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Kant 2025

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¿QUE PODEMOS SABER?

LOS LÍMITES DE LA RAZÓN PURA

Con la Crítica de la razón pura, Kant presentó una síntesis entre la


tradición racionalista y la empirista que abría una nueva vía para el
conocimiento. Aunque el nuevo método aceptaba límites para la razón, ponía
de manifiesto que podía aspirar justificadamente a él, es decir, al
conocimiento.

UNA «REVOLUCIÓN COPERNICANA» EN FILOSOFÍA

Kant expuso su proyecto crítico como el estadio de la historia de la


filosofía donde la razón se examinaba a sí misma y descubría cuáles son sus
límites. Según el pensador, este momento culminaba el viejo proyecto
filosófico que había estado buscando asentar el conocimiento en una base
firme. Este proyecto había arrancado con el reconocimiento de la propia
ignorancia y después había atravesado dos estadios anteriores al kantiano: el
dogmático, representado por el racionalismo, y el escéptico, representado por
el empirismo. Para mediar en este conflicto, el filósofo tenía que empezar
planteándose el problema de la metafísica

La metafísica era un campo de constantes disputas donde no había


unanimidad ni siquiera entre sus partidarios. Había quedado desacreditada o
incluso despreciada. Sin embargo, decía Kant, no era posible dejar
desatendidos los temas de los que trata la metafísica, porque esta disciplina se
ocupa de las cuestiones que apelan de forma más directa a los hombres y
contiene los conceptos clave de cualquier sistema ético: la existencia y
naturaleza del Mundo, del alma o de la libertad.

Los objetos de estudio de la metafísica están, como su nombre indica, más


allá del mundo físico, y, por tanto, fuera del alcance de la experiencia. A
diferencia de las matemáticas y la ciencia natural, la metafísica pretende que
puede conocer sus objetos sin acudir a la experiencia. ¿Pero puede haber una
ciencia sin experiencia? Kant comprendió que su investigación sobre el
conocimiento tenía que adoptar la forma de la pregunta: ¿es la metafísica una
ciencia? Porque para determinar la posibilidad de la metafísica como ciencia,
tendría que averiguar «qué y cuánto pueden conocer el entendimiento y la
razón aparte de toda experiencia». Por tanto, investigar los límites de la
metafísica equivalía a buscar los límites del conocimiento.

Un proyecto de tal envergadura necesitó de Kant su propia «revolución


copernicana». Lo explicaba el pensador con una analogía: Copérnico se dio
cuenta de que considerando una Tierra instalada en el centro del Universo, en
torno a la cual giraban los astros, los datos observados no cuadraban. Decidió
entonces invertir la mirada y hacer que fuera la Tierra la que diera vueltas en
tomo al Sol. En el caso de Kant, viendo que la observación del objeto no
permitía avanzar en el camino de la certeza del conocimiento, decidió invertir
la mirada y trasladarla al sujeto, es decir, al proceso humano del conocer. Esta
inversión del punto de vista le hizo ver que los elementos formales del
conocimiento, los conceptos, y los elementos materiales, el mundo exterior,
han de colaborar para que este se dé. Son los objetos los que tienen que

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adecuarse a nuestro conocimiento cobrando el sujeto un papel primordial.

EL PROYECTO DE LA CRÍTICA DELA RAZÓN PURA.

¿QUÉ PUEDO SABER?

«¿Qué puedo saber?» era la pregunta que se planteaba el proyecto crítico


de Kant como punto de partida. El primer paso para delimitar el alcance de la
razón, y con él, de la ciencia, era estudiar qué condiciones son necesarias para
el conocimiento y si estas condiciones se cumplen en las distintas ciencias.

A diferencia de racionalistas y empiristas, que privilegiaban una única


fuente posible para el conocimiento, esto es, la razón o la experiencia, Kant
postuló que el conocimiento era un compuesto de las dos. Todo nuestro
conocimiento comienza con la experiencia, afirmó, pero no por eso se origina
totalmente en ella. Los objetos nos vienen dados por los sentidos y la razón les
da forma. Ambos tienen que someterse a unas «plantillas» o «formas»,
independientes de la experiencia. Estas formas son condiciones necesarias del
conocimiento, es decir, que sin ellas el conocimiento es imposible. Por eso,
Kant las califica de «formas trascendentales».

Al analizar en detalle el proceso del conocer, el filósofo distinguió en él la


acción de tres facultades: la sensibilidad, el entendimiento y la razón
propiamente dicha. La sensibilidad es nuestra capacidad de generar
representaciones del mundo exterior y es meramente receptiva. En
terminología kantiana, es la fuente que recoge nuestras «intuiciones» del
mundo exterior. A continuación entra en juego el entendimiento, que ordena
lo percibido en forma de conceptos. Así las intuiciones cobran orden y sentido
y se convierten en pensamientos conexos. Por ejemplo, la proposición «esto es
una casa» surge de una pluralidad de intuiciones ordenada por el
entendimiento en una forma entendible y comunicable.

El entendimiento sería la facultad de comprender. No es solo receptivo


sino activo, y opera de modo simultáneo a la sensibilidad. Kant resumió de
forma inmejorable la dependencia recíproca de ambas facultades en la frase
«las intuiciones sin conceptos son ciegas, los conceptos sin intuiciones son
vacíos».

La facultad de la razón, por último, enlaza los conceptos en forma de


proposiciones (juicios). Estos juicios los relacionamos unos con otros de
acuerdo con las leyes de la lógica, de modo que producimos nuevas
proposiciones cada vez más universales. La razón sería la que nos impulsa a
ampliar nuestro conocimiento buscando leyes cada vez más generales.

Kant sostuvo que las condiciones necesarias de las distintas ciencias se


corresponden con las condiciones necesarias de estas facultades mediante las
cuales el hombre configura su realidad. Las condiciones necesarias para que
la matemática sea una ciencia son las formas trascendentales de la
sensibilidad, y las condiciones necesarias de la ciencia natural —nuestra

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actual física— son las formas trascendentales del entendimiento. Solo queda
la razón, cuyas condiciones necesarias son las formas trascendentales de la
metafísica. El problema de la metafísica como ciencia es que estas formas
trascendentales no producen conocimiento cierto. Creer que sí lo hacen lleva
a un uso erróneo de la razón. He ahí el límite del uso de la razón, que marca lo
que podemos saber según nuestra capacidad.

La posibilidad de la matemática como ciencia se respondía


afirmativamente en la primera parte de la Crítica de la razón pura,
denominada «Estética trascendental». La posibilidad de la ciencia natural y de
la metafísica era el tema del segundo bloque de la obra, la «Lógica
trascendental», dividido respectivamente en «Analítica trascendental» y
«Dialéctica trascendental».

El análisis de los juicios

Kant había desvelado que el conocimiento resulta de la composición de


dos elementos, uno empírico y otro contenido en nuestra capacidad de
conocer, es decir, de un elemento que viene de fuera de nosotros y otro que ya
está en nosotros. El conocimiento se expresa en proposiciones —«juicios» en
la terminología kantiana—, por eso hay que analizar los distintos tipos de
juicios que es posible formular. Había juicios a priori y juicios a posteriori.

A priori eran aquellas proposiciones que versan sobre conceptos o


conocimientos previos a la experiencia. Por ese motivo, el conocimiento a
priori era universal y necesario y valía siempre y en todo lugar. Por ejemplo, el
juicio «todos los triángulos tienen tres lados» es a priori porque no es posible
imaginar un triángulo que no tenga tres lados. Siempre y en todas partes será
verdadero. En consecuencia, la pregunta sobre la posibilidad de la metafísica
será también la pregunta sobre la posibilidad del conocimiento a priori.

Por otro lado, existían las proposiciones a posteriori. Son las que proceden
de la experiencia. Por tanto, la verdad de los juicios a posteriori no es ni
universal ni necesaria, ya que está sujeta a revisión en nuevas experiencias,
sino que es siempre provisional.

Pero también había otra manera de analizar los juicios: según la forma en
que se organiza su contenido. Desde ese punto de vista, el filósofo distinguía
entre juicios analíticos y sintéticos.
En los analíticos, el predicado está contenido en el concepto del sujeto, de
manera que se llega al predicado por el simple análisis del sujeto, sin
necesidad de la experiencia. Son juicios «de explicación». El problema de
estos juicios es que, si se conoce bien la noción, el juicio no aporta
información. No sucede lo mismo con los juicios sintéticos, porque en ellos el
predicado está enteramente fuera del concepto del sujeto. Como lo que se
sabe del sujeto no incluye el predicado, la frase supone una información
añadida. Son juicios «de ampliación».

Se diría que hay una correlación entre los juicios analíticos y a priori y los
juicios sintéticos y a posteriori. Parece lógico pensar que todos los juicios

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analíticos —de explicación— son a priori, porque todo lo que se predique de
un sujeto que sea una definición de su significado será verdadero siempre y en
todas partes. Por su parte, parece que todos los juicios a posteriori son
sintéticos —de ampliación— porque añaden al sujeto una información
procedente de la experiencia.

La cuestión es que no puede haber juicios analíticos —de explicación— a


posteriori, porque ambos conceptos se oponen: lo analítico es independiente
de la experiencia y lo a posteriori procede de ella. Sin embargo, ¿es posible
que existan juicios sintéticos —de ampliación— a priori? ¿Pueden existirj
uicios que provengan de la experiencia y que a la vez su verdad sea universal
y necesaria?

Kant solventó esta cuestión sin suspense: su respuesta era afirmativa.


Para demostrarlo, usó los siguientes ejemplos de juicios sintéticos a priori: las
proposiciones de la aritmética y la geometría, como la expresión «7 + 5 =
12»; los principios básicos de la ciencia natural, como «todo cambio tiene una
causa»- Pero no solo los juicios sintéticos a priori ciertamente existían; lo
verdaderamente revolucionario de su conclusión era que, de hecho,
constituían el fundamento de las ciencias.

De ese modo, el proyecto kantiano que pretendía determinar bajo qué


condiciones las ciencias dan conocimiento cierto quedó reformulado como:
¿qué condiciones son necesarias para que se den los juicios sintéticos a priori
en las diferentes ciencias? y, ¿se dan dichas condiciones en todas ellas,
metafísica incluida?

¿CÓMO CONOCEMOS?
LA SENSIBILIDAD Y EL ENTENDIMIENTO

A partir de este punto, Kant podía volver más completa su visión del
proceso del conocer. El ser humano percibe el mundo como una variedad de
impresiones. Si percibe una tiza, percibe, en realidad, un conjunto de
propiedades: color, textura, forma, temperatura... Ese conjunto de
impresiones, sin orden alguno, carece de significado y necesita ser ordenado
mediante un proceso que culmina en el concepto «tiza». Pero este proceso no
lo puede llevar a cabo la experiencia, sino el entendimiento. A las impresiones
desordenadas, Kant las llamó «fenómenos» (palabra de origen griego que
vendría a significar «apariencia»), y a su ordenación lo denominó
«intuiciones». Así, la primera etapa del conocimiento consiste en la captación
de las apariencias de las cosas por parte de los sentidos (sensibilidad) y su
ordenación mental (entendimiento). No se trata de dos momentos diferentes:
la intuición de los datos del exterior y el ordenamiento interior se efectúan al
mismo tiempo, ya que son dos formas complementarias del conocimiento.

Para Kant las apariencias no son propiamente cosas, sino solo las
propiedades perceptibles de las cosas. Dicho en otros términos, son
«predicados» de un sujeto. Esas propiedades pueden cambiar sin que cambie
el sujeto de las que se predican. Kant puso el ejemplo de la cera: cuando
percibimos cera que se derrite por el calor, seguimos considerándola cera a

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pesar de sus cambios. Suponemos una continuidad en el tiempo del sujeto,
más allá de las variaciones que percibimos en él. Kant llama «noúmeno» a ese
sustrato que permanece, a la «cosa en sí» una vez despojada de todos sus
elementos aparentes (fenómenos). Al denominarlo así, recupera la tradición
griega, que oponía el mundo de las apariencias al de la realidad.

Si el sujeto se enfrenta a un universo de cosas aparentes, la cuestión que


se plantea de inmediato es si la cosa en sí, al margen de sus propiedades,
puede ser también percibida. Kant sostuvo que no: el ser humano no tiene
acceso directo a la cosa en sí. De hecho, una de las tareas de su crítica, afirmó
el pensador, era evitar dar el salto de creer que la cosa pensada (el concepto)
se corresponde con la cosa existente (la cosa en sí).

¿Cómo es posible la sensibilidad?

La estética trascendental

Para estudiar cómo se enfrenta el hombre a un mundo de apariencias,


Kant necesitaba analizar la capacidad del sujeto de ser afectado por las
realidades externas, es decir, la sensibilidad. En primer lugar observó que la
percepción de las sensaciones se da necesariamente en el tiempo y en el
espacio, pero que estos no son objeto de percepción, porque no son
propiedades objetivas de las cosas. Por tanto, pensó, no son posteriores a la
percepción, sino a priori, es decir, que se encuentran ya en la sensibilidad . Si
no percibimos las cosas más que en el espacio y el tiempo, esto es, ordenadas
en ciertas relaciones espacio-temporales, pero el espacio y el tiempo no son
perceptibles, entonces es que espacio y tiempo son las condiciones que
posibilitan la percepción.

El pensador denominó «estética trascendental» al estudio del tiempo y el


espacio. Tomó la palabra «estética» de su raíz griega, en el sentido de
«percepción», y añadió la palabra «trascendental» para indicar que su objeto
eran las condiciones a priori de la sensibilidad. Las proposiciones o juicios
sobre el tiempo y el espacio son sintéticas a priori, es decir, añaden
información, y, por ser previos a la experiencia, su verdad es universal y
necesaria.
Un objeto existe en el espacio, pero él mismo no es el espacio. Al
contrario, es una limitación del espacio. Percibimos los objetos que se hallan
en el espacio, pero no podemos percibir el espacio ni en todo ni en parte.
Hablar de diversos espacios es, en realidad, hacerlo de diferentes partes de él.
No podemos representar la falta de espacio; solo podemos imaginar un
espacio sin objetos. El espacio es, pues, una condición universal y necesaria (a
priori) para la percepción, o, en palabras de Kant, la sensibilidad humana. Es
una presuposición que sirve de base a todas las intuiciones externas. Una
intuición pura, independiente de la experiencia, pero necesaria para que la
experiencia se dé.

Lo propio ocurre con el tiempo: tampoco es un concepto empírico.


Podemos percibir objetos en el tiempo e incluso apreciar sus variaciones en él,
pero no podemos percibir el tiempo. Sin la noción de tiempo no podríamos

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percibir ni la coexistencia de los objetos ni su sucesión. No habría percepción,
ya que los objetos se dan en el tiempo. El cambio y el movimiento (que es
cambio de lugar) solo son posibles en la representación del tiempo. Del mismo
modo, solo gracias al tiempo podemos predicar cosas contradictorias de un
mismo sujeto. Por consiguiente, como el espacio, el tiempo es una condición a
priori de la sensibilidad humana que permite la percepción de las apariencias
de las cosas.

Pero recordemos que las argumentaciones de la estética trascendental


tenían que servir para fundamentar los juicios sintéticos a priori en el ámbito
de las matemáticas. Estas tratan de las propiedades del espacio (geometría) y
del tiempo en la forma de series numéricas (aritmética). Dado que el espacio y
el tiempo son condiciones necesarias para que se dé cualquier fenómeno, sus
propiedades han de transmitirse necesariamente a todos los fenómenos. Se
explica así que las matemáticas sean de aplicación necesaria y universal. Los
juicios de las matemáticas expanden nuestro conocimiento —son sintéticos—
pero no proceden de la experiencia —son a priori.

¿Cómo es posible el entendimiento?

La analítica trascendental
Habiendo asentado el fundamento de la sensibilidad, Kant podía dar ya el
paso para resolver la pregunta análoga sobre el entendimiento. En la analítica
trascendental, se ocupó de estudiar las formas puras a priori del
entendimiento.

Para ordenar las percepciones recogidas por la sensibilidad, el


entendimiento utiliza «conceptos». Kant consideraba que esa es la propia
definición de «concepto»: la unión y ordenación de diversas percepciones bajo
una sola forma. La cuestión ahora era desvelar cuáles eran esas reglas de
ordenación, porque el conocimiento no podía ser consecuencia del puro azar.

El alemán identificó dos tipos de conceptos: los empíricos y los puros. Los
empíricos —«casa», «perro», «mamífero»— provienen de la experiencia al
observar las semejanzas y los rasgos comunes a ciertos individuos. No
obstante, en la acción del entendimiento están supuestos otro tipo de
conceptos; conceptos «puros», no empíricos, que Kant denominó
«categorías». Estas categorías serían los vínculos con los que el
entendimiento organiza las diversas sensaciones que llegan al sujeto a través
de la intuición. La suma del color, la forma, la cantidad, etc., es ordenada por
el entendimiento empleando categorías o conceptos puros que no proceden de
la experiencia porque son operaciones del propio entendimiento. Sin esta
unificación que permiten las categorías habría

una percepción desordenada y sin criterio de los fenómenos a través de


los sentidos, pero sería imposible formular juicios.
Por un lado, se aprecia que el entendimiento no puede pensar los
fenómenos sin las categorías, y por el otro, que las categorías no se pueden
aplicar más allá de los fenómenos, o lo que es lo mismo, a realidades más allá
de la experiencia. Igual que el espacio y el tiempo han de «llenarse» con

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impresiones sensibles, las categorías habrán de llenarse con datos
procedentes de la experiencia.
Pero el entendimiento no es capaz de conocer solo a través de conceptos,
sino que colocamos estos dentro de un juicio formado por un sujeto y un
predicado («Todo cuerpo es extenso»). Para decir algo de los objetos,
empleamos una articulación de conceptos en la cual se afirma el enlace del
concepto que ocupa el lugar del sujeto con otro que ocupa el lugar del
predicado. Por ejemplo, el juicio «todos los cuerpos son divisibles» resulta de
aplicar el concepto de divisibilidad al concepto de cuerpo.
Si las categorías o conceptos puros son imprescindibles para formular
juicios, es lógico suponer que todos los tipos de juicio válidos están
relacionados directamente con las categorías que los hacen posibles. Kant
definió doce tipos de juicios que se correspondían con doce «subcategorías»,
agrupadas en cuatro grandes clases: de cantidad, cualidad, relación y
modalidad.
Del mismo modo que la sensibilidad imponía a los objetos que se dieran en
el espacio y en el tiempo, el entendimiento impone a los objetos las formas
dadas por las categorías o conceptos puros. No podemos entender sino es por
mediación de ellas. El objeto en sí —el noúmeno— se nos escapa entre las
manos. Solo está a nuestra disposición el fenómeno, necesariamente
amoldado a las categorías.
Con la introducción de las categorías o conceptos puros, Kant respondió
afirmativamente a la pregunta de si son po-

sibles los juicios sintéticos a priori en las ciencias naturales. Retomando el


ejemplo dado con anterioridad, «todo cambio tiene una causa», se aprecia que
es sintético porque el concepto de «causa» no está implícito en el de
«cambio». También es universal y necesario, es decir, independiente de la
experiencia, porque se funda en una categoría (en su caso, en la subcategoría
de «causalidad»).
Mientras Kant llevaba a cabo este análisis minucioso de las actividades
que realiza el entendimiento en la ordenación de los datos sensoriales, no
dejaba de pensar si esa operación estaba lógicamente justificada. Una vez
elaborada la tabla de las categorías, se dedicó a establecer su legitimidad. A
esta operación la llamó «deducción trascendental». Lo que pretendía era
demostrar que no hay posibilidad de pensar los objetos sin recurrir a las
categorías.
Ante las dificultades para comprender la naturaleza del conocimiento
observando los objetos, había procedido a la «inversión copemicana» que le
llevó a fijar la atención en cómo actúa el sujeto. Los objetos son percibidos
como fenómenos, pero no podríamos hablar de fenómenos sin un sujeto que
los percibiera. Por lo tanto, las leyes que regulan la aplicación de las
categorías a la intuición son leyes que se hallan en el interior del sujeto. Como
la existencia misma de un sujeto pensante requiere de conceptos puros tales
como la unidad (las intuiciones son muchas pero quien las experimenta es una
misma mente) o el tiempo (las intuiciones se distinguen entre sí por sucederse
una tras otra), se deduce que las categorías son previas y que no es posible
pensar los objetos sin ellas. Ese percibirse a sí mismo («apercepción»),
escribió Kant, es el principio «más elevado de todo el conocimiento humano».

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Aunque el pensador intentó describir cómo funciona la capacidad del
hombre para conocer el mundo, renunció a explicar por qué era así. Se
pueden imaginar otras formas de cono-

cimiento, reconoció, pero al no ser las nuestras, no sabríamos cómo


funcionan y, en cualquier caso, carecemos de acceso a ellas. Por tanto,
tenemos que ajustamos a las posibilidades reales de nuestras capacidades y
no sobrepasar sus límites.

LAS ILUSIONES DE LA RAZÓN.


LA DIALÉCTICA TRASCENDENTAL
No todo lo que existe es accesible a la experiencia. Entre lo inaccesible se
encuentra el «noúmeno», es decir, la «cosa en sí» una vez despojada de todos
sus elementos aparentes. El noúmeno es por definición lo que no se puede
percibir.
Lo cierto es que podemos pensar en objetos no sensibles, objetos que
incluso pueden ser verdaderos, pero no podemos tener certeza de ellos
aunque la razón nos empuje a creer que sí. Cuando nos confundimos y
creemos que hemos llegado a captar la «cosa en sí» por la vía del
entendimiento, caemos en una «ilusión trascendental». Ahora bien,
extralimitarse y aplicar las reglas del entendimiento a conceptos
extraempíricos es inherente a la razón humana. Por eso es tan necesaria la
crítica kantiana y su trabajo de «constante corrección». La sección en la que
Kant analiza y corrige estas «ilusiones de la razón» es la «dialéctica
trascendental», entendiendo dialéctica en el sentido griego de «disputa».
Para empezar, hay que aclarar cómo Kant distingue entre razón y
entendimiento. El conocimiento se inicia en los sentidos y pasa al
entendimiento, pero culmina en la razón. El entendimiento unifica los
fenómenos en la forma de proposiciones mediante las categorías o conceptos
puros; mientras que la razón, por su parte, elabora razonamientos que, a
partir de juicios particulares, nos permita construir principios o leyes cada vez
más generales.

Ambos actúan sobre la base de conceptos puros. Si las categorías son los
conceptos puros del entendimiento, los conceptos puros de la razón son las
«ideas trascendentales». Las ideas trascendentales, como las categorías, no
tienen base empírica. Kant delimitó tres ideas trascendentales de este tipo:
alma, mundo y Dios.
¿Cómo puede llegar la razón a esas ideas? Para responder a esa pregunta,
el filósofo se fijó en los razonamientos y su aplicación. Un razonamiento es, en
esencia, un proceso por medio del cual obtenemos información —conclusiones
— a partir de datos conocidos —premisas. Un silogismo, por ejemplo, es un
tipo de razonamiento deductivo formado por dos premisas y una conclusión:
Todos los hombres son mortales.
Sócrates es hombre.
Luego Sócrates es mortal.
Si aceptamos las dos premisas, es inevitable aceptar la conclusión. Si la
premisa no es cierta, la conclusión tampoco lo será. La razón, sin embargo, se
siente impelida a buscar una verdad que no está condicionada a la de otros
enunciados. En el ejemplo anterior, este impulso se correspondería con buscar

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un nuevo silogismo que tome la premisa de partida («Todos los hombres son
mortales») y la convierta en conclusión de otro silogismo con nuevas
premisas, y así sucesivamente hasta hallar el enunciado cuya veracidad no
esté condicionada por ningún otro. Estas «condiciones incondicionadas» de la
razón son, precisamente, las ideas trascendentales.
El alma sería la condición incondicionada del sujeto pensante, es decir, el
concepto necesario que nos permite unificar todos los fenómenos derivados de
la psicología. El mun-

üo sería la condición incondicionada de la experiencia; el concepto


necesario para unificar todos los fenómenos perceptivos. Dios, por último,
sería la condición incondicionada de alma y mundo, es decir, la causa de la
realidad misma.
Kant está ahora en disposición de responder a la pregunta acerca de si la
metafísica es posible como ciencia. A diferencia de las demás disciplinas, la
respuesta en este caso es no. Los juicos sintéticos a priori o conceptos puros
de la metafísica (las ideas trascendentales) no producen conocimiento. No hay
experiencia posible del alma, el mundo en su totalidad o Dios, por lo que son
conceptos «vacíos». La razón, entusiasmada con su poder lógico, cree poder
alcanzar un conocimiento seguro sobre los principios últimos de toda la
realidad. Pero se trata de meras ilusiones, las ilusiones de la razón misma, que
nos llevan a argumentaciones falaces y razonamientos sofísticos.
Kant identifica dos tipos de ilusiones de la razón: los paralogismos y las
antinomias.
Un paralogismo es un silogismo falaz, un razonamiento en apariencia
correcto pero que, a causa de la ambigüedad en el significado de uno de los
conceptos, genera una conclusión errónea. Para Kant, la doctrina tradicional
acerca del alma inmortal dotada de sustancia propia estaba viciada por los
paralogismos originados por la ambigüedad del concepto de «yo pensante».
Hay una antinomia cuando es posible demostrar con la misma
verosimilitud proposiciones que son contradictorias entre sí, de manera que
no hay mayores razones para aceptar la una que para aceptar la otra. Como
primera antinomia, por ejemplo, Kant expuso el problema sobre si el universo
tiene un comienzo en el tiempo y un límite en el espacio o no. Ambas
posibilidades pueden negarse de manera lógica, pero una de las dos debe ser
correcta. La razón no podía salir con bien de estos razonamientos porque
pretendía alcanzar un

conocimiento cierto de algo de lo que no cabía experiencia posible. Pero


esto no significaba que las ideas trascendentales no tuvieran valor. Cumplían
una función muy importante: la función unificadora, como las categorías. Y
aún más importante, regulaban la actividad de la razón práctica.
Por ejemplo, en el caso de la idea trascendental de «mundo», si
entendemos el mundo como la suma de todos los fenómenos que se dan en él,
y estos están relacionados entre sí por relaciones de causa y efecto, entonces
todo lo que acontece está predeterminado. Es más: si conociéramos el «punto
de arranque» del mundo y todos sus efectos y causas, podría predecirse cuál
sería la evolución hasta el fin de los tiempos. Y en un mundo así
predeterminado, ¿qué espacio queda para la libertad humana? Sin libertad no
cabe hablar de responsabilidad ni, por tanto, de moral. El lugar de la libertad,

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por tanto, no es el mundo físico, gobernado por relaciones causales, es decir,
condicionadas, sino el mundo práctico, donde hay que «actuar según reglas».
Expulsadas del ámbito de la razón pura, las ideas de la metafísica cobran
pleno sentido en el de la razón práctica, permitiendo la formación de las ideas
morales, las cuales exigen libertad y responsabilidad. Se ocuparía de ello en
las sucesivas Críticas, obras de originalidad, profundidad e importancia
similar a la primera.

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