La Chica Mas Fria de Coldtown - Holly Black
La Chica Mas Fria de Coldtown - Holly Black
La Chica Mas Fria de Coldtown - Holly Black
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Holly Black
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Título original: The coldest girl in Coldtown
Holly Black, 2013
Traducción: Jaime Valero Martínez
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Para Steve Berman, que inspiró el relato que a su vez inspiró
esta novela.
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CAPÍTULO1
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ojos azules y velados, y que le había lanzado un beso al espejo para desearse
suerte. A partir de ahí, todo se tornaba un poco borroso.
Cuando se incorporó, se acercó dando tumbos al grifo y se lavó la cara.
Tenía el maquillaje corrido, el carmín emborronado por la mejilla, el rímel
extendido como una mancha. El vestido blanco de encaje que había tomado
prestado del armario de su madre tenía un desgarrón en la manga. Su cabello
negro estaba enmarañado de tal forma que no consiguió enmendarlo
peinándoselo con los dedos. Parecía un mimo en horas bajas.
Lo cierto era que estaba bastante segura de que se había quedado grogui
en el baño mientras evitaba a su ex, Aidan, y a su nueva novia. Antes de eso,
recordaba haber participado en un juego para beber llamado «La doncella o el
tigre», en el que apostabas si al arrojar una moneda saldría cara (doncella) o
cruz (tigre). Si elegías mal, tenías que beberte un chupito. Después de eso
había habido un montón de bailoteo y varios tragos más de una botella de
whisky. Aidan había urgido a Tana a que se enrollara con su novia, que estaba
de morros; tenía el pelo cobrizo y llevaba puesto un collar de perro que había
encontrado en el vestíbulo. El chico había asegurado que sería como un
eclipse del sol y la luna en el cielo, un enlace de todas las cosas claras y
oscuras. «Querrás decir un eclipse del sol y la luna en tus pantalones», le
había soltado Tana, pero Aidan había sido insistente y cansino hasta la
extenuación. Y mientras el whisky corría por sus venas y el sudor resbalaba
por su piel, una temeridad peligrosamente familiar había embargado a Tana.
Con esa cara de querubín descarriado, siempre resultaba difícil decirle que no
a Aidan. Y lo peor era que él lo sabía.
Suspirando, Tana abrió la puerta del baño —ni siquiera estaba cerrada, así
que la gente podría haberse pasado la noche entrando y saliendo con ella allí
tirada, detrás de la cortina de la ducha; ¿acaso había algo más humillante que
eso?— y salió al pasillo. El olor a cerveza derramada copaba el ambiente,
junto con algo más, algo metálico y empalagoso. El televisor estaba
encendido en la otra habitación, y pudo oír la voz de un presentador de
noticias mientras se dirigía a la cocina. A los padres de Lance no les
importaba que montara esas fiestas del ocaso en su viejo rancho, así que
celebraba una casi todos los fines de semana, cerrando las puertas con llave al
anochecer y manteniéndolas atrancadas hasta el alba. Tana había asistido a
montones de ellas, y las mañanas siempre estaban repletas de gritos y duchas,
de café recién hecho e intentos por improvisar un desayuno a partir de un par
de huevos y los restos de unas tostadas.
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Y largas colas para entrar a los dos pequeños cuartos de baño, con gente
aporreando las puertas si tardabas demasiado. Todo el mundo necesitaba
mear, ducharse y cambiarse de ropa. Eso tendría que haberla despertado.
Pero si se había quedado frita hasta tarde y todos se habían ido ya a una
cafetería, se estarían partiendo de risa. Riéndose de ella tirada en la bañera,
inconsciente, y de lo que fuera que hubieran hecho en ese baño mientras Tana
dormía, puede que incluso fotos, toda clase de estupideces que tendría que oír
repetidas una y otra vez en cuanto comenzaran las clases. Tenía suerte de que
no le hubieran pintado bigote.
Si Pauline hubiera estado en la fiesta, nada de esto habría pasado. Cuando
se ponían pedo, solían acabar acurrucadas debajo de la mesa del comedor,
abrazadas como gatitos en una cesta, y ningún chico del mundo, ni siquiera
Aidan, tenía narices para enfrentarse a la lengua afilada de Pauline. Pero ella
estaba fuera, en un campamento de arte dramático, y Tana estaba más
aburrida que una ostra, así que había decidido ir sola a la fiesta.
La cocina estaba vacía; el alcohol y el refresco de naranja derramados
formaban charcos sobre las encimeras, absorbidos por un puñado de patatas
fritas. Tana estaba alargando la mano hacia la cafetera cuando, en el otro
extremo del suelo blanco y negro de linóleo, más allá del marco de la puerta
del salón, vio una mano con los dedos extendidos, como si su dueño estuviera
durmiendo. Se relajó. Sencillamente, nadie se había despertado aún. Puede
que ella hubiera sido la primera en levantarse, aunque antes le había dado la
sensación de que el sol que se filtraba por el ventanuco del baño estaba en lo
alto del cielo.
Sin embargo, cuanto más contemplaba esa mano, más extraña le resultaba
su palidez, mientras que la piel que rodeaba las uñas estaba azulada. A Tana
se le aceleró el corazón; su cuerpo reaccionó antes de que su mente entendiera
lo que pasaba. Lentamente, volvió a dejar la cafetera en la encimera y se
obligó a atravesar la cocina con tiento, paso a paso, hasta que cruzó el umbral
del salón.
Entonces tuvo que esforzarse para no gritar.
La moqueta marrón estaba oscurecida y cubierta con franjas de sangre
seca, desparramada como un lienzo de Jackson Pollock. Las paredes también
estaban salpicadas, había huellas de manos que ensuciaban las superficies de
color beis. Y había cuerpos. Docenas de cuerpos. Gente a la que había visto a
diario desde la guardería, personas con las que había jugado al pillapilla, por
las que había llorado o con las que se había besado estaban tiradas en ángulos
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extraños, sus cuerpos pálidos y fríos, con los ojos inertes como los de una
hilera de muñecas en el escaparate de una tienda.
La mano que estaba cerca del pie de Tana pertenecía a Imogen, una chica
guapa y regordeta con el pelo rosa que tenía pensado apuntarse a la escuela de
arte al año siguiente. Tenía los labios entreabiertos, y se le había remangado
el vestido de color azul marino con un estampado de anclas, dejando visibles
sus muslos. Al parecer, la habían alcanzado cuando intentaba escabullirse
gateando, con un brazo extendido y el otro aferrado a la moqueta. Tana
retrocedió, y luego se armó de valor para adentrarse en la estancia.
Los cuerpos de Otta, Ilaina y Jon estaban apilados juntos. Acababan de
regresar del campamento de verano para animadoras y habían comenzado la
fiesta con una serie de volteretas hacia atrás en el jardín, justo antes del
anochecer, mientras los mosquitos zumbaban entre la cálida brisa. Ahora una
serie de costras de sangre seca se acumulaban en torno a su boca como
manchas de herrumbre, teñían su pelo y salpicaban su piel como si fueran
pecas. Tenían los ojos abiertos e inertes, sus pupilas estaban brumosas.
Encontró a Lance en un sofá, con los brazos apoyados sobre los hombros
de una chica a un lado y de un chico al otro, los tres con unas marcas
punzantes en la garganta. Los tres con unas botellas de cerveza al alcance de
la mano, como si aún estuvieran de fiesta. Como si estuvieran a punto de
pronunciar su nombre con esos labios amoratados.
Tana se sintió mareada. La habitación parecía dar vueltas. Se dejó caer
sobre la moqueta ensangrentada y se sentó, con la cabeza palpitándole cada
vez más. En la televisión, alguien estaba rociando una encimera de granito
con un producto de limpieza naranja mientras un niño sonriente se comía una
tostada con mermelada.
Una de las ventanas estaba abierta, advirtió; la cortina revoloteaba. El
ambiente debía de haberse caldeado demasiado durante la fiesta, todos
estarían sudando dentro del edificio, anhelando respirar un poco de aire fresco
del exterior. Entonces, una vez abierta la ventana, habría sido fácil olvidarse
de cerrarla. Al fin y al cabo, el ajo seguía colgado, seguía habiendo agua
bendita en los dinteles. Cosas así ocurrían en Europa, en lugares como
Bélgica, donde las calles estaban atestadas de vampiros y las tiendas no abrían
hasta después del anochecer. Pero allí no. No en la ciudad de Tana, donde no
se había producido un solo ataque en más de cinco años.
Y, sin embargo, había sucedido. Una ventana se había quedado abierta por
la noche y un vampiro se había colado por ella.
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Debería ir a buscar su teléfono para llamar a alguien. A su padre no; era
imposible que pudiera lidiar con algo así. Tal vez a la policía. O a un
cazavampiros, como ese tal Hemlok de la tele, el exluchador calvo y grandote
que siempre iba vestido de cuero. Él sabría qué hacer. Su hermana pequeña
tenía un póster de Hemlok en su taquilla, al lado de unas fotos de Lucien, el
de los cabellos dorados, su vampiro favorito de Coldtown. Pearl se pondría
como loca si viniera Hemlok: por fin podría pedirle un autógrafo.
Tana se empezó a reír, lo cual estaba mal, lo sabía, así que se cubrió la
boca con las manos para sofocar el sonido. No estaba bien reírse delante de
gente muerta. Era como reírse en un funeral.
Los ojos inertes de sus amigos la observaban.
En la televisión, el presentador anunciaba chubascos dispersos para el fin
de semana. El índice Nasdaq había caído.
Tana volvió a recordar que Pauline no había estado en la fiesta, y la
invadió una alegría tan grande y egoísta que ni siquiera pudo sentirse mal por
ello, porque su amiga seguía viva, a pesar de que todos los demás estaban
muertos.
A lo lejos, en el guardarropa, empezó a sonar el móvil de alguien. El tono
era una remezcla chapucera de Tainted Love. Al cabo de un rato, dejó de
sonar. Entonces se activaron a la vez dos teléfonos que estaban mucho más
cerca, sus tonos se combinaron hasta formar un coro de sonidos discordantes.
Las noticias dejaron paso a una serie sobre tres hombres que vivían juntos
en un piso con un cráneo bromista. Las risas enlatadas retumbaban cada vez
que el cráneo decía algo. Tana no tenía claro si era un programa de verdad o
si se lo estaba imaginando. El tiempo discurría a toda velocidad.
Se soltó una pequeña reprimenda: tenía que levantarse del suelo para
dirigirse al cuarto de invitados, donde los abrigos estaban apilados sobre la
cama, y ponerse a rebuscar hasta que aparecieran su bolso, sus botas y las
llaves del coche. Su móvil también estaría allí. Iba a necesitarlo si quería
llamar a alguien.
Tenía que hacerlo de una vez, no podía seguir allí sentada.
Cayó en la cuenta de que habría algún otro móvil más cerca, metido en el
bolsillo de alguno de los cadáveres o presionado entre una superficie de piel
fría y el encaje de un sujetador. Pero no podía soportar la idea de registrar los
cuerpos.
«Levántate», se dijo.
Se impulsó hasta ponerse en pie y se dispuso a atravesar la habitación,
tratando de ignorar cómo crujía la moqueta bajo sus pies descalzos, tratando
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de no pensar en el olor a podredumbre que flotaba en la estancia. Recordó
algo que le habían contado en clase de Sociales cuando estaba en segundo. El
profesor les había hablado del célebre asalto a Corpus Christi, cuando Texas
había intentado clausurar su Coldtown y había enviado unos tanques allí
durante el día. Todos los humanos que había dentro y que podrían haber
estado infectados habían sido abatidos. Mataron incluso a la hija del alcalde.
También murieron un montón de vampiros mientras dormían, sacados a
rastras de sus escondites y decapitados o expuestos a la luz del sol. Cuando
cayó la noche, los vampiros supervivientes consiguieron matar a los guardias
de la verja y huir, dejando docenas y docenas de personas infectadas y
desangradas a su paso. Los vampiros de Corpus Christi seguían siendo un
objetivo popular para los cazarrecompensas de la televisión.
Cada alumno había tenido que preparar un proyecto distinto para esa
asignatura. Tana confeccionó una maqueta con una caja de zapatos y un
montón de pintura roja para representar una noticia que había recortado del
periódico. Hablaba de tres vampiros huidos de Corpus Christi que se habían
colado en una casa, habían matado a sus habitantes y luego se habían echado
a descansar entre los cadáveres hasta que se había hecho de noche otra vez.
Eso la llevó a preguntarse si seguiría habiendo un vampiro en esa casa, el
vampiro que había masacrado a toda esa gente. El mismo que por alguna
razón no la había visto, que había estado demasiado obcecado con la sangre y
la carnicería como para abrir las puertas de todos los armarios o cuartos de
baño, el mismo que no había descorrido una cortina de ducha. No obstante, la
mataría ahora si la oía moverse.
Se le aceleró el corazón, retumbando contra sus costillas, y cada latido fue
como un puñetazo en el pecho. «Imbécil —decía su corazón—. Imbécil,
imbécil, imbécil».
Tana se sintió mareada; su aliento surgía en forma de resuellos
superficiales. Sabía que debería sentarse otra vez y apoyar la cabeza entre las
piernas —se suponía que había que hacer eso si te ponías a hiperventilar—,
pero si se sentaba, quizá nunca volvería a levantarse. Se obligó a inspirar
hondo, para luego expulsar el aire de sus pulmones lo más despacio posible.
Quiso salir corriendo, atravesar el jardín a toda velocidad y aporrear la
puerta de uno de los vecinos hasta que la dejaran entrar.
Pero sin sus botas, su móvil ni sus llaves, se metería en un buen lío si no
había nadie en casa. El rancho de los padres de Lance estaba en el campo, y
todo el terreno que se extendía por detrás de la vivienda era un parque
nacional. No había demasiados vecinos en la zona. Y Tana sabía que, una vez
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que saliera por esa puerta, no habría fuerza en el mundo capaz de hacerla
regresar.
Se debatió entre el impulso de echar a correr y la urgencia de acurrucarse
como un bicho bola, cerrar los ojos, hundir la cabeza bajo sus brazos y jugar a
«como yo no puedo ver a los monstruos, ellos tampoco pueden verme a mí».
Pero ninguno de esos impulsos iba a salvarla. Tenía que usar la cabeza.
La luz del sol moteaba el salón, filtrada a través de las hojas de los árboles
del exterior. Un sol de última hora de la tarde, pero sol, al fin y al cabo. Se
aferró a eso. Aunque hubiera un nido entero de vampiros en el sótano, no
subirían —no podrían subir— antes del ocaso. Tenía que ceñirse al plan: ir al
guardarropa y sacar sus botas, su móvil y las llaves del coche. Después saldría
a la calle y tendría el ataque de nervios más colosal de su vida. Se permitiría
gritar o incluso desmayarse, siempre que lo hiciera dentro de su coche, lejos
de allí, con las ventanillas subidas y las puertas cerradas.
Con mucho mucho cuidado, se quitó todas y cada una de sus relucientes
pulseras metálicas y las depositó sobre la moqueta para que no tintinearan
cuando se moviera.
Esta vez, mientras atravesaba la habitación, fue consciente de cada crujido
de los tablones, de cada aliento entrecortado que tomó. Se imaginó bocas
repletas de colmillos entre las sombras; se imaginó unas manos frías
deslizándose sobre el linóleo de la cocina, unas uñas arañándole los tobillos
mientras la arrastraban hacia la oscuridad. Le pareció que había tardado una
eternidad en llegar hasta la puerta del cuarto de invitados y girar el picaporte.
Entonces, a pesar de sus esfuerzos, soltó un grito ahogado.
Aidan estaba atado a la cama. Tenía las muñecas y los tobillos amarrados
a los postes con unas cuerdas elásticas y la boca cubierta por un trozo de cinta
aislante plateada, pero estaba vivo. Durante un buen rato, Tana no pudo hacer
más que mirarlo fijamente mientras volvía a embargarla la conmoción por
todo lo sucedido. Alguien había pegado unas bolsas de basura en las ventanas
para bloquear la luz del sol. Y junto a la cama, amordazado y encadenado,
entre unos abrigos que estaban tirados en el suelo, había otro chico con el pelo
tan negro como un charco de tinta. El chico la miró. Tenía los ojos rojos y
brillantes como rubíes.
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CAPÍTULO2
C uando Tana tenía seis años, los vampiros eran Teleñecos que contaban
sin parar o villanos de dibujos animados con capas negras con el forro
de poliéster rojo. Los niños se disfrazaban de vampiros en Halloween,
se ponían dientes de plástico que encajaban a duras penas sobre los de verdad
y se embadurnaban la cara con sirope de fresa para simular chorretones
radiantes de sangre.
Todo eso había cambiado con Caspar Morales. A lo largo del último siglo
habían aparecido multitud de libros y películas que idealizaban a los
vampiros. Solo era cuestión de tiempo que uno de ellos comenzara a
idealizarse a sí mismo.
El romántico y trastornado Caspar había decidido que, contraviniendo lo
establecido por décadas de vampiros ancestrales e inflexibles, él no iba a
matar a sus víctimas. Las seduciría, bebería un poco de su sangre y seguiría su
camino, de una ciudad a otra. Cuando los viejos vampiros lo encontraron y lo
despedazaron, ya había infectado a cientos de personas. Y esos nuevos
vampiros, que no tenían ni idea de cómo frenar la propagación, infectaron a
miles.
El primer brote se produjo en el lugar donde había nacido Caspar, en la
pequeña ciudad de Springfield, en Massachusetts, cuando Tana tenía unos
siete años. Springfield se encontraba apenas a ochenta kilómetros de su casa,
así que salió en las noticias locales antes de dar el salto a las nacionales. En
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un principio, parecía una broma de un reportero. Luego se produjo otro brote
en Chicago, otro en San Francisco y otro más en Las Vegas. Una chica a la
que sorprendieron intentando morder a un crupier estalló en llamas cuando la
policía la sacó a rastras del casino para llevarla a su coche patrulla.
Encontraron a un empresario que estaba escondido en su ático, rodeado de
cadáveres mordisqueados. Una niña se plantó en mitad del barrio de
Fisherman’s Wharf durante una noche neblinosa, tendiéndole los brazos a
cualquier adulto que se ofreciera a ayudarla a encontrar a su padre, justo antes
de clavarles los dientes en la garganta. Una bailarina de cabaret introdujo
elementos sangrientos en su actuación y requería que los miembros del
público firmaran una carta de exoneración de responsabilidad antes de asistir
a sus espectáculos. Cuando se marchaban, salían hambrientos.
El ejército levantó barricadas alrededor de cada zona de la ciudad donde
se producían las infecciones. Así fue como se fundaron las primeras
Coldtowns.
«El vampirismo es un problema estadounidense», declaró la BBC. Pero el
siguiente brote se produjo en Hong Kong, después en Yokohama, y luego en
Marsella, en Brecht, en Liverpool. A continuación, se extendió como la peste
por Europa.
A los diez años, Tana observó a su madre, que estaba sentada frente a su
tocador, preparándose para asistir a la fiesta de un coleccionista de arte que
tenía intención de cederle unas cuantas piezas para su galería. Llevaba puesta
una falda de tubo con una blusa de seda sin mangas de color esmeralda y el
pelo, corto y negro, peinado hacia atrás con gomina. Se estaba poniendo unos
pendientes de lágrima.
—¿No te dan miedo los vampiros? —le preguntó Tana, apoyándose sobre
la pierna de su madre, sintiendo el roce áspero de los pantis en la mejilla e
inspirando el aroma de su perfume. Normalmente, sus padres estaban en casa
antes del anochecer.
Su madre se limitó a reírse, pero regresó de la fiesta enferma. «Gripe», lo
llamaron, algo que parecía inofensivo al principio, como esos constipados que
te producían mocos y picor de garganta. Pero ese era otro tipo de gripe, uno
en el que la temperatura corporal caía, los sentidos se aguzaban y la sed de
sangre se volvía casi insoportable.
Si un contagiado de gripe vampírica bebía sangre humana, la infección
mutaba. Mataba al portador y luego lo traía de vuelta, más frío que antes. Un
frío polar que ya no tenía remedio.
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Según el Centro para el Control y la Prevención de Enfermedades, solo
había una cura. Había que impedir que la víctima bebiera sangre humana
hasta que la infección hubiera sido purgada del organismo, lo cual podía
requerir hasta ochenta y ocho días. Ninguna clínica proporcionaba ese
servicio. Al principio, los hospitales tenían a los pacientes de gripe
fuertemente sedados, hasta que una mujer adinerada de mediana edad había
despertado de su coma inducido para atacar a un médico. Algunas personas
conseguían sobrellevar la sed de sangre consumiendo drogas o alcohol, a
otros no les funcionaba nada. Pero si la policía descubría un caso potencial de
infección, la persona quedaba confinada y reubicada en una Coldtown. La
madre de Tana estaba aterrorizada. Y así, al cabo de dos días, cuando los
temblores se agravaron y llegó el ansia, accedió a que la encerrasen en la
única zona de la casa que podría contenerla.
Tana recordaba los gritos procedentes del sótano una semana más tarde,
gritos que se prolongaban durante todo el día, mientras su padre estaba en el
trabajo, y después durante la noche entera, cuando su padre subía el volumen
del televisor hasta ahogar todos los demás sonidos y se ponía a beber hasta
quedarse dormido. Por las tardes, después del colegio, entre episodios de
gritos, la madre de Tana la llamaba rogando, suplicando que la dejara salir.
Prometía que sería buena. Explicaba que se encontraba mejor, que ya no
estaba enferma.
«Tana, por favor. Ya sabes que jamás te haría daño, mi niñita preciosa.
Sabes que te quiero más que a nada, más que a mi propia vida. Tu padre no
entiende que estoy mejor. No me cree y le tengo miedo, Tana. Va a dejarme
encerrada aquí para siempre. Nunca me dejará salir. Siempre ha querido
controlarme, siempre le ha asustado que fuera tan independiente. Por favor,
Tana, por favor. Aquí abajo hace frío, hay bichos que me corretean por
encima, en la oscuridad, y ya sabes cuánto odio a las arañas. Eres mi niña, la
niña de mis ojos, mi tesoro, y necesito tu ayuda. Sé que estás asustada, pero si
me dejas salir, estaremos juntas para siempre, Tana. Pearl, tú y yo. Iremos al
parque, comeremos helados y daremos de comer a las ardillas. Buscaremos
lombrices en el jardín. Volveremos a ser felices. Vas a ir a por la llave,
¿verdad? Trae la llave. Por favor, tráela. Por favor, Tana, por favor. Trae la
llave. Trae la llave».
Tana se sentaba cerca de la puerta del sótano y se tapaba los oídos, con el
rostro cubierto de mocos y lágrimas mientras lloraba, lloraba y lloraba. Y la
pequeña Pearl se acercaba tambaleándose, sollozando también. Las dos
lloraban mientras se comían los cereales, lloraban mientras veían los dibujos
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animados y lloraban hasta quedarse dormidas por la noche, acurrucadas en la
camita de Tana. «Haz que pare», decía Pearl, pero Tana no podía.
Y cuando su padre se ponía unos guantes de malla metálica, como los que
utilizan los chefs para abrir ostras, y se calzaba unas gruesas botas de trabajo
para llevarle comida a su madre por la noche, era cuando Pearl y Tana
lloraban con más fuerza. Les aterrorizaba que él también se pusiera enfermo.
Su padre les explicaba que solo un vampiro podía infectar a alguien y que su
madre seguía siendo humana, así que no podía transmitir su enfermedad. Les
explicó que su sed de sangre no era tan diferente del ansia que experimentaría
alguien que padeciera geofagia por un trozo de tiza, la tierra de las macetas o
las limaduras metálicas. Les explicó que todo saldría bien, siempre que su
madre no consiguiera lo que quería, siempre que Tana y Pearl actuasen con
normalidad y no le contasen a nadie lo que le pasaba a mamá: ni a sus
profesores ni a sus amigos, ni siquiera a sus abuelos, que no lo entenderían.
Parecía sereno, razonable. Después entraba en la otra habitación y se
bebía media botella de Jack Daniel’s. Y los gritos seguían y seguían.
Pasaron treinta y cuatro días antes de que Tana se viniera abajo y le
prometiera a su madre que la ayudaría a liberarse. Pasaron treinta y siete días
antes de que consiguiera robar el llavero del bolsillo trasero de los Dockers
marrones de su padre. Cuando este se fue a trabajar, ella abrió los cerrojos,
uno por uno.
El sótano olía a humedad, como a moho y minerales, y Tana comenzó a
bajar entre los crujidos de la escalera de madera. Su madre dejó de gritar en
cuanto se abrió la puerta. Todo estaba tranquilo mientras Tana descendía, el
roce de sus zapatillas sobre la madera resonaba con fuerza en sus oídos.
Titubeó al poner un pie sobre el último escalón.
Entonces algo la derribó.
Tana recordaba la sensación, la quemazón infinita de unos dientes sobre
su piel. Aunque no habían cambiado del todo, esos caninos se clavaron como
espinas gemelas o como las pinzas de una araña enorme. Notó la suave
presión de una boca, y dolor, y luego también se produjo otra sensación,
como si todo estuviera saliendo de su cuerpo a toda velocidad.
Ella se resistió, gritando y llorando, pataleando con sus piernecitas rollizas
e infantiles, arañando con las uñas de sus deditos sonrosados. Aquello solo
sirvió para que su madre la estrujase con más fuerza, para que se desgarrase la
carne del interior de su propio brazo, para que su sangre saliera disparada
como los chorretones de una pistola de agua.
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Aquello había sucedido hacía siete años. Los médicos le habían dicho a su
padre que el recuerdo se desvanecería, como la aparatosa cicatriz del brazo,
pero ninguna de las dos cosas había desaparecido.
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CAPÍTULO3
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Sí, claro, como si ella fuera a dejar morir a Aidan solo porque ese vampiro
guapito no quería que le quitasen su aperitivo.
—¡Basta! —exclamó la chica, alzando la voz más de la cuenta, porque
estaba asustada. Debería subirse a la cama, acercarse a las ventanas y retirar
las bolsas de basura. El vampiro ardería con el sol, ennegreciéndose y
desintegrándose como una estrella agonizante. Aunque Tana nunca había
visto aquello en la vida real, solo lo había visto en los mismos vídeos de
YouTube que el resto de la gente, y la idea de matar a alguien que estaba
atado, amordazado y mirándola le revolvía la barriga. No sabía si sería capaz
de hacerlo.
«Imbécil, imbécil, imbécil», repetía su corazón.
Tana se volvió a girar hacia Aidan. Habían empezado a temblarle las
manos.
—No hagas ruido, ¿vale?
Tras verlo asentir, le quitó la cinta aislante de la boca con un tirón rápido.
—Ay —se quejó Aidan. Luego se lanzó hacia ella para asestarle una
dentellada.
Tana estaba alargando una mano hacia la cuerda elástica que le sujetaba la
muñeca cuando sucedió. Ese movimiento repentino la sobresaltó tanto que
retrocedió tambaleándose, perdió el equilibrio y pegó un grito cuando aterrizó
sobre una pila de abrigos. Aidan le había rozado el brazo con sus caninos
romos, cerca del lugar donde tenía la cicatriz.
Aidan había intentado morderla.
Aidan estaba infectado.
Tana había hecho tanto ruido como para despertar a un nido de vampiros
durmientes.
—Serás gilipollas —le espetó. La rabia era lo único que se interponía
entre ella y un pánico abrumador. Se obligó a incorporarse y le pegó un
puñetazo en el hombro a su ex con todas sus fuerzas.
Él resolló de dolor, luego esbozó esa sonrisa pícara y avergonzada a la
que recurría siempre que lo sorprendían haciendo algo malo.
—Perdona. No… No pretendía hacer eso. Es que… hace horas que estoy
aquí tumbado, pensando en sangre.
Tana se estremeció. No parecía que hubiera marcas sobre la lisa extensión
del cuello de Aidan, pero había un montón de sitios más donde podrían
haberle mordido.
«Por favor, Tana, por favor».
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Nunca le había contado a Aidan lo de su madre, pero él lo sabía. Todo el
mundo en el colegio lo sabía. Además, había visto la cicatriz, un amasijo de
carne abultada y reluciente, pálida y amoratada por los bordes. En alguna
ocasión, ella le había contado cómo se sentía, como si tuviera una esquirla de
hielo alojada en el hueso, bajo la piel.
—Si me dieras un poquito de la tuya… —comenzó a decir Aidan.
—Entonces te morirías, idiota. Te convertirías en un vampiro. —Quiso
golpearlo otra vez, pero, en lugar de hacer eso, se agachó y se puso a rebuscar
entre los abrigos hasta que encontró su bolso con sus llaves—. Cuando
salgamos de esta, vas a besarme los pies como si no hubiera un mañana.
El vampiro volvió a patear la cama, haciendo traquetear sus cadenas. Tana
lo miró. Él le sostuvo la mirada, luego miró hacia la puerta y luego otra vez a
ella. Abrió mucho los ojos, ceñudo e impaciente.
Esta vez, Tana comprendió lo que quería decir. Algo se acercaba. Algo
que seguramente habría escuchado su caída. Se abrió camino entre la maraña
de abrigos hasta una cómoda y la empujó hacia la puerta, confiando en
bloquear el paso. Se le originó un sudor frío entre los omóplatos. Sintió como
si sus brazos y sus piernas estuvieran hechos de plomo, no sabía cuánto
tiempo pasaría antes de que no pudiera continuar, antes de que la venciera el
deseo de esconderse y acurrucarse.
Miró al chico de los ojos rojos y se preguntó si unas horas antes habría
formado parte del grupo de gente que bebía cerveza, bailaba y reía. No
recordaba haberlo visto, pero eso no significaba nada. Había gente a la que no
conocía y de la que seguramente no se habría acordado, gente venida de
Conway o Meredith. Era posible que el día anterior fuera humano. O puede
que hubiera dejado de serlo hacía cien años. En cualquier caso, ahora era un
monstruo.
Tana tomó un trofeo de hockey de la cómoda. Lo sopesó mientras
atravesaba el cuarto hasta el lugar donde estaba encadenado el chico, con el
corazón tamborileando como una persiana en mitad de una tormenta.
—Voy a quitarte la mordaza. Si intentas morderme o agarrarme, te atizaré
con este chisme con todas mis fuerzas y tantas veces como me sea posible.
¿Entendido?
El vampiro asintió, observándola con sus ojos rojos.
Notó el tacto frío de su piel pálida como la cera cuando le rozó el cuello
para localizar el nudo de la mordaza. Nunca había estado tan cerca de un
vampiro, no era consciente de lo que se sentiría al estar tan próxima a alguien
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que no respiraba, que podía permanecer tan inmóvil como una estatua. Su
pecho no se hinchaba ni se contraía. A Tana le temblaron las manos.
Le pareció oír un ruido proveniente de las entrañas de la casa, un crujido,
como el de una puerta al abrirse. Se obligó a concentrarse en desanudar la tela
más deprisa, aunque tuviese que hacerlo con una sola mano. Ojalá tuviera un
cuchillo, ojalá hubiera tomado la precaución de llevarse uno cuando había
pasado por la cocina, ojalá tuviera algo mejor que un trofeo de metal blanco
con una capa de pintura dorada.
—Oye, siento lo de antes —dijo Aidan desde la cama—. No estoy del
todo en mis cabales, ¿vale? Pero no volveré a hacerlo. Yo nunca te haría
daño.
—Nunca has destacado por ser capaz de resistirte a las tentaciones —
replicó Tana.
Aidan se rio un poco, hasta que la risa se convirtió en un ataque de tos.
—Yo soy más de dejarme llevar, ¿verdad? Pero, en serio, créeme, por
favor. Yo también tengo miedo. No volveré a hacer nada parecido.
Los infectados se libraban de sus ataduras y atacaban a sus familias
continuamente. Esa clase de noticias ya ni siquiera copaban los titulares.
Pero los científicos seguían insistiendo en que no todos los vampiros eran
monstruos. «En teoría, una vez saciada su ansia, vuelven a ser las mismas
personas que eran antes, con los mismos recuerdos y la misma capacidad para
tomar decisiones morales».
En teoría.
Al fin, el nudo se deshizo en la mano de Tana. Retrocedió para alejarse
del chico de los ojos rojos, pero este no hizo nada más que escupir la
mordaza.
—Por la ventana —dijo con un acento que Tana no pudo identificar. Eso
le confirmó que no se trataba de un chico de la zona infectado la noche
anterior—. Vete. Son veloces como sombras. Si entran por la puerta, no te
dará tiempo.
—Pero tú…
—Cúbreme con una manta pesada, o con un par, y quedaré lo bastante
protegido del sol.
Aunque apenas parecía un poco mayor que Aidan, el tono sereno e
imperativo de su voz denotaba una larga experiencia. Tana experimentó un
alivio momentáneo. Al menos, alguien parecía saber qué hacer, aunque ese
alguien no fuera ella. Aunque ese alguien no fuera humano.
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Ahora que estaba fuera de su alcance, Tana volvió a depositar el trofeo
con cuidado sobre la cómoda, en el lugar que le correspondía, en el lugar
donde lo encontrarían los padres de Lance y… Tana se interrumpió, se obligó
a concentrarse en aquel presente descabellado.
—¿Por qué estás encadenado? —le preguntó al vampiro.
—Me junté con malas compañías —respondió, muy serio, y por un
momento Tana no supo si estaría bromeando. Le inquietaba la idea de que
pudiera tener sentido del humor.
—Ten cuidado —le advirtió Aidan desde la cama—. No sabes de qué es
capaz.
—Pero sí sabemos de qué eres capaz tú, ¿verdad? —lo acusó el vampiro
con su voz sedosa.
Fuera, el sol seguía trazando una trayectoria descendente hacia la hilera de
árboles. Tana no tenía mucho tiempo para tomar una decisión.
Tenía que jugar bien sus cartas.
Había una colcha encima de la cama, por debajo de Aidan, y la muchacha
empezó a tirar de ella.
—Voy a ir a mi coche —los informó a ambos—. Lo acercaré a la ventana
y luego os meteréis en el maletero. Tengo una palanca para cambiar los
neumáticos. Con suerte, podré romper los eslabones con eso.
El vampiro la miró, perplejo. Luego miró de reojo hacia la puerta y adoptó
un gesto taimado.
—Si me liberas, podría retrasarlos.
Tana negó con la cabeza. Los vampiros eran más fuertes que los humanos,
pero no tanto como para que el hierro no pudiera contenerlos.
—Creo que a todos nos irá mejor si sigues encadenado…, pero no aquí.
—¿Estás segura? —preguntó Aidan—. Gavriel no deja de ser un vampiro.
—Me ha alertado sobre ti y sobre ellos. No tenía por qué. No voy a
agradecérselo dejándolo… —Titubeó, y luego frunció el ceño—. ¿Cómo lo
has llamado?
—Se llama así. —Aidan suspiró—. Gavriel. Los demás vampiros dijeron
su nombre mientras me ataban a la cama.
—Ah. —Con un último tirón, Tana logró extraer la colcha y se la echó
encima a Gavriel.
El corazón le retumbaba en el pecho, pero junto con el miedo había un
chute temerario de adrenalina. Estaba decidida a salvarlos.
De repente, se oyeron unos arañazos en la puerta y el picaporte comenzó a
girar. Tana pegó un grito, se subió a la cama y pasó por encima de Aidan para
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llegar hasta la ventana. Arrancó la bolsa de basura de un tirón para dejar
entrar la luz dorada del atardecer.
Gavriel resolló de dolor y se envolvió con más ahínco en la manta,
girando el cuerpo para parapetarse todo lo posible detrás de otra cómoda.
—¡Aún hay mucho sol! —gritó Tana, jadeando—. Será mejor que no
entréis.
Los movimientos cesaron al otro lado de la puerta.
—No puedes dejarme aquí —dijo Aidan mientras Tana empujaba la vieja
ventana del rancho, dilatada por años de exposición a la lluvia. Estaba
atascada.
Le ardían los músculos, pero empujó de nuevo. Con un sonoro crujido, la
ventana se deslizó un poco hacia arriba. Lo suficiente como para que ella
pudiera pasar por debajo, o eso esperaba. La brisa fresca y fragante trajo
consigo un olor a madreselva y a hierba recién cortada.
Mientras miraba hacia el bulto formado por la colcha, los abrigos y las
sombras donde se ocultaba Gavriel, Tana inspiró hondo.
—No te abandonaré —le dijo a Aidan—. Te lo prometo.
Ese día no iban a matar a nadie más. No si ella podía salvarlos. Y menos a
alguien de quien había creído estar enamorada en el pasado, aunque fuera un
cretino. Ni tampoco a un chico muerto lleno de buenos consejos. Y esperaba
que a ella tampoco.
Tras inclinarse hacia delante, pasó la cabeza por debajo del marco de la
ventana, ignorando las astillas de madera desgastada y pintura vieja. Lanzó su
bolso. Luego intento contorsionarse un poco, deslizar la protuberancia de sus
pechos por encima del alféizar y ladear las caderas para poder agarrarse al
revestimiento e impulsarse hacia delante lo suficiente como para aterrizar de
cabeza entre los arbustos. Fue una caída corta y dolorosa. Durante mucho
rato, la luz del sol resultó demasiado radiante y la hierba demasiado verde.
Rodó sobre su espalda y se dejó envolver por los restos del día.
Estaba a salvo. Unas nubes cruzaban el cielo, suaves y desmenuzadas
como algodón de azúcar. Adoptaron la forma de montañas, de ciudades
amuralladas, de bocas abiertas con hileras y más hileras de dientes afilados,
de brazos extendidos desde el cielo, de llamas y…
Una ventolera repentina estremeció las ramas de los árboles, provocando
una llovizna de hojas verdes. Una mosca zumbaba entre la hierba, cerca de su
hombro, lo cual le hizo pensar de repente en los cadáveres que había dentro
de la casa, en cómo las moscas se estarían posando sobre ellos, en los gusanos
iridiscentes que eclosionarían y se abrirían paso a través de ellos,
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multiplicándose sin cesar, extendiéndose como una infección, hasta que las
moscas cubrieran la habitación como una alfombra viviente. Hasta que no se
oyera otra cosa que el zumbido de sus alas cristalinas.
Tana empezó a temblar como los árboles; sus brazos y sus piernas se
estremecieron, y la embargó una oleada tan fuerte de náuseas que apenas le
dio tiempo a ponerse de rodillas antes de vomitar sobre la hierba.
«Dijiste que tenías permiso para perder la cabeza», le recordó una parte de
su ser.
«Aún no, aún no», se repitió, aunque el simple hecho de que estuviera
renegociando un acuerdo con su propio cerebro era un indicativo de que las
cosas ya se habían puesto muy feas. Se obligó a incorporarse y trató de
recordar dónde había aparcado. Caminó a través del césped en pendiente,
luego se dirigió a una fila de coches y pasó junto a cada uno de ellos, tocando
los capós, sintiendo ganas de volver a vomitar cada vez que veía cosas dentro
—libros, jerséis, adornos colgando de los retrovisores—, pequeños símbolos
de la vida cotidiana de la gente, objetos que ya nunca volverían a ver.
Por fin llegó hasta su Crown Vic, abrió la puerta con un chirrido y se
montó, inspirando ese olorcillo familiar a gasolina y aceite.
Lo había comprado por mil pavos el día que había cumplido los diecisiete
y había pintado los arañazos con un espray de color verde lima, haciendo que
pareciera un coche de la poli vandalizado más que otra cosa. Había reparado
el motor con la ayuda de su padre, durante uno de los pocos periodos en los
que él salía de su pozo de miseria el tiempo suficiente como para recordar que
tenía dos hijas.
Era un coche grande y robusto, que chupaba gasolina con una sed
insaciable. Cuando cerró la puerta de golpe, por primera vez desde que había
salido del cuarto de baño, quizá por primera vez desde que había llegado a la
fiesta, sintió que tenía el control.
Se preguntó cuánto tiempo pasaría antes de que se le escurriera entre los
dedos.
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CAPÍTULO4
E l secreto de Tana, el que nunca le había contado a nadie, era que tenía
un sueño recurrente. A veces pasaban meses sin que lo tuviera; a veces
lo soñaba noche tras noche durante una semana. En ese sueño, su madre
y ella estaban juntas; habían regresado de la muerte, ataviadas con unos
vestidos blancos que ondeaban al viento, con volantes en el cuello y en el bajo
de la falda. Corrían al amparo de la noche en un cuento de hadas crepuscular,
repleto de sangre, bosques y nieve, de chicas con el cabello corvino, labios
rojos como pétalos de rosa y dientes afilados tan blancos como la leche.
La manera en la que se infectaban variaba ligeramente cada vez, pero
solía suceder así: Tana era la que contraía la gripe, no su madre. Los detalles
de ese pasaje siempre se omitían, nunca se esclarecían el cómo ni el porqué
del ataque. El sueño solía comenzar con su padre llevándola a rastras hasta la
puerta del sótano y diciéndole que nunca volvería a dejarla salir, jamás de los
jamases. Tana podía aullar, llorar y suplicar en una orgía de aflicción, podía
bañarlo en lágrimas, pero el corazón de su padre era duro como una roca.
Finalmente, él se hartaba de sus lloriqueos y la empujaba escaleras abajo.
Tana se golpeaba la cabeza contra los listones de madera y trataba de
agarrarse al pasamanos para frenar su caída. Pero, aunque lo rozaba con las
uñas, no lograba sujetarse. Acababa tirada al pie de las escaleras con el aliento
entrecortado.
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Entonces se quedaba sentada sobre el frío suelo del sótano mientras las
arañas se encaramaban a sus manos y los escarabajos correteaban, mientras
los ratones emergían de entre las sombras dando grititos para robarle hebras
de cabello para sus nidos, mientras escuchaba a su hermana llorando y a su
madre discutiendo para que la liberasen. Pero cada vez que esta última
llamaba cruel a su marido, él ponía otro candado en la puerta, hasta que había
treinta candados de latón con otras tantas llaves a juego. Día tras día, el padre
tenía que abrir cada candado para dejarle a Tana un cuenco de agua y otro de
gachas en el escalón más alto. Luego volvía a encerrarla una vez más.
Al final, Tana memorizaba la melodía de los cerrojos y subía
sigilosamente por las escaleras cuando las llaves comenzaban a girar. Allí lo
esperaba. Su padre había sido cuidadoso, pero no lo suficiente. Cuando abría
la puerta, se abalanza sobre él y le mordía. Entonces caían dando tumbos por
las escaleras. Y cuando Tana se despertaba, ella era un vampiro y su padre
estaba inconsciente a su lado.
Entonces su madre bajaba, estrechaba a Tana entre sus suaves brazos y le
decía que todo saldría bien. Que iban a marcharse muy pronto, pero que antes
tendría que morderla. Su madre insistía mucho en eso, alegaba que no podría
soportar dejarla sola en el mundo y que quería estar siempre con ella. A
veces, llegaba incluso a suplicarle.
«Por favor, Tana, por favor».
Tana siempre la mordía. Cuando era muy pequeña, en esos sueños, la
sangre sabía a refresco o sorbete de fresa. Si te la bebías muy rápido, te dolía
la cabeza como al tomarte un helado muy frío. Cuando se hizo mayor,
después de haberse lamido un corte que se había hecho en el dedo, el sabor
que notó se convirtió en el regusto de sus sueños: a cobre y lágrimas.
Una vez infectada, la madre de Tana mordía a su marido mientras estaba
inconsciente, porque necesitaba sangre humana para completar su
transformación, y morderlo a él estaba bien porque no podías contraer la gripe
con el mordisco de un infectado. A continuación, lo metían en la cama;
seguramente estaría cansado.
El padre dormía plácidamente mientras Tana y su madre le decían a Pearl
que volverían a buscarla en cuanto fuera más mayor. Después se ponían unos
vestidos largos y salían al amparo de la noche, la madre y la hija vampiras,
para cazar y acechar juntas por las calles.
Serían vampiras buenas, como las científicas abnegadas que se infectaban
a propósito para estudiar mejor la enfermedad; como los vampiros
cazarrecompensas que perseguían a otros individuos de su especie; como esa
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vampira de Grecia que seguía viviendo con su marido y que le preparaba
todas las comidas por la noche y se las dejaba para que las recalentase
mientras ella se pasaba el día durmiendo en una tumba hecha de tierra recién
removida bajo la despensa. Tana y su madre serían así, y nunca matarían a
nadie, ni siquiera por accidente.
En el sueño, todo iba según lo esperado, todo era perfecto, todo salía bien
siempre.
En el sueño, la madre de Tana la quería más que a cualquier otra cosa o
persona. Más que a la muerte.
«No quiero ser un vampiro», se repetía una y otra vez. Pero, en sus
sueños, no le importaba serlo.
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CAPÍTULO5
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—Hay muchos haces de luz solar aquí —exclamó desde su pila de mantas
y abrigos, ignorando a Tana—. Entrad. Estoy deseando ver cómo se os cubre
la piel de ampollas. Estoy deseando…
—¡No digas eso! —lo interrumpió ella, asustada. Si los vampiros entraban
por la fuerza, no sabía qué haría.
Huir, seguramente. Abandonarlos.
Aidan tiró de sus ataduras.
—No dejan de hablar con él en un montón de idiomas. Sobre todo en
francés. Han mencionado algo sobre el aguijón de Istra. Creo que Gavriel está
en apuros.
—¿Lo estás? —preguntó Tana.
—No, no exactamente —repuso el vampiro.
Tana se estremeció y volvió a mirar hacia la ventana y hacia su coche con
añoranza. ¿El aguijón de Istra? En una ocasión había visto un documental
titulado Perforando el velo: secretos vampíricos antes de que la gripe asolara
el mundo. En la pantalla, dos tipos con chaquetas de tweed hablaban de su
investigación acerca de cómo los vampiros habían permanecido ocultos
durante tanto tiempo. Al parecer, en el pasado, unos cuantos vampiros
ancestrales dominaban grandes parcelas de territorio, como caudillos
siniestros, con otros vampiros que ejercían de sirvientes. Los vampiros se
hacían con víctimas a las que nadie echaría de menos y las mataban después
de alimentarse. Pero si se cometía un error y una víctima sobrevivía el tiempo
suficiente como para beber sangre, el deber de un «aguijón» era dar caza al
vampiro recién transformado y matar a todo aquel al que hubiera mordido
durante su breve y cruenta vida. Ejercer como aguijón para uno de esos viejos
vampiros parecía suponer un honor y un castigo al mismo tiempo.
En el programa, los tipos de las chaquetas de tweed bromeaban sobre lo
desesperados que debían de haber estado esos aguijones cuando Caspar
Morales había iniciado su gira mundial, apresurándose a sofocar una
infección que ya se había descontrolado.
Al parecer, el aguijón de Istra había enloquecido a raíz de aquello. El
documental mostraba un vídeo granulado de una reunión en el subsuelo del
cementerio del Père Lachaise, en París. Mientras unos vampiros elegantes se
dedicaban a sus cosas a su alrededor, el aguijón estaba encerrado en una jaula,
con el rostro y el cuerpo manchados de sangre, riéndose. Y se carcajeaba aún
más fuerte cuando encontraban al videógrafo y lo llevaban a rastras hasta la
jaula; aullaba salvajemente justo antes de desgarrarle la garganta al hombre.
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Tana había visto la cara que habían puesto los demás vampiros. El aguijón los
había asustado incluso a ellos.
—¿Te persigue el aguijón de Istra? —preguntó. La idea de que hubiera
salido de su jaula resultaba escalofriante—. ¿Y eso no te preocupa?
Gavriel se quedó callado.
Quizá debería abandonarlo. Desatar a Aidan y salir cagando leches de allí,
aunque eso implicara dejar a un vampiro encadenado para repeler a cuantos
hubiera al otro lado de la puerta. Aunque eso fuera injusto.
—Ultima oportunidad —dijo después de inspirar hondo—. ¿Necesitas que
te rescaten?
La expresión del chico se tornó muy extraña, casi como si Tana lo hubiera
golpeado.
—Sí —dijo al fin.
Quizá se debiera a que casi todo el mundo estaba muerto y a que ella
también se sentía un poco muerta por dentro, pero el caso es que pensó que
incluso un vampiro merecía ser salvado. Tal vez debería dejarlo allí, pero en
el fondo sabía que no podía hacer eso.
Se acercó a Gavriel, examinando la distribución de sus aparatosas
cadenas. Una estaba anudada alrededor de una pata del armazón de la cama.
Tenía las muñecas esposadas por delante del cuerpo con unos robustos
grilletes de hierro. A su vez, esas cadenas estaban unidas a otro par de
grilletes cerrados en torno a sus talones.
La forma más fácil de liberarlo sería levantar la cama, algo que Gavriel
seguramente podría haber hecho si no hubiera tenido los brazos
inmovilizados, pero Tana no sabía si ella sería capaz. Lo que sí sabía era que
no podría hacerlo con Aidan tendido encima del colchón, lastrando el
conjunto con su peso.
—¿Crees que podrás evitar morderme? —le preguntó.
Aidan se quedó callado un buen rato.
—No lo sé.
Bueno, al menos estaba siendo sincero.
Tana recogió la mordaza de Gavriel de una pila de trastos que había en el
suelo y se encaramó al borde de la cama.
—El proceso aún no está muy avanzado. Inténtalo —le dijo.
Se agachó para anudarle la mordaza alrededor de la boca lo más rápido
posible, haciendo un nudo doble sobre la parte trasera de su cabeza, para que
tardase un rato en liberarse. Al menos, esperó que así fuera.
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Aidan se quedó quieto y la dejó hacer. Cuando Tana terminó con la
mordaza, empezó a soltar las cuerdas elásticas que le inmovilizaban las
piernas. Al menos, ese proceso fue rápido, pues no había nudos. Para ello,
tuvo que colocarse por encima de él en la cama, y a pesar de que Aidan estaba
contagiado de gripe, a pesar de que estaban en peligro, tuvo las narices de
arquear una ceja y dirigirle una sonrisita.
Tana estaba a punto de soltarle alguna pulla cuando encontró dos marcas
punzantes simétricas en el tobillo del chico; tenían un contorno ligeramente
amoratado, y la sangre en ellas estaba adoptando un tono azulado. Se le cortó
el aliento, pero no dijo nada, y tampoco las tocó. Le pareció que era algo muy
íntimo.
Entonces, como no tenía más remedio, le desató los brazos. Aidan se
incorporó, se apoyó en el cabecero y se frotó las muñecas. El pelo castaño se
desplegó sobre su rostro, enmarañado, como si acabara de despertarse.
«Móntalos en el coche —se dijo Tana—. Enciérralos en el maletero, sal
de aquí y ya pensarás qué hacer luego».
—Si intentas quitarte la mordaza, te atizaré con esta palanca, ¿entendido?
—le advirtió, tras recogerla del suelo y ondearla con un gesto que pretendía
ser amenazador.
Como Aidan no podía hablar, profirió un sonido que Tana esperó que
fuera afirmativo.
—Bien, ahora vas a ayudarme a separar las cadenas de Gavriel de la cama
—dijo.
Él negó impetuosamente con la cabeza.
—No tenemos tiempo para discutir —replicó Tana.
Aidan dejó caer los hombros y suspiró por la nariz. Ella lo miró fijamente
hasta que se movió a regañadientes para apoyar las manos en los pies de la
cama. Tana se arrodilló para poder extraer la pesada cadena cuando Aidan
levantó la estructura. Luego se apartó a toda prisa justo antes de que la
soltara. El armazón se estrelló contra el suelo, estremeciendo los tablones de
madera.
El vampiro se movió y tiró de los eslabones. El conjunto traqueteó,
produciendo un sonido escalofriante que hizo que Tana pensase en las
mazmorras medievales de las películas que echaban de madrugada.
Gavriel levantó los brazos, con los grilletes todavía puestos.
Aidan intentó decir algo, pero las palabras quedaron amortiguadas por la
mordaza. Tana dedujo que su intención era hacer algún comentario sarcástico.
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—Hay un rollo de bolsas de basura como las que estaban pegadas a las
ventanas —dijo mientras husmeaba entre la colección de trastos que los
vampiros habían abandonado—. A lo mejor, si te envolvemos con unas
cuantas bolsas, no te quemas, aunque se caiga la manta. Podemos pegarlo
todo con cinta aislante. Siempre que no te importe tener un aspecto ridículo.
El vampiro sonrió sin separar los labios.
Tana le pasó la cinta y las bolsas negras a Aidan. Agachado entre las
sombras, este se dispuso a confeccionar una armadura de plástico improvisada
para Gavriel. Tenía una pinta tan absurda como había vaticinado Tana, antes
incluso de añadir las mantas.
—Si acabo herido —dijo Gavriel mientras Aidan trabajaba—, debéis
tener mucho cuidado.
—Lo tendremos —repuso ella—. No te preocupes.
—No, Tana, escúchame bien —insistió—. Debéis tener cuidado conmigo.
Era la primera vez que la llamaba por su nombre. Al oírlo de sus labios,
pronunciado con ese acento extraño, cobró una sonoridad inédita.
—No dejaremos que te quemes —le aseguró Tana, que se giró para abrir
bolsos y registrar los bolsillos de las cazadoras, con la esperanza remota de
que alguno de sus amigos llevara encima una navaja—. Aunque seas un
vampiro y seguramente te lo merezcas.
«Lo siento». Dirigió ese pensamiento a cada uno de los muertos mientras
abría y desabrochaba sus cosas. «Lo siento, Courtney. Lo siento, Marcus. Lo
siento, Rachel. Lo siento, Jon. Siento que estés muerto y que yo siga viva.
Siento haberme quedado dormida. Siento no haberte salvado y tener que
llevarme ahora tus cosas. Lo siento. Lo siento. Lo siento». No había cuchillos
ni estacas. Lo único que encontró fue un trozo de cordel con varios símbolos
religiosos de distintas partes del mundo atados a él, incluyendo un enorme ojo
maligno con cristalitos brillantes y una botellita de agua de rosas con un trozo
de rama cubierta de espinas flotando dentro.
Tana iba a necesitar toda la protección posible. Cogió el agua y el cordel y
se los guardó en el bolso. Luego sacó el móvil de Rachel Meltzer. Marcó el
911 y lo arrojó sobre la cama.
Al otro lado de la puerta, crujió un tablón del suelo.
—Ratoncita —dijo una voz a través de la cerradura—. ¿No sabes que,
cuanto más te escabulles, más se divierte el gato?
Aidan gimoteó a través de su mordaza. A Tana la embargó una oleada de
espanto. Era un miedo atávico y envolvente, vasto e incomprensible. Había
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unas criaturas capaces de pensar y de hablar, y aun así seguían queriendo
matarla y devorarla. Durante mucho rato, no pudo moverse.
Entonces, imponiéndose al lastre del terror, miró hacia la ventana, donde
los primeros haces del ocaso estaban tiñendo los árboles de dorado. La
oscuridad se acercaba.
—Tenemos que irnos —le dijo a Aidan.
No había terminado de cubrir a Gavriel como a ella le habría gustado,
pero se habían quedado sin tiempo. Tana levantó la palanca de hierro y la
descargó contra la ventana, haciendo trizas el cristal, los rieles y los listones
de madera.
Las esquirlas cayeron a su alrededor, formando una pila centelleante.
—¡Nos vamos ya! —gritó—. ¡Ya! Vamos, Aidan. Trae aquí a Gavriel.
La operadora estaba hablando desde el móvil que estaba en la cama. Su
voz enlatada sonaba muy lejana.
—¿Cuál es la emergencia? Hola, aquí el 911. ¿Cuál es la emergencia?
—¡Vampiros! —gritó Tana, que arrojó sus botas y luego lanzó la palanca
tras ellas.
Aidan ayudó a Gavriel a levantarse a duras penas. Iba envuelto como una
especie de momia moderna, con tiras relucientes de cinta aislante sujetando
mantas y bolsas de basura, avanzando hacia la ventana. Tana no sabía si sería
suficiente para impedir que se quemara, pero tendrían que apañarse con eso.
Ya estaba temblando con el impulso de abandonar cualquier plan y limitarse a
escapar, saltar al jardín y echar a correr…
—Aidan, sal tú primero por la ventana —dijo, interrumpiendo el hilo de
sus propios pensamientos, reprimiendo su miedo—. Alguien tiene que estar
abajo para agarrar a Gavriel por los pies.
Aidan asintió y pasó una pierna por encima del alféizar. Giró la cabeza
para mirarla un momento, como si estuviera intentando decidirse. Luego saltó
y aterrizó de mala manera sobre el techo del Crown Vic.
Tana oyó un ruido de madera astillándose por detrás de ella, como si algo
muy grande hubiera golpeado la puerta.
—No —murmuró—. No, no, no.
—Déjame aquí —dijo Gavriel.
Algo volvió a golpear la puerta y la cómoda se desplomó, estrellándose
contra la cama. Obligándose a no mirar atrás, Tana empujó el cuerpo envuelto
contra la ventana.
—Cierra el pico o puede que lo haga —le espetó—. Ahora, siéntate, pasa
las piernas por encima y déjate caer.
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Gavriel movió el cuerpo y Tana se preparó para ejercer como contrapeso
y evitar que se cayera antes de encontrarse en posición. Aidan se situó bajo la
ventana para sujetarle los pies. Tras inspirar hondo y confiar en que la cinta
aislante y el envoltorio de mantas aguantaran, Tana lo soltó.
Aidan dejó a Gavriel apoyado encima del maletero.
La puerta de la habitación reventó por detrás de ella.
«Sigue adelante —se dijo—. No mires atrás». Pero miró de todas formas.
Había dos criaturas en el umbral, un hombre y una mujer. Sus caras
estaban hinchadas y sonrosadas, abotargadas por toda la sangre que habían
ingerido. Tenían la boca y los colmillos teñidos de rojo, los ojos hundidos, la
ropa cubierta de costras y manchas oscuras. No eran de esos vampiros
estilosos de la televisión; eran pesadillas vivientes, y se estaban acercando
hacia ella, abriéndose paso entre los abrigos, esquivando los menguantes
haces de luz.
Tana corrió hacia el alféizar, estremeciéndose. Le temblaban tanto las
manos que apenas pudo agarrarse al marco de madera. Apoyándose en las
rodillas, se lanzó hacia el frente, pero no acertó a caer sobre el coche y
aterrizó en el césped.
Unos dedos se aferraron a su pantorrilla, tirando de ella hacia atrás. Tana
pataleó con fuerza, impulsándose con los brazos. Unos dientes le rozaron la
corva justo cuando se liberó y se precipitó desde la ventana. Por detrás de
ella, se oyó un quejido agudo de dolor. Chocó con el suelo, de espaldas, y se
quedó sin aire. Aturdida, giró el cuerpo hacia un lado, contemplando un tramo
de jardín cubierto de esquirlas centelleantes de cristal, como si alguien
hubiera arrojado por los aires un puñado de diamantes después de un atraco.
—¡Joder! —gritó Aidan, llevándose las manos a la cabeza—. Tendrías
que haber visto cómo se le ha chamuscado el brazo a ese bicho. Ha estado a
punto de alcanzarte.
Tana se levantó a duras penas. El arañazo reciente en corva le escocía y
empezó a temblar otra vez.
—Creo que me ha alcanzado.
—¿Qué? —Aidan dio un paso hacia ella y Tana negó con la cabeza.
—Ahora no —replicó. El coche estaba ahí mismo. Ya casi eran libres—.
¡Ayúdame con el maletero!
Enrollado en la manta, Gavriel parecía un cadáver del que un par de
asesinos estuvieran planeando deshacerse en alguna parte. Estaba tendido de
costado, con el cuerpo encogido para que su espalda apuntara hacia el sol.
Aidan y Tana lo levantaron y lo bajaron del coche. Pero, mientras intentaban
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cargar con él, Tana tropezó y tiró hacia donde no debía. Las bolsas se
desgarraron, el tejido se abrió. Ella resbaló y cayó sobre la hierba. Por un
momento, vio el costado y la mano de Gavriel chamuscándose bajo el sol;
parecía como si la luz estuviera corroyendo la carne. Antes de que se le
ocurriera una solución, Gavriel rodó sobre sí mismo, girando el cuerpo para
que la parte expuesta quedara presionada sobre la tierra, oculta frente a la luz.
—¿Gavriel? —Tana se incorporó y volvió a envolverlo con las mantas.
El vampiro intentó ponerse de pie.
Trastabillando, exhaustos y a duras penas, consiguieron abrir el maletero
y meter a Gavriel dentro. Aidan lo cerró de golpe, esbozando su sonrisita de
chico malo a punto de cometer alguna maldad. Sujetaba la mordaza con la
otra mano, lejos de su boca.
—Aidan —le advirtió ella, retrocediendo un paso. Lo dijo en parte como
si le fastidiara y en parte como si tuviera miedo, y así era—. No tenemos
tiempo, Aidan. Tienes que meterte ahí dentro con él. No puedo conducir
contigo al lado queriendo atacarme.
—¿Has visto la pinta que tienes? —le preguntó él con una voz extraña,
casi anhelante—. Estás cubierta de sangre.
Tana se miró el cuerpo y comprobó que tenía razón. Su piel estaba
salpicada de cortes superficiales que dejaban un rastro rojizo e inflamado a lo
largo de sus brazos y sus piernas. Tenía una mancha de sangre en el reverso
de la mano, de cuando se había secado el sudor de la cara. Probablemente se
debía a los fragmentos de cristal de la ventana.
—Tenemos que irnos, Aidan.
—No pienso meterme en el maletero con un vampiro. —La miró con
avidez, con los ojos oscurecidos por el deseo, con las pupilas dilatadas—.
Mira, me estoy controlando. Estás sangrando y yo no te estoy haciendo nada.
—Está bien —repuso, fingiendo creerlo—. Monta.
Mientras Aidan se encaminaba hacia el lado del copiloto, ella recogió la
palanca y sus botas. Sabía lo que debía hacer —golpearlo en la cabeza y
confiar en que se quedara inconsciente—, pero no pudo. No con una casa
llena de gente muerta a su espalda. No cuando no sabía si sobreviviría al
golpe. No cuando temblaba con tanta violencia que estaba a punto de
desmoronarse.
Tana inspiró hondo y tomó una decisión.
—No, por el otro lado —le dijo a Aidan—. Vas a conducir tú.
Él se giró hacia ella, frunciendo el ceño con desconcierto.
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—Así tendrás algo en lo que concentrarte, aparte de en morderme. Y yo
podré mantenerte vigilado. —Sostuvo en alto la palanca—. E iremos a donde
yo diga. ¿Entendido?
—He sido bueno —protestó Aidan.
—¡Monta!
El grito tuvo el efecto deseado. Con un suspiro, Aidan rodeó la parte
frontal del coche. Tana se montó por el otro lado y le pasó las llaves,
empuñando la barra metálica con la otra mano para demostrar que la utilizaría
si fuera necesario. Era sólida, despedía un ligero olor a aceite y su peso la
reconfortaba.
Aidan le echó un vistazo rápido a la cara y giró la llave en el contacto.
—Písale —dijo ella en voz baja, como si fuera una plegaria—. Písale,
písale, písale.
Aidan atravesó la finca en dirección a la carretera. Por el retrovisor, la
casa parecía un rancho de madera normal y corriente, excepto por la ventana
rota y el trozo de cortina que aleteaba a través de ella, como un fantasma
aislado y solitario.
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CAPÍTULO6
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zapatillas Converse de color rojo chillón y un cinturón de cuadros blancos y
negros. Sonreía mucho, se reía de sus propios chistes y le contaba a Tana
montones de anécdotas de chicas a las que no había quien entendiera y con las
que había mantenido algún tipo de relación. Parecía melancólico y buena
persona. Siempre estaba enamoriscado. Olía a jabón de la marca Ivory.
Pauline le decía a Tana que estaba coladita por él y ella se limitaba a
reírse. Entendía por qué tenía éxito entre las chicas. Era muy majo, pero era
tan franco en sus intentos para camelársela, tan obvio, que Tana estaba segura
de que era inmune a sus encantos.
El proyecto de Aidan era una versión de sí mismo a tamaño real
confeccionada con papel maché, posando como si estuviera dormido en clase.
Le insistió mucho a Tana para que le tomara las medidas, y ella puso los ojos
en blanco mientras le rodeaba los brazos y el pecho con la cinta métrica.
Cuando Aidan le sonrió, enarcando las cejas como si estuvieran
compartiendo una broma privada, Tana se dio cuenta de que no era inmune
después de todo.
Él la invitó a salir poco después, pero no para una cita de verdad ni nada
de eso, solo para quedar como amigos. Y Tana aceptó y se tomó unas cuantas
cervezas. Cuando Aidan la besó, ella no se lo impidió.
—No eres como las demás —dijo él mientras le presionaba la espalda
sobre los cojines del sofá—. Eres una tía guay.
Tana intentó actuar como tal, como si no le molestara cuando Aidan se
dedicaba a ligar con todo lo que se movía (e incluso una vez, cuando estaba
muy borracho, con un perchero). Había oído todas sus historias sobre esa
chica posesiva que le escribía mensajes sin parar, cuando Aidan solo estaba
por ahí con su primo. O sobre esa chica melodramática que le enviaba cartas
de diez páginas, con los renglones emborronados por sus lágrimas. Tana no
quería ser la protagonista de otra historia sobre una «novia loca».
En el fondo, eso no le molestaba, no como Aidan parecía esperar que lo
hiciera. A veces le afectaba verlo con otra persona, claro, pero lo que de
verdad le dolía era que Aidan siempre parecía estar observándola para buscar
algún indicio de que estaba a punto de echarle la bronca. Detestaba ir a
fiestas, donde entablaba conversaciones incómodas, bebía un montón y fingía
que los demás no estaban esperando a que le montase un pollo tremendo a
Aidan. Y le molestaba no conocer las reglas, porque cada vez que le
preguntaba por ellas, él se limitaba a tartamudear excusas con las que poner
fin a la conversación. Cuando Tana le proponía que acudiera él solo a las
fiestas, Aidan ponía cara de corderito degollado.
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—No, Tana —decía—. Tienes que ir tú también. Odio ir solo a los sitios.
—Podrías ir con amigos —sugería ella, riéndose de él. Porque Aidan
nunca estaba solo. Conocía a todo el mundo. Tenía montones de amigos.
—Quiero ir contigo —insistía él, con los ojos muy abiertos y gesto
suplicante, esbozando una media sonrisa, como si fuera consciente de lo
ridícula que estaba siendo su actitud. Y funcionaba. Esa combinación de
cumplidos y gansadas infantiles siempre surtía efecto. Y, en segundo plano,
ese miedo que sentía Tana a no ser una tía tan guay como él se pensaba.
Así que asistía a las fiestas y hacía como si no le afectara. Y cuanto más
se callaba ella las cosas, más escandaloso se volvía el comportamiento de
Aidan. Se enrollaba con otras chicas delante de Tana. Y con chicos también.
Le guiñaba el ojo desde el otro lado de la estancia, desafiándola a que dijera
algo.
Fue entonces cuando las cosas se pusieron un poco raras.
Tana se entrenó para mostrar una indiferencia cada vez mayor. Se
acercaba a Aidan cuando había terminado de morrearse con alguien, le pasaba
el brazo por los hombros y le pedía que la presentara. Le daba puntos por
estilo y se los restaba cuando la cagaba. No importaba lo que hiciera, Tana
nunca dejaba entrever que le molestaba.
—Estáis jugando a una especie de versión sexual del juego del
atrevimiento —le dijo Pauline mientras se apartaba una maraña de trencitas
diminutas—. ¿Qué más da quién de los dos se achante primero?
—Atrevimiento sexual —dijo Tana con una risita—. Lástima que no
conozcamos a nadie que toque en un grupo. Sería un nombre genial.
Pauline la golpeó con la revista que estaba leyendo.
—Hablo en serio. Ya sabes a qué me refiero.
Tana no podía explicar por qué seguía adelante con eso, no podía expresar
con palabras la excitación nihilista que le producía una dosis controlada de
sufrimiento o la satisfacción de participar en el juego maquiavélico de Aidan,
cumpliendo sus retorcidas reglas, y aun así salir victoriosa. Ella era una tía
guay y no dejaría de serlo por mucho que él la provocara. Aunque en
ocasiones Aidan parecía molesto porque ella no se encaraba con él, otras
veces le decía que no había otra chica como ella en todo el mundo.
—Es imposible ganar cuando las reglas las pone otro —le advirtió
Pauline, pero Tana no le hizo caso.
Entonces, una noche, en otra fiesta, Aidan le hizo señas para que se
acercara y le presentó al chico que estaba recostado a su lado en el sofá. Tenía
la boca sonrosada y parecía un poco ebrio gracias a la botella de tequila que
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tenía delante y los besos aletargados que había estado compartiendo con
Aidan.
—Esta es mi novia, Tana —dijo este—. ¿Te apetece besarla?
—¿Es tu novia? —El chico pareció dolido, pero lo disimuló bien—. Claro
—añadió—. ¿Por qué no?
—¿Tú qué dices? —le preguntó Aidan, desafiándola—. ¿Te apuntas?
—Claro —respondió ella. Su osadía estaba tan entremezclada con su
determinación que no supo discernir cuál fue la que le hizo aceptar. El
corazón le retumbaba en el pecho. Sintió miedo, como si estuviera cruzando
una frontera invisible, como si no fuera a reconocerse después. Como si se
estuviera convirtiendo en esa persona que siempre había pensado que
acechaba bajo su piel. La versión más guay de sí misma.
El chico tenía unos labios muy suaves.
Cuando Tana miró a Aidan, la expresión de pasmo de este se le subió a la
cabeza como un chupito de un licor fuerte. Estaba ebria de poder. Y cuando el
chico la besó con avidez, eso también la embriagó.
Aidan se inclinó hacia delante y modificó su expresión; lucía una sonrisa
en el rostro, como si estuvieran compartiendo una broma entre los dos, como
si hubiera entendido que todas las fiestas eran como una partida de ajedrez,
como si supiera que los dos estaban haciendo aquello con la esperanza de que
la adrenalina pudiera anular cualquier mal trago que hubieran vivido alguna
vez y como si se alegrara de que Tana estuviera a su lado, de que estuvieran
juntos.
Aquello le hizo pensar en el año anterior, cuando se había plantado sola
sobre las vías y había esperado hasta que el tren se había acercado a toda
velocidad hacia ella, hasta que había podido sentir el calor que desprendía,
hasta que el miedo le había alborotado la sangre, antes de pegar un salto para
apartarse de su trayectoria.
Le hizo pensar en otro día, cuando había pisado a fondo el acelerador del
coche y se había puesto a derrapar por las calles en plena noche, bajo una
lluvia helada.
Aidan le sonrió como si de verdad creyera que era especial. Como si ella
fuera la única que había entendido lo que implicaba aceptar un reto por el
simple placer de que te desafiaran.
Pero nada de eso resultó ser cierto, porque Aidan la dejó al cabo de tres
semanas y media docena de fiestas, con un mensaje que se limitaba a decir:
«Creo que lo nuestro se está volviendo demasiado serio y quiero darme un
tiempo».
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Después de eso, Tana no tuvo claro cuál era el juego o si todo había sido
un producto de su imaginación. Lo único que sabía era que había perdido.
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CAPÍTULO7
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introducía en el torrente sanguíneo humano, provocando la infección. Se
habían producido otros casos como el de Tana, casos en los que los dientes no
llegaban a penetrar del todo. A veces salían ilesos, a veces no. Si Tana no
contraía la gripe en cuarenta y ocho horas, sabría que su suerte había resistido.
Aidan aparcó al lado de uno de los surtidores y dijo:
—No podemos seguir conduciendo sin un plan. Tenemos que ir a alguna
parte.
—Lo sé —repuso ella. Su mente nublada por el pánico no paraba de dar
vueltas; cada posible movimiento parecía peor que el anterior. No sabía qué
hacer. Lo único que sabía era que estaba al borde de un ataque de nervios.
Cuando Aidan abrió la puerta del coche, un mechón de cabello se
desplegó sobre sus ojos. Se lo apartó, tal y como hacía siempre. Parecía un
gesto tan cotidiano, cuando todo lo demás era anormal, cuando él tampoco era
normal, que Tana tuvo que tragar saliva para aflojar el nudo que se le había
formado en la garganta.
Aidan alargó un brazo hacia el surtidor y eligió gasolina normal sin
plomo.
Tana sintió como si todo estuviera sucediendo muy despacio y muy
deprisa al mismo tiempo. Durante el trayecto no se había atrevido a hablar,
porque si empezaba a hacerlo, no sería capaz de contener sus emociones. No
podría hacerle creer a Aidan que tenía el control de la situación.
—Conseguiremos un mapa y trazaremos un plan. —Confió en que Aidan
no percibiera lo cansada que estaba. Si mostraba debilidad, parecería una
presa. Hizo que su voz sonara lo más firme posible—. Pero primero voy al
baño a asearme. Nos vemos en el supermercado cuando termines de echar
gasolina.
Se oyó un golpecito procedente del maletero. Gavriel estaba ahí detrás,
esperando a que lo liberasen. Pero ¿qué haría entonces? ¿Se suponía que
debían dejarlo tirado en una cuneta y confiar en que todo saliera bien?
—Volveremos enseguida —dijo Tana, y a pesar de sus intentos por
evitarlo, le tembló la voz.
Se colgó el bolso del hombro, agarró sus botas y se alejó con paso sereno
de Aidan y del coche hasta que llegó a la esquina del supermercado. Entonces
corrió durante el resto del camino hacia el baño, cerró con un portazo y echó
la llave. Antes de poder contenerse, comenzó a llorar. Lloró y lloró hasta que
se atragantó con las lágrimas. Se deslizó por la pared, llorando tan fuerte que
apenas podía recobrar el aliento. Aporreó una baldosa suelta de linóleo,
esperando que el dolor la ayudara a calmarse.
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«En shock —pensó Tana—. Estoy en shock». Pero en el fondo no sabía lo
que significaba eso, solo sabía que era malo y que pasaba en el cine. En las
pelis, la gente también se sobreponía pronto, normalmente con un sopapo.
Ya de pie, se abofeteó su propio carrillo y vio cómo se enrojecía en el
espejo situado por encima del lavabo mugriento. No sintió ninguna mejora.
Después de tirarse un buen rato allí, contemplando su reflejo, recordó que
había dicho que iba a asearse. Se lavó los brazos en el lavabo y se echó agua
en las piernas para frotarse la sangre. No podía ver bien el arañazo que tenía
en la corva, pero, por lo que pudo atisbar, no difería mucho de los demás
cortes y arañazos que tenía. No parecía hinchado ni amoratado. Tampoco
parecía profundo. No parecía gran cosa, y mucho menos algo capaz de
convertirla en un monstruo. Se lo lavó con el jabón antibacteriano del surtidor
con dedos temblorosos, confiando en que sirviera para anular cualquier
infección antes de que se extendiera. Luego se incorporó, apoyada en la
puerta cerrada con pestillo, y comenzó a atarse las botas, apretando los
cordones con fuerza.
Cuando terminó, llamó a Pauline.
Marcó el número por acto reflejo, cediendo ante la tentación de un
escapismo momentáneo. No pudo pensar en nada mientras sonaba el teléfono.
Su mente estaba en blanco, excepto por la idea de que, si Pauline respondía,
entonces todo se arreglaría durante un rato. Tana no sabía lo que iba a decir,
ni siquiera sabía cómo juntar las palabras necesarias para explicar dónde
estaba ni lo que había pasado. Había actuado por instinto y por impulso en el
rancho de Lance: primero debía sacarlos a todos de ahí, y ya se preocuparía
después por las consecuencias. Pero ya había llegado ese después. La estaba
esperando al otro lado de la puerta. Ya solo podía anticiparse a él.
—¿Sí? —La voz de Pauline sonó estridente y en segundo plano. Tana oyó
música de fondo.
—Hola —dijo como si no pasara nada. Fingir eso le hizo sentir bien. Los
músculos de sus hombros se relajaron—. ¿Qué estás haciendo?
—Espera, tengo que cambiar de habitación. Aquí hay mucho jaleo.
Una puerta se cerró en el otro extremo de la línea y la música se atenuó.
Entonces Pauline empezó a contarle a Tana las novedades sobre David, su
medio rollete en el campamento de arte dramático. David tenía novia —una
chica con la que salía desde que iban al colegio—, pero llevaba todo el verano
mandándole señales contradictorias a Pauline. Conversaciones intensas y
excusas baratas para establecer contacto físico durante las improvisaciones,
seguidas por muestras de nerviosismo. Su novia iba a venir de visita el
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martes, pero, justo aquella noche, David había besado a Pauline. Ella estaba
rayadísima.
Tana sintió una oleada de alivio al escuchar ese drama cotidiano. Se
apoyó en el marco de la puerta, inclinó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos.
Podría haber interrumpido a su amiga, podría haberle descrito ese trayecto de
pesadilla a través de la oscuridad con la palanca de hierro en la mano, podría
haberle hablado de los vampiros, de la matanza y de que la habían rozado con
un diente. Pero si lo hacía, tendría que volver a pensar en esas cosas.
Así que escuchó la historia que le contó Pauline y luego la estuvieron
comentando un rato. Y cuando su amiga le preguntó qué tal le iba a ella, Tana
le dijo que estaba bien.
Estaba bien, la fiesta había ido bien y todo iba bien, bien, bien.
—Te noto rara —dijo Pauline—. ¿Has llorado?
Tana pensó en pedirle que buscase un lugar abandonado con una puerta
con rejas y que la encerrase dentro con varios litros de agua y barritas
energéticas. Pauline lo haría, estaba segura de ello. Y una semana después,
cuando Tana aullase, suplicase y le gritase que la dejara salir, puede que
Pauline también accediera a sacarla. Era un riesgo demasiado grande.
Así que Tana insistió en que estaba bien, de verdad que sí. Entonces
Pauline tuvo que colgar porque a las nueve apagaban las luces e iba a salir de
la sala común para regresar a su dormitorio.
Durante unos largos minutos, después de haber colgado y de haberse
guardado el móvil, Tana intentó aferrarse a esa sensación de normalidad.
Pero, cuanto más permanecía allí, más intenso era el calambre que el miedo le
producía en el estómago, más consciente era de que tenía la piel helada y
ardiendo al mismo tiempo.
La clave era no estar infectada, nada más que eso. La clave era no estar
infectada para poder mudarse con Pauline a California después de la
graduación, tal y como tenían planeado. Iban a alquilar un apartamento
diminuto y Tana se buscaría un empleo fijo y aburrido —por ejemplo, de
camarera o de recepcionista en un estudio de tatuajes, o en una copistería,
donde les harían descuento en las fotos de carné— mientras Pauline asistía a
sus audiciones. Iban a maquillarse la una a la otra como las modelos de los
carteles de los años cincuenta y a prestarse la ropa. También iban a nadar en
el océano Pacífico y a sentarse bajo las palmeras, con la cálida brisa marina
alborotándoles el pelo cubierto por una costra de sal.
Finalmente, Tana comprendió que no podía quedarse más tiempo en el
baño. Abrió la puerta, preparada para recibir un ataque, preparada para
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descubrir que uno de los vampiros de la casa la había seguido, pero allí no
había nada ni nadie: solo un aparcamiento de hormigón y un bosque,
iluminados por los focos situados sobre los surtidores de gasolina. La noche
era cálida y pegajosa, a lo lejos se oía el canto de las cigarras. Sin importarle
que aborrecer la oscuridad la convirtiera en una cobardica, echó a correr hacia
las luces radiantes del supermercado y no aflojó el paso hasta que llegó a la
puerta. La abrió y se arrepintió de haberse dejado la palanca en el coche,
aunque estaba segura de que no estaba permitido que la gente llevara esas
cosas en una tienda normal.
Al otro lado del cristal blindado, un empleado le dirigió una sonrisa propia
de alguien que no temía demasiado por su seguridad. Tenía una mata de
cabello pelirrojo que asomaba de su cabeza en puntas fijadas con gomina.
Había un pequeño televisor instalado en lo alto de una pared que mostraba
imágenes del interior de la Coldtown de Springfield, donde Demonia estaba
presentando ante los espectadores a los nuevos invitados al Salón de la
Eternidad, una fiesta que había comenzado en 2004 y que llevaba activa sin
descanso desde entonces.
De fondo, unos jóvenes ataviados con arneses de látex se balanceaban por
el aire. La cámara se deslizó sobre la pista de baile, mostrando a la multitud;
varias personas tenían vías intravenosas colgando del antebrazo. El objetivo
de la cámara se detuvo en un niño que no tendría más de nueve años y que
alzaba un vaso de papel hacia una chica rubia y delgada. La chica se quedó
quieta y luego, inclinándose, giró una pequeña manilla de su vía, provocando
que un chorrito de sangre se derramase dentro del vaso, roja como los ojos del
niño y la lengua que desplegó enseguida para lamer el borde. Entonces el
ángulo de la cámara volvió a cambiar, inclinándose hacia arriba para mostrar
al espectador la altura y la majestuosidad del edificio. En el punto más alto,
habían reemplazado varios paneles de cristal por vidrio negro centelleante,
diseñado para bloquear esa clase de luz que podía abrasar a ciertos asistentes
a la fiesta.
Tana sintió un escozor en la cicatriz y se la frotó sin darse cuenta.
—Hola. —Aidan le tocó el hombro y la sobresaltó. Llevaba una botella de
agua, pero se quedó mirando a la pantalla como si hubiera olvidado todo lo
demás—. Mira eso.
—Es como el Hotel California —dijo Tana—. O como un motel de mala
muerte en el que las cucarachas entran, pero ya no pueden volver a salir.
Todos los infectados y los vampiros capturados eran enviados a las
Coldtowns, junto con los humanos enfermos, deprimidos o descarriados que
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acudían allí por voluntad propia. Se suponía que era una fiesta constante,
gratis a cambio de tu sangre. Pero, una vez dentro, los humanos —incluso los
niños, incluso los bebés nacidos en Coldtown— no tenían permiso para salir.
La Guardia Nacional patrullaba los muros revestidos con alambre de espino y
cubiertos de símbolos sacros para asegurarse de que las Coldtowns se
mantuvieran infranqueables.
La de Springfield era la más grande y conocida, tenía más emisiones en
directo, vídeos y blogs que las Coldtowns de ciudades mucho más grandes.
Esto se debía en parte a que había sido la primera y en parte a que el Gobierno
de Massachusetts se había asegurado de que la gente atrapada dentro
dispusiera de energía y comunicaciones mucho antes que los demás. El brote
de Chicago había sido contenido tan rápido que la zona confinada nunca
había tenido ocasión de evolucionar hasta convertirse en una ciudad
amurallada dentro de la ciudad. Las Vegas era la rival de Springfield en
cuanto a emisiones en directo de espectáculos vampíricos, pero el suministro
de energía se veía interrumpido con frecuencia, por lo que los apagones eran
habituales y la emisión no era fiable. Las Coldtowns de Nueva Orleans y Las
Cruces eran pequeñas, y la de San Francisco se había sumido en un apagón un
año después de su fundación, sin que nadie emitiera nada al exterior. Había
gente ahí dentro; los satélites podían detectar sus huellas térmicas por la
noche. No se sabía nada más. Pero la Coldtown de Springfield no solo era la
más grande y famosa, pensó Tana mientras contemplaba la pantalla, sino
también la más cercana.
—Sería un buen sitio para esconderse —dijo Aidan, que lanzó una mirada
taimada hacia el coche y el vampiro que estaba dentro del maletero.
—¿Quieres entregar a Gavriel a cambio de un salvoconducto? —le
preguntó Tana.
Existía una excepción a la prohibición de salir de las Coldtowns, una
forma de salir si seguías siendo humano: tu familia tenía que ser lo bastante
rica como para contratar a un cazarrecompensas, que entregaría a un vampiro
a cambio de tu libertad. Los cazadores recibían un pago por parte del
Gobierno por cada vampiro al que metían en una Coldtown, pero podían
renunciar a la recompensa en metálico a cambio de un salvoconducto para la
liberación de un único humano. Un vampiro dentro, un humano fuera.
Incluso los cazadores aficionados que entregaban a un vampiro podían
conseguir un salvoconducto. Si Aidan obtenía uno, podría entrar en Coldtown
y, si después seguía siendo humano, si superaba la infección, podría volver a
salir.
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—Por un salvoconducto no —repuso Aidan, que siguió con la mirada fija
en la pantalla—. A cambio de dinero. Podríamos ganar una pasta gansa con la
recompensa por un vampiro. Suficiente como para poder encerrarme durante
un par de meses en algún hotel cutre y lidiar con este mal trago.
—Creo que me han… mordido no, no exactamente. —Tana masculló las
palabras que no había sido capaz de decirle a Pauline, las que no se había
atrevido a pronunciar en voz alta. Aidan necesitaba saberlo si querían trazar
un plan de verdad—. Un arañazo. Con un diente.
El chico la miró al oír eso, la miró fijamente, frunció el ceño con un gesto
genuino de preocupación.
—Y no sabes si vas a contagiarte de la gripe.
—Tengo que dar por hecho que sí. —Intentó no dejar entrever lo asustada
que estaba, lo fuerte que le latía el corazón mientras pronunciaba esas
palabras—. Tenemos que partir de esa base.
Aidan asintió.
—Sería dinero suficiente para que los dos pudiéramos encerrarnos durante
una temporada. Dos habitaciones, dos llaves. Podríamos pasárnoslas por
debajo de la puerta cuando terminásemos. Pero tenemos que hacer algo.
Tengo hambre, Tana.
—Gavriel nos ha ayudado… —Se detuvo, indecisa.
Cuanto más lejos estaban del rancho, más monstruoso parecía Gavriel.
Tana pensó en sus ojos, rojos como rubíes, como amapolas, como las ascuas
radiantes de una hoguera. Pensó en lo que les enseñaban en clase: «manos
frías, corazón muerto». Muchos vampiros habían dejado de sentir nada que no
fuera el ansia. Gavriel la había ayudado, sí, pero eso no significaba que
pudiera fiarse de que no se volvería contra ella ahora que estaban fuera de
peligro. Los vampiros eran impredecibles.
—Al menos eso nos proporciona un rumbo que seguir —añadió Tana—.
Voy a por algo de comida. Tú también deberías intentar comer algo, para ver
si se aplaca el ansia.
Pensó que Aidan haría algún comentario, pero él se giró para ver más
imágenes de Coldtown en el diminuto televisor, con los labios entreabiertos y
las mejillas ruborizadas.
Si Tana fuera una buena persona, lo llevaría allí. Por si acababa cediendo
ante el ansia. Podía pasar. Y si lo hiciera, sería eterno, atemporal. Se dedicaría
a conquistar chicas con su flequillo castaño hasta que la tierra colisionara con
el sol.
Y si fuera una persona buenísima de verdad, ella también se recluiría allí.
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Tana deambuló por la tienda y cogió un mapa con los dedos entumecidos.
Había carteles clavados con chinchetas en un corcho, al lado de las neveras:
fotos de adolescentes con la palabra «DESAPARECIDO» y un número de
teléfono debajo, anuncios de exitosos remedios homeopáticos para repeler
vampiros, gatitos que buscaban un buen hogar y un cartel donde solo ponía
«LLAMA A MATILDA SI QUIERES PASAR UN MAL RATO».
Tana cogió una zarzaparrilla y una botella de agua para después. En la
cámara refrigerada buscó el sándwich que parecía más inofensivo —pavo y
queso en lonchas con pan blanco— y cogió dos, junto con media docena de
paquetes de mostaza, una manzana y un frasco de ibuprofeno. Luego se
preparó un café de tamaño extragrande, en el que vació un paquete de cacao
en polvo para rematar.
Tras depositar su festín delante del tipo parapetado detrás del cristal
antibalas, pagó por eso y por la gasolina. Le quedaban unos cuarenta dólares,
las sobras de su último sueldo por su trabajo a media jornada en el puesto de
comida del cine. Cuarenta dólares y un plan muy esquemático.
Tana no tenía muy claro cuánto sabría Aidan sobre lo que implicaba
contraer la gripe, pero si se estaba imaginando en una habitación de hotel,
viendo la televisión y pasando el mono como si se tratara de una especie de
abstinencia de las drogas, estaba muy equivocado. En cuanto quedara a
merced del ansia, tiraría la puerta abajo si podía. Se atacarían entre ellos. Y
luego atacarían a otros, puede que incluso los mataran. Extendiendo la
infección aún más.
Pero si no iban a Coldtown y tampoco iban a encerrarse en ninguna parte,
su única opción era dar media vuelta y regresar por donde habían venido.
Llevar a Aidan a su casa. Hablar con su madre, una mujer menuda y callada,
vestida con bata, que le preparaba tazas de té a Tana cuando pasaba por allí y
nunca hacía ningún comentario sobre las pintas que tenían su hijo o ella. Tana
tendría que explicarle que Aidan había contraído la gripe vampírica. Tendría
que hablar con su padre, al que ella no conocía. Se lo contaría… ¿y luego
qué? ¿De verdad estaban preparados para confinar a Aidan e ignorar sus
gritos, sabiendo que, si se escapaba, alguien saldría herido y ellos acabarían
arrestados? ¿O lo enviarían a Coldtown de todos modos y fingirían que no
había ninguna otra opción?
¿Y qué pasaba con ella? ¿Dónde podría recluirse para sobrellevar la
infección? No sería en el sótano, donde sus gritos reverberarían en las
paredes, como había pasado con los de su madre. No sería en el sótano, donde
Pearl podría oírla.
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—Está bien —se dijo con un suspiro, al tiempo que le pegaba un buen
trago a su café con chocolate—. Hora de irse.
Fuera, la fresca brisa alborotó su pelo y la bolsa de comida que colgaba de
su mano. Estaba deseando sentarse a comer. Luego, en cuanto se le pasara un
poco el mareo, decidiría el rumbo que seguir.
Mientras atravesaba el aparcamiento en dirección al coche, se dio cuenta
de que el maletero del Crown Vic estaba abierto.
—Aidan —susurró.
Despacio, con pavor en cada paso, cruzó el asfalto.
El mecanismo de cierre estaba arrancado y uno de los goznes estaba
suelto, como si se hubiera doblado. Había una pila de cadenas enrolladas en el
lugar donde debería haber estado Gavriel, junto con los restos de las mantas y
las bolsas de basura.
—¿Cómo ha podido…? —preguntó Aidan, pero se interrumpió.
—Las ha roto —dijo Tana, señalando hacia un eslabón metálico
deformado, estirado y roto por un extremo—. Si ha sido él, significa que
podría… que podría haberse liberado desde el principio. Cuando estaba en el
rancho. Nos la ha jugado.
—Puede que estén debilitados durante el día —dijo Aidan—. Como
aquella vez que encontré un murciélago posado en la orilla del río, en mitad
de la tarde. Era diminuto y tenía un aspecto lastimero, así que lo metí en una
zapatilla y me lo llevé a casa. Pensé que estaría guay tener un murciélago
como mascota, así que lo metí en una vieja jaula para pájaros y allí se quedó
tranquilo. Hasta la noche. Entonces dejó de ser dócil. Se las ingenió para
escaparse y se puso a volar como un loco de un lado a otro. Cuando extendió
las alas, parecía enorme, gigantesco…
—Gavriel no es un murciélago, Aidan —replicó Tana.
Contempló el metal deformado del maletero y las cadenas destrozadas,
como si fueran de papel de aluminio y no de acero.
Era imposible que hubiera podido hacer eso. Los vampiros eran más
fuertes que los humanos, pero no tanto.
—Si la gente decía que los vampiros se convertían en murciélagos, por
algo sería —repuso Aidan con un halo de misterio.
Tana suspiró. Tal vez tuviera razón…, hasta cierto punto. Tal vez, igual
que el murciélago de la pajarera, Gavriel había estado esperando a la
oscuridad para librarse de sus cadenas, beber la sangre de Aidan y escapar.
Pero cuando había aparecido ella, había supuesto que podría utilizarlos para
que lo transportaran bajo la luz del sol, siempre que pareciera lo bastante
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inofensivo como para necesitar que lo salvaran. Un escalofrío le recorrió el
espinazo.
—Bueno, el caso es que se ha ido. Solo quedamos tú y yo. —Aidan sonrió
con languidez. Era la misma expresión que esbozaba siempre que estaba a
punto de convencerla para que hiciera algo.
—Ya —repuso Tana.
Aidan siguió mirándola y su expresión cambió. Tana pensó que ya no la
estaba viendo a ella. Estaba viendo piel, huesos y sangre. Retrocedió un paso.
La palanca de hierro estaba en el asiento del copiloto, allí donde la había
dejado. No lograría alcanzarla a tiempo.
—Venga, volvamos al coche y sigamos adelante. A lo mejor podríamos
buscar un hotel, como has propuesto. —Lo dijo por decir, en un intento por
distraerlo—. Para encerrarnos.
—O podríamos ceder a la tentación. —Aidan meneó la cabeza
lentamente, acercándose—. Piénsalo.
—No lo dices en serio —replicó ella.
—¿Por qué no? —inquirió él, avanzando—. Podría ser divertido. Hay
gente ahí fuera que mataría por lo que tenemos.
—No quiero ser un monstruo. —Tana se alejó de él. Por el rabillo del ojo,
divisó el destello de una cámara de seguridad instalada sobre el revestimiento
de aluminio del supermercado, por encima de la puerta—. Vamos a subir al
coche. Puedes intentar convencerme. Te prometo que me lo pensaré.
—Oh, bien —dijo Aidan, y entonces se abalanzó sobre ella.
En el fondo, Tana se lo esperaba, en vista de su actitud. Pero, aun así, el
ataque la tomó por sorpresa. Aidan era su amigo y, por mucho que ella
supiera que era peligroso, su instinto la impulsaba a confiar en él. Arrojó el
café que sostenía en la mano, confiando en que el líquido caliente lo
escaldara, y echó a correr. Sin embargo, Aidan tenía las piernas más largas y
era más rápido. Le hizo un placaje, derribándola con su peso sobre el asfalto.
Tana sintió su aliento frío en el cuello, notó un escozor en las palmas y las
rodillas, allí donde se las había magullado por la caída. La bolsa de comida
cayó a su lado y la botella de zarzaparrilla rota comenzó a soltar espuma
mientras el líquido derramado le empapaba la falda de su vestido de encaje y
se mezclaba con gasolina derramada, arrastrando consigo las colillas que
había en el suelo.
«Se acabó —pensó—, así es como voy a morir». Iba a ser como una
película, presenciada por el empleado desde el otro lado de su muro de cristal,
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grabada por la cámara y, tal vez, emitida más tarde para que la vieran su padre
y su hermana.
Aidan profirió una especie de alarido balbuceante y Tana esbozó una
mueca, preparándose para el inevitable dolor. Pero, en vez de sentir la
quemazón de unos dientes, notó cómo él la soltaba y lo oyó gritar. Rodó hasta
quedar tendida de espaldas, alargando una mano hacia la botella rota, la única
arma disponible. La agarró y trazó con ella un amplio arco, con la esperanza
de topar con la piel de Aidan.
Entonces soltó un grito ahogado.
Gavriel se encontraba de pie frente a ella, rodeando el pecho de Aidan con
los brazos, con la boca pegada a su cuello y los ojos cerrados. Había una paz
terrible en su rostro mientras levantaba a Aidan del suelo, un placer atroz
mientras su garganta se movía, bebiendo un trago tras otro de sangre. Aidan
tenía los ojos entornados, como si le pesaran, con la mirada perdida. Había
dejado de forcejear, tenía la boca abierta con un éxtasis sensual; su cuerpo se
estremecía a causa de esa sensación.
Durante mucho rato, Tana no pudo moverse. Fue algo más que el miedo a
llamar la atención sobre sí misma, algo más que el miedo a acabar herida.
Debería estar horrorizada, pero, en vez de eso, se sintió fascinada.
Aidan soltó un gemido gutural. Gavriel tensó los dedos, presionando el
cuerpo del otro chico contra el suyo.
Lenta y dolorosamente, Tana se impulsó para ponerse en pie. Tenía sangre
y gravilla incrustadas en las manos y las rodillas. Su vestido, que antes era
blanco, estaba mugriento.
—Gavriel —dijo con toda la firmeza que pudo reunir, y rezó para que no
le temblara la voz. Pensó en la manera en la que supuestamente tenías que
hablar con los animales salvajes, para no dejarles ver que tenías miedo—.
¡Gavriel! Suéltalo.
Él no se movió, ni siquiera pareció haberla oído.
Tana lo agarró del brazo, temiendo que la emprendiera contra ella.
—Por favor, suelta a Aidan. ¡Se va a morir!
El vampiro inclinó la cabeza hacia atrás, con los párpados cerrados, los
colmillos rojos y la boca desplegada en una amplia sonrisa. Entonces abrió los
ojos, brillantes como antorchas, y Tana retrocedió tambaleándose,
aterrorizada. El cuerpo de Aidan se desplomó desde sus brazos sobre el
pavimento.
Por cómo la miraba Gavriel, Tana se preguntó si estaría pensando en la
sangre que se le estaba subiendo a las mejillas, en cómo palpitaba al ritmo de
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su acelerado corazón, en el rubor que se extendía por su piel y le coloreaba
los labios.
De repente, recordó las palabras que le había dicho en casa de Lance.
«Si acabo herido, debéis tener mucho cuidado. No, Tana, escúchame bien.
Debéis tener cuidado conmigo».
A Gavriel no le preocupaba su propia integridad. Le preocupaba hacerle
daño a otra persona.
—No lo hagas —dijo Tana, encogiéndose. La botella rota que seguía
aferrando parecía inútil e inadecuada, un simple trozo brillante de cristal—.
Por favor.
Gavriel se limpió la sangre de la boca con el reverso de la mano.
—Venga, Tana. La noche es joven y tu amigo está muy cansado.
Deberíamos confeccionarle un lecho… «y una corona de flores y un sayo,
todo ello bordado con hojas de mirto». —Su voz sonaba extraña, abstraída.
Tana se agachó junto al lugar donde estaba tendido Aidan y le tocó el
pecho. Se alzaba y se contraía como si, en realidad, solo estuviera dormido.
—¿Se va a…? ¿Sobrevivirá?
—No —dijo Gavriel—. Eso va a ser imposible. Él quiere morir, así que lo
hará. Pero no será esta noche, y tampoco por mi culpa.
—Oh —dijo Tana—. Entonces, ¿está bien?
Bajo la luz de los focos, la piel de Gavriel parecía completamente blanca;
tenía la boca manchada de rojo, a pesar de que se la había limpiado. Era la
primera vez que Tana lo veía de pie y, una vez más, se quedó sorprendida por
la incongruencia de su aspecto: alto, descalzo, con pantalones vaqueros y una
camiseta negra puesta del revés, con el pelo moreno y alborotado, libre de sus
cadenas. Parecía la sombra de un chico corriente, un chico de su edad que no
era un chico en absoluto.
Y había un cuerpo desplomado junto a sus pies.
—Sí —respondió, alargando una mano—. Pero tú estás maltrecha.
Tana contempló el desastroso estado de su vestido, sus rodillas y todo lo
demás.
—No he tenido mi mejor día. Creo que todavía tengo resaca, y todos están
muertos, y mi zarzaparrilla se ha ido al garete.
Para rematar, sintió en los ojos el escozor de unas lágrimas repentinas.
Gavriel se agachó, recogió a Aidan y luego lo cargó sobre su hombro.
—Iremos a buscar un día mejor para ti —dijo, con una franqueza tan
extraña que Tana no pudo evitar sonreír.
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CAPÍTULO8
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Nadie dijo que fuera culpa suya. Nadie dijo que la odiara. Nadie dijo que
ella fuera la causante de la muerte de su madre.
No hizo falta.
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CAPÍTULO9
T ana apenas podía mantener los ojos abiertos. Gavriel iba conduciendo;
había sacado las llaves de los bolsillos de Aidan después de
depositarlo en el asiento trasero. Ella debería haber protestado, pero
había dejado que se montara en el asiento del conductor y que girara la llave
en el contacto. Tana había recogido del suelo la botella de agua y los
sándwiches, que aún conservaban su envoltorio de plástico; luego les había
sacudido la suciedad y se los había comido mientras circulaban por la
carretera, trazando con los faros el contorno de los árboles y las casas.
Llevaban las ventanillas bajadas, y el pelo de Gavriel revoloteaba alrededor
de su rostro como si fueran cintas negras deshilachadas.
Ella no sabía hacia dónde se dirigían, solo sabía que se estaban alejando
de su vida anterior para adentrarse en una versión distorsionada de la misma,
como salida de un espejo de feria.
Después de comer, se sintió tan soñolienta como si la hubieran drogado.
Se debía al descenso de la adrenalina, estaba segura de ello, a la remisión del
terror. Intentó convencerse de que no estaba a salvo, de que iba montada en
un coche con un chico que, además de ser un vampiro, hablaba como si
estuviera trastornado, pero a su cuerpo ya no le quedaban fuerzas para luchar.
Parpadeó varias veces en un intento por mantenerse despierta.
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—¿Qué estaba pasando en el rancho? Esas cadenas… ¿Por qué no te
libraste antes de ellas, si podías hacerlo?
—Maté a alguien, a un vampiro…, y estaba agotado y… —Gavriel se
interrumpió y se quedó mirando a la carretera durante un buen rato. Tana
examinó sus facciones, la belleza andrógina y exagerada de su amplia boca y
esas pestañas tan frondosas como si se las hubiera retocado con rímel—. Mi
mente… no es la misma de antes. Nos invade una locura cuando estamos
sedientos y famélicos, una locura que solo se cura al alimentarte… Pero me
han hecho tantas cosas que haría falta un río de sangre para limpiar todas mis
heridas. Me afano por obtener momentos de lucidez. Podría haberme librado
de las cadenas, sí, pero habría tenido que pagar un precio.
Lo que significaba que había tenido que pagarlo más tarde, en el maletero
del coche, cuando ya estaba exhausto.
—No pareces trastornado —dijo Tana—. Bueno, no tanto.
Gavriel sonrió de medio lado.
—Una parte del tiempo, no lo estoy. Pero el resto supone la mayoría del
tiempo. Y cuando me trastorno, solo me mueve el apetito. Me dejaron allí con
un chico atado, reservado para la noche siguiente, como un caramelo sobre la
almohada. Seguía esperando a que oscureciera cuando entraste tú.
Tana observó cómo se deslizaban las sombras sobre su rostro, junto con
las luces de la carretera. Se preguntó si Gavriel percibiría el olor de su sangre,
brotando de sus poros junto con el sudor.
Supuso que tenía planeado desangrar a Aidan antes de escaparse, incluso
aunque no lo dijera, consciente de que mencionar algo así sería de mal gusto.
Se preguntó si Gavriel se planteaba morderla a ella. Su rostro, que seguía
girado hacia la carretera, estaba tan sereno como la estatua de un santo en una
catedral, pero Tana lo había visto con Aidan. Había visto cómo le hincaba los
dedos en la piel, cómo se tensaban los músculos de su cuello. Y cuando la
miró, con la boca manchada de sangre, estaba como abstraído. Se preguntó
qué se sentiría al ser infectada y dejarse llevar, al convertirse en un ser
atemporal, gélido, mágico y monstruoso.
Había muchos jóvenes que se escapaban a Coldtown, capaces de hacer
cualquier cosa con tal de que la infección ardiente corriera a través de sus
venas tal y como ardía por las de Aidan. Los vampiros que vivían allí se
mostraban muy cautelosos a la hora de morder a la gente. Por eso todas las
imágenes en las que salían alimentándose dentro de Coldtown los mostraban
bebiendo de vías y pasajes intravenosos. La creación de más vampiros
supondría mermar el suministro de alimentos. La afección de Aidan —la que
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(quizá) padecía ella también— era algo exclusivo y deseable. Tana había
conocido a una chica, una amiga de Pauline, que se hacía unos cortes finos en
los muslos con unas cuchillas antes de salir de fiesta, para ver si algún
vampiro se sentía atraído hacia ella.
Cuando se fijó en la boca de Gavriel, seguía teniendo una mancha oscura
como el carmín en el labio inferior. Quizá fuera porque la había salvado en la
gasolinera y se sentía agradecida, o quizá porque estaba cansada, pero, en
cualquier caso, se sintió fascinada con esa boca, con la curvatura que adoptó
para formar una sonrisa impía. Era consciente de que lo estaba mirando como
si fuera un chico normal, un tío bueno con una sonrisa bonita, y de que eso
era absurdo y peligroso. Ni siquiera sabía si Gavriel pensaba en ella como una
chica.
Tenía que dejar de pensar en él de ese modo. A ser posible, debería dejar
de pensar en él por completo, salvo para considerarlo algo peligroso.
—¿Por qué te perseguían esos tipos y el aguijón? ¿Hiciste algo malo?
—Muy malo —admitió Gavriel—. Un acto de compasión del que me
arrepiento…, del que nunca dejaré de arrepentirme. Tuve un tutor que quería
hacerme creer que la compasión es una especie de aflicción, y como el mal es
la causa de la aflicción, el mal también es el germen de la compasión. Yo
consideraba que mi maestro era viejo y cruel, y puede que lo fuera…, pero
ahora creo que no le faltaba razón.
—Pero eso no tiene sentido. —Tana se apoyó sobre el reposacabezas
acolchado—. La compasión no puede ser mala. Es una virtud, como la
bondad, la valentía o…
Su voz se fue apagando. Gavriel se giró para mirarla.
—Este es el mundo que remodelé con mi terrible compasión.
Tana negó con la cabeza.
—Eso tampoco tiene sentido.
Luego, sin poder evitarlo, bostezó.
Gavriel se rio, sonó como si fuera un chico cualquiera del instituto. Tana
se preguntó de qué color habría tenido los ojos en un pasado lejano.
—Duérmete, Tana. Recuéstate en tu asiento. Si me prestas tu vehículo
esta noche, te prometo que te lo compensaré.
—¿Ah, sí? —inquirió ella, mirándolo, con sus pies descalzos y esas
prendas lisas y oscuras—. ¿Con qué?
La sonrisa permaneció en sus labios.
—Joyas, mentiras, trocitos de papel, flores secas, recuerdos de cosas del
pasado remoto, citas inútiles, ratos de asueto, abalorios, botones y travesuras.
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Tana tuvo la certeza casi absoluta de que estaba bromeando.
—Vale. Entonces, ¿adónde vamos? —preguntó, inclinando la cabeza
hacia la ventanilla.
—A Coldtown —respondió en voz baja.
—Oh. —Tana parpadeó para espabilarse.
—Tengo que ir allí. Pero si Aidan cruza esas puertas conmigo, estará más
seguro, y tú estarás más segura sin él. En el mundo exterior le darán caza. Y
es probable que él también empiece a cazar.
—Pero ¿y si él no quiere ser un vampiro? —preguntó Tana.
En cuanto esas palabras salieron por su boca, se dio cuenta de que sí que
querría. Pues claro que sí. ¿Acaso no era eso lo que había dicho antes de
atacarla? Ser un vampiro le proporcionaría toda la gloria que podría llegar a
imaginar: no solo sería conocido como el chico con más probabilidades de
seducir a la novia de otro en una fiesta, o como el chaval de provincias que
suspiraba por vivir en una gran ciudad. En Coldtown, acapararía la atención.
Y la masacre en el rancho serviría para que su historia resultara aún más
trágica. Más romántica.
Además, Aidan estaba hambriento.
Era Tana la que no quería ser un vampiro. Y le asustaba la posibilidad de
tenerlo cada vez menos claro a medida que pasara el tiempo.
—La fiebre habita en su sangre —dijo Gavriel—. Aidan no busca más que
una sola cura. Creo que en el fondo lo tiene decidido, pero ¿quién puede
confesar una decisión así?
—Es difícil combatir la infección —repuso Tana con una voz que sonó
más áspera y desesperada de lo que le habría gustado. No quería hablar de su
madre. No quería contarle a Gavriel que a lo mejor la fiebre también habitaba
en su sangre. En unas horas, podría estar tan mal como Aidan—. No pueden.
Tú no lo entiendes. Los domina y no pueden pensar con claridad.
Gavriel no dijo nada. En medio del silencio, Tana se dio cuenta de lo
idiota que estaba siendo. Gavriel había tenido que estar infectado en algún
momento, había tenido que dejarse llevar; seguro que sabía lo que se sentía
mejor que ella.
—Si vas a Coldtown, no podrás salir —añadió con la esperanza de
cambiar de tema—. ¿Seguro que el motivo por el que quieres ir vale la pena?
—¿Qué es eso? —preguntó de repente Gavriel, que apartó una mano del
volante para tocarle el brazo.
—¿El qué? —repuso ella, mirando hacia abajo.
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Gavriel trazó con sus largos dedos el contorno de la cicatriz, justo por
debajo del hueco del codo, con una expresión indescifrable. La piel de Tana
parecía demasiado cálida en contraste con la frialdad de su roce, como si
tuviera fiebre.
—Estas marcas son antiguas —dijo al fin—. Solo eras una niña.
—¿Acaso importa? —inquirió ella. Solía tener cuidado, pero debía de
haberse remangado el vestido sin darse cuenta.
—¿Quieres decir que por qué la muerte debería discriminar entre madurez
y juventud? —preguntó con serenidad—. La muerte tiene sus favoritos, como
cualquiera. Aquellos que se ganan el favor de la Muerte no morirán.
Tana se sintió aliviada al ver que no le formulaba ninguna de esas
preguntas horribles y absurdas que estaba acostumbrada a escuchar: «¿Quién
te mordió? He oído que el mordisco no duele… ¿A ti te dolió? ¿Te gustó?
Venga ya, estás mintiendo. Te gustó, ¿a que sí?». Aunque él ya debía de
conocer la mayoría de las respuestas.
—Parece que la Muerte ha vuelto a por mí.
Gavriel sonrió, un gesto extraño y sutil que, por alguna razón, la instó a
imitarlo.
—Has vuelto a ahuyentarla. Duerme, Tana. Yo te protegeré de la Muerte,
pues no le tengo miedo. Somos rivales desde hace tanto tiempo que somos
más íntimos que muchos amigos.
—Cerraré los ojos un ratito —dijo ella—. En realidad, tampoco es tan
tarde.
Quiso decir algo más, lo tenía en la punta de la lengua, pero las palabras
quedaron engullidas por la noche.
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recuerdos que parecían formar parte de una pesadilla, cosas que no podían ser
reales. Sangre, miradas inertes y una lluvia centelleante de esquirlas de cristal.
Entonces todo regresó de golpe a su mente y sus músculos se tensaron con
un gesto instintivo de alerta. Se le aceleró el corazón y se incorporó en su
asiento, arreándole un puntapié al volante en su premura por enderezarse.
Su Crown Vic estaba estacionado en un aparcamiento, lejos del cúmulo
central de coches y camionetas. A lo lejos, vio un edificio grande y extenso,
donde unas bombillas parpadeantes y unos focos cegadores lo anunciaban
como «AREA DE SERVICIO EL DESCANSO ETERNO, ABIERTA 24
HORAS». La iluminación era tan estridente que hacía que el contorno del
aparcamiento pareciera aún más oscuro en comparación.
Nunca había estado allí, pero conocía el lugar, igual que le sonaba Al Sur
de la Frontera, la última área de servicio antes de llegar a México. Algunos
compañeros del instituto llevaban camisetas adornadas con el logo o pegaban
pegatinas con su nombre en el coche. El Descanso Eterno era un lugar tan
llamativo y famoso por su proximidad a la primera Coldtown.
Habían recorrido un montón de kilómetros mientras dormía.
Gavriel estaba sentado en el capó del coche, con una bolsa de papel y una
taza humeante apoyada a su lado. Tenía la cabeza gacha y, al quedar su rostro
sumido entre las sombras, parecía un joven pálido y humano, en absoluto un
monstruo. Aidan estaba de pie, con las manos metidas en los bolsillos,
hablando con dos desconocidos. Debía de estar afectado por la infección, pero
lo estaba disimulando bastante bien, solo tenía la voz un poco entrecortada.
La pareja estaba formada por un chico y una chica, con el pelo teñido de ese
vibrante tono celeste como el de las alas de las mariposas y las bolas de
chicle. Se parecían tanto que Tana supuso que serían hermanos.
—¿Seguro que podéis llevarnos? A ver, os lo agradezco, claro, pero
quiero asegurarme de que vais en serio —estaba diciendo el chico. Tenía el
pelo rapado por detrás y desgreñado por arriba, con mechones más largos
alrededor de un flequillo acabado en punta. Iba maquillado con lápiz de ojos y
tenía un piercing plateado que relucía por encima del lado derecho de su
labio, como si fuera un lunar—. Aquí fuera, en el mundo vulgar, solo somos
un par de chavales sin blanca, pero ahí dentro todo se basa en trueques,
favores y contactos. Midnight conoce a un montón de gente a través de su
blog, así que conseguiremos instalarnos en cuanto lleguemos a la ciudad.
Hemos traído un montón de cosas con las que comerciar y tenemos un plan.
Así que podríamos ayudaros si nos echáis una mano.
Aidan sonrió.
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—Dalo por hecho.
Miró hacia el coche, hacia Tana. Ella no tenía claro si debía salir o no. Ya
estaba bastante mal que Aidan se ofreciera a llevar a gente en el coche.
—Lo de venir a Coldtown fue una especie de impulso —continuó él—.
Así que nos vendría bien un guía.
La chica, Midnight, le tocó el hombro.
—Qué temerarios —dijo, como si no existiera un cumplido mayor. Tenía
el pelo mucho más largo que su hermano, peinado hacia un lado para que se
desplegara sobre su rostro, cubriendo por completo un ojo. Llevaba puestos
unos vaqueros ceñidos con una camiseta de terciopelo azul y unas
manoletinas a juego con un degradado de color casero. Llevaba dos aros en el
labio inferior y el piercing de la lengua traqueteaba contra sus dientes
mientras hablaba.
—Formamos parte de una red digital de gente que está planeando mudarse
a Coldtown. Publicábamos contenidos a todas horas hablando sobre abrazar
nuestro destino. Reivindicando todo aquello que no quiere la gente normal.
Rajábamos sin parar, pero ¿cuántos llegaban a dar el paso? Nosotros
pensamos que para ser diferente hay que estar dispuesto a morir. Seguro que
tú opinas igual.
Winter señaló a Aidan con una uña pintada y dijo:
—Ni siquiera lo conoces, Midnight. Puede que solo esté haciendo el
paripé. Puede que no vaya en serio. Es posible que vaya drogado. Podría
echarse atrás. Míralo. Está sudando y tiene algo raro en los ojos.
Midnight puso cara de fastidio y replicó con sarcasmo:
—Qué bonito es decir eso de alguien que se ha ofrecido a llevarnos. —
Miró a Aidan—. No le hagas caso a Winter. Es muy sobreprotector.
—Entonces, ¿estáis dispuestos a morir para ser diferentes? —les preguntó
Aidan, y Tana percibió un tono de avidez en su voz.
—Pues claro —respondió Midnight—. Yo quería venir el año pasado,
pero Winter no quería pasarse toda la eternidad teniendo dieciséis años, y tuve
que admitir que habría sido un poco cutre. Así que llegamos a un acuerdo. El
mes que viene cumpliremos los dieciocho, y eso nos pareció edad suficiente.
«Midnight y Winter», pensó Tana. Sabía que tenían que ser nombres
inventados y que el aspecto que lucían era un artificio, pero ostentaban su
insólita belleza como si fueran pinturas de guerra. Formaban una pareja
intimidante.
Winter se miró las botas, que le llegaban hasta las pantorrillas, cubiertas
de cierres por delante y por detrás, frunciendo el ceño como si quisiera que
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Midnight le diera una respuesta diferente a Aidan. Una larga cadena metálica
se extendía desde una trabilla de su pantalón hasta su bolsillo trasero; se la
enroscó en un dedo con gesto ausente, con el mismo tic nervioso por el que su
hermana se mordía los pendientes del labio.
—Voy a publicarlo todo en el blog —dijo Midnight—. Así pagaremos las
cosas cuando nos quedemos sin mercancía con la que comerciar. Tengo un
apartado de donaciones en la web, y también hay anuncios y cosas así.
Siempre he tenido un montón de visitas, pero las cifras se han multiplicado
desde que nos fuimos de casa. Cien mil visitantes únicos están presenciando
mi aventura con Winter. Nos hicimos una promesa el uno al otro… y a ellos.
—No más cumpleaños —recitaron casi al unísono; luego se ruborizaron y
se rieron un poco. Era un juramento, un eslogan, su evangelio, algo que se
tomaban tan en serio que los avergonzaba decirlo en voz alta.
—¿Porque tenéis planeado morir y volver a levantaros? —preguntó
Gavriel desde lo alto del capó.
Lo miraron sorprendidos, como si hubieran olvidado que estaba allí. Su
rostro estaba lo bastante sombrío como para ocultar sus ojos, pero esa quietud
antinatural debería haberlos escamado.
—Acabo de publicar un post sobre nuestra última cena. —Midnight sacó
su móvil y se lo enseñó a Aidan, acercándose más de lo necesario—. Es una
especie de tradición. Antes de atravesar las puertas, degustas una última
comida. Con tus cosas favoritas. Mira, Winter se zampó una pizza con
aceitunas, patatas de bolsa con sabor a kétchup y té de burbujas. Y aquí está la
foto de la mía: un filete con huevos fritos y una porción de tarta de manzana.
Estaba tan nerviosa que solo probé un bocado de cada. Es como cuando te
ofrecen una última comida especial de tu elección antes de enviarte a la silla
eléctrica.
Porque estaban deseando morir, comprendió Tana.
Vio cómo Aidan deslizaba la mirada sobre la piel de Midnight. Era muy
guapa, con esos ojazos negros y ese pelo teñido de azul, con pendientes en
forma de puñales colgando de los lóbulos de sus orejas. Aidan sonrió, como si
lo que acababa de decir fuera muy gracioso.
Iba a morderle el cuello.
Tana salió del coche y cerró de un portazo. Todos la miraron. Midnight
frunció el ceño al ver interrumpida su conversación.
—Aidan —dijo Tana con un tono de advertencia—. ¿Va todo bien?
Aidan se giró hacia ella, con una sonrisa forzada que se fue relajando
hasta convertirse en una de verdad a medida que se acercaba. Se encogió de
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hombros y la rodeó con un brazo.
—Midnight, Winter, esta es mi novia, Tana.
Midnight se alejó un paso de él. Winter miró a Tana de una manera que le
confirmó el mal aspecto que debía de tener con ese vestido desgarrado y
mugriento y el pelo hecho un desastre.
—No soy… —comenzó a decir, al tiempo que se apartaba de él. Pero
Aidan siguió sonriendo.
—Y está preocupada porque estoy enfermo. He contraído la gripe. Le
preocupa que pueda morderos, y no le falta razón, porque quiero hacerlo. Me
muero de ganas de morderos.
Al oír eso, Gavriel volvió a alzar la cabeza y cruzó una mirada con Tana.
Ella no pudo interpretar su expresión, pero se dio cuenta de que no estaba
contento. Midnight se cubrió la boca con una mano, con las uñas recubiertas
de esmalte plateado descascarillado y los dedos repletos de anillos color
ónice. Winter escrutó el rostro de Aidan.
—Así que eres uno de ellos, ¿eh?
—Le mordieron anoche —dijo Gavriel, inclinándose hacia delante, y el
cabello negro se desplegó sobre su rostro—. De momento puede controlar el
ansia durante breves periodos, más o menos, pero la situación empeorará.
Dentro de un par de días, habrá que confinarlo.
Tana esperaba que Aidan respondiera algo, pero se quedó callado. A lo
mejor no era consciente de que iba a empeorar. Pensó en los gritos de su
madre desde el sótano y se estremeció.
Pensó en lo fría que había notado su propia piel cuando se había
despertado. No sabía por qué Aidan no había mencionado nada sobre la
posibilidad de que ella hubiera contraído la gripe. Si había sido una muestra
de cortesía o si habría pensado que se sentirían menos impresionados si él no
era el único que resultaba peligroso. En cualquier caso, se sintió agradecida.
—¿Puedo hacerte una entrevista? —le preguntó Midnight a Aidan, al
tiempo que sacaba su móvil y se ponía a toquetearlo para abrir una aplicación.
Para el blog. ¿Puedes describir lo que se siente… con el ansia?
—Cuidado —dijo Winter, apoyándole una mano en el brazo.
Tana pudo ver que Midnight no le estaba haciendo ni caso. Tenía la boca
entreabierta, estaba fascinada, como un ratón enamorado de una serpiente.
—Venga —insistió la chica, perdiendo por completo su pose sofisticada.
Se puso a dar brincos con sus manoletinas sucias—. Por favor. Nunca he
hablado con nadie que haya experimentado lo mismo que tú. Tengo mucha
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curiosidad… Y a mis lectores les pasará lo mismo. Tiene que ser flipante
tener todo ese poder corriendo por tus venas.
—Es como si estuvieras hueco —declaró Aidan, mirando a la cámara
como si estuviera listo para devorar a todos los espectadores, como si fuera el
sustituto de uno de esos vampiros famosos de internet—. Hueco y vacío, y ya
solo te importa una cosa.
—No puedo creer que esté pasando esto —dijo Tana, acercándose a
Gavriel.
Él le ofreció una taza, la misma que tenía apoyada sobre el capó cuando
ella se había despertado. Su camiseta negra se ceñía sobre su pecho y tenía
una bolsa de papel arrugada a su lado.
—Dicen que dormir mucho es la mejor cura para cualquier enfermedad.
Tana bebió un largo trago de café. Estaba demasiado dulce y tenía
demasiada nata, como si lo hubiera mezclado alguien que no tenía ni idea del
sabor que debería tener… Alguien que no había probado la comida en mucho
tiempo. Alargó una mano hacia la bolsa.
—¿Qué hay dentro? ¿Dónuts?
Gavriel se giró hacia el otro lado, como si no quisiera ver cómo la abría.
—Quédatela. También es para ti.
Resultó que la bolsa contenía un collar de granates de Bohemia agrupados
como si fueran los granos de una granada; del punto central colgaba un
inmenso medallón del tamaño de un higo tachonado con más granates. El
cierre dorado situado en la parte de atrás estaba roto, como si se lo hubieran
arrancado del cuello a alguien, y el medallón en sí estaba vacío. Estaba
apoyado sobre un lecho de billetes, algunos manchados de tinta, otros con
manchas de color marrón rojizo. Había billetes de un dólar y de veinte,
mezclados con un puñado de euros, todos estrujados, formando un revoltijo.
—¿De dónde has sacado todo esto? —preguntó.
En ese momento, Midnight pegó un grito. Tana se giró hacia ellos y notó
cómo Gavriel la sujetaba con sus manos frías. Unos dedos gélidos se le
hincaron en la piel, justo por debajo de las costillas. La agarró con tanta
firmeza que fue como quedar sujeta por una figura de bronce.
Midnight estaba en el suelo, con el móvil arrojado a un lado, mientras
forcejeaba con las manos para intentar apartar a Aidan. Estaba agazapado
encima de ella, tirando de su camiseta de terciopelo para descubrirle el
hombro. Winter lo tenía sujeto de un brazo y estaba intentando echarle hacia
atrás.
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Tana pataleó en vano sobre el parachoques del coche mientras Gavriel la
levantaba en volandas. Notó el roce de su pecho en la espalda, liso y frío
como una piedra. Notó la curvatura gélida de la mandíbula del vampiro
cuando este la dejó apoyada sobre su coronilla.
—Quieta, Tana —dijo Gavriel, deslizando la mejilla sobre el pelo de ella
para poder murmurar sobre su garganta.
La embargó un terror inmenso y atávico. Su cuerpo tomó el control:
giraba, se retorcía y arañaba. Fue como volver a estar en ese sótano oscuro
mientras su madre le daba un beso final con sus labios helados.
—Quieta —dijo Gavriel—. Ya casi ha terminado.
—¡No! —gritó Tana, forcejeando en vano—. No, no, no. Tengo que
ayudarlo. Suéltame.
Entonces la soltó de repente, apartando las manos de su cuerpo. Tana se
tambaleó y estuvo a punto de caer de rodillas.
Winter le había soltado el brazo a Aidan y había optado por tirarle del
pelo para apartarlo de su hermana. Su cabeza se zarandeaba a un lado y a otro,
con la mano de Midnight presionada justo por debajo de la mandíbula,
empujándolo para alejarlo. Pero Aidan estaba cerca, lo suficiente como para
pegar una dentellada justo sobre la piel desnuda de su brazo. Le arañó el
hombro, dejando unos surcos sanguinolentos.
Los gritos de Midnight reverberaron entre la brisa nocturna.
Durante un instante, Tana se quedó con la mente en blanco. Luego se
acercó corriendo, se agachó para introducir las manos bajo las axilas de la
chica y tiró de ella hacia arriba.
Aidan miró a Tana y, por un momento, quedó claro que pensaba que ella
iba a ayudarlo. Entonces Tana se escabulló, tirando de Midnight con todas sus
fuerzas, y él rugió al comprender lo que pasaba.
Aidan se lanzó a por las piernas de Midnight, pero ella fue lo bastante
veloz como para patearle el pecho con fuerza. Aunque solo llevaba puestas
unas manoletinas, Aidan hincó una rodilla en el suelo, resollando, con una
mano extendida como para prevenir más violencia.
Winter le rodeó el cuello con un brazo y lo mantuvo sujeto. Aidan relajó
el cuerpo momentáneamente, y después alzó sus dedos temblorosos,
manchados de rojo. Estaba a punto de limpiárselos de un lametón. Tana saltó
hacia el frente, lo agarró por las muñecas y tiró de ellas hacia sí para limpiarle
las manos sobre su vestido. No sabía cuánta sangre humana haría falta para
transformarlo, pero no quería correr ningún riesgo.
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Aidan empezó a reírse, un sonido sofocado por el brazo de Winter sobre
su garganta.
Midnight sollozaba en voz baja, con la camiseta rota y empapada de rojo,
que convertía el azul del terciopelo en negro.
Tana miró a Gavriel. Él la observaba a su vez con los ojos entornados y
un destello carmesí en los ojos, con una mirada ávida e intensa.
—No has hecho nada —lo acusó Tana, señalando con un dedo
tembloroso. Gavriel se giró ligeramente hacia la escena de la carnicería, como
un árbol que se comba con el viento, como si Tana le hubiera hecho señas
para que se acercara—. Podrías haberlo detenido, pero has permitido que
ocurra.
—Es peligroso ir a Coldtown infectado, pero sin haberse convertido aún.
—Lo dijo con un tono distante, pero hubo algo en su forma de mover los
labios, cierta languidez, que demostraba que la sangre en el ambiente y los
forcejeos de Tana contra él habían instigado su deseo de alimentarse—.
Habría sido más seguro si te hubieras limitado a permitirlo. Cada nuevo
vampiro que nace en Coldtown supone una merma en las reservas de
alimento, y no hay tantos donantes disponibles.
—Es peligroso estar infectado en cualquier parte —replicó Tana—. Lo
que no quiero es que se muera.
—De un modo u otro, todos acabaremos muertos —repuso Gavriel,
mirando a Aidan.
Pero entonces se agachó y recogió el vaso de café del suelo, y después
utilizó el líquido restante para limpiarle los dedos a Aidan. Tana se arrodilló
sobre el frío asfalto del aparcamiento, extrayendo cuidadosamente la piel de
Midnight de debajo de las uñas de Aidan, sirviéndose de las suyas propias.
—Aguafiestas —dijo Aidan en voz baja. Tenía el flequillo empapado en
sudor frío. Miró a Gavriel y le sonrió, con la cabeza apoyada sobre el brazo de
Winter, como si ya no le quedaran fuerzas para seguir forcejeando.
—Me debes una —le dijo Tana—. Espero que sepas hasta qué punto estás
en deuda conmigo.
Al cernirse sobre ellos, el rostro de Gavriel ya no estaba sumido en
sombras; sus ojos reflejaban las luces parpadeantes del letrero del área de
servicio, su piel era demasiado pálida como para pertenecer a un ser humano
vivo.
Winter se incorporó con brusquedad, soltó a Aidan y se alejó del vampiro.
—¿Ocurre algo? —le preguntó Gavriel.
Aidan se estiró y miró a las estrellas.
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Midnight se puso en pie a duras penas, se secó las lágrimas y se
emborronó el rímel. Vio a Gavriel y se quedó paralizada, igual que su
hermano.
—Rojos como rosas. Sí, estos son mis verdaderos ojos. ¿Acaso no soy lo
que estabais buscando? —Gavriel esbozó una sonrisa cargada de dientes—.
Llevo todo este tiempo esperando a que os dierais cuenta. Puedo daros lo que
queréis. Puedo concederos el olvido eterno.
—Basta. —Tana le dio un golpe en el hombro, volviendo a fingir que
Gavriel era una persona normal, que no daba ningún miedo, con la esperanza
de que él también lo olvidara. Volviendo a fingir que tenía algún tipo de
poder sobre la situación—. Déjalo de una vez. Ya estoy harta de que todo el
mundo se ataque entre sí.
Sus palabras parecieron romper el hechizo que Gavriel había ejercido
sobre Winter, que apoyó una mano sobre el hombro ileso de su hermana.
—Deberíamos llevarte a urgencias.
—Nada de hospitales —dijo Midnight, un poco aturdida—. Solo necesito
unos vendajes. Podemos conseguirlos dentro.
—Jenny —dijo Winter—. Por favor. Vámonos a casa.
Ella lo miró con los ojos muy abiertos y un gesto furioso.
—Tenemos todo lo que necesitamos aquí mismo. Y no vuelvas a
llamarme así. Jamás.
Tana miró a Aidan, que seguía contemplando las estrellas. Respiraba de
manera entrecortada, como si no pudiera inspirar con plenitud. Tenía una
mano presionada sobre el corazón. Lo llamó en voz baja, pero él no pareció
darse cuenta.
—Ve con ellos —le dijo Gavriel. Tana se sentó al lado de Aidan y se
remangó la camiseta—. Ya que es tu deseo, no permitiré que se alimente de
los vivos, pero no hay razones para que no pueda beber de los muertos. Eso
aplacará su ansia. Ve, Tana. Estaremos aquí cuando regreses.
Y Tana se marchó.
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Pearl miró de reojo al resto de su clase y avanzó obedientemente hacia la
parte frontal. Después miró a su hermana, que la saludaba con la mano. Al
final, se decidió y se abrió camino entre los mayores hacia el asiento que le
había reservado Tana.
—Se supone que tengo que sentarme allí —dijo Pearl, señalando hacia su
profesor.
—Pero aquí nos vamos a divertir más —le prometió Pauline, esbozando
esa sonrisa que significaba: «vamos a meternos en líos juntas». Llevaba
puesto un vestido a rayas blancas y negras, unas vistosas botas de color
naranja y un sombrero rosa vintage con velo. Verlas a Tana y a ella juntas en
el instituto resultaba raro: era como ver una parte de su hermana que
normalmente estaba oculta.
En casa, Tana era la que preparaba la cena cuando a su padre se le
olvidaba (lo cual ocurría a menudo), la que solo conocía tres recetas
(espaguetis, burritos y ensalada con una pechuga de pollo encima), la que
sabía trenzarle el pelo sin pegarle muchos tirones (excepto cuando le hacía
trenzas francesas) y la que podía reparar casi cualquier cosa (fregaderos,
retretes, tazas favoritas). En el insti, era obvio que era otra persona. Una chica
segura de sí misma con sus gruesas botas y su chupa de cuero, que
frecuentaba el taller mecánico con los chicos y fulminaba con la mirada a
todo el que no fuera Pearl o Pauline, como si quisiera noquearlos.
Pauline y ella se recostaron en sus asientos, sonriéndose por encima de la
cabeza de Pearl. Era raro.
—Hoy tenemos una invitada especial —anunció la directora Wong con
una voz que quería decir: «nada de tonterías, y el que deje en evidencia al
instituto lo lamentará». Llevaba el pelo corto, peinado hacia un lado y
engominado a conciencia—. Vamos a escuchar el testimonio de una persona
que quedó atrapada dentro de Springfield cuando levantaron los muros:
Yashira Baez, a la que agradecemos que haya accedido a venir para contar su
historia. ¡Démosle una calurosa bienvenida a Astell Regional!
Todos aplaudieron a rabiar, con unos cuantos vítores sarcásticos por parte
de los chicos de la última fila. Pearl se agachó para sacar de su mochila un
boli con aroma a fresa y un cuaderno, por si acaso tenía que anotar algo.
Una mujer latina y menuda subió al escenario, ataviada con pantalones
vaqueros y una chaqueta de punto amarilla. Parecía lo bastante mayor como
para ser la abuela de alguien.
—Voy a contaros esta historia tal y como sucedió. Me dirigía a
Springfield a recoger a mi tía abuela cuando el ejército bloqueó la zona. Mi
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tía vivía en un bloque de pisos tutelados para mayores y ya no tenía edad para
conducir. Así que cuando escuché el rumor de que iban a confinar la ciudad,
pensé que podría sacarla a tiempo. Por desgracia, me quedé atrapada allí con
ella. Viví en la primera Coldtown durante dos largos años, hasta que encontré
un modo de reunir dinero suficiente para comprarle un salvoconducto a un
cazarrecompensas. Jamás lo habría conseguido sin las donaciones de mi
parroquia, así que ahora me dedico a visitar escuelas para intentar devolverle
el favor a la comunidad.
»La gente pregunta a todas horas si los vampiros son como nosotros. Yo
siempre digo que, durante los dos años que estuve atrapada ahí dentro, jugué a
las damas con vampiros. Me senté a charlar con vampiros. Y se parecían
mucho a las personas que eran antes. Pero no eran iguales. Los vampiros son
depredadores y nosotros somos presas. Nunca debéis olvidar eso.
La mujer miró al público con un gesto muy serio.
—En los circos domestican tigres. Los ponen a saltar a través de aros en
llamas. Seguro que esos tigres son muy simpáticos con sus entrenadores. Los
mochan con sus cabezotas. Ruedan sobre sus lomos como gatos domésticos.
Pero si les vence el hambre, esos tigres devorarán a esos mismos entrenadores
con los que han sido tan simpáticos.
Un par de personas entre el público soltaron una risita nerviosa. Tana no
se rio. Pauline la miró, un poco preocupada.
—Nunca doy por sentado que todo el mundo conozca las nociones
básicas, así que vamos a repasarlas otra vez. Los infectados, la gente que tiene
sangre de vampiro en las venas y que ha contraído la gripe, no puede extender
la infección. Están infectados, pero no son infecciosos. ¿Entendido?
—Obvio —murmuró Pauline—. Si no, el mundo entero estaría atestado
de vampiros.
La señora Baez continuó, repasando los detalles que consideraba
esenciales. Pearl conocía la mayoría. O, al menos, tenía la impresión de
haberlos oído antes.
Cuando una persona recibía un mordisco, los síntomas aparecían en un
plazo de entre doce y cuarenta y ocho horas. A veces conseguían rescatar a la
gente antes de que el mordisco pudiera culminarse y experimentaban
síntomas leves, pero sin llegar a contraer la gripe.
Un número muy reducido de personas poseían un sistema inmunitario
capaz de combatir la infección. La señora Baez les contó la historia de un
cazarrecompensas indonesio al que habían mordido en ocho ocasiones, y
aunque tenía la piel cubierta de cicatrices producidas por esos ataques, no
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había llegado a infectarse. Él juraba que era gracias al cóctel de sangre de
serpiente mezclada con una gota de sangre humana infectada y un buen
chorro de aguardiente que se bebía cada mañana. Esa era su receta para
prevenir la infección. Se consideraba inmune hasta que le mordieron por
novena vez y sucumbió a la gripe vampírica; se transformó poco después.
Pearl advirtió cómo Tana se frotaba el brazo, en el lugar donde la había
herido su madre. Tenía una cicatriz enorme que a veces ocultaba y otras veces
exhibía, como si desafiara a la gente a preguntarle por ella. Hacía años, los
abuelos se habían llevado a Pearl a un aparte y le habían dicho que Tana
terminaría mal de la cabeza por culpa de su madre, así que ella tendría que
encargarse de cuidarla. Pearl no tenía muy claro qué significaba eso, excepto
en ocasiones como aquella, cuando se inclinó hacia Tana, la agarró de la
mano y se la estrechó.
Tana le devolvió el gesto.
Lo que los abuelos no entendían era que Tana no estaba mal por culpa de
su madre, sino por culpa de su padre. Si él le hubiera dado un poco de sangre
a su madre, en vez de haberla encerrado, no habría sucedido ninguna de esas
desgracias. Su madre no estaría muerta, Tana no tendría esa cicatriz y nadie
estaría triste. Puede que todos estuvieran viviendo ahora en Coldtown, o
puede que hubieran emigrado a Amsterdam o algún sitio así, donde seguía
siendo ilegal ser un vampiro, pero a nadie le importaba.
—Puede ocurrir muy deprisa —estaba diciendo la señora Baez—. Incluso
antes de que aparezcan los síntomas, la sangre vampírica está preparando el
cuerpo para transformarse, de manera que, cuando esa persona beba sangre
humana, se convierta en un vampiro. Se tarda menos de una hora en morir, y
a los quince minutos ya pueden estar en pie otra vez, con dientes nuevos,
músculos más robustos y esa ansia de vampiro recién nacido. Un cambio de
ese tipo requiere un montón de energía, así que, hasta que se alimentan, no
son capaces de controlarse demasiado bien. Tenéis que manteneros alejados
de los recién convertidos, sin importar lo mucho que los conocierais en vida.
La señora Baez se acercó al borde del escenario.
—Os propongo una cosa: voy a enseñaros un palabro. ¿Alguien sabe lo
que significa «apotropaico»?
Pearl no lo sabía, pero un chico dijo que se trataba de cosas que no les
gustaban a los vampiros.
Rosas silvestres. Ajo, conocido como «la rosa apestosa». Símbolos
sagrados. Agua corriente. Espino albar. Pearl ya las conocía todas; Hemlok
las había mencionado en su programa de la tele sobre cazarrecompensas. Sin
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embargo, según la señora Baez, algunas de esas cosas no funcionaban. Ella
había empleado un símbolo sagrado en dos ocasiones durante su estancia en
Coldtown, y en ninguno de los dos casos había surtido efecto.
—Apuesto a que no le permiten hablar de las cosas más macabras —
murmuró Pauline—. Toda esa gente que bebe sangre animal para mantener su
humanidad, que se bebe incluso su propia sangre. Gente que se pasa meses
borracha para reducir el ansia.
—¿Eso es cierto? —susurró Pearl—. ¿Funciona?
Tana se encogió de hombros.
—La gente bebe incluso sangre de vampiro, si es que la consigue —
prosiguió Pauline en voz baja, como si estuviera relatando una historia de
fantasmas—. Dicen que hay un par de cazarrecompensas en Europa que son
adictos a esa sustancia. Pero no mejoras, lo que pasa es que tampoco
empeoras. Es como reiniciar la infección desde el día uno.
—Es la hora de las preguntas —dijo la señora Baez desde el escenario—.
No puedo prometer que tenga todas las respuestas, pero seré lo más sincera
posible.
—¿Por qué no dejan salir de Coldtown a la gente que quiere irse? —
preguntó una chica—. Si no están infectados, ¿qué más da?
—Por dinero —respondió la señora Baez—. Al Gobierno le cuesta un
montón de dinero mantener las Coldtowns y otro montón de dinero hacer
pruebas a la gente para liberarla. Ese dinero tiene que salir de alguna parte, así
que procede del presupuesto para cazarrecompensas. Además, el Gobierno no
quiere que salga todo el mundo. Si se marcharan, ¿qué comerían los
vampiros? ¿Se devorarían entre sí? La cuarentena se iría al garete.
—Mira a la directora Wong —le susurró Pauline a Pearl—. Se le ha
hinchado una vena al oír esa respuesta.
—¿No le cabrea haber estado encerrada allí? —preguntó uno de los
chicos.
La señora Baez se encogió de hombros.
—Superé la ira hace mucho tiempo. El mundo es como es. Yo solo puedo
arreglar el pedacito que me corresponde. Y he decidido hacerlo contándoles a
los jóvenes los hechos, para que no se crean todo lo que les cuentan por
internet.
Los profesores prorrumpieron en una carcajada al oír eso.
Tana levantó la mano de repente. A Pearl se le aceleró el corazón por
temor a lo que fuera a decir.
—¿Sí? —dijo la señora Baez, señalándola.
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Tana se levantó.
—¿No pueden beberse la sangre de los demás?
—¿Cómo dices?
—Me refiero a que, si todos los humanos estuvieran muertos, o si se
comieran a todo el mundo en todas las Coldtowns y no pudieran salir, ¿qué
pasaría?
La señora Baez asintió.
—¿Quieres saber un secreto? La sangre vampírica es genial para los
vampiros. Les concede una parte del poder del vampiro desangrado. Así que
sí, pueden bebería.
—¿Por qué? —exclamó uno de los profesores. Pearl no había oído nunca
nada igual y se quedó sorprendida.
—Consideradlo como la acumulación de toxinas en los animales. En el
nivel más bajo de la cadena alimentaria, existe una parte diminuta de toxina
en cada brizna de hierba, por ejemplo. Pero si un ratón se come montones y
montones de hierba, todas las toxinas de cada brizna individual se acumulan
en ese roedor. Entonces llega un ave rapaz, que se come una docena de
ratones y absorbe todas esas toxinas, y así sucesivamente. Si pensáis en las
toxinas como si de un poder se tratara, entenderéis por qué cuanto más viejo
es un vampiro, mayor es el poder acumulado, y más energía puede absorber
otro vampiro al drenarlo.
—No nos necesitan para nada —dijo Pearl, muy bajito. Se imaginó un
mundo donde solo hubiera vampiros, todos con la piel fría y los ojos rojos.
—Mientras no puedan tener hijos, sí —susurró Pauline—. No puede haber
vampiros nuevos si no hay gente nueva. Y si devoras a todos los vampiros
viejos, vas a necesitar unos nuevos cuanto antes.
—Entonces, ¿por qué no lo hacen? —preguntó Tana, que seguía de pie,
sin molestarse en volver a levantar la mano—. ¿Por qué no se devoran entre
ellos y nos dejan en paz?
La directora Wong se levantó, dispuesta a reprenderla, pero la señora
Baez la ignoró.
—Oh, claro que lo hacen, jovencita —dijo—. Se devoran entre sí. Nos
devoran a nosotros. Los muy condenados lo devoran todo. Si se lo
permitimos, se beberán el mundo entero hasta la última gota.
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dorado, le estaba enseñando a una chica humana a bailar el vals; en otro, una
vampira pelirroja estaba hablando a la cámara, describiendo qué tal le había
ido la noche, mientras un joven humano se acurrucaba sobre su pálida piel,
ofreciéndole un trozo de tubo pegado con un esparadrapo a la aguja que tenía
en la muñeca.
Los turistas se paraban a contemplar las emisiones. Se hacían fotos
delante del corazón de cristal, pasándose los brazos por los hombros y
sonriendo de oreja a oreja.
Una mujer de mediana edad y aspecto cansado se encontraba situada a un
lado, repartiendo unos folletos rosas a cualquiera que pasara junto a ella.
—¿Han visto a mi hija? —preguntaba una y otra vez—. Solo tiene doce
años. Por favor, sé que ha venido hasta aquí. ¿La han visto?
Al principio, los menores de dieciséis años tenían prohibido atravesar las
puertas de las Coldtowns, hasta que rechazaron a una niña de nueve años
porque los guardias pensaron que se había inventado que la habían mordido.
Pero no mentía. Murió gente. Había pruebas para detectar la infección, pero
eran caras, así que la autoevaluación era clave para mantener la cuarentena.
Desde el incidente con aquella niña, cualquiera podía entrar a una Coldtown
con independencia de su edad, sin necesidad de demostrar nada.
Tana miró a la mujer, observó su rostro cansado y a la niña sonriente del
folleto. Pensó en Pearl y se preguntó qué pensaría esa niña que la estaría
esperando al otro lado de esas puertas.
Midnight pasó de largo junto a la mujer, sin reparar en ella, y se dejó caer
sobre uno de los bancos. Llevaba las manos presionadas sobre el tejido
aterciopelado de su camiseta, por encima de los arañazos, para frenar la
hemorragia.
—Iré a buscar vendajes y esas cosas —dijo Winter—. Quédate aquí. Y tú
quédate con ella —añadió, fulminando a Tana con la mirada.
Tana asintió y Winter se dirigió a la farmacia, mirando hacia atrás dos
veces. Sus gruesas botas traquetearon sobre el reluciente suelo de granito
como las pezuñas de un caballo.
Varios chavales ataviados con mochilas se pararon para mirar a Tana, con
su ropa ensangrentada, y a Midnight, que tenía el rostro embadurnado de
rímel mientras se sujetaba el hombro.
—¿Qué estáis mirando? —les espetó Tana, gruñendo como lo habría
hecho Pauline, y los chicos se largaron a toda prisa.
Midnight le sonrió de medio lado.
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—Siento muchísimo lo que ha ocurrido —dijo Tana—. Siento que estés
herida.
—¿Cómo…? ¿Cómo acabaste juntándote con ellos? Con Aidan y con ese
otro —preguntó Midnight. Tenía los labios agrietados y azulados bajo las
luces fluorescentes.
—Hubo una fiesta y murieron todos —dijo Tana. No esperaba expresarlo
de ese modo tan directo y horrible.
Midnight asintió y cerró los ojos, como si le escocieran los arañazos.
—¿Fue grave? ¿No sería aquello que salió en las noticias y que pasó en el
norte…?
«¿En las noticias?». Por un momento, Tana se sintió confusa. Parecía algo
demasiado íntimo como para salir en el telediario, pero era absurdo pensar
eso, claro.
—No lo sé. Es posible.
—¡Fue eso! Ay, madre, vi todos los tuits y las fotos que se filtraron de la
escena del crimen. ¿De verdad estuviste allí?
Tana asintió, sin saber qué más decir. No había palabras para describirlo.
—Guau —exclamó Midnight—. Y escapaste. Es flipante.
—Sí, escapamos, más o menos —repuso Tana.
—Oye, hazme un favor, ¿vale? —Midnight se metió una mano en el
bolsillo y sacó su móvil, que tenía unos arañazos en la pantalla de cuando se
había caído al suelo—. Sujeta esto mientras hablo. Tengo el trípode en mi
equipaje, pero paso de sacarlo. Esto es auténtico, la clase de movidas que he
prometido contarles a mis seguidores. Intenta sujetarlo sin que te tiemble el
pulso.
—Vale —dijo Tana, un poco cohibida. No era la primera vez que le
grababa un vídeo a alguien: había grabado a Pauline para que pudiera ver qué
tal estaban sus audiciones, o a sus amigas haciendo el tonto. Pero nunca había
grabado a nadie que acabara de ser atacado y todavía estuviera sangrando.
—Y también podrías decir algo. Deberías hacerlo. Todo el mundo querrá
saber lo que se siente al estar en tu pellejo en este momento.
Tana negó con la cabeza rápidamente; la idea de hablar sobre lo sucedido
trajo de vuelta todas esas imágenes tan desagradables. Los ojos inertes. Los
susurros a través de la puerta. Su espalda tendida en el suelo de la gasolinera
mientras Aidan se cernía sobre ella.
—No sé yo…
—Quizá luego —dijo Midnight, pasándole el móvil—. ¿Qué tal estoy?
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Tana no supo qué responder. Midnight estaba pálida y hermosa, sucia y
ensangrentada.
—Estás bien —respondió del modo más neutro posible.
—Tendrá que bastar con eso. —Midnight torció el gesto mientras tiraba
del cuello desgarrado de su camiseta de terciopelo, exponiendo su clavícula
para que Tana pudiera sacar un buen plano de las heridas. Tenían un aspecto
truculento, ensangrentadas e inflamadas por los bordes—. ¿Sabes cómo usar
este chisme?
Tana acercó los dedos a la pantalla y pulsó el pequeño icono del vídeo
situado en la esquina inferior.
—Supongo. ¿No te preocupa que lo vean tus padres y que le cuenten a la
poli dónde estáis? Al fin y al cabo, sois menores fugados de casa.
Midnight soltó una risotada.
—Nuestros padres no se enteran de lo que hacemos en internet. No son
tan avispados. No se parecen en nada a nosotros. Créeme, para cuando se den
cuenta de lo que ha pasado, ya estaremos lejos.
—Está bien. —Tana sostuvo en alto la cámara y pulsó el botón para
empezar a grabar—. Listo.
—Hola —dijo Midnight, embargada por una intensidad extraña cuando se
puso a mirar al objetivo—. Soy yo, la fiel sirviente de la noche, aventurera,
poeta y demente. ¡Y menuda aventura he vivido! Han pasado muchas cosas
desde mi última publicación. Winter y yo hemos llegado hasta el área de
servicio que hay a las afueras de Coldtown, así que solo faltan unas horas para
que podamos entrar. Es tal y como pensábamos: cuando sigues tu destino más
profundo, auténtico y oscuro, el universo te abre camino. Hemos conocido a
unas personas que van a llevarnos en coche. De hecho, puede que las
reconozcáis de las noticias… Pero ya llegaré a eso. Primero, tengo que
contaros lo que me ha sucedido.
Entonces Winter regresó con una bolsa con suministros médicos.
Midnight le pidió a Tana que siguiera grabando mientras su hermano le
vendaba el hombro, rociando las heridas con un espray antiséptico y
sujetando las vendas con esparadrapo. Ella describió todo el proceso mirando
a la cámara, incluso cuando se notaba que le dolía. Cuando terminó, se tomó
una aspirina y dijo que quería editar el vídeo y subirlo cuanto antes a su blog.
Al escucharla, Tana no pudo por menos que admirar su capacidad para
convertir lo ocurrido en una historia emocionante, en parte de «La Leyenda de
Midnight». Incluso había conseguido darles la vuelta a las cosas menos
positivas para que resultaran envidiables. Tana podía imaginarse viendo ese
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vídeo y deseando ser tan valiente y afortunada como la chica que lo
protagonizaba. Pero al tenerla delante, al saber lo que había pasado en
realidad, se dio cuenta de que Midnight no solo estaba contando una historia
para otra gente, se la estaba contando a sí misma. Estaba suavizando los
pasajes más escalofriantes para que ya no le dieran miedo. Pero debería tener
miedo, pensó. Lo sensato era tenerlo.
—Hay wifi gratis por todo el edificio. Voy a poner el móvil a cargar ahí.
—Midnight señaló hacia la zona de restaurantes. Tras quitarle el móvil de la
mano a Tana, sonriendo, apuntó con la cámara hacia ella. Se encendió la
lucecita de la esquina—. Reúnete conmigo cuando acabes con lo que estés
haciendo. No te importa, ¿verdad? No has tenido que decir nada.
Tana estaba segura de que tenía un aspecto horrible, pero una foto mala en
internet era la menor de sus preocupaciones. Se sentía exhausta, fría y frágil.
Podía oler la sangre de Midnight, era un olor metálico, y se preguntó si eso
significaba que la infección al fin había empezado a activarse. O puede que
no fuera nada. Quizá debería dejar de preocuparse.
—No, supongo que no me importa. —Tana miró de reojo hacia un
expositor de camisetas con el logo del local—. Voy a pagar para darme una
ducha.
Winter le dirigió una sonrisa casi amistosa, la primera desde que Aidan
había atacado a su hermana.
—Es una buena idea. Nunca se sabe de cuánta agua caliente
dispondremos ahí dentro.
Tana quiso decir que aún no había tomado una decisión sobre lo de
Coldtown, pero titubeó demasiado y luego se sintió como una tonta.
Cohibida, se limitó a decir adiós con la mano.
La tienda de recuerdos era bastante hortera, estaba repleta de vasos de
chupito, pegatinas para el parachoques y camisetas: unas para bebés con la
palabra «CARNAZA» en la parte frontal, otras negras para dormir con letras
que semejaban chorrear sangre: «PASÉ LA NOCHE EN VELA EN EL
DESCANSO ETERNO», «MUERDO EN LA PRIMERA CITA»,
«GENERACIÓN FIAMBRE», «LA NADA ES EL NUEVO TODO» y «ME
GUSTA TOMARME EL CAFÉ CON TU SANGRE». Había espejos con
chorretones de sangre de pega cayendo de dos heridas punzantes serigrafiadas
en la superficie, para que cuando te mirases al espejo pareciera como si te
hubieran mordido. También había unos collares con letras que componían la
palabra «gripe».
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Una mujer mayor con el pelo corto y canoso estaba pagando un paquete
de pastillas para purificar el agua y unas latas de comida cuando Tana pasó
junto a ella en el mostrador. Llevaba puesto un vestido negro de imitación de
Chanel y tenía un bastón con la punta dorada y rosas de madreperla
distribuidas a lo largo de la superficie. Tenía la espalda encorvada, con una
pose que recordaba a la de un buitre.
—¿Qué pasa? —le espetó la mujer al empleado, sosteniéndole la mirada
con sus ojos azules y legañosos—. ¿Te crees que la muerte es exclusiva de los
jóvenes?
Tana se marchó antes de que pudiera oír la respuesta del dependiente.
En la siguiente tienda, la de ropa, se puso a curiosear entre vestidos de
encaje y satén con nombres como «Inocencia destruida», «Juventud
arruinada» y «Gajo de manzana prohibida». Encontró un vestido azul muy
bonito que le gustó y que seguramente le habría sentado bien, pero costaba la
friolera de ciento doce dólares. Tana tenía los mismos cuarenta pavos con los
que contaba en la gasolinera. La bolsa con los billetes se había quedado donde
la había dejado caer, en el suelo, al lado de su coche. Ojalá siguiera allí. Si iba
a encerrarse en algún sitio a esperar que transcurrieran las siguientes cuarenta
y ocho horas para comprobar si estaba infectada, iba a necesitar más dinero,
sin importar su procedencia. Y necesitaría aún más si decidía entrar en
Coldtown junto con los demás.
Por suerte, había una sección de ofertas al fondo del local con prendas
rebajadas. Logró encontrar un vestido gris y arrugado, una talla más grande
que la suya, rebajado a veinticinco pavos. Se compró eso y el par de bragas
más barato de la tienda —de color carmesí con un ribete de encaje negro y un
lacito ridículo— por otros diez.
El dependiente con cara de aburrido, un tipo con unas tachuelas de plata
enormes en las orejas y un tatuaje de una serpiente enroscada en el cuello
como una soga, le cobró y aceptó su dinero con visible desdén.
Tana sabía que ese vestido era demasiado sofisticado para la ocasión y
que se sentiría un poco desnuda con él puesto, pero no estaba dispuesta a
enfrentarse a un vampiro de verdad ataviada con un camisón con una frase
chorra. Y lo único que quería hacer con la ropa que llevaba puesta ahora era
prenderle fuego.
Guardó sus compras en la bolsa negra y lustrosa de la tienda, con cada
prenda envuelta en papel de seda morado, y se fue a las duchas. Allí pagó un
dólar a cambio de quince minutos en un cubículo individual y tres dólares por
unos paquetes de gel y champú, un lote diminuto de higiene dental y una
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toalla apenas un poquito más grande que un trapo que luego tenía que
devolver.
Había un espejo grandote colgado en el pasillo, enfrente de los cubículos,
donde había unas niñas y mujeres sentadas en bancos, atándose las zapatillas
y echándose desodorante. Al verse reflejada, se detuvo para contemplar su
imagen, como si la chica del cristal fuera otra persona, desconocida y
misteriosa. Tenía el pelo alborotado, con trozos de ramitas y hojas enredadas.
Tenía unas ojeras oscuras como moratones, en parte por la falta de sueño y en
parte porque se le había corrido el rímel cuando se había echado agua en la
cara. Incluso sus ojos azules parecían grises bajo la luz fluorescente del techo.
Su vestido, que antes era blanco, tenía tan mal aspecto como se había
imaginado. La parte inferior tenía una mancha parduzca de cuando se había
derramado la zarzaparrilla encima, con restos oscuros de sangre y tierra.
Había al menos dos desgarrones visibles en el tejido, y sus botas altas estaban
salpicadas de barro y mugre.
Pero lo peor de todo era su expresión. Se obligó a intentar sonreír, pero el
gesto fue de todo menos convincente. En una ocasión, vio un puñado de fotos
policiales antiguas en una revista y se quedó mirando una de ellas durante
mucho rato. Había algo extraño en la chica que aparecía en ella. Ahora, Tana
percibió esa extrañeza en ella.
No se encontraba bien. Su aspecto clamaba a gritos que no estaba bien ni
de lejos.
Cuando se metió en el cubículo, colgó su bolso, la toalla y la bolsa con la
ropa en la percha más alejada de la alcachofa de la ducha, se desabrochó las
botas y ató entre sí los cordones de ambas, para poder colgarlas junto con el
resto de las cosas. Después se quitó el vestido de encaje de su madre, el
sujetador y la ropa interior, y lo arrojó todo hacia un rincón. Tenía los
músculos doloridos y agarrotados, le costaba realizar hasta las tareas más
sencillas con las manos.
Cuando notó el agua caliente sobre los hombros, se sintió tan bien que se
le escapó un gemido.
Se lavó el pelo dos veces y se lo peinó con los dedos para quitarse todas
las ramitas. Se frotó la piel con las uñas, sin preocuparse por si se quedaba
irritada; lo único que le importaba era dejarla limpia. El agua se cortó cuando
pasaron los quince minutos y Tana apoyó la espalda sobre los azulejos. El
corazón le latía con fuerza contra el pecho, alarmado, pero no ocurría nada
malo. Solo era el terror residual.
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Ya no se sentía helada. No quería atacar a la mujer del cubículo de al lado.
Se sentía exhausta, asustada y hecha polvo, pero, aparte de eso, se sentía más
o menos igual que siempre. Se sentía bien.
Pensó en Aidan, en el aparcamiento y en el brazo remangado de Gavriel.
Si Aidan bebía suficiente sangre de vampiro, quizá se sentiría mejor durante
un rato, pero apenas estaban rebañándole unas migajas al tiempo.
Habían pasado casi siete horas desde que el vampiro le había arañado la
pierna con los dientes. Era demasiado pronto para confiar en que no le pasaría
nada, pero aun así se permitió tener esperanzas. Pensó en su cama, dentro de
su habitación, y se imaginó acurrucada allí, con el gato dormido sobre sus
pies y Pearl haciendo los deberes en la habitación de al lado. Pensó en una luz
radiante entrando por las ventanas y en su teléfono sonando porque Pauline
quería ir a los billares en los que trabajaba ese tío bueno para echar una
partida tras otra a los dardos, tal y como habían hecho el verano anterior, y
echarle miraditas entre los lanzamientos. Y recordó cómo, cuando Pauline por
fin había empezado a salir con ese chico, se habían colado allí una noche con
Aidan y habían arrojado todo tipo de cosas contra la diana: primero unos
cuchillos de cocina, luego tenedores, después incluso los cristales de un vaso
que se le había caído a alguien.
Se había convertido en una noche extraña y surrealista, pero no tanto
como aquella.
Al cabo de un rato, se obligó a secarse lo mejor que pudo con esa toalla
tan pequeña y a vestirse con la ropa nueva; después guardó las prendas viejas
en la bolsa de la tienda. Sin sujetador, el fino tejido del vestido nuevo
mostraba el contorno de sus pezones, pero no fue capaz de ponerse ninguna
prenda que hubiera llevado encima durante las últimas treinta y tantas horas,
por más expuesta que se sintiera.
Metió una mano en el bolso para comprobar si tenía un peine y un
pintalabios —lo que fuera con tal de dejar de parecer un guiñapo—, cuando
se dio cuenta de que su teléfono estaba encendido. Tenía seis mensajes
nuevos. El buzón de voz estaba lleno. Debía de haberle quitado el sonido en
algún momento de la fiesta, y no se había acordado de volver a activarlo.
Cuando salió al vestuario, volvió a guardar el móvil en su bolso y
encontró un peine con el que desenredarse el pelo. Lo tenía tan ondulado que
no tardaría en volver a enredarse, pero al menos ya no tendría un aspecto tan
desastroso. Se cepilló los dientes en el lavabo, una y otra vez, hasta que le
sangraron las encías.
Luego escuchó los mensajes.
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El primero era de su padre, echándole la bronca por no haber vuelto a casa
por la mañana. El siguiente también era suyo, preguntándole dónde estaba,
diciendo que había avisado a la policía. Luego había un mensaje de Pearl, con
esa arrogancia propia de los doce años ausente en su voz, donde le decía que
papá estaba preocupado y que ella estaba segura de que se encontraba bien,
pero que por favor llamase a casa, porque escucharlo era un rollo. Luego
había una llamada de un agente de policía que le había dejado un número y
que le decía que tenía entendido que había estado en una fiesta la noche
anterior y que necesitaba hablar con ella. Luego su hermana otra vez,
diciéndole que por favor, por favor, por favor llamara. Esta vez parecía
asustada.
El último mensaje era de su padre.
—La policía ha estado en el rancho —dijo—. Me han explicado lo que
ocurrió durante la fiesta y me han contado que solo tres chicos, seguramente
tú y otros dos, conseguisteis escapar. Como no has vuelto a casa ni has
intentado contactar con nosotros, doy por hecho que estás infectada. —Hubo
una larga pausa. Cuando siguió hablando, le temblaba la voz—: Gracias por
mantenerte alejada, Tana. Es lo más sensato. Y espero que, pase lo que pase,
nos permitas conservar el recuerdo de ti tal y como eras, sobre a todo a Pearl.
Te queremos, tesoro, y te echaremos de menos. Pero, por favor, no vuelvas
aquí. No vuelvas nunca.
Por un momento, se sintió tentada de llamar a su casa para decirles que se
encontraba bien, ahora que todavía podía hacerlo, o para soltarle alguna
crueldad a su padre y así desquitarse con él por haberle dejado un mensaje
como ese. Se sintió tentada de escribirle al menos un mensaje a Pearl.
«Conservar el recuerdo de ti tal y como eras».
Tana borró los mensajes y guardó el móvil.
Estaba decidida. Iba a ir Coldtown.
Limpió sus botas en el lavabo y se las puso, aunque ojalá no hubiera
tenido que hacerlo. Le habría gustado no tener que volver a tocarlas nunca,
pero no tenía dinero para unos zapatos nuevos. Estaban un poco humedecidas,
pero pensó que no tardarían en secarse.
Con el dólar y la calderilla que le quedaba, se compró una porción de
pizza y se la comió, sentada en una silla de plástico en la zona de restaurantes.
Sabía a serrín y a cartón. Enfrente, en una mesa cercana, unos chicos con
pantalones anchos se estaban empujando en broma unos a otros.
—Deberíamos hacer lo mismo que en otros países y volar por los aires a
todos esos fiambres —dijo uno de ellos mientras se comía con los ojos a dos
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chicas con coletas moradas y pintalabios negro que pasaron junto a la mesa—.
Habría que bombardear todas las Coldtowns.
Una de las chicas se giró y le hizo una doble peineta.
—Eh, idiota, ¿quieres combatir a los vampiros? Múdate a Europa.
Lástima que allí el índice de infecciones esté por las nubes.
—A lo mejor lo hago. Tendré mi propio programa, Slade mata, y
aniquilaré a todos los vampiros que vea. ¿Qué te parece eso?
—Preferiría llamarlo Slade muere —replicó la chica—. Ese programa sí
que lo vería.
Sus compañeros de mesa se echaron a reír.
Tana se levantó y tiró su plato de papel manchado de grasa. Luego se
dirigió al lugar donde estaban sentados Winter y Midnight, junto a los
enchufes. Midnight tenía la cabeza inclinada sobre su portátil, con el cable de
unos auriculares colgando alrededor del cuello. Winter miró a Tana, parpadeó
un par de veces y se quitó sus auriculares, más voluminosos. Se le había
quedado el pelo aplastado en la zona donde los había llevado puestos. Ella
reparó por primera vez en la camiseta que asomaba por debajo de su cazadora
negra. Tenía la frase «SOY MÁS FRÍO QUE TÚ» escrita en el pecho con
letras blancas y pequeñas.
Tana resopló.
—Guau —dijo Winter—. Te veo mucho mejor.
—Gracias. —Tana esbozó una mueca—. ¿Seguís queriendo que os
llevemos? Si habéis cambiado de idea, lo entendería.
Winter le tocó el brazo a Midnight, haciendo que levantara la vista.
—Será mejor que lo hablemos. Creo que tal vez…
—Queremos que nos llevéis —zanjó Midnight con un tono que retaba a
su hermano a contradecirla.
No lo hizo.
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adquirían un estatus de celebridad, cuya ristra de asesinatos no hacía sino
incrementar el interés.
Los vampiros representaban la magia y los cuentos de hadas. Eran el lobo
en el bosque que corría para llegar el primero a la casa de la abuelita; eran el
jefe final de un videojuego al que podías dar caza sin sentirte culpable, el
monstruo que te tentaba para meterte en su cama, la bestia eterna y poderosa
en la que uno podía llegar a convertirse. La hermosa muerte, la belle mort. Y
si, tras atiborrarse en una orgía de muerte, resultaban menos encantadores, si
se quedaban abotargados, amoratados y horribles, lo disimulaban bien.
A todo el mundo le asustaba morir, y los vampiros nunca lo hacían. Era
tentador querer ser como ellos, aunque no todos tuvieran la valentía necesaria
para intentarlo.
Pero todos querían ver a uno, aunque fuera desde lejos.
Y, en el fondo, nadie quería que desaparecieran.
Había siete zonas calientes en los Estados Unidos, siete ciudades
afectadas por Caspar Morales, siete lugares sumidos en la oscuridad. De esas
ciudades, seis se habían convertido en Coldtowns, cinco de las cuales
permanecían operativas. Todas menos San Francisco disponían de emisiones
activas, muchas contaban con patrocinadores y eran lucrativas. Entre los
realities sobre cazavampiros —la mayoría de los cuales tenían un elevado
índice de cambios en el elenco protagonista— y los realities protagonizados
por vampiros —había uno muy famoso extraído de la emisión en directo del
salón de baile de Lucien Moreau en la Coldtown de Springfield—, los
Estados Unidos alcanzaron una especie de tregua con los vampiros.
Las Coldtowns eran prisiones gobernadas por sus reclusos. En su interior,
los vampiros eran libres. Pero cualquier chupasangres que se aventurase al
exterior —sin la protección de esos muros, ya estuvieran escondidos, recién
convertidos o cometiendo masacres— era carne de cañón para los cazadores y
para el ejército.
Y si la gente alegaba que el sistema tenía lagunas, que la infección seguía
propagándose, que idealizar la muerte estaba agravando el problema…,
bueno, solo había que fijarse en lo mal que estaba la situación fuera de los
Estados Unidos… y en la cantidad de dinero que era posible ganar al dejar las
cosas tal y como estaban.
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—Me pregunto quién habrá mencionado eso.
En ese momento, Midnight se acercó por detrás de ella, alternando una
mirada penetrante entre Gavriel y Aidan.
—¿Está bien? —Se recolocó el pelo azul por detrás de las orejas.
—Lo estará —dijo Gavriel—. Será una criatura nueva, creada a partir de
piel vieja.
Aidan inclinó la cabeza hacia Midnight.
—Siento lo de… antes. Quiero ir a Coldtown contigo.
Tana quiso protestar ante su renuncia a ponerse mejor, pero la sed de
sangre no haría sino agravarse con el tiempo. Aidan estaba siendo realista. ¿Y
quién era ella para decirle que renunciara a la inmortalidad?
Midnight le dirigió una sonrisa trémula. Winter frunció el ceño por detrás
de ella. Llevaba dos bolsas de basura colgadas de un hombro, llenas a
reventar, y un maletín raído en la otra mano.
Desde que había escuchado los mensajes del móvil, un sosiego
anestesiante y atroz se había asentado sobre Tana: una serenidad en la que
prefería no pensar demasiado, una calma que se alimentaba de adrenalina y
malas ideas. Estaba deseando tomar malas decisiones para ahogar todos sus
pensamientos en una cacofonía de actos. Deseaba que ese impulso fuera una
sensación desconocida, esa urgencia que la instaba a apretar el acelerador
cuando debería pisar el freno.
Ojalá aquella no fuera una de esas decisiones.
Pero no podía imaginarse suplicándole a su padre a través de la puerta
para que la dejara entrar, no podía imaginarse intentando demostrar que no
estaba infectada —si es que de verdad no lo estaba—, y tampoco quería
disgustar a Pearl.
A veces tenía la impresión de que su vida entera había quedado
consumida en ese sótano oscuro, como si el roce de la boca de su madre en su
brazo hubiera sido la última cosa real que había habido en su vida. Como si
todo lo demás solo fuera el prólogo y el epílogo. Un periodo de gracia en el
que fingir que su vida iba a ser como la de los demás, que el mordisco no la
identificaba como una persona tocada por la oscuridad, destinada a la
oscuridad, una chica que ya tenía un pie en la tumba.
—En vez de dinero, puedes conseguir un salvoconducto si entregas a un
vampiro —dijo Tana, cuya mente por fin empezaba a planear un futuro para
sí misma, uno en el que salía victoriosa, uno en el que podría sobrevivir—.
Un salvoconducto que permite a una persona salir de Coldtown. Podríamos
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agenciarnos uno de esos. Yo podría conseguir uno, si Gavriel me permite que
lo entregue.
Tana había visto fotos de los salvoconductos, unos discos de plata y hierro
con símbolos grabados en el borde exterior y oro en el centro, alrededor de un
pequeño agujero, y con una especie de chip dentro, al parecer. En una
ocasión, una heredera se había fugado a Coldtown; sus padres, con la
esperanza de convencerla para que saliera, habían contratado a un
cazarrecompensas tras otro para conseguir salvoconductos para ella. La
heredera había confeccionado un collar con ellos y se lo había puesto cada
noche en el Salón de la Eternidad, hasta que el miembro de una banda le
había rebanado el pescuezo y los había vendido al mejor postor. Si Tana
entraba ahora con Gavriel y Aidan, estaría accediendo a Coldtown con una
vía de escape. Si contraía la gripe y la capturaban más tarde, la meterían en
una Coldtown de todos modos y se quedaría encerrada allí.
Su plan nihilista estaba empezando a cobrar sentido.
—Tana —repuso Gavriel—. No deberías…
—Sí, Tana. Ven, por favor —lo interrumpió Aidan. Sonrió de esa forma
tan persuasiva, en parte como si se sintiera desorientado sin ti, y en parte
como si creyera que te había hecho un favor al sugerir aquello que querías en
secreto—. Piensa en todo lo que nos vamos a divertir. Midnight va a
enseñarnos la zona, ¿verdad? Me ha perdonado, ¿a que sí?
—No lo sé. Me dolió un huevo —dijo Midnight con una sonrisita mordaz.
Pero no dejó de mirar a Aidan y Gavriel con avidez. Todo su ser vibraba con
el deseo de ser como ellos. Transformada o en proceso.
—No debería haber hecho eso —dijo Aidan, con una expresión tan ávida
como la de ella.
—Ya sabes lo que quiero a cambio —repuso Midnight con voz sedosa—.
No os hemos delatado. Hemos demostrado que somos dignos. Seguro que tu
amigo está hambriento, y, sí quiere, puede…
Gavriel la agarró por la barbilla antes de que pudiera siquiera resollar,
veloz y mortífero como un tiburón emergiendo de las profundidades del mar.
—Si no me equivoco, se lo has contado a todo el mundo. He visto tu
móvil, ¿te crees que no sé para qué sirve? Debería desangraros a los dos y
dejar vuestros cuerpos como advertencia para aquellos que buscan la muerte
como si fuera un tesoro escondido.
Midnight tenía la piel ruborizada y un brillo anhelante en los ojos. Fue
como si esas palabras hubieran rebotado en ella y solo pudiera percibir la
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proximidad de su boca. Tana avanzó un paso por acto reflejo, atraída por esa
misma ilusión.
—Suéltala —dijo Winter. Tiró del hombro de Gavriel, pero el vampiro no
se movió.
—A lo mejor Midnight y yo deberíamos mostrarle a Aidan cómo se
alimenta uno de verdad, cómo se sentiría si probase la sangre. —Se lo dijo al
oído con dulzura, como si hablara con una amante. Ella se inclinó hacia él y
Gavriel la rodeó con un brazo, inmovilizándola. Midnight pareció confundida;
el instinto dejó grabado un pánico incipiente en su expresión—. Puedo oír
cómo late tu corazón, como un animal herido que arroja su cuerpo maltrecho
contra las paredes de su jaula. Una bonita melodía.
Tana pensó en lo que había dicho Gavriel en el coche. «Nos invade una
locura cuando estamos sedientos y famélicos, una locura que solo se cura al
alimentarse». Gavriel le había entregado parte de su sangre a Aidan. Era
obvio que eso era lo que pretendía hacer cuando les había dicho que se
marcharan. Si no, ¿cómo sería posible que Aidan se sintiera mejor, si no
hubiera hallado un modo de aplacar su ansia?
Pero eso significaba que Gavriel debía de tener un hambre atroz.
—No tenemos tiempo para esto —dijo Tana, desesperada, tratando de
parecer razonable a pesar de que estaba atacada de los nervios—. Gavriel.
Tenemos que llegar a la verja antes del amanecer. Puede que haya que
rellenar papeleo… o hacer cola. No es seguro quedarse aquí más tiempo.
Gavriel no la estaba mirando. Estaba contemplando la garganta de
Midnight.
—Y desde luego que no es seguro matar a alguien aquí —añadió Tana,
alzando la voz y tocándole el brazo. Esa técnica había funcionado en el
pasado: mantener la calma, actuar como si no pasara nada fuera de lo normal.
Esperó que volviera a funcionar—. Tenemos que irnos, Gavriel. Deja de
actuar de ese modo tan siniestro.
Al oír eso, Gavriel la miró y sonrió de nuevo, haciendo girar a Midnight
entre sus brazos como si estuvieran bailando. Winter la sujetó y la mantuvo
derecha.
—Puedo esperar un poco más —dijo el vampiro—. Un poquito más.
—Las llaves del coche —exigió Tana, extendiendo una mano temblorosa.
Gavriel se metió una mano en el bolsillo —un gesto absolutamente
normal— y luego las dejó caer sobre la palma de Tana con solemnidad. Ella
recogió la bolsa con el dinero y las joyas, que se encontraba junto al capó del
coche, y la guardó en su bolso.
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—No te obedeceré siempre —susurró Gavriel—. Una noche de estas me
pedirás algo que no podré concederte.
Tana había empezado a relajarse, pero esas palabras le produjeron un
nuevo escalofrío de terror en el espinazo. De camino hacia el lado del
conductor, cerró los ojos e inspiró hondo, tratando de serenarse antes de
montar, y luego cerró con un portazo. Había empezado a temblar otra vez y
estaba furiosa por ello.
—¿En qué piensan los vampiros? —murmuró Aidan mientras se dirigía
hacia el coche—. Lo único que les interesa es morder a gente que no quiere
que la muerdan.
Midnight soltó un bufido, ofendida.
—Él estaba interesado.
—Pero no te mordió —replicó Aidan, montándose en el asiento trasero
del coche.
—Midnight. —Winter le tocó el brazo a su hermana. Su voz resonó por el
aparcamiento—. No tenemos por qué ir con ellos.
Ella lo miró con frialdad.
—No más cumpleaños.
Tana encendió el contacto, escuchó el rugido reconfortante del motor e
inspiró el ligero aroma a plástico quemado del radiador. El reloj del
salpicadero marcaba las dos de la madrugada pasadas. Gavriel ocupó el
asiento del copiloto; Winter y Midnight se sumaron a Aidan en la parte de
atrás. Winter se aseguró de montar antes que su hermana para situarse en el
medio, como si fuera el sujetavelas en una cita. Como si, cuando la infección
volviera a repuntar, Aidan fuera a discernir a quién atacaba. Y eso sin olvidar
que a él también le gustaban los chicos.
Era fácil llegar a Coldtown, incluso sin consultar un mapa. Lo único que
tenía que hacer Tana era seguir el rastro de letreros de advertencia.
«ACCESO RESTRINGIDO A 25 KILÓMETROS», decía el primero, que
desembocaba en una carretera de cuatro carriles vacía y repleta de baches.
Pasaron junto a varios polígonos industriales abandonados, descampados
inmensos con restos de coches calcinados, arbustos y sombras.
Las barricadas originales habían anexionado más o menos un tercio de
una pequeña ciudad, pero, para cuando hubieron construido las enormes
verjas, casi la mitad de la ciudad se consideraba en cuarentena. Los muros de
las Coldtowns se levantaban con un montón de gente corriente atrapada
dentro. Los demás se habían mudado lo más rápido y lejos posible. Todas las
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casas que dejaron atrás estaban a oscuras. Siguieron conduciendo durante un
par de kilómetros hasta que Gavriel dijo:
—Vas a tener que atarme.
Tana lo miró alarmada; sus manos se estremecieron sobre el volante. El
coche viró bruscamente dentro del carril. El vampiro sonrió de medio lado,
mostrando un diente afilado.
—Hay un control dentro de un kilómetro y pico. Si voy a ser tu
prisionero, tiene que parecerlo. De lo contrario, lo más seguro es que los
ponga nerviosos.
—¿Un control? —Aidan se inclinó hacia delante desde su asiento—. ¿Te
refieres a la poli?
—Se refiere a la Seguridad Nacional —dijo Winter—. Y a veces a la
Guardia Nacional. Tiene razón. La gente publica cosas al respecto en los
foros. Nos preguntarán qué estamos haciendo aquí. Seguramente intentarán
convencemos de que no podemos pasar. Pero no pueden impedírnoslo, solo es
un farol.
Midnight levantó la vista de su móvil.
—Los guardias de la verja creen que las personas que quieren vivir ahí
dentro son gentuza —espetó con desdén.
—No pensarán eso, porque llevamos a Gavriel con nosotros. Pensarán que
somos unos cazarrecompensas cojonudos —repuso Aidan.
Tana detuvo el coche en el arcén de la autopista y suspiró. A lo lejos,
detrás de una arboleda y al pie de una ligera pendiente, pudo ver un
McDonald’s con todas las ventanas destrozadas y los asientos del interior
cubiertos de pintadas.
—¿Cómo sabías lo del control de carretera? —le preguntó Midnight a
Gavriel en voz baja, inclinándose hacia delante desde su asiento, de tal modo
que formuló la pregunta por encima de su hombro.
—Me he informado —respondió. Luego se giró hacia Tana—. En cuanto
lleguemos allí, deberías irte a casa. La muerte ha pasado a tu lado dos veces,
Tana. No la tientes una tercera vez.
—No, ella se viene con nosotros —replicó Aidan, inclinándose hacia el
hueco entre los asientos—. ¿A que sí, Tana? No pensarás dejarme solo en esta
aventura, ¿verdad?
—No hay nada para ella al otro lado de esas puertas —dijo Gavriel—.
¿Pretendes llevarla contigo como un talismán para que te recuerde tu
humanidad? ¿O crees que compartir tu maldición aligerará la carga?
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—Parece que a ti te gusta —replicó Midnight con sorna—. A lo mejor
aligera tu carga, en vez de la suya.
Gavriel la miró como si fuera a alargar un brazo hacia el asiento trasero
para partirle el cuello. Después echó la cabeza hacia atrás y soltó una risotada
escalofriante e indómita.
—Chica lista. Juegas con fuego porque quieres quemarte.
—Midnight —la reprendió su hermano, apretando los dientes.
Tana salió del coche y cerró con un portazo. El maletero estaba medio
abierto; Gavriel lo había abollado cuando se había liberado a patadas en la
gasolinera. Ya no cerraba bien. Buscó la cadena bajo las bolsas de basura de
Winter y Midnight, forzándose a serenar su respiración.
Gavriel la agarró del brazo y ella notó el roce frío de sus dedos sobre la
piel.
Se sobresaltó, se zafó de él y retrocedió un paso, tambaleándose. Ni
siquiera lo había oído salir del coche.
—No pretendía… —Gavriel se interrumpió y, cuando volvió a hablar, lo
hizo con un tono curiosamente formal—. Tana, no tengo pericia para estas
cosas… Me falta mucha práctica para mantener mis pensamientos ordenados
con claridad, y la persuasión necesaria para convencerte está fuera del alcance
de mi torpe lengua. —Alzó una mano para acariciarle el pelo. El roce de sus
dedos fue tan leve que Tana no tuvo claro si había llegado a tocarla—. Eres
valiente y bondadosa, eso salta a la vista… Te atreviste a salvar incluso a una
criatura desdichada como yo, solo porque necesitaba que alguien lo hiciera.
Has superado todas las pruebas que te ha impuesto esa noche. Pero ya es
suficiente. No sé qué es lo que te mueve, pero…, por favor, no permitas que
te lleve más lejos.
—Crees que quiero morir —dijo Tana—. Pero no. Esto no tiene nada que
ver con eso.
Gavriel negó con la cabeza.
—Lo que quiero decir es que… no vengas a Coldtown. Puede que quieras
a Aidan, y a lo mejor crees que puedes salvarlo…
Al principio, Tana se sintió confusa, pero entonces recordó cómo Aidan le
había pasado un brazo por los hombros al presentarle a la pareja de hermanos.
—Oh, no, no es eso. Aidan no es mi novio. Ya sé que dijo que lo era,
pero…
Gavriel entrecerró sus ojos rojos, pero ella no pudo descifrar su expresión.
Se apresuró a añadir:
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—Antes éramos novios, y dijo eso porque… porque así es él. —Tana
miró de reojo al asiento trasero del coche, donde Aidan estaba hablando con
Midnight. Winter estaba sentado entre ellos, encajando un cigarrillo en una
boquilla larga y pretenciosa, con la espalda encorvada. Tana suspiró—. No
creo que lo dijera con una doble intención. Creo que piensa en la palabra
«novia» como si fuera una especie de título honorífico, del mismo modo que
cada presidente sigue siendo «el presidente Fulanito», sin importar quién
ocupe ahora el cargo.
Gavriel comenzó a replicar, pero Tana levantó una mano para
interrumpirlo. Estaba divagando, pero quería finalizar su perorata:
—Escucha, cuando estábamos en el rancho, al salir, uno de esos…
—«Monstruos», propuso su cerebro—. Uno de ellos me rozó la pierna. No es
un arañazo profundo, pero… lo hizo con los dientes. Estaba intentando
morderme. Y me mordió… un poco.
Decirlo en voz alta volvió a hacerlo real. Empezó a temblar. Gavriel la
miró con una intensidad alarmante, sus ojos parecían brasas candentes.
—¿Dónde?
Tana se giró un poco para mostrarle el reverso de la pierna. El vestido era
lo bastante corto como para revelar la parte inferior del arañazo.
Gavriel se agachó y presionó sus dedos fríos por encima de la rodilla de
ella. A Tana se le cortó el aliento, sorprendida. Él le subió el dobladillo de la
falda ligeramente mientras le deslizaba las manos sobre la piel, provocando
que se le erizase el vello del muslo.
Tana entrelazó los dedos, presionando las manos sobre la parte frontal de
su vestido, a la altura del estómago, para impedir que le temblaran, para
impedir que el resto de su cuerpo se moviera. Le entraron ganas de reír a
causa de los nervios. Resultaba rarísimo que una criatura como él te tocara
con tanta suavidad. Una criatura que tenía el aspecto de un chico al que le
dejarías acariciarte el muslo por un motivo muy diferente.
—Como ves, no tengo impulsos suicidas, ni me he embarcado en una
especie de turismo de aventura, ni me pegué un golpe en la cabeza cuando me
tiré desde esa ventana. —Tana se dio cuenta de que había empezado a divagar
otra vez, pero no sabía cómo parar. Pensó en que no se había depilado las
piernas desde el sábado por la noche y seguramente tendría pelusilla—. Si la
policía me detuviera, supongo que me encerrarían en algún sitio para
observarme. Y si resulta que estoy infectada, me enviarían a Coldtown de
todos modos. De esta manera, puedo conseguir un salvoconducto para
disponer de una salida… En caso de que no me ponga enferma, o, aunque así
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sea, si consigo superarlo. Y no tendré que entrar sola. Así que, ya ves, todo
tiene sentido…
—Hay una perforación muy pequeña. —Gavriel volvió a deslizar los
dedos. Tana se mordió el labio para no hacer ningún ruido—. Solo una… Y el
arañazo que dejó el diente al deslizarse sobre tu piel.
—¿Es profundo? —preguntó ella.
Gavriel dejó caer la falda del vestido y se apoyó las manos en las rodillas,
sin dejar de observarla. Su pelo era negro como las plumas de un cuervo y se
desplegaba sobre uno de sus ojos.
—No lo sé. La costra tiene un deje azulado.
Por un momento, Tana se quedó sin aire. Azul significaba veneno. Azul
significaba que iba a terminar igual que su madre, como si fuera una
maldición familiar: hambrienta y enferma, chillando. Azul significaba que era
probable que sucediera lo peor.
—Tana, aún es posible que te recuperes —dijo Gavriel, pero ella no lo
creyó. Solo estaba intentando animarla.
La puerta del coche se abrió y Aidan se echó a reír.
—¿Qué estáis haciendo? Ya sé que tiene unas piernas bonitas, pero ¿te
parece el mejor momento?
Gavriel se levantó lentamente. Avergonzada por cualquier posible
suposición sobre lo que estaba haciendo y sintiéndose enferma ante la idea del
veneno entremezclado con su sangre, Tana comenzó a rebuscar a toda prisa
entre las bolsas de basura de los dos hermanos para sacar las cadenas. Intentó
parecer ocupada para que Aidan no pudiera verle la cara. Cuando agarró el
metal enroscado, deslizó el pulgar sobre un eslabón y comprobó que el acero
tenía entrelazada una rama de escaramujo.
A pesar de su turbación, su cerebro advirtió que era una de esas cosas que
no les gustaban demasiado a los vampiros. Pronto, tal vez, averiguaría por sí
misma qué había de cierto en ello y qué parte era una invención procedente de
esas historias de miedo que nunca deberían haberse hecho realidad.
—¡Eh! —exclamó en dirección al coche con un tono estridente, aunque
no pretendía ser tan brusca—. ¿Alguien tiene un candado?
Midnight salió del coche.
—Creo que hay uno ahí detrás. Lo trajimos por si acaso necesitábamos
reforzar la entrada de un piso okupa. Déjame echar un vistazo. —Se acercó a
Tana y luego se detuvo, examinando su rostro—. ¿Va todo bien?
Tana asintió al tiempo que se enjugaba la mejilla con el reverso de la
mano. Ni siquiera se había dado cuenta de que tenía los ojos humedecidos.
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Midnight miró a Aidan y a Gavriel, y luego volvió a mirar a Tana, como
si estuviera intentando descifrar algo en sus rostros.
—Podemos atarlo nosotros —dijo al fin—. Si quieres. No tienes por qué
hacerlo tú.
—No —replicó Tana, arrastrando la cadena hacia Gavriel—. Estoy bien.
—Bien, bien, todo el mundo está bien —dijo el vampiro con un destello
enloquecido en sus ojos rojos, cruzando los brazos a la altura del pecho como
hacía Béla Lugosi en esas pelis en blanco y negro—. Todo va como la seda.
Tana se preguntó cuánto esfuerzo le habría requerido mantener la
conversación de antes con ella. ¿Qué era lo que había dicho? «Mantener mis
pensamientos ordenados con claridad». Y pensó en lo enajenado que iba a
estar ahora, como resultado de ese esfuerzo. Se lo imaginó hablando con los
guardias fronterizos y se estremeció.
No podía imaginarse convertida en una criatura como él. Parecía algo tan
remoto y ajeno como una estrella distante en el cielo.
Gavriel dejó que Aidan y Tana le pusieran las cadenas y que Midnight las
ciñera con fuerza a su cuerpo con un viejo candado de bici de su hermano.
Después regresó con paso cansino hasta la puerta del copiloto y se desplomó
sobre el asiento, envuelto en un capullo de eslabones plateados.
Todos volvieron a montar. Midnight se contorsionó para introducirse en
medio del asiento trasero, lo que implicaba que Aidan se quedaría a su lado.
Winter la miró con fastidio, un gesto que Tana captó por el retrovisor.
Se sintió extraña mientras volvía a salir a la autopista, con las manos
temblorosas sobre el volante. Por alguna razón, al saber que la costra estaba
azulada, se convenció de que podía sentir la hinchazón de la piel de su muslo
alrededor de la herida, de que podía sentir la gripe en su interior, como un
fango gélido que se deslizaba por sus venas.
No obstante, experimentó una especie de alivio al saber que lo inevitable
se había producido. Ya no hacía falta asustarse. A lo que le estaba pasando
por dentro le daba igual que tuviera miedo o no.
El coche dobló una curva y el control de carretera apareció ante ellos.
Solo estaba formado por unos cuantos conos y un coche de policía con las
luces encendidas.
—Decidles que soy como vosotros —dijo Gavriel mientras reducían la
velocidad.
Aidan se rio.
—Creo que se darán cuenta de que ya no eres como nosotros.
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—No —replicó él—. Decidles que me conocéis. Que soy como vosotros,
uno de los vuestros. De la fiesta. Decídselo.
—Un momento —dijo Winter—. Un momento. ¿Está diciendo que él no
estuvo en la fiesta? ¿Os lo encontrasteis a un lado de la carretera?
¿Recogisteis a un autoestopista que causalmente resultó ser un vampiro?
Gavriel miró fijamente a Winter.
—Tú me conoces —dijo, y un escalofrío recorrió el espinazo de Tana—.
Sabes quién soy desde que estuvimos en el exterior del área de servicio,
cuando me giré y la luz me iluminó el rostro.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Midnight.
—No lo sé —repuso Winter con una voz extraña—. Nada.
—Diremos que se llama Maynard McSmollet y que viene de una ciudad
vecina —dijo Aidan con una risita—. Nadie lo conocía demasiado, era un tipo
reservado, pero estuvo en la fiesta porque es incapaz de resistirse a una buena
juerga… ¿O qué os parece Roderick Spoon? Roddy. El roedor. Tocaba el
teclado en un grupo, pero lo expulsaron de varios institutos por pirómano. Sí,
eso está mejor. ¿Tú qué opinas, Gavriel?
Pero ya no hubo tiempo para más sugerencias, porque el coche se estaba
deteniendo junto al agente de policía. Un, puño enguantado golpeó una
pesada linterna negra contra la ventanilla. Tana bajó el cristal, con el corazón
acelerado.
El guardia era de mediana de edad, tenía el pelo muy corto, al estilo
militar, y salpicado de canas. Su uniforme no era como el que solía llevar la
policía local. Tenía la piel áspera y la miró con una mueca de aversión.
—No podéis circular por esta zona. Aquí no se viene a hacer turismo.
Venga, dad la vuelta y…
El guardia iluminó el coche con la linterna y se quedó quieto cuando la
luz se reflejó en los ojos carmesíes de Gavriel.
El vampiro sonrió, enseñando los dientes.
—¿Lo ve? No somos turistas —dijo Winter desde el asiento de atrás.
El guardia retrocedió.
—Estáis chalados. ¿Habéis capturado a esa cosa?
—Era… Es nuestro amigo —dijo Tana, que esperó resultar convincente
—. Acaba de convertirse. Lo estamos llevando a la verja.
—Será mejor que salgáis del coche —dijo el guardia, que echó mano de
su cinturón y extrajo algo de él. Tana estaba convencida de que era un arma,
hasta que se acercó un walkie a los labios—. Ya me ocupo yo. Joder, ni
siquiera le habéis puesto un bozal.
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—No hace falta. Lo llevaremos nosotros. —Tana miró al frente, hacia el
oscuro tramo de carretera. En los lugares como ese sucedían cosas malas.
Miró de reojo a Gavriel, que observaba fijamente la garganta del guardia.
—Ven a ponerme el bozal —dijo el vampiro con voz melosa.
—Salid del coche —ordenó el guardia—. Todos. ¡Vamos! ¡Moveos!
Tana pegó un respingo, sobresaltada.
Si pisaba el acelerador a fondo, chocaría con un cono y quizá con el
lateral del coche patrulla, pero podría dejar atrás el control. Inspiró hondo y se
preparó. El Crown Vic era un coche pesado. No tenía la mejor aceleración,
pero, una vez que cogía ritmo, ya no perdía fuelle. Y tendrían una ventaja de
inicio. A lo mejor llegaban incluso hasta la verja sin que los arrestaran. Pero
antes de que pudiera hacer nada, Winter se inclinó hacia delante desde su
asiento.
—¡Oiga! —le gritó al guardia—. Tenemos derechos. Según la ley,
tenemos derecho a cobrar la recompensa por él. Y si cree que puede
asustarnos para renunciar a ella, se equivoca.
Tana miró a Winter, sorprendida.
—Mierda —murmuró Aidan—. ¿Crees que va a dispararnos? Preferiría
que no lo hiciera.
—Así que son tus amigos, ¿eh? —dijo el guardia con una mueca burlona,
metiendo la cabeza por la ventanilla y mirando a Gavriel con los ojos
entornados—. ¿Sabes lo que están planeando esos amigos tuyos? Van a
venderte. No recibimos muchos fiambres dispuestos a entrar ahí de manera
voluntaria.
Tana vio cómo Gavriel movía los dedos, desplazando sutilmente la
cadena. No estaba amarrado con demasiado esmero. No tardaría en tener un
brazo libre. No tardaría en agarrar al guardia, arrastrarlo sobre el regazo de
Tana y clavarle los colmillos en la garganta. Visualizó cómo se desarrollaría
la escena, la conmoción, los gritos, el salpicón rojo deslizándose por el
interior del parabrisas.
A lo mejor estaba más cerca de contraer la gripe de lo que pensaba,
porque no se horrorizó al imaginárselo. En vez de eso, se preguntó cómo se
sentiría si fueran sus dedos los que se cerrasen alrededor del pescuezo del
guardia, si fueran sus dientes los que le desgarrasen la piel. Se imaginó que
podía olerlo, su aliento rancio a tabaco, el olor acre de su sudor, y por debajo
de todo eso, brotando a través de sus poros, el aroma inconfundible de su
sangre.
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Entonces el guardia se apartó de la ventanilla, fuera de peligro, y pulsó un
botón de la radio. Habló entre el ruido de la estática.
—Sí, tengo un coche lleno de críos con un fiambre. Dicen que van a pedir
una recompensa por él. Sí, parece que el bicho les sigue la corriente. Lo sé, el
mundo está lleno de chiflados.
Tana parpadeó para salir de su ensimismamiento y comprobó que les
estaban haciendo señas para que atravesaran el control.
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1. Mucho dinero. Puedes hacer trueques para conseguir montones de cosas ahí dentro, pero la
pasta sigue siendo el recurso más importante para sobornar a los guardias y conseguir lo que
quieres. Habéis estado ahorrando, ¿verdad? Llevaos hasta el último céntimo. Al fin y al
cabo, ya no vais a volver.
3. Cánulas limpias (una aguja hueca y un trozo de tubo) y medios de esterilización para la
venopunción (alcohol de fricción, agua oxigenada, lejía, cerillas o un mechero). Planteaos
meterlo todo en un maletín chulo que podáis llevar a los clubes y fiestas para exhibirlo. A
ver, estaría genial que no tuvierais que usar nada de eso, pero la mayoría de los vampiros de
Coldtown no van a morderos directamente. Solo convierten a la gente a la que aprecian de
verdad.
4. Vuestras cosas. Ropa, calzado, champú, perfume, abalorios, maquillaje… Llevad solo las
cosas que más os gusten, porque, en cuanto atraveséis esas puertas, tendréis que desplazaros
a pie e ir ligeros de equipaje. Pero recordad también que en Coldtown resulta más difícil
conseguir esas cosas. Puede que valga la pena cargar con una maleta más grande si
pretendéis encontrar el atuendo perfecto. Pensad en la persona que queréis ser —y en las
personas a las que queréis impresionar— y vestid acorde a ello.
5. Cosas para comerciar. Priva de calidad, maría de la buena, latas de comida de lujo, frutas y
hortalizas frescas, ropa y medicinas (los antibióticos, las aspirinas y otros analgésicos son
especialmente valiosos). Todas estas cosas os ayudarán a mantener vuestras reservas de
dinero durante mucho más tiempo. Y puede que incluso sirvan para incrementarlas
significativamente.
6. Gas pimienta y otros métodos de defensa. Todos sabemos lo especial que es Coldtown, y
somos una comunidad digital tan solidaria que cuesta imaginar que haya gente al otro lado
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de esa verja que no sea como nosotros, pero, sin policía ni nada que se le parezca, tenemos
que ser cuidadosos. Los recién llegados son considerados presas para esas bandas de
mindundis indignos, así que no os dejéis camelar por los chavales que merodean por la verja
para deciros que conocen clubes secretos o unos pisos okupas geniales. Tampoco dejéis que
nadie toque vuestro equipaje y estad preparados para defenderos si fuera necesario.
7. Algo que os haga destacar entre la multitud, ya sea vuestra poesía abstracta, el colgante con
una calavera de loro que demuestra vuestra extravagante personalidad o el violín con el que
habéis estado practicando desde pequeños. Llevad algo que demuestre que sois únicos.
Queréis que los vampiros sepan porqué os merecéis vivir para siempre.
8. Una lista de contactos. Lo mejor de estos foros es que tenemos amigos que ya han cruzado
al otro lado y que pueden orientarnos un poco al llegar. Es buena idea contactar con ellos y
trazar un plan para reuniros una vez que estéis allí, así que aseguraos de disponer de
información como direcciones, números de teléfono, etc. Imprimid la lista por si se produce
algún fallo electrónico. Además, lamento decirlo, pero tened en cuenta que algunas personas
están más dispuestas que otras a compartir sus conexiones y su buena fortuna. Si alguien os
da mala espina, aunque lo conozcáis de los foros, manteneos alejados.
9. Vuestros mecenas y formas de contactar con ellos. Siempre cabe la posibilidad de toparse
con algún imprevisto en vuestros planes: quedarse sin dinero, que os roben o Incluso que os
hagan daño. Si eso sucede, tendréis que saber a qué gente podéis acudir para que os envíen
dinero y suministros. Aseguraos de tener los contactos de vuestros padres, abuelos,
parientes lejanos, amigos, seguidores de Internet… Cualquiera al que, en un apuro, podáis
persuadir para que os preste dinero. Recordad también que al estar dentro de Coldtown
tendréis acceso a imágenes y experiencias con las que a lo mejor podréis negociar en caso
de necesidad. No es lo ideal, pero nunca está de más tenerlo en cuenta.
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crecida. Había otros coches aparcados al tuntún, algunos cubiertos con una
gruesa capa de mugre. Había un letrero escrito a mano clavado al poste de una
farola que decía: «SOLO ESTACIONAMIENTO TEMPORAL». Una
esquina del cartel aleteaba al viento. Por debajo, otro letrero metálico decía:
«ÁREA DE ACCESO RESTRINGIDO. SE REQUIERE AUTORIZACIÓN».
Tana se metió allí y detuvo el Crown Vic al lado de una ranchera
desvencijada. Consultó el reloj del salpicadero. En menos de dos horas saldría
el sol.
—Voy a acercarme a la caseta para revisar el papeleo o lo que quiera que
haya que hacer para meter a Gavriel —dijo, girándose sobre su asiento—.
Winter, será mejor que me acompañes, en vista de que sabías qué decirle a
ese guardia.
Winter miró con recelo a Aidan, que le guiñó un ojo.
—Toma —dijo Tana, que los ignoró mientras le dejaba las llaves del
coche a Midnight—. Si algo se tuerce, salid cagando leches de aquí antes de
que amanezca.
—De eso nada —repuso Gavriel, que liberó una mano y desenroscó otro
tramo de cadena—. Si surgen problemas, yo estaré en el centro.
—El sol no tardará en salir —le recordó Tana—. Y deja de hacer el tonto
con las cadenas. Tienes que dejártelas puestas hasta que entremos. Se supone
que sigues siendo nuestro prisionero, ¿recuerdas? El plan es tuyo.
Gavriel negó con la cabeza.
—Me hiciste una propuesta para que me quedara, pero si tengo que arder,
seguro que querrás que le saque algún provecho a ese fuego.
Si la sonrisita lánguida y demente que esbozó y el destello que se originó
en sus ojos carmesíes servían de indicativo, significaba que lo había dicho en
serio. Gavriel quería problemas. Pero Tana no se explicaba por qué pensaba
que ella podría permitirle o impedirle hacer nada.
Midnight alargó un brazo para agarrarle los dedos y se los estrechó.
—No permitas que esos guardias te vacilen, ¿vale? Consigue ese
salvoconducto. No importa lo que ocurra, es muy valioso. Vamos a irrumpir
en Coldtown como héroes, ¿me oyes? La gente hablará de nosotros en
internet durante meses.
—Cuidado —le dijo su hermano, señalando con la cabeza hacia Aidan,
que lo miró a su vez con cara de inocente, y luego hacia Gavriel, que estaba
oteando la oscuridad, abstraído en lo que fuera que pensaran los vampiros
sedientos de sangre con tendencia a citar a Shakespeare.
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—Ni hablar. —Midnight parecía eufórica—. Lo de tener cuidado lo
dejamos en casa, junto con lo de estar nerviosos y ser normales.
Tana salió del coche e inspiró hondo mientras dejaba a los dos hermanos
con su discusión. Resultaba extraño estar en un lugar tan desolado y al mismo
tiempo oír el murmullo lejano de una música amplificada por unos altavoces
y percibir un olor a comida al otro lado de las puertas. Y no era una comida
cualquiera. Un olor a humo de leña y plástico quemado llegó hasta su nariz,
procedente de la ciudad amurallada, junto con otro olor, desagradable y
empalagoso, que tardó un rato en reconocer como a carne podrida. Se acordó
de cuando se había quedado sentada sobre la moqueta del salón del rancho,
rodeada por los cuerpos de sus amigos.
—Winter —dijo—. En marcha.
Durante un buen rato, Winter permaneció donde estaba, mirando a su
hermana, manteniendo una discusión compuesta en su totalidad por cosas que
nadie llegó a decir. Midnight jugueteó con uno de sus pendientes del labio,
girándolo con nerviosismo. Al cabo de un rato, Winter suspiró y salió del
coche, cerrando de un portazo.
—Cuanto antes volvamos, menos cosas podrán ocurrir —dijo Tana,
confiando en que eso lo tranquilizara. Ella también estaba nerviosa.
—¿De verdad vas a entrar en Coldtown con nosotros? —preguntó Winter,
que se situó a su lado mientras atravesaban la carretera vacía.
—Sí, supongo. —Tana inspiró hondo; era injusto no alertarlos de la
situación a la que se exponían al viajar con ella—. Estoy infectada…, creo. Es
decir, es probable. Aún faltan unas horas para que pueda estar segura.
Winter la miró, sorprendido.
—¿Es probable?
—No es algo bueno. No actúes como si lo fuera —dijo ella.
Winter sacó otro cigarrillo negro de su pitillera de plata, lo encajó en la
boquilla y lo encendió. El aire olió a incienso y citronela.
—¿Quieres uno? —preguntó, adoptando una expresión calculada—. Son
de hierbas.
Tana negó con la cabeza. No quería que nadie advirtiera el tembleque
nervioso de sus manos.
Los guardias los observaron mientras se acercaban. Uno estaba fumando,
apoyado en un lanzallamas con un tamaño y una forma similares a los de un
rifle. El otro encañonó a Tana con su arma. Los dos parecían aburridos.
—¿Va todo bien? —preguntó el guardia.
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—Pues… sí —respondió Tana—. Queremos saber cómo entregar a un
vampiro para cobrar la recompensa. ¿No os llamó el policía del control de
carretera…?
El guardia arrojó su cigarro al suelo de hormigón y aplastó la colilla.
—¿Tenéis un vampiro? —Su compañero y él cruzaron una mirada
elocuente.
—Es posible —repuso Winter, que inspiró una larga calada desde el
extremo de la boquilla laqueada.
El guardia bajó el cañón de su arma y luego se apoyó en ella, imitando a
su compañero. Ladeó la cabeza, escrutándolos.
—Está bien. En ese caso, si ahora cruzo la calle…
—Basta con que nos expliquéis cómo funciona —dijo Tana—. Vamos a
cruzar las puertas…, todos…, y queremos un salvoconducto.
—Ah, ¿sí? —inquirió el otro guardia—. ¿Una panda de críos quieren
entrar en la zona confinada con todos esos bichos raros y chupópteros? ¿Os
habéis caído de cabeza demasiadas veces? ¿Vuestras madres no os
comprenden?
—Según parece, ahí dentro la compañía es mala. —Winter dio unos
golpecitos en la boquilla de su cigarro, provocando que una línea de ceniza
cayera al suelo, y les dirigió a los guardias una mirada desdeñosa y mordaz—.
Pero yo diría que aquí fuera es todavía peor.
Los guardias se rieron.
—La oficina está por allí —dijo uno de ellos, señalando hacia los edificios
administrativos situados a un lado de las puertas, construidos en piedra, con
una única ventana y una puerta barata y endeble—. Si queréis que os maten,
allá vosotros. Pero primero rellenad los formularios. Y si tenéis un vampiro,
pues nada, felicidades. Pero aseguraos de que no sea un chaval con lentillas
rojas.
Se echaron a reír otra vez. Era obvio que no los consideraban una
amenaza.
—Gracias. Guau, habéis sido de gran ayuda —replicó Tana con sarcasmo
mientras daba media vuelta y se encaminaba en la dirección que les habían
indicado.
Oyó un gemido agudo procedente del otro lado del muro, que parecía más
animal que humano. Se estremeció. Winter miró de nuevo hacia el coche e
inspiró una bocanada honda y trémula. Al cabo de unos instantes, el gemido
cesó. Winter aflojó el paso.
—¿Por qué hace lo que le dices? El vampiro, me refiero.
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—¿Gavriel? —Tana se encogió de hombros—. No tengo ni idea.
—Tiene que haber una razón. —Winter aplastó la colilla de su cigarro
contra la pared.
—Estaba encadenado cuando lo encontré. Los vampiros… Aidan los oyó
decir que el aguijón de no sé dónde lo estaba persiguiendo. Era una ciudad
rusa… Tengo el cerebro recalentado y no me acuerdo bien. Pero seguro que
sabes a quién me refiero, al tipo que mató a ese periodista en París. Gavriel se
ha metido en algún lío con él.
«Ratoncita».
—Un enemigo del aguijón de Istra —dijo Winter con una expresión
extraña—. ¿Eso fue lo que te dijo él?
—Gavriel me ayudó en el rancho —replicó Tana, Sin saber por qué se
había puesto a la defensiva. Se suponía que Winter y su hermana adoraban
tanto a los vampiros que querían ser como ellos. ¿Por qué hablaba ahora
como si creyera que estaba chalada por haber desencadenado a uno?—. Y aún
nos sigue ayudando, ¿recuerdas?
—Pero ¿por qué? —insistió Winter—. No te ofendas. Es que no lo
entiendo. Seguro que es un vampiro desde hace mucho tiempo… Desde antes
incluso de que la gripe se extendiera por el mundo. Esos vampiros ancestrales
odian a los humanos. Y, más concretamente, odian a la gente como Midnight
y yo. A cualquier vampiro convertido durante la última década y a cualquiera
que quiera ser un vampiro. Y aquí lo tienes, permitiendo que lo encadenemos,
accediendo voluntariamente a ser recluido en una Coldtown. No tiene sentido.
«Me afano por obtener momentos de lucidez», le había dicho Gavriel
cuando iban conduciendo. Tana había percibido ese esfuerzo desde entonces:
ratos en los que parecía perdido y otros en los que parecía letal.
—No sé —dijo—. En cualquier caso, él quería venir a Coldtown. No lo
hace por nosotros.
Winter tardó un rato en asimilar eso, y luego abrió la puerta de la oficina.
Una campanita tintineó desde lo alto. Le sostuvo la puerta a Tana. Ella se
deslizó junto a él y entró.
Mientras lo hacía, pensó en lo que Gavriel le había dicho a Winter un rato
antes: «Tú me conoces. Sabes quién soy desde que estuvimos en el exterior
del área de servicio, cuando me giré y la luz me iluminó el rostro». ¿Quién era
él para que Winter pudiera conocerlo? Tana experimentó un instante de
pánico al pensar que Winter podría estar jugándosela, aunque no se le ocurría
cómo.
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Las luces fluorescentes del techo bañaban la estancia con un destello
cegador que la obligó a parpadear varias veces. Un mostrador de
contrachapado barato estaba cubierto de formularios de muchos colores
apilados de mala manera. Dos bolígrafos, sujetos a un cordel sucio con un
trozo de celo más roñoso todavía, colgaban a ambos lados del mostrador. Al
otro lado había cuatro escritorios metálicos. Solo uno de ellos estaba ocupado.
Una mujer rolliza con un vestido radiante con un estampado de amapolas se
levantó lentamente, como si le dolieran las rodillas. Tenía el cabello canoso y
recogido en un moño que parecía una ensaimada. Se quedó mirándolos
durante un buen rato y luego se acercó.
—¿Qué queréis, chicos? Son las cuatro de la madrugada. ¿No deberíais
estar en la cama?
—Queremos cobrar la recompensa por un vampiro —tartamudeó Tana.
No se esperaba que el camino de acceso a Coldtown se pareciera tanto a una
versión cutre de la oficina de tráfico.
—¿Sois una especie de cazarrecompensas juveniles?
La mujer enarcó las cejas. Tana suspiró.
—Solo necesitamos los formularios para entrar y queremos entregar a un
vampiro a cambio de un salvoconducto.
—¿Queréis daros de baja del registro? —La mujer negó con la cabeza.
Cuando continuó, pareció cansada—: No seáis idiotas. No os conviene entrar
en Coldtown. Cobrad la recompensa por el vampiro y marchaos a vivir la
vida. En cualquier caso, un salvoconducto no servirá para sacaros a los dos.
Tana consultó el reloj.
—Somos cuatro, sin contar al vampiro, así que haga el favor de darnos los
papeles. Sabemos lo que hacemos.
La mujer suspiró.
—Qué prisa tiene la gente por lanzarse de cabeza hacia la muerte. En fin,
esperad un momento. Hace un par de noches entraron una mujer y sus tres
hijos… ¿Os lo podéis creer? Así que los paquetes tienen que estar por aquí, en
alguna parte. Solo tengo que localizar mi sello notarial.
Mientras rebuscaba por su escritorio, Winter se paseó por la estancia y se
detuvo delante de un tablón de anuncios con una maraña de carteles, grapados
unos encima de otros. La mayoría de ellos anunciaban recompensas elevadas
por vampiros particularmente célebres o peligrosos. Unos pocos eran de
padres que buscaban a alguien que aceptara una comisión para traer de vuelta
a sus hijos con un salvoconducto… y que rogaban para que hubiera un
cazador que les cobrase una tarifa que se pudieran permitir. Algunos
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prometían recompensas que no solo eran monetarias: coches, propiedades,
sortijas de compromiso, acciones e incluso una propuesta imprecisa y
siniestra: «TODO CUANTO TENEMOS, TODO CUANTO DESEEN,
TODO LO QUE HAGA FALTA».
—¿Viste alguna vez las emisiones de Matilda hace un par de años? —
preguntó Winter de repente, mirando a Tana. Las puntas de su pelo azul se
habían quedado mustias y el maquillaje de uno de sus ojos se había
emborronado, como si se lo hubiera frotado sin darse cuenta.
Tana negó con la cabeza.
—Hubo una vampira, Matilda, que llegó a Coldtown. Infectó a otra chica
sin querer… Bueno, la chica sí quería que la infectara, pero el caso es que
Matilda la desintoxicó y filmó la locura entera durante doce semanas y media.
Pero lo más fascinante de todo fue que a veces se sentaba delante de la
cámara y hablaba de lo que se siente al ser un vampiro. Nos habló de la gente
a la que había matado, nos explicó a qué sabía la sangre, cómo había
cambiado su visión, cómo había cambiado ella. Decía que quería alertar a
todo el mundo de que convertirse no era como lo hacían parecer las emisiones
del Salón de la Eternidad ni de Coldtown. No era glamuroso ni especial ni
nada.
Tana lo miró fijamente mientras se lo contaba.
—¿Y aun así quieres ser un vampiro? ¿Por eso vais a entrar los dos ahí?
—Sí. —La voz de Winter era firme, pero había algo en sus ojos: miedo y
una especie de expresión abatida, propia de alguien que se hundía cada vez
más en arenas movedizas y que sabía que si se resistía solo conseguiría
empeorar las cosas—. Seguro que te parece una locura, ¿eh? Pero, en el
fondo, Matilda hizo que pareciera real. Me refiero a que, si no se trata de algo
glamuroso ni especial, a lo mejor yo podría conseguirlo. Pero ya sé que eso es
lo que quieren todos los pringados que acuden aquí. La mayoría de ellos
morirán sin conseguirlo. Los utilizarán para conseguir sangre o se convertirán
y descubrirán que su nueva vida no es mejor que la antigua.
Tana no dijo nada.
—Tú crees que vamos a acabar como ellos, pero no es cierto.
—Yo no creo nada —replicó ella.
Winter suspiró, como si estuviera molesto, pero no dejó de hablar:
—Midnight se obsesionó con esto antes que yo: la inmortalidad, el don de
la oscuridad… Tendrías que haber visto las paredes de su cuarto cuando tenía
doce años. Garabateadas con poemas sobre la eternidad y cubiertas con pilas
de dientes de animales, caramelos con forma de ataúd y páginas arrancadas de
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libros de Edgar Allan Poe pegadas sobre sus muebles y salpicadas con su
sangre. Pero fui yo el que empezó a meterse en foros para conocer a otras
personas que querían fugarse a Coldtown. Al cabo de un tiempo, mi hermana
quiso que abriéramos nuestro propio canal, para que pudiéramos hablar de
cosas serias… Finalmente, comprendimos que había llegado el momento de
dar el paso o callar para siempre. Así que sabemos lo que hacemos, y aunque
pienses que…
Se interrumpió de golpe y arrancó una hoja de la pared.
—¿Qué es eso? —preguntó Tana.
La mujer regresó al mostrador, asintiendo con la cabeza y murmurando
para sus adentros. Depositó un par de formularios de diferentes colores.
—Estas cosas no se hacen por diversión. Ni porque estéis tristes. Ni
porque seáis jóvenes e inconscientes. Esto es permanente.
—Gracias por la advertencia —replicó Tana con frialdad mientras recogía
los papeles.
—En realidad no tenéis un vampiro, ¿verdad? Con esas cosas no se
bromea. Ofrecer información falsa es un delito. Tendríais que entregar al
vampiro o, si lo habéis matado, tendríais que haber preservado su cabeza.
—Claro que tenemos un vampiro —repuso Winter mientras miraba de
reojo hacia la puerta—. De hecho, ¿por qué no voy a buscar a los demás?
Empieza tú con el papeleo, Tana.
—Está bien —dijo ella, desconcertada.
De camino a la salida, Winter le dejó un trozo de papel arrugado en la
mano; era el mismo cartel que había arrancado de la pared.
—Te juro que no lo sabía —susurró—. Pensaba que quizá… Pero te
prometo que no estaba seguro.
Tana intentó centrarse mientras la funcionaría canosa le explicaba los
formularios admisibles de identificación, dónde tendría que situarse para
sacarse la foto y las líneas de puntos en las que tendría que firmar, pero no fue
fácil. No dejaba de distraerse y de mirar hacia el letrero que estaba alisando,
como si la imagen que contenía fuera a cambiar.
El cartel prometía una recompensa de setenta y cinco mil dólares por el
asesinato o la captura del aguijón de Istra. Pero no fue la cantidad de dinero lo
que la dejó conmocionada…, sino la foto.
Aunque se trataba de una copia de una copia de una copia borrosa, lo
reconoció de inmediato. Gavriel parecía recién salido de finales del siglo XIX,
con un traje elegante en una vieja calle parisina, una pajarita sobre el cuello
blanco y almidonado de la camisa y un bombín que ocultaba parte de sus
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rizos negros. Gavriel, que miraba directamente a la cara con una sonrisita
burlona en los labios y unos ojos que despedían fuego. Gavriel, que sujetaba
un bastón en una mano, como si fuera a golpear al fotógrafo en la mandíbula
con la empuñadura plateada.
Lo primero que pensó Tana fue: «Qué error tan curioso». El aguijón
estaba persiguiendo a Gavriel, se había escapado de su jaula en las entrañas
de París para encontrarlo. Y entonces recordó, mientras contemplaba el cartel,
que cuando Aidan había insistido en que los vampiros que susurraban a través
de la puerta amenazaban con conducir a Gavriel ante el aguijón, este había
dicho: «No, no exactamente». Había intentado corregir a Aidan, pero ella no
se había dado cuenta.
«No, no exactamente».
El aguijón de Istra, el vampiro demente. Pensó en el vídeo granulado que
había visto donde salía él, con la cabeza inclinada hacia atrás, tan cubierto de
sangre que no conseguía evocar sus rasgos. No lo recordaba más que como un
monstruo que se reía sin parar.
Como un perro rabioso. Como un dios enloquecido.
Gavriel.
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metió vestido en la fuente, sonriendo embobado, y así se lo dijo. Unos meses
más tarde, se casaron.
Nunca había querido tanto a nadie. Ella era una mujer libre y cargada de
energía, un torbellino que a veces podía sumirse en depresiones severas. Pero
otras veces era una persona divertidísima. Sin ella en el centro de todo, el
padre de Tana se sentía perdido. Daba igual lo que dijeran los abuelos de las
niñas, él no tenía intención de volver a casarse. A veces salía con alguna
chica, pero nunca llegaban a nada más. El padre volvía a casa y se metía en su
dormitorio un rato —un lugar que había dejado tal cual desde que había
muerto su mujer—, antes de retirarse al sofá del cuarto de estar, donde dormía
desde el fallecimiento de ella. Las vacaciones siguieron siendo tristísimas.
El padre de Tana era la clase de persona que creía en hacer lo correcto en
cualquier circunstancia. Trabajar duro, ser lo más honesto posible, cumplir
con tu deber. Hacer lo correcto porque era lo correcto. Y opinaba que lo
correcto resultaba evidente para cualquiera que dedicara un minuto a pensar
en ello.
Cuando a su mujer la mordió un vampiro, la fiebre despuntó y la piel se le
quedó helada; cuando le rogó que no la entregara, él supo lo que tenía que
hacer. No le importaban las vallas publicitarias del Gobierno ni los anuncios
de la tele en los que advertían que era obligatorio cumplir la cuarentena. Los
ricos sobornaban a los hospitales privados para encerrar a sus seres queridos
en habitaciones exclusivas. Y el padre sabía que había un montón de curritos
como él que habían tomado la misma decisión: convertir sus sótanos en
prisiones improvisadas con puertas reforzadas y pesadas cadenas.
Desde su punto de vista, encerrar a su mujer después de que esta se
contagiara de la gripe vampírica era lo correcto, por eso lo hizo.
Salvar a su hija mayor de morir desangrada también era lo correcto. Para
mantenerla a salvo, tenía que matar a su esposa infectada, así que le cercenó
la cabeza con una pala.
No se amilanó. No titubeó. Lo aborreció, pero lo hizo a pesar de todo.
Aunque fuera algo horrible. Aunque ahora viviera en el pasado, caminando
por la vida con paso arduo como si lo hiciera con una tormenta de cara, tan
sumido en la miseria que apenas se acordaba de hacer la compra o de apagar
el fogón después de calentarse una cena precocinada.
Tana se preguntaba si tendría una fantasía como la suya, una en la que el
mordisco lo recibiera él, una en la que permaneciera al lado de su amada
esposa vampira. Una en la que acecharan por las calles y se bañaran en
fuentes, bajo una luna radiante y oronda.
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A lo largo de su vida, Tana siempre había creído que su padre y ella no
tenían mucho en común. Ella ni siquiera tenía claro qué era lo correcto, pero
ahí fuera, en la carretera, no pudo evitar pensar en él. Se preguntó si, en caso
de que la situación se tensara y ella descubriera lo que se suponía que debía
hacer, podría actuar como su padre y ser lo bastante fuerte como para llevarlo
a cabo.
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C A P Í T U L O 17
Al acercarte tanto a la
muerte recibes su beso.
Debra Winger
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Montones. Gavriel habría matado a montones y montones y montones de
personas.
Midnight también estaba sonriendo, sujeta del brazo de Aidan, como si
fueran a acudir juntos a una fiesta. Se sacudió la melena azul y Winter miró a
Tana con los labios fruncidos, como si se estuviera conteniendo de decir algo.
La funcionaría canosa del mostrador sacó una tarjeta de plástico que
llevaba colgada de un cordón, bajo la camisa.
—Los conduciré a la sala de espera.
—¿Quién va a cobrar la recompensa por el vampiro? —preguntó el
guardia de las espinillas.
—Supongo que yo —respondió Tana, que levantó un poco la mano, como
si estuviera en el colegio.
Por un momento, se preguntó qué pasaría si revelaba quién era Gavriel, si
reclamaba la recompensa completa. Era un montón de dinero, suficiente como
para pagarle la universidad a su hermana. Por atrapar al aguijón de Istra,
puede que incluso añadieran el salvoconducto. Puede que le dieran su propio
programa en la tele: La cazarrecompensas adolescente. Al pensar eso, tuvo
que reprimir una risita atolondrada.
—Llévela a la número seis —le dijo el otro guardia a la funcionaría
canosa.
—¿Dónde van a llevar a…? —comenzó a decir Tana.
—No te preocupes —dijo Gavriel, y esbozó una sonrisa mientras alargaba
la mano hacia el picaporte de la puerta—. Me gustan las sorpresas.
Cerró los ojos. Unas pestañas largas y oscuras rozaron sus mejillas
mientras extendía los brazos; las cadenas holgadas cayeron al suelo con un
golpetazo metálico y sus músculos fibrosos se destensaron bajo las luces.
Parecía como si se estuviera preparando para luchar. Tana nunca lo había
visto tan sereno.
Se acabó eso de aparentar ser el prisionero de nadie.
Tal vez lo que sucedería si Tana lo delataba sería que Gavriel pondría fin
a la farsa y los mataría a todos, incluida ella. O quizá se limitaría a encogerse
de hombros con cierta tristeza y aceptar la traición. A Tana no le gustaba
ninguna de esas dos opciones.
De pequeña, a veces se preguntaba cómo sería conocer a un vampiro que
llevara vivo mucho tiempo. Imaginaba que sería como conocer a una persona
muy anciana, alguien con un montón de experiencias y un puñado de
anécdotas curiosas sobre sus peripecias durante la Revolución francesa. Pero
al haber pasado un tiempo con Gavriel, pensó que cada día transcurrido desde
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su muerte había sido uno en el que no había envejecido, sino que más bien
había ido dejando atrás su humanidad. No parecía mayor de lo que debía de
haber sido cuando había muerto, solo mucho más indómito.
—Por aquí —dijo un guardia con voz trémula mientras espoleaba al
vampiro ancestral con la culata de su lanzallamas. Tana contuvo el aliento,
pero Gavriel obedeció y desaparecieron por una puerta.
Ella fue conducida en dirección contraria, y después subieron en un
ascensor. La funcionaria la llevó hasta una habitación pequeña y sucia, donde
se sentó en un banco de madera desvencijado y esperó durante media hora, a
solas. Pensó en llamar a Pauline, en despertarla y contarle la verdad, pero su
móvil no tenía cobertura. Finalmente, llegó un guardia nuevo, que parecía
cansado, con los ojos inyectados en sangre, como si lo hubieran sacado de la
cama en mitad de la noche. Olía a nicotina y a enjuague bucal. Tenía el pelo
ralo y peinado hacia atrás para disimular su calvicie. Lo tenía húmedo,
seguramente tras haberse dado una ducha apresurada.
—Veamos. —Se sentó al lado de Tana. Llevaba un portapapeles y un boli
sujeto sobre la oreja—. Se produjo un ataque vampírico. Una masacre en el
norte. Han muerto varios jóvenes. ¿Sabes algo al respecto?
—Estuve allí. —Supuso que el tipo ya lo sabría, puesto que su expresión
no cambió. Costaba creer que apenas hubieran transcurrido poco más de
veinticuatro horas desde que esos vampiros se habían colado por la ventana
del rancho de Lance, apenas diez horas desde que Tana había recibido ese
arañazo en la pierna—. Tengo suerte de estar viva. Y Aidan…, bueno, fue allí
donde se infectó, pero supongo que puede considerarse afortunado por no
estar muerto.
Enseguida pensó que no debería haber dicho nada sobre él, pero el guardia
estaba asintiendo, como si no hubiera dicho nada que no estuviera ya incluido
en el informe.
—¿Qué me dices del otro?
Tana se dispuso a responder, pero entonces pensó en el trozo de papel
arrugado que llevaba en el bolsillo y en lo que había dicho Gavriel antes de
que el primer guardia les diera el alto. «Decidles que me conocéis. Que soy
como vosotros, uno de los vuestros. De la fiesta». Pues claro. Se estaba
escondiendo a la vista de todos. Por eso había accedido a acompañarlos, por
eso los estaba ayudando: porque quería colarse en Coldtown como un simple
vampiro recién convertido. No quería que nadie supiera que era la leyenda
homicida del cementerio del Père Lachaise.
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Regresó a su mente la imagen en la que salía riendo, cubierto de sangre,
sumada a la sonrisa que le había dirigido delante de los guardias de la verja.
Puede que la idea de matar a todos los presentes en ese edificio le pareciera
divertida, pero había venido a Coldtown con un propósito. Una meta que
requería que nadie advirtiera su llegada.
—¿Gavriel? Es un alumno de un colegio privado que estuvo en la fiesta,
se infectó, bebió un poco de mi sangre y se convirtió. No sabíamos a dónde
acudir, así que los he traído a ambos en coche hasta aquí.
—¿Ellos tuvieron la idea de entregarse?
Tana asintió.
—No quieren hacerle daño a nadie. —Se preguntó si no estaría
exagerando demasiado.
—¿Y qué me dices de Jack y Jennifer Gan? Dicen que los recogisteis en
el área de servicio El Descanso Eterno.
A Tana se le escapó una sonrisa al oír sus nombres. Eran muy…
normales, la clase de nombres que Midnight detestaría. Conocerlos fue como
descubrir un secreto valioso.
—Así es —respondió—. Parecen majos y tienen una especie de
conexiones en un foro, así que se ofrecieron a ayudarnos a encontrar un lugar
donde alojarnos en Coldtown si los llevábamos en coche.
—Y tú estás cometiendo el mismo error absurdo que ellos. —El guardia
frunció el ceño—. No estás en tus cabales, jovencita. Padeces un caso
galopante del síndrome del superviviente. No deberías tomar ninguna
decisión drástica en este momento. ¿Por qué no llamamos a tus padres y les
decimos que vengan a recogerte? Ya pensarás en entrar en Coldtown más
adelante, si eso es lo que de verdad quieres.
—Me van a dar un salvoconducto, ¿verdad? —Tana levantó el mentón—.
Siempre puedo volver a salir.
—Tus amigos están muertos. Lo entiendo. He visto las fotos. Seguro que
fue horrible. Pero esos bichos de ahí fuera… Es posible que recuerden lo que
significa ser humano y que traten de imitarnos, pero ya no lo son. Se supone
que es una zona confinada, pero se parece más a un zoo. Incluso con un
salvoconducto, tendrías que hacerte un análisis de sangre para que te
permitieran salir. Ningún infectado se marcha, bajo ningún concepto. Ni
infectados ni chupasangres. Jamás. Ni siquiera con un salvoconducto. Y hay
mucha gente lo bastante poderosa y malvada como para atacarte para
conseguir ese salvoconducto. Hay gente desesperada ahí dentro.
—Lo sé —repuso Tana.
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El guardia carraspeó, parecía apenado.
—Tengo una hija de tu edad. Dime por qué quieres entrar. Dame una
buena razón y dejaré de soltarte el sermón.
«Es probable que esté infectada», pensó. Eso le cerraría la boca. Pero no
quería ver la cara que pondría cuando dijera esas palabras, como si ya
estuviera muerta. Inspiró hondo.
—No es tanto que quiera ir allí. —Intentó hilar una explicación que
pudiera describir una versión de la verdad, una respuesta honesta que ni
siquiera se había concedido a sí misma—. No, eso no es del todo cierto. Hay
una parte de mí que sí quiere. Mordieron a mi madre, y aquí estoy yo,
siguiendo la senda de lo que habría pasado si se hubiera convertido. Tengo
curiosidad. Quiero verlo. —Se remangó para mostrarle la cicatriz del brazo, la
piel moteada y descolorida, la carne irregular—. Supongo que, ahora que
estoy aquí, me siento como si llevara mucho tiempo encaminándome hasta
este lugar sin darme cuenta.
Y todo eso era cierto. No era la historia completa, pero esperó que fuera
suficiente para convencerlo de que no podría disuadirla de entrar.
—Espera aquí —dijo el guardia al cabo de un buen rato.
Se levantó y salió por la puerta, cerrándola con fuerza a su paso. Tana se
preguntó si se habría tratado de una evaluación psicológica. Había oído algo
al respecto, que tenías que estar lo bastante cuerdo como para poder decir a
dónde ibas y por qué para que las autoridades te permitieran acceder a una
Coldtown. En los viejos tiempos, tenías que disponer de un carné de conducir
—aunque estuviera caducado— o de un carné de identidad que confirmara
que eras mayor de dieciséis años, pero ya no.
Cada vez resultaba más y más fácil renunciar a tu vida para que tus
vecinos pudieran tener la ilusión de vivir seguros.
Tana se quedó sentada en esa pequeña sala, miró el móvil y vio cómo los
minutos se aproximaban al amanecer.
Cuando se abrió la puerta, apareció la funcionaría canosa de la oficina
principal.
—¿Traes mercancía de contrabando? —preguntó, al tiempo que entraba
en la sala y cacheaba a Tana tal y como hacían los seguratas del aeropuerto si
pitabas en el detector de metales.
Tana no sabía qué concepto de mercancía prohibida tendría, pero no
llevaba gran cosa encima. Negó con la cabeza. Al cabo de un rato, la mujer
asintió y le entregó un pequeño sobre marrón rodeado con una goma elástica.
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—Aquí tienes el salvoconducto y los documentos que establecen que has
recibido la recompensa exclusiva por un vampiro. —La funcionaría se dio la
vuelta y le hizo señas para que la siguiera—. También están los papeles para
darse de baja en el registro. ¿Entendido?
—Entonces, si quiero salir de Coldtown, ¿solo tengo que regresar a la
verja y presentar el salvoconducto?
La funcionaría se quedó mirándola fijamente.
—No vas a salir de aquí, cielo, así que no te preocupes por eso.
Esa respuesta la desconcertó tanto que no volvió a abrir la boca mientras
caminaban por un corto pasillo. La funcionaría acercó su tarjeta magnética a
una placa situada junto a la puerta y la abrió. Midnight estaba allí, apoyada en
la pared de otro pasillo, con la bolsa de basura colgada del hombro y un
maletín raído junto a los pies. Se había apartado el pelo de la cara; tenía restos
de tinte azul en las orejas. La piel alrededor de sus ojos estaba enrojecida y un
poco hinchada, como si hubiera llorado.
—Cruzad esa puerta —dijo la mujer—. Al otro lado hay una cámara
instalada en la pared. Situaos por turnos delante del objetivo. Es un escáner de
retina.
Así lo hicieron. La cámara no era más que una pequeña lente incrustada
entre los bloques de hormigón de la pared. Tana se quedó mirándola durante
un buen rato hasta que emitió un fogonazo y después se adentró un poco más
en la sala. Cuando Midnight entró tras ella, la puerta se cerró con un sonido
sibilante y un chasquido metálico. «Un cierre hermético», dedujo Tana. No
tenía picaporte ni más medios para abrirse desde ese lado, ni siquiera una
placa para una tarjeta magnética. Examinó la sala y se fijó en los marcos
reforzados de la puerta y en lo que supuso que eran unos paneles de cristal
antibalas, instalados en las pequeñas ventanas. Al contrario que la oficina
desvencijada, aquello era cosa seria. Por un momento, Tana se preguntó si el
motivo por el que la funcionaría había predicho que no volvería a salir sería
porque estaban a punto de disparar una docena de dardos desde las paredes
para matarla. Pero entonces se oyó otro sonoro chasquido en la pared del
fondo y la voz de la funcionaría resonó a través de unos altavoces ocultos.
—Por favor, salid por la puerta del fondo, que ya está desbloqueada.
Accederéis a una sala de contención dentro del sector confinado. Una vez en
el exterior, esperad a que os baje y abra la verja. Entonces dispondréis de tres
minutos para acceder a la ciudad. Si no entráis por voluntad propia durante
los tres minutos del periodo de gracia, vuestro acceso se llevará a cabo por la
fuerza.
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—¡No se preocupe! —gritó Midnight—. Estamos deseando largarnos de
aquí.
Tana soltó una risotada y las dos compartieron una sonrisa exhausta.
Después se acercó a la puerta del fondo y la empujó, pero, al sentir su roce, la
puerta se abrió y dejó paso a una jaula suspendida muy por encima de
Coldtown. Por un momento, Tana la observó con perplejidad. Tenía delante
una celda abierta que se balanceaba con suavidad de un lado a otro, con
gruesos barrotes negros en todos los lados salvo en uno, donde estaba fijada a
la pared con unas cadenas. Midnight pasó junto a ella para acceder a la
plataforma, dejó sus cosas en el suelo y se sentó al lado.
—Venga —dijo—. ¿O es que te dan miedo las alturas?
—Ahora sí.
Tana inspiró hondo y accedió a la plataforma. Se balanceó un poco e hizo
que Midnight se agarrase a los barrotes y le lanzara una mirada de reproche.
Ignorando su reacción, Tana se esforzó para no asomarse por el borde. Se
encontraban al menos a cuatro o cinco pisos de altura, podía ver las azoteas de
varios edificios desde esa especie de jaula para pájaros. Se alzaban unas pocas
columnas de humo gris; unas luces multicolores titilaban dentro de lo que
antaño debía de haber sido una iglesia. Era un paisaje decadente, las ruinas
majestuosas de una ciudad. En lo alto, el cielo ya estaba clareando, los pálidos
tonos azules y dorados del alba teñían el extremo oriental, aunque las estrellas
seguían centelleando por el oeste.
El amanecer se aproximaba a toda velocidad.
A mano derecha, al otro lado de la verja, estaban distribuyendo unos
cuerpos en una fila única y ordenada. Cinco se quedaron tendidos allí, la
mayoría envueltos en sábanas mugrientas. Dos chicos estaban arrastrando un
sexto cuerpo, tendido sobre una lona de plástico, hasta un lugar situado al
fondo. Uno de los chicos alzó la mirada hacia ellas, pero Tana no pudo
identificar su expresión desde tan lejos.
Con el chirrido de un metal al rozar con otro, la jaula comenzó a
descender con brusquedad. A Tana le pegó un vuelco el estómago. Midnight
pegó un gritito de sorpresa. Conforme se alejaban de la pared, la puerta cayó
desde lo alto y se cerró con un golpetazo metálico y herrumbroso. No había
visto esa jaula en ninguna de las fotos de Coldtown. Parecía algo sacado de
otra época.
—Esto es una locura —dijo Tana, desconcertada.
Midnight parecía un poco asombrada.
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—Es porque no quieren que haya ninguna puerta en la pared que dé
acceso directo a la ciudad.
La mayoría de las calles que se extendían por debajo parecían
abandonadas, aunque unos pocos rezagados se habían detenido para observar
su descenso desde lejos. Tana contempló la ciudad. Se sintió como si hubiera
caído en un mundo insólito y al mismo tiempo familiar. La había visto en las
noticias, la había visto de fondo en los vídeos de los que se escapaban de casa
y en las fotografías de periodistas intrépidos. Había visto los restos calcinados
y renegridos de viejos edificios plasmados en imágenes. Había visto lo que
antaño había sido una hilera de escaparates, que ahora tenían grietas que
semejaban telarañas en el cristal, con mantas y bolsas de plástico cubriendo
los marcos vacíos de las ventanas, y la silueta escarpada de los edificios que
se extendían hacia los muros del fondo. Capiteles cuyos cristales despedían
una luz parpadeante. Enormes edificios abovedados que vibraban al son de
una música lejana. Era un paisaje indómito.
—Eh —dijo Midnight, señalando hacia el lateral del muro—. Mira…, los
chicos.
Tana se giró despacio, intentando que la jaula no se balanceara más de la
cuenta. Aidan, Winter y Gavriel se encontraban en otra jaula en suspensión,
por debajo de la suya. Colgaba con un balanceo similar al de un péndulo, pero
no descendió más. Gavriel había introducido los dedos a través de los barrotes
y contemplaba el fulgor anaranjado por el este con una media sonrisa. Winter
se encontraba a su lado y Aidan estaba sentado en el suelo, con los pies
colgando entre los barrotes.
—Creo que la nuestra está rota —les dijo Aidan desde abajo.
—He oído que les gusta fastidiar a los vampiros de esa manera —dijo
Midnight, señalando hacia el muro—. Esperarán hasta el último momento.
Entre la penumbra, Tana vio unas marcas de quemaduras a lo largo de la
pared exterior. Parecían los restos de un fogonazo, como si algo se hubiera
prendido fuego cerca de ella.
—¡Tenéis que salir de ahí! —exclamó—. Creo que…
Gavriel arrancó la puerta de los goznes.
Fue algo tan repentino que Midnight pegó un grito. El vampiro estaba
contemplando el cielo y, de repente, había arrancado el metal con las manos.
Tana observó los restos deformados de los goznes, estirados como caramelo
fundido, y luego se fijó en el rostro de Gavriel, transformado por el poder
desconocido que le había permitido hacer algo así. Tenía la boca abierta, sus
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colmillos resultaban visibles. Cuando la miró, el ansia había contorsionado
sus facciones. De repente, Tana se alegró de estar lejos de él.
Gavriel saltó al suelo y aterrizó con la gracilidad de un felino.
Al cabo de un rato, la jaula que contenía a las chicas también impactó
contra el suelo, provocando que Tana cayera de rodillas. Se oyó un zumbido
estridente y la puerta se abrió. Midnight salió tambaleándose, cargada con la
bolsa de basura mientras su hermano se descolgaba con un trozo de cadena.
Avanzaron dando tumbos por una zona de carretera que seguramente
habría sido una rotonda en el pasado, pero que ahora era un patio de asfalto,
una isla cubierta de maleza y malas hierbas en el centro.
Aidan los siguió y se cayó con torpeza. Se levantó y se sacudió el polvo,
al tiempo que contemplaba el muro con espanto, como si acabara de asimilar
lo que había estado a punto de suceder.
—Deprisa. —Midnight tiró de su hermano para ayudarlo a incorporarse
—. Vamos. Tenemos que salir de aquí.
—¿Adónde vamos? —exclamó Aidan mientras corría. Alargó un brazo
hacia Tana. La agarró de la mano y corrieron juntos detrás de los dos
hermanos.
Las calles habían sido pavimentadas hacía mucho tiempo, pero ahora
estaban agrietadas, con hoyos profundos. Tana tuvo que mirar bien dónde
pisaba mientras apretaba el paso por detrás de Aidan. Miró atrás una vez para
comprobar que Gavriel siguiera con ellos. Tenía el rostro mudo de expresión.
«Debe de tener mucha hambre —pensó—. Mucha, pero que mucha
hambre».
Desde las ventanas de las casas, al otro lado de cortinas, persianas y
postigos, los estaban observando. Los observaron mientras sorteaban
montículos de escombros, mientras corrían junto a ratas que se dispersaron al
verlos llegar y entre moscas centelleantes que se alzaron como una neblina
untuosa desde una pila de comida podrida y desde el cadáver de un perro que
llevaba mucho tiempo muerto.
Giraron hacia una calle estrecha. Los dos hermanos cargaban con sus
bolsas de basura y el maletín; parecían nerviosos.
A mitad de camino, Midnight se agachó y se apoyó las manos en los
muslos, jadeando con fuerza. El pelo se le quedó colgando, parecía más
oscuro por la escasez de luz.
—Tenemos que averiguar dónde estamos —dijo.
—Pronto amanecerá —dijo Tana, que soltó a Aidan. Él también estaba
jadeando y se apoyó en la pared de ladrillo. El edificio de enfrente estaba
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cubierto de grafitis, dibujos elaborados de dragones de los que ella solo pudo
discernir unos pocos detalles entre la penumbra. Midnight se arrodilló y abrió
la cremallera de su maletín.
—Dadme un minuto. Me descargué varios planos de las calles que subió
la gente a internet. Son los únicos mapas que tenemos.
—Esto no era lo que teníamos planeado —dijo Winter, abatido. Tana se
dio cuenta de que no estaba hablando con ellos. Puede que no se estuviera
dirigiendo a nadie en concreto.
Gavriel se acercó a Tana. En la oscuridad, no podía verlo muy bien. No
parecía más que un chico guapo, alto y espigado. Tana volvió a pensar en el
cartel arrugado que llevaba en el bolso, donde salía él enjaulado en el
subsuelo de un cementerio. ¿Cuánto tiempo habría pasado allí? ¿Desde
cuándo tendría el mismo aspecto que ahora? ¿Desde hacía cien años?
¿Doscientos? ¿Podría recordar siquiera la presión del tiempo? Era posible que
verse al margen del tiempo fuera algo capaz de volver loco a cualquiera.
—Tengo que irme. —Gavriel se apartó un mechón de cabello ceniciento y
la miró con la sinceridad plena propia de los borrachos o los locos—. Tendrás
cuidado, ¿verdad? Esta ciudad está hambrienta.
—¿Te vas ahora? —inquirió Tana. Debería haberse sentido aliviada, al
saber quién era y de qué era capaz, pero no quería que se marchara. La idea
de quedarse a solas con Aidan, Midnight y Winter le produjo un nerviosismo
indescriptible—. Falta poco para el alba. Ni siquiera sabes a dónde ir.
Gavriel sonrió. Fue un gesto genuino, como el que los chicos de carne y
hueso les dedicaban a las chicas de carne y hueso.
—Hacía mucho tiempo que nadie se preocupaba por mí.
Por delante de ellos, Midnight estaba mirando su tableta. Le iluminaba el
rostro desde abajo, como si fuera a contar una historia de fantasmas.
—Tienen un amigo que… —comenzó a decir Tana.
—Yo también tengo un amigo —dijo Gavriel—. Y estoy decidido a
matarlo.
—Oh. —Tana retrocedió un paso. Gavriel estaba huyendo, igual que
antes, aunque los motivos fueran distintos. Pensó en los vampiros de la fiesta
del ocaso de Lance, que sin duda planeaban arrastrarlo de vuelta al
cementerio del Père Lachaise, donde lo torturarían hasta dejarlo más
trastornado de lo que ya estaba. Hasta que su mente estuviera tan perdida que
ya no pudiera aferrarse a ella, ni siquiera una parte del tiempo. Luego añadió
con el tono más firme posible—: No dejes que te capturen.
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Gavriel titubeó, visiblemente sorprendido por esas palabras. Luego volvió
a sonreír e inclinó la cabeza con una ligera reverencia, en respuesta a todo lo
que Tana había dejado sin decir.
—Viajar contigo ha sido un placer que compensa cualquier demora, pero
ya no puedo retrasarme más.
Midnight se incorporó y dijo:
—Bien, he deducido por dónde tenemos que ir. No está lejos. —Se volvió
a colgar la bolsa de basura del hombro y reanudó la marcha por el callejón—.
Venga —añadió, mirando a Tana y a Gavriel.
Aidan la siguió de cerca, mirando con preocupación al cielo.
—¿Crees que le irá…?
—Tana —exclamó Winter—. Nos vamos.
—¿Recuerdas lo que me dijiste en el coche? —le preguntó a Gavriel—.
Los favoritos de la Muerte no se mueren.
—Yo no soy su favorito. —Mientras decía esas palabras, su expresión
cambió. Le apoyó una mano en el hombro. Sus ojos centellearon como gemas
mientras se inclinaba hacia ella—. Pero deja que me lleve una última cosa que
no merezco.
Por un momento, Tana retrocedió por acto reflejo, creyendo que iba a
morderla. Entonces, perpleja, comprendió que eso no era lo que pretendía en
absoluto. Sus labios se rozaron ligeramente, como si Gavriel le estuviera
dando la oportunidad de apartarlo de un empujón. Tana cerró los ojos para
bloquear eso tan horrible que estaba a punto de hacer y tiró de él para atraerlo
hacia sí.
No debería querer aquello.
Cuando Gavriel volvió a besarla, a Tana se le escapó un resuello al sentir
el frío de su boca —llevaba mucho tiempo conteniendo el aliento, puesto que
él no necesitaba respirar en absoluto—; sus lenguas se encontraron y Tana
deslizó la suya sobre los dientes afilados de él. Gavriel fue cuidadoso, pero
aun así ella sintió el roce punzante de sus dientes en el labio inferior. El frío
de su cuerpo hizo que la piel de Tana pareciera febril.
Gavriel se apartó y se tocó los labios, con un gesto sutil de asombro
plasmado en el rostro.
—No lo recordaba así.
Los latidos del corazón de Tana se extendieron por todo su cuerpo y le
hicieron vibrar con un único pulso acelerado. El contorno de las cosas se
desdibujó un poco, y Tana quiso… quiso que Gavriel sintiera lo mismo que
ella, como si hubiera hecho algo prohibido; quería darle algo que le gustara y
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que de verdad no debiera tener, algo que pareciera impropio, algo que
deseara.
—Bésame otra vez —susurró ella, que alargó los brazos para acariciarle el
pelo. Le costó reconocerse mientras se pegaba a él.
Gavriel no pudo evitar inclinarse hacia ella.
Tana se mordió la lengua. Se la mordió con fuerza. El dolor atravesó sus
terminaciones nerviosas y se convirtió por obra de alquimia en algo similar al
placer. Cuando abrió la boca para recibir la de Gavriel, estaba inundada de
sangre acumulada.
Él gimió al paladearla, sus ojos rojos se desorbitaron con un gesto de
sorpresa y de algo parecido al miedo. Le sujetó los brazos mientras
presionaba su cuerpo sobre la pared de ladrillo, dejándola inmovilizada. Hasta
entonces se había contenido, pero dejó de hacerlo mientras le lamía la boca, y
Tana sintió una mezcla de pavor y fascinación. Gavriel la besaba con fiereza,
con saña; los labios de ambos se deslizaban al unísono con un fervor
desmedido. El dolor en su lengua se convirtió en un hormigueo distante. Le
hincó los dedos en los músculos de la espalda. Sus cuerpos estaban tan
próximos que Gavriel debió de sentir hasta el último resuello en su aliento,
hasta el último estremecimiento de su corazón. Y por más temor que le
hubiera inspirado él, en ese momento lo que más la asustaba era ella misma.
Gavriel se inclinó hacia atrás con los labios enrojecidos. Se limpió la boca
con el reverso de la mano y la sangre de Tana le manchó la piel. La miró
fijamente durante mucho rato con un gesto que parecía de horror, como si la
estuviera viendo por primera vez, y dijo:
—Eres más peligrosa que el amanecer.
Antes de que ella pudiera responder, Gavriel se adentró entre las sombras
alargadas de la mañana y desapareció.
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Pero Aleksander no le hizo ni caso. Y, en realidad, Gavriel estaba
demasiado abstraído como para resultar convincente. Se había enamorado de
una muchacha llamada Roza, a la que había conocido a través de la hermana
de un amigo. Roza tenía los ojos ambarinos y una maraña de cabello rubio
oscuro, como el color del trigo sarraceno. Cuando ella lo miró con recato por
primera vez, con una media sonrisa en los labios, a Gavriel se le cortó el
aliento.
Más tarde, no fue capaz de recordar de qué habían hablado, solo sabía que
había estado desesperado por cautivarla. Aunque pareciera increíble, todo
apuntaba a que lo había conseguido. Roza accedió a permitir que la cortejara.
Su padre, el impávido propietario de una fábrica, tenía varias hijas a las que
colocar, y debía de haber estimado que el título y los contactos de Gavriel
bastaban para compensar la escasez de sus finanzas.
El amor embargó a Gavriel como nada lo había hecho antes. Estaba ebrio
de pasión. Le escribía largas cartas a Roza en las que se apropiaba sin
miramientos de versos de Tiútchev para describir sus ojos. Convenció a su
madre para que le permitiera regalarle un anillo de zafiros que podrían haber
vendido. Desarrolló un interés inédito por la vestimenta, tomó una conciencia
repentina de los puños y los faldones deshilachados que poblaban sus
chaquetas. Cuanto más se alargó la situación, mayor fue el enfado de
Aleksander.
—Te estás poniendo en ridículo por la hija de un mercader —le dijo a
Gavriel en una ocasión, antes de que este se levantara de la mesa, ofendido—.
Una cosa es casarse con ella por dinero, pero estos alardes son excesivos para
alguien de su ralea.
Quizá fuera eso lo que motivó a Aleksander. Tal vez quería recuperar a su
hermano pequeño, el responsable, prudente y anodino. O quizá pensó que,
como Gavriel no era consciente del ridículo que estaba haciendo, Aleksander
lo dejaría todavía más en evidencia, lo suficiente como para que se diera
cuenta.
Fuera cual fuese el motivo, Aleksander emprendió con éxito la labor de
seducir y corromper a Roza. Ella sollozó mientras explicaba, sentada en un
sofá cubierto de seda, y tras haberle suplicado a Gavriel que no se enfadara,
que su hermano y ella nunca habían tenido intención de enamorarse.
Gavriel se quedó paralizado. En su interior se desplegó tal agitación que
temió hacer pedazos todos los muebles de la habitación y destrozar los
cristales de todas las ventanas si se movía, hasta que en el lugar donde antes
estaba el salón solo quedaran astillas centelleantes.
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En vez de eso, inclinó la cabeza hacia atrás y se rio, soltó una carcajada
larga y cruel, impropia del joven al que Roza conocía. Emergió de lo más
profundo de su ser, de unas ascuas que siempre había tenido cuidado de no
avivar.
—Eres una necia —le dijo a Roza, y la observó mientras salía
trastabillando del salón, mirándolo como si el traidor fuera él.
«Ahora acudirá a mi hermano», dedujo Gavriel. Permaneció sentado
mucho rato, mirando a la pared, tratando de serenarse. Finalmente, se levantó
con intención de abandonar la casa. De camino por el pasillo, pasó junto a la
biblioteca, donde Roza estaba arrodillada en el suelo, rodeada por el amasijo
hinchado de sus faldas, con el rostro hundido entre las manos. Alek se estaba
burlando de ella, diciéndole que jamás se casaría con una muchacha que ya
había demostrado que era infiel. Ella lo había entendido mal, Alek no le había
prometido nada. Solo quería comprobar qué clase de esposa había elegido su
hermano. El júbilo con el que Aleksander desguazó todas sus esperanzas
románticas fue atroz. La había sumido en la miseria y estaba orgulloso de
ello.
Gavriel esperó a que Roza saliera tambaleándose, presa de unos sollozos
violentos que amenazaban con despojarla de su capacidad para caminar, antes
de desafiar a su hermano a un duelo. No le tembló la voz cuando pronunció
esas palabras. Aleksander lo miró como si fuera un cachorro intentando
enseñar los dientes.
Luego se acercó a un decantador de cristal y se sirvió un trago de un
líquido claro.
—No seas ridículo.
Gavriel arrojó el vaso de su hermano al suelo y lo hizo trizas. Después
avanzó un paso hacia él y lo abofeteó; el sonido de sus pieles entrechocando
fue tan seco como el de una rama al partirse en dos.
Por un momento, Alek retrocedió tambaleándose.
Después, alzando las manos con un gesto de resignación, accedió a
reunirse con Gavriel en los terrenos de su finca a la mañana siguiente, una
hora antes del amanecer. No parecía preocupado, se tocó la mejilla enrojecida
con una sonrisa. Ya había participado en trece duelos, y de todos había salido
sin un arañazo siquiera. Era un tirador excelente. Gavriel había ejercido como
su ayudante, pero nunca había hecho nada más que merodear por el césped y
asegurarse de que los revólveres estuvieran debidamente cargados.
Uno de los sirvientes debió de escucharlo y avisar a la vizcondesa, porque
aquella noche acudió a la habitación de Gavriel y le rogó que no fuera.
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Cuando se negó, dijo que iría a ver a Aleksander y lo convencería para que se
disculpara por su grave ofensa.
—No pienso perdonarlo —replicó Gavriel—. Y sigo decidido a casarme
con ella, ¿entendido?
—¿Con Roza? —preguntó su madre con voz trémula—. No puedes hacer
eso.
—Aunque ya no la amara, me casaría con ella para demostrarle a mi
hermano que no puede arrebatarme aquello que no quiero darle. Lo haría para
fastidiarlo. Pero el caso es que la quiero.
Su madre se marchó, retorciéndose las manos con nerviosismo.
El sol ya estaba saliendo, unas llamas anaranjadas se deslizaban por el
cielo cuando Aleksander llegó al claro donde había de celebrarse el duelo.
Estaba borracho como una cuba. Dos amigos lo sujetaban.
Encontraron a Gavriel solo, paseándose entre la nieve, con los hombros de
su largo abrigo cubiertos de copos recientes.
—¡Ganya! —exclamó Aleksander, como si nada le agradara más que ver
a su hermano pequeño—. ¿Llevas mucho tiempo esperando?
—No demasiado —repuso Gavriel, negando con la cabeza.
—No puedes seguir adelante con esto —dijo un joven llamado Vladimir,
que tenía rodeado a Aleksander con un brazo y se tambaleaba bajo su peso.
—¡Vete al infierno! —dijo Aleksander, que se zafó de sus amigos. Sacó
su revólver y avanzó dando tumbos sobre la nieve, acercándose a Gavriel, al
tiempo que ondeaba el arma—. Mi hermano pequeño quiere defender su
honor. ¡Que así sea! Yo pensaba que era un cobarde. Vamos, Ganya.
¡Dispara! ¿A qué estás esperando?
—Sasha apenas se tiene en pie —exclamó Vladimir—. No seas estúpido.
Qué propio de Aleksander robarle incluso eso, pensó Gavriel. Tratar el
duelo como si fuera un chiste, tratarlo a él como si fuera un bufón. Ahora sus
únicas opciones eran apuntar a un hombre que estaba a punto de desplomarse
o soportar la vergüenza de echarse atrás. Y Aleksander se reiría de él más
tarde. «No estaba tan borracho —diría—. Y aunque lo estuviera, ¿qué más
da? Si no fueras tan bujarrón, seguro que habrías…».
Gavriel alzó el revólver y disparó a su hermano en el corazón.
Durante mucho rato, el mundo quedó reducido a la quemazón del arma en
su mano y la sangre de Aleksander manchando la nieve como una lluvia de
rubíes. Nadie dijo nada. Entonces Gavriel soltó el arma y emprendió el
camino de vuelta a casa.
Se sentía tan frío como la nieve.
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Por la tarde, Roza se enteró de la muerte de Aleksander. Cegada por el
dolor, se arrojó a un río helado y se ahogó. La madre de Gavriel, que ya había
perdido a un hijo, se negó a perder otro. Le entregó a Gavriel las joyas que
aún no habían vendido y lo envió a París, donde las autoridades rusas no
podrían arrestarlo.
Allí, en París, cumplió la promesa de sus labios voluptuosos y sus ojos
apasionados. Cumplió el legado de su sangre. Si su hermano había sido malo,
Gavriel estaba decidido a ser peor. Bebió tanta absenta como vino bebía su
hermano. Apostó hasta las botas que llevaba en los pies. Y si Aleksander
había sido un libertino, Gavriel estaba decidido a superarlo al no decir nunca
que no, ni siquiera a las propuestas más vulgares, nefastas y degradantes. Al
no decir que no a nada.
Fue entonces cuando conoció a Lucien.
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C A P Í T U L O 19
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en el que querías meterte.
—Se nota que no la conoces de nada —replicó Aidan con aspereza. Luego
se giró hacia Tana—. ¿Te ha mordido?
Ella negó con la cabeza. Cuanto más pensaba en ello, más estúpida se
sentía. Lo más probable era que estuviera infectada, pero eso no significaba
que debiera haber tentado a Gavriel para convertirlo en algo seguro. Y
hambriento como estaba, y quizá trastornado también, podría haberla
desangrado, haberla inmovilizado contra la pared de ladrillo y haberle
desgarrado la garganta. Tana había jugado con fuego, lo mismo de lo que él
había acusado a Midnight.
«Chica lista. Juegas con fuego porque quieres quemarte».
Al pensar eso, la invadió el agotamiento. Habían logrado atravesar las
puertas de Coldtown y se sintió tentada de recostarse entre la basura, cerrar
los ojos y hacer como si todo lo demás no existiera. Había hecho todo lo
posible para proteger el mundo de aquello en lo que Aidan y ella se habían
convertido, y ahora que lo había logrado, la desesperación cargó su peso
sobre sus hombros.
No quería estar infectada.
No quería pensar en el sabor de su propia sangre, ni en que, si se sorbía la
lengua con fuerza suficiente, el regusto se renovaría en su boca.
Se frotó la cicatriz del brazo y pensó en lo que se sentiría al presionar los
dientes sobre la piel, en lo que había tenido que hacer su madre para
desgarrarle la carne. Se detuvo en pleno acto inconsciente de acercarse la
muñeca a los labios. Winter suspiró y la agarró del brazo para guiarla por la
calle.
—¿Seguro que no te ha mordido? Estás actuando de un modo extraño.
—Estoy bien. Lo he hecho sin pensar, ¿vale? —dijo al fin, trastabillando
sobre la acera de hormigón agrietado, sonriendo con gesto culpable—. Ni
siquiera sabía si a los vampiros les gustarían estas cosas.
Winter sonrió de medio lado.
—Pues tenías cara de…
—Vale, vale. —Tana alzó las manos para interrumpirlo, para repeler esas
palabras. Recordaba haber contemplado la boca de Gavriel, manchada con la
sangre de Aidan, cuando se había montado en el asiento del conductor en la
gasolinera. Sí, en ese momento había pensado en besarlo. Pero había sido una
de esas fantasías escabrosas que le sobrevienen a la gente cuando está
sometida a mucho estrés. Macabra pero inofensiva. Él no tenía por qué
enterarse.
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—¿No has visto las emisiones? —Winter suavizó el tono—. A los
vampiros les gusta todo lo que les sirva para no aburrirse. Cualquier cosa.
Tana volvió a negar con la cabeza, zanjando la conversación con un
movimiento que se convirtió en un estremecimiento.
—Tengo fotos vuestras, tortolitos —dijo Midnight con voz cantarina,
sujetando en alto su móvil. No eran nítidas, solo eran imágenes de dos siluetas
oscuras apoyadas la una sobre la otra, el contorno de unos pómulos y los
dedos de él sobre su pelo, con el fulgor de una ventana en lo alto, que
seguramente habría entorpecido los sensores lumínicos de la cámara.
—Creo que deberías borrarlas —dijo Tana, avergonzada, mientras
alargaba una mano hacia el móvil—. No se ve casi nada.
—¡Ni hablar, de eso nada! —Midnight se rio y se alejó de Tana danzando,
satisfecha al ver que su provocación había surtido efecto—. Mientras estabas
ocupada despidiéndote, he encontrado un sitio donde alojarnos que no está
lejos. Mi amigo Rufus tiene un piso okupa en una de las calles principales.
Wormwood.
Tana asintió e intentó sonreír. Llegó a la conclusión de que lo que
necesitaba era dormir. Dormir un montón de horas.
—Guíanos —dijo Aidan. Tenía la piel cubierta por una pátina extraña y
estaba pálido, como si su sangre se estuviera enfriando en su interior, como si
la calidez de su cuerpo fuera a convertirse pronto en algo que solo podría
absorber de los demás.
Había unos cuantos coches aparcados en la acera. Uno de ellos daba
cobijo a una mujer acurrucada bajo un edredón en el asiento trasero, entre
bolsas de basura. ¿Estaba viva? Tana no detectó ningún movimiento bajo la
manta. Otro coche ardía con ahínco, despidiendo nubes de humo negro y acre
al cielo.
Tana pasó al lado de dos chicas que se sostenían la una a la otra; se notaba
que venían de una fiesta. Una tenía purpurina verde en el pelo, y la otra
llevaba puestos los restos desgarrados de un vestido de lentejuelas doradas.
Iban descalzas, al parecer habían perdido sus zapatos. Las dos tenían
moratones y marcas de pinchazos desde las pantorrillas hasta los muslos, que
desaparecían bajo sus faldas. Las dos lucían expresiones idénticas de
satisfacción y aturdimiento mientras avanzaban dando tumbos.
A pocas manzanas de distancia, alguien empezó a gritar. Al cabo de un
rato, a ese grito se sumaron dos más. Tres voces, todas ellas perceptibles, que
subían y bajaban de volumen en un alarido continuo que conformó una
melodía espantosa. Las chicas descalzas trastabillaron, miraron en la
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dirección de la que provenía el sonido y luego siguieron caminando,
cuchicheando entre ellas.
Midnight se mordió el labio inferior, succionando la bola de un piercing
plateado. Luego negó con la cabeza.
Aidan cerró los ojos, como si se deleitara con ese sonido.
—En marcha —dijo Tana, que giró hacia un callejón repleto de basura,
avanzando en la dirección de la que prevenían los gritos antes de que pudiera
arrepentirse.
«Siempre acabo igual —se dijo por el camino—. Si hay problemas, me
lanzo de cabeza hacia ellos».
—¿Estás segura? —preguntó Winter, pero la siguió de todos modos.
Al cabo de varias manzanas, llegaron hasta un cruce donde había una
plaza enorme. Una multitud de humanos se habían congregado en los bordes,
algunos traían flores blancas. Había tres vampiros arrodillados en el centro de
la carretera, por debajo de un semáforo desconectado —un hombre, una mujer
y una niña—, chillando hacia el cielo mientras la luz del sol los abrasaba. Su
pelo llameaba. Su piel se estaba ennegreciendo y descascarillando, como la
pintura de una casa vieja. Por debajo, su piel estaba enrojecida y en carne
viva, como si estuvieran compuestos de ascuas, en lugar de músculos y
ligamentos. En cuestión de minutos, sus gritos se habían tornado guturales, y
luego el estrépito disminuyó. Dos individuos del público se acercaron a los
cuerpos y la vampira se enderezó de golpe. Tana vio el destello de unos
colmillos antes de que la criatura volviera a desplomarse, convertida en un
amasijo de humo negro y vapor. Se oyeron gritos ahogados entre la multitud y
unas cuantas personas se alejaron un poco más.
—Reconozco este lugar —dijo Winter en voz baja—. Es la plaza del
Suicidio.
Por un momento, Tana pensó que no lo había oído bien. Sintió un horror
vertiginoso.
—Si habéis visto en YouTube vídeos de vampiros ardiendo bajo el sol, la
mayoría de ellos se grabaron aquí. —Señaló hacia una cámara instalada en
una ventana. Luego inclinó la cabeza hacia el público—. La gente acude a
verlos morir, sucede cada mañana. Los ciudadanos esperan ser infectados o
que los vampiros entreguen dinero o información. Por lo que he oído, a veces
les da por ponerse generosos justo antes de morir. Pero otras veces matan a
unos cuantos espectadores, por puro despecho.
—Pero ¿por qué quieren morir? —preguntó Tana.
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Midnight miró a los vampiros agonizantes. Esbozó una mueca cargada de
desprecio.
—La mayoría de ellos no querían contraer la gripe vampírica. No
soportan beber sangre o estar encerrados en Coldtown. Muchos no pueden
vivir con el recuerdo de las cosas que hicieron al poco de convertirse. No
todos son dignos.
«No todos son monstruos», pensó Tana. Eso debería haberla hecho sentir
mejor, debería haber sido otra prueba de que los vampiros no eran tan
inhumanos como para no poder sentir compasión, miedo o arrepentimiento.
Sin embargo, solo sirvió para recordarle que a veces no había decisiones
buenas.
—O se aburren muchísimo —añadió Winter—. Esa es la razón por la que
mueren los más viejos. Con el tiempo, pasan incluso de alimentarse y se
mueren de hambre.
Midnight lo fulminó con la mirada y él se calló. Luego, la chica se acercó
a su hermano y Tana se dio cuenta de que estaba instándolo a recordar cuál
era su papel. Tenían una imagen que proyectar: dos criaturas hermosas y
altivas que podían apañárselas por sí solas y que caminaban la una a la
sombra de la otra de un modo automático. Pero Tana se percató de que a
Midnight no le gustaba que Winter hablara de un futuro en el que, aunque
fueran vampiros, cupiera la posibilidad de que siguieran sin ser felices.
—Puedes preguntárselo directamente a Lucien Moreau —dijo, como si
quisiera recordarle a su hermano algo que ya debería saber—. Vamos a asistir
a una de sus fiestas.
Aidan se había desplazado hacia las sombras de un edificio, como si le
molestara el sol. Tana se preguntó si estaría intentando imaginarse como uno
de ellos, tratando de averiguar si podría soportarlo, si sería digno.
—Pero ¿por qué morir así? —preguntó en voz baja para sus adentros, sin
esperar una respuesta.
Dos de los vampiros habían dejado de moverse, pero la niña pequeña —
reducida ya casi a cenizas— se movía de vez en cuando, con espasmos,
provocando que los restos de su cuerpo se desmigajaran. La gente había
empezado a arrojar las flores blancas, en especial sobre ella.
—¿Por tradición? —Winter se encogió de hombros, dándole la espalda al
espectáculo. Estaba intentando mostrarse apático ante lo que estaba
sucediendo, pero se le veía pálido e indispuesto. Presenciar de primera mano
cómo se incineraban unos vampiros no era como verlo en un vídeo. Era
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diferente oír sus gritos resonando por la plaza. Era distinto cuando, con cada
bocanada, inspirabas el olor a carne y pelo chamuscados.
—Al menos, ahora sabemos en qué punto del mapa estamos —dijo
Midnight. Había un brillo en su rostro que Tana no había percibido antes, una
serenidad beatífica, como si, quizá por primera vez, tuviera las cosas claras—.
No será difícil encontrar el piso de Rufus.
Tana agarró a Aidan del brazo y entrelazó sus dedos con los de él,
ignorando lo fríos que estaban. Él parecía fijar la mirada sobre personas
concretas de la multitud y seguirlas durante un rato, antes de pasar a escrutar a
otra, como un guepardo oteando a un rebaño de gacelas en busca de las
rezagadas.
Recorrieron varias manzanas más bajo la luz del alba. Winter y Midnight
iban en cabeza, buscando la calle indicada. Algunas tenían nombres corrientes
como Orange, Dickinson o Mill Road. Pero otras tenían nombres nuevos,
garabateados en las fachadas de los edificios o pegados sobre los letreros
originales, que las designaban como la senda del Dragón, el callejón de la
Corte Disparatada o el bulevar del Carnicero. La confusión se agravaba a
causa de unas marcas en las casas que resultaban aún más extrañas. Algunas
estaban numeradas sin orden ni concierto, otras con grabados en escritura
cuneiforme o incluso con letras del alfabeto elegidas al azar. Había una serie
de casas pintarrajeadas con lo que parecía una combinación de monigotes y
códigos matemáticos.
La zona que recorrieron estaba compuesta en su mayor parte por
adosados, unos cuantos edificios industriales de ladrillo y esa iglesia tan
extraña que tenía las vidrieras reventadas y la puerta pintada con espray, con
la palabra «RUFIANES» escrita en color verde neón. Las calles estaban
tranquilas, pero, de vez en cuando, Tana creía divisar a alguien que los
observaba desde una ventana. Pasaron junto a un jardín reseco donde había un
bulto que parecía un cadáver desplomado sobre un arbusto marchito. El hedor
que desprendía, una mezcla penetrante a descomposición y vino derramado,
la persuadió para mantenerse alejada y tirar del brazo de Aidan con fuerza
cuando este hizo amago de acercarse.
—El ansia es intensa —dijo él—. Me corroe el estómago. He estado bien
durante un tiempo, pero no creo que pueda aguantarlo mucho más.
Tana asintió. Ella tampoco sabía cuánto tiempo más iba a seguir bien.
Mientras caminaban, divisó a un chico con el pelo oscuro que la
observaba desde lo alto de un tejado a dos aguas. Iba descamisado y tenía los
brazos morenos y cubiertos casi por completo de tatuajes coloridos. Tenía un
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cuervo albino posado en el brazo, con la cabeza nívea y el pico pálido como
un hueso inclinados hacia un lado. Incluso desde esa distancia, percibió el
destello de los ojos rosados de la criatura.
—Eh —dijo Winter—. Es allí. Esa es la casa.
Tana se giró para observar a Midnight mientras se dirigía hacia unas
escaleras, tras dejar la bolsa de basura con su equipaje apoyada a un lado de la
carretera. El edificio tenía tres pisos de altura y lo que parecía un balcón
desvencijado en la tercera planta. Los laterales estaban pintados de gris
oscuro, pero la pintura se había descascarillado y burbujeado hasta revelar
una capa de color azul claro por debajo. Había un jardín diminuto frente a la
fachada, la poca hierba que crecía allí era rala y parduzca.
Tana miró de reojo hacia el tejado situado en el otro extremo de la calle,
pero el chico del cuervo había desaparecido.
—¿Saben lo nuestro? —preguntó, titubeando ante las escaleras— ¿Lo mío
y lo de Aidan? No es muy… seguro tenernos cerca.
Midnight la miró con los ojos entornados y luego llamó con el puño a la
puerta de madera.
—No habrá ningún problema —dijo, girando la cabeza hacia ella.
La puerta se abrió por un resquicio, una cadena impidió que lo hiciera del
todo. Midnight dijo algo. La puerta se volvió a cerrar y luego, tras retirar el
pestillo, se abrió de par en par.
Había un chico plantado en el umbral, parecía un príncipe o un pirata.
Llevaba la mitad de la cabeza rapada y vestía con varias capas de prendas de
cuero y algodón vaporoso, con anillos en cada uno de sus dedos y largos
collares de plata y hueso colgando uno encima del otro sobre su pescuezo.
Les hizo señas para que entrasen, ondeando su mano enjoyada.
Tana siguió a los demás al interior de la casa, que llevaba mucho tiempo
sumida en un estado de abandono. El techo estaba cubierto de moho y unas
velas titilantes proyectaban sombras extrañas sobre las paredes manchadas de
humo de la habitación encortinada. Sentada en un viejo canapé Victoriano
que tenía el relleno colgando, se encontraba una chica alta con el pelo de
color miel y ataviada con un vestido vintage de color rosa pálido que se
confundía con el tono de su piel. A su lado, sobre un diván raído, había otra
chica de tez oscura, con el pelo teñido de rojo y recogido con un palito,
vestida con vaqueros negros y una cazadora militar. La estancia estaba
impregnada de un perfume a hierbas y alcohol tan intenso que Tana sintió una
quemazón en la nariz al respirar. Había varias pilas de latas junto a una pared,
al lado de unas cajas de cartón. Tana pudo leer las etiquetas desde su
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posición: melocotones en almíbar, guisantes con zanahorias, estofado de
ternera.
—Este es mi amigo Rufus, del que os hablé —dijo Midnight, que parecía
entusiasmada, con una mano apoyada en el hombro del chico que tenía rapada
la mitad de la cabeza. Rufus le sonrió.
—Sed bienvenidos —dijo—. Poneos cómodos.
Midnight se acercó al sofá y se reclinó en él como si fuera una reina
malvada. Alargó un pie para deslizarlo sobre la rodilla de la chica alta y luego
señaló con la puntera hacia la otra.
—Estas son Christobel y Zara. Chicas, os presento a Tana y a Aidan.
Aidan les dirigió una sonrisa, pero no se alejó de la puerta.
Winter volvió a salir para traer el resto de sus cosas. Cargó con la bolsa de
basura de Midnight y la dejó caer al suelo aparatosamente, al lado de la suya.
Después depositó el maletín junto al resto.
—Gracias por acogernos —dijo Tana con tiento.
—¿Esta casa es vuestra? —preguntó Aidan. Se fue derecho a sentarse en
las escaleras, apretando los puños.
—Ahora sí —dijo Christobel—. Hay un montón de pisos abandonados.
Solo tienes que elegir uno y colarte dentro.
—Bill Story vive en la casa de al lado —dijo Zara, encorvándose hacia
delante—. Lleva haciendo emisiones desde que la ciudad fue confinada.
—Siempre he querido conocerlo —exclamó Midnight, ilusionada—. El
intrépido reportero.
Incluso Tana había oído hablar de William T. Willingham, un guionista de
cómics que había quedado atrapado al otro lado de la verja, había abandonado
la ficción, se había puesto un nombre con gancho y se había dedicado a rodar
una especie de documentales sobre lo que estaba pasando en realidad dentro
de la zona confinada. Sus amigos del mundillo literario habían intentado
sacarlo, pero Bill había entregado los dos salvoconductos que le habían
enviado —uno justo después del otro— a unas personas que, según él, se lo
merecían más y que no tenían ninguna otra oportunidad de ser liberadas.
Los más cínicos afirmaban que Bill nunca había sido tan famoso como lo
era en Coldtown, así que pensaba exprimirlo hasta la última gota. Según ellos,
estaba intentando vender una autobiografía. Sus seguidores decían que era el
ejemplo perfecto de lo valiente que podía llegar a ser la gente normal cuando
la vida pegaba un vuelco inesperado. Tana había visto un vídeo suyo en una
ocasión, era un tipo con gafas normal y corriente.
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«No sabría decir si soy afortunado o no por haber presenciado esto»,
decía.
Tana pensó en el salvoconducto que llevaba en el bolso y no pudo
imaginarse renunciando a su única oportunidad para salir. Por nada del
mundo. Se preguntó cuánto tiempo llevarían Rufus, Christobel y Zara en
Coldtown, colándose en casas, publicando sus aventuras en internet y sin
preocuparse por el futuro. Se preguntó si la ciudad tendría algo que te instaba
a querer quedarte, a pesar de todo.
Pero, claro, como la mayoría de la gente estaba atrapada allí, daba igual
que quisieran quedarse o no.
Pensó en Pauline, durmiendo en una litera en el campamento de arte
dramático. ¿Se habría levantado ya? Tarde o temprano, alguien de su entorno
la llamaría para contarle lo que había pasado. O se metería en internet y vería
las fotos, leería los informes. Entonces se daría cuenta de que Tana la había
llamado después de la masacre… La había llamado y le había mentido. Por un
momento, Tana sintió cómo el peso de todo lo que había ocurrido durante el
último día se asentaba sobre sus hombros.
Winter cruzó la habitación y se sentó en el suelo, al lado de Midnight, con
la cabeza apoyada sobre su rodilla. Parecían una pareja de elegantes figuritas
de rockeros punk a juego.
—Sois tal y como me imaginaba —dijo Rufus, que los miraba con un
gesto de aprobación—. Sois igualitos que en vuestros vídeos. No estáis
asustados, ni siquiera en mitad de este lugar, ¿verdad?
Midnight negó con la cabeza impetuosamente.
—Me siento como si hubiéramos llegado a casa después de un largo viaje.
Los demás se rieron, pero Tana se dio cuenta de que los había
impresionado. Christobel miró a Tana y dio unos golpecitos sobre el asiento
que tenía al lado.
—Te veo cansada. Ven, siéntate. Aquí estás a salvo.
Tana atravesó la estancia y se sentó en el borde del diván. Olía a polvo, un
olor curiosamente reconfortante, que le recordaba a las librerías de segunda
mano, a rebuscar entre los estantes y encontrar viejas novelas de misterio con
portadas curiosas. Suspiró e inclinó la cabeza hacia atrás, contemplando la
lámpara de araña pintada con una capa de pintura roja y negra, bajo la cual
aún eran visibles porciones del latón original. De pronto, fue consciente de
que lo habían conseguido. Habían accedido a Coldtown, seguían siendo
humanos e incluso tenían un sitio donde dormir.
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—Seguro que estáis hambrientos. —Zara se levantó del sofá—. No
tenemos mucha comida, pero os traeré lo que nos queda.
—Ya que vas, trae algo de priva —dijo Rufus.
—Ve tú a por ella —replicó Zara antes de marcharse. Rufus se rio y le
respondió algo que Tana no alcanzó a oír.
Tana alzó la mirada hacia la lámpara y sonrió mientras escuchaba el eco
de su conversación.
Se imaginó tumbada en la cama, en su habitación, con una guirnalda
luminosa colgada en lo alto y unas láminas horteras de Goodwill pintadas con
plantilla colgadas en la pared. Pensó en Pearl en la habitación de al lado,
viendo algún programa cutre en la tele con el volumen a tope. Su padre
llegaría a casa y entonces cenarían juntos. Se sintió muy extraña al imaginarse
de vuelta allí: cómoda y claustrofóbica al mismo tiempo, como si la casa se le
hubiera quedado pequeña.
Su padre le había advertido que dejara en paz a Pearl, pero Tana tenía que
despedirse de alguna manera. Al cabo de un rato, se acercó a la ventana y
sacó una foto de la panorámica de los muros desde el interior, bajo la luz de
primera hora de la mañana. Después la acompañó de un texto: «Coldtown es
un asco. Te quiero. Estoy bien».
Con suerte, a Pearl le gustaría eso. Con suerte, lo entendería.
Al cabo de unos minutos, Zara regresó con una enorme bandeja plateada
cubierta por un batiburrillo de cosas: aceitunas negras, gajos de mandarina,
remolachas encurtidas, minimazorcas de maíz, ostras ahumadas en lata, una
cuña de queso mal cortada y un trozo de pan rancio y ligeramente quemado.
Tana se metió tres aceitunas en la boca, junto con una minimazorca
escabechada.
Rufus sacó varios vasos pequeños de un armario, junto con una botella
que contenía un líquido amarillento y ligeramente turbio. Sirvió los chupitos
de espaldas al resto y luego los repartió entre todos, como un mayordomo.
Tana pensó de repente en el juego de beber al que había jugado con Aidan en
el rancho: «La doncella o el tigre». No recordaba a quién se le había ocurrido,
solo sabía que sus amigos llevaban jugando a eso desde el primer año de
instituto, después de que comentaran esa historia en clase de Inglés. Lo que sí
recordaba era a Pauline apoyada a duras penas sobre la isla de granito de la
cocina de la casa de Rachel Meltzer, con una copa en la mano, recitando una
cancioncilla de procedencia desconocida:
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Había una joven doncella en Níger
que sonreía montada en un tigre;
regresaban de dar un paseo
con la doncella dentro de la barriga
y una sonrisa en el rostro del felino.
—¿Qué es? —preguntó Aidan, que alzó el vaso hacia la luz y lo examinó
con el ceño fruncido.
—¿Has oído hablar del alcohol casero que preparan con frutas en la
cárcel? —dijo Zara—. Pues bien, esta es nuestra especialidad en Coldtown,
nuestro propio aguardiente casero. Se prepara con azúcar blanco de toda la
vida, levadura de panadero y agua. Lo pasamos por un alambique, lo
embotellamos y lo vendemos.
Tana olisqueó el suyo. Le abrasó los pelillos de la nariz. «Tigre», eligió
mentalmente, y bebió. De inmediato, empezó a toser. Aidan arqueó las cejas.
—¿A qué se supone que sabe?
—A los cojones de Satán —respondió Rufus, y todos se rieron. Alzó su
vaso para brindar—. Por la valentía, ¡porque hay que ser valiente para beberse
esto!
Christobel y Zara se bebieron los suyos de un trago, después Aidan, y
luego Midnight y Winter. Todos torcieron el gesto y Zara se partió de risa.
—Quema mientras baja —dijo Rufus.
—Y sigue quemando —replicó Aidan, pero estaba sonriendo.
Por un momento, Tana se sintió atolondrada. Un escalofrío le recorrió el
cuerpo y se acordó de la infección que acechaba en su sangre. «Tengo lo
contrario a una fiebre», pensó, pero luego ahuyentó esa idea.
La comida era extraña, pero al menos era comida. Se atiborró con lo que
había, mordisqueando el pan embadurnado con gajos de mandarina por
encima, como si fuera mermelada. Los chupitos entraban cada vez mejor,
aunque cuanto más bebía, más mareada se sentía. Después del tercero, se
obligó a levantarse.
—Creo que debería acostarme un rato. No me encuentro bien.
—Ya que lo mencionas —dijo Rufus, sonriendo—, vamos a enseñarles a
todos sus habitaciones.
Christobel y Zara se levantaron también, mirando de reojo a Aidan con
disimulo.
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En ese momento, Tana supo que algo iba mal. Los gestos que cruzaron
entre ellos iban más allá de una simple burla a espaldas de alguien; estaban
tramando algo.
—Ven conmigo —le dijo Christobel a Aidan. Su vestido sedoso le
acariciaba el cuerpo mientras se dirigía hacia las escaleras.
Cuando Aidan hizo amago de seguirla, Tana lo agarró de la mano.
—Espera. —Tenía la boca tan entumecida que no sabía si sería capaz de
articular las palabras—. Espera.
Aidan la miró, confuso y muy borracho.
Pero, en cuanto captó su atención, Tana no supo qué decir para demostrar
que estaba a punto de ocurrir algo malo.
—Quizá no deberíamos molestarlos… Han dicho que podíamos colarnos
en cualquier parte, ¿no? Podemos ir a buscar un piso para nosotros.
Aidan frunció el ceño, miró a Christobel y luego volvió a mirar a Tana,
como si estuviera intentando descifrar lo que quería decir.
—No quiero ir a ninguna parte. Me siento raro —replicó, y entonces Tana
comprendió por qué le costaba tanto pensar.
Los habían drogado.
Tana observó con impotencia cómo Aidan subía por las escaleras, con
Christobel en cabeza y Zara por detrás, instándolo a seguir avanzando. No
sabía cómo rescatarlo. Se giró hacia la puerta abierta, hacia la vía de escape y
la brisa fresca de la mañana que quizá le despejaría la cabeza. Avanzó dos
pasos, tambaleándose. Rufus cerró la puerta de un puntapié.
—¿Vas a alguna parte? —inquirió.
Midnight se empezó a reír desde el sofá.
—¡Qué cara has puesto! —exclamó—. Ostras, Tana, ¡ojalá pudieras verte
el careto! Tendría que haberlo grabado. No te asustes… Oye, después de
haber viajado con un vampiro, me cuesta creer que te pongamos nerviosa.
«Idiota —pensó Tana—. Qué idiota soy. Estaba cansada, distraída y triste.
Bajé la guardia».
—¿Qué vais a hacer con nosotros?
—Ella también está infectada —dijo Winter—. Deberíamos meterlos
juntos.
—¿En serio? —Rufus miró a Midnight para que se lo confirmara—.
¿Ella?
Midnight estiró las piernas enfundadas en tela vaquera sobre el sofá. Su
camiseta de terciopelo se deslizó hacia un lado, revelando el vendaje.
—Supongo que ya lo comprobaremos —respondió.
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—Ven arriba —le dijo Christobel a Tana.
Escoltada por Rufus y Winter, no tuvo elección.
El dormitorio sin ventanas contenía un colchón y un puñado de mantas
apiladas encima de mala manera. Del techo colgaba una lámpara de araña de
latón. Un tragaluz arañado con manchas de humedad en las esquinas mostraba
una pequeña parte del cielo y un montón de hojas secas. La puerta era grande
y vieja, con una gatera electrónica incorporada.
Entonces, cuando ya era demasiado tarde, Tana experimentó un momento
de claridad atroz. «Dos personas infectadas. Tarde o temprano, perderemos la
cabeza y nos atacaremos, probaremos la sangre humana. Entonces dejaremos
de ser humanos. Entonces estaremos deseando morderlos. Pues claro, eso es
lo que quieren».
Oyó cómo echaban los cerrojos, uno detrás de otro. Al otro lado, alguien
comenzó a reírse.
«Treinta candados de latón con otras tantas llaves a juego». Como en su
sueño. Sintió una oleada de furia.
Aporreó la puerta, la pateó, la embistió, pero estaba débil y todo se estaba
nublando.
—¡Os voy a matar! —gritó a través de la abertura, con una voz extraña y
pastosa—. Abrid la puerta para que pueda mataros.
Aidan intentó levantarse y se desplomó aparatosamente sobre el colchón,
riéndose, sin entender ni la mitad de lo que estaba pasando.
—Nunca te rindes, ¿eh?
Con las últimas fuerzas que le quedaban, Tana se arrastró hasta el
colchón, que olía a tabaco y a perfume rancio. Acurrucada al lado de Aidan,
mientras la luz del sol entraba desde la claraboya, se quedó inconsciente antes
de poder responderle.
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Pero, en aquel momento, la familiaridad del programa le resultó
reconfortante, así que lo dejó.
—Os voy a contar una cosa sobre los vampiros —dijo Hemlok desde su
sala de equipamiento mientras encajaba en una cartuchera unas estacas
talladas con madera de palisandro y espino albar, cuyas puntas estaban
protegidas con una funda de plástico para que no se desafilaran durante el
trayecto—. Están mal de la cabeza. Tienen hambre a todas horas. Tenemos
que pensar a su manera, como depredadores, y ser más listos que ellos en su
propio juego. Puede que sean más fuertes y veloces, pero nosotros seguimos
siendo humanos, y eso es lo que nos hace mejores, eso es lo que cuenta.
Cortaron entonces a un plano donde aparecía sentado en su furgoneta con
su ayudante, Jeana. Ella se estaba bebiendo un refresco extragrande, con unos
vaqueros blancos y una camisa sin mangas tachonada con diamantes de
imitación. Llevaba el pelo tan cardado que rozaba el techo. Estaban aparcados
delante de un club de striptease; una música estridente emergía de los
altavoces. Era una reposición, advirtió Pearl. De un programa que no estaba
mal, pero que tampoco era la panacea.
—Creo que la hemos detectado dentro de ese edificio —susurró Jeana,
con un tono exagerado para ganarse la simpatía de la cámara—. Hay una
puerta en la parte de atrás, así que cada uno vamos a entrar por un lateral del
edificio para ver si podemos hacerla salir.
Antes de dedicarse a cazar vampiros, Hemlok había sido un profesional de
la lucha libre. Lo había dejado (aunque alguna gente decía que lo habían
expulsado de la liga) después de que un oponente muriera en el ring. Pearl
sabía todo eso gracias al club de fans de Hemlok al que se había apuntado
cuando tenía nueve años, más o menos cuando Hemlok había empezado a
asistir a programas de entrevistas para contar su historia, llorando mientras
explicaba que la muerte de aquel hombre había marcado el momento en que
había comprendido que necesitaba cambiar de vida.
Mientras miraba la pantalla, Pearl se preguntó por primera vez si la
vampira estaría asustada.
Antes, siempre había supuesto que los vampiros buenos se iban a las
Coldtowns o a algún lugar donde se suponía que debían estar, y que los
vampiros malos se quedaban fuera para atacar a la gente. Pero ahora que eran
Aidan —que siempre la había tratado bien— y su hermana mayor, Tana,
quienes andaban sueltos por el mundo, enfermos o recién convertidos, ya no
podía ver las cosas de esa manera.
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Por supuesto, había vampiros malos como los que habían matado a los
compañeros de clase de Tana. Puede que la vampira a la que perseguía
Hemlok fuera de ese tipo. Pero ¿cómo podría discernirlo?
De vuelta en el programa, Hemlok estaba sacando más suministros de la
parte trasera de su furgoneta.
—Hay tres formas de abatir a un vampiro y asegurarse de que esté muerto
—dijo Hemlok—. Clavarle una estaca en el corazón, prenderle fuego o
cortarle la cabeza. Todo lo demás, es como enfrentarse a un pistolero a
bofetadas. Por supuesto, hay gente que apuesta por desangrarlos, pero, para
mí, eso es como un clavo de plata en la cabeza: puede contenerlos un tiempo,
pero no es permanente.
—Y no olvides la luz del sol, nene —dijo Jeana mientras cerraba la
cremallera de su mono blindado—. La luz del sol los deja fritos.
Hemlok puso los ojos en blanco. Aquello era una parte importante del
programa: la relación entre ambos.
—Nadie que aspire a matar a un vampiro se va a poner en plan: «Oh, sí,
será mejor que busque un poco de luz solar». Eso no es un arma.
—Pero los mata. —Se sacudió la melena—. Solo digo eso. Los mata bien
muertos.
Hemlok refunfuñó y cogió una botella transparente, luego le quitó el
tapón.
—Algunos nos habéis preguntado qué tipos de agua bendita o agua de
rosas emplear con las estacas. O por qué utilizo agua bendita, cuando hay un
montón de rumores que afirman que en realidad no sirve para nada. Bueno,
para empezar, yo siempre utilizo aceite, no agua, porque se filtra mejor en la
madera y aguanta más. Y utilizo aceite de rosas que haya sido bendecido para
así duplicar el efecto. Y a todos aquellos que decís que ni el agua ni el aceite
ayudan a abatir vampiros, yo estoy aquí, sobre el terreno. Entonces, ¿a quién
vais a creer? ¿A unos científicos o a mí?
Tras dejar esa cuestión pendiendo en el aire, levantó una ballesta gigante,
con el armazón tallado en forma de crucifijo.
—Los espectadores también suelen preguntarme cuál es mi arma favorita.
—Tenía una estaca cargada y lista para disparar, en lugar de una flecha—.
Pues es esta monada. Es capaz de tumbar a un vampiro a diez metros de
distancia.
—Es hora de empezar a matar —dijo Jeana, dando unos golpecitos sobre
un reloj blanco de cerámica.
Hemlok sonrió a la cámara.
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—Vamos a repartir leña.
Pearl buscó a tientas el mando a distancia por el sofá. Ya casi habían
llegado a la parte en que la vampira salía del bar. Después se producía una
persecución y Jeana estaba a punto de llevarse un mordisco en el brazo, pero
su traje blindado la protegía. Hemlok terminaba disparando a la vampira con
la ballesta y le cortaba la cabeza para cobrar la recompensa.
Pearl no quería verlo. No en ese momento, después de todas las cosas que
la policía había dicho sobre su hermana, no cuando su padre había regresado
de la ferretería con ramas de escaramujo para los dinteles y una linterna
enorme sobre la que no había dado más explicaciones. Apagó el televisor y
encendió su portátil para conectarse a la emisión de la fiesta de Lucien
Moreau.
Su padre detestaba que viera cosas así, donde los vampiros no aparecían
representados como villanos, pero aquel día le dio igual.
Se llevó otra cucharada de cereales a la boca mientras el interior de la
mansión aparecía en la pantalla. Parecía un escenario salido de un cuento de
hadas, con su papel de damasco dorado en las paredes y unas velas encajadas
en unos apliques que asomaban de las paredes. Elisabet, la consorte de
Lucien, estaba en la pantalla. Tenía un cabello oscuro y precioso, recogido en
un moño, y la parte frontal de su vestido estaba manchada de sangre fresca.
Su carmín rojo hacía que sus colmillos relucieran aún más cuando sonreía.
Lucien Moreau, vestido con un elegante traje de color crema y con un cabello
que parecía compuesto por hilos dorados, la tomó en brazos y la hizo girar.
Tenía unas manchas igual de radiantes en la boca cuando la besó.
Pearl sonrió.
Ese era el lugar al que se dirigía su hermana. Iba a vivir así, como una
princesa en una ciudad lejana. Tal vez algún día Pearl podría reunirse con
ella. Y cuando lo hiciera, estaba segura de que todo sería perfecto para
siempre.
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Era plateado y radiante, con un toque dorado en la parte central, donde
estaban los circuitos, rodeados por unas pequeñas muescas en el metal. No
parecía más que una de esa fichas viejas para acceder al metro. Lo envolvió
con el puño, apretándolo con fuerza, y luego lo volvió a guardar.
Repasó el resto de su inventario. La ropa, las botas que había traído de
casa y su bolso. Contenía los símbolos religiosos y el agua de rosas que había
encontrado en la fiesta, un amasijo de dinero en metálico guardado en una
bolsa de papel marrón y el medallón con granates y el cierre roto que le había
dado Gavriel en el aparcamiento.
Al pensar en él, presionó la lengua sobre los dientes sin darse cuenta,
reavivando el escozor del mordisco. Palpitaba al ritmo de los latidos de su
corazón, tamborileando en sus oídos. Cuando se dio cuenta de lo que estaba
haciendo, le ardió el rostro de vergüenza. Ya era bastante grave que lo hubiera
besado de ese modo, pero no debía olvidar que se trataba del mismo impulso
que la instaba a pisar el acelerador a fondo en una carretera congelada.
Gavriel no iba a salvarla. Ni siquiera sabía dónde estaba ella, ni que
necesitaba ayuda. No iban a escapar de Coldtown para vivir aventuras
descabelladas juntos en las que él recitaría montones de poemas y visitarían a
Pauline en el campamento de arte dramático. Si sentía algo por Tana, extraño
e indescifrable, no era como cuando dos seres humanos se gustaban, ni como
se gustaba la gente en los cuentos.
«No seas estúpida», se dijo, aunque ya era demasiado tarde para eso. Ya
había actuado como una idiota de muchas maneras diferentes.
—Tana. —Aidan rodó sobre el colchón. Tenía una expresión soñolienta y
el pelo revuelto, pero la miró con una intensidad perturbadora. Se incorporó
despacio y Tana vio que sus labios habían adoptado un cariz azulado. Soltó
un suspiro largo y trémulo. Habían pasado casi cuarenta horas desde que le
habían mordido, y cada vez tenía peor aspecto—. ¿Qué crees que harán ahora
Rufus, Midnight y esa panda de psicópatas?
—Esperar —respondió con un tono sombrío, y al cabo de un rato, Aidan
pareció comprender lo que quería decís. No obstante, lo repitió para
asegurarse—. Van a esperar.
—Yo nunca… —comenzó a decir, pero se interrumpió. Eran palabras
vanas. Los dos lo sabían.
—No te preocupes por eso. Vamos a salir de aquí —le aseguró Tana,
aunque su tono carecía de convicción. Ni siquiera ella terminaba de creérselo.
Con la espalda apoyada en la pared, Aidan no parecía dispuesto a atacarla
aún, pero Tana se preguntó cuánto tiempo tendría. Al fin y al cabo, Aidan
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solo se estaba desperezando aún.
—¿Nunca has pensado en ello? ¿En ser un vampiro? —preguntó.
—Todo el mundo lo ha pensado —replicó Tana.
—Me refiero a cuando pasó lo de tu madre y todo eso… —Se interrumpió
de golpe, como si se hubiera dado cuenta de que se estaba adentrando en
terreno peligroso. Le dirigió una de sus sonrisas irónicas y cautivadoras de
siempre—. Y encima besaste a un vampiro. Qué flipe. No suelen usar la boca
para hacer esas cosas. Me siento un poco celoso.
—Venga ya —replicó ella, poniendo los ojos en blanco—. Como si te
importase lo que haga yo. Me dejaste, ¿recuerdas?
—Para empezar —repuso Aidan, que levantó un dedo y le dirigió su
sonrisa más afable—, no he dicho que estuviera celoso de él. A lo mejor
estaba celoso de ti, por acaparar toda su atención. No está mal el chico,
siempre que no te importe que tenga esa faceta violenta y lunática. Tiene unos
labios bonitos.
Tana se rio al oír eso. Fue un carcajada auténtica, relajada, como en los
viejos tiempos.
—En segundo lugar —prosiguió, levantando otro dedo—, me tenías
acojonado cuando estábamos saliendo, Tana. Estaba acostumbrando a tener
novias que me gritaban o se cabreaban por las estupideces que hacía, o que
intentaban salvarme de mí mismo. Tú no eras así. A veces tenía la sensación
de que eras como yo, solo que una versión mejorada.
—La mayor parte del tiempo no sabía a qué estábamos jugando —replicó
Tana—. Ni siquiera…
Se oyó un crujido junto a la puerta que interrumpió sus palabras. Una
chica introdujo la mano a través de la gatera de plástico, con una docena de
anillos plateados y esmalte verde y brillante en las uñas. Sostenía un cuenco
de madera. Un cuenco que contenía un líquido rojo, lleno tan hasta arriba que
al depositarlo se derramó sobre el suelo, filtrándose en los surcos de la
madera. Olía a hierro, a sótanos y a perder los dientes de leche para que los
definitivos pudieran ocupar su lugar. Evocaba rodillas despellejadas y el roce
de los labios de Gavriel. Evocaba paredes manchadas y miradas inertes.
Tana se levantó con brusquedad.
Sangre.
Durante un buen rato, Aidan y ella se quedaron mirando el cuenco. Tana
se sintió hipnotizada por la imagen. La rojez viscosa era tan oscura y
profunda como un estanque de granates derretidos.
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Si se la bebiera, se convertiría en un monstruo. Se permitió imaginarlo
durante un momento, visualizó su nuevo cuerpo de monstruo, sus ojos de
monstruo, su sed monstruosa. Se imaginó a Midnight y Winter, a Rufus,
Christobel y Zara abriendo la puerta de la habitación y encontrando a una
chica-monstruo dentro.
Y si Tana no bebía, pero Aidan sí, moriría y despertaría de nuevo:
transformado, famélico y a solas con ella.
—¿Lo veis? —dijo una voz femenina y desconocida desde el otro lado de
la puerta. Debía de ser Christobel o Zara—. No queremos que nadie salga
herido. No queremos tener que encerraros. Hemos donado esa sangre entre
todos, la hemos sacado de nuestras venas con unas jeringuillas. Esta noche ya
no podemos salir de fiesta, pero ¿lo veis? Somos dignos. Bebedla y podréis
salir de la habitación. Bebedla y volveremos a ser amigos.
«Más espesa que el agua». Eso era lo que decía la gente sobre la sangre.
También lo parecía, viscosa como el almíbar. Tana podía imaginar su textura
sedosa en la lengua, su calidez salada, la mancha que le dejaría en los labios y
los dientes.
—Quizá deberíamos probarla —dijo Aidan en voz baja, seductor y
seducido. Avanzó un paso hacia el cuenco—. Podríamos hacerlo juntos, como
un pacto de suicidio. Salvo que ya no moriremos nunca, Tana.
Ella atravesó rápidamente la habitación, con el corazón acelerado, recogió
el cuenco y lo arrojó contra la pared con todas sus fuerzas. La madera se
agrietó, las dos mitades cayeron al suelo y rebotaron. A continuación, se
produjo una lluvia de trocitos de yeso.
—No puedo creer que hayas hecho eso —dijo Aidan, frustrado y perplejo.
Se acercó a la pared como si se sintiera atraído por ella.
Tana se deslizó hacia el suelo, donde se quedó sentada, contemplando la
sangre que pintaba la pared. La mancha parecía haber adoptado la forma de
un pájaro enorme, cuyas plumas se desprendían a medida que alzaba el vuelo.
Ella tampoco podía creerse lo que acababa de hacer.
—No voy a mejorar —exclamó Aidan, contemplando la mancha roja—.
Estoy contagiado, Tana, y la gripe no hará más que empeorar.
Tana pegó un manotazo en el suelo, tratando de poner en orden sus
pensamientos.
—Gavriel dejó que bebieras su sangre, ¿verdad? Cuando estábamos en el
área de servicio. Te sentó bien. Solo necesitamos más.
Aidan se rio, pero no como si le resultara gracioso. Tampoco como si lo
considerase una posibilidad.
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—Es la sustancia más valiosa de Coldtown… ¿y pretendes ir a pedirla
como si fuera un poco de azúcar? —Alargó una mano hacia la pared
manchada de sangre—. Déjalo ya. Vine sabiendo que iba a convertirme en un
vampiro. ¿Qué sentido tiene esperar? No vamos a mejorar, Tana. Nunca
volveremos a estar bien.
Ella se preguntó qué se sentiría al morder a alguien. Evocó la expresión en
el rostro de Gavriel cuando le había clavado los dientes a Aidan, la forma en
que había movido la boca sobre su cuello y le había hincado los dedos en la
piel. Parecía presa de un frenesí sereno. Lucía un aspecto trascendente, como
un soñador que aún no había despertado.
Sintió una punzada en el estómago al pensar en eso, una mezcla de deseo
y pavor que le hizo preguntarse si sería un síntoma de la infección. Ese
recuerdo no debería evocarle otra cosa que no fuera espanto. Pero, dejando a
un lado lo que debería sentir, sí, Tana entendía por qué Aidan podía sentirse
avergonzado por el recuerdo de haber bebido de la muñeca de Gavriel.
Ese pensamiento se aferró a su mente mientras observaba a Aidan deslizar
los dedos sobre la pared y acercárselos a la boca, teñidos de rojo.
—Aidan —susurró con impaciencia, justo antes de que él se los limpiara a
lametones, uno por uno.
Aidan profirió un gemido gutural y se arrodilló, presionó los labios sobre
la pared y la limpió con la lengua. Tenía un aspecto inhumano, como una
criatura alimentándose, en lugar del chico al que ella conocía.
Tana retrocedió, poniendo tanta distancia entre ellos como lo permitió esa
habitación tan pequeña. De sus labios escapó un suspiro que semejaba un
sollozo.
—¡Está bien! —exclamó con voz trémula—. Midnight, ¿estás ahí fuera?
Vale, ya lo ha hecho. Aidan ha cedido. Ya podéis dejarnos salir. Podéis
dejarlo salir.
Solo oyó el sonido de unos murmullos procedentes de las habitaciones
situadas más abajo.
Había un anuncio que echaban a veces en la televisión, sobre todo durante
los culebrones matutinos, cuando las amas de casa estarían delante de la
pantalla; en él salían unos nuggets de pollo en un plato delante de un niño
humano, y un batido de sangre delante de una niña vampira que babeaba
atada a la silla con unas cuerdas. El niño humano devoraba los nuggets en el
tiempo en que la vampira apenas había empezado a probar el batido. Entonces
el locutor decía: «Los nuggets de Shipton harán que sus hijos tengan más
apetito que un vampiro recién nacido».
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«Y un cuerno —se dijo Tana al recordarlo—. No hay nada más voraz que
un vampiro recién nacido».
Aidan se iba a morir. Y antes de que resucitara convertido en vampiro, si
Tana quería sobrevivir, iba a tener que matarlo, igual que había hecho su
padre con su madre. Debía matarlo antes de que la atacara con todas sus
fuerzas recién adquiridas.
Su mejor baza era el cuenco de madera. Ya estaba partido por la mitad, así
que a lo mejor podría extraer una astilla lo bastante grande como para
emplearla a modo de estaca.
Pero solo de pensar en presionarla sobre su pecho, con la fuerza necesaria
como para perforarle el corazón, se le revolvió el estómago.
Aidan se dejó caer al suelo, con la espalda apoyada en la pared
ensangrentada. Tenía los labios manchados de rojo.
—Lo siento —dijo, consternado, y Tana se preguntó si no solo se estaría
disculpando por lo que había hecho, sino por lo que inevitablemente iba a
hacer—. Lo siento, Tana.
Ella asintió con la cabeza.
—Lo sé. Yo también.
Permanecieron sentados en extremos opuestos de la habitación,
contemplando cómo el haz de luz se desplazaba por el suelo, a medida que la
mañana dejaba paso a la tarde. Aidan comenzó a temblar, sin dejar de mirar
una y otra vez hacia la pared. De vez en cuando, se giraba para mirar a Tana
con un brillo frenético en los ojos, y después se volvía a girar, resollando con
tanta fuerza como si estuviera dolorido.
«Piensa —se dijo Tana—, piensa».
Se levantó y se paseó por la estancia, obligándose a examinar el borde de
los rodapiés y los marcos de las puertas, para determinar qué podría aflojar y
utilizar para matarlo. Por supuesto, había otra opción.
Si probaba un poco de sangre —ya fuera la de Aidan, todavía humana, o
la sangre de la pared—, ella también cambiaría, siempre que estuviera
infectada.
«¿Nunca has pensado en ello? ¿En ser un vampiro?».
Supondría despedirse de Pearl, de Pauline, del sueño de vivir en Los
Ángeles, entre palmeras y un océano radiante. Supondría decir adiós a
tumbarse en una toalla en el jardín trasero para tomar el sol en verano, con
hormigas correteando sobre su pie y una capa reluciente sobre la piel de
crema solar con olor a coco. Adiós a los latidos del corazón, a las
hamburguesas y al tono azul grisáceo de sus ojos.
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Matar a Aidan o morir. Morir y resucitar.
«No moriremos nunca, Tana».
Contempló el lugar donde había impactado el cuenco en la pared, observó
el pequeño agujero en mitad del yeso y de repente se le ocurrió una idea
desesperada.
Atravesó la habitación y pateó la pared manchada de sangre, justo por
encima del rodapié. Aunque llevaba puestas las botas con punta de acero, se
hizo daño en los dedos de los pies, pero agrietó el yeso. Lo pateó de nuevo,
ampliando el agujero. Quizá no tendría que tomar una decisión horrible.
Quizá podría posponer la conversión en monstruo un día más.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Aidan, mirándola.
—No lo sé —respondió—. Puede que no funcione.
Se acercó al lugar donde se había caído un trozo de cuenco afilado y lo
recogió. Luego cerró los ojos, apretó los dientes y lo clavó entre el primer
agujero y la zona donde había impactado el cuenco.
Le cayó una capa de polvo sobre la ropa y la piel.
Después introdujo el pie en el primer agujero, se apoyó en el segundo para
encaramarse a los listones, se agarró a la madera y empezó a escalar.
Resultaba difícil mantener el equilibrio y más aún no resbalar, con el pie
ejerciendo presión hacia abajo, provocando que se desprendiera más yeso. Y
después, lo más difícil de todo: hincar el trozo de cuenco en la pared desde
esa posición para hacer otro agujero y seguir trepando.
—¿Tana? —preguntó Aidan.
La chica miró hacia abajo y comprobó que Aidan se encontraba justo por
debajo de ella. Tenía una expresión ávida en el rostro. Tenía la boca
entreabierta y la lengua rosada presionada sobre uno de sus caninos, como
para comprobar lo afilado que estaba.
—Creo que puedo llegar hasta la claraboya —dijo. «Vamos, vamos, sigue
actuando como si todo fuera normal. Estoy trepando por una pared como si
fuera el superhéroe más cutre del mundo y tú te estás muriendo, pero todo
entra dentro de lo normal»—. Si la lámpara aguanta mi peso y consigo saltar
sobre ella.
Tana se acordó de un ejercicio parecido que hacían todos los años en clase
de Educación Física. La última vez, había llegado hasta la mitad de la pared
antes de saltar y aterrizar sobre una de las esterillas, agotada. Pauline, que se
había inventado una trola para que la enfermera escolar le diera una bolsa de
hielo para una muñeca en la que no se había hecho nada y así poder sentarse
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en las gradas para librarse del ejercicio, la llamó pringada por haberse
esforzado tanto.
Ahora, Tana se arrepintió de no haberse esforzado mucho más. Ojalá
hubiera practicado todos los días para trepar por esa pared.
—¿Vas a dejarme aquí? —le preguntó Aidan.
Tana cambió el punto de apoyo, con los músculos en tensión.
—Cuando llegue al tejado, veré si puedo encontrar una forma de
sacarte…
Aidan negó con la cabeza y replicó con un tono adusto:
—Ya es tarde para eso. Me estoy muriendo. Lo noto.
Tana no pudo objetar nada al respecto. Aidan tenía la piel tan pálida que
parecía casi traslúcida; la carne que rodeaba sus ojos estaba tan azulada como
un moratón. Se preguntó si podría sentir cómo se ralentizaba su corazón, si
tendría la voz tomada porque cada vez le costaba más respirar.
—Entonces te sacaré esta noche, cuando hayas cambiado —le dijo.
Aidan no respondió, se limitó a observar cómo se impulsaba más alto con
un gruñido. Ojalá fuera más fuerte, pensó Tana, ojalá no se hubiera
despertado tan cansada. Empezó a sudar por la frente y los muslos. Le ardían
los brazos. Ignoró todas esas sensaciones y se concentró en no caerse.
Desde lo alto de la pared, contempló la lámpara de araña. Lo que parecía
un salto corto desde el suelo ahora le pareció una distancia insalvable.
Por debajo de ella, Aidan se paseaba por la habitación como una especie
de gato grande y hambriento. Si Tana se caía, si se torcía el tobillo o se
rompía una pierna, parecería una presa.
«Salta —se dijo—. Salta».
Pero estaba muy asustada. Al mirar hacia abajo se sintió desequilibrada, le
temblaban los brazos y las piernas. No se creía capaz de hacerlo.
Tras inspirar hondo, intentó motivarse con unas palabras de aliento:
«Supera tu miedo a hacer esto o supera tu miedo a asesinar a sangre fría a
alguien a quien le tienes aprecio, porque esas son tus opciones».
Como charla motivacional, dejaba bastante que desear. Pero funcionó.
Y saltó.
Sus piernas toparon con los brazos de latón de la lámpara y se aferró con
las manos a la columna central. Lo logró por los pelos, con una pierna
enganchada y la otra colgando, sujetándose con los dedos a duras penas. La
correa del bolso se le enganchó del pescuezo.
Se desprendió yeso del techo, que la cubrió con una lluvia blanca. La
cadena se deslizó un poco y ella se deslizó también, se le escurrió una mano
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de la lámpara. Se golpeó la cabeza contra una bombilla mientras el armazón
se balanceaba vertiginosamente.
«Va a soltarse del techo —pensó—. Me voy a caer».
Haciendo fuerza con el brazo y la pierna restantes, intentó impulsarse
hacia arriba. Sintió un tirón brusco y la correa del bolso le presionó la
garganta tan fuerte como para asfixiarla. Después se oyó un chasquido y la
tira de cuero se rompió.
Al mirar abajo, comprobó que Aidan tenía su bolso en la mano, lo
sostenía en alto como si estuviera orgulloso de sí mismo. Había mordido la
correa.
—¡Devuélvemelo! —gritó—. ¿Por qué has…?
—Ten cuidado —repuso él con voz risueña—. No querrás caerte.
Aidan tenía el salvoconducto. Pero si Tana se soltaba ahora, con la
lámpara medio arrancada del techo, sería imposible aferrarse a ella por
segunda vez con un nuevo salto.
Tenía que concentrarse en subir y llegar hasta esa claraboya, aunque en
ese momento solo tuviera ganas de llorar.
Con un temblor en las manos y un zumbido en la cabeza, se impulsó hasta
adoptar una posición más estable sobre la lámpara. Cada vez que el armazón
descendía con una sacudida, estaba segura de que se iba a caer. Cada vez que
se balanceaba, estaba aún más convencida de que se iba a desplomar. Pero
consiguió enderezarse, con un pie puesto en equilibrio sobre un brazo de la
lámpara mientras se incorporaba.
Alargó un brazo, temblando y sudando, y agarró el picaporte. La ventana
giró hacia dentro. Cayó una llovizna de agua sucia, junto con unas cuantas
hojas.
—¿Y ahora qué? —exclamó Aidan desde el suelo. Luego empezó a toser.
Iba a tener que encaramarse a pulso. Si quería salir de allí, tendría que
hacerlo con una mezcla de fortaleza en los brazos y desesperación.
Extendió las manos todo lo que pudo y se aferró al alféizar. Después se
lanzó desde la lámpara, esforzándose para asomar el pecho por encima del
borde del tragaluz. Ese momento —cuando sus pies solo encontraron aire por
debajo y empezó a resollar, tratando de impulsarse, con el terror corriendo por
sus venas como si fuera ácido— resultó horrible. Y cuando lo consiguió, con
el torso apoyado sobre las tejas, permaneció en esa postura mucho rato,
demasiado cansada como para alzar siquiera las piernas.
Finalmente, arrastrándose hacia delante, volvió a mirar a Aidan. La
lámpara de araña colgaba entre ellos, torcida, con unos cables eléctricos
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arrancados del techo. Aidan estaba sonriendo.
—Guau. Ha sido increíble.
Jadeando, exhausta, Tana dijo:
—Por favor, devuélveme mi bolso. Por favor. No sé por qué lo has cogido
y me da igual. Pero dámelo ya.
—Lo siento, Tana. —Aidan lo abrió, rebuscó dentro y sacó el sobre
marrón. Con unos dedos pálidos y temblorosos, extrajo la pequeña esfera
plateada con el chip en el centro y la sostuvo hacia la luz—. Quería
asegurarme de que tuvieras que volver. Tengo miedo.
—No te dejaré aquí —susurró Tana, mirándolo directamente a los ojos,
para hacerle entender que su promesa iba en serio—. No necesitas ninguna
prueba de eso. Me conoces. Estoy loca… Lo suficiente como para volver, con
salvoconducto o sin él.
—Entonces, no importa, ¿verdad? —Aidan le lanzó una de sus
exasperantes miradas de cachorrito—. Te daré el resto del bolso, pero deja
que me quede el salvoconducto. Es mi último deseo antes de morir.
«Por favor, Tana. Por favor».
—No —dijo ella.
—Qué lástima. —Aidan cerró el bolso y se lo arrojó. Tana lo agarró al
vuelo, enfadada. Lo que más la enfurecía era que le estaba entregando algo
por lo que debería sentirse agradecida.
—Será mejor que no pierdas ese salvoconducto —dijo con un nudo en el
estómago, resignándose—. Será mejor que no se lo des a ningún tío bueno al
que quieras impresionar. Sigue siendo mío.
—No lo haré —repuso él, que se lo acercó a la boca y lo besó con sus
labios manchados de sangre seca—. Ven a buscarme cuando oscurezca.
Tana rodó hasta ponerse bocarriba, tendida sobre el tejado, contemplando
la palidez azulada del cielo. Estaba agotada, su mente no paraba de repetir:
«Estoy hecha polvo, estoy hecha polvo, estoy hecha polvo», una cantinela que
parecía más cierta cuanto más lo pensaba.
Parpadeó y una sombra se proyectó sobre ella. Se incorporó y vio a un
chico latino que se acercaba hacia ella a través del tejado. Pegó un grito de
sorpresa.
Era el mismo chico al que había visto aquella mañana. Tenía el pelo
rapado y oscuro, tatuajes multicolores que serpenteaban sobre la piel morena
de sus brazos y unos radiantes aros de oro en ambas orejas, pero esta vez no
lo acompañaba el pájaro.
—¿Estás bien? —le preguntó.
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Tana asintió.
El muchacho se acercó a la claraboya y se asomó por ella.
—¿Te han dejado encerrada con ese chico? ¿Qué le ocurre?
Tana asintió otra vez.
—Aidan está infectado. Le han dado sangre. Se va a convertir.
El chico negó con la cabeza. Tenía un aspecto de pirata que lo haría
encajar de maravilla en el grupo de Rufus, Zara y Christobel. Y parecía
conocerlos, aunque aquella mañana no los había llamado desde esa azotea.
Tana deseó con todas sus fuerzas que no fueran amigos.
El desconocido le tendió la mano. Tana se la agarró y dejó que tirase de
ella para incorporarla. La suave pendiente del tejado hizo que se tambaleara
un poco, pero no creyó que corriera peligro de caerse, siempre que no hiciera
movimientos bruscos.
—Te he visto —dijo—. Con el pájaro.
—Vivo cerca —repuso él—. Llevo viviendo aquí desde antes de la
cuarentena. Los lugares altos son más seguros. Me llamo Jameson.
Tana contempló aquel mar de tejados, algunos conectados y otros no.
—Si me muestras el camino hasta la calle, te invito a cenar.
—Se está poniendo el sol —repuso él—. A esa comida la llaman
desayuno en esta zona.
Tana contempló las nubes, pintadas con los tonos dorados y carmesíes del
anochecer.
—Desayuno, ¿eh?
Jameson se encogió de hombros y se acercó a la cima del tejado.
—Bienvenida a Coldtown. Se desayuna al anochecer. Se almuerza a
medianoche. Se cena al amanecer. Y no esperes que todo el mundo sea tan
majo como yo. En marcha.
Titubeando, Tana volvió a mirar hacia el tragaluz.
—Se está muriendo ahí abajo. Está solo.
—Todo el mundo muere solo —repuso Jameson, que siguió avanzando—.
Pero no todo el mundo se despierta justo después. Vamos.
Al cabo de un rato, sin saber qué otra cosa hacer, Tana lo siguió. Jameson
la guio de un tejado a otro hasta que llegaron a una escalera de incendios por
la que descendieron, envueltos en un estrépito metálico.
Coldtown era una ciudad que funcionaba al revés, donde el día era la
noche y viceversa. A medida que se aproximaban al centro de la ciudad, las
calles se llenaron de comerciantes y vendedores ambulantes que se
preparaban para la llegada de la noche. Varios jóvenes que vendían productos
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en latas abolladas sobre unas mantas rasgadas, a veinticinco centavos la
unidad, la llamaron a voces al pasar. Había otros tenderetes improvisados,
uno de ellos repleto de pequeños generadores alimentados con energía solar
que se accionaban con una manivela, otro con un surtido de abrigos y
chaquetas distribuidos en estantes y un tercero con pollos y conejos
enjaulados. Una mujer atizaba un fuego por debajo de dos enormes cazuelas
de sopa mientras un hombre subido a un taburete las removía con ímpetu; un
letrero situado por detrás de la pareja prometía una ración de caldo de
verduras a mitad de precio si traías tu propio cuenco. Un tipo con sombrero de
copa y tirantes rojos anunciaba su mercancía a grito pelado desde el otro lado
de una parrilla humeante:
—¡Pincho de rata, vengan a probarlo, dulce y crujiente, menudo manjar!
A Tana le rugió el estómago, pero no sabía si sería capaz de probar
bocado. Se preguntó si se debería a la infección, si finalmente iba a
arrebatarle el hambre de todo lo que no fuera sangre. Al pensar eso, se le
revolvió el estómago todavía más.
Cuando llegó a la calle principal, la cabeza le daba vueltas.
—Pilla un asiento —dijo Jameson, señalando hacia un lugar donde había
unas mesitas de plástico mugrientas y un puñado de sillas desparejadas—. Iré
a buscar algo de comer. Ya me lo pagarás luego.
Tana se preguntó qué estaría tramando, pero, como estaban en un lugar
público y huir podría dejarla en una situación más extraña o peligrosa, decidió
sentarse. Jameson regresó unos minutos después con dos platos llenos con
algo que parecían huevos revueltos con cebolletas, un par de tortillas calientes
para preparar tacos y dos tazas de café solo con una capa de posos en la
superficie.
—Bien —dijo Jameson—. Te he ayudado y te he comprado comida.
Ahora, tal vez podrías hablarme un poco del aguijón de Istra.
Tana se quedó mirándolo fijamente.
—¿Qué te hace pensar que…?
Jameson sacó su móvil, pulsó unos cuantos botones y lo deslizó sobre la
mesa hacia ella. Al principio, Tana no entendió lo que estaba viendo. Era un
artículo de un blog con una fotografía borrosa que reconoció como la misma
que Midnight había sacado con la cámara de su móvil. Aunque debía de
haberla retocado con Photoshop antes de publicarla, porque la imagen era más
brillante. Los rostros de Tana y Gavriel resultaban reconocibles, inclinados el
uno hacia el otro, un segundo antes de que sus bocas se tocasen. Él tenía los
ojos cerrados.
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—Y antes de que preguntes por qué creo que es el aguijón de Istra, lo
pienso porque eso es lo que pone en el artículo.
La chica asegura que tus amigos y tú, incluido el aguijón, los recogisteis a
su hermano y a ella en una especie de sitio turístico cutre.
Tana se quedó mirando el móvil.
—Puedes leerlo si quieres. —Jameson pinchó una porción de huevos con
el tenedor—. Pero, en resumen, aquí dice que sobreviviste a una masacre,
donde conociste al aguijón. Él no le contó a nadie quién era, pero su hermano
lo dedujo en la entrada de Coldtown, cuando vio un cartel de «Se busca».
Mucha gente ha mostrado interés por este artículo. —Jameson empleó un
tono neutral, con los brazos apoyados sobre la mesa. Tana observó sus
tatuajes: palabras escritas con una caligrafía grande y ornamentada que
desaparecían por debajo de una camiseta blanca, rosas con unos tallos verdes
y sinuosos y polillas de color marrón claro con alas blancas—. Especialmente,
Lucien Moreau.
Tana estuvo a punto de atragantarse con los huevos.
—¿El tipo de la tele?
Lucien Moreau. Cabello dorado y un rostro que parecía salido de un
cuadro prerrafaelita. Vetusto y atemporal, había aparecido durante la
cuarentena y desde entonces campaba a sus anchas por la ciudad. Había
ocupado la casa más grande que había podido encontrar y había instalado
cámaras por todas partes. Las fiestas que organizaba en su mansión eran tan
famosas como el Salón de la Eternidad, pero más elegantes y mortíferas.
Podías verlas por internet y en ciertos canales locales nocturnos, pero ningún
canal de renombre las emitía nunca sin censurar. Tana no las veía, pero Pearl
y sus amigos sí. Los había oído cuchichear sobre lo que veían allí: el contorno
borroso de unas capas de terciopelo, extremidades entrelazadas y Lucien,
carismático como siempre, hablando contigo directamente a través de la
cámara, prometiéndote con una sonrisa en los labios y un fulgor en los ojos
que, por muy fuerte que gritases, disfrutarías de lo que haría contigo y nunca
volverías a ser el mismo cuando terminara.
—Tengo una amiga que vive en casa de Lucien. Hace recados y movidas
para él. Se suponía que debía mantener vigilada la verja. Al parecer, desde
que el aguijón se escapó de su prisión en París, Lucien ha estado temiendo
que viniera aquí.
—¿Por qué? —Tana se obligó a coger la taza, ignorando el temblor de sus
manos. Probó un sorbo de café, el líquido caliente la estabilizó lo suficiente
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como para probar un bocado de los huevos. Tras hacerlo, se dio cuenta de que
estaba más hambrienta de lo que imaginaba.
—Lucien es la razón por la que acabó en una celda —explicó Jameson,
que se inclinó hacia delante sobre su asiento de plástico—. Al parecer, tu
amigo Gavriel dejó que Caspar Morales se le escurriera de entre los dedos.
Lucien, o quizá Elisabet, o posiblemente los dos juntos le contaron a un
vampiro ancestral conocido como Spider lo que había hecho. Así fue como el
aguijón de Istra se pasó la última década siendo torturado en alguna parte,
bajo las calles de París.
Tana pensó en lo que había dicho Gavriel en el coche, cuando habían
salido de la gasolinera. En aquel momento, no había encontrado sentido a esas
palabras, pero ahora le pareció que formaban un acertijo.
«Este es el mundo que he remodelado con mi terrible compasión».
«Un acto de compasión del que me arrepiento…, del que nunca dejaré de
arrepentirme».
Tana volvió a sentir vértigo.
—¿Cómo sabes todo eso?
—Ya te lo he dicho —replicó él—. Tengo una amiga que vive con
Lucien. ¿El aguijón comentó algo acerca de cuáles eran sus planes?
¿Mencionó alguna estrategia?
«Yo también tengo un amigo. Y estoy decidido a matarlo».
—Quiere ver muerto a alguien. —Tana metió una pila de huevos en una
tortilla mexicana y se la acercó a la boca. Tras el tercer bocado y otro sorbo
de café, empezó a sentirse mucho mejor—. Pero no sé nada aparte de eso. Ni
siquiera me habría creído que Gavriel es el aguijón de Istra si Winter no me
hubiera enseñado esto.
Sacó el letrero arrugado, que había dejado remetido en su bolso muchas
horas antes, lo desplegó sobre la mesa y alisó las arrugas. Al ver sus rizos
oscuros, el bastón con mango de plata y la violencia plasmada en sus ojos,
Tana volvió a sorprenderse al recordar la tersura de sus labios.
—No actuó como… A ver, era aterrador, pero también era amable, a su
manera. No era como cabría esperar.
Jameson echó un vistazo al cartel y silbó al ver la cuantía de la
recompensa.
—¿Cómo es que no lo entregaste en la verja?
Tana negó con la cabeza.
—Él me ayudó. Sería una forma bastante fea de agradecérselo. Pero no lo
entiendo… ¿Cómo es que Lucien y Gavriel se conocen?
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—Lucien es el creador de Gavriel —respondió Jameson.
—¿Qué?
Tana no podía concebirlo. No podía imaginarse a Gavriel —en el que
pensaba en parte como ese chico que le había hecho una promesa el otro día y
en parte como esa criatura que chillaba en las profundidades del cementerio
del Père Lachaise— manteniendo algún tipo de relación con un encantador de
serpientes como Lucien Moreau, que había vendido sus derechos de imagen
para poner a la venta pósteres con su efigie en centros comerciales de todo el
país.
—Oye, es evidente que no sé gran cosa. Lo único que puedo decirte es
que Gavriel viaja solo y que lo perseguían varios vampiros. Nos dejó creer
que los había enviado el aguijón de Istra, pero supongo que los mandaría ese
tal Spider. La matanza que mencionó Midnight en su blog se debió a ellos.
Algo blanco descendió del cielo como una centella; Tana se sorprendió
tanto que estuvo a punto de caerse de la silla. El cuervo desplegó sus alas
albinas y se posó sobre la mesa, observándola con sus ojos de color rubí.
Avanzó sobre la superficie de plástico, graznó una vez y luego picoteó unos
restos de huevo.
Jameson se empezó a reír mientras el pájaro saltaba sobre su hombro.
Luego batió las alas y revoloteó hacia su cabeza.
—Este es Gremlin. —Meneó una mano para que el cuervo volviera a
posarse sobre la mesa.
Tana extendió los dedos con tiento y se sorprendió cuando el pájaro se
acercó y frotó el pico sobre su piel. Ella sonrió un poco, relajándose. Los
animales tenían algo que incitaba a pensar que cualquiera que cuidara de ellos
era buena persona.
—Deja que te explique una cosa sobre Coldtown —dijo Jameson—. En
general, somos un ecosistema que funciona. Los vampiros necesitan
montones de personas vivas para suministrarles sangre voluntariamente, por
medio de vías intravenosas. Si tuvieran que dedicarse a atacar a la gente, se
arriesgarían a propagar la infección y perder así su fuente de alimento. Pero
cuando algo agita Coldtown, nos sumimos en el caos con mucha rapidez. Ya
se trate de terroristas humanos que irrumpen en el Salón de la Eternidad por
las ventanas y se prenden fuego, o de disputas territoriales entre bandas de
vampiros rivales, la situación puede caldearse muy rápido. Así que, si Gavriel
sacude el avispero, hay un montón de vampiros y humanos que odian a
Lucien y que estarían dispuestos a unirse a él…
Tana intentó imaginarlo reclutando a alguien y negó con la cabeza.
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—Creo que, sean cuales sean sus planes, actuará solo. Él no es… Está un
poco loco.
Jameson pareció ligeramente aliviado.
—Le diré a mi amiga que intente alejarse de casa de Lucien durante unos
días, pero dudo que me haga caso.
Tana dio un último sorbo de café, engullendo los posos, y sintió cómo la
cafeína se extendía por sus venas. El cielo se había oscurecido y ella se puso a
pensar en Aidan, que seguiría en la casa, muerto y resucitado, esperando su
regreso.
—Si Lucien es tan horrible, ¿por qué tu amiga se fue a vivir con él?
Jameson miró para otro lado.
—Es una vampira —respondió en voz baja.
Lo dijo de tal modo, como si se avergonzara, que Tana se preguntó qué se
sentiría al haberse criado allí siendo humano. Qué implicaría no haber tomado
nunca la decisión de venir a Coldtown, no querer nada de los vampiros. ¿Qué
haría Jameson para conseguir un salvoconducto como el que ella había
perdido? ¿Y cómo se sentiría si supiera lo de la infección que burbujeaba en
su sangre?
Jameson alargó un brazo para acariciar las plumas blancas de Gremlin.
—¿Sabías que los cuervos llegan a cogerle el gusto a las sustancias
químicas que hay en las mordeduras de las hormigas? Ácido fórmico, creo.
Resulta que se vuelven tan adictos que despliegan sus alas encima de los
hormigueros. Creo que ella, mi amiga, sabe que Lucien es horrible, pero se ha
encariñado de él.
Tana se estremeció ante esa comparación.
—Puede que solo se haya acostumbrado.
—Es posible —repuso Jameson, pero no parecía muy convencido.
—Ahora me toca preguntarte algo a ti —dijo Tana. La cuestión es que
Jameson parecía extrañamente normal. Tenía pinta de duro, con una barba
incipiente en la mandíbula y los músculos fibrosos propios de alguien que
pasaba mucho tiempo encaramándose a los tejados, pero la había ayudado y
no le había pedido gran cosa a cambio—. Si conoces algún sitio donde pueda
comprar cosas, en plan ropa y tal vez algún arma, te agradecería mucho que
me lo indicaras. No he venido muy preparada que digamos.
—Conozco a alguien que tiene una tienda de empeños bastante decente.
Podría acompañarte. —Jameson arqueó las cejas, expectante.
—Gracias otra vez —dijo Tana, y se levantó.
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Esa noche iba a tener que encontrar un modo de regresar con Aidan y
recuperar el salvoconducto. Y cuando lo hiciera, iba a tener que buscarse una
prisión nueva, una donde pudiera encerrarse a pasar la infección con
suficiente agua, comida y mantas como para sobrellevar ochenta y ocho días
de tormento.
Ochenta y ocho días que ya habían empezado a contar.
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C A P Í T U L O 22
El precio de la inmortalidad
es elevado; antes es preciso
morir en vida varias veces.
Friedrich Nietzsche
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había oído decir que esa clase de sitios estaban frecuentados por víboras,
nadie lo decía en el sentido literal.
—Debería irme —dijo, aturdido, mientras intentaba incorporarse otra vez
—. No me encuentro bien.
—Algunas enfermedades son peores que la cura —repuso aquel hombre,
que lo dejó inmovilizado con la presión de un solo dedo.
Entre la penumbra, los iris de sus ojos parecían tener el color de la sangre
derramada. Gavriel se quedó mirándolo, demasiado perplejo como para sentir
miedo. Después de llamar la atención del diablo durante tanto tiempo, parecía
que por fin había acudido a buscarlo.
—Cuando esto termine, seremos como hermanos —dijo el diablo.
—Ya tengo un hermano —repuso Gavriel con voz pastosa—. Está
muerto.
El diablo se cernió sobre él, acentuó su sonrisa para mostrar unos dientes
afilados.
—Yo también.
Gavriel abrió la boca para gritar, pero, borracho como estaba, lo que hizo
fue empezar a reírse.
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Gavriel se pasó la mayor parte del día durmiendo, se despertó por la noche
con el frío metido en el cuerpo. En el exterior de su apartamento, oyó todos
los sonidos de la noche en París: gente que ofrecía sus productos, ya fueran
alimentos o sus propios cuerpos. Alguien estaba jugando a los dados en el
callejón situado bajo su ventana; el sonido que producían al rodar sobre los
adoquines le hizo pensar en un esqueleto traqueteando dentro de su ataúd.
Se dio cuenta de que no quería estar solo. Por suerte, en París podía
encontrar malas compañías a cualquier hora del día. En un cabaret donde una
chica de pelo oscuro ejecutaba la escandalosa danse du ventre, se topó con
varios de sus conocidos. En el fondo, sabía muy poco de ellos, solo conocía
sus apetitos, que eran prodigiosos. Aun así, sus carcajadas ahuyentaron los
sueños de la noche anterior. Al menos, hasta que Gavriel se descubrió
examinando la garganta de Raoul de Cleves, el hijo de un conde, aficionado a
las apuestas y ahogado por las deudas. A medida que avanzaba la noche,
Gavriel se volvió más y más consciente de los movimientos de la sangre bajo
la piel de Cleves, de la manera que tenía su corazón de impulsarla, caliente y
lozana. Resultaría tan fácil desgarrar la carne y liberar ese torrente rojizo,
radiante como el vino de Burdeos. Sería tan fácil quedarse a solas con él,
prometerle el préstamo de alguna cantidad de dinero para luego presionarlo
contra la pared del callejón y… Gavriel apartó de su mente lo que venía a
continuación. Intentó fijarse en la chica del escenario, pero cuando rotó las
caderas, haciendo tintinear las campanitas de su falda, solo pudo pensar en la
arteria que se extendía por el interior de su muslo cubierto de sudor.
Regresó a casa dando tumbos, borracho como una cuba. Cuando abrió la
puerta de su cuarto, la chimenea estaba encendida y el diablo estaba sentado
en una silla raída, vestido con una elegante chaqueta de color gris paloma con
botones cubiertos, como si acabara de llegar de Versalles.
—Soy Lucien Moreau —dijo el diablo con un fulgor demoníaco en los
ojos—. Imagino que tendrás preguntas.
Gavriel se quedó en el umbral, paralizado.
—Me siento muy extraño —dijo Lucien con voz de falsete, sonriendo. Era
obvio que su interpretación le hacía mucha gracia—. ¿Qué me está pasando?
¿Cómo has podido transmitirme estos deseos tan terribles? ¡Largo, Satanás!
Gavriel entró en la habitación y cerró la puerta tras de sí.
—Te pido disculpas —dijo—. Estoy muy borracho y no creo que sea tan
lúcido en mi interrogatorio como imaginas. Confieso que me siento
indispuesto, pero puedes quedarte todo el tiempo que quieras. He estado
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registrando las calles de París en busca de la perdición, y ahora la perdición
ha venido a sentarse junto a mi chimenea. ¿Quién soy yo para rechazarlo?
No tenía tanta templanza como dejaban entrever sus palabras, pero la
interpretación burlona que había hecho Lucien de sus pensamientos lo había
incitado a actuar así: se negaba a permitir que la criatura detectara su miedo.
Lucien inclinó la cabeza en señal de agradecimiento.
—Siempre actúas de un modo inesperado. Para mí, la sorpresa es una
cualidad más preciada que los rubíes.
Sostuvo una mano en alto y Gavriel pudo ver que uno de los anillos
plateados que llevaba le cubría la totalidad del dedo, como si fuera una
especie de armadura, con una garra curva y afilada en la punta.
Lo deslizó sobre su muñeca y dejó que la sangre brotara. Era más oscura
que la sangre que Gavriel recordaba desperdigada sobre el pecho de su
hermano; más oscura y con un cariz azulado inusual. Su olor inundó la
habitación, era un aroma hipnótico, como el del ozono que se producía tras el
impacto de un rayo. Gavriel se impulsó hacia delante sin darse cuenta.
—Bebe —dijo Lucien—. Esto es lo que ansias. Ven a beber.
Y mientras Gavriel inclinaba la cabeza, postrado de rodillas, envolviendo
la muñeca de Lucien con unos dedos temblorosos, una parte de él comprendió
que, hasta ese momento, solo había estado jugando a cometer diabluras.
Nunca había perpetrado nada tan terrible en París como para no poder volver
a ser el hombre que había sido antaño.
Entonces lo inundó el sabor de la sangre de Lucien y se dejó llevar.
Succionó la herida, presionando la lengua sobre la piel rajada de su muñeca,
profiriendo un gemido originado en el fondo de su garganta. Se olvidó de
Aleksander. Se olvidó de sus padres y de su hermana. Se olvidó del sonido de
la pistola al disparar, del olor a pólvora y del cuerpo de su hermano tendido
en la nieve. Ya solo quedaba esto.
Y cuando se despertó a última hora de la mañana, con los labios y los
dientes manchados de sangre, con restos rojizos sobre la almohada, fruto de
haber restregado los labios por ella durante la noche, lo único que pensó fue
en conseguir más.
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importaban los salones ni los cabarets, ya no pensaba en la bebida ni el
envilecimiento.
Al principio, esas sesiones lo dejaban agotado, pero entonces la sangre
pareció ejercer una alquimia extraña. Su ansia se redujo. Vagaba por las calles
durante el día, sintiéndose más fuerte, más ligero y alerta que antes. Podía
partir un atizador por la mitad y agarrar las riendas de un caballo encabritado
para inmovilizarlo de un tirón, sin necesidad de esforzarse siquiera. En su
habitación, a solas, lanzaba un cuchillo contra la pared una y otra vez,
perfectamente capaz de controlar dónde lo clavaba. Sus caninos se volvieron
más largos y afilados, provocando que le sangrasen las encías. Gavriel estaba
encantado, se deslizaba los dedos por las puntas cuando estaba a solas, para
confirmar que de verdad estaban allí.
Y cuando se encorvaba sobre la muñeca de Lucien, haciéndole unos
agujeritos en la piel con sus nuevos dientes, Gavriel se sentía tan alejado de sí
mismo como podría haberlo deseado alguna vez.
En la séptima noche, cuando regresó a su apartamento después del
anochecer, Lucien estaba allí, apoltronado en una silla, ataviado con un
esmoquin. A su lado había una chica, sentada en uno de los brazos de la
butaca, con una blusa fina y sucia y una falda marrón que parecía bastante
aparatosa. Tenía restos de mugre en los carrillos, manchas que le oscurecían
la garganta y le embadurnaban las manos. Había una caja apoyada encima de
la mesa, de la que asomaba un tejido de color verde manzana.
—Le he dicho que podía darse un baño aquí —dijo Lucien—. ¿Te parece
bien?
Gavriel asintió, aturdido, mientras contemplaba la escena con el corazón
acelerado.
—Por supuesto, si ella quiere.
—Sí que quiere. —Lucien le dio un empujoncito a la chica, que,
obediente, se levantó—. Le he dicho que tiene que limpiarse bien antes de que
pueda ponerse el vestido que le has comprado.
Gavriel se fijó en la caja con el tejido de satén verde y luego volvió a
mirar a la chica. Estaba observando el vestido con un anhelo tan intenso que
parecía un poco boba. Gavriel se acordó del armario de su hermana, repleto
de vestidos parecidos, y pensó que era absurdo desear tanto una fruslería
como esa, pero, claro, para ella sí tendría valor.
«Huye —pensó, pero no lo dijo en voz alta—. Sabes que deberías irte
corriendo. Por favor, hazlo».
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Gavriel señaló hacia el fondo de su apartamento y la observó mientras
recogía la caja y se encaminaba lentamente hacia la bañera de estaño que
había en el dormitorio, hacia el cántaro con agua que él mismo había
depositado allí junto con una pastilla de jabón. La chica se movió con
gracilidad, con un balanceo en sus pasos que le hizo pensar en la bailarina a la
que había visto unos días antes. Se imaginó presionando la boca sobre su
cuello, su corazón aleteando como un pájaro, y se estremeció.
—¿Qué hace ella aquí? —inquirió.
—Bah, no seas fastidioso —dijo Lucien—. Seguro que puedes deducir
tanto su procedencia como su propósito. No hay ningún misterio.
—Lucien —replicó Gavriel—, ¿qué pretendes hacer con ella?
—No es para mí —repuso el otro—. Mi sangre te ha preparado, pero
ahora tienes ante ti la transformación final. Esta será tu última noche como
miembro del mundo de los vivos. Bebe de ella y renace. Su muerte te
concederá la vida eterna.
Gavriel negó con la cabeza, retrocediendo.
—Venga ya. No puedes pasarte la vida entera vertiendo vino de un
recipiente a otro. —Lucien esbozó una sonrisa mordaz.
—Ya tengo suficiente sangre inocente en mis manos —dijo Gavriel—.
Más que suficiente.
Lucien se rio.
—De modo que eso es de lo que estás huyendo, ¿eh? Ay, mi querido
muchacho, muy pronto no significará nada para ti, te lo prometo. Habrá ríos
de sangre en los que ahogarse, y una sola gota será tan insignificante como
una única estrella dentro del tapiz del firmamento.
—No lo haré. —Gavriel avanzó hacia la puerta. Lucien lo agarró del
brazo, pero él lo apartó con toda la fortaleza sustraída de su sangre—. Me da
igual lo que me suceda a mí, pero no quiero ser la causa del sufrimiento de
otra persona.
—Lo serás —sentenció Lucien, con un fulgor en sus ojos rojos y una
sonrisa burlona.
Gavriel se escapó en la noche, seguido por el eco de las carcajadas de
Lucien.
Lucien lo encontró una semana más tarde. Gavriel había tomado la diligencia
que salía de París y estaba alojado en una pequeña posada a las afueras de
Marsella. La noche anterior se había acostado, sudando y temblando,
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escuchando los latidos de los corazones de los humanos como si fueran
tambores a través de las paredes. El frío caló cada vez más hondo en su piel,
hasta que al fin se le congeló el corazón.
Cuando Lucien abrió la puerta principal y vio la sala común cubierta de
manchas carmesíes, con los cuerpos del posadero y su esposa, de los
muchachos que trabajaban en las cocinas y los establos, sonrió. Gavriel,
agazapado encima de un cuerpo, lo miró con una desesperación tan profunda
que lindaba con la apatía más absoluta.
Por supuesto, Lucien había matado a la chica a la que Gavriel había
intentado salvar. Le contó todos los detalles al respecto durante el trayecto de
vuelta a París.
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C A P Í T U L O 23
La muerte ha imbuido en ti
la belleza de su oscuridad.
Alfred Jennyson
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Al cabo de un rato, una chica abrió la rejilla. En cuanto vio a Jameson,
sonrió de oreja a oreja, aunque atenuó un poco el gesto al ver a Tana.
Descorrió los cerrojos de la puerta y la abrió, cediéndoles el paso al
edificio en penumbra.
Era una chica alta, con el pelo largo y castaño, como la melena de un león,
suelto alrededor de los hombros, y con unos ojos verdes tan brillantes como el
cristal de una botella.
Se había maquillado los párpados y las mejillas con un polvo dorado.
Llevaba puesta una túnica estilo kimono, como si acabara de levantarse.
—Hola. —Jameson sonrió con timidez. Parecía un poco deslumbrado por
su belleza.
—Hola —respondió ella. Parecía estar conteniendo el aliento, esperando a
que él hiciera o dijera algo. Fuera lo que fuese, Jameson no hizo nada.
El chico despreocupado y seguro de sí mismo que había llevado a Tana a
desayunar y le había explicado cómo funcionaban las cosas en Coldtown
había desaparecido.
—Aquí puedes conseguir casi de todo —le dijo a Tana—. Valentina tiene
un poder mágico para recordar dónde dejó hace un año una caja vieja que
contiene justo lo que estás buscando.
La chica, Valentina, sonrió.
—Hace un año no estaba trabajando aquí —repuso.
Jameson sonrió, pero no la miró.
—Por eso es magia.
Tana observó los estantes con ropa pegados a una pared, con maletas
abiertas cerca, todas ellas abarrotadas de abrigos y camisas. Había varios
maniquíes dispuestos de tal modo que parecía como si estuvieran atados,
equipados con un surtido de vestidos y sombreros centelleantes. Había varias
lámparas de aceite repartidas por el local, que proyectaban unas sombras
danzarinas.
Una mujer bajó por las escaleras, sus zapatos de tacón resonaron con
fuerza sobre la madera. Al oírla llegar, Valentina se apartó de Jameson. Esa
mujer era la persona más mayor que Tana había visto hasta ese momento
dentro de los muros, con el pelo largo y salpicado de canas, lo bastante fino
como para semejar telas de araña cuando se desplegaba sobre su vestido
negro. Llevaba un aparatoso medallón de oro rosa colgado al cuello y unos
radiantes pendientes azules, casi idénticos al color de sus ojos.
—No te quedes ahí, Valentina —le dijo a la chica—. Cierra la puerta.
Queremos que nuestros clientes disfruten de la experiencia de compra más
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segura posible.
Valentina avanzó unos pasos hacia la puerta, antes de que Jameson
agarrase el picaporte.
—Yo me voy ya —dijo al tiempo que lo giraba y salía a la calle—. Buena
suerte, Tana. Chao, Valentina. Chao, señora Kurkin.
—Oh, quédate —dijo la mujer—. Tómate un té con nosotras.
—No puedo —repuso Jameson—. Pero Tana es nueva en la ciudad. No le
vendría mal tomarse uno.
La señora Kurkin sonrió.
—Tú siempre al lado de los prófugos, ¿eh?
Valentina corrió los cerrojos cuando salió Jameson y echó un único
vistazo a través de la rejilla. A Tana le extrañó esa marcha tan precipitada, se
preguntó si Jameson sentiría la misma aversión que ella a permanecer
encerrado. Pero en vista de que había sido ella la que se había llevado un
mordisco hacía veintiséis horas, lo más probable era que supusiera un peligro
mayor para las dependientas de la tienda que al revés. Se alegró de que no lo
supieran.
—En fin —dijo la señora Kurkin—. ¿Qué puedo hacer por ti? Tendrás
algo que vender, supongo. ¿Algo que le robaste a tu madre en casa? ¿Un
preciado relicario que te regaló tu abuela cuando eras un bebé? ¿Una herencia
familiar?
—Más que nada, necesito comprar algunas cosas —dijo Tana, suponiendo
que Hedda Kurkin no sentía demasiado aprecio por los jovencitos que
pasaban por su tienda.
Pero entonces pensó en el collar de granates con el medallón vacío que le
había dado Gavriel, el que traqueteaba en el fondo de su bolso, el que la había
hecho estremecerse cuando se había planteado su procedencia. Metió una
mano en el bolso, lo sacó y lo depositó sobre un mostrador de cristal que
albergaba varios objetos centelleantes. Desde pendientes cargados con gemas
de imitación hasta anillos de diamantes. Los granates despidieron un brillo
opaco, como docenas de pinchazos sanguinolentos.
—En realidad, sí tengo una cosa que vender. Aunque el cierre está roto.
—Hmmmm —murmuró Hedda, que se situó detrás del mostrador y sacó
una lupa de joyería, sosteniéndola delante de su ojo izquierdo.
—Son granates de Bohemia. El nombre viene del latín, granatum, de
«granada», porque recuerdan a las semillas de ese fruto. Es probable que
procedan de la República Checa, aunque la montura es de origen ruso. Puede
verse el símbolo del oro. —Recogió el collar y lo sopesó en la mano—.
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Buena factura. Antiguo. Robusto. Podría darte seiscientos dólares por él: la
mitad en efectivo, la mitad en crédito. Aunque valdría cuatro veces más con el
comprador adecuado.
Tana no pudo evitar que se le cortara el aliento
—Por desgracia —continuó Hedda—, no creo que encuentres al
comprador adecuado dentro de Coldtown.
Un collar ruso antiguo. ¿Qué probabilidades había de que el aguijón de
Istra lo hubiera arrancado del gaznate de alguien en un aparcamiento y que,
por pura casualidad, procediera del país donde había nacido? Pero si no lo
había robado, entonces se trataba de un objeto que le pertenecía, algo que
había traído consigo durante todo el trayecto desde París, algo que llevaba en
su poder desde hacía mucho.
Y se lo había dado a ella.
La mujer miró a Tana de un modo extraño.
—O, por treinta dólares, podría arreglar el cierre mientras echas un
vistazo por la tienda y podrías lucirlo en la ciudad esta noche. Es un collar
precioso. No hace falta que vendas tu alma a las primeras de cambio.
Asintiendo sin decir nada, Tana metió una mano en su bolso y le entregó a
la mujer del mostrador dos billetes de veinte, extraídos del amasijo de billetes
manchados que le había dado Gavriel. Y como si fuera una dependienta
corriente en una tienda normal, la mujer pulsó unos botones en la caja
registradora y le dio diez dólares de cambio.
—Me pondré manos a la obra —anunció—. Mientras esperas, Valentina
te enseñará el resto de la tienda.
Valentina sonrió al oír el tono imperativo de Hedda y luego miró a Tana,
encogiéndose de hombros. Le hizo señas para que la siguiera hasta el segundo
piso, donde había más ropa apilada sobre mesas de madera desvencijadas y
colgada en armarios con espejo. Tal y como había asegurado Jameson,
Valentina poseía una habilidad insólita para descifrar el patrón de aquel caos
y extraer cosas bonitas de lugares insospechados.
—Hedda inauguró este local después de la cuarentena para que la gente
acudiera a intercambiar cosas que no necesitaba por otras que sí. Poco
después, los rapiñadores empezaron a traerle cosas que encontraban en casas
abandonadas, con la esperanza de ganar dinero. Y luego vinieron otros, en
busca de vestidos y abalorios. Llega mucha gente a la ciudad, pero no son
tantos los que salen. Es un negocio boyante. —Valentina sacó una cazadora
de cuero, con los codos un poco desgastados, la bajó de una percha y se la
enseñó a Tana—. Esta parece de tu talla.
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Tana se la probó, le agradó sentir su peso. Era como llevar puesta una
armadura.
—Es perfecta.
Valentina le sonrió.
—En esta ciudad hay un código de vestimenta muy particular.
Tana se rio y se agachó para rebuscar entre una pila. Encontró una
camiseta con una cara sonriente con colmillos, otra que decía «BUSCO LA
MUERTE A TODA COSTA», pantalones con las perneras cortadas, la parte
de abajo de un pijama con un estampado de tazas de té humeantes, una blusa
de gasa de color marfil con cuello alto y unos botones confeccionados con
perlas de imitación que sujetaban el reverso y los puños.
—¿Y qué me cuentas de ti? ¿Cómo acabaste aquí?
Valentina modificó su expresión sutilmente, como si estuviera intentando
determinar qué le estaba preguntando Tana en realidad. Luego suspiró y se
dejó caer sobre una de las sillas atiborradas de cosas, ignorando la ropa sobre
la que se había sentado. Tenía un cuerpo esbelto y espigado, como el de una
modelo, con unas manos grandes y expresivas. Llevaba las uñas pintadas con
el mismo tono dorado que cubría sus párpados.
—Jameson me presentó a Hedda, le dijo que podía fiarse de mí para que
le echara una mano con la tienda. Su última empleada desapareció, algo que
ocurre a menudo por aquí, así que necesitaba encontrar un sustituto. No sabría
decir si Jameson estaba intentando hacerme un favor o sencillamente librarse
de mí. Tal vez las dos cosas.
—¿Hace mucho que lo conoces?
Valentina negó con la cabeza.
—Vine a Coldtown con un amigo hará cosa de un año. Vivíamos en una
ciudad pequeña. No encontrábamos nuestro sitio, así que se nos ocurrió
escaparnos a un lugar donde todo el mundo fuera como nosotros, donde nos
transformaríamos y…
Valentina hizo una pausa, como si no supiera qué decir a continuación.
Tana asintió, instándola a proseguir. Era agradable charlar. No tenía nada que
hacer durante el próximo par de horas, mientras Aidan se transformaba y
sentía una sed insoportable. Su mejor baza era regresar y conseguir el
salvoconducto poco antes del amanecer, después de que lo alimentaran. Hasta
entonces, podría disfrutar de la ropa y de la compañía.
—Resulta que fuimos unos ingenuos. Las primeras vampiras a las que
conocimos estuvieron a punto de matar a mi amigo. Se fue a solas con tres
chicas de ojos rojos, y eso que a él ni siquiera le gustan las tías. Cuando quise
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darme cuenta, lo encontré en un callejón rodeado por esas vampiras, que
estaban haciéndole tajos en la piel. Lamían la sangre que manaba de él como
si fuera un caramelo, pero las muy zorras se cuidaron mucho de no morderle
en ningún momento. Se habría muerto si Jameson no hubiera aparecido en ese
momento.
Valentina se quedó con la mirada perdida mientras continuaba:
—Tenía un lanzallamas inmenso, como los que utilizan los guardias. No
hay demasiadas reglas en Coldtown, pero una cosa que cabrea mucho a los
vampiros es que alguien intente darles caza.
—¿Eso hacía? —preguntó Tana.
Valentina se encogió de hombros.
—No lo sé, pero las achicharró a las tres y nos llevó a su casa como si
fuéramos gatos callejeros. —Suspiró—. Nos llevó a un piso okupa, en lo alto
de una iglesia, donde había mucha más gente viviendo, algunos muy jóvenes
y otros mayores. Ahora el lugar está vacío, pero nos alojamos allí una
temporada. Jameson es una especie de héroe popular en la zona.
Tana pensó en las pilas de ropa y preguntó:
—¿Dónde está el resto de la gente que vivía allí?
—Dos de ellos se unieron a los Rufianes, incluido mi amigo —dijo
Valentina—. Es una banda de vampiros con ideas anarquistas que convierten
a la gente que demuestra ser lo bastante psicótica como para impresionarlos.
Mi amigo sigue siendo humano, pero confía en dejar de serlo. Uno de los
chicos más jóvenes se transformó a manos de una vampira y ahora vive con
ella. Otro salió a la calle un día y nunca volvió. Jameson lo buscó sin cesar,
pero a veces la gente desaparece sin más en la ciudad.
Tana divisó un puñal que tenía buena pinta, largo y afilado, metido en un
tarro con unas cuantas plumas de pájaro y una estilográfica.
—Jameson debe de tener una relación complicada con los vampiros.
—¿Jameson? Sí, supongo. Su novia es vampira.
Tana miró a Valentina con un gesto de sorpresa.
—Ah, ya —dijo al cabo de un rato, al recordar lo que le había contado
durante el desayuno—. Debe de ser esa amiga que mencionó. La que vive en
casa de Lucien Moreau.
—Si ves a Jameson, no le digas nada, ¿vale? Él nunca me ha hablado de
ella, pero esta es una ciudad pequeña. Me entero de cosas. Y en una ocasión
los vi cerca de Velvet Road, discutiendo. Ella era guapísima. Y lo último que
quiero es que Jameson crea que me importa. Él sabe lo que era antes, así que
podría resultar incómodo para él.
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—¿Qué eras antes? —preguntó Tana, frunciendo el ceño sin comprender.
—No nací siendo una chica —dijo Valentina, que se incorporó sobre sus
piernas largas y elegantes—. Al menos, no por fuera. Jameson sabe que vine
aquí porque no podía permitirme la cirugía. Si me convertía, pensé que al
menos podría mantener el aspecto que tengo ahora. Al menos, mi rostro no
cambiaría. Pero las cosas no han salido muy bien que digamos.
Por un momento, en su mente, los rasgos de Valentina adoptaron un deje
masculino. Pero entonces Tana parpadeó y solo vio a la chica que tenía
delante.
Tana nunca se había planteado ese motivo como posibilidad para querer
alcanzar la juventud eterna.
—No diré nada —prometió—. De todas formas, apenas lo conozco.
Valentina sonrió con cierta ironía.
—Coldtown es un lugar pequeño, y cada vez más. No tardarás en conocer
a todo el mundo.
Tana se acabó comprando el puñal alargado, los vaqueros y la cazadora de
cuero, tres camisetas y cuatro pares de bragas que Valentina le había
prometido que habían dejado en lejía antes de lavarlas. La ropa le vendría
bien, pues, aunque ya hubieran pasado casi cuarenta y ocho horas, y aunque
no contrajera la gripe vampírica, tendría que ponerse algo cuando saliera. El
puñal se lo llevó porque hacía tiempo que quería tener uno. También se
compró un poncho feo y grandote de color anaranjado que parecía calentito y
sería más fácil de transportar que una manta; unas cizallas, un destornillador,
una cuerda de nailon, un cargador solar para el móvil y una mochila para
guardarlo todo.
En total se gastó ciento treinta y dos dólares. Aún le sobraba dinero —al
menos otros cien pavos, puede que más—, pero no quiso contarlo en ese
momento, dentro de la tienda.
Valentina contempló el puñal mientras le hacía la cuenta.
—¿Sabes cómo usar uno de esos?
—Espero que resulte tan intimidante como para ahuyentar a la gente con
solo ondearlo.
Valentina enarcó las cejas, pero no dijo nada.
Entonces regresó la señora Kurkin con el colgante y el cierre nuevo. Tana
lo guardó en su mochila y se acercó a uno de los enormes espejos antiguos
apoyados en la pared, donde se hizo una trenza que sujetó con un trozo de
cuerda. Se miró en el cristal ondulado, intentando convencerse de que era lo
bastante ruda como para enfrentarse a lo que hubiera en la pequeña habitación
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donde la esperaba Aidan. Luego se despidió de Valentina y de la señora
Kurkin y salió a la calle, donde deshizo sus pasos de regreso hacia el peligro.
Encaramarse al tejado fue fácil, pero, una vez allí, la panorámica le resultó
desconocida, sobre todo en la oscuridad. Avanzó despacio, apoyando el pie
con cuidado sobre las tejas asfálticas. Cuando había seguido a Jameson,
estaba demasiado nerviosa como para darse cuenta, pero, ahora que se
encontraba sola por encima de la ciudad, se dio cuenta de que alguien había
construido recientemente gran parte de lo que estaba utilizando para cruzar
entre edificios. Escaleras y tablones hacían las veces de puentes, soldados o
claveteados, formando un laberinto por encima de las calles.
Tardó un rato en localizar la claraboya entre la oscuridad. Durante el
proceso, se sintió muy tentada de dejar de buscar y encontrar un sitio donde
guarecerse el resto de la noche. Para dormir un poco más. Tal vez eso le daría
a Aidan una oportunidad para acostumbrarse a su nuevo yo. Tal vez, cuando
apareciera ella un par de días más tarde, sería capaz de controlar su hambre y
su ansia por exhibir la nueva rojez de sus ojos.
Por supuesto, cabía la posibilidad de que para entonces hubiera vendido el
salvoconducto. O de que ella hubiera contraído la gripe.
O puede que Aidan estuviera muerto. Un par de meses atrás, todos los
canales de noticias habían sacado la historia de un joven infectado en el
Medio Oeste. Le había confesado a su novia que lo habían mordido y había
querido que lo encerrase en un viejo cobertizo propiedad de su familia para
pasar la infección. Ella le había prometido que lo haría, pero, en vez de eso,
había reunido a un grupo de amigos del instituto para atar al chico, abrirlo en
canal y beberse su sangre. No sabía que la infección no se transmitía de esa
manera; que, como aún no era un vampiro, su sangre no iba a conseguir que
sus amigos y ella contrajeran la gripe.
Pero Midnight era lo bastante avispada como para esperar hasta que Aidan
fuera un vampiro, si planeaba abrirlo en canal. Sabría que podía embotellar
esa sustancia y venderla al mejor postor.
Tana se estremeció. Ojalá fuera como Jameson con su lanzallamas, ojalá
tuviera algo mejor que un puñal, unas cizallas y una chupa de cuero de
malota. Ojalá fuera una leyenda local.
Finalmente, bajo la luz de la luna, divisó la claraboya por la que había
salido. Seguía abierta; la lámpara estaba tan desvencijada como la había
dejado.
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Unas cuantas hojas verdes y radiantes descendieron en espiral hacia el
interior de la habitación oscura.
La puerta estaba entornada, dejando entrar la luz del pasillo. Una luz que
mostraba que la habitación estaba vacía.
—Aidan —susurró, pero allí no había nadie para escucharla.
Miró a su alrededor y vio una chimenea en las proximidades. Ató en ella
un extremo de la soga, pensando que ojalá hubiera sido girl scout. Así seguro
que sabría hacer buenos nudos.
Descendió al interior del cuarto. Resultó fácil bajar, aunque lo difícil fue
hacerlo despacio, al ser una simple cuerda sin intervalos de nudos en los que
apoyar los pies. A mitad del descenso, resbaló y cayó al suelo, provocando un
estrépito que debió de escucharse por toda la casa.
«Idiota, idiota, idiota». Se preparó para el sonido de unas pisadas
apresuradas, pero lo único que oyó fue un leve gemido procedente de algún
lugar de las entrañas del edificio.
Salió sigilosamente al pasillo.
Vio a un hombre ataviado con pantalones vaqueros, sandalias y una
camisa de jugar a los bolos. Estaba sentado en el suelo, con la espalda
apoyada en la pared, la cabeza inclinada hacia atrás y los ojos abiertos. Tenía
el pelo corto y castaño, como el pelaje de un conejo, y llevaba unas gafas
grandes y redondeadas con montura de plata. Uno de los cristales tenía
manchas de huellas dactilares ensangrentadas. Tenía los brazos extendidos y
una muñeca rajada, convertida en un amasijo rosáceo de piel desgarrada. El
suelo estaba cubierto por un charco rojo y viscoso que la moqueta había
empezado a absorber, ennegreciéndose por un borde. Mucha sangre,
demasiada, seguía manando poco a poco de sus venas.
La otra muñeca lucía la marca de dos pequeñas perforaciones.
Una de sus piernas se zarandeaba entre espasmos. El hombre la miró con
unos ojos castaños y vidriosos. El olor a sangre arreció, se desplegó sobre ella
como una ola, caliente y penetrante. Presionó la lengua contra sus dientes con
avidez. La bilis se encaramó al fondo de su garganta.
—Hu… Huye —dijo el hombre entre resuellos entrecortados, y luego se
quedó inmóvil, como un juguete que se hubiera quedado sin pilas. Un sonido
sibilante emergió de las profundidades de su caja torácica.
El corazón de Tana retumbaba dentro de su pecho, cada latido tan fuerte
como un puñetazo.
En ese momento, se dio cuenta de que ya había visto antes a ese tipo. Al
menos en foto. Debía de ser el vecino al que habían mencionado. Bill Story,
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ese que hacía una crónica sobre la vida dentro de los muros, el que se había
negado a marcharse incluso después de que sus amigos le enviaran un
salvoconducto. Tana supuso que, si alguna vez había pensado en su muerte,
seguro que no se la habría imaginado así.
Le quitó las gafas con cuidado. Luego le presionó los dedos sobre los
párpados para cerrarle los ojos, confiando en que permanecieran así. Después
le cruzó las manos sobre el pecho, imitando la pose de los faraones muertos
en sus sarcófagos.
Daba igual la advertencia que le había susurrado con su último aliento,
Tana no podía huir. No podía irse a ninguna parte sin el salvoconducto. Con
cuidado, extrajo de su bota el puñal alargado.
Tras avanzar un poco lentamente, dobló una esquina y vio a Christobel de
pie junto a una ventana, con una brocha y un bote de pintura. Estaba pintando
de negro los cristales y llorando al mismo tiempo. Sus enjutos hombros se
estremecían y tenía los ojos enrojecidos. Cuando vio a Tana, empezó a llorar
más fuerte.
—¿Qué estás haciendo? —susurró Tana.
—Prepararlo todo para mañana. —Su maquillaje se deslizaba sobre sus
mejillas hinchadas, dejando unos surcos relucientes de color gris y plateado.
Su voz tenía un deje difuso y abstraído, casi melodioso—. Vamos a ser
vampiros, y la casa tiene que estar preparada para nosotros. No estaba
previsto que fuera así. No deberías haberte marchado. ¿Por qué te fuiste?
Como Tana había sido su prisionera, había dado por hecho que, si la
sorprendían colándose de nuevo en su fortaleza con un arma blanca, sería
motivo de alarma. Pero Christobel la estaba mirando como si hubiera salido a
hacer la compra, hubiera tardado mucho en volver y la cena de gala se hubiera
ido al garete.
Se oyó un nuevo gemido procedente del otro lado de una puerta situada al
fondo del pasillo, seguido de unos susurros frenéticos. Christobel miró con
nerviosismo en esa dirección y luego volvió a mirar a Tana.
—Cuando te fuiste, creímos que… Como dejamos de oírte, supusimos
que Aidan se había alimentado de ti. Así que pensamos que sería seguro
entrar. Nos dio pena, pero…
Tana asintió y le hizo señas para que prosiguiera, para que se saltara esa
parte. Sabía por qué la habían encerrado en ese cuarto con él, aunque no todos
los que se encontraban al otro lado de la puerta estuvieran dispuestos a
admitirlo.
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—Midnight y Zara discutieron por ver quién entraba primero. Zara dijo
que era su casa y que le tocaba a ella, así que entró, y él… la desangró.
—Oh. —Tana pensó en el Aidan humano al que conocía. Ese Aidan que
era un capullo egoísta, pero que jamás habría podido ser un asesino.
—Sé que no lo hizo aposta. —Christobel empezó a llorar con más fuerza
todavía, soltó el bote de pintura y le arreó un puntapié. La pintura negra
salpicó la pared y formó unos chorretones, como si fuera sangre ponzoñosa—.
Luego se sintió fatal. Pero se suponía que ibas a morir tú, no Zara. No es
justo. Lo hicimos todo bien. Te dejamos a su merced para que te devorase,
como sacrificio para un vampiro recién nacido. Se suponía que ibas a ser tú.
—¿Dónde está ahora? —preguntó Tana, intentando contenerse para no
abofetearla—. ¿Ahí al fondo? —Señaló hacia la habitación de la que
provenían los ruidos y la chica asintió.
«¿Es seguro?», quiso preguntar, pero no pensaba que Christobel fuera a
darle una respuesta sincera. Tras la muerte de Zara y Bill Story, costaba
imaginar que Aidan siguiera hambriento, pero ¿qué sabía ella sobre vampiros
recién nacidos? En el rancho, esas criaturas se habían alimentado hasta
hincharse como garrapatas.
Tana avanzó por el pasillo, sus pisadas dejaron un nuevo rastro de pintura
negra a su paso. Cuando giró la cabeza para mirar hacia atrás, Christobel
estaba mirando por la ventana, pese a que la había pintado con una capa tan
gruesa que no había nada que ver.
«Se suponía que ibas a ser tú».
En ese momento, con la mano en el picaporte, Tana deseó que la vida
fuera como una grabación donde pudieras avanzar a cámara rápida las partes
que más te asustaban, esas en las que todo pegaba un vuelco, para pasar a la
siguiente escena, sin importar lo mala que fuera. Tras inspirar una bocanada
honda y trémula, abrió la puerta. Entonces se reveló la escena y ya no hubo
tiempo para pedir más deseos.
Aidan estaba agazapado en el suelo con una inmovilidad inhumana. Eso y
la palidez antinatural de su piel le confirmaron que había cambiado antes
incluso de que alzara la cabeza para mirarla con sus ojos carmesíes recién
estrenados. A su lado, Midnight se mecía hacia delante y hacia atrás,
sosteniendo el cuerpo de su hermano.
Winter tenía el rostro cubierto por sus rizos azules y la boca blanquecina y
agrietada, como le pasaba a veces a Pearl cuando se cepillaba los dientes y
luego no se limpiaba bien los restos de pasta. Tenía dos perforaciones en la
garganta, de una de ellas brotaba un hilillo de sangre. Estaba con los ojos
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cerrados, pero Midnight los tenía abiertos y rojos como ascuas en el corazón
de una hoguera. Al ver a Tana, profirió un quejido horrible y estrechó a su
hermano con más fuerza.
Rufus estaba encogido en una esquina de la habitación, vestido tan solo
con los pantalones del pijama. Había una pequeña videocámara tirada en el
suelo, a su lado, como si se le hubiera caído y hubiera olvidado que estaba
allí. La luz parpadeante confirmó que seguía grabando.
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C A P Í T U L O 24
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Pearl se inclinó hacia delante desde el sofá.
—¡Papá! —gritó—. Papá, están hablando de Tana en la televisión.
—Claro que puedo —respondió Garrett, el chico con el pelo de punta y
teñido de rojo—. Entró una pareja en la tienda. Ella estaba cubierta de
arañazos, y el chico tenía una pinta un poco sospechosa, así que decidí no
quitarles ojo, no fuera a ser que robasen algo.
—¿Por qué le resultó sospechoso? —preguntó Mitch Evans al otro lado de
la pantalla.
Garrett se encogió de hombros.
—Lo miraba todo muy fijamente. Parecía como si te atravesara con la
mirada.
—¿Y qué puede contarnos de la chica? —preguntó el reportero.
Garrett miró al cielo con los ojos entornados, como si estuviera intentando
hacer memoria.
—Compró un sándwich, creo. Tenía los ojos azules, bonitos. Llevaba un
vestido corto. Sinceramente, no le presté mucha atención hasta que ocurrió
algo junto a los surtidores.
Pearl alargó el brazo para coger el móvil, que estaba apoyado a su lado,
sobre los cojines del sofá de piel. Lo había revisado un centenar de veces
desde que había visto el mensaje de su hermana aquella mañana: una foto de
una calle que parecía normal y corriente, tomada después del amanecer, y un
texto que decía: «Coldtown es un asco. Te quiero. Estoy bien».
Cada vez que lo leía, podía oír a Tana pronunciando esas palabras, podía
oír el tono exacto de su voz. Incluso sabía lo que significaban, porque las
hermanas empleaban un lenguaje tan enrevesado que era casi como un
código. Esas palabras significaban que Coldtown estaba bien y no daba
demasiado miedo, pero también que Tana se estaba metiendo con ella por
haber idealizado ese lugar. Significaban que aún no era un vampiro, porque
podía fotografiar amaneceres. Significaban que estaba intentando disimular
sus verdaderos sentimientos, lo cual no estaba nada bien.
Su padre entró en el salón con un estropajo en la mano.
—¿A qué vienen esos gritos?
Pearl señaló hacia la pantalla.
—Mira. Están hablando de Tana.
—Apágalo —le ordenó su padre con dureza.
—No, están hablando de Tana —repitió Pearl, porque pensó que no la
había oído bien.
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—La policía ya explicó lo que pasó en la gasolinera. Así que haz lo que te
digo y apágalo.
Su tono no dejaba lugar a discusiones, pero a Pearl le dio igual. Quería
escucharlo. En la pantalla, Mitch Evans parecía muy serio.
—Háblenos de eso. ¿Pudo verlo todo?
—Sí, y nunca había visto nada igual —dijo Garrett—. Él parecía estar a
punto de desgarrarle la garganta a la chica cuando apareció otro chico de la
nada. El recién llegado levantó en vilo al primero y le mordió en el cuello. Se
lo mordió sin miramientos, igual que en la tele. La chica se quedó allí tendida,
ni siquiera intentó huir. Al rato se levantó y se sacudió la ropa, y el vampiro…
Porque tenía que serlo, ¿no? El vampiro metió al chico en la parte trasera del
coche y se fueron como si no hubiera pasado nada.
Nada de eso parecía propio de Aidan, que era un chico majo y gracioso,
que solía hacer rabiar a Pearl hasta que se reía. Tampoco parecía propio de su
hermana, que habría huido o le habría plantado cara o algo.
—¿La chica se montó en el coche voluntariamente? ¿Estaba colaborando
con el vampiro?
—Eso parecía —respondió Garrett.
Al ver el mensaje aquella mañana, Pearl se había ido a la cocina y había
sacado una foto de su padre, dormido sobre la mesa; luego había sacado otra
foto de su cuenco de cereales medio vacío y se las había enviado a Tana junto
con un mensaje: «Por aquí todo está raro y aburrido. Espero que te lo pases
genial y que me mandes fotos para darme envidia».
No había recibido respuesta.
—Pearl —le advirtió su padre.
—¡No! —gritó ella, arrojándole los espaguetis. La salsa se desperdigó
sobre el suelo de madera y el plato se hizo trizas—. ¡No! Quiero saber lo que
dicen de ella.
—¿Y pudo ver si la chica tenía gripe? —preguntó Mitch Evans en la
televisión.
Algunos espaguetis se quedaron pegados a la pared y otros se
desprendieron. Parecían gusanos.
—No tengo ni idea. Ya han visto la grabación, ¿verdad? —preguntó
Garrett, el empleado de la gasolinera.
—Por desgracia, la policía aún no ha hecho público el vídeo, pero
esperamos poder ofrecerles pronto algunos fragmentos a nuestros
espectadores. Lo que sí puedo decir es que Tana Bach, Aidan Marinos y su
acompañante sin identificar son los únicos supervivientes de la masacre que
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se saldó con la muerte de cuarenta y ocho adolescentes, ocurrida durante una
fiesta que debería haber supuesto uno de los momentos más felices de sus
vidas. La policía se pregunta cómo lograron escapar esos tres adolescentes,
qué horrores tuvieron que padecer durante las diecisiete horas que estuvieron
cautivos en ese rancho y cuál es su paradero actual.
»Señores espectadores, les rogamos que llamen al número que aparece en
pantalla si ven a alguien que coincida con su descripción o si divisan un Ford
Crown Victoria de 1995 con manchas de pintura verde. Recuerden, no se
aproximen a ellos. Al menos uno se ha convertido ya, es probable que los
otros dos estén infectados, y no está claro cuál es su estado mental. Se los
considera altamente peligrosos. Te devuelvo la conexión, Tiffany.
La imagen regresó al plato del telediario.
—Gracias, Mitch —dijo Tiffany con una sonrisa adusta—. Y recuerden, si
establecen contacto físico con un vampiro, tienen la obligación legal de
informar a las autoridades. No esperen a comprobar si se han infectado. No
intenten autoconfinarse. Llamen al 911, expliquen la naturaleza del ataque y
esperen a recibir instrucciones. A continuación, escucharemos los consejos de
un experto para saber cómo reforzar sus hogares a prueba de vampiros. Y
después les ofreceremos una entrevista exclusiva con un cazarrecompensas
que asegura tener detalles sobre uno de los tres vampiros que perpetraron esta
matanza. Pero, antes, una pausa para la publicidad.
Su padre no se había movido de su posición, delante del televisor. Aunque
le había dicho a Pearl que lo apagara, lo había visto hasta el final.
La chica pensó en decir por fin las palabras que llevaba todo el día
queriendo pronunciar, desde que había visto el mensaje de Tana: «Yo sé
dónde está, papá».
Pero no pronunció esas palabras ni ninguna otra. Cogió el mando de la
tele, la apagó con solemnidad y subió al piso de arriba para ponerse el pijama
y acostarse.
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C A P Í T U L O 25
E l miedo de Tana era un ser vivo que le hincaba las uñas en la garganta
mientras Aidan clavaba sus ojos rojos sobre ella. Se tragó el terror lo
mejor que pudo, sin atragantarse. Retrocedió un paso por acto reflejo, al
tiempo que alzaba el puñal. No parecía gran cosa frente a dos monstruos.
—Has vuelto —dijo Aidan un poco aturdido, extendiendo una mano,
como si no se hubiera fijado en el arma. Parecía aliviado de verla, aliviado y
esperanzado—. Pensaba que sería…, no sé…, que no sería así. He hecho
cosas malas, Tana.
Empuñando todavía el cuchillo, Tana se agachó y le agarró los dedos con
la otra mano. Aunque tenía la piel fría, le estrechó la mano de un modo que
esperó que lo reconfortara.
—Todo saldrá bien. Larguémonos de aquí.
—Todo tiene un aspecto diferente, plateado y difuso, como manchas de
acuarela, y… puedo oír tu corazón, Tana. Tu sangre, tu calor. Emana de ti:
roja, radiante y dulce, como no te lo puedes ni imaginar. Pero eso no es… Sé
que no tienes ese aspecto. Ya no puedo ver las cosas con claridad.
La boca de Aidan había cambiado, sus caninos se habían vuelto un poco
más largos y afilados. Pero tenía la misma forma persuasiva de hablar.
—Ha sido un accidente, Tana. Ella iba a convertir a Winter, pero ha
bebido demasiado. Ahora no se despierta. Pero si lo dejamos descansar…
Tana miró a Midnight, que sostenía a Winter entre sus brazos. Ese era el
accidente al que se refería Aidan, no a Bill Story o Zara.
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—Sabes que eso no es verdad —dijo Rufus, que parecía al borde de la
histeria—. Eso no funciona así.
—¡Cállate! —gritó Midnight. Unos colmillos centellearon en su boca
abierta—. ¡Cállate, cállate, cállate!
—Hay un tipo muerto en el pasillo. —Tana intentó decirlo como si
estuviera serena, pero le traicionó el temblor de su voz.
—Bill nunca había visto morir a nadie que luego fuese a despertar como
vampiro recién nacido. Quería grabar la escena. Todos queríamos. —La voz
de Rufus seguía teniendo un deje maníaco—. Pero la situación se ha
descontrolado.
—Bill trajo parte de su equipamiento para grabarme mientras la mordía —
dijo Aidan—. Yo no quería hacerlo. Temía hacerle daño, como hice con… —
Se interrumpió con brusquedad.
Midnight presionó los labios sobre la pálida mejilla de Winter y susurró
unas palabras sobre su piel.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Tana para que siguieran hablando. Estaba
intentando pensar a pesar del miedo, trazar un plan. Si quería el
salvoconducto, tendría que quedarse a solas con Aidan. Sería arriesgado que
se lo entregara delante de los demás.
—Midnight convenció por fin a Aidan de que todo iría bien —dijo Rufus
—. Esperamos un rato, hasta que supusimos que la infección estaba en su
organismo, y luego usamos el material de venopunción que trajo ella para
sacarle un poco de sangre a Winter. La esterilizamos con un mechero, y ya sé
que no es lo ideal, pero son hermanos, así que da igual. Ella bebió la sangre y
esperó. Luego se murió.
—Se murió —dijo Aidan—. Igual que yo. Se murió y nosotros la
observamos. Incluso lo grabamos. El proceso duró cuarenta minutos.
Tana se estremeció, pensando en Aidan a solas en la habitación,
escuchando la cuenta atrás de sus latidos hasta la muerte. Algo había
cambiado en él, algo que había convertido su rostro de siempre en una
máscara. Tana detectó una expresión inédita en sus ojos.
—Fue horrible —dijo Rufus—. Pero eso es lo que ella quería. Fue lo que
nos dijo que hiciéramos, y no dejó de gritarnos para que siguiéramos adelante,
para que siguiéramos grabando.
—Y, cuando se levantó, tenía mucha hambre. —Una expresión extraña
atravesó el rostro de Aidan, como si estuviera recordando esa ansia, como si
se estuviera reavivando dentro de él—. La estaba consumiendo.
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—Bill se acercó demasiado y Midnight se abalanzó sobre él —dijo Rufus,
bajando la voz, como si eso fuera a atenuar el horror.
—Intentó escapar de ella —explicó Aidan—. Pero solo sirvió para
agrandar la herida. Yo la sujeté e intenté apartarla de Bill. Lo intenté. Pero
entonces el olor a sangre resultó demasiado tentador para mí y…
Tana recordó las heridas que tenía Bill en la otra muñeca y comprendió lo
que quería decir. Se preguntó si la transformación habría provocado algún
cambio interno en Aidan, o si este era su verdadero yo, un yo sin motivos para
dudar.
—No fue a propósito. —Midnight alzó la cabeza de repente—. Todavía
me corroe las entrañas. El ansia. No veo más que sangre. No huelo otra cosa.
—Zarandeó a Winter y su cabeza se meneó de un lado a otro, como una
marioneta a la que le hubieran cortado los hilos—. Despierta, Winter. No más
cumpleaños, ¿recuerdas? Ha sucedido tal y como dijimos, lo único que tienes
que hacer es despertarte.
Tana tomó aliento. Se sentía como si la realidad se encontrara en el filo de
la navaja.
—Winter se presentó voluntario para ser el primero en convertirse
después —explicó Rufus, y Tana intentó concentrarse en sus palabras, en lo
que estaba sucediendo en el momento presente—. Confiaba en su hermana.
Pero ella no paró de alimentarse… Siguió y siguió, y no supimos cómo
detenerla. Winter parecía aturdido, desmayado entre sus brazos. Soltó unos
ruiditos, una especie de jadeos que se fueron apagando cada vez más.
Christobel fue la primera en darse cuenta de que algo iba mal. Intentó
convencer a Midnight para que lo soltara.
—¿Y qué estuviste haciendo tú todo ese rato? —le preguntó Tana a
Rufus, que tragó saliva con dificultad.
—Estuve grabando. No me di cuenta de que…
Se interrumpió sin explicar de qué no se había dado cuenta exactamente.
¿De que Midnight se había vuelto loca? ¿De que Winter se estaba muriendo?
—¿Y qué pasó después? —inquirió Tana, y Midnight cruzó una mirada
con ella, con expresión enajenada.
—Quieren llevarse a Winter de mi lado —dijo Midnight—. Se supone que
no debemos separarnos.
—¿Sabes lo que les ocurre a los cadáveres? —exclamó Rufus—. Que se
hinchan. Les salen moscas y apestan. Cuanto más esperemos, peor se pondrá
la situación.
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Tana se preguntó cuántos cuerpos habría visto antes, cuántos habría
trasladado y cuántos habrían pertenecido a gente por la que sentía aprecio.
Empleaba un tono absolutamente pragmático, pero había algo en su rostro que
contradecía esa indiferencia.
Tana se preguntó dónde estaría el cuerpo de Zara, si la habrían enterrado
ya, si la habrían llevado a la verja o si estaría esperando en otra habitación,
enrollada en una manta. Se preguntó si Rufus habría llevado a cabo lo que
fuera que hubieran decidido hacer, o si se habría encargado Christobel antes
de ponerse a pintar.
Ante todo, se preguntó si alguno de ellos seguiría queriendo ser un
vampiro.
—Os ayudaré. —Tana le soltó la mano a Aidan y se puso en pie. Si se
movían, tal vez podría hablar con él a solas. Y aunque eso no fuera posible,
aún tendría que encontrar un modo de salir de la casa, con salvoconducto o
sin él.
—Winter se queda conmigo —dijo Midnight mientras le acariciaba el
pelo a su hermano.
—Es asqueroso —exclamó Aidan.
Ella lo fulminó con la mirada.
—¡Es mío!
—Está bien, lo dejaremos en paz —le concedió Rufus, que se encaminó
hacia la puerta.
Tana lo siguió, conteniendo el aliento por el camino mientras aferraba con
fuerza el puñal, esperando a sentir cómo la apresaban unas manos frías y
tiraban de ella hacia atrás. Al ver que eso no sucedía, giró la cabeza para
mirar a Aidan y enarcó ambas cejas.
—Tú también. Vamos a necesitar ayuda para levantar los cuerpos.
Resultó que, incluso siendo un vampiro, a Aidan le gustaba que le
metieran un poco de caña. Pero no tanto como para entregarle el
salvoconducto.
—Cuando vuelvas —le prometió a Tana en voz baja, en el pasillo—,
quiero hablar contigo.
Y así, Tana ayudó a envolver y transportar a Bill Story y después a Zara.
El cuerpo de esta estaba tendido en el diván del salón. Parecía un maniquí a
punto de cobrar vida.
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Cada noche, en cada Coldtown, moría gente. Las personas son frágiles.
Mueren a causa de errores, sobredosis o enfermedades. Pero la mayoría
fallecen a causa de la Muerte.
La Muerte absorbe su calidez hasta secarles las venas. La Muerte olvida la
contención. Puede que los vampiros más viejos se vuelvan remilgados y
cautelosos, pero los recién convertidos quieren pegarse un atracón, y a veces
cometen la necedad de hacerlo.
Y así, cada mañana, los residentes de Coldtown que habían sobrevivido
debían sacar a sus muertos. Los depositaban delante de una de las torres de
vigilancia y, por la tarde, los guardias salían de la seguridad del muro y
clavaban con un martillo dos clavos de plata en los cadáveres: uno en la
cabeza y otro en el corazón. Si los cuerpos seguían ahí al día siguiente,
pudriéndose bajo el sol, los enviaban a casa con sus familias.
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de nada, pero que ahora seguiría vivo de no ser por él. Aidan, con su
necesidad constante de agradar a cuantos lo rodeaban, que había convertido a
una chica en un monstruo con tal de hacerla feliz.
Y Zara, la hermosa Zara, con dos perforaciones en el cuello. Se había
recogido el pelo y había seleccionado un vestido bonito para ir a su tumba.
Zara, a la que habían tenido que arrojar a la calle como si fuera basura.
Aidan, el responsable parcial de la muerte de tres personas. Aidan, el
monstruo.
—No puedo quedarme —dijo Tana, manteniéndose cerca de la puerta.
Él negó con la cabeza, achicando los ojos hacia la luz indirecta del pasillo.
Era obvio que le molestaba, pero no parecía hacerle daño.
—Midnight está viendo en bucle la grabación que hizo Rufus. Está viendo
cómo la mordí y escuchándose a sí misma hablar sobre dolor exquisito y
transmutación: «Este es mi cuerpo, esta es mi sangre». Está viendo cómo
mató a Winter. Una y otra y otra vez. Con el cuerpo de Winter todavía
presente, pudriéndose a su lado. No lo soporto. Y sigo pensando en la muerte
de Kristin, en lo horrible que soy y en que no puedo parar. —Se golpeó la
cabeza con las manos tres veces, como si estuviera intentando expulsar esos
demonios—. La vi morir, y fue lo peor que he visto en mi vida. La vi morir
con los demás, murieron todos… Fue lo peor del mundo, no te lo puedes ni
imaginar. Pero ahora, cuando pienso en ello y recuerdo toda esa sangre, me
parece horrible, pero aun así quiero lamerla entera, quiero lamer las paredes
de la fiesta, y no puedo parar, Tana, no puedo…
—¿Kristin? —preguntó Tana, pero entonces recordó que así se llamaba su
nueva novia, la pelirroja que llevaba un collar de perro en la fiesta de Lance.
Tana se sentó en el borde del colchón y le apoyó una mano en la espalda,
sintiendo cómo su camiseta se deslizaba sobre su piel helada—. Todo
mejorará. Aún no estás acostumbrado a lo que eres, nada más. Tardarás, pero
tienes todo el tiempo del mundo, Aidan.
—No quiero acostumbrarme a esto —replicó.
Tana pensó en los tres vampiros de la plaza, achicharrándose bajo el sol, y
en lo que había dicho Winter acerca de que no habían sido capaces de
sobrellevar aquello en lo que se habían transformado. También oyó unos
gritos lejanos pero discernibles mientras caminaban por las calles.
—Tienes que hacerlo —zanjó—. Y tienes que devolverme lo que me
estabas guardando.
—Porque no confías en mí —replicó él.
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—Aún no estás acostumbrado a lo que eres —insistió—. Eso es todo. Los
amigos no se chantajean entre sí.
—No puedes dejarme aquí, Tana —dijo—. Prométeme que no lo harás.
Al cabo de un buen rato, respondió:
—Me quedaré aquí ochenta y ocho días, como mínimo. Estoy infectada,
¿recuerdas? Eso es mucho tiempo.
Tana no estaba segura de que estuviera infectada, ya no, pero supuso que
resultaría más seguro si Aidan pensaba que su gripe estaba confirmada.
Sería más seguro, porque, si había alguna manera de hacerlo, Tana estaba
decidida a abandonarlo. Se iría a casa, a esconderse bajo unas sábanas que
olieran a lejía y violetas, a dormir hasta que olvidara los últimos tres días.
Quería darse una ducha tan caliente que le quemara como el sol. Quería llorar
hasta que no le quedaran lágrimas, hasta que la sal que contenían se secara
sobre sus mejillas y se dispersara con el viento.
—Podríamos ir a buscarlo… A Gavriel —dijo Aidan, que pronunció su
nombre con un tono mordaz, pero sin resquemor. Lo dijo como cuando
Pauline chinchaba a Tana con algún chico, como en aquella ocasión en que la
había hecho rabiar con Aidan—. Seguro que podríamos encontrarlo si
buscamos bien, y yo sé que te gustaría volver a verlo, aunque no lo digas.
Tana sonrió con alivio al ver cómo Aidan abordaba una solución que no
implicaba morir. Puede que le permitiera salir de la habitación sin conflictos,
que la dejara salir con el salvoconducto.
—Claro, vale. Vamos a buscarlo.
—Seguro que él también quiere verte. —Con un suspiro, Aidan se metió
una mano en los vaqueros y sacó el sobre marrón; luego se lo puso en la mano
—. Empezaremos mañana. Ya te fías de mí, ¿verdad?
Tana quiso abrir el sobre y revisarlo, pero no quería quitarle los ojos de
encima a Aidan. Pudo sentir el peso del salvoconducto, deslizó un dedo por el
contorno a través del papel. Tendría que conformarse con eso. Lo guardó en
uno de los bolsillos con cremallera de su cazadora mientras él la observaba.
—Confío en ti —dijo Tana, y salió al pasillo.
Los tenues haces de luz solar que entraban a través de las ventanas
pintadas ofrecían poco consuelo. En cuanto dio unos cuantos pasos, comenzó
a correr escaleras abajo. Estaba hecha polvo, cansada por la adrenalina,
exhausta por haber sido drogada el día anterior y agotada por ese miedo tan
profundo que se había asentado en sus huesos. Se obligó a salir por la puerta
principal, atravesar la calle y recorrer siete manzanas sin un rumbo concreto
antes de soltar el aire que acumulaba en sus pulmones. Después buscó una
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casa con las ventanas atrancadas con tablones. Tras utilizar las cizallas para
colarse dentro, la registró tan a fondo como se lo permitieron sus escasas
fuerzas, y luego subió a la habitación más alta. Allí empujó una cómoda
contra la puerta, confeccionó un nido con las cortinas polvorientas y se
acurrucó en el centro, feliz por sentir la calidez del sol en el rostro,
alegrándose de que consumiera todo lo relacionado con la noche anterior.
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que se limpió la sangre de las rodillas y de debajo de las uñas. Después, como
no tenía otra cosa, volvió a ponerse los vaqueros junto con la camiseta y la
ropa interior que había comprado.
De vuelta en la habitación, se puso la cazadora y se metió una mano en el
bolsillo.
El sobre seguía allí. Con dedos temblorosos, abrió la solapa y sacó una
hoja doblada, arrancada del libro de Dylan Thomas. «Mi héroe descarna sus
nervios a lo largo de mi muñeca». Sobre el poema, Aidan había escrito con
rotulador rojo: «No estoy listo para dejar que me abandones». Una moneda de
veinticinco centavos se deslizó por el sobre y aterrizó en mitad de la palma de
su mano.
El peso y la forma eran los correctos, era el objeto lo que no cuadraba.
Aidan debía de haber escrito esas palabras mientras Tana transportaba
unos cadáveres por las calles, sabiendo lo que diría cuando regresara.
Sabiendo en todo momento que iba a engañarla. Tana pegó un puñetazo en la
pared, sin importarle que se le desgarrasen los nudillos. La golpeó de nuevo y
siguió haciéndolo hasta que dejó la superficie manchada de sangre.
«Nunca más —se prometió—. Pase lo que pase, no voy a permitir que
nadie vuelva a jugármela. Se acabaron los errores».
Rufus tenía un aspecto más sombrío que de costumbre cuando Tana abrió la
puerta. Se quedó sorprendido al verla. Llevaba puestos unos vaqueros lisos y
una camiseta, en lugar de sus galas habituales. Tenía los ojos inyectados en
sangre.
—Aidan y Midnight se han largado hace cosa de una hora —dijo,
apoyado en el marco de la puerta—. Con el cuerpo de Winter.
Tana oyó a Christobel por detrás de él, que lo llamaba con voz soñolienta,
preguntando quién había llamado a la puerta. Rufus la ignoró, pero volvió a
adoptar un tono sarcástico cuando retomó la palabra, con una ceja enarcada:
—Supongo que ya no nos necesitan. La muerte de Zara ha sido en vano.
Pero Midnight, que se puso sus mejores galas, las más raídas, planeaba
presentarse ante Lucien Moreau.
Tana volvió a pegar un manotazo en la pared.
—¡Maldita sea! —gritó hacia el cielo. Las estrellas despidieron un
destello, como si se estuvieran riendo de su ingenuidad—. En fin, supongo
que tendré que ir allí.
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—No puedes ir a casa de Lucien con esas pintas —replicó Rufus con
pesar—. Si no eres un vampiro, la única forma de entrar es vestirse del modo
más apetitoso posible. Como una chuleta de cerdo cruda y temblorosa. Y
situarte junto al resto de los humanos, confiando en llamar lo suficiente la
atención como para ser elegida. A no ser que conozcas a alguien que pueda
apuntarte en esa lista tan exclusiva.
Tana no conocía a nadie que pudiera colarla en una fiesta pija para
vampiros. Pero sí se le ocurrió una persona que podría estar en esa lista, un
chico con una novia vampira que seguramente iría a visitarla de vez en
cuando, puede que incluso sin encaramarse a un tejado.
Tana no dejó de mirar hacia arriba mientras recorría las calles, confiando en
avistar al cuervo blanco de Jameson o algún otro indicio de su presencia. Las
probabilidades de encontrarlo eran bajas, pero, como no tenía ninguna otra
forma de contactar con él, se le ocurrió visitar los lugares a los que la había
llevado, comer en el tenderete donde habían desayunado la otra vez y
preguntarle a Valentina en Remanentes y Objetos Perdidos si Jameson había
traído a algún otro prófugo.
Pidió un café en un puesto llamado Depresso, donde unos granos molidos
se estaban mezclando en agua hirviendo dentro de unas cubas inmensas de
cobre. El propietario estaba subido en un taburete para servir un poco en una
taza. Por cincuenta centavos adicionales, podías servirte un chorrito de leche
fresca de una cabra soñolienta que estaba pastando entre un manto de
tréboles, cerca de un tenderete repleto de botellas verdes etiquetadas como
«láudano».
Cuando se puso en la fila, se dio cuenta de que muy poca gente de la que
tenía delante pagaba en efectivo. Parecía que algunos tenían una cuenta
acumulada, decían su nombre y el dueño anotaba algo en un libro de
contabilidad. Otros hacían trueques a cambio de sus pedidos con tomates, un
conejo despellejado, un fardo de maría anudado con un cordel e incluso un
puñado de aspirinas.
Además del café, Tana pidió un vaso gigante de té frío con menta y dos
burritos de carne de ardilla, que estaban sorprendentemente buenos. El queso
estaba recién hecho y la salsa roja era picante y deliciosa, servida sobre esa
carne fibrosa que tenía un sabor intenso a caza. Se sentó bajo la luz de la luna,
en el borde de un claro, donde habían dispuesto un puñado de mesas y sillas
desparejadas. Comió hasta que se sintió llena y concluyó que Jameson no iba
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a venir. Chavales embutidos en capas de ropa compartían cigarrillos y se
hurgaban en los bolsillos, en busca de cosas con las que comerciar. Un
anciano con el pelo blanco y los ojos rojos estaba sentado junto a un tablero
de ajedrez, invitando a todo el mundo con un tirón en el brazo a que echara
una partida con él a cambio de una cena.
Cuando terminó, Tana se limpió las manos en los pantalones y se levantó,
diciéndose que se acordaría de comer más de una vez aquel día.
Entonces se dirigió a Remanentes y Objetos Perdidos, llamó a la puerta y
se asomó a través de la rejilla. Oyó el chirrido metálico de los cerrojos y
entonces apareció Valentina, que la invitó a pasar.
—Tana, ¿verdad? —Sonrió. Aquel día llevaba puesto un vestido de color
azul pavo real con unas manoletinas verdes y el pelo recogido en una coleta.
Tana inspiró el polvo perfumado de la tienda y la contempló con nuevos
ojos. No había sido consciente de lo cansada que estaba el día anterior, tras
haber sido drogada y notar el desgaste a causa del terror al que se había visto
expuesta. Ahora se sentía furiosa, espabilada y mucho mejor.
—Sí —respondió mientras se recolocaba por detrás de la oreja los
cabellos rebeldes que se habían desprendido de su trenza—. No sabrás dónde
puedo encontrar a Jameson, ¿verdad?
Valentina negó con la cabeza.
—A veces aparece de la nada con algo que ha encontrado: un saco con
granos de café decentes, o, en una ocasión, un anillo que pensó que podría ser
de mi talla. Pero tampoco es que venga mucho por aquí. Tiene móvil, o al
menos lo tenía. Me dio su número, pero nunca lo he llamado.
—¿Podemos probar? —preguntó Tana.
Valentina abrió los desvencijados cajones del escritorio y rebuscó entre la
maraña de bártulos. Sacó un móvil que tenía la pantalla agrietada y el plástico
cubierto de arañazos. Sin embargo, cuando pulsó un botón, se encendió. Pulsó
unas cuantas teclas más y Tana oyó el leve sonido del tono de llamada al otro
lado. Valentina se lo acercó a la oreja. Al cabo de un rato, negó con la cabeza
y colgó.
—Ha saltado el buzón de voz.
Tana suspiró y cogió el móvil para anotar el número.
—Como tiene esa novia que vive en casa de Lucien Moreau, esperaba que
pudiera ayudarme a colarme en la fiesta. Pero si no consigo encontrarlo, al
menos puedes ayudarme a encontrar un vestido provocativo, ¿verdad?
Valentina señaló hacia la pared, donde había docenas de vestidos
colgados, unos encima de otros, de seda y de raso, con cuentas y lentejuelas.
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—Por supuesto. He oído que a Lucien le gustan los colores radiantes que
queden bien en la televisión. Pero ¿seguro que quieres ir esta noche?
Tana meneó la cabeza.
—Tiene que ser esta noche. ¿Por?
—Vampiros nuevos. Un puñado de ellos.
Valentina se acercó a un estante situado al fondo y regresó con tres
vestidos con sus correspondientes perchas: uno blanco, uno dorado y uno
rojo.
—¿Qué quieres decir?
Por un momento, Tana pensó en Aidan y Midnight. Pero supuso que dos
vampiros nuevos no bastarían para llamar la atención.
Valentina dejó los vestidos sobre una silla y sacó un portátil voluminoso
de detrás del mostrador. Estaba cubierto de pegatinas y conectado a un
dispositivo extraño con unas bandas metálicas.
—¿No lo has visto? Bueno, imagino que no te traerías un portátil.
—No me traje gran cosa —repuso Tana, que rodeó el mostrador para
verlo.
Apareció el fondo de pantalla de Valentina: una foto de un grupo de
amigos vestidos para una graduación. Tana buscó a la chica entre ellos, pero,
antes de que pudiera localizarla, Valentina abrió el navegador.
—Mira, esta es una web que recopila los mejores enlaces de todas las
Coldtowns… Y esta es la página de la nuestra. —Hizo clic, inclinándose
sobre la pantalla. La coleta se le deslizó sobre una mejilla—. Springfield.
Pinchó en un enlace y se abrió una ventana. Mostraba el interior de un
teatro, pero alguien había arrancado la mayoría de las butacas y se estaba
celebrando una fiesta. Había gente subida al escenario, recitando poemas y
bebiendo a morro de unas botellas, con volantes de encaje en sus henchidas
camisas de poeta.
Valentina pulsó el botón para acelerar la imagen, saltándose a otros dos
intérpretes, hasta que un chico vestido de negro subió al escenario. Pulsó el
botón para recuperar la velocidad normal y Tana vio a Gavriel sonriendo al
público, con un fulgor en sus ojos carmesíes, los rizos alborotados alrededor
del rostro y un aspecto tan enloquecido como cuando había estado prisionero
en las profundidades de un cementerio parisino.
Ejecutó una reverencia extravagante, estirando un brazo con una floritura.
Después se giró y arrastró una silla al escenario. Le habían arrancado el
relleno, el tapizado estaba hecho jirones.
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—Esta noche tengo una actuación que ofreceros. No se trata de un talento
único que posea, pero no nos maravillamos con el hombre que hace una sola
comida al día o que bebe un chupito minúsculo de licor. Nos maravillamos
con el exceso. Y eso es lo que voy a daros.
»Venid, permitid que os muerda. ¿Alguna vez habéis querido ser como
yo? ¿Ser inmortales? Yo os convertiré. A cualquiera de vosotros. A todos, si
queréis. Esta noche. Acercaos. —Desplegó los brazos—. Estoy sediento.
Dejadme beber. Dejad que me sacie.
Durante un buen rato, esperó. La multitud se había quedado en silencio.
Entonces, una mujer de tez oscura se separó del resto y se encaminó hacia las
escaleras. Subió por los escalones lentamente, girando la cabeza para mirar a
sus amigos. Llevaba puesto un vestido de arlequín negro y plateado, y se
había pintado un ojo con un diamante negro. Tana percibió el miedo en su
rostro mientras se acercaba lentamente a la silla y se sentaba. Unas lágrimas
relucieron en sus ojos al tiempo que estiraba su cuello largo y elegante.
Valentina detuvo la reproducción y la imagen quedó congelada cuando
Gavriel se inclinó hacia ella.
—Cumple su palabra. Los muerde a todos, bebe una tonelada de sangre y
luego se marcha dando tumbos. Los deja a todos con vida. Dicen que es el
aguijón de Istra.
—Así es —repuso Tana en voz baja.
Valentina la miró, sorprendida.
—¿No era su deber frenar el avance de la infección? ¿Prevenir los brotes
matando a los vampiros nuevos?
Tana no podía dejar de mirar la imagen congelada, la expresión ávida en
el rostro de Gavriel. Después miró a Valentina con una sonrisa consternada.
—Supongo que lo dejó. En fin, eso parecía un concurso de comer perritos
calientes como los que se celebran en Coney Island.
Las dos se miraron durante un rato y luego les entró un ataque de risa
incontrolable.
—Entonces, ¿sigues decidida a ir a casa de Lucien Moreau? —preguntó
Valentina, que se acercó a un estante y sacó un vestido largo y negro con una
mano y uno dorada con la otra.
Tana asintió y se acercó para acariciar la pelusilla del terciopelo.
—Pero si viene Jameson, será mejor que le enseñes ese vídeo. El motivo
por el que me contó que su amiga vivía en casa de Lucien era que le
preocupaba que se viera metida en el fuego cruzado si Gav… si el aguijón iba
a por Lucien. Quería alertarla.
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Recordó lo que le había contado a Jameson sobre Gavriel: que, hiciera lo
que hiciese, actuaría solo. Pero, entonces, ¿por qué convertir a tantos
vampiros nuevos? Puede que Tana se hubiera equivocado estrepitosamente.
—Creo que iré contigo —dijo Valentina.
—¿A la fiesta? ¿No acabas de decir que es peligroso? —Tana ladeó la
cabeza, intentando comprender el cambio de opinión de Valentina.
—Voy a alertarla —dijo—. La vi en una ocasión, así que puedo volver a
encontrarla. Se lo debo a Jameson.
—Me alegra oír eso. —Tana se agachó y empezó a desabrocharse las
botas—. Siempre es más divertido acudir a una fiesta acompañada de tus
amigos.
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Capítulo 26
Tenía pensado escribir otra clase de artículo. Ya sé que prometí que os contaría cómo es la realidad al
otro lado de los muros de Coldtown, pero no sé si voy a ser capaz. En mis fantasías, nunca pensé que
sería algo como esto.
Ahora Winter está muerto y yo soy una vampira.
Iba a publicar la grabación que hice sin dar más explicaciones, pero eso no sería justo con todos los
que habéis formado parte de mi auténtica Familia Oscura, apoyándome en todo momento, animándome
a seguir con este viaje. Sé que os gustaría escuchar lo que pasó, no limitaros a verlo.
He repetido un montón de veces que detestaba cada segundo en que me hacía mayor. Todos sois
testigos de mis paranoias con que mis células se morían y que se me estaba cayendo el pelo. Cada vez
que me despertaba con pelos sobre la almohada, estaba segura de que esa parte de mi cabello se había
perdido para siempre y de que me quedaría calva y fea. A veces me parecía sentir cómo me
descomponía por dentro, notaba un regusto a podredumbre antes de cepillarme los dientes por la
mañana. Durante los días previos al viaje a Coldtown, no pude probar bocado, porque me asqueaba
pensar en la comida, en sentir su peso en el estómago.
Sé que vosotros os sentís Igual a veces, como si algo estuviera mal en nosotros, porque no somos
esos monstruos majestuosos que estábamos destinados a ser. Pues bien, tenéis razón. Ahora puedo
deciros, desde el otro lado, que teníamos razón. Ahora todo encaja en su sitio.
El momento en que me mordieron está grabado y voy a publicar ese vídeo en cuanto lo edite. Fue
tan maravilloso como yo esperaba. El dolor no fue para tanto. Se te adormece la piel alrededor de la
zona donde se introducen los colmillos. Y se produce una sensación maravillosa, como si alguien
estuviera extrayendo la podredumbre y la debilidad para dejar sitio a otra cosa.
Pero luego está la parte de la que me cuesta hablar. Hice algo malo. Muy malo.
Fui yo la que mató a Winter. No lo hice aposta. Yo solo quería convertirlo, pero la situación se
descontroló cuando mis colmillos nuevos se deslizaron por su vena. Beberse la sangre de alguien no
tiene nada que ver con que te la extraigan. Beber sangre es como una explosión de pétalos de rosa, es
como leche y miel, y como todas las cosas cálidas que hay en el mundo. Es como beber luz pura.
Lo aferré y bebí, bebí y bebí. Fue como ahogarse en él, como estar más cerca que nunca, juntos
dentro de mis venas. Pero ahora Winter no está aquí para echarnos unas risas, ni para ayudarme a elegir
qué ropa me pongo, ni para entenderme como nadie más lo hacía. Puede que ya nadie vuelva a
entenderme de esa manera.
Ya nunca seré la hermana melliza de nadie. Nadie me reconocerá como la mortal que fui antaño.
Los últimos restos de la chica que renuncié a ser murieron con él. Ahora solo queda Midnight.
Supongo que no tendría por qué haber acabado así, si yo no hubiera querido ser una vampira, si no
hubiera querido ser un monstruo maravilloso y bello como el amanecer. Pero, aunque echaré de menos a
Winter durante cada minuto de cada día, durante el resto de la eternidad, sé que él quería esto para mí.
Así que, en su memoria, voy a desgarrarle la garganta a esta ciudad.
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Ah, y vosotros, mis fieles amigos y lectores, os merecéis una advertencia. Los vídeos son
perturbadores, pero siempre hemos dicho que queremos ver la realidad sin adulterar, así que aquí la
tenéis.
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C A P Í T U L O 27
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Dejó las botas, la cazadora y la mochila en la tienda y escondió el resto de
sus cosas en un bolso de mano vintage, de latón esculpido con forma de
cabeza de león, con unos huecos con restos de pegamento en el lugar donde
antes había unas gemas incrustadas para simular los ojos. El puñal lo llevaba
sujeto al muslo con dos correas de cuero.
Había tardado casi una hora entera en reunir todo el atuendo y quince
minutos más de faena delante de una ventana empañada para cardarse el pelo
y conseguir que aguantara. Entonces Valentina le hizo sentarse delante de un
espejo mientras se aplicaba rímel en las pestañas, resaltaba la curvatura de su
ceja con un toque de plata y se pintaba los labios de color rosa pastel.
Mientras se aproximaba a la verja, el bolso con forma de testa de león
rebotaba sobre su cadera, sujeto de una cadenita, lo que provocaba que las
monedas tintinearan en su interior, produciendo un sonido hueco y metálico.
Valentina llevaba puesto un vestido de color bronce, adornado con
cuentas centelleantes. Resaltaba la longitud de sus piernas. Su melena leonina
se desplegaba alrededor de sus hombros y su maquillaje dorado era más
radiante que nunca. Tana le sonrió mientras se abrían paso entre el gentío
hacia la entrada.
El portero era un tipo grande y musculoso, con el pelo largo y recogido
con un lazo de terciopelo negro. Detuvo la mirada sobre Tana durante unos
segundos, pero después le hizo señas a una chica alta que vestía con un abrigo
de visón zarrapastroso sin nada por debajo. Tana se acercó un poco más
mientras pasaba de largo un trío de chicos con pantalones de cuero. Entonces
el portero eligió a dos chicas vestidas con unos qipao de seda verdes a juego.
Llevaban el pelo peinado y teñido del mismo tono cobrizo, de modo que
parecían gemelas.
—¡Nuestro amigo está en la lista! —gritó Tana entre el estrépito,
haciendo señas y confiando en que el portero pudiera oírla.
—¿Vuestro amigo? —repitió el portero, dubitativo—. ¿En serio? ¿Cómo
se llama?
—Jameson —respondió Tana, que se puso de puntillas para tratar de ver
la lista.
—¿Tiene algún nombre más, aparte de ese? —preguntó el portero con una
sonrisita mordaz.
Valentina se adelantó, consiguiendo proyectar un aura impresionante de
altivez e impaciencia.
—Ya sabes cómo se llama. Jameson Ramirez Alonso. Nos dijo que
quedásemos aquí con él y que no tendríamos ningún problema para entrar.
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Esto es ridículo.
El portero puso cara de querer fastidiarla un poco más, pero Valentina
cruzó los brazos y frunció los labios de tal manera que lo disuadió de hacerlo.
—Está bien, pasad.
Tana sintió una oleada de alivio, y entonces, antes de que pudiera terminar
de asimilarlo, estaban atravesando la verja adornada con filigranas y postes
afilados como cuchillos para acceder a la fiesta de Lucien Moreau.
—Buen trabajo —susurró.
Valentina sonrió, con la cabeza alta.
—Buen plan. Parecemos un par de espías buenorras.
Se trataba de una mansión victoriana inmensa, rodeada por un porche. El
edificio era imponente y extraño, con varios tejados de vidrio y pizarra. Los
asistentes a la fiesta se encontraban diseminados por el jardín en cuesta que se
extendía al otro lado de la vega; algunos estaban tumbados sobre la hierba
rala o riendo mientras jugaban a perseguirse en círculos. El incienso
perfumaba el ambiente, denso y empalagoso, y cuanto más se acercó a la
inmensa puerta, que se encontraba abierta en lo alto de las escaleras, más
intenso se volvió ese olor. Mirra y almizcle, sobre un hedor nauseabundo y
dulzón que flotaba por debajo.
Subió por las escaleras y atravesó la puerta para acceder al vestíbulo.
Estaba sonando música en alguna parte, el sonido tenue y melancólico de
unos violines, acompañados por gritos humanos, lejanos y disonantes. Su
corazón comenzó a acelerarse y se le entrecortó la respiración. De pronto,
tuvo el presentimiento de que esa fiesta no era para humanos, sin importar
cuántos estuvieran presentes o visionaran las grabaciones desde sus casas.
Había cámaras apuntando hacia abajo desde las esquinas del techo, con
luces verdes y parpadeantes para confirmar que estaban encendidas. En casa,
en el canal local de la tele por cable, desde las tres hasta las cuatro de la
madrugada, echaban un programa en el que una chica llamada Asphodel,
ataviada con una peluca larga y morada, emitía fragmentos de la fiesta que
consideraba que valía la pena destacar y los comentaba con los espectadores
que llamaban al programa. Unas franjas negras tapaban cualquier penetración
real de colmillos para no ofender a la Comisión Federal de Comunicaciones.
Una chica con los ojos rojos y un vestido plateado pasó junto a Tana,
manchada de sangre, lo cual le arrebató de un plumazo cualquier pretensión
de que aquello fuera algo distinto a una peligrosa pecera llena de monstruos,
un terrario para serpientes repleto de ratones.
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Una risita demente amenazó con emerger de sus labios, pero Tana apretó
los puños con tanta fuerza que se clavó las uñas en las palmas y esperó a que
la sensación se disipara.
—¿Estás bien? —le preguntó Valentina.
Estaba mirando hacia la gente que había reunida en las escaleras, con
copas de champán desparejadas en la mano. Un vampiro con esmoquin estaba
asomado desde el rellano, aferrado a la barandilla de madera con sus pálidas
manos. Sonrió como un barquero llegado para conducirla hasta el reino de los
muertos.
Tana asintió. «Cálmate —se dijo—. Encuentra a Aidan, recupera el
salvoconducto y sal de aquí».
Cuando saliera de Coldtown, decidió, haría un viaje por carretera con
Pauline. No se iría directa a casa, con esos pensamientos plagados de sangre,
dientes y ojos carmesíes. En vez de eso, se embarcarían en una aventura: una
normal, donde no sucedería nada demasiado peligroso. Podrían dirigirse hacia
el sur hasta que se les acabara el dinero. Se imaginó conduciendo por el día
con las ventanillas bajadas, con unos granizados derritiéndose en los
posavasos, con la radio a tope y Pauline canturreando desde el asiento del
copiloto.
Tana se obligó a moverse, a entrar en la primera de un serie de
habitaciones de techos altos. Tenía las paredes moradas y había un chico
tendido sobre una mesa que estaba cubierta con un mantel blanco. Había
varios vampiros congregados a su alrededor, lamiendo las finas líneas de
sangre que brotaban de unos cortes superficiales en brazos y piernas. Su piel
relucía por la saliva acumulada. Tenía los ojos cerrados, pero a veces aleteaba
un poco con ellos, como si estuviera soñando.
—¿La ves por alguna parte? —susurró Tana.
Valentina negó con la cabeza. Estaba intentando mostrarse indiferente,
pero no podía apartar la mirada del chico y de la sangre. Tana la agarró del
brazo y la condujo hasta una segunda habitación. Allí había varios jóvenes
humanos, vestidos con látex y con la boca cubierta por una mordaza metálica,
que estaban esposados directamente a las paredes, que a su vez estaban
cubiertas por una serie de placas de acero para que pareciera una especie de
secuencia de escenas enmarcadas. Tana observó con pasmo cómo un
individuo se acercaba a una de las chicas, la agarraba por la muñeca y le
hincaba los dientes en la piel.
—Están infectados —dijo una vampira con un vestido largo de satén, de
color carmesí, ceñido al estómago por un corsé y cosido con trozos de
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azabache. Dejaba al descubierto una cicatriz larga y dentada, con forma de
medialuna, a la altura del hombro. Tenía el pelo de color castaño oscuro,
recogido en un moño ceñido, y llevaba los labios pintados del mismo tono
carmesí que sus ojos—. Si les muerdes, no pasa nada. Ya no pueden
infectarse más, ¿verdad?
Tana reprimió un resuello al ver a esa mujer. Era famosa. La reconoció
enseguida de haberla visto en fragmentos de vídeo de Coldtown y en docenas
de gifs de Tumblr, donde salía con gesto ceñudo y un pie de foto que decía:
«¡ALUCINA!» o «¡ME CAIGO MUERTA!» o incluso «¡ΡAM, ΡAM, ΡAM,
ΡAM!». Era Elisabet, la amante de Lucien, de la que se rumoreaba que era
mucho más cruel y despiadada que él. Parecía joven, apenas un poco mayor
que Tana, pero sus ojos eran ancestrales y fríos como el plomo. Y había algo
más en su rostro…
—Tampoco podrán infectarse menos —murmuró Valentina.
—Te escapaste con mi presa. —Elisabet presionó un dedo frío sobre la
barbilla de Tana, obligándola a torcer el gesto.
—Oh —masculló Tana mientras un escalofrío le recorría el espinazo.
Comprendió con una arcada que ya había visto antes a Elisabet, en casa de
Lance. Tenía la cara tan hinchada de alimentarse que, hasta ese momento, no
se había dado cuenta de quién era. Pensó en las paredes manchadas de sangre
y notó un zumbido en los oídos; la conmoción engulló todos los demás
sonidos.
—¿Dónde está? —le susurró Elisabet al oído, impaciente, como si hubiera
tenido que repetírselo.
Tana no supo cómo responder a eso. El miedo la dejó atontada.
—No sé de quién me estás hablando —se obligó a decir, sin molestarse en
disimular su espanto.
—Fallo mío —repuso Elisabet. Tana sintió el roce frío de sus labios en la
piel—. Disfruta de la fiesta, encanto.
Y, dicho eso, la vampira se marchó.
Todavía temblando, Tana cerró los ojos y se dejó envolver por el ruido de
la fiesta: la música, las conversaciones y los gemidos. Dejó la mente en
blanco, esperando que el miedo se disipara junto con sus pensamientos.
—¿Qué diablos acaba de pasar? —preguntó Valentina.
—Por favor, dime que ella no es la novia de Jameson —dijo Tana, y, por
fin, tras inspirar hondo, abrió los ojos.
—Por supuesto que no. ¿Estás loca? —Valentina estaba atacada de los
nervios—. Pensaba que Elisabet iba a matarte y a devorarte delante de mis
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narices. Vámonos.
Tana negó con la cabeza impetuosamente, pero pensó en los tiburones que
chocaban con su víctima varias veces antes de morderla. Puede que Valentina
hiciera bien en alejarse de ella, en caso de que Elisabet la estuviera rondando.
—Cada una buscamos a una persona distinta. ¿Qué te parece si nos
separamos, echamos un vistazo rápido y quedamos luego junto a las
escaleras? Nos daremos diez minutos, como mucho. Y si una de nosotras no
aparece, la otra regresará a tu tienda y esperará allí.
—¿Y si alguna de nosotras no aparece nunca? —preguntó Valentina, que
miró a Tana como si le hubiera leído la mente.
—En ese caso, supongo que la otra podrá considerarse afortunada —
repuso, encogiéndose de hombros.
—Ten cuidado —dijo Valentina.
—Tú también.
Tana inspiró hondo y siguió avanzando a través de las habitaciones,
mirando atrás una única vez. Se sintió tentada de dar media vuelta y decirle a
Valentina que había cambiado de idea. No quería estar sola. Pero esa era la
opción más segura.
«Encuentra a Aidan —se dijo—. Y luego date el piro».
Llegó entonces a un salón de baile enorme, con un techo acristalado que
parecía un cenador inmenso, con los vidrios teñidos de negro. Los paneles
relucían y centelleaban como prismas con la luz reflejada de tres lámparas de
araña, cuyos brazos tenían la forma de un dragón. Durante el día, el techo
debía de bañar la estancia con una luz grisácea y extraña. Tana aún no había
visto a Aidan ni a Midnight, pero la muchedumbre era más numerosa allí, así
que se abrió camino con cuidado, buscándolos.
Por detrás de ella, oyó una voz ronca, quebradiza como hojas secas:
—Él está aquí —dijo.
Se quedó inmóvil, transportada a la fiesta de Lance, escuchando el eco de
los vampiros al otro lado de la puerta. Estaba segura de que el que acababa de
hablar era uno de ellos; los demás también estaban allí, no solo Elisabet. Tal
vez el que le había arañado la pierna. Tuvo que apoyarse en una de las
paredes durante un buen rato, intentando no hiperventilar. Por el rabillo del
ojo vio al vampiro que había dicho eso. Tenía el pelo largo y blanco y las
uñas dentadas. El otro parecía más joven; tenía el pelo castaño, con una
barbilla puntiaguda y pecas que resaltaban sobre la palidez de su piel. Los dos
llevaban trajes negros a juego con cuello mao.
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Un estremecimiento visceral le recorrió el cuerpo. Se recordó que ella no
era la persona a la que estaban buscando. Estaban dando caza a Gavriel. Para
conducir al aguijón de Istra de vuelta con Spider y a su prisión, para hacerle
pagar por haber dejado escapar a Caspar Morales. Para asegurar que Gavriel
se quedara allí encerrado, enloquecido, como si el mundo no hubiera
cambiado y los vampiros ancestrales siguieran al mando, aunque hoy en día
gobernasen sobre algo que apenas entendían. Y si Elisabet estaba de su parte,
puede que Lucien estuviera ayudando a Spider: enviando a su propia gente
para asegurarse de que Gavriel acabara de nuevo en una celda.
«Él está aquí», dijeron.
Y si estaban buscando a Gavriel, ¿significaba eso que estaba en la fiesta?
Tana alargó el cuello para intentar avistarlo entre la multitud.
Lo que vio en su lugar fue a Lucien Moreau entrando en la sala,
inconfundible y con un magnetismo extraño. Los invitados se giraron hacia él
por acto reflejo, como flores alineándose hacia el sol. Llevaba a Elisabet del
brazo, con un aspecto tan distante como el que lucía en las emisiones de
Coldtown.
Si su belleza era oscura, la de Lucien era radiante. Desprendía una
elegancia innata, con el cabello rubio y despeinado, que brillaba como el oro,
y un traje de color marfil con los dos botones superiores de la camisa abiertos.
Los huesos de su rostro estaban distribuidos de tal modo que tenía un aspecto
espléndido y austero al mismo tiempo. Tenía una nariz aguileña, unos labios
perfilados con refinamiento y unos pómulos enjutos que denotaban una edad
o unos achaques mayores de los que dejaba entrever el resto de su apariencia.
Cuando miró por detrás de Lucien y Elisabet, divisó por fin a Aidan.
Llevaba un atuendo inadecuado para la ocasión, estaba apoyado en una pared,
desgarbado, con una camisa de seda negra y unos vaqueros del mismo color.
Tana se preguntó si Midnight le habría elegido esa ropa, y luego se preguntó
si la habría tomado prestada de Rufus.
Se armó de valor y se acercó a él, esquivando a todos los vampiros que se
cruzó por el camino.
—¡Tana! —exclamó Aidan, que se puso contentísimo de verla, hasta el
momento en que ella le arreó un puñetazo.
Aidan retrocedió tambaleándose y varias personas los miraron de reojo,
soltando risitas nerviosas. Elisabet volvió a escrutarla, lo cual la puso
nerviosa, pero no tanto como para arrepentirse de haber atizado a Aidan. No
lo lamentaba en absoluto.
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—¡Ay! —protestó él—. Creo que se me ha clavado un colmillo en la
mejilla. Ha dolido un montón.
Tana puso los brazos en jarras y se limitó a mirarlo fijamente. Sabía que
era más fuerte que ella y un millón de veces más mortífero, pero seguía
siendo Aidan, y seguía detestando que alguien se cabreara con él. Se frotó la
barbilla en el lugar del impacto.
—Venga, Tana. No pensaba quedármelo. Solo quería que te quedaras un
poco más. Ya sabes que no me gusta ir solo a los sitios.
—Eres un cretino —dijo Tana—. En serio. Un cretino insoportable.
—Lo sé. —Aidan lució un gesto de arrepentimiento y picardía al mismo
tiempo—. Pero te has emperifollado y has venido a una fiesta, así pues, ¿no
quieres pasar un buen rato? Venga, ya que estás aquí…
—Tienes a Midnight para irte de fiesta. —Tana alargó una mano con la
palma hacia arriba—. Dámelo. Ya.
—¿Y si primero charlamos un rato? Tengo que contarte algo que te va a
gustar.
—Por favor.
Su ira se estaba disipando, convirtiéndose en miedo. Aidan podría
retenerla en Coldtown para siempre. Tana no podía obligarlo a que le
devolviera el salvoconducto. No podía obligarlo a hacer nada.
Aidan suspiró al ver cómo cambiaba la expresión de la chica, luego se
metió una mano en el bolsillo trasero y, manteniendo la mano ahuecada por
encima, le depositó el salvoconducto en la mano.
—Será mejor que tengas cuidado para que nadie lo vea.
Tana suspiró, sorprendida y aliviada hasta límites insospechados. A pesar
de sus ojos rojos, a pesar de todo, supuso que seguía siendo Aidan, su
exnovio, su amigo, una persona. El mismo chico al que había conocido en
clase de Arte, el mismo chico con flequillo que siempre estaba enamorado y
siempre era sincero, incluso cuando bromeaba. Guardó la esfera en su bolso
con forma de cabeza de león, pero no sin antes echarle un vistazo para
confirmar que era el salvoconducto.
—Gracias.
—Solo me lo quedé porque quería tener una oportunidad para volver a
hablar contigo, cuando la situación no fuera tan desagradable. Para conseguir
que me perdones por todo lo que he hecho.
Tana no se molestó en recalcar que enfurecerla todavía más para
conseguir que lo perdonara no tenía mucho sentido. Eso ya daba igual.
—No fue culpa tuya. Bueno, al menos, no todo.
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Aidan sonrió.
—¿Sabías que Gavriel está en la fiesta? Eso es lo que quería decirte. Lo
he visto hace un rato, pero creo que él no me ha visto a mí.
Tana giró la cabeza sin querer, pero todos los rostros que vio le resultaron
desconocidos. Divisó a los inquietantes vampiros vestidos de negro hablando
con Lucien y Elisabet, y a pesar de que sentía un deseo absurdo e irrealizable
por ver a Gavriel una vez más, esperó que Aidan se equivocara. Esos
vampiros le estaban dando caza. Recordó cómo susurraban a través de la
puerta. Recordó el roce afilado de sus dientes en la pantorrilla y los ojos
abiertos e inertes de sus compañeros de clase. Daba igual de qué fuera capaz
Gavriel, Tana no quería que tuviera que enfrentarse a ellos.
Aidan asintió con la cabeza y añadió:
—He pensado en acercarme a saludar, pero cuando he querido hacerlo, él
ya se había ido. No he visto a dónde se ha ido.
Tana no quiso pensar en lo que podría haberle contado a Gavriel sobre
ella.
—Deberíamos irnos —dijo—. ¿Midnight está contigo? Creo que esta
fiesta está a punto de volverse muy peligrosa.
—Está aquí, buscando algún sitio nuevo donde alojarnos. Quiere
conseguirnos una familia de vampiros. Los llama compañeros de nido o
alguna chorrada así.
—¿Y qué pasa con Rufus y Christobel? —preguntó Tana.
Aidan negó con la cabeza.
—¿Qué pasa con ellos? Ella va a seguir matando humanos. Dice que,
cuando sus corazones se paran, sus almas te arrastran medio camino hacia la
eternidad mientras mueren y, por un momento, eres como un dios oscuro
asomado al mundo. Midnight me tiene acojonado, Tana. No quiero que sea la
única amiga que tengo en Coldtown.
Tana no supo qué responder a eso. No era justo que Aidan se hubiera
convertido en un vampiro. Él no era como Lucien Moreau, ni como esos
jóvenes que acudían allí con la esperanza de ser convertidos. No debería tener
que combatir sus impulsos. Nadie tendría que haber muerto en el rancho. No
tendría que ser necesario amurallar sectores enteros de ciudades como si
fueran prisiones, gobernadas por sus propios reclusos. Los niños no tendrían
que crecer atrapados dentro, sin escapatoria posible. Todo eso era injusto,
pero a Tana no se le ocurría ningún modo de arreglarlo, y esa impotencia era
lo peor de todo.
—Aidan, tienes que… —comenzó a decir.
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Desde un extremo de la habitación, por detrás de Lucien y Elisabet, un
cuchillo plateado surcó el aire.
La multitud se apartó, resollando al unísono. El vampiro pecoso del
rancho chilló cuando el puñal curvado se clavó hondo en su pecho. Lo agarró
y luego comenzó a encogerse, como un globo al que se le escapaba el aire: su
piel se quedó deshidratada, oscura y apergaminada.
Su acompañante, el vampiro del pelo blanco, estiró una mano de largos
dedos, como si pudiera hacer algo por ayudar. Como si no fuera demasiado
tarde.
El vampiro trajeado se estaba contrayendo, apretando los puños con unas
garras resecas. Cayó al suelo y se desprendieron pedazos de él, como si
estuviera compuesto por las fibras de un avispero; se derramó un líquido que
tenía más pinta de ámbar que de sangre.
Todos giraron la cabeza para contemplar el espectáculo, incluida Tana.
Nunca había visto nada parecido: ni en YouTube, ni en documentales, ni en la
plaza del Suicidio. Nunca había visto a un vampiro ancestral
descomponiéndose ante sus ojos. Eran cuidadosos, astutos, y casi nunca se
morían; desde luego, no de ese modo. Estaba tan perpleja que apenas captó el
susurro de una pisada inauditamente veloz.
Lo que sí percibió fue la presencia de Gavriel, justo antes de que llegara
junto al vampiro del pelo blanco. Empuñaba dos cuchillos más, cada uno
centelleando en una mano. Con sendas hojas cortas, crueles y curvadas.
Rodeó al vampiro con los brazos desde atrás, lo atrajo hacia sí con un gesto
similar a un abrazo y luego extendió los brazos hacia los lados, descruzando
los cuchillos parar rebanarle la cabeza.
Brotó sangre, densa y oscura como el sirope, antes de que el vampiro
empezara a marchitarse también. El traje blanco de Lucien estaba manchado,
los rostros de los testigos y sus sofisticados atuendos quedaron salpicados de
sangre, que caía desde el techo como una tormenta de verano en una
pesadilla. Tana sintió su roce en las mejillas, húmeda y todavía caliente, como
si el vampiro acabara de alimentarse.
El rostro del vampiro del pelo blanco permaneció paralizado con un gesto
de pasmo o aflicción; su última expresión quedó preservada mientras su
cabeza se desprendía de sus hombros. Impactó contra el reluciente suelo de
mármol y rodó hacia la multitud.
Gavriel se giró hacia los anfitriones. Fue solo entonces cuando Tana
advirtió que Lucien se había movido para recoger el puñal del cuerpo del
primer vampiro abatido. Elisabet profirió un gemido de sorpresa.
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—Bonita entrada, ¿verdad? —dijo Gavriel, y después miró a Elisabet—.
Y qué placer verte aquí con él.
Resultaba tan hermoso como siempre, con las facciones acentuadas por la
ira. Pero era imposible mirarlo, cubierto de sangre, y creer que en una ocasión
sus labios se habían cruzado con los de Tana. Parecía algo salido de una
alucinación siniestra, algo terrible e innombrable, un dios homicida y
embaucador.
—Nos preguntábamos cuánto tiempo tardarías en llegar. —Lucien
sostuvo el puñal como si fuera un simple objeto para señalar—. Te lo has
tomado con calma.
Gavriel se encogió de hombros.
—Puedo hacer lo que quiera con mi tiempo.
—Ese pequeño festín que te pegaste anoche fue impresionante —dijo
Lucien—. ¿Eres consciente del caos que has desatado al infectar a toda esa
gente?
Gavriel sonrió de medio lado. Sus ojos centellearon con un regocijo atroz.
—No tengo ni idea, pero estoy deseando averiguarlo.
Al oír eso, Lucien se rio. Puede que incluso se tratara de una reacción
espontánea.
—Has cambiado.
Gavriel respondió a esas palabras con una pequeña reverencia.
—Después de diez años, ¿cómo podría no haberlo hecho? Y menuda
década ha sido.
Lucien puso una mueca.
—Estás enfadado porque te traicionamos, y tienes todo el derecho a
estarlo. Fue culpa mía, me equivoqué. Lo he lamentado a menudo. —Deslizó
una mano por el aire—. Pero mira el mundo que creaste. Lo hermoso y
vibrante que es. Estábamos equivocados al aferrarnos a las sombras y acechar
en la noche. Tu error nos ha liberado a todos. Ahora, al fin, puedes ver lo que
temían los viejos vampiros.
—Dejaste que me pudriera encadenado —dijo Gavriel.
Los dos vampiros se sostuvieron la mirada. Gavriel prosiguió sin alzar la
voz:
—Y luego intentaste volver a entregarme a Spider. ¿O acaso lo niegas?
—Mi gente tenía miedo. Elisabet temía que Spider te hubiera doblegado y
te hubiera enviado a darnos caza. Los vampiros ancestrales odian a todos
aquellos que nos hemos adaptado. Y a mí más que a nadie, por emitir secretos
a través de las cámaras. Intentamos capturarte, pero no por lo que tú crees.
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—No deberías preocuparte por mí —repuso Gavriel—. Ya no. Las piezas
volvieron a encajar en su sitio, en su mayoría.
—¿Qué podemos ofrecerte? —preguntó Elisabet—. ¿Qué podemos hacer
para demostrarte lo mucho que lo sentimos? Sea lo que sea, sabemos que
estamos en deuda contigo.
Gavriel lamió la sangre de su cuchillo, deslizando la lengua hasta la punta
de la hoja.
—Quiero ver cómo el viento impulsa vuestras cenizas sobre el telón de
fondo de una luna de sangre. —Canturreó sus siguientes palabras, con un deje
enajenado en la voz—: «A la luz, a la luz, a la luz de la luna carmesí. Seré yo
quien os mate, presa de un frenesí». ¿Recuerdas esa canción? He cambiado un
poco la letra.
—Entonces, ¿solo te darás por satisfecho con la muerte? —preguntó
Lucien, que no tenía nada claro cómo dirigirse a ese nuevo Gavriel.
—He recorrido un largo camino para buscarla. Detestaría volver con las
manos vacías.
Parecía un completo chiflado, pensó Tana. Chiflado como un poeta o un
profeta. Enajenado y mortífero. Gavriel se encogió de hombros y sonrió.
—Deja que te demostremos lo muchísimo que lo sentimos —dijo Lucien
con esa voz que había cautivado a tantos jóvenes ávidos de sepultura, con la
que había fascinado a espectadores de todo el mundo. Le apoyó una mano en
el hombro a Elisabet y presionó ligeramente—. Haremos una disculpa formal.
Nos arrodillaremos y te rogaremos que nos perdones. ¿Se te ocurre alguna
otra criatura ante la que estuviéramos dispuestos a hacer eso?
Elisabet giró la cabeza para mirarlo, como si quisiera descifrar en su
rostro cuáles eran sus planes, pero entonces, poco a poco, flexionó las rodillas
y su falda se amontonó a su alrededor. Parecía una penitente hermosa ante un
altar.
Incluso Gavriel pareció embelesado mientras la miraba. Tenía el ceño
fruncido y la cabeza alta, como si estuviera intentando zafarse de la influencia
que ejercía sobre él. Lucien se situó detrás de Elisabet, acariciándole el
cabello oscuro para apartarlo de su rostro.
—Ella reunió a mis hombres y salió a buscarte. Querían protegerme. ¿No
es un encanto? Pero te juro que yo no tuve nada que ver con ello.
Elisabet miró hacia arriba y amagó con levantarse, pero Lucien la agarró
del pelo y tiró de su cabeza hacia atrás. Entonces le rebanó el pescuezo con el
cuchillo de Gavriel. El río de sus venas se escindió, la sangre manó como si
fuera agua. Lucien siguió cortando hasta que le cercenó la cabeza.
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Todos los presentes pegaron un grito cuando el cuerpo de Elisabet cayó de
bruces. Tana se sobresaltó con ellos. Lucien esbozó una sonrisita extraña
mientras el cuerpo de su amante comenzaba a encogerse y marchitarse; su tez
de color miel se arrugó como una corteza. Sus tersos labios se ajaron y las
cuencas que antes albergaban sus ojos se quedaron tan hundidas como las
oquedades manchadas de pegamento del bolso de Tana. Lucien dejó caer su
cabeza al suelo.
Unos segundos antes, Elisabet era uno de los vampiros más peligrosos del
salón de baile. Ahora estaba muerta. Varios asistentes a la fiesta se
arrodillaron a su lado, como si aún pudieran hacer algo por ella, como si solo
se hubiera desmayado. Una chica con un piercing en la nariz y trenzas de raíz
le acarició la mejilla, antaño tan tersa. Un chico deslizó un dedo sobre la
sangre de Elisabet y se lo metió en la boca.
—Eres más importante para mí de lo que ella podría haber sido, Gavriel
—dijo Lucien, alejándose del cadáver—. Ahora que la he castigado en tu
nombre, quizá puedas ver hasta qué punto hablo en serio. Quería a Elisabet a
mi manera, pero tú eres como un hijo para mí. Perdona los pecados del padre.
Gavriel retrocedió un paso, la conmoción resultaba evidente en su rostro.
—¿De verdad se merecía eso?
—Querías nuestras muertes —repuso Lucien—. Te he concedido la suya.
Pídeme otra cosa y te la concederé también. Desde el momento en que
escapaste de esa jaula situada bajo el cementerio del Père Lachaise, supe que
vendrías aquí, ya fuera en calidad de prisionero o por voluntad propia. —De
repente, exclamó—: ¡Cortad las emisiones de esta sala! ¡Cortadlas!
Una por una, las luces de las cámaras repartidas por la estancia pasaron
del verde al rojo.
La multitud que se había congregado comenzó a murmurar. Tana se
preguntó qué significaría que Lucien hubiera dejado activa la emisión
mientras asesinaba a Elisabet y que solo ahora hubiera ordenado que la
desconectasen. ¿Qué podría ser peor que eso? Se dirigió hacia la puerta,
abriéndose paso entre el gentío.
Gavriel parecía furioso, el impulso por actuar le hacía estremecerse.
—Jamás te habríamos hecho daño —dijo Lucien—. Sabíamos que, en
cuanto te hubiéramos capturado, podríamos empezar a hacer planes. A
planear un futuro glorioso y una venganza mucho mejor que la que hayas
podido soñar, mi querido y desorientado amigo. Las viejas costumbres han
muerto, y es hora de que los viejos mueran con ellas.
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—¿Empezando por ti? —replicó Gavriel, aunque no dejaba de mirar a
Elisabet, como si aún siguiera sorprendido por su cadáver.
—En el fondo, no quieres matarme —dijo Lucien—. Mírate: lamentas
incluso la muerte de Elisabet. Lo único que quieres es volver a casa.
—¿Tú crees? —inquirió Gavriel.
—¿Sabes por qué en las películas el villano duda antes de matar al héroe?
¿Sabes por qué explica su perverso plan? ¿Sabes por qué estás dudando tú
ahora?
Gavriel esbozó una sonrisa.
—Lo sé. Pero apuesto a que tú jamás lo adivinarás.
Lucien prosiguió:
—Porque el villano sabe que, sin un héroe al que odiar, su vida estaría
vacía. En cuanto haya asesinado a su adversario, se quedará solo.
—Entonces, ¿el héroe eres tú? —inquirió Gavriel.
—Todo héroe es el villano de su propia historia, ¿no te parece? —Lucien
estaba hablando con Gavriel, pero alzó la voz para dirigirse también a los
asistentes a la fiesta. Sabía cómo ganárselos y cautivarlos con sus palabras.
—No, no me lo parece.
Pese a todo, Gavriel esbozó un gesto irónico, como si ese estilo retórico le
resultara familiar. Como si lo cautivara no el espectáculo en sí mismo, sino el
recuerdo de Lucien actuando de esa manera.
—¿Acaso los héroes no tienen constancia de los terribles motivos por los
que llevaron a cabo esas buenas acciones? ¿No son conscientes de cada error
que cometieron y de los inocentes que salieron malparados por culpa de sus
decisiones? ¿Acaso no recuerdan esos momentos en los que su
comportamiento no fue nada heroico? ¿Esos momentos en los que su
heroísmo provocó más muertes de las que ninguna maldad deliberada habría
podido producir?
Gavriel lo miró como si se sintiera fascinado, como si al fin uno de los
intentos de Lucien por acaparar su atención hubiera funcionado.
—Has estado solo diez años, puede que incluso más tiempo. Pero ya no
volverás a estarlo. Te conozco. Te conozco mejor que nadie en el mundo y, si
me perdonas, te proporcionaré una venganza capaz de saciarte incluso a ti.
Juntos, vamos a matar a Spider.
Gavriel bajó la mano con la que empuñaba el cuchillo.
Iba a hacerlo, comprendió Tana. Iba a permitir que un hombre que
acababa de asesinar a su novia lo convenciera para formar una alianza, con el
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cadáver todavía tendido en el suelo, entre ellos. Se dio la vuelta, asqueada, y
salió por una puerta.
En el jardín, la mezcla de olores a incienso y sangre le produjo un mareo y
empezó a dolerle la cabeza. Apoyó una mano en la pared, cerca de un surtido
de cubos de basura y utensilios de jardinería, por si acaso vomitaba. Después
se dirigiría a la parte frontal del edificio a comprobar si Valentina seguía allí.
—¿Tana? —preguntó una voz femenina.
Cuando levantó la cabeza, vio a Midnight, que se acercaba desde el jardín
delantero con un vestido reluciente de vinilo. Llevaba el pelo suelto alrededor
de los hombros, parecía tan dulce y serena como si lo acaecido durante los
dos últimos días no hubiera tenido lugar.
—¿Eres tú?
—Sí —respondió Tana, que inspiró otra bocanada trémula—. Estoy bien.
Dame un minuto.
—Esperaba que vinieras a la fiesta. —Midnight se acercó un poco más.
Despedía un olor a descomposición—. Quería darte las gracias por todo lo
que hiciste la otra noche.
Tana estaba a punto de decirle que no había de qué, cuando Midnight se
abalanzó sobre su garganta.
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C A P Í T U L O 28
L a Viena de 1912 era muy diferente al París de apenas veinte años antes.
Las calles estaban repletas de automóviles y bicicletas durante el día, y
por la noche la ciudad centelleaba con luces eléctricas. Sonaban los
teléfonos y los ascensores aupaban a los burgueses por los pisos de sus
palacios alquilados a lo largo de la Ringstrasse, donde antaño se encontraban
las murallas de la ciudad antigua. Sigmund Freud ya había publicado Drei
Abhandlungen zur Sexualtheorie, y Cari Jung estaba a punto de presentar
Wandlungen und Symbole der Libido. La era moderna había comenzado, y
todo el mundo creía que se estaban encaminando hacia un futuro mejor. Pero
las prostitutas seguían frecuentando los terrenos donde antes se alzaban los
cadalsos, dispuestas a yacer con un hombre sobre las sepulturas a cambio de
lo que valía un periódico. También acechaban otras cosas por esa zona. Viena
era una ciudad bañada por la luz y nadie quería reconocer lo que sucedía en la
oscuridad.
Lucien Moreau recorría las calles en plena noche, con su levita negra
abotonada. Elisabet iba a su lado, con un vestido de encaje de cuello alto
adornado con cuentas, de color crema, dorado y negro. Gavriel se encontraba
al otro lado, con una chaqueta de color gris oscuro, casi idéntica a la de
Lucien.
Eran unas criaturas majestuosas, fascinantes e inequívocamente disolutas,
musitó Lucien mientras caminaban.
También tenían muchas probabilidades de acabar ejecutados antes de que
terminara la noche, y todo por su culpa. Los vampiros tenían que pedir
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permiso antes de engendrar una prole, pero él no lo había hecho. Jamás se lo
habrían concedido, en ninguno de los dos casos, teniendo en cuenta su
inestabilidad.
Gavriel coqueteaba con la muerte. Había perdido a una amante y había
enterrado a su hermano, así que quizá no fuera de extrañar que acechase a los
asesinos por las calles de la ciudad, clavándoles los colmillos en la yugular y
engullendo su sangre. Cada noche, era como si vengase a su hermano al matar
a alguna réplica de sí mismo.
Y solo hacía falta fijarse un poco para ver la locura que centelleaba en los
ojos de Elisabet. Lucien la había conocido en Portugal, donde la habían
juzgado por el asesinato de su marido. Se había quedado impresionado al ver
cómo escupía en el suelo y declaraba no solo que lo había hecho, sino que, si
el Señor lo traía de vuelta a esa misma sala del tribunal, volvería a hacerlo.
Gavriel y él la sacaron de la cárcel aquella noche; Elisabet se fue con ellos sin
mirar atrás ni una sola vez. Cuando cazaba, utilizaba una cuchilla en lugar de
los dientes y atacaba a sus víctimas con una ferocidad que habría resultado
inquietante en un hombre que la doblase en tamaño.
Y ahora, Lucien tendría que lamentar su pérdida. Intentó hacer
comentarios jocosos mientras caminaban por las calles, intentó fingir que era
posible que Spider los dejara vivir, por más vetusto y despiadado que fuera,
pero Lucien sabía que su prole iba a ser destruida, con toda probabilidad. Los
vampiros ancestrales gobernaban su parte del mundo como señores feudales,
optando por la misma clase de castigos. Tal vez debería haberles dicho que
huyeran, pero sabía que ni Estambul ni Shanghái ni ningún otro lugar estaban
lo bastante lejos como para esconderse de una criatura como Spider, que
podía accionar su compleja red de contactos para provocar la caída de los
bancos en Luxemburgo o una revolución en España. Si huyeran, los
perseguiría por todo el mundo.
Además, si se escapaban, Lucien se metería en un buen lío.
—Deberíamos matar a Spider —dijo Elisabet, que le lanzó una mirada
vehemente—. Matarlo y desangrarlo. Su sangre nos concedería su poder
acumulado durante siglos. Aunque fuera un poder compartido, nos permitiría
dictar las reglas en vez de obedecerlas.
—No digas tonterías —replicó Lucien, aunque, en realidad, había oído
que había habido un Spider previo al actual, al que habían matado de la forma
que proponía ella—. Si mueves un solo dedo contra él, será nuestro fin. Es
importante que le demostréis que os he inculcado el debido respeto hacia
vuestros mayores.
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—En ese caso, quizá deberías haberlo hecho —repuso Gavriel con ese
tono suave y sereno tan propio de él.
Lucien le lanzó una mirada penetrante. Una de las cosas que le habían
atraído de Gavriel era que, por más sumido que estuviera en ese pozo de
tristeza, a veces hacía gala de una lucidez estremecedora y sorprendente. Pero
a Lucien no le gustaba que proyectara esa mirada tan avispada sobre él.
Lucien sabía lo que era, sabía a qué profundidades de la depravación y la
crueldad había descendido, qué ambiciones lo motivaban. Se enorgullecía de
saber todas esas cosas, pero no por ello quería que los demás las reconocieran
también.
Se dirigieron hacia una mansión amurallada en la ciudad vieja, cuya
fachada estaba tallada con piedra y mármol. La verja estaba entreabierta y
Lucien se introdujo por ella, avanzó con cautela junto a setos con diferentes
formas, en dirección a unas dobles puertas inmensas, con un llamador de
latón con la forma del rostro de una mujer agonizante. Cuando Lucien lo
levantó, se dio cuenta de que la bisagra del mecanismo estaba instalada entre
los dientes de la mujer, haciendo que pareciera la embocadura de un caballo.
Gavriel miró a Elisabet con las cejas arqueadas. Ella puso los ojos en
blanco.
Esa reacción debería haber agradado a Lucien, la forma en que actuaban
como si fueran hermanos, pero en el fondo le molestaba. Le hacía sentir que,
aunque los gobernaba, seguían teniendo secretos.
—Apuesto a que le encantaría veros así —dijo Lucien para avergonzar a
Gavriel y fastidiar a Elisabet; para demostrarles que todo, incluso sus bromas,
le pertenecía a él. Puede que la muerte se los arrebatase pronto, pero, hasta
entonces, estarían a su merced.
Al cabo de unos instantes, una mujer jorobada acudió a abrir la puerta.
Llevaba puesto un vestido oscuro y tenía el pelo canoso, recogido en un moño
trenzado.
—Guten tag —dijo mientras los invitaba a pasar.
La siguieron y atravesaron muchas habitaciones con frescos pintados en el
techo que representaban batallas: los muertos y los moribundos los
observaban desde unos recovecos revestidos con oro. Unas esferas eléctricas
colgaban como frutos de las lámparas del techo, cuya luz se reflejaba en los
paneles espejados. Dejaron atrás sofás de brocado rojo y mesas con tallados
tan elaborados como las molduras de yeso de las paredes.
Los condujo hasta otro jardín, que tenía un espino albar en el centro.
Varios miembros de la guardia personal de Spider, conocidos con el
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pretencioso nombre de Corps des Ténèbres, estaban repartidos por la zona
con sus largas togas, haciéndose notar. De pie, por detrás del árbol, había un
vampiro muy alto y delgado, con una levita de color gris oscuro, chaleco y
pantalones. La cadenita de un reloj se extendía desde su bolsillo hasta un
lugar situado por debajo del chaleco. Un anillo de color rojo y dorado, con el
sello todavía embadurnado de cera, relucía bajo el fulgor de los faroles de gas.
Los observó con sus ojos caídos, desde un rostro saturnino con una frente
prominente y una boca propia de un envenenador. No había duda posible
sobre su identidad, a pesar de su atuendo y sus ademanes corrientes. Irradiaba
una especie de poder que casi ejercía una atracción gravitatoria.
Elisabet se quedó mirándolo fijamente con una fascinación terrible. Por su
parte, Gavriel estaba intentando no fijar la mirada sobre ninguna parte en
concreto.
—Ah, Lucien —dijo Spider, que se encaminó hacia ellos mientras se
sacaba las manos de los bolsillos de los pantalones para prender la punta de
un cigarrillo con un mechero dorado. Sus dedos culminaban en unas uñas
largas, curvas y amarillentas, como las garras de un ave inmensa, y Lucien se
preguntó cuántos siglos más tendrían que transcurrir antes de que se
despertara con unas manos como esas—. Me alegro de que hayas venido.
La sirvienta, tras dirigirle una mirada reverencial a su amo, se retiró.
—Estoy a tu disposición —dijo Lucien con una breve reverencia.
Detestaba a los vampiros anticuados, aborrecía sus ridículos palacios, los
aires que se daban y su expectativa de que todos debían inclinase y arrastrarse
ante ellos. Allí, rodeados por las comodidades de la Viena moderna, cabría
esperar que el tiempo de los monarcas habría pasado, pero, por más
revoluciones que se hubieran producido en otras partes del mundo, era
improbable que alguna de ellas tuviera lugar entre el gobierno sombrío de los
vampiros.
Spider soltó una risotada antes de responder:
—Por más que te esfuerces en disimularlo, sigues siendo el hijo de un
granjero de un pequeño pueblo de Normandía.
Ah, ¿y había mencionado lo mucho que odiaba su absurda obsesión con el
linaje, como si la sangre que corría por sus venas tuviera alguna importancia,
cuando todo ese plasma era robado? Lucien se mordió la lengua y no dijo
nada.
Spider se giró hacia Gavriel y lo señaló con una de sus garras, provocando
que se estremeciera.
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—A simple vista, no parecen tan indignos como para que me los hayas
ocultado, Lucien. ¿Por qué no me los presentaste debidamente? ¿Existe algún
motivo por el que debería haberte prohibido convertirlos?
«Solo que uno es un psicópata y el otro tiene lo que Freud describiría
como un poderoso impulso suicida. Pero ¿cuál es cuál?».
—Soy una persona impulsiva —dijo Lucien, que se dispuso a soltar un
discurso de arrepentimiento—. Pero no lo hice con mala intención. Les he
enseñado a cazar y a matar, a dejar el menor rastro posible de su paso por el
mundo. No han hecho nada malo, excepto haber nacido. Y en eso también son
inocentes. Yo soy su creador. El crimen es mío.
—Así es —repuso Spider.
Lucien quería añadir algo más, pero se interrumpió al oír esa respuesta.
Nunca pensó que recibiría algún castigo real. Miró con disimulo hacia los dos
guardias del Corps des Ténèbres que estaban a la vista de todos y se replanteó
el plan de Elisabet. No, huir seguía siendo la mejor opción.
—Lucien Moreau, acepto tu confesión. Nuestra fortaleza proviene de
nuestro número reducido, de nuestro secretismo, de nuestra adhesión a las
pocas normas que tenemos. Tu muerte será un acto de justicia, pues disuadirá
a otros que, como tú, sean igual de impulsivos.
El viejo vampiro le apoyó una mano en el hombro con suavidad. Lucien
se giró y lo miró a la cara, desconcertado. Pero entonces un escalofrío le
recorrió el cuerpo. Porque vio, en ese momento, que las prendas elegantes de
Spider y sus palabras civilizadas solo eran una fachada. Por debajo había algo
salvaje y ancestral, algo que no le tenía miedo a nada y que solo estaba
compuesto de avidez. Lucien sintió que le fallaban las piernas, como si una
fuerza invisible estuviera tirando de él hacia abajo. Se arrodilló con un
gemido. A Gavriel se le cortó el aliento.
—¡No! —chilló Elisabet, que corrió a agacharse junto a Lucien, sumida
en un mar de faldas, y luego se arrastró ante Spider—. No, por favor,
perdónele la vida. Es nuestro padre, nuestro hermano, nuestro maestro. Fue él
quien nos concedió la vida eterna. ¡Por favor!
Spider alzó una mano y Elisabet se quedó callada. Por primera vez en un
siglo, Lucien sintió miedo de verdad.
—Entonces, que uno de vosotros ocupe su lugar. ¿De acuerdo?
Durante mucho rato, la prole de Lucien se quedó en silencio. Él cerró los
ojos, maldiciéndolos a ambos en sus pensamientos.
—Es justo y deseable —dijo Spider—. Que un padre muera antes que su
hijo. Hacéis bien en dejar que afronte su destino.
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—No —dijo Gavriel—. Espere. Yo ocuparé su lugar. Levántate, Lucien.
Lucien miró a Gavriel, con unos rizos negros desplegados sobre las
mejillas, y dio gracias por el momento de lucidez que lo había llevado a
convertir a un hombre que aprovechaba la más mínima oportunidad para tirar
su vida por el desagüe. Solo esperaba no tener que presenciar la ejecución.
—¿Estás seguro? —inquirió Spider, que clavó su mirada ávida y
penetrante sobre él.
Gavriel asintió rápidamente, en un intento por armarse de valor. Hizo
amago de arrodillarse. Spider negó con la cabeza, sonriendo.
—Puedes permanecer de pie. Eres leal y valiente, dos cualidades que no
abundan en nuestra especie. Sería una lástima liquidar a una criatura tan
inusual. No, mi sentencia será que cazarás para mí, cazarás para nuestra
especie. Serás uno de mis aguijones y me servirás durante toda esta vida que
te ha sido concedida de manera ilícita.
—¿No voy a morir? —preguntó Gavriel, desconcertado.
Miró a Lucien, pero se había quedado sin habla, un sentimiento posesivo
había prendido en él como una llamarada. Gavriel le pertenecía, lo había
creado con su sangre, estaba vivo por capricho suyo, a él le correspondía
humillarlo, adorarlo o destruirlo. Y si no podía ser suyo, preferiría que
desapareciera de la faz de la Tierra.
—No. —Spider dio una larga calada de su cigarro, como si fuera una
versión moderna de un monstruo, a pesar de sus años. A pesar de lo que
Lucien había visto en su rostro—. Oh, no, vas a agasajarme con toda esa
lealtad.
Lo que más detestaba de los vampiros ancestrales, concluyó Lucien, era
que habían analizado la crueldad durante tanto tiempo que conocían la
fórmula exacta para causarte el mayor daño posible.
«No será siempre así», se juró.
Y no lo fue.
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más por decorar la caja de zapatos que le serviría de ataúd que por las
consecuencias de sus actos.
—Y ahora también estás intentando quitarme a Aidan. No es justo.
Finalmente, Tana agarró el rastrillo y descargó un golpe con todas sus
fuerzas. La golpeó en el hombro, que no era precisamente el lugar al que
estaba apuntando, pero sirvió para que Midnight retrocediera, bufando. Tana
la atacó de nuevo. Esta vez, la madera le acertó en la cabeza. La vampira
agarró el mango y lo partió en dos, y luego arrojó los fragmentos astillados a
la basura.
En ese momento, Tana se incorporó y echó a correr hacia la casa, pero
Midnight la alcanzó y la arrastró por el suelo.
Tana intentó girar el cuerpo, impulsándose en el suelo. Se incorporó justo
cuando la vampira le clavó los dientes en el cuello.
Un dolor abrasador se extendió por sus nervios. Dolía, dolía mucho. Fue
como si su madre hubiera vuelto a desgarrarle el brazo. Pero mientras gritaba,
una especie de entumecimiento helado comenzó a extenderse por sus venas y,
a continuación, un placer incontenible y aterciopelado. Desdibujó el contorno
de sus pensamientos, ejerciendo presión sobre ella para sumirla más a fondo
en la oscuridad. Aún sentía cómo Midnight movía la boca sobre su cuello, la
presión punzante de sus dientes y el flujo de su propia sangre, que estaba
siendo absorbida fuera de su cuerpo, pero todas esas sensaciones se estaban
volviendo cada vez más difusas. En su lugar, era como si estuviera siendo
consumida por una llama fría, y cada roce de ese fuego negro hizo que se
estremeciera con una agonía exultante.
Pataleó y le hincó las uñas en los brazos a Midnight, pero fue en vano. La
vampira la sujetó con fuerza, atrayéndola hacia sí. El bolso de león se le hincó
en la cintura, pero apenas reparó en esa pequeña molestia.
Era muy difícil pensar entre esa maraña de sensaciones. Todo se estaba
oscureciendo. Las sombras se cernían sobre ella. Cuando abrió los ojos, lo
único que vio fue el borrón azulado del pelo de Midnight.
«Piensa —se dijo, aturdida—. Piensa».
Se obligó a alargar la mano hacia el armazón metálico del bolso y pulsó el
cierre, dejando que el dinero, el salvoconducto y todo su contenido se
desparramaran por el suelo. Palpó entre los objetos caídos, en busca de algo,
pero ya no recordaba el qué.
La embargó una indolencia maravillosa. Estaba agotada. En sus oídos
resonaba un traqueteo lejano que parecía ralentizarse, como un redoble de
batería al ritmo de una canción que estaba a punto de concluir.
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Entonces rozó con los dedos un objeto reconocible. Era el agua de rosas
que había sacado de un bolso en la fiesta de Lance. Quitó el tapón a duras
penas y roció el rostro de Midnight con su contenido.
La vampira chilló.
Tana regresó de golpe a la realidad. Estaba tirada en el suelo, a punto de
morir. El pánico la asaltó al tiempo que se incorporaba a toda prisa, a pesar de
que apenas podía mantener el equilibrio. Echó mano de lo que pudo encontrar
en el suelo, empuñando su patética arma mientras chocaba con los cubos de
basura y luego con la pared.
Midnight tenía un lado de la cara enrojecido, como si se hubiera
escaldado. Replegó los labios por encima de los dientes, bufó como un gato y
corrió hacia ella.
Tana tuvo un recuerdo vívido y repentino en el que aparecía su profesor
de Arte, explicando lo importante que era tener nociones de anatomía para
hacer dibujos del natural. Había traído prestado un esqueleto del aula de
Biología y había comenzado a disertar sobre cúbitos y tibias, cuando Marcus
Yates, el traficante de maría más fiable del instituto, comentó algo acerca de
cómo había que apuñalar a alguien para acertarle justo en el corazón. «Por
debajo de la quinta costilla», dijo.
Tana no tenía tiempo para contar, pero recordó esas palabras conforme
alzaba el palo que había recogido —el fragmento roto del rastrillo— y se lo
clavó a Midnight en el costado, empujándolo hacia su corazón.
Midnight volvió a chillar, hizo aspavientos mientras Tana hincaba el arma
más a fondo, usándola como si fuera una lanza. Hasta que, de repente, se
quedó inmóvil. Tenía los ojos cerrados y la boca abierta, con una mueca
terrible que deformaba sus facciones.
Tana se desplomó hacia atrás, limpiándose la mano ensangrentada sobre
el vestido, demasiado aturdida como para asimilar lo que acababa de ocurrir.
Se sentó en el suelo, temblando de frío y espanto.
«Levántate, Tana —se dijo—. Levántate y sal de aquí. Tienes el
salvoconducto. Vete».
Rápidamente, sin mirar hacia el cuerpo de Midnight, volvió a guardar sus
cosas en el bolso y se levantó, apoyándose en el lateral de la casa de Lucien
Moreau. Emergió una luz del cristal tintado de la ventana, sorprendentemente
radiante. El fulgor pareció difuminarse ante sus ojos.
«No pienses en ello. Vete. Sigue avanzando despacio hasta que llegues a
la verja. Puedes dormir en el coche. Lárgate».
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Dio cuatro pasos, tambaleándose, antes de darse cuenta del problema que
tenía su plan.
Midnight la había mordido. Estaba infectada. Y esta vez, su cuerpo no
podría combatirlo. No habría resistencia ni control. Acabaría igual que Aidan,
o peor. Se puso de rodillas; su mente se afanaba por negar la evidencia.
Entonces se abrió la puerta y dos vampiros bajaron por las escaleras.
Vestían con vaqueros negros rotos y cazadoras oscuras. Uno de ellos se estaba
fumando un cigarro, aunque lo arrojó a un lado cuando la vio.
—Levántate —dijo.
Tana empezó a reírse, pero sonó como si se estuviera asfixiando.
—No puedo.
—Has asesinado a un vampiro. —Señaló hacia una cámara situada en lo
alto del costado de la casa—. Lucien ve todo lo que ocurre aquí. Y no le gusta
que los humanos ataquen a sus invitados.
—Me alegro —murmuró Tana, que seguía sonriendo como una idiota—,
porque eso no es lo que ha sucedido.
Como Lucien era un vampiro, puede que no lo viera de ese modo. Pero
cuando a alguien le duele todo, lo que piensen los demás no suele importarle
demasiado.
Mientras los guardias se la llevaban, supo que debía gritar o suplicar,
llorar o patalear, pero ya no le quedaban más fuerzas. Se dejó levantar y
conducir de vuelta a la fiesta. La metieron por una entrada que no había visto
antes, hacia una pequeña estancia hexagonal, que estaba vacía, a excepción de
unas estanterías empotradas que cubrían las paredes y una otomana, donde la
arrojaron.
Tana no tenía claro cuánto tiempo estuvo sentada allí hasta que llegó
Lucien Moreau. Se había cambiado de ropa, ahora llevaba puesta una camisa
azul y unos pantalones grises y holgados. Parecía tan relajado como siempre.
Aunque, de cerca, Tana detectó un olor a rancio en él, como a carne en mal
estado. Lucien se agachó, le sujetó la mandíbula con tres de sus dedos y le
giró la cara a un lado y al otro. Después sonrió, enseñando los colmillos. Tana
sintió la fortaleza férrea de su mano y la terrible indiferencia de su mirada,
como si ella fuera un animal al que estaba inspeccionando para determinar la
mejor forma de sacrificarlo.
—Has matado a un vampiro en mi fiesta. —Negó con la cabeza, como si
Tana fuera una niña muy traviesa y se hubiera metido en un buen lío.
—Igual que tú —replicó ella.
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Ya que iba a morir, bien podía hacerlo con sarcasmo. Había visto un
montón de pelis antiguas, y esa era, sin duda, la mejor forma de palmarla.
Como si fuera Humphrey Bogart o Clark Gable, que sudaban de todo. Quería
que Pauline, Pearl e incluso su padre se sintieran orgullosos cuando vieran la
grabación; si conseguía resultar graciosa, puede que la parte de la muerte no
fuera tan horrible de ver.
Lucien sonrió de medio lado, como si agradeciera un poco de insolencia
por parte de su presa.
—Para eso es mi fiesta —replicó.
Tana pensó en las paredes del rancho de Lance, salpicadas de sangre.
Pensó en Imogen con su pelo rosa y los ojos claros e inertes.
—Todo esto es culpa tuya —dijo, aturdida—. Tuya. Tú eres la causa.
Lucien la miró con extrañeza.
—Me gusta que los humanos no os molestéis en dar pena, pero culparme
de todo me parece un poco excesivo.
—¿Qué va a pasar ahora?
Tana se acordó de esos jóvenes infectados que estaban encadenados a las
paredes de una habitación, para que los vampiros se alimentasen de ellos.
Puede que corriera la misma suerte. O puede que Lucien la matara sin más.
Quizá ella podría intentar matarlo a su vez, si consiguiera tenerse en pie.
Lucien la miró fijamente, como si estuviera sopesando esa misma
cuestión. Después le deslizó una mano desde la mandíbula hasta la garganta,
inclinándole la cabeza con fría precisión. Tana inspiró hondo, esperando a que
atacara, palpando los cojines en busca de algún arma. «Esto es el fin», se dijo.
Entonces, Lucien rozó con los dedos el colgante de granates y su expresión
cambió.
—Ese colgante te favorece. ¿De dónde lo has sacado?
—Me lo dio Gavriel —respondió Tana sin titubear.
A Lucien se le desorbitaron los ojos ligeramente, la escrutó como si fuera
la primera vez que se molestaba en observarla con verdadera atención. Luego
se levantó y salió de la habitación, cerrando de un portazo. El miedo embargó
a Tana, pero estaba tan cansada y mareada por la pérdida de sangre que ni
siquiera pudo aferrarse a esa sensación. Se levantó y luego se deslizó hacia la
puerta.
Pensó en Gavriel con el aspecto que tenía aquella noche, con sus puñales
curvados y su cántico enloquecido. Se preguntó si acudiría a cantarle a ella.
Tana se sumió en un duermevela agitado, acurrucada sobre la alfombra.
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Recuperó la consciencia tendida sobre una piedra fría, con algo blando
colocado bajo la cabeza.
—Levántate —dijo Valentina, zarandeándola por el hombro—. Tienes
que levantarte, Tana.
Intentó abrir los ojos, pero parecía como si los tuviera pegados y se
negaron a moverse. Le pesaban tanto las extremidades que sintió como si
fuera a hundirse en el suelo.
—Ha perdido mucha sangre —dijo una voz femenina desconocida que
resonó por la estancia—. La tiene por todo el cuerpo. Es imposible que
sobreviva.
—No creo que esa sangre sea suya —replicó un chico.
Tana alargó los dedos y tocó unos barrotes de acero, que estaban helados.
Desconocía su paradero. La estancia olía a humedad, poseía ese ligero aroma
mineral de los sótanos. «Abre los ojos», se dijo, pero no pudo.
—¡Ayuda! —gritó Valentina—. Está muy enferma. ¡Ayuda, por favor!
Cuando volvió a despertarse, estaba tendida en una cama inmensa, dentro
de una habitación en penumbra. Tenía el brazo esposado al cabecero de latón
y una larga vía intravenosa que se extendía desde su brazo hasta una bolsita
con un fluido transparente colgada de una escarpia en la pared, por encima de
una mesita de noche. Alguien había quitado el cuadro que colgaba de esa
escarpia y había dejado el marco dorado apoyado sobre una silla.
Seguía dolorida, prácticamente por todo el cuerpo.
—Cuando estás en peligro, todo se vuelve más claro, ¿verdad? —susurró
Gavriel con un tono que le provocó escalofríos. Estaba sentado en el lado
contrario al de la vía, sobre un asiento de cuero, al lado de un tocador, con el
rostro sumido en sombras—. Todo lo demás desaparece. El peligro es una
adicción terrible, pero eso es lo que más me gusta: la claridad mental que
proporciona. ¿Tú qué opinas?
Y aunque hacía menos de una semana que lo conocía, y aunque muchas
de las cosas que sabía sobre él eran horripilantes, Tana suspiró con fuerza al
verlo. Volvió a tenderse sobre la cama, presa de un alivio inmenso.
Era consciente de que no debería sentirse así por un monstruo, pero en ese
momento no quería nada más que disponer de un monstruo solo para ella.
—¿Qué me está pasando? —preguntó al fin. Luego meneó el brazo,
señalando hacia el tubito de la vía. ¿Habría soñado con la voz de Valentina?
—Ojalá fueran las aguas del Lete introduciéndose en tus venas. —Gavriel
se inclinó hacia delante, de manera que la tenue luz de la ventana tintada
mostró la curvatura de su boca y la forma en que sus pestañas oscuras rozaban
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sus mejillas cuando entornaba los ojos. Parecía muy joven y anciano al mismo
tiempo. Entonces esbozó una sonrisa irónica con sus labios rojos—. Pero, ay,
la respuesta es tan simple como que perdiste mucha sangre y te estamos
administrando suero.
—¿Es como esa sustancia que se echa en los ojos la gente que usa
lentillas? —dijo Tana, antes de comprender que seguramente no tendría ni
idea de lo que le estaba preguntando.
Gavriel recogió el bolso con forma de cabeza de león, que estaba apoyado
al lado de ella, y lo zarandeó con suavidad.
—Por si estabas preocupada. Está todo tal y como lo dejaste.
Tana asintió con la cabeza.
—Gracias. Aunque supongo que todavía está por ver si llegaré a utilizar
ese salvoconducto o no.
—Tendrías que haberme permitido devorarla en ese aparcamiento —dijo
Gavriel, arqueando las cejas.
Tana soltó una carcajada ante ese comentario tan inesperado. No se debió
solo a que tuviera gracia, sino al tono ocurrente que empleó para decirlo,
como si esperase que Tana captara el chiste, que supiera que estaba
bromeando. La idea de sentirse cómoda en su presencia le resultó un poco
menos rara al pensar que él podía estar experimentando algo parecido.
—No es para tanto. —Gavriel se levantó y acudió a sentarse a los pies de
la cama. El gesto irónico despareció de su rostro mientras contemplaba su
mano extendida sobre las sábanas—. Eres más joven de lo que lo era yo
cuando me convertí y más adaptable de lo que recuerdo haber sido. Serás una
criatura maravillosa.
Por un momento, Tana no entendió lo que estaba diciendo, y entonces
comprendió, por supuesto, que Gavriel debía de saber que estaba infectada.
Lucien había presenciado la pelea que había mantenido con Midnight, y él
también había tenido que verla, a juzgar por lo que acababa de decir. Desde
luego, las marcas de la mordedura que tenía en la garganta resultaban bien
visibles.
—No voy a ser un vampiro. —Tana intentó parecer más segura de lo que
se sentía en realidad.
Recordó los gritos de su madre desde el sótano pidiendo sangre, dispuesta
a hincar los dientes en el brazo de su propia hija. Recordó a Aidan
abalanzándose sobre ella en el guardarropa de la fiesta de Lance, cuando le
había quitado la mordaza. ¿Cómo reaccionaría Tana cuando la infección se
adentrase a fondo en su cerebro, hasta que solo quedaran la sed de sangre y la
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disposición a hacer cualquier cosa con tal de conseguirla? Cuando la gripe la
consumiera por completo. Entonces gritaría, amenazaría y suplicaría para
obtener sangre.
Se le saltaron las lágrimas y parpadeó para contenerlas. No había llorado
desde la gasolinera y no pensaba hacerlo ahora.
—Tana… —dijo Gavriel con impotencia.
—¿De quién era el colgante que me diste? —preguntó ella mientras se
secaba las lágrimas con la mano libre—. Lucien lo ha reconocido.
—Pertenecía a mi hermana. —Lo dijo tan bajito que Tana tuvo la certeza
de que en esa historia había algo más. Luego sonrió—. Pero Katya murió hace
mucho tiempo y no tiene sentido que me lo quede, ya que casi nunca me lo
pongo.
—Casi nunca, ¿eh? —repuso Tana—. Seguro que los granates te sientan
bien.
Gavriel sonrió, abstraído, como si estuviera pensando en otra época. Fuera
lo que fuese, suavizó sus facciones y su rostro pareció más afable y juvenil.
—Katya lo llevaba puesto en París cuando conoció a Lucien y a Elisabet.
Fingíamos beber champán con ella en el salón de una mezzosoprano en
Montparnasse. Imagino que Lucien recuerda ese colgante porque se pasó toda
la velada contemplando la garganta de mi hermana.
La manera que tuvo de decirlo, con un cariño genuino, condujo a Tana a
pensar que Lucien —y probablemente Elisabet— había sido un buen amigo
suyo en aquella época. Tenía que resultar divertido ser vampiros, pensó, y
tener toda la eternidad por delante: un carnaval infinito de noches. Debían de
haberse sentido tan poderosos como ángeles, contemplando el mundo desde
sus ventanas, eligiendo a qué transeúntes les perdonaban la vida.
Le agradó pensar en ello, a pesar del agotamiento extremo que aquejaba
su cuerpo.
—He oído todo lo que te contó Lucien —dijo Tana, obligándose a volver
a pensar en el presente—. No te lo habrás creído, ¿verdad? Es decir, tienes
que ser un poco escéptico, ¿no?
—¿Me estás preguntando si sospecho que Lucien mató a Elisabet porque
no quería que ella me contara algo? Pues sí, así es. —Se levantó y se acercó
para apartarle un mechón del rostro—. Pero Lucien y yo resolveremos
nuestras cuentas pendientes cuando llegue Spider. Y pronto te contaré todas
mis historias. Se acabaron los engaños. Pero ahora, la noche viene a por ti.
Siempre nos quedará mañana y al otro y al otro.
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Tana se incorporó aparatosamente; el grillete de la muñeca la mantuvo
sujeta al cabecero.
—¡No! Más tarde no seré la misma.
—Sí que lo serás —repuso Gavriel en voz baja, de camino hacia la puerta
—. Vivimos bajo el influjo de muchas ilusiones sobre nosotros mismos hasta
que nos vemos despojados de ellas. Estar infectada, ser un vampiro, siempre
ha formado parte de ti. Puede que la parte más importante. Un versión
destilada de ti misma. Una versión reducida como una salsa. Pero, en el
fondo, seguirás siendo la misma de siempre.
Tana dejó de forcejear, horrorizada por el recuerdo del rostro de Midnight
transformado por la rabia, por la imagen de esos dientes hincándose en su
gaznate. Por el recuerdo de la voz de su madre en la oscuridad. Aterrorizada
al pensar que ella podría acabar igual o peor, y que el artífice de esas cosas
sería su verdadero yo. Pero Gavriel debía saber de lo que hablaba, ya que él
también había sido humano, se había infectado y se había convertido.
Además, Tana había matado a Midnight. Ya había hecho esas cosas, sabía
que era capaz de llevarlas a cabo.
—Antes de que te vayas, dime una cosa —añadió—. Dime por qué has
sido tan bueno conmigo. Sé que tú eres el motivo por el que Lucien me dejó
vivir. Antes de que dijera tu nombre, él no tenía previsto administrarme
ningún suero ni acostarme en una cama elegante. Y no soy nadie especial. No
niego que pueda ser una persona avispada o decente, pero no soy…
Gavriel había atravesado la mitad de la estancia cuando Tana empezó a
hablar, y entonces se quedó paralizado, mirando para otro lado. Luego se
acercó a los pies de la cama, donde se aferró con las dos manos a los barrotes
de latón, con el rostro mudo de expresión. Finalmente, la interrumpió:
—Tana. Durante mi larga vida, aunque he pedido ayuda muchas veces,
nadie me ha salvado nunca. Nadie excepto tú.
La estaba observando con una expresión tan intensa que ella tuvo que
girar la cabeza hacia otro lado. No supo cómo responder a eso. Se sintió un
poco tonta por haberlo preguntado y un poco avergonzada por su respuesta.
Quizá sería mejor que se marchara y volviera más tarde. Tal vez, si estaba
menos cansada e indispuesta, se sentiría menos vulnerable.
Gavriel se encaminó hacia la cama. Ella torció el gesto al verlo
aproximarse, presa de un nerviosismo repentino. Volvía a parecer un extraño.
Entre la penumbra, parecía que tenía los ojos negros en lugar de rojos. Tana
pensó en el aspecto que tendría bajo los faroles de gas, en una ciudad situada
al otro lado del océano.
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Gavriel le agarró la mano libre y se la acercó a los labios, besándola como
si volviera a ser ese galán de antaño.
—Duerme, Tana. —Le dejó la mano apoyada sobre el estómago, apenas
tenía los dedos un poco más fríos que ella—. Duerme mientras puedas.
Pareció como si quisiera decir algo más, pero entonces se levantó. Se
dirigió a la puerta y ella no lo detuvo esta vez. Oyó cómo se desplazaba un
cerrojo al otro lado de la pared.
«Fantástico —pensó—. Perfecto». Estaba esposada a una cama en una
habitación cerrada con llave. Al menos, esa puerta podría mantener aislado
todo lo demás que había en casa de Lucien Moreau. Y mientras estuviera
encerrada allí, por más que se agravase su infección, no podría hacerle daño a
nadie.
Se volvió a recostar con un gemido e intentó dejar la mente en blanco.
Pronto se pondría fatal, ¿y luego qué? Gritaría, lloraría y suplicaría, y
entonces Lucien la mataría para que dejara de molestar o Gavriel le daría su
sangre. Hacían falta ochenta y ocho días para purgar el veneno. Nadie iba a
protegerla de sí misma durante ese tiempo. Si quería evitar convertirse en un
vampiro, tenía que salir de allí y encontrar un sitio donde refugiarse. Y para
hacer eso, necesitaba estar menos cansada y dolorida. Gavriel tenía razón.
Necesitaba dormir, curarse y dejar que el suero hiciera efecto.
No fue capaz. Cada vez que cerraba los ojos, le parecía sentir el gélido
avance de la infección sobre su piel. No podía dejar de preguntarse si ya
estaría incubando la gripe, no podía parar de temer que, al despertarse, ya
estaría demasiado enajenada como para trazar un plan que no implicara atacar
a la primera persona que entrase por esa puerta. Y cuando consiguió apartar
ese pensamiento de su cabeza, pensó en Gavriel. Le costaba creer que le
hubiera presionado la espalda sobre una pared para besarla, con el cuerpo en
tensión, las manos enredadas en su pelo y la expresión propia de un hombre
completamente perdido.
Para distraerse, examinó la habitación en la que estaba aprisionada.
Contenía demasiadas cosas como para ser un cuarto de invitados. Las
mesitas auxiliares estaban cubiertas de libros apilados y un cáliz de cristal con
un cerco de algún líquido oscuro en la base. Había un tocador de madera
nudosa, cubierto por una maraña de pinceles y tarros abiertos. Varios
pendientes de oro, largos y centelleantes, engarzados con piezas de jade,
habían sido arrojados a un cajón sin orden ni concierto, junto con un amuleto
grande.
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La puerta del armario estaba entreabierta y de ella asomaba la falda de un
vestido negro. Tana giró la cabeza para intentar ver mejor el cuadro que
alguien había apoyado en el suelo para que la bolsita con el suero pudiera
ocupar su sitio. Si tensaba lo suficiente el grillete, podía divisar la silueta de
un santo hermoso atravesado por unas flechas que asomaban de sus costados.
La sangre corría por su pálido cuerpo y tenía el rostro inclinado hacia el cielo,
en una pose de sufrimiento extático.
Así pues, era la habitación de una mujer, probablemente una vampira.
Alguien que no la estaba ocupando y que tampoco iba a usarla más. Elisabet.
Tenía que tratarse de su cuarto, sus cuadros, sus joyas y sus vestidos. Lucien
había permitido que la encadenaran en el dormitorio de la vampira a la que
amaba y a la que acababa de asesinar.
Fue un descubrimiento espeluznante, agravado por la impresión de que,
en cierto modo, había reemplazado a Elisabet. Como si la imagen de una
chica encadenada a una cama fuera equivalente a la de otra chica durmiendo
en ella. Y al margen de cómo se sintiera en compañía de Gavriel, sería una
idiota, sin importar lo que dijera él o lo que sintiera ella, si confiara en su
buena voluntad. Gavriel estaba loco y era una persona voluble, por no decir
sanguinaria.
Tana se arrodilló e, ignorando el mareo que la embargó, tiró del grillete;
pegó el pulgar a la palma de la mano con fuerza para comprobar si podía
hacerla pasar a través de la esfera metálica. Empujó con la otra mano, con la
esperanza de que la persona que la había esposado lo hubiera hecho sin
cuidado.
No hubo suerte. Seguía inmovilizada.
Cambió de estrategia y se puso a palpar la cadena y el brazalete de las
esposas con la mano libre, revisándolo todo para comprobar si había algún
mecanismo con el que desprenderlas, como en las esposas de juguete. Nada.
Era una idea descabellada, pero pensó que se sentiría bastante ridícula si
hubiera existido algún mecanismo y ella no lo hubiera detectado.
Entonces se fijó en el cabecero de latón. Ahora que estaba incorporada,
podría intentar deslizarse fuera de la cama y apoyar los pies en el suelo,
siempre que empujara un poco la mesilla de noche. Una vez allí, podría usar
la mano libre para desenroscar la bola de un poste y extraer las esposas de la
cama sin necesidad de quitar el cabecero. Como mínimo, podría intentarlo.
La mesilla de noche se desplazó con facilidad, solo unos pocos libros se
cayeron al suelo. Después les tocó el turno a sus pies descalzos. Tardó un rato
en afianzar su equilibrio, y luego, tras tomar impulso, se ayudó del peso de su
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cuerpo para intentar desenroscar la esfera de latón. La bola se desprendió con
un chirrido metálico.
A continuación, tras saltar sobre el armazón de la cama, Tana pudo
extraer el otro grillete por la punta del elevado poste de latón. Aún seguía
sujeta por el tubo de plástico que conectaba la vía intravenosa a la bolsita de
la pared. Tras observarla, determinó que su única opción pasaba por
desenroscar la pieza que conectaba el tubito con el hueco de su codo. En
cuanto lo hizo, comenzó a chorrear suero sobre la cama, que después goteó
sobre los tablones de madera del suelo.
Se acercó dando tumbos al bolso con forma de cabeza de león, lo abrió y
localizó el salvoconducto. Entonces echó mano del relicario que llevaba
colgado al cuello, metió dentro la esfera metálica del tamaño de una moneda
y lo cerró. Al menos, ya no volvería a perderlo.
Mientras estaba agachada frente a su bolso, vio una caja de madera pulida
debajo de la cama. Cuando la deslizó hacia ella, se dio cuenta de que no tenía
tapa. Tenía un forro de terciopelo azul y contenía una ballesta y varios
puñales con el filo de madera. Es decir, estacas. Estacas con empuñadura.
Despedían un olor a aceite de rosas. Al parecer, Elisabet no se fiaba
demasiado de los demás vampiros con los que había convivido. Era tentador
llevarse una, pero si merodeaba por ahí con una de esas en la mano, no le
resultaría nada fácil justificarlo. Tana se impulsó para ponerse en pie.
Intentó no resbalar con el charco creciente de suero mientras se dirigía
hacia la puerta. Le entró un mareo y, cuando miró hacia abajo, comprobó que
su nuevo vestido blanco estaba cubierto de mugre y sangre seca. Sus sandalias
habían desaparecido.
Resultaba casi gracioso que no fuera capaz de ponerse un solo modelito
sin dejarlo hecho unos zorros.
Pero no, no tenía ninguna gracia.
Al examinar el picaporte y la cerradura, Tana advirtió sorprendida que,
aunque Gavriel había echado la llave por fuera, el mecanismo de cierre estaba
en el interior. Solo tenía que girar el pestillo para abrir la puerta. Lo cual tenía
lógica, puesto que se trataba de la habitación de Elisabet. Era posible que se
encerrase allí por las noches, pero nadie podría quedar aprisionado. Lo que
significaba que Gavriel no tenía ninguna intención de dejarla encerrada; si
acaso, el cerrojo estaba pensado para que no pudieran entrar otras cosas.
Con esa idea en mente, Tana salió al pasillo.
Un tenue haz de luz solar entraba a través de las ventanas tintadas; parecía
el mismo material que el de la cúpula del Salón de la Eternidad, uno de esos
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cristales que filtraban la luz para que no resultara peligrosa para los vampiros.
Poco quedaba ya de la fiesta, a excepción de unos cuantos humanos que
dormitaban sobre las escaleras o apoyados en un banco. Tana pasó de largo
junto a ellos, y los pocos que estaban despiertos ni siquiera se inmutaron al
ver sus prendas ensangrentadas.
Se le revolvió el estómago. Podía percibir el olor penetrante de la sangre
oscura que bombeaba bajo la piel humana, podía sentir el calor que irradiaba
la gente cuando pasaba a su lado. Tomó aliento y el ansia hizo que se
estremeciera.
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É rase una vez una muchacha que le contó una mentira al hermano de una
amiga para que la llevara en coche a la estación de autobuses.
Llevaba consigo una botella de refresco de naranja, cincuenta
dólares (la mitad en monedas), unas manoletinas radiantes y su teléfono
móvil.
Él pensaba que la estaba ayudando.
Ella también.
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almacenaje repleta de armas antiguas. Después encontró una estancia anexa
con una puerta que conducía a una escalera que descendía en espiral.
Los escalones de piedra tenían un tacto frío bajo sus pies descalzos. La
sensación se extendió por sus piernas hasta dejarle la barriga helada, hasta
cubrirle la garganta con una escarcha que no se derretiría jamás.
Llegó a un sótano inmenso. Unos estantes de madera albergaban botellas
y botellas de vino en una pared. Enfrente había una docena de celdas. Eran
grandes y olían a sudor, a calor y a sangre. Dentro había un puñado de
jóvenes, todos ellos agraciados y ninguno mayor de veinte años.
Casi todos estaban durmiendo en el suelo, envueltos en mantas, con la
cabeza apoyada sobre mochilas o prendas enrolladas. Algunos, aislados de los
demás, llevaban bozales. Unos cuantos tenían goteros como el que estaba
colgado de una escarpia en la habitación de Elisabet, dos tramos de escaleras
más arriba. Había tres chicas despiertas, una de ellas lloraba en voz baja cerca
de un retrete improvisado, mientras que las otras dos jugaban a los dados.
Tana pensó en los jóvenes contagiados de gripe que estaban encadenados
a las paredes la noche anterior. En un principio, cuando vio a esos chicos en
las celdas, pensó que serían una nueva remesa y que los demás estarían
muertos. Pero ahora comprendió que Lucien debía de mantenerlos allí durante
semanas, meses, durante todo el tiempo posible. Cualquier suministro de
sangre era demasiado valioso como para desperdiciarlo. Los infectados
debían de ser los del bozal, drogados para pasar el día sumidos en sueños
inquietos y teñidos de rojo.
Tardó un rato en darse cuenta de que una de las chicas dormidas era
Valentina.
Tana se acercó un poco más. Casi pudo sentir el calor que irradiaban sus
cuerpos, titilando por encima de ellos, del mismo modo que el calor deforma
la luz por encima de un tramo caliente de carretera. Las dos chicas que
jugaban a los dados parecían haber llegado directas desde la fiesta y todavía
iban vestidas acorde a ello, pero tenían el pelo lacio y los ojos hundidos. Las
dos tenían una vía insertada en el brazo, con la piel amoratada a su alrededor.
Una de ellas tenía un moratón cerca, amarillo en el centro, con un círculo
exterior de color verde y una costra negruzca. Sin embargo, para Tana, todos
ellos lucían una hermosura arrebatadora en ese momento. El olor de su sangre
emanaba de las profundidades de su piel, provocando que sus venas vibrasen
con ansia.
La chica que sollozaba alzó la cabeza y vio a Tana. Puso los ojos como
platos y se sorbió la nariz con fuerza, luego se la limpió con la manga.
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Después se levantó y se acercó al borde de los barrotes. Desde cerca, Tana
pudo ver su pelo largo y negro y su piel oscura.
—¿Cómo lograste escapar de él? —preguntó la chica—. Tiene cámaras
por todas partes.
Tana atravesó la habitación sin ser consciente de que lo hacía, atraída
hacia esa chica. Se dijo que solo quería liberar a Valentina. Se dijo que jamás
le haría daño a ninguno de ellos, mientras su mente le suministraba imágenes
de mordiscos, desgarros, mutilaciones.
—¿Estuve aquí? —preguntó, un poco aturdida.
La chica asintió mientras se secaba las mejillas.
—Estabas tan pálida y había tanta sangre en tu vestido que pensábamos
que habías muerto. Luego vino a buscarte un vampiro y entonces sí que
tuvimos la certeza de que había llegado tu fin.
Tana se preguntó cuál de ellos habría sido. ¿Gavriel habría estado allí
abajo?
—¿Ha pasado algo? Estás llorando.
—Estoy asustada —replicó la chica—. La mayoría quieren estar aquí,
pero yo no. Lucien recluta a jóvenes por la calle, les ofrece comida y un sitio
donde dormir, les asegura que pueden conseguir la vida eterna. Mi amiga
Violet se fue con él hace un mes y no he vuelto a verla desde entonces. Vine a
la fiesta para comprobar si había algo en sus grabaciones sobre lo que le pasó
a Violet, pero me capturaron en la sala de vigilancia.
Aquello hizo que pareciera como si Lucien no tuviera por costumbre
raptar a gente de sus fiestas. Como si se hubiera llevado a Valentina por una
razón: ¿por haber acudido con Tana, que había asesinado a una vampira? ¿Por
haberse metido donde no debía, como esa chica? Tana alzó la cabeza para
mirar hacia el objetivo de la cámara. Después le dio la espalda, inclinándose
hacia los barrotes.
—¿Hay alguna llave? —susurró muy bajito—. ¿Cómo puedo sacaros de
ahí?
La chica del pelo oscuro se acercó un poco más. Tenía una mejilla
manchada de mugre. Le hizo señas a Tana para que se acercara, susurrando
para que no se le oyera en la grabación:
—Hay dos llaves. —Tana sintió el roce cálido de su aliento en su mejilla
helada—. Una que encaja en la cerradura de la celda y otra que desbloquea
los goznes para que la puerta gire. Pero no podrás encontrarlas a tiempo.
Sería facilísimo agarrar la muñeca de esa chica y tirar de ella a través de
los barrotes de la celda. Clavar sus dientes en esa carne tan tersa. Tana se
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aferró al gélido metal de los barrotes, como si ese fuera el objeto de su deseo.
—Está bien. —Se obligó a concentrarse. Dos cerraduras. Dos llaves.
Ocho personas encerradas en una celda. Ochenta y ocho días de ansia, cada
cual peor que el anterior—. Volveré. Encontraré un modo de sacaros. Te lo
prometo. Dile a Valentina que os doy mi palabra.
Al oír su nombre, Valentina se revolvió, giró el cuerpo en sueños. Tana no
supo qué pensaría si se despertara, si se enfadaría al verla fuera de la celda
mientras ella estaba prisionera.
—No sé quién las tiene —susurró la chica del pelo oscuro—. Aparte de
Elisabet. Ella baja aquí a veces y se limita a mirarnos. Resulta espeluznante.
Tana se apartó de ella y de la celda, confiando en que su expresión no se
pareciera demasiado a la de Elisabet. Espeluznante. Hambrienta.
—Odio decir esto —añadió la chica del pelo oscuro en voz baja—, pero
deberías largarte de aquí mientras puedas.
—No te preocupes por mí —dijo Tana, confiando en que esa respuesta
fuera suficiente.
Pensó en subir a la habitación de Elisabet y buscar allí las dos llaves, pero
era posible que no las necesitara. Puede que hubiera unas cizallas. O un hacha
lo bastante firme y afilada como para romper el candado. Echó un vistazo por
el sótano, encontró una puerta que no pudo abrir y después otra que conducía
a un armario empotrado. Dentro había un surtido de mantas roídas por las
polillas, una silla rota y un puñado de herramientas. Se agachó para verlo
mejor cuando alguien la agarró del brazo. Le dio tiempo a agarrar el mango
de un destornillador alargado antes de que tirasen de ella para ponerla de pie.
Un vampiro se erguía frente a ella, sus ojos rojos asomaban entre la
penumbra. Llevaba puesta una camisa elegante, aunque faltaba la americana y
llevaba la pajarita torcida, apenas era un trozo de tela arrugada. Pero, pese a
que estaba muerto, Tana percibió el olor de la sangre que albergaba en su
interior, extraña y mágica.
Pensó en Midnight, fuera, en el jardín a oscuras. «Tana, ¿eres tú?».
—¿Cómo has entrado aquí? —El vampiro arrugó la nariz y le echó otro
vistazo, examinando su cuello—. Estás infectada. Se supone que no puedes…
Tana no esperó a que terminara, y tampoco intentó responder. Le clavó el
destornillador en el pecho con todas sus fuerzas, confiando contra todo
pronóstico en tener la suerte de acertarle en el corazón. La ferocidad de su
ataque le hizo retroceder contra la pared, sorprendido. Tana extrajo el
destornillador, notando cómo rozaba los huesos de sus costillas, y luego
volvió a apuñalarlo.
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Esta vez se lo clavó en la garganta. El vampiro profirió un sonido gutural.
Alargó las manos para atraerla hacia sí, lanzando dentelladas al aire, pero la
luz ya estaba desapareciendo de sus ojos. Lo tenía a su merced. Descargó el
destornillador como si fuera un puñal, una y otra vez, hasta que el vampiro
dejó de moverse, hasta que su cabeza quedó en un ángulo extraño, colgando
de la carne, y los huesos de su garganta se hicieron trizas.
Empezó a brotar sangre y su olor la embelesó a pesar del pánico. Estaba
actuando por instinto, así que apenas se paró a pensar antes de bajar la cabeza.
Inclinada sobre él como en señal de oración, se arrodilló y lamió el charco
rojo que se estaba acumulando en lo que quedaba de la base de su garganta.
Unos pelillos diminutos le hicieron cosquillas en la nariz mientras mordía. La
sangre del vampiro estaba densa y helada, se deslizaba por su garganta como
si fuera miel; el sabor centelleó en su lengua como si estuviera engullendo
luz.
Sintió como si su piel se hubiera prendido fuego. Se había convertido en
papel de encender, que se achicharraba y estaba a punto de quedar reducido a
humo negro y ceniza.
La sangre del vampiro dejaba un regusto a tardes sombrías, a limaduras
metálicas, a lágrimas que vibraban y corrían por las gruesas raíces de las
venas para luego gotear con la lentitud del sirope, cubriendo la boca, los
dientes y la mandíbula.
Le lamió la piel, le mordió, lo desgarró con sus dientes romos y lo volvió
a lamer.
El tiempo transcurrió como en un sueño, los momentos se difuminaban
entre sí. Cuando salió del trance, el primer sonido que oyó fue un resuello a su
espalda. Se giró hacia la celda. Sus ocupantes —Valentina, la chica del pelo
oscuro y la mayor parte de los demás— estaban acurrucados al fondo.
Valentina avanzó medio paso hacia ella y luego volvió a encogerse, sin
atreverse a acercarse más.
Tana alargó una mano viscosa para tocarse la cara. La tenía llena de
sangre, que le cubría la mitad del rostro como una máscara.
Debía de tener un aspecto horrible. Una mezcla entre humana y animal.
Pero entonces Valentina siguió avanzando, se acercó a los barrotes, abrió
mucho los ojos e inclinó la barbilla hacia un lado. Fue una señal sutil pero
clara. «Mira hacia allí», significaba.
Tana se giró hacia las sombras y vio el brillo de unos ojos. Retrocedió
tambaleándose, alargando la mano de nuevo hacia el mango resbaladizo del
destornillador, hasta que vio que era Gavriel. Estaba sentado en el suelo, con
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las piernas cruzadas. No sabía cuánto tiempo llevaría sentado allí, pero, al ver
la expresión de perplejidad de Tana, el vampiro enarcó ambas cejas. Una
sonrisa irónica se dibujó en sus labios.
—Soy un anfitrión nefasto. Te he obligado a tener que prepararte la cena
tú misma —dijo al fin. Se levantó y alargó una mano, como para ayudarla a
levantarse. Como si Tana fuera una dama elegante que se hubiera caído de un
carruaje en un charco de lodo.
Ella estiró un brazo hacia las llaves del guardia y el otro hacia Gavriel
para permitir que la incorporase.
Tenía los dedos manchados de sangre, pero él no pareció advertirlo.
Tana estuvo a punto de echarse a reír, pero no pudo hacerlo. Se sentía
rara, tanto que seguramente acabaría llorando y no riendo.
—¿Me buscabas? —preguntó ella para romper el silencio.
—Estaba viendo las pantallas en una de las salas de vigilancia de Lucien.
Tantas entradas y salidas, y una ciudadela que espera a alguien que la asedie.
Y luego te he visto a ti.
Tana no supo discernir qué había cambiado en su voz pero por primera
vez le pareció que Gavriel estaba siendo críptico a propósito. Aunque su
rostro estaba sereno, no revelaba nada.
—Tana —susurró Valentina, que introdujo los dedos entre los barrotes
para señalar—. Ha venido…
Tana alzó la cabeza y vio a Lucien Moreau bajando por las escaleras. Iba
vestido con tonos crema, su chaqueta era de color marfil. Una hilera de
botones plateados se extendía por la parte frontal y por los puños. Sus zapatos
terminaban en punta. Tenía un aspecto atemporal, vetusto y juvenil al mismo
tiempo. Tenía la piel pálida, pero su boca lucía un tono rojo casi vulgar. Era
hermoso, como debía de haberlo sido el diablo justo antes de su caída.
Tana estaba segura de que Lucien había mirado a través de una de sus
cámaras, como había hecho Gavriel. Estaba segura de que había oído lo que le
había susurrado a esa chica en el sótano y de que la había visto matar a otro
vampiro. Se le aceleró el corazón.
—¿Qué has hecho? —inquirió Lucien, ondeando un brazo hacia el
cuerpo. Pero no estaba mirando a Tana, sino a Gavriel. Empleó un tono de
reprimenda, como el que usaría alguien que acaba de sorprender a su perro
mordisqueando la alfombra—. ¿Se puede saber qué ha pasado aquí?
—Ah, hola —dijo Gavriel—. No te enfades. ¿Qué más da que le haya
entrado hambre y haya matado a alguien? La ciudad está llena de humanos
ansiosos por convertirse. Elige a otro y punto.
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Tana se horrorizó al escuchar esas palabras tan crueles, aunque fueran en
su defensa.
—No seas ridículo. —Lucien negó con la cabeza—. No lo ha matado ella.
Has sido tú.
Una amplia sonrisa recorrió el rostro de Gavriel, haciendo relucir sus
colmillos.
—Tienes razón. Lo he matado yo y luego he intentado echarle las culpas a
ella, porque me ha parecido que sería divertido. Y lo ha sido, ¿verdad?
—Celdas y celdas repletas de humanos y has tenido que matar a un
vampiro —dijo Lucien, visiblemente exasperado—. Supongo que estarás
acostumbrado a eso, pero me resulta cruel alimentar a la chica con sangre fría.
—Se giró hacia Tana—. Ven conmigo, querida. Primero dejaremos que te
asees, y luego creo que deberíamos hablar. —Volvió a mirar a Gavriel—. No
te importa, ¿verdad?
Gavriel ya no estaba sonriendo.
—Si el enemigo de mi enemigo es mi amigo, qué duda cabe que deberías
ser amigo de mi amiga.
Lo cual no tenía sentido. Ni siquiera esa lógica extraña propia de él,
cuando juntaba las palabras para formar una especie de puzle o acertijo. Tana
frunció el ceño. No, aquello no encajaba, era como si estuviera interpretando
una versión exagerada de sí mismo.
—Gavriel no ha sido siempre así. —Lucien puso los ojos en blanco y
extendió el brazo hacia ella.
Fue un gesto cortés, como si pensara que Gavriel la había acostumbrado a
esos ademanes, y eso le recordó que habían sido amigos en el pasado, y que
quizá, a pesar de todo lo que había hecho Lucien, volverían a serlo. Pensó en
Elisabet, en la fiesta de Lance y en cómo todas esas muertes habían sido obra
de Lucien. Le apoyó una mano en el brazo, dejándole una mancha viscosa de
sangre medio seca en la manga de la camisa con gran satisfacción.
Lucien sonrió mientras subían juntos por las escaleras.
—Te has despertado temprano —dijo Tana, señalando hacia la cúpula de
cristal del salón de baile.
El cielo azul se tornó ceniciento a causa de las ventanas tintadas, pero el
brillo del sol era tan radiante como para hacer que Tana se encogiera. Se
preguntó cómo lo soportaría Lucien, cuando ella deseaba cubrirse los ojos. Se
preguntó si, cuanto más se agravase la gripe, peor se volvería su aversión a la
luz solar.
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—He dormido mal —confesó Lucien, para sorpresa de ella—. No he
dejado de soñar con Elisabet.
Entonces le hizo señas a una vampira que parecía estar esperándolos junto
a la escalinata de madera que conducía al segundo piso. Tenía el pelo de color
caoba y unos pantalones de cuero negros con una americana deconstruida:
varios retales estaban cosidos del revés con grandes puntadas rojas. Llevaba
una chorrera de cuero sujeta al cuello y sus botas tenían cuchillas en el lugar
que deberían haber ocupado los tacones. En el dedo llevaba un anillo de plata
con un diente encastrado. Mientras se acercaba, la mujer se limpió las
comisuras de los labios, levantando una mano, y Tana vio que el diente del
anillo era un molar humano.
—Marisol —dijo Lucien, y la mujer asintió ligeramente al oír su nombre
—. Lleva a la chica a asearse. Luego quiero que me la traigas a mi sala de
estar. Puede ponerse cualquier prenda de ella, pero asegúrate de que tenga un
aspecto menos macabro.
La mujer miró a Tana y señaló hacia las escaleras. Fueron juntas a la
habitación de Elisabet. Tana fue caminando al lado de Marisol, obediente.
Tenía la piel tirante y los dientes doloridos.
—El cuarto de baño está allí. Deja el vestido sucio en el suelo. Buscaré
algo para ti en su armario.
Marisol no hizo mención alguna a la esfera desaparecida del cabecero de
latón ni al charco de suero que había en el suelo. Sonrió sin separar los labios,
como si estuviera intentando no asustarla.
Tana contempló la extensión del vestido de seda que llevaba puesto: había
manchas de hierba y sangre, mucha sangre. Suspiró y recogió su bolso, que
estaba junto a la cama, con toda la naturalidad posible, y después se metió en
el cuarto de baño anexo.
El espejo situado sobre el lavabo la reflejaba con todo lujo de detalles
atroces. Tenía manchas oscuras de sangre en la cara y en las manos, como si
llevara puestos unos guantes para ir a la ópera sucios. Reprimió un sollozo.
No tenía el aspecto propio de un ser humano: parecía una criatura acechando
desde una tumba.
Pensó en los tres vampiros a los que había visto en la plaza del Suicidio y
también en Aidan, sentado a solas en la habitación de Wormwood Court,
lamentando lo que había hecho y temeroso por lo que podría llegar a hacer. Se
preguntó si aquello era lo que veían reflejado en el espejo, una y otra vez,
ebrios tras una borrachera, jurando que jamás volverían a permitirse perder
tanto el control. Borrachos que seguían sedientos.
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Surgió el recuerdo de su mano clavando el destornillador en la piel del
vampiro una y otra vez. Se le revolvió el estómago. Se había sumido en una
maraña de pánico y luego en un frenesí ansioso, y ahora, al recordarlo,
parecía como si otra persona hubiera estado accionando su mano. No podía
haber sido ser ella la que se había agazapado sobre el cuerpo de ese vampiro y
la que le había desgarrado la garganta con los dientes. No podía ser ella la que
aparecía reflejada en el espejo, con sus ojos azules y turbados dentro de una
máscara macabra.
Encendió los grifos de la ducha y dejó correr el agua hasta que se puso lo
más caliente posible. Después se acercó a la pequeña ventana cubierta. El
panel estaba compuesto por el mismo cristal gris que cubría el techo del salón
de baile, pero, cuando lo empujó, el marco se deslizó hacia arriba, revelando
un tramo de tejado y dejando entrar un haz de luz amarillenta en la estancia.
Tana dejó en la encimera del lavabo las llaves que le había quitado al vampiro
al que había matado, depositó el cargador solar sobre la teja y enchufó el
cable en su móvil.
En el cubículo de la ducha, observó cómo el agua marrón descendía en
espiral por el desagüe. Se frotó la piel con los jabones de Elisabet con aroma a
lavanda, incluso se pasó el jabón por la lengua, con la esperanza de librarse de
ese regusto siniestro y embriagador que permanecía en su boca, recordándole
que volvería a querer paladearlo.
Cuando salió y se secó con la toalla, vio que la pantalla de su móvil estaba
encendida. Tenía ochenta mensajes. Uno de Pearl, varios de Pauline o de
otros compañeros de clase y un montón procedentes de números
desconocidos.
El de Pearl, con una foto de su padre dormido sobre la mesa de la cocina,
decía: «Por aquí todo está raro y aburrido. Espero que te lo pases genial y que
me mandes fotos para darme envidia».
El de una chica que se había graduado el año anterior: «Este es tu número,
¿verdad? ¿Mi hermano estaba en la fiesta? ¿Está contigo? ¿Viste su cuerpo?
Nadie nos cuenta nada».
El de un número desconocido: «Tendrías que haberla palmado junto con
el resto».
El de otro: «Estamos interesados en una entrevista exclusiva contigo o con
tu amigo Aidan. Te ofrecemos 5000 si no hablas con ningún otro reportero».
Tana abrió los grifos del lavabo para hacer un poco de ruido. Primero
llamó al móvil de Jameson. Volvió a saltar el buzón de voz, y ella empezó a
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preguntarse si el chico habría perdido el teléfono. Presionándose los ojos con
los dedos, trató de pensar.
Después pulsó varios botones y llamó a Pauline. El sonido reconocible del
tono de llamada al otro lado le produjo un dolor en el pecho.
«Por favor, lleva el móvil encima —pensó—. Por favor».
Poco después, se oyó un chasquido y alguien respondió a la llamada.
—Voy a matarte si no estás muerta ya —dijo Pauline. Al oír su voz, Tana
sonrió a pesar de todo—. ¿Estás bien? Dime que sí.
—Más o menos —respondió Tana sin alzar la voz—. Siento no haberte
llamado antes. Han pasado muchas cosas y me olvidé de cargar el móvil.
—¿Han pasado muchas cosas? —repitió Pauline, gritando—. Y que lo
digas. Anoche vi ese vídeo en el que sales tú. Con la vampira que te mordió
y… Madre mía, Tana. ¡Madre mía! No me puedo creer que me estés llamando
y yo te esté gritando.
—La he cagado. —Tana contempló su rostro limpio y reluciente en el
espejo. Ese era el problema con los monstruos. A veces tenían el mismo
aspecto que cualquiera. Pero sentía algo raro en la piel, estaba tirante, como
después de quemarse con el sol—. La he cagado a lo grande, y ahora estoy…
—No la has cagado —replicó Pauline—. Escúchame, has sobrevivido.
Hiciste lo que fue necesario para sobrevivir. Pero, dime…, ¿eres un vampiro?
—No. —Tana se apoyó en la encimera de mármol del tocador—. Es decir,
aún no.
—Entonces, ¿tienes la gripe? Te noto normal.
—Por ahora. Estoy atrapada en un cuarto de baño elegante, en casa de
Lucien Moreau, y necesito salir de aquí. Por eso te llamo. Necesito que le
transmitas un mensaje a alguien.
—¿Qué? —Pauline no estaba entendiendo nada.
—A un chico, Jameson. Tiene una novia vampira que vive en casa de
Lucien. No sé cómo se llama, pero me vendría muy bien su ayuda… y la de
él. Voy a darte su número. ¿Puedes hacerme el favor de llamar hasta que
responda? Tarde o temprano, tendrá que hacerlo. Dile que han capturado a
Valentina y que está encerrada…
—Espera —dijo Pauline—. Voy a buscar un boli.
Tana contuvo el aliento mientras escuchaba unos murmullos en el otro
extremo de la línea. Era algo tan normal, tan cotidiano —llamar a Pauline
para pedirle que hiciera alguna chorradita, para que llamara a un chico, para
que la animara o para pedirle consejo—, que no pudo evitar sentir que esa
familiaridad era lo que hacía que la escena resultara tan surrealista.
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Contempló su reflejo, pero esta vez le pareció como si se estuviera
mirando en un espejo de la feria, que distorsionaba su rostro y hacía que su
contorno se difuminara. Tardó un rato en darse cuenta de que eso se debía a
que lo estaba mirando con lágrimas en los ojos.
—Ya he encontrado un boli —dijo Pauline—. Dime.
Tana repitió el número de Jameson según lo iba consultando en su móvil.
—Se llama Jameson. Dile que Valentina está encerrada en el sótano de la
casa de Lucien y que voy a intentar sacarla esta noche, cuando oscurezca. Si
tiene unas cizallas a mano para abrir un agujero en la verja lateral de la casa,
para que podamos escabullirnos por allí durante el día, estaría genial. Y si no
puede, dile que no se preocupe. Ya se nos ocurrirá algo.
—¿Le digo que no se preocupe? —repitió Pauline.
Marisol la llamó desde el otro lado de la pared:
—Lucien está esperando. Es hora de vestirse.
—Tengo que colgar —dijo Tana—. Dile a Pearl que la quiero.
—Yo sí que te quiero —dijo Pauline—. Así que cuídate, ¿vale?
—Eh, ¿cómo va lo tuyo con David? —preguntó Tana.
—Cierra el pico. —Su amiga se rio, y luego añadió con voz trémula—:
No te mueras y te contaré la historia entera.
Sonriendo, Tana pulsó el botón para colgar y volvió a dejar el móvil en el
alféizar. Después se miró en el espejo. Para su espanto, sus dientes delanteros
estaban teñidos de rojo. Se deslizó la lengua por las encías, paladeando el
sabor salino de su propia sangre.
¿Se habría mordido la lengua?
Inclinada sobre el lavabo y ahuecando sus manos temblorosas, recogió
agua del grifo, tomó un sorbo, hizo gárgaras y el escupitajo salió rojo.
Después hizo una mueca ante el espejo. Una vez limpiada la sangre,
comprobó que le sangraban las encías porque sus caninos se habían vuelto
más largos. No eran tan finos y afilados como los de un vampiro, pero ya
tampoco eran humanos del todo.
—¡Marisol! —exclamó con una voz aguda y asustada que ni siquiera
reconoció como propia.
Aidan había bebido la sangre de Gavriel y no le había pasado nada. ¿Qué
le estaba ocurriendo a ella?
Poco después, la vampira entró en el baño. Sus fosas nasales se dilataron
por el olor a sangre. Examinó el reflejo de Tana en el espejo con sus ojos
rojos.
—¿Qué pasa ahora?
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—Mira mis dientes —dijo con voz trémula, envolviéndose con más fuerza
en la toalla.
La vampira le sujetó la cabeza, la inclinó hacia atrás y luego le metió un
dedo en la boca para presionarlo sobre las puntas de sus dientes. Luego
retrocedió y negó con la cabeza.
—Apostaría a que alguien te ha dado una buena ración de sangre
vampírica. Te pondrás bien. Así era como se convertían los vampiros antes de
que el mundo cambiara. Se alimentaban de sangre vampírica hasta que
estaban preparados. A veces, hacían falta semanas para alcanzar la fase en la
que te encuentras ahora… Has debido de beber un montón.
Así había sido.
—Pero ¿qué significa eso? —preguntó Tana, que se acercó los dedos a los
dientes sin darse cuenta—. ¿Me voy a morir? ¿Me voy a convertir?
—No —respondió Marisol—. Solo significa que estás lista para morir. En
cuanto te hayas convertido, serás más fuerte.
Tana asintió, intentando serenarse. Todo iba bien. No iba a despertarse
convertida en un vampiro. Al menos, no ese día. Solo era un síntoma de la
infección. Un síntoma del que no había oído hablar, cierto, pero un síntoma
de todos modos. «Más toxinas —recordó de aquella charla en el instituto—.
Una acumulación de toxinas».
—Está bien. —Inspiró hondo y pasó de largo junto a Marisol para entrar
en el dormitorio. No podía permitirse mostrar debilidad—. Olvídalo. Estoy
bien. Vamos a enseñarle mis dientes nuevos a Lucien Moreau.
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avanzó hacia ella como si viera perfectamente, incluso entre la penumbra. En
la habitación había dos grandes asientos de piel, de color negro, y un
escritorio con grifos tallados en cada una de las cuatro esquinas. Tana divisó
un llavero de hueso tallado con una imagen que no pudo identificar apoyado
encima. Tenía tres llaves colgando.
Ella solo había conseguido dos llaves del vampiro al que había matado;
confió en que fueran las adecuadas.
—Te has aseado bien —dijo Lucien—. Pero eres más joven de lo que
pensaba. ¿Cuántos años tienes?
Tana no tenía claro si debía agradecerle el cumplido o no. Optó por no
hacerlo.
—Diecisiete.
—Al principio no te creí —prosiguió—, cuando me dijiste que Gavriel te
había dado los granates. No me explicaba por qué se los habría dado a una
jovencita mortal. ¿Te contó su historia, la del colgante?
—Me dijo que pertenecía a su hermana —respondió Tana. Se acercó a
una de las sillas, pero no se sentó. Lucien la asustaba y la fascinaba a partes
iguales. Era una invitada en su hogar, pero también era su prisionera.
—Así es. —Lucien resopló—. Pero fue entonces cuando lo supe: cuando
vi el colgante en tu cuello. Gavriel vino aquí a morir. Tuvo que ser eso. Si no,
no me explico por qué querría dárselo a alguien, aunque fuera una persona
por la que siente un afecto tan inexplicable. ¿Sabías que su hermana lo
llevaba puesto la noche que decidió que su hermano estaba muerto? Ella creía
que Gavriel era una especie de demonio, un doble siniestro que le había
arrebatado su rostro. Intentó huir y él intentó retenerla, pero lo único que
consiguió agarrar fue el colgante. Se rompió y ya nunca volvió a ver a su
hermana.
—Qué historia tan triste —dijo Tana.
—En el fondo, tuvo su gracia —repuso Lucien—. Estaban gritándose
como si fueran niños repelentes y de pronto apareció un hombre dispuesto a
defender el honor de Katya. Creo que era un cochero, pero lo acompañaban
varios amigos. Imagínatelo: un vampiro dejándose vencer por un puñado de
desharrapados en plena calle. Fue como si Gavriel hubiera olvidado por
completo lo que era.
Tana no supo qué responder a eso.
—¿Y nunca intentó localizarla? —preguntó al fin.
Lucien sonrió, enseñando los dientes.
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—Yo la encontré primero. Es una vieja historia, pero no perdemos nada
por contártela. Pensé que podría arreglar las cosas entre ellos. Que, una vez
que ella se convirtiera, Gavriel se pondría contento. Katya era lista y
competente, logró salir de Rusia por sí sola. Así que mandé llamar a uno de
mis criados. Un metro ochenta de estatura y un rostro agraciado, perfecto para
una dama. Le hice llegar mi tarjeta y ella accedió a verme. Iba con una de
esas solteronas mayores y sin recursos que se ofrecían como casamenteras. La
maté de inmediato.
Tana tomó aliento y lo soltó lentamente, tratando de encontrar una forma
de asimilar que Lucien hubiera reconocido sin el menor escrúpulo el asesinato
de una mujer inocente hacía cien años. Mareada, se sentó en una de las sillas,
decidiendo que ya no le importaban los buenos modales.
Lucien le dirigió una sonrisa. Pareda que estaba divirtiéndose, como si le
gustara mucho esa historia y tuviera muy pocas ocasiones de contarla.
—Katya estaba disgustada, por supuesto, y se afligió aún más cuando la
agarré y le hinqué los dientes en la garganta. Cuando la solté, empezó a
farfullar otra vez sobre demonios, pero, al margen de lo que pensó que iba a
pasar, apuesto a que jamás imaginó el ansia que la asolaría medio día después.
Jamás adivinó que empuñaría un abrecartas contra la garganta de mi pobre
criado. ¿Y sabes qué hizo después? La muy idiota se expuso al sol en cuanto
despertó de entre los muertos.
—¿Se suicidó?
Gavriel había sonreído al hablar sobre la estancia de Katya en París.
Seguro que, si lo hubiera sabido, no habría evocado con tanta ligereza las
circunstancias que habían desembocado en su muerte. Pero, si no lo sabía,
¿por qué se lo estaba contando Lucien ahora?
—Gavriel se indignó bastante cuando se enteró, a pesar de que lo dispuse
todo para él. Iba a ser una bonita sorpresa, una reunión familiar. —Lucien
negó con la cabeza, pesaroso—. Su hermana era de armas tomar. Tan tozuda
como él, e igual de melodramática.
—Él no es… —replicó Tana, pero no completó la frase. Era cierto que
Gavriel resultaba melodramático en ocasiones. Además, Lucien lo conocía
desde hacía mucho tiempo, el suficiente como para hacer una afirmación ese
tipo.
—Ah —prosiguió el vampiro—. Qué dulce. Me corroe la curiosidad:
¿cómo conseguiste llamar su atención? Otras mujeres lo intentaron, pero él
siempre estaba a lo suyo, ocupado sofocando brotes y afilando sus cuchillos.
Tanta caza lo dejó un poco nervioso, me parece a mí. Poco atractivo para las
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mujeres, excepto para las señoritas más intrépidas. ¿Tú eres intrépida,
querida?
Tana no supo cómo responder a eso.
—No tengo ni idea.
Comprendió que, para Lucien, aquello se trataba de un juego siniestro.
Sacarla de sus casillas. Contarle una historia que podría ser cierta o no, pero
que la pondría nerviosa y la dejaría alterada. A Lucien le gustaba ser ese
goteo incesante que crispaba los ánimos ajenos. Le gustaba ver cómo la gente
perdía los papeles.
—Supongo que no importa. —Se dejó caer sobre la silla situada frente a
la de Tana—. Lo que importa es que has logrado que se interese por ti. Y
ahora vas a conseguir todo lo que siempre has soñado: convertirte en una
vampira, hacerte famosa. No está mal. Para ser una perra oportunista, la
jugada te ha salido bastante bien.
Tana puso una mueca al oír ese insulto tan gratuito.
—Oh, no. Te felicito. En serio. Si tuviera una copa en la mano, brindaría
para mostrarte mi admiración.
—Menos mal que yo no tengo una —repuso Tana—. Porque te la habría
vaciado en la cara.
Lucien inclinó la cabeza hacia atrás y se rio.
—Me encantan los mortales.
—Se te nota —replicó ella.
El vampiro respondió a ese comentario con un ademán de la cabeza.
—Es un alivio no tener que esconderse más. Antes de que la infección se
propagara, ya éramos conocidos por nuestros errores. Vampyr en los Países
Bajos, upir en Ucrania, brucolaco en los Balcanes, penanggal en la península
de Malaca… Si nos hubiéramos escondido mejor, no existiría ninguna palabra
para definirnos, pero hay una palabra para nombrar a los vampiros en cada
rincón del mundo.
—Pero no hay capas negras con forros rojos… Bueno, quizá haya alguna,
pero no de esas con el cuello almidonado. —Tana debería dejar de emplear
ese tono mordaz, pero necesitaba demostrarles a ambos que no estaba
asustada, aunque así fuera.
Lucien la ignoró, negándose a caer en la provocación, sin hacer el menor
amago de sonreír.
—Y ahora el mundo ve nuestro verdadero rostro. Lo hemos remodelado
hasta convertirlo en algo glorioso, algo donde los hombres aspiran a ser
inmortales. Me gusta este mundo, y estoy dispuesto a mantenerlo en pie, al
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contrario que los vampiros más viejos. Su sueño de recuperar las viejas
costumbres es como el sueño de los Romanov de un retorno al poder. Eso no
se producirá, por más que graznen al respecto en sus criptas y catacumbas.
Pero con Spider a punto de alcanzar mis puertas, nuestros intereses se han
alineado.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Tana.
—Al parecer, lo que Spider le hizo a Gavriel lo dejó trastornado. Lo que
antes se conocía como manie sans délire, «locura sin delirio». Gavriel está
roto por dentro y no tenemos tiempo para recomponerlo. Ayúdame a
controlarlo y yo te ayudaré a ti. Se acabó lo de obligarte a beber sangre fría y
muerta delante de una celda repleta de jovencitos deliciosos. Yo te convertiré,
Tana. Te enseñaré a ser un vampiro como pocos ha conocido el mundo.
—¿Lo harás? —inquirió ella, pensando en sus dientes recién afilados, en
cómo esa ansia vertiginosa se había disipado desde que se había alimentado.
Lucien debía de saber lo que le estaba pasando, cómo la sangre de
vampiro la estaba volviendo más fuerte, aunque era obvio que estaba
fingiendo lo contrario. «Sangre fría, muerta y asquerosa, ¡no bebas ni una
gota más de eso!». Un sabotaje disfrazado de generosidad.
—En París, hace tiempo existía un manjar legendario que ahora está
prohibido —prosiguió Lucien—. Un pájaro conocido como escribano
hortelano, una criatura de aspecto humilde, con el cuerpo amarillo y la cabeza
de color verde grisáceo, a la que se capturaba con vida y luego se alimentaba
a la fuerza con mijo hasta que engordaba. Luego se ahogaba en armañac. Por
último, se cocinaba a la parrilla y se comía entero, con huesos, pico y todo,
mientras el comensal se cubría la cabeza con una servilleta. Hay quien dice
que es para conservar el aroma del plato; otros afirmaban que era para ocultar
el rostro del comensal y su vergüenza a ojos del cielo.
—Es una crueldad —dijo Tana.
—Sí —coincidió Lucien—. Desde luego. Aun así, no era nada comparado
con la finura de la sangre humana. ¿Sabes lo que supone beberla, caliente y
metálica, bombeada hacia tu boca por los latidos frenéticos de un cuerpo
convulsionado? Es una mezcla entre escupirle a Dios en la cara y convertirse
en él.
Tana negó con la cabeza. Su ansia aumentó, muy a su pesar.
—Dicho así, parece muy bonito.
—Bueno —repuso Lucien con una sonrisita—. Si existe algo capaz de
escupir en el rostro de Dios, yo me apunto.
—¿Qué tengo que hacer? —inquirió.
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—Solo tienes que asegurarte de que Gavriel se ciña al plan. Que lo
recuerde, incluso. Que opte por seguir viviendo a pesar de todo. Que recuerde
que Spider es nuestro enemigo y que yo soy su aliado. ¿Lo has entendido?
Puede que no me creas, pero siento cariño por él, a mi manera. Lo que le
sucedió fue culpa mía. Asumo esa responsabilidad, pero resultará más fácil
asumirla cuando Spider haya muerto. Y a Gavriel le resultará más fácil
asimilar lo que le ha sucedido si te tiene a su lado. Como quiero su felicidad,
también debo anhelar la tuya.
Tana asintió lentamente.
—Veré lo que puedo hacer —respondió.
Lucien se encontraba más cerca de lo que ella pensaba; no lo había oído
moverse. Se estremeció cuando el vampiro alargó una mano para acariciarle
la mejilla. Flexionó los dedos sobre su rostro y presionó el hueso con las
yemas con tanta fuerza que le dejó marca.
—Bien, bien. Uno nunca sabe de lo que es capaz hasta que lo intenta.
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«Podría decírtelo —pensó Gavriel—. Podría entregarte a otra persona en
mi lugar».
«Alguien que te gustaría más».
«Alguien a quien le harías más daño».
Pero no. Le habían arrebatado todo lo demás.
Estaba decidido a aferrarse a la venganza.
Sería su cuento de hadas, su nana, entonada bajito por unos labios
despellejados.
Enloquecida y desafinada.
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tejido. Tana advirtió que había algo extraño en la curvatura de sus uñas, como
si sus dedos se estuvieran convirtiendo en garras.
—Tienes razón. No debería haberlo hecho —repuso Gavriel, que se giró
hacia Tana con una media sonrisa reservada para ella.
«Eres más peligrosa que el amanecer». Tana se preguntó si Gavriel
recordaba haber dicho esas palabras. Pero, en ese momento, ella no se sentía
peligrosa en absoluto. Solo estaba revuelta y muerta de miedo.
Oteó la estancia, en un intento por analizar el entorno. Las ventanas
también estaban compuestas de vidrio tintado y el sol seguía brillando en el
exterior, haciéndolas refulgir, aunque Tana ya había perdido la noción del
tiempo. Podría ser mediodía o primera hora de la tarde. En el suelo, junto a la
cama, había un bolso de viaje del que asomaban varios cuchillos. Se preguntó
dónde lo habría ocultado Gavriel antes de su confrontación con Lucien.
La habitación era lo bastante grande como para albergar la cama de cuatro
postes en el centro y el diván a lo largo de una pared, con un tapizado de
charol negro y reluciente. Por encima había un cuadro colgado, un estudio
meticuloso de un corazón humano repleto de gusanos sobre una bandeja de
plata. De repente, Tana se acordó de su profesor de Arte y se preguntó si
podría tratarse de una de sus obras.
Debería hacerle una foto y enviársela al señor Olson, pensó. Pero eso solo
sirvió para imaginarse a Lucien y a Gavriel posando a ambos lados del
cuadro, fulminándose con la mirada, y a partir de ahí la histeria amenazó con
encaramarse por su garganta y arrancarle una carcajada.
Esa era la peor parte. Tana podía planificar y obligarse a seguir adelante,
pero no podía controlar cuándo su cerebro se sobrecargaba de espanto y
amenazaba con bloquearse, en medio de un ataque de risa histérica. Se sintió
como si estuviera en la frontera de lo que era capaz de soportar; y si empezase
a reírse ahora, ya no podría parar.
Lucien cruzó la habitación y se dejó caer sobre el diván, recostándose,
demostrando lo cómodo que se sentía en el dormitorio de Gavriel. Lo cual
tenía lógica, puesto que se encontraban en su casa, al fin y al cabo. Siguió
hurgándose las uñas con el cuchillo, desprendiendo los últimos restos que las
oscurecían. Cuanto más lo miraba Tana, más cuenta se daba de que su pelo
rubio también tenía manchas de sangre: hacia la parte trasera de la cabeza,
donde él seguramente no podía verlo. En las cámaras no se notaría la mancha,
se vería borrosa.
Le entraron ganas de reírse otra vez, lo cual era absurdo, ya que aquello
no tenía ninguna gracia.
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Tana se apoyó en una esquina del colchón. Cuando Gavriel la miró, no
pudo sostenerle la mirada. Recordó cómo la había observado con el vampiro
en el sótano, había visto su boca manchada y sus dientes rojos. ¿Qué habría
pensado de ella? Difería mucho de esa chica tan maja que se había ofrecido a
llevarlo en el maletero de su coche.
No, no tenía ni puñetera gracia.
—En fin —dijo Lucien—. La avanzadilla de Spider, su Corps des
Ténèbres, vendrá al anochecer. El propio Spider acudirá más tarde, cuando
esté todo dispuesto. No tenemos mucho tiempo para hacer preparativos, y
solo contamos con una oportunidad para que este plan funcione.
La ligereza con la que habló de su llegada —como si las idas y venidas de
Coldtown para vampiros como Spider, Lucien o Elisabet fuera tan simple
como cruzar una frontera cualquiera— resultó alarmante. Tana se preguntó si
las únicas criaturas que estaban atrapadas de verdad en la ciudad eran los
humanos. No, pensó, los humanos y los vampiros creados después de Caspar.
Gavriel se deslizó unos dedos pálidos por su cabellera negra, un hábito
curiosamente humano. La miró a ella y luego volvió a fijarse en Lucien.
—Deja que me acerque lo suficiente y lo mataré. Que no te quepa duda.
—Las cadenas tendrán que ser de verdad —dijo Lucien—. El mejor que
nadie sabe lo que puede contenerte y lo que no. Tendré que utilizar acero
macizo, pero podemos aflojar unos cuantos eslabones. ¿Entendido? Todo
tendrá que parecer muy muy real.
—Sí. —Gavriel lo dijo tan bajito que sonó como un suspiro—. Y tendrá
que haber señales de violencia. Marcas en mi cuerpo y en mi rostro, como si
nos hubiéramos peleado.
Lucien replegó los labios sobre sus dientes, con una expresión a medio
camino entre una mueca y una sonrisa.
—¿Cuál es el plan, si se puede saber? —preguntó Tana.
Lucien la miró con cara de fastidio, antes de suavizar su expresión
deliberadamente. Tal vez se dio cuenta de que Tana no podría ayudar a
Gavriel a ceñirse a un plan que no comprendía. O quizá había recordado que
estaba intentando congraciarse con ella.
—Es muy sencillo. —Ondeó una mano en dirección a Gavriel—. Spider
va a venir a cobrarse su presa. Nosotros amarraremos a Gavriel y, cuando
Spider se acerque lo suficiente…, y lo hará, pues no podrá resistirse a
regodearse…, él se librará de sus cadenas y lo matará.
Gavriel asintió para mostrarse de acuerdo.
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—Y entonces los hombres de Lucien se lanzarán sobre los guardias de su
Corps.
—Y así, el nuevo mundo triunfará sobre el viejo —concluyó Lucien.
—Guay —dijo Tana, que se sintió en la obligación de decir algo, aunque
todo lo que se le ocurrió le parecía insuficiente. Volvió a embargarla esa
sensación extraña de irrealidad.
Unos cuantos vampiros iban a asesinar a otros tantos.
Lucien y Gavriel, unidos por una relación de amor-odio vampírico, iban a
asesinar a otros individuos de su especie.
Se cubrió la boca con una mano, sofocando una sonrisa.
Hacía tiempo, Pauline y ella habían tenido una bronca tremenda por una
cazadora de cuero que Tana había tomado prestada y sobre la que había
potado una amiga común, Ana. Se enzarzaron a grito pelado y luego se
evitaron durante una semana, cambiándose de mesa durante el almuerzo e
incomodando a sus amigos comunes con sus comentarios sarcásticos
incesantes. Pero entonces Pauline consiguió un papel protagonista en una obra
de teatro y se presentó en casa de Tana para practicar los diálogos. La riña se
acabó, sin más.
¿Gavriel podría sentirse así con Lucien? ¿Era posible perdonar a alguien
que había provocado la muerte de su hermana, cuyo colgante había llevado
encima durante más de un siglo? ¿Era posible perdonar a alguien por cuya
culpa había acabado encerrado en una celda y había perdido la cabeza?
Lucien se levantó y se encaminó hacia la puerta. Gavriel habló, sin alzar
la voz, sonriendo de medio lado:
—Hay una cosa más que quiero decirte.
Lucien se giró y percibió algo en él que lo dejó paralizado.
—No vas a traicionarme —dijo Gavriel—. Pero ¿puedes explicarme por
qué?
—Porque sé que puedes matarlo, y quiero verlo muerto. —Lucien frunció
el ceño. Hablaba despacio, como si se lo estuviera explicando a un niño—.
Estás especializado en matar a los de tu propia especie. Y quiero que Spider
desaparezca: él detesta a los vampiros que se exhiben ante los mortales,
vampiros como yo, que se han convertido en personajes famosos. Así que vas
a concederme lo que quiero a cambio de un precio muy pequeño. Aparte de
eso, formas parte de mi prole, de la que me siento muy orgulloso.
Gavriel sonrió.
—No, no me vas a traicionar porque, si lo haces, le contaré a Spider tu
secreto. Sé por qué me entregaste tan rápido a él. Al principio no me di
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cuenta, pero, cuando te pasas una década encerrado en una celda, tienes
tiempo de sobra para pensar.
Lucien miró hacia la pared, por encima de un cuadro, y luego volvió a
fijarse en él. Fue un gesto fugaz, pero, cuando Tana siguió la trayectoria de
esa mirada, detectó el brillo diminuto del objetivo de una cámara.
Lucien estaba grabando a Gavriel. Cómo no.
Aunque no podía formar parte de la emisión en directo, porque, de lo
contrario, no estaría compartiendo secretos tan alegremente. A no ser que
estuviera traicionando a Gavriel del modo más obvio posible: emitiendo su
plan para que lo viera Spider. Pero, aunque lo más probable era que el metraje
estuviera oculto en alguna parte de la cámara acorazada de Lucien, parecía
nervioso, como si no quisiera que lo que fuera a decir Gavriel quedase
registrado en ninguna parte.
Gavriel se giró hacia Tana y lo siguiente que dijo estuvo dirigido a ella.
Hizo gala de una cordura estremecedora.
—Hace mucho tiempo, no podía convertirse ningún vampiro nuevo sin la
aprobación de un pequeño grupo de vampiros muy viejos. Hacían creer que
les preocupaba la expansión del vampirismo, pero lo que de verdad les
inquietaba era que algún miembro de su prole crease un ejército y actuara
contra ellos. Como aguijón, yo me encargaba de cazar a cualquier
descendiente que se pasara de la raya. Pero lo que más cacé fueron errores.
»Algunos vampiros son idiotas o chapuceros. Algunos se ven
interrumpidos mientras se alimentan, sorprendidos por la luz del sol, o incluso
encarados por la persona a la que estaban atacando. Esa víctima contrae la
gripe, se convierte y, como no sabe obrar de otro modo, se alimenta sin matar.
Seguramente, intenta hacerlo sin matar. Pero, durante el proceso, crea más
vampiros y no tarda en producirse un brote.
Tana no pudo evitar imaginarse a Gavriel siendo interrumpido por algún
vampiro frenético, haciendo aspavientos, tratando de explicar el terrible error
que acababa de cometer.
Una carcajada amenazó con emerger de su garganta otra vez.
—El caso de Caspar Morales fue diferente —prosiguió. Al oír su nombre,
Lucien se puso tenso—. No recordaba quién lo había convertido, solo tenía la
impresión de que alguien lo había seguido y luego lo había tomado por
sorpresa, a solas en un callejón. Se despertó en su propia casa, con las cortinas
echadas. En la pared, alguien había escrito con sangre: «Saluda a la muerte».
Fue como si alguien lo hubiera convertido para gastarle una broma.
Lucien se quedó muy quieto.
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—¿Quién haría algo así? —preguntó al fin, con un tono carente de
expresión.
Gavriel se giró de nuevo hacia ella y Tana comprendió de repente que le
estaban asignando el papel de miembro del jurado.
—Maté a cinco vampiros de pelo negro y ojos oscuros el mes anterior,
todos ellos con algún detalle en sus rasgos que hacía parecer, desde lejos, que
pudieran estar emparentados conmigo. Tres mujeres y dos hombres. Todos
ellos con una historia extraña acerca de su conversión, todos ellos con rostros
que me remitían a mi hermano. A mi hermana. Y vestían con una ropa
extrañamente anticuada, como si alguien las hubiera elegido para ellos. Y la
joyería también. Era insólito. Uno de los chicos tenía incluso un viejo
revólver inservible como los que se utilizaban en los duelos. El tedio es el
peor enemigo de aquellos que viven para siempre. Todos tenemos maneras de
entretenernos. Y las de Lucien suelen ser… ¿Cómo definirlo?… Mezquinas.
Tana se estremeció. La gelidez de la infección se estaba filtrando de
nuevo en su piel, pero aún podía ignorarla.
—Está bien —dijo Lucien—. Ya basta.
—Fue como asesinar fantasmas una y otra vez —dijo Gavriel—. Pero la
última vez no pude hacerlo. Dejé que Caspar se fuera. Lo dejé marchar, pero
no fui yo el que lo convirtió. Fuiste tú, Lucien. Tú los convertiste a todos ellos
para comprobar mi reacción. Porque te hacía gracia ser cruel. Y la razón por
la que no me traicionarás, Lucien, es porque, si lo haces, le contaré mi historia
a Spider y te pasarás la próxima década encerrado en una celda, a mi lado.
Tana se quedó mirándolos y, durante un rato, sintió el tremendo peso de
esas palabras. Gavriel estaba afirmando que el fin del mundo no había sido un
accidente, sino una broma.
—No tienes pruebas —replicó Lucien—. Solo una fábula.
Gavriel se encogió de hombros.
—Si de verdad creyeras eso, ¿por qué habrías guardado este secreto
durante tanto tiempo?
El cuerpo de Lucien vibró con una energía nerviosa contenida. Su boca
arrogante temblequeó.
Tenía miedo, comprendió Tana. Miedo a lo que pudiera hacerle Spider si
lo supiera, tal vez miedo a todos los demás vampiros ancestrales, privados de
su viejo mundo por culpa de una artimaña. Podrían unirse y hacerlo pedazos,
tal y como habían hecho con Caspar Morales. Puede que incluso se sintiera
temeroso de los humanos, o al menos de que los gobiernos humanos por fin
tuvieran una persona a la que culpar.
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No era de extrañar que Lucien hubiera felicitado a Gavriel por cambiar el
mundo. Cada vez que lo hacía, en realidad se estaba alabando a sí mismo.
Pero el miedo lo volvía peligroso. Tana percibió la violencia reprimida en
su rostro, pudo ver un nuevo destello de odio en sus ojos rojos. Si Gavriel
pensaba que mostrarle a Lucien el poder que tenía sobre él serviría para
asegurar su lealtad, se equivocaba.
—Guardé tu secreto porque me gustaba la idea de que fueras libre —dijo
Gavriel.
Lucien cruzó la estancia de repente, como si no pudiera soportar oír ni una
palabra más. Abrió la puerta que daba al pasillo.
—Después de esta noche, lo seremos los dos. Seremos libres para
siempre, mientras no metas la pata.
Salió y cerró de un portazo, haciendo estremecer la pared.
Gavriel se dejó caer sobre el diván y hundió el rostro entre sus manos.
Después la miró con una expresión extraña.
—Cielos, cómo debes aborrecerme.
Tana se levantó del colchón, negando con la cabeza.
—Ya me encuentro mejor —dijo él—. A veces, al menos. Antes era como
estar en un sueño. No entendía nada. Todo se enrevesaba y se complicaba,
pero ahora… ahora entiendo lo horripilante que tuvo que ser. Lo horripilante
que debe ser todo.
—¿Qué fue lo que dijiste? «Haría falta un río de sangre para limpiar todas
mis heridas». Vi un vídeo tuyo la otra noche. Parecía que te estabas tomando
toda tu medicina de golpe. Así que supongo que eso te vino bien. Me alegro.
Recordó a Gavriel inclinado sobre la garganta de aquella chica, con la
rodilla puesta en equilibrio sobre el borde de su asiento, cubriendo totalmente
su cuerpo. La recorrió un estremecimiento que no era producto del miedo.
—¿De verdad dije eso? —preguntó Gavriel—. Suena un poco
desquiciado.
Tana se rio y se sentó en el reposabrazos del diván. Gavriel alargó una
mano con los dedos fríos y la atrajo hacia sí, con un gesto sorprendentemente
humano. Tana se dejó guiar hacia el cojín y apoyó la cabeza sobre su hombro.
—¿Cómo estás? —le preguntó en voz baja.
—Bien —respondió ella—. Cada vez que consigo un atuendo nuevo, lo
dejo hecho un asco al cabo de unas horas.
Gavriel sonrió al oír eso, se fijó en su vestido y luego miró para otro lado.
—El cuero se limpia frotando.
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Recostada allí, sonriendo, rodeada por el brazo de Gavriel, Tana se sintió
como si estuviera en una cita con alguien muy peligroso. Pensó en cómo la
había besado, con sangre en los labios y el sol alzándose por detrás de ella, y
se preguntó si querría volver a hacerlo.
—Entonces, crees que este plan va a funcionar —dijo de repente,
desesperada por romper el silencio—. ¿De verdad te fías de Lucien?
—¿Cómo consigues que un gato le dé zarpazos a un cordel? —susurró él,
rozándole el pelo con los labios.
—No lo sé —repuso Tana, temblando—. Arrastrándolo muy despacio.
—Exacto. —Gavriel deslizó sus dedos fríos sobre el arco de la mejilla de
la chica. Observó su propia mano, fascinado, como si le sorprendiera lo que
estaba haciendo—. Y si eso no funciona, arrastras el cordel por encima del
gato. No muestras lo que puedes llegar a hacer con ese cordel. No empiezas
zarandeándolo por el aire, ni moviéndolo a una velocidad increíble. Eso viene
después. Primero, dejas que el gato lo alcance. Y, una vez que lo ha
alcanzado, el gato querrá volver a hacerlo.
—¿Del mismo modo que vas a hacerle creer a Spider que te ha capturado?
—susurró.
Gavriel se encogió de hombros.
—Resulta gracioso verlos cuando el cordel está en el aire y ellos se
quedan colgando, con las patas despegadas del suelo. Resulta gracioso verlos
bailar. Se chocan de bruces contra las paredes con tal de alcanzar de nuevo
ese cordel.
Tana se apartó de él un momento, observándolo con gesto serio. Gavriel
era una combinación de labios carnosos y caída de ojos, un monstruo
agraciado reclinado sobre unos cojines de piel, pero Tana había percibido la
cara que había puesto antes de que Lucien se marchara.
—Lucien te ha estado trastocando la cabeza mucho tiempo, Gavriel. ¿No
te preocupa que esté manipulándote?
Tana miró de reojo hacia el punto reluciente donde se encontraba la
cámara. Estaban justo por debajo del objetivo, lo que significaba que tal vez
no aparecerían en la grabación, pero seguro que su voz sí. Si Lucien la
escuchaba, sabría que Tana nunca había tenido la menor intención de
ayudarlo.
—No sé si eso importa ya. Pero ¿harías una cosa por mí? ¿Cerrarías tu
puerta con llave esta noche y te quedarías en tu cuarto hasta el amanecer?
¿Sin importar lo que escuches?
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Tana inspiró una bocanada trémula. Eso era justo lo que no podía
prometerle, no si quería ayudar a Valentina. No si quería la ayuda de
Jameson.
—Está bien —mintió.
Gavriel mostró un alivio preocupante.
—En ese caso, deja que te cuente una historia mientras esperamos a que
anochezca. Cuando era pequeño, había una mujer que cuidaba de mí y de mi
hermano. Nos contaba historias de brujas y pájaros de fuego, y de una
princesa guerrera llamada Marya Morevna, con la que se casó el príncipe
Iván. Iván estaba muy solo, pues había dado su bendición para que su
hermana mayor se casara con un halcón, su hermana mediana con un águila y
su hermana pequeña con un cuervo.
—¿Se casaron con pájaros? —preguntó Tana, no tanto por conocer la
respuesta como para demostrarle que estaba prestando atención. Y para
hacerlo sonreír.
—Pájaros que a veces eran hombres —le explicó Gavriel—. Cuando Iván
vio la belleza de Marya Morevna y su fiereza en combate, se enamoró al
instante. Se casaron poco después. Pero las princesas guerreras son personas
muy ocupadas, así que Marya Morevna no tardó en tener que invadir algún
sitio o enfrentarse a alguien, y dejó a Iván a cargo de su reino. Tenía pilas de
oro, caviar del bueno y todo cuanto alguien pudiera desear, excepto una cosa:
Marya le imploró que no entrase jamás en una estancia concreta situada bajo
el palacio.
Tana pensó en sus propios pies sobre los escalones polvorientos que
conducían al sótano de su casa, donde había estado su madre, esperando en la
oscuridad.
—Pero lo hizo, ¿verdad? —Inclinándose, apoyó la cabeza sobre su pecho
y cerró los ojos.
—No pudo resistirse. —El acento de Gavriel se hizo más marcado
mientras hablaba—. Y allí, sujeto por doce resistentes cadenas, estaba
Koschei el Inmortal. Y Koschei dijo: «Por favor, tengo mucha sed, apiádate
de mí y dame un poco de agua. Llevo diez años encerrado aquí, padeciendo
tormentos inimaginables. Tengo la garganta muy seca».
—¿Es una historia de verdad? —lo interrumpió Tana, pensando en la
década de tormento que había sufrido Gavriel, en su propia sed. Pero el
vampiro se limitó a reírse.
—Es una leyenda muy famosa, te lo juro. El caso es que Iván tenía buen
corazón y le llevó agua a Koschei, pero no pudo saciar su sed con un solo
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cubo, ni tampoco con un segundo. Pero, cuando Iván le llevó el tercer cubo
lleno de agua, Koschei había recuperado su fortaleza y rompió sus cadenas.
—El pecado de la compasión —dijo Tana.
Gavriel pareció avergonzado y satisfecho al mismo tiempo por que lo
recordara.
—Así es —repuso en voz baja, apoyando unos dedos fríos sobre la piel de
su hombro—. Iván era compasivo, y el resto de la historia explica cómo pagó
por ello. Koschei secuestró a Marya Morevna y se la llevó a su propio
palacio, dejando que Iván saliera tras ellos. Tres veces consiguió localizar a
Marya Morevna, y otras tres fue capaz de escapar con ella, pero Koschei tenía
un caballo mágico más veloz que el viento. La primera vez que alcanzó a
Iván, en gratitud por el agua que le había dado, lo dejó marchar con la
advertencia de que, si volvía a capturarlo, lo cortaría en pedazos. La segunda
vez que Koschei apresó a Iván, lo dejó marchar con la misma advertencia
atroz.
»La tercera vez que lo capturó, cumplió sus amenazas. Cortó a Iván en
trece pedazos con su espada, los metió en un barril sellado y lo arrojó al mar.
Pero el halcón, el águila y el cuervo que se casaron con las hermanas de Iván
lo sacaron de nuevo a la superficie. Extrajeron los pedazos de su cuerpo y los
depositaron en el suelo, como un puzle. Cuando terminaron de recomponerlo,
salpicaron el cuerpo con agua y lo revivieron, como si acabara de despertar de
un sueño profundo.
—Entonces, ¿era un muerto viviente? —preguntó Tana—. ¿Cómo un
vampiro?
—Algo parecido. Y al despertar también resultó ser más inteligente,
porque esta vez acudió a la bruja, Baba Yaga, y consiguió un corcel tan bueno
y veloz como el de Koschei. Con él, huyó con Marya Morevna una última
vez. Koschei los persiguió a lomos de su corcel mágico, pero esta vez, cuando
los alcanzó, el caballo de Iván le asestó una coz fortísima y le aplastó el
cráneo. Entonces Iván y Marya encendieron una hoguera y quemaron su
cuerpo hasta dejarlo reducido a cenizas. Después vivieron felices para
siempre, visitando a las hermanas de Iván y a sus esposos alados, que
afirmaron que Iván había hecho lo correcto al arriesgar tanto por una mujer
tan fiera y hermosa como Marya Morevna.
—Si era tan fiera, ¿cómo es que no se salvó por sí misma? —preguntó
Tana.
—Eso es lo interesante de la historia, ¿no te parece? —repuso Gavriel con
una intensidad que contradecía que aquello fuera una simple leyenda para él
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—. De pequeño me encantaba, pero, a medida que me hice mayor, comencé a
preguntarme: ¿era justo que Marya Morevna encerrase a Koschei durante diez
largos años, sin darle agua siquiera? Y si era justo para ella, ¿acaso no era
igual de justo para él encerrarla en su castillo? Pero Iván… era bueno. Era
bondadoso. Le dio agua al prisionero. Y puede que no supiera cómo salvar a
su esposa, pero consiguió lo imposible mediante el único método de no
rendirse nunca. Iván es el elemento caótico de la historia, porque no quiere
hacer lo que todo el mundo espera de él.
»Cuando era pequeño, me identificaba con Iván, pero no… Nunca me he
parecido a él tanto como tú. Tenías una imagen positiva de mí y, debido a eso,
intenté actuar en consecuencia. —Cerró los ojos—. Sin embargo, al final, los
dos sabemos que seré el Koschei de esta historia. Y por eso deberías alejarte
de mí lo más rápido posible y no mirar atrás. Incluso mi amor es monstruoso,
Tana. Seguiré asustándote y…
—Tú no eres un personaje de un cuento de hadas. —Tana lo agarró por la
barbilla y giró el rostro de Gavriel hacia ella, para que cuando volviera a abrir
sus ojos sobrenaturales pudiera sostenerle la mirada sin amilanarse. Para
demostrarle que lo decía en serio—. Y yo no soy… Ni siquiera tengo claro lo
que soy. Pero te conozco. Puede que no haya pasado décadas a tu lado, como
hizo Lucien, pero apuesto a que puedo hacerte reír más rápido que él.
—¿En serio? —Gavriel ladeó la cabeza y Tana tuvo que hacer un esfuerzo
para no detener la mirada sobre la tersura de sus labios. Quería trazar su
contorno.
Se inclinó hacia él, con el corazón acelerado, y le lamió la mejilla. Por un
momento, Gavriel pareció sobresaltado, y luego se echó a reír. Fue una
carcajada sincera e incontenible ante lo absurdo de la situación.
—Eres tú mismo —dijo Tana, sonriendo—. No conozco a nadie tan puro.
Y si ya no puedes ver quién eres, entonces mírate como te veo yo.
Gavriel negó con la cabeza.
—Es imposible que sepas lo que soy…
Tana lo interrumpió, con palabras atropelladas:
—Cuando estaba a punto de cumplir los catorce, mi padre me envió a un
campamento. A lo mejor no sabes en qué consiste, pero suelen ser un par de
semanas en verano y…
Gavriel se llevó una mano al pecho, fingiéndose indignado.
—He estado encerrado diez años, no diez mil.
—Vale, olvídalo —repuso ella—. El caso es que yo tenía cierta imagen de
mí misma cuando me marché. Tenía unos cien animales de peluche que me
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habían regalado mis abuelos a lo largo de los años, todos ellos apilados sobre
mi cama. Y tenía dos grandes amigas: Nicole y Amber. Amber vivía en la
misma calle que yo y éramos amigas de toda la vida. Nicole se mudó a la
ciudad más tarde y se hizo muy amiga de Amber cuando yo estuve en el
hospital. Así que siempre estábamos las tres juntas, salíamos a montar en bici
y quedábamos a ver pelis en la habitación de alguna de nosotras.
»En una relación de amistad, todo el mundo tiene roles. Era yo la que
temía que nos metiéramos en un lío si llenábamos de pintadas el baño de
Macy’s en el centro comercial o si robábamos un par de pendientes de plumas
de un Claire’s. Era yo la que siempre hacía lo que le decían. La tímida. La
asustadiza. La buenaza. Así era yo a los nueve años, y a los diez y a los once
y a los doce, así que no me di cuenta de que a los trece había dejado de ser de
esa forma.
Gavriel deslizó sus dedos fríos sobre la cicatriz de su brazo y, por un
momento, Tana se quedó demasiado embelesada como para continuar.
—Creo que tenías motivos de sobra para estar asustada —dijo Gavriel.
—Es posible. Pero la cuestión es que, cuando llegué a ese campamento,
nadie me conocía. Y cuando volví a casa, la imagen que tenía de mí misma
había cambiado. Allí fui la primera en cruzar todo el lago a nado. Cuando el
lavabo se atascó, desmonté las cañerías y lo arreglé. Estuve a punto de matar
a un crío de los búngalos de los chicos que intentó asustarnos haciéndose
pasar por un vampiro.
—Me lo puedo imaginar —repuso Gavriel, mordaz.
—Ríete si quieres —replicó ella—, pero la cuestión es que no llegué a
conocerme hasta que salí de casa. Sabía cómo me veían Nicole y Amber. Y
Lucien, Spider y todos los demás te tienen miedo, así que suponen que debes
de ser alguien horrible. Creen que no eres capaz de sentir nada, porque ellos
han olvidado cómo hacerlo. Eres muy muy peligroso, eso lo entiendo, y tienes
tendencia al melodrama, pero no confundas eso con una especie de
corrupción interior. Ellos se ven reflejados en ti y están cegados.
Gavriel se inclinó hacia ella, la miró fijamente a la cara como si hubiera
un gran secreto flotando en sus ojos y la atrajo hacia sí con las manos,
entreabriendo los labios, mostrando las puntas de sus caninos mientras se
inclinaba hacia ella, con los ojos entornados.
—¿Y qué ves tú?
Un escalofrío le recorrió el cuerpo, la gelidez de la infección corría por
sus venas.
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Gavriel se apartó como si se hubiera quemado. Aún tenía los labios
entreabiertos y la miraba de un modo un tanto frenético, como si fuera un
animal atrapado que esperaba el restallido de un látigo.
—No —dijo Tana—. Solo estoy contagiada. Es cosa de la gripe.
Gavriel la miró como si no tuviera claro si creérselo o no.
—No bebiste suficiente sangre —dijo.
Se acercó una muñeca a la boca y le pegó un mordisco. Con los dientes y
el interior del labio inferior teñidos de rojo, extendió la mano hacia ella.
—No puedo —repuso Tana en voz baja, apartándose. El olor de su sangre
la estaba mareando—. Ya hay algo que no va bien en mi interior.
Gavriel frunció el ceño, examinando su rostro. Tana se fijó en su muñeca
ensangrentada. Quería besarla, deslizar la lengua por encima, hincar sus
dientes afilados en la piel de Gavriel. Y otra parte de sí misma le gritaba que
no podía hacer eso, que era impropio de ella.
Tana abrió la boca, dejándole ver las puntas de sus colmillos nuevos.
—Oh —dijo Gavriel, visiblemente sorprendido, aunque tampoco
demasiado.
—Por favor, dime si de verdad es grave. Marisol dijo que… Bah, olvida
lo que dijo ella. Explícamelo.
—Lo intentaré —repuso él, ignorando su muñeca ensangrentada—. Hace
mucho tiempo, visitábamos a los humanos a los que queríamos convertir,
noche tras noche, ingeríamos su sangre y les entregábamos la nuestra. Cuando
estaban preparados, una vez convertidos en algo que no era del todo humano,
les dejábamos probar sangre humana y convertirse en vampiros. Tú has…
acelerado el proceso al beber un montón de sangre de vampiro por tu cuenta.
Su explicación era como la de Marisol, excepto que era obvio que él lo
había presenciado de primera mano. «No, idiota —pensó Tana de repente—,
eso fue lo que le hicieron a él».
—¿Y ahora qué? —preguntó mientras resonaban en su mente estas
palabras: «Algo no del todo humano».
Gavriel se encogió de hombros.
—Un vampiro que se ha alimentado de sangre vampírica es más fuerte,
nada más. La mayoría de los vampiros convertidos tras la propagación de la
gripe son débiles y su sangre va acorde a ello. Son lo que solíamos llamar
bastardos, accidentes. Errores.
Tana deslizó la lengua sobre las puntas de sus dientes. La sangre de
Gavriel corría por su brazo formando tres líneas y le costó mirar para otro
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lado. Parecía sirope de fresa y arándanos, igual que en el sueño que tenía de
pequeña.
—Pero solo sigo contagiada de gripe, ¿verdad? Dentro de ochenta y ocho
días, si no bebo nada más…, me pondré mejor, ¿no?
La expresión del rostro de Gavriel fue más reveladora que sus palabras.
—Nunca he visto a nadie revertir la transformación física una vez que ha
comenzado, pero eso no significa que sea imposible.
—Entonces, ¿también es posible que tenga la gripe para siempre? —
preguntó Tana con el corazón acelerado—. ¿Y que siga hambrienta por los
siglos de los siglos?
Gavriel se quedó callado un buen rato, lo cual fue respuesta suficiente.
Después echó mano de una pañoleta para vendarse la muñeca.
Si seguía con la gripe por los siglos de los siglos, eso la convertiría en un
vampiro viviente. Una criatura que nunca podría conseguir lo que anhelaba.
Justo cuando crees que has tocado fondo, te das cuenta de que aún puedes
caer más bajo. Siempre hay algo peor a lo que temer. ¿No era eso un refrán?
¿O una norma?
«Me da igual —decidió—. Solo por esta vez, durante una temporada, voy
a dejar de preocuparme y de comerme la cabeza».
Agarró a Gavriel del brazo, y cuando él la miró con gesto interrogativo,
sorprendido, ella no fue capaz de responder. No quiso explicar la temeridad,
el placer de tomar la decisión mala, la gloria de, al menos por esta vez,
escoger su propia senda hacia la perdición. Así que, en lugar de decir nada,
acercó los labios a su muñeca herida, le perforó la piel con sus dientes recién
afilados y le hizo resollar. Sí, a él.
Tana bebió su sangre, un caldo añejo y macabro, producto de alguna
bodega olvidada. Se sintió como Perséfone en el inframundo, con las semillas
de granada reventando entre sus dientes y el jugo deslizándose sobre su
lengua, y cuanto más ingería, mayor era su ansia. Sintió como si su piel
estuviera ardiendo por dentro, su cuerpo se estremeció con una sensación
exquisita. Gavriel profirió unos ruiditos antes de levantar la mano libre para
apaciguarlos, presionando los dedos sobre su propia boca. Tana incrementó la
succión sobre su muñeca.
Finalmente, se obligó a apartarse y miró a Gavriel, atolondrada. Se sentía
ebria. Él tampoco parecía del todo sobrio, la observaba con la vista
ligeramente nublada, con los labios entreabiertos cuando apartó la mano de
ellos, mientras un escalofrío le recorría el cuerpo como si fuera una corriente
eléctrica de baja intensidad.
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Tana cayó en la cuenta de que Gavriel iba a enfrentarse a un vampiro muy
antiguo en cuestión de horas y de que sería una idea pésima que le entregase
siquiera una parte de su fortaleza. Sin embargo, a él no parecía importarle,
con la cabeza inclinada hacia atrás y los ojos entrecerrados. Tana se preguntó
si habría absorbido demasiado.
—Gavriel —dijo con la lengua adormecida.
—¿Sí? —Parpadeó varias veces, como si estuviera intentando focalizar la
vista sobre ella.
—Puedes morderme —dijo Tana—. Si quieres.
Aquello lo sacó de su amodorramiento. Se echó hacia atrás, con los ojos
desorbitados.
Tana gateó hacia él, se puso de rodillas y se sentó a horcajadas sobre una
de sus piernas, con las manos apoyadas sobre sus hombros para equilibrarse.
El corazón le repiqueteaba con fuerza en el pecho.
—He contraído la gripe. Ya estoy condenada. No cambiará nada.
—Tana… —protestó Gavriel, perplejo. Pero quería hacerlo, se le notaba.
Se inclinó hacia su garganta, como si el eco de sus latidos estuviera
reverberando en sus oídos, inspirando el aroma de su piel. Tana cerró los ojos
con fuerza, se preparó para sentir la punzada de los colmillos.
—Tana —repitió, susurrando sobre su piel—. Tana.
—Hazlo —le dijo—. Ya estoy bastante asustada. No dejes que me
acobarde y…
Volvió a sentir el roce de sus labios fríos y luego la presión de sus dientes
en la yugular.
El miedo le arrancó un leve sollozo. Gavriel le acercó la muñeca
ensangrentada a los labios y, cuando los dientes de Tana encontraron la herida
reciente, él le mordió el cuello. La sensación fue comparable a la de dos
esquirlas de hielo deslizándose hacia el interior de su garganta.
Tana soltó un gemido sobre la piel de Gavriel. El dolor se extendió por
sus nervios. Sintió la presión de sus dientes, la premura con la que toda la
calidez que había dentro de ella se vertía hacia el exterior. Sintió cómo se le
aceleraba el corazón, palpitando más y más fuerte a causa del miedo. Notó el
regusto de la sangre de Gavriel en la lengua y un escalofrío le recorrió el
espinazo. Se le adormecieron los labios.
Estrechó sus cuerpos mientras Gavriel le apoyaba una mano en la parte
baja de la espalda. Unas terminaciones nerviosas cuya presencia no había
advertido nunca se contrajeron, presas de una euforia repentina. El placer se
desplegó por su interior, siniestro y seductor. Era difícil acordarse de respirar,
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de hacer algo que no fuera morderle la muñeca y dejarse llevar por el bucle
del éxtasis.
Se inclinó hacia él, como si pudiera introducirse por debajo de su piel.
Entonces Gavriel se apartó y se desplazó hacia el otro extremo del diván.
Tana tenía el cuello dolorido y resolló para recobrar el aliento, la estancia
comenzó a recuperar su nitidez. Él tenía los ojos cerrados, unas pestañas
largas y oscuras rozaban sus mejillas sonrosadas a causa de la sangre, con
unos rizos morenos pendiendo sobre su rostro y la boca teñida de rojo.
Parecía el ángel caído en todo su esplendor, alejado del paraíso.
Tana entreabrió los labios, incapaz de contenerse, hasta que se recobró.
Al otro lado de la ventana, el cielo estaba oscuro. Tana se levantó,
temblorosa.
Gavriel abrió sus ojos rojos.
Tana quiso hablarle de Valentina y explicarle que tenía que irse, que había
prometido ayudar y cómo pensaba hacerlo, salvo que en ese momento no
quería ayudar a nadie tanto como quería besarlo a él y quizá morderlo otra
vez, pero sobre todo besarlo y hacer todas esas cosas que venían después de
los besos.
Quería decirle todo eso, pero entonces la cámara situada por encima del
cuadro, la misma que grababa todo cuanto hacían, también registraría sus
palabras.
Al pensar en Lucien viendo la grabación, miró de reojo hacia la cámara,
antes de que pudiera obligarse a mirar para otro lado.
—Tengo que volver a mi habitación —dijo, incapaz de sostenerle la
mirada.
Tana lo deseaba, quería quedarse y eclipsar todo su miedo con el deseo.
Se obligó a dar un paso hacia la puerta.
Gavriel tenía cara de querer decir algo para detenerla, pero se limitó a
levantarse, apoyando una mano en la pared para mantener el equilibrio. Un
reguero de sangre oscura y azulada se extendía desde su muñeca.
«Adiós —pensó Tana—. Adiós, adiós, adiós».
—Ya casi ha terminado —susurró Gavriel, que desplegó las comisuras de
los labios para formar una sonrisa enajenada—. Es hora de leer las entrañas
del día y profetizar un futuro glorioso.
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C A P Í T U L O 34
La muerte no acudió a
buscar a mi madre como
una vieja amiga.
Josephine Miles
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redondo a revisar el armario en busca de monstruos. El té con leche que
tomaban antes de irse a la cama nunca estaba lo bastante dulce, y cuando le
leía un cuento a Pearl, no interpretaba las voces de los personajes. Como su
padre no sabía hacer bien esas cosas, la hora de acostarse siempre era un
desastre.
A sus diez años, se suponía que Tana era una niña grande. Su padre le
decía que ya era mayorcita para luces de noche y para preocuparse por que
hubiera monstruos debajo de la cama. Cuando intentaba explicar que era el
armario lo que la preocupaba, él sonreía como si le hubiera contado un chiste.
Pero, si no creías en monstruos, ¿cómo ibas a poder protegerte de ellos?
Así fue como Tana terminó quedándose despierta, esperando a que su
madre llegara a casa. Al cabo de una hora, girando y dando vueltas en la
oscuridad, bajó sin hacer ruido por las escaleras y se sentó a la mesa de la
cocina, con una única lámpara encendida, y se comió unas galletitas saladas.
Durante un rato se sintió bien, pero entonces, con las sombras cerniéndose
sobre ella, mientras su padre y Pearl dormían en el piso de arriba, se asustó un
poco. La madera de la casa crujía ligeramente y las cañerías gemían. Al otro
lado de la ventana, el viento soplaba a través de los arbustos, y Tana no dejó
de mirar de reojo al percibir el movimiento, como si se preguntara si habría
algo allí. Siguió pensando en los telediarios y en los ataques sobre los que los
adultos no querían que se enterase.
Cuando los faros del coche de su madre alumbraron el jardín, Tana estaba
muerta de miedo, pero dio su palabra de que no dejaría que ella lo notara. Era
una niña grande, como decía su padre.
Lo que no se esperaba era el aspecto que tendría su madre cuando entró:
con el rostro ceniciento y el rímel corrido, como si se hubiera frotado los ojos
o hubiera estado llorando. Por un momento, se limitó a mirar a su hija como si
estuviera poseída. Después esbozó una sonrisa malsana, forzada y horrible.
—Oh, ¿te has quedado despierta para esperarme, tesoro? —preguntó.
—Mami. —Tana cruzó la cocina para darle un abrazo, hacía años que no
la llamaba así—. ¿Qué ocurre, mami?
—Nada, cariño, preciosa, tesorito —respondió su madre. Incluso su voz
sonaba extraña—. Es hora de irse a la cama.
Subieron por las escaleras. Tana bostezó. Se alegró de que hubiera vuelto,
aunque tenía que haber sucedido algo malo, algo que no terminaba de
comprender.
En el rellano, su madre se agachó y la sujetó por los hombros, mirándola
fijamente.
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—Te quiero —dijo—. A tu hermana y a ti. Os quiero mucho a las dos, y
nada va a cambiar eso.
Tana asintió, aterrada.
—Haría cualquier cosa para protegeros. —Los ojos de su madre brillaban
entre la penumbra—. Cualquier cosa con tal de quedarme a vuestro lado y
veros crecer. ¿Vale?
—Vale —dijo Tana.
Pero mientras su madre la metía en la cama y se inclinaba sobre ella,
presionando sus fríos labios sobre su mejilla, con el olor a perfume flotando
alrededor de ambas y los rizos de su madre desprendiéndose de sus horquillas,
formando una cortina, Tana decidió que no quería crecer. No quería ser una
niña grande demasiado estúpida como para revisar el armario en busca de
monstruos, y tampoco quería asistir a fiestas donde pasaran cosas horribles
sobre las que luego tuviera que disimular, aunque eso le permitiera ponerse
vestidos bonitos y lucir joyas centelleantes.
Tana no quería crecer, pero era consciente de que no podía hacer nada
para evitarlo.
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C A P Í T U L O 35
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Le preocupaba que se hubiera vuelto más y más difícil recordar lo que se
sentía al vivir su antigua vida, a pesar de haber estado viviéndola apenas unos
días antes. Los recuerdos habían quedado sepultados por una marea roja.
Abrió la puerta del dormitorio de Elisabet, con la intención de recoger su
móvil y el dinero, y entonces se frenó en seco cuando vio a Marisol, que la
estaba esperando. La vampira estaba sentada en la cama, con una bota con
tacón de aguja apoyada en el estribo de latón, haciendo girar entre sus dedos
su anillo de plata con el diente, visiblemente aburrida.
—Cuánto has tardado en regresar —dijo Marisol.
Tana miró por detrás de ella y se fijó en las cortinas situadas en una
esquina de la estancia, que aleteaban. La ventana estaba abierta y el cuervo
blanco estaba posado en el alféizar, mirándola, abriendo el pico curvado para
lanzar un graznido. Tenía algo sujeto a la pata: un pequeño recipiente
metálico que podría albergar un trocito de papel si se enrollaba bien.
—¿Qué quiere ahora Lucien? —preguntó Tana, obligándose a mirar a
Marisol. La vampira tenía que haber advertido la presencia del pájaro. ¿Por
qué actuaba como si no pasara nada?
—No te preocupes. —Marisol se bajó de la cama con un suspiro—. No
me ha enviado Lucien.
Tana seguía percibiendo el regusto de la sangre de Gavriel y no estaba del
todo sobria.
—Jameson —pronunció su nombre en voz alta cuando lo comprendió—.
Tú eres su…
—Su madre. —Marisol sonrió, como un gato ante un canario que bate sus
alas para resistirse—. Me pidió que te ayudara a salvar a una chica, así que
eso es lo que voy a hacer.
—Oh. —Tana pensó de repente en algo que Jameson había olvidado
mencionar cuando habló de haberse criado en Coldtown: no había dicho nada
sobre su madre, sobre sus padres. Y entonces no pudo evitar pensar en su
propia madre, que bien podría haber acabado así—. Oh.
Valentina iba a ponerse tan contenta. Puede que lo suficiente como para
acabar olvidando cómo Tana le había desgarrado la garganta a un vampiro
con un destornillador y unos dientes romos delante de sus narices.
—Adelante —dijo Marisol—. El mensaje prendido a la pata del pájaro es
para ti.
Tana se acercó a Gremlin. El pájaro estaba inmóvil, no le picoteó los
dedos; dejó que extrajera el trocito de papel del contenedor de acero sujeto a
su pata.
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«Confía en ella —decía—. Confía en mí».
Tana suspiró.
—Hay una cosa más. —Marisol se levantó de la cama de un salto,
moviéndose con una gracilidad antinatural. Sus ojos carmesíes pasaron de
largo junto a Tana, oteando la estancia, como si buscara cámaras—. Una
amiga tuya quería que Jameson te hiciera llegar un mensaje. Una chica de tu
ciudad ha venido a Coldtown. Pearl. ¿Eso significa algo para ti?
El mundo se tambaleó. Se le nubló la vista. Sintió como si estuviera
cayendo, cayendo y cayendo, como si nunca fuera a dejar de hacerlo.
No, eso era imposible. No.
—Creo que se llamaba Pearl. ¿O era Jewel? Otra amiga tuya está
intentando localizarla. —Marisol hizo un gesto lánguido de fastidio—. No lo
sé. No sé por qué se os ocurre venir aquí.
—Es mi hermana pequeña. —Una parte de su furia (contra el universo,
contra sí misma, contra Pearl) se filtró en su voz—. Tiene doce años. Ha
venido aquí por…
«Ha venido aquí por mí. Por culpa de ese estúpido mensaje que le envié».
«Ha venido aquí porque Lucien consiguió convencerla de que era
inofensivo y excitantemente peligroso al mismo tiempo».
«Ha venido aquí porque quería formar parte del espectáculo».
Marisol se quedó sorprendida momentáneamente al oír esa mención a la
edad de Pearl, y luego pareció resentida, como si Tana la hubiera obligado a
sentir algo que no quería experimentar.
Ignorando a la vampira, Tana se fue al cuarto de baño para coger su
móvil. El cuervo albino salió tras ella dando brincos. Revisó los mensajes y
vio uno nuevo de Pauline: «Flipa. Tu hermana no está en casa. Escribió a tu
padre hace 1 hora para decirle q se va a vivir contigo y a salir en la TV. La
llamé 16x pero no respondió. He llamado a todas sus amigas».
Atacada de los nervios, con un temblor en las manos, Tana pulsó el botón
para llamar a su hermana. El teléfono ni siquiera dio tono, saltó directamente
el buzón de voz. Cerró los ojos y contó sus respiraciones, dentro y fuera,
tratando de buscar una forma de calmarse.
«¿¿¿¿DND TE HAS METIDO????», le escribió, pero pasó el tiempo y no
hubo respuesta inmediata. Se metió el móvil en el sujetador prestado, donde
podría sentir la vibración sobre la piel si recibiera algún mensaje, y reprimió
el impulso de aporrear el lavabo.
«Si mi madre siguiera viva y estuviera en Coldtown, puede que yo
también hubiera venido a buscarla».
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—Solo voy a ayudaros a ti y a esa chica, Valentina, ¿entendido? —dijo
Marisol—. Ni los guardias ni los miembros del personal estarán en sus
puestos habituales esta noche, pero eso no significa que podamos hacer
alguna estupidez.
—Vamos a liberar a todos los prisioneros que quieran venir con nosotras.
—A Tana le costó reconocer su propia voz, férrea y gélida—. A todos los que
podamos encontrar. Y lo haremos rápido.
Rápido, rápido, para así poder salir y llegar hasta su hermana.
—Ya estoy arriesgando mucho por ti —replicó Marisol—. Vas a hacer lo
que yo te diga, o si no…
—Tú no eres mi madre —la interrumpió Tana, que se dirigió hacia la
cama. Recogió su bolso y volcó los contenidos sobre las mantas. Se guardó el
dinero en el sujetador, al lado del móvil, y dejó el resto—. Y si esto te viene
grande, no tienes por qué ayudarme. Le diré a Jameson que has estado genial.
No tiene por qué saber que has pasado de todo.
Marisol le lanzó una mirada penetrante.
—No siempre he sido… Como madre, he dejado bastante que desear. Así
que, si mi hijo me pide que haga algo, lo haré, por muy absurdo que me
parezca. Jameson me dijo que ayudara a salir a una chica que le gusta, y así lo
haré. Jameson dijo que quedásemos junto a la verja, así que allí estaremos. Si
nos separamos, propuso que quedásemos en el Salón de la Eternidad, y eso
también me parece bien. Él cree que podremos mezclarnos entre la multitud y
que las cámaras impedirán que los esbirros de Lucien se pasen de la raya.
Lo dijo como si no estuviera de acuerdo con él, pero Tana no dio mayor
importancia a esas palabras. Había vuelto a pensar en Pearl, deambulando por
las calles en plena noche. Durante un momento de esperanza, recordó un día
en tercero de primaria, cuando su clase entera se había sentado en el césped,
enfrente del parque infantil. La señorita Lee le susurró a Rachel: «Queda poco
para almorzar», y Rachel a su vez se lo susurró a Lance, que a su vez se lo
susurró a Courtney, que a su vez se lo susurró a Pauline, que a su vez se lo
susurró a Marcus, que hizo lo propio con Tana. «Cómete un moco para
engordar», le había dicho Marcus, cuyo aliento olía a chicle de menta, y Tana
se sintió orgullosa, porque estaba segura de haber transmitido el mensaje a la
perfección. Sin embargo, cuando llegó al otro extremo, se había vuelto aún
más rocambolesco.
Puede que aquí hubiera sucedido lo mismo. El mensaje se había vuelto
confuso. Marisol lo había entendido mal. En realidad, Pearl no estaba allí.
Pero, en el fondo, Tana estaba segura de que sí que estaba.
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El cuervo blanco graznó, oteando el entorno con ojos siniestros.
«Encuentra a Pearl», quiso ordenarle Tana, pero sabía que Gremlin no lo
entendería, y, de todos modos, solo le haría caso a Jameson. No, primero
tendría que escapar de Lucien, y después ya pensaría cómo proceder.
«¿Qué vas a hacer? —se reprendió—. Vas a localizarla, y luego,
hambrienta como vas a estar, ¿qué pasará después? ¿Te beberás su sangre a
toda prisa, antes de que lo haga otro?».
Sintió un escozor en los ojos mientras se arrodillaba y alargaba el brazo
hacia la caja que estaba debajo de la cama de Elisabet. Se prendió del muslo
uno de los puñales de madera, sujetándolo con sendos cordones de zapato.
Después sujetó las llaves del guardia con una mano y sacó una ballesta del
estuche situado bajo la cama —cuyos proyectiles estaban compuestos de
madera de palisandro y espino pulida— para dársela a Marisol.
—Apúntame con este chisme y, con suerte, todo el mundo creerá que soy
una prisionera a la que estás trasladando a través de la mansión.
Resultaba muy revelador sobre lo que implicaba vivir con Lucien Moreau
el hecho de que todas las armas de Elisabet fueran de las que se utilizaban
contra otros vampiros. Ese lugar debía de cambiar mucho cuando las cámaras
estaban apagadas.
Y, por alguna razón, cuando pensó en eso tuvo la horrible certeza de hacia
dónde se dirigiría Pearl en cuanto cruzara la frontera de Coldtown. Se iría
derechita a ver a Lucien. Al fin y al cabo, era su celebridad vampírica
favorita, y ella había dicho que iba a salir en la tele. Tana cerró los ojos y, por
primera vez desde que se había despertado rodeada de cadáveres en el rancho
de Lance, por primera vez desde que unos dientes le habían rozado la pierna,
perdió la esperanza de salir viva de esta. Puede que consiguiera encontrar a
Pearl a tiempo y darle el salvoconducto, pero ya no habría salida posible para
Tana.
Ya solo quedaba lo que hiciera antes de morir.
Marisol la escrutó con la mirada, como si hubiera cambiado algo en la
actitud de Tana. Frunciendo el ceño, se dirigió a la puerta; sus movimientos
fueron fluidos mientras giraba el picaporte ornamentado. Descalza, Tana bajó
por las escaleras con Marisol.
El olor a sangre y sudor le inundó la nariz y se volvió aún más penetrante
cuando abrieron la puerta del sótano. Nadie se fijó en ellas al pasar, sobre
todo cuando Marisol la agarró con fuerza del brazo.
—Actúa como una prisionera —dijo la vampira, que la guio a empellones
como si fuera escoria, con el proyectil de la ballesta presionado sobre su
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espalda, de una manera que de pronto resultó demasiado realista.
Tana vio las celdas al pie de las escaleras, iluminadas por una bombilla
situada en el centro de la estancia. Valentina estaba sentada con la espalda
apoyada en la pared del fondo, al lado de un chico con unos pantalones
blancos cubiertos de manchas y unos tirantes negros sin camisa por debajo.
También estaba la chica del pelo oscuro con la que Tana había estado
hablando antes. Todos se pusieron de pie. Valentina se agarró a los barrotes,
oteando entre la penumbra. Tana podía ver perfectamente. También pudo oír
cómo se aceleraban los corazones de los prisioneros, detectó la marea cálida
de su sangre al romper en las orillas de su mente. Pensó en la muchedumbre
reunida en el teatro, delante de Gavriel, en toda esa gente a la que había
mordido, y se preguntó si sería posible saciar un ansia como la que sentía ella.
—¡La has encontrado, Tana! —exclamó Valentina, mirando a Marisol—.
¡Es ella! ¿Cómo has…?
—Esta es la madre de Jameson —se apresuró a decir, ignorando su vista
nublada y el tamborileo de su corazón—. Va a ayudarnos a salir de aquí.
Marisol frunció el ceño, visiblemente confusa por el énfasis que había
puesto Tana en la palabra «madre».
Valentina se quedó mirando fijamente a la vampira, como si no pudiera
dejar de hacerlo.
Tana se agachó e introdujo una de las llaves en cada cerradura,
zarandeándola. Al cabo de un rato, giró con un sonoro chasquido metálico.
—Eh —dijo uno de los prisioneros, un chico escuálido—. ¿Qué estás
haciendo? ¡No puedes hacer eso!
Mientras Tana intentaba encajar la segunda llave, alguien comenzó a bajar
por las escaleras.
—¿Quién anda ahí? —exclamó un guardia—. ¿Qué está pasando?
—Han venido a sacarnos —respondió una de las chicas, antes de que
Valentina pudiera sujetarla y taparle la boca.
Tana se apoyó en la pared, empuñando el largo puñal de madera de
Elisabet. Podía imaginarse cómo se clavaría en la piel del guardia si bajaba
por las escaleras, cómo le perforaría el corazón. Matar a Midnight le había
resultado duro, pero pensó en el otro vampiro al que había apuñalado en ese
mismo lugar y ya no tuvo tan claro que volviera a resultarle difícil alguna vez.
Replegó los labios para mostrar los dientes con un gruñido silencioso.
Marisol miró al guardia desde el pie de las escaleras, sacudiéndose la
melena y sonriendo.
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—Voy a sacar a unos cuantos prisioneros al patio de atrás para darles un
manguerazo. No pretenderás que Lucien los sirva cubiertos de mugre.
Tana observó la sonrisa de Marisol. Tenía una facilidad inquietante para
fingir sus sentimientos. Tana se preguntó qué habría sucedido para que
hubiesen abandonado a su hijo unos años antes. ¿Lo habría hecho por miedo a
desangrarlo? ¿Porque resultaba más fácil atiborrarse de sangre y renunciar a
todo lo demás?
«Tengo una amiga que vive en casa de Lucien». Eso era lo que había
dicho Jameson. No había mencionado que fuera su madre en ningún
momento, ni siquiera en la nota donde le pedía a Tana que confiara en él.
«No son humanos —se recordó—. Y yo tampoco lo soy al cien por cien».
El guardia pareció tragarse la explicación, pero avanzó un paso más.
—¿Necesitas ayuda? —le preguntó a Marisol.
Tana se preparó para atacar. Intentó concentrarse en un punto situado a un
lado del esternón, donde debería estar su corazón.
—No —respondió la vampira—. Pero búscame un sitio donde colocarlos
en el piso de arriba. Sofás o…, no sé…, una mesa lo bastante larga como para
dejarlos tendidos encima.
—Vale, sí —dijo el guardia—. Pero se supone que tenemos de salir de
aquí antes de que llegue Spider. Lucien solo quiere el mínimo personal
posible: sirvientes y un par de guardias. Charles será el único encargado de
operar las cámaras. Así que, si quieres dejarlos preparados, no tienes mucho
tiempo.
—El tiempo es lo único que tenemos de sobra —repuso Marisol,
encogiéndose de hombros.
—Tú misma —replicó el guardia, y Tana oyó cómo se alejaban sus
pisadas.
¿«El mínimo personal posible»? Lucien le había prometido a Gavriel que
su gente estaría allí para abatir al Corps des Ténèbres de Spider. No solo
debía ser mentira, sino que, al parecer, todo el mundo en la casa estaba al
corriente de que iba a tenderle una trampa. Incluso Marisol debía de saberlo.
Tana quiso clavarle a Lucien el puñal de madera en el corazón, quiso ver
el burbujeo de su sangre azul oscura. ¿Cómo podría alertar a Gavriel?
¿Y en qué estaría pensando él, permitiendo que Lucien lo encadenara y lo
llevara ante el monstruo que lo había encarcelado durante una década? ¿Es
que ahora se consideraba invulnerable? ¿Confiaba en que el poder de su
propia locura lo ayudara a salir de esta? ¿Tenía la cabeza tan abarrotada de
planes y poemas que no había espacio para las dudas?
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Tenía que decírselo antes de que llegara Spider, antes de que fuera
demasiado tarde.
Marisol giró la segunda llave, abrió la puerta y contempló a los
prisioneros, sonriendo con los colmillos al aire.
—Vais a acompañarme como buenos chicos, ¿verdad?
Los humanos se miraron entre sí con una expresión sombría.
—¡Vamos! —los instó Marisol—. Solo era una historia que me he
inventado para ese guardia tan malo. De todas formas, ¿no sería más fácil
escapar desde el exterior? ¿No queréis venir conmigo?
—No —repuso uno de ellos, el chico flacucho al que se le marcaban las
costillas. Tenía unos ojos acuosos, del color de un té poco cargado—. Sabía
que estabas mintiendo. Lucien nos mantiene a salvo. Nos estamos ganando
nuestro sitio.
Marisol encogió sus enjutos hombros y sonrió en dirección a Tana.
—Se lo hemos ofrecido. No puedes pedirme más.
Tana agarró la fría carne del hombro de la vampira.
—No, espera. —Se giró hacia el chico—. Por favor…, por favor, venid
con nosotros. Tenéis que saber que esto es una prisión. Tenéis que saber que
Lucien nunca os va a…
—Cállate —replicó el chico, cruzándose de brazos.
—Déjalos en paz —le dijo Marisol, ufana—. Ya han tomado una
decisión.
Pero unos pocos, avergonzados, se adelantaron arrastrando los pies. Otros
se alinearon con el chico flacucho, empecinados.
Los que llevaban bozal fueron los únicos que no se movieron. Estaban
adormecidos, apenas se meneaban. Valentina zarandeó a uno de ellos, pero
apenas consiguió que parpadeara un poco. Ni siquiera abrió los ojos.
—¿Satisfecha? —Marisol arqueó las cejas.
—No podemos hacer nada más, Tana —dijo Valentina.
—Eso —dijo la chica del pelo oscuro—. Es hora de salir por piernas. Buf,
ni siquiera pensé que llegaríamos tan lejos.
Tana sabía que tenían razón. No tenía tiempo para preocuparse por la
gente a la que iban a dejar atrás. No mientras Pearl estuviera ahí fuera, en
alguna parte. No cuando estaban a punto de traicionar a Gavriel.
—¿Qué te pasa en la boca? —le preguntó el chico de los tirantes—.
¿Estás bien?
Tana se tocó el labio y se dio cuenta de que sus dientes recién afilados
debían de haberle desgarrado la piel. No se había dado cuenta.
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Valentina se apoyó en el brazo de Tana mientras salía de la celda,
visiblemente agarrotada y dolorida. El calor que irradiaba su piel le provocó a
Tana un estremecimiento placentero.
Marisol las condujo escaleras arriba y a través de una serie de
habitaciones profusamente amuebladas. Allí había unos cuantos vampiros,
conversando entre ellos. Ninguno parecía armado para combatir con los
esbirros de un vampiro ancestral. Mientras Marisol y los demás avanzaban
con cautela a través del salón de banquetes, con su cúpula de cristal, Tana oyó
la voz de un vampiro que reverberó en las paredes:
—¡Eh, vosotros! ¡Alto! ¡No deis un paso más!
Al oír eso, los prisioneros corrieron hacia la puerta, la abrieron de golpe y
echaron a correr por el césped cubierto de rocío, bajo la luz de la luna. Se
desperdigaron mientras Tana, Valentina y Marisol corrían tras ellos. La luna
estaba en lo alto del cielo, oronda y brillante, como un fruto maduro que ya
pesaba demasiado para la rama que lo sostenía.
Solo había un guardia apostado junto a la verja. Llegó corriendo para
interceptar al chico de los tirantes, ordenándole que se detuviera. Marisol le
disparó con la ballesta, lo abatió sobre el césped con un único proyectil. Tana
dejó de correr, conmocionada.
«¡Tú has matado a dos! —se gritó mentalmente—. No tienes derecho a
que la muerte te conmocione».
Por detrás de ella, otro vampiro salió de la casa y echó a correr tras ellos.
Marisol lo encañonó con la ballesta.
—¡Vamos! —gritó Valentina, frenética, mientras la empujaba hacia un
agujero abierto en la verja de hierro, donde alguien había arrancado los
barrotes.
Jameson estaba al otro lado, sosteniendo un lanzallamas desvencijado con
el que apuntaba hacia la casa, mientras les hacía señas a los demás prisioneros
para que cruzaran la verja.
Tana pasó a continuación, seguida por Valentina.
Jameson agarró a esta última por el hombro en cuanto se separó de la
verja. La sujetó con fuerza y le lanzó una mirada penetrante.
—Habría ido por ti —dijo sin venir a cuento—. Deberías habérmelo dicho
y lo habría hecho yo, fuera lo que fuese.
—No es lo que te piensas —replicó Valentina, aunque no tenía claro qué
creía Jameson que había ocurrido.
Por un momento, Tana pensó que Jameson iba a besarla, pero la soltó y se
giró hacia su madre, que estaba atravesando los barrotes, y se colgó el
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lanzallamas al hombro.
—Gracias —dijo Jameson—. Déjame adivinar: ¿vas a volver directa a los
brazos de Lucien?
—Esta noche no —respondió su madre, que miró de reojo hacia la casa.
Irradiaba una luz oscura—. Esta noche me quedo contigo, hijo.
Por encima de sus cabezas, el cuervo blanco volaba en círculos.
Tana pensó en Pearl, la imaginó en el jardín durante un día de finales de
verano, con el cabello pálido enmarañado porque lloraba si alguien intentaba
peinarla, dando vueltas y vueltas hasta que se mareaba tanto que se caía al
suelo, sumida en una maraña formada por dientes de león, su vestido y sus
pies descalzos.
Pearl, que seguramente se dirigía directa hacia el lugar del que estaba
huyendo Tana. Si saliera a registrar las calles, llamando a voces a su hermana
mientras esta se iba directa hacia Lucien, si algo malo le ocurría, no se lo
perdonaría nunca.
Recordó un episodio de uno de esos programas que echaban de
madrugada en el canal Historia, donde un puñado de profesores hablaban
sobre monstruos. Era uno de esos recuerdos que evocaban el roce áspero de la
manta de ganchillo con la que Tana se cubría las piernas cuando estaba
sentada en el sofá, el olor de las palomitas al microondas y la imagen de Pearl
estirada sobre la alfombra vieja, apilando piezas de LEGO. «El monstruo es
más grande que el ser humano, representa el derroche, la superabundancia —
decía un tipo con el pelo blanco mientras se recolocaba las gafas en lo alto de
la nariz—. Tiene muchos ojos, brazos adicionales, montones de dientes. Todo
en él resulta excesivo y desbordante».
Así era como se sentía Tana en ese momento. Como si hubiera un exceso
de sí misma, como si su piel estuviera tirante a causa de la abundancia. Se
sentía a punto de reventar.
Y recordó lo que había dicho Gavriel cuando ella se había despertado
esposada a una cama. «Estar infectada, ser un vampiro, siempre ha formado
parte de ti. Puede que la parte más importante. En el fondo, seguirás siendo la
misma de siempre».
Puede que tuviera razón. Puede que Tana llevara toda la vida empujando
toda esa abundancia hacia su interior, para que nadie pudiera verla.
Y cuando encontrase a Pearl, ¿cuánto tiempo tardaría en convertirse en el
monstruo que había sido su madre? ¿Cuánto tardaría la infección en filtrarse
tan a fondo en su sangre que ya solo podría pensar en cómo volver a
calentarse? ¿Cuánto tardaría Pearl en quedar reducida a un puñado de piel
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tierna y un corazón palpitante? Puede que siguiera siendo la de siempre, pero
sería una versión hambrienta de sí misma, una versión que no conocía aún.
Una versión sin frenos. Una versión que posiblemente no haría otra cosa que
matar.
—Dame la ballesta —dijo con toda la calma posible—. Voy a volver a
entrar.
—¿Qué? —Valentina se giró hacia ella—. ¡No!
—Tengo que hacerlo. —Tana sacó su móvil, abrió la carpeta de fotos y
buscó una de su hermana pequeña que le habían sacado el año anterior,
peinada con coletas—. Pearl viene de camino. Tiene este aspecto. Necesito
que me hagáis un último favor. Encontradla, por favor.
Marisol hizo amago de replicar, pero Jameson se limitó a asentir.
—Sí, por supuesto. Tu amiga Pauline dice que Pearl ha tenido que entrar
hoy, no antes. Puede que ni siquiera haya atravesado la verja aún. Nosotros
nos ocupamos. Localizar prófugos es mi especialidad.
Tana le pasó el móvil.
—Mantenla a salvo, por favor.
Jameson asintió otra vez y miró de reojo a su madre. Después sacó su
móvil del bolsillo trasero y se lo dio a Tana.
—Toma, te llamaré en cuanto sepamos algo.
Tana se lo guardó en el sujetador, abrumada por la gratitud. Valentina
volvió a mirar hacia la casa.
—No corras ningún riesgo ahí dentro —dijo—. Ese vampiro ancestral y
demente no necesita tu ayuda.
Pero ¿y si la necesitaba?
Nunca más, se había prometido Tana. Pasara lo que pasara, no volvería a
permitir que nadie se la jugara. Se habían acabado los errores.
—Estoy harta de creer que las cosas se arreglarán por sí solas. Voy a
matar a Lucien Moreau con mis propias manos. —Tana tomó la ballesta con
los proyectiles de madera de manos de Marisol y la depositó en el suelo para
poder desabrocharse el colgante de granates de Gavriel, que contenía la pieza
necesaria para salir de Coldtown—. Cuando encontréis a mi hermana, dale
esto de mi parte.
Valentina cogió el colgante y le prometió que así lo haría.
Tana empuñó la ballesta, deslizó el pulgar sobre la lisa superficie de
madera y metal mientras los veía marchar. Marisol se deslizó entre las
sombras, como si fuera una más entre ellas.
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«Voy a matar a Lucien Moreau con mis propias manos —se repitió
mentalmente, y esta vez se permitió concluir ese pensamiento—: Voy a matar
a Lucien Moreau con mis propias manos o moriré en el intento».
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grande, con edificios que se extendían hacia los muros del fondo. Pearl
comenzó a preguntarse si al final no resultaría tan fácil abrirse camino como
pensaba.
Tras haber visto la pelea de Tana con esa chica del pelo azul en casa de
Lucien Moreau, tras haber presenciado cómo esa chica le clavaba los
colmillos en el cuello a su hermana, se fue derecha a los foros de entusiastas
de Coldtown. Había un montón de pervertidos que disertaban sobre lo mucho
que les había gustado presenciar esa pelea entre chicas. Los ignoró y redactó
un mensaje para preguntar si su hermana estaba bien. Durante una hora
cargada de tensión, no obtuvo respuesta.
Mientras estuvo sentada en la cama, actualizando el navegador, no dejó de
pensar en lo que habían dicho sus abuelos acerca de que su deber era cuidar
de Tana. Pero no podría hacerlo si no vivían en el mismo sitio. Si hubiera ido
a Coldtown con ella, podrían haberse alojado en uno de esos viejos almacenes
junto al río. Habrían salido con Aidan y asistido a fiestas en lugar de ir al
colegio, y lo que le había pasado a Tana jamás habría sucedido, porque Pearl
le habría dicho que esa chica no era trigo limpio. Pero puede que ya fuera
demasiado tarde para remediarlo.
Entonces, por fin, uno de los moderadores del foro le había enviado un
mensaje privado. Se llamaba Nicholas y le decía que Tana se encontraba bien,
pero que, si decidía desplazarse a Coldtown, Lucien estaba interesado en
conocerla. «No se lo cuentes a nadie —le escribió—. Piensa en la sorpresa
que se llevará tu hermana».
Y eso era lo que había pensado durante todo el trayecto hasta allí. Lo
único que tenía que hacer era localizar la casa de Lucien Moreau. Había
supuesto que resultaría fácil, que solo tendría que preguntárselo a alguien para
que le diera las indicaciones.
Sin embargo, mientras caminaba por las calles, nadie parecía lo bastante
fiable como para acercarse. Había un grupo de desconocidos flacuchos y
mugrientos reunidos alrededor de un cubo de basura ardiendo, cocinando algo
—todo apuntaba a que eran bichos— pinchado en unos palos largos y
pelados. Tenían más pinta de ir a atracarla que de ayudarla.
Sin embargo, Pearl había visto montones de emisiones de Lucien, y en
algunas de ellas salían planos del exterior. Lo único que tenía que hacer era
localizar la parte de Springfield donde se encontraban las viejas mansiones.
Estaba segura de que reconocería la casa en cuanto la viera. Alentada por esa
idea, se encaminó hacia el área que tenía las luces más radiantes.
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—¡Eh! —exclamó alguien, y Pearl se giró. Había una chica con un
vestido andrajoso y el pelo rubio y rizado que estaba apoyada en un muro de
ladrillo, con una mochila colgada del hombro, fumando un cigarro que
apestaba a especias—. ¿Necesitas un sitio donde quedarte?
—No exactamente —respondió Pearl, un tanto cohibida—. Estoy
buscando a mi hermana y…
—Tengo un amigo que conoce a un montón de gente. —La chica se
separó de la pared—. Estas calles no son seguras. Todos nos desplazamos en
un grupo grande. Somos prófugos, igual que tú, ¿verdad? Deberías venir
conmigo.
Lo cierto era que Pearl no se consideraba una fugitiva. Al fin y al cabo,
sabía a dónde quería ir. Pronto dejaría de estar sola. Y había algo inquietante
en esa chica, algo que no terminaba de encajar en su forma de hablar, como si
estuviera soltando un discurso ensayado.
—Gracias —repuso Pearl—, pero tengo que encontrar a mi hermana.
—A mi amigo le caerías superbién —insistió la chica, esbozando una
sonrisa demasiado radiante como para ser auténtica—. Ven a cenar con
nosotros. Seguro que tienes hambre, ¿verdad?
—No, yo… —replicó Pearl cuando la rubia la agarró del brazo,
clavándole los dedos.
—Vale, se acabaron los miramientos. —La chica comenzó a tirar de ella
hacia un callejón—. Vas a venir conmigo.
Pearl intentó zafarse, arañándole los dedos. La chica metió una mano en
su mochila y sacó un cuchillo como esos que se utilizaban para trocear
hortalizas y que solían encontrarse en las cocinas.
—He dicho que se acabaron los miramientos.
Pearl chilló.
Los individuos que estaban reunidos junto al cubo de basura miraron de
reojo brevemente, pero ninguno hizo nada.
La chica le apuntó al pecho con el cuchillo, haciendo que se callara de
golpe.
—Vamos —dijo—. No seas niñata.
—¿Qué va a pasar conmigo? —susurró Pearl con voz trémula.
La rubia no respondió. Estaba mirando hacia un punto situado por detrás
de ella, con los ojos desorbitados. De repente, le soltó el brazo y echó a
correr.
Pearl no creyó que fuera posible estar más asustada, pero lo que fuera que
hubiera aterrorizado a esa chica tenía que ser algo muy muy malo. El miedo le
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produjo vértigo, como si fuera a desmayarse si se diera la vuelta.
Cerró los ojos con fuerza. Después, tras inspirar hondo, se giró y los abrió,
preparada para gritar, con la garganta irritada por el grito que había pegado
ya.
Aidan le estaba sonriendo, su melenita castaña se desplegó sobre sus ojos
carmesíes. Sus dientes afilados resultaban visibles mientras cruzaba el asfalto
parcheado.
—Te he estado buscando —dijo.
Por detrás de él, surgido de entre las sombras, apareció un segundo
vampiro.
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Tarde o temprano, todos acabamos sintiéndonos atraídos por lo que nos da
miedo, para intentar hallar un modo de librarnos de algo a base de afrontarlo,
de venerarlo, de transformarnos en ello. Pero el verdadero Lucien era el
artífice de la caída del mundo, era la causa de la muerte de todos los que
habían estado en el rancho, y estaba a punto de entregar a Gavriel a una
criatura terrible y ancestral. La única forma de estar a salvo de él era que
alguien lo matara.
Mientras avanzaba sin hacer ruido a través de habitaciones vacías, lo
único que vio moverse fueron unas cámaras instaladas en lo alto de las
paredes cubiertas de seda, todas ellas con luces rojas y parpadeantes.
Por fin oyó unas voces que reverberaban a través de los pasillos.
Provenían del inmenso salón de baile con la cúpula de cristal. Se acercó un
poco más, con sigilo, se agazapó junto a las dobles puertas y se asomó. Allí
había tres sirvientes de Lucien, todos ellos ataviados con togas negras,
instalando una mesa enorme en mitad de la estancia, junto con dos sillas. Por
detrás estaba Gavriel, desnudo de cintura para arriba, con los brazos y las
piernas separados por unas barras de plata y cargados con unas aparatosas
cadenas. Tenía el pecho cubierto de marcas largas y entrecruzadas, de color
rojizo y azulado. Su sangre oscura se había secado formando un estampado
similar a un mapa sobre su vientre.
«Todo parecerá muy real».
Lucien se paseaba de un lado a otro, vestido con tonos crema y blancos,
con el cabello dorado recogido para que no le cubriera el rostro.
—¿Cómo se te ha ocurrido liberar a esos prisioneros? —gritó de repente.
Gavriel lo miró con un gesto indescifrable.
—Por desgracia, no he liberado a nadie. Incluso cuando me liberé a mí
mismo, me topé con nuevas cadenas.
—Ya, y tampoco has matado a ese guardia. Supongo que eso también lo
ha hecho tu chica. ¿Y dónde está ahora? —Lucien se limpió una mano
ensangrentada en la pernera del pantalón, no pareció advertir la mancha que
había dejado.
Gavriel no dijo nada.
—Spider ha estado enviando a gente a por mí… Asesinos. Cobardes
recién convertidos, ni siquiera con una década de antigüedad. ¡A por mí! Por
culpa del programa. Porque considera que es una vergüenza exhibirse delante
de los humanos, como si ser un vampiro implicara ser el ciudadano de algún
país bañado en sangre y él fuera el ministro de Propaganda. Pues bien, ahora
todo el mundo va a ver cómo he limpiado su estropicio.
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—¿Eso es lo que soy? —preguntó Gavriel en voz baja—. ¿Su estropicio?
Lucien lo miró sorprendido, como si no recordara que estaba presente.
—No. Eres mío —dijo tras una pausa—. Yo te convertí y me perteneces.
Eres mi estropicio.
Tana no tenía claro qué significaba eso, pero le puso los pelos de punta.
Presionó el hombro sobre el reverso de la puerta. El corazón le golpeaba el
pecho con fuerza mientras intentaba armarse de valor.
Cualquier plan es un castillo de naipes. Cambia una cosa, una variable, y
el conjunto entero se desplomará. Así pues, suponiendo que Tana disparase a
Lucien, ¿qué ocurriría después? Los sirvientes de Lucien intentarían atraparla,
Gavriel intentaría librarse de sus cadenas y puede que ambos consiguieran
escapar, que solo escapase uno o que no lo consiguiera ninguno de los dos.
«No hay salida posible —se recordó—. Ya solo queda lo que hagas antes
de morir».
Tana sintió un cosquilleo en el dedo que tenía apoyado sobre el gatillo de
la ballesta.
—Ya están aquí —dijo uno de los sirvientes de Lucien—. Ha llegado el
Corps des Ténèbres de Spider.
Tana tenía el pulso más firme de lo que cabría esperar, y la ballesta
parecía ligera en sus brazos, con la sangre vampírica corriendo por su
organismo. Pensó en todas esas horas que había pasado jugando a los dardos
con Pauline en la bolera, pensó en cómo había aprendido a apuntar bien.
—¡Encended las cámaras! —exclamó Lucien, que alzó una mano como si
estuviera dirigiendo una orquesta. Por toda la habitación, las luces rojas se
tornaron verdes—. Quiero que el mundo vea esto.
Tana visualizó hacia dónde tenía que apuntar. Lo vio en su mente.
Después, lo único que tenía que hacer era estabilizarse y girar el cuerpo.
Disparar. Y, a continuación, incorporarse y echar a correr.
Nada de quedarse a comprobar si había dado en el blanco. Nada de
quedarse a comprobar si Lucien se desplomaba, y, desde luego, nada de
quedarse a ver si el proyectil de madera le acertaba en el corazón y lo mataba.
Nada de quedarse a jactarse ni vanagloriarse, ni para sentir la satisfacción de
saber que le había borrado esa expresión arrogante de la cara. Estabilizarse.
Girar. Apuntar. Disparar. Correr.
Miró a Gavriel, que aún tenía manchas de sangre en la muñeca que Tana
le había mordido, con la cabeza girada hacia un lado, de tal forma que ella
solo podía verlo de perfil: los pómulos, el pelo lacio, los ojos caídos y
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entornados. Colgaba de unas cadenas plateadas que estaban enroscadas
alrededor de sus extremidades. Tal vez consiguiera salvarlo. Tal vez.
Había llegado su oportunidad.
Tomó aliento y dobló la esquina, alzando la ballesta. Avanzó dos pasos
hada Lucien, apuntó y disparó.
El proyectil surcó el aire. Tana tuvo tiempo de ver cómo Gavriel alzaba la
cabeza y se le desorbitaban los ojos. Tuvo tiempo de ver cómo Lucien se
giraba, esbozando una mueca desdeñosa. Los guardias se abalanzaron sobre
ella a una velocidad inhumana, y Tana olvidó las instrucciones que se había
repetido. Se quedó paralizada, tomando aliento y esperando a ver si daba en el
blanco.
Lucien alzó un brazo para desviar el proyectil de un manotazo, pero fue
demasiado lento. La flecha le atravesó el tejido de la manga y se le clavó en el
pecho. Abrió la boca para soltar un grito de sorpresa que resultó casi cómico.
Retrocedió unos pasos, tambaleándose, e hincó una rodilla en el suelo. Su
camisa blanca se empapó de sangre oscura.
Tana estuvo a punto de reírse a carcajadas.
Los tres guardias ataviados de negro no tardarían en alcanzarla.
Finalmente, unos segundos más tarde de la cuenta, Tana se giró y echó a
correr; sus pies descalzos impactaron contra el suelo de madera pulida
mientras el pulso desbocado de su corazón retumbaba dentro de ella. Oyó
cómo los guardias le pisaban los talones, sus togas aleteaban como cortinas en
mitad de una ventolera. Conforme corría hacia la puerta principal, se preparó
para embestirla con el hombro, y entonces una mano la agarró por la parte
trasera del vestido. Se vio impulsada de golpe hacia atrás.
Tana se giró velozmente, empuñando la ballesta contra la vampira más
cercana como si fuera un bate. La golpeó en la cara y la vampira se rio, con
unos colmillos largos y afilados, cuya blancura resaltaba en contraste con el
carmín de sus labios. Agarró a Tana del pelo, hincándole las uñas en la
cabeza, mientras la arrastraba por la habitación hasta estamparla contra el
marco de una puerta.
El mundo se tornó borroso.
Tana observó a los otros dos guardias, que la cercaban como tiburones.
Desde la otra habitación, alguien les estaba gritando que se detuvieran
inmediatamente. Parecía la voz de Gavriel, pero tenía que ser Lucien el que
estaba hablando. A duras penas, Tana intentó recargar su ballesta hasta que se
la arrebataron de la mano. El puñal de madera y metal estaba al alcance de su
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mano, prendido de su muslo, pero no quería sacarlo hasta que se le hubiera
despejado la cabeza.
—Dámela a mí —dijo una vampira vestida de gris. Tenía un marcado
acento alemán que dificultaba entender lo que decía. Formaba parte del Corps
de Spider. Los guardias se estaban congregando alrededor de Tana, todos
ataviados con el mismo uniforme gris y holgado.
La guardia de Lucien la soltó y los dos sirvientes de Spider la sujetaron.
Notó el roce frío de sus dedos en sus brazos desnudos.
—Es para troncharse de risa —dijo Lucien mientras volvían a conducirla
a rastras hasta el salón de baile con la cúpula de cristal—. Qué jovencita tan
lastimera, estúpida y trastornada.
—¡Lucien va a traicionarte! —le gritó Tana a Gavriel.
Él la observó con gesto impasible y no dijo nada. Se había soltado un
brazo de las cadenas, como si hubiera intentado llegar hasta ella a tiempo.
Ojalá eso no lo pusiera en un peligro mayor, pensó Tana. Al cabo de un rato,
Gavriel miró a la mujer del acento alemán que la sujetaba del brazo. Cruzaron
una mirada que Tana no supo interpretar.
Lucien se extrajo la flecha del pecho y la arrojó sobre las baldosas del
suelo, manchándolas de rojo oscuro.
—Ha sido muy divertido. Soltadla, ¿de acuerdo?
Tana sintió cómo aflojaban las manos y, sin su sustento, le avergonzó
comprobar que se tambaleaba de un modo alarmante.
—Ven aquí, mi pequeña descarriada —dijo Lucien—. ¿Gavriel te incitó a
hacer esto? Puede que no te tenga tanto aprecio, después de todo.
—No ha tenido que incitarme nadie —replicó ella sin moverse del sitio—.
Quería matarte con mis propias manos.
Lucien desplegó los brazos, riéndose.
—En ese caso, adelante. Hazlo. O no, esperemos a que llegue Spider para
que podamos ofrecerle un pequeño espectáculo de gladiadores. ¿Crees que le
gustaría? Así te daría tiempo a recobrarte.
Tana dio un paso inestable hacia él. La cabeza le daba vueltas.
Los guardias también avanzaron.
Tana había visto a Gavriel librarse de las aparatosas cadenas que lo
inmovilizaban en el guardarropa, escapar del maletero metálico de su coche.
Y si Lucien había sido su creador, eso significaba que era más viejo y
poderoso que él. No tendría nada que hacer contra Lucien en un combate
cuerpo a cuerpo. Ni siquiera serviría de nada arrojar su puñal. No conseguiría
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sorprenderlo, no cuando lo tenía justo enfrente y disponía de margen de sobra
para esquivarlo.
—Lucien —dijo Gavriel—. Si estás proponiendo un duelo, creo que ella
debería elegir el arma. Y espero que me elija a mí.
Tana alzó la cabeza y vio, una vez más, que Gavriel se había soltado una
mano de las cadenas. A pesar de que tenía la mente abotargada y del miedo
que le atenazaba el pecho, no pudo evitar pensar que algo no terminaba de
encajar, pero no sabía el qué.
Las cadenas. Ese era el problema. Lucien había enviado a Elisabet a
capturar a Gavriel, equipada con unas cadenas diseñadas exclusivamente para
aprisionarlo. Pero no habían cumplido su objetivo. Gavriel estaba debilitado
tras la huida del rancho de Lance, estaba hambriento y quemado por el sol.
Pero, aun así, había logrado romper esas cadenas de hierro, y luego había
reventado el maletero del coche, como si el metal solo fuera un papel grueso.
Lucien debería haber sabido lo fuerte que era Gavriel, sobre todo si él lo
era más.
Las cadenas estaban manipuladas hoy, pero aquella vez no lo estaban.
—En realidad, no sabías que ella iba a venir a salvarte, ¿verdad? —Lucien
se giró hacia Gavriel. Metió una mano entre los pliegues de su chaqueta y
sacó un cuchillo fino, reluciente como las escamas de un pez—. ¿Lo has
visto? Ha estado a punto de dispararme en el corazón.
—En ese caso, no hay nada que temer —repuso Gavriel—. Puesto que no
tienes.
—Eso duele —dijo Lucien con petulancia, al tiempo que lo apuñalaba en
el estómago dos veces seguidas. El cuchillo produjo un sonido horrible al
rozarle una costilla—. ¿Lo ves? Duele.
Gavriel profirió un resuello ahogado. Tenía la boca manchada de sangre.
Lucien debía de haberle acertado en un pulmón.
—Pero nada te gusta más que cuando duele un poco, ¿verdad? —inquirió
Lucien.
Gavriel esbozó una sonrisa voluptuosa con sus labios ensangrentados.
—Al contrario. Me gusta cuando duele mucho.
Lucien lo apuñaló otra vez, retorciendo el filo entre las entrañas de
Gavriel, que soltó un gemido.
—Esto es lo que has conseguido al volver aquí, al creer que lograrías
vengarte. ¡De mí, tu creador!
—Qué osadía —susurró Gavriel con un brillo demente en los ojos,
sangrando por la comisura de los labios.
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Lo estaba alejando de ella, comprendió Tana. Gavriel había acaparado su
atención y se había convertido en el blanco de su ira a propósito. Pero ¿en qué
estaba pensando? Lucien había dicho que Spider había enviado a varios
asesinos a por él. ¿Era posible que Spider hubiera decidido liberar a Gavriel y
que le hubiera permitido saldar su deuda matando a Lucien? Pero, entonces,
¿por qué habría decidido acudir allí? ¿Por qué no se quedaba en París y
dejaba que llevara a cabo su misión, sin exponerse a ningún peligro?
La cabeza le daba vueltas. Estaba pasando algo por alto. Tenía una
sensación parecida a cuando tienes una palabra en la punta de la lengua.
Lucien dejó su cuchillo donde estaba, clavado en el vientre de Gavriel
hasta la empuñadura, y luego comenzó a pasearse sobre el suelo de mármol.
Parecía irradiar un halo furibundo.
Uno de los guardias vestidos de gris, un vampiro de piel oscura y pómulos
prominentes, dio un paso al frente.
—Spider ya casi ha llegado hasta su puerta —informó—. Le sugiero que
se prepare.
Lucien los miró como si hubiera olvidado la presencia de los guardias,
como si hubiera olvidado la llegada inminente de un vampiro ancestral, como
si se hubiera olvidado de cualquier acuerdo previo.
Gavriel agarró la empuñadura del cuchillo que tenía alojado en el
estómago y lo extrajo. Después miró a Tana y esbozó una sonrisa extraña y
cómplice, como si estuvieran compartiendo un secreto.
—Vete, Tana.
Y de repente, todas las piezas encajaron en su mente. Se empezó a reír,
con esa carcajada demente y nerviosa que llevaba conteniendo desde que se
había despertado metida en una bañera, dentro de una casa repleta de
cadáveres. La carcajada lunática de una persona que se sentía completamente
sobrepasada desde el principio.
Lucien la miró con el ceño fruncido. Tana se estaba riendo tan fuerte que
él comenzó a sonreír con gesto incómodo.
—Spider está aquí —alcanzó a decir Tana, cuando por fin se serenó—. Ya
está aquí, ¿verdad? Lleva aquí todo el rato.
Con un tirón, Gavriel extrajo el brazo izquierdo de las cadenas; los
grilletes se quedaron colgando alrededor de su cintura como un brazalete.
Sostuvo en alto el puñal, manchado con su propia sangre, y deslizó la lengua
por el filo.
—Ella es mucho más lista que tú.
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—¿Cómo has…? —inquirió Lucien—. ¿Por qué ha dicho que Spider ya
está aquí?
—Spider ha muerto —dijo Gavriel con una sonrisa radiante y terrorífica
—. Lleva muerto desde hace semanas. Ya lo estaba cuando me fui de París.
Así fue como escapé. Lo maté yo.
Lucien negó con la cabeza mientras miraba a Gavriel sin comprender
nada.
—No. Eso no es posible. Es un vampiro ancestral. No puedes haberlo
matado. Estás… Estás…
—Ahora yo soy Spider —dijo Gavriel.
Los miembros del Corps ataviados de gris apresaron a los tres guardias de
Lucien. De un modo veloz y eficiente, les clavaron unas estacas de madera en
el corazón. Los soltaron, uno tras otro, y aterrizaron en el suelo con un
golpetazo siniestro.
—Mi oportunidad tardó diez años en presentarse. Y Spider me dejó un
legado asombroso: sus secretos, repetidos delante de mí, sus cámaras
acorazadas, sus cuentas bancarias y todas esas cosas que lo convertían en
Spider, operando desde detrás del telón. Pero el mayor legado que me dejó
fue su sangre. Soy mucho más fuerte de lo que recuerdas. Mucho mucho
mucho más.
Lucien miró a Gavriel y el horror al fin se desplegó por su rostro sin
restricción. Contempló el salón de baile, vacío salvo por los guardias
enemigos y las cámaras de vídeo que apuntaban hacia él. Unas cámaras que
estaban grabando toda la escena.
—¿Cuándo te enteraste? —le preguntó Gavriel a Tana.
—Acabo de darme cuenta —respondió ella.
—¿Te he contado alguna vez cómo la conocí? —le preguntó Gavriel a
Lucien, con el pecho convertido en un amasijo de sangre oscura.
Apenas parecía advertir las heridas, ni siquiera torció el gesto mientras
avanzaba unos pasos sobre el suelo de mármol. Tana pensó en lo que había
dicho Jameson acerca de que los cuervos dejaban que las hormigas les
picasen las alas porque se habían vuelto adictos a la comezón del ácido. Se
preguntó si sería posible padecer tanto dolor como para llegar al punto de
ignorarlo.
Lucien no respondió, pero la arrogancia había desaparecido de su rostro.
Gavriel sonrió, gesticulando relajadamente mientras hablaba, surcando el
aire con el cuchillo que sostenía en la mano.
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—Después de la muerte de Spider, me quedé enajenado durante mucho
tiempo. Cuando volví en mí, estaba tendido sobre el frío suelo, rodeado por lo
que quedaba de mis captores. Y me di cuenta de que, sin Spider de por medio,
yo estaba al frente de todos sus recursos. Y entonces pensé en ti, Lucien.
»Desembarqué en el puerto de Boston sin darme tiempo para curarme,
medio enloquecido y famélico. Creo que resultó muy creíble que estaba
huyendo. Y tú enviaste a Elisabet a por mí en cuanto te enteraste de mi
llegada, ¿verdad? Coincidiendo, más o menos, con la carta que le enviaste a
Spider, jurando que volverías a capturarme.
»Elisabet y sus secuaces me apresaron al lado del río Blackstone. Había
olvidado lo hermosa que era. —Sonrió al recordarlo—. No le costó
atraparme. Yo estaba agotado y no tenía motivos para defenderme con todas
mis fuerzas. Al fin y al cabo, su intención era traerme derechito hasta ti. Es
más, cubierto de cadenas de acero, arrojado en la parte trasera de su limusina
con las ventanas tintadas, dormí como no lo había hecho en una década.
»Cuando desperté, me estaban conduciendo a rastras hacia un rancho.
Hacía tanto tiempo que no salían de Coldtown que decidieron darse un festín.
Elisabet y los demás estaban ebrios de sangre, hinchados y amodorrados,
riéndose de lo que habían hecho. Y a mí me metieron en la habitación del
fondo, hambriento como estaba, para mostrarme a un chico al que ya habían
mordido. Lo habían atado a la cama y a mí me encadenaron a su lado, pero a
la distancia justa como para que no pudiera alcanzarlo. Elisabet dijo que, si
me portaba bien, podría paladearlo por la mañana. Así que me senté y vi
cómo se retorcía de dolor.
»«¿Gavriel sigue ahí dentro? —me preguntó Elisabet, dándome unos
golpecitos con los nudillos en la cabeza, antes de refugiarse en el sótano—.
¿Recuerdas lo bien que lo pasamos en los viejos tiempos?». No respondí.
Cubrieron las ventanas y me dejaron allí, con la mente nublada por el olor de
la sangre de aquel chico. Lo observé mientras me recordaba por qué
necesitaba esperar a la oscuridad, pero las razones cada vez tenían menos
sentido en mi mente aturullada. Entonces apareció Tana. —La miró—. Trazó
un plan para salvar al chico… y para salvarme a mí. ¿Te lo puedes imaginar,
Lucien? ¿A quién se le ocurriría permitir que yo me salvara?
—A nadie con dos dedos de frente —respondió Lucien—. Pero ¿por qué
te fuiste? Elisabet iba a traerte directo hasta mí. Ese era tu plan, ¿no? ¿Por qué
te embarcaste en un viaje por carretera con un par de adolescentes?
Gavriel se encogió de hombros, esbozando una sonrisa amplia y terrible.
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—Me gustó cómo me miraba ella. Fue agradable conducir. Y quería
comprobar qué pasaba.
—Estás loco —dijo Lucien—. Estás loco de atar.
—Es cierto —dijo Gavriel—. Como también lo es que he venido a
vengarme de ti. Simplemente, he dado un rodeo antes.
—En ese caso, mátame. —Lucien se abrió la camisa, mostrando una parte
de su piel pálida—. Hazlo.
Gavriel se acercó un paso y titubeó.
Lucien era su creador, el guardián de los recuerdos de personas y lugares
desaparecidos mucho tiempo atrás, el monstruo que había visto en él un
talento para la monstruosidad. Tana pensó en lo que había dicho Lucien la
última vez que habían estado en esa habitación, empuñando unas armas:
«Todo héroe es el villano de su propia historia». Estaba segura de que, en ese
momento, cuando estaba a punto de matar a su creador, Gavriel se sentía
como tal.
Y durante el instante que duraron sus dudas, Lucien se abalanzó sobre
Tana. La agarró del pescuezo y la levantó en vilo. Tana empezó a asfixiarse,
presa del pánico, haciendo aspavientos. Había visto hacer algo así en las
películas, pero nunca habría adivinado lo doloroso que era. No podía respirar,
le estaba estrujando la tráquea. Lucien sonrió.
—Si lanzas ese cuchillo, le partiré el cuello —dijo, lentamente—. Si uno
de tus sirvientes mueve un dedo, le partiré el cuello. Si dices algo sarcástico,
también.
Gavriel asintió y juntó las manos, como en señal de oración.
—¿Qué quieres que haga?
«No —pensó Tana, pero no pudo decirlo en voz alta—. No dejes que se
vaya. Mi hermana. Mi hermana no está a salvo».
Tana sintió cómo se le salían los ojos de las órbitas mientras pataleaba.
Lucien la alzó aún más, esbozó una sonrisa cruel al tiempo ella alcanzaba el
puñal que llevaba en el muslo y cerraba la mano alrededor de la empuñadura.
Lucien estaba observando a Gavriel con gran satisfacción.
—Reúne a tu gente y marchaos de mi casa. Todos sin excepción, si
quieres recuperar a esta criatura lloriqueante. ¡Fuera!
—Nos iremos —dijo Gavriel, que les hizo señas a los guardias de su
Corps, vestidos de gris. Se encaminaron hacia las dobles puertas—. Pero
déjala en el suelo. Es humana. Sus gargantas son frágiles y, si ella muere, no
tendrás gran cosa con la que negociar.
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Lucien apoyó los pies de Tana en el suelo, aferrándola todavía del cuello.
Ella solo tenía una oportunidad. No sabía cuánta sangre vampírica albergaba
en su interior. No sabía hasta qué punto era rápida o fuerte.
Inspiró una bocanada de aire al mismo tiempo que le clavaba el puñal en
el pecho, por debajo de una costilla. Al introducirse, produjo un sonido
similar al de un papel al desgarrarse. Lucien puso los ojos como platos.
—Por favor —susurró tan bajito que sonó como un suspiro—. Basta.
Puedo sentir la punta en el borde de mi corazón. —En ese momento, sonó
como el joven que debía de haber sido en algún momento. Un chico asustado,
apenas un poco mayor que ella—. Por favor. Te daré lo que sea.
—Cuéntales lo que hiciste —dijo Tana, señalando con la barbilla hacia las
cámaras—. Cuéntale al mundo lo que has hecho.
Lucien cerró los ojos y dijo:
—Caspar Morales. Fui yo. Yo lo convertí. —Entonces abrió sus ojos
carmesíes y los clavó sobre ella. La miró como si fuera lo único que
importaba en el mundo, la única cosa que había llegado a amar—. Perdóname
y haré que hasta tus sueños más descabellados se hagan realidad. Crees que
nadie puede saber lo que quieres, pero yo sí lo sé. Amas a gente a la que le
tienes miedo. Amas a gente que no te merece. Nadie es consciente de lo
especial que eres, nadie ha visto la llama que brilla en tu interior.
Tana sintió como si tuviera la mano apoyada en el picaporte de la puerta
del sótano, lista para volver a descender por esos escalones polvorientos.
Pensó en Gavriel conduciendo su coche en mitad de una cálida noche de
verano, con el pelo alborotado por el viento, mientras ella le decía que la
compasión nunca podía ser algo malo. Y él le había respondido: «Este es el
mundo que remodelé con mi terrible compasión». Pensó en su padre
empuñando una pala.
Pensó en todas esas cosas mientras clavaba el puñal de madera en el
corazón de Lucien Moreau.
Unas fisuras negras aparecieron en su rostro, se extendieron por su cuerpo
y, poco después, su piel se agrietó como una piedra mojada.
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C A P Í T U L O 38
Esta será la última entrada en el blog personal de Bill Story. Fue desangrado por dos
vampiros recién nacidos apenas unas horas después de esta publicación. Como soy su
amigo, me confió su contraseña por si algún día no regresaba. Bill nunca tuvo intención
de convertirse en reportero de guerra, pero asumió el puesto con entusiasmo y dedicación
tras haber quedado atrapado dentro de la Coldtown de Springfield. Y aunque su muerte
es una tragedia horrible, creo que se habría alegrado de morir tal y como vivió: a la caza de
una noticia. Sus amigos lo echaremos muchísimo de menos, así como la comunidad de
buscadores de la verdad a la que pertenecía y el mundo entero en general. MG
Creo que mañana tendré un material muy interesante que publicar. Una vecina, una jovencita que se
hace llamar Christobel (quizá por el poema de Coleridge, Christobel, aunque como se deletrea de forma
distinta dudo que lo conozca), me pidió prestado cierto equipamiento. Tiene invitados nuevos que han
venido a alojarse con ella, incluida otra joven conocida como Midnight, que quiere grabar su propia
transformación en vampira. Si le presto el equipamiento necesario y le enseño cómo dejarlo preparado,
me ha prometido que podré ser uno de los testigos e incluso grabar mi propio material. Es una
oportunidad inusual: me sorprende que me la hayan servido en bandeja después de años Intentando
encontrar a alguien dispuesto a permitirme grabar este mismo proceso.
¿Por qué quiero hacerlo? Para empezar, porque hay muy pocas grabaciones del cambio en la esfera
pública. Aunque estoy seguro de que habrá multitud de metrajes ocultos en laboratorios del Gobierno.
Y, por supuesto, es probable que le proporcione a este blog un montón de visitas. Pero debo admitir ante
mí mismo (y ante vosotros, porque soy un periodista de la rama confesional) que lo que estoy deseoso
de intentar presenciar es el momento exacto del cambio: la chispa, por llamarla así, de la
transformación. Y estoy ansioso por verlo con mis propios ojos.
La gran incógnita con los vampiros, la pregunta que obsesiona a Gobiernos e individuos por igual,
la pregunta que me reconcome cada noche cuando veo sus ojos rojos observando a los ciudadanos de
Coldtown, tal y como un gato hambriento observa a un pez, es esta: ¿qué son? ¿Son individuos
enfermos o demoníacos? ¿Son ciudadanos que han enfermado y necesitan hospitales y cuidados, tal y
como argumentan algunos? ¿O son los cuerpos de nuestros seres queridos, reanimados por una fuerza
oscura que debemos intentar destruir? Al residir aquí, en Coldtown, he intentado observar y documentar
nuestro nuevo mundo, pero no he sido capaz de responder a esta pregunta. Incluso he fracasado a la
hora de sacar mi propia conclusión.
Quizá sea una locura pensar que voy a ser capaz de contar algo significativo solo por ver cómo una
chica humana se convierte en vampira. Al fin y al cabo, no seré el primero que presencia algo así, ni
mucho menos. Los científicos han estudiado el vampirismo, incluso lo han experimentado. Pero, aun
así, sigo queriendo poder mirar a esa chica a los ojos cuando se levante de entre los muertos. Quiero
usar algo completamente distinto a los monitores e instrumentos: quiero utilizar mi instinto. Quiero
comprobar si estoy mirando a los ojos de la misma persona.
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Resulta conveniente la idea de que el vampirismo sea una especie de enfermedad: en ese caso, no
pueden evitar atacarnos, perpetrar asesinatos y atrocidades. Solo son capaces de controlarse en
ocasiones. Están enfermos, no es culpa suya. Y resulta todavía más conveniente la idea de que se trate
de una posesión demoníaca, algo que obliga a nuestros seres queridos a cometer toda clase de
atrocidades. Siguen sin ser culpables, la diferencia es que así podemos destruirlos. Pero la tercera
opción, la posibilidad de que haya algo monstruoso dentro de nosotros que puede liberarse, es la más
perturbadora de todas. Puede que no seamos más que nosotros mismos, presas de un ansia incontenible;
los mismos individuos de siempre, con un par de asesinatos accidentales sobre nuestras espaldas. La
humanidad despojada de los ruedines de la bici, bajando en picado por una colina empinada. La
humanidad dotada de poder y liberada de las restricciones de las consecuencias. La humanidad alejada
de todo cuanto nos hace humanos.
Y así, queridos lectores, la respuesta que espero tener mañana para vosotros no será científica.
Espero ser capaz de llegar a una conclusión: cuando nos convertimos, ¿nos introducen algo en el
cuerpo, o es más bien que algo que llevamos dentro ha sido liberado?
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C A P Í T U L O 39
T ana salió del salón de baile, se abrió camino entre los guardias del
Corps des Ténèbres y se dirigió a la puerta principal. Se giró una sola
vez para mirar a Gavriel, que se encontraba de pie en el centro de la
estancia, como una estatua de mármol pintada de rojo, pero a Tana le dolía la
cabeza y el cuello, así que, cuando abrió la boca para decir algo, fue incapaz
de articular palabra. Había sido demasiado. Se había pegado un atracón de
terror, así que lo único que pudo hacer fue salir de la casa dando tumbos y
hurgar en su vestido de cuero en busca del móvil de Jameson.
Una brisa fresca se deslizó sobre su piel.
«Pearl». Tenía que encontrar a su hermana, pero si Pearl la viera ahora,
gritaría y gritaría sin parar.
La sangre era tan viscosa.
Gavriel no la llamó, no se había movido del sitio.
Pero, claro, Tana había estado a punto de chafarle la venganza, y luego
había acabado por arrebatársela. Puede que se alegrara de su marcha.
Recorrió las calles de Coldtown y no sintió nada. «Ven al Salón de la
Eternidad —leyó en el móvil de Jameson—. La tenemos».
Fue fácil encontrarlo, incluso con lo desorientada que estaba. La gente no
tuvo inconveniente en darle indicaciones, al parecer no les inquietaba que
tuviera el rostro salpicado de sangre, ni que tuviera las manos manchadas con
esa misma sustancia. Su indolencia resultaba horripilante, pero no tanto como
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lo fácil que había resuelto clavar un cuchillo en el corazón de un vampiro
suplicante.
Encontró el sitio, la iglesia con una cúpula, vidrieras y los primeros pisos
pintados de negro. Unas luces estroboscópicas iluminaban los paneles de la
cúpula. La puerta, cubierta de carteles llamativos diseñados con plantilla,
estaba pintada del mismo color que las ventanas, negra como el alquitrán.
Retumbaba música desde el interior y había gente sentada en las escaleras,
fumando y charlando. Una chica con el pelo verde y una docena de trenzas
empuñaba una videocámara para entrevistar a una mujer mayor que tenía el
pelo largo y blanco y unos ojos rojos y centelleantes. Tana la reconoció, con
una punzada de sorpresa, como la anciana de la estación de servicio.
El portero retiró la cuerda de terciopelo y le hizo señas a Tana para que se
acercara al comienzo de una pequeña fila de gente que esperaba para pagar la
entrada, sin molestarse siquiera en tomarle el pulso. Puede que rigieran otras
reglas para las personas que combinaban sus vestidos rojos con una abundante
cantidad de sangre rojiza y azulada.
Se adentró en el local, entre la multitud que bailaba. La música retumbaba
en el ambiente y una maraña de gente abarrotaba la estancia, girando y
meneándose al ritmo de la música. Algunos danzaban metidos en jaulas que
se elevaban y caían desde el techo con tirones repentinos y vertiginosos,
propios de una montaña rusa, que les hacían gritar a todos. Y en lo alto,
cámaras como las que había visto en la plaza del Suicidio, como las que había
en casa de Lucien Moreau, observándolo todo con sus lentes implacables,
transmitiendo el evento en directo.
Había una barra que se extendía a lo largo de una pared, donde servían
alcohol desde unos alambiques de cobre. Se derramaba en unas copas
desparejadas. En derredor había varios grupos de jóvenes que se pasaban unos
porros; el aroma penetrante del hachís competía con un olorcillo a
podredumbre por ver quién perfumaba más el ambiente.
En una esquina se encontraban los restos de un viejo confesionario.
Varios jóvenes hacían cola para sentarse dentro, correr las cortinas y contar
sus pecados de forma anónima ante una cámara. Había una chica en la fila
con el rostro surcado de lágrimas. Por detrás de ella, la pista de baile estaba
llena de gente saltando, girando y haciendo aspavientos. El cavernoso Salón
de la Eternidad resultaba extrañamente familiar. Tana lo había visto antes en
las pantallas de los ordenadores de sus amigos y en pósteres colgados en sus
taquillas. Ahora, mientras se desplazaba entre la multitud, le pareció irreal,
como si estuviera en el plato de una película.
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Sospechó que a Pearl le encantaría.
Un escalofrío le recorrió el cuerpo, seguido de otro. Oteó entre la
multitud, tratando de localizar a su hermana. Se topó con una figura familiar,
que tenía la espalda apoyada en las vigas que sostenían las escaleras. Durante
un buen rato, examinó su cazadora con estampado de camuflaje y las mangas
arrancadas, el liguero con medias blancas y opacas, combinadas con unas
botas grandes y negras, y su maquillaje de ojos azul con purpurina. Tenía algo
pegado en el brazo que parecía una vía. Era Rufus, advirtió Tana, con un
reguero de sudor que le corría por el cuello mientras bailaba. A simple vista,
parecía que estaba solo. Un chico de ojos rojos y una chica rubia se
arrodillaron delante de él, turnándose para beber del tubo que llevaba
prendido del brazo. A Tana se le revolvió el estómago, con una mezcla de
aversión y ansia.
Avanzó tambaleándose hasta apoyarse en la barandilla de las escaleras de
metal corrugado que conducían a un segundo piso acordonado, inspirando una
bocanada tras otra hasta que se aseguró de que no iba a vomitar ni a atacar a
nadie. Tenía que encontrar a Pearl, tenía que mantener la compostura el
tiempo suficiente como para llevarla de vuelta hasta la verja.
Y durante un instante atroz, pensó en Gavriel viéndola salir del salón de
baile con la cúpula de cristal. Gavriel, que parecía completamente trastornado,
pero que sabía exactamente lo que estaba haciendo en todo momento. Gavriel,
que había aparcado su venganza durante una temporada para embarcarse en
una aventura con ella.
Tana negó con la cabeza, lo cual fue un error. Agravó su migraña hasta
límites insospechados.
—Tana —la llamó alguien, y entonces apareció Valentina a su lado, que
le dejó una copa en la mano. Se había cambiado de ropa, se había recogido el
pelo y se había desmaquillado—. Madre mía, Tana, estás bien. Has vuelto.
Tana bebió por acto reflejo; el alcohol le abrasó la garganta dolorida.
—Mira a quién he encontrado —añadió Valentina, y entonces apareció
Aidan, esbozando una sonrisa inocente y colmilluda.
Pearl estaba sentada sobre sus hombros, como si fuera mucho más
pequeña. Sus piernas larguiruchas de preadolescente quedaban colgando
sobre el pecho del chico. Lucía en el cuello el aparatoso medallón de granates.
Sonrió a Tana, pero atenuó su expresión cuando vio la sangre que manchaba
su rostro y oscurecía el color rojo de su vestido.
—Hola, princesa —susurró Tana, tal y como solía decirle su madre.
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—No me llames así —replicó Pearl, visiblemente ofendida. Llevaba
puesta una camiseta negra y centelleante, pantalones vaqueros y sus botas de
cowboy favoritas, las azules. Se había retocado los ojos con lápiz negro.
Tana se giró hacia Valentina, la agarró de la mano y se la estrechó.
—Gracias. No sé cómo agradecerte…
La chica negó con la cabeza.
—No, espera. Fue Aidan el que la encontró.
—¿Aidan? —Tana lo miró con incredulidad.
—Me la encontré cerca de la verja de entrada —explicó él—. Estaba
muerta de miedo.
Pearl lo miró, sintiéndose traicionada.
—Tenía un plan…
—Aidan era el único de nosotros que la había visto en persona —
interrumpió Valentina—. Y el único que no era un desconocido.
Tana asintió, alargando un brazo hacia su hermana mientras miraba a
Aidan.
—Gracias.
—Cuando Pauline me llamó, supuse que te debía una. Puede que más de
una.
Aidan se agachó para que Pearl pudiera bajarse de sus hombros. Corrió a
los brazos de su hermana y la abrazó con fuerza. Tana percibió los latidos de
su corazón, que recordaban al aleteo de un pájaro, y la dulzura de la sangre
bajo su piel, pero si Aidan podía soportarlo, ella también. Presionó los labios
sobre el pelo de Pearl e inspiró su aroma, memorizándolo.
—Quería estar aquí contigo —dijo Pearl. Sus enjutos hombros se
estremecieron—. Quería ayudar. No sabía…
—No pasa nada —susurró Tana, abrazándola con más fuerza todavía—.
Todo saldrá bien.
—Te hemos visto. —Aidan señaló hacia una de las pantallas suspendidas
desde unas vigas metálicas—. Bueno, no todo, seguramente, pero… hemos
visto lo de Lucien, al final.
Tana se quedó mirándolos.
—¿Habéis visto lo que ha pasado?
—Lucien Moreau está muerto —dijo Valentina entre el estruendo de la
música—. Hemos visto eso. No se oía bien, pero parecía que se había vuelto
loco.
—Has estado genial, por cierto —dijo Aidan, y por primera vez, cuando
sonrió, sus ojos rojos y sus dientes afilados parecieron una parte normal de él
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—. Bonito vestido.
—Lo siento, Tana —dijo Pearl, hincando los dedos en el brazo de su
hermana—. Yo pensaba que él… Pero no tenía ni idea.
—Es normal. —Tana se llevó a su hermana a un aparte para poder hablar
con ella con algo de privacidad—. Yo tampoco lo sabía. Por eso tienes que
irte de Coldtown. Yo puedo sacarte, pero tienes que prometer que no volverás
nunca. Nunca jamás.
—Pero nadie sale de aquí —dijo Pearl, perpleja.
—Pues tú sí vas a salir —replicó Tana—. Ahora mismo.
Su hermana se quedó mirándola fijamente.
—Aidan me ha prometido que podríamos divertirnos esta noche. Si puedo
salir ahora, ¿podré seguir saliendo por la mañana?
Tana fulminó con la mirada a Aidan, que se encogió visiblemente de
hombros.
—¿Qué podía hacer yo? —preguntó, como si hubiera olvidado que era un
vampiro temible—. De todas formas, ¿no te parece un poco injusto que Pearl
haya hecho todo el viaje hasta aquí y no tenga una historia que contarles a sus
amiguitos? Ya sabes que siento debilidad por las niñas monas con ojos
grandes y suplicantes.
Pearl soltó una risita.
Tana no se fio de lo que pudiera decir si decidía responder. Durante un
buen rato, se quedó mirando los columpios donde unos jóvenes pintados con
colores radiantes colgaban por encima de la multitud, las luces parpadeantes y
la cúpula agrietada que estaba en lo alto. Era una escena hermosa, a su
manera.
—Está bien —le concedió—. Pero tienes que regresar a la verja antes del
amanecer. ¿Prometido? Nosotros te acompañaremos hasta allí.
Pearl asintió.
—¿Puedo bailar con Aidan un poco más? Él me protegerá de los demás
vampiros.
Él esbozó su sonrisa de galán. Tenía cara de querubín descarriado, pensó
Tana antes de que Aidan se girase, y nunca mejor dicho. Puede que fuera un
monstruo, pero también era ese chico que jamás le haría daño a Pearl.
—De acuerdo —accedió—. Pero no lo dejes agotado.
—Soy un muerto viviente —le informó Aidan—. Soy infatigable.
Tana observó cómo se alejaban danzando hacia la multitud; la melena de
Pearl ondeaba a su paso como un estandarte oscuro.
—¿Estás bien? —le preguntó Valentina.
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Ella negó con la cabeza, intentó sonreír para quitarle hierro a esa
respuesta, pero el gesto resultó poco convincente. Resultaba extraño que todo
hubiera terminado y que ella se sintiera igual que antes, pero, al mismo
tiempo, completamente cambiada.
Resultaba extraño pensar que, le gustara o no, aquel era su nuevo hogar.
—Voy a acercarme a la barra —dijo—. A ver si puedo limpiarme la cara
con una servilleta húmeda o algo. Así me sentiré un poco más humana.
Valentina asintió y Tana se abrió camino entre la multitud. En dos
ocasiones, alguien la detuvo para chocar los cinco con ella o para ofrecerle
una ronda de bebidas en su honor. En otra ocasión, alguien la paró para
ofrecerle un trago de su vía intravenosa. Tana se alejó de ellos, mareada.
Supuso que Lucien no era tan popular en Coldtown como en la televisión.
Cuando divisó a Jameson sentado en un extremo de la barra, se dirigió
hacia él. El chico alzó su copa para saludarla cuando se acercó lo suficiente
como para apoyarse en la encimera de hormigón.
—Enhorabuena —dijo Jameson, que le hizo una seña a la camarera. Poco
después, Tana tenía otra copa delante, servida por una mujer con rastas rojas
como una manzana de caramelo, que no se molestó en pedirle el carné.
Tana se sentó en un taburete. Jameson brindó con ella y anunció:
—Eres famosa. Ya te habrás dado cuenta, ¿no? Y lo serás todavía más
después de esta noche.
Tana se bebió de un trago casi todo el contenido de la copa y puso una
mueca. Después se vertió el resto sobre la cara. Le escoció, pero supuso que
eso significaba que el alcohol estaba cumpliendo su labor desinfectante.
—¿Tienes un pañuelo a mano? —preguntó.
Jameson se metió una mano en el bolsillo y sacó un pañuelo de caballero
doblado, que parecía salido de otra época. Tana se secó la cara con él, dejando
unas manchas de color rojo muy oscuro.
—Siento haberlo dejado hecho un asco.
—Para eso está. Oye, iba en serio lo de que eres famosa. Eres uno de los
dos únicos supervivientes de lo que llaman la Tragedia del Ocaso —explicó
Jameson, que no parecía muy sobrio que digamos—. La chica que llevó en
coche a un amigo infectado y a un vampiro hasta Coldtown y los entregó. La
chica que mató a un vampiro ante una cámara. Oh, sí, ese vídeo tuyo ha salido
en todos los blogs y telediarios. Esa grabación en la que te peleas con esa
chica, Midnight, al lado de unos cubos de basura, se ha hecho muy famosa. Y
ahora… vas y matas a Lucien Moreau. Deberías cobrar por hacer entrevistas.
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—Me preocupaba que Pearl se pusiera furiosa —dijo Tana—. Le
encantaba el programa de Lucien.
Jameson se rio.
—Tienes que encerrarme —dijo Tana. «Encerrarme y tirar la llave».
—¿Y qué va a pasar con tu hermana? —preguntó.
—Va a irse a casa, y si quiero volver a verla alguna vez, sé lo que tengo
que hacer.
Jameson la escrutó con la mirada, de un modo que le recordó de forma
alarmante a su madre, Marisol.
—Conozco un sitio. Podemos ir por la mañana. —Luego titubeó—. ¿Estás
segura? ¿Seguro que no quieres ser un vampiro? Estás rodeada por una
maraña de gente que estaría dispuesta a entregarte su sangre. Rayos, hasta yo
estoy dispuesto a darte la mía si quieres convertirte.
—¿Crees que debería hacerlo? —preguntó ella, apoyando la cabeza sobre
la barra. El ambiente estaba cargado con el calor de los corazones que
bombeaban y la sangre que corría por sus venas, brotando de la piel humana.
Ya solo inspirar su aroma hizo que le diera vueltas la cabeza. Era tentador.
«Ríndete. Déjate llevar».
—Es difícil no querer algo así en un lugar como este. Están en lo alto de
la cadena alimentaria. Son el depredador definitivo.
—Entonces, ¿por qué no te conviertes tú? ¿Por qué no le pides a tu madre
que te sume a sus filas?
—Soy un tipo contradictorio —dijo con una risotada mientras
contemplaba la pista de baile. Tana siguió la trayectoria de su mirada y
comprobó que estaba observando a Valentina, que hablaba con un chico con
un abrigo largo de cuero. Aidan y Pearl seguían girando en círculos frenéticos
—. A veces no sé lo que quiero.
Tana disfrutó del roce fresco del hormigón bajo su mejilla. Era áspero y
liso al mismo tiempo, tal y como imaginaba que serían las escamas de un
dragón.
—Es guapa.
—Ya.
Jameson suspiró.
—Valentina me contó que estuviste genial… Cuando las salvaste a ella y
a su amiga.
El chico esbozó una sonrisa melancólica y negó con la cabeza.
—Ya sé a dónde quieres llegar con esto. Ahorra saliva.
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—¿No te gusta? —preguntó Tana, pero enseguida se arrepintió de haberlo
hecho, porque si Jameson decía algo malo sobre Valentina, la imagen que
tenía de él caería en picado.
—Pues claro que me gusta —replicó él, como si le costara imaginar que
pudiera haber alguien a quien no le gustara—. Y si se lo dices, haré que te
arrepientas de haber abierto la boca. Oye, Valentina es… No es fácil
explicarlo. Está aquí por una razón y nada más que una. La misma razón por
la que la mayoría de la gente renuncia a una vida normal y segura para venir
aquí: convertirse en vampiros. Ella no está buscando a alguien como yo.
Puede que de vez en cuando se lleve a un chico corriente a casa, si se siente
sola, pero no va en serio con ninguno de ellos. Ella está buscando a alguien
como tu amigo.
«Qué idiotas son los tíos», pensó Tana.
—Deberías ir a bailar con ella.
Jameson torció el gesto, como si le hubiera sugerido que se clavara un
cuchillo en el pie.
—No me gusta bailar. Y ella acaba de salir de un encierro… Puede que no
esté de humor para eso.
Tana se encogió de hombros y se levantó del taburete.
—Vamos a preguntárselo.
—Ni se te ocurra —le advirtió Jameson.
—Vale, entonces quédate aquí sentado, entre las sombras, observándola
como un trastornado —dijo Tana—. Asegurándote de que no se meta en más
líos.
—Si se mete en uno, no habrá mucho que yo pueda hacer para remediarlo,
¿no?
Jameson dio otro trago de la copa que tenía delante. Tenía una franja azul
alrededor y una grieta en un lateral, que por lo visto alguien había pegado
chapuceramente con pegamento, pues tenía una hilera de material
transparente y endurecido, como una herida mal cicatrizada.
—Ella pensaba que tu madre era tu novia. —Tana señaló a Valentina con
un gesto, lo bastante ambiguo como para significar cualquier cosa, y luego
señaló a Jameson. Pareció alarmado—. Y ella quería salvarla, porque era algo
que podía hacer por ti. Así fue como acabó encerrada en casa de Lucien.
Seguro que eso no te lo ha contado.
—¿Qué pretendes? —Jameson la agarró del brazo con tanta fuerza que le
hizo daño.
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—Si supieras la semanita que he tenido y la semanita que estoy a punto de
pasar, te darías cuenta de que lo más sensato es seguirme la corriente.
Dicho eso, levantó a Jameson del taburete y lo arrastró hacia la multitud.
Él la fulminó con la mirada, pero se dejó guiar sin rechistar. Valentina los
vio aproximarse y pareció, si cabía, aún más aterrorizada que él. Pearl echó a
correr hacia Tana, deseosa de bailar más, saludando hacia las cámaras
instaladas en lo alto, como si les estuviera diciendo hola a sus amigos en sus
casas.
—Esto no va a cambiar nada —murmuró Jameson.
Y entonces empezaron a bailar juntos, los cinco, con las extremidades
empapadas de sudor y la música retumbando en sus cabezas. Incluso Jameson
estaba sonriente mientras Valentina giraba a su alrededor, demorando los
dedos sobre las caderas de la chica un segundo más de la cuenta, con la
cabeza gacha y un rubor perceptible en las mejillas. Aidan hizo girar a Pearl
entre sus brazos, alzándola por los aires para que se riera.
Tana bailó hasta que se le disipó la migraña, hasta que le dolieron los pies
descalzos de tanto aporrear el suelo, hasta que su cuerpo quedó presa de un
cansancio glorioso y fue consciente con cada movimiento de que había
ganado, porque había sobrevivido a aquella jornada. Valentina logró
convencer a Jameson para que se quedara en la pista de baile. Le había
rodeado la cintura con los brazos y Valentina le había apoyado la cabeza
encima, como una flor que se inclina hacia el sol. Y Tana comprendió al fin
que los excesos del Salón de la Eternidad eran fruto de la melancolía, la danza
embriagadora del carnaval, donde uno deja su identidad en casa y se convierte
en otra cosa durante una noche, con la esperanza de que la vieja piel todavía
le encaje cuando vuelva a ponérsela por la mañana.
Lo arreglaron de tal modo que Pauline accedió a salir del campamento de arte
dramático, ir en coche hasta la verja de Coldtown y recoger a Pearl en el
exterior. Tana y Aidan la acompañaron hasta allí, a través de las sinuosas
calles repletas de basura, junto a los cuerpos y los enjambres de cucarachas.
El alba aún no refulgía por el horizonte, pero el aire había cambiado, el viento
traía consigo los aromas cálidos de la mañana, antes de que llegara la luz.
Tana iba de la mano de Pearl. Su hermana estaba soñolienta y trastabillaba
un poco, se le cerraban los ojos a medida que se disipaba la euforia de la
noche anterior.
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—Yo tengo la culpa de que te vayas a quedar encerrada aquí para siempre
—dijo Pearl en voz baja—. Lo he estropeado todo.
Tana inspiró hondo y luego negó con la cabeza.
—Puede que no salga de aquí, pero será porque quizá no logre superar la
gripe. Y si eso sucede, al menos habré podido despedirme de ti en persona. Y
si mejoro, ya se nos ocurrirá algo, ¿vale?
Pearl parecía muy escéptica, pero asintió.
—Vale.
—Despídete de Pauline por mí. Dale un gran abrazo y hazle creer que
todo me va de maravilla.
—Verá los vídeos que haya en las redes —dijo Pearl, con el tono propio
de alguien que se ve en la obligación moral de recalcar lo evidente.
—Ya —repuso Tana al comprender que su hermana tenía razón—. En ese
caso, será aún más importante que la convenzas de que estoy bien. ¿No tengo
pinta de estarlo?
—Supongo —repuso Pearl.
Tana le dio un empujoncito en broma, haciéndola sonreír.
Caminaron un rato en silencio. Después, cuando pasaron junto a un cartel
pintado a mano de la cafetería Depresso, Pearl miró a su hermana y parpadeó.
—Había un vampiro en el Salón de la Eternidad que dijo que te conocía.
—¿Qué vampiro? —preguntó Tana.
Pearl negó con la cabeza, tocando el colgante de granates.
—Dijo: «Es un honor conocerte y una tragedia que estés aquí». Hablaba
de un modo extraño, pero parecía majo. Empezó a darme un mensaje para ti,
pero luego cambió de idea.
Tana intentó convencerse de que la decisión de Gavriel de no transmitirle
ese mensaje no significaba nada, pero, como no había hablado con ella en
persona, resultaba difícil de creer.
Aidan miró a Tana con las cejas arqueadas, pero mantuvo la boca cerrada.
Entonces llegó el momento de agacharse y abrazar de nuevo a Pearl, de
decirle que la quería, de absorber la calidez de su piel y escuchar el traqueteo
de su corazón, antes de dejarla marchar por fin.
Ver cómo Pearl se adentraba a solas en una de esas jaulas de hierro
balanceantes fue una de las cosas más duras que había hecho en su vida. Pero
lo hizo. Y se prometió una cosa.
Ella era la chica que había regresado para tratar de hacer lo imposible.
Fuera del rancho de Lance, cuando lo único que quería hacer era huir, se
había obligado a volver a entrar por esa ventana rota. Cuando había
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conseguido escapar de la habitación por la claraboya, había regresado a
buscar a Aidan. Incluso volvió para matar a Lucien Moreau. Y si podía hacer
todas esas cosas absurdas y descabelladas, puede que también estuviera lo
bastante loca como para salvarse a sí misma.
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Así que sé comprensivo con ella, ¿vale? Solo te queda una hija. Y Pauline,
gracias por salvarme el culo. Siento no haberte devuelto la llamada antes.
»En cuanto a los demás, he pensado mostraros algo aparte del glamur.
Esto es lo que se siente al sobrellevar una infección. Tengo un puñado de
agua y unas cuantas latas de maíz cremoso, y voy a chillar, a suplicar y a
echar las tripas por la boca. Las cadenas que me sujetan son bastante
resistentes…
Tana estaba tomando aliento para decir algo más cuando oyó el sonido
inconfundible de uno de los cerrojos de la puerta al descorrerse.
—¡Eh! —exclamó—. ¿Quién anda ahí?
El segundo cerrojo se descorrió, resonando en la estancia vacía.
—¿Jameson?
Se le aceleró el corazón y empezó a tirar de la cadena, consciente de la
vulnerabilidad de su situación.
—En fin —dijo a la cámara—. Alguien ha venido a visitarme a la
habitación secreta donde se supone que tengo que estar encerrada a solas por
la seguridad de todos. Con un poco de suerte, no intentará…
La puerta se abrió y Gavriel entró en la estancia. Miró a su alrededor,
asimilando el entorno. Llevaba puestos unos vaqueros negros y una camiseta
del mismo color, un atuendo casi idéntico al que llevaba puesto cuando Tana
lo había conocido. La única diferencia era que lucía unos gruesos anillos de
plata, que centelleaban con hematitas y lapislázulis, y se había colgado un
bolso de piel. Poseía esa misma hermosura extraña de siempre, con unas
facciones un pelín más grandes de la cuenta para su rostro. Atravesó la
habitación y apagó la cámara.
—Hola —dijo Tana, incapaz de añadir nada más.
Gavriel cerró la puerta y se sentó a su lado, en el suelo.
—He oído que le has dado tu salvoconducto a alguien.
Tana se encogió de hombros, como si no pasara nada, como si no
estuviera encadenada a la pared de una habitación, como si Gavriel no fuera
el chico más escalofriante de la ciudad, como si ella no hubiera matado a su
creador.
—Tengo que ser realista con mis perspectivas. ¿Sabes cuánta gente supera
el autoconfinamiento? Las cifras son bajas. Es posible que me haga un tajo
tan aparatoso en la piel para beber mi propia sangre que las heridas se
infecten. O puede que me olvide de comer alimentos normales y me muera de
hambre. O puede que derrame el agua que tengo durante un arrebato. Mejor
darle el salvoconducto a una niña, ¿no?
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—A tu hermana —dijo Gavriel.
Tana asintió.
—Sí, a mi hermana.
Gavriel cerró los ojos, sus pestañas oscuras se desplegaron sobre sus
mejillas.
—Me quedaré contigo.
—¿Qué? No —replicó Tana por acto reflejo—. ¡No! Eso es una locura.
—Estoy loco —le recordó él.
Gavriel lo dijo muy serio, lo cual estuvo a punto de arrancarle una
carcajada a Tana. Inspiró hondo para disimular ese impulso.
—Oye, ¿eres consciente de cómo me voy a poner? Vomitaré, seguramente
me mearé en los pantalones, y eso por no mencionar los gritos. —Empezaron
a temblarle las manos otra vez, pero las presionó entre sus rodillas, esperando
disimular el malestar que sentía—. No quiero que me veas así.
—Tana, cuando te fuiste anoche, pensé que no tenía derecho a seguirte, ni
siquiera a rogarte que me perdones. Y lo sigo creyendo: no he venido a
pedirte que me perdones por mi arrogancia ni por lo que sucedió por culpa de
mi actitud, aunque siempre estaré profundamente arrepentido. Pero deja que
me siente a tu lado durante esta larga noche. Hay algo que sí puedo hacer. —
Metió una mano en el bolso y sacó un revoltijo de mangas japoneses,
ejemplares hechos polvo de libros clásicos y modernos y una pequeña pila de
revistas arrugadas—. He traído incluso algunas cosas para leer en voz alta. No
sabía muy bien qué te gustaría, así que he metido un poquito de todo.
—¿Por qué? —inquirió ella, porque de todas las cosas que Gavriel podría
estar haciendo, no tenía lógica que acudiera allí para hacer eso. Lucien estaba
muerto y Tana estaba bastante segura de que, para algunos vampiros, había
formas de entrar y salir de Coldtown. Gavriel podría estar de camino a un
palacete en los Alpes, donde beber de chicas atiborradas de vino tinto—.
Pensaba que estarías cabreado. Al fin y al cabo, te tomaste muchas molestias
para matar a Lucien y, por mi culpa, al final no pudiste hacerlo.
—No, Tana. Aunque debería afligirme que lo hicieras tú, lo cierto es que
el hecho de que le asestaras el golpe de gracia no me afectó. —Hizo una
pausa, al parecer para armarse de valor, y luego comenzó a hablar muy
deprisa—: Te quiero, ¿vale? Y temo no tener una forma de decirlo o
demostrártelo que no sea horrible, excepto venir aquí. Si quisieras, mataría al
mundo entero por ti. —Pareció advertir el gesto que atravesó el rostro de
Tana, antes de apresurarse a añadir—: O no, obviamente. Pero he pensado
que te gustaría que te leyera cosas en voz alta… —Sacó de la pila un ejemplar
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viejo de la Rolling Stone y lo sostuvo en alto con languidez— y que me
sentara a tu lado. Como lo haría una persona normal que te amara, si tuvieras
una enfermedad normal. Pero como no es así, yo soy la persona apropiada
para lo que padeces.
Tana se echó a reír, incapaz de contenerse. Gavriel siempre decía cosas
inesperadas, siempre, y aquella no fue una excepción. Carraspeó e intentó
encontrar las palabras adecuadas:
—Preferiría que no mataras a todo el mundo, sí, eso es cierto. Y también
siento cosas por ti. Cosas intensas, raras, descabelladas. Si ya es bastante
inusual conocer a alguien que pueda verme tal y como soy, no hablemos ya de
asomarse a las partes oscuras de mi corazón, esas partes de mí misma que ni
siquiera yo quiero mirar. Tú lo hiciste, y encima te reías de mis chistes. Así
que tengo miedo, pero ya no es solo que no seas humano, es que no te pareces
a nadie… No hay nadie como tú en todo el mundo, y eres tú a quien quiero.
Te quiero, y detesto querer cosas y, por encima de todo, detesto admitir que
las quiero.
Gavriel esbozó una sonrisa feliz y llena de esperanza.
—Entonces, ¿puedo quedarme?
La embargó el pánico.
—No, no, no, no puedes quedarte. Si te quedas, me dejarás salir. Te
suplicaré y te suplicaré y al final me dejarás salir.
—No lo haré. —Gavriel se inclinó hacia ella—. No me pediste que te
sacara de la habitación de Elisabet cuando estabas esposada a la cama.
Escapaste por tus propios medios, en vez de limitarte a pedírmelo. ¿Lo
recuerdas? En ese momento, no pensaste que te liberaría.
—Eso es distinto. Además, seguramente me equivocaba.
—Calla, Tana —dijo, acariciándole el pelo—. Ay, mi dulce Tana.
Recuerda que sigo siendo un monstruo. Puedo oírte gritar, llorar y suplicar, y
aun así no dejarte salir.
Su voz le hizo estremecerse con una deliciosa combinación de nervios y
calma. Tana recordó la grabación que había visto de él, mucho antes de que se
conocieran, prisionero y desquiciado en las entrañas de un cementerio de
París, empapado de sangre y rajado por un millar de sitios. Si alguien sabía lo
que se sentía al sufrir en soledad, era él. Por primera vez desde que Gavriel
había entrado en la habitación, empezó a creer que tal vez no tendría que
pasar por todo eso ella sola.
—No puedes dejarme beber tu sangre. No puedes morderme. Aunque te lo
suplique, aunque te ruegue, te amenace y te mienta. Prométemelo. Será la
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única forma de que mejore.
—Te lo juro. —La miró fijamente a los ojos—. Te doy mi palabra de
honor.
Tana se apoyó en él, relajada, inspirando el aroma a humo, lejía y un leve
rastro a sangre. Notó la solidez de su hombro en la mejilla, el roce agradable
de su cabello de azabache.
—¿Seguro que no me dejarás salir?
Tana notó el roce de su sonrisa en la piel.
—Deja que te explique cómo mi vida entera me ha preparado para este
momento. Estoy acostumbrado a que las chicas griten. Y tus chillidos… tus
chillidos serán más dulces que los gemidos de pasión de cualquier otra
persona.
Tana estuvo a punto de echarse a reír, porque eso era al mismo tiempo lo
más bonito y lo más horrible que podía decirle.
—Está bien. —Tenía frío y estaba soñolienta, sintió cómo empezaban a
volver los temblores—. Puedes quedarte. Quiero que te quedes. Por favor,
quédate.
Tana cerró los ojos e hizo la pregunta que hasta entonces no se había
atrevido a formular:
—¿Y si el cambio no se revierte? ¿Y si ya no vuelvo a ser lo bastante
humana?
Gavriel sonrió; Tana sintió el roce de sus labios sobre la piel.
—En ese caso, saldremos juntos a cazar vampiros y beberás su sangre.
—La doncella o el tigre —dijo Tana, pensando en ese juego de beber en el
que había participado en el rancho, pensando en la historia que no terminaba
nunca, en una moneda que giraba sin caer nunca en cara o cruz.
—Mi doncella, aquí está tu tigre —dijo Gavriel, que se levantó para
volver a encender la cámara.
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AGRADECIMIENTOS
E sta novela es una carta de amor a todos los libros de vampiros que he
leído una y otra vez durante mi juventud. Gracias a Les Daniels por su
serie sobre don Sebastián de Villanueva, a Anne Rice por sus Crónicas
vampíricas, a Tanith Lee por Sabella, a Poppy Z. Brite por El alma del
vampiro, a Nancy Collins por Sunglasses After Dark, a Sheridan Le Fanu por
Carmilla, y a Suzy McKee Chamas por El tapiz del vampiro. Gracias también
a Dudley Wright y su Vampiros y vampirismo, que saqué de la biblioteca y
fue uno de los primeros libros sobre folclore que leí.
Gracias a Sarah Rees Brennan, Robin Wasserman y Cassie Clare por
revisar el borrador de este libro mientras estábamos juntas en Goult. No hay
nada como empezar un libro en el sur de Francia para sentirse decadente.
Gracias a mis compañeros de almuerzo Holly Post, Jeffrey Rowland, Jeph
Jacques, Cristi Jacques, Elka Cloke, Eric Churchill, Elias Churchill y Jonah
Churchill, por ingeniar un giro excelente para la historia —y también por
invitarme a comer—, a pesar de que llegué tarde al restaurante.
Gracias a Chris Cotter por hacer que internet funcione en Coldtown.
Gracias a Bill Willingham por su generosidad.
Gracias a la Clarion Class de 2012 (Carmen, Christopher, Danica, Daniel,
Deborah, Eliza, Emma, Eric, Jonathan, Joseph, Lara, Lisa, Luke, Pierre,
Ruby, Sadie, Sam y Sarah), por soportar mi redacción del tramo final de este
libro cuando iban por la mitad de su convivencia de dos semanas. Gracias
también por esa botella de whisky, el pulsador y los dedos de pulpo. Me
resultaron muy útiles durante mi propio taller.
Lo cual me lleva a darles las gracias a mis compañeros del taller de
escritura. Gracias a Kelly Link, Gavin Grant, Ellen Kushner, Delia Sherman,
Sarah Smith, Cassie Clare (sí, ella tuvo que volver a leérselo) y Josh Lewis
por proporcionarme la confianza necesaria para enseñarle mi creación al
mundo.
Gracias a Steve Berman por leerse Coldtown de cabo a rabo en una sola
noche, para poder comentar conmigo el desenlace a la mañana siguiente.
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Gracias a mi fabulosa editora, Alvina Ling, y a su fabulosa ayudante,
Bethany Strout, por detectar todos esos fallos que se me colaron y por sus
consejos sobre multitud de cosas que ni siquiera me había planteado.
Gracias a mi agente, Barry Goldblatt, por creer en este libro.
Gracias a un puñado de participantes en la mentoría SCBWI en Nevada
por permitir que les leyera los primeros capítulos.
Y, por último, gracias a mi marido por permitir que le leyera el libro
entero. Me dijo que, desde que nos conocimos, estaba seguro de que acabaría
escribiendo un libro sobre vampiros. Según parece, tenía razón.
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