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Asecinato (Resumir)

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Capítulo veinticinco

CUANDO, concluido el descanso del


día, Max Battisfore vino a decirme que
era hora de volver, se quedó en la sala
de conferencias hasta que el teniente y
Laura salieron. Habló con rapidez.
—Mire, Paul —murmuró—, están
preparando algo, no sé qué es, pero Sulo
me ha dicho que nuestro amigo Dancer
ha estado interrogando a los presos
desde ayer. Les ve a solas en la oficina
de Mitch, de uno en uno. Creo que más
vale que usted lo sepa.
—Gracias, Max. ¿Sabe de qué se
trata?
—No, exactamente, pero imagino
que se relaciona con este caso. De ese
hombrecillo se puede esperar cualquier
cosa. Y tenga la seguridad de que será
grave. Debo irme.
—Gracias por el informe, Max.
Estaré preparado.
Cerré los ojos y suspiré al tiempo
que tomaba mi cartera y me dirigía hacia
la puerta. ¿Qué estaría preparando
Dancer?
—Atención, atención, atención —
gritó Max, y el público, acostumbrado
ya a la ceremonia de la maza, se puso en
pie obediente y guardó silencio para
luego sentarse.
El juez se volvió hacia la mesa del
fiscal.
—¿Algún testigo? —indagó.
—Sí, señoría —dijo Dancer,
poniéndose en pie—. El pueblo cita al
doctor W. Harcourt Gregory.
El psiquiatra del ministerio fiscal
levantó su enorme estatura y se
encaminó al estrado, donde Clovis
Pidgeon le tomó juramento. Se sentó
frente a la silenciosa y expectante sala.
Resultaba un espectáculo curioso.
Claude Dancer se acercó al testigo,
sonriendo, como si dijera: «Aquí
tenemos, señoras y caballeros, un
psiquiatra que por lo menos tiene
aspecto de psiquiatra».
—¿Su nombre?
—W. Harcourt Gregory —respondió
el testigo con voz precisa y en tono alto,
acariciándose las puntas del bigote.
—¿Profesión?
—Doctor en Medicina.
—¿Está especializado en algún
campo de la Medicina? —Sí.
—¿En cuál de ellos?
—Psiquiatría.
—¿Desde cuándo?
—Desde hace veinticinco años.
—¿Querría usted exponernos,
doctor, su preparación profesional y su
experiencia?
El doctor Gregory, lo mismo que el
doctor Smith, volvió al colegio, a la
Facultad de Medicina, a varios cursos
especiales (entre los cuales había un par
de ellos muy espectaculares en París y
en Viena), y después, evidentemente a
toda prisa, a los puestos remunerados en
varias instituciones mentales del Estado.
—¿Cuál es su posición actual,
doctor?
—Superintendente médico en el
Hospital de Pentland del Estado, en el
Bajo Michigan.
—¿Qué clase de pacientes tienen
allí?
—A aquéllos a los que se considera
perturbados o débiles mentales.
—¿Pertenece usted a algún grupo
psiquiátrico nacional?
El testigo se aclaró la garganta.
—Soy diplomado de la Agrupación
Americana de Psiquiatría y Neurología
—replicó con la sencillez del orgullo.
Claude Dancer alzó un papel que se
parecía mucho a nuestra hipotética
pregunta y comenzó a leerlo. Conforme
leía, mis suposiciones se reafirmaron; el
astuto hombrecillo lanzaba nuestra
hipotética pregunta a su psiquiatra,
palabra por palabra.
—Bien, doctor, aceptando como
ciertos todos los datos que aquí se
reseñan, ¿puede usted formarse una
opinión, apoyándose en bases
científicas, acerca de si el hombre
hipotético se hallaba bajo los efectos de
una alteración emocional por la que
pudiera considerársele temporalmente
loco?
—Sí.
—¿Y cuál es su opinión?
—Que la información acerca del
teniente hipotético, por los datos que
aquí se suministran, no es suficiente para
diagnosticar locura.
—¿Ha formado usted opinión,
basada en conocimientos científicos,
acerca de si el teniente hipotético, por
los datos que constan en la pregunta
hipotética, padecía reacción
disociativa?
—Sí.
—¿Cuál es su opinión?
—No creo que sufriera reacción
disociativa —declaró, intentado
calmosamente derribar el principal
baluarte de nuestra defensa acerca del
impulso irresistible.
—¿Qué razones formula usted para
expresar tal opinión?
—La reacción disociativa es un tipo
muy peligroso de psiconeurosis. La
psiconeurosis no es un mal pasajero.
Tengo la seguridad de que el teniente
hipotético hubiera mostrado por lo
menos una vez, y seguramente varias,
algún síntoma de naturaleza disociativa
durante su permanencia en campaña.
Ninguno se ha registrado.
Bajo las hábiles y oportunas
preguntas de Dancer, el testigo siguió
intentando derribar la base de nuestra
defensa. Si el hipotético teniente era
capaz de distinguir el bien y el mal; si
podía comprender y medir el alcance y
las consecuencias de lo que estaba
haciendo; si estaba en posesión de sus
facultades… Dirigí una mirada a nuestro
joven psiquiatra, que estaba abatido.
Claude Dancer continuó:
—Bien, doctor, si se suprimiera de
la pregunta hipotética el hecho de que el
teniente hipotético había perdido la
memoria y resultara que recordaba muy
bien lo sucedido, ¿le haría eso variar de
opinión?
—No, señor, más bien la
confirmaría.
—Si además de los datos que se
incluyen en la pregunta hipotética, se
añadiera que el teniente hipotético
volvió a su casa y, tal como se indica en
la pregunta, le dijo a su mujer que había
matado al dueño del bar, luego se
trasladó a la residencia del vigilante, le
dijo que había matado a un hombre y que
por lo tanto se entregaba, y que horas
más tarde este mismo teniente refirió a
un sargento detective de la policía del
Estado detalles de una supuesta agresión
a su esposa que antes le fueron relatados
a él por ésta, reconociendo que meditó
lo sucedido desde todos sus aspectos y
procurando asegurarse de que su esposa
le decía la verdad, tras lo cual decidió
que quien tal cosa hizo no merecía vivir;
que después explicó cómo se había
trasladado al bar, dando muerte a tiros
al propietario para regresar a su casa y
entregarse al vigilante, que vivía sólo a
treinta pies de su roulotte. Suponiendo
todos estos datos adicionales, ¿variaría
su opinión?
—No. Tan sólo confirmaría mi punto
de vista de que no estaba legalmente
loco.
Claude Dancer me miró, al tiempo
que se inclinaba.
—La defensa —dijo.
Dirigí una mirada al joven doctor
Smith, quien seguía sentado con la
cabeza abatida y una mano sobre los
ojos. Sus mayores temores se habían
confirmado.
Me puse en pie y avancé lentamente,
decidido a destruir a aquel hombre si me
era posible. Y aunque nunca me había
hecho muchas ilusiones acerca de lo
contrario, entonces me dije con angustia
que los procesos no eran más que una
reyerta primitiva; a pesar del «señoría»
y de las «venias», de las cortesías y de
las leyes, un juicio no era más que una
batalla salvaje y primitiva por la
supervivencia.
—Doctor —comencé suavemente—,
¿así que es usted diplomado de la
Agrupación Americana de Psiquiatría y
Neurología?
—En efecto —dijo con orgullo,
acariciando delicadamente su poblado
bigote.
—Puesto que su colega el doctor
Smith pertenece al mismo equipo, es de
suponer que también es diplomado —
dije.
—Supongo.
En voz más baja e inclinándome
hacia él, agregué:
—Quizá, doctor, en su club existe
una clase más humilde de diplomados.
—¡Protesto, protesto!
—Se acepta la protesta —dijo el
juez.
—¿Desde cuándo figura usted entre
el personal de distintas instituciones
públicas, doctor?
El médico dudó un instante.
—Veintiún años —respondió.
—¿En la actualidad dirige usted una
clínica mental?
—Exacto.
—En ese caso, doctor —insistí—,
durante gran parte de su carrera, puesto
que trabaja en instituciones públicas, ha
tratado usted principalmente con
pacientes que otros médicos ya habían
estudiado y cuyos casos estaban
decididos, ¿no es así?
(Debía, de serme posible, intentar
arrebatarle parte de la ventaja en años y
experiencia que tenía sobre mi joven
psiquiatra).
—Pues sí —reconoció, ya que no le
quedaba otro remedio.
—Y la mayor parte de su trabajo y
práctica profesional se ha desarrollado
en determinar cuándo y en qué momento
sus pacientes han recobrado la lucidez,
si es que la recobran, más que en
determinar si estaban perturbados, clase
de locura que sufrían y causas de su
perturbación, ¿no es así?
—Sí, señor, además de intentar
curarles.
—¿No es cierto que todas las
instituciones mentales públicas con las
que usted ha estado relacionado,
incluyendo a la que ahora pertenece,
tenían y tienen largas listas de enfermos
mentales que esperan su admisión?
Había tocado una de sus cuerdas
favoritas.
—Es cierto, señor —dijo, asintiendo
con la cabeza en un énfasis lánguido—.
La falta de espacio para acomodar a
nuestros pacientes y el terrible
hacinamiento que de ello se deriva es
una vergüenza para nuestro Estado y
para toda la nación.
El testigo se dejaba llevar muy bien.
—Una de las consecuencias de esta
falta de espacio —continué— debe ser
que tan sólo aquellos que muestran
síntomas claros y avanzados de
demencia, los más difíciles para la
sociedad, los que no deben continuar en
libertad, son los que más fácilmente
ingresan en su manicomio, ¿no es así?
Seguía sin ver cuál era mi objetivo.
—Muy cierto —afirmó—. Nosotros
sólo podemos hacernos cargo de los
casos más avanzados.
—Por tanto, doctor, los médicos que
trabajan en dichas instituciones
públicas, raramente, si es que lo
consiguen alguna vez, estudiarán u
observarán tipos más sutiles y
subjetivos de enfermos mentales, ¿no es
así?
Vio por dónde soplaba el viento,
pero ya no podía replegarse.
—Bien —dijo, frunciendo el ceño
—. Supongo que así es.
—No puede suponerlo, doctor, ¿es o
no es así?
—Pues bien, sí.
—Tampoco ingresarían allí los
enfermos atacados de reacción
disociativa, ¿verdad?
Resignado, agregó:
—No. Raramente estos enfermos
ingresan en una institución para
enfermos mentales.
Había llegado el momento de entrar
en detalles.
—Bien, doctor. ¿Cuándo vio por vez
primera al auténtico teniente Manion?
—La mañana del jueves de esta
semana.
Hice una pausa para reflexionar.
—Veamos, entonces son dos días y
medio en esta sala, ¿no es cierto?
Pacientemente respondió:
—Sí.
—¿Le vio alguna vez fuera de la sala
durante este tiempo?
—No.
—Entonces, doctor, puedo suponer
que usted no le sometió a ningún
examen.
—Creo que resulta evidente que no
lo hice.
—Tampoco le sometió a ninguno de
los tests que han mencionado aquí el
señor Dancer o su colega.
—No.
—¿Estaba usted presente cuando el
fiscal ayudante interrogó al doctor Smith
esta mañana?
—Sí.
De nuevo se acarició el bigote, que
parecía tener en mucha estima.
—¿Oyó cómo el fiscal ayudante
indagaba con bastante insistencia el
motivo por el cual no se había sometido
al teniente —hice una pausa para
consultar mis notas— a un test
Wescheler-Bellevue, un Szondi, un
Bender-Bestalt, un examen
psicodiagnostical Roschach, un test
temático de percepción, varios tests de
personalidad… —hice una pausa
mientras simulaba recuperar el aliento—
y posiblemente uno o más tests que con
las prisas se me pueden haber
escapado?
Ofendido contestó:
—Naturalmente que lo oí. Estaba
sentado en aquella silla.
—Sí, claro está, ahora recuerdo que
usted estaba allí. ¿He acertado al
suponer que fue usted, doctor, quien
enseñó al señor Dancer la impresionante
jerga que empleó?
Ofendido se echó hacia atrás
mientras decía:
—¿Jerga?
—Perdóneme, doctor; quiero decir
terminología psiquiátrica.
Ofendido al ver mi error en lo que a
él le parecía tan claro, agregó:
—Pues sí, sí, desde luego. Yo se lo
dije.
Claude Dancer se había dado cuenta
de dónde soplaba el viento, y se fue
acercando a mí conforme yo presionaba
al testigo.
—Entonces, también estoy en lo
cierto al suponer que de haber tenido
ocasión de examinar al acusado habría
hecho todo lo que su colega dejó de
hacer.
Enfático, agregó:
—Desde luego lo hubiera hecho. A
mi juicio estaba bien clara su necesidad.
—Comprendo —continué,
remachando—. Por tanto su mayor
desacuerdo acerca de las conclusiones
del doctor Smith está en que
previamente no le sometió a los tests
necesarios, ¿no es así?
La protesta que esperaba llegó
entonces.
—No, no, señoría. Este testigo no ha
expuesto un solo desacuerdo. La
pregunta supone algo que no se ha
demostrado. El testigo…
—No se admite la protesta… —
advirtió el juez con presteza—.
Continúen.
—Sí… —dijo el médico,
humedeciéndose los labios.
—Por tanto podemos decir que su
crítica a las conclusiones del doctor
Smith se basa principalmente en los
medios que empleó —insistí,
presionándole más.
—Exacto —dijo el testigo,
dirigiendo una grave mirada al doctor
Smith y retorciéndose el bigote con los
dedos.
Hice una pausa para que esta
cuestión se grabara en las mentes de los
asistentes al juicio. Me di cuenta de que
el mundo del psicoanálisis estaba
dividido por tantas escuelas enemigas,
teorías, métodos, escisiones y grupos
como los artistas de la Orilla Izquierda
del Sena. Pero no tenía noticia de
ninguna escuela que prefiriera no tener
teorías a tener las de un grupo
adversario, y seguí apretándole.
—Doctor —dije—, ¿pretende usted
que el jurado crea que el no haber
sometido al acusado a ningún test,
prueba o examen es mejor que el sistema
que empleara el doctor Smith?
El interrogatorio había tomado un
giro muy poco favorable al testigo y éste
se irguió en la silla.
—No he dicho tal cosa —replicó
seriamente.
—Sé que no lo ha dicho, doctor,
pero se desprendía de sus declaraciones
y por esta causa se lo pregunto. ¿Es
preferible no emplear test alguno? ¿Fue
mejor examinarle o no examinarle?
Se iba encendiendo una luz.
—¿Qué quiere decir? —indagó el
testigo, inquieto.
—Esto es lo que quiero decir, doctor
—expliqué—. ¿Pretende decirnos que el
sistema Gregory, de reciente creación,
consistente en suprimir tests y
observaciones o exámenes personales,
es mejor que las pruebas presentadas
por el doctor Smith o incluso que los
tests enumerados tan prolijamente por el
señor Dancer?
El testigo comprendió entonces toda
la importancia de la pregunta. Se agitó,
mientras miraba a Claude Dancer.
—Yo no diría eso —frunció el
entrecejo—. ¿Es que pretende burlarse
de mi profesión?
Me acerqué más al médico y pude
comprobar que sobre la barbilla
brillaban varias gotas de sudor.
—¿Burlarme, doctor? ¿Burlarme de
su profesión? —Había llegado el
momento de lanzar el ataque—. Mire,
doctor, le he hecho una pregunta y quiero
una respuesta clara. ¿Es preferible no
establecer tests, ni examinar al paciente,
a que se hagan tests y se examine al
supuesto enfermo? ¿Es esto lo que
pretende hacer creer al jurado?
—Protesto…
—No se admite la protesta.
El testigo se hallaba en la trampa.
—No —replicó, y se hubiera dicho
que incluso el bigote le disminuía; se
limpió el sudor que le cubría la barbilla
y se secó la mano con el pañuelo.
—¿Quiere aclarar su respuesta?
—Hubiera sido mejor observar
personalmente al paciente y someterle a
tests.
—¿De modo que como diplomado
de la Agrupación Americana de
Psiquiatría y Neurología, ya no afirma ni
desea que quede establecido que sería
una ventaja no haberle examinado?
—Ya he contestado a esto.
—¿Le importaría contestar de
nuevo?
Bruscamente dijo:
—La respuesta era y sigue siendo
que no.
—¿Por tanto era y sigue siendo una
desventaja no haberle examinado
personalmente?
Hubo una larga pausa.
—Sí —dijo al fin, casi silbando la
palabra; advertí que los jurados se
miraban entre sí.
—¿Solicitó usted o solicitó alguien
que le permitieran examinar al teniente
Manion?
—No se cursó ninguna petición.
Alcé la voz.
—¿Y sin embargo se atreve usted a
venir aquí para expresar una opinión
profesional contraria a la de un
distinguido colega que había examinado
al acusado?
—Protesto.
—Se admite la protesta.
Mi siguiente pregunta, como la que
acababa de hacer, era retórica y dirigida
más al jurado que al testigo.
—¿Quizá, doctor —dije—, se
atreverá a darnos una opinión acerca del
estado mental del muerto?
—¡Protesto! Es inadmisible.
—Se admite la protesta.
Hice una pausa, advirtiendo una
sonrisa en el semblante de varios
jurados.
—Bien, doctor, olvidemos ahora las
preguntas hipotéticas y a los tenientes
hipotéticos, y tratemos del inculpado —
dije señalándole— que se sienta allí,
bajo una acusación de asesinato en
primer grado. ¿Está de acuerdo con su
colega, también diplomado, el doctor
Smith, en que ese hombre está
actualmente cuerdo?
—Desde luego, hasta un niño lo
comprendería.
—Gracias, doctor. Ahora le
pregunto si ha formado opinión acerca
de si el auténtico teniente padecía
alteración mental el día de autos. Le
ruego que olvide al teniente hipotético.
—Protesto. Eso no sería correcto —
opuso Dancer.
—Le he preguntado a su psiquiatra,
señor fiscal ayudante, si ha formado una
opinión —advertí.
El testigo guardaba silencio, con el
semblante contraído.
—¿Ha formado usted opinión o no?
—indagó el juez en un tono de
impaciencia desacostumbrado en él—.
Conteste sí o no.
El testigo se acarició el bigote y
pareció hundirse aún más en la silla.
—He formado una opinión —dijo al
fin.
—Bien —animé—. ¿Quiere
exponerla?
—Un momento —interrumpió el
juez, volviéndose hacia el testigo—.
Deseo que comprenda bien, doctor, lo
que está a punto de hacer. Si ha formado
una opinión, le permitiré que la diga.
Pero no acepto conjeturas. Y debe usted
estar dispuesto a respaldar
convenientemente su opinión. Deseo que
comprenda bien la situación antes de
que hable. ¿Aún afirma estar preparado
para exponer una opinión?
El doctor no tenía entonces retirada
posible.
—Estoy dispuesto —dijo,
irguiéndose en la silla y secándose el
sudor de la frente.
—¿Cuál es su opinión? —indagué.
El aturdido médico se aferró a los
brazos del sillón de los testigos y se
lanzó a fondo.
—Mi opinión es que el auténtico
teniente Manion no estaba loco el día de
autos —respondió.
—¿Y en qué base científica funda
esa opinión, doctor? —indagué
suavemente.
—Por lo que he podido ver aquí.
—¿Quiere decir que se atreve a
aventurar una opinión acerca del estado
mental de este hombre en el día de
autos, sin siquiera haberle examinado
personalmente ni haberle sometido a
tets, ni conocer su historia?
La respuesta era inevitable.
—Sí, señor.
Hice una pausa durante un minuto.
—Doctor —dije lentamente—: ¿es
éste el sistema más comúnmente
aceptado por los diplomados de la
Agrupación Americana de Psiquiatría y
Neurología?
—Protesto —exclamó Dancer—. El
letrado hizo una pregunta y ya ha
obtenido una respuesta, aunque ahora no
le guste.
—Le demostraré lo que me parece
esa respuesta, señor fiscal ayudante.
—No se acepta la protesta —dijo el
juez secamente—. Responda el testigo.
El médico pareció hundirse en la
silla, mientras se aferraba con los dedos
a la madera de los brazos.
—No, no es costumbre entre los
psiquiatras, ni tampoco un sistema
aceptado, hacer el diagnóstico sin
conocer la historia del enfermo y sin
examinarle personalmente —dijo,
acariciándose la húmeda barbilla.
Permanecí contemplándole en
silencio.
—No hay más preguntas —agregué
—. El ministerio fiscal.
—No hay preguntas —dijo Dancer.
—El siguiente testigo —indicó el
juez.
Capítulo veintiséis

CLAUDE Dancer se puso en pie con


aire de invencible aplomo y se aclaró la
garganta.
—Con la venia —dijo—, el
ministerio fiscal desea que se incluya el
nombre de Duane Miller entre los
testigos. Su identidad y su declaración
acaban de sernos comunicadas. Así lo
expongo respetuosamente.
El juez, sorprendido, miró por
encima de las gafas.
—¿Alguna objeción, señor Biegler?
«Así ésta —me dije mientras me
ponía en pie—, ésa es la sorpresa que
nos estaban preparando. ¿Duane Miller?
¿Quién podía ser Duane Miller? ¿Qué
podía rebatirnos? ¿Qué se ocultaba tras
esta última jugada?».
—¿Señor Biegler? —insistió el juez.
—La defensa desearía saber quién
es el nuevo testigo.
Sabía que no iba a serme posible
oponerme a que citaran un nuevo testigo
cuya identidad acababa de conocer el
pueblo; sin embargo, no podía
consentirlo sin procurarme alguna pista.
El juez contempló a Claude Dancer.
—Se llama Duane Miller —
respondió el fiscal ayudante
pronunciándolo con irritante claridad—.
En la actualidad es recluso de la cárcel
del condado: Prisión de condado de Iron
Cliffs, Iron Bay, Michigan.
—Gracias, Dancer —respondí
bruscamente—. He oído hablar de ese
sitio.
—¿Qué decide, señor Biegler? —
insistió el juez.
—¿Con qué objeto se cita a este
testigo? —indagué para ganar tiempo en
busca de inspiración.
Claude Dancer sonrió amablemente
y dirigió una mirada de inteligencia al
jurado.
—Eso, señor Biegler, lo dirá el
testigo. ¿No sería una pena que
estropeáramos esta pequeña sorpresa?
Renuevo mi petición.
—Acepto la decisión del señor juez
—dije, no atreviéndome a aquellas
alturas a exponerme a una protesta que
me negarían.
—Se autoriza la petición —dijo el
juez secamente, contemplando el reloj
—. Escribiente, sírvase incluir el
nombre de Duane Miller en el proceso
como testigo. Adelante, señor Dancer.
El tiempo vuela.
—El pueblo cita a declarar a Duane
Miller —anunció Claude Dancer,
tomando unos papeles y acercándose
hacia el estrado de los testigos.
Se abrió la puerta contigua al jurado
y un hombre astroso y de mejillas
hundidas entró en la sala, custodiado por
un alguacil. El testigo sorpresa
permaneció un instante parpadeando
inquieto mientras la nuez le subía y
bajaba. Nunca le había visto
anteriormente.
El alguacil señaló el estrado de los
testigos.
—Arriba, Duke —ordenó, con lo
cual Duane Miller ocupó su puesto,
prestó juramento y se sentó mientras la
nuez seguía moviéndose como si fuera
un juguete eléctrico.
—¿Su nombre? —indagó Dancer
antes de que el testigo hubiera calentado
el asiento.
—Duane Miller, señor. Pero suelen
llamarme Duke.
—¿Dónde reside usted ahora? —
indagó el fiscal ayudante.
El testigo indicó la cárcel con un
ademán.
—Al otro lado de la calle, en la
prisión, señor.
—¿Conoce usted al acusado
Frederick Manion? —continuó Dancer.
El testigo me miraba con fijeza, con
clara aprensión.
—Pues un poco, señor; verá, es así.
Durante la última semana he estado en la
celda junto a la suya. —Yo sentí cómo el
teniente se estremecía y quedaba rígido
a mi lado—. Le oigo a él y él me oye a
mí, pero es la primera vez que le veo.
—¿Ha sostenido alguna
conversación con él durante este
proceso?
El testigo tragó saliva, me miró de
nuevo y Claude Dancer repitió la
pregunta.
—Sí, pero no mucho. Ese hombre no
es muy hablador.
(En eso estábamos de acuerdo).
—¿Cuándo fue la última
conversación que celebraron? —insistió
el fiscal ayudante.
—Este mediodía, señor.
Claude Dancer hizo una pausa y me
miró, feliz.
—¿Tiene la bondad de relatarles esa
conversación al tribunal y al jurado? —
pidió.
El juez se volvió hacia mí. Contuve
el aliento con tanta fuerza que creí
ahogarme. Era sin duda alguna una base
muy incorrecta para rebatir algo, como
el juez, Dancer y yo sabíamos. El
hombrecillo pretendía claramente que yo
me lanzara a una protesta que sin duda
me concederían para poder retrasar la
sorpresa y así anonadarme por dos
veces. Pude haber discutido si
efectivamente conocía al acusado, pero
esto, en el mejor de los casos, no
hubiera servido más que para retrasar lo
inevitable. Aspiré hondo y moví la
cabeza, casi imperceptiblemente.
—Adelante —invitó Dancer al
testigo—. Por una vez, señor Biegler,
aparece milagrosamente callado.
El testigo tragó saliva y luego habló
de prisa.
—Este mediodía oí cómo el teniente
hablaba consigo mismo, de modo que
grité: «¿Se arreglan las cosas?», y él me
contestó: «Entrometido Buster» o algo
por el estilo. Entonces yo le dije:
«Anímese, teniente; le apuesto la ración
de café de esta noche que no le cargan
más que homicidio por este asunto», y
entonces él se rió y dijo: «Acabas de
hacer una apuesta, Buster. Ya he
engañado a mi abogado y a mi psi…»,
bueno, yo no sé decirlo, pero era su
médico de la cabeza, «y te apuesto mi
“Lüger” favorita contra ese horrible
bebedizo que llaman café a que voy a
engañar al jurado y salir libre de este
lío». —El testigo hizo una pausa—.
Bueno, eso es todo lo que hablamos.
—¿De modo que le llamó Buster? —
insistió Claude Dancer con aire
inocente, acariciándose la barbilla.
—Me llamó Buster —respondió
Miller con seguridad, mientras a mí se
me caía el ánimo.
Con los labios crispados y
consultando el reloj con la mirada, el
fiscal ayudante se balanceó sobre los
pies.
—Señor Biegler —declaró sin
apartar la mirada del reloj, para ocultar
su júbilo—, el testigo pasa a la defensa.
Un suspiro entrecortado recorrió la
sala, parecido al de una multitud que ve
a un desconocido atropellado ante sus
propios ojos. Seguí inmóvil en la silla y
entorné los párpados. «¡Dios mío!»,
dije, una y otra vez. Me volví hacia el
acusado.
—Teniente —exclamé en voz baja.
Manion había perdido el color,
incluso de las manos. Con el rostro de
cera, permanecía inmóvil, moviendo
únicamente los músculos de la
mandíbula.
—¡Teniente! —repetí.
Se volvió lentamente hacia mí y sus
pupilas semejaron las de un lince. Sentí
que se clavaban en nosotros las pupilas
de toda la sala. Lenta, muy lentamente,
Manion negó con la cabeza. Luego,
siguió inmóvil, con la vista fija en la
pared de enfrente, moviendo aún el
maxilar. «Dios mío —pensé,
poniéndome en pie y encaminándome al
encuentro del testigo—, ¿qué voy a
preguntarle a ese desgraciado?».
—¿Por qué te han prendido, Duke?
—indagué.
—Incendio —respondió sin
entonación de voz, uniendo
resignadamente las manos en espera de
la odisea que le aguardaba.
Alcé las cejas sorprendido. Incendio
es un delito por el cual se enviaba a los
culpables a presidio, no a la cárcel.
—¿Y estás en la cárcel por
incendio? —indagué.
—Espero que dicten sentencia. Me
juzgaron el lunes pasado.
—Comprendo. ¿De dónde eres? No
te conozco.
—No. Generalmente vivo en Detroit.
Y en Toledo también.
—Vaya, que te compartimos con
Ohio —dije—. ¿Has estado antes en la
cárcel o en la prisión, Duke? —indagué,
seguro de la respuesta.
—Sí, señor —respondió sin
entonación de voz.
—¿Cuántas veces?
Tragó saliva de nuevo y después
consultó el reloj.
—Pues, veamos, dos… no, tres
veces en presidio y no recuerdo cuántas
veces en la cárcel.
—¿Algo más?
—Creo que eso es todo.
—¿No eres demasiado modesto,
Duke?
—Eso es todo, señor —dijo con
firmeza—. Un tipo sabe cuántas veces
ha estado a la sombra.
—Claro, claro, perdóname, Miller.
—Me volví hacia la mesa de Mitch—.
Solicito del fiscal Lodwick que me
entregue el expediente policial de este
hombre para interrogarle —dije—.
Como antiguo fiscal, me consta que tiene
uno. Este hombre es un testigo sorpresa
cuya existencia yo desconocía hasta
hace unos minutos. —Mitch y Claude
Dancer comenzaron a hablar en voz baja
—. Señoría, repito mi petición.
Claude Dancer iba a presentar
batalla, pero el juez alzó la mano,
impidiéndolo.
—¿Tiene usted una copia del
expediente policial de este hombre,
Lodwick? —indagó el juez.
—Sí, señor —respondió Mitch,
ruborizándose.
—Sírvase entregársela a la defensa
—advirtió el juez.
Mitch buscó en una de sus abultadas
carteras y por fin sacó un expediente
mecanografiado de tres páginas que me
entregó. Examiné durante unos instantes
aquel documento imponente.
Duane «Duke» Miller había vivido.
Su expediente comenzaba en los años de
la represión, cuando le encerraron en un
reformatorio de menores de Ohio. Había
estado cinco veces, y no tres, en
presidios del Centro Oeste por varios
delitos, desde atraco a mano armada
hasta exhibiciones indecentes, pasando
por el perjurio. Había ingresado en
cárceles del Estado una infinidad de
veces por delitos que abarcaban desde
la borrachera hasta espiar por la ventana
a una jovencita. Tenía más apodos que
pulgas un perro callejero, aunque, por
desgracia, Buster no figuraba entre
éstos… Con el expediente a la vista fui
interrogando al testigo. Nada negó, y
despertados su orgullo y su memoria,
incluso sacó a relucir que durante la
guerra desertó de un batallón de
trabajadores, un pecadillo que su
expediente no incluía. Duke Miller iba
camino de convertirse en el orgullo de
su pueblo natal. Sin embargo, acababa
de declarar que el teniente le había
confiado que su alegato de locura no era
más que un embuste. Y lo que casi era
peor, que le había llamado Buster.
—¿Cómo explicas que con tanta
premura hayas confesado la
conversación que sostuviste este
mediodía con el teniente Manion? —
insistí.
—¿Qué quiere decir? —indagó el
testigo, inquieto.
—¿Te lo preguntaron o fuiste a
explicárselo?
—Me lo preguntaron. Creo que han
estado apretando a los presos en los
últimos dos días.
—¿Cuándo te interrogaron?
—Poco antes de que el tribunal se
reuniera de nuevo.
—¿Quién te interrogó?
El testigo miró a Claude Dancer.
—Aquel individuo bajito y calvo
que está allí. Prancer o Dancer creo que
se llama.
—¿Estás seguro de que no se llama
Dunstan? —indagué, recordando al
fotógrafo del pueblo.
—¿Cómo? Ah, sí, seguro.
—¿Dónde te interrogó?
—En la oficina del fiscal, junto a
esta sala.
—¿Quién te acompañó hasta aquí?
—Charlie, el alguacil.
—Por tanto, Miller, puedo afirmar
que si nadie te hubiera preguntado, a
nadie le hubieras hablado de esta
conversación.
—No, creo que no. Bastantes líos
tengo ya.
—¿Quizá uno de esos líos es esperar
sentencia por delito de incendio?
—Pues sí.
—Y, naturalmente, ¿ni siquiera se
mencionó el hecho de que estuvieras
pendiente de sentencia cuando hablaste
con el señor Prancer o Dancer?
El fiscal ayudante se había puesto en
pie, pero el juez, frunciendo el
entrecejo, le obligó a sentarse de nuevo.
—No, ni media palabra.
—Y, naturalmente, ¿tampoco te
prometieron nada?
—No.
—Y, claro está, Duke, ¿tú ni siquiera
pensaste en que estabas pendiente de
sentencia por incendio cuando le
contaste al fiscal la historia que creíste
que deseaba oír?
Claude Dancer se puso en pie, pero
esta vez el juez le obligó a sentarse con
un seco ademán.
Hice una pausa. Aún quedaba una
cuestión por aclarar: el asunto Buster.
—¿De dónde sacaste el nombre de
Buster? —indagué bruscamente—.
Supongo que a través del relato de los
periódicos acerca del proceso, ¿no es
así?
—No.
—¿Quieres decir que en la cárcel no
se leían periódicos? —insistí, buscando
la mentira fácilmente demostrable.
Yo sabía que durante un proceso la
prisión se llenaba de periódicos.
El testigo dirigió una breve mirada a
Claude Dancer, después al juez y luego a
mí, mientras le subía y bajaba la nuez.
—No he leído ningún relato en los
periódicos, se lo aseguro —contestó—.
Ese tipo me llamó Buster, de veras.
—Y claro, tampoco discutiste el
caso con los otros presos.
—¿Qué? Oh, no, ya tengo bastantes
líos.
—Por tanto, supongo que
pretenderás que creamos que la apuesta
que hiciste con el teniente Manion de tu
ración de café se basaba tan sólo en tu
intuición.
—¿Qué es eso?
—Suposiciones.
—Creo que sí —respondió Miller,
tragando saliva y extendiendo las manos
—. Eso debió de ser.
—Dime, Duke —agregué—. Si no
leías los periódicos ni discutías el caso
con tus compañeros de prisión, ¿cómo
supiste que el fiscal estaba apretando a
los presos, como acabas de declarar?
—Bueno, eso sí lo comentamos.
—Por tanto, un día antes de que te
interrogaran, ¿sabías que el fiscal estaba
preguntando a los presos cuanto sabían
del teniente Manion?
—Pues sí.
—¿Y estás tan seguro de la
conversación que afirmas haber tenido
con el teniente como de que estuviste en
prisión sólo tres veces y no cinco?
—Me equivoqué en eso de la cárcel.
Pero le he dicho lo que me dijo ese
hombre.
—Gracias, Miller —respondí con
una seguridad que no sentía—. Ha sido
un encuentro muy educativo. Siempre es
agradable conocer a un hombre de tanto
ingenio y de tan vasta experiencia. En
especial con alguien que tiene la
intuición de que la justicia prevalecerá.
El testigo respondió cuando Claude
Dancer se puso en pie para protestar.
—Celebro haberle ayudado —dijo
con un suspiro de alivio.
—El ministerio fiscal.
—No hay preguntas —dijo el
hombrecillo, dirigiéndome una de sus
sonrisas triunfales.
La sala quedó silenciosa. Los
jurados procuraban evitarme y dirigían
la vista hacia otro sitio. Casi percibía en
torno mío cierta sensación de extrañeza,
un ambiente de sorprendido y
horrorizado resentimiento. Hasta aquel
momento, el juicio se había desarrollado
dentro de las reglas del juego, parecían
decirse, pero entonces, algo nuevo e
inusitado había aparecido para
perturbarlo todo; algo que no era limpio.
Cierto o falso, había habido un cambio
en la representación que no estaba
previsto en el libreto.
«Dios mío —me dije—, ¿será
posible que este egoísta oficial haya
sido tan estúpido?». Contuve las náuseas
y cerré los ojos ¿Las semanas que
Parnell y yo pasamos trabajando iban a
resultar inútiles?
—El siguiente testigo —indicó el
juez a Claude Dancer.
—No hay más testigos —declaró
este último.
El juez se volvió hacia mí.
—¿Y la defensa?
—La defensa cita al teniente Manion
—dije yo, dándole a éste un golpe en el
costado.
El teniente, tenso y grave, negó
categóricamente que hubiera hablado
con Duke Miller ni aquel mediodía ni en
otra ocasión. Ni le llamó Buster, por lo
tanto. Claude Dancer no deseaba
interrogar al acusado.
—¿Algún otro testigo, señor
Biegler? —indagó el juez.
—No, señoría.
—¿Han concluido ambas partes?
—Sí, señor juez —dijimos Claude
Dancer y yo a la vez.
—Descansaremos diez minutos antes
de que expongan sus informes al jurado.
Muy bien, sheriff.
Me volví para mirar el reloj de la
sala. Eran las dos y diecisiete minutos,
sábado, trece de septiembre. La batalla
casi había concluido. ¿Estaba perdida o
no?
Capítulo veintisiete

QUEDÉ solo en la sala, ante la ventana


y contemplando el lago. Después de
tantos esfuerzos, ¿perderíamos Parnell y
yo la partida por las palabras de un
delincuente habitual? ¿Le habría dicho
el teniente todo aquello? ¿Por qué no le
advertí que se callara?
Se abrió la puerta y Parnell se
reunió conmigo con los ojos muy
abiertos.
—Tan sólo tenías otra salida,
muchacho.
—¿Cuál?
—Preguntarle al teniente durante el
interrogatorio si estaba dispuesto a
someterse a una prueba con el detector
de mentiras acerca de si efectivamente
había hablado con el simpático Miller.
Moví la cabeza, tristemente.
—Pensé en eso, Parnell, pero lo
rechacé por dos razones. Primero, tanto
el jurado como los espectadores saben
que no iban a admitirse los resultados y
Dancer argüiría que esto no era más que
un golpe efectista y barato. Y también
existe otra razón más importante.
—¿Cuál, muchacho?
Le contemplé un instante y luego
suspiré, bajando la voz:
—Porque el fiscal podía haber
aceptado la oferta —dije—. Y en
confianza, me daba miedo lo que podía
indicar un detector de mentiras.
—Sí —dijo Parnell pensativo,
moviendo la cabeza—. Me doy cuenta
de lo que quieres decir, muchacho.
Olvida que he hablado de eso, te lo
ruego. —Movió nuevamente la cabeza
—. Que el Señor nos proteja de las
garras de un gato y siete animales
cornudos.
Se abrió la puerta y entró a toda
prisa el doctor Smith. Durante el
descanso se enteró de que si se daba
prisa podría tomar un avión que le
devolvería a casa. Parnell, ocultando su
desilusión al perderse una parte tan
importante del juicio, se ofreció a
conducirle en coche hasta el aeropuerto.
Era lo menos que podíamos hacer por
él.
—No he visto nada tan burdo y
vergonzoso en todos los años de mi vida
profesional —dijo el joven psiquiatra,
refiriéndose a la declaración de su
colega, al tiempo que tristemente movía
la cabeza—. Pero por lo menos, confío
en que después del interrogatorio a que
le ha sometido decidirá no aventurarse a
repetirlo.
—Gracias, doctor —dije,
estrechándole la mano—. Es usted la
roca en la que basamos nuestra defensa
y le tendré informado de lo que ocurra.
En cuanto al doctor Gregory, me
propongo en mi argumentación aniquilar
toda su pedantería.
—Confío en que le aniquile hasta
convertirle en cenizas —me respondió
el joven psiquiatra con vehemencia.
—Apresúrese, caballero —dijo
Parnell, consultando el reloj de pulsera
—. Quiero volver a tiempo para oír las
argumentaciones. Las he estado
esperando durante tres semanas.
—Faltan dos minutos —dijo de
pronto Max, asomando la cabeza por la
puerta, y yo suspiré.
Había concluido el descanso y la
multitud se reunía de nuevo en la sala;
poco a poco volvió a quedar en silencio.
El teniente y yo nos sentábamos solos (a
propósito, había hecho que Laura se
retirara a una de las sillas de los
abogados, a mi espalda) y la mesa
aparecía desnuda a excepción del polvo,
de las notas para mi argumentación y de
un bloc. Éste era pequeño, porque
sospechaba que Mitch, quien
seguramente consumiría el primer turno,
diría poco o nada aprovechable para mí.
Luego debería hablar yo, y sospechaba
que entonces se levantaría el pequeño
fenómeno Claude Dancer para atacarme.
La sala quedó silenciosa como un
cementerio, y el juez hizo una seña a la
mesa del pueblo. Un rayo de sol entraba
por la claraboya luchando con el polvo
que flotaba en el aire. Mitch se puso en
pie, saludó al tribunal y al jurado y se
acercó a la mesa del escribano para
dejar allí sus notas. Hizo una revisión
del caso desde el punto de vista del
pueblo, muy competente y muy aburrida;
competente porque no olvidaba nada,
aunque no me dio ocasión de
argumentar; aburrida porque todo lo que
dijo ya lo habíamos oído por lo menos
una docena de veces. Destacó
brevemente los elementos del delito y
luego examinó los posibles veredictos.
Señaló que el pueblo hablaría dos veces
y la defensa una tan sólo; que el pueblo
tenía el privilegio de argumentar al
comienzo y fin de la vista; que yo iba a
hablar a continuación y que el pueblo,
refiriéndose sin duda a Claude Dancer,
sería quien cerraría el turno.
Mitch, lo que resultaba significativo,
no hizo ninguna mención directa al
ultraje o a la prueba de Laura con el
detector de mentiras. La única vez que
rozó este tema fue cuando pidió al
jurado que meditara sobre si para
cuando Barney decidió acompañar a
Laura hasta la verja del campamento
tenía hecho propósito de ultrajarla. Al
llegar aquí tomé mi primera nota.
«Destruir cuestión verja», escribí.
—Señoras y caballeros, se ha
cometido un crimen con violencia en
este condado —continuó Mitch
sobriamente— y consideramos que el
pueblo ha demostrado más allá de una
duda razonable que el autor fue el
acusado. También consideramos que
hemos demostrado más allá de una duda
razonable que el asesinato se llevó a
cabo con premeditación y alevosía, bajo
el influjo de furia homicida y que no
tenía justificación o excusa legal. Si
decidís que este hombre no ha cometido
un delito —continuó Mitch fríamente—,
¿no será decirles a los cuarenta y nueve
mil habitantes del condado que pueden
cometer el mismo delito impunemente?
Mitch se volvió para reunir sus notas
y luego regresó a la mesa. Claude
Dancer, levantándose para recibirle, le
felicitó calurosamente. El hombrecillo
no estaba dispuesto a perder una sola
oportunidad. El juez me miró y me hizo
una seña.
—Oiremos ahora la argumentación
de la defensa —dijo.
—Con la venia del tribunal y de las
señoras y caballeros del jurado —
comencé a decir mientras me acercaba a
estos últimos—. Cuando, según la frase
de Kipling, mueran el tumulto y el
griterío y esta vieja sala quede vacía y
silenciosa, y nuestro sufrido juez regrese
al Bajo Michigan, y el señor Dancer
vuelva a Lansing; cuando todo esto haya
ocurrido, señoras y caballeros, ¿qué le
habrá ocurrido al teniente Manion? Ha
llegado el momento en que nosotros, los
abogados, los hombres de muchas
palabras, imaginemos que cualquier
cosa que podamos decir puede cambiar
la opinión de quienes tienen que dictar
el veredicto. Si hemos cumplido con
nuestro deber a conciencia, nada debería
quedar todavía por decir. A veces creo
que si llegado este momento la defensa
se fuera a pescar, y le aseguro al señor
Dancer que estoy deseando hacerlo,
mientras el juez os entregaba sus
instrucciones acerca del caso, todos
íbamos a ganar tiempo y a ahorrarnos
también mucho aburrimiento. Pero
nuestro sistema legal está construido de
otro modo. Ha llegado el momento en
que nosotros, los abogados, soltemos
nuestras cargas verbales, por muy
gastadas que estén. Confío en que podré
señalar un punto o dos que tal vez de
otro modo hubieran sido pasados por
alto. Es imposible que en el tiempo que
se nos otorga expongamos todos los
aspectos y todas las facetas de este
complicado caso. —Hice una pausa y
continué—: La mayor parte de ustedes
sabe que anteriormente fui fiscal de este
condado. En aquella época, bajo la
inspiración de nuestro juez Maitland,
concebí que la obligación del pueblo en
un caso criminal era destacar todos los
datos y pruebas admisibles que
indicaran la culpabilidad o inocencia
del acusado, lo malo junto con lo bueno.
Había llegado a creer que no era la
obligación del pueblo conseguir a
cualquier precio la condena de todos los
acusados por asesinato, sino más bien
exponer todo el caso ante el jurado de
modo que éste, guiado por las
instrucciones del tribunal, pudiera llegar
a un veredicto justo. El magnífico juez
que preside esta sala me corregirá si me
equivoco. Puedo añadir que tan firme
era este convencimiento, que ni una sola
vez durante mis diez años como fiscal
solicité la pena de muerte para un
acusado de asesinato. Y no creo que
honradamente nadie pueda decir que soy
blando. No creo necesario dedicar mis
esfuerzos para rescatar el sistema de
jurados de manos del señor Dancer,
pero bajo este sistema a nadie se le
manda al patíbulo sin una encuesta
completa e independiente. Esto significa
una encuesta acerca de todos los datos,
no de parte de ellos tan sólo, no de los
datos que ayudan a una parte y
perjudican a la otra. —Me volví hacia
la mesa del ministerio fiscal—. Por lo
visto, mis puntos de vista aunque no
estén equivocados por completo, no los
comparte el representante de nuestro
fiscal general. Y ya que hablamos del
señor Dancer, diré que no existe la
menor duda acerca del derecho que
asiste a nuestro joven fiscal señor
Lodwick de tener un ayudante. Su
derecho está bien claro y no pretendo
discutirlo. —Hice una pausa—. Pero
afirmo que la ayuda debería limitarse
tan sólo a eso y no convertirse en
usurpación. Durante varios días han
presenciado cómo delante de todos
nosotros arrebataban este caso de manos
de nuestro joven fiscal, y cómo con ello
se ha perseguido la ocultación
deliberada y premeditada de la verdad
acerca de aspectos fundamentales e
importantes de este caso que el pueblo
tenía la obligación de sacar a relucir, no
ocultar. —Me volví para consultar el
reloj y advertí que Parnell se sentaba en
su sitio, grave y pálido, cerca de la
puerta. El viejo debía haber conducido
con la velocidad de un diablo—. Pero
basta ya de generalidades y vayamos a
los hechos. El bajo juego del ministerio
fiscal ha tenido dos aspectos: ocultar la
verdad cuando era posible, e insinuar
ciertas cosas sin preocuparse de
probarlas. En realidad, esta última
táctica parece convertirse en un
procedimiento admitido en algunos
sectores… Como ejemplo del primer
sistema, tomemos el mayor y más
absurdo de todos: la suposición grotesca
de que Laura Manion no fue ultrajada y
agredida brutalmente por Barney Quill
la noche de autos. Durante días y más
días han visto ustedes al señor Dancer
intentando callar estos hechos por todos
los medios a su alcance, con la decisión,
aspereza y brillantez de un senador
sudista. Pero no hablemos más de esto.
Como magnífico ejemplo del segundo
medio, la insinuación, tomemos el
incidente con Hipno Lukes, quien se
supone bailó con Laura Manion llevando
los zapatos de ésta en el bolsillo. Y yo
pregunto: ¿Quién en toda la sala ha
declarado que esto ocurrió? ¿Quién,
además del señor Dancer, lo ha
supuesto? Recordarán cómo atormentó a
la señora Manion sobre este particular.
Podríamos llamarlo el vals de los
zapatos. Y si esto hubiera ocurrido, ¿no
pudo el gran Hipno Lukes declararlo
cuando le citaron como testigo?
¿Hubiera perdido el astuto señor Dancer
la ocasión de avergonzar a la esposa del
acusado? Y en caso de que entonces lo
olvidara, ¿no pudo volver a interrogar a
Hipno Lukes cuando ella negó haber
bailado con él? —Me volví para señalar
a la sala—. Ahí tienen a Hipno Lukes —
dije—. Olvidando temporalmente la
danza, para la cual la naturaleza le ha
dotado con largueza, ha permanecido ahí
durante toda la semana como testigo
pagado del pueblo. Si lo que estamos
comentando sucedió en efecto, Hipno
debería recordarlo. Y si lo olvidó,
alguno de los testigos que se
encontraban en la taberna la noche de
autos lo recordaría. Pero lo más
interesante en la táctica del pueblo es el
motivo. ¿Qué importa, pueden
preguntarse ustedes, si bailó o no bailó
de esta o de aquella manera? Bien, les
diré el porqué. Porque el astuto señor
Dancer intentó subrepticiamente crear
una imagen de Laura Manion
abandonada a las pasiones de dudosa
moral, que bebe whisky y baila descalza
con desconocidos. Porque el señor
Dancer pretende confundirnos y
hacernos creer que la brutal agresión fue
con consentimiento de la víctima… —
Hice una nueva pausa y proseguí—:
Consideremos el interrogatorio que
dedicó a su vida anterior mientras
declaraba como testigo: el atento
examen de su pasado, la mención del
hecho de su divorcio, la terrible
revelación de que había vendido
cosméticos, que fue dependienta de unos
almacenes e incluso que se atrevió a
atender las líneas telefónicas de un
centro cualquiera. ¿Qué pretende ese
hombre con todo eso? ¿Qué significa?
¿Pretende que condenéis por inmorales a
todas las divorciadas? ¿Considera que
todas las dependientas de cosméticos y
todas las telefonistas son trotacalles? Si
nada de esto pretendía decir, ¿por qué la
forzó a que descubriera cuanto acabo de
decirles? —Hice una nueva pausa para
proseguir—: Sí, señoras y caballeros,
torturó y forzó en el interrogatorio a esa
mujer para insinuar que es una
cualquiera y su habilidad en la
insinuación es impresionante. Pero
ténganlo presente, ni una sola vez ese
caballero ejemplar de la ley se refirió a
algo tan horrible y tan brutal como la
agresión que Laura Manion sufrió a
manos del muerto. Ni una sola vez
mencionó, digo, algo tan sencillo como
la prueba con el detector de mentiras. Si
no creía y sigue sin creer en la agresión,
¿por qué, en nombre del cielo, no la
interroga acerca de esto? ¿Qué es lo que
el señor Dancer pide para convencerse?
¿El technicolor? Me pregunto, ¿qué
pruebas exigiría el señor Dancer si
estuviera defendiendo al acusado? Sí,
ése es el astuto hombrecillo que sale de
los bosques para mostrarnos a los
palurdos los trucos de gran ciudad que
ha aprendido junto a los expertos. ¿Ha
olvidado alguno de ustedes cómo esta
mañana se colocó varias veces entre el
teniente y yo, en el momento en que
aquél declaraba? ¿Por qué? Para
enfurecerme, lo que consiguió por
completo, haciéndome incurrir en la
indignación del juez, pero sobre todo
para inculcarles a ustedes la idea de que
yo le hacía señas a mi defendido para
que mintiera. ¡Qué vergüenza, señor
Dancer! ¡Sólo ha conseguido cubrir de
ignominia su talento! —De nuevo me
volví hacia el jurado—. Pero al fin y al
cabo esto no es un duelo oratorio entre
el señor Dancer y yo. El veredicto que
debe pronunciarse aquí no es un premio
a la televisión. No, señoras y
caballeros; lo que aquí se arriesga es
mucho más importante que Claude
Dancer y Paul Biegler. Jugamos con el
destino y el futuro de un hombre
solitario y atormentado que se siente
inquieto entre nosotros, que somos para
él desconocidos. —El sheriff trajo en
aquel momento una botella de agua y un
vaso que colocó en la mesa del
escribiente. Yo le di las gracias con un
movimiento de cabeza y me apresuré a
servirme un poco de agua tibia, pues el
agua de las salas de justicia es siempre
tibia, tras lo cual me volví de nuevo
hacia el jurado, buscando otra vez con la
vista al excombatiente—. Me pregunto
si ustedes habrían sabido nada sobre lo
sucedido entre Quill y su víctima de no
haberlo repetido yo aquí, pese a las
continuas protestas del señor Dancer. ¿Y
de qué ha servido? Miembros del
jurado, hubiéramos concluido hace
mucho con este proceso si el pueblo se
hubiera enfrentado con la realidad, que,
como si viviera en un sueño, se niega a
reconocer. No hemos negado ni una sola
vez que hubiera un hombre muerto a
tiros; nunca hemos pretendido negarlo.
Esto fue así desde que comenzó el
juicio, y el pueblo lo sabía desde mucho
antes, desde que cursamos nuestro
alegato de demencia en el mes de
agosto. Sin embargo, ha invertido hora
tras hora, testigos tras testigos, dólar
tras dólar del erario público,
descubriéndonos los detalles de una
muerte que nadie había negado.
Revisé entonces en detalle las
pruebas, recordando al jurado que
prácticamente todo había salido a
relucir durante el proceso, a pesar de las
continuas protestas de Dancer. Me
acerqué a la mesa de Mitch y señalé de
nuevo al fiscal ayudante.
—El señor letrado sigue sin admitir
que Quill atropelló a la señora Manion.
Sigue pretendiendo mostrárnosla como
una cualquiera. Sigue obsesionado por
su deseo patológico de regresar a casa
con el cadáver del teniente prendido en
el parachoques de su coche oficial.
Bien, señor Dancer, le conjuro a que
reconozca la existencia de aquella
agresión brutal e ignominiosa.
Regresé junto al jurado y expuse la
declaración del sargento detective
Durgo, tan perjudicial para nosotros.
Debía enfrentarme con aquellas
declaraciones. Hubiera sido un error
ignorarlas.
—Miembros del jurado, es posible
que el teniente Manion hiciera tales
afirmaciones. Que así lo declare el
sargento Durgo es una prueba muy
convincente. No todo nos favorece: no
podemos en conciencia aceptar la parte
de su declaración que nos gusta y
rechazar la otra. Este milagro tan sólo
parece capaz de llevarlo a cabo el
endurecido señor Dancer. Pero
supongamos que, efectivamente, el
teniente Manion dijera tal cosa. ¿Es que
acaso no se encontraba bajo los efectos
del shock mental, dominado por el
enorme golpe recibido por su
personalidad psíquica, pugnando por
volver a la realidad, batallando para
enfrentarse con una conciencia racional
con la horrible acción que lentamente
comenzaba a darse cuenta que había
realizado? Tengo la certeza de que el
juez les indicará que deben dictar un
veredicto de inculpabilidad, incluso
aunque hubiera dicho tales cosas el
acusado, aunque se diera cuenta de que
las decía, si tienen la convicción de que
cuando ocurrió el incidente se hallaba
bajo los efectos de la alteración mental
que se conoce como impulso
irresistible.
Comprobé la hora y seguí adelante,
cada vez más de prisa. Indiqué que
Mitch tenía razón al advertir al jurado
que no invocara como base de la
defensa la «ley natural» (el juez lo haría
de todos modos); y que según nuestra
legislación, si el teniente se hubiera
despertado y hubiese descubierto a
Barney afrentando a su esposa y le
hubiese matado en aquel momento, no
habría habido juicio, sino hubiera
recibido una nueva medalla que añadir a
sus condecoraciones militares.
—Pero —continué— la diferencia
radica en que la mujer no fue
descubierta en flagrante delito, ni como
actora ni como víctima. Señoras y
caballeros, quizás ustedes se pregunten
por qué he invertido tanto tiempo en
demostrar una verdad incontrovertible,
es decir, que el difunto Barney Quill
bebía mucho, que se comportaba de un
modo extraño, que tenía una fuerza física
extraordinaria, que conocía el judo y
todas las artes secretas de la defensa y
del ataque, que poseía varias pistolas y
era un experto en su manejo. Algunos de
ustedes quizá se hayan preguntado
también por qué nuestro amigo el señor
Dancer ha intentado por todos los
medios ocultarlo. —Hice una pausa—.
Procuraré explicarlo. Si pudieran
ocultarse estas verdades, podría
argumentarse que Barney Quill era
físicamente incapaz de dominar a esta
mujer y de hacer lo que hizo, que el
teniente Manion no necesitaba tomar una
pistola cuando fue a detener a este
hombre para entregarle a la policía, y
que por tanto la tomó únicamente para
matarle y que el anciano y desarmado
señor Lemon era quien debía haber ido
en busca del hombre peligroso. —Hice
una nueva pausa—. Esas creo que son
las, respuestas, la razón de que el señor
Dancer haya pasado varios días
intentando evitar que yo presentara a
Barney Quill de otro modo que como un
hombre inofensivo y aficionado a la
vida al aire libre. —Bebí otro vaso de
agua—. Sí, el pueblo, tan celosamente
representado por Claude Dancer, argüirá
seguramente que el teniente debería
haber sacado de la cama al anciano y
desarmado vigilante del campamento
turista para que fuera a detener a un
hombre dentro de su guarida, parapetado
detrás del mostrador, con un arsenal de
armas que sabía manejar como un
campeón. ¡Miembros del jurado! No es
preciso que os estrujéis el cerebro en la
sala de conferencias. No hay secreto
alguno en el papel que debéis
representar; se os exige tan sólo que
empleéis el corazón y la cabeza. Si
Barney Quill atacó a Laura Manion, tres
cosas podía hacer. Una, entregarse a la
policía. Eso no lo hizo. Dos, huir;
tampoco lo hizo. Tres, quedarse y luchar
hasta el fin. Barney Quill, fiel a sí
mismo, eligió este último camino.
Regresó a su casa, destacó a un
camarero como vigía, se rodeó de un
cordón humano de protección que le
defendiera y fuese testigo, y esperó que
llegara el momento clave, animado por
el whisky y por su vanidad, rodeado de
sus amigos, de sus pistolas, de sus
medallas y de su leal centinela. Barney
no podía vigilar la puerta; debía
representar el papel de hombre tranquilo
y sereno. Por esto ofreció un descanso al
fatigado camarero para que
permaneciera en pie casi una hora junto
a la puerta. ¿Misión de ese camarero?
Avisarle la llegada del teniente Manion.
Ustedes preguntarán: Entonces, ¿por qué
no disparó sobre él cuando le vio
entrar? ¡Ah, amigos! Esto no sólo
hubiera sido asesinato, sino confesión
implícita de su crimen. Habría
estropeado su magnífica coartada.
Barney sabía que estaba en una situación
apurada. Barney sabía lo que había
hecho, aunque los demás lo ignorasen.
Si Barney hubiera montado una
ametralladora en el mostrador y abatido
al teniente en cuanto éste entrara en la
sala, habría confesado el feroz
atropello. ¿No lo comprenden? Barney
debía esperar a que el teniente entrara
en el local, de modo que cuando
comenzara el espectáculo, a la primera
acusación o al primer movimiento
sospechoso por parte del oficial,
matarle ante testigos y alegar que todo
fue en defensa propia. ¿No se dan cuenta
de que aquel drama desarrollado en un
bar estuvo cuidadosamente preparado?
—Bajé la voz—. Lo único que no había
calculado o que ignoraba es que el
teniente es zurdo, y que al fin tendría
enfrente a un adversario que le
superaba. Perdió su juego y falló en su
concurso de tiro. En esta ocasión, la
medalla que no ganó fue su propia vida.
—Pasaba el tiempo y me apresuré—.
No, el teniente no envió a un anciano
desarmado y medio dormido a detener a
Quill, sino que fue él mismo, y con toda
legalidad, según espero que les explique
el juez (ésta era la conclusión acerca de
la que Parnell había trabajado durante
tanto tiempo) y no cabe duda, miembros
del jurado, que Barney Quill era un
peligroso maniático homicida en
libertad, o bien era un criminal
peligroso. En cualquiera de ambos casos
acababa de cometer uno de los delitos
más graves que definen nuestras leyes.
Tengo el convencimiento de que el
teniente estaba en su derecho al
encaminarse allí aquella noche para
detener al difunto. Tengo la certeza de
que así lo explicará el juez. Porque la
imagen del hombre que había ultrajado a
su mujer le perturbó, no es lícito pedir a
ustedes que ahora aniquilen su vida.
Consulté el reloj. Uno de los
continuos y también mayores problemas
de la defensa en los procesos por
asesinato, puesto que sólo tiene un turno
ante el jurado, mientras el fiscal tiene
dos, no es sólo exponer todo su informe
en el tiempo que se le asigna, sino
también responder anticipadamente los
argumentos que el fiscal puede exponer
en su segundo informe, al que nunca se
puede contestar. Lo único que Mitch me
había proporcionado como argumento
trataba de Barney y de la verja. Claude
Dancer le había lanzado ese hueso
jurídico a Mitch, reservándose todo el
resto para sí mismo. Me dispuse a tratar
de este aspecto.
—Nuestro fiscal ha expuesto en su
informe preliminar que si el difunto
hubiera tenido el propósito de inferir
algún daño a la señora Manion, no se
hubiera preocupado de conducirla hasta
la verja. Esta argumentación se
desmorona porque algo le ocurrió a
Barney entre el bar y la verja que le
impulsó a creer que sus insinuaciones
sentimentales no iban a ser mal
recibidas. Sin embargo, esta
argumentación fiscal tiene cierto valor,
aunque me pregunto si resistirá un
análisis. Digo, miembros del jurado, si
la verdadera razón que impulsó a
Barney Quill a llevarla hasta la verja no
sería ésta: Sabía que estaba cerrada;
tenía ya formado su propósito; había
comprobado que aquella mujer se
resistió a montar en su coche, que estaba
nerviosa. Conduciéndola a la verja, que
a él le constaba que encontraría cerrada,
podría calmar sus temores y al mismo
tiempo ocultar sus verdaderas
intenciones. Si, por el contrario, hubiera
seguido adelante, sin detenerse junto a la
verja, Laura Manion hubiera entrado en
sospechas y armado un escándalo,
pidiendo socorro dentro aún de los
límites de la ciudad. Su plan dio
resultado; cuando por fin tomó el
sendero que le permitiría realizar su
propósito, era ya tarde, y todos los
gritos de ella hubieran sido inútiles.
Laura Manion estaba en su poder. ¿No
será ésta la verdadera razón por la que
condujo a la víctima hasta la verja?
Mi jurado predilecto asentía a lo que
yo iba diciendo. Algo cohibido, me
volví hacia su vecina, una mujer de
mediana edad, gruesa y de ojos saltones,
que cruzada de brazos había
permanecido con las pupilas muy
abiertas durante todo el proceso, y
seguramente por alguna deficiencia de
tiroides parecía admirarse de todo con
una continua expresión de asombro. Me
miraba con los ojos muy abiertos, sin
pestañear, y me pregunté si tendría
pulso.
Examiné el testimonio del encargado
del mostrador sobre cómo bebía Quill,
las armas que tenía y todo lo demás; el
calificativo de lobo que adjudicó a
Barney, la simpatía que de súbito
demostró a los Manion, el regalo de los
cigarrillos. Mi argumentación se
acercaba a un área peligrosa y en bien
de Mary Pilant debía intentar atacar con
precauciones.
—¿Quién ha aportado la verdad que
pueda caber en estas palabras? Desde
luego, no fue el señor Dancer.
Recordarán lo hostil que se mostró este
testigo cuando le interrogué por vez
primera. Al principio no quiso
reconocer que hubiera nada
extraordinario en el comportamiento de
Barney, ni en el modo en que bebía, ni
en cualquier otra cosa. El Thunder Bay
Inn era un paraíso veraniego.
Dirigí la mirada hacia el inquieto
camarero y después la devolví al jurado.
—Me pregunto por qué cambiaría el
testigo. ¿Es posible que todo se deba a
la herencia de Barney Quill o a su
seguro de vida? ¿O es que temía caer en
perjurio? En cualquier caso, cuando
volvió al estrado de los testigos algo
había cambiado en él. Conseguí que
declarase, a pesar de las interrupciones
del señor Dancer, que las cosas no iban
normales, que Barney Quill continuaba
bebiendo sus vasos dobles de whisky
como de costumbre, que su
comportamiento era tan inquietante que
debieron ocultarle el arsenal, menos dos
pistolas que no hallaron. ¿No sería a eso
a lo que se refería cuando dijo a la
señora Manion que era una lástima que
viviesen en Thunder Bay? ¿No parece
que los Manion hubieran aparecido de
improviso en el escenario de un drama
griego del que nada sabían? —Consulté
el reloj; el tiempo pasaba muy de prisa
—. Llegamos ahora a nuestro alegato de
demencia; a la batalla entre los
psiquiatras. Sin duda el señor Dancer
calificará de charlatán y de curandero a
nuestro joven doctor por no haber
empleado los tests que el médico del
pueblo relacionó para él. En ese caso,
yo pregunto, ¿si ese joven científico no
sirve, si su trabajo es inútil, por qué está
al frente de equipos médicos del
Ejército de Estados Unidos?
Hice una pausa mientras me decía
que era preciso revisar el complicado
mosaico de pruebas de demencia, junto
con el testimonio del doctor Smith.
—El joven psiquiatra del Ejército
nos explicó el tratamiento a que había
sometido a mi defendido y en el cual
basaba su opinión. El doctor Gregory
opone su tajante opinión. No existe
posibilidad alguna de reconciliar estas
dos opiniones; uno de estos dos hombres
está equivocado. Si lo que aquí se juega
no fuese tan importante, quizá me
decidiera a pasar por alto la declaración
del doctor Gregory. Este pobre hombre
nos dijo que las pruebas y tests de
nuestro médico no servían para nada y
que él hubiera puesto en práctica, en
cambio, muchos otros. Y a continuación
se atreve a dar una opinión profesional
acerca del estado mental de mi cliente,
sin un solo test. Y por fin, al verse
acorralado, reconoce de mala gana, a
pesar de las protestas del señor Dancer,
que éste no es procedimiento normal en
su profesión. —Me volví para
contemplar al doctor Gregory—. He ahí
a un diplomado que no intentó ni una
sola vez examinar al teniente, aunque ha
estado aquí varios días. Me pregunto si
querría decir que ningún hombre va a
perder el juicio cuando a su esposa le
ocurre algo similar. No nos lo ha dicho.
Si quiso decir que ninguno perdería el
juicio, me pregunto entonces en qué
circunstancias va a perturbarse un
hombre bajo los efectos de un súbito
shock emocional o psíquico. Si el
doctor quiso decir que a algunos
hombres puede ocurrirles tal cosa, pero
no a este hombre, entonces desearía
saber en qué base científica funda su
afirmación. No nos lo dijo. Y habrán
observado que el experto de Lansing,
formado en un curso de cuatro días,
señor Dancer, se apresuró a despachar a
este hombre cuando yo concluí de
interrogarle. Si el doctor quería decir
que creía que el teniente estaba en su
sano juicio aquella noche, entonces,
junto con nuestros dos fiscales, es
posiblemente la única persona de esta
sala que opina así. Pero además, creo
que el juez les indicará que no es lo
ocurrido lo que importa en estos tests de
demencia, sino lo que la víctima cree
que ha ocurrido. Y esto es cierto, tanto
desde el punto de vista psiquiátrico
como legal. ¿Es que pretende decirnos
el doctor Gregory que los hombres
nunca se vuelven locos cuando se
enfrentan con una horrible realidad?
Moví la cabeza, mientras me detenía
para recobrar aliento.
—Hay algo muy triste en todo lo que
aquí hemos visto. Si un doctor en
Medicina general hubiera hecho algo
por el estilo, le habríamos llamado
curandero, a un abogado, picapleitos.
Cuando un hombre se aviene a burlarse
de su profesión y a malbaratarla, la
profesión a la que quizás ha dedicado
toda su vida, entonces su
comportamiento nos induce al asombro y
a la conmiseración. —Golpeé la valla
del jurado con fuerza—. Y un
comportamiento de tal clase es tan
cínico, tan incalificable y tan perverso,
que la mayor parte de los mortales
carecemos de la preparación necesaria
para comprobarlo. Nos hace reflexionar
que es preciso ser un hombre bueno y
justo para ser un buen psiquiatra; que si
se es tímido, cobarde, cínico o
arrogante, así se será también
profesionalmente.
Bebí agua y continué:
—Señoras y caballeros, no me
resulta agradable tratar de un modo tan
duro a este médico. Su declaración
hubiera sido risible si lo que se juega no
fuese tan importante y el modo como
empleó su ciencia tan burdo y tan cínico.
Pero cuando un hombre se presenta ante
un tribunal y juega así con la suerte de
un hombre acusado de asesinato en
primer grado, no se le trata como a los
imbéciles y merece nuestras más severas
censuras.
Volví a interrumpirme para secarme
el sudor. Tanto mi voz como mi estado
de ánimo se iban inflamando y de nuevo
señalé a Dancer.
—Pero por mucho que censuremos a
nuestro pobre doctor, es el hombre que
preparó su venida aquí sobre base tan
pobre y tan poco profesional quien más
merece nuestra censura. ¿Fue acaso el
doctor Gregory un nuevo sacrificio en el
altar de la insaciable ambición de
alguien de esta sala que desea conseguir
un éxito más? ¿Alguien para el que la
ley, la justicia y la libertad no son más
que un juego cínico? ¿Es que el pobre
teniente Manion ha caído entre las redes
ambiciosas de algún abogado o de algún
doctor que pretende ascender en su
carrera? ¿Es que el señor Dancer
necesita el cadáver de un veterano de
dos guerras para redondear su
colección?
Consulté de nuevo el reloj. Coloqué
mis notas sobre la mesa del escribiente
y con las manos vacías me acerqué al
jurado.
—Llegamos ahora a la declaración
del último testigo de cargo, del llamado
Duane Miller, expresidiario, incendiario
confeso, ladrón habitual y testigo clave
del último minuto del ministerio fiscal
en este juicio por asesinato. Señoras y
caballeros, casi no sé qué decirles. No,
de nada serviría ignorarla o negar que la
declaración de este hombre, si es creída
por ustedes, destruiría nuestra defensa.
Me volví para beber agua.
—Consideremos el momento en que
hizo su declaración. ¿No es curioso que
el ministerio fiscal esperase todo un día,
antes de interrogar a este hombre sobre
lo que sabía del teniente? Recuerden: es
quien ocupa la celda contigua a la del
acusado. Si el pueblo quería saber
únicamente la verdad, ¿cómo no le
interrogaron primero? ¿No sería lógico
que el interrogatorio comenzara
precisamente por él? ¿Al interrogar a
todos los demás reclusos antes que a él,
no le daba al pueblo ocasión de
enterarse de lo que se estaba preparando
y tiempo para idear una magnífica
historia cuándo llegara el momento de
comparecer ante el tribunal? Le
reservaron para el último lugar, dejaron
a este presidiario solo en su celda,
enterándose de los chismes que por allí
corrían, enterado de que buscaban,
indagaban y querían malas noticias que
emplear contra el teniente. ¡Dios mío!,
qué bien resultó el plan, qué bien
respondió el testigo, esta oveja perdida,
con su expediente carcelario que tan
bien nos indica su personalidad; este
perjuro, esta criatura asustada que en su
celda está esperando a que se dicte su
sentencia, preguntándose qué le
reservará el destino, este hombre
irresponsable, que mintió acerca del
número de veces que estuvo en presidio,
y dijo que se había equivocado cuando
se lo demostré. ¿Creen que este hombre
iba a dudar un instante en venderse,
incluso por medio cigarrillo, si creía
que esto podía beneficiarle? Esto es lo
peor que podía suceder. Todos estamos
ahora descendiendo, hundiéndonos y
chapoteando en el pantano sin fondo de
la Gran Mentira.
Me volví para contemplar a mi
cliente.
—No voy a demostrarles lo
improbable de que el teniente Manion
hablara con tal personaje, y mucho
menos para confiarle todo su futuro,
diciéndole lo que este astuto presidiario
afirma que le dijo. —Abrí los brazos—.
No, miembros del jurado, eso es cosa
que sólo ustedes pueden decidir, pues
son los únicos que pueden desentrañar
lo que de verdad haya en esta
declaración.
Después de consultar mis notas,
continué:
—Detengámonos un momento a
estudiar a la esposa del teniente Manion
antes de que el señor Dancer se lance
sobre ella para destruirla. Muchos de
ustedes quizá pongan en duda lo
acertado de su conducta aquella noche.
En tal caso, sólo pido que tengan esto en
cuenta: se trata de una mujer destacada
en una ciudad extraña; está casada con
un soldado, acostumbrada a estar sola, a
trasladarse de un lugar para otro, a
divertirse sin necesidad de compañía, a
vivir entre hombres. ¿Pueden juzgarla
sinceramente por los mismos principios
que a una madre de familia burguesa,
por ejemplo? En cualquier caso les
recuerdo que no hay en su
comportamiento la menor señal de
inmoralidad o de abandono, ninguna
prueba de que no fuera sino una mujer
normal que agradeció, aunque interpretó
mal, el aparente interés del difunto por
su seguridad. No existe prueba alguna de
que supiera que iba a viajar en coche
con un lobo. —Extendí el dedo hacia el
jurado—. Piensen que si la señora
Manion se hubiera marchado con el gran
Barney por interés pasional, como el
pueblo ha señalado, ¿por qué iba éste a
golpearla como lo hizo? ¿Por qué, por
qué, por qué? ¿Desde cuándo los lobos
se ven obligados a golpear, maltratar y
casi matar a una víctima propiciatoria?
Pero si aún tienen dudas acerca de su
relato, les pido que recuerden que éste
es el proceso del teniente Manion por
asesinato y no el de su esposa; que es lo
que él creyó lo que importa; que es su
reacción lo que cuenta; y no olvidar que
son su libertad y su futuro lo que está en
juego.
Consulté de nuevo el reloj y vi que
mi tiempo estaba concluyendo.
—No tengo lugar para estudiar la
declaración del doctor que examinó a la
señora Manion en la cárcel. Tan sólo les
diré esto: no existe prueba alguna de que
la persona que estudió los resultados de
aquel examen fuera un técnico
competente.
Hice una pausa y consulté
nuevamente el reloj.
—En este proceso ha habido de
todo, menos la ascensión de un globo.
Incluso hemos tenido un perro
amaestrado. Y me refiero al perrito
Rover y a su linterna. El señor Dancer,
sin duda, intentará decirles que el
presentar el perro en la sala no fue sino
un golpe de efecto, un modo fácil de
emocionarles a ustedes. Pero yo me
pregunto si el perrito Rover hubiera
cabido en esta Audiencia de haber sido
testigo del fiscal. ¿Creen que no le
habría otorgado al pequeño Rover el
carácter agresivo de un cocodrilo, los
colmillos de una manada de lobos y el
volumen de un búfalo? Sí, Rover era un
importante testigo de la defensa en dos
aspectos: como animal pacífico y
pequeño que no podía impedir el
atentado y como animal amaestrado que
podía mostrar a su dueña el camino con
su linterna. Tanto su carácter tranquilo
como su habilidad quedaron
demostrados en esta sala. Todos le
vieron corriendo de un lado para otro,
tan orgulloso como Punch[50]. —Hice
una pausa y sonreí—. Pero Rover debe
procurar, de ahora en adelante, discernir
mejor entre el amigo y el enemigo de sus
amos. Todos ustedes vieron cómo
intentaba saltar al regazo del benévolo
fiscal general de Lansing.
El juez me llamó la atención con la
maza y exclamó, cuando me volví hacia
él:
—El tiempo pasa, señor Biegler. Le
quedan unos tres minutos.
Le di las gracias con un movimiento
de cabeza y me volví de nuevo al
jurado.
—Hay cosas en este proceso que
jamás sabremos —continué—, cosas
que nada tienen que ver con los Manion
y a mí no me queda espacio más que
para señalar unas cuantas. ¿Por qué
bebía tanto Barney? ¿Por qué tuvieron
que ocultarle las pistolas? ¿Por qué se
hizo un seguro de vida semanas antes de
la noche de autos? ¿Estaba cansado de
la vida? ¿Es que aquel hombre padecía
alguna enfermedad del cuerpo o de la
mente? ¿Es que le había enloquecido la
certeza de que ya no era el hombre
importante de Thunder Bay? ¿Estaba
celoso de alguna persona? ¿Intentaba
devolver al ejército alguna ofensa real o
imaginaria? —Hice una nueva pausa—.
Y por último, les pido que se pregunten
por qué el difunto decidió atacar
precisamente a la esposa de un hombre
de quien podía esperar una reacción
momentánea. ¿Es que hubiera sido
necesaria toda la Agrupación Americana
de Psiquiatría para esclarecer el cerebro
de Barney? Parece como si estuviera
buscando la muerte, igual que un
meteoro que cruza el espacio
destruyendo y aniquilando cuanto
encuentra en su camino. Imaginen por un
momento la terrible sensación de
angustia y de engaño que aquella noche
debió afligir al teniente Manion.
»¿Saben por qué hablo de engaño?
Porque no sólo sabía que habían
ultrajado a su esposa, sino también que
el culpable era un civil, uno de los
afortunados mortales por quienes el
teniente había arriesgado su vida en dos
guerras, gracias a lo cual Barney podía
seguir bebiendo dobles raciones de
whisky, hacer de lobo de vez en cuando
y disparar sobre botellas vacías para
ejercitarse. No pretendo flamear la
bandera ni tampoco presentar ante
ustedes una bélica imagen del teniente
con tintes patrióticos. Son hechos al
margen del caso. Un civil atiborrado de
whisky traiciona al teniente y a su
esposa a la primera oportunidad. ¿No
bastaba esto para hacerle saltar de su
juicio? ¿No iba a creer cualquier
hombre, en el puesto del teniente, que
toda la raza humana estaba frente a él?
Sin embargo, el señor Dancer y su
doctor diplomado les piden que
desechen esta idea, ya que un incidente
tan trivial no puede preocupar a nadie.
Aún quedaba algo que decir acerca
de Claude Dancer; en conciencia no
podía despedirme de él con aquellas
palabras.
—Si me muestro duro con el señor
Dancer, tengan en cuenta que él se lo ha
buscado. En muy pocas ocasiones, si es
que alguna vez ha ocurrido, he
encontrado en un proceso un oponente
que poseyera un tan despejado talento y
tantas condiciones como letrado. —
Moví la cabeza—. Nunca he conocido a
nadie que por medio de astucia y de
bajos trucos hubiera desmerecido tanto
sus condiciones y anulado casi su
talento. —Bajé la voz—. Que el cielo
nos ayude, nadie es infalible; todos y
cada uno de nosotros es vulnerable,
débil, partidista y tiene una avidez
infantil por la victoria. Pero si este
hombre dejara aparte sus habilidades de
Audiencia y pusiera cierta humanidad y
corazón en sus empresas, creo que para
su ambición no habría más límite que el
cielo, si es que eso es lo que busca. Mi
turno ha concluido —continué.
La mayor parte de los jurados
esperan e incluso desean un párrafo
coloreado como final de la
argumentación, por lo que me detuve,
medité un instante y luego clavé la vista
en el azul que se veía más allá de las
ventanas.
—¿Pueden ustedes encontrar algo en
sus corazones que atenúe la amargura de
esta pareja abatida por la desgracia, de
este hombre atormentado? ¿Pretenden
sentenciarle, destruir su carrera militar,
negarle su único medio de vida?
¿Pretenden enviar de nuevo a Laura a
vender cosméticos y a la centralilla de
teléfonos? ¿Cuánto daño permitirán que
Barney Quill les haga? ¿No ha causado
bastante dolor en sus vidas? ¿Y no basta
ya para un solo hombre? Ocurra aquí lo
que ocurra, ya ha traído la vergüenza y
la humillación sobre sí y su familia. Ha
agredido, violado y casi dado muerte a
la mujer de otro. Provocó la detención
del teniente y este juicio costoso y
agotador. —Volví a detenerme—. ¿Es
que pretenden contribuir con su
veredicto a que el gran Barney, desde la
tumba, continúe haciendo daño?
Bajé la voz y extendí la mano.
—Miembros del jurado, no tratan un
teniente hipotético, sino con un ser
humano que siente y que sufre, con un
hombre cuyo destino está en sus manos.
—Me volví a mirar al teniente que se
sentaba muy pálido, con la vista fija en
la pared—. Contemplen a este hombre
solitario y agobiado por las
circunstancias, que se encuentra aquí en
espera de que unos desconocidos
decidan acerca de su libertad, sin
amigos, sin dinero, traicionado por uno
de los primeros civiles que conoció.
Contémplenle bien. Sin duda alguna
sería un acto de caridad cristiana, así
como vuestro deber legal, demostrar por
medio del veredicto que aquí en
nuestros bosques no ha muerto la
decencia, que la justicia no es un juego
entre abogados que dirige un hombre
brillante de Lansing, que nuestra
tradicional cordialidad no es un
preludio para la traición.
Moví la cabeza y bajé la voz hasta
un murmullo.
—¿Es que en vuestros corazones no
encontraréis motivos para devolver a
este hombre al Ejército que le necesita,
y sobre todo a la mujer que ama?
Hice una grave reverencia y volví a
mi mesa. El teniente seguía inmóvil, con
la vista fija en la pared. Oí el tictac del
reloj eléctrico a mi espalda. Había
concluido mi tarea y estaba cansado.
Muy cansado…
A mi espalda se alzó entre el
público un largo y sollozante suspiro,
como el de un neumático reventado, y
cuando me volví pude ver que una de
nuestras damas, estudiantes del
homicidio, se había desmayado. Abría
la boca de un modo cómico, como una
careta de carnaval. Sus vecinas la
abanicaban mientras el sheriff le arrojó
lo que restaba del agua. Me pregunté si
la había vencido la elocuencia de
Biegler o el aburrimiento. Hipó con
entusiasmo y luego abrió los ojos
lentamente, se puso en pie y se tapó el
escote, mientras contemplaba furiosa al
ruborizado Max.
El juez carraspeó.
—Será mejor que tomemos cinco
minutos de descanso —dijo—. Y,
sheriff, quizá sería conveniente que
abriera más las ventanas.
—Sí, Señoría —dijo Max
bruscamente, abandonando su ingrato
trabajo para apoderarse de nuevo de la
maza.
Una vez se hubo desalojado la sala,
Laura Manion acudió a mi encuentro y
me estrechó la mano.
—Ha estado usted magnífico.
Gracias, Paul —dijo con lágrimas en los
ojos.
El teniente se aclaró la garganta.
—Lo hizo usted muy bien —
exclamó, humedeciéndose nervioso el
bigote.
—Gracias —respondí, poniéndome
en pie y saliendo de la sala.
Cuando estaba ya fuera, Parnell vino
a mi encuentro y me estrechó la diestra
entre las suyas.
—Buen chico —dijo en voz baja, y
luego se alejó, dejándome a solas ante la
ventana desde la que se veía el lago,
fumando mi pipa en silencio, hasta que
Max Battisfore me recordó que se reunía
la sala nuevamente.
—Le hizo usted pasar un mal rato,
Paul —dijo Max—. Así me gusta.
—Sí, sheriff —respondí, vaciando
la pipa y tomando la cartera—. Pero no
olvide que Dancer tiene la última
palabra.
Capítulo veintiocho

EL juez hizo una seña a la mesa del


ministerio fiscal y Claude Dancer se
puso en pie, acercándose lentamente al
jurado. Mientras Mitch exponía su
informe, y al principio del mío, observé
que había estado muy ocupado tomando
notas, pero en aquel momento aparecía
con las manos vacías al tiempo que
hablaba en un tono casi de conversación
íntima.
—Ante todo, señoras y caballeros,
quiero felicitar a mi joven colega por el
modo como ha llevado este caso. Fue un
verdadero placer ayudar a un joven tan
brillante. También deseo felicitar a la
defensa por el modo tan activo y lleno
de espíritu con el que ha defendido este
caso. Si me considera duro, él ha sido
un digno oponente. Sea cual fuere el
veredicto que el jurado decida, el
teniente Manion nunca podrá
arrepentirse de haber elegido este
abogado, por el modo capaz y astuto con
que ha luchado por él.
Asentí, al tiempo que Claude Dancer
se volvía hacia el jurado.
—Pero debo recordarles, señoras y
caballeros —continuó—, que no soy yo
quien está procesado, ni tampoco el
difunto Barney Quill, ni, desde luego, el
doctor Gregory, el psiquiatra presentado
por el pueblo, por muy hábilmente que
el letrado de la defensa haya intentado
hacerlo creer. Es el teniente Manion a
quien juzgamos, y si me lo permiten
revisaré brevemente las pruebas de este
caso, que a nuestro juicio tienden a
demostrar su culpabilidad más allá de
una duda razonable.
Claude Dancer definió el asesinato
como la muerte premeditada, deliberada
y alevosa de una persona sin eximentes
o justificaciones legales. Luego hizo un
resumen del informe policial, conciso y
extraordinario, que tendía a demostrar
que la muerte de Barney Quill era eso
precisamente, un asesinato.
—¿No fue el suyo el
comportamiento de un hombre
impulsado por una furia fría e
implacable? —preguntó.
Destacó el hecho de que la propia
Laura hubiera predicho que su marido
iba a matar a Barney si éste cumplía su
amenaza, el carácter vivo y celoso del
acusado, demostrando en la ocasión que
golpeó al joven oficial por haber besado
la mano de su mujer; el hecho, declarado
por Paquette, de que le llamó «Buster»
al preguntarle si también quería algo
para él…
—Y si todo esto no fuera suficiente,
tenemos aún las declaraciones que el
acusado hizo al sargento detective
Durgo —continuó el fiscal ayudante.
Y las fue exponiendo ordenadamente
y por turno, sin alzar la voz, pero
inexorable.
—¿Son éstos —indagó— el
comportamiento y las palabras de un
loco o los de un hombre resignado con
su castigo y consciente de su culpa,
después de un estallido de rabia
homicida a causa del comportamiento de
su esposa con un desconocido?
(Por un instante, imaginé que Claude
Dancer aceptaba tácitamente la
violación, pero no, volvía a moverse de
nuevo en el reino de la fantasía).
—Aquí tenemos a un hombre que
deliberadamente y a sabiendas tomó una
pistola cargada, de lo cual no puede
caber la menor duda, puesto que aún lo
recuerda, se encaminó hacia el bar, y sin
mirar a derecha ni izquierda mató como
a un perro a su víctima para luego
regresar a su roulotte, decirle a su mujer
lo que había hecho y por último
entregarse al alguacil que vigilaba el
campamento de Thunder Bay,
advirtiéndole que había dado muerte a
Barney Quill. —Hizo una pausa—. ¿Y
cómo podía recordar que había matado a
Barney si estaba loco?
El jurado escuchaba muy
atentamente, mientras Claude Dancer
seguía hablando.
—Y si fue capaz de recordar y
relatar lo que ocurrió poco después y
poco antes del suceso, ¿por qué más
tarde iba a olvidar precisamente lo que
tanto daño podía hacerle? ¿No es ésta la
imagen de un hombre calculador que
sólo olvida lo que quiere? —Varios
jurados asintieron involuntariamente, y
yo me volví hacia Parnell encogiéndome
de hombros—. Y recordad esto,
miembros del jurado: este hombre se
tomó la justicia por su mano. Aunque el
difunto hubiera hecho todo lo que
afirman que hizo, cosa que nosotros no
aceptamos, existen medios legales de
tratar con él, entre los cuales no figura el
matarle a tiros. Desde luego, no es una
defensa legal, como estoy seguro que les
indicará el juez. Y al tomarse la justicia
por su mano, el teniente quebrantó la ley
por el mismo hecho de ocultar sobre su
persona un arma; su acción comenzó con
un delito.
En esto último, el hombrecillo iba a
llevarse un desengaño, ya que
confiábamos que nuestras instrucciones
demostrarían lo contrario, siempre que
el juez las cursara, y que los jurados
escucharan, las comprendieran y las
atendieran. Claude Dancer se enfrentó
luego con la pretendida demencia del
acusado, y en su estilo directo y siempre
lógico consiguió con bastante habilidad
rehabilitar en cierto modo al psiquiatra
del pueblo, a quien yo había vapuleado
y desprestigiado.
—Incluso el médico presentado por
la defensa reconoció no haber hallado
psicosis, neurosis, alucinaciones ni
historia de demencia disociativa. —
Destacó que el doctor Gregory era un
hombre experimentado, mientras que
nuestro médico, por muy sincero que
fuera y por mucha vocación que tuviese,
estaba aún aprendiendo—. El Ejército
nos ha enviado un muchacho a realizar
el trabajo de un hombre —indicó con su
melodiosa voz.
»En cuanto a la afirmación del
letrado de la defensa de que nosotros no
cursamos una solicitud para examinar al
teniente, quiero añadir que no se nos dio
una sola oportunidad de hacerlo. —Hizo
una pausa y se volvió hacia mí—. Tengo
la sospecha, una negra sospecha, de que
si hubiéramos intentado examinar a este
hombre, el señor Biegler hubiera
intentado evitarlo por todos los medios.
En realidad, las grandes dificultades con
las que el pueblo suele enfrentarse en
procesos de esta clase son tales, que
tengo el propósito de hablar a mis
superiores sobre ellas cuando regrese a
Lansing. A mi juicio, debería redactarse
una nueva legislación acerca de este
aspecto. Es una situación grave, tanto
para este caso concreto como para el
futuro.
Yo permanecí con la mano sobre los
ojos, pensativo, escuchando tan sólo a
medias al delicado hombrecillo,
sumiéndome en un sueño conforme él
salmodiaba con su persuasiva voz e iba
tendiendo el lazo en torno al cuello del
teniente Manion. En su propósito había
algo admirable y a la vez aterrador. Era
un fiscal a la antigua usanza: únicamente
pretendía que se condenara al acusado.
Yo debía reconocer que no hacía más de
lo que yo estuve haciendo durante años.
¿Quién era yo para tirar la primera
piedra? ¿Es que acaso todos los fiscales
de ahora y los antiguos no pertenecían a
la misma camada? ¿Y acaso no había
sido preciso que un elocuente y
enfurecido profano, llamado John Mason
Brown, lanzara su devastadora
acusación?

El fiscal tiene, por


necesidad, una especial
mentalidad —había escrito John
Mason Brown— de agilidad
abrumadora, sinuosa, que no se
desanima, siempre dispuesta a
tender trampas. Tiene una gran
tendencia a desenfocar los
asuntos, y por instinto se basa
en la confusión y florece sobre
la debilidad. Sólo busca la
destrucción, que luego presenta
con honrosas cicatrices. Su
deber es despertar dudas o
provocar sospechas. Hace
preguntas, no para saber, sino
para condenar, y ve
culpabilidad en la más inocente
de las respuestas. Su único
propósito, lo único que
pretende, es obligar a un testigo
a confesar acorralándole,
agotándole o enfureciéndole
hasta provocarle a
indiscreciones verbales que
parezcan reconocimientos de
culpabilidad. A los naturales
fallos de la memoria les da
aspecto de estratagemas para
ocultar un delito, o lo que es
mucho peor, de embustes
deliberados. Cortesía que
oculta sus propósitos y que
envuelve al testigo, sarcasmos
que le hieren, intimidación,
sorpresa, desfiguración de
respuesta por medio de ironías,
asociar hechos diversos o
sugerencias, negar todo derecho
a la parte contraria… Estos son
los métodos y sistemas que su
especial mentalidad sugiere al
fiscal para conseguir su
propósito.

Claude Dancer continuó su


argumentación, despertándome
bruscamente de mi ensueño.
—El abogado defensor y el
psiquiatra militar han tratado del hecho
de si el acusado sabía lo que estaba
haciendo y si tenía conciencia de que
obraba mal. Afirman abiertamente que
esto carece de importancia. Tal vez
como proposición médica o legal de
tipo abstracto podría ser por lo menos
discutible. ¿Pero qué es lo que nos ha
convocado en este proceso? Nos ha
convocado la acusación de asesinato
contra un hombre que declaró bajo
juramento que no recordaba lo que había
hecho. —Claude Dancer señaló la
bóveda de cristal—. Pues si
verdaderamente recuerda lo que hizo,
porque tenía conciencia de lo que estaba
haciendo, no sólo engañó a su abogado y
a su médico, sino que deliberadamente
cometió perjurio acerca de uno de los
aspectos fundamentales del proceso. En
este caso, y tengo la seguridad de que el
tribunal repetirá mis palabras, deben
ustedes descartar su declaración,
incluyendo el alegato de demencia, a
menos de que la corroboren otros
testigos acreditados cuya declaración
les merezca crédito. Por tanto, hay una
gran diferencia si ese hombre mintió.
Me di cuenta de que
involuntariamente asentía ante la gran
fuerza de los argumentos del
hombrecillo.
—Recuerden que ninguno de
nosotros puede examinar el cerebro de
ese frío desconocido que hoy juzgamos.
La realidad es que sabemos muy poco o
casi nada acerca de él. Es muy posible
que haya engañado a su competente
abogado, que también haya engañado a
su joven médico. Como el señor Biegler
ha señalado tan bien, ninguno de
nosotros es infalible. Y esto me lleva a
la declaración de Duane Miller, el
ocupante de la celda vecina a la del
acusado. Como el señor Biegler, estoy
dispuesto a que ustedes mismos juzguen.
Para emplear una de sus frases más
elegantes, es asunto suyo. Tan sólo les
diré una cosa; en este trágico mercado
que es el crimen y el castigo, es preciso
que un ladrón atrape un ladrón, como
afirma el adagio. Y a veces es el único
medio.
Claude Dancer hizo una pausa y
consultó el reloj.
—Sí, Duane Miller es un incendiario
confeso que está pendiente de sentencia,
un hombre con un historial criminal más
largo que mi brazo. —Sonrió
gravemente—. Créanme, yo hubiera
preferido que hubiera sido profesor de
estudios teológicos. Pero quiero
recordarles en frase de Kipling, que
tanto gusta al señor Biegler, que el
pueblo toma los testigos donde los
encuentra. No los puede seleccionar,
como hace la defensa. No creo que el
señor Biegler ni los inteligentes
miembros del jurado esperaran que
presentásemos un obispo como persona
que había oído esta frase desde la celda
vecina a la del acusado. Y tanto él como
todos los que aquí estamos, sabemos que
nuestro competente y bondadoso juez no
recusará a este testigo a causa de lo que
ha dicho o de cualquier sombra de
promesa que yo haya podido hacerle, de
lo cual, ténganlo presente, no existe la
menor prueba.
Me volví para contemplar al pálido
Parnell y luego al juez, que sonreía
débilmente.
—Señoras y caballeros —continuó
el fiscal ayudante—, tengan bien
presente la diferencia entre locura y
pasión. Recuerden lo fácil que es
simular la primera y convertir la
segunda en un síntoma de aberración
mental. En realidad, la pasión homicida
y la furia asesina son en sí mismas una
forma de demencia, pero
afortunadamente para la paz y el
bienestar de la sociedad, la ley no las
admite como justificante del asesinato
frío y brutal.
El hombrecillo no había levantado la
voz una sola vez y sin embargo su
argumentación era lógica, afilada y
devastadora por lo persuasiva. Extendió
las manos y añadió en voz aún más baja:
—Éste es un proceso muy grave. Es
grave para el acusado. Lo es asimismo
para el pueblo, pues uno de nuestros
conciudadanos ha sido abatido a tiros a
sangre fría. La nuestra no es la ley de la
selva y no creo que se retiren a
deliberar imaginando que es así. —
Extendió nuevamente las manos—.
Escuchen las recomendaciones del juez.
Luego, dicten un veredicto que esté de
acuerdo con el corazón y con la
conciencia. Eso es lo único que pido.
Gracias.
Claude Dancer hizo una leve
inclinación y regresó a su mesa.
Capítulo veintinueve

EL juez Weaver, dirigiéndose a la mesa


de Mitch, indagó:
—¿Tiene el ministerio fiscal algunas
instrucciones para el jurado?
—No, Señoría —respondió
Lodwick, poniéndose en pie.
El juez se volvió entonces a mí.
—¿Y la defensa?
—Sí, Señoría —dije, tomando un
pliego de folios y encaminándome hacia
el estrado del juez—. Entrego al tribunal
la petición escrita de diecisiete
instrucciones que deseamos se lean a los
jurados, pues consideramos que aclaran
varios aspectos de este proceso. —El
juez me miró sorprendido—. Quiero
añadir —continué— que son en todo
idénticas a otras que ya anteriormente se
entregaron al tribunal. —Me acerqué a
la mesa de Mitch—. Entrego también al
ministerio fiscal copias de estas
peticiones.
—Muy bien, caballeros —dijo el
juez, consultando el reloj al tiempo que
abría una carpeta de cuero y miraba al
jurado—. Señoras y caballeros: según
nuestra legislación, son ustedes los
únicos que pueden decidir acerca de los
hechos expuestos en este caso, pero yo
soy el único que dictará sentencia, de
acuerdo con la ley. La legislación que
deberán tener en cuenta no la han de
tomar de los suplementos dominicales,
ni de los programas policíacos de
televisión, ni de los almanaques
familiares, ni siquiera de los letrados
que actúan en este proceso; únicamente
de lo que yo les diga.
»Según la información previa acerca
de este caso, existen tres delitos
distintos —continuó— y la ley exige que
se instruya a los jurados acerca de la
naturaleza de cada uno de los delitos, de
modo que puedan determinar el grado de
cada uno de ellos. Hay asesinato, según
la ley y tal como lo indica la
información previa de este proceso,
cuando un hombre en posesión de sus
facultades mentales, a propósito y contra
todo derecho, mata a un semejante, con
premeditación y alevosía. Esta
definición de la ley común [51] rige en
nuestro Estado. Por tanto, si llegaran
ustedes a la conclusión de que el
acusado es culpable de asesinato, tal
como yo lo he definido, deben
determinar si es culpable de asesinato
en primero o segundo grado, diferencia
que ahora les explicaré.
Indicó entonces lo que distinguía al
asesinato en primero y segundo grado,
es decir, que en este último no existía
premeditación. Luego, definió el
homicidio como la muerte de una
persona llevada a cabo sin
premeditación ni alevosía. Aclaró la
presunción de inocencia y entró luego en
lo que se entendía por duda razonable.
El sheriff se acercó con un jarro de
agua.
El juez hizo una pausa para beber
mientras, pensativamente, pasaba la
página en su libro de notas. Luego
continuó:
—Una duda razonable es una lógica
que se desprende de los mismos hechos
del caso o de las declaraciones de los
testigos; no se trata de una duda
imaginaria, posible o capciosa, sino de
una duda lógica basada en la razón y en
el sentido común. Es la duda que queda
después de un examen cuidadoso de
todas las pruebas de este caso, en tal
condición que no puedan decir en
conciencia que tienen una certeza moral
de la verdad de la acusación hecha
contra el inculpado.
Como Parnell y yo habíamos
imaginado, el juez se decidió luego a
desmenuzar lo que se conoce por «ley
natural».
—No existe tal cosa en nuestra
legislación —continuó el juez—. Tan
sólo existe en los establecimientos
públicos y en las tertulias callejeras, y
les exijo que la olviden por completo.
Luego indicó a los jurados que
podían no absolver al acusado porque se
alegara que Barney había violado a su
esposa, aunque creyeran que esto había
sucedido. El juez insistió en este tema,
tal como yo había insistido con el
teniente varias semanas antes y vi que
algunos de los jurados parpadeaban
sorprendidos, ya que hasta aquel
momento habían creído lo contrario.
El juez, después de consultar el
reloj, pasó otra página y siguió
diciendo:
—Como eximente, el acusado alega
demencia y ahora les indicaré lo que la
ley dice a este respecto.
Consulté las instrucciones que había
presentado para asegurarme de cuándo
iba a comenzar a referirse a ellas.
Habíamos numerado todas nuestras
instrucciones y el corazón me brincó al
comprobar que repetía la primera,
palabra por palabra.
—En principio, se acepta siempre
que el acusado está en su sano juicio,
pero en cuanto éste presenta prueba de
lo contrario, es el pueblo quien debe
convencer a los jurados, más allá de una
duda razonable, de la lucidez del
inculpado, puesto que es ésta una de las
condiciones precisas para que en este
caso el delito haya existido. Cuando la
defensa presenta una prueba para anular
esta presunción de cordura por parte del
acusado, los jurados deben examinarla,
pesarla y tenerla en cuenta, pero en la
inteligencia de que, pese a haber sido
iniciativa de la defensa el presentarla,
es misión del ministerio fiscal
establecer todas las bases de
culpabilidad, una de las cuales es la
lucidez mental. Cuando existan pruebas,
presentadas por el inculpado, que
indiquen que en el instante de cometer el
delito del que se le acusa se hallaba
bajo los efectos de perturbación mental
permanente o temporal, es obligación
del ministerio fiscal demostrar la
lucidez del inculpado más allá de una
duda razonable, como ya lo he definido,
y si esto no sucede, el acusado debe
resultar absuelto.
El juez dio vuelta a la página, y,
aunque siguió leyendo, alzó la cabeza
igual que un veterano locutor de TV,
mientras repetía palabra por palabra
nuestra segunda instrucción.
—Se alega aquí, por la defensa, que
el teniente Manion estaba perturbado
cuando disparó y mató a Barney Quill.
El eximente, tal como yo lo entiendo, se
denomina por lo general locura
temporal, y les advierto que tal alegato,
si satisfactoriamente se les demuestra,
es tan válido como si el acusado
estuviera loco de un modo definitivo y
permanente. En otras palabras, la
duración de la perturbación mental del
acusado no es lo que se debate; lo que
deben tener en cuenta es si la
perturbación mental aludida, por muy
breve que fuera, fue de tal naturaleza
que dejó incapacitado al inculpado de
emplear su libre albedrío o su voluntad,
o de apreciar la diferencia entre el bien
y el mal. Si llegan a la conclusión de
que cuando hizo los disparos que
mataron a Barney Quill padecía alguno
de estos aspectos de perturbación
mental, deben absolverle, a pesar de que
antes y después del incidente disfrutara
de una lucidez mental similar a la de
ustedes o la mía.
Volví la vista hacia Parnell, que
permanecía inclinado hacia delante,
tenso, escuchando atentamente con los
ojos cerrados. Resultaba bien claro que
el juez iba a leer íntegra por lo menos
nuestra instrucción de locura, y de
momento ya había hecho aparecer el
impulso irresistible del proceso.
—Una de las cláusulas de la
responsabilidad legal en un delito —
continuó— es que el culpable debe estar
en su sano juicio; sin pruebas de lo
contrario, todos los hombres son
legalmente cuerdos ante la ley. Pero
cuando se ha puesto en duda el sano
juicio de un inculpado en un proceso
criminal, es el pueblo quien debe
demostrar que aquél no está loco, más
allá de una duda razonable. Por tanto,
resulta que si llegan a la conclusión de
que el inculpado estaba perturbado
cuando cometió el delito, o existe una
duda razonable acerca de su cordura en
aquel momento, en cualquiera de los dos
casos deben absolverle por demencia.
El juez siguió leyendo la última
instrucción acerca de la locura, tal como
nosotros la habíamos expuesto.
—Como ya he dicho, la base
principal de la defensa del acusado es
que estaba loco cuando cometió el
delito, y por tanto no era legalmente
responsable de sus actos. El acusado ha
presentado pruebas que indican que uno
de los factores que contribuyeron a la
demencia que alega fue el haber
recibido una gran impresión al saber que
su esposa había sido brutalmente
ultrajada por el difunto.
El juez hizo una pausa y yo contuve
el aliento, en espera de comprobar si
leía íntegra la segunda parte.
—A este respecto, les advierto que
si creen sinceramente que el inculpado
estaba loco, según la definición que he
dado, no es preciso que también crean
que asimismo fue violada la esposa. Es
suficiente que crean que el acusado se
convenció de que todo esto ocurrió a su
esposa y de que el difunto era culpable,
y que este convencimiento del acusado
se basaba en razones lógicas. En otras
palabras, es suficiente que comprendan
que el acusado creyó el relato de su
mujer, que esta certeza se basó en
razones lógicas y que todo esto
contribuyó a perturbarle, aunque, en
realidad ninguna de estas amenazas o
violencias tuvieran lugar.
Me volví hacia Parnell, quien
parecía mover los labios acompañando
al juez cuando éste leía en voz alta su
instrucción preferida acerca del impulso
irresistible.
—Testimonio médico de experiencia
se ha presentado por parte de la defensa
de que el acusado estaba loco en la
noche de autos y que su demencia recibe
por lo general el nombre de «impulso
irresistible». Debo advertirles que tal
forma de locura está considerada como
eximente en Michigan y que indica la ley
de este Estado que incluso si el
inculpado podía comprender la
naturaleza y consecuencias de su acto, y
distinguir el bien y el mal, pero que, sin
embargo, se vio obligado a llevarlo a
cabo por un impulso irresistible que no
podía dominar como consecuencia de
una perturbación mental permanente o
momentánea, estaba loco y por tanto
deben absolverle.
El juez hizo una nueva pausa y luego
repitió palabra por palabra el caso
Duige que Parnell y yo descubrimos
simultáneamente durante nuestras
investigaciones.
—Repetiré lo que decidió hace años
el Tribunal Supremo de Michigan acerca
de este asunto: «Debe considerarse si el
acusado es hombre de mente sana. Por
mente sana no se pretende indicar una
mente igual a la de cualquier otro mortal
de este mundo. Sabemos que existen
diferencias en las mentes de nuestros
conocidos. Algunos seres tienen
cerebros brillantes y ágiles; otros,
torpes, pero a ambos se les considera
normales; quizá sería mejor decir, y que
así conste, que si por motivos de
enfermedad el acusado no pudiera saber
que estaba obrando mal en aquel
momento particular, o si no tuviera
fuerzas para resistir el impulso de
llevarlo a cabo, a causa de su
enfermedad o de su locura, se le
considerará demente. Pero debe ser una
demencia que afecte al acto en cuestión
y no una demencia que en nada se
relacione con él. Esto debe decidirlo el
jurado».
De nuevo volví a mirar a Parnell, el
cual elevó los ojos al cielo, como si
estuviera dando gracias, mientras el juez
continuaba la lectura.
—Aunque consideraran que el
acusado sabía la diferencia entre el bien
y el mal, si la noche de autos al disparar
sobre su víctima y a causa de su
demencia o de su enfermedad mental
había perdido la facultad de elegir entre
el bien y el mal, ya que su fuerza de
voluntad había quedado destruida, y el
acto que realizó estaba relacionado con
su perturbación mental o su locura hasta
ser la única causa, en este caso el
acusado no sería responsable de nada y
vuestro veredicto debería ser el de
inocente a causa de su demencia.
El juez carraspeó al llegar a nuestra
instrucción más importante acerca de las
distintas oportunidades que de examinar
al acusado habían tenido ambos
psiquiatras para basar su declaración
profesional.
—Se ha ofrecido testimonio médico
de la demencia del acusado. A este
respecto, les aconsejo que tengan en
cuenta la declaración de los médicos y
sus opiniones sobre este tema.
Consideren asimismo la oportunidad que
ambos médicos han tenido sobre qué
basar sus opiniones.
Todo esto provenía del proceso que
descubrimos investigando libros y
estuve tentado de extenderme sobre este
tema y ampliarlo, pero no me atreví; éste
era uno de los puntos más peligrosos de
las instrucciones a los jurados; a veces,
un abogado encontraba fuentes para
apoyar su punto de vista, pero si
pretendía hincharlo o extenderse
demasiado se exponía a quebrantar la
confianza del juez en todas las demás
instrucciones, y lo que era peor, hacer
que el juez no leyera aquel punto de sus
escritos.
Sin embargo, por vez primera, un
juez por iniciativa propia se extendió
más allá de nuestras exposiciones y el
corazón me dio un brinco cuando le oí
añadir:
—Considerar las oportunidades que
un médico haya tenido de conocer al
enfermo significa e incluye las
oportunidades materiales que ha tenido
de examinar al hombre cuya demencia se
discute, los tests que se aplicaron si es
que se hicieron, la experiencia
demostrada por los médicos en el campo
de la psiquiatría con anterioridad a este
proceso y, por último, si es que hubo
oportunidad de obtener conocimientos
sobre los que basar una opinión
científica.
El juez se pasó el grueso dedo por el
cuello.
—Les he dicho ya que el hecho de
que el difunto violara o no a la esposa
del acusado no representa en sí un
eximente legal ni tampoco justifica que
éste quitara la vida al difunto. Pero,
como hemos visto, debemos estudiar la
cuestión de la violación, puesto que tuvo
influencia en la supuesta demencia del
inculpado y en lo que más adelante
explicaré. Pero antes he de explicar lo
que legalmente constituye el delito que
tratamos. La violación es un delito, y se
define como el conocimiento carnal con
mujer por la fuerza y en contra de su
voluntad. La fuerza es un elemento
esencial en este delito. Para poder
condenar a un hombre, un jurado debe
estar convencido, más allá de una duda
razonable, de que el delito se llevó a
cabo por la fuerza y en contra de la
voluntad de la mujer, que ésta presentó
toda la resistencia que le permitía su
capacidad física y que su voluntad
quedó anulada por miedo a posibles
consecuencias de su negativa.
El juez consultó el reloj y siguió
leyendo las instrucciones que había
presentado, cada vez más de prisa.
—Existen indicios de que aquella
misma noche el difunto quizás agrediera
a la esposa del inculpado con aquel
propósito. El artículo que en nuestra
legislación define esta agresión es el
que sigue: «Cualquiera que agrediese a
una mujer con propósito de cometer el
delito de violación es culpable de
felonía». Una agresión se define como el
intento o realización de causar, por
fuerza y violencia, daño corporal a otra
persona. En estos casos los jurados
deben estar convencidos, antes de
decidir, que el hombre intentó satisfacer
su deseo en la persona de la mujer, sin
tener en cuenta la negativa de ella, ni
tampoco su resistencia. Si tal agresión
se realiza con las intenciones antes
citadas, no es un eximente que el hombre
abandonara o dejara sin cumplir su
propósito. Si están convencidos, por las
pruebas aquí presentadas, de que el
difunto realizó más tarde un nuevo
intento de agredir a la mujer del acusado
con aquella intención y que procuró
llevarla a cabo por la fuerza sin tener en
cuenta la resistencia que podía
oponérsele, entonces sería culpable,
hubiera o no realizado su propósito.
El juez continuó:
—También ha habido aquí
testimonio médico y profano de si se
encontraron o no indicios indubitables
en el cuerpo de la esposa del acusado.
Debo advertirles que nada tiene que ver
que se encontraran o no se encontraran
para saber si el difunto la violó o no.
El juez suspiró hondo y bebió otro
vaso de agua. Había leído ya trece de
nuestras instrucciones y si continuaba la
recha de buena suerte trataría ahora del
derecho de mi defendido de detener a
Barney aquella noche. Conforme el juez
seguía leyendo, lo único que me hubiera
bastado para saber que todo iba bien era
la sonrisa de Parnell, cada vez más
amplia.
—Se ha afirmado por parte de la
defensa que el inculpado abandonó
aquella noche su roulotte y se fue al bar
del hotel con la intención de detener al
difunto. En este aspecto, advierto que,
según la ley de este Estado, cualquier
ciudadano privado, es decir, que no sea
policía ni agente del orden, puede
detener legalmente a quien haya
cometido un delito, aunque éste no haya
tenido lugar en presencia de aquel que
va a detenerle. Por tanto, si creen que el
difunto perpetró uno o más delitos
aquella noche, y repito que la violación
y la agresión con propósito de ella son
delitos, entonces el inculpado tenía
perfecto derecho a detener al difunto sin
una orden previa, y este derecho
seguiría siendo tal aunque el inculpado
fuera completamente ajeno a los delitos
que se atribuyen al difunto y no tuviera
la menor relación con la mujer que fue
víctima de ellos. Un particular puede
detener sin orden previa a quien
sospeche que ha cometido un delito,
pero en tal caso debe estar dispuesto a
demostrar que el delito efectivamente se
cometió y que cualquier persona
razonable, que actúe sin pasión ni
prejuicio, hubiera lógicamente
sospechado que la persona detenida era
quien lo cometió. Asimismo debo
advertirles que tanto un agente del orden
como un particular pueden, en casos
como los señalados, emplear la fuerza
que crean necesaria para detener a un
delincuente o para evitar que huya
después de haber realizado su detención,
incluso hasta llegar a matarle. Sin
embargo, primero deben advertir de su
propósito a la persona que intentan
detener.
Claude Dancer se sobresaltó y me
miró inquieto cuando el juez continuó su
lectura:
—Por otra parte, no existe prueba de
que el inculpado detuviera al difunto, le
comunicara su propósito de detenerle, ni
disparara sobre él para llevar a cabo la
detención o le matara para evitar que
huyese. Más bien se ha alegado que se
volvió temporalmente loco, con todas
las consecuencias que resultaron. Sin
embargo, deben considerar las
anteriores advertencias que les he hecho
acerca del derecho del inculpado para
practicar una detención al considerar su
intención al encaminarse al bar. Si fue
allí con el propósito de matar, en vez de
ir a practicar una detención, entonces, si
le encuentran mentalmente responsable,
el delito es asesinato; pero si se
encaminó allí con el propósito de
practicar una detención y no a matarle, y
luego se volvió loco, en los términos
que he definido, entonces deben
absolverle. Y mientras tratamos de este
tema, debo advertirles, y así lo hago,
que sean cuales fueren los motivos que
consideren que impulsaron al detenido a
encaminarse al bar, incluso aunque se
tratara del inadmisible propósito de
matar al difunto, si además llegaran a la
conclusión, con pruebas claras, de que
era legalmente irresponsable en el
momento de cometer el delito por el que
le juzgamos, es decir, que estaba loco,
entonces deben absolverle.
Me tocó a mí entonces dirigir una
mirada a Claude Dancer, cuando el juez
insistió en el derecho del teniente a
llevar encima la pistola con la que mató
a Barney Quill.
—Se ha hablado aquí, y se han
presentado pruebas al respecto, de que
el detenido podría ser también culpable
de haber ocultado en su persona un arma
para la cual no tenía licencia en la noche
de autos, todo lo cual es contrario a la
ley de Michigan. Es cierto que según
nuestra legislación el ciudadano debe
solicitar permiso para uso de armas y
que es un delito para este ciudadano
ocultar un arma sobre su persona o en
cualquier otro lugar sin antes haber
obtenido la licencia correspondiente.
Pero en este aspecto, yo advierto, aparte
de lo que aquí se haya podido decir y
aunque esto sea lo contrario, que las
leyes sobre armas y acerca de las
pistolas sin licencia en Michigan, no
pueden aplicarse al inculpado. No se
aplican, porque la legislación de
Michigan acerca de estas materias
expresa taxativamente lo que voy a
repetir: «que todo lo que antecede no se
aplicará a ningún miembro del Ejército,
de la Armada o del Cuerpo de infantería
de marina de Estados Unidos». En otras
palabras, el teniente Manion, como
miembro del Ejército de Estados
Unidos, quedaba exento de lo que
prescribe la ley y tenía derecho a llevar
un arma aquella noche, para lo cual
importa muy poco si estaba o no estaba
de servicio. Por tanto, repito que aunque
hayan oído decir lo contrario, así se
expresa la ley de este Estado.
El juez cerró su carpeta y tomó unos
papeles de otra. Miré a Parnell, quien
sonrió apresurándose a desviar la vista.
El juez no sólo había leído las diecisiete
instrucciones que enviamos, sino que
además había ampliado y mejorado
notablemente la que se relacionaba con
el examen del psiquiatra.
El juez explicó entonces al jurado
algunos aspectos legales de su misión,
entre ellos el modo como debía tratar a
un testigo que hubiera prestado
declaración falsa.
«Esto —reflexioné— tanto puede
servirnos para perjudicar a Duane
Miller como al teniente».
Weaver se mantenía erecto en su
silla, con las enormes manos colocadas
ante él.
—Estoy casi al fin de las
instrucciones. Les recuerdo que no
pueden declarar culpable a este hombre
si le consideran loco en los aspectos que
he dicho. Por otra parte, no deben
considerar que porque un hombre se
comporte de un modo alocado o en un
frenesí, quisiera decir que actúa bajo la
influencia de un impulso irresistible o
de otra forma de demencia. La demencia
debe separarse de la pasión o de la
cólera, pues de otro modo nuestras
Audiencias no serían sino lugares donde
se absolvería a los delincuentes.
El juez consultó el reloj y continuó:
—Su primera obligación en cuanto
se encierren en la sala de los jurados
será elegir un presidente. —Weaver
sonrió al añadir—: En vista de la hora y
de la interminable extensión de mis
instrucciones, sin mencionar las
dilaciones de los letrados, sugiero que
limiten su campaña particular para ese
cargo… El presidente que elijan
anunciará el veredicto.
El juez se inclinó entonces para
contemplar a Clovis Pidgeon.
—Escribiente —dijo—, sírvase
reducir el número de jurados a doce.
De nuevo había llegado la hora de
Clovis y éste se puso en pie, pálido,
para colocar los nombres de los catorce
jurados en su caja, sacudirla
convenientemente y sacar uno.
Contuve el aliento, deseando que no
suprimieran a mi jurado favorito.
—Señora Minnie Leander —llamó
Clovis, y la señora afectada de la
expresión de perpetuo asombro
desapareció para siempre de mi vida.
—Gracias —dijo el juez cuando
ella, insegura, abandonaba el estrado,
quizá sorprendida por vez primera en el
juicio.
Clovis agitó nuevamente la caja y
sacó otro nombre.
—Arsène La Forge —dijo, y el
pobre Arsène debió retirarse del campo.
—Tome juramento a un representante
de la ley —dijo el juez, y el sheriff
ayudante de Cari Vosper, se adelantó,
alzó la mano y prestó juramento,
repitiendo las palabras que le indicaba
el escribiente y que con seguridad eran
ya viejas durante la infancia de sir
Thomas Mallory.
—¿Jura usted solemnemente que con
la ayuda de Dios pondrá todo su celo en
mantener a los que han sido admitidos
como jurados de este proceso en algún
lugar retirado y apropiado, sin comida
ni bebida, excepto agua, a menos que el
tribunal ordene lo contrario, que no
tolerará comunicación con el exterior
oral o escrita, que tampoco usted se
comunicará con ellos de palabra o por
escrito, a menos que se lo ordene el
tribunal, y que hasta que anuncien su
veredicto no informará a nadie del
estado de sus deliberaciones o del
veredicto al que hayan llegado?
—Juro —dijo Cari Vosper, y se
volvió para indicar a los jurados que se
pusieran en pie y le siguieran a la sala
de conferencias.
—Sheriff —indicó el juez—,
asegúrese, una vez se haya desalojado la
sala, que se les sirva comida a los
jurados.
—Sí, Señoría —respondió Max.
Luego se levantó, obligando a ponerse
en pie a todo el mundo—. Este digno
tribunal suspende la vista hasta que el
jurado esté dispuesto a leer su veredicto
o hasta nueva orden.
Capítulo treinta

UNA vez se hubo retirado el jurado,


contuve mis deseos de tenderme sobre la
mesa para estirar los miembros y
dormirme. La pesadilla había concluido;
durante varias semanas, especialmente
desde que comenzó el proceso, el poco
sueño inquieto del que pude disfrutar no
había sido más que siestas poco
reconfortantes. Me sentía demasiado
cansado, incluso para hablar, y quedé
allí sentado, con los brazos colgando a
los lados de la silla, contemplando la
cúpula manchada por los palomos.
Laura y el teniente se sentían muy
inquietos y consiguieron que les dejaran
trasladarse a otra habitación para poder
fumar. Parnell se me acercó orgulloso
como una clueca y me dijo:
—Más vale que salgas al coche,
muchacho. Yo estaré al tanto y te
avisaré. —Me tiró de la manga—.
Vamos, vete, muchacho, antes que
comiences a roncar.
Asentí agradecido y en silencio me
puse en pie y me dirigí a la calle por la
escalera atestada de gente. Me senté en
el coche y permanecí inmóvil
contemplando sin ver la pared pétrea de
la Audiencia, estudiando la antigua
construcción de cemento que se alzaba
ante mis ojos. Me sentía a la vez
preocupado y fatigado. Después de un
largo y complicado proceso, uno no sólo
se siente físicamente exhausto, sino que
el cerebro que ha trabajado más de la
cuenta, está acorchado y torpe. Todas las
sensaciones y los sentimientos parecen
disueltos. Nada más se puede hacer. Uno
parece un viejo y maltratado boxeador
reducido a la condición de sparring[52].
A esto debía añadir mi inquietud ante el
resultado del caso. Estuve bostezando
hasta imaginar que ya no podía hacer
otra cosa; los párpados me pesaban; la
cabeza me cayó sobre el pecho y de
súbito me encontré en una colina
cubierta de pinos ante un arroyo lleno de
truchas… Y los coletazos de los peces
provocaban unos círculos tan bonitos en
el agua…
¿Pero cómo había aparecido
súbitamente el lindo semblante de Mary
Pilant?
Alguien me tiraba del brazo. Había
oscurecido.
—Vamos, Paul, ha terminado la
siesta. El jurado ha llegado a un
acuerdo. Van a comunicar el veredicto.
—Era Parnell quien intentaba
levantarme la cabeza—. Vamos,
muchacho, despierta. Te están
esperando.
En la sala del tribunal había un
silencio de muerte. Eran las nueve y
diez. Todos estaban en sus puestos, tan
tensos como espectadores de una
ejecución. Cuando el juez Weaver me
vio llegar a mi mesa, le hizo una seña al
sheriff ayudante.
—Haga venir al jurado —dijo.
La tensión había prendido sobre la
sala durante toda una semana pesada y
opresora como una cortina de niebla,
pero de súbito parecía haber recobrado
vida, agitándose y golpeando casi con
rudeza las paredes de la sala, con una
rapidez eléctrica. Tensión… Me parecía
escuchar su lamento eléctrico, similar al
canto de sirena de mi infancia, a mi
pintada flauta a la que recurría cuando
desobedecía a mi madre. Con
frecuencia, en tales casos me sentía
atraído como por un imán hacia las
minas de hierro, y pequeño e ignorado
solía permanecer en la oscuridad
durante una hora o más escuchando la
música extraña y penetrante de los
cables del transmisor de alta tensión.
Me humedecí los secos labios. Mi
estómago pareció relajarse convulso y
me sentí mal, lamentando haberme
burlado de la espectadora que se había
desmayado. Pero nadie se fijó en mí,
pendientes todos de la tensión que se iba
extendiendo dominadora por la sala.
Parecía haber pasado una eternidad
antes que el sheriff ayudante abriese la
pesada puerta y poniéndose a un lado
dejase entrar a los jurados. Me brincó el
corazón al ver al excombatiente
finlandés salir el primero. El primero, lo
sabía muy bien, solía ser el presidente,
pero ¡Dios mío!, ¿me habría equivocado
acerca de aquel hombre? ¿Sería acaso
uno de los jurados veletas, estilo
camaleón, que como las esponjas no
absorbían sino el último argumento que
oían? ¿Acaso la declaración de Duane
Miller hizo que todos cambiaran de
punto de vista? Mil ideas distintas me
asaltaron y mis pensamientos se agitaron
y se sucedieron como aseguran que les
ocurre a los que se ahogan. Los
cansados jurados formaron un
semicírculo ante el estrado del juez.
Media luna de siniestro significado.
El juez extendió la mano. A pesar de
la multitud, que hablaba continuamente,
su voz resonó como la de un jefe de
estación a medianoche en un vagón
desierto.
—Advierto a los presentes que no
deben interrumpir la proclamación del
veredicto. Interrumpiré la vista y
desalojaré la sala si esto ocurre. Quedan
avisados. Adelante, escribiente.
Clovis Pidgeon se puso en pie y se
enfrentó con los jurados. Era aquél su
último papel en el proceso. Su voz
resonó excesivamente alta en aquella
enorme sala.
—Miembros del jurado, ¿han
decidido ya un veredicto, y de ser así,
quién hablará en nombre de todos?
—Tenemos un veredicto —dijo mi
jurado, adelantándose—. Yo soy el
presidente.
—¿Cuál es el veredicto? —indagó
Clovis, mientras el juez con el ceño
fruncido, mantenía en alto la mano.
—Consideramos —empezó a decir
el presidente, pero le falló la voz,
carraspeó y tuvo que volver a empezar
—: Consideramos que el acusado es
inocente por razón de su demencia.
Hubo un profundo suspiro y Clovis
habló en seguida.
—Miembros del jurado, escuchen su
veredicto tal como lo han expresado.
¿Afirman bajo juramento que consideran
al acusado inocente del delito de
asesinato, por razón de su demencia?
¿Es éste el veredicto, señor presidente?
¿Es éste el veredicto, miembros del
jurado?
Los doce jurados respondieron
afirmativamente y asintieron con la
cabeza. Cuando el juez bajó la mano
pareció la señal que desencadenaba el
caos: la sala semejó cobrar vida como
un mar impulsado por un tifón. Los
diques de tensión se habían roto al fin.
El clamor ascendía como una ola tras
otra. Todo el mundo estaba en pie. Laura
echó los brazos al cuello del teniente y
rompió a llorar. El ruborizado Manion
me tendió la mano y yo la estreché.
Consulté el reloj: eran las 9 y 17. Una
mujer bajita, de diminutos ojos
brillantes, saltó de súbito por encima de
la valla de los abogados, estrechó con
fuerza a Laura y al teniente e intentó
iniciar un vals con ellos. Quiso luego
abrazarme, pero conseguí escapar, por
lo que ella se agarró al presidente del
jurado, quien sonrió y me hizo un guiño.
Parnell seguía en su silla, pálido,
parpadeando y mordiéndose el labio. El
escribiente se encontraba nuevamente en
su sitio, descifrando un crucigrama.
Claude Dancer fue el primero en
llegar hasta mí. Me estrechó la dolorida
mano e hizo bocina con la izquierda,
acercándose a mi oído.
—¡Enhorabuena, Biegler! —gritó—.
¡Es usted un adversario temible!
—Gracias, Dancer —respondí con
igual tono de voz y sonriendo—. Lo
mismo digo, pero corregido y
aumentado.
Mitch me tendió la mano, sonrió,
dijo algo y se volvió. Tomó la mano del
teniente, la estrechó y se fue.
Entonces los reporteros de los
periódicos de la ciudad se lanzaron
sobre nosotros.
—Mire aquí, teniente, por favor.
Oiga, Biegler, ¿es que no va a sonreír?
Usted ha ganado, recuérdelo. ¿Quiere
quitarse las gafas, señora? Una foto del
jurado. ¿Dónde está el perro ése? Vamos
a buscar al médico…
El juez, moviendo la cabeza con
indignación, seguía golpeando la mesa
con la maza, de modo monótono. Max,
muy sonriente, golpeaba también la mesa
de modo violento y desacompasado.
Lentamente, las conversaciones y los
murmullos se apagaron; la sala, repleta
de voces, quedó en silencio. Éste llegó a
ser opresivo, casi peor que el estruendo.
El juez se dirigió a los jurados.
—Gracias, señoras y caballeros, por
su leal y concienzudo servicio en este
caso largo y difícil. Se han comportado
bien en uno de los más importantes
deberes de un ciudadano. Creo que no
hay nada más que decir. Se les
dispensará de todo servicio hasta el
lunes próximo a las nueve de la mañana.
El juez movió nuevamente la cabeza
y luego contempló a los periodistas que
estaban a la espera de nuevas fotos.
—Advierto a los seguidores de
Daguerre que se sirvan trasladar sus
adminículos fotográficos al exterior de
esta sala. Quizá deba añadir que quien
desobedezca esta orden pasará por lo
menos esta noche como huésped de
nuestro hospitalario sheriff, cuyo lema
es, según me ha dicho: «Un colchón sin
muelles en cada celda».
Hice una seña a mi jurado favorito,
quien sonrió y alzó ambas manos unidas
para felicitarme.
Una vez que la alta puerta se hubo
cerrado tras ellos, el juez carraspeó y se
dirigió a los letrados.
—Caballeros, como muy bien saben,
la ley me endosa, según el veredicto del
jurado, el desagradable deber de enviar
a este hombre a un sanatorio hasta que
se le reconozca cuerdo. Es doblemente
desagradable por el hecho de que dos
psiquiatras cuyas opiniones, por otra
parte, eran violentamente opuestas,
abundaron en una cosa: que ya está
cuerdo. Ocurre que yo creo lo mismo,
Como creo que ustedes también lo
opinan, y me parece una burla de la
justicia tenerle que encerrar. —Hizo una
pausa—. Sin embargo, no pienso
hacerlo porque la ley también dice con
mucho sentido que no se deben hacer
cosas inútiles. Y sería desde luego inútil
enviar a este soldado a un manicomio.
Es más, sería un acto perverso y
vengativo. No obstante, este hombre
sigue detenido. —El juez hizo una nueva
pausa y aspiró hondo—. Caballeros,
celebraré aceptar una petición de
babeas corpus para ponerle en libertad.
A pesar de la hora, estoy dispuesto a
disponer los trámites siempre que
concuerden conmigo. El jurado emitió su
decisión y a mí personalmente me
molesta que este hombre pase otra noche
en la cárcel.
Me había dejado caer en la silla,
pero bruscamente me puse en pie.
—Tengo aquí la petición ya
dispuesta y a punto de tramitarse —
advertí. (Durante la semana, Parnell, que
nunca dejaba de planear algo, tuvo la
intuición de prepararla)—. Si el fiscal
no se opone, todo está preparado para
tramitarla.
Claude Dancer consultó con Mitch
en voz baja y luego se puso en pie.
—Convenimos, Señoría, en que este
hombre no debe ser internado. También
convenimos en que no debe pasar otra
noche en la cárcel. Por tanto, no hay
inconveniente en tramitar el babeas
corpus. —El hombrecillo hizo una
pausa y se aclaró la garganta—.
Además, en interés de la rapidez,
sugiero que los letrados se pongan de
acuerdo para que una copia del
testimonio de los psiquiatras se una al
babeas corpus y que el teniente sea
puesto en libertad esta misma noche. En
lo que a mí respecta, el tribunal, el
señor Biegler y el señor Lodwick
pueden concluir y poner en limpio, sin
prisas, cuantos papeles sean necesarios
durante la semana próxima.
—Una sugerencia muy sensata, señor
Dancer —dijo el juez, asintiendo—. Lo
haremos en seguida. Escribiente, si se
sirve abandonar por un instante ese
crucigrama y tomar nota…
Siete minutos más tarde, el teniente
Manion volvía a ser un hombre libre. El
sargento detective Durgo se acercó y le
estrechó la mano sonriendo, y le tendió
la «Lüger» al oficial.
—Esto es suyo, amigo —dijo.
Manion parpadeó y se echó hacia
atrás.
—Désela a mi abogado —dijo—.
Como recuerdo… Creo que se lo ha
ganado.
De súbito me encontré sosteniendo
con dos dedos la pistola que había dado
muerte a Barney Quill.
—Gracias —dije, sin saber qué
hacer, y al fin la guardé en mi cartera—.
Confío sargento —añadí—, que tanto
usted como Dancer me permitirán que la
lleve a mi casa sin detenerme por no
tener licencia.
El sargento rompió a reír, asintió
con la cabeza, y después de saludar se
marchó. Laura y el teniente se
encaminaron a la prisión para recoger el
equipaje. Debíamos encontrarnos
nuevamente más tarde. La sala estaba
casi vacía, a excepción de un par de
curiosos, de Smoky Madigan y sus
escobas, de Parnell, de Maida y de mí.
Encendí un cigarro y me senté, estoico,
poniendo en orden mis papeles.
Parnell se acercó.
—Bien, muchacho, lo conseguiste —
exclamó, apoyando la mano en mi
hombro—. Estuviste magnífico.
Alcé la cabeza hacia el fatigado
anciano.
—Lo conseguimos, amigo —corregí
con calma—. No lo olvides. Los dos lo
conseguimos.
El juez entró de nuevo en la sala,
con sus ropas de calle, un grueso abrigo,
sombrero y una cartera.
Se quedó inmóvil y silencioso como
una imagen en granito de la ley.
Me separé de Parnell y me acerqué a
él para estrecharle la mano.
—Enhorabuena —dijo, estrujando
mi dolorida diestra con su garra—.
Enhorabuena por ganar una de las más
difíciles y brillantes acusaciones
criminales de cuantas he visto. Y creo
que he asistido a algunas.
Le miré sorprendido.
—¿Acusaciones? —repetí,
sorprendido, temiendo que el pobre
hombre hubiera sucumbido a la fatiga
del proceso. ¿Es que acaso me
confundía con Claude Dancer?
—Acusaciones —dijo a su vez el
juez sonriendo francamente—. Me di
cuenta hace tiempo, como le habrá
ocurrido a usted sin duda, que un jurado,
en un proceso de asesinato,
invariablemente juzga a la víctima al
mismo tiempo que el acusado. ¿Merecía
la muerte? ¿Debemos glorificar al que le
mató? Pero ésta es la primera vez en mi
carrera profesional en que he visto
procesar a un muerto por violación. Es
un nuevo caso. Y por cierto, parece
usted, al mismo tiempo, haber logrado la
libertad de otro individuo llamado
Manion. —Hizo una pausa—. Imagino
que en el fondo de su corazón sigue
siendo un fiscal.
—Gracias, señor juez —dije
sonriendo con satisfacción—. No se me
había ocurrido ver los procesos por
asesinato bajo este aspecto. Fue un
verdadero honor y un gran placer
trabajar con usted. Si me lo permite,
señor, sin que sospeche que quiero
halagarle, le diré que es usted un juez en
la línea del juez Maitland.
—Gracias —respondió Weaver—.
Es un gran cumplido. He oído hablar
mucho del juez Maitland. También deseo
decirle que me quedo con sus
instrucciones, para que sirvan de
modelo. Son de las mejores que he
visto.
Enrojecí, al mismo tiempo satisfecho
y confuso, y me volví para indicarle a
Parnell McCarthy, con una seña, que se
reuniera con nosotros.
—Señor juez —dije—, deseo
presentarle al autor de la mayor parte de
esas instrucciones, así como de una gran
parte de las cosas que ocurrieron en el
juicio, el abogado con quien acabo de
asociarme, Parnell McCarthy.
El juez Weaver estrechó
calurosamente la mano de mi amigo.
Éste, súbitamente pálido y sobresaltado,
me miraba sin comprender lo que
sucedía.
—Siempre celebro conocer a un
auténtico abogado, señor McCarthy —
dijo Weaver, sacudiendo la mano muerta
del irlandés—. Le deseo mucha suerte
en su nueva asociación con otro buen
abogado. Formarán un magnífico equipo.
Uno completará al otro.
—Gracias por el elogio, Señoría —
dijo Parnell algo ausente, mirándome
aún sin comprender.
Entonces el juez divisó a Smoky
Madigan, que barría. Bajó el tono de
voz.
—Quizá debo añadir, señor Biegler,
que he decidido ofrecerle otra
oportunidad a su recomendado. —
Quedó pensativo—. Quizá la culpa la
tenga nuestro amigo William Hazlitt. —
Hizo una pausa y me guiñó—. Bien,
caballeros, buena suerte y buenas noches
—dijo.
Dio la vuelta y se fue.
Parnell quedó inmóvil, mordiéndose
el labio inferior y con los lentes
borrosos por la humedad.
—¿Hablabas en serio, muchacho? —
indagó McCarthy con voz débil.
—¿En qué ocasión? —pregunté a mi
vez, aunque sabía muy bien a lo que se
refería.
—Pues eso de que íbamos a ser
socios.
—Pues claro que sí, Parnell. Es
decir, si me consideras digno de serlo.
Para mí sería un gran honor, amigo mío.
Por si aceptas ser mi socio, ya elegí el
nombre de nuestra empresa: «McCarthy
y Biegler». Confío en poder legalizarlo
todo el lunes. En cuanto al resto, tengo
ya pensadas las condiciones. Están aquí
en mi mano. A medias en todo, en lo
bueno y en lo malo que pueda
sobrevenir. Eres tú quien debe decidir,
socio.
Le tendí la diestra y Parnell la
estrechó. Movió los labios y en sus ojos
aparecieron las lágrimas. Una gota
solitaria quedó pendiente de su nariz.
—Vamos, Maida —grité en la sala
vacía que repetía el eco—. Hemos de
celebrar el triunfo y nuestra nueva
empresa. Ahí vienen los Manion.
—Ahora tengo dos jefes que me
pueden despedir —dijo Maida
lacónicamente, reuniéndose a nosotros
—. ¿Iremos a presenciar un solo de
batería en Halloway House?
—Acertó, Maida —dije, dándole
una palmadita en el hombro—. Vaya a
telefonearles, como una buena chica que
es, para advertirles que pongan
champaña a enfriar, mucho champaña.
No me atreví a encargarlo antes.
¡Espere! Pensándolo mejor, más vale
que utilice el teléfono de Mitch.
—Comprendo —dijo Maida.
Durante la larga y agitada velada, el
teniente intentó llevarme aparte varias
veces para tratar de la cuestión de mis
honorarios. Intenté evitarlo, pero por fin
le calmé, conviniendo presentarme a la
mañana siguiente en su roulotte
estacionada en Iron l3ay. Al fin y al
cabo, el que ganó un proceso de
asesinato muy importante, el socio más
joven de la firma McCarthy y Biegler, el
candidato al Congreso, no tenía tiempo
para cuestiones materialistas…
—¿A qué hora vendrá a nuestra
roulotte? —indagó con insistencia el
teniente—. Quiero estar preparado para
recibirle.
—De diez a once, poco más o menos
—respondí tranquilamente—. No se
preocupe, iré a visitarle.
—Traiga dispuesto un pagaré —me
pidió—. Recuérdelo, estaremos
esperándole. —Frunció el entrecejo—.
Quiero olvidarlo todo.
—Ya iré —le prometí, y luego,
moviéndome bajo un impulso, me
encaminé a la cabina de teléfonos, cerré
la puerta, y marqué un número de
Thunder Bay.
El timbre sonó insistentemente.
—Mary —exclamé cuando contestó
—. Supongo que a estas horas debe
saber el resultado, pero quería
decírselo. —Hubo un largo silencio y yo
continué algo cohibido—. Sé que es
tarde, pero necesitaba hablar con usted,
eso es todo. No me atreví a llamarla
antes. —Siguió el silencio—. ¿Va todo
bien, Mary? Perdone. Quizá no debía
haber llamado.
Cuando habló, lo hizo de prisa.
—Gracias por acordarse de mí,
Paul. He estado junto al teléfono, sola, a
la luz de la luna, esperándole. Todo va
bien, pero no sería así si usted no me
hubiera llamado. Me siento demasiado
feliz y aliviada para hablar una vez que
el proceso ha concluido y he hablado
con usted.
—¿Mary? —repetí ensimismado
como en una pregunta—. ¿Mary? ¿Mary?
—Buenas noches, Paul —me dijo
ella—. Le ruego que venga a verme
pronto. Por favor…
Colgó suavemente.
Parnell me contempló escéptico,
mientras yo parecía flotar en un sueño al
volver de la cabina y reunirme con
ellos.
—Sin duda has llamado al juzgado
para inscribir nuestra empresa —dijo,
dirigiéndose a la cabina que yo había
abandonado poco antes.
—¡Más champaña! —grité,
acercándome a la barra y golpeándola
con el puño cerrado—. ¿Será posible,
será posible, será posible?
Eran casi las doce cuando Parnell y
yo llegamos al campamento de Iron Bay,
donde se hallaba estacionada la roulotte
de los Manion. Dormí profundamente a
causa del alcohol, y tanto el considerado
Parnell como yo no queríamos
presentarnos a una hora en que
pudiéramos molestar a los dos
enamorados… Un hombre alto, de
cabellos plateados, bigote caído del
mismo color y manchado de tabaco,
salió de lo que debía ser la oficina del
campamento y cruzó la pista de grava
hasta acercarse a nuestro coche,
moviendo la cabeza.
—Sólo admitimos roulottes, amigos.
No tengo habitaciones —dijo—. Lo
siento.
—Busco la roulotte del teniente
Manion —expliqué.
—Pues lo siento, amigos, pero
llegan con retraso. Se fueron anoche a
las tres de la madrugada. Parecían tener
prisa.
El silencio que siguió a estas
palabras parecía golpearme en las
sienes.
—¿Dejó algún recado? —indagué en
voz baja.
—Pues, sí, si es que se le puede
llamar recado. En el momento en que el
coche arrancaba, el teniente sacó la
cabeza por la ventanilla y me dijo que si
venía alguien a buscarle le dijera que
había tenido un impulso irre… ¡diablo!,
¡…irresistible de salir huyendo de aquí!
Dijo también que usted lo comprendería.
—¿Nada más? —pregunté en voz
baja.
—Sí, se alejaban ya cuando la mujer
me pidió que no repitiera el recado que
acabo de darles. Me parece que dijo que
era demasiado cruel. Creo que estaba
enfurecida.
—¿Nada más?
—Nada más, amigos, y espero que
lo entiendan ustedes, porque, desde
luego, yo no entiendo nada. ¡Ah, sí! El
teniente debía ser un tipo desdeñoso. Me
llamaba Buster.
—Gracias —respondí—. Creo que
he comprendido. Incluso lo de Buster.
Parnell se acercó entonces.
—Confío —dijo gravemente— en
que el caballero le pagó a usted.
El propietario se volvió y escupió
en el suelo un salivazo de jugo de
tabaco.
—George Roebuck, que soy yo,
siempre exige que le paguen por
adelantado. Verán, amigos, mi lema es:
«No te fíes nunca de un extraño y trata a
todo el mundo como extraño». Como
dijo el otro, si no confías en nadie nunca
te engañarán. Siento no poderles ayudar.
Lanzó un nuevo salivazo y se
encaminó a su roulotte.
Pensativo encendí un cigarro.
—Un filósofo pragmático —
murmuré, siguiéndole con la mirada—.
Otro representante de la numerosa casta
que algún día heredará las humeantes
cenizas de la tierra.
Parnell quedó pensativo unos
instantes.
Por fin exclamó:
—En cierto modo, ¿no lo
comprendes, chico? El teniente se
aprovechó de ti y tú te aprovechaste de
él. Tú le conseguiste la libertad y él a ti
te consiguió lo que sea. —Hizo una
pausa—. Quizás, en cierto modo, estéis
en paz. Quizá, como dice Maida, ésta es
una especie de justicia poética.
Moví la cabeza.
—Por lo menos, tengo un nuevo
socio —declaré—. Un nuevo socio y
una gran preocupación.
—¿Preocupación? —repitió Parnell.
—Preocupación, socio —afirmé—.
¿Qué le voy a decir a Maida? Señor, no
me atreveré a mirarla cara a cara.
—¡Qué vas a decirle a Maida! —
replicó McCarthy—. ¿Qué vamos a
decirle? Como nuevo socio, muchacho,
yo también comparto las
preocupaciones. Dijiste todo a medias.
Sonreí divertido.
—Sí, amigo, puedes compartir mi
gran fortuna.
McCarthy carraspeó y se agitó
inquieto.
—Bien, muchacho —dijo—,
marchémonos de una vez, porque no
vamos a pasarnos todo el día aquí. Estoy
deseando que te presentes a esas
elecciones para el Congreso y que las
pierdas, para que no pienses más en eso
y podamos dedicarnos a las leyes, que
es lo nuestro. Pero debo decirte,
muchacho, que me preocupa cómo bebes
últimamente.
—Cobra y no te fíes de nadie —
murmuré mientras ponía el coche en
marcha—. ¡Qué magnífica filosofía de la
vida! —Moví la cabeza y sonreí—. Por
lo menos tengo una «Lüger» alemana,
socio. —Luego gruñí—: Quizás el
teniente esperaba que yo jugara a la
ruleta rusa[53], aunque tengo entendido
que para eso hace falta un revólver.
Parnell me dio una amistosa
palmada en la rodilla y habló sin alzar
la voz.
—Olvida a ese materialista
propietario del campamento y su lema
campesino. Olvida también al teniente
por completo. ¿Es que no te das cuenta
de que de todos modos va a la prisión?
A la prisión que es él mismo… Nunca
más volverás a saber de él; por tanto,
aléjale de tu mente. Sabía que algo por
el estilo iba a ocurrir, y tú lo hubieras
sabido también si te hubieses
preocupado en pensarlo… Pero no
hablemos más de eso. Pensaremos en el
futuro, muchacho. Los dos juntos,
ganando algún dinero de vez en cuando y
divirtiéndonos con nuestra profesión.
Asentí y pisé el acelerador.
Parnell bajó el cristal de su
ventanilla y se volvió hacia mí.
—¿Y si nos encamináramos a lo
largo del lago hasta una ciudad llamada
Thunder Bay? Es un magnífico día de
otoño. Comeremos en un hotel que yo
conozco, junto al lago.
Durante un buen rato viajamos en
silencio. Observé que Parnell miraba
con el rabillo del ojo. Por fin carraspeó.
—Bueno, Parnell, dilo de una vez —
le animé.
—Pues, muchacho, nos está
esperando. Verás, es que hemos estado
en contacto.
—¿Quién nos espera? —pregunté,
aunque sabía a quién se refería, y por
tanto, me sentía súbitamente muy
contento.
—Pues nuestra Mary, naturalmente
—dijo en voz baja—. Pensaba
reservarlo como la última sorpresa,
pero creo que has tenido demasiadas
sorpresas en un solo día. Esa
encantadora criatura nos invitó a comer
cuando ayer noche le telefoneé para
informarla del resultado del proceso tal
como le prometí. Maida nos espera allí.
—El viejo sonrió—. Pensé que quizá ya
te lo había dicho. Estoy perdiendo la
memoria.
—No, señor McCarthy, no me lo
dijo usted —agregué, pisando con fuerza
el acelerador.
Conforme el baqueteado coche
avanzaba, me sentía libre como un
pájaro. Me invadió una extraña
sensación de alivio y de abandono,
como si esperase algo. Continuamos
nuestro camino, dejamos atrás las
últimas casas de la ciudad y por fin
ascendimos una colina de granito. En la
cumbre parecíamos estar suspendidos en
el aire. Allá, lejos, se hallaba la enorme
extensión del gran lago: bello, limpio,
resplandeciente, frío e inmóvil, cruzado
por las gaviotas. Siempre en el mismo
lugar en espera de lo agradable y lo
desagradable para los canallas y para
los buenos, para lo justo y lo injusto.
—Amén —murmuró Parnell,
extendiendo sus gruesas manos y
moviendo la cabeza—. A veces,
muchacho, cuando me encuentro algo
así, no deseo más que tenderme y soñar.
¿Puedes comprender que un estúpido
viejo artrítico piense estas cosas, y lo
que es peor, las diga en voz alta?
«El espíritu vagabundo», reflexioné,
y luego dije en voz alta mientras pisaba
el acelerador:
—Sí, Parnell.
Conforme descendíamos por la
empinada colina recordé las inspiradas
palabras de William Blake, tan
profundas y tan llenas de sabiduría
sajona:
El alma pura ascenderá
desdeñando los entretenimientos vanos,
para abrir un sendero hacia el paraíso,
dejando una huella de luz para que los
hombres la admiren.
ROBERT TRAVER. El novelista
estadounidense Robert Traver —
seudónimo compuesto con el apellido
materno, pues su verdadero nombre es
John Donaldson Voelker—, nació el 29
de junio de 1903, en Ishpeming,
Michigan, siendo sus padres George
Oliver y Annie Isabelle Traver. Cursó la
primera enseñanza en su pueblo natal, y,
después, de 1922 a 1924, los estudios
secundarios en Northern Michigan
College, hasta pasar a seguir la carrera
de Filosofía y Letras en la Universidad
de Michigan en Lansing, donde obtuvo
el título de doctor en 1928.
Inmediatamente, y previos los estudios
correspondientes, se doctoraba en
Derecho en la misma Universidad. Es el
día 2 de agosto de 1930 que contrajo
matrimonio con Grace Taylor, de la que
tuvo tres hijas: Elizabeth, Julie Anne y
Grace, casadas con Víctor N. Tsaloff, H.
Jordán Overtaf y James Nugent,
respectivamente. Entregado de lleno al
ejercicio de la abogacía, logró
destacarse por la mayoría de sus
intervenciones en el foro. Su prestigio
como jurista adquirió aún mayor firmeza
al ascender a fiscal, en cuyas funciones
actuó de 1935 a 1950. Luego, volvió a
su despacho de simple abogado. Pero,
en 1957 es designado para ocupar un
puesto en el Tribunal Supremo del
Estado de Michigan, que desempeña
hasta 1960, año en el que,
definitivamente, se retira de todo cargo
oficial y abandona el ejercicio de la
abogacía. Ya en el transcurso de esta
parte de su vida, absorbida primero por
los estudios y después por las funciones
públicas de jurista, había dedicado
muchas horas a su vocación de escritor,
habiendo publicado, además de algunos
libros, numerosos escritos en diarios y
revistas. Apartado de sus sucesivas
ocupaciones profesionales como hombre
de leyes, se dedicó con mayor
intensidad que antes a la producción
literaria, dando a la luz pública otros
muchos nuevos artículos periodísticos,
narraciones cortas y más libros, entre
éstos algunas novelas que son las que le
han hecho famoso en mayor proporción.
De entre ellas, cabe destacar Anatomy
of a Murder (Anatomía de un
asesinato), que, publicada en 1958,
obtuvo un resonante éxito, ratificando
plenamente el excepcional ingenio y la
maestría de escritor de Robert Traver,
sobre todo en el género novelístico.
Asimismo, debemos señalar entre sus
notables obras literarias Troubleshooter
(1943), Danny and The Boys (1951),
Small Town D. A. (1954), Trout
Madness (1960), Hornstein’s Boy
(1962), Anatomy of a Fisherman
(1964), y Laughing Whitefish (1965).
Análoga celebridad han proporcionado
a nuestro autor sus crónicas semanales
en las revistas Detroit News y Home.
Notas
[1]Batalla librada por las tropas del
general Washington contra los ingleses
durante la guerra de independencia
americana. <<
[2] Nombre de la esposa del cuarto
presidente de los Estados Unidos, James
Madison, que inició el tratamiento de
«Primera Dama de la Nación». <<
[3] Sigla de «Women’s Army Corps»,
Cuerpo Femenino del Ejército. (Nota
del traductor.) <<
[4]«Águilas desplegadas», calificativo
que se da en América a los
supernacionalistas americanos, de
sentimiento agresivo y dominador en
política, muy frecuente en el Centro
Oeste, donde se sitúa la acción de la
novela. (Nota del traductor.) <<
[5]Mickey Spillane, autor de una serie
de novelas policíacas muy popular, en
las cuales se relatan siempre
espeluznantes aventuras, llenas de
sangre, de truculencia, de brutalidad y
de amor. (Nota del traductor.) <<
[6]Recuérdese que en Estados Unidos el
cargo de sheriff, jefe de orden público
en un condado o comarca, es electivo,
así como otros cargos públicos. (Nota
del traductor.) <<
[7]Carta de derechos concedida por el
rey Juan Sin Tierra en la Edad Media,
que constituye la base de la legislación
británica. En los países de legislación
anglosajona, como Estados Unidos,
Canadá o Australia, se da este nombre a
toda constitución de derechos cívicos.
(Nota del traductor.) <<
[8]Juego mecánico que consiste en hacer
pasar una bola, que se mueve por una
palanca, a través de varios obstáculos.
(Nota del traductor.) <<
[9] Mathew Brady fue el primer gran
fotógrafo de Estados Unidos. Fue uno de
los primeros reporteros gráficos de la
historia y siguió a las tropas del Norte
durante la Guerra de Secesión,
sustituyendo con la cámara a los
dibujantes que entonces, e incluso
mucho después, enviaban apuntes a los
periódicos. En el Museo de Arte
Moderno de Nueva York pueden
encontrarse sus viejas fotografías, que
sirven para reconstruir toda una época.
(Nota del traductor.) <<
[10]Peces de río de Estados Unidos.
(Nota del traductor.) <<
[11] El 11 de noviembre de 1918
concluyó la Guerra Europea. En aquella
ocasión las campanas de todos los
pueblos de países vencedores
repiquetearon durante horas y más horas.
(Nota del traductor.) <<
[12]Rip Van Winkle es un personaje del
folklore infantil americano que durmió
cien años y al despertarse halló todo el
paisaje cambiado por la continua y tenaz
iniciativa de sus compatriotas. (Nota del
traductor.) <<
[13]Posada de Thunder Bay. (Nota del
traductor.) <<
[14] Grados Fahrenheit. <<
[15] Salón de cocktails. <<
[16] Famoso pistolero de Alaska que
constituye uno de los personajes del
folklore popular americano. (Nota del
traductor.)<<
[17]Se ha traducido alguacil para mejor
comprensión del lector. Deputy sheriff,
o sheriff delegado, es el cargo en la
versión original. Significa un ayudante
con atribuciones de los antiguos
alguaciles. (Nota del traductor.) <<
[18]No olvide el lector, para la buena
comprensión del libro, que en Estados
Unidos cada uno de estos Estados tiene
legislación y constitución propias. Sobre
ellas está, en última instancia, la
Constitución Federal de toda la Nación.
(Nota del traductor.) <<
[19] Parodia de una frase del novelista
inglés Rudyard Kipling, que dice:
«Oriente es Oriente y Occidente es
Occidente y nunca se entenderán.» (Nota
del traductor.) <<
[20]Sauna, baño finlandés de vapor.
(Nota del traductor.) <<
[21]
Romeo y Julieta, acto II, escena II.
(Nota del traductor.) <<
[22] «Un trago» Madigan. (Nota del
traductor.) <<
[23] «Humoso» Madigan. (Nota del
traductor.) <<
[24]En Estados Unidos y en otros países
que cuentan con jurados, éstos tienen una
habitación donde se reúnen para
deliberar. (Nota del traductor.) <<
[25]Una de las más importantes batallas
de la guerra de independencia americana
y uno de los primeros triunfos del
general Washington al frente de las
tropas rebeldes, a las que allí convirtió
en ejército, cuando antes eran sólo
grupos de voluntarios. (Nota del
traductor.) <<
[26]Entidad americana, fundada en 1829
por James Smithson, para extender la
cultura entre los hombres. Contiene un
museo, un parque zoológico y un
observatorio astronómico, además de
publicar boletines y memorias
científicas. (Nota del traductor.) <<
[27]La rendición del general inglés lord
Cornwallis, durante la guerra de
independencia americana, decidió la
campaña en favor de las tropas de
Washington. (Nota del traductor.) <<
[28]«Madame Machree» es un personaje
popular irlandés, protagonista de la
balada del mismo nombre. (Nota del
traductor.) <<
[29]En el Estado de Connecticut existen
distintos teatros selectos establecidos en
graneros, en los cuales actores de la
vieja escuela interpretan repertorios
clásicos. En toda América tienen fama
los graneros de Connecticut, así como
las escuelas de arte dramático que allí
existen. (Nota del traductor.) <<
[30] En las escuelas extranjeras,
especialmente las inglesas y americanas,
se establecen clases de debates, donde
los alumnos deben discutir temas de
interés actual, filosóficos o políticos. Se
designan dos equipos, a cada uno de los
cuales les toca defender o atacar el
tema. En muchas escuelas se considera
interesante que todos los alumnos
aprendan a atacar o defender un
argumento como forma de gimnasia
intelectual. (Nota del traductor.) <<
[31]Alusión a la publicación americana
«True Love Stories» (Auténticos relatos
de amor). (Nota del traductor.) <<
[32] Según la legislación anglosajona,
imperante también en los Estados
Unidos, se supone que nadie es culpable
antes de demostrarse. Por tanto, la
inocencia se presupone. Asimismo, si el
jurado encuentra una duda razonable en
las pruebas contra el acusado, tiene la
obligación de declararle inocente. (Nota
del traductor.) <<
[33]Aunque en España esta palabra haya
pasado de moda, se sigue empleando en
los Estados Unidos para designar a un
hombre excesivamente pagado de su
aspecto exterior y a lo que se considera
óptimo. Por esta causa, pese a su sonido
arcaico en nuestro idioma, hemos
conservado este barbarismo. (Nota del
traductor.) <<
[34] Cargo público de la legislación
anglosajona que tiene a su cuidado la
investigación previa de las muertes
violentas o por accidente ocurridas en
su jurisdicción y que debe decir si son
intencionales para que se proceda a
incoar la causa. (Nota del traductor.) <<
[35]Pompey’s Head es un cabo de mar
de Virginia. «Wiew from Pompey’s
Head» es una popular novela americana
(Vista desde Pompey’s Head), que
recientemente se ha llevado a la
pantalla. (Nota del traductor.) <<
[36] Conservamos la palabra inglesa
«check up», que significa
reconocimiento general, por emplearla
así los médicos. Se trata de un examen
médico completísimo que suelen
realizar a las personas muy ajetreadas o
a aquellas expuestas a una vida muy
intensa. Por ejemplo, los pilotos
aviadores que vuelan a diario en líneas
de responsabilidad. (Nota del traductor.)
<<
[37] Apellido irlandés. Entre los
irlandeses cuenta mucho la cuestión de
nacionalidad y casi siempre forman
clubs o equipos entre irlandeses. Sus
fiestas nacionales, como el día de San
Patricio o el de la rebelión de Pascua,
constituyen un exponente de esta
particularidad. <<
[38] Apellido irlandés. (Nota del
traductor.) <<
[39] Hibernia es el nombre antiguo de
Irlanda. (Nota del traductor.) <<
[40]Sobrenombre de las tropas inglesas,
a causa del color de su antiguo uniforme.
(Nota del traductor.) <<
[41] Apellido irlandés. (Nota del
traductor.) <<
[42]Paul Revere, personaje popular de la
historia de Estados Unidos, quien poco
antes de la batalla de Bunker Hill
galopó durante toda una noche a través
de un extenso territorio para avisar a los
hombres que formaban parte de la
milicia y convocarles para el día
siguiente, cuando se enfrentaron con los
ingleses, a los que derrotaron. (Nota del
traductor.) <<
[43]Nombre que se da al whisky con
agua. (Nota del traductor.) <<
[44]Una fórmula corriente entre los niños
ingleses y americanos, principalmente
entre estos últimos, para prestar
juramento entre amigos es la de decir:
«Lo juro, cruzándome el corazón.» Al
mismo tiempo, con el dedo índice,
después de haber alzado la mano
derecha, trazan una cruz sobre el
corazón. (Nota del traductor.) <<
[45] Diminutivo de Julián. (Nota del
traductor.) <<
[46]Cielo guerrero de los antiguos
germanos. (Nota del traductor.) <<
[47]El capitán Queeg, personaje central
de la novela El motín del Caine, vertida
también al cine y al teatro, tiene un
principio de locura que se muestra por
su constante manía de juguetear, cuanto
más nervioso está, con unas bolitas
metálicas. (Nota del traductor.) <<
[48]A pesar de que la onza es medida de
peso, se emplea también para el líquido.
Equivale a la doceava parte de una
libra. (Nota del traductor.) <<
[49] Billy el Niño, apodo de William
Rooney, forajido americano al que
llamaban así porque alcanzó la cumbre
de su carrera a los veintiún años.
Asesino a sueldo, tomó parte en una
guerra de ganaderos en el condado de
Lincoln, Nuevo Méjico, donde mató a
tantas personas como años tenía.
Proscrito, huyó a Méjico, y poco
después regresó, siendo muerto por un
sheriff llamado Pat Garret. (Nota del
traductor.) <<
[50] Punch, versión inglesa de
Polichinela, de cuya palabra es
corrupción. Apareció en la Gran
Bretaña como marioneta hacia 1700,
formando parte de un espectáculo
popular titulado «Punch and Judy». A
causa de su popularidad, se bautizó así
el conocido semanario humorístico
inglés. La palabra italiana es Pulcinella,
que tiene origen, según se cree, en un
bufón napolitano llamado Puccio
d’Aniello. En la farsa italiana,
Polichinela habla siempre una jerga
napolitana. (Nota del traductor.) <<
[51]Se llama ley común (common law) a
la legislación anglosajona que no está
basada en el derecho romano, sino en
las leyes, costumbres y decretos
recopilados desde la Carta Magna hasta
nuestros días. (Nota del traductor.) <<
[52] Se llama sparrings, en la jerga
pugilística, a los boxeadores de segunda
serie o retirados que realizan combates
con los astros de este deporte para
entrenarles. (Nota del traductor.) <<
[53]Se llama así, en Estados Unidos, un
juego peligroso y suicida que consiste
en dejar una sola bala en el revólver,
girar el tambor varias veces y luego
aplicárselo a la sien, oprimiendo el
gatillo. Así se comprueba la suerte de
cada uno. Se supone que el peso de la
única bala limita mucho las
posibilidades de que ésta se dispare.
(Nota del traductor.) <<

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