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Capítulo veinticinco
CUANDO, concluido el descanso del
día, Max Battisfore vino a decirme que era hora de volver, se quedó en la sala de conferencias hasta que el teniente y Laura salieron. Habló con rapidez. —Mire, Paul —murmuró—, están preparando algo, no sé qué es, pero Sulo me ha dicho que nuestro amigo Dancer ha estado interrogando a los presos desde ayer. Les ve a solas en la oficina de Mitch, de uno en uno. Creo que más vale que usted lo sepa. —Gracias, Max. ¿Sabe de qué se trata? —No, exactamente, pero imagino que se relaciona con este caso. De ese hombrecillo se puede esperar cualquier cosa. Y tenga la seguridad de que será grave. Debo irme. —Gracias por el informe, Max. Estaré preparado. Cerré los ojos y suspiré al tiempo que tomaba mi cartera y me dirigía hacia la puerta. ¿Qué estaría preparando Dancer? —Atención, atención, atención — gritó Max, y el público, acostumbrado ya a la ceremonia de la maza, se puso en pie obediente y guardó silencio para luego sentarse. El juez se volvió hacia la mesa del fiscal. —¿Algún testigo? —indagó. —Sí, señoría —dijo Dancer, poniéndose en pie—. El pueblo cita al doctor W. Harcourt Gregory. El psiquiatra del ministerio fiscal levantó su enorme estatura y se encaminó al estrado, donde Clovis Pidgeon le tomó juramento. Se sentó frente a la silenciosa y expectante sala. Resultaba un espectáculo curioso. Claude Dancer se acercó al testigo, sonriendo, como si dijera: «Aquí tenemos, señoras y caballeros, un psiquiatra que por lo menos tiene aspecto de psiquiatra». —¿Su nombre? —W. Harcourt Gregory —respondió el testigo con voz precisa y en tono alto, acariciándose las puntas del bigote. —¿Profesión? —Doctor en Medicina. —¿Está especializado en algún campo de la Medicina? —Sí. —¿En cuál de ellos? —Psiquiatría. —¿Desde cuándo? —Desde hace veinticinco años. —¿Querría usted exponernos, doctor, su preparación profesional y su experiencia? El doctor Gregory, lo mismo que el doctor Smith, volvió al colegio, a la Facultad de Medicina, a varios cursos especiales (entre los cuales había un par de ellos muy espectaculares en París y en Viena), y después, evidentemente a toda prisa, a los puestos remunerados en varias instituciones mentales del Estado. —¿Cuál es su posición actual, doctor? —Superintendente médico en el Hospital de Pentland del Estado, en el Bajo Michigan. —¿Qué clase de pacientes tienen allí? —A aquéllos a los que se considera perturbados o débiles mentales. —¿Pertenece usted a algún grupo psiquiátrico nacional? El testigo se aclaró la garganta. —Soy diplomado de la Agrupación Americana de Psiquiatría y Neurología —replicó con la sencillez del orgullo. Claude Dancer alzó un papel que se parecía mucho a nuestra hipotética pregunta y comenzó a leerlo. Conforme leía, mis suposiciones se reafirmaron; el astuto hombrecillo lanzaba nuestra hipotética pregunta a su psiquiatra, palabra por palabra. —Bien, doctor, aceptando como ciertos todos los datos que aquí se reseñan, ¿puede usted formarse una opinión, apoyándose en bases científicas, acerca de si el hombre hipotético se hallaba bajo los efectos de una alteración emocional por la que pudiera considerársele temporalmente loco? —Sí. —¿Y cuál es su opinión? —Que la información acerca del teniente hipotético, por los datos que aquí se suministran, no es suficiente para diagnosticar locura. —¿Ha formado usted opinión, basada en conocimientos científicos, acerca de si el teniente hipotético, por los datos que constan en la pregunta hipotética, padecía reacción disociativa? —Sí. —¿Cuál es su opinión? —No creo que sufriera reacción disociativa —declaró, intentado calmosamente derribar el principal baluarte de nuestra defensa acerca del impulso irresistible. —¿Qué razones formula usted para expresar tal opinión? —La reacción disociativa es un tipo muy peligroso de psiconeurosis. La psiconeurosis no es un mal pasajero. Tengo la seguridad de que el teniente hipotético hubiera mostrado por lo menos una vez, y seguramente varias, algún síntoma de naturaleza disociativa durante su permanencia en campaña. Ninguno se ha registrado. Bajo las hábiles y oportunas preguntas de Dancer, el testigo siguió intentando derribar la base de nuestra defensa. Si el hipotético teniente era capaz de distinguir el bien y el mal; si podía comprender y medir el alcance y las consecuencias de lo que estaba haciendo; si estaba en posesión de sus facultades… Dirigí una mirada a nuestro joven psiquiatra, que estaba abatido. Claude Dancer continuó: —Bien, doctor, si se suprimiera de la pregunta hipotética el hecho de que el teniente hipotético había perdido la memoria y resultara que recordaba muy bien lo sucedido, ¿le haría eso variar de opinión? —No, señor, más bien la confirmaría. —Si además de los datos que se incluyen en la pregunta hipotética, se añadiera que el teniente hipotético volvió a su casa y, tal como se indica en la pregunta, le dijo a su mujer que había matado al dueño del bar, luego se trasladó a la residencia del vigilante, le dijo que había matado a un hombre y que por lo tanto se entregaba, y que horas más tarde este mismo teniente refirió a un sargento detective de la policía del Estado detalles de una supuesta agresión a su esposa que antes le fueron relatados a él por ésta, reconociendo que meditó lo sucedido desde todos sus aspectos y procurando asegurarse de que su esposa le decía la verdad, tras lo cual decidió que quien tal cosa hizo no merecía vivir; que después explicó cómo se había trasladado al bar, dando muerte a tiros al propietario para regresar a su casa y entregarse al vigilante, que vivía sólo a treinta pies de su roulotte. Suponiendo todos estos datos adicionales, ¿variaría su opinión? —No. Tan sólo confirmaría mi punto de vista de que no estaba legalmente loco. Claude Dancer me miró, al tiempo que se inclinaba. —La defensa —dijo. Dirigí una mirada al joven doctor Smith, quien seguía sentado con la cabeza abatida y una mano sobre los ojos. Sus mayores temores se habían confirmado. Me puse en pie y avancé lentamente, decidido a destruir a aquel hombre si me era posible. Y aunque nunca me había hecho muchas ilusiones acerca de lo contrario, entonces me dije con angustia que los procesos no eran más que una reyerta primitiva; a pesar del «señoría» y de las «venias», de las cortesías y de las leyes, un juicio no era más que una batalla salvaje y primitiva por la supervivencia. —Doctor —comencé suavemente—, ¿así que es usted diplomado de la Agrupación Americana de Psiquiatría y Neurología? —En efecto —dijo con orgullo, acariciando delicadamente su poblado bigote. —Puesto que su colega el doctor Smith pertenece al mismo equipo, es de suponer que también es diplomado — dije. —Supongo. En voz más baja e inclinándome hacia él, agregué: —Quizá, doctor, en su club existe una clase más humilde de diplomados. —¡Protesto, protesto! —Se acepta la protesta —dijo el juez. —¿Desde cuándo figura usted entre el personal de distintas instituciones públicas, doctor? El médico dudó un instante. —Veintiún años —respondió. —¿En la actualidad dirige usted una clínica mental? —Exacto. —En ese caso, doctor —insistí—, durante gran parte de su carrera, puesto que trabaja en instituciones públicas, ha tratado usted principalmente con pacientes que otros médicos ya habían estudiado y cuyos casos estaban decididos, ¿no es así? (Debía, de serme posible, intentar arrebatarle parte de la ventaja en años y experiencia que tenía sobre mi joven psiquiatra). —Pues sí —reconoció, ya que no le quedaba otro remedio. —Y la mayor parte de su trabajo y práctica profesional se ha desarrollado en determinar cuándo y en qué momento sus pacientes han recobrado la lucidez, si es que la recobran, más que en determinar si estaban perturbados, clase de locura que sufrían y causas de su perturbación, ¿no es así? —Sí, señor, además de intentar curarles. —¿No es cierto que todas las instituciones mentales públicas con las que usted ha estado relacionado, incluyendo a la que ahora pertenece, tenían y tienen largas listas de enfermos mentales que esperan su admisión? Había tocado una de sus cuerdas favoritas. —Es cierto, señor —dijo, asintiendo con la cabeza en un énfasis lánguido—. La falta de espacio para acomodar a nuestros pacientes y el terrible hacinamiento que de ello se deriva es una vergüenza para nuestro Estado y para toda la nación. El testigo se dejaba llevar muy bien. —Una de las consecuencias de esta falta de espacio —continué— debe ser que tan sólo aquellos que muestran síntomas claros y avanzados de demencia, los más difíciles para la sociedad, los que no deben continuar en libertad, son los que más fácilmente ingresan en su manicomio, ¿no es así? Seguía sin ver cuál era mi objetivo. —Muy cierto —afirmó—. Nosotros sólo podemos hacernos cargo de los casos más avanzados. —Por tanto, doctor, los médicos que trabajan en dichas instituciones públicas, raramente, si es que lo consiguen alguna vez, estudiarán u observarán tipos más sutiles y subjetivos de enfermos mentales, ¿no es así? Vio por dónde soplaba el viento, pero ya no podía replegarse. —Bien —dijo, frunciendo el ceño —. Supongo que así es. —No puede suponerlo, doctor, ¿es o no es así? —Pues bien, sí. —Tampoco ingresarían allí los enfermos atacados de reacción disociativa, ¿verdad? Resignado, agregó: —No. Raramente estos enfermos ingresan en una institución para enfermos mentales. Había llegado el momento de entrar en detalles. —Bien, doctor. ¿Cuándo vio por vez primera al auténtico teniente Manion? —La mañana del jueves de esta semana. Hice una pausa para reflexionar. —Veamos, entonces son dos días y medio en esta sala, ¿no es cierto? Pacientemente respondió: —Sí. —¿Le vio alguna vez fuera de la sala durante este tiempo? —No. —Entonces, doctor, puedo suponer que usted no le sometió a ningún examen. —Creo que resulta evidente que no lo hice. —Tampoco le sometió a ninguno de los tests que han mencionado aquí el señor Dancer o su colega. —No. —¿Estaba usted presente cuando el fiscal ayudante interrogó al doctor Smith esta mañana? —Sí. De nuevo se acarició el bigote, que parecía tener en mucha estima. —¿Oyó cómo el fiscal ayudante indagaba con bastante insistencia el motivo por el cual no se había sometido al teniente —hice una pausa para consultar mis notas— a un test Wescheler-Bellevue, un Szondi, un Bender-Bestalt, un examen psicodiagnostical Roschach, un test temático de percepción, varios tests de personalidad… —hice una pausa mientras simulaba recuperar el aliento— y posiblemente uno o más tests que con las prisas se me pueden haber escapado? Ofendido contestó: —Naturalmente que lo oí. Estaba sentado en aquella silla. —Sí, claro está, ahora recuerdo que usted estaba allí. ¿He acertado al suponer que fue usted, doctor, quien enseñó al señor Dancer la impresionante jerga que empleó? Ofendido se echó hacia atrás mientras decía: —¿Jerga? —Perdóneme, doctor; quiero decir terminología psiquiátrica. Ofendido al ver mi error en lo que a él le parecía tan claro, agregó: —Pues sí, sí, desde luego. Yo se lo dije. Claude Dancer se había dado cuenta de dónde soplaba el viento, y se fue acercando a mí conforme yo presionaba al testigo. —Entonces, también estoy en lo cierto al suponer que de haber tenido ocasión de examinar al acusado habría hecho todo lo que su colega dejó de hacer. Enfático, agregó: —Desde luego lo hubiera hecho. A mi juicio estaba bien clara su necesidad. —Comprendo —continué, remachando—. Por tanto su mayor desacuerdo acerca de las conclusiones del doctor Smith está en que previamente no le sometió a los tests necesarios, ¿no es así? La protesta que esperaba llegó entonces. —No, no, señoría. Este testigo no ha expuesto un solo desacuerdo. La pregunta supone algo que no se ha demostrado. El testigo… —No se admite la protesta… — advirtió el juez con presteza—. Continúen. —Sí… —dijo el médico, humedeciéndose los labios. —Por tanto podemos decir que su crítica a las conclusiones del doctor Smith se basa principalmente en los medios que empleó —insistí, presionándole más. —Exacto —dijo el testigo, dirigiendo una grave mirada al doctor Smith y retorciéndose el bigote con los dedos. Hice una pausa para que esta cuestión se grabara en las mentes de los asistentes al juicio. Me di cuenta de que el mundo del psicoanálisis estaba dividido por tantas escuelas enemigas, teorías, métodos, escisiones y grupos como los artistas de la Orilla Izquierda del Sena. Pero no tenía noticia de ninguna escuela que prefiriera no tener teorías a tener las de un grupo adversario, y seguí apretándole. —Doctor —dije—, ¿pretende usted que el jurado crea que el no haber sometido al acusado a ningún test, prueba o examen es mejor que el sistema que empleara el doctor Smith? El interrogatorio había tomado un giro muy poco favorable al testigo y éste se irguió en la silla. —No he dicho tal cosa —replicó seriamente. —Sé que no lo ha dicho, doctor, pero se desprendía de sus declaraciones y por esta causa se lo pregunto. ¿Es preferible no emplear test alguno? ¿Fue mejor examinarle o no examinarle? Se iba encendiendo una luz. —¿Qué quiere decir? —indagó el testigo, inquieto. —Esto es lo que quiero decir, doctor —expliqué—. ¿Pretende decirnos que el sistema Gregory, de reciente creación, consistente en suprimir tests y observaciones o exámenes personales, es mejor que las pruebas presentadas por el doctor Smith o incluso que los tests enumerados tan prolijamente por el señor Dancer? El testigo comprendió entonces toda la importancia de la pregunta. Se agitó, mientras miraba a Claude Dancer. —Yo no diría eso —frunció el entrecejo—. ¿Es que pretende burlarse de mi profesión? Me acerqué más al médico y pude comprobar que sobre la barbilla brillaban varias gotas de sudor. —¿Burlarme, doctor? ¿Burlarme de su profesión? —Había llegado el momento de lanzar el ataque—. Mire, doctor, le he hecho una pregunta y quiero una respuesta clara. ¿Es preferible no establecer tests, ni examinar al paciente, a que se hagan tests y se examine al supuesto enfermo? ¿Es esto lo que pretende hacer creer al jurado? —Protesto… —No se admite la protesta. El testigo se hallaba en la trampa. —No —replicó, y se hubiera dicho que incluso el bigote le disminuía; se limpió el sudor que le cubría la barbilla y se secó la mano con el pañuelo. —¿Quiere aclarar su respuesta? —Hubiera sido mejor observar personalmente al paciente y someterle a tests. —¿De modo que como diplomado de la Agrupación Americana de Psiquiatría y Neurología, ya no afirma ni desea que quede establecido que sería una ventaja no haberle examinado? —Ya he contestado a esto. —¿Le importaría contestar de nuevo? Bruscamente dijo: —La respuesta era y sigue siendo que no. —¿Por tanto era y sigue siendo una desventaja no haberle examinado personalmente? Hubo una larga pausa. —Sí —dijo al fin, casi silbando la palabra; advertí que los jurados se miraban entre sí. —¿Solicitó usted o solicitó alguien que le permitieran examinar al teniente Manion? —No se cursó ninguna petición. Alcé la voz. —¿Y sin embargo se atreve usted a venir aquí para expresar una opinión profesional contraria a la de un distinguido colega que había examinado al acusado? —Protesto. —Se admite la protesta. Mi siguiente pregunta, como la que acababa de hacer, era retórica y dirigida más al jurado que al testigo. —¿Quizá, doctor —dije—, se atreverá a darnos una opinión acerca del estado mental del muerto? —¡Protesto! Es inadmisible. —Se admite la protesta. Hice una pausa, advirtiendo una sonrisa en el semblante de varios jurados. —Bien, doctor, olvidemos ahora las preguntas hipotéticas y a los tenientes hipotéticos, y tratemos del inculpado — dije señalándole— que se sienta allí, bajo una acusación de asesinato en primer grado. ¿Está de acuerdo con su colega, también diplomado, el doctor Smith, en que ese hombre está actualmente cuerdo? —Desde luego, hasta un niño lo comprendería. —Gracias, doctor. Ahora le pregunto si ha formado opinión acerca de si el auténtico teniente padecía alteración mental el día de autos. Le ruego que olvide al teniente hipotético. —Protesto. Eso no sería correcto — opuso Dancer. —Le he preguntado a su psiquiatra, señor fiscal ayudante, si ha formado una opinión —advertí. El testigo guardaba silencio, con el semblante contraído. —¿Ha formado usted opinión o no? —indagó el juez en un tono de impaciencia desacostumbrado en él—. Conteste sí o no. El testigo se acarició el bigote y pareció hundirse aún más en la silla. —He formado una opinión —dijo al fin. —Bien —animé—. ¿Quiere exponerla? —Un momento —interrumpió el juez, volviéndose hacia el testigo—. Deseo que comprenda bien, doctor, lo que está a punto de hacer. Si ha formado una opinión, le permitiré que la diga. Pero no acepto conjeturas. Y debe usted estar dispuesto a respaldar convenientemente su opinión. Deseo que comprenda bien la situación antes de que hable. ¿Aún afirma estar preparado para exponer una opinión? El doctor no tenía entonces retirada posible. —Estoy dispuesto —dijo, irguiéndose en la silla y secándose el sudor de la frente. —¿Cuál es su opinión? —indagué. El aturdido médico se aferró a los brazos del sillón de los testigos y se lanzó a fondo. —Mi opinión es que el auténtico teniente Manion no estaba loco el día de autos —respondió. —¿Y en qué base científica funda esa opinión, doctor? —indagué suavemente. —Por lo que he podido ver aquí. —¿Quiere decir que se atreve a aventurar una opinión acerca del estado mental de este hombre en el día de autos, sin siquiera haberle examinado personalmente ni haberle sometido a tets, ni conocer su historia? La respuesta era inevitable. —Sí, señor. Hice una pausa durante un minuto. —Doctor —dije lentamente—: ¿es éste el sistema más comúnmente aceptado por los diplomados de la Agrupación Americana de Psiquiatría y Neurología? —Protesto —exclamó Dancer—. El letrado hizo una pregunta y ya ha obtenido una respuesta, aunque ahora no le guste. —Le demostraré lo que me parece esa respuesta, señor fiscal ayudante. —No se acepta la protesta —dijo el juez secamente—. Responda el testigo. El médico pareció hundirse en la silla, mientras se aferraba con los dedos a la madera de los brazos. —No, no es costumbre entre los psiquiatras, ni tampoco un sistema aceptado, hacer el diagnóstico sin conocer la historia del enfermo y sin examinarle personalmente —dijo, acariciándose la húmeda barbilla. Permanecí contemplándole en silencio. —No hay más preguntas —agregué —. El ministerio fiscal. —No hay preguntas —dijo Dancer. —El siguiente testigo —indicó el juez. Capítulo veintiséis
CLAUDE Dancer se puso en pie con
aire de invencible aplomo y se aclaró la garganta. —Con la venia —dijo—, el ministerio fiscal desea que se incluya el nombre de Duane Miller entre los testigos. Su identidad y su declaración acaban de sernos comunicadas. Así lo expongo respetuosamente. El juez, sorprendido, miró por encima de las gafas. —¿Alguna objeción, señor Biegler? «Así ésta —me dije mientras me ponía en pie—, ésa es la sorpresa que nos estaban preparando. ¿Duane Miller? ¿Quién podía ser Duane Miller? ¿Qué podía rebatirnos? ¿Qué se ocultaba tras esta última jugada?». —¿Señor Biegler? —insistió el juez. —La defensa desearía saber quién es el nuevo testigo. Sabía que no iba a serme posible oponerme a que citaran un nuevo testigo cuya identidad acababa de conocer el pueblo; sin embargo, no podía consentirlo sin procurarme alguna pista. El juez contempló a Claude Dancer. —Se llama Duane Miller — respondió el fiscal ayudante pronunciándolo con irritante claridad—. En la actualidad es recluso de la cárcel del condado: Prisión de condado de Iron Cliffs, Iron Bay, Michigan. —Gracias, Dancer —respondí bruscamente—. He oído hablar de ese sitio. —¿Qué decide, señor Biegler? — insistió el juez. —¿Con qué objeto se cita a este testigo? —indagué para ganar tiempo en busca de inspiración. Claude Dancer sonrió amablemente y dirigió una mirada de inteligencia al jurado. —Eso, señor Biegler, lo dirá el testigo. ¿No sería una pena que estropeáramos esta pequeña sorpresa? Renuevo mi petición. —Acepto la decisión del señor juez —dije, no atreviéndome a aquellas alturas a exponerme a una protesta que me negarían. —Se autoriza la petición —dijo el juez secamente, contemplando el reloj —. Escribiente, sírvase incluir el nombre de Duane Miller en el proceso como testigo. Adelante, señor Dancer. El tiempo vuela. —El pueblo cita a declarar a Duane Miller —anunció Claude Dancer, tomando unos papeles y acercándose hacia el estrado de los testigos. Se abrió la puerta contigua al jurado y un hombre astroso y de mejillas hundidas entró en la sala, custodiado por un alguacil. El testigo sorpresa permaneció un instante parpadeando inquieto mientras la nuez le subía y bajaba. Nunca le había visto anteriormente. El alguacil señaló el estrado de los testigos. —Arriba, Duke —ordenó, con lo cual Duane Miller ocupó su puesto, prestó juramento y se sentó mientras la nuez seguía moviéndose como si fuera un juguete eléctrico. —¿Su nombre? —indagó Dancer antes de que el testigo hubiera calentado el asiento. —Duane Miller, señor. Pero suelen llamarme Duke. —¿Dónde reside usted ahora? — indagó el fiscal ayudante. El testigo indicó la cárcel con un ademán. —Al otro lado de la calle, en la prisión, señor. —¿Conoce usted al acusado Frederick Manion? —continuó Dancer. El testigo me miraba con fijeza, con clara aprensión. —Pues un poco, señor; verá, es así. Durante la última semana he estado en la celda junto a la suya. —Yo sentí cómo el teniente se estremecía y quedaba rígido a mi lado—. Le oigo a él y él me oye a mí, pero es la primera vez que le veo. —¿Ha sostenido alguna conversación con él durante este proceso? El testigo tragó saliva, me miró de nuevo y Claude Dancer repitió la pregunta. —Sí, pero no mucho. Ese hombre no es muy hablador. (En eso estábamos de acuerdo). —¿Cuándo fue la última conversación que celebraron? —insistió el fiscal ayudante. —Este mediodía, señor. Claude Dancer hizo una pausa y me miró, feliz. —¿Tiene la bondad de relatarles esa conversación al tribunal y al jurado? — pidió. El juez se volvió hacia mí. Contuve el aliento con tanta fuerza que creí ahogarme. Era sin duda alguna una base muy incorrecta para rebatir algo, como el juez, Dancer y yo sabíamos. El hombrecillo pretendía claramente que yo me lanzara a una protesta que sin duda me concederían para poder retrasar la sorpresa y así anonadarme por dos veces. Pude haber discutido si efectivamente conocía al acusado, pero esto, en el mejor de los casos, no hubiera servido más que para retrasar lo inevitable. Aspiré hondo y moví la cabeza, casi imperceptiblemente. —Adelante —invitó Dancer al testigo—. Por una vez, señor Biegler, aparece milagrosamente callado. El testigo tragó saliva y luego habló de prisa. —Este mediodía oí cómo el teniente hablaba consigo mismo, de modo que grité: «¿Se arreglan las cosas?», y él me contestó: «Entrometido Buster» o algo por el estilo. Entonces yo le dije: «Anímese, teniente; le apuesto la ración de café de esta noche que no le cargan más que homicidio por este asunto», y entonces él se rió y dijo: «Acabas de hacer una apuesta, Buster. Ya he engañado a mi abogado y a mi psi…», bueno, yo no sé decirlo, pero era su médico de la cabeza, «y te apuesto mi “Lüger” favorita contra ese horrible bebedizo que llaman café a que voy a engañar al jurado y salir libre de este lío». —El testigo hizo una pausa—. Bueno, eso es todo lo que hablamos. —¿De modo que le llamó Buster? — insistió Claude Dancer con aire inocente, acariciándose la barbilla. —Me llamó Buster —respondió Miller con seguridad, mientras a mí se me caía el ánimo. Con los labios crispados y consultando el reloj con la mirada, el fiscal ayudante se balanceó sobre los pies. —Señor Biegler —declaró sin apartar la mirada del reloj, para ocultar su júbilo—, el testigo pasa a la defensa. Un suspiro entrecortado recorrió la sala, parecido al de una multitud que ve a un desconocido atropellado ante sus propios ojos. Seguí inmóvil en la silla y entorné los párpados. «¡Dios mío!», dije, una y otra vez. Me volví hacia el acusado. —Teniente —exclamé en voz baja. Manion había perdido el color, incluso de las manos. Con el rostro de cera, permanecía inmóvil, moviendo únicamente los músculos de la mandíbula. —¡Teniente! —repetí. Se volvió lentamente hacia mí y sus pupilas semejaron las de un lince. Sentí que se clavaban en nosotros las pupilas de toda la sala. Lenta, muy lentamente, Manion negó con la cabeza. Luego, siguió inmóvil, con la vista fija en la pared de enfrente, moviendo aún el maxilar. «Dios mío —pensé, poniéndome en pie y encaminándome al encuentro del testigo—, ¿qué voy a preguntarle a ese desgraciado?». —¿Por qué te han prendido, Duke? —indagué. —Incendio —respondió sin entonación de voz, uniendo resignadamente las manos en espera de la odisea que le aguardaba. Alcé las cejas sorprendido. Incendio es un delito por el cual se enviaba a los culpables a presidio, no a la cárcel. —¿Y estás en la cárcel por incendio? —indagué. —Espero que dicten sentencia. Me juzgaron el lunes pasado. —Comprendo. ¿De dónde eres? No te conozco. —No. Generalmente vivo en Detroit. Y en Toledo también. —Vaya, que te compartimos con Ohio —dije—. ¿Has estado antes en la cárcel o en la prisión, Duke? —indagué, seguro de la respuesta. —Sí, señor —respondió sin entonación de voz. —¿Cuántas veces? Tragó saliva de nuevo y después consultó el reloj. —Pues, veamos, dos… no, tres veces en presidio y no recuerdo cuántas veces en la cárcel. —¿Algo más? —Creo que eso es todo. —¿No eres demasiado modesto, Duke? —Eso es todo, señor —dijo con firmeza—. Un tipo sabe cuántas veces ha estado a la sombra. —Claro, claro, perdóname, Miller. —Me volví hacia la mesa de Mitch—. Solicito del fiscal Lodwick que me entregue el expediente policial de este hombre para interrogarle —dije—. Como antiguo fiscal, me consta que tiene uno. Este hombre es un testigo sorpresa cuya existencia yo desconocía hasta hace unos minutos. —Mitch y Claude Dancer comenzaron a hablar en voz baja —. Señoría, repito mi petición. Claude Dancer iba a presentar batalla, pero el juez alzó la mano, impidiéndolo. —¿Tiene usted una copia del expediente policial de este hombre, Lodwick? —indagó el juez. —Sí, señor —respondió Mitch, ruborizándose. —Sírvase entregársela a la defensa —advirtió el juez. Mitch buscó en una de sus abultadas carteras y por fin sacó un expediente mecanografiado de tres páginas que me entregó. Examiné durante unos instantes aquel documento imponente. Duane «Duke» Miller había vivido. Su expediente comenzaba en los años de la represión, cuando le encerraron en un reformatorio de menores de Ohio. Había estado cinco veces, y no tres, en presidios del Centro Oeste por varios delitos, desde atraco a mano armada hasta exhibiciones indecentes, pasando por el perjurio. Había ingresado en cárceles del Estado una infinidad de veces por delitos que abarcaban desde la borrachera hasta espiar por la ventana a una jovencita. Tenía más apodos que pulgas un perro callejero, aunque, por desgracia, Buster no figuraba entre éstos… Con el expediente a la vista fui interrogando al testigo. Nada negó, y despertados su orgullo y su memoria, incluso sacó a relucir que durante la guerra desertó de un batallón de trabajadores, un pecadillo que su expediente no incluía. Duke Miller iba camino de convertirse en el orgullo de su pueblo natal. Sin embargo, acababa de declarar que el teniente le había confiado que su alegato de locura no era más que un embuste. Y lo que casi era peor, que le había llamado Buster. —¿Cómo explicas que con tanta premura hayas confesado la conversación que sostuviste este mediodía con el teniente Manion? — insistí. —¿Qué quiere decir? —indagó el testigo, inquieto. —¿Te lo preguntaron o fuiste a explicárselo? —Me lo preguntaron. Creo que han estado apretando a los presos en los últimos dos días. —¿Cuándo te interrogaron? —Poco antes de que el tribunal se reuniera de nuevo. —¿Quién te interrogó? El testigo miró a Claude Dancer. —Aquel individuo bajito y calvo que está allí. Prancer o Dancer creo que se llama. —¿Estás seguro de que no se llama Dunstan? —indagué, recordando al fotógrafo del pueblo. —¿Cómo? Ah, sí, seguro. —¿Dónde te interrogó? —En la oficina del fiscal, junto a esta sala. —¿Quién te acompañó hasta aquí? —Charlie, el alguacil. —Por tanto, Miller, puedo afirmar que si nadie te hubiera preguntado, a nadie le hubieras hablado de esta conversación. —No, creo que no. Bastantes líos tengo ya. —¿Quizá uno de esos líos es esperar sentencia por delito de incendio? —Pues sí. —Y, naturalmente, ¿ni siquiera se mencionó el hecho de que estuvieras pendiente de sentencia cuando hablaste con el señor Prancer o Dancer? El fiscal ayudante se había puesto en pie, pero el juez, frunciendo el entrecejo, le obligó a sentarse de nuevo. —No, ni media palabra. —Y, naturalmente, ¿tampoco te prometieron nada? —No. —Y, claro está, Duke, ¿tú ni siquiera pensaste en que estabas pendiente de sentencia por incendio cuando le contaste al fiscal la historia que creíste que deseaba oír? Claude Dancer se puso en pie, pero esta vez el juez le obligó a sentarse con un seco ademán. Hice una pausa. Aún quedaba una cuestión por aclarar: el asunto Buster. —¿De dónde sacaste el nombre de Buster? —indagué bruscamente—. Supongo que a través del relato de los periódicos acerca del proceso, ¿no es así? —No. —¿Quieres decir que en la cárcel no se leían periódicos? —insistí, buscando la mentira fácilmente demostrable. Yo sabía que durante un proceso la prisión se llenaba de periódicos. El testigo dirigió una breve mirada a Claude Dancer, después al juez y luego a mí, mientras le subía y bajaba la nuez. —No he leído ningún relato en los periódicos, se lo aseguro —contestó—. Ese tipo me llamó Buster, de veras. —Y claro, tampoco discutiste el caso con los otros presos. —¿Qué? Oh, no, ya tengo bastantes líos. —Por tanto, supongo que pretenderás que creamos que la apuesta que hiciste con el teniente Manion de tu ración de café se basaba tan sólo en tu intuición. —¿Qué es eso? —Suposiciones. —Creo que sí —respondió Miller, tragando saliva y extendiendo las manos —. Eso debió de ser. —Dime, Duke —agregué—. Si no leías los periódicos ni discutías el caso con tus compañeros de prisión, ¿cómo supiste que el fiscal estaba apretando a los presos, como acabas de declarar? —Bueno, eso sí lo comentamos. —Por tanto, un día antes de que te interrogaran, ¿sabías que el fiscal estaba preguntando a los presos cuanto sabían del teniente Manion? —Pues sí. —¿Y estás tan seguro de la conversación que afirmas haber tenido con el teniente como de que estuviste en prisión sólo tres veces y no cinco? —Me equivoqué en eso de la cárcel. Pero le he dicho lo que me dijo ese hombre. —Gracias, Miller —respondí con una seguridad que no sentía—. Ha sido un encuentro muy educativo. Siempre es agradable conocer a un hombre de tanto ingenio y de tan vasta experiencia. En especial con alguien que tiene la intuición de que la justicia prevalecerá. El testigo respondió cuando Claude Dancer se puso en pie para protestar. —Celebro haberle ayudado —dijo con un suspiro de alivio. —El ministerio fiscal. —No hay preguntas —dijo el hombrecillo, dirigiéndome una de sus sonrisas triunfales. La sala quedó silenciosa. Los jurados procuraban evitarme y dirigían la vista hacia otro sitio. Casi percibía en torno mío cierta sensación de extrañeza, un ambiente de sorprendido y horrorizado resentimiento. Hasta aquel momento, el juicio se había desarrollado dentro de las reglas del juego, parecían decirse, pero entonces, algo nuevo e inusitado había aparecido para perturbarlo todo; algo que no era limpio. Cierto o falso, había habido un cambio en la representación que no estaba previsto en el libreto. «Dios mío —me dije—, ¿será posible que este egoísta oficial haya sido tan estúpido?». Contuve las náuseas y cerré los ojos ¿Las semanas que Parnell y yo pasamos trabajando iban a resultar inútiles? —El siguiente testigo —indicó el juez a Claude Dancer. —No hay más testigos —declaró este último. El juez se volvió hacia mí. —¿Y la defensa? —La defensa cita al teniente Manion —dije yo, dándole a éste un golpe en el costado. El teniente, tenso y grave, negó categóricamente que hubiera hablado con Duke Miller ni aquel mediodía ni en otra ocasión. Ni le llamó Buster, por lo tanto. Claude Dancer no deseaba interrogar al acusado. —¿Algún otro testigo, señor Biegler? —indagó el juez. —No, señoría. —¿Han concluido ambas partes? —Sí, señor juez —dijimos Claude Dancer y yo a la vez. —Descansaremos diez minutos antes de que expongan sus informes al jurado. Muy bien, sheriff. Me volví para mirar el reloj de la sala. Eran las dos y diecisiete minutos, sábado, trece de septiembre. La batalla casi había concluido. ¿Estaba perdida o no? Capítulo veintisiete
QUEDÉ solo en la sala, ante la ventana
y contemplando el lago. Después de tantos esfuerzos, ¿perderíamos Parnell y yo la partida por las palabras de un delincuente habitual? ¿Le habría dicho el teniente todo aquello? ¿Por qué no le advertí que se callara? Se abrió la puerta y Parnell se reunió conmigo con los ojos muy abiertos. —Tan sólo tenías otra salida, muchacho. —¿Cuál? —Preguntarle al teniente durante el interrogatorio si estaba dispuesto a someterse a una prueba con el detector de mentiras acerca de si efectivamente había hablado con el simpático Miller. Moví la cabeza, tristemente. —Pensé en eso, Parnell, pero lo rechacé por dos razones. Primero, tanto el jurado como los espectadores saben que no iban a admitirse los resultados y Dancer argüiría que esto no era más que un golpe efectista y barato. Y también existe otra razón más importante. —¿Cuál, muchacho? Le contemplé un instante y luego suspiré, bajando la voz: —Porque el fiscal podía haber aceptado la oferta —dije—. Y en confianza, me daba miedo lo que podía indicar un detector de mentiras. —Sí —dijo Parnell pensativo, moviendo la cabeza—. Me doy cuenta de lo que quieres decir, muchacho. Olvida que he hablado de eso, te lo ruego. —Movió nuevamente la cabeza —. Que el Señor nos proteja de las garras de un gato y siete animales cornudos. Se abrió la puerta y entró a toda prisa el doctor Smith. Durante el descanso se enteró de que si se daba prisa podría tomar un avión que le devolvería a casa. Parnell, ocultando su desilusión al perderse una parte tan importante del juicio, se ofreció a conducirle en coche hasta el aeropuerto. Era lo menos que podíamos hacer por él. —No he visto nada tan burdo y vergonzoso en todos los años de mi vida profesional —dijo el joven psiquiatra, refiriéndose a la declaración de su colega, al tiempo que tristemente movía la cabeza—. Pero por lo menos, confío en que después del interrogatorio a que le ha sometido decidirá no aventurarse a repetirlo. —Gracias, doctor —dije, estrechándole la mano—. Es usted la roca en la que basamos nuestra defensa y le tendré informado de lo que ocurra. En cuanto al doctor Gregory, me propongo en mi argumentación aniquilar toda su pedantería. —Confío en que le aniquile hasta convertirle en cenizas —me respondió el joven psiquiatra con vehemencia. —Apresúrese, caballero —dijo Parnell, consultando el reloj de pulsera —. Quiero volver a tiempo para oír las argumentaciones. Las he estado esperando durante tres semanas. —Faltan dos minutos —dijo de pronto Max, asomando la cabeza por la puerta, y yo suspiré. Había concluido el descanso y la multitud se reunía de nuevo en la sala; poco a poco volvió a quedar en silencio. El teniente y yo nos sentábamos solos (a propósito, había hecho que Laura se retirara a una de las sillas de los abogados, a mi espalda) y la mesa aparecía desnuda a excepción del polvo, de las notas para mi argumentación y de un bloc. Éste era pequeño, porque sospechaba que Mitch, quien seguramente consumiría el primer turno, diría poco o nada aprovechable para mí. Luego debería hablar yo, y sospechaba que entonces se levantaría el pequeño fenómeno Claude Dancer para atacarme. La sala quedó silenciosa como un cementerio, y el juez hizo una seña a la mesa del pueblo. Un rayo de sol entraba por la claraboya luchando con el polvo que flotaba en el aire. Mitch se puso en pie, saludó al tribunal y al jurado y se acercó a la mesa del escribano para dejar allí sus notas. Hizo una revisión del caso desde el punto de vista del pueblo, muy competente y muy aburrida; competente porque no olvidaba nada, aunque no me dio ocasión de argumentar; aburrida porque todo lo que dijo ya lo habíamos oído por lo menos una docena de veces. Destacó brevemente los elementos del delito y luego examinó los posibles veredictos. Señaló que el pueblo hablaría dos veces y la defensa una tan sólo; que el pueblo tenía el privilegio de argumentar al comienzo y fin de la vista; que yo iba a hablar a continuación y que el pueblo, refiriéndose sin duda a Claude Dancer, sería quien cerraría el turno. Mitch, lo que resultaba significativo, no hizo ninguna mención directa al ultraje o a la prueba de Laura con el detector de mentiras. La única vez que rozó este tema fue cuando pidió al jurado que meditara sobre si para cuando Barney decidió acompañar a Laura hasta la verja del campamento tenía hecho propósito de ultrajarla. Al llegar aquí tomé mi primera nota. «Destruir cuestión verja», escribí. —Señoras y caballeros, se ha cometido un crimen con violencia en este condado —continuó Mitch sobriamente— y consideramos que el pueblo ha demostrado más allá de una duda razonable que el autor fue el acusado. También consideramos que hemos demostrado más allá de una duda razonable que el asesinato se llevó a cabo con premeditación y alevosía, bajo el influjo de furia homicida y que no tenía justificación o excusa legal. Si decidís que este hombre no ha cometido un delito —continuó Mitch fríamente—, ¿no será decirles a los cuarenta y nueve mil habitantes del condado que pueden cometer el mismo delito impunemente? Mitch se volvió para reunir sus notas y luego regresó a la mesa. Claude Dancer, levantándose para recibirle, le felicitó calurosamente. El hombrecillo no estaba dispuesto a perder una sola oportunidad. El juez me miró y me hizo una seña. —Oiremos ahora la argumentación de la defensa —dijo. —Con la venia del tribunal y de las señoras y caballeros del jurado — comencé a decir mientras me acercaba a estos últimos—. Cuando, según la frase de Kipling, mueran el tumulto y el griterío y esta vieja sala quede vacía y silenciosa, y nuestro sufrido juez regrese al Bajo Michigan, y el señor Dancer vuelva a Lansing; cuando todo esto haya ocurrido, señoras y caballeros, ¿qué le habrá ocurrido al teniente Manion? Ha llegado el momento en que nosotros, los abogados, los hombres de muchas palabras, imaginemos que cualquier cosa que podamos decir puede cambiar la opinión de quienes tienen que dictar el veredicto. Si hemos cumplido con nuestro deber a conciencia, nada debería quedar todavía por decir. A veces creo que si llegado este momento la defensa se fuera a pescar, y le aseguro al señor Dancer que estoy deseando hacerlo, mientras el juez os entregaba sus instrucciones acerca del caso, todos íbamos a ganar tiempo y a ahorrarnos también mucho aburrimiento. Pero nuestro sistema legal está construido de otro modo. Ha llegado el momento en que nosotros, los abogados, soltemos nuestras cargas verbales, por muy gastadas que estén. Confío en que podré señalar un punto o dos que tal vez de otro modo hubieran sido pasados por alto. Es imposible que en el tiempo que se nos otorga expongamos todos los aspectos y todas las facetas de este complicado caso. —Hice una pausa y continué—: La mayor parte de ustedes sabe que anteriormente fui fiscal de este condado. En aquella época, bajo la inspiración de nuestro juez Maitland, concebí que la obligación del pueblo en un caso criminal era destacar todos los datos y pruebas admisibles que indicaran la culpabilidad o inocencia del acusado, lo malo junto con lo bueno. Había llegado a creer que no era la obligación del pueblo conseguir a cualquier precio la condena de todos los acusados por asesinato, sino más bien exponer todo el caso ante el jurado de modo que éste, guiado por las instrucciones del tribunal, pudiera llegar a un veredicto justo. El magnífico juez que preside esta sala me corregirá si me equivoco. Puedo añadir que tan firme era este convencimiento, que ni una sola vez durante mis diez años como fiscal solicité la pena de muerte para un acusado de asesinato. Y no creo que honradamente nadie pueda decir que soy blando. No creo necesario dedicar mis esfuerzos para rescatar el sistema de jurados de manos del señor Dancer, pero bajo este sistema a nadie se le manda al patíbulo sin una encuesta completa e independiente. Esto significa una encuesta acerca de todos los datos, no de parte de ellos tan sólo, no de los datos que ayudan a una parte y perjudican a la otra. —Me volví hacia la mesa del ministerio fiscal—. Por lo visto, mis puntos de vista aunque no estén equivocados por completo, no los comparte el representante de nuestro fiscal general. Y ya que hablamos del señor Dancer, diré que no existe la menor duda acerca del derecho que asiste a nuestro joven fiscal señor Lodwick de tener un ayudante. Su derecho está bien claro y no pretendo discutirlo. —Hice una pausa—. Pero afirmo que la ayuda debería limitarse tan sólo a eso y no convertirse en usurpación. Durante varios días han presenciado cómo delante de todos nosotros arrebataban este caso de manos de nuestro joven fiscal, y cómo con ello se ha perseguido la ocultación deliberada y premeditada de la verdad acerca de aspectos fundamentales e importantes de este caso que el pueblo tenía la obligación de sacar a relucir, no ocultar. —Me volví para consultar el reloj y advertí que Parnell se sentaba en su sitio, grave y pálido, cerca de la puerta. El viejo debía haber conducido con la velocidad de un diablo—. Pero basta ya de generalidades y vayamos a los hechos. El bajo juego del ministerio fiscal ha tenido dos aspectos: ocultar la verdad cuando era posible, e insinuar ciertas cosas sin preocuparse de probarlas. En realidad, esta última táctica parece convertirse en un procedimiento admitido en algunos sectores… Como ejemplo del primer sistema, tomemos el mayor y más absurdo de todos: la suposición grotesca de que Laura Manion no fue ultrajada y agredida brutalmente por Barney Quill la noche de autos. Durante días y más días han visto ustedes al señor Dancer intentando callar estos hechos por todos los medios a su alcance, con la decisión, aspereza y brillantez de un senador sudista. Pero no hablemos más de esto. Como magnífico ejemplo del segundo medio, la insinuación, tomemos el incidente con Hipno Lukes, quien se supone bailó con Laura Manion llevando los zapatos de ésta en el bolsillo. Y yo pregunto: ¿Quién en toda la sala ha declarado que esto ocurrió? ¿Quién, además del señor Dancer, lo ha supuesto? Recordarán cómo atormentó a la señora Manion sobre este particular. Podríamos llamarlo el vals de los zapatos. Y si esto hubiera ocurrido, ¿no pudo el gran Hipno Lukes declararlo cuando le citaron como testigo? ¿Hubiera perdido el astuto señor Dancer la ocasión de avergonzar a la esposa del acusado? Y en caso de que entonces lo olvidara, ¿no pudo volver a interrogar a Hipno Lukes cuando ella negó haber bailado con él? —Me volví para señalar a la sala—. Ahí tienen a Hipno Lukes — dije—. Olvidando temporalmente la danza, para la cual la naturaleza le ha dotado con largueza, ha permanecido ahí durante toda la semana como testigo pagado del pueblo. Si lo que estamos comentando sucedió en efecto, Hipno debería recordarlo. Y si lo olvidó, alguno de los testigos que se encontraban en la taberna la noche de autos lo recordaría. Pero lo más interesante en la táctica del pueblo es el motivo. ¿Qué importa, pueden preguntarse ustedes, si bailó o no bailó de esta o de aquella manera? Bien, les diré el porqué. Porque el astuto señor Dancer intentó subrepticiamente crear una imagen de Laura Manion abandonada a las pasiones de dudosa moral, que bebe whisky y baila descalza con desconocidos. Porque el señor Dancer pretende confundirnos y hacernos creer que la brutal agresión fue con consentimiento de la víctima… — Hice una nueva pausa y proseguí—: Consideremos el interrogatorio que dedicó a su vida anterior mientras declaraba como testigo: el atento examen de su pasado, la mención del hecho de su divorcio, la terrible revelación de que había vendido cosméticos, que fue dependienta de unos almacenes e incluso que se atrevió a atender las líneas telefónicas de un centro cualquiera. ¿Qué pretende ese hombre con todo eso? ¿Qué significa? ¿Pretende que condenéis por inmorales a todas las divorciadas? ¿Considera que todas las dependientas de cosméticos y todas las telefonistas son trotacalles? Si nada de esto pretendía decir, ¿por qué la forzó a que descubriera cuanto acabo de decirles? —Hice una nueva pausa para proseguir—: Sí, señoras y caballeros, torturó y forzó en el interrogatorio a esa mujer para insinuar que es una cualquiera y su habilidad en la insinuación es impresionante. Pero ténganlo presente, ni una sola vez ese caballero ejemplar de la ley se refirió a algo tan horrible y tan brutal como la agresión que Laura Manion sufrió a manos del muerto. Ni una sola vez mencionó, digo, algo tan sencillo como la prueba con el detector de mentiras. Si no creía y sigue sin creer en la agresión, ¿por qué, en nombre del cielo, no la interroga acerca de esto? ¿Qué es lo que el señor Dancer pide para convencerse? ¿El technicolor? Me pregunto, ¿qué pruebas exigiría el señor Dancer si estuviera defendiendo al acusado? Sí, ése es el astuto hombrecillo que sale de los bosques para mostrarnos a los palurdos los trucos de gran ciudad que ha aprendido junto a los expertos. ¿Ha olvidado alguno de ustedes cómo esta mañana se colocó varias veces entre el teniente y yo, en el momento en que aquél declaraba? ¿Por qué? Para enfurecerme, lo que consiguió por completo, haciéndome incurrir en la indignación del juez, pero sobre todo para inculcarles a ustedes la idea de que yo le hacía señas a mi defendido para que mintiera. ¡Qué vergüenza, señor Dancer! ¡Sólo ha conseguido cubrir de ignominia su talento! —De nuevo me volví hacia el jurado—. Pero al fin y al cabo esto no es un duelo oratorio entre el señor Dancer y yo. El veredicto que debe pronunciarse aquí no es un premio a la televisión. No, señoras y caballeros; lo que aquí se arriesga es mucho más importante que Claude Dancer y Paul Biegler. Jugamos con el destino y el futuro de un hombre solitario y atormentado que se siente inquieto entre nosotros, que somos para él desconocidos. —El sheriff trajo en aquel momento una botella de agua y un vaso que colocó en la mesa del escribiente. Yo le di las gracias con un movimiento de cabeza y me apresuré a servirme un poco de agua tibia, pues el agua de las salas de justicia es siempre tibia, tras lo cual me volví de nuevo hacia el jurado, buscando otra vez con la vista al excombatiente—. Me pregunto si ustedes habrían sabido nada sobre lo sucedido entre Quill y su víctima de no haberlo repetido yo aquí, pese a las continuas protestas del señor Dancer. ¿Y de qué ha servido? Miembros del jurado, hubiéramos concluido hace mucho con este proceso si el pueblo se hubiera enfrentado con la realidad, que, como si viviera en un sueño, se niega a reconocer. No hemos negado ni una sola vez que hubiera un hombre muerto a tiros; nunca hemos pretendido negarlo. Esto fue así desde que comenzó el juicio, y el pueblo lo sabía desde mucho antes, desde que cursamos nuestro alegato de demencia en el mes de agosto. Sin embargo, ha invertido hora tras hora, testigos tras testigos, dólar tras dólar del erario público, descubriéndonos los detalles de una muerte que nadie había negado. Revisé entonces en detalle las pruebas, recordando al jurado que prácticamente todo había salido a relucir durante el proceso, a pesar de las continuas protestas de Dancer. Me acerqué a la mesa de Mitch y señalé de nuevo al fiscal ayudante. —El señor letrado sigue sin admitir que Quill atropelló a la señora Manion. Sigue pretendiendo mostrárnosla como una cualquiera. Sigue obsesionado por su deseo patológico de regresar a casa con el cadáver del teniente prendido en el parachoques de su coche oficial. Bien, señor Dancer, le conjuro a que reconozca la existencia de aquella agresión brutal e ignominiosa. Regresé junto al jurado y expuse la declaración del sargento detective Durgo, tan perjudicial para nosotros. Debía enfrentarme con aquellas declaraciones. Hubiera sido un error ignorarlas. —Miembros del jurado, es posible que el teniente Manion hiciera tales afirmaciones. Que así lo declare el sargento Durgo es una prueba muy convincente. No todo nos favorece: no podemos en conciencia aceptar la parte de su declaración que nos gusta y rechazar la otra. Este milagro tan sólo parece capaz de llevarlo a cabo el endurecido señor Dancer. Pero supongamos que, efectivamente, el teniente Manion dijera tal cosa. ¿Es que acaso no se encontraba bajo los efectos del shock mental, dominado por el enorme golpe recibido por su personalidad psíquica, pugnando por volver a la realidad, batallando para enfrentarse con una conciencia racional con la horrible acción que lentamente comenzaba a darse cuenta que había realizado? Tengo la certeza de que el juez les indicará que deben dictar un veredicto de inculpabilidad, incluso aunque hubiera dicho tales cosas el acusado, aunque se diera cuenta de que las decía, si tienen la convicción de que cuando ocurrió el incidente se hallaba bajo los efectos de la alteración mental que se conoce como impulso irresistible. Comprobé la hora y seguí adelante, cada vez más de prisa. Indiqué que Mitch tenía razón al advertir al jurado que no invocara como base de la defensa la «ley natural» (el juez lo haría de todos modos); y que según nuestra legislación, si el teniente se hubiera despertado y hubiese descubierto a Barney afrentando a su esposa y le hubiese matado en aquel momento, no habría habido juicio, sino hubiera recibido una nueva medalla que añadir a sus condecoraciones militares. —Pero —continué— la diferencia radica en que la mujer no fue descubierta en flagrante delito, ni como actora ni como víctima. Señoras y caballeros, quizás ustedes se pregunten por qué he invertido tanto tiempo en demostrar una verdad incontrovertible, es decir, que el difunto Barney Quill bebía mucho, que se comportaba de un modo extraño, que tenía una fuerza física extraordinaria, que conocía el judo y todas las artes secretas de la defensa y del ataque, que poseía varias pistolas y era un experto en su manejo. Algunos de ustedes quizá se hayan preguntado también por qué nuestro amigo el señor Dancer ha intentado por todos los medios ocultarlo. —Hice una pausa—. Procuraré explicarlo. Si pudieran ocultarse estas verdades, podría argumentarse que Barney Quill era físicamente incapaz de dominar a esta mujer y de hacer lo que hizo, que el teniente Manion no necesitaba tomar una pistola cuando fue a detener a este hombre para entregarle a la policía, y que por tanto la tomó únicamente para matarle y que el anciano y desarmado señor Lemon era quien debía haber ido en busca del hombre peligroso. —Hice una nueva pausa—. Esas creo que son las, respuestas, la razón de que el señor Dancer haya pasado varios días intentando evitar que yo presentara a Barney Quill de otro modo que como un hombre inofensivo y aficionado a la vida al aire libre. —Bebí otro vaso de agua—. Sí, el pueblo, tan celosamente representado por Claude Dancer, argüirá seguramente que el teniente debería haber sacado de la cama al anciano y desarmado vigilante del campamento turista para que fuera a detener a un hombre dentro de su guarida, parapetado detrás del mostrador, con un arsenal de armas que sabía manejar como un campeón. ¡Miembros del jurado! No es preciso que os estrujéis el cerebro en la sala de conferencias. No hay secreto alguno en el papel que debéis representar; se os exige tan sólo que empleéis el corazón y la cabeza. Si Barney Quill atacó a Laura Manion, tres cosas podía hacer. Una, entregarse a la policía. Eso no lo hizo. Dos, huir; tampoco lo hizo. Tres, quedarse y luchar hasta el fin. Barney Quill, fiel a sí mismo, eligió este último camino. Regresó a su casa, destacó a un camarero como vigía, se rodeó de un cordón humano de protección que le defendiera y fuese testigo, y esperó que llegara el momento clave, animado por el whisky y por su vanidad, rodeado de sus amigos, de sus pistolas, de sus medallas y de su leal centinela. Barney no podía vigilar la puerta; debía representar el papel de hombre tranquilo y sereno. Por esto ofreció un descanso al fatigado camarero para que permaneciera en pie casi una hora junto a la puerta. ¿Misión de ese camarero? Avisarle la llegada del teniente Manion. Ustedes preguntarán: Entonces, ¿por qué no disparó sobre él cuando le vio entrar? ¡Ah, amigos! Esto no sólo hubiera sido asesinato, sino confesión implícita de su crimen. Habría estropeado su magnífica coartada. Barney sabía que estaba en una situación apurada. Barney sabía lo que había hecho, aunque los demás lo ignorasen. Si Barney hubiera montado una ametralladora en el mostrador y abatido al teniente en cuanto éste entrara en la sala, habría confesado el feroz atropello. ¿No lo comprenden? Barney debía esperar a que el teniente entrara en el local, de modo que cuando comenzara el espectáculo, a la primera acusación o al primer movimiento sospechoso por parte del oficial, matarle ante testigos y alegar que todo fue en defensa propia. ¿No se dan cuenta de que aquel drama desarrollado en un bar estuvo cuidadosamente preparado? —Bajé la voz—. Lo único que no había calculado o que ignoraba es que el teniente es zurdo, y que al fin tendría enfrente a un adversario que le superaba. Perdió su juego y falló en su concurso de tiro. En esta ocasión, la medalla que no ganó fue su propia vida. —Pasaba el tiempo y me apresuré—. No, el teniente no envió a un anciano desarmado y medio dormido a detener a Quill, sino que fue él mismo, y con toda legalidad, según espero que les explique el juez (ésta era la conclusión acerca de la que Parnell había trabajado durante tanto tiempo) y no cabe duda, miembros del jurado, que Barney Quill era un peligroso maniático homicida en libertad, o bien era un criminal peligroso. En cualquiera de ambos casos acababa de cometer uno de los delitos más graves que definen nuestras leyes. Tengo el convencimiento de que el teniente estaba en su derecho al encaminarse allí aquella noche para detener al difunto. Tengo la certeza de que así lo explicará el juez. Porque la imagen del hombre que había ultrajado a su mujer le perturbó, no es lícito pedir a ustedes que ahora aniquilen su vida. Consulté el reloj. Uno de los continuos y también mayores problemas de la defensa en los procesos por asesinato, puesto que sólo tiene un turno ante el jurado, mientras el fiscal tiene dos, no es sólo exponer todo su informe en el tiempo que se le asigna, sino también responder anticipadamente los argumentos que el fiscal puede exponer en su segundo informe, al que nunca se puede contestar. Lo único que Mitch me había proporcionado como argumento trataba de Barney y de la verja. Claude Dancer le había lanzado ese hueso jurídico a Mitch, reservándose todo el resto para sí mismo. Me dispuse a tratar de este aspecto. —Nuestro fiscal ha expuesto en su informe preliminar que si el difunto hubiera tenido el propósito de inferir algún daño a la señora Manion, no se hubiera preocupado de conducirla hasta la verja. Esta argumentación se desmorona porque algo le ocurrió a Barney entre el bar y la verja que le impulsó a creer que sus insinuaciones sentimentales no iban a ser mal recibidas. Sin embargo, esta argumentación fiscal tiene cierto valor, aunque me pregunto si resistirá un análisis. Digo, miembros del jurado, si la verdadera razón que impulsó a Barney Quill a llevarla hasta la verja no sería ésta: Sabía que estaba cerrada; tenía ya formado su propósito; había comprobado que aquella mujer se resistió a montar en su coche, que estaba nerviosa. Conduciéndola a la verja, que a él le constaba que encontraría cerrada, podría calmar sus temores y al mismo tiempo ocultar sus verdaderas intenciones. Si, por el contrario, hubiera seguido adelante, sin detenerse junto a la verja, Laura Manion hubiera entrado en sospechas y armado un escándalo, pidiendo socorro dentro aún de los límites de la ciudad. Su plan dio resultado; cuando por fin tomó el sendero que le permitiría realizar su propósito, era ya tarde, y todos los gritos de ella hubieran sido inútiles. Laura Manion estaba en su poder. ¿No será ésta la verdadera razón por la que condujo a la víctima hasta la verja? Mi jurado predilecto asentía a lo que yo iba diciendo. Algo cohibido, me volví hacia su vecina, una mujer de mediana edad, gruesa y de ojos saltones, que cruzada de brazos había permanecido con las pupilas muy abiertas durante todo el proceso, y seguramente por alguna deficiencia de tiroides parecía admirarse de todo con una continua expresión de asombro. Me miraba con los ojos muy abiertos, sin pestañear, y me pregunté si tendría pulso. Examiné el testimonio del encargado del mostrador sobre cómo bebía Quill, las armas que tenía y todo lo demás; el calificativo de lobo que adjudicó a Barney, la simpatía que de súbito demostró a los Manion, el regalo de los cigarrillos. Mi argumentación se acercaba a un área peligrosa y en bien de Mary Pilant debía intentar atacar con precauciones. —¿Quién ha aportado la verdad que pueda caber en estas palabras? Desde luego, no fue el señor Dancer. Recordarán lo hostil que se mostró este testigo cuando le interrogué por vez primera. Al principio no quiso reconocer que hubiera nada extraordinario en el comportamiento de Barney, ni en el modo en que bebía, ni en cualquier otra cosa. El Thunder Bay Inn era un paraíso veraniego. Dirigí la mirada hacia el inquieto camarero y después la devolví al jurado. —Me pregunto por qué cambiaría el testigo. ¿Es posible que todo se deba a la herencia de Barney Quill o a su seguro de vida? ¿O es que temía caer en perjurio? En cualquier caso, cuando volvió al estrado de los testigos algo había cambiado en él. Conseguí que declarase, a pesar de las interrupciones del señor Dancer, que las cosas no iban normales, que Barney Quill continuaba bebiendo sus vasos dobles de whisky como de costumbre, que su comportamiento era tan inquietante que debieron ocultarle el arsenal, menos dos pistolas que no hallaron. ¿No sería a eso a lo que se refería cuando dijo a la señora Manion que era una lástima que viviesen en Thunder Bay? ¿No parece que los Manion hubieran aparecido de improviso en el escenario de un drama griego del que nada sabían? —Consulté el reloj; el tiempo pasaba muy de prisa —. Llegamos ahora a nuestro alegato de demencia; a la batalla entre los psiquiatras. Sin duda el señor Dancer calificará de charlatán y de curandero a nuestro joven doctor por no haber empleado los tests que el médico del pueblo relacionó para él. En ese caso, yo pregunto, ¿si ese joven científico no sirve, si su trabajo es inútil, por qué está al frente de equipos médicos del Ejército de Estados Unidos? Hice una pausa mientras me decía que era preciso revisar el complicado mosaico de pruebas de demencia, junto con el testimonio del doctor Smith. —El joven psiquiatra del Ejército nos explicó el tratamiento a que había sometido a mi defendido y en el cual basaba su opinión. El doctor Gregory opone su tajante opinión. No existe posibilidad alguna de reconciliar estas dos opiniones; uno de estos dos hombres está equivocado. Si lo que aquí se juega no fuese tan importante, quizá me decidiera a pasar por alto la declaración del doctor Gregory. Este pobre hombre nos dijo que las pruebas y tests de nuestro médico no servían para nada y que él hubiera puesto en práctica, en cambio, muchos otros. Y a continuación se atreve a dar una opinión profesional acerca del estado mental de mi cliente, sin un solo test. Y por fin, al verse acorralado, reconoce de mala gana, a pesar de las protestas del señor Dancer, que éste no es procedimiento normal en su profesión. —Me volví para contemplar al doctor Gregory—. He ahí a un diplomado que no intentó ni una sola vez examinar al teniente, aunque ha estado aquí varios días. Me pregunto si querría decir que ningún hombre va a perder el juicio cuando a su esposa le ocurre algo similar. No nos lo ha dicho. Si quiso decir que ninguno perdería el juicio, me pregunto entonces en qué circunstancias va a perturbarse un hombre bajo los efectos de un súbito shock emocional o psíquico. Si el doctor quiso decir que a algunos hombres puede ocurrirles tal cosa, pero no a este hombre, entonces desearía saber en qué base científica funda su afirmación. No nos lo dijo. Y habrán observado que el experto de Lansing, formado en un curso de cuatro días, señor Dancer, se apresuró a despachar a este hombre cuando yo concluí de interrogarle. Si el doctor quería decir que creía que el teniente estaba en su sano juicio aquella noche, entonces, junto con nuestros dos fiscales, es posiblemente la única persona de esta sala que opina así. Pero además, creo que el juez les indicará que no es lo ocurrido lo que importa en estos tests de demencia, sino lo que la víctima cree que ha ocurrido. Y esto es cierto, tanto desde el punto de vista psiquiátrico como legal. ¿Es que pretende decirnos el doctor Gregory que los hombres nunca se vuelven locos cuando se enfrentan con una horrible realidad? Moví la cabeza, mientras me detenía para recobrar aliento. —Hay algo muy triste en todo lo que aquí hemos visto. Si un doctor en Medicina general hubiera hecho algo por el estilo, le habríamos llamado curandero, a un abogado, picapleitos. Cuando un hombre se aviene a burlarse de su profesión y a malbaratarla, la profesión a la que quizás ha dedicado toda su vida, entonces su comportamiento nos induce al asombro y a la conmiseración. —Golpeé la valla del jurado con fuerza—. Y un comportamiento de tal clase es tan cínico, tan incalificable y tan perverso, que la mayor parte de los mortales carecemos de la preparación necesaria para comprobarlo. Nos hace reflexionar que es preciso ser un hombre bueno y justo para ser un buen psiquiatra; que si se es tímido, cobarde, cínico o arrogante, así se será también profesionalmente. Bebí agua y continué: —Señoras y caballeros, no me resulta agradable tratar de un modo tan duro a este médico. Su declaración hubiera sido risible si lo que se juega no fuese tan importante y el modo como empleó su ciencia tan burdo y tan cínico. Pero cuando un hombre se presenta ante un tribunal y juega así con la suerte de un hombre acusado de asesinato en primer grado, no se le trata como a los imbéciles y merece nuestras más severas censuras. Volví a interrumpirme para secarme el sudor. Tanto mi voz como mi estado de ánimo se iban inflamando y de nuevo señalé a Dancer. —Pero por mucho que censuremos a nuestro pobre doctor, es el hombre que preparó su venida aquí sobre base tan pobre y tan poco profesional quien más merece nuestra censura. ¿Fue acaso el doctor Gregory un nuevo sacrificio en el altar de la insaciable ambición de alguien de esta sala que desea conseguir un éxito más? ¿Alguien para el que la ley, la justicia y la libertad no son más que un juego cínico? ¿Es que el pobre teniente Manion ha caído entre las redes ambiciosas de algún abogado o de algún doctor que pretende ascender en su carrera? ¿Es que el señor Dancer necesita el cadáver de un veterano de dos guerras para redondear su colección? Consulté de nuevo el reloj. Coloqué mis notas sobre la mesa del escribiente y con las manos vacías me acerqué al jurado. —Llegamos ahora a la declaración del último testigo de cargo, del llamado Duane Miller, expresidiario, incendiario confeso, ladrón habitual y testigo clave del último minuto del ministerio fiscal en este juicio por asesinato. Señoras y caballeros, casi no sé qué decirles. No, de nada serviría ignorarla o negar que la declaración de este hombre, si es creída por ustedes, destruiría nuestra defensa. Me volví para beber agua. —Consideremos el momento en que hizo su declaración. ¿No es curioso que el ministerio fiscal esperase todo un día, antes de interrogar a este hombre sobre lo que sabía del teniente? Recuerden: es quien ocupa la celda contigua a la del acusado. Si el pueblo quería saber únicamente la verdad, ¿cómo no le interrogaron primero? ¿No sería lógico que el interrogatorio comenzara precisamente por él? ¿Al interrogar a todos los demás reclusos antes que a él, no le daba al pueblo ocasión de enterarse de lo que se estaba preparando y tiempo para idear una magnífica historia cuándo llegara el momento de comparecer ante el tribunal? Le reservaron para el último lugar, dejaron a este presidiario solo en su celda, enterándose de los chismes que por allí corrían, enterado de que buscaban, indagaban y querían malas noticias que emplear contra el teniente. ¡Dios mío!, qué bien resultó el plan, qué bien respondió el testigo, esta oveja perdida, con su expediente carcelario que tan bien nos indica su personalidad; este perjuro, esta criatura asustada que en su celda está esperando a que se dicte su sentencia, preguntándose qué le reservará el destino, este hombre irresponsable, que mintió acerca del número de veces que estuvo en presidio, y dijo que se había equivocado cuando se lo demostré. ¿Creen que este hombre iba a dudar un instante en venderse, incluso por medio cigarrillo, si creía que esto podía beneficiarle? Esto es lo peor que podía suceder. Todos estamos ahora descendiendo, hundiéndonos y chapoteando en el pantano sin fondo de la Gran Mentira. Me volví para contemplar a mi cliente. —No voy a demostrarles lo improbable de que el teniente Manion hablara con tal personaje, y mucho menos para confiarle todo su futuro, diciéndole lo que este astuto presidiario afirma que le dijo. —Abrí los brazos—. No, miembros del jurado, eso es cosa que sólo ustedes pueden decidir, pues son los únicos que pueden desentrañar lo que de verdad haya en esta declaración. Después de consultar mis notas, continué: —Detengámonos un momento a estudiar a la esposa del teniente Manion antes de que el señor Dancer se lance sobre ella para destruirla. Muchos de ustedes quizá pongan en duda lo acertado de su conducta aquella noche. En tal caso, sólo pido que tengan esto en cuenta: se trata de una mujer destacada en una ciudad extraña; está casada con un soldado, acostumbrada a estar sola, a trasladarse de un lugar para otro, a divertirse sin necesidad de compañía, a vivir entre hombres. ¿Pueden juzgarla sinceramente por los mismos principios que a una madre de familia burguesa, por ejemplo? En cualquier caso les recuerdo que no hay en su comportamiento la menor señal de inmoralidad o de abandono, ninguna prueba de que no fuera sino una mujer normal que agradeció, aunque interpretó mal, el aparente interés del difunto por su seguridad. No existe prueba alguna de que supiera que iba a viajar en coche con un lobo. —Extendí el dedo hacia el jurado—. Piensen que si la señora Manion se hubiera marchado con el gran Barney por interés pasional, como el pueblo ha señalado, ¿por qué iba éste a golpearla como lo hizo? ¿Por qué, por qué, por qué? ¿Desde cuándo los lobos se ven obligados a golpear, maltratar y casi matar a una víctima propiciatoria? Pero si aún tienen dudas acerca de su relato, les pido que recuerden que éste es el proceso del teniente Manion por asesinato y no el de su esposa; que es lo que él creyó lo que importa; que es su reacción lo que cuenta; y no olvidar que son su libertad y su futuro lo que está en juego. Consulté de nuevo el reloj y vi que mi tiempo estaba concluyendo. —No tengo lugar para estudiar la declaración del doctor que examinó a la señora Manion en la cárcel. Tan sólo les diré esto: no existe prueba alguna de que la persona que estudió los resultados de aquel examen fuera un técnico competente. Hice una pausa y consulté nuevamente el reloj. —En este proceso ha habido de todo, menos la ascensión de un globo. Incluso hemos tenido un perro amaestrado. Y me refiero al perrito Rover y a su linterna. El señor Dancer, sin duda, intentará decirles que el presentar el perro en la sala no fue sino un golpe de efecto, un modo fácil de emocionarles a ustedes. Pero yo me pregunto si el perrito Rover hubiera cabido en esta Audiencia de haber sido testigo del fiscal. ¿Creen que no le habría otorgado al pequeño Rover el carácter agresivo de un cocodrilo, los colmillos de una manada de lobos y el volumen de un búfalo? Sí, Rover era un importante testigo de la defensa en dos aspectos: como animal pacífico y pequeño que no podía impedir el atentado y como animal amaestrado que podía mostrar a su dueña el camino con su linterna. Tanto su carácter tranquilo como su habilidad quedaron demostrados en esta sala. Todos le vieron corriendo de un lado para otro, tan orgulloso como Punch[50]. —Hice una pausa y sonreí—. Pero Rover debe procurar, de ahora en adelante, discernir mejor entre el amigo y el enemigo de sus amos. Todos ustedes vieron cómo intentaba saltar al regazo del benévolo fiscal general de Lansing. El juez me llamó la atención con la maza y exclamó, cuando me volví hacia él: —El tiempo pasa, señor Biegler. Le quedan unos tres minutos. Le di las gracias con un movimiento de cabeza y me volví de nuevo al jurado. —Hay cosas en este proceso que jamás sabremos —continué—, cosas que nada tienen que ver con los Manion y a mí no me queda espacio más que para señalar unas cuantas. ¿Por qué bebía tanto Barney? ¿Por qué tuvieron que ocultarle las pistolas? ¿Por qué se hizo un seguro de vida semanas antes de la noche de autos? ¿Estaba cansado de la vida? ¿Es que aquel hombre padecía alguna enfermedad del cuerpo o de la mente? ¿Es que le había enloquecido la certeza de que ya no era el hombre importante de Thunder Bay? ¿Estaba celoso de alguna persona? ¿Intentaba devolver al ejército alguna ofensa real o imaginaria? —Hice una nueva pausa—. Y por último, les pido que se pregunten por qué el difunto decidió atacar precisamente a la esposa de un hombre de quien podía esperar una reacción momentánea. ¿Es que hubiera sido necesaria toda la Agrupación Americana de Psiquiatría para esclarecer el cerebro de Barney? Parece como si estuviera buscando la muerte, igual que un meteoro que cruza el espacio destruyendo y aniquilando cuanto encuentra en su camino. Imaginen por un momento la terrible sensación de angustia y de engaño que aquella noche debió afligir al teniente Manion. »¿Saben por qué hablo de engaño? Porque no sólo sabía que habían ultrajado a su esposa, sino también que el culpable era un civil, uno de los afortunados mortales por quienes el teniente había arriesgado su vida en dos guerras, gracias a lo cual Barney podía seguir bebiendo dobles raciones de whisky, hacer de lobo de vez en cuando y disparar sobre botellas vacías para ejercitarse. No pretendo flamear la bandera ni tampoco presentar ante ustedes una bélica imagen del teniente con tintes patrióticos. Son hechos al margen del caso. Un civil atiborrado de whisky traiciona al teniente y a su esposa a la primera oportunidad. ¿No bastaba esto para hacerle saltar de su juicio? ¿No iba a creer cualquier hombre, en el puesto del teniente, que toda la raza humana estaba frente a él? Sin embargo, el señor Dancer y su doctor diplomado les piden que desechen esta idea, ya que un incidente tan trivial no puede preocupar a nadie. Aún quedaba algo que decir acerca de Claude Dancer; en conciencia no podía despedirme de él con aquellas palabras. —Si me muestro duro con el señor Dancer, tengan en cuenta que él se lo ha buscado. En muy pocas ocasiones, si es que alguna vez ha ocurrido, he encontrado en un proceso un oponente que poseyera un tan despejado talento y tantas condiciones como letrado. — Moví la cabeza—. Nunca he conocido a nadie que por medio de astucia y de bajos trucos hubiera desmerecido tanto sus condiciones y anulado casi su talento. —Bajé la voz—. Que el cielo nos ayude, nadie es infalible; todos y cada uno de nosotros es vulnerable, débil, partidista y tiene una avidez infantil por la victoria. Pero si este hombre dejara aparte sus habilidades de Audiencia y pusiera cierta humanidad y corazón en sus empresas, creo que para su ambición no habría más límite que el cielo, si es que eso es lo que busca. Mi turno ha concluido —continué. La mayor parte de los jurados esperan e incluso desean un párrafo coloreado como final de la argumentación, por lo que me detuve, medité un instante y luego clavé la vista en el azul que se veía más allá de las ventanas. —¿Pueden ustedes encontrar algo en sus corazones que atenúe la amargura de esta pareja abatida por la desgracia, de este hombre atormentado? ¿Pretenden sentenciarle, destruir su carrera militar, negarle su único medio de vida? ¿Pretenden enviar de nuevo a Laura a vender cosméticos y a la centralilla de teléfonos? ¿Cuánto daño permitirán que Barney Quill les haga? ¿No ha causado bastante dolor en sus vidas? ¿Y no basta ya para un solo hombre? Ocurra aquí lo que ocurra, ya ha traído la vergüenza y la humillación sobre sí y su familia. Ha agredido, violado y casi dado muerte a la mujer de otro. Provocó la detención del teniente y este juicio costoso y agotador. —Volví a detenerme—. ¿Es que pretenden contribuir con su veredicto a que el gran Barney, desde la tumba, continúe haciendo daño? Bajé la voz y extendí la mano. —Miembros del jurado, no tratan un teniente hipotético, sino con un ser humano que siente y que sufre, con un hombre cuyo destino está en sus manos. —Me volví a mirar al teniente que se sentaba muy pálido, con la vista fija en la pared—. Contemplen a este hombre solitario y agobiado por las circunstancias, que se encuentra aquí en espera de que unos desconocidos decidan acerca de su libertad, sin amigos, sin dinero, traicionado por uno de los primeros civiles que conoció. Contémplenle bien. Sin duda alguna sería un acto de caridad cristiana, así como vuestro deber legal, demostrar por medio del veredicto que aquí en nuestros bosques no ha muerto la decencia, que la justicia no es un juego entre abogados que dirige un hombre brillante de Lansing, que nuestra tradicional cordialidad no es un preludio para la traición. Moví la cabeza y bajé la voz hasta un murmullo. —¿Es que en vuestros corazones no encontraréis motivos para devolver a este hombre al Ejército que le necesita, y sobre todo a la mujer que ama? Hice una grave reverencia y volví a mi mesa. El teniente seguía inmóvil, con la vista fija en la pared. Oí el tictac del reloj eléctrico a mi espalda. Había concluido mi tarea y estaba cansado. Muy cansado… A mi espalda se alzó entre el público un largo y sollozante suspiro, como el de un neumático reventado, y cuando me volví pude ver que una de nuestras damas, estudiantes del homicidio, se había desmayado. Abría la boca de un modo cómico, como una careta de carnaval. Sus vecinas la abanicaban mientras el sheriff le arrojó lo que restaba del agua. Me pregunté si la había vencido la elocuencia de Biegler o el aburrimiento. Hipó con entusiasmo y luego abrió los ojos lentamente, se puso en pie y se tapó el escote, mientras contemplaba furiosa al ruborizado Max. El juez carraspeó. —Será mejor que tomemos cinco minutos de descanso —dijo—. Y, sheriff, quizá sería conveniente que abriera más las ventanas. —Sí, Señoría —dijo Max bruscamente, abandonando su ingrato trabajo para apoderarse de nuevo de la maza. Una vez se hubo desalojado la sala, Laura Manion acudió a mi encuentro y me estrechó la mano. —Ha estado usted magnífico. Gracias, Paul —dijo con lágrimas en los ojos. El teniente se aclaró la garganta. —Lo hizo usted muy bien — exclamó, humedeciéndose nervioso el bigote. —Gracias —respondí, poniéndome en pie y saliendo de la sala. Cuando estaba ya fuera, Parnell vino a mi encuentro y me estrechó la diestra entre las suyas. —Buen chico —dijo en voz baja, y luego se alejó, dejándome a solas ante la ventana desde la que se veía el lago, fumando mi pipa en silencio, hasta que Max Battisfore me recordó que se reunía la sala nuevamente. —Le hizo usted pasar un mal rato, Paul —dijo Max—. Así me gusta. —Sí, sheriff —respondí, vaciando la pipa y tomando la cartera—. Pero no olvide que Dancer tiene la última palabra. Capítulo veintiocho
EL juez hizo una seña a la mesa del
ministerio fiscal y Claude Dancer se puso en pie, acercándose lentamente al jurado. Mientras Mitch exponía su informe, y al principio del mío, observé que había estado muy ocupado tomando notas, pero en aquel momento aparecía con las manos vacías al tiempo que hablaba en un tono casi de conversación íntima. —Ante todo, señoras y caballeros, quiero felicitar a mi joven colega por el modo como ha llevado este caso. Fue un verdadero placer ayudar a un joven tan brillante. También deseo felicitar a la defensa por el modo tan activo y lleno de espíritu con el que ha defendido este caso. Si me considera duro, él ha sido un digno oponente. Sea cual fuere el veredicto que el jurado decida, el teniente Manion nunca podrá arrepentirse de haber elegido este abogado, por el modo capaz y astuto con que ha luchado por él. Asentí, al tiempo que Claude Dancer se volvía hacia el jurado. —Pero debo recordarles, señoras y caballeros —continuó—, que no soy yo quien está procesado, ni tampoco el difunto Barney Quill, ni, desde luego, el doctor Gregory, el psiquiatra presentado por el pueblo, por muy hábilmente que el letrado de la defensa haya intentado hacerlo creer. Es el teniente Manion a quien juzgamos, y si me lo permiten revisaré brevemente las pruebas de este caso, que a nuestro juicio tienden a demostrar su culpabilidad más allá de una duda razonable. Claude Dancer definió el asesinato como la muerte premeditada, deliberada y alevosa de una persona sin eximentes o justificaciones legales. Luego hizo un resumen del informe policial, conciso y extraordinario, que tendía a demostrar que la muerte de Barney Quill era eso precisamente, un asesinato. —¿No fue el suyo el comportamiento de un hombre impulsado por una furia fría e implacable? —preguntó. Destacó el hecho de que la propia Laura hubiera predicho que su marido iba a matar a Barney si éste cumplía su amenaza, el carácter vivo y celoso del acusado, demostrando en la ocasión que golpeó al joven oficial por haber besado la mano de su mujer; el hecho, declarado por Paquette, de que le llamó «Buster» al preguntarle si también quería algo para él… —Y si todo esto no fuera suficiente, tenemos aún las declaraciones que el acusado hizo al sargento detective Durgo —continuó el fiscal ayudante. Y las fue exponiendo ordenadamente y por turno, sin alzar la voz, pero inexorable. —¿Son éstos —indagó— el comportamiento y las palabras de un loco o los de un hombre resignado con su castigo y consciente de su culpa, después de un estallido de rabia homicida a causa del comportamiento de su esposa con un desconocido? (Por un instante, imaginé que Claude Dancer aceptaba tácitamente la violación, pero no, volvía a moverse de nuevo en el reino de la fantasía). —Aquí tenemos a un hombre que deliberadamente y a sabiendas tomó una pistola cargada, de lo cual no puede caber la menor duda, puesto que aún lo recuerda, se encaminó hacia el bar, y sin mirar a derecha ni izquierda mató como a un perro a su víctima para luego regresar a su roulotte, decirle a su mujer lo que había hecho y por último entregarse al alguacil que vigilaba el campamento de Thunder Bay, advirtiéndole que había dado muerte a Barney Quill. —Hizo una pausa—. ¿Y cómo podía recordar que había matado a Barney si estaba loco? El jurado escuchaba muy atentamente, mientras Claude Dancer seguía hablando. —Y si fue capaz de recordar y relatar lo que ocurrió poco después y poco antes del suceso, ¿por qué más tarde iba a olvidar precisamente lo que tanto daño podía hacerle? ¿No es ésta la imagen de un hombre calculador que sólo olvida lo que quiere? —Varios jurados asintieron involuntariamente, y yo me volví hacia Parnell encogiéndome de hombros—. Y recordad esto, miembros del jurado: este hombre se tomó la justicia por su mano. Aunque el difunto hubiera hecho todo lo que afirman que hizo, cosa que nosotros no aceptamos, existen medios legales de tratar con él, entre los cuales no figura el matarle a tiros. Desde luego, no es una defensa legal, como estoy seguro que les indicará el juez. Y al tomarse la justicia por su mano, el teniente quebrantó la ley por el mismo hecho de ocultar sobre su persona un arma; su acción comenzó con un delito. En esto último, el hombrecillo iba a llevarse un desengaño, ya que confiábamos que nuestras instrucciones demostrarían lo contrario, siempre que el juez las cursara, y que los jurados escucharan, las comprendieran y las atendieran. Claude Dancer se enfrentó luego con la pretendida demencia del acusado, y en su estilo directo y siempre lógico consiguió con bastante habilidad rehabilitar en cierto modo al psiquiatra del pueblo, a quien yo había vapuleado y desprestigiado. —Incluso el médico presentado por la defensa reconoció no haber hallado psicosis, neurosis, alucinaciones ni historia de demencia disociativa. — Destacó que el doctor Gregory era un hombre experimentado, mientras que nuestro médico, por muy sincero que fuera y por mucha vocación que tuviese, estaba aún aprendiendo—. El Ejército nos ha enviado un muchacho a realizar el trabajo de un hombre —indicó con su melodiosa voz. »En cuanto a la afirmación del letrado de la defensa de que nosotros no cursamos una solicitud para examinar al teniente, quiero añadir que no se nos dio una sola oportunidad de hacerlo. —Hizo una pausa y se volvió hacia mí—. Tengo la sospecha, una negra sospecha, de que si hubiéramos intentado examinar a este hombre, el señor Biegler hubiera intentado evitarlo por todos los medios. En realidad, las grandes dificultades con las que el pueblo suele enfrentarse en procesos de esta clase son tales, que tengo el propósito de hablar a mis superiores sobre ellas cuando regrese a Lansing. A mi juicio, debería redactarse una nueva legislación acerca de este aspecto. Es una situación grave, tanto para este caso concreto como para el futuro. Yo permanecí con la mano sobre los ojos, pensativo, escuchando tan sólo a medias al delicado hombrecillo, sumiéndome en un sueño conforme él salmodiaba con su persuasiva voz e iba tendiendo el lazo en torno al cuello del teniente Manion. En su propósito había algo admirable y a la vez aterrador. Era un fiscal a la antigua usanza: únicamente pretendía que se condenara al acusado. Yo debía reconocer que no hacía más de lo que yo estuve haciendo durante años. ¿Quién era yo para tirar la primera piedra? ¿Es que acaso todos los fiscales de ahora y los antiguos no pertenecían a la misma camada? ¿Y acaso no había sido preciso que un elocuente y enfurecido profano, llamado John Mason Brown, lanzara su devastadora acusación?
El fiscal tiene, por
necesidad, una especial mentalidad —había escrito John Mason Brown— de agilidad abrumadora, sinuosa, que no se desanima, siempre dispuesta a tender trampas. Tiene una gran tendencia a desenfocar los asuntos, y por instinto se basa en la confusión y florece sobre la debilidad. Sólo busca la destrucción, que luego presenta con honrosas cicatrices. Su deber es despertar dudas o provocar sospechas. Hace preguntas, no para saber, sino para condenar, y ve culpabilidad en la más inocente de las respuestas. Su único propósito, lo único que pretende, es obligar a un testigo a confesar acorralándole, agotándole o enfureciéndole hasta provocarle a indiscreciones verbales que parezcan reconocimientos de culpabilidad. A los naturales fallos de la memoria les da aspecto de estratagemas para ocultar un delito, o lo que es mucho peor, de embustes deliberados. Cortesía que oculta sus propósitos y que envuelve al testigo, sarcasmos que le hieren, intimidación, sorpresa, desfiguración de respuesta por medio de ironías, asociar hechos diversos o sugerencias, negar todo derecho a la parte contraria… Estos son los métodos y sistemas que su especial mentalidad sugiere al fiscal para conseguir su propósito.
Claude Dancer continuó su
argumentación, despertándome bruscamente de mi ensueño. —El abogado defensor y el psiquiatra militar han tratado del hecho de si el acusado sabía lo que estaba haciendo y si tenía conciencia de que obraba mal. Afirman abiertamente que esto carece de importancia. Tal vez como proposición médica o legal de tipo abstracto podría ser por lo menos discutible. ¿Pero qué es lo que nos ha convocado en este proceso? Nos ha convocado la acusación de asesinato contra un hombre que declaró bajo juramento que no recordaba lo que había hecho. —Claude Dancer señaló la bóveda de cristal—. Pues si verdaderamente recuerda lo que hizo, porque tenía conciencia de lo que estaba haciendo, no sólo engañó a su abogado y a su médico, sino que deliberadamente cometió perjurio acerca de uno de los aspectos fundamentales del proceso. En este caso, y tengo la seguridad de que el tribunal repetirá mis palabras, deben ustedes descartar su declaración, incluyendo el alegato de demencia, a menos de que la corroboren otros testigos acreditados cuya declaración les merezca crédito. Por tanto, hay una gran diferencia si ese hombre mintió. Me di cuenta de que involuntariamente asentía ante la gran fuerza de los argumentos del hombrecillo. —Recuerden que ninguno de nosotros puede examinar el cerebro de ese frío desconocido que hoy juzgamos. La realidad es que sabemos muy poco o casi nada acerca de él. Es muy posible que haya engañado a su competente abogado, que también haya engañado a su joven médico. Como el señor Biegler ha señalado tan bien, ninguno de nosotros es infalible. Y esto me lleva a la declaración de Duane Miller, el ocupante de la celda vecina a la del acusado. Como el señor Biegler, estoy dispuesto a que ustedes mismos juzguen. Para emplear una de sus frases más elegantes, es asunto suyo. Tan sólo les diré una cosa; en este trágico mercado que es el crimen y el castigo, es preciso que un ladrón atrape un ladrón, como afirma el adagio. Y a veces es el único medio. Claude Dancer hizo una pausa y consultó el reloj. —Sí, Duane Miller es un incendiario confeso que está pendiente de sentencia, un hombre con un historial criminal más largo que mi brazo. —Sonrió gravemente—. Créanme, yo hubiera preferido que hubiera sido profesor de estudios teológicos. Pero quiero recordarles en frase de Kipling, que tanto gusta al señor Biegler, que el pueblo toma los testigos donde los encuentra. No los puede seleccionar, como hace la defensa. No creo que el señor Biegler ni los inteligentes miembros del jurado esperaran que presentásemos un obispo como persona que había oído esta frase desde la celda vecina a la del acusado. Y tanto él como todos los que aquí estamos, sabemos que nuestro competente y bondadoso juez no recusará a este testigo a causa de lo que ha dicho o de cualquier sombra de promesa que yo haya podido hacerle, de lo cual, ténganlo presente, no existe la menor prueba. Me volví para contemplar al pálido Parnell y luego al juez, que sonreía débilmente. —Señoras y caballeros —continuó el fiscal ayudante—, tengan bien presente la diferencia entre locura y pasión. Recuerden lo fácil que es simular la primera y convertir la segunda en un síntoma de aberración mental. En realidad, la pasión homicida y la furia asesina son en sí mismas una forma de demencia, pero afortunadamente para la paz y el bienestar de la sociedad, la ley no las admite como justificante del asesinato frío y brutal. El hombrecillo no había levantado la voz una sola vez y sin embargo su argumentación era lógica, afilada y devastadora por lo persuasiva. Extendió las manos y añadió en voz aún más baja: —Éste es un proceso muy grave. Es grave para el acusado. Lo es asimismo para el pueblo, pues uno de nuestros conciudadanos ha sido abatido a tiros a sangre fría. La nuestra no es la ley de la selva y no creo que se retiren a deliberar imaginando que es así. — Extendió nuevamente las manos—. Escuchen las recomendaciones del juez. Luego, dicten un veredicto que esté de acuerdo con el corazón y con la conciencia. Eso es lo único que pido. Gracias. Claude Dancer hizo una leve inclinación y regresó a su mesa. Capítulo veintinueve
EL juez Weaver, dirigiéndose a la mesa
de Mitch, indagó: —¿Tiene el ministerio fiscal algunas instrucciones para el jurado? —No, Señoría —respondió Lodwick, poniéndose en pie. El juez se volvió entonces a mí. —¿Y la defensa? —Sí, Señoría —dije, tomando un pliego de folios y encaminándome hacia el estrado del juez—. Entrego al tribunal la petición escrita de diecisiete instrucciones que deseamos se lean a los jurados, pues consideramos que aclaran varios aspectos de este proceso. —El juez me miró sorprendido—. Quiero añadir —continué— que son en todo idénticas a otras que ya anteriormente se entregaron al tribunal. —Me acerqué a la mesa de Mitch—. Entrego también al ministerio fiscal copias de estas peticiones. —Muy bien, caballeros —dijo el juez, consultando el reloj al tiempo que abría una carpeta de cuero y miraba al jurado—. Señoras y caballeros: según nuestra legislación, son ustedes los únicos que pueden decidir acerca de los hechos expuestos en este caso, pero yo soy el único que dictará sentencia, de acuerdo con la ley. La legislación que deberán tener en cuenta no la han de tomar de los suplementos dominicales, ni de los programas policíacos de televisión, ni de los almanaques familiares, ni siquiera de los letrados que actúan en este proceso; únicamente de lo que yo les diga. »Según la información previa acerca de este caso, existen tres delitos distintos —continuó— y la ley exige que se instruya a los jurados acerca de la naturaleza de cada uno de los delitos, de modo que puedan determinar el grado de cada uno de ellos. Hay asesinato, según la ley y tal como lo indica la información previa de este proceso, cuando un hombre en posesión de sus facultades mentales, a propósito y contra todo derecho, mata a un semejante, con premeditación y alevosía. Esta definición de la ley común [51] rige en nuestro Estado. Por tanto, si llegaran ustedes a la conclusión de que el acusado es culpable de asesinato, tal como yo lo he definido, deben determinar si es culpable de asesinato en primero o segundo grado, diferencia que ahora les explicaré. Indicó entonces lo que distinguía al asesinato en primero y segundo grado, es decir, que en este último no existía premeditación. Luego, definió el homicidio como la muerte de una persona llevada a cabo sin premeditación ni alevosía. Aclaró la presunción de inocencia y entró luego en lo que se entendía por duda razonable. El sheriff se acercó con un jarro de agua. El juez hizo una pausa para beber mientras, pensativamente, pasaba la página en su libro de notas. Luego continuó: —Una duda razonable es una lógica que se desprende de los mismos hechos del caso o de las declaraciones de los testigos; no se trata de una duda imaginaria, posible o capciosa, sino de una duda lógica basada en la razón y en el sentido común. Es la duda que queda después de un examen cuidadoso de todas las pruebas de este caso, en tal condición que no puedan decir en conciencia que tienen una certeza moral de la verdad de la acusación hecha contra el inculpado. Como Parnell y yo habíamos imaginado, el juez se decidió luego a desmenuzar lo que se conoce por «ley natural». —No existe tal cosa en nuestra legislación —continuó el juez—. Tan sólo existe en los establecimientos públicos y en las tertulias callejeras, y les exijo que la olviden por completo. Luego indicó a los jurados que podían no absolver al acusado porque se alegara que Barney había violado a su esposa, aunque creyeran que esto había sucedido. El juez insistió en este tema, tal como yo había insistido con el teniente varias semanas antes y vi que algunos de los jurados parpadeaban sorprendidos, ya que hasta aquel momento habían creído lo contrario. El juez, después de consultar el reloj, pasó otra página y siguió diciendo: —Como eximente, el acusado alega demencia y ahora les indicaré lo que la ley dice a este respecto. Consulté las instrucciones que había presentado para asegurarme de cuándo iba a comenzar a referirse a ellas. Habíamos numerado todas nuestras instrucciones y el corazón me brincó al comprobar que repetía la primera, palabra por palabra. —En principio, se acepta siempre que el acusado está en su sano juicio, pero en cuanto éste presenta prueba de lo contrario, es el pueblo quien debe convencer a los jurados, más allá de una duda razonable, de la lucidez del inculpado, puesto que es ésta una de las condiciones precisas para que en este caso el delito haya existido. Cuando la defensa presenta una prueba para anular esta presunción de cordura por parte del acusado, los jurados deben examinarla, pesarla y tenerla en cuenta, pero en la inteligencia de que, pese a haber sido iniciativa de la defensa el presentarla, es misión del ministerio fiscal establecer todas las bases de culpabilidad, una de las cuales es la lucidez mental. Cuando existan pruebas, presentadas por el inculpado, que indiquen que en el instante de cometer el delito del que se le acusa se hallaba bajo los efectos de perturbación mental permanente o temporal, es obligación del ministerio fiscal demostrar la lucidez del inculpado más allá de una duda razonable, como ya lo he definido, y si esto no sucede, el acusado debe resultar absuelto. El juez dio vuelta a la página, y, aunque siguió leyendo, alzó la cabeza igual que un veterano locutor de TV, mientras repetía palabra por palabra nuestra segunda instrucción. —Se alega aquí, por la defensa, que el teniente Manion estaba perturbado cuando disparó y mató a Barney Quill. El eximente, tal como yo lo entiendo, se denomina por lo general locura temporal, y les advierto que tal alegato, si satisfactoriamente se les demuestra, es tan válido como si el acusado estuviera loco de un modo definitivo y permanente. En otras palabras, la duración de la perturbación mental del acusado no es lo que se debate; lo que deben tener en cuenta es si la perturbación mental aludida, por muy breve que fuera, fue de tal naturaleza que dejó incapacitado al inculpado de emplear su libre albedrío o su voluntad, o de apreciar la diferencia entre el bien y el mal. Si llegan a la conclusión de que cuando hizo los disparos que mataron a Barney Quill padecía alguno de estos aspectos de perturbación mental, deben absolverle, a pesar de que antes y después del incidente disfrutara de una lucidez mental similar a la de ustedes o la mía. Volví la vista hacia Parnell, que permanecía inclinado hacia delante, tenso, escuchando atentamente con los ojos cerrados. Resultaba bien claro que el juez iba a leer íntegra por lo menos nuestra instrucción de locura, y de momento ya había hecho aparecer el impulso irresistible del proceso. —Una de las cláusulas de la responsabilidad legal en un delito — continuó— es que el culpable debe estar en su sano juicio; sin pruebas de lo contrario, todos los hombres son legalmente cuerdos ante la ley. Pero cuando se ha puesto en duda el sano juicio de un inculpado en un proceso criminal, es el pueblo quien debe demostrar que aquél no está loco, más allá de una duda razonable. Por tanto, resulta que si llegan a la conclusión de que el inculpado estaba perturbado cuando cometió el delito, o existe una duda razonable acerca de su cordura en aquel momento, en cualquiera de los dos casos deben absolverle por demencia. El juez siguió leyendo la última instrucción acerca de la locura, tal como nosotros la habíamos expuesto. —Como ya he dicho, la base principal de la defensa del acusado es que estaba loco cuando cometió el delito, y por tanto no era legalmente responsable de sus actos. El acusado ha presentado pruebas que indican que uno de los factores que contribuyeron a la demencia que alega fue el haber recibido una gran impresión al saber que su esposa había sido brutalmente ultrajada por el difunto. El juez hizo una pausa y yo contuve el aliento, en espera de comprobar si leía íntegra la segunda parte. —A este respecto, les advierto que si creen sinceramente que el inculpado estaba loco, según la definición que he dado, no es preciso que también crean que asimismo fue violada la esposa. Es suficiente que crean que el acusado se convenció de que todo esto ocurrió a su esposa y de que el difunto era culpable, y que este convencimiento del acusado se basaba en razones lógicas. En otras palabras, es suficiente que comprendan que el acusado creyó el relato de su mujer, que esta certeza se basó en razones lógicas y que todo esto contribuyó a perturbarle, aunque, en realidad ninguna de estas amenazas o violencias tuvieran lugar. Me volví hacia Parnell, quien parecía mover los labios acompañando al juez cuando éste leía en voz alta su instrucción preferida acerca del impulso irresistible. —Testimonio médico de experiencia se ha presentado por parte de la defensa de que el acusado estaba loco en la noche de autos y que su demencia recibe por lo general el nombre de «impulso irresistible». Debo advertirles que tal forma de locura está considerada como eximente en Michigan y que indica la ley de este Estado que incluso si el inculpado podía comprender la naturaleza y consecuencias de su acto, y distinguir el bien y el mal, pero que, sin embargo, se vio obligado a llevarlo a cabo por un impulso irresistible que no podía dominar como consecuencia de una perturbación mental permanente o momentánea, estaba loco y por tanto deben absolverle. El juez hizo una nueva pausa y luego repitió palabra por palabra el caso Duige que Parnell y yo descubrimos simultáneamente durante nuestras investigaciones. —Repetiré lo que decidió hace años el Tribunal Supremo de Michigan acerca de este asunto: «Debe considerarse si el acusado es hombre de mente sana. Por mente sana no se pretende indicar una mente igual a la de cualquier otro mortal de este mundo. Sabemos que existen diferencias en las mentes de nuestros conocidos. Algunos seres tienen cerebros brillantes y ágiles; otros, torpes, pero a ambos se les considera normales; quizá sería mejor decir, y que así conste, que si por motivos de enfermedad el acusado no pudiera saber que estaba obrando mal en aquel momento particular, o si no tuviera fuerzas para resistir el impulso de llevarlo a cabo, a causa de su enfermedad o de su locura, se le considerará demente. Pero debe ser una demencia que afecte al acto en cuestión y no una demencia que en nada se relacione con él. Esto debe decidirlo el jurado». De nuevo volví a mirar a Parnell, el cual elevó los ojos al cielo, como si estuviera dando gracias, mientras el juez continuaba la lectura. —Aunque consideraran que el acusado sabía la diferencia entre el bien y el mal, si la noche de autos al disparar sobre su víctima y a causa de su demencia o de su enfermedad mental había perdido la facultad de elegir entre el bien y el mal, ya que su fuerza de voluntad había quedado destruida, y el acto que realizó estaba relacionado con su perturbación mental o su locura hasta ser la única causa, en este caso el acusado no sería responsable de nada y vuestro veredicto debería ser el de inocente a causa de su demencia. El juez carraspeó al llegar a nuestra instrucción más importante acerca de las distintas oportunidades que de examinar al acusado habían tenido ambos psiquiatras para basar su declaración profesional. —Se ha ofrecido testimonio médico de la demencia del acusado. A este respecto, les aconsejo que tengan en cuenta la declaración de los médicos y sus opiniones sobre este tema. Consideren asimismo la oportunidad que ambos médicos han tenido sobre qué basar sus opiniones. Todo esto provenía del proceso que descubrimos investigando libros y estuve tentado de extenderme sobre este tema y ampliarlo, pero no me atreví; éste era uno de los puntos más peligrosos de las instrucciones a los jurados; a veces, un abogado encontraba fuentes para apoyar su punto de vista, pero si pretendía hincharlo o extenderse demasiado se exponía a quebrantar la confianza del juez en todas las demás instrucciones, y lo que era peor, hacer que el juez no leyera aquel punto de sus escritos. Sin embargo, por vez primera, un juez por iniciativa propia se extendió más allá de nuestras exposiciones y el corazón me dio un brinco cuando le oí añadir: —Considerar las oportunidades que un médico haya tenido de conocer al enfermo significa e incluye las oportunidades materiales que ha tenido de examinar al hombre cuya demencia se discute, los tests que se aplicaron si es que se hicieron, la experiencia demostrada por los médicos en el campo de la psiquiatría con anterioridad a este proceso y, por último, si es que hubo oportunidad de obtener conocimientos sobre los que basar una opinión científica. El juez se pasó el grueso dedo por el cuello. —Les he dicho ya que el hecho de que el difunto violara o no a la esposa del acusado no representa en sí un eximente legal ni tampoco justifica que éste quitara la vida al difunto. Pero, como hemos visto, debemos estudiar la cuestión de la violación, puesto que tuvo influencia en la supuesta demencia del inculpado y en lo que más adelante explicaré. Pero antes he de explicar lo que legalmente constituye el delito que tratamos. La violación es un delito, y se define como el conocimiento carnal con mujer por la fuerza y en contra de su voluntad. La fuerza es un elemento esencial en este delito. Para poder condenar a un hombre, un jurado debe estar convencido, más allá de una duda razonable, de que el delito se llevó a cabo por la fuerza y en contra de la voluntad de la mujer, que ésta presentó toda la resistencia que le permitía su capacidad física y que su voluntad quedó anulada por miedo a posibles consecuencias de su negativa. El juez consultó el reloj y siguió leyendo las instrucciones que había presentado, cada vez más de prisa. —Existen indicios de que aquella misma noche el difunto quizás agrediera a la esposa del inculpado con aquel propósito. El artículo que en nuestra legislación define esta agresión es el que sigue: «Cualquiera que agrediese a una mujer con propósito de cometer el delito de violación es culpable de felonía». Una agresión se define como el intento o realización de causar, por fuerza y violencia, daño corporal a otra persona. En estos casos los jurados deben estar convencidos, antes de decidir, que el hombre intentó satisfacer su deseo en la persona de la mujer, sin tener en cuenta la negativa de ella, ni tampoco su resistencia. Si tal agresión se realiza con las intenciones antes citadas, no es un eximente que el hombre abandonara o dejara sin cumplir su propósito. Si están convencidos, por las pruebas aquí presentadas, de que el difunto realizó más tarde un nuevo intento de agredir a la mujer del acusado con aquella intención y que procuró llevarla a cabo por la fuerza sin tener en cuenta la resistencia que podía oponérsele, entonces sería culpable, hubiera o no realizado su propósito. El juez continuó: —También ha habido aquí testimonio médico y profano de si se encontraron o no indicios indubitables en el cuerpo de la esposa del acusado. Debo advertirles que nada tiene que ver que se encontraran o no se encontraran para saber si el difunto la violó o no. El juez suspiró hondo y bebió otro vaso de agua. Había leído ya trece de nuestras instrucciones y si continuaba la recha de buena suerte trataría ahora del derecho de mi defendido de detener a Barney aquella noche. Conforme el juez seguía leyendo, lo único que me hubiera bastado para saber que todo iba bien era la sonrisa de Parnell, cada vez más amplia. —Se ha afirmado por parte de la defensa que el inculpado abandonó aquella noche su roulotte y se fue al bar del hotel con la intención de detener al difunto. En este aspecto, advierto que, según la ley de este Estado, cualquier ciudadano privado, es decir, que no sea policía ni agente del orden, puede detener legalmente a quien haya cometido un delito, aunque éste no haya tenido lugar en presencia de aquel que va a detenerle. Por tanto, si creen que el difunto perpetró uno o más delitos aquella noche, y repito que la violación y la agresión con propósito de ella son delitos, entonces el inculpado tenía perfecto derecho a detener al difunto sin una orden previa, y este derecho seguiría siendo tal aunque el inculpado fuera completamente ajeno a los delitos que se atribuyen al difunto y no tuviera la menor relación con la mujer que fue víctima de ellos. Un particular puede detener sin orden previa a quien sospeche que ha cometido un delito, pero en tal caso debe estar dispuesto a demostrar que el delito efectivamente se cometió y que cualquier persona razonable, que actúe sin pasión ni prejuicio, hubiera lógicamente sospechado que la persona detenida era quien lo cometió. Asimismo debo advertirles que tanto un agente del orden como un particular pueden, en casos como los señalados, emplear la fuerza que crean necesaria para detener a un delincuente o para evitar que huya después de haber realizado su detención, incluso hasta llegar a matarle. Sin embargo, primero deben advertir de su propósito a la persona que intentan detener. Claude Dancer se sobresaltó y me miró inquieto cuando el juez continuó su lectura: —Por otra parte, no existe prueba de que el inculpado detuviera al difunto, le comunicara su propósito de detenerle, ni disparara sobre él para llevar a cabo la detención o le matara para evitar que huyese. Más bien se ha alegado que se volvió temporalmente loco, con todas las consecuencias que resultaron. Sin embargo, deben considerar las anteriores advertencias que les he hecho acerca del derecho del inculpado para practicar una detención al considerar su intención al encaminarse al bar. Si fue allí con el propósito de matar, en vez de ir a practicar una detención, entonces, si le encuentran mentalmente responsable, el delito es asesinato; pero si se encaminó allí con el propósito de practicar una detención y no a matarle, y luego se volvió loco, en los términos que he definido, entonces deben absolverle. Y mientras tratamos de este tema, debo advertirles, y así lo hago, que sean cuales fueren los motivos que consideren que impulsaron al detenido a encaminarse al bar, incluso aunque se tratara del inadmisible propósito de matar al difunto, si además llegaran a la conclusión, con pruebas claras, de que era legalmente irresponsable en el momento de cometer el delito por el que le juzgamos, es decir, que estaba loco, entonces deben absolverle. Me tocó a mí entonces dirigir una mirada a Claude Dancer, cuando el juez insistió en el derecho del teniente a llevar encima la pistola con la que mató a Barney Quill. —Se ha hablado aquí, y se han presentado pruebas al respecto, de que el detenido podría ser también culpable de haber ocultado en su persona un arma para la cual no tenía licencia en la noche de autos, todo lo cual es contrario a la ley de Michigan. Es cierto que según nuestra legislación el ciudadano debe solicitar permiso para uso de armas y que es un delito para este ciudadano ocultar un arma sobre su persona o en cualquier otro lugar sin antes haber obtenido la licencia correspondiente. Pero en este aspecto, yo advierto, aparte de lo que aquí se haya podido decir y aunque esto sea lo contrario, que las leyes sobre armas y acerca de las pistolas sin licencia en Michigan, no pueden aplicarse al inculpado. No se aplican, porque la legislación de Michigan acerca de estas materias expresa taxativamente lo que voy a repetir: «que todo lo que antecede no se aplicará a ningún miembro del Ejército, de la Armada o del Cuerpo de infantería de marina de Estados Unidos». En otras palabras, el teniente Manion, como miembro del Ejército de Estados Unidos, quedaba exento de lo que prescribe la ley y tenía derecho a llevar un arma aquella noche, para lo cual importa muy poco si estaba o no estaba de servicio. Por tanto, repito que aunque hayan oído decir lo contrario, así se expresa la ley de este Estado. El juez cerró su carpeta y tomó unos papeles de otra. Miré a Parnell, quien sonrió apresurándose a desviar la vista. El juez no sólo había leído las diecisiete instrucciones que enviamos, sino que además había ampliado y mejorado notablemente la que se relacionaba con el examen del psiquiatra. El juez explicó entonces al jurado algunos aspectos legales de su misión, entre ellos el modo como debía tratar a un testigo que hubiera prestado declaración falsa. «Esto —reflexioné— tanto puede servirnos para perjudicar a Duane Miller como al teniente». Weaver se mantenía erecto en su silla, con las enormes manos colocadas ante él. —Estoy casi al fin de las instrucciones. Les recuerdo que no pueden declarar culpable a este hombre si le consideran loco en los aspectos que he dicho. Por otra parte, no deben considerar que porque un hombre se comporte de un modo alocado o en un frenesí, quisiera decir que actúa bajo la influencia de un impulso irresistible o de otra forma de demencia. La demencia debe separarse de la pasión o de la cólera, pues de otro modo nuestras Audiencias no serían sino lugares donde se absolvería a los delincuentes. El juez consultó el reloj y continuó: —Su primera obligación en cuanto se encierren en la sala de los jurados será elegir un presidente. —Weaver sonrió al añadir—: En vista de la hora y de la interminable extensión de mis instrucciones, sin mencionar las dilaciones de los letrados, sugiero que limiten su campaña particular para ese cargo… El presidente que elijan anunciará el veredicto. El juez se inclinó entonces para contemplar a Clovis Pidgeon. —Escribiente —dijo—, sírvase reducir el número de jurados a doce. De nuevo había llegado la hora de Clovis y éste se puso en pie, pálido, para colocar los nombres de los catorce jurados en su caja, sacudirla convenientemente y sacar uno. Contuve el aliento, deseando que no suprimieran a mi jurado favorito. —Señora Minnie Leander —llamó Clovis, y la señora afectada de la expresión de perpetuo asombro desapareció para siempre de mi vida. —Gracias —dijo el juez cuando ella, insegura, abandonaba el estrado, quizá sorprendida por vez primera en el juicio. Clovis agitó nuevamente la caja y sacó otro nombre. —Arsène La Forge —dijo, y el pobre Arsène debió retirarse del campo. —Tome juramento a un representante de la ley —dijo el juez, y el sheriff ayudante de Cari Vosper, se adelantó, alzó la mano y prestó juramento, repitiendo las palabras que le indicaba el escribiente y que con seguridad eran ya viejas durante la infancia de sir Thomas Mallory. —¿Jura usted solemnemente que con la ayuda de Dios pondrá todo su celo en mantener a los que han sido admitidos como jurados de este proceso en algún lugar retirado y apropiado, sin comida ni bebida, excepto agua, a menos que el tribunal ordene lo contrario, que no tolerará comunicación con el exterior oral o escrita, que tampoco usted se comunicará con ellos de palabra o por escrito, a menos que se lo ordene el tribunal, y que hasta que anuncien su veredicto no informará a nadie del estado de sus deliberaciones o del veredicto al que hayan llegado? —Juro —dijo Cari Vosper, y se volvió para indicar a los jurados que se pusieran en pie y le siguieran a la sala de conferencias. —Sheriff —indicó el juez—, asegúrese, una vez se haya desalojado la sala, que se les sirva comida a los jurados. —Sí, Señoría —respondió Max. Luego se levantó, obligando a ponerse en pie a todo el mundo—. Este digno tribunal suspende la vista hasta que el jurado esté dispuesto a leer su veredicto o hasta nueva orden. Capítulo treinta
UNA vez se hubo retirado el jurado,
contuve mis deseos de tenderme sobre la mesa para estirar los miembros y dormirme. La pesadilla había concluido; durante varias semanas, especialmente desde que comenzó el proceso, el poco sueño inquieto del que pude disfrutar no había sido más que siestas poco reconfortantes. Me sentía demasiado cansado, incluso para hablar, y quedé allí sentado, con los brazos colgando a los lados de la silla, contemplando la cúpula manchada por los palomos. Laura y el teniente se sentían muy inquietos y consiguieron que les dejaran trasladarse a otra habitación para poder fumar. Parnell se me acercó orgulloso como una clueca y me dijo: —Más vale que salgas al coche, muchacho. Yo estaré al tanto y te avisaré. —Me tiró de la manga—. Vamos, vete, muchacho, antes que comiences a roncar. Asentí agradecido y en silencio me puse en pie y me dirigí a la calle por la escalera atestada de gente. Me senté en el coche y permanecí inmóvil contemplando sin ver la pared pétrea de la Audiencia, estudiando la antigua construcción de cemento que se alzaba ante mis ojos. Me sentía a la vez preocupado y fatigado. Después de un largo y complicado proceso, uno no sólo se siente físicamente exhausto, sino que el cerebro que ha trabajado más de la cuenta, está acorchado y torpe. Todas las sensaciones y los sentimientos parecen disueltos. Nada más se puede hacer. Uno parece un viejo y maltratado boxeador reducido a la condición de sparring[52]. A esto debía añadir mi inquietud ante el resultado del caso. Estuve bostezando hasta imaginar que ya no podía hacer otra cosa; los párpados me pesaban; la cabeza me cayó sobre el pecho y de súbito me encontré en una colina cubierta de pinos ante un arroyo lleno de truchas… Y los coletazos de los peces provocaban unos círculos tan bonitos en el agua… ¿Pero cómo había aparecido súbitamente el lindo semblante de Mary Pilant? Alguien me tiraba del brazo. Había oscurecido. —Vamos, Paul, ha terminado la siesta. El jurado ha llegado a un acuerdo. Van a comunicar el veredicto. —Era Parnell quien intentaba levantarme la cabeza—. Vamos, muchacho, despierta. Te están esperando. En la sala del tribunal había un silencio de muerte. Eran las nueve y diez. Todos estaban en sus puestos, tan tensos como espectadores de una ejecución. Cuando el juez Weaver me vio llegar a mi mesa, le hizo una seña al sheriff ayudante. —Haga venir al jurado —dijo. La tensión había prendido sobre la sala durante toda una semana pesada y opresora como una cortina de niebla, pero de súbito parecía haber recobrado vida, agitándose y golpeando casi con rudeza las paredes de la sala, con una rapidez eléctrica. Tensión… Me parecía escuchar su lamento eléctrico, similar al canto de sirena de mi infancia, a mi pintada flauta a la que recurría cuando desobedecía a mi madre. Con frecuencia, en tales casos me sentía atraído como por un imán hacia las minas de hierro, y pequeño e ignorado solía permanecer en la oscuridad durante una hora o más escuchando la música extraña y penetrante de los cables del transmisor de alta tensión. Me humedecí los secos labios. Mi estómago pareció relajarse convulso y me sentí mal, lamentando haberme burlado de la espectadora que se había desmayado. Pero nadie se fijó en mí, pendientes todos de la tensión que se iba extendiendo dominadora por la sala. Parecía haber pasado una eternidad antes que el sheriff ayudante abriese la pesada puerta y poniéndose a un lado dejase entrar a los jurados. Me brincó el corazón al ver al excombatiente finlandés salir el primero. El primero, lo sabía muy bien, solía ser el presidente, pero ¡Dios mío!, ¿me habría equivocado acerca de aquel hombre? ¿Sería acaso uno de los jurados veletas, estilo camaleón, que como las esponjas no absorbían sino el último argumento que oían? ¿Acaso la declaración de Duane Miller hizo que todos cambiaran de punto de vista? Mil ideas distintas me asaltaron y mis pensamientos se agitaron y se sucedieron como aseguran que les ocurre a los que se ahogan. Los cansados jurados formaron un semicírculo ante el estrado del juez. Media luna de siniestro significado. El juez extendió la mano. A pesar de la multitud, que hablaba continuamente, su voz resonó como la de un jefe de estación a medianoche en un vagón desierto. —Advierto a los presentes que no deben interrumpir la proclamación del veredicto. Interrumpiré la vista y desalojaré la sala si esto ocurre. Quedan avisados. Adelante, escribiente. Clovis Pidgeon se puso en pie y se enfrentó con los jurados. Era aquél su último papel en el proceso. Su voz resonó excesivamente alta en aquella enorme sala. —Miembros del jurado, ¿han decidido ya un veredicto, y de ser así, quién hablará en nombre de todos? —Tenemos un veredicto —dijo mi jurado, adelantándose—. Yo soy el presidente. —¿Cuál es el veredicto? —indagó Clovis, mientras el juez con el ceño fruncido, mantenía en alto la mano. —Consideramos —empezó a decir el presidente, pero le falló la voz, carraspeó y tuvo que volver a empezar —: Consideramos que el acusado es inocente por razón de su demencia. Hubo un profundo suspiro y Clovis habló en seguida. —Miembros del jurado, escuchen su veredicto tal como lo han expresado. ¿Afirman bajo juramento que consideran al acusado inocente del delito de asesinato, por razón de su demencia? ¿Es éste el veredicto, señor presidente? ¿Es éste el veredicto, miembros del jurado? Los doce jurados respondieron afirmativamente y asintieron con la cabeza. Cuando el juez bajó la mano pareció la señal que desencadenaba el caos: la sala semejó cobrar vida como un mar impulsado por un tifón. Los diques de tensión se habían roto al fin. El clamor ascendía como una ola tras otra. Todo el mundo estaba en pie. Laura echó los brazos al cuello del teniente y rompió a llorar. El ruborizado Manion me tendió la mano y yo la estreché. Consulté el reloj: eran las 9 y 17. Una mujer bajita, de diminutos ojos brillantes, saltó de súbito por encima de la valla de los abogados, estrechó con fuerza a Laura y al teniente e intentó iniciar un vals con ellos. Quiso luego abrazarme, pero conseguí escapar, por lo que ella se agarró al presidente del jurado, quien sonrió y me hizo un guiño. Parnell seguía en su silla, pálido, parpadeando y mordiéndose el labio. El escribiente se encontraba nuevamente en su sitio, descifrando un crucigrama. Claude Dancer fue el primero en llegar hasta mí. Me estrechó la dolorida mano e hizo bocina con la izquierda, acercándose a mi oído. —¡Enhorabuena, Biegler! —gritó—. ¡Es usted un adversario temible! —Gracias, Dancer —respondí con igual tono de voz y sonriendo—. Lo mismo digo, pero corregido y aumentado. Mitch me tendió la mano, sonrió, dijo algo y se volvió. Tomó la mano del teniente, la estrechó y se fue. Entonces los reporteros de los periódicos de la ciudad se lanzaron sobre nosotros. —Mire aquí, teniente, por favor. Oiga, Biegler, ¿es que no va a sonreír? Usted ha ganado, recuérdelo. ¿Quiere quitarse las gafas, señora? Una foto del jurado. ¿Dónde está el perro ése? Vamos a buscar al médico… El juez, moviendo la cabeza con indignación, seguía golpeando la mesa con la maza, de modo monótono. Max, muy sonriente, golpeaba también la mesa de modo violento y desacompasado. Lentamente, las conversaciones y los murmullos se apagaron; la sala, repleta de voces, quedó en silencio. Éste llegó a ser opresivo, casi peor que el estruendo. El juez se dirigió a los jurados. —Gracias, señoras y caballeros, por su leal y concienzudo servicio en este caso largo y difícil. Se han comportado bien en uno de los más importantes deberes de un ciudadano. Creo que no hay nada más que decir. Se les dispensará de todo servicio hasta el lunes próximo a las nueve de la mañana. El juez movió nuevamente la cabeza y luego contempló a los periodistas que estaban a la espera de nuevas fotos. —Advierto a los seguidores de Daguerre que se sirvan trasladar sus adminículos fotográficos al exterior de esta sala. Quizá deba añadir que quien desobedezca esta orden pasará por lo menos esta noche como huésped de nuestro hospitalario sheriff, cuyo lema es, según me ha dicho: «Un colchón sin muelles en cada celda». Hice una seña a mi jurado favorito, quien sonrió y alzó ambas manos unidas para felicitarme. Una vez que la alta puerta se hubo cerrado tras ellos, el juez carraspeó y se dirigió a los letrados. —Caballeros, como muy bien saben, la ley me endosa, según el veredicto del jurado, el desagradable deber de enviar a este hombre a un sanatorio hasta que se le reconozca cuerdo. Es doblemente desagradable por el hecho de que dos psiquiatras cuyas opiniones, por otra parte, eran violentamente opuestas, abundaron en una cosa: que ya está cuerdo. Ocurre que yo creo lo mismo, Como creo que ustedes también lo opinan, y me parece una burla de la justicia tenerle que encerrar. —Hizo una pausa—. Sin embargo, no pienso hacerlo porque la ley también dice con mucho sentido que no se deben hacer cosas inútiles. Y sería desde luego inútil enviar a este soldado a un manicomio. Es más, sería un acto perverso y vengativo. No obstante, este hombre sigue detenido. —El juez hizo una nueva pausa y aspiró hondo—. Caballeros, celebraré aceptar una petición de babeas corpus para ponerle en libertad. A pesar de la hora, estoy dispuesto a disponer los trámites siempre que concuerden conmigo. El jurado emitió su decisión y a mí personalmente me molesta que este hombre pase otra noche en la cárcel. Me había dejado caer en la silla, pero bruscamente me puse en pie. —Tengo aquí la petición ya dispuesta y a punto de tramitarse — advertí. (Durante la semana, Parnell, que nunca dejaba de planear algo, tuvo la intuición de prepararla)—. Si el fiscal no se opone, todo está preparado para tramitarla. Claude Dancer consultó con Mitch en voz baja y luego se puso en pie. —Convenimos, Señoría, en que este hombre no debe ser internado. También convenimos en que no debe pasar otra noche en la cárcel. Por tanto, no hay inconveniente en tramitar el babeas corpus. —El hombrecillo hizo una pausa y se aclaró la garganta—. Además, en interés de la rapidez, sugiero que los letrados se pongan de acuerdo para que una copia del testimonio de los psiquiatras se una al babeas corpus y que el teniente sea puesto en libertad esta misma noche. En lo que a mí respecta, el tribunal, el señor Biegler y el señor Lodwick pueden concluir y poner en limpio, sin prisas, cuantos papeles sean necesarios durante la semana próxima. —Una sugerencia muy sensata, señor Dancer —dijo el juez, asintiendo—. Lo haremos en seguida. Escribiente, si se sirve abandonar por un instante ese crucigrama y tomar nota… Siete minutos más tarde, el teniente Manion volvía a ser un hombre libre. El sargento detective Durgo se acercó y le estrechó la mano sonriendo, y le tendió la «Lüger» al oficial. —Esto es suyo, amigo —dijo. Manion parpadeó y se echó hacia atrás. —Désela a mi abogado —dijo—. Como recuerdo… Creo que se lo ha ganado. De súbito me encontré sosteniendo con dos dedos la pistola que había dado muerte a Barney Quill. —Gracias —dije, sin saber qué hacer, y al fin la guardé en mi cartera—. Confío sargento —añadí—, que tanto usted como Dancer me permitirán que la lleve a mi casa sin detenerme por no tener licencia. El sargento rompió a reír, asintió con la cabeza, y después de saludar se marchó. Laura y el teniente se encaminaron a la prisión para recoger el equipaje. Debíamos encontrarnos nuevamente más tarde. La sala estaba casi vacía, a excepción de un par de curiosos, de Smoky Madigan y sus escobas, de Parnell, de Maida y de mí. Encendí un cigarro y me senté, estoico, poniendo en orden mis papeles. Parnell se acercó. —Bien, muchacho, lo conseguiste — exclamó, apoyando la mano en mi hombro—. Estuviste magnífico. Alcé la cabeza hacia el fatigado anciano. —Lo conseguimos, amigo —corregí con calma—. No lo olvides. Los dos lo conseguimos. El juez entró de nuevo en la sala, con sus ropas de calle, un grueso abrigo, sombrero y una cartera. Se quedó inmóvil y silencioso como una imagen en granito de la ley. Me separé de Parnell y me acerqué a él para estrecharle la mano. —Enhorabuena —dijo, estrujando mi dolorida diestra con su garra—. Enhorabuena por ganar una de las más difíciles y brillantes acusaciones criminales de cuantas he visto. Y creo que he asistido a algunas. Le miré sorprendido. —¿Acusaciones? —repetí, sorprendido, temiendo que el pobre hombre hubiera sucumbido a la fatiga del proceso. ¿Es que acaso me confundía con Claude Dancer? —Acusaciones —dijo a su vez el juez sonriendo francamente—. Me di cuenta hace tiempo, como le habrá ocurrido a usted sin duda, que un jurado, en un proceso de asesinato, invariablemente juzga a la víctima al mismo tiempo que el acusado. ¿Merecía la muerte? ¿Debemos glorificar al que le mató? Pero ésta es la primera vez en mi carrera profesional en que he visto procesar a un muerto por violación. Es un nuevo caso. Y por cierto, parece usted, al mismo tiempo, haber logrado la libertad de otro individuo llamado Manion. —Hizo una pausa—. Imagino que en el fondo de su corazón sigue siendo un fiscal. —Gracias, señor juez —dije sonriendo con satisfacción—. No se me había ocurrido ver los procesos por asesinato bajo este aspecto. Fue un verdadero honor y un gran placer trabajar con usted. Si me lo permite, señor, sin que sospeche que quiero halagarle, le diré que es usted un juez en la línea del juez Maitland. —Gracias —respondió Weaver—. Es un gran cumplido. He oído hablar mucho del juez Maitland. También deseo decirle que me quedo con sus instrucciones, para que sirvan de modelo. Son de las mejores que he visto. Enrojecí, al mismo tiempo satisfecho y confuso, y me volví para indicarle a Parnell McCarthy, con una seña, que se reuniera con nosotros. —Señor juez —dije—, deseo presentarle al autor de la mayor parte de esas instrucciones, así como de una gran parte de las cosas que ocurrieron en el juicio, el abogado con quien acabo de asociarme, Parnell McCarthy. El juez Weaver estrechó calurosamente la mano de mi amigo. Éste, súbitamente pálido y sobresaltado, me miraba sin comprender lo que sucedía. —Siempre celebro conocer a un auténtico abogado, señor McCarthy — dijo Weaver, sacudiendo la mano muerta del irlandés—. Le deseo mucha suerte en su nueva asociación con otro buen abogado. Formarán un magnífico equipo. Uno completará al otro. —Gracias por el elogio, Señoría — dijo Parnell algo ausente, mirándome aún sin comprender. Entonces el juez divisó a Smoky Madigan, que barría. Bajó el tono de voz. —Quizá debo añadir, señor Biegler, que he decidido ofrecerle otra oportunidad a su recomendado. — Quedó pensativo—. Quizá la culpa la tenga nuestro amigo William Hazlitt. — Hizo una pausa y me guiñó—. Bien, caballeros, buena suerte y buenas noches —dijo. Dio la vuelta y se fue. Parnell quedó inmóvil, mordiéndose el labio inferior y con los lentes borrosos por la humedad. —¿Hablabas en serio, muchacho? — indagó McCarthy con voz débil. —¿En qué ocasión? —pregunté a mi vez, aunque sabía muy bien a lo que se refería. —Pues eso de que íbamos a ser socios. —Pues claro que sí, Parnell. Es decir, si me consideras digno de serlo. Para mí sería un gran honor, amigo mío. Por si aceptas ser mi socio, ya elegí el nombre de nuestra empresa: «McCarthy y Biegler». Confío en poder legalizarlo todo el lunes. En cuanto al resto, tengo ya pensadas las condiciones. Están aquí en mi mano. A medias en todo, en lo bueno y en lo malo que pueda sobrevenir. Eres tú quien debe decidir, socio. Le tendí la diestra y Parnell la estrechó. Movió los labios y en sus ojos aparecieron las lágrimas. Una gota solitaria quedó pendiente de su nariz. —Vamos, Maida —grité en la sala vacía que repetía el eco—. Hemos de celebrar el triunfo y nuestra nueva empresa. Ahí vienen los Manion. —Ahora tengo dos jefes que me pueden despedir —dijo Maida lacónicamente, reuniéndose a nosotros —. ¿Iremos a presenciar un solo de batería en Halloway House? —Acertó, Maida —dije, dándole una palmadita en el hombro—. Vaya a telefonearles, como una buena chica que es, para advertirles que pongan champaña a enfriar, mucho champaña. No me atreví a encargarlo antes. ¡Espere! Pensándolo mejor, más vale que utilice el teléfono de Mitch. —Comprendo —dijo Maida. Durante la larga y agitada velada, el teniente intentó llevarme aparte varias veces para tratar de la cuestión de mis honorarios. Intenté evitarlo, pero por fin le calmé, conviniendo presentarme a la mañana siguiente en su roulotte estacionada en Iron l3ay. Al fin y al cabo, el que ganó un proceso de asesinato muy importante, el socio más joven de la firma McCarthy y Biegler, el candidato al Congreso, no tenía tiempo para cuestiones materialistas… —¿A qué hora vendrá a nuestra roulotte? —indagó con insistencia el teniente—. Quiero estar preparado para recibirle. —De diez a once, poco más o menos —respondí tranquilamente—. No se preocupe, iré a visitarle. —Traiga dispuesto un pagaré —me pidió—. Recuérdelo, estaremos esperándole. —Frunció el entrecejo—. Quiero olvidarlo todo. —Ya iré —le prometí, y luego, moviéndome bajo un impulso, me encaminé a la cabina de teléfonos, cerré la puerta, y marqué un número de Thunder Bay. El timbre sonó insistentemente. —Mary —exclamé cuando contestó —. Supongo que a estas horas debe saber el resultado, pero quería decírselo. —Hubo un largo silencio y yo continué algo cohibido—. Sé que es tarde, pero necesitaba hablar con usted, eso es todo. No me atreví a llamarla antes. —Siguió el silencio—. ¿Va todo bien, Mary? Perdone. Quizá no debía haber llamado. Cuando habló, lo hizo de prisa. —Gracias por acordarse de mí, Paul. He estado junto al teléfono, sola, a la luz de la luna, esperándole. Todo va bien, pero no sería así si usted no me hubiera llamado. Me siento demasiado feliz y aliviada para hablar una vez que el proceso ha concluido y he hablado con usted. —¿Mary? —repetí ensimismado como en una pregunta—. ¿Mary? ¿Mary? —Buenas noches, Paul —me dijo ella—. Le ruego que venga a verme pronto. Por favor… Colgó suavemente. Parnell me contempló escéptico, mientras yo parecía flotar en un sueño al volver de la cabina y reunirme con ellos. —Sin duda has llamado al juzgado para inscribir nuestra empresa —dijo, dirigiéndose a la cabina que yo había abandonado poco antes. —¡Más champaña! —grité, acercándome a la barra y golpeándola con el puño cerrado—. ¿Será posible, será posible, será posible? Eran casi las doce cuando Parnell y yo llegamos al campamento de Iron Bay, donde se hallaba estacionada la roulotte de los Manion. Dormí profundamente a causa del alcohol, y tanto el considerado Parnell como yo no queríamos presentarnos a una hora en que pudiéramos molestar a los dos enamorados… Un hombre alto, de cabellos plateados, bigote caído del mismo color y manchado de tabaco, salió de lo que debía ser la oficina del campamento y cruzó la pista de grava hasta acercarse a nuestro coche, moviendo la cabeza. —Sólo admitimos roulottes, amigos. No tengo habitaciones —dijo—. Lo siento. —Busco la roulotte del teniente Manion —expliqué. —Pues lo siento, amigos, pero llegan con retraso. Se fueron anoche a las tres de la madrugada. Parecían tener prisa. El silencio que siguió a estas palabras parecía golpearme en las sienes. —¿Dejó algún recado? —indagué en voz baja. —Pues, sí, si es que se le puede llamar recado. En el momento en que el coche arrancaba, el teniente sacó la cabeza por la ventanilla y me dijo que si venía alguien a buscarle le dijera que había tenido un impulso irre… ¡diablo!, ¡…irresistible de salir huyendo de aquí! Dijo también que usted lo comprendería. —¿Nada más? —pregunté en voz baja. —Sí, se alejaban ya cuando la mujer me pidió que no repitiera el recado que acabo de darles. Me parece que dijo que era demasiado cruel. Creo que estaba enfurecida. —¿Nada más? —Nada más, amigos, y espero que lo entiendan ustedes, porque, desde luego, yo no entiendo nada. ¡Ah, sí! El teniente debía ser un tipo desdeñoso. Me llamaba Buster. —Gracias —respondí—. Creo que he comprendido. Incluso lo de Buster. Parnell se acercó entonces. —Confío —dijo gravemente— en que el caballero le pagó a usted. El propietario se volvió y escupió en el suelo un salivazo de jugo de tabaco. —George Roebuck, que soy yo, siempre exige que le paguen por adelantado. Verán, amigos, mi lema es: «No te fíes nunca de un extraño y trata a todo el mundo como extraño». Como dijo el otro, si no confías en nadie nunca te engañarán. Siento no poderles ayudar. Lanzó un nuevo salivazo y se encaminó a su roulotte. Pensativo encendí un cigarro. —Un filósofo pragmático — murmuré, siguiéndole con la mirada—. Otro representante de la numerosa casta que algún día heredará las humeantes cenizas de la tierra. Parnell quedó pensativo unos instantes. Por fin exclamó: —En cierto modo, ¿no lo comprendes, chico? El teniente se aprovechó de ti y tú te aprovechaste de él. Tú le conseguiste la libertad y él a ti te consiguió lo que sea. —Hizo una pausa—. Quizás, en cierto modo, estéis en paz. Quizá, como dice Maida, ésta es una especie de justicia poética. Moví la cabeza. —Por lo menos, tengo un nuevo socio —declaré—. Un nuevo socio y una gran preocupación. —¿Preocupación? —repitió Parnell. —Preocupación, socio —afirmé—. ¿Qué le voy a decir a Maida? Señor, no me atreveré a mirarla cara a cara. —¡Qué vas a decirle a Maida! — replicó McCarthy—. ¿Qué vamos a decirle? Como nuevo socio, muchacho, yo también comparto las preocupaciones. Dijiste todo a medias. Sonreí divertido. —Sí, amigo, puedes compartir mi gran fortuna. McCarthy carraspeó y se agitó inquieto. —Bien, muchacho —dijo—, marchémonos de una vez, porque no vamos a pasarnos todo el día aquí. Estoy deseando que te presentes a esas elecciones para el Congreso y que las pierdas, para que no pienses más en eso y podamos dedicarnos a las leyes, que es lo nuestro. Pero debo decirte, muchacho, que me preocupa cómo bebes últimamente. —Cobra y no te fíes de nadie — murmuré mientras ponía el coche en marcha—. ¡Qué magnífica filosofía de la vida! —Moví la cabeza y sonreí—. Por lo menos tengo una «Lüger» alemana, socio. —Luego gruñí—: Quizás el teniente esperaba que yo jugara a la ruleta rusa[53], aunque tengo entendido que para eso hace falta un revólver. Parnell me dio una amistosa palmada en la rodilla y habló sin alzar la voz. —Olvida a ese materialista propietario del campamento y su lema campesino. Olvida también al teniente por completo. ¿Es que no te das cuenta de que de todos modos va a la prisión? A la prisión que es él mismo… Nunca más volverás a saber de él; por tanto, aléjale de tu mente. Sabía que algo por el estilo iba a ocurrir, y tú lo hubieras sabido también si te hubieses preocupado en pensarlo… Pero no hablemos más de eso. Pensaremos en el futuro, muchacho. Los dos juntos, ganando algún dinero de vez en cuando y divirtiéndonos con nuestra profesión. Asentí y pisé el acelerador. Parnell bajó el cristal de su ventanilla y se volvió hacia mí. —¿Y si nos encamináramos a lo largo del lago hasta una ciudad llamada Thunder Bay? Es un magnífico día de otoño. Comeremos en un hotel que yo conozco, junto al lago. Durante un buen rato viajamos en silencio. Observé que Parnell miraba con el rabillo del ojo. Por fin carraspeó. —Bueno, Parnell, dilo de una vez — le animé. —Pues, muchacho, nos está esperando. Verás, es que hemos estado en contacto. —¿Quién nos espera? —pregunté, aunque sabía a quién se refería, y por tanto, me sentía súbitamente muy contento. —Pues nuestra Mary, naturalmente —dijo en voz baja—. Pensaba reservarlo como la última sorpresa, pero creo que has tenido demasiadas sorpresas en un solo día. Esa encantadora criatura nos invitó a comer cuando ayer noche le telefoneé para informarla del resultado del proceso tal como le prometí. Maida nos espera allí. —El viejo sonrió—. Pensé que quizá ya te lo había dicho. Estoy perdiendo la memoria. —No, señor McCarthy, no me lo dijo usted —agregué, pisando con fuerza el acelerador. Conforme el baqueteado coche avanzaba, me sentía libre como un pájaro. Me invadió una extraña sensación de alivio y de abandono, como si esperase algo. Continuamos nuestro camino, dejamos atrás las últimas casas de la ciudad y por fin ascendimos una colina de granito. En la cumbre parecíamos estar suspendidos en el aire. Allá, lejos, se hallaba la enorme extensión del gran lago: bello, limpio, resplandeciente, frío e inmóvil, cruzado por las gaviotas. Siempre en el mismo lugar en espera de lo agradable y lo desagradable para los canallas y para los buenos, para lo justo y lo injusto. —Amén —murmuró Parnell, extendiendo sus gruesas manos y moviendo la cabeza—. A veces, muchacho, cuando me encuentro algo así, no deseo más que tenderme y soñar. ¿Puedes comprender que un estúpido viejo artrítico piense estas cosas, y lo que es peor, las diga en voz alta? «El espíritu vagabundo», reflexioné, y luego dije en voz alta mientras pisaba el acelerador: —Sí, Parnell. Conforme descendíamos por la empinada colina recordé las inspiradas palabras de William Blake, tan profundas y tan llenas de sabiduría sajona: El alma pura ascenderá desdeñando los entretenimientos vanos, para abrir un sendero hacia el paraíso, dejando una huella de luz para que los hombres la admiren. ROBERT TRAVER. El novelista estadounidense Robert Traver — seudónimo compuesto con el apellido materno, pues su verdadero nombre es John Donaldson Voelker—, nació el 29 de junio de 1903, en Ishpeming, Michigan, siendo sus padres George Oliver y Annie Isabelle Traver. Cursó la primera enseñanza en su pueblo natal, y, después, de 1922 a 1924, los estudios secundarios en Northern Michigan College, hasta pasar a seguir la carrera de Filosofía y Letras en la Universidad de Michigan en Lansing, donde obtuvo el título de doctor en 1928. Inmediatamente, y previos los estudios correspondientes, se doctoraba en Derecho en la misma Universidad. Es el día 2 de agosto de 1930 que contrajo matrimonio con Grace Taylor, de la que tuvo tres hijas: Elizabeth, Julie Anne y Grace, casadas con Víctor N. Tsaloff, H. Jordán Overtaf y James Nugent, respectivamente. Entregado de lleno al ejercicio de la abogacía, logró destacarse por la mayoría de sus intervenciones en el foro. Su prestigio como jurista adquirió aún mayor firmeza al ascender a fiscal, en cuyas funciones actuó de 1935 a 1950. Luego, volvió a su despacho de simple abogado. Pero, en 1957 es designado para ocupar un puesto en el Tribunal Supremo del Estado de Michigan, que desempeña hasta 1960, año en el que, definitivamente, se retira de todo cargo oficial y abandona el ejercicio de la abogacía. Ya en el transcurso de esta parte de su vida, absorbida primero por los estudios y después por las funciones públicas de jurista, había dedicado muchas horas a su vocación de escritor, habiendo publicado, además de algunos libros, numerosos escritos en diarios y revistas. Apartado de sus sucesivas ocupaciones profesionales como hombre de leyes, se dedicó con mayor intensidad que antes a la producción literaria, dando a la luz pública otros muchos nuevos artículos periodísticos, narraciones cortas y más libros, entre éstos algunas novelas que son las que le han hecho famoso en mayor proporción. De entre ellas, cabe destacar Anatomy of a Murder (Anatomía de un asesinato), que, publicada en 1958, obtuvo un resonante éxito, ratificando plenamente el excepcional ingenio y la maestría de escritor de Robert Traver, sobre todo en el género novelístico. Asimismo, debemos señalar entre sus notables obras literarias Troubleshooter (1943), Danny and The Boys (1951), Small Town D. A. (1954), Trout Madness (1960), Hornstein’s Boy (1962), Anatomy of a Fisherman (1964), y Laughing Whitefish (1965). Análoga celebridad han proporcionado a nuestro autor sus crónicas semanales en las revistas Detroit News y Home. Notas [1]Batalla librada por las tropas del general Washington contra los ingleses durante la guerra de independencia americana. << [2] Nombre de la esposa del cuarto presidente de los Estados Unidos, James Madison, que inició el tratamiento de «Primera Dama de la Nación». << [3] Sigla de «Women’s Army Corps», Cuerpo Femenino del Ejército. (Nota del traductor.) << [4]«Águilas desplegadas», calificativo que se da en América a los supernacionalistas americanos, de sentimiento agresivo y dominador en política, muy frecuente en el Centro Oeste, donde se sitúa la acción de la novela. (Nota del traductor.) << [5]Mickey Spillane, autor de una serie de novelas policíacas muy popular, en las cuales se relatan siempre espeluznantes aventuras, llenas de sangre, de truculencia, de brutalidad y de amor. (Nota del traductor.) << [6]Recuérdese que en Estados Unidos el cargo de sheriff, jefe de orden público en un condado o comarca, es electivo, así como otros cargos públicos. (Nota del traductor.) << [7]Carta de derechos concedida por el rey Juan Sin Tierra en la Edad Media, que constituye la base de la legislación británica. En los países de legislación anglosajona, como Estados Unidos, Canadá o Australia, se da este nombre a toda constitución de derechos cívicos. (Nota del traductor.) << [8]Juego mecánico que consiste en hacer pasar una bola, que se mueve por una palanca, a través de varios obstáculos. (Nota del traductor.) << [9] Mathew Brady fue el primer gran fotógrafo de Estados Unidos. Fue uno de los primeros reporteros gráficos de la historia y siguió a las tropas del Norte durante la Guerra de Secesión, sustituyendo con la cámara a los dibujantes que entonces, e incluso mucho después, enviaban apuntes a los periódicos. En el Museo de Arte Moderno de Nueva York pueden encontrarse sus viejas fotografías, que sirven para reconstruir toda una época. (Nota del traductor.) << [10]Peces de río de Estados Unidos. (Nota del traductor.) << [11] El 11 de noviembre de 1918 concluyó la Guerra Europea. En aquella ocasión las campanas de todos los pueblos de países vencedores repiquetearon durante horas y más horas. (Nota del traductor.) << [12]Rip Van Winkle es un personaje del folklore infantil americano que durmió cien años y al despertarse halló todo el paisaje cambiado por la continua y tenaz iniciativa de sus compatriotas. (Nota del traductor.) << [13]Posada de Thunder Bay. (Nota del traductor.) << [14] Grados Fahrenheit. << [15] Salón de cocktails. << [16] Famoso pistolero de Alaska que constituye uno de los personajes del folklore popular americano. (Nota del traductor.)<< [17]Se ha traducido alguacil para mejor comprensión del lector. Deputy sheriff, o sheriff delegado, es el cargo en la versión original. Significa un ayudante con atribuciones de los antiguos alguaciles. (Nota del traductor.) << [18]No olvide el lector, para la buena comprensión del libro, que en Estados Unidos cada uno de estos Estados tiene legislación y constitución propias. Sobre ellas está, en última instancia, la Constitución Federal de toda la Nación. (Nota del traductor.) << [19] Parodia de una frase del novelista inglés Rudyard Kipling, que dice: «Oriente es Oriente y Occidente es Occidente y nunca se entenderán.» (Nota del traductor.) << [20]Sauna, baño finlandés de vapor. (Nota del traductor.) << [21] Romeo y Julieta, acto II, escena II. (Nota del traductor.) << [22] «Un trago» Madigan. (Nota del traductor.) << [23] «Humoso» Madigan. (Nota del traductor.) << [24]En Estados Unidos y en otros países que cuentan con jurados, éstos tienen una habitación donde se reúnen para deliberar. (Nota del traductor.) << [25]Una de las más importantes batallas de la guerra de independencia americana y uno de los primeros triunfos del general Washington al frente de las tropas rebeldes, a las que allí convirtió en ejército, cuando antes eran sólo grupos de voluntarios. (Nota del traductor.) << [26]Entidad americana, fundada en 1829 por James Smithson, para extender la cultura entre los hombres. Contiene un museo, un parque zoológico y un observatorio astronómico, además de publicar boletines y memorias científicas. (Nota del traductor.) << [27]La rendición del general inglés lord Cornwallis, durante la guerra de independencia americana, decidió la campaña en favor de las tropas de Washington. (Nota del traductor.) << [28]«Madame Machree» es un personaje popular irlandés, protagonista de la balada del mismo nombre. (Nota del traductor.) << [29]En el Estado de Connecticut existen distintos teatros selectos establecidos en graneros, en los cuales actores de la vieja escuela interpretan repertorios clásicos. En toda América tienen fama los graneros de Connecticut, así como las escuelas de arte dramático que allí existen. (Nota del traductor.) << [30] En las escuelas extranjeras, especialmente las inglesas y americanas, se establecen clases de debates, donde los alumnos deben discutir temas de interés actual, filosóficos o políticos. Se designan dos equipos, a cada uno de los cuales les toca defender o atacar el tema. En muchas escuelas se considera interesante que todos los alumnos aprendan a atacar o defender un argumento como forma de gimnasia intelectual. (Nota del traductor.) << [31]Alusión a la publicación americana «True Love Stories» (Auténticos relatos de amor). (Nota del traductor.) << [32] Según la legislación anglosajona, imperante también en los Estados Unidos, se supone que nadie es culpable antes de demostrarse. Por tanto, la inocencia se presupone. Asimismo, si el jurado encuentra una duda razonable en las pruebas contra el acusado, tiene la obligación de declararle inocente. (Nota del traductor.) << [33]Aunque en España esta palabra haya pasado de moda, se sigue empleando en los Estados Unidos para designar a un hombre excesivamente pagado de su aspecto exterior y a lo que se considera óptimo. Por esta causa, pese a su sonido arcaico en nuestro idioma, hemos conservado este barbarismo. (Nota del traductor.) << [34] Cargo público de la legislación anglosajona que tiene a su cuidado la investigación previa de las muertes violentas o por accidente ocurridas en su jurisdicción y que debe decir si son intencionales para que se proceda a incoar la causa. (Nota del traductor.) << [35]Pompey’s Head es un cabo de mar de Virginia. «Wiew from Pompey’s Head» es una popular novela americana (Vista desde Pompey’s Head), que recientemente se ha llevado a la pantalla. (Nota del traductor.) << [36] Conservamos la palabra inglesa «check up», que significa reconocimiento general, por emplearla así los médicos. Se trata de un examen médico completísimo que suelen realizar a las personas muy ajetreadas o a aquellas expuestas a una vida muy intensa. Por ejemplo, los pilotos aviadores que vuelan a diario en líneas de responsabilidad. (Nota del traductor.) << [37] Apellido irlandés. Entre los irlandeses cuenta mucho la cuestión de nacionalidad y casi siempre forman clubs o equipos entre irlandeses. Sus fiestas nacionales, como el día de San Patricio o el de la rebelión de Pascua, constituyen un exponente de esta particularidad. << [38] Apellido irlandés. (Nota del traductor.) << [39] Hibernia es el nombre antiguo de Irlanda. (Nota del traductor.) << [40]Sobrenombre de las tropas inglesas, a causa del color de su antiguo uniforme. (Nota del traductor.) << [41] Apellido irlandés. (Nota del traductor.) << [42]Paul Revere, personaje popular de la historia de Estados Unidos, quien poco antes de la batalla de Bunker Hill galopó durante toda una noche a través de un extenso territorio para avisar a los hombres que formaban parte de la milicia y convocarles para el día siguiente, cuando se enfrentaron con los ingleses, a los que derrotaron. (Nota del traductor.) << [43]Nombre que se da al whisky con agua. (Nota del traductor.) << [44]Una fórmula corriente entre los niños ingleses y americanos, principalmente entre estos últimos, para prestar juramento entre amigos es la de decir: «Lo juro, cruzándome el corazón.» Al mismo tiempo, con el dedo índice, después de haber alzado la mano derecha, trazan una cruz sobre el corazón. (Nota del traductor.) << [45] Diminutivo de Julián. (Nota del traductor.) << [46]Cielo guerrero de los antiguos germanos. (Nota del traductor.) << [47]El capitán Queeg, personaje central de la novela El motín del Caine, vertida también al cine y al teatro, tiene un principio de locura que se muestra por su constante manía de juguetear, cuanto más nervioso está, con unas bolitas metálicas. (Nota del traductor.) << [48]A pesar de que la onza es medida de peso, se emplea también para el líquido. Equivale a la doceava parte de una libra. (Nota del traductor.) << [49] Billy el Niño, apodo de William Rooney, forajido americano al que llamaban así porque alcanzó la cumbre de su carrera a los veintiún años. Asesino a sueldo, tomó parte en una guerra de ganaderos en el condado de Lincoln, Nuevo Méjico, donde mató a tantas personas como años tenía. Proscrito, huyó a Méjico, y poco después regresó, siendo muerto por un sheriff llamado Pat Garret. (Nota del traductor.) << [50] Punch, versión inglesa de Polichinela, de cuya palabra es corrupción. Apareció en la Gran Bretaña como marioneta hacia 1700, formando parte de un espectáculo popular titulado «Punch and Judy». A causa de su popularidad, se bautizó así el conocido semanario humorístico inglés. La palabra italiana es Pulcinella, que tiene origen, según se cree, en un bufón napolitano llamado Puccio d’Aniello. En la farsa italiana, Polichinela habla siempre una jerga napolitana. (Nota del traductor.) << [51]Se llama ley común (common law) a la legislación anglosajona que no está basada en el derecho romano, sino en las leyes, costumbres y decretos recopilados desde la Carta Magna hasta nuestros días. (Nota del traductor.) << [52] Se llama sparrings, en la jerga pugilística, a los boxeadores de segunda serie o retirados que realizan combates con los astros de este deporte para entrenarles. (Nota del traductor.) << [53]Se llama así, en Estados Unidos, un juego peligroso y suicida que consiste en dejar una sola bala en el revólver, girar el tambor varias veces y luego aplicárselo a la sien, oprimiendo el gatillo. Así se comprueba la suerte de cada uno. Se supone que el peso de la única bala limita mucho las posibilidades de que ésta se dispare. (Nota del traductor.) <<
Demanda de Aumento de Alimentos 41 - Deysi Torres Guisado ELABORADO POR EL ABOGADO PERCY JESUS CORONADO CANCHAN, CON DOMICILIO EN EL JIRON AYACUCHO Nº 108 - 2DO PISO EN LA MERCED - CHANCHAMAYO - JUNIN, CELULAR 954 062131.
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