Antología - Paloma Gonzalez
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Antología - Paloma Gonzalez
Prácticas de Lenguaje II
Mitos
El hain. La pelea del Sol y la Luna
Los selk’nam, hombres de pie. Antiguos moradores de la Isla de la Tierra del Fuego.
Adoradora de Krak y Kren, el Sol y la Luna. De generación en generación y durante
siglos cumplieron un ritual, el hain, que cuenta la eterna lucha entre el Sol y la Luna.
Los selk’nam, pueblo violentamente exterminado alguna vez contaron así:
En el principio de los tiempos, las mujeres selk’nam eran las que mandaban. Varios
meses al año se reunían en la Gran Choza, un lugar sagrado al que solo ellas podían
entrar para realizar sus ceremonias.
Cuenta el mito que las mujeres necesitaban comida para calmar el enojo de Jalpen, la
diosa de las profundidades, que si no era alimentada amenazaba con terminar con la
vida de todas ellas. Krah, la Luna, lideraba este grupo de mujeres.
Los hombres de la tribu estaban asustados por la amenaza de Jalpen y tenían miedo
de perder a sus mujeres. Entonces trabajaban más de lo posible para contentar a la
diosa, que con sus rugidos subterráneos estremecía la tierra.
El propósito de las mujeres era asustar a los hombres para tener más poder sobre
ellos. Cuando se reunían en la Gran Choza se burlaban, comían la carne destinada a
Jalpen y disfrutaban del engaño.
Una tarde, mientras Kren, el Sol, estaba cazando, se acercó a la Gran Choza y
escuchó las risas de las mujeres; un poco más cerca, se esforzó por comprender lo
que las mujeres decían y descubrió el gran secreto.
- Cada estrella es uno de nuestros abuelos, que ahora cazan avestruces en los
cielos.
Y se consolaban por las noches con esa luz buena, pero insuficiente para no temer a
la oscuridad.
¡Con qué alegría recibían al Sol! ¡Qué fiesta cada amanecer! Las sombras se
desvanecían, todo se volvía luminoso. El Sol y la Luna eran los dioses preferidos, por
eso los llamaban Padre y Madre.
Pero no todo lo que era luminoso era bueno. El dios Cheruve era de enojarse mucho
y cuando eso ocurría, los volcanes se despertaban, y ríos de lava calcinaban las
pendientes.
Pero hubo un atardecer diferente, porque en el horizonte apareció una estrella con
una larga cola dorada. Asustados, hombres y mujeres, abuelas y nietos se fueron a
sus cuevas.
Y pronto descubrieron que podían cocinar sus alimentos. Una anciana sabia dijo:
- Nuestros abuelos estrellas nos han enviado un gran regalo: la piedra del fuego.
Así fue como los mapuches nos cuentan cómo descubrieron el fuego, gracias a una
piedra que se llama pedernal y que echa chispas cada vez que choca o se frota con
otra piedra.
Leyendas
El Picaflor (adaptación Silvia Schujer)
Esto pasó hace mucho. Cuando el mundo era tan nuevo que las personas aún no lo
habitaban. Sí, en cambio, los ríos y los arroyos. Las montañas y las piedras. Las flores
y los animales. ¿Todas las flores? Sí, todas. ¿Todos los animales? No, todos no. Había
peces y sapos. Iguanas y abejas. También había pájaros, muchos pájaros. Pero no
como los conocemos ahora. Porque aunque ya tenían alas para volar y voces con que
trinar, todavía eran de un mismo y único color: marrones como la tierra.
Así decían los pájaros hasta que una mañana decidieron hacer un viaje al cielo y
pedirle a Inti –el Sol- que les pintara las plumas con los mismos colores que había
usado para las flores. Reunidos en bandadas, igual que abanicos abiertos, los pájaros
iniciaron su viaje bien temprano para volver antes del anochecer. No todos formaron
parte de la expedición. Los horneros se quedaron en la tierra para seguir trabajando.
Las calandrias, para cantar. ¿Y unos que se llamaban tumiñicos? Los tumiñicos se
quedaron en la tierra porque eran tan chiquititos que jamás hubieran llegado hasta el
Sol. Se quedaron volando bajito, inquietos y livianos como la brisa. Andando nerviosos
de una flor a otra flor. Pero el día pasó y los viajeros no volvieron. Llegó la noche y
tampoco.
¿Qué había pasado en el cielo, tan cerca del reino del Sol?
- ¡Pobres criaturas! –dijo Inti cuando vio a los pájaros que volaban hacia él-. ¡No
deben llegar hasta mí! ¡Mis rayos los van a quemar!
Entonces reunió a las nubes. Les ordenó que los escondiesen y les pidió que hicieran
caer una lluvia copiosa justo ahí, donde los pájaros que habían ido a buscarlo no
paraban de volar. Apenas los viajeros aterrizaron en un claro para guarecerse, Inti hizo
que las nubes se abrieran de golpe y sus rayos dibujaran en el cielo el más
maravilloso arcoíris que jamás se hubiera visto.
Atraídos por la intensidad de esos colores, los pájaros volaron hacia el arco y en él se
posaron para teñir sus plumajes. Unos metieron el copete en la franja roja, otros se
bañaron en el amarillo. Cada cual eligió los colores que quiso para sus plumas y por
fin, hermosos y brillantes, emprendieron el regreso.
Llegaron una mañana y los silbidos y gorjeos de alegría volvieron a llenar el bosque.
Entre tanto barullo y colorido –pájaros que llegaban, pichones que los recibían-, nadie
se dio cuenta de que los tumiñicos no estaban. ¿Adónde se habrían metido? ¿Por qué
no se sumaban a la fiesta? Eso piaban las multitudes cuando, de pronto, en un
rapidísimo e incesante aleteo apareció uno de ellos. Al verlo, de todos los picos brotó
la misma exclamación:
Unas flores vinieron en su ayuda: -Ustedes querían los colores –dijeron las flores a los
pájaros- y viajaron hasta el arcoíris. Pues nosotras queríamos volar –explicaron- y
elegimos a los tumiñicos. Les pusimos nuestros colores a sus plumas y desde
entonces volamos en ellas. El pajarito, que hasta ese momento no sabía de sus
cambios, fue a mirarse en el agua de un arroyo y se encantó. Y así, suspendido en el
aire con gracia, inventó su nombre: pica pica picaflor.
- ¿Para qué voy a coserla? -se dijo-. Total, pronto vendrá el verano y no me hará
falta.
Y no la cosió. Pasó el tiempo. Llegó el invierno y necesitó la manta para cubrirse, pero
estaba tan rota que el frío se metía por los agujeros y ella, tiritando, dijo:
- La coso mañana.
- La coso mañana.
Y así, dejando el trabajo para el otro día, la manta se le hizo hilachas. Una noche tuvo
que ir a cobijarse en el hueco de un árbol.
- Qué lástima -dijo-. Si hubiese cosido mi manta, tendría con qué taparme ahora.
Cuentos de maravilla
La princesa y el guisante (autora de esta versión: Maria
Cristina Ramos)
Esta es la historia de una princesa y un guisante. Todo guisante es una semilla; toda
semilla es un pequeño mundo. En las semillas todo es posible, en su interior se puede
bailar, volar y vivir en el corazón de una flor. En sus veredas redondas crece la
primavera, pero muchos de sus caminos dan al invierno. El invierno de las semillas es
un paisaje inmóvil, sin color ni viento. A veces desde la semilla llegan voces, gotas de
conversaciones. Son los seres que alguna vez entraron en ellas y no han encontrado
todavía la puerta para regresar.
Todo esto sabía la princesa, que venía abriéndose paso en la tormenta; tenía que
llegar al palacio que estaba en la cima de la montaña.
En ese palacio, que veía ya a través de la lluvia, vivía un príncipe en edad de casarse.
Ella lo había cruzado varias veces en los caminos y se había vuelto a mirar su espalda
de gigante desorientado, sus pasos de solitario.
Era el príncipe del Reino de Nomeolvides, y sus padres, ya ancianos, querían que se
casara para que continuara con el reinado.
— Queremos que elijas a una verdadera princesa —le habían dicho.
Él, no del todo convencido, fue llevando a palacio a las jóvenes más bellas de las
cercanías para someterlas a la mirada de los reyes. Pero unas por altas y otras por
pequeñas, algunas por bochincheras y otras por tímidas, algunas por descuidadas y
privadas de elegancia, ninguna consiguió la aceptación de los reyes. Así, todas
debieron volver a sus hogares con un puñadito de monedas de oro y algún sombrero
de tafetán como agradecimiento y pasaje hacia el olvido.
El príncipe entonces decidió partir hacia los reinos vecinos y continuar con la
búsqueda. Se vistió con ropas sencillas tomadas del cuarto de los jardineros para no
llamar la atención y mezclarse entre la gente sin ser reconocido, cargó su morral con
lo que creyó necesario, montó su caballo blanco y partió.
Galopó a través de la lluvia durante mucho tiempo hasta que el hielo vidrió los caminos
y el aire era tan frío que congelaba sus pestañas. Buscó entonces refugio en una casa
del bosque.
En la casa vivía una anciana que lo recibió con una sonrisa. El resplandor del fuego de
la cocina se desplegaba como un reino. Con el crepitar de los leños, pudo recuperar el
calor y sonreír. La sonrisa del príncipe no aparecía muchas veces porque quedaba
siempre debajo de su preocupación.
El pan estaba horneándose y despedía un aroma que flotaba y, en dibujos de vapor,
empañaba las ventanas. El príncipe nunca había estado en una casa tan pequeña ni
había visto ventanas tan diminutas, ventanas que bajo las enredaderas se abrían
como los ojos de los cervatillos.
—¿Qué busca en mitad del invierno? —le preguntó la anciana.
—Busco a una princesa para casarme —le respondió.
—Qué pena —dijo ella—. Hace algunos meses pasó una por aquí.
La mujer compartió con él el pescado casi transparente que había cocinado y una
montañita de papas.
Luego el príncipe se quedó dormido; la anciana lo protegió con una manta tejida por
ella. Él soñó con una princesa envuelta en una túnica del color del mar. Durmió un
tiempo incontable y al despertar se despidió y siguió camino.
Al atardecer de ese día llegó a la plaza de un reino vecino, donde algunas jóvenes
paseaban juntando caracolas sin memoria y buscando el sol. Pasó a su lado
mirándolas una por una. Se sentía confundido. Cómo saber si alguna de ellas era una
princesa verdadera. De lejos llegaba una canción que decía:
Del día y de la noche
nace el agua;
del día y de la noche,
los caminos.
Nada ve y nada encuentra
el que no sabe.
Nada ve y nada encuentra
el peregrino.
El príncipe rodeó la plaza al paso de su caballo tratando de encontrar a la dueña de la
voz, pero no la encontró. Entonces buscó otra vez el camino y galopó hasta elsiguiente
reino. Allí, bajo un horizonte de castillos, había una feria. Los feriantes venían de otras
latitudes y hablaban idiomas extraños. Muchas jóvenes recorrían el lugar, algunas
ataviadas bellamente. Seguramente entre ellas había princesas, pero ¿serían
verdaderas? ¿Debería mirar entre las que vestían con brillos y destellos? ¿O habría
que buscar entre las que tenían en sus ojos el suave temblor del bosque?
Se acercó a una y le pidió agua, pero la chica, distraída ante las telas bordadas en
hilos de oro que ofrecía un mercader, no escuchó su pedido. Otra derramó el agua
antes de servírsela y la tercera dijo que sabía de una vertiente a la que iban a beber
los enamorados. El príncipe cerró los ojos con esperanza, pero cuando volvió a
abrirlos, la chica ya no estaba. Decidió entonces ir a recorrer las islas cercanas.
Atravesó veloz el primer puente y llegó a un lugar tranquilo que lo llenó de
presentimientos, pero allí solo vivían parejas jóvenes que criaban a sus hijos
pequeños.
Cruzó el segundo puente y llegó a una isla donde todos dormían y solo los pájaros
volaban y alumbraban los árboles con plumajes y trinos. Se hubiera quedado ahí para
amansar su tristeza, pero siguió adelante.
Al atravesar el tercer puente vio a alguien con una túnica azul, alguien que caminaba
lento como si contara sus pasos. Al acercarse, ella alzó los ojos y lo miró como si lo
conociera. Fue un segundo apenas, como un suspiro de luz, pero en ese instante el
caballo se encabritó y partió al galope alejándolo irremediablemente.
En esa isla un anciano le preguntó:
—¿Qué busca? —Busco a una princesa para casarme —le respondió.
—Qué pena —dijo el hombre—. Hace algunas horas pasó una por aquí.
El príncipe se apeó para descansar y entonces escuchó a alguien que cantaba:
Del sol y de la sombra
nace el sueño,
del sol y de la sombra,
los olvidos.
Nada ve y nada encuentra
el temeroso; nada ve y nada encuentra
el distraído.
Mordido por la curiosidad, siguió otra vez el rumbo de la voz. Parecía venir del
bosquecito cercano. Avanzó al paso, la cola de su caballo dejaba un dibujo en la
suavidad de la arena. Se detuvo para escuchar mejor, pero solo los estorninos
conversaban con ese tejido de trinos que deja tan ajenos a los humanos.
La voz no se volvió a escuchar y él se sentía tan cansado que quiso volver. El invierno
estaba llegando nuevamente y quería descansar y protegerse antes de seguir con su
búsqueda.
Galopó desandando la distancia que lo separaba de su reino. Arriba los nubarrones
oscurecían el aire y se estiraban como dragones. Desde chico temía las tormentas,
aunque ahora no debía asustarse, se dijo, porque ya era un príncipe hecho y derecho;
pero igual su corazón –que no había crecido mucho– galopaba tanto como el caballo y
temía como si fuera el que años antes se volvía ovillo en su cama de principito.
Cuando finalmente entró al palacio, los truenos fueron más intensos y el viento azotó
los postigos de las ventanas del palacio.
Abrazó a sus padres y cayó rendido. Durmió durante horas. Soñó con una joven que, a
paso de paloma, se acercaba con un vestido de nube.
Y entonces alguien golpeó a la puerta. El príncipe se sobresaltó y se puso en pie,
confundido, creyendo que se apeaba de su caballo blanco. Dio una palmada cariñosa
a su almohada y recién entonces despertó por completo.
—¿Quién puede haber llegado a palacio en mitad de esta terrible tormenta? —
se espantó el rey.
—Buenas tardes —dijo alguien escurriendo su vestido maltratado por el
aguacero.
—¿Quién es usted? —preguntó la reina.
—Soy una princesa.
La hicieron pasar y trajeron muchas toallas para secarle la lluvia.
—¿Cómo puede una princesa atravesar la tormenta? —preguntó el rey.
—¡Qué lindos ojos tiene!—dijo el príncipe en voz baja.
—No solo atravesé esta tormenta —dijo la recién llegada—. También atravesé
el mar en una embarcación que naufragó cerca de la orilla. Tuve que nadar
para ponerme a salvo.
—Eso no es fácil de creer —dijo el rey.
—Tengo cómo demostrarlo, mi señor —dijo la recién llegada. Abrió su mano y
dejó ver algo como un corazón transparente—. Es ámbar, la semilla de luz que
solo crece en el fondo del mar.
—Hay una forma de saber si lo es —dijo, desconfiada, la reina, y lo sumergió
en una copa de agua con sal. El corazón flotó porque era de ámbar, la reina
asintió con una sonrisa y le ofreció hospedarse en el palacio.
La chica sacó varios peines de un morral y pidió subir hasta lo alto de la escalera. Allí
comenzó a desenredar su pelo, que fue cayendo en cascada por los escalones. Los
peines fueron desprendiendo gotas de lluvia y de mar y también unas cascaritas
sombrías que formaron un charco de misterio bajo el descanso de la escalera.
Solo una princesa podía tener un pelo tan largo y tan brillante, pensaba el príncipe
mientras la veía peinarse.
Esa noche, la reina, que no quería equivocarse con la recién llegada, decidió
someterla a una prueba. Preparó su cama con siete colchones y agregó varios
edredones más antes de tender las sábanas. Y en el colchón de más abajo puso un
guisante, redondo y pequeño como un pequeño mundo. Lo había cosechado de una
enredadera que crecía en el límite de las tierras oscuras.
El príncipe aguardó con impaciencia que amaneciera.
—¿Cómo ha pasado la noche? —le preguntó la reina al día siguiente.
—La verdad es que no muy bien —respondió la chica—, algo me incomodaba
terriblemente y casi no pude dormir.
La reina y el rey –que creían que un guisante es nada más que un guisante– se
alegraron y, convencidos de que era una princesa auténtica, animaron al príncipe para
que se casara con ella.
Pero el príncipe no confiaba demasiado en la opinión de su madre ni en la de su padre
y pidió esperar unos días.
Sumada a las costumbres de palacio, la chica conversó en las horas diurnas con la
reina y en las horas nocturnas con las chicas de la servidumbre. Pero cuando salía la
luna, subía a los balcones y allí conversaba largamente con el príncipe.
Una mañana se escapó hasta las caballerizas y acarició al caballo blanco, que la miró
como si la conociera. Entonces ella empezó a cantar:
Del sol y de la sombra
nace el verde,
del bosque y de la lluvia,
los perdidos.
Que se vuelva agua dulce
la tormenta,
que acaricie de amor
al peregrino.
Cuando el príncipe la escuchó, reconoció la voz que lo había cautivado en lejanos
caminos y recordó la mirada de la chica del puente. Entonces estuvo seguro y
tranquilo porque la conocía desde antes de su llegada y, desde antes, había soñado
con ella.
Y se casaron felices y felices vivieron. Y el guisante rodó por un camino de viento para
golpear a la puerta de este cuento.
Como el toallón gigante era enorme, muy enorme y muy grueso, la voz de Clarita
parecía la voz de un fantasma.
- SOOOOOOY INVIIIIIIISIBLEEEE.
- SOOOOOOY INVIIIIIIISIBLEEEE–decía Clarita y, mientras decía, subía y
bajaba los brazos por debajo del toallón gigante.
Y entonces Clarita se volvió invisible.
¿Cómo que no puede ser? Sí que puede ser. Y, si no, mirá: en este dibujo se puede
ver cómo Clarita se volvió invisible.
El toallón gigante sí que se ve, claro que se ve. Pero, si te fijás bien, vas a ver que,
debajo del toallón gigante, NO ESTÁN los pies de Clarita.
Y los pies de Clarita no están ¡porque Clarita se volvió invisible!
Entonces Clarita dejó el toallón gigante en el piso del baño, se puso sus chinelas con
dibujo de osito y corrió a mirarse en el espejo del pasillo.
(CHAP CHAP CHAP CHAP CHAP hacían las chinelas cuando Clarita corría.)
Cuando Clarita llegó a donde estaba el espejo se miró bien mirada. Se miró pero no se
vio, porque el espejo del pasillo estaba vacío. Solamente se veían, en el piso, dos
chinelas con dibujo de osito, que se movían cuando Clarita movía los pies.
Pero en el espejo no había pies de Clarita, ni piernas de Clarita, ni brazos de Clarita, ni
cara de Clarita. En el espejo no había Clarita. Y no había Clarita porque Clarita era
invisible.
Clarita se rió. A Clarita ser invisible le daba mucha risa.
Entonces Clarita corrió a la cocina.
(CHAP CHAP CHAP CHAP CHAP hacían las chinelas cuando Clarita corría.)
En la cocina estaba la mamá batiendo huevos para hacer una tortilla.
Como Clarita era invisible, la mamá no la vio entrar en la cocina. Y tampoco la vio
cuando Clarita se le puso bien adelante y empezó a hacer muecas con la boca, con la
nariz y con los ojos.
(Es seguro que la mamá de Clarita no la vio porque, si la hubiese visto, le habría
dicho:
–¿Qué hacés ahí desnuda, Clarita? Andá a ponerte el camisón que te vas a
resfriar.
Pero no le dijo absolutamente nada porque no la vio. Y no la vio porque Clarita era
invisible.)
A Clarita le daba mucha risa que su mamá la estuviese mirando y no la viese. “Le voy
a hacer un chiste”, pensó Clarita. Y agarró uno de los huevos que quedaban en la
huevera y lo levantó en el aire. Cuando la mamá de Clarita vio que uno de los huevos
de su huevera se ponía a volar y después se quedaba flotando en el aire, primero
abrió muchísimo los ojos, después abrió muchísimo más la boca y después dijo:
-UUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUY.
(Acá arriba hay un montón de “u” porque fue un “uy” muy largo.)
Y después de decir “uy” la mamá de Clarita tuvo que sentarse en el banquito verde
para no caerse desmayada. Entonces Clarita fue bajando de a poquito el huevo y lo
hizo aterrizar de nuevo en la huevera. Clarita se escapó riendo. Se reía mucho. A
Clarita ser invisible le daba mucha risa. Entonces corrió hasta el dormitorio, donde
dormía el hermanito.
(CHAP CHAP CHAP CHAP CHAP hacían las chinelas por el pasillo.)
El hermanito de Clarita era un bebé, así que dormía con chupete. Tenía los ojitos bien
cerrados y el chupete en la boca. El chupete se movía suavecito, suavecito. Clarita se
acercó despacio (CHAP y después CHAP hacían las chinelas) y de un solo ¡SAC! le
arrancó el chupete. Si te fijás bien en el dibujo vas a ver que el chupete está colgado
sólo del aire y que el bebé llora y llora muy fuerte. Y, si mirás mejor, vas a ver que en el
suelo hay unas chinelas con dibujo de osito. ¿Las viste? Bueno, es Clarita, la invisible.
El hermanito lloraba muy fuerte, como lloran los bebés cuando les arrancan de un solo
¡SAC! el chupete. Tan pero tan fuerte lloraba, que Clarita dejó el chupete en la cuna y
salió corriendo, tapándose las orejas.
Mientras corría se reía porque a Clarita ser invisible le daba mucha risa. Después
Clarita hizo muchas otras cosas de esas que hacen los invisibles. Le tiró de la cola al
gato y el gato no la vio pero hizo FFFFFF y los pelos de las orejas se le pusieron de
punta.
(CHAP CHAP CHAP CHAP CHAP se escapaba Clarita.)
Le desató el delantal a la mamá y la mamá no entendió por qué de pronto el delantal
se le caía al suelo.
(CHAP CHAP CHAP CHAP CHAP se escapaba Clarita, riéndose como sólo se ríen los
invisibles.)
Abrió la ventana de par en par y dos hojas amarillas entraron volando como pajaritos.
–¡Que viento tan terrible! –dijo la mamá, y corrió a cerrarla.
Y CHAP CHAP CHAP CHAP CHAP se escapaba Clarita con su risa.
Hasta que la mamá terminó de hacer su tortilla, se sentó en el banquito verde y dijo:
–Clarita, vení acá que tengo ganas de darte un beso.
CHAP CHAP CHAP CHAP CHAP corrió Clarita hasta el banquito.
–Acá estoy, mami.
–¿Dónde? ¿Dónde estás que no te veo? –preguntó la mamá.
–Acá, mami. Miráme.
–Pero, Clarita –dijo la mamá, muerta de risa–, yo te miro miro, pero no te veo veo.
–¿Veo veo? –dijo Clarita (Porque a Clarita le gustaban mucho los juegos).
–Bueno –dijo la mamá
– ¡Veo veo!
–¿Qué ves? –preguntó Clarita.
–Una nena.
–¿Qué nena?
–Mi nena.
–¿De qué color?
–De color Clarita. Con cachetes rosados y siete pequitas.
–¡Soy yo! –dijo Clarita.
Y Clarita ya no fue más invisible. Y la mamá le hizo cosquillas y le dio un besote.
–¡Qué suerte que te veo veo! –dijo la mamá–. Así puedo darte besos.
Y después la mamá dijo: –Ahora, Clarita, andá corriendo a ponerte el camisón que
te vas a resfriar. Y en este dibujo podés ver cómo Clarita salió corriendo de la cocina
para ponerse el camisón. Se ven las chinelas con dibujo de osito –¿las ves?– pero
también las piernas de Clarita, que corren rápido rápido,
CHAP CHAP CHAP CHAP CHAP.
Cuentos de aventura
Rebelión en el puchero - Silvia Schujer
Despacito, muy despacito para que el bebé no se despertara, María sacó la olla más
grande que había en la cocina y la llenó de agua. Lavó verduritas y las picó. Peló
papas, batatas, zanahorias. Cortó zapallo en trozos y desnudó de su disfraz de hoja
dos choclos tiernísimos. Sacó de la heladera unos huesos con carne que había
reservado para ese día y, tratando de que entrara, metió todo en la olla grande llena
de agua. Echó sal. Satisfecha con el puchero que habría de resultar, prendió una
hornalla, puso una tapa sobre la olla y la olla tapada sobre el fuego. Despacito, para
que el bebé no se despertara, María salió de la cocina hacia otra parte de la casa.
Todo parecía estar en calma. Pero de repente, un murmullo surgió de la cocina. Del
puchero, mejor dicho.
-No tengo espacio…-se oyó decir a una papa.
-La culpa es de los choclos -replicó una zanahoria. Y los choclos miraron
amenazadoramente a las pelirrojas mostrándoles uno a uno, todos los dientes de su
dentadura
-No tienen gusto a nada y se quejan -alguien dijo a las papas. Y las verduras volvieron
la vista a los zapallos, que, zapallos como siempre, intentaban refugiarse bajo la
carne. El parloteo fue subiendo de tono hasta que, como un terremoto o más bien una
tormenta venida desde el fondo, el agua empezó a hacer globitos. “Brglubb” “Brglubb”,
fue el sonido del agua hirviendo que se sumó al de las verduras. Y un movimiento
ondulante empujó la tapa de la cacerola, haciéndole pegar un salto por cada burbuja.
Y si en una olla normal el agua hirviendo es señal de que todo se está cocinando en
orden, en aquel puchero colmó la paciencia de la multitud.
Las papas se chocaban contra las zanahorias, las verduritas con los huesos. La carne
sacó músculo y desafió al que la tocara. Los huesos atontados golpeaban su cabeza
contra la tapa. Las zanahorias se cansaron y empezaron a los gritos. Más duras que
cuando se las muerde crudas, se pusieron frente a los choclos y les pidieron que se
retiraran inmediatamente del puchero. El apio, en representación de las verduritas,
apoyó a las zanahorias. Y en un discurso explicó que el problema de espacio podía
solucionarse echando a los choclos, ya que, después de todo, no servían para hacer el
puré. Algunas papas aplaudieron la idea, pero cuando se vieron enroscadas entre el
perejil y las cebollitas de verdeo, decidieron por fin ponerse en contra de todos. Se
endurecieron como cemento y empezaron a los golpes. Los choclos ofendidos afilaron
sus dientes. Y en poco tiempo la batalla era feroz. Una hora más tarde el humo atrajo
a María hacia la cocina. Destapó la olla humeante y con un tenedor trató de pinchar
una batata. Estaban tan, pero tan dura que intentó con un papa. Allí los dientes del
tenedor no pudieron penetrar ni un milésimo de milímetro. Probó con un cuchillo en la
carne y el cuchillo se dobló. Creyendo que el fuego se habría apagado, María miró la
hornalla. Al ver las llamas anaranjadas calentando sin tregua se quedó sin palabras.
-Le faltará cocinarse -pensó. Y corriendo al escuchar el llanto de su bebé, abandonó la
cocina por un rato.
-Por tu culpa no nos vamos a convertir en puchero -protestó una batata. Y las papas
rabiosas atropellaron a los trozos de zapallo saltando todos para afuera.
-¡Sin zapallos no hay puchero! -gritaron los huesos. Y cuando fueron a enfrentar a las
batatas, chocaron contra los choclos, volando por los aires primero, hasta caer intactos
sobre el piletón después.
-¿Probaron puré sin batatas? -preguntó una zanahoria. Y la carne de un trompazo la
hizo aterrizar en el piso.
En ese mismísimo instante entró María a la cocina con su bebé en brazos.
Desconsolado, llorando de hambre y escupiendo el chupete engañador.
-¿¡Qué es esto!? -suspiró María.
¡Mi puchero! -exclamó mientras secaba los lagrimones de su cara y los de su bebé.
Y en medio de tanta desazón se puso a cantar una canción de cuna. Porque María
cantaba las canciones de cuna más lindas del mundo. Eran su especialidad. Más que
cocinar, por supuesto. Duérmase mi niño, un ratito más que este pucherito se va a
cocinar. Con voz dulce y suave mecía a su bebé para tranquilizarlo. Este pucherito no
se quiere hacer y mi niño lindo lo quiere comer duérmase mi niño un ratito más que
este pucherito se va a cocinar.
Y al mismo tiempo que el bebé, envueltos en una poderosa modorra y agotados por la
lucha, los choclos empezaron a bostezar, los zapallos a ablandarse, las papas a
remolonear. Despacito, muy despacito para que su bebé no se despertara, María
levantó cada una de las verduras. Y acompañándose con la música, las fue poniendo
en la olla una vez más. Cómodas y entregadas al sueño, las batatas se aflojaron
lentamente. Al ritmo de la canción, la carne se había dormido y, blandita, flotaba entre
el apio, el puerro, las cebollitas de verdeo y las papas. Los zapallos roncaban. Y fue
así como en breves minutos y despidiendo un olor exquisito el puchero quedó
cocinado. Como este cuento, que sin colorín y que sin colorado, de repente, se ha
acabado.
Miedo a los ruidos fuertes, porque los ruidos fuertes te hacen agujeros en las orejas.
Pero al papá le pareció que mejor que el jarabe era un buen reto:
—¡Basta de andar teniendo miedo, vos! —le dijo—. ¡Yo nunca tuve miedo cuando era
chico!
Pero al tío le pareció que mejor que el jarabe y el reto era una linda burla:
El chico seguía teniendo miedo. Miedo a la oscuridad, a los ruidos fuertes, a las
personas altas, a las personas bajitas. Y también a los jarabes amargos, a los retos y a
las burlas.
Un día el chico fue a la plaza. Con miedo fue, para darle el gusto a la mamá.
El chico se sentó en un banco, al lado de la mamá. Y fue ahí que vio a una persona
bajita pero un poco alta que le estaba pegando a un perro con una rama. Blanco y
negro era el perro. Con manchitas. Muy flaco y muy sucio estaba el perro.
Y entonces se levantó del banco y se fue al lado del perro. Y se quedó parado, sin
saber qué hacer. Muerto de miedo se quedó.
La persona alta pero un poco bajita lo miró al chico. Y después dijo algo y se fue. Y el
chico volvió al banco. Y el perro lo siguió al chico. Y se sentó al lado.
En la casa la mamá lo bañó al perro. Pero el perro tenía hambre. El chico le dio leche
y un poco de polenta del mediodía. Pero el perro seguía teniendo hambre. Mucha
hambre tenía ese perro.
Entonces el perro fue y se comió todos los monstruos que estaban en la oscuridad, y
todos los ruidos fuertes que hacen agujeros en las orejas. Y como todavía tenía
hambre también se comió el jarabe amargo del doctor, los retos del papá, las burlas
del tío, los besos de las personas altas y los empujones de las personas bajitas. Con
la panza bien rellena, el perro se fue a dormir. Debajo de la cama del chico se fue a
dormir, por si quedaba algún monstruo.
Ahora el chico que tenía miedo no tiene más miedo. Tiene perro.