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Índice

Portada
Dedicatoria
Primera parte. Puertas
El generoso regalo del señor Webber
El juego del favorito
Venecia
Recorrido mágico por Manhattan a medianoche
Drummond Fox en la nieve
La ilusión en el desierto
El apartamento del señor Webber y las investigaciones de Izzy
Gente de libros
Una noche de viaje
Posibilidades y reservas
Un extraño en el Ben's Deli
La Mujer
Segunda parte. Recuerdos
La casa de las sombras
Un café en Lyon
El Libro de los recuerdos
La Biblioteca Fox, en las sombras
El libro del armario seis y debates en la Biblioteca Fox
Matt's All-American Burgers (2012)
Izzy no se encuentra bien
Cassie y Joe (2012)
Lo que Izzy olvidó
Viejos amigos en Bryant Park (2012)
Izzy y Lund
Los recuerdos de Drummond Fox (2012)
La Librera
Encallada
Tercera parte. Ecos del pasado
Sola en el pasado
El fabuloso relato de Cassie Andrews
El paso de los días
La otra Cassie
El Libro de las puertas, descubierto
El último adiós al señor Webber
La Librera (II)
El generoso regalo del señor Webber (II)
Cuarta parte. Un baile en un lugar olvidado
Un encuentro en la Biblioteca Fox: sobre la naturaleza y el origen de la
magia (2011)
Los nuevos libros de Barbary
El Libro de la seguridad
El lugar olvidado
El salón de baile del Hotel Macintosh
Dolor en el salón de baile olvidado
La llegada del demasiado tarde
Muerte en el salón de baile
Quinta parte. La nada y ninguna parte
Sexta parte. Un plan en cinco partes
La Mujer, después de la subasta
La realidad, otra vez
Hogueras nocturnas en la playa
La sombra en la arena
Hogar (2013)
Un plan en cinco partes
El plan, primera parte: la historia de Azaki
El plan, segunda parte: la Librera
El plan, quinta parte (I)
El plan, tercera parte: Drummond y Cassie en las sombras
El plan, cuarta parte: Azaki y los libros
El plan, quinta parte (II)
Desesperación
Incendio
El último acto de Hugo Barbary (2002)
Séptima parte. Principios y finales
La Biblioteca Fox
La alegría del final
El generoso regalo del señor Webber (III)
Agradecimientos
Créditos
Dedicado a mi esposa, May, por todos los
recuerdos creados y las aventuras aún por
venir. (NMINOO! VWDDR!)
Primera parte

PUERTAS
El generoso regalo del señor Webber

EN KELLNER BOOKS, en el Upper East Side de Nueva York, pocos minutos


antes de su muerte, John Webber estaba leyendo El conde de Montecristo.
Se encontraba sentado a su mesa de siempre, en el centro de la librería, con
el abrigo bien doblado sobre el respaldo de la silla y la novela apoyada en la
mesa que tenía delante. Se detuvo un momento para beber un sorbo de café,
cerró el libro y colocó un suave marcapáginas de cuero en el lugar
correspondiente.
—¿Cómo está, señor Webber? —preguntó Cassie mientras se movía por
la tienda con una pila de libros bajo el brazo.
Era tarde y el señor Webber era el único cliente.
—Viejo, cansado y cayéndome a pedazos —respondió como hacía cada
vez que la joven le preguntaba cómo le iba—. Pero, por lo demás, no puedo
quejarme.
El señor Webber era una cara habitual en la librería y uno de los clientes
con los que Cassie siempre intentaba hablar. Era un caballero de voz suave
que vestía impecable con lo que parecían ser prendas caras. La edad se le
notaba en las arrugas de las manos y el cuello, pero no en la piel tersa de la
cara ni en la abundante cabellera blanca. Cassie sabía que se sentía solo,
pero el anciano lo llevaba con elegancia, sin imponerle su soledad a los
demás.
—Estoy leyendo El conde de Montecristo —le confió mientras señalaba
el libro con la cabeza. El marcapáginas apuntaba a Cassie como la lengua
de una serpiente—. Ya lo había leído, pero, cuanto más envejezco, más me
reconforta releer mis libros favoritos. Es como pasar el rato con amigos de
toda la vida. —Dejó escapar una áspera carcajada de autodesprecio para
indicarle que sabía que estaba diciendo una tontería—. ¿Lo has leído?
—Sí —respondió Cassie, que tuvo que recolocarse la pila de libros bajo
el brazo—. Lo leí cuando tenía diez años, creo.
Recordó los largos días lluviosos de un fin de semana de otoño en el que
El conde de Montecristo, como muchos otros libros, la había transportado a
otro lugar.
—Yo no recuerdo haber tenido diez años —murmuró el señor Webber
con una sonrisa—. Creo que nací ya adulto y con traje. ¿Qué te pareció
cuando lo leíste?
—Es un clásico, por supuesto —contestó ella—. Pero el trozo del medio,
toda la parte de Roma, se me hizo demasiado larga. Yo lo que quería era
llegar al final, a la venganza.
El señor Webber asintió.
—Es cierto que la revancha se hace esperar.
—Mmm —convino Cassie.
El momento se dilató, el silencio se llenó con la suave música de jazz que
sonaba por los altavoces de la pared.
—¿Has estado alguna vez en Roma? —preguntó el señor Webber, que se
frotó las manos como si las tuviera frías.
La joven sabía que había sido pianista y compositor antes de jubilarse;
tenía unos dedos largos y delicados, de los que bailan con facilidad sobre un
teclado.
—Sí, he estado en Roma —respondió—. No la recuerdo mucho.
Había pasado una semana en la capital italiana hacía años, durante un
viaje por toda Europa, y la recordaba muy bien, pero quería dejar hablar al
señor Webber. Era un hombre lleno de historias de una vida bien vivida; un
hombre con más historias que personas a las que contárselas.
—Me encantaba Roma —dijo el anciano al mismo tiempo que se
recostaba en la silla—. De todos los lugares a los que viajaba, y viajaba
mucho, esa ciudad era uno de mis favoritos. Salías a pasear y te imaginabas
cómo era hace quinientos años.
—Vaya —murmuró Cassie mientras contemplaba cómo la atención del
anciano se desviaba hacia sus recuerdos.
Allí parecía feliz.
—Verás, me alojaba en un hotelito cerca de la Fontana de Trevi —dijo,
repentinamente embargado por un recuerdo—, y todas las mañanas me
llevaban el café a la cama, lo quisiera o no. A las siete en punto. Un
golpeteo rápido en la puerta y la anciana que regentaba el establecimiento
entraba, lo dejaba con brusquedad sobre la mesilla y volvía a marcharse. La
primera mañana, estaba desnudo en medio de la habitación pensando en qué
ponerme cuando ella irrumpió con el café en la mano. Me miró de arriba
abajo, sin sentirse en absoluto impresionada por lo que vio, y volvió a salir.
—Se rio de su propio recuerdo—. Me vio en toda mi… «extensión».
—Uf, madre mía —dijo Cassie, que se echó a reír con él.
El hombre la estudió mientras lo hacía y llegó a una conclusión:
—Ya te lo había contado, ¿no?
—No —mintió ella—. No creo.
—Me consientes demasiado, Cassie. Me he convertido en uno de esos
viejos que aburren a los jóvenes con sus historias.
—Una buena historia es igual de buena la segunda vez —sentenció ella.
El señor Webber negó con la cabeza, como si estuviera molesto consigo
mismo.
—¿Sigue viajando, señor Webber? —preguntó ella para alejarlo de su
enfado.
—Qué va, ahora ya nunca voy a ninguna parte —dijo—. Estoy
demasiado viejo, demasiado débil. Dudo que sobreviviera a un vuelo largo.
Entrelazó los dedos, se apoyó las manos sobre el vientre y se quedó
mirando la mesa, perdido en aquel pensamiento.
—Eso ha sido un poco macabro —señaló Cassie.
—Realista —contestó él con una sonrisa. Después, la miró con seriedad
—. Es importante ser realista. La vida es como un tren que va cada vez más
rápido y, cuanto antes te des cuenta, mejor. Yo voy como un rayo hacia la
última parada; eso lo sé. Pero he vivido mi vida y no tengo quejas. Sin
embargo, los jóvenes como tú, Cassie, tenéis que salir y ver el mundo
mientras podáis. Hay mucho que ver fuera de estas cuatro paredes. No dejes
que el mundo pase de largo ante ti.
—He visto muchas cosas, señor Webber, no se preocupe por eso —dijo
Cassie, incómoda ahora que la conversación se había centrado en ella.
Señaló con la cabeza los libros que seguía cargando—. Deje que vaya a
llevarlos a la parte de atrás antes de que se me caiga el brazo.
Pasó junto a la barra de la cafetería —ya cerrada hasta el día siguiente—
y se adentró en la trastienda, una cueva sin ventanas llena de cajas y de
taquillas para el personal. Dejó los libros sobre el desordenado escritorio
para que la señora K se ocupara de ellos al día siguiente, cuando abriera.
—Cassie, no pretendía decirte cómo debes vivir tu vida —le dijo el señor
Webber con expresión grave cuando reapareció—. Espero no haberte
ofendido.
—¿Ofenderme? —preguntó la joven, desconcertada—. No sea tonto. No
le he dado la menor importancia.
—Bueno, a lo que me refiero en verdad es a que, por favor, no le digas a
la señora Kellner que se me ha ocurrido sugerirte que las abandones a ella y
a su librería.
—Le prohibiría la entrada de por vida —dijo Cassie con una gran sonrisa
—. Pero no se preocupe, no diré nada. Y tampoco pienso irme a ningún
sitio en un futuro próximo.
Mientras recogía las tazas y los platos de las mesas, la joven echó un
vistazo en torno a la tienda, el lugar en el que trabajaba desde que había
llegado a Nueva York seis años atrás. Era todo lo que una librería debería
ser: tenía estanterías y mesas cargadas de libros, música suave sonando
siempre de fondo y luces colgando de cables desde los techos altos para
crear puntos de luminosidad y de penumbra acogedora. Había sillas
cómodas en los rincones y entre las estanterías, y obras de arte inconexas en
las paredes. Hacía diez años que no renovaban la pintura, y las estanterías
debían de haberlas comprado en la década de 1960, pero no daba la
sensación de ser un lugar venido a menos, sino, más bien, gratamente
desaliñado. Era un lugar cómodo, el tipo de tienda que te resulta familiar la
primera vez que entras por la puerta.
Señaló con la cabeza la taza de café del señor Webber.
—¿Quiere que se la rellene por última vez antes de cerrar?
—He tomado más que de sobra —dijo el anciano al mismo tiempo que
negaba con la cabeza—. Voy a pasarme toda la noche subiendo y bajando
como un ascensor para ir a mear. —Cassie hizo una mueca, medio
divertida, medio asqueada—. Te ofrezco una ventana a la vida de una
persona mayor —dijo el hombre sin el menor rubor—. Es un placer
constante. Bueno, dame unos minutos para coger fuerzas y luego dejaré de
incordiarte.
—Tómese todo el tiempo que quiera —dijo ella—. Es agradable tener
compañía al final del día.
—Sí —concedió el señor Webber, que clavó la mirada en la mesa y
apoyó la mano en la cubierta del libro—. Sí, lo es.
Levantó la vista y le sonrió con cierta timidez. Cassie le dio una
palmadita en el hombro al pasar a su lado. En la parte delantera de la tienda,
el gran escaparate derramaba una luz suave hacia la noche, como una
chimenea en la oscura habitación de la ciudad, y, al encaramarse a su
taburete, la joven vio que estaba empezando a nevar, que los copos caían
formando espirales como motas de polvo en la bruma de luz.
—Precioso —murmuró encantada.
Contempló la nieve durante un rato, notó que se hacía cada vez más
espesa y que los edificios del otro lado de la calle se convertían en un
crucigrama de ventanas iluminadas y oscuras. Los peatones se ponían la
capucha y agachaban la cabeza para protegerse de la embestida, y los
comensales del minúsculo bar de sushi que había justo enfrente de Kellner
Books observaban la ventisca con unos palillos en la mano y cara de
preocupación.
—El mejor lugar para disfrutar de una noche de tormenta es una
habitación calentita con un libro en el regazo —se dijo Cassie.
Sonrió con tristeza porque aquellas palabras se las había dicho una vez
una persona a la que echaba de menos.
Le echó un vistazo al reloj de la pared y vio que era hora de cerrar. El
señor Webber estaba sentado a su mesa con la cabeza inclinada hacia un
lado en un ángulo extraño, como un hombre al que le pareciera haber oído
que alguien lo llamaba por su nombre. Cassie frunció el ceño y una punzada
de inquietud le provocó un hormigueo en lo más profundo de las entrañas.
—¿Señor Webber? —preguntó mientras se levantaba del taburete.
Cruzó la librería a toda prisa, la ligera música de jazz que sonaba de
fondo rechinaba contra su repentina incomodidad. Cuando le puso una
mano en el hombro al anciano, este no reaccionó. Tenía una expresión
inalterable en la cara, los ojos abiertos e inertes, los labios ligeramente
separados.
—¿Señor Webber? —insistió, aunque sabía que era inútil.
Ella ya sabía qué aspecto tenía la muerte. La primera vez que la había
visto, hacía muchos años, le había arrebatado al hombre que la había criado
y a la única familia que había conocido. Ahora la muerte había vuelto, y
esta vez se había llevado a un buen hombre al que Cassie apenas conocía
mientras ella estaba distraída con la nieve.
—Ay, señor Webber —dijo, y la tristeza se desbordó en su interior.

PRIMERO LLEGARON LOS técnicos de emergencias sanitarias, que entraron en


la tienda montando un buen escándalo y sacudiéndose la nieve de la ropa y
del pelo. Sus movimientos eran enérgicos, como si hubiera alguna
posibilidad de salvar al señor Webber, pero, en cuanto lo vieron, todo su
ímpetu se desvaneció.
—Se ha ido —le dijo uno de ellos, y los tres se quedaron de pie envueltos
en un silencio incómodo, como extraños en una fiesta.
El señor Webber observaba la nada del segundo plano con los ojos
vidriosos.
Entonces llegó la policía, un hombre joven y otro mayor, y ambos le
hicieron preguntas mientras los técnicos de emergencias levantaban al
anciano de la silla y lo sujetaban a una camilla.
—Viene por las tardes a última hora, dos o tres veces a la semana —les
explicó—. Justo antes de que la cafetería deje de servir. Se toma algo y se
sienta ahí a leer un libro hasta que cierro la tienda.
El policía joven parecía aburrido, permanecía de pie con las manos
apoyadas en las caderas mientras observaba a los sanitarios trabajar.
—Debe de estar solo —dijo.
—Le gustan los libros —añadió Cassie, y el policía la miró—. A veces
hablamos de los libros que hemos leído, de los que él se está leyendo.
Las palabras aún seguían escapándosele de los labios cuando se dio
cuenta de que estaba hablando de más. Se cruzó de brazos para contenerse.
La policía tenía algo que hacía que se sintiera cohibida, tan consciente de
todo lo que hacía que le resultaba insoportable.
—Vale —dijo el policía, que la miraba con una indiferencia profesional.
—Supongo que le gustaba hablar con usted, señora —dijo el agente de
más edad, y Cassie pensó que intentaba ser amable.
El agente estaba revisando el contenido de la cartera del señor Webber en
busca de una dirección o de algún allegado. A Cassie le pareció obsceno,
como rebuscar en el cajón de la ropa interior de alguien.
—No hay nada como una mujer guapa para darle a un viejo algo que
esperar con ilusión —comentó el policía más joven con una sonrisa
maliciosa asomándole a las comisuras de los labios.
El otro hombre negó con la cabeza en señal de desaprobación sin apartar
la vista de la cartera del fallecido.
—No había nada de eso —le espetó Cassie en tono cortante a causa de la
irritación—. Solo era un buen hombre. No lo convierta en algo que no era.
El agente joven hizo un gesto que pretendía ser una disculpa, pero no
intentó disimular la mirada malintencionada que le lanzó a su colega
después. Se acercó a la puerta para abrírsela a los técnicos de emergencias.
—Aquí lo tenemos —dijo el policía mayor al sacar el permiso de
conducir del señor Webber—. Apartamento cuatro del trescientos de la calle
94 Este. Buen barrio. —Devolvió el documento a la cartera y la cerró—. Le
avisaremos si necesitamos más información —dijo dirigiéndose a Cassie—,
pero llámenos si se le ocurre algo.
Le entregó una tarjeta de visita del Departamento de Policía de Nueva
York con un número de teléfono.
—¿Algo como qué? —quiso saber Cassie.
El policía se encogió de hombros con pereza.
—Cualquier cosa que necesitemos saber.
Ella asintió como si fuera una buena respuesta, aunque no lo era.
—¿Y qué pasa con su familia?
—Ya nos ocupamos nosotros —respondió el agente mayor.
—Si es que tiene —añadió el más joven, que se había quedado esperando
junto a la puerta.
Quería marcharse, a Cassie le resultó obvio; el agente se estaba
aburriendo y lo odió por ello. El señor Webber se merecía algo mejor. Todo
el mundo se merecía algo mejor.
—¿Estará bien, señorita? —le preguntó el policía de más edad.
Todo en aquel hombre rezumaba cansancio, pero, aun así, estaba
haciendo su trabajo, y bastante mejor que su compañero.
—Sí —contestó ella, que frunció el ceño a causa del enfado—. Por
supuesto.
El hombre se la quedó mirando un instante.
—Eh, a veces la gente muere sin más —dijo en un esfuerzo por dedicarle
unas palabras consoladoras—. Es lo que hay.
Cassie asintió. Ya lo sabía. A veces la gente moría sin más.

LA JOVEN SE quedó de pie en la parte delantera de la tienda y los vio alejarse,


primero la ambulancia y después el coche de policía. Su propio reflejo era
un fantasma en el escaparate: una chica alta y desmañada, vestida con ropa
de segunda mano —un viejo jersey de lana con cuello de barco y unos
vaqueros azules raídos a la altura de las rodillas—.
—Adiós, señor Webber —se despidió mientras se subía distraídamente
las mangas del jersey hasta los codos.
Se dijo que no debía estar triste: el señor Webber era mayor y, por lo que
parecía, había tenido una muerte pacífica y rápida en un lugar que le
proporcionaba felicidad. Pero su tristeza era obstinada, una nota grave y
constante que le retumbaba en el fondo de los pensamientos.
Cogió el teléfono y llamó a casa de la señora Kellner.
—¿Muerto? —repitió la mujer cuando le contó lo que había sucedido.
La palabra fue como la bala de una pistola, un estallido breve y agudo.
Cassie esperó y oyó un suspiro largo y cansado.
—Pobre señor Webber —dijo la señora Kellner, y su empleada notó que
negaba con la cabeza—. Pero hay formas peores de irse. Seguro que él
también opinaría lo mismo. ¿Cómo estás, Cassie?
La pregunta la sorprendió, como le ocurría siempre que alguien se
interesaba por cómo le iba.
—Bueno, estoy bien —mintió para restarle importancia al tema—. Solo
un poco impactada, supongo.
—Ya, bueno. A todos nos llega la hora y el señor Webber era bastante
mayor. Es triste, pero no hay razón para deprimirse, ¿me oyes?
—Sí, señora —contestó Cassie, que agradecía el consejo amable y
vigoroso de la señora Kellner.
—Ahora cierra y vete a casa. Hay una buena ventisca ahí fuera y no
quiero que te cojas una hipotermia. Es una orden, no una petición.
Cassie le dio las buenas noches a su jefa y se puso a recoger mientras se
preguntaba hasta qué punto habrían conocido los dueños de la librería al
señor Webber. Daba la sensación de que estaban familiarizados con la
mayoría de la gente que acudía con regularidad. Aunque el señor Kellner ya
no conocía mucho a nadie, puesto que la demencia le había robado los
recuerdos hacía unos años. La mente de Cassie se distrajo tratando de
acordarse de la última vez que el hombre se había pasado por la tienda.
Estaba convencida de que hacía años. Ahora la señora Kellner apenas
hablaba de su marido.
Cuando Cassie barrió el suelo alrededor de las mesas de café, en torno al
asiento del señor Webber, vio que su ejemplar de El conde de Montecristo
seguía sobre la mesa, junto a la taza de café medio vacía. Encontrar el libro
fue como recibir un puñetazo en el estómago, como si se hubieran llevado
al señor Webber sin su posesión más preciada. Entonces vio otro libro a su
lado, uno más pequeño y con la cubierta de cuero marrón, descolorida y
agrietada como la pintura deteriorada de una puerta. Cassie no se había
fijado antes en él, ni cuando el señor Webber había llegado ni durante todo
el jaleo con los sanitarios y la policía. ¿Se le habría pasado por alto?
Se apoyó la escoba contra el hombro y cogió el libro. Le pareció
extrañamente ligero, como si fuera más insustancial de lo que debería. El
lomo de cuero crujió de una forma agradable al abrirlo. Las páginas eran
gruesas y ásperas, y estaban cubiertas de lo que parecía un texto
garabateado con tinta oscura, pero en un idioma y con una letra que Cassie
no reconocía. Mientras lo hojeaba, vio que también había bocetos de
imágenes y dibujos, algunos esparcidos alrededor del texto, otros ocupando
páginas enteras. Parecía una especie de diario, un lugar en el que alguien
había recopilado sus pensamientos a lo largo de muchos años, pero de un
modo caótico. El texto no discurría en una sola dirección, sino que iba hacia
arriba y hacia abajo, atravesaba las imágenes y se enroscaba a su alrededor.
En la primera página del libro, Cassie vio unas cuantas líneas escritas con
la misma caligrafía que las de todas las demás páginas:

Este es el Libro de las puertas.


Si lo sostienes en la mano, una puerta será cualquier puerta.
Debajo de esas líneas, había otro mensaje escrito con una letra distinta.
Cassie ahogó un grito cuando vio que se trataba de un mensaje para ella:

Cassie, este libro es para ti, un regalo de agradecimiento por tu


amabilidad. Que disfrutes de los lugares a los que te lleve y de los
amigos que encuentres allí.
John Webber

Entonces la muchacha frunció el ceño, sorprendida y conmovida por el


regalo. Volvió a hojear las páginas y se detuvo cuando llevaba más o menos
un tercio del libro, donde se había destinado una única página a dibujar una
puerta. Estaba perfilada solo con tinta negra, con la hoja abierta de par en
par, pero, al otro lado de la abertura, Cassie vio lo que parecía ser una
habitación en tinieblas, con una ventana en la pared del fondo. Más allá de
la ventana, el sol brillaba con fuerza en un cielo azul intenso, los múltiples
colores de las flores primaverales ya abiertas destacaban entre la hierba de
un tono verde vivo. Todo estaba dibujado en negro excepto la vista desde la
ventana; esa parte estaba teñida de espléndidos colores.
Cassie cerró el libro y acarició el cuero agrietado.
¿Tan amable había sido con el señor Webber? ¿Acaso el anciano tenía la
intención de regalárselo aquella noche? Quizá se lo hubiera sacado del
bolsillo mientras ella estaba distraída con la nieve, justo antes de morir.
Dedicó un instante a sopesar qué hacer, no sabía si debía llamar a la
policía y hablarles del libro, de los dos libros. Entonces vio al agente más
joven poniendo cara de hastío: «¿Quería regalarle el libro de un loco…?».
—Imbécil —murmuró para sí.
El señor Webber había querido dárselo a ella. Se lo llevaría como
recuerdo de aquel buen hombre que tantas veces le había hecho compañía al
final de la jornada. Y también se llevaría su ejemplar de El conde de
Montecristo; se encargaría de que fuera a parar a un buen hogar.

POCO DESPUÉS, CUANDO salió de la tienda arrebujada en su viejo abrigo gris,


su bufanda burdeos y su gorro de lana con pompón, los bordes afilados del
viento la arañaron, pero no se percató, tan distraída como iba pensando en
el contenido del extraño ejemplar. Al cabo de apenas unos pasos, se detuvo
bajo una farola y lo sacó del bolsillo, ajena por completo a la figura que la
observaba desde las sombras de un portal al otro lado de la calle.
Volvió a hojearlo: más texto, líneas que parecían dibujadas al azar, como
si las páginas pudieran extraerse del libro y volver a colocarse en otro orden
para desvelar algún tipo de diseño imponente y secreto. Justo en el centro,
vio que había como mínimo cien puertas dibujadas en hileras ordenadas a lo
largo de las dos páginas, cada una de ellas ligeramente distinta a las demás
en forma, tamaño o características, tan variadas como las puertas de
cualquier calle. Era extraño pero hermoso, enigmático y atrayente, y Cassie
deseaba leer con atención todas las páginas y soñar con quienquiera que
hubiese pasado tantas horas garabateando en el libro. Le parecía un tesoro,
un misterio en el que ocupar la mente.
Quitó los copos de nieve de las páginas y volvió a guardarse el libro en el
bolsillo; luego, reemprendió la marcha por las calles silenciadas por la
nieve, camino de la estación de metro situada a tres manzanas de allí, con la
cabeza llena de imágenes y de palabras raras garabateadas con tinta negra.
La figura del portal no la siguió.
El juego del favorito

CUANDO LLEGÓ A casa, Cassie cogió el ejemplar de El conde de Montecristo


del señor Webber y le buscó un hueco entre los libros de bolsillo de la
estantería que tenía a los pies de la cama.
La estantería era un mapa de su vida: los libros que había devorado de
niña, los que había comprado o encontrado durante sus viajes por Europa,
los que había leído y atesorado desde que vivía en Nueva York. Allí se
encontraba su propio ejemplar de El conde de Montecristo, un libro de
bolsillo viejo y maltrecho que había pertenecido a su abuelo. Recordaba
haberlo leído en el estudio que este tenía en Myrtle Creek, acurrucada en un
puf colocado en un rincón, mientras él trabajaba y el aire se impregnaba del
olor de la madera y del aceite, con una lluvia intensa golpeteando el suelo
en el exterior. Sacó el libro de la estantería y pasó las páginas. Captó el
rastro de un aroma que conjuró recuerdos y emociones que le encogieron el
corazón: la alegría y la comodidad de aquellos días de su infancia.
Volvió a poner el libro en su sitio y se quitó el viejo jersey para lanzarlo a
la pila de la ropa sucia. Se divisó en el espejo que tenía detrás de la puerta y
se contempló sin emoción. Siempre se sentía un poco decepcionada cuando
se veía en los reflejos o en las fotografías. A su entender, era demasiado alta
y delgada. Pensaba que tenía las caderas muy estrechas y el pecho
demasiado plano, y que sus ojos eran tan grandes y estaban tan separados
como los de un ciervo asustado. Nunca se maquillaba, puesto que nunca
había aprendido a hacerlo y, por mucho que se lo cepillara, el pelo rubio
siempre le salía disparado en diferentes direcciones.
—¿Ya estás en casa? —gritó Izzy desde la sala de estar.
—Sí —contestó Cassie.
Hizo desaparecer su reflejo de la vista al abrir la puerta del dormitorio y
caminó hasta encontrarse a Izzy con las piernas cruzadas sobre el sofá,
vestida con una camiseta extragrande y un pantalón de pijama, ya preparada
para acostarse.
—¿Cómo te ha ido con las del trabajo? —le preguntó Cassie—. Supongo
que bien, porque ya estás en casa y en pijama.
Izzy puso los ojos en blanco, con cara de hartazgo.
—Hemos ido a unos cuantos sitios. Un par de tíos han intentado ligar con
nosotras en el último bar en el que hemos estado. Un tipo enorme ha
intentado seducirme con sus encantos. Era horrible. Todo músculos y
unicejo. Me ha propuesto que fuéramos juntos a Times Square a ver las
luces.
—Ostras —dijo Cassie.
—¿Verdad? —convino Izzy—. ¿Quién narices quiere ir a Times Square?
Las únicas personas interesadas son los turistas y los terroristas.
Cassie sonrió, agradecida por el sonido de la voz de su amiga y por la
distracción que le ofrecía a su persistente tristeza. El trayecto de vuelta a
casa en un tren subterráneo vacío a través de las calles cubiertas de nieve le
había resultado largo y solitario.
—Se lo he dicho a él con esas mismas palabras —continuó Izzy mientras
Cassie se sentaba junto a ella en el sofá—. Times Square no le importa a
nadie salvo a los turistas y a los terroristas. Se ha puesto en plan ofendido,
como si le hubiera dicho algo horrible. —Hizo una mueca y fingió tener
una voz más grave—: «Ese comentario es de muy mal gusto; los terroristas
matan a gente, por si no lo sabías».
—Qué rarito —dijo Cassie sonriendo.
—Nos ha cortado bastante el rollo, así que nos hemos vuelto a casa. Por
suerte, la verdad.
Señaló la ventana, la nieve seguía cayendo.
Izzy trabajaba en el departamento de joyería de Bloomingdale's y, más o
menos cada dos semanas, salía de copas con sus compañeras después del
trabajo. Su mundo estaba lleno de productos caros, gente rica y turistas con
los ojos como platos. Era un mundo que Cassie ni entendía ni quería
entender, pero a Izzy le encantaba. Hubo una época en la que quería ser
actriz. Se había mudado a Nueva York desde Florida cuando era
adolescente y soñaba con cantar y actuar en Broadway. Cuando se
conocieron, trabajaba en Kellner Books mientras hacía audiciones y actuaba
en teatros diminutos. Tras varios años sin llegar nunca a ninguna parte,
había renunciado a su sueño.
—¿Se te ocurre algo peor? —le había preguntado a Cassie una noche en
la que habían salido a tomar algo en el bar de la azotea del Library Hotel—.
Me refiero a algo peor que tener treinta y tantos años y ver a todas esas
preciosas jovencitas que acuden a las mismas audiciones que tú, y que te
miran exactamente como yo miro ahora a todas las que son más mayores.
El mundo tiene un suministro inagotable de mujeres guapas, Cassie.
Siempre aparece una nueva y más joven. No soy tan buena actriz como para
que mi apariencia no importe.
Cassie e Izzy habían trabajado juntas en Kellner Books durante más de
un año y se habían hecho amigas casi de inmediato. Eran dos personas muy
distintas, con intereses diferentes, pero, por alguna razón, siempre se habían
llevado bien. Era una amistad natural, fácil, de esas que surgen de la nada y
te cambian la vida. Cuando Cassie había empezado a buscar apartamentos
de alquiler, Izzy le había sugerido que se fueran a vivir juntas para ahorrar
gastos. Desde entonces, compartían un segundo piso sin ascensor y con dos
dormitorios en Lower Manhattan. El edificio estaba junto a Little Italy,
encima de una tienda de tartas de queso y de una tintorería. Era frío en
invierno y caluroso en verano y, debido a las subdivisiones del arrendador,
ninguna de las habitaciones tenía ni la forma ni el tamaño adecuados, y
ninguno de los muebles encajaba bien donde debería hacerlo. Pero a ellas
les gustaba y habían seguido viviendo en él incluso después de que Izzy
dejara la librería para empezar a trabajar en Bloomingdale's. Esta última
solía trabajar durante el día, mientras que Cassie prefería el turno de tarde y
el del fin de semana. En consecuencia, lo más normal era que pasaran
varios días seguidos sin verse, pero eso evitaba que se estorbasen la una a la
otra y que los roces de la convivencia estropearan la amistad. Cada tres o
cuatro días, los caminos de ambas se cruzaban e Izzy presentaba un rápido
resumen de todos los acontecimientos de su vida mientras Cassie la
escuchaba. Y luego, cuando su flujo de conciencia se agotaba, Izzy miraba
a su amiga con expresión maternal y le preguntaba: «¿Y tú cómo estás,
Cassie? ¿Qué está pasando en tu mundo?».
En aquel momento, Izzy la estaba mirando con esa expresión en la cara,
con el pelo recogido en un revoltijo de rizos a la altura de la nuca. Era
preciosa, tenía los pómulos altos y unos ojos enormes y marrones. Era el
tipo de mujer que los grandes almacenes adoraban tener detrás de los
mostradores, el tipo de mujer que, de haber sabido actuar, podría haber
llegado a ser una estrella de cine. Cassie se sentía fea en comparación con
ella, pero su amiga jamás había hecho nada que le hiciera sentir así. Eso
dejaba claro el tipo de persona que era.
—¿Qué está pasando en mi mundo? —se adelantó Cassie.
—¿Qué está pasando en tu mundo?
—Nada —respondió—. No gran cosa.
—Venga —dijo Izzy, que desplegó las piernas y se levantó de un salto
para acercarse a la encimera de la cocina—. Te sirvo una elegante taza de
vino y me cuentas tu «nada» y tu «no gran cosa».
Encendió la lámpara de pie de detrás de la puerta, que bañó las paredes
en una luz suave.
—El señor Webber ha muerto hoy —anunció Cassie.
Bajó la mirada y se dio cuenta de que seguía teniendo en las manos el
libro que el anciano le había regalado. Su intención había sido dejarlo en la
estantería de su dormitorio.
—Madre mía, ¡eso es horrible! —exclamó Izzy—. ¿Quién es el señor
Webber?
—Solo un señor mayor —respondió su compañera—. Viene a la librería
de vez en cuando. Se toma un café y lee.
—Dios, qué frío hace, ¿a qué viene este tiempo? —murmuró Izzy
mientras cerraba la puerta del pasillo y volvía descalza al sofá para pasarle
la taza a Cassie.
En aquel apartamento no se bebía el vino en copas.
—Creo que se sentía solo. Y le gustaba la librería.
—Pero ¿qué ha pasado? —preguntó Izzy mientras servía el vino—. ¿Se
ha tropezado y se ha caído o algo parecido? Mi tío Michael murió así. Se
cayó, se rompió la cadera y no pudo levantarse. Murió en el suelo del salón
de su casa.
Se estremeció.
—No, no ha sido así —respondió Cassie. Cogió la taza de vino, aunque
no le apetecía beber—. Se ha muerto sin más. Ahí sentado. Como si fuera
su hora. —Su amiga asintió, pero parecía decepcionada—. O eso me ha
dicho la policía, al menos —reflexionó—. Que a veces la gente muere sin
más.
Izzy se acomodó mejor en el sofá cruzando las piernas encima del
asiento. Cassie bebió un sorbo de vino y las dos permanecieron sumidas en
un silencio agradable durante unos segundos.
—Mira la nieve —murmuró Izzy cuando se volvió hacia la ventana.
Los edificios del otro lado de la calle estaban prácticamente ocultos
detrás de la tormenta. Parecía que el viento había amainado, pero los copos
eran ahora más grandes y suaves, y caían del cielo despacio pero sin
descanso.
—Qué bonito es —dijo Cassie.
—¿Qué es eso?
Izzy señaló el libro que su amiga tenía en el regazo y esta se lo pasó y le
contó lo del regalo.
—Cuero —señaló Izzy. Abrió el libro y hojeó las páginas con aire
distraído—. Ostras. Es como si un loco hubiera vomitado una sopa de
letras. ¿Crees que tiene algún valor?
—Diría que no —contestó Cassie. Le molestó que el primer pensamiento
de su amiga se centrara en el valor monetario. Eso no importaba—.
Además, es un regalo.
—Creo que el señor Webber estaba colado por ti, Cassie —dijo su
compañera, que sonrió con picardía al devolverle el libro.
—No vayas por ahí —protestó ella—. No había nada de eso. Era un buen
hombre. Y quiso tener un detalle conmigo.
Izzy, con los ojos ligeramente vidriosos, bebió un sorbo de vino.
—Vale. Es mejor no amargarse. Venga, pensemos en cosas más felices.
—¿Como qué? —preguntó la joven, que dejó la taza sobre la mesa—. No
me lo puedo beber, si no me quedaré dormida.
—Qué poco aguante —murmuró Izzy—. Cuéntame… Cuéntame tu día
favorito.
—¿Qué?
Cassie sonrió, aunque recordaba el juego del favorito. Así se entretenían
muchas veces en la librería cuando todo estaba tranquilo y no había nada
que hacer. Una de ellas le pedía a la otra que le hablara de su algo favorito:
de su comida favorita, de sus vacaciones favoritas, de su mala cita favorita.
Así pasaban el rato.
—Cuéntame tu día favorito —repitió Izzy—. ¿Cuál ha sido el mejor día
de tu vida?
La chica reflexionó sobre la pregunta mientras contemplaba el mundo
nevado a través de la ventana, con el libro del señor Webber descansando en
el regazo.
—Yo te contaré qué día no fue mi favorito —dijo Izzy, y sus palabras
interrumpieron los pensamientos de Cassie—: el que pasamos en el
Greyhound.
—Ay, Dios —gimió su amiga, y sonrió al recordar el viaje que las dos
habían hecho hacía unos años para visitar al primo de Izzy en Florida.
Habían pasado casi veinticuatro horas juntas y encerradas en un autobús
Greyhound con destino a Miami, alternando entre el terror y la hilaridad
que les produjeron los acontecimientos que tuvieron que soportar—. ¿Te
acuerdas de aquel tío que olía como si hubiera ido al baño en el autobús sin
levantarse del asiento?
—Uf, no me lo recuerdes —dijo Izzy, que se tapó la boca como si fuera a
vomitar.
Cassie volvió a concentrarse en buscar días mejores. Recordaba días en
los que era mucho más pequeña, días pasados en la casa en la que se crio,
solos su abuelo y ella, o solos un libro y ella, pero no quería hablar de ellos.
Esos recuerdos eran demasiado valiosos. Así que pensó en el viaje que
había hecho antes de mudarse a Nueva York, después de la muerte de su
abuelo. Se había marchado sola a Europa, en parte para pasar el duelo y en
parte para decidir qué quería hacer con su vida. Había pasado un año
recorriendo una ciudad tras otra con su mochila, casi siempre sola, aunque
de vez en cuando hacía algún amigo: un atractivo chico alemán en París,
una joven pareja de japoneses en Londres. En Roma había conocido a una
pareja de lesbianas holandesas de mediana edad con las que había viajado
durante varias semanas porque, al parecer, pensaban que era inocente y que
necesitaba protección. Cassie había prometido mantenerse en contacto con
todos ellos, pero no lo había hecho. Eran cameos en su vida. Pese a que los
había perdido, aquellas personas y aquellos días cálidos y soleados por
Europa se contaban entre sus recuerdos más felices.
—Me acuerdo de cuando estuve en Venecia —dijo Cassie.
—¡Oooh, Venecia! —exclamó Izzy—. Qué bonita.
Izzy nunca había salido del país, pero muchas veces hablaba de viajar a
Italia, de donde era originaria su familia, y lo hacía del mismo modo en el
que la gente se refiere a los sueños que sabe que nunca se harán realidad.
—Estaba alojada en un albergue juvenil —continuó Cassie— y tenía toda
la habitación para mí sola. Al principio, no había nadie más. Lo regentaba
una pareja madura con niños pequeños. Eran muy amables. Ahora no me
acuerdo de cómo se llamaban… —Lo pensó un momento, rebuscó entre sus
recuerdos, pero no encontró nada—. El caso es que me trataban como a una
hija.
Izzy giró la cabeza hacia un lado y la apoyó en el respaldo del sofá
mientras escuchaba.
—Estaba en una calle estrecha y adoquinada —prosiguió su amiga—,
bordeada de un montón de edificios amarillos y naranjas con la puerta de
madera grande y las ventanas pequeñas y con postigos. Creo que sería
incapaz de encontrarla si alguna vez volviera a la ciudad. Había una
panadería enfrente y yo dormía con las ventanas abiertas porque hacía
mucho calor.
—Mmm, me gusta el calor —dijo Izzy con la voz adormilada.
—Y por la mañana me despertaba con el olor a pan y pasteles recién
horneados. —Cassie suspiró al recordarlo—. El mejor olor del mundo. Y
oías a la gente del barrio hablar y reírse cuando se encontraban. Los de la
cafetería que había al final de la calle sacaban mesas y sillas a la terraza y
hacían muchísimo ruido a pesar de que era temprano, y toda la gente de por
allí se pasaba a tomar un capuchino de camino al trabajo o lo que fuera.
—Quiero ir a Italia —dijo Izzy.
—Todos los días, me levantaba de un salto de la cama y bajaba corriendo
las escaleras —continuó Cassie—. La casa tenía una puerta de madera vieja
muy grande. La abrías y tenías la panadería justo enfrente, por lo general
con una buena cola de gente esperando para comprar lo que necesitara.
—Me encanta el pan —murmuró Izzy—. No puedo comerlo. Se me va
directo a las caderas. Pero me encanta.
Cassie no le hizo caso, atrapada como estaba en la red de su memoria.
—Voy a guardar esto —dijo, y señaló con la cabeza el libro que tenía en
la mano—. Y voy a prepararme un café o algo, porque si no me dormiré
antes que tú.
—No tengo sueño —dijo Izzy con su voz a todas luces somnolienta—.
Es mentira.
Cassie sonrió y cogió impulso para levantarse del sofá.
Estaba pensando de nuevo en Venecia, en los cafés que se había tomado
en la cafetería de la esquina, en el pan crujiente que se había comido para
desayunar. Al acercarse a la puerta del pasillo, sintió un escalofrío, un
momento de extrañeza en el que el mundo pareció tensarse y liberarse en su
interior.
Y entonces abrió la puerta y se sorprendió contemplando la pequeña calle
empedrada que recordaba de sus vacaciones en Venecia, silenciosa, oscura
y reluciente a causa de la lluvia.
Venecia

EL CEREBRO DE Cassie dio una voltereta hacia atrás y le preguntó a qué


estaban jugando sus ojos. Entonces la incredulidad la dejó boquiabierta.
Había todo un mundo donde tendría que estar el pasillo de su
apartamento. Había aire frío y humedad, y el olor ligeramente húmedo y
fresco de un sitio distinto. Había oscuridad, pero una oscuridad más cercana
a la luz que las tinieblas nevadas de Nueva York.
Delante de ella, en la panadería que había visitado durante aquellos días
en Venecia, se encendió una luz que perforó un agujero en aquella noche de
llovizna. Vio a un hombre que se movía en el interior, una figura borrosa al
otro lado del escaparate empapado de lluvia, y se dio cuenta de que lo que
estaba viendo no era una foto: ¡aquello se movía, aquello era real!
—Ay, mi madre —dijo, asombrada.
—¿Vienes o vas, nena? —le preguntó Izzy en un mundo que todavía
tenía sentido—. Cierra la puerta, hay una corriente tremenda que se está
colando justo por donde no debería.
—Izzy —dijo Cassie con una voz que sonaba muy lejana—. Ven aquí.
En Venecia, en la panadería que no tendría que estar allí, el hombre del
otro lado del cristal se estaba quitando un abrigo oscuro, atravesando la
puerta que había al fondo de la tienda para colgarlo en algún sitio.
—Ven aquí, Izzy —repitió Cassie, sus palabras entrecortadas y tensas.
—¿Qué pasa? —preguntó su amiga—. Uf, mierda. ¿Tenemos ratas otra
vez?
Cassie no respondió. Se obligó a cerrar los ojos, contó hasta tres y volvió
a abrirlos. La calle seguía allí. La lluvia, los adoquines, el hombre de la
panadería. Entonces vio que el cielo ya no estaba del todo oscuro —el día
se acercaba— y una voz distante le dijo en el fondo de su mente: «Claro,
Italia va seis horas por delante de Nueva York. Es por la mañana».
Ahora Izzy estaba a su lado. Cassie volvió la cabeza para ver cómo a su
amiga se le abrían los ojos como platos mientras intentaba procesar la
misma imposibilidad con la que ella seguía debatiéndose.
—¿Me está dando un ictus? —preguntó Izzy con voz monótona—.
Cassie, no me jodas, ¿voy puesta?
—Es imposible —dijo la joven despacio, sin responder a la pregunta de
su compañera—. Es alucinante.
—¿Qué coño es esto?
La pregunta de Izzy fue un resuello de incomprensión.
—¡Es Venecia! —exclamó Cassie—. Es el lugar del que te estaba
hablando.
—¿Por qué está en mi apartamento? —preguntó su amiga, que rayaba la
histeria—. ¡Tengo que hacer pis! ¿Dónde está el baño?
Cassie soltó el picaporte de la puerta y tendió la mano hacia delante. Izzy
la agarró.
—¿Qué haces?
—¿Qué? —preguntó ella a modo de respuesta.
Izzy la soltó y ambas se quedaron mirando el brazo que Cassie estiró
hasta atravesar el umbral de la puerta. Sintió el cosquilleo de la brisa, el
beso diminuto de las gotas de lluvia. Movió los dedos y después le dio la
vuelta a la mano, con la palma hacia arriba. Soltó una risita de incredulidad
y placer, y volvió a meter el brazo en la sala de estar. Tanto ella como Izzy
lo inspeccionaron con detenimiento.
—Lluvia —dijo Cassie mientras examinaba las gotas que le perlaban la
piel—. He sentido la brisa —dijo sonriendo, y volvió a mirar hacia el otro
lado de la puerta.
Era increíble. Había otro lugar, una ciudad de un país del que la separaba
un océano, nada más atravesar la puerta. Lo rumió despacio en la mente,
como quien saborea su comida favorita.
—¿Qué quieres decir? —le preguntó Izzy.
—Quiero decir que mi mano estaba en Venecia —contestó—. Que mi
cuerpo estaba en Nueva York, pero mi mano en Venecia…, ¿no?
Su compañera estaba atónita.
—¿Cómo es posible? —se preguntó Cassie en un susurro.
Miraron hacia el otro lado de la puerta en silencio. Eran incapaces de
apartar la vista. Ahora, justo enfrente, había una segunda persona en la
panadería, una silueta borrosa detrás del escaparate lleno de gotas de lluvia,
como garabatos de carboncillo.
—¿Qué hacemos? —preguntó Izzy, y aquella fue la primera vez, pensó
Cassie, que su amiga le había parecido insegura.
Izzy siempre se mostraba muy confiada y muy clara respecto a esa
confianza.
—Quiero ir —murmuró Cassie.
—¿Ir? ¿Ir adónde?
—A Venecia —respondió al mismo tiempo que señalaba hacia delante.
¿Cómo no iba a querer ir? Era un lugar lejano, un lugar que le encantaba,
y estaba justo ahí, delante de ellas.
—¡No podemos irnos a Venecia! —protestó Izzy—. Estoy en pijama y
calcetines. Y tú… No sé qué llevas puesto, pero también vas descalza.
—Necesito saber que es real. —Apenas oía las quejas de su compañera.
Parecía real. Y se sentía real—. Mete la mano. —Izzy miró el mundo del
otro lado de la puerta con recelo—. Por favor —suplicó Cassie—, solo
quiero asegurarme de que no soy solo yo, de que no es una alucinación mía.
Izzy se santiguó —algo que Cassie solo le había visto hacer una vez que
un coche había atropellado a un peatón en la calle hacía muchos años— y
luego estiró la mano. Traspasó el umbral con los dedos y entrecerró los
ojos, como si esperara que le doliese. Entonces sacó la mano entera a la
calle que no tendría que estar allí y su amiga se tapó la boca con una mano,
expectante. Quería que aquel milagro, aquella imposibilidad, fuera real.
Quería creer que aquellas cosas podían suceder.
Entonces Izzy se echó a reír con incredulidad.
—Hace frío —dijo—. Siento el aire.
—Sí —confirmo Cassie, feliz, encantada de que su amiga también lo
sintiera, de que fuera de verdad—. ¿Y la lluvia?
—Sí, y la lluvia.
Agitó los dedos, igual que había hecho antes Cassie, y luego volvió a
meter la mano en el apartamento para inspeccionársela mientras negaba con
la cabeza.
Cassie quería franquear la puerta. Quería ir a Venecia. Lo que veía no le
daba miedo; allí no había nada que temer, solo algo con lo que maravillarse
y deleitarse.
—No —le dijo Izzy como si le hubiera leído la mente—. ¿Y si no puedes
volver? ¿Y si te quedas atrapada en Venecia bajo la lluvia y en calcetines y
no puedes volver?
Cassie vaciló: la cautela de su compañera fue como un lastre para su
alegría, la frenó.
—¡Voy a sacarle una foto! —dijo Izzy. Se metió la mano en el bolsillo
del pijama y sacó el móvil para capturar la imagen de la puerta y la calle.
Después, dio un paso atrás y sacó unas cuantas fotos más en las que Cassie
aparecía delante de ella—. ¡Sonríe! —ordenó.
La joven sonrió, distraída. Quería cruzar la puerta. Era lo único que
deseaba.
—Espera. Voy a grabar —dijo Izzy—. Mueve las manos o algo. Venga.
Cassie levantó la mano que le quedaba libre y señaló la puerta.
—Parece Venecia —dijo—. Donde tendría que estar nuestro pasillo. —
En ese momento, se le escapó una carcajada un tanto frenética—. ¡Es una
locura!
—Vuelve a meter la mano —le pidió su amiga.
Se inclinó hacia la puerta, la atravesó con la mano y luego dio un paso
adelante y asomó también la cabeza.
—¡Cassie! —exclamó Izzy.
La joven sintió que su amiga la agarraba y tiraba de ella hacia atrás.
—Es real de verdad —dijo Cassie—. No me lo puedo creer.
—Ya vale, estoy empezando a asustarme.
Antes de que su compañera pudiera decir nada, Izzy agarró la puerta y la
cerró de golpe. La hoja tembló en el marco y las dos se quedaron en
silencio. Entonces Izzy giró la cabeza y miró a Cassie a los ojos como para
hacerle una pregunta. Cuando esta asintió, volvió a abrir la puerta y vieron
el pasillo, el espacio estrecho e incómodo en el que se encontraban la puerta
del cuarto de baño y la de ambos dormitorios, los abrigos y los zapatos
junto a la entrada del apartamento. Cassie liberó el aliento que había estado
conteniendo, y el alivio y la decepción la invadieron en oleadas sucesivas.
Izzy se concentró de inmediato en su teléfono. Su amiga se acercó y, con
las cabezas pegadas, ambas miraron las fotos que habían hecho, el vídeo de
Cassie de pie junto a la puerta y luego acercándose —¿o alejándose?—
hasta que Izzy soltaba un grito y la grabación se interrumpía.
—¿Cómo es posible? —se preguntó esta última.
Cassie se colocó bajo el umbral de la puerta y apoyó las manos en las
caderas; al hacerlo, se dio cuenta de que seguía teniendo el libro del señor
Webber en una de ellas, de que había estado aferrada a él a lo largo de todo
el milagroso descubrimiento de Venecia en su pasillo. Lo levantó y acarició
la cubierta de cuero marrón con el pulgar. Se percató de que ahora el libro
desprendía calor y de que pesaba más que cuando lo había cogido por
primera vez en la librería.
—Es el libro —dijo mientras lo examinaba de nuevo.
No era solo más pesado, sino también más sólido, como si ahora, por
algún motivo, hubiera más sustancia entre las tapas.
—¿Eh? —gruñó Izzy.
—Es el libro —repitió Cassie.
Al cabo de un momento, se sentó, cogió la taza de vino que no se había
bebido y se la acabó de un trago.
—¿Cómo que es el libro? —preguntó su compañera en tono imperioso.
—El libro de las puertas —dijo Cassie, que había buscado la portada y
leído lo que había allí escrito, justo encima de donde el señor Webber le
había dejado la nota—. «Una puerta será cualquier puerta.» Estaba
pensando en esa calle, en la puerta del sitio donde me alojaba —continuó
—. Tenía el libro en la mano, me puse a pensar en ello y sentí…
Le dio un escalofrío.
—¿Qué sentiste? —preguntó Izzy.
—Me sentí rara. Y entonces abrí la puerta y allí estaba Venecia. La
Venecia en la que estaba pensando.
Cassie sintió que el asombro nacía en su interior, como el mejor y más
hermoso amanecer. «¿Podría ser…?»
Izzy la miró fijamente, intentando asimilar sus palabras. Luego le soltó:
—¿Te has vuelto loca? ¿Crees que esto lo ha hecho un libro?
Cassie se encogió de hombros, como invitándola a aportar otras
explicaciones.
—Sé que te encantan los libros, Cass, pero ¿libros mágicos capaces de
transportarte a la otra punta del mundo?
—El libro de las puertas —repitió Cassie, saboreando el sonido de las
palabras.
Lo abrió, lo hojeó y detuvo el dedo en una página al azar. Era la que
había visto antes, el dibujo de la puerta con la habitación oscura y la
ventana con vistas a las flores y el sol. Esa vez, sin embargo, no había
ventana. Esa vez, al otro lado de la puerta dibujada vio una calle y
adoquines, el escaparate de una panadería. Era la calle que acababa de
contemplar y la incredulidad la dejó boquiabierta una vez más. Volvió a
pasar las páginas en busca de la imagen que había visto antes, pero no la
encontró.
—El libro ha cambiado —murmuró para sí, entusiasmada ante aquella
revelación, entusiasmada ante otra imposibilidad más. Era casi como si el
libro estuviera vivo, como si le hablara de algún modo—. Mira —le dijo a
Izzy mientras se lo tendía y notaba la cercanía de la histeria—. ¡Mira esta
imagen! ¡Antes el dibujo era distinto! Ahora se parece a esa calle. —Izzy
cogió el libro y le echó un vistazo—. Es esa calle, ¿no? —preguntó Cassie,
que necesitaba que su amiga le confirmara lo que estaba viendo.
—Podría ser —le contestó con cautela, como si no quisiera admitir algo
que era del todo imposible.
—Bah, venga ya —dijo Cassie, que recuperó el libro y volvió a mirarlo
—. Está claro que es esa calle. Pero antes era otra cosa. Ha cambiado. —La
cabeza empezó a darle vueltas, le temblaba todo el cuerpo—. ¿Es magia?
—Un libro mágico —dijo Izzy, que arqueó una ceja con escepticismo.
—¿Por qué no? —preguntó su amiga—. Ya has visto lo que acaba de
pasar.
—Si estás tan segura de que ha sido el libro, hazlo otra vez. —Izzy cerró
la puerta del pasillo y la señaló—. Vamos, haz que aparezca otra cosa.
Cassie se lo pensó y se dio cuenta de que lo que su amiga le pedía era
justo lo que quería hacer.
Quería volver a abrir la puerta hacia otro lugar.
Quería usar aquel extraño y maravilloso libro.
Estaba tentándola, ofreciéndole algo prodigioso en un mundo carente de
prodigios.
—Más vale que cojamos los abrigos —dijo Cassie—. Y a ti te
convendría ir al baño antes.
Recorrido mágico por Manhattan a medianoche

—¿ADÓNDE QUIERES IR? —le preguntó Cassie, que estaba de pie ante la
puerta con el estómago dándole saltos mortales.
Izzy había ido al baño y se había quitado el pijama, y ambas se habían
puesto el abrigo y los zapatos. Cassie llevaba el Libro de las puertas en la
mano.
Su amiga se encogió de hombros.
—A Italia no —respondió—. A algún sitio desde el que podamos volver
a casa andando si nos quedamos atrapadas.
—Vale —dijo Cassie.
Pensó en la librería porque era su lugar favorito, un lugar cómodo, pero
entonces a Izzy se le ocurrió algo mejor.
—Ya lo sé —dijo—. A la terraza de la azotea del Library Hotel. ¿Te
acuerdas?
Sí, se acordaba. Antes de que Izzy dejara Kellner Books, el Library Hotel
era su lugar favorito para ir a tomar algo después del trabajo. Todavía iban
de vez en cuando, pero no tan a menudo como en aquella época. Era un
sitio que a Izzy le encantaba porque podían sentarse fuera, rodeadas de los
imponentes edificios del Midtown de Manhattan, beber cócteles caros y ver
cómo socializaba la gente joven y rica. A Cassie le encantaban las vistas, la
oportunidad de contemplar todas las ventanas de Manhattan.
—Sí —contestó—. Buena idea.
—¡Elige tú también un sitio! —sugirió Izzy—. ¡Primero vamos al mío y
luego al tuyo!
Cassie sonrió, le gustaba la idea.
—¿Qué, te apetece un recorrido mágico por Manhattan a medianoche?
—¡Me encanta! —exclamó su compañera de piso con los ojos brillantes.
—De acuerdo —dijo Cassie, que se volvió de nuevo hacia la puerta del
pasillo—. El bar del Library Hotel.
Con el Libro de las puertas en la mano, se tomó un momento para pensar
en el bar del hotel, en la puerta que llevaba a la terraza de la azotea. Asintió
con decisión, alargó la mano y tiró del picaporte. Solo vio su pasillo.
—Mierda.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Izzy—. ¿Qué ha salido mal?
—¡Como si lo supiera!
—Bueno, ¿qué hiciste la otra vez? Solo tienes que repetirlo. Pero sin
Venecia. —Cassie miró a Izzy a los ojos—. Debería resultarte más fácil —
dijo—. ¡Solo está a unos cuantos kilómetros de aquí! ¡Para llegar a Venecia
hay que cruzar un océano!
—¿Quieres hacerlo tú? —sugirió Cassie mientras le tendía el Libro de las
puertas.
—Quita, quita —respondió Izzy, que dio un paso atrás.
Su amiga suspiró y volvió a concentrarse. Cerró de nuevo la puerta e
intentó ralentizar la respiración. ¿Por qué se le había acelerado tanto el
corazón? Trató de recordar lo que había hecho la vez anterior.
Había pensado en Venecia. En la calle, en la panadería. En la puerta.
Había recordado… No, no solo la había recordado, había visualizado esa
puerta de Venecia. Y entonces se había sentido rara…
Cerró los ojos y pensó en la puerta de la azotea del hotel, en la hoja de
cristal fría al tacto y mugrienta por fuera. Se visualizó estirando la mano
hacia ella al mismo tiempo que agarraba el picaporte de la puerta del
pasillo.
Entonces la sintió de nuevo, esa presión efervescente y divertida que la
recorría de arriba abajo, y una parte distante de su cerebro exclamó: «¡Lo
estás consiguiendo!».
—¡Mira! —jadeó Izzy.
Cassie abrió los ojos y bajó la mirada. El libro volvía a pesarle en la
mano, pero también se dio cuenta de que ahora estaba ocurriendo algo más.
Había un resplandor, o un aura, alrededor de él, como una especie de
sombra intangible aunque magníficamente colorida, como un arcoíris.
Cassie movió la mano de un lado a otro y el aura arcoíris siguió el
movimiento del libro nadando con pereza en el aire.
—¡Brilla! —exclamó Izzy.
Cassie levantó la vista hacia la puerta. Agarró el picaporte y tiró.
Y la puerta no se movió.
—¿Eh? —refunfuñó, sorprendida.
—¿Qué pasa? —preguntó Izzy—. ¿Qué ocurre ahora?
—La puerta no se mueve.
Cassie miró el libro. Seguía rodeado de aquella brillante y extraña aura
multicolor. Seguía sintiéndolo pesado y sólido en la mano. Estaba
ocurriendo algo.
Volvió a mirar la puerta y dio dos o tres tirones.
—Es como si no se abriera —masculló.
Al cabo de unos segundos, Izzy le dijo:
—La puerta del bar se abre hacia fuera, ¿no?
Cassie se dio cuenta al instante de que tenía razón. La puerta —la
normal, la que llevaba al pasillo— se abría hacia ellas, como la de Venecia.
Sin embargo, si estuviera en el bar del Library Hotel y quisiera salir a la
azotea, la puerta se abriría hacia fuera.
—No me lo puedo creer —murmuró Cassie, asombrada.
A saber cómo, la puerta del apartamento había cambiado y ahora se
movía de una forma que en otras circunstancias sería imposible. Cassie
empujó, la puerta del pasillo se abrió hacia atrás y el aire frío entró
corriendo a su encuentro como un perro emocionado.
Bajó la vista y vio que el aura que rodeaba el libro se estaba disipando,
arrastrada por la brisa. Una vez más, sintió que el peso del libro disminuía
en su mano.
Miró a Izzy a los ojos.
—¡Venga! —la animó su amiga, y las dos salieron en estampida a la
terraza de la azotea del Library Hotel, riendo como niñas.

LA NOCHE HABÍA cobrado vida con la nieve, el cielo que cubría la terraza
estaba blanco y lleno de remolinos, las luces de la ciudad, borrosas y
tenues. Los edificios altos eran gigantes que observaban en silencio,
amortajados por la tormenta.
Izzy guio a Cassie hasta un banco situado al fondo de la azotea y abrió la
sombrilla que había sobre la mesa para que las protegiera de los copos.
Había un hombre en la terraza, sentado en el otro extremo de la azotea,
bebiendo solo. Aparte de ellos tres, no había nadie más bajo la nieve.
—No sé si podremos pedir algo de beber —dijo Izzy, que se asomó por la
ventana hacia el bar del interior.
Allí había un pianista, sentado al otro lado del cristal, y el sonido de su
música salía flotando hacia la noche y se arremolinaba en el cielo con la
nieve.
—Esto es increíble —dijo Cassie, que no podía parar de sacudir la
cabeza, asombrada.
¿Cómo era posible que hubieran atravesado la ciudad? Miró el libro que
seguía sujetando en la mano, aquel sencillo ejemplar marrón, y se dio
cuenta de que le encantaba. Había entrado en su vida y estaba tejiendo
milagros.
—¡Hace muchísimo frío, pero me da igual! —Izzy arrojó una carcajada a
la tormenta—. ¡Estamos en el Library Hotel!
—¡Ya! —exclamó Cassie—. ¡Vamos!
Tiró de Izzy para sacarla del refugio de la sombrilla y llevarla hacia la
nieve. Se apoyaron en la barandilla que bordeaba la terraza y se asomaron
hacia el cañón que era Madison Avenue. Allí abajo el mundo era ártico, la
nieve se acumulaba a gran velocidad, la tormenta desdibujaba todas las
farolas y los faros de los coches. Unos cuantos aventureros caminaban con
dificultad entre las ventiscas, con la cabeza gacha y la capucha levantada.
Detrás de Cassie e Izzy, en el bar, el pianista terminó una melodía lenta y
atacó otra más rápida, una especie de arreglo jazzístico de un clásico de las
big band que a Cassie le resultó vagamente familiar.
—Dame la mano —dijo Izzy sonriendo.
—¿Qué? —preguntó Cassie, que miró a su amiga con los ojos entornados
para resguardarse de la nieve.
—¡Baila conmigo, Cassie! —gritó Izzy.
—¡Estás borracha!
—¡Sí!
Izzy atrajo a su amiga hacia sí y, durante un minuto, bailaron al son de la
música del bar, solo ellas, la nieve y las notas del piano haciendo piruetas
en el frío cielo nocturno.
—Esto es una locura —dijo Cassie cuando volvieron a desplomarse en
los asientos de debajo de la sombrilla y se enjugaron la nieve de la cara.
—Sigo pensando que es un sueño —aseguró Izzy—. ¿Acabamos de
bailar en el cielo?
—Una loca me ha agarrado y me ha hecho bailar un foxtrot —convino
Cassie.
Su amiga sonrió y contempló la nieve mientras negaba con la cabeza casi
para sí. Detrás de ellas, el pianista terminó la pieza y volvió a algo más
lento, algo más adecuado para aquellas horas de la noche en un bar de
Nueva York.
—¿Qué podrías hacer con esta habilidad? —preguntó Izzy unos instantes
después—. Con lo de poder ir a cualquier parte siempre que quieras. —
Cassie se lo pensó—. ¿No volver a montar en metro para ir a trabajar? —
sugirió Izzy—. Solo tienes que salir del dormitorio y ya estás en la librería.
El comentario hizo sonreír a su compañera.
—Disfruto bastante del trayecto al trabajo, a veces. Aunque no cuando
hace frío.
—El frío es lo peor —confirmó Izzy. Volvió la cabeza hacia el bar—. Me
apetece mucho tomarme una copa.
Cassie estaba jugueteando mentalmente con las posibilidades.
—No tener que volver a usar un baño público jamás.
—¡Uf, qué bueno, sí! —exclamó Izzy—. No me digas que no sería una
gozada: se acabó el hacer pis en cuclillas.
—Puedo ir al baño de casa cada vez que lo necesite —dijo Cassie.
—Pero ¿y si apareces y estoy yo dentro? —preguntó su amiga—. ¿Y si
me pillas meando?
—Por favor, pero si siempre dejas la puerta abierta cuando vas al baño.
No sería nada que no hubiera visto antes.
—Oye, es una suerte que ese libro haya acabado en tus manos —dijo
Izzy, que se deslizó hacia ella por el banco en busca de calor—. Me refiero
a en lugar de en las de otra persona, alguien menos bueno. Piensa en lo que
podrías hacer con él si no fueras una buena persona.
Cassie permaneció callada, no quería que sus pensamientos derivaran
hacia algo así. Quería jugar con las posibilidades y disfrutar de la ilusión,
no regodearse en las inquietudes.
—Imagina que un pervertido pudiera entrar y salir del dormitorio de
cualquier mujer cuando le viniera en gana —dijo Izzy—. En cualquier parte
del mundo.
—Sí —dijo Cassie.
—Podrías viajar a otro país, cometer un delito, volver y nadie sabría
quién eres. Aunque la gente pensara que eras tú, tendrías la coartada
perfecta al estar en otro país.
Cassie asintió en silencio.
—O un ladrón —prosiguió su amiga—. Podrías entrar y salir de
cualquier caja fuerte. No tendrías que forzar la puerta. Ni siquiera tendrías
que entrar en el banco. Bastaría con que abrieras la puerta de la caja fuerte y
metieses la mano. O en cualquier joyería. Nada estaría a salvo.
—Vale —dijo Cassie con el ceño fruncido—. ¿Podemos no enumerar
todas las cosas terribles que podría hacer alguien? Esto es alucinante, Izzy.
Es como… lo mejor del mundo. ¡Un libro mágico que puede llevarme
adonde me apetezca! ¡No me lo estropees!
Su compañera levantó las manos en señal de disculpa.
Se quedaron calladas un instante, pero Cassie estaba impaciente por
utilizar el libro de nuevo. Quería ver adónde más podían viajar.
—¿Nos vamos a otro sitio?
—Vale —contestó Izzy—. A algún lugar donde haga más calor.
Se encaminaron hacia la puerta del bar y Cassie se percató de que el
hombre que bebía solo seguía allí. Cuando levantó la vista, primero hacia
ella, luego hacia Izzy y después hacia los edificios de alrededor, vio que
tenía los ojos oscuros. Entonces Cassie volvió a utilizar el libro, tal como
había hecho en el apartamento: lo sintió pesado y después se produjo un
estallido con los colores del arcoíris en torno a su mano, y todo le pareció
aún más fácil que la última vez. A continuación, atravesaron la puerta del
bar, pero llegaron a otro lugar.
Viajaron a la Biblioteca Pública de Nueva York, a la sala de lectura en la
que Cassie había pasado muchas horas felices, ahora en penumbra y
silenciosa mientras la tormenta golpeaba los altos ventanales. Caminaron de
puntillas en la oscuridad, como fantasmas a los que se les escapaba la risa
tonta, Cassie aterrorizada por si había alguna alarma o algún guardia de
seguridad que las descubriera. Y después utilizaron una puerta lateral de la
sala de lectura para viajar a la librería Strand, justo al sur de Union Square,
otro de los lugares favoritos de Cassie en la ciudad. Cada vez que cruzaban
una puerta, la joven se convencía de que la tediosa realidad volvería y le
arrebataría aquel cuento de hadas, pero se equivocó en todas y cada una de
las ocasiones. De repente, el mundo era maravilloso y estaba lleno de
posibilidades.
—Tengo hambre —dijo Izzy mientras deambulaban por Strand.
—¿Un Ben's? —propuso Cassie, que se refería al local de comida
preparada que había a unas manzanas de su piso y permanecía abierto las
veinticuatro horas.
Era su sitio, el lugar donde habían esperado más de dos horas para
reunirse con el agente de la inmobiliaria el día en el que se mudaron al
apartamento y el lugar al que iban a comprar comida para llevar.
—Un Ben's —convino Izzy.
Cassie abrió una puerta al fondo de la librería y entraron en el Ben's Deli,
situado a un kilómetro y medio de allí. Se sentaron al fondo del local e Izzy
se comió unas tortitas con beicon acompañadas de una Coca-Cola, mientras
Cassie se tomaba un café e intentaba contener su entusiasmo.
—Mírame —se quejó Izzy con tristeza—. Doy asco. Es medianoche y
mira lo que le estoy haciendo a mi cuerpo.
—A tu cuerpo no le pasa nada y lo sabes.
—Pero le pasará si sigo comiendo así. ¿Has visto a mis tías? Son todas
enormes. Lo llevo en los genes, Cass.
—¿Por qué has pedido comida, entonces?
Izzy se encogió de hombros.
—Estoy sobrepasada y borracha. —Dejó caer el tenedor de golpe en el
plato y lo apartó—. ¿Qué vas a hacer con el libro?
—¿A qué te refieres? —preguntó Cassie.
Su amiga la miró con el ceño fruncido.
—Bueno, no puedes quedártelo y seguir usándolo así, ¿no?
Cassie no lo entendía.
—¿Por qué no? —preguntó—. Me lo han regalado. Me pertenece.
—No sabes nada de él, Cass. Podría ser peligroso.
La joven suspiró, odiaba aquella advertencia, odiaba que pudiera tener
razón. Se quedó pensativa unos instantes, mientras Izzy se terminaba los
últimos tragos de Coca-Cola.
—Podría intentar averiguar más cosas —concedió Cassie—. Sobre el
libro, sobre el señor Webber.
—¿Y cómo vas a hacerlo? Está muerto, ¿recuerdas?
—Le preguntaré a la señora Kellner. Es posible que lo conociera. Era un
cliente habitual.
Izzy asintió.
—Creo que, hasta que sepas más, no deberías jugar con él. No tienes ni
idea de lo que podría estar provocando.
—Llevamos toda la noche jugando con él —señaló Cassie.
—Sí —dijo Izzy con expresión seria—. Aun así, yo no lo haría.
—¿Nos vamos a casa? —preguntó para cambiar de tema—. Estoy
cansada.

VOLVIERON AL APARTAMENTO cogidas del brazo, caminando por las calles


cubiertas de nieve, y se tumbaron juntas en la cama de Cassie, ambas
incapaces de quedarse dormidas pero intentando entrar en calor. Hablaron
del Libro de las puertas, de la magia loca y fabulosa y de lo que podía
significar. Cassie se dio cuenta de que era feliz, tumbada con su mejor
amiga en la habitación a oscuras, hablando de cosas increíbles; la noche era
fría, pero tenía el corazón calentito.
En un momento dado, Izzy se levantó para irse a su cama y Cassie se
quedó sola. Sacó el Libro de las puertas de debajo de la almohada y lo
sostuvo entre las manos mientras acariciaba la cubierta con el pulgar. Volvió
a hojear las páginas, asombrada por la densidad del texto y la meticulosidad
de las imágenes dibujadas. Intentó identificar los idiomas, pero muchos de
ellos ni siquiera utilizaban símbolos que reconociera. Volvió a la portada del
libro, al mensaje del señor Webber, y se quedó boquiabierta una vez más al
ver que las palabras del anciano habían desaparecido. Ahora en la primera
página solo quedaban aquellas pocas líneas que explicaban qué era el libro.
No había ni rastro del mensaje del señor Webber, ni vestigios de tinta, ni
ningún tipo de muesca.
Cassie no se lo podía creer. Era otro pequeño milagro, un atisbo de
magia, pero se dio cuenta de que la ausencia de las palabras del anciano la
entristecía un poco. Pensó en ello un rato, pero su mente volvió a lo que el
libro podía hacer, al regalo que el señor Webber le había hecho. Que el
señor Webber le había hecho a ella.
—Es real —insistió en un susurro.
Pero tenía que demostrárselo una vez más. A pesar de las reservas de
Izzy, sabía que quería volver a usarlo. ¿Quién podía rechazar la magia?
Se levantó de la cama y se acercó de puntillas a la puerta de la
habitación.
Pensó en las vacaciones que había pasado en Europa hacía años —los
mejores meses de su vida— y supo que el libro podría devolverle esa
felicidad.
Cerró los ojos e intentó recordar otra puerta de aquel viaje. Recordó el
albergue en el que se había alojado en Londres. Recordó aquella puerta, la
madera oscura, el par de ventanas altas y estrechas, el chirrido de la hoja
cada vez que se abría. Sintió que el peso del libro le aumentaba en la mano
y, cuando abrió los ojos, volvió a ver aquel mismo halo, como si el libro
existiera en una nube de aire de arcoíris.
—Es precioso —murmuró con el reflejo de la luz en la cara.
Estiró un brazo hacia el picaporte, con el Libro de las puertas aún en la
otra mano, y, cuando se abrió, la puerta chirrió como nunca lo había hecho,
y Cassie sintió que se le dibujaba una sonrisa de placer en el rostro antes de
que el halo arcoíris terminara de desvanecerse.
Se asomó por la abertura y vio aquella calle de Londres que tan bien
recordaba, una mañana gris y lluviosa, los coches aparcados a lo largo de la
acera. Estaba observando aquella ciudad extranjera del otro lado del océano
desde la comodidad de su propio dormitorio.
—Ostras —dijo entre risas.
Cassie no recordaba la última vez que algo le había provocado una
euforia así, pero la estaba sintiendo.
Cerró la puerta mientras negaba con la cabeza, y no porque lamentara lo
que estaba haciendo, sino porque no podía creerse lo que acababa de hacer.
Volvió a la cama, con el libro sujeto entre ambas manos y mirándolo
como si fuera el rostro de un amante.
Con él podía hacer magia.
Podía volver a cualquier puerta que hubiera franqueado alguna vez, en
cualquier lugar del planeta.
Drummond Fox en la nieve

DRUMMOND FOX ESTABA en la nieve, con fantasmas.


Se encontraba en un extremo del Washington Square Park, pensando en
aquel día de hacía una década en el que su mundo había cambiado.
No sabía qué hacía allí. Era una estupidez, en realidad —peligroso,
incluso—, pero había sentido la necesidad de volver a aquel lugar para
recordar a los amigos que había perdido.
Drummond bajó la cara para protegerse del frío y la nieve y echó a andar
hacia el norte, en dirección a la fuente, con la mente convertida en una
maraña de recuerdos y emociones de aquel día tan lejano. Risas y abrazos y
largos paseos. Y luego gritos y luz, sangre y oscuridad. Unos momentos de
locura en Manhattan que habían marcado el amanecer de una época más
peligrosa. El comienzo de su vida errante. La creación de la Casa de las
Sombras. Todas aquellas cosas habían surgido en aquel momento de hacía
diez años.
Llegó al arco de Washington Square y se cobijó debajo de él. Tenía frío,
su viejo abrigo apenas lo resguardaba del mal tiempo, pero no quería
marcharse todavía. Permaneció allí inmóvil durante un rato, dejando que el
viento lo helara, observando el parque. Al cabo de unos instantes, se dio
cuenta de que no estaba solo.
Una figura se materializó más allá de la fuente y Drummond sintió que se
le aceleraba el corazón. La silueta aumentó de tamaño, se acercó, y
entonces vio al hombre que emergía de entre la nieve y se colocaba a su
lado debajo del arco.
—Señor Fox —dijo el doctor Hugo Barbary. El hombre sonrió, pero a
Drummond le pareció la expresión satisfecha de un depredador al acorralar
a su presa—. Qué suerte encontrarlo aquí, justo en este sitio. No sé si
sorprenderme o decepcionarme ante el hecho de que haya decidido volver.
Apenas los separaban unos centímetros, estaban tan cerca como para que,
si quería, Barbary pudiese estirar la mano y tocar a Drummond. Este intentó
que no se le notara el miedo.
—Hugo —dijo en tono neutral.
Volvió la mirada intencionadamente hacia la tormenta, se negaba a
dejarse intimidar, pero se metió las manos en los bolsillos para estar
preparado.
Barbary era un hombre grande y redondo, con la cabeza grande y calva y
los ojos oscuros enmarcados por la gruesa montura de sus gafas. Lucía un
traje de tres piezas bajo un abrigo largo, con el chaleco tenso sobre el
vientre, y un sombrero fedora grande que le protegía la cara de la nieve.
Cargaba con una anticuada bolsa de cuero, como un médico que visita a
domicilio.
—Ha habido gente buscándote estos últimos diez años —dijo Barbary—.
Se han dedicado mucho tiempo y muchos esfuerzos a intentar localizarte.
—Drummond no dijo nada—. Menuda suerte ser yo el primero en verte de
nuevo.
El doctor era sudafricano y, aunque el acento se le había suavizado
después de tantos años moviéndose por el mundo, seguía presente en su
pronunciación de las vocales, extrañas y entrecortadas.
—Me repugna hasta el alma —dijo Drummond, y Barbary ladeó la
cabeza como si estuviera interesado— que un hombre como tú siga vivo
cuando personas mucho mejores murieron aquí sin motivo.
—¡Ay! —exclamó Barbary con una sonrisa—. No me lo tomaré como
algo personal. Sin embargo, lo que ocurrió hace diez años no tuvo nada que
ver conmigo. Ni siquiera estaba aquí. Si no recuerdo mal, me encontraba en
Tailandia persiguiendo un puñetero libro que al final resultó que no existía.
¿Has estado alguna vez en Tailandia? Qué asco de calor. No me gustó nada
ese sitio. Le echan citronela a todo lo que se llevan a la boca. Todo sabe a
medicamento y jabón.
—¿Qué quieres? —preguntó Drummond, que ya estaba cansado de él,
cansado de su falsa cordialidad.
Barbary soltó un «mmm» pensativo, como un hombre que estudia una
carta.
—Quiero tus libros. Solo intento decidir si antes tengo que matarte o no.
Fox hizo un leve gesto de asentimiento.
—Siempre son los libros, ¿eh?
Hugo se encogió de hombros.
—¿Qué iba a ser si no?
Drummond no dijo nada, continuaba observando la tormenta. Era una
cortina que separaba a los dos hombres del mundo. En aquel momento,
rodeados por la nieve, la seguridad de otras personas y los lugares más
radiantes parecían algo muy lejano.
—¿Qué tienes, Bibliotecario? —preguntó Barbary, que dio otro paso
hacia su interlocutor. En aquel momento, los ojos del doctor revelaron al fin
la avidez de su alma—. ¿Qué has llevado encima todos estos años para
mantenerte a salvo?
—Ya no soy el Bibliotecario —replicó Drummond—. No hay biblioteca.
Ha desaparecido.
El mero hecho de reconocer aquella verdad le causaba dolor, pero no dejó
que se le notara mucho.
—Eso tengo entendido —dijo el doctor, que se rascó la mejilla con aire
distraído—. Desaparecida, pero no olvidada, ¿eh? Hay mucha gente
buscando la Biblioteca Fox.
—¿Mucha? —preguntó Drummond con escepticismo—. No creía que
quedaran muchos. Creía que la Mujer se había encargado de eso.
—Bueno, no es tan horrible —aseguró el sudafricano. Se quitó el
sombrero y se pasó una mano por la calva—. Yo sigo aquí. Hay más.
Aunque menos de los que había antes, eso es cierto. Está eligiendo a sus
objetivos uno por uno y quitándoles los libros. Pero es darwiniano, ¿no? La
supervivencia del más apto. Estoy seguro de que me encontrará tarde o
temprano, pero no me preocupa. Ya veremos lo buena que es en realidad.
—Te atrapará —replicó Fox—. Nadie está a salvo. Lo sé. La he
conocido.
Barbary lo miró atento un instante, como si estuviera reflexionando sobre
aquella afirmación aleccionadora.
—Hay algunas personas que sí están a salvo —contestó—. Las que
tienen el tipo de libro adecuado. Los más poderosos.
—¿Y tú estás entre ellas, Hugo? —preguntó Drummond—. ¿Llevas un
libro poderoso encima ahora mismo?
—Ha sido una tontería por tu parte venir a Nueva York —dijo Barbary,
que hizo caso omiso de la pregunta—. Debías de saber que era arriesgado.
—Se me había antojado un perrito caliente —murmuró.
El doctor soltó una única carcajada que rebotó contra el arco que tenían
encima.
—Estoy cansado —suspiró Drummond—. ¿Podemos pasar a la parte en
la que intentas matarme o me dejas en paz, por favor? Cualquiera de las dos
me parece bien, pero, ya sabes, cuanto antes, mejor.
—¿Por qué no me das tus libros sin más? —propuso Barbary—. Así me
ahorras molestias. Te perdonaré la vida. Ni siquiera le diré a nadie que te he
visto.
—¿Cuántos libros tienes ya, Hugo? —preguntó Drummond.
Él llevaba tres, dos en un bolsillo y un tercero en el otro. Los había
agarrado en cuanto se había metido las manos en los bolsillos hacía unos
minutos, para asegurarse de que seguían allí. El Libro de las sombras iba
solo en el bolsillo derecho, abierto y doblado por el lomo. Con los años, se
había acostumbrado a llevarlo así, siempre a punto para poder arrancarle la
esquina de una página, para que lo hiciera desaparecer en las Sombras. En
su mente oía las palabras del Libro de las sombras como si fueran un
mantra de la buena suerte: «Las páginas son de sombras. Sujeta una página
y sé también de sombra».
—No es el número de libros lo que importa, ¿no? —contestó Barbary—.
Es lo que uno hace con ellos.
—¿El Libro del dolor? —preguntó Drummond—. Ese siempre ha sido tu
favorito, ¿verdad?
—No te convendría que utilizara el Libro del dolor, Drummond —dijo
Barbary. Sonó casi compasivo, como si le preocupara su salud—. Se me da
muy bien. Lo disfruto.
Los dos hombres se sostuvieron la mirada, Fox no cedió ni un ápice de
terreno a pesar del miedo que le tensaba todos los músculos. Entonces
Barbary sonrió.
—Ahí está —dijo—. Ahí está el Bibliotecario. Unas agallas de hierro.
Igual que cuando huyó y dejó morir a sus amigos. —Entonces le tocó a
Drummond apartar la mirada, desviarla hacia los remolinos de nieve—. Me
gustaría saber qué favores me concedería la Mujer si le dijera dónde estás.
—Drummond volvió a mirar a su oponente, como si evaluara la amenaza—.
No —dijo Hugo con su extraño acento—. Creo que te mataré y me quedaré
con tus libros.
Se precipitó hacia delante de repente, estirando un brazo con la fuerza de
un pistón, pero, cuando llegó adonde quería, Drummond ya se había
movido.
—Primero tendrás que cogerme —le dijo, a un paso de distancia.
Dentro del bolsillo, arrancó la esquina de una página del Libro de las
sombras y la estrujó con la mano. Casi de inmediato, sintió que el
fragmento de papel empezaba a pesarle en la palma y, cuando el peso dejó
de aumentar, se desvaneció en la nieve, se convirtió en una sombra,
intangible e invisible.
Barbary escudriñó la tormenta con los ojos entornados y la boca
transformada en una única línea tensa a causa del enfado.
—Sé que estás aquí —dijo en voz alta—. Ahora que has regresado, te
encontraré, Bibliotecario. Tenlo por seguro.
Drummond no dijo nada, no se movería mientras Barbary siguiera
esperando, aunque el frío le royera los huesos. El hombre más corpulento
fue el primero en perder la paciencia: al cabo de unos minutos, masculló
algo en voz baja y se dio la vuelta. La tormenta se tragó su enorme silueta
casi de inmediato.
Su oponente esperó un rato más, solo para asegurarse de que Hugo se
había marchado de veras, y luego se dirigió hacia el norte para salir del
parque, manteniéndose oculto entre las Sombras hasta que estuvo de nuevo
en la calle. Una vez allí, abrió la palma de la mano y dejó a la vista el trozo
de papel oscuro envuelto en un aura de arcoíris. El viento lo levantó cuando
se volvió más ligero y, en cuanto el aura de arcoíris se extinguió, la
corriente se lo llevó. Fox salió de entre las sombras, transformado una vez
más en un ser corpóreo.
Avanzó por la Quinta Avenida camino del Midtown desafiando el mal
tiempo y dejando huellas en la nieve a su paso.
AQUELLA NOCHE, DRUMMOND se alojó en el Library Hotel del Midtown.
Sabía que era un riesgo pasar la noche en un sitio tan obvio, pero le daba
igual. Había ido al Washington Square Park para recordar, y ahora solo
quería beber, dormir y olvidar.
Pagó una habitación, hizo caso omiso de los ojos angustiados del hombre
demacrado y de pelo oscuro que vio en el espejo del baño mientras se
lavaba la cara y después subió al bar de la azotea. Pidió un whisky y buscó
un lugar donde sentarse, pero la sala estaba llena del tipo de personas que
hacían que se sintiera fuera de lugar: gente rica o que fingía serlo,
demasiado confiada y despreocupadamente insensible respecto a su riqueza.
Por eso salió a la terraza de la azotea. Se sentó en un rincón, bajo una
sombrilla, con la copa entre las manos. En lo alto, el cielo estaba despejado
y, a su alrededor, se alzaban imponentes muros de ventanas, los edificios del
Midtown formaban un cerco de hormigón. La nieve seguía cayendo con
fuerza, copos grandes y suaves que volvían el mundo blanco y brumoso.
Bebió un sorbo de whisky y levantó la copa en un brindis silencioso por
los amigos que había perdido hacía poco más de una década. Por Lily y la
comida que le preparaba cada vez que iba a visitarlo desde Hong Kong. Por
Yasmin y la paciencia que demostraba ante la falta de conocimientos
históricos de Drummond y ante las estúpidas preguntas con las que la
agobiaba. Y por Wagner y sus puntuales llamadas desde Europa solo para
saber cómo se encontraba, para asegurarse de que hablaba con otro ser
humano al menos una vez a la semana. Aún echaba de menos a sus amigos
y, a lo largo de los años, había llevado siempre consigo el recuerdo de todos
ellos, como si fueran fantasmas, compañeros constantes en todas sus
peripecias.
Se estaba haciendo viejo y se sentía cada vez más cansado, no sabía
cuánto tiempo más sería capaz de seguir vagando de un lado a otro, pero
tampoco sabía cómo parar de hacerlo ni tenía un lugar al que ir. Llevaba
diez años en continuo movimiento, utilizando los libros que poseía para
protegerse: el Libro de las sombras, para pasar desapercibido; el Libro de
los recuerdos, para hacer que la gente se olvidara de él cuando lo
necesitaba; y el Libro de la suerte, para atraer la buena fortuna. Con la
ayuda de esos libros, había existido a lo largo de todo ese tiempo sin que
nada, aparte de sus propios pensamientos, lo hostigara. La soledad no le
importaba —había sido una persona solitaria durante la mayor parte de su
vida—, pero la necesidad constante de moverse se había vuelto agotadora.
Lo que más echaba de menos era su hogar.
Ahora, sin embargo, Hugo Barbary lo había visto, y Drummond se
preguntaba cómo había sido posible, teniendo en cuenta que llevaba
consigo el Libro de la suerte. Aquel encuentro era todo lo contrario a la
buena suerte. Aun así, también sabía que la suerte no era un camino recto:
con los años había aprendido que era una carretera llena de curvas, con
desvíos y salidas ocultas. Puede que la suerte de que el doctor lo hubiera
visto no le resultara aún evidente.
Drummond bebió otro trago y se percató de que su mente estaba dispersa,
lo que le resultó agradable. Se encaminó hacia la barra para pedir otra copa
y después regresó a su sitio en la terraza.
Entonces pensó en Barbary, uno de los peores hombres que había
conocido en su vida, un monstruo disfrazado de caballero. Se planteó si
debería haber dejado que Hugo lo atrapara. Habría sido poético, en cierto
sentido, morir diez años después de la masacre en el mismo lugar. De
hecho, incluso podría haberle supuesto un alivio, una forma de liberarse de
las cargas de su vida y del miedo a la Mujer.
El repentino estruendo de una carcajada perforó el ruido blanco de la
tormenta y lo distrajo de sus pensamientos. Dos mujeres atravesaron dando
tumbos la puerta del bar que daba a la terraza, las dos con los ojos
entornados y las manos levantadas para defenderse de los copos de nieve.
Ambas lo miraron y luego se dieron la vuelta para buscar sitio en el
extremo más alejado de la azotea, lejos de Drummond.
Él desvió la vista, pero el corazón se le había desbocado de repente,
como si una pesadilla acabara de despertarlo en plena noche.
Había visto algo, un estallido de luz de fuegos artificiales en la oscuridad.
Se dijo que era imposible. Aquella noche, de entre todas las noches, y en
aquel lugar.
Pero tenía en su poder el Libro de la suerte y a la gente con suerte le
ocurrían esas cosas.
Esperó, consciente de que tenía que estar seguro antes de actuar. Observó
con disimulo a las mujeres mientras bailaban borrachas bajo la nieve y
luego volvían a su asiento y charlaban durante unos minutos. Entonces se
pusieron en pie de nuevo y se dirigieron hacia la puerta del bar.
Las estudió, escudriñándolas, memorizándolas. Una mujer alta y rubia,
otra más baja y morena. Las miró a los ojos, primero a una y luego a la otra,
y a continuación apartó la vista otra vez, como si no le interesaran.
Cuando franquearon la puerta del bar, vio que la delatora luz del arcoíris,
aquellos colores que tan bien conocía, se reflejaba en el rostro de las dos
mujeres durante un breve instante. Y, cuando estiró el cuello para mirar,
Drummond no las vio aparecer al otro lado del cristal.
—Joder —murmuró, ya seguro de que estaban en posesión del Libro de
las puertas, por imposible que pareciera—. El Libro de las puertas —
masculló.
Un libro que su familia y otros cazadores de libros llevaban más de un
siglo buscando. Un libro que mucha gente dudaba incluso que existiera.
Qué suerte la suya haberse topado con él.
Tenía que encontrar a las dos mujeres.
Corrían un peligro inmenso, un peligro que era imposible que
concibieran siquiera.
La ilusión en el desierto

EN UNA LUJOSA casa situada entre el mar y el desierto, Hjaelmer Lund se


acercó a la ventana y contempló la oscuridad del exterior. No había nada
que ver ahora que la noche había caído, pero la mañana previa, cuando
habían llegado, los ventanales que se extendían desde el suelo hasta el techo
les habían ofrecido unas vistas impresionantes del océano Pacífico. Ahora
Lund no veía más que su propio reflejo en el cristal.
La casa era un complejo moderno e imponente de una sola planta, con
estancias enormes y pasillos amplios, mucha piedra arenisca y mármol, y el
efecto minimalista de un hotel caro. Estaba situada en un risco escarpado al
norte de Antofagasta, en una carretera privada que salía de la Ruta 1, entre
el océano Pacífico y el desierto de Atacama. Se había construido de tal
forma que le daba la espalda a la ciudad, con unas vistas que te empujaban
a pensar que estabas solo en el mundo.
—Siéntate, Lund —murmuró Azaki a su espalda, desde el sofá que había
en el centro de la estancia—. A nadie le apetece entrar en una habitación y
verte ahí plantado.
Lund era un gigante lo miraras por donde lo miraras: medía dos metros
diez, era tan corpulento que resultaba imposible no verlo e intimidaba sin
pretenderlo. Comprendió lo que el otro hombre intentaba decirle y se apartó
de la ventana para sentarse en el sofá.
—Aquí vienen —dijo Azaki, y se alisó la corbata—. Déjame hablar a mí.
Lund enarcó una ceja, como diciendo: «¿Cuándo no te he dejado hablar a
ti?».
La puerta del pasillo se abrió y la señorita Pacheco apareció en su silla de
ruedas, con Elena detrás empujándola hacia la habitación. La anciana, frágil
y arrugada pero con los ojos llenos de vida, se iluminó al ver a Azaki. La
señorita Pacheco padecía de esclerosis múltiple desde hacía tiempo y
apenas hablaba inglés. Elena, además de ser su asistente, era su intérprete.
En cuanto aparcó a la anciana, la mujer se colocó en el extremo del sofá y
empezó a interpretar mientras la señorita Pacheco hablaba.
—Señor Tanaka, señor Jones —dijo refiriéndose a ellos por los nombres
falsos que Azaki les había dado—. La señorita Pacheco está deseando saber
cómo ha ido su búsqueda.
Azaki le dedicó una venia cortés para imitar al académico japonés que
fingía ser. Era de ascendencia japonesa, pero había nacido en California. Un
hombre pulcro y bajo, con un aspecto siempre muy cuidado, el pelo negro
azabache y un rostro apuesto y simétrico.
—Por favor, dígale a la señorita Pacheco que estamos increíblemente
agradecidos por su hospitalidad y por permitirnos acceder a la biblioteca
privada de su familia.
Elena hizo una interpretación simultánea de las palabras de Azaki. Lund
miró a la señorita Pacheco y vio que el nivel de atención de la mujer
aumentaba durante la transmisión del mensaje.
—Dígale también —continuó Azaki— que sentimos mucho comunicarle
que no hemos encontrado ningún libro ni de especial interés académico ni
de particular importancia histórica.
Habían pasado dos días buscando con gran meticulosidad libros
especiales en la biblioteca de Pacheco, pero no habían encontrado nada.
Lund miró de nuevo a la anciana y vio que la decepción le descomponía el
rostro.
—Lamento mucho las molestias que hemos causado —prosiguió el otro
hombre—. Sé que la señorita Pacheco deseaba que la biblioteca de su
familia resultara de algún interés.
Azaki había descubierto la existencia de la biblioteca Pacheco hacía uno
o dos meses, durante una estancia de una semana en Santiago, un día en el
que había salido de copas con un académico de la ciudad. Había investigado
la historia de la familia y se había enterado de que la biblioteca se había
originado hacía al menos un siglo con libros importados desde España,
aunque después la familia había ido ampliándola a lo largo de los años
gracias a las riquezas obtenidas con su negocio naviero. Había enviado una
carta en la que afirmaba que eran unos estudiosos que estaban recorriendo
Sudamérica en busca de libros de importancia histórica. Con eso había
bastado para que les abrieran las puertas de la casa y, después, Azaki se
había ganado a la anciana con su encanto para que les permitiese entrar en
la biblioteca.
—Se está muriendo —le había explicado a Lund el primer día, durante el
trayecto hasta la casa, aunque este no le había preguntado—. No tiene hijos
y nunca se ha casado. Quiere un legado. Así que esa es la posibilidad que
pienso ofrecerle.
La señorita Pacheco aceptó la noticia con un lánguido gesto de
asentimiento. Tras un momento de pausa, le dirigió unas cuantas palabras
más a Elena.
—La señorita Pacheco les agradece su tiempo —dijo la asistente—. Está
decepcionada, pero valora el esfuerzo que han hecho.
Azaki asintió. Lund se dio cuenta de que el hombre quería marcharse ya.
Allí no había libros especiales. Solo tristeza y el final de una vida.
—Gracias —dijo Azaki, que hizo otra reverencia.
El silencio invadió entonces la habitación: la señorita Pacheco mantuvo
la mirada clavada en el suelo y Azaki permaneció inmóvil, con las manos
entrelazadas delante de él, como un sirviente a la espera de una orden.
Elena observaba a la señorita Pacheco y Lund la observaba a ella.
—¡Ay, señorita Pacheco! —exclamó la asistente, que se puso en pie de
repente.
La anciana estaba llorando, pero era un llanto tranquilo y digno cuyas
lágrimas le rodaban de una en una por las arrugas del rostro.
—Una vez más, lo siento mucho —insistió Azaki.
Elena sonrió con amabilidad, pero Lund se dio cuenta de que, en ese
momento, su acompañante la estaba irritando.
La señorita Pacheco sonrió entre las lágrimas y dijo unas palabras que no
necesitaron interpretación alguna.
—No es necesario que se disculpe —aseguró Azaki, que bajó un poco la
mirada.
Mientras Elena se encargaba de la anciana, el californiano de ascendencia
japonesa apartó la vista sin siquiera disimularlo y paseó la mirada por la
sala de estar. El día anterior solo habían estado unos minutos en aquella
habitación antes de que los condujeran a la biblioteca, ubicada en el ala este
de la casa. Lund se fijó en que Azaki fruncía el ceño al ver una serie de
fotografías bastante grandes en la pared del fondo, imágenes en blanco y
negro de un edificio que él no reconocía. Casi parecía sacado de una
película de fantasía, lleno de torres y de ventanas con forma de arco.
—Esa es la Sagrada Familia —dijo Azaki mientras la señalaba—. En
Barcelona.
Elena levantó la vista.
—En efecto —corroboró.
El hombre se acercó a la pared y estudió las fotos.
—Cuántas imágenes del mismo edificio —comentó.
La asistente le dio un pañuelo de papel a la señorita Pacheco y la anciana
se enjugó las mejillas con debilidad mientras observaba a Azaki.
Elena esbozó una sonrisa triste.
—La señorita Pacheco siempre quiso viajar a España en algún momento
de su vida —dijo—. Volver al lugar de origen de su familia. Su padre
siempre le hablaba de la Sagrada Familia y ella tenía muchas ganas de
verla. Por desgracia, su enfermedad y su edad hacen que ya no sea posible.
Azaki estudió las fotografías en silencio durante unos instantes.
—Yo la he visto —dijo al final—. He estado en Barcelona; he visto la
Sagrada Familia.
La mujer sonrió con amabilidad, pero en realidad solo le faltó decir:
«Muy bien, me alegro por usted. Y, ahora, ¿podría marcharse ya, por
favor?».
Azaki miró un momento a la señorita Pacheco, en su silla de ruedas.
Lund se percató de que estaba intentando tomar una decisión, de que su
bondad se debatía contra sus miedos.
—Elena, me siento mal por haber decepcionado a la señorita Pacheco. Sé
que está muy enferma. Si le sirve para superar su desengaño, me gustaría
hacerle un regalo.
La asistente enarcó las cejas, sorprendida.
—Me gustaría ofrecerle a la señorita Pacheco la oportunidad de visitar la
Sagrada Familia.
SALIERON DE LA casa formando un grupo: la señorita Pacheco al frente,
empujada por Elena, y Azaki y Lund detrás. Siguieron un camino de
baldosas que se alejaba de la propiedad y se dirigía hacia el paisaje estéril y
arenoso de la costa. El océano Pacífico rugía en la oscuridad a su izquierda,
el aire estaba cargado de salitre y espuma.
—Aquí está bien —dijo Azaki.
Una vasta llanura de arena marrón anaranjada se alejaba de ellos hacia la
oscuridad, y la única luz procedía de los focos que rodeaban el hogar de la
señorita Pacheco, a sus espaldas, no muy lejos. Azaki agachó la cabeza un
momento y se metió una mano en el bolsillo para sujetar el Libro de la
ilusión. Cerró los ojos y Lund supo que en ese momento estaría imaginando
lo que fuera que quisiese conjurar, que estaría pintándolo con la mente.
Sabía que, si Azaki se hubiera sacado el libro del bolsillo, una danza de
luces habría iluminado la noche, pues el Libro de la ilusión se habría
rodeado de una bruma de colores suaves mientras su dueño trabajaba. La
señorita Pacheco y Elena observaron a Azaki con una expresión inquisitiva,
pero Lund volvió la mirada hacia la llanura yerma, con el rumor del océano
en los oídos.
Al cabo de un momento, se produjo un movimiento, un remolino de
polvo y arena en la oscuridad. Y entonces la agitación se tornó más nítida y
el remolino se solidificó, y esa solidez comenzó a extenderse. La nada se
convirtió en algo y un inmenso edificio, con varias torres en forma de huso
que se alzaban muy por encima de ellos, emergió de repente de la
oscuridad. El efecto fue el de una enorme construcción que se acercaba a
ellos a toda velocidad y se detenía de repente con un temblor, justo fuera del
alcance de la mano de los cuatro espectadores.
La señorita Pacheco chilló y se tapó la cara con los dedos. Elena
retrocedió de golpe para alejarse de la ilusión del gigantesco edificio. Azaki
seguía teniendo los ojos cerrados y, mientras tanto, la superficie de la
catedral se volvía cada vez más detallada, como si un escultor estuviera
eliminando con su cincel el material no deseado de una obra maestra.
—La Sagrada Familia —dijo.
Elena estaba pasmada, boquiabierta, y dio unos cuantos pasos hacia un
lado para comprobar que aquel templo tenía tres dimensiones, que no era
una simple imagen.
Lund vio que Azaki había empezado a sudar, como si aquella ilusión le
hubiera costado un gran esfuerzo.
—¿Qué tal un poco de luz? —sugirió.
Un instante después, unas cintas de colores inundaron el aire por encima
del conjuro, como una aurora boreal, pero en muchas tonalidades diferentes.
No paraban de ondear y de mezclarse entre sí. Eran los mismos colores que
Lund había visto brotar del libro cada vez que Azaki lo utilizaba.
Elena dijo algo en un idioma que Lund no comprendió y luego miró a la
anciana. La señorita Pacheco se estaba levantando, con los ojos brillantes y
relucientes, con la cara teñida de los matices de las luces del cielo. Estiró un
brazo hacia Elena, agitando la mano con urgencia, y la asistente se apresuró
a colocarse a su lado para ayudarla a sostener la debilidad de su cuerpo.
Las dos cruzaron la puerta de la iglesia juntas y tambaleándose.
Azaki no sacó la mano del bolsillo mientras las mujeres exploraban la
ilusión que él sostenía.
Lund se mantuvo a su lado, mientras observaba y esperaba.

POCO RATO DESPUÉS, en el coche, durante el trayecto de vuelta hacia


Antofagasta, Azaki iba contemplando la oscuridad a través de la ventanilla
del acompañante.
—¿Ha sido una estupidez? —preguntó, aunque sabía que Lund no
respondería—. Es que estoy muy cansado de engañar a la gente. De
ofrecerles esperanzas y sueños. Si encontráramos algo, no sería tan horrible;
en ese caso, al menos valdría la pena.
Lund no creía que Azaki hubiera cometido una estupidez, pero no dijo
nada al respecto. Se limitó a seguir conduciendo. Ese era su trabajo.
Conducir, proteger, esperar a ver qué pasaba y luego hacer lo que le
pidieran. Esa era su vida con aquel hombre: viajar por el mundo, alojarse en
buenos hoteles y esperar a ver qué quería que hiciese. Llevaban así casi
nueve meses, desde que el gigante había rescatado a Azaki de un grupo de
borrachos en un bar de San Francisco. En aquel momento, Lund trabajaba
de portero de discoteca y, de vez en cuando, de camarero. Ese era el último
de la retahíla de empleos que había aceptado a lo largo de los quince años
anteriores, mientras se desplazaba trazando un arco amplio y lento por el
sur de Estados Unidos. Había sido peón, excavador de piscinas, jardinero,
portero de discoteca bastante a menudo, guardaespaldas una vez y camarero
más de las que podía recordar. Eran trabajos sencillos y poco exigentes,
fáciles para alguien de su tamaño, complexión y porte. Durante toda su vida
adulta, desde que había abandonado la pequeña ciudad del noreste de
Canadá en la que se había criado, nunca había permanecido en un lugar más
tiempo del necesario para empezar a aburrirse e impacientarse. Entonces, se
marchaba. Nunca había deseado mucho más que comida y cama, y era feliz
con su existencia sencilla.
Y entonces, en un bar de San Francisco, un Azaki borracho había ganado
una partida de póquer en la que había dejado sin blanca a tres hombres que
no habían planeado que los desplumaran, y menos un «japo enano y
borracho». Lund había observado el intercambio, que había pasado de las
bromas amistosas al descontento y a la violencia descarada, y había
intervenido justo antes de que Azaki recibiera una paliza. Lund se había
enfrentado a los hombres y a estos no les había gustado, así que había sido
él quien había terminado pegándoles una paliza a los tres. Cuando acabó
con ellos, Azaki le ofreció un empleo.
—Acabo de perder a mi guardaespaldas —dijo. Luego soltó una
carcajada seca—. Un momento perfecto para meterme en una pelea de bar,
ya lo sé. Te pagaré bien. Solo tienes que viajar conmigo y velar por mi
seguridad.
Lund había aceptado el puesto en parte porque estaba harto de San
Francisco, pero, sobre todo, porque, mientras observaba la partida de cartas,
había visto a Azaki mirar su mano y luego transformarla en otra mejor,
convertir los corazones en picas, los naipes sin valor en figuras. Lund se
había quedado fascinado y se le había despertado un interés inmediato por
aquel hombre.
Habían viajado juntos durante casi dos meses: habían subido por la costa
oeste desde San Francisco, luego habían cruzado por el interior hasta
Chicago y después habían descendido de nuevo hacia el sur siguiendo el
Mississippi. Su jefe era un acompañante llevadero. No exigía mucho y solo
hablaba de vez en cuando. Con el tiempo, había empezado a contarle su
vida a Lund. Era un japonés americano de tercera generación y una
decepción para su familia.
—Querían que fuera un hombre heterosexual, casado y médico o
ingeniero. Menudo cliché, ¿no? Pues les tocó un artista gay y soltero. Yo
quería dedicarme a algo creativo, como mi bisabuelo.
El bisabuelo de Azaki había sido un famoso mago de cartas a mediados
del siglo XX. Su bisnieto lo había investigado en profundidad durante su
juventud y, gracias a eso, había decidido estudiar magia, además de arte y
música, mientras se suponía que cursaba Medicina en la universidad.
Durante sus investigaciones acerca de los libros raros sobre magia, había
dado con el Libro de la ilusión. Lund lo sabía porque Azaki había
terminado revelándole la verdad sobre el ejemplar durante una larga noche
de borrachera en Memphis. Siempre revelaba más cosas cuando estaba
borracho.
—Esta es… —le había dicho a Lund al mostrarle el librito negro cubierto
de delicados patrones dorados como el dorso de un naipe caro—. Esta es
toda mi identidad —le había confesado con la voz cargada de sueño—. Es
un libro mágico, amigo Hjaelmer Lund. Y hay muchos libros mágicos por
ahí. Lo sé. Los he visto. He tenido amigos que los han poseído, como yo.
Durante un momento, había adoptado una expresión triste, pero luego se
le había iluminado la cara. Le había pasado el libro a Lund y le había dicho
que lo mirara. El gigante había hojeado las páginas y había visto que
estaban llenas de garabatos, de esbozos de personas, lugares y objetos.
—Dibujos —había dicho Lund.
Y Azaki había asentido.
—Son las ilusiones que crea el libro. Cuando hago aparecer algo, después
encuentro un dibujo de ello entre las páginas. ¡Trae, que te enseño de lo que
es capaz! —había exclamado—. Solo tengo que sostener el libro e imaginar
lo que quiero ver, soy capaz de hacer que veas lo que me dé la gana.
Mientras Lund lo observaba, había agarrado el libro con fuerza. Y
entonces habían surgido unas luces, una neblina de colores brillantes que
danzaban y se arremolinaban en torno a los bordes del libro. El
guardaespaldas se había quedado boquiabierto, aquel había sido el primer
momento de su vida en el que había experimentado verdadero asombro.
—Mira —le había dicho Azaki al mismo tiempo que señalaba con la
cabeza el plato vacío del gigante, que ahora volvía a estar lleno de comida.
Lund había estirado la mano para tocarla. Su tacto era real. Su aspecto
también.
—La huelo —había dicho.
—No es más que una ilusión —le había asegurado Azaki, y Lund se
había dado cuenta de que el hombre sonreía con orgullo.
Entonces su jefe se había relajado de forma visible y había dejado el libro
sobre la mesa. La neblina de luces se había desvanecido como si alguien
hubiera pulsado un interruptor y el plato de Lund había vuelto a vaciarse.
—Y mira esto —había insistido Azaki tras abrir el libro.
Después de pasar varias páginas, había encontrado lo que buscaba y le
había dado la vuelta al libro para que el otro pudiera verlo: un dibujo tosco
y garabateado del plato de comida que acababa de ver, tocar y oler.
—Increíble de cojones, ¿no? —había soltado su jefe.
El guardaespaldas se había limitado a asentir, porque era justo eso:
increíble de cojones.
No sabía por qué Azaki le había contado su secreto, pero había dado por
hecho que tenía algo que ver con que había decidido que Lund era, en cierto
sentido, simplón. No era la primera vez que le ocurría. La gente veía su
tamaño y, si pasaba un rato con él, se percataba de que no era muy
hablador; automáticamente, todos suponían que era tonto. A él le venía bien
que lo subestimaran y, por muy bien que le cayera Azaki, por muy llevadera
que le resultara su compañía, no tenía la menor intención de quitarle de la
cabeza la idea de que era un poquito lento.

CUANDO REGRESARON AL hotel aledaño al puerto de Antofagasta, el jefe


anunció que iba a tomarse una copa en el bar, solo. Lund captó la indirecta
y subió directamente a la suite de la última planta. Cogió una cerveza del
minibar y se quedó un rato mirando por la ventana. Desde allí se veía el
puerto y le gustaba el panorama. Le agradaba ver la actividad, a la gente
trabajando.
Le dio un trago a la cerveza y pensó en Azaki. Pese a su fachada, era un
hombre tierno, amable. Lund no lo consideraba un defecto; de hecho, en
gran parte, ese era el motivo que lo había llevado a seguir viajando con él
durante tanto tiempo.
Su jefe regresó a la suite antes de lo que esperaba, poco más de una hora
después. Cogió una cerveza del minibar y se sentó en un sofá, como había
hecho Lund.
—Creo que vamos a volver a Estados Unidos —dijo Azaki—. Tengo la
sensación de que deberíamos ir a Nueva York.
El guardaespaldas lo miró. Azaki tenía la mirada perdida. A veces se
ponía así cuando estaba triste o cuando bebía, o cuando estaba triste y
bebía.
—Vale —contestó Lund.
No le importaba. Solo había estado en Nueva York una vez, cuando era
mucho más joven. Le apetecía volver.
Después de unas cuantas cervezas, y mientras ambos continuaban
desplomados en los sofás situados en distintas esquinas de la habitación,
Lund dijo:
—Hazlo.
Azaki suspiró con aire teatral, pero el gigante sabía que le gustaba
presumir de sus habilidades.
—De acuerdo —contestó su jefe.
Sacó el Libro de la ilusión, lo sostuvo en la mano y cerró los ojos un
momento. El libro emitió un brillo multicolor y, después, unos colores
similares iluminaron la habitación entera, como una cascada de chispas de
arcoíris que los bañaba desde el techo. Lund se recostó contra el respaldo
del sofá y se deleitó con la ilusión mientras sentía cómo iba
adormeciéndose.
—Que lo disfrutes —dijo Azaki—. Mañana empieza una nueva aventura.
Lund levantó la botella de cerveza para devolverle el gesto y desvió la
mirada hacia las luces.
No creía que fueran a encontrar nada al día siguiente. No habían
encontrado nada en los nueve meses que llevaba viajando con Azaki, pero
estaba encantado de seguir acompañándolo, encantado de estar
aprendiéndolo todo sobre el mundo oculto de los libros mágicos.
El apartamento del señor Webber y las investigaciones
de Izzy

A LA MAÑANA siguiente, tras una noche de poco sueño y mucha agitación,


Cassie salió en busca de respuestas y se llevó consigo el Libro de las
puertas.
Su primera parada fue el edificio del señor Webber, en la calle 94 Este,
una construcción de ladrillo rojo, cuatro plantas de altura y una escalera de
incendios negra que zigzagueaba por la fachada bajo una gruesa capa de
nieve. La puerta de la calle estaba cerrada con llave: intentó abrirla, pero
solo consiguió que la cerradura traqueteara. Cassie pensó unos instantes y
luego echó mano del Libro de las puertas que llevaba en el bolsillo, se
imaginó que la abría y que entraba en el portal, pero, cuando tiró de la
manilla, la puerta permaneció obstinadamente cerrada.
—¿Qué? —preguntó a la nada, y la palabra fue como un remolino de
aliento tosido en el aire.
Miró a su alrededor para asegurarse de que seguía sola en la calle y se
sacó el libro del bolsillo. Lo intentó otra vez, y en esa ocasión comprobó
que, en efecto, la neblina de luz de arcoíris envolvía el Libro de las puertas
mientras tiraba de la manilla. Aun así, la puerta del edificio del señor
Webber siguió sin ceder.
—¿Por qué no funciona?
Permaneció inmóvil un momento, cavilando sobre aquel enigma. Todos
los viajes que había hecho la noche anterior habían partido de puertas que
no estaban aseguradas de ningún modo: la de su apartamento, la de la
azotea del hotel. La única diferencia que se le ocurría era que la del edificio
del señor Webber estaba bloqueada: si no utilizaba el Libro de las puertas,
no podía traspasarla, así que ¿por qué iba a poder hacerlo si recurría a él?
—No puede abrir puertas cerradas con llave —se dijo.
El Libro de las puertas podía transformar una puerta en otra, pero solo si
la primera no estaba cerrada a cal y canto.
—Mmm —murmuró mientras la conclusión a la que había llegado se
asentaba y solidificaba en su interior.
Le parecía correcta. Solo podía franquear una puerta que estuviera
asegurada si viajaba desde una que no lo estuviera. Tenía que demostrar la
hipótesis.
Volvió caminando hasta la Segunda Avenida y la recorrió con la mirada
desde un extremo hasta el otro mientras silbaba alegremente para sus
adentros. Encontró un Citibank situado en un edificio cuya fachada estaba
cubierta de varios andamios que creaban una especie de dosel sobre la
puerta. En realidad, la oficina del Citibank no era más que una sala
cuadrada con cinco cajeros automáticos y ningún empleado.
—Perfecto —murmuró Cassie.
Estiró un brazo hacia la puerta y se metió la otra mano en el bolsillo para
sostener el Libro de las puertas. Evocó la que acababa de intentar abrir en
el edificio del señor Webber, su tacto en los dedos. Evocó el frío del metal,
el traqueteo de la cerradura. Evocó —de hecho, sintió— todo aquello al
mismo tiempo que notaba que el libro se transformaba en su mano, que se
hacía más sólido. Agachó la cabeza y le echó una ojeada a su bolsillo: vio
luces brillantes como fuegos artificiales en una cueva y sonrió para sí al
abrir la puerta del Citibank y entrar no en el banco, sino en el portal del
edificio del señor Webber, una manzana más al sur, a la vuelta de la
esquina. De repente el mundo se sumió en el silencio y las fosas nasales de
Cassie se llenaron del olor del calor y la madera.
—Guay —murmuró la joven mientras la hoja se cerraba de golpe a su
espalda y la aislaba de la Segunda Avenida.
Sintió una oleada de alivio y se dio cuenta de que se había angustiado al
no poder acceder al portal, de que se había preocupado por si la magia había
dejado de funcionar.
Se sacó el Libro de las puertas del bolsillo y pasó las páginas hasta llegar
al dibujo que cambiaba. Donde una vez había habido un prado lleno de
flores y luego una calle de Venecia, ahora la imagen mostraba el portal en el
que se encontraba. Cassie se sorprendió mirando el esbozo y luego
levantando la vista para compararlo con su entorno.
—Increíble —murmuró con una sonrisa.
Subió a la carrera las escaleras hasta el último piso. La puerta del
apartamento del señor Webber, la única en toda la planta superior del
edificio, estaba cerrada con llave. Le dio unos cuantos golpes firmes con los
nudillos y el sonido rebotó contra las paredes y contra el suelo de baldosas
como una pelota de goma. Esperó, pero no había nadie.
Empezó a pensar en cómo entrar. Ahora que había visto la puerta, ahora
que la había «experimentado», solo necesitaba otra que no estuviese
asegurada para poder cruzarla.
Enseguida se dio cuenta de lo que tenía que hacer. Le echó otra buena
ojeada a la puerta, estiró la mano y agarró el picaporte, igual que había
hecho con la del portal. Luego bajó las escaleras y salió a la calle, dobló la
esquina y regresó al Citibank. Estaba un poco molesta por tener que
deshacer el camino, pero a la vez disfrutando de lo que le parecían la
picardía y la magia de sus aventuras secretas.
Unos minutos más tarde, abrió la puerta del banco por segunda vez y
entró en el oscuro vestíbulo del apartamento del señor Webber. Incapaz de
contenerse, miró de nuevo el dibujo del libro y vio que, una vez más, había
cambiado para mostrar el lúgubre interior del piso.
—Es magia —dijo mientras negaba despacio con la cabeza.
Le resultó tan emocionante como la primera vez que había utilizado el
libro, el día anterior. Más, incluso, porque ahora estaba poniendo a prueba
lo que era capaz de hacer con él, estaba explorando lo imposible. Estaba
desarrollando una relación con él.
Recorrió el pasillo y entró en una sala de estar diáfana con dos grandes
ventanales que daban a la calle. Los rayos de la luz matinal gris y acuosa se
amplificaban por el espacio. Las paredes estaban forradas de estanterías,
todas repletas y bien ordenadas. Junto a la ventana había un sillón orejero y
un reposapiés delante y, en el centro de la habitación, de cara a un pequeño
televisor cuadrado posado sobre un mueble de madera, un sofá de dos
plazas. La cocina le quedaba a la derecha. Todo olía a madera, cuero, libros
y café.
Paseó la vista por las estanterías. Atisbó a Dickens y a Dumas, a Hardy y
a Hemingway, obras de teatro, ensayos sobre teoría de la literatura y
partituras. También había libros modernos, de fantasía, de ciencia ficción y
de terror; libros de bolsillo de colores llamativos que atestaban una de las
estanterías. Pero no había nada parecido al Libro de las puertas, ningún otro
libro mágico.
Encontró un segundo corredor que salía del otro extremo de la sala; era
corto y tenía tres puertas. Hizo caso omiso del cuarto de baño y se asomó a
la oscura habitación situada a la derecha del pasillo. Había una cama
individual pegada a la pared y un viejo armario en un rincón. Una ventanita
daba a un patio situado detrás del edificio. Dentro del armario, Cassie
encontró ropa, pero aquellas prendas eran más apropiadas para una mujer
joven que para un hombre mayor. Se preguntó si el señor Webber habría
tenido novia en alguna ocasión. Aunque quizá fueran de una pariente. Allí
también había libros, ordenados en fila a lo largo de la repisa de la ventana.
Libros de bolsillo, clásicos y modernos, una mezcla ecléctica. Cassie asintió
mientras pasaba el dedo por los lomos, pues apreciaba el gusto de
quienquiera que hubiera reunido la colección.
El dormitorio principal, al final del pasillo, era mucho más grande y
contaba con una gran cama de matrimonio apoyada contra la pared del
fondo, una única ventana de tamaño similar a las dos del salón y un armario
empotrado a la izquierda, lleno de ropa y de zapatos ordenados con
pulcritud en el suelo. Eran las prendas del señor Webber. Reconoció
bufandas y chaquetas, y el leve olor de los artículos de aseo personal que
utilizaba el anciano. La tristeza por la pérdida de aquel hombre al que
apenas había conocido volvió a asediarla, pero la apartó de su mente.
Cerró la puerta del armario y se acercó a la ventana. Mientras se
preguntaba qué estaba haciendo allí, vio que un camión de reparto avanzaba
a trompicones por la calle nevada. No había nada importante en el
apartamento.
¿A qué había ido?
¿Qué esperaba conseguir allí? ¿O no había sido más que una excusa para
jugar con el Libro de las puertas?
Regresó a la sala de estar, a aquel espacio cómodo, colmado de libros y
de luz natural. Era un lugar alegre y tranquilo, decidió Cassie, un lugar en el
que el señor Webber debía de haber llevado una vida feliz.
—¿Por qué me regaló el libro, señor Webber? —le preguntó a la estancia
—. Y ¿de dónde lo sacó? ¿Qué secreto se oculta tras él?
Esperó, pero allí no había nadie que le respondiera.

—¿CÓMO ESTÁS, QUERIDA? —le preguntó la señora Kellner a Cassie cuando


esta llegó al trabajo.
Había ido caminando hasta la librería desde el edificio del señor Webber,
bregando contra el aire gélido de la hora del almuerzo, resbalándose de vez
en cuando sobre la nieve helada donde todavía no habían limpiado las
aceras; tenía la cara reseca y quemada por el viento.
—Bien —contestó Cassie.
Su jefa asintió para transmitirle su aprobación.
—Me alegro, querida.
La señora Kellner llamaba «querida» a todo el mundo, con independencia
de si se trataba de personas mayores o jóvenes. Ella misma era una mujer de
edad indeterminada y, a ojos de Cassie, no había envejecido nada en los seis
años que habían pasado desde que la había conocido. Era bajita, fornida y
siempre iba bien arreglada. También era el tipo de mujer que afrontaba las
crisis como si no fueran lo peor que le había ocurrido a lo largo de la última
media hora.
Durante sus primeros meses en la ciudad, Cassie había sido clienta antes
que empleada de Kellner Books. tras regresar de Europa y mientras aún
dormía en albergues, la joven se había dedicado a recorrer las librerías de
Nueva York. Aquella había sido su favorita: era fácil llegar hasta su
ubicación, estaba alejada de los turistas y de la gente ajetreada del Midtown
y era lo bastante grande como para albergar una buena selección de libros
sin ser tan enorme como para resultar impersonal y carente de alma. Había
terminado visitándola casi a diario, dándose a conocer entre el personal e
incluso reordenando los libros cuando los encontraba en una estantería que
no tocaba. Tras varios meses así, la señora Kellner había hablado con ella
en privado y le había ofrecido un empleo.
—Ya pasas aquí bastante tiempo; al menos así cobrarías por ello.
Lo cierto era que, como Cassie había descubierto semanas después a
través de Izzy, al señor Kellner le habían diagnosticado alzhéimer y ya
mostraba signos de un rápido deterioro.
—Pronto ya no será capaz de hacer nada en la tienda —le había dicho su
compañera mientras recogían juntas al final de una jornada de trabajo—. Y
la señora Kellner hará menos porque estará cuidándolo. Así que necesita
más ayuda. Y tú tienes cara de ser honesta.
—Como todos los buenos mentirosos —había contestado Cassie en tono
de broma.
Efectivamente, la presencia del señor Kellner en la librería había ido
difuminándose poco a poco. Era un hombre tan alto y delgado como baja y
fornida era su esposa, con el pelo revuelto y un ademán bondadoso, pero
Cassie estaba empezando a conocerlo cuando el hombre dejó de ir a la
librería. A lo largo de los últimos años, la señora Kellner apenas había
mencionado a su marido, y Cassie nunca se había sentido cómoda
preguntándole cómo evolucionaba.
—Ve a tomarte un café —le ordenó entonces la librera—. Tienes cara de
cansada.
Era su típica forma de amabilidad, ofrecida como una leve reprimenda.
Cassie dejó sus cosas en la parte de atrás —el abrigo y el bolso, con el
Libro de las puertas dentro— y luego se detuvo junto a la barra de la
cafetería. La tienda no estaba muy concurrida, solo había unos cuantos
estudiantes con su portátil repartidos por las mesas y un par de clientes
habituales curioseando entre las estanterías, así que, mientras se le enfriaba
el café, charló durante unos minutos con Dionne y, con todo el desafecto
que pudo, le describió lo que había sucedido la tarde anterior.
—Pobre señor Webber —dijo Dionne, que negó con la cabeza y
chasqueó la lengua.
—Le serviste ayer antes de marcharte, ¿verdad? —preguntó Cassie.
—Así es —respondió su compañera tras apoyarse en la barra.
—¿Te fijaste en…? —Cassie vaciló, aunque no estaba segura de por qué.
—¿Que si me fijé en qué?
—¿Te fijaste en si llevaba un libro marrón? ¿Algo parecido a un
cuadernito?
Dionne se echó a reír.
—Cariño, cuando estoy a punto de terminar el turno, puedes darte con un
canto en los dientes si me entero de si estoy sirviendo a un hombre, a una
mujer o a un puñetero extraterrestre. Anoto el pedido y les doy el café. No
me fijo en qué libros llevan en la mano.
—Claro —dijo Cassie.
—¿Estás bien, cielo?
—Solo cansada —respondió la joven, y levantó el café—. Lo necesito.
Cassie se dirigió de nuevo al mostrador de la entrada y se sentó en el
taburete.
—¿Señora Kellner? —preguntó intentando que su tono sonara
despreocupado.
—¿Sí, querida?
—¿Conocía al señor Webber?
—¿A qué te refieres con si lo conocía? Lo conocía. Venía a mi tienda y
compraba libros. ¿Te refieres a eso?
Las conversaciones con la señora Kellner siempre eran así. Antes de
responder a tu pregunta, tenía que darte a entender que eras tonta. No lo
hacía con malicia, solo era su forma de hablar.
—No, me refiero a si sabía algo de él.
—Sé que era viejo y que no comía lo suficiente. Un hombre de esa edad,
tan delgado que parecía que fuera a quebrarse si se caía… No estaba bien.
—¿Había estado viniendo siempre aquí? —preguntó Cassie.
—La sintaxis de esa frase es horrible, querida. ¿«Había estado viniendo
siempre aquí»?
Cassie le lanzó una mirada incisiva a su jefa, una mirada que no se habría
atrevido a lanzarle hacía unos años. La mujer suspiró y miró hacia el
interior de la tienda.
—El señor Webber era un buen cliente —dijo, y Cassie supo que aquello
era un gran elogio—. Llevaba viniendo a esta librería desde que tengo
memoria. Lo recuerdo cuando no estaba tan delgado. Cuando trabajaba. Era
un hombre apuesto, alto y fuerte. —La señora Kellner sonrió para sí—.
Siempre estaba solo —dijo, y devolvió la mirada al ordenador—. No
recuerdo que viniera acompañado jamás. Me planteé si sería gay, pero una
no habla de esas cosas con la clientela, ¿no? En cualquier caso, era un buen
cliente. Y cada vez escasean más. —Se quedó callada un instante, perdida
en sus pensamientos, y luego añadió—: Hubo una mujer que una vez… Una
vez se fue a casa con una chica que, claramente, era demasiado joven para
él. Me parece que era una sintecho o algo así. A lo mejor quería ayudarla.
Cassie esperó a que continuara.
—Aunque quizá me esté equivocando y no fuera él —dijo la señora
Kellner, que empezó a negar con la cabeza—. Llevo tanto tiempo en esta
librería que mezclo las cosas.
La mujer volvió al trabajo. Ella también intentó concentrarse, pero sus
pensamientos volvían una y otra vez al Libro de las puertas, a sus muchas
páginas de misterio. Deseaba sentarse con él e inspeccionarlo hasta el
último detalle.

A MEDIA TARDE, Izzy se presentó en la librería franqueando la puerta con


gran alboroto y esparciendo nieve por el suelo. Tenía el pelo aplastado y
húmedo a causa del aire frío y las mejillas tan coloradas que le
proporcionaban un aspecto casi ridículo.
—Mi querida Izzy —dijo la señora Kellner mientras la abrazaba junto al
mostrador, bajo la atenta mirada de Cassie—. Pareces una muñeca, ¡mira
qué mejillas tan sonrosadas!
—¡Un pedazo de hielo, eso es lo que parezco! —murmuró ella.
La dueña de la librería la sujetó a un brazo de distancia y la recorrió de
arriba abajo con la mirada, como si fuera una nieta a la que hacía años que
no veía.
—¿Cuándo vas a dejar de vender esas baratijas tan caras, eh? Vuelve aquí
y vende cosas que hacen del mundo un lugar mejor.
—Lo siento, señora K, pero los de las baratijas caras pagan mejor. Si me
iguala el sueldo, vuelvo de inmediato.
—Ah, el dinero. Es lo único que os importa a los jóvenes. En la vida hay
cosas más importantes que el dinero, querida.
La mujer cogió una pila de libros y se encaminó hacia la trastienda.
—¡Es fácil decirlo cuando vives en un apartamento de varios millones de
dólares en el Upper East Side! —le susurró Izzy a su amiga tras inclinarse
sobre el mostrador.
—Es solo que te echa de menos —dijo Cassie—. ¿Qué haces aquí? Creía
que hoy tenías que trabajar.
—Acabo de salir —contestó—. ¿Sabes qué hora es? Da igual. Tengo que
hablar contigo.
—¿Sobre qué?
—Sobre el… —Miró a su alrededor y luego bajó la voz—. Sobre el libro
que te teletransporta.
A Cassie casi se le escapa una sonrisa.
—Aquí no —dijo. Una mujer se acercó al mostrador empujando un
cochecito en el que viajaba una niña pequeña. La cría sujetaba un gran libro
ilustrado delante de ella como si fuera un volante—. Si me das diez
minutos, me cojo un descanso rápido. Nos vamos a dar un paseo y
hablamos.

CAMINABAN AGARRADAS DEL brazo, pegadas la una a la otra para darse calor
y estabilidad. Cassie llevaba el bolso colgado del hombro, con el Libro de
las puertas dentro. La calle estaba atestada de gente, de ruido y del humo de
los coches; todo el mundo iba bien abrigado, lanzando volutas de aliento
condensado al aire. Era como si las pesadas nubes grises que amenazaban
con una nueva nevada se hubieran tragado el sol. Anduvieron en silencio
durante unos instantes, y Cassie se sorprendió pensando en las muchas
veces que su amiga y ella habían caminado agarradas del brazo de aquella
manera: al ir y volver del trabajo durante los primeros tiempos de su
amistad; para acudir a cenas con amigos; cuando salían de fiesta e Izzy
buscaba citas y ella estaba desesperada por volver a casa y al libro que
estuviera devorando en aquel momento. Era su historia en común y ella
tenía la sensación de que se conocían desde siempre, casi como si fueran
hermanas.
—¿De qué querías que habláramos? —preguntó.
Izzy asintió, con la mirada clavada en el cañón urbano que se extendía
ante ellas.
—Anoche no pude dormir —dijo—. A ver, en algún momento debí de
caer rendida cuando volví a mi habitación. Habré descansado un par de
horas, quizá.
—Sí.
—Pero fue un sueño de esos inquietos, como cuando tienes que madrugar
para algo. No paras de despertarte y… —Izzy negó con la cabeza—. Vi mil
veces el vídeo que grabamos, ya sabes, el de…
—Sí —volvió a decir Cassie.
Esperaron a que el semáforo se pusiera en verde en un paso de cebra y
cruzaron la calle entre una gran multitud: dos grupos de peatones que
confluyeron como ejércitos enfrentados en una batalla antes de volver a
separarse y alejarse en direcciones opuestas.
—Al llegar al trabajo, no dejaba de pensar en ello, así que me he pasado
el día buscando en Google.
—Un día ajetreado en Bloomingdale's, entonces —observó Cassie—.
¿Qué has buscado?
Su amiga puso los ojos en blanco.
—¡El tiempo en Minnesota! ¿Tú qué crees, Cassie? Lo del libro ese que
te teletransporta. Eso he buscado.
Su amiga se mordió el labio, le incomodaba la idea de que Izzy hubiera
hecho algo referido al libro sin consultarlo antes con ella.
—¿Qué has averiguado?
—Nada —respondió su compañera de piso—. Me he pasado tantas horas
navegando por internet que parecía que estuviera haciendo un doctorado.
He consultado todos los sitios web y todos los foros. Todos los vlogs, los
blogs y Dios sabe cuántas cosas más. Y no he encontrado nada. Ni
referencias a libros que te teletransportan ni al Libro de las puertas ni a
nada. A nada de nada.
—Ah —dijo Cassie, sorprendida ante su propia decepción—. ¿Qué haces
aquí, entonces, si no has encontrado nada?
Izzy la miró de reojo con incredulidad.
—¿No lo entiendes? —preguntó—. No hay nada sobre tu libro en
internet.
—Sí, eso ya me lo has dicho.
—Cassie —replicó su amiga, hablándole como si fuera tonta—, Google
lo sabe todo. ¡Todo! Estoy convencida de que sería capaz de encontrar qué
número calzas y la declaración de la renta de la señora K. Pero ese libro…
No es normal, ¿no? Es la típica cosa de la que la gente hablaría. Entonces,
¿cómo es que no hay nada en toda la red?
Cassie reflexionó sobre la cuestión. Algo pesado se le asentó en el
estómago y la sensación no le gustó nada. La rechazó, no le hizo caso.
—Uf, venga ya, Iz —contestó—. Estás preocupada porque no has
encontrado nada, pero, si hubieras encontrado algo, también lo estarías.
—Es como si hubiera alguien vigilando, borrando todas las referencias a
cosas como esta —prosiguió Izzy con la voz grave y atropellada—. No me
gusta.
—¡Estás dándole demasiadas vueltas! —exclamó su amiga, que tuvo que
forzar una risa que en realidad no sentía en su interior.
—¡Y tú estás dándole demasiadas pocas! —le espetó Izzy. Cassie la
miró, atónita, y, por primera vez, se dio cuenta de lo en serio que su amiga
se estaba tomando el tema—. Sé que tú siempre andas por ahí soñando
despierta, como si nada importara y nada pudiese hacerte daño, pero esto
¡me pone los pelos de punta! Tienes que ir a la policía, pedirle que
investiguen a ese tal señor Webber…
Su compañera adoptó una expresión de culpabilidad que Izzy detectó al
instante.
—Cassie… —dijo en tono de decepción.
—Es posible que esta mañana haya visitado su apartamento.
—¡Madre mía, podrían haberte visto! Y ¿cómo has entra…? Oh… —
Izzy se interrumpió y Cassie asintió para confirmárselo—. No tengo nada
claro que debas usarlo así. No hasta que sepas más sobre él. Podría ser
peligroso.
—No he encontrado nada —confesó la joven, que entornó los ojos al
volver la cara hacia el viento—. No era más que el apartamento de un
hombre mayor. No he rebuscado en sus cajones ni nada por el estilo,
simplemente he sentido que allí no había nada.
Izzy no paraba de negar con la cabeza, se miraba los pies mientras
caminaban, a todas luces disgustada.
—Vamos, tengo que volver ya —anunció Cassie.
Llegaron al final de una manzana y empezaron a deshacer el camino.
Cuando se dieron la vuelta, algo llamó la atención de Cassie: una figura, un
rostro familiar. Al otro lado de la calle había un hombre observándolas: era
moreno, tenía la cara demacrada y vestía un traje oscuro. La joven se dio
cuenta de que lo había visto en otra ocasión. Era el hombre de la noche
anterior, el que se habían encontrado sentado en la terraza del Library
Hotel. Le sostuvo la mirada mientras caminaba, estirando el cuello para no
perderlo de vista.
—¿Qué pasa? —preguntó Izzy.
—Nada —mintió con una sonrisa—. Nada.
Miró hacia atrás y ya no alcanzó a verlo entre el tráfico.
—Hemos tardado más de lo que pensaba —dijo Cassie, que de repente se
sentía inquieta, aunque no sabía por qué—. Voy a utilizar el Libro para
volver.
La expresión de Izzy mostraba lo desconcertada que se sentía.
—Cassie…
—Por favor, Izzy, confía en mí.
Su tono de voz detuvo las protestas de su amiga. Giraron por la siguiente
calle y encontraron una cafetería enorme. Instantes después, aparecieron en
Kellner Books, lejos de la Segunda Avenida y del hombre que las estaba
vigilando.
Gente de libros

EN NUEVA ORLEANS, en su casa adosada del barrio Francés, Lottie Moore,


una mujer más conocida como la Librera, recibió un mensaje que llevaba
mucho tiempo esperando, un mensaje con información sobre el Libro de las
puertas.
Leyó el correo electrónico con mucha atención y sintió que se le
aceleraba el pulso; a continuación, volvió a leerlo para asegurarse de que
tenía todos los detalles en la cabeza. Se levantó y salió al balcón. Se apoyó
en la barandilla de metal, a la sombra del ciprés que había delante de su
casa, y miró hacia el otro lado de la calle Orleans, hacia la aguja de la
catedral de San Luis, que se alzaba a lo lejos. Era un día cálido para aquella
época del año, pero no demasiado húmedo. La brisa le resultó agradable y
dejó que la refrescara mientras contemplaba la situación durante un rato.
Luego sacó el móvil para llamar a Azaki, el cazador de libros. Había tenido
mucho tiempo para pensar a quién le pediría ayuda, y el elegido había sido
él.
—Madame Librera —contestó Azaki.
—Gracias por atender mi llamada —dijo Lottie.
Sabía que no era lo que se dice un gran admirador suyo. La única vez que
mantuvieron algún tipo de contacto había sido hacía varios años, cuando él
le había vendido un libro. Lo había hecho por necesidad, para sobrevivir, no
porque se alegrara de que un libro especial se vendiese en el mercado
abierto.
—¿Qué quiere?
—Necesito su ayuda —contestó ella—. ¿Dónde está?
Azaki no respondió de inmediato.
—Digamos que en Sudamérica.
—Entiendo su cautela, pero esta conversación es estrictamente
confidencial.
—En Sudamérica —repitió él.
Era un hombre precavido. Lottie no se lo reprochaba.
—Le seré sincera, señor Azaki —dijo la mujer—. Necesito a alguien de
confianza, a alguien cuidadoso.
—¿Para qué?
—Tengo información sobre un libro especial que ha aparecido en Nueva
York.
—La escucho —fue la respuesta del cazador de libros, cuya voz quedó
oscurecida por el bullicio del tráfico y el ruido de la calle.
—No puedo revelar cómo he averiguado lo que voy a contarle, pero creo
que el Libro de las puertas ha salido a la luz.
—El Libro de las puertas —repitió Azaki—. ¿Está segura?
—Sí.
El hombre se quedó callado un momento.
—Interesante.
—Necesito a alguien de confianza para recuperarlo.
—¿Para que se lo lleve, para venderlo? —preguntó él.
—Por supuesto —contestó Lottie—. Imagínese los beneficios. Incluso
después de darme mi parte, tendría suficiente para huir y esconderse
durante el resto de su vida. Eso es lo que quiere, ¿no?
Azaki no contestó. Estaba asustado y necesitado. De eso era de lo que se
estaba aprovechando la Librera.
—Si ese libro cae en las manos equivocadas… —comenzó.
Lottie sabía a qué se refería. A quién se refería. Pero no dijo nada.
—Cuénteme lo que sepa —le pidió al final Azaki.
La mujer le facilitó los detalles.
—Soy yo quien le está pidiendo ayuda, así que, si me dice de qué
aeropuerto quiere salir, le pagaré el vuelo a Nueva York.
—No hace falta —contestó él—. Puedo permitirme un par de billetes.
—¿Un par?
—El mío y el de mi guardaespaldas —explicó—. Tengo un tipo nuevo.
Un tipo enorme. Muy bueno con las manos. ¿Hay alguien más al tanto de
esta información?
—Es probable —respondió ella—. Pero, aunque no lo supiera nadie, no
tardarían en descubrirlo. Será una carrera desenfrenada.
—Desde luego —convino Azaki.
—Quiero que haga otra cosa por mí —prosiguió la Librera—, algo un
poco más raro. Y precisamente por eso he acudido a usted. Una de las
mujeres que tienen el libro se llama Isabella Cattaneo.
—¿Y qué pasa con ella?
—Si está sola cuando la encuentre, quiero que me la traiga.
—¿Qué?
—Quiero que me la traiga.
—¿Por qué?
—Tengo que protegerla.
—¿Protegerla de qué?
—Eso no es asunto suyo. ¿Lo hará? ¿Recuperará el libro y me traerá a la
mujer?
Azaki se lo pensó y, durante unos segundos, Lottie no oyó más que el
ruido del viento y el tráfico.
—Primero iré a Nueva York —respondió al fin—. Me pondré en contacto
con usted cuando llegue allí.
Colgó.
Lottie se guardó el teléfono y se apoyó de nuevo en la barandilla. No
estaba preocupada por el Libro de las puertas; sabía que, de un modo u
otro, terminaría por llegar hasta ella, que haría su última venta y
abandonaría el negocio de una vez por todas. En ese sentido, Azaki solo era
un seguro. Para lo que lo necesitaba de verdad era para que le llevara a la
mujer. Eso era lo más importante. Porque Lottie había hecho una promesa,
y ella siempre cumplía sus promesas.

DRUMMOND FOX, QUE una vez había sido Bibliotecario y ahora era un simple
nómada, se despertó aquella mañana pensando en las mujeres que había
visto la tarde anterior. Sintió la urgencia de encontrarlas, de salvarlas de lo
que fuera que el destino pudiese depararles. Se duchó, se vistió y después
cogió sus tres libros de la mesilla de noche: el Libro de la suerte, con las
tapas y las páginas doradas, el Libro de las sombras y el Libro de los
recuerdos. Se detuvo de nuevo en el Libro de los recuerdos. Abrió la
cubierta y miró el texto escrito con pulcritud en la primera página, como
había hecho miles de veces a lo largo de los años.

Este es el Libro de los recuerdos.


Compártelo para compartir recuerdos,
regálalo para regalar recuerdos,
y quítalo para quitar recuerdos.

Drummond había pensado muchísimas veces en quitarse los recuerdos,


en olvidarse por completo de los libros especiales, de la Mujer y de la
Biblioteca Fox, y empezar una nueva vida. La tentación había sido enorme,
pero siempre la había resistido. En ese momento, lo consiguió otra vez
gracias a que tenía un propósito: debía encontrar a las mujeres del Libro de
las puertas.
Se metió el Libro de los recuerdos en el bolsillo junto con los otros dos.
Le formaban un ligero bulto a la altura de la cadera, pero no le resultaba
incómodo. Al contrario: así era como sabía que siempre estaban ahí. Por lo
general, eran tan ligeros e insustanciales que no costaba olvidarse de que los
llevabas encima. Salió a la mañana fría y el viento le azotó las mejillas.
Echó a caminar sin rumbo por la ciudad cubierta de nieve, por avenidas
largas oscurecidas bajo las sombras de los edificios altos, por calles anchas
y estrechas. Se compró un perrito caliente en un puesto ambulante, lo
acompañó con una Coca-Cola y siguió andando, confiando en su suerte.
Ya era la hora de comer. Estaba en un cruce del Upper East Side
esperando a que el semáforo se pusiera en verde cuando vio a las dos
jóvenes en la esquina de enfrente. La rubia lo vio, se volvió hacia él y lo
miró a los ojos con una expresión seria en la cara. Se sostuvieron la mirada
durante unos instantes, pero, para cuando Drummond cruzó la calle, tras
resbalarse en el asfalto nevado, tropezar y caer, las mujeres ya estaban al
final de la manzana. Al cabo de unos instantes, cuando Fox alcanzó la
esquina, no quedaba ni rastro de ellas. El único lugar en el que podían
haberse metido era una cafetería, la primera puerta de toda la calle. Fox
entró en el local, pero, salvo por la anciana que atendía la barra, estaba
vacío.
Salió de nuevo a la acera y se quedó allí plantado respirando con
pesadez, mirando a su alrededor para confirmar que no se le había escapado
ningún indicio. Solo estaban los portales de los edificios de apartamentos,
no había ningún rincón en el que las jóvenes pudieran haberse escondido a
menos que vivieran en aquella calle en concreto.
Pero Drummond no creía que ese fuera el caso. Pensaba que había una
explicación distinta y ahora estaba aún más seguro de lo que lo había estado
la noche anterior.
Era el Libro de las puertas, por increíble que pareciera.

EL DOCTOR HUGO Barbary se mantuvo a una manzana de distancia de


Drummond Fox durante todo el paseo matutino de Drummond. Hugo había
sido cazador antes de convertirse en cazador de libros, así que la noche de
antes le había resultado sencillo seguir las huellas del hombre por la nieve,
desde Washington Square hasta el Library Hotel. Barbary había reservado
una habitación en el mismo establecimiento y, con un cuantioso soborno al
conserje, se había asegurado de que lo avisaran cada vez que Drummond
saliera del edificio. Barbary llevaba toda la mañana siguiéndolo,
preguntándose qué andaría tramando Fox.
El doctor sabía a ciencia cierta que el otro hombre contaba con algún
libro. Nadie sobrevivía durante diez años sin que lo encontrasen; no sin
disponer de algún tipo de ayuda. Sobre todo teniendo en cuenta la clase de
personas que buscaban a Drummond.
Aunque Hugo solo tenía dos libros, eran más que suficientes para
permitirle llevar una vida repleta del tipo de placeres y de riquezas que le
gustaban. Además, eran libros poderosos, tan poderosos como para que, de
momento, todo el mundo lo hubiera dejado tranquilo. Sin embargo, tarde o
temprano, algún día irían a por él, lo sabía muy bien: ese cabrón nigeriano
que se llamaba Okoro o alguien por el estilo. O la propia Mujer. Era como
una carrera armamentística para ver quién conseguía acaparar más libros y
más poder. Hugo confiaba en sus habilidades, sabía que suscitaba miedo en
los demás. Pero también sabía que, si podía, era aconsejable tener más
libros en su poder. Libros como los que el Bibliotecario había utilizado para
pasar desapercibido durante diez años. Esos libros le resultarían muy útiles.
Desde el otro lado de la calle, Barbary observó a Drummond Fox
plantado en la esquina, con una expresión de ligero desconcierto en el
rostro, como si acabara de perder algo importante.
Entonces Fox echó a andar de nuevo, esa vez en dirección sur, de regreso
al Midtown desde el Upper East Side.
A Hugo no le importó. Le gustaba caminar; lo ayudaba a mantenerse en
forma.

MÁS O MENOS en ese mismo momento, aunque en Londres, donde era última
hora de la tarde en lugar de pleno día, Marion Grace estaba esperando a su
hermana en un concurrido restaurante italiano de Covent Garden. Llevaban
más de cinco años sin verse —en realidad, Marion ya casi nunca veía a
nadie—, pero su hermana le había enviado un correo electrónico pidiéndole
que quedaran de inmediato. Así que había salido de su apartamento de los
Docklands y se había encaminado hacia Covent Garden. Durante el trayecto
se había notado nerviosa e incómoda, y solo se había relajado un poco
cuando, al llegar al restaurante, le habían dado una mesa en la esquina
situada al fondo.
—La persona que hizo la reserva —le explicó el camarero—, pidió una
mesa tranquila. Espero que esta les valga.
Marion sonrió, satisfecha, agradecida de que su hermana hubiera tenido
el detalle de pensar en sus miedos. Se sentó a esperarla. El camarero le
llevó pan en una cesta y luego una bebida, y después Marion se distrajo un
momento mirando el móvil para comprobar si había recibido algún mensaje
de su hermana. Al levantar la vista de nuevo, se encontró a la Mujer delante
de ella, observándola desde el otro lado de la mesa con sus ojos oscurísimos
y su bello rostro.
Ahogó un grito. La Mujer se limitó a mirarla sin mostrar ningún tipo de
expresión.
Marion se volvió hacia el restaurante en busca de ayuda, pero allí nadie
sabría quién era la Mujer. Nadie habría visto nada que no fuese a una mujer
atractiva vestida con un fresco vestido de flores.
—Tú —dijo Marion con la voz temblorosa.
La Mujer la miró a los ojos, aún sin decir nada.
Marion tragó saliva y sintió que se le cerraba la garganta.
—He quedado con mi hermana —dijo.
La Mujer continuó sosteniéndole la mirada y luego negó despacio con la
cabeza.
—Tú —repitió Marion—. Mi hermana, ¿está…?
—Tu hermana ya no está —dijo la Mujer sin más.
Su voz era tranquila, sus palabras casi susurradas. Marion apartó la
mirada, consternada.
Pensó en salir corriendo, pero ¿cómo iba a hacerlo? Era una anciana que
se había pasado cinco años escondida. ¿Y quién sabía de qué libros disponía
la Mujer?
—¿Qué quieres? —preguntó, ahora con la voz entrecortada—. ¿Qué
quieres de mí?
La Mujer le hizo un gesto a un camarero que pasaba por allí. El hombre
se agachó para escucharla y ella le dijo algo casi al oído; al instante, el
camarero le dedicó una reverencia y se alejó a toda prisa.
—No sé nada —dijo Marion—. Por favor. Hace cinco años que vivo
como una ermitaña. No he hablado con nadie.
Mientras ella hablaba, la Mujer inspeccionaba la cesta de pan. Cogió un
panecillo blanco y lo olisqueó.
—¿Qué le has hecho a mi hermana? —preguntó Marion, aunque en el
fondo no quería saberlo.
La Mujer volvió a mirarla a los ojos y partió el panecillo por la mitad con
gran parsimonia. Entonces las comisuras de los labios se le curvaron en una
sonrisa.
—No tengo mi libro —dijo entonces la anciana, y la Mujer alzó la vista
de inmediato hacia ella mientras se llevaba un trozo de pan a la boca.
El camarero reapareció con una copa de champán y la dejó sobre la mesa.
La Mujer masticó el pan sin dejar de observar a Marion en silencio.
—No lo tengo —insistió esta—. No lo quería. No quería que vinieras a
buscarlo.
La Mujer bebió un sorbo de champán y esbozó un mohín de decepción;
examinó el líquido a través de la copa y chasqueó los labios, como si el
gusto de la bebida no fuera el que esperaba.
—Y, aunque lo tuviera, tampoco lo habrías querido —prosiguió Marion
—. ¿Qué ibas a hacer con el Libro de la alegría? —La boca de la anciana se
convirtió en un arco descendente, su odio por fin había superado a su miedo
—. La alegría es lo último que te importa.
La Mujer comió otro trozo de pan.
Marion la observó, a la espera.
A la espera de algo.
A la espera del terror.
—Se lo envié a Drummond —al fin—. Se lo envié hace más de diez años
para que lo mantuviera a salvo, ¿vale? Eso es lo que le has hecho a este
mundo. Me obligaste a esconder el Libro de la alegría porque era mejor eso
que permitir que cayera en tus manos.
Marion se sorprendió al notar que se le habían llenado los ojos de
lágrimas. No sabía muy bien si eran de miedo, lágrimas por su hermana o
lágrimas por el mundo que aquella mujer había creado.
—Eso es lo que has conseguido —dijo mientras se enjugaba los ojos con
la mano—. ¿Es que no tienes vergüenza?
—¿Dónde está la Biblioteca Fox? —preguntó entonces la Mujer, y el
sonido de su voz fue tan bajo que Marion tuvo que inclinarse hacia ella para
oír lo que decía.
—No lo sé —contestó, repentinamente aterrada—. ¿Por qué iba a
saberlo? ¡No quiero saberlo! Nadie quiere, porque eso solo significaría que
irías a por ellos, ¿no?
La Mujer estaba mirando el panecillo, pero arqueó las cejas como si
preguntara: «¿En serio dice eso la gente?».
—El único que lo sabe es Drummond Fox —continuó la anciana—. Si
quieres la Biblioteca Fox, tienes que encontrarlo a él. ¡No sé por qué me lo
estás preguntando a mí!
La Mujer no dijo nada. Era tan guapa, pensó Marion, cuánta oscuridad
encerrada en un envoltorio tan bello.
—Jamás encontrarás a Drummond Fox —afirmó Marion, que sintió que
el miedo se le resbalaba por los hombros como un abrigo que ya no quería.
Iba a morir, lo sabía, y era increíble lo liberador que resultaba aquel
pensamiento. Sonrió para sus adentros y la Mujer dejó caer sobre la mesa el
trozo del pan que no se había comido—. No has sido capaz de encontrarlo
en todos estos años y no vas a encontrarlo ahora, ¿a que no?
La Mujer la miró con su expresión impasible y hermosa.
—¡Ay, hacía años que no recibía una noticia tan buena! —exclamó la
anciana, que juntó las manos en un momento de deleite—. ¡Uf, sí! Si no das
con él, nunca encontrarás la Biblioteca Fox, ¿eh?
Marion incluso se echó a reír y, al liberar la tensión, sintió que el aire que
la rodeaba se aligeraba un poco.
Miró a la Mujer y vio lo vacía que estaba, la ausencia absoluta de
cualquier tipo de sustancia humana en su interior. Era como un retrato,
pensó Marion, hermoso, pero carente de vida.
Entonces la Mujer estiró una mano y la posó sobre el brazo de Marion,
con la boca contraída en un mueca de desdén y crueldad. Un instante
después, la anciana experimentó un dolor inmediato e inmenso, como si una
mano enorme le hubiera agarrado el corazón y se lo estuviera estrujando.
Jadeó y cayó de bruces sobre la mesa entre un traqueteo de cubiertos y
vasos. Murió en el acto, viendo su propio reflejo distorsionado en la jarra de
agua metálica: la cara de una anciana gritando.

LA MUJER CAMINÓ hacia el sur, desde Covent Garden hasta el dique que
bordea el Támesis, acariciando su furia silenciosa y detestando el mundo
bullicioso y activo que se desplegaba a su alrededor.
Estaba furiosa porque todo su trabajo había sido en vano. El Libro de la
alegría seguía fuera de su alcance. Había soportado un vuelo transatlántico
y ahora tenía que soportar otro para volver a casa.
Continuó andando hasta el puente de Westminster y vio el palacio
iluminado y resplandeciente como el oro en la penumbra vespertina. El
puente bullía de personas atareadas, de las idas y venidas de la humanidad.
La gente charlaba mientras paseaba, sonreía o se abría paso casi a la fuerza
entre los demás. La Mujer se movía entre todos ellos sin ninguna expresión
en el rostro, como un tiburón que se desliza entre bancos de peces.
Quería causar daño, quería provocar sufrimiento. Siempre era así, pero
aquel día era especialmente notable, dada su decepción. No le bastaba con
haber matado a la anciana en el restaurante. Eso había sido un desahogo
instantáneo e insatisfactorio. La Mujer sentía la necesidad de calmarse con
un tormento más sustancial, de hacer que el mundo cantara de dolor para
que ella lo oyese.
El día se iba oscureciendo a medida que la noche se acercaba y la Mujer
cruzaba el puente. Las personas entre las que avanzaba miraban a su
alrededor bajo la luz vespertina, como si de algún modo fueran conscientes
de lo que se movía entre ellas, como si de repente se sintieran inquietas pero
fueran incapaces de adivinar por qué.
La Mujer vio entonces a una madre joven que caminaba hacia ella,
agarrada de la mano de una niña de unos ocho o nueve años. La cría andaba
dando saltitos e iba vestida con un precioso abrigo de color crema y unos
leotardos blancos. También llevaba puestas unas orejeras y tenía las mejillas
enrojecidas por culpa de la brisa helada que se elevaba desde el Támesis. La
niña sonreía y admiraba la vista de las Casas del Parlamento, de la torre del
reloj que perforaba el cielo. Estaba radiante, sana y viva, y la madre parecía
tan feliz, tan satisfecha de sí misma, tan ufana por lo que había traído al
mundo… La Mujer odió todo el conjunto.
Mientras se acercaban, se permitió desviarse hacia ellas y, al hacerlo, se
sacó el Libro de la desesperación del bolso y se lo llevó al pecho, como si
fuera una mujer camino de la iglesia con la Biblia en la mano. Sintió su
poder, la desesperación que burbujeaba en el aire a su alrededor. La
oscuridad se filtró hacia el exterior por los bordes del libro cuando le hizo
cobrar vida, pero nadie la miró.
La niña pasó a su lado y la Mujer estiró una mano para acariciarle la
suave mejilla rosada con los dedos. La desesperación se desbordó de su
interior como el agua de un cántaro y se derramó sobre la pequeña en aquel
breve instante de contacto. La Mujer experimentó una oleada de entusiasmo
al sentir la agonía que la recorría y que penetraba en aquel cuerpo joven y
vibrante.
Un instante después, se oyó un gemido acongojado y, mientras seguía su
camino, la Mujer volvió la cabeza por encima del hombro y vio a la madre
acuclillada, con el rostro teñido de preocupación y la frente fruncida de
angustia mientras sujetaba a su hija con las dos manos.
La niña lloraba mientras el vacío la llenaba, y a la Mujer le pareció que
los ojos de la cría parecían más oscuros, tan negros como el cielo nocturno
tras el palacio de Westminster.
La pequeña tenía el rostro crispado y enrojecido, las lágrimas le rodaban
por las mejillas mientras chillaba a causa del repentino horror que sentía,
mientras cantaba la canción de la Mujer. Giró la cabeza para mirar a esta
última, como si conociera el origen de su desconsuelo. La observó entre las
lágrimas a pesar de que su madre la estaba abrazando y consumiéndose de
inquietud por ella, a pesar de que los demás peatones del puente miraban a
la pareja y la esquivaban.
Entonces la Mujer se dio la vuelta y le sonrió. «Sí, niña —decía aquella
sonrisa—. He sido yo. Te he hecho un regalo.»
La cría no volvería a sonreír jamás, la Mujer lo sabía muy bien. Nunca
conocería la felicidad ni la alegría. Tal vez ni siquiera alcanzara la edad
adulta, destruida por la desdicha que la Mujer acababa de transmitirle.
Y aquello la satisfizo. Ella también había sido una niña inocente y feliz
en algún momento, antes de que todo cambiara. ¿Por qué debía haber niñas
felices y sonrientes cuando podían estar cantándole su dolor al mundo para
que la Mujer lo oyera?
Continuó caminando mientras los alaridos de desesperación de la
pequeña se elevaban hacia el cielo a su espalda, una canción deliciosa y
terrible.
Una noche de viaje

ERA CASI DE noche y Cassie se había quedado sola en la librería. Estaba


sentada detrás del mostrador con el Libro de las puertas en el regazo,
pasando lentamente las páginas mientras recorría los garabatos y las
imágenes con la mirada. La mayoría carecían de sentido para ella, pero, aun
así, los dibujos y los escritos le llamaban la atención. Puertas, abiertas y
cerradas, y pasillos. También había caras —de hombres y de mujeres, de
niños y de adultos— y Cassie se preguntó quiénes serían aquellas personas.
¿Se trataría de los propietarios anteriores del libro? ¿Se sumaría algún día el
rostro de Cassie al de ellos entre aquellas páginas? ¿Qué les habría
ocurrido?
Por primera vez, se preguntó si Izzy tendría razón cuando le decía que
utilizar el libro era arriesgado. Pero, a modo de respuesta, su mente regresó
a la tarde anterior y a su última conversación con el señor Webber. Él le
había dicho que saliera y viese mundo, le había contado las historias de sus
viajes.
Seguro que lo había hecho porque pensaba regalarle el Libro de las
puertas, ¿no?
Seguro que era un mensaje, ¿verdad?
Cassie dejó el libro y empezó a limpiar para poder cerrar la librería.
Mientras recogía las tazas y los platos de las mesitas, recordó una cena que
había compartido con su abuelo, hacía muchos años: ambos se habían
sentado a la mesa para comer estofado y su abuelo le había confesado sus
sueños de viajar.
—Me emociono con solo ir en coche hasta el pueblo de al lado —le
había dicho mientras le servía la carne en el plato—. Voy conduciendo por
la carretera, que es el inicio del trayecto a cualquier lugar, y tengo la
sensación de que podría seguir siempre hacia adelante. Imagínate coger un
avión con destino a otro país. Estar ahí arriba, en el cielo, con el mundo
entero pasando por debajo de ti.
Su abuelo nunca había podido viajar. Su vida habían sido el trabajo, las
facturas, las responsabilidades y la crianza de Cassie, y su nieta estaba
segura de que era algo que siempre había planeado hacer en ese lugar
intermedio llamado «algún día», pero, para él, aquel «algún día» nunca
llegó.
Por esas razones, pero sobre todo porque era lo que quería hacer, Cassie
sabía que no dejaría de utilizar el libro. No iba a dar la espalda a la magia y
a sus infinitas posibilidades.

AQUELLA NOCHE, CASSIE cerró la librería y después utilizó la puerta de la


trastienda para trasladarse a Europa, a los lugares que había visitado hacía
ocho años. Primero viajó de nuevo a Venecia, a la calle que había visto
desde su apartamento el día anterior. Franqueó la puerta y salió al
adoquinado. Hacía una noche fría y seca y Cassie dio una vuelta sin
moverse del sitio, con los ojos brillantes, maravillada ante el panorama que
la rodeaba. Se puso en cuclillas y apoyó una mano en el suelo que se
extendía a sus pies solo para cerciorarse de que era real. La puerta por la
que acababa de salir seguía entreabierta y, al otro lado, vio el interior de
Kellner Books, una visión imposible que hizo que se le acelerara el corazón
de alegría.
—Es real —dijo—. Es todo real.
Cerró la puerta sin dejar de contemplar Nueva York en ningún momento
a través de la rendija que se iba estrechando, como quien intenta captar el
momento preciso en el que se apaga la luz del frigorífico. Luego se quedó
allí plantada y se limitó a respirar el aire de Venecia. Eran las horas previas
al alba y las calles estaban oscuras y silenciosas. Cassie sintió que se le
llenaban los ojos de lágrimas: lágrimas de alegría, lágrimas de asombro.
Giró a la derecha y caminó unos segundos mientras oía el eco de sus
pasos. Llegó al final de la calle, donde esta se topaba con un tramo estrecho
de un canal que serpenteaba entre unas cuantas esquinas inoportunas y
pasaba por debajo de un puente peatonal antes de desaparecer por una grieta
entre dos edificios de gran altura. El agua permanecía inmóvil, era como un
cristal negro. En la otra orilla había una plaza pequeña —«un campo»,
recordó Cassie— con un viejo pozo de piedra en el centro. Cuando
amaneciera, los restaurantes que rodeaban la plaza sacarían mesas y sillas y,
a mediodía, el sol se colocaría justo encima y el mundo sería cálido y
luminoso. La joven había pasado muchas horas felices en aquella plaza,
bebiendo vino barato y leyendo. Ahora el campo estaba vacío y los edificios
circundantes, tan silenciosos como los dolientes reunidos en torno a una
tumba.
Cassie se apartó del canal y deshizo el camino mientras se enjugaba las
lágrimas de felicidad de los ojos. Pasó primero por delante de la panadería
—consciente de que, muy pronto, los panaderos estarían allí preparando la
masa y encendiendo los hornos— y después dejó atrás la pequeña cafetería
de la esquina; a continuación, giró a la izquierda por un pasadizo que se
abría entre dos edificios. Era como caminar por una falla geológica, el cielo
parecía una grieta zigzagueante en lo alto. La primera vez que había estado
en Venecia, Cassie había disfrutado mucho vagabundeando, explorando
aquellas travesías secretas y las sorpresas a las que conducían: canales
inesperados que interrumpían su avance y la obligaban a darse la vuelta;
una plaza diminuta rodeada de desvencijados edificios de ladrillo rojo con
los postigos de las ventanas echados para protegerse de la luz del mediodía,
con ancianas italianas que vestían pesadas prendas oscuras, gesticulaban y
hablaban a gritos entre ellas en los portales. Según los recuerdos de Cassie,
así era la ciudad durante el día, pero, mientras la recorría en aquel
momento, le pareció un lugar muy distinto. Los pasadizos estrechos le
resultaban casi espeluznantes, claustrofóbicos, y empezó a agobiarse
pensando que una persona extraña podría aparecer al final del túnel y
bloquearle la salida.
Consiguió zafarse de las malas pasadas que le estaba jugando su
imaginación cuando salió a una plaza larga y ancha. Las casas que la
bordeaban estaban sumidas en una calma casi absoluta, pero había un par de
luces encendidas, vida nocturna tras los postigos. A ojos de Cassie, eran
unos edificios preciosos: estaban deteriorados, construidos con ladrillos
toscos y con un estucado amarillo y naranja resquebrajado por el tiempo,
pero evocaban un tiempo y un lugar distintos, historia y leyendas, a toda la
gente que había vivido y seguía viviendo en aquella increíble ciudad.
Cassie vagó por los pasadizos y las plazas en dirección sur y este hasta
llegar al Gran Canal y el puente de Rialto. Las tiendas turísticas del puente
estaban cerradas y en silencio, aunque había varias personas más a pesar de
la hora, jóvenes turistas borrachos que se asomaban al borde del puente,
riendo y susurrando; un hombre con una cámara en un trípode sobre el
hombro, buscando el mejor lugar para plasmar el amanecer, y un par de
chicos asiáticos sentados con aire sombrío sobre unas maletas enormes,
como si llegaran demasiado pronto o demasiado tarde para algo. Cassie
encontró un sitio donde estar sola, entre la parte trasera de las tiendas para
turistas y el borde del puente, y contempló el ancho canal. Allí hacía frío,
lejos de la protección de los edificios, un viento helado se movía con las
aguas del canal y se rozaba contra ella. Pero a Cassie le daba igual;
permaneció quieta unos instantes para absorber aquel paisaje de la Venecia
nocturna. El agua del Gran Canal avanzaba con sigilo, con suavidad, y la
joven captó el leve golpeteo de las góndolas cercanas, que chocaban entre sí
en su sueño amarrado. El cielo estaba despejado, salpicado de estrellas, y
una luna corcovada esparcía ondas de leche sobre el agua negra.
Deseaba quedarse allí para siempre, sola, disfrutando de la hermosa
ciudad dormida. Pero empezó a temblar de frío y, un segundo después, el
estrépito de los dos asiáticos arrastrando las maletas tras ellos la sacó de su
ensueño. Continuó recorriendo las calles, siguiendo el parloteo cansado de
los hombres que la precedían, hasta que se encontró en una esquina de la
plaza de San Marcos, con el campanile rojo anaranjado justo delante de
ella, como un lápiz cuadrado puesto del revés. Vio que los dos chicos
asiáticos se habían adelantado mucho y ya estaban al otro lado de la plaza,
aún tirando de las maletas.
Cassie se encaminó hacia la izquierda para pasar por delante de la
fachada de la basílica de San Marcos, situada en el extremo oriental de la
plaza, con su conjunto de cúpulas con forma de cabeza de ajo y las puntas
de los crucifijos atravesando el cielo, con el dorado de los mosaicos
ornamentados que remataban las puertas destellando a la luz de la luna.
Llegó de nuevo al borde del Gran Canal, justo donde terminaba la basílica,
y vio una flota de góndolas amarradas en hileras, esperando la llegada de la
mañana, de los turistas y de la actividad. Entonces empezó a dar vueltas
sobre sí misma, estiró los brazos y rompió a reír con la cabeza echada hacia
atrás para contemplar las estrellas que giraban sobre ella.
—¡Estoy en Venecia! —gritó sin importarle que el sonido de su voz
retumbara en la noche y galopase por la plaza como un caballo—. Estoy en
Venecia —repitió, ahora en voz más baja.
Se enjugó los ojos, pues sintió que se le habían vuelto a llenar de
lágrimas, y cruzó la plaza en dirección contraria. Recordó lo concurrida que
estaba durante el día, las hordas de turistas que los cruceros vomitaban
sobre ella, los camareros y las palomas revoloteando a su alrededor. Se
alegró de estar allí sola, en silencio, pero ya empezaba a impacientarse por
estar en otro sitio, por darse un capricho distinto.
Entró en un pasadizo que salía del otro extremo de la plaza y caminó
unos minutos hasta que encontró lo que estaba buscando: un hotelito en una
plazoleta sinuosa, con una luz encendida sobre la entrada. Sacó el Libro de
las puertas y lo sostuvo en una mano, dejó que su suave luz de arcoíris le
bañara el rostro mientras conjuraba otra puerta, en otra ciudad antigua, y a
continuación empujó la del hotel para dejar al descubierto una calle
secundaria de Praga.
Cuando salió al empedrado —ahí los adoquines eran más voluminosos y
redondeados que los de Venecia—, se volvió hacia el albergue juvenil en el
que se había alojado hacía años.
Parecía que las calles de Venecia vivieran dentro de aquel albergue
juvenil, y a Cassie se le escapó una risita al pensar en ello mientras cerraba
la puerta.
Caminó hasta la plaza de la Ciudad Vieja de Praga, donde unos elegantes
edificios antiguos se enfrentaban los unos a los otros a través de una
explanada adoquinada, como un público congregado alrededor de una pista
de baile por la que Cassie daba saltos con el corazón lleno de alegría. Una
bandada de palomas, alarmadas por su danza saltarina, se dispersó hacia el
cielo con un tamborileo de aleteos histéricos.
Paseó por la Ciudad Vieja, por calles tan estrechas y tortuosas como las
de Venecia, pero rodeadas de edificios más bajos y menos apiñados; allí se
veía más el cielo y las paredes nunca estaban tan cerca de ella como en la
ciudad italiana. Pasó ante cafeterías sombrías y chocolaterías que había
visitado años atrás y salió al Puente de Carlos, que salvaba el anchísimo río
Moldava. Al igual que en Venecia, junto al agua hacía más frío. La brisa
que corría por el río era intensa e hizo que Cassie se estremeciera de nuevo
bajo el abrigo, pero no hizo caso y se apoyó en el muro, entre las viejas
farolas y las estatuas de hierro fundido. El castillo de Praga, largo y alto,
dormitaba en lo alto de la colina, iluminado con focos en la oscuridad, y
otro puente cruzaba el río delante de ella. Más allá, la frondosa ladera se
elevaba donde el río se curvaba hasta desaparecer de la vista. El cielo estaba
más nublado que en Venecia y las estrellas parecían veladas.
Volvió la vista hacia la parte que había dejado atrás, hacia la torre gótica
situada al final del puente. A Cassie seguía pareciéndole un rostro: para
ella, el arco y las ventanas formaban la cara de un hombre enfurecido y, en
lo alto, el tejado se asemejaba a un sombrero posado sobre su cabeza.
Sonrió al pensarlo y pisó con fuerza sobre el suelo para calentarse los pies.
Sabía que el sol saldría por encima de la torre. En su última visita a la
ciudad, había madrugado para acudir a ver el amanecer desde aquel puente
con un grupo formado por otros tres turistas estadounidenses. Sonrió para
sus adentros al recordar aquella mañana, cómo habían deambulado por las
calles silenciosas, muertos de sueño, envueltos en bufandas y abrigos para
defenderse del frío, dejando un rastro de niebla blanca en el aire al respirar.
Se habían apiñado los unos contra los otros en medio del puente y habían
esperado a que el sol bañara el mundo en luz brillante mientras charlaban de
esto y de aquello. Había sido un espectáculo fabuloso, una imagen que se le
había quedado grabada a fuego en la memoria.
Habían aguardado a que el sol saliera del todo y ascendiese por el cielo
azul radiante, y después se habían ido a tomar un café con pasteles mientras
seguían hablando. Había forjado una amistad fácil y desenfadada con
aquellos turistas, una amistad que no le exigía nada. Cassie sabía que
entonces había sido feliz; feliz y libre como no lo había sido nunca, ni antes
ni después.
—Hasta ahora —se dijo tras levantar la mirada de los adoquines para
desviarla hacia el sur a lo largo del río.
Con el Libro de las puertas era libre. Podía ir adonde quisiera, cuando
quisiera, como si tuviese una alfombra mágica propia. Nadie más llevaba
una vida así.
La joven siguió caminando hasta alcanzar la otra orilla del río y salió del
puente de Carlos a la calle empedrada que subía la colina en dirección al
castillo de Praga. En aquella zona los edificios estaban pintados de colores
pastel, rosas y blancos, y tan decorados como tartas de boda. Más arriba, la
calle se ensanchaba y empezaba a estar bordeada de coches y, finalmente, se
abría a una gran plaza con las torres de una catedral al fondo. Un autobús
pasó traqueteando a su lado y un par de caras cansadas la miraron a través
de las ventanillas; lo siguieron unos cuantos coches más, y luego Cassie vio
a más personas cruzando la plaza, bien abrigadas y bajando la colina hacia
la Ciudad Vieja. Praga empezaba a cobrar vida.
Le echó un vistazo a su reloj de pulsera. En Nueva York eran poco más
de las once de la noche, pero allí ya eran más de las cinco de la mañana.
Llevaba más de dos horas caminando. Notó que le rugían las tripas y se dio
cuenta de que tenía hambre. Esbozó una sonrisa al acordarse del desayuno
que más le había gustado durante su estancia en Europa. Pero eso había sido
en otro sitio, en otra ciudad, en otro país.
Encontró otro hotel en otra calle secundaria y, aferrada al Libro de las
puertas y vertiendo su luz de colores hacia la mañana oscura, abrió la
puerta y salió del económico hotel en el que se había alojado durante sus
semanas en París, situado cerca de la Gare du Nord.
De repente, el mundo le pareció más húmedo, frío y ajetreado. Una
especie de neblina o llovizna flotaba en el aire como una cortina sutil y
hacía que todo tuviera un aspecto borroso e indistinto. Seguía siendo de
noche, pero ya había varios hoteles y cafeterías abiertos, y los carteles de
neón destellaban bajo la llovizna gris. Pasaban autobuses con el interior
iluminado, coches con el salpicadero resplandeciente y un rostro fantasmal
al volante. Cassie puso rumbo al norte, siguiendo los pasos que había dado
años atrás, y se encaminó hacia una cafetería situada justo enfrente de la
entrada principal de la Gare du Nord, una de las estaciones de tren de la
ciudad. Le encantaba ir allí a comer cruasanes calientes y beber café solo, y
a ver a todos los parisinos ir y venir, sobre todo durante la hora punta.
Una vez en la cafetería, ocupó una de las mesas exteriores, bajo el toldo.
Le pidió un café y un cruasán a un camarero de edad avanzada —un
hombre que, por lo visto, silbaba para sí cada vez que caminaba— y luego
se relajó en la silla y disfrutó del cansancio que sentía en las piernas y del
aire frío en las mejillas. El trajín y el ruido de las calles fue en aumento
mientras se tomaba el café y se comía el cruasán, y pronto hubo más gente
sentada a las mesas de la parte delantera del establecimiento. El aire se
llenó de humo de cigarrillo, de conversaciones y de los ladridos de un
perrito acomodado en el regazo de una mujer.
Le encantaba aquello. Le encantaba ver cómo se vivía el día a día en otra
parte del mundo, le encantaban los sonidos, los olores. Mientras recogía las
últimas migas de cruasán de su plato, se dio cuenta de que lo que adoraba
eran las historias que estaba viendo, las numerosas y distintas vidas que se
estaban desarrollando delante de ella. Todos los días, en todos los lugares a
los que iba, se topaba con otras vidas, con un millón de personas diferentes
que ocupaban el centro de su propia historia, y a Cassie le maravillaba
tocarlas todas.
Mientras se terminaba el café, sacó el Libro de las puertas del bolsillo y
volvió a hojear las páginas. Detuvo la mirada en dibujos en los que no había
reparado antes, en fragmentos de texto ilegible. Tenía la sensación de que,
cada vez que lo abría, encontraba alguna página que aún no había visto. O
tal vez, pensó, el libro cambiase de manera constante y mostrara siempre
algo distinto, igual que los lugares que Cassie visitaba.
Cuando acabó, pagó el desayuno con una tarjeta de crédito y salió de
debajo del toldo a la refrescante llovizna matutina. Mientras volvía al hotel,
vio que la luz del día estaba cada vez más cerca, una luz tenue e invernal
que no ahuyentaría del todo las sombras. Recibió empujones y sacudidas
mientras se abría paso entre la marea de peatones, pero hacía años que no se
sentía tan feliz. Llegó a la puerta del hotel, con el Libro de las puertas en el
bolsillo, y abrió la de su habitación de Nueva York, a un océano y varios
husos horarios de distancia. Detrás, en la calle de París, una joven pareja le
lanzó una mirada, quizá porque habían vislumbrado la luz de arcoíris que le
brotaba del bolsillo, quizá porque al otro lado de la puerta habían atisbado
algo que no tenía sentido, pero Cassie la cerró antes de que tuvieran tiempo
de reaccionar, antes de que pudieran cerciorarse de lo que habían visto.
Unos minutos después, se desplomó en la cama, exhausta y eufórica, con el
Libro de las puertas abrazado contra el pecho como si fuera el peluche para
dormir de una niña.
Al día siguiente, cuando arrastró su cuerpo exhausto hasta el trabajo, la
señora Kellner la miró una sola vez y le preguntó:
—¿Estás incubando una gripe? Tienes cara de estar medio muerta.
Cassie sonrió con aire adormilado.
—Estoy bien —contestó—. Es solo que me acosté tarde porque estaba
entretenida con un libro.
Posibilidades y reservas

LA TARDE POSTERIOR a sus visitas a Venecia, Praga y París, Cassie llegó a


casa del trabajo dispuesta a viajar un poco más, a volver a los lugares que
ya había recorrido hacía ocho años. Se quitó el abrigo y se dirigió a la
cocina para prepararse un bocadillo que le diera energía durante la aventura.
Cuando se acercó a la nevera, posó la mirada en una postal enganchada a la
puerta, una de esas cosas que llevan tanto tiempo en el mismo sitio que han
terminado por volverse invisibles. Los padres de Izzy se la habían enviado
hacía varios años, durante un viaje a Egipto, y mostraba la imagen de una
iglesia al fondo de un patio, con una puerta abierta en primer plano. Cassie,
con la mano apoyada en el tirador de la nevera y la mente tranquila, dedicó
unos segundos a analizar la imagen.
Entonces cayó en la cuenta de un cúmulo de posibilidades que hizo que
le estallaran fuegos artificiales en el estómago. Su mente le hizo la
pregunta: «¿Podrías…?».
Nunca había estado en Egipto. Nunca había cruzado la puerta que
aparecía en la postal. Pero se planteó si sería capaz de hacerlo. Se preguntó
por qué había dado por sentado que el Libro de las puertas solo la llevaría a
puertas que ya hubiera franqueado antes o a puertas que pudiese tocar en la
vida real.
—Una puerta es cualquier puerta —murmuró para sí.
Se olvidó por completo del bocadillo y despegó la postal de la nevera. Se
fue a su habitación y se encerró dentro. Seguía teniendo el Libro de las
puertas en el bolsillo. Lo sacó y lo agarró con una mano mientras sostenía
la postal en la otra, clavó la vista en la imagen y en la puerta de un lugar
lejano.
—Venga —murmuró para sí, y entonces cerró los ojos e intentó
visualizar, intentó sentir la puerta de El Cairo.
Poco después, tras varias tentativas fallidas, Cassie abrió una puerta que
daba paso a la oscuridad y a un aire cálido, a un patio con palmeras. A su
izquierda, al final de aquel espacio, las torres gemelas de la Iglesia Colgante
de El Cairo elevaban sendos crucifijos idénticos hacia el cielo. A lo lejos se
oían los ruidos de la ciudad, distintos a los de Nueva York. Cuando salió y
tuvo el cielo de El Cairo sobre la cabeza, se dio la vuelta para mirar a través
de la vieja puerta de madera y vio su pequeño dormitorio, la luz suave de su
lámpara, su cama y la persiana bajada sobre la ventana.
—Ostras —dijo con un suspiro de asombro.
El Libro de las puertas era aún mucho mejor de lo que le había parecido
la noche anterior. El mundo entero estaba a su disposición, todas las
ciudades y todas las calles; podía viajar en cuestión de segundos a cualquier
lugar en el que hubiese una puerta.
Seguía teniendo la postal en la mano. Bajó la mirada hacia ella, la levantó
de nuevo hacia todo lo que la rodeaba y soltó una risita de incredulidad.
Era abrumador y el corazón se le desbocó de entusiasmo mientras
intentaba asimilar aquella verdad, mientras intentaba averiguar por qué el
señor Webber le había entregado aquel regalo. ¿Qué había hecho ella para
merecer un milagro así?
Alejó aquellas preguntas de su mente, se negaba a ponerse melancólica.
—¡Estás en El Cairo! —se reprendió.
Estaba en un continente que no había pisado nunca. Contempló la belleza
silenciosa y sencilla de la iglesia, se limitó a disfrutar de la experiencia de
estar en un lugar nuevo.
Aquella noche se pasó horas buscando fotos de puertas de todo el mundo,
de lugares que no había visitado nunca, y viajando hasta ellos,
experimentando con lo que era posible. Estuvo en ciudades de Estados
Unidos que eran nuevas para ella, abrió la puerta de un mirador en lo alto
de Tokio, de una biblioteca en Pekín y de un hotel en Río de Janeiro, donde
cruzó el vestíbulo y luego atravesó otra puerta para volver a su dormitorio.
Estaba poniendo a prueba el Libro de las puertas, viendo de qué era capaz,
cuáles eran los límites de aquel milagro. No encontró ningún límite.
Podía ir a cualquier sitio.

A ÚLTIMA HORA de la tarde del día siguiente, Izzy estaba esperando a su


amiga cuando esta llegó a casa después del trabajo.
—¿Cómo estás? —preguntó mirando a Cassie desde el sofá.
—Bien —respondió en tono jovial mientras se quitaba el abrigo y lo
lanzaba a un extremo del sofá.
Apoyó el bolso en la encimera de la cocina para sacar el bocadillo y la
fruta que se había comprado camino del apartamento. Tenía planeado cenar
algo rápido antes de marcharse de viaje.
—Pareces cansada —comentó Izzy, que se levantó enseguida—. Como si
estuvieras falta de sueño.
Cassie asintió. Le dio un mordisco a una manzana y soltó el bolso en el
sofá, junto al abrigo.
—Será porque estoy comiendo mucha fruta.
Izzy esbozó una sonrisa cortés.
—¿Qué pasa? —preguntó Cassie en un tono más desafiante de lo que
pretendía.
Su compañera suspiró y apartó la mirada un momento.
—Puedes decírmelo —prosiguió, ahora con más suavidad—. No pasa
nada.
—Ven y siéntate.
Se sentaron la una frente a la otra en extremos opuestos del sofá. Izzy se
tomó unos instantes, como si quisiera elegir muy bien las palabras que iba a
usar.
—Sigues utilizando el libro, ¿no? —preguntó al final.
Cassie no contestó, ni confirmó ni desmintió la acusación.
—No es seguro —dijo Izzy.
—Eso no lo sabes —arguyó Cassie.
—¡No tienes ni idea de lo que es, ni de dónde ha salido, ni de lo que está
provocando! —exclamó Izzy atropellándose con sus propias palabras—.
Solo ves la aventura que te está permitiendo vivir, pero no sabes a qué
precio.
—¿De qué precio hablas?
—¡Este tipo de cosas siempre tiene un precio!
—¡No hay ninguna otra cosa de este tipo! —gritó Cassie, repentinamente
frustrada—. Ninguna, Izzy. ¡Esto es magia!
—Me da miedo —reconoció su amiga con voz tranquila—. Y me da
miedo que tú no lo tengas.
Cassie reflexionó sobre estas palabras durante unos instantes, trató de
analizarlas desde todos los ángulos para valorar si su comportamiento
estaba siendo irracional. No le gustaba que su compañera estuviera
disgustada, pero no podía ni plantearse la idea de renunciar al Libro de las
puertas. Era todo lo que no había tenido nunca en su vida: un juguete que
ofrecía posibilidades inimaginables, emoción, misterio y maravilla. No
entendía por qué Izzy no lo veía.
Le dio otro mordisco a la manzana mientras pensaba en cómo hacérselo
ver, en cómo hacérselo entender.
—¿Puedo enseñarte una cosa? —preguntó.
Izzy entrecerró los ojos, como si intuyera una trampa.
—¿Tiene que ver con que atraviese una puerta para ir a otro lugar?
Cassie dejó la manzana a medio comer sobre la mesita de centro, se
limpió la mano en los vaqueros y después se la tendió a Izzy.
—¿Me acompañas aunque solo sea esta vez? —preguntó—. Por favor.
Su amiga le sostuvo la mirada un momento y al final cedió.
—Vale. Pero no pienso agarrarte esa mano pegajosa.

CASSIE CONDUJO A su compañera de piso hasta el otro lado de una puerta que
daba a una gran sala circular rodeada de ventanales hasta el techo. Había
gente paseándose de un lado a otro y se oía un rumor de conversaciones,
pero el espacio no estaba concurrido.
—¿Dónde estamos? —preguntó Izzy mientras observaba el rostro de los
demás ocupantes de la estancia.
—Ven —dijo su amiga, que la animó con un gesto de la mano.
Se acercaron a la pared de cristal y el paisaje se desplegó ante ellas: una
interminable extensión de edificios y de calles que se esparcían en todas
direcciones bajo un cielo azul brumoso. A lo lejos, en el horizonte, se
alzaba una forma gigantesca, perfectamente simétrica y triangular, rematada
con un casquete blanco.
—¡Hala! —exclamó Izzy mientras contemplaba el panorama—. ¿Dónde
estamos?
—En Tokio —contestó Cassie sin apartar la mirada de las calles que se
extendían a sus pies—. Más en concreto, en el mirador del edificio del
Gobierno Metropolitano de Tokio. Y eso… —Señaló la silueta del
horizonte golpeteando el cristal con el índice—. Eso es el monte Fuji. ¿Has
visto alguna vez una montaña que se parezca más a una montaña?
Izzy sonrió.
—Pensaba que Nueva York era la mejor ciudad del mundo, pero esto
es… —Negó despacio con la cabeza—. Esto es Nueva York multiplicado
por diez.
—Sí —convino Cassie.
Izzy disfrutó de la vista en silencio.
—Pero podrías comprarte un billete y venir en avión —dijo al final
mientras miraba a su amiga—. Tokio está aquí, con o sin el libro.
—En realidad, esto no tiene nada que ver con Tokio —contestó Cassie
mientras recorría el monte Fuji con la mirada.
—No lo entiendo —se quejó su compañera—. ¿Con qué tiene que ver,
entonces?
Esperaron en silencio unos instantes mientras una pareja de ancianos
japoneses pasaba lentamente a su lado. Entonces Cassie respondió:
—¿Sabes que mi abuelo murió?
—Claro —dijo Izzy—. De cáncer de pulmón.
La joven hizo un gesto de asentimiento.
—Pero nada más, ¿verdad? Es lo único que digo. «De cáncer de
pulmón.» Y entonces la gente dice que sí con la cabeza, finge que lo
entiende y pasamos a otra cosa. Nunca cuento nada más porque es
demasiado duro y me da miedo que, si lo dejo salir una sola vez, ya nunca
pueda parar y se convierta en lo único que soy, en una especie de dolor
interminable y…
Desvió la vista del paisaje y vio la expresión de preocupación en el rostro
de su amiga. Las palabras se le secaron en la boca. Izzy le puso una mano
en el brazo.
—Mi abuelo me crio desde el momento en el que mi madre, que era
adicta y terminó muriendo de sobredosis, me abandonó y me dejó con él. Y,
cuando yo todavía era un bebé, también perdió a su mujer, mi abuela.
—Por Dios.
—Bueno, no fue tan horrible. No llegué a conocerlas y tuve una infancia
feliz. Mi abuelo fue el mejor padre que podría haber tenido. El mejor padre
y la mejor madre. Estábamos los dos solos. Fue él quien me transmitió el
amor por los libros. Me leía cuando era pequeña y luego me animó a leer
sola. Era carpintero y tenía el taller al lado de casa. Había un puf enorme en
un rincón y siempre me sentaba allí a leer después del colegio o los fines de
semana mientras él trabajaba. No teníamos mucho dinero, pero no nos
faltaba de nada.
Su amiga asintió, con el ceño un poco fruncido, como si no entendiera el
sentido de aquel torrente de recuerdos.
—Le detectaron el cáncer cuando yo tenía dieciocho años —prosiguió
Cassie—. Fue de repente, uno de esos casos en los que, cuando los síntomas
se manifiestan, ya es demasiado tarde. No me moví de su lado durante los
meses que transcurrieron hasta que murió, Izzy. La gente con cáncer… no
muere de un momento a otro. Es una agonía larga y lenta que se prolonga
durante unas semanas y unos meses en los que la enfermedad le arrebata a
la persona todo lo que es. Es… deshumanizante.
—¿No pudieron hacer nada? —preguntó Izzy.
La joven sonrió con tristeza.
—No teníamos un buen seguro médico. Mi abuelo había invertido todo
su dinero en la casa. Y, cuando empezó a estar enfermo de verdad, no quiso
sacar dinero de la casa para pagar los medicamentos. Decía que era para mí.
Decía que sabía que se iba a morir y que nada podría evitarlo. Una vez le
pregunté a una de las médicas si mi abuelo podría haberse salvado si
hubiéramos contado con un seguro médico decente. Me contestó que creía
que no, pero no sé si me lo creo.
Cassie notó que, mientras dejaba entrar los malos recuerdos, esos
pensamientos que normalmente mantenía encerrados bajo llave, se le
humedecían los ojos. Le dio la espalda al paisaje y caminó a lo largo del
ventanal observando la sala, a los otros turistas —con los ojos abiertos
como platos y emocionados—, al personal mientras se encargaba de sus
tareas. Izzy caminaba a su lado.
—Al final sentía muchísimo dolor —continuó diciendo—. Pasó días de
verdadera agonía en su habitación. A oscuras, sudando, tosiendo sangre.
Se estremeció, intentó deshacerse de los malos recuerdos como si fuera
un perro sacudiéndose el agua.
—¿Sabes que nunca pudo hacer lo que quería en la vida? —dijo mirando
a Izzy—. Crio a su hija y perdió a su esposa. Y luego fue su hija la que
murió. Y después tuvo que criarme a mí. Y todo eso sin dejar de trabajar
para darme una infancia feliz. Siempre quiso viajar, pero creo que ni
siquiera llegó a salir del estado, al menos no durante el tiempo que estuve
con él. ¿Y qué recibe a cambio? Una muerte horrible y dolorosa antes de los
sesenta. —Negó con la cabeza—. No es justo.
—No —le dio la razón Izzy.
—Este mundo es horrible y cruel y lo detesto…, pero los libros siempre
han sido un refugio para mí. Cuando era pequeña y cuando mi abuelo se
estaba muriendo. Prefiero los libros al mundo real.
—Lo entiendo —dijo su amiga—. La vida es una mierda.
—Y ahora tengo esto. —Cassie se sacó el Libro de las puertas del
bolsillo y lo sostuvo ante ella—. No sé por qué me lo regalaron, pero el
caso es que ahora es mío. Y el señor Webber era un buen hombre. Un
hombre que amaba los libros. Así que me niego a pensar que sea algo malo.
Tengo que creer que me lo dio para que pueda vivir la vida que mi abuelo
nunca tuvo la oportunidad de vivir. Para que pueda hacerlo por él.
Izzy reflexionó.
—Lo entiendo —repitió.
Se quedaron junto a la ventana, mirando hacia el sol.
—¿Podemos irnos a casa, por favor? —preguntó Izzy.
—Sí —respondió su amiga—. Bueno, con el libro podemos volver
cuando queramos.
—Ya —dijo Izzy con la voz un poco apagada.
—Tengo hambre. ¿Vamos al Ben's?
—Vale.
Utilizaron la puerta del baño de mujeres, situado al borde de la
plataforma de observación, y entraron en el Ben's Deli, ya de vuelta en
Nueva York. Cruzaron el establecimiento, saludando con un gesto de la
cabeza a las caras conocidas que había detrás de la barra, y se sentaron a
una mesa del fondo. Era más de medianoche y el local estaba casi vacío,
solo había una persona más, pero Cassie ya se había sentado cuando se dio
cuenta de que se trataba del hombre que había visto en otras dos ocasiones:
en la terraza del hotel y después, en la calle, mientras Izzy y ella paseaban
cogidas del brazo hacía unos días. Ahogó una exclamación en el mismo
momento en que el hombre levantó la mirada y la vio. Una expresión de
reconocimiento alteró el rostro del desconocido, que se levantó al instante,
como si tuviera algo importante que decir, y se acercó a su mesa.
—Me ha estado siguiendo —le espetó Cassie, y entonces se percató de
que Izzy levantaba la cabeza para mirarla y a continuación la volvía hacia el
hombre.
—No —contestó él—. No la he estado siguiendo y no sabía que iba a
estar aquí. Ha sido pura suerte. Pero me alegro de que nos hayamos
encontrado. Me llamo Drummond Fox y debo decirles que corren un
peligro terrible.
Un extraño en el Ben's Deli

—PERDONE, ¿QUIÉN ES usted? —preguntó Izzy, y Cassie se dio cuenta al


instante de que su amiga se había puesto a la defensiva, de que su reacción
inmediata había sido protegerla.
El hombre cogió una silla y la movió para poder sentarse a un extremo de
la mesa.
—Uy, sí, ningún problema, siéntese con nosotras —le espetó Izzy.
—Tengan un poco de paciencia conmigo, por favor —dijo el hombre.
Izzy no pudo contestarle porque en ese momento llegó uno de los
empleados del establecimiento, un chico joven que les hizo un gesto con la
barbilla para invitarlos a pedir.
—Un café, por favor —dijo Cassie—. Y tráeme también una galleta de
chocolate.
Izzy la miró, tal vez sorprendida de que la presencia del señor que se
había sentado a la mesa no la disuadiera.
—Una Coca-Cola —pidió—. Y un sándwich de queso a la plancha. Con
pepinillos.
El camarero se alejó.
—Tiene hasta que llegue la comida para decirnos quién es y por qué me
ha estado siguiendo —dijo Cassie.
—Ya se lo he dicho, no la he estado siguiendo.
Parecía cansado, pensó Cassie. Tenía unas ojeras muy oscuras
enmarcadas en un rostro macilento. Llevaba puestos el mismo traje negro y
la misma camisa blanca que ya le había visto lucir en ocasiones anteriores,
el atuendo de un empleado de banca o de un abogado, pero en realidad tenía
un aspecto un tanto descuidado y desaliñado, como si lo hubiesen
despedido del trabajo y no se hubiera molestado en cambiarse de ropa desde
entonces. Era mayor que ellas, debía de rondar los cuarenta y cinco años, y
el pelo corto y castaño comenzaba a teñírsele de gris en las sienes. Tenía el
cuerpo tan delgado como la cara, pero su apariencia era la de un hombre
dado a la actividad física, la de un hombre que pasaba más tiempo
caminando que sentado en un coche o tras un escritorio. Mientras lo
estudiaba, Cassie decidió que no era atractivo a primera vista —su rostro
era todo ángulos y recovecos—, pero en aquellos ojos oscuros había algo
que le resultaba interesante, algo que hacía que quisiera seguir mirándolos.
—No creo que sean conscientes del peligro que corren —dijo en un tono
que sonaba casi a disculpa.
Las dos jóvenes intercambiaron una mirada.
—¿Peligro? —preguntó Cassie, que retrocedió ligeramente.
—No, yo no soy peligroso —dijo el hombre, y levantó una mano para
tranquilizarla—. Hay otras personas.
—¿Por qué íbamos a estar en peligro? —quiso saber Izzy.
El hombre suspiró; parecía exhausto.
—Por el libro —contestó.
El camarero volvió y dejó las bebidas de Izzy y de Cassie sobre la mesa.
—Supongo que no tenéis whisky, ¿verdad? —le preguntó Drummond.
El chico negó con la cabeza.
—Ya me lo imaginaba —murmuró Fox casi para sí.
—¿Qué libro? —preguntó Cassie mientras el camarero volvía a la barra.
Drummond asintió, un gesto de aprobación.
—Hacen bien en ser prudentes —dijo—. Pero sé que tienen un libro, un
libro muy especial que les permite hacer cosas insólitas.
Cassie le sostuvo la mirada durante todo el tiempo que pudo, pero luego
la desvió hacia Izzy. El hombre lo interpretó como una afirmación, a la que
respondió asintiendo de nuevo. Después se volvió con nerviosismo hacia la
puerta de la calle.
—¿De dónde es? —le preguntó Izzy—. ¿Irlandés o algo así?
El hombre sonrió al oírla y aquel gesto sacó a la luz la belleza de su
rostro, como si todo su atractivo se mantuviera oculto hasta que se sentía
feliz.
—No, no soy irlandés —respondió—. Miren, siento mucho todo esto,
pero ahora tienen que tomárselo en serio. —Las miró por turnos—. Puedo
ayudarlas, puedo protegerlas, pero tienen que confiar en mí.
—¿A qué viene ese nombre, Drum and Fox? ¿Qué sentido tiene llamarse
«Tambor y Zorro»? —le preguntó Izzy.
A Cassie le pareció obvio que su amiga estaba escaqueándose, intentando
no comprometerse a nada. Se fijó en Fox mientras este digería la pregunta.
Se dio cuenta de que no le tenía miedo a aquel hombre de ropa arrugada y
ojos oscuros, a aquel hombre que era guapo cuando sonreía. Le provocaba
inseguridad, pero no miedo.
—Drummond —dijo el hombre—. No es «Drum and», es Drummond.
No soy irlandés; soy escocés. Es un nombre escocés.
—Drummond —repitió Izzy como para probar si era capaz de
pronunciarlo.
—Y, ya que nos estamos presentando…
Las dos jóvenes intercambiaron otra mirada para consultarse en silencio
si debían responder.
—Yo me llamo Cassie.
—Mucho gusto, Cassie —dijo Drummond, que acompañó sus palabras
con una leve inclinación de la cabeza.
—Yo soy Isabella, Izzy para abreviar —contestó su compañera, aunque a
regañadientes, dejando claro que solo le había facilitado su nombre porque
Cassie ya lo había hecho.
—Izzy —dijo Drummond—. Un placer. Bien, he deducido qué libro
tenéis. Cuando os vi con él en la azotea del Library Hotel, no ibais vestidas
como para acudir a un lugar así. Os vi usarlo; vi la luz de colores. Y luego
os vi en la calle hace un par de días y desaparecisteis como por arte de
magia. Creo que sé lo que tenéis.
—Vale —dijo Cassie con cautela.
—¿Cómo sabes todo eso? —preguntó Izzy.
—Tengo algo de experiencia con este tipo de libros.
Le echó otro vistazo rápido a la calle, movió los ojos a toda velocidad de
un lado a otro, como si estuviera buscando algo.
—¿Libros? —preguntó Cassie, a la que casi se le para el corazón al oír el
plural.
—Sí, libros —respondió Drummond con la mirada clavada en ella.
Volvió a sonreír y los ojos se le llenaron de auténtica dulzura—. No habrás
pensado que el tuyo era el único, ¿no?
—No he pensado nada —dijo Cassie, e Izzy empezó a negar con la
cabeza.
—Hay libros —dijo él—. Y hay personas que los quieren y que harán lo
que sea para apoderarse de ellos.
—Te lo dije —le susurró Izzy a Cassie—. Te dije que no era seguro.
—Aquí se está muy bien… —dijo Drummond mientras señalaba los
asientos que los rodeaban—. Pero tenemos que irnos a charlar a otro sitio.
A algún lugar donde no os encuentre nadie. Solo un rato, hasta que os
cuente todo lo que necesitáis saber. Aquí no estáis a salvo.
Ambas se quedaron mirándolo en silencio, sin moverse. Cassie lo miró a
los ojos oscuros y vio una súplica, pero fue incapaz de obligarse a
reaccionar.
—No os fiais de mí —concluyó el hombre.
—¿No me digas? —replicó Izzy.
—Acabamos de conocerte —señaló Cassie.
Drummond reflexionó durante unos instantes.
—Entiendo —dijo al fin—. Como ya he dicho, es bueno que seáis
prudentes. Pero necesito que confiéis en mí, por vuestro propio bien. Como
gesto de buena voluntad, os lo voy a enseñar: yo también tengo un libro. —
Sacó un volumen pequeño, del tamaño de un cuaderno, bastante similar al
Libro de las puertas, aunque la cubierta y los bordes de las páginas de este
eran dorados, como si estuviera recubierto de pan de oro—. Este es mi libro
—dijo Drummond mientras lo sostenía con mucho cuidado—. Es el Libro
de la suerte. Si lo llevo encima, siempre seré afortunado. Por eso os he
encontrado, porque era una suerte para todos.
Tanto Cassie como Izzy contemplaron el ejemplar. Era muy bonito, más
aún que el Libro de las puertas. Cassie tenía muchas preguntas. Quería
coger el Libro de la suerte y abrirlo para ver qué había escrito dentro, qué
imágenes había dibujadas. Quería saber qué podía hacer y de dónde había
salido, si también producía un halo de colores fabulosos en el aire. Y quería
saber más sobre aquel hombre misterioso de acento escocés y ojos oscuros.
Pero, antes de que pudiera hacer o decir nada, la puerta de la calle se abrió
en el otro extremo del local y los tres vieron entrar a un hombre. Era alto y
calvo, lucía unas gafas redondas y llevaba una bolsa de cuero en la mano. Y
un traje de tres piezas bajo un abrigo largo.
—Mierda —murmuró Drummond, que volvió a guardarse el Libro de la
suerte en el bolsillo.
—Eso me lo quedo yo —dijo el calvo con una voz estruendosa que le
brotó del pecho mientras avanzaba hacia ellos.
Fox se levantó despacio tras empujar la silla hacia atrás y dio unos
cuantos pasos hacia el recién llegado.
—Has estado siguiéndome, Hugo.
—Claro —contestó el otro. Dejó la bolsa en el suelo, a sus pies, y se
metió una mano en el bolsillo del abrigo—. Ya te dije que lo haría. Y ahora
quiero tus libros.
—¿Quién es este? —preguntó Izzy, y el hombre desvió la mirada hacia
ella.
—El doctor Hugo Barbary —contestó el desconocido al mismo tiempo
que les dedicaba una breve inclinación de cabeza a modo de saludo—.
Encantado de conocerlas. ¿Quiénes son tus amigas, Drummond?
—Nadie —respondió este—. Me he perdido y les estaba pidiendo
indicaciones. A fin de cuentas, no soy de por aquí, ¿no?
El doctor sonrió, como si estuviera saboreando la respuesta.
—Si me das el libro que acabas de guardarte en el bolsillo y cualquier
otro que tengas, no las mataré.
Cassie sintió que se le encogía el estómago; Izzy ahogó un grito y la miró
asombrada.
El camarero apareció detrás de Barbary con el sándwich de queso en la
mano.
—Eh, tío, perdona —dijo mientras intentaba pasar a su lado.
—Vete a la mierda —le espetó el calvo sin volver la cabeza.
—¡Oye…! —ladró el camarero en señal de protesta.
Ni siquiera había terminado la frase cuando el doctor levantó el brazo de
golpe, como si acabara de tocar algo inesperadamente caliente, y el
camarero salió despedido hacia atrás, igual que si lo hubiera atropellado un
camión. Cayó al suelo y la comida de Izzy voló por los aires y fue a parar a
un rincón. En cuanto el camarero aterrizó, Barbary sacó la mano que tenía
en el bolsillo y Cassie vio que sujetaba un libro entre los dedos. Cuando lo
movió, una estela de púrpuras y rojos lo siguió por el aire.
—¡Mira! —exclamó Izzy—. ¡Está haciendo esa cosa!
Detrás de la barra, el resto del personal reaccionó al ataque y corrió a
socorrer a su compañero, pero no llegaron muy lejos antes de que el doctor
Barbary, con el rostro contraído en una mueca de fastidio, volviese a
levantar con violencia la mano libre. Los dos hombres salieron disparados
hacia arriba y se estrellaron contra el techo. Después cayeron de nuevo al
suelo, seguidos de una lluvia de polvo y azulejos. El doctor Barbary se
encaminó hacia la entrada del establecimiento, con los colores del arcoíris
formando una estela como una cinta tras el libro que llevaba en la mano, y
cerró la puerta con despreocupación. Le dio la vuelta al cartel de «Abierto»
para que dijera «Cerrado», y Cassie e Izzy se levantaron de la silla de un
salto. Había gente en la calle, personas que pasaban en ambas direcciones,
pero nadie prestaba atención a lo que ocurría en el interior del Ben's Deli.
—Si vuestro libro es el que creo que es —dijo Drummond, que giró la
cabeza para hablar con Cassie por encima del hombro—, este es el
momento de utilizarlo. Por favor. Vuestra vida corre peligro.
Su expresión era una súplica para que actuara. Ella vaciló, sentía que el
corazón le latía con demasiada fuerza en el pecho y desvió la mirada hacia
el calvo, que ya volvía hacia ellos. Entonces el doctor movió la mano hacia
un lado en el aire y una de las mesas salió volando y se estampó contra la
pared. Los colores del arcoíris le palpitaban con furia en la otra mano.
—¡Dame tus malditos libros! —gritó con la cara convertida en un nudo
de furia.
Su voz hizo que Cassie diera un respingo.
El hombre movió la mano otra vez y, de repente, todas las mesas y las
sillas que quedaban comenzaron a deslizarse y se estrellaron contra la pared
de la derecha como los muebles de un barco en un mar embravecido.
—No hay escapatoria —dijo Barbary.
Agitó la muñeca y el camarero que llevaba el sándwich de Izzy se elevó
un metro en el aire y se estampó de nuevo contra el suelo con un gemido. El
doctor le dio una patada en la cabeza al pasar, sin molestarse siquiera en
bajar la mirada cuando su pie entró en contacto con un crujido húmedo.
—¡Joder! —gritó Izzy.
—Hora de irse —chilló Fox—. ¡Por favor!
—¿Adónde vas a ir, Drummond? —preguntó Barbary.
Cassie le tendió una mano temblorosa a Izzy.
—¡Vamos! —la urgió.
Se agarraron y echaron a correr hacia el baño, situado al fondo del local.
—Solo tienes que darme los libros y te dejaré ir —dijo Barbary—. Casi
seguro.
—¿Los ha matado? —jadeó Izzy horrorizada—. ¿Ha matado a ese chico?
Cassie no contestó. Se metió la mano libre en el bolsillo y agarró el Libro
de las puertas. Se concentró en un destino, en un lugar lejano, y
experimentó la ya conocida sensación en los brazos y en la boca del
estómago, notó la transformación del Libro de las puertas entre los dedos.
Y entonces abrió la puerta del aseo y vio una calle nocturna, sintió el aire
frío en la cara.
—Vamos —repitió, y tiró de Izzy hacia el otro lado de la puerta.
Drummond salió disparado hacia ellas: su cuerpo delgado se movía con
una rapidez sorprendente, sus pies pisoteaban el suelo de baldosas, su rostro
era una mueca.
—¡Ciérrala! —ordenó Izzy mientras veían a Drummond correr hacia
ellas y al calvo más rezagado al fondo de la sala.
—¡Esperad! —suplicó Fox.
Cassie titubeó, no sabía qué hacer, pero Drummond parecía aterrorizado,
tenía los ojos abiertos como platos y blancos. No podía abandonarlo.
—¡Ciérrala antes de que llegue! —insistió Izzy.
Drummond saltó a través de la puerta y se desplomó sobre la acera
delante de ellas. Cassie cerró la puerta de golpe justo en el momento en el
que una expresión de sorpresa se apoderaba del rostro del calvo de la
cafetería: acababa de darse cuenta de que quizá no solo huían para
esconderse en el cuarto de baño.
Drummond se levantó despacio y se sacudió la ropa. Luego exhaló con
fuerza mientras una oleada de alivio lo recorría de arriba abajo. Los brazos
le temblaban ligeramente y se los miró con el ceño fruncido.
—Pensé que ibas a dejarme allí —le confesó a Cassie—. Gracias.
—De nada —dijo ella al cabo de un instante.
—¿Os creéis ya que estáis en peligro? —preguntó Drummond.
—Sí —admitió Cassie. De repente le tiritaba todo el cuerpo, el pánico se
había apoderado de ella y sentía que quería o derrumbarse o vomitar, o
puede que ambas cosas a la vez—. Sí, estamos en peligro.
La Mujer

LA MUJER VOLVIÓ a Atlanta en un vuelo nocturno desde Londres: ocho horas


atrapada en un tubo con demasiada gente. Huyó del avión y recorrió el
aeropuerto a toda prisa, a punto de perder los nervios con cada interacción
que se veía obligada a mantener. Se subió al coche que había dejado en el
aparcamiento unos días antes.
El trayecto hasta su casa no era largo, solo tenía que viajar dos horas
hacia el norte atravesando Georgia para adentrarse en la cordillera Azul. No
le molestaba conducir; de hecho, lo disfrutaba —en la medida en la que ella
era capaz de disfrutar de las cosas—, puesto que era una actividad que
podía hacer sin tener que tratar con nadie. Eso era lo que más le gustaba. En
las escasas ocasiones en las que no le quedaba otro remedio que rodearse de
gente —como en los viajes internacionales, por ejemplo—, la Mujer tenía la
capacidad de adoptar un comportamiento en apariencia normal para
gestionar cualquier contacto humano que no fuese capaz de evitar. Pero le
resultaba agotador, solo tolerable cuando era del todo imprescindible.
El viaje a Londres había sido decepcionante y le fastidiaba haber tenido
que soportar todas las molestias de los trayectos de ida y vuelta para no
obtener apenas beneficios. Lo único bueno era que ya había otra cazadora
de libros muerta. Y que ahora sabía que aquella mujer, Marion, había sido
la dueña del Libro de la alegría en algún momento. Desde entonces, ese
ejemplar estaba en la Biblioteca Fox. Otro libro especial fuera de su
alcance.
La Mujer no sabía qué habría hecho si hubiera conseguido adjudicarse el
Libro de la alegría. Lo habría añadido a su colección, sin duda, porque
deseaba tener todos y cada uno de los libros. Pero no creía que la alegría le
hubiese sido muy útil. Salvo que el libro pudiera utilizarse tanto para quitar
la alegría como para darla. Eso sí le habría parecido interesante.
Ponderó las posibilidades mientras conducía.
Su casa estaba en lo más profundo del bosque, al norte del estado, justo
al borde del valle del Arkaquah. Era una enorme construcción de madera
erigida a finales de la década de 1990. Tenía tres dormitorios en el piso de
arriba y una cocina de tamaño considerable, un salón y un lavadero en el
piso de abajo, además de un porche que rodeaba toda la casa y en el que sus
padres solían sentarse las noches de buen tiempo. Tanto la madre como el
padre de la Mujer habían muerto y estaban enterrados en el bosque, en
algún rincón de las ocho hectáreas de terreno anexas a la propiedad. Ella no
sentía su pérdida. Apenas pensaba en ellos.
Ahora la mayor parte de la casa estaba descuidada, destartalada y medio
en ruinas, y desde fuera parecía casi abandonada. El camino de entrada que
se desviaba desde la carretera principal estaba cubierto de maleza y
desatendido, pero la Mujer lo prefería, porque eso significaba que la casa
era un lugar casi oculto y secreto.
Se detuvo al final del camino de entrada, apagó el motor y salió al aire
denso y húmedo de última hora de la mañana. Subió las escaleras hasta la
casa, abrió la puerta y entró. La Mujer solo mantenía en buen estado una
habitación, la más pequeña, que siempre había sido la suya. Estaba
incrustada en el tejado, así que tenía las paredes inclinadas y las ventanas
eran tragaluces. Su aspecto era tan austero y limpio que un observador poco
avezado incluso podría haberla descrito como vacía. Cuando era pequeña,
el dormitorio contenía muchas más cosas, los retazos de la vida de una niña.
Pero la Mujer ya no era aquella muchacha. Aquella muchacha había
desaparecido y hacía muchos años que la mayoría de sus pertenencias
habían acabado en la basura.
Abrió las ventanas para dejar entrar el susurro de los árboles. Por la
noche, los alrededores de la casa de madera se sumían por completo en la
oscuridad. Cuando era pequeña, esas tinieblas la aterrorizaban. Se negaba a
salir de casa en cuanto anochecía, sobre todo si tenía que hacerlo sola,
porque odiaba el vacío inmenso e inhumano del campo. Siempre había
querido vivir en un lugar más luminoso y con más vida, con más gente y
más risas. Ahora, las cosas no podrían ser más distintas. A la Mujer le
gustaba estar sola y saboreaba la negrura y la soledad de la noche en el
bosque. Detestaba la exasperante irritación de los demás, el ruido y la
actividad, el olor.
Se quitó las prendas que había llevado durante el vuelo. Le gustaba la
ropa y cómo le sentaba. Disfrutaba vistiéndose y probándose diferentes
conjuntos, casi como si su cuerpo fuera un juguete con el que entretenerse,
como si no fuera suyo. Sabía que, en cierto modo, eso era cierto. Aquel
cuerpo pertenecía a Rachel Belrose, y la Mujer en realidad ya no era ella.
Se duchó para librarse del olor de la otra gente y se puso un camisón
sencillo. Sacó cuatro libros de su bolso de mano: el Libro de la velocidad, el
Libro de las nieblas, el Libro de la destrucción y el Libro de la
desesperación. Eran sus favoritos, los que más utilizaba, en parte porque
eran sencillos de usar. Tan solo le exigían que los tuviera en su poder. Otros
ejemplares la obligaban a hacer cosas específicas o a dárselos a las personas
con las que quería utilizarlos. La Mujer prefería estar libre de tales ataduras
y, por lo general, le parecía que sus libros favoritos eran los únicos que
necesitaba.
Volvió a bajar las escaleras y después descendió al sótano. Allí estaban
las tripas del edificio, la caldera y las tuberías, vigas de madera vieja y
herramientas. En una de las paredes, todavía colgaba el armero de su padre,
con las escopetas y la munición dentro. Al hombre siempre le había gustado
la caza, aunque durante los últimos días de su vida, cuando había sido la
Mujer quien le había dado caza a él con su propia pistola, no le había hecho
tanta gracia. Había disfrutado utilizando aquella arma contra él y contra los
demás en los años siguientes. Había sido un juguete divertido hasta que se
había hecho con los libros.
El sótano estaba excavado en la tierra y tenía el suelo de hormigón
fratasado. La única iluminación provenía de una bombilla desnuda que
colgaba de un cable. La mujer tiró de la cuerda para encenderla y la
bombilla osciló con suavidad, la luz se bamboleó de un lado a otro por el
suelo. En una esquina de la sala había un colchón viejo apoyado contra la
pared. Lo había utilizado en algunas ocasiones, cuando retenía a personas
allí abajo para experimentar con ellas. En los últimos años había probado
diferentes formas de utilizar el Libro de la desesperación. Ese libro siempre
la había intrigado: le encantaba la idea de emplear la desesperación como
arma; por algún motivo, era algo que conectaba con ella a un nivel muy
íntimo. Pensó en cómo lo había usado con la niña de Londres y sintió que le
vibraban las entrañas. Aquello le había proporcionado una satisfacción
tremenda. Cuánto dolor le había provocado a aquella niña, qué desdicha tan
duradera.
En la esquina opuesta del sótano, encastrada en el suelo, había una
antigua caja fuerte de hierro. Había sido de su madre, veterinaria, hasta que
murió. La utilizaba para mantener a buen recaudo ciertos medicamentos. La
Mujer nunca había entendido por qué lo hacía y ya no le importaba. Hacía
tiempo que se había librado de ellos y que lo único que contenía eran sus
pertenencias: los libros que había ido reuniendo a lo largo de sus años de
caza.
La abrió y guardó tres libros junto a otros tres de sus hermanos: seis de
los siete que poseía en total. Se quedó con el Libro de la desesperación
porque, durante el vuelo de vuelta desde Londres, se le había ocurrido una
cosa, una idea de algo que podía intentar con él. Dedicaría los siguientes
días a trabajar en ello.
Después de cerrar la caja fuerte, volvió a su habitación, donde durmió
muchas horas con el Libro de la desesperación en la cama, a su lado.
Durmió el sueño sin sueños de los muertos.

EL DÍA POSTERIOR a su vuelta, empezó a investigar otros libros para cazarlos.


Eso era lo que hacía: existía y buscaba libros. Tenía un hambre voraz de
ellos, un agujero en su interior que solo se saciaba llenándolo de más libros.
A veces, cuando no le quedaba más remedio, comía y dormía, pero le
suponía un esfuerzo, sobre todo lo primero.
La Mujer comenzó su investigación rastreando los diversos foros secretos
que tan solo conocían los cazadores y los coleccionistas de libros. Sabía que
los ejemplares eran cada vez más escasos, y eso hacía que la búsqueda le
resultara más exquisita todavía. Cuantos menos volúmenes hubiera
circulando por el mundo, más tendría ella.
A veces, en las pocas ocasiones en las que reflexionaba sobre lo que
hacía y sobre quién era, se preguntaba qué haría cuando tuviera todos los
libros. Aquel apetito, aquella necesidad imperiosa de encontrarlos y
coleccionarlos, era su única identidad. Así que, una vez que estuviesen
todos en sus manos, ¿qué haría con ellos?
No le gustaba plantearse ese tipo de cuestiones porque era en esos
momentos cuando se sentía más vulnerable, cuando le parecía que la niña
que había sido la observaba desde lo más profundo de su ser. Esa niña se
encolerizaba con la Mujer. Esa niña gritaba y chillaba por todo lo que había
hecho. Como una prisionera en una habitación sin ventanas, golpeaba,
aporreaba y empujaba las paredes, y la Mujer solo oía a la niña en esos
instantes de reflexión, cuando se hacía preguntas sobre sí misma.
Era mejor no pensar, lo sabía muy bien. Era mejor concentrarse en la
tarea.
Había más libros ahí fuera, más propietarios a los que localizar y destruir.
Y también estaba la Biblioteca Fox.
Había visto al Bibliotecario una vez, hacía muchos años. Pero por aquel
entonces ella era más joven, se había distraído con el placer de matar y de
usar los libros, y el Bibliotecario se había marchado, se había desvanecido
como por arte de magia antes de que pudiera atraparlo. Aquella había sido
una buena noche, sus esfuerzos se habían visto recompensados con tres
libros, pero la Mujer seguía experimentando una punzada de decepción
cada vez que pensaba en el hombre que se le había escapado. Había
desperdiciado una gran oportunidad. A todos los cazadores de libros a los
que había conocido, interrogado y torturado desde entonces en todos los
lugares que había visitado les había hecho la misma pregunta: «¿Dónde está
Drummond Fox? ¿Dónde está la Biblioteca Fox?».
Sabía que él sería el premio. Él sería la llave de la Biblioteca Fox,
dondequiera que estuviese.
—Drummond Fox.
Hablaba muy poco, casi nunca. Hablar era una función pensada para
relacionarse con otros humanos, y ella no tenía ningún interés en hacerlo
con nadie. Sin embargo, en aquel instante pronunció el nombre del
Bibliotecario como una promesa para sí misma.
—Drummond. Fox.
AQUELLA NOCHE, TRAS completar su investigación y trabajar un poco con el
Libro de la desesperación, sacó el Libro de la destrucción de la caja fuerte
del sótano y se adentró en el bosque oscuro con la única guía de su memoria
y de la luz de la luna. Encontró el lugar donde había enterrado a su padre
después de matarlo. En aquel entonces tenía dieciséis años, no había pasado
mucho tiempo desde el momento en el que había dejado de ser Rachel
Belrose para convertirse en lo que era ahora. Tras la muerte de su
progenitor, su madre había aguantado siete meses más, pero solo porque la
Mujer quería experimentar cuánto tiempo podía sobrevivir una persona. Lo
que su madre había sido capaz de soportar la había impresionado. La
pérdida de los dedos de las manos y de los pies, de las extremidades, de los
ojos. A la Mujer le encantaba infligirle dolor a su madre, incluso más que a
su padre. Adoraba la sensación del sufrimiento ajeno. La hacía sentirse
viva. Fue mientras torturaba a su madre cuando comprendió que aquel era
su propósito en la vida: aportar dolor al mundo, hacer sufrir a otros seres
vivos.
Las últimas palabras de su madre antes de que la Mujer le arrancara la
lengua y los labios habían sido: «¿Qué te hemos hecho para que seas así?».
Fue una pregunta de agotamiento y de derrota, una pregunta que en realidad
no buscaba respuesta, y ella no se la había dado. Sus padres no habían
hecho nada para que fuese como era. Excepto, tal vez, llevarla de
vacaciones a Nueva York, llevar a su niña en el momento equivocado al
lugar equivocado para que, por pura casualidad, la cambiaran.
La Mujer —o quizá, en aquellos primeros años, algún resto residual de la
niña— había enterrado a su madre junto a su padre, como si pensara que así
se harían compañía en la otra vida.
Los otros diecisiete cadáveres esparcidos por el bosque no habían sido
tan afortunados y yacían solos en su desdichada eternidad. Pero la Mujer los
recordaba. Recordaba cómo había sufrido cada uno de ellos, cuál era el
sonido de su dolor. Pensaba en ellos muy a menudo. En ellos y en las demás
personas a las que haría sufrir en el futuro, en el dolor que les provocaría.
En las tinieblas, junto a las tumbas de sus padres, permaneció en silencio
y sintió el aire que le rozaba la piel. Oyó el susurro de las hojas. En otra
época del año, el bosque estaría animado con el zumbido de los insectos,
pero era invierno y la vida estaba escondida e hibernando. La Mujer tenía la
sensación de que estaba sola, pero en realidad sabía que aún había algo ahí
fuera. No todo estaba dormido.
Cerró los ojos y agarró el Libro de la destrucción mientras proyectaba
sus sentimientos hacia el mundo formando un amplio círculo. Su mente era
como unos dedos que se arrastraban, que encontraban a los insectos y a las
alimañas, a los pájaros con las plumas hinchadas para mantener el calor en
los árboles. Mientras abarcaba todas aquellas cosas en la mente, el Libro de
la destrucción resplandeció en sus manos y le iluminó el rostro desde abajo.
Entonces el rictus de la Mujer se transformó en un repentino estallido de
furia, de necesidad, y el Libro de la destrucción palpitó una vez: una
rabiosa erupción de luz que, con ella en el centro, se extendía cada vez más,
como las ondas de un estanque. Todo lo vivo que tocó murió de repente.
Los insectos de la maleza, las arañas que tejían sus telas, se detuvieron por
completo, destruidos al instante por el libro y por la Mujer.
No hubo gritos, no hubo alaridos de agonía, pero ella sintió hasta el
último ápice de dolor, la repentina ausencia de vida, el momento de terror
en todos y cada uno de los seres vivos al saber que ya no existían.
Cuando la luz se disipó en la oscuridad, cuando el Libro de la
destrucción enmudeció, canturreó para sí, feliz, como una comensal saciada
tras una comida excelente, y abrió los ojos a la negrura.
Ya había utilizado el Libro de la destrucción de aquella manera en una
ocasión, durante el otoño, cuando el bosque estaba más animado. Aquella
vez le había resultado aún más placentero. Aquella vez había oído a los
mamíferos gritar y aullar, gemir su agonía mientras temblaban y expiraban.
Pero ahora, en el frío del invierno, había menos bestias de aquel tipo.
En algunos momentos, la Mujer pensaba en utilizar el libro en un pueblo
o en una ciudad, donde hubiera algo más que insectos y animales. Se
imaginaba cómo serían los gritos, pero se cuestionaba si no le parecería
todo demasiado repentino, demasiado rápido. Se preguntaba cómo hacer
que la gente se enterase con antelación de lo que le esperaba, puesto que así
podría sentir su terror mientras se movía entre ellos.
Esas eran las cosas en las que pensaba cuando no estaba buscando libros:
en cómo hacer que el mundo le cantara su dolor.
Se dio la vuelta y volvió a la casa a través del silencio y la oscuridad,
acariciando el libro que llevaba en la mano como si fuera una mascota.
Y, a su alrededor, nada se movía.
Segunda parte

RECUERDOS
La casa de las sombras

EN UNA CASA perdida en el tiempo, una casa en ninguna parte, la Biblioteca


Fox esperaba a que alguien la descubriera.
La casa se había alzado una vez a orillas de un lago en las Highlands del
noroeste de Escocia. Se trataba de una construcción victoriana que, antes de
que sir Edmund Fox la adquiriera a principios del siglo XX, primero había
sido un hogar y luego un hotel.
—Necesito un lugar donde guardar mis libros —le había dicho al agente
inmobiliario.
—Es una casa grande —había señalado el hombre mientras los dos
permanecían de espaldas al lago admirando el edificio.
—Tengo muchos, muchos libros —había sido la respuesta de Edmund.
Era un lugar extraño, pero no por ello carente de encanto. Estaba lleno de
escaleras estrechas y de rincones inesperados, de ventanas altas que dejaban
entrar la luz y permitían contemplar majestuosas puestas de sol. Tenía los
techos altos y los suelos desnivelados, además de unas chimeneas enormes
que se abrían como la boca de un dragón. Y, desde el momento en el que sir
Edmund se mudó, tenía libros.
Para cuando murió, todas las habitaciones de su casa estaban atestadas de
libros que tan solo dejaban espacio para las ventanas, las puertas y otros
elementos menos importantes, como los interruptores de la luz y los
muebles. Había libros por todas partes, en estanterías altas a lo largo de las
paredes y en baldas sobre las puertas, encima de mesas auxiliares junto a
sillones cómodos. Pero los libros que habían apasionado a Edmund Fox
durante la mayor parte de su vida no eran normales. Sus intereses habían
recaído en un terreno distinto: el negocio de los libros especiales.

NACIDO A FINALES del siglo XIX y educado entre las clases altas de la
sociedad británica, Edmund Fox sentía el anhelo de escapar de lo que
consideraba una existencia tediosa. Comenzó su vida adulta con la idea de
convertirse en explorador. Durante el transcurso de sus aventuras por el sur
de Europa y el norte de África, a principios del siglo XX, se topó con varias
historias acerca de un libro especial con la capacidad de trasladar al lector
allá donde quisiera ir. Algunas afirmaban que el libro era una reliquia del
Antiguo Egipto, mientras que otras aseguraban que era producto de la
brujería y de la magia negra. Fox, que odiaba todo lo moderno y lo
científico, y adoraba cualquier cosa que implicara conocimientos arcanos y
ancestrales, empezó a perseguir ese objeto con un vigor considerable.
Seguía pistas y hacía caso omiso de los callejones sin salida con los que se
encontraba por toda Europa y por toda Norteamérica, malgastaba el dinero
familiar en cualquier historia o chismorreo descabellados. Encontró a
personas que afirmaban que habían visto el libro, a personas que afirmaban
que lo habían utilizado, y la mayoría de ellas mentían. Sin embargo, había
algunas que no. Algunas le proporcionaban información suficiente para
sugerir o insinuar una verdad oculta tras los mitos y misterios.
A los cuarenta y pocos años, Fox invirtió su considerable fortuna familiar
en la creación de una organización secreta dedicada a encontrar ese objeto
increíble: la Biblioteca Fox. Convencido de la existencia del libro, Edmund
Fox dio un salto deductivo y llegó a la conclusión de que debía de haber
otros libros y objetos mágicos semejantes, otras maravillas ocultas al
mundo racional.
—Uno no mira a un perro y da por hecho que es el único animal que
existe —es bien sabido que proclamó durante la velada de la primera
reunión celebrada por el pequeño grupo de miembros de su biblioteca—.
Uno infiere que ahí fuera hay más animales: unos que vemos con facilidad
y otros que no esperamos ver jamás. Lo mismo ocurre con estos libros. Si
sabemos que existe uno, deben de existir otros, y nos encargaremos de
encontrarlos. ¡La Biblioteca Fox seguirá en pie mientras yo viva, incluso
después, con el objetivo de preservar estas maravillas para toda la
humanidad!
El grupo de amigos y colaboradores de Fox —muchos de los cuales
consideraban que estaba loco, pero disfrutaban de las copas y de la buena
compañía— aplaudieron y golpearon la mesa, y a partir de entonces la
Biblioteca Fox se dedicó a buscar libros mágicos durante el resto de los días
de Edmund Fox.
La Biblioteca Fox —la organización, no la colección de libros— podría
haberse marchitado hasta morir poco después del fallecimiento de su
fundador y benefactor si no hubiera sido por un hecho realmente
sorprendente: la Biblioteca encontró justo lo que buscaba. No el legendario
libro que había captado la atención de Edmund Fox en un principio, sino
otro con unas capacidades igual de sorprendentes y desconcertantes.
A mediados de la década de 1920, apenas unos meses antes de que
Edmund sucumbiera por fin a la insuficiencia hepática que su prolífico
consumo de alcohol le había asegurado, uno de los investigadores más
tenaces de la Biblioteca descubrió la existencia de un libro especial. Como
todos los demás libros de ese tipo, se trataba de un ejemplar delgado, del
tamaño justo para caber en un bolsillo interior, y lo bastante inocuo como
para que la gente lo pasara por alto y no le prestase atención. La cubierta de
cuero estaba teñida de unos tonos grises oscuros y negros que solo se
distinguían con la luz adecuada; los bordes de las páginas del interior
estaban pintados de una manera parecida, como si los hubieran rociado con
tinta negra. La primera vez que el investigador de Fox tuvo conocimiento
de su existencia, el libro estaba en posesión de un exsoldado británico que
se ganaba muy bien la vida como ladrón de joyas a lo largo y ancho de toda
la Europa continental. Hacía unos cuantos años que el soldado-ladrón
reconoció que había encontrado el libro en la desatendida biblioteca de una
finca situada en algún rincón de la campiña inglesa. Durante años, el
hombre había llevado el libro consigo en todo momento y, a lo largo de
todo ese tiempo, nunca lo habían sorprendido mientras robaba, nunca lo
habían descubierto, ni siquiera en el más audaz de los robos.
—Al principio no me lo creí —le dijo al investigador de Fox mientras se
tomaban unas copas en un restaurante francés con vistas al golfo de
Vizcaya. El hombre ya era mayor y hacía tiempo que había abandonado la
profesión de ladrón—. Mire esto, mire lo que pone.
El hombre abrió el libro y le mostró al investigador la primera página.
Había varias líneas de texto que este último leyó mientras el exsoldado
continuaba hablando:
—Dice que es el Libro de las sombras. Dice que, si arranco un trozo de
una página y lo aprieto en la mano, ¡entro en las Sombras y nadie es capaz
de verme!
El investigador asintió.
—¿Qué más hay en el libro?
El hombre se encogió de hombros y pasó varias páginas, muchas de ellas
cubiertas de densos garabatos y manchas de tinta. Durante un instante, el
investigador creyó ver que el texto se movía o titilaba.
—Solo tonterías —contestó el hombre, que interrumpió los pensamientos
del investigador—. Lo que haya en las páginas da igual. ¡Lo que importa es
lo que hace el libro! Mire, cuando arranco un trozo de página y lo sostengo
en la mano, ¡empieza a brillar!
—¿A brillar? —preguntó el otro en tono dubitativo.
—¡Como los fuegos artificiales! —El hombre asintió—. Como una
nubecilla de colores. Y, mientras tenga el trozo de página agarrado en la
mano, nadie me ve. Hasta que suelto el trozo de papel y, entonces, vuelvo.
Y ¿sabe qué más? Cuando vuelvo, no hay ninguna página rota en el libro.
Es como si se curara solo.
El investigador de Fox no sabía si se creía lo que el hombre le estaba
contando, pero compró el libro sirviéndose de los recursos de la Biblioteca
Fox, que le granjearon al vendedor una fortuna que malgastar durante los
últimos años de su vida. A su regreso a la Biblioteca, el investigador
experimentó con el libro, acompañado de otros miembros del personal de la
organización. Examinaron las páginas con texto y las imágenes que
parecían flotar hasta enfocarse y desenfocarse, aparecer y desaparecer.
Estudiaron las propiedades del libro y observaron que parecía ser mucho
más ligero de lo que debería. Y experimentaron arrancando trozos de las
páginas para intentar que el libro hiciera lo que el anterior dueño había
afirmado que hacía. Tardaron varios días, a lo largo de los cuales distintas
personas lo intentaron repetidamente, hasta que al final uno de los
miembros del personal se desvaneció sin más y luego apareció enseguida,
con la mano abierta y un trozo de papel desintegrándose en el aire.
—¡Qué raro ha sido! —exclamó el hombre.
Al resto de los presentes también les pareció raro, pero su entusiasmo
superó de inmediato cualquier posible extrañeza y el libro se convirtió en el
Ejemplar 001 del catálogo de la Biblioteca Fox.
Ese fue el principio de todo. El Libro de las sombras supuso la validación
de la obsesión de Edmund Fox y la legitimación del propósito de la
Biblioteca Fox. Edmund Fox se fue a la tumba sabiendo que había
demostrado que sus escépticos se equivocaban y legándole toda su
considerable fortuna a la Biblioteca, cuya gestión y dirección habían pasado
a manos de sus sobrinos, el hijo y la hija de su hermana menor.
A lo largo de las siguientes décadas del siglo XX, la Biblioteca Fox
continuó con su labor de buscar e investigar libros especiales, siempre
utilizando como base la casa de campo de Edmund Fox en su finca
escocesa. Con los años, la organización acumuló una colección importante,
diecisiete libros en total. El Libro de las sombras había sido un gran aliado
en ese trabajo, una herramienta a disposición de uno o dos de los
investigadores que eran capaces de utilizarlo cuando era necesario. Todos
los libros compartían características similares a las del Libro de las
sombras: tenían un tamaño similar, textos igual de densos y en idiomas
ilegibles, bocetos y garabatos enigmáticos y un peso asimismo inexplicable.
Algunos de los libros tenían, en la portada, notas que describían lo que eran
o lo que hacían, pero otros no, de manera que el propósito y las habilidades
de varios de ellos seguían siendo desconocidos, tal vez a la espera de que el
lector adecuado desentrañase su misterio. En la Biblioteca se había
observado que el contenido de muchos de los ejemplares parecía cambiar y
evolucionar, como si, de alguna manera, estuvieran vivos, como si
reaccionasen a las circunstancias, quizá buscando justo a ese lector
adecuado al que recompensar con sus tesoros.
Durante los días más oscuros de la Segunda Guerra Mundial, la
organización de la Biblioteca Fox se pasó a la clandestinidad, pues se
decidió que era mejor mantener en la sombra tanto sus actividades como
sus posesiones, pero la biblioteca de libros especiales permaneció oculta en
la casa de campo de Fox.
Cuando comenzó el siglo XXI, Drummond Fox, el único descendiente del
sobrino de Edmund Fox, era el Bibliotecario, la persona responsable de
cuidar la colección de libros especiales y de continuar la búsqueda de otros.
La tranquila vida de la Biblioteca Fox, en la costa oeste de Escocia,
encajaba con su carácter. Le encantaban los libros, especiales u ordinarios,
y podía pasarse semanas leyendo, estudiando o intentando comprender todo
lo que podían hacer.
De vez en cuando, se aventuraba a salir y trababa amistad con otras
personas de otras partes del mundo, todas ellas con sus propios libros
especiales. Eran gente que compartía los intereses de Drummond, pero
también su perspectiva acerca de que los libros especiales debían
mantenerse a salvo, alejados de quienes pudieran utilizarlos para fines
equivocados. Eran objetos de museo, objetos para ser estudiados,
comprendidos y usados en rara —o ninguna— ocasión.
Pero entonces el mundo se convirtió en un lugar mucho más peligroso.
Una amenaza apareció de la nada y, cuando a los amigos de Drummond los
asesinaron en el Washington Square Park y les arrebataron sus libros, este
supo que ya no era seguro que la Biblioteca Fox continuara existiendo.
Drummond volvió a Escocia, con el Libro de las sombras como aliado en
su huida, y se escondió en la Biblioteca Fox, consciente de que el terror
podría seguirlo hasta allí. Por eso decidió utilizar el Libro de las sombras de
un modo inédito hasta entonces: hizo que toda la casa en la que se escondía
la biblioteca desapareciera con discreción de la realidad y se adentrara en
las Sombras, un lugar imposible de alcanzar. Se convirtió en una casa en
ninguna parte, en una casa esperando a que la visitaran, con una biblioteca
de libros que esperaban a que alguien los abriera y leyera.
La casa seguía existiendo, con todos sus libros y muebles, sus ventanas y
sus puertas, pero ahora no había forma de llegar hasta ella, no mientras
estuviera en las Sombras.
A menos, claro, que alguien abriera una de las puertas interiores desde
algún lugar completamente distinto.
A menos que alguien tuviera el Libro de las puertas.
Un café en Lyon

SE QUEDARON PARADOS en mitad de la calle, recuperando el aliento y


mirando a su alrededor.
Estaban junto a un río ancho, bordeado de árboles altos que se inclinaban
hacia el agua como una hilera de bailarinas. Tenían las ramas desnudas,
pero las hojas caídas se acumulaban junto al bordillo formando montículos
naranjas y marrones. Era de noche, pero el amanecer se acercaba y el cielo
nocturno comenzaba a iluminarse a lo lejos. Cassie distinguió los estrechos
edificios que orlaban la orilla opuesta del río, pintados en tonos naranjas,
amarillos y cremas.
Drummond se arqueó hacia atrás para estirar la columna, como si le
hubiera dado un tirón tras caer por la puerta, y le preguntó:
—¿Dónde estamos?
—En Lyon —respondió Cassie cuando una parte de su mente que no
estaba paralizada de miedo logró reunir las palabras que debía producir su
boca—. Estuve aquí hace unos años.
—Siempre me ha gustado Francia —dijo Drummond, hablando más bien
para sí, como si estuviera perdido entre los recuerdos de una época más
feliz. Luego miró a Cassie y a Izzy—. Aquí hacen unos pasteles
buenísimos. Vamos, hay que buscar comida. Tenemos que comer.
—Aún es temprano —observó Cassie—. Puede que no encontremos nada
abierto.
—Habrá que intentarlo —dijo Drummond.
Izzy los miró varias veces, primero a uno y luego a otro.
—¡Ese hombre estaba haciendo volar a la gente por los aires! —exclamó
—. ¿Cómo lo hacía?
Un ciclista pasó a toda velocidad junto a ellos, mirando con el ceño
fruncido a aquellos estadounidenses ruidosos y levantando una cortina de
aire a su espalda.
—Vamos —insistió Drummond.
Se alejó sin esperar a que contestaran e Izzy se volvió hacia Cassie.
—¡Cassie, esto es una locura! ¡Ese hombre…!
Su amiga asintió para intentar aplacar a Izzy, pero le costaba hilvanar las
palabras. En lugar de hablar, echó a andar tras Drummond; su compañera
puso los ojos en blanco, pero la siguió.
Caminaron junto al río en silencio durante varios minutos, avanzando
entre charcos amarillos salpicados por la luz de las farolas y sintiendo que
el filo cortante de la brisa invernal les atravesaba los huesos. Había
síntomas de que la ciudad se estaba despertando —varias personas más
circulaban por las calles, los faros de los coches al pasar—, pero tuvieron
que andar un buen rato hasta encontrar un lugar donde tomar algo. Vieron
una cafetería pequeña que acababa de abrir, con una luz cálida asomando
por la puerta y una mujer colocando las mesas y las sillas sobre la acera,
una danza torpe en la que había demasiadas patas y una música de golpes y
arañazos.
—Esta nos vale —decidió Drummond.
Se acercaron y Fox señaló una de las mesas. La mujer asintió con una
expresión agradable en la cara y se retiró al interior de la cafetería.
Drummond sacó dos sillas y les hizo un gesto a Cassie y a Izzy para que
se sentaran, como si fuera un camarero. Después se acomodó en el lado
opuesto de la mesa y volvió la mirada hacia el río, con la nariz levantada
como si fuese un perro que husmea el aire. Cassie se dio cuenta de que
estaba temblando, pues la adrenalina y la angustia seguían corriéndole por
las venas. Se miró las manos, deseando que se quedaran quietas.
La mujer volvió a salir de la cafetería y los saludó con un «Bonjour!»
cantarín, como el timbre de una puerta.
—¿Cafés? —les preguntó Drummond, y ambas asintieron.
—¿Tres cafés? —dijo la mujer, que cambió de idioma con la facilidad de
una persona acostumbrada a los turistas.
—Supongo que no tendrá whisky, ¿verdad? —tanteó Drummond, con los
ojos entornados.
La mujer le dedicó una media sonrisa y luego miró su reloj de pulsera
intencionadamente.
—Non, monsieur.
—¿Y cruasanes? —preguntó a continuación—. Necesitamos comer.
—Oui. —La mujer asintió de nuevo y volvió a desaparecer en el interior
de la cafetería con una sonrisa en la cara, como si Drummond le hubiera
hecho gracia.
Cassie observó todo el intercambio como si estuviera ocurriendo muy
lejos de ella, como si le sucediera a otra persona. Sentía el mundo muy
distante y notaba que tenía la mente paralizada. Era como si solo
reprodujera imágenes —el hombre calvo pateándole la cabeza al camarero,
derribando muebles por arte de magia—, y el estómago se le estremeciera
con cada uno de aquellos recuerdos.
Izzy estiró la mano hacia su amiga y la agarró del brazo, quizá intuyendo
lo que sentía. Intercambiaron una mirada, ambas en busca de consuelo tras
la aterradora experiencia que acababan de soportar.
—¿Quién era ese señor? —le preguntó Cassie a Drummond.
Su voz sonó como siempre, no dejó entrever ni el menor indicio del
pánico que lo sacudía por dentro.
—Hugo Barbary —respondió él—. Es un hombre horrible. Lamento que
hayáis tenido que vivir algo así. —Suspiró y el arrepentimiento inundó el
aire al exhalar—. Ojalá Hugo no hubiera estado allí.
Cassie asintió para aceptar la disculpa y se sorprendió con la mirada
posada en los ojos oscuros de Drummond. Su quietud la tranquilizó.
—Pero ¿quién es? —inquirió Izzy—. ¿Cómo es posible que haga ese tipo
de cosas y se vaya de rositas?
El hombre miró una vez más hacia el otro lado del río, a lo lejos.
—Es un cazador de libros.
—¿Un cazador de libros? —repitió Cassie—. ¿Qué es eso?
Drummond se volvió hacia ella con los ojos entrecerrados.
—Es bastante obvio, ¿no? Caza libros.
—Le ha pegado una patada en la cabeza a ese chico —dijo Izzy—. Ha
sido horrible. ¡No tenía por qué hacerlo!
Mientras hablaba, la imagen volvió a aparecer en la mente de Cassie, que
se estremeció y cerró los ojos para intentar alejarla. ¿Habría muerto aquel
muchacho por su culpa? ¿Habría seguido con vida si se hubiera llevado a
Izzy a comer a otro sitio? La culpa era un regusto amargo que le subía por
la garganta. Intentó tragársela.
—No —convino Drummond—. Pero ese es el tipo de hombre que es. —
Negó con la cabeza—. Ese pobre chico no es más que otra víctima de Hugo
Barbary.
Guardaron en silencio, todos recordando para sus adentros lo que
acababa de suceder.
Entonces Drummond miró a Cassie y le preguntó:
—¿Cuánto tiempo hace que tienes el libro? Porque has abierto muy
rápido la puerta que nos ha traído hasta aquí. No te ha costado nada.
Ella negó con la cabeza, despacio. No quería responder preguntas. No
quería seguir hablando como la gente normal y corriente, como si no
acabaran de ocurrir cosas terribles.
La dueña del café reapareció con una bandeja apoyada en una mano.
—Bon, tres cafés —dijo mientras repartía las bebidas—. Y tres cruasanes.
—Lo entiendo —le dijo Drummond a Cassie cuando la señora volvió a
entrar en la cafetería. La chica lo miró a los ojos, llena de escepticismo,
pero sus dudas se disiparon cuando él le devolvió el gesto y asintió—. Es
horrible, lo sé. No era mi intención parecer insensible. —Empujó uno de los
cruasanes hacia ella y luego otro hacia Izzy—. Tenéis que comer —dijo.
Cassie miró el dulce, dudosa. Tenía la boca invadida por el sabor de la
culpa y del miedo. No creía que fuera capaz de comer.
—Te ayudará —insistió Drummond con voz tranquila—. Créeme, lo sé
bien. Ahora mismo estás en estado de shock. Tu cuerpo no para de bombear
adrenalina. Necesitas comida, necesitas energía. Te ayudará a recuperarte.
Izzy ya estaba comiendo; era una mujer que, en lo que a comer se refería,
nunca necesitaba que la animaran. Drummond la imitó, sin dejar de
observar a Cassie mientras masticaba y se le llenaban los labios de migas.
Al final, Cassie cedió y levantó el cruasán para darle un mordisco. Estaba
rico: caliente, hojaldrado y con gusto a mantequilla.
—Qué bueno —murmuró Izzy.
—¿A que sí? —dijo Drummond, deleitándose a todas luces en el disfrute
de Izzy—. Me encantan los cruasanes de Francia.
Los tres comieron sumidos en un agradable silencio durante varios
instantes, sentados bajo la luz cálida que se derramaba sobre la acera de
delante de la cafetería. Drummond se bebió parte del café, y después se
recostó en la silla y cerró los ojos unos segundos.
—Lamento haberos conocido en estas circunstancias —dijo—. No es lo
que me habría gustado. Pero quizá sea bueno.
—¿Bueno? —preguntó Cassie con una ceja enarcada—. No creo que
haya nada bueno en lo que acaba de pasar.
—No, no me refiero a eso —contestó él tras abrir los ojos. Negó con la
cabeza, como si se sintiera molesto consigo mismo por no estar
comunicándose bien—. Me refiero a que es bueno que hayas visto lo
peligroso que es. Ahora sabes que tienes que tomarte la amenaza muy en
serio.
—No llegaron a servirme el sándwich de queso a la plancha —murmuró
Izzy, que no parecía estar escuchando—. Antes de que llegara ese hombre.
Cassie rebañó las migas del cruasán y se dio cuenta de que se encontraba
un poco mejor. El corazón había dejado de latirle desbocado y ya no notaba
la amargura de la culpa en la boca.
—Ha sido muy violento —dijo—. ¿Por qué tiene que ser así ese hombre?
—¿Por qué tiene nadie que ser así? —preguntó Izzy, que desvió la
mirada hacia el paisaje.
Todos se quedaron callados y Cassie aprovechó el momento para respirar
hondo y mirar a su alrededor. A medida que el día florecía en la noche, el
cielo iba tiñéndose poco a poco de un azul más intenso. Los ruidos de la
ciudad al despertarse se oían por todas partes: camiones de reparto, gente
que hablaba y el estruendo de las tazas y los platos en el interior de la
cafetería. Todo aquello era absurdo, pensó. Diez minutos antes, estaba
escapando de la violencia y, de pronto, se encontraba saboreando un café y
un cruasán a un océano de distancia. «Esto es lo que debería ser el Libro de
las puertas —pensó—: viajes, maravillas y placeres, no hombres violentos
volcando muebles.»
—Quiero ayudaros a ambas —dijo Drummond—. Pero sé que es
abrumador. Todo lo que acaba de ocurrir. ¿Qué tengo que hacer para que
confiéis en mí, para que me permitáis ayudaros?
Cassie sopesó la cuestión. Hacía una mañana fría, pero llevaba puesto su
viejo abrigo y una bufanda de lana alrededor del cuello, así que se sentía
calentita y a gusto en la silla, con el café en el estómago y el sabor del
cruasán en los labios. Se preguntó cómo era posible que se sintiera así de
cómoda en tan poco tiempo después de lo que acababa de vivir, pero no
encontró respuesta.
—Tienes que respondernos a unas cuantas preguntas —contestó.
—¿A qué preguntas? —dijo Drummond—. ¿Qué queréis saber?
—Los libros —continuó Cassie—. Háblanos de los libros. ¿Qué son?
—Son libros —contestó él tras encogerse de hombros con un gesto vago.
Bebió un sorbo de café y cogió aire entre los dientes—. No sabemos qué
son ni de dónde vienen, pero hace más o menos cien años que la gente sabe
de su existencia. Al principio, eran mitos y misterios, historias sobre
personas capaces de hacer cosas insólitas e increíbles, pero al final la gente
se dio cuenta de que en realidad eran los libros. Primero un libro, después
otro. Y, luego, a lo largo del siglo pasado, empezaron a comprender que
estos libros existían, que hacían cosas.
—Pero ¿qué son? —insistió Izzy—. Y no digas: «libros».
—Son… —Drummond reflexionó unos instantes y levantó la vista hacia
el cielo mientras intentaba encontrar la palabra adecuada—. Son magia —
dijo al fin. Sonrió como si le diera vergüenza, le brillaron los ojos y, en ese
momento, Cassie pensó que era atractivo—. Sé cómo suena.
—Magia —repitió Cassie.
—No me gusta esa palabra —dijo Drummond—. Me hace pensar en
espectáculos de variedades de mala calidad. Pero no hay mejor forma de
describirlo. Cada libro le otorga a quienquiera que lo posea una capacidad,
un poder. Como quieras llamarlo.
—¿Cuántos libros hay? —quiso saber Cassie.
Volvió a encogerse de hombros.
—¿Quién sabe? Se han encontrado varios, pero debe de haber más por
ahí. Corren rumores e historias sobre otros ejemplares. Algunas de esas
historias serán castillos en el aire, otras estarán basadas en la verdad. Como
la del Libro de las puertas. Es uno de esos volúmenes de los que siempre se
ha hablado, pero, hasta ahora, nadie había demostrado que existiera.
Cassie asintió y, mientras lo asimilaba, fue muy consciente del peso del
Libro de las puertas en su bolsillo.
—¿De dónde lo habéis sacado? —inquirió Drummond.
—Eh, las preguntas las hacemos nosotras —replicó Izzy.
Cassie hizo caso omiso de la pregunta y prosiguió diciendo:
—Háblame de los cazadores de libros y del hombre del Ben's Deli.
—¿Qué te cuento? —se preguntó Drummond—. Los libros son objetos
extraordinarios, en todos y cada uno de los sentidos de la palabra. La gente
que los conoce paga mucho por tenerlos. Cambian de manos a cambio de
verdaderas fortunas. O mediante el derramamiento de sangre. Algunas
personas, las personas equivocadas, los quieren por las razones erróneas.
—¿Has dicho «la gente que los conoce»? —preguntó Izzy—. O sea, ¿que
solo los conocen unos pocos? ¿Cómo es que no son más famosos? Esto es
una locura. ¿La magia existe y no lo sabe nadie?
—Has respondido a tu propia pregunta —dijo Drummond—. En efecto,
es una locura. Es magia. Los que lo saben quieren que se mantenga en
secreto. Es poder. Ocultan cualquier posible conocimiento para quedarse
con todo el poder.
Izzy le lanzó una mirada astuta a Cassie.
—Te lo dije —le espetó—. No me extraña que no apareciera en Google,
lo están ocultando todo.
—¿Qué has buscado en Google? —le preguntó Drummond con la cabeza
ladeada.
—El libro —contestó la joven—. El Libro de las puertas. Y ¿sabes qué?
No obtuve resultados. Ni uno solo.
Drummond frunció los labios un instante, pensativo.
—¿Qué? —preguntó Cassie, que le vio la preocupación en la cara.
El hombre dudó, no sabía si contestar, y, en ese momento, Cassie pensó
que estaba intentando protegerlas. Que se estaba debatiendo entre revelarles
una verdad preocupante o no hacerlo.
—¿Qué? —repitió.
—Eso significa que la gente lo sabrá —contestó al final Drummond—.
Que ahora habrá gente buscándoos. Habrán rastreado tus búsquedas.
Ocultan todo conocimiento sobre los libros, pero, aun así, siempre están
atentos a cualquier indicio de que alguien lo sepa. En el momento en el que
escribiste «Libro de las puertas» en el buscador de Google, saltarían las
alarmas en todo el mundo.
Cassie miró a Izzy y vio que el miedo le ensombrecía el rostro.
—¿Pueden rastrearme a partir de mis búsquedas en internet?
Drummond asintió.
—Sí. Lo siento. Tienen formas de encontrarte. Las autoridades podrían
rastrearte, así que seguro que esta gente también. Tienen una motivación y
son ricos.
Izzy miró a Cassie.
—Perdóname, Cass. Es culpa mía. Todo es culpa mía.
Su amiga alargó una mano para tocarle el brazo.
—No te preocupes.
—¿Quién es esa «gente»? —preguntó Izzy—. Solo te has referido a ellos
de esa manera.
—Son grupos distintos —respondió Drummond—. Cazadores de libros y
coleccionistas. Gobiernos.
—¿Los gobiernos lo saben todo? —lo interrumpió Izzy.
—Algunos. —Asintió—. Algunos miembros de algunos gobiernos. Pero
la mayoría son gente anónima.
—¿Qué clase de gente? —preguntó Cassie—. No sé si en realidad quiero
saberlo…
—Terroristas. Gerifaltes. Coleccionistas de arte. Algunos son muy malas
personas, otros son bondadosos. Estos libros son como las armas y el poder:
siempre terminan en manos de las personas equivocadas. Y querrán tu libro,
Cassie. Es un objeto de un valor incalculable, un libro que la gente lleva
más de un siglo intentando encontrar. Imagina lo que sería capaz de hacer
alguien con el Libro de las puertas… —Bajó la mirada hacia su plato, hacia
las últimas migas de cruasán, como si deseara poder comerse otro—.
Siempre hay alguien dispuesto a utilizar un libro por los motivos
equivocados.
—¿Como el hombre del Ben's Deli? —preguntó Izzy.
Drummond asintió.
—No os estaba buscando. No os encontró debido a tu búsqueda en
internet. Lo siento mucho, ha sido culpa mía que se presentara allí. Me
estaba siguiendo.
—¿Cómo hacía esas cosas? —preguntó Izzy—. ¿Cómo era capaz de
lanzar los cuerpos por los aires?
—Tiene un libro —fue la respuesta de Fox—. Más de uno, seguramente,
pero lo que está claro es que tiene el Libro del control. Eso era lo que
llevaba en la mano. Te permite controlar objetos, moverlos de un lado a
otro, tirarlos. Por desgracia, a Hugo Barbary se le da muy bien usar los
libros.
—¿Cómo que «se le da muy bien usar los libros»? —preguntó Izzy—.
¿Hay personas a las que se les da mal?
El hombre dijo que no con la cabeza.
—En principio, todo el mundo puede usarlos, pero a algunas personas les
cuesta más que a otras. Hay gente a la que le resulta muy fácil utilizar unos,
pero que tiene dificultades con otros. Y hay personas, quizá como Hugo
Barbary, que poseen un don innato para los libros y son capaces de usar la
mayoría casi al instante.
—¿Y a qué se debe? —preguntó Cassie.
Drummond se encogió de hombros.
—¿Quién sabe? ¿Por qué hay personas que tienen una afinación
perfecta? ¿Por qué hay gente que sabe dibujar y gente que no? Todo el
mundo puede aprender a tocar un instrumento musical, pero no todo el
mundo puede ser concertista de piano. Así somos los humanos, ¿no? El
caso es que, ahora que Hugo sabe que tenéis el Libro de las puertas, irá a
por vosotras casi con total seguridad. Y, allá donde él vaya, otros lo
seguirán. Ahora vuestra vida corre peligro.
Cassie asintió despacio mientras la responsabilidad y las repercusiones se
abatían sobre ella como un edredón pesado en un día caluroso, como algo
de lo que quería desembarazarse cuanto antes.
—Pero ¿quién eres tú? —dijo Izzy—. Nos has hablado de toda esa gente,
pero no sabemos nada de ti.
Fox asintió.
—Sí, cierto. Mi historia es larga y ahora no tenemos tiempo para que os
la cuente. Solo necesito que confiéis en mí. No soy como ese hombre que
habéis visto.
—Bueno, esa respuesta es vaga y del todo insatisfactoria —replicó Izzy,
que se recostó contra el respaldo de la silla y se cruzó de brazos.
Él asintió, como si estuviera de acuerdo, pero, en lugar de añadir algo
más, desvió la mirada hacia Cassie y le preguntó:
—¿Me dejas ver tu libro?
La joven no dijo nada, no tenía claro qué responder, no tenía claro si
suponía algún riesgo.
—No voy a robártelo —le aseguro Drummond—. Te lo prometo.
Izzy soltó una carcajada de escepticismo.
Su amiga se volvió hacia Drummond y lo miró a los ojos para intentar
adivinar cuáles eran sus intenciones. Luego se metió la mano en el bolsillo
y, bajo la atenta mirada de Izzy, sacó el libro. Lo dejó sobre la mesa y lo
empujó hacia el hombre.
—Tenía una nota cuando lo recibí —aclaró Cassie mientras Drummond
lo examinaba—. Un mensaje de la persona que me lo dio.
Él asintió sin dejar de estudiar el libro con el ceño fruncido.
—En estas páginas, la escritura no dura, desaparece al cabo de un tiempo.
Solo quedan las anotaciones que forman parte del propio libro.
—¿Por qué?
—¿Quién sabe? —preguntó Fox a su vez. Continuó analizando el Libro
de las puertas con los ojos entrecerrados por la perplejidad—. ¿Dices que te
lo dio alguien?
Cassie le dijo que sí.
—¿Quién?
—Un señor. Trabajo en una librería. Me lo regaló.
—¿Qué señor?
—Eso da igual. Ha muerto.
Drummond levantó la vista hacia ella y sus ojos formularon una pregunta
que la chica no respondió. Cuando Fox se centró de nuevo en el libro, lo
exploró en silencio durante unos segundos sin dejar de negar con la cabeza
para sí, como si estuviera viendo algo que no se creía o que no alcanzaba a
entender.
A continuación, lo cerró y se lo pasó de nuevo a Cassie deslizándolo
sobre la mesa. Aunque no apartó la mirada de él. La mantuvo clavada en el
libro hasta que volvió a desaparecer en el abrigo de Cassie.
—Entonces, ¿qué hacemos ahora? —preguntó Izzy—. Si va a haber
gente peligrosa buscándonos, ¿podemos volver a casa? Tengo un trabajo.
Tengo facturas que pagar; no puedo quedarme a vivir en Francia para
siempre.
Drummond reflexionó un instante en silencio, tamborileando con los
dedos sobre el tablero de la mesa.
—Puedo ayudaros —dijo al fin—. Si confiáis en mí, puedo arreglar esta
situación. Hacer que todo esto acabe. Pero, a cambio, necesito vuestra
ayuda. Necesito que me dejéis hacer una cosa.
—¿Qué cosa? —preguntó Cassie.
—Destruir el Libro de las puertas —contestó.
El Libro de los recuerdos

—¿QUÉ? —PREGUNTÓ CASSIE, alarmada.


—Podríamos vendértelo. ¿Cuánto pagarías por él? —intervino Izzy, y su
amiga la miró con dureza.
—No pienso permitir que destruyas mi libro —le espetó Cassie—. Y
tampoco voy a venderlo.
Drummond asintió.
—No esperaba que accedieras sin más. Es una petición turbadora, lo
comprendo muy bien. Ese libro tiene muchísimo valor para ti.
—Fue un regalo —replicó Cassie—. De un amigo.
—Lo comprendo —repitió Fox—. Todos los libros son valiosos. Créeme,
lo sé. Sobre todo estos. Pero en el fondo no entiendes lo peligroso que es. Y
no me refiero solo a que lo sea para ti y para Izzy, lo es para todo el mundo.
—¿Cómo lo destruirías?—preguntó Izzy sin hacer caso a su compañera.
—Lo quemaría —respondió Drummond—. Los libros se queman con
mucha facilidad. Supongo que porque son viejos.
—No vas a destruirlo —replicó Cassie en voz baja.
Se dio cuenta de que volvía a temblar, como si los efectos beneficiosos
del cruasán se estuvieran desvaneciendo.
Fox le sostuvo la mirada un instante, como si intentase calibrar la
intensidad de los sentimientos de la joven.
—Hay más libros —dijo—. Quizá pueda hacer alguna otra cosa por ti,
¿hay algo por lo que pueda cambiártelo?
—¿Podría hacer realidad nuestros sueños, señor Fox? —preguntó Izzy en
tono sarcástico—. ¿Podría hacerme rica y famosa, convertirme en una
estrella de cine?
—¿Quieres ser estrella de cine? —inquirió el hombre, como si fuese una
posibilidad que se estuviera planteando.
—¿Qué? —replicó Izzy, sorprendida—. ¿Lo dices en serio?
—Depende de Cassie —respondió—. ¿Cuál sería tu sueño, Cassie?
La respuesta de la joven fue inmediata, no tuvo que pensárselo:
—Me gustaría volver a hablar con mi abuelo.
Drummond ladeó la cabeza, sin comprenderlo.
—Murió —aclaró la chica—. Hace muchos años. Pero no creo que seas
capaz de resucitar a los muertos, ¿no?
—A mí me gustaría ser feliz —dijo Izzy—. Sé que suena inmaduro. Si
me lo hubieras preguntado hace cinco años, te habría dicho que quería ser
una estrella de cine. Pero ahora creo que solo quiero ser feliz con una
persona a la que quiera y tener hijos, vivir en un sitio bonito. Dios,
escúchame, me estoy convirtiendo en el colmo del aburrimiento.
—Los sueños de los jóvenes son los más estridentes —murmuró
Drummond, más para sí que para ellas—. No cuentan con las trabas de la
vida y la realidad.
Cassie e Izzy intercambiaron una mirada. En ese momento, una pareja
joven se acercó a la mesa de al lado y, arrastrándolas por el suelo, apartó las
sillas para sentarse. Cassie e Izzy les dedicaron una sonrisa educada
mientras la mujer de la cafetería salía y los saludaba con su «Bonjour!»
cantarín.
—Oye, olvídate de nuestros sueños —dijo Cassie—. ¿Qué hacemos con
el hombre del Ben's Deli? Ayúdanos con eso y luego ya se verá si hablamos
de por qué el libro es tan peligroso.
Fox asintió.
—Vale, muy bien —dijo—. En primer lugar, hay que volver a Nueva
York. Debo hacer un par de cosas que os ayudarán a ambas, pero para eso
tenemos que regresar. ¿Podemos marcharnos ya?
—Sí —respondió Cassie.
—Yo invito —dijo Drummond, y señaló los cafés.
Se levantó y desapareció en el interior de la pequeña cafetería.
—¿Qué opinas? —le preguntó la joven a Izzy una vez que se quedaron
solas.
Su amiga se encogió de hombros.
—No lo sé, Cass. Solo quiero recuperar la normalidad. Ese hombre del
Ben's me ha dado mucho miedo.
—Y a mí —convino Cassie. Su cerebro la obligó a ver de nuevo la
patada del calvo al camarero y, una vez más, se le encogió el estómago—.
¿Te fías de él? —preguntó al mismo tiempo que señalaba con la cabeza
hacia la cafetería, refiriéndose a Drummond.
—Digamos que no desconfío —contestó Izzy—. Parece un buen hombre.
Y hasta el momento no ha intentado nada sospechoso. Pero ¿sabes qué,
Cassie? Él es uno. Ese tal doctor Barbary es otro. Y habrá más. El libro que
llevas encima… Hay gente que hará cosas horribles con tal de apoderarse
de él. Ya te lo dije: no nos va a traer nada bueno.
Su compañera asintió.
—Aunque fuiste tú quien se lo contó a todo el mundo al buscarlo en
Google…
Se arrepintió al instante, las palabras se le habían escapado de la boca sin
que le diera tiempo a pensarlas. Izzy la miró como si acabara de pegarle una
bofetada. Alargó la mano para disculparse con una caricia, pero su amiga se
apartó justo en el momento en el que Fox salía de la cafetería. El momento
se disipó.
—Vámonos —dijo el hombre.

ENCONTRARON UNA PUERTA al final de un callejón empedrado, una puerta


que no estaba cerrada con llave y que, en apariencia, llevaba a un pasadizo
estrecho. Cassie recurrió al Libro de las puertas para atravesarla y llegar a
su dormitorio de Nueva York, donde era plena noche. Se recolocaron en el
espacio diminuto hasta que todos cruzaron la puerta de Lyon y, entonces,
Cassie la cerró a su espalda y el apartamento se sumió en un silencio
repentino. Al cabo de un segundo, la joven volvió a abrir la puerta con
normalidad, que los condujo a la sala de estar. Era extraño volver a estar en
su casa, en un piso seguro y confortable, después de todo lo que habían
visto a lo largo de la última hora.
—Vale, y ¿ahora qué? —preguntó Cassie al encender la luz de la cocina
—. ¿Cuál es el plan?
Drummond empezó a palparse la chaqueta como si estuviese buscando
algo.
—Tenemos que hacer dos cosas —dijo, y se sacó un libro del interior del
abrigo—. En primer lugar, debo enseñarte el segundo libro que tengo. Y
luego quiero mostrarte qué es capaz de hacer con exactitud el Libro de las
puertas.
—¿Qué segundo libro? —preguntó Cassie.
—Sujeta esto, por favor —dijo, y le pasó el volumen a Izzy.
Esta lo sujetó con las dos manos y bajó la mirada para estudiarlo, como
una persona nerviosa leyendo un guion. La cubierta del libro era de color
gris claro, como una nube de lluvia.
—Mi segundo libro —le dijo Fox a Cassie— es el Libro de los
recuerdos.
—¿Qué hace? —quiso saber la joven.
—Varias cosas —explicó Drummond—. Puede ayudarte a olvidar las
cosas o a recordarlas.
—¿Como cuando pierdes algo e intentas encontrarlo? —sugirió Cassie.
Él sonrió.
—Es algo más que eso. Una vez lo utilicé con una enferma de demencia
—dijo—. Se la devolví a su familia, solo durante unas horas.
—¡Ostras! —exclamó Cassie.
Fox asintió.
—Es una de las mejores cosas que he hecho en mi vida. Fueron muy
felices durante un rato… —Se quedó ensimismado unos instantes,
deleitándose en aquel recuerdo feliz. Izzy tenía razón, pensó Cassie en ese
momento: Drummond Fox parecía un buen hombre—. Fue maravilloso —
continuó, y la sonrisa se le desvaneció un poco—. Hasta que tuve que
quitarle el libro a la mujer, hasta que se dio cuenta de lo que iba a ocurrir.
Eso fue… desgarrador. Nunca he vuelto a intentar ayudar a alguien de esa
manera.
Cassie reflexionó al respecto. Pensó en el señor Kellner volviendo a
saber quién era y, después, enterándose de que iba a volver a perderse en la
demencia.
—Qué horror —murmuró.
Drummond le dio la razón con un gesto de la cabeza.
—Sí, un horror. Pero, históricamente, el libro se ha utilizado más para
hacer olvidar.
—¿Por qué quiere olvidar la gente? —preguntó Cassie.
Fox se encogió de hombros.
—Piénsalo. ¿No has sufrido ningún trauma horrible? ¿No te ha ocurrido
alguna cosa espantosa que preferirías olvidar por completo?
A la chica se le ocurrieron varias, pero no tenía claro si querría
olvidarlas. Formaban parte de lo que era.
—También puedes hacer que la gente olvide cosas que tú quieres que
olviden —añadió Drummond—. Una táctica muy útil para los crímenes y el
espionaje, por ejemplo. Para la gente que quiere tener aventuras y luego
hacer que sus amantes se olviden de ellos. Para todo, desde lo mundano
hasta lo malicioso.
Cassie negó con la cabeza.
—No entiendo en qué puede ayudarnos eso con el doctor Barbary, la
verdad.
Entonces el hombre dejó escapar un suspiró.
—En nada —reconoció—. Pero sí ayuda a Izzy.
Clavó la mirada en la compañera de Cassie y esta lo imitó. Izzy seguía
absorta en el libro que sujetaba en las manos, y su amiga se dio cuenta de
que ahora tenía el rostro iluminado por los colores que emanaban de él, un
remolino danzante de rojos y azules profundos.
—Me siento rara —dijo Izzy.
—Sí —dijo Fox en voz baja—. Es normal.
—¿Qué le estás haciendo? —exigió saber Cassie, alarmada.
Se acercó a Izzy y le puso una mano en el brazo.
Esta última levantó la cabeza —haciendo un esfuerzo considerable, al
parecer— y posó la mirada en Drummond.
—¿Qué me está pasando? —le preguntó.
—Nada, no te va a pasar nada —contestó él con voz suave. Daba la
sensación de que la chica estaba atrapada en sus ojos—. Te prometo que no
voy a hacerte ningún daño. Esto que estoy haciendo… es para protegerte.
Lo que tienes en las manos es el Libro de los recuerdos. Te lo he dado para
ayudarte a olvidar.
—¿Olvidar qué? —insistió Cassie, cuyos pensamientos se habían
desbocado; una oleada de pánico la recorrió de arriba abajo.
—Lo mejor que puede pasarle ahora mismo a Izzy es que se olvide por
completo del Libro de las puertas.
Cassie bajó la vista hacia el ejemplar que su amiga seguía teniendo en las
manos. Los colores que generaba giraban y se arremolinaban como el humo
a su alrededor.
—Pesa —murmuró Izzy—. El libro pesa y da calor. —Cuando volvió la
cara hacia Cassie, su voz sonó como la de una niña—: No me encuentro
bien.
—Estás bien, Izzy —le aseguró Drummond—. Todo esto es para
protegerte.
—¿Qué está pasando? —suplicó Izzy.
—Cuando sueltes el libro —le explicó Fox—, te olvidarás del Libro de
las puertas y de todo lo que ha ocurrido en los últimos días. El Libro de las
puertas quedará nublado y oculto en tu mente.
—No puedes hacerle eso —dijo Cassie, que le dio un fuerte empujón a
Drummond en el hombro—. ¡No tienes derecho! ¡Para!
—Ya está hecho —repuso él—. Lo siento mucho, pero debo proteger a
Izzy.
—¡No quiero olvidar! —exclamó esta, rogándole a Cassie—. ¡No me
gusta que me cambie los recuerdos!
—Está hecho —repitió Drummond—. Vendrán más personas como el
doctor Barbary. Personas aún peores que él. La única manera de protegerte
es que no sepas nada de todo esto.
—¡Pero si nos ha visto juntas! —exclamó Cassie, que no comprendía
cómo era posible que Drummond no se diese cuenta de lo importante que su
amiga era para ella—. Él sabe que Izzy lo sabe.
—Sí —confirmó Fox—. Pero también me vio a mí a vuestro lado, y yo le
intereso mucho más. Será a mí a quien buscará, no a Izzy. Y, si la encuentra,
enseguida verá que no puede contarle nada. Deducirá lo que he hecho.
Izzy estaba a punto de echarse a llorar, pero intentaba tragarse las
lágrimas, aferrada al libro con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos.
—¿Qué pasa si no lo suelto? —preguntó.
—Lo soltarás —respondió él, que hablaba con la seguridad de un hombre
que ya ha mantenido la misma conversación en otras ocasiones—. Al final,
no te quedará más remedio. No puedes vivir con él siempre en la mano. Y,
cuantos más recuerdos te borre, más pesará y más calor desprenderá el
libro. No aguantarás para siempre. Lo mejor es que dejes que ocurra ya.
Cassie se fijó en su amiga y detestó el dolor que leyó en su expresión. La
cabeza no paraba de darle vueltas mientras intentaba imaginarse cómo iba a
apañárselas sin ella en aquel mundo nuevo y peligroso.
—No puedes hacerle esto —le suplicó a Fox con la voz quejumbrosa—.
Drummond, por favor.
Se dio cuenta de que tenía los ojos llenos de lágrimas y odió aparentar
debilidad ante aquel hombre, pero no pudo evitarlo.
—No llores, Cass —dijo Izzy, a pesar de que su estado era el mismo—.
Si lloras tú, yo haré lo mismo…
Drummond miró a Cassie con el ceño fruncido, con una expresión de
sorpresa y arrepentimiento en la cara. Quizá no esperaba una reacción así.
—Pero si es para protegerla… —dijo, como si no entendiese por qué
estaba tan alterada—. Es para mantenerla a salvo, Cassie.
La joven quiso gritar: «¿Y yo qué?». Pero supo que habría sonado muy
egoísta.
Se abrazó a Izzy.
—¿Qué pasará cuando lo suelte? —preguntó esta.
—Nada —respondió Fox—. Te quedarás dormida y mañana te
despertarás con normalidad, como cualquier otro día. Y entonces sentirás la
necesidad de abandonar la ciudad durante una temporada, puede que
quieras irte a visitar a tu familia.
A Izzy le temblaban los hombros mientras luchaba contra la
inevitabilidad de lo que le había ocurrido, de lo que estaba por venir.
—No me llevo bien con mi familia —dijo entre sollozos.
—Lamento haberte culpado por la búsqueda en Google —le dijo Cassie,
a la que ya le rodaban las lágrimas por las mejillas.
—¿Qué sentido tiene decírmelo ahora? —se lamentó Izzy—. Voy a
olvidarme de todo.
—Por eso te lo digo ahora —repuso Cassie—. Porque vas a olvidarte de
todo y quiero que lo sepas antes de que eso suceda: no te culpo. En verdad
no pienso lo que dije.
Izzy asintió con aire distraído, como si aceptara lo que Cassie le decía,
pero, teniendo en cuenta el panorama general, no lo considerase un
problema importante.
—¿Puede deshacerse? —le preguntó a Drummond—. ¿Puedo volver a
recordarlo después de haberlo olvidado?
Fox se encogió de hombros.
—La verdad es que no lo sé, Izzy. Pero ¿querrías volver a saberlo? ¿No
es mejor no recordarlo? ¿Por qué ibas a querer acordarte de algo que te
pone en un peligro así?
—Yo te ayudaré —le dijo Cassie a su amiga, a pesar de que no tenía ni
idea de si eso era posible—. Te ayudaré a recordar, te lo prometo —dijo—.
Cuando sea seguro.
Las dos mujeres se miraron a los ojos y Drummond tendió la mano hacia
el libro.
—Deja que te ayude —dijo.
—¡No! —le espetó Cassie con fiereza, y se colocó delante de Izzy con
ademán protector.
A Fox se le descompuso la cara.
—No puede detenerse, Cassie —le dijo—. Lo siento. —La apartó con
suavidad y agarró el libro—. No te pasará nada, Izzy, te lo prometo.
Esta volvió la mirada hacia él.
—Te odio con todas mis putas fuerzas.
—Lo comprendo —dijo Fox en voz baja—. Pagaré ese precio con gusto
si así te mantengo a salvo.
Entonces el libro resbaló de entre los dedos de la chica y Drummond se
apartó. La joven miró a Cassie un instante, con una expresión vacía y
confusa al mismo tiempo, como la de una enferma de demencia. Después,
le fallaron las rodillas y se desplomó con torpeza contra el suelo, entre el
extremo del sofá y la puerta del vestíbulo.
—Ya está hecho —dijo Drummond, que bajó la mirada hacia ella.
Cassie dio dos pasos y le pegó una bofetada.
—¡No tenías derecho a hacerle eso! —gritó mientras las lágrimas seguían
corriéndole libremente por las mejillas.
El hombre se frotó la cara, en la zona donde ella lo había abofeteado, con
un rictus de dolor. Se quedó allí plantado, en silencio, mirando al suelo,
como un hombre que acabara de entrometerse en un momento de intimidad
y desease estar en cualquier otro sitio.
—No tenías derecho —repitió Cassie en voz más baja.
Contempló el rostro dormido de Izzy y sintió que se le formaba un nudo
agónico en el corazón.
—Ayúdame a moverla —le ordenó a Drummond.

LLEVARON A IZZY a su cama y después Drummond salió de la habitación


para que Cassie le pusiera un pijama y la tapase con las sábanas. Su amiga
parecía tranquila, ajena a lo que acababa de ocurrir.
Cuando Cassie salió, Fox estaba esperándola en la cocina, paseándose de
un lado a otro.
—No me ha gustado nada tener que hacerlo —le dijo antes de que la
chica pudiera abrir siquiera la boca—. No me ha gustado tener que
engañaros así a las dos. Pero a veces debo hacer cosas que me aterrorizan
para proteger a la gente. Esta es la vida que me ha tocado llevar.
Parecía enfadado: furioso consigo mismo por lo que había hecho, furioso
con Cassie por su falta de comprensión. Se paseó con inquietud de un lado a
otro durante unos instantes. Ella se quedó mirándolo, sin perdonarlo, pero
consciente de que el calor de su propia ira iba disipándose.
—¿Izzy estará a salvo? —preguntó.
—Sí.
—¿Por qué debería confiar en ti?
—No lo sé —admitió él con un suspiro de exasperación—. La mejor
manera de mantenerla a salvo es que tanto nosotros como nuestros libros
estemos en otro lugar.
Cassie asintió.
—Necesito descansar. Estoy agotada.
Fox la miró un momento mientras reflexionaba sobre algo.
—¿Qué? —dijo ella.
—Sé que no confías en mí, pero, si nos llevas, sé adonde podemos ir. Es
un sitio en el que verás por qué todo esto es tan importante. Y tal vez allí
pueda contarte mi historia.
—¿Qué sitio es ese?
—Mi biblioteca —contestó—. Si te enseño una fotografía de la puerta,
¿podrás llevarnos?
La Biblioteca Fox, en las sombras

TODO ERA GRIS e insustancial, y Cassie tenía la sensación de estar flotando.


Había tardado un buen rato en abrir la puerta. Al principio, pensó que se
debía a que estaba cansada y estresada, pero luego Drummond le advirtió
que sería difícil, que siguiera intentándolo.
—Está en las Sombras —le dijo.
Lo intentó de nuevo, con el Libro de las puertas en una mano y mirando
el móvil que Drummond sostenía en alto para mostrarle la imagen de una
sala grandiosa, con una puerta de madera en la esquina. Entonces lo sintió;
atrapó algo con la mente, algo frágil que amenazaba con disiparse si tiraba
con demasiada fuerza. Cassie esperó un instante y luego dio un tirón suave.
La puerta de su dormitorio se abrió para dar paso a la habitación
monocroma situada al otro lado. Era como ver una película en un televisor
en blanco y negro.
—Ahora entramos en las Sombras —anunció Drummond—. No
podemos hablar, pero no tengas miedo. Todo se arreglará muy pronto.
El hombre pasó junto a Cassie para entrar en la sala y ella lo siguió tras
dudar solo un instante.
La atmósfera era silenciosa y gris y, cuando caminaba, la joven se sentía
como si nadara. Cerró la puerta a su espalda y se fijó en que, al moverse, su
brazo dejaba ondas en las Sombras. Después se dio la vuelta y vio que algo
parecido a la forma de Drummond la estaba esperando.
La silueta se volvió y Cassie fue tras ella mientras se preguntaba si estar
muerta, si rondar un lugar de los vivos, sería algo parecido a aquello.
Abandonaron la estancia grande y flotaron hacia otra más pequeña.
Detrás de ellos, había una insinuación de altura, de luz, pero la forma de
Drummond avanzó en dirección contraria, hacia una oscuridad más
profunda. Entonces apareció una línea de luz blanca cada vez más amplia, y
Cassie vio a la forma que era Fox allí, de pie. Se dio cuenta de que lo que
había más allá de él era el exterior, aún sumido en las Sombras, y de que
Drummond abría la puerta delantera del edificio.
Al ver que la silueta del hombre se comprimía, la chica dedujo que se
había agachado para recoger algo. Cuando volvió a enderezarse, Fox hizo
un gesto, como si arrojara algo a la basura, y, un instante después, el color y
la sustancia se extendieron por el mundo, igual que un líquido que se
derrama sobre una mesa. La luz ahuyentó las Sombras y Cassie sintió una
brisa en la cara, el olor del aire fresco. De repente, Drummond estaba allí,
delante de una puerta enorme arqueada con un fondo de árboles verdes
detrás. Las hojas y las ramas se agitaban con la brisa.
—Bienvenida a la Biblioteca Fox —dijo.
Le dio la espalda y salió a la luz del día.
Cassie lo siguió y, al salir de la casa, oyó el crujido de sus pasos sobre un
camino de grava. Avanzó un poco más y, tras situarse junto a Drummond,
se dio la vuelta para contemplar la fachada. El hombre miraba hacia arriba,
hacia su biblioteca, con las manos en los bolsillos y una expresión
impenetrable en el rostro.
La Biblioteca era una inmensa casa de campo hecha de piedra arenisca
roja, con las tejas de color gris oscuro y los herrajes y los canalones
pintados de rojo sangre. La puerta por la que acababan de salir era un arco
construido en la esquina del edificio, al pie de una torre muy alta con las
ventanas tan arriba que a Cassie le recordaron a las de un faro. A ambos
lados de la torre, las paredes se alargaban hacia las esquinas más alejadas.
En la planta baja, los enormes ventanales permitían vislumbrar estanterías y
paredes forradas de madera y, en el piso superior, las ventanas
abuhardilladas convertían el tejado en un amasijo de picos y valles.
Detrás de la casa, a lo lejos, trepando por la ladera de una montaña parda,
los pinos de diferentes tonos de verde se mecían con el aire fresco de la
mañana. En lo alto, el cielo era gris pero luminoso, y las nubes bajas se
movían de manera constante por él, navegando en el mar del viento. Daba
la impresión de que todo se movía. Todo, excepto la Biblioteca, que
permanecía sólidamente inmóvil, como una piedra enraizada en el núcleo
de la tierra, permanente y quieta. Pero aquel lugar tenía algo acogedor,
pensó Cassie, algo que tenía que ver con las proporciones y el tamaño, y
con su fachada de cálida arenisca roja.
—Es preciosa —dijo Cassie.
—Sí —contestó Drummond, que sonrió con una mezcla de felicidad y
tristeza—. Lo es.
Cassie dio una vuelta sobre sí misma. A su derecha, más allá del foso de
grava, una cinta de asfalto liso discurría entre el césped bien cuidado hasta
desaparecer a lo lejos, entre los árboles. El límite de la arboleda se extendía
justo por detrás de donde se encontraban y, durante un buen trecho, en
dirección contraria, de manera que creaba una especie de cortina en torno a
la Biblioteca y sus terrenos. Cassie se dio cuenta de que los estaban
observando. A lo lejos, sobre el césped, un ciervo se alzaba entre las
sombras, inmóvil por completo, y los miraba.
—Un ciervo —murmuró.
Drummond la miró de reojo y luego se volvió hacia donde señalaba.
—Sí —dijo—. Hay muchos en el valle. Antes esto era una finca de caza.
Cassie siguió observando al animal, hasta que este sacudió las orejas, se
dio la vuelta y echó a correr hasta perderse entre los árboles.
—Estamos a unos diez kilómetros de la carretera principal —explicó
Drummond, a pesar de que ella no se lo había preguntado—. Todo lo que se
extiende desde aquí hasta ese punto pertenece a la Biblioteca Fox. Todo el
valle, las montañas. Es una carretera privada, así que nadie circula por ella.
—¿Eres dueño de una montaña? —preguntó Cassie, que lo miró con los
ojos entornados.
Fox sonrió, y a la joven le gustó cómo le quedaba esa expresión.
—De varias, en realidad. No es tan raro.
Ella enarcó las cejas para mostrar su desacuerdo.
—Pero ¿dónde estamos?
—En el noroeste de Escocia —respondió Drummond—. En las
Highlands.
Cassie asintió y respiró hondo para sentir el aire limpio y fresco
llenándole los pulmones. El silencio se rompió cuando un pájaro chilló
desde lo alto.
—¿La diferencia horaria respecto a Nueva York no es de cinco horas? —
preguntó Cassie—. ¿Cómo es que hay luz? Aún debería ser de noche, ¿no?
—En las Sombras, el tiempo funciona de otra manera —dijo Drummond
—, así que es un poco más tarde. Hemos tardado bastante en salir de ellas.
—Miró a su alrededor y husmeó el aire—. Debe de ser primera hora de la
mañana. Venga, vamos a resguardarnos del frío. Quiero echar un vistazo y
luego te llevaré a la biblioteca.

SIGUIÓ A DRUMMOND por la casa durante unos minutos y lo observó mientras


abría las puertas, recorría las habitaciones y tocaba los muebles con cariño,
mientras asentía con satisfacción al comprobar que todo estaba donde debía
estar. Había un comedor y un salón, una sala de billar con una mesa oculta
bajo una pesada cubierta gris y, a un lado de la casa, una cocina vieja con
unos fogones enormes y toda una colección de ollas y sartenes colgando de
un estante. Salvo en la cocina, había librerías y estanterías por todas partes.
Todas las habitaciones eran grandes y tenían el techo alto y las paredes
forradas de madera oscura. Los rayos de luz diagonal penetraban en la
penumbra a través de los ventanales altos e iluminaban las motas de polvo
que bailaban y giraban cada vez que Drummond y Cassie movían el aire.
Las estancias estaban llenas de silencio y de recuerdos, del agradable aroma
de los libros viejos y del penetrante olor de las chimeneas desgastadas
esperando a rugir de nuevo. Era un lugar de madera y papel, de piedra y
cristal; no había nada digital, ni televisores de pantalla plana o LED. Era
como si la casa hubiera nacido en otra época y, desde entonces, hubiese
existido inalterada por la modernidad.
En cierto sentido, a Cassie la casa de Drummond le recordaba a Kellner
Books. Al igual que la librería, estaba llena de libros —no había ningún
estante vacío, no había ningún libro solo y en busca de compañía—, pero no
se trataba únicamente de eso. La casa también estaba repleta de rincones
cálidos y de lugares tranquilos, de suelos que crujían con delicadeza y de
corrientes de aire que se colaban por rendijas invisibles. La iluminación era
tenue y los colores apagados y cálidos, interrumpidos solo por el titilante
verde oscuro de los árboles del exterior cuando se vislumbraban a través de
las ventanas al pasar. Era un edificio que acogía a la gente que quería
comodidad y silencio, que deseaba un espacio contemplativo. Tenía un aire
de formalidad, pero no de frialdad, como un abuelo vestido con elegancia
que cuenta una anécdota divertida.
Durante su recorrido por la planta baja, ambos caminaron en silencio y
Cassie llegó enseguida a la conclusión de que adoraba la Biblioteca. Era un
lugar en el que quería estar, en el que podría vivir feliz si se le presentara la
ocasión. Cuando regresaron al vestíbulo, situado al pie de una imponente
escalera, Fox le dijo:
—He echado de menos este sitio.
—Entiendo por qué —le respondió.
Desde el rellano central de la escalera que tenían delante, una vidriera
alta derramaba luz sobre el vestíbulo. Eso hacía que, a pesar de la madera
oscura y de las pesadas librerías que se cernían sobre ellos, el espacio
resultara diáfano y abierto.
—Ven —dijo Drummond—, voy a enseñarte la biblioteca.
Enfiló las escaleras y la joven lo imitó.
—¿A qué te referías con eso de las Sombras? —preguntó Cassie mientras
subían—. Cuando llegamos, parecía que estuviéramos bajo el agua, todo era
gris.
—La Biblioteca estaba en las Sombras —contestó Fox—. La había
escondido.
—¿Por qué? ¿Cómo?
—Te prometo que llegaremos al por qué, puesto que tienes que saberlo.
En cuanto al cómo… usé el Libro de las sombras.
Se sacó un libro de uno de los bolsillos y se lo pasó cuando alcanzaron el
primer rellano y giraron para continuar hacia el piso superior. El libro era de
color gris oscuro y, cuando Cassie lo abrió, vio el texto del principio.
—«Las páginas son de sombras» —leyó—. «Sujeta una página y sé tú
también de sombras.»
Hojeó el resto y vio manchas grises, como de tinta, y palabras y dibujos
que daban la sensación de moverse y cambiar, de desaparecer parcialmente
y volver a aparecer. Se quedó mirándolo un rato mientras continuaba
subiendo, asombrada por aquel libro que parecía estar vivo.
—¿Cómo funciona? —preguntó al devolvérselo.
—Arrancas un trozo de papel y te quedas con él en la mano. Mientras
mantengas ese fragmento del libro agarrado, permanecerás en las Sombras.
Cuando escondí la Biblioteca, arranqué una página entera y la dejé dentro,
junto a la puerta principal. Y entonces la casa se sumió en las Sombras.
Nadie podía alcanzarla. No sin el Libro de las puertas.
Cassie se quedó pensativa.
—¿No podías usar el Libro de las sombras para volver?
—No —dijo Drummond—. No he podido volver hasta ahora. —Suspiró
y, durante un instante, mientras miraba a su alrededor, lo invadió la
nostalgia—. De eso hace diez años.
—¿Diez años? —repitió Cassie, sorprendida—. ¿Hace diez años que no
vienes?
Fox negó con la cabeza.
—Es el precio que he tenido que pagar para mantener los libros a salvo.
Cassie lo estudió de nuevo. Lo que le había hecho a Izzy la había
empujado a odiarlo, aunque solo fuera unos instantes, pero ahora veía que
él también había pagado un precio. Haberse visto apartado de su hogar, de
un hogar tan especial como aquel… No podía ni imaginar cómo debía de
haberse sentido. Se preguntó si habría tenido una vida difícil.
Al final de la escalera, llegaron a un rellano largo con una alfombra
gruesa en el suelo y varias puertas de madera pesada a su alrededor. Las
paredes estaban cubiertas de lo que a Cassie le pareció un papel pintado
carísimo, estampado con unas finas flores moradas sobre un fondo de color
crema pálido. Desde allí, también salía un segundo tramo de peldaños un
poco más pequeños, que se curvaban hasta desaparecer de la vista camino
de un piso superior.
—Está aquí dentro —anunció Drummond.
Cruzó el rellano y, cuando abrió la puerta que había justo enfrente, se
reveló una habitación grande y luminosa en la parte delantera de la casa.
Había una gran ventana mirador con vistas a los árboles y a las montañas de
más allá. Aquel extremo de la casa daba al oeste, hacia el lado contrario de
la carretera, y Cassie distinguió, ya desde la puerta, una masa de agua
alargada, plana y de un gris azulado.
—¿Qué es eso? —preguntó.
—¿El qué? Ah. Eso es el loch Ailda —dijo Drummond.
El lago estaba rodeado de montañas por todos los lados —marrones,
verdes y áridas por encima de los árboles—, y una línea recta de niebla
esponjosa flotaba en el aire fresco de la mañana, a medio camino de la
ladera. Cassie no creía haber visto nunca un paisaje tan hermoso.
Las paredes de la habitación estaban forradas de estanterías que iban
desde el suelo hasta el techo, y los muebles estaban dispuestos sobre una
enorme alfombra rectangular en el centro de la sala: sillones, mesas
auxiliares y una mesa de centro, todos ellos también cubiertos de montones
de libros. Una gran chimenea de hierro fundido era una boca ululante en el
extremo de la estancia, y a su lado descansaba una mesa auxiliar llena de
botellas y vasos de whisky.
—Esta es mi biblioteca —dijo él en voz baja mientras paseaba la mirada
por la habitación.
Alargó un brazo hacia las estanterías más cercanas a la puerta y las
acarició suavemente con la mano con un gesto afectuoso. A continuación,
se encaminó hacia la mesa contigua a la chimenea y se sirvió un whisky. Se
lo bebió de un trago y suspiró, satisfecho.
—Sigue estando bueno. Gracias a Dios. Si no, a lo mejor me habría
puesto a llorar.
Cassie estaba recorriendo la estantería que ocupaba la pared de enfrente,
despacio, leyendo los lomos, sacando un libro aquí y otro allá con un dedo
curioso. Eran tomos viejos; antigüedades, lo más seguro, los típicos
volúmenes densos, con la letra pequeña y un olor intenso pero agradable al
abrirlos.
Llegó a la ventana mirador y se paró a admirar las vistas.
—Es precioso —dijo, y luego se dio la vuelta hacia la habitación—. Y
esto… —Hizo un gesto con la mano—. Este lugar es… perfecto. Más que
perfecto. Es todo lo que una biblioteca privada debería ser.
Fox meditó acerca de las palabras de la joven durante unos instantes.
Después, asintió para darle la razón.
—Es mi hogar —reconoció, y entonces sonrió, pero fue una expresión
triste y a Cassie incluso le pareció atisbar lágrimas en los ojos del hombre
—. Solía pasar mucho tiempo aquí. Y también… venían mis amigos, y nos
sentábamos a disfrutar de nuestros libros. O bebíamos y charlábamos hasta
bien entrada la noche. Había música y comida y encendíamos el fuego. Y
risas, muchas risas. Las reuniones en la Biblioteca Fox… siempre eran mis
momentos favoritos.
Negó con la cabeza, como si todos aquellos recuerdos fueran delirantes,
imposibles, y a continuación se enjugó los ojos con el talón de la mano.
—Parece un lugar feliz —reflexionó Cassie mientras observaba desde la
distancia las estanterías de la otra pared—. Al menos a mí me lo parece. Un
lugar seguro y feliz.
Fox interpretó las palabras de la joven como un cumplido y volvió a
asentir. Se sirvió otra copa.
—¿Guardas aquí los demás libros especiales? —preguntó Cassie, que
empezó a inspeccionar las estanterías más próximas a ella.
—Sí —respondió Drummond—. Pero no en esta sala. —Se acercó y le
tendió un vaso con un poco de licor—. Tómatelo.
—No me gusta nada —dijo Cassie, que contempló el vaso con aire
dubitativo.
—A mí me encanta —dijo él—. Las tres cosas que más me gustan del
mundo: el whisky, las tartas y los pasteles y los libros.
A ella, muy a su pesar, se le escapó una carcajada.
—¿Las tartas y los pasteles?
Fox hizo un gesto de asentimiento, con una expresión seria en la cara.
—No me avergüenzo de ello. ¿Hay algo mejor que un buen libro y un
trozo de tarta?
—Supongo que no —contestó Cassie, aún sin apartar la mirada del vaso.
—No tiene por qué gustarte —dijo Drummond—. Pero bébetelo. Te
sentará bien, como el cruasán de Lyon.
La chica se lo pensó un segundo más y después bebió un sorbo del
líquido ambarino. Le abrasó la garganta y la hizo toser.
—Es como el fuego —farfulló mientras le devolvía el vaso.
—Lo sé.
El hombre sonrió como si acabara de hacerle un cumplido a la bebida.
Dejó la copa en el alféizar de la ventana y ambos se sumieron en un silencio
incómodo.
—Siento muchísimo lo de Izzy —dijo Fox, que volvió hacia ella la
mirada de ojos oscuros.
La joven asintió.
—¿Quieres ver los demás libros especiales? —le preguntó entonces
Drummond, tan emocionado como un niño deseando enseñarle su nuevo
juguete.
—Sí.
Fox se acercó a la librería de la pared de la ventana y metió la mano por
un lateral. Cassie oyó un clic y, en ese momento, la estantería giró hacia
fuera sobre unas bisagras ocultas y dejó a la vista una puerta pequeña y
unas escaleras de caracol de piedra dentro de una torre.
Drummond la señaló y sonrió mientras subía y bajaba las cejas.
—¿Dónde iba a guardar los libros especiales si no en una habitación
secreta en lo alto de una torre oculta?
En lo alto de la escalera, una puertecita de madera se abría a una
habitación circular con dos ventanas, una que daba al este y otra que daba al
oeste, a la carretera y al lago respectivamente. Cassie se dio cuenta de que
aquella era la parte superior de la torre que había visto desde fuera.
En el centro de la sala, sobre una alfombra cuadrada, había un escritorio
enorme con una silla arrimada a cada uno de los cuatro lados. Estaba
atestado de papeles y plumas. Alrededor de la pared circular de la
habitación, Cassie vio todo tipo de cosas: mapas con alfileres, fotografías en
las que Drummond y otras personas aparecían felices en torno a una mesa
de comedor o sentados en la biblioteca de la planta baja. Había una pintura
al óleo de la casa rodeada de un marco ornamentado, y una serie de tres
marcos más pequeños que formaban una hilera y exhibían flores prensadas.
Por encima, varias bombillas colgaban de las vigas a distintas alturas.
Mientras que el resto de la casa le había parecido limpia, ordenada y pulcra,
aquella habitación secreta transmitía una sensación de desorden… o de
relajación. Aquel espacio parecía incluso más vivido que la biblioteca que
aguardaba al pie de la escalera oculta.
La joven asimiló todo aquello, pero lo que más le llamó la atención
fueron unos pequeños armarios de madera que se repartían aquí y allá por la
pared de la torre, entre los cuadros, las ventanas y los mapas. Cada uno de
ellos tenía un número romano grabado en la parte delantera, en un color
dorado desvaído. Había veinte armarios en total, y la disposición y la
numeración hicieron pensar a Cassie en un calendario de adviento algo
extraño.
—Esta es la biblioteca secreta —anunció Drummond, que extendió los
brazos mientras caminaba alrededor de la mesa.
—¿Los libros están ahí? —preguntó Cassie al mismo tiempo que
señalaba los armarios.
Él asintió y se apoyó en uno de los alféizares. La chica vio que tenía unos
prismáticos al lado. Fox los cogió y contempló el mundo en dirección al
camino asfaltado que llevaba a los árboles. Cassie sintió curiosidad por
saber qué estaría buscando.
—¿Tienes veinte? —volvió a preguntar sin dejar de pasear la mirada de
armario en armario.
—No. —Drummond dejó los prismáticos de nuevo en su sitio—. No
todos están llenos.
Se metió la mano en el bolsillo y sacó un llavero. Identificó una llave
concreta y se acercó al armario que tenía más cerca, el número diecisiete.
Abrió la cerradura y la puerta. Cassie vio una estantería pequeña con un
fino marco de retención de alambre de latón. Había un solo libro apoyado
en el marco. Drummond lo cogió y lo llevó hasta la mesa del centro de la
habitación. Lo depositó en ella y se dirigió a un armario situado en el otro
lado de la sala, el número doce. Repitió el proceso de abrir la puerta, sacar
el libro y colocarlo sobre la mesa. Ambos tenían el mismo tamaño y la
misma forma que el Libro de las puertas. Fox levantó la vista hacia la
joven; una invitación.
Ella se acercó y miró los dos libros.
—¿Qué son? —preguntó.
—Ejemplos —respondió el hombre—. Dos de los libros de la Biblioteca
Fox.
La chica cogió el primero. Era ligero e insustancial, casi ingrávido, igual
que el Libro de las puertas. La cubierta era un mosaico de colores
brillantes, como un suelo cubierto de pétalos de flores o confeti.
—¿Qué hace?
—Ese es el Libro de la alegría —contestó Drummond, que regresó a la
ventana. Se cruzó de brazos y se apoyó contra la pared—. Te permite
experimentar la alegría verdadera. Te borra de la mente toda duda,
infelicidad y dolor.
—¡Increíble! —exclamó Cassie.
Dedicó unos instantes a hojear las páginas, y vio textos y bocetos en
multitud de colores.
—Me lo envió una amiga de Londres —dijo Drummond con la mirada
clavada en el libro que ella tenía en las manos—. Para que lo custodiara.
Ella asintió y devolvió el Libro de la alegría a la mesa.
—¿Y este?
Levantó el segundo ejemplar. Tenía la cubierta de un rojo y un naranja
vivos, tonos furiosos.
—Es el Libro de la llama —contestó Fox, que a continuación se encogió
de hombros—.Y lo que hace es bastante obvio.
Cassie también hojeó las páginas y vio textos y bocetos similares a los
del Libro de las puertas, aunque allí el contenido estaba garabateado con
tinta de color rojo intenso y las páginas parecían casi amarronadas. Como la
madera, tal vez.
—¿Cuántos libros tienes? —quiso saber—. Si no son veinte, ¿cuántos?
—Diecisiete.
—¿Diecisiete? —repitió la joven con la voz entrecortada y las cejas
enarcadas a causa de la sorpresa.
—La Biblioteca Fox es la mayor colección de libros especiales del
mundo —explicó Drummond—. Al menos que yo conozca.
—¿Qué hacen los demás? —preguntó Cassie mientras recorría con la
mirada el resto de los armarios numerados.
Estaba emocionada pensando en todas las maravillas que podrían hacerse
realidad.
Fox se encogió de hombros.
—Muchas cosas distintas. Algunas ni siquiera las sé. Hay libros que
nunca han revelado sus secretos. Sabemos que son especiales porque reúnen
todas las cualidades: el peso, el texto… Pero quizá estén esperando a que
llegue la persona adecuada para revelar lo que son. En cuanto a los otros…
Bueno, hacen muchas cosas. Pero la cuestión no es esa.
—¿Cuál es, entonces?
—La cuestión es que tengo que protegerlos. Por eso te los estoy
enseñando. Imagina lo que ocurriría si cayeran en manos de las personas
equivocadas. Aquí dentro hay muchísimo poder. Y son muy importantes.
No soporto la idea de que alguien se los lleve y los use como meras
herramientas, como armas.
Hizo una mueca, como si acabara de comerse algo con un sabor horrible.
La joven miró el libro que tenía en la mano y luego lo dejó de nuevo
sobre el escritorio, junto al otro.
—Son muy importantes, Cassie —insistió él, ahora en un tono más suave
—. Mis amigos, que eran como yo… Nos encantaba el misterio de estos
libros, lo que nos contaban sobre el mundo y la creación. Sobre la historia.
—¿La historia?
—Muchos ellos existen desde hace siglos, Cassie. Varios de mis amigos
estaban convencidos de que la existencia de estos libros explicaba algunos
de los misterios de la historia de la humanidad. Por ejemplo, por qué
algunas sociedades florecieron mientras que otras que disponían de ventajas
similares no lo lograron. ¿Por qué fue Egipto una civilización tan avanzada
en un momento tan temprano de la historia de la humanidad? ¿Por qué fue
China responsable de tantos inventos importantes? ¿Por qué conquistó
Gengis Kan gran parte del planeta? Ese tipo de cosas. Incluso las figuras
religiosas y los milagros. Una vez que se conoce la existencia de los libros
especiales, es imposible no entrelazarla con los grandes acontecimientos de
la historia de la humanidad.
La muchacha lo comprendió y asintió. No sabía gran cosa de historia,
pero entendía la lógica de lo que acababa de decirle.
Fox se acercó una vez más al escritorio y recogió los dos libros. Los
devolvió a sus respectivos armarios y cerró las puertas de nuevo.
—Por eso son tan importantes, porque han formado parte de la historia
del mundo. Hay que estudiarlos y protegerlos, no dejar que los utilicen
idiotas, matones y psicópatas.
Volvió a guardarse el llavero en el bolsillo.
—Tengo la responsabilidad de protegerlos, Cassie. No elegí esta vida,
pero me tomo muy en serio esa responsabilidad. Por eso escondí la casa en
las Sombras, porque había una amenaza. Y por eso tengo que destruir el
Libro de las puertas, para mantenerlos a salvo.
Aquellas palabras hicieron que a la joven le dieran un vuelco las
entrañas.
—¿Qué amenaza?
—Ahora no —dijo—. Estás agotada. Y, si tú no lo estás, yo sí. Hacía una
década que no estaba en mi casa. Quiero descansar un rato.
Cassie no dijo nada. Lo estaba escuchando, pero, sobre todo, estaba
pensando en el resto de los libros encerrados en los armarios que la
rodeaban. Sentía curiosidad por saber qué cosas milagrosas podrían hacer.
—Vamos —dijo Drummond, que la sacó de sus pensamientos—. Aquí
también hay habitaciones. Las camas estarán hechas, así que puedes dormir
unas horas.
La condujo escaleras abajo hasta la biblioteca y después cerró la puerta
secreta de la estantería tras de sí y aseguró la torre.
—¿Crees que estaremos a salvo si nos vamos a dormir? —preguntó
Cassie—. Has dicho que ocultaste esta casa en las Sombras…
Fox hizo un gesto con la mano para restarle importancia al comentario.
—Por un ratito no pasa nada. El peligro está muy lejos. Será agradable
volver a estar en casa, aunque solo sea unas horas.
Ella asintió. A pesar del entusiasmo que le habían despertado la
habitación secreta de la torre y los libros especiales, a pesar de lo cómoda y
acogedora que le parecía la casa de Drummond, de lo mucho que deseaba
disfrutar de la experiencia de estar allí, él tenía razón: estaba agotada. Se
dio la vuelta y contempló el día a través del gran ventanal. Justo en ese
momento, las nubes se abrieron, la luz del sol se coló entre ellas e iluminó
brevemente la ladera. Luego, volvió a desaparecer.
—Vale, me voy a dormir. Y, luego, ¿qué? —preguntó.
Una parte de ella no quería saberlo, solo deseaba meterse en la cama y
esconderse bajo las mantas.
—Ya te lo he dicho —dijo mientras se dirigía hacia la puerta que daba al
rellano—. Quiero destruir el Libro de las puertas. Pero sé que tú no estás de
acuerdo. Hasta que accedas, tengo que manteneros a salvo al libro y a ti.
Así que no me separaré de tu lado. Mañana te explicaré por qué debe
destruirse y espero que después me des la razón.
Cassie puso una cara que le aclaró todo lo que sentía al respecto.
—Sé que no confías en mí —continuó Fox—. Sé que lo que le he hecho
a Izzy no ayuda.
—No, no ayuda —convino ella.
—Así que haré dos cosas. En primer lugar, te demostraré de qué es capaz
el Libro de las puertas para que comprendas bien por qué es tan peligroso.
Y luego te hablaré de la amenaza a la que nos enfrentamos. Te contaré por
qué tuve que esconder este lugar en las Sombras. Pero, de momento, vamos
a ver si te encontramos una cama.
Abrió la puerta y le hizo un gesto para que lo siguiera. Cassie obedeció,
triste por tener que abandonar la comodidad de la biblioteca.
—¿Qué quieres decir con lo de que vas a demostrarme de qué es capaz el
Libro de las puertas? —le preguntó—. Acabo de traerte desde mi
apartamento de Nueva York hasta tu casa de Escocia. Sé utilizarlo.
Drummond abrió otra puerta del rellano, se asomó un momento al
interior y volvió a cerrarla.
—Esta no —murmuró. Luego, se dirigió a Cassie—: No has hecho más
que arañar la superficie.
—¿Cómo es posible? —insistió—. ¿Cómo puede ser que solo esté
arañando la superficie?
Fox se acercó a la siguiente puerta del rellano y la abrió.
—Esta servirá —dijo mientras entraba.
Cassie lo siguió hasta el interior de una enorme habitación cuadrada. Una
ventana rectangular daba al mismo paisaje, visto desde otro ángulo. Allí las
montañas parecían estar más cerca, aunque a lo mejor eran otras. En la
pared del fondo, había una gran cama con dosel cubierta con unas sábanas
de color azul brillante, como un cielo estival. Una vez más, las paredes
estaban llenas de estanterías, y había un sillón a los pies de la cama, con una
mesita auxiliar al lado y un escabel delante. Junto al sillón, encastrada en la
pared, había una chimenea pequeña con una pila de leños apilados con
pulcritud en el hogar. Cassie se imaginó una confortable noche de invierno
en aquella habitación, con el fuego crepitando mientras el viento y la lluvia
golpeteaban la ventana, y un montón de libros y una taza con algo caliente
en la mesita auxiliar.
—El baño está ahí —dijo Drummond, que señaló una puerta en la pared
opuesta, junto a la cama.
—Es preciosa —dijo, y se volvió hacia él—. Pero ¿cómo es posible que
solo esté arañando la superficie?
Drummond negó con la cabeza.
—Primero, duerme un poco. Te lo contaré cuando despiertes.
—No —replicó ella, que empezaba a enfadarse—. Dímelo. Quiero
saberlo.
Fox dudó un momento, pero se dio cuenta de que la joven no dormiría
hasta que le diera una respuesta.
—Tienes un superordenador —dijo—. Y lo estás utilizando para jugar a
los marcianitos.
—¿Qué significa eso?
—«Una puerta será cualquier puerta.» Eso es lo que pone en la portada
del libro.
—Sí, ya lo sé.
—No —repuso Drummond, que volvió a negar lentamente con la cabeza
—. No creo que lo sepas. La existencia de las puertas no es algo exclusivo
del momento actual, ¿verdad? Las puertas existen desde hace mucho
tiempo, desde los inicios de la historia de la humanidad.
Cassie sopesó lo que acababa de decirle y, cuando lo comprendió, su
mente se desplomó hacia atrás, como un hombre que tropieza de manera
inesperada con un enorme cañón abierto en el suelo.
—La gente no quiere tu libro solo para poder viajar por el mundo —
continuó Drummond mientras la mente de la chica se desbocaba cada vez
más—. Cualquier persona con dinero puede subirse a un avión privado y
aterrizar donde le dé la gana doce horas más tarde. Me dijiste que tu sueño
era volver a hablar con tu abuelo. Yo no puedo resucitarlo de entre los
muertos, pero tampoco lo necesitas. Lo único que necesitas es el Libro de
las puertas.
Ella parpadeó, temblorosa.
—Puedes abrir una puerta al pasado, Cassie —aseguró Fox—. Por eso la
gente quiere tu libro. Porque te permite viajar en el tiempo.
El libro del armario seis y debates en la Biblioteca Fox

EN LA COCINA, ya a solas, Drummond Fox encontró un poco de helado en el


congelador. Lo dejó sobre la encimera para que se descongelara un poco y
se preparó una taza de té. Hacía diez años que no visitaba la Biblioteca Fox,
su casa, y, la última vez que había estado allí, después de haber presenciado
la matanza de sus amigos, había tenido que salir huyendo despavorido.
Se sentó delante de la encimera, bajo la luz de la lámpara colgante, y
abrió el helado. Estaba a medio comer, por supuesto —el helado nunca
duraba mucho en casa de Drummond—, pero quedaba bastante para
levantarle el ánimo. Se llevó una cucharada a la boca y dejó que se
derritiera.
—Helado de sombra —murmuró para sí con una pequeña sonrisa.
No sabía a sombras, sino a día de verano —a frutas del bosque y azúcar
—, y estaba tan fresco como el último día que lo había comido. En las
Sombras, las cosas ni se estropeaban ni se deterioraban ni se llenaban de
polvo.
Drummond continuó comiendo sin pensar en nada más, limitándose a
disfrutar del sabor, del subidón del azúcar en su organismo. Comer siempre
había sido uno de sus placeres, y era lo que lo había hecho seguir adelante
durante la última década, en la que había estado en constante movimiento.
En los momentos más oscuros, entraba en un restaurante o en una cafetería,
se rodeaba de los ruidos felices de personas que llevaban una vida más fácil
y comía con calma. Esos instantes eran su paréntesis, remansos de paz en
un mar tempestuoso.
Se comió el helado despacio, paladeándolo, y luego devolvió la tarrina al
congelador. A continuación cogió la taza, apagó la luz y se llevó el té al
piso de arriba; atravesó la biblioteca y subió por la escalera oculta hasta la
torre. Dejó la taza sobre la mesa y se acercó un momento a la ventana para
contemplar el conocido paisaje. Se alegraba de estar en casa, de estar de
nuevo, diez años más tarde, en un lugar en el que se sentía seguro y
cómodo, aunque en realidad no estaba seguro y le estaba costando sentirse
cómodo.
Se dirigió a uno de los armarios que colgaban de la pared —el número
seis— y lo abrió. Sacó el libro que contenía y lo trasladó a la mesa, donde
lo dejó justo al lado de la taza. Posó la mano en la cubierta, la acarició con
delicadeza y luego abrió el libro. Las páginas estaban llenas de textos
densos y bocetos, como siempre, pero la primera estaba en blanco. Era
evidente que se trataba de un libro especial —por eso estaba en poder de la
Biblioteca, por eso formaba parte de la colección desde hacía tiempo—,
pero nadie había sido capaz de leerlo ni de comprender lo que era capaz de
hacer. Las instrucciones de la primera página del libro nunca se habían
revelado ante ningún miembro de la Biblioteca Fox.
Cogió otro libro, un volumen encuadernado en cuero que descansaba
sobre una esquina del escritorio. Era el registro de la colección de libros
especiales de la Biblioteca. Buscó la entrada correspondiente y volvió a
comprobar cuándo había llegado exactamente el ejemplar del armario seis a
la Biblioteca Fox.
—Tres de abril —leyó—. De mil novecientos treinta y tres. Identificado
en Egipto, en unas excavaciones de Asuán.
Asintió. No le había fallado la memoria. Aquel volumen llevaba casi un
siglo en la Biblioteca Fox, guardado a buen recaudo en el armario número
seis. Nunca había salido de allí —de lo contrario, se habría anotado en el
registro— y, en realidad, el hecho de que la primera página siguiera en
blanco significaba que nadie en la historia de la Biblioteca había sido capaz
de leerlo.
Negó con la cabeza, perplejo ante el misterio.
Porque el libro que tenía delante le resultaba conocido. Era idéntico al
que Cassie le había enseñado en Lyon, al que la joven llevaba consigo.
Era, Fox estaba convencido, el Libro de las puertas.

DRUMMOND BEBIÓ UN sorbo de té y chasqueó los labios. El té siempre sabía


mejor después de algo dulce. De fondo, oía los ruidos de la casa: el crujido
de la madera vieja, el viento que se colaba entre las rendijas. Por debajo de
él, en algún lugar, Cassie yacía, probablemente despierta, asimilando lo que
le había dicho no hacía mucho: que el Libro de las puertas le permitiría
viajar en el tiempo.
—Viajar en el tiempo —susurró mientras acariciaba de nuevo la cubierta.
Esa tenía que ser la explicación. Si el Libro de las puertas tenía la
capacidad de viajar en el tiempo, era posible que dos versiones del mismo
libro estuvieran a la vez en el mismo lugar y momento.
El hecho de que el libro de Cassie tuviera el texto en la primera página le
decía que tenía que ser una versión más avanzada en su propia línea
temporal. La versión que tenía delante era más reciente.
Entornó los ojos mientras intentaba deshacer el embrollo.
Eso significaba que, en algún momento del futuro, alguien se llevaría el
Libro de las puertas de la Biblioteca Fox y este acabaría en manos de
Cassie en el pasado, en Nueva York.
Pero ¿cómo?
Y ¿cuándo?
Y ¿por qué?
Drummond no lo sabía, pero le preocupaba.
Había planeado quitarle el Libro de las puertas a Cassie. Tras la
aparición de Barbary, había decidido llevarla a un lugar seguro junto con
Izzy y, después, arrebatarles el libro. Había estado a punto de hacerlo
cuando la chica le había dejado verlo en Lyon. Pero entonces lo había
reconocido como el que tendría que estar en la Biblioteca Fox y se lo había
devuelto a Cassie porque quería que la joven lo ayudara a regresar a la
Biblioteca y así poder comprobar si era cierto.
—Y también porque eso significaba que volverías a casa —dijo para
reconocer su propio motivo oculto.
Y allí estaba: la Biblioteca seguía a salvo, tal como él la había dejado, y
el ejemplar del que estaba seguro de que era el Libro de las puertas seguía
en su armario, intacto. No sabía si eso lo tranquilizaba o lo inquietaba.
Se levantó y lo devolvió al armario número seis.
Llegó a la conclusión de que debía permanecer junto a Cassie hasta que
descubriera la respuesta. Tenía que averiguar cómo había llegado el libro a
manos de aquella chica.
Se sorprendió al descubrir que la idea de quedarse con ella no le resultaba
desagradable, sino todo lo contrario: lo animaba un poco.
—¿Por qué? —le preguntó a la estancia silenciosa.
A primera vista, la respuesta era sencilla: porque había disfrutado del
tiempo que había pasado con Cassie y con Izzy. Después de la cena,
después de Hugo Barbary, aquellos minutos tomando café y comiendo
cruasanes en Lyon lo habían hecho feliz. Había contado mucho más de lo
que esperaba hacer, había respondido a sus preguntas de una forma más
abierta de lo aconsejable, seguramente.
—Porque te sientes solo —admitió.
Echaba de menos a sus amigos. Echaba de menos hablar acerca de los
libros. Estaba cansado de estar solo.
Asintió para sí al aceptar aquella verdad. Volvió al escritorio y bebió otro
sorbo de té.
La Mujer le daba miedo. Todavía tenía pesadillas sobre aquella noche de
hacía diez años en Nueva York, sobre la noche en la que sus amigos habían
muerto. Le aterrorizaba pensar en lo que la Mujer haría si se apoderara del
Libro de las puertas y lo utilizara para acceder a la Biblioteca Fox, en lo
que sería capaz de hacer con todos aquellos libros. Pero no podía dejar a
Cassie sola ante unos peligros para los que no estaba preparada. Y, además,
tenía que averiguar cómo había conseguido el libro.
—Los tejemanejes con los viajes en el tiempo —dijo sonriendo, puesto
que aquella no era la primera vez que esa frase se utilizaba en la Biblioteca
Fox.
Se asomó a la ventana y recordó una noche que pasó allí con sus amigos,
debatiendo sobre viajes en el tiempo.

—BUENO, TENEMOS CUATRO categorías —dijo Wagner, tiza en mano y de pie


ante la vieja pizarra como un maestro de escuela.
Drummond lo observaba desde su sillón, sosteniendo un vaso de whisky.
Lily estaba apoyada en la ventana, con la noche oscura detrás y los ojos
cerrados, algo adormilada después de cenar. Yasmin estaba sentada frente a
Drummond, con las mejillas enrojecidas por el calor del fuego y
mordisqueando una galleta de mantequilla. Fuera, la noche estaba repleta de
viento y lluvia, las gotas salían despedidas hacia la ventana desde la
oscuridad; en la habitación, el aire era cálido y el fuego crepitaba. Era un
lugar confortable.
—Cuatro categorías —repitió Drummond—. Enuméralas otra vez.
Wagner asintió.
—Libros que afectan a la realidad externa del mundo físico —empezó al
mismo tiempo que señalaba la parte izquierda de la pizarra con la tiza—.
Libros que repercuten en el estado interno de los humanos, como el Libro
de la alegría, el Libro de la desesperación, el Libro del dolor y el Libro de
los recuerdos.
—Sí —dijo Yasmin—. Emociones y sentimientos.
Wagner vaciló, pensativo.
—Emociones y sentimientos —repitió, y luego anotó esas palabras al
final de la lista, como si fueran el posible título de una categoría alternativa
—. Luego tenemos aquellos a los que en líneas generales nos referimos
como libros de superpoderes. Son los que otorgan poderes sobrehumanos a
quienes los poseen.
—¿Lily se ha dormido? —preguntó Drummond, que la miró desde el
otro lado de la habitación.
Wagner se volvió un segundo hacia ella.
—Ja —concluyó—. Demasiada comida pesada. Mucho que digerir.
—Lo he oído —farfulló Lily, somnolienta, sin llegar a abrir los ojos.
—El Libro de la velocidad —dijo Yasmin, que se limpió las migas de
galleta de los labios—. El Libro de las caras. El Libro de las sombras.
—El Libro del control —añadió Drummond.
—El libro de Hugo Barbary —apuntó Lily desde la ventana, y lo dijo de
tal manera que el nombre sonó como una palabrota.
—Ese demonio —convino Yasmin.
—Y luego está la cuarta categoría —continuó Wagner—: Los libros que
parecen tener algún tipo de efecto sobre las leyes del universo.
Drummond se levantó, se estiró y dio unos pasos hacia la pizarra.
—El Libro de la luz —dijo—. El Libro de la suerte.
—El Libro de la luz podría ser de superpoderes —señaló Yasmin.
Wagner movió la cabeza de un lado a otro mientras lo sopesaba.
—Hay varios libros que podrían encajar en más de una categoría. Pero yo
soy físico. La luz es una propiedad fundamental del universo, así que quiero
colocarlo en esta, ja? —Sonrió a Yasmin—. De todas maneras, nos lo
estamos inventando; puede que toda esta categorización no sea más que un
ejercicio inútil.
—Continúa —lo animó Drummond. No tenía ni idea de si categorizar los
libros de aquella manera tenía algún valor, pero se lo estaba pasando bien
—. ¿Qué otros libros juegan con las leyes del universo?
Reflexionaron sobre la pregunta durante unos instantes y el silencio se
colmó con el crepitar del fuego y el tamborileo de la lluvia contra las
ventanas.
—No conocemos todos los libros —dijo Lily, que por fin abrió los ojos.
Se apartó de la ventana con un gruñido y cruzó la habitación para sentarse
en el sillón contiguo al de Yasmin—. Aún no los hemos encontrado todos.
Tal vez demos con un Libro de la gravedad o un Libro del tiempo.
—El Libro de las puertas —dijo Drummond, y tanto Yasmin como Lily
le sonrieron.
Esa era la historia que había dado comienzo a la Biblioteca Fox, el mítico
Libro de las puertas.
—Si de verdad existe un Libro de las puertas, eso te permitiría viajar en
el tiempo —asintió Wagner—. Si pudieras abrir cualquier puerta, sería
cualquier puerta en cualquier lugar.
—Hay una palabra preciosa… —dijo Yasmin mientras intentaba
recordarla—. Ah…, sí… «tejemaneje». Los tejemanejes de los viajes en el
tiempo.
Drummond le dedicó una sonrisa enorme. La pronunciación de
«tejemaneje» sonaba rara con su acento.
—Si es que existe —señaló Lily.
Fox sabía que Lily no estaba nada convencida de la existencia del Libro
de las puertas. «Suena demasiado a cuento de hadas» —le había dicho una
vez en Hong Kong hacía años, durante la primera visita que él le había
hecho. Drummond se había desplazado hasta allí con la idea de, quizá,
encontrar el Libro de las puertas—. A historia inventada.»
—Si pudierais viajar en el tiempo —dijo Yasmin—, imaginad todo lo que
seríais capaces de hacer. Podríais cambiar la historia, los acontecimientos
mundiales. Tal vez lo mejor sea que un libro así permanezca oculto.
—Nein —replicó Wagner, y levantó su taza de café de la mesa. Por
razones que Drummond nunca había llegado a descubrir, su amigo no bebía
alcohol. Daba la sensación de sobrevivir solo a base de café y agua—. Yo
no lo creo.
—¿Qué es lo que no crees? —quiso saber Drummond.
—Que la historia pueda cambiarse viajando en el tiempo. Soy físico.
Entiendo las leyes del universo. No creo que los viajes en el tiempo
funcionen de ese modo. La causa y el efecto seguirían existiendo.
—Caray, tienes que explicarnos cómo funcionaría, querido Wagner —
dijo Lily—. Venga, deja la pizarra y háblanos de los viajes en el tiempo.
El hombre dejó caer la tiza en el soporte que había en un lado de la
pizarra y volvió a su asiento.
—Por supuesto, todo esto son conjeturas, nadie lo sabrá con certeza hasta
que, efectivamente, viajemos en el tiempo, pero considero que el tiempo es
fijo. El pasado no puede cambiarse.
—¿Por qué? —quiso saber Drummond.
—A ver —dijo Wagner, que se cruzó de piernas. Tenía el codo apoyado
en el brazo del sillón y la mano en el aire, y la hacía rebotar al hablar, como
para enfatizar sus palabras—. Hay dos ideas sobre los viajes en el tiempo.
Tenemos el modelo abierto y el modelo cerrado, ja? En el modelo abierto,
puedes viajar al pasado y cambiar los acontecimientos para que tu presente
cambie en consecuencia. Es lo que se ve en las historias de ciencia ficción.
Vuelves atrás, haces algo y la historia cambia.
Yasmin asintió.
—Pero tú crees que eso no ocurriría.
—Nein —dijo él—. Porque el pasado es el pasado; los acontecimientos
ya han sucedido. Si vuelves atrás y ejerces algún efecto sobre el pasado, eso
contribuirá al presente que ya experimentas. Este es el modelo cerrado. No
puedes cambiar los acontecimientos a partir de lo que ya ha sucedido. Si
vuelves al pasado y haces algo allí, entonces es que eso ya sucedió en el
pasado y forma parte de la historia. Forma parte de lo que hizo que tu
presente sea el que es, el presente del que partiste cuando fuiste al pasado.
—Estoy esforzándome mucho por entender todo esto —murmuró Lily
con la voz adormilada—, pero tengo demasiada comida pesada aún por
digerir y una cantidad limitada de energía.
—Entonces, lo que estás diciendo es que los acontecimientos no pueden
cambiarse —dijo Drummond—. Que, aunque tuviéramos un Libro del
tiempo, o el Libro de las puertas, si intentáramos alterar algo del pasado, en
el presente no cambiaría nada.
—Eso es, correcto —confirmó el interpelado—. No cambia nada porque
ya ha sucedido. Las cosas que has hecho en el pasado ya están hechas antes
de que el tú del presente vuelva para hacerlas.
Los tres reflexionaron en silencio mientras Wagner se tomaba su café
plácidamente.
Drummond tuvo la sensación de que su mente se estaba peleando con las
ideas que su amigo acababa de exponer. Siempre sentía que, en el mejor de
los casos, iba tres pasos por detrás de Wagner. Sin embargo, en aquel
momento se percató de que tenía que arrastrarse y correr para seguirle el
ritmo a un hombre que tan solo se estaba dando un paseo tranquilo.
—De todas formas, solo es una teoría —les recordó Wagner, que se
encogió de hombros con afabilidad—. No lo sabremos hasta que
descubramos si los viajes en el tiempo son siquiera posibles.
A Lily se le habían puesto los ojos vidriosos y Yasmin contemplaba el
plato de galletas de mantequilla como si estuviera planteándose si comerse
otra sería una mala idea. Drummond seguía intentando encontrarles la
lógica a las palabras de Wagner.
—¿Has pensado alguna vez en hacer ciencia con los libros, Wagner? —
inquirió Lily.
—¿Hacer ciencia con los libros? —repitió el hombre, al que le había
hecho gracia la pregunta.
Lily agitó una mano.
—Ya sabes, meterlos en un laboratorio, analizar qué ocurre cuando se
usan.
Wagner sopesó la pregunta.
—No lo había pensado —reconoció—. Quizá sí que debería hacer
ciencia con los libros, como tú dices. —Miró a Drummond—. Tal vez, si
pudiera sacar prestados uno o dos libros de la Biblioteca, podríamos
someterlos a algún experimento.
Fox asintió. Era una idea interesante y, que él supiera, nadie había
llevado a cabo ningún experimento acerca de qué eran los libros ni de cómo
funcionaban.
—¿Alguien ha tenido noticias de los Popov? —preguntó Yasmin para
pasar a otro tema.
—¿De los Popov? —De pronto, los ojos de Lily volvían a estar
despejados—. ¿Los Popov de San Petersburgo, los del Libro de la
desesperación?
Yasmin asintió.
—Un contacto me ha informado de que han desaparecido. Hace meses
que nadie los ve ni sabe nada de ellos.
—Espero que no sea cierto —dijo Drummond—. El Libro de la
desesperación podría ser muy peligroso si cayera en las manos
equivocadas.
—Ja —dijo Wagner, que asintió mientras levantaba de nuevo la taza de
café.
—Por eso he querido preguntaros —dijo Yasmin.
Lily negó con la cabeza.
—En serio, tendríamos que intentar comprar todos esos libros y
esconderlos en algún lugar seguro. Tengo noches en las que soy incapaz de
dormir y me asusto al pensar en lo que podría ocurrir si las personas
equivocadas acumularan más libros.
—Personas como Hugo Barbary —reflexionó Yasmin.
—Pues un amigo de Estados Unidos me ha contado una historia acerca
de una mujer que está intentando reunirlos todos —dijo Drummond.

EN EL PRESENTE, en la Biblioteca Fox, mientras Cassie dormía en algún otro


rincón de la casa, Drummond estaba de pie junto a la ventana de su torre,
con una taza de té entre las manos y una sensación de tristeza asfixiante al
recordar aquellos días con sus amigos. Cómo desearía que hubieran sido
más precavidos, que hubieran estado más atentos a los rumores y a las
historias que les habían llegado. Habían sido unos ingenuos, se habían
mostrado demasiado dispuestos a creer que no ocurriría lo peor.
Y ahora sus amigos estaban muertos y él se había quedado solo. Y tenía
que decidir qué hacer a continuación.
Bebió otro sorbo de té y miró hacia la noche en busca de una respuesta.
Matt's All-American Burgers (2012)

VARIAS HORAS DESPUÉS de que Drummond le hubiera revelado a Cassie lo


que el Libro de las puertas era capaz de hacer, y más de una década antes,
ambos entraron en el Matt's All-American Burgers de Myrtle Creek,
Oregón. Drummond había devuelto la Biblioteca Fox a las Sombras
mientras intentaba ocultar, en vano, su más que evidente tristeza por tener
que abandonar su hogar una vez más. Después, habían vuelto a la puerta por
la que habían entrado el día anterior y Cassie los había enviado al pasado. A
su propio pasado.
Se quedaron parados en la entrada del restaurante y la joven recordó un
lugar que había conocido durante toda su infancia. Una de las camareras los
recibió enseguida y los condujo a un reservado junto a la ventana.
—¿Dónde estamos? —preguntó Fox mientras contemplaba los árboles de
color verde oscuro y el pesado cielo gris del exterior.
—En Oregón —respondió ella. Su voz le pareció muy lejana. Se dio
cuenta de que le estaba costando asimilar la realidad, lo que acababa de
hacer—. En un pueblo llamado Myrtle Creek. Yo me crie aquí. Veníamos
mucho a este sitio.
El interior del restaurante estaba diseñado para recordarles a los clientes
unos años cincuenta idealizados y que, seguramente, no habían existido
nunca. Había mucho neón y mucho cromo, reservados de vinilo rojo y un
suelo de damero. Las fotos de las paredes estaban llenas de rostros jóvenes
y optimistas delante de barbacoas o fogatas.
—¿Lo de este sitio es en serio? —preguntó Drummond—. Dime que es
una ironía, por favor.
—La gente no viene por la decoración —repuso Cassie—. La comida
está muy buena.
Los televisores que había detrás de la barra tenían sintonizadas cadenas
de deportes y canales de noticias, así que retransmitían acontecimientos de
actualidad para los clientes, pero históricos para Cassie. Se quedó mirando,
hipnotizada durante unos instantes, a un Barack Obama más joven mientras
daba un discurso en una sala, con una multitud de rostros organizados en
hileras detrás de él. Luego cogió una carta del soporte que descansaba en el
extremo de la mesa.
—¿Café? —les preguntó la camarera, que se acercó a ellos tras atender
una mesa cercana. Era una mujer de mediana edad que parecía cansada y
que presentaba todas las señales de querer una comanda, no una charla. A
Cassie le sonaba vagamente—. ¿Café? —preguntó otra vez, y la joven se
dio cuenta de que se había quedado embobada mirándola.
—Sí —respondió—. Café. ¿Drummond?
—¿Tiene whisky? —preguntó, y la camarera le respondió con una mirada
de hastío—. ¿Té? —probó.
—Un café, un té —dijo la mujer, y se dio la vuelta para marcharse.
—Té de desayuno, con leche —gritó Drummond tras ella, y la camarera
se volvió para mirarlo sin aminorar el paso—. Que el agua hierva, por
favor, que no esté solo caliente.
No había mucha más gente a su alrededor, pero Cassie sabía que el
restaurante no tardaría en llenarse de los clientes habituales que acudían a la
hora de comer. De clientes como su abuelo.
Desvió la vista hacia el mundo exterior. La carretera que pasaba por
delante de la cafetería le resultaba muy familiar. La había recorrido miles de
veces durante su infancia. La casa en la que se había criado se encontraba
unos kilómetros más al este. Mientras miraba y recordaba, perdida en sus
pensamientos, las primeras gotas de lluvia comenzaron a salpicar la
ventana, gordas y redondas. Cassie sabía que llovería toda la tarde. Se
acordaba de aquel día.
Un estruendo de vajilla atrajo de nuevo su atención hacia el interior de la
cafetería —a alguien se le había caído un vaso—, y entonces volvió a
centrarse en el otro lado de la mesa, en Drummond, que estudiaba la carta
con una mueca de asco.
—¿Qué te pasa en la cara?
Fox señaló la carta.
—Llevo una década viajando por este país y estoy muy cansado de esta
comida —contestó—. ¿Acaso es posible encontrar algo de comer que no
sea carne entre dos trozos de pan? ¿Hamburguesas… perritos calientes…
sándwiches… bocadillos? En Francia se les da muy bien cocinar. Ojalá me
hubiera pasado los últimos diez años en Francia.
Entonces fue él quien miró por la ventana, perdido en sus pensamientos.
Cassie lo observó unos instantes, sin tener claro si sus palabras la
molestaban o le hacían gracia, y luego le preguntó:
—¿Qué ocurrirá si hablo con él? —Había sido una de las cuestiones que
le habían rondado por la cabeza durante las horas que había pasado en
Escocia, mientras permanecía tumbada y despierta en el lujoso dormitorio
de Drummond pensando en lo que este le había revelado—. ¿Cambiaré la
historia? O… No sé, ¿sucederá algo malo?
—Mis amigos y yo hablamos de eso una vez —le respondió—. En la
Biblioteca. Recuerdo un debate sobre los viajes en el tiempo. —Negó con la
cabeza—. La verdad es que no tengo ni idea de qué pasaría. En la
universidad estudié Literatura, no Física Avanzada, y, para gran decepción
mía, los poetas metafísicos no tienen gran cosa que decir al respecto.
Sonrió y Cassie se sorprendió devolviéndole la sonrisa a pesar de lo
nerviosa que estaba. Se percató de que, cuando Fox estaba contento, ella se
alegraba.
—Pero mi amigo Wagner era físico —prosiguió Drummond—. Y estaba
seguro de que los viajes en el tiempo no podían cambiar la historia. Si
hacemos algo aquí, ahora, eso crea el futuro tal como lo conocemos, el
futuro en el que existimos. No cambia nuestra realidad. Porque ya ha
ocurrido.
Cassie frunció el ceño.
—Entonces…, si hablo con mi abuelo aquí, ahora, ¿siempre ha ocurrido
así? ¿Siempre he estado aquí, en este momento, hablando con él?
Su interlocutor asintió.
—Me parece que sí. Me parece que eso es lo que quiso decir Wagner.
—¿Y tú también lo crees? —preguntó Cassie.
Drummond se encogió de hombros.
—Ni siquiera sé si llegué a entenderlo del todo, así que mucho menos si
me lo creo. Pero Wagner era un hombre muy inteligente y sabía muchas
más cosas que la mayoría de la gente.
Bajó la mirada hacia la mesa un instante, y Cassie supuso que debía de
estar pensando en su amigo.
La camarera se acercó en mitad de aquel silencio y les dejó las bebidas
delante. Cassie pidió tostadas integrales y huevos revueltos, aunque creía
que no iba a comer. Fox se pidió un trozo de tarta red velvet.
—¿En qué época estamos, exactamente? —preguntó Drummond una vez
que la camarera se marchó.
—Si no me equivoco, de esto hace poco más de diez años —le contestó
—. Estamos a veintidós de agosto de dos mil doce, justo al final de las
vacaciones de verano.
A Cassie no le había costado atravesar una puerta hacia el pasado. De
hecho, le había parecido más fácil que abrir la puerta de la Biblioteca Fox
mientras estaba en las Sombras. Se preguntó si se debería a que el Matt's era
un lugar que había conocido muy bien durante mucho tiempo. Su puerta le
resultaba muy familiar.
—¿Por qué has elegido este día? —quiso saber Fox.
—Lo recuerdo con mucha claridad —dijo—. Me había ido a pasar unos
cuantos días fuera, de acampada con la familia de una amiga. —Señaló la
ventana, la lluvia que salpicaba el cristal y las densas nubes que se veían
más allá—. Este es el comienzo de un chaparrón de tres días. No es algo
que puedas olvidar cuando te pilla de acampada. Todo estaba empapado.
Fue horrible. No he vuelto a dormir en una tienda de campaña.
—Eso no responde a mi pregunta —insistió él—. ¿Por qué has viajado a
este día?
—No estoy en el pueblo, así que no voy a toparme conmigo misma,
¿verdad? Además, ninguna de las personas a las que conocía en aquella
época va a ver dos versiones mías rondando por aquí.
Él asintió para darle a entender que le parecía lógico.
—No sé qué pasaría si te encontraras contigo misma —dijo.
Aquella idea pareció distraerlo unos instantes.
—No se me ocurre nada peor —murmuró Cassie—. No sé cuál de las dos
se horrorizaría más, si mi yo de cuando era pequeña al verme vestida con
todas estas prendas de segunda mano… —se señaló el jersey—, o mi yo
actual al recordar cómo era antes.
—¿Antes de qué? —preguntó Drummond.
—Antes en general —respondió ella al cabo de unos segundos.
Permanecieron sentados en silencio hasta que les sirvieron, y luego el
silencio les hizo compañía mientras comían, aunque en realidad Cassie se
dedicó más a remover los huevos por el plato que a comer. La cafetería se
llenó de gente. Grupos de hombres que escapaban de la lluvia y charlaban y
reían a carcajadas; chicas adolescentes que soltaban risitas y cuchicheaban,
y un chico joven que llegó con unos cómics empapados y una expresión de
desolación en la cara. Alrededor de Drummond y Cassie, los cubiertos
tintineaban, y las tazas y los vasos golpeaban las mesas. Durante unos
minutos, la joven se distrajo, se sintió incluso feliz, imaginando que los
últimos diez años no habían pasado, que estaba de vuelta en aquella
cafetería con toda la vida por delante, toda una tierra de oportunidades
esperando a ser descubierta.
—Cuéntame más acerca de cómo te hiciste con el libro —dijo
Drummond, y aquellas palabras la sacaron a regañadientes de sus fantasías.
Lo observó mientras diseccionaba un trozo de la tarta red velvet y luego
se lo llevaba a la boca con la cuchara.
—¿Está buena? —preguntó.
—No está mal —reconoció—. Me ayudará a seguir adelante. El libro…
¿quién era el hombre que te lo dio?
Pensó en qué debía responderle, en por qué a Fox le interesaría tanto la
procedencia del libro. Pero entonces la puerta volvió a abrirse y, cuando la
joven volvió la cabeza, vio que su abuelo entraba a toda prisa huyendo de la
tormenta, pasándose una mano por el pelo y sacudiéndose la lluvia mientras
saludaba a la camarera con una sonrisa que hizo que a su nieta se le cerrara
la garganta de golpe.
Entonces, su abuelo cruzó la sala siguiendo a la camarera hasta una mesa
situada en el rincón más alejado y se sentó.
Su abuelo.
Su maravillosamente vivo y sano abuelo, el hombre que había muerto
hacía más de ocho años.
Izzy no se encuentra bien

CUANDO IZZY SE despertó a la mañana siguiente, más o menos en el mismo


momento en el que Cassie y Drummond abandonaban la Biblioteca para
viajar al pasado de su amiga, supo al instante y con absoluta certeza que
algo iba mal.
Se levantó de la cama y se quedó de pie en medio de su habitación,
intentando identificar el origen de su ansiedad. Le pareció que se trataba del
recuerdo persistente de una pesadilla, de un terror nocturno que aún no se
había sacudido de encima. Pero no se acordaba de lo que había soñado.
Se dio una ducha, con la esperanza de que el agua se llevara el malestar,
pero, cuando acabó, no se sentía mejor. ¿Habría bebido la noche anterior?
Intentó recordarlo, pero era como si todo lo ocurrido en las horas previas se
le escapara. Empezó a preguntarse si la habrían drogado. ¿Y si no se
acordaba de nada porque le habían echado algo en la copa? ¿Y si la desazón
que sentía era una especie de efecto secundario?
Se vistió para ir a trabajar, examinándose con gran atención mientras lo
hacía, aunque sin reconocerse a sí misma que buscaba moratones,
abrasiones o cualquier otra señal de que le había ocurrido algo. Por lo que
veía, por lo que sentía, estaba físicamente bien. No sabía qué le pasaba,
pero estaba claro que era algo más intangible.
Ya estaba a punto de salir de casa cuando se dio cuenta de que la puerta
de la habitación de su compañera de piso estaba entreabierta.
—¿Cassie? —preguntó al asomarse.
La cama estaba hecha, como si nadie hubiera dormido en ella. Su amiga
tampoco estaba en la sala de estar. Izzy frunció el ceño ante aquella nueva
anomalía. No recordaba ni una sola ocasión en la que Cassie hubiera pasado
la noche fuera de casa. Se preocupó.
Intentó llamarla por teléfono, pero no obtuvo respuesta y, por primera
vez, se preguntó si no se sentiría extraña porque le había ocurrido algo a
Cassie. A lo mejor alguien la había atacado o secuestrado. Tal vez la
extraña sensación que embargaba a Izzy se debiera a que lo había oído en
sueños.
No sabía qué hacer. No sabía si se estaba dejando arrastrar por el
histerismo o si algo iba realmente mal. Se planteó llamar a la policía, y
luego se preguntó qué podría decirles.
—Me siento rara y no consigo contactar con mi compañera de piso —se
dijo, y a continuación hizo una mueca.
La mirarían como si fuera tonta. Bromearían diciendo que era una mujer
demasiado emotiva.
Llamó a Cassie por segunda vez y le dejó un mensaje de voz:
—Cassie, ¿puedes llamarme, por favor? Estoy preocupada y no consigo
localizarte.
En cuanto colgó, alguien llamó a la puerta, un toc, toc, toc enérgico. La
abrió y se encontró a dos hombres al otro lado, a una de las parejas más
extrañas que había visto en su vida. El que tenía más cerca era asiático, bajo
y compacto, con los pómulos altos y muy bien peinado. Izzy se fijó en que
era guapo. Detrás de él había un gigante, un hombre que superaba con
creces el metro ochenta y que tenía el pecho tan ancho que parecía una
especie de superhéroe de dibujos animados. Era blanco, tenía una buena
mata de pelo castaño y rizado, y una mirada plácida y vigilante. Ambos
iban vestidos con traje oscuro y gabardina, pero el gigante no llevaba la
corbata apretada y su traje estaba menos cuidado.
—¿Señorita Cattaneo? —le preguntó el asiático con una sonrisa.
—Sí, soy yo —contestó Izzy.
—¿Le importa que entremos un momento para hablar con usted?
La joven se dio cuenta de que eran policías.
—¿Han venido por Cassie? —preguntó.
El asiático volvió la cabeza por encima del hombro para mirar al gigante
y después volvió a centrarse en ella.
—Me temo que sí —dijo con expresión apenada.
—Dios mío —murmuró Izzy, que se llevó las manos al pelo—. ¿Qué ha
pasado? ¿Se encuentra bien? No me digan que está muerta… No podría…
El hombre levantó una mano para intentar calmarla.
—Es mejor si… —empezó a decir al mismo tiempo que señalaba con la
cabeza hacia el apartamento.
—Dios mío —repitió la chica, que se dio la vuelta y volvió a entrar.
Los dos hombres la siguieron hasta la sala de estar. La estancia parecía
abarrotada con los tres allí dentro, sobre todo con el gigante plantado justo
delante de la puerta, con las manos metidas en los bolsillos.
—Señorita Cattaneo —dijo el hombre asiático—, yo me llamo Azaki y el
muro andante que tiene detrás es Lund. No habla mucho.
—Me da igual cómo se llamen —le espetó Izzy—. ¿Qué le ha pasado a
Cassie?
—¿Podemos hacerle antes un par de preguntas rápidas? —dijo Azaki.
La joven captó el movimiento de unas sombras y se dio cuenta de que el
hombretón se estaba apartando de la puerta. Pasó como pudo entre Azaki y
ella y se acercó a la ventana para contemplar el día.
—¿Qué preguntas? —replicó en tono impaciente.
—¿Cuándo vio a Cassie por última vez? ¿Le ha hablado últimamente de
algún amigo nuevo o de algún encuentro extraño que haya tenido?
—Anoche —contestó con más seguridad de la que sentía—. La vi
anoche. Pero, cuando me he despertado esta mañana, ya no estaba. Y…
—Y ¿qué? —la urgió Azaki.
—¿No tendría que estar tomando notas o algo así? —preguntó Izzy.
Azaki se dio unos golpecitos en la sien con el dedo índice.
—Está todo aquí. No se preocupe, señorita Cattaneo, esto no es un
interrogatorio formal. ¿Qué iba a decir?
—Que me he despertado sintiéndome rara, como si algo fuera mal, pero
no soy capaz de identificar el qué.
—¿Es extraño que Cassie no esté en casa por las mañanas?
—Sí. Suele trabajar por las tardes. Le gusta trasnochar, se acuesta tarde y
duerme hasta bien entrada la mañana. Tendría que estar aún en la cama.
—Entiendo —dijo Azaki. Miró al otro hombre, pero el gigante no
reaccionó de ningún modo—. Una pregunta más, señorita Cattaneo, ¿ha
traído Cassie algún libro nuevo a casa en los últimos días? ¿O le ha hablado
de algún libro interesante que haya encontrado?
—¿Libros? —preguntó Izzy, sumida en la más absoluta confusión—.
¿Por qué narices me habla ahora de libros?
—Conteste a la pregunta, por favor —la presionó.
Izzy lo pensó unos instantes.
—No lo sé —respondió—. Cassie trabaja en una librería y se pasa la vida
leyendo. Siempre tiene libros nuevos. No es algo de lo que solamos hablar.
—¿Trabaja en una librería? —dijo Azaki, como si eso fuera algo
interesante.
—Un segundo —dijo Izzy—. Creía que habían venido a informarme
sobre Cassie. Creía que estaba en el hospital, muerta o algo así.
—Uy, no tenemos ni idea —contestó el hombre asiático.
Izzy dio un respingo al establecer una conexión, al deducir lo que estaba
ocurriendo.
—No son de la policía —afirmó, de repente alerta.
Azaki frunció el ceño.
—Sí, sí lo somos. Perdone.
Sonrió para disculparse y se metió las manos en los bolsillos, como si
estuviera buscando algo. Con una de ellas, sacó una placa y se la tendió.
Izzy se acercó y la leyó.
—Inspector Azaki —dijo.
—Así es —contestó él mientras volvía a guardarse la placa.
—¿Por qué han venido a preguntarme por Cassie?
Izzy miró al gigante de la ventana. El hombre la estaba observando, pero
su expresión no transmitía ninguna amenaza evidente.
—Tenemos mucho interés en encontrarla —explicó Azaki—. Creemos
que podría estar en peligro debido a un objeto muy especial con el que se ha
hecho hace poco. ¿Sabe si tiene algo de valor?
—¿Algo de valor? —repitió Izzy—. ¿Cassie? Creo que se equivoca. Solo
tiene libros y un pésimo sentido de la moda.
Al gigante se le escapó una risa que pareció una tos, un único «ja» que
perforó el aire, y, cuando Izzy lo miró, aún atisbó los restos de la sonrisa
que se le estaba desvaneciendo de la cara. Azaki suspiró, molesto por la
interrupción.
—¿Ha dicho que corría peligro? —preguntó Izzy—. ¿Qué tipo de
peligro?
—Creemos que usted también podría estar en peligro, señorita Cattaneo
—continuó el hombre, que parecía preocupado.
La joven sintió que se llevaba la mano al pecho, asustada.
—¿Por qué iba a estar yo en peligro? No he hecho nada. ¿Qué es lo que
me está ocultando? ¿Dónde está Cassie?
—La verdad es que no lo sabemos —respondió Azaki en tono
compasivo. La estudió un momento, como si estuviera trazando un plan—.
Quizá sería mejor que nos acompañara a la comisaría. Solo durante unas
horas, hasta que encontremos a Cassie.
—¿A la comisaría? ¿Me están arrestando?
—No, no, para nada. Es solo para protegerla. No quiero que se quede
preocupada.
—Esto no me gusta —protestó ella—. No puede venir a mi casa y
soltarme que estoy en peligro.
Alguien volvió a llamar a la puerta de entrada, y esa vez fue un golpeteo
fuerte en lugar del vivaz repiqueteo de Azaki. Este volvió la cabeza hacia el
ruido y luego asintió para sí. Después sonrió a la joven.
—Un segundo, por favor —dijo. Dudó un segundo y se acercó a la chica
para decirle en voz baja—: Todo irá bien, Izzy. Solo tienes que ser valiente.
Mientras la joven asimilaba el extraño mensaje, Azaki le hizo un gesto
con la cabeza al gigante y ambos salieron de la sala de estar en dirección al
vestíbulo. Izzy se acercó a la ventana y bajó la mirada hacia la calle
mientras intentaba encontrarle algún sentido a aquella mañana de locos.
Desde el pasillo, le llegó el ruido de la puerta del apartamento al abrirse.
Luego oyó algo parecido a un grito ahogado o una exclamación de sorpresa.
Y luego dos golpes amortiguados, seguidos de otros dos más fuertes, y el
estruendo de unos cuerpos estampándose contra el suelo. Izzy se quedó de
piedra.
La puerta del apartamento se cerró con brusquedad y, un instante
después, un tercer hombre apareció en el umbral. Llevaba una pistola con
un tubo largo en una mano y una bolsa en la otra, a un costado. Era un
hombre alto, calvo y con unas gafas redondas. Por algún motivo, el mero
hecho de verlo hizo que a Izzy se le pusieran los pelos de punta.
—Hola de nuevo —dijo el señor, y le sonrió como si fueran viejos
amigos. Echó un vistazo a la habitación, como si se tratara de alguien que
se estaba planteando mudarse—. Madre mía. Qué puto asco de sitio. ¿Es lo
único que te puedes permitir?
Ella quería decir algo —hacer una pregunta que la ayudara a comprender,
gritar pidiendo ayuda—, pero estaba paralizada. Observó al hombre
mientras se guardaba el arma en una funda que llevaba en la cadera y se
recolocaba el abrigo para ocultar el cañón que le llegaba hasta el muslo.
—Tú y yo vamos a conversar un poquito —dijo mientras se acercaba a
ella. Le puso una mano en el hombro y apretó con delicadeza para que se
sentara en el sofá. Izzy captó el olor de su colonia, un aroma especiado y
abrasivo que, o era demasiado fuerte, o se había aplicado con demasiada
generosidad—. Vas a contarme todo lo que sabes.
—¿Sobre qué? —preguntó—. ¿Quién eres? ¿Qué les has hecho a los dos
inspectores?
Se la quedó mirando un instante con el ceño algo fruncido e Izzy tuvo la
sensación de que el hombre estaba llegando a algún tipo de conclusión.
—Muy bien —dijo—. No sabes nada. —Se acuclilló ante ella, con un
crujido bien audible de las rodillas, y la miró—. Habrá que ver si somos
capaces de hacerte recordar.
Esbozó una sonrisa que consiguió que se quedara helada.
—Oye, no te preocupes —le dijo el hombre al adivinar en su expresión lo
que estaba pensando—. Todo va a ir bien. Muy bien.
Cassie y Joe (2012)

—ESTÁ AHÍ —DIJO Cassie, que, aunque se dirigía a Drummond, no le


quitaba ojo a su abuelo.
—Ve a hablar con él. —Las palabras de Fox lograron que la joven lo
mirara—. Es lo que querías.
Cassie se dio cuenta de que, en efecto, era lo que quería. Su abuelo,
Joseph Andrews, estaba estudiando la carta como si no fuera a pedirse lo
mismo de siempre.
—Venga, ve —insistió Drummond con un deje de impaciencia en la voz.
Dudó unos instantes más mientras veía a su abuelo hacerle el pedido a la
camarera. Sabía en qué consistiría: una hamburguesa con queso, patatas
fritas caseras y un café solo. Era lo que se pedía siempre en el Matt's.
Entonces la camarera se marchó y lo dejó solo. Joe se palpó los bolsillos y
sacó el móvil: un viejo Nokia, estrecho y rectangular, con una pantalla
diminuta y un teclado minúsculo que se descubría deslizando hacia arriba la
parte superior del teléfono. Cassie recordaba lo mucho que la había
deslumbrado aquel teléfono la primera vez que su abuelo lo había llevado a
casa, a pesar de que, para entonces, ese modelo llevaba ya varios años
anticuado. Le había parecido algo muy futurista y verlo en aquel instante
hizo que el recuerdo cobrara vida en su interior, que la emoción le
burbujeara en el estómago como una botella de refresco agitada. Su abuelo
dejó el móvil sobre la mesa, a su lado. De otro bolsillo, se sacó un libro de
Stephen King, viejo y maltrecho, y a continuación se acomodó en la silla
para leerlo.
Cassie se levantó y atravesó la sala con el estómago dándole vueltas
como una lavadora. Se sentó frente a él sin decir nada. Su abuelo levantó la
vista de la novela y una serie de expresiones empezaron a cruzarle el rostro:
una chispa de reconocimiento que se convirtió en confusión, un rápido abrir
de ojos en señal de preocupación. Luego se quedó mirándola sin perder
detalle, parpadeando una sola vez, y le escudriñó la cara como si viera en
ella algo familiar que, al mismo tiempo, le parecía distinto.
La camarera le llevó el café y volvió a marcharse, pero el abuelo de
Cassie ni siquiera se dio cuenta.
—Hola, abuelo —lo saludó tratando de sonreír y conteniendo las
lágrimas.
Él continuó mirándola con una expresión que ella no le había visto jamás,
la expresión inocente y asombrada de un chico joven en la cara de un
hombre de mediana edad.
—¿Cassie? —preguntó con un susurro vacilante.
Ella asintió una vez.
—Pero pareces…
—Parezco mayor —dijo—. Y es porque lo soy.
Joe negó lentamente con la cabeza, dejó el libro sobre la mesa y se echó
hacia delante para verla bien.
Cassie se percató entonces de que era un hombre atractivo, algo en lo que
nunca había reparado. Estaba ajado a causa del trabajo y la vida, pero era
guapo: tenía la mandíbula cuadrada, una cabellera espesa y los ojos de color
azul oscuro rodeados de patas de gallo. También tenía el pecho ancho y los
brazos fuertes, desarrollados a lo largo de muchos años de trabajo físico.
Las manos de Joe estaban llenas de callos y eran ásperas, los enormes
nudillos le sobresalían como cabezas de tornillo, pero eran unas manos
sensibles, capaces de llevar a cabo labores delicadas. Eran las manos de un
artesano.
—Cuando tenía seis años —continuó Cassie mientras se sacaba el brazo
izquierdo del abrigo—, me caí y me hice un corte junto a la clavícula.
Joe la observaba con cara de no entender nada y la boca un poco abierta.
La joven se bajó el jersey y la camiseta para mostrarle la cicatriz que tenía
junto al tirante del sujetador y que aún se veía con claridad. Tenía una
cabeza redonda y una cola que se abría en abanico, y a Cassie siempre le
había parecido un cometa.
Esperó a que su abuelo terminara de examinar la cicatriz. Entonces la
miró a los ojos y asintió. Cassie volvió a meter el brazo en el abrigo.
—Una hamburguesa con queso y patatas fritas caseras —anunció la
camarera al dejar los platos sobre la mesa—. ¿Quieres algo, cielo?
—No, gracias —respondió Cassie sin romper el contacto visual con su
abuelo.
La camarera volvió a marcharse y, al cabo de un momento, Joe pareció
recordar dónde estaba. Bajó la vista hacia la comida que tenía delante.
Cogió el café y lo levantó, pero no bebió.
—Tendrías que estar de acampada con Jessica y con sus padres —dijo.
—Y lo estoy —dijo Cassie—. Mi yo de esta época. Mi yo más pequeña.
El hombre asimiló la respuesta y luego bebió un sorbo de café, con el
ceño fruncido.
—¿Qué está pasando?
—No sé cómo explicártelo sin parecer una loca —respondió Cassie, que
ahora no sabía cómo lidiar con todas las cosas imposibles e importantes que
tenía que decirle.
Su abuelo no dejaba de mirarla, como si no se hartara de verla, como si
no tuviera suficiente espacio en los ojos para todo lo que necesitaba ver.
—Dímelo sin rodeos —le dijo.
Con esas tres palabras, le recordó a Cassie todo lo que él era y todo lo
que ella adoraba. Era un hombre que escuchaba y absorbía, un hombre que
nunca juzgaba a la ligera.
—Vengo del futuro —dijo Cassie, a la que le dio un poco de vergüenza
incluso usar esas palabras—. No importa el cómo ni el porqué, pero he
vuelto para verte.
—Entiendo —dijo sin apartar la vista de ella.
—¿No quieres comerte tu hamburguesa?
—No —respondió—. Ahora no.
—Vale.
Se quedaron callados unos instantes, mirándose mientras la cafetería
traqueteaba y charlaba a su alrededor.
—¿Me crees? —preguntó—. ¿Te crees lo que acabo de decir?
—Creo que eres mi nieta —dijo despacio, sopesando sus palabras—. Y
creo que eres mayor que la Cassie de la que me despedí ayer por la mañana.
Eres una mujer. Eso lo veo.
Ella asintió. Las emociones eran una cascada en su interior, una catarata
inmensa y atronadora que ahogaba todo lo demás, pero su rostro no
revelaba nada.
—¿Entonces? —preguntó.
—Lo que me has dicho es una explicación tan buena como cualquier otra
—dijo—. No se me ocurre ninguna mejor. Excepto que esté alucinando.
Excepto que no seas real.
Ella estiró un brazo y le posó una mano sobre la suya.
—¿Me sientes?
Joe asintió.
—Estoy aquí.
Cassie sintió que su centro se arrugaba como si estuviera hecho de papel,
que caía hacia su núcleo y todos los muros y defensas que había construido
a lo largo de la última década se derrumbaban a su alrededor porque él
estaba allí y estaba vivo. Por más que intentó evitarlo, los ojos se le llenaron
de lágrimas.
—¿Qué pasa, Cassidy? —le preguntó su abuelo.
—Cassidy —repitió ella, y se sorbió la nariz—. Nadie me llama así.
Joe ahora la miraba de una forma extraña, con los ojos un poco
entornados, como cuando hacía cálculos para elaborar una pieza de
carpintería compleja.
—¿Por qué estás aquí? —le preguntó—. Me imagino que no te habrá
resultado fácil volver, así que ¿a qué has venido? ¿Están prohibidas las
hamburguesas en el futuro o algo así?
Su nieta soltó una carcajada, una única risa alegre y estruendosa, y
después se enjugó los ojos con la manga, sin dejar de ser consciente en
ningún momento de cómo la estaba mirando.
—No —contestó—. Aún pueden comerse hamburguesas. Solo… Solo
quería verte, abuelo.
Él hizo un lento gesto de asentimiento y bajó la vista hacia el café.
Levantó la taza y bebió un sorbo.
—Deduzco que en el futuro no puedes verme, entonces.
Cassie lo miró a los ojos cuando adivinó la pregunta y se limitó a negar
con la cabeza. Él asintió una vez más para aceptar su respuesta y todo lo
que implicaba, y desvió la mirada hacia otro lado.
—De acuerdo —dijo.
Cuando volvió a mirarla y mientras le estudiaba la cara y la ropa, la joven
casi vio lo que estaba pensando: «¿Cuántos años tienes? ¿Cuánto me
queda?».
—Quería decirte varias cosas —dijo Cassie—. Madre mía, llevo mucho
tiempo pensando en esto, en qué te diría si volviera a verte. En todas las
cosas que nunca llegué a decirte.
Su abuelo extendió las manos.
—Estoy aquí, Cassidy. Habla conmigo.
—Solo quería darte las gracias —dijo al cabo de un momento, sintiendo
que las lágrimas le acudían de nuevo a los ojos y que le ardía la garganta—.
Me diste muchas cosas, me lo diste todo. Fuiste el mejor padre que podría
haber tenido. Los mejores padres. Y siento no habértelo dicho nunca.
Joe frunció un poco los labios y evitó mirarla a los ojos, incómodo ante la
franqueza de sus emociones.
—Ya lo sé, Cassidy —murmuró—. Ya sé todo eso.
—¡Me fui de viaje! —exclamó ella entonces, repentinamente
entusiasmada por el tema—. ¡Por toda Europa!
Un brillo de interés iluminó los ojos de Joe, como el reflejo de la luz del
sol sobre el agua.
—¿Sí? ¿Adónde fuiste?
—¡A todas partes! —contestó, rebosante de ilusión—. A Francia, Italia y
Gran Bretaña. Vi todos los museos, las obras de arte y los edificios
antiguos.
Él negó despacio con la cabeza. Luego, casi en un susurro, le dijo:
—Eres una mujer hermosa.
—Abuelo —masculló Cassie.
Ahora era ella la que se sentía incómoda.
—Siempre supe que lo serías —continuó él—. Te pareces a tu abuela. Y
también veo algo de tu madre en tus ojos.
La joven no dijo nada, se dio cuenta de que aquel momento era para que
su abuelo lo disfrutara, para que contemplara el futuro que tenía delante.
—Trabajo en una librería —dijo.
—Bueno, eso no me sorprende. Te encantan los libros.
—Lo heredé de ti. Todas las noches después del trabajo, un libro hasta la
hora de acostarse.
—Sí —convino Joe.
Cassie le recorrió la cara con la mirada y recordó rasgos que había
olvidado, como las arrugas de los ojos y el color del pelo, pero se dio cuenta
de que lo estaba incomodando. Su abuelo bajó la vista hacia la comida que
se le estaba enfriando.
—Come —lo animó—. Siento haber interrumpido tu hora de comer.
Joe le lanzó una mirada de desaprobación, pero levantó la hamburguesa,
le dio un mordisco y empezó a masticar, aunque sin dejar de observar a
Cassie.
—Debería decírtelo.
A pesar de que sabía que aquel había sido el objetivo de la conversación
desde el principio, a la chica se le escaparon las palabras antes de que
pudiera pensarlas. «Si le cuento lo de su enfermedad, a lo mejor no muere.»
Sin embargo, dudó, insegura de cómo plantearlo.
Su abuelo continuó masticando y frunció el ceño. Ella se volvió hacia
Drummond, que seguía sentado en el reservado, observándolos con una
expresión vacía en la cara. Él no le había dicho que no lo hiciera. No le
había dicho que fuera a pasar nada malo. Si acaso, la había animado.
—¿Quién es? —le preguntó su abuelo al percatarse de que lo conocía.
—Nadie.
—¿Es tu novio?
—¡Dios, no! —exclamó, horrorizada—. Menudo concepto tienes de mí.
—Vale —contestó sonriendo y, al mismo tiempo, encogiéndose de
hombros a modo de disculpa—. No sé qué se considera un hombre guapo.
Cassie se apoyó en la mesa y volvió a ponerle una mano en el brazo.
—Tengo que contarte lo que pasa.
—¿Lo que le pasa a quién?
—A ti —empezó, pero su abuelo la interrumpió de inmediato.
—No —dijo acompañando la palabra con un gesto decidido de la mano.
—Pero…
—No, Cassidy —repitió Joe con voz firme—. No sé de dónde has venido
ni lo que sabes; ni siquiera sé si tengo un tumor cerebral o algo así y estoy
aquí sentado hablando solo. Pero lo que sí tengo claro es que no debo saber
nada sobre el futuro. Lo que quieres contarme, lo que creo que quieres
contarme… se supone que nadie debe saberlo.
—Pero podría…
—No —replicó con fiereza, y Cassie se sintió como cuando tenía ocho
años y su abuelo la había pillado dibujando en el papel pintado nuevo con
sus ceras de colores.
No le gustaba el color, así que había intentado cambiarlo. Nunca había
visto a Joe tan enfadado. En aquel momento, la niña no había entendido que
su abuelo se había gastado mucho dinero en ponerle la habitación bonita, ni
que en realidad no estaba enfadado, sino dolido por que a su nieta no le
había gustado.
—Solo… —comenzó a decir, pero ahora todo lo que quería contarle,
todas sus justificaciones, le parecían endebles. Era consciente de que las
lágrimas le rodaban por las mejillas, gotas grandes, gordas y protuberantes
que le caían sobre el regazo—. Fue muy duro. Para ti. Y para mí. Y
después… —Desvió la mirada y se secó las mejillas con el talón de la mano
—. Te echo de menos todos los días, a todas horas. Eras lo único que tenía
en la vida y te fuiste.
Allí estaba, la catarata de emociones se había desbordado.
—Ha sido muy duro. Es una herida que no cicatriza y me paso la vida
sola, leyendo libros encerrada en casa. Quizá, si te cuento las cosas, todo
sea diferente y pueda seguir en nuestra casa, leyendo en el taller mientras tú
trabajas.
La mirada que su abuelo le lanzó fue de preocupación, pero Cassie se
percató de que también estaba teñida de decepción y oyó lo patéticas que
sonaban sus propias palabras.
—Cassidy, todo eso de lo que estás hablando… no es más que la vida, no
tiene vuelta de hoja, así que tienes que seguir adelante.
Su nieta frunció el ceño, frustrada. Él no lo entendía.
—Ser feliz no es un derecho, Cassidy. Mírame, mira mi vida. Perdí a mi
mujer y a mi hija, trabajo todos los días para llevar comida a la mesa y a
duras penas consigo llegar a fin de mes. Nunca es fácil. Ha habido
momentos en los que he pasado hambre, en los que no podía pagar las
facturas. La felicidad no es algo que puedas esperar sentada. Tienes que
elegirla y perseguirla a pesar de todo lo demás. Nadie va a servírtela en
bandeja. Y eso que dices, que echas de menos nuestra casa, que me echas
de menos a mí… Eso es madurar. ¿Crees que yo no extraño a tu abuela?
Pues sí. Todos los días, con cada respiración, en cada momento que
habríamos compartido. Pero no puedes aferrarte a las cosas si no quieres
que te consuman. Hay que dejarlas pasar.
—No quiero —repuso ella entre lágrimas.
—Nadie quiere. Pero hay que hacerlo.
Entonces fue él quien extendió el brazo y la agarró. La mano de su
abuelo parecía inmensa sobre la de ella, un caparazón enorme y pesado.
—Aunque me digas eso que quieres decirme, aunque eso cambie el
futuro, tienes que vivir de todas maneras, Cassidy. No puedes esconderte
para siempre de los golpes de la vida. Sé que te gusta esconderte en los
libros, y quizá sea culpa mía, porque me gusta tenerte cerca en todo
momento. —Suspiró con suavidad—. Puede que deba empezar a obligarte a
salir y hacer amigos.
—No —replicó ella, puesto que era lo último que quería.
—Te escondes de la realidad. Pero eso no es vivir. Lo sabes muy bien.
Su nieta asintió, aunque detestaba todo lo que le estaba diciendo.
—Bueno, ¿y ahora qué? —preguntó Joe unos instantes después.
—No lo sé —reconoció ella. Estaba desmoralizada. ¿Qué había ido a
buscar allí? ¿Había mejorado las cosas yendo a visitar a su abuelo o solo las
había empeorado?—. Supongo que debo marcharme.
El hombre reflexionó unos instantes.
—¿Puedes…? ¿Esto puedes hacerlo más veces?
—No lo sé —respondió—. No sé gran cosa. Lo siento, es muy difícil de
explicar. Pero… Pero me gustaría volver. Me gustaría volver a verte, si no
te importa.
Entonces Joe sonrió, y fue como la primera luz del alba tras una mala
noche.
—¿Por qué iba a importarme? Vuelve siempre que quieras.
—Me alegro de haberte visto.
Se miraron, incómodos. Y entonces ella le preguntó:
—¿Me das un abrazo?
Joe pareció sorprenderse.
—¿Por favor? —añadió su nieta.
—Por supuesto, Cassidy. Claro.
Se levantaron al mismo tiempo y rodearon la mesa para abrazarse. Al
principio fue incómodo, pero luego se convirtió en algo más natural, más
familiar.
—Te echo de menos —repitió ella apoyada contra su hombro.
—Lo sé —le respondió él al oído.
Se separaron y Joe la sujetó por las manos para poder mirarla bien de
arriba abajo, con una ligera sonrisa en los labios.
—Esto es increíble —dijo, hablando más para sí que para su nieta.
La soltó, pero la conversación no había terminado.
—¿Cómo es el futuro? —preguntó con las comisuras de los labios
curvadas en una sonrisa.
Cassie se encogió de hombros, sin saber muy bien qué responder.
—No es tan distinto a esto —dijo—. Lo único es… que tú no estás.
La sonrisa de Joe se desvaneció.
—Lo siento —se disculpó, y se odió por haberle hecho daño—. Tengo
que irme —añadió, aunque no quería hacerlo.
—Yo también —dijo Joe, que de pronto parecía distraído. Se volvió hacia
la mesa y cogió su móvil y la novela de Stephen King. Sacó unos cuantos
billetes y los dejó junto a los restos de la hamburguesa. Luego miró a su
nieta a los ojos durante un instante más—. Sé feliz, Cassidy, por favor. ¿Lo
harás por mí?
Le puso una mano en el hombro un segundo y ella asintió.
—Quizá vuelva a verte algún día —dijo su abuelo.
Después se alejó, cruzó la puerta y se adentró en la lluvia.
Cassie se acercó a la ventana y lo observó mientras corría bajo la lluvia
torrencial en dirección a su camioneta. Cuando se subió, se quedó allí
sentado un momento, mirando hacia delante y sin moverse. Parecía que
hubiera sufrido una conmoción. Luego sacudió la cabeza, arrancó el motor
y salió marcha atrás de la plaza de aparcamiento. Giró el volante y se
incorporó a la carretera. Las luces traseras de la camioneta se convirtieron
en dos chispas rojas y brillantes que se perdieron entre los tonos grises.
En cuanto desapareció, las emociones se apoderaron de Cassie. Abrió la
puerta de la cafetería de un tirón y salió corriendo a la luz del día. Se quedó
de pie en el aparcamiento, dejando que la lluvia la mojara, que le empapase
el pelo hasta el cuero cabelludo y le recorriera la espalda. Cuando levantó la
vista, el cielo estaba bajo y gris oscuro, uno de esos cielos plomizos y
asfixiantes.
—¿Qué haces? —le preguntó Drummond, que salió de la cafetería y
entornó los ojos para poder verla a través de la lluvia—. Está diluviando.
Ella no le hizo caso. Cruzó el aparcamiento en dirección a la arboleda sin
saber adónde se dirigía ni por qué, pero no llegó muy lejos antes de
detenerse. Se dejó caer de rodillas sobre un charco y se salpicó los vaqueros
de agua. Gritó y chilló hacia el día gris, angustiada y destrozada por la
nueva pérdida de su abuelo; necesitaba desahogarse. La lluvia continuó
calándola, como si el mundo llorara con ella.
Lo que Izzy olvidó

SENTADA EN EL sofá, Izzy observó al hombre mientras se acercaba a la


ventana y se asomaba a la calle. La joven desvió brevemente la mirada
hacia la puerta y el pasillo.
—No lo conseguirás —le dijo él sin siquiera volverse.
Izzy no estaba pensando en huir. Estaba intentando ver qué les había
ocurrido a los dos inspectores.
—¿Los has matado? —preguntó, y se asombró de lo tranquilas que
sonaron las palabras al brotar de sus labios.
—Sí —dijo el hombre, y se dio la vuelta para mirarla—. Les he pegado
un tiro en la cabeza.
Aquellas palabras hicieron que la mente de la chica se tambaleara un
instante. Era una respuesta demasiado descomunal para asimilarla.
—¿Quién eres?
—Soy el doctor Hugo Barbary —respondió—. Nos conocimos anoche.
Izzy no recordaba la velada anterior, y mucho menos haber conocido a
aquel hombre.
—¿Qué tipo de médico eres? —preguntó, no porque le interesara, sino
porque quería que siguiera hablando.
—En realidad no soy médico —contestó él—. Bueno, fui a la facultad de
Medicina, pero me aburría tanto que no terminé la carrera. Aun así, me
refiero a mí mismo como doctor. Siempre me ha interesado saber qué es lo
que hace que las personas sean lo que son. Siempre he pensado que tal vez
esté oculto entre toda esa materia húmeda y roja que llevamos dentro.
Se dio unos golpecitos en el estómago.
Izzy se dio cuenta de que el hombre tenía un acento inusual. Hablaba con
la misma fluidez que un nativo, pero pronunciaba las vocales de una forma
extraña.
—¿Esto tiene algo que ver con Cassie? —preguntó.
El doctor levantó un poco la cabeza, como si la pregunta hubiera
despertado su curiosidad.
—Mi compañera de piso —añadió la chica.
—¿Qué pasa con ella? —quiso saber Barbary.
—No está en casa. No sé dónde está —respondió Izzy, que no sabía por
qué le estaba contando todas aquellas cosas.
—Quiero saber dónde está el Libro de las puertas —dijo Barbary.
—¿El qué?
El hombre se acercó, tomándoselo con calma.
—Quiero saber dónde está el Libro de las puertas —repitió.
Se detuvo ante Izzy, se cernió sobre ella como una torre.
—No sé de qué estás hablando —aseguró la joven. El pánico empezaba a
burbujearle por dentro, como una olla calentándose al fuego. Intentó
mantener la calma, pero no tenía ni idea de quién era aquel señor ni de lo
que iba a hacerle—. No me mates, por favor —suplicó, y odió lo patética
que parecía.
—No quiero matarte —respondió él—. A ver, yo creo que lo disfrutaría,
pero lo más probable es que no me convenga. Eres un buen activo para mí.
Cuando encuentre a tu compañera de piso, querrá que estés viva, y eso me
beneficia. Si estás muerta, pierdo esa ventaja.
Izzy asimiló sus palabras y se aferró a la esperanza. El corazón le
golpeaba la caja torácica como un boxeador. Una parte distante de su mente
le recordó los nervios que había sentido siempre antes de las audiciones
importantes, cómo había sido capaz de suprimirlos y de evitar que las
personas con quienes hablaba no los notaran. Supo que debía recurrir a esa
habilidad, que no debía revelar nada de lo que estaba sintiendo.
—Pero, si no estás entera, me da igual —añadió Barbary—. No me
importa que pierdas un dedo, una extremidad, los ojos… —Fue señalando
vagamente las partes del cuerpo de Izzy a medida que las mencionaba—.
Vamos, que te conviene tenerme contento.
A la chica le entraron ganas de vomitar al oírlo, las entrañas se le
contrajeron de golpe.
—No sé nada —le aseguró otra vez, y entrelazó las manos con fuerza
sobre el regazo—. Te lo prometo.
El doctor asintió despacio.
—Te creo —dijo—. Lo que me interesa es lo que has olvidado.
—No lo entiendo —dijo ella, que intentó sonreír—. Quiero ayudarte. No
quiero morir, pero no puedo decirte lo que no sé.
El hombre suspiró. Parecía un poco enfadado, como una persona que
entra en una tienda y se encuentra con que el producto que quería está
agotado.
—Necesito saber lo que has olvidado y, si no te acuerdas, tendré que
ayudarte.
—¿Cómo voy a recordar lo que no recuerdo? —preguntó la chica, ahora
ya presa del pánico—. ¡No lo recuerdo!
Hugo Barbary dejó la bolsa en el suelo y la abrió. Metió la mano y sacó
un cuaderno pequeño. La cubierta era un estallido de formas moradas y
verdes, como si alguien hubiera intentado pintar una migraña.
—Esto podría ayudarte —dijo.
—¿Qué es? —quiso saber Izzy.
—Toma.
Se lo tendió.
La chica miró primero el libro, luego el rostro inexpresivo del hombre y
después otra vez el libro.
—¿Qué es? —preguntó de nuevo, con más recelo.
—Cógelo con las dos manos —le ordenó el doctor hablando muy
despacio, como intentando que una persona estúpida entendiera algo
sencillo. Se echó el abrigo hacia atrás para mostrarle la funda de la pistola
—. O te meto una bala en una articulación.
Izzy agarró el libro y, en cuanto lo hizo, sintió una punzada en los
nudillos, una punzada que no se detenía. Era sostenida y prolongada, un
chirrido de escaso volumen que le rechinaba en los dedos.
—¡Ay! —exclamó, y bajó la mirada hacia el libro.
Lo que vio no tenía sentido. Daba la sensación de que el libro, o el aire
que lo rodeaba, palpitaba, de que unos colores rojo intenso, verde y morado
le nacían de entre las manos. La imagen le hizo pensar en una especie de
extraña criatura de las profundidades marinas, en una criatura que titilaba,
rodeada de colores, mientras se impulsaba a través del agua oscura. Ese
pensamiento se desvaneció cuando se dio cuenta de que el libro se tornaba
más pesado y caliente, de que el dolor le reverberaba por dentro al ritmo de
los colores que veía.
—Este es el Libro del dolor —dijo Barbary—. No puedes soltarlo hasta
que yo te lo permita. La sensación que notas en la mano se irá extendiendo
de forma constante hasta llegar al último rincón de tu cuerpo…
Mientras el hombre hablaba, ella se dio cuenta de que el dolor le iba
subiendo por el antebrazo, como si alguien le raspara las venas con clavos
oxidados.
—¡Ay! —se quejó de nuevo. Su cuerpo trató de apartarse del libro, pero
estaba aprisionada, como un animal que hubiera caído en una trampa. Sintió
que los ojos se le llenaban de lágrimas—. ¡Haz que pare! —suplicó.
Ahora los colores latían más deprisa.
—Una vez que se te haya extendido por todo el cuerpo —continuó el
doctor en un tono del todo indiferente al dolor de la joven—, empezará a
empeorar de manera gradual hasta que no seas más que dolor. Te
convertirás en un saco de agonía. Y entonces tu corazón se rendirá.
El hombro de Izzy era una bola de púas secas y crujientes girando contra
la cavidad de la articulación. El libro que tenía en las manos ardía y pesaba,
los colores extraños gritaban en el aire y le parpadeaban a toda velocidad en
la cara.
—Nadie puede sostener el Libro del dolor durante mucho tiempo —
continuó Barbary, y el mero sonido de su voz fue una tortura para los oídos
de la chica.
Se acuclilló delante de ella para verle la cara, interesado en lo que estaba
ocurriendo.
Cuando el dolor le llegó al cuello, Izzy gritó, soltó un aullido de agonía
que a su mente conmocionada le sonó muy distante. Sabía que el hombre le
estaba hablando, pero ya no entendía lo que decía. Unos dedos de
sufrimiento le trepaban por los pechos y la espalda, como atizadores al rojo
vivo abrasándole la piel. Se balanceó en el sofá. La vejiga le falló y se orinó
encima sin darse cuenta. El mundo comenzaba a desvanecerse bajo la
embestida del dolor.
—No puedes acceder a ciertos recuerdos porque te los han sellado —
estaba diciendo el doctor, palabras sin sentido, un idioma extranjero en el
mundo de tormento de Izzy—. La tortura abrirá las puertas, te reiniciará la
mente. Creo que esto es así. Recordarás o aguantarás.
Gritó en silencio, con la boca y los ojos muy abiertos, incapaz de dar voz
a la agonía que le estaba destrozando el cuerpo. Cuando el dolor se le
extendió por el otro brazo y le bajó hasta las caderas, notó que se le obstruía
la garganta. No veía el fin, no veía esperanza. Era incapaz de pensar de
forma consciente. Estaba desamparada.
Y entonces paró. El dolor desapareció en un instante, y se quedó tumbada
en el sofá sobre un charco de su propia orina, parpadeando y con la mente
crispada. Pero hasta la última parte de su cuerpo estaba gloriosamente libre
de dolor. Nunca había sido tan feliz como en ese instante, nunca había
sentido una dicha así.
—¿Algo?
La voz del hombre la sobresaltó y se apartó de él con un respingo.
Barbary estaba acuclillado a su lado, inspeccionándola con los ojos oscuros
a través de los cristales de las gafas, con el libro en las manos. La joven se
incorporó y se alejó cuanto pudo del libro.
—¿Recuerdas algo? —insistió el doctor en tono impaciente—. ¿Ha
liberado algo el dolor en tu diminuto cerebro?
Izzy intentó escapar. Se levantó de un salto, y, con la mente embotada,
corrió hacia la ventana. Cuando llegó hasta ella, se dio cuenta de que no
podía ir a ninguna parte. Se dio la vuelta y se topó con Barbary. Lo tenía
justo detrás, acorralándola, demasiado cerca para permitirle huir sin peligro.
Aun así, tenía que intentarlo… Cualquier cosa era mejor que el dolor…
—¿Recuerdas, mujer? —volvió a preguntarle él, ahora furioso.
La joven no le quitaba ojo al libro, a ese horrible objeto morado y verde
que era el fin del mundo. Era incapaz de pensar con claridad: solo veía el
libro, lo único que recordaba era la agonía.
—¿Algo? —insistió el hombre, ahora alzando la voz—. ¿O necesitas otra
ronda para poner en marcha tu minúsculo cerebro?
—¡No! —gritó ella.
Se desplazó repentinamente hacia la izquierda para tratar de esquivarlo,
pero él se anticipó y se interpuso en su camino. Izzy intentó corregir su
trayectoria y girar hacia el otro lado, pero el doctor también estaba allí. No
tenía adónde ir. Quería gritar, llorar, pero estaba atrapada.
—¡Eh!
Una voz irrumpió en la conciencia de Izzy y el doctor se volvió,
sorprendido, justo a tiempo de toparse con un puño enorme que volaba
hacia él. El golpe levantó a Barbary del suelo y la cabeza se le dobló hacia
un lado antes de que sus pies supieran que se estaba moviendo. Se estampó
contra el televisor y después se desplomó sobre el suelo, bocabajo y con los
brazos hacia atrás.
Izzy vio al gigante, el hombre que había llegado con el japonés. Tenía
una herida en la sien y la sangre le corría por un lado de la cara. Contempló
a la chica un instante, respirando con dificultad. Y luego miró al doctor
Barbary como si quiera comprobar si se movía, pero el calvo permaneció
inmóvil. El gigante levantó la mano y se la llevó a la cara. Esbozó una leve
mueca de dolor y se miró la sangre de los dedos.
—Estás en peligro —dijo con una voz profunda y solemne. A Izzy,
aquella voz le pareció un abrazo cálido—. No somos policías. Eso era
mentira. Pero aquí corres peligro. Vendrán otras personas. —Señaló al
hombre del suelo—. Si no está muerto, no parará de buscarte.
—¡No sé qué está pasando! —gimió ella.
El gigante asintió, la creía.
—Yo me voy ya —dijo—. El hombre con el que vine está muerto.
Entonces fue Izzy la que asintió, como si todo aquello tuviera sentido.
El hombretón dudó, pero luego añadió:
—Si quieres venir conmigo, te protegeré. Puedo llevarte con alguien que
te mantendrá a salvo.
Izzy parpadeó, oía lo que le decía, pero en realidad no lo digería. Clavó la
mirada en la forma del suelo, en el libro morado y verde que se había
deslizado hacia la cocina cuando el hombre había recibido el puñetazo.
—De acuerdo —contestó sin pensar, con el único deseo de que la
protegieran.
El gigante hizo un gesto de asentimiento y suspiró con una expresión de
cansancio más que de fastidio.
—Ve a lavarte y a cambiarte —dijo—. Luego, prepara las maletas como
si no fueras a volver. Y date prisa, hazlo antes de que aparezca otro que
intente matarnos.
Viejos amigos en Bryant Park (2012)

SE SENTARON BAJO los árboles en silencio, con la lluvia aporreando la tierra y


desdibujando el letrero de neón del escaparate de Matt's All-American
Burgers.
—Mierda —dijo Drummond.
Cassie lo miró, con las mejillas aún mojadas de lágrimas y el cuerpo
agotado por los sollozos.
—¿Qué?
—Nos hemos largado sin pagar —dijo.
Se lo quedó mirando un momento, sorprendida, y luego se le escapó una
carcajada, una mezcla de incredulidad y diversión.
—¿Lo dices en serio?
—¿Qué? —preguntó el hombre.
Ella negó con la cabeza.
—¿Te preocupa una cuenta de apenas unos dólares? ¡E Izzy y yo con
miedo por si eras peligroso!
—No soy un ladrón —explicó.
—Pues vuelve y paga —le dijo la joven mientras se enjugaba las mejillas
con el dorso de la mano.
—No creo que mi tarjeta del futuro funcione —reflexionó Fox con aire
taciturno—. Supongo que tendría que haberlo pensado antes de pedir. —La
miró de reojo—. ¿Cómo estás?
—Estoy bien —contestó, reconfortada por la pregunta, por la
preocupación que mostraba—. Bueno, ahora mismo no, pero lo estaré. Esto
ha sido lo peor, y… Y también lo mejor. Me ha cambiado la vida… —
Señaló el restaurante al mismo tiempo que negaba con la cabeza—. He
hablado con mi abuelo. Y, si quisiera, podría volver a hablar con él, tantas
veces como desee.
—Si tienes el libro —dijo Drummond en voz baja.
—¿Cómo es posible que quieras destruirlo? —preguntó en tono de
súplica—. Tiene que haber otra manera de proteger los ejemplares de tu
biblioteca. Quieres destruir este libro para proteger otros… ¡No tiene
sentido!
Fox reflexionó durante un rato, mirando hacia la lluvia con los ojos
entrecerrados. Al cabo de unos momentos, le preguntó:
—¿Puedo enseñarte algo? ¿Te importaría utilizar el libro para llevarnos a
otro sitio?
—¿Y eso?
—Te dije que te enseñaría lo que es capaz de hacer el Libro de las
puertas y lo he hecho. Y después te dije que te explicaría por qué tuve que
esconder la Biblioteca. Te dije que te descubriría la amenaza. Si estás
dispuesta, ha llegado el momento.
Ella le sostuvo la mirada un instante y luego asintió.

ERA UN CALUROSO verano neoyorquino; seguían en el mismo año en el que


Cassie había ido a visitar a su abuelo, pero unos meses antes. Drummond y
ella estaban sentados a una de las mesas de Bryant Park, a la sombra de los
árboles y mirando hacia la parte trasera de la Biblioteca Pública de Nueva
York. El calor los estaba ayudando a secarse después del aguacero de
Oregón y a Cassie le provocaba una sensación agradable. Como una cama
caliente en un día frío.
Era la hora de comer y los trabajadores de los edificios de oficinas de los
alrededores habían salido a tomar café y comerse un bocadillo, a tomar el
sol sobre la hierba. A Cassie, todo lo que veía le resultaba familiar y lejano:
era un lugar que conocía bien, pero vestido de una década antes. La ropa era
distinta, igual que las formas de los vehículos que pasaban, e incluso los
carteles y los anuncios, que anunciaban a gritos programas de televisión y
películas olvidados hacía tiempo.
—Bueno, ¿qué hacemos aquí? —preguntó.
—Solo quiero volver a ver a mis amigos —dijo Drummond, que parecía
distraído. Esbozó una sonrisa triste—. Tú has visto a tu abuelo. Yo quiero
ver a mis amigos.
Continuaron sentados en silencio, puesto que a la joven no le pareció que
Fox quisiera hablar, todavía no. Se conformó con quedarse allí callada,
reflexionando sobre el encuentro con su abuelo. Ya empezaba a parecerle
intangible y onírico, como si no hubiera ocurrido de verdad. Se preguntó
qué estaría haciendo Joe en aquellos momentos, cómo estaría gestionando
el hecho de haber conocido a una versión mayor de su nieta. Y también
pensó en todas aquellas ocasiones en las que había estado con él siendo la
joven Cassie, en todos aquellos días posteriores al encuentro en la cafetería.
¿La habría mirado con otros ojos? ¿Habría cambiado su forma de hablarle
tras descubrir en qué tipo de mujer se convertiría? Ojalá hubiera estado más
atenta cuando era adolescente; quizá así se hubiera percatado de algo.
—Ahí están —dijo Drummond, que señaló con la cabeza la entrada del
parque de la calle 42.
Cassie vio a dos mujeres que se dirigían hacia una mesa situada a la luz
del sol y se sentaban juntas. Una de ellas era asiática, baja y fornida, y
llevaba un vestido de tirantes de color rojo vivo con unas zapatillas de
correr blancas. Escuchaba con gran atención a su acompañante, una mujer
alta con la piel de color marrón claro y el pelo corto y blanco. Esta llevaba
un traje y una blusa azul pastel, un pañuelo multicolor colgado del cuello y
unas gafas de montura gruesa. Sonreía mientras hablaba, como si estuviera
contando una anécdota divertida.
—¿Quiénes son? —preguntó Cassie.
—Son Lily y Yasmin —contestó Drummond—. Lily es de Hong Kong.
Era. Era de Hong Kong. —Frunció el ceño mientras se reprochaba su
propio error—. Dirigía un pequeño hotel de lujo en la isla. Yasmin era
egipcia. Era historiadora.
—Vale, pero ¿quiénes son? ¿Son cazadoras de libros?
—No, no lo son. Los cazadores de libros los buscan para lucrarse o para
utilizarlos en su propio beneficio. Pero Lily y Yasmin eran como yo: les
interesaban los libros, pero desconfiaban de ellos.
—¿Por qué desconfiaban?
—Pensaban que debíamos tener cuidado con ellos, como con cualquier
otro objeto valioso. Lily tenía dos. Yasmin, tres. Y ese hombre de ahí… —
Fox señaló hacia el otro extremo del parque, por donde se acercaba un
hombre alto y delgado, con la cara llena de arrugas y el pelo oscuro y de
punta—. Ese es Wagner, el alemán, el hombre del que te hablé antes. Es
físico.
—Era —lo corrigió.
Él la miró con dureza.
—Cierto, era físico.
—Perdona, no quería que sonara así —se disculpó Cassie, que se había
arrepentido al instante de sus palabras—. No pretendía hacerte daño.
—Lo sé —dijo Drummond, que se esforzó por sonreír para demostrarle
que era sincero.
Wagner iba vestido con una camisa de verano ligera y abierta a la altura
del cuello y unos pantalones de pana verde claro. Llevaba una mochila
echada al hombro.
—Él también tenía dos libros —continuó Fox.
Cuando el hombre se sentó a la mesa con las dos mujeres, hubo sonrisas,
abrazos y risas, y Cassie se dio cuenta de que su amistad era genuina, de
que allí había verdadero afecto.
—Wagner heredó los libros de su familia —le explicó Drummond sin
dejar de mirar a sus amigos—. Como yo. Nos conocimos precisamente por
eso. Todos acudieron a mí en algún momento u otro con dudas sobre libros,
y yo les hablé acerca de algunos de los volúmenes de la Biblioteca Fox.
Acabamos formando un grupito de personas con ideas afines. Y, al menos
una vez al año, nos reuníamos para ponernos al día, para charlar sobre el
mundo de los libros especiales y sobre los descubrimientos recientes. Ese
tipo de cosas.
—¿Como una especie de convención de magia?
El hombre reaccionó a la broma lanzándole una mirada.
—Más o menos —reconoció—. Nos pasábamos horas hablando de los
libros, teorizando sobre lo que eran capaces de hacer.
—Como viajar en el tiempo —señaló Cassie.
—Exacto —convino él—. Manteníamos largos debates sobre la
procedencia de los libros, sobre cuál era el origen de la magia.
La joven estudió al grupito mientras Drummond continuaba hablando. El
hombre, Wagner, se había puesto también a escuchar la historia de Yasmin
y, al cabo de un instante, tanto él como Lily se rieron del remate de la
anécdota e intercambiaron una mirada. Estaban contentos, disfrutando de
ponerse al día como viejos amigos después de mucho tiempo sin verse.
—Aquí es donde todo esto se vuelve incómodo —murmuró entonces Fox
—. Incómodo y raro.
En la otra punta del parque, cerca de la parte trasera del edificio de la
Biblioteca Pública, Cassie vio aparecer a Drummond, a un Drummond más
joven, caminando con tranquilidad hacia la mesa. Aquel hombre estaba
menos demacrado que el que tenía sentado al lado —su cuerpo parecía más
fuerte y robusto— y tenía el pelo castaño, sin mechones grises. Era guapo,
pensó tenía un atractivo que, al parecer, ahora solo salía a la luz cuando
sonreía. No sabía qué le habría ocurrido en la década transcurrida desde
entonces, pero estaba claro que había ensombrecido su atractivo natural.
—Ahí voy —masculló—. Madre mía, ¿esa es la pinta que tengo cuando
camino?
—No estás nada mal —dijo Cassie, y él la miró con perplejidad—. No
como yo, que no podría ser más torpe y larguirucha.
—Tú tampoco estás nada mal —murmuró con aire distraído, y a ella se le
calentaron las mejillas como si se estuviera sonrojando.
Sin embargo, Drummond no le estaba prestando atención; estaba
concentrado en lo que ocurría en su pasado.
Las tres personas sentadas a la mesa vieron al joven Drummond antes de
que llegara hasta ellas. Apartaron las sillas y se levantaron para saludarlo
con abrazos y palabras cariñosas. Luego volvieron a sentarse y se pusieron
a charlar todos juntos, riendo y sonriendo.
—Quería volver a ver esto —susurró Fox—. En persona. Tengo mis
recuerdos, pero la realidad siempre es mejor. Quería volver a vernos felices.
—Lo entiendo —dijo ella.
Unos minutos más tarde, el grupo de amigos se levantó y echó a andar
por el borde del parque hacia donde se encontraban Cassie y Drummond.
Ambos agacharon ligeramente la cabeza cuando pasaron por delante de
ellos, pero ninguno de los cuatro los miró, enfrascados como estaban en sus
conversaciones.
—Fue una tarde maravillosa —dijo Drummond, que los siguió con la
mirada mientras se dirigían hacia la salida sureste del parque—. Paseamos
un rato, charlando y poniéndonos al día. Wagner nos contó cómo iba su
traslado a una nueva universidad en Holanda. Lily nos habló de política, de
China, de Hong Kong y de cómo creía que iba a ser el futuro. Yasmin se
estaba planteando jubilarse. Y también nos habló de sus hijas… Una de
ellas iba a casarse, creo. No fue más que una charla normal y corriente.
—Suena bien —dijo Cassie.
—Sí. Siempre era así y lo echo de menos. Añoro a mis amigos.
—Yo echo de menos a mi abuelo —reconoció ella, y se sostuvieron la
mirada durante un momento, buscando consuelo en su sentimiento de
pérdida compartido.
Entonces, Drummond se volvió una vez más hacia sus amigos.
—Fuimos a cenar a un restaurante del Soho. Nos sentamos en una sala
privada, al fondo, y comimos y hablamos, nos contamos las historias sobre
libros de las que nos habíamos enterado desde la última vez. Cotilleamos
sobre cazadores de libros y sobre la Librera…
—¿La Librera?
Drummond hizo un gesto con la mano, como si la Librera fuera una
distracción.
—Lottie —dijo—. Es del sur, de Nueva Orleans. Les vende libros a los
cazadores que están metidos en esto para sacar provecho, es una especie de
intermediaria. Los subasta. Gana verdaderas fortunas. Era un tema que nos
sacaba de nuestras casillas. Como esa gente que comercia con objetos de
valor incalculable en el mercado negro. Pregúntale a cualquier arqueólogo y
verás lo que opina al respecto. El caso es que dedicamos un buen rato a
ponerla verde.
Cassie esperó, presentía que se acercaba el final de la historia.
—Era bastante tarde cuando salimos del restaurante. Volvimos dando un
paseo hacia el norte, camino de nuestros respectivos hoteles. Habíamos
quedado en volver a vernos al día siguiente e íbamos hablando de eso: de
qué haríamos, adónde iríamos. Y entonces… Entonces llegamos al
Washington Square Park. Estaba tranquilo y la noche se había vuelto
extrañamente fría. No como ahora. —Señaló el cielo azul que se cernía
sobre ellos—. Recuerdo que la niebla cayó de repente, un fenómeno casi
sobrenatural. Y entonces una mujer apareció al otro lado del parque.
—¿Qué mujer? —preguntó Cassie.
—No sé cómo se llama —confesó Drummond—. Así que me refiero a
ella como «la Mujer», a secas. No la había visto en mi vida, no tenía ni idea
de quién era. Sigo sin tenerla. Pero ella sí sabía quiénes éramos, y ese fue el
día que eligió para darse a conocer ante nosotros.
—¿Cómo?
Fox no contestó. Cassie no tenía claro si no la había oído o si no quería
decir nada más.
—¿Cómo? —preguntó de nuevo, esta vez poniéndole una mano en el
brazo a Drummond para captar su atención.
—Todos mueren hoy —contestó él con el rostro serio—. Wagner, Lily y
Yasmin. La Mujer los mata. Yo fui el único que sobrevivió, y no ha parado
de perseguirme desde entonces.
La joven abrió los ojos como platos.
—¿Por qué?
—Porque quiere la Biblioteca Fox —dijo—. Por eso la escondí en las
Sombras. Fue después de este día, después de ver por primera vez a la
Mujer. Fue… —Parecía que le costaba encontrar la palabra adecuada—.
Devastador —añadió al cabo de unos instantes.
—¿Qué…? —La chica dudó, quería saber más, pero, al mismo tiempo,
no quería saberlo—. ¿Qué hizo?
—¿Quieres que te lo enseñe? —preguntó Fox, a quien se le habían
ensombrecido los ojos—. Si de verdad quieres saber por qué llevo diez años
huyendo, por qué la Biblioteca Fox está en las Sombras, por qué debemos
ocultarle el Libro de las puertas, puedo enseñártelo.
—¿Cómo?
Drummond se sacó un libro del bolsillo.
—Con el Libro de los recuerdos, Cassie —dijo, y se lo tendió—. Puedo
mostrarte mis recuerdos de aquel día.
La chica se quedó mirando el libro durante un buen rato y fue como si el
mundo entero se desdibujara al fondo. Sabía que Drummond quería que lo
viera, que por eso estaban allí. Y también sabía que sería horrible, pero una
parte de ella quería compartir la carga de Fox, ayudarlo a no estar solo.
Estiró la mano, cogió el libro y, de repente, Bryant Park ya no estaba y
Cassie veía a través de los ojos de otra persona.
Izzy y Lund

—ME ACUERDO, PERO no me acuerdo —dijo Izzy mientras veía el vídeo de


Cassie en la puerta de su apartamento y con la calle de Venecia detrás. Lo
había encontrado mientras revisaba su móvil para intentar averiguar cuáles
habían sido sus movimientos durante el último par de días—. Es como un
sueño, como uno de esos que recuerdas pero no te parecen reales, ¿sabes lo
que quiero decir? —Negó con la cabeza y continuó viendo la grabación
hasta que se cortó con el sonido de su propia voz. Volvió a pulsar el botón
de reproducción y la vio entera otra vez. Era hipnótica—. ¿Cómo funciona?
—preguntó—. ¿Es ciencia o magia?
Al no recibir respuesta, levantó la vista. Lund estaba sentado frente a ella,
al otro lado de la mesa, con un cuenco de sopa de pollo con fideos delante y
la cuchara camino de la boca. En la otra mano, sostenía medio panecillo.
Parecía diminuto.
—¿Lo recordaré? ¿Al final terminaré recordándolo todo? —preguntó la
chica.
Lund se tragó la sopa y alzó la mirada hacia Izzy, aunque no tardó en
volver a bajarla hacia el cuenco.
—No lo sé —respondió.
—A ver, creo que recuerdo la mayor parte —continuó Izzy—. Lo que sea
que me haya hecho ese hombre, todo ese dolor… —Se interrumpió
mientras un escalofrío la recorría de arriba abajo— ha liberado unas cuantas
cosas. Sé lo que pasó. Pero no recuerdo haberlo vivido. Si es que eso tiene
algún sentido.
Se quedó mirando su reflejo en la ventana. Sabía que estaba hablando
demasiado. Estaba nerviosa, puede que incluso traumatizada, y no podía
evitarlo. Fuera era media mañana, la calle era un hervidero de tráfico y de
gente. Estaban en una cafetería de algún rincón del Midtown, un lugar
grande y espacioso que hacía esquina, un lugar que había elegido Lund.
Dos horas después de haber llegado, seguían sentados en el mismo
reservado y Lund se estaba terminando su tercer pedido: antes del tazón de
sopa de pollo con fideos, se había comido una hamburguesa con queso y
patatas fritas y, después, una tortilla. Izzy no tenía hambre, estaba
demasiado alterada para comer, pero, aun así, se había pedido un sándwich
de queso a la plancha y un café. Para cuando le sirvieron la comida, ya
había empezado a recuperar los recuerdos. Había dejado que ocurriera sin
más, sin forzarlo, sintiendo que era un proceso para volver a la normalidad,
para sentirse ella misma otra vez. El proceso la ayudó a distanciarse de lo
que había ocurrido, del dolor, del calvo que la había torturado.
—No eres muy hablador, ¿verdad? —dijo entonces Izzy, que cayó en la
cuenta de que el gigante apenas había pronunciado palabra desde que
habían salido del apartamento.
Lund levantó el cuenco y sorbió lo que le quedaba de sopa.
—Verdad —convino mientras se limpiaba los labios con la servilleta.
Entonces se llevó a la boca la mitad restante del panecillo y masticó
mientras observaba a Izzy sin ningún tipo de expresión en la cara.
—Pareces una vaca —comentó la chica sin malicia alguna.
Él sonrió sin dejar de masticar.
—¿A qué estamos esperando? —preguntó la joven, de pronto impaciente.
—Tú, a nada —contestó Lund—. Puedes irte si quieres. No te estoy
obligando a esperar.
—Vale, ¿a qué estás esperando tú?
—Un mensaje —respondió.
Izzy no dijo nada, pensando que le daría más detalles, pero no fue así. Se
dejó caer contra el respaldo del asiento, derrotada.
—¿Crees que Cassie estará bien? —inquirió.
El gigante se encogió de hombros.
—No lo sé.
Estaba observando el mundo exterior, el tráfico que pasaba, los edificios
de enfrente. Parecía conformarse con esperar.
Izzy volvió a mirar su móvil. Ni mensajes ni llamadas.
—No he sabido nada de ella. Esto no es propio de Cassie. ¿Y si la ha
atrapado ese hombre?
—Si la tuviera en su poder, no habría ido a por ti —observó Lund.
Ella aceptó aquel consuelo, agradecida.
—Sí —dijo—. Tienes razón. Espero que esté bien.
Guardaron silencio unos instantes e Izzy se acordó de otra cosa, otro
momento desvelado: el Ben's Deli, con Cassie y un hombre.
—Había un hombre —dijo de pronto—. Con Cassie y conmigo…
Lund la miró con interés.
—Creo… Creo que fue él quien me hizo olvidar —prosiguió.
El gigante esperó.
—Tenía un nombre raro —murmuró para sí mientras se esforzaba por
recordar—. Drummond —dijo al final, aliviada—. Me aseguró que
intentaba protegerme. —Los recuerdos no dejaban de aflorar. Se acordó de
Cassie hablándole, diciéndole que la ayudaría a recordar, y su amor por ella
la inundó como una ola de agua tibia—. Mi amiga está bien —concluyó, y
de repente se sintió más animada—. Está con ese hombre.
Bebió un sorbo de café, se sentía mejor con el mundo ahora que sabía
que Cassie estaba a salvo.
—¿Y ahora qué hago? —se preguntó en voz alta—. No puedo volver al
apartamento, pero se suponía que hoy tenía que ir a trabajar… Uf, Dios, el
trabajo. Van a despedirme.
Se sujetó la cabeza con las manos. Todo aquello era una locura y deseaba
con toda sus fuerzas volver a la aburrida normalidad.
—No creo que tengas que volver a preocuparte por el trabajo —dijo
Lund.
—¿Qué? ¿Por qué no?
—Vas a hacerte rica —contestó.
—¿Qué?
En lugar de darle una respuesta directa, el hombre se sacó el móvil del
bolsillo y lo consultó. Asintió, tecleó algo y soltó el teléfono.
—Estamos esperando a la Librera —dijo, como si eso lo explicara todo
—. El hombre que iba conmigo tenía un contacto que vende esos libros
mágicos. Este es el teléfono de Azaki. —Lund agitó el móvil entre los
dedos—. Le he dicho que tenemos un libro y que quiero reunirme con ella.
Estoy esperando a que me conteste.
—¡No entiendo nada de lo que estás diciendo! —exclamó ella.
Lund se metió la mano en otro bolsillo y sacó un libro. Al ver la cubierta
morada y verde, Izzy se estremeció y sintió que el estómago le daba un
vuelco. Apartó la mirada.
—Tenemos este libro —dijo el gigante—. Estaba tirado en el suelo,
donde se le cayó a ese hombre. Así que lo cogí mientras tú hacías la maleta.
No es el que Azaki buscaba, pero a la Librera le interesará de todos modos.
Si se lo vendemos, seremos ricos.
La joven intentó encontrarle alguna lógica a su explicación.
—Espera, ¿qué? No lo entiendo. ¿Por qué iba a hacerme rica?
—Estos libros —respondió Lund—tienen un valor incalculable. La gente
paga mucho dinero por hacerse con ellos. Cantidades ridículas de dinero.
¿Por qué crees que lo estaba buscando Azaki? Un solo libro puede
solucionarte la vida entera. Eso era lo que buscábamos. —El hombre se
quedó pensativo un instante, mirando el volumen—. Debía de tener más —
reflexionó—. Un hombre así, seguro que llevaba unos cuantos libros más en
los bolsillos. Tendría que haberlo comprobado. Pero la codicia es lo que
hace que maten a la gente.
—Siento lo de tu amigo —dijo Izzy, que no había vuelto a acordarse del
japonés hasta aquel momento. Ni siquiera había pensado en aquel hombre
desde que había pasado por encima de él para salir del apartamento—.
Madre mía, sigue ahí tirado, en mi apartamento. ¿Y si la gente piensa que lo
he matado yo?
—No era mi amigo —contestó el gigante—. No era un amigo de verdad.
Pero era un buen hombre. Amable.
—¿Puedes guardar eso? —dijo Izzy, que señaló el libro con un gesto de
la cabeza—. Me pone enferma.
Lund se guardó el libro otra vez en el bolsillo y desvió la vista hacia el
mundo exterior para limitarse a esperar de nuevo.
—¿Por qué iba a hacerme rica? —preguntó la chica una vez más.
—El libro —respondió Lund—. Lo vendemos y te quedas con la mitad
del dinero.
—¿Por qué iba a quedarme con la mitad del dinero?
El gigante parpadeó, como si estuviera mostrándose obtusa a propósito.
—El libro salió de tu apartamento. Lo utilizaron contigo. No es el libro
que buscaba Azaki, solo estaba en el lugar y en el momento adecuados. Es
justo que te lleves parte del dinero. Lo dividiremos. La mitad para mí, por
ponerte en contacto con la Librera, y la otra mitad para ti.
—Lo dices como si fuera algo totalmente razonable —murmuró Izzy—.
¿Por qué no te quedas con el libro y con todo el dinero? Tampoco es que
fuera a poder impedírtelo, ¿no? Eres tan grande como una casa.
—Te dije que cuidaría de ti —le recordó Lund, como si eso lo explicara
todo—. Además, iba a dividirme el dinero con Azaki de todos modos.
¿Cuánto dinero necesito? No tengo gustos caros.
—¿De cuánto…? —Izzy vaciló—. ¿De cuánto dinero estamos hablando?
—De tanto como para que no tengas que volver a preocuparte por el
trabajo. Tómatelo como una especie de compensación por todo lo que te ha
pasado.
Izzy negó con la cabeza en un gesto de incredulidad.
—Y tengo algo más —continuó Lund, que sacó otro libro. Aquel era
negro, con un complejo patrón de finas líneas doradas en la cubierta—. Era
de Azaki. Es el Libro de la ilusión. Con él, era capaz de crear cosas de la
nada.
Izzy frunció el ceño.
—¿Como la placa de policía que me enseñó? No era real, ¿verdad?
—No, no lo era —dijo Lund—. Solo tuvo que meterse una mano en el
bolsillo para sujetar el libro e imaginársela. Hace unos días, lo vi crear una
catedral en el desierto. Un detalle como una placa no era nada para él.
La joven arqueó las cejas con escepticismo, pero, antes de que le diera
tiempo a decir nada, Lund volvió a sacarse el móvil del bolsillo para leer un
mensaje.
—Hora de conocer a la Librera y hacerte rica —dijo—. Está en la ciudad.
Los recuerdos de Drummond Fox (2012)

—¿DE DÓNDE HA salido esta niebla? —preguntó Drummond mientras


avanzaban hacia el Washington Square Park.
Era consciente de que se había achispado un poco, pero estaba de buen
humor: hacía mucho tiempo que no viajaba lejos de casa, que no visitaba
Nueva York y que no estaba con sus amigos.
—Este tiempo es una anormalidad —dijo Wagner, que iba caminando a
su lado.
Unos pasos por detrás de ellos, Lily y Yasmin mantenían un debate sobre
algún oscuro punto de la historia egipcia del que Drummond había perdido
el hilo.
La cena había sido magnífica, una velada larga y espléndida que ninguno
de ellos había querido que terminara. Se reunían muy pocas veces, pero Fox
dudaba de si sus encuentros serían igual de maravillosos si se produjeran
con más frecuencia. ¿Disfrutarían tanto los unos de los otros si se vieran
más a menudo? Sabía que aquellas eran las reflexiones inseguras de un
introvertido, así que las apartó de su mente para intentar vivir el momento.
—¿Cuál es el plan para mañana, caballeros? —preguntó Yasmin, que
apareció entre Drummond y Wagner y les enhebró los brazos con los suyos
mientras cruzaban la calle.
Todavía les quedaba un día entero juntos, y el plan era trabajar un poco,
significara eso lo que significase. En alguna ocasión anterior, se habían
planteado la posibilidad de reunir todos sus libros en la Biblioteca Fox para
crear una colección conjunta, quizá en unas instalaciones nuevas. Era una
idea con la que fantaseaban de vez en cuando, pero Drummond nunca
intervenía mucho en esas conversaciones, puesto que no quería que ninguno
de sus amigos tuviera la impresión de que intentaba quedarse con sus libros.
—Creo que el plan tendría que ser seguir comiendo —dijo Lily—.
Conozco todos los buenos restaurantes de Chinatown. Seguro que consigo
un buen precio.
Drummond sonrió. Tal como se sentía en aquel momento, habría sido
feliz limitándose a comer, charlar y disfrutar de sus amigos. Era agradable
distraerse de las preocupaciones, de las historias que le llegaban acerca de
que los cazadores de libros se estaban volviendo cada vez más violentos,
más agresivos. Le preocupaba el futuro, que sus amigos y los libros cayeran
en las manos equivocadas. A veces solo quería esconderse en su casa en
mitad de la nada, cerrar las puertas y olvidarse del mundo.
—Yo creo que deberíamos intentar trabajar un poco —propuso Wagner
cuando entraron en el Washington Square Park—. Pero estoy pensando en
abrir un restaurante cuando me jubile, así que, para mí, eso cuenta como
trabajo.
—Muy buen argumento —convino Lily con total seriedad.
—Me estoy haciendo demasiado mayor para comer tanto —se quejó
Yasmin—. Estoy engordando.
—Por favor —farfulló Lily—. En mi vestido entran tres como tú.
La niebla era aún más espesa en el parque, pensó Drummond, parecía
que procediera de allí. Notó la primera punzada de inquietud en algún
recodo de la mente, pero no fue más que un pensamiento lejano,
amortiguado por el alcohol que llevaba bebiendo desde el inicio de la
velada. Además, se distrajo cuando Lily le preguntó:
—¿Te han llegado los rumores acerca de que se ha descubierto un libro
en Australia?
—No —contestó—. ¿Dónde? ¿Qué libro?
Su amiga se encogió de hombros y después se estremeció, como si
acabara de sentir el frío.
—¿No se suponía que en Nueva York hacía calor en esta época del año?
Tendría que haberme traído un abrigo.
—¿Quién es esa? —preguntó Yasmin.
Drummond miró hacia delante y vio a una mujer plantada ante ellos,
inmóvil, no muy lejos. Vio que se trataba de una mujer guapa, joven y
delgada. Llevaba un vestido blanco de tirantes que era una luz brillante en
la niebla. Cuando todos la miraron, sonrió y ladeó ligeramente la cabeza.
—¿Hola? —probó a decir Wagner, pero Drummond sintió que la
inquietud aumentaba.
Lo sabía, ya sabía que algo iba mal.
La Mujer no dijo nada, pero a Fox le dio la sensación de que la niebla se
espesaba a su alrededor, de que los engullía y los aislaba de la ciudad que se
extendía fuera del parque.
—¿Esto lo está haciendo ella? —preguntó Yasmin.
—¿El qué? —quiso saber Lily.
—Lo de la niebla —respondió su amiga—. ¿La está creando esa Mujer?
—Sí —dijo Drummond, que se lo estaba viendo en la cara.
—¿Quién eres? —preguntó Yasmin en voz alta—. Y ¿qué quieres?
La Mujer de blanco sonrió y, durante unos segundos, el silencio se
apoderó de la oscuridad brumosa. Fox se dio cuenta de que el corazón le
latía con fuerza en los oídos.
Y, entonces, una acción repentina, impactante.
La Mujer se movió a la velocidad del rayo y, un instante después, estaba
junto a Lily, al lado de Drummond. Antes de que pudiera reaccionar, la
Mujer le puso un libro en la mano a su amiga y esta se desplomó contra el
suelo con un alarido desgarrador.
—¡Lily! —jadeó Drummond, turbado por el estruendo de su dolor.
La Mujer de blanco miró a Fox, luego a Yasmin, que estaba junto a él, y
por último a Wagner, el más rezagado. Estaba eligiendo un adversario. Las
comisuras de los labios se le curvaron hacia arriba, como si se estuviese
divirtiendo, y agachó un poco la cabeza para escudriñarlos desde abajo.
Detrás de ella, en el suelo, Lily se dio la vuelta y empezó a golpearse la
cabeza contra el asfalto: la levantaba con violencia y la bajaba aún con más
fuerza.
—¡Lily! —repitió él.
Su preciosa amiga parecía algo sacado de una pesadilla, tenía regueros de
sangre corriéndole por la cara, los dientes blancos y brillantes apretados de
agonía.
Drummond dio un paso a un lado para intentar esquivar a la Mujer y
ayudar a Lily. La Mujer no le hizo caso, y Wagner y Yasmin se separaron.
—¿Quién eres? —exigió saber Yasmin—. ¿Sabes lo que estás haciendo?
¿Sabes quiénes somos?
No obtuvo respuesta. Mientras se apresuraba hacia Lily, Drummond vio
que Yasmin asentía una vez y cerraba los ojos. Así era como utilizaba el
Libro de la luz. Entonces apareció un resplandor amarillo brillante que
enmarcó a Yasmin como una silueta.
—Te cegaré —dijo, tanto a modo de advertencia para sus amigos como
de promesa para la Mujer.
Cuando Fox se dio la vuelta, una luz estalló a su espalda, la explosión de
una estrella. Se arrodilló junto a Lily, que tenía la cara rota y destrozada y el
libro aferrado al pecho.
—Deja que te ayude —le dijo, e intentó agarrar el libro.
Lily se apartó rodando, con los ojos abiertos como platos, dos agujeros
blancos en la cara roja, y la boca convertida en una O de horror y dolor.
Negó con la cabeza en mitad de su agonía.
—¡Por favor! —suplicó Fox, horrorizado por la tortura de su amiga y
desesperado por ayudarla.
Ella negó con la cabeza una vez más, como si quisiera transmitirle un
mensaje severo: «¡No puedes ayudarme! Lo que sea que me esté ocurriendo
te ocurrirá a ti también».
Drummond notó que la luz se atenuaba repentinamente a su espalda y,
cuando miró, vio que el espacio que antes ocupaba Yasmin era ahora una
nube de niebla y bruma densas, como si la perturbación se hubiera
comprimido de pronto a su alrededor y mantuviera contenida la luz blanca y
caliente.
—Dios mío —murmuró mientras intentaba escabullirse hacia atrás.
Un poco más allá, Wagner y la Mujer giraban el uno alrededor del otro,
como dando los primeros pasos de algún tipo de baile de salón. Drummond
se percató de que su amigo se mostraba cauteloso, sin duda conmocionado
por la rapidez y la facilidad con las que la Mujer había incapacitado a sus
dos amigas. La Mujer, por el contrario, parecía relajada, con la misma
sonrisa esquiva asomándole a los labios y las manos entrelazadas a la
espalda.
Fox estaba paralizado, quería ayudar a sus amigos, pero no sabía cómo.
Ninguno de ellos eran luchadores, eran académicos y bibliotecarios. Solo
llevaban encima libros que podían usar para defenderse en caso de que
fuera necesario, no para atacar. Drummond solo contaba con la habilidad de
desaparecer y huir que le proporcionaba el Libro de las sombras.
Volvió a mirar a Lily. Sus alaridos se habían transformado en gimoteos,
oscurecidos por la sangre que tenía en la boca, por el destrozo que ella
misma se había hecho en la cara golpeándosela contra el suelo. Si Lily tenía
algún libro, Drummond no sabía dónde lo llevaba. Yasmin estaba perdida
en la tormenta que la había devorado, en medio de la lucha del Libro de la
luz contra la oscuridad. La veía moverse, caminar de un lado a otro tratando
de escapar, pero la nube se movía con ella, se enroscaba a su alrededor
como una serpiente.
—No sé qué hacer, no sé qué hacer —balbuceó, indefenso y aterrorizado.
Era un niño solo en su dormitorio cuando los monstruos iban a visitarlo;
un niño sin padres que los ahuyentaran.
Wagner desvió una mirada rebosante de pánico hacia Drummond y este
captó su mensaje, su valentía: «¡Protege los libros!». Cuando el alemán
volvió a centrarse en la Mujer, Fox sacó el Libro de las sombras, dispuesto
a desaparecer en la noche. Antes de que pudiera hacerlo, un gruñido perforó
el aire. Drummond vio a su amigo arrodillado, agarrándose el pecho. La
Mujer estaba justo delante de él, se había movido en un abrir y cerrar de
ojos, y tenía una mano posada en el hombro de Wagner. El hombre gruñó de
nuevo, jadeó con la cara crispada por la agonía y, finalmente, se desplomó
sobre un costado y convulsionó varias veces, como si estuviera sufriendo un
ataque.
Después, se quedó inmóvil.
—¡No! —gritó Drummond, que notó que se le contraía el estómago.
Se dio la vuelta y vomitó, la cena a medio digerir salpicó el cemento
mientras los gemidos de Lily seguían resonándole en los oídos.
Cuando Fox se volvió de nuevo hacia la Mujer, esta seguía de pie junto a
Wagner, contemplando cómo lo abandonaban los últimos vestigios de vida.
La oscuridad cayó sobre Drummond como una nube, la desesperación y el
terror se apoderaron de él y lo paralizaron.
La Mujer recorrió el parque con la mirada: ahora Lily yacía inconsciente,
aunque seguía temblando; la nube turbulenta se estaba tragando la luz de
Yasmin. Drummond vio que su expresión variaba un instante, atisbó un
parpadeo de ira y de odio, como una luz que se apaga y se enciende de
nuevo. Notó que la sangre le titubeaba en las venas, que el corazón se le
paraba y, a continuación, se aceleraba de golpe. Supo que había visto el
mal, un mal totalmente inhumano, pero vestido con la piel de una mujer
hermosa.
De repente, la tormenta en la que se encontraba Yasmin colapsó sobre sí
misma, como una explosión al revés. Fox oyó un grito de agonía, después
un horrible crujido de huesos similar al que provoca un carnicero cuando le
troncha el pecho a un animal con un hacha y, justo a continuación, un
chapoteo de sangre y tejidos. Luego, el grito se interrumpió de repente. La
niebla se disipó y liberó el maltrecho cuerpo de Yasmin, que cayó al suelo
como un líquido embutido en piel, con todos los huesos reducidos a polvo.
—¡No! —le gritó Drummond al cielo, incapaz de contenerse al ver en lo
que había quedado convertida su inteligentísima y divertida amiga.
Aquella mujer, aquella encarnación del mal, la había transformado en
carne, le había arrebatado a Yasmin todo lo que le hacía brillar. A Fox se le
llenaron los ojos de lágrimas mientras el estómago se le encogía y las
entrañas le temblaban de miedo. Se metió un puño en la boca y se lo mordió
para intentar acallar el grito que se le estaba formando en el pecho.
La Mujer se acercó al amasijo de piel y cartílago que antes era Yasmin, se
agachó y rescató el Libro de la luz. Lo examinó un momento y enseguida se
volvió para estudiar a Drummond.
—Drummond Fox —dijo con una voz grave y ronca.
Fue casi un susurro, casi una burla.
El hombre quería gritar. Quería correr. Quería quedarse inmóvil por
completo y esperar que ella no lo viera, a pesar de que ya lo estaba mirando.
Dentro de uno de sus bolsillos, un dedo tembloroso buscaba con
desesperación una página del Libro de las sombras.
—Entrégame la Biblioteca Fox —ordenó la Mujer mientras caminaba
con aire despreocupado hacia el lugar en el que Lily yacía sobre un charco
de su propia sangre.
Bajó la mirada hacia la amiga de Drummond un instante y después se
elevó en el aire de un salto y aterrizó con los dos pies sobre el vientre del
cadáver. Una explosión de aire y sangre se abrió paso a través de la boca de
Lily.
—¡Para ya! —gritó Drummond sin pensar. Luego retrocedió, horrorizado
—. ¡Joder!
La Mujer lo miró por encima del hombro, aún de pie sobre el vientre de
Lily.
—Entrégame la Biblioteca Fox —repitió en un tono que daba a entender
que estaba perdiendo la paciencia.
Él negó con la cabeza y miró en primer lugar hacia el cuerpo de Wagner,
que había quedado tumbado bocabajo; luego, hacia el guiñapo que hacía
unos minutos era Yasmin, y, por fin, hacia la figura ensangrentada y rota de
Lily. Aquellos eran sus amigos, sus seres queridos. Ninguno de ellos le
había hecho daño a nadie en su vida. Los tres habían sido personas
brillantes, divertidas y llenas de vida, pero ahora ya no lo eran; ahora eran
puntos y aparte al final de un hermoso poema.
Continuó retrocediendo, odiándose por abandonar a sus amigos, pero
consciente de que ellos habrían querido que sobreviviera, que mantuviese
los libros a salvo de aquella mujer. En el bolsillo, por fin consiguió rozar
con los dedos una página del Libro de las sombras. Delante de él, la Mujer
se bajó del cuerpo de Lily y se limpió los zapatos en el cemento. Luego se
volvió hacia él.
—¡Dame tus libros! —le chilló, con el rostro de pronto transformado en
una máscara de furia retorcida.
Drummond rasgó la esquina de la página y desapareció en las Sombras
justo cuando la Mujer se precipitaba a la velocidad del rayo hasta el espacio
que él había ocupado un segundo antes.
Mientras escapaba a toda prisa del parque en dirección a la calle, la vio
mirando a su alrededor, buscándolo.
Envuelto en la Sombras, Fox huyó, se alejó de unas imágenes que lo
perseguirían para siempre, llorando por sus amigos y por las cosas terribles
que les había hecho la Mujer.
La Librera

QUEDARON CON LA Librera en el bar del vestíbulo del Ace Hotel, en la calle
29 Oeste, justo al lado de Broadway. Izzy ya había estado en aquel bar
durante una cita doble no mucho tiempo después de haber llegado a Nueva
York, y el lugar no había cambiado en el tiempo transcurrido desde
entonces. Era un local grande, tanto que parecía haber sido un banco, y
tenía unas anchas columnas blancas que, además de sostener los altísimos
techos, lo dividían en diferentes espacios. Las paredes estaban forradas con
paneles de madera y la iluminación procedía de las lámparas que había en
las mesas y de varias bombillas que colgaban muy por encima de ellos.
Cuando Lund e Izzy entraron, era primera hora de la tarde y había un
bullicio agradable de clientes que pasaban el rato y se ponían al día. La
joven esperó junto al gigante mientras este paseaba la mirada por la sala
hasta posarla en una figura sentada en el rincón más alejado.
—Espera aquí —dijo.
—No —replicó la chica.
Lund la miró como si la estuviera evaluando y no opuso más resistencia.
Echó a andar hacia una mujer sentada a solas en uno de los extremos de un
sofá de cuero. La desconocida levantó la vista cuando se acercaron, e Izzy
se fijó en que era guapa. Tenía la piel oscura de los afroamericanos, unos
ojos enormes y los pómulos altos. Estaba calva y de las orejas le colgaban
unos pendientes grandes y coloridos. Vestía un traje gris de aspecto caro y
una blusa carmesí con bastantes botones desabrochados sobre el escote, y
llevaba unas gafas colgadas del cuello con una cadena. Estaba sentada con
las piernas cruzadas e Izzy vio que los zapatos de tacón que lucía también
eran caros, de un color similar al de la blusa. Tenía un cóctel delante, sobre
la mesa.
Los miró unos instantes.
—¿Querían algo?
—Azaki ha muerto —le soltó Lund sin más rodeos.
La mujer asimiló la noticia frunciendo ligeramente los labios.
—¿Y usted es?
—Lund —respondió el gigante—. Estaba con él.
Lanzó el teléfono de Azaki hacia el sofá, al lado de la mujer. Esta desvió
la mirada hacia el aparato.
—El guardaespaldas —dijo entonces.
—Un hombre calvo le disparó y lo mató —continuó Lund.
—Un hombre calvo —repitió Lottie.
—También intentó matarme a mí. —Se señaló la herida que tenía en un
lado de la cabeza—. Pero falló. Algo bastante increíble, teniendo en cuenta
que soy mucho más grande que Azaki.
—El doctor Barbary —intervino Izzy—. Así se llamaba. Hugo Barbary.
La mujer suspiró y señaló los asientos que tenía enfrente. Izzy y Lund se
sentaron.
—Tú debes de ser Izzy —dijo la mujer, y después miró a Lund, que
asintió a modo de respuesta.
—Sí —dijo la joven, vacilante—. ¿Cómo lo sabe?
—Eres una mujer preciosa, Izzy —dijo la Librera, que hizo caso omiso
de la pregunta—. Seguro que te lo dicen muy a menudo.
—No lo suficiente —replicó ella. Se señaló la cabeza con una mano
mientras miraba el cuero cabelludo de la Librera—. Me gusta su look. A mí
me quedaría fatal.
La Librera respondió con una sonrisa.
—Vaya, me caes bien —dijo—. Y eso es bueno, porque le he prometido
a alguien que te mantendré a salvo.
—¿A quién? —preguntó Izzy—. ¿A quién se lo ha prometido?
—Eso da igual —contestó Lottie—. De momento. No tendrás que
esperar mucho.
—No da igual —rebatió la joven—. Quiero saber qué está pasando.
—Lo único que importa es que estarás a salvo. Le pedí a Azaki que se
asegurara de ello, así que supongo que el señor Lund te ha traído hasta mí
por eso.
Izzy le lanzó una mirada inquisitiva al gigante.
—No es la única razón por la que queríamos verla —le dijo este a la
Librera.
Se sacó el Libro del dolor del bolsillo y se lo pasó por encima de la mesa.
—Mmm —murmuró ella. Levantó las gafas y se las puso—. Este no es el
Libro de las puertas.
—Dolor —dijo Lund sin más, y la mujer alzó la mirada, sorprendida.
—Estupendo —dijo—. He oído rumores acerca de Hugo Barbary y este
libro.
El gigante no hizo ningún comentario. Izzy vio que la mujer le daba
vueltas al ejemplar en las manos y luego lo abría.
Miró a Lund.
—¿Se lo ha quitado a Hugo Barbary, entonces?
—¿Acaso importa? —dijo él.
—Por lo general, sí, pero, con tal de fastidiar a Hugo, haré una
excepción.
—¿Puede venderlo? —preguntó Lund.
—Por supuesto. —La Librera sonrió—. Siempre. Aunque el mundo se
esté yendo a la mierda, la gente sigue queriendo comprar estos libros
especiales. ¿Quiere que lo venda?
—Sí —contestó el hombre—. Nos lo compra a nosotros, nos da el dinero
y luego lo vende.
—No —replicó la Librera, que le devolvió el libro deslizándolo sobre el
tablero de la mesa—. No funciona así. Yo no me convierto en dueña del
libro en ningún momento. Actúo en su nombre. Lo vendo en su lugar.
Tienen que esperar para recibir el dinero.
El gigante miró a Izzy y luego otra vez a la mujer.
—Ella estará a salvo —insistió la Librera—. Si por eso le urge tanto
recibir el dinero.
—¿Cómo funciona? —preguntó Lund.
—Celebraremos una subasta —respondió la mujer—. Invitaremos a
cazadores de libros de todo el mundo. Será todo un acontecimiento. Ya
tengo el lugar y está todo preparado. Pensaba que subastaríamos el Libro de
las puertas, pero, sin duda, podemos vender este.
—¿Cuándo? —quiso saber el gigante.
—Hoy, a medianoche.
—¿Tan rápido?
—La gente siempre saca tiempo para mis subastas —le aseguró la
Librera—. Son ocasiones poco frecuentes, señor Lund, pero de gran
importancia. Vendrán. Nadie está a más de doce horas de distancia y, si no
pueden venir en persona, enviarán a un representante. Y, créame, cuanto
antes lo vendan, mejor para ustedes, mejor para todos nosotros. Estar en
posesión de uno de estos libros atrae mucha atención.
—¿Cuánto? —preguntó Lund.
—Le gusta ir directo al grano, ¿eh? Bueno, está claro que no puedo
prever la subasta, pero un libro como este… —Movió la cabeza de un lado
a otro—. Veinte, veinticinco fácilmente.
El gigante asintió.
—¿Veinte qué? —preguntó Izzy.
—Millones —aclaró la Librera.
La chica sintió que toda la sangre se le bajaba a los pies y el mundo le dio
vueltas durante unos instantes. Estiró una mano para apoyarse en el lateral
de la silla.
—Mis honorarios son del cuarenta por ciento. Lo habitual es el treinta,
pero Hugo Barbary hace que la situación sea mucho más peligrosa. ¿Les
parece aceptable?
Lund se encogió de hombros.
—Vale.
La mujer se levantó y se alisó el traje.
—Lo del señor Azaki es una lástima —le dijo a Lund. Cogió el cóctel y
se lo bebió de un trago—. Me caía muy bien.
El gigante asintió en señal de conformidad.
—Pero el mundo no se detiene y vivimos tiempos tumultuosos. Debemos
adaptarnos y perseverar. Y eso se consigue con mucha más facilidad cuando
te sobra el dinero, créanme.
—La creo —dijo Izzy.
—Bien, vengan los dos conmigo —ordenó la Librera.
—¿Qué? —preguntó la joven.
—No es nada siniestro. Pero, si voy a incurrir en el considerable gasto de
organizar una subasta, quiero que la mercancía esté segura. Si quieren que
venda su libro, pasarán las próximas veinticuatro horas conmigo. Sin
contacto con el mundo exterior, sin mensajes secretos a posibles postores.
Nada de eso. No es que tenga nada que reprocharles, espero que lo
entiendan. Solo es que soy una mujer precavida.
Lund miró a Izzy, como haciéndole una pregunta.
—No sé —contestó ella. A continuación, miró a la Librera—. Pero creo
que me cae bien. Me cae mucho mejor que el calvo. Estoy de acuerdo en
que nos vayamos con ella si eso significa que estaremos a salvo.
—Tan a salvo como en cualquier otro sitio —dijo la Librera—.
Vámonos.
Salieron juntos del hotel y subieron al coche que los estaba esperando.
Encallada

CASSIE SOLTÓ UN grito de terror y se cayó al suelo de bruces desde la silla de


Bryant Park. Una pareja joven que pasaba por allí se volvió hacia ella, pero
Drummond les dedicó una sonrisa tranquilizadora y de disculpa a la vez.
—Está bien, solo un poco mareada.
La ayudó a sentarse de nuevo y la pareja siguió su camino.
—¿Lo ves? —preguntó Fox—. ¿Ves por qué tenemos que ocultárselo a la
Mujer?
—Esa pobre mujer, Lily… ¿Qué le hizo?
—No lo sé —reconoció Drummond—. Pero, si tuviera que adivinarlo,
diría que fue el Libro de la desesperación.
—El Libro de la desesperación —repitió Cassie.
Fox asintió.
—Era propiedad de una familia de San Petersburgo, en Rusia. Lo
guardaban nada menos que en una iglesia… Quizá porque allí es
precisamente donde la gente va cuando está desesperada. Ya habíamos oído
rumores antes de esa noche, antes de que nos atacara; nos habían contado
que la familia había desaparecido y que nadie sabía lo que había pasado con
el libro. Yo no sabía si creérmelos, porque siempre circulaban historias
sobre libros que desaparecían y libros que se encontraban. Ahora creo que
la Mujer se lo llevó y mató a la familia. No lo sé a ciencia cierta, pero lo
presiento.
La joven negó con la cabeza.
—Lily era una mujer muy alegre y vivaz —prosiguió Drummond—.
Adoraba la comida y le encantaba enseñarle Hong Kong, su isla, a la gente.
Cuando se reía, lo hacía con todo el cuerpo. —Esbozó un gesto de
negación, despacio—. Hacerle eso, desesperarla hasta el punto de que
quisiera acabar con su vida de la manera más horrible…
—Lily te salvó —afirmó ella con seguridad—. Sabía que, si intentabas
ayudarla, el libro te afectaría del mismo modo.
Fox vaciló un instante, inseguro. Cassie vio que quería que tuviera razón,
que así era como deseaba recordar a su amiga.
—Estoy convencida, Drummond —insistió—. Estoy convencida de que
te salvó. He notado lo culpable que te sentías por no haber hecho más.
Él apartó la mirada, la clavó en el suelo como si le diera vergüenza que
sus recuerdos le hubieran revelado tantos y tan íntimos pensamientos.
La chica le puso una mano en el hombro.
—No tienes por qué sentirte culpable. Lily no quería que murieras como
ella. Yo no la conocía, pero lo sé. Lo he visto.
El hombre asintió para hacerle entender que aceptaba sus palabras.
—Gracias —dijo en voz baja y evitando mirarla.
Una repentina oleada de miedo y horror se apoderó de Cassie cuando los
recuerdos le volvieron de golpe a la mente: la imagen del mal invadiendo
momentáneamente el rostro de la Mujer mientras Drummond la miraba, el
brutal crujido de los huesos de Yasmin antes de que sus restos
ensangrentados cayeran al suelo frío. Metió la cabeza entre las rodillas.
—Ha sido horroroso —murmuró—. Ojalá no lo hubiera visto…
—Perdóname —se disculpó Drummond—. Llevo esos recuerdos siempre
conmigo. Sé lo terribles que son. Estuve allí. Pero ahora entiendes por qué
quiero proteger la Biblioteca de la Mujer, por qué no debe conseguir nunca
el Libro de las puertas.
—Pero ¿hay que destruirlo? —preguntó Cassie, que levantó la vista hacia
él—. ¿Es la única manera?
Vio que la pregunta lo atormentaba, que era como si le hubiera puesto
voz a una cuestión que él mismo se planteaba.
—¿Qué pasa si esa mujer consigue llegar a la Biblioteca Fox, si se hace
con todos los libros?
La joven sacudió la cabeza y miró al suelo.
—Es lo que quiere —continuó Drummond—. Es lo que ya buscaba
entonces. Ahora será aún más fuerte. Han pasado diez años. Y sigue
buscando, sigue acaparando libros.
Cassie lo miró.
—Me han contado historias —siguió Fox—. Todavía hablo de vez en
cuando con gente del mundo de los libros. No ha parado de perseguir de
manera sistemática a los cazadores y a otros coleccionistas, de
arrebatárselos. Todos los que la conocen y sobreviven, que no son muchos,
dicen lo mismo: les pregunta dónde estoy y luego por la Biblioteca Fox.
Todo el mundo sabe que quiere apoderarse de todos los libros, pero nadie
sabe por qué, ni quién es ni de dónde ha salido. Y nadie sabe qué hará
cuando los tenga todos.
—¿Por qué no la detienes, entonces? —preguntó Cassie—. ¡En lugar de
destruir mi libro, destrúyela a ella! ¿Por qué, en lugar de esconderlos, no
usas en contra de la Mujer los libros que tienes?
Fox dio un respingo, como si le hubieran clavado un aguijón. Abrió la
boca para intentar dar una respuesta, pero volvió a cerrarla.
—Yo… —titubeó al fin—. No soy combativo, Cassie. Yo me siento en
edificios tranquilos y estudio los libros. ¿Qué soy para ella? Ya la has visto.
Es letal.
La joven negó con la cabeza, no estaba de acuerdo con su apreciación.
—En el Ben's Deli le plantaste cara a ese hombre, a Barbary. Nos
defendiste a Izzy y a mí…
—Solo hice lo que tenía que hacer: huir, protegeros a ti y a Izzy e
impedir que se hiciera con el libro.
—No es distinto de lo que hay que hacer ahora —dijo Cassie—: tenemos
que enfrentarnos a la Mujer y mantener los libros a salvo de ella.
Drummond discrepó lanzando al aire una carcajada seca.
—Claro que es distinto. Hugo Barbary no es más que un hombre y, aun
así, me aterroriza. Pero la Mujer… La Mujer es peor. Ya lo has visto.
Cassie se resistía a aceptarlo. Sabía que Drummond tenía razón, pero
también sabía que no podía permitir que destruyera el Libro de las puertas.
Necesitaba pensar. Necesitaba sopesar qué debía hacer. Se puso de pie.
—Tenemos que volver a nuestra época —dijo.
Fox la miró, decepcionado.
—Quiero ver a mi amiga, Drummond. Necesito aclararme las ideas. No
puedo… No puedo lidiar con esto ahora. Quiero asegurarme de que Izzy
está bien.
—Vale —concedió—. De acuerdo.
—Has perdido a tus amigos y lo siento mucho —dijo la chica con una
voz más suave—. Pero Izzy sigue viva y, después de lo que acabo de ver,
quiero ver cómo se encuentra.
Él asintió.
—Lo entiendo —dijo—. Asegurémonos de que está a salvo.
Salieron de Bryant Park en silencio y, abriéndose paso a empujones entre
la multitud de la hora del almuerzo, se dirigieron hacia el este por la calle
42. La ciudad olía a metal y hormigón calientes, y el aire estaba denso y
sucio. Encontraron un aparcamiento subterráneo y bajaron por la rampa
hacia el aire más fresco en busca de una puerta aislada. Cassie pensó que
cada vez se le daba mejor encontrar las más adecuadas, las puertas discretas
en las que nadie se fijaba ni reparaba. Las que estaban hechas para el Libro
de las puertas. Encontró la entrada a una escalera de incendios interior.
—Esta valdrá —dijo.
—Déjala entreabierta —le pidió Drummond—. Por si acaso hay alguien
al otro lado y necesitamos una vía de escape.
Cassie asintió y, cuando abrió la puerta, vio el vestíbulo de su
apartamento.
—¿Qué es eso? —preguntó mientras señalaba el suelo cercano a la puerta
principal—. ¿Es sangre?
Ambos avanzaron unos cuantos pasos y contemplaron los charcos rojos y
pegajosos que manchaban la madera. El corazón de Cassie latió con tanta
fuerza que le tatuó el pánico en el pecho.
—Sí —respondió Fox con voz inexpresiva—. Es sangre.
—¡Izzy! —jadeó ella.
Pasó corriendo junto a Drummond y entró en la sala de estar. A primera
vista, todo parecía normal, pero, al recorrer la estancia con la mirada, la
joven comenzó a detectar señales de que algo no iba bien. Vio el mueble de
la televisión derrumbado y roto. Le pareció captar un tufo a orina en el aire.
—¡Ay, Dios! —murmuró, y se dio la vuelta con las manos en el aire.
Vio muebles y enseres caídos, una mancha en los cojines del sofá, al
hombre escondido detrás de la puerta que se precipitaba hacia ella.
—¡Joder! —gritó Cassie cuando Hugo Barbary se abalanzó sobre ella
con el rostro crispado en una mueca de rabia.
—¿Qué pasa? —preguntó Drummond, sorprendido, desde el vestíbulo.
Pero la chica no pudo contestarle porque la enorme mano de Hugo
Barbary le había rodeado el cuello y le impedía respirar y pensar con
claridad. Se la golpeó, pero no consiguió nada. Cassie no era baja, pero sí
más que el doctor, y este tenía un brazo tan grueso y sólido como el tronco
de un árbol. La atrajo hacia sí y ella vio que tenía un lado de la cara
hinchado y rojo.
—Me llevo esto —le susurró casi al oído mientras le metía la mano libre
en el bolsillo y sacaba el Libro de las puertas.
La joven la asestó un manotazo más fuerte en el brazo, pero su cerebro le
gritaba que no podía respirar, que en realidad el libro no era tan importante.
—Mi más sincero agradecimiento —dijo Hugo justo cuando Drummond
apareció en el umbral.
—¿Qué…? —empezó a decir—. Uf, joder —terminó diciendo.
—Señor Fox —se pavoneó Hugo mientras se alejaba unos pasos de él—.
Cómo me alegro de volver a verle. Tengo a su amiga y su libro.
Cassie seguía atrapada bajo el brazo de Barbary, luchando por respirar, y
sus palabras comenzaron a sonarle casi irreales, como si fuera otra persona
quien las estuviera oyendo.
—¿Qué vas a hacer, Bibliotecario? —preguntó el doctor—. ¿Vas a entrar
en las Sombras y a escapar de nuevo, como la última vez?
Drummond vaciló y miró primero a Cassie, luego a Hugo y después a
Cassie una vez más: era la viva imagen de la indecisión.
—Cobarde —le espetó Barbary.
Y entonces la joven le pegó una patada en la entrepierna, lo más fuerte
que pudo, con la esperanza de que eso fuera suficiente.
El hombre jadeó, chilló y la soltó; se le enrojeció la cara mientras la chica
se alejaba, tambaleándose.
Cassie retrocedió hacia Drummond y ambos salieron marcha atrás de la
sala de estar hacia el vestíbulo. Hugo se recompuso y se obligó a avanzar
con la mirada clavada en ellos.
—¡Ya he sufrido bastante dolor por hoy! —masculló.
—Vamos —apremió Fox a Cassie, como si supiera lo que Hugo podía
hacer.
—¿Qué le has hecho a Izzy? —preguntó la joven con la voz reducida a
un susurro áspero—. ¿Dónde está mi amiga?
Iban camino de la puerta de la habitación de Cassie, que seguía siendo la
que volvía al pasado, su vía de escape. Cuando se acercó a ellos, Barbary
vio lo que había al otro lado y se le iluminaron los ojos.
—Qué maravilla —dijo, y luego miró a Cassie—. Puede que matara a tu
amiga porque me incordiaba —dijo.
—No —replicó ella, que se negaba a creerlo.
Sabía que, si se creía lo que acababa de decirle, sería su fin, que se haría
añicos como un cristal contra el suelo.
—Está mintiendo —dijo Drummond.
—Ah, ¿sí? —replicó Hugo—. ¿Por qué iba a mentir?
—Porque eres así —respondió el otro.
—Bueno, ya me estoy hartando de esto.
Cassie bajó la mirada y vio que el doctor se guardaba el Libro de las
puertas en el bolsillo y sacaba otro.
—Contigo tengo más asuntos pendientes —le dijo a Drummond. Luego
miró a la joven y el libro que tenía en la mano cobró vida, empezó a verter
chispas moradas y rojas hacia el pasillo sombrío—. Contigo ya he
terminado.
Cassie sintió que tiraban de ella y la hacían retroceder con el propósito de
soltarla en el pasado a través de la puerta de su habitación. Sintió el
cemento áspero mientras se deslizaba por el suelo del aparcamiento, y oyó a
Drummond gritar «¡No!».
Aterrizó con torpeza, y entonces Barbary se colocó en el umbral. Miró a
su alrededor para confirmar que Cassie se encontraba ahora en un lugar
muy distinto y luego le sonrió.
—Adiós —le dijo mientras la chica se ponía de pie, moviéndose muy
despacio.
Después, el doctor cerró la puerta con tanta fuerza que el estruendo
resonó como un trueno por todo el aparcamiento. Y Cassie se quedó sola,
en el pasado y sin el Libro de las puertas.
Tercera parte

ECOS DEL PASADO


Sola en el pasado

CASSIE ESTABA SOLA en medio del ruido y de la luz, era una figura solitaria
entre los turistas y el tráfico de Nueva York.
Estaba sentada en lo alto de las escaleras rojas de TKTS, en el centro de
Times Square, sudando en la noche cálida. Tenía el abrigo doblado sobre el
regazo y el gorro y la bufanda metidos en los bolsillos. Por todas partes, las
luces eléctricas le gritaban, obligaban a su mente a hacerse un ovillo para
protegerse y le provocaban ganas de huir a algún lugar oscuro y tranquilo.
Pero no se le ocurría ningún otro sitio al que ir. Estaba atrapada en el
pasado, sin dinero, sin amigos y sin forma de volver a casa. La iluminación
de Times Square no se apagaba en toda la noche y la zona siempre estaba
llena de turistas. Al menos, era un lugar seguro. Ruidoso, cegador y
disonante, pero seguro.
«¿Quién narices quiere ir a Times Square? —dijo para sus adentros al
recordar algo que Izzy le había dicho hacía toda una vida, antes de que el
mundo se volviera loco—. Times Square no le importa a nadie salvo a los
turistas y a los terroristas.»
Las lágrimas volvieron a brotar; unas lágrimas silenciosas de derrota que
le colmaban los ojos y emborronaban las luces de Nueva York.
«Ay, Dios», gimió para sí.
La joven había pasado momentos difíciles en su vida. La enfermedad y la
muerte de su abuelo y la oscuridad de las semanas posteriores, cuando se
había encontrado indefensa en el mundo por primera vez. Pero ni siquiera
en aquella época se había sentido tan sola como en aquel momento, tan
desamparada.
«¿Qué voy a hacer?», se preguntó mientras se enjugaba las lágrimas con
la manga del viejo jersey.
Después de que Barbary le cerrara la puerta de su dormitorio en las
narices, la joven se había quedado un rato en el aparcamiento esperando a
que la abrieran de nuevo, a que Drummond fuera a buscarla. Pero, con el
paso de los minutos y de las horas, su esperanza se había desvanecido. Ni
siquiera sabía si Fox conseguiría usar el Libro de las puertas. A lo mejor
ella era la única capaz de hacerlo.
En aquellos primeros instantes, el aturdimiento había impedido que se
dejara arrastrar de inmediato por el pánico. Tras aceptar sus circunstancias,
había salido del aparcamiento hacia la calurosa tarde neoyorquina. Había
caminado sin rumbo durante un rato, con la mente extrañamente callada,
como si hubiera dado por finalizada su jornada laboral de aquel día. Las
calles, la gente y el tráfico la habían zarandeado. Más tarde, se había
encontrado sentada en un banco de Central Park, observando a los
paseadores de perros y a los corredores, y había intentado pensar de manera
racional acerca de su problema, encontrar la solución obvia que estaba a tan
solo unos cuantos pasos lógicos de distancia.
Pero no había solución. No tenía dinero. Estaba sola. Los documentos de
identidad que llevaba encima tenían una fecha del futuro y, casi con total
seguridad, no le servirían de nada en el pasado.
El pánico la había inundado como una riada veloz, amenazando con
ahogarla. Se había agarrado al brazo del banco para intentar estabilizarse,
había hiperventilado mientras todo Nueva York seguía a lo suyo y la
ignoraba sin molestarse siquiera en disimularlo.
Estaba sola. Más que nunca.
Ahora, varias horas después, mientras las luces de Times Square trataban
de contener la oscuridad circundante, la mente de Cassie había salido del
agujero en el que se había metido e intentaba ayudarla.
«Piensa en lo positivo», se dijo cuando una joven pareja de japoneses
empezó a posar y a hacerse fotos delante de ella. Vio que se planteaban
pedirle que les sacara una, pero, cuando le vieron la cara manchada de
lágrimas, decidieron abordar a un hombre de mediana edad que estaba unos
pasos más allá.
«Hace calor —continuó, y acompañó la idea con un gesto de
asentimiento de la cabeza—. Es verano. No vas a morirte de frío.»
Le dio unas palmaditas al abrigo que tenía sobre el regazo. Si era
necesario, podía pasar toda la noche en aquellas escaleras. Estaría a salvo y
abrigada.
«No corres ningún peligro inmediato.»
Volvió a asentir con la intención de subrayar los aspectos positivos.
«Genial. No vas a morir en las próximas horas.»
Eso era todo. Eso era lo único que tenía.

CASSIE PASÓ TODA la noche sentada en las escaleras, asediada por un extraño
miedo a moverse, como si hacerlo fuera a transformarlo todo en realidad,
como si moverse la obligara a enfrentarse a la gravedad de la situación. Era
cierto que la ciudad no dormía nunca, y menos en Times Square. Las luces
parpadeaban y zumbaban, y siempre había taxis, siempre había turistas,
aunque el gentío disminuía a altas horas de la madrugada. Y, entonces, todo
empezó a cobrar vida de nuevo —el tráfico se hizo más denso, los ruidos se
intensificaron— y la joven se dio cuenta de que se había quedado traspuesta
allí mismo. De repente, volvía a estar despierta, presa del pánico, y
parpadeaba mientras trataba de recordar por qué estaba sola en Times
Square.
En ese momento, vio un anuncio de una película de hacía diez años y su
memoria lo recuperó todo de golpe: el terror, el miedo. Tuvo que levantarse
y moverse para evitar que la desesperación volviera a engullirla.
Necesitaba ir al baño y tenía la boca seca, así que caminó por la Séptima
Avenida hasta Penn Station mientras se dejaba empujar por la marea de
pasajeros que iban o venían del trabajo. Dentro de la estación, fue al lavabo
e hizo todo lo posible por hacer caso omiso de los gritos y las
conversaciones agresivas que parecían retumbar a su alrededor. En cuanto
terminó, se escabulló a toda prisa antes de que alguien intentara hablar con
ella. Buscó una fuente y bebió hasta saciarse y quitarse el sabor del aire de
la ciudad de la boca.
Deambuló por los pasillos de la estación, que olían a pan y a perritos
calientes, y se dio cuenta de que, aunque todavía no tenía hambre, no
tardaría en llegar. Supo que tenía que hacer algo si quería sobrevivir.
Se cruzó con una sintecho que llevaba una abultada bolsa de plástico en
cada mano y muchas capas de ropa cubriéndole el cuerpo, y en aquel
instante vio su propio futuro. Se vio a sí misma convirtiéndose en una
persona anónima y olvidada, en una de esas personas ocultas bajo la
superficie de Nueva York, una mujer solitaria que contaba historias
disparatadas acerca de que venía del futuro.
De repente, Penn Station le resultó un lugar asfixiante, una trampa de la
que no podía escapar, y el miedo la empujó a salir de nuevo al aire cálido de
la mañana. Echó a andar hacia el norte, puesto que parecía que su mente
sentía menos pánico cuando caminaba, y volvió a encontrarse en Bryant
Park, donde Drummond y ella se habían sentado el día anterior para
observar al joven Fox y a sus amigos.
Cassie se sentó a una mesa e intentó relajarse. Lo único que quería era
una cama. Su apartamento. Y a Izzy.
—Ay, no, Izzy —dijo al recordar lo que Hugo Barbary le había dicho
antes de empujarla hacia la puerta: «Puede que matara a tu amiga porque
me incordiaba».
Apoyó la cabeza en las manos.
¿Y si era cierto?
¿Y si aquel hombre había matado a Izzy?
Las entrañas de Cassie eran un mar tempestuoso, agitado y embravecido,
todo su ser estaba sumido en un caos que no se parecía a ningún otro que
hubiera conocido hasta entonces. El mundo volvió a desdibujarse a su
alrededor cuando las lágrimas le brotaron de nuevo. Intentó secárselas, pero
no paraban de aflorar, así que siguió secando y secando, con la respiración
entrecortada, hasta que se le irritaron las mejillas. Sin embargo, aún había
más lágrimas. Eran infinitas.

CUANDO YA NO podía más, cuando ya no era más que un caparazón exhausto


carente de toda esperanza, se preguntó quién podría ayudarla. Sobrevivir
sola sería imposible. Pensó en las personas que había conocido en el
pasado.
Su abuelo estaba a un continente de distancia y, aun en el caso de que
lograra llegar hasta él, ¿la ayudaría? ¿Qué iba a hacer? Ya tenía una Cassie
distinta de la que ocuparse.
Izzy estaría en algún lugar de Nueva York, pero no sabía dónde. Además,
la Izzy de hacía diez años no la conocía. ¿Por qué iba a ayudarla?
Entonces pensó en Drummond Fox. Su esperanza había sido que el
Drummond del futuro, que sabía dónde estaba, volviera para rescatarla,
pero a aquellas alturas ya tendría que haber llegado, ¿no? No podía contar
con él.
Pero ¿y el Drummond Fox del pasado, el de hacía diez años?
Le pareció una buena idea, una oportunidad. Por primera vez desde que
le habían cerrado la puerta de su habitación en las narices, consideró que
tenía un posible camino a seguir.
Se levantó y dejó que sus pies la guiaran por Bryant Park mientras, con
una expresión reflexiva en la cara, alimentaba la idea, y su esperanza, como
si fuera una planta frágil.
Si consiguiera encontrar a Drummond Fox, podría contarle lo del Libro
de las puertas y todo lo que pasaba en el futuro… Él la creería, estaba
segura.
Experimentó un repentino subidón de adrenalina al darse cuenta de que el
Drummond del pasado estaba en la ciudad… «Su» Drummond y ella lo
habían visto el día anterior, en Bryant Park…
Y, entonces, su esperanza se precipitó por un barranco, porque supo que
Fox se había marchado. La noche anterior, había presenciado el asesinato de
sus amigos a manos de la Mujer; Cassie también lo había visto, había
estado allí, en los recuerdos de Drummond. Él había huido de la Mujer y de
la masacre de sus amigos. Había dado comienzo a sus diez años de huir y
ocultarse, de vivir en las Sombras. Cassie no tendría forma de saber dónde
estaba hasta al cabo de diez años, cuando Izzy y ella lo habían visto en el
bar de la azotea del Hotel Library.
«No», se dijo cuando aquellas verdades se le revelaron. Dejó de caminar,
lo cual obligó a los demás transeúntes a rodearla. No oyó las palabras de
fastidio ni vio las miradas irritadas que le lanzaban. Estaba perdida en sus
propios pensamientos.
Drummond Fox no podía ayudarla.
Esperó a que su mente reaccionara, a que se le ocurriese una alternativa.
Si no era posible encontrar a Fox y en el pasado no había nadie más que
pudiera ayudarla, solo podía contar con ella misma. Y solo había una forma
de volver a su propia época.
—Tengo que encontrar el Libro de las puertas —se dijo en voz baja, y se
dio cuenta de que esa era la solución en la que tendría que haber pensado
hacía doce horas.
Pero ¿por dónde empezar? ¿Dónde buscar un libro así?
La respuesta era sencilla: debía empezar por el hombre que se lo había
regalado. Tenía que localizar al señor Webber.

CASSIE ESPERÓ AL señor Webber en la puerta de su edificio. Era más de


media tarde cuando salió y, al principio, la joven ni siquiera se dio cuenta
de que era él, puesto que se trataba de un señor Webber con el pelo más
oscuro y menos años en los huesos.
Lo interceptó antes de que llegara a la esquina.
—¡Señor Webber!
El hombre se detuvo y la miró. Cassie vio una sonrisa educada, y
curiosidad y cautela en su expresión.
—Señor Webber, ¡me alegro muchísimo de verle! —exclamó la joven,
con las emociones de repente desbordadas—. No sabe cuánto. Por favor,
necesito que me ayude. —Sus palabras eran un torrente: doce horas de
miedo, ansiedad y pánico escaparon de su interior al ver una cara conocida,
aunque aquella cara no la conociera a ella—. Perdóneme, sé que no sabe
quién soy, pero necesito ayuda y es la única persona a la que puedo acudir.
El hombre frunció el ceño y escudriñó el rostro de la joven de arriba
abajo, como si intentara ubicarla.
—Necesito el Libro de las puertas. Usted me lo regaló en el futuro… No
sé por qué, pero me lo regaló. Me he quedado atrapada aquí, en el pasado, y
lo necesito para volver a casa. No se me ocurre nadie más que pueda
ayudarme, uf, Dios… —Se llevó una mano a la cabeza. Su cerebro le decía
que estaba divagando. Le decía que pensara en la impresión que debía de
estar causándole a aquel señor que no la conocía de nada. Se obligó a
respirar, a calmarse—. Sé que parece una locura. Sé lo que debe de estar
pensando.
—¿Necesita ayuda? —preguntó el señor Webber con ademán amable.
—¡Sí! —contestó Cassie—. ¡Sí! Necesito ayuda, por favor… El Libro de
las puertas. Tengo que usarlo, solo una vez.
El hombre asintió despacio y lanzó una mirada de reojo hacia el bullicio
y el ruido de la Segunda Avenida.
—Me temo que no sé de qué me habla. Pero me da la sensación de que
no le iría nada mal comer algo caliente, ¿me equivoco?
Cassie vaciló, puesto que no tenía claro en qué desembocaría aquel giro
de la conversación.
Observó al señor Webber mientras este se sacaba unos cuantos billetes
del bolsillo y se los ponía en la mano.
—Cómprese algo de comer y de beber. En el Midtown hay un refugio
para mujeres, creo. Allí le conseguirán ayuda. Lo siento, pero no puedo
hacer más.
La joven lo vio alejarse a toda prisa y volver la cabeza por encima del
hombro, con preocupación, para ver si la loca lo estaba siguiendo o no.
Se quedó unos minutos allí, parada como una tonta, con los billetes
aferrados en la mano y la ciudad indiferente agitándose a su alrededor.
El fabuloso relato de Cassie Andrews

CASSIE HIZO LO único que se le ocurrió: fue a un lugar conocido, a un lugar


en el que pudiera pensar. Se dirigió a Kellner Books. Tras caminar por las
calles calurosas y pegajosas de la ciudad, cruzar la puerta de la librería le
resultó un alivio. La tienda estaba igual, aunque los libros fueran distintos y
no reconociera a ningún miembro del personal. Era un ambiente seguro,
reconfortante. Cassie encontró un sillón viejo en la esquina del fondo de la
sala y se sentó con un libro cualquiera en la mano. Fingió que leía, pero en
realidad solo estaba intentando recuperar el control de su mente acelerada.
Al cabo de un rato, sus pensamientos se habían ralentizado, pero la
desesperación continuaba presente con obstinación y no dejaba de
enumerarle todos sus errores.
¿Por qué había vuelto al apartamento?
¿Por qué no había visto a Hugo Barbary en la sala de estar? ¿Era tonta o
estaba ciega?
¿Por qué había dejado a Izzy atrás cuando se había marchado con
Drummond?
—No, no… —murmuró.
Se le contrajo el estómago al recordar la sangre del suelo. ¿Dónde estaba
Izzy?
Una persona que consultaba una estantería cercana oyó su desesperación
y se volvió para mirarla. Cassie trató de disimular su preocupación con una
sonrisa. No podía quedarse allí para siempre, eso ya lo sabía. La noche no
tardaría en caer y no tenía dónde dormir. La idea de pasar otra noche en
Times Square, sola, le resultaba desoladora. ¿Así iban a ser el resto de sus
días?
Pensó en el refugio que el señor Webber le había mencionado. ¿Debía
recurrir a él? A lo mejor allí había una cama, al menos, y comida.
Entonces recordó los billetes que el hombre le había metido en la mano y
de repente se dio cuenta de que le rugían las tripas. Había caminado muchos
kilómetros a lo largo del día para intentar mantener la calma, y no había
comido nada desde que se había sentado con Drummond en la cafetería a la
que había ido a reunirse con su abuelo. Tenía que comer. Sonrió con
debilidad al recordar a Fox diciéndole lo mismo en Lyon y sintió que lo
echaba de menos. Solo hacía un día que lo conocía y ya lo echaba de
menos.
Se obligó a levantarse. Volvió a colocar el libro en la estantería y cruzó la
tienda en dirección a la cafetería de la entrada. Se compró una magdalena
grande de chocolate y un café también grande y se sentó a una de las mesas
vacías, de pronto avergonzada por si olía mal después de haber pasado la
noche en las calles de la ciudad. Su única esperanza era que el resto de los
clientes no lo notara.
Se comió la magdalena muy despacio, intentando que le durara,
saboreando todas y cada una de las migas como si fueran lo último que iba
a comer. Con el estómago lleno y el café corriéndole por las venas, empezó
a sentir que recuperaba un poco la racionalidad, que era capaz de fortalecer
las murallas de su mente para que la protegieran de sus emociones
desbocadas.
Se quedó allí sentada, mirando hacia el escaparate de la librería y hacia la
calle, sin intentar resolver todos sus problemas, sin intentar arreglar lo
imposible. Se limitó a estar allí quieta, tranquila y en silencio.
Y entonces la puerta de la calle se abrió y el señor Webber entró en
Kellner Books.

ÉL NO LA vio, al menos al principio, y ella tampoco intentó captar su


atención. El hombre se acercó a la barra, como hacía siempre, y pidió algo
de beber. Cassie se percató de que ahora el señor Webber llevaba un libro
bajo el brazo, un libro que antes, en la calle, no tenía.
Lo observó mientras tomaba asiento a tres mesas de distancia y supo que
aquella aparición en Kellner Books era su última oportunidad. Él era el
camino hacia el Libro de las puertas. Tenía que conseguir que la escuchara.
Siguió mirándolo unos minutos más, mientras el señor Webber leía y
bebía, e intentó pensar en la mejor forma de abordarlo, en cómo lograr que
la creyera al menos lo suficiente como para acceder a mantener una
conversación con ella.
Entonces se levantó, llevándose el café consigo, y se sentó frente a él.
Cuando levantó la mirada del libro, la expresión del hombre reflejó varias
emociones encadenadas: sorpresa, conmoción, recelo.
—Gracias por el dinero, señor Webber —le dijo Cassie—. Ha sido todo
un detalle. —Se dio cuenta de que sus palabras lo habían desarmado. El
recelo disminuyó—. Me he comprado un café y algo de comer, lo
necesitaba muchísimo. —Sonrió—. Creo que antes, cuando hablé con
usted, estaba un poco pasada de vueltas. Siento haberle preocupado.
El hombre negó con la cabeza para poner fin a la conversación,
educadamente, antes incluso de que Cassie hubiera podido decirle lo que
quería.
—Permita que le cuente una cosa —suplicó—. Y, luego, si quiere, le
dejaré en paz, se lo prometo. Solo una cosa.
El señor Webber frunció los labios mientras se lo pensaba.
—Debo admitir que me sorprende que sepa mi nombre, señorita.
—Por favor —dijo Cassie, que sintió que el esfuerzo de mantener la
calma la empujaba a cerrar los ojos—. Por favor, deje que le cuente solo
una cosa.
—De acuerdo —accedió—. ¿Qué quiere contarme?
Cassie asintió y notó que mundos enteros de esperanza y desesperación
giraban en torno a un solo momento, a una sola frase.
—Cuando estaba en Roma, cuando era más joven —comenzó—, se alojó
en una pensión cercana a la Fontana di Trevi. La dueña del hotel entró en la
habitación para servirle un café y se lo encontró desnudo.
El hombre absorbió sus palabras con una expresión vacía en la cara.
Luego se recostó contra el respaldo de la silla, con el ceño fruncido, y se
quedó mirándola durante un buen rato.
—¿Quién es? —preguntó.
—Me llamo Cassie —respondió.
—Nunca le he contado esa historia a nadie. A nadie. Nadie la sabe.
¿Quién se la ha contado?
—Usted —contestó la chica—. Somos amigos. Por eso sé su nombre. Por
eso sé dónde vive y le estaba esperando antes. Por eso sé que viene aquí con
regularidad para sentarse a leer sus libros. Sé que le encanta El conde de
Montecristo.
—Pero ¿cómo sabe esas cosas? —insistió el hombre mientras negaba con
la cabeza—. No nos hemos visto nunca.
—No —convino Cassie—. Esa es la parte complicada, señor Webber.
Vengo del futuro. En el futuro, nos conocemos y nos hacemos amigos. Y no
espero que se lo crea porque… Bueno, es increíble, ¿no?
El hombre no le quitaba ojo y la joven se percató de que estaba
manteniendo algún tipo de debate interno, batallando con hechos
contradictorios.
—No soy peligrosa, señor Webber —le aseguró—. Solo es que me he
quedado aquí encallada, sola, sin dinero ni amigos que puedan ayudarme.
Usted es la única persona que conozco que podría echarme una mano.
El hombre bebió un sorbo de la taza.
—No sé si creerla —dijo—. Lo que dice… es demasiado fabuloso,
demasiado descabellado.
Cassie asintió con tristeza y bajó la mirada hacia la mesa. Claro que no
iba a creerla. ¿Por qué iba a hacerlo nadie?
Sin embargo, el señor Webber no la echó de la mesa. Cuando levantó la
vista de nuevo, él seguía mirándola.
—No consigo adivinar cómo es posible que sepa lo de Roma —dijo,
aunque hablaba más para sí mismo que para ella—. No le he contado esa
historia a nadie. Nunca la he plasmado por escrito. Si se trata de algún tipo
de estafa o de timo, no soy capaz de entender cómo se ha enterado. Y ya le
he dado dinero antes. ¿Qué razón tendría para volver a hablar conmigo?
—No es una estafa —dijo la chica en voz baja.
Se quedaron callados durante un rato.
La tienda se había calmado y ahora solo quedaban unas cuantas personas
curioseando, una pareja joven sentada a otra de las mesas, con las cabezas
juntas y riendo. El día continuaba avanzando, oscureció y Cassie sintió que
se le encogía el corazón al pensar en salir de la reconfortante familiaridad
de la librería y volver a la noche solitaria.
—¿Tiene teléfono?
La pregunta del señor Webber interrumpió sus pensamientos.
—¿Qué? —dijo Cassie.
—Que si tiene un teléfono —repitió—. Un móvil. Hoy en día todo el
mundo lleva un móvil encima.
—Sí —dijo Cassie, que automáticamente se dio una palmaditas en los
bolsillos del abrigo.
—¿Me deja verlo, por favor? —pidió el señor Webber al mismo tiempo
que estiraba una mano.
—¿Para qué? —quiso saber la joven.
—Si quiere que la crea, si no quiere que me levante y me marche ahora
mismo, déjeme ver su teléfono.
Cassie valoró la petición durante unos instantes y no vio ningún
inconveniente. Sacó el móvil y se lo pasó.
El hombre se lo devolvió y dijo:
—Desbloquéelo, por favor.
Cassie introdujo el código de acceso, se lo dio otra vez y esperó unos
instantes mientras el señor Webber inspeccionaba el aparato, escudriñando
la pantalla y moviendo los ojos mientras leía. Luego dejó el móvil sobre la
mesa, con la mano apoyada en él, y se quedó mirando el tablero en silencio.
—¿Qué? —preguntó Cassie cuando ya no pudo soportarlo más.
—Es del futuro —dijo, y levantó la mirada hacia ella—. No soy el
erudito que me gusta fingir que soy. Yo también tengo móvil. —Se llevó la
mano al bolsillo y sacó un iPhone, una versión muy anterior del mismo
teléfono que tenía la chica—. Es evidente que el suyo es mucho más
avanzado.
—Ni siquiera podré cargarlo hasta dentro de cinco años —reflexionó
Cassie, desconsolada.
—Y la página web que se había dejado abierta en el navegador —
continuó el señor Webber mientras negaba lentamente con la cabeza—.
Tenía fecha de dentro de varios años. Es imposible.
—Sí —convino Cassie—. Lo es.
Entonces el hombre dejó escapar un suspiro, un sonido pesado y
exhausto, y le devolvió el teléfono a Cassie, que se lo guardó de nuevo en el
bolsillo.
El señor Webber bebió un sorbo de café y se recostó en su asiento.
—He pasado la mayor parte de mi vida solo —dijo—. Durante mucho
tiempo, fuimos solo mi madre y yo, y, cuando ella murió, me quedé solo. —
Frunció el ceño, como si estuviera batallando contra algo que le costaba
entender—. La verdad es que no sé por qué ha sido siempre así —
reflexionó—. Me habría gustado mucho tener más amigos, alguien a quien
querer. Pero mi vida laboral requería viajar a menudo y tenía horarios
intempestivos. Era difícil conocer gente y, si le soy sincero, creo que con el
tiempo empezó a parecerme más fácil dejar de intentarlo.
La joven lo escuchó, sin tener muy claro adónde quería ir a parar.
—Así que me he pasado la vida solo y, cuando estás solo, te conviertes
en todo un experto en observar a la gente. Presto atención. No tengo
conversaciones que me distraigan ni preocupaciones relacionadas con un
amigo o con mi pareja, y tampoco noches de borrachera de las que
recuperarme. Se me da muy bien evaluar a la gente. Y el problema que
tengo, querida, es que no creo que esté loca. No creo que esté intentando
estafarme, a pesar de que todo lo que dice es ridículo. No logro conciliar
ambas cosas.
—Lo siento —dijo Cassie, y el señor Webber asintió para darle a
entender que aceptaba su disculpa—. Si aún no le he hecho huir
despavorido, ¿puedo al menos contarle mi historia?
El hombre asintió.
—De acuerdo —accedió—. Cuénteme su historia.
Y eso fue lo que hizo, aunque omitió la apacible muerte del señor
Webber. Este la escuchó sin hacer ni un solo comentario, bebiendo de vez
en cuando un sorbo de café o removiéndose en su asiento.
Cuando terminó, el hombre continuó callado durante un buen rato.
Tamborileó con los largos dedos sobre la taza de café vacía y clavó la
mirada en la mesa que los separaba.
—Es una locura —dijo Cassie, que sentía la necesidad de asegurarle que
sabía que todo lo que acababa de contarle era increíble—. Sé que lo es. Pero
también es todo cierto.
—No sé si es cierto o no —replicó él—, pero, después de haber visto su
teléfono… y con lo que ha demostrado que sabe de mí, es más fácil de creer
de lo que podría parecer. De todas formas, si es verdad…
—¿Sí?
—Falla en un punto clave.
—¿En cuál? —quiso saber Cassie.
—En lo de ese libro mágico que dice que le regalé.
—¿El Libro de las puertas?
—No está en mi poder —dijo—. No tengo ni idea de lo que es ni, por
tanto, de cómo podría regalárselo en el futuro.
Ella negó con la cabeza como si le costara creerle.
—Debe de caer en sus manos de algún modo —insistió—. En algún
momento a lo largo de los diez próximos años, debe de llegar hasta usted.
De lo contrario, no podría habérmelo dado y nada de todo esto habría
ocurrido.
Él se encogió de hombros.
—Quizá. Pero, ahora mismo, no lo tengo. Y no puedo ayudarle a volver a
su futuro.
Cassie sintió que se encogía derrotada.
—¿Qué voy a hacer entonces? —se lamentó más para sí misma que
dirigiéndose al señor Webber—. No puedo quedarme aquí.
Lágrimas otra vez, lágrimas horribles y amargas que le inundaron los
ojos.
—Bueno, tendrá que esperar, querida —dijo el hombre, y Cassie se
percató de la preocupación que reflejaba su rostro, como si tal vez pensara
que había sido él quien la había hecho llorar.
—¡No puedo esperar! —exclamó ella, a la que el pánico empezó a
burbujearle por dentro—. Tengo que volver. No tengo dinero ni casa. ¿Qué
se supone que voy a hacer aquí, atrapada en el pasado?
El señor Webber se lo pensó un momento antes de contestar.
—Está intentando resolverlo todo a la vez —le dijo—. ¿Por qué no
resuelve los problemas de uno en uno? Necesita encontrar un sitio donde
dormir. Pensará con más claridad después de descansar bien una noche.
—¿Y dónde duermo? ¿En un albergue para indigentes?
El hombre negó con la cabeza y suspiró. Se volvió para mirar hacia la
calle y luego miró otra vez a Cassie. La joven se dio cuenta de que estaba
disputando otro debate en su interior, de que se sentía dividido. Finalmente,
asintió: había tomado una decisión.
—Mi apartamento no está lejos de aquí —dijo, y luego se interrumpió—.
Pero eso ya lo sabe, ¿verdad, querida?
Cassie asintió entre las lágrimas.
—Tengo una habitación de invitados. Puede dormir allí hasta que consiga
encontrarle algún sentido a su situación. Puede quedarse un día, dos como
mucho, pero quizá le dé tiempo a descubrir qué debe hacer. ¿Le serviría de
ayuda?
Cassie parpadeó y se enjugó unas cuantas lágrimas.
—¿Lo dice en serio? —preguntó.
—No lo sé —reconoció él—. Pero no estaría bien abandonarla en una
situación así cuando tengo los medios para asistirla. Solo una noche o dos,
es una medida provisional. ¿Comprendido?
—Se lo prometo —respondió ella, aunque no tenía ni idea de cómo iba a
conseguir que su situación mejorara en cuestión de un par de días.
El hombre se terminó el café y ambos salieron juntos y en silencio de la
librería.
El paso de los días

A LO LARGO de los dos primeros días, Cassie no se encontró del todo a gusto
en el apartamento del señor Webber. Tenía la sensación de que iba a ponerla
de patitas en la calle en cualquier momento. Intentó servirle de provecho
ofreciéndose a prepararle bebidas, a ir a comprar, a ayudarlo a recoger. A
veces el hombre aceptaba sus propuestas, pero era evidente que la situación
lo incomodaba, quizá como si le preocupara que la joven intentase
resultarle útil con el único objetivo de que no la echara. Además, a lo largo
de esos dos días, el hombre le pidió que le contara su historia otra vez, la
interrogó sobre los detalles y sobre los hechos que no entendía. Lo que
Cassie le contaba nunca parecía satisfacerlo por completo, pero la chica no
acertaba a distinguir si se debía a que no se creía la historia o a que no
conseguía encontrar ninguna inconsistencia en ella.
La tarde del segundo día tras el encuentro en Kellner Books, el señor
Webber salió de su dormitorio después de echarse una siesta y se encontró a
Cassie pasando los dedos por una de las estanterías.
—Me encanta su colección de libros —le dijo la chica—. Siempre he
querido tener una biblioteca así, un lugar donde poder sentarme a leer a
solas.
Él se sentó en su sillón y paseó la mirada por los libros.
—Sí —dijo—. Yo también la quise siempre. Y ahora la tengo.
Le sonrió como si acabara de detectar un alma gemela. Y después
pasaron el resto de la tarde hablando de libros: de los que habían leído y los
que querían leer, de los que les gustaban y los que no. Cassie preparó té
para los dos y, un poco más tarde, un sándwich para cada uno, y siguieron
charlando. Al señor Webber le gustaba el tema de los libros; así fue como
conectaron en un primer momento, cuando Cassie había empezado a
trabajar en Kellner Books hacía un montón de años.
Al tercer día, el señor Webber no le pidió que se fuera. No le dijo que
podía quedarse, pero tampoco le pidió que se marchara. En cambio, durante
el desayuno, le preguntó:
—¿Cómo puedo ayudarla a volver a casa?
Ella lo miró con cara de incredulidad y él respondió restándole
importancia a sus palabras con un gesto de la mano.
—No estoy diciendo que la crea. Pero no me importa llevarle la
corriente. ¿Puedo hacer algo que le sirva de ayuda?
Entonces Cassie le contó las ideas que había tenido durante la primera y
desdichada noche que había pasado totalmente sola en Nueva York. Le
habló de intentar localizar a Drummond Fox y de lo imposible que sería.
—Porque ya se ha escondido —dijo el señor Webber—. Para que no lo
encuentre esa señora que quiere los libros.
—Exacto —dijo Cassie—. Por eso acudí a usted. Porque es la persona
que me entrega el Libro de las puertas.
—Un libro que no tengo —dijo.
—No —confirmó ella con tristeza mientras hurgaba con la cuchara en su
yogur del desayuno.
—Vale, muy bien, entonces haremos lo siguiente: buscaremos su Libro
de las puertas. ¿Quizá sea así como llegue a mis manos? ¿Porque usted me
hace buscarlo?
Cassie lo pensó y sintió que la esperanza brotaba en su interior.
—Sí —dijo, cada vez más convencida de la idea—. ¡Sí, tal vez tenga
razón! ¡Eso tendría sentido!
Pensó en lo que Drummond le había contado acerca de los viajes en el
tiempo mientras estaban esperando en la cafetería: que no puedes cambiar
el pasado, solo puedes hacer que las cosas ocurran.
—¡Quizá sea así como el libro llega a sus manos! —convino.
Así que, juntos, empezaron a buscar el Libro de las puertas, y los días se
convirtieron en semanas y las semanas en meses.

DURANTE LOS PRIMEROS meses que pasó con el señor Webber, siempre que
no estaba buscando el Libro de las puertas, Cassie seguía una rutina
bastante cómoda. Se levantaba la primera, tomaba un desayuno ligero y
luego paseaba por la ciudad durante el resto de la mañana, ya fuera
buscando pistas o solo para estirar las piernas. Perdió peso y ganó fondo, se
puso más en forma que nunca. Después, volvía a casa para comer, para
protegerse del calor en la época más calurosa del año, y el señor Webber y
ella compartían un café y pasteles, o un bocadillo, sentados en la ventana y
rodeados de obras literarias. Hablaban de estrategias para encontrar el libro,
de librerías especializadas en libros raros en las que buscar, de bibliotecas
que visitar, y Cassie lo ponía al día sobre lo que había descubierto. La
mayoría de los días, el señor Webber salía por la tarde —«Voy a dar mi
paseo diario, querida; debo mantener activas mis viejas extremidades si no
quiero consumirme»—, y Cassie limpiaba el apartamento o veía la
televisión. A veces se tumbaba en el sofá y fantaseaba con la Biblioteca
Fox, con aquel lugar maravilloso y apacible que tanto la reconfortaba en sus
recuerdos. Y también pensaba en Drummond Fox, en el hombre que era
atractivo cuando sonreía, y se preguntaba qué estaría haciendo en el futuro.
Esperaba que estuviera a salvo. Esperaba volver a verlo.
Por las noches, el señor Webber y ella cenaban juntos y luego leían
sumidos en un silencio agradable o hablaban de libros. Si hacía buen
tiempo, iban dando un paseo hasta un restaurante o una cafetería cercanos.
A veces cogían un taxi hasta Central Park y pasaban las últimas horas del
día bajo la dorada luz del sol. Los meses fueron pasando y Cassie se
sorprendió celebrando Acción de Gracias, Navidad y Año Nuevo con su
anfitrión, los dos solos, una familia sencilla e improvisada.
Durante todo aquel tiempo, el señor Webber siempre fue una compañía
maravillosa. No le pedía nada a Cassie, excepto su amistad. La escuchaba
siempre que quería hablar con él y, por lo general, le ofrecía consejos muy
sabios. Nunca la forzaba a conversar cuando no estaba de humor para ello.
La joven llegó a saberlo todo de él: su infancia solitaria con una madre
controladora, su don para la música, reconocido a una edad temprana
—«Fui un prodigio, ¿no lo sabías? No precoz, pero sí un prodigio»—, y su
carrera como concertista de piano y compositor. Descubrió que no se había
hecho rico tocando el piano por todo el mundo, sino componiendo temas
para un puñado de series televisivas de éxito en los años noventa.
—Estaba ridículamente bien pagado —le dijo un día mientras paseaban
por el SoHo—. Sobre todo cuando las series eran redifusiones. Y las
melodías eran de lo más simple. Solo cuatro notas, como un tono de
llamada, algo reconocible. Con esas cuatro notas gané más dinero que con
toda la demás música que compuse; gracias a ellas me compré el
apartamento y muchos de mis libros.
Los meses se convirtieron en años.
A veces, en verano, la ciudad resultaba insoportable, la contaminación y
el olor a basura cocida espesaban el aire. El metro era un horno, los
pasajeros estaban sudorosos, sonrojados e irritables. En otoño llegaba el
aire fresco y la gente se envolvía en bufandas y abrigos que anticipaban el
frío intenso del invierno, los vientos gélidos que corrían entre los cañones
de hormigón. Y entonces el ciclo volvía a empezar: el calor se arrastraba
hasta las calles de la ciudad, las flores y los árboles brotaban, el blanco y
negro del invierno se convertía en el tecnicolor de la primavera. A lo largo
de todos esos cambios de estación, de todo el trabajo de búsqueda del Libro
de las puertas, Cassie sufría de una constante rabia soterrada, de una
impaciencia permanente de la que no era capaz de librarse. Sabía lo que le
esperaba en el futuro y estaba desesperada por volver a él. Era un libro que
no había terminado de leer, una comida que había dejado a medias.
Sin embargo, hacia el final del segundo año, Cassie sintió que la llama de
la impaciencia se apagaba y que sucumbía a la comodidad y la satisfacción
de su rutina.
—Empiezo a sentirme cómoda aquí —le confesó una noche al señor
Webber—. Empieza a gustarme. No sé si me estoy escondiendo de mis
problemas o solo esperando a que lleguen. Tengo muchas ganas de
encontrar el Libro de las puertas, pero hay una parte de mí que no lo desea.
Una parte de mí que no quiere regresar a todo ese peligro.
La joven seguía buscando el libro, pero con menos empeño que durante
los primeros meses. Ahora era casi un pasatiempo, algo que hacía cuando le
apetecía, una actividad esporádica más que una obsesión que la consumía
por completo.
—¿Por qué no pueden ser las dos cosas? —le preguntó el señor Webber.
Estaban sentados a la mesa de la cocina comiendo helado y el hombre lamió
su cuchara y la dejó en su cuenco—. ¿O por qué no puede ser ninguna de
ellas? ¿Por qué tiene que ser algo?
Cassie se encogió de hombros, sin comprenderlo.
—Deja de intentar razonar tanto —continuó el señor Webber—. Sé que
parece una locura. Soy de la firme opinión de que hay mucha gente en este
mundo a la que le convendría usar el cerebro más a menudo, pero, querida,
si alguien necesita pensar menos las cosas, esa eres tú. Lo único que haces
es pensar y preocuparte. Podríamos calentar el apartamento con la energía
que tu cerebro consume a todas horas. Tienes que vivir sin más, estar
presente en el momento. Encontrarás el Libro de las puertas o no. En
cualquier caso, volverás al lugar de donde viniste. Pero eso no tiene por qué
ocupar cada instante de tu vida desde ahora hasta entonces. Tienes derecho
a disfrutar de la vida. Ves este período de tu existencia como una tortura,
pero puedes decidir verlo como un regalo.
La chica reflexionó sobre todo aquello mientras trazaba líneas en el
helado derretido que se le había acumulado en el fondo del cuenco.
—Tengo que encontrar el libro —se dijo—. Tengo que volver. No sé qué
haría si no lo consigo.
—Yo sí lo sé, querida —dijo él—. Lo superarías. Eres joven y lo peor
que puede pasarte es llegar al futuro viviéndolo. Aquí estás a salvo; no
tienes de qué preocuparte. En el peor de los casos, tendrás unos cuantos
años para planificar lo que ocurrirá cuando el tiempo te devuelva al fin al
punto en el que lo dejaste. No es el peor de los destinos, ¿no?
Cassie continuó su búsqueda, pero no hacía más que perseguir fantasmas
y recuerdos, mitos y malentendidos. Encontró miguitas de pan, referencias a
libros mágicos, nombres sin explicación ni descripción —el Libro de los
espejos, el Libro de las consecuencias, el Libro de las respuestas—, aunque
no tenía ni idea de si se trataba de ejemplares reales o inventados. Intentó
investigar el mundo de los libros especiales, pero todo le parecía demasiado
oculto y misterioso, incluso inútil, como intentar construir castillos de arena
en la playa cuando sube la marea.
Una noche, tumbada en la cama de su pequeño dormitorio después de
otro día en el que no había encontrado nada, se quedó mirando el viejo
armario que había a un lado de la habitación y el montoncito de libros que
había sobre el alféizar de la ventana y, de pronto, la embargó el recuerdo de
la primera vez que había estado en el apartamento del señor Webber, el día
después de la muerte del anciano.
Se acordó de la ropa que había en el armario que estaba mirando en aquel
momento, de los libros de bolsillo que reposaban sobre el alféizar. Había
supuesto que pertenecerían a una amante o a una familiar. Pero en realidad
eran sus libros y su ropa, siempre lo habían sido.
Le resultó tan chocante darse cuenta de ello, comprenderlo, que se
incorporó en la cama, con la boca muy abierta.
La primera vez que había entrado en el apartamento, había visto mucha
ropa en el armario y más libros de los que había en aquel instante en la
ventana.
Cassie negó con la cabeza, pues en ese momento entendió que aún
pasaría una buena temporada con el señor Webber.
—No voy a encontrar el Libro de las puertas —admitió.
Después de aquel momento, dejó de buscarlo.

DÍAS, SEMANAS, MESES y años.


El tiempo avanzaba y, poco a poco, Cassie fue aceptando que su única
manera de volver a casa era llegar hasta allí viajando minuto a minuto, día a
día. Se acomodó en su vida y en su rutina y dejó que los días pasaran,
consciente de que no volvería antes de que el tiempo se lo permitiera.
La otra Cassie

—TE HE VISTO hoy, querida —dijo el señor Webber mientras se acomodaba


en su sillón. A Cassie le pareció que estaba preocupado, o tal vez distraído
—. No a ti —aclaró—, sino a una tú distinta.
Habían pasado casi cuatro años desde que Cassie se había encontrado con
el señor Webber en Kellner Books, desde que la habían empujado hacia el
pasado a través de una puerta. Cuatro inviernos, cuatro primaveras y ahora
otro verano. A lo largo de ese tiempo, el señor Webber había aceptado la
historia de Cassie, aunque ella siempre había tenido la sensación de que no
se la creía del todo. No obstante, la cara que tenía el hombre cuando subió
los pies al escabel le sugirió que algo había cambiado.
—¿Me ha visto? —preguntó Cassie.
Estaba en la cocina y tenía un paño en la mano. Había estado limpiando,
que era una de las cosas que hacía para sentir que aportaba algo. Llevaba
tres años viviendo a expensas del señor Webber y eso la disgustaba
sobremanera, pero, como refugiada del futuro, no había conseguido
encontrar ninguna forma de obtener ingresos.
—Eras más joven —contestó él, y desvió la mirada hacia la ventana que
tenía al lado. El verano tocaba a su fin y el aire era denso y abrasador. El
señor Webber tenía la cara roja y aún sudaba tras el paseo. Aunque la
ventana estaba un poco abierta con la intención de aligerar el aire espeso del
apartamento, lo único que lograba era que el espacio se llenara del ruido de
la calle—. No es que ahora no lo seas, claro. Pero parecías aún más joven.
La chica estaba apoyada en la encimera, tratando de recordar su vida y
sus movimientos de entonces. En el transcurso de los últimos años, el señor
Webber y ella habían bromeado a menudo diciendo que él se daría cuenta
de que todo era cierto cuando conociera a la versión más joven de Cassie en
Kellner Books. La fecha del primer día de trabajo de esta había adquirido
una importancia casi totémica. Pero Cassie había olvidado que ya llevaba
un tiempo en la ciudad antes de empezar a trabajar y que, durante aquella
época, se había acostumbrado a visitar la librería con bastante frecuencia.
—¿En la librería? —preguntó.
El hombre asintió. Como solía hacer, aquella tarde había salido a pasear
siguiendo un recorrido que lo llevaba a rodear varias manzanas de la ciudad
y que pasaba por delante de la librería. Se detenía allí a tomar algo —un
café con hielo en los días más calurosos— y a hojear o leer el libro que
llevara consigo aquel día. Cassie tenía una rutina similar, un resabio de los
días en los que se dedicaba a buscar el Libro de las puertas, pero caminaba
por las mañanas, como si se turnaran para salir del apartamento. Ella
recorría distancias más largas que el señor Webber. Muchas veces cogía el
metro para marcharse a una parte más alejada de Manhattan, o incluso de
Brooklyn, y volvía caminando a casa aunque tardara varias horas. Su mente
siempre se ocupaba de los mismos pensamientos, de las mismas ideas
examinadas y pulidas como gemas raras. ¿Cómo podía volver a casa?
¿Cómo podía haber sido tan tonta de quedarse atrapada en el pasado?
¿Cuándo aparecería el Libro de las puertas en la vida del señor Webber si
no lo buscaban? ¿Qué le habría pasado a Izzy y cómo podía proteger a su
amiga? ¿Qué estaría haciendo Drummond? ¿Estaría preocupado por ella?
—Claro —dijo mientras recordaba a la versión más joven de sí misma—.
Vine a Nueva York más o menos por estas fechas. A principios del verano
de este año. —Se acercó a la ventana y se apoyó en ella, posó la cadera en
el alféizar y clavó la mirada en la calle—. Me alojaba en albergues. —
Recordó el dormitorio de seis camas del albergue de Chelsea, las
instalaciones compartidas y a los otros turistas—. Odiaba no tener mi
propio espacio.
Miró al señor Webber y vio que la estaba examinando con detenimiento,
como si fuera la primera vez que la veía.
—Casi me da un infarto —dijo el hombre, sin el menor atisbo de humor
—. Estabas allí, en la librería. Estuve a punto de hablarte, pero entonces te
diste la vuelta y vi que tenías el pelo distinto. Lo llevabas mucho más corto.
Ella esbozó una sonrisa triste.
—Me lo cortaba bastante cuando viajaba. No hay nada peor que llevar el
pelo largo cuando hay riesgo de coger piojos.
—Me has sonreído cuando te has cruzado conmigo —dijo—. ¿Te
acuerdas? ¿Recuerdas haberme visto?
La joven hurgó en sus recuerdos de aquellos primeros días en la ciudad.
Eran un revoltijo de imágenes, olores y ruidos, días llenos de ilusión, de
potencial y del optimismo de las nuevas oportunidades.
—No —respondió—. Ha pasado mucho tiempo…
—Ha sido hoy.
—… y fue un momento pasajero.
—Nunca te he creído —admitió el señor Webber con los ojos
ligeramente entornados y una mano posada en el pecho, como si quisiera
comprobar que el corazón le seguía latiendo—. Sé que lo hemos hablado
mucho y que todas esas conversaciones han sido de tú a tú. Pero, para mis
adentros, siempre me digo que es obvio que estás loca o que alucinas, y
continúo esperando a que llegue el final de la broma, la revelación o la
verdad.
Ella lo miró sin decir nada, sin reconocer que en realidad ya sabía todo lo
que le estaba contando.
—Pero es cierto. Todo es cierto.
—Sí —dijo Cassie sin más—. Siempre lo ha sido. Vengo del futuro, pero
estoy atrapada aquí hasta que usted se haga con el Libro de las puertas.
—El Libro de las puertas —repitió él en un susurro, y desvió la vista
hacia un lado para contemplar el mundo exterior.
—¿Nos tomamos un té? —propuso la joven, puesto que sabía que al
señor Webber le gustaba hacerse uno siempre que volvía de sus paseos.
—Sí —contestó él con una sonrisa torpe—. No me iría nada mal.
Cassie volvió a la cocina sintiéndose un poco más ligera, con el
convencimiento de que ahora el señor Webber, en lugar de un simple
anfitrión cortés, sería más bien un aliado. Sin embargo, también sentía
inquietud ante la idea de compartir la ciudad con una versión más joven de
sí misma. Mientras preparaba el té, se preguntó qué pasaría si se
encontraran. Se preguntó cómo se vería a sí misma. Se preguntó si podría ir
a algún sitio a observar a su yo más joven, a ver lo que los demás veían
cuando miraban a Cassie Andrews. Recordó a Drummond Fox cuando vio a
su versión más joven en Bryant Park, la impresión que le había provocado
la experiencia.
—¿Qué vas a hacer ahora, Cassie? —quiso saber el señor Webber cuando
le llevó el té.
—Bueno, ahora mismo voy a tomarme un té con usted —contestó, y él le
sonrió mientras la chica volvía a sentarse en el alféizar de la ventana.
—Me refiero en general —aclaró él.
La chica se encogió de hombros.
—Voy a hacer lo mismo que llevo haciendo los últimos cuatro años —
dijo—. Voy a vivir y a esperar. Sé que seguiré aquí algún tiempo. O aparece
el Libro de las puertas, o vivo lo suficiente como para llegar de nuevo al
futuro que dejé.
—Ya no estás buscando el libro de forma activa, ¿verdad? —preguntó el
señor Webber.
Ella apartó la mirada, una confesión.
—¿Por qué?
Se mostró ambigua.
—Acabo de darme cuenta de que voy a pasar aquí una buena temporada.
Algunas cosas han empezado a tener sentido.
El hombre asintió como si lo entendiera, pero, a aquellas alturas, Cassie
lo conocía lo bastante bien como para saber que se había dado cuenta de
que le estaba ocultando algo.
—¿Te has planteado qué pasará si no lo encuentras? ¿Si no aparece? —
insistió él.
—Apenas he pensado en otra cosa —murmuró Cassie—. Me quita el
sueño por las noches.
El señor Webber suspiró.
—Me ha encantado tenerte aquí, Cassie —dijo con la mirada clavada en
el interior de su taza—. Es bonito no estar solo. Es bonito que haya vida en
este viejo apartamento. En cuanto pasaron aquellos primeros días, dejó de
importarme que estuvieras loca o que alucinaras.
—Todo un detalle —replicó ella con una sonrisa.
—No obstante, ahora sé que lo que dices es cierto. —Negó con la cabeza
—. No puedo quedarme de brazos cruzados y aprovecharme de ti de esta
manera.
—No se está aprovechando de mí. —Cassie se echó a reír—. Señor
Webber, no sé qué habría hecho sin usted. No tenía ni casa ni dinero.
—Aun así —dijo—, yo también estoy sacando algo de esta situación. Te
estoy utilizando para tener compañía.
—Creo que la palabra que está buscando es amistad —dijo ella.
—No puedo permitir que te empeñes en continuar atrapada en este lugar,
de esta forma —prosiguió, como si en realidad no la estuviera escuchando
—. Tenemos que encontrar tu libro. Ese libro disparatado y maravilloso. Te
ayudaré en todo lo que pueda. Sin reparar en gastos. Empezaremos ya.
Dime qué tenemos que hacer y, si está a mi alcance, lo haré.
La miró con una sonrisa radiante y Cassie supo que recordaría aquel
momento para siempre: ella sentada en el alféizar, con una taza de té en la
mano y rodeada por los ruidos de la ciudad, mirando al señor Webber en su
sillón, con la pared llena de libros como telón de fondo. Siempre pensaría
en él de aquel modo: deseoso de ayudar y sonriendo con el entusiasmo de
un niño pequeño.
—De acuerdo —dijo—. Pero no creo que ponernos a buscar el libro sea
lo que vaya a resultarnos más útil ahora.
—Entonces, ¿qué crees que sería lo más útil?
Suspiró. Últimamente, su mente había estado explorando otras
posibilidades.
—Tengo que pensar en qué haré cuando vuelva al momento en el que me
fui. Tanto si encontramos el libro como si no, tengo que estar preparada
para afrontar lo que me encontraré allí. Para ayudar a mis amigos.
—Muy bien —dijo el señor Webber, que asintió con seriedad—. ¿Y qué
necesitas?
La sombra de la figura del doctor Barbary era alargada en los recuerdos
de Cassie, algo intimidante y aterrador. ¿Qué podía hacer ella contra un
hombre así, armado con sus libros y sus poderes? ¿Y contra la Mujer de los
recuerdos de Drummond, esa figura terrible y hermosa? Si volvía, tenía que
estar preparada.
¿Y qué pasaba con Izzy? ¿Cómo podía ayudar a su amiga?
Y Drummond… ¿por qué no paraba de pensar en él?
—No lo sé —reconoció Cassie—. Pero lo pensaré.

EL MOMENTO EN el que le llegó la respuesta —una posible respuesta, más


que una certeza—, fue totalmente inesperado. Cassie había salido a dar uno
de sus habituales paseos. Era un día nublado de mediados de otoño, varios
meses después de su conversación con el señor Webber, y se había parado a
tomar un café en Bryant Park. Estando allí sentada, recordó la charla que
había mantenido con Drummond mientras observaban el reencuentro de sus
amigos el mismo día en el que terminarían asesinados. Cassie continuó
analizando aquella conversación con Drummond, desde la que habían
transcurrido ya varios años, y se acordó de un detalle que había olvidado, de
un hecho que le provocó un subidón de adrenalina y la hizo sentarse erguida
y derramar el café.
Examinó el hecho y la idea que fue desarrollándose poco a poco a partir
de él, buscando sus defectos y flaquezas. No detectó ninguno. Solo vio
posibilidades.
Una posible forma de conocer al doctor Barbary en unas condiciones de
mayor igualdad.
Pero luego todo eso dejo de importar, porque el señor Webber le dijo que
había encontrado el Libro de las puertas.
El Libro de las puertas, descubierto

—¿QUÉ? —PREGUNTÓ CASSIE.


Acababa de volver de dar un paseo. Era otoño, casi invierno, y los días
eran oscuros y ventosos. Estaba de pie junto al umbral de la puerta,
quitándose el abrigo, y el señor Webber había salido a toda prisa a su
encuentro, con los ojos brillantes.
—He encontrado el Libro de las puertas —anunció.
Estaba a punto de ponerse a dar saltos de emoción, apenas era capaz de
estarse quieto.
—¿Qué? —volvió a preguntar la joven.
Todos los pensamientos de su mente se habían parado en seco, como un
coche que se estampa contra un muro.
—Ven, siéntate —la apremió el hombre. La guio hasta el sofá y le
explicó—: Desde que vi a la otra tú, a la más joven, no he dejado de
buscarlo. Desde que empecé a creerte de verdad.
—Ajá —dijo Cassie.
—Así que escribí por correo electrónico a todos mis contactos, a todos
mis amigos de libros.
—Tiene amigos de libros —dijo Cassie: una afirmación, no una pregunta.
—Coleccionistas de libros raros. Gente que asiste a subastas de libros.
Me gustan las primeras ediciones.
Señaló las estanterías que los rodeaban.
—Ajá —repitió ella.
Estaba esforzándose mucho por no sentir nada. Por mostrarse escéptica.
—Esta mañana he recibido un correo de uno de mis contactos,
Morgenstern. Es un coleccionista de Toronto.
—¿Qué les dijo usted cuando les mandó el correo?
La mente de Cassie empezaba a cobrar verdadera conciencia de la
conversación y, al pensar en el envío masivo de un correo electrónico que
hablaba de libros mágicos, hizo que le saltaran todas las alarmas.
—Ah, nada revelador —respondió el señor Webber—. Me limité a
describir el libro tal como me lo habías descrito tú. Les dije que a veces
recibía el nombre de Libro de las puertas. Y que contenía garabatos
indescifrables y varios dibujos.
—Vale —dijo Cassie. Era consciente de que no paraba de mover la
rodilla arriba y abajo con nerviosismo—. Entonces, ¿Morgenstern, el de
Toronto…?
—¡Sí! —exclamó el señor Webber—. Me ha dicho que lo ha encontrado.
O, al menos, que cree que lo ha encontrado. Estaba en Europa del Este de
vacaciones y, por supuesto, ¿qué hacemos la gente de libros? Vamos a todas
las librerías, visitamos todas las ferias de pueblo. Siempre estamos
buscando libros.
—¿Lo ha encontrado? —preguntó la chica con incredulidad.
—¡Mira! —El hombre cogió el portátil que tenía sobre la mesita de
centro y lo giró para que ella también pudiera ver la pantalla. Abrió un
archivo adjunto a un correo electrónico y le mostró una imagen. A la joven
casi se le para el corazón—. ¿Es este? —preguntó el señor Webber.
Cassie se inclinó hacia delante para acercarse a la imagen. Se trataba de
un libro en la mano de un hombre. Solo se veían la cubierta y el lomo.
—También tengo esto —dijo el señor Webber, e hizo clic en una segunda
fotografía.
En ella, se veía el interior del libro, páginas con garabatos en tinta negra.
Aunque la imagen no tenía tanta resolución como para mostrar el texto en
detalle, Cassie sintió que el corazón le daba un brinco en el pecho y
empezaba a correr la vuelta de la victoria.
—Podría ser —dijo obligándose a mantener la calma.
—¡Podría ser! —exclamó el señor Webber—. Este podría ser el momento
en el que consigo el Libro de las puertas. ¡Este podría ser el momento en el
que vuelves a casa!

EL SEÑOR WEBBER lo organizó todo para que su amigo viajara a Manhattan


aquella misma noche.
—Es un vuelo corto —dijo—. Se lo pagaré yo y lo alojaré en un buen
hotel. Vendrá por eso. Le gusta disfrutar de las cosas buenas de la vida.
Cassie ni siquiera lo estaba escuchando. No paraba de caminar de un lado
a otro de la habitación, incapaz de permanecer sentada y quieta. Hacía más
de cuatro años que se había quedado atrapada en el pasado y ahora tenía la
sensación de que le faltaba tiempo para prepararse.
—Tengo que encontrar a Izzy —dijo, y asintió para sí—. Es lo único que
importa. Si consigo el libro y vuelvo ya, quizá incluso pueda llevármela del
apartamento antes de que llegue Hugo Barbary.
Era consciente de que no dejaba de parlotear consigo misma. Al cabo de
un momento, se detuvo y vio al señor Webber apoyado en la encimera de la
cocina, observándola. Tenía el rostro serio.
—¿Qué?
Sonrió, pero en realidad era una expresión de tristeza.
—Me alegro muchísimo por ti —dijo—. De verdad que espero que este
sea el Libro de las puertas y que puedas volver a casa.
—¿Pero?
El hombre suspiró. Cassie se dio cuenta de que le costaba reconocer lo
que fuera que estaba a punto de decir.
—Voy a echarte de menos, querida. Si vuelves a casa, es porque te vas de
aquí.
La joven no supo qué responder. Le sostuvo la mirada unos instantes.
—Ay, señor Webber —murmuró.
Se acercó a la cocina y lo abrazó por detrás.
—Yo también le echaré de menos. Hasta que volvamos a vernos.
Él le dio unas palmaditas en las manos, a la altura de su propio pecho, y
Cassie notó que asentía.
—Creo que voy a echarme una siesta hasta que nos vayamos.
Despiértame, ¿vale?
El hombre se apartó y se encaminó hacia su dormitorio. Cassie pensó que
a lo mejor le daba vergüenza mostrar lo afectado que estaba.
—Ay, señor Webber —repitió en voz baja.

QUEDARON CON MORGENSTERN en el Champagne Bar del Hotel Plaza. Era un


hombre corpulento, con el pelo largo y suelto, y unas gafas de montura
gruesa. Llevaba un traje caro y un pañuelo al cuello.
—¡Morgy! —exclamó el señor Webber, que le agarró la mano al hombre
y se la estrechó.
—¡Webber! —contestó el otro, que a continuación miró a Cassie de
arriba abajo, muy despacio.
—Ah, esta es mi ayudante de investigación, la señorita Andrews —dijo
Webber.
Morgenstern asintió y le dedicó una sonrisa rápida a Cassie, aunque no le
tendió la mano. Señaló los asientos que tenía al lado y todos se
acomodaron. El murmullo de las conversaciones y el tintineo de una ligera
música de piano de fondo llenaban el Champagne Bar.
—Qué placer poder pasar una noche en el Hotel Plaza —le dijo
Morgenstern a Webber—. Ha sido muy amable por tu parte alojarme aquí.
—Bueno, era lo mínimo que podía hacer.
Cassie tenía la mirada clavada en el paquete que había sobre la mesa.
Parecía un libro envuelto en papel de estraza. Un volumen del tamaño del
Libro de las puertas.
—Hum —dijo Morgenstern—. Eso hace que sienta curiosidad por saber
por qué es tan importante este libro. Me traes en avión a toda prisa, me
alojas en este hotel tan maravilloso… —Hizo un gesto que pretendía
abarcar la sala que los rodeaba y, justo entonces, un camarero apareció a su
lado—. Champán para mis amigos —dijo Morgenstern, y el camarero se
alejó de nuevo.
—A ver —dijo el señor Webber—, en realidad no sabemos si este libro
tiene algo de especial, ¿verdad? Por eso estás aquí, para que podamos
confirmar si es lo que estoy buscando.
—¿Y qué es exactamente? —preguntó el hombre.
—¿Es ese de ahí?
Cassie interrumpió la conversación y señaló el paquete que había sobre la
mesa.
Morgenstern suspiró con aire de fastidio. La joven desvió la vista hacia el
señor Webber y este le lanzó una mirada de reproche, como diciéndole:
«Déjame a mí».
—¿Quién es esta chica? —preguntó el coleccionista.
—A ver, Morgenstern —dijo Webber, que se irguió ligeramente en su
asiento—. Estás aquí por mí, como invitado mío, así que no seamos
maleducados con mi compañera. Enséñanos el libro para que podamos
determinar si es lo que busco o no. Si lo es, te recompensaré con creces, te
lo aseguro.
Morgenstern se empeñó en dejarles claro que tenía que pensárselo:
primero esbozó un leve mohín mientras bebía un sorbo de champán, y luego
esperó a que el camarero colocara dos copas más sobre la mesa y sirviese
tanto a Cassie como al señor Webber.
A la chica le entraron ganas de gritar. Sintió el impulso de tirar todo lo
que había en la mesa y hacerlo añicos contra el suelo, y luego coger el libro
y arrancarle el papel. Quería el Libro de las puertas.
—Muy bien —dijo Morgenstern en tono malhumorado.
Empujó el libro hacia su amigo con un dedo delicado.
—¿Dónde decías que lo encontraste? —preguntó el señor Webber
mientras agarraba el libro y se lo pasaba a Cassie.
—En Rumanía —respondió el hombre sin quitarle ojo al paquete
mientras cambiaba de manos.
Bebió otro sorbo de champán y Cassie arrancó el papel del libro a toda
prisa, lo cual atrajo las miradas de algunas de las personas sentadas a su
alrededor.
Vio la cubierta de cuero debajo del papel y el corazón se le desbocó, las
manos empezaron a temblarle. Parecía el Libro de las puertas. Todo lo que
la rodeaba se desvaneció: el ruido, la gente, la cháchara de Morgenstern y
del señor Webber, que asentía con educación sin dejar de observar lo que
hacía la joven.
Cassie arrancó otro trozo de papel y dejó el lomo al descubierto; seguía
pareciendo el Libro de las puertas.
—¿Es…? —murmuró para sí.
Más papel rasgado, y entonces el envoltorio cayó al suelo, entre sus
piernas, como las hojas en otoño. Cassie estaba sosteniendo un libro… El
libro…
Con los dedos trémulos, agarró los bordes y lo abrió muy deprisa,
desesperada por ver los bocetos, las palabras garabateadas.
Vio un texto, un revoltijo de tinta negra.
—Está lleno de auténticas tonterías —oyó que decía Morgenstern en tono
despectivo, y nunca había sentido tantas ganas de abofetear a alguien.
Y entonces posó la vista en el texto y le encontró sentido; se le atascó la
respiración en el pecho y le pareció que el mundo entero se congelaba.
Vio un texto que no entendía, pero reconoció las letras, frases quizá
escritas en rumano o en alguna otra lengua europea.
—Quizá… —murmuró, una súplica desesperada.
Hojeó más páginas en busca de imágenes, de bocetos, buscando cosas
que sabía que se encontraban dentro del Libro de las puertas.
Y entonces la decepción se abrió ante ella como un abismo inmenso y el
corazón se le derrumbó por él. Aturdida, miró el libro que no era el Libro de
las puertas y odió todas las cosas y a todas las personas que había en el
mundo.
—¿Cassie? —preguntó el señor Webber. Su voz perforó los pensamientos
de la joven como lo haría un alfiler con un globo.
Cuando lo miró y negó con la cabeza, la chica tenía lágrimas en los ojos.

CASSIE TARDÓ DÍAS en superar la decepción. El señor Webber se disculpó


varias veces, pero ella siempre le aseguró que no tenía ningún motivo por el
que disculparse.
—Fue esperanza —le dijo—. Me ofreció esperanza durante unas horas, y
eso fue estupendo.
Aun así, el hombre parecía afectado por el bajo estado de ánimo de
Cassie. Cuando hablaron de ello unos días más tarde, mientras cenaban en
el apartamento, ella le explicó por qué no debía sentirse mal:
—En ese momento fue devastador —reconoció—. Pero me hizo darme
cuenta de lo mucho que deseo volver a casa, de que tengo que empezar a
pensar en eso. Hace unas semanas, se me ocurrió una idea, recordé algo que
Drummond Fox me dijo en su día y quiero trabajar en ello.
—¿Es una manera de encontrar el Libro de las puertas? —le preguntó el
señor Webber.
Ella le dijo que no con la cabeza.
—Es algo que puedo hacer para estar preparada cuando alcancemos mi
presente. Para estar preparada para afrontar los peligros que me esperan.
El anciano asintió despacio.
—Muy bien —dijo.
A lo largo de los meses siguientes, Cassie inició un lento proceso de
investigación de su idea, buscó a una persona en lugar de un libro. Tardó
casi seis meses en establecer el contacto que necesitaba, y luego se
sucedieron varios meses más de conversaciones mientras dos personas se
descifraban la una a la otra con mucha cautela. A menudo hablaba de todo
aquello con el señor Webber, ponía sus pensamientos y sus ideas a prueba
con él.
Casi un año después de su epifanía en Bryant Park, y casi cinco años
después de haber llegado al pasado, Cassie emprendió un largo viaje en
solitario. Mantuvo un encuentro y un debate e hizo un trato. Y luego
regresó a Nueva York y al apartamento que se había convertido en su hogar.
—¿Y bien? —le preguntó el señor Webber cuando volvió.
Ella asintió.
—Está hecho. Ahora solo tenemos que esperar.
El último adiós al señor Webber

EN EL NOVENO año de su vida con el señor Webber, los pensamientos de


Cassie se centraron en el inevitable futuro que se precipitaba a toda
velocidad hacia ella. Durante mucho tiempo, le había parecido muy lejano,
algo que requería esperar demasiado, pero ahora tenía la sensación de que le
faltaba tiempo para prepararse. Lo que le había parecido una eternidad al
mirar hacia delante le parecía un instante si miraba hacia atrás.
Con el paso de los años, el señor Webber se había ido debilitando. Había
sido un proceso tan gradual y sigiloso que ella ni siquiera se había
percatado, hasta que un día al hombre le costó levantarse de la silla y le
sonrió, avergonzado por la fragilidad de sus rodillas. En aquel momento, se
fijó bien en él y vio lo delgado que estaba, lo flácida que tenía la piel del
cuello. Seguía teniendo la cara tersa y juvenil, el pelo abundante y blanco,
pero las manos del anciano se volvían cada vez más débiles, sus siestas más
largas, y Cassie sabía que se le estaba acabando el tiempo. El hecho de
saber que aquellos eran los últimos días de su vida —su último Acción de
Gracias, sus últimos días de Navidad y Año Nuevo, su última primavera—
la entristecía enormemente. Cuando estaba con él, tenía que ocultar sus
emociones, aterrorizada por si le revelaba algo que no debía saber.
Se dio cuenta de que volvía a pensar en su abuelo y en aquella
conversación en el Matt's. Había intentado advertirlo acerca de su salud,
pero él se había negado a escucharla. Cassie no sabía si habría supuesto
alguna diferencia, pero, de algún modo, al mirar al señor Webber supo que
no podía hacer nada para cambiar lo que iba a sucederle. Era un hombre que
había vivido su vida hasta su conclusión natural.
—Bueno, se me está agotando la luz, Cassie —le dijo una tarde, sin
verdadera tristeza—. Pero no pasa nada. A todos nos llega el momento y yo
he vivido una vida maravillosa, todo sea dicho.
—Deje de hablar así, por favor —lo reprendió ella—. Está bien. Todavía
conserva la cabeza, todavía sigue saliendo a pasear y a visitar las librerías.
Y no ha dejado de leer, ¿verdad?
—No me quejo. Solo soy realista.
Con tal de cortar el tema de raíz, la joven se marchó a la cocina a hacer
algo que ni siquiera era necesario.
El señor Webber se había convertido en su amigo, quizá en el mejor
amigo que hubiera tenido nunca. Había sido estabilidad, seguridad y una
roca de bondad y compasión cuando Cassie más lo necesitaba. Le resultaba
insoportable pensar en que dejara de estar en su vida. Ya lo había llorado
una vez cuando no era más que un conocido; temía tener que volver a
llorarlo como amigo querido.
En el verano del año de la muerte del señor Webber, del año en el que la
otra Cassie recibiría el Libro de las puertas, la joven se dio cuenta de que
tenía que abandonar a su amigo. Se dijo que era porque tenía que prepararse
para lo que estaba por venir, pero sabía que era porque no soportaba estar
con él.
Se lo anunció una noche, cuando la ciudad se había calmado y
oscurecido, cuando estaban sentados en el salón de su casa, juntos, con la
radio de la cocina encendida y reproduciendo música barroca de fondo.
—Tengo que irme —le dijo.
—Lo sé —contestó él—. Tu pasado casi vuelve a ser tu presente.
Sonrió, le había gustado su propio juego de palabras.
La joven asintió.
—Al final no conseguí el Libro de las puertas, ¿eh? —dijo el anciano—.
Supongo que ahora ya da igual. No valdría de mucho que lograras avanzar
unos cuantos meses de golpe.
—No —convino Cassie.
La cuestión del Libro de las puertas seguía siendo un enigma. ¿Cómo
había llegado a manos del señor Webber para que luego se lo regalara a
ella?
La joven suspiró.
—¿Qué pasa? —le preguntó su amigo.
—Han pasado muy rápido. Estos diez años. Tengo la sensación de que ha
sido un abrir y cerrar de ojos. Pero recuerdo la primera noche que pasé aquí,
cuando me parecía que era muchísimo tiempo, que era para siempre.
—Lo mismo digo de la vida en general. —Sonrió con una ligera tristeza
—. Acepta un pequeño consejo de mi parte: no malgastes tu vida escondida
en tu mente. Aprovecha al máximo el tiempo que tienes; de lo contrario,
antes de que te des cuenta, ya no te quedará nada.
—Lo sé —afirmó Cassie.
—Y quiero decirte otra cosa, ya que nos hemos puesto tan emotivos:
quiero darte las gracias por haber pasado estos últimos diez años conmigo.
—Le tendió la mano y ella la tomó entre las suyas—. Sin duda, han sido los
mejores de mi vida. —Aunque estaba sonriendo, la joven se percató de que
se le habían llenado los ojos de lágrimas—. Me alegro mucho de que hayas
sido mi amiga; ha sido muy importante para mí.
—Para mí también.
Ahora era Cassie la que tenía los ojos anegados en lágrimas.
—Pero no te preocupes —continuó el anciano, que la soltó y se sentó
más erguido—. Seguiré pasándome a verte por Kellner Books. Podemos
seguir siendo amigos, solo que tú no sabrás lo profunda que es esa amistad,
aún no.
Cassie sonrió y asintió, consciente de que el señor Webber no seguiría
pasándose a verla durante mucho tiempo más.
—¿Se acuerda de esa historia, la de su primer día en Roma y la mujer
que entró en su habitación cuando estaba desnudo?
—Ajá.
—Me la contó varias veces a lo largo de los años, cuando nos veíamos en
la librería —le señaló Cassie—. Siempre pensé que era olvidadizo, pero no
tiene nada que ver con eso, ¿verdad? Me contó esa anécdota varias veces
porque quería que la recordara. Porque fue lo que lo empujó a creerme
cuando se la recordé el primer día que pasé atrapada aquí.
Su amigo sonrió.
—¡Es que me vio en toda mi extensión!
A PRINCIPIOS DE invierno, salió del apartamento del señor Webber por última
vez. Tenía una cuenta bancaria con algo de dinero que le había dado el
anciano, una bolsa con las prendas que había ido acumulando a lo largo de
los años y el móvil que se había llevado con ella al pasado, recién cargado
con el aparato que se había comprado en cuanto había empezado a
comercializarse el adecuado. Todavía no lo había encendido, puesto que no
sabía si interferiría con la versión de aquel mismo teléfono que llevaba la
otra Cassie. No quería que nada alterara los acontecimientos que la habían
llevado hasta donde estaba.
—Bueno, ya lo tengo todo—dijo. El señor Webber estaba de pie junto a
la cocina. Ambos asintieron, repentinamente incómodos. Entonces ella se
acercó y lo abrazó—. Gracias.
—No —replicó él—. Gracias a ti.
Se soltaron al cabo de un momento.
—No te preocupes —dijo él—. Luego saldré a dar un paseo y me pasaré
por Kellner Books a ver cómo está tu otra tú. Y, dentro de unos meses,
cuando todo esto haya terminado, tal vez puedas volver a visitarme. No hay
razón para que esta amistad termine, ¿verdad? Para entonces ya estaremos
viviendo en tu presente.
—Vale —dijo ella, intentando sonreír.
—Estoy deseando que me cuentes todas tus aventuras —le aseguró el
señor Webber mientras la guiaba hacia la puerta—. Que me expliques todo
lo relacionado con tus libros mágicos. Mientras tanto, me mantendré
ocupado. Tengo muchos libros por leer.
—Siempre hay libros por leer —convino Cassie al salir al pasillo.
—Estoy pensando en volver a uno de mis clásicos favoritos. Puede que
me lea El conde de Montecristo una vez más.
Ella le sonrió, a pesar de que se le resquebrajó un poco el corazón.
—Qué gran libro —dijo.
—Sí. Sí, lo es.
Volvió a abrazarlo, un abrazo que pareció eterno, pero que no fue lo
bastante largo.
—Vete ya —la instó su amigo—. Vete a hacer lo que tengas que hacer.
Nos vemos pronto.
Cassie le dio un beso en la mejilla y después se marchó sin mirar atrás, su
último adiós al señor Webber.
Desde el apartamento, cruzó la ciudad hasta Penn Station. Tenía un
billete de tren para viajar al sur y una reunión al cabo de unos días. Sabía
que el encuentro sería breve y que después regresaría directamente a Nueva
York.
La Librera (II)

POR SEGUNDA VEZ en su vida, Cassie se reunió con Lottie Moore, la Librera,
en Nueva Orleans. Se encontraron, como habían acordado hacía varios
años, a las diez de la noche en el Café Du Monde, en Jackson Square.
Cuando la joven llegó, Lottie ya estaba sentada a una de las mesas
exteriores, bajo el toldo blanco y verde, con un café y unos beignets
delante. El aire de la noche era espeso y caliente como un estofado
sustancioso, y Cassie estaba sudando.
—Empezaba a preguntarme si aparecerías —dijo la Librera cuando la
chica se sentó a su lado—. Casi he llegado a pensar que me lo había
imaginado todo.
—Yo tampoco estaba segura de que fueras a venir —dijo Cassie.
A pesar de lo avanzado de la hora, había más clientes sentados a las
mesas: jóvenes que se estaban tomando un descanso tras beber y bailar,
turistas que terminaban la noche con un café y beignets. Fuera, en la calle
Decatur, un anciano negro sentado en un taburete tocaba una tuba
maltrecha, notas broncas que agujereaban el denso aire nocturno. De vez en
cuando, dejaba el instrumento y cantaba los versos de alguna canción con
una voz nasal y áspera que cortaba el ruido de fondo como un cuchillo.
—Mucho mejor a estas horas de la noche —explicó Lottie mientras
Cassie miraba a su alrededor—. Durante el día, está lleno de turistas. Lo
prefiero cuando está tranquilo, puedo sentarme y nadie me mete prisa para
que me termine el café. No puedo vivir sin este sitio. Este café, estos
pasteles. Esto es vida.
Una mujer china de mediana edad se acercó a la mesa y, con el ceño
fruncido, invitó a Cassie a pedir. La joven se decantó por un café au lait.
—Entonces, ¿me crees? —preguntó la chica una vez que la camarera
abandonó la mesa.
La Librera asintió.
—Bueno, todo lo que me dijiste que iba a ocurrir ha ocurrido. Así que, o
venías del futuro, o eras vidente. O una adivinadora buenísima. En
cualquier caso, merecía la pena volver a charlar contigo. Y me caíste bien la
primera vez que nos vimos, hace cinco años. Me gusta tu energía.
—Nunca me habían acusado de tener ningún tipo de energía, pero lo
aceptaré.
La camarera volvió a la mesa y le puso un café delante a la joven.
La Librera le dio un bocado a un beignet y el azúcar en polvo le cayó
sobre la ropa. Se la sacudió.
—Deberías comerte uno —le dijo a Cassie—. Estás demasiado delgada.
—Tampoco me habían acusado nunca de eso —replicó ella, pero cogió
uno de los pastelitos y se lo comió de un par de bocados.
Estaba delicioso. Le recordó a Drummond y los cruasanes que se habían
comido en Lyon. Sabía que no tardaría en volver a verlo, y eso le generaba
un hormigueo de emoción en el estómago cuya razón no terminaba de
entender.
Mientras masticaba, vio a una pandilla de chicas jóvenes con muy poca
ropa que se dirigían dando tumbos hacia el músico callejero. Cuando se
acercaron, se pusieron a bailar en medio de la calle al son de la tuba
gritando y riendo, y ganándose un bocinazo de un coche que intentaba
pasar.
—Me dijiste que me ayudarías —le dijo Cassie a la Librera después de
lamerse el azúcar de los dedos.
—¿Recuerdas nuestro acuerdo? —preguntó la Librera.
—Sí. Enviarás a alguien para proteger a mi amiga.
—A Izzy —dijo, y a Cassie le impresionó que la mujer no necesitara
consultar sus notas ni que le refrescaran la memoria para acordarse del
nombre—. Lo recuerdo.
—Es una persona muy importante para mí —prosiguió Cassie—. Quiero
asegurarme de que está a salvo.
—Entiendo. Dime dónde y cuándo.
La joven bebió un sorbo de café y se sacudió un poco de azúcar del
regazo.
—Cuando se acerque el momento, te enviaré un correo electrónico con
los detalles. Dame una dirección a la que pueda escribirte.
La Librera asintió.
—La dejé dormida en la cama —explicó Cassie, que volvió a mirar hacia
la calle—. Alguien tiene que vigilarla y asegurarse de que está bien. Y
luego, por la mañana, cuando se levante, llevarla a algún sitio en el que esté
segura.
—Entendido.
—Y quiero que me prestes cualquier libro que tengas y que pueda
ayudarme con el doctor Barbary.
La Librera guardó silencio durante un rato y se quedó mirando el interior
de su taza de café, haciéndola girar sobre el platillo. Mientras tanto, Cassie
escuchaba la tuba y el parloteo de los turistas de las mesas cercanas, que
hablaban del Garden District, de los cementerios y de lo mala que estaba la
sopa de quingombó que habían comido.
—Lo que me estás pidiendo —dijo al fin Lottie, que atrajo la atención de
Cassie una vez más hacia ella— no es cualquier cosa. ¿Lo entiendes?
Cassie se encogió de hombros.
—Lo que yo voy a darte tampoco es cualquier cosa.
—Si es que existe de verdad —replicó la Librera.
—Sabes que sí. De lo contrario, no estarías aquí. Ya hemos pasado por
esto y tengo que volver a Nueva York.
Entonces Lottie sonrió.
—Cómo me gusta tu actitud, chica —dijo—. Siempre tan segura de ti
misma.
—Otra cosa de la que no me habían acusado nunca —murmuró Cassie.
Por encima del sonido de la tuba y de las charlas de la cafetería, oyó el
tañido de una campana. Procedía de algún lugar indeterminado situado a su
espalda, tal vez de un barco en el anchísimo Misisipi. No sabía si los barcos
navegaban a esas horas de la noche. Imaginó que se sentiría solo, ahí fuera,
en la oscuridad.
—A ver, dime una cosa —continuó la Librera—. Si consigues recuperar
tu libro después de arrebatárselo a Hugo Barbary, ¿por qué no viajas atrás
en el tiempo y evitas que te devuelva al pasado? ¿Por qué no haces que todo
esto no haya ocurrido?
Cassie sonrió. El señor Webber y ella habían pasado muchas noches
debatiendo sobre los viajes en el tiempo.
—No creo que los viajes en el tiempo funcionen así —contestó—.
Alguien me dijo una vez que no puedes cambiar el pasado, solo crear el
presente en el que vives.
—Eso no tiene sentido.
—En cuanto viajas un poco en el tiempo, empiezas a entenderlo —dijo
Cassie—. Las cosas siempre son tal como sucedieron. No creo que pudiera
evitar lo que me pasó. Y, lo que es aún más importante, no sé si querría
evitarlo.
—¿Y eso? —preguntó la Librera.
La chica se encogió de hombros. Los primeros meses atrapada en el
pasado habían sido muy complicados para ella. Jamás había conocido una
desesperación así. Pero, después, durante los años posteriores, durante el
tiempo que había pasado con el señor Webber, había sido feliz. Había
forjado una gran amistad con él y había sido una época especial de su vida.
No lo cambiaría por nada; no sacrificaría esos recuerdos.
—Da igual —contestó—. No he venido hasta aquí para eso.
La Librera levantó una mano y le hizo un gesto a un hombre que estaba
sentado frente a ellas, en la otra punta de la terraza. Era un hombre blanco,
alto y de piel pálida. Se acercó y le entregó un maletín a Lottie.
—Este es Elias, mi tenedor de libros —explicó la mujer—. No es mi
contable, sino que se encarga de guardarlos y tenerlos a salvo.
Elias miró a la joven sin ningún tipo de expresión en la cara. Tenía una
mirada muy intensa y, bajo otra luz y sin presentación, le habría dado
miedo.
Lottie puso el maletín sobre la mesa, después de apartar tazas y platos, y
a continuación lo abrió con una llave que llevaba colgada al cuello.
—Tengo un libro que nunca venderé —dijo—. Pertenece a mi familia
desde hace tres generaciones. Es el libro que me permite llevar la vida que
llevo. Me ha mantenido a salvo de los cazadores de libros y de otras
personas durante mucho tiempo. Sin este libro, estoy expuesta. No es un
riesgo que me tome a la ligera.
—Te lo devolveré en cuanto tenga el Libro de las puertas —le aseguró
Cassie.
—Me entregarás los dos libros.
La joven asintió, de mala gana.
—Ese es el trato.
—Si no lo cumples —continuó la Librera—, no habrá nada en este
mundo que me impida encontrarte y matarte. ¿Entendido?
—Sí —contestó.
—No, no. —Lottie señaló a Cassie con el dedo y lo agitó como si la
estuviera regañando—. No lo digas sin pensártelo bien. Yo no soy Hugo
Barbary. No soy un hombre estúpido y egocéntrico, soy una profesional y la
gente solo me cabrea una vez.
—Lo entiendo —insistió la chica.
La Librera le sostuvo la mirada un instante para reiterarle el mensaje.
Luego, le dio la vuelta al maletín sobre la mesa.
El volumen que había dentro era del mismo tamaño que el Libro de las
puertas —como todos los libros especiales, supuso Cassie—, pero la
cubierta de aquel era de un blanco puro, como de porcelana fina o algodón
recién cogido.
—Es precioso —dijo Cassie, que, en aquel momento y a pesar de la
infelicidad que le habían provocado, recordó lo maravillosos que eran los
libros especiales—. ¿Qué hace?
—Cógelo —ordenó Lottie.
La joven sacó el libro del maletín y lo sujetó entre las manos. Era tan
ligero que le pareció que estaba sosteniendo una nube. La superficie tenía
una textura muy sutil, como la suavidad áspera de una venda.
—Este es el Libro de la seguridad —le aclaró la Librera sin apartar la
vista del volumen que Cassie tenía entre los dedos—. Si lo llevas contigo,
no te pasará nada. Nadie podrá hacerte daño. —Lottie se encogió de
hombros—. Te mantendrá a salvo.
La chica respiró hondo y lo abrió. Aquello le recordó la emoción del
descubrimiento, la emoción de la magia en forma de libro.
Sonrió mientras recorría con la mirada el texto del Libro de la seguridad,
puesto que ahora sabía que Hugo Barbary ya no sería un problema.
Fuera, en la calle, el músico dejó de tocar la tuba y le cantó sus versos a
la noche densa y oscura.
El generoso regalo del señor Webber (II)

CASSIE REGRESÓ A Nueva York con el Libro de la seguridad a buen recaudo


en el bolsillo del abrigo. Durante un par de días, se alojó en distintos hoteles
para no dejarse ver y pasar desapercibida.
Al anochecer del tercer día, salió hacia el aire gélido de la ciudad desde
el hotel en el que se había registrado y fue caminando hasta Kellner Books.
La nieve estaba a punto de empezar a caer —la sentía en la atmósfera— y
se arrebujó el cuello del abrigo. Se detuvo al otro lado de la calle, en un
portal situado al lado del restaurante de sushi, y observó a su yo más joven
a través del escaparate de la librería. Observó a aquella otra versión de sí
misma el día en que le había cambiado la vida.
Desde la calle, no alcanzaba a ver las mesas de la cafetería, pero sabía
que el señor Webber ya estaba allí, tomando café y leyendo El conde de
Montecristo.
Entonces vio que la otra Cassie abandonaba el mostrador de la parte
delantera de la tienda con una pila de libros bajo el brazo. La nieve empezó
a caer y, en algún rincón de Kellner Books, ella estaba hablando con el
señor Webber, charlando sobre Dumas y Roma.
Notó algo en la mejilla y pensó que era un copo de nieve, pero, cuando
levantó un dedo, se dio cuenta de que eran lágrimas.
La otra Cassie reapareció en el escaparate de la tienda y, ahora que había
comenzado a nevar, se quedó maravillada contemplando la noche. A su
espalda, sentado a una mesa, el señor Webber se apagaba en silencio.
Por segunda vez, estaba con su amigo —o cerca de él, al menos— al
final de su vida. Le hubiera gustado poder estar a su lado, cogerlo de la
mano, hacerle compañía en sus últimos momentos. Era lo mismo que habría
deseado con su abuelo, pero se había quedado dormida, agotada tras
cuidarlo durante muchos días. El hecho de haberse perdido aquel momento
aún la consumía por dentro.
En el escaparate de Kellner Books, la versión joven de Cassie se levantó
y desapareció a toda prisa de su vista.
Cassie se alejó del portal y echó a andar calle abajo. Encontró otro en el
que refugiarse y observar la llegada de los paramédicos y luego de los
policías, que se marcharon minutos después. Y entonces, no mucho más
tarde, la otra Cassie salió de la tienda y la cerró con llave, enfundada en su
abrigo y envuelta en su bufanda burdeos y su gorro de lana con pompón.
Empezó a recorrer la calle y se detuvo justo enfrente del portal desde el que
Cassie la estaba observando. La vio sacarse el Libro de las puertas del
bolsillo y abrirlo para examinarlo durante unos segundos. Luego, la otra
Cassie negó con la cabeza, volvió a guardarse el libro en el bolsillo y se
encaminó hacia su vida y sus aventuras.
Cassie se enjugó las últimas lágrimas de la cara mientras su versión más
joven desaparecía más allá, engullida por la nieve.
—Se acabaron las lágrimas —se dijo.
Esa fue la noche en la que Cassie viajó por primera vez con el Libro de
las puertas.
Al cabo de unos días, volvería a su apartamento con Drummond Fox y se
encontraría a Hugo Barbary esperándola para devolverla al pasado.
Pero, esa vez, ella también estaría esperando, con diez años más y
preparada para enfrentarse a él.
Cuarta parte

UN BAILE EN UN LUGAR OLVIDADO


Un encuentro en la Biblioteca Fox: sobre la naturaleza
y el origen de la magia (2011)

DURANTE EL QUE se convertiría en su último encuentro en la Biblioteca Fox,


el año anterior a que tres de ellos murieran en Nueva York, Drummond Fox
y sus amigos debatieron sobre los orígenes de la magia.
Era un día de primavera en un mundo lleno de color, y la luz del sol
entraba a raudales en el comedor y se reflejaba en la cristalería y la
cubertería. Fox y sus invitados estaban disfrutando del suntuoso almuerzo
que este había preparado para celebrar la ocasión.
—Entonces, ¿vas a contarnos lo que has descubierto? —preguntó
Drummond mirando a Wagner.
Era el motivo de que se hubieran reunido aquel fin de semana. Wagner
había ido a devolver los libros que Fox le había prestado para sus
experimentos, los análisis que los cuatro habían comentado durante su
encuentro anterior. Lily y Yasmin habían viajado hasta Escocia para
enterarse de todos los detalles relacionados con los estudios y los
descubrimientos de Wagner.
—Ja —respondió el alemán mientras cortaba el cordero asado con el
cuchillo—. Os contaré todo lo que he descubierto. Puedo resumíroslo en
una sola palabra: nada.
Los demás comensales se miraron unos a otros.
—¿Nada? —preguntó Drummond—. ¿Nada de nada?
—Nada —repitió su amigo.
—¿Nada? —inquirió Lily—. ¿He volado desde Hong Kong para nada?
¿Sabes cuánto cuestan los vuelos desde allí, Wagner?
El hombre sonrió, sabía que su amiga estaba de broma.
—Según todas las consideraciones científicas, los libros son
completamente normales.
—¿Has probado a usarlos? —preguntó Yasmin—. Ya sabes, por el tema
de la luz y demás…
Agitó los dedos, como para imitar la manifestación de sucesos mágicos.
—Ja. —Wagner asintió—. No pude detectar la luz. Parece que solo es
visible al ojo humano. No hubo partículas que pudiera capturar, nada que
pesar o medir. Es como si la magia no fuera susceptible de interrogación
científica. —Levantó un dedo—. Y eso es de lo más inusual.
—¿No te parece que te estás quedando corto? —preguntó Yasmin.
—Ja —respondió Wagner—. Bastante.
Continuaron comiendo en silencio unos instantes, mientras asimilaban
aquella noticia tan decepcionante.
—Me parece que la luz de colores que generan los libros es la fuente de
la magia —comentó Lily. Pinchó media patata asada con el tenedor y la
sostuvo delante de ella, como si la estuviera evaluando—. El color es la
magia, creo. Surge cuando esta se da. El libro siempre está ahí, pero el color
solo aparece cuando hay magia.
Cuando la mujer se metió la patata en la boca, Wagner ya estaba
asintiendo.
—Ja —convino—. Es como una especie de fuerza universal que,
sencillamente, aún no hemos comprendido.
—¿Y que no has podido detectar con tus experimentos? —preguntó
Drummond.
—Exacto —respondió el alemán—. Puede que, una vez que la
entendamos bien, ni siquiera sea tan misteriosa.
—Entonces, ¿estás diciendo que es como la electricidad o la gravedad?
—preguntó Yasmin con cara de extrañeza.
Wagner se encogió de hombros con ademán afable.
—Podría serlo. También pensamos que esas cosas eran mágicas hasta que
las entendimos como es debido.
—A alguien que no supiera nada de ella, la electricidad le parecería algo
alucinante —dijo Drummond para apoyar el argumento.
Fuera, más allá de los altos ventanales del fondo del comedor, unas flores
rosas y blancas volaban sobre el césped.
—A lo mejor no es una fuerza de este universo —continuó Wagner—. A
lo mejor es algo que se filtra desde una realidad distinta y por eso no lo
entendemos. O desde una parte del universo que subyace a la nuestra. Una
especie de cimientos que son la fuente de toda la materia y de toda la
realidad.
Reflexionaron al respecto, intentaron digerir aquellas grandes ideas al
mismo tiempo que lo hacían con su almuerzo. Aquello era lo que más
disfrutaba Drummond de los encuentros con sus amigos: no era que siempre
hallaran respuestas, sino que se hacían preguntas, las consideraban y las
disfrutaban. Ninguna idea se despreciaba o descartaba, todos los
pensamientos eran válidos. Sus amigos eran personas que sabían más que
él, que entendían cosas distintas, y a veces daba la sensación de que solo
juntos, a través de la unión de sus diversas perspectivas, podrían llegar a
alguna conclusión.
—Pero ¿por qué libros? —planteó Lily al cabo de un rato—. ¿Por qué
son los libros, estos libros en concreto, los que son capaces de canalizar o
de contener esa fuerza, la magia?
—Es una buena pregunta —reconoció Wagner—. Una pregunta para la
que no tengo respuesta. —El alemán se metió un trozo de cordero en la
boca y masticó—. Este cordero está muy bueno, Drummond. Buenísimo.
Fox agachó la cabeza para agradecer el cumplido.
—Los libros son un objeto específicamente humano, ¿no? —dijo Yasmin
—. No puede decirse que se encuentren en el mundo natural. Los perros y
los gatos no escriben libros.
—Yo leería un libro escrito por un perro —comentó Lily, y Wagner
sonrió de oreja a oreja.
—Pero, a lo que me refiero —continuó Yasmin— es a que esta magia,
esta fuerza que todavía no entendemos… Alguien debe de haberla metido
en los libros de algún modo. O, en el caso de que se trate de fragmentos de
otro universo, como sugiere Wagner, ¿cómo se resquebrajaron los límites y
por qué terminaron esos fragmentos dentro de los libros?
—Siempre he creído que fue una persona —admitió Drummond—.
Puede que alguien de hace siglos, alguien con la capacidad de crear estos
libros mágicos. Esa persona canalizó algo o encontró alguna cosa y luego,
con el paso de los siglos, los libros viajaron y se dispersaron por todo el
mundo.
—¿Crees que una sola persona hizo todo esto? —preguntó Wagner con el
ceño fruncido—. ¿Que una sola persona los creó todos?
—Alguien que amara los libros —contestó Drummond, consciente,
aunque no avergonzado, de que se trataba de una idea estúpida y romántica.
Lily empezó a asentir.
—Sí —dijo—. Solo un amante de los libros podría crear estos ejemplares
tan especiales. Son demasiado bonitos para ser una casualidad.
—Estoy de acuerdo —dijo Yasmin—. No es casualidad que la magia
resida en ellos. No sé si fue alguien quien los creó, ni si esa persona amaba
los libros, pero la magia está contenida ahí por alguna razón.
—Ja —convino Wagner—. Todos comparten un montón de
características similares, como si formaran parte de un solo conjunto. Da la
sensación de que todos se crearon siguiendo el mismo proceso. Quizá los
fabricara la misma mano humana.
—¿Y una mano no humana? —inquirió Lily.
Drummond sonrió.
—¿Un extraterrestre?
—¿Un dios? —propuso ella—. La historia está llena de dioses, igual que
las historias humanas están llenas de magia. Quizá también hubiera dioses
en algún momento. Tal vez estos libros sean reliquias o artefactos de algún
ser sobrenatural.
—Son todo hipótesis —dijo Wagner al mismo tiempo que se encogía de
hombros—. No lo sé. Puede que nunca lleguemos a saberlo. Desde luego,
«hacer ciencia» con los libros no nos ha ayudado.
Lily sonrió ante la intencionada referencia del alemán a sus palabras del
encuentro anterior.
—Lo que sí sé es que tengo una tarta Bakewell casera para rematar la
comida —dijo Drummond—. Y eso es una experiencia sobrenatural en sí
misma.
Todos se echaron a reír y la conversación siguió su curso, derivó hacia
rumores sobre ejemplares recién descubiertos, amigos comunes de los que
hacía tiempo que no sabían nada e historias acerca de la bella mujer que
recorría el mundo en busca de libros.
Los nuevos libros de Barbary

—MENUDA ZORRA ESTÁ hecha esa mujer —dijo Barbary en tono amigable
mientras Drummond se levantaba del suelo. Luego le sonrió con ganas—.
Siempre es mejor cuando los chicos nos quedamos solos, ¿verdad? Así no
hay nadie que se ofenda por una broma inofensiva.
—¿Qué has hecho, Hugo? —preguntó Drummond—. ¿La has empujado
hacia el otro lado de la puerta? ¡Se quedará atrapada en el pasado!
Barbary sonrió de nuevo, con una expresión diabólica en la cara.
—Me parece que me estás confundiendo con alguien a quien le importa
una mierda.
Hugo agitó la muñeca y, acto seguido, Drummond sintió que se elevaba
en el aire. Se vio suspendido en vertical a medio metro del suelo. El Libro
del control, sujeto a un costado de Barbary, bullía de luz.
—Deberías saber que he tenido un día horrible —dijo el doctor. Se señaló
un lado de la cara con un gesto vago y, por primera vez, Drummond se dio
cuenta de que la tenía hinchada—. Tengo el ojo inyectado en sangre. Un
puto simio me ha pegado como si fuera su peor enemigo. Y ¿sabes qué más
ha hecho?
Drummond lo miraba, incapaz de moverse, con todo el cuerpo tenso. Su
mente iba a mil por hora mientras pensaba en una forma de escapar, en qué
estaría haciendo Cassie y en qué iba a hacerle Barbary.
—¡Me ha robado un puto libro! —gritó Hugo con tanta furia que la saliva
que se le escapó fue a parar a la cara de Drummond.
—Tú acabas de robarle uno a Cassie —observó Fox, y señaló con la
cabeza el Libro de las puertas que el hombre sujetaba en la otra mano—.
No creo que estés para darle lecciones de moral a nadie.
Barbary levantó el ejemplar y lo examinó.
—Ah, sí, el Libro de las puertas. —Abrió las páginas en abanico—. Qué
bien podría pasármelo con él. No es muy espectacular en cuanto al aspecto,
¿no? —Estudió la cubierta antes de dejarlo caer al suelo, a sus pies—. Es
bastante del montón, pero, aun así, un premio fabuloso.
Drummond se movió de repente para intentar agarrar a Barbary de un
brazo o del cuello, pero el doctor ya se lo esperaba. Sacudió una mano y el
brazo de Fox se quedó paralizado en pleno movimiento, se topó con una
resistencia tan firme como un muro.
—No te va a servir de nada —le aseguró Hugo en un tono casi
compasivo—. Me anticiparé a cualquier cosa que intentes hacer. Oye, tú
también llevabas encima tus propios libros, ¿no?
El hombre agitó la mano dos veces y Drummond se vio forzado a estirar
ambos brazos hacia los lados, como en un simulacro de crucifixión. Barbary
lo empujó por el aire hacia la sala de estar y lo colocó de tal modo que
quedó suspendido delante de la ventana.
—¿No te parece horrible? —continuó entonces el doctor, que señaló la
sala de estar y la cocina que tenía detrás—. Es como una obra teatral de
mierda, moderna y deprimente de los noventa. ¿De verdad vive así la
gente?
No esperó respuesta. Rebuscó en los bolsillos interiores de Drummond,
su enorme mano correteó como una araña hasta que encontró y extrajo el
Libro de los recuerdos.
—Muy bonito —dijo mientras inspeccionaba el volumen—. Es el Libro
de los recuerdos, supongo. —Drummond no respondió, así que Hugo
agarró el libro por la contracubierta y dejó que las páginas se abrieran para
poder examinarlas—. Bellísimo. —Dejó el volumen en el suelo y volvió a
meter la mano en los bolsillos de Drummond. De nuevo, sus dedos se
movieron como arañas hasta que sacó el Libro de la suerte y el Libro de las
Sombras—. Precioso —dijo mientras admiraba la cubierta dorada del
primero—. ¿Cuál es este?
Fox se negó a contestar y clavó la mirada en un punto indefinido situado
por encima de la cabeza de Barbary. Este se encogió de hombros.
—Da igual. El tiempo me lo dirá. —Colocó los dos volúmenes en el
suelo, junto al Libro de los recuerdos y el Libro de las puertas. A un
costado del hombre, el Libro del control seguía emitiendo destellos de
colores—. Menudo tesoro —dijo—. Quizá debería empezar a reunir mi
propia colección para hacerle la competencia a la de la Mujer. ¿Qué opinas,
Drummond? ¿A qué monstruo preferirías, a ella o a mí?
—Uf, a ti, sin duda —contestó él.
Barbary ladeó la cabeza, interesado.
—¿Y a qué se debe eso?
—A que ella es aterradora y tú eres tonto. Tú no me quitarías el sueño,
Hugo.
El doctor soltó una carcajada, como si le hubiera parecido una respuesta
fabulosa.
—Bueno, a ver si podemos hacer algo al respecto, ¿te parece? —Lo miró
como si de verdad estuviera intentando decidir qué tortura debía infligirle
—. Es una pena que ese gorila me haya robado el Libro del dolor. Habría
disfrutado obligándote a contarme todos tus secretos. —Chasqueó la lengua
mientras consideraba sus opciones durante unos segundos—. Quizá aún
pueda divertirme un poco aunque no tenga el libro… Quizá consiga hacerte
hablar utilizando métodos más tradicionales. ¿Qué opinas? ¿Qué te
parecería sufrir una ligera tortura?
Los pensamientos de Barbary se vieron interrumpidos por un único pitido
procedente de su bolsillo. Sacó un móvil y lo estudió un instante.
—Esa zorra —masculló.
—¿Qué? —preguntó Drummond.
—Esa calva de mierda.
—¿La Librera?
—Va a vender mi libro —dijo el doctor—. Ese japonés y su simio debían
de trabajar para ella.
Hugo se quedó inmóvil un momento, con las manos en las caderas y la
vista desviada hacia un costado de Drummond; daba la sensación de que
estaba haciendo planes o reflexionando sobre cómo reaccionar.
—Bien, tendré que matarla —dijo como si aquella fuera la conclusión
más obvia.
—¿A la Librera? —volvió a preguntar Drummond, esa vez con las cejas
arqueadas en señal de escepticismo.
—A ella y a cualquier otro cabrón que intente llevarse mis libros.
Todavía conservo el Libro del control —dijo al mismo tiempo que
levantaba el volumen que brillaba y palpitaba a su lado—. No será difícil.
—No permite la presencia de otros libros en las subastas —le recordó
Fox—. Ya lo sabes.
—No, no lo sé —farfulló Hugo—. Nunca he asistido a una de sus
subastas. Pero eso solo me lo pone más fácil. Sin libros, no habrá nadie que
juegue con ventaja. Me limitaré a matarlos a todos de un tiro. —Se echó el
abrigo hacia atrás para mostrarle la pistola que llevaba en la cadera—. A lo
mejor te disparo a ti primero, solo para que te calles.
Drummond intentó encogerse de hombros en el aire. Era cierto que ya le
daba igual. Le resultó curioso darse cuenta del poco espacio que le quedaba
para el miedo ahora que el agotamiento le había invadido todo el cuerpo.
—Pues hazlo de una vez, tío. Por el amor de Dios, te lo pido por favor.
Entonces Fox oyó ruidos: el roce de una llave, la puerta principal al
abrirse. Barbary los captó un segundo después y se volvió hacia el vestíbulo
justo cuando una mujer entraba en la sala de estar.
Y no era una mujer cualquiera. Era Cassie.
Una Cassie diferente, mayor, con una misión reflejada en la mirada.
—Hola —dijo—. He esperado mucho tiempo para esto.
El Libro de la seguridad

LA ESTANCIA SE sumió en el silencio durante unos segundos y Barbary miró


a Cassie sin apenas parpadear. Detrás de él, Drummond continuaba
suspendido en el aire, iluminado desde atrás por la luz de la ventana. A
Cassie se le encogió el estómago de alegría y emoción al verlo. Habían
pasado diez años y su aspecto era el de un hombre ajado y exhausto.
«¡Concéntrate!»
El libro de Barbary brillaba junto a este y mantenía a Drummond
flotando por encima del suelo.
—Tú —dijo el doctor, que entrecerró los ojos para inspeccionarla—.
Estás distinta.
—Dame mi libro —le espetó Cassie.
No tenía ningún interés en ponerse a charlar sobre lo que le había
ocurrido.
Barbary se echó a reír.
—Que te den, zorra. He empezado mi propia colección. Tengo tu libro y
tengo los suyos.
Señaló hacia atrás, a Drummond, y después se agachó para recoger los
volúmenes que tenía a los pies y guardárselos en los bolsillos uno por uno.
Cassie dio unos pasos hacia él y Hugo arqueó las cejas, sorprendido, al
mismo tiempo que una sonrisa de satisfacción se le dibujaba en el rostro.
—Señor Fox —dijo volviendo la cabeza por encima del hombro—, su
jovencita se ha vuelto muy osada. ¿Qué vas a hacer, querida? ¿Vas a
arañarme y a tirarme del pelo?
—Cassie —la llamó Drummond, y la palabra fue una advertencia.
—No puedes hacerme nada —replicó ella.
—Ah, ¿no? —dijo Barbary—. Bueno, estoy deseando comprobarlo.
Movió el brazo de manera repentina y Cassie salió propulsada hacia
delante, hacia la mano extendida del doctor, que le rodeó el cuello con los
dedos, la levantó del suelo y se la acercó a la cara.
—Veréis, una de las peores cosas que han ocurrido en el mundo es que
las mujeres empezarais a creeros que erais iguales que nosotros, los
hombres. —La joven percibió un tufo a carne especiada y a sudor, el olor de
Barbary, y le entraron ganas de vomitar—. A veces desearía que
estuviéramos en los setenta, cuando aún nos regíamos por el orden natural
de las cosas. La vida era mucho más sencilla en aquella época. Podría darte
una bofetada y mandarte a que me hicieras la cena y nadie se inmutaría.
Le dedicó a Cassie una sonrisa de oreja a oreja, pero, de pronto, la boca
se le crispó en una mueca de furia.
—Tenemos que darte una lección, muchacha, como en los viejos
tiempos.
Detrás del doctor, Drummond se desplomó contra las baldosas, como si
Barbary se hubiera olvidado de él de repente. Casi al mismo momento, el
doctor giró la cintura, como en un movimiento de judo, y tiró a Cassie al
suelo. El cuerpo de la joven retumbó con fuerza y, aunque sintió las
vibraciones del golpe en el pecho, no experimentó ningún dolor.
El Libro de la seguridad la estaba protegiendo; sintió su calor a través de
la ropa y supo que no sufriría ningún daño. La realidad de esa certeza fue
como la luz del sol abriéndose paso entre las nubes de su alma.
—Zorra de mierda —murmuró Hugo al pasar por encima de ella y
asomarse al vestíbulo para asegurarse de que no había nadie más.
Cuando se volvió de nuevo, Cassie ya estaba en pie. El hombre parpadeó,
sorprendido.
—Vas a tener que esforzarte más —le dijo la chica.
Entonces levantó la pistola que le había robado de la funda cuando Hugo
la había atraído hacia él. No había disparado nunca un arma y, además,
aquella llevaba un tubo largo acoplado a la boca que supuso que era un
silenciador. Aun así, no creía que le costara mucho. Barbary tenía una
silueta robusta y estaba muy cerca. Apretó el gatillo y se oyó un ruido
sordo. Casi simultáneamente, el doctor recibió un impacto en el hombro que
lo hizo retroceder hasta el vestíbulo.
—Coge los libros —farfulló Drummond tras ella mientras intentaba
incorporarse sobre un codo.
Cassie se acercó al vestíbulo justo cuando Barbary, con una mano posada
en el hombro, acababa de sentarse.
—¡Me has disparado! —exclamó, indignado.
—Devuélveme mi libro —exigió Cassie.
—Que te den —volvió a soltarle Barbary.
Agitó la mano de golpe y Cassie salió disparada hacia arriba. Se golpeó
la parte baja de la espalda con el dintel de la puerta, pero no le dolió.
—No puedes hacerme daño —le espetó a Hugo—. Pero yo sí puedo
hacértelo a ti.
Levantó de nuevo la pistola y le apuntó a la cabeza.
El doctor movió los dedos a toda prisa y esta vez Cassie salió volando
hacia la cocina y se estrelló contra los fogones.
—Quizá no pueda hacerte daño —le dijo el hombre cuando volvió a
entrar en la sala—, pero puedo mantenerte alejada de mi camino.
Cassie disparó de nuevo, pero falló y la bala pasó a unos centímetros del
costado izquierdo de Barbary.
—¿También puedes mantener las balas apartadas de tu camino?
Hugo dudó, se debatió consigo mismo mientras la joven se ponía otra vez
en pie sin dejar de mirarlo en ningún momento.
—¿Eres capaz de parar un montón de balas? —le preguntó—. ¿O crees
que tarde o temprano terminaré metiéndote una en las tripas?
El hombre se dio cuenta de que habían llegado a un callejón sin salida y
la miró con inquina. Cassie lo vio estrujarse la mente tratando de encontrar
una forma de escapar, así que se negó a darle tiempo para idear un plan.
—Devuélveme mi libro —le espetó una vez más—, antes de que
atraviese con una bala el hueco de la cabeza en el que deberías tener un
cerebro.
El doctor no se movió y a ella le resultó evidente que no quería darle lo
que le había pedido. Que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa menos
eso.
De repente, moviéndose con una rapidez sorprendente, Drummond se
levantó de un salto del suelo y, propulsándose con un pie desde el sofá, se
abalanzó sobre Barbary desde un flanco. Lo pilló distraído. Los dos se
estamparon contra la pared que había junto a la puerta convertidos en una
maraña de miembros y rabia, de gritos y rugidos. El Libro del control se
escapó de entre las manos del doctor y salió volando por la sala.
Forcejearon unos instantes hasta que ambos cayeron al suelo, Barbary
encima de Drummond, golpeándolo en la cara una y otra vez, gruñendo y
farfullando mientras lo hacía.
—Para —fue lo único que dijo Cassie cuando se acercó a él por detrás y
le puso la boca helada de la pistola en la nuca rechoncha.
Hugo se quedó inmóvil, con un puño en el aire.
—Levántate —ordenó la joven, y le apretó más el arma contra el cuello.
El hombre obedeció y Cassie retrocedió hasta quedar fuera de su alcance
mientras esperaba a que Drummond se pusiera de pie. Tenía la cara
emborronada de sangre. Se desplazó hasta el lugar donde había caído el
Libro del control y lo recogió. Era un objeto de un gris apagado y con una
superficie texturizada, como plumeada.
—Entréganos los otros libros —le dijo Fox a Barbary al mismo tiempo
que se enjugaba los ojos con la manga—. Todos.
Cassie siguió apuntando al calvo con la pistola mientras este los miraba
con la cabeza gacha y los labios deformados en una mueca de desprecio.
—Has tenido un día horrible —continuó Drummond—. Has perdido tus
dos libros. Ninguno de los volúmenes que llevas ahora mismo en los
bolsillos puede ayudarte en esta situación, no pueden hacer nada en contra
del Libro del control y de una pistola. Devuélvemelos y te perdonaré la
vida.
Barbary exhaló con fuerza por la nariz, se llevó las manos a los bolsillos
y fue sacando los ejemplares uno por uno, arrojándolos al suelo: el Libro de
la suerte, el Libro de los recuerdos, el Libro de las Sombras y, por último,
el Libro de las puertas.
—Más os vale matarme ahora —escupió—. Porque, si sigo vivo, iré a
por vosotros. Nunca dejaré de buscaros.
—La verdad es que no quiero matar a nadie —dijo Cassie, que se agachó
para coger el Libro de las puertas. Cuando lo sostuvo de nuevo en las
manos, por primera vez desde hacía diez años, el corazón de la joven
rompió a cantar—. Pero tampoco quiero pasarme el resto de mis días
mirando por encima del hombro para protegerme de ti.
Se quedó pensativa un momento, mientras Fox abría el Libro del control
y sonreía con aire lúgubre al mirar la primera página.
—«Control» —leyó, y le dio la vuelta al libro para mostrárselo a Cassie.
La palabra «control», escrita en mayúsculas gruesas con tinta negra, era
lo único que había en toda la página, que por lo demás estaba en blanco.
—No es lo que se dice poesía, ¿eh?
Cassie gruñó y Barbary la miró, furioso.
Drummond sostuvo el libro en alto un momento, con el ceño fruncido en
señal de concentración. El volumen empezó a brillarle en las manos y, un
instante después, el sofá se apartó unos centímetros de la pared
arrastrándose por el suelo.
—No es tan difícil —le dijo a Barbary cuando el resplandor disminuyó y
el aire se aclaró. Luego, se dirigió a Cassie—: ¿Qué quieres hacer?
—Sé muy bien lo que quiero hacer —contestó ella. Salió al vestíbulo y
cerró la puerta de su dormitorio—. Mételo aquí dentro cuando abra la
puerta.
Drummond la entendió enseguida, asintió y el Libro del control empezó a
brillar de nuevo. La joven abrió la puerta de su habitación y dejó al
descubierto una bulliciosa calle de Nueva York, con coches circulando de
un lado a otro y peatones vestidos con prendas que correspondían a otra
época. Fox movió la mano y el doctor salió disparado hacia delante,
atravesó la puerta y cayó dando tumbos en la penumbra.
Mientras se levantaba, Cassie lo observó desde el umbral.
—¡A ver si de verdad te gusta tanto vivir en los setenta! —le gritó
canalizando diez años de ira y dolor.
Barbary miró a su alrededor y, cuando cayó en la cuenta de lo que
acababa de suceder, Cassie le cerró la puerta en las narices.

DRUMMOND SE DESPLOMÓ en el sofá, extenuado. Ella le llevó unas hojas de


papel de cocina y esperó mientras intentaba limpiarse la sangre del rostro
malherido.
—Estás distinta —le dijo él al fin, y a Cassie le pareció que evitaba
mirarla a los ojos—. Tu aspecto es distinto.
La chica, que estaba de pie ante la ventana, con los brazos cruzados, no
dijo nada. Se sentía muy rara estando otra vez en su antiguo apartamento,
una década más tarde.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó Fox.
—Han pasado diez años —respondió.
Lo dijo con voz tranquila, no gritaba ni estaba enfadada. Se le había
agotado la furia.
Drummond se quedó mirándola, estupefacto.
—Diez años —repitió Cassie, como si necesitara asegurarse de que la
había oído.
—¿Cómo…? —empezó a decir el hombre, pero luego se interrumpió,
puede que porque se diera cuenta de que las preguntas no tenían sentido.
Tragó saliva una vez, con dificultad, y Cassie lo vio reorganizar sus
pensamientos—. ¿Has esperado diez años?
Ella se encogió de hombros.
—No había otra forma de hacerlo.
Fox lo meditó unos instantes y después preguntó:
—¿Adónde has enviado a Barbary?
—Le he hecho lo mismo que él me hizo a mí —le contestó—. Lo he
enviado al pasado. Tenía tantas ganas de vivir en los setenta que lo he
devuelto a esa época. A ver si le gusta.
—¿Y si regresa? —preguntó Drummond—. Tú lo has hecho.
Cassie tardó unos segundos en responder.
—He tenido que dejar pasar diez años, y no ha sido nada fácil. Él tendría
que dejar pasar cincuenta. ¿Qué edad tendría ahora? ¿Noventa?
Drummond se encogió de hombros.
—Si consigue aguantar tanto —continuó Cassie—, no creo que suponga
ninguna amenaza para nosotros cuando llegue el momento.
Drummond se limpió un poco más la cara ensangrentada.
—Lo siento —dijo al fin.
Ella asintió.
—No fue culpa tuya —dijo.
Fox la miró.
—¿Estás segura?
—No lo sé, Drummond —contestó con un suspiro—. Solo sé que me
alegro de verte después de tanto tiempo.
Al cabo de un momento, él aceptó sus palabras con un gesto de
asentimiento. Estudió a Cassie en silencio durante un momento y le recorrió
el rostro lentamente con la mirada, sin duda percatándose de lo cambiada
que estaba.
—Me resulta increíble que para ti hayan pasado diez años —dijo en voz
baja—. ¿Cómo has sobrevivido? ¿Cómo has conseguido salir adelante?
—Me han ayudado —reconoció—. Ya te lo contaré algún día. Ahora,
tenemos que ir a buscar a Izzy. Hace una década que no la veo y tengo
muchas, muchísimas ganas de que eso cambie.
—No sé dónde está —admitió Drummond—. No sé qué le ha pasado a
Izzy.
—Yo sí —dijo Cassie.
Él le lanzó una mirada inquisitiva.
—Hice un trato —le aclaró ella—. Con la Librera. Me dio el Libro de la
seguridad para que pudiera encargarme de Barbary y me prometió que
enviaría a alguien a cuidar de Izzy.
—Hugo ha mencionado a un japonés —dijo Drummond—. Seguro que
era Azaki. Y quienquiera que viajara con él.
Ella se encogió de hombros. No conocía los detalles.
—¿A cambio de qué? —preguntó Fox—. ¿En qué consistía el trato?
Cassie levantó el Libro de las puertas.
—A cambio de esto. Lo siento mucho, Drummond, pero, si quieres el
Libro de las puertas, tendrás que comprárselo a la Librera. Le prometí que
se lo daría si mantenía a Izzy a salvo.
El lugar olvidado

EN UN LUGAR olvidado de la calle 27 Oeste, mientras los minutos del día se


arrastraban lentamente hacia la medianoche, Izzy observaba la llegada de
los cazadores de libros a la subasta de la Librera.
Se encontraba en la entreplanta de un espacio que una vez había sido un
bar, un piso por encima del vestíbulo art decó del antiguo Hotel Macintosh.
La parte delantera del vestíbulo, la entrada, antaño imponente, estaba ahora
cegada con contrachapado, aislada del mundo. Habían cortado una única
puerta en las tablas y, cuando se abrió, la atravesó un anciano demacrado de
pelo blanco y piel curtida. Tenía unos ojos crueles y acusadores, pensó Izzy,
y cara de que todo lo que estaba viendo era tan horrible como se había
imaginado que sería. Era un hombre al que le gustaba decepcionarse con las
cosas.
—¿Quién es? —preguntó Izzy.
—El pastor Merlin Gillette, acompañado de dos de sus hijos, que son
horribles —respondió la Librera—. Y no estoy diciendo que estos hijos
sean los únicos horribles. Lo son todos, pero hoy solo ha traído a dos.
Detrás del hombre, habían entrado dos adultos más jóvenes que parecían
gemelos, un hombre y una mujer. Ambos eran altos y delgados, y lucían
una melena rubia, brillante y suelta.
—Parecen un anuncio de champú —observó la chica—. Para nazis.
Los tres recién llegados vestían con traje gris. Alrededor del cuello, los
hombres llevaban corbata; la hija, un crucifijo colgado de una cadena.
—¿De qué es pastor? —quiso saber Izzy.
—Uf, de no sé qué locura de iglesia pentecostal de Carolina del Sur, muy
rica —respondió Lottie—. Creen que los libros especiales son obra del
diablo y que hay que destruirlos, puesto que el único libro especial que
cualquier persona podría necesitar es la Biblia. —La Librera puso los ojos
en blanco—. Son muy malas personas, pero, teniendo en cuenta el
panorama general, bastante inofensivas. Al menos, en comparación con
algunos de los demás asistentes de esta noche.
Continuaron observando en silencio al pastor y a su progenie mientras los
miembros del equipo de seguridad los cacheaban y luego los guiaban hacia
el otro lado del vestíbulo hasta hacerlos desaparecer bajo la entreplanta.
—¿Adónde van? —preguntó Izzy.
—Al salón de baile —contestó la Librera—. Celebraré la subasta allí. Es
lo bastante grande como para que nadie tenga que estar demasiado cerca del
resto. Suele ser lo mejor en estos casos.
Lottie parecía distraída, ansiosa incluso, como una persona que tiene que
soportar una conversación trivial antes de una entrevista de trabajo.
Habían pasado horas desde que Izzy la había visto por primera vez en el
vestíbulo del Hotel Ace. Tras el encuentro, la Librera había llevado a Izzy y
a Lund hasta otro punto de la ciudad, el anodino edificio de ladrillo rojo de
la calle 27 Oeste. Desde la acera, el lugar parecía abandonado, rodeado de
vallas cubiertas de grafitis, como si se estuviera llevando a cabo algún tipo
de obra. Lottie los había hecho pasar a través de la misma puertucha que
acababa de franquear Merlin Gillette y les había mostrado el enorme y
lúgubre vestíbulo. Izzy se había quedado maravillada, era como una
catedral de oro y palisandro descoloridos, con alfombras en blanco y negro
y carteles art decó sobre el mostrador de recepción. De las paredes colgaban
unos espejos enormes, algunos agrietados o incluso totalmente vacíos. Era
un lugar olvidado, un hotel del pasado que se iba desmoronando en la
oscuridad.
—¿Qué es este sitio? —había preguntado mientras trazaba un círculo
lento en torno al gigantesco vestíbulo.
La Librera había pulsado un interruptor que apenas liberaba un débil
suspiro de luz eléctrica.
—Fue un hotel, en su día —había sido la respuesta de Lottie—. La
familia que lo construyó perdió toda su fortuna después de la guerra.
Estuvieron pagando la deuda durante décadas, empeñados en conservar este
sitio con la vana esperanza de poder reabrirlo algún día. Se lo compré hace
veinte años. Me viene bien tener un sitio propio en la ciudad, uno que no
conste en ninguna parte.
Después, la Librera había subido unas ostentosas escaleras para guiar a
Izzy y a Lund hasta el primer piso, hasta una gran sala que parecía ser el
resultado de la unión de dos cuartos. Era una habitación moderna, al menos
en comparación con el resto de la propiedad: había sofás de cuero y un gran
televisor de pantalla plana, una cocina y un cuarto de baño con azulejos de
piedra gris de aspecto caro y una cabina de ducha.
—Esperad aquí —les había dicho Lottie—. Hay comida y bebida en la
cocina. Podéis explorar todo lo que queráis. El lugar está vacío, pero es
seguro. No me importa lo que hagáis, siempre y cuando no salgáis del
edificio. No hasta que la subasta haya terminado.
Izzy había dormido unas cuantas horas y sus sueños habían sido un cóctel
de recuerdos olvidados, terror y el ruido de fondo del programa de
televisión que estaba viendo Lund. Había comido unos fideos que había
encontrado en un armario y después había empezado a impacientarse y a
ponerse nerviosa, así que había salido a dar un paseo por el hotel. Había
recorrido pasillos largos y lúgubres, preñados de un aire estancado en el que
aún persistía el recuerdo del perfume y del humo de los cigarrillos. El yeso
de las paredes estaba agrietado en algunas zonas, y las vidrieras de colores
se habían tornado opacas e inertes en la penumbra. Había abierto la puerta
de algunos dormitorios al azar y se había encontrado con variaciones sobre
el tema de la decadencia y el abandono. Había sillones viejos y desgastados,
pesadas cortinas cubiertas de polvo, ceniceros de cristal con colillas
antiguas, ahora retorcidas y disecadas. Algunas habitaciones tenían camas,
otras estaban vacías. En algunas, se habían levantado las alfombras y
retirado las cortinas, lo que las convertía en una especie de armazón de
madera polvorienta. Otras, sin embargo, permanecían casi congeladas en el
tiempo.
Tras caminar sin rumbo durante un rato, Izzy había cruzado la gran
escalera por la que la Librera los había hecho subir hacía horas —una
columna de espacio vacío y bañado por la luz de las claraboyas de cristal
que había en lo alto— y había llegado a la entreplanta y al bar. Era una
estancia amplia, con sillones y mesas tan anticuados que casi volvían a estar
de moda y una larga barra de madera a un lado, con un expositor de botellas
en la pared de detrás. Había más ceniceros de cristal apilados en una
esquina de la barra, como si una noche los hubieran recogido y no hubieran
vuelto a moverlos desde entonces. A Izzy le recordaron a la maqueta a
escala de uno de esos edificios futuristas que diseñan los arquitectos caros.
Estaba explorando la colección de botellas que había detrás de la barra
cuando la Librera había aparecido a su espalda sin que se diera cuenta.
—¿Qué haces?
Izzy había dado un respingo y, al darse la vuelta, había visto a Lottie
mirándola con fijeza.
—Me aburría —había contestado—. He estado dando un paseo. ¿Por qué
no arreglas este sitio? Ganarías una fortuna.
—Demasiado trabajo —le había dicho la Librera, que después se había
acercado a la balaustrada para contemplar el vestíbulo.
—¿Más que buscar y vender libros mágicos? —le había preguntado Izzy
con escepticismo.
Lottie había sonreído para sí, pero no había dicho nada.
La joven se había quedado de pie a su lado para observar a un grupo de
hombres, todos vestidos de traje oscuro y equipados con una pistola metida
en una funda, mientras se reunían en el vestíbulo, junto a la puerta
principal. Uno de ellos —alto, con el pelo claro y un maletín en la mano—
se había colocado detrás de una mesa, justo al otro lado del umbral, y
entonces habían llegado Merlin Gillette y sus horribles hijos.
En cuanto perdió de vista al pastor, Izzy señaló al hombre alto del pelo
pálido y el maletín, al que esperaba junto a la puerta.
—¿Quién es?
—Elias —dijo la Librera—. Mi tenedor de libros. Todos los asistentes
tienen que entregar sus libros especiales al llegar. Elias los cuida y se los
devuelve cuando se van. Es lo mejor para todos. Oye, ¿estás segura de que
no quieres esperar en tu habitación o algo así? Ahora mismo, no busco
compañía.
—No, aquí estoy bien —respondió Izzy.
—Era más una orden que una sugerencia.
—Lo sé —replicó ella—. Pero no eres mi jefa.
La Librera suspiró, molesta, y luego, levantando un pulgar por encima
del hombro, señaló la barra que tenían detrás.
—¿Hay algo potable ahí?
Izzy se encogió de hombros.
—Si insistes en quedarte, al menos tráeme algo que parezca que no me
va a matar.
La joven encontró unas cuantas botellas de vodka sin abrir y unos vasos a
los que les quitó el polvo con la blusa. Abrió una botella, la olió a modo de
experimento y luego vertió un par de dedos de líquido en cada vaso.
—Vodka solo —dijo cuando le tendió a Lottie uno de los vasos. Después
le acercó el suyo y la Librera le dio un golpecito ligero a modo de brindis.
Ambas bebieron un sorbo—. Está fuerte —dijo Izzy, que hizo una mueca al
notar el sabor.
—Está bien —repuso Lottie, que se lo bebió de un trago como si fuera
agua.
Continuaron observando en silencio e Izzy comprendió que la Librera
estaba evaluando a su público, como una artista a punto de enfrentarse a la
multitud. La joven también estudió a los asistentes que iban llegando, a los
postores cargados de dinero, todos ellos desesperados por hacerse con el
objeto con el que la habían torturado hacía solo unas horas. Recordó los
momentos de agonía, la impotencia, la desesperanza, y se le revolvió el
estómago. Se preguntó qué haría el adjudicatario con el libro. ¿Infligiría esa
experiencia a otras víctimas? ¿Era la Librera capaz de aceptar millones de
dólares de una persona que quizá usara el libro como lo habían usado con
ella? Se mordió las uñas con nerviosismo, sorprendida ante aquellos
sentimientos encontrados.
—Ese es Okoro —dijo la Librera, que señaló a un hombre negro y
corpulento que acababa de cruzar la puerta—. Es un mercenario y sicario
muy peligroso. Lo más probable es que también dirija bandas de
narcotraficantes en África Occidental.
El hombre se sacó un libro del bolsillo y se lo entregó al tenedor. El
volumen desapareció dentro del maletín.
—¿Qué era eso? —preguntó Izzy.
—Tiene el Libro de la materia —contestó Lottie.
—¿Y qué hace?
—Le permite controlarla. Transformar sólidos en líquidos, líquidos en
gases, esas cosas. Estoy convencida de que está deseando añadir el Libro
del dolor a su colección. Sería un ejemplar muy útil para un hombre como
Okoro.
Izzy apuró el vodka que le quedaba en el vaso y se planteó volver a la
barra a rellenárselo. Quería tener la cabeza despejada, pero también le
apetecía beber para suavizar las aristas afiladas del extraño mundo en el que
ahora habitaba.
—Mira, los representantes del presidente de Bielorrusia —dijo la Librera,
que señaló con la cabeza a dos ancianos blancos que acababan de entrar.
Parecían oficinistas cansados al final de una larga jornada—. ¡Las cosas que
harían con el Libro del dolor!
Chasqueó la lengua y negó con la cabeza una sola vez.
—¿No te importa a quién vaya a parar? —le preguntó Izzy.
—Es una subasta. Gana el mejor postor.
—Sé cómo funciona una subasta —masculló la joven en tono de fastidio
—. No me refiero a eso y lo sabes.
—Chica, si hubiera sabido que ibas a ser tan parlanchina, te habría
encerrado bajo llave.
Izzy esperó.
—No, en realidad me da igual a quién vaya a parar —confesó la Librera
al cabo de un momento—. No puede importarme, no si quiero celebrar una
subasta justa. No puedo tener favoritos.
Izzy siguió esperando, pues intuía que la mujer no había terminado de
responder.
—Aunque, sí, supongo que preferiría que los libros fueran a parar a
personas que no los utilizaran para convertir el mundo en un lugar peor. Sin
embargo, soy una mujer de negocios; al fin y al cabo, estoy aquí para ganar
dinero, y el dinero que me pagan por vender estos libros… puedo utilizarlo
para convertir el mundo en un lugar mejor. Eso es lo que puedo controlar.
—¿Y cómo lo haces? —quiso saber la chica—. ¿Cómo conviertes el
mundo en un lugar mejor con todo el dinero que ganas?
Lottie la miró de reojo, como si la estuviera reevaluando, y luego se
concentró de nuevo en la entrada, sin contestarle.
—Hum, lo que yo pensaba —murmuró Izzy.
Cada vez entraba más gente, la mayoría de ellos lacayos y adeptos de la
gente con dinero. La mayoría de la gente pudiente no tenía libros propios
que entregar. Al parecer, solo le habían entregado tres libros a Elias.
Además del Libro de la materia de Okoro, una mujer de mediana edad y
bien vestida le había dado el Libro de la salud («Esa es Elizabeth Fraser. Es
inglesa. Y tiene más de ciento veinte años —dijo la Librera—. Ese volumen
la mantiene joven, pero no le impide seguir siendo una arpía de cuidado.»),
y un hombre hispano, también de mediana edad, ataviado con un traje gris y
una camisa turquesa, le había entregado el Libro de las caras. («Ese es
Diego —dijo la Librera—. Español o portugués, creo. Está especializado en
espionaje industrial, por lo que sé, pero tampoco le hace ascos a asesinar
con sus propias manos. Vive en California, como una estrella de cine. El
Libro de las caras hace que pueda parecerse a cualquiera, hombre o mujer.
Algo muy útil para alguien que trabaja en su campo.»)
—O sea que solo hay tres libros —observó Izzy—. ¿Tres entre toda esta
gente?
—Esa es la realidad de los libros especiales —le explicó Lottie—. La
mayoría de los que saben de su existencia ni siquiera los han visto con sus
propios ojos. Hay más gente que quiere tenerlos que gente que puede
tenerlos. Es lo máximo en productos raros y valiosos. El artículo perfecto
para vender en una subasta. —Consultó su reloj de pulsera—. Deberías irte
—le dijo a Izzy—. Ve a buscar a esa montaña de hombre y llevad el Libro
del dolor al piso de abajo, al salón de baile. Empezaremos la subasta justo a
medianoche. Os quiero a los dos en la sala para no perderos de vista.
—Para mantenernos a salvo, querrás decir.
—Sí —contestó la Librera con la mirada clavada en el vaso vacío—. A
eso me refiero, claro.

IZZY VOLVIÓ A la habitación donde había pasado la tarde y se encontró a


Lund de pie junto a la encimera de la cocina, con el Libro de la ilusión
abierto delante de él. Cuando se percató de su presencia, el gigante levantó
la vista, sorprendido, y movió una mano a toda prisa para esconder el libro.
—¿Intentas ocultármelo? —le preguntó ella.
Lund se encogió de hombros.
—Solo es que, cuando tienes un libro de estos, me parece que es mejor
que la gente no lo sepa.
Izzy asintió.
—Está llegando mucha gente. La subasta comenzará a medianoche. ¿Qué
estás haciendo con el libro? —le preguntó.
—Intento aprender a usarlo —admitió el hombretón—. Pero, por lo visto,
no soy capaz.
—Creo que Cassie logró utilizar el Libro de las puertas casi de inmediato
—señaló Izzy—. Me refiero a que ni siquiera tuvo que intentarlo.
—Ah —dijo Lund, que pareció decepcionado.
—¿Por qué quieres hacer ilusiones?
El gigante reflexionó un momento acerca de la pregunta y luego
respondió:
—¿Por qué no iba a querer?
La chica pensó que era una buena respuesta.
—¿Puedo intentarlo?
Lund se encogió de hombros.
—Voy al baño.
Mientras el hombre se alejaba, Izzy cogió el libro con cuidado y sintió la
textura del cuero, la suavidad de las finas vetas de oro. Le pareció que
estaba un poco caliente, como si hubiera estado apoyado en un radiador. Era
un objeto precioso, negro, dorado y lujoso. Como si lo hubiera fabricado
Fabergé, o cualquier otro joyero de categoría famoso por sus detalles
intrincados hechos con metales preciosos. La joven lo abrió y vio bocetos
en tinta negra, páginas llenas de garabatos. El libro le produjo una
sensación extraña en las manos, pesaba más de lo que esperaba. Lo cerró y
le dio la vuelta, inspeccionó la cubierta como si así fuese a encontrar algo
que explicara el peso. Mientras lo hacía, Lund volvió del baño y, casi al
mismo tiempo, la puerta del pasillo se abrió de golpe.
Izzy se guardó el Libro de la ilusión en el bolsillo de atrás, sin que nadie
la viera, en el preciso momento en el que uno de los miembros del equipo
de seguridad de Lottie se asomaba y los miraba a ambos con una expresión
seria en la cara. Era un hombre voluminoso y macizo, vestido de negro.
—La Librera ha requerido su presencia —anunció—. ¿Tienen el artículo?
Lund se sacó el Libro del dolor del bolsillo. Izzy evitó mirarlo.
—Bien —dijo el guardia de seguridad—. Vámonos. La subasta está a
punto de empezar.
El salón de baile del Hotel Macintosh

EL SALÓN DE baile del Hotel Macintosh era uno de los lugares favoritos de
Lottie. Era un espacio elegante y cuadrado, con una gigantesca lámpara de
araña art déco colgada en el centro del techo, como si alguien hubiera
capturado el sol en una tarta nupcial de cristal. Unos espejos altos y
rectangulares revestían las paredes, intercalados con puertas que conducían
a los aseos, a las cocinas o a los despachos, y con apliques de pared. La
moqueta que cubría el perímetro de la sala parecía un esquema eléctrico,
llena como estaba de líneas blancas y negras y de patrones geométricos, y
en el centro de la sala había una gran pista de baile cuadrada, con la madera
rayada y deformada tras años de abandono. Seguía siendo un espacio
impresionante —a Lottie le había encantado desde el momento en el que
había comprado el hotel— y no le costaba nada imaginárselo tal como
debía de haber sido hacía cien años: gente blanca y rica luciendo trajes
almidonados y vestidos elegantes, girando por la pista sumida en una bruma
de humo de cigarrillo y alcohol; una banda de jazz en una esquina; las notas
de un contrabajo perforando el aire rítmicamente.
Ahora el salón de baile tenía un aspecto deslucido, el yeso agrietado y
una gotera en el techo en un rincón, pero todavía conservaba su
personalidad, seguía transmitiendo grandeza y elegancia, incluso en aquel
estado de abandono.
Cuando Lottie cruzó la enorme puerta de hoja doble, sus clientes se
volvieron para mirarla, tanto los grupos de personas como los individuos
dispersos por la sala. Durante un segundo, se sintió como una novia camino
del primer baile, pero enseguida apartó de su mente esa fantasía infantil y se
centró en saludar a todo el que consideraba importante, en dedicarle una
mirada o un gesto de la cabeza a los que eran peligrosos o ricos, o ambas
cosas. En circunstancias normales, se sentía más confiada en las subastas.
Pero, claro, era cuando tenía en su poder el Libro de la seguridad. En esa
ocasión, tendría que hacer de tripas corazón, al menos hasta que apareciera
Cassie.
Si es que aparecía, pensó.
Aunque no creía que la joven fuera a abandonar a su amiga, Lottie no
había llegado hasta donde estaba pensando siempre lo mejor de la gente.
En el otro extremo del salón de baile, sobre la plataforma elevada en la
que se habría colocado la mesa presidencial de una boda, o quizá sobre la
que habría tocado la banda durante el baile, se había dispuesto un atril.
Lottie subió a la tarima, se colocó tras él y observó a los asistentes, que ya
habían tomado asiento, desde su atalaya. Vio impaciencia, cálculos y
hostilidad abierta, pero hizo caso omiso de todo ello.
—Señoras y señores —comenzó—, bienvenidos a esta subasta.
—Basta ya de circos —gritó Okoro desde el lado izquierdo de la sala—.
Me han quitado el libro y me han cacheado y sobeteado. ¿Cuántas
indignidades más tendré que soportar?
Lottie lo miró, imperturbable. No dijo nada. Aquel hombre le daba
miedo, pero estaba firmemente convencida de que lidiar con una persona
como él era igual que adiestrar a un perro: tenías que asegurarte de que
sabía quién mandaba, aunque pudiera arrancarte la cabeza de un mordisco.
—No le he obligado a venir, señor Okoro —le contestó en tono calmado
—. Es usted libre de marcharse. —Levantó una mano y señaló la puerta del
fondo de la sala—. Esperaremos hasta que se vaya.
Intentar someterlo a base de avergonzarlo era una estrategia bastante
arriesgada, pero Lottie sabía dos cosas. En primer lugar, que Okoro deseaba
con todas sus fuerzas el Libro del dolor. Se lo decía la avidez de su rostro.
Y, en segundo lugar, sabía que, cuando compró el Hotel Macintosh, había
hecho varias modificaciones en la estructura del edificio. El espejo de la
pared que tenía justo detrás era una puerta que llevaba a una habitación del
pánico, que a su vez llevaba a un pasillo secreto y a una salida trasera del
edificio. Si ocurría algo de lo que los guardias de seguridad no pudieran
ocuparse, Lottie no tenía más que retroceder tres pasos para atravesar el
espejo y estaría a salvo. Habría preferido tener consigo el Libro de la
seguridad, pero, incluso sin él, sentía que tenía la situación controlada. Ni
siquiera Okoro podría alcanzarla antes de que huyera.
—¿No? —le preguntó entonces. El hombre se cruzó de brazos y la
fulminó con la mirada—. Me encantaría que se quedara con nosotros, señor
Okoro —le dijo en tono respetuoso para ofrecerle un clavo ardiendo al que
agarrarse—. Cuantos más, mejor, ¿no?
—Pues adelante, entonces —murmuró él.
—Sí, venga —gritó el pastor Merlin Gillette con una voz nasal y
ensordecedora como una moto de cross—. ¡Empieza de una vez, mujer!
—Empezaremos —replicó la Librera al mismo tiempo que le lanzaba al
viejo una mirada de advertencia— cuando yo considere que debemos
hacerlo. No aceptaré más interrupciones de los asistentes. Si quieren hablar,
levanten la mano. ¿Está claro?
El público se quedó mirándola en silencio.
—Señoras y señores, a los que ya poseen algún libro especial, les
agradezco que se lo hayan entregado a Elias. —Lottie señaló hacia el fondo
del salón de baile, donde Elias estaba de pie junto a la puerta y con el
maletín en la mano—. Como es costumbre, ahora el tenedor de libros se
marchará a un lugar seguro situado en otro punto del hotel. Regresará
cuando la subasta haya terminado y les devolverá los libros especiales a la
salida.
Elias asintió y se marchó. La Librera se quedó callada unos instantes para
permitir que todos los presentes lo vieran alejarse. En ese momento, el
guardia de seguridad al que había mandado a buscar a Izzy y a Lund llegó
con los dos custodiados pisándole los talones, y guio al gigante y a la chica
por el perímetro de la sala.
—Bien —continuó Lottie—, manos a la obra. Están aquí para pujar por
la titularidad del Libro del dolor.
En cuanto Lund llegó a la parte delantera del salón de baile, la mujer le
hizo un gesto para que subiera a la tarima. Cuando se colocó junto a ella, el
gigante destacaba como una torre. Le entregó el libro y Lottie lo sostuvo en
alto, como haría un predicador con la Biblia. Todas las miradas se clavaron
en el volumen. Lund abandonó el estrado y se encaminó hacia un lado del
salón para esperar junto a Izzy.
—Este es el Libro del dolor. La cubierta es morada y verde —anunció la
Librera—. Doy fe de su autenticidad y de su buen estado. —Abrió el libro
por una página aleatoria y lo alzó de manera que todos los presentes
alcanzaran a ver su contenido—. Quien posee el Libro del dolor es capaz de
provocar un sufrimiento y una agonía considerables en los demás.
—¡Es la mayor obra del demonio! —graznó Merlin Gillette sin respetar
las instrucciones de Lottie acerca de levantar la mano antes de hablar.
En respuesta al comentario, Elizabeth Fraser, la mujer que había llegado
con el Libro de la salud, levantó la mano y la Librera le cedió la palabra
con un gesto de la cabeza.
—El Libro del dolor también acaba con el sufrimiento de los demás —
dijo con una sorprendente y agradable voz de contralto—. Concede el poder
del alivio tanto como el poder del tormento. No tiene nada que ver con el
diablo. Ese es el comentario de un hombre con una mente supersticiosa y
subdesarrollada.
Varias personas se echaron a reír. Merlin Gillette se volvió para mirar a la
mujer, que estaba apenas unos metros por detrás de él.
—¡Ya te enseñaré yo lo que es una mente subdesarrollada, bruja! —le
gritó.
—Ya lo has hecho, jovencito —replicó ella con suavidad.
La hija de Gillette lo contuvo susurrándole algo al oído y el pastor se
volvió de nuevo hacia delante.
—¡Basta ya! —bramó Lottie con una severidad que no se correspondía
con lo que sentía por dentro. Que se produjeran fricciones de ese tipo antes
de la puja siempre resultaba beneficioso; era como una discusión antes del
sexo—. O se comportan, o hago que los echen.
Merlin Gillette le lanzó una mirada rebelde, pero no volvió a abrir la
boca.
—Déjenos probarlo —grito alguien desde el fondo de la sala.
Okoro se hizo eco de la petición al instante:
—Sí, deje que lo probemos con alguien para demostrar que es auténtico.
—No —respondió la Librera con voz firme—. Nadie va a usar el Libro
del dolor durante esta subasta. Es auténtico. Si alguien no confía en mí, no
tiene por qué pujar y puede marcharse antes de que empecemos.
Esperó. Nadie se movió. El silencio se dilató en la sala.
—Muy bien —dijo al final Lottie—. Ahora ya podemos proceder con la
subasta. Por supuesto, la moneda es el dólar estadounidense. Para pujar,
levanten la mano. A menos que especifiquen lo contrario, daremos por
hecho que se trata de incrementos de quinientos mil dólares. La puja
continuará hasta que tengamos un adjudicatario, que transferirá el dinero al
instante y, en cuanto mi banco reciba el depósito, se le hará entrega del
Libro del dolor.
Los asistentes se revolvieron en sus asientos y se prepararon, lanzaron
miradas a su alrededor para intentar juzgar el apetito y la fortuna de los
contrincantes. En los espejos que rodeaban el salón de baile, los reflejos del
público hacían lo mismo.
Entonces, Lottie preguntó:
—¿Quién abre la puja con quince millones de dólares?
Nadie se movió, nadie pujó. Por fin había llegado el evento que todos
esperaban, el gran momento. Como boxeadores recelosos, ninguno de los
participantes quería lanzar el primer puñetazo.
—¡Quince millones de dólares!
La puja llegó desde el fondo de la sala: una voz de mujer, aguda y
penetrante. Era una de las gemelas de Shanghái. Se rumoreaba que eran
anticuarias o coleccionistas de arte. También circulaban rumores de que en
realidad trabajaban para el Partido Comunista.
—Gracias, señora Li —dijo la Librera—. La subasta ha comenzado.

AL PRINCIPIO, LAS pujas llegaron despacio, con cautela, pero luego la energía
cambió, la confianza y la determinación aumentaron, y el precio del Libro
del dolor empezó a incrementarse a un ritmo constante.
—Tenemos veintidós millones —anunció Lottie—. ¿Alguien da más?
Esperaba que así fuera. Ninguno de los contrincantes serios había pujado
aún, estaban esperando a que los aficionados terminaran de jugar.
—Veinticinco millones.
Era Okoro. Estaba de pie, con los brazos cruzados y el ceño fruncido.
Lottie asintió para aceptar la puja y luego repitió la cifra para toda la sala.
—Veintiséis —gritó un hombre con un acento muy marcado.
—Veintiséis para el hombre de Bielorrusia —anunció Lottie—. ¿Alguien
da más?
Las pujas se detuvieron, la energía decayó ligeramente mientras la gente
respiraba hondo, sopesaba su fortuna y la contraponía a su deseo de tener el
libro. La Librera sabía que la subasta no había terminado aún. Okoro estaba
mirando al bielorruso con un gesto de contrariedad. Diego, el español,
estaba apoyado contra la pared lateral con ademán aburrido, pero Lottie
sabía que en realidad se estaba preparando para atacar en el último
momento. Las gemelas de Shanghái murmuraban entre ellas, y los dos hijos
de Merlin Gillette le susurraban al pastor. Los asistentes estaban elaborando
sus estrategias.
—¿Alguien da más de veintiséis millones de dólares? —preguntó tras
apoyar los codos en el atril.
—Esto se está alargando demasiado —gritó de pronto Diego, que tomó
impulso para apartarse de la pared—. ¡Treinta millones de dólares y se
acaba de una vez por todas!
—Treinta millones de dólares —repitió Lottie mientras la gente le
lanzaba miradas asesinas a Diego.
Antes de que pudiera escudriñar el resto de los rostros reunidos ante ella
en busca de más ofertas, se produjo un estruendo en una habitación cercana,
un restallido atronador que hizo temblar las paredes.
Todos volvieron la cabeza hacia el ruido. La Librera miró de inmediato a
uno de los miembros de su equipo de seguridad. El hombre tenía una mano
en la oreja y el ceño fruncido, como si no estuviera oyendo lo que esperaba
oír. Le devolvió la mirada y negó con la cabeza una vez: «No lo sé».
—Treinta millones de dólares —dijo Lottie una vez más, en voz bien
alta.
Estaba decidida a completar la subasta. Aun en el caso de que Cassie no
apareciera con el Libro de las puertas, el Libro del dolor le reportaría los
beneficios necesarios para apartarse del negocio durante una temporada.
Sonó otro estruendo, esta vez más cercano, y luego un tercero. La gente
empezó a murmurar, a alejarse de las paredes y a mirar a su alrededor para
ver qué hacían los demás.
—Por favor —dijo Lottie—. Dennos solo un momento.
Una figura cruzó la puerta del salón de baile, situada en el extremo
opuesto al de la Librera. Ella se la quedó mirando y otras personas la
imitaron.
—¡Alto! —gritó Lottie—. ¿Quién es usted?
Parecía un hombre alto y vestido con andrajos, con una gabardina vieja y
un sombrero de vaquero en la cabeza. Continuó avanzando por el salón a
pesar de que caminaba despacio y cojeaba, como si tuviera una pierna mala.
—¿Quién es? —volvió a preguntar la Librera con la voz rebosante de
indignación y autoridad.
El hombre se detuvo y después levantó una mano para quitarse el
sombrero y lanzarlo hacia un lado. El rostro que dejó al descubierto estaba
ajado y avejentado, tenía muchos más años de los que debería. Aunque
tenía los pómulos demacrados y los carrillos descolgados, Lottie lo
reconoció al instante.
—Me llamo Hugo Barbary —gritó el hombre con una voz que era un
graznido débil y carrasposo.
Estiró el brazo y la apuntó con un revólver automático cuya boca era un
enorme agujero de posibilidades espantosas.
—Y, ahora, ¡devuélveme mi puto libro, pedazo de zorra!
Dolor en el salón de baile olvidado

—NO PINTA NADA aquí —le espetó Lottie aparentando más tranquilidad de la
que sentía. La aparición de Barbary la había dejado conmocionada, pero
ocultó sus emociones bajo una coraza de fastidio—. No ha notificado su
asistencia.
—¿Te parece que estoy de humor para enviar un puto correo electrónico?
—gritó el doctor—. ¡Me robaste el libro! No he venido a comprártelo.
¡Llevo cincuenta años esperando este momento!
—Se está poniendo en ridículo —le advirtió la Librera, que hizo caso
omiso de las palabras del anciano a pesar de que le habían resultado
confusas. Era consciente de que el resto de los ocupantes de la sala miraban
a Barbary y después a ella intentando predecir cómo acabaría el
enfrentamiento—. Váyase antes de que sea yo quien lo obligue a marcharse.
Hugo sonrió y la piel suave y arrugada del rostro se le estiró hasta dejar
al descubierto unos dientes manchados.
—He esperado mucho tiempo, Librera. He estado escondido y esperando
este día. —Dejó escapar una risita infantil—. Sé lo de tu habitación secreta
detrás del espejo.
Lottie desvió la mirada hacia el jefe de su equipo de seguridad, una señal
que el hombre estaba esperando. El jefe y otros dos miembros de su equipo
—incluido el que había escoltado a Lund y a Izzy— echaron a correr hacia
Hugo Barbary desde dos lados de la sala. Ninguno de ellos fue lo bastante
rápido. El doctor giró sobre sí mismo y disparó dos veces, y luego se giró y
disparó de nuevo. Los tres hombres cayeron al suelo mientras corrían, cada
uno con un agujero de bala en la frente.
—¡Sigo siendo un hacha! —le dijo a Lottie entre risas—. Ahora ya no
tienes hombres armados.
Lottie se dio cuenta de que la chica, Izzy, ahogaba un grito a su lado, de
que empezaba a caminar hacia atrás como si tratara de escapar. Barbary
también captó el movimiento y centró su atención en ella. La Librera vio
que Lund se ponía delante de la chica y, en ese momento, decidió que el
gigante le caía bien.
—Tú —escupió Hugo. Su rostro era un nudo tenso de furia y de odio
quejumbroso. Avanzó cojeando y levantó la pistola hacia Lund—. Tú me
robaste el libro.
—¿Es que nadie va a hacer nada con este cretino? —vociferó Merlin
Gillette—. ¿Qué clase de circo tienes aquí montado, mujer?
Barbary levantó el brazo hacia un lado y le metió un tiro a Gillette en el
centro de la frente. Las gotas de sangre y de masa encefálica salpicaron el
espejo que tenía detrás como si fueran la lava escupida por un volcán. Los
dos hijos del pastor chillaron, gritaron y se desplomaron junto a su cadáver.
Ahora que habían visto que nadie estaba a salvo de aquella interrupción,
hubo más gente que empezó a moverse, a apartarse hacia el perímetro de la
estancia mientras Barbary cojeaba por la pista. Lottie se dio cuenta de que
un par de asistentes salían corriendo del salón y se alejaban por el vestíbulo
del hotel. Sabía que muchos de los que quedaban estarían debatiéndose
entre el instinto de supervivencia y las ansias de hacerse con el Libro del
dolor.
Entretanto, Hugo continuaba avanzando hacia Lund.
—Primero voy a matarte —masculló—. Solo para ponerme de buen
humor.
Lund miraba impertérrito al anciano que se dirigía hacia él y la Librera se
preguntó por qué no estaba más asustado.
Antes de que Barbary llegara al otro extremo de la sala, Okoro cargó
contra él con la cabeza gacha, pero el doctor detectó el movimiento en uno
de los espejos y giró con torpeza para apartarse.
Aun así, Okoro lo alcanzó y ambos cayeron al suelo transformados en un
nudo de extremidades y furia. La pistola disparó una sola vez y la bala
perdida impactó contra uno de los espejos de la pared izquierda, que se hizo
añicos y derramó una lluvia de cristales sobre la moqueta. Lottie miró a
Lund.
—Tú —le dijo—, quítaselo de encima.
El gigante parpadeó una vez y luego miró a los hombres que forcejeaban.
Dio unos pasos hacia ellos y apartó a Okoro del hombre mayor.
—¡Suéltame, pedazo de imbécil! —le gritó este, que se sacudió el
carísimo traje en cuanto volvió a estar de pie.
Entonces Lund centró su atención en Barbary y lo agarró por la muñeca.
Tiró de él para ayudarlo a levantarse y, al mismo tiempo, le arrancó la
pistola de entre los dedos.
La Librera bajó del estrado y se acercó a ellos. El doctor la miró con
actitud desafiante, con el rostro arrugado y una barba incipiente y gris
oscureciéndole las mejillas.
—¿Qué le ha pasado? —le preguntó la mujer con verdadero interés.
—Tienes mi libro —escupió—. Me lo robaron. —Señaló a Lund con la
barbilla—. ¿A esto te dedicas ahora, Librera? —preguntó—. ¿A robar libros
por encargo para después venderlos y lucrarte?
—No voy a dignarme a responder a eso —contestó Lottie. Aun así, sintió
que la gente sopesaba la pregunta, que sus clientes la observaban con los
ojos entornados—. Y, sinceramente, si piensa que puede presentarse aquí
usted solo y alterar de esta manera una de mis subastas, es que ha perdido la
cabeza. —Cogió el arma que Lund le había arrebatado y la inspeccionó
como si fuera de broma—. ¿Con esto? ¿Creía que no podría controlar a un
viejo con una pistola?
Hugo sonrió con la cabeza agachada y sin dejar de mirarla.
—¿Qué? —preguntó la Librera—. ¿Por qué sonríe?
—Tienes razón. Tendría que haber perdido la cabeza para hacer algo así.
Pero llevo mucho tiempo esperando este momento. He tenido años para
prepararme, señora Librera. Años y años para planear lo que haría. —
Barbary esperó un momento para asegurarse de que todo el mundo oía lo
que iba a decir—. He tenido tiempo para averiguar dónde debía buscar a su
tenedor de libros durante las subastas, para saber cómo hacerme con todos
los libros que salvaguardaba.
Lottie sintió que el salón de baile se tambaleaba bajo sus pies, y Hugo le
enseñó los dientes al dedicarle una mueca desdeñosa.
—¡Sí, exacto! —exclamó.
En ese momento, dio la sensación de que el doctor se desmoronaba
repentinamente, como si hubiera perdido la fuerza en las piernas. Lottie se
fijó en que Lund lo soltaba. Sin embargo, el hombre no cayó al suelo, sino
que tocó la pista de baile con una mano mientras se llevaba la otra al
enorme bolsillo del abrigo. Casi de inmediato, la Librera sintió que el suelo
se ablandaba debajo de ella. Asustada, bajó la vista y retrocedió unos pasos
a toda prisa mientras veía a Lund hacer lo mismo. Se percató de que,
alrededor de Barbary, la pista de madera se ondulaba como la superficie de
una piscina. El anciano estaba agazapado en un círculo de solidez, como si
se hubiera encaramado a lo alto de una columna apenas sumergida bajo la
superficie. El resto de los presentes también retrocedió, de manera que el
anciano acabó rodeado de un amplio círculo vacío.
—Señor Okoro —gritó Barbary cuando se sacó el Libro de la materia del
bolsillo. El ejemplar no paraba de lanzar chispas y colores al aire mientras
palpitaba—, ¡su libro es una diversión fabulosa!
Antes de que el interpelado pudiera replicar y echar a correr para atacarlo
de nuevo, Hugo levantó la mano y la bajó a toda velocidad. El suelo líquido
se elevó un par de metros y se precipitó hacia la puerta del salón como una
ola ansiosa por llegar a la orilla. Todas las personas que había en la estancia,
incluido el cadáver de Merlin Gillette, salieron disparadas hacia arriba y
chocaron bruscamente contra el techo. Cuando el suelo volvió a hundirse
con la misma rapidez con la que se había alzado y recuperó la solidez, la
gente y el yeso cayeron hasta estamparse contra él entre un clamor de
gemidos y gritos.
Aprovechando el caos, Barbary se abalanzó hacia delante y le arrebató la
pistola a Lottie de entre las manos.
—Ya me la quedo yo.
La Librera no opuso resistencia, el miedo y la sorpresa le habían
ralentizado los pensamientos.
—Verás, ahora soy mucho mayor, muchísimo —dijo el doctor—. He
disfrutado de unas vacaciones en el pasado por cortesía de esa zorra del
Libro de las puertas y tengo cincuenta años más que cuando me robaste el
libro.
—¿Cassie? —preguntó Izzy.
—Cierra el pico —le espetó Barbary, que volvió a mirar a Lottie—.
Tengo noventa y cuatro años, pero ya casi me siento como antes. Debe de
ser por uno de esos libros que le he quitado a tu hombre. El Libro de la
salud, ¿no? ¿El Libro de la vitalidad y el vigor? —Soltó una carcajada
áspera, satisfecho y triunfante—. ¡Supongo que, sin su ayuda, ni siquiera
habría podido disparar a esos tipos! No me sentía así desde hace años.
Levantó la pistola sin mucho cuidado y disparó con actitud jubilosa. La
bala rebotó contra las paredes.
—De acuerdo —dijo Lottie de pronto, y la sorpresa inundó el rostro de
Barbary—. ¿Lo quiere? —preguntó al mismo tiempo que le enseñaba el
Libro del dolor.
La Librera vio que la mirada del anciano se quedaba atrapada en él como
un trapo en una alambrada de púas. Vio que su expresión se desvanecía, que
toda la ira y toda la furia desaparecían y solo quedaba la avidez del hambre.
«Todo el dolor», pensó, y recordó lo que Elizabeth Fraser había dicho
hacía apenas unos minutos.
—Tómelo —prosiguió Lottie, que estiró la mano hacia el anciano para
tenderle aquel volumen plagado de textos densos y furiosos, de garabatos
de caras que gritaban y de armas afiladas.
El hombre se acercó y lo agarró, pero, antes de soltarlo, Lottie dijo:
—Acabaré con todo su dolor.
Barbary abrió los ojos como platos, atónito, y el libro empezó a rezumar
color por todos los cantos. Un momento después, el doctor cayó al suelo de
rodillas, todavía agarrado al libro con una mano, mientras Lottie continuaba
sujetándolo por el extremo contrario. Eran dos personas sosteniendo un
fuego artificial entre ellas, conectadas por aquel libro, y, a través de él,
Lottie experimentó todo el dolor del anciano. Sintió su trauma físico: el
dolor de los huesos y de la pierna izquierda, de las viejas heridas de bala
que le acribillaban el cuerpo. Pero, más allá de ese trauma, por debajo, en lo
más profundo de la conciencia de Hugo Barbary, sintió «el otro dolor», el
dolor espiritual y psicológico que lo convertía en lo que era. Nadaba allí, en
las profundidades, arremolinándose y retorciéndose donde nadie lo veía.
Lottie pensó en erradicarle ese sufrimiento al anciano. Notó sus hebras y
empezó a tirar de ellas. Era fibroso y duro, y se resistía a sus intentos de
arrancarlo, como una maraña de pelo en el desagüe de una ducha. Cerró los
ojos y se concentró, sacó el dolor a la superficie, lo unió y le dio forma para
extirparlo, para limpiar la herida que era el alma de Barbary.
Hugo estaba de rodillas delante de ella, gritando, conmocionado por la
súbita acumulación de todo su dolor.
La Librera continuó tirando de hebras y hebras de oscuridad y tormento,
de furia amarga; las sacaba a rastras del alma del hombre y las hacía
emerger para que se disiparan y desvanecieran bajo la luz. Abrió los ojos y
vio el rostro alzado del doctor, que le devolvía la mirada con unos ojos
grandes y claros, los ojos de un niño aterrorizado. Se quedó mirándolos sin
apartar la vista ni un segundo y continuó tirando de la oscuridad hacia la
superficie.
—Te libero de tu dolor —dijo con los dientes apretados.
Captó un movimiento, algo que se elevaba justo en el límite de su visión
periférica. Y entonces, antes de que pudiera terminar la cirugía del alma de
Barbary, el contacto se rompió y el doctor rodó por el suelo, con Okoro
encima forcejeando con él.
Lottie jadeó cuando la conexión se interrumpió y salió despedida hacia
atrás, tambaleándose. Unos brazos la atraparon antes de que cayera y,
cuando estiró el cuello para ver de quién se trataba, se encontró a Lund a su
espalda, sosteniéndola.
—¡Señor Okoro! —gritó la Librera.
Algunos de los asistentes a la subasta, los más jóvenes y sanos,
empezaban a levantarse de los distintos puntos del suelo hacia los que los
había arrojado la ola de Barbary. Otros yacían muertos o con heridas más
graves, entre ellos Elizabeth Fraser, que ya no llevaba encima el Libro de la
salud. No obstante, el primero en recuperarse había sido Okoro.
—¡Okoro, pare!
Estaba en el suelo, peleándose con Barbary, lanzándole puñetazos
brutales mientras el doctor mantenía las manos en alto para protegerse, aún
aturdido por lo que Lottie acababa de hacerle.
—¡Toma! —escupió Hugo, que volvió a sacarse el libro del bolsillo y lo
lanzó lo más lejos que pudo—. ¡Toma tu puto libro!
El Libro de la materia se deslizó por la pista de baile y no se detuvo hasta
llegar a la moqueta desgastada.
Okoro se puso en pie de inmediato y se olvidó de Hugo para lanzarse al
instante en pos de su preciada pertenencia. Cruzó la pista dando grandes
zancadas y recogió el volumen, le limpió el polvo y se lo guardó en el
bolsillo del pecho. Luego, se volvió hacia Lottie.
—Y también me llevaré el otro libro —dijo, y echó a andar hacia ella con
la mano estirada.
Lund se interpuso entre ambos y bajó la vista hacia el hombre, al que le
sacaba al menos una cabeza. No dijo nada. Se limitó a quedarse allí parado,
inmóvil, mirándolo. La Librera no sabía por qué el gigante sentía la
necesidad de protegerla, pero, en ese momento, agradeció que se hubiera
interpuesto en el camino de Okoro.
—¿Quieres jugar conmigo? —preguntó este, imperturbable—. No serías
el primer hombre al que hubiera matado.
Lottie sabía que la situación estaba descontrolada, pero seguía teniendo
en sus manos el Libro del dolor. Se dio cuenta de que la gente estaba
concentrada en el enfrentamiento entre Lund y Okoro. De que Barbary
yacía en el suelo mirando la lámpara de araña, como aturdido, e Izzy estaba
de pie detrás de ella, encogida contra la pared y tratando de parecer pequeña
e insignificante. La Librera pensó que quizá hubiese llegado el momento de
huir. Ya se celebraría otra subasta, otro día.
Comenzó a retroceder hacia el espejo de detrás del atril.
Pero entonces se abrió la puerta de la pared del fondo, más allá de Lund y
Okoro, y Cassie y Drummond Fox entraron en el salón de baile. A su
espalda, al otro lado de la puerta, se veía un lugar completamente distinto,
una habitación de un edificio que no era el de enfrente del hotel.
Verlos llegar así desconcertó incluso a Lottie. Se percató de que estaba
boquiabierta y de que todos los demás presentes en la sala, incluso Okoro,
se habían quedado paralizados mirando a los recién llegados.
—Es el Bibliotecario —dijo alguien.
Mientras Cassie y Drummond intentaban asimilar el caos de cuerpos
maltrechos y sangre, la mirada de la joven se posó en Izzy, y Lottie oyó que
esta la llamaba por su nombre.
En ese momento, Hugo Barbary se levantó del suelo.
—Hugo —murmuró Drummond al verlo—. Otra vez.
La Librera vio que el anciano fulminaba a Cassie con la mirada.
El doctor se dio la vuelta y levantó el arma para apuntar a Izzy, que
seguía estando detrás de Lottie.
—Devuélveme mi Libro del control, Bibliotecario —gruñó Barbary—, o
le meto una bala a tu amiga en esa cara tan bonita que tiene.
Entonces miró a Cassie.
—Y también me llevaré el Libro de las puertas, por si acaso.
La llegada del demasiado tarde

MIENTRAS LOS PRESENTES asimilaban lo que acababan de oír, todas las


miradas se volvieron hacia Cassie. Incluso Okoro le dio la espalda a Lund y
le lanzó a la chica una ojeada calculadora.
—¿Me habéis oído? —gritó Barbary—. ¡Que me deis los putos libros!
Pero, entonces, la expresión de su rostro cambió. Fue como si se
desplomara, como si se derrumbase sobre sí misma bajo una tormenta de
emociones y dudas. Se llevó la mano libre a la cabeza y gruñó.
—¿Qué me has hecho? —le preguntó después a Lottie con los ojos llenos
de sufrimiento.
Recuperó la compostura, se concentró de nuevo en la amenaza y volvió a
levantar la pistola.
La Librera vio que Lund lo miraba de reojo antes de fijarse de nuevo en
Okoro, que estaba justo delante de él. Dedujo que estaba intentando
determinar cuál de los dos suponía un mayor peligro. O quizá a quién debía
proteger: si a Lottie o a Izzy.
—He acabado con tu dolor —contestó Lottie—. O con gran parte de él,
hasta que nos han interrumpido.
Barbary gruñó una vez más, pero no hizo nada mientras, con los ojos
entrecerrados, atisbaba cómo Cassie caminaba trazando un amplio círculo a
su alrededor en dirección a Izzy.
—¡La mataré! —gritó, pero a Lottie le dio la sensación de que más bien
trataba de autoconvencerse, y de que el anciano tenía lágrimas en los ojos.
Se preguntó si, al intentar curarlo, no lo habría quebrado.
—Baja el arma —le pidió con voz melosa.
Okoro dio un paso a un lado y Lund lo imitó para ajustar su posición y
continuar interponiéndose en su trayectoria hacia la Librera.
—¿Qué me has hecho? —volvió a preguntar Barbary, aunque esa vez
pareció más una súplica que una exigencia—. ¿Por qué no quiero…?
No pudo terminar la frase. Se produjo una confusión de movimiento que
Lottie detectó demasiado tarde y Diego se abalanzó sobre ella para
aprovechar que estaba distraída e intentar arrebatarle el Libro del dolor. No
llegó a alcanzarla. Aún estaba a unos dos metros de su objetivo cuando se
elevó por los aires, como si alguien lo hubiera agarrado por el cuello del
traje a medida, y salió disparado hacia atrás hasta estamparse contra la
pared de la puerta del salón. Otro espejo se hizo añicos y Lottie vio que
Drummond bajaba la mano y retrocedía unos cuantos pasos, tambaleándose,
como si estuviera conmocionado por lo que acababa de hacer, sorprendido
por lo fácil que le había resultado matar a un hombre arrojándolo hacia el
otro extremo de la estancia.
Lottie esperaba que Barbary reaccionara de algún modo, pero el hombre
parecía perdido en sus pensamientos, atrapado en un rompecabezas mental,
con el brazo que sostenía el arma ahora inerte a un costado.
—¿Cassie?
La voz insegura de Izzy se alzó a espaldas de Lottie.
La Librera se percató de que Cassie no dejaba de mirar hacia el centro de
la sala, donde Okoro y Lund seguían encarados y Barbary se había dejado
caer de rodillas. Fox, por el contrario, observaba al resto de los presentes,
aún apiñados en los márgenes de la sala esperando a ver qué ocurría, por si
se reanudaba la subasta.
Lottie también empezaba a planteárselo: quizá ya hubiera pasado lo peor.
Quizá aún pudiera hacer una venta. Puede que incluso dos, ahora que el
Libro de las puertas al fin había llegado.
—¿Qué soy? —preguntó Barbary tras levantar la vista del suelo—. ¿Qué
era?
Lanzó una mirada breve a su alrededor, confundido, pero entonces sus
ojos recuperaron la certeza y volvió a alzar el arma.
—¡Drummond! —exclamó Cassie.
Echó a correr hacia la puerta por la que habían entrado hacía solo unos
momentos y la abrió de un tirón. El Bibliotecario movió la mano de nuevo e
hizo que Barbary se elevara en el aire y soltase la pistola, que aterrizó sobre
el suelo de madera con un repiqueteo de claqué.
—¡Vuelve al pasado, pedazo de cabrón! —le gritó la chica mientras
Drummond lo lanzaba hacia la puerta a través de la sala.
Lottie vio que lo que lo esperaba tras el umbral no era el vestíbulo del
hotel, sino una calle soleada. En cuanto Hugo cruzó la puerta, Cassie la
cerró de golpe a su espalda. Toda la estancia exhaló a la vez: la amenaza
había desaparecido.
—Señor Okoro —ladró Lottie entonces—, ¿quiere seguir con sus
bravuconadas o volvemos a la subasta ahora que la interrupción se ha
solucionado?
El hombre no reaccionó.
—La mayoría de los postores están incapacitados o… peor —continuó la
Librera.
Okoro parpadeó y luego desvió la mirada hacia ella. Había comprendido
el subtexto: «Tiene muchas probabilidades de ganar».
Daba la impresión de que estaba deseando enfrentarse a Lund. Como si
tuviera algo que demostrar.
«Qué infantiles son los hombres en el fondo —pensó Lottie—. Al menos
algunos.»
—De acuerdo —dijo al final Okoro, y se sacó las mangas de la camisa de
debajo de los puños del traje—. Procedamos.
Los asistentes se repartieron de nuevo por la sala, intercambiando
miradas inquietas, y Lottie ocupó su puesto en el estrado una vez más.
Drummond Fox se quedó de pie a un lado del salón, cerca de la puerta por
la que Cassie y él habían entrado, y esta última cruzó la habitación para
abrazar a Izzy. Las dos mujeres se apoyaron en la otra pared y se pusieron a
hablar en susurros. Lund se colocó unos pasos por delante del atril de
Lottie, como si hubiera asumido el papel del equipo de seguridad. Bajo la
atenta mirada de la Librera, el gigante le dio una patada al arma de Barbary
y la envió hacia un lado de la habitación para quitarla de en medio.
—Empecemos de nuevo. La última puja fue la del caballero español. —
Lottie señaló a Diego, que yacía inconsciente o muerto en un rincón de la
habitación—, cuyo estado no le permite continuar. Así que volveremos a la
puja anterior, que fue de veintiséis para el señor de Bielorrusia.
Se sucedieron una serie de pujas rápidas, como si ahora la gente tuviera
prisa por acabar con todo aquello. Las gemelas de Shanghái ofrecieron
veintisiete y Okoro subió a treinta. El bielorruso pujó por treinta y nueve, y
Okoro hizo una contraoferta de cuarenta y dos.
Las cosas empezaban a ponerse muy interesantes para Lottie. Mientras
las pujas continuaban subiendo, valoró para sus adentros si aquel era el
momento adecuado para subastar también el Libro de las puertas. Eso
significaría que podría acabar de una vez por todas con aquella vida, coger
todo el dinero y abandonar el mundo de los libros especiales antes de que
fuera demasiado tarde. Pero también se planteó si aquellas condiciones
serían las adecuadas para conseguir el mejor precio por el Libro de las
puertas. Muchos de sus clientes más ricos estaban muertos o eran incapaces
de pujar. Quizá una segunda subasta, pasadas una o dos semanas, atrajera
más público e interés.
—¡Cuarenta y cuatro!
Era el hombre indio de Inglaterra, que no había pujado hasta aquel
momento. Estaba claro que su táctica había consistido en esperar a que la
subasta llegara a su punto álgido para lanzarse a por el libro. Okoro lo miró
con enfado, como si no tuviera derecho a entrar en la pugna a aquellas
alturas.
—¿De dónde viene el humo?
La pregunta les llegó desde el otro extremo de la sala, formulada por una
de las gemelas de Shanghái. Lottie miró hacia allí y vio que la gente del
fondo estaba menos nítida, como si ahí el aire fuera más denso y le
entorpeciera la vista.
—No es humo —dijo Drummond, que pareció alarmado. Se apartó de la
pared lateral y corrió por la pista de baile hacia Cassie—. Es niebla.
Lottie frunció el ceño, sin comprender nada.
—¡Dame el libro! —le ordenó Fox a Cassie—. Rápido.
—¿Y ahora qué pasa? —exigió saber Okoro.
Para entonces, el fondo de la sala se había convertido en una pared gris y
las personas que lo ocupaban eran solo unas formas indistintas que flotaban
en la niebla.
Y entonces la niebla se abrió como el telón de un escenario y apareció
una mujer, una mujer preciosa que vestía una falda negra a capas con lo que
parecían plumas de cuervo y un bustier blanco. Tenía el pelo negro
azabache peinado hacia atrás y se había maquillado los ojos con efecto
ahumado. Llevaba un bolso negro colgado del antebrazo y, en la mano, un
libro que emitía una luz gris y pulsante. Con la cabeza bien alta, recorrió
con la mirada los rostros que contemplan su llegada.
—Es la Mujer —dijo alguien.
Lottie suspiró, ya casi demasiado cansada para tener miedo.
Su intención siempre había sido la de dejar el negocio antes de que fuera
demasiado tarde. Una o dos ventas más y se acabó.
Pero, por lo visto, había tentado demasiado a la suerte.
Por lo visto, el demasiado tarde ya había llegado.
Muerte en el salón de baile

CUANDO LOTTIE RETOMÓ la subasta, Cassie abrazó a Izzy con ferocidad, se


aferró a ella como la superviviente de un naufragio a una roca en pleno
océano.
—¡Te he echado muchísimo de menos! —exclamó con el corazón
desbordado y los ojos llenos de lágrimas.
Cuando la soltó, Izzy se mostró sorprendida por la intensidad de la
emoción y luego le escudriñó el rostro a su amiga.
—¿Qué… qué te ha pasado? —preguntó—. Estás… distinta.
Cassie negó con la cabeza para quitarle hierro al asunto.
—Da igual. Ya te lo contaré, pero te he echado mucho de menos. Creía
que estabas muerta.
Su amiga esbozó un gesto de negación.
—No… Aunque, bueno, han pasado muchas cosas. —Señaló con la
cabeza al hombre alto plantado en medio de la habitación—. Lund me ha
ayudado. Ese hombre, Hugo, estaba en el apartamento, pero Lund me
ayudó.
Cassie asintió y volvió a abrazarla.
Era demasiado. Habían sido diez años de agonía, incertidumbre y vacío,
pero su amiga al fin estaba allí. Cassie captó el olor del jabón de Izzy, un
olor tan familiar que hizo que se sintiera como si estuvieran de nuevo en el
apartamento, las dos con la vida tranquila y anodina que llevaban antes de
que se desatara el caos. En aquel preciso instante, la añoranza de Cassie por
aquella vida sencilla se manifestó como un dolor intenso en el centro de su
ser.
—Perdóname por todo esto —le murmuró a Izzy al oído—. Lo siento
mucho. Tendría que haberte hecho caso y no haber usado el libro.
Drummond Fox las interrumpió en aquel momento. Llegó corriendo
hasta ellas e hizo que ambas se sobresaltaran. Con los ojos abiertos como
platos y rebosantes de miedo, el Bibliotecario le gritó a Cassie:
—¡Dame el libro! ¡Rápido!
Al advertir la expresión de pánico de Fox, la joven se dio la vuelta y vio a
la Mujer emerger de entre una nube de niebla, como una especie de diosa o
diabla. Cassie ya la había visto en una ocasión anterior, en los recuerdos de
Drummond, y, aunque hubieran pasado más de diez años desde que los
había vivido, seguía teniéndolos grabados a fuego en la memoria.
Dio la sensación de que el salón de baile se adaptaba a la aparición de la
Mujer: los compradores cambiaron de posición arrastrando los pies y
susurrando entre ellos. Entonces, el hombre negro que se había peleado con
Hugo dio un paso hacia ella desde el centro de la sala y rompió el silencio
diciendo:
—O sea que usted es esa mujer blanca y loca a la que todo el mundo le
tiene tanto miedo, ¿no? —Le lanzó una mirada de desprecio—. A mí no me
asusta, señora.
—Señor Okoro —dijo la Librera; una advertencia.
—Dame el libro —le repitió Drummond a Cassie en voz baja—. Me lo
llevaré a las Sombras.
Ella negó con la cabeza.
—Se lo debo a la Librera —contestó, pero sus sentimientos la
traicionaron incluso antes de que terminara de decirlo.
No quería renunciar a él. Acababa de recuperar el Libro de las puertas
después de diez años. No iba a entregarlo con tanta facilidad, a menos que
fuera absolutamente necesario.
En el centro del salón, la mirada de la Mujer fue saltando de un rostro a
otro hasta que se detuvo sobre el de Drummond, que permanecía inmóvil
junto a Cassie e Izzy.
—¿Quién es? —preguntó esta última.
Cassie se limitó a negar con la cabeza, sin apartar la vista de la Mujer.
—¿Qué le parece si le convierto la sangre en piedra? —le preguntó
Okoro a la recién llegada en tono de burla. Sacó el Libro de la materia y lo
sostuvo a un costado al mismo tiempo que volvía el cuerpo para protegerlo
de la Mujer—. Así caerá muerta aquí mismo. ¿O prefiere que le transforme
el aire de los pulmones en líquido para que se ahogue?
Cassie vio cómo la Mujer paseaba la mirada de nuevo por la estancia
hasta posarla en Okoro. La expresión que adoptó fue la de una madre a
punto de regañar a un niño travieso. Negó con la cabeza una sola vez y, en
un instante, las volutas de niebla volvieron a inundar la habitación, llenaron
todo el espacio y echaron un telón entre una persona y otra.
—¡Moveos! —siseó Drummond, una voz incorpórea pegada al oído de
Cassie.
Esta tenía a Izzy cogida de la mano, un asidero firme que las mantenía
unidas a pesar de la niebla, y sintió que su amiga tiraba de ella hacia el otro
extremo de la habitación.
—¡Eso no funcionará conmigo! —gritó Okoro desde algún punto situado
detrás de ellos, y su voz se alzó por encima del parloteo asustado del resto
de los presentes en la sala.
Apenas unos instantes después de que la niebla volviera a hacer acto de
presencia, Cassie vio un latido de luz difusa en el aire gris. De pronto, la
niebla se convirtió en agua, en una piscina que cayó al suelo de golpe y
chocó contra los laterales de la habitación.
Por delante de ellos, Cassie vio que Lottie retrocedía por la plataforma y
que el espejo que tenía detrás se abría ante un pasadizo. Mientras corrían,
Izzy se volvió hacia su amiga y le señaló la ruta de escape. Ella asintió y
miró atrás para comprobar que Drummond la seguía a tan solo unos pasos
de distancia, con la cara y el cuerpo empapados del agua que acababa de
caer a su alrededor. Más allá, la gente huía del salón de baile calada hasta
los huesos y lanzando miradas inquietas por encima del hombro hacia
Okoro y la Mujer, que daban vueltas el uno alrededor del otro, despacio, en
el centro de la pista de baile.
Izzy tiró de Cassie.
—¡Vamos, Cassie! —le suplicó, y siguió avanzando hacia el pasadizo
secreto de la Librera.
En medio de la sala, Okoro gritó:
—¡Hora de morir, bruja!
Y Cassie no pudo evitarlo: tuvo que darse la vuelta para mirar, tenía que
ver si aquel hombre era capaz de matar a la Mujer.
Esta cerró los ojos y, justo después, se produjo un estallido de luz que
titiló sobre los charcos y los chorros de agua de las paredes y los espejos.
Todos los que aún no habían salido de la sala se apartaron de ella de un
salto. Cassie retrocedió tambaleándose y se soltó de la mano de Izzy para
taparse los ojos con el brazo.
—¡El Libro de la luz! —gritó Drummond, y Cassie recordó a la mujer
egipcia del recuerdo de Fox.
La Mujer estaba usando el libro de la amiga de Drummond.
Aunque tenía la cabeza girada y las manos delante de los ojos, la luz era
cegadora y Cassie se precipitó de lado hacia la pared. Alargó un brazo y
notó el yeso húmedo y el frío de un espejo.
—¡Izzy! —gritó mientras avanzaba a trompicones, guiándose gracias a la
pared.
Se oyó un grito inhumano, un alarido agudo como el del aire que escapa
de un neumático sometido a demasiada presión. Durante un instante, la luz
se hizo aún más intensa y después desapareció. Se convirtió en un mero
recuerdo en los ojos de la joven.
Parpadeó y miró a su alrededor para desterrar la distorsión de su vista. En
el centro del salón de baile había un charco de sangre y huesos cubierto con
un traje elegante. La Mujer estaba de pie justo al otro lado, contemplando el
amasijo que hacía un instante era Okoro. Levantó la cabeza lentamente
hacia Cassie y le dedicó la mirada de un gato que acaba de dejar un animal
muerto en el escalón de la puerta: «Mira lo que he hecho».
A la chica se le encogió el estómago, se dio la vuelta y regó de vómito la
moqueta empapada que tenía a los pies. Cuando miró hacia el fondo de la
habitación, vio que Izzy llegaba a la salida secreta de la Librera justo
cuando el espejo se cerraba de golpe.
—¡No! —gritó la chica, y empezó a golpear el espejo con el puño.
Mientras Cassie se recomponía, el hombretón que durante la subasta
había permanecido de pie ante la plataforma —Lund, lo había llamado su
amiga— llegó hasta Izzy y se colocó a su lado en actitud protectora, sin
dejar de estudiar ni un momento la habitación en busca de peligros.
«Está enamorado de ella», pensó Cassie, una idea que le llegó de la nada
pero que le pareció cierta, y eso la animó un poco.
—¡No! —volvió a gritar Izzy, que continuaba golpeando el espejo.
Cassie vio que el gigante la agarraba de la mano y tiraba de ella hacia el
otro lado de la pista, siguiendo el contorno de la sala. Y entonces sintió que
alguien la zarandeaba y vio la cara de Drummond pegada a la suya.
—¡Dame el libro! —volvió a exigirle él, con más miedo que enfado—.
¡No podemos detenerla!
Cassie miró hacia el centro de la estancia por encima del hombro de Fox.
La Mujer estaba agachada mientras metía una mano en el amasijo rojo que
antes era Okoro. Cassie oyó un sonido húmedo, un chapoteo, y el estómago
se le contrajo de nuevo.
—Ay, Dios —murmuró.
Era como una pesadilla. No estaba preparada para algo así, ni siquiera
después de haberse enfrentado a Hugo Barbary en el apartamento.
El revoltijo rojo del suelo palpitaba con debilidad, como si aún
conservara un resto desesperado de vida. Cuando la Mujer sacó la mano,
llevaba un libro en ella: el Libro de la materia. Se le dibujó una sonrisa de
satisfacción en las bellas facciones.
Entonces se oyó un crujido repentino, como de madera seca al partirse, y
las pocas personas que todavía quedaban en la sala gritaron sorprendidas al
oír el disparo.
Detrás de la Mujer, el hombre español al que Drummond había lanzado
antes contra la pared de la entrada la estaba apuntando a la espalda con la
pistola que se le había caído a Hugo Barbary.
—¡Dame todos los libros! —ordenó.
Disparó un segundo tiro hacia el techo y la Mujer giró la cabeza por
encima del hombro para mirarlo.
—¡Dame el libro! —volvió a exigirle Drummond a Cassie, esta vez
agarrándola del brazo.
Ella negó con la cabeza. No podía. Miró hacia la puerta por la que habían
entrado, en el lado opuesto del salón. Y luego deslizó la vista por la pared y
confirmó que Lund también estaba guiando a Izzy hacia allá. Si conseguían
llegar hasta la puerta, todos podrían huir.
—¡Vamos! —le dijo a Fox. Se zafó de él con brusquedad y señaló la
salida—. ¡Ya!
Otro disparo restalló en el centro de la estancia. La joven se agachó
instintivamente y miró hacia Izzy, asustada. Ella le devolvió el gesto y
Cassie se dio cuenta de que su amiga estaba aterrada. Le señaló la puerta y,
después de asentir, Izzy le dio unos golpecitos en el hombro a Lund para
transmitirle el mensaje.
En el centro de la pista, la Mujer se encaró al hombre de la pistola y
Cassie vio que, al mismo tiempo que levantaba el Libro de la materia, el
labio superior se le crispaba en una mueca de fastidio. Se dio cuenta de que
la Mujer consideraba que el volumen era su nuevo juguete, algo nuevo con
lo que divertirse.
Mientras la joven lo observaba, el hombre de la pistola vio algo en los
ojos de la Mujer que, de repente, le hizo decidir que quizá los libros no
fueran tan importantes. Retrocedió apuntándola con la pistola, a la
defensiva, despacio al principio. Sin embargo, la Mujer echó a andar hacia
él con el Libro de la materia en la mano lanzando sus primeros destellos.
—¡Muérete de una puta vez! —le gritó el hombre, que volvió a disparar
sin dejar de recular.
La bala atravesó a la Mujer sin herirla y rompió un espejo de la pared
opuesta, cerca de donde Lund e Izzy intentaban avanzar hacia la puerta.
Entonces, la Mujer se movió de forma repentina y se abalanzó sobre el
español a toda velocidad.
La siguiente bala también hizo un agujero en la pared y Diego empezó a
gritar mientras la Mujer caía sobre él gruñendo como un animal. La puerta,
la vía de escape, estaba a tan solo unos pasos. A Izzy y a Lund les faltaba
muy poco, estaban muy cerca. Cassie vio que, obedeciendo a un reflejo,
ambos se volvían hacia la fuente del alarido cuando este perforó el aire.
Estaba a punto de decirle algo a Izzy, de gritarle una indicación, pero en
ese momento una bala perdida impactó en el hombro del gigante, que salió
despedido hacia la pared con un gruñido.
Y, entonces, una segunda bala le reventó el cráneo a su amiga y esparció
una parte de su cerebro por el espejo que tenía detrás. Izzy cayó al suelo.
Cassie oyó un grito angustiado, como el de un ave desesperada que
alzaba el vuelo, y, un instante después, se dio cuenta de que lo que estaba
escuchando era su voz.
Se dejó caer de rodillas sobre la pista de baile. Izzy yacía bajo la mancha
que su sangre y sus sesos habían creado en la pared, con la boca
desencajada de asombro y el único ojo que le quedaba abierto, como
sorprendido.
—¡Izzy! —gritó Cassie, y sintió que las cuerdas vocales se le estiraban y
desgarraban.
Volvió a gritar y se llevó las manos a las mejillas, se clavó las uñas en la
piel; el ruido que le salía de la boca no era una palabra, solo un aullido de
agonía.
Sintió unas manos sobre ella, alguien que intentaba ponerla de pie, pero
le daba igual, nada importaba; había sufrido durante años para encontrar de
nuevo a su amiga y ahora Izzy estaba muerta. Su preciosa amiga, su calidez,
su humor y su amor, destruidos en un instante. Una nada inmensa e
interminable en el lugar que antes ocupaba quien lo había sido todo para
Cassie.
Chilló otra vez, incapaz de liberarse por completo del desconsuelo que la
embargaba.
Llegó la luz brillante, un sol que estallaba en la habitación, blanco y
purificador. Cassie oyó el chasquido de un gatillo: el hombre seguía
intentando disparar el arma mucho después de haber agotado todas las
balas.
A ella ya no le importaba; era la personificación de la agonía, la pérdida
y el dolor.
Izzy se había ido y era culpa suya, de las decisiones que había tomado.
Cassie también quería irse. No había nada que deseara más en aquel
mundo horrible.
Se sorprendió corriendo, huyendo hacia la puerta de la pared, de la
misma manera en la que siempre había huido de sus problemas. Las
lágrimas le rodaban por las mejillas y una luz mortal la perseguía.
Cassie desapareció por la puerta deseando no ser nada y no estar en
ninguna parte.
Quinta parte

LA NADA Y NINGUNA PARTE


ERA LA NADA y no estaba en ninguna parte. Era solo pensamientos y
recuerdos en el silencio de más allá de la realidad.
Nada existía allí, en el ninguna parte y en todas partes; nada podía existir.
Nada vivo, desde luego nada humano, y los pensamientos y la conciencia
que Cassie había sido hacía apenas unos instantes tampoco habrían existido
de no haber sido porque llevaba encima el Libro de la seguridad. Algún
resto de esa esencia permanecía y se negaba a permitir que Cassie se
disipara en la nada, la ataba a la existencia.
Estaba en ninguna parte y en todas partes. Sus pensamientos flotaban
inútiles y estancados, existiendo a duras penas. Todo lo que había era
pensamiento, un único pensamiento que se formaba despacio a lo largo de
una edad interminable. El pensamiento de ser. Pero esa cosa que era, esa
cosa que una vez había sido Cassie, estaba conmocionada e impasible,
dilatada sobre la nada de más allá de la creación.
Entonces, una imagen: una mujer.
Izzy.
¡Izzy!
Su rostro estupefacto y roto, vacío.
En la nada y ninguna parte, estallaron muchos colores, un arcoíris que
chillaba, y una nota grave, profunda y zumbante vibró y sacudió todas las
conciencias, una enorme bocina de niebla que atravesaba la irrealidad.
Después, todo volvió a sumirse en el silencio. El impacto de aquella
imagen de Izzy hizo que la conciencia se escabullera de nuevo hacia la
oscuridad como una criatura asustada. La conciencia trató de esconderse, de
dejar de existir. Pero existir sin pensamiento era una imposibilidad. Incluso
desear no pensar era pensar.
Los pensamientos se formaban de forma espontánea, los recuerdos y las
emociones y las imágenes, todas las cosas que integran un ser humano.
La conciencia se apartó de esas cosas, pero no tenía adónde ir ni nada tras
lo que esconderse. Solo tenía el pensamiento.
Al principio, esos pensamientos que la inquietaban eran cosas distantes,
como algo situado en una orilla lejana, algo que sin duda estaba allí, pero
que era incierto e indistinto. La conciencia hizo caso omiso de esas cosas,
pero no tardó en sentirse atraída hacia ellas. Con el tiempo, fue perdiendo el
miedo. Se acercó a esas cosas, a esos recuerdos y sentimientos, porque el
pensamiento necesitaba algo en lo que pensar.
Primero hubo sensaciones, y la conciencia recordó sensaciones. Un tipo
de pensamiento distinto: un pensamiento con sustancia, una puerta al
mundo exterior.
Aceite y madera, la humedad de un día lluvioso.
Luego sonidos, el zumbido de la maquinaria, el raspar rítmico del papel
de lija.
Y entonces la luz y la textura de una imagen, un recuerdo: un hombre en
un banco de trabajo. Un hombre alto, con el pecho ancho, con el rostro
concentrado en su labor.
Y la conciencia recordó la sensación del tacto: el roce de las páginas de
un libro entre los dedos. La suntuosa flexibilidad de unos músculos jóvenes,
unas extremidades fuertes.
El hombre del banco miró a la conciencia —a la cosa que había sido
Cassie— y entonces la conciencia notó algo distinto: un florecimiento
repentino, como un inmenso prado de flores que brotaban a la vez y
cobraban una vida vibrante. Era hermoso y consolador, tan colorido como el
grito del arcoíris, pero ni terrible ni aterrador. Era alegría, y la conciencia se
deleitó en ella.
Entonces la conciencia sintió algo más allá del pensamiento. Se sintió a sí
misma: la personalidad que había sido Cassie, los deseos, los miedos y los
placeres. Y quiso más del prado de la alegría.
Después, apareció otra imagen: un día cálido, la luz del sol en la cara y la
brisa acariciándole las mejillas. Un sombrero, cuya ala ondeaba al viento, le
protegía los ojos del sol, y la conciencia captó en el aire el olor de la basta
sal del mar. Volvía a ser una mujer joven, contemplaba el Mediterráneo
desde un acantilado de gran altura y había una catedral blanca a su espalda.
A lo lejos, en plena brisa, una gaviota graznó hacia el cielo y el estrépito
llegó hasta Cassie —porque entonces supo que ese era su nombre, Cassie
—, que continuaba en el acantilado.
Los colores volvieron, el tejido de la realidad, el prado floreciente, un
arcoíris que cruzaba el cielo en el centro de su campo de visión. Sin
embargo, esa vez la bocina de niebla emitió un acorde mayor, radiante y
vivaz, en lugar de un grito estridente de dolor.
Cassie recordó la alegría que había experimentado en aquel momento en
lo alto del acantilado, la libertad y la oportunidad, y la bocina de niebla
volvió a lanzar su acorde mayor. No era algo de lo que huir. Era el
entusiasmo de la emoción humana, de la sensación, de la vida.
Un recuerdo más sombrío irrumpió en sus pensamientos como un intruso
en una fiesta placentera: una habitación lúgubre con la figura torturada del
hombre que había sido su abuelo, ahora demacrada y débil, cada vez más
apagada. La casa en la que se había criado, el único hogar que había
conocido, transformada en un lugar en el que ya no quería estar. Lo que una
vez le había parecido acogedor y familiar le resultaba ahora claustrofóbico
y sofocante; las paredes y la ropa de cama apestaban a sudor, sangre y
dolor. Era una casa de muerte, y allí había fallecido su abuelo, solo,
mientras Cassie dormía en un sillón, agotada por los cuidados que había
estado dispensándole.
Cassie, en el ninguna parte, recordó el horror silencioso en el que se
había convertido su casa, y la bocina de niebla volvió a sonar; un ruido
furioso, atonal y feroz que provocó que su conciencia se estremeciera.
También volvió el grito del arcoíris, más vívido y terrible, un chillido de la
agonía de aquel recuerdo, y Cassie, la conciencia, se escabulló, se replegó
sobre sí misma para olvidar y esconderse.
Cuando se atrevió a emerger de nuevo, pues su conciencia no dejaba de
luchar por flotar hacia la superficie, los recuerdos y las emociones se
manifestaron con mayor rapidez. Cada vez más deprisa, cada uno de ellos
como una erupción de luz y ruido; todas las emociones humanas y los
recuerdos salían despedidos hacia la nada y el ninguna parte de más allá de
la realidad. Cassie se dio cuenta de que estaba creando cosas al recordar y al
ser; toda la realidad estaba cambiando. Los recuerdos y el dolor de Cassie,
su desesperación y su alegría, su huida y su miedo hacían que la irrealidad
temblara y se agitase. Todas esas emociones, todos esos recuerdos, los
cimientos de la personalidad y de la humanidad eran demasiado para que la
conciencia de Cassie pudiera contenerlos.
Allí fuera, en la nada y ninguna parte, flotando en forma de pensamiento,
era poderosa. La conciencia de Cassie, en el ninguna parte y en todas
partes, se sirvió del grito del arcoíris, se sirvió de esa energía de creación,
para ocultar sus emociones y sus recuerdos, los fragmentos de su vida que
la habían destruido y la habían construido y la habían vuelto a destruir. Eran
demasiado para ella, así que los guardaría en otro sitio.
¿Dónde iba a guardar todas esas cosas sino en los libros? ¿Dónde iba a
encerrar todas sus emociones sino en el lugar donde se encuentran toda la
alegría y todo el placer de la vida? Y mientras creaba esos libros, esos libros
especiales, nacidos en el ninguna parte y en todas partes, cada uno de ellos
generado a partir de sus recuerdos y de sus emociones, de los fragmentos de
su realidad, los iba lanzando al mundo, eyectándolos de ella, esparciéndolos
por la realidad y el tiempo, con las páginas llenas de lenguajes antiguos y
nuevos, conocidos y desconocidos, de imágenes y de palabras, del lenguaje
de en todas partes.
Y eso hizo durante una era, puesto que el tiempo no tenía sentido en el
ninguna parte y en todas partes, y solo cuando hubo agotado todas sus
agonías y placeres, solo cuando hubo arrojado todos sus libros especiales a
la realidad, solo cuando se vació por completo, descansó en paz.
La conciencia que había sido Cassie, y que se estaba convirtiendo de
nuevo en Cassie, durmió, o entró en el estado más parecido al sueño en la
irrealidad. Cuando despertó, o cuando entró en el estado más parecido a la
vigilia en el ninguna parte y en todas partes, había más Cassie que
conciencia. Cassie no se dejó arrastrar por el pánico en el ninguna parte;
solo se dio cuenta de que estaba en otro lugar, en un lugar que era ninguna
parte.
Había llegado hasta allí a través de una puerta que ella misma había
abierto para intentar escapar de la realidad y del horror de lo que había
hecho.
Ahora que recordaba sus terrores, no había ni arcoíris gritando ni prado
floreciendo, no había bocina de niebla. Solo había memoria.
Supo que tenía que volver. Su conciencia no podía existir en aquel lugar.
Y, del mismo modo en el que un resto de la esencia del Libro de la
seguridad había permanecido y la había mantenido con vida donde no podía
existir nada vivo, un resto de la esencia del Libro de las puertas también
permanecía con ella. Y, cuando Cassie pensó en regresar, apareció una
puerta, un rectángulo anodino que se distinguía de la inexistencia en virtud
de su existencia.
La puerta era lo único, y la atrajo hacia ella, la atrajo hacia algo que
Cassie comprendió que era luz.
La devolvió a la realidad y la sacó del ninguna parte y en todas partes.
Sexta parte

UN PLAN EN CINCO PARTES


La Mujer, después de la subasta

DESPUÉS DE LA subasta de Nueva York, la Mujer volvió a casa conduciendo


durante trece horas, de noche y por carreteras que empezaron estando
vacías, oscuras, pero que fueron tornándose más bulliciosas cuando la luz
de la mañana hizo acto de presencia y el día continuó deslizándose hacia la
hora de comer y la tarde.
Se sentía satisfecha, una emoción que no solía experimentar a menudo.
Al menos durante un rato, se creyó saciada. Se había hecho con otro libro
para añadir a su colección, el Libro de la materia. Disfrutaría
experimentando con él, como había hecho con todos sus ejemplares,
probando lo que era capaz de hacer y distintas maneras de utilizarlo con
otras personas.
Condujo con la mente sumida en un silencio relativo, deleitándose en
aquella satisfacción, reproduciendo algunos de los momentos de la subasta.
El dolor y el sufrimiento eran lo que más le gustaba. Gozaba contemplando
la agonía en la cara de los demás, sobre todo cuando era duradera, algo más
que un momento fugaz.
Había vuelto a ver a Drummond Fox, y eso le había encantado. Sin
embargo, el Bibliotecario había conseguido escapar de ella una vez más.
Sabía que tendría que estar furiosa por ello, pero en realidad no era así. Se
sentía más bien revitalizada. Ahora, además de poseer otro libro, tenía
pruebas de que Fox aún estaba vivo. Y de que acumularía más libros en los
años siguientes, pues sabía que a Drummond Fox le quedaba poco tiempo.
La Mujer se estaba acercando de manera inexorable a la Biblioteca Fox. Ya
nada podía detenerla. Aun así, le gustaba saber que la experiencia se
prolongaría. Esperaba aparecer en las pesadillas de Drummond.
Mientras avanzaba por la carretera que llevaba a su casa, vio, para gran
decepción suya, otro vehículo aparcado en el camino de grava. Era una
camioneta de gran tamaño y estaba estacionada de cara a la propiedad.
También atisbó a dos hombres, uno sentado sobre el capó y el otro de pie,
frente a él. El altavoz de la camioneta emitía una música atronadora que
bombeaba un ruido insistente hacia la tranquila tarde del bosque. Antes de
que la Mujer llegara, los hombres se estaban riendo; luego, repararon en la
presencia del coche e interrumpieron la conversación para mirarla. Tenían
sendas latas de cerveza en la mano y uno de ellos, el que estaba sentado en
el capó, bebió un sorbo despreocupado mientras observaba cómo la Mujer
paraba el coche. Era alto y delgado, tenía el pelo rubio y llevaba una
camiseta de Kiss que tenía pinta de que la hubieran lavado más veces de las
que se había lavado él en toda su vida. El otro hombre era más bajo y
gordo, como si comiera dónuts para desayunar, y vestía igual que si acabase
de salir de trabajar de una gasolinera o tuviera que entrar a hacerlo más
tarde.
Ninguno de los dos le quitó ojo mientras se apeaba del coche. La Mujer
se planteó si habrían ido allí más veces. Ella se ausentaba a menudo. Quizá
fuera el sitio al que iban a beber y a pasar el rato cuando se aburrían. Cerró
la portezuela y los miró al mismo tiempo que sentía el aire fresco y denso
de la tarde, la humedad del bosque circundante. Ambos le devolvieron el
gesto, la estudiaron de arriba abajo e intercambiaron una mirada. El más
alto, el rubio, tenía una expresión hambrienta y mezquina. Era un tipo de
hombre con el que la Mujer ya se había cruzado en otras ocasiones. Había
muchos como él en las ciudades pequeñas de todo el mundo.
—Hola, cielo —la saludó el rubio.
Ella no dijo nada.
—¿Vives aquí? —preguntó, y señaló la casa con la cabeza.
La Mujer asintió, inexpresiva.
—No estamos haciendo nada malo, solo tomándonos unas cervezas —
continuó el hombre—. ¿Verdad, George?
—Sí —convino el otro con un gesto de asentimiento.
Sin embargo, George estaba menos seguro de sí mismo. Solo le llevaba la
corriente a su amigo.
La Mujer le sostuvo la mirada al alto durante un instante, aún sin decir
nada.
—Eres muy guapa —continuó él.
La Mujer se encaminó hacia la casa sin responder. Metió la llave en la
cerradura de la puerta delantera, la abrió y las bisagras le cantaron al día
igual que un pájaro. Volvió la cabeza para mirarlos por encima del hombro
y entró sin cerrar la puerta a su espalda. Una invitación.
No tardaron en unirse a ella: apagaron la música de la camioneta y se
dirigieron a toda prisa hacia la casa.
Error. Si se hubieran marchado sin más, ella no los habría perseguido.
La Mujer los esperó justo al otro lado del umbral, con el bolso
delicadamente posado en el brazo, de pie junto a la puerta del sótano.
Cuando ambos franquearon la entrada en tropel, con la misma expresión de
un par de perros cuando se acerca la hora de comer, abrió la puerta del
sótano, encendió la luz y empezó a bajar los viejos peldaños de madera
delante de ellos. Al llegar al pie de la escalera, los dos desconocidos
miraron a su alrededor con cautela. El alto vio un colchón en un rincón y le
dio un codazo suave al otro. No vieron ningún peligro, solo una
oportunidad.
La Mujer decidió que quería probar el libro que le había quitado al
hombre negro de la subasta: el Libro de la materia. Tenía que experimentar
para comprender su potencial. ¡Qué casualidad que aquellos dos hombres se
hubieran presentado en su casa como caídos del cielo!
Le hizo un gesto al alto para que se adentrara más en la habitación y
luego le indicó que se tumbara en el suelo.
—Vaya, ¿aquí? —preguntó él, y después le lanzó una sonrisa a su amigo
—. ¿En el suelo?
La Mujer asintió y el hombre obedeció de buena gana: se agachó sobre el
cemento, bajo la bombilla oscilante, y a continuación se tumbó bocarriba.
La Mujer se volvió para mirar a George y le señaló el colchón del rincón.
Parecía asustado, pensó, pero el hombre asintió con sumisión y pasó junto a
ella arrastrando los pies.
—Espero que estés lista, señorita —dijo el del suelo mientras la devoraba
con la mirada—. ¡En tu vida has probado algo como yo!
Ella lo miró desde lo alto y el hombre le hizo un gesto con ambas manos
para animarla a unirse a él. La Mujer se acuclilló y, con una mano apoyada
en el cemento, metió la otra en el bolso y agarró el Libro de la materia.
Orientó su voluntad hacia el suelo y lo ablandó hasta convertirlo en líquido
debajo del hombre. Luego le presionó el pecho con la mano. Al principio, el
rubio no se dio cuenta: siguió sonriendo durante un segundo o dos,
preguntándose por qué tardaba tanto la Mujer y mirándole los pies para ver
si se estaba quitando los zapatos. Entonces se dio cuenta de que se hundía.
Le cambió la cara, la incomprensión se apoderó de él, y a ella le encantó.
—¡Eh, espera…!
Se agitó y pataleó sobre el cemento caldoso, pero no encontró ningún
asidero y sus espasmos solo lograron que se hundiera más deprisa. Y
entonces el hormigón empezó a subirle por la cara, le cubrió las piernas y se
quedó callado, muerto de miedo, mientras intentaba liberarse y luchaba por
sobrevivir. Sin dejar de observarlo, la Mujer se dio cuenta de que, a medida
que el hormigón se lo iba tragando, los ojos se le tornaban cada vez más
grandes y blancos.
Hasta que desaparecieron y solo le quedaron al descubierto los labios, las
fosas nasales y los dedos de una mano. La Mujer solidificó el cemento de
nuevo, lo endureció en torno al cuerpo delgaducho del rubio con una
especie de crujido. Durante unos minutos, contempló con interés los labios
del hombre, que se ondulaban y chasqueaban; la luz que no dejaba de
oscilar sobre él, las sombras que crecían y se encogían mientras pugnaba
por respirar e intentaba hinchar los pulmones dentro del pecho aplastado.
La Mujer sintió curiosidad por saber qué se le estaría pasando por la cabeza
durante aquellos momentos en los que estaba asfixiándose en la oscuridad.
Después, los chasquidos de los labios cesaron, las respiraciones
entrecortadas se agotaron y las partes visibles del cuerpo del hombre
dejaron de moverse.
En un rincón de la habitación, sobre el colchón, George se había hecho
un ovillo y lloriqueaba. Cuando la Mujer lo miró, se quedó callado. Tenía
los puños apretados delante de la boca, como si intentara ocultarse, y los
ojos abiertos como platos y aterrorizados.
—Por favor —suplicó con lágrimas en los ojos—. Por favor, no me
mates. Haré lo que sea. No íbamos a hacerte nada.
Ella ni siquiera reparó en sus palabras. Se acercó a él, con el Libro de la
materia en la mano y recordando lo que le había dicho el hombre negro
acerca de llenarle los pulmones de agua o convertirle la sangre en piedra.
La idea de la transmutación de un ser vivo le resultaba cautivadora. Le
interesaba el terror que experimentaría una persona cuando su propia
materia se transformara en otra cosa. Así que lo probó. Decidió licuarle las
células.
Volvió a acuclillarse y estiró la mano para posársela a George en la pierna
con suavidad. En la otra mano, el Libro de la materia empezó a pesarle y a
brillar en la penumbra, a arrojar colores a los rincones del sótano. La Mujer
orientó su voluntad y, mientras el desconocido del colchón la observaba
horrorizado, deseó que las células del hombre se volvieran líquidas. Casi de
inmediato, vio que se le aflojaba el rostro.
Oyó un gorgoteo y la piel de George empezó a resbalar por los huesos
como si fuera sirope. Otro gorgoteo, y entonces la Mujer se dio cuenta de
que quizá estuviera intentando decirle algo o gritar de terror.
Potenció aún más su voluntad y los órganos, e incluso los huesos de su
víctima, se convirtieron en un líquido espeso, se desmoronaron sobre sí
mismos como una escultura de chocolate al derretirse con el calor.
Lo que antes era George se había transformado en una sopa rosada y
llena de espuma que formaba un charco sobre el viejo colchón y goteaba
por el borde hasta el suelo. Mientras a su alrededor el mundo perdía color y
el Libro de la materia se adormecía de nuevo, la Mujer apartó la mano y
limpió los restos del colchón.
Con la sopa aún temblando, se irguió e inspeccionó lo que había hecho.
Creyó oír otro gorgoteo, tal vez un último alarido de terror y desesperación
procedente del charco del colchón.
Entonces, le pareció oír otro ruido, o detectar algo distinto en el aire, y su
mente enmudeció al instante. Miró hacia las escaleras, hacia el otro hombre
engullido por el hormigón, en busca del origen de lo que había perturbado
la atmósfera. Había sido un momento extraño, algo que no había sentido
nunca. Pero muy breve… y luego había desaparecido.
Se quedó inmóvil, con la mirada perdida y el oído aguzado. Pero no
había nada. Solo los dos desconocidos muertos, o lo que quedaba de ellos.
La Mujer se acercó a la caja fuerte del rincón. La abrió y sacó los libros
que llevaba en el bolso: los tres que se había llevado a Nueva York y el
Libro de la materia, un nuevo premio para añadir a su colección. Cerró la
caja fuerte una vez más y se marchó. Tiró del cordón para apagar la luz y
subió a su habitación a ducharse y quitarse el olor de la ciudad.
La realidad, otra vez

CASSIE DESCENDIÓ DE nuevo a la realidad, pasó de la luz de la inexistencia a


la oscuridad de la existencia.
Pero no era una oscuridad absoluta, sino que había un atisbo de luz.
Cuando alzó la cabeza y los ojos se le adaptaron de nuevo a la realidad, vio
menos oscuridad a su derecha y más oscuridad a su izquierda.
Notó que el suelo que tenía bajo las manos y las rodillas era blando…
blando y húmedo.
—Moqueta —dijo, y, en la acústica plana de la habitación, la palabra fue
un pájaro muerto que cayó contra el suelo.
Estaba en un espacio grande… y la luz de su derecha ahora parecía más
distinguible. Había una puerta, y más allá se apreciaban formas vagas.
Se levantó, pero tenía las piernas débiles y retrocedió dando tumbos hasta
algo sólido: una pared. Tanteó con la mano y encontró un picaporte: una
puerta. Una frialdad lisa: un espejo.
Y entonces recordó.
Recordó el salón de baile y el caos.
Y a Izzy.
El recuerdo fue como un puñetazo en el estómago que la dejó sin aire y la
hizo desplomarse de rodillas contra el suelo una vez más.
—Izzy —gimió.
Su amiga. Su preciosa amiga que bebía el vino en taza y dormía en la
cama de Cassie cuando tenía frío. Muerta. Todo lo que era, destruido en un
instante.
Se tumbó en el suelo húmedo y se vació de tanto llorar.

UNA ETERNIDAD DESPUÉS, cuando ya no le quedaban más lágrimas que


derramar, cuando el dolor la había entumecido, se encaminó hacia la puerta
y vio que la luz procedía de un lugar cercano, de una escalera con
tragaluces en lo alto. Encontró unos interruptores y, al accionarlos con una
mano temblorosa, varias luces se encendieron a su espalda, parpadeando en
el salón de baile.
Era tal como lo recordaba. Grande y cuadrado, con el suelo cubierto de
los cristales rotos de los espejos y la lámpara de araña. Había humedad en el
ambiente y recordó la niebla que se había convertido en agua. Vio manchas
negras de moho en la parte inferior de la pared, junto a la moqueta, pero no
había cadáveres. Había sentido miedo al encender la luz por si Izzy seguía
allí, tumbada con el único ojo que le quedaba, perplejo y conmocionado.
Pero alguien había retirado los cuerpos. Cassie se preguntó dónde estaría su
amiga en aquel momento. ¿Estaría en una tumba anónima con el resto de
los cadáveres? ¿Sola y olvidada para la eternidad?
Se obligó a expulsar aquellos pensamientos crueles de su mente, incapaz
de abrirla a tales posibilidades.
Mientras caminaba hacia el otro extremo del salón de baile, hacia la
puerta que acababa de atravesar, se preguntó en vano cuánto tiempo habría
pasado. Se detuvo y clavó la mirada en la pared que había al lado de la
puerta. Allí era donde había caído Izzy, estaba segura; sin embargo, no
había restos de sangre.
Recorrió el resto de la habitación con la mirada. Había marcas en otras
zonas de las paredes, sangre de otras víctimas, agujeros de bala.
Quienquiera que se hubiera llevado los cuerpos no había limpiado la
habitación. La humedad de la moqueta era prueba de ello. No se había
hecho ningún esfuerzo por recoger y reparar todos los daños.
Entonces, ¿por qué habían eliminado la sangre de Izzy?
Cassie se frotó la cabeza y se planteó si no estaría malinterpretando sus
recuerdos. Un pequeño brote de esperanza asomó por la tierra seca de su
corazón, pero se negó a regarlo. Sabía lo que había visto. Nadie podía
sobrevivir a una lesión así.
Cuando salió del salón de baile, dejó atrás el moho, la humedad y los
recuerdos del caos. Cruzó el vestíbulo hasta llegar a lo que en su día debía
de haber sido una entrada imponente, pero ahora todas las ventanas y las
puertas estaban tapiadas. Había una única salida tallada en la madera, pero,
al parecer, estaba cerrada por fuera. Un candado, quizá, con un pasador
grueso. Empujó la puerta, pero no cedió.
Se quedó allí plantada un momento, rodeada de silencio, sin saber qué
hacer. Le costaba incluso generar un pensamiento consciente y directo.
—Piensa, mujer —murmuró.
Entonces se palpó el bolsillo y descubrió que los dos libros seguían allí.
Por lo visto, todo lo que se había llevado consigo, todo lo que llevaba
puesto, había sobrevivido al lugar en el que había estado.
Se detuvo y reflexionó sobre aquel lugar con el ceño fruncido, pensó en
él con detenimiento por primera vez desde que había regresado.
Era el ninguna parte, un sitio en el que no debería existir nadie. Era un
sitio que estaba fuera de la creación, un universo o una realidad diferente.
Aun así, ella había sobrevivido.
—Gracias a los libros —dijo—. Al Libro de la seguridad.
Había sobrevivido y había vuelto de un lugar distinto, de una realidad
distinta. Supo que era el lugar del que procedían los libros. El lugar del que
procedía la magia.
«Tanta magia e Izzy muerta de todos modos», pensó con amargura.
En ese momento se acordó de la Librera. La recordó huyendo a través del
espejo en cuanto comenzó la violencia, cerrándole a Izzy su vía de escape.
—Cobarde —masculló.
Y también recordó a Drummond usando el Libro del control para
protegerla, y el corazón resentido se le ablandó ligeramente. Se preguntó
qué le habría ocurrido y se dio cuenta de que estaba preocupada por él.
También se acordó de la Mujer. De la mujer bella y monstruosa que había
hecho cosas horribles con los libros.
Con los libros de Cassie.
Porque ahora sabía que todos los libros eran suyos. Que ella misma los
había creado en la nada y ninguna parte.
Los libros eran suyos. Y no podía dejar que la Mujer siguiera usándolos.
No lo permitiría.

CASSIE UTILIZÓ EL Libro de las puertas y franqueó una de las entradas del
salón de baile para llegar a su dormitorio, el del apartamento que antes
compartía con Izzy. Vio que hacía sol, que al otro lado de la ventana que
tenía junto a la cama el día era claro y luminoso.
Hacía más de diez años que no pisaba aquella habitación y, por alguna
razón, le pareció que mientras estaba en la nada y ninguna parte había
pasado aún más tiempo.
A aquellas alturas, le daba todo igual, así que se quitó la ropa y se metió
en la cama, cerró los ojos y se cubrió la cabeza con el edredón para aislarse
del mundo.
Durmió.

CUANDO SE DESPERTÓ, se sintió más como su antigua yo, significara eso lo


que significara, y entonces recordó que Izzy ya no estaba y las entrañas se
le hundieron en un pozo sin fondo.
—Oh, Izzy.
Al sentarse, se notó más pesada y vacía que en ningún otro momento que
pudiera recordar, y la ropa de cama se le enredó en torno a la cintura. Se
quedó allí, inmóvil, durante un buen rato, intentando reconciliarse con la
idea de que la luz y la vida de Izzy ya no habitaban el mundo. Miró por la
ventana. Le dio la sensación de que habían pasado varias horas. Fuera,
todavía era de día, pero la noche no tardaría en caer. Oyó los ruidos de la
ciudad, reconfortantes en su normalidad: el tráfico, los cláxones de los
coches, los gritos de la gente. Maravillosamente mundanos.
Desvió la mirada hacia la estantería que había a los pies de la cama y la
posó en la edición de El conde de Montecristo que había pertenecido al
señor Webber. Sonrió con tristeza al recordar algunos de los momentos
felices de la última década.
¿Por qué estaba rodeada de tanta tristeza?
Se forzó a levantarse, se dio una ducha y, tras tomarse unos minutos para
disfrutar del proceso de búsqueda en el armario y los cajones que llevaba
una década sin ver, se vistió con ropa limpia. Era extraño que algo tan
sencillo le provocara tanto placer. Una vez vestida, se metió los dos libros
en los bolsillos para asegurarse de llevarlos siempre encima.
Cruzó el apartamento hasta llegar a la puerta de la habitación de Izzy. Se
detuvo un instante antes de abrirla, respiró hondo para calmar la agitación
de sus emociones y entró. Olía a su amiga, a una mezcla de jabón, champú
y perfume que flotaba en el aire como un recuerdo. Era lo único que
quedaba de ella, y eso también terminaría desapareciendo con el tiempo.
Mientras recorría el dormitorio, sintió que las emociones volvían a
bullirle. Se fijó en las fotos y en las postales que Izzy tenía pegadas en la
pared: fotografías de ambas a lo largo de los años, en Kellner Books o en
aquel horrible viaje a Florida. Había postales que le habían enviado sus
padres y que Izzy había colgado allí más porque representaban lugares que
quería visitar que porque le apeteciera conservar los mensajes. Y había
recortes de revistas, imágenes de modelos con prendas caras que le habían
gustado especialmente.
Pasó la mano por encima de la cómoda de su amiga, donde esta solía
guardar todos sus productos de maquillaje y artículos de tocador. La sintió
vacía, como si se hubieran llevado parte de sus cosas, y cerró los ojos
mientras volvía a preguntarse si no estaría recordándolo todo mal.
Dedicó unos minutos a abrir los cajones de Izzy, el armario empotrado, y
cada vez estaba más convencida de que faltaban algunas de las pertenencias
de su compañera. ¿Dónde estaba el jersey de lana que Cassie le había
regalado hacía dos Navidades? ¿Dónde estaban sus leggings favoritos? ¿Y
los vaqueros negros? ¿Dónde estaba el joyero pequeño que guardaba
siempre en los cajones que había al lado de la cama? ¿Habían entrado a
robarles?
Regresó a su dormitorio y rebuscó entre la ropa que se había quitado
hacía poco. Encontró su móvil y lo encendió.
Esperó con impaciencia mientras el teléfono ejecutaba todo el proceso de
arranque. Una vez que estuvo operativo, jadeó al ver tres cosas que
aparecieron una detrás de otra a toda prisa.
En primer lugar, estaban a principios de marzo: habían pasado meses
desde los acontecimientos del salón de baile.
En segundo lugar, había recibido un mensaje de voz desde el móvil de
Izzy en los días posteriores a la supuesta muerte de su amiga.
Y, en tercer lugar, a lo largo de los últimos tres meses, alguien había
estado enviándole mensajes de texto cada pocos días. Los mensajes tan solo
contenían la imagen de una puerta, y cada una de ellas era diferente a la
anterior.
Hogueras nocturnas en la playa

AL ATARDECER, EN una playa de la costa oeste de Estados Unidos, Lund


encendió una hoguera. Había comprado madera y leña en una tienda de la
ciudad, así como un mechero de plástico de los de antes que utilizó para
encender el fuego.
—¿Me lo enseñas? —pidió Izzy mientras se acercaba con una bolsa en
una mano. Lund le lanzó el encendedor por encima de la hoguera y ella lo
cogió y se sentó en la arena—. Cuando era más joven, tenía uno de estos.
Probé a fumar durante un tiempo —explicó.
Sonó como el comienzo de una historia, pero no añadió nada más y
apartó la mirada para contemplar el fuego.
El océano Pacífico murmuraba delante de Lund y el viento le acarició las
mejillas cuando alzó la vista hacia el cielo oscuro. Estaban en marzo, pero
la noche era cálida y el aire no refrescaba.
Aunque ahora ya se encontraban bastante al norte —habían salido de
California para adentrarse en Oregón—, hacía más de una semana que el
buen tiempo los acompañaba. Estaban en Pacific City, un conjunto de casas
vacacionales y de aparcamientos para autocaravanas que se repartían a lo
largo de tres o cuatro calles paralelas a una playa de arena dorada y a una
amplia bahía. Era un lugar de turistas, tanto locales como extranjeros, así
que una pareja de viajeros pasaba desapercibida con bastante facilidad.
—He traído patatas y Coca-Cola —dijo Izzy. Se guardó el mechero en el
bolsillo y le pasó una bolsa de patatas fritas—. Espero que te parezca bien.
—Sí —contestó él.
El fuego ya iba cogiendo fuerza, lamiendo los troncos, y Lund vio el
resplandor de las llamas reflejado en la cara de Izzy, que no les quitaba ojo.
El gigante sabía que estaban dejando pasar el tiempo. Desde lo del salón
de baile y Nueva York, se habían mantenido en constante movimiento para
permanecer ocultos, para matar el tiempo hasta que ocurriera algo. No sabía
a qué estaban esperando, pero no tenía ningún problema en continuar
haciéndolo. Al principio, se habían dirigido hacia el suroeste. Viajaban en
autobuses Greyhound durante largos trayectos y decidían en cada parada
adónde ir después. Al final, habían acabado en la costa oeste, en California.
Pasaban varias semanas en la misma ciudad hasta que ambos sentían la
necesidad de moverse, de repente recelosos de que algo iba a por ellos,
temiendo que una sombra en el horizonte se hiciera cada vez más cercana.
Desde hacía un tiempo, habían empezado a ascender lentamente por la
costa oeste, a lo largo de la autopista de la costa del Pacífico, haciendo
autostop o pidiéndole a la gente que conocían en los bares que los llevara en
su coche.
Lund miró a Izzy. Estaba sentada con los brazos alrededor de las rodillas
y de cara el Pacífico. Llevaba el pelo recogido en la nuca y la brisa
jugueteaba con él. Era preciosa y ni siquiera lo sabía.
A Lund le había gustado desde el primer momento en el que la había
visto, desde que le había hecho a Azaki la broma acerca del pésimo sentido
de la moda de su compañera de piso. Desde entonces, no había querido
separarse de ella, e Izzy parecía alegrarse de tenerlo cerca. No era nada más
que eso y, durante la mayor parte del tiempo, ella parecía tan ensimismada
en sus pensamientos que a Lund nunca le había parecido apropiado sugerir
nada más. Tampoco era que esperara ganarse el afecto de la joven con su
pico de oro. No tenía palabras para expresar algo así. Pero se conformaba
con estar a su lado, con que confiara en él y con esperar a ver si ella quería
algo más, o no. Además, tampoco tenía que estar en ningún otro sitio.
Tras asegurarse de que el fuego ya podía mantenerse por sí solo, se
recostó sobre la arena, estiró las piernas y se apoyó en un codo. Sentía el
calor de las llamas en la cara. El fuego parloteaba en crujidos, mientras que
el mar susurraba y siseaba. Izzy guardaba silencio. Detrás de ellos, una
hilera de apartamentos vacacionales se alzaba al borde de la playa. Lund oía
el murmullo de las conversaciones de la gente que, sentada en los balcones,
contemplaba la noche con una copa de vino y una manta cálida alrededor de
los hombros.
Cogió las patatas fritas y abrió la bolsa. Empezó a comérselas mientras
estudiaba las estrellas que tachonaban el cielo.
—Es bonito —dijo, e hizo un gesto vago hacia todo lo que había por
encima de él.
Izzy no pareció oírlo. Estaba pensando en su amiga, Lund lo sabía muy
bien. Era lo único que le había ocupado la mente desde que habían huido de
Nueva York. La amiga había desaparecido por una puerta del salón de baile
y no se había vuelto a saber nada de ella. En un par de ocasiones, el gigante
había intentado plantearle a Izzy la posibilidad de que hubiera desaparecido
para siempre, pero ella no había querido o no había podido siquiera
contemplarlo, así que Lund había dejado de hablarle de ello. Ahora se
limitaba a esperar. Izzy tenía que asimilar lo que echaba de menos y lo que
le había ocurrido a su amiga a su propio ritmo.
—Come —dijo, y le lanzó la bolsa de patatas fritas por la arena.
Izzy bajó la mirada hacia ella y, cuando lo hizo, movió la cabeza y Lund
vio una figura lejana, en la playa. Había más gente en la arena: grupos
sentados alrededor de una hoguera como la de Izzy y Lund, parejas que
paseaban cogidas de la mano e incluso unos cuantos niños pequeños que
corrían y gritaban. Sin embargo, la figura destacaba entre aquel ruido de
fondo porque estaba sola e inmóvil. Y parecía que los estaba mirando.
La chica cogió un puñado de patatas fritas y entonces se dio cuenta de
que su compañero miraba fijamente hacia algo situado detrás de ella.
—¿Qué? —le preguntó al mismo tiempo que volvía la cabeza.
Entonces la figura de la playa se movió, dio unos pasos hacia ellos y otra
hoguera le iluminó el rostro.
—¿Cassie? —preguntó Izzy en un susurro.
Lund se incorporó hasta quedar sentado en la arena.
La figura se acercó y el hombre vio que Izzy tenía razón.
—¡Cassie! —gritó la chica, que se puso en pie de un salto y tiró las
patatas al suelo.
Las dos mujeres corrieron la una hacia la otra y se abrazaron.
Lund clavó la mirada en el fuego y pensó que por fin había llegado aquel
algo que estaban esperando. Se sorprendió al darse cuenta de que estaba
disgustado.

—CREÍA QUE ESTABAS muerta —dijo Cassie.


Estaba sentada frente a Lund, con la hoguera de por medio, mientras las
llamas le pintaban cuadros en la cara. Izzy los había presentado antes de
que su amiga se sentara.
—Gracias por cuidar de ella —le había dicho Cassie al estrecharle la
mano.
Él se había encogido de hombros, sin decir nada, y ella se había limitado
a asentir y sentarse frente a él, al otro lado del fuego. Las dos mujeres
habían charlado durante unos minutos y, al parecer, ambas se habían
olvidado de la presencia del hombre. No era una experiencia inusual para
él; a pesar de su tamaño, Lund no causaba mucho impacto en las
situaciones sociales. Se desdibujaba en un segundo plano. Era como un
intruso que vivía siempre un poco al margen de los demás.
—Lo sé —dijo Izzy—. Por eso te envié el mensaje. No podía soportar la
idea de que pensaras que había muerto.
Estiró una mano hacia ella y le agarró el brazo un momento.
—¿Qué pasó? —quiso saber Cassie—. ¿Cómo es posible que te viera
morir?
La otra se encogió de hombros y miró hacia Lund por encima de la
hoguera. Habían hablado bastante de ello, sobre todo durante los primeros
días. O, más bien, Izzy había hablado bastante de ello y Lund la había
escuchado, aportando una o dos palabras de vez en cuando.
—Si te soy sincera, no lo sé —contestó Izzy—. Lo mejor que se nos ha
ocurrido es que fuera obra del Libro de la ilusión.
Cassie frunció el ceño.
—¿El Libro de la ilusión?
—Crea ilusiones —aclaró su amiga—. Hace que la gente vea las cosas de
una forma distinta a como son en realidad.
Entonces se volvió hacia Lund en busca de ayuda.
—Izzy llevaba el Libro de la ilusión en el bolsillo —dijo el hombre.
—¿De dónde lo habías sacado? —preguntó Cassie.
—De mí —respondió Lund—. De un amigo mío. Intenté utilizarlo en el
hotel, antes de la subasta, y acabó en manos de Izzy. Cuando las cosas
empezaron a ponerse feas, con todas aquellas balas volando por la sala y
demás, Izzy estaba aterrorizada. Creemos que es posible que alguna parte
de ella lograse utilizar el Libro de la ilusión para protegerse después de que
me dispararan. Hizo que pareciera que la mataban para que nadie le hiciese
nada.
A Lund aún le dolía el hombro, sobre todo cuando hacía frío. Pero la bala
que le había alcanzado en el salón de baile lo había atravesado limpiamente,
justo por debajo de la clavícula. Le había sangrado durante varios días y le
había dolido muchísimo durante semanas, pero al cabo de un par de meses
había conseguido empezar a pasar el día sin tomar analgésicos. Ahora
sentía el brazo más débil cuando hacía ciertos movimientos, pero no le
afectaba en la vida diaria.
—Entonces, ¿qué decís, que el libro hizo aparecer una herida y un
cadáver? —preguntó Cassie.
—Pensé que me iban a disparar —dijo Izzy mirando al fuego—. Después
de ver a Lund herido, me imaginé recibiendo un balazo en el cerebro.
—Eso es lo que vi —señaló su amiga.
—La protegió —insistió Lund—. Cuando desapareciste por la puerta, la
Mujer centró su atención en el hombre con el que ibas.
—En Drummond —apuntó Cassie.
—Desapareció como el humo o algo así —prosiguió el gigante—. Lo vi
con mis propios ojos. Me quedé tirado en el suelo, haciéndome el muerto
con la esperanza de que la Mujer no se fijara en mí entre tanto cadáver y, en
cuanto ese hombre, Drummond, desapareció, ni siquiera me miró. Ni a Izzy.
Ni a nadie. Se marchó sin más.
—La Mujer no sabía que llevabas el Libro de la ilusión en el bolsillo —le
dijo Cassie a Izzy—. Si lo hubiera sabido, te lo habría quitado. Seguramente
te habría matado.
Su amiga asintió. Sonrió con aire culpable.
—Tendrías que haberle visto la cara a Lund cuando me incorporé un
minuto después.
El gigante clavó la mirada en el fuego y la dejó disfrutar del momento.
—Fue como si hubiera visto un fantasma —continuó Izzy.
El hombre sonrió para sus adentros. En realidad, tan solo se había
alegrado de que estuviera viva.
—Se pasó un buen rato balbuceando cosas sin sentido, hasta que
conseguí que entendiera que no era un fantasma. Que seguía con vida.
Izzy le contó que, después de aquello, habían escapado del hotel. Que
habían vuelto al apartamento que compartía con Cassie porque no se le
había ocurrido ningún otro sitio al que ir. Le habían vendado la herida a
Lund lo mejor que habían podido y luego Izzy había recogido unas cuantas
cosas y se habían marchado a la estación para coger el primer autobús que
los llevara a cualquier otro lugar.
—No sabíamos adónde íbamos —dijo Izzy—, solo que no queríamos
quedarnos donde estábamos. Me daba miedo que la Mujer viniera a por
nosotros.
Lund vio que Cassie asentía ante aquellas palabras.
—Y no sabía qué te había pasado —continuó Izzy—. Pero quería
asegurarme de que pudieras encontrarnos. Así que, en cada sitio en el que
parábamos, te enviaba una foto de la puerta. No sabía si vendrías, pero
esperaba…
—¿Cómo nos has encontrado aquí? —preguntó Lund—. ¿En la playa?
—He preguntado en el motel y me han dicho que todavía estabais
registrados, así que, al salir, he seguido el ruido y la actividad. ¿A qué otro
sitio podríais haber ido al anochecer en un pueblo como este?
—¡Cómo me alegro de que estés aquí! —exclamó Izzy con gran
efusividad, y se acercó para abrazar de nuevo a Cassie.
El gigante bebió un sorbo de Coca-Cola y las dejó disfrutar de su
momento.

LUND LAS ESCUCHÓ durante un rato mientras Cassie le contaba a Izzy sus
diez años en el pasado. Parecía algo increíble, pero el gigante había visto
tantas cosas increíbles que ya no era un incrédulo.
—Entonces, ¿qué pasa, que ahora tienes ocho años más que yo? —
preguntó Izzy con el ceño fruncido.
—Así es —respondió Cassie—. Estoy vieja, fofa y gris. Soy tu futuro.
—¿Adónde fuiste? —preguntó entonces Lund, que por alguna razón
sintió que quería interrumpir la felicidad de las dos mujeres. No tenía ni
idea de por qué se sentía así—. Después del salón de baile. ¿Dónde has
estado todo este tiempo?
Cassie no respondió de inmediato. Se le pusieron los ojos vidriosos
mientras contemplaba el fuego y luego frunció el ceño un instante.
—Me fui a otro sitio —dijo—. He estado en ninguna parte, en un lugar al
que los humanos no van.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Izzy.
Su amiga se encogió de hombros.
—Es difícil de explicar. Al ver que estabas muerta, solo quise huir; deseé
no ser nada, no estar en ninguna parte. Así que abrí una puerta y me fui a…
a la nada. —Negó con la cabeza—. Ni siquiera lo recuerdo bien. Es como
un sueño, quizá… Como cuando sabes que has tenido un sueño, pero en
cuanto te despiertas se desvanece.
Lund no le encontró ningún sentido a sus palabras. Miró hacia el otro
lado del fuego y vio a Izzy estudiando a su amiga.
—Y, luego, en algún momento, me di cuenta de que quería volver a casa.
Apareció una puerta y la crucé. Y aquí estoy.
Izzy asintió, despacio.
—Bueno —dijo—, no sé dónde habrás estado, pero me alegro de que
hayas vuelto.
—Quizá algún día pueda contarte más cosas —dijo Cassie—. Si es que
alguna vez llego a entenderlo yo misma.
—¿Qué vas a hacer ahora? —quiso saber Izzy.
—No lo sé —reconoció su amiga—. Pero no quiero pasarme la vida
huyendo de esa mujer.
Izzy le lanzó una mirada a Lund. Eso era justo lo que habían estado
haciendo ellos.
—¿Quién es? —le preguntó a Cassie.
—Ni idea.
Izzy volvió a mirar a Lund y este se encogió de hombros.
—¿Vas a intentar detenerla? —intervino el gigante, y su pregunta atrajo
la mirada de Cassie.
Lo observó en silencio unos instantes y entonces fue ella la que se
encogió de hombros.
—No lo sé —contestó—. Aún no he pensado tanto en el futuro. Estaba
centrada en encontraros a vosotros.
—Te ayudaremos —dijo el hombre, y entonces Izzy también se volvió
para mirarlo—. Cuando decidas qué quieres hacer, cuenta con nosotros.
—¿Desde cuándo hablas por mí? —quiso saber Izzy, pero la pregunta
estaba teñida de humor.
A Lund le pareció que en realidad a la chica le había gustado lo que había
dicho.
—Lo siento —se disculpó—. Me refiero a que yo te ayudaré. No puedo
hablar por Izzy.
—Gracias —le dijo Cassie con una sonrisa—. Te lo agradezco.
—No estás sola, Cassie —dijo Izzy, que se acercó de nuevo a ella—.
Ahora estás con amigos.

LUND FUE A por más bebidas y bolsas de patatas fritas a la tienda que había a
unas calles de la playa. Se tomó su tiempo para que las dos amigas pudieran
disfrutar de unos minutos a solas. Cuando regresó, la playa se había sumido
en el silencio y el viento del océano tenía un filo más cortante. Jugueteó un
rato con el fuego para sonsacarle llamas y calor, y después les pasó sendas
cervezas a Izzy y a Cassie.
—¿Dónde vas a dormir? —le preguntó Izzy a su amiga.
—Pediré una habitación en el motel —contestó—. Y, si no hay, me iré a
otro sitio. Tengo el libro.
Se quedaron calladas unos instantes, solo se oía el rumor de las olas y el
crepitar del fuego.
—¿Qué habéis hecho con el libro? —preguntó entonces Cassie con la
mirada clavada en las llamas—. Con el Libro de la ilusión.
Izzy miró a Lund.
—Lo enterramos —dijo este último.
—No nos pareció que fuera seguro continuar llevándolo encima —añadió
Izzy.
—¿Volviste a usarlo? —le preguntó Cassie a su compañera—.
¿Descubriste cómo se crean las ilusiones?
La chica negó con la cabeza.
—A lo mejor solo soy capaz de hacer magia en los momentos de muerte
segura. ¿Te acuerdas de lo que nos dijo Drummond cuando estuvimos en
Lyon, que hay personas que son capaces de aprender a usar los libros?
—Sí —respondió Cassie.
—Quizá consiga aprender a utilizar el Libro de la ilusión —dijo Izzy.
Miró hacia la hoguera—. Aunque no estoy segura de si quiero hacerlo.
—Necesitamos el libro —aseguró su amiga—. Si la Mujer creyó que
estabas muerta, eso quiere decir que las ilusiones funcionan en su caso. Tal
vez podamos recurrir a ellas para derrotarla.
—Podríamos ir a desenterrarlo —sugirió Izzy.
—¿Está lejos? —preguntó Cassie.
—Sí —respondió Lund—. Está lejos.
—¿Cómo de lejos?
—Tardaremos unos días en llegar, a menos que consigamos un coche.
—No lo necesitamos —repuso Cassie—. Solo una puerta cercana.
Lund bebió un sorbo de cerveza y dijo que no con la cabeza.
—No hay puertas cercanas —dijo—. Tu libro no te servirá de mucho. Lo
hicimos a propósito, por si acaso te lo robaban.
La vio asentir, como agradeciendo lo cuidadosos que habían sido.
—Empieza a hacer frío —dijo Izzy entonces—. Y se está marchando
todo el mundo. ¿Nos vamos? No me gustan estos sitios cuando ya no queda
nadie cerca.
—Una chica de ciudad hasta la médula —murmuró Cassie.
Lund se levantó de un salto y apagó la hoguera echándole arena por
encima.
—¿Vienes? —le preguntó Izzy a Cassie mientras Lund tiraba de ella para
ayudarla a levantarse.
—Dentro de un rato —contestó—. Necesito pensar un poco.
Izzy dudó.
—No voy a volver a desaparecer —dijo su amiga—. Te lo prometo.
—Más te vale —murmuró Izzy.
Le hizo un gesto con la cabeza a Lund para que la siguiera y echó a andar
por la arena.
El gigante miró hacia atrás una sola vez y vio a Cassie allí sentada, sola,
contemplando el cielo oscuro y el océano que se extendía por debajo de él.
La sombra en la arena

—YA PUEDES SALIR —le dijo Cassie al viento—. Estamos solos.


Pasaron varios unos segundos y no ocurrió nada, así que empezó a
preguntarse si se habría equivocado. Pero entonces Drummond Fox se
materializó a su lado, como si hubiera salido de una bolsa de oscuridad.
Tenía el mismo aspecto que antes, la misma ropa ligeramente desaliñada,
pero a Cassie le pareció que estaba más delgado y que tenía los ojos más
oscuros.
Se acercó a ella, con las manos en los bolsillos, levantando arena a su
paso, y se dejó caer a su lado.
—Hola —la saludó mirándola a los ojos.
Cassie le sonrió.
—Me alegro de volver a verte —dijo. Drummond le devolvió la sonrisa y
luego se giró hacia el océano oscuro—. ¿Cuánto tiempo ha transcurrido esta
vez?
—Esta vez se me ha pasado volando —contestó Cassie—. ¿Estabas
escuchando la conversación?
Fox asintió.
—Has estado en un lugar que no sabes explicar.
—Sé explicar más cosas de las que le he contado a Izzy —admitió Cassie
—. Era el lugar del que procede la magia.
Drummond se volvió hacia ella con el interés destellándole en los ojos
como una cerilla en una habitación oscura.
—¿En serio? —preguntó.
Ella asintió.
—Estoy segura. Lo sé. No tendría que haber sobrevivido, pero el Libro
de la seguridad me protegió. Aunque estaba en otra parte, en algún lugar
fuera de esta realidad, a veces allí también había colores, como cuando los
libros se activan.
Drummond digirió aquella información mientras se mordía el labio
inferior con aire distraído.
—Me gustaría que me lo contaras todo. Todo lo que recuerdes.
Cassie volvió a asentir.
—Me gustaría contártelo. Lo de ese lugar… y… más cosas. —Quería
hablarle de los libros, de que ella los había creado todos, pero le parecía
excesivo, demasiado a lo que enfrentarse en aquel momento—. Te contaré
más cosas, en su debido momento.
Drummond, que se había llevado las rodillas al pecho para abrazárselas,
la observó unos instantes, quizá intentando averiguar adónde querría ir a
parar con todo aquello.
—Vale —dijo—. Me gustaría oírlas. En cualquier momento.
Cassie dijo que sí con la cabeza, como si se tratara de una promesa.
—¿Has estado siguiéndolos todo este tiempo?
Drummond hizo un gesto de asentimiento.
—No se les da muy bien esconderse —reflexionó.
—A ver, es que él debe de medir unos tres metros —dijo Cassie.
—E Izzy no es la persona más silenciosa que haya conocido en mi vida
—añadió Drummond con una sonrisa juguetona tirándole de las mejillas—.
Sé que es tu amiga, pero habla a gritos.
—Es verdad —convino Cassie entre risas.
—Aun así, me cae bien —continuó él, que la miró con una expresión
seria—. Izzy es inteligente y amable, y te ha sido leal durante todo este
tiempo. Me cae muy bien.
La chica sintió que las palabras de Fox la enternecían por dentro y le
entraron ganas de abrazarlo.
—A Lund me cuesta más descifrarlo —continuó el hombre, ajeno al
efecto que sus palabras habían ejercido sobre Cassie—. Pero parece
totalmente entregado a Izzy. Menuda pareja hacen juntos.
—Me alegro de que tuviera a alguien en quien confiar —dijo Cassie, que
miró hacia atrás como si aún alcanzara a ver a Izzy y a Lund a lo lejos—.
Me alegro de que no estuviera sola.
—Sí —convino Drummond.
—¿Cómo has sobrevivido? Tú has pasado solo todo este tiempo.
—No es tan complicado. He vivido diez años solo. Cuando usas el Libro
de las Sombras, te vuelves… insustancial. Así que puedo ir a sitios; puedo
viajar en los coches o en la parte de atrás de los autobuses y nadie se entera
de que estoy ahí. Y, cuando paran, busco una habitación vacía por allí cerca
y me echo a dormir.
—¿Por qué?
Fox la miró.
—¿Por qué los has seguido? —aclaró Cassie.
—Porque sabía que, cuando volvieras, si volvías, irías directa a buscarla.
Izzy es lo que te ancla a tu antigua vida. La perdiste durante diez años, ¿no?
Y apenas pudiste decirle diez palabras en aquel salón de baile. Mi mayor
oportunidad de recuperar el contacto contigo era estar cerca de ella.
Cuando Drummond la miró, notó una sensación extraña en el estómago,
como si se le retorciera de nerviosismo. Se sintió como una colegiala en su
primera cita y tuvo que apartar la mirada de él.
—Me alegro de que estuvieras con ellos —consiguió decir con tan solo
un ligero temblor en la voz—. Y me alegro de que hayas esperado el tiempo
necesario para que volviera.
Continuaron sentados en la oscuridad, sumidos en un silencio cómodo
mientras las estrellas rotaban por encima de ellos y las olas rompían
rítmicamente contra la orilla. No muy lejos, en una calle indeterminada de
Pacific City, el grito de alegría de una mujer llegó seguido de la risa
profunda de un hombre. Gente viviendo una vida normal, una vida feliz.
—¿Puedes hacerlo con otras personas? —preguntó Cassie—. ¿Seguirlas
como una sombra?
—Supongo que sí. ¿Por qué?
—Por curiosidad.
—Vas a intentar detenerla —dijo él, y sus palabras atrajeron la mirada de
Cassie—. A la Mujer.
—Creo que sí.
—¿Y qué significa «detenerla»? —preguntó Fox—. ¿Llevarla a la
policía? ¿Quitarle los libros? ¿Matarla?
—No lo sé —reconoció Cassie—. Y tampoco sé cómo voy a hacerlo.
Pero una persona me pidió una vez que me imaginara lo que esa Mujer sería
capaz de hacer si se hiciese con todos los libros.
Drummond gruñó.
—Una vez me dijiste que querías destruir el Libro de las puertas para
que ella no pudiera acceder a tu Biblioteca —continuó la chica—. Podrás
sacarla de entre las Sombras si logramos detener a la Mujer. Y quizá así los
libros aún puedan hacer algún bien, ¿no?
Fox no abrió la boca. Siguió contemplando el mar con el rostro
inexpresivo.
—Me encantaría volver a la Biblioteca —dijo Cassie, que estiró la mano
para posarla sobre el brazo de Drummond—. Me encantaría que saliera de
entre las Sombras de una vez y para siempre. Pero necesito que me ayudes.
Sin ti no puedo hacerlo.
El hombre se quedó pensativo unos instantes. Luego la miró de reojo.
—Reconócelo, solo me quieres por mis montañas.
Entonces Cassie empezó a reír, echó la cabeza hacia atrás y lanzó su
carcajada al viento. Por primera vez desde hacía años, se sintió libre y feliz.

AL PRINCIPIO, CUANDO Cassie llegó a la habitación de Izzy y Lund


acompañada de Drummond, estos lo recibieron con frialdad.
—Me lo he encontrado vagando por las calles —dijo Cassie.
Su amiga enarcó las cejas con escepticismo.
—¿En serio?
—Tiene el Libro de la suerte —señaló Cassie—. ¿Te acuerdas de que
también nos topamos con él en el Ben's Deli?
—Hola, Izzy —la saludó Drummond—. La última vez que hablamos me
dijiste que me odiabas.
—Ah, ¿sí? —preguntó ella. Y luego, en tono mordaz, añadió—: No me
acuerdo, ¿por qué será?
—Ya, lo siento mucho —se disculpó Fox, que cruzó la habitación para
acercarse a ella—. Te prometo que mi única intención era mantenerte a
salvo, de verdad.
—Pues no sé yo si ha funcionado —murmuró ella.
—Sigues aquí —observó Lund.
Izzy lo miró enfurruñada para dejarle claro que no apreciaba su
aportación.
Después, mientras las dos amigas charlaban, la tensión pareció relajarse
un poco. Lund encendió el televisor y, mientras un atractivo presentador
bramaba acerca de los acontecimientos mundiales, se tumbó en una de las
dos camas de matrimonio con las piernas colgando por el borde del
colchón. Drummond se dejó caer en un sillón junto a la puerta y se quedó
mirando la pantalla. Cuando Cassie se volvió hacia él, le pareció que
agradecía la distracción.
—¿Alguien tiene hambre? —preguntó al cabo de un rato—. Yo me
comería un jabalí.
—Podéis pedir pizza —sugirió Lund—. Hay una carta en la mesa.
Izzy llamó a la pizzería y, cuando preguntó si alguien quería algo de
beber, Cassie le dijo:
—¿Tienen whisky?
Drummond la miró, sorprendido. Ella le sonrió, incapaz de contenerse, y
a Fox se le curvaron las comisuras de la boca y después las de los ojos,
como si le hubiera hecho gracia.

NO HABÍA WHISKY, pero pidieron una pizza, refrescos y galletas, y se


dispusieron a esperarlos sumidos en un silencio tranquilo. Cassie e Izzy se
sentaron la una al lado de la otra en la segunda cama, de espaldas a la pared.
Al cabo de un rato, Izzy empezó a hablar, a preguntarse cómo podría Cassie
encontrar a la Mujer y arrebatarle los libros o derrotarla. Su amiga se unió a
la charla y se dio cuenta de que Drummond estaba escuchando. Cuando
llegó la pizza, cogieron las porciones y los refrescos y volvieron a sus
respectivos sitios. La conversación continuó y Lund bajó el volumen del
televisor para que pudieran debatir sin distracciones. Hablaron de la Mujer
y de las habilidades que habían visto para intentar dilucidar qué libros tenía.
—¿Qué quiere? —preguntó Izzy.
—Los libros —respondió Cassie.
—Quiere la Biblioteca Fox —señaló Drummond—. Me lo dijo la primera
vez que la vi.
Le quitó el peperoni a su trozo de pizza y lo tiró a la papelera que tenía
junto al sillón.
—No lo desperdicies, tío —murmuró Lund.
—¿Qué es la Biblioteca Fox? —quiso saber Izzy.
Drummond se lo explicó y le contó cómo la había escondido.
—¿Tienes diecisiete libros?
Él asintió sin dejar de masticar y Cassie recordó la biblioteca que había
visitado hacía tantos años. A pesar de la confusión y la incertidumbre de
aquellos días, la conservaba en la memoria como un lugar especial, un lugar
que quería volver a visitar y en el que quizá quería quedarse.
—¿Y si usamos la Biblioteca Fox a modo de cebo? —planteó Izzy—. ¿Y
si la atraemos hasta allí?
—No me gustaría llevarla a la Biblioteca, ni siquiera como parte de algún
plan —dijo Drummond con recelo—. Es demasiado peligroso.
—Bueno, pues a una biblioteca falsa, entonces —dijo Izzy—. La
atraemos hasta ella y la atrapamos o algo así.
—La atraemos y la atrapamos —repitió Drummond en un tono rebosante
de escepticismo.
—No sé. Pero al menos estoy intentando pensar en algo.
—¿Y una ilusión? —sugirió Cassie—. Podemos recuperar el Libro de la
ilusión, ¿no? ¿Podría crearse una ilusión de la Biblioteca Fox, algo que la
Mujer se creyera?
—¡Eso es! En el salón de baile, se creyó la ilusión de que me habían
disparado —recordó Izzy—. Está claro que las ilusiones funcionan con ella.
Cassie miró a su amiga.
—¿Serías capaz de usar el Libro de la ilusión para crear una biblioteca?
Ella resopló.
—Ni siquiera sé cómo hice lo del salón de baile. No, aunque quisiera, no
creo que fuera capaz de hacerlo.
Entonces Cassie miró a Drummond.
—Por lo que sé, tú siempre eres capaz de utilizar todos los libros con los
que te encuentras, ¿no? ¿Podrías usar el Libro de la ilusión de ese modo?
¿Podrías hacer que se creyera que está en la Biblioteca Fox?
—¿Y qué harías si lo consiguiera? —preguntó él a su vez—. Porque no
creo que llevarla a algún sitio sea la parte más difícil de todo esto. Podemos
llevarla adonde queramos, pero seguirá disponiendo de sus libros. Tienes
que ser capaz de lidiar con ellos.
—Es un comienzo —dijo Cassie—. Alguien me dijo una vez que no
tengo que resolver todos los problemas al mismo tiempo. Vayamos de uno
en uno. ¿Serías capaz de crear ese tipo de ilusión?
Fox suspiró y lo pensó mientras bebía un trago de su bebida.
—No he usado nunca el Libro de la ilusión —contestó—. Y, aun en el
caso de que pudiera hacerlo, no tengo claro si querría apostarlo todo a esa
carta dadas las circunstancias. Además, si vas a enfrentarte a la Mujer,
supongo que querrás que yo esté libre para hacer otras cosas.
Cassie asintió, desanimada.
—Azaki podría hacerlo —dijo Lund, y todos lo miraron.
—¿Qué? —preguntó Cassie.
—Azaki. Lo vi crear una catedral en medio del desierto. Estoy
convencido de que podría crear una biblioteca.
—¿Quién es Azaki? —preguntó Cassie.
—Da igual —respondió Lund—. Está muerto.
—¿Cuándo? ¿Qué le pasó?
Lund les habló de sus viajes con Azaki, de su visita a Nueva York y de lo
que había ocurrido en el apartamento de las chicas cuando Hugo Barbary
les había disparado a ambos. Cassie se volvió hacia Drummond para
hacerle una pregunta con los ojos.
—Estuve en el apartamento poco después —dijo—. Los dos estuvimos
allí. No vi el cadáver de un hombre japonés.
—No —confirmó Drummond.
—Vi sangre en el pasillo, pero ningún cadáver.
Lund se quedó pensativo unos instantes, con el rostro impasible.
—También pensasteis que yo había muerto —observó Izzy—. A lo mejor
Azaki tampoco lo está. A lo mejor fue una ilusión.
El gigante frunció el ceño, el gesto más expresivo que Cassie lo había
visto esbozar en toda la noche.
—Cuéntame todo lo que sepas del señor Azaki —le pidió—. Cuando
viajabas con él, ¿había algún momento en el que se quedara a solas?
—¿Por qué? —preguntó Lund en tono suspicaz.
YA ENTRADA LA noche, cuando Cassie se fue a dormir a su propia habitación
del motel después de la pizza, los refrescos y la charla sobre Azaki, la chica
se dio cuenta de que su relación con Izzy había cambiado para siempre. Su
amiga le dijo que se quedaría en la habitación que compartía con Lund,
pero cruzó con ella el aparcamiento para acompañarla hasta el lado opuesto
del motel.
—Te llevas muy bien con él —observó Cassie, que intentó que el
comentario sonara despreocupado a pesar del dolor que sentía.
—Es majo —dijo Izzy—. Sé que cuesta darse cuenta porque es muy…
No sé… callado, ¿no? Pero estuvo a mi lado cuando lo necesitaba. Y no
miente. Lo que ves es lo que hay. Me gusta estar con él. Creo que yo
también le gusto.
—Por supuesto —replicó Cassie—. Si no, estaría loco.
Izzy sonrió.
—Estamos bien, ¿verdad? —preguntó al mismo tiempo que la agarraba
de la mano.
—Claro —contestó su amiga con una sonrisa—. Nosotras siempre
estaremos bien, incluso cuando las cosas cambien.
—Para ti han pasado diez años —dijo Izzy con la cara seria.
—Pero para ti no. En tu caso solo han pasado unas semanas.
—¿Cómo has sobrevivido? —preguntó Izzy.
—Hice un amigo —contestó—. Me ha ido bien. En cierto modo, y por
extraño que parezca, lo necesitaba.
—Estás distinta, sin duda —dijo su amiga, mientras le estudiaba
atentamente el rostro en la oscuridad—. Más segura de ti misma, quizá.
—Sigo siendo yo —le aseguró Cassie. Y, sabiendo adónde quería llegar
Izzy, añadió—: Somos amigas y seguiremos siéndolo para siempre. Sé que
no me lo merezco porque te he destrozado la vida con esta… Esta locura…
—Anda, calla…
—Pero, si tú quieres, siempre lo seremos.
—Sí, quiero —dijo Izzy, sin más. Se acercó a ella y la abrazó.
Permanecieron así unos instantes y Cassie se sintió en paz. La tensión que
le lastraba desde hacía años la liberó de sus garras, aunque solo fuera un
instante—. Venga, vete a dormir y mañana por la mañana nos vemos para
desayunar. ¿Vale?
—Vale.
—Incluso puedes traerte a ese horrible escocés si quieres.
Habían dejado a Drummond dormitando en el sillón de la habitación de
Izzy.
—No es tan terrible —le dijo Cassie—. Ha estado cuidando de vosotros
durante estos últimos meses.
Izzy se quedó pasmada.
—¿En serio?
—Sí. Os ha estado siguiendo para asegurarse de que estabais bien.
—Ah —dijo Izzy, que se volvió para mirar hacia su habitación, como si
estuviera replanteándose las cosas—. Entonces a lo mejor voy a prepararle
un café o algo. Por tener un detalle.
—Estaría muy bien.
Ambas sonrieron.
—Te quiero, Cassie —dijo Izzy, que pronunció aquellas palabras sin
ningún tipo de pudor o incomodidad.
—Yo también te quiero —respondió Cassie.
Izzy asintió y cruzó de nuevo el aparcamiento hasta su habitación.
Cuando Cassie entró en la suya, se dio cuenta de que se sentía sola y
necesitaba compañía. Así que abrió la puerta de nuevo y regresó a su
antigua casa para ver a su abuelo por última vez.
Hogar (2013)

CASSIE VOLVIÓ A su hogar. Al lugar, a la persona.


Era muchos años antes, casi un año después de haber ido con Drummond
al Matt's a ver a su abuelo. Franqueó una puerta y salió al porche que
rodeaba su casa de Myrtle Creek. Era una noche de finales de verano y oía
el zumbido de los insectos. El aire era húmedo y fresco y, por el olor a tierra
mojada, dedujo que hacía poco que había dejado de llover.
Recorrió el porche hasta sentarse en una de las viejas sillas de madera de
la esquina. Desde allí, veía el taller de su abuelo. La luz estaba encendida y
la ventana brillaba como un farol en la oscuridad de la noche. Oyó golpes y
movimientos, los de Joe recogiéndolo todo después de que Cassie se
hubiera ido a la cama. O a su cuarto, porque Cassie no siempre se acostaba
cuando se iba a su habitación. Se quedaba despierta leyendo hasta tarde,
hasta mucho después de que su abuelo se hubiera ido a dormir. Sin
embargo, el dormitorio de la niña estaba al otro lado de la casa y su ventana
daba a los árboles. Además, aquella Cassie más joven estaría en otro
mundo, atrapada en la vida de los personajes del libro que estuviese
leyendo.
Al cabo de unos minutos, la luz del taller se apagó y su abuelo salió por
la gran puerta delantera. En sus tiempos, antes de que Joe lo reconvirtiera,
aquel espacio había sido un taller de reparación de coches, y aún
conservaba la misma puerta. Su abuelo la cerró y cruzó el patio en dirección
a la casa, con la cabeza gacha y balanceando los brazos a los lados. En
algún rincón del bosque, un pájaro cantó a la noche, un sonido solitario pero
a la vez reconfortante, y su abuelo intentó localizarlo mientras subía las
escaleras del porche. Luego se dio la vuelta hacia el lado contrario, hacia
donde estaba Cassie, y se detuvo en seco. Ella se volvió y las miradas de
ambos se encontraron.
Estaba más delgado que la última vez que lo había visto, no le cabía
duda. Faltaba menos de un año para que lo diagnosticaran. El cáncer ya
estaba dentro de él, cambiándolo. Comiéndoselo. Se preguntó si su abuelo
lo sentiría. Si lo sabría.
La madera crujió bajo el peso de Joe cuando este echó a andar por el
porche para sentarse al lado de Cassie, en la silla contigua. Había una
mesita entre los dos y su nieta recordó que a veces se sentaban juntos allí a
beber Coca-Cola en una botella, sobre todo en verano, cuando hacía calor y
había luz. No obstante, en aquel momento reinaba la oscuridad y la única
luz provenía de la ventana de la cocina, a su espalda.
—Pensé que eras tú —dijo su abuelo—. Me refiero a la otra tú. Pensé
que te habías levantado de la cama.
—No —dijo Cassie en voz baja—. Aún sigo allí. Supongo que leyendo.
—Sí —dijo Joe. Volvió a estudiarla con detenimiento, igual que el día
que se habían visto en la cafetería—. Puede que sea la luz, o incluso puede
que sean mis ojos, pero pareces mayor.
—Soy mayor —reconoció Cassie—. Para mí, han pasado diez años desde
que te vi en el Matt's.
—Caray —dijo él. Se recostó en la silla, que crujió bajo su peso. Juntos,
contemplaron el camino de entrada y la carretera principal, que se extendía
a escasa distancia. Un camión cruzó el silencio en dirección sur, hacia
Myrtle Creek. Entonces, Joe volvió a hablar—. Había decidido que me lo
había imaginado todo. Tu visita. Me convencí de que tenía que haber sido
un sueño o…
—¿O qué?
—No sé. Algo. Porque cualquier cosa tenía más lógica que esto. Pero
aquí estás otra vez.
—No fue un sueño.
—Lo sé.
—¿Cómo estás? —preguntó Cassie—. ¿Te encuentras bien?
Joe tardó un momento en contestar, y su respuesta sonó un tanto
cautelosa.
—Bien. Como siempre.
Su nieta quiso decirle que estaba demasiado delgado, que fuera al
médico, pero era consciente que él no quería saberlo. Y sabía que no podía
cambiar el pasado. Demasiadas cosas de las que Cassie era y sabía ahora
estaban relacionadas con lo que le había ocurrido a su abuelo. Era una
cadena que no podía romperse. Los viajes en el tiempo no funcionaban así,
lo sabía muy bien.
—¿Por qué has venido? —le preguntó él.
—No lo sé —admitió—. Solo quería sentirme como en casa otra vez.
Sentir que aún tenía un hogar.
Joe no dijo nada. Luego estiró una mano y la colocó sobre la de Cassie.
—Tengo que hacer algo difícil, algo que da mucho miedo —dijo ella—.
Creo que, antes de hacerlo, necesitaba recordar cómo eran las cosas cuando
no existía algo difícil y aterrador en el mundo.
—La vida está llena de ese tipo de cosas —dijo Joe—. A veces sabes que
vas a enfrentarte a una de ellas. —Asintió con la cabeza y Cassie pensó que
estaba hablando tanto para sí mismo como para ella—. Pero hay que seguir
adelante. Quejarse y lamentarse no sirve de nada. Hazlo y punto.
Cassie sonrió con tristeza.
—Muy pragmático —dijo.
—¿Qué vas a hacer si no? —preguntó su abuelo, y pareció enfadado, con
ella, con el mundo—. Porque, si te quedas de brazos cruzados, admites que
lo malo ha ganado, y entonces, ¿qué? Lo único que puedes hacer es seguir
adelante. Negarte a que te derroten incluso cuando ya estás derrotado. Lo
malo solo gana si se lo permites. Me niego a que me venzan, Cassie. Me
niego.
Se dio cuenta de que nunca lo había visto así. Aquel era un lado de su
personalidad que su abuelo siempre le había ocultado. Eran la amargura y la
rabia por todo lo que la vida le había hecho.
—Yo me niego, y tú también deberías. —La señaló con el dedo—. Da
igual lo que tengas que hacer, lo haces y sigues adelante. Lo dejas atrás y
sobrevives.
—Sí —contestó ella—. Tienes razón.
Volvieron a quedarse callados. Cassie estaba rodeada de los sonidos y los
olores de su infancia y eso la reconfortaba, era lo más parecido al abrazo de
una madre que podía recibir.
—Espérame aquí un momento —dijo entonces su abuelo.
Se levantó de la silla con un gruñido y se dirigió hacia la puerta de la
casa. Desapareció en el interior y Cassie lo oyó moverse por la cocina.
Cuando Joe volvió a salir un instante después, llevaba dos botellas de Coca-
Cola en la mano. Le pasó una y después se acomodó de nuevo en la silla.
—Vamos a tomarnos algo —dijo.
Las abrió con el abrebotellas que llevaba en el llavero —un par de siseos
rápidos en mitad de la noche silenciosa—, entrechocaron las botellas y
Cassie bebió un trago. Las burbujas y el azúcar la despertaron de golpe.
—¿Será esta la última vez que te vea? —le preguntó Joe con la mirada
clavada en su propia botella.
—Espero que no —contestó—. Me encantaría volver a verte.
Él asintió y luego sonrió.
—Bien —dijo—. Me gusta verte así. Más mayor, quiero decir. Me gusta
hablarle a mi nieta como a una adulta, no como a una niña.
—Y a mí me gusta hablar contigo siendo adulta —convino ella.
—Pues hazlo —dijo Joe, que se llevó la botella a la boca para darle un
sorbo—. Tómate la Coca-Cola con calma. Si te dedicas a viajar en el
tiempo, puedes volver cuando quieras, ¿no?
—Cierto —respondió Cassie con una sonrisa.
—En ese caso, disfruta del refresco y cuéntame cosas de tu vida. Quiero
saber cómo es el futuro.
Su nieta lo pensó mientras otros dos coches pasaban por la carretera que
tenían delante. Viajaban en direcciones opuestas, el uno hacia el otro, como
participantes en una justa medieval cuyos faros alanceaban la noche.
—De acuerdo —contestó.
Y habló hasta que se terminó la Coca-Cola, le contó a su abuelo un
cuento sobre un libro mágico que podía abrir la puerta a cualquier lugar. Y
él, con los ojos muy abiertos, la escuchó como si fuera un niño al que le
leen un cuento a la hora de dormir.
Un plan en cinco partes

A LA MAÑANA siguiente, después de la noche de pizza, refrescos y charlas,


Drummond estaba sentado en el suelo delante de la habitación del motel,
mirando hacia el aparcamiento y reflexionando sobre qué tipo de hombre
era. Durante mucho tiempo había sido un hombre que huía y se escondía,
puesto que eso era lo que debía hacer. Seguía estando convencido de ello:
no podría haber luchado contra la Mujer, ni hacía diez años ni en ningún
otro momento transcurrido desde entonces.
No podría haberlo hecho solo.
Ahora se sentía como si volviera a tener amigos, gente con la que
compartía una causa. Se dijo que estaba sacando demasiadas conclusiones a
partir de una sola noche de pizza y refrescos, pero esperaba que no fuera
así. Quería tener amigos. Y quería gente que lo ayudara. Porque aquello era
demasiado para él solo.
Hacía un día precioso, con un cielo azul brillante. Ya hacía calor y
Drummond disfrutaba de la sensación del aire en la cara, del mero hecho de
observar a la gente ir y venir y del tráfico de la calle principal. Y entonces
vio que, al otro lado del aparcamiento, Cassie salía por la puerta de su
habitación, sonreía al verlo y se encaminaba hacia él. Y también disfrutó de
eso.
—¿Qué haces? —le preguntó ella, que se sentó en el suelo a su lado.
—Solo disfrutar de la paz y la tranquilidad —respondió—. Pensar en lo
que debemos hacer.
—Ya —asintió ella, que entornó los ojos al volverse hacia el
aparcamiento.
Se pasó las manos por el pelo rubio, se lo recogió en una coleta a la altura
de la nuca y se la sujetó con una goma.
—Creo que deberíamos ir todos juntos a desayunar —dijo Drummond, y
ella lo miró—. Tú y yo, Izzy y Lund. Deberíamos sentarnos y comer, como
hicimos anoche.
—¿Por qué? —preguntó Cassie—. No es que no quiera, es solo que me
gustaría saber por qué lo sugieres.
—Por dos motivos. El primero, porque me gusta la compañía. Me caéis
todos muy bien y ha pasado mucho tiempo desde la última vez que disfruté
rodeado de otras personas.
—Entendido.
—Y, en segundo lugar, porque tenemos que trazar un plan. —La miró—.
Ya lo has pensado, ¿verdad? A eso vino lo de anoche, lo de las preguntas
sobre Azaki.
Ella se encogió de hombros, sin llevarle la contraria.
—Desde que estuve en el pasado, se me da muy bien pensar a largo plazo
—dijo—. Se me da muy bien planificar cosas.
—A mí se me da bien sobrevivir. Y conozco a la Mujer mejor que
cualquiera de vosotros. Y Lund e Izzy también saben cosas.
—Sí.
—Si vas a trazar un plan, lo haremos juntos, durante el desayuno.
Cassie sonrió y a Drummond le dio la impresión de que, por algún
motivo, se sentía aliviada.
—De acuerdo —contestó ella—. Me encantaría.
Se quedaron allí sentados en silencio, disfrutando del calor de la mañana.
Iba a ser un hermoso día de primavera, un día capaz de hacerte creer que no
había nada malo en el mundo. Era un día perfecto para ahuyentar las dudas
y los miedos, y para planear lo imposible.

POCO DESPUÉS, CUANDO Izzy y Lund salieron de su habitación, vieron a


Drummond y a Cassie sentados en el suelo.
—Sabéis que hay sillas, ¿no? —les dijo Izzy en tono de broma.
Cassie fue la primera en levantarse.
—¿Dónde se desayuna bien por aquí? —preguntó mientras Drummond
se ponía en pie—. Vamos a desayunar juntos y a planear nuestros siguientes
pasos.
Izzy miró a Lund, que asintió una vez con la cabeza.
—Tortitas —dijo.
—Magnífico —convino Drummond.

IZZY LOS LLEVÓ a un local de tortitas cercano, una especie de granero


enorme que tenía unos ventanales inmensos con vistas a la playa y al
Pacífico, varias mesas de madera robusta con los cubiertos metidos en tazas
y unos cuantos turistas desperdigados aquí y allá. Pidieron tortitas con
beicon y café, aunque Drummond interrumpió a Izzy para asegurarse de
que a él le servían té en lugar de café, y luego bebieron y comieron mientras
escuchaban a las chicas recordar un viaje a Florida que habían hecho una
vez para visitar al primo de Izzy.
—Dos días en autobuses Greyhound. ¡La peor experiencia de mi vida! —
dijo esta entre risas.
—Incluso después de todo lo que he pasado a lo largo de los diez últimos
años —afirmó Cassie con una sonrisa—, ese viaje sigue siendo lo peor que
me ha ocurrido.
Era una conversación agradable y natural, así que Drummond se sentía
como en casa. Sin embargo, había que tomar decisiones y, cuando sugirió
que debían ponerse manos a la obra, tuvo la sensación de que era el adulto
que los obligaba a hacer los deberes.
Les retiraron los platos y les rellenaron las tazas, y entonces empezaron a
elaborar un plan. Cassie tenía varias ideas, pensamientos que llevaba
alimentando desde la noche anterior. Las expuso y Drummond contribuyó a
la hora de identificar problemas y riesgos. Izzy hizo preguntas y Lund
escuchó. Entonces el gigante planteó una duda, se dieron cuenta de que el
plan no funcionaría y comenzaron de nuevo.
Debatieron durante más de una hora, mientras los turistas iban y venían,
mientras el té de Fox se enfriaba, y después se fueron a pasear por la playa
y hablaron durante una hora más para perfeccionar y revisar el plan. Era
complejo, un plan en cinco partes que implicaba a la Librera y a Azaki (que
quizá estuviera muerto), además de un arriesgado viaje para que Drummond
siguiera a la Mujer. Si funcionaba, todo culminaría en un enfrentamiento
directo con ella.
—Aunque todo lo demás funcione, la Mujer seguirá siendo peligrosa —
advirtió el Bibliotecario cuando, con los ojos entornados para protegerse de
la luz del sol, los cuatro se detuvieron a contemplar el mar. Las olas rugían
frente a ellos, los pájaros chillaban en las alturas—. Es posible que estemos
ideando nuestra propia muerte.
A Izzy no le gustaron nada aquellas palabras. Lund permaneció tan
inescrutable como siempre. Cassie, en cambio, negó con la cabeza.
—No lo creo. Creo que podemos vencerla.
—¿Qué vas a hacer? —le preguntó entonces Izzy—. ¿Vas a matarla?
Su amiga dudó.
—La verdad es que aún no lo había pensado —admitió—. No soy una
asesina.
—No, no lo eres —dijo Izzy en tono severo—. Entonces, ¿qué hacemos
con ella si la atrapamos? No podemos llevarla a la policía.
Drummond seguía mirando hacia el mar. Él sabía la respuesta a la
pregunta. Había decidido lo que tenían que hacer aquella misma mañana,
antes de hablar con ninguno de ellos.
—La mataremos —dijo, y los tres se volvieron para mirarlo—. Es
perversa. No podemos reprenderla sin más. No se detendrá. —Miró a
Cassie, consciente de que tenía que convencerla—. Tú has visto lo que les
hizo a mis amigos —dijo y, para su sorpresa, notó que la voz le temblaba de
emoción. Una parte recóndita de su cerebro le dijo: «Caray, sí que estás de
los nervios»—. Lo viste en mis recuerdos.
Cassie asintió.
—Viste lo que hizo en el salón de baile. No mató porque tuviera que
hacerlo. Podría haberse llevado los libros sin que nadie la detuviera. Mató
porque quiso. Y lo hizo de las maneras más horribles porque disfruta con
ello. Dime que me equivoco.
Ella desvió la mirada hacia el horizonte lejano. Un poco más allá, en la
playa, un par de niños chillaban y gritaban mientras se perseguían el uno al
otro alrededor de los inicios de un castillo de arena. Era todo tan normal,
tan feliz…
—La mataremos —repitió Drummond—. O nos comprometemos a
hacerlo, o ni siquiera empezamos, porque no tendría sentido. Nada de
medias tintas. Haremos lo que tenemos que hacer, puesto que solo así
seremos libres. —Hizo un gesto para señalar a la gente que los rodeaba—.
Solo así protegeremos todo esto.
—Estoy de acuerdo —dijo Lund—. Mátala.
Izzy lo miró, sorprendida, con el rostro crispado a causa de los
sentimientos encontrados. Luego miró a su amiga.
—¿Cassie? —preguntó.
Y ella asintió, sin apartar la vista del horizonte.
—Sí —dijo—. Haremos lo que tenemos que hacer.
Izzy asintió de mala gana.
—De acuerdo —dijo.
—Bien —sentenció Drummond. Esperó unos minutos para dejar que
asimilaran la decisión y luego dijo—: Entonces, empecemos.
El plan, primera parte: la historia de Azaki

Antofagasta, varios meses antes

AZAKI SE SENTÍA como una mierda, y no por primera vez en su vida. La


ilusión en el desierto había sido tanto para él como para la anciana. Se
sentía como si, al ofrecerle algo que deseaba, algo que necesitaba y que él
sabía que jamás podría darle, la hubiera defraudado de algún modo. Las
cosas que hacía con el único objetivo de encontrar libros especiales
empezaban a pesarle.
—Una cerveza, por favor —dijo al llegar a la barra.
El camarero le hizo un gesto de asentimiento y sacó una botella de la
nevera que tenía detrás. Azaki la cargó a la cuenta de su habitación y se
acomodó en un taburete. El bar no estaba muy concurrido, había la gente
justa para generar un ruido de fondo que resultara agradable.
—Por la señorita Pacheco —dijo, y golpeó el aire con la parte superior de
la botella antes de darle un trago.
No sabía cuánto tiempo más aguantaría, pero no podía parar. Sabía que
tenía miedo. Miedo de la Mujer que estaba matando a la gente como él para
quedarse con sus libros. Se había enterado de su existencia a través de
conocidos, de otros cazadores de libros con los que coincidía en los bares.
Le habían contado historias acerca de la masacre del Washington Square
Park, acerca de la desaparición de otros propietarios de libros. ¿Qué clase
de persona sería capaz de ese tipo de cosas de una forma tan despiadada?
¿Qué clase de persona quería todos los libros?
Él solo necesitaba encontrar un volumen más. Lo vendería a través de la
Librera, cogería sus millones y se escondería. Se alejaría de todo.
Bebió otro trago de cerveza y se miró la cara en el espejo de detrás de la
barra.
Por supuesto, ya podría vender un libro si quisiera. El suyo propio.
Movió la cabeza para decirle que no a su reflejo: «Ni lo pienses».
El Libro de la ilusión era suyo. No lo vendería. Jamás.
Sintió que alguien le daba una palmadita en el hombro y vio a Lund en el
espejo, despuntando sobre él.
—Creía que te habías ido a la habitación —le dijo sin volverse.
Le caía bien Lund. Era un hombre tranquilo, poco exigente. El
guardaespaldas perfecto. Sin embargo, Azaki no lo necesitaba pegado a él
toda la noche.
Le respondió una voz de mujer:
—Este es otro Lund.
El japonés se dio la vuelta y vio a una hermosa mujer rubia junto a su
guardaespaldas. Y entonces se dio cuenta de que el gigante estaba distinto.
Se había cambiado de ropa, tenía el pelo más largo.
—¿Qué está pasando? —preguntó.
—Será mejor que hablemos en un lugar más privado —contestó la mujer.
Azaki miró a Lund y el hombretón asintió.
Se trasladaron a una mesa situada en un rincón de la sala, lejos de todo el
mundo.
—Bueno, ¿qué está pasando? —insistió Azaki.
La mujer se sacó un libro del bolsillo y lo dejó sobre la mesa. Durante un
segundo, el japonés pensó que Lund había encontrado un libro especial y el
corazón le dio un vuelco ante la posibilidad de poder escapar al fin. Sin
embargo, casi de inmediato, se dio cuenta de que estaba equivocado.
—Vale —dijo—. ¿Qué es eso?
—Tienes que escucharla —intervino Lund.
—Es el Libro de las puertas —respondió la mujer—. Me llamo Cassie.
Venimos del futuro, de dentro de unos meses, para salvarte la vida.
Azaki parpadeó mientras intentaba asimilarlo y luego volvió a mirar a
Lund.
—¿Vienes del futuro?
Su guardaespaldas le dijo que sí y añadió:
—Como ya te he dicho, tienes que escucharla. Porque en los próximos
meses van a ocurrir mierdas muy graves.
—Tienes que ir a Nueva York —continuó la mujer—. De todos modos,
dentro de unos días la Librera te llamará y te pedirá que vayas.
—¿Por qué? —preguntó él.
Cassie negó con la cabeza.
—Es un poco difícil de explicar. Porque yo se lo pedí. En el pasado. Da
igual.
Entonces el japonés sonrió, porque todo aquello era ridículo.
—Deja de sonreír —le espetó la mujer—. Esto es serio. Estoy intentando
salvarte la vida.
—¿Por qué? —preguntó de nuevo—. ¿Por qué quieres salvarme la vida
en el futuro?
—Porque necesitamos tu ayuda —contestó Cassie—. Para detener a la
Mujer.
Entonces Azaki dejó de sonreír, porque ya no le parecía tan ridículo, y
escuchó mientras Cassie le hablaba de su futuro y del plan que tenía en
mente.
—¿Es posible? —le preguntó entonces ella.
Azaki reflexionó unos instantes.
—Es posible —contestó—. Difícil, pero posible. Necesitaré tiempo para
ensayar.

Nueva York, varios días más tarde

Cuando Azaki abrió la puerta, tenía una mano metida en el bolsillo,


agarrada al Libro de la ilusión, y creó el efecto de que Lund y él estaban
quince centímetros más a la derecha de donde se encontraban en realidad.
Hugo Barbary había llegado, tal como Cassie y el otro Lund le habían
asegurado que sucedería, pero que lo que le habían contado fuera cierto le
sorprendió de todos modos. Estaba justo enfrente del cañón de la pistola de
Barbary. O lo habría estado, si se hubiera hallado quince centímetros más a
la derecha.
Barbary disparó y Azaki se dejó caer al suelo sin sacar la mano del
bolsillo. Creó la ilusión de que estaba muerto, tendido bocabajo y con una
herida sangrante en la cabeza. Barbary disparó de nuevo y Lund también se
desplomó contra el suelo, tal como le habían dicho a Azaki que ocurriría.
Permaneció tumbado un rato, oyendo las torturas que Barbary le infligía
a Izzy en la habitación de al lado. Si no hubiera sabido de antemano que la
chica estaba bien, quizá hubiese intentado intervenir. O a lo mejor se habría
levantado sin hacer ruido y se habría marchado, no lo sabía. No se
consideraba ningún héroe, pero tampoco se había visto sometido nunca a
una prueba como aquella. Como le había dicho una vez su padre cuando era
pequeño: «La mejor defensa ante cualquier ataque es no estar allí. Huye,
muchacho. No hay que avergonzarse de sobrevivir».
Al cabo de unos minutos, notó que Lund se levantaba. El hombretón se
acercó a comprobar cómo estaba Azaki y no vio más que un cadáver
desangrándose en el suelo. El japonés lo oyó suspirar, como si su muerte lo
entristeciera, y la verdad es que eso lo animó un poco. Entonces Lund se
irguió de nuevo, con una tranquilidad sorprendente, y, unos instantes
después, Azaki oyó que Barbary caía al suelo tras recibir un puñetazo del
gigante. Lo vitoreó para sus adentros. Después oyó hablar a Lund, y la
mujer salió al vestíbulo y pasó junto a él para entrar en una de las
habitaciones a prepararse una bolsa de ropa. Mientras tanto, Lund volvió
junto a Azaki; esa era la parte arriesgada. Mejor dicho, habría sido la parte
arriesgada si el Lund del futuro no le hubiera dicho ya a Azaki que no se
había percatado de nada cuando le había sacado el Libro de la Ilusión del
bolsillo. El japonés había apartado la mano y se la había colocado debajo
del cuerpo para dejar el bolsillo al descubierto. Lund tenía prisa y creía que
su jefe estaba muerto, así que no se fijó en que el lado de la cabeza de este
se había curado milagrosamente.
Lund y la mujer se marcharon a toda prisa del piso antes de que Barbary
despertara.
A pesar de que Lund había sido muy claro al respecto, el japonés esperó
un minuto o dos para asegurarse de que no volverían, y luego se levantó y
se sacudió la ropa.
Se sentía extraño sin el Libro de la ilusión en el bolsillo. Llevaba con él
más de veinte años. Era su posesión más preciada y ya estaba impaciente
por recuperarlo.
Dio unos cuantos pasos por el pasillo y se asomó a la sala de estar.
Barbary estaba allí hecho un guiñapo, tirado en el suelo contra la pared del
fondo. Lund lo había golpeado con fuerza.
—Cómo te lo merecías, joder —mascullo—. Eres un pedazo de
gilipollas.
Dejó el apartamento tal como estaba, pues sabía que tenía que marcharse
antes de que Cassie llegara con el Bibliotecario. La cronología estaba muy
clara.
Ahora, tenía que esperar.
Esa noche se celebraría una subasta, y la Mujer aparecería y causaría el
caos.
Lund y la amiga de Cassie huirían llevándose el Libro de la ilusión con
ellos. Viajarían hacia el sur con el libro y lo esconderían por el camino.
Azaki sabía dónde lo enterrarían. Se lo habían dicho en el bar de
Antofagasta. Estaría allí para rescatarlo en cuanto ellos se marcharan.

El desierto, al sur de Las Vegas

Azaki había reservado una habitación en las suites Rio de Las Vegas para
matar el tiempo durante unos días. Había volado directamente desde Nueva
York hasta Las Vegas, un trayecto de cinco horas. Había aterrizado en el
Aeropuerto Internacional Harry Reid antes incluso de que la subasta
empezara en Nueva York. Se había instalado en su habitación y, mientras la
gente pujaba por el Libro del dolor, él estaba en la cama, en ropa interior,
comiéndose una de las carísimas hamburguesas del servicio de
habitaciones. Poco después, Lund e Izzy —y el Libro de la ilusión— se
subirían a un autobús que los llevaría hacia el sur. Azaki sabía que aún
tardarían tres días en llegar a la ciudad, pero, cuando aparecieran, cogerían
la habitación más barata que encontraran en el Circus Circus, fuera del
Strip, y a la mañana siguiente alquilarían un coche y conducirían hacia el
sur por la I-15 durante media hora hasta llegar a la SR 161. Desde allí,
pondrían rumbo el oeste hasta encontrar una pista de tierra que atravesaba
el desierto en dirección norte, en paralelo a las líneas eléctricas. Lund se
detendría en el tercer poste del tendido eléctrico, caminaría diez pasos hacia
el oeste adentrándose en el desierto y, con el brazo que no llevaba en
cabestrillo, enterraría debajo de un arbusto la bolsa de plástico en la que
habían metido el libro.
—Tus zancadas son más grandes que las mías —había señalado Azaki
cuando su guardaespaldas le había dado las indicaciones durante su
conversación en el bar de Chile.
—Cuenta quince, entonces —le había contestado él—. El arbusto es
obvio. Era el único que había y se llegaba en línea recta desde el tercer
poste.
El japonés esperaba que fuera así de fácil.
El día que Lund enterró el libro, Azaki estaba esperando en el Starbucks
que había justo al lado del desvío de la I-15. Llegó temprano y se sentó
junto a la ventana. Poco después de las diez de la mañana, vio pasar el
coche en el que viajaban Izzy y Lund, con la chica al volante. Media hora
más tarde, cuando pasaron en dirección contraria, estaba sentado en su
coche de alquiler, esperando con impaciencia. Vio que seguían la carretera
hasta incorporarse otra vez a la interestatal y que se dirigían de nuevo hacia
el norte, hacia Las Vegas. Pasarían allí un par de noches más,
cuestionándose si habrían hecho bien o no al dejar el libro en el desierto. Se
lo había contado Lund, como si se sintiera culpable por haberse deshecho
de la posesión más preciada de su jefe. Justo en ese momento, mientras
aceleraba en dirección a la pista paralela a los cables de alta tensión, Azaki
se mostró dispuesto a perdonarlo. Suponiendo que encontrara el libro, claro.
Encontró la pista y las líneas eléctricas.
Encontró el tercer poste y, al aparcar el coche, vio que las huellas del
vehículo de Lund se detenían en el mismo lugar.
Incluso vio las huellas de las botas del hombretón, que se alejaban de la
pista por la arena. Las siguió y vio el arbusto del que Lund le había hablado
unos días antes. Se arrodilló, con el sol abrasándole la espalda, y escarbó
con las manos hasta que sintió el frío del plástico.
Bajo el plástico, el libro estaba caliente. Le resultó familiar. Se sintió
como en casa.
Lo desenvolvió con nerviosismo, como un niño con una chocolatina, y
sonrió al ver la cubierta negra y dorada.
Era precioso, tanto como lo había sido siempre, aunque haber estado sin
él hacía que se lo pareciera aún más.
Se puso de pie y se quedó allí parado un momento, palpando el libro.
Luego, desvió la mirada hacia el desierto y su resplandor lo obligó a
entornar los ojos. El viento le lanzaba polvo y arena contra las mejillas.
Cerró los ojos, aferrado al Libro de la ilusión, y la luz y el color
comenzaron a filtrársele entre los dedos. Azaki pintó cuadros en el cielo
mientras vastas esculturas de arena se arremolinaban y pululaban a su
alrededor, como si estuviera en el ojo de una tormenta. Y entonces la arena
se convirtió en formas sólidas, en criaturas serpentinas que lo rodeaban,
siseaban y gritaban. Sintió a aquellas bestias, oyó sus gritos, la ilusión era
absoluta.
A veces, a Azaki le gustaba ejercitarse por pura diversión.
Pintó de colores las criaturas serpentinas, rojas, amarillas y azules, y
luego dejaron de ser formas sinuosas y retorcidas para convertirse en luces
danzantes, una de sus ilusiones favoritas. Luces en el desierto, un arcoíris
sin lluvia. Todo ello conjurado por Azaki, como un atleta que pone a prueba
sus músculos al inicio de la temporada.
Su don, el don del Libro de la ilusión, seguía ahí.
Dejó que las luces del cielo se desvanecieran y, acto seguido, los colores
que brillaban alrededor del libro también se apagaron. Y entonces solo
quedaron él y el sol caliente y seco.
Se metió en el coche.
Sabía que tenía que volver al norte.
Lo necesitaban, tenía que ayudarlos a enfrentarse a la Mujer.
Les había dicho que lo haría, se lo había prometido, porque le habían
salvado la vida al contarle lo de Barbary.
En su mente, una voz —¿la de su padre, tal vez?— le decía que huyera.
Que no había que avergonzarse de sobrevivir. No dejó de incordiarlo
durante todo el trayecto de vuelta a Las Vegas, y tampoco durante todo el
camino hasta el aeropuerto.
Cuando subió al avión, la voz se había callado y Azaki se sentía
extrañamente en paz.
El plan, segunda parte: la Librera

CASSIE SE REUNIÓ por segunda vez con la Librera en el Café Du Monde de


Nueva Orleans a altas horas de la noche, aunque esa vez Lottie no esperaba
su presencia.
La joven había visitado la cafetería tres noches seguidas: abría la puerta
de una habitación de hotel al otro lado del país y entraba en el Café Du
Monde. La primera noche había sido calurosa y húmeda. Había esperado
hasta una hora después de medianoche, pero la Librera no había aparecido.
La segunda noche había sido calurosa y seca, y Cassie se había quedado
esperando aún más tiempo, pero, una vez más, Lottie no había aparecido.
La tercera noche en Nueva Orleans —aunque para Cassie aún era la tarde
—, la Librera ya estaba allí cuando llegó, sentada a la misma mesa que
habían compartido durante su última visita. Tenía un café y unos beignets
delante, y la mirada perdida. Ni siquiera reparó en la presencia de Cassie
hasta que esta apartó una silla y se sentó frente a ella.
—Hola —la saludó la recién llegada.
Lottie la miró con una expresión vacía.
—Me preguntaba si volvería a verte —dijo.
No había ira en sus palabras.
—¿Cómo estás? —preguntó la chica a pesar de que no le importaba.
En la vida de la Librera, habían pasado poco más de dos meses desde la
subasta. Cassie había viajado atrás en el tiempo.
—De maravilla —contestó Lottie—, teniendo en cuenta que mi subasta
se convirtió en el sueño húmedo de un asesino en masa y que ese animal de
Barbary mató a mi único amigo de verdad. Y si paso por alto que ni
siquiera vendí el maldito Libro del dolor. Aparte de eso, han sido un par de
meses estupendos.
Cassie la escuchó sin decir nada.
—¿Qué quieres? —preguntó la Librera.
—Bueno, quiero tres cosas —le respondió—. En primer lugar, un café y
un beignet, porque alguien me dijo una vez que estaban ricos y tenía razón.
En segundo lugar, el Libro del dolor. Y, en tercer lugar, tu ayuda.
Lottie enarcó las cejas en señal de incredulidad, pero esperó a que llegara
una camarera y le tomara nota a la chica antes de decir:
—¿Quieres que te ayude? ¿Tienes la cara dura de venir a pedirme ayuda?
Cassie la miró sin comprender.
—¿Por qué dices que tengo la cara dura?
—Aún tienes mi Libro de la seguridad, no me lo devolviste. Y tampoco
me entregaste el Libro de las puertas.
—Ya, bueno —dijo Cassie—, no pude devolverte el Libro de la
seguridad porque te escapaste antes de que tuviera oportunidad de hacerlo,
¿no? —La Librera apretó los labios hasta convertirlos en una fina línea de
fastidio—. Y no voy a entregarte el Libro de las puertas porque no
cumpliste con tu parte del trato. No lo viste porque ya te habías largado,
pero un hombre le metió una bala en la cabeza a Izzy mientras intentaba
luchar contra esa mujer.
La Librera apartó la mirada, movió los ojos de un lado a otro como si
estuviera viendo un partido de tenis. La camarera volvió, y Cassie cogió el
café y el plato de beignets.
—Relájate —le dijo a Lottie—. No murió. Pero ¿cómo ibas a saberlo, si
saliste huyendo en cuanto pudiste?
—Vale —la interrumpió la mujer—. Ya me lo has dejado claro. Hui. Era
lo que tenía que hacer para sobrevivir. Y, si no me hubiera escapado, esa
mujer habría conseguido otro libro para su colección.
Cassie le dio un mordisco a un beignet. Estaban tan ricos como los
recordaba.
—Aunque tampoco es que los necesite —prosiguió la Librera, más para
sí que para Cassie—. Las cosas que hizo… La velocidad. La ferocidad.
¿Viste lo que le hizo a Okoro? A ver, ese hombre no respiró ni una sola vez
en su vida sin amargarle el día a alguien, pero nadie merece morir así.
—No fue la única persona que murió en tu subasta.
—¿Crees que no lo sé? —le espetó Lottie con amargura—. No he podido
dejar de pensar en ello. Pretendía dejar el negocio y lo único que conseguí
fue buscarme la ruina. Pero se acabó. Me niego a saber nada más de esos
libros malditos.
—¿Te has vuelto religiosa? —preguntó Cassie, que enarcó una ceja con
escepticismo.
—Tu pregunta presupone que antes no lo era. Ni se te ocurra juzgarme,
jovencita. No sabes nada de mí, no sabes nada de mi vida. No pienso
disculparme por nada de lo que he hecho.
—No he venido a que te disculpes —le aseguró Cassie.
Bebió un sorbo de café. Era oscuro y amargo, una pareja de baile perfecta
para el beignet dulce y mantecoso.
—Sí, ya me lo has dicho. Has venido a por café, beignets y ayuda. ¿Qué
ayuda crees que puedo prestarte?
—¿Dónde está el Libro del dolor? —preguntó Cassie a su vez.
—En un lugar seguro. Lo devolveré cuando me entregues el Libro de la
seguridad.
La chica asintió. La oferta no la sorprendió. Esperó a que un grupo de
jóvenes bulliciosos pasara junto a ellas cantando un himno deportivo y
mirándolas con lascivia antes de seguir su camino.
—Putos turistas —murmuró Lottie—. Están destruyendo esta ciudad. El
Libro de la seguridad es mío. No tienes derecho a quedártelo.
Cassie sonrió para sí mientras bebía otro sorbo y pensaba que tenía todo
el derecho del mundo a quedárselo y que el Libro de la seguridad era más
suyo que de Lottie.
—No tengo ningún interés en mantenerlo alejado de ti —dijo —. Pero, si
lo quieres, tendrás que ayudarme.
—¿A qué?
—Voy a detener a la Mujer.
La Librera se quedó mirándola un momento y luego se echó a reír sin dar
crédito a lo que acababa de oír. Se cruzó de brazos.
—Tienes ovarios, chica, eso tengo que reconocértelo. ¿Queréis detenerla?
¿Quiénes, tú y tu Libro de las puertas?
—El Libro de las puertas no es el único del que dispongo —replicó
Cassie—. Y no estoy sola. Pero hay ciertas cosas que no tengo y que tú
podrías proporcionarme.
—¿Cómo qué?
—Necesito otra subasta. Necesito llamar su atención. La Mujer vino
cuando celebraste la anterior. ¿Te has preguntado cómo se enteró?
Lottie se encogió de hombros.
—No es que sea un secreto. Le envío una notificación a todo el mundo.
Cuanta más gente lo sepa, más gente vendrá.
—No me pareció que fuera una mujer con muchos amigos.
—Ya, bueno, supongo que le habrá quitado el teléfono a alguna de las
personas a las que ha matado. Recibiría la notificación en ese móvil cuando
la enviamos.
—O sea que, si celebras otra subasta, volverá a recibir el aviso. Sobre
todo si quiere los libros.
—¿Qué libros? —preguntó la Librera y, a pesar de todo lo que le había
dicho, Cassie detectó una chispa de interés en ella.
—Los de la Biblioteca Fox —contestó, y las cejas de Lottie se arquearon
al instante.
—¿La has encontrado?
—Sé dónde está —respondió.
—¿Y vas a usarla como cebo? ¿Has perdido esa minúscula cabeza blanca
que tienes? ¿Vas a darle la oportunidad de añadir la Biblioteca a su
colección?
—Tengo que estar segura de que vendrá. Es el mayor premio.
La Librera negó con la cabeza.
—Me estás quitando las ganas de comerme mis beignets.
—No hace falta que asistas —continuó la chica—. Solo tienes que fijar la
hora y el lugar y enviar la notificación cuando yo te lo diga. Nosotros
haremos el resto.
—¿Nosotros? ¿A quién tienes en la pandilla? ¿A tu amiga Izzy, que habla
tanto que aburre hasta a las ovejas? ¿O al grandullón? ¿O a Drummond
Fox, que huiría hasta de su propio reflejo?
—Siempre piensas lo peor de la gente.
—He tenido muchas experiencias con personas que me han defraudado.
—Estás mucho más… crispada que la última vez que hablamos.
—Crispada —repitió la Librera, y luego esbozó una sonrisa tensa—.
Nunca me habían acusado de eso.
—Si me ayudas, te devuelvo el Libro de la seguridad. Te doy mi palabra.
—Ah, bueno, si me das tu palabra…
Cassie se comió su segundo beignet y se tomó un momento para disfrutar
del entorno. Había varias personas más en la terraza: una pareja de mediana
edad con pinta de ser turistas, un par de chicas jóvenes con muy mala cara
que parecían querer curarse la resaca a base de café y azúcar. Las camareras
estaban en el interior de la cafetería, de pie junto a la barra, hablando en voz
baja entre ellas.
—De acuerdo —dijo al fin la Librera—. ¿Cuándo quieres hacer esta
tontería? ¿Y dónde?
—Aún no sé cuándo. Pero sé dónde: en el mismo sitio en el que
celebraste la anterior.
—¿En mi hotel? ¿En Nueva York?
—¿Por qué no? —dijo Cassie—. Es un hotel. Tiene muchas puertas.
El plan, quinta parte (I)

EN UN LUGAR olvidado de Nueva York, Cassie esperaba a la Mujer.


El salón de baile seguía oliendo a humedad, a pesar de que habían pasado
meses desde la subasta y varias semanas más desde que Cassie se había
precipitado de vuelta a la realidad desde el lugar donde había estado, el
lugar donde había creado los libros. También seguía hecho un desastre, con
todo el suelo cubierto de espejos y de cristales rotos, y con manchas de
sangre en las paredes. La lámpara de araña era un vestigio de lo que había
sido, la luz que proyectaba había mermado mucho y ni siquiera llegaba a
los rincones de la estancia. Habían encendido velas y las habían colocado
alrededor del perímetro de la sala para iluminarla un poco más, pero las
llamas danzaban y titilaban. El salón de baile era ahora un lugar de
sombras, de rincones ocultos y amenazas, ya no era el dominio
resplandeciente del baile y la risa.
Cassie estaba sentada con las piernas cruzadas sobre la plataforma del
fondo de la estancia, delante del espejo que conducía a la habitación del
pánico y a la vía de escape de la Librera. Rememoraba los años que había
pasado con el señor Webber mientras esperaba. Al principio lo había
considerado un calvario, puede que incluso un castigo, pero ahora
recordaba aquellos días con cariño. Siempre los evocaría como una época
en la que se había sentido a salvo y protegida, en la que había podido
disfrutar de las cosas sencillas. Se preguntó, entonces, si las experiencias no
parecerían siempre mejores al mirarlas en retrospectiva, en el recuerdo.
¿Era posible disfrutar realmente de algo en el presente?
Pensó en Izzy y en todo lo que le había hecho pasar. Se sentía muy
culpable por ello. Hacía unas horas, durante el tiempo muerto previo a la
llegada de la Mujer, Cassie se había sentado a charlar con su amiga en el
bar del hotel, ambas rodeadas de botellas y vasos vacíos, los residuos que
habían generado a lo largo de los días que habían pasado allí.
—No te quiero aquí —le había dicho sin mirarla a los ojos—. No puedo
ponerte en peligro.
—Sé que ahora eres mayor que yo, pero no eres mi jefa —le había
replicado Izzy—. Haré lo que quiera. Y quiero estar aquí.
—No es tu lucha. Yo te metí en todo esto. Tú eras la que me decía que
parara.
Izzy se había encogido de hombros.
—Tienes razón. Pero, aun así, no voy a irme a ninguna parte. No soy tu
amiga solo porque siempre hagas lo que te digo. Y no voy a dejar de serlo
por todo lo que ha ocurrido.
—¿Te irás para ayudarme, entonces? —le había preguntado, e Izzy había
entornado los ojos y la había mirado con suspicacia mientras Cassie se
metía la mano en el bolsillo y le pasaba un libro—. Necesito estar segura de
que no se apodera de él. Es el Libro de la seguridad. Si se hace con él, nada
podrá detenerla. ¿Puedes llevártelo a otro sitio y mantenerlo a salvo? Así, al
menos, si nos pasa algo, sabré que la Mujer nunca le pondrá la mano
encima.
Izzy había cogido el libro y había acariciado la cubierta con la mano.
—¿Por qué no me das también los demás libros? —le había preguntado
—. Si quieres mantenerlos a salvo de ella, dámelos todos.
—Los necesitamos —había contestado ella.
—No todos. No para derrotarla.
Cassie había guardado silencio.
—¿No será que solo me lo estás dando para mantenerme a salvo? —
había preguntado Izzy.
Cassie había aceptado que su amiga no se marcharía de su lado.
—¿Al menos puedes quedarte el libro y llevarlo encima en todo
momento, por favor? —le había suplicado—. Hazlo por mí, si te pasara
algo, no me lo perdonaría jamás. Por favor.
Izzy al fin había asentido.
—Pero a ti tampoco va a pasarte nada, ¿vale? Lo superaremos.
Sentada en el salón de baile, esperando a la Mujer, Cassie deseó que su
amiga tuviera razón.
Un ruido la sacó de su ensimismamiento y la hizo levantar la vista para
mirar hacia el fondo del salón. Estaba segura de que lo que había oído era
una puerta que se abría y se cerraba. El ruido que hacía alguien al llegar.
Cassie cogió una bocanada de aire con nerviosismo, con el corazón
latiéndole a toda velocidad.
—Hay alguien aquí —le dijo a la sala.
Todos estaban allí con ella: Drummond e Izzy, Lund y Azaki, todos
escondidos, invisibles gracias a otra de las ilusiones del japonés. A Cassie
le reconfortaba un poco saber que no estaba sola. Esperaba que, en caso de
necesidad, sirviera de algo.
Se apoyó la cabeza en una mano, con el codo sobre la rodilla y el rostro
deliberadamente inexpresivo, mientras su estómago participaba en un
ejercicio de acrobacias gimnásticas.
Esperó y no ocurrió nada durante unos instantes. De repente, el edificio
se quedó muy silencioso, como si hasta las paredes estuvieran conteniendo
el aliento.
Entonces llegó la bruma, zarcillos que se enroscaban y se adentraban en
el salón de baile como serpientes. Giraron hasta convertirse en un muro de
niebla que separaba el salón de su entrada y, después, se abrieron como un
telón, justo igual que durante la última aparición de la Mujer. Esta atravesó
el hueco que quedaba entre las cortinas de niebla y entró en la pista de
baile. Una vez más, llevaba la falda negra a capas y el bustier blanco. La
falda le caía hasta los pies y hacía que pareciera que se alzaba sobre un
charco de sombras. En una mano, llevaba un bolso pequeño agarrado por el
asa, de modo que le colgaba a un costado de la pierna; en la otra, sostenía el
Libro de las nieblas.
La Mujer recorrió la estancia con la mirada y luego la posó en Cassie.
—Tienes que buscarte un truco nuevo —dijo esta, que señaló el muro de
niebla que se retorcía detrás de la Mujer.
Esta continuó mirándola con el rostro totalmente impasible.
—Supongo que te estarás preguntando dónde se ha metido todo el mundo
—prosiguió Cassie.
Se levantó de la plataforma de un salto y dio unos cuantos pasos hacia
delante para encararse a ella desde el lado contrario de la pista.
—No hay nadie más —anunció—. Estamos solas. ¿Quién iba a asistir a
una subasta en este lugar después de lo que ocurrió la última vez?
La Mujer alzó la barbilla de forma casi imperceptible, entornó los ojos.
—La he organizado solo para traerte hasta aquí —le aclaró la chica.
Su adversaria tenía la expresión vigilante y cautelosa de un gato que
acaba de ver a un perro que no conoce.
—No eres muy parlanchina, ¿verdad? —observó Cassie, y se sorprendió
al darse cuenta de que, a pesar del miedo, estaba furiosa con aquella mujer
—. Pero sé que sabes hablar. Es solo para aparentar, ¿no? Para que la gente
piense que eres siniestra.
Las comisuras de la boca de la Mujer se curvaron; no llegó a ser una
sonrisa, sino, tal vez, un reconocimiento del análisis de Cassie.
—Todo lo que te rodea está estudiado al milímetro. Incluso lo de la
niebla cuando entras en la habitación. Como si fueras Drácula o algo así.
La Mujer cambió de postura, alternó el peso del pie izquierdo al derecho.
—Eres todo lo malo que hay en el mundo —continuó Cassie—. Tienes
toda esa magia al alcance de la mano y ¿para qué la usas? Para causar dolor
y sufrimiento. Podrías emplearla para hacer cosas asombrosas y
maravillosas, pero eso es lo único que se te ocurre.
Casi podía sentir a Drummond deseando que cerrara el pico, que se
ciñera al plan, pero no podía contenerse. Estaba desahogándose después de
años de frustración y desesperación.
—Te compadezco —soltó—. Me das pena.
En ese momento, la expresión de la Mujer pareció relajarse por
completo: desaparecieron todas las emociones, quedó solo una máscara en
blanco.
—Qué solitario debe de ser odiarlo todo —prosiguió Cassie mientras
negaba despacio con la cabeza.
El rostro de la otra se endureció: apretó los labios, tensó los músculos de
la mandíbula.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Cassie—. ¿Vas a aplastarme, a
despellejarme o a quemarme con tu luz?
La Mujer bajó la cabeza, un depredador preparándose para atacar.
—Adelante —la urgió Cassie, con el corazón desbocado a causa de la
adrenalina y el miedo—. Dalo todo, no te cortes.
El plan, tercera parte: Drummond y Cassie en las
sombras

LA PARTE MÁS difícil del plan, la que a Drummond le daba más miedo
(quitando la última), era la de seguir a la Mujer para averiguar lo que
necesitaban saber. Durante las horas previas, a solas en el hotel, se paseó de
un lado a otro de su habitación con inquietud, tratando de dilucidar si lo que
estaban haciendo era lo correcto o no. Sentía que el momento se le estaba
echando encima, pero su indecisión lo mantenía allí atrapado, a punto de
enfrentarse a algo cuando ni siquiera estaba seguro de querer hacerlo.
Fue Cassie quien lo sacó de aquel estado cuando llamó a la puerta de su
habitación unos minutos antes de la hora a la que habían quedado en
reunirse en el bar del hotel. Al abrir, la vio allí sola, preciosa, desaliñada,
con el enorme y viejo abrigo que llevaba siempre, con el pelo recogido en la
nuca y la cara despejada.
—¿Estás preparado?
—No —reconoció.
Ella asintió y desvió la mirada hacia un lado.
—Yo tampoco.
Durante unos instantes, permanecieron sumidos en un silencio incómodo,
hasta que Drummond dijo:
—Entonces será mejor que nos pongamos en marcha, antes de que
alguno de los dos pierda el valor.
Fox se dio cuenta de que quería ser más valiente de lo que era en
realidad. Por algún motivo estúpido, como de colegial, deseaba impresionar
a Cassie, a aquella mujer que tanto había sufrido porque él había sido
incapaz de protegerla no solo cuando Hugo Barbary había atacado, sino
también cuando la Mujer había ido a por ellos hacía unos meses en el salón
de baile.
—Sí —convino ella.
Recorrieron juntos el hotel hasta llegar al bar, donde Izzy, Lund y Azaki
estaban pasando el rato, charlando y revolviéndose con una energía
nerviosa.
—¿Vais a hacerlo, entonces? —preguntó Izzy, que se levantó para
saludarlos.
Cassie asintió una vez. Drummond observó a las dos mujeres mientras se
miraban a los ojos.
—Ten mucho cuidado —le dijo Izzy a su amiga al mismo tiempo que la
atraía hacia sí para abrazarla—. Sé que ahora eres mayor, pero tienes que
hacerme caso. Si no, te pegaré una paliza.
Cassie sonrió por encima del hombro de su compañera y, cuando ambas
se separaron, Izzy miró a Drummond.
—A ti también te pegaré una paliza si le pasa algo.
—Lo sé —dijo Fox, que intentó sonreír.
—Vale —dijo Cassie, y asintió con la cabeza para intentar ocultar su
aprensión—. Hagámoslo.
Caminaron hasta la primera habitación que había en el pasillo del bar y
Cassie utilizó el Libro de las puertas para abrirla. Al otro lado, apareció lo
que aparentaba ser otro pasillo del hotel.
—Llegaremos justo antes de la subasta, justo antes del ataque de la Mujer
—le explicó a Drummond—. Pero lo bastante lejos del salón de baile como
para que nadie nos vea.
—De acuerdo —dijo él.
Le tendió una mano y Cassie la miró, confundida.
—Voy a hacer que nos traslademos a las Sombras —le explicó él—.
Tienes que agarrarme la mano.
—¿Qué? La última vez, cuando hice que entráramos en tu biblioteca, no
te cogí de la mano.
—Eso fue distinto —señaló Fox—. La Biblioteca estaba en las Sombras
y lo único que hicimos fue ir juntos hasta allí. Ahora soy yo el que va a
entrar en las Sombras. Si vienes conmigo, tenemos que darnos la mano. Y
no puedes soltarte, ¿entendido?
—¿Qué pasa si me suelto? —preguntó Cassie.
—Te caerás de las Sombras e irás a parar de nuevo al mundo real. —Hizo
un gesto de negación con la cabeza, muy serio—. Por favor, no te sueltes,
estaremos muy cerca de la Mujer.
—Cógele la mano, Cassie —gritó Izzy a su espalda—. Agárrasela como
si fuera tu libro favorito.
—¡Cállate! —farfulló su amiga.
Drummond la vio dudar, mirarle la mano como si fuera algo extraño y
espeluznante. Por fin, Cassie estiró el brazo y entrelazaron los dedos. Tenía
la mano fría y suave y, al sentir su contacto, Fox notó un escalofrío
inesperado y delicioso. Se miraron a los ojos y Drummond pensó que ella
también lo había sentido. Parecía un poco cohibida, tanto como él.
—¡Qué monos estáis así! —exclamó Izzy, pícara y sonriente.
—¡Te he dicho que te calles! —ladró su amiga.
—¿Preparada? —preguntó Drummond.
Cassie tragó saliva con dificultad y luego asintió.
—Recuerda, no podemos hablar… No te oiré. Debemos permanecer
juntos pase lo que pase.
Ella volvió a asentir para dejarle claro que lo entendía.
Franquearon la puerta y, una vez en el pasado, la cerraron tras ellos.
Drummond hizo que se adentraran en las Sombras y, de repente, todo se
volvió gris y onírico. El Bibliotecario volvió a experimentar aquella
sensación tan agradable y familiar de estar flotando en la irrealidad.

RECORRIERON EL HOTEL, atravesando paredes insustanciales y habitaciones


olvidadas, hasta llegar a la planta baja, donde había gente que se movía,
formas bulbosas y estridentes en aquel mundo irreal. Drummond estaba
acostumbrado a ver el aspecto de los humanos en las Sombras, pero cayó en
la cuenta de que era la primera vez que Cassie se topaba con algo así. La
miró y vio que tenía los ojos muy abiertos, asombrados. Le apretó la mano
con suavidad para que volviera la cabeza hacia él. Fox la señaló brevemente
con la barbilla: «¿Estás bien?». Ella asintió y volvió a contemplar la escena
que tenía delante.
Juntos, agarrados de la mano, se situaron a un lado del salón de baile para
observar el desarrollo de unos acontecimientos que recordaban, aunque esa
vez los verían como si estuvieran debajo del agua, en tonos monocromos y
con los ruidos amortiguados y resonantes. Vieron a la gente gritar y morir, y
vieron a la Librera escapar. Fueron testigos de cómo la Mujer destrozaba a
Okoro y vieron a Diego con la pistola. Contemplaron la ilusión de Izzy, y a
Cassie gritar de espanto y horror en el momento en el que creyó que su
amiga había muerto, y después la vieron de huir por una puerta. Drummond
vio a su yo anterior mientras caía presa del pánico y movía los ojos de un
lado a otro, y luego aquel yo anterior y cobarde se disolvió en la nada, en
sus propias sombras.
Sintió un tirón suave. Cassie señaló con el dedo y él siguió la dirección
que indicaba hasta ver a la Mujer, al ángel devastador, abandonar el salón
de baile. Fox se apresuró a seguirla, con Cassie correteando a su lado, sin
soltarle la mano, y se agarró con la mano libre al hombro a la Mujer, se
aferró a ella y se dejó llevar mientras avanzaba por el vestíbulo. Ya no
tenían que correr. Miró a Cassie y, en cuanto esta lo entendió, también
levantó los pies del suelo. Permitieron que la Mujer los arrastrara hacia la
noche neoyorquina mientras se agitaban tras ella como una capa zarandeada
por el viento.
Los llevó a un coche. Drummond y Cassie se sentaron en el asiento
trasero, cogidos de la mano como unos amantes tímidos, mientras la Mujer
conducía durante horas a través de la noche. En un momento dado, Fox se
dio la vuelta y vio que Cassie tenía los ojos cerrados, como si estuviera
dormida. Parecía muy tranquila, pensó, a pesar de que estaban viajando con
una criatura de pesadilla. La dejó descansar y, tras preguntarse qué clase de
sueños tendría una persona en las Sombras, se giró para ver el mundo pasar.
El viaje fue silencioso. No hubo ni radio ni música. Solo el ruido del motor
y los ojos de la Mujer en el espejo retrovisor, que de vez en cuando se
alzaban para mirar hacia la carretera a través de Drummond.

CUANDO EL COCHE se detuvo, Cassie ya estaba despierta. Miró a Drummond


a través de las Sombras, con los ojos abiertos como platos de preocupación,
y él le apretó la mano, intentó tranquilizarla a pesar de que su propio terror
hizo que se le erizara el vello.
Fox atravesó la carrocería lateral del coche y tiró de Cassie para que lo
siguiera. Estaban rodeados de bosque por todas partes, aunque también
había una casa, y ruido y luz: otro vehículo. Los dos flotaron detrás de la
Mujer, la observaron en silencio mientras invitaba a los dos hombres a
entrar en su casa. Cassie tiró del brazo de Drummond para llamar su
atención y, cuando él la miró, señaló a los dos desconocidos con un gesto
urgente.
«¿Qué hacemos?»
Él se encogió de hombros y después negó con la cabeza, apenado.
«Nada.»
Cassie se puso tensa y trató de llevarse las dos manos a la cara, tiró de la
de Drummond hasta que él opuso resistencia. Cuando la chica le dirigió una
mirada feroz, él solo pudo asentir: «Lo sé».
La condujo hacia el vestíbulo de la casa a través de la pared exterior y
siguieron a los dos hombres cuando bajaron al sótano.
Fox, seguido de Cassie, se detuvo al lado de las escaleras y se dispuso a
esperar, con el estómago rebosante de pavor, como si acabara de comer
hasta hartarse. Notó un zumbido en los oídos y se dio cuenta de que era su
propia sangre, que le bombeaba cada vez más deprisa por el cuerpo.
Después de que uno de los hombres se tumbara en el frío suelo de
cemento, la Mujer envió al segundo a un colchón que había en una esquina.
Drummond se percató de que el primero tenía unos ojos hambrientos, y
también ciegos ante la amenaza. Creía que tenía la situación bajo control y
que aquella mujer pequeña y hermosa no representaba ningún peligro para
él.
Y luego la incomprensión, el pánico cuando el suelo empezó a tragárselo.
Fox se obligó a mirar y a ser testigo de hasta el último segundo del terrible
forcejeo del hombre. Observó a la Mujer y la dicha que le invadía los ojos
al contemplar el sufrimiento que estaba provocando. Se obligó a mirar
porque aquello era un antídoto contra cualquier reserva que le quedara
respecto a lo que planeaban hacer. Lo que estaba viendo le dejaba claro qué
era la Mujer. Por qué tenían que detenerla.
Cassie le tiró del brazo como si intentara huir, pero él la retuvo, la miró y
sacudió la cabeza con severidad: «Tenemos que saberlo. ¡No hemos
terminado lo que hemos venido a hacer!».
Drummond Fox, decidido a cumplir con lo que había que hacer, costara
lo que costase.
Se odió a sí mismo cuando la chica intentó darse la vuelta y apartar la
mirada de lo que estaba ocurriendo.
De pronto, el hombre del suelo ya no era más que unos labios que
chasqueaban y unas fosas nasales que luchaban por respirar. Drummond
continuó mirándolo hasta que los labios se quedaron inmóviles, hasta que
aquel desconocido murió en su tumba de hormigón. Entonces abrazó a
Cassie con fuerza mientras ella escondía el rostro en su pecho y las manos
entrelazadas de ambos quedaban apretadas entre ellos con torpeza.
La Mujer se acercó al colchón y Fox avanzó unos cuantos pasos para
poder mirar. No porque quisiera, sino porque tenía que hacerlo.
Cassie le apartó la cara del pecho y miró hacia el colchón justo cuando el
hombre empezaba a convulsionar y a derretirse, a convertirse en un líquido
espumoso mientras sus gritos aporreaban las Sombras.
Sacudió la cabeza con violencia y se apartó, utilizó su mano libre para
intentar desembarazarse de los dedos de Drummond. Gritaba en silencio
hacia las Sombras: «¡No! ¡No! ¡No!». Fox se dio cuenta de que estaba
aterrada, de que no paraba de lanzar miradas de pánico hacia donde la
Mujer inspeccionaba la papilla líquida que hasta hacía unos momentos era
un hombre.
Drummond intentó atraerla de nuevo hacia él, captar su atención, pero el
pánico la había transformado en un animal aterrorizado, con los ojos
desorbitados y delirantes. Cassie empezó a golpearle el pecho con el puño,
desesperada por soltarse.
Entonces la Mujer se puso de pie.
Y miró directamente hacia ellos.
A Drummond se le paró el corazón. Tuvo que hacer acopio de hasta su
último ápice de valor para no soltar a Cassie y ser él quien huyera.
Cassie sintió algo, notó el cambio en Drummond y se detuvo. Siguió la
mirada del hombre hasta donde se encontraba la Mujer. Y, de repente, ella
también se quedó inmóvil, como si acabaran de ver a un depredador. El
mundo entero se paralizó, esperando a lo inevitable.
EL MOMENTO PASÓ y la Mujer se dio la vuelta. Drummond miró a Cassie y
vio que estaba llorando, que le rodaban lágrimas de sombra por las mejillas.
Sin embargo, el pánico parecía haber remitido. Estaba observando a la
Mujer y haciendo un esfuerzo visible por no mirar el colchón.
Cuando la dueña de la casa se encaminó hacia un rincón del sótano,
Drummond avanzó unos cuantos pasos para seguirla. Las Sombras y la
oscuridad se disiparon lo justo para que pudiera atisbar lo que hacía la
Mujer. Había una caja fuerte allí mismo, en el sótano. La vieron abrirla y
vislumbraron cuatro libros en su interior. Se sacó más libros del bolso y los
colocó junto a los volúmenes que ya había dentro. Drummond intentó
aguzar la vista en la penumbra para distinguir cuáles eran.
Luego, la Mujer cerró la caja fuerte, se irguió y pasó junto a ellos. El
repiqueteo de sus tacones contra los peldaños mientras ascendía de nuevo
hacia la casa fue un metrónomo lento, y pareció que pasaba una eternidad
antes de que desapareciera y la puerta del sótano se cerrase tras ella.
Drummond miró a Cassie, que tenía la vista clavada en la caja fuerte.
Cuando le apretó la mano, la chica tardó unos instantes en volver la cara
hacia él. Parecía traumatizada. Tenía la expresión vacía de una de esas
personas que salen en las noticias, del testigo presencial de un suceso
horrible.
Drummond señaló la caja fuerte y levantó la barbilla para hacerle una
pregunta: «¿Suficiente?».
Ella lo sopesó un instante, con la mirada perdida, y luego asintió.
Había visto suficiente. Más que suficiente.
El plan, cuarta parte: Azaki y los libros

—YA SABES CUÁL es el problema de Lund —dijo Azaki, que agitó su copa
con aire despreocupado.
—No, no lo sé —respondió Izzy—. Pero cuéntamelo.
—Su problema es que cree que estar siempre callado hace que la gente
piense que es tonto. —Azaki miró fijamente al gigante, que lo observaba
desde el otro lado de la mesa. Tenía el ceño un poco fruncido, y eso era lo
más parecido a una mueca de disgusto que el japonés le había visto esbozar
jamás—. De lo que no se ha dado cuenta es de que los tontos no suelen
permanecer callados, normalmente son los más escandalosos de la
habitación.
—Madre mía —murmuró Izzy—. ¿Qué dice eso de mí?
Azaki la miró un momento y luego se echó a reír.
—Siempre hay una excepción a la regla. Porque está claro que tú no eres
tonta.
—Solo escandalosa —repuso la chica en tono alegre.
—Mucho —señaló él, que brindó con el aire antes de llevarse la copa a
los labios.
Estaban en el bar de la entreplanta del Hotel Macintosh. A Azaki, aquel
edificio le daba escalofríos. Lo odiaba, sobre todo por la noche cuando se
iba a dormir. Era un lugar vacío, con un montón de habitaciones llenas de
melancolía y recuerdos. De todos los rincones del hotel, el bar de la
entreplanta era el único en el que se encontraba cómodo. Desde que se
había sumado a Lund y a los demás hacía unos días, los ratos que pasaba
sentado allí con el gigante y con Izzy eran en los que se sentía más relajado.
Reencontrarse con Lund y Cassie tanto tiempo después de haberlos visto
en Chile le había resultado extraño. Para ambos, cuando Azaki se reunió
con ellos en Bryant Park, no habían pasado más que unas horas desde el
último encuentro en Antofagasta. Habían cruzado una puerta en Oregón
para llegar a Chile y, tras convencerlo de su futuro, habían hecho el
recorrido inverso. Después, habían franqueado otra puerta, junto con Izzy y
Drummond Fox, para plantarse en Nueva York y encontrarse con Azaki, tal
como le habían prometido.
Habían pasado la primera noche en un anodino hotel para turistas del
Midtown y, mientras estaban allí, Cassie había visitado a la Librera en el
pasado y la había persuadido para que les permitiera utilizar el Hotel
Macintosh, un lugar que, al parecer, le pertenecía. El japonés se había
entusiasmado bastante cuando había oído hablar del lugar por primera vez,
pero, después de cruzar la ciudad y traspasar las vallas de madera para
entrar en el viejo edificio, se había llevado una decepción.
Sin embargo, conocer a Izzy le había servido de estímulo durante los
últimos días. Disfrutaba pasando tiempo con ella. Lund era una compañía
cómoda, como una habitación tranquila y apacible donde relajarse. Izzy, por
el contrario, era la mejor fiesta a la que habías asistido en tu vida —alegre,
divertida y guapa—, así que le encantaba estar cerca de ella. Cassie también
era amable, debajo de la capa de preocupación y silencio. Y Drummond
Fox había supuesto toda una revelación para él: era mucho más afectuoso
de lo que podría haberse imaginado, y tenía un sentido del humor que
parecía aflorar cuando estaba más relajado.
Durante aquella primera noche en el Hotel Macintosh, Azaki e Izzy
habían salido a comprar provisiones. Alcohol, sobre todo, pero también
algo de comida. Desde entonces, habían pasado la mayor parte del tiempo
en el bar, charlando, bebiendo e intentando ignorar los nervios y los miedos.
A veces Cassie también se les unía, por lo general distraída y distante.
Cuando Drummond se acercaba, estaba claro que, a pesar de beber en
silencio, escuchaba sus charlas; era como si quisiera estar cerca de la gente,
pero sin tener la obligación de participar. Azaki lo comprendía.
—No me había dado cuenta de que sabías lo listo que soy —dijo
entonces Lund, y Azaki lo miró, sorprendido.
—No he dicho que seas listo —repuso.
—Eso es cierto —le dio la razón Izzy—. No ha dicho que lo seas.
—Solo he dicho que no eres tan tonto como quieres que la gente crea que
eres.
Lund lo pensó un momento y luego dijo:
—Ojalá fuera tan listo como para entender la diferencia.
—Eres muy seco —replicó Azaki—. Es imposible saber si estás de
broma o no.
Fue entonces cuando Cassie y Drummond llegaron al bar y todos los
vieron desaparecer por la puerta en dirección al pasado.
—Ya está —dijo Izzy, una vez que se marcharon—. Va a pasar.
—Sí —convino Azaki, y se dio cuenta de que estaba nervioso.
La siguiente parte dependía de él. Dejó la copa sobre la mesa.
Cassie y Drummond regresaron casi de inmediato. La puerta se abrió, la
cruzaron dando tumbos y ella la cerró de golpe a su espalda. El japonés se
alarmó al ver la expresión de la chica. Tenía los ojos hundidos y la piel
pálida.
—¿Y bien? —le preguntó.
Se dio cuenta de que estaba cerrando y abriendo la mano rápidamente en
el bolsillo, un tic nervioso que siempre había tenido de niño.
Cassie pasó junto a él y se dejó caer en uno de los asientos del bar.
—Necesito un trago —dijo Drummond—. ¿Dónde está el whisky?
—Detrás de la barra —respondió Izzy, aunque sin apartar la mirada de
Cassie.
Se sentó junto a su amiga en el sofá.
—¡Tráeme uno! —le gritó Azaki a Fox mientras este se dirigía hacia la
barra.
Drummond levantó una mano para que supiera que lo había oído.
Parecía que Cassie estuviera intentando poner orden en sus
pensamientos.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó Izzy, que intuía con total claridad que
algo iba mal.
Azaki intercambió una mirada con Lund, que arqueó y bajó las cejas una
sola vez.
—Da igual —dijo Cassie—. Hemos visto a la Mujer. La hemos seguido
hasta su casa. Estábamos con ella y… ha matado a dos hombres mientras
estábamos allí. —Negó con la cabeza—. Ha sido horrible, Izzy.
Su amiga se angustió y le agarró la mano.
—¿Qué les ha hecho? —preguntó Azaki.
No pudo contenerse. Estaba asustado y quería disponer de toda la
información posible.
Cassie levantó la cara para mirarlo. Daba la sensación de estar a
kilómetros de distancia.
—A uno lo ha licuado —dijo—. Creo… Creo que el hombre gritaba
mientras se derretía. Pero sonaba como un gorgoteo, porque era todo
líquido. Ay, Dios…
Se apoyó la cabeza en las manos. Azaki se cruzó de brazos y empezó a
pasearse por el bar, inquieto.
—Nunca he tenido más claro que debemos seguir adelante —dijo Cassie
sin quitarse las manos de la cara—. Es perversa. —Después miró a Azaki
—. Hemos descubierto dónde guarda los libros. En una caja fuerte del
sótano, en una casa al sur de aquí.
—Entonces, ¿puedes cogerlos? —le preguntó Azaki.
—Creo que sí —contestó. Se volvió hacia Izzy—. ¿Te acuerdas de
aquella primera noche en el Hotel Library? Estuvimos hablando de un
ladrón que podía abrir y cerrar una caja fuerte.
—Si —dijo su amiga con una sonrisa débil.
Drummond regresó con una botella de whisky en una mano y cinco vasos
apretados contra el pecho en el otro brazo. Sirvió copas para todos,
brindaron en silencio y bebieron, incluso Cassie.
—Hagámoslo —le dijo esta a Drummond—. Vayamos a por los libros.
—Luego se dirigió a Azaki—. ¿Estás preparado?
El japonés asintió, aunque estaba nervioso.
—¿Cómo funciona? —preguntó Lund, que señaló la puerta por la que
Cassie y Drummond habían vuelto—. Esa puerta es más grande que la de
una caja fuerte.
—Ni idea —respondió Cassie—. Pero vamos a averiguarlo.
CASSIE SE LEVANTÓ, se limpió la boca con la manga y se acercó de nuevo a la
puerta. Sostuvo el Libro de las puertas a un lado mientras el ejemplar
brillaba y resplandecía, y después estiró la otra mano para girar el pomo. Al
otro lado, en lugar de un pasillo vieron una pared negra y sólida, y lo que
parecía el interior de una caja fuerte: un hueco de medio metro cuadrado
que colgaba a unos treinta centímetros del suelo.
—¿Es esta? —preguntó Izzy.
—Sí —respondió Drummond—. Esta es su caja fuerte.
Azaki vio a Cassie meter la mano y sacar los libros. Se los mostró uno
por uno y el hombre los estudió con detenimiento.
—¿Puedes crear versiones de estos volúmenes?
Azaki asintió. Sabía que podía, pero también conocía las limitaciones de
lo que era capaz de hacer el Libro de la ilusión.
—Pero la ilusión no durará para siempre. Puede que unas horas. Un día,
si tenemos suerte. Y tendré que estar concentrado durante todo ese tiempo.
Deseó no haber bebido tanto a lo largo de las últimas horas.
—Así que tenemos que convocar la subasta para dentro de doce horas —
concluyó Cassie.
—Eso es lo que duró el trayecto hasta su casa —señaló Drummond—.
Cuando viajamos con la Mujer. Está a unas doce o trece horas en coche. Si
la Librera convoca la subasta, tendrá que salir casi de inmediato.
—Entonces la ilusión solo tiene que durar lo que la Mujer tarde en coger
los libros y ponerse en marcha —le dijo Lund a Azaki—. Fácil, ¿no?
El japonés le dedicó una sonrisa forzada, aunque pensó que Lund lo hacía
con buena intención.
—Sí, fácil.
—¿Estamos preparados para hacerlo? —preguntó Cassie, que los fue
mirando uno a uno—. Porque, cuando convoque la subasta, ya no habrá
vuelta atrás.
—¿Por qué no le quitamos los libros sin más? —preguntó Izzy—.
Quítale los libros y nos olvidamos de ella.
Cassie negó con la cabeza.
—Ya lo hemos hablado.
—Hay más libros por ahí —convino Drummond mientras se servía otro
trago—. Es mejor que desaparezca para siempre.
Azaki sintió la tensión de la sala, una cuerda de guitarra tan tirante que
estaba a punto de partirse.
—Muy bien —dijo Cassie—. Azaki, crea las ilusiones. Y luego llamaré a
la Librera.
—Déjale el Libro de las nieblas —ordenó Drummond.
—¿Por qué?
—Le gusta hacer una entrada espectacular, ¿no? —dijo Drummond—. Si
intenta generar niebla y no funciona, se dará cuenta de que los libros han
desaparecido antes de que nos dé tiempo a ocuparnos de ella. Déjale ese.
No nos quedará más remedio que quitárselo cuando llegue.
Azaki asintió y Cassie devolvió el Libro de las nieblas a la caja fuerte.
Entonces el japonés se puso manos a la obra y el Libro de la ilusión
empezó a emitir una luz suave. Creó imitaciones de todos los libros que se
habían llevado y las metió en la caja fuerte. Les dio peso y textura, una
ilusión de sustancia, magia tanto para las manos como para los ojos.
—Está hecho —murmuró, y siguió concentrado en los libros imaginarios
de la caja fuerte.
Se apartó y se dirigió al sofá, donde cerró los ojos para no distraerse.
Sentía los libros ilusorios que descansaban en el escondite de la Mujer. Se
mantuvo aferrado al Libro de la ilusión y los colores suaves continuaron
derramándose por los bordes de las páginas.
Oyó que Cassie volvía a cerrar la puerta y, con ella, la caja fuerte de la
Mujer.
—¿Estamos listos? —preguntó la joven. Luego, tras una serie de gestos
de asentimiento, dijo—: Voy a llamar a la Librera.
«Pronto acabará —pensó Azaki—. De una forma u otra.»
El plan, quinta parte (II)

—ADELANTE —DIJO CASSIE—. Dalo todo, no te cortes.


La Mujer la observó un momento y luego le dedicó una sonrisa.
—¿Es aquí donde quieres que use mis libros? —Ladeó un poco la cabeza
—. ¿Es aquí donde quieres que me dé cuenta de que mis libros han
desaparecido?
A la chica se le heló el cerebro cuando su plan descarriló de repente; su
plan era un tren que se precipitaba a toda velocidad por una ladera mientras
la Mujer la miraba con absoluta tranquilidad.
Cassie se lamió los labios, notó que las entrañas le hervían de miedo y,
mientras tanto, la Mujer abrió el bolso que llevaba colgado del codo. Sacó
un libro y lo miró con el rostro impasible. Casi al instante, el volumen se
volvió insustancial, una mera sugerencia de un cuaderno en el aire. Y luego
nada, solo la mano vacía de la Mujer.
Desvió la mirada hacia Cassie.
—¿Creías que no me daría cuenta? —preguntó. Empezó a sacar los
demás libros, uno tras otro, y todos ellos se desvanecieron en la nada en
cuanto los tocó—. Conozco los libros —continuó—. Conozco su tacto.
Cassie seguía paralizada, con la Mujer a medio camino entre ella y la
entrada del salón de baile.
«¡Solo tiene el Libro de las nieblas!», le gritó su cerebro. Pero entonces
se acordó de lo que aquel monstruo le había hecho a Yasmin, la amiga de
Drummond, con el Libro de las nieblas.
—Sin embargo, a ti no te conozco —prosiguió la Mujer con la mirada
clavada en ella—. No sé quién eres. No sé cómo has llegado hasta mis
libros. Pero te vi con el Bibliotecario. Te vi aquí durante la última subasta.
—Avanzó unos pasos—. Dime quién eres.
—Eso no importa —contestó con la voz ronca y la mente acelerada,
tratando de idear un plan.
—Oh, claro que importa —le aseguró la Mujer, que la recorrió de arriba
abajo con la mirada—. Voy a perdonarte la vida. Pero desearás estar muerta.
Voy a hacer que me cantes tu dolor. Voy a deleitarme con tus tormentos
durante semanas y meses. —Dio otro paso al frente—. El Bibliotecario está
detrás de todo esto —continuó—. Dime, mujer rubia, ¿dónde está Fox? ¿En
qué consistía su plan? ¿Creía que, con solo llevarse mis libros, podría
detenerme?
Cassie tragó saliva con dificultad: el miedo era una enorme piedra
alojada en su garganta. No podía moverse. No podía pensar.
Entonces el monstruo volvió a meter la mano en el bolso, pero esta vez
sacó una pistola, un revólver cuya boca se convirtió en un enorme agujero
negro delante de los ojos de Cassie.
—¿Crees que necesito libros? —preguntó la Mujer—. Esta es la pistola
con la que maté a mi padre. Tardó muchos días en morir. Le arranqué trozos
del cuerpo a balazos y luego le vendé las heridas para mantenerlo con vida.
Por aquel entonces no tenía libros y, aun así, logré hacer que me cantara.
Cassie se quedó hipnotizada mirando el cañón, el ojo oscuro que la
observaba.
—Para.
La chica miró por encima del hombro de la Mujer. De repente,
Drummond apareció a su espalda, como salido de la nada, tras emerger de
detrás del velo de invisibilidad de Azaki. El japonés también estaba con él,
y Lund, e Izzy un poco más allá. Cassie sintió una oleada de alivio.
—Basta ya —prosiguió Drummond.
Miró a Cassie un instante para comprobar que estaba bien y luego se
centró de nuevo en la Mujer.
—El Bibliotecario —dijo esta—. Y… otros.
Sonrió como si estuviera encantada.
Y entonces Lund se abalanzó hacia ella, un movimiento inesperado que
los sorprendió a todos. Cassie se sobresaltó y dio un respingo, pero la Mujer
fue más rápida. Se volvió, disparó y Lund salió despedido hacia atrás como
si le hubieran dado un puñetazo. Se desplomó contra el suelo.
Inmediatamente, Cassie vio tres cosas:
A Izzy gritar el nombre de Lund y echar a correr hacia él.
A Azaki titilar y desaparecer de nuevo.
Y a Drummond arrojarse hacia la Mujer, tal como había hecho Lund, con
una expresión de determinación en el rostro.
La Mujer apuntó y disparó contra él, igual que lo había hecho contra el
gigante hacía un segundo.
Cassie dudó, insegura de qué debía hacer, y, cuando decidió moverse,
correr hacia la Mujer desde el lado opuesto al de Drummond, ya era
demasiado tarde. La niebla se estaba acumulando a su alrededor.
Fox no se detuvo, parecía que no había recibido el impacto de ninguna
bala, y, a pesar de que la niebla era cada vez más espesa, Cassie alcanzó a
ver que la Mujer entornaba los ojos a causa de la sorpresa.
Intentó acercarse, pero, con aquella niebla cada vez más densa, fue como
chocar contra una sábana, y después contra una almohada.
—¡Drummond! —gritó.
Entonces la niebla desapareció de golpe, el aire se tornó claro y limpio de
improviso y, frente a ella, Azaki tenía a la Mujer agarrada de la muñeca,
había surgido de la nada para arrebatarle el libro de la mano. Mientras la
Mujer miraba hacia el japonés, Drummond había llegado hasta ella y le
había quitado la pistola con las dos manos.
—Es difícil disparar a alguien que lleva el Libro de la suerte —le dijo—.
Soy afortunado.
La Mujer gritó de furia, echando espumarajos por la boca, cuando Azaki
y Drummond la despojaron de sus armas. Eran dos hombres, así que no les
costó dominar a una única mujer liviana.
—¿Qué eres sin tus libros? —preguntó Drummond al mismo tiempo que
Azaki y él se alejaban unos pasos de ella—. ¿Cómo eres sin todos tus
poderes?
La Mujer no contestó.
Desde el fondo de la habitación, Izzy gritó:
—Cassie, está herido. ¡Le ha disparado!
—Estoy bien —gruñó Lund con voz débil.
—No eres nada especial, a fin de cuentas —dijo Drummond sin dejar de
mirar a la Mujer.
—Eres más pequeña de lo que pensaba —añadió Azaki—. No puedo
creerme que te haya tenido tanto miedo durante todos estos años.
Bajó la mirada hacia el Libro de las nieblas, que aún tenía en la mano.
—Mataste a mis amigos —continuó Fox, muy serio—. Me he pasado una
década huyendo de ti. Mi biblioteca…
La Mujer ladeó la cabeza, interesada.
—He pasado mucho tiempo alejado de mi biblioteca con el único
objetivo de protegerla de ti.
Drummond levantó la pistola y apuntó a la cabeza de la Mujer.
—¿Por qué no te disparo ya y convierto el mundo en un lugar mejor?
—No —intervino Cassie con voz suave.
Se acercó y le puso una mano en el brazo a Drummond para obligarlo a
bajar el arma y a mirarla.
—La pistola la ha traído ella —protestó él.
—Lo sé. Pero tú no eres un asesino. Esta no es la forma de hacerlo.
Los tres miraron a la Mujer en silencio y ella les devolvió el gesto con
una expresión desafiante en la cara. Cassie oía a Izzy hablando con Lund,
tranquilizándolo. Sabía que no les quedaba mucho tiempo. No sabía si la
herida del hombretón era grave o no, pero tenían que buscar ayuda.
—Ha llegado el momento de que hagas un viaje —le dijo Cassie a la
Mujer—. Quiero enseñarte el Libro de las puertas. —Se lo sacó del bolsillo
y la Mujer lo miró como si ella fuera un hombre hambriento y el libro fuera
comida—. Quiero enseñarte la nada y ninguna parte. Quiero enseñarte de
dónde vienen los libros.
La Mujer enarcó las cejas al oírla.
—Yo estuve allí —continuó Cassie. Después negó despacio con la cabeza
—. No sobrevivirás. Es un lugar en el que los humanos no pueden existir.
Te destrozará.
Drummond se guardó la pistola en el bolsillo y Azaki tiró el Libro de las
nieblas al suelo. A continuación, ambos se acercaron a la Mujer, uno por
cada lado, con la intención de llevarla hasta la puerta del lateral de la
habitación, tras la que Cassie revelaría la nada y ninguna parte. Sin
embargo, antes de que la atraparan, la Mujer se posó las manos en la falda,
con las palmas hacia abajo sobre las plumas negras.
Azaki fue el primero en llegar y agarrarla del brazo. Ella agachó la
cabeza y le sonrió mirando hacia arriba.
El japonés gruñó. Abrió la boca y lanzó un grito horrible hacia el salón
de baile. Cayó de espaldas sobre el suelo enmoquetado y se llevó las manos
a la cara. En ese momento, Cassie se fijó en que la falda negra había
empezado a brillar, que emitía una luz oscura y palpitante.
La Mujer estiró un brazo y agarró a Drummond antes de que este pudiera
apartarse, y entonces Fox chilló, soltó un alarido agudo y agónico y se le
pusieron los ojos en blanco. Él también cayó al suelo tapándose la cara con
ambas manos.
Cassie retrocedió.
Ya había visto aquello antes, en los recuerdos de Drummond.
—El Libro de la desesperación —dijo.
La Mujer giró sobre sí misma con la elegancia de una bailarina, con la
cabeza echada hacia atrás y la mirada clavada en el techo, como si Cassie
no estuviera allí.
Esta volvió a fijarse en la falda de plumas de cuervo y se dio cuenta de
que no era de tela. Las plumas eran las páginas de un libro cosidas para
formar una prenda.
Antes de que tuviera tiempo de reaccionar, la Mujer se precipitó hacia
delante a una velocidad que no era inhumana, pero sí más rápida de la que
la chica se esperaba, y la asió con ambas manos, con la cara convertida en
un grito crispado de furia. Entonces, Cassie se llenó de desesperación.
Desesperación

EN LA MENTE de Cassie, todo estaba perdido. Se había acabado.


No había esperanza. Estaban derrotados y apenas fue consciente de su
propio cuerpo cuando toda la fuerza y la voluntad la abandonaron, cuando
se derrumbó sobre el suelo.
En el mundo no existía el color. La vida era monocroma y austera.
Existían la conciencia y luego la muerte, y la conciencia quedó destruida
por la inevitabilidad de la muerte.
La muerte.
Su abuelo, un esqueleto con un pellejo flácido y los labios
ensangrentados de tanto toser. El aire estaba cargado de sudor y
sufrimiento. Cassie estaba allí atrapada, en una habitación sin puerta donde
solo había dolor y muerte para siempre, y gemía, y aquel mundo de
desesperación disfrutaba con el sonido de su tormento.
Entonces vio el futuro, su desesperación descorrió una cortina y le reveló
lo que significaba su fracaso. El mundo entero estaba vacío, ciudades
calladas y terrenos yermos. Los campos fangosos en los que no crecían
cultivos estaban sembrados de cadáveres de animales. Los árboles del
horizonte tenían las manos alzadas, horrorizados ante lo que había sido del
mundo.
Aquel era el mundo que la Mujer había creado, y allí estaba, una sombra
en el horizonte, paseando con satisfacción entre la miseria. Era una mancha
negra que se acercaba por el paisaje, que avanzaba por el camino con los
brazos abiertos. Pero Cassie vio que el camino no era un camino. La Mujer
recorría un sendero hecho de personas, todas ellas aplastadas bajo sus pies,
gritando con la boca abierta de par en par hacia el mundo gris. Y el mundo
ya no estaba sumido en el silencio; estaba lleno de ruidos de dolor y agonía.
Aquel era el futuro de la humanidad, del género humano. Por culpa de la
Mujer.
Por culpa de Cassie.
Por culpa de los libros que ella había creado en el ninguna parte y en
todas partes.
Cassie gritó en el salón de baile y en el mundo muerto en el que estaba en
su mente.
Y la Mujer se sintió atraída por el alarido. Escudriñó el entorno con una
mirada hambrienta, utilizando los ojos a modo de focos, y encontró el lugar
en el que Cassie permanecía encogida de miedo. La sonrisa de placer de la
Mujer se convirtió en una mueca de desdén.
Cassie agachó la cabeza, consciente de que el monstruo se dirigía hacia
ella. De que quería añadirla al sendero de cuerpos y huesos, al camino de
gritos que la llevaba por el mundo. Se quedaría allí atrapada para el resto de
la eternidad, una más entre millones de personas.
En lo alto, el cielo era gris y plano, y, al paso de la Mujer, los pájaros
caían al suelo, graznando y aleteando por todas partes mientras el dolor se
apoderaba de ellos. Por debajo, en el barro, los insectos y los gusanos se
retorcían y salían a la superficie, acongojados por la agonía de la Mujer que
pasaba por encima de ellos.
Y la Mujer extendió la mano hacia Cassie, con la boca abierta en un grito
de puro odio.
No podía haber vida sin dolor y sufrimiento.
Cassie chillaba, la mano esquelética se acercaba y la Mujer, aún con la
boca abierta, intentaba desgarrar a la chica con sus dientes ennegrecidos.
Solo había desesperación.
Y entonces hubo un fuego, un fuego inesperado, furioso, airado y bello
porque era algo, algo en lugar de nada.
Incendio

IZZY ESTABA EN el suelo junto a Lund, agarrada a su brazo mientras el


hombre gemía y se retorcía. La bala le había dado en el abdomen, en las
tripas, y la chica tenía un miedo atroz a que le hubieran perforado algún
órgano y que tuviera una hemorragia interna.
—¡Lund! —exclamó—. Háblame.
El hombre era una roca de músculos tensos, tenía los ojos cerrados y
apretados.
—Estoy… bien —farfulló él sin separar los dientes.
Izzy sabía que necesitaba ayuda médica, que tenía que moverlo. Levantó
la vista para ver qué estaba ocurriendo con la Mujer, y entonces vio a
Cassie, a Drummond y a Azaki tirados en el suelo, todos gimiendo. La
Mujer seguía en pie a unos pasos de ellos, girando sobre sí misma con la
cara levantada hacia el techo. Rodeada de sufrimiento, parecía casi feliz.
—¿Qué? —jadeó Izzy.
No tenía ni idea de lo que estaba pasando, de lo que estaba haciendo la
Mujer, pero se dio cuenta de que le brillaba la falda.
Volvió a mirar a Lund, que tenía la mandíbula tan apretada que la chica
pensó que iba a reventarse los dientes. Más allá, Cassie soltó un grito y
Drummond empezó a gruñir. Azaki no paraba de repetir «No, no, no» una y
otra vez y, mientras Izzy lo miraba, se puso a cuatro patas y empezó a
golpearse la cabeza contra el suelo enmoquetado, como si intentara perder
la consciencia.
La Mujer se dio la vuelta y abrió los ojos como platos al verla. Echó a
andar hacia ella y la joven se quedó paralizada, incapaz de moverse, sin
apartar la vista del monstruo mientras se acercaba cada vez más. Y entonces
la Mujer le acarició la mejilla suavemente con una mano e Izzy reaccionó
retrocediendo. Pero no sintió nada, ni siquiera cuando el monstruo volvió a
alejarse haciendo piruetas, bailando al ritmo de una música que solo ella
oía.
Izzy se dio cuenta de que estaba a salvo, de que el libro que Cassie le
había dado la estaba protegiendo. En ese momento, lo sintió en el bolsillo,
cálido y pesado, un escudo contra lo que fuera que estuviese afectando a sus
amigos.
Mientras la Mujer danzaba a escasos metros de distancia, volvió a fijarse
en la falda destellante. Estudió las plumas con más detenimiento y se
percató de que ni siquiera eran plumas. Por eso brillaba la falda: era uno de
los libros especiales. Toda la prenda estaba hecha de las páginas de un libro
cosidas entre sí.
El monstruo seguía bailando a la luz titilante de las velas, con la cabeza
echada hacia atrás.
«No se ha parado a pensar en ti ni un segundo —se dijo Izzy—. No eres
nada para ella.»
Odiaba a la Mujer con todas sus fuerzas. No era más que una abusona
egoísta. Ni mejor ni peor que los niños que se metían con ella en el patio del
colegio cuando era pequeña.
Miró a Lund, a Cassie, a Drummond y a Azaki. Ella era la única que se
mantenía en pie y podía hacer algo.
Examinó otra vez la falda, ahora ya viendo el papel basto y seco en lugar
de plumas, y, más allá, vislumbró el parpadeo de las velas. Entonces se
acordó de algo que Drummond le había dicho hacía meses, durante aquella
mañana en Lyon. Y también recordó la tarde que había pasado sentada en la
playa con Lund, en Oregón.
Se levantó de un salto y se llevó la mano al bolsillo en busca del mechero
que el gigante había utilizado para prender la hoguera. Lo encendió, avanzó
unos pasos y lo acercó al bajo de la falda negra mientras la Mujer, de
espaldas a ella, miraba a Drummond y a Cassie.
Las llamas brotaron al instante, lamieron las páginas gruesas y secas del
Libro de la desesperación y, pocos segundos después, toda la prenda estaba
ardiendo. Ahora la Mujer llevaba una falda de fuego.
Mientras Izzy retrocedía para volver junto a Lund y la Mujer daba un
respingo de sorpresa y gritaba, la joven vio que Cassie se sacudía hasta
recuperar la conciencia y que Drummond se incorporaba. Que Azaki dejaba
de golpearse la cabeza contra el suelo y que incluso Lund abría los ojos
para ver qué estaba ocurriendo.
La Mujer chillaba de furia e intentaba apagar las llamas con las manos.
—¡Drummond! —gritó Cassie, e Izzy la vio correr hacia el espejo del
fondo de la habitación, el que ocultaba el pasadizo secreto y que también
era una puerta.
Al otro lado de la estancia, Drummond tenía un libro resplandeciente en
una mano. Flexionó el otro brazo y la Mujer se alzó del suelo: una bola de
fuego y furia en el aire. Cassie abrió el espejo y, tras él, reveló un agujero
oscuro en la pared, un rectángulo de nada hacia el que Drummond movió
los brazos. La Mujer salió disparada por el aire, a un metro del suelo, un
reguero de fuego que volaba aullando como un animal atrapado en una
trampa.
Antes de desaparecer a través del rectángulo de oscuridad, la Mujer se
dio la vuelta hacia ellos y, con la cabeza echada hacia atrás, los miró como
si se hubiera caído de un edificio y ellos estuvieran en el tejado viéndola
descender en picado hacia su perdición. Mientras se alejaba, estiró una
mano en busca de algo a lo que agarrarse y, entonces, se desintegró en la
oscuridad. Su aullido se fracturó en mil aullidos y luego fue la nada.
Cassie cerró el espejo de golpe, y el fuego y el ruido desaparecieron.
Al lado de Izzy, Lund gimió y cerró los ojos una vez más.
La chica se sacó el Libro de la seguridad del bolsillo y se lo puso en las
manos.
—Vamos —dijo, con lágrimas en los ojos—. Funciona.
Sus amigos corrieron hacia ellos desde el otro extremo de la sala e Izzy
albergó la esperanza de que no fuera demasiado tarde y que Lund se pusiera
bien.
El último acto de Hugo Barbary (2002)

EN EL PASADO, el hombre que durante muchos años había sido conocido


como el doctor Hugo Barbary estaba sentado en el borde del estanque
reflectante que había frente al Radio City Music Hall, en la Sexta Avenida.
Era de noche en la ciudad, una noche cálida, húmeda y furiosa, y Hugo
Barbary era pura discordia.
Cassie lo había devuelto otra vez al pasado a través de una puerta del
salón de baile. Por lo que era capaz de deducir cuando no estaba distraído
por la tormenta que le rugía en la mente, había retrocedido muchos años.
Quizá veinte. No tantos como la última vez, pero, sin duda, estaba en el
pasado.
Se estremeció y gruñó al sentir un dolor punzante en el cráneo.
Esa mujer, la Librera, le había hecho algo, estaba seguro. Había usado el
Libro del dolor y le había alterado algo. No había vuelto a encontrarse bien
desde entonces. Al llegar al pasado, se había puesto a caminar sin rumbo, y
sabía que su aspecto había sido el de otro viejo loco deambulando por las
calles de Manhattan. Había ido a parar a la Sexta Avenida y se había
detenido en el estanque para tratar de calmarse.
Se sentía a ratos furioso y a ratos eufórico, tan pronto torturado como
dichoso. Era dos personas en plena lucha. El Libro del dolor había liberado
toda su confusión interior, los recuerdos y las experiencias de la infancia
que lo habían convertido en el hombre monstruoso que era. El libro le había
vuelto a crear todo el sufrimiento, le había conferido vida e intención
propias a su dolor, y ahora se peleaba contra él.
El resto de Hugo, las otras partes de él que ya no sufrían, parecían un
fragmento de su ser que llevaba décadas dormido. Conservaba todos los
recuerdos, todas las experiencias, pero era una persona distinta, un hombre
horrorizado y aterrorizado por las cosas que había hecho antes de que la
Librera lo cambiara con el Libro del dolor.
En la ruidosa noche de Nueva York, con los ojos deslumbrados por las
luces y los faros brillantes, Barbary echó la cabeza hacia atrás y gruñó, y un
par de turistas sentados cerca de él en el borde del estanque le lanzaron una
mirada de inquietud y se alejaron con disimulo.
El dolor estaba vivo e intentaba recuperar a Hugo, pero él no quería. La
parte de él que una vez había sido un niño, que había sido inocente antes de
la herida, se resistía.
Gritó con los dientes apretados, se agarró con ambas manos al borde de
hormigón del estanque, tensó el cuello. Su grito se disipó por encima de él,
en el cielo, engullido por los bocinazos del tráfico y el estruendo de los
trenes subterráneos que circulaban bajo la Sexta Avenida.
Creyó que se había acabado, durante un instante se convenció de que se
encontraba mejor, así que empezó a relajarse. Pero entonces volvió el dolor.
Era un dolor físico y Hugo Barbary llevaba encima el Libro de la salud, que
trabajaba para eliminarlo de su cuerpo como el veneno de una herida, o
como una astilla enterrada desde hacía mucho tiempo. De pronto el dolor se
abrió paso hacia fuera, una cosa tenebrosa e intangible que le salió a
chorros por la boca y nadó en el aire hasta ocultarse en la contaminación y
la oscuridad de la noche.
De forma repentina, Hugo se sintió liberado. Tenía la mente despejada, la
agonía había desaparecido, y miró a su alrededor con los ojos muy abiertos
y maravillados. Por primera vez en su vida, vio de verdad el mundo que lo
rodeaba —los colores, la vida, la actividad— y le pareció extraordinario.
Se levantó al instante, embargado de improviso por la oportunidad y la
posibilidad. Era un anciano, pero llevaba consigo el Libro de la salud y el
Libro de las caras. Le quedaban muchos años por delante y muchas formas
de pasarlos. Mientras caminaba hacia el sur por la Sexta Avenida, con los
ojos brillantes y una sonrisa en la cara, decidió que ya no era el doctor
Hugo Barbary. Ese nombre era el que otra persona había elegido con la
intención de transmitir ciertas ideas. Nunca había sido su verdadero
nombre. El anciano que había sido Hugo Barbary durante la mayor parte de
su vida decidió que ahora tomaría otro nombre. No sabía cuál, pero tenía
mucho tiempo para decidirlo.

EL DOLOR DE Hugo Barbary flotaba en el aire de la calurosa noche


neoyorquina. Nadaba por encima del tráfico y de la gente pasando
inadvertido. Sin embargo, era un dolor creado por un libro especial, un
dolor que, aunque no estaba vivo del todo, disponía de intención y voluntad.
El dolor esperaba, pero sin saber a qué.
Esperó hasta que pasó una familia joven, los Belrose, que habían ido de
vacaciones a Nueva York por primera vez para disfrutar de las atracciones
turísticas y de las luces brillantes. Se sentaron junto al estanque y
compartieron los M&M y la Coca-Cola que acababan de comprar. Al cabo
de un rato, la hija pequeña, Rachel, se apartó de sus padres mientras estos
charlaban de cosas aburridas de adultos y se puso a caminar por el borde,
intentando mantener el equilibrio y jugueteando con la posibilidad de caerse
y empaparse.
Se quedó allí parada, en la esquina de la Sexta Avenida con la calle 49, y
contempló el Rockefeller Center y el resto de los edificios altísimos que la
rodeaban. Rachel estaba entusiasmada con estar lejos del campo, de la vieja
cabaña en la que vivían. No creía que fuera a dormir cuando regresaran al
hotel, iba a quedarse despierta junto a la ventana toda la noche,
contemplando a la gente y el tráfico. En casa, desde su habitación, no veía
nada, solo oscuridad y árboles. Era aburridísimo.
Entonces se volvió hacia sus padres, que se habían levantado y estaban
comprobando que no se dejaban nada.
—¡Vamos, Rachel! —la llamó su padre con una sonrisa.
La niña echó un último vistazo a su alrededor y luego bajó del borde del
estanque de un salto y, cuando lo hizo, el dolor de Hugo Barbary se apoderó
de ella. Se la tragó, o ella se lo tragó, y Rachel aterrizó de rodillas en la
acera.
Durante unos instantes, se quedó inmóvil, con la vista clavada en el
hormigón que le asomaba entre los dedos.
De repente, se sintió llena, pero la impresión era desagradable, y notó
algo raro en la cabeza.
También se sintió… diferente.
—¡Cariño! ¿Rachel?
Sabía que era su padre, y el sonido de su voz la irritó enseguida, de un
modo en el que nunca lo había hecho.
Se levantó y los vio a los dos buscándola, como si no la consideraran
capaz de hacer nada por sí misma.
Cuando se acercó a ellos y vio el alivio que les inundaba el rostro, los
despreció por ello.
Entonces, otra parte de sí misma —la parte que había sido Rachel hasta
que había dado un salto hacía un instante— se preguntó por qué había
empezado a pensar esas cosas.
La parte de la niña que era Rachel se sacudió de encima aquellas
sensaciones extrañas y echó a correr tras sus padres.
Pero, con el paso de los días, tras su regreso a casa desde Nueva York, la
parte niña se volvería cada vez más silenciosa y aturdida ante lo que estaba
ocurriendo. Al cabo de un tiempo, retrocedería y acabaría encerrada en
algún recoveco de su interior.
El dolor se apoderó de ella. El dolor vivía en el cuerpo de Rachel.
Y recordaba los libros, los libros que lo habían creado. Y los codiciaba.
Séptima parte

PRINCIPIOS Y FINALES
La Biblioteca Fox

EN LA BIBLIOTECA Fox, todo era oscuro e insustancial, con una ausencia de


color que hizo que Cassie recordara lo que había visto en su desesperación.
Permanecieron en silencio, un grupo de sombras en un espacio oscuro,
mientras la forma que era Drummond volvía a lanzar hacia el día una
página del Libro de las Sombras. Y entonces el color los inundó, igual que
la última vez que Cassie había estado en la Biblioteca. La Biblioteca Fox ya
no era la Casa de las Sombras, sino un edificio real y sólido situado en la
ladera de una colina en el noroeste de las Highlands escocesas.
—¡Ostras! —exclamó Izzy.
Con la grava crujiendo a su paso, siguieron a Drummond hasta el patio
que había delante del edificio. Al contario que durante la anterior visita de
Cassie a la Biblioteca Fox, el cielo estaba azul y despejado, y los rayos del
sol brillaban, dorados y cálidos, a pesar del viento frío.
—Qué bien sienta respirar aire fresco —murmuró Azaki con los ojos
entornados bajo la luz el día—. Aire que no huele a muebles viejos.
—¿Dónde estamos? —preguntó Izzy, y Drummond se lo explicó.
Se quedaron unos instantes mirando la casa, disfrutando del aire y del
silencio. Lund estaba un poco apartado, con el Libro de la seguridad en la
mano. Cassie le dio un codazo suave a Izzy y señaló al gigante con la
cabeza. Su amiga se acercó a él y lo cogió del brazo.
—¿Cómo estás? —le preguntó.
—Sigo estando bien —contestó él—. Creo.
Al parecer, el Libro de la seguridad había detenido el progreso de la
lesión que la bala le había causado a Lund, pero no sabían si era una
solución permanente o no. Cuando aún estaban en el salón de baile,
Drummond había dicho:
—Tengo algo que podría curarlo definitivamente. En la Biblioteca.
Así que Cassie había abierto una puerta y todos habían entrado en las
Sombras.
Ahora, a la luz del día, delante de la casa, Cassie miró hacia el extremo
más alejado del césped y vio un ciervo que la observaba, igual que la última
vez. O a lo mejor era el mismo. En ese momento, apareció otro ciervo que
se puso a masticar con aire perezoso mientras los contemplaba.
—Mira —le dijo a Izzy, y los señaló.
A su amiga se le iluminó la cara cuando los vio.
—¡Bambi!
—¿A quién le apetece beber algo? —preguntó Drummond—. En un sitio
cómodo.
—Uf, sí, por favor —respondió Azaki—. Algo un poco fuerte.

ENTRARON DE NUEVO en la casa y cruzaron el vestíbulo. Azaki soltó un


murmullo de placer cuando vio las estanterías de libros que forraban las
paredes. Subieron las escaleras en tropel, pasaron junto a la enorme vidriera
y Drummond los condujo hacia el interior de la biblioteca principal.
A Cassie le pareció que la estancia era aún más impresionante que
durante su visita anterior. Tal vez fuera la suave luz dorada que se filtraba
por el ventanal, pero la sala le pareció más grande y los sillones, más
acogedores.
—De nuevo en casa —dijo Drummond, y sus palabras se convirtieron en
un suspiro de satisfacción.
Se quedó de pie un momento, incómodo, mirando a los demás mientras
buscaban un asiento en el que dejarse caer o un alféizar en el que apoyarse.
—¡Esta casa es alucinante! —exclamó Izzy, que se sentó en el brazo del
sillón que había ocupado Lund—. ¿Todo esto es tuyo? —preguntó.
—Es dueño hasta de las montañas —dijo Cassie, que se apoyó en la
ventana y miró hacia el lago situado al oeste de la casa.
—Y de todos estos libros —intervino Azaki, que estaba sentado en el
sillón de enfrente del de Lund, rebuscando entre la pila de libros de la
mesita de centro—. Supongo.
—Esta es la casa de tus sueños, Cassie —dijo Izzy—. Con todos estos
libros, sin compañeras de piso que te toquen las narices.
Sonrió y Cassie le hizo una mueca. Las miradas de Cassie y Drummond
se toparon y ambos la desviaron al instante.
—Este sitio es precioso —dijo Azaki, que estiró el cuello para
contemplar la vista desde la ventana.
Se levantó de un salto y se colocó junto a Cassie para verlas mejor. La
luz tenía algo que, a aquella última hora del día, le recordaba al oro líquido.
Bañaba todo el valle, las montañas y el lago.
Drummond sonrió y se metió las manos en los bolsillos.
—Eso es porque hace sol, cosa que casi nunca ocurre. Espera a que el día
sea gris, brumoso y húmedo, y entonces verás que es aún más bonito.
Venga, que os traigo algo de beber. ¿Té y café para todos?
Drummond tomó nota de lo que querían y desapareció de la habitación.
Cassie y Azaki se pusieron a curiosear entre los libros de las estanterías, e
Izzy se acercó a la ventana para disfrutar del paisaje y avisar a todo el
mundo cuando volviera a ver ciervos. Lund permaneció en su asiento con la
cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados como si tuviera resaca, con el
Libro de la seguridad apretado contra el estómago con una mano.
Cuando Fox volvió a la biblioteca, llevaba una bandeja cargada de tazas.
Se reunieron en torno a la mesita de café, algunos sentados en los sillones y
otros en el suelo con las piernas cruzadas, y Drummond repartió las tazas.
—También os he traído galletas de mantequilla —dijo al colocarlas sobre
la mesa—. Todo el mundo debería comer algo. Incluso tú, Lund.
Necesitamos recuperar energías. Te ayudará a sentirte mejor.
Cada uno de ellos cogió una galleta y se dedicaron a comerlas en silencio
durante unos minutos.
—¿Y ahora qué? —le preguntó Izzy a Cassie, con la taza de café sujeta
entre ambas manos.
—No lo sé —reconoció ella—. Volveremos a la normalidad, supongo.
Todos se quedaron callados, reflexionando al respecto. Cassie oyó un
tictac procedente de algún otro rincón de la casa, el ritmo de un reloj de pie
que llenaba el silencio.
—No tiene por qué ser así —dijo Drummond, que no apartó la mirada
del suelo mientras hablaba—. Aún hay libros especiales ahí fuera, y gente
usándolos y abusando de ellos.
—Eso es cierto, la Librera sigue teniendo el Libro del dolor —apuntó
Izzy.
—¿Qué estás queriendo decir? —le preguntó Azaki a Fox.
—Bueno —dijo Drummond, y luego se aclaró la garganta. A Cassie le
pareció que estaba nervioso—. Antes, la Biblioteca Fox era un lugar en el
que los amigos se reunían para hablar de los libros. Me gustaría que
recuperara esa vida. Pero quizá tengamos que hacer algo más que limitarnos
a hablar de ellos, ¿no? —Miró a Azaki—. Tú eras cazador de libros. Y
Lund te ayudó durante un tiempo.
—Entonces…, ¿quieres que sigamos cazando libros? —preguntó el
japonés.
—¿Por qué no?— respondió él—. Pero no lo hagas por el dinero. Hazlo
por la Biblioteca, para proteger y preservar los libros.
El japonés se lo pensó mientras se llevaba la taza a los labios.
—Deberías hacerlo —lo animó Izzy—. Odio esos libros y preferiría mil
veces que estuvieran encerrados aquí a que siguieran circulando libremente
por el mundo.
—Vosotros también podríais ayudar —dijo Drummond, que miró
primero a Izzy y luego a Lund—. Los dos.
—¿Qué? —preguntó la chica—. Yo no puedo hacer nada. Tengo un
trabajo en Nueva York. O lo tenía. Quién sabe si aún lo conservo. Y un
apartamento. Tengo que trabajar para sobrevivir.
—Yo te pagaré —dijo Drummond—. Te contrataré. La Biblioteca Fox
dispone de unos recursos considerables. Y no podemos permitir que alguien
como esa mujer o como Hugo Barbary se apoderen de los libros. Tenemos
un deber. La Biblioteca Fox ya ha tenido empleados en otras ocasiones. No
hay razón para que no pueda volver a tenerlos. Os contrataré a los tres como
investigadores. Como cazadores de libros. Como asistentes de biblioteca.
Como queráis llamarlo. Necesito a gente con buenas intenciones. Gente en
la que pueda confiar.
—¿Y esos somos nosotros? —preguntó Izzy con escepticismo.
—Sí —respondió él, mirándola a los ojos—. Creo que sí. Confiaría en
todos vosotros.
Las palabras de Drummond parecieron sorprender a Izzy, incluso
halagarla.
—Deberías hacerlo —le dijo Cassie.
—¿Y tú? —preguntó Izzy.
—Cassie también —dijo Fox, que esa vez no apartó la mirada de los ojos
de ella—. Todos vosotros.
—De acuerdo, cuenta conmigo —dijo Azaki, que cogió una segunda
galleta de mantequilla del plato—. Estaría bien hacer algo positivo para
variar. ¿Qué voy a hacer con mi vida si no?
—¿Cuánto se cobra? —quiso saber Izzy.
Drummond se echó a reír.
—Igualaré lo que te estén pagando ahora.
—¿Solo eso? —preguntó.
—Cuenta con ella —dijo Cassie—. Con las dos.
—¿Lund? —preguntó Izzy.
El grandullón asintió y levantó el pulgar.
—Pero me gustaría mucho no seguir teniendo una bala alojada en el
estómago durante más tiempo.
—Ah … —dijo Drummond—. Sí. Claro. Tengo algo para eso. —Se
levantó y les hizo un gesto con la cabeza a Azaki e Izzy—. Vosotros dos
encended el fuego, que vamos a hablar de la nueva Biblioteca Fox.
—No he encendido un fuego en mi vida —dijo Izzy.
—Lund —dijo Drummond—, tú no te muevas de ahí. Vuelvo enseguida.
—Entonces miró a Cassie—. ¿Me echas una mano? —preguntó, y señaló
hacia un lateral de la habitación.

DRUMMOND ABRIÓ LA librería del otro extremo de la biblioteca y Cassie y él


subieron por la escalera oculta hasta la habitación de lo alto de la torre, con
sus armarios y sus papeles, con la luz del sol entrando a raudales por las
ventanas. Drummond se sacó del bolsillo el mismo llavero de la otra vez y
caminó bordeando la pared hasta el armario número ocho.
—El Libro de la curación —le dijo a Cassie mientras lo sacaba del
interior—. Esto sanará a Lund.
—Fantástico —dijo ella.
—Pero quería enseñarte algo más —continuó Fox.
Se acercó al armario número seis y lo abrió.
Sacó el libro que contenía y después lo dejó sobre la mesa. Ella soltó un
grito de sorpresa al verlo.
—Ese es el Libro de las puertas —dijo sin quitarle ojo a aquel volumen,
que era el mismo que llevaba en el bolsillo.
—Sí —confirmó Drummond—. Hace casi un siglo que lo tenemos en la
Biblioteca, pero no sabíamos lo que era. Nadie era capaz de usarlo. Mira.
Lo abrió por la primera página y Cassie vio que no había ningún texto
que describiera el Libro de las puertas, al contrario que en la versión que le
pertenecía.
—Aun así, es el mismo libro —insistió Fox—. Por eso me sorprendí
tanto cuando me lo enseñaste aquel día en Lyon. Me di cuenta de que,
aunque no lo sabíamos, ya lo teníamos. De ahí que me interesara tanto saber
quién te lo había dado.
—¿Dónde lo encontraron?
—En Egipto.
Cassie negó lentamente con la cabeza y cogió el ejemplar. En cuanto lo
tuvo en las manos, se calentó y empezó a brillar de aquella manera tan
familiar. Entonces vio que la primera página del libro cambiaba, que
aparecía un texto difuso que iba aclarándose hasta enfocar las palabras que
tan bien conocía de su propia versión.
—«Una puerta será cualquier puerta» —leyó.
Drummond sonrió y luego se echó a reír.
—Me sigue pareciendo increíble, incluso después de tantos años —
murmuró tras mirar la página.
—Pero… dos versiones del mismo libro —empezó a decir Cassie
mientras lo hojeaba. Aquel volumen era idéntico al suyo. Era el mismo—.
¿Cómo puede ser?
—Es por los viajes en el tiempo —contestó Drummond—. Es el mismo
libro, solo que en dos puntos diferentes de su propia línea temporal. Igual
que había dos versiones de ti en el pasado. Solo había una Cassie, pero,
durante un tiempo, la más joven y la más mayor coexistieron en el mismo
momento.
Cassie reflexionó sobre aquellas palabras con gesto de concentración.
—Cuando te pedí que me trajeras aquí la primera vez —continuó el
Bibliotecario—, quería volver a ver este ejemplar. Quería confirmarme a mí
mismo que, en efecto, era el Libro de las puertas. Esperé a que te fueras a
dormir y luego subí aquí y lo comprobé.
Ella asintió, distraída.
—Pensé en destruirlo —murmuró Drummond, y entonces Cassie lo miró
y vio que Fox seguía contemplando el libro—. Pero no pude. Fui incapaz de
hacerlo. Además, sabía que, si tú tenías una versión posterior, aún podría
destruirlo en caso de que fuera necesario y que, mientras tanto, este otro
ejemplar seguiría a salvo aquí, en la Biblioteca, fuera del alcance de la
Mujer.
—Ahora ya no tienes que destruir nada —dijo Cassie. —Y menos esto.
—Cierto. Quiero que te lo quedes, porque es como si el Libro de las
puertas siempre hubiera sido tuyo.
Ella sonrió, conmovida por el gesto. En ese momento, quiso contárselo
todo —quiso revelarle que todos los libros eran suyos—, pero aún le
parecía demasiado abrumador, y quizá también demasiado increíble.
¿Seguía creyéndoselo ella misma, acaso? Su recuerdo de la nada y ninguna
parte era cada vez más impreciso.
—Quédatelo, por favor —insistió Drummond, como si notara que
vacilaba.
Cassie asintió y acarició la cubierta de aquel ejemplar del Libro de las
puertas con el pulgar.
—Esta es la versión del libro que conseguí en Nueva York hace tantos
meses —dijo mientras trataba de establecer la cronología mentalmente—.
Me lo das ahora y luego… —Sonrió, porque entonces se dio cuenta de lo
que tenía que hacer—. Tengo que dárselo al señor Webber para que él me lo
dé a mí —concluyó.
—Lo que tú digas —convino Drummond.
Cassie volvió a asentir.
—Hay que bajar y ayudar a Lund —dijo Fox—. Después, creo que
deberíamos hablar sobre el futuro, los cinco.
Ella sonrió.
—Me parece bien. Y me encantaría quedarme aquí. Este lugar hace que
me sienta como en casa. Pero antes tengo que encargarme de un par de
cosas.
Echó un vistazo en torno a la estancia, a los armarios numerados.
—¿Me prestas otro de tus libros?
La alegría del final

LA HABITACIÓN ESTABA a oscuras y olía a sudor, sangre y muerte.


Aquel era el hogar de Cassie, un lugar que se había convertido en algo
ajeno para ella. Había regresado utilizando la copia de Drummond del Libro
de las puertas, pues necesitaba demostrarse a sí misma que funcionaba, que
era igual que el suyo.
Su abuelo estaba en la cama, esquelético, gimiendo en voz baja. Otra
Cassie, una más joven, estaba desplomada en el sillón de la esquina,
exhausta. Al otro lado de las cortinas, el amanecer comenzaba a despuntar,
la luz se arrastraba hacia el día.
Se acercó a la ventana y abrió una de las cortinas. Allí fuera vio el taller,
las flores silvestres de la primavera —que crecían entre la hierba alta junto
al lateral del edificio—, los colores vibrantes bajo la luz de la mañana.
—Cassie.
La palabra fue un graznido de agonía. Le dio la espalda a la ventana y vio
a su abuelo mirándola. Estaba sonriendo, con las mejillas hundidas y el
rictus de un cadáver.
Se sentó en la cama y le cogió la mano.
—Esperaba volver a verte —dijo Joe.
Ella asintió y sonrió.
—Quería estar aquí —contestó—. La primera vez estaba dormida.
Giró la cabeza por encima del hombro para mirar a su yo más joven. Su
abuelo la imitó.
—Estás agotada. No me importa.
—No, pero a mí sí.
Entonces Joe se estremeció, se le pusieron los ojos en blanco. Cassie
recordó que, al final, ni siquiera la morfina le hacía efecto.
—Quería estar aquí y darte una cosa —continuó diciendo a pesar de que
ni siquiera estaba segura de que su abuelo aún pudiera oírla. Sacó el Libro
de la alegría. La cubierta era un luminoso collage de tonos alegres, como
las flores de la primavera. Se lo puso a su abuelo en las manos y sintió la
viscosidad, la ferocidad de su agarre—. Quiero darte alegría.
En cuanto él se aferró al libro, se dio cuenta de que le cambiaba la cara:
la agonía lo abandonó, se le relajó la expresión y la miró con los ojos
despejados. El Libro de la alegría lanzaba chispas brillantes, como un
fuego artificial en un cielo oscuro.
—Cassie —dijo.
Sonrió y giró la cabeza sobre la almohada. Durante un instante, se limitó
a mirar por la ventana.
—Mi taller —dijo—. Cuántos recuerdos. Me encantaba que te sentaras
allí a leer mientras yo trabajaba.
Su nieta sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas al verlo disfrutar de
los recuerdos, mientras la alegría le amanecía en la cara como la mañana
más hermosa.
—Mira las flores —prosiguió Joe, y sus palabras fueron casi un resuello
de placer—. Mira qué colores tan… vivos y alegres. ¿No son preciosas?
Mira cómo las agita la brisa.
Permaneció sentada a su lado unos minutos más, mientras la mañana se
vertía sobre un mundo bello y asombroso, mientras Joe se alejaba y se
despedía del mundo rodeado de alegría en lugar de dolor.
Y, entonces, su abuelo se apagó, y los destellos del Libro de la alegría
murieron con él.
Cassie se levantó, recuperó el libro mágico y rodeó la cama para llegar de
nuevo a la puerta. La otra versión de ella seguía dormida en el sillón, pero
no tardaría en despertarse y descubrir que su abuelo ya no estaba, y aquel
momento la atormentaría durante años.
«Pero ahora se acabó», pensó.
Era un final, pero también era un nuevo comienzo para ella, para Cassie.
Abrió la puerta y salió de su casa por última vez. Tenía que ir a otro sitio
antes de volver a la Biblioteca Fox, a sus amigos y a su futuro.
El generoso regalo del señor Webber (III)

EN KELLNER BOOKS, en el Upper East Side de Nueva York, el señor Webber


estaba sentado a solas a una mesa, reflexionando sobre la conversación que
acababa de mantener con la joven Cassie. Sabía que aquel era más o menos
el momento en el que debía entregarle el Libro de las puertas, pero no
entendía cómo iba a llegar el ejemplar a su vida.
Levantó la vista de la mesa y vio que Cassie salía por la puerta de la sala
del personal, al fondo de la librería. Era una Cassie diferente, mayor… Era
«su» Cassie. Ella le sonrió, se llevó un dedo a los labios y, por encima del
hombro del anciano, señaló hacia la parte delantera de la tienda, donde la
Cassie más joven estaba sentada junto al escaparate.
Él asintió y le devolvió la sonrisa, encantado de volver a verla. Pensó que
aquella versión de su amiga parecía más ligera, como si no cargara con
tanto peso sobre los hombros.
Cassie estiró un brazo y le tendió un libro, un ejemplar no muy grande
con las cubiertas de cuero. El señor Webber la interrogó con la mirada y ella
dijo que sí con la cabeza.
El hombre cogió el volumen y lo examinó y, aunque notó que el corazón
le palpitaba con una fuerza inusitada, lo ignoró.
Volvió a mirar a Cassie, que asintió una vez más y desvió la mirada hacia
la versión más joven de sí misma, como diciéndole al hombre: «Es el que
me das a mí».
El señor Webber hizo un gesto con la cabeza: había captado el mensaje.
Luego, se llevó una mano al bolsillo y sacó su pluma. Se dio cuenta de que
ella lo observaba mientras escribía una cuidadosa nota para ella en la
primera página, debajo de las demás líneas de texto. A continuación, cerró
el libro y volvió a guardarse la pluma en el bolsillo.
Cuando miró otra vez a Cassie, la vio estudiando a su yo más joven. Le
pareció que estaba triste.
Entonces sintió el dolor, un dolor repentino y cegador que lo hizo jadear
en silencio.
Se llevó una mano al pecho, apenas consciente de que Cassie estaba a su
lado. La miró, agonizante, y en ese momento comprendió por qué estaba tan
triste. Ella lo rodeó con los brazos y, mientras el señor Webber sentía que la
conciencia se le escapaba, mientras sentía la caricia inminente de la
oscuridad, Cassie le dio un beso en la frente, como una bendición y un
agradecimiento.
Agradecimientos

AGRADECIMIENTOS, ¿EH? ¡QUIÉN me iba a decir que tendría la oportunidad de


escribir algo así!
Redacto esto casi un año antes de la publicación de El libro de las
puertas. Seas quien seas: si estás leyendo esto, te hablo desde el pasado.
¡Hola! ¿Cómo es el año 2024? Gracias por comprar el libro y por tomarte la
molestia de leer estos agradecimientos.
Bueno, ¿a quién debo darle las gracias?
Pues, en primer lugar, a mi agente, Harry Illingworth, que me fichó
basándose en una novela disparatada y compleja sobre la invención de los
viajes en el tiempo. Ese libro no encontró editorial y, cuando le propuse a
Harry un montón de ideas distintas sobre qué hacer a continuación, me dijo
que este libro —El libro de las puertas— era el que debía escribir. ¡Y vaya
si tenía razón! Sus sugerencias editoriales sobre el primer borrador («¡Más
magia!», «¡Ponle más magia!», «¿Dónde está el sentido de la magia?»)
también fueron perfectas. Gracias, Harry, y perdona por haberte fastidiado
las vacaciones con todos los barullos de la entrega.
Gracias a Helen Edwards por su labor de vender el libro en otros
territorios y por introducirme en los intríngulis de los certificados de
residencia y el papeleo fiscal. Qué bien lo hemos pasado.
A mis editores —Simon Taylor, de Transworld, en el Reino Unido
(puede que el hombre más encantador que haya conocido en la vida) y
David Pomerico, de William Morrow, en Estados Unidos—: muchas gracias
a los dos por vuestro entusiasmo con El libro de las puertas y por la
amabilidad y la paciencia que habéis demostrado con mis preguntas de
novato. Habéis convertido mi primera experiencia de publicación en un
auténtico placer. Los equipos de ambas editoriales han sido increíbles y han
transformado esta pequeña historia en algo maravilloso; gracias a todos por
vuestra atención y vuestras críticas constructivas.
A lo largo de los años, han sido muchas las personas que han leído mis
escritos. Gracias a todos, pero quiero dedicarles una mención especial a
Chris Clews, Pamela Niven y Alison Kerr, que en un momento u otro han
ido más allá de lo esperado y me han proporcionado comentarios detallados
y constructivos.
Gracias a mi amigo Graeme O'Hara, de Bob's Trainset Productions. Hace
muchos años, escribí para él el guion de un cortometraje sobre la invención
de los viajes en el tiempo y me dijo: «Aquí tienes material suficiente para
una novela». La escribí y, unos años más tarde, esa novela me consiguió un
agente. Sin eso, hoy no estaría aquí redactando estos agradecimientos. Te
debo unas cuantas hamburguesas y unas cervezas, como mínimo, pero
tienes que aceptar que La momia es una película objetivamente excelente.
Además, sin duda, estarás encantado con el regreso de Merlin Gillette a
estas páginas.
Una mención especial también para Clem Flanagan, el Justiciero del Boli
Rojo, que hizo aportaciones editoriales brillantes a mi novela de viajes en el
tiempo y me hizo creer que de verdad era buena y merecía la pena
presentarla a los agentes. Una vez más, sin ti, Clem, no estaría aquí. Espero
que El libro de las puertas te guste tanto como te gustó TDWITT.
Hace casi veinticinco años, acepté un cargo en el Servicio Civil del Reino
Unido para pagar las facturas mientras trabajaba en mi escritura. Desde
entonces, he tenido el placer de trabajar con muchas personas fabulosas e
interesantes, todos ellas (incluidos la mayoría de los políticos que he
conocido) comprometidas con intentar hacer del mundo un lugar mejor. Son
demasiadas para mencionarlas una por una, pero gracias a toda la gente con
la que he trabajado a lo largo de los años: habéis hecho que mi vida laboral
sea mucho más agradable de lo que podría haberlo sido. En particular,
gracias a El Club de la Manteca y el Puerro de los días de VQ; a BODS
(que sigue siendo el mejor equipo), y al Exclusivo Club de la Pizza (Erin,
Cheryl, Felicity, Alex y Fern) por el apoyo mutuo durante el covid y desde
entonces. Gracias también a Tasmin Sommerfield por su entusiasmo
respecto a El libro de las puertas y su apoyo en este disparate de la
publicación de libros.
Gracias a mis padres por darme el mejor comienzo posible en la vida y,
sobre todo, por crear las condiciones que me han permitido convertirme en
escritor. Gracias a mi hermano por introducirme en el mundo de Tolkien
cuando yo creía que todo eso era una chorrada pasada de moda.
A mis suegros y a toda mi familia extendida y amigos de Malasia, que
siempre se han mostrado interesados y me han apoyado en todo momento.
Por último, gracias a mi mujer, May, por su amor y apoyo continuos. Ella
insiste en que no hace gran cosa, pero, además de corregir y mejorar mi
prosa, y de los muchos debates acerca de qué aspecto debían tener los
distintos libros especiales, o acerca de cómo podía una mujer ocultar las
páginas de un libro especial sobre su persona, May hace mucho más de lo
que podría llegar a imaginar. Es la inspiración de personajes y fragmentos
de diálogos, y mi entusiasta compañera en los viajes de investigación. Ha
aportado a mi vida experiencias y recuerdos que dan forma a todo lo que
escribo y, sin ella, dudo que esta novela hubiera llegado siquiera a existir.
Por todas estas razones, este libro está dedicado a ella, pero quizá sobre
todo porque tiene que aguantar que viva encerrado en mi cabeza la mayor
parte del tiempo mientras intento elaborar tramas. (¡El cuarto del jabón no
tardará en llegar!)
Gracias también a Dougal y Flora por hacerme reír todos los días. Ellos
no leerán esto, porque son perros, pero lo sabrán. Los perros siempre lo
saben.
Título original: The Book of Doors
© Gareth Brown, 2023
© de la traducción: Ana Isabel Sánchez Díez, 2024

© MAEVA EDICIONES, 2024


Benito Castro, 6
28028 MADRID
emaeva@maeva.es
www.maeva.es

La traducción de esta novela ha sido posible gracias a la ayuda de Publishing Scotland


Translation Fund

Diseño de cubierta: © Beci Kelly/TW sobre fondo de iStock

MAEVA defiende el copyright ©.


El copyright alimenta la creatividad, estimula la diversidad, promueve el diálogo y
ayuda a desarrollar la inspiración y el talento de los autores, ilustradores y traductores.
Gracias por comprar una edición legal de este libro y por apoyar las leyes del
copyright y no reproducir total ni parcialmente esta obra por cualquier medio o
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Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) a través de la web
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autores, ilustradores y traductores, y permite que MAEVA continúe publicando libros
para todos los lectores.
ISBN ebook: 9788410260399

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S. L.


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