amigurrumi
amigurrumi
amigurrumi
Elías era un hombre de cabello canoso y largas barbas que caían sobre su pecho. Sus
ojos, de un profundo azul, reflejaban la sabiduría acumulada a lo largo de los años.
Nadie sabía a ciencia cierta cuántos años tenía, pero se decía que había vivido tanto
como el mismo tiempo. Cada noche, cuando la luna alcanzaba su máximo esplendor,
Elías salía a caminar por los senderos iluminados por la luz de las estrellas,
recogiendo los sueños que flotaban en el aire como suaves susurros.
Una noche, mientras la luna brillaba con fuerza y las estrellas danzaban en el cielo,
Elías se sentó en su silla de madera frente a la chimenea. Con un corazón lleno de
determinación, comenzó a tejer un manto de estrellas. Con hilos de plata y oro,
entrelazó los sueños que había recolectado: risas infantiles, aventuras heroicas,
amores perdidos y esperanzas olvidadas. Cada puntada era un recordatorio de la
belleza que reside en el acto de soñar. Cuando terminó, el manto brillaba como un
cielo estrellado, y Elías sintió que había creado algo verdaderamente especial.
Al día siguiente, Elías salió al pueblo con su manto en brazos y reunió a todos en la
plaza central. Con su voz suave y melodiosa, les habló sobre la importancia de los
sueños. “Los sueños son el reflejo de nuestras esperanzas y deseos. Sin ellos, la vida
pierde su color”, les dijo, mientras su mirada se posaba en los rostros preocupados
de los habitantes. Luego, extendió su manto, y al tocarlo, una lluvia de luces brillantes
comenzó a caer sobre los presentes.
Las luces, suaves y cálidas, tocaban a cada persona, y pronto comenzaron a recordar
sus propios sueños olvidados. Los niños sonrieron y sus risas llenaron el aire,
reemplazando los llantos de la noche anterior. Las pesadillas se desvanecieron, y en
su lugar, surgieron imágenes de aventuras emocionantes, de dragones y castillos, de
volar sobre campos de flores. Los adultos, por su parte, recuperaron la chispa en sus
ojos, recordando las pasiones que una vez habían tenido. Algunos recordaron sus
sueños de ser artistas, otros de viajar por el mundo, y otros de crear negocios que
ayudaran a su comunidad.
Sin embargo, no todo era perfecto. Había quienes, a pesar de la lluvia de luces,
todavía luchaban con sus miedos y dudas. Elías, consciente de esto, decidió que
debía ayudarles aún más. Una noche, convocó a los más jóvenes del pueblo y les
propuso una aventura: “Vamos a buscar el Árbol de los Sueños”, les dijo. “Se dice que
aquellos que se atrevan a encontrarlo podrán pedir un deseo que les ayude a superar
sus temores”.
Al regresar al pueblo, los niños se sentían renovados. Habían comprendido que los
sueños y los miedos podían coexistir, y que enfrentar sus temores era parte del viaje
hacia sus sueños. Elías sonrió al ver cómo sus corazones se llenaban de esperanza.
Con el paso del tiempo, el Valle de las Estrellas se convirtió en un lugar donde los
sueños florecían y los temores se enfrentaban. El anciano Elías, el Guardián de los
Sueños, continuó su labor, caminando por los senderos de la luna, recogiendo
sueños y sembrando esperanza en cada rincón del pueblo.