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Ciencia, del latín scire, significa saber, así que en su concepción básica ciencia es “conoci-
miento” o más concretamente, “conocimiento humano”. Ahora bien, a medida que este co-
nocimiento ha ido incrementándose también lo ha hecho la complejidad del concepto; Driver
et al. (1996) insisten en que incluso es una cuestión que se ha vuelto más espinosa en el
momento actual, porque sigue sin alcanzarse un acuerdo, ni siquiera mayoritario, sobre cuál
sea la naturaleza de la ciencia.
Así no debe extrañar que, tanto en ámbitos no académicos, como incluso entre autores que
se plantean la cuestión, se prefiera dar un rodeo diciendo, por ejemplo, que "la Ciencia es lo
que hacen los científicos" (Bridgeman, 1989), mientras, por otra parte, el empleo del término
"ciencia" se ha generalizado hasta tal punto que, para algunos, cualquier actividad humana
es científica.
En su intento de dar respuesta a la razón de las cosas, la Ciencia tiene sus limitaciones. Por
un lado, porque la capacidad humana de razonamiento es bastante reducida y nuestras po-
sibilidades de controlar todas y cada una de las variables que concurren en los procesos
naturales son muy escasas. Por otro lado, porque la Ciencia positiva podrá responder al
"cómo ocurren las cosas" y hasta a ciertos "porqués" inmediatos; pero es incapaz de res-
ponder al último "¿por qué?" (“¿por qué existe el Universo? ¿Por qué existe la Tierra? ¿por
qué existe la vida? y se adentra en un terreno "más allá de la Física" (Metafísica), como Hei-
senberg (1971) mismo ha subrayado.
Como se indicaba antes, en nuestros días no han disminuido las dificultades apuntadas. En
1998, después de tres años, la American Physical Society acabó rechazando el borrador
sobre la definición de “ciencia” porque no satisfacía a nadie. En ese momento, Holden reco-
gía la opinión del Presidente de dicha Asociación de que la definición debería contemplar
tres aspectos: el empirismo, la verificabilidad (lo que requiere intercambio de datos para
reproducir las experiencias) y la autocorrección (que supone una buena dosis de escepti-
cismo). Macilwain (1998) también se hacía eco de las mismas ideas, aunque difería algo al
cambiar el empirismo por la búsqueda disciplinada de la comprensión de la naturaleza.
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En el período romano el esfuerzo científico se debilitó y acabó por detenerse mucho antes
de la caída real del Imperio occidental. La astronomía y la matemática se mantuvieron por
su utilidad, pero buena parte del resto de las ciencias sólo se conservaron en los libros, que
serían redescubiertos a intervalos por los árabes en sus conquistas, y por sus contactos con
el Imperio Romano oriental. Por otra parte en Persia, India y China ramas paralelas a la
ciencia clásica continuaron floreciendo y prepararon el camino para un nuevo progreso.
Resaltan al menos dos mentes excepcionales. Una de ellas es la de Alberto de Colonia (S.
Alberto Magno, s. XII-XIII), que sistematizó el saber antiguo sobre historia natural y minera-
les, añadiéndole algunas aportaciones personales. La otra es la de Roger Bacon, en el si-
glo XIII, conocido también como Doctor Mirabilis, que puso considerable énfasis en el
empirismo y ha sido presentado como uno de los primeros pensadores que propusieron el
moderno método científico. Estaba íntimamente familiarizado con los avances científicos y
filosóficos del mundo árabe, una de las civilizaciones más avanzadas de su tiempo.
No obstante, en Medicina y Alquimia se fueron acumulando un acervo de datos muy
numeroso y muy interesante, que permitirían un florecimiento posterior fructífero.
A partir del Renacimiento se aprecia una nueva actitud hacia el conocimiento, que dejó de
ser considerado como un medio de reconciliación del hombre con el mundo para pensar en
él como un medio de dominar la naturaleza por medio del conocimiento de sus leyes. Apa-
recía una nueva imagen del mundo, más cuantitativa y práctica, que sustituía a la antigua,
más cualitativa, limitada y religiosa; el universo jerárquico de Aristóteles dio paso al mundo
mecánico de Newton. Es la época de las grandes “revoluciones científicas”
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del siglo XVII. Esta fase fue el período de formación de las primeras sociedades científicas
sólidamente establecidas (la Royal Society de Londres y la Academia Real Francesa). Es
la época de Boyle, Hooke y Hygens, y la de una nueva filosofía mecánico-matemática. El
trabajo de muchas manos y muchas mentes finalizó en la formulación por Newton de los
Principios Matemáticos de Filosofía Natural, base sobre la cual podía construirse confiada-
mente el resto de la ciencia.
Serán los criterios de Wolff y de Comte los que acabarán condicionando la concepción más
extendida de Ciencia, reduciéndola, de hecho, a las ciencias empíricas o experimentales
que, desde un punto de vista puramente convencional, son aquéllas que están fundamen-
talmente caracterizadas por su metodología (el conocido "método científico") y por sus
productos técnicos. Estas ciencias serán, por tanto, la Física, la Química, la Biología y la
Geología, conjunto de ciencias que son las que estudian los seres naturales, aunque cada
una de ellas lo haga desde una perspectiva distinta. Por ello, en la práctica, esta denomina-
ción resulta realmente sinónima de la de Ciencias de la Naturaleza. Pero dentro de ellas es
costumbre en España (y en otros países europeos no anglosajones), desde hace más de un
siglo, separar la Biología y la Geología bajo la denominación específica de Ciencias Natura-
les.
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se estudia como los métodos que se emplean para resolverlo, están determinados por el
paradigma imperante; por ejemplo, un determinado problema tectónico no lo afronta de la
misma manera un geólogo movilista que uno fijista. Cuando se acumulan nuevos datos que
el paradigma vigente no consigue explicar, se desemboca en una situación de crisis que
sólo se resolverá mediante la elaboración de un nuevo paradigma, lo que conduce a una
reestructuración total y un nuevo enfoque de todo el cuerpo de la ciencia, una revolución
científica. Para Kuhn, pues, la Historia de la Ciencia muestra cómo han ido cambiando con
el tiempo los paradigmas usados por los científicos.
En relación con ese segundo aspecto, podríamos destacar varios paradigmas (o mejor, pa-
res de paradigmas) que han coexistido, que supusieron una revolución científica en su mo-
mento:
Mecanicismo – Vitalismo
El Vitalismo, que se desarrolló a finales del s. XVIII, cuyo principal exponente fue Paul Jo-
seph Barthez es la posición filosófica caracterizada por postular la existencia de una fuerza
o impulso vital sin el que la vida no podría ser explicada. Se trataría de una fuerza específi-
ca, distinta de la energía estudiada por la física y otras ciencias naturales, que actuando
sobre la materia organizada daría por resultado la vida. Esta postura se opone a las explica-
ciones mecanicistas que presentan la vida como fruto de la organización de los sistemas
materiales que le sirven de base. El mecanicismo refleja los cambios en la mentalidad que
se operaron a partir del desarrollo del comercio y la producción manufacturera y el desarrollo
de la burguesía, en los siglos XVI al XVIII. Ello llevó implícito nuevos conocimientos y la ne-
cesidad de una mayor compresión de la naturaleza teniendo lugar una revolución en las
ciencias naturales Dentro de esta línea de pensamiento encontramos a personajes de la
talla de . Descartes o Newton.
Neptunismo – Plutonismo
Se plantea en la segunda mitad del siglo XVIII. Los autores de dichas teorías son, respecti-
vamente, Abrahan Werner (1749-1817) y el británico James Hutton (1726 - 1797).
Los neptunistas pretenden explicar el origen de todas las rocas como depósito de un hipo-
tético océano universal primitivo, gradualmente subsidente, del cual surgieron posteriormen-
te las montañas. Niegan la existencia de calor en el interior de la Tierra, y para explicar los
volcanes actuales, sugieren que se trata de combustión espontánea de carbón que rellena
grietas subterráneas. Tuvieron gran éxito a final del siglo XVIII y principios del XIX. Tras lar-
gas y descalificadoras discusiones, éstos terminaron por aceptar los argumentos plutonis-
tas que consideran que las rocas cristalinas no estratificadas (granito, basalto), son producto
de la solidificación de materiales fundidos por efecto del calor interior de la Tierra, que as-
cienden hacia el exterior y se encajan entre otras rocas. La trascendencia de esta polémica
despierta el interés hacia la Geología. terminaron por imponerse a mediados del siglo XIX.
Actualismo y Catastrofismo
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en los trabajos de científicos y naturalistas de los siglos XVIII y XIX, como Leibnitz (1714),
De Maillet (1748), Toulmin (1783), James Hutton (1788 y 1795), James Playfair (1802) y,
sobre todo, Charles Lyell (1830-1833).
Esta teoría chocó con la del Catastrofismo, de aceptación generalizada en su época, que .
pretende explicar todos los fenómenos geológicos con actuaciones en intervalos de tiempos
extremadamente cortos (cataclismos). Es la consecuencia de las interpretaciones del Anti-
guo Testamento que admite un máximo de 6.000 años para la edad de la Tierra. Entre sus
defensores se encontraban naturalistas entre los que destaca el francés Georges Cuvier.
Las primeras definiciones del concepto de especie, en el siglo XVII, se fundaban en el su-
puesto de que las especies no tienen nada que ver unas con otras, por haber aparecido ya
perfectamente diferenciadas como tales: ésta es la concepción “fijista”, ya presente entre
los griegos, que posteriormente pretendió encontrar base bíblica en los relatos del Génesis.
Cuando los paleontólogos descubrieron que en tiempos geológicos pasados la Tierra estuvo
habitada por faunas y floras constituidas por especies y grupos taxonómicos distintos de los
actuales. Los fijistas, principalmente Cuvier, para mantener su paradigma, elaboraron la
hipótesis de las creaciones sucesivas, según la cual la Tierra habría estado poblada por
varia faunas y floras sucesivas e independientes, productos de otros tantos actos creadores
precedidos del aniquilamiento de la fauna y flora precedentes (catastrofismo)
Hacia mediados del siglo XVIII se produjo un verdadero conflicto sobre el origen de las es-
pecies al comenzar a plantearse las doctrinas transformistas; el estudio de los fósiles in-
ducía a pensar en cambios sufridos por los organismos en el transcurso de los tiempos geo-
lógicos. El inglés W. Smith (1729-1839) describe la localización de los fósiles, ligando cada
especie a un estrato concreto, y niega, por tanto, que estén dispuestos de forma fortuita.
Establece con ello el principio de correlación paleontológica, en el que se basan las da-
taciones de edad mediante fósiles, y constituye uno de los pilares fundamentales, tanto en la
Estratigrafía como en la Paleontología.
El primer gran transformista fue Lamarck que, sin oponerse a la idea creacionista, sí defen-
día que las actuales especies proceden de una o unas pocas especies primitivas mediante
cambios orgánicos. Posteriormente, Darwin propuso la selección natural como mecanismo
director del sentido que toman los cambios en las especies hasta diferenciarse en especies
nuevas. Hoy día ya sabemos que éste es el paradigma aceptado, una vez retocado y en-
marcado en el cuadro general de la Teoría sintética de la evolución.
Los grandes hitos de este colosal esfuerzo pueden colocarse a partir del que supone la mo-
numental obra de Suess (1831-1914) La faz de la Tierra (1883-1901), en la que reunió todo
el conocimiento geológico que se había acumulado hasta el final del s. XIX. Ello permitió
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empezar a adquirir una visión de conjunto y a percibir ciertas regularidades y ciertas peculia-
ridades que exigían una explicación coherente. Pero en ningún caso se ponía en duda que
los continentes y los océanos hubieran tenido una distribución distinta de la actual, aun
cuando sí se aceptaba que podían haber sufrido movimientos verticales (de ascenso y des-
censo) de bloques más o menos grandes.
Será Wegener (1880-1930), entre los varios que ya lo habían intentado, el primero que ofre-
cería una hipótesis coherente sobre la "movilidad continental" (traducida al inglés como
“deriva continental”) en un cuadro de conjunto cuya primera versión publicaría en 1915, en
la que supone que los continentes los se han desplazado horizontalmente respecto de las
posiciones ocupadas en épocas geológicas anteriores, especialmente a finales del Paleo-
zoico y comienzos del Mesozoico, proponiendo argumentos a favor de la movilidad horizon-
tal de los continentes", aunque nunca pruebas en el sentido estricto del término, que fueron
aportadas posteriormente por los geofísicos
La ciencia es, en cualquier época, el resultado total de los conocimientos acumulados hasta
ese momento. Pero este resultado en realidad es un descubrimiento constante de hechos,
leyes y teorías nuevas, que critica y con frecuencia destruye mucho de lo construido para
reedificar sobre ello. El edificio del saber científico no se detiene en su crecimiento; podría-
mos decir que efectúa reparaciones constantemente, pero que nunca deja de utilizarse.
Para el científico existe una premisa básica: existe un mundo objetivo exterior y el estudio se
aplica a conocer cómo es. Se da por supuesto que el mundo tiene una existencia propia
independiente del observador que lo analiza, como desde los presocráticos y Aristóteles
hasta Siegel (1989) sostienen explícitamente; y la afirmación anterior no impide que el cien-
tífico tenga que aceptar que su intervención en la observación y análisis de la realidad pue-
de interferir en el funcionamiento del mundo cuya dinámica pretende analizar; lo que eviden-
ció Heisemberg en su Principio de incertidumbre y también se constata especialmente en
muchas investigaciones ecológicas (porque el hombre es un componente del sistema mismo
que analiza)".
Por otra parte, también la ciencia da como indiscutible que el hombre tiene una mínima ca-
pacidad para comprender el mundo o, al menos, ir comprendiéndolo progresivamente, aun-
que consciente de las limitaciones de su intelecto; sabe muy bien que su acercamiento al
mundo que le rodea necesariamente tiene que proceder por aproximaciones sucesivas; que
sus descripciones del mundo son provisionales y, quizás indefinidamente, deben seguir
siendo revisadas y refinadas.
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La filosofía de la ciencia crea el método científico para excluir todo aquello que tiene natura-
leza subjetiva y, por lo tanto, no es susceptible de formar parte de lo que denomina conoci-
miento científico. En última instancia, aquello que es aceptado por el sentido común pro-
piamente dicho y, por ello, adquiere carácter de generalmente aceptado por la comunidad
científica y la sociedad.
Por otra parte, sabemos que existen cosas cuya naturaleza es precisamente subjetiva. La
aproximación científica a estos elementos es compleja y normalmente se efectúa a través de
los métodos científicos menores, diseñados para ramas específicas del saber.
Una característica de los dos primeros es que pueden ir de lo general a lo particular o vi-
ceversa, en un sentido o en el inverso. Ambos utilizan la lógica y llegan a una conclusión.
En última instancia, siempre tienen elementos filosóficos subyacentes.
El padre del método deductivo puede ser considerado Francis Bacon en 1575, en los co-
mienzos del pensamiento moderno, quien llegó a la conclusión de que los métodos em-
pleados por las diversas ciencias eran erróneos. Su principal aportación metodológica con-
sistió en inferir a partir del uso de la analogía, desde las características o propiedades del
mayor grupo al que pertenece el dato en concreto, dejando para una posterior experiencia la
corrección de los errores evidentes. Este método representó un avance fundamental en el
método científico al ser muy significativo en la mejora de las hipótesis científicas. Los prin-
cipios que se plantean en su obra Novum Organum tuvieron gran importancia en el subsi-
guiente desarrollo del empirismo.
Tampoco se pueden obviar en este campo las aportaciones de René Descartes en el siglo
XVII., un momento en el que la ciencia no es únicamente un conocimiento teórico de las
causas, se presenta como una oportunidad de crecimiento humano. Este conocimiento útil
se erige con la certeza racional y evidente que le da solidez a sus propios planteamientos.
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Descartes consideraba que aunque la lógica tenía muchos preceptos válidos, en general
eran inútiles, y que en realidad podrían bastarnos cuatro. Son las reglas del método
1. El precepto de la evidencia: No admitir nunca algo como verdadero sin conocer con
certeza que lo es, es decir, no dar asentimiento más que a aquello que no tuviera
ocasión de dudar, evitando la precipitación y la prevención.
2. El precepto del análisis: Dividir las dificultades que tenemos en tantas partes como
sea posible, para solucionarlas mejor.
3. El precepto de la síntesis: Establecer un orden de nuestros pensamientos, incluso
entre aquellas partes que no estén ligadas por un orden natural, apoyándonos en la
solución de las cuestiones más simples (que Descartes llama "naturalezas simples")
para resolver los problemas más complejos.
4. El precepto de la comprobación: Hacer siempre revisiones amplias para estar segu-
ros de no haber omitido nada.
Es de señalar que, según D. Clarke, aunque Descartes emplea en todo momento lo que
llama "deducción", sus ejemplos a menudo más parecen casos de inducción o de argumen-
tos a la mejor explicación .
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Las relaciones entre los científicos y la sociedad a la que pertenecen, en cuyo seno se han
formado, con cuyas exigencias tienen que contar y cuya escala de valores tienen que com-
partir o cambiar, es un conjunto extraordinariamente condicionante de toda la actividad cien-
tífica, que la hace mucho menos “objetiva” de lo que se ha pretendido durante muchos años.
Hoy día el futuro de la ciencia está más que nunca ligado al destino de la humanidad en su
conjunto, y no sólo a la sociedad concreta o al país que crea y desarrolla dicha ciencia
.
La ciencia de una determinada época no sólo ha pertenecido a su propia tradición con sus
propios métodos, valores y conocimiento acumulado, sino también a su propio período histó-
rico en el que otros movimientos han dejado sentir sobre ella su propio impacto.
En períodos históricos relativamente estáticos, como la Edad Media, la ciencia no ha demos-
trado un desarrollo notable, mientras que en los períodos expansivos la ciencia ha medrado
frecuentemente, aunque también sujetos a modas, dudas y cambios abruptos en su desarro-
llo.
Es un hecho que en la Europa moderna la ciencia avanzó más en los países protestantes
que en los católicos. Aparte de la ausencia de la Inquisición en los primeros, esa preponde-
rancia se puede atribuir a tres factores principales:
1. Congruencia entre el primitivo ethos (moral) protestante y la actitud científica.
2. Uso de la ciencia para la consecución de fines religiosos.
3. Al acuerdo entre los valores cósmicos de la teología protestante y los de las teorí-
as de la primitiva ciencia moderna.
El alemán Leibniz (1646-1716), era de la opinión que el nuestro era el mejor de los mundos
posibles. Así, el sistema solar era una máquina autosuficiente, mientras que las especies
orgánicas estaban fijadas para todos los tiempos en las diversas formas en las que habían
sido creadas originariamente. Es en este punto en el que terminó por producirse la ruptura
entre la teología protestante y la ciencia moderna, ya que la llegada de las teoría evolutivas
del XIX puso fin a la opinión de que el mundo y sus criaturas habían mantenido sus formas
actuales desde toda la eternidad. La oposición a estas teorías evolucionistas fueron muy
fuertes entre los protestantes. No obstante, la alianza duró siglo y medio, y durante este pe-
riodo el sistema físico-teológico de Newton se aceptó universalmente en los círculos intelec-
tuales.
El avance que las ciencias experimentaban desde mediados del siglo XIX , conoció un im-
pulso extraordinario a partir de la segunda mitad del siglo, contribuyendo a renovar y modifi-
car la interpretación que tenía el hombre sobre el mundo. Se dieron una serie de condicio-
nes favorables
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d) La especialización
Los avances de las ciencias hacen imposible abarcar el conjunto de los conocimientos. Ya
no existen sabios universales como los hombres del renacimiento. En cada ciencia incluso
surgen nuevas especialidades. La extensión de la prensa y las revistas científicas, al igual
que los congresos, constituyen el medio de comunicación de los nuevos avances.
Tales acontecimientos indican que la actividad científica se ha orientado ahora por un canal
y antes por otro, y que en ocasiones se han relajado las fuerzas que promueven la ciencia,
llegando incluso a invertirse. En general quizá se pueda decir que los problemas prácticos
de un período histórico dado han ejercido un influjo sobre las investigaciones emprendidas
por los científicos de la época, mientras que los intereses intelectuales de la época han in-
fluido sobre la forma en que se expresaron las teorías científicas.
Con todo, la división no ha sido rígida. Los problemas prácticos han estimulado el surgimien-
to de nuevas teorías, a la vez que ciertas corrientes intelectuales han orientado la investiga-
ción científica por canales específicos, como en el caso de la filosofía alemana romántica e
histórica que promovía el estudio de la embriología entre los alemanes de finales del XVIII y
principios del XIX.
Tales desarrollos han dejado sentir su efecto sobre la ciencia fundamental, creando deman-
da de determinados científicos. Asimismo han fomentado el conformismo intelectual de los
científicos hacia los valores y puntos de vista del grupo dominante de la sociedad concreta a
que pertenecen, tendencia que se ha visto acompañada por la asociación de algunas teorías
científicas con una u otra de las ideologías opuestas en el siglo XX y XXI..
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A lo largo de la historia, las teorías científicas se han visto favorecidas o han recibido oposi-
ción, aparte de por consideraciones basadas en los criterios del método científico, de
acuerdo con el grado en que dichas teorías han sido congruentes o divergentes de las
creencias generalmente aceptadas en su tiempo y lugar. Tales juicios y las acciones basa-
das en ellos han resultado particularmente sonados en esos períodos históricos en los que
dos grandes movimientos de fuerza comparable se han opuesto el uno al otro. Puede servir
por ejemplo la vigente división existente al respecto de la influencia antrópica en el cambio
climático.
Dado el marco en el que se encuadra este epígrafe, vamos a referirlo a la “vida cotidiana en
las aulas”, admitiendo que puede ser un indicador de la calidad del proceso enseñanza-
aprendizaje que hemos conseguido, pues tiene su complemento y su consecuencia en el
planteamiento de una cuestión fundamental: hasta qué punto el conocimiento científico ad-
quirido por los alumnos en el ámbito académico, conduce a la adquisición de hábitos y acti-
tudes científicas que el individuo utiliza de forma usual en su vida diaria, aplica a los fenó-
menos cotidianos y expresa en un lenguaje más exacto y más acorde con los conocimientos
acumulados por la ciencia.
En esta línea justificativa sería importante reflexionar sobre las características que deben
reunir las actividades que se proponen a los alumnos para que las realicen. Se pueden
enumerar una serie de requisitos teóricos generales que confluirán en la configuración de
las actividades en función de la finalidad que pretenden conseguir. Y todo eso se podrá con-
seguir mejor y más automáticamente, si las actividades que se le han propuesto en sus “es-
tudios”, muestran un entronque real con la vida diaria, y si se han desarrollado de forma
que se haya estimulado el enfoque de todas ellas como resolución de problemas o peque-
ñas investigaciones con metodología científica.
En la práctica, la dificultad puede residir en determinar cuáles sean las actividades que reú-
nan todos esos requisitos o la mayor parte de ellos. Para ello puede ser útil recurrir a los
criterios propuestos por Raths (1973) y manejados por muchos autores desde entonces:
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Resulta claro que este objetivo global que estamos comentando se puede conseguir de for-
mas muy diversas; según qué temas, según qué clima de clase, según qué dinámica de
grupo exista, pueden ser muy efectivos unos tipos de trabajos un otros. Lo que interesa
realmente es conseguir que los alumnos adopten una actitud científica para enfocar y re-
solver las situaciones que se presentan en la vida cotidiana como problemas científicos; ello
conducirá, además, al convencimiento de que cualquier persona puede conseguir el hábito
de pensar científicamente si se pregunta siempre el qué, el cómo y el porqué de las cosas.
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