La Mujer en La Literatura de America Latina 940401
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en el romance, la redondilla, o el ovillejo, alcanzando su más acabada expresión en el
largo poema El sueño, donde procura la interpretación de la realidad y especula con
su posible simbolismo. La poesía popular tuvo en sus villancicos, de ágiles ritmos y
constancia de la presencia negra e india en la América colonial, a una cultivadora
principal. Escribió, además, dieciocho loas, dos sainetes, tres autos sacramentales y
dos comedias. Interesa El divino Narciso, con su combinación de mito griego y tema
bíblico, Cristo-Narciso y la similitud entre los ritos de Huitzilopochtli y la eucaristía.
Asimismo, llama la atención la irónica composición al estilo calderoniano, Eos empeños
de una casa y la modernidad del saínete entre el segundo y tercer actos de esta obra,
donde los cómicos que la interpretan se burlan de los fallos de su autora. Indiscutible
escritora mayor de la literatura latinoamericana de todos los tiempos; sin hipérbole,
un genio.
Otra monja ilustre sobresalía en los albores del setecientos, la neogranadina Sor
Francisca Josefa del Castillo, más conocida por la Madre Castillo, que sorprendió
—dado su aislamiento de clarisa— con dos obras claves para conocer la religiosidad
de su fe y la realidad de una época, Vida y Afectos espirituales. Penetrante y expresiva
prosa de estados de ánimo beatíficos y éxtasis ascético, que le ha ganado el título de
la mística de nuestras letras. Del resto de la literatura religiosa, escrita por mujeres,
merece destacarse Riego espiritual para nuevas plantas de la colombiana Madre María
Petronila Cuéllar, aunque la suya fuera más obra para adoctrinar a sus novicias que
literatura.
La independencia de España y la constitución de las repúblicas abrían un siglo
pletórico de posibilidades para los eufóricos latinoamericanos del XIX. La actividad
literaria no podía ser ajena a esos sentimientos, que encuentran en el romanticismo el
estilo correspondiente. La mujer criolla se duplica en la incorporación a la profesión
de las letras. Bajo el ambiguo signo de la influencia neoclásica y el ánimo romántico
escribe sus versos, Canto fúnebre a la muerte de Diego Portales, en 1837, la primera poetisa
chilena, Mercedes Marín. Con sencillez de poeta hondamente lacerada, la boliviana
María Josefa Mejía construía la elegía de sí misma, en Ea ciega. Más osada y
armoniosa, otra boliviana, Adela Zamudio, lograba su hermoso libro de poemas en
epístolas, Intimas. El trágico final de la ecuatoriana Dolores Veintímilla avalaba su
arrebatado lirismo contra el medio social que la hostigaba, en A mis enemigos, y Quejas.
Elegiaca impresionante, la cubana Luisa Pérez de Zambrana expresaba su dolor por
los familiares desaparecidos, con especial sentido poético de la soledad, en Ea vuelta
al bosque. Salomé Ureña de Henríquez resultaba una de las poetisas más preciadas de
la historia dominicana, gracias a su elevado tratamiento de temas civiles y patrióticos
—Ruinas, Ea fe en el porvenir—, y su exaltación del hogar y la familia, El ave y el nido.
Otras románticas consignables son la panameña Amelia Denis y la salvadoreña Ana
Dolores Arias, la mexicana Laura Méndez, y la revolucionaria puertorriqueña que
vivió en Cuba, Lola Rodríguez de Tió.
La prosa romántica facilitó la diversificación del género. Apareció la escritora de
crónicas de viajes con la Condesa de Merlín, Mercedes Santa Cruz, quien redactaba,
desde París, sus memorias sobre La Habana natal. Con las argentinas Juana Manuela
Gorriti y Juana Manso se presentaba la novela de carácter histórico y político.
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Ambas se referían a la dictadura del general Rosas en La hija del ma^prquero, y Los
misterios del Plata, respectivamente. También la Gorriti se incluía en el movimiento
indianista con sus poetizaciones novelescas, El tesoro de los Incas, y El po%p de Yocci.
Otras dos argentinas, Rosa Guerra y Eduarda Mansilla, insistían en el tema indígena
imaginando el idílico romance entre Lucía de Miranda y su raptor aborigen. Tocaba
a la boliviana Lindaura Anzoátegui iniciar un nuevo aspecto del tema indio, en
Huallparrimachi, con el partidario de las ideas independentistas. También figuraba
entre los iniciadores del costumbrismo su obra Cómo se vive en mi pueblo, de 1892. Pero
la más significativa novela de corte indigenista resultaba Ave sin nido, de la peruana
Clorinda Matto —publicada en 1889—, por su enérgica acusación contra la condición
de explotados de sus protagonistas, que la convertía en precursora de la novela
moderna de contenido social. Obras suyas son también Tradiciones cu^queñas, que no
son tan logradas como las de Ricardo Palma, y una biografía de El Lunarejo, además
de otras novelas y relatos. Su compatriota, Mercedes Cabello, denunciaba la corrup-
ción de la alta sociedad limeña en Blanca Sol, que ampliaba al ámbito de la vida rural
en Las consecuencias, con un romanticismo que evolucionaba abiertamente hacia el
naturalismo. Todavía bien adentro del siglo XX hallaremos novelistas de corte
romántico, como la mexicana María Enriqueta, con su Jirón de mundo, de 1918, al estilo
de las narraciones sentimentales de las hermanas Bronté. La autobiografía y la historia
fueron otras de las modalidades de la prosa ejercidas por mujer. Marietta Veintimilla
se distinguía por sus Páginas del Ecuador, y la cubana Aurelia Castillo, por sus estudios
de los escritores contemporáneos.
El teatro comparecía lastrado de elocuencia y propensión al melodrama, carente
de originalidad y verdadera grandeza románticas, además de ser de reducida produc-
ción en comparación con la novela y la poesía. Los deudos reales, de Carmen Hernández,
con asunto y personajes de tragedia griega y tratamiento romántico, inauguraba el
teatro puertorriqueño, en 1846, cuando todavía la Isla, a diferencia de los restantes
países del continente, a excepción de Cuba, permanecía colonia hispana. El drama
histórico La cru% del Morro, con reminiscencias del teatro clásico español, era la
contribución de otra boricua, María Bibiana Benítez. Cabía a una guatemalteca,
Vicenta Laparra, ser la primera escritora de teatro de la región centroamericana, con
el estreno de la obra Ángel caído, en el año 1888; título de tan evidente melodramatis-
mo como los de sus piezas posteriores: La hija maldita, y Los la%ps del crimen. Queda
la noticia, antes de terminar el siglo, de la existencia de dos autoras de comedias en
Ecuador, la guayaquileña Carmen Pérez y la quiteña Mercedes González, de quien se
conserva la pieza Abuela.
Sería Gertrudis Gómez de Avellaneda el símbolo más genuino de la centuria
literaria decimonónica latinoamericana. Con su magnética personalidad y múltiple
talento, igualmente brillante para los géneros poético y narrativo como para el
dramático, creó la literatura, hecha por mujer, más acabada y meritoria de su tiempo.
De naturaleza violenta, supo, no obstante, lograr la serenidad de espíritu suficiente,
gracias a una esmerada educación en las normas de los clásicos, para moldear sus
pasiones en arte. Lírica de resonancias tales que apenas asomada a la juventud se
despedía de la patria con un soneto, Al partir, de cincelada creación, la criolla acertó
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en cuanta poesía diferente abordó. La añoranza de la tierra natal le inspiró composi-
ciones antológicas: A un jilguero, La pesca en el mar, A la muerte de Heredia, Vuelta a la
patria, y fragmentos de la oda A Su Majestad la Reina Isabel, sobre todo luego de los
arreglos que le hiciera durante sus años de regreso a Cuba. El amor fue tal vez su más
constante motivo poético y a través del cual mejor expresó la variedad de sentimientos
humanos. Recordemos la vehemencia de A él, la agonía de Amor y orgullo, el fatalismo
de Al destino, La pesadumbre, en Elegías; el fervor religioso de La cru%, y el artístico, en
Al genio poético. Y también a sus ansias de perfección estilística, proporcionadoras de
sus poemas centrales, Soledad del alma, y La noche de insomnio y el alba, por las métricas
y ritmos nuevos que proponen. Invenciones poéticas que, por un lado, la emparentan
con Sor Juana y, por otro, la acercan al modernismo. En el teatro, sus triunfos serían
aún más frecuentes. Escribió más de veinte piezas, entre originales y refundiciones; la
mayoría, de vigorosa construcción e impactantes asuntos. Descolló tanto en la
tragedia, el drama romántico, como la pieza de factura clásica. Entre las más notables
figuran Munio Alfonso, Saúl, y la soberbia creación de Baltasar. Resultó insospechable
autora de eficientes comedias, fuera poética (La hija de las flores), de intriga (La verdad
vence apariencias), de enredos (Oráculos de Taha), de denuncia (Los tres amores), o de
equivocaciones (El millonario y la maleta). A pesar de que en la novela no alcanzaba
el nivel indicado en los anteriores géneros, al menos obtenía con las que escribió el
mérito de prioridades temáticas: Sab, de 1841, quedaba registrada como la primera
novela antiesclavista de América, y Guatimo^ín, de 1844, disfrutaba de la misma
primacía entre los indianistas. Otras: Espatolino, Dolores, Dos mujeres, y la fantasía
histórica El artista barquero, no llegaban a la altura de las mencionadas. De los relatos
que denominó leyendas interesan, en especial, dos: El aura blanca, tomada de una
tradición cubana, y El cacique Turmequé, versión de una crónica incluida en El Carnero,
del colombiano Rodríguez Freile.
Se cerraba el siglo XIX con la preponderancia modernista, que duraría dos decenas
de años más dentro del XX. Las escritoras de entonces hallaban en la lucha del
movimiento feminista por la liberación de la mujer sus temas entrañables. Delmira
Agustini, desde Uruguay, se convertía en el foco poético del continente con su
vibrante y sincero canto al amor libre de las trabas morales y sociales que lo
transformaban en un hecho casi pecaminoso. Desde sus conmovedores poemas de El
libro blanco, de 1907, hasta los más intensos, misteriosos, de erotismo, de la obra
postuma, Los astros del abismo, de 1924, la poetisa fulguraba entre las mejores del
mundo. De matices más complejos, expositora de una sensibilidad hermética, la poesía
de su compatriota, precursora del modernismo, María Eugenia Vaz Ferreira, se
desarrollaba como producto de una dignidad que desprecia la codicia de que es objeto.
Sus versos se apretaban en la colección, posterior a su muerte, La isla de los cánticos.
Otra notable poetisa, la cubana Juana Borrero, fatalmente desaparecida antes de
cumplir los veinte años, clamaba en escéptico y entristecido tono, en su perfilado
soneto Ultima rima, por el amor exento de materialismos. Y otras no menos
características de los ideales modernistas eran María Cruz, de Guatemala; Rosa Umaña
Espinoza, de Nicaragua; Lola Taborga, de Bolivia; Winnet de Rokha, de Chile, y las
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cubanas Mercedes Matamoros, María Villar Buceta, y Emilia Bernal, quien evolucio-
naba hacia más dinámicas y avanzadas fórmulas poéticas.
Matizada de cierta experimentación naturalista, la novela de este período giraba,
aunque fuera costumbrista o histórica y de involucración social, hacia la penetración
y comprensión sensibles de la realidad. La costarricense Carmen Lyra, militante
revolucionaria, hallaba en sus narraciones de folklore Las fantasías de Juan Silvestre y
en Los cuentos de mi tía Panchita, para niños, sus libros más populares. María Fernández,
también de Costa Rica, incursionaba por el camino de la novela indigenista con Zulai
y Yonta, sobre los orígenes y las luchas de las razas aborígenes.
La dominicana Virginia Elena Ortega alternaba la novela realista con el cuento
acerca de mitos, como Los diamantes, mientras la puertorriqueña Ana Roque mezclaba
temas de costumbre con asuntos sociales. La chilena Inés Echevarría cultivaba los
relatos de viajes, Hacia el Oriente, y de evocaciones históricas. Ninguna prosa, sin
embargo, definía como la de la venezolana Teresa de la Parra los nuevos tratamientos
que transformaban a la novela hacia la óptica, cada vez más íntima y psicológica, de
los vanguardistas. A través de estilo de confesiones, su Ifigenia (1924) mostraba la
destrucción de la vieja sociedad aristocrática, con un uso protagónico del tiempo,
como amable y a la vez mortífero vengador de la injusticia social que padecía la mujer.
El paisaje, la hacienda de cañas, cobraban un valor de atmósfera decisiva en Las
memorias de Mamá Blanca (1929), como agentes primordiales en la melancolía e ironía
de sus personajes. Eran, además, obras ingeniosamente narradas en lenguaje de
metáforas. Aunque con posterioridad a De la Parra, de quien fue entrañable amiga, la
cubana Lydia Cabrera abordó con gran fortuna el tema afrocubano en su excelente
libro Cuentos negros de Cuba (1940).
El vanguardismo, que cristalizaba en los años posteriores a la primera guerra
mundial y extendía su influencia hasta la segunda, apelaba a una literatura de creación
más libre, más americana y sencilla, donde cualquier manifestación de «ismos» pudiera
contener la violencia y resquebrajamiento de aquella actualidad. A la poesía de la
liberación de la mujer a través del amor preconizada por la Agustini, aportaron nueva
vitalidad Juana Ibarbourou y Alfonsina Storni. La uruguaya celebraba efusiva su
condición de ser natural emparentado con todo lo viviente y se regocijaba de
vegetaciones y animales en Las lenguas de diamante y Raíz salvaje (1920) con versos
fáciles y sensuales. Estas sensaciones devenían amargas ante el paso destructor de los
años, en La rosa de los vientos (1930) y Perdida (1950), obras marcadas por el consumo
de imágenes y los cambiantes ritmos de los superrealistas. La argentina planteaba una
poesía más combativa y determinadora de la situación humillante de la mujer respecto
al hombre. La desilusión ante el objeto amado, no obstante su hambre de amor,
producía el tono desdeñoso e irónico de Ocre (1925) y la victoria sobre él, en sus
últimos libros Mundo de siete potaos (1934) y Mascarilla y trébol (1938), el
desconsuelo del triunfo conquistado a costa de los propios deseos, expresado en
ritmos duros, imágenes oscuras, obsesiones torturantes que la guiaron al suicidio. Un
conjunto de poetisas puertorriqueñas respondía a la línea trazada por las suramericanas
con libros apreciables, el conmovedor Poema en veinte surcos de Julia de Burgos, el
erótico Trópico amargo de Clara Lair, las reveladoras Canciones en flauta amarga de
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Carmen Alicia Cadilla y la otra posible pasión de amor a la patria en Carmelina
Vizcarrondo.
La poesía del gran amor iba a brotar de una voz más equilibrada en la angustia,
cuajada de términos provincianos que no temía emplear —hija legítima de su
momento literario— en metáforas, aparentemente agria, pero terriblemente tierna para
describir la desesperación por el amado perdido y la naturaleza tímida y compleja de
la propia personalidad: la chilena Gabriela Mistral atraía la atención mundial con su
libro Desolación (1922). Alma profundamente martiana, su ineludible vocación de amor
no se frustró en el fracaso personal, al contrario, floreció en la causa de la justicia
social, el amor a los humildes, a los angustiados, a la madre y en especial a los niños
para quienes escribió rondas, cuentos, canciones: Ternura recogía esa entrega amorosa
a la humanidad. Su último libro, sin embargo, Lagar (1954), preconizado en los hoscos
versos de Tala, resultaba de pertinaz dureza, poemas casi en prosa, donde la muerte
era el motivo y el amor a la tierra y a los hombres chilenos la razón de su vida. Premio
Nobel de Literatura, 1945, la maestra del valle de Elqui contaba entre sus méritos
—como Martí, aliento espiritual de su otra y a quien tanto amaba («el hombre más
puro de la raza», lo llamó)— la representación de la literatura mestiza, aquella que en
poesía le otorga carta de ciudadanía americana al romance español. No pocas escritoras
siguieron su rastro poético en el continente. Asimismo maestra, María Olimpia de
Obaldía, desde su tierra natal de Panamá, alababa el amor conyugal y maternal en sus
libros Orquídea y Breviario lírico, o escribía poesía infantil. Otra chilena, María Monvel,
hacía suyos los versos sencillos de Desolación en sus poemas a la ternura y el hogar.
Y aun la poesía fantasiosa y de plancenteras evocaciones de la salvadoreña Claudia
Lars, así como la desesperanzada religiosidad de la uruguaya Clara Silva o el goce
metafórico de su compatriota Sara de Ibáñez, hasta la misma poesía política de la
peruana Magda Portal, estaban impregnadas de grandeza lírica y humana.
Semejantes empeños de revelación y originalidad suscribían la novela al ámbito de
la poesía, inclusive en las de acento más realista. Un grupo numeroso de narradoras
chilenas y argentinas aparecía en los años de entreguerra, cuyas variantes de
psicologismo, mitificaciones, invenciones, podrían concretarse en dos de sus más
significativas representantes. María Luisa Bombal, de Chile, resultaba la de obra más
importante, con lúa última niebla (1934) y La amortajada (1941). Novelas donde la
decadencia de la alta burguesía chilena se reflejaba en un plano oscilante entre la
realidad y el ensueño, interpretación poética y psicológica de los protagonistas y
víctimas de la catástrofe, que la agudeza de su autora revestía de fascinación. Norah
Lange, de Argentina, procedía de las filas ultraístas, concentradas alrededor de la
revista Martín Fierro, y como tal sus novelas estaban permeadas de formas fantasiosas:
mágica invocación de personajes. Personas en la sala, proyección de la propia
destrucción en los objetos, Los dos retratos. Otras muestras se producían en diferentes
países del continente. Antonia Palacios, de Venezuela, con Ana Isabel, una niña decente,
retomaba el tiempo impresionista de su antecesora, Teresa de la Parra. La peruana
María Rosa Macedo matizaba de expresionismo su YLastrojo y Rosa Arciniega, también
peruana, avanzaba, en su Engranajes, hacia la simbolización de los conflictos colectivos.
Yolanda Oreamuno, de Costa Rica, condicionaba el tiempo a la fluencia psíquica^su
La ruta de su evasión. La cubana Dulce María Loynaz poetizaba su absorbente Jardín.
Gisela Zani, de Uruguay, fantaseaba la crítica de la sociedad con Por vínculos sutiles.
De temas más ceñidos a una realidad concreta, Nellie Campobello ofrecía una
sorprendente visión ultraísta de la revolución mexicana en Cartucho de 1931. La chilena
Marta Brunet ensayaba el criollismo psicológico con su estilizada novela de la vida
campesina, María Nadie, entre otras varias de temas parecidos. La hondurena
Argentina Díaz Lozano escribía su novela Mayapán, donde intentaba reconstruir el
mundo maya. La dominicana Virginia Peña volvía por la novela indianista con Toeva.
Las cubanas Dora Alonso y Rosa Hilda Zell se distinguían en el tema campesino, la
primera con la novela Tierra adentro, la segunda con fábulas y cuentos de animales,
como Suite Guajira, mientras Ofelia Rodríguez Acosta insistía en los temas feministas
y Renée Méndez Capote publicaba, un poco tardíamente, su evocación de costumbres
La cubanita que nació con el siglo. Y la panameña Luisita Aguilera Patino novelaba la
historia.
El ensayo, la crítica y la investigación literaria comenzaron a ser géneros
frecuentados por la mujer de letras. La argentina Victoria Ocampo representaba la
corriente esteticista de América, que aupaba desde la dirección de la espléndida revista
Sur y apoyaba con la publicación de su libro Testimonios, en el que recogía sus
impresiones y conversaciones con los más connotados intelectuales europeos de su
época. Entre otras ensayistas argentinas se destacaban María Rosa Lida, Ana María
Barrenechea, Hortensia Lacau. Por otra parte, el estudio sobre distintos aspectos de
la literatura indigenista producía libros de perdurable valor como La novela indianista
en Hispanoamérica de la puertorriqueña Concha Meléndez y El indio en la poesía de
América Española de la argentina Aída Cometía Manzoni. La investigación en las
literaturas nacionales originaba una serie de trabajos interesantes, como El jíbaro en la
literatura de Puerto Rico de Ana Margarita Silva y Diccionario de literatura puertorriqueña
de Josefina Rivera, además de los numerosos aportes en la misma isla caribeña de
Margot de Arce y Nilita Vientos Gastón, desde la dirección de la revista Asonante, a
causa de la cultura latinoamericana. En México aparecía el libro de Joaquina Navarro
La novela realista mexicana, Abigail Mejía publicaba una historia de la literatura
dominicana y Dora Pérez, en colaboración con Manuel Zarate, daba a conocer La
décima y la copla en Panamá. La cubana Mirta Aguirre, de incursiones poéticas y extensa
labor crítica, se insertaba a la prosa ensayística con La obra narrativa de Cervantes y su
recién premiado estudio sobre la vida, creación y agonía de Sor Juana Inés de la Cruz.
En teatro, el número de dramaturgas crecía con la contemporaneidad, a pesar de
que la mayoría igualmente pudiera ser calificada como novelista o poeta, pues se
movían con la misma facilidad en los diversos terrenos de la literatura. El grupo más
nutrido brotaba en México. María Luisa Ocampo abogaba por la reivindicación de la
mujer (La casa en ruinas, La jauría), o ensayaba el tratamiento de ciertos conflictos
sociales a través de asuntos campesinos (Al otro día). Catalina D'Erzell, de franca
inclinación al melodrama, escribía más de doce obras sobre problemas femeninos,
como Maternidad, que obtuvo en el año 1937 más de cien representaciones. Julia
Guzmán provocaba el escándalo con sus libres temas sobre la mujer (Divorciadas, La
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casa sin ventanas). Concepción Sada recogía el tema femenino con marcado acento de
desengaño (Un mundo para mí). Otras hay, como Magdalena Mondragón, que
insertaban un aire de sensualidad a sus imaginaciones (La tarántula) o que asumían,
como Margarita Urueta, el tono irónico para abordar lo tradicional (Ave de sacrificio).
De más reciente actualidad, Luisa Josefina Hernández (Los sordomudos) y María Luisa
Algarra (La primavera inútil) evidenciaban gran preocupación por la aplicación de
nuevas técnicas a sus versiones teatrales de la realidad mexicana. Un experimento,
aunque fugaz, sumamente interesante, se derivaba de las dramatizaciones de corridos
mexicanos (Elena, la traicionera) de Isabel Villaseñor. Tampoco eran pocas las
escritoras chilenas que se empleaban en el teatro. Luisa Zanelli llegó a escribir hasta
30 piezas. Gloria Murena era conocida por sus diversas comedias. La novelista
Magdalena Petit trasladaba sus fantasías históricas a la escena (La Quintrala) o
imaginaba la de Kimeraland. Dinka de Villarroel estrenaba Campamentos sobre la
corrupción sindical, con severo control del lenguaje. María Asunción Requena se
refería en sus dramas al pasado histórico, mientras Isidora Aguirre, luego de sus éxitos
con la comedia musical La pérgola de las flores, apuntaba hacia un teatro de la épica
nacional en Los que van quedando en el camino. En Paraguay se producía un caso único
con Josefina Pía, quien, en colaboración con Roque Centurión, escribía el drama
Desheredados acerca de la guerra del Chaco, así como María Inmaculada —entre otras
sobre la mujer—, y el libreto en guaraní para la ópera nacional Parasy, además de la
farsa Una novia para José Vai (el feo), de propia producción. Entre las dramaturgas
cubanas prevalecía el tema femenino. Renée Potts aportaba una escéptica y poética
versión del caso con sus comedias Cocoa en el Paraíso y Domingo de Quasimodo. Nora
Badía estrenaba su monólogo de sustancia psicológica Mañana es una palabra. María
Alvarez Ríos se revelaba como una comediógrafa de prolija acción, al igual que
Adelaida Clemente en el drama. Hilda Perera producía por entonces sus tiernos relatos
contra la discriminación racial Cuentos de Apolo. Zona teatral importante, Venezuela
tenía en la novelista Lucila Palacios una dramaturga de leyendas (Orquídeas acules) y
de cuentos infantiles. Y en la escritora Ida Gramcko, notable poeta y narradora, una
autora de dramas en verso (María Lion^a, La hija de Juan Palomo). De Argentina,
María Luz Regás, Pilar de Lusarreta y Alcira Olivé se unían con éxito a la abundante
corriente de la comedia de pasatiempo; Graciela Tesaire recibía premio por Ráfaga; la
Comedia Nacional lanzaba la obra de Malena Sandor; Haydée Ghío y Marisa Serrano
debutaban en el «teatro polémico» de Barletta; María Luisa Rubertino, Virginia
Carreño y Martha Gavensky surgían de la escena independiente, y últimamente María
Escudero, en la provincia de Córdoba, discurría sobre teatro colectivo.
De nuestra más cercana actualidad todavía habría que mencionar algunas de sus
muchas y valiosas escritoras. La mexicana Rosario Castellanos, poeta (Lívida lu%),
narradora (Balún Cañan), dramaturga (Salomé). La uruguaya Idea Vilariño, conmove-
dora voz de dolor y muerte (La suplicante). La cubana Fina García Marruz, sensible
poetisa de las cosas amadas (Las miradas perdidas). La salvadoreña Claribel Alegría,
lírica esencial (Vigilias). La paraguaya Carmen Soler, combatiente de la poesía social.
La argentina Beatriz Guido, sobresaliente novelista de la decadencia política y moral
de la oligarquía bonaerense (Fin de fiesta). Y tres escritoras del nuevo género
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relato-testimonio: la brasilera Carolina María de Jesús, con Lafavela; la cubana Aída
García Alonso, con Manuela, la mexicana, y María Esther Gilio, con su documento La
guerrilla tupamaro.
NATI GONZÁLEZ FREIRÉ
Calle Cero, pj, apto. j-B.
e¡ } . a y ;.", Miramar.
LA HABANA. Cuba.
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