Herlinda Se Va
Herlinda Se Va
Herlinda Se Va
Herlinda se va
Rosario Castellanos
Y
o he tenido hasta ahora dos largas servidumbres. Y uso la pala-
bra con la plena deliberación de su ambivalencia. Porque ambas
me sirvieron exactamente en la proporción en que yo consentí
en volverme una criatura dependiente de sus cuidados, remitida a su
eficiencia, obediente a sus rutinas, plegable a sus caprichos, conforme
con sus limitaciones. ¿Quién de las dos estaba más sujeta: la sierva o el
ama? Eso queda para discutirse.
Cada uno de los protagonistas —adversario que se complemen-
ta— reclamará para sí la dosis mayor de sufrimiento. Yo sólo puedo
afirmar que cuando viví en circunstancias en las que esta relación, que
siempre me ha parecido fatal, ya no existe, respiré más que a mis an-
chas, sin remordimientos, sin irritación, sin esa sensación de que uno
se encuentra a la merced de la buena voluntad de otro. Sin esa molestia
de que no haya reglas precisamente establecidas sino de que los már-
genes —para la tolerancia o el abuso— los va estableciendo el tanteo
del terreno. ¿Hasta dónde puedo pedir? ¿Hasta dónde he de dar? ¿De
acuerdo con qué rituales? La intuición me hacía iluminable el camino.
Pero la reflexión me paralizaba los actos. Hasta que llegaba el momento
en que una circunstancia externa nos permitía desbaratar el nudo que
nos estaba ahorcando mutuamente y decir (¡con cuánta pena por el
pasado!, ¡con cuánto miedo por el futuro!, ¡con cuánto desamparo por
el presente!) adiós.
La primera de las dos a las que me referí al principio se llamaba
María Escandón y su madre se la entregó a la mía cuando ambas éramos
niñas para que fungiera como "cargadora".
Esta institución —que no sé si todavía está vigente en Chiapas
donde me aseguran que tantas cosas han cambiado— estaba entonces
en todo su esplendor. Y consistía en que el hijo de los patrones tenía
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el trabajo doméstico