(2015 RevCom) Campo comunicacional

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Año 1, #1, agosto de 2015 | Dossier temático | Pág.

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Campo disciplinario de la comunicación:


tensiones en su definición y enseñanza
Luis Ricardo Sandoval

UNIVERSIDAD NACIONAL DE LA PATAGONIA SAN JUAN BOSCO

Resumen
Es habitual referirse a la actividad de producción de conocimiento científico
relacionado con la comunicación, al menos en América Latina, con el término de
“campo”. En este trabajo se plantea un recorrido histórico por la definición de las
ciencias sociales y de la comunicación y se discuten los presupuestos epistemológicos
y sociológicos que supone asumir que esta última constituye un campo científico o
disciplinario. A partir de tomar como ejemplo algunas discusiones actuales sobre la
definición de la obra de arte se aboga porque los límites del campo en cuestión se
establezcan de manera institucional antes que esencialista. Finalmente –y dado que la
pertenencia al campo supone formas específicas de producción y de reconocimiento–
se realizan algunas sugerencias para ayudar a los estudiantes a recorrer el camino de
inmersión en el mismo.

Palabras claves:
comunicación, campo disciplinario, enseñanza de la comunicación

En su análisis de las ponencias presentadas en los congresos de la Asociación


Latinoamericana de Investigadores de la Comunicación (ALAIC) –específicamente en el Grupo
de Trabajo 17 (“Teorías y metodologías de la investigación en comunicación”)– Gustavo León
Duarte señala que una de las constantes halladas es “la premisa de que las cuestiones
centrales que hace patente el campo académico de la comunicación, y los desafíos que en la
actualidad se le presentan a su investigación, tienen que ver fundamentalmente con su estatuto
disciplinario” (León Duarte, 2010, p. 70). En esa senda, pretendemos en este trabajo realizar
una reflexión sobre la comunicación como actividad de producción de conocimiento científico y
sobre el lugar de la misma en la formación de comunicadores.
La sedimentación de lo social tiende a volver autoevidentes características, condiciones y
premisas que distan, y mucho, de ser obvias, dadas o naturales. Lawrence Grossberg ha
señalado que el punto de partida de los estudios culturales es que “si el contexto actual no
tenía [necesariamente] que ser como es, si no estaba garantizado de antemano, entonces
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podría haber sido de otra manera, y podría ser diferente en el futuro” (Grossberg, 2012: 77), y
podríamos decir que esta premisa es extensiva a cualquier ciencia social con vocación crítica:
una reflexión epistemológica, por tanto, siempre debe ser una reflexión histórica.

El desarrollo de la incerteza: de la ciencia moderna a la posdisciplina


¿Cómo hemos arribado a este lugar? La ciencia moderna es hija del racionalismo que
acompaña el surgimiento de la modernidad europea, y desde el comienzo se erigió en
oposición a las formas preexistentes de conocimiento: la escolástica y aún las humanidades,
con sus habituales apelaciones al argumento de autoridad. Es ilustrativo el lema que aún hoy
mantiene la Royal Society, fundada a mediados del siglo XVII y una de las más antiguas
sociedades científicas: Nullius in verba (en palabras de nadie). Una afirmación no debía
considerarse verdadera por haber sido enunciada por una autoridad (filosófica, religiosa o
política), sino porque respondiera certeramente a la realidad experimentable. Y utilizo a
propósito este adjetivo porque la gran invención que va a cimentar el método científico en sus
orígenes, que va de hecho a volverse metonímico respecto a qué es la ciencia, es el del
experimento: un complejo dispositivo mediante el cual se producen hechos –y no opiniones– en
un espacio físico y social controlado, mediante experiencias que son testificadas
adecuadamente.1 De esta manera se volvía posible buscar, y alcanzar, el conocimiento de las
leyes naturales universales, verdadera razón de ser de la ciencia.
Los nuevos sabios adoptaron el nombre de filósofos naturales, aunque a lo largo del siglo
siguiente fueron distanciándose cada vez más de los filósofos “tradicionales”. Según la
reconstrucción histórica realizada por la Comisión Gulbenkian (Wallerstein, 1996), a comienzos
del siglo XIX la separación entre ambas áreas del conocimiento ya se había consumado, y la
palabra “ciencia” quedó reservada a las ciencias naturales, como diferentes a las humanidades,
las letras, la filosofía o la cultura. Sin embargo, al mismo tiempo la demanda de los estados
modernos fue generando un nuevo tipo de conocimiento que buscaba para los asuntos de los

1 Remito al notable libro de Steven Shapir y Simon Schaffer, El Leviathan y la bomba de vacío (2005)
donde se describe y analiza magistralmente el episodio fundador de la metodología experimental por
parte de Robert Boyle, así como la polémica que mantuvo al respecto con su contemporáneo Thomas
Hobbes. Como dicen estos autores, “la producción experimental de hechos involucraba un inmenso
cúmulo de trabajo, que descansaba sobre la aceptación de ciertas convenciones sociales y
discursivas, y que dependía de la producción y protección de una forma especial de organización
social” (p. 53). Una forma entretenida, y a la vez muy documentada, de acceder al momento de
emergencia de la ciencia moderna en torno a la Royal Society es la lectura del Ciclo Barroco de Neal
Stephenson, saga de ficción científica (que no de “ciencia-ficción”, dice su autor) publicada en
español por Ediciones B, en nueve tomos.
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hombres, y sin conseguirlo del todo, la misma exactitud y capacidad predictiva desarrollada
para la naturaleza. Los fisiócratas (y la economía) se cuentan entre los primeros cuerpos de
conocimiento con esta ambición. Pero, como señaló Michel Foucault a propósito de los
fisiócratas –en el contexto del surgimiento de las tecnologías de seguridad–, su concepción del
mecanismo del mercado “es a la vez un análisis de lo que sucede y una programación de lo
que debe suceder” (Foucault, 2006: 61). El lugar que se le asignará a lo que con el tiempo
devendrá en las ciencias sociales es el de organizar y racionalizar el cambio social.
Para ello, en el período que va de mediados del siglo XIX a la Primera Guerra Mundial,
tendrá lugar la especialización disciplinaria de las ciencias sociales, que a su vez ocupaban un
nicho específico en la distribución de formas de conocimiento legitimadas, el que iba desde la
matemática a la filosofía, pasando por las ciencias naturales, la historia y los estudios de las
artes. Justamente en una posición intersticial de ese abanico se irá ubicando el conjunto de las
ciencias sociales:

La creación de las múltiples disciplinas de ciencia social fue parte del intento general
del siglo XIX de obtener e impulsar el conocimiento "objetivo" de la "realidad" con base
en descubrimientos empíricos (lo contrario de la "especulación") (Wallerstein, 1996: 16).

Estas “múltiples disciplinas” se agruparán en cinco núcleos: historia, economía,


sociología, ciencia política y antropología, aunque su emergencia, consolidación y
características son diferentes. Estudiosos del pasado, los historiadores del siglo XIX
rechazarán la historiografía precedente, acusándola de consistir en relatos hagiográficos o
mitológicos, y centrarán su labor en las fuentes de archivo (equivalente en casi todo al
laboratorio del científico natural), pero no aspirarán a la búsqueda de leyes históricas
universales. En cambio, economistas, sociólogos y cientistas políticos – es decir: el conjunto de
las disciplinas abocadas al estudio del presente del “nosotros” de los científicos sociales 2– se
decantarán por enfoques nomotéticos, en el convencimiento de que el comportamiento de sus
objetos podía ser explicado por leyes universales naturales, psicológicas o sociales3.

2 “El cuarteto de historia, economía, sociología y ciencia política, tal como llegaron a ser disciplinas
universitarias en el siglo XIX (en realidad hasta 1945), no sólo se practicaba principalmente en los
cinco países de su origen colectivo, sino que en gran parte se ocupaba de describir la realidad social
de esos mismos cinco países” (Wallerstein, 1996, p. 23). Esos cinco países eran Inglaterra, Francia,
Alemania, Italia y Estados Unidos.

3 No casualmente, es en la economía en donde pervive este enfoque nomotético. Un ejemplo, entre


muchos otros posibles: analizando las burbujas financieras como esquemas de Ponzi (promesas a los
inversores de ganancias espectaculares que no se sostienen en una creación de riqueza genuina
sino en la ampliación permanente de la base de los inversores, hasta que la pirámide se derrumba
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Por otra parte, el encuentro de la euromodernidad (como prefiere denominarla


Grossberg) con el resto del mundo derivará en dos conjuntos de conocimientos diferenciados:
la antropología, ciencia social abocada al estudio de los grupos humanos pequeños, carentes
de documentos escritos y militarmente débiles, emergente de la internalización universitaria de
las prácticas de exploradores, viajeros y funcionarios coloniales; y los estudios orientales,
dedicados al conocimiento de las “altas civilizaciones” tales como China o el mundo árabe,
pero desde una posición de tipo humanista y cercana a los estudios literarios.
Siempre siguiendo la argumentación de la Comisión Gulbenkian, este proceso implicó la
diferenciación clara de cada una de las ciencias sociales respecto a las restantes (la historia
estudiando el pasado, la economía las fuerzas del mercado, la sociología a la sociedad civil, la
ciencia política al Estado y la antropología a los pueblos primitivos) y también respecto al resto
de formas de conocimiento:

para 1945 las ciencias sociales estaban claramente distinguidas, por un lado, las
ciencias naturales que estudiaban sistemas no humanos y, por el otro, las humanidades
que estudiaban la producción cultural, mental y espiritual de las sociedades humanas
"civilizadas" (Ibíd.: 36).

Esta división funcionó bastante bien hasta la Segunda Guerra Mundial, o mejor dicho
hasta las procesos que se abrieron con el final de la misma, entre ellos la emergencia de
Estados Unidos como potencia política global, la explosión demográfica y la expansión –
cuantitativa y geográfica– del sistema universitario.
El crecimiento del sistema universitario y el reposicionamiento del desarrollo científico
como prioridad estratégica de las potencias4, con el incremento exponencial de los recursos
financieros asignados al mismo, tuvo como consecuencia directa la presión por una creciente
especialización y el tambaleo de los límites entre una y otra disciplina. Pero además las
necesidades geopolíticas de Estados Unidos llevaron a una innovación académica: el

abuptamente, como sucedió recientemente con el “caso Madoff”) Kaushik Basu, economista jefe del
Banco Mundial, trae a colación que para el premio Nobel de Economía Robert J. Shiller dichas
burbujas son “«esquemas de Ponzi de ocurrencia natural»; es decir, burbujas que no están
orquestadas por un manipulador, sino que surgen como consecuencia de las fuerzas naturales del
mercado, donde las expectativas de una persona avivan las de la siguiente”. Sólo podemos
sorprendernos ante el desparpajo con que la codicia y la ambición se asumen como naturales,
cuando a lo más sólo pueden considerarse habituales para los hombres y mujeres que viven una
contingencia histórica muy específica: las relaciones capitalistas.

4 Algo que había cristalizado durante la guerra en el Proyecto Manhattan como mascarón de proa de
este nuevo rol asignado a la ciencia.
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surgimiento de los estudios de áreas, o estudios regionales, con la premisa de que la aplicación
exitosa de una política requería de un conocimiento integral de la región donde se aplicaría: su
historia, las características de sus sistema económico, sus creencias y cultura5, su sistema
institucional y político, etc.: “los estudios de área eran por definición «multidisciplinarios»”
(Wallerstein, 1996: 41).
Cualquiera que haya sido el valor intelectual de esta fertilización cruzada, las
consecuencias organizacionales que tuvo para las ciencias sociales fueron enormes. Aunque
los estudios de área se presentaban en el aspecto restringido de la multidisciplinariedad
(concepto que ya se había discutido en el período de entreguerra), su práctica ponía de
manifiesto el hecho de que había una dosis considerable de artificialidad en las nítidas
separaciones institucionales del conocimiento de las ciencias sociales (Ibíd.: 42).
Hacia la década de los sesenta del siglo XX la conciencia sobre la artificialidad de las
divisiones había dado lugar a una superposición, tanto de los objetos de estudio como de las
metodologías, al menos para las tres ciencias sociales nomotéticas, y en su relación con la
Historia. El proceso de emborronamiento (como le gusta decir a Jesús Martín-Barbero) de las
fronteras entre las disciplinas llevó a cierta incomodidad respecto a los modelos
epistemológicos que supuestamente las sustentaban, y pareció exigir el delineamiento de
bases nuevas. Citemos por última vez a Wallerstein et al.
Una manera de manejar esto fue el intento de crear nuevos nombres "interdisciplinarios",
como, por ejemplo, estudios de la comunicación, ciencias administrativas y ciencias del
comportamiento (Ibíd., pp. 51-52, subrayado nuestro).
En síntesis: en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial aparecieron dos
formas nuevas de definición científica: los enfoques interdisciplinarios, aplicables a objetos que
pueden (y necesitan) ser explicados desde más de una perspectiva disciplinaria; y las
transdisciplinas o posdisciplinas (esos “nuevos nombres”), nuevos enfoques que buscan
eliminar la compartimentación heredada e integrar marcos de análisis mucho más complejos.
La comunicación aparece como caso en las dos estrategias, pero con una diferencia
importante: el enfoque “interdisciplinario” supone la negación de la especificidad de la
comunicación, aludiendo más bien a un objeto complejo que debe ser abordado, en conjunto o
sucesivamente, por disciplinas ya conformadas; mientras que el enfoque “transdisciplinario” le
dará la condición de un saber nuevo.
5 Sólo un ejemplo al respecto: los muy conocidos trabajos de Edward T. Hall (1972, 1989), precursor de
la comunicación intercultural, y que encontraron su público predilecto entre funcionarios diplomáticos
y hombres de negocios norteamericanos necesitados de conocer para dominar.
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Sobre el tan mentado campo de la comunicación


Cuando aludimos, como se suele hacer, a la comunicación como un “campo disciplinario”
estamos ubicándola, justamente, en ese lugar de la transdisciplina (o posdisciplina). En una
revisión sobre las discusiones al respecto, Rizo García afirma, por ejemplo:

Queda claro que la comunicación no se ha configurado ni como ciencia ni como


disciplina. Pero no hay duda de que la institucionalización y la cultura académica que
existe sobre el fenómeno comunicativo, que se observa en la trayectoria de los estudios
sobre comunicación, permiten hablar de un campo académico (Rizo García, 2012: 26).

Ahora bien, para esta autora la opción por la denominación “campo” es asumida como un
déficit, como la opción de descarte una vez que el cuerpo de conocimientos en cuestión (en
este caso, la comunicación) no llega a calificar como “ciencia” o “disciplina”. Dice Rizo García:

Hay que tomar en cuenta que para que un conjunto de conocimientos se constituyan
como disciplina debe haber claridad y precisión en el objeto de estudio, algo que no
sucede con la comunicación, por la propia dispersión y multiplicidad de significados que
el término “comunicación” connota (Ibíd.: 25).

Y aún más:

si la comunicación más bien es un campo inter y transdisciplinario, parece poco factible


hablar de la comunicación como una ciencia, pues para que un conjunto de
conocimientos se constituyan como ciencia se requiere la búsqueda de una verdad
universal como valor supremo; la verificación empírica o contrastación con el mundo
real y natural, y la objetividad (Ibíd.).

Por nuestra parte, encontramos este enfoque muy insatisfactorio. No se trata de defender
la supuesta “cientificidad” de la comunicación, si ello implica abogar por la existencia de
verdades universales, leyes naturales y accesos objetivos a a realidad. El retroceso a una
ciencia social nomotética no es el camino a seguir, y menos aún cuando las propias
epistemologías de las ciencias físico-naturales se han alejado hace tiempo de estos
presupuestos. No es que la comunicación sea un campo disciplinario a falta de cumplir los
requisitos de las verdaderas disciplinas, sino que la ciencia actual (toda ella) se configura como
campos diferenciados y articulados. En todo caso, la coyuntura histórica de emergencia de la
comunicación como actividad de producción de conocimiento científico lleva a que carezca del
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lastre de una época en la que se haya pensado a sí misma como una disciplina poseedora, de
manera esencialista, de algún objeto y método distintivo y justificatorio de su existencia. Época
que sí existió paro otros campos disciplinarios (por caso: la sociología, la economía o las
ciencias políticas), pero que también para ellos ha quedado en el pasado.
A esta altura, se notará, resulta imprescindible definir con alguna precisión qué estamos
entendiendo por “campo”, noción bastante ligada a la sociología de Pierre Bourdieu. Por eso es
necesario detenernos un momento en su formulación:

Un campo —podría tratarse del campo científico— se define, entre otras formas,
definiendo aquello que está en juego y los intereses específicos, que son irreductibles a
lo que se encuentra en juego en otros campos o a sus intereses propios [...] y que no
percibirá alguien que no haya sido construido para entrar en ese campo [...]. Para que
funcione un campo, es necesario que haya algo en juego y gente dispuesta a jugar, que
esté dotada de los habitus que implican el conocimiento y reconocimiento de las leyes
inmanentes al juego, de lo que está en juego, etcétera (Bourdieu, 1990: 109).

Nótese que esta definición de Bourdieu no es específica de la ciencia, y de hecho él ha


analizado distintos campos (la cultura, la política, las industrias editoriales, las instituciones,
etc.). Considera a la ciencia como una práctica social, con cierta autonomía del resto de las
prácticas (porque implica criterios de lucha y legitimación de cierta especificidad), pero con una
delimitación de sus fronteras y características también social (y no filosófica o epistemológica).
Vale decir: la noción de “campo disciplinario” no proviene de la epistemología, sino de la
sociología de la ciencia. Y por eso afirmar que la comunicación es un “campo” implica una
definición de la especificidad de los estudios de comunicación por vía de condiciones sociales e
institucionales. En esto Bourdieu es parte de una tendencia antiesencialista bastante
generalizada, que trataremos de ilustrar con un ejemplo, casi a modo de digresión.

Un rodeo por la teoría institucional del arte


El arte contemporáneo, de Duchamp al pop y más allá, ha girado en torno a las
convenciones que vuelven a un objeto una obra de arte, recortándolo sobre los demás objetos.
Al decir de Danto: “cuando una obra de arte puede ser cualquier objeto legitimado como arte,
surge la pregunta «¿Por qué soy yo una obra de arte?»” (Danto, 2001: 37).
La teoría institucional de George Dickie es un intento de responder a esta pregunta: si
existen dos objetos visualmente indistinguibles (por ejemplo Fuente de Duchamp y un
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mingitorio común), pero uno de ellos es arte y el otro no, entonces debe existir un elemento
externo a la obra (marco o contexto) que indique qué es una obra de arte y qué no lo es6.
Según la teoría institucional habría dos reglas suficientes para hacer arte: 1) crear un
artefacto y 2) que ese artefacto sea el tipo de cosas que se presenta al público de arte. El rol
del artista implica que éste sabe que está haciendo una obra de arte (posee los conocimientos
suficientes para saber de qué se trata eso) y que crea la obra para ser presentada (puede ser
que efectivamente esto no suceda, pero siempre es el tipo de cosa que se hace para ser
presentado); además la obra se realiza con ciertas técnicas artísticas que hacen que se trate
de un arte particular (pintura, escultura, danza, etc.). El rol del público es simétrico: tiene
conciencia de que lo que se le presenta es arte y además posee una serie de capacidades y
sensibilidades dispuestas para apreciar la obra de arte.
Lo que es primario es la comprensión compartida por todos los que están implicados, de
que están comprometidos en una actividad o práctica establecida, dentro de la cual hay una
variedad de roles diferentes: roles del creador, roles del presentador y roles del «consumidor»
(Dickie, 2005: 105).
Además, hay otros roles complementarios, como los que ayudan al artista a presentar la
obra (productores, directores de museos, galeristas, etc.), los que ayudan al público a
interpretar las obras (periodistas, críticos, etc.) y los que reflexionan sobre todo el asunto
(historiadores del arte, filósofos).
Digamos entonces que un artefacto generado al interior del sistema del mundo del arte,
es decir creado por artistas o personas a las que se le asigna la posibilidad de desempeñar ese
rol, apreciadas por un público consciente, consideradas por directores de museos y marchands
y comentadas por los críticos especializados, es una obra de arte, independientemente de sus
cualidades o características.
Quisiera sugerir aquí que la definición de los límites del campo disciplinario de la
comunicación son exactamente del mismo tipo: una investigación, escrito, producción o
intervención es parte del campo disciplinario de la comunicación en la medida en que es
producida por personas a las que se les asigna el rol de integrantes del campo, consumida y
valorada –cuando lo es, y preferentemente– por otros integrantes del campo, puesta en
circulación por dispositivos específicos, también afiliados al campo en cuestión. No creo poder

6 Esta afirmación es un principio sociológico bastante básico y podría deducirse de una lectura mínima
de Goffman o de la etnometodología, pero aún así la teoría de Dickie ha sido muy resistida en el
campo de la filosofía del arte.
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ser suficientemente enfático respecto a la importancia definitoria de los aspectos institucionales


en juego.

Mapear el campo de la comunicación en América Latina


Desde una posición que creo es la misma que hemos bosquejado, Maria Inmacolata
Vasallo de Lopes ha realizado una sólida propuesta para el estudio del campo disciplinario de
la comunicación en América Latina, que ella entiende debe ubicarse en el cruce de dos
aspectos: una crítica epistemológica, no entendida como delimitación de un objeto, sino como
la especificación de los criterios de validación interna del discurso científico; y una sociología
del conocimiento cuya premisa sea analizar a la ciencia como una práctica social
sobredeterminada.
Desde estas coordenadas, entender las condiciones de la investigación en comunicación
en América Latina supone analizar lo que ella denomina tres “contextos”:
 e l contexto discursivo: “en el cual pueden ser identificados paradigmas,
modelos,instrumentos, temáticas que circulan en determinado campo científico” (Vasallo de
Lopes, 1999: 15) y que corresponde a una historia del campo científico (¿cómo surge el
estudio de la comunicación? ¿cuáles han sido las disputas y polémicas? ¿cuáles los objetos
analizados? ¿cuáles los modelos teóricos aplicados?)
 el contexto institucional: “que envuelve los mecanismos que median la relación
entre las variables sociológicas globales y el discurso científico, y que se constituyen en
mecanismos organizativos de distribución de recursos y poder dentro de una comunidad
científica” (Ibíd.), es decir la estructura del campo científico (¿en qué instituciones se
investiga? ¿cuál es el poder relativo de estas instituciones en relación a las de otras
disciplinas? ¿cuáles son las fuentes de financiamiento? ¿qué organizaciones agrupan a los
investigadores?)
 e l contexto social o histórico-cultural: “donde residen las variables
sociológicas que inciden sobre la producción científica, con particular interés por los modos de
inserción de la ciencia y de la comunidad científica dentro de un país o en el ámbito
internacional” (Ibíd.) (¿que relación tienen estos estudios con la situación política y económica?
¿qué vinculación existe con estrategias gubernamentales?)
Vasallo de Lopes afirma que, a su entender, los estudios de comunicación en América
Latina se han caracterizado por un enorme interés por el contexto socio-histórico-cultural (y así,
por ejemplo, al referirse a la investigación de Dorfman y Mattelart sobre las historietas de
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Disney –y sin desconocer que ello resulta imprescindible– se ha vuelto tópico relacionarla con
la experiencia de la Unidad Popular en Chile y de los movimientos anticapitalistas
latinoamericanos setentistas en general), un creciente interés por el contexto discursivo, o sea
por la historia del campo (la mayoría de las materias de “teorías de la comunicación” en los
planes de estudio se estructuran como un reconocimiento de esa historia) y un escaso interés
por el contexto institucional.
Este desequilibrio no es azaroso: recién en los últimos años existe un interés, al mismo
tiempo creciente pero expresado con cierta timidez, en el estudio de las condiciones
institucionales de la producción de conocimiento científico en el campo de la comunicación. Los
trabajos de Vasallo de Lopes y Fuentes Navarro (2001), o del mismo León Duarte (2006, con
quien abrimos ente artículo) son muestra de ello.

La enseñanza de la comunicación como campo disciplinario


En el trabajo que ya referimos, Rizo García hace un importante señalamiento:

la comunicación no sólo se investiga y se analiza, también se enseña, se aprende y se


ejerce como profesión. He aquí, entonces, la naturaleza tripartita de la comunicación:
como campo científico- académico, como campo educativo y como campo profesional
(Rizo García, 2012: 27).

Hasta aquí hemos hablado de la comunicación como campo de producción de


conocimiento científico. Quisiera cerrar este trabajo con algunas reflexiones sobre el campo
educativo de la comunicación, y más específicamente sobre el lugar donde ambos se solapan,
es decir la enseñanza de la comunicación como un campo científico.
¿Cuáles son los caminos para introducirse en un campo disciplinario? Vale decir, una
carrera universitaria de grado supone entre sus tareas la transformación (o al menos el inicio de
este proceso) de personas (los estudiantes) desde una condición neófita o pre-científica a
participantes reconocibles de una disciplina particular. Al menos en la tradición académica
latinoamericana, el lugar donde suceden estos procesos de transformación es al interior de los
ciclos de grado de las carreras de Comunicación Social, y más específicamente en las
“materias teóricas”.
Algunas sugerencias de Alejandro Piscitelli nos resultarán aquí de utilidad. Al criticar lo
que denomina “fetichismo del contenido”, Piscitelli explica que un dominio de conocimiento “es
principalmente un conjunto de actividades y experiencias […], son maneras específicas y
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precisas de ver, evaluar y de estar en el mundo” (2009: 164). Como no se trata,entonces, de la


mera repetición de autores, textos y definiciones, nuestras propuestas formativas deben
realizar una serie de elecciones estratégicas orientadas a un sólo objetivo: favorecer la
inmersión de los estudiantes en el campo disciplinario de la comunicación, entendiendo que
esta inmersión debe traducirse en formas específicas de producción y de reconocimiento, en
una aculturación académica o, tomando de modo libre las nociones de Bernstein, en la
adquisición de determinadas “orientaciones a los significados” (Bernstein, 1993), que son al
mismo tiempo “privilegiadas” y “privilegiantes”. Un comunicador es aquél que -enfrentado a un
texto o situación- realiza interpretaciones o lecturas reconocibles como “comunicacionales”,
privilegiándolas por sobre otras que no lo son. Además, tengamos presente también que
Bernstein subraya la diferencia entre reconocimiento y producción, lo que nos lleva a apuntar
que pertenecer al campo supone no solamente realizar interpretaciones comunicacionales, sino
también adquirir la capacidad y competencias para producir textos reconocibles como
comunicacionales.
Como ya dijimos, no nos parece apropiado (ni útil) participar en la búsqueda de objetos o
metodologías particulares de una “ciencia de la comunicación”; mejor es aceptar que un
dominio de saberes –también si se trata de saberes científicos– se define sociológicamente a
partir de la constitución de un campo específico y reconocible. Ahora bien, si a este campo no
se arriba por vía de la repetición cadavérica de textos canónicos, ello tampoco debería implicar
la exclusión completa de referencias habituales: un recorrido absolutamente idiosincrático no
es, creemos, la mejor opción. Cierto manejo de una enciclopedia más o menos compartida es
también parte de las competencias necesarias. Entendemos por ello que la frecuentación y
manejo de ciertos autores y textos clásicos también es parte de las competencias de ingreso a
un campo disciplinario.7 La función de estos clásicos es la de propiciar lecturas y discusiones
que operen como mojones, como señales reconocibles de pertenencia. Son nuestros propios
textos de fundación (Verón, 1987).
Pero ese lugar debe ser subvertido al menos de dos modos: el primero es mediante la
tensión que se establece con nuestra propia situación de lectura, distante histórica, política,
cultural y tecnológicamente. El segundo modo de subversión debe provenir de una resuelta
intención de esquivar el mero vasallaje de la doxa para asumir los riesgos que supone el “poner

7 Eso que en Nombre Falso llamábamos la “mochila textual de un estudiante de comunicación” (aún
puede accederse a parte de los contenidos de este proyecto en
http://papeles.tecnologiaycultura.com.ar).
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en funcionamiento” los aparatos teóricos en cuestión (Zizek, 1998). Después de todo, cierta
vocación herética también resulta constituyente de nuestro campo de estudios.
Si lo dicho explica las elecciones a realizar respecto a núcleos de contenido y bibliografía,
entender un dominio de saberes como bastante más que “teoría” nos plantea otra
problemática: si la tarea de los estudiantes se limita mayormente a la lectura y reproducción de
conceptos y autores, parece claro que por este camino es difícil, sino imposible, adquirir las
competencias que se supone deben dominar para pasar a formar parte del campo. En
contraposición, la producción textual de los estudiantes tiene que ocupar un rol central, lo que
lleva a que las estrategias didácticas planteadas prioricen la discusión, el análisis y la
producción, por sobre la escucha y la repetición.

Conclusiones
Ernesto Laclau inicia Nuevas reflexiones sobre la revolución de nuestro tiempo con la
siguiente frase: “Todo tiempo se da una imagen de sí mismo, un cierto horizonte –tan borroso e
impreciso como se quiera– que unifica en cierta medida el conjunto de su experiencia” (1993:
19).
La recurrencia del término “campo” en las referencias al límite delimitador de la actividad
de producción de conocimiento científico relacionado con la comunicación latinoamericana
parece constituir el horizonte actual de nuestra actividad. En este trabajo tratamos de delinear
algunos presupuestos y consecuencias del uso de este término, abogamos por una definición
institucional antes que esencialista y –dado que la pertenencia al campo supone formas
específicas de producción y de reconocimiento–sugerimos ciertas pistas para ayudar a
nuestros estudiantes a recorrer el camino de inmersión en el mismo.

BIBLIOGRAFÍA
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Artículo recibido el 24-07-2015 | Evaluado y aprobado por el Comité Editorial el 28-07-2015 | Publicado 18-8-2015

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