Ratzinger

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Recopilación de textos de J.

Ratzinger

RECOPILACIÓN DE TEXTOS
DE JOSEPH RAZTINGER

En la Introducción al cristianismo (1968), Ratzinger abordaba el


problema de la fe en el mundo de hoy, es decir, en el contexto
polémico y escéptico en que se veía inmerso el teólogo alemán a
finales de los años sesenta. Se trataba de una fe problemática, de
una fe en crisis. Retornaba allí una famosa historia contada por
Kierkegaard. «En ella se cuenta que, en Dinamarca, un circo fue
presa de las llamas. Entonces el dueño del circo mandó a pedir
auxilio a una aldea vecina a un payaso que ya estaba disfrazado
para actuar [...]. El payaso corrió a la aldea y pidió a los vecinos
que fueran lo más rápido posible a apagar el fuego del circo en
llamas. Pero los vecinos creyeron que se trataba de un magnífico
truco para que asistieran a la función: aplaudían y hasta lloraban
de la risa» [1]. No le creían. Es esta la situación del creyente y del
teólogo en el mundo actual, concluía Ratzinger. Sin embargo, sigue
diciendo-, la solución no consistirá tan solo en que el payaso se
cambie de ropa y se vista de calle. «El que quiera predicar la fe y al
mismo tiempo ser suficientemente crítico, se dará cuenta
enseguida [...] no solo de lo difícil que es traducir[la], sino también
de lo vulnerable que es la propia fe, la cual -al querer creer-
experimenta en sí misma el inquietante poder de la incredulidad.
Por eso, el que quiera hoy día dar honradamente razón de la fe
cristiana ante sí y ante los demás, [...] debe hacerse a la idea de
que su situación no es distinta a la de los demás» [2], a la de
aquellos que no creen. Cfr. "Scripta Theologica" 37 (2005/3) 911

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LA GRANDEZA DEL SER HUMANO


ES SU SEMEJANZA CON DIOS

Antes de comenzar doy el significado de una expresión que se


repite en muchos de los textos:
“Padres de la iglesia” o simplemente “Padres”: son los
escritores cristianos de los primeros siglos.
La grandeza del ser humano es su semejanza con Dios Por el
cardenal Joseph Ratzinger MAYO 11, 2005
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 11 mayo 2005 (ZENIT.org).-
Conferencia que dictó el 28 de noviembre de 1996 el cardenal
Joseph Ratzinger al intervenir en la Conferencia Mundial
Organizada por el Consejo Pontificio para la Pastoral de la Salud,
organizada sobre el tema «A imagen y semejanza de Dios:
¿Siempre? Los enfermos mentales».
***
Ante el tema de este convenio internacional, emergen en mí
recuerdos inquietantes. Os ruego que me permitáis contaros, a
manera de introducción, esta experiencia personal que nos lleva al
año 1941, al tiempo de la guerra y del régimen nacionalsocialista.
Una de nuestras tías, a la que visitábamos frecuentemente, era
madre de un robusto muchacho que era algún año más joven que
yo, pero mostraba progresivamente los indicios típicos del
síndrome de Down. Suscitaba simpatía por la simplicidad de su
mente ofuscada; y su madre que ya había perdido una hija por
muerte prematura, le estaba sinceramente aficionada. Pero en
1941 las autoridades del Tercer Reich ordenaron que el chico debía
ser llevado a un asilo para recibir una mejor asistencia. Todavía no
se sospechaba nada de la operación de eliminación de los
discapacitados mentales, ya iniciada. Poco tiempo después llegó la
noticia de que el niño había muerto de pulmonía y su cuerpo había
sido incinerado. Desde aquel momento se multiplicaron las noticias
de este estilo. En el pueblo en que habíamos vivido antes,
visitábamos de buena gana a una viuda que había quedado sin hijos
y se alegraba por la visita de los niños del vecindario. La pequeña
propiedad que había heredado de su padre apenas podía darle para
vivir, pero tenía buen ánimo, aunque no sin algún temor por el
futuro. Más tarde supimos que la soledad en la que se hallaba cada
vez más sumergida, había nublado más y más su mente: el temor
por el futuro se había hecho patológico, de manera que apenas se
atrevía a comer, porque temía siempre por el mañana en el que tal
vez quedaría sin comida que llevarse a la boca. La clasificaron
como trastornada mentalmente, fue llevada a un asilo y también en
este caso pronto llegó la noticia de que había muerto de pulmonía.
Poco después en nuestro actual pueblo sucedió la misma cosa: la
pequeña finca, junto a nuestra casa, estaba confiada a los cuidados

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de tres hermanos solteros, a quienes pertenecía. Eran considerados


enfermos mentales, pero estaban en condiciones de ocuparse de su
casa y de su propiedad. También ellos desaparecieron en un asilo y
poco después se nos dijo que habían muerto. A este punto ya no
cabía tener dudas de cuanto estaba sucediendo: se trataba de una
sistemática eliminación de cuantos no eran considerados como
productivos. El Estado se había arrogado el derecho de decidir
quién merecía vivir y quién debía ser privado de la existencia en
beneficio de la comunidad y de sí mismo, porque no podía ser útil a
los demás ni a sí mismo. A los horrores de la guerra, que se hacían
cada vez más sensibles, este hecho añadió un nuevo temor:
advertíamos la helada frialdad de esta lógica de la utilidad y del
poder. Sentíamos que el asesinato de esas personas nos humillaba
y amenazaba a todos nosotros, a la esencia humana que había en
nosotros: si la paciencia y el amor dedicados a las personas que
sufren son eliminados de la existencia humana por considerarlos
como una pérdida de tiempo y de dinero, no se hace el mal sólo a
los que mueren, sino que en ese caso se mutilan en su espíritu
incluso los que sobreviven. Nos dábamos cuenta de que allí donde
el misterio de Dios, su dignidad intocable en cada hombre, se deja
de respetar no sólo se ve amenazado cada individuo, sino que es
todo el género humano quien está en peligro. En el silencio
paralizador, en el temor que nos bloqueaba a todos, fue como una
liberación cuando el Cardenal von Galen levantó su voz y rompió la
parálisis del miedo para defender en los discapacitados mentales al
hombre mismo, imagen de Dios. A todas las amenazas contra el
hombre, derivadas del cálculo del poder y de lo útil, se opone la
luminosa palabra de Dios con la que el Génesis introduce el relato
de la creación del hombre: «hagamos al hombre a nuestra imagen y
semejanza», «faciamus hominem ad imaginem et similitudinem
nostram», traduce la Vulgata (Gen 1, 26). Pero ¿qué se entiende
con esta palabra? ¿En qué consiste la semejanza divina del
hombre? El término, en el Antiguo Testamento es, por decirlo así,
un monolito; no vuelve a aparecer en el Antiguo Testamento judío,
si bien el Salmo 8 –«¿Qué es el hombre para que tú te acuerdes de
él?»– revela un parentesco interior. Sólo se repite en la literatura
sapiencial. El Sirácide (17, 2) fundamenta la grandeza del ser
humano en lo mismo, sin querer dar propiamente una
interpretación del significado de la semejanza con Dios. El libro de
la Sabiduría (2, 23) da un paso más y ve el ser imagen de Dios
esencialmente fundamentado en la inmortalidad del hombre: lo que
hace de Dios, Dios, y le distingue de la criatura es precisamente su
inmortalidad y perennidad. Imagen de Dios es la criatura
precisamente por el hecho de que participa de su inmortalidad –no
por su naturaleza, sino como don del Creador–. La orientación a la
vida eterna es lo que hace del hombre el correspondiente creado
por Dios. Esta reflexión podría continuar y también se podría decir:
vida eterna significa algo más que una simple subsistencia eterna.
Está llena de sentido y por eso es una vida que merece y que es

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capaz de eternidad. Una realidad puede ser eterna sólo a condición


de que participe de lo que es eterno: de la eternidad de la verdad y
del amor. Así pues, orientación a la eternidad sería orientación a la
eterna comunión de amor con Dios; y la imagen de Dios remitiría
por su naturaleza más allá de la vida terrena. No podría ser de
ningún modo determinada estadísticamente, no podría estar ligada
a una cualidad particular, sino que sería tensión hacia más allá del
tiempo de la vida terrena; podría entenderse sólo en la tensión al
futuro, en la dinámica hacia la eternidad. Quien niega la eternidad,
quien ve al hombre sólo como intramundano, no tendría en línea de
principios posibilidad alguna de penetrar en la esencia de la
semejanza con Dios. Pero esto sólo se insinúa en el libro de la
Sabiduría y no está desarrollado posteriormente. Así el Antiguo
Testamento nos deja con una cuestión abierta, y se debe dar razón
a Epifanio que, frente a todos los intentos de concretar el contenido
de la semejanza divina, afirma que no se debe «tratar de definir
dónde se coloca la imagen, sino confesar su existencia en el
hombre, si no se quiere ofender la gracia de Dios» (Panarion, LXX,
2, 7). Pero nosotros, cristianos, leemos en realidad el Antiguo
Testamento siempre en la totalidad de la única Biblia, en la unidad
con el Nuevo Testamento, y recibimos de éste la clave para
comprender rectamente los textos. Al igual que sucede en el relato
de la creación –«En el principio creó Dios»–, que recibe su correcta
interpretación sólo con la lectura de san Juan –«en el principio era
el Verbo»–, lo mismo sucede aquí. Naturalmente, en este momento
no puedo presentar, en el marco de un breve preludio, la rica serie
de testimonios del Nuevo Testamento acerca de nuestro problema.
Simplemente trataré de evocar dos temas. Ante todo se debe
observar como hecho más importante que en el Nuevo Testamento
Cristo es designado como «la imagen de Dios» (2 Co 4, 4; Col 1,
15). Los Padres han hecho aquí una observación lingüística, que tal
vez no es tan sostenible, pero ciertamente corresponde a la
orientación interior del Nuevo Testamento y de su reinterpretación
del Antiguo. Dicen que sólo de Cristo se nos enseña que él es «la
imagen de Dios», el hombre, en cambio, no es la imagen, sino «ad
imaginem», creado a imagen, según la imagen. Llega a ser imagen
de Dios, en la medida en que entra en comunión con Cristo, se
conforma con él. En otras palabras: la imagen originaria del
hombre, que a su vez representa la imagen de Dios, es Cristo, y el
hombre es creado a partir de su imagen, sobre su imagen. La
criatura humana es al mismo tiempo proyecto preliminar de cara a
Cristo, es decir, Cristo es la idea fundamental del Creador y forma
al hombre de cara a él, a partir de esta idea fundamental. El
dinamismo ontológico y espiritual, que encierra esta concepción, se
hace particularmente evidente en Romanos 8, 29 y 1 Corintios 15,
49, y también en 2 Corintios 4, 6. Según Romanos 8, 29, los
hombres son predestinados «a ser conformes a la imagen de su
Hijo, para que él sea el Primogénito entre muchos hermanos». Esta
conformación con la imagen de Cristo se cumple en la

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resurrección, en la que él nos ha precedido –pero la resurrección,


es necesario recordarlo– presupone la cruz. La primera Carta a los
Corintios distingue entre el primer Adán, que se hace «ánima
viviente» (15, 14; Cf. Gen 2, 7) y el último Adán, que se hace
Espíritu donador de vida. «Y del mismo modo que hemos llevado la
imagen del hombre terreno, llevaremos también la imagen del
celeste» (15, 49). Aquí está representada con toda claridad la
tensión interior del ser humano entre fango y espíritu, tierra y
cielo, origen terreno y futuro divino. Esta tensión del ser humano
en el tiempo y más allá del tiempo pertenece a la esencia del
hombre. Y esta tensión lo determina precisamente en medio de la
vida en este tiempo. Él está siempre en camino hacia sí mismo o se
aleja de sí mismo; está en camino hacia Cristo o se aleja de él. Se
acerca a su imagen originaria o la esconde y la arruina. El teólogo
de Innsbruck F. Lakner ha expresado felizmente esta concepción
dinámica de la semejanza divina del hombre, característica del
Nuevo Testamento, de esta manera: «El ser imagen de Dios del
hombre se funda en la predestinación a la filiación divina a través
de la incorporación mística en Cristo»; el ser imagen es, por lo
tanto, finalidad connatural en el hombre desde la creación, «hacia
Dios por medio de la participación en la vida divina en Cristo». De
este modo nos acercamos a la cuestión decisiva para nuestro tema:
esta semejanza divina, ¿puede ser destruida esta imagen de Dios? y
eventualmente, ¿cómo? ¿Existen seres humanos que no son imagen
de Dios? La Reforma protestante, en su radicalización de la
doctrina del pecado original había respondido afirmativamente a
esta pregunta y había dicho: sí, con el pecado el hombre puede
destruir en sí mismo la imagen de Dios, de hecho la ha destruido.
Efectivamente el hombre pecador, que no quiere reconocer a Dios
y no respeta al hombre o incluso lo mata, no representa la imagen
de Dios, sino que la desfigura, contradice a Dios, que es Santidad,
Verdad y Bondad. Recordando lo dicho al comienzo, esto puede y
debe llevarnos a la pregunta: ¿en quién está más oscurecida la
imagen de Dios, más desfigurada y extinguida, en el frío asesino,
consciente de sí mismo, potente y quizá incluso inteligente, que se
hace a sí mismo Dios y se burla de Dios, o en el inocente que sufre,
en el que la luz de la razón resbala hasta hacerse sumamente débil
hasta el punto de que ya no se percibe? Pero la pregunta es
prematura en este momento. Antes tenemos que decir: la tesis
radical de la Reforma protestante se ha demostrado insostenible,
precisamente a partir de la Biblia. El hombre es imagen de Dios en
cuanto hombre. Y en tanto que es hombre, es un ser humano,
tiende misteriosamente a Cristo, al Hijo de Dios hecho hombre y,
por lo tanto, orientado al misterio de Dios. La imagen divina está
ligada a la esencia humana en cuanto tal y el hombre no tiene la
capacidad de destruirla completamente. Pero lo que ciertamente el
hombre puede hacer es desfigurar la imagen, la contradicción
interior con ella. Aquí hay que citar de nuevo a Lakner: «…la fuerza
divina brilla precisamente en la herida causada por las

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contradicciones… en este mundo el hombre como imagen de Dios


es, por lo tanto, el hombre crucificado». Entre la figura del Adán
terrenal formado con el fango, que Cristo junto con nosotros ha
asumido en la encarnación y la gloria de la resurrección, está la
cruz: el camino de las contradicciones y de las alteraciones de la
imagen hacia la conformación con el Hijo, en el que se manifiesta la
gloria de Dios, pasa a través del dolor de la cruz. Entre los Padres
de la Iglesia, Máximo el Confesor ha reflexionado más que otros
sobre esta relación entre semejanza divina y cruz. El hombre, que
es llamado a la «sinergia», a la colaboración con Dios, en cambio se
ha opuesto a él. Esta oposición es «una agresión a la naturaleza del
hombre». «Desfigura el verdadero rostro del hombre, la imagen de
Dios, pues aparta al hombre de Dios y lo encierra en sí mismo y
erige entre los hombres la tiranía del egoísmo». Cristo, desde el
interior de la misma naturaleza humana, ha superado este
contraste, transformándolo en comunión: la obediencia de Jesús, su
morir a sí mismo, se convierte en el verdadero éxodo que libera al
hombre de su decadencia interior, conduciéndolo a la unidad con el
amor de Dios. El crucificado se hace así «imagen del amor»;
precisamente en el crucificado, en su rostro herido y golpeado, el
hombre se hace de nuevo transparencia de Dios, la imagen de Dios
vuelve a brillar. Así la luz del amor divino descansa precisamente
sobre las personas que sufren, en las que el esplendor de la
creación se ha oscurecido exteriormente; porque ellas de modo
particular son semejantes a Cristo crucificado, a la imagen del
amor, se han acercado en una particular comunidad con el único
que es la imagen misma de Dios. Podemos extender a ellos la frase
que Tertuliano formuló con referencia a Cristo: «Por mísero que
pueda haber sido su pobre cuerpo…, él siempre será mi Cristo»
(Adv. Marc. III, 17, 2). Por grande que sea su sufrimiento, por
desfigurados y ofuscados que puedan ser en su existencia humana,
serán siempre los hijos predilectos de nuestro Señor, serán siempre
de modo particular su imagen. Fundándose en la tensión entre
ocultación y futura manifestación de la imagen de Dios, se puede
aplicar a nuestra cuestión la frase de la primera Carta de Juan:
«ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que
seremos» (3, 2). Amamos en todos los seres humanos, pero sobre
todo en los que sufren, en los discapacitados mentales, lo que serán
y lo que en realidad ya son desde ahora. Ya desde ahora son hijos
de Dios –a imagen de Cristo–, aunque aún no se ha manifestado lo
que llegarán a ser. Cristo en la Cruz se ha asemejado
definitivamente a los más pobres, a los más indefensos, a los que
más sufren, a los más abandonados, a los más despreciados. Y
entre éstos están aquellos de los que nuestro coloquio se ocupa
hoy, aquellos cuya alma racional no llega a expresarse
perfectamente mediante un cerebro débil o enfermo, como si por
una u otra razón la materia se resistiera a ser asumida por parte
del espíritu. Aquí Jesús revela lo esencial de la humanidad, lo que
es su verdadero cumplimiento, no la inteligencia, ni la belleza y

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menos aún la riqueza o el placer, sino la capacidad de amar y de


aceptar amorosamente la voluntad del Padre, por desconcertante
que sea. Pero la pasión de Jesús desemboca en su resurrección.
Cristo resucitado es el punto culminante de la historia, el Adán
glorioso hacia el que tendía ya el primer Adán, el Adán «terreno».
Así se manifiesta el fin del proyecto divino: todo hombre está en
camino del primero al segundo Adán. Ninguno de nosotros es
todavía él mismo. Cada uno debe llegar a serlo, como el grano de
trigo que debe morir para dar fruto, como Cristo resucitado es
infinitamente fecundo porque se ha dado infinitamente.

La grandeza del ser humano es su semejanza con Dios | ZENIT - Espanol

El hombre necesita a Cristo


porque tiene deseo del infinito

Entrevista con el Cardenal Ratzinger, prefecto de la


Congregación para la Doctrina de la Fe

ROMA, 16 diciembre 2003 (ZENIT.org).- En su último libro


«Fe, verdad, tolerancia - El cristianismo y las religiones del
mundo» («Fede, verità, tolleranza - Il cristianesimo e le
religioni del mondo», editorial Cantagalli), publicado en
italiano, el cardenal Joseph Ratzinger interviene en los
principales temas del momento: la relación entre las
religiones, los riesgos del relativismo y el papel que el
cristianismo puede jugar.

Son cuestiones que el prefecto de la Congregación para la


Doctrina de la Fe abordó también en una entrevista concedida
a Antonio Socci, publicada íntegramente en «Il Giornale» el
pasado 26 de noviembre. Por su interés, reproducimos el texto
difundido por el diario milanés.

--Eminencia, hay una idea que se ha afirmado en la alta


cultura y en el pensamiento común según la cual las
religiones son todas vías que llevan hacia el mismo Dios,
de forma que lo mismo vale una que otra. ¿Qué piensa,
desde el punto de vista teológico?

--Cardenal Joseph Ratzinger: Diría que incluso en el plano


empírico, histórico, no es cierta esta concepción, muy cómoda
para el pensamiento de hoy. Es un reflejo del relativismo
difundido, pero la realidad no es ésta porque las religiones no

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están de una forma estática, una junto a otra, sino que se


encuentran en un dinamismo histórico en el que se convierten
también en desafíos la una para la otra. Al final, la Verdad es
una, Dios es uno, por ello todas estas expresiones tan
diferentes, nacidas en diversos momentos históricos, no son
equivalentes, sino que son un camino en el que se plantea la
cuestión: ¿dónde ir? No se puede decir que son caminos
equivalentes porque están en un diálogo interior, y
naturalmente me parece evidente que no pueden ser medios
de salvación cosas contradictorias: la verdad y la mentira no
pueden ser de la misma forma vías de salvación. Por ello, esta
idea sencillamente no responde a la realidad de las religiones
y no responde a la necesidad del hombre de encontrar una
respuesta coherente a sus grandes interrogantes.

--En varias religiones se reconoce el carácter


extraordinario de la figura de Jesús. Parece que no es
necesario ser cristiano para venerarlo. ¿Entonces no hay
necesidad de la Iglesia?

--Cardenal Joseph Ratzinger: Ya en el Evangelio encontramos


dos posturas posibles referentes a Cristo. El Señor mismo
distingue: qué dice la gente y qué decís vosotros. Pregunta
qué dicen aquellos que Le conocen de segunda mano, o de
manera histórica, literaria, y después qué dicen aquellos que
Le conocen de cerca y han entrado realmente en un encuentro
verdadero, tienen experiencia de Su verdadera identidad. Esta
distinción permanece presente en toda la historia: existe una
impresión desde fuera que tiene elementos de verdad. En el
Evangelio se ve que algunos dicen: «es un profeta». Así como
hoy se dice que Jesús es una gran personalidad religiosa o que
hay que contarlo entre los «avataras» --las múltiples
manifestaciones de lo divino; encarnación terrestre de un
dios--. Pero los que han entrado en comunión con Jesús
reconocen que existe otra realidad, es Dios presente en un
hombre.

--¿No es comparable con las otras grandes


personalidades de las religiones?

--Cardenal Joseph Ratzinger: Son muy distintas unas de otras.


Buda, en sustancia, dice: «Olvidadme, id sólo sobre el camino
que he mostrado». Mahoma afirma: «El señor Dios me ha dado
estas palabras que verbalmente os transmito en el Corán». Y
así. Pero Jesús no entra en esta categoría de personalidades ya
visible e históricamente diferentes. Menos aún es uno de los
«avataras», en el sentido de los mitos de la religión hinduista.

--¿Por qué?

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--Cardenal Joseph Ratzinger: Es una realidad del todo distinta.


Pertenece a una historia, que comienza desde Abraham, en la
cual Dios muestra su rostro, Dios se revela como una persona
que sabe hablar y responder. Y este rostro de Dios, de un Dios
que es persona y actúa en la historia, encuentra su
cumplimiento en el instante en que Dios mismo, haciéndose
hombre Él mismo, entra en el tiempo. Por lo tanto, incluso
históricamente, no se puede asimilar a Jesucristo con las
diversas personalidades religiosas o con las visiones
mitológicas orientales.

--Para la mentalidad común, esta «pretensión» de la


Iglesia –que proclama a «Cristo, única salvación»-- es
arrogancia doctrinal.

--Cardenal Joseph Ratzinger: Puedo entender los motivos de


esta moderna visión que se opone a la unicidad de Cristo, y
comprendo también una cierta modestia de algunos católicos
para los cuales «nosotros no podemos decir que tenemos una
cosa mejor que los demás». Además, existe también la herida
del colonialismo, período durante el cual algunos poderes
europeos, en función de su poder mundial, instrumentalizaron
el cristianismo. Estas heridas han permanecido en la
conciencia cristiana, pero no deben impedirnos ver lo esencial.
Porque el abuso del pasado no debe impedir la comprensión
recta. El colonialismo –y el cristianismo como instrumento de
poder— es un abuso. Pero el hecho de que se haya abusado de
ello no debe cerrar nuestros ojos frente a la realidad de la
unicidad de Cristo. Sobre todo debemos reconocer que el
Cristianismo no es una invención nuestra europea, no es un
producto nuestro. Es siempre un desafío que viene de fuera de
Europa: al principio, vino de Asia, como bien sabemos. Y se
encontró inmediatamente en contraste con la sensibilidad
dominante. Aunque después Europa fue cristianizada, siempre
quedó esta lucha entre las propias pretensiones particulares,
entre las tendencias europeas, y la novedad siempre nueva de
la Palabra de Dios que se opone a estos exclusivismos y abre a
la verdadera universalidad. En este sentido, me parece que
debemos redescubrir que el cristianismo no es una propiedad
europea.

--¿El cristianismo contrasta también hoy con la


tendencia al cerramiento que hay en Europa?

--Cardenal Joseph Ratzinger: El cristianismo es siempre algo


que viene realmente de fuera, de un acontecimiento divino
que nos transforma y se opone incluso a nuestras pretensiones
y a nuestros valores. El Señor cambia siempre nuestras

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pretensiones y abre nuestros corazones a Su universalidad.


Me parece muy significativo que en este momento el
Occidente europeo sea la parte del mundo más opuesta al
cristianismo, precisamente porque el espíritu europeo se ha
autonomizado y no quiere aceptar que haya una Palabra divina
que le muestre un camino que no siempre es cómodo.

--Evocando a Dostoevskij, me pregunto si un hombre


moderno puede creer, creer verdaderamente que Jesús
de Nazaret es Dios hecho hombre. Se percibe como un
absurdo.

--Cardenal Joseph Ratzinger: Cierto; para un hombre moderno


es una cosa casi impensable, un poco absurda y fácilmente se
atribuye a un pensamiento mitológico de un tiempo pasado
que ya no es aceptable. La distancia histórica hace más difícil
pensar que un individuo que vivió en un tiempo lejano pueda
estar ahora presente, para mí, y que sea la repuesta a mis
preguntas.

Me parece importante observar que Cristo no es un individuo


del pasado lejano a mí, sino que ha creado un camino de luz
que invade la historia empezando por los primeros mártires,
con estos testigos que transforman el pensamiento humano,
ven la dignidad humana del esclavo, se ocupan de los pobres,
de los que sufren y llevan así una novedad en el mundo
también con el propio sufrimiento. Con esos grandes doctores
que transforman la sabiduría de los griegos, de los latinos, en
una nueva visión del mundo inspirada justamente por Cristo,
que encuentra en Cristo la luz para interpretar el mundo, con
figuras como San Francisco de Asís, que ha creado el nuevo
humanismo. O figuras también de nuestro tiempo: pensemos
en Madre Teresa, Maximiliano Kolbe...

Es un ininterrumpido camino de luz que hace camino en la


historia y una ininterrumpida presencia de Cristo, y me parece
que este hecho –que Cristo no se ha quedado en el pasado,
sino que ha sido siempre contemporáneo con todas las
generaciones y ha creado una nueva historia, una nueva luz en
la historia, en la cual está presente y siempre contemporáneo
— hace entender que no se trata de cualquiera grande en la
historia, sino de una realidad verdaderamente Otra, que lleva
siempre luz. Así, asociándose a esta historia, uno entra en un
contexto de luz, no se pone en relación con una persona
lejana, sino con una realidad presente.

--¿Por qué, en su opinión, un hombre de nuestro tiempo


necesita a Cristo?

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--Cardenal Joseph Ratzinger: Es fácil advertir que las cosas


que proporciona sólo un mundo material o incluso intelectual
no responden a la necesidad más profunda, más radical que
existe en todo hombre: porque el hombre tiene el deseo –como
dicen los Padres— del infinito. Me parece que precisamente
nuestro tiempo, con sus contradicciones, sus desesperaciones,
su masivo refugiarse en callejones como la droga, manifiesta
visiblemente esta sed del infinito, y sólo un amor infinito que
sin embargo entra en la finitud, y se convierte directamente en
un hombre como yo, es la respuesta.

Es ciertamente una paradoja que Dios, el inmenso, haya


entrado en el mundo finito como una persona humana. Pero es
precisamente la respuesta de la que tenemos necesidad: una
respuesta infinita que, sin embargo, se hace aceptable y
accesible, para mí, «acabando» en una persona humana que,
con todo, es el infinito. Es la respuesta de la cual se tiene
necesidad: casi se debería inventar si no existiera.

--Existe una novedad en su libro a propósito del tema del


relativismo. Usted sostiene que en la práctica política, el
relativismo es bienvenido porque nos vacuna, digamos,
de la tentación utópica. ¿Es el juicio que la Iglesia
siempre ha ofrecido sobre la política?

--Cardenal Joseph Ratzinger: Diría que sí. Es esta una de las


novedades esenciales del cristianismo para la historia. Porque
hasta Cristo, la identificación de religión y Estado, divinidad y
Estado, era casi necesaria para dar una estabilidad al Estado.
Después el Islam vuelve a esta identificación entre mundo
político y religioso, con el pensamiento de que sólo con el
poder político se puede también moralizar la humanidad.

En realidad, desde Cristo mismo encontramos inmediatamente


la postura contraria: Dios no es de este mundo, no tiene
legiones, así lo dice Cristo; Stalin dice que no tiene divisiones.
No tiene un poder mundano, atrae a la humanidad hacia sí no
con un poder externo, político, militar, sino sólo con el poder
de la verdad que convence, del amor que atrae. Él dice:
«Atraeré a todos hacia mí». Pero lo dice justamente desde la
cruz. Y así crea esta distinción entre emperador y Dios, entre
el mundo del emperador al cual conviene lealtad, pero una
lealtad crítica, y el mundo de Dios, que es absoluto. Mientras
que no es absoluto el Estado.

--Por lo tanto, no existe poder o política o ideología que


pueda reivindicar para sí lo absoluto, lo definitivo, la
perfección...

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--Cardenal Joseph Ratzinger: Esto es muy importante. En


realidad, el mundo político es el mundo de nuestra razón
práctica donde, con los medios de nuestra razón, debemos
encontrar los caminos. Hay que dejar precisamente a la razón
humana hallar los medios más adecuados y no absolutizar el
Estado. Los Padres han orado por el Estado reconociendo en
él la necesidad, su valor, pero no han adorado el Estado: me
parece justamente ésta la distinción decisiva.

--Pero este es un extraordinario punto de encuentro


entre pensamiento cristiano y cultura liberal-
democrática.

--Cardenal Joseph Ratzinger: Pienso que la visión liberal-


democrática no habría podido nacer sin este acontecimiento
cristiano que ha dividido los dos mundos, creando así también
una nueva libertad. El Estado es importante, se deben
obedecer las leyes, pero no es el poder último. La distinción
entre el Estado y la realidad divina crea el espacio de una
libertad en la que una persona puede también oponerse al
Estado. Los mártires son un testimonio para esta limitación
del poder absoluto del Estado. Así ha nacido una historia de
libertad. Si bien después el pensamiento liberal-democrático
ha tomado sus caminos, el origen es precisamente este.

--Los sistemas comunistas europeos se han derrumbado.


Pero usted, en su libro, no excluye que el pensamiento
marxista pueda en cualquier caso volver a presentarse
en otras formas en los próximos tiempos.

--Cardenal Joseph Ratzinger: Es una hipótesis mía, pero me


parece que comienza ya a verificarse, porque el puro
relativismo que no conoce valores éticos fundamentales y por
lo tanto no conoce realmente tampoco un porqué de la vida
humana, incluso de la vida política, no es suficiente. Por ello,
para un no creyente que no reconoce la trascendencia,
persiste este gran deseo de encontrar algo absoluto y un
sentido moral de su actuación.

--Siguiendo con el tema del relativismo, ¿todos los usos


y costumbres y las civilizaciones deben ser siempre
respetadas a priori o bien existe un canon mínimo de
derechos y deberes que debe valer para todos?

--Cardenal Joseph Ratzinger: Esta es la otra cara de la

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Recopilación de textos de J.Ratzinger

moneda. Primero hemos constatado que la política es el


mundo de lo opinable, de lo perfectible, donde se deben
buscar con las fuerzas de la razón los caminos mejores, sin
absolutizar un partido o una receta. Sin embargo, existe
también un campo ético, la política, por ello no puede al final
conllevar un relativismo total donde, por ejemplo, matar y
crear paz tengan la misma legitimidad. Es conveniente
destacar este hecho, aun reconociendo totalmente la
autonomía política.

--Así que no todo está permitido...

--Cardenal Joseph Ratzinger: Hemos dicho siempre que ni


siquiera la mayoría es la última instancia, la legitimación
absoluta de todo, en cuanto que la dictadura de la mayoría
sería igualmente peligrosa como las demás dictaduras. Porque
podría un día decidir, por ejemplo, que hay una «raza» que
hay que excluir para el progreso de la historia, aberración
lamentablemente ya vista. Por lo tanto, existen límites también
al relativismo político. El límite está trazado por algunos
valores éticos fundamentales que son precisamente la
condición de este pluralismo. Y son por lo tanto obligatorios
también para las mayorías.

--¿Algún ejemplo?

--Cardenal Joseph Ratzinger: Sustancialmente el Decálogo


ofrece en síntesis estas grandes constantes.

--Volviendo a otro aspecto del «relativismo cultural»,


también entre los católicos hay quien considera la
misión (anunciar el Evangelio) casi una violencia
psicológica frente a pueblos que tienen otra civilización.

--Cardenal Joseph Ratzinger: Si uno piensa que el Cristianismo


es sólo su propio mundo tradicional, evidentemente percibe
así la misión. Pero se ve que no ha entendido la grandeza de
esta perla, como dice el Señor, que se le da en la fe.
Naturalmente, si fueran sólo tradiciones nuestras, no se
podrían llevar a los demás. Si en cambio hemos descubierto,
como dice San Juan, el Amor, si hemos descubierto el rostro
de Dios, tenemos el deber de contarlo a los demás. No puedo
mantener sólo para mí una cosa grande, un amor grande, debo
comunicar la Verdad. Naturalmente en el pleno respeto de su
libertad, porque la verdad no se impone con otros medios más
que con la propia evidencia, y sólo ofreciendo este
descubrimiento a los demás –mostrando lo que hemos
encontrado, el don que tenemos en la mano, que está
destinado a todos— podemos anunciar bien el Cristianismo,

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Recopilación de textos de J.Ratzinger

sabiendo que supone el altísimo respeto de la libertad del otro,


porque una conversión que no estuviera basada en la
convicción interior --«he encontrado lo que deseaba»-- no sería
una verdadera conversión.

--Recientemente ha salido a la luz en la prensa un


fenómeno doloroso: la conversión de muchos
inmigrantes que proceden del Islam y que –además de
hallarse en peligro— se encuentran solos, no
acompañados por la comunidad cristiana.

--Cardenal Joseph Ratzinger: Sí, lo he leído y me duele mucho.


Es siempre el mismo síntoma, el drama de nuestra conciencia
cristiana que está herida, que es insegura de sí. Naturalmente
debemos respetar los Estados islámicos, su religión, pero sin
embargo pedir también la libertad de conciencia de cuantos
quieren hacerse cristianos, y con valor debemos asistir a estas
personas, precisamente si estamos convencidos de que han
encontrado algo que es la respuesta verdadera. No debemos
dejarles solos. Se debe hacer todo lo posible para que puedan,
en libertad y con paz, vivir cuanto han hallado en la religión
cristiana.

[Traducción del original italiano realizada por Zenit].

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Qué significa creer


Joseph Ratzinger

Cfr. El cristiano en la crisis de Europa, Ed. Cristiandad,


2005, pp. 69-100

Sumario

1. La fe es el acto fundamental de la existencia cristiana.- 2.


La fe de la vida cotidiana como actitud fundamental del
hombre.- 3. El agnosticismo, ¿puede ser una solución?.- 4.
Conocimiento natural de Dios.- 5. La fe «sobrenatural» y sus
orígenes.- 6. Desarrollo de las premisas.

1. La fe es el acto fundamental de la existencia


cristiana

En el acto de fe se expresa la estructura esencial del


cristianismo y la respuesta a la pregunta: ¿Cómo podemos
alcanzar nuestro destino realizando lo que constituye
nuestra humanidad? Hay otras muchas respuestas, porque
no todas las religiones son una «fe».

Por ejemplo, el budismo, en su forma clásica, no tiende en


modo alguno al acto de autotrascendencia que es el
encuentro con el «totalmente Otro», con el Dios que me
habla y que me llama al amor. Lo característico del budismo
es, más bien, una interiorización radical; no es un acto que
lleva a salir de sí mismo, sino una entrada en la propia
interioridad, que deberá conducir a la liberación del yugo de
la individualidad personal y del fardo que representa la

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Recopilación de textos de J.Ratzinger

realidad de ser una persona que retorna a la interioridad


común del ser, de un ser que, si se compara con la
experiencia que tenemos de él, puede calificarse como no-
ser, como nada, que es el modo de expresar la alteridad más
absoluta.

2. La fe de la vida cotidiana como actitud fundamental


del hombre

No es nuestra intención entrar a fondo en este problema. Lo


que de momento más nos interesa es, sencillamente,
comprender mejor el acto fundamental de ser cristiano, es
decir, el acto de fe. Pero al iniciar este proceso, nos topamos
inmediatamente con una dificultad: ¿Es, quizá, la fe una
actitud digna del hombre moderno y adulto?

El hecho de «creer» parece una etapa provisional, interina,


que en último análisis debería ser superada, a pesar de que
con frecuencia resulta inevitable, precisamente como actitud
provisional. Nadie está capacitado para saber realmente y
dominar con conocimiento personal todo lo que, en una
civilización tecnológica como la nuestra, constituye el
fundamento de nuestra vida cotidiana. Hay infinidad de
cosas que tenemos que aceptar fiándonos de la «ciencia», y
tanto más cuanto que todo eso parece suficientemente
confirmado por cada uno de nosotros en el ámbito de nuestra
experiencia común. Todos, unos más y otros menos,
utilizamos a diario productos de una técnica cuyo
fundamento científico ignoramos.

Por ejemplo, ¿quién puede calcular o verificar la estática de


un edificio, o el funcionamiento de un ascensor? Y eso, por
no hablar del mundo de la electricidad o la electrónica, que
nos resulta tan familiar. Y, ¿qué decir de algo más
complicado como la fiabilidad de un compuesto
farmacéutico? Los ejemplos podrían multiplicarse hasta el
infinito... Vivimos en una red de incógnitas, de las que nos
fiamos por razones de una experiencia generalmente
positiva. Sabemos que todo eso no carece de fundamento; y
esa «fe» nos permite disfrutar de los beneficios de la ciencia
de otros.

Pero, ¿qué clase de fe es ésta que practicamos normalmente


casi sin damos cuenta y que es la base de nuestra vida
diaria? Sin pretender buscar en seguida una definición,
limitémonos más bien a los niveles de lo que se puede
verificar de inmediato. Saltan a la vista dos aspectos
contradictorios de esta clase de «fe».

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Recopilación de textos de J.Ratzinger

En primer lugar, podemos damos cuenta de que esa fe es


indispensable para el desarrollo normal de nuestra vida. Y
eso es verdad, ante todo, por el simple motivo de que, en
caso contrario, nada funcionaría; cada uno tendría que
comenzar siempre de nuevo. Pero, profundizando un poco
más, eso también es verdad en el sentido de que la vida
humana resulta imposible si uno no se puede fiar del otro, o
de los demás, si no podemos apoyarnos en su experiencia o
en su conocimiento de lo que se nos ofrece por anticipado.
Ése es uno de los aspectos «positivos». de esta clase de «fe».

Pero, por otro lado, esa fe es, naturalmente, la expresión de


una falta de conocimiento y, por tanto, una actitud de
conformismo; si se pudiera conocer, sería indudablemente
mucho mejor.

De ese modo, hemos delineado una especie de «estructura


axiológica» de la fe, a nivel natural. Hemos examinado los
valores que encierra y hemos concluido que esa fe es, por
una parte, un valor secundario con respecto al «saber»,
pero, por otro lado, es un valor fundamental de la existencia
humana, un fundamento sin el que ninguna sociedad podría
sobrevivir.

Al mismo tiempo, se podrían mencionar también los


elementos que pertenecen a esa fe, en lo referente a su
«estructura de acto». Hay tres elementos.

El primero es que esa fe siempre hace referencia a alguien


que está «al corriente» de la cuestión, es decir, presupone
un conocimiento efectivo por parte de personas cualificadas
y fidedignas.

A eso se añade, como segundo elemento, la confianza de la


«multitud» de gente que, en su utilización cotidiana de las
cosas, no tiene en cuenta la solidez real de los conocimientos
que las han producido.

Y finalmente, como tercer elemento, se podría mencionar


una cierta verificación del conocimiento en la experiencia
cotidiana. Yo no podría probar de manera científica que el
hecho de encender una bombilla sea el resultado de un
proceso basado en los principios de la electricidad, pero no
por eso dejo de reconocerlo, ya que, en mi vida cotidiana,
mis aparatos funcionan perfectamente, a pesar de mi
ignorancia.

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Recopilación de textos de J.Ratzinger

Por consiguiente, aunque yo no esté iniciado en esa ciencia,


sigo actuando, aunque naturalmente no a base de una «fe»
pura y ajena a toda clase de confirmación.

3. El agnosticismo, ¿puede ser una solución?

Este razonamiento abre enormes perspectivas sobre la fe


religiosa, dada su capacidad de descubrir analogías
estructurales. Pero cuando intentamos rebasar este nivel,
chocamos inmediatamente con una objeción de peso que
podría formularse así: Puede ser que en el complicado
mundo de las relaciones humanas sea imposible que
cada uno «sepa» todo lo necesario y de utilidad para la
vida y que, en consecuencia, nuestra posibilidad de
acción se deba a que, por medio de la «fe»,
participamos del «saber» de otros; sin embargo,
siempre nos movemos en el ámbito de un saber
humano que, por principio, resulta accesible a todos.

Por el contrario, cuando se trata de la fe en la Revelación,


rebasamos los límites de ese saber humano que nos
caracteriza. Y si, por hipótesis, la existencia de Dios pudiera
concebirse como un «saber», al menos la revelación y sus
contenidos seguirían siendo objeto de «fe» para cada uno de
nosotros, es decir, serían algo que supera la realidad
accesible a nuestra capacidad de saber. En consecuencia, en
este aspecto no podríamos apelar o referimos a ningún saber
de especialistas, ya que nadie podría conocer directamente
esas realidades por el hecho de haberlas estudiado
personalmente.

De modo que, una vez más y de manera más apremiante, nos


encontramos frente a este problema: Esa clase de fe, ¿se
puede conciliar con la ciencia crítica moderna? ¿No
sería más adecuado al hombre adulto de hoy
abstenerse de emitir un juicio en semejante materia y
esperar el día en que la ciencia disponga de una
respuesta definitiva a esa clase de preguntas?

La actitud que se trasluce en este modo de plantear el


problema corresponde, sin duda, al nivel medio de los
universitarios de hoy; la honestidad intelectual y la humildad
frente a lo desconocido dan la impresión de inclinarse más
hacia un agnosticismo que hacia un ateísmo explícito. En
realidad, este último también pretende saber demasiado e
implica, a su vez, un elemento dogmático. Nadie puede
albergar la presunción de «saber», en sentido propio, que
Dios no existe. Como mucho, se podría trabajar sobre la
hipótesis de que Dios no exista, y a partir de ella, tratar de

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Recopilación de textos de J.Ratzinger

explicar el universo. En el fondo, la ciencia moderna se


encuentra bajo esta bandera. Con todo, ese enfoque
metodológico es consciente de sus propias limitaciones. Es
claro que no se pueden rebasar los límites de la hipótesis y,
por consiguiente, aunque una explicación atea del universo
pueda parecer evidente, jamás conducirá a una certeza
científica de la no existencia de Dios.

Nadie puede entender experimentalmente la totalidad del


ser o de sus condiciones. En este punto, llegamos
sencillamente a tocar lo que son los límites insuperables de
la «condición humana», es decir, de la capacidad
cognoscitiva del hombre, en cuanto tal, y no sólo en relación
a sus condiciones actuales, sino en su dimensión esencial.
Por su misma naturaleza, la cuestión de Dios no se deja
someter por la fuerza a la razón científica, en el sentido más
estricto del término. En este sentido, la declaración de
«ateísmo científico» es una pretensión absurda tanto hoy
como ayer o mañana.

Pero en esta situación se impone de modo más acuciante el


problema de saber si el tema de Dios no sobrepasará los
límites de la capacidad humana en cuanto tal, y si, de esa
manera, el agnosticismo no representará la única actitud
correcta del ser humano, que consiste en el reconocimiento
apropiado y sincero, incluso «devoto» en el significado
profundo del término, de lo que supera nuestra comprensión
y nuestro campo visual, es decir, una actitud de reverencia
frente a lo que nos resulta inaccesible. ¿No sería, quizá, ésta
la nueva forma de devoción intelectual, que prescinde de lo
que supera nuestras capacidades y se contenta con lo que se
nos ha concedido?

El que quiera responder a esta pregunta como verdadero


creyente deberá guardarse de toda prisa irreflexiva. De
hecho, frente a esa «devota humildad», surge
necesariamente una objeción: ¿No es verdad que, en el
fondo, la naturaleza humana tiene sed de infinito? ¿No
consiste precisamente en eso su propia esencia? Su límite
sólo puede ser lo ilimitado; y los límites de la ciencia no se
pueden confundir con los límites de nuestra existencia, en
cuanto tal. Eso significaría una falta de comprensión no sólo
de la ciencia, sino también del hombre. Si la ciencia
pretendiera rebasar los límites del conocimiento humano,
terminaría por negar su propio carácter científico.

A mi parecer, todo esto es absolutamente cierto; pero, como


he dicho, aún es prematuro como respuesta aceptable. Más
bien, tendremos que examinar con paciencia si las hipótesis

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Recopilación de textos de J.Ratzinger

del agnosticismo son plausibles, es decir, llegar a entender si


de veras tienen consistencia en cuanto respuesta no sólo a
las demandas de la ciencia, sino también a los postulados de
la vida humana. En realidad, preguntarse por los valores del
agnosticismo equivale a preguntarse si su programa es
realizable en la práctica. Nosotros mismos, en cuanto
hombres, ¿podemos prescindir pura y simplemente del tema
de Dios, es decir, de la cuestión de nuestro origen, de
nuestro destino final y de la medida de nuestro propio ser?
¿Podemos contentarnos con vivir hipotéticamente «como si
Dios no existiera», mientras es posible que exista realmente?

Para el hombre, el tema de Dios no es un problema


puramente teórico como, por ejemplo, saber si fuera del
sistema periódico de los elementos haya otros, hasta ahora
desconocidos. Al contrario, el tema de Dios es un problema
eminentemente práctico, que tiene consecuencias en todos
los ámbitos de nuestra vida. Aun en el caso de que yo esté de
acuerdo, teóricamente, con el agnosticismo, en la práctica
me veré obligado a escoger entre la alternativa de vivir como
si Dios no existiera, o vivir como si Dios existiera realmente y
fuera la realidad decisiva de mi propia existencia.

Si actúo según la primera hipótesis, en la práctica habré


adoptado una actitud atea y habré convertido una hipótesis,
que puede ser falsa, en la base de toda mi existencia. Y si me
decido por la segunda opción, también aquí permaneceré en
el ámbito de una creencia puramente subjetiva. A este
propósito, se podría aducir el caso de Pascal, cuya
controversia filosófica, en los albores de la época moderna,
giraba en torno a este problema. Cuando Pascal llegó a la
convicción de que el problema no se podía resolver
simplemente por el camino de la reflexión, se animó a
recomendar al agnóstico que asumiera el riesgo de optar por
la segunda posibilidad y viviera como si Dios existiera
realmente. Sólo a base de experiencia -como afirmaba el
propio Pascal- el agnóstico podrá llegar a reconocer la
exactitud de su elección.

Es evidente que el prestigio de que goza la solución


agnóstica no resiste un examen en profundidad. Como pura
teoría, esa solución podría parecer extremadamente
iluminadora, pero el agnosticismo es, por esencia, algo más
que una teoría; lo que en él se juega es, en realidad, una
práctica de vida, y cuando se intenta «ponerlo en práctica»
en su propio campo de acción, el agnosticismo se escapa de
las manos como una pompa de jabón; se disuelve, porque no
hay posibilidad de escapar de la opción que él querría
precisamente evitar.

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Recopilación de textos de J.Ratzinger

Frente al tema de Dios, el hombre no puede permanecer


neutral. Sólo puede decir sí, o no, sin que pueda evitar las
consecuencias que derivan de esa actitud y se infiltran hasta
en los más mínimos detalles de la vida. Por consiguiente,
habrá que afirmar que el tema de Dios es ineludible y no
admite abstenciones. Pero desde luego, ¿podría ser de otra
manera?, las condiciones de su conocimiento son de
naturaleza particular. En este terreno, no se trata de
analizar fragmentos aislados de realidad que de alguna
manera pudiéramos tocar con las manos, verificarlos a
través de la experiencia y acabar dominándolos.

El tema de Dios no se refiere a elementos que nosotros


podamos dominar, sino a lo que ejerce su dominio sobre
nosotros y sobre la realidad entera. Si encontrándome frente
a otra persona, soy incapaz de penetrar con la mirada la
profundidad de su carácter y la amplitud de su espíritu de la
misma manera que estudio un trozo de materia o un
organismo viviente, mucho menos podré tener la capacidad
de acercarme con la misma actitud a lo que constituye el
fundamento de todo el universo. Ahora bien, eso no quiere
decir que nos estemos moviendo en el campo de lo
irracional.

Al contrario, lo que buscamos es el fundamento mismo de la


racionalidad y el modo en que se puede percibir su luz. Si
quisiéramos explicar detalladamente este punto,
superaríamos con mucho los límites de una conferencia. Pero
hay un aspecto esencial que me parece obvio. Cuando se
reflexiona sobre la totalidad y su fundamento, el hombre que
se esfuerza por comprender se ve inevitablemente implicado
en la totalidad de su propio ser, con todas sus facultades de
percepción. Y es necesario que su búsqueda del
conocimiento se oriente no sólo a recoger el mayor número
de detalles, sino, en la medida de lo posible, el todo en
cuanto tal.

De ese modo, podemos afirmar que hay actitudes humanas


fundamentales que son indispensables como presupuestos
metodológicos del conocimiento de Dios. De entre ellos
podemos mencionar la escucha del mensaje que proviene de
nuestra existencia y del mundo en general; la atención
vigilante sobre los descubrimientos y la experiencia religiosa
de la humanidad; el compromiso decisivo y perseverante de
nuestro tiempo y de nuestras energías interiores con
relación a este problema que se refiere a cada uno de
nosotros en primera persona.

4. Conocimiento natural de Dios

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Recopilación de textos de J.Ratzinger

Ahora tenemos que preguntamos si el hombre tiene


verdaderamente una respuesta a este problema. Y en caso
afirmativo, hasta qué grado de certeza podemos llegar.

En su carta a los Romanos, el apóstol Pablo tuvo que


afrontar precisamente este problema; y respondió con una
reflexión filosófica basada en hechos ofrecidos por la historia
de las religiones. En la megalópolis de Roma, la Babilonia de
aquella época, Pablo se encontró con esa clase de
decadencia moral que proviene de la pérdida total de la
tradición, en la que no existe la evidencia interior que en
otros tiempos se ofrecía al hombre desde un principio
mediante los usos y costumbres. Cuanto más se pretende no
dar nada por descontado, todo es posible y no hay nada
imposible.

No hay ningún valor capaz de sostener al hombre, ni existen


normas inviolables. Lo único que cuenta es el yo y el instante
presente. Las religiones tradicionales no son más que
grandes fachadas carentes de interioridad; lo que queda no
es más que un cinismo puro y duro. A ese cinismo metafísico
y moral de una sociedad en decadencia, el apóstol ofrece una
respuesta sorprendente. Declara que, de hecho, esa sociedad
conoce muy bien a Dios: «Lo que puede conocerse de Dios lo
tienen a la vista» (Rom 1,19).Y añade, como fundamento de
esa afirmación: «Desde que el mundo es mundo, lo invisible
de Dios, es decir, su eterno poder y su divinidad, resulta
visible para el que reflexiona sobre sus obras» (Rom 1,20).

De ahí, Pablo saca una conclusión: «De modo que no tienen


disculpa» (Rom 1,21). Según él, tienen acceso a la verdad,
pero no están dispuestos a contemplarla, porque rechazan
las exigencias que acabaría imponiéndoles. A ese propósito,
el apóstol emplea la fórmula: «Mantener la piedad como
prisionera de la injusticia» (Rom 1,18). El hombre opone
resistencia a la verdad, porque le exigiría una sumisión que
se expresa en el hecho de «tributar a Dios la alabanza y las
gracias que se merece» (Rom 1,21). Para Pablo, la
decadencia moral de la sociedad no es más que la
consecuencia lógica y el fiel reflejo de esta perversión
radical. Cuando el hombre sitúa su egoísmo, su orgullo y su
propia satisfacción por encima de una reivindicación de la
verdad, todo termina necesariamente trastocado. Lo que se
adora ya no es ese único Dios al que se debe adoración; las
imágenes, las apariencias, las opiniones corrientes toman la
delantera al hombre.

Y esa alteración general se extiende a todos los ámbitos de la


vida. La norma es lo que va contra la naturaleza, y el hombre

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Recopilación de textos de J.Ratzinger

vive contra la verdad e incluso contra la naturaleza. Su


creatividad ya no está al servicio del bien, sino que se
convierte en una genialidad y en un refinamiento del mal.
Los vínculos entre hombre y mujer, entre padres e hijos, se
rompen, de modo que las fuentes mismas de la vida se ven
obstruidas. Ya no reina la vida, sino la muerte; y así se crea
una civilización de la muerte (Rom 1,21-32). De esa manera,
Pablo traza una descripción de la decadencia que a nosotros,
los lectores modernos, nos deja estupefactos por su
actualidad.

Sin embargo, Pablo no se limita a describir esa realidad


como se hacía habitualmente en aquella época, es decir,
como una forma de moralismo más bien perversa que,
mientras expresa su parecer, termina complaciéndose en lo
negativo. Al contrario, el análisis del apóstol conduce a un
verdadero diagnóstico que se transforma en auténtica
exigencia moral. El origen de todo eso es la negación de la
verdad en favor de una comodidad o, mejor dicho, de un
provecho propio. En el hombre, el punto de partida es una
oposición a la evidencia del Creador, que está presente en el
corazón humano como la presencia de un Ser que se ocupa
del hombre y lo interpela. Para Pablo, el ateísmo, e incluso el
escepticismo vivido como ateísmo, no es una postura
inocente. Según él, su origen está en el rechazo de un
conocimiento que, de por sí, se ofrece a todo ser humano,
pero cuyas condiciones éste se resiste a aceptar. Frente a
Dios, el hombre no está condenado a permanecer en la
incertidumbre. El hombre es capaz de «veo», si presta oídos
a la voz del ser de Dios, a la voz de su creación, y se deja
conducir por ella. Pablo desconoce el caso de un ateo
puramente idealista.

¿Qué respuesta se podría dar a todo esto? El apóstol juega


aquí claramente con el contraste entre filosofía y religión
que reinaba en la Antigüedad. La filosofía griega había
llegado, aunque de forma contradictoria e insuficiente en sus
detalles, a conocer el fundamento único del universo, a
saber, el Espíritu, que es la única realidad digna de llevar el
nombre de Dios. Pero el impulso que la sostenía en su crítica
de la religión empezó muy pronto a enfriarse. A despecho de
ese carácter que le era esencial, la filosofía griega se había
dedicado a justificar el culto a los dioses y, al mismo tiempo,
a venerar el poder del Estado. Era, pues, evidente, que «la
verdad» había quedado «prisionera». En ese sentido, el
diagnóstico de Pablo con respecto a la situación histórica del
momento era plenamente fundado.

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Recopilación de textos de J.Ratzinger

Pero, a pesar de todo, ¿podría decirse que su afirmación


posee un valor que va más allá de esa precisa coyuntura
histórica? Desde luego, habrá que modificar los detalles;
pero, a pesar de todo, esa afirmación, en lo esencial, no
describe sólo un rasgo de la historia, sino la situación
permanente de la humanidad y del hombre frente a Dios. La
historia de las religiones coincide perfectamente con la
historia de la humanidad. Por lo que podemos saber, jamás
ha habido una época en la que el tema del «totalmente
Otro», de lo divino, haya sido ajeno al hombre. Siempre ha
existido un conocimiento de Dios. Y en la historia de las
religiones encontramos por todas partes, aunque bajo
diversas figuras, el conflicto significativo entre el
conocimiento del Dios único y la atracción de otras potencias
tenidas por más peligrosas, más cercanas y, por tanto, más
importantes para el hombre que el Dios lejano y misterioso.
La historia entera está marcada por ese extraño dilema
entre, por una parte, las exigencias no violentas de la verdad
y, por otra, la presión del provecho, la necesidad de vivir en
buena relación con las potencias que determinan con su
impronta la vida cotidiana. Y se asiste siempre de nuevo a la
victoria del provecho sobre la verdad, a pesar de que el
rastro de la verdad y de la propia fuerza jamás desaparece
completamente, sino que continúa vivo de forma tantas
veces sorprendente, en medio de una jungla plagada de
plantas venenosas.

Pero todo esto, ¿sigue siendo válido a día de hoy en una


cultura totalmente arreligiosa, en una cultura de la
racionalidad y de su administración técnica? Yo creo que sí.
De hecho, también hoy la pregunta del hombre supera
ineludiblemente el ámbito de la racionalidad técnica.
También hoy seguimos sin limitarnos a la pregunta. «¿Qué
puedo hacer?», sino que nos preguntamos también: «¿Qué
puedo hacer, y quién soy yo?»; es verdad que hay sistemas
cosmológicos evolucionistas que elevan la no-existencia de
Dios al rango de evidencia racional y de ese modo pretenden
probar que la verdad es, precisamente, que Dios no existe.

Pero esa especie de teoría general del conocimiento


muestra, precisamente en aspectos esenciales, su carácter
puramente metodológico. Se quiere colmar las inmensas
lagunas de nuestro saber con una serie de aparatos de
ciencia-ficción, cuya racionalidad puramente ficticia no
puede engañar a nadie. Es evidente que la racionalidad del
universo no se puede explicar con criterios ajenos a la razón.
Por eso, el Logos (la razón), que está en el origen de toda
realidad, sigue siendo hoy más que nunca la hipótesis más
sensata, aunque es una hipótesis que nos exige renunciar a

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Recopilación de textos de J.Ratzinger

una posición dominante y aceptar el riesgo de una simple


escucha. Ni siquiera en nuestros días se puede decir que se
haya eliminado la evidencia tranquila de que Dios existe,
pero se reconoce que ahora más que nunca ha quedado
desfigurada por la violencia que el poder y el provecho
ejercen sobre nosotros.

De ese modo, la situación actual se caracteriza,


esencialmente, por la misma tensión entre tendencias
divergentes que constituye la espina dorsal de la historia: de
un lado, la apertura interior del alma humana hacia Dios, y
de otro, la atracción más fuerte que ejercen las necesidades
y experiencias inmediatas. El hombre se debate entre esos
dos polos: no es capaz de desembarazarse completamente de
Dios, pero al mismo tiempo carece de fuerza para ponerse en
camino hacia él. Por sí solo, el hombre no es capaz de tender
el puente que pudiera llevarlo a establecer una relación
concreta con ese Dios.

Siempre se puede seguir afirmando, con Santo Tomás, que la


incredulidad va contra la naturaleza. Pero a la vez hay que
añadir, en primer término, que el hombre no es capaz de
aclarar completamente por sí solo la extraña penumbra que
pesa sobre la cuestión de las realidades eternas; y en
segundo lugar hay que decir que, para que surja una
auténtica relación con Dios, él es el que tiene que tomar la
iniciativa para salir al encuentro del hombre y hablarle cara
a cara.

5. La fe «sobrenatural» y sus orígenes

Pues bien, ¿cómo puede suceder todo eso? En realidad, la


cuestión se remonta a nuestras reflexiones iniciales sobre la
estructura de la fe. De hecho, la respuesta consiste en
afirmar que la palabra de Dios nos llega por mediación de
personas que la han escuchado y entrado en contacto con
ella, personas para las que la realidad de Dios ha constituido
una experiencia precisa, personas que conocen a Dios, por
así decir, de primera mano. Para entender este aspecto
tenemos que reflexionar sobre la estructura «conocimiento-
fe», que hemos establecido al comienzo. Allí decíamos que la
fe, por una parte, tiene el carácter de un saber no autónomo,
pero por otra, se caracteriza por un factor de confianza
recíproca, por el que los conocimientos del otro se
convierten en conocimientos míos.

Por tanto, ese factor de confianza contiene un elemento de


participación; es decir, a través de mi confianza en el otro,
yo me convierto en partícipe de su saber. En eso consiste,

25
Recopilación de textos de J.Ratzinger

por así decir, el aspecto social del fenómeno de la fe. Nadie


lo sabe todo, pero todos juntos conocemos lo que
necesitamos saber. La fe constituye una red de
interdependencia recíproca que, al mismo tiempo, es una red
de solidaridad de unos con otros, en la que cada uno sostiene
y es sostenido recíprocamente. Esta estructura
antropológica fundamental reaparece en nuestra relación
con Dios, y también ahí encuentra su forma originaria así
como su centro de integración.

Nuestro conocimiento de Dios se funda en esa reciprocidad,


en una confianza que se convierte en participación y que
encuentra su verificación en la experiencia vivida por cada
uno. También la relación con Dios es, a la vez y sobre todo,
una relación con los hombres, pues se basa en una comunión
entre hombres. Se puede decir también que la comunicación
propia de la relación con Dios confiere, en cuanto tal, a la
relación humana su potencialidad más radical, porque la
hace pasar del nivel de un interés utilitario al nivel de lo que
es fundamental para la persona.

No cabe duda de que, para que yo pueda aceptar como mío


ese saber del otro que se me ofrece y experimentar su
realidad en mi vida personal, es necesario que también yo
esté abierto a Dios. Sólo si dentro de mí hay un órgano
receptivo, puede llegarme la voz del Eterno por mediación
del otro. En este sentido, el conocimiento participado de
Dios que me llega desde el otro tiene carácter más personal
que el conocimiento que yo tengo en común con el técnico, o
con el especialista. El conocimiento de Dios exige esa
vigilancia interior, esa interioridad, esa apertura del corazón
que, en el recogimiento del silencio, toma personalmente
conciencia de que existe un acceso directo al Creador. Pero
también es verdad que Dios no se abre a un yo aislado, que
Dios excluye cualquier clase de atrincheramiento
individualista. Todo eso quiere decir que la relación con Dios
está vinculada a nuestros hermanos y hermanas.

6. Desarrollo de las premisas

Estas premisas fundamentales encierran toda una serie de


consecuencias que quisiera desarrollar aquí brevemente.

1. La fe está anclada en la visión de Jesús y de los Santos.

2. La fe se hace realidad en la vida.

3. El «yo», el «tú» y el «nosotros» de la fe.

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Recopilación de textos de J.Ratzinger

La intervención mediadora de Jesús y de los santos, que


deriva de los presupuestos anteriores, se funden en una
tercera consideración. El acto de fe es un acto
eminentemente personal, anclado en la profundidad más
íntima del yo humano. Pero precisamente por ser hasta tal
punto personal, es al mismo tiempo un acto de
comunicación. En lo profundo de su naturaleza, el yo
siempre va ligado al tú y viceversa; una relación auténtica
que se convierte en «comunicación» no puede brotar más
que de la profundidad de la persona. Decíamos que creer es
participar en la visión de Jesús, fiarse de Jesús.

San Juan, que se apoya sobre el pecho de Jesús, es un


símbolo de lo que significa la fe, en cuanto tal. Creer es
comunicar con Jesús y, de ese modo, liberarse de la
represión contraria a la verdad, liberar mi yo de un
encogimiento sobre sí mismo, y convertido en una respuesta
al Padre, en un sí al amor, un sí que se pronuncia sobre
nuestro propio ser, un sí a aquel Sí, que es nuestra
redención y que «vence al mundo».

Por consiguiente, en su naturaleza más íntima, la fe es una


manera de «estar con», de romper el aislamiento de mi «yo»,
que constituye su propia debilidad. El acto de fe es apertura
a los confines del horizonte, ruptura de la barrera de mi
propia subjetividad, lo que Pablo describe como «No soy yo
el que vivo, sino es Cristo el que vive en mí» (Gál2,20).

Ese yo disuelto se encuentra a sí mismo es un yo más grande


y totalmente nuevo. Pablo describe el proceso por el que el
primer yo se disuelve y se despierta de nuevo en yo más
grande, como un «nuevo nacimiento». Con todo, en este
nuevo yo en el que me encuentro inmerso por la fe
liberadora, no me encuentro unido sólo a Jesús, sino también
a todos los que han seguido el mismo camino. En otras
palabras, la fe es necesariamente un acto eclesial.

La fe vive y actúa en el «nosotros» de la Iglesia desde el


momento en que nos hace una sola cosa con el «Yo-
comunión» de Jesucristo. En ese nuevo sujeto se derrumba el
muro entre mí y los otros, el muro que separa mi
subjetividad de la del mundo exterior y me la hace
inaccesible, el muro entre mí y la profundidad del ser. En
este nuevo sujeto me encuentro siendo contemporáneo de
Jesús, de modo que todas las experiencias de la Iglesia me
pertenecen y se han convertido en mis propias experiencias.

Naturalmente, este nuevo nacimiento no se realiza en un


instante, sino que perdura a lo largo de todo el camino de mi

27
Recopilación de textos de J.Ratzinger

vida. En esta nueva dimensión, lo esencial es que no puedo


construir mi propia fe en una diálogo meramente privado
con Jesús. La fe, o vive en este «nosotros», o no vive en
absoluto. La fe y la vida, la verdad y la vida, el yo y el
nosotros son inseparables. Sólo en el interior de una
existencia vivida en el «nosotros» de los creyentes, en el
«nosotros» de la Iglesia, la fe despliega su lógica, su figura
orgánica.

En resumen, igual que en las cuestiones de la vida cotidiana,


también en nuestra relación con Dios resulta imposible
encontrar un camino, si no es participando en el
conocimiento de los demás. En nuestra relación con Dios, los
que ven, los que experimentan, están presentes y nuestra fe
no puede apoyarse más que en ellos. En cierto modo, son
ellos los que nos transmiten su propia certeza. Pero
nosotros, que constituimos la multitud, no somos pura y
simplemente ciegos ante Dios. Apoyándonos en los que ven,
y a medida que avanzamos hacia Él, se despierta cada día
más en la profundidad de nuestro ser aquel recuerdo de Dios
que, aunque sepultado en nuestro interior, permanece
escrito en el corazón de todo hombre. Vivir en familiaridad
con Dios nos restituye la vista, y el ejercicio de esa visión nos
da testimonio de la verdad divina.

El consejo, aparentemente escéptico, de Pascal a su amigo


agnóstico es exacto: empieza con la locura de la fe, y
terminarás en el conocimiento. Esa locura es sabiduría, es
camino de la verdad.

28
Recopilación de textos de J.Ratzinger

¿POR QUÉ PERMANEZCO EN LA IGLESIA?


Joseph Ratzinger

Existen hoy muchos y opuestos motivos para no permanecer


en la iglesia. En nuestros días están tentados de volver la
espalda a la iglesia no sólo aquellos a quienes se les ha
hecho extraña la fe de esta, a quienes aparece demasiado
retrógrada, demasiado medieval, demasiado hostil al mundo
y a la vida, sino también aquellos que amaron la imagen
histórica de la iglesia, su liturgia, su independencia de las
modas pasajeras, el reflejo de lo eterno visible en su rostro.

Estos tienen la impresión de que la iglesia está a punto de


traicionar su especificidad, de venderse a la moda del tiempo
y de este modo perder su alma. Están desilusionados como el
amante traicionado y por eso piensan seriamente en volverle
la espalda.

Por otra parte también existen motivos contradictorios para


permanecer en la iglesia. Permanecen en ella no sólo los que
creen firmemente en su misión o quienes no quieren
abandonar una antigua y entrañable costumbre aunque
hagan poco uso de ella, sino sobre todo

29
Recopilación de textos de J.Ratzinger

y especialmente quienes rechazan toda su realidad histórica


y combaten abiertamente el contenido que sus ministros
tratan de darle y de conservar. A pesar de querer eliminar lo
que la iglesia fue y es, no intentan salir fuera de ella, porque
esperan trasformarla en lo que a su
juicio debe ser.

3. ¿Por qué permanezco en la iglesia?

(…) yo estoy en la iglesia porque creo que hoy como ayer e


independientemente de nosotros, detrás de «nuestra iglesia»
vive «su iglesia» (la iglesia de Cristo) y no puedo estar cerca
de él si no es permaneciendo en su iglesia. Yo estoy en la
iglesia porque a pesar de todo creo que no es en el fondo
nuestra sino «suya» (de Cristo).

En términos muy concretos: es la iglesia la que no obstante


todas las debilidades humanas existentes en ella nos da a
Jesucristo; solamente por medio de ella puedo yo recibirlo
como una realidad viva y poderosa, que me interpela aquí y
ahora.

Henri De Lubac ha expresado de este modo esta verdad:


«Incluso los que la (iglesia) desprecian, si todavía admiten a
Jesús, ¿saben de quién lo reciben? ... Jesús está vivo para
nosotros. Pero ¿en medio de qué arenas movedizas se habría
perdido, no ya su memoria y su nombre, sino su influencia
viva, la acción de su evangelio y la fe en su persona divina,
sin la continuidad visible de su iglesia?... ‘Sin la iglesia,
Cristo se evapora, se desmenuza, se anula’. ¿Y qué sería la
humanidad privada de Cristo?»(6).

El primer y más elemental principio que hemos de establecer


es que cualquiera que sea o haya sido el grado de infidelidad
de la iglesia, así como es verdad que ésta tiene
continuadamente necesidad de confrontarse con Cristo,
también es cierto que entre Cristo y la iglesia no hay ningún
contraste decisivo. Por medio de la iglesia él, superando las
distancias de la historia, se hace vivo, nos habla y permanece
en medio de nosotros como maestro y Señor, como hermano
que nos reúne en fraternidad. Dándonos a Jesucristo,
haciéndolo vivo y presente en medio de nosotros,
regenerándolo continuamente en la fe y en la oración de los
hombres, la iglesia da a la humanidad una luz, un apoyo y
una norma sin los que no podríamos entender el mundo.
Quien desea la presencia de Crísto en la humanidad, no la
puede encontrar contra la iglesia, sino solamente en ella.

30
Recopilación de textos de J.Ratzinger

Todo lo dicho nos lleva a la conclusión de que si yo estoy en


la iglesia es por las mismas razones porque soy cristiano. No
se puede creer en solitario. La fe sólo es posible en
comunión con otros creyentes. La fe por su misma
naturaleza es fuerza que une. Su verdadero modelo es la
realidad de pentecostés, el milagro de compresión que se
establece entre los hombres de procedencia y de historia
diversas. Esta fe o es eclesial o no es tal fe.

Además así como no se puede creer en solitario, sino sólo en


comunión con otros, tampoco se puede tener fe por iniciativa
propia o invención, sino sólo si existe alguien que me
comunica esta capacidad, que no está en mi poder sino que
me precede y me trasciende. Una fe que fuese fruto de mi
invención sería un contrasentido, porque me podría decir y
garantizar solamente lo que yo ya soy y sé, pero no podría
nunca superar los límites de mi yo. Por eso una iglesia, una
comunidad que se hiciese a si misma, que estuviese fundada
sólo sobre la propia gracia, sería una contrasentido. La fe
exige una comunidad que tenga poder y sea superior a mí y
no una creación mía ni el instrumento de mis propios deseos.

Todo esto se puede formular también desde un punto de


vista más histórico: o Jesús fue un ser superior al hombre,
dotado de un poder que no era fruto del propio arbitrio, sino
capaz de extenderse a todos los siglos, o no tuvo tal poder ni
pudo por tanto dejarlo en herencia a los demás. En tal caso
yo estaría al arbitrio de mis reconstrucciones mentales y él
no sería nada más que un gran fundador, que se hace
presente a través de un pensamiento renovado. Si en cambio
Jesús es algo más, él no depende de mis reconstrucciones
mentales sino que su poder es válido todavía hoy.

Pero volvamos al pensamiento anterior según el cual


solamente se puede ser cristiano dentro de la iglesia, no
fuera ni junto a ella. No tengamos miedo de plantearnos con
toda objetividad esta pregunta patética: ¿qué sería el mundo
sin Cristo? ¿Sin un Dios que habla y se manifiesta, que
conoce al hombre y a quien el hombre puede conocer?

La respuesta nos la dan clara y nítida quienes con tenacidad


enconada tratan de construir efectivamente un mundo sin
Dios. Sus esfuerzos se reducen a un experimento absurdo,
sin perspectivas ni criterios de acción. Aunque en su larga
historia el cristianismo haya concretamente faltado -y
siempre lo ha hecho de modo desconcertante- al mensaje
contenido en él, no ha dejado jamás de proclamar los
criterios de justicia y de amor, frecuentemente contra la

31
Recopilación de textos de J.Ratzinger

misma iglesia y no obstante jamás sin el secreto poder que


hay depositado en ella.

En otros términos: yo permanezco en la iglesia porque creo


que la fe, realizable solamente en ella y nunca contra ella, es
una verdadera necesidad para el hombre y para el
mundo. Este vive de la fe aun allí donde no la comparte. De
hecho donde ya no hay Dios -y un Dios que calla no es Dios-
no existe tampoco la verdad que es anterior al mundo y al
hombre. Pero en un mundo sin verdad no se puede vivir por
mucho tiempo. Donde se renuncia a la verdad, se continúa
viviendo porque ésta aún no se ha apagado totalmente, como
la luz del sol continúa aún brillando por algún tiempo, antes
de que la noche cerrada cubra el mundo.

Intentos fallidos

El mismo pensamiento puede ser expresado de otro modo: yo


permanezco en la iglesia porque solamente la fe de la iglesia
salva al hombre. Puede parecer una frase muy tradicional,
dogmática e irreal, pero en cambio es totalmente objetiva y
realista. En nuestro mundo lleno de inhibiciones y de
frustraciones el deseo de salvación ha reaparecido en toda
su primordial vehemencia. Los esfuerzos de Freud y de C. G.
Jung no son otra cosa que intentos de salvar a quienes se
sienten irredentos.

Partiendo de otras premisas, Marcuse, Adorno, Habermas,


continúan a su modo buscando y anunciando la salvación.
También el problema de Marx es en el fondo un problema de
salvación. Cuanto más libre, clarificado y poderoso se
convierta el hombre, tanto más le atormentará el deseo de
salvación y tanto más esclavizado se encontrará. Marx,
Freud, Marcuse, tienen todos en común la búsqueda de la
salvación, la aspiración hacia un mundo sin dolor,
enfermedad y miseria. El gran ideal de nuestra generación
es uno sociedad libre de la tiranía, del dolor y de la
injusticia; a esto apuntan las turbulentas explosiones de los
jóvenes y el resentimiento de los viejos al ver que la tiranía,
la injusticia y el dolor continúan como siempre. La lucha
contra el dolor y la injusticia brota de un impulso
fundamentalmente cristiano, pero el pensar que a través de
las reformas sociales y la eliminación del dominio y del
ordenamiento jurídico se puede conseguir aquí y ahora un
mundo libre de dolor, es una doctrina errónea,
profundamente desconocedora de la naturaleza humana. En
este mundo el dolor no se deriva sólo de la desigualdad en
las riquezas y en el poder. El sufrimiento no es el único peso
que el hombre ha de descargarse de las espaldas. Quien

32
Recopilación de textos de J.Ratzinger

piensa así, tiene que refugiarse en el mundo ilusorio de los


estupefacientes, para encontrarse después más abatido y en
contraste con la realidad. Sólo soportándose a sí mismo y
liberándose de la tiranía del propio egoísmo, el hombre se
encuentra a sí mismo, su propia verdad, su propia alegría y
su propia felicidad. La crisis de nuestro tiempo depende
principalmente del hecho de que se nos quiere hacer creer
que se puede llegar a ser hombres sin el dominio de sí, sin la
paciencia de la renuncia y la fatiga de la superación, que no
es necesario el sacrificio de mantener los compromisos
aceptados, ni el esfuerzo para sufrir con paciencia la tensión
de lo que se debería ser y lo que efectivamente se es.

Un hombre que sea privado de toda fatiga y trasportado a la


tierra prometida de sus sueños, pierde su autenticidad y su
mismidad. En realidad el hombre no es salvado sino a través
de la cruz y la aceptación de los propios sufrimientos y de los
sufrimientos del mundo, que encuentran su sentido liberador
en la pasión de Dios. Solamente así el hombre llegará a ser
libre. Todas las demás ofertas a mejor precio están
destinadas al fracaso. La esperanza del cristianismo y la
suerte de la fe dependen de algo muy simple, de su
capacidad de decir la verdad. La suerte de la fe es la suerte
de la verdad; ésta puede ser oscurecida y pisoteada, pero
jamás destruida.

Llegamos al último punto. Un hombre ve únicamente en la


medida en que ama. Ciertamente existe también la
clarividencia de la negación y del odio. Sin embargo éstos
solamente pueden ver lo que entra dentro de sus
perspectivas: lo negativo. Sin duda pueden preservar al
amor de una ceguera que les haga olvidar sus límites y los
peligros que corre, pero no son capaces de construir algo
positivo. Sin una cierta cantidad de amor no se encuentra
nada. Quien no se compromete un poco para vivir la
experiencia de la fe y la experiencia de la iglesia y no afronta
el riesgo de mirarla con ojos de amor, no descubrirá otra
cosa que decepciones. El riesgo del amor es condición
preliminar para llegar a la fe. Quien osa arriesgarse no tiene
necesidad de esconder ninguna de las debilidades de la
iglesia, porque descubre que ésta no se reduce solamente a
ellas; descubre que junto a la historia de los escándalos
existe también la de la fe fuerte e intrépida, que ha dado sus
frutos a través de todos los siglos en grandes figuras como
Agustín, Francisco de Asís, el dominico Bartolomé de las
Casas con su apasionada lucha por los indios, Vicente de
Paúl, Juan XXIII.

33
Recopilación de textos de J.Ratzinger

Quien afronta este riesgo del amor descubre que la iglesia


ha proyectado en la historia un haz de luz tal que no puede
ser apagado. También la belleza surgida bajo el impulso de
su mensaje, y que vemos plasmada aún hoy en
incomparables obras de arte, se convierte para él en un
testimonio de verdad: lo que se traduce en expresiones tan
nobles no puede ser solamente tinieblas. La belleza de las
grandes catedrales, la belleza de la música nacida al calor de
la fe, la magnificencia de la liturgia eclesiástica,
principalmente la realidad de la fiesta que no la puede hacer
uno mismo sino sólo acoger (7), la organización del año
litúrgico, en el que se funden en un conjunto el ayer y el hoy,
el tiempo y la eternidad, todas estas cosas no son, a mi
juicio, algo casual. La belleza es el resplandor de la verdad,
ha dicho Tomás de Aquino, y podríamos añadir que la ofensa
a la belleza es la autoironía de la verdad perdida. Las
expresiones en que la fe ha sabido darse a lo largo de la
historia, son testimonio y confirmación de su verdad.

Me permito aún añadir una observación, aunque pueda


parecer muy subjetiva. Si se tienen los ojos abiertos, también
hoy se pueden encontrar personas que son un testimonio
viviente de la fuerza liberadora de la fe cristiana. Y no es una
vergüenza ser y permanecer cristianos en virtud de estos
hombres, que viviendo un cristianismo auténtico, nos lo
hacen digno de fe y de amor. A fin de cuentas el hombre es
víctima de una ilusión cuando pretende hacer de sí una
especie de sujeto trascendental que considera válido
únicamente lo que no es fortuito. Ciertamente es un deber
reflexionar sobre semejantes experiencias, examinar su
grado de responsabilidad, purificarlo y darle una nueva
plenitud. Pero en el curso de este proceso necesario de
objetivación ¿no figura acaso como una prueba relevante en
favor del cristianismo el hecho de que haga más humanos a
los hombres en el mismo momento en que los une a Dios?
¿Este elemento subjetivo no es también al mismo tiempo un
dato objetivo del cual no hemos de avergonzarnos ante
nadie?

Concluyamos con una última observación. Cuando, como


aquí, se afirma que sin el amor no se puede ver y por tanto
para conocer la iglesia es también necesario amarla, muchos
se inquietan. ¿El amor no es acaso lo contrario de la crítica?
¿No es quizá ésta la excusa a la que cuantos tienen el poder
en la mano recurren gustosamente para eliminar la crítica y
mantener a su favor la situación de hecho? ¿Se ayuda más a
los hombres tratando de tranquilizarles y de paliar la
realidad, o quizás interviniendo a su favor contra las
injusticias habituales o contra el predominio de las

34
Recopilación de textos de J.Ratzinger

estructuras? Se trata ciertamente de cuestiones muy


importantes, pero no podemos ahora tratarlas. Una cosa es
sin embargo cierta, que el amor no es estático ni acrítico. La
única posibilidad que tenemos de cambiar en sentido
positivo a un hombre es la de amarlo, trasformándolo
lentamente de lo que es en lo que puede ser. ¿Sucederá de
distinto modo en la iglesia?

Basta con mirar la historia reciente: durante la renovación


litúrgica y teológica de la primera mitad de este siglo ha
madurado un verdadero movimiento de reforma que ha
llevado a trasformaciones positivas. Esto solamente fue
posible porque surgieron hombres con el don del
discernimiento, que amaron la iglesia con corazón atento y
vigilante, con espíritu crítico, y dispuestos a sufrir por ella.
Si hoy no somos capaces de realizar algo es porque estamos
demasiado ocupados en afirmarnos sólo a nosotros mismos.
No valdría la pena permanecer en una iglesia que, para ser
acogedora y digna de ser habitada, tuviera necesidad de ser
hecha por nosotros; sería un contrasentido.

Permanecer en la iglesia porque ella es en sí misma digna de


permanecer en el mundo, digna de ser amada y trasformada
por el amor en lo que debe ser, es el camino que también
hoy nos enseña la responsabilidad de la fe.

Ratzinger-Joseph

_____________________

(1) Denzinger-Schonmetzer, Enchiridion symbolorum, Freiburg 1963, n. 3013 s.


(2) En esta exigencia se esconden ciertamente elementos justificables y en
muchos aspectos conci- liables con el carácter sacramental de la jerarquía
eclesiástica. Todo esto es expuesto con las debidas distinciones y clarificaciones
en J. Ratzinger-H. Maier, Democracia en la iglesia, Madrid 1972.
(3) M. Eliade, Die Religionen und das Heilige, Salzburg 1954, 215; cf. también el
capítulo «Mond und Mondmystik», 180-216.
(4) Cf. H. Rahner, Griechische Mythen in christlicher Deutung, Darmstadt 1957,
200-224; Id., Symbole der Kirche, Salzburg 1964, 89-173. Es interesante la
observación según la cual la ciencia antigua discutió ampliamente si la luna tenía
o no luz propia. Los padres sostuvieron la tesis negativa, más tarde común, y la
interpretaban en un sentido teológico-simbólico (cf. especialmente la página
100).
(5) Ambrosio, Exameron IV 8, 23: CSEL 32, 1, página 137, Z 27 s.; H. Rahner,
Griechische Mythen, 201.
(6) H. de Lubac, Paradoja y misterio de la iglesia, Salamanca 1967, 20 s.; cf. 16
s.
(7) Cf. sobre este tema especialmente J. Pieper, Musse und Kult, München
1948.

35
Recopilación de textos de J.Ratzinger

La supuesta arrogancia de la verdad

Joseph Ratzinger

Ponencia del cardenal Joseph Ratzinger, Prefecto de la


Congregación para la Doctrina de la Fe, titulada «La
Unicidad y la Universalidad salvífica de Jesucristo y de
la Iglesia», en el Congreso Internacional de Cristología
"Cristo: Camino, Verdad y Vida" celebrado en la Universidad
Católica de San Antonio, 27 de noviembre de 2002.

Transcribimos aquí los párrafos que responden a esta


precisa cuestión planteada:

Apartado titulado: «¿Derecho a la misión?» [14]]

Pero se nos presenta todavía otra cuestión de peso: ¿No es


una arrogancia hablar de verdad en cosas de religión y llegar
a afirmar haber hallado en la propia religión la verdad, la
sola verdad, que por cierto no elimina el conocimiento de la
verdad en otras religiones, pero que recoge las piezas
dispersas y las lleva a la unidad? Hoy se ha convertido en un
eslogan de una enorme repercusión rechazar como
simultáneamente simplistas y arrogantes a todos aquellos a
los que se puede acusar de creer que "poseen" la verdad.
Esta gente, a lo que parece, no son capaces de dialogar, y
por consiguiente no se les puede tomar en serio, pues la
verdad no la "posee" nadie. Sólo podemos estar en busca de
la verdad. Pero –y esto hay que objetar en contra de esta
afirmación– ¿de qué búsqueda se trata aquí, si ésta no puede
llegar nunca a la meta? ¿Busca realmente, o es que
verdaderamente no quiere hallar nada, porque lo hallado no
puede existir? ¿Y no se ha degradado, en realidad, a una
caricatura la manera de pensar de aquellos a quienes se
acusa de creer que "poseen" la verdad? Naturalmente, la
verdad no puede ser una posesión; con relación a ella debo
tener siempre una humilde aceptación, siendo consciente del
riesgo propio y aceptando el conocimiento como un regalo,
del que no soy digno, del que no puedo vanagloriarme como
si fuera un logro propio mío. Si se me ha concedido, la debo
considerar como una responsabilidad, que supone también

36
Recopilación de textos de J.Ratzinger

un servicio para los demás. La fe, además, afirma que la


desemejanza entre lo conocido por nosotros y la realidad
propiamente dicha es siempre infinitamente mayor que la
semejanza (Lat IV DS 806). Pero esta infinita desemejanza
no convierte el conocimiento en un desconocimiento, la
verdad no es una falsedad. Me parece que hay que darle la
vuelta a la cuestión de la arrogancia: ¿No es una arrogancia
decir que Dios no nos puede dar el regalo de la verdad? ¿No
es un desprecio de Dios decir que hemos nacido ciegos y que
la verdad no es cosa nuestra? ¿No es una degradación del
hombre y de su deseo de Dios el considerarnos como
personas que van palpando eternamente en la oscuridad? Y,
estrechamente unida a la anterior, aparece la verdadera
arrogancia de querer nosotros ocupar el puesto de Dios y
querer determinar quiénes somos y lo que hacemos y lo que
queremos hacer de nosotros y del mundo. Por lo demás, no
se excluyen mutuamente el conocimiento y la búsqueda. En
Gregorio de Nisa y en Agustín se encuentran pasajes
hermosos que resaltan la infinidad de la grandeza de Dios y
afirman que todo descubrimiento provoca una búsqueda más
profunda y que nuestra felicidad eterna consistirá en buscar
el rostro de Dios, es decir, caminar hacia lo infinito con
descubrimientos siempre nuevos y adentrarse en la aventura
del amor eterno como respuesta a nuestra sed de felicidad.

Claro que a los no cristianos seguramente les parecerá una


arrogancia nuestra fe, que proclama que Jesús no es sólo un
iluminado, sino el Hijo, la Palabra misma, en el que
confluyen todos los demás iluminados y todas las demás
palabras. Tanto más importante es que este conocimiento lo
reconozcamos no como un mérito nuestro y que
permanezcamos fieles al convencimiento de que el encuentro
con la Palabra ha sido también para nosotros un regalo que
se nos ha concedido, para que lo comuniquemos a otras
personas, gratuitamente, como lo hemos recibido nosotros.
Dios eligió a unos para los demás y todos para todos, y lo
único que podemos hacer es reconocer con humildad que
somos mensajeros indignos que no se anuncian a sí mismos,
sino que hablan con santa timidez de lo que no es nuestro,
sino que proviene de Dios.

Sólo así se hace inteligible el encargo misionero, que no


puede significar un colonialismo espiritual, una sumisión de
los demás a mi cultura y a mis ideas. El prototipo de la
misión queda claramente diseñado en la manera de proceder
de los apóstoles y de la primitiva Iglesia, sobre todo en los
discursos de envío de Jesús. La misión exige en primer lugar
preparación para el martirio, una disposición a perderse a sí
mismos por amor a la verdad y al prójimo. Sólo así se hace

37
Recopilación de textos de J.Ratzinger

creíble, y ésta ha sido siempre la situación de la misión y lo


seguirá siendo siempre. Sólo así se levanta el primado de la
verdad y sólo entonces se vence desde dentro la idea de la
arrogancia. La verdad no puede ni debe tener ninguna otra
arma que a sí misma. Todo el que cree ha encontrado en la
verdad la perla, por la cual está dispuesto a dar todo lo
demás, incluso a sí mismo, pues sabe que al perderse se
encuentra a sí mismo y que solamente el grano de trigo que
muere lleva fruto abundante. El que cree y puede decir
"hemos encontrado el amor" debe transmitir ese regalo a los
demás. Sabe que con ello no violenta a nadie, no destruye la
identidad de nadie, no destroza culturas, sino que las libera
para que puedan adquirir una mayor amplitud propia. Sabe
que satisface así una responsabilidad: "Es una obligación
que tengo, ¡y pobre de mí, si no anuncio el Evangelio!" (1
Cor 9,16). Mucho tiempo antes que Pablo ya había tenido
Jeremías una experiencia parecida y dicho algo semejante:
"La palabra del Señor se ha convertido para mí en constante
motivo de burla e irrisión. Yo me decía ”no pensaré más en
él, no hablaré más en su nombre”. Pero era dentro de mí
como un fuego devorador..." (Jer 20,9). Me parece que a
partir de estos textos hay que entender la parábola del
siervo cobarde que escondió por miedo el dinero de su amo
para poder devolverlo entero, en lugar de traficar con él y
multiplicarlo, como hicieron los otros siervos (Mt 25,14-30).
El "talento" que se nos ha dado, el tesoro de la verdad, no se
debe esconder, debe transmitirse a otros con audacia y
valentía, para que sea eficiente y (cambiando la imagen)
para que penetre y renueve la humanidad como lo hace la
levadura (Mt 13,33). Hoy día en Occidente estamos muy
ocupados en enterrar el tesoro – por cobardía ante la
exigencia de tener que defenderlo en la lucha de nuestra
historia y perder quizás algo (lo que claramente es
incredulidad) o también por pereza: lo enterramos porque
nosotros mismos no queremos ser importunados por él,
porque en el fondo quisiéramos vivir nuestra vida sin ser
molestados por el peso de responsabilidad que el tesoro trae
consigo. Pero el grado de conocimiento de Dios, el regalo de
su amor, que nos mira desde el corazón abierto de Jesús,
debería forzarnos a contribuir a que los fines de la tierra
contemplen la salvación de nuestro Dios (Is 52,10; Sal 98,3).

La posición de “la fe en Cristo” en la historia de la


Religión y Cultura

Todavía queda una cuestión por abordar. La Palabra


encarnada no ha entrado en un mundo que no sabía
absolutamente nada de ella. Ya antes había enviado sus
rayos iluminadores al mundo y había despertado así el deseo

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Recopilación de textos de J.Ratzinger

de la humanidad. Él es la luz que ilumina a todo hombre que


viene al mundo (Jn 1,9). Los Santos Padres (escritores
cristianos de los primeros siglos), en relación a esto, han
hablado de los "granos de simiente de la Palabra" que ellos
habían buscado y hallado en el mundo precristiano. Este
concepto ha llegado a ser con razón un concepto central en
la búsqueda por determinar la justa relación entre la fe
cristiana y las religiones del mundo. Pero, si se profundiza
con más exactitud en ese concepto, se encuentra uno –en
cuanto soy capaz de ver– con algo inesperado que se indica
en todos los trabajos sobre el tema. Los Santos Padres no
encontraron los granos de simiente en las religiones del
mundo, sino en la filosofía, es decir, en el proceso de la
razón crítica contra las religiones, en la historia de la razón
progresiva y no en la historia de las religiones[15]. Allí veían
los Padres la prehistoria propiamente dicha del cristianismo
–allí donde el hombre, rompiendo con las costumbres y las
tradiciones, se ha encaminado hacia el Logos, es decir, hacia
la comprensión del mundo y de lo divino por la fuerza de la
razón. En este sentido los Padres no incluyeron el
cristianismo primariamente en el campo de la religión, no lo
consideraron como una de las religiones, sino que lo
asociaron al proceso de la razón discerniente (hay que notar
que el concepto general de "religión", en el que incluimos
hoy los fenómenos más dispares y entre otros también el
cristianismo, se ha originado a lo largo de la Edad Moderna y
constituye como tal una generalización problemática que
contiene ya en sí predeterminaciones cuestionables). No se
llega a captar la singularidad de la fe cristiana ni de su
posición específica en la historia de la espiritualidad
humana, si no se tiene en cuenta este estado de cosas. El
cristianismo en sus comienzos se coloca al lado de la razón
crítica religiosa, puesto que busca la verdad, y reconoce que
ha sido preparado por esta razón crítica.

Pero esto no significa que el cristianismo se clasifique


simplemente como filosofía frente al resto de las religiones,
aunque el hecho de que se autodenomine como verdadera
filosofía pertenezca a los fundamentos de la primitiva Iglesia.
A pesar de ello, Karl Barth se equivocó al afirmar que el
cristianismo no tenía nada que ver con la religión, de manera
que la moda de sus seguidores postulaba un "cristianismo sin
religión" y pudo finalmente incorporar en su repertorio la
"muerte de Dios". No, el cristianismo ha podido conectar con
las religiones en las formas de la adoración de Dios, en la
forma de la liturgia y en muchos modos de vivir (por
ejemplo, ¡el monacato -la vida de los monjes-!) y, según los
lugares, se ha colocado con ellas en la continuidad del culto,
aportando al mismo tiempo la renovación de los contenidos.

39
Recopilación de textos de J.Ratzinger

El ejemplo más impresionante de esta continuidad dentro del


cambio es la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe en
México. Su culto empieza en el lugar en el que antes había
estado la imagen de "nuestra venerada madre señora
serpiente", una de las importantes diosas indígenas. Pero el
hecho de mostrar su cara sin máscara muestra "que no es
una diosa, sino una madre de misericordia, puesto que los
dioses indios llevaban máscara. Esto se amplía y profundiza
por el símbolo del sol, de la luna y de las estrellas. Ella es
mayor que los dioses indígenas porque oculta el sol, aunque
no lo extingue. La mujer es más poderosa que la máxima
divinidad, el dios sol. Es más poderosa que la luna, puesto
que está de pie sobre ella, pero no la aplasta..." [16]. En las
formas y símbolos, en que Nuestra Señora de Guadalupe
aparece, se ha incorporado toda la riqueza de las religiones
precedentes y se ha reducido a una unidad desde un nuevo
núcleo procedente de lo alto. Está, por así decir, por encima
de las religiones, pero no las aplasta. Guadalupe es de esta
manera en muchos aspectos una imagen de la relación del
cristianismo con las religiones. Todos los ríos confluyen en
ella, se purifican y renuevan, pero no se destruyen. También
es una imagen de la relación entre la verdad de Jesucristo y
las verdades de las religiones: la verdad no destruye, sino
que purifica y une.

40
Recopilación de textos de J.Ratzinger

El cristianismo no pertenece sin más a la historia de las


religiones, pero por supuesto tampoco pertenece sin más a la
historia de la crítica de las religiones, es decir, de la razón
autosuficiente. Los Padres, al hablar de la razonabilidad del
cristianismo, han hecho la distinción entre la ratio, el simple
entendimiento, y el intellectus, la capacidad de intuición
espiritual, que va más lejos que el simple entendimiento. En
esto justamente consiste la esencia de la sabiduría –de la fe,
que es sabiduría–, en que rompe la estrechez del simple
entendimiento y da nuevas fuerzas a la visión intuitiva a la
que el hombre está llamado. La fe cristiana se caracteriza
por relacionar de una manera completamente nueva la razón
y la religión para orientar al hombre hacia la verdad,
sometiéndolo a las exigencias de la verdad y no permitiendo
que la religión se convierta en una mera costumbre.

41
Recopilación de textos de J.Ratzinger

Por ello, el cristiano jamás puede afirmar simplemente que


cada cual debe vivir en la religión que le ha tocado por sus
circunstancias históricas, puesto que todas son a su manera
caminos de salvación. De esta manera se convierte la
religión de hecho en una mera costumbre y se la aparta de la
verdad. Acaba entonces situándose en el campo de la
psicología (experiencias subjetivas y representaciones) y de
la sociología (configuración ritual de las ordenaciones
comunitarias), pero al hombre no le deja abrirse. Y sobre
todo: no lleva a los hombres a comunicarse con otros, sino
que los encasilla justo en las cuestiones humanas más
importantes, en sus tradiciones respectivas y los separa unos
de otros. La aparición de la fe cristiana se ha hecho posible
porque en Israel había hombres que buscaban con el
corazón, que no estaban satisfechos con las costumbres
corrientes, sino que buscaban algo mayor: como son María,
Isabel, los Doce y todos los demás que aparecen en el Nuevo
Testamento. La Iglesia entre los paganos fue posible porque
tanto en las regiones mediterráneas como en Oriente
próximo y en Oriente medio de Asia, a donde llegaron los
misioneros, había personas que esperaban, que no se
conformaban con lo que ya poseían, sino que buscaban la
estrella que les debía señalar el camino al verdadero
redentor del mundo. El hablar de Jesús como salvador
único y universal de ninguna manera supone un
desprecio de las demás religiones, pero sí se contrapone
decididamente a resignarse a la incapacidad de poder
percibir la verdad y a admitir la cómoda estadística del
dejar-todo-igual-como-estaba. Al hablar de Jesús se apela al
anhelo presente en el corazón de todos los hombres, al
anhelo que espera algo Mayor, a Dios mismo, a la verdad
común a todos. Esto atañe también a los cristianos: tampoco
ellos deben contentarse con un cristianismo vivido como
costumbre, con un mero ritualismo y con costumbres
inveteradas. También ellos deben liberarse siempre de nuevo
de la costumbre, para encontrarse con la verdad que se
ha encarnado en Jesucristo[17].

Notas

[14] Para la siguiente argumentación me remito a un libro mío: Glaube – Wahrheit –


Toleranz.

[15] Cfr. sobre esta cuestión no sólo mi libro citado en la nota 14, sino también
especialmente el de M. FIEDROWICZ, Apologie im frühen Christentum, Paderborn 22000.

[16] H. RZCEPKOWSKI, "Guadalupe": R. BÄUMER – L. SCHEFFCZYK (eds.), Marienlexikon


III, 38-42 (aquí: 40).

[17] En los Padres de la Iglesia la "costumbre" aparece precisamente como sinónimo del
paganismo. J. Holdt describe, en continuidad con H. Rahner, esta idea de Clemente de
Alejandría del modo siguiente: "’Synetheia’ (= costumbre) es la substancia de los viejos
paganos ... La verdad cristiana es dura y amarga como una medicina, mientras que la

42
Recopilación de textos de J.Ratzinger

‘costumbre’ es dulce y hace tilín. La fe libera, mientras que la costumbre ‘esclaviza y


encadena ...’". J. HOLDT, Hugo Rahner. Sein geschichts- und symboltheologisches Denken,
Paderborn 1997, 119. Cfr. también CHR. GNILKA, Chrêsis. Die Methode der Kirchenväter
im Umgang mit der antiken Kultur. II: Kultur und Konversion, Basel 1993, 116-117 y
passim.

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Recopilación de textos de J.Ratzinger

Religión, verdad y salvación

Conferencia pronunciada en Madrid el 16 de 2000

Joseph Ratzinger

(...) Permítanme detenerme un momento aún en este


punto, porque toca una cuestión fundamental de la
existencia humana, que con razón representa
también una cuestión capital en el actual debate
teológico. Pues se trata del mismo impulso del que ha
partido la filosofía, y al que tiene que volver siempre;
en él se tocan necesariamente filosofía y teología, si
éstas se mantienen fieles a su cometido. Es la
cuestión de cómo se salva el hombre, cómo se
justifica. En el pasado se ha pensado
preferentemente en la muerte y en lo que viene
después de la muerte; hoy, cuando se ve el más allá
como inseguro y por ello se lo continúa excluyendo de
las cuestiones actuales, hay que continuar buscando
lo recto y justo en el tiempo, y no puede preterirse el
problema de cómo hay que habérselas con la muerte.
Curiosamente, en el debate acerca de la relación del
cristianismo y las religiones universales el punto de
discusión que propiamente se ha mantenido es cómo
se relacionan las religiones y la salvación eterna. La
cuestión de cómo puede ser salvado el hombre, se ha
planteado aún en sentido más bien clásico. Y ahora se
ha impuesto de modo bastante general esta tesis: las
religiones son todas ellas caminos de salvación.
Quizás no el camino ordinario, pero al menos sí
caminos ”extraordinarios” de salvación: por todas las
religiones se llega a la salvación; esto se ha
convertido en la visión corriente.

Esta respuesta corresponde no sólo a la idea de


tolerancia y respeto del otro que hoy se nos impone.
Corresponde también a la imagen moderna de Dios:
Dios no puede rechazar a hombres sólo porque no
conocen el cristianismo y, en consecuencia, han
crecido en otra religión. El aceptará su vida religiosa
lo mismo que la nuestra. Aunque esta tesis (reforzada
entre tanto con muchos otros argumentos) es clara a
primera vista, sin embargo suscita interrogantes.
Pues las religiones particulares no exigen sólo cosas
distintas, sino también opuestas. Ante el creciente

44
Recopilación de textos de J.Ratzinger

número de hombres no ligados por lo religioso, esta


teoría universal de la salvación se ha extendido
también a formas de existencia no religiosas pero
vividas coherentemente. Entonces comienza a ser
válido que lo contradictorio es considerado como
conducente a la misma meta; en pocas palabras:
estamos nuevamente ante la cuestión del relativismo.
Se presupone subrepticiamente que en el fondo todos
los contenidos son igualmente válidos. Qué es lo que
propiamente vale, no lo sabemos. Cada uno tiene que
recorrer su camino, ser feliz a su manera, como decía
Federico II de Prusia. Así, a caballo de las teorías de
la salvación, otra vez se cuela inevitablemente el
relativismo por la puerta trasera: la cuestión de la
verdad se separa de la cuestión de las religiones y de
la salvación. La verdad es sustituida por la buena
intención; la religión se mantiene en lo subjetivo,
porque no se puede conocer lo objetivamente bueno y
verdadero.

La diferencia de las religiones y sus peligros

¿Nos tenemos que conformar con esto? ¿Es inevitable


la alternativa entre rigorismo dogmático y relativismo
humanitario? Pienso que en las teorías reseñadas no
se han pensado suficientemente tres cosas. En primer
lugar, las religiones (y entretanto también el
agnosticismo y el ateísmo) son consideradas todas
ellas como iguales. Pero precisamente esto no es así.
De hecho, hay formas religiosas degeneradas y
enfermas, que no elevan al hombre, sino que lo
alienan: la crítica marxista de la religión no carecía
totalmente de base. Y también las religiones a las que
hay que reconocer una grandeza moral y que están
en camino hacia la verdad, pueden enfermar en
ciertos trechos del camino. En el hinduismo (que
propiamente es un nombre colectivo para religiones
diversas) hay elementos grandiosos, pero también
aspectos negativos; el entrelazamiento con el sistema
de castas, la quema de viudas, que se había formado
a partir de representaciones inicialmente simbólicas;
habría que mencionar las aberraciones del Saktismo,
por dar sólo un par de indicaciones. Pero también el
Islam, con toda la grandeza que representa, está
continuamente expuesto al peligro de perder el
equilibrio, dar espacio a la violencia y dejar que la
religión se deslice hacia lo externo y ritualista. Y
naturalmente hay también, como todos nosotros bien
sabemos, formas enfermas de lo cristiano. Por

45
Recopilación de textos de J.Ratzinger

ejemplo, cuando los cruzados, en la conquista de la


ciudad santa de Jerusalén en la que Cristo murió por
todos los hombres, causaban ellos mismos un baño de
sangre entre musulmanes y judíos. Esto significa que
la religión exige discernimiento, . discernimiento
entre las formas de las religiones y discernimiento en
el interior de la religión misma, según la medida de
su propio nivel. Con el indiferentismo de los
contenidos y de las ideas, que todas las religiones
sean distintas y sin embargo iguales, no se puede ir
adelante. El relativismo es peligroso, concretamente
para la formación del ser humano en lo particular y
en la comunidad. La renuncia a la verdad no sana al
hombre. No puede pasarse por alto cuánto mal ha
sucedido en la Historia en nombre de opiniones e
intenciones buenas.

La cuestión de la salvación

Con ello tocamos ya el segundo punto que


ordinariamente es desatendido. Cuando se habla del
significado salvífico de las religiones,
sorprendentemente se piensa, la mayoría de las
veces, sólo en que todas posibilitan la vida eterna,
con lo cual se acaba neutralizando el pensamiento en
la vida eterna, pues uno llega de todos modos a ella.
Pero así se empequeñece inconvenientemente la
cuestión de la salvación. El cielo comienza en la
tierra. La salvación en el más allá supone la vida
correspondiente en el más acá. Uno, pues, no puede
preguntarse sólo quién va al cielo y desentenderse
simultáneamente de la cuestión del cielo. Hay que
preguntar qué es el cielo y cómo viene a la tierra. La
salvación del más allá debe reflejarse en una forma
de vida, que hace aquí humano al hombre y, de este
modo, conforme a Dios. Esto significa nuevamente
que, en la cuestión de la salvación, hay que mirar más
allá de las religiones mismas y a ese horizonte
pertenecen reglas de vida recta y justa, que no
pueden ser relativizadas arbitrariamente. Yo diría,
pues, que la salvación comienza con la vida recta y
justa del hombre en este mundo, que abarca siempre
los dos polos de lo particular y de la comunidad.

Hay formas de comportamiento que nunca


pueden servir para hacer recto y justo al
hombre, y otras, que siempre pertenecen al ser
recto y justo del hombre. Esto significa que la
salvación no está en las religiones como tales,

46
Recopilación de textos de J.Ratzinger

sino que depende también de hasta qué punto


llevan a los hombres, junto con ellas, al bien, a
la búsqueda de Dios, de la verdad y del bien. Por
eso, la cuestión de la salvación conlleva siempre
un elemento de crítica religiosa, aunque
también puede aliarse positivamente con las
religiones. En todo caso, tiene que ver con la
unidad del bien, con la unidad de lo verdadero,
con la unidad de Dios y del hombre.

La fe cristiana en la vida eterna


Mi gozo es estar a tu lado

Joseph Ratzinger

47
Recopilación de textos de J.Ratzinger

Conferencia en la Academia Cristiana en Praga el 30-3-1992.


Publicada bajo el título «DASS GOTT ALLES IN ALLEM
SEI». Vom christlichen Glauben an das ewige Leben,
en Klerusblatt 72 (1992) pp. 203-207. Traducida por Edicep
en La Eucaristía centro de la vida cristiana, Valencia, 2003

Espero en la resurrección de los muertos y en la vida del


mundo futuro. Esto decimos cada domingo en la liturgia tal
como lo expresa el Credo apostólico de la Iglesia. Pero,
¿esperamos realmente esa resurrección? ¿Y la vida eterna?
Las estadísticas nos dicen que muchos cristianos, incluso
muchos feligreses, han abandonado la fe en la vida eterna o
cuanto menos la tienen por algo en verdad dudoso. Las cifras
todavía serían más dignas de consideración si nos
refiriéramos a preguntas como por ejemplo: ¿tal esperanza
tiene alguna incidencia práctica en nuestra vida?
¿Consideramos la posibilidad de la vida eterna como algo
hermoso y consolador o permanece para nosotros como algo
demasiado nebuloso e irreal, tal vez no del todo tan
deseable?

Hans Urs von Balthasar presentó la cuestión de esta manera:


«Es como si al hombre moderno le hubiera sido cortada una
amarra, de forma que ya no pudiera correr más hacia la
antigua meta, como si le hubieran cortado las alas, como si
se hubiera atrofiado en él el órgano espiritual para la
trascendencia. ¿,Dónde está el origen de esto?» [«Der
Mensch und das Ewige Leben» en la revista Communio
20 (1991),1. Traducida por Edicep en "La Eucaristía centro
de la vida cristiana, Valencia, 2003].

Ciertamente una ausencia tan completa, como parece a


primera vista, al considerar la vida más allá de la muerte,
tampoco se da hoy. El deseo de volver a ver a las personas
queridas también hoy permanece vivo; la aspiración de que
pueda haber un juicio y de que mi vida tendrá que someterse
a él definitivamente, nos viene inevitablemente ligada a la
cuestión del sentido, cuando estamos tentados a hacer algo
que nosotros mismos reconocemos como injusto.

1. Fe en Dios y esperanza en la vida eterna

Cada vez más, se insiste en que el sentido de la vida eterna


en el hombre moderno, también en el cristiano actual, ha
llegado a ser sorprendentemente débil: sermones sobre el
cielo, el infierno y el purgatorio sólo difícilmente alcanzamos

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Recopilación de textos de J.Ratzinger

hoy a escucharlos. Preguntemos de nuevo: ¿Dónde está el


origen de esto?

Yo creo que tiene que ver de un modo esencial con nuestra


imagen de Dios y de su relación con el mundo, que se ha
infiltrado también a partir de una conciencia generalizada en
aquellos que quieren ser cristianos y hombres de fe sin
renunciar a ella. Apenas podemos ya imaginamos que Dios
haga realmente algo en el mundo y en los hombres, que él
mismo sea un sujeto que actúa en la historia. Eso nos parece
algo mítico y premoderno. Hoy se ha convertido en
completamente normal considerar los milagros del Nuevo
Testamento no como tales milagros, sino reinterpretarlos
como percepciones de sucesos condicionadas por el tiempo
en que surgieron; y también el nacimiento virginal de Jesús y
su resurrección real, que privó a su cuerpo de la
descomposición, son, en el mejor de los casos, privados de
importancia, vistos como proposición de cuestiones
marginales: parece molesto que Dios deba haber intervenido
en fenómenos biológicos o físicos. El mundo una vez hecho
está concluido, firme en sí mismo y en sus cadenas causales,
incluso aunque la imagen que de él tiene la física moderna
ya no posea la evidencia definitiva, que en anteriores siglos
se creía posible alcanzar.

Hoy pensamos que el acontecer del mundo se explica


exclusivamente por medio de factores internos a él. Nadie se
ocupa de él al margen de nosotros mismos, y por ello
tampoco esperamos nada de nadie, al margen de nosotros
mismos, que nos sabemos, ciertamente, de nuevo en
completa dependencia de las leyes de la naturaleza y de la
historia. Dios ya no es ?digámoslo ya? un sujeto que actúa en
la historia; es, en el mejor, de los casos una hipótesis al
margen.

El abandono de la esperanza en la eternidad es, pues,


simplemente la otra cara del abandono de la fe en el Dios
vivo. La fe en la vida eterna sólo es la aplicación a nuestra
propia existencia de la fe en Dios. Y, en consecuencia,
solamente podrá revitalizarse si encontramos una nueva
relación con Dios, si de nuevo aprendemos a comprender a
Dios como alguien que actúa en el mundo y en nosotros
mismos. «Espero la resurrección de los muertos y la vida del
mundo futuro», esta expresión no es una exigencia de fe,
yuxtapuesta a nuestra afirmación de fe en Dios y que nos
lleva más lejos que ésta; sino que se trata, simplemente, del
desarrollo de lo que significa creer en Dios, en el Padre, el
Hijo y el Espíritu Santo.

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Recopilación de textos de J.Ratzinger

La vida eterna no la descubrimos a través del análisis de


nuestra propia existencia, ni observándonos a nosotros
mismos, con nuestras esperanzas y con nuestras
necesidades; al hombre que está centrado en sí mismo
siempre se le escapa la vida eterna. Es en la entrega a Dios
donde se muestra por sí mismo, que él, en quien Dios se ha
fijado, y a quien ama, tiene parte en su eternidad. Orígenes
expresó una vez esta convicción de forma bellísima, cuando
dijo «que cada una de las esencias que participan de aquella
naturaleza eterna permanece continuamente en su ser...,
para que la eternidad de la bondad divina pueda
expresarse...» Y añade: «¿No parece impío suponer que un
espíritu que es susceptible de ser divinizado, pueda morir
según su sustancia?» [ Peri Archon IV, 4,9 Koetschau
V(K22), 362; PG 11, 413; ver también la edición bilingüe
[alemán-griego] de H. Görgemanns/ H. Karpp, (Darmstadt
1976), 81617. Sigo la traducción de H. U. VON
BALTHASAR, Geist und Feuer (Einsiedeln/ Freiburg 19913),
Texto 54, p. 67].

Esta interna interrelación entre la imagen de Dios y las


representaciones de la vida más allá de la muerte también se
confirma cuando echamos una mirada a la historia de las
religiones, por breve que sea. Tan lejos como seamos
capaces de observar en la historia humana, apenas se ha
dado alguna imagen de que con la muerte todo llegue a su
fin. Prácticamente encontramos en todas partes alguna idea
de juicio y de vida posterior; e incluso donde todavía no se
considera el poder del Dios único que transforma el mundo,
sin embargo también existe la imagen vaga y nebulosa de la
otra vida. Hay un ser en el no-ser, una existencia en un
mundo de sombras, que es interpretada estableciendo una
relación misteriosa con el mundo de los vivos.

Por una parte, los espíritus en el reino de las sombras


necesitan la ayuda de los todavía vivos para poder subsistir;
se les tiene que alimentar, preocuparse de ellos para
hacerles posible, cuanto menos, una inmortalidad limitada
en el tiempo. Pero, por otra parte, como espíritus han
llegado a poseer poderes, que son propios del mundo
sobrenatural, que trasciende todo. Pueden ser amenaza, y
también ayuda. Se teme el regreso de los espíritus y se
busca protegerse de ellos con todo tipo de ritos. Por otro
lado, son también, sin embargo, precisamente los espíritus
de los antepasados, que defienden su clan y que son
venerados para asegurarse su ayuda. El culto a los
antepasados es un fenómeno originario en la vida común de
las tribus; expresa la conciencia de una comunión humana
que no es interrumpida ni siquiera por la muerte.

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Recopilación de textos de J.Ratzinger

La doctrina de la reencarnación que se ha desarrollado sobre


todo en el mundo asiático, tiene que ser considerada como
un intento de explicar el enigma de la injusticia en este
mundo de una forma no-teísta: en una existencia plagada de
sufrimiento la primitiva injusticia es expiada, y de ese modo,
tras la aparente injusticia de un mundo en el que triunfan los
culpables y padecen los inocentes, se manifiesta la
implacable justicia que reconcilia todo y lo arregla todo. Pero
allí donde absolutamente toda la existencia de este mundo se
experimenta como infortunio, tales escapatorias del alma no
son suficientes: la meta de todas las purificaciones y
transformaciones es entonces el liberarse de las cadenas del
aislamiento, del completo y falso círculo del ser, el
sumergirse y regresar a la identidad del origen, que es
simultáneamente la nada y el todo. Y no es, ciertamente,
ningún azar el hecho de que hoy, con el debilitamiento de la
fe en el Dios vivo, regresen todas estas imágenes arcaicas
que ciertamente han perdido su inocencia y su grandeza
moral.

La reencarnación, que hoy nuevamente es afirmada por


muchos, ya no es plenitud de un poder absolutamente
misterioso de justicia, sino más bien una forma de aplicación
de la ley de conservación de la energía: la energía del alma
no puede sin más disolverse, sino que necesita otras
realidades corporales en las que encarnarse. En la continua
reaparición de tales modelos interpretativos y otros similares
se expresa la firma conciencia del hombre de que la muerte
no es la última palabra de nuestra existencia; esta conciencia
busca otros caminos, a menudo bastante extraños, donde el
poder del Dios que ama, y que nos impide caer, se pierde de
vista. Y por eso se describe paulatinamente lo que tiene que
suceder, para que podamos decir de nuevo con
convencimiento: espero la vida eterna.

Simplemente, hemos de dejarnos penetrar de nuevo por el


Dios vivo y por su amor; y entonces comprenderemos que
este amor, que es eterno y es poderoso, no nos deja caer.
Pero antes de que desarrollemos con más detalle esta idea y
así veamos cómo ella recoge también los fragmentos
individuales de las esperanzas humanas, tenemos que
fijarnos todavía en las dificultades del hombre moderno, ése
que somos nosotros mismos.

Hay, pues, aparte del motivo principal, que es la extinción de


la imagen de Dios, también otras causas de nuestras
dificultades con la esperanza en la resurrección. Lo primero
que nos impide tener una esperanza viva en la vida eterna,
es que ya no somos capaces de imaginar nada al respecto.

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Recopilación de textos de J.Ratzinger

En tiempos antiguos era más sencillo llegar a tener una serie


de referencias, imaginando el cielo como un lugar donde
encontrar la plenitud de la belleza, la alegría y la paz; pero la
imagen moderna del mundo ha eliminado sin
contemplaciones tales pilares de la imaginación. Pero de
aquello que uno no puede tener una imagen, tampoco puede
poseer esperanza, porque el pensamiento humano necesita
alguna forma de visibilidad. Se añade, finalmente, el que un
horizonte eterno para nuestra existencia no nos parece
deseable: ella ya es bastante lastimosa, y si todo fuera
bueno, entonces la idea de eternidad nos parece como una
condenación al aburrimiento; en pocas palabra, como
demasiado para soportarlo el hombre.

Pero frente a esto hemos de poner ahora la pregunta


contraria: ¿Es cierto que no esperamos nada más? Porque si
fuera así, entonces el «principio esperanza», que Ernst Bloch
sitúa como la esencia del marxismo, no habría podido
encontrar tantos seguidores; entonces no se habrían sumado
tantos hombres a la fe en las utopías políticas. Un hombre
que no espera nada, tampoco puede vivir. La existencia
humana está por su propia esencia impulsada a algo más
grande.

Pero, en realidad, ¿qué esperamos? La esperanza originaria


que anida en el hombre y que no le puede ser arrebatada,
puede expresarse de muchas formas. Una de sus
manifestaciones esenciales es que tenemos esperanza en la
justicia. No podemos, simplemente, conformamos con que
siempre tenga razón el fuerte y someta al débil; no podemos
contentamos con que el inocente tenga que padecer, con
frecuencia de un modo espantoso, y que al culpable parezca
caerle en suerte toda la dicha del mundo. El ansia de
justicia, que tan intensamente se ha manifestado a lo largo
de la historia en la lucha del hombre que piensa y que sufre,
tampoco puede sernos arrebatada. Tenemos ansia de
justicia, y por eso tenemos también ansia de verdad. Vemos
cómo la mentira se extiende, se introduce, y que apenas es
posible salirle al paso; pero esperamos que esto no
permanezca así, que la verdad alcance su derecho.
Pretendemos que la habladuría sin sentido, la crueldad y la
miseria desaparezcan; deseamos que las tinieblas de la
incomprensión que nos divide, que la incapacidad para el
amor se extinga y que sea posible el auténtico amor que
libera toda nuestra existencia de la cárcel de su soledad, la
abre a los demás, a lo infinito, sin destruirnos a nosotros.
Podríamos decir también: ansiamos alcanzar el verdadero
gozo. Todos nosotros.

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Recopilación de textos de J.Ratzinger

2. ¿Qué significa «vida eterna»?

Justamente todo esto es lo que queremos decir cuando


hablamos de «vida eterna», que no expresa tanto una larga
duración sino una cualidad de la existencia, en la que la
duración entendida como una infinita sucesión de momentos
desaparece. Quiere esto decir también, naturalmente, que si
el anhelo de eternidad se convierte en obstinación en contra
de la eternidad, manteniendo una terca finitud; que cuando
alguien de tal modo se identifica con la injusticia, con la
mentira y con el odio, que para él la llegada de la justicia, de
la verdad y del amor sería negación de su existencia;
entonces, puede sentirse amenazado por ella hasta lo más
hondo; entonces, donde se diera una existencia tal, tenemos
que denominarla perdición. Donde la mentira y la injusticia
han llegado a ser marcas de identidad de una vida, la vida
eterna, es, ciertamente, la negación de esta identidad
negativa. La salvación se convierte en condena, porque el
hombre se ha amarrado a la perdición y su vida íntegra se
derrumba en la negación.

Volvamos a esta consideración del último interrogante del


hombre, formulándolo en forma positiva: la vida eterna no es
una sucesión infinita de instantes, en los que se tendría que
intentar superar el aburrimiento y el miedo a lo infinito. Vida
eterna es aquélla nueva categoría de existencia, en la que
todo confluye simultáneamente en el ahora del amor, en la
nueva cualidad del ser, que está rescatada de la
fragmentación de la existencia en el sucederse de los
instantes. En esta vida temporal nuestra, por un lado, cada
momento es demasiado corto porque con él parece
escapársenos la vida misma antes de que podamos comenzar
a vivirla; pero igualmente, cada momento es para nosotros
demasiado largo, porque sus múltiples instantes, siempre
repetidamente iguales unos a otros, nos llegan a ser
penosos.

Es, pues, evidente, que la vida eterna no es simplemente «lo


que viene después» y de lo que nosotros ahora no podríamos
formamos ni la más remota idea; pues, como se trata de una
forma de existencia, puede ya estar presente en el seno de
nuestra vida material y de su fluyente temporalidad como lo
nuevo, lo otro, lo mayor, si bien siempre sólo de modo
fragmentario e incompleto. Pero los límites entre vida
temporal y eterna no son de ninguna manera exclusivamente

53
Recopilación de textos de J.Ratzinger

de naturaleza cronológica: nosotros, por lo general,


pensamos que los años previos a la muerte serían la vida
temporal y el tiempo infinito posterior sería lo eterno. Pero
como la eternidad no es simplemente tiempo sin fin, sino
otra forma de existencia, entonces una tal diferencia,
meramente cronológica, no es suficiente. La vida eterna
existe en medio de la temporalidad, allí donde nosotros
alcanzamos el «cara a cara» con Dios; a través de la
contemplación del Dios vivo se puede llegar a algo así como
el fundamento originario de nuestra alma. Como un amor
poderoso, ya no nos puede ser arrebatado a través de las
vicisitudes de la vida, sino que constituye un centro
indestructible, del que procede el impulso y la alegría para ir
avanzando hacia adelante, incluso cuando las condiciones
externas son dolorosas y difíciles. Tal como lo habíamos
imaginado, podemos dirigir nuestra atención muy
plásticamente al Salmo 73 (72), en el que de modo
fulminante y con una apropiada fuerza turbadora es
plasmada tal experiencia de sufrimiento y de lucha en un
creyente. El salmo es la oración de un hombre «que sufre en
su vida tormentos y enfermedad» [H.J. KRAUS, Psalmen I,
(Neukirchen 1960), 506; para lo que sigue ver la explicación
del salmo hecha por Graus en las pp. 503-511], un hombre
de fe que siempre se ha preocupado de vivir de acuerdo con
la Palabra de Dios, pero al que ahora toda su existencia se le
ha convertido en dolor y en pura contradicción.

La antigua Sabiduría del Antiguo Testamento había


enseñado que Dios premia a los buenos y castiga a los malos;
pero el mundo en el que vive el salmista habla con despecho
de tales imágenes: la experiencia que encuentra su
expresión aquí es la experiencia de Job, la experiencia del
Qohélet, la experiencia de todos los justos sufrientes del
Antiguo Testamento. La vida parece premiar a los cínicos,
los orgullosos, que dicen: Dios no se ocupa de los sucesos de
este mundo; no reacciona ante ellos. Estos hombres, que se
constituyen a sí mismos en dioses, hablan del mismo modo
del cielo, que está muy alejado por encima de ella. El pueblo
acepta ávidamente sus palabras jactanciosas y sus
explicaciones del mundo. Ellas no padecen ningún
sufrimiento; tienen buena salud, están orondos; no conocen
las preocupaciones de la vida. El justo sufriente está en
peligro de extraviarse; ¿acaso el mundo no le da la razón al
cínico? ¿Carece realmente de sentido seguir manteniendo la
confianza en Dios vivir según sus leyes? ¿Es en verdad cierto
que él no reacciona respecto a nosotros?

La solución conduce al orante al ámbito de lo sagrado, es


decir, a la entrega en la oración al Dios vivo, en la que el

54
Recopilación de textos de J.Ratzinger

supera el carácter privado de sus preguntas y de su lucha.


En su acceso a lo sagrado se orienta a la comunidad de fe, a
los signos de salvación, a la comunidad itinerante de la
historia divina, y, desde ahí, alcanza la visión del mismo
Dios. Y entonces cambian las perspectivas: la visión del
mundo procedente de una actitud envidiosa pierde toda
razón de ser, e igual sucede con las pretensiones de los
arrogantes. Resulta patente el carácter engañoso de tal
felicidad, la cual desaparece como un sueño al despertarse.

Es entonces cuando surgen de nuevo las verdaderas


perspectivas de la realidad: « Yo estoy siempre contigo, me
has agarrado de mi mano derecha; con tus consejos me
diriges y me llevas hacia un final glorioso. ¿A quién tengo yo
en el cielo sino a ti? Si estoy contigo, no me gusta ya la
tierra. Mi cuerpo y mi corazón ya languidecen; el sostén de
mi corazón, mi patrimonio, es Dios por siempre... Para mí lo
mejor es estar con Dios» (Sal 73, 23-26.28).

Por medio del contacto del alma con Dios el hombre aprende
a ver las cosas en forma adecuada. Aunque tuviera todas las
propiedades posibles en el cielo y en la tierra, ¿de qué le
servirían? La satisfacción del simple éxito, del mero poder,
del sólo tener, es siempre una satisfacción engañosa; una
simple mirada al mundo actual, a las tragedias de esas
personas triunfadoras y poderosas, cuyas almas y cuyos
bienes han sido comprados y están vacíos, nos muestra la
profunda verdad de esta afirmación. Pues los grandes
interrogantes, para combatir a los cuales en vano son
dirigidos todos los refinamientos de las pasiones y de sus
satisfacciones, no se dan entre los pobres y los débiles, sino
entre aquellos que aparentemente no conocen el infortunio
en la vida.

Todo quedaría vacío en el cielo y en la tierra si Dios no


existiera, y él se ha puesto para siempre de nuestra parte.
«Ésta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios
verdadero, y a tu enviado Jesucristo», dice el Señor en el
evangelio de Juan (17, 3). Es, justamente, la experiencia del
salmo 73. El salmista contempla a Dios y tiene la experiencia
de que ya no necesita nada más, porque en el contacto con
Dios le es dado todo aquello en lo que consiste realmente la
vida. «Sin ti nada me alegra, ni en el cielo ni en la tierra,
pues aunque mi cuerpo languidezca, mi gozo es estar en tu
presencia». Donde tiene lugar ese encuentro, hay vida
eterna.

La línea de separación entre vida temporal y eterna


atraviesa nuestra vida temporal. Juan distingue el bios, como

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Recopilación de textos de J.Ratzinger

la vida incesante de este mundo, de zoë, el contacto con la


vida auténtica, que irrumpe en nosotros cuando nos
encontramos con Dios dentro de nosotros mismos. En este
sentido dice Jesús en el evangelio de Juan: «Quien escucha
mi palabra y cree en el que me ha enviado, tiene vida
eterna ...y ya ha pasado de la muerte a la vida» (5, 24s.). En
el mismo sentido se pronuncian las palabras de la historia de
Lázaro: «Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí,
aunque muera, vivirá, y el que vive y cree en mí no morirá
para siempre» (Jn 11, 25). La misma experiencia se expresa
de múltiples formas en las cartas paulinas, así cuando Pablo,
prisionero y encadenado, escribe a los filipenses: «Para mí la
vida es Cristo, y la muerte una ganancia». Él prefería morir y
estar con Cristo, pero reconoce que es más necesario para
su comunidad que permanezca (1, 21-24). «Si vivimos,
vivimos para el Señor; y si morimos, morimos para el Señor.
Así que, vivamos o muramos, somos del Señor» (Rm 14, 8s.).

3. «Todo lo mío es tuyo»

El carácter comunitario y la actualidad de la vida


eterna.- Vemos, por tanto, que la vida eterna es aquella
forma de vida, en el centro de nuestra existencia terrena
actual, que no es afectada por la muerte, porque se extiende
más allá de ella. En medio del tiempo vive lo eterno, y éste
es, por tanto la primera invocación del artículo del Credo del
que hemos partido. Si vivimos de esa manera, la esperanza
de la comunión eterna con Dios llegará a ser una gozosa
espera que caracterice nuestra existencia, porque entonces
también crece en nosotros una representación de su
realidad, y su belleza nos transforma interiormente.

Se hace, pues, evidente, que en este cara a cara con Dios no


hay nada egoísta, ningún retorno a lo mero privado, sino
precisamente aquella liberación del «yo», que da plenitud de
sentido a la eternidad. Una sucesión infinita de momentos
puntuales sería insoportable; la concentración de nuestra
existencia en el único instante del amor de Dios no
solamente transforma la finitud en eternidad (en el hoy de
Dios), sino que, simultáneamente, significa la comunión con
todos aquellos que son acogidos por ese mismo amor. En el
Reino de amor del Hijo no existe, según un texto de san Juan
Crisóstomo, «la fría palabra mío y tuyo» [BALTHASAR, o.c.,
(nota 1) II].

Como el amor de Dios nos es común a todos, todos nos


pertenecemos unos a otros. Donde Dios es todo en todos,
también nosotros estamos todos en todos y todos en uno,
somos un único cuerpo, el cuerpo de Cristo, en el que la

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Recopilación de textos de J.Ratzinger

alegría de uno de los miembros es la de todos los miembros


restantes, del mismo modo que el sufrimiento de un miembro
es sufrimiento de todos los miembros. Y esto significa dos
cosas:

a) Presente y eternidad no se encuentran uno junto al


otro y en mutua oposición, como el presente y el
futuro, sino que se interpenetran. Ésta es la verdadera
diferencia entre utopía y escatología. Durante mucho tiempo
se nos ha ofrecido un horizonte de utopía, es decir de espera
de un mundo futuro mejor, en lugar de escatología, en lugar
de vida eterna. La vida eterna sería irreal, solamente nos
arrancaría del tiempo; sin embargo, la utopía sería una meta
real, a la que nos podríamos dedicar con todas nuestras
fuerzas.

Pero esta idea es una conclusión errónea, que nos conduce a


la destrucción de nuestra esperanza. Pues este mundo
futuro, para cuya construcción se utilizaría el presente,
nunca nos afecta a nosotros mismos; únicamente existe para
una futura generación todavía desconocida, que nunca llega.
Algo así como el agua y los frutos ofrecidos a Tántalo: el
agua le llegaba al cuello y los frutos estaban siempre delante
de su boca; pero si llevado por la sed que le atormentaba
quería beber, el agua se retiraba y le resultaba inaccesible; y
si quería probar los frutos, martirizado por el hambre,
sucedía lo mismo. Esta antigua representación de la
condenación del orgullo como el pecado propiamente
humano, refleja bien aquella hybris: la sustitución de la
escatología por una utopía auto construida, es decir,
pretender llevar a plenitud la esperanza humana por sus
propias fuerzas y sin la fe en Dios.

La utopía siempre parece estar al alcance de la mano, pero


no llega nunca, porque el hombre sigue siendo siempre libre
y por ello nunca puede detenerse en un estado definitivo. La
lucha que mantiene al mal dentro de sus límites tiene que
ser mantenida de nuevo por cada generación y ninguna
puede privarse de ella por medio de una institución creada
por generaciones anteriores. La afirmación de una lógica
interna en la historia, que al final, inevitablemente hiciera
surgir la sociedad perfecta (por tanto para todos los
hombres), es un mito primitivo, que quiere sustituir la idea
de Dios por la de un poder anónimo, cuya creencia de ningún
modo puede estimarse como algo ilustrado, sino como
palmariamente ilógico.

En el mundo moderno, la fe en la utopía puede sustituir tan


extensamente a la esperanza en la vida eterna porque

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Recopilación de textos de J.Ratzinger

cumple las dos condiciones fundamentales de lo moderno: se


trata de algo hecho por nosotros mismos, por lo que no
requiere de ningún Dios trascendente (aunque, ciertamente,
sí de una historicidad divina inmanente). Como se trata de
algo realizable, este mundo futuro también es imaginable:
siempre tan cercano como los frutos de Tántalo y a la vez
siempre tan lejano como ellos. Deberíamos despedirnos
definitivamente, como de un mito, de la pretensión de
construir en el futuro una sociedad ideal, y, en lugar de ello,
trabajar con todo nuestro empeño en fortalecer las energías
que se oponen al mal en el presente, y que, de ese modo,
también pueden ofrecer una primera garantía para el futuro
más próximo.

b) Pero esto sucede precisamente, cuando la vida eterna


llega a tomar impulso en el seno del tiempo. Pues eso
significa, que se haga realidad la voluntad de Dios «en la
tierra como en el cielo». La tierra llega a ser el cielo, el
Reino de Dios, cuando la voluntad de Dios se hace realidad
en ella como sucede en el cielo. Por eso lo pedimos, porque
sabemos que no está en nuestro propio poder hacer
descender el cielo. Pues el Reino de dios es su Reino y no el
nuestro, no nuestro dominio; y por eso es fiable y definitivo.
Pero, en todo caso, siempre está muy cerca del lugar donde
se acepta la voluntad de Dios; pues allí surge la verdad, la
justicia y el amor.

El Reino de Dios está mucho más cerca que los frutos de


Tántalo de la utopía, porque no es ningún futuro cronológico,
ningún «más tarde» en el tiempo, sino que describe lo
completamente distinto a todo tiempo, que precisamente por
ello se puede introducir en el tiempo asumirlo por completo
en sí mismo y hacerlo puro presente. La vida eterna, que
comienza aquí y ahora en la comunión con Dios, rasga este
aquí y ahora y lo abre al terreno de lo que nos es propio, y ya
no será dividido por el fluir del tiempo. En ella tampoco
puede ya darse la impenetrabilidad entre el yo y el tú, que
está estrechamente ligada al tiempo. De hecho, quien
incluye su voluntad en la voluntad de Dios, lo hace presente
allí donde tiene su lugar cualquier voluntad buena; nuestra
voluntad se funde además con la voluntad de todos los
demás.

Y allí donde sucede esto se hacen verdad estas palabras:


«Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí». El
misterio de Cristo, que según las bellas palabras de
Orígenes, es el Reino de Dios en persona, es el centro
determinante para la comprensión de la vida eterna.

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Recopilación de textos de J.Ratzinger

Antes de seguir más lejos con esta idea, quisiera todavía


añadir una referencia final al realismo de la esperanza
cristiana en lo absolutamente otro, en el Reino eterno de
Dios. La fuerza con que la fe en la vida eterna opera en el
presente, quizás no pueda observarse en ningún autor de un
modo tan impresionante como en Agustín, que tuvo que
experimentar el hundimiento del imperio romano y de todas
sus normas civilizadoras, y por tanto, una historia llena de
angustia y de sobresaltos. Pero él supo y vio, que una nueva
ciudad iba creciendo, la ciudad de Dios. Cuando él habla de
eso, se nota cómo le quema en su interior: «Si la muerte ha
sido absorbida por la victoria, entonces ya no existen estas
cosas; y habrá paz, completa y eterna paz. Estaremos en una
especie de ciudad. Hermanos, cuando yo hablo de esta
ciudad, y también cuando las contrariedades aquí son
grandes, puedo entonces pedirme a mí mismo ya no
habitarla más... [Enarrationes in psalmos 84. 10 CCL XXXIX
1170; cfr. P. BROWN Auustinus v. Hippo v. J. Bemard
(Leipzig 1972),261-273]. La ciudad futura lo lleva porque en
cierto modo es también ya una ciudad actual, allí donde el
Señor nos reúne en su carne y hunde nuestra voluntad en la
voluntad divina.

La vida compartida con Dios, la vida eterna en nuestra vida


temporal, es posible, porque la convivencia de Dios con
nosotros se ha dado: Cristo es Dios compartiendo su ser con
nosotros. En él Dios ha experimentado la temporalidad por
causa nuestra, el suyo es para nosotros tiempo de Dios, y así
también es la apertura del tiempo a la eternidad. Dios ya no
es el Dios lejano e indeterminado al que ningún puente
puede dar acceso, sino que es el Dios cercano: el cuerpo de
su Hijo es el puente para nuestras almas. Por medio de él, la
relación con Dios de cada uno de nosotros se funde en una
única relación con Dios, de forma que dirigir nuestra mirada
hacia Dios ya no supone retirar nuestra vista de los demás
hombres y del mundo, sino fusión de nuestra mirada y de
nuestro ser con la única mirada y el único ser del Hijo. Como
él ha descendido a las profundidades de la tierra (cfr. Ef 4,
9s.), Dios ha dejado de ser un Dios de las alturas, y ahora
nos rodea desde arriba, desde abajo y desde dentro: él es
todo en todos, y por eso formamos parte todos de todos:
«Todo lo mío es tuyo». El que Dios «sea todo en todos» ha
comenzado con el vaciamiento de Cristo en la cruz; y será
completo cuando el Hijo entregue definitivamente al Padre el
Reino, es decir la humanidad reunida y la creación asumida
por ella (cfr. 1 Co 15, 28).

Por eso ya no puede darse más la simple privacidad del yo


aislado, sino que «todo lo mío es tuyo». Esas palabras

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Recopilación de textos de J.Ratzinger

conmovedoras del padre al hijo perdido (Lc 15, 31), con las
que más tarde describió en la oración sacerdotal su propia
relación al Padre (cfr. Jn 17, 10), es válida para todos
nosotros y mutuamente en la persona de Cristo. Todo el
sufrimiento asumido y todavía oculto, toda resistencia firme
al mal, la superación interna, cualquier iniciativa del amor,
toda renuncia para la dedicación seria a Dios, todo esto será
realmente incluido en el todo: nada bueno se perderá. El
poder del mal, que invade por completo la estructura de
nuestra sociedad como los tentáculos de un pulpo, y
amenaza con ahogarla en un abrazo mortal, se enfrenta
ahora a esta serena revolución de la auténtica vida como
fuerza liberadora, en la que el Reino de Dios, aunque todavía
no ha asumido todo, tal como dice el Señor, ya está en medio
de nosotros (cfr. Lc 17, 21). Es por medio de esta revolución
como se hace presente el Reino de Dios, porque la voluntad
de Dios se realiza en la tierra como en el cielo.

4. Interrogantes específicos de la escatología cristiana

Después de todo lo dicho, hemos de esbozar ahora en


grandes líneas, lo que expresa la fe cristiana con las
palabras cielo e infierno [Para la fundamentación y los
detalles concretos remito a mi Escatología (Regensburg
19906)]. También la importancia del «purgatorio» se puede
comprender fácilmente desde ahí. El lugar del purgatorio es,
en último término, el mismo Cristo. Si nos encontramos con
él sinceramente, llegará a suceder por sí mismo de tal
manera que toda la miseria y la culpa de nuestra vida, que
en la mayoría de los casos habíamos mantenido
cuidadosamente oculta, aparece punzante ante nuestra
propia alma en ese instante definitivo de presencia de la
verdad.

La presencia del Señor transforma todo lo que en nosotros


es complacencia en la injusticia, en el odio y la mentira, y
actúa como una llama ardiente. Ella se convertirá en dolor
purificador, que consume en nosotros todo lo que es
irreconciliable con la eternidad, con la vitalidad
transformadora del amor de Cristo. Y también nos es así
comprensible el significado del juicio. Podríamos decir otra
vez: el juicio es el mismo Jesucristo, que es la verdad y el
amor en persona. Él ha entrado en este mundo como la
íntima referencia para toda vida individual. Que el juicio lo
constituye el encarnado, crucificado y resucitado, incluye
dos aspectos mutuamente dependientes: significa, en primer
lugar, lo que nosotros ya hemos considerado: todo lo vil,
desviado y pecaminoso de nuestra existencia es puesto al

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Recopilación de textos de J.Ratzinger

descubierto por este centro de referencia; y a través del


dolor de la purificación hemos de liberarnos de ellos.

Pero hay también una segunda parte. Romano Guardini, que


en su predisposición a la melancolía con frecuencia
experimentó dolorosamente lo temible y lo triste de este
mundo como una carga que le había sido impuesta a él de
forma completamente personal, dijo a menudo que él sabía
que Dios le preguntaría por su vida el día del juicio. Pero él
esperaba el juicio, para, también a su vez, hacer preguntas a
Dios: la pregunta por el por qué de la creación y por todo lo
incomprensible que, como consecuencia de la libertad para
el mal, ha surgido en ella. El juicio significa que se hace a
Dios esta pregunta. Han Urs von Balthasar lo expresa así:
Los defensores de Dios no convencen, Dios tiene que
defenderse a sí mismo. «Él hizo esto una vez, cuando el
resucitado mostró sus llagas... Dios mismo tiene que
plantear su teodicea. Tiene que haberla formulado ya,
cuando ha dotado a los hombres de libertad (y con ello de
tentaciones) no para él, para proclamar su ley» [O.c., (nota
1), 9].

El día del juicio el Señor, en vista de nuestras preguntas,


mostrará sus llagas y nosotros comprenderemos. Pero,
entretanto, él espera simplemente que nosotros vayamos
hacia él y confiemos en el lenguaje de esas heridas suyas,
incluso si no somos capaces de comprender la lógica de este
mundo.

Nos queda todavía una última pregunta: ¿Qué ocurre


propiamente con el alma? Y: ¿debemos esperar una
resurrección realmente corporal de los muertos y un nuevo
mundo? La palabra alma ha sido relegada durante los
últimos 25 años a la lista de palabras prohibidas; se intenta
evitarla siempre que es posible.

Se nos ha intentado convencer de que se trata de una


invención gentil (griega), que no puede tener un lugar en el
cristianismo, porque con ella se supone una división del ser
humano, que no es conciliable con la unidad del creador y de
su creación. Ambos supuestos son igualmente falsos. La
palabra alma existe en todas las culturas, con una tendencia
general semejante en todas, pero con un desarrollo distinto
en cada una. Tal como es empleada en la tradición cristiana,
es fruto de la fe, que de esta forma no es posible que quede
ajena al mensaje de Jesucristo y nunca sucede así. Expresa la
peculiaridad del ser humano querida por el Creador: el
hombre es aquel ser de la creación en el que coinciden
espíritu y materia y se reúnen en un conjunto único.

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Recopilación de textos de J.Ratzinger

Si dejamos de lado la palabra alma, caemos inevitablemente


en un materialismo craso, que no acrecienta el valor del
cuerpo, sino que le arrebata su dignidad. Cuando dicen
muchos que un alma sin cuerpo entre la muerte y la
resurrección sería algo absurdo, hay que decir que ellos no
han atendido correctamente a la Sagrada Escritura. Porque
después de la Ascensión de Cristo ya no existe el problema
del alma sin cuerpo: el cuerpo de Cristo es el nuevo cielo,
desde ahora abierto para siempre. Si nosotros mismos nos
transformamos en miembros del cuerpo de Cristo, entonces
nuestras almas están sujetas a ese cuerpo, que se convierte
en cuerpo de ellas, y así están a la espera de la resurrección
definitiva, en la que Dios será todo en todos. Esta
resurrección al final de la historia es, sin embargo, algo
realmente nuevo. No podemos imaginárnosla, porque no
conocemos ni las posibilidades de la materia ni las del
Creador. Pero desde la resurrección de Cristo sabemos que
no sólo se salvan las individualidades, sino que Dios quiere
salvar toda su creación y puede hacerlo. La creación, que fue
sometida por Adán y progresivamente por él trabajada, está
en espera de las criaturas de Dios. Donde están ellas, la
creación también se renueva. Quiero acabar con unas
palabras de un sermón de san Agustín, en el que me parece
extraordinariamente claro la dinámica interna de lo que
significa esperar la vida eterna en medio de la vida actual:
«Una joven dice tal vez a su prometido: "No te pongas ese
abrigo". Y él no se lo pone. Le dice durante el invierno:
"Preferiría que fueras con una túnica corta", y entonces él
prefiere helarse antes que ofenderla. Sin embargo, ¿es
seguro que ella no tiene ningún poder para obligarlo?... No,
porque, ciertamente, él únicamente teme una cosa que ella
le diga: "De lo contrario no quiero verte nunca más"» [Sermo
161, 10. Ver BROWN, o.c., (nota 5), 215]. Esperar la vida
eterna significa esto: no querer perder ya más la mirada de
Dios, porque él es nuestra vida.

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