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3.

la exiGibilidad
del derecho a la edUcaciÓn

A partir de la adhesión a los tratados internacionales antes mencionados, los países


firmantes van asumiendo un conjunto de obligaciones ante la comunidad internacional
relativas a garantizar a sus ciudadanos el derecho a la educación. Estos compromisos
asumidos por cada Estado se especifican y reglamentan, además, a través de la normativa
propia de cada uno de los países. Ahora bien, ¿qué ocurre si un Estado no cumple con esas
obligaciones?

La irrupción del paradigma de derechos en el campo de las políticas públicas se constituye


en un hecho eminentemente político, al redefinir la relación del Estado con sus ciudadanos.
Hay tres aspectos a destacar en esta nueva relación entre Estado y ciudadanía. Por un
lado, como ya se destacó reiteradamente, los ciudadanos son sujetos de derechos, en tanto
el Estado es el garante de esos derechos. En segundo lugar, y como resultado de esa
redefinición, la relación entre el Estado y los ciudadanos no es una relación simétrica. Por el
contrario, es una relación esencialmente asimétrica, en la que ante cada derecho del
ciudadano existe un deber del Estado (Atria, 2010). En tercer lugar, y como una derivación
de lo anterior, una acción estatal será interpretada como respuesta a su deber de garante
de derechos si existe algún mecanismo que permite al titular de derecho demandarla en
caso de incumplimiento de ese deber. “Considerar a un derecho económico, social o cultural
como derecho es posible únicamente si –al menos en alguna medida– el titular/acreedor
está en condiciones de producir mediante una demanda o queja, el dictado de una
sentencia que imponga el cumplimiento de la obligación que constituye el objeto de su
derecho” (Abramovich y Courtis, 1997).

Se desprende de lo anterior que un rasgo constitutivo de un derecho es su exigibilidad.


Ahora bien, ¿es exigible el derecho humano a la educación? El debate en torno a la
exigibilidad de los derechos económicos, sociales y culturales es sumamente complejo e
intenso. Uno de los principios que más pesa en el ordenamiento de ese debate es la
distinción entre los derechos civiles y políticos (DCP) por un lado, y los derechos
económicos, sociales y culturales (DESC), por el otro. Los primeros se caracterizan por ser
derechos que se califican como negativos, pues obligan a los Estados a “no hacer”. Se trata
de todos aquellos derechos orientados a proteger las libertades individuales, y tienen como
objeto limitar los poderes estatales o de otro tipo frente al derecho de los ciudadanos de
participar libremente en la vida civil y política. Así, los Estados no pueden detener a las
personas arbitrariamente, no deben restringir la libertad de expresión, o no pueden interferir
en el uso de la propiedad privada. Los segundos, en cambio, apuntan a promover el
bienestar entre los ciudadanos, a través de diferentes prestaciones o servicios; en contraste
con los anteriores, a estos se los califica como positivos, pues obligan a los estados a
“hacer”. En cumplimiento con las obligaciones que implica garantizar los derechos positivos,
los estados se verían obligados a proveer servicios de salud o de educación, o resolver los
problemas de vivienda de los ciudadanos.

Respecto a los primeros, no hay dudas sobre su exigibilidad y justiciabilidad. Carecen de


anclaje aquellos argumentos que se presentan en contra de la posibilidad de limitar las
acciones de los Estados en defensa de los intereses y derechos de los individuos. Los
segundos, en cambio, generan un amplio y complejo debate en torno a su exigibilidad, pues
hacerlo implica –entre otras cosas– poner al poder judicial en el papel de obligar al Estado a
utilizar recursos públicos para garantizar un derecho a sus ciudadanos. Ello resultaría en un
poder judicial que, entre otras cosas, se involucra en las decisiones y acciones del poder
ejecutivo, argumento que suele utilizarse para señalar que se estaría rompiendo con el
principio de independencia de los poderes. Es tan fuerte esta distinción entre los derechos
negativos y positivos que cuando la Asamblea General de las Naciones Unidas avanza –en
el año 1966– en la definición y alcances de los derechos enunciados en la Declaración
Internacional de los Derechos Humanos lo hace proponiendo dos pactos internacionales
diferentes: El Pacto Interna- cional de Derechos Civiles y Políticos, y el Pacto Internacional
de los Derechos Económicos, Sociales y Culturales, cada uno de ellos con sus propios
órganos de seguimiento e implementación.

Sin poner en discusión lo relevante que es la diferencia entre los derechos negativos y los
positivos, Abramovich y Curtis apuntan a debilitar la distinción entre los DCP y los DESC,
argumentando que ni los primeros son tan negativos ni los segundos tan positivos. En
efecto, para garantizar las libertades de los ciudadanos los Estados deben “hacer”. “El
respeto de derechos tales como el debido proceso, el acceso a la justicia, el derecho de
asociación, el derecho de elegir y ser elegido, suponen la creación de las respectivas
condiciones institucionales por parte del Estado (existencia y mantenimiento de tribunales,
establecimiento de normas y registros que hagan jurídicamente relevante la actuación de un
colectivo de personas en cuanto tal, convocatoria a elecciones, organización de un sistema
de partidos políticos, etc.). Aun aquellos derechos que parecen ajustarse más fácilmente a
la caracterización de “obligación negativa”, es decir, los que requieren una limitación en la
actividad del Estado a fin de no interferir la libertad de los particulares –por ejemplo, la
prohibición de detención arbitra- ria, la prohibición del establecimiento de censura previa a
la prensa, o bien la prohibición de violar la correspondencia y los papeles privados–,
conllevan una intensa actividad estatal destinada a que otros particulares no interfieran esa
libertad, de modo tal que la contracara del ejercicio de estos derechos está dada por el
cumplimiento de funciones de policía, seguridad, defensa y justicia por parte del Estado.
Evidentemente, el cumplimiento de estas funciones reclama obligaciones positivas,
caracterizadas por la erogación de recursos y no la mera abstención del Estado”. Desde
esta perspectiva –destacan los autores– las diferencias entre los derechos civiles y políticos
y los derechos económicos, sociales y culturales son de grado, más que sustanciales.

Si bien la faceta más visible de los derechos económicos, sociales y culturales son las
obligaciones de hacer, ”no resulta difícil descubrir cuando se observa la estructura de estos
derechos la existencia concomitante de obligaciones de no hacer: el derecho a la salud
conlleva la obligación estatal de no dañar la salud; el derecho a la educación supone la
obligación de no empeorar la educación; el derecho a la preservación del patrimonio cultural
implica la obligación de no destruir el patrimonio cultural”. Esto es, los derechos
económicos, sociales y culturales también pueden ser caracterizados como un complejo de
obligaciones positivas y negativas por parte del Estado.

Más adelante ellos señalan que existen otros lineamientos argumentativos desde los cuales
mostrar la dificultad de distinguir radicalmente entre derechos civiles y polí- ticos, por un
lado, y derechos económicos, sociales y culturales, por otro, marcando las limitaciones de
estas diferenciaciones y reafirmando la necesidad de un trata- miento teórico y práctico
común en lo sustancial. Así, Abramovich y Curtis señalan que “La concepción teórica, e
incluso la regulación jurídica concreta de varios dere- chos tradicionalmente considerados
‘derechos-autonomía’ o derechos que generan obligaciones negativas por parte del Estado,
ha variado de tal modo, que algunos de los derechos clásicamente considerados ‘civiles y
políticos’ han adquirido un indu- dable cariz social. La pérdida de carácter absoluto del
derecho de propiedad, sobre la base de consideraciones sociales, es el ejemplo más clásico
al respecto, aunque no el único. Las actuales tendencias del derecho de daños asignan un
lugar central a la distribución social de riesgos y beneficios como criterio de determinación
de obligación de reparar. La consideración tradicional de la libertad de expresión y prensa,
ha adquirido dimensiones sociales que cobran cuerpo a través de la formulación de la
libertad de información como derecho de todo miembro de la sociedad. En suma, muchos
derechos tradicionalmente abarcados por el catálogo de derechos civiles y políticos han
sido reinterpretados en clave social, de modo que las distinciones absolutas también
pierden sentido en estos casos”.

Concluyen así estos autores que la adscripción de un derecho al catálogo de dere- chos
civiles y políticos o al de derechos económicos, sociales y culturales tiene un valor
heurístico, ordenatorio, clasificatorio, pero que una conceptualización más rigurosa llevaría
a admitir un continuum de derechos, en el que el lugar de cada derecho esté determinado
por el peso simbólico del componente de obligaciones positivas o negativas que lo
caractericen.

Lo relevante de este argumento es que desde allí se cuestiona la principal objeción que
existe a la exigibilidad de los derechos económicos sociales y culturales, que se centra en
que su efectivización queda sujeta a la disponibilidad de recursos por parte del Estado. En
tanto todo derecho, independientemente del grupo al que pertenezca, genera al Estado un
conjunto de obligaciones positivas y otras negativas, en cada caso particular es exigible, al
menos, el cumplimiento de las obligaciones negativas que se desprenden de cada uno de
los derechos económicos, sociales y culturales.

Abramovich y Curtis van más allá aún. No sólo son exigibles las obligaciones negativas que
se desprenden del compromiso de garantizar los DESC, sino que además hay un conjunto
de obligaciones positivas que no necesariamente implican un costo, y consecuentemente
quedan desvinculadas de la disponibilidad de fondos públicos. Como bien señalan ellos,
“con cierto automatismo, suelen vincularse directamente las obligaciones positivas del
Estado con la obligación de disponer de fondos. No cabe duda de que se trata de una de las
formas más características de cumplir con obligaciones de hacer o de dar, en especial en
campos tales como la salud, la educación o el acceso a la vivienda. Sin embargo, las
obligaciones positivas no se agotan en obligaciones que consistan únicamente en disponer
de reservas presupuestarias a efectos de ofrecer una prestación. Las obligaciones de
proveer servicios pueden caracterizarse por el establecimiento de una relación directa entre
el Estado y el beneficiario de la prestación”.

Seguidamente, y a los efectos de dar sustento a esta argumentación, ofrecen tres ejemplos
de esferas en las cuales los Estados pueden actuar en pos de garantizar estos derechos,
sin necesidad de movilizar recursos económicos. Por un lado, “algunos derechos se
caracterizan por la obligación del Estado de establecer algún tipo de regulación, sin la cual
el ejercicio de un derecho no tiene sentido. En estos casos, la obligación del Estado no
siempre está vinculada con la transferencia de fondos hacia el beneficiario de la prestación,
sino más bien con el estableci- miento de normas que concedan relevancia a una situación
determinada, o bien con la organización de una estructura que se encargue de poner en
práctica una actividad determinada. En otros casos, la obligación exige que la regulación
establecida por el Estado limite o restrinja las facultades de las personas privadas, o les
imponga obligaciones de algún tipo. Gran parte de las regulaciones vinculadas con los
derechos laborales y sindicales comparten esta característica. Por último, el Estado puede
cumplir con su obligación proveyendo de servicios a la población, sea en forma exclusiva,
sea a través de formas de cobertura mixta que incluyan, además de un aporte estatal,
regulaciones en las que ciertas personas privadas se vean afectadas a través de
restricciones, limitaciones u obligaciones”.

Frente a esta dificultad de establecer claramente la diferencia entre los derechos negativos
y los positivos, y deducir desde allí su exigibilidad, adquiere relevancia el hecho de que una
vez que los Estados han ratificado los instrumentos inter- nacionales relativos a los
derechos humanos, se comprometen, sea cual fuere el gobierno que ejerza el poder, a
respetar los derechos consignados en esos instru- mentos. De ese compromiso se derivan
tres tipos de obligaciones: a respetar el derecho, a protegerlo y a hacerlo efectivo. Estos
niveles de obligaciones refieren tanto a los DCP como a los DESC, unificándolos en su
concepción. Si bien es legítimo observar que los DESC tienen una mayor tendencia a
enfrentar a los Es- tados con obligaciones positivas que los DCP, en concordancia con las
obligacio- nes de proteger y hacer efectivo un derecho, poner el énfasis en estos tres
niveles ofrece un panorama mucho más coherente desde el punto de vista conceptual y,
consecuentemente, más claro para su interpretación.

Por último, hay dos argumentos que fortalecen la posición que promueve la exigibilidad
jurídica de los derechos económicos, sociales y culturales, entre ellos el derecho a la
educación. El primero pone el énfasis en la idea de que en muchos casos la violación de un
derecho social es el resultado del no cumplimiento por parte del Estado de alguna
obligación negativa. Un ejemplo muy adecuado en el campo del derecho a la educación es
el caso en que prácticas discriminatorias obstaculizan el pleno ejercicio de ese derecho a
sujetos o comunidades específicas. Está ya largamente estudiada la incidencia que tienen
factores identitarios, culturales, étnicos o de género en la determinación de trayectorias
educativas exitosas o truncas. Esos hechos visibles son la expresión de múltiples prácticas
discriminatorias cotidianas, muchas de ellas sumamente naturalizadas en el día a día de las
instituciones educativas. Un estudio cuidadoso de estos mecanismos puede ser un insumo
clave a la hora de exigir al Estado que cumpla con su obligación de respetar y proteger en
todos los ciudadanos –los estudiantes en este caso– el derecho a no ser discriminados.
El segundo argumento enfatiza en la interdependencia e indivisibilidad de los derechos, y
pone el acento en la identificación de situaciones en que los ciudada- nos no pueden hacer
un pleno ejercicio de los derechos civiles y políticos como consecuencia del no goce de los
derechos económicos, sociales y culturales. Un ejemplo sencillo se puede visualizar en
aquellas sociedades en que las personas no están habilitadas para el voto si son
analfabetas. Un Estado que está obligado a garantizar y proteger el pleno ejercicio de los
derechos civiles y políticos queda obligado también a garantizar aquellos otros que se
constituyen en su condición de posibilidad. Al respecto, Abramovich y Courtis sostienen que
ante un caso concreto de violación de un derecho positivo “la habilidad del planteo radicará
en la descripción inteligente del entrelazado de violaciones de obligaciones posi- tivas y
negativas, o bien de la demostración concreta de las consecuencias de la violación de una
obligación positiva que surge de un derecho económico, social y cultural, sobre el goce de
un derecho civil y político”. Finalmente agregan: “...si bien puede concederse que existen
limitaciones a la justiciabilidad de los derechos económicos, sociales y culturales, cabe
concluir en el sentido exacta- mente inverso: dada su compleja estructura, no existe
derecho económico, social o cultural que no presente al menos alguna característica o
faceta que permita su exigibilidad judicial en caso de violación”.

Para el caso específico del derecho a la educación, las indefiniciones se diluyen y el debate
se aclara a partir del ya mencionado párrafo 2 de la Observación No 11 del CDESC. Allí se
señala, cabe reiterar, que el derecho a la educación se ha clasificado de distinta manera
como derecho económico, derecho social y derecho cultural. “Es todos esos derechos al
mismo tiempo. También, de muchas formas, es un derecho civil y un derecho político, ya
que se sitúa en el centro de la realización plena y eficaz de esos derechos. A este respecto,
el derecho a la educación es el epítome de la indivisibilidad y la interdependencia de todos
los derechos humanos”.

El 23 de mayo de 2013 entró en vigor el Protocolo Facultativo al Pacto de DESC. Adoptado


por la Asamblea General de la ONU en el año 2008, este Protocolo se abrió a ratificación el
24 de septiembre de 2009. Es el único Protocolo Adicional al Pacto de Derechos
Económicos, Sociales y Culturales, y crea por primera vez un mecanismo de quejas o
denuncias individuales a nivel internacional, en el que establece facultades al Comité de los
DESC para recibir y examinar las denun- cias que realice cualquier persona, grupo o
comunidad que alegue ser víctima de violación de cualquiera de los derechos contemplados
en el PDESC y no haya obtenido justicia en su propio país. Aclara además las obligaciones
de los Estados frente a estos derechos humanos, contribuyendo a la adopción de políticas
afirmativas y el acceso a la justicia a nivel nacional.

Ante una denuncia, el Protocolo abre la posibilidad de que se tomen “medi- das
provisionales”, facultando al Comité para enviar al Estado Parte corres- pondiente una
solicitud urgente para que adopte tales medidas cautelares, a fin de evitar que las víctimas
de las presuntas violaciones sufran posibles perjuicios irreparables (artículo 5). También
crea un procedimiento de investigación, esta- bleciendo que, si el Comité recibe información
confiable referida a violaciones graves o sistemáticas del PIDESC, deberá invitar al Estado
Parte a cooperar en la evaluación de la información y, para ello, a presentar observaciones
respecto de la información (artículo 11). Por último, exige que los Estados tomen todas las
medidas apropiadas para asegurar que las personas bajo su jurisdicción no sean sometidas
a ninguna forma de maltrato o intimidación como consecuencia de las comunicaciones que
se presenten ante el Comité en virtud del Protocolo Facultativo (artículo 13). Para efecto de
que prospere la denuncia o queja, el Estado objeto de la denuncia debe haber ratificado el
PDESC y el presente Protocolo. Este Protocolo representa un avance fundamental en este
debate, profundizando en la paridad entre los derechos políticos y civiles por un lado, y los
económicos, sociales y culturales por el otro, dando materialidad al principio de
indivisibilidad e interrelación de los derechos humanos, y aportando herra- mientas para que
los derechos económicos, sociales y culturales, y entre ellos el derecho a la educación,
sean exigibles.

Todos estos instrumentos ofrecen la posibilidad de exigir legal o jurídicamente al Estado una
reparación ante situaciones concretas de violación de derechos. La noción de derechos
humanos, sin embargo, tiene un potencial que va mucho más allá de ofrecer recursos para
la judicialización de situaciones violatorias de derechos, constituyéndose además en una
herramienta política fundamental. Un Estado que asume el compromiso de constituirse en
garante del pleno ejercicio de los derechos de sus ciudadanos es un Estado que se
rediseña.

Principios que se promueven desde esta perspectiva, como la construcción de relaciones


basadas en el reconocimiento de los sujetos y sus comunidades, la erra- dicación de toda
forma de discriminación, el derecho a la participación en todas las etapas del ciclo de una
acción pública y el derecho a la información que se desprende del anterior, entre muchos
otros, transforman el aparato público cuando se llevan a la práctica. Desde esta perspectiva,
el anda- miaje conceptual y normativo que se fue construyendo en las últimas siete décadas
para consolidar al conjunto de los derechos humanos, y entre ellos el derecho a la edu-
cación, lejos de ser simplemente un instrumento que sirve para atacar y juzgar al Estado
cuando éste no cumple con las obligaciones asumidas, debe ser un instrumento desde el
cual construir ese Estado garante de derechos.

En el caso específico del derecho a la educación, la normativa vigente nos ofrece mucho
más que la posibilidad de exigir el goce de ese derecho cuando no está garantizado. Nos
brinda también recursos que permiten avanzar en la construcción de un Estado que asegura
una disponibilidad universal de establecimientos educativos a toda la sociedad, que
garantiza que cada uno de esos establecimientos es accesible en tanto está libre de toda
barrera física, económica o de cualquier forma de discriminación, que cada establecimiento
ofrece aprendizajes en los términos planteados en páginas anteriores, orientados a la
formación de un ciudadano digno, pleno e integrado, y que esas prácticas se dan en
contextos donde se disfruta del ple- no ejercicio de todos los derechos humanos. La
perspectiva de derechos es entonces una herramienta legitimada por los propios Estados,
que permite al conjunto de la sociedad poner en discusión elementos centrales de las
políticas públicas –y entre ellas las educativas–, tales como el diagnóstico del que parten,
sus diseños, la insti- tucionalidad que les da sustento, los espacios de participación de la
ciudadanía, sus mecanismos de información y transparencia y sus formas de
financiamiento.

La exigibilidad de los derechos es más que exigibilidad jurídica. El andamiaje normativo


existente en el derecho internacional permite a la sociedad en su con- junto exigirle a sus
Estados que sus políticas se enmarquen en estos principios y, más aún, permite a cada
agente estatal exigir que aquellas instituciones en que se desempeñan o las que de ellos
dependen sean instituciones que se inscriban en el entramado de relaciones necesarias
para consolidar un Estado garante de derechos, y sean un ámbito donde todos los derechos
están garantizados.

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