento del señor Webber. Tenía la sensación de que iba a ponerla
de patitas en la calle en cualquier momento. Intentó servirle de provecho
ofreciéndose a prepararle bebidas, a ir a comprar, a ayudarlo a recoger. A
veces el hombre aceptaba sus propuestas, pero era evidente que la situación
lo incomodaba, quizá como si le preocupara que la joven intentase
resultarle útil con el único objetivo de que no la echara. Además, a lo largo
de esos dos días, el hombre le pidió que le contara su historia otra vez, la
interrogó sobre los detalles y sobre los hechos que no entendía. Lo que
Cassie le contaba nunca parecía satisfacerlo por completo, pero la chica no
acertaba a distinguir si se debía a que no se creía la historia o a que no
conseguía encontrar ninguna inconsistencia en ella.
La tarde del segundo día tras el encuentro en Kellner Books, el señor
Webber salió de su dormitorio después de echarse una siesta y se encontró a
Cassie pasando los dedos por una de las estanterías.
—Me encanta su colección de libros —le dijo la chica—. Siempre he
querido tener una biblioteca así, un lugar donde poder sentarme a leer a
solas.
Él se sentó en su sillón y paseó la mirada por los libros.
—Sí —dijo—. Yo también la quise siempre. Y ahora la tengo.
Le sonrió como si acabara de detectar un alma gemela. Y después
pasaron el resto de la tarde hablando de libros: de los que habían leído y los
que querían leer, de los que les gustaban y los que no. Cassie preparó té
para los dos y, un poco más tarde, un sándwich para cada uno, y siguieron
charlando. Al señor Webber le gustaba el tema de los libros; así fue como
conectaron en un primer momento, cuando Cassie había empezado a
trabajar en Kellner Books hacía un montón de años.
Al tercer día, el señor Webber no le pidió que se fuera. No le dijo que
podía quedarse, pero tampoco le pidió que se marchara. En cambio, durante
el desayuno, le preguntó:
—¿Cómo puedo ayudarla a volver a casa?
Ella lo miró con cara de incredulidad y él respondió restándole
importancia a sus palabras con un gesto de la mano.
—No estoy diciendo que la crea. Pero no me importa llevarle la
corriente. ¿Puedo hacer algo que le sirva de ayuda?
Entonces Cassie le contó las ideas que había tenido durante la primera y
desdichada noche que había pasado totalmente sola en Nueva York. Le
habló de intentar localizar a Drummond Fox y de lo imposible que sería.
—Porque ya se ha escondido —dijo el señor Webber—. Para que no lo
encuentre esa señora que quiere los libros.
—Exacto —dijo Cassie—. Por eso acudí a usted. Porque es la persona
que me entrega el Libro de las puertas.
—Un libro que no tengo —dijo.
—No —confirmó ella con tristeza mientras hurgaba con la cuchara en su
yogur del desayuno.
—Vale, muy bien, entonces haremos lo siguiente: buscaremos su Libro
de las puertas. ¿Quizá sea así como llegue a mis manos? ¿Porque usted me
hace buscarlo?
Cassie lo pensó y sintió que la esperanza brotaba en su interior.
—Sí —dijo, cada vez más convencida de la idea—. ¡Sí, tal vez tenga
razón! ¡Eso tendría sentido!
Pensó en lo que Drummond le había contado acerca de los viajes en el
tiempo mientras estaban esperando en la cafetería: que no puedes cambiar
el pasado, solo puedes hacer que las cosas ocurran.
—¡Quizá sea así como el libro llega a sus manos! —convino.
Así que, juntos, empezaron a buscar el Libro de las puertas, y los días se
convirtieron en semanas y las semanas en meses.
DURANTE LOS PRIMEROS meses que pasó con el señor Webber, siempre que
no estaba buscando el Libro de las puertas, Cassie seguía una rutina
bastante cómoda. Se levantaba la primera, tomaba un desayuno ligero y
luego paseaba por la ciudad durante el resto de la mañana, ya fuera
buscando pistas o solo para estirar las piernas. Perdió peso y ganó fondo, se
puso más en forma que nunca. Después, volvía a casa para comer, para
protegerse del calor en la época más calurosa del año, y el señor Webber y
ella compartían un café y pasteles, o un bocadillo, sentados en la ventana y
rodeados de obras literarias. Hablaban de estrategias para encontrar el libro,
de librerías especializadas en libros raros en las que buscar, de bibliotecas
que visitar, y Cassie lo ponía al día sobre lo que había descubierto. La
mayoría de los días, el señor Webber salía por la tarde —«Voy a dar mi
paseo diario, querida; debo mantener activas mis viejas extremidades si no
quiero consumirme»—, y Cassie limpiaba el apartamento o veía la
televisión. A veces se tumbaba en el sofá y fantaseaba con la Biblioteca
Fox, con aquel lugar maravilloso y apacible que tanto la reconfortaba en sus
recuerdos. Y también pensaba en Drummond Fox, en el hombre que era
atractivo cuando sonreía, y se preguntaba qué estaría haciendo en el futuro.
Esperaba que estuviera a salvo. Esperaba volver a verlo.
Por las noches, el señor Webber y ella cenaban juntos y luego leían
sumidos en un silencio agradable o hablaban de libros. Si hacía buen
tiempo, iban dando un paseo hasta un restaurante o una cafetería cercanos.
A veces cogían un taxi hasta Central Park y pasaban las últimas horas del
día bajo la dorada luz del sol. Los meses fueron pasando y Cassie se
sorprendió celebrando Acción de Gracias, Navidad y Año Nuevo con su
anfitrión, los dos solos, una familia sencilla e improvisada.
Durante todo aquel tiempo, el señor Webber siempre fue una compañía
maravillosa. No le pedía nada a Cassie, excepto su amistad. La escuchaba
siempre que quería hablar con él y, por lo general, le ofrecía consejos muy
sabios. Nunca la forzaba a conversar cuando no estaba de humor para ello.
La joven llegó a saberlo todo de él: su infancia solitaria con una madre
controladora, su don para la música, reconocido a una edad temprana
—«Fui un prodigio, ¿no lo sabías? No precoz, pero sí un prodigio»—, y su
carrera como concertista de piano y compositor. Descubrió que no se había
hecho rico tocando el piano por todo el mundo, sino componiendo temas
para un puñado de series televisivas de éxito en los años noventa.
—Estaba ridículamente bien pagado —le dijo un día mientras paseaban
por el SoHo—. Sobre todo cuando las series eran redifusiones. Y las
melodías eran de lo más simple. Solo cuatro notas, como un tono de
llamada, algo reconocible. Con esas cuatro notas gané más dinero que con
toda la demás música que compuse; gracias a ellas me compré el
apartamento y muchos de mis libros.
Los meses se convirtieron en años.
A veces, en verano, la ciudad resultaba insoportable, la contaminación y
el olor a basura cocida espesaban el aire. El metro era un horno, los
pasajeros estaban sudorosos, sonrojados e irritables. En otoño llegaba el
aire fresco y la gente se envolvía en bufandas y abrigos que anticipaban el
frío intenso del invierno, los vientos gélidos que corrían entre los cañones
de hormigón. Y entonces el ciclo volvía a empezar: el calor se arrastraba
hasta las calles de la ciudad, las flores y los árboles brotaban, el blanco y
negro del invierno se convertía en el tecnicolor de la primavera. A lo largo
de todos esos cambios de estación, de todo el trabajo de búsqueda del Libro
de las puertas, Cassie sufría de una constante rabia soterrada, de una
impaciencia permanente de la que no era capaz de librarse. Sabía lo que le
esperaba en el futuro y estaba desesperada por volver a él. Era un libro que
no había terminado de leer, una comida que había dejado a medias.
Sin embargo, hacia el final del segundo año, Cassie sintió que la llama de
la impaciencia se apagaba y que sucumbía a la comodidad y la satisfacción
de su rutina.
—Empiezo a sentirme cómoda aquí —le confesó una noche al señor
Webber—. Empieza a gustarme. No sé si me estoy escondiendo de mis
problemas o solo esperando a que lleguen. Tengo muchas ganas de
encontrar el Libro de las puertas, pero hay una parte de mí que no lo desea.
Una parte de mí que no quiere regresar a todo ese peligro.
La joven seguía buscando el libro, pero con menos empeño que durante
los primeros meses. Ahora era casi un pasatiempo, algo que hacía cuando le
apetecía, una actividad esporádica más que una obsesión que la consumía
por completo.
—¿Por qué no pueden ser las dos cosas? —le preguntó el señor Webber.
Estaban sentados a la mesa de la cocina comiendo helado y el hombre lamió
su cuchara y la dejó en su cuenco—. ¿O por qué no puede ser ninguna de
ellas? ¿Por qué tiene que ser algo?
Cassie se encogió de hombros, sin comprenderlo.
—Deja de intentar razonar tanto —continuó el señor Webber—. Sé que
parece una locura. Soy de la firme opinión de que hay mucha gente en este
mundo a la que le convendría usar el cerebro más a menudo, pero, querida,
si alguien necesita pensar menos las cosas, esa eres tú. Lo único que haces
es pensar y preocuparte. Podríamos calentar el apartamento con la energía
que tu cerebro consume a todas horas. Tienes que vivir sin más, estar
presente en el momento. Encontrarás el Libro de las puertas o no. En
cualquier caso, volverás al lugar de donde viniste. Pero eso no tiene por qué
ocupar cada instante de tu vida desde ahora hasta entonces. Tienes derecho
a disfrutar de la vida. Ves este período de tu existencia como una tortura,
pero puedes decidir verlo como un regalo.
La chica reflexionó sobre todo aquello mientras trazaba líneas en el
helado derretido que se le había acumulado en el fondo del cuenco.
—Tengo que encontrar el libro —se dijo—. Tengo que volver. No sé qué
haría si no lo consigo.
—Yo sí lo sé, querida —dijo él—. Lo superarías. Eres joven y lo peor
que puede pasarte es llegar al futuro viviéndolo. Aquí estás a salvo; no
tienes de qué preocuparte. En el peor de los casos, tendrás unos cuantos
años para planificar lo que ocurrirá cuando el tiempo te devuelva al fin al
punto en el que lo dejaste. No es el peor de los destinos, ¿no?
Cassie continuó su búsqueda, pero no hacía más que perseguir fantasmas
y recuerdos, mitos y malentendidos. Encontró miguitas de pan, referencias a
libros mágicos, nombres sin explicación ni descripción —el Libro de los
espejos, el Libro de las consecuencias, el Libro de las respuestas—, aunque
no tenía ni idea de si se trataba de ejemplares reales o inventados. Intentó
investigar el mundo de los libros especiales, pero todo le parecía demasiado
oculto y misterioso, incluso inútil, como intentar construir castillos de arena
en la playa cuando sube la marea.
Una noche, tumbada en la cama de su pequeño dormitorio después de
otro día en el que no había encontrado nada, se quedó mirando el viejo
armario que había a un lado de la habitación y el montoncito de libros que
había sobre el alféizar de la ventana y, de pronto, la embargó el recuerdo de
la primera vez que había estado en el apartamento del señor Webber, el día
después de la muerte del anciano.
Se acordó de la ropa que había en el armario que estaba mirando en aquel
momento, de los libros de bolsillo que reposaban sobre el alféizar. Había
supuesto que pertenecerían a una amante o a una familiar. Pero en realidad
eran sus libros y su ropa, siempre lo habían sido.
Le resultó tan chocante darse cuenta de ello, comprenderlo, que se
incorporó en la cama, con la boca muy abierta.
La primera vez que había entrado en el apartamento, había visto mucha
ropa en el armario y más libros de los que había en aquel instante en la
ventana.
Cassie negó con la cabeza, pues en ese momento entendió que aún
pasaría una buena temporada con el señor Webber.
—No voy a encontrar el Libro de las puertas —admitió.
Después de aquel momento, dejó de buscarlo.
POR SEGUNDA VEZ en su vida, Cassie se reunió con Lottie Moore, la Librera,
en Nueva Orleans. Se encontraron, como habían acordado hacía varios
años, a las diez de la noche en el Café Du Monde, en Jackson Square.
Cuando la joven llegó, Lottie ya estaba sentada a una de las mesas
exteriores, bajo el toldo blanco y verde, con un café y unos beignets
delante. El aire de la noche era espeso y caliente como un estofado
sustancioso, y Cassie estaba sudando.
—Empezaba a preguntarme si aparecerías —dijo la Librera cuando la
chica se sentó a su lado—. Casi he llegado a pensar que me lo había
imaginado todo.
—Yo tampoco estaba segura de que fueras a venir —dijo Cassie.
A pesar de lo avanzado de la hora, había más clientes sentados a las
mesas: jóvenes que se estaban tomando un descanso tras beber y bailar,
turistas que terminaban la noche con un café y beignets. Fuera, en la calle
Decatur, un anciano negro sentado en un taburete tocaba una tuba
maltrecha, notas broncas que agujereaban el denso aire nocturno. De vez en
cuando, dejaba el instrumento y cantaba los versos de alguna canción con
una voz nasal y áspera que cortaba el ruido de fondo como un cuchillo.
—Mucho mejor a estas horas de la noche —explicó Lottie mientras
Cassie miraba a su alrededor—. Durante el día, está lleno de turistas. Lo
prefiero cuando está tranquilo, puedo sentarme y nadie me mete prisa para
que me termine el café. No puedo vivir sin este sitio. Este café, estos
pasteles. Esto es vida.
Una mujer china de mediana edad se acercó a la mesa y, con el ceño
fruncido, invitó a Cassie a pedir. La joven se decantó por un café au lait.
—Entonces, ¿me crees? —preguntó la chica una vez que la camarera
abandonó la mesa.
La Librera asintió.
—Bueno, todo lo que me dijiste que iba a ocurrir ha ocurrido. Así que, o
venías del futuro, o eras vidente. O una adivinadora buenísima. En
cualquier caso, merecía la pena volver a charlar contigo. Y me caíste bien la
primera vez que nos vimos, hace cinco años. Me gusta tu energía.
—Nunca me habían acusado de tener ningún tipo de energía, pero lo
aceptaré.
La camarera volvió a la mesa y le puso un café delante a la joven.
La Librera le dio un bocado a un beignet y el azúcar en polvo le cayó
sobre la ropa. Se la sacudió.
—Deberías comerte uno —le dijo a Cassie—. Estás demasiado delgada.
—Tampoco me habían acusado nunca de eso —replicó ella, pero cogió
uno de los pastelitos y se lo comió de un par de bocados.
Estaba delicioso. Le recordó a Drummond y los cruasanes que se habían
comido en Lyon. Sabía que no tardaría en volver a verlo, y eso le generaba
un hormigueo de emoción en el estómago cuya razón no terminaba de
entender.
Mientras masticaba, vio a una pandilla de chicas jóvenes con muy poca
ropa que se dirigían dando tumbos hacia el músico callejero. Cuando se
acercaron, se pusieron a bailar en medio de la calle al son de la tuba
gritando y riendo, y ganándose un bocinazo de un coche que intentaba
pasar.
—Me dijiste que me ayudarías —le dijo Cassie a la Librera después de
lamerse el azúcar de los dedos.
—¿Recuerdas nuestro acuerdo? —preguntó la Librera.
—Sí. Enviarás a alguien para proteger a mi amiga.
—A Izzy —dijo, y a Cassie le impresionó que la mujer no necesitara
consultar sus notas ni que le refrescaran la memoria para acordarse del
nombre—. Lo recuerdo.
—Es una persona muy importante para mí —prosiguió Cassie—. Quiero
asegurarme de que está a salvo.
—Entiendo. Dime dónde y cuándo.
La joven bebió un sorbo de café y se sacudió un poco de azúcar del
regazo.
—Cuando se acerque el momento, te enviaré un correo electrónico con
los detalles. Dame una dirección a la que pueda escribirte.
La Librera asintió.
—La dejé dormida en la cama —explicó Cassie, que volvió a mirar hacia
la calle—. Alguien tiene que vigilarla y asegurarse de que está bien. Y
luego, por la mañana, cuando se levante, llevarla a algún sitio en el que esté
segura.
—Entendido.
—Y quiero que me prestes cualquier libro que tengas y que pueda
ayudarme con el doctor Barbary.
La Librera guardó silencio durante un rato y se quedó mirando el interior
de su taza de café, haciéndola girar sobre el platillo. Mientras tanto, Cassie
escuchaba la tuba y el parloteo de los turistas de las mesas cercanas, que
hablaban del Garden District, de los cementerios y de lo mala que estaba la
sopa de quingombó que habían comido.
—Lo que me estás pidiendo —dijo al fin Lottie, que atrajo la atención de
Cassie una vez más hacia ella— no es cualquier cosa. ¿Lo entiendes?
Cassie se encogió de hombros.
—Lo que yo voy a darte tampoco es cualquier cosa.
—Si es que existe de verdad —replicó la Librera.
—Sabes que sí. De lo contrario, no estarías aquí. Ya hemos pasado por
esto y tengo que volver a Nueva York.
Entonces Lottie sonrió.
—Cómo me gusta tu actitud, chica —dijo—. Siempre tan segura de ti
misma.
—Otra cosa de la que no me habían acusado nunca —murmuró Cassie.
Por encima del sonido de la tuba y de las charlas de la cafetería, oyó el
tañido de una campana. Procedía de algún lugar indeterminado situado a su
espalda, tal vez de un barco en el anchísimo Misisipi. No sabía si los barcos
navegaban a esas horas de la noche. Imaginó que se sentiría solo, ahí fuera,
en la oscuridad.
—A ver, dime una cosa —continuó la Librera—. Si consigues recuperar
tu libro después de arrebatárselo a Hugo Barbary, ¿por qué no viajas atrás
en el tiempo y evitas que te devuelva al pasado? ¿Por qué no haces que todo
esto no haya ocurrido?
Cassie sonrió. El señor Webber y ella habían pasado muchas noches
debatiendo sobre los viajes en el tiempo.
—No creo que los viajes en el tiempo funcionen así —contestó—.
Alguien me dijo una vez que no puedes cambiar el pasado, solo crear el
presente en el que vives.
—Eso no tiene sentido.
—En cuanto viajas un poco en el tiempo, empiezas a entenderlo —dijo
Cassie—. Las cosas siempre son tal como sucedieron. No creo que pudiera
evitar lo que me pasó. Y, lo que es aún más importante, no sé si querría
evitarlo.
—¿Y eso? —preguntó la Librera.
La chica se encogió de hombros. Los primeros meses atrapada en el
pasado habían sido muy complicados para ella. Jamás había conocido una
desesperación así. Pero, después, durante los años posteriores, durante el
tiempo que había pasado con el señor Webber, había sido feliz. Había
forjado una gran amistad con él y había sido una época especial de su vida.
No lo cambiaría por nada; no sacrificaría esos recuerdos.
—Da igual —contestó—. No he venido hasta aquí para eso.
La Librera levantó una mano y le hizo un gesto a un hombre que estaba
sentado frente a ellas, en la otra punta de la terraza. Era un hombre blanco,
alto y de piel pálida. Se acercó y le entregó un maletín a Lottie.
—Este es Elias, mi tenedor de libros —explicó la mujer—. No es mi
contable, sino que se encarga de guardarlos y tenerlos a salvo.
Elias miró a la joven sin ningún tipo de expresión en la cara. Tenía una
mirada muy intensa y, bajo otra luz y sin presentación, le habría dado
miedo.
Lottie puso el maletín sobre la mesa, después de apartar tazas y platos, y
a continuación lo abrió con una llave que llevaba colgada al cuello.
—Tengo un libro que nunca venderé —dijo—. Pertenece a mi familia
desde hace tres generaciones. Es el libro que me permite llevar la vida que
llevo. Me ha mantenido a salvo de los cazadores de libros y de otras
personas durante mucho tiempo. Sin este libro, estoy expuesta. No es un
riesgo que me tome a la ligera.
—Te lo devolveré en cuanto tenga el Libro de las puertas —le aseguró
Cassie.
—Me entregarás los dos libros.
La joven asintió, de mala gana.
—Ese es el trato.
—Si no lo cumples —continuó la Librera—, no habrá nada en este
mundo que me impida encontrarte y matarte. ¿Entendido?
—Sí —contestó.
—No, no. —Lottie señaló a Cassie con el dedo y lo agitó como si la
estuviera regañando—. No lo digas sin pensártelo bien. Yo no soy Hugo
Barbary. No soy un hombre estúpido y egocéntrico, soy una profesional y la
gente solo me cabrea una vez.
—Lo entiendo —insistió la chica.
La Librera le sostuvo la mirada un instante para reiterarle el mensaje.
Luego, le dio la vuelta al maletín sobre la mesa.
El volumen que había dentro era del mismo tamaño que el Libro de las
puertas —como todos los libros especiales, supuso Cassie—, pero la
cubierta de aquel era de un blanco puro, como de porcelana fina o algodón
recién cogido.
—Es precioso —dijo Cassie, que, en aquel momento y a pesar de la
infelicidad que le habían provocado, recordó lo maravillosos que eran los
libros especiales—. ¿Qué hace?
—Cógelo —ordenó Lottie.
La joven sacó el libro del maletín y lo sujetó entre las manos. Era tan
ligero que le pareció que estaba sosteniendo una nube. La superficie tenía
una textura muy sutil, como la suavidad áspera de una venda.
—Este es el Libro de la seguridad —le aclaró la Librera sin apartar la
vista del volumen que Cassie tenía entre los dedos—. Si lo llevas contigo,
no te pasará nada. Nadie podrá hacerte daño. —Lottie se encogió de
hombros—. Te mantendrá a salvo.
La chica respiró hondo y lo abrió. Aquello le recordó la emoción del
descubrimiento, la emoción de la magia en forma de libro.
Sonrió mientras recorría con la mirada el texto del Libro de la seguridad,
puesto que ahora sabía que Hugo Barbary ya no sería un problema.
Fuera, en la calle, el músico dejó de tocar la tuba y le cantó sus versos a
la noche densa y oscura.
El generoso regalo del señor Webber (II)
—MENUDA ZORRA ESTÁ hecha esa mujer —dijo Barbary en tono amigable
mientras Drummond se levantaba del suelo. Luego le sonrió con ganas—.
Siempre es mejor cuando los chicos nos quedamos solos, ¿verdad? Así no
hay nadie que se ofenda por una broma inofensiva.
—¿Qué has hecho, Hugo? —preguntó Drummond—. ¿La has empujado
hacia el otro lado de la puerta? ¡Se quedará atrapada en el pasado!
Barbary sonrió de nuevo, con una expresión diabólica en la cara.
—Me parece que me estás confundiendo con alguien a quien le importa
una mierda.
Hugo agitó la muñeca y, acto seguido, Drummond sintió que se elevaba
en el aire. Se vio suspendido en vertical a medio metro del suelo. El Libro
del control, sujeto a un costado de Barbary, bullía de luz.
—Deberías saber que he tenido un día horrible —dijo el doctor. Se señaló
un lado de la cara con un gesto vago y, por primera vez, Drummond se dio
cuenta de que la tenía hinchada—. Tengo el ojo inyectado en sangre. Un
puto simio me ha pegado como si fuera su peor enemigo. Y ¿sabes qué más
ha hecho?
Drummond lo miraba, incapaz de moverse, con todo el cuerpo tenso. Su
mente iba a mil por hora mientras pensaba en una forma de escapar, en qué
estaría haciendo Cassie y en qué iba a hacerle Barbary.
—¡Me ha robado un puto libro! —gritó Hugo con tanta furia que la saliva
que se le escapó fue a parar a la cara de Drummond.
—Tú acabas de robarle uno a Cassie —observó Fox, y señaló con la
cabeza el Libro de las puertas que el hombre sujetaba en la otra mano—.
No creo que estés para darle lecciones de moral a nadie.
Barbary levantó el ejemplar y lo examinó.
—Ah, sí, el Libro de las puertas. —Abrió las páginas en abanico—. Qué
bien podría pasármelo con él. No es muy espectacular en cuanto al aspecto,
¿no? —Estudió la cubierta antes de dejarlo caer al suelo, a sus pies—. Es
bastante del montón, pero, aun así, un premio fabuloso.
Drummond se movió de repente para intentar agarrar a Barbary de un
brazo o del cuello, pero el doctor ya se lo esperaba. Sacudió una mano y el
brazo de Fox se quedó paralizado en pleno movimiento, se topó con una
resistencia tan firme como un muro.
—No te va a servir de nada —le aseguró Hugo en un tono casi
compasivo—. Me anticiparé a cualquier cosa que intentes hacer. Oye, tú
también llevabas encima tus propios libros, ¿no?
El hombre agitó la mano dos veces y Drummond se vio forzado a estirar
ambos brazos hacia los lados, como en un simulacro de crucifixión. Barbary
lo empujó por el aire hacia la sala de estar y lo colocó de tal modo que
quedó suspendido delante de la ventana.
—¿No te parece horrible? —continuó entonces el doctor, que señaló la
sala de estar y la cocina que tenía detrás—. Es como una obra teatral de
mierda, moderna y deprimente de los noventa. ¿De verdad vive así la
gente?
No esperó respuesta. Rebuscó en los bolsillos interiores de Drummond,
su enorme mano correteó como una araña hasta que encontró y extrajo el
Libro de los recuerdos.
—Muy bonito —dijo mientras inspeccionaba el volumen—. Es el Libro
de los recuerdos, supongo. —Drummond no respondió, así que Hugo
agarró el libro por la contracubierta y dejó que las páginas se abrieran para
poder examinarlas—. Bellísimo. —Dejó el volumen en el suelo y volvió a
meter la mano en los bolsillos de Drummond. De nuevo, sus dedos se
movieron como arañas hasta que sacó el Libro de la suerte y el Libro de las
Sombras—. Precioso —dijo mientras admiraba la cubierta dorada del
primero—. ¿Cuál es este?
Fox se negó a contestar y clavó la mirada en un punto indefinido situado
por encima de la cabeza de Barbary. Este se encogió de hombros.
—Da igual. El tiempo me lo dirá. —Colocó los dos volúmenes en el
suelo, junto al Libro de los recuerdos y el Libro de las puertas. A un
costado del hombre, el Libro del control seguía emitiendo destellos de
colores—. Menudo tesoro —dijo—. Quizá debería empezar a reunir mi
propia colección para hacerle la competencia a la de la Mujer. ¿Qué opinas,
Drummond? ¿A qué monstruo preferirías, a ella o a mí?
—Uf, a ti, sin duda —contestó él.
Barbary ladeó la cabeza, interesado.
—¿Y a qué se debe eso?
—A que ella es aterradora y tú eres tonto. Tú no me quitarías el sueño,
Hugo.
El doctor soltó una carcajada, como si le hubiera parecido una respuesta
fabulosa.
—Bueno, a ver si podemos hacer algo al respecto, ¿te parece? —Lo miró
como si de verdad estuviera intentando decidir qué tortura debía infligirle
—. Es una pena que ese gorila me haya robado el Libro del dolor. Habría
disfrutado obligándote a contarme todos tus secretos. —Chasqueó la lengua
mientras consideraba sus opciones durante unos segundos—. Quizá aún
pueda divertirme un poco aunque no tenga el libro… Quizá consiga hacerte
hablar utilizando métodos más tradicionales. ¿Qué opinas? ¿Qué te
parecería sufrir una ligera tortura?
Los pensamientos de Barbary se vieron interrumpidos por un único pitido
procedente de su bolsillo. Sacó un móvil y lo estudió un instante.
—Esa zorra —masculló.
—¿Qué? —preguntó Drummond.
—Esa calva de mierda.
—¿La Librera?
—Va a vender mi libro —dijo el doctor—. Ese japonés y su simio debían
de trabajar para ella.
Hugo se quedó inmóvil un momento, con las manos en las caderas y la
vista desviada hacia un costado de Drummond; daba la sensación de que
estaba haciendo planes o reflexionando sobre cómo reaccionar.
—Bien, tendré que matarla —dijo como si aquella fuera la conclusión
más obvia.
—¿A la Librera? —volvió a preguntar Drummond, esa vez con las cejas
arqueadas en señal de escepticismo.
—A ella y a cualquier otro cabrón que intente llevarse mis libros.
Todavía conservo el Libro del control —dijo al mismo tiempo que
levantaba el volumen que brillaba y palpitaba a su lado—. No será difícil.
—No permite la presencia de otros libros en las subastas —le recordó
Fox—. Ya lo sabes.
—No, no lo sé —farfulló Hugo—. Nunca he asistido a una de sus
subastas. Pero eso solo me lo pone más fácil. Sin libros, no habrá nadie que
juegue con ventaja. Me limitaré a matarlos a todos de un tiro. —Se echó el
abrigo hacia atrás para mostrarle la pistola que llevaba en la cadera—. A lo
mejor te disparo a ti primero, solo para que te calles.
Drummond intentó encogerse de hombros en el aire. Era cierto que ya le
daba igual. Le resultó curioso darse cuenta del poco espacio que le quedaba
para el miedo ahora que el agotamiento le había invadido todo el cuerpo.
—Pues hazlo de una vez, tío. Por el amor de Dios, te lo pido por favor.
Entonces Fox oyó ruidos: el roce de una llave, la puerta principal al
abrirse. Barbary los captó un segundo después y se volvió hacia el vestíbulo
justo cuando una mujer entraba en la sala de estar.
Y no era una mujer cualquiera. Era Cassie.
Una Cassie diferente, mayor, con una misión reflejada en la mirada.
—Hola —dijo—. He esperado mucho tiempo para esto.
El Libro de la seguridad
EL SALÓN DE baile del Hotel Macintosh era uno de los lugares favoritos de
Lottie. Era un espacio elegante y cuadrado, con una gigantesca lámpara de
araña art déco colgada en el centro del techo, como si alguien hubiera
capturado el sol en una tarta nupcial de cristal. Unos espejos altos y
rectangulares revestían las paredes, intercalados con puertas que conducían
a los aseos, a las cocinas o a los despachos, y con apliques de pared. La
moqueta que cubría el perímetro de la sala parecía un esquema eléctrico,
llena como estaba de líneas blancas y negras y de patrones geométricos, y
en el centro de la sala había una gran pista de baile cuadrada, con la madera
rayada y deformada tras años de abandono. Seguía siendo un espacio
impresionante —a Lottie le había encantado desde el momento en el que
había comprado el hotel— y no le costaba nada imaginárselo tal como
debía de haber sido hacía cien años: gente blanca y rica luciendo trajes
almidonados y vestidos elegantes, girando por la pista sumida en una bruma
de humo de cigarrillo y alcohol; una banda de jazz en una esquina; las notas
de un contrabajo perforando el aire rítmicamente.
Ahora el salón de baile tenía un aspecto deslucido, el yeso agrietado y
una gotera en el techo en un rincón, pero todavía conservaba su
personalidad, seguía transmitiendo grandeza y elegancia, incluso en aquel
estado de abandono.
Cuando Lottie cruzó la enorme puerta de hoja doble, sus clientes se
volvieron para mirarla, tanto los grupos de personas como los individuos
dispersos por la sala. Durante un segundo, se sintió como una novia camino
del primer baile, pero enseguida apartó de su mente esa fantasía infantil y se
centró en saludar a todo el que consideraba importante, en dedicarle una
mirada o un gesto de la cabeza a los que eran peligrosos o ricos, o ambas
cosas. En circunstancias normales, se sentía más confiada en las subastas.
Pero, claro, era cuando tenía en su poder el Libro de la seguridad. En esa
ocasión, tendría que hacer de tripas corazón, al menos hasta que apareciera
Cassie.
Si es que aparecía, pensó.
Aunque no creía que la joven fuera a abandonar a su amiga, Lottie no
había llegado hasta donde estaba pensando siempre lo mejor de la gente.
En el otro extremo del salón de baile, sobre la plataforma elevada en la
que se habría colocado la mesa presidencial de una boda, o quizá sobre la
que habría tocado la banda durante el baile, se había dispuesto un atril.
Lottie subió a la tarima, se colocó tras él y observó a los asistentes, que ya
habían tomado asiento, desde su atalaya. Vio impaciencia, cálculos y
hostilidad abierta, pero hizo caso omiso de todo ello.
—Señoras y señores —comenzó—, bienvenidos a esta subasta.
—Basta ya de circos —gritó Okoro desde el lado izquierdo de la sala—.
Me han quitado el libro y me han cacheado y sobeteado. ¿Cuántas
indignidades más tendré que soportar?
Lottie lo miró, imperturbable. No dijo nada. Aquel hombre le daba
miedo, pero estaba firmemente convencida de que lidiar con una persona
como él era igual que adiestrar a un perro: tenías que asegurarte de que
sabía quién mandaba, aunque pudiera arrancarte la cabeza de un mordisco.
—No le he obligado a venir, señor Okoro —le contestó en tono calmado
—. Es usted libre de marcharse. —Levantó una mano y señaló la puerta del
fondo de la sala—. Esperaremos hasta que se vaya.
Intentar someterlo a base de avergonzarlo era una estrategia bastante
arriesgada, pero Lottie sabía dos cosas. En primer lugar, que Okoro deseaba
con todas sus fuerzas el Libro del dolor. Se lo decía la avidez de su rostro.
Y, en segundo lugar, sabía que, cuando compró el Hotel Macintosh, había
hecho varias modificaciones en la estructura del edificio. El espejo de la
pared que tenía justo detrás era una puerta que llevaba a una habitación del
pánico, que a su vez llevaba a un pasillo secreto y a una salida trasera del
edificio. Si ocurría algo de lo que los guardias de seguridad no pudieran
ocuparse, Lottie no tenía más que retroceder tres pasos para atravesar el
espejo y estaría a salvo. Habría preferido tener consigo el Libro de la
seguridad, pero, incluso sin él, sentía que tenía la situación controlada. Ni
siquiera Okoro podría alcanzarla antes de que huyera.
—¿No? —le preguntó entonces. El hombre se cruzó de brazos y la
fulminó con la mirada—. Me encantaría que se quedara con nosotros, señor
Okoro —le dijo en tono respetuoso para ofrecerle un clavo ardiendo al que
agarrarse—. Cuantos más, mejor, ¿no?
—Pues adelante, entonces —murmuró él.
—Sí, venga —gritó el pastor Merlin Gillette con una voz nasal y
ensordecedora como una moto de cross—. ¡Empieza de una vez, mujer!
—Empezaremos —replicó la Librera al mismo tiempo que le lanzaba al
viejo una mirada de advertencia— cuando yo considere que debemos
hacerlo. No aceptaré más interrupciones de los asistentes. Si quieren hablar,
levanten la mano. ¿Está claro?
El público se quedó mirándola en silencio.
—Señoras y señores, a los que ya poseen algún libro especial, les
agradezco que se lo hayan entregado a Elias. —Lottie señaló hacia el fondo
del salón de baile, donde Elias estaba de pie junto a la puerta y con el
maletín en la mano—. Como es costumbre, ahora el tenedor de libros se
marchará a un lugar seguro situado en otro punto del hotel. Regresará
cuando la subasta haya terminado y les devolverá los libros especiales a la
salida.
Elias asintió y se marchó. La Librera se quedó callada unos instantes para
permitir que todos los presentes lo vieran alejarse. En ese momento, el
guardia de seguridad al que había mandado a buscar a Izzy y a Lund llegó
con los dos custodiados pisándole los talones, y guio al gigante y a la chica
por el perímetro de la sala.
—Bien —continuó Lottie—, manos a la obra. Están aquí para pujar por
la titularidad del Libro del dolor.
En cuanto Lund llegó a la parte delantera del salón de baile, la mujer le
hizo un gesto para que subiera a la tarima. Cuando se colocó junto a ella, el
gigante destacaba como una torre. Le entregó el libro y Lottie lo sostuvo en
alto, como haría un predicador con la Biblia. Todas las miradas se clavaron
en el volumen. Lund abandonó el estrado y se encaminó hacia un lado del
salón para esperar junto a Izzy.
—Este es el Libro del dolor. La cubierta es morada y verde —anunció la
Librera—. Doy fe de su autenticidad y de su buen estado. —Abrió el libro
por una página aleatoria y lo alzó de manera que todos los presentes
alcanzaran a ver su contenido—. Quien posee el Libro del dolor es capaz de
provocar un sufrimiento y una agonía considerables en los demás.
—¡Es la mayor obra del demonio! —graznó Merlin Gillette sin respetar
las instrucciones de Lottie acerca de levantar la mano antes de hablar.
En respuesta al comentario, Elizabeth Fraser, la mujer que había llegado
con el Libro de la salud, levantó la mano y la Librera le cedió la palabra
con un gesto de la cabeza.
—El Libro del dolor también acaba con el sufrimiento de los demás —
dijo con una sorprendente y agradable voz de contralto—. Concede el poder
del alivio tanto como el poder del tormento. No tiene nada que ver con el
diablo. Ese es el comentario de un hombre con una mente supersticiosa y
subdesarrollada.
Varias personas se echaron a reír. Merlin Gillette se volvió para mirar a la
mujer, que estaba apenas unos metros por detrás de él.
—¡Ya te enseñaré yo lo que es una mente subdesarrollada, bruja! —le
gritó.
—Ya lo has hecho, jovencito —replicó ella con suavidad.
La hija de Gillette lo contuvo susurrándole algo al oído y el pastor se
volvió de nuevo hacia delante.
—¡Basta ya! —bramó Lottie con una severidad que no se correspondía
con lo que sentía por dentro. Que se produjeran fricciones de ese tipo antes
de la puja siempre resultaba beneficioso; era como una discusión antes del
sexo—. O se comportan, o hago que los echen.
Merlin Gillette le lanzó una mirada rebelde, pero no volvió a abrir la
boca.
—Déjenos probarlo —grito alguien desde el fondo de la sala.
Okoro se hizo eco de la petición al instante:
—Sí, deje que lo probemos con alguien para demostrar que es auténtico.
—No —respondió la Librera con voz firme—. Nadie va a usar el Libro
del dolor durante esta subasta. Es auténtico. Si alguien no confía en mí, no
tiene por qué pujar y puede marcharse antes de que empecemos.
Esperó. Nadie se movió. El silencio se dilató en la sala.
—Muy bien —dijo al final Lottie—. Ahora ya podemos proceder con la
subasta. Por supuesto, la moneda es el dólar estadounidense. Para pujar,
levanten la mano. A menos que especifiquen lo contrario, daremos por
hecho que se trata de incrementos de quinientos mil dólares. La puja
continuará hasta que tengamos un adjudicatario, que transferirá el dinero al
instante y, en cuanto mi banco reciba el depósito, se le hará entrega del
Libro del dolor.
Los asistentes se revolvieron en sus asientos y se prepararon, lanzaron
miradas a su alrededor para intentar juzgar el apetito y la fortuna de los
contrincantes. En los espejos que rodeaban el salón de baile, los reflejos del
público hacían lo mismo.
Entonces, Lottie preguntó:
—¿Quién abre la puja con quince millones de dólares?
Nadie se movió, nadie pujó. Por fin había llegado el evento que todos
esperaban, el gran momento. Como boxeadores recelosos, ninguno de los
participantes quería lanzar el primer puñetazo.
—¡Quince millones de dólares!
La puja llegó desde el fondo de la sala: una voz de mujer, aguda y
penetrante. Era una de las gemelas de Shanghái. Se rumoreaba que eran
anticuarias o coleccionistas de arte. También circulaban rumores de que en
realidad trabajaban para el Partido Comunista.
—Gracias, señora Li —dijo la Librera—. La subasta ha comenzado.
AL PRINCIPIO, LAS pujas llegaron despacio, con cautela, pero luego la energía
cambió, la confianza y la determinación aumentaron, y el precio del Libro
del dolor empezó a incrementarse a un ritmo constante.
—Tenemos veintidós millones —anunció Lottie—. ¿Alguien da más?
Esperaba que así fuera. Ninguno de los contrincantes serios había pujado
aún, estaban esperando a que los aficionados terminaran de jugar.
—Veinticinco millones.
Era Okoro. Estaba de pie, con los brazos cruzados y el ceño fruncido.
Lottie asintió para aceptar la puja y luego repitió la cifra para toda la sala.
—Veintiséis —gritó un hombre con un acento muy marcado.
—Veintiséis para el hombre de Bielorrusia —anunció Lottie—. ¿Alguien
da más?
Las pujas se detuvieron, la energía decayó ligeramente mientras la gente
respiraba hondo, sopesaba su fortuna y la contraponía a su deseo de tener el
libro. La Librera sabía que la subasta no había terminado aún. Okoro estaba
mirando al bielorruso con un gesto de contrariedad. Diego, el español,
estaba apoyado contra la pared lateral con ademán aburrido, pero Lottie
sabía que en realidad se estaba preparando para atacar en el último
momento. Las gemelas de Shanghái murmuraban entre ellas, y los dos hijos
de Merlin Gillette le susurraban al pastor. Los asistentes estaban elaborando
sus estrategias.
—¿Alguien da más de veintiséis millones de dólares? —preguntó tras
apoyar los codos en el atril.
—Esto se está alargando demasiado —gritó de pronto Diego, que tomó
impulso para apartarse de la pared—. ¡Treinta millones de dólares y se
acaba de una vez por todas!
—Treinta millones de dólares —repitió Lottie mientras la gente le
lanzaba miradas asesinas a Diego.
Antes de que pudiera escudriñar el resto de los rostros reunidos ante ella
en busca de más ofertas, se produjo un estruendo en una habitación cercana,
un restallido atronador que hizo temblar las paredes.
Todos volvieron la cabeza hacia el ruido. La Librera miró de inmediato a
uno de los miembros de su equipo de seguridad. El hombre tenía una mano
en la oreja y el ceño fruncido, como si no estuviera oyendo lo que esperaba
oír. Le devolvió la mirada y negó con la cabeza una vez: «No lo sé».
—Treinta millones de dólares —dijo Lottie una vez más, en voz bien
alta.
Estaba decidida a completar la subasta. Aun en el caso de que Cassie no
apareciera con el Libro de las puertas, el Libro del dolor le reportaría los
beneficios necesarios para apartarse del negocio durante una temporada.
Sonó otro estruendo, esta vez más cercano, y luego un tercero. La gente
empezó a murmurar, a alejarse de las paredes y a mirar a su alrededor para
ver qué hacían los demás.
—Por favor —dijo Lottie—. Dennos solo un momento.
Una figura cruzó la puerta del salón de baile, situada en el extremo
opuesto al de la Librera. Ella se la quedó mirando y otras personas la
imitaron.
—¡Alto! —gritó Lottie—. ¿Quién es usted?
Parecía un hombre alto y vestido con andrajos, con una gabardina vieja y
un sombrero de vaquero en la cabeza. Continuó avanzando por el salón a
pesar de que caminaba despacio y cojeaba, como si tuviera una pierna mala.
—¿Quién es? —volvió a preguntar la Librera con la voz rebosante de
indignación y autoridad.
El hombre se detuvo y después levantó una mano para quitarse el
sombrero y lanzarlo hacia un lado. El rostro que dejó al descubierto estaba
ajado y avejentado, tenía muchos más años de los que debería. Aunque
tenía los pómulos demacrados y los carrillos descolgados, Lottie lo
reconoció al instante.
—Me llamo Hugo Barbary —gritó el hombre con una voz que era un
graznido débil y carrasposo.
Estiró el brazo y la apuntó con un revólver automático cuya boca era un
enorme agujero de posibilidades espantosas.
—Y, ahora, ¡devuélveme mi puto libro, pedazo de zorra!
Dolor en el salón de baile olvidado
—NO PINTA NADA aquí —le espetó Lottie aparentando más tranquilidad de la
que sentía. La aparición de Barbary la había dejado conmocionada, pero
ocultó sus emociones bajo una coraza de fastidio—. No ha notificado su
asistencia.
—¿Te parece que estoy de humor para enviar un puto correo electrónico?
—gritó el doctor—. ¡Me robaste el libro! No he venido a comprártelo.
¡Llevo cincuenta años esperando este momento!
—Se está poniendo en ridículo —le advirtió la Librera, que hizo caso
omiso de las palabras del anciano a pesar de que le habían resultado
confusas. Era consciente de que el resto de los ocupantes de la sala miraban
a Barbary y después a ella intentando predecir cómo acabaría el
enfrentamiento—. Váyase antes de que sea yo quien lo obligue a marcharse.
Hugo sonrió y la piel suave y arrugada del rostro se le estiró hasta dejar
al descubierto unos dientes manchados.
—He esperado mucho tiempo, Librera. He estado escondido y esperando
este día. —Dejó escapar una risita infantil—. Sé lo de tu habitación secreta
detrás del espejo.
Lottie desvió la mirada hacia el jefe de su equipo de seguridad, una señal
que el hombre estaba esperando. El jefe y otros dos miembros de su equipo
—incluido el que había escoltado a Lund y a Izzy— echaron a correr hacia
Hugo Barbary desde dos lados de la sala. Ninguno de ellos fue lo bastante
rápido. El doctor giró sobre sí mismo y disparó dos veces, y luego se giró y
disparó de nuevo. Los tres hombres cayeron al suelo mientras corrían, cada
uno con un agujero de bala en la frente.
—¡Sigo siendo un hacha! —le dijo a Lottie entre risas—. Ahora ya no
tienes hombres armados.
Lottie se dio cuenta de que la chica, Izzy, ahogaba un grito a su lado, de
que empezaba a caminar hacia atrás como si tratara de escapar. Barbary
también captó el movimiento y centró su atención en ella. La Librera vio
que Lund se ponía delante de la chica y, en ese momento, decidió que el
gigante le caía bien.
—Tú —escupió Hugo. Su rostro era un nudo tenso de furia y de odio
quejumbroso. Avanzó cojeando y levantó la pistola hacia Lund—. Tú me
robaste el libro.
—¿Es que nadie va a hacer nada con este cretino? —vociferó Merlin
Gillette—. ¿Qué clase de circo tienes aquí montado, mujer?
Barbary levantó el brazo hacia un lado y le metió un tiro a Gillette en el
centro de la frente. Las gotas de sangre y de masa encefálica salpicaron el
espejo que tenía detrás como si fueran la lava escupida por un volcán. Los
dos hijos del pastor chillaron, gritaron y se desplomaron junto a su cadáver.
Ahora que habían visto que nadie estaba a salvo de aquella interrupción,
hubo más gente que empezó a moverse, a apartarse hacia el perímetro de la
estancia mientras Barbary cojeaba por la pista. Lottie se dio cuenta de que
un par de asistentes salían corriendo del salón y se alejaban por el vestíbulo
del hotel. Sabía que muchos de los que quedaban estarían debatiéndose
entre el instinto de supervivencia y las ansias de hacerse con el Libro del
dolor.
Entretanto, Hugo continuaba avanzando hacia Lund.
—Primero voy a matarte —masculló—. Solo para ponerme de buen
humor.
Lund miraba impertérrito al anciano que se dirigía hacia él y la Librera se
preguntó por qué no estaba más asustado.
Antes de que Barbary llegara al otro extremo de la sala, Okoro cargó
contra él con la cabeza gacha, pero el doctor detectó el movimiento en uno
de los espejos y giró con torpeza para apartarse.
Aun así, Okoro lo alcanzó y ambos cayeron al suelo transformados en un
nudo de extremidades y furia. La pistola disparó una sola vez y la bala
perdida impactó contra uno de los espejos de la pared izquierda, que se hizo
añicos y derramó una lluvia de cristales sobre la moqueta. Lottie miró a
Lund.
—Tú —le dijo—, quítaselo de encima.
El gigante parpadeó una vez y luego miró a los hombres que forcejeaban.
Dio unos pasos hacia ellos y apartó a Okoro del hombre mayor.
—¡Suéltame, pedazo de imbécil! —le gritó este, que se sacudió el
carísimo traje en cuanto volvió a estar de pie.
Entonces Lund centró su atención en Barbary y lo agarró por la muñeca.
Tiró de él para ayudarlo a levantarse y, al mismo tiempo, le arrancó la
pistola de entre los dedos.
La Librera bajó del estrado y se acercó a ellos. El doctor la miró con
actitud desafiante, con el rostro arrugado y una barba incipiente y gris
oscureciéndole las mejillas.
—¿Qué le ha pasado? —le preguntó la mujer con verdadero interés.
—Tienes mi libro —escupió—. Me lo robaron. —Señaló a Lund con la
barbilla—. ¿A esto te dedicas ahora, Librera? —preguntó—. ¿A robar libros
por encargo para después venderlos y lucrarte?
—No voy a dignarme a responder a eso —contestó Lottie. Aun así, sintió
que la gente sopesaba la pregunta, que sus clientes la observaban con los
ojos entornados—. Y, sinceramente, si piensa que puede presentarse aquí
usted solo y alterar de esta manera una de mis subastas, es que ha perdido la
cabeza. —Cogió el arma que Lund le había arrebatado y la inspeccionó
como si fuera de broma—. ¿Con esto? ¿Creía que no podría controlar a un
viejo con una pistola?
Hugo sonrió con la cabeza agachada y sin dejar de mirarla.
—¿Qué? —preguntó la Librera—. ¿Por qué sonríe?
—Tienes razón. Tendría que haber perdido la cabeza para hacer algo así.
Pero llevo mucho tiempo esperando este momento. He tenido años para
prepararme, señora Librera. Años y años para planear lo que haría. —
Barbary esperó un momento para asegurarse de que todo el mundo oía lo
que iba a decir—. He tenido tiempo para averiguar dónde debía buscar a su
tenedor de libros durante las subastas, para saber cómo hacerme con todos
los libros que salvaguardaba.
Lottie sintió que el salón de baile se tambaleaba bajo sus pies, y Hugo le
enseñó los dientes al dedicarle una mueca desdeñosa.
—¡Sí, exacto! —exclamó.
En ese momento, dio la sensación de que el doctor se desmoronaba
repentinamente, como si hubiera perdido la fuerza en las piernas. Lottie se
fijó en que Lund lo soltaba. Sin embargo, el hombre no cayó al suelo, sino
que tocó la pista de baile con una mano mientras se llevaba la otra al
enorme bolsillo del abrigo. Casi de inmediato, la Librera sintió que el suelo
se ablandaba debajo de ella. Asustada, bajó la vista y retrocedió unos pasos
a toda prisa mientras veía a Lund hacer lo mismo. Se percató de que,
alrededor de Barbary, la pista de madera se ondulaba como la superficie de
una piscina. El anciano estaba agazapado en un círculo de solidez, como si
se hubiera encaramado a lo alto de una columna apenas sumergida bajo la
superficie. El resto de los presentes también retrocedió, de manera que el
anciano acabó rodeado de un amplio círculo vacío.
—Señor Okoro —gritó Barbary cuando se sacó el Libro de la materia del
bolsillo. El ejemplar no paraba de lanzar chispas y colores al aire mientras
palpitaba—, ¡su libro es una diversión fabulosa!
Antes de que el interpelado pudiera replicar y echar a correr para atacarlo
de nuevo, Hugo levantó la mano y la bajó a toda velocidad. El suelo líquido
se elevó un par de metros y se precipitó hacia la puerta del salón como una
ola ansiosa por llegar a la orilla. Todas las personas que había en la estancia,
incluido el cadáver de Merlin Gillette, salieron disparadas hacia arriba y
chocaron bruscamente contra el techo. Cuando el suelo volvió a hundirse
con la misma rapidez con la que se había alzado y recuperó la solidez, la
gente y el yeso cayeron hasta estamparse contra él entre un clamor de
gemidos y gritos.
Aprovechando el caos, Barbary se abalanzó hacia delante y le arrebató la
pistola a Lottie de entre las manos.
—Ya me la quedo yo.
La Librera no opuso resistencia, el miedo y la sorpresa le habían
ralentizado los pensamientos.
—Verás, ahora soy mucho mayor, muchísimo —dijo el doctor—. He
disfrutado de unas vacaciones en el pasado por cortesía de esa zorra del
Libro de las puertas y tengo cincuenta años más que cuando me robaste el
libro.
—¿Cassie? —preguntó Izzy.
—Cierra el pico —le espetó Barbary, que volvió a mirar a Lottie—.
Tengo noventa y cuatro años, pero ya casi me siento como antes. Debe de
ser por uno de esos libros que le he quitado a tu hombre. El Libro de la
salud, ¿no? ¿El Libro de la vitalidad y el vigor? —Soltó una carcajada
áspera, satisfecho y triunfante—. ¡Supongo que, sin su ayuda, ni siquiera
habría podido disparar a esos tipos! No me sentía así desde hace años.
Levantó la pistola sin mucho cuidado y disparó con actitud jubilosa. La
bala rebotó contra las paredes.
—De acuerdo —dijo Lottie de pronto, y la sorpresa inundó el rostro de
Barbary—. ¿Lo quiere? —preguntó al mismo tiempo que le enseñaba el
Libro del dolor.
La Librera vio que la mirada del anciano se quedaba atrapada en él como
un trapo en una alambrada de púas. Vio que su expresión se desvanecía, que
toda la ira y toda la furia desaparecían y solo quedaba la avidez del hambre.
«Todo el dolor», pensó, y recordó lo que Elizabeth Fraser había dicho
hacía apenas unos minutos.
—Tómelo —prosiguió Lottie, que estiró la mano hacia el anciano para
tenderle aquel volumen plagado de textos densos y furiosos, de garabatos
de caras que gritaban y de armas afiladas.
El hombre se acercó y lo agarró, pero, antes de soltarlo, Lottie dijo:
—Acabaré con todo su dolor.
Barbary abrió los ojos como platos, atónito, y el libro empezó a rezumar
color por todos los cantos. Un momento después, el doctor cayó al suelo de
rodillas, todavía agarrado al libro con una mano, mientras Lottie continuaba
sujetándolo por el extremo contrario. Eran dos personas sosteniendo un
fuego artificial entre ellas, conectadas por aquel libro, y, a través de él,
Lottie experimentó todo el dolor del anciano. Sintió su trauma físico: el
dolor de los huesos y de la pierna izquierda, de las viejas heridas de bala
que le acribillaban el cuerpo. Pero, más allá de ese trauma, por debajo, en lo
más profundo de la conciencia de Hugo Barbary, sintió «el otro dolor», el
dolor espiritual y psicológico que lo convertía en lo que era. Nadaba allí, en
las profundidades, arremolinándose y retorciéndose donde nadie lo veía.
Lottie pensó en erradicarle ese sufrimiento al anciano. Notó sus hebras y
empezó a tirar de ellas. Era fibroso y duro, y se resistía a sus intentos de
arrancarlo, como una maraña de pelo en el desagüe de una ducha. Cerró los
ojos y se concentró, sacó el dolor a la superficie, lo unió y le dio forma para
extirparlo, para limpiar la herida que era el alma de Barbary.
Hugo estaba de rodillas delante de ella, gritando, conmocionado por la
súbita acumulación de todo su dolor.
La Librera continuó tirando de hebras y hebras de oscuridad y tormento,
de furia amarga; las sacaba a rastras del alma del hombre y las hacía
emerger para que se disiparan y desvanecieran bajo la luz. Abrió los ojos y
vio el rostro alzado del doctor, que le devolvía la mirada con unos ojos
grandes y claros, los ojos de un niño aterrorizado. Se quedó mirándolos sin
apartar la vista ni un segundo y continuó tirando de la oscuridad hacia la
superficie.
—Te libero de tu dolor —dijo con los dientes apretados.
Captó un movimiento, algo que se elevaba justo en el límite de su visión
periférica. Y entonces, antes de que pudiera terminar la cirugía del alma de
Barbary, el contacto se rompió y el doctor rodó por el suelo, con Okoro
encima forcejeando con él.
Lottie jadeó cuando la conexión se interrumpió y salió despedida hacia
atrás, tambaleándose. Unos brazos la atraparon antes de que cayera y,
cuando estiró el cuello para ver de quién se trataba, se encontró a Lund a su
espalda, sosteniéndola.
—¡Señor Okoro! —gritó la Librera.
Algunos de los asistentes a la subasta, los más jóvenes y sanos,
empezaban a levantarse de los distintos puntos del suelo hacia los que los
había arrojado la ola de Barbary. Otros yacían muertos o con heridas más
graves, entre ellos Elizabeth Fraser, que ya no llevaba encima el Libro de la
salud. No obstante, el primero en recuperarse había sido Okoro.
—¡Okoro, pare!
Estaba en el suelo, peleándose con Barbary, lanzándole puñetazos
brutales mientras el doctor mantenía las manos en alto para protegerse, aún
aturdido por lo que Lottie acababa de hacerle.
—¡Toma! —escupió Hugo, que volvió a sacarse el libro del bolsillo y lo
lanzó lo más lejos que pudo—. ¡Toma tu puto libro!
El Libro de la materia se deslizó por la pista de baile y no se detuvo hasta
llegar a la moqueta desgastada.
Okoro se puso en pie de inmediato y se olvidó de Hugo para lanzarse al
instante en pos de su preciada pertenencia. Cruzó la pista dando grandes
zancadas y recogió el volumen, le limpió el polvo y se lo guardó en el
bolsillo del pecho. Luego, se volvió hacia Lottie.
—Y también me llevaré el otro libro —dijo, y echó a andar hacia ella con
la mano estirada.
Lund se interpuso entre ambos y bajó la vista hacia el hombre, al que le
sacaba al menos una cabeza. No dijo nada. Se limitó a quedarse allí parado,
inmóvil, mirándolo. La Librera no sabía por qué el gigante sentía la
necesidad de protegerla, pero, en ese momento, agradeció que se hubiera
interpuesto en el camino de Okoro.
—¿Quieres jugar conmigo? —preguntó este, imperturbable—. No serías
el primer hombre al que hubiera matado.
Lottie sabía que la situación estaba descontrolada, pero seguía teniendo
en sus manos el Libro del dolor. Se dio cuenta de que la gente estaba
concentrada en el enfrentamiento entre Lund y Okoro. De que Barbary
yacía en el suelo mirando la lámpara de araña, como aturdido, e Izzy estaba
de pie detrás de ella, encogida contra la pared y tratando de parecer pequeña
e insignificante. La Librera pensó que quizá hubiese llegado el momento de
huir. Ya se celebraría otra subasta, otro día.
Comenzó a retroceder hacia el espejo de detrás del atril.
Pero entonces se abrió la puerta de la pared del fondo, más allá de Lund y
Okoro, y Cassie y Drummond Fox entraron en el salón de baile. A su
espalda, al otro lado de la puerta, se veía un lugar completamente distinto,
una habitación de un edificio que no era el de enfrente del hotel.
Verlos llegar así desconcertó incluso a Lottie. Se percató de que estaba
boquiabierta y de que todos los demás presentes en la sala, incluso Okoro,
se habían quedado paralizados mirando a los recién llegados.
—Es el Bibliotecario —dijo alguien.
Mientras Cassie y Drummond intentaban asimilar el caos de cuerpos
maltrechos y sangre, la mirada de la joven se posó en Izzy, y Lottie oyó que
esta la llamaba por su nombre.
En ese momento, Hugo Barbary se levantó del suelo.
—Hugo —murmuró Drummond al verlo—. Otra vez.
La Librera vio que el anciano fulminaba a Cassie con la mirada.
El doctor se dio la vuelta y levantó el arma para apuntar a Izzy, que
seguía estando detrás de Lottie.
—Devuélveme mi Libro del control, Bibliotecario —gruñó Barbary—, o
le meto una bala a tu amiga en esa cara tan bonita que tiene.
Entonces miró a Cassie.
—Y también me llevaré el Libro de las puertas, por si acaso.
La llegada del demasiado tarde
CASSIE UTILIZÓ EL Libro de las puertas y franqueó una de las entradas del
salón de baile para llegar a su dormitorio, el del apartamento que antes
compartía con Izzy. Vio que hacía sol, que al otro lado de la ventana que
tenía junto a la cama el día era claro y luminoso.
Hacía más de diez años que no pisaba aquella habitación y, por alguna
razón, le pareció que mientras estaba en la nada y ninguna parte había
pasado aún más tiempo.
A aquellas alturas, le daba todo igual, así que se quitó la ropa y se metió
en la cama, cerró los ojos y se cubrió la cabeza con el edredón para aislarse
del mundo.
Durmió.
LUND LAS ESCUCHÓ durante un rato mientras Cassie le contaba a Izzy sus
diez años en el pasado. Parecía algo increíble, pero el gigante había visto
tantas cosas increíbles que ya no era un incrédulo.
—Entonces, ¿qué pasa, que ahora tienes ocho años más que yo? —
preguntó Izzy con el ceño fruncido.
—Así es —respondió Cassie—. Estoy vieja, fofa y gris. Soy tu futuro.
—¿Adónde fuiste? —preguntó entonces Lund, que por alguna razón
sintió que quería interrumpir la felicidad de las dos mujeres. No tenía ni
idea de por qué se sentía así—. Después del salón de baile. ¿Dónde has
estado todo este tiempo?
Cassie no respondió de inmediato. Se le pusieron los ojos vidriosos
mientras contemplaba el fuego y luego frunció el ceño un instante.
—Me fui a otro sitio —dijo—. He estado en ninguna parte, en un lugar al
que los humanos no van.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Izzy.
Su amiga se encogió de hombros.
—Es difícil de explicar. Al ver que estabas muerta, solo quise huir; deseé
no ser nada, no estar en ninguna parte. Así que abrí una puerta y me fui a…
a la nada. —Negó con la cabeza—. Ni siquiera lo recuerdo bien. Es como
un sueño, quizá… Como cuando sabes que has tenido un sueño, pero en
cuanto te despiertas se desvanece.
Lund no le encontró ningún sentido a sus palabras. Miró hacia el otro
lado del fuego y vio a Izzy estudiando a su amiga.
—Y, luego, en algún momento, me di cuenta de que quería volver a casa.
Apareció una puerta y la crucé. Y aquí estoy.
Izzy asintió, despacio.
—Bueno —dijo—, no sé dónde habrás estado, pero me alegro de que
hayas vuelto.
—Quizá algún día pueda contarte más cosas —dijo Cassie—. Si es que
alguna vez llego a entenderlo yo misma.
—¿Qué vas a hacer ahora? —quiso saber Izzy.
—No lo sé —reconoció su amiga—. Pero no quiero pasarme la vida
huyendo de esa mujer.
Izzy le lanzó una mirada a Lund. Eso era justo lo que habían estado
haciendo ellos.
—¿Quién es? —le preguntó a Cassie.
—Ni idea.
Izzy volvió a mirar a Lund y este se encogió de hombros.
—¿Vas a intentar detenerla? —intervino el gigante, y su pregunta atrajo
la mirada de Cassie.
Lo observó en silencio unos instantes y entonces fue ella la que se
encogió de hombros.
—No lo sé —contestó—. Aún no he pensado tanto en el futuro. Estaba
centrada en encontraros a vosotros.
—Te ayudaremos —dijo el hombre, y entonces Izzy también se volvió
para mirarlo—. Cuando decidas qué quieres hacer, cuenta con nosotros.
—¿Desde cuándo hablas por mí? —quiso saber Izzy, pero la pregunta
estaba teñida de humor.
A Lund le pareció que en realidad a la chica le había gustado lo que había
dicho.
—Lo siento —se disculpó—. Me refiero a que yo te ayudaré. No puedo
hablar por Izzy.
—Gracias —le dijo Cassie con una sonrisa—. Te lo agradezco.
—No estás sola, Cassie —dijo Izzy, que se acercó de nuevo a ella—.
Ahora estás con amigos.
LUND FUE A por más bebidas y bolsas de patatas fritas a la tienda que había a
unas calles de la playa. Se tomó su tiempo para que las dos amigas pudieran
disfrutar de unos minutos a solas. Cuando regresó, la playa se había sumido
en el silencio y el viento del océano tenía un filo más cortante. Jugueteó un
rato con el fuego para sonsacarle llamas y calor, y después les pasó sendas
cervezas a Izzy y a Cassie.
—¿Dónde vas a dormir? —le preguntó Izzy a su amiga.
—Pediré una habitación en el motel —contestó—. Y, si no hay, me iré a
otro sitio. Tengo el libro.
Se quedaron calladas unos instantes, solo se oía el rumor de las olas y el
crepitar del fuego.
—¿Qué habéis hecho con el libro? —preguntó entonces Cassie con la
mirada clavada en las llamas—. Con el Libro de la ilusión.
Izzy miró a Lund.
—Lo enterramos —dijo este último.
—No nos pareció que fuera seguro continuar llevándolo encima —añadió
Izzy.
—¿Volviste a usarlo? —le preguntó Cassie a su compañera—.
¿Descubriste cómo se crean las ilusiones?
La chica negó con la cabeza.
—A lo mejor solo soy capaz de hacer magia en los momentos de muerte
segura. ¿Te acuerdas de lo que nos dijo Drummond cuando estuvimos en
Lyon, que hay personas que son capaces de aprender a usar los libros?
—Sí —respondió Cassie.
—Quizá consiga aprender a utilizar el Libro de la ilusión —dijo Izzy.
Miró hacia la hoguera—. Aunque no estoy segura de si quiero hacerlo.
—Necesitamos el libro —aseguró su amiga—. Si la Mujer creyó que
estabas muerta, eso quiere decir que las ilusiones funcionan en su caso. Tal
vez podamos recurrir a ellas para derrotarla.
—Podríamos ir a desenterrarlo —sugirió Izzy.
—¿Está lejos? —preguntó Cassie.
—Sí —respondió Lund—. Está lejos.
—¿Cómo de lejos?
—Tardaremos unos días en llegar, a menos que consigamos un coche.
—No lo necesitamos —repuso Cassie—. Solo una puerta cercana.
Lund bebió un sorbo de cerveza y dijo que no con la cabeza.
—No hay puertas cercanas —dijo—. Tu libro no te servirá de mucho. Lo
hicimos a propósito, por si acaso te lo robaban.
La vio asentir, como agradeciendo lo cuidadosos que habían sido.
—Empieza a hacer frío —dijo Izzy entonces—. Y se está marchando
todo el mundo. ¿Nos vamos? No me gustan estos sitios cuando ya no queda
nadie cerca.
—Una chica de ciudad hasta la médula —murmuró Cassie.
Lund se levantó de un salto y apagó la hoguera echándole arena por
encima.
—¿Vienes? —le preguntó Izzy a Cassie mientras Lund tiraba de ella para
ayudarla a levantarse.
—Dentro de un rato —contestó—. Necesito pensar un poco.
Izzy dudó.
—No voy a volver a desaparecer —dijo su amiga—. Te lo prometo.
—Más te vale —murmuró Izzy.
Le hizo un gesto con la cabeza a Lund para que la siguiera y echó a andar
por la arena.
El gigante miró hacia atrás una sola vez y vio a Cassie allí sentada, sola,
contemplando el cielo oscuro y el océano que se extendía por debajo de él.
La sombra en la arena
Azaki había reservado una habitación en las suites Rio de Las Vegas para
matar el tiempo durante unos días. Había volado directamente desde Nueva
York hasta Las Vegas, un trayecto de cinco horas. Había aterrizado en el
Aeropuerto Internacional Harry Reid antes incluso de que la subasta
empezara en Nueva York. Se había instalado en su habitación y, mientras la
gente pujaba por el Libro del dolor, él estaba en la cama, en ropa interior,
comiéndose una de las carísimas hamburguesas del servicio de
habitaciones. Poco después, Lund e Izzy —y el Libro de la ilusión— se
subirían a un autobús que los llevaría hacia el sur. Azaki sabía que aún
tardarían tres días en llegar a la ciudad, pero, cuando aparecieran, cogerían
la habitación más barata que encontraran en el Circus Circus, fuera del
Strip, y a la mañana siguiente alquilarían un coche y conducirían hacia el
sur por la I-15 durante media hora hasta llegar a la SR 161. Desde allí,
pondrían rumbo el oeste hasta encontrar una pista de tierra que atravesaba
el desierto en dirección norte, en paralelo a las líneas eléctricas. Lund se
detendría en el tercer poste del tendido eléctrico, caminaría diez pasos hacia
el oeste adentrándose en el desierto y, con el brazo que no llevaba en
cabestrillo, enterraría debajo de un arbusto la bolsa de plástico en la que
habían metido el libro.
—Tus zancadas son más grandes que las mías —había señalado Azaki
cuando su guardaespaldas le había dado las indicaciones durante su
conversación en el bar de Chile.
—Cuenta quince, entonces —le había contestado él—. El arbusto es
obvio. Era el único que había y se llegaba en línea recta desde el tercer
poste.
El japonés esperaba que fuera así de fácil.
El día que Lund enterró el libro, Azaki estaba esperando en el Starbucks
que había justo al lado del desvío de la I-15. Llegó temprano y se sentó
junto a la ventana. Poco después de las diez de la mañana, vio pasar el
coche en el que viajaban Izzy y Lund, con la chica al volante. Media hora
más tarde, cuando pasaron en dirección contraria, estaba sentado en su
coche de alquiler, esperando con impaciencia. Vio que seguían la carretera
hasta incorporarse otra vez a la interestatal y que se dirigían de nuevo hacia
el norte, hacia Las Vegas. Pasarían allí un par de noches más,
cuestionándose si habrían hecho bien o no al dejar el libro en el desierto. Se
lo había contado Lund, como si se sintiera culpable por haberse deshecho
de la posesión más preciada de su jefe. Justo en ese momento, mientras
aceleraba en dirección a la pista paralela a los cables de alta tensión, Azaki
se mostró dispuesto a perdonarlo. Suponiendo que encontrara el libro, claro.
Encontró la pista y las líneas eléctricas.
Encontró el tercer poste y, al aparcar el coche, vio que las huellas del
vehículo de Lund se detenían en el mismo lugar.
Incluso vio las huellas de las botas del hombretón, que se alejaban de la
pista por la arena. Las siguió y vio el arbusto del que Lund le había hablado
unos días antes. Se arrodilló, con el sol abrasándole la espalda, y escarbó
con las manos hasta que sintió el frío del plástico.
Bajo el plástico, el libro estaba caliente. Le resultó familiar. Se sintió
como en casa.
Lo desenvolvió con nerviosismo, como un niño con una chocolatina, y
sonrió al ver la cubierta negra y dorada.
Era precioso, tanto como lo había sido siempre, aunque haber estado sin
él hacía que se lo pareciera aún más.
Se puso de pie y se quedó allí parado un momento, palpando el libro.
Luego, desvió la mirada hacia el desierto y su resplandor lo obligó a
entornar los ojos. El viento le lanzaba polvo y arena contra las mejillas.
Cerró los ojos, aferrado al Libro de la ilusión, y la luz y el color
comenzaron a filtrársele entre los dedos. Azaki pintó cuadros en el cielo
mientras vastas esculturas de arena se arremolinaban y pululaban a su
alrededor, como si estuviera en el ojo de una tormenta. Y entonces la arena
se convirtió en formas sólidas, en criaturas serpentinas que lo rodeaban,
siseaban y gritaban. Sintió a aquellas bestias, oyó sus gritos, la ilusión era
absoluta.
A veces, a Azaki le gustaba ejercitarse por pura diversión.
Pintó de colores las criaturas serpentinas, rojas, amarillas y azules, y
luego dejaron de ser formas sinuosas y retorcidas para convertirse en luces
danzantes, una de sus ilusiones favoritas. Luces en el desierto, un arcoíris
sin lluvia. Todo ello conjurado por Azaki, como un atleta que pone a prueba
sus músculos al inicio de la temporada.
Su don, el don del Libro de la ilusión, seguía ahí.
Dejó que las luces del cielo se desvanecieran y, acto seguido, los colores
que brillaban alrededor del libro también se apagaron. Y entonces solo
quedaron él y el sol caliente y seco.
Se metió en el coche.
Sabía que tenía que volver al norte.
Lo necesitaban, tenía que ayudarlos a enfrentarse a la Mujer.
Les había dicho que lo haría, se lo había prometido, porque le habían
salvado la vida al contarle lo de Barbary.
En su mente, una voz —¿la de su padre, tal vez?— le decía que huyera.
Que no había que avergonzarse de sobrevivir. No dejó de incordiarlo
durante todo el trayecto de vuelta a Las Vegas, y tampoco durante todo el
camino hasta el aeropuerto.
Cuando subió al avión, la voz se había callado y Azaki se sentía
extrañamente en paz.
El plan, segunda parte: la Librera
LA PARTE MÁS difícil del plan, la que a Drummond le daba más miedo
(quitando la última), era la de seguir a la Mujer para averiguar lo que
necesitaban saber. Durante las horas previas, a solas en el hotel, se paseó de
un lado a otro de su habitación con inquietud, tratando de dilucidar si lo que
estaban haciendo era lo correcto o no. Sentía que el momento se le estaba
echando encima, pero su indecisión lo mantenía allí atrapado, a punto de
enfrentarse a algo cuando ni siquiera estaba seguro de querer hacerlo.
Fue Cassie quien lo sacó de aquel estado cuando llamó a la puerta de su
habitación unos minutos antes de la hora a la que habían quedado en
reunirse en el bar del hotel. Al abrir, la vio allí sola, preciosa, desaliñada,
con el enorme y viejo abrigo que llevaba siempre, con el pelo recogido en la
nuca y la cara despejada.
—¿Estás preparado?
—No —reconoció.
Ella asintió y desvió la mirada hacia un lado.
—Yo tampoco.
Durante unos instantes, permanecieron sumidos en un silencio incómodo,
hasta que Drummond dijo:
—Entonces será mejor que nos pongamos en marcha, antes de que
alguno de los dos pierda el valor.
Fox se dio cuenta de que quería ser más valiente de lo que era en
realidad. Por algún motivo estúpido, como de colegial, deseaba impresionar
a Cassie, a aquella mujer que tanto había sufrido porque él había sido
incapaz de protegerla no solo cuando Hugo Barbary había atacado, sino
también cuando la Mujer había ido a por ellos hacía unos meses en el salón
de baile.
—Sí —convino ella.
Recorrieron juntos el hotel hasta llegar al bar, donde Izzy, Lund y Azaki
estaban pasando el rato, charlando y revolviéndose con una energía
nerviosa.
—¿Vais a hacerlo, entonces? —preguntó Izzy, que se levantó para
saludarlos.
Cassie asintió una vez. Drummond observó a las dos mujeres mientras se
miraban a los ojos.
—Ten mucho cuidado —le dijo Izzy a su amiga al mismo tiempo que la
atraía hacia sí para abrazarla—. Sé que ahora eres mayor, pero tienes que
hacerme caso. Si no, te pegaré una paliza.
Cassie sonrió por encima del hombro de su compañera y, cuando ambas
se separaron, Izzy miró a Drummond.
—A ti también te pegaré una paliza si le pasa algo.
—Lo sé —dijo Fox, que intentó sonreír.
—Vale —dijo Cassie, y asintió con la cabeza para intentar ocultar su
aprensión—. Hagámoslo.
Caminaron hasta la primera habitación que había en el pasillo del bar y
Cassie utilizó el Libro de las puertas para abrirla. Al otro lado, apareció lo
que aparentaba ser otro pasillo del hotel.
—Llegaremos justo antes de la subasta, justo antes del ataque de la Mujer
—le explicó a Drummond—. Pero lo bastante lejos del salón de baile como
para que nadie nos vea.
—De acuerdo —dijo él.
Le tendió una mano y Cassie la miró, confundida.
—Voy a hacer que nos traslademos a las Sombras —le explicó él—.
Tienes que agarrarme la mano.
—¿Qué? La última vez, cuando hice que entráramos en tu biblioteca, no
te cogí de la mano.
—Eso fue distinto —señaló Fox—. La Biblioteca estaba en las Sombras
y lo único que hicimos fue ir juntos hasta allí. Ahora soy yo el que va a
entrar en las Sombras. Si vienes conmigo, tenemos que darnos la mano. Y
no puedes soltarte, ¿entendido?
—¿Qué pasa si me suelto? —preguntó Cassie.
—Te caerás de las Sombras e irás a parar de nuevo al mundo real. —Hizo
un gesto de negación con la cabeza, muy serio—. Por favor, no te sueltes,
estaremos muy cerca de la Mujer.
—Cógele la mano, Cassie —gritó Izzy a su espalda—. Agárrasela como
si fuera tu libro favorito.
—¡Cállate! —farfulló su amiga.
Drummond la vio dudar, mirarle la mano como si fuera algo extraño y
espeluznante. Por fin, Cassie estiró el brazo y entrelazaron los dedos. Tenía
la mano fría y suave y, al sentir su contacto, Fox notó un escalofrío
inesperado y delicioso. Se miraron a los ojos y Drummond pensó que ella
también lo había sentido. Parecía un poco cohibida, tanto como él.
—¡Qué monos estáis así! —exclamó Izzy, pícara y sonriente.
—¡Te he dicho que te calles! —ladró su amiga.
—¿Preparada? —preguntó Drummond.
Cassie tragó saliva con dificultad y luego asintió.
—Recuerda, no podemos hablar… No te oiré. Debemos permanecer
juntos pase lo que pase.
Ella volvió a asentir para dejarle claro que lo entendía.
Franquearon la puerta y, una vez en el pasado, la cerraron tras ellos.
Drummond hizo que se adentraran en las Sombras y, de repente, todo se
volvió gris y onírico. El Bibliotecario volvió a experimentar aquella
sensación tan agradable y familiar de estar flotando en la irrealidad.
—YA SABES CUÁL es el problema de Lund —dijo Azaki, que agitó su copa
con aire despreocupado.
—No, no lo sé —respondió Izzy—. Pero cuéntamelo.
—Su problema es que cree que estar siempre callado hace que la gente
piense que es tonto. —Azaki miró fijamente al gigante, que lo observaba
desde el otro lado de la mesa. Tenía el ceño un poco fruncido, y eso era lo
más parecido a una mueca de disgusto que el japonés le había visto esbozar
jamás—. De lo que no se ha dado cuenta es de que los tontos no suelen
permanecer callados, normalmente son los más escandalosos de la
habitación.
—Madre mía —murmuró Izzy—. ¿Qué dice eso de mí?
Azaki la miró un momento y luego se echó a reír.
—Siempre hay una excepción a la regla. Porque está claro que tú no eres
tonta.
—Solo escandalosa —repuso la chica en tono alegre.
—Mucho —señaló él, que brindó con el aire antes de llevarse la copa a
los labios.
Estaban en el bar de la entreplanta del Hotel Macintosh. A Azaki, aquel
edificio le daba escalofríos. Lo odiaba, sobre todo por la noche cuando se
iba a dormir. Era un lugar vacío, con un montón de habitaciones llenas de
melancolía y recuerdos. De todos los rincones del hotel, el bar de la
entreplanta era el único en el que se encontraba cómodo. Desde que se
había sumado a Lund y a los demás hacía unos días, los ratos que pasaba
sentado allí con el gigante y con Izzy eran en los que se sentía más relajado.
Reencontrarse con Lund y Cassie tanto tiempo después de haberlos visto
en Chile le había resultado extraño. Para ambos, cuando Azaki se reunió
con ellos en Bryant Park, no habían pasado más que unas horas desde el
último encuentro en Antofagasta. Habían cruzado una puerta en Oregón
para llegar a Chile y, tras convencerlo de su futuro, habían hecho el
recorrido inverso. Después, habían franqueado otra puerta, junto con Izzy y
Drummond Fox, para plantarse en Nueva York y encontrarse con Azaki, tal
como le habían prometido.
Habían pasado la primera noche en un anodino hotel para turistas del
Midtown y, mientras estaban allí, Cassie había visitado a la Librera en el
pasado y la había persuadido para que les permitiera utilizar el Hotel
Macintosh, un lugar que, al parecer, le pertenecía. El japonés se había
entusiasmado bastante cuando había oído hablar del lugar por primera vez,
pero, después de cruzar la ciudad y traspasar las vallas de madera para
entrar en el viejo edificio, se había llevado una decepción.
Sin embargo, conocer a Izzy le había servido de estímulo durante los
últimos días. Disfrutaba pasando tiempo con ella. Lund era una compañía
cómoda, como una habitación tranquila y apacible donde relajarse. Izzy, por
el contrario, era la mejor fiesta a la que habías asistido en tu vida —alegre,
divertida y guapa—, así que le encantaba estar cerca de ella. Cassie también
era amable, debajo de la capa de preocupación y silencio. Y Drummond
Fox había supuesto toda una revelación para él: era mucho más afectuoso
de lo que podría haberse imaginado, y tenía un sentido del humor que
parecía aflorar cuando estaba más relajado.
Durante aquella primera noche en el Hotel Macintosh, Azaki e Izzy
habían salido a comprar provisiones. Alcohol, sobre todo, pero también
algo de comida. Desde entonces, habían pasado la mayor parte del tiempo
en el bar, charlando, bebiendo e intentando ignorar los nervios y los miedos.
A veces Cassie también se les unía, por lo general distraída y distante.
Cuando Drummond se acercaba, estaba claro que, a pesar de beber en
silencio, escuchaba sus charlas; era como si quisiera estar cerca de la gente,
pero sin tener la obligación de participar. Azaki lo comprendía.
—No me había dado cuenta de que sabías lo listo que soy —dijo
entonces Lund, y Azaki lo miró, sorprendido.
—No he dicho que seas listo —repuso.
—Eso es cierto —le dio la razón Izzy—. No ha dicho que lo seas.
—Solo he dicho que no eres tan tonto como quieres que la gente crea que
eres.
Lund lo pensó un momento y luego dijo:
—Ojalá fuera tan listo como para entender la diferencia.
—Eres muy seco —replicó Azaki—. Es imposible saber si estás de
broma o no.
Fue entonces cuando Cassie y Drummond llegaron al bar y todos los
vieron desaparecer por la puerta en dirección al pasado.
—Ya está —dijo Izzy, una vez que se marcharon—. Va a pasar.
—Sí —convino Azaki, y se dio cuenta de que estaba nervioso.
La siguiente parte dependía de él. Dejó la copa sobre la mesa.
Cassie y Drummond regresaron casi de inmediato. La puerta se abrió, la
cruzaron dando tumbos y ella la cerró de golpe a su espalda. El japonés se
alarmó al ver la expresión de la chica. Tenía los ojos hundidos y la piel
pálida.
—¿Y bien? —le preguntó.
Se dio cuenta de que estaba cerrando y abriendo la mano rápidamente en
el bolsillo, un tic nervioso que siempre había tenido de niño.
Cassie pasó junto a él y se dejó caer en uno de los asientos del bar.
—Necesito un trago —dijo Drummond—. ¿Dónde está el whisky?
—Detrás de la barra —respondió Izzy, aunque sin apartar la mirada de
Cassie.
Se sentó junto a su amiga en el sofá.
—¡Tráeme uno! —le gritó Azaki a Fox mientras este se dirigía hacia la
barra.
Drummond levantó una mano para que supiera que lo había oído.
Parecía que Cassie estuviera intentando poner orden en sus
pensamientos.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó Izzy, que intuía con total claridad que
algo iba mal.
Azaki intercambió una mirada con Lund, que arqueó y bajó las cejas una
sola vez.
—Da igual —dijo Cassie—. Hemos visto a la Mujer. La hemos seguido
hasta su casa. Estábamos con ella y… ha matado a dos hombres mientras
estábamos allí. —Negó con la cabeza—. Ha sido horrible, Izzy.
Su amiga se angustió y le agarró la mano.
—¿Qué les ha hecho? —preguntó Azaki.
No pudo contenerse. Estaba asustado y quería disponer de toda la
información posible.
Cassie levantó la cara para mirarlo. Daba la sensación de estar a
kilómetros de distancia.
—A uno lo ha licuado —dijo—. Creo… Creo que el hombre gritaba
mientras se derretía. Pero sonaba como un gorgoteo, porque era todo
líquido. Ay, Dios…
Se apoyó la cabeza en las manos. Azaki se cruzó de brazos y empezó a
pasearse por el bar, inquieto.
—Nunca he tenido más claro que debemos seguir adelante —dijo Cassie
sin quitarse las manos de la cara—. Es perversa. —Después miró a Azaki
—. Hemos descubierto dónde guarda los libros. En una caja fuerte del
sótano, en una casa al sur de aquí.
—Entonces, ¿puedes cogerlos? —le preguntó Azaki.
—Creo que sí —contestó. Se volvió hacia Izzy—. ¿Te acuerdas de
aquella primera noche en el Hotel Library? Estuvimos hablando de un
ladrón que podía abrir y cerrar una caja fuerte.
—Si —dijo su amiga con una sonrisa débil.
Drummond regresó con una botella de whisky en una mano y cinco vasos
apretados contra el pecho en el otro brazo. Sirvió copas para todos,
brindaron en silencio y bebieron, incluso Cassie.
—Hagámoslo —le dijo esta a Drummond—. Vayamos a por los libros.
—Luego se dirigió a Azaki—. ¿Estás preparado?
El japonés asintió, aunque estaba nervioso.
—¿Cómo funciona? —preguntó Lund, que señaló la puerta por la que
Cassie y Drummond habían vuelto—. Esa puerta es más grande que la de
una caja fuerte.
—Ni idea —respondió Cassie—. Pero vamos a averiguarlo.
CASSIE SE LEVANTÓ, se limpió la boca con la manga y se acercó de nuevo a la
puerta. Sostuvo el Libro de las puertas a un lado mientras el ejemplar
brillaba y resplandecía, y después estiró la otra mano para girar el pomo. Al
otro lado, en lugar de un pasillo vieron una pared negra y sólida, y lo que
parecía el interior de una caja fuerte: un hueco de medio metro cuadrado
que colgaba a unos treinta centímetros del suelo.
—¿Es esta? —preguntó Izzy.
—Sí —respondió Drummond—. Esta es su caja fuerte.
Azaki vio a Cassie meter la mano y sacar los libros. Se los mostró uno
por uno y el hombre los estudió con detenimiento.
—¿Puedes crear versiones de estos volúmenes?
Azaki asintió. Sabía que podía, pero también conocía las limitaciones de
lo que era capaz de hacer el Libro de la ilusión.
—Pero la ilusión no durará para siempre. Puede que unas horas. Un día,
si tenemos suerte. Y tendré que estar concentrado durante todo ese tiempo.
Deseó no haber bebido tanto a lo largo de las últimas horas.
—Así que tenemos que convocar la subasta para dentro de doce horas —
concluyó Cassie.
—Eso es lo que duró el trayecto hasta su casa —señaló Drummond—.
Cuando viajamos con la Mujer. Está a unas doce o trece horas en coche. Si
la Librera convoca la subasta, tendrá que salir casi de inmediato.
—Entonces la ilusión solo tiene que durar lo que la Mujer tarde en coger
los libros y ponerse en marcha —le dijo Lund a Azaki—. Fácil, ¿no?
El japonés le dedicó una sonrisa forzada, aunque pensó que Lund lo hacía
con buena intención.
—Sí, fácil.
—¿Estamos preparados para hacerlo? —preguntó Cassie, que los fue
mirando uno a uno—. Porque, cuando convoque la subasta, ya no habrá
vuelta atrás.
—¿Por qué no le quitamos los libros sin más? —preguntó Izzy—.
Quítale los libros y nos olvidamos de ella.
Cassie negó con la cabeza.
—Ya lo hemos hablado.
—Hay más libros por ahí —convino Drummond mientras se servía otro
trago—. Es mejor que desaparezca para siempre.
Azaki sintió la tensión de la sala, una cuerda de guitarra tan tirante que
estaba a punto de partirse.
—Muy bien —dijo Cassie—. Azaki, crea las ilusiones. Y luego llamaré a
la Librera.
—Déjale el Libro de las nieblas —ordenó Drummond.
—¿Por qué?
—Le gusta hacer una entrada espectacular, ¿no? —dijo Drummond—. Si
intenta generar niebla y no funciona, se dará cuenta de que los libros han
desaparecido antes de que nos dé tiempo a ocuparnos de ella. Déjale ese.
No nos quedará más remedio que quitárselo cuando llegue.
Azaki asintió y Cassie devolvió el Libro de las nieblas a la caja fuerte.
Entonces el japonés se puso manos a la obra y el Libro de la ilusión
empezó a emitir una luz suave. Creó imitaciones de todos los libros que se
habían llevado y las metió en la caja fuerte. Les dio peso y textura, una
ilusión de sustancia, magia tanto para las manos como para los ojos.
—Está hecho —murmuró, y siguió concentrado en los libros imaginarios
de la caja fuerte.
Se apartó y se dirigió al sofá, donde cerró los ojos para no distraerse.
Sentía los libros ilusorios que descansaban en el escondite de la Mujer. Se
mantuvo aferrado al Libro de la ilusión y los colores suaves continuaron
derramándose por los bordes de las páginas.
Oyó que Cassie volvía a cerrar la puerta y, con ella, la caja fuerte de la
Mujer.
—¿Estamos listos? —preguntó la joven. Luego, tras una serie de gestos
de asentimiento, dijo—: Voy a llamar a la Librera.
«Pronto acabará —pensó Azaki—. De una forma u otra.»
El plan, quinta parte (II)
PRINCIPIOS Y FINALES
La Biblioteca Fox