Que-me-impide-perdonar
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Que-me-impide-perdonar
Es necesario reafirmar las enseñanzas claras de las Escrituras respecto a la capacidad de Dios para perdonar al
pecador. Recordemos lo dicho por el profeta Nehemías: “Pero tú eres Dios perdonador, clemente y piadoso,
tardo para la ira y grande en misericordia” (Neh. 9:17). Pero cuando llegamos al Nuevo Testamento encontramos
que hay un pecado que Dios no está dispuesto a perdonar. Él mismo consta en la siguiente declaración:
“Por tanto os digo: Todo pecado y blasfemia será perdonado a los hombres; mas la blasfemia contra el Espíritu no
les será perdonada. 32A cualquiera que dijere alguna palabra contra el Hijo del Hombre, le será perdonado; pero
al que hable contra el Espíritu Santo, no le será perdonado, ni en este siglo ni en el venidero” Mateo 12:31-32 –
comparar con Marcos 3:28-29 y Lucas 12:10
La conclusión es obvia. Si hay algún pecado que Dios no perdona entonces yo también puedo asumir la misma
actitud en caso de ciertas faltas graves. Pero no debemos llegar a conclusiones apresuradas. Debemos examinar
estos pasajes con sumo cuidado recordando algunos consejos que el Dr, Martyn Lloyd-Jones brindó para chequear
nuestra interpretación de las Escrituras:
a) “... si nuestra interpretación hace que la enseñanza parezca ridícula o conduzca a una situación ridícula, es sin
duda falsa. Y hay quienes son reos de esto”.
b) “Si nuestra interpretación hace que la enseñanza resulte imposible también es errónea. Nada de los que nuestro
Señor enseñó es imposible” [1].
Debemos admitir que estos versículos ofrecen dificultades concretas. J.C. Ryle señala que es mucho más sencillo
decir lo que no es que explicar lo que es. Concretamente digamos que la blasfemia consiste en atribuir a Satanás la
obra del Espíritu Santo. ¿Cuándo y cómo se puede cometer este grave delito? Al consultar a diversos autores
podemos notar las siguientes posturas:
a) C. Ryrie señala que el pasaje se encuentra en un contexto de circunstancias que no pueden repetirse en el día
de hoy. Es decir, la blasfemia contra el Espíritu Santo, consistió en señalar que el Señor manifestaba el poder
del demonio. Podían negar que él fuese el Mesías pero no reconocer el poder del Espíritu Santo era mucho más
grave dado el notorio milagro del cual sus interlocutores eran testigos. Ryrie concluye diciendo: “Para cometer
este pecado particular se requería la presencia personal y visible de Jesús en la tierra; por lo tanto, cometerlo
hoy sería imposible”[2]. No obstante, asegura el autor, tal pecado era imperdonable en tanto que las personas
no se arrepientan dado que el Señor mismo les exhortó a “ponerse de su lado” (Mt. 12:30).
b) Otros autores, sin negar las particularidades históricas del relato, afirman que en realidad el pecado
imperdonable es la incredulidad. S. Prod´hom señala que en tanto el Señor estuviera en la tierra, a cualquiera
que hablare en su contra le sería perdonado. De hecho él perdonó a quienes le crucificaron. Más tarde, sería el
Espíritu Santo quien a través de la predicación, daría testimonio a favor de Jesús crucificado. Cuando los
discípulos anunciaban su nombre en las sinagogas y ante las autoridades era el Espíritu Santo quien hablaba por
ellos según el Señor lo había prometido. De modo que la oposición que encontrarían no sería contra ellos ni sus
argumentos sino contra el mismo Espíritu Santo. Juan Calvino definió entonces esta blasfemia diciendo: “pecan
contra el Espíritu Santo los que de tal manera son tocados por el Espíritu Santo que no pueden pretender
ignorancia, y sin embargo, se resisten con deliberada malicia, solamente por resistirse”[3]. Mervin Breneman,
explicando este tema dice: “La blasfemia contra el Espíritu Santo es el pecado imperdonable (Mt. 12:31,32; Lc.
12:10). Para cometerlo, uno debe rechazar conscientemente y persistentemente el testimonio del Espíritu en
cuanto a la divinidad y el poder salvífico del Señor Jesús. Ya que sólo el Espíritu Santo puede convencer y
convertir al hombre, el rechazo continuo y definitivo de su acción lo aparta completamente de toda posibilidad
de salvación”[4].
De ser así este no sería el único texto en el cual se habla del tema. En Hebreos 10:26-27 leemos: “si pecáremos
voluntariamente después de haber recibido el conocimiento de la verdad, ya no queda más sacrificio por los
pecados, 27sino una horrenda expectación de juicio, y de hervor de fuego que ha de devorar a los adversarios”.
En tanto la persona permanezca en la incredulidad, tal pecado no se le perdona ya que el Señor dijo: “El que en
él cree, no es condenado; pero el que no cree, ya ha sido condenado, porque no ha creído en el nombre del
unigénito Hijo de Dios” (Jn.3:18). Si la persona se arrepiente, el condenado es absuelto y justificado. Ningún
pecado es imperdonable en tanto la persona esté viva y tenga la oportunidad de arrepentirse. Tal como apunta
Ryrie, el apóstol Pablo fue un hombre blasfemo que fue perdonado según se desprende de su propia
declaración: “habiendo yo sido antes blasfemo, perseguidor e injuriador; mas fui recibido a misericordia
porque lo hice por ignorancia, en incredulidad” (1 Ti. 1:13). Un autor explica esto diciendo: “Cuánto más
brillante sea la luz, tanto mayor será la culpabilidad de los que la rechazan. El hombre que rehúsa arrepentirse y
creer será tanto más culpable cuanto más profundo sea el conocimiento que posee del evangelio”[5].
Es posible señalar que una postura complementa a la otra. Es cierto que las circunstancias históricas en que el Señor
pronunció la sentencia en cuestión fueron únicas e irrepetibles. Resulta verosímil señalar que hoy sería imposible
cometer tal falta. Asimismo también es cierto que la incredulidad es el pecado imperdonable ya que si un incrédulo
muere en tal estado será condenado por ello.
La postura católico romana al respecto es bien conocida y afirma que ningún suicida se ha de salvar. No obstante, al
considerar este tema, debemos tener en claro que el hecho de que un inconverso se suicide es algo lamentable y
cotidiano pero su condenación no se debe a la forma en que perdió la vida sino a su condición de pecador. Ahora
cuando un creyente padece una profunda angustia o trastorno mental y como consecuencia de ello se quita la vida
¿perdió su salvación por ello? La respuesta es no. Nuestra salvación no depende de lo que podamos hacer sea
positivo o negativo sino se sustenta en la gracia inmensa de nuestro Dios. A fin de que quede claro, permítame
explicarlo. Supongamos que un creyente peca y muere en forma inmediata. ¿Habrá perdido la salvación? No, dirá
ud. Muy bien, eso es lo que acontece con un suicida.
El apóstol Pedro dijo: “Pedro les dijo: Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo
para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo” (Hch.2:38). Basados en este texto y en el
ministerio de Juan el bautista, ciertos predicadores modernos están enseñando que el bautismo es una condición
indispensable para recibir el perdón de los pecados y el bautismo del Espíritu Santo. Consecuentemente, quien haya
sido bautizado sin tener esto en claro entonces no ha recibido el perdón de sus pecados. Al tratar este tema
debemos hacer algunas observaciones:
a) No se trata de un planteo nuevo. B. H. Carroll, en su comentario acerca del libro de los Hechos, señala que la
teoría de la regeneración bautismal ha dividido al mundo cristiano desde el segundo siglo. Esta ha sido la
postura adoptada por la iglesia católico romana cuyo catecismo afirma: “El Bautismo es el primero y principal
sacramento del perdón de los pecados porque nos une a Cristo muerto por nuestros pecados y resucitado para
nuestra justificación (cf. Ro. 4, 25), a fin de que "vivamos también una vida nueva" (Ro. 6, 4)”[6]. Asimismo
esta es también la postura de ciertas ramas del pentecostalismo actual. Entonces encontramos en relación al
tema dos posturas a mencionar:
• Aquella que afirma que el plan de salvación ha sido y siempre lo será por la sola gracia. El requisito único
es entonces el arrepentimiento. La salvación se basa enteramente en la obra de Cristo en la cruz y antecede a
cualquier ordenanza externa. Como afirma Carroll, “la sangre antes del lavatorio”.
• Aquella que afirma que la salvación se obtiene mediante la gracia de Dios y las ordenanzas. Explicando este
punto de vista un autor declara: “Fuera de la Iglesia y sus ordenanzas no se supone encontrar salvación; la
gracia se comunica por y a través de la ministración de la iglesia, de otra manera no”[7].
b) Ambos puntos de vista son excluyentes entre sí. Una norma lógica indica que A no puede ser B al mismo
tiempo. Recordemos que “si una proposición es verdadera, su negación será falsa”.
Debemos tener presente la gran cantidad de textos que rotundamente nos dan a entender que la salvación depende
única y exclusivamente de la gracia de Dios. Mencionaré tan sólo algunos: “Porque por gracia sois salvos por
medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe” (Ef. 2:8-9) o
Juan 3:16. Es menester recordar lo que el apóstol Pablo declaró: “Pues no me envió Cristo a bautizar, sino a
predicar el evangelio; no con sabiduría de palabras, para que no se haga vana la cruz de Cristo” (1 Co. 1:17). Si
el bautismo fuera tan importante Pablo debería haber predicado y bautizado a los conversos. De ser necesario el
ritual para la salvación el apóstol sería un hereje ya que proclamaría un mensaje incompleto y por ende falso. Un
autor aclara muy bien el punto al decir: “Por lo tanto es necesario entender que el bautismo en agua subsiguiente a
la fe debe de entenderse no como una obra hacia la salvación sino como una obra (la primera) “fruto” de la fe. Es
decir, todo aquel que ha sido salvo por medio de la fe, da el paso al bautismo “exteriorizando” de esta forma lo que
ha confesado creer”.
El ladrón arrepentido nos brinda un excelente ejemplo. Él estaba junto al Señor crucificado, y en tal penosa
situación tuvo la luz suficiente para reconocer su maldad y reconocer la inocencia del Señor. Ante semejante fe
Jesucristo le dijo: “De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc. 23:43). Aquel hombre no tuvo
tiempo de bautizarse, de asistir a la iglesia ni de hacer alguna buena obra. Su salvación fue tan sólo por el hecho de
haber creído. No obstante, quienes bregan por la regeneración bautismal, señalan que aquel ladrón vivía bajo los
preceptos del Antiguo Testamento. A esto respondemos diciendo que tanto en el Antiguo como en el Nuevo
Testamento la salvación dependió únicamente de la fe. Esto lo aclara muy bien el apóstol Pablo cuando dijo: “Así
Abraham creyó a Dios, y le fue contado por justicia” (Gá. 3:6 comp. con Gn. 15:6). Esta explicación es muy
oportuna para el tema que nos ocupa dado que en las iglesias de Galacia se estaba imponiendo un concepto en el
cual se vinculaban la salvación y las obras meritorias. El apóstol enfáticamente quería desmentir tal enseñanza.
Otro texto clave lo hallamos en Marcos 16:16 donde se nos dice: “El que creyere y fuere bautizado, será salvo”. Si
el versículo culminara allí entonces deberíamos decir que el bautismo es condición indispensable para recibir la
salvación pero seguidamente dice: “mas el que no creyere, será condenado”. No dice el que no creyó y no fue
bautizado será condenado. La condenación es el resultado de no haber creído.
Dios perdona aun cuando el individuo no haya sido bautizado. No pretendo con esto quitarle importancia a este
acto. Por el contrario, el creyente fiel deseará obedecer al Señor en este mandato.
Dios está dispuesto a perdonar al pecador. El apóstol Pedro, exhortando a sus oyentes, dijo: “Así que, arrepentíos y
convertíos, para que sean borrados vuestros pecados; para que vengan de la presencia del Señor tiempos de
refrigerio” (Hch. 3:19). Entonces si nos hemos arrepentido de nuestras rebeliones, basados en las Escrituras, no
tenemos que temer dado que en Cristo hemos sido perdonados. Ahora bien, es necesario destacar que cuando dice
“sean borrados vuestros pecados” se refiere tanto a los que cometimos antes de nuestra conversión como los que
cometemos después de tal evento. No hay pecado tan grosero que Dios no pueda perdonar. Esto desde ya nos
tranquiliza y mucho. Cuando nuestra conciencia nos acusa de alguna falta tenemos por recurso la confesión y el
perdón. Así lo afirma el apóstol Juan quien señaló: “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para
perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad”. Tal actitud generosa nos obliga a perdonar a nuestro
prójimo con la misma vocación y amplitud. Si considero por tanto la grandeza del perdón de Dios a mi favor
entonces actuaré de la misma manera.
Si Dios puede perdonar mis pecados, ¿qué me impide disfrutar dicho perdón? ¿Será porque en realidad no me habrá
perdonado? Un indicador que Dios ha puesto para señalar nuestro pecado son los sentimientos de culpa. Cuando le
fueron perdonados sus pecados, Isaías dijo: “Y voló hacia mí uno de los serafines, teniendo en su mano un carbón
encendido, tomado del altar con unas tenazas; y tocando con él sobre mi boca, dijo: He aquí que esto tocó tus
labios, y es quitada tu culpa, y limpio tu pecado” (Is. 6:6-7). El autor de la epístola a los Hebreos considera la
culpa, su relación con el pecado, y la ineficacia de los sacrificios de la ley para apaciguar estos genuinos
sentimientos cuando dijo: “De otra manera cesarían de ofrecerse, pues los que tributan este culto, limpios una vez,
no tendrían ya más conciencia de pecado” (He.10:2). Los sacrificios eran insuficientes para limpiar el pecado y
quitar los sentimientos de culpa. Juan, cuando presentó al Señor Jesucristo dijo: “He aquí el Cordero de Dios, que
quita el pecado del mundo” (Jn.1:26). Si Cristo nos quita el pecado entonces ya no deberíamos sentir culpa por los
delitos cometidos.
Hace algún tiempo tuve la oportunidad de hablar con una mujer mayor, que cuando era joven, y antes de conocer al
Señor, se había practicado un aborto. Pasaron los años, conoció al Salvador, se integró a una congregación pero aún
tenía que batallar con sentimientos de culpa relacionados con el pecado referido. A pesar de la gravedad del hecho,
la Biblia es clara en que Dios nos limpia de todo pecado. Su sentido de culpa era falso porque su pecado le había
sido perdonado. Dios se lo perdonó pero ella no se lo podía perdonar. Satanás sacaba provecho de esta situación
generando amargura en su corazón. Recordemos siempre aquel texto que nos dice: “la sangre de Jesucristo su Hijo
nos limpia de todo pecado” (1 Jn. 1:7).
CONCLUSIÓN:
Como decía al comienzo, perdonar no siempre es sencillo. Nuestro corazón es muy engañoso y falto de
misericordia pero a su vez la palabra de Dios nos enseña claramente que el perdón es el mejor camino. El Señor nos
ha brindado un ejemplo magnífico. No hay mal que pueda cometer el hombre que Dios no esté dispuesto a
perdonar. El Señor, por intermedio del profeta Isaías, extendió una invitación al pueblo de Israel: “Venid luego, dice
Jehová, y estemos a cuenta: si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; si
fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana” (Is. 1:18). Cuando nos resulte difícil perdonar
entonces podemos recurrir al Señor y pedirle que él nos dé la capacidad de hacerlo. Su ejemplo nos ayudará a obrar
en consecuencia.
Un esclavo comprendió muy bien lo que el perdón significaba. Se trataba de un hombre muy responsable lo cual le
valió el reconocimiento de su amo. Este último deseaba comprar veinte esclavos más y le solicitó que le
acompañase. Estando en el mercado de esclavos, aquel hombre vio en el grupo a un anciano decrépito y dijo a su
amo que debía adquirirlo. El traficante, al observar el interés por aquel viejo dijo que si le compraban veinte
hombres se los regalaría. Entonces el trato fue cerrado. Muy pronto el amo notó que su fiel esclavo le dispensaba un
trato muy especial a aquel anciano africano. Entonces le dijo: “¿Quién es este hombre? ¿Se trata de tu padre o algún
pariente?” y su siervo le respondió: “No es mi padre ni mi pariente”. El amo le preguntó insistentemente: “Si no es
tu pariente ¿Por qué lo cuidas tanto?”. Aquel esclavo le respondió: “Se trata de mi enemigo. El me capturó y me
vendió al mercado de esclavos pero más tarde, leyendo mi Biblia, descubrí que debía perdonar a mis enemigos, y
que cuando tuvieren hambre les dé de comer, y cuando tuvieren sed les dé de beber”. Aquel esclavo había
entendido muy bien lo que significa perdonar. ¿Nosotros lo hemos aprendido también?
BIBLIOGRAFÍA
El sermón del Monte, por Dr.Martyn Lloyd-Jones,, Editorial el Estandarte de la Verdad, 1977.
Los evangelios explicados, J.C. Ryle, Sociedad americana de Tratados, Tomo I, San Mateo.
www.vatican.va
[1] Dr.Martyn Lloyd-Jones, El sermón del Monte, Tomo I, Edinburgh, Editorial el Estandarte de la Verdad, 1977,
pág. 15.
[2] Charles Ryrie, Teología básica, Editorial Unilit, Miami, 1993, pág. 403.
[3] Juan Calvino, Institución de la religión cristiana, Editorial Felire, 1986, Tomo I, Libro III, capitulo III, párrafo
22, pág. 468.
[4] Mervin Breneman, Biblia con notas, Editorial Carible, Miami, 1980, pág. 1048.
[5] J.C. Ryle, Los evangelios explicados, Sociedad americana de Tratados, Tomo I, San Mateo, pág.98-99.
[6] www.vatican.va
[7] Benjamin B. Warfield, El plan de salvación, Editorial Confraternidad Calvinista Americana, México, 1966, pag.
12.