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24 semanas

por Daniel Torres

Entonces llegamos de la fiesta y ella se sentó en el mueble que la tarjeta de crédito


acababa de comprarnos; me miró como me miraba cuando andábamos cortos de
plata o cuando después de un día o dos de naufragar en una marea tensa tras una
discusión, ella se empoderaba y pretendía hablar y reunir las piezas dispersas de lo
que había pasado para tratar de acabar con ese magnetismo subdérmico-repelente
que nos hacía hablar con monosílabos y sólo comentar cotidianidades a la hora de
las comidas.
Durante los escasos diez pasos que me separaban de la nevera, adonde había
corrido para tomar agua, al mueble, donde ella me esperaba con su semblante de
importantísima urgencia, traté de pensar en todas las posibles situaciones recientes
que hubieran podido generar en ella esa actitud, pero ninguna se acercó en lo más
mínimo al motivo real.
Una vez más, simplemente había desperdiciado tiempo en divagaciones.
—¿Tú sabes lo que es el sangrado de implantación? —me preguntó.
Yo, que no tenía idea, me quedé callado y sólo abrí un poco los ojos y enarqué las
cejas.
—Es cuando el espermatozoide finalmente entra en el óvulo y puede fecundarlo
—continuó—, el sangrado que genera es muy particular… y creo que eso me pasó
hoy.
Entonces, como el protagonista del cuento El incidente del Puente del Búho de
Ambrose Bierce, pude ver, en un segundo, TODO: nuestro mueble aún sin pagar, la
nevera que desaguaba y no enfriaba bien dos veces al día, el techo con goteras de
nuestro apartamento arrendado, las constantes dificultades del día a día y del fin de
mes, todo lo incómodo que se nos hacía la vida a medida que envejecíamos; la vi a
ella, gorda y llevando esa pesada carga en la panza por nueve meses; me vi a mí
mismo, envejeciendo aún más rápido con más responsabilidades de las que ya tenía
encima…
Una vez, siendo muy niño, tuve la estúpida idea de escuchar un especial de
terror en la radio. Era un viernes Santo y según la tradición coloquial, durante esa
semana los portales energéticos eran más propensos a permitir el traspaso de
cualquier otra entidad no humana a nuestro plano terrenal y dimensional. Ese día
en específico, el programa radial estaba enfocado en historias populares de
duendes y durante la sección de llamadas, oyentes reales compartían sus historias
con este tipo de seres aparentemente burlones, bribones y desvergonzados que
podían enseñorearse con una persona o con una casa, haciendo la vida imposible a
quienes cayeran en su rango de acción; la tercera o cuarta llamada fue de un
hombre que sonaba como un humilde campesino de mediana edad y que, en medio
de sollozos y una voz que yo deduje como desgarradoramente honesta, contaba
cómo a través de los años y durante diferentes épocas de su vida, se había visto
afectado por la presencia de un duende o diferentes duendes. «Esconden cosas…»
—decía— «…tá uno poray y ejcucha los platos caerse e’ la mesa…» —más sollozos,
acompañados de una ensordecedora exhalación nasal, antes de finalizar con un
quiebre en la voz que terminó dramáticamente con el sonido de un utensilio de
cocina al fondo y de pronto y de la nada, la caída de la llamada: «…ya uno no sabe…
ya uno no sabe ni quihacer con ese mugre morraco».
Mi vida después de ese día se convirtió en pura ansiedad por las noches y un
miedo exacerbado a que me pasara algo en mi recién estrenada habitación de niño
grande. Me daban más miedo las luces a medias que podían generar sombras
extrañas, quizá de algún mugroso «morraco» moviéndose furtivamente por mi
cuarto, que la total oscuridad. El miedo era tanto, que a veces sólo podía dormir
cuando mi papá llegaba de su trabajo, después de la medianoche, supongo que por
mero instinto, su sola presencia me calmaba o al menos me permitía dormirme con
mayor facilidad.

Fue esta sensación, ese miedo exagerado, inexplicable e incontrolable, el que


empecé a sentir en aquel momento: miedo por mi hija o hijo, de su vida en un
mundo tan hostil, de mi capacidad de criarlo, de su relación con nosotros en su
adolescencia, del mundo de fantasía en el que viviría mientras fuera un niño; tuve
miedo de perder mi trabajo, de no amarlo, de no poder darle lo que necesitara, de
fallar como padre, de dejar de comprar cosas que me gustaban por tener que
comprar cosas para él o ella. Tener que asistir su funeral en caso de que las cosas
salieran al revés y él/ella (ellx) muriera antes que nosotros. Defectos de nacimiento
o enfermedades congénitas de las que yo no tuviera idea (¿No era mi mamá
hipertensa o algo así?).
Tuve miedo se sentir todo esto y no poder evitarlo, de no poder expresarlo, de
tener que pretender ser feliz con un hijo como todos los demás, cuando la realidad
era que nos mantendríamos al filo de la pobreza.
Y mientras la sensación vacía del miedo se fue convirtiendo en remordimiento
por las cosas NO hechas, en mi mente se impuso la imagen (no el recuerdo, la
imagen) del protagonista del cuento de Borges, El milagro secreto, a quien se le
concedió un año para, al menos para sí mismo, terminar su pieza inacabada; si yo
tuviera esa oportunidad, pensaba aleatoriamente, podría sentar las bases de lo que
mi hijo necesitaría, recuperaría el tiempo perdido en malas lecturas y fiestas y
charlas…
—¿Qué vamos a hacer? —fue lo siguiente que ella me preguntó, y yo
simplemente le dije que no sabía.

Luego un espeso silencio nos inundó durante lo que me pareció demasiado


tiempo; un silencio en el que ambos, estoy seguro, recordamos específicamente la
noticia del pasado 21 de febrero, cuando la Corte Constitucional legalizó el aborto
hasta la vigésimo cuarta semana de gestación.
—Pero bueno —dije finalmente—, podría ser tu periodo, ¿no? Yo sé que debió
haberte llegado hace varios días, pero no siempre es exacto.
Entonces nos enzarzamos de nuevo en el detallado recorrido de los últimos días,
haciendo cuentas para calcular un porcentaje dentro de las posibilidades de ser
padres. Ella parecía emocionada al decir que el sangrado de hoy era totalmente
diferente al de su menstruación, mientras yo no podía dejar de pensar en lo mucho
que me faltaba para sentirme cómodo siendo padre y me revolcaba en la idea de
que nueve meses era muy poco tiempo para alcanzarlo.
Según lo que recordábamos, si lo que le había pasado hoy era una prueba
definitiva de la concepción de un hijo de ambos, entonces las piezas calzarían
perfectamente con la última vez de nuestras relaciones y significaría que nuestro
método anticonceptivo del ritmo había finalmente fracasado.
Ella, tan consciente como yo de nuestras limitaciones monetarias, me dio la
impresión de que también se olvidaba por un momento de nuestras limitaciones
actitudinales y aptitudinales en cuanto a la paternidad. Curiosamente, ambos
tuvimos hermanos menores cuando ya habíamos perdido la esperanza de tener
uno, ella a los 11, yo a los 12. Esto nos dio la oportunidad de experimentar la
paternidad más de cerca, aunque en ese momento sólo sufriéramos contra nuestras
hormonas de pre adolescentes. Gracias a esa experiencia, descubrimos que un hijo
es más que la bonita experiencia de ver crecer un ser humano y ser partícipe de su
desarrollo en todo sentido, especialmente en el de su personalidad, puesto que
ambos compartíamos la idea de que la personalidad de alguien de cinco años de
edad ya decía casi absolutamente todo lo que se necesitaba saber sobre su actitud
de adulto: lo habíamos vivido.
Dejando de lado todo lo que podía salir mal en relación a la salud de nuestro
retoño, estaba el hecho del seguimiento estricto y continuo en la época escolar y en
la primera adultez, en relación a factores externos que podían afectarlo: amigos,
drogas, malos amores, su propio embarazo no planeado o deseado, en caso de ser
niña; el de su pareja, en caso de ser niño; sus exploraciones sexuales, sus propias
crisis existenciales y de identidad, su propia búsqueda de la verdad…
Yo también, es cierto, deseaba recorrer todos estos procesos, reírme y llorar con
mi hija(o) y mi esposa, crecer juntos y mejorar, avanzar, pero… ¿era necesario un
hijo para hacer todo eso? Una parte de mí sentía que, debido a nuestras edades, ella
con 27, yo con 29, la sola idea de pensar en el aborto nos restaba una madurez que
ya deberíamos haber adquirido en este punto. ¿No creía yo de niño que la gente en
sus 30s estaban ya realizados o al menos casi tenían su vida hecha? Yo no me sentía
así en lo absoluto, había tantas cosas que sabía que necesitábamos para vivir
tranquilos los dos, una nueva nevera, una lavadora, comprar una casa propia.
Cosas que luchábamos por tener y que representaban un esfuerzo conseguir, como
para ahora sumarle un hijo, un nuevo ser humano en un planeta sobrepoblado,
podría decirse que ya lo suficientemente sobrepoblado como para que uno más
significase una diferencia relevante. Ya sé que sueno como un perfecto idiota, pero
en general, mi idea es que la humanidad está algo sobrevalorada.
También recordé la idea de que cada hijo viene con un pan debajo del brazo. Es
totalmente falso, si Daniela estaba embarazada en este momento, y ambos
accedíamos a conservar el bebé, es cierto que no nos moriríamos de hambre, pero
también es cierto que lo que había sido nuestra vida hasta este momento sería un
pasado al que ya nunca más podríamos volver y, aunque la reciente
despenalización del aborto no discriminaba la edad de quienes se podían someter a
este proceso, en definitiva sentía más empatía con los adolescentes o los jóvenes
menores de 20 o en sus primeros 20s que lo hacían, que con los casi treintañeros
como nosotros que, debido a cualquier motivo, teníamos a fin de mes más penas
que triunfos.

En el chat grupal de WhatsApp del trabajo, pedí a alguien que cubriera las
primeras horas de mi turno del día siguiente. A primera hora estábamos en un
pequeñísimo laboratorio que se dedicaba a hacer pruebas de sangre y pruebas de
embarazo. Debido a que era el único hombre en la sala de espera, no pude evitar
ser blanco de preguntas de una señora que estaba con su hija (al parecer
adolescente):
—¿Está nervioso? —me preguntó, asintiendo con la cabeza como un añadido de
lenguaje corporal que pretendía imponerme una respuesta afirmativa.
—Un poco, sí, claro.
—¿Primera vez?
—Sí —respondió Daniela por mí. Cortante— ¿Usted?
—Oh, yo no. Ja, ja. Es para mi hija —señaló a la muchacha concentrada en su
teléfono—. Parece que se aburrió de la vida fácil.
Asentimos con pena ajena y una media sonrisa incómoda. Guardamos silencio
hasta que nos trajeron los resultados y nos fuimos de ahí.

Sentados ahora en una pequeña cafetería de estilo asiático, esperamos a que nos
traigan nuestro pedido y le digo a Daniela que primero desayunemos antes de ver
los resultados. Ella niega con la cabeza y en cuanto traen los cafés y no hemos
tomado ni un sorbo, retira la grapa de la hoja con el resultado de la prueba de
embarazo dentro y de inmediato los ojos le empiezan a nadar en lágrimas. No sé si
de alegría o de tristeza, de esperanza o de resignación, o de alguna otra intrincada
emoción aún no definida adecuadamente.
Mientras tanto yo… sólo deseo que todo esto no sea otra cosa más que una de
mis divagaciones mentales que ha ido demasiado lejos.

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