Antología - Paloma Gonzalez

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Antología

Prácticas de Lenguaje II

Alumna: Paloma Gonzalez Molina


Profesora: Leticia Frenkel
Contenido
Mitos...............................................................................................................................2
El hain. La pelea del Sol y la Luna....................................................................2
Los abuelos de las estrellas - Mito mapuche......................................................3
Leyendas........................................................................................................................4
El Picaflor - adaptación Silvia Schujer...............................................................4
La Iguana - adaptación de Javier Villafañe.........................................................5
Cuentos de maravilla....................................................................................................6
La princesa y el guisante (autora de esta versión: Maria Cristina Ramos)...............6
Una trenza tan larga – Elsa Bonermann..........................................................10
Cuentos de realidad o imaginación:..........................................................................12
El club de los perfectos - Graciela Montes........................................................12
Clarita se volvió invisible – Graciela Montes.....................................................14
Cuentos de humor, disparate y parodia....................................................................16
El Señor Moc atiende el teléfono - Luis Maria Pescetti.......................................16
Los mocos – Pablo Bernasconi......................................................................17
Cuentos de aventura...................................................................................................18
Rebelión en el puchero - Silvia Schujer............................................................18
Los sueños del sapo - Javier Villafañie............................................................19
Cuentos de miedo.......................................................................................................21
Carta de Drácula a su tía - Ema Wolf..............................................................21
Miedo – Graciela Cabal................................................................................. 22

Mitos
El hain. La pelea del Sol y la Luna
Los selk’nam, hombres de pie. Antiguos moradores de la Isla de la Tierra del Fuego.
Adoradora de Krak y Kren, el Sol y la Luna. De generación en generación y durante
siglos cumplieron un ritual, el hain, que cuenta la eterna lucha entre el Sol y la Luna.
Los selk’nam, pueblo violentamente exterminado alguna vez contaron así:

En el principio de los tiempos, las mujeres selk’nam eran las que mandaban. Varios
meses al año se reunían en la Gran Choza, un lugar sagrado al que solo ellas podían
entrar para realizar sus ceremonias.
Cuenta el mito que las mujeres necesitaban comida para calmar el enojo de Jalpen, la
diosa de las profundidades, que si no era alimentada amenazaba con terminar con la
vida de todas ellas. Krah, la Luna, lideraba este grupo de mujeres.

Los hombres de la tribu estaban asustados por la amenaza de Jalpen y tenían miedo
de perder a sus mujeres. Entonces trabajaban más de lo posible para contentar a la
diosa, que con sus rugidos subterráneos estremecía la tierra.

El propósito de las mujeres era asustar a los hombres para tener más poder sobre
ellos. Cuando se reunían en la Gran Choza se burlaban, comían la carne destinada a
Jalpen y disfrutaban del engaño.

Una tarde, mientras Kren, el Sol, estaba cazando, se acercó a la Gran Choza y
escuchó las risas de las mujeres; un poco más cerca, se esforzó por comprender lo
que las mujeres decían y descubrió el gran secreto.

Presuroso, corrió a contarles a los hombres lo que había escuchado. Montados en


furia, los hombres se rebelaron y mataron a todas las mujeres de la tribu. Solo se
salvaron las niñas pequeñas. El Sol también mató a la hija que había tenido con la
Luna. Las mujeres habían sido derrotadas y de este modo los hombres heredaron la
ceremonia del hain.

Los abuelos de las estrellas - Mito mapuche


Era un tiempo tan lejano que todavía los mapuches no conocían el fuego. Cuando el
Sol desaparecía del cielo, el miedo a la noche los aterraba. Por eso querían a las
estrellas. Los padres decían a sus hijos:

- Cada estrella es uno de nuestros abuelos, que ahora cazan avestruces en los
cielos.

Y otras veces decían:

- Un día, cada uno de nosotros será una estrella.

Y se consolaban por las noches con esa luz buena, pero insuficiente para no temer a
la oscuridad.

¡Con qué alegría recibían al Sol! ¡Qué fiesta cada amanecer! Las sombras se
desvanecían, todo se volvía luminoso. El Sol y la Luna eran los dioses preferidos, por
eso los llamaban Padre y Madre.

Pero no todo lo que era luminoso era bueno. El dios Cheruve era de enojarse mucho
y cuando eso ocurría, los volcanes se despertaban, y ríos de lava calcinaban las
pendientes.

Pero hubo un atardecer diferente, porque en el horizonte apareció una estrella con
una larga cola dorada. Asustados, hombres y mujeres, abuelas y nietos se fueron a
sus cuevas.

Las montañas temblaron, el suelo se empezó a mover.

- ¡Los dioses están enojados! -gritaban algunos y pedían clemencia.


La estrella había comenzado a lanzar unas piedras extrañas, que despedían chispas
y caían una tras otra. Desde las bocas de las cuevas, las familias mapuches miraban
con asombro aquella lluvia de piedras luminosas. Cuando observaron que el tronco
seco de un árbol se prendió fuego por el contacto con las piedras, quedaron
admirados.

De pronto, la estrella se quedó vacía de piedras y desapareció del cielo. En muchos


lugares había llamas. Los hombres se acercaron y les resultó agradable aquel calor.
También les gustó que el fuego iluminara la noche.

Y pronto descubrieron que podían cocinar sus alimentos. Una anciana sabia dijo:

- Nuestros abuelos estrellas nos han enviado un gran regalo: la piedra del fuego.

Así fue como los mapuches nos cuentan cómo descubrieron el fuego, gracias a una
piedra que se llama pedernal y que echa chispas cada vez que choca o se frota con
otra piedra.

Leyendas
El Picaflor (adaptación Silvia Schujer)
Esto pasó hace mucho. Cuando el mundo era tan nuevo que las personas aún no lo
habitaban. Sí, en cambio, los ríos y los arroyos. Las montañas y las piedras. Las flores
y los animales. ¿Todas las flores? Sí, todas. ¿Todos los animales? No, todos no. Había
peces y sapos. Iguanas y abejas. También había pájaros, muchos pájaros. Pero no
como los conocemos ahora. Porque aunque ya tenían alas para volar y voces con que
trinar, todavía eran de un mismo y único color: marrones como la tierra.

- Nuestras plumas no son coloridas -se quejaban.

- ¿Por qué no podemos parecernos a las flores?

Así decían los pájaros hasta que una mañana decidieron hacer un viaje al cielo y
pedirle a Inti –el Sol- que les pintara las plumas con los mismos colores que había
usado para las flores. Reunidos en bandadas, igual que abanicos abiertos, los pájaros
iniciaron su viaje bien temprano para volver antes del anochecer. No todos formaron
parte de la expedición. Los horneros se quedaron en la tierra para seguir trabajando.
Las calandrias, para cantar. ¿Y unos que se llamaban tumiñicos? Los tumiñicos se
quedaron en la tierra porque eran tan chiquititos que jamás hubieran llegado hasta el
Sol. Se quedaron volando bajito, inquietos y livianos como la brisa. Andando nerviosos
de una flor a otra flor. Pero el día pasó y los viajeros no volvieron. Llegó la noche y
tampoco.

¿Qué había pasado en el cielo, tan cerca del reino del Sol?

- ¡Pobres criaturas! –dijo Inti cuando vio a los pájaros que volaban hacia él-. ¡No
deben llegar hasta mí! ¡Mis rayos los van a quemar!

Entonces reunió a las nubes. Les ordenó que los escondiesen y les pidió que hicieran
caer una lluvia copiosa justo ahí, donde los pájaros que habían ido a buscarlo no
paraban de volar. Apenas los viajeros aterrizaron en un claro para guarecerse, Inti hizo
que las nubes se abrieran de golpe y sus rayos dibujaran en el cielo el más
maravilloso arcoíris que jamás se hubiera visto.

Atraídos por la intensidad de esos colores, los pájaros volaron hacia el arco y en él se
posaron para teñir sus plumajes. Unos metieron el copete en la franja roja, otros se
bañaron en el amarillo. Cada cual eligió los colores que quiso para sus plumas y por
fin, hermosos y brillantes, emprendieron el regreso.

Llegaron una mañana y los silbidos y gorjeos de alegría volvieron a llenar el bosque.
Entre tanto barullo y colorido –pájaros que llegaban, pichones que los recibían-, nadie
se dio cuenta de que los tumiñicos no estaban. ¿Adónde se habrían metido? ¿Por qué
no se sumaban a la fiesta? Eso piaban las multitudes cuando, de pronto, en un
rapidísimo e incesante aleteo apareció uno de ellos. Al verlo, de todos los picos brotó
la misma exclamación:

- ¡Qué plumas floridas! ¡Qué festival de colores! ¿Adónde fuiste a buscarlos?

El pajarito oyó la pregunta y no supo qué contestar.

Unas flores vinieron en su ayuda: -Ustedes querían los colores –dijeron las flores a los
pájaros- y viajaron hasta el arcoíris. Pues nosotras queríamos volar –explicaron- y
elegimos a los tumiñicos. Les pusimos nuestros colores a sus plumas y desde
entonces volamos en ellas. El pajarito, que hasta ese momento no sabía de sus
cambios, fue a mirarse en el agua de un arroyo y se encantó. Y así, suspendido en el
aire con gracia, inventó su nombre: pica pica picaflor.

La Iguana - Adaptación de Javier Villafañe


Había una vez una mujer que era muy pobre y muy perezosa. Tenía una sola manta y
se le rompió.

- ¿Para qué voy a coserla? -se dijo-. Total, pronto vendrá el verano y no me hará
falta.

Y no la cosió. Pasó el tiempo. Llegó el invierno y necesitó la manta para cubrirse, pero
estaba tan rota que el frío se metía por los agujeros y ella, tiritando, dijo:

- La coso mañana.

Y al día siguiente tampoco la cosió.

Por la noche, al acostarse, volvió a sentir frío y pensó lo mismo:

- La coso mañana.

Y así, dejando el trabajo para el otro día, la manta se le hizo hilachas. Una noche tuvo
que ir a cobijarse en el hueco de un árbol.

- Qué lástima -dijo-. Si hubiese cosido mi manta, tendría con qué taparme ahora.

Y se pasó la noche temblando de frío.

A la mañana siguiente, cuando salió de la cueva del árbol, en vez de caminar, se


arrastraba. Se había convertido en iguana. Es inútil, no puede negarlo. Basta mirarle la
piel para darse cuenta de que está hecha con remiendos, con los pedacitos de la
manta que, de puro ociosa, no quiso coser.

Cuentos de maravilla
La princesa y el guisante (autora de esta versión: Maria
Cristina Ramos)
Esta es la historia de una princesa y un guisante. Todo guisante es una semilla; toda
semilla es un pequeño mundo. En las semillas todo es posible, en su interior se puede
bailar, volar y vivir en el corazón de una flor. En sus veredas redondas crece la
primavera, pero muchos de sus caminos dan al invierno. El invierno de las semillas es
un paisaje inmóvil, sin color ni viento. A veces desde la semilla llegan voces, gotas de
conversaciones. Son los seres que alguna vez entraron en ellas y no han encontrado
todavía la puerta para regresar.
Todo esto sabía la princesa, que venía abriéndose paso en la tormenta; tenía que
llegar al palacio que estaba en la cima de la montaña.
En ese palacio, que veía ya a través de la lluvia, vivía un príncipe en edad de casarse.
Ella lo había cruzado varias veces en los caminos y se había vuelto a mirar su espalda
de gigante desorientado, sus pasos de solitario.
Era el príncipe del Reino de Nomeolvides, y sus padres, ya ancianos, querían que se
casara para que continuara con el reinado.
— Queremos que elijas a una verdadera princesa —le habían dicho.
Él, no del todo convencido, fue llevando a palacio a las jóvenes más bellas de las
cercanías para someterlas a la mirada de los reyes. Pero unas por altas y otras por
pequeñas, algunas por bochincheras y otras por tímidas, algunas por descuidadas y
privadas de elegancia, ninguna consiguió la aceptación de los reyes. Así, todas
debieron volver a sus hogares con un puñadito de monedas de oro y algún sombrero
de tafetán como agradecimiento y pasaje hacia el olvido.
El príncipe entonces decidió partir hacia los reinos vecinos y continuar con la
búsqueda. Se vistió con ropas sencillas tomadas del cuarto de los jardineros para no
llamar la atención y mezclarse entre la gente sin ser reconocido, cargó su morral con
lo que creyó necesario, montó su caballo blanco y partió.
Galopó a través de la lluvia durante mucho tiempo hasta que el hielo vidrió los caminos
y el aire era tan frío que congelaba sus pestañas. Buscó entonces refugio en una casa
del bosque.
En la casa vivía una anciana que lo recibió con una sonrisa. El resplandor del fuego de
la cocina se desplegaba como un reino. Con el crepitar de los leños, pudo recuperar el
calor y sonreír. La sonrisa del príncipe no aparecía muchas veces porque quedaba
siempre debajo de su preocupación.
El pan estaba horneándose y despedía un aroma que flotaba y, en dibujos de vapor,
empañaba las ventanas. El príncipe nunca había estado en una casa tan pequeña ni
había visto ventanas tan diminutas, ventanas que bajo las enredaderas se abrían
como los ojos de los cervatillos.
—¿Qué busca en mitad del invierno? —le preguntó la anciana.
—Busco a una princesa para casarme —le respondió.
—Qué pena —dijo ella—. Hace algunos meses pasó una por aquí.
La mujer compartió con él el pescado casi transparente que había cocinado y una
montañita de papas.
Luego el príncipe se quedó dormido; la anciana lo protegió con una manta tejida por
ella. Él soñó con una princesa envuelta en una túnica del color del mar. Durmió un
tiempo incontable y al despertar se despidió y siguió camino.
Al atardecer de ese día llegó a la plaza de un reino vecino, donde algunas jóvenes
paseaban juntando caracolas sin memoria y buscando el sol. Pasó a su lado
mirándolas una por una. Se sentía confundido. Cómo saber si alguna de ellas era una
princesa verdadera. De lejos llegaba una canción que decía:
Del día y de la noche
nace el agua;
del día y de la noche,
los caminos.
Nada ve y nada encuentra
el que no sabe.
Nada ve y nada encuentra
el peregrino.
El príncipe rodeó la plaza al paso de su caballo tratando de encontrar a la dueña de la
voz, pero no la encontró. Entonces buscó otra vez el camino y galopó hasta elsiguiente
reino. Allí, bajo un horizonte de castillos, había una feria. Los feriantes venían de otras
latitudes y hablaban idiomas extraños. Muchas jóvenes recorrían el lugar, algunas
ataviadas bellamente. Seguramente entre ellas había princesas, pero ¿serían
verdaderas? ¿Debería mirar entre las que vestían con brillos y destellos? ¿O habría
que buscar entre las que tenían en sus ojos el suave temblor del bosque?
Se acercó a una y le pidió agua, pero la chica, distraída ante las telas bordadas en
hilos de oro que ofrecía un mercader, no escuchó su pedido. Otra derramó el agua
antes de servírsela y la tercera dijo que sabía de una vertiente a la que iban a beber
los enamorados. El príncipe cerró los ojos con esperanza, pero cuando volvió a
abrirlos, la chica ya no estaba. Decidió entonces ir a recorrer las islas cercanas.
Atravesó veloz el primer puente y llegó a un lugar tranquilo que lo llenó de
presentimientos, pero allí solo vivían parejas jóvenes que criaban a sus hijos
pequeños.
Cruzó el segundo puente y llegó a una isla donde todos dormían y solo los pájaros
volaban y alumbraban los árboles con plumajes y trinos. Se hubiera quedado ahí para
amansar su tristeza, pero siguió adelante.
Al atravesar el tercer puente vio a alguien con una túnica azul, alguien que caminaba
lento como si contara sus pasos. Al acercarse, ella alzó los ojos y lo miró como si lo
conociera. Fue un segundo apenas, como un suspiro de luz, pero en ese instante el
caballo se encabritó y partió al galope alejándolo irremediablemente.
En esa isla un anciano le preguntó:
—¿Qué busca? —Busco a una princesa para casarme —le respondió.
—Qué pena —dijo el hombre—. Hace algunas horas pasó una por aquí.
El príncipe se apeó para descansar y entonces escuchó a alguien que cantaba:
Del sol y de la sombra
nace el sueño,
del sol y de la sombra,
los olvidos.
Nada ve y nada encuentra
el temeroso; nada ve y nada encuentra
el distraído.
Mordido por la curiosidad, siguió otra vez el rumbo de la voz. Parecía venir del
bosquecito cercano. Avanzó al paso, la cola de su caballo dejaba un dibujo en la
suavidad de la arena. Se detuvo para escuchar mejor, pero solo los estorninos
conversaban con ese tejido de trinos que deja tan ajenos a los humanos.
La voz no se volvió a escuchar y él se sentía tan cansado que quiso volver. El invierno
estaba llegando nuevamente y quería descansar y protegerse antes de seguir con su
búsqueda.
Galopó desandando la distancia que lo separaba de su reino. Arriba los nubarrones
oscurecían el aire y se estiraban como dragones. Desde chico temía las tormentas,
aunque ahora no debía asustarse, se dijo, porque ya era un príncipe hecho y derecho;
pero igual su corazón –que no había crecido mucho– galopaba tanto como el caballo y
temía como si fuera el que años antes se volvía ovillo en su cama de principito.
Cuando finalmente entró al palacio, los truenos fueron más intensos y el viento azotó
los postigos de las ventanas del palacio.
Abrazó a sus padres y cayó rendido. Durmió durante horas. Soñó con una joven que, a
paso de paloma, se acercaba con un vestido de nube.
Y entonces alguien golpeó a la puerta. El príncipe se sobresaltó y se puso en pie,
confundido, creyendo que se apeaba de su caballo blanco. Dio una palmada cariñosa
a su almohada y recién entonces despertó por completo.
—¿Quién puede haber llegado a palacio en mitad de esta terrible tormenta? —
se espantó el rey.
—Buenas tardes —dijo alguien escurriendo su vestido maltratado por el
aguacero.
—¿Quién es usted? —preguntó la reina.
—Soy una princesa.
La hicieron pasar y trajeron muchas toallas para secarle la lluvia.
—¿Cómo puede una princesa atravesar la tormenta? —preguntó el rey.
—¡Qué lindos ojos tiene!—dijo el príncipe en voz baja.
—No solo atravesé esta tormenta —dijo la recién llegada—. También atravesé
el mar en una embarcación que naufragó cerca de la orilla. Tuve que nadar
para ponerme a salvo.
—Eso no es fácil de creer —dijo el rey.
—Tengo cómo demostrarlo, mi señor —dijo la recién llegada. Abrió su mano y
dejó ver algo como un corazón transparente—. Es ámbar, la semilla de luz que
solo crece en el fondo del mar.
—Hay una forma de saber si lo es —dijo, desconfiada, la reina, y lo sumergió
en una copa de agua con sal. El corazón flotó porque era de ámbar, la reina
asintió con una sonrisa y le ofreció hospedarse en el palacio.
La chica sacó varios peines de un morral y pidió subir hasta lo alto de la escalera. Allí
comenzó a desenredar su pelo, que fue cayendo en cascada por los escalones. Los
peines fueron desprendiendo gotas de lluvia y de mar y también unas cascaritas
sombrías que formaron un charco de misterio bajo el descanso de la escalera.
Solo una princesa podía tener un pelo tan largo y tan brillante, pensaba el príncipe
mientras la veía peinarse.
Esa noche, la reina, que no quería equivocarse con la recién llegada, decidió
someterla a una prueba. Preparó su cama con siete colchones y agregó varios
edredones más antes de tender las sábanas. Y en el colchón de más abajo puso un
guisante, redondo y pequeño como un pequeño mundo. Lo había cosechado de una
enredadera que crecía en el límite de las tierras oscuras.
El príncipe aguardó con impaciencia que amaneciera.
—¿Cómo ha pasado la noche? —le preguntó la reina al día siguiente.
—La verdad es que no muy bien —respondió la chica—, algo me incomodaba
terriblemente y casi no pude dormir.
La reina y el rey –que creían que un guisante es nada más que un guisante– se
alegraron y, convencidos de que era una princesa auténtica, animaron al príncipe para
que se casara con ella.
Pero el príncipe no confiaba demasiado en la opinión de su madre ni en la de su padre
y pidió esperar unos días.
Sumada a las costumbres de palacio, la chica conversó en las horas diurnas con la
reina y en las horas nocturnas con las chicas de la servidumbre. Pero cuando salía la
luna, subía a los balcones y allí conversaba largamente con el príncipe.
Una mañana se escapó hasta las caballerizas y acarició al caballo blanco, que la miró
como si la conociera. Entonces ella empezó a cantar:
Del sol y de la sombra
nace el verde,
del bosque y de la lluvia,
los perdidos.
Que se vuelva agua dulce
la tormenta,
que acaricie de amor
al peregrino.
Cuando el príncipe la escuchó, reconoció la voz que lo había cautivado en lejanos
caminos y recordó la mirada de la chica del puente. Entonces estuvo seguro y
tranquilo porque la conocía desde antes de su llegada y, desde antes, había soñado
con ella.
Y se casaron felices y felices vivieron. Y el guisante rodó por un camino de viento para
golpear a la puerta de este cuento.

Una trenza tan larga – Elsa Bonermann


Nunca le habían cortado el pelo. Ni siquiera se lo habían recortado. Margarita no
quería.
Por eso lo tenía tan largo. Larguísimo. Su trenza negra alcanzaba a cubrir una cuadra.
Cuando Margarita dormía, su trenza se estiraba por el dormitorio, doblaba por la sala,
seguía por el balcón y –desde el tercer piso de la casa– caía hacia la calle, saliendo
por la ventana que dejaban abierta a propósito.
Para peinarse, Margarita viajaba una vez por semana al campo, con su mamá, su
papá, su abuela y sus dos hermanas mayores. Allá, sobre el ancho verde, la
destrenzaban. Luego, la cepillaban por turno, para no cansarse: su mamá le alisaba
los primeros metros de pelo; seguía la abuela, desenredando unos cuantos metros
más. A continuación, sus dos hermanas, siempre protestando porque esa tarea las
aburría, y –finalmente– el papá, que peinaba los últimos metros del pelo de su hija
menor.
Una vez, en plena labor de cepillado, los sorprendió un fuerte viento. El pelo de
Margarita se levantó entonces, abriéndose en abanico.
–¡Una nube negra! –gritaron los campesinos–. ¡Tormenta! –mientras pájaros, libélulas,
mariposas, langostas y vaquitas de San Antonio quedaban enredados. Lejos de
preocuparse, Margarita estaba contenta:
–¡Mi pelo canta! –decía al escuchar los pájaros piando en él.
–¡Uso las más lindas hebillas! –aseguraba al verse adornada por tantas vaquitas de
San Antonio.
–¡Debemos cortarle el pelo! –chillaban mamá, papá y la abuela.
–¡Bien corto! –agregaban las hermanas.
Otra vez, su pelo suelto en la noche campesina se llenó de bichitos de luz y hubo que
esperar al día siguiente para trenzarlo… ¡Era tan hermoso verlo! ¡Parecía un retacito
de la misma noche, bordado con estrellitas!
El problema más grande se presentó la mañana en que Margarita debió ir a la escuela
por primera vez.
–¡Tendremos que cortarte el pelo! –le dijeron sus hermanas, riendo. Claro, ellas
estaban un poquito celosas: la mayor tenía una melenita castaña que apenas le
rozaba los hombros… La mediana, escasos rulitos apretados en coronita rubia…
Ninguna de las dos lograba que el pelo les creciera tanto como a la más chica…
La mamá trató de encontrar una solución sin cortarle el pelo:
–Te recogeré la trenza en un rodete, Margarita… –le dijo esa mañana.
–¡Manos a la obra! –se escuchó a la abuela. Y tomando varios metros de trenza cada
una, empezaron a girar alrededor de Margarita hasta formar un enorme rodete sobre
su cabeza.
¡Ay! Era tan pesado que Margarita no pudo moverse…
¡Ay! Era tan alto que Margarita no pudo salir de su casa… ¡Llegaba
hasta el techo!
Entonces, Margarita tuvo una buena idea: llamó por teléfono a todos sus amiguitos y
esperó que llegaran a buscarla. Entretanto, su mamá, su abuela y sus hermanas
trabajaban deshaciendo el rodete.
En media hora, la trenza negra ya estaba en libertad. Al rato, Margarita salió a la calle,
bajando por la escalera los tres pisos de su casa, seguida por su trenza. Sus amiguitos
ya la estaban esperando, todos con sus delantales blancos. Margarita subió a su
bicicleta, rumbo a la escuela… Y hacia allá fue, con sus amiguitos en hilera cargando
la trenza tras ella:
Sebastián la seguía en triciclo.
Carlitos en karting.
Gustavo en bicicleta.
Cristina en remociclo.
Pilar en monopatín.
Aníbal en autito.
Matías corriendo.
Sonia en carrito, empujada por Darío y Hernán, y finalmente Bettina, en patines,
sujetándose del gran moño floreado y dejándose arrastrar por los demás… ¡Qué viva!
¡Cómo se divirtieron en la escuela! Cada recreo, la trenza de Margarita servía para
saltar a la soga, para enrollarse en caracol, para formar guardas sobre las baldosas
del patio… ¡y hasta para colgar un ratito al sol la ropa recién lavada por la portera!
¡Margarita se sentía tan feliz!... Cuando llegaron las vacaciones, sus papás decidieron
hacer un viaje en barco.
– ¡Tendremos que cortarte el pelo! –volvió a insistir su hermana mayor.
– ¡Bien corto! –agregó la mediana, yendo a buscar las tijeras.
Pero a Margarita se le ocurrió algo, también en esa oportunidad, y no fue necesario
cortarle la trenza. Durante el viaje en barco la dejó caer por la borda al agua. Su trenza
abrió un caminito negro en el río…
¡Cuentan que cuando la izaron, al terminar el paseo, traía pececitos prendidos de su
moño!
¡Cómo la aplaudieron los pescadores en la orilla!
Ah… ¿Ustedes creen que Margarita se cortó su pelo? No, no y mil veces no. Ni
siquiera se lo ha recortado.
Su trenza negra cubre ahora dos cuadras y sigue siendo, a veces, un retacito de la
misma noche, bordado por los bichitos de luz… o una nube oscura, sobre la que el
viento sopla pájaros, libélulas, mariposas, langostas y vaquitas de San Antonio… o
simplemente una trenza, una trenza tan larga…

Cuentos de realidad o imaginación:


El club de los perfectos - Graciela Montes
Hay gente que ya está cansada de que yo cuente cosas del barrio de Florida. Pero no
es culpa mía: en Florida pasa cada cosa que una no puede menos que contarla.
Como la historia esa del Club de los Perfectos. Porque resulta que los perfectos de
Florida decidieron formar un club. Algunos de ustedes preguntarán quiénes eran los
Perfectos. Bueno, los Perfectos de Florida eran como los Perfectos de cualquier otro
barrio, así que cualquiera puede imaginárselos.
Por ejemplo, los Perfectos no son gordos, pero tampoco flacos. No son demasiado
altos, y mucho menos petisos. Tienen todos los dientes parejos y jamás de los
jamases se comen las uñas. Nunca tienen pie plano ni se hacen pis encima. No son
miedosos. Ni confianzudos. No se ríen a carcajadas ni lloran a moco tendido. Los
Perfectos siempre están bien peinados, siempre piden “por favor” y jamás hablan con
la boca llena.
Hay que reconocer que los Perfectos de Florida no eran muchos que digamos. Es
más, eran muy pocos. Tan pocos que había calles como Agustín Álvarez donde no
podía encontrarse un Perfecto ni con lupa. Pero -pocos y todo- decidieron formar un
club porque todo el mundo sabe que a los Perfectos sólo les gusta charlar con
Perfectos, comer con Perfectos y casarse con Perfectos.El Club de los Perfectos fue el
tercer club de Florida. Los otros dos eran el Deportivo Santa Rita y el Social Juan B.
Justo. El Deportivo Santa Rita era sobre todo un club de fútbol. Los sábados por la
tarde se llenaba de floridenses porque los sábados por la tarde se jugaban los partidos
amistosos con el equipo de Cetrángolo. El Social Juan B. Justo era el club de los
bailes. Los sábados por la noche los floridenses que querían ponerse de novios se
reunían a bailar con los Rockeros de Florida entre guirnaldas verdes, rojas y amarillas.
Pero el Club de los Perfectos era otra cosa. Para empezar no era ni un galpón ni una
cancha. Era una casa en la calle Warnes, con grandes ventanales y un enrejado alto
de rejas negras. Y en el jardín que daba al frente, nada de malvones, dalias y
margaritas, sólo palmeras esbeltas, rosales de rosas blancas y gomeros de hojas
lustrosas.
Los sábados por la noche, los Perfectos llegaban al club con sus ropas planchadas y
sus corbatas brillantes. Como eran perfectamente puntuales llegaban todos juntos. Se
sentaban alrededor de la mesa con mantel almidonado y vajilla deslumbrante. Comían
tranquilos y educados. Masticaban bien. Sonreían. Nunca parecían tener hambre. Ni
apuro. Ni sueño. Ni rabia. Ni ganas. Ni celos. Ni frío.
Tan diferentes eran que a los floridenses se les hizo costumbre eso de ir a visitar el
Club de los Perfectos. Bueno, visitar es una manera de decir porque al club de los
Perfectos sólo entraban Perfectos, y los demás miraban de afuera.
Lo cierto es que, a eso de las siete de la tarde, en cuanto terminaba el partido, los del
Deportivo Santa Rita se venían en patota a la calle Warnes y, a eso de las ocho, antes
de ir para el baile del Social Juan B. Justo, las parejas de novios pasaban por la calle
Warnes para echarles una ojeadita a los Perfectos. Los floridenses se apretaban todos
junto al enrejado. Eran un montón, pero ninguno era perfecto. Estaba doña
Clementina, llena de arrugas; el nieto de don Braulio, que era un poco bizco; el chico
del almacén, que era petiso; Antonia, llena de pecas… y chicos que usaban aparatos
en los dientes, chicos que a veces se comían las uñas, chicos que a veces se hacían
pis encima, chicos con mocos, muchachos que clavaban los dientes en los sánguches
de milanesa porque tenían hambre y chicas un poco despeinadas porque había viento.
Los sábados por la noche, el Club de los Perfectos estaba siempre rodeado de
floridenses. Y fue por eso que, cuando pasó lo que tenía que pasar, hubo muchos que
pudieron contarlo. Resulta que estaban ahí los Perfectos, tan perfectos como siempre
reunidos alrededor de la mesa, perfectamente bronceados porque era verano y
perfectamente frescos y perfumados, cuando pasó lo que tenía que pasar.
Pasó una cucaracha. Una cucaracha lisita, negra, brillante, en cierto modo una
cucaracha perfecta, que trepó lentamente por el mantel almidonado y empezó a
caminar, perfectamente serena, por entre los platos.
El primero que la vio fue un Perfecto de saco blanco y corbata a rayas, perfectamente
rubio. La cucaracha se acercaba, pacíficamente, hacia su plato. El Perfecto rubio se
puso de pie… demasiado bruscamente, porque volcó la silla, empujó con el codo el
plato decorado, que se estrelló contra el piso, y derramó el vino tinto de su copa
labrada sobre la Perfecta de vestido blanco.
La cucaracha entre tanto, posiblemente sorda y seguramente valiente, seguía
recorriendo la mesa, desviándose sin sobresaltos cuando se le interponía algún plato.
Los Perfectos, en cambio, sí que parecían sobresaltados. Había algunos que se
subían a las sillas y gritaban pidiendo ayuda, y otros que se comían velozmente las
uñas acurrucados en los rincones. Había algunos que lloraban a moco tendido y otros
que, de puro nerviosos, se reían a carcajadas.
El mantel ya no parecía el mismo, lleno como estaba de platos rotos y copas volcadas.
Y serena, parsimoniosa, la manchita negra y lustrosa proseguía su camino. Los
floridenses que estaban junto a la reja al principio no entendían. Se agolpaban para
ver mejor, los de la primera fila les pasaban noticias a los de atrás. Aníbal, el relator de
los partidos amistosos, se trepó a lo alto del enrejado y empezó a transmitir los
acontecimientos:
- El Perfecto de la Camisa a Cuadros se cae de espaldas. Rueda. Quiere ponerse de
pie, trastabilla y cae sobre la Perfecta del Collar de Nácar. La Perfecta del Collar de
Nácar pierde la peluca. Se arroja al suelo y camina en cuatro patas tratando de
recuperarla. El Perfecto del Traje Azul tropieza con ella, pierde el equilibrio y cae…
Cae también su dentadura, que golpea ruidosamente contra la pata de la mesa…
Arrugados, despeinados, manchados y llorosos, los Perfectos fueron abandonando la
casa de la calle Warnes. Los floridenses los miraban salir y no podían casi
reconocerlos. Algunos estaban pálidos. Otros parecían viejos. Algunos, si se los
miraba bien, eran francamente gordos. Y todos, uno por uno, estaban muertos de
miedo. A los floridenses más burlones les daba un poco de risa. Los más
comprensivos les sonreían y les daban la bienvenida: al fin de cuentas no era tan malo
estar de este lado de la reja.
De más está decir que ese mismo día se disolvió el Club de los Perfectos. Y cuentan
en el barrio que los sábados por la tarde algunos de los que fueron sus socios llegan
cansados y hambrientos del Deportivo Santa Rita y que otros van, un poco
despeinados, al Social Juan B. Justo.Cuentan también que en la casa de la calle
Warnes ahora crecen malvones. Y parece que así es mucho mejor que antes.

Clarita se volvió invisible – Graciela Montes


Había una vez una nena que se llamaba Clarita. Un día Clarita salió de la
bañadera, se tapó bien tapada con el toallón gigante y dijo:
- Soy invisible.

Como el toallón gigante era enorme, muy enorme y muy grueso, la voz de Clarita
parecía la voz de un fantasma.
- SOOOOOOY INVIIIIIIISIBLEEEE.
- SOOOOOOY INVIIIIIIISIBLEEEE–decía Clarita y, mientras decía, subía y
bajaba los brazos por debajo del toallón gigante.
Y entonces Clarita se volvió invisible.
¿Cómo que no puede ser? Sí que puede ser. Y, si no, mirá: en este dibujo se puede
ver cómo Clarita se volvió invisible.
El toallón gigante sí que se ve, claro que se ve. Pero, si te fijás bien, vas a ver que,
debajo del toallón gigante, NO ESTÁN los pies de Clarita.
Y los pies de Clarita no están ¡porque Clarita se volvió invisible!
Entonces Clarita dejó el toallón gigante en el piso del baño, se puso sus chinelas con
dibujo de osito y corrió a mirarse en el espejo del pasillo.
(CHAP CHAP CHAP CHAP CHAP hacían las chinelas cuando Clarita corría.)
Cuando Clarita llegó a donde estaba el espejo se miró bien mirada. Se miró pero no se
vio, porque el espejo del pasillo estaba vacío. Solamente se veían, en el piso, dos
chinelas con dibujo de osito, que se movían cuando Clarita movía los pies.
Pero en el espejo no había pies de Clarita, ni piernas de Clarita, ni brazos de Clarita, ni
cara de Clarita. En el espejo no había Clarita. Y no había Clarita porque Clarita era
invisible.
Clarita se rió. A Clarita ser invisible le daba mucha risa.
Entonces Clarita corrió a la cocina.
(CHAP CHAP CHAP CHAP CHAP hacían las chinelas cuando Clarita corría.)
En la cocina estaba la mamá batiendo huevos para hacer una tortilla.
Como Clarita era invisible, la mamá no la vio entrar en la cocina. Y tampoco la vio
cuando Clarita se le puso bien adelante y empezó a hacer muecas con la boca, con la
nariz y con los ojos.
(Es seguro que la mamá de Clarita no la vio porque, si la hubiese visto, le habría
dicho:
–¿Qué hacés ahí desnuda, Clarita? Andá a ponerte el camisón que te vas a
resfriar.
Pero no le dijo absolutamente nada porque no la vio. Y no la vio porque Clarita era
invisible.)
A Clarita le daba mucha risa que su mamá la estuviese mirando y no la viese. “Le voy
a hacer un chiste”, pensó Clarita. Y agarró uno de los huevos que quedaban en la
huevera y lo levantó en el aire. Cuando la mamá de Clarita vio que uno de los huevos
de su huevera se ponía a volar y después se quedaba flotando en el aire, primero
abrió muchísimo los ojos, después abrió muchísimo más la boca y después dijo:
-UUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUY.
(Acá arriba hay un montón de “u” porque fue un “uy” muy largo.)
Y después de decir “uy” la mamá de Clarita tuvo que sentarse en el banquito verde
para no caerse desmayada. Entonces Clarita fue bajando de a poquito el huevo y lo
hizo aterrizar de nuevo en la huevera. Clarita se escapó riendo. Se reía mucho. A
Clarita ser invisible le daba mucha risa. Entonces corrió hasta el dormitorio, donde
dormía el hermanito.
(CHAP CHAP CHAP CHAP CHAP hacían las chinelas por el pasillo.)
El hermanito de Clarita era un bebé, así que dormía con chupete. Tenía los ojitos bien
cerrados y el chupete en la boca. El chupete se movía suavecito, suavecito. Clarita se
acercó despacio (CHAP y después CHAP hacían las chinelas) y de un solo ¡SAC! le
arrancó el chupete. Si te fijás bien en el dibujo vas a ver que el chupete está colgado
sólo del aire y que el bebé llora y llora muy fuerte. Y, si mirás mejor, vas a ver que en el
suelo hay unas chinelas con dibujo de osito. ¿Las viste? Bueno, es Clarita, la invisible.
El hermanito lloraba muy fuerte, como lloran los bebés cuando les arrancan de un solo
¡SAC! el chupete. Tan pero tan fuerte lloraba, que Clarita dejó el chupete en la cuna y
salió corriendo, tapándose las orejas.
Mientras corría se reía porque a Clarita ser invisible le daba mucha risa. Después
Clarita hizo muchas otras cosas de esas que hacen los invisibles. Le tiró de la cola al
gato y el gato no la vio pero hizo FFFFFF y los pelos de las orejas se le pusieron de
punta.
(CHAP CHAP CHAP CHAP CHAP se escapaba Clarita.)
Le desató el delantal a la mamá y la mamá no entendió por qué de pronto el delantal
se le caía al suelo.
(CHAP CHAP CHAP CHAP CHAP se escapaba Clarita, riéndose como sólo se ríen los
invisibles.)
Abrió la ventana de par en par y dos hojas amarillas entraron volando como pajaritos.
–¡Que viento tan terrible! –dijo la mamá, y corrió a cerrarla.
Y CHAP CHAP CHAP CHAP CHAP se escapaba Clarita con su risa.
Hasta que la mamá terminó de hacer su tortilla, se sentó en el banquito verde y dijo:
–Clarita, vení acá que tengo ganas de darte un beso.
CHAP CHAP CHAP CHAP CHAP corrió Clarita hasta el banquito.
–Acá estoy, mami.
–¿Dónde? ¿Dónde estás que no te veo? –preguntó la mamá.
–Acá, mami. Miráme.
–Pero, Clarita –dijo la mamá, muerta de risa–, yo te miro miro, pero no te veo veo.
–¿Veo veo? –dijo Clarita (Porque a Clarita le gustaban mucho los juegos).
–Bueno –dijo la mamá
– ¡Veo veo!
–¿Qué ves? –preguntó Clarita.
–Una nena.
–¿Qué nena?
–Mi nena.
–¿De qué color?
–De color Clarita. Con cachetes rosados y siete pequitas.
–¡Soy yo! –dijo Clarita.
Y Clarita ya no fue más invisible. Y la mamá le hizo cosquillas y le dio un besote.
–¡Qué suerte que te veo veo! –dijo la mamá–. Así puedo darte besos.
Y después la mamá dijo: –Ahora, Clarita, andá corriendo a ponerte el camisón que
te vas a resfriar. Y en este dibujo podés ver cómo Clarita salió corriendo de la cocina
para ponerse el camisón. Se ven las chinelas con dibujo de osito –¿las ves?– pero
también las piernas de Clarita, que corren rápido rápido,
CHAP CHAP CHAP CHAP CHAP.

Cuentos de humor, disparate y parodia


El Señor Moc atiende el teléfono - Luis Maria Pescetti
Primer llamado.
Teléfono- Ring ring…
Moc- ¿Hola?
Señor- ¿Dónde hablo?
Moc- Disculpe, no sé dónde se encuentra usted.
Señor- No, yo quiero saber a dónde estoy hablando.
Moc- Bueno, al micrófono del teléfono.
Señor- ¡click!
Moc-…
Teléfono- Tut tut tut…
Moc- ¿Hola?
Teléfono- Tut tut tut…
Moc- Extraña pregunta.
Segundo llamado.
Teléfono- Ring ring…
Moc- ¿Sí?
Señorita- ¡Por fin consigo comunicarme! ¿Está Rosa?
Moc- ¿Dónde?
Señorita- ¿No es la casa de los Pérez?
Moc- ¿Cual?
Señorita- ¿¡Quién contestó!?
Moc- Ordene sus pensamientos, señorita, ¡ya van tres preguntas diferentes!
Señorita- ¿Raúl? ¿Es usted que me hace una broma?
Moc- O es Usted o es Raúl, una de dos.
Señorita- ¿Carlos? ¿Es Carlos?
Moc- ¿Quién?
Señorita- Usted.
Moc- ¿No decía que Usted era Raúl?
Señorita- No, yo soy Juana.
Moc- ¿Y Usted quién es?
Señorita- Juana, ¿no le digo?
Moc- ¿Y Raúl?
Señorita- ¿No es usted?
Moc- Ah, usted tampoco sabe.
Señorita- ¿Me podría decir a qué número hablo?
Moc- Al que marcó.
Señorita- Ya sé, pero dónde me comuniqué.
Moc- A mi casa.
Señorita- ¡Sí ya sé! ¿¡Pero quién es usted!?
Moc- Mire, si Usted no es Raúl, supongo que será Carlos.
Señorita- Carlos, por favor, ¿es usted que me hace una broma?
Moc- ¿Carlos se disfrazó de Usted?
Señorita- ¡Dígame de una buena vez! ¿¡Hablo con la familia Pérez o no!?
Moc- Mire, si quiere hacerlo, hágalo.
Señorita- ¡Usted es un tonto!
Moc- Dígaselo a Usted, ¿para qué me lo dice a mí?
Señorita- ¡Click! Tut tut tut tut…
Los mocos – Pablo Bernasconi
El hombre de Neanderthal no tenía mocos. Tampoco existían los mocos durante el
Renacimiento o la Edad Media. Recién se asomaron al mundo a principios del siglo
XVII, con la fabricación de los primeros pupitres de escuela. Esto confirma que existe
una relación directa entre el moco y el aprendizaje sentado. El primer moco de la
historia aparece una mañana helada de 1642 durante una clase de geografía, dentro
de la nariz de una nena de trencitas que se llamaba Rosa Moqueta (de ahí el nombre).
Al parecer, nuestro cerebro considera que hay cosas que necesita saber y cosas que
no. Esto depende de cada uno, a algunos niños les interesa la matemática y a otros
no, la historia o la música. El cerebro ordena así cada ingreso de información: todo lo
que es útil lo conserva en la cabeza como memoria y todo lo que no sirve lo amontona
en forma de moco en la nariz. Por eso generamos más mocos en invierno, durante las
clases, y muchos menos en verano, mientras estamos de vacaciones.
Cuando el cerebro detecta una enseñanza que prefiere no guardar, como por
ejemplo la fecha de un acontecimiento histórico, ese dato se transforma en un
menjunje verdoso que escupe el parietal izquierdo y que desciende por un cañito hasta
ubicarse en las fosas nasales, junto a otros datos inservibles, como el nombre de
algún prócer o un número de la tabla de multiplicar. Y cuando en el curso del día el
cerebro no llegó a desprenderse de toda la información innecesaria, la descarta
durante el sueño a través de los ojos. A eso se le llama lagañas.
Los niños son los más grandes productores de mocos del planeta, seguidos por
los escritores de horóscopos y los taxistas. Se conocen personas (siempre son
adultos) que saben y guardan muchísimos datos inútiles, por si acaso. Gente pegajosa
que habla rápido y sin pausa, llenando cada conversación de anécdotas personales
muy poco interesantes. Durante décadas han acumulado kilos y kilos de moco en sus
cabezas evitando así el desmoque natural. Esto es ciertamente muy peligroso.
Hay quienes aseguran que sus mocos son dulces, otros los sienten amargos y
hasta ácidos. La gran mayoría los usa salados. Pero ninguna persona sabe con total
certeza cuál es el sabor real, porque a nadie, en todo el universo, se le ocurrió probar
un moco ajeno. Son experiencias personales e intransferibles, y hasta encontrar un
valiente que se arriesgue por el bien de todos, la ciencia jamás develará esta incógnita
y el sabor del moco será para siempre un misterio.

Cuentos de aventura
Rebelión en el puchero - Silvia Schujer
Despacito, muy despacito para que el bebé no se despertara, María sacó la olla más
grande que había en la cocina y la llenó de agua. Lavó verduritas y las picó. Peló
papas, batatas, zanahorias. Cortó zapallo en trozos y desnudó de su disfraz de hoja
dos choclos tiernísimos. Sacó de la heladera unos huesos con carne que había
reservado para ese día y, tratando de que entrara, metió todo en la olla grande llena
de agua. Echó sal. Satisfecha con el puchero que habría de resultar, prendió una
hornalla, puso una tapa sobre la olla y la olla tapada sobre el fuego. Despacito, para
que el bebé no se despertara, María salió de la cocina hacia otra parte de la casa.
Todo parecía estar en calma. Pero de repente, un murmullo surgió de la cocina. Del
puchero, mejor dicho.
-No tengo espacio…-se oyó decir a una papa.
-La culpa es de los choclos -replicó una zanahoria. Y los choclos miraron
amenazadoramente a las pelirrojas mostrándoles uno a uno, todos los dientes de su
dentadura
-No tienen gusto a nada y se quejan -alguien dijo a las papas. Y las verduras volvieron
la vista a los zapallos, que, zapallos como siempre, intentaban refugiarse bajo la
carne. El parloteo fue subiendo de tono hasta que, como un terremoto o más bien una
tormenta venida desde el fondo, el agua empezó a hacer globitos. “Brglubb” “Brglubb”,
fue el sonido del agua hirviendo que se sumó al de las verduras. Y un movimiento
ondulante empujó la tapa de la cacerola, haciéndole pegar un salto por cada burbuja.
Y si en una olla normal el agua hirviendo es señal de que todo se está cocinando en
orden, en aquel puchero colmó la paciencia de la multitud.
Las papas se chocaban contra las zanahorias, las verduritas con los huesos. La carne
sacó músculo y desafió al que la tocara. Los huesos atontados golpeaban su cabeza
contra la tapa. Las zanahorias se cansaron y empezaron a los gritos. Más duras que
cuando se las muerde crudas, se pusieron frente a los choclos y les pidieron que se
retiraran inmediatamente del puchero. El apio, en representación de las verduritas,
apoyó a las zanahorias. Y en un discurso explicó que el problema de espacio podía
solucionarse echando a los choclos, ya que, después de todo, no servían para hacer el
puré. Algunas papas aplaudieron la idea, pero cuando se vieron enroscadas entre el
perejil y las cebollitas de verdeo, decidieron por fin ponerse en contra de todos. Se
endurecieron como cemento y empezaron a los golpes. Los choclos ofendidos afilaron
sus dientes. Y en poco tiempo la batalla era feroz. Una hora más tarde el humo atrajo
a María hacia la cocina. Destapó la olla humeante y con un tenedor trató de pinchar
una batata. Estaban tan, pero tan dura que intentó con un papa. Allí los dientes del
tenedor no pudieron penetrar ni un milésimo de milímetro. Probó con un cuchillo en la
carne y el cuchillo se dobló. Creyendo que el fuego se habría apagado, María miró la
hornalla. Al ver las llamas anaranjadas calentando sin tregua se quedó sin palabras.
-Le faltará cocinarse -pensó. Y corriendo al escuchar el llanto de su bebé, abandonó la
cocina por un rato.
-Por tu culpa no nos vamos a convertir en puchero -protestó una batata. Y las papas
rabiosas atropellaron a los trozos de zapallo saltando todos para afuera.
-¡Sin zapallos no hay puchero! -gritaron los huesos. Y cuando fueron a enfrentar a las
batatas, chocaron contra los choclos, volando por los aires primero, hasta caer intactos
sobre el piletón después.
-¿Probaron puré sin batatas? -preguntó una zanahoria. Y la carne de un trompazo la
hizo aterrizar en el piso.
En ese mismísimo instante entró María a la cocina con su bebé en brazos.
Desconsolado, llorando de hambre y escupiendo el chupete engañador.
-¿¡Qué es esto!? -suspiró María.
¡Mi puchero! -exclamó mientras secaba los lagrimones de su cara y los de su bebé.
Y en medio de tanta desazón se puso a cantar una canción de cuna. Porque María
cantaba las canciones de cuna más lindas del mundo. Eran su especialidad. Más que
cocinar, por supuesto. Duérmase mi niño, un ratito más que este pucherito se va a
cocinar. Con voz dulce y suave mecía a su bebé para tranquilizarlo. Este pucherito no
se quiere hacer y mi niño lindo lo quiere comer duérmase mi niño un ratito más que
este pucherito se va a cocinar.
Y al mismo tiempo que el bebé, envueltos en una poderosa modorra y agotados por la
lucha, los choclos empezaron a bostezar, los zapallos a ablandarse, las papas a
remolonear. Despacito, muy despacito para que su bebé no se despertara, María
levantó cada una de las verduras. Y acompañándose con la música, las fue poniendo
en la olla una vez más. Cómodas y entregadas al sueño, las batatas se aflojaron
lentamente. Al ritmo de la canción, la carne se había dormido y, blandita, flotaba entre
el apio, el puerro, las cebollitas de verdeo y las papas. Los zapallos roncaban. Y fue
así como en breves minutos y despidiendo un olor exquisito el puchero quedó
cocinado. Como este cuento, que sin colorín y que sin colorado, de repente, se ha
acabado.

Los sueños del sapo - Javier Villafañie


Una tarde un sapo dijo:
—Esta noche voy a soñar que soy árbol. Y dando saltos, llegó a la puerta de su cueva.
Era
feliz; iba a ser árbol esa noche.
Todavía andaba el sol girando en la rueda del molino. Estuvo un largo rato mirando el
cielo.
Después bajó a la cueva, cerró los ojos y se quedó dormido.
Esa noche el sapo soñó que era árbol. A la mañana siguiente contó su sueño. Más de
cien
sapos lo escuchaban.
—Anoche fui árbol —dijo—, un álamo. Estaba cerca de unos paraísos. Tenía nidos.
Tenía
raíces hondas y muchos brazos como alas, pero no podía volar. Era un tronco delgado
y alto
que subía. Creí que caminaba, pero era el otoño llevándome las hojas. Creí que
lloraba,
pero era la lluvia. Siempre estaba en el mismo sitio, subiendo, con las raíces sedientas
y
profundas. No me gustó ser árbol.
El sapo se fue, llegó a la huerta y se quedó descansando debajo de una hoja de
acelga. Esa
tarde el sapo dijo:
—Esta noche voy a soñar que soy río.
Al día siguiente contó su sueño. Más de doscientos sapos formaron rueda para oírlo.
—Fui río anoche —dijo—. A ambos lados, lejos, tenía las riberas. No podía
escucharme.
Iba llevando barcos. Los llevaba y los traía. Eran siempre los mismos pañuelos en el
puerto.
La misma prisa por partir, la misma prisa por llegar. Descubrí que los barcos llevan a
los
que se quedan. Descubrí también que el río es agua que está quieta, es la espuma
que anda;
y que el río está siempre callado, es un largo silencio que busca las orillas, la tierra,
para
descansar. Su música cabe en las manos de un niño; sube y baja por las espirales de
un
caracol. Fue una lástima. No vi una sola sirena; siempre vi peces, nada más que
peces. No
me gustó ser río.
Y el sapo se fue. Volvió a la huerta y descansó entre cuatro palitos que señalaban los
límites del perejil. Esa tarde el sapo dijo:
—Esta noche voy a soñar que soy caballo.
Y al día siguiente contó su sueño. Más de trescientos sapos lo escucharon. Algunos
vinieron desde muy lejos para oírlo.
—Fui caballo anoche —dijo—. Un hermoso caballo. Tenía riendas. Iba llevando un
hombre que huía. Iba por un camino largo. Crucé un puente, un pantano; toda la
pampa
bajo el látigo. Oía latir el corazón del hombre que me castigaba. Bebí en un arroyo. Vi
mis
ojos de caballo en el agua. Me ataron a un poste. Después vi una estrella grande en el
cielo;
después el sol; después un pájaro se posó sobre mi lomo. No me gustó ser caballo.
Otra noche soñó que era viento. Y al día siguiente dijo:
—No me gustó ser viento.
Soñó que era luciérnaga, y dijo al día siguiente:
—No me gustó ser luciérnaga.
Después soñó que era nube, y dijo:
—No me gustó ser nube.
Una mañana los sapos lo vieron muy feliz a la orilla del agua.
—¿Por qué estás tan contento? —le preguntaron.
Y el sapo respondió:
—Anoche tuve un sueño maravilloso. Soñé que era sapo.
Cuentos de miedo
Carta de Drácula a su tía - Ema Wolf
Querida tía Brucolaca:
¡Cuánta razón tenían vos y el tío Malmuerto cuando me decían que nunca me
asomara de día fuera del castillo!
Te cuento:
El jueves puse el despertador a las doce de la noche, como siempre, y sonó a las doce
del mediodía.
¡Qué desgracia!
Un rayo de sol me dio en plena cara y cuando quise acordarme, me había llenado de
pecas.
¡Sí, tía! Oíste bien: ¡PECAS!
Es común que eso le pase a los mortales. Pero, como te imaginarás, es terrible para la
gente como uno.
Ahora los muchachos se ríen y me gastan. Boris, Vampirofredo y el Bebe Colmillo no
quieren salir más conmigo de noche. Dicen que soy un quemo.
Por favor, titíta: mandame ciento veinte pomos de Pecasín y una crema para la napia
pecas.
¡Sí, tía! Oíste bien: ¡PECAS!
Es común que eso le pase a los mortales. Pero, como te imaginarás, es terrible para la
gente como uno.
Ahora los muchachos se ríen y me gastan. Boris, Vampirofredo y el Bebe Colmillo no
quieren salir más conmigo de noche. Dicen que soy un quemo.
Por favor, titíta: mandame ciento veinte pomos de Pecasín y una crema para la napia
que se me peló un poco.
No te demores. Voy a quedarme encerrado hasta que recupere mi saludable color
verdoso.
Un beso de tu sobrino que te adora,
Drácula.

Miedo – Graciela Cabal


Había una vez un chico que tenía miedo.

Miedo a la oscuridad, porque en la oscuridad crecen los monstruos.

Miedo a los ruidos fuertes, porque los ruidos fuertes te hacen agujeros en las orejas.

Miedo a las personas altas, porque te aprietan para darte besos.


Miedo a las personas bajitas, porque te empujan para arrancarte los juguetes. Mucho
miedo tenía ese chico.

Entonces, la mamá lo llevó al doctor. Y el doctor le recetó al chico un jarabe para no


tener miedo (amargo era el jarabe).

Pero al papá le pareció que mejor que el jarabe era un buen reto:

—¡Basta de andar teniendo miedo, vos! —le dijo—. ¡Yo nunca tuve miedo cuando era
chico!

Pero al tío le pareció que mejor que el jarabe y el reto era una linda burla:

—¡La nena tiene miedo, la nena tiene miedo!

El chico seguía teniendo miedo. Miedo a la oscuridad, a los ruidos fuertes, a las
personas altas, a las personas bajitas. Y también a los jarabes amargos, a los retos y a
las burlas.

Mucho miedo seguía teniendo ese chico.

Un día el chico fue a la plaza. Con miedo fue, para darle el gusto a la mamá.

Llena de personas bajitas estaba la plaza. Y de persona altas.

El chico se sentó en un banco, al lado de la mamá. Y fue ahí que vio a una persona
bajita pero un poco alta que le estaba pegando a un perro con una rama. Blanco y
negro era el perro. Con manchitas. Muy flaco y muy sucio estaba el perro.

Y al chico le agarró una cosa acá, en el medio del ombligo.

Y entonces se levantó del banco y se fue al lado del perro. Y se quedó parado, sin
saber qué hacer. Muerto de miedo se quedó.

La persona alta pero un poco bajita lo miró al chico. Y después dijo algo y se fue. Y el
chico volvió al banco. Y el perro lo siguió al chico. Y se sentó al lado.

—No es de nadie —dijo el chico— ¿Lo llevamos?

—No —dijo la mamá.

—Sí —dijo el chico—. Lo llevamos.

En la casa la mamá lo bañó al perro. Pero el perro tenía hambre. El chico le dio leche
y un poco de polenta del mediodía. Pero el perro seguía teniendo hambre. Mucha
hambre tenía ese perro.

Entonces el perro fue y se comió todos los monstruos que estaban en la oscuridad, y
todos los ruidos fuertes que hacen agujeros en las orejas. Y como todavía tenía
hambre también se comió el jarabe amargo del doctor, los retos del papá, las burlas
del tío, los besos de las personas altas y los empujones de las personas bajitas. Con
la panza bien rellena, el perro se fue a dormir. Debajo de la cama del chico se fue a
dormir, por si quedaba algún monstruo.

Ahora el chico que tenía miedo no tiene más miedo. Tiene perro.

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