Lección 19 D Lorenzo

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TERCER MIRADOR

EL CAUCE DEL RÍO

Nace y desemboca, pero pasa, discurre. Atraviesa distintos pasajes abriéndose paso con
dificultad a veces. En ocasiones ha de saltar montañas, horadarlas formando hoces y
hondonadas, estrechos, torrentes salvajes. Otras etapas atraviesan llanuras y el río se extiende,
se amplía, riega las orillas, es navegable, sereno, ancho. También puede ocultarse, filtrarse en
terrenos permeables para desaparecer de la vista hasta que emerja quizá más adelante. Río y
paisaje pelean, dialogan. El resultado es ese cauce que se estrecha o se ensancha, que aparece
y desaparece. El cauce no es, simplemente, un canal artificial; es una obra del tiempo que
discurre con prisas por llegar, y del espacio por defenderse de la acometida de la corriente.
La Iglesia atraviesa épocas, culturas, circunstancias temporales muy diversas. Es siempre el
mismo río, el agua que nace en el manantial originario, del corazón del Señor; pero recibe
aguas de lluvias, incluso a veces, aguas residuales y sucias que ha de integrar y purificar. La
encarnación no ha sido superada; ahora continúa sacramentalmente integrando épocas
diversas. A veces el mensaje encaja con cierta facilidad en la cultura abierta que le toca, a veces
es todo lo contrario. Siendo la misma en lo esencial, en lo que ya hemos visto, la Iglesia no es
aún el Reino, el Cuerpo no ha llegado al Mar y ha de sufrir modificaciones algo más que
periféricas para adaptarse al terreno.
El “cauce” del río es el testimonio objetivo del matrimonio entre Cristo y la Humanidad, en
ciernes todavía pero ya presente en la Iglesia. La Iglesia es el Cuerpo del Esposo que viene a
desposar a la Humanidad, a la Creación. Por eso se injerta en las raíces de la institución
humana que es el matrimonio. El sacramento del matrimonio es confirmación de esta voluntad
de asumir lo creado. Los modelos de inserción se irán formando en la convivencia, en la
persecución a veces, en el diálogo siempre.

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Capítulo XIX

Casarse en el Señor

1. Sacramento del matrimonio y antropología

Hemos visto en la introducción anterior que la Iglesia tiene una dimensión


secular porque asume los valores de la Creación para ofrecerlos al Padre en
Cristo y prepararlos a la transfiguración que el Reino ha de producir. También
hemos advertido que esa bendición cristológica de la realidad creada acontece
en primer lugar en la unión hombre y mujer constitutiva del matrimonio, el cual
queda así configurado como sacramento (signo e instrumento) de la venida del
Señor para llevar la creación a su plenitud (“día octavo”, “nuevos cielos y nueva
tierra”)
Empezamos esta reflexión destacando la premisa básica y radical, que, a su vez,
es confirmada por el reconocimiento de Cristo: el dimorfismo sexual (mujer
y varón) no es un momento de la evolución biológica, ni un estadio a superar
por la ciencia que pretende hacerse cargo de esa evolución (tanshumanismo).
Forma parte de la constitución de lo humano para siempre, incluida la vida
eterna. Una cosa es que en el Reino no haya matrimonio en su dimensión genital
y otra muy distinta que desaparezca la diferencia entre la mujer y el varón; esta
continuará por la eternidad. El ser humano es creado en dos versiones, ambas
pertenecientes a la misma realidad humana y en paridad de valor y dignidad. La
diferencia entre varón y mujer no está primariamente en los órganos de
reproducción, ni en la forma corporal (caracteres sexuales secundarios); hay
algo más hondo que se revela en Jesucristo y que hoy estamos llamados a
profundizar y a vivir con mayor provecho que en el pasado. Apenas nos
estamos asomando a este nuevo horizonte. Pero el asunto no es fácil y las
trampas abundan en el camino.

2. El Verbo se hizo carne

Empezamos esta tercera parte recordando y certificando el verso catorce del


prólogo de San Juan (Jn 1,14). Pero sin olvidar que el misterio de la Encarnación
es posible porque por medio de él se hizo todo, y sin él no se hizo nada de cuanto se ha
hecho, o sea, porque el Verbo era el origen de la carne, de la creación a su imagen.
La Encarnación es clave para comprender el misterio de Jesús mediador en la
Creación y modelo de la misma. Asumir la carne es salvar la creación, vincularla
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al Verbo en el que fue creada. La carne (naturaleza, historia, humanitas) no está
destinada a la destrucción sino a la transfiguración pascual. La salvación en
Cristo es el octavo día de la Creación, la sanación y glorificación de todo lo creado:
…Toda la creación espera ansiosamente esta revelación de los hijos de Dios. Ella quedó sujeta
a la vanidad, no voluntariamente, sino por causa de quien la sometió, pero conservando una
esperanza. Porque también la creación será liberada de la esclavitud de la corrupción para
participar de la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Sabemos que la creación entera, hasta
el presente, gime y sufre dolores de parto. Y no solo ella; también nosotros, que poseemos las
primicias del Espíritu gemimos interiormente anhelando que se realice la plena filiación
adoptiva, la redención de nuestro cuerpo (Rm 8,19 s.)

Esta verdad elimina de raíz cualquier tentación apocalíptica extrema o cualquier


tipo de espiritualismo gnóstico: ni destrucción del mundo creado, ni salvación
de lo "espiritual" al margen de la materia. El cristianismo se entiende a sí mismo
como acontecimiento escatológico, o sea, como confesión del fin de los
tiempos acontecido en la Pascua del Señor y aún por manifestarse con su
Parusía. Por eso espera, anuncia y desea la desaparición de la figura o
representación de este mundo (1 Co 7,31), pero no del mundo en sí mismo.
El mundo sufrirá el mismo cambio que el cuerpo: será transfigurado a imagen
de la nueva humanidad en Jesucristo.

Por todo esto, el cristianismo nunca se presentará como una secta al margen de
la mundanidad, como un “evangelismo” depurado de cuerpo, de materia, de
humanidad. La Iglesia no puede ser un antimundo. Eso sería entender mal el
mensaje del Señor y terminaría negando al mismo Jesús. La Iglesia, en
consecuencia, coexiste amorosamente, sin que falten dificultades, con las
épocas, culturas y situaciones que encuentra en su camino, ofreciendo la
salvación de Jesucristo. Dialoga con ellas, toma prestados con gratitud muchos
de sus valores y conquistas, critica y trata de sanar sus rasgos inhumanos, ofrece
la Palabra del Señor… La Iglesia no desprecia los medios humanos, aunque no
pone la esperanza en ellos; los utiliza adecuadamente. “La Iglesia tiene una auténtica
dimensión secular, inherente a su naturaleza íntima y a su misión, cuyas raíces se hunden en
el misterio del Verbo encarnado, y que se realiza de diversas formas por sus miembros”
(Pablo VI, discurso a los Institutos Seculares, 20 de septiembre de 1972). De
ahí la declaración de amor al mundo del Vaticano II: “Los gozos y las esperanzas,
las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de
cuantos sufren, son a la vez, gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de
Cristo” (GS 1).

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Alianza entre Dios y su Pueblo y matrimonio entre varón y mujer, son
realidades que se iluminan mutuamente: la Alianza es concebido como
matrimonio entre el Esposo y el Pueblo, y el matrimonio es misterio o
sacramento que revela y realiza la unión entre Cristo y la Iglesia. Lo intuyó el
profeta Oseas y Pablo lo declara explícitamente (Ef.5,32).

3. En las raíces de la carne

Por eso el matrimonio es también el signo eficaz de la relación de Cristo y de la


Iglesia con la mundanidad, con la “carne”. El misterio de la sexualidad humana,
vinculado intrínsecamente a la biología pero inseparable de la afectividad, es el
signo de la carnalidad de lo humano, de su pertenencia a la mundanidad creada.
La maternidad humana, que hunde sus raíces en la maternidad animal, es un
hecho humano, espiritual, y también al mismo tiempo profundamente carnal,
biológico. La encarnación del Verbo asumió el nacer de madre humana como
el modo necesario para ser de verdad humano; con ello dignificó la maternidad
hasta un grado impensable. A la vez dignificó la unión entre hombre y mujer
que está en el origen de la vida.

La ruptura escatológica del tiempo producida por la presencia del Verbo está
muy bien significada por la virginidad de María y el celibato de Jesús: el Futuro
irrumpe en el presente sin venir determinado por un pasado clausurado en sí
mismo, cerrado a la novedad de Dios. Pero esto no significa el rechazo del
matrimonio como quisieron aquellas corrientes cristianas primitivas que
recibieron el nombre de “encratismo”, “encratitas”. Jesús bendijo la celebración del
Matrimonio en Caná y certificó la idea de los profetas de que la Alianza entre
Dios y el hombre tiene mucho de amor y compromiso esponsalicio. Él mismo
se calificó alguna vez como “el Esposo” que llega: ¿Pueden acaso ayunar los invitados
a la boda mientras el novio está con ellos? Mientras tengan consigo al novio no pueden ayunar.
(Mt 2,18-22)

La bendición cristológica del matrimonio, es el signo más radical del matrimonio


del Verbo con la carne, con el mundo, con la mundanidad y los valores de la
creación. Además de hablar del Esposo de la Iglesia, habría que hablar del
Esposo de la Humanidad. Cierto que esta terminología no tiene base literal en
la Escritura, pero la idea sí la tiene.

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Si es cierto que en el cielo los hombres ya no se casarán (Mc 12,25), también es
cierto que Cristo corrobora la afirmación del Génesis de que hombre y mujer
forman una sola carne (Mc 10,1-12). No es un mero “asunto reproductivo” o
concesión a la debilidad de la carne como a veces en el mismo cristianismo se
ha pensado. En una carta paulina de madurez se pronuncia la palabra que será
clave de compresión, aunque allí no tenga un carácter técnico: Gran misterio
(mysterium, sacramentum) es este (el matrimonio); lo digo respecto a Cristo y la Iglesia (Ef
5,32). El matrimonio es un sacramentum o mysterion porque la vinculación entre
marido y mujer revela y realiza la unión entre Cristo y la Iglesia.

4. La sacramentalidad del matrimonio

¿Qué relación concreta y precisa tiene el matrimonio con Jesucristo? ¿En qué
sentido decimos que es un sacramento? Una aproximación importante para
comprender es examinar los posibles elementos básicos del matrimonio y ver
cuáles realmente lo son.

a] En primer lugar, recordemos que en antiguos derechos consuetudinarios


tribales, el matrimonio se consideraba realizado por la unión física de
ambos cónyuges, por la cópula. Esto quería decir que ese encuentro genital
era considerado el fundamento y la esencia del matrimonio. Aunque la
Iglesia medieval dio importancia a este elemento distinguiendo el
matrimonio rato y no consumado y facilitando su disolución en ciertos
casos, lo cierto es que no admitió la idea de identificarlo con la cópula. Sería
rebajarlo a lo puramente biológico.

b] La Iglesia siguió la senda del derecho romano, un derecho ciudadano de


personas libres. El matrimonio radica en el consentimiento de los
cónyuges. Si esto se medita, veremos que, por un lado, puede degenerar a
mero contrato de convivencia, pero en el fondo abre paso a una concepción
de vínculo por medio de la palabra, de vínculo en la conversación y de
conversación vinculadora. Con la particularidad, en este caso, de que ese
consentimiento expresado en palabras se somete al consentimiento divino
de la Palabra. La palabra dada e intercambiada, bajo la Palabra de Dios, sería
la creadora del vínculo permanente entre los cónyuges.

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Esto quiere decir que la sacramentalidad del matrimonio coincide con el
consentimiento entre bautizados, entre personas nacidas de la Palabra.
El simple consentimiento hace que la unión de dos bautizados sea un
sacramento automáticamente. Entonces, ¿por qué tiene que haber una
ceremonia religiosa? ¿No es ésta propiamente el sacramento?

La ceremonia religiosa no es lo esencial, menos aún la Eucaristía. Hoy (desde el


Decreto Tametsi del Concilio de Trento, 11 de noviembre de 1563) la Iglesia no
reconoce como matrimonio ese consentimiento privado o familiar, aunque sea
de bautizados, si no se realiza ante el párroco y dos testigos. Así se quiso
terminar con los matrimonios clandestinos que perjudicaban gravemente a la
mujer y abrían la puerta a bigamias numerosas; era un momento de ausencias y
alejamientos prolongados y muchas veces definitivos de miles de varones
embarcados en las guerras europeas o en la colonización de los territorios
americanos. La sacramentalidad es, pues, como automática: puesto el
consentimiento con las condiciones de publicidad exigidas por la Iglesia, si se
trata de bautizados, estamos ante un sacramento. No hace falta que ellos
piensen que se trata de un sacramento ni que se celebre en el seno de la
Eucaristía, pero ha de ser “ante faciem ecclesiae”, ante el párroco y dos testigos.
Excluir unos bautizados la sacramentalidad expresamente, supone por tanto,
ante la mirada de la iglesia, la no existencia de matrimonio; esto ocurre cuando
la publicidad del mismo se realiza ante una autoridad civil (matrimonio civil).

La indisolubilidad del matrimonio no viene de la sacramentalidad, dado que


la unión entre hombre y mujer ya desde el inicio fue en la intención de Dios
permanente y fiel. Así lo recoge el pasaje del Génesis que Jesús hace suyo en
aquellas diatribas (Mc 10,1-12; Mt 5,31-32 y 19,1-9; Lc 16,18). Sí es cierto que
la sacramentalidad confirma esa indisolubilidad porque la pone bajo el amparo
de la cruz y de la gracia, y es signo de la definitividad escatológica. Las iglesias
de oriente interpretan la frase de Mateo “excepto en caso de porneia” como una
excepción por adulterio y entonces disuelven el matrimonio. En Occidente no
se admitió como causa de nulidad y el término porneia se ha interpretado
normalmente (con buen fundamento) no tanto como adulterio cuanto como
uniones prohibidas en Israel que eran consideradas seudomatrimonios aunque
se admitiesen en el mundo grecorromano.

5. ¿Un sacramento secular o menos religioso?

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Se trata de un sacramento extraño que rompe el esquema de los restantes: el
presidente de la asamblea cristiana, el sacerdote ministerial, no es ministro, no
trae la sacramentalidad, no es el que representa a Jesús sobrevenido. Los
ministros, los que atraen la sacramentalidad y representan el sacerdocio del
Señor, en este caso, son los mismos cónyuges. Esto es hoy menos visible por la
importancia de la ceremonia religiosa, pero es así. La decisión conjunta de los
novios, abre la puerta a la venida de Jesús como Esposo a la Iglesia, y así realizan
un sacramento que enriquece a esta. De modo que una acción totalmente
secular se convierte en sacramento escatológico de la venida del Señor.

En efecto, el matrimonio entre bautizados está llamado a significar la entrega


del amor humano a Jesucristo, la disposición a cumplir su voluntad en el seno
mismo del matrimonio. Pero también la acogida de ese amor por Jesucristo y la
promesa de su presencia permanente en él. Decíamos dos cosas que parecen
dejar de lado la ministerialidad sacerdotal del Señor en este caso: que los
ministros son los cónyuges y que el matrimonio como tal hunde sus raíces en
la creación y es anterior al Evangelio. Cierto pero no menos lo es que El
sacerdocio del Señor está presente en la celebración eclesial a modo de testigo
y escribano del mismo en la eternidad. La leyenda y el arte cristianos no dejan
de percibirlo. La leyenda del Cristo de la Vega (Toledo) que D. José Zorrilla
convirtió en la obra dramática A buen Juez mejor testigo, imagina a Jesús
crucificado (su imagen) bajando el brazo para jurar ante la Biblia que le pone el
juez, que aquel capitán venido de Flandes había dado palabra de matrimonio a
aquella mujer antes de marcharse a la guerra y lo había hecho ante aquel cuadro.
Como decimos reiteradamente, el matrimonio de bautizados, ahora oficiado
ante facem ecclesiae hace entrar esta realidad en el ámbito de la encarnación del
Verbo divino y recibe la gracia de su gloria. Ello supone subordinar la
genitalidad a la conversación, el encuentro sexual a la palabra; supone abrir un
camino hacia la fraternidad de los cónyuges en el Señor. La apertura a los hijos
se entiende como colaboración con Dios, lo cual conlleva una paternidad
responsable, un cuidado especial con la educación cristiana de los mismos, y
una orientación de sus vidas hacia el evangelio, el testimonio y el servicio. Hijos
engendrados para la eternidad y educados para ella. Así quedan constituidos en
pequeña iglesia (ecclesiola) donde la vida de familia, atravesada por la oración
compartida, es verdadero culto a Dios.

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Siendo, pues, una realidad plenamente secular, el matrimonio es un camino
compartido de piedad y de crecimiento en la fe, esperanza y caridad; un modo
de entregar la vida incondicionalmente, sin idolatría pero con amor; una manera
de madurar en el servicio y de superar el egoísmo infantil. En cada matrimonio,
el Señor bendice a la humanidad y al mundo.

6. Matrimonio y modelos de inserción de la Iglesia en la sociedad

En esta parte, desde este tercer "mirador", tratamos de comprender la Iglesia


como cauce que la corriente va abriendo en el terreno, por lo que estudiaremos
las formas como la Iglesia se ha situado institucionalmente con las
restantes sociedades. Por eso partimos del sacramento del matrimonio: su
forma ceremonial ha variado con los siglos. Y esta variedad es reveladora de las
formas de convivencia con la sociedad civil. Por ejemplo, cuando la Iglesia era
un conjunto de comunidades constituidas bajo la autoridad episcopal pero aún
no reconocida como institución de derecho público por el Imperio, los
bautizados se casaban por el mismo rito que los otros ciudadanos: ante el
magistrado, ante los padres, etc. No había “forma” propiamente cristiana; ya
hemos dicho que la sacramentalidad no viene de la forma religiosa (conditio sine
qua non hoy) sino del bautismo de ambos y el consentimiento. En todo caso, se
solía invitar al obispo a asistir como testigo de honor y podía hacer una oración.
Ello no quitaba que los cónyuges consideraran ese matrimonio como un estado
de santidad (casarse en el Señor, decía Pablo).

Luego, cuando toda la sociedad fue cristiana (Occidente), dada la santidad del
matrimonio, la Iglesia se hizo cargo de su cuidado pastoral, y fue legislando
sobre las condiciones necesarias, sobre el consentimiento, sobre la
indisolubilidad... Se reconoció explícitamente que era uno de los siete
sacramentos y, poco a poco, se fue asociando a la ceremonia religiosa.

Cuando el Estado se separó de la Iglesia y ofreció un “matrimonio civil”, la


celebración “ante faciem ecclesiae” significó la libertad de la Iglesia como “sociedad
perfecta”, su independencia y no disolución en el Estado. Por medio de los
concordatos se procuró el reconocimiento civil del matrimonio religioso, cosa
no siempre lograda. En algunos Estados, los novios cristianos se casaban dos
veces, en ceremonia civil (creadora de derechos civiles) y en ceremonia religiosa
para ser reconocido como sacramento. La celebración eclesial es en nuestros
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días una gran defensa de la familia, por la facilidad creciente del divorcio en las
legislaciones civiles, pero, dado que el bautismo en muchos cristianos está
gravemente deteriorado, crea problemas a la pastoral matrimonial y puede llegar
a ser fuente de desprestigio para la Iglesia. Parece indudable que la progresiva
adecuación de la Iglesia a la nueva situación cultural y política, tendrá efectos
en el modo de tratar formalmente el matrimonio: discernimiento antes de
conceder el sacramento, reconocimiento del matrimonio civil como válido en
caso de unión de cónyuge creyente con bautizado no creyente, pastoral de
divorciados y vueltos a casar…

Es llamativo que en este momento ya se reconozca canónicamente una forma


matrimonial entre cónyuge bautizado y cónyuge bautizado pero no creyente. Es
una novedad que abre muchos interrogantes, pero lo que nos interesa es
constatar el paralelismo entre el tratamiento del matrimonio y el modo de
inserción de la Iglesia en la sociedad donde habita.

7. El matrimonio sacramento escatológico

Cuando el hombre aun era menor de edad y el matrimonio cristiano no


escandalizaba porque se veía en continuidad con la naturaleza (animales
superiores, procreación y protección de la prole) es posible que los cónyuges se
vieran a sí mismos como más “mundanos” en cuanto casados; menos cercanos
a Dios. Sólo en los consagrados se percibía la pertenencia al futuro escatológico.
También es cierto que por ese reconocimiento natural de todas las culturas, el
mismo matrimonio cristiano no escapaba de una asimetría a favor del varón y
arrastrara un déficit de relación personal. No faltan, por todo esto, grandes
maestros cristianos que valoran el matrimonio como un residuo imprescindible
de la etapa precristiana. En nuestros días, sin embargo, el matrimonio empieza
a mostrar su verdadera grandeza sacramental. ¿Por qué?
El mundo está llegando a la mayoría de edad. Gracias a los progresos científicos
y avances tecnológicos, el hombre se está haciendo cargo verdaderamente de la
naturaleza. Pero con peligrosas tentaciones:
 Una tentación desde el miedo: seis o siete mil millones de habitantes
abocan a la humanidad a severos conflictos por la limitación y escasez de
las fuentes de energía y subsistencia; es urgentísimo no sólo limitar, sino
bajar la población drásticamente: dos o tres mil millones. Los poderes
económicos y políticos que rigen el destino de los pueblos están

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utilizando la ideología de género para este fin. Aborto, homosexualidad,
píldora “del día después”, convertidos en medios de control de natalidad,
se combinan para llegar a un ejercicio sexual irresponsable y estéril; el
matrimonio, la familia, va siendo arrinconada.
 Otra tentación desde el optimismo científico complementa la anterior:
el dimorfismo sexual, dicen los transhumanistas, es una etapa en la
evolución que puede ser superada perfectamente; más aun, mientras la
maternidad sea femenina e intrauterina, la mujer nunca llegará a la
igualdad estricta con el varón. La igualdad está en suprimir finalmente el
dimorfismo sexual; de momento, bisexualidad, extensión de la adopción
en países pobres, avances médicos para lograr la concepción extrauterina
o en laboratorio.
¿Qué significa esto teológicamente hablando? Que la humanidad se cierra sobre
sí misma, vuelve de verdad la espalda a Dios (indiferencia) y entra en una
ideología de conservación radical basándose en el progreso científico.
En este contexto, todavía en fase inicial, el matrimonio es el gran signo de
respeto al Creador y de confianza en la salvación. Ahora, cada vez que un
hombre y una mujer contraen matrimonio para fundar una familia, están
rompiendo la circularidad de esa falsa historia y están abriendo las puertas al
Reinado de Dios. Contraer matrimonio significa hoy, como nunca, confesar la
creaturalidad, el dato previo a la libertad personal, la obediencia al Creador.
Significa también la confianza en que los peligros que amenazan a la humanidad
no se evitarán limitando la verdadera libertad con recetas químicas o con la
muerte de los no nacidos; estos peligros, reales, se sortearán mediante la
responsabilidad que nace de la fe y mediante la ayuda de la gracia.
El sacramento del matrimonio, como todas las intervenciones sacramentales del
Señor, tiene carácter escatológico, o sea, es sacramento de la presencia del Reino
y le hace presente. El amor esponsalicio, transfigurado por la resurrección,
perdurará en el cielo para gloria de Dios y de los esposos.

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