Clase 9 Cuerpo - Docvaliente

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APROXIMACIONES A LA CULTURA SOMATICA CONTEMPORÁNEA

Y SUS FORMAS DE CONTROL

Enrique Valiente

A lo largo del siglo XX y las primeras décadas del siglo XXI, el culto al cuerpo se ha extendido
progresiva y masivamente, convirtiéndolo en un objeto sobre el cual concentrarse en forma obsesiva no
quizás como fuente de placer, sino como blanco de responsabilidad y esmero.
Hoy en día se “es” prácticamente la imagen del cuerpo que se posee y el sacrificio y la dedicación
encaminados a “trabajar” la propia exterioridad se han constituido en un requisito de aprobación social,
éxito interpersonal y en una medida de lo moralmente valioso.
En forma contemporánea, las sociedades occidentales han generado formas inéditas de socialización
que privilegian el cuerpo y en donde lo corporal es la única forma de anclaje, lo único que puede darle
certezas al sujeto. En tiempos de primacía del individualismo, de atomización de los sujetos y del
reinado de una sensibilidad narcisista, el cuerpo en cierto modo se constituye en valor último, lo que
queda cuando el resto se esfuma y disgrega lentamente y cuando las relaciones sociales se vuelven cada
vez más precarias.
Entonces, sería la pérdida de la carne social la que invita al sujeto a preocuparse por su cuerpo y darle
carne a su existencia. El cuerpo, en resumen, se ha convertido en expresión y síntesis de la cultura
moderna El cuerpo se exhibe, se vende, se transforma, se mutila y a través de ello expresamos hoy en
día –en gran medida- nuestras angustias, frustraciones, sensibilidades, miedos, inseguridades.
La nuestra suele ser llamada “la civilización o cultura del cuerpo”. No se trata tan sólo del aspecto
supuestamente revolucionario de una nueva sensibilidad corporal liberadora de la vida sexual,
reivindicadora del hedonismo frente al ascetismo. Se trata de una vivencia de la corporeidad como
dimensión esencial del ser del hombre, una concepción del cuerpo que se es (y no que se tiene), un
imperativo moral asimilado a la dignidad de la persona humana.

El cuerpo como construcción histórica y social


El cuerpo es una construcción simbólica, no es una realidad en sí mismo. De ahí la gran cantidad de
representaciones que han buscado darle un sentido y su carácter diferente o contradictorio de una
sociedad a otra. Por eso, es conveniente aclarar que el cuerpo parece algo evidente pero nunca es un
dato indiscutible, sino el efecto de una construcción social e histórico-cultural.
a) En primer lugar, me referiré al cuerpo como un constructo social. P. Bourdieu1 ha señalado que
cuando se destaca la dimensión social implícita en las significaciones atribuidas al cuerpo se alude al

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hecho que la “naturalización” de ciertas propiedades corporales habitualmente nos hace olvidar algo
que es harto evidente: que las propiedades corporales consideradas como legítimas o de referencia son
un producto social.
El cuerpo, en tanto forma perceptible, es de todas las manifestaciones de la “persona” la que menos se
deja modificar tanto de modo provisional o definitivo y es por ello considerada socialmente como la
que expresa del modo más adecuado el “ser profundo” o la “naturaleza de la persona” al margen de
toda intención significante. El cuerpo funciona entonces como un lenguaje de la naturaleza, que delata
lo más oculto y, al mismo tiempo, lo verdadero ya que se trata de lo menos conscientemente controlado.
Ahora bien, P. Bourdieu afirma que este lenguaje de la identidad natural es –sin embargo- un lenguaje
de la identidad social la cual se ve naturalizada (apareciendo alguien como “naturalmente vulgar” o
“naturalmente distinguido”). Sin embargo, es necesario enfatizar que el cuerpo en lo que tiene incluso
de más natural (su apariencia), es decir en las dimensiones de su conformación visible, es el resultado de
lo social.
La distribución desigual de las propiedades corporales entre las clases se realiza a través de diferentes
mediaciones tales como las condiciones de trabajo (con las deformaciones, enfermedades, mutilaciones,
envejecimiento prematuro que conlleva) y los hábitos de consumo que, en tanto dimensiones del gusto,
pueden perpetuarse.
Las diferencias mencionadas se ven acrecentadas mediante el conjunto de tratamientos aplicados a
todos los aspectos modificables del cuerpo y, en particular, mediante el conjunto de marcas cosméticas
o de vestimentas que, dependiendo de medios económicos y culturales, son marcas sociales que
traducen el fenómeno de la distinción y que intentan marcar una distancia en relación a la naturaleza.
No obstante, dichas marcas parecieran encontrar su fundamento en la naturaleza misma: cualquier
modo de distinción “aparece” como una “naturaleza cultivada”. En ese sentido, todo se interpreta
como si no existieran signos propiamente físicos y, entonces, un adorno o las expresiones del rostro son
leídos inmediatamente como indicadores de una fisonomía moral.
El fenomenólogo francés L. Boltanski2 ha señalado que la cultura somática y la percepción del cuerpo
personal se dan en función de la posición y el papel que se juega en el orden técnico y productivo. Es
fácil pasar por alto la simple observación de que la gente que vive de su cuerpo en trabajos manuales y
no cualificados habitan esos cuerpos y los viven de una forma muy diferente a los de otras clases
sociales. El interés y la atención que los individuos atribuyen a su cuerpo, es decir, por una parte a su
apariencia física y, por otra, a sus sensaciones físicas, de placer o displacer, aumentan a medida que se
sube en la escala social o sea, a medida que disminuye la resistencia física de los individuos.
En ese sentido, las prácticas corporales son prácticas socioculturalmente situadas. Por ejemplo, en los
sectores populares la idea de fuerza que expresa lo fundamental de una imagen mecanicista del cuerpo,

2
Boltanski, L. (1975) Los usos sociales del cuerpo. Editorial Periferia: Buenos Aires.
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constituye el principio de coherencia de todo un conjunto de actitudes aparentemente independientes.
La inhibición de la expresión de las sensaciones físicas (por ende su percepción) es el resultado de la
regla positiva de que el cuerpo debe utilizarse durante el mayor tiempo y la mejor intensidad posible;
asimismo , la valoración de la actividad física y de la fuerza física, correlativa a una relación instrumental
con el cuerpo sobredeterminan el grado de interés y de atención que conviene prestar a las sensaciones
mórbidas (de allí el silencio que precede al asalto abrupto que implica cualquier enfermedad) y en
general a las sensaciones corporales y al cuerpo mismo.
Por otra parte, cabe destacar que las propiedades corporales en tanto productos sociales son
aprehendidas a través de categorías de percepción que también son una construcción social: las
taxonomías tienden a oponer las propiedades menos frecuentes entre los que dominan (las más raras) y
las más frecuentes entre los dominados. Así, la representación social del propio cuerpo con la que cada
agente social puede contar desde que nace para elaborar la representación subjetiva de su cuerpo es el
resultado de la aplicación de un sistema de clasificación social cuyo principio regulador es el mismo que
el de los productos sociales a los que se aplica. En este sentido, los cuerpos tendrían la posibilidad de
recibir un valor estrictamente proporcional a la posición de sus propietarios en la estructura de las otras
dimensiones de la vida social, sino fuera porque la autonomía de la lógica de la herencia biológica no
siempre coincide con la lógica de la herencia social. Esto significa que a veces recae en los más
desfavorecidos (en su inserción en la escala social) las propiedades corporales más raras, la belleza
(precisamente a veces se llama “fatal” porque subvierte el orden establecido) y, a la inversa, los
accidentes de la biología no privaran en ocasiones a los que dominan de los atributos de legitimidad
(piénsese en las taras de la nobleza).
Por lo expresado, la posibilidad de experimentar el cuerpo en términos de torpeza, y la experiencia
opuesta, la soltura, se presentan con posibilidades desiguales a los miembros de las diferentes clases
sociales. Dichas experiencias suponen agentes que, concediendo un mismo reconocimiento a la
representación de la conformación y el mantenimiento corporal legítimos, están desigualmente
provistos para adecuarse a esa representación. El ejemplo más demostrativo de ello es la experiencia
pequeño-burguesa del mundo social: se caracteriza por la timidez y la torpeza de quienes se sienten
traicionados por su cuerpo y el lenguaje. Se efectúa entonces una práctica constante de autocorrección,
se mira al propio cuerpo con los ojos de los otros, en una vigilancia permanente, llegando al extremo de
hipercorregirse y entonces, la desmesura revela la ilegitimidad de su procedencia
La soltura, por el contrario, es una especie de indiferencia a la mirada de los otros, supone la seguridad
de poder imponer las normas de percepción del propio cuerpo. Precisamente, el encanto y el carisma
designan el poder que posee un agente social para apropiarse del poder que detentan otros agentes
sociales y para apropiarse de su propia verdad. Dicho de otra manera, el encanto y el carisma expresan
el poder de imponer como representación objetiva del propio cuerpo y del ser propio la representación

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que un individuo se hace de ellos, logrando que el otro, como sucede en el amor o la fe, abdique de su
poder genérico de objetivación.

b) A lo largo de la historia, las representaciones del cuerpo y los saberes acerca del cuerpo, han sido
tributarios de una situación social, de una visión del mundo y, dentro de esta última, de una definición
de la persona. De allí, la gran disparidad histórica de concepciones y significaciones atribuidas al cuerpo
en las diferentes sociedades.
La valoración subjetiva y social del cuerpo, al igual que cualquier otra atribución de valores, está
generalmente determinada por la cultura. Una cultura puede determinar los criterios de la valoración,
concretamente los concernientes a la estética corporal, pero por supuesto, no puede conseguir que
todos sus miembros moldeen sus cuerpos de acuerdo con aquellos criterios. Los desfases entre el
modelo corporal legitimado por la cultura y el cuerpo real de cada individuo han sido –en diferentes
sociedades- fuente de malestar, pero sin asumir la radicalidad que se expresa en la cultura
contemporánea.
Voy a esbozar someramente los principios de valoración atribuidos al cuerpo femenino en el pasado y
que pueden servir de punto de partida para la comprensión de la concepción de los cuerpos como
mercancías y formas de control en la sociedad de consumo.
Los estudios clásicos de Antropología Cultural revelan que en las sociedades tribales el atractivo y las
características físicas de las mujeres recibían mucha más consideración social que los manifestados por
los varones, cuyo atractivo dependía más de sus habilidades y poderes que de su complexión y aspecto
físico.
En dichas culturas, la mayor preferencia las concita las mujeres con pelvis amplias y caderas anchas. El
atractivo sexual-social de la mujer con dichos atributos no puede separase de su condición procreadora.
Durante siglos, un cuerpo de mujer abundante, bien dotado, fue signo de prosperidad y lujo. Implicaba,
además, unas entrañas fecundas e incluso una recolecta abundante. En tiempos en que las hambrunas
eran frecuentes, la delgadez era un mensaje de muerte.
En líneas generales podría afirmarse que, históricamente, el valor social de las mujeres ha estado ligado
a sus cuerpos. Su función social se ha identificado con y se ha expresado a través de sus cuerpos: en la
maternidad, en la satisfacción de las necesidades sexuales de los hombres y en el cuidado de las
necesidades emocionales y físicas de los niños y de los hombres. De modo que, el control sobre la
mujer siempre tendió al control de su doble condición reproductora: bienes para el consumo del grupo
y mano de obra que trabajara en el futuro para la supervivencia de ese grupo. Por lo tanto, durante la
etapa preindustrial, la estimación social de las mujeres depende en gran medida de su cuerpo productor
y nutricio.

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La función reproductora de las mujeres será afectada por las nuevas condiciones sociales y materiales de
la industrialización. Una pluralidad de factores –la inserción social y política de las mujeres, la difusión
de nuevos valores de femineidad por los movimientos feministas, el papel de la moda, los avances de la
medicina y la biología, etc.- confluyen para la difusión de nuevos modelos de corporalidad ya no atados
a una sexualidad reproductora.
Los ideales de cuerpos delgados que tibiamente se van afianzando con el correr del siglo XX,
encontrarán un momento propicio para sentar las bases de su primacía en la década de los años `60. Es
la etapa que se conoce como los inicios de la juvenilización de la cultura. Por una parte, allí confluye esa
tendencia que empieza a manifestarse desde fines del siglo XIX (con los baños de mar, por ejemplo)
que hará que la superficie femenina progresivamente quede expuesta a la mirada del otro. Con los
artificios de la moda (el bikini y la minifalda) el cuerpo público y el cuerpo privado, el cuerpo
representado y el cuerpo íntimo se funden en uno. Pero, paradójicamente, la liberación de los yugos
indumentarios lleva consigo una nueva coerción -tal vez más poderosa que la antigua-: el cuerpo aflora
a la superficie, salta a los ojos, se pone en escena, pero sin disfraz. En esta lógica del desnudamiento
creciente, en que el cuerpo debe afrontar cada vez más las miradas sin la intercesión de artificios
indumentarios, hay que dominar cada vez más la apariencia, modelarla, esculpirla.
Por otro parte, el llamado proceso de juvenilización de la cultura alude –entre otras dimensiones- a un
movimiento que tiende a unificar la femineidad en una única imagen diferenciada, juvenil y prematernal.
En las sociedades tradicionales, la femineidad suele reconocer varias edades correspondientes a
diferentes funciones sociales: la joven, la mujer fecunda, la edad madura a la que sucede la vejez. En
ninguna sociedad anterior se impone el mismo modelo corporal a diferentes edades y papeles sociales.
En este sentido, son los años `60 los que parecen haber constituido un viraje capital. En el llamado
“primer mundo”, las generaciones del boom demográfico de posguerra llegan a la adolescencia en esta
época y se convierten en la parte más activa, más dinámica de la sociedad. En el espacio de unos años
se afirma una verdadera cultura juvenil-adolescente con ciertos valores que se oponen a los viejos
valores de la sociedad adulta con sus prácticas sociales y sus costumbres, con sus cánones estéticos. El
renaciente movimiento feminista, los movimientos estudiantiles, la cultura hippie influenciaron el
surgimiento de un ideal rebelde y natural que ponía énfasis en la juventud. El símbolo de la moda de la
época era una colegiala blanca inglesa llamada Twiggy, cuya extremada delgadez expresaba los valores
vinculados con lo juvenil y daba un nuevo significado a la imagen de lo etéreo, entonces de moda. El
camino recomendado para conseguir el cuerpo femenino ideal parecía implicar que había que
deshacerse de él. Para las mujeres jóvenes que habían crecido junto a madres frustradas en su lucha por
conciliar su mayor conciencia con la falta de poder real que tenían, el cuerpo aniñado suponía también
un seguro para no ser definidas a partir de su capacidad reproductora. Su inmaterialidad prometía la
libertad de alcanzar niveles nunca antes logrados por las mujeres.

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Son algunas de estas tendencias -las que por razones necesarias de síntesis sólo pueden ser esbozadas-
las que se irán exacerbando a partir de la década del 70 y harán eclosión en los 80 del siglo XX para
configurar nuevos patrones de valoración estética y moral corporal que constituyen una de las marcas
paradigmáticas de la cultura contemporánea.

Cuerpos: imagen y medios de comunicación


Como no podía ser de otro modo, la centralidad de lo corporal ha sido tomada por la cultura mediática,
la cual parece fascinada por las formas corporales como así también por las más diversas fantasías
ligadas a ellas.
Es posible señalar en la cultura de la imagen contemporánea, una oposición entre dos series extremas
de construcciones corporales: por una parte, el llamado cuerpo ideal, sustentado en la poderosa
industria de fabricación de aspectos, propalado por publicistas, terapeutas, diseñadores de moda y la
industria cultural en general, son los cuerpos “artificiales”, los cuerpos de la legitimidad; y, por otra
parte, la presencia del cuerpo desgarrado, destruido por la guerra, el cuerpo arrasado, el cuerpo en los
límites, el cuerpo autoconsumido en las novedosas formas de los trastornos alimentarios, el cuerpo con
las huellas que dejan las enfermedades emblemáticas de nuestra época ( recuérdese las imágenes sobre
el SIDA en la publicidad de Benetton), el cuerpo mutilado.
Es posible afirmar que los medios audiovisuales han potenciado y han expresado acabadamente la
colisión entre dos elementos de una dualidad que no es específica de nuestra época: la oposición entre
lo bello y lo monstruoso en el dominio de lo corporal.
En los dos casos de la serie mencionada, en el tratamiento de lo corporal en el sentido de la belleza o en
el sentido de la degradación, la imagen que construye la cultura mediática es la presentación de cuerpos
fracturados, por lo cual pareciera que la imposibilidad de concebir la totalidad –que fue el sueño
perdido en la modernidad- nunca ha encontrado una expresión más adecuada en la lectura que la
cámara hace de los cuerpos. Cada fragmento del cuerpo, cada músculo, cada zona erótica debe ser
aislada, como en una minuciosa actividad analítica o quirúrgica. El cuerpo –y la publicidad lo ha
entendido muy bien- es considerado como un “objeto” desarticulable, como un rompecabezas (el
proceso industrial de la fotografía comercial apela al mecanismo de sustitución y ensamblado: se recurre
a un repertorio de partes incorpóreas a fin de construir la apariencia de la integridad, lo cual pone de
manifiesto su distancia con la experiencia real), cuerpos desmontables en múltiples piezas donde ciertas
partes tienen un valor especial (sólo esas partes jerarquizan el “todo”) y pueden ser sometidas –en una
cuidadosa operación de disección- a cuidados, manipulaciones, correcciones. Ello es fácilmente
evocable en el trabajo de escultor realizado por la moda del body-builder, que trabaja y desarrolla por
separado cada uno de los músculos o la cirugía plástica que hace lo propio con otros medios.

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La otra forma de fracturar los cuerpos que tiene la imagen, no nace de la operación de montaje o
ensamblado como la citada, sino por el contrario se trata de la marginación del acople, de la
focalización detenida del detalle exacerbado para el ojo ávido del voyeur que atentamente asiste a la
violencia espectacular del cine de terror, la novedosa carnalidad de la noción visual de robot (con la
máxima expresión, hace algunas décadas, en la figura acerada de Arnold Schwarzeneger y
fundamentalmente, en las múltiples expresiones que categorizan las formas de lo monstruoso, figuras
que revelan de manera privilegiada que el cuerpo, en los tiempos que corren, también es el sitio de la
violencia y las mutaciones (médicas, deportivas, etc.).
Quizás nadie como el cineasta canadiense David Cronenberg ha situado como acontecimiento central
del relato cinematográfico –como lo hace en “La mosca”- la descomposición y caída del cuerpo, la
degradación de lo humano, la degradación de la carne, pero con un tratamiento visual en el cual no
quedan dudas en que la calidad de lo monstruoso no reside, en última instancia, en lo humano o animal,
sino en la mutación de la imagen, de la imagen del cuerpo. Nuestra cultura contemporánea no en vano
ha grabado en el imaginario que se trata primordialmente de la cultura de la imagen del cuerpo.
Dos visiones y percepciones diferentes de la corporalidad: como la parte maldita de la condición
humana que la técnica y la ciencia intentan reciclar para liberar al hombre de su incómodo arraigo
carnal y, al mismo tiempo, como la tragedia de la mutación irreversible de la carnalidad; y, por otra
parte, como el camino de la salvación por medio del cuerpo, a través de lo que este experimenta de su
apariencia, de la búsqueda de la mejor seducción posible y de la obsesión por la forma.
Paradojas de nuestras sociedades mediáticas donde lo visual se expande y aumenta su incidencia en los
procesos cognitivos, donde se alimenta la cultura de los cuerpos construidos para la mirada del otro (a
propósito de ello anexo a continuación dos breves artículos de mi autoría referidos a la temática y que
fueron publicados, hace algunos años, en un medio gráfico de alcance nacional), y al mismo tiempo se
expulsa a los márgenes de la sociedad a cuerpos imposibilitados de reconocerse en su propia imagen.

La ética del espejo


En las últimas décadas se han intensificado formas inéditas de socialización que adoptan al cuerpo
como eje convocante. Pareciera ser que, en tiempos de extrema disgregación social, cuando ciertos
valores y certezas han desaparecido, el cuerpo es lo que queda, algo de que aferrarse frente a tanta
incertidumbre. De allí, que a través del cuerpo se expresen en parte las sensibilidades, angustias y deseos
de la cultura contemporánea. En ese orden se inscribe la tenencia de los cuerpos esculturizados de los
últimos tiempos.
Cuerpos que se muestran como objetos del placer y sin embargo, lo son del sacrificio, la abnegación, de
la autodisciplina obsesiva, de la proporcionalidad muscular. Anatomías que brillan en las superficies

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envaselinadas de su falsedad, cuerpos hiperreales que acaban siendo no una simulación sino una parodia
efébica.
En tiempos donde ciertos valores de la masculinidad están ciertamente jaqueados, no sorprende el
disfraz que adoptan aquellos hombres que quieren sentirse y parecer poderosos: la exacerbada
apariencia de lo que la cultura reconoce como viril.
Son cuerpos de las clases medias urbanas que se reflejan en las campañas exhortatorias de la publicidad
y se inscriben en el territorio de la salud y la naturaleza, aunque son construidos afanosamente en la
liturgia puritana de los gimnasios cerrados.
La ética del espejo nos habla de corporalidades que se pueden leer como una repuritanización de las
conductas, como anatomías del orden, de un hedonismo posmoderno maquillado como subvertor pero
plenamente normalizado.

El culto del mironismo


La llamada nueva cultura somática no es sino la traducción de ciertas tendencias actuales donde el
protagonismo del cuerpo es la síntesis y expresión de ciertas expectativas y sensibilidades de la sociedad
contemporánea, pero también de sus temores y angustias. En ese sentido, el exhibicionismo
mercantilizado de los shows de desnudez masculina es una nueva vuelta de tuerca de la inversión del
cuerpo como valor de cambio en el contexto de una sociedad regida por la moral del mercado, en el
marco de la hiperdesocupación y de la movilidad social descendente.
Si vivimos en la sociedad del espectáculo, esto es, el reinado de una sociedad mirona por excelencia,
con la deprivación de la experiencia de lo concreto que ello implica, el culto del voyeurismo podría
hablarnos de líneas de fuerza epocales que, tras la huella en la memoria de los cuerpos en consunción
por las plagas postmodernas (el sida en especial), promueven que los cuerpos ya no se oculten, aunque
sí que se les tema.
El espectáculo de la desnudez de clones de supermarchos, en una primera lectura, en aquello que
tendría de subvertor, pareciera indicar que las mujeres han accedido a la posibilidad de “objetivar” a los
hombres, de considerarlos como objetos placenteros, volviendo caduca la tradicional diferencia de
género entre erotismo visual y erotismo emocional. Pero más allá de lo controversial de estas
consideraciones, sí es importante destacar que estos acontecimientos que viabilizan y dan soporte al
mironismo femenino, van en la dirección de prácticas y retóricas culturales que acentúan las distancias
de los cuerpos. Tanto en el caso que nos ocupa, como en las líneas eróticas telefónicas, en el amor
mediado por una pantalla, en el voyeurismo del pee-show donde se paga por ver a través de un vidrio el
despliegue de la carnalidad de otros, en las múltiples formas de la seducción que conlleva “el mírame,
pero no me toques”, en todo ello, el peligro está exorcizado.

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En el caso de los strippers, el cuerpo es sólo simulación, cuerpo-máscara, cuerpo fetiche, cuerpo sólo
preparado como mercancía para el deseo del cliente, cuerpo espectáculo y, por lo tanto, cuerpo
distanciado.
En este simulacro de una nueva economía erótica femenina, con mujeres que desean objetos, y
hombres que desean ser objetos, tras esta pátina de trasgresión light, el “como sí...” de una práctica de
gratificación erótica trasuda un clima cultural donde la fisicidad de la experiencia se ha sustituido por su
simple representación.

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